Educacion de Omero

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II.

LA EDUCACIÓN EN EL MUNDO HOMÉRICO

4. LA CIVILIZACIÓN GRIEGA: LA EDAD MICÉNICA Y LA EDAD HOMÉRICA

Rasgo común a gran parte de las civilizaciones orientales a que nos hemos referido es, por lo menos

en su fase más madura, la presencia de los escribas. Los escribas son fundamentalmente

trasmisores de tradiciones en forma escrita, sea que colaboren con la clase sacerdotal o pertenezcan

a ella (en tal caso la sapiencia trasmitida es sobre todo religiosa), sea que tengan carácter de

funcionarios laicos del gobierno, como en China. En estas civilizaciones, la educación organizada

es esencialmente educación del escriba. No hay duda que en los primeros tiempos, de los cuales en

general no se tiene noticia histórica, la educación del guerrero debe haber tenido una importancia

primordial, pero esta fase la vemos en acto sólo en la civilización persa, civilización joven por

comparación con las otras que hemos visto, pero de la cual se tienen noticias bastante

pormenorizadas.

Por ello se ha dicho con cierto fundamento que, en el curso de tales civilizaciones, en primer

lugar prevalece como educación típica la del guerrero (fase dinámica, de desarrollo y expansión), y

en segundo la del escriba (fase estática, de conservación y, por último, de involución). Ahora bien,

si aceptamos la regularidad de esta sucesión como hipótesis de trabajo y nos preguntamos si vale

también para la civilización griega nos encontraremos sumidos en un mar de perplejidades y no

podremos dar una respuesta sin haber realizado antes ulteriores aclaraciones. En efecto, si se

excluye el primer periodo helenístico y el periodo imperial romano, encontraremos en la civilización


helénica una muy desarrollada educación del guerrero, pero no hallaremos el menor rastro del

escriba; si por el contrario consideramos cómo un ciclo único la civilización greco-helenísticoromana,


vemos surgir en los reinos helenísticos y sobre todo en el bajo imperio romano una clase de

funcionarios (con frecuencia libertos) que se puede asimilar sin más a la de los escribas de las

civilizaciones orientales.

Como quiera que sea, el hecho nuevo, de alcance incalculable, es que entre la educación del

guerrero y la del escriba se inserta, así en Grecia como en Roma, la educación del ciudadano, como

la expresión más típica de una nueva forma de cultura y civilización, que pertenece también a una

fase dinámica, que prosigue sin solución de continuidad aquella en que predomina la educación del

guerrero, pero que presenta características peculiares e inconfundibles respecto a los otros dos tipos
de educación.

A continuación veremos en qué forma se verificó en Grecia este paso gradual de la educación del

guerrero a la del ciudadano, y por lo tanto empezaremos por ocuparnos brevemente de la

civilización griega en su primera manifestación —cuyos testimonios son casi exclusivamente

arqueológicos—conocida con el nombre de civilización micénica. Floreció sobre todo en el

Peloponeso por obra de estirpes indoeuropeas que habían arrollado —en parte por infiltración, en

parte con la violencia— tanto en el continente como en las islas, inclusive la misma Creta, una

pujante civilización anterior: la egeo-cretense o minoica. De ésta (llamada así por el nombre del rey

cretense Minos) se sabe poco porque no se han podido descifrar sino las inscripciones más

recientes, escritas en griego quizás por efecto de una lenta infiltración de helenos entre las

poblaciones precedentes, no indoeuropeas, de Creta y las otras islas.

Las legendarias noticias que nos han trasmitido los historiadores griegos y los riquísimos

hallazgos arqueológicos nos permiten hacernos una idea aproximada de la civilización minoica

como de una espléndida civilización comercial, dotada también de industrias y fecunda en refinados

productos artísticos de inspiración naturalista. Se expandió por una buen parte del Mediterráneo

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oriental, y si bien en un primer momento absorbió en su órbita a los recién llegados helenos (o

aqueos, como los llama Homero), que debieron haber asimilado muchos elementos de la cultura

cretense, acabó siendo vencida por éstos.

