Libro de Cholito
Libro de Cholito
Libro de Cholito
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Le puse de nombre Lucero porque sus ojos no podían ser otra cosa.
Brillaban como luz congelada, sin herir la vista. Y había en su mirada tal
mansedumbre que a uno le dulcificaba el alma. Por eso y porque lo críe
desde tiernito, porque lo salvé de las garras del puma cuando su madre
yacía muerta en la quebrada, es que yo lo quería con todas mis fuerzas.
Andaba suelto por el pueblo. Todos sabían que era mío. Hasta que
desapareció cuando esos hombres desconocidos, de otros pueblos,
vinieron para la fiesta del Rodeo. Yo me descuidé de mi Lucero por
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adentro estaría oscuro. observé más bien que desde el fondo venía un.
ligera claridad. de una luz que brotaba cerca de donde estaba el viejo,
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quien pude ver claramente, de espaldas, los brazos en jarras. las piernas
separadas, tieso. como esperando a alguien.
espués de llamar dos veces más, se dio vuelta y. al verme en 1
entrada. indeciso. gritó:
—.Entra, hijo. no tengas miedo!. Entra!
De puro obediente di algunos pasos, aunque en mis adentros algo me
anunciaba que no debía hacerlo. Y como qué, ni bien crucé el umbral.
cuando lo vi lanzarse rapidito a una de las paredes del socavón y hacer
alocadamente una maniobra. En eso, pia ca; 'Ó una pesada
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romper.
—.Ja!.ja!.ja!.ja! —seguía huajayllándose el viejo. mientras yo me
quedaba parado mirándolo con rabia.
Ahora avanzaba hacia mí con un largo cuchillo en una mano y unos
grilletes en la otra, sonriendo.
—Vamos, hijo, no temas. no te ocurrirá nada si eres obediente: sólo
quiero que te pongas esto en las muñecas; mi pariente está al fondo y 29
recibe a sus visitas de otro modo, .ja! .ja!; no te asustes.
Asina diciendo me extendió esos aros con cadena: pero yo. asustado
como estaba, en vez de recibirlo, traté de escaparme por un costado
dando un salto, pero con tan mala suerte que sentí que mi cabeza
chocaba con una roca saliente y que ahí nomás mi cuerpo $
desmoronaba como una ruma de papas...
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FUE DURANTE LA ÉPOCA EN QUE EL TRIGO AMARILLA, hijo, por
todas partes, reventando todavía, cuando llegó hasta nosotros, para
consuelo de nuestras penas, el buen Lucero. Se parecía al cabritillo más
pequeño de los muchos que jugaban al borde de la acequia y la represa,
allí donde la hierba crece como una bendición del cielo.
Una tarde, ya a la oración, cuando yo cosechaba los chidayos de
flores amarillas y hojas grandes que crecen detrás de nuestra casa,
asomaste tú por el camino de la quebrada, trayendo
Di alegre entre los brazos ese animalito de piel tan suave y
X= , fina al que pusiste por nombre Lucero; según decías,
HE e porque sus ojos se parecían al lucero que tú veías
pe ELA cada tarde en el cielo que da paz y alegría a nuestra
aldea. ¿Cómo fue? ¿Dónde lo encontraste? Te
rodearon los hombres, asombrados y Suaves,
en cuyos ojos brillaba de cuando en cuando un
ninacuro, una luciérnaga de codicia.
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—Nada de eso tenemos —se lamentó uno.
—No te preocupes —le dije—, él comprende. Y acaso nos ayude.
Pensativos se quedaron un rato los wambras, alguien suspiró; luego,
como saliendo de un sueño, se sacudieron.
—Pongámonos a trabajar —dijo uno de ellos—. No tardará en venir
el Viejo a revisar nuestra tarea.
Agarrando sus picos se pusieron a golpear la peña, mientras yo me
ponía a examinar el grillete que me aprisionaba, a ver si de alguna
manera podía soltarme. Estuve pendiente también de verlo aparecer al
anciano; pero nadie asomó ese rato, ni pasada una hora en que los niños
setendieron a descansar.
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—.Despierta!... Despierta!
Cuando, asustado, sin saber lo que pasaba, me senté; Román, el
mayorcito de los de Lampanín, dejó de sacudirme. —.Qué!... ¿Qué ha
pasado?... —dije todo tonteado.
—Nada. Sólo que hablabas en tu sueño. Me hiciste despertar. Volvía
echarme sobre el suelo duro, sintiendo el frío intenso de la madrugada.
—Soñaba con Lucero —dije—. Acababa de encontrarlo, lleno de
vida. Hermoso estaba mi animalito.
