Cuentos para Leer

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Dirección General

de Cultura y Educación
Dirección de Educación
de Adultos

CUENTOS PARA
LEER
CON JÓVENES Y
ADULTOS
PRÓLOGO
Queridos directores y maestros,

Nos da mucha alegría poder compartir con Uds. la presente antología, una selección de
cuentos para leer con jóvenes y adultos, que confiamos pueda acompañar la tarea insustituible
que realizan en las escuelas.

Desde la Dirección de Educación de Adultos, de modo permanente, intentamos articular


esfuerzos y recursos para que los maestros y los jóvenes y adultos que transitan sus aulas,
dispongan de más y mejores oportunidades de aprendizaje.

Esta serie de cuentos y biografías se suma a la tarea de capacitación que venimos


desarrollando a lo largo de la Pcia de Buenos Aires, convencidos que leer es la mejor
experiencia, pero que ella requiere desarrollar capacidades fundamentales para transitarla.

Sabemos, en este sentido, que no siempre el libro es un objeto disponible para todos y que
muchas veces nos interrogamos respecto de qué lecturas son las más adecuadas para nuestros
estudiantes.

Por esta razón esperamos que esta selección se constituya en un recurso útil, capaz de alentar
nuevos y diversos espacios de aprendizaje, convencidos que la mayor capacidad de un libro
reside en generar lecturas diferentes sin ser consumido nunca por completo.

Prof. Ing. Pedro Schiuma


Director de Educación de Adultos
INTRODUCCIÓN
La Dirección de Educación de Adultos pone a disposición de directivos, maestros y
profesores, una serie de veintiocho cuentos para promocionar la lectura en las aulas.

Estos cuentos son una oportunidad para que, jóvenes y adultos, con la mediación del docente,
recorran distintas tradiciones literarias partiendo de sus saberes previos.

Los posibles sentidos del cuento aguardan a un lector para cobrar vida. Un cuento que no se
lee es un mundo que no se explora y muchas veces la escuela es su último refugio.

Estos textos nos esperan para repensar juntos las figuraciones del mundo, para interrogarnos
acerca de lo que nos acontece, para entendernos como sujetos partícipes de una comunidad de
derecho. Son una invitación a adentrarnos en la diversidad de miradas que configuran la
identidad humana.

A modo de marco y presentación se incluyen las biografías de los escritores; biografías que en
muchos casos, al igual que sus historias, traslucen algo más que datos del autor y nos hablan a
su vez de nosotros mismos, del mundo en que vivimos.
ÍNDICE
“El billete de un millón de libras”, Mark Twain
3

“Los tres soles”, Francisco Urondo


20

“El sofá”, Enrique Anderson Imbert 23

“El etnógrafo”, Jorge Luis Borges 26

“Nunca fue uno de los nuestros”, Patricia Highsmith 29

“Las fotos del hijo”, Selva Almada 39

“Un hombre sin suerte”, Samanta Schweblin 43

“Alegría”, Antón Chéjov 49

“La tercera orilla”, João Guimarães Rosa


52

“El olor de la gasolina”, Juan José Millás 57

“Los Mensu”, Horacio Quiroga 60

“Un ardid”, Guy de Maupassant 67

“Torito”, Julio Cortázar 72

“Algo muy grave va a suceder en este pueblo”, Gabriel García Márquez


78

“Felicidad Clandestina”, Clarice Lispector 82

“Cielos de claraboya”, Silvina Ocampo 85

CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS


1
“Todo el verano en un día”, Ray Bradbury
88

100 CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS


“La fiesta ajena”, Liliana Heker 93

“A la deriva”, Horacio Quiroga 98

“Mecánica Popular”, Carver 102


Raymond

“Conchabo”, Mariano Dubín 105

“Los hombres fieras”, Roberto 107


Arlt

“La honda”, Ricardo 113


Piglia

“La Señora muerta”, David 116


Viñas

“Esa mujer”, Rodolfo 122


Walsh

“La Balada del álamo carolina”, Haroldo 129


Conti

“El marica”, Abelardo 134


Castillo

“Sesión de tomas”, Ana María 139


Shua
BIOGRAFÍA Mark Twain
(Nació en 1835 en Florida y murió en Connecticut en 1910)
Mark Twain, un aventurero incansable, Creció en Hannibal, pequeño pueblo ribereño del Mississippi
y encontró en su propia vida la inspiración para sus obras literarias. A los doce años quedó huérfano
de padre, abandonó los estudios y entró como aprendiz de tipógrafo en una editorial y a la vez,
comenzó a escribir sus primeros artículos periodísticos; ya en 1851 publicaba notas en el periódico de
su hermano. En 1862 comenzó a trabajar como periodista en el Territorial Enterprise de Virginia City
(Nevada) y al año siguiente, comenzó a firmar con el seudónimo Mark Twain (voz utilizada por los
esclavos remeros para calificar las condiciones de calado necesarias para navegar, en sus “cantos de
trabajo”).
Samuel Langhorn Clemens fue su verdadero nombre. Tomó parte en la Guerra de Secesión: que
entre 1861 y 1865 enfrentó a los algodoneros esclavistas confederados del sur con los
abolicionistas del norte . En 1867, dos años después de terminada la guerra civil, publicó en el
semanario neoyorkino “The Saturday press” su primer relato, “La rana saltarina del condado de
Calaberas”. A través del realismo literario, Twain, revela con humor, amargura y espontaneidad un
profundo conocimiento y caracterización de la sociedad norteamericana del siglo XIX. Sus visión
crítica en contra de la esclavitud y el imperialismo fueron evolucionando hasta convertirse desde
1900 hasta su muerte en vicepresidente de la “Liga anti imperialista norteamericana”. Fue
reconocido mundialmente durante los últimos años de su vida, y recibió el doctorado Honoris Causa
por la Universidad de Oxford (Inglaterra), en 1907. William Faulkner lo consideró el padre de la
literatura norteamericana.

CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS


“El billete de un millón de libras”, Mark Twain

Cuando tenía veintisiete años, trabajaba como oficinista de un agente de


minas en San Francisco, y era experto en todos los detalles del mercado
bursátil. Me encontraba solo en el mundo, sin nada que me respaldara salvo
mi ingenio y una reputación inmaculada; pero estas cualidades me estaban
llevando por el buen camino para labrarme una fortuna, y yo me sentía feliz
ante esta perspectiva. Era completamente dueño de mi tiempo después de la
junta del sábado por la tarde, y tenía la costumbre de salir a navegar con
un pequeño velero por la bahía. En cierta ocasión me aventuré demasiado
lejos de la costa, y fui arrastrado mar adentro. Cuando empezaba a
hacerse de noche y casi había perdido la esperanza, me recogió un pequeño
bergantín que se dirigía rumbo a Londres. La travesía fue larga y
tempestuosa, y a cambio de mi pasaje me hicieron trabajar como un
marinero raso, sin paga. Cuando desembarqué en Londres, mis ropas
estaban raídas y hechas girones, y no llevaba más que un dólar en el bolsillo.
Aquel dinero me alimentó y albergó durante veinticuatro horas. Las
siguientes veinticuatro las pasé sin comida ni cobijo.
Hacia las diez de la mañana siguiente, andrajoso y hambriento, me arrastraba
a duras penas por Portland Place cuando un niño que pasaba, a remolque de
su niñera, tiró a la alcantarilla una pera grande y apetitosa, a la que solo le
faltaba un bocado. Por supuesto, me paré en seco y clavé mi anhelante mirada
en aquel tesoro embarrado. La boca se me hacía agua, mi estómago lo
ansiaba, todo mi ser lo reclamaba. Pero cada vez que hacía algún amago de ir
a cogerlo, la mirada de algún transeúnte me disuadía de mi propósito, y
entonces, claro, me incorporaba y adoptaba un aire indiferente, simulando no
haber ni siquiera reparado en la fruta. Esto se repitió una y otra vez, sin
que pudiera llegar a coger la pera. Mi desesperación iba en aumento, y estaba
ya dispuesto a superar toda vergüenza para hacerme con ella, cuando detrás
de mí se abrió una ventana, se asomó un caballero y me dijo:—Entre, por
favor.
Me abrió la puerta un lacayo de vistosa librea y me condujo a una suntuosa
habitación, donde estaban sentados dos ancianos caballeros. El criado se
retiró y me pidieron que tomara asiento. Acababan de desayunar, y la visión
de los restos del ágape casi me hace perder el tino. A duras penas conseguí
contenerme en presencia de aquellos manjares, pero, al no ser invitado a
probarlos, tuve que soportar mi sufrimiento lo mejor que supe. Pues bien,
poco antes había sucedido allí algo de lo que yo no sabría nada hasta
muchos días después, pero que voy a contaros ya. Un par de días antes,
los dos viejos hermanos habían sostenido una controversia muy acalorada, y
habían acordado zanjarla mediante una apuesta, que es la manera inglesa de
resolverlo todo. Recordaréis que en cierta ocasión el Banco de Inglaterra
emitió dos billetes de un millón de libras esterlinas cada uno, con el
propósito especial de ser empleados en alguna transacción pública con un
país extranjero. Por un motivo u otro, uno de ellos había hecho servicio y
había sido canjeado y anulado; el otro permanecía todavía en los
subterráneos del banco. Bien, pues se dio el caso que los hermanos,
charlando de ello, llegaron a preguntarse cuál sería la suerte de un
extranjero cabalmente honrado e inteligente que anduviese abandonado por
Londres sin amigo alguno, sin más dinero que aquel billete
de un millón de libras y sin manera de poder explicar cómo había ido a parar
a sus manos. El hermano A dijo que acabaría muriéndose de hambre; el
hermano B dijo que no sería así. El hermano A dijo que no podría presentar el
billete en un banco, ni en ninguna otra parte, sin ser arrestado en el acto.
Continuaron discutiendo hasta que el hermano B dijo que apostaba veinte mil
libras a que el hombre viviría treinta días, fuera como fuese, a costa de aquel
billete y sin que lo encarcelaran. El hermano A aceptó la apuesta. El hermano
B fue al Banco y compró aquel billete. Se portó como un perfecto inglés,
como podéis ver: todo agallas, directo al grano. Luego dictó una carta, que
uno de sus escribientes copió con hermosa letra redondilla, y los dos
hermanos se sentaron junto a la ventana durante todo un día, al acecho del
hombre apropiado para entregárselo. Vieron pasar muchas caras honradas que
no eran lo bastante inteligentes; muchas que eran inteligentes, pero que no
eran lo bastante honradas; muchas que poseían ambas cualidades, pero que
no eran lo suficientemente pobres o que, si lo eran, no eran extranjeras.
Siempre había algún defecto, hasta que pasé yo.
Entonces estuvieron de acuerdo en que yo era el hombre perfecto; así que fui
elegido por unanimidad, y por esa razón estaba yo allí esperando, sin saber el
motivo por el que había sido invitado a entrar. Empezaron a hacerme
preguntas sobre mi persona, y pronto estuvieron al tanto de mi historia.
Finalmente me dijeron que yo era el hombre que cumplía todos los requisitos.
Dije que me alegraba de ello muy sinceramente, y pregunté de qué se
trataba. Entonces uno de ellos me entregó un sobre, y me dijo que hallaría la
explicación en su interior. Me disponía a abrirlo, pero me dijo que no lo
hiciera, que me lo llevara a donde me alojara y que allí lo estudiara muy
detenidamente, con prudencia y sin precipitarme. Yo estaba totalmente
desconcertado y quise saber algo más del asunto, pero se negaron; así que