La civilización resultante del choque, o micénica, con centros en Micenas, Argos, Tirinto, etc.,

no fue en modo alguno iletrada, como se creyó por mucho tiempo. En efecto, de la época micénica

data un número muy grande de tablillas encontradas tanto en las islas como en la tierra firme. Pero

si la civilización micénica tuvo también sus escribas ¿cómo se explica que en Homero no se hable

jamás de escritura? Y sin embargo la verdad histórica de la guerra de Troya ha sido comprobada por

las excavaciones arqueológicas.

En realidad la civilización que Homero describe no es la micénica. Entre la guerra de Troya y la

edad de Homero (hacia el siglo IX a. C.) se interpone un acontecimiento singular y catastrófico que

hizo retroceder violentamente la cultura griega a un estadio de barbarie guerrera: la invasión de


los dorios, también helenos pero desprovistos de toda civilización. Si bien Homero canta hazañas

referidas a acontecimientos históricos de dos o tres siglos antes, las reviste de las costumbres

familiares a él, propias de una especie de sociedad feudal que apenas acababa de salir de la más

oscura bastedad pero ya daba muestras de refinamiento (sobre todo en la Ilíada) y había progresado

un tanto en las artes de la vida civilizada (como se ve por la sociedad representada en la Odisea,

contemporánea del poeta o casi).

Verdad es que hay en Homero un deliberado esfuerzo “arcaizante”, de tal modo que en el

conjunto se insertan reminiscencias efectivamente micénicas e incluso minoicas; pero la estructura

general del todo responde a una civilización posterior a la invasión dórica. Por lo menos éstas son

las conclusiones a que ha llegado un sector autorizado de la crítica homérica reciente, bien

entendido que no puede haber certeza absoluta en cuestiones como éstas, acerca de las cuales no

hay nada que no se haya puesto en tela de juicio, empezando con la existencia misma de Homero.

Por consiguiente, es oportuno distinguir entre civilización micénica propiamente dicha y

civilización homérica. De la primera sabemos en general poco, y nada por lo que toca a la

educación; de la segunda tenemos en primer lugar el testimonio de los poemas homéricos mismos,

documentación rica e inapreciable a condición de que se interprete como es debido.

Hemos hablado de “sociedad feudal” y no por azar. Las analogías entre la sociedad homérica y la

de la alta Edad Media son sorprendentes, al punto de justificar de sobra la expresión medioevo

griego aplicada al periodo que sigue inmediatamente a la invasión de los dorios. ¿Qué es una

sociedad feudal? Es una sociedad en la cual quienes se erigen como jefes o señores recompensan la

ayuda prestada por los mejores guerreros concediendo a éstos el usufructo de una parte de sus

dominios, junto con el gobierno de la población que habita ahí; a su vez, los beneficiarios le deben

fidelidad al señor con la obligación de seguir ayudándolo en la guerra y de reconocer en todo caso

su supremacía.

Ahora bien, en Homero encontramos abundancia de testimonios acerca de relaciones como éstas.

Muchos guerreros jóvenes, al igual que los caballeros medievales, prometen fidelidad a un señor sin

tener por el momento otra ventaja que vivir en su corte y esperar futuros beneficios si sabrán

prestarle servicios señalados. Tenemos en fin a los kouroi homéricos, donceles nobles que servían el

vino, componían cortejos, cantaban y a veces danzaban, y que se asemejan a los pajes medievales;
por ejemplo, la función que Patroclo desempeñaba al lado de Aquiles recuerda la del escudero (ver

más adelante, § 68).

