Cuentos para Leer
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Cuentos para Leer
de Cultura y Educación
Dirección de Educación
de Adultos
CUENTOS PARA
LEER
CON JÓVENES Y
ADULTOS
PRÓLOGO
Queridos directores y maestros,
Nos da mucha alegría poder compartir con Uds. la presente antología, una selección de
cuentos para leer con jóvenes y adultos, que confiamos pueda acompañar la tarea insustituible
que realizan en las escuelas.
Sabemos, en este sentido, que no siempre el libro es un objeto disponible para todos y que
muchas veces nos interrogamos respecto de qué lecturas son las más adecuadas para nuestros
estudiantes.
Por esta razón esperamos que esta selección se constituya en un recurso útil, capaz de alentar
nuevos y diversos espacios de aprendizaje, convencidos que la mayor capacidad de un libro
reside en generar lecturas diferentes sin ser consumido nunca por completo.
Estos cuentos son una oportunidad para que, jóvenes y adultos, con la mediación del docente,
recorran distintas tradiciones literarias partiendo de sus saberes previos.
Los posibles sentidos del cuento aguardan a un lector para cobrar vida. Un cuento que no se
lee es un mundo que no se explora y muchas veces la escuela es su último refugio.
Estos textos nos esperan para repensar juntos las figuraciones del mundo, para interrogarnos
acerca de lo que nos acontece, para entendernos como sujetos partícipes de una comunidad de
derecho. Son una invitación a adentrarnos en la diversidad de miradas que configuran la
identidad humana.
A modo de marco y presentación se incluyen las biografías de los escritores; biografías que en
muchos casos, al igual que sus historias, traslucen algo más que datos del autor y nos hablan a
su vez de nosotros mismos, del mundo en que vivimos.
ÍNDICE
“El billete de un millón de libras”, Mark Twain
3
Seguían sentadas a la mesa. Hacía mucho calor y ninguna de las tres mujeres
se decidía a moverse; eran como esas moscas haraganas hurgueteando entre
los restos de la sandía. La madre era la única que se había levantado y ya
estaba frente al tacho, fregando los cuatro platos. Catalina, con indolente
suficiencia, se puso a comentar los amores de la viuda con alguien que no era
de por allí. Por primera vez a esa mujer se le conocían amores, siempre
guarecida por la sombra del finado y la de ese tala enorme que cubría su
almacén, junto al camino, en plena curva. No hubo interés en ningún detalle
del relato; Micaela se acarició el vientre. La atención de sus dos hermanas fue
cayendo sobre la memoria de cada una de ellas, como un chico que se tira
sobre una parva, quedándose allí, con pereza, con incontrolada voluntad, con
indecisión, con imaginable perversidad infantil. La atención era un niño sobre
la paja crujiente, hasta que Micaela, interrumpiendo esos juegos, deja de
acariciar su vientre y, mirándola a Catalina le dice: «Siempre hablando
porquerías». El chico se ha incorporado de un salto; es inquieto, se lastima en
la paja. La paja es seca, es dura y quebradiza; se quema y vuela. Se hunde en
los ojos, igual que la memoria. «¿Y esto?», se defiende Catalina palpando el
vientre abultado de Micaela. Sin escuchar los insultos de sus hermanas —que
ya se han trenzado—, Margarita se levanta con todo el verano encima
preservándola de las discusiones, del frío, del odio. No había pronunciado una
sola palabra durante toda la comida. Prefirió no intervenir en los comentarios,
porque siempre terminaban siendo motivo para alguna pelea, y ella quería
seguir arrinconada en el fondo de su cuerpo creciente, atenta a esos cambios
que la halagaban y la entristecían. Sol. Al llegar al ceibo inclinado sobre la
orilla, ya no escuchaba las voces agresivas. Sentía la siesta y el sol que le
apretaban los hombros. Cuando sentía el sol sobre los hombros, su corazón
aleteaba confusamente; solía entonces tirarse al agua. El Colastiné era un río
ancho y fuerte, pero sin peligros para ella que estaba acostumbrada, siempre
viviendo sobre esas orillas. Más que arriesgarla, ese río la protegía y con alivio
podía sentir el agua que refrescaba su cuerpo ardido. Su piel tenía casi el
mismo color de la tierra, pero la tierra podía enfriarse, en cambio su piel
siempre era tibia, hasta en los días más crudos. Podía abrigarse con ella.
«Margarita es una mocosa», pensaba con cariño Micaela. En cambio a
Catalina, no quería ni verla, ni acordarse. Cuando la tenía delante, la miraba
como si fuera alguna de esas fotografías que decoraban el rancho, sin suscitar
recuerdos ni melancolías de tan amarillas e impersonales que se iban poniendo
con el tiempo. Cualquier indicio que animara la imagen de Catalina,
cualquier efímera evidencia que transformara en realidad esa imagen,
convertía a Micaela en una ráfaga; sus ojos se nublaban como si mirara el sol
—como la luz brumosa de esas siestas—, y el rencor le trepaba por la
garganta. Catalina era la mayor, creció antes y hubo motivos de miedo
primero y de rabia después. Ella no tenía conciencia de suscitar estos
sentimientos, estos terrores: bañarse con chicos de su edad, perderse con
alguno por allí; tener ganas, vivir de eso. «No sé qué tenés que andar
espiando», le había dicho a Micaela que se puso a llorar, no porque le diera
asco, como suele ocurrir con las señoritas, sino porque aquella tarde tan
El gerente del Astoria Hotel encargó al ebanista Sergio un sofá especial: tenía
que caber exactamente en el hueco de cierta pared.
Fue al hotel para tomar las medidas y se enteró de que el sofá decoraría la
habitación reservada para una pareja ejemplar.
Sergio se puso pálido. Cinco años atrás Linda, su antigua mujer, se había
escapado con Bobby, un amigo de los tiempos del colegio. Cuando quiso
alcanzarlos se interpuso el taller: tuvo que quedarse en Buenos Aires,
atendiendo su oficio manual, mientras ellos, los románticos, huían a
Hollywood. Ahora volvían famosos, en una visita fugaz como un relámpago
de oro. ¡Y él, burlado y fracasado, debía adornarles el nido!
Al construir el sofá dejó, debajo del asiento, una cavidad donde él pudiera
acomodarse. A fin de que los cargadores, en el momento de transportar el
mueble con él adentro, no reparasen en el exceso de peso, seleccionó maderas
y metales livianos para el armazón y gomapluma para los rellenos. A un
costado disimuló una mirilla. Se tocaba un resorte, se abría un escotillón y él
se deslizaba fuera del sofá. Lo demás sería fácil. Esperaría a que estuvieran
dormidos, asestaría una puñalada en cada corazón y, con la llave que se había
mandado hacer, tranquilamente se marcharía.
Nunca fue uno de los nuestros No era solo porque había dejado de fumar y
apenas bebía que Edmund Quasthoff parecía distinto, un poco como un
santito y, por consiguiente, resultaba algo desagradable. Había otra cosa. Pero
¿qué? De eso hablaban en el apartamento de Lucienne Gauss, en el East Side
a la altura de la calle Ochenta, un día a las siete de la tarde, la hora de los
aperitivos. Julian Markus, el abogado, estaba allí con su esposa, Frieda, como
también Peter Tomlin, un periodista de veintiocho años, que era el más joven
del grupo. El grupo contaba con siete u ocho personas que conocían bien a
Edmund, lo que en la mayoría de los casos quería decir desde hacía unos
ocho años. También estaban presentes el sociólogo Tom Strathmore, el editor
Charles Forbes y su mujer, y Anita Ketchum, bibliotecaria del New York Art
Museum. Se reunían más a menudo en el apartamento de Lucienne que en
ningún otro, porque a Lucienne le gustaba recibirlos y, siendo una pintora que
trabajaba por cuenta propia, tenía horarios flexibles. Lucienne tenía treinta y
tres años, no estaba casada y era muy atractiva, de sedoso cabello rojizo, piel
blanca y suave, y una boca delicada e inteligente. Le gustaba la ropa cara, iba
a menudo a la peluquería y tenía estilo. El resto del grupo la llamaba, a sus
espaldas, la dama, cuidándose mucho de no usar la palabra ni siquiera entre
ellos (Tom el sociólogo la había usado), porque era una palabra anticuada o
quizás esnob. Edmund Quasthoff, contable en un bufete de abogados, se
había divorciado hacía un año, porque su mujer lo había dejado por otro y, en
consecuencia, él le había pedido el divorcio. Edmund tenía cuarenta años, era
alto, de cabello castaño y modales serenos, ni apuesto ni feo, pero tampoco
dueño de esa chispa que a veces convierte a una persona bastante fea en
atractiva. Lucienne y el grupo habían dicho después del divorcio: —No es
para sorprenderse. Edmund es bastante aburrido. Aquella tarde en casa de
Lucienne, alguien dijo de repente:
—Antes Edmund no era tan aburrido, ¿no? —Me temo que sí. ¡Sí! —gritó
Lucienne desde la cocina, porque en ese momento había abierto el grifo para
liberar los cubitos de una cubitera de metal. Había oído una risa. Lucienne
regresó al salón con el cubo de hielo. Edmund estaba a punto de llegar.
Lucienne se dio cuenta de que quería excluir a Edmund del círculo, de que no
lo soportaba.
—Sí, ¿qué le pica a Edmund? — preguntó Charles Forbes sonriéndole con
picardía a Lucienne. Charles era regordete, la delantera de la camisa le tiraba
en los botones, se le veía una franja de piel entre los calcetines y el pantalón
cuando estaba sentado, pero todos lo querían mucho por su amabilidad, su
inteligencia y su capacidad de beber como un cosaco sin que se le notara—.
Quizás le tenemos envidia porque él dejó de fumar —dijo Charles, mientras
apagaba su cigarrillo y sacaba otro. —Yo confieso que le tengo envidia —
dijo Peter Tomlin con una amplia sonrisa—. Sé que tendría que dejar de
fumar, pero no hay manera. Lo he intentado dos veces. De un año a esta
parte. Los pormenores del esfuerzo de Peter no le interesaron a nadie. Pronto
Edmund llegaría con su nueva mujer, y todos hablaban mientras podían. —¡A
lo mejor el problema es su mujer! —susurró Anita Ketchum con entusiasmo,
previendo que los demás se reirían y harían más comentarios. Tal
como hicieron.
—¡Mucho peor que la primera! — admitió Charles. —Claro, ¡Lillian, al lado
de ella, era un encanto! Estoy de acuerdo —dijo Lucienne, que seguía de pie
y le pasaba a Peter la botella de Vat 69 para que se sirviera él mismo a gusto
—. Es cierto que Margaret no ayuda. Que… — Lucienne estuvo a punto de
decir algo muy cruel sobre la expresión miedosa y al mismo tiempo distante
que aparecía a veces en el rostro de Margaret. —Ah, eso de casarse por
despecho
—dijo Tom Strathmore, con aire reflexivo. —No cabe duda de que fue así —
dijo Frieda Markus—. Quizás tengamos que perdonárselo. ¿Sabíais que los
hombres, según dicen, sufren más que las mujeres cuando los abandona su
cónyuge? El ego, dicen, se les resiente mucho más. —El mío se resentiría con
Magda, en realidad —dijo Tom. Anita soltó una risa. —¡Y qué nombre,
Magda! Me hace pensar en un modelo de lámpara o algo así. Sonó el timbre.
—Debe de ser Edmund —Lucienne fue a apretar el botón del portero
electrónico. Había invitado a Edmund y Magda a cenar, pero como iban al
teatro no podían quedarse. Solo tres personas lo harían: los Markus y Peter
Tomlin. —Tiene un trabajo nuevo, no os olvidéis —decía Peter cuando
Lucienne regresó a la sala—. Nadie lo obliga a ser tan callado o, para ser
exactos, reservado. Pero no es eso… Como los demás, Peter buscó la palabra,
la frase adecuada para describir lo poco agradable que era Edmund Quasthoff.
—Es un estirado — dijo Anita Ketchum con un mohín de fastidio. A
continuación se hizo silencio por unos segundos. El timbre del apartamento
iba a sonar en cualquier momento.
—¿Creéis que es feliz? —preguntó Charles en un susurro. Lo cual fue
suficiente para que todos se echaran a reír al mismo tiempo. La idea de que
ahora Edmund irradiara felicidad, incluso dos meses después de haberse
casado, era risible.