me marché, sintiéndome herido y humillado por haber sido convertido en el
blanco de alguna broma de mal gusto, y por otra parte obligado a soportarla,
porque no estaba en condiciones de mostrarme agraviado ante las afrentas de
gente rica y poderosa.
En aquel momento habría cogido la pera y me la habría comido allí mismo,
delante de todo el mundo, pero ya no estaba: era lo que había perdido en
aquel infortunado negocio, y la idea no ayudó a suavizar mis sentimientos
hacia aquellos hombres. Cuando me alejé lo bastante para no ser visto desde
la casa, abrí el sobre y… ¡contenía dinero! Huelga decir cómo cambió mi
opinión sobre aquella gente. No perdí un solo momento y, embutiéndome
la nota y el dinero en el bolsillo de mi chaleco, entré en la primera casa de
comidas baratas que encontré. ¡Dios mío, cómo comí! Al final, cuando ya no
podía más, tomé mi billete y lo desdoblé, le eché un vistazo y por poco me
desmayo. ¡Cinco millones de dólares! ¡Oh, la cabeza me daba vueltas! Debí
de permanecer anonadado y guiñando los ojos ante aquel billete durante más
de un minuto antes de poder reponerme. Lo primero que vi entonces fue al
dueño del local. Sus ojos permanecían fijos sobre el billete y parecía como
petrificado. Su actitud era de veneración, con todo su cuerpo y su alma, pero
daba la impresión de no poder mover ni manos ni pies. Al momento
reaccioné e hice la única cosa racional que podía hacer en una situación así.
Le tendí el billete y dije con aire despreocupado:
—Tráigame el cambio, por favor. Entonces el hombre recuperó su estado
normal y me ofreció mil excusas por no poder darme cambio de aquel billete,
y ni siquiera pude conseguir que lo tocara. Sentía la necesidad imperiosa de
mirarlo, no podía apartar la vista de él; era como si no pudiera saciar la sed de
mirar de sus ojos, pero se abstuvo de tocarlo, como si fuera algo demasiado
sagrado para que la pobre arcilla mortal pudiese manejarlo.
—Lo siento si hay algún inconveniente —le dije—, pero debo insistir.
Cámbielo, por favor; no tengo nada más.
Pero él dijo que no importaba; estaba más que dispuesto a aplazar el cobro de
aquella minucia para mejor ocasión. Dije que seguramente no volvería por
allí durante una buena temporada, pero él dijo que no tenía importancia, que
podía esperar, y que además podía pedir cualquier cosa que necesitara,
siempre que quisiera, y que podría saldar la cuenta cuando se me antojara.
Dijo que esperaba no haber mostrado excesivas confianzas ante un caballero
tan rico, tan solo por parecer yo tan alegremente despreocupado y porque me
gustara bromear ante la gente con mi forma de vestir. Mientras estábamos
hablando entró otro cliente, y el propietario me indicó por señas que me
guardara aquella monstruosidad; luego me acompañó hasta la puerta con toda
suerte de reverencias, y me encaminé rápidamente hacia la casa de aquellos
hermanos, a fin de corregir la equivocación cometida antes de que me cogiera
la policía y me lo exigiera a la fuerza. Estaba muy nervioso; de hecho, estaba
terriblemente asustado, aunque, por supuesto, sabía que estaba libre de toda
culpa; pero conocía demasiado bien a los hombres para saber que, cuando
descubren que han dado a un vagabundo un billete de un millón de libras
esterlinas creyendo que era de una, montan en cólera contra él, en vez de
culpar a su propia miopía, lo cual sería lo más pertinente. A medida que me
acercaba a la casa iba calmándose mi exaltación, porque allí todo permanecía
tranquilo, lo cual me daba la seguridad de que la equivocación todavía no
había sido descubierta.
Llamé a la puerta. Apareció el mismo criado. Pregunté por aquellos
caballeros.
—Se han marchado. —Fue la respuesta que me dio en el frío y altivo estilo
de su tribu. —¿Se han ido? ¿Adónde?
—De viaje.
—Pero ¿adónde?
—Al continente, creo.
—¿Al continente?
—Sí, señor.
—¿Hacia dónde? ¿Qué ruta han seguido?
—No sabría decírselo, señor.
—¿Cuándo regresarán?
—Dentro de un mes, han dicho.
—¡Un mes! ¡Oh, esto es terrible! Deme alguna idea para poder comunicarme
con ellos. Es de suma importancia.
—No puedo, en serio. No tengo ni idea de dónde han ido, señor.
—Entonces tengo que ver a algún miembro de la familia.
—La familia también está fuera; hace meses que están por el extranjero…,
en Egipto y en la India, creo. —Verá, es que se ha cometido una inmensa
equivocación. No hay duda de que antes de la noche estarán de regreso.
¿Querrá decirles que he pasado por aquí y que seguiré pasando hasta que todo
quede arreglado, y que no tienen motivo alguno para alarmarse?
—Se lo comunicaré, en caso de que regresen; pero no creo que lo hagan.
Dijeron que usted volvería a pasar de nuevo por aquí al cabo de una hora para
hacer averiguaciones, pero que yo debía decirle a usted que todo estaba bien,
que volverían a tiempo y le estarían esperando.
Así que desistí y me marché. ¿Qué clase de enigma encerraba todo aquello?
Estaba a punto de perder la cabeza. Estarían de regreso «a tiempo». ¿Qué
quería decir aquello? Ah, tal vez la nota lo explicara. Me había olvidado de la
nota; la saqué y la leí. Esto es lo que decía:
Es usted un hombre honrado e inteligente, como puede verse por su cara. Nos
figuramos asimismo que es pobre y extranjero. Aquí encontrará una cantidad
de dinero. Se le concede en préstamo durante treinta días, sin intereses.
Preséntese en esta casa al finalizar el plazo. He hecho una apuesta sobre
usted. Si la gano, obtendrá usted cualquier puesto que esté a mi alcance;
cualquiera, claro está, con el que pueda demostrar que está familiarizado y
