El Camino de Los Cuentos

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El camino de los cuentos

COLECCIÓN LENGUAS INDÍGENAS


Alejandrina Hernández Gerónimo

EL CAMINO
DE LOS CUENTOS
Primera edición: 2019

© 2019, Alejandrina Hernández Gerónimo

D. R. © 2019, Secretaría de Cultura


Calle Andrés Sánchez Magallanes # 1124
Fraccionamiento Portal del Agua
Colonia Centro, Villahermosa
C. P. 86000
Tabasco, México

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra,


sea cual fuere el medio, sin el consentimiento por escrito
del titular de los derechos correspondientes.

ISBN: 978-607-8428-77-9

Impreso en México - Printed in Mexico


Agradezco la colaboración de los señores:
Bonifacio Hernández López (+) y
Pedro Ávalos Dantory (+),
y al prof. Celestino Broque Alcudia.

A mi hija Dioselin Alejandra


por su colaboración.

A mi nieta Bárbara Alejandra


por las ilustraciones que imaginó
y plasmó al escuchar los cuentos,
así como a los niños del 3.o «B»
del Centro Preescolar «Elena Zapata»,
por haberme dado la oportunidad de
compartir esos momentos de pláticas, risas
y el rico pozol en sus humildes hogares.

A mi amigo Domingo Alejandro Luciano,


por revisar los textos y darme
sugerencias del mismo.

No cabe duda, de que este esfuerzo será para


enaltecer la tradición oral a través de la literatura
y nuestra lengua materna en la promoción
y difusión de su escritura.

A todos, muchas gracias.


Las bejuquillas
de don Canuto
D on Canuto era un hombre alto,
delgado, de mirada profunda.
Cuando caminaba por el bosque los anima-
les lo saludaban. Con el paso de los años,
se acostumbró a ser bien recibido por los
pájaros que trinaban entre los árboles.
Caminaba como si buscara algo más
entre las hojas secas. Era un hombre
poco expresivo, pero conocedor de los
secretos de los árboles y de los ani-
males; además, era amigo de las cu-
lebras y serpientes que habitaban en
ese lugar. En su morral siempre car-
gaba una flauta con la que entonaba
una melodía especial que a todos los
animales le gustaba y, en especial, a
las culebras.
Un día sintió su cuerpo cansado
y los pies adoloridos. Se detuvo un
instante mirando fijamente las tiras
de sus gastados cactes, que se ha-

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bían roto. Buscó la sombra de una enorme cei-
ba y se sentó en el colchón de hojas y malezas
que cubrían la tierra fresca.
Miró fijamente a su alrededor y
sacó su flauta; comenzó a tocar una
bella música que el viento llevaba
sigiloso hacia los lugares más leja-
nos. Las culebras salían silenciosas,
unas eran de color verde, otras de tono
negro o amarillo, y de varios tamaños. Muy
contentas escuchaban a don Canuto.
Bajo un tronco podrido de cedro
salió una enorme nauyaca, y con su
lenguaje se comunicó con los
demás: «xëë, xëë, xëë». Ter-
minando la meolodía, dos
bejuquillas se acercaron a
los pies de don Canuto. En
un instante desa-
taron los pedazos
de tira de corazón

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de cañita que ya estaban
viejas, se tejieron entre sí, con-
virtiéndose en tiras que sostenían los cactes que
traía don Canuto en los pies, quien muy a gus-
to aceptó y en agradecimiento, tocó la última
pieza.
A partir de ese día, las bejuquillas y don Ca-
nuto se volvieron inseparables.

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El pájaro carpintero
y su gorro de color rojo
A l pájaro carpintero le dieron un pico muy
duro para que ayude a los demás animales
a construir sus casas en los árboles altos, por
los peligrosos depredadores que abundan en la
tierra. Pero él no estaba de acuerdo con esa
responsabilidad. Sin embargo, se creía por ser
bastante guapo y le gustaba enamorar a las
pajaritas. Por las tardes se reunía con los demás
pájaros a jugar, a platicar y no cumplía con
el trabajo que le encomendaban. Fue tanta la
queja, que el dueño de las aves dijo: «Vayan y
tráiganmelo aquí para resolver este problema».
Una mañana radiante, cuando el sol apenas
se asomaba, salió una comitiva de pájaros para
ir a la búsqueda; y por más que se fijaban por
dónde andaba no podían, pues se confundía
entre los demás que iban y venían, y él pasa-
ba desapercibido. Fueron varios días de explo-
ración, hasta que dieron con él y
lo llevaron frente al dueño
de los pájaros. Lo rega-
ñaron y le dijeron que
a partir de ese momen-
to quedaba obligado a