— ¿Harto lo quieres a tu venado?
—Claro, si por él es que estoy justamente padeciendo aquí. Román se
revolvió varias veces sobre su mismo sitio buscando un mejor
acomodo.
—Si salimos de aquí, ¿lo seguirás buscando?
—A donde sea también —respondi— tengo que buscarlo, hasta
encontrarlo.
Román se quedó pensativo, sin decir nada. Por el hueco de la
Chimenea clarito entraba el aire en ráfagas circulares.
—- ¿Tú y tu hermano no piensan buscar a tu pollino?
—dije—, pobre tu animalito, extrañándoles estará.
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TODO RONCOSO AMANECIÓ EMILIO ESA MAÑANA. Tenía harta
fiebre y decía que su garganta feo le ardía. Pálida estaba su caray
sus
ojos parecían haberse hundido en su rostro, Se quejaba de que su Cuerp
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le doliera como si le hubieran dado una paliza, que no estaba
ni para
tocarlo,
El canto de una pichuchanka clarito ingresó por el hueco de la
chimenea iluminando nuestros adentros. haciendo que nuestros ojos
brillaran de alegría. Hubiéramos querido oírlo de nuevo. pero ya no se
repitió el canto, sólo su vibración parecía haber quedado en el aire
viciado que respirábamos. Yo me quedé pensativo. preguntándome si
esa pichuchanka no sería el espíritu de mi madre, que va por esos días
estaría preocupada seguramente, mirando en las tardes desde algún
altito los lugares por donde solía asomarme.
Adentro en la cueva aún estaba oscuro, pero acercándonos a la
chimenea pudimos observar que arriba, en el cielo, se insinuaba la
claridad del día. Era hora de levantarse y agarrar las herramientas. No
tardaría en venir el Viejo. Nos fajamos bien los pantalones y nos
dispusimos a empezar el trabajo. Sólo a Pedrito le dijimos que siguiera
durmiendo, que le avisaríamos oportunamente apenas ovéramos los
pasos del Viejo avanzando por el túnel. A Emilio, que envuelto con su
poncho acezaba y se quejaba, le advertimos que no se levantara por
nada, así viniera el hombre; que no tuviera miedo, que no le podía
obligar viéndole en el estado que estaba. Emilio obedeció quedándose
en su mismo sitio, pero ya no echado, sentado.
Se le notaba temeroso. Pedrito estornudaba de rato en rato, pero
menos mal no tenía fiebre ni le dolía su cuerpo, sólo tenía sueño. La
gripe estaría por darnos a todos, cómo no, si hacía harto frío en las
noches, un viento helado entraba en las madrugadas y hasta el sereno
caía por el hueco de la chimenea. El suelo también, harta humedad
tenía. Sería de algunas filtraciones que había en el cerro,
o. o ¿mer malo —le dito el Vieio a Emilio alzando s
—¿Qué tienes? ¿Estás mal? —le dijo el Viejo a Emulio alzando su
hocico cuando lo vio encogidito ahí a un lado, quejándose,
—Está con fiebre, señor —dijo Sebastián, el niño de Moro, dejando
de golpear con la comba en la roca dura—:; anoche toda la noche se ha
quejado. El Viejo torció feo su jeta y una arruga apareció entre sus
cejas.
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Pero Emilio no pudo acabar la tarea esa mañana. El airecito del patio
parecía haberlo empeorado. Ahora sudaba frío y su cuerpo se sacudía
como terciaria que tuviera.
De mala gana el Viejo le autorizó volver a tenderse sobre los
costales, sin olvidarse de engrilletarlo de nuevo. Amargo estaba el
hombre, paseándose alrededor de la fragua con las manos hacía atrás,
levantando la falda de su casaca de cuero. "Así nunca vamos a terminar
el trabajo —decía—, de ustedes depende, de ustedes depende el que más
tiempo permanezcan aquí encerrados...”.
Asina renegando que estaba, de un de repente desapareció. A
almorzar se iría seguro. Esa hora debía ser ya más de las doce, y Él
siempre se desaparecía al mediodía.
Nosotros pobres, recién en la noche probaríamos otra vez bocado
después del agua de yerbaluisa con canchita que nos traía en las
mañanas.
Todos los días, a esa hora, después que se alejaba, nosotros apro-
vechábamos para ponernos a descansar, porque era fijo que hacía Su
siesta hasta las dos de la tarde sin que asomara a molestarnos.
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Lo mismo que nosotros debían hacer los niños que se hallaban en el
segundo nivel, pues este rato era que dejábamos de oír los golpes
aparentemente lejanos de sus herramientas en la peña.