para el que sea competente. No había firma, ni dirección, ni fecha.
¡En qué situación me hallaba metido! Vosotros ya estáis al tanto de lo que
había pasado antes de esto, pero yo no sabía nada. Para mí aquello era un
misterio profundo y tenebroso. No tenía la más mínima idea de qué clase de
apuesta se trataba, ni de si podía redundar en beneficio o en perjuicio mío.
Entré en un parque y me senté a reflexionar sobre el asunto, a fin de
considerar qué era lo que debía hacer. Al cabo de una hora, mis
razonamientos habían cristalizado en el siguiente veredicto: Tal vez esos
hombres piensan beneficiarme, tal vez perjudicarme: no hay manera de
dilucidarlo; mejor no pensar en ello. Tienen entre manos un juego, un plan,
un experimento de alguna clase: no hay manera de dilucidarlo; mejor no
pensar en ello. Han hecho una apuesta sobre mí: no hay manera de dilucidar
cuál; mejor no pensar en ello.
Todo esto son valores indeterminables; en cambio, el resto de la cuestión
es tangible, sólida, y puede ser clasificada y etiquetada con certeza. Si pido
al Banco de Inglaterra que ponga este billete al crédito del hombre al que
pertenece, lo harán, porque lo conocen, aunque yo ignore su identidad; pero
entonces me preguntarán cómo es que estoy en posesión del mismo, y si les
digo la verdad me encerrarán en el manicomio, sin duda, y si miento, acabaré
con mis huesos en prisión. Lo mismo ocurriría si lo depositara en cualquier
banco o pidiera dinero prestado a cuenta de él. No me queda otra que acarrear
con esta inmensa carga hasta que vuelvan esos hombres, tanto si quiero como
si no. Es algo completamente inútil para mí, tan inútil como un puñado de
cenizas, y aun así debo cuidarlo y vigilarlo mientras mendigo para poder
vivir. No puedo desprenderme de él, aunque lo intentara, porque ningún
ciudadano honrado ni ningún maleante lo aceptaría ni se mezclaría en algo así
a ningún precio.
Aquellos hermanos se habían guardado bien las espaldas. Incluso si perdiera
el billete, o lo quemara, seguirían estando a salvo, porque podrían suspender
el pago y el banco se haría cargo de todo; pero, entretanto, yo tengo que sufrir
esta carga durante todo un mes, sin sueldo ni provecho, a menos que ayude a
que se gane la apuesta, sea cual sea, y obtenga el puesto que se me ha
prometido. Eso es algo que me gustaría conseguir: esa clase de hombres
siempre tienen a su disposición empleos que merecen realmente la pena.
Empecé a darle vueltas y más vueltas a aquel posible puesto laboral. Mis
expectativas iban aumentando cada vez más. Sin duda, el sueldo sería
elevado. Empezaría dentro de un mes, y después todo marcharía bien. Al
poco rato, ya me sentía persona de importancia. Comencé a vagar de nuevo
por las calles. La vista de una sastrería despertó en mí un vivo deseo de tirar
mis harapos y volver a vestir decentemente. ¿Podía permitírmelo? No; no
tenía nada en este mundo salvo un millón de libras. Así que me obligué a
pasar de largo. Pero
al momento ya estaba volviendo sobre mis pasos. La tentación me acosaba
cruelmente. Debí de pasar unas seis veces adelante y atrás frente al escaparate
de aquella tienda, sosteniendo en mi interior una viril lucha. Finalmente
sucumbí: tenía que hacerlo. Pregunté si no tendrían algún terno de saldo que
hubiese sido rechazado por estar mal cortado u otro motivo. El dependiente al
que me dirigí señaló con un movimiento de cabeza a otro, sin contestarme.
Fui hacia este, quien a su vez me señaló a otro dependiente, también
sacudiendo la cabeza y sin proferir palabra. Cuando me acerqué a este último,
me dijo:
—Enseguida le atiendo.
Aguardé hasta que terminó lo que estaba haciendo; luego me condujo a una
trastienda y desplegó ante mí un montón de ternos rechazados, y escogió para
mí el más deslucido. Me lo puse. No me sentaba bien ni era en modo alguno
elegante, pero era nuevo y estaba ansioso por tenerlo; así que no le puse
ningún defecto, y dije, con cierto apocamiento:
—Me iría muy bien si pudiera esperar unos días a cobrar el importe.
No llevo cambio pequeño encima. El rostro del dependiente adoptó una
expresión de lo más sarcástica, y dijo:
—¡Oh!, ¿no lleva…? Claro, cómo iba a esperarme algo así… Los caballeros
como usted solo suelen llevar encima billetes grandes.
Me sentí ofendido, y dije:
—Amigo, no debería juzgar siempre a los desconocidos por la ropa que
gastan. Puedo pagar perfectamente este terno. Tan solo deseaba evitarle la
molestia de cambiar un billete grande.
Al oír estas palabras cambió un poco su actitud, y dijo, todavía con ciertos
humos:
—No era mi intención ofenderle, pero, ya puestos a hacer reproches, podría
decirle que se precipita usted al concluir que no dispondremos de cambio
para cualquier billete que lleve usted encima. No dude de que podremos.
Le entregué el billete y dije:
—Oh, muy bien. Perdone usted.
Recibió el billete con una sonrisa, una de esas amplias sonrisas que parecen
dar la vuelta a la cara, con pliegues, arrugas y espirales, y recuerdan a un
pequeño estanque donde se ha arrojado una piedra; y luego, en cuanto echó
un vistazo al billete, la sonrisa quedó súbitamente congelada, y se tornó
amarillenta, y recordaba a aquellas franjas de lava ondulantes y retorcidas que
se acumulan en los niveles inferiores de las faldas del Vesubio. Nunca antes
había visto una sonrisa tan rápidamente petrificada y que se perpetuara
tanto como aquella. El hombre permaneció allí plantado con el billete en la
mano, blanco como el papel, y el propietario de la sastrería se acercó