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usar un sombrero rojo, para que
fuera fácil localizarlo y su pico se
volvió más duro.
Después de esa reunión se convirtió en
un trabajador y, con el paso de los años, sigue
insistiendo en ahuecar un poste de concreto o
uno de metal.

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La abuela lechuza
y el niño
U n niño salía de su casa muy
temprano a buscar leña, iba
muy enojado porque todos los días
su mamá le pedía lo mismo, él se
quejaba con los árboles y con el ca-
mino, porque tenía otros hermanos
y ellos no madrugaban por dormir.
Iba casi arrastrando los pies, cuando escuchó
que alguien le hacía: «tsët, tsët, tsët». Finalmen-
te volteó y vio a una lechuza. Ella le dijo: «¿Por
qué tan enojado?» El niño la quedó mirando
porque creía que la lechuza no le hablaba, que
solo era su imaginación.
La lechuza con mucha confianza se dirigió
a él: «Sí, estoy hablando, tú no me reconoces,
soy tu abuela, me fui antes que nacieras; veo
que todos los días sales a buscar leña y no me
gusta lo que tus padres hacen contigo, tienes
hermanos más grandes, a ellos no los ocupan.
Por eso te voy a ayudar».
El niño le preguntó: «¿Cómo, si tú eres una
lechuza?».
La abuela lechuza le volvió a decir: «Escucha,
hoy harás lo mismo de siempre, traer la carga

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de leña. Mañana te levantarás más temprano,
te pido que me dejes una ventana medio cerra-
da. Caminarás hacia el paraje de los venados,
junto a él hay un cerro, subirás y te pararás en
medio, por donde hay un ojo de agua que ali-
menta el abrevadero. ¡Quédate ahí!, no te asus-
tes de lo que oigas, veas o sientas. Saldrás de
ahí hasta que yo llegue y me pose en tu hom-
bro izquierdo». El niño dijo: «Está bien, abuela».
Se despidieron y cada quien fue a realizar sus
actividades; con toda la emoción vivida un día
antes, el niño se durmió un poco más temprano
y al día siguiente, se levantó rápido y tomó su
sombrero, su lía y su machete, ya la lechuza lo
esperaba; al verla, él le dijo: «¡Hola, abuela!, me
dormí». Contestó la abuela: «Ya me di cuenta,
volaré un poco más alto y tú te agarras sin
miedo de mis patas para llegar pronto». Así lle-
garon al cerro y siguió con la indicación que un
día antes le había dado la abuela.
Estando en el lugar la lechu-
za volvió a dar indicaciones:
«Ahí está el ojo de agua,
párate junto a él, saca tu

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lía, y deja que me pose en tu hombro izquierdo.
Ahora, agita tu lía con fuerza en círculo». El
niño obediente, así lo hizo. En esos momentos
comenzó un gran remolino que formó un torbe-
llino y se convirtió en un tornado. Se escuchaba
el tronar de los árboles que caían estrepitosa-
mente, luego se veían los venados, osos, puerco
de monte y otros animales, que cortaban las
ramas y los troncos en pedazos, mientras los ja-
guares hacían lo mismo, pero con más estilo; las
boas y los lagartos se ayudaban para formar
cientos de cuadrados con los palos de leña que
colocaban organizadamente. El viento también
ayudaba para que todo quedara perfectamente
acomodado. Nuevamente el niño siguiendo las
indicaciones de la abuela lechuza, continuó agi-
tando su lía con mayor fuerza. El tornado reno-
vó su potencia y levantó toda la leña cortada y
acomodada, que fue colocada cuidadosamente
en el terreno de la casa donde vivía el niño, ahí
los caballos ayudaban a los monos a colocarla
en líneas perfectamente trazadas.
Por la cantidad de leña, la casa no se veía;
todo esto sucedió sin hacer mucho ruido, no sin