—Pero, por otra parte, puede que nunca haya sido feliz —dijo Lucienne, justo
cuando sonó el timbre, y debió ir a abrir la puerta. —Lucienne, querida,
espero no haber llegado tarde —dijo Edmund al entrar, inclinándose para
besarla en la mejilla y sin llegar a tocarla por varios centímetros. —No, para
nada. A mí me sobra el tiempo, pero a vosotros no. ¿Y cómo estás, Magda?
—preguntó Lucienne con deliberado entusiasmo, como si de verdad le
importara cómo estaba Magda. —Muy bien, gracias, ¿y tú? — Magda de
nuevo iba de marrón, con un vestido beis y marrón oscuro de algodón y una
bufanda de satén marrón al cuello. Los dos se veían marrones y aburridos,
pensó Lucienne mientras los guiaba hacia la sala. Hubo saludos cálidos y
simpáticos. —No, agua tónica sola, por favor… Bueno, una gotita de ginebra
—le dijo Edmund a Charles, que hacía los honores—. Rodaja de limón, sí,
gracias. Edmund, como siempre, daba la impresión de estar sentado al borde
del sillón. Anita, diligentemente, le daba conversación a Magda en el sofá. —
¿Y cómo te va en el nuevo trabajo, Edmund? —preguntó Lucienne. Edmund
había trabajado en el departamento de contabilidad de las Naciones Unidas
varios años, pero en el nuevo puesto le pagaban mejor y se sentía menos
encerrado, dado que había comidas de negocios casi a diario, según tenía
entendido Lucienne. —Y… —empezó Edmund—, os digo una cosa, es otra
gente —trató de sonreír. Las sonrisas de Edmund parecían esfuerzos—. Esas
comidas con tanto alcohol… —Edmund movió la cabeza—. Creo que hasta
les molesta que yo no fume. Quieren que uno sea como ellos, ¿sabéis? —
¿Quiénes son «ellos»? —preguntó Charles Forbes. —Clientes de la agencia y
muchas veces sus contables —contestó Edmund —. Prefieren hablar de
En las fotos está su muchacho sonriente, con el cabello un poco largo hacia
la nuca como le gusta usarlo, más rubio, del color de la paja por las largas
jornadas al sol de Formosa. Hay un río detrás suyo y más atrás una costra
verde. En una de sus cartas le explicó que esa línea oscura es Paraguay,
Alberdi precisamente. Un pueblo de contrabandistas, decía y a ella el corazón
le había dado un vuelco adentro del pecho. ¿Y si su hijo anduviese en algo
raro? Pero no. Su hijo se había ido a trabajar con Guiffre, a trabajar los
campos que Guiffre tenía allá. Cuando su hijo vivía acá también era
empleado suyo. Al principio, Guiffre pasaba a visitarlos y traer noticias de
Formosa, cartas y dinero. Ya iban para tres años sin que se diera una vuelta.
Ella había escuchado por ahí que se había mudado allá con su familia.
En otra foto, el chico aparecía abrazado a dos muchachas muy jóvenes,
casi niñas. Había una mesa sin mantel, con restos de comida en los platos y
botellas de vino. Ellos tres sostenían vasos llenos de vino, apuntando hacia
la cámara, como en un brindis. Era un día luminoso, el hijo estaba en cueros
y las mujeres con vestidos livianos, cubriéndoles apenas los pechos. Son mis
novias, bromeaba en la carta, porque acá está permitido tener más de una y
nadie se ofende. A ella le había causado gracia y se lo había comentado al
marido –que nunca leía las cartas- y él había dicho con rabia tu hijo no pierde
las mañas se ve y ella, también con rabia, le contestó que qué culpa tenía el
muchacho si todas se le ofrecían. Y con más rabia pensó que con qué derecho
hablaba así de su niño, que si creía que por vieja se le había olvidado el
asunto aquel con la madre de Guiffre.
Tanto calor en Formosa y tanto frío acá, pensó con un temblor. Tenía los pies
húmedos de rocío y el viento aullaba entre los paraísos del patio como un
animal en época de celo. Cuando se quitó los zapatos vio que había pisado
mierda en los corrales mientras encerraba las vacas. El marido andaba mal de
los pulmones y en invierno tenía que quedarse adentro, junto al fuego. Si el
hijo.
Arriba del massey ferguson naranja, el hijo, con un sombrero de tela y ala
ancha que le ensombrecía el rostro, descansaba el brazo desnudo sobre el
volante y tenía un cigarrillo en la mano. No sonreía. La cámara lo había
captado desprevenido. Al costado, fuera de foco, dos muchachos posaban
abrazados. Cuando Guiffre vaya para allá, contaba en una carta, les voy a
mandar una máquina de estas que sacan la foto y la podés ver enseguida, se
maneja fácil, Guiffre te va a explicar, apuntás, disparás y la foto sale por
abajo, la sacudís un ratito y ya podés verla. (A ella le costaba creer que
algo así se hubiese inventado.) Así vos y el viejo se sacan fotos, decía, y me
las mandan y puedo verlos. A esto también se lo había comentado al
marido y él no le contestó nada. Pero la máquina no llegó nunca.
Vino Guiffre y trajo un acordeón a piano, nuevo, verde niquelado.
Desplegado al sol parecía una serpiente de esas grandes, de agua, que el hijo
le contó había por allá pero que no se preocupara que no eran venenosas.
Cuanto más chica es la víbora más dañina, le explicó. Para que el viejo toque
chamamé, decía la tarjetita. A ella le había mandado dos frascos de agua de
colonia.
Unos meses después –ahora que lo pensaba, la última vez- pasó Guiffre y le
pidió el acordeón. Dijo que el muchacho lo necesitaba. También dijo que no
traía carta porque había viajado de golpe y no había tenido tiempo de
escribirles, pero que estaba bien y mandaba saludos. No quiso sentarse ni
esperar al viejo para tomar una marcela con él como siempre.
A ella le parecía que el marido lo quería más a Guiffre que a su propio hijo.
La enfurecía oírlo hablar con orgullo de Guiffre como si fuese de su familia.
Como si Guiffre.
Le entregó el acordeón que el viejo nunca había tocado ni sacado del estuche
aunque más no fuera por curiosidad. Le dio lástima que se lo llevara, pero
también le daba lástima que estuviese guardado sin que nadie le sacara un
poco de música.
Otra foto le devolvió al chico con barba, una camisa floreada, las manos en
los bolsillos del jean y un loro en el hombro. Estaba parado en una calle
barrosa y el día estaba nublado como si recién acabase de llover o estuviera
por empezar. Llovía mucho, contaba la carta, y peligraba la cosecha. No
decía nada del acordeón.
Poco después oyó decir que a Guiffre lo había fundido la inundación y que
para colmo la mujer se había escapado con otro y le había dejado los hijos.
Ella y el viejo comieron en silencio, junto al fuego, con los platos sobre la
falda. Estaban terminando cuando escuchó golpes en la puerta. En su apuro
por abrir, pateó el vaso con vino que el marido había dejado en el piso.
Antes de tirar del picaporte, tomó aliento y pensó si no se vería demasiado
vieja, si no tendría que arreglarse un poco, y enseguida pensó que de todos
modos estaba oscuro, que ya tendría tiempo mañana, que tenía que abrir
porque afuera hacía demasiado frío y ellos estarían cansados por el viaje.
Entonces abrió la puerta y se topó con la noche espesa, helada y solitaria. Una
rama desguasada por el viento rodaba en el patio.
BIOGRAFÍA Samanta Schweblin
(Nació en Buenos Aires en 1978)
Samanta Schweblin egresada de la carrera de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires
desde 2012 vive en Berlín. Su libro de cuentos El núcleo del disturbio (2002) ganó el primer premio
del Fondo Nacional de las Artes 2001. Obtiene el primer premio del Concurso Nacional Haroldo
Conti por su cuento “Hacia la alegre civilización de la capital”. Participó en antologías publicadas
por la Editorial Siruela, “Cuentos argentinos” (España, 2004); la Editorial Norma, “La joven
guardia” (Argentina, 2005) y “Una terraza propia” (Argentina, 2006). Algunos de sus cuentos ya se
encuentran traducidos al inglés, el francés, el alemán y el sueco. Su segundo libro de cuentos, Pájaros
en la boca (2009), obtuvo el Premio Casa de las Américas 2008. En 2010 publicó “La pesada valija de
Benavides” en la editorial uruguaya La Propia Cartonera y fue elegida por la revista británica Granta
entre los 22 mejores escritores en español menor de 35 años. En
2012 ganó el Premio Juan Rulfo por el cuento “Un hombre sin suerte”. Recibió el Premio Konex
Diploma al Mérito y en 2015 gana el IV Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero
con su libro Siete casas vacías.
“Un hombre sin suerte”, Samanta Schweblin
El día que cumplí ocho años, mi hermana –que no soportaba que dejaran de
mirarla un solo segundo–, se tomó de un saque una taza entera de lavandina.
Abi tenía tres años. Primero sonrió, quizá por el mismo asco, después arrugó
la cara en un asustado gesto de dolor. Cuando mamá vio la taza vacía
colgando de la mano de Abi se puso más blanca todavía que Abi.
–Abi-mi-dios –eso fue todo lo que dijo mamá–. Abi-mi-dios –y todavía tardó
unos segundos más en ponerse en movimiento.
La sacudió por los hombros, pero Abi no respondió. Le gritó, pero Abi
tampoco respondió. Corrió hasta el teléfono y llamó a papá, y cuando volvió
corriendo Abi todavía seguía de pie, con la taza colgándole de la mano.
Mamá le sacó la taza y la tiró en la pileta. Abrió la heladera, sacó la leche y
la sirvió en un vaso. Se quedó mirando el vaso, luego a Abi, luego el vaso, y
finalmente tiró también el vaso a la pileta. Papá, que trabajaba muy cerca de
casa, llegó casi de inmediato, pero todavía le dio tiempo a mamá a hacer todo
el show del vaso de leche una vez más, antes de que él empezara a tocar la
bocina y a gritar. Cuando me asomé al living vi que la puerta de entrada, la
reja y las puertas del coche ya estaban abiertas. Papá volvió a tocar bocina y
mamá pasó como un rayo cargando a Abi contra su pecho. Sonaron más
bocinas y mamá, que ya estaba sentada en el auto, empezó a llorar. Papá
tuvo que gritarme dos veces para que yo entendiera que era a mí a quien le
tocaba cerrar.
Hicimos las diez primeras cuadras en menos tiempo de lo que me llevó cerrar
la puerta del coche y ponerme el cinturón. Pero cuando llegamos a la avenida
el tráfico estaba prácticamente parado. Papá tocaba bocina y gritaba ¡Voy al
hospital! ¡Voy al hospital! Los coches que nos rodeaban maniobraban un rato
y milagrosamente lograban dejarnos pasar, pero entonces, un par de autos
más adelante, todo empezaba de nuevo. Papá frenó detrás de otro coche, dejó
de tocar bocina y se golpeó la cabeza contra el volante. Nunca lo vi hacer una
cosa así. Hubo un momento de silencio y entonces se incorporó y me miró
por el espejo retrovisor. Se dio vuelta y me dijo:
–Sacate la bombacha.
Tenía puesto mi Jumper del colegio. Todas mis bombachas eran blancas pero
eso era algo en lo que yo no estaba pensando en ese momento y no podía
entender el pedido de papá. Apoyé las manos sobre el asiento para
sostenerme mejor. Miré a mamá y entonces ella gritó:
–¡Sacate la puta bombacha!
Y yo me la saqué. Papá me la quitó de las manos. Bajó la ventanilla, volvió a
tocar bocina y sacó afuera mi bombacha. La levantó bien alto mientras
gritaba y tocaba bocina, y toda la avenida se dio vuelta para mirarla. La
bombacha era chica, pero también era muy blanca. Una cuadra más atrás una
ambulancia encendió las sirenas, nos alcanzó rápidamente y nos escoltó, pero
papá siguió sacudiendo la bombacha hasta que llegamos al hospital.
Dejaron el coche junto a las ambulancias y se bajaron de inmediato. Sin mirar
atrás mamá corrió con Abi y entró en el hospital. Yo dudaba si debía o no
bajarme: estaba sin bombacha y quería ver dónde la había dejado papá, pero
no la encontré ni en los asientos delanteros ni en su mano, que ya cerraba
ahora de afuera su puerta.
–Vamos, vamos –dijo papá.