presuroso para averiguar lo que ocurría, diciendo bruscamente:
—Bien, ¿qué pasa? ¿Cuál es el problema? ¿Falta algo?
—No hay ningún problema —dije
—. Estoy esperando el cambio.
—Venga, vamos… Dale el cambio, Tod, dale el cambio.
Tod replicó:
—¡Darle el cambio…! Es muy fácil de decir, señor, pero mire usted el
billete. El propietario le echó un vistazo, lanzó un discreto pero elocuente
silbido, y luego empezó a rebuscar entre el montón de trajes rechazados,
sacando frenéticamente unos por aquí y otros por allá, sin parar de hablar
excitadamente como para sí mismo:
—¡Vender a un millonario excéntrico un terno tan impresentable como este!
Este Tod es tonto…, tonto de nacimiento. Siempre está haciendo cosas así.
Siempre consigue que ningún hombre rico vuelva por aquí, porque no sabe
distinguir a un millonario de un vagabundo, nunca ha sabido. ¡Ah! Aquí está
lo que buscaba. Por favor, señor, quítese todo eso y tiradlo al fuego. Hágame
el favor de ponerse esta camisa y este traje. Eso es…, este le sienta de
maravilla: sencillo, discreto, modesto, y al mismo tiempo con una elegancia
propia de un duque; fue confeccionado por encargo para un príncipe
extranjero; tal vez lo conozca, señor, Su Serenísima Alteza el hospodar de
Halifax; tuvo que dejarlo y quedarse con un traje de luto porque su madre
estaba a punto de morir…, aunque al final no murió. Pero qué se le va a
hacer: las cosas no siempre pueden salir de la forma que a nosotros…, que a
nuestros clientes…
¡Eso es! Los pantalones le quedan estupendamente, señor, de maravilla. Y
ahora el chaleco. ¡Ajá, espléndido también! Ahora la levita… ¡Dios mío!
Pero ¡mírese…! El conjunto… ¡perfecto! En toda mi carrera profesional
jamás he visto un triunfo tan espectacular como este.
Expresé mi satisfacción. —Muy bien, señor, bastante bien; me atrevería a
decir que, de momento, cumplirá con su cometido. Pero espere a ver lo que
haremos para usted después de tomarle las medidas. Tod, trae libreta y
pluma. Vamos a ver. Largo de pierna, treinta y dos… Y así siguió. Antes de
permitirme decir una sola palabra, ya me había tomado las medidas y estaba
dando órdenes para confeccionar fracs, trajes de calle, camisas, y toda suerte
de piezas de vestir. En cuanto tuve oportunidad, dije:
—Pero, señor mío, no puedo encargar todo eso, a menos que pueda esperar
indefinidamente o me cambie el billete.
—¡Indefinidamente! Qué palabra tan inapropiada, señor, nada apropiada.
Eternamente…, esa es la palabra, señor. Tod, despacha todo esto rápidamente
y envíalo a la dirección del señor sin pérdida de tiempo. Los clientes menores
que aguarden. Anota la dirección del caballero y…
—Estoy cambiando de residencia.
Me pasaré por aquí y le daré la nueva dirección.
—Bien, señor, muy bien. Un momento… Permítame que le acompañe hasta
la puerta, señor. Por aquí…
Buenos días, señor, buenos días.
En fin, ¿podéis suponer a qué me condujo todo aquello? Pues, naturalmente,
a comprar cuanto me hiciera falta, y luego pedir el cambio. Al cabo de una
semana me había provisto suntuosamente con todas las comodidades y lujos
necesarios, y había tomado unas dependencias privadas en un hotel carísimo
de Hannover Square.
Allí era donde almorzaba y cenaba, pero seguí acudiendo a desayunar a la
humilde casa de comidas de Harris, donde comí por primera vez a cambio de
mi billete de un millón de libras.
Harris había sido mi creador. Se había corrido la voz de que el excéntrico
extranjero que llevaba billetes de un millón en el bolsillo de su chaleco era el
gran cliente benefactor del lugar. Con eso hubo suficiente. De ser un pobre y
humilde establecimiento que subsistía a duras penas, se había convertido en
un célebre local atestado de clientes. Harris estaba tan agradecido que me
obligaba a tomar dinero prestado, y de ninguna manera aceptaría una
negativa; así que, pese a que yo continuaba siendo pobre de solemnidad,
disponía de dinero para gastar y vivir como los ricos y los poderosos. No
dejaba de pensar que en
cualquier momento me daría el gran batacazo, pero ya me había lanzado al
agua y ahora debía continuar nadando o ahogarme. Como ya sabéis, se cernía
sobre mí ese elemento de desastre inminente que confería un aspecto serio,
grave e incluso trágico a una situación que, de otra forma, habría resultado
puramente ridícula. Durante la noche, en la oscuridad, la parte trágica se
imponía con toda su fuerza, siempre advirtiéndome, siempre amenazante; y
eso me inquietaba y me angustiaba, haciéndome difícil conciliar el sueño.
Pero a la alegre luz del día, el elemento trágico se desvanecía y desaparecía,
y yo volvía a caminar como si flotara, y me sentía feliz en mi vértigo, en mi
embriaguez, por decirlo así.
Y era natural, porque me había convertido en una de las celebridades de la
mayor metrópoli del mundo, y eso hacía que la cabeza me diera vueltas de
forma cuando menos vertiginosa. No podía coger un periódico, inglés,
escocés o irlandés, sin encontrar en él una o más referencias al «millonario
del bolsillo de chaleco» y a sus últimas acciones y palabras. Al principio,
cuando me mentaban, mi nombre aparecía siempre al final de la columna
de cotilleos de sociedad; luego me pusieron por encima de los caballeros;
luego, por encima de los baronets; luego, por encima de los barones, y así
sucesivamente, ascendiendo de una manera constante a medida que
aumentaba mi notoriedad, hasta alcanzar la cota más elevada, y allí
permanecí, más encumbrado que todos los duques de sangre no real y que
todos los eclesiásticos, a excepción del primado de toda Inglaterra. Pero,