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que antes la abuela lechuza entrara a
colocar debajo de las almohadas de los
dueños una rama de dormilona, razón
por la cual no se despertaron.
Ya más tarde, como era costumbre, se levan-
taron y fue tan grande la sorpresa que recibieron
al ver muchísima leña, que todos se desmayaron.
La abuela lechuza se llevó a su nieto porque
era necesario que alguien tomara su lugar, pues
ella quería descansar, pero antes había que re-
forestar por todos los árboles caídos y hechos
leña. Le dijo al niño: «Mañana tocarás esta
flauta de barro y organizarás a todos los pája-
ros que vendrán a tu llamado para que busquen
y traigan semillas para sembrar, aprovechando
que ya es luna tierna».
Con la mirada cansada, la abuela lechuza
buscó la hermosa cara de la rei-
na de la noche, quien
bajó lo más cerca que
pudo y se la llevó.

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La familia
de la abeja reina
C uentan los abuelos que la abeja reina fue
uno de los insectos invitados al arca de Noé.
Cuando el diluvio había concluido, los animales
bajaron a la tierra y Noé les dio todas las indi-
caciones que recibía de Dios.
La abeja reina y sus obreras estaban muy
inquietas, querían salir del arca para contem-
plar el sol y besar la tierra. Noé les dijo que se
dedicaran a elaborar miel porque los hombres y
las mujeres de la tierra la iban a necesitar, por
tanta amargura que a diario tendrían. La abeja
reina aceptó con gusto y junto a sus obreras
comenzaron a buscar flores en los campos.
Los zánganos seguían durmiendo y decían:
«¿Por quó no llueve un poquito más?». Ellos ni
se enteraron de las indicaciones. Muy molestas
las obreras, le dijeron a la reina que ahí los
dejaran. La reina estaba a punto de acceder,
cuando Noé les comento: «Llévenselos, es parte
de tu familia como un mal necesario, para
que vean que eres líder y tienes a muchos
trabajando para ti».
Así quedó formada la familia de la abe-
ja reina, entre obreras y zánganos.

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La rebelión
de los utensilios
S e cuenta en el pueblo que hace muchas lu-
nas las familias disfrutaban de toda la natu-
raleza y había gran respeto. Para dormir com-
partían cuevas y los árboles frondosos ofrecían
sus grandes brazos para que los hombres y ani-
males descansaran a gusto.
Una noche, un rayo acompañado de una tor-
menta de viento y lluvia cayó sobre la tierra,
despertando a todos los seres vivos, asustados.
A partir de esa medianoche, nadie pudo dormir
hasta que amaneció. El ambiente era muy raro,
ni los pájaros cantaron ese día como acostum-
braban; los monos ni se movieron de su lugar.
Entonces un anciano se acercó al árbol que es-
taba tendido sobre la tierra húmeda y aún salía
humo de su corazón. «Esto lo hizo el rayo —dijo
en tono de preocupación—, llamen a todos».
Hasta el sonido del caracol se escuchaba me-
lancólico. Todavía muy asustados acudieron y

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prestaron mucha atención a
lo que el anciano les dijo: «El rayo que cayó
anoche fue enviado por fuerzas poderosas y
desconocidas para nosotros; lo que sigue no es
fácil: el rayo ha alterado a todos los animales, y
éstos tienen miedo; la convivencia que había se
ha roto, y pueden atacarnos; por tal motivo los
humanos tendremos que apartarnos de ellos,
debemos encontrar un lugar para protegernos
y dormir sin miedo».
Así inició la construcción de las casas, que
no fue fácil, no sabían que los duendes eran los
maestros y se burlaban de los hombres, porque
ellos no estaban de acuerdo que se apartaran.
Fue muy arduo el trabajo hasta que lograron
hacer sus casas, y los duendes aumentaron sus
travesuras con los utensilios como la silla, las
mesas y la hamaca; ellos hicieron que hablaran,
así cuando el dueño de la casa quería sentar-
se, la silla se movía y decía: «No te sientes, no
quiere mi dueño»; lo mismo decía la mesa y la
hamaca se mecía tan fuerte que no permitía
que alguien la usara.