Abrió mi puerta y me ayudó a bajar. Cerró el coche. Me dio unas palmadas en
el hombro cuando entramos al hall central. Mamá salió de una habitación del
fondo y nos hizo una seña. Me alivió ver que volvía a hablar, daba
explicaciones a las enfermeras.
–Quedate acá –me dijo papá, y me señaló unas sillas naranjas al otro lado del
pasillo.
Me senté. Papá entró al consultorio con mamá y yo esperé un buen rato. No
sé cuánto, pero fue un buen rato. Junté las rodillas, bien pegadas, y pensé en
todo lo que había pasado en tan pocos minutos, y en la posibilidad de que
alguno de los chicos del colegio hubiera visto el espectáculo de mi bombacha.
Cuando me puse derecha el jumper se estiró y mi cola tocó parte del plástico
de la silla. A veces la enfermera entraba o salía del consultorio y se escuchaba
a mis padres discutir y, una vez que me estiré un poquito, llegué a ver a Abi
moverse inquieta en una de las camillas, y supe que al menos ese día no iba a
morirse. Y todavía esperé un rato más. Entonces un hombre vino y se sentó al
lado mío. No sé de dónde salió, no lo había visto antes.
–¿Qué tal? –preguntó.
Pensé en decir muy bien, que es lo que siempre contesta mamá si alguien le
pregunta, aunque acabe de decir que la estamos volviendo loca.
–Bien –dije.
–¿Estás esperando a alguien?
Lo pensé. Y me di cuenta de que no estaba esperando a nadie, o al menos, que
no es lo que quería estar haciendo en ese momento. Así que negué y él dijo:
–¿Y por qué estás sentada en la sala de espera?
No sabía que estaba sentada en una sala de espera y me di cuenta de que era
una gran contradicción. El abrió un pequeño bolso que tenía sobre las
rodillas. Revolvió un poco, sin apuro. Después sacó de una billetera un
papelito rosado.
–Acá está –dijo–, sabía que lo tenía en algún lado.
El papelito tenía el número 92.
–Vale por un helado, yo te invito –dijo.
Dije que no. No hay que aceptar cosas de extraños.
–Pero es gratis –dijo él–, me lo gané.
–No.
Miré al frente y nos quedamos en silencio.
–Como quieras –dijo él al final, sin enojarse.
Sacó del bolso una revista y se puso a llenar un crucigrama. La puerta del
consultorio volvió a abrirse y escuché a papá decir “no voy acceder a
semejante estupidez”. Me acuerdo porque ése es el punto final de papá para
casi cualquier discusión, pero el hombre no pareció escucharlos.
–Es mi cumpleaños –dije.
“Es mi cumpleaños” repetí para mí misma, “¿qué debería hacer?”. El dejó
el lápiz marcando un casillero y me miró con sorpresa. Asentí sin mirarlo,
consciente de tener otra vez su atención.
–Pero... –dijo y cerró la revista–, es que a veces me cuesta mucho entender a
las mujeres. Si es tu cumpleaños, ¿por qué estás en una sala de espera?
Era un hombre observador. Me enderecé otra vez en mi asiento y vi que, aun
así, apenas le llegaba a los hombros. El sonrió y yo me acomodé el pelo. Y
entonces dije:
–No tengo bombacha.
No sé por qué lo dije. Es que era mi cumpleaños y yo estaba sin bombacha,
y era algo en lo que no podía dejar de pensar. El todavía estaba mirándome.
Quizá se había asustado, u ofendido, y me di cuenta de que, aunque no era mi
intención, había algo grosero en lo que acababa de decir.
–Pero es tu cumpleaños –dijo él.
Asentí.
–No es justo. Uno no puede andar sin bombacha el día de su cumpleaños.
–Ya sé –dije, y lo dije con mucha seguridad, porque acababa de descubrir la
injusticia a la que todo el show de Abi me había llevado.
El se quedó un momento sin decir nada. Luego miró hacia los ventanales que
daban al estacionamiento.
–Yo sé dónde conseguir una bombacha –dijo.
–¿Dónde?
–Problema solucionado –guardó sus cosas y se incorporó.
Dudé en levantarme. Justamente por no tener bombacha, pero también porque
no sabía si él estaba diciendo la verdad. Miró hacia la mesa de entrada y
saludó. con una mano a las asistentes.
–Ya mismo volvemos –dijo, y me señaló–, es su cumpleaños –y yo pensé
“por dios y la virgen María, que no diga nada de la bombacha”, pero no lo
dijo: abrió la puerta, me guiñó un ojo, y yo supe que podía confiar en él.
Salimos al estacionamiento. De pie yo apenas pasaba su cintura. El coche
de papá seguía junto a las ambulancias, un policía le daba vueltas alrededor,
molesto. Me quedé mirándolo y él nos vio alejarnos. El aire me envolvió las
piernas y subió acampanando mi Jumper, tuve que caminar sosteniéndolo,
con las piernas bien juntas.
–Mi dios y la virgen María –dijo él cuando se volvió para ver si lo seguía y
me vio luchando con mi uniforme–, es mejor que vayamos rodeando la pared.
–No digas “mi dios y la virgen María” –dije, porque eso era algo de mamá, y
no me gustó cómo lo dijo él.
–Ok, darling –dijo.
–Quiero saber a dónde vamos.
–Te estás poniendo muy quisquillosa.
Y no dijimos nada más. Cruzamos la avenida y entramos a un shopping. Era
un shopping bastante feo, no creo que mamá lo conociera. Caminamos hasta
el fondo, hacia una gran tienda de ropa, una realmente gigante que tampoco
creo que mamá conociera. Antes de entrar él dijo “no te pierdas” y me dio la
mano, que era fría pero muy suave. Saludó a las cajeras con el mismo gesto
que hizo a las asistentes a la salida del hospital, pero no vi que nadie le
respondiera. Avanzamos entre los pasillos de ropa. Además de vestidos,
pantalones y remeras había también ropa de trabajo. Cascos, jardineros
amarillos como los de los basureros, guardapolvos de señoras de limpieza,
botas de plástico y hasta algunas herramientas. Me pregunté si él compraría
su ropa acá y si usaría alguna de esas cosas y entonces también me pregunté
cómo se llamaría.
–Es acá –dijo.
Estábamos rodeados de mesadas de ropa interior masculina y femenina. Si
estiraba la mano podía tocar un gran contenedor de bombachas gigantes, más
grandes de las que yo podría haber visto alguna vez, y a solo tres pesos cada
una. Con una de esas bombachas podían hacerse tres para alguien de mi
tamaño.
–Esas no –dijo él–, acá –y me llevó un poco más allá, a una sección de
bombachas más pequeñas–. Mira todas las bombachas que hay. ¿Cuál será la
elegida my lady?
Miré un poco. Casi todas eran rosas o blancas. Señalé una blanca, una de las
pocas que había sin moño.
–Esta –dije–. Pero no tengo dinero.
Se acercó un poco y me dijo al oído:
–Eso no hace falta.
–¿Sos el dueño de la tienda?
–No. Es tu cumpleaños.
Sonreí.
–Pero hay que buscar mejor. Estar seguros.
–Ok Darling –dije.
–No digas “Ok Darling” –dijo él– que me pongo quisquilloso –y me imitó
sosteniéndome la pollera en la playa de estacionamiento.
Me hizo reír. Y cuando terminó de hacerse el gracioso dejó frente a mí sus
dos puños cerrados y así se quedó hasta que entendí y toqué el derecho. Lo
abrió y estaba vacío.
–Todavía podés elegir el otro.
Toqué el otro. Tardé en entender que era una bombacha porque nunca había
visto una negra. Y era para chicas, porque tenía corazones blancos, tan
chiquitos que parecían lunares, y la cara de Kitty al frente, en donde suele
estar ese moño que ni a mamá ni a mí nos gusta.
–Hay que probarla –dijo.
Apoyé la bombacha en mi pecho. El me dio otra vez la mano y fuimos hasta
los probadores femeninos, que parecían estar vacíos. Nos asomamos. El dijo
que no sabía si podría entrar. Que tendría que hacerlo sola. Me di cuenta de
que era lógico porque, a no ser que sea alguien muy conocido, no está bien
que te vean en bombacha. Pero me daba miedo entrar sola al probador, entrar
sola o algo peor: salir y no encontrar a nadie.
–¿Cómo te llamás? –pregunté.
–Eso no puedo decírtelo.
–¿Por qué?
El se agachó. Así quedaba casi a mi altura, quizá yo unos centímetros más
alta.
–Porque estoy ojeado.
–¿Ojeado? ¿Qué es estar ojeado?
–Una mujer que me odia dijo que la próxima vez que yo diga mi nombre me
voy a morir.
Pensé que podía ser otra broma, pero lo dijo todo muy serio.
–Podrías escribírmelo.
–¿Escribirlo?
–Si lo escribieras no sería decirlo, sería escribirlo. Y si sé tu nombre puedo
llamarte y no me daría tanto miedo entrar sola al probador.
–Pero no estamos seguros. ¿Y si para esa mujer escribir es también decir? ¿Si
con decir ella se refirió a dar a entender, a informar mi nombre del modo que
sea?
–¿Y cómo se enteraría?
–La gente no confía en mí y soy el hombre con menos suerte del mundo.
–Eso no es verdad, eso no hay manera de saberlo.
–Yo sé lo que te digo.
Miramos juntos la bombacha, en mis manos. Pensé en que mis padres
podrían
estar terminando.
–Pero es mi cumpleaños –dije.
Y quizá si lo hice a propósito, pero así lo sentí en ese momento: los ojos se
me llenaron de lágrimas. Entonces él me abrazó, fue un movimiento muy
rápido, cruzó sus brazos a mis espaldas y me apretó tan fuerte que mi cara
quedó un momento hundida en su pecho. Después me soltó, sacó su revista y
su lápiz, escribió algo en el margen derecho de la tapa, lo arrancó y lo dobló
tres veces antes de dármelo.
–No lo leas –dijo, se incorporó y me empujó suavemente hacia los
cambiadores. Dejé pasar cuatro vestidores vacíos, siguiendo el pasillo, y antes
de juntar valor y meterme en el quinto guardé el papel en el bolsillo de mi
jumper, me volví para verlo y nos sonreímos.
Me probé la bombacha. Era perfecta. Me levanté el jumper para ver bien
cómo me quedaba. Era tan pero tan perfecta. Me quedaba increíblemente
bien, papá nunca me la pediría para revolearla detrás de las ambulancias e
incluso si lo hiciera, no me daría tanta vergüenza que mis compañeros la
vieran. Mirá qué bombacha tiene esta piba, pensarían, qué bombacha tan
perfecta. Me di cuenta de que ya no podía sacármela. Y me di cuenta de algo
más, y es que la prenda no tenía alarma. Tenía una pequeña marquita en el
lugar donde suelen ir las alarmas, pero no tenía ninguna alarma. Me quedé
un momento más mirándome al espejo, y después no aguanté más y saqué el
papelito, lo abrí y lo leí. Cuando salí del probador él no estaba donde nos
habíamos despedido, pero sí un poco más allá, junto a los trajes de baño.
Me miró, y cuando vio que no tenía la bombacha a la vista me guiñó un ojo
y fui yo la que lo tomé de la mano. Esta vez me sostuvo más fuerte, a mí
me pareció bien y caminamos hacia la salida. Confiaba en que él sabía lo que
hacía. En que un hombre ojeado y con la peor suerte del mundo sabía cómo
hacer esas cosas. Cruzamos la línea de cajas por la entrada principal. Uno de
los guardias de seguridad nos miró acomodándose el cinto. Para él mi
hombre sin nombre sería papá, y me sentí orgullosa. Pasamos los sensores
de la salida, hacia el shopping, y seguimos avanzando en silencio, todo el
pasillo, hasta la avenida. Entonces vi a Abi, sola, en medio del
estacionamiento. Y vi a mamá más cerca, de este lado de la avenida,
mirando hacia todos lados. Papá también venía hacia acá desde el
estacionamiento. Seguía a paso rápido al policía que antes miraba su coche y
en cambio ahora señalaba hacia nosotros. Pasó todo muy rápido. Cuando
papá nos vio gritó mi nombre y unos segundos después el policía y dos más
que no sé de dónde salieron ya estaban sobre nosotros. El me soltó pero dejé
unos segundos mi mano suspendida hacia él. Lo rodearon y lo empujaron
de mala manera. Le preguntaron qué estaba haciendo, le preguntaron su
nombre, pero él no respondió. Mamá me abrazó y me revisó de arriba a
abajo. Tenía mi bombacha blanca enganchada en la mano derecha.