cuidado, aquello no era la fama: hasta entonces solo había conseguido
notoriedad. Y por fin llegó el golpe de gracia, el espaldarazo que me armaba
caballero, por decirlo así, y que de una vez transmutó la escoria perecedera de
la notoriedad en el oro perdurable de la fama: ¡el Punch me hizo una
caricatura! Sí, ya era un hombre realizado: mi fama había quedado asegurada.
Podían hacer bromas sobre mi persona, pero de forma reverente, sin hilaridad,
sin grosería; en adelante podía ser objeto de sonrisas, no de risas. Ese tiempo
ya había pasado. El Punch me caricaturizó todo agitado, vestido con mis
harapos y regateando con un beefeater la compra de la torre de Londres.
Bueno, ya os podéis imaginar cómo debía de sentirse un joven en quien antes
nadie había reparado y que ahora, de repente, no podía decir una sola palabra
sin que fuese recogida y repetida en todas partes; que no podía ir a ningún
sitio sin oír los velados comentarios que saltaban de boca en boca: «Por ahí
va, ¡es él!»; que no podía tomar su desayuno sin que una multitud a su
alrededor le contemplara; que no podía aparecer en el palco de la ópera sin
que el fuego de un millar de gemelos se concentrara sobre su persona. En fin,
que estaba inmerso en una situación de gloria continua: ni más ni menos.
¿Sabéis?, yo había conservado mi viejo y harapiento traje, y de vez en cuando
salía vestido con él a fin de disfrutar del antiguo placer de comprar bagatelas
y ser agraviado, para luego escarnecer al ofensor con el billete de un millón
de libras. Pero no pude mantener mucho tiempo esa costumbre: las
publicaciones ilustradas hicieron tan familiar el atavío, que cuando salía con
él era reconocido inmediatamente y me seguía toda una muchedumbre, y si
intentaba comprar algo el tendero me habría ofrecido a crédito toda su tienda
antes de poder mostrarle mi billete.
Hacia el décimo día de mi fama, fui a cumplir con mi deber para con la
bandera, presentando mis respetos al ministro americano. Me recibió con el
entusiasmo que merecía mi persona, echándome en cara el haber demorado
tanto el cumplimiento de mis deberes, y me dijo que solo había una manera
de
conseguir su perdón, y era aceptando el lugar en la recepción de aquella
noche
que había quedado vacante por la enfermedad de uno de los invitados.
Dije que asistiría encantado, y nos pusimos a charlar. Resultó que él y mi
padre habían sido compañeros de colegio en la infancia, más tarde habían
estudiado juntos en Yale, y siempre habían sido íntimos amigos hasta la
muerte de mi padre. Así que me pidió que acudiera a su casa siempre que
dispusiera de tiempo libre, y yo le dije que, naturalmente, lo haría con mucho
gusto.
De hecho, era algo que no solo me complacía, sino que me alegraba. Cuando
se produjera el desastre, él podría de alguna manera salvarme de la
destrucción total; no sabía cómo podría
hacerlo, pero tal vez se le ocurriría algo.
A aquellas alturas, no podía arriesgarme a descubrirle mi secreto, algo que
debería haber hecho mucho antes, al principio de mi impresionante carrera en
Londres. Pero ahora ya no podía correr ese riesgo; estaba demasiado metido
en ello, hasta el fondo, como para arriesgarme a hacer tales revelaciones a un
amigo tan reciente. Sin embargo, según mis cálculos, no me había metido
hasta un fondo tan profundo que estuviera más allá de mis posibilidades.
Porque,
¿sabéis?, a pesar de todos los préstamos recibidos, me estaba manteniendo
cuidadosamente dentro de lo que permitían mis medios…, esto es, dentro de
mi sueldo. Naturalmente, yo no podía saber cuál iba a ser mi sueldo, pero
sí tenía una base suficiente para hacer la siguiente estimación: si ganaba la
apuesta, podría elegir el puesto que quisiera, tal como me había ofrecido
aquel acaudalado anciano, siempre que demostrara mi competencia; y en
cuanto a eso, no tenía ninguna duda. Y con respecto a la apuesta, no me
preocupaba en absoluto: siempre he sido un hombre afortunado. Pues bien, yo
calculaba que mi sueldo sería de seiscientas a mil libras al año; es decir,
seiscientos el primer año, que irían aumentando año a año hasta que, por
méritos propios, alcanzase la cifra del millar. Hasta ese momento, solo debía
el sueldo de mi primer año. Todo el mundo había intentado prestarme dinero,
pero yo había rechazado a la mayoría con un pretexto u otro; así que mi
deuda ascendía solo a trescientas libras en préstamos, y dedicaría las
trescientas restantes a mi manutención y las compras necesarias. Estaba
convencido de que el sueldo de mi segundo año cubriría las deudas en
préstamos que pudiera acumular hasta el final de ese mes, siempre que
continuara siendo prudente y evitara despilfarros, lo cual me proponía
hacer con toda rectitud. Una vez finalizado el mes, cuando mi futuro patrón
regresara de su viaje, las cosas volverían a la normalidad, porque asignaría
inmediatamente la parte correspondiente del sueldo de los dos primeros años
a mis acreedores, por traspaso bancario, y me aplicaría seriamente a mi
trabajo.
Fuimos catorce los comensales en aquella encantadora recepción: el duque y
la duquesa de Shoreditch y su hija, lady Anne-Grace-Eleanor-Celeste y tal y
cual de Bohun, el conde y la condesa de Newgate; el vizconde Cheapside,
lord y lady Blatherskite, algunos hombres y mujeres sin título, el ministro, su
esposa y su hija, y una amiga invitada de esta, una muchacha inglesa de
veintidós años llamada Portia Langham, de quien me enamoré a los dos
minutos, y quien también se enamoró de mí…, no necesitaba lentes para

CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS


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verlo. Hubo también un convidado más, un americano…, pero me estoy
adelantando un poco a mi historia. Mientras la gente se encontraba todavía en
el salón, abriendo boca para la cena y observando fríamente a los últimos
recién llegados, el criado anunció:

2 CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS


—El señor Lloyd Hastings.
Una vez terminadas las cortesías de rigor, Hastings se percató de mi presencia
y vino hacia mí con la mano cordialmente tendida; en el momento en que iba
a estrechar la mía, se detuvo en seco y dijo con expresión azorada:
—Perdone, señor, creí que le conocía.
—¡Oh! Y me conoce, viejo camarada.
—No. ¿No es usted el…, el…?
—¿El monstruo del bolsillo de chaleco? Sí, lo soy. No tenga miedo de
llamarme
por mi apodo; ya estoy acostumbrado a ello.
—Bueno, bueno, bueno…, ¡qué sorpresa! Una o dos veces he visto su
nombre junto al apodo, pero jamás se me ocurrió que usted podría ser el
Henry Adams al que hacían referencia.
Vaya…, no hace ni seis meses que estaba usted trabajando como empleado
a sueldo de Blake Hopkins, en San Francisco, haciendo horas extra por las
noches para ganar algo más de dinero ayudándome a ajustar y comprobar las
cuentas y estadísticas de la Gould and Curry Extension. ¡Y ahora está usted
en Londres, convertido en un gran millonario y en una celebridad colosal!
¡Oh, vamos, parece algo salido de Las mil y una noches! Hombre, entiéndalo,
cuesta mucho de asimilar; deme algo de tiempo para que este torbellino se
calme dentro de mi cabeza.
—Lo cierto, Lloyd, es que tampoco yo estoy mucho mejor que usted.
También a mí me cuesta mucho comprenderlo.
—¡Oh, Dios, es algo tan asombroso!, ¿verdad? Vaya, si precisamente hoy
hace
tres meses que fuimos al restaurante Miners…
—No, al What Cheer.
—Cierto, el What Cheer; fuimos allí a las dos de la madrugada y tomamos
una chuleta y café después de haber trabajado durante seis largas y duras
horas en aquellos papeles de la Extensión; e hice cuanto pude para
convencerle de que se viniese conmigo a Londres, y me ofrecí a conseguirle
un permiso de excedencia y a correr con todos sus gastos, y además a darle
una gratificación si conseguía realizar la venta que me proponía; y usted no
quiso tomarlo en consideración, y me dijo que no tendría éxito en la venta, y
que no podía permitirse dejar así como así la agencia, y que al regresar le
faltaría tiempo para volver a encarrilar los asuntos del negocio. Y, sin
embargo, aquí está usted. ¡Qué extraño es todo esto! ¿Cómo es que al final ha
venido, y qué le ha llevado a alcanzar tan extraordinaria posición?
—¡Oh!, ha sido una casualidad. Es una larga historia…, como una novela,
podría decirse. Ya se lo explicaré todo, pero ahora no.
—¿Cuándo?
—Cuando acabe este mes.
—Pero ¡si faltan más de quince días! No se puede excitar de esta forma la
curiosidad de un hombre. Dejémoslo en una semana.
—No puedo. Más adelante sabrá el porqué, poco a poco.
Y bien, ¿cómo marcha el negocio?
Su alegría se desvaneció como un soplo, y dijo con un suspiro:
—Fue usted un verdadero profeta, Hal, un verdadero profeta. Ojalá no
hubiese venido. Es mejor que no hablemos de ello.
—Pero debe hacerlo. Esta noche, cuando salgamos de aquí, vendrá conmigo
y
aceptará mi hospitalidad, y entonces me lo contará todo.
—¡Oh!, ¿de veras? ¿Lo dice en serio? —preguntó con los ojos humedecidos.
—Sí, quiero escuchar toda la historia, palabra por palabra.
—¡Cuánto se lo agradezco!
Encontrar de nuevo el interés de un ser humano, una voz, una mirada
dirigidas
a mí y a mis asuntos, después de todo por lo que he tenido que pasar…
¡Oh, Dios, podría arrodillarme a sus pies! Estrechó fuertemente mi mano,
manteniéndola largo rato entre las suyas, y luego se mostró risueño y animado
a la espera del ágape… que no llegó a producirse. No, pasó lo que siempre