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Las mujeres no podían ir por el agua ni ha-
cer la comida, había una verdadera rebelión de
las ollas, cucharas, cajetes y comales. Todos de-
cían: «No me toques, mi dueño no quiere». Un
día los utensilios amanecieron pegados al techo
de guano, hasta la leña también se había uni-
do a los objetos; muy preocupadas las mujeres
fueron y pidieron consejo al anciano sabio, que
después de escucharlas con mucha atención, les
dijo: «Tenemos que hacer una ceremonia espe-
cial para que los yunka’ los dejen en paz».
La ceremonia
E l sabio anciano pidió que las mujeres bus-
caran la fruta de la mata de corozo y la
partieran con el hacha que el rayo había dejado
en el árbol que derribó; la pulpa que sacaran la
envolvieran en el yokoto’.
A los hombres les pidió que trajeran pochito-
ques y a los ancianos les encargó que cortaran
la caña para preparar el guarapo.
El anciano sabio dijo: «Ya es hora de comen-
zar la ceremonia, yo traje las velas de cera».
Todos llevaron lo que les había encargado. Se
dirigieron debajo de un enorme cedro, ahí el
anciano colocó la ofrenda ayudado por las mu-
jeres y los hombres, inició así una plegaria en
yokot’an en medio de la selva. Cuando conclu-
yó, se escucharon unos agudos chiflidos. Los
pájaros levantaron el vuelo muy asustados, en-
tonces el viejo sabio les dijo: «Estén ya tranqui-
los, a partir de hoy nadie les hará daño, estas
tierras son nuestras y los yumka’ son nuestros
aliados, solo les pido respeto para ellos». Así fue
como nuestros antepasados se quedaron a vivir
en estas tierras.

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El corazón
del pozol
E n la ofrenda de un altar yokot’an, no
puede faltar la pelota de pozol hecho
con maíz y cacao, colocado sobre una
hoja de yokoto’ en el centro de la ofren-
da, adornado con ramitas de albahaca y
flores de gardenias. Nuestros abuelos nos
lo enseñaron así; porque es un homena-
je a la madre tierra, fruto que ha
dado vida a cientos de generacio-
nes, «nuestro maíz».

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El wao
que cuidó la milpa
E n una época en que hubo mucha escasez de
alimento por falta de lluvia todo el año, los
árboles estaban como dormidos, los pájaros ya
no cantaban. Ellos más que nadie sabían que no
había frutas; los ríos y lagunas estaban secos. A
esta época, los yokot’anob la llamaron: «Yi’na».
Los hombres conservaban con mucho cuidado
un poco de granos de maíz porque tenían la
esperanza que en la búsqueda que realizaban
todos los días, encontrarían un pedazo de tierra
buena para la siembra.
Un día, ya cansados y agobiados por el sol,
alguien gritó: «¡Miren, ahí el pasto y los mon-
tes son muy verdes!, y está cerca del río, creo
que esa es la tierra que necesitamos». Como si
la esperanza fuera vitamina, el grupo de veinte
hombres inmediatamente sacó sus gara-
batos y macanas y comenzaron a limpiar
el terreno. Enseguida alguien empezó a
sonar el caracol para avisar a los de la al-
dea que ya habían encontrado el lugar para
sembrar el codiciado grano. Al día siguiente
los del pueblo traían todo lo que necesitaban
para hacer una ofrenda a la madre tierra, en

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agradecimiento por el espacio que les daría el
sustento diario.
Las abuelitas rebuscaron en los campos algu-
nos camotes y frutas de corozo y con un poco
de maíz lograron preparar una jícara de pozol;
un anciano fue quien hizo el ofrecimiento en
yokot’an. En un altar improvisado colocaron el
maíz ya preparado para recibir el cobijo de la tie-
rra; el grupo de tamborileros los acompañó junto
con los danzantes del k’ojoble; al finalizar la ce-
remonia, el anciano entregó el maíz y
dijo: «El terreno se ve como si fuera
un cerro, creo que eso es muy bueno
por si inician las lluvias, y no se inun-
de la siembra». Después del comenta-
rio, se fueron a hacer el trabajo.
Pasaron los días y llegaron a lim-
piar las malezas de la milpa que iba
creciendo muy bien, todos estaban
muy contentos porque tenían la se-
guridad de obtener una gran cose-
cha. Cuando ya habían acordado el
día en que iban a doblar las matas y
sacar las primeras mazorcas, grande
fue la sorpresa al ver que en ese lu-
gar sólo había un gran pozo, como si
alguien hubiera sacado la media hec-
tárea de terreno con toda la siembra.
Nuevamente el caracol hizo el lla-
mado. La gente llegó hasta el lugar.
En el suelo había huellas de algo muy
pesado que se arrastró y planchó las
yerbas; los monos aullaban, las peas
y las chachalacas hacían gran albo-