Entonces, quizá tanteándome, se dio cuenta de que llevaba otra bombacha.
Me levantó el Jumper en un solo movimiento: fue algo tan brusco y grosero,
delante de todos, que yo tuve que dar unos pasos hacia atrás para no caerme.
El me miró, yo lo miré. Cuando mamá vio la bombacha negra gritó “hijo de
puta, hijo de puta”, y papá se tiró sobre él y trató de golpearlo. Mientras los
guardias los separaban yo busqué el papel en mi Jumper, me lo puse en la
boca y, mientras me lo tragaba, repetí en silencio su nombre, varias veces,
para no olvidármelo nunca.
BIOGRAFÍA Antón Chéjov
(Nació en Taganrog en 1860 y murió en Badenweiler en 1904)
Hijo de un comerciante que había nacido siervo, Chéjov vio la luz el 29 de enero de 1860 en
Taganrog (Ucrania) y estudió Medicina en la Universidad Estatal de Moscú. Cuando aún no había
terminado sus estudios universitarios, ya comenzaba a publicar relatos y algunas descripciones
humorísticas en revistas. Su fama rápida como escritor y su delicada salud (padeció de tuberculosis,
enfermedad incurable en esos tiempos, que finalmente lo llevó a la tumba a los 44 años) hicieron que
ejerciera muy poco su profesión de médico.
La primera colección de sus escritos humorísticos, “Relatos de Motley”, apareció en 1886. Desde
niño había sentido inclinación por el teatro, pero se dedicó a escribir para este género recién a los 30
años. Entre sus dramas se destacan “Ivanov”, “El Oso” y “La Petición de Mano”. Algunos de sus
cuentos son “Tristeza”, “Al Anochecer”, “El Cazador”, “Relatos”, “Cuentos de Melpómene”. En
1890 visitó la colonia penitenciaria de la isla de Sajalín, en la costa de Siberia, para escapar de las
inquietudes de la vida intelectual urbana, y posteriormente escribió La isla de Sajalín (1891-
1893). Varios fueron sus dramas en un acto y sus obras más significativas se representaron en el
Teatro de Arte de Moscú, dirigidas por su amigo Konstantín Stanislavski, “El tío Vania”, “Las Tres
Hermanas”, “La gaviota” y” El Jardín de los Cerezos”. En 1901 se casó con la actriz Olga Knipper,
que había actuado en muchas de sus obras. Durante su vida inició campañas contra el hambre y el
abandono social. Creó escuelas y centros agrícolas en los que se acogieron niños de escasos recursos
a los cuales quiso inculcar ideales de formación y proporcionarles alimentación y vivienda. Antón
Pavlovich Chéjov murió de tuberculosis en el balneario alemán de Badweiler la madrugada del 15 de
julio de 1904.
La crítica moderna considera a Chéjov uno de los maestros del cuento. En gran medida, a él se debe
el relato moderno en el que el efecto depende más del estado de ánimo y del simbolismo que del
argumento. Sus narraciones, más que tener un clímax y una resolución, son una disposición temática
de impresiones e ideas. Ha influido a varias generaciones de escritores de distintas latitudes, son
tributarios confesos de su arte Raymond Carver y Alice Munro.
“Alegría”, Antón Chéjov
Nuestro padre era hombre cumplidor, de orden, positivo; y así había sido
desde muy joven y aún de niño, según me testimoniaron diversas personas
sensatas, cuando les pedí información. De lo que yo mismo me acuerdo, él no
parecía más raro ni más triste que otros conocidos nuestros. Sólo tranquilo.
Nuestra madre era quien gobernaba y peleaba a diario con nosotros -mi
hermana, mi hermano y yo. Pero sucedió que, cierto día, nuestro padre mandó
hacerse una canoa.
Nuestra madre, avergonzada, se comportó con mucha cordura; por eso, todos
habían pensado de nuestro padre lo que no querían decir: locura. Sólo algunos
creían, no obstante, que podría ser también el cumplimiento de una promesa; o
que nuestro padre, quién sabe, por vergüenza de padecer alguna fea dolencia,
como es la lepra, se retiraba a otro modo de vida, cerca y lejos de su familia.
Las voces de las noticias que daban ciertas personas -caminantes, habitantes
de las riberas, hasta de lo más apartado de la otra orilla- decían que nuestro
padre nunca se disponía a tomar tierra, ni aquí ni allá, ni de día ni de noche, de
modo que navegaba por el río, libre y solitario. Entonces, pues, nuestra madre
y nuestros parientes habían establecido que el alimento que tuviera, oculto en
la canoa, se acabaría; y él, o desembarcaba y se marchaba, para siempre, lo que
se consideraba más probable, o se arrepentía, por fin, y volvía a casa.
Ni quería saber de nosotros, ¿no nos tenía cariño? Pero, por el cariño mismo,
por respeto, siempre que, a veces, me elogiaban por alguna cosa bien hecha, yo
decía: “Fue mi padre el que un día me enseñó a hacerlo así…”; lo que no era
cierto, exacto, sino una mentira piadosa. Porque, si él no se acordaba más, ni
quería saber de nosotros, ¿por qué, entonces, no subía o descendía por el río,
hacia otros lugares, lejos, en lo no encontrable? Sólo él sabría. Pero mi
hermana tuvo un niño, ella se empeñó en que quería mostrarle el nieto.
Fuimos, todos, al barranco; fue un día bonito, mi hermana con un vestido
blanco, que había sido el de la boda, levantaba en los brazos a la criaturita, su
marido sostenía, para proteger a los dos, la sombrilla. Le llamamos, esperamos.
Nuestro padre no apareció. Mi hermana lloró, todos nosotros lloramos allí,
abrazados.
Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué era de lo que yo tenía tanta, tanta
culpa? Si mi padre siempre estaba ausente; y el río-río-río, el río – perpetuo
pesar. Yo sufría ya el comienzo de la vejez -esta vida era sólo su demora. Ya
tenía achaques, ansias, por aquí dentro, cansancios, molestias del reumatismo.
¿Y él? ¿Por qué? Debía padecer demasiado. De tan viejo, no habría, día más
día menos, de flaquear su vigor, dejar que la canoa volcara o que vagara a la
deriva, en la crecida del río, para despeñarse horas después, con estruendo en
la caída de la cascada, brava, con hervor y muerte. Me apretaba el corazón. Él
estaba allá, sin mi tranquilidad. Soy el culpable de lo que ni sé, de un abierto
dolor, dentro de mí. Lo sabría -si las cosas fueran otras. Y fui madurando una
idea.
Sin mirar atrás. ¿Estoy loco? No. En nuestra casa, la palabra loco no se
decía, nunca más se dijo, en todos aquellos años, no se condenaba a nadie por
loco. Nadie
está loco. O, entonces, todos. Lo único que hice fue ir allá. Con un pañuelo,
para hacerle señas. Yo estaba totalmente en mis cabales. Esperé. Por fin,
apareció, ahí y allá, el rostro. Estaba allí, sentado en la popa. Estaba allí, a un
grito. Le llamé, unas cuantas veces. Y hablé, lo que me urgía, lo que había
jurado y declarado, tuve que levantar la voz: “Padre, usted es viejo, ya
cumplió lo suyo… Ahora, vuelva, no ha de hacer más… Usted regrese, y yo,
ahora mismo, cuando ambos lo acordemos, yo tomo su lugar, el de usted, en la
canoa…”. Y, al decir esto, mi corazón latió al compás de lo más cierto.
Él me oyó. Se puso en pie. Movió el remo en el agua, puso proa para acá,
asintiendo. Y yo temblé, con fuerza, de repente: porque, antes, él había
levantado el brazo y hecho un gesto de saludo -¡el primero, después de tantos
años transcurridos! Y yo no podía… De miedo, erizados los cabellos, corrí,
huí, me alejé de allí, de un modo desatinado. Porque me pareció que él venía
del Más Allá. Y estoy pidiendo, pidiendo, pidiendo perdón.
Sufrí el hondo frío del miedo, enfermé. Sé que nadie supo más de él. ¿Soy
un hombre, después de esa traición? Soy el que no fue, el que va a quedarse
callado. Sé que ahora es tarde y temo perder la vida en los caminos del mundo.
Pero, entonces, por lo menos, que, en el momento de la muerte, me agarren y
me depositen también en una canoíta de nada, en esa agua que no para, de
anchas orillas; y yo, río abajo, río afuera, río adentro -el río.
BIOGRAFÍA Juan José Millás
(Nació en Valencia en 1946)
Su obra narrativa ha sido traducida a veintitrés idiomas. A los seis años se trasladó con su familia a
Madrid, fue un mal estudiante y cursó sus estudios en escuela nocturna mientras trabajaba en una caja
de ahorro. Estudió la carrera de letras hasta el tercer año y la abandonó. Entró a trabajar como
administrativo en la firma Iberia hasta poder armar su profesión como escritor y articulista de
distintos periódicos. Comenzó a escribir novelas en la década del 70 pero recién hizo pie en el año
1983 con un trabajo por encargo para una editorial de literatura juvenil “Papel mojado”. Dos
características son invariables en la obra narrativa de Millás: su imaginación inagotable y su
compromiso con los desfavorecidos. En sus cuentos y novelas cualquier hecho cotidiano se puede
convertir en un suceso fantástico. Millás ha creado el género” anticuento” en el que una historia
cotidiana se transforma por obra de la fantasía en un punto de vista para mirar la realidad de forma
crítica.
“El olor de la gasolina”, Juan José Millás
Por alguna razón que ahora no recuerdo, un día nos quedamos solos mi padre
y yo. Debía de ser julio o agosto. Yo acababa de darme una dosis de gasolina
y estaba en el sofá, con los ojos cerrados, presa de una ensoñación. Entonces
apareció mi padre y dijo:
-¿Qué?
Olvidé la historia. Pero hace poco regresaba del norte de España en coche
y pasé por la Sierra justo en el momento en el que la tarde parecía dudar
entre resistir o entregarse a las fuerzas de la noche. Podía, en efecto, suceder
cualquier cosa. Detuve el automóvil en el arcén y salí a la carretera con los
pelos de punta. Había un silencio que debía de ser el silencio que precedió a
los segundos anteriores a la Creación. Entonces, algo se movió a mi izquierda
y de repente un pájaro negro atravesó la carretera y se perdió en la oscuridad,
que parecía avanzar desde el horizonte. Entré en el coche y lloré como no
había llorado cuando murió mi padre. Esta historia es falsa del principio al
fin, pero habría sido hermoso que sucediera.
BIOGRAFÍA Horacio Quiroga
(Nació en Salto, Uruguay en 1878 y murió en Buenos aires en 1937)
Narrador uruguayo radicado en Argentina, considerado uno de los mayores cuentistas
latinoamericanos de todos los tiempos, cuya obra se sitúa entre la declinación del modernismo y la
emergencia de las vanguardias. Su tema central es la naturaleza en oposición al hombre en tanto
agente civilizador. El hombre cree decidir y disponer pero la naturaleza le cobra esa osadía de
buscar modificarla.
Su vida fue marcada por la tragedia: su padre murió en un accidente de caza, y su padrastro y
posteriormente su primera esposa se suicidaron; además, Quiroga mató accidentalmente de un disparo
a su amigo Federico Ferrando.
Estudió en Montevideo y pronto comenzó a interesarse por la literatura.
Inspirado en su primera novia escribió Una estación de amor (1898), fundó en su ciudad natal la
Revista de Salto (1899). Marchó a Europa y resumió sus recuerdos de esta experiencia en “Diario de
viaje a París” (1900), a su regreso fundó el “Consistorio del Gay Saber”, que pese a su corta
existencia presidió la vida literaria de Montevideo y las polémicas con el grupo de Julio Herrera y
Reissig. Ya instalado en Buenos Aires publicó” Los arrecifes de coral”, poemas, cuentos y prosa lírica
(1901). En 1903, acompañó a Leopoldo Lugones como fotógrafo a la provincia de Misiones con la
posterior publicación conjunta de “Las misiones jesuíticas”, seguido de los relatos de “El crimen del
otro” (1904), la novela breve “Los perseguidos” (1905), y la más extensa” Historia de un amor turbio
“(1908).