acostumbra a pasar con este malsano y exasperante sistema inglés: no pudo
establecerse la cuestión protocolaria de las precedencias, y no hubo comida.
Los ingleses siempre cenan antes de asistir a este tipo de recepciones, porque
son conscientes de los peligros que corren; pero nadie advierte al extranjero,
que por lo general cae cándidamente en la trampa. Por fortuna, en aquella
ocasión nadie sufrió las consecuencias, ya que todos habíamos cenando
previamente, pues no había ningún bisoño entre nosotros a excepción de
Hastings, y cuando este había sido invitado el ministro le había informado de
que, por deferencia a la costumbre inglesa, no había ordenado ninguna
comida. Cada caballero ofreció el brazo a una dama y nos dirigimos en
procesión al comedor, porque es habitual proceder a realizar todo el ritual;
pero allí empezó la disputa. El duque de Shoreditch quería tener la
precedencia y sentarse a la cabecera de la mesa, sosteniendo que él era
superior a un ministro que representaba únicamente a una nación y no a un
monarca; pero yo defendí mis derechos, y me negué a ceder. En las columnas
de sociedad yo estaba por encima de todos los duques que no fueran de
sangre real, y así lo manifesté, y por esta razón reclamé para mí la
precedencia. No pudo resolverse la cuestión, claro está, en una lucha que se
libraba de forma encarnizada por ambas partes; al final, y de forma poco
juiciosa, el duque intentó hacer valer las cartas de su nacimiento y
antigüedad, y yo «vi» a su Guillermo el Conquistador y «elevé la apuesta»
con Adán, de quien yo era directo sucesor, como demostraba mi nombre,
mientras que él pertenecía a una rama colateral, como indicaban su nombre y
su más reciente origen
normando; así que de nuevo volvimos todos en procesión al salón, donde nos
fue ofrecido un tentempié perpendicular: un plato con sardinas y una fresa;
entonces todos se agrupan por parejas, y se plantan uno frente a otro para
comer.
En este acto, la religión de la precedencia no es tan estricta: las dos personas
de mayor rango lanzan al aire un chelín; el ganador se come la fresa y el
perdedor se queda con el chelín. Los
dos siguientes tiran la moneda, luego otros dos, y así sucesivamente. Tras
el refrigerio, se dispusieron varias mesas y todos jugamos a cribbage, a seis
peniques la partida. El inglés nunca juega por diversión. Si no puede ganar o
perder algo, tanto da una cosa como otra, no jugará.
Pasamos un rato delicioso; sin duda, lo fue para dos de nosotros: la señorita
Langham y yo. Yo estaba totalmente embelesado por ella y no podía contar
mi mano de cartas si había más de una doble secuencia; y cuando tenía una
buena puntuación nunca me enteraba y volvía a levantar todas las cartas, y sin
duda habría perdido todas las partidas de no ser porque a ella le ocurría
exactamente lo mismo, ya que se encontraba en mi misma situación,
¿comprendéis? Y por tanto ninguno de los dos conseguíamos ganar una
partida, ni tampoco nos extrañaba que así fuera; tan solo sabíamos que
éramos felices y no queríamos saber nada más, y tampoco que nadie nos
interrumpiera. Y yo le dije…, sí, lo
hice…, le dije que la amaba; y ella…, bueno, ella se sonrojó hasta la punta
del cabello, pero le gustó; sí, dijo que le gustaba. ¡Oh, nunca ha habido una
velada tan maravillosa como aquella! Cada vez que sacaba una combinación
puntuable, hacía una anotación; cada vez que ella lo hacía, acusaba recibo,
contando las manos igualmente. En fin, que ni siquiera podía decir yo: «¡Dos
puntos por sus talones!», sin añadir: «Oh, qué dulce es mirarla», y entonces
ella decía: «Quince
dos, quince cuatro, quince seis, y una pareja dan ocho, y ocho dan
dieciséis…,
¿no le parece?», mirando de reojo por debajo de sus pestañas, ¿sabéis?, tan
dulce y picaruela. ¡Oh, fue algo que no puede explicarse!
Bueno, al final me comporté con ella con total honestidad e