Esta vez, sin embargo, no nos pusimos a descansar, sino que nos
preocupamos de la salud de nuestro amigo, que deliraba con la fiebre
que de nuevo le había subido. A alguien se le ocurrió moler los frutitos
de la tara que había recogido el mismo Emilio, y le dimos a beber el
juguito; pues por experiencia sabíamos que eso era bueno para
enfermedades como la gripe. Después lo hicimos que se arrope bien con
su poncho y con los costales que había.
Mi caballo y mi mujer
se me han perdido al mismo tiempo.
Yo no lloro por ella
yo lloro por mi caballo. Ese caballo me llevaba
de una mujer a otra mujer.
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ANOCHE TE HE SOÑADO, HIJO. Será porque piense y piense en tí no-
más paro, detantos días ya que te demoras.
En mi sueño caminaba por un campo de trigo, sintiendo el olor del
pan que me trata el viento desde algún horno lejano. Una palomita iba
por mi delante corre y corre, sin volar, En eso he dicho, esta palomita
seguro es mi hijo, tengo que chaparla, no se debe escapar. Y cuando me
afanaba por agarrarla, ha aparecido un hombre que me ha dicho, no
chapes esa palomita, mujer, no la chapes; esa palomita es el espíritu de
tu hijo, no es bueno que lo aprisiones, él necesita libertad, libertad,
¿entiendes?... Haciéndole caso entonces, la he dejado pasar por mi
delante, quedándome pensativa al despertar: ¿por qué me habrá dicho
asina? ¿Estará preso mi hijo o qué?...
Yo estoy segura, hijo, que ese hombre ha sido el Wamani, el dios
montaña; él, que desde las cumbres más altas puede verlo todo en su
forma de cóndor, debe estar viendo los apuros que pasas, los atajos que
tienes en tu camino. Es por eso que en la mañana, levantándome nomás,
he ido a hacerle ofrendas al padre Jirka, al dios Wamani, para que te
ayude, hijo, para que guíe tus pasos por buen camino...
A taita San Juan también, al patrón de nuestro pueblo, le he puesto su
velita, su limosnita, rezándole con harta devoción.
En la pavesa que cae de la vela, hijo, uno puede ver la suerte de las
personas. En esta velita que he puesto en tu nombre, la pavesa cae al
medio nomás. Eso significa que no te va ir ni tan bien ni tan mal.
Cuando tu hermanito Fabián estaba con sarampión —tú te acordarás—
puse mi velita entre una rosa blanca y una rosa roja encomendándome a
taita San Juan, y la ceniza cayó a la izquierda, ahí donde estaba la rosa
roja. Entonces recordarás, hijo, cómo derramé mis lágrimas y me dio
ataques. Es que ya no había duda que tu hermanito se iba a morir. Y,
como viste, se murió, por más que lo llevamos a don Enrique Loja, el
curioso de Jimbe, quien al verlo nomás, dijo: "Esta criatura ya no se va a
salvar". Y así fue.
Cuando la pavesa cae a la derecha, ahí donde se halla la rosa blanca,
te has de fijar qué bonito arde la mecha, derechita, con llama pareja. Esa
es buena seña. Pero Jas velitas, hijo, son para ver sólo cosas de
cristianos, no para los animales; ¿cómo querías, entonces, antes de
partir, que prendiera mi velita para saber el destino del buen Lucero?
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A MIS AMIGOS NO LES CONTÉ la aparición del mulo. Pensé que sería
mejor callar para no intrigarlos. A propósito, ¿se cumpliría su
maldición? Cada día que pasábamos en la mina, yo lo anotaba con una
rayita en la peña. Así, un día conté como trece rayitas que había trazado
desde que llegué a esta prisión. Eran demasiados días ya.
También harto había adelgazado. Para ajustar mi pantalón tenía que
correr como tres huecos más en mi correa. Cuando me sacaba mi
camisa mis costillas se veían clarito. Los demás wambras estaban peor.
Pálidos del todo, como que no tuvieran sangre. Emilio tosía feo. Decía
que su garganta le ardía de nuevo y que en su pecho sentía punzadas.
El Viejo, después de banquetearnos una noche, los demás días
empezó a tenernos hambrientos como antes. Ahora se quejaba diciendo
que nos estábamos volviendo ociosos igual a los de arriba. Pero
nosotros cumplíamos con la tarea que nos daba, sólo que él quería que
cada día rindiéramos más y más. Una madrugada, cuando me desperté
sobresaltado al oír un ruido extraño, lo descubrí a Pedrito comiendo en
un rincón las cáscaras frías de las papas y habas que habíamos dejado en
la noche. Sentí lástima y me quedé callado.