En 1909 se radicó precisamente en la provincia de Misiones, donde se desempeñó como juez de paz
en San Ignacio, localidad famosa por sus ruinas de las reducciones jesuíticas, a la par que cultivaba
yerba mate y naranjas y construía con sus manos la cabaña que más tarde habitaría junto a su
malograda esposa.
Nuevamente en Buenos Aires, trabajó en el consulado de Uruguay y dio a la prensa Cuentos de
amor, de locura y de muerte (1917), los relatos para niños “Cuentos de la selva” (1918),” El salvaje”
(1920), la obra teatral “Las sacrificadas” (1920), “Anaconda” (1921), “El desierto” (1924), “La
gallina degollada y otros cuentos” (1925) y quizá su mejor libro de relatos, “Los desterrados” (1926).
Colaboró en diferentes medios: Caras y Caretas, Fray Mocho, La Novela Semanal y La Nación, entre
otros.
En 1927 contrajo segundas nupcias con una joven amiga de su hija Eglé, con quien tuvo una niña.
Dos años después publicó la novela “Pasado amor”, sin mucho éxito. Sintiendo el rechazo de las
nuevas generaciones literarias, regresó a Misiones para dedicarse a la floricultura. En 1935 publicó
su último libro de cuentos, “Más allá”. Hospitalizado en Buenos Aires, se le descubrió un cáncer
gástrico, enfermedad que parece haber sido la causa que lo impulsó al suicidio, ya que puso fin a sus
días ingiriendo cianuro.
“Los Mensu”, Horacio Quiroga
Qué le vas a hacer, ñato, cuando estás abajo todos te fajan. Todos, che,
hasta el más maula. Te sacuden contra las sogas, te encajan la biaba. Andá,
andá, qué venís con consuelos vos. Te conozco, mascarita. Cada vez que
pienso en eso, salí de ahí, salí. Vos te creés que yo me desespero, lo que pasa
es que no doy más aquí tumbado todo el día. Pucha que son largas las
noches de invierno, te acordás del pibe del almacén cómo lo cantaba. Pucha
que son largas... Y es así, ñato. Más largas que esperanza’e pobre. Fijáte que
yo a la noche casi no la conozco, y venir a encontrarla ahora... Siempre a la
cama temprano, a las nueve o a las diez. El patrón me decía: “Pibe, andáte al
sobre, mañana hay que meterle duro y parejo”. Una noche que me le escapaba
era una casualidad. El patrón... Y ahora todo el tiempo así, mirando el techo.
Ahí tenés otra cosa que no sé hacer, mirar p’arriba. Todos dijeron que me
hubiera convenido, que hice la gran macana de levantarme a los dos
segundos, cabrero como la gran flauta. Tienen razón, si me quedo hasta los
ocho no me agarra tan mal el rubio.
Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que
tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y
tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella
les responde:
-No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va
a
sucederle a este pueblo.
Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas
que pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una
carambola sencillísima, el otro jugador le dice:
El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra
de carne, le dice:
-Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a
pasar, y se están preparando y comprando
cosas.
Entonces la vieja responde:
Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el
carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va
esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo,
está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos
de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice:
-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están
desesperados por irse y no tienen el valor de
hacerlo.
Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y
atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento
en que dicen:
-Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.
Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento.
Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas.
Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los
dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de
historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba
caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a
nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre.
Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer,
yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole
prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china.
Como al pasar, me informó que tenía Las travesuras de Naricita, de Monteiro
Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él,
para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades.
Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la
librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de
su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila
respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día
siguiente. Poco me
imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del “día siguiente”
iba
a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como
aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni
uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero
como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era
propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos
sorprendidos.
libro. Y a mí:
Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: “el tiempo que
quieras”
es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de
querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el
libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando
como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro
con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto
tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
La reja del ascensor tenía flores con cáliz dorado y follajes rizados de fierro
negro, donde se enganchan los ojos cuando uno está triste viendo
desenvolverse, hipnotizados por las grandes serpientes, los cables del ascensor.
Era la casa de mi tía más vieja adonde me llevaban los sábados de visita.
Encima del hall de esa casa con cielo de claraboyas había otra casa misteriosa
en donde se veía vivir a través de los vidrios una familia de pies aureolados
como santos. Leves sombras subían sobre el resto de los cuerpos dueños de
aquellos pies, sombras achatadas como las manos vistas a través del agua de
un baño. Había dos pies chiquitos, y tres pares de pies grandes, dos con tacos
altos y finos de pasos cortos. Viajaban baúles con ruido de tormenta, pero la
familia no viajaba nunca y seguía sentada en el mismo cuarto desnudo,
desplegando diarios con músicas que brotaban incesantes de una pianola que
se atrancaba siempre en la misma nota. De tarde en tarde, había voces que
rebotaban como pelotas sobre el piso de abajo y se acallaban contra la
alfombra.
Una noche de invierno anunciaba las nueve en un reloj muy alto de madera,
que crecía como un árbol a la hora de acostarse; por entre las rendijas de las
ventanas pesadas de cortinas, siempre con olor a naftalina, entraban chiflones
helados que movían la sombra tropical de una planta en forma de palmera. La
calle estaba llena de vendedores de diarios y de frutas, tristes como despedidas
en la noche. No había nadie ese día en la casa de arriba, salvo el llanto
pequeño de una chica (a quien acababan de darle un beso para que se
durmiera,) que no quería dormirse, y la sombra de una pollera disfrazada de
tía, como un diablo negro con los pies embotinados de institutriz perversa. Una
voz de cejas fruncidas y de pelo de alambre que gritaba “¡Celestina,
Celestina!”, haciendo de aquel nombre un abismo muy oscuro. Y después que
el llanto disminuyó despacito… aparecieron dos piecitos desnudos saltando a
la cuerda, y una risa y otra risa caían de los pies desnudos de Celestina en
camisón, saltando con un caramelo guardado en la boca. Su camisón tenía
forma de nube sobre los vidrios cuadriculados y verdes. La voz de los pies
embotinados crecía: “¡Celestina, Celestina!”. Las risas le contestaban cada vez
más claras, cada vez más altas. Los pies desnudos saltaban siempre sobre la
cuerda ovalada bailando mientras cantaba una caja de música con una muñeca
encima.
El cordón de un zapato negro se desató, y fue una zancadilla sobre otro pie
de la falda furiosa. Y de nuevo surgió una risa de pelo suelto, y la voz negra
gritó, haciendo un pozo oscuro sobre el suelo: “¡Voy a matarte!”. Y como un
trueno que rompe un vidrio, se oyó el ruido de jarra de loza que se cae al
suelo, volcando todo su contenido, derramándose densamente, lentamente, en
silencio, un silencio profundo, como el que precede al llanto de un chico
golpeado.
Despacito fue dibujándose en el vidrio una cabeza partida en dos, una cabeza
donde florecían rulos de sangre atados con moños. La mancha se agrandaba.
De una rotura del vidrio empezaron a caer anchas y espesas gotas petrificadas
como soldaditos de lluvia sobre las baldosas del patio. Había un silencio
inmenso; parecía que la casa entera se había trasladado al campo; los sillones
hacían ruedas de silencio alrededor de las visitas del día anterior.
Las puertas se abrían con largos quejidos y todos los pies que entraron se
transformaron en rodillas. La claraboya era de ese verde de los frascos de
colonia en donde nadaban las faldas abrazadas. Ya no se veía ningún pie y la
falda negra se había vuelto santa, más arrodillada que ninguna sobre el vidrio.
—¿Ya?
—Ya.
—¿Ahora?
—Enseguida.
—¿Sabrán los sabios, realmente? ¿Sucederá
hoy?
—Mira, mira y verás.
Los niños se amontonaban, se apretujaban como muchas rosas, como muchas
flores silvestres, y miraban hacia afuera buscando el sol
oculto.
Llovía.
Llovía desde hacía siete años; miles de días sobre miles de días que la lluvia
había tejido de extremo a extremo, con tambores y cataratas de agua, con el
estrépito de tempestades que inundaban las islas como olas de una marea. La
lluvia había triturado mil bosques que habían crecido mil veces para ser
triturados de nuevo. Y así era para siempre la vida en el planeta Venus, y
aquella era la escuela de los hijos de los hombres y mujeres del cohete que
habían venido a un mundo de lluvias, a traer la civilización y a vivir sus vidas.
—¡Pará! ¡Pará!
—¡Sí, sí!
Margot no miraba con aquellos niños que no podían acordarse de un tiempo en
que no todo era lluvia y lluvia y lluvia. Tenían todos nueve años, y si había
habido un día, siete años atrás, en que había salido el sol una hora, mostrando
su cara a un mundo sorprendido, no podían recordarlo. A veces, de noche,
Margot oía cómo se movían en sueños, y ella sabía entonces que recordaban el
oro, o un lápiz amarillo, o una moneda tan grande que con ella uno podía
comprarse el mundo. Sabía que creían recordar un calor, un ardor en las
mejillas, en el cuerpo, en los brazos y las piernas, en las manos temblorosas.
Pero luego despertaban siempre al tamborileo trepidante, al interminable tintineo
de unos collares de perlas trasparentes sobre el tejado, el sendero, los jardines,
los bosques… y los sueños se desvanecían.
Todo el día anterior, en clase, habían leído acerca del sol. De cómo se parecía a
un limón, y de qué caliente era. Y habían escrito cuentos o ensayos o poemas a
propósito del sol.
El sol es una
flor
que sólo se abre una
hora.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre
engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vió la
amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el
machete cayó de plano, dislocándole las vértebras.
Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los
dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie
entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a
su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo
devoraba.
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no
había sentido gusto alguno.
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras
otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que
reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su
cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y
terriblemente dolorido. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a
Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía
mucho tiempo que estaban disgustados.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de
cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de
negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los
costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se
precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y
reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría
y calma cobra una majestad única.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos
sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se
sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado
sin ver a su ex-patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y
nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración
también...
Al recibidor de maderas de míster Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido
en
Puerto Deseado, un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o
jueves...
--Un jueves...
Y cesó de
respirar.
Le devolvió el mate, antes que ella diga eso de que le subió la fiebre y no
despertó. Un poco antes de que se acercara y tocara su pollera, y entre toda
esa lana las yemas de los dedos se convirtieran en agua, y fueran suaves,
aunque tuviese ya las manos duras de la cosecha. Antes que chistara por la
chancha porque había querido entrar, mostrando su lomo sucio entre la
cortina rasgada que hacía de puerta. Un chistido suave que la chancha no
obedeció, pues quedó entre la cortina; sin salir, sin entrar. Mientras su
mano se desprendía de la pollera, como deshilachándose, y buscaba contar
ese viaje trunco; por qué había viajado, justo ahora a la cosecha, a la
provincia. El algodón siempre escaseaba y conchabarse era un preguntar todo
el tiempo, arrimarse a saludar, recordar nombres de gente que ya estaba bien
muerta, inventar una cara conocida y volver, tal vez, casi sin nada; hasta que
cruzó la chacra de un gringo viejo, que estaba en la puerta de su rancho, bajo
la sombra de un alero, más arruinado que su campo. Y lo recibió
carraspeando: ayuda un poco, sí, que ando necesitando, vio. Y consiguió
trabajar, como un bruto con el ruido constante de las chicharras como si fuese
un silencio enfermo. Él solo con dos tobas. Uno mudo que tendría la edad
misma del Chaco. El otro un desconfiado. Lo miraba feo, de reojo. Igual
nunca hubo vino y nadie pudo pelearse pero el día que se iba se arrimó al
galpón por sus cosas y no se aparecieron; después el viejo le dio un dinero
pobre y se anduvo callado porque tampoco llegó a entender ese sentimiento
amargo; guardó el jornal en el bolsillo trasero y volvió. Volvió en un camión
de prestado, con otros más. Bajaba cansado, con ganas. Los huesos dolían.
Por eso entró y se sentó y mateó en silencio, para volver el cuerpo en sí.
Mateó hasta que luego de apretarse a la pollera, como enmarañándose entre
sus dedos, preguntó por el chico, el nuevito, el que no conocía. Ahí la mujer
dijo aquello de que le había subido la fiebre y no despertó: que cambio la
yerba que seguimos mateando. Y la chancha, antes sin salir, sin entrar, se
perfiló finalmente a la basura; a olfatearla, a masticar. Él la miraba atento; su
lomo sucio, su piel rosada; pero no chistó. Le surgía un hambre antigua. Con
el gringo sólo había tomado mate, y mate y mate. La mujer pudo entender
pronto porque dijo, cambiando la yerba, no te preocupés, no te hagas mala
sangre, que en unos días ya se vende.