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roto a la orilla del río, que para ese momento
ya tenía agua. Los animales avisaban que el
maizal estaba viajando río abajo. Los hombres
entendieron lo que con desesperación decían los
animales; corrieron y vieron que efectivamente
la siembra iba nadando.
Rápidamente el anciano sacó su flauta y con
un bello sonido llamó a los manatíes y a los
lagartos, que sirvieron de transporte y así al-
canzaron el sembradío que ya se alejaba. Con
miedo el anciano habló: «¿Quién eres? ¿Por qué
te llevas nuestro alimento?». Sorprendidos vie-
ron alzarse una enorme cabeza que contestó:
«Yo estaba tranquilamente dormido, como ve-
rán, estoy muy viejo. Con razón sentía mucha
frescura en mi espalda, gracias por los masajes
recibidos. Soy un wao, mi cara tiene el color de
la tierra porque estaba dormido en su vientre
por más de un año. Pero no se preocupen, dile
a los animales que les trajeron que me ayuden a
regresar, empujen entre todos para que ustedes
puedan llevarse su maíz». Así lo hicieron,
todos organizados y contentos ayudaron a
regresar al wao a su lugar, y los hombres se

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llevaron todo el maíz. Él les dijo: «Ya sé lo que
están pensando, pero mi carne es muy vieja, no
les servirá como alimento, pero yo les llevaré a
un lugar donde hay mucha comida, a cambio
quiero que hagan lo que yo les diga y no pre-
gunten —siguió diciendo—. Hoy es luna llena,
aprovechemos para ir; busquen a doce hombres
fuertes y suban a mi espalda, acomódense, no
tengan miedo».
Los hombres quedaron profundamente dor-
midos, no sintieron el paso del tiempo ni la dis-
tancia que el wao recorrió, sólo cuando les
dijo: «Ya llegamos», despertaron
y percibieron que para entrar a
la cueva no era nada fácil, ha-
bía cuidadores invisibles. Ellos
sentían la respiración de
los humanos, pero de
los animales no. Al

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darse cuenta que los hombres tenían miedo, el
wao habló fuerte: «Hermano lagarto, ayúdame
con la luz de tus ojos para que mis amigos to-
men lo que les prometí».
Al interior de la cueva surgió una voz que
dijo: «¡Eres tu, hermano wao!»
El wao contestó: «Sí, soy yo».
Y la voz nuevamente aseveró: «Tú aquí eres
bien recibido».
Como dos enormes focos se encendieron en-
seguida y el wao dijo: «Tomen todo tipo de ani-
mal de concha, porque ustedes serán los encar-
gados de que estos animales sean parte de la
alimentación. Por un tiempo dejarán que
se reproduzcan para que otros también
tengan qué comer».
El lugar era una enorme cueva, parecía que
no tenía fin, no se veía ni la entrada ni la sa-
lida. Después de colocar todo lo que podían en
su chim, el wao los volvió a sacar y los llevó a
su aldea y se despidió de aquellos hombres.
Todos quedaron muy contentos. Después de
aquel acontecimiento, la lluvia llegó y con
ella la prosperidad de todo el pueblo...

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Mamá hormiga
y sus hijas
M amá hormiga se levantó con los primeros
cantos de los gallos. Organizó, como to-
das las mañanas, el desayuno para la familia.
Con su delantal floreado, su peinado alto y la
agilidad de sus manos, daba a la cocina un am-
biente lleno de humo y el olor de los alimentos
que ahí se preparaba; luego les ordenó a las
hormigas lelas que subieran al gran tapanco, lu-
gar en el que se almacenaba la comida; encargó
queso, jamón de pavo, chocolate, pan y leche,
al mismo tiempo que decía: «¡Qué trabajadoras
son mis hijas! Aquí tengo de todo, mejor de
lo que hay en una tienda de autoservicio». Y
es que las hormigas están en todas partes, es-
pecialmente donde hay alimentos. Ellas cargan
con todo, unen sus fuerzas para poder recolec-
tar, pero –como en todo trabajo– existe peligro:
los humanos las aplastan, las fumigan y cuan-
do de plano les va mal, las queman echándoles
agua hirviendo.
A veces mamá hormiga sufre; después de
darle un beso a cada una de sus hijas, pasa
lista antes de salir a trabajar, de esa forma lle-
va el control, y cuando regresan a entregar la

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carga, se da cuenta que hacen falta una o diez
hormigas, y comienza a llorar. Cansada de este
sufrimiento, organizó una gran fiesta e invitó a
las autoridades del inframundo, a los del depar-
tamento de tortura y les ofreció los servicios de
sus hijas para que les ayudaran a dar una bue-
na tortura a los pecadores. Los del inframundo,
encantados con las delicias que mamá hormiga
les preparó, aceptaron gustosos. Así las hormi-
gas rojas eran las que con mucho gusto acudían
a las salas de tortura, y la verdad había mu-
cho trabajo. Mamá hormiga disfrutaba mucho
cuando los condenados pedían que por favor
les quitaran las hormigas que les cubrían todo
el cuerpo, parecía que el traje de la persona era
de color rojo.
Del llanto pasaban a la súplica, pero mamá
hormiga les decía: «Ustedes, ¿acaso les tenían
lástima a mis hijas?». En cambio, otros, por una
mala integración de su expediente,
llegaban a ese lugar y no les iba
mal porque las hormigas
sólo les hacían

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cosquillas, ya que en vida jamás lastimaron a
una, por eso mamá hormiga hasta una jícara de
pozol espumoso con mucho cacao les invitaba.
Por eso cuando veas hormigas en tu cocina
sólo ahuyéntalas, no les hagas daño, no vaya
a ser que mamá hormiga con sus hijas te estén
esperando.
La campana de oro
V ivíamos en la orilla de un río que servía
como medio de transporte. Los cayucos ba-
jaban desde Tecoluta hasta Nacajuca, pasando
por los pueblos de San Isidro, Guaytalpa, Ta-
pozingo y Mazateupa. Así era como los cayucos
chicos y grandes iban y venían con personas y
mercancías que cada pueblo vendía en sus pe-
queños comercios.
Algunas noches se escuchaba a lo largo y
ancho del río el «tan, tan, tan» de una campa-
na, y es que debajo de sus cristalinas aguas los
pobladores habían ocultado una campana que
ellos usaban para avisar la hora de misa y otras
reuniones a las que el pueblo acudía.
Fue en la época de Tomás Garrido, quien fue-
ra gobernador de Tabasco allá por el año de
1935, que hizo una campaña en contra de la
religión, porque decía que uno de los grandes
males para el pueblo era eso, y utilizó todo
su poder para aniquilar cualquier mani-
festación religiosa. Un día los pueblos
yokot’anob recibieron la noticia de un
mensajero, que corriendo en trillas o na-
dando, llegó con el aviso de que la tro-

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pa de Tomas Garrido venía a quemar todas las
iglesias. Inmediatamente al saber la noticia, el
pueblo organizó una ofrenda especial con pe-
jelagarto en huliche, para pedir perdón a san
Lázaro y santa Lucia, ya que los iban a sacar
de la iglesia, para esconderlos junto con la cam-
pana de oro en las aguas del río que cruza el
pueblo.
Así lo hicieron, prepararon lías gruesas de
jolosin y bejucos largos. Amarraron a san
Lázaro por la cintura, lo mismo a santa
Lucia, no sin antes impregnarlos con el
humo de estoraque, lo mismo que con la
campana y los sumergieron poco a poco
en el agua, dejándolos en compañía de los
peces y caracoles. Sus lías quedaron enrolla-
das en una mata de guano redondo, escon-
dido bajo los matorrales que crecían en la
orilla de los ríos.
Cuando llegó Tomás Garrido y su gen-
te no encontró nada en la iglesia, y los
pobladores hacían su vida normal. Se
fueron a otros pueblos, y periódica-
mente regresaban a supervisar. Así