5. LA EDUCACIÓN HOMÉRICA EN LA “ILÍADA”

De todo esto resulta una distinción neta entre la clase noble, constituida por guerreros e hijos de

guerreros (el laos) y el pueblo (demos) de campesinos, artesanos, etcétera. Pero la clase noble no se

dedica al puro ejercicio de la fuerza bruta: por un lado desenvuelve toda una actividad de consejos y

asambleas que requiere dotes oratorias, y por el otro se le presentan abundantes ocasiones de

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convivencia en la paz y en la guerra que estimulan las actividades artísticas y jocundas. Por último,

el espíritu agonístico, cuando no se ejercitaba en el combate real o en algún tipo de “torneo”, se

manifestaba de buena gana en las luchas y competencias deportivas.

Por tanto, la educación del “caballero” homérico (como lo podríamos llamar, aunque no

combatía a caballo sino en carros tirados por parejas de caballos) no era en modo alguno sencilla,

por más que no tuviese nada de la educación minuciosamente mecánica del escriba oriental.

Comprendía deportes y ejercicios caballerescos como caza, equitación, lanzamiento de la jabalina,

lucha, etc., y ciertas actividades artísticas como el canto y el tañimiento de la lira. Quirón al parecer

enseñó a Aquiles incluso elementos de cirugía y farmacia, pero probablemente se trata de un reflejo

de ideas orientales, más bien que de una representación efectiva de la praxis griega. Por el contrario,

la descripción homérica de la educación que el mismo Aquiles recibió de su otro maestro, Fénix, es

digna de la más atenta consideración.

Adviértase en primer término que Fénix, noble exiliado que había buscado refugio en Ftía, en la

corte de Peleo, es acogido y estimado en ésta al punto que se le concede casi como un feudo la

región de los dólopes. Posteriormente le fue confiada la educación de Aquiles, aún en tierna edad,

como sucedía precisamente en la Edad Media, en que a veces se confiaba la educación de un

príncipe a un vasallo de confianza. Se ocupa personalmente incluso de su alimentación y le toma

afecto como si se tratara de su propio hijo. La educación de Aquiles se completa por obra de Fénix

en el campo, durante los primeros años de la guerra de Troya, y tiende esencialmente a volverlo

maestro “del arte de la acerba guerra” y “del ágora donde los varones se hacen ilustres”. Fénix tiene
pues tal conciencia de su papel y de su importancia que exclama de repente volviéndose a Aquiles:

“Y te crié hasta hacerte cual eres”.

Pero continuemos con el discurso de Féníx. Presupone una ética del honor que es obviamente la

ética de toda sociedad de guerreros. Es justo que a todo entuerto se exija una reparación. Pero

reparaciones son también las súplicas (acompañadas de pruebas de deferencia, regalos y promesas)

que Agamenón y todos los aqueos, por medio de la embajada de Ulises, Áyax, y el mismo Fénix, le

dirigen al airado Aquiles. Incluso cuando hay de por medio el asesinato de un pariente los hay que

prefieren aceptar del asesino “el precio” (el “güidrigildo” medieval de las leyes longobardas) a caer

en la espiral de las venganzas. Hay que saber transigir a tiempo, con mayor razón si sólo se trata de

ofensas de poca monta.

Así pues, la ética del honor va acompañada por una ética de la cordura y de la mesura y se

advierte incluso vislumbres de una ética de la comprensión y la misericordia en la bellísima imagen

de Até, la diosa coja del mal, que corre por el mundo seguida de las desdichadas Suplicantes, que en

vano se esfuerzan por reparar los males causados por aquélla e invocan la ira de Zeus sobre quien

no les presta oídos.

Sin embargo, es dudoso que este último elemento haya formado verdaderamente parte de la

educación guerrera que aquí nos ocupa: se trata más bien de un elemento propio del espíritu del

poeta. Homero, el cantor de las luchas titánicas y las crueles matanzas, trata su materia con la

serenidad del gran artista pero ciertamente no con indiferencia; la nota más profunda de su poesía es

una desencantada y humanísima tristeza por los inútiles estragos que describe y que sin embargo

apasionaban tanto a las muchedumbres que lo escuchaban.