“El doctor Traitering era americano como usted. Fue un hombre recto,
aunque no se distinguió nunca por su asiduidad a la Sagrada Mesa. No. Sin
embargo, trató de eliminar muchas de las bestiales costumbres de nuestros
hermanos inferiores, y únicamente el señor presidente de la República y yo
conocemos el misterio de su muerte. Y ahora lo conocerá usted.”
-El señor Traitering era nativo de Florida, y, como usted, vino aquí, a Liberia,
nombrado por la poderosa influencia de una gran compañía fabricante de
neumáticos. Nosotros hemos conceptuado siempre un error nombrar negros
nacidos en tierras extrañas para regir los destinos del país de una manera u
otra, pero la baja del caucho obliga a todo…
-Yo he sentido siempre que el hombre de color, extranjero en este país, está
desvinculado del clima de la selva y de la tierra. Y cuando menos lo espera,
se encuentra enganchado por el engranaje del misterio bestial que en todos
nosotros ha puesto el demonio, siempre en acecho del alma animal de estos
pobrecitos salvajes.
-Sí. El niño Gan alegó que cuando bailaba con los otros hombres en el bosque
a medida que danzaba sentía que se iba metamorfoseando en una hiena.
Traitering condenó a esos cuarenta criminales a la horca; su sentencia se
ejecutó, y los cuarenta caníbales fueron colgados de las ramas de los árboles
en los caminos que conducían a Monrovia. El único que se libró de ser
ejecutado fue el niño Gan, debido a su corta edad: doce años.
“Creo haberle dicho a usted que el juez era un hombre alto y robusto, de ojos
saltones y miembros pesados. Pero ahora, su pie, como un traje
excesivamente holgado, colgaba sobre la agobiada percha de su osamenta.
Me miró tristemente, como un gorila cuando se siente enfermo del pecho, y
me dijo:
“-¿Por qué ha hecho eso? -terminé por preguntarle-. ¿Por qué lo asesinó?
“¡Santo nombre de Dios! Y después hay gente que duda de la existencia del
demonio. He aquí lo que contó el infortunado:
“-Un mes después que hice ahorcar a los cuarenta antropófagos del rápido de
Manba recordé que en la cárcel permanecía encerrado el niño Gan, y como
disponía de tiempo resolví tomar apuntes respecto al proceso en que el niño
declaraba sentir que se metamorfoseaba en hiena. Una tarde le hice traer a mi
oficina. Un soldado me entregó al niño, y yo quedé solo con él en mi
despacho
“-¿Estarás contento de haber salvado la piel? -le dije al chico en dialecto krus.
“El pequeño caníbal no contestó palabra.
“-¿No quisieras ahora un trozo de carne humana? -le pregunté.
Algunas horas después, un muchacho del puerto trajo la noticia de que el juez
Traitering se había ahogado.
Los dos hombres callaron. Los niños de míster Marshall habían dejado de
jugar en torno de las patas del elefante. El sacerdote negro bebió su quinta
copa de aguardiente de palma, y le dijo al flamante juez:
-Yo no le aconsejo que haga ejecutar al pequeño caníbal que usted tiene que
juzgar, pero que esta historia le sirva para ponerse en guardia, que jamás
bebió vino ni mordió carne.
BIOGRAFÍA Ricardo Piglia
(Nació en Adrogué en 1941 y murió en Buenos Aires en 2017)
Estudió la carrera de Historia en la UNLP. Narrador, ensayista y profesor universitario en La
Argentina y en el exterior. Fue director de la mítica colección de policiales “Serie Negra” de la
editorial Jorge Álvarez que difundió a escritores como Chandler y Hammet en habla castellana.
Escribió “Respiración artificial” en 1980, una novela híbrido que ensambla la historia argentina, con
la novela política, el policial, la crítica y la teoría literaria. Autor también de “La ciudad ausente”
donde una máquina de hacer literatura ideada por Macedonio Fernández modela una serie de
cuentos que aparecen desperdigados en la novela. Autor de “Plata quemada” y de “Blanco nocturno”
un triller donde se entreveran lo americano, lo chicano y lo criollo. Escribió entre otros “El camino de
Ida” donde un catedrático argentino que investiga la vida de Hudson se ve envuelto en el crimen de
una antigua colega que investiga la vida de Conrad.
Mientras sus novelas están protagonizadas por su otro yo, Emilio Renzi, sus libros de cuentos
presentan en general narradores y personajes esporádicos y autónomos y retoman en una síntesis la
tradición de Roberto Arlt y Jorge Luis Borges.
Realizó guiones para cine y televisión y fue un agudo ensayista cuyos temas frecuentes fueron la
teoría literaria y la tradición literaria argentina, con libros como “Formas breves”, “Critica y ficción”
y “El último lector”.
Quedó además el registro de varias de sus conferencias, ciclos especiales para tv y reportajes en
relación con la literatura argentina y la tradición. Antes de morir comenzó con la publicación de los
dos primeros tomos de memorias bajo el nombre “Los diarios de Emilio Renzi” bajo el sello editorial
Anagrama, que tiene en preparación el tercero de los tomos.
“La honda”, Ricardo Piglia
No me dejo engañar por los chicos. Sé que mienten, que siempre están
poniendo cara de inocentes y por atrás se ríen de todo el mundo.
Lo que pasó ese día fue que ellos no imaginaban que mi patrón y yo
habíamos decidido trabajar, a pesar del domingo.
Por eso cruzamos el camino de tierra hacia el depósito del fondo.
Me acuerdo que por la calle andaba un coche de propaganda con los
altoparlantes en el techo; y que yo escuché la música hasta que doblamos y el
paredón apagó el ruido, de golpe.
Entonces el viento nos arrimó las voces y las risas. Cuando los descubrimos
se acurrucaron, tratando de disimularse entre los fierros, pero ya era tarde.
Ninguno de los cuatro pasaba de los doce años. Se metían a robar pedazos
de plomo para tirarlos con la honda.
Dijeron que estaban allí porque Nacho les aseguró que era amigo del patrón
y que el patrón le daba permiso para juntar el plomo entre los desechos.
Mi patrón les quitó las hondas que les colgaban del cuello y las tiró al foso
de cemento en el que antes, cuando el taller estaba allí y no sobre la avenida,
engrasaban ¡os coches desde abajo.
Los pibes empezaron a barrer, como les ordenó el patrón en escarmiento.
Mientras barrían les preguntó si sabían leer. Los cuatro sabían y los cuatro
habían leído el cartel:
PROHIBIDA LA ENTRADA
Pero se metieron por culpa de Nacho que les dijo, repitieron, que era amigo
del patrón.
Nacho, flaco y morocho, barría en silencio.
Teníamos que desarmar unas puertas de chapa para poder arreglar el techo
del galpón de lavado. El más alto de los cuatro chicos me ayudaba por orden
del patrón. Trabajaba concentrado y me trataba de “señor”.
Ablandamos los clavos y los arrancamos con la barreta “cocodrilo”.
Después sacamos las chapas y las amontonamos en un costado. Cortamos los
tirantes, dos largos y dos cortos, y empezamos a preparar el soporte.
Trabajamos la madera al borde del foso para poder serruchar hacia abajo
sin peligro de tocar el suelo y mellar el serrucho. El pibe sostenía fuerte el
tirante y me miraba de reojo.
Al rato pareció animarse y me dijo, muy serio: —¿Señor, me deja agarrar
la honda?
—Yo no tengo nada que ver. Si fuera por mí estaríamos durmiendo la
siesta. Preguntale al patrón, si él te la da —le contesté.
Siguió ayudando, serio y concentrado. Daba risa con su cara de
preocupación. Parecía el jefe de la barra y de vez en cuando miraba a los
otros, como para tranquilizarlos.
—No me gusta el olor de la goma quemada —fue lo primero que dijo esa
mujer. Moure la miró un rato antes de contestar, pero no como la había estado
observando hasta ese momento, desde que la descubrió en la cola apoyada a
medias contra la pared, con un gesto resignado e insolente a la vez. “Levante”,
se dijo. “Levante seguro”, y le sonrió:
—No es goma lo que están quemando.
—Ah, ¿no? —esa mujer lo miraba con desconfianza— ¿Qué es
entonces?
—Inmundicias —murmuró Moure con malestar.
—¿Y de quién?
—De todos... de todos los de la cola. Hace dos días que vienen haciendo lo
mismo.
Desde atrás, los que estaban en medio de la penumbra que flotaba sobre la
calle, los empujaron para que avanzaran: ella se dio vuelta, apenas molesta de
que la tocaran o de que le arrugaran el vestido, murmuró. Ya va, ya me di
cuenta, qué tanto, y avanzó unos pasos ceremoniosamente. Se había apoyado
contra la chapa de un hotel y se miraba en el reflejo: era un enorme cuadrado
de bronce y Maure advirtió que se palpaba los labios.
—¿Le duelen? —se le acercó.
—No. Estoy despintada.
Y esa mujer seguía mirándose aunque esa chapa la reflejase deformada, con
una
boca más ancha y unos ojos estirados.
—Usted no tiene esa boca —señaló Moure.
Ella abrió y cerró la boca varias veces, como si estuviera en un parque de
diversiones, con la desconfianza de un chico o de un
provinciano:
—Sí, tengo una boca de muñeco —se juzgó con aire
despreciativo.
—No, no... —protestó Moure.
—Pero me gusta tener una boca así.
Unos metros más adelante se fue levantando un murmullo que aumentó la
densidad y se prolongó un rato, como un moscardoneo. “No me puede fallar”,
se propuso Moure. Una mujer con la cabeza cubierta con una pañoleta se le
arrodilló delante, agachada la frente y parecía rezongar con una confusa
irritación mientras se frotaba las manos; cuando la fila avanzó de nuevo, la
mujer se fue arrastrando sobre las rodillas sin dejar de gangosear eso que
decía, sin dejar de frotarse las manos.
—Rezan, ¿no?
—Sí —dijo Moure.
—Ah... —ella se persignó y lo hizo con torpeza, velozmente; parecía alarmada
y miró ese cielo bajo como si hubiera escuchado el ruido de un avión y tratara
de localizarlo. Pero el cielo estaba negro y no se veía nada. Después se
tranquilizó, lo miró a Moure, se sonrió a medias, agradecida de algo y apoyó la
cabeza contra la chapa del hotel.
—¿Está cansada? —la sostuvo Moure mientras se repetía “No me falla; no me
puede fallar”. Al fin de cuentas, él había ido a la cola para eso.
Pero ella balanceaba la cabeza: eso no quería decir ni que sí ni que no,
solamente
que no estaba segura. —¿Quiere irse? —
—Cuando me sienta bien cansada. Moure le oprimió el
brazo.
—Pero mire que tenemos para rato. Ella frunció las
cejas:
—¿Lo dice en serio?
—Yo siempre hablo en
serio.
—¿Y cuánto dice que falta?
Moure miró hacia adelante y calculó dos cuadras, tres, una mancha larga que
se estremecía en medio de la penumbra, los de atrás que volvieron a empujar
con una pesadez insistente, la mujer de la pañoleta que seguía murmurando
algo que no se entendía muy bien, ahí arrodillada, un soldado con una olla
humeante que brilló bajo el farol:
—Unas tres horas dijo.
—¿Tanto?
Moure presintió que a ella no le interesaba mucho lo que había preguntado, ni
le interesaban las palabras que había usado, ni ninguna palabra: —Y, hay
mucha gente —reflexionó. —A la gente le gusta.
—¿Estar en la cola?
—Sí —dijo ella con desgano—. Le gusta esperar algo, cualquier
cosa...
La mujer arrodillada por momentos parecía irritarse con lo que rezaba,
cabeceaba y fruncía la frente. “Esta noche no puede fallarme”, seguía
pensando Moure. Y toda esa fila avanzaba muy lentamente, mucho más
despacio que en una procesión. Moure calculó: allá adelante estarían por
cruzar un puente, se le habrían roto las ruedas a un carro o el caballo se habría
muerto en medio de la calle. Algo así pasaría. “Seguro”. Y había tan poca luz
con esos trapos negros que envolvían los faroles y todo era tan borroso.