Todo eso nos tenía enrabiados ya y decidimos hacerle reclamos. Por
eso, cuando el hombre vino esa mañana sin traernos desayuno,
alegando que no tenía leña, amargos botamos las herramientas y le
dijimos:
—¡Tenemos hambre, señor! .Si no nos trae algo para comer no
trabajaremos!
—¡Queremos, además, frazadas para taparnos en las noches, por
culpa suya nos estamos enfermando!
—-¡Y remedios! . Necesitamos remedios para curarnos!
—¡Ah, caray! —dijo el Viejo llevándose la mano a la cintura para
desenrollar su chicote—. Esto es ya todo un pliego de reclamos. Ahora
verán... :
Amenazante dio dos pasos ondulando su látigo en el aire, cuando en
eso se oyó afuera algo come 2l estaliido de un petardo que nos dejó
orejeando a todos.
—Creo saber quién es —dijo el Viejo bajando su mano levantada
después de haberse quedado pensando unos instantes. Y antes de
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pusimos a trabajar. Era la primera vez que alguien venía luego de tantos
días. Nerviosos nos pusimos de sólo pensar quién sería.
Nuestro corazón se alegró cuando le oímos decir al Viejo:
—Están buenos, están buenos; ahora los verás.
En toda nuestra creencia pensamos que sería alguien que se pre-
ocupaba por nosotros o que nos buscaba al menos para damos alguna
buena noticia. Pero totalmente nos desilusionamos cuando descubrimos
que el que avanzaba rengueando detrás del Viejo, era un mestizo de
nariz aplastada, bajito, de piernas chuecas, que usaba sobre su redonda
cabeza un sucio sombrero de cuero y a quien todos reconocimos como:
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no es así, cuando menos queda algún vestigio.
El hombre de Carhuamarca estaba medio desalentado. Se quedó
pensativo un rato, después preguntó: >
—Dime: ¿y por qué tú no buscaste antes la mina? El Viejo, alzándose
el pantalón hasta más arriba de la cintura, mientras el otro enrollaba el
mapa contestó:
—Eso ya lo sabes, te lo conté una vez: aperturas una mina no es fácil,
hay que hacer trámites, gestiones, tener capital y cuántas cosas más. Por
eso pensé explotar primero esta, para luego, ya con capital, iniciar los
trabajos en la otra. Pero después, como te lo he venido diciendo
siempre, me desanimé porque ya no estoy para esos trotes; ya mi edad
no lo permite, quiero descansar más bien. Sólo me interesa sacar el oro
de esta mina y largarme a cualquier sitio a vivir tranquilamente.
— ¿Es cierto que el mapa fue de tu abuelo?
—Claro. Eso también te lo conté cuando hicimos el contrato.
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—AYÚDAME -DIJO EL VIEJO, de pie junto al cadáver—. Botaremos a
este infeliz al río.
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Todo asustado, yo miraba al hombre de Carhuamarca. A pesar
bañadas en
que nos hizo, harta pena me dio. Su cabeza y su cara estaban
ojos,
sangre negra y cuajosa. Trass! se hizo mi cuerpo cuando lo vi. Sus
de
bien abiertos, feo blanqueaban. Botado a un lado estaba su sombrero
cuero. Y el mango de su puñal asomaba apenitas del bolsillo de su
casaca. |
El Viejo me ordenó que rebuscara bien todo lo que había en sus
bolsillos. Pero, aparte de su puñal, sólo unos cuantos billetes de poco
valor tenía; ah, de veras, también algunos documentos personales y
papelitos que se los alcancé al anciano.
En una frazada vieja lo hicimos echar al muerto. El hombre, que
tenía metida en su cintura su pistola, no se cansaba de advertirme que
me balearía a la primera intención que hiciera de escaparme.
Agarrando un extremo de la frazada, cada uno por una punta,
empezamos a arrastrar el cadáver, pasando primero por el patio, luego
por el cuarto medio oscuro, hasta ganar la calle. Achallau!, dije al sentir
el airecito fresco que subía del río y ver los cerros del frente,
alfombrados de pasto verde, bajo un cielo azul, purísimo. Sentí ganas
de correr al ver el caminito por donde vine. Pero el Viejo, maliciando
algo, había sacado su pistola y, apuntándome, me ordenaba seguir
tirando de la frazada.
De la casa al río distaba todavía regularcito. No estaríamos ni
siquiera a la mitad y ambos estábamos ya acezando. fucha! pesaba duro
el muerto. Menos mal que era bajada, si no no hubiéramos podido.