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pasaron los meses y cuando se enteraron que
había cesado la quema de las iglesias, los de
mi pueblo decidieron ir a sacar del río lo que
habían escondido. Ahora organizaron una gran
ofrenda acompañada de tamborileros y danzas
del k’ojoble, así como en las manos de los an-
cianos iban los sahumerios llenos de brazas ar-
dientes de leña de tinto, que se veía subir hacia
las nubes, y todo el pueblo acudió. En orden
sacaron primero a san Lázaro; que rápidamente
cubrieron con una sábana blanca, luego lo
hicieron con santa Lucia; por ultimo busca-
ron la campana, pero no estaba, ni siquie-
ra la gruesa lía que la sujetaba.
Contaron los abuelos que se lo llevaron
los duendes porque creían que se los ha-
bían regalado, pues a ellos
les encanta el oro. Luego
se supo que la diosa Ixbo-
lom se las pidió y ellos se la entregaron
porque cuando ella está contenta, hace
que la toquen, y es cuando se escucha
por las noches el «tan, tan, tan« de la
campana de oro de Mazateupa.
El hombre jaguar
H ace mucho tiempo sólo existían aldeas y los
caminos eran trillas que los hombres y mu-
jeres hacían cada vez que salían de sus chozas
a convivir con la naturaleza y recibir la sabidu-
ría que los árboles, pantanos y ríos guardaban
celosamente.
Se cuenta que había un yumka’ anciano que
cuidaba y proveía a los habitantes de ese lugar.
Él estaba muy preocupado porque los hombres
salían por su cuenta a cazar animales salvajes,
en este enfrentamiento algunos cazadores per-
dían la vida, y eso hacía que buscara la manera
de cómo ayudarlos. Un día reunió a los hom-
bres y mujeres valientes y dispuestas a todo.
Les explicó que les compartiría un secreto muy
especial, pero que cada uno tendría que cumplir
con los acuerdos.
Él les dijo: «Este conocimiento que les voy a
dar es cómo ustedes pueden transformarse en el
animal que elijan. Lo haremos porque veo que
cada vez son me-
nos y los animales
salvajes siempre
salen triunfantes».

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Les aconsejó que esta sabiduría era para
que se defendieran de esos animales, no para
perjudicar a sus hermanos; si así fuera, perde-
rían su vida.
En la misma aldea había un grupo pequeño
que no compartía la idea del yumka’ anciano,
pero respetaban la decisión de los otros.
Así cada luna llena, a medianoche, los
alumnos del yumka’ recibían las instrucciones
hasta que cada uno dominara perfectamente
la técnica. Esperaron el último día del décimo
mes, todos muy ansiosos aguardando el mo-
mento de demostrar lo aprendido. El yumka’
anciano les dijo a los que no eran
alumnos, que ese día se encerraran
en sus chozas y que no vieran ni
escucharan nada de lo que esa no-
che sucediera.
Llegando la media noche, reu-
nidos les preguntó: «¿Trajeron sus
ollas de barro? El que no la haya
traído, no presentará su trabajo».
Todos iban preparados. Les volvió
a decir: «Quítense las prendas que

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traigan y busquen un lugar escondido para que
coloquen boca abajo sus ollas y metan ahí sus
pertenencias; recuerden que si no las esconden
bien, alguien las encontrara y abrirá. A la per-
sona que le suceda eso, ya no podrá regresar
a ser humano, se quedará transformado en el
animal que eligió». Después de estas instruc-
ciones muy claras, se hizo un silencio, las lu-
ciérnagas que abundaban esa noche también
apagaron sus luces y se quedaron quietas. De
pronto un ruido ensordecedor se acercó bajo
los grandes brazos de la ceiba, lugar que
usaron para que el maestro y los alumnos
trabajaran. Luego se escuchó el rebuznar
de un burro, el alboroto de los caballos,
vacas, jaguares, gatos, lechuzas, gallos y
otros animales. Esa noche los hombres de-
mostraron ser capaces de dominar esa sabi-
duría oculta.
La señora luna pidió urgentemente a
unas nubes que cubrieran su rostro
para no ver más.
A partir de esa noche
todo cambio, la aldea

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se volvió próspera, los cazadores abundaban y
la cosecha se almacenaba. Pero había uno que
le gustaba ser jaguar, él no tomaba las pre-
cauciones que había recibido del anciano: se
salía por las noches y se metía a otras aldeas
a robarles comida y a destruir sus sembradíos;
ya sabían que no era un verdadero jaguar el
que los visitaba, entonces investigaron y supie-
ron el secreto que pondría en jaque al jaguar
travieso.
Una noche llegó confiado, causando miedo;
los pobladores se organizaron en diferentes lu-
gares para buscar la olla, al paso de varias
horas una anciana la en-
contró y la volteó y lla-
mó a los demás; justo
en ese momento el ja-
guar ya estaba pre-
parado para atacar
a un hombre, pero
quedó atónito, éste
con mucho miedo,
sacó fuerza y le propinó
un puñetazo que atrave-

59
só la garganta del jaguar, saliendo el puño en
la cola del animal.
Cuando eso sucedió, el jaguar se convirtió en
un pequeño gato, así quedó por el resto de su
vida, por no haber respetado las reglas de lo
oculto.

60
El dueño
de la colmena
N adie lo ha visto de cerca. Él viene vestido
de múltiples hojas, de forma y color. Trae
un enorme sombrero de alas anchas y lleno de
bejucos. Por más que busquen su mirada, no
es posible divisarla: Parte de su cara la
cubre su extraño sombrero. A media no-
che, toca la puerta de la abeja reina,
ella abre y le entrega una pequeña
pelota de cera. Él la toma con sus
suaves manos, haciendo una

62
reverencia y se retira. Su visita es
cada año, el mismo día y hora. Se
dice que él se la lleva a Ixbolom, la
diosa de la medicina. Ixbolom la re-
cibe y la quema en un sahumerio cuando
hay luna llena, la esparce y la gira hacia
el cielo para mantener el equilibrio de la
naturaleza que el hombre ha dañado mu-
cho.

63
GLOSARIO

Guarapo: Bebida de caña fermentada.


K’ojoble: Danza del «Baila viejo».
Yi’na: Escasez de alimento.
Yokoto’: Hoja para envolver tamales.
Yokot’an: La palabra verdadera.
Yokot’anob: Grupo étnico conocido común-
mente como chontales de Tabasco.
Yumka’: Duende.

64
ÍNDICE

Las bejuquillas de don Canuto


0 9

El pájaro carpintero
y su gorro de color rojo
0 13

La abuela lechuza
y el niño
0 17

La familia
de la abeja reina
0 23

La rebelión
de los utensilios
0 27

La ceremonia
0 31
El corazón
del pozol
0 35

El wao
que cuidó la milpa
0 39

Mamá hormiga
y sus hijas
0 47

La campana de oro
0 51

El hombre jaguar
0 55

El dueño
de la colmena
0 61

Glosario
0 64
Alejandra Frausto Guerrero
Secretaria de Cultura

Natalia Toledo Marina Núñez Bespalova


Subsecretaria Subsecretaria
de Diversidad Cultural de Desarrollo Cultural

Omar Monroy Esther Hernández Torres


Titular de la Unidad de Directora General
Administración y Finanzas de Vinculación Cultural

Antonio Martínez
Enlace de Comunicación Social y Vocero

Adán Augusto López Hernández


Gobernador de Tabasco

Yolanda Osuna Huerta


Secretaria de Cultura

Luis Alberto López Acopa Francisco Magaña


Subsecretario de Fomento Director de Publicaciones
a la Lectura y Publicaciones y Literatura

i
v
El camino de los cuentos, de Alejandrina Hernández
Gerónimo, se terminó de imprimir el 12 de
noviembre de 2019, en los talleres de Impresionismo
de México S. A. de C. V., Doña Fidencia # 109,
colonia Centro, Villahermosa, Tabasco. Para su
composición se utilizaron tipos EB Garamond y
Roboto. El tiraje fue de 500 ejemplares. La edición
estuvo al cuidado de la Dirección de Publicaciones
y Literatura.

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