—¿Me permite? —ella se le apoyó bruscamente en un brazo se descalzó,
primero un pie, después el otro y se los sobó con unos quejiditos de
satisfacción. Pero cuando estaba en eso, volvieron a empujarla para que
avanzase y ella repitió
—Ya está, ya va, no ven lo que estoy haciendo. Me van a pisar, tengo los pies
desnudos... La mujer de la pañoleta levantó un momento la cabeza, verificó
quién había dicho eso y siguió con su rezo.
—¿Un poco de sopa? —ofreció Moure.
—No —ella todavía estaba con los pies desnudos y pugnaba por mantener el
equilibrio y calzarse— Me aburre la sopa.
—¿Ni un poco?
—No.
Moure señaló:
—Pero mire que le están ofreciendo...
Un soldado le había tendido una taza pero tuvo que recogerla; tenía una cara
adormecida y se esforzaba por sonreírse: la contempló a esa mujer, intentó
sonreírse con más convicción y lo único que logró fue un parpadeo, entonces
la miró humildemente pero ella había hundido las manos en los bolsillos y
sacudía los hombros:
—Me aburre la sopa —repetía—. De chica, me la hacían tragar: de arvejas, de
sémola, de verduras, era un asco.
Moure sacó un cigarrillo y lo golpeó muchas veces antes de encenderlo. “Papa
comida”, se felicitó. Estaban muy cerca de uno de esos montones de basura
que habían quemado y que soltaban un calor denso, incómodo y un poco
tembloroso; algunas personas salían de la fila, se acercaban, la cara y el pecho
se les enrojecían y se quedaban un rato frotándose las manos como si
estuvieran redondeando algo entre las palmas, un poco de harina o de barro.
Después volvían a la fila y
les susurraban a los que tenían al lado vayan, vayan; no les dicen nada. Moure
la codeó a esa mujer y señaló: otro se despegaba de la fila con una carrerita
parecida, casi avergonzado, casi alegre.
—¿Fuma? —preguntó Moure.
Ella miró a los costados, atentamente, después un poco a la mujer que seguía
arrodillada y rezongando:
—¿Aquí?... —y no sacó las manos de los
bolsillos.
Moure encendió el cigarrillo y largó unas bocanadas para que ella oliera: eso
era bueno, caliente y llenaba la boca y el pecho. “Esto marcha solo”, se alegró.
Ella le miraba la mano, sin indiferencia y de vez en cuando le espiaba los
labios y la nariz se le hinchaba como si le costara respirar o como si todavía le
molestara ese olor que había creído era de goma quemada.
—¿A usted le gustaba? —dijo de
pronto.
Moure se sobresaltó pero largó una lenta bocanada: —
¿Quién?
—La Señora... ¿Quién va a ser si no?
Moure tomó el cigarrillo entre las dos manos, lo acható y arrancó una hebra
con la misma cautela con que se hubiera cortado una cutícula; después levantó
la vista y la miró a esa mujer: era joven, tendría unos veinticinco, no mucho
más. “Si me la pierdo soy un...”. Pero no se la iba a perder. Los de atrás
empujaban, ésos no respetaban nada, no se dio por enterado y siguió
mirándola: el cuello, ese pecho tan abierto, el vientre y la deseó bastante. Por
fin dijo: —Era joven...
—¿Usted cree que la podremos ver?
—Y, no sé. Habrá que
esperar.
—Dicen que está muy linda.
—¿Sí?
—La embalsamaron. Por eso.
Había quedado un espacio entre ellos dos y la mujer
arrodillada.
—Hay que correrse —dijo ella como si se tratara de algo
inevitable.
—Sí —advirtió Moure—. Sí.
Y se quedaron mirando vagamente hacia adelante: la mujer de la pañoleta se
puso de pie y estuvo un buen rato observándose y tocándose las rodillas, un
chico empezó a llorar y una mujer deslizó una mancha blanca sobre su mano
y ahí la sostuvo y de nuevo pasaron los soldados, ésta vez ofreciendo café, sin
saltearse a nadie, desapasionadamente. Ella murmuró algo y Moure le escrutó
la cara para ver qué quería. No. Me estaba acordando de algo. Nada más, dijo
ella sin sacar las manos de los bolsillos; Moure advirtió que era de piel el
sacón que tenía porque lo rozaba contra el dorso de la mano y pensó que le
hubiera gustado acariciarlo con los dedos, con el pulgar sobre todo, pero no se
animó.
—¿Vio? —era ella que señalaba con el mentón
desganadamente.
Moure volvió la cabeza y vio a un hombre que orinaba al borde de la vereda y
se sintió irritado, justamente irritado, porque ése podría haber ido a otro lugar
o se hubiese aguantado o, en último caso, no se hubiera puesto en la fila, entre
tantas mujeres, porque esas cosas siempre pasan y uno debe saber lo que se
puede aguantar.
—Está mal, ¿no? —murmuró.
Pero ella se había apoyado contra una vidriera y bostezaba, olvidada de sus
pies y de ese hombre que orinaba, y lo hizo varias veces, porque no fue un solo
bostezo prolongado sino una serie de tres o cuatro que la obligaron a fruncir la
nariz y a secarse unas lágrimas con la punta del pañuelo.
—¿Tiene sueño?
Ella negó sin dejar de bostezar: —Hambre
tengo.
—¿Quiere... ?
—Sí.
Y fue ella misma quien lo tomó del brazo y la que dijo que subiera a un auto
y fueran primero a cualquier lugar. Algo cerca, fue lo único que exigió y no
perentoriamente, sino como si recordara algún requisito o alguna ventaja. Se
arrinconó a su lado en el auto y contemplaba sin ningún asombro las piernas de
los que iban en las plataformas de los tranvías iluminados, a uno que llevaba
sandalias, a los que la miraban largamente sin atreverse a sonreírse pero con
muchas ganas de hacerlo cada vez que el auto se detenía en cualquier
bocacalle. Cuándo un marinero se inclinó un poco para verla mejor, ella
golpeó con la mano en el vidrio. A ése lo espanté, suspiró. Y usaba un perfume
de malva, un perfume de vieja o de casa con pisos de madera. ¿Y cuánto
querés? Lo que vos quieras y el auto siguió corriendo. Moure se sintió
agradecido, entusiasmado y le pasó el brazo sobre los hombros. Cerca, ¿no?,
volvió a preguntar ella y Moure sacudió la cabeza. Esa cola, la gente que
esperaba con tanta indiferencia, amontonados, pasivos, la calle en tinieblas, él
había esperado demasiado. Era lento y lo sabía, pero tampoco se podía
atropellar. Pero ya estaba. Y solo, esas cosas se hacen solas. Cuanto más se
piensa, sale peor. Cuando el coche se detuvo por primera vez y Moure advirtió
que el chofer esperaba una nueva orden mirando en el espejito, apenas dijo a
otra. Pero cerca. Cuando ocurrió la segunda vez, eso de toparse con una puerta
cerrada cuando alguien piensa exclusivamente, cálidamente en entrar de una
vez y quedar a solas como dos chicos que se esconden dentro de un ropero
para que el mundo de los adultos tan ordenado y con tanta gente que mira se
desvanezca, Moure se empezó a irritar. No hay lugar —informaba el chofer—.
¿Los llevo a otro? Sí, sí. Pronto. Y anduvieron dando vueltas por unas suaves
calles arboladas y ella empezó a reírse porque sentía las manos de Moure que
le oprimían las piernas, pero no como para acariciarla, como si ella fuera ella,
es decir, una mujer, sino como si su piel fuera un pañuelo o una baranda o la
propia ropa de Moure, algo de lo que se aferraba para secarse o para no caerse.
Por favor... por favor, repetía Moure y le estrujaba la carne. También
estaba la mirada del chofer, que delante de esos portones cerrados soltaba el
volante como para dar explicaciones porque él no tenía nada que ver con todo
eso. ¿Los llevo a otro? Sí. Pronto... Pero, pronto por favor... Y toparon con
otro portón, una gran tabla pintada de gris cerrada con un candado, y la risa de
esa mujer aumentó mientras Moure pensaba que lo que a ella le correspondía
era quedarse en silencio, tomarlo de la mano y tranquilizarlo o pasarle los
dedos por las sienes para que se le desarrugara la frente, pero las mujeres se
ponen nerviosas y no sirven para nada y por eso son mujeres. El coche había
parado por cuarta vez o sexta y el chofer repetía ese mismo ademán de
prescindencia.
—¿Todo está cerrado? —gritó Moure. Los ojos del chofer apenas temblaron
en ese espejito y ella se rió con una risa que le dobló la espalda. —¡No te rías
más, mujer! —la sacudió Moure. Y ella sólo negó con la cabeza, sin hablar
pero con más ganas de reírse, apretando los labios y no cubriéndose la boca
con una mano. —¿No se puede ir a otra parte? —Moure se había tomado del
respaldo del chofer. —Y, no sé...
—¿Nada hay?
—Más lejos...
—¿Dónde?
—En la provincia.
—¿Seguro?
—No; seguro, no.
—Estaba de Dios que tenía que pasar esto —cabeceó Moure.
—Hay que aguantarse —el chofer permanecía rígido, conciliador—. Es por la
señora.
—¿Por la muerte de?... —necesitó Moure que le precisaran.
—Sí, sí.
—¡Es demasiado por la yegua esa!
Entonces bruscamente, esa mujer dejó de reírse y empezó a decir que no, con un
gesto arisco, no, no, y a buscar la manija de la puerta.
—Ah, no... Eso sí que no —murmuraba hasta que encontró la manija y abrió
la puerta—. Eso sí que no se lo permito.., — y se bajó.
Uno piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo si es un
árbol viejo. No. Un día de un viejo árbol es un día del mundo.
Y él creyó, por un tiempo, que no iba a ser más que eso hasta que un día notó
que sobrepasaba los pastos y cuando el sol vino más fuerte y templó la tierra
se hinchó por dentro y se puso rígido y sentía una gran atracción por las
alturas, por trepar en dirección al cielo, y hasta sintió que había dentro de él
como un camino, aunque todavía no supiese lo que era eso, lo supo recién al
año siguiente cuando los pastos quedaron todavía más abajo y detrás de los
pastos vio un alambrado y detrás del alambrado vio el camino, que es una
especie de árbol recostado sobre la tierra con una rama aquí y otra allá, igual
de secas y rugosas en el invierno y que florecen en las puntas para el verano,
pues todas rematan en un mechoncito de árboles verdaderos.
Por ahí andan los hombres y el loco viento empujando nubes de polvo.
También ya sabía para entonces lo que era una rama porque, después de las
lluvias de agosto, sintió que su cuerpo se hinchaba en efecto aquí y allá y una
parte de él se quedó ahí, no siguió más arriba, torció a un lado y creció sobre
la tierra de costado igual que el camino.
Ahora es un viejo álamo Carolina porque han pasado doce veranos, por lo
menos, si no lleva mal la cuenta. Ahora crece más despacio, casi no crece. En
primavera echa las hojas en el mismo sitio que estuvieron el otro verano y por
arriba brotan unas crestitas de un verde más encarnado que al caer el sol se
encienden como por dentro, pero él ahora no pretende más que eso, esa
dulce luz del verano que lo recubre como un velo. Y dentro de esa luz está
él, el viejo álamo, todo recuerdo. De alguna manera ya estaba así hace doce
veranos cuando asomó sobre la tierra y crecer no fue nada más que como
pensarse. Sólo que ahora recuerda todo eso, se piensa para atrás, y no nace
otro árbol. En eso consiste la vejez. Verde memoria.
Ahora es el comienzo del verano justamente y acaba de revestirse otra vez con
todas sus hojas, de manera que como recién están echando el verde más fuerte
(son como pequeños árboles cada una) por la tarde, cuando el sol declina y se
mete entre las ramas el álamo se enciende como una lámpara verde, y entonces
llegan los pájaros que se remueven bulliciosamente entre las hojas buscando
dónde pasar la noche y es el momento en que el viejo álamo Carolina
recuerda.
Al final del verano los pichones saltaron del nido y los sintió desplazarse
temblorosos sobre la rama con sus delgadas patitas, tomar impulso una y otra
vez y por fin lanzarse y caer en el aire como una hoja. Un árbol en verano es
casi un pájaro. Se recubre de crocantes plumas que agita con el viento y sube,
con sólo desearlo, desde el fondo de la tierra hasta la punta más alta, salta de
una rama a otra todo pajarito, ave de madera en su verde jaula de fronda.