Como dos veces el muerto resbaló de la frazada, y casi el Viejo y
yo, que jalábamos caminando hacia atrás, nos vamos patas pa arriba
al suelo. Ahí fue cuando me entró la idea de escaparme en un descuido
y, en último caso, qué tanto ya, dije entre mí, lo voy a empujar
de nariz en cuanto me dé la espalda. Pero el Viejo, como buen zorro
que era, al cuidado nomás estaba. Y por estar a la malicia, no jalaba
bien siquiera. Trataba de infundirme miedo sacando su pistola cada
vez que hacíamos un descanso, o mirando a su cintura cuando la
tenía guardada. Pero todo eso, en vez de acobardarme, me dio más
valor todavía, haciéndome pensar que de veras yo era muy peligroso
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LA SEMANA PASADA YA ESTABA DECIDIDA A IR A BUSCARTE,
HIJO; pero no había a quien encargar tus hermanitos. Todos están ahora
ocupados en la siega o en la trilla. Estaba pensando dejarles solos en la
casa, con harta cancha y oquitas sancochadas para su alimento; pero en
eso que me voy al pozo a sacar agua, ni bien me agacho con mi balde,
cuando siento como si algo se enredara entre mis piernas y que me
empieza a hincar igualito como si fueran espinas o shisho o me
estuvieran latigueando con ortigas. Asustada he mirado entonces mis
piernas, diciendo "qué tengo, qué tengo”; cuando en eso he visto que un
arco de colores, el arco iris, hijo, salía de allí, del punle, y que enredado
en mis piernas me tenía inmovilizada. Con la desesperación he agarrado
entonces esas piedras que usamos para encender nuestra candela, las he
chancado con fuerza una contra otra hasta hacerles botar chispas, y
recién ahí el arco iris ha empezado a desenredarse y soltarme. Pisando
altos y bajos me he vuelto corriendo a la casa, sin voltear para atrás. Y
desde ese día no puedo moverme, hijo, con los pies que se me han
hinchado. Ojalá ya volvieras. Tu hermanito el Elmer vieras cómo te
extraña. Llora en las noches cuando al despertarse no te toca a su lado.
Al Rogelio y la Eleuteria, en cambio, ni se les da por preguntar siquiera,
ocupados en sus juegos. Ah, criaturas...
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corrompe y vuelve ambiciosos y malos 4 los hombres.
—Si no hay oro en esa mina dijo Román, Impaciente, ¿qué es lo
que hay entonces? o
—Lo que en el mapa se indica como punto del tesoro, hijo empezó
a explicar don Tomás Callan, que así dijo lHamarse el presidente de la
comunidad—, es una reventazón de agua que aparecerá solo excavando
algunos metros.
—¿Una reventazón de agua? nos aSombramos.
—Sí, una reventazón de agua de un río subterráneo que Cruza estas
cordilleras, por donde corren cantidades incalculables de ese líquido de
la vida.
—Abh, caracho...
Don Tomás Callán tomó un respiro y continuó:
—Y que servirá para ganar a la agricultura extensos terrenos erlazos,
que se los daremos de preferencia a nuestros hermanos sin tierras, tanto
de aquí, como a los que se hallan viviendo en las grandes ciudades
costeñas y en la capital; tal como fue el deseo de don Venancio Cotos, el
último marru, verdadero descendiente de los incas.
—¿Y por qué a los que se hallan en la costa, talta? —preguntó
intrigado uno de los wambras huaylinos, que se cubría la cabeza con un
sombrero de lana, como de los conchucanos.
—Para que dejen, hijo, de ser pobres vendedorcitos ambulantes,
simples mozos de restaurantes, cargadores en los mercados 0
chofercitos de los ricos. Me refiero a los que no les va muy bien. Que
vuelvan y cultiven la tierra, que cosechen como se cosechaba antes:
enormes papas kusais, gordos granos de trigo, mazorcas de maíz de este
tamaño —hizo indicación con sus manos—, en esas nuevas tierras
descansadas.
—¿Y también para que críen, ¿no, taita? —dije yo.
—Sí, hijo. Esas Tomadas peladas que ahora vemos se cubrirán de
pasto verdecito, dulce y jugoso, donde aumentarán y engordarán
nuestros ganaditos.
Y dando término a la conversación, don Tomás Callán, con un brillo
alegroso en sus ojos, comentó:
—Cuando vuelvan nuestros hermanos de la costa, podremos
organizarnos quizá para construir la gran nación andina, o, mejor
dicho, la nueva nación andina, que es nuestro más grande anhelo
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