En Homero, educador de Grecia, este elemento se debe poner en justa evidencia, por más que no

haya sido el que tuvo mayor influencia. Probablemente no podría entrar en el cuadro de la

educación de un guerrero en los albores de la edad arcaica, cuando el sentido del honor y el amor

por la gloria son los verdaderos valores absolutos, el único desafío posible a la muerte, más allá de

la cual aparece tan exangüe e inútil la supervivencia en el Hades. Lo que cuenta es dejar fama de sí,

para lo cual importa “ser siempre el mejor, superior a los demás”.

Por otra parte, este ideal agonístico de la vida no está limitado únicamente al valor en el

combate. El vocablo griego “areté”, que se traduce imperfectamente como virtud, tiene ya en la
época homérica una connotación mucho más rica.

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6. LA EDUCACIÓN HOMÉRICA EN LA “ODISEA”

También la astucia y versatilidad de Ulises entraban con pleno derecho a formar parte del ideal

educativo del guerrero. Más difícil es juzgar si también entraban otras características del Ulises

homérico: la insaciable curiosidad y sed de conocer, la gran habilidad en el mentir, el sólido arraigo

que tenían en él los afectos familiares.

La Odisea no representa el mismo tipo de sociedad que la Ilíada; si bien nos encontramos ante

las mismas pequeñas monarquías autónomas, el poder del rey parece menor que en la Ilíada. Los

reyes son asistidos por consejos de nobles sin cuya aprobación parece que los reyes no pueden

tomar decisiones importantes (recuérdese la permanencia de Ulises en la isla de los feacios).

Probablemente las posesiones de los nobles han pasado de precarias (o revocables por autoridad

del rey) a ser estables y hereditarias y la nobleza aprovecha todas las ocasiones para debilitar el

poder real. ¿Quiénes son, por ejemplo, los Pretendientes? Son nobles que aspiran al trono en

detrimento del heredero natural de Ulises, Telémaco, y si parecen solidarizarse entre sí es de

suponer que ello se debe a que, independientemente de quién resulte elegido consorte de Penélope,

esperan establecer un control colectivo sobre el poder real.

Hay sin embargo un elemento nuevo, de importancia por lo menos igual, que aparece apenas

fugazmente, o sea, el surgimiento del comercio marítimo de altura y, por consiguiente, la formación

de una nueva clase de acaudalados mercaderes-navegantes. Es posible que se dedicaran a esta

actividad también algunos nobles e incluso ciertos reyes (¿cómo habría que interpretar si no los

ocho años de viaje en Oriente que enriquecen enormemente a Menelao?); lo cierto es que se ha

formado poco a poco una contraposición consciente entre el ideal de la formación “cortés” de la

clase noble y el tipo plebeyo del traficante en grande, sin otras miras que la riqueza, que

naturalmente es objeto de desprecio por parte de los aristócratas. Así, cuando Ulises se niega a

participar en los juegos organizados en su honor por los feacios, el noble Euríalo lo zahiere con

estas palabras:

¡Huésped! Pareces ignorar aquellos ejercicios en que se instruyen los hombres. Más que
a un atleta te asemejas a patrón de marineros mercantes que, sobre su nave de carga, sólo

se cuida de sus mercaderías y del lucro de sus rapiñas.

La ofensa es grave y Ulises debe demostrar al punto hasta qué extremo es infundada replicando

con fogosas palabras y lanzando un disco a distancia tan respetable que nadie se atreve a contender

con él. Más adelante veremos cómo la contraposición entre actividades desinteresadas, como los

juegos que no dan provecho, y actividades utilitarias, es decir, enderezadas a la ventaja práctica y

material, se convierte en un rasgo característico de la mentalidad griega clásica.

En la Odisea por lo menos se aprecia en alto grado el trabajo productivo: Laertes, antiguo rey y

padre de rey, labra personalmente el campo; Ulises ha construido con sus manos el lecho nupcial.

En este aspecto se pierde un tanto el paralelismo con el feudalismo medieval: el noble de la Edad

Media no conoce otras actividades físicas que la guerra, la caza, los torneos, etc. Pero si nos

tomamos el trabajo de distinguir entre lo que pudiera ser representación de las costumbres de la

época, en sus aspectos generales, y ciertos ideales más bien propios del poeta Homero, no podemos

por menos de llegar a la conclusión de que la vida simple, pacífica, justa y laboriosa de la modesta y

peñascosa Ítaca, tan malamente perturbada por la crápula de los Pretendientes, es más un

paradigma moral acariciado por el poeta que la pintura de una efectiva realidad. El ideal de un reino

de tipo patriarcal respondía quizá a un sentimiento generalizado de reacción contra la vida ociosa y

disipada de una nobleza cada vez más potente. Pero, al menos en este sentido, es innegable que la

ética inspiradora de la Odisea no es sólo la de una “civilización cortés” (cortés se deriva de “corte”

del rey o del señor) en pleno florecimiento, sino que anticipa ya en cierto modo la ética de la

convivencia pacífica, laboriosa y justa de que se constituiría en heraldo el otro grande poeta

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educador de Grecia, el beocio Hesíodo.

El ideal de formación del noble guerrero sigue ocupando un sitio prominente en la Odisea, pero

menos que en la Ilíada. La areté del héroe principal no sólo es más compleja y su personalidad más

rica y humana que la de los protagonistas de la Ilíada, sino que en verdad aparecen o se intuyen ahí

valores nuevos de vida ordenada y serena por una parte, y por la otra de espíritu de aventura que ya

no es esencialmente bélico, sino que aparece ligado a la curiosidad por lo nuevo y al gusto por los
viajes. La sociedad ahí representada es con frecuencia refinada y siempre cortés; se puede

despreciar a los comerciantes, pero nadie desprecia el bienestar. Y sobre todo hay un sentido del

derecho mucho más evolucionado que el simplista propio de la Ilíada, si bien se trate aún de formas

de derecho consuetudinario. Nos hemos referido ya a la mayor complejidad de la vida política, pero

también habría que referirse al discurso de Telémaco ante la asamblea itacense, con sus exactas

distinciones entre cuestiones que hoy llamaríamos de derecho público —la elección de un nuevo rey

para la isla— y cuestiones que denominaríamos de derecho privado —su derecho al patrimonio

paterno y la distinción entre éste y los bienes aportados en dote por la madre. El hecho de que estas

cuestiones hayan tenido cabida en un poema significa que la generalidad de los oyentes podía

comprender su sentido e interesarse en ellas.

Es significativa la educación de Telémaco, que si bien tendrá su gran iniciación guerrera en la

batalla contra los Pretendientes al lado del padre, no parece haber sido esencialmente militar. A

juzgar por los resultados, y los pocos datos que se pueden recoger directamente, Telémaco ha sido

educado por sabios ancianos en el amor a la reflexión y la moderación, la conciencia de los propios

límites y el respeto por los demás; tal educación se completa con los viajes que más que países

nuevos le permiten conocer nuevos ambientes y nuevos modos de vida.

La Odisea termina, como es sabido, con un pacto celebrado, por intervención de Palas Atenea

(diosa de la sabiduría), entre el rey Ulises y los nobles de Ítaca supervivientes. El poeta lo llama

“eterno acuerdo”. Pero no es más que la transfiguración poética de una esperanza de la que con

seguridad participaban los oyentes, en una época en que sin duda las discordias entre monarcas y

nobles habían alcanzado proporciones preocupantes; otros caminos muy diversos y mucho más

fecundos para el desarrollo de la civilización debía recorrer la historia de la “polis” griega, que no el

de una armoniosa convivencia entre monarquía y aristocracia.

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