Ese verano fue el mismo del ferrocarril. Antes viene la casa. No vio la casa por
completo, ni siquiera cuando, años después, trepó mucho más alto, sino lo que
ve ahora mismo desde el brote más empinado, un techo de chapas que se
inflama con el sol y una chimenea blanca que al atardecer lanza un penacho de
humo. A veces el viento trae algunas voces.
Con todo él ha llegado hasta la casa en alguna forma, a través de las hojas de
otoño que arrastra el viento. Con sus viejos ojos amarillos ha visto la casa aun
por dentro, ha visto al hombre, flaco y duro con la piel resquebrajada como la
corteza de las primeras ramas, la mujer que huele a humo de madera, un par de
chicos silenciosos con el pelo alborotado como los plumones de un pichón de
montera.
El ferrocarril pasa por detrás de la casa pero hubo de trepar hasta el otro
verano, cuando volvieron las hojas y los pájaros, para entrever el brillo furtivo
Por ahí vivía y sentía el árbol principalmente, por ahí su día era un día del
mundo, así de ancho y profundo, porque la tierra que palpitaba debajo de él le
enviaba toda clase de señales, era un fresco cuerpo lleno de vida que respiraba
dulcemente bajo las hojas y el pasto y sostenía cuanto hay en este mundo,
incluso a otros árboles con los cuales el viejo álamo Carolina se comunicaba a
través de aquel húmedo corazón.
Al este, por donde nace el sol, había un bosque. Lo divisó una mañana con sus
ojos verdes más altos y todas sus hojas temblaron con un brillo de escamas.
Era un árbol más grande, el más grande y formidable de todos. Al caer la
tarde, con el sol cruzado barriendo oblicuamente los pastos que parecían
mansas llamitas, los árboles aquellos ardieron como un gran fuego. Por la
noche, el álamo apuntó una de sus delgadas ramas subterráneas en aquella
dirección y recibió la respuesta. No era un árbol más grande, era un bosque, es
decir, un montón de ellos, tierra emplumada, alta y rumorosa hermandad.
¿Por qué no estaba él allí? ¿Por qué había nacido solitario? ¿Acaso él no era
como un resumen del bosque, cada rama un árbol? Todas estas preguntas le
respondió el bosque, sus herma nos, noche a noche. Esta y muchas otras
porque a medida que se ponía viejo, en medio de aquella soledad, se llenaba de
tantas preguntas como de pájaros a la tardecita. Los árboles no duermen
propiamente, se adormecen, sobre todo en invierno cuando las altas estrellas se
deslizan por sus ramas peladas como frías gotas de rocío. Es entonces cuando
sienten con más fuerza todas aquellas voces y señales de la tierra.
En este mismo momento, en esta noche tan quieta, la semilla está trabajando
ahí abajo, el árbol la siente germinar, siente su pequeño esfuerzo, cómo se
hincha y se despliega y recorre, pulgada por pulgada, el mismo camino que ha
trazado el deseo del hombre, que ha vuelto a dormirse y sueña con una suave
marea de espigas amarillas.
Y fue por ahí, por la tierra, que el árbol tuvo noticias del ferrocarril cuando un
día sintió ese tumulto que subió por sus raíces. Tiempo después, luego de
divisar la morada del hombre, vio por fin aquella alocada y ruidosa casa que
con chimenea y todo corría sobre la tierra, y supo por ella que además de los
pájaros gran parte de cuanto vive se mueve de un lado a otro y el viejo álamo,
que entonces no era tan viejo pero sí árbol completo, sintió por primera vez el
dolor de su fijeza.
Todo esto se aprende con los años, un verano tras otro, y luego para el árbol
son materia de recuerdo en el invierno. El invierno comienza para él con la
caída de la primera hoja. Un poco antes nota que se le adormecen las ramas
más viejas y después el sueño avanza hacia adentro aunque nunca llega al
corazón del árbol. En eso siente un tironcito y la primera hoja planea sobre el
suelo. Así empieza.
Para mediados de octubre el viejo álamo está otra vez recubierto de firmes y
oscuras hojas que brillan con el sol cuando la brisa las agita a la caída de la
tarde. El sol para este tiempo es más firme y proyecta sobre el suelo la enorme
sombra del árbol.
Fue en este verano, cuando el sol estaba bien alto y la sombra era más negra,
que el hombre se acercó por fin hasta el árbol. Él lo vio venir a través del
campo, negro y preciso sobre el caballo sudoroso. El hombre bajó del caballo
y penetró en la sombra. Se quitó el sombrero cubierto de tierra, después de
mirar hacia arriba y aspirar el fresco que se descolgaba de las ramas, y se quitó
el sudor de la frente con la manga de la camisa.
Después el hombre, que parecía tan viejo como el viejo álamo Carolina, se
sentó al pie del árbol y se recostó contra el tronco. Al rato el hombre se
durmió y soñó que era un árbol.
BIOGRAFÍA Abelardo Castillo
(Nació en San Pedr o en 1935 y murió en Buenos Aires en 2017)
Fundó y dirigió las legendarias revistas “El Escarabajo de Oro” considerada por la crítica como la
más prestigiosa publicación de los años sesenta, y “El Ornitorrinco” la primera y más importante
revista de la resistencia cultural durante los años de la dictadura. En 1979 fue parte de las listas negras
de escritores censurados y perseguidos por el Proceso. Dramaturgo y narrador, publicó entre otros
títulos “El otro Judas”, “Las otras puertas” “Israfel”, “Cuentos crueles”, “El que tiene sed”, “Crónicas
de un iniciado”, “Las maquinarias de la noche” y “El oficio de mentir”. Sus cuentos indagan el
espacio de lo cotidiano hasta despojarlo de toda familiaridad y tornarlo ominoso. Culpa y castigo son
tema de otros numerosos cuentos suyos; un hilo conductor por los arrabales, las casas, los boliches,
los cuarteles, las calles de la ciudad o pequeños pueblos de provincia, donde sus personajes llegan,
por lo general, a situaciones límite. No son pocas las veces que parecen concurrir a una cita para
dirimir un pleito con su propio destino. La fatalidad de los sucesos hace recordar a Borges, una de sus
devociones, de quien toma a veces cierta entonación criolla y distante. En otros cuentos, largos
períodos apenas puntuados por la coma, aluden a la violencia, al vértigo de las imágenes, el vivir en
tensión de sus criaturas.
“El marica”, Abelardo Castillo
Vos eras raro. Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño.
En la laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les
daba risa, y a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es
como es. Y vos eras raro. Cuando entraste a primer año, venías de un colegio
de curas; San Pedro debió de parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No
te gustaba trepar a los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni correr carreras
hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo cómo fue.
Cuando uno es chico, encuentra cualquier motivo para querer a la gente.
Solo recuerdo que de pronto éramos amigos y que siempre andábamos juntos.
Una mañana hasta me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado
Martínez dijo con voz de flauta: “Adiós, los novios”. A vos se te puso la cara
como fuego. Y yo me di vuelta, puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo,
de revés, en los dientes, que me lastimé la mano. Después, vos me la querías
vendar. Me mirabas.
Cuando hablaste sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano entre las tuyas y tus
manos eran blancas, delgadas. No sé.
Demasiado blancas, demasiado delgadas.
–Soltame –dije.
A lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y tus gestos y tu
manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que antes también lo entendía,
y alguna vez lo dije: dije que todo eso no significaba nada, que son cuestiones
de educación, de andar siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían y
uno también, César, acaba riéndose. Acaba por reírse de macho que es.
–Es un marica.
–César, esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que
vengas.
–Y bueno, vamos.
Porque no solo dije macanudo, sino que te llevé engañado. Y fuimos. Y vos te
diste cuenta de todo cuando llegamos al rancho. La luna enorme, me acuerdo:
alta entre los árboles.
–Callate y entrá.
–¡Lo sabías!
–Entrá, te digo.
–Agarró pa ayá –con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el
chico sonreía. El chico también dijo pa
ayá.
–Lo sabías.
–Volvé.
–Volvé, ¡animal!
–Bruto –dijiste–. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros.
te
defendiste.
Y después lo grité.
Escuchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva
mordidas, trampeadas en la vergüenza toda la vida, hay cosas por las que uno,
a solas, se escupe la cara en el espejo. Pero de golpe, un día, necesita decirlas,
confesárselas a alguien. Escuchame.
Vio aparecer las líneas desdibujadas por los errores de color, las caras pálidas,
todo virado al azul triste, se maldijo a sí mismo por no haber renovado los
químicos, las pasiones intensas, por no tirar a tiempo lo que parece vivo y está
muerto, fingir, ahorrar, durar, y como siempre que estaba en el laboratorio,
sonaron el teléfono y el timbre al mismo tiempo.
–Te la tengo que dejar ahí –dijo Alba–. En un rato. No hay clases, tengo
citados
pacientes, no puedo suspender.
Había poco trabajo en los últimos meses. Berenguer hacía fotos para avisos
publicitarios, empresas, revistas, supermercados, para actores, actrices y
modelos y para personas que deseaban serlo. Desde hacía un tiempo también
hacía retratos para agencias de acompañantes, que trabajaban con catálogos de
varios precios. A Berenguer le gustaba hacer retratos, y lo hacía bien. A sus
nuevas clientas las llamaba “chicas de catálogo”, incluso para sí mismo. Las
tomas no eran diferentes de las que hacía con las modelos publicitarias. Las
chicas posaban vestidas. El que quiera ver más, que pague, decía la señora
Mabel, dueña de una de las agencias. Preparate porque te mando una flor de
rubia, le había anunciado el día anterior: nunca se resignaba a la indiferencia
de
Berenguer por sus pimpollos.
–Pero usted tiene experiencia. La de mujeres que habrá visto. –El señor López
Belmonte emitió una risita pícara. Tenía el pelo escaso, de color negro
brillante.
–¿Y, qué me decís? –le comentó al fotógrafo–. ¿No es una máquina? ¿En qué
–No, esperá –dijo Berenguer–. A ver, parate. Quiero que mires para abajo y
levantes la cabeza cuando yo te diga.
–Estás bien, estás re buena, Betty –decía el marido–. Vas a ver, no vas a
dar abasto.
Pero al abrir las piernas para pasarlas a cada lado del respaldo, las costuras del
pantalón simplemente se negaron a seguir resistiendo la presión a que las
sometía el destino y se desgarraron con un sonido sibilante.
–No importa –dijo la señora López–. Abajo tengo el conjunto de lencería para
las tomas que siguen.
–Enseguida volvemos, que la señora, quiero decir, que Betty se cambie nomás.
–Berenguer salió a abrir.
–Vamos, mi hembra, mi potra, mi rubia, así, con esa carita de reventada que
vos sabés, dale que me volvés loco, así, así.
–Nosotros hicimos una terapia de vidas pretéritas. ¿Oíste hablar? –le confesó
de
pronto, en voz baja, el marido– ¿Betty, te parece que lo puedo
contar?
–Es posible que Betty haya sido la reina de Saba. Hace casi dos mil
ochocientos
años. No sé si se da cuenta. Eso explicaría muchas cosas –dijo
él.
–Vas a tener que seducir a la cámara –le dijo–. Mostrar y no mostrar, hacerla
entrar de a poco.
–¡Divino, me encanta! –dijo ella. Eligió una bata de toalla y se la puso dejando
los hombros al descubierto– ¿Qué tal?... ¿Me mojo el
pelo?
Y le sonrió al objetivo con la alegre dentadura que debía usar para asegurar
que sí, señor, sus garantías son muestra de solvencia y el banco ha decidido
otorgarle su crédito.
Betty actuaba con rapidez y eficacia. Alzó a Paulita, la llevó al baño, le lavó la
cara con agua fría y se la devolvió a su padre.
–¿Le puedo contar un cuento? –le preguntó a su mujer, que le hizo una seña
afirmativa.
–Había una vez una señora que se llamaba doña María. Y esta señora tenía
huerta lleeeena de plantitas ricas para comer. ¿Como, por ejemplo, qué puede
ser? –dijo el señor López.
Entonces Paulita hizo algo asombroso. Dejó de llorar por un momento y con la
boca ensangrentada dijo:
–Lechuga.
Fue la palabra más hermosa que Berenguer había escuchado en su vida.
Mientras tanto, Betty cortaba tiritas muy finas de tira emplástica y le cerraba
con prolijidad la herida del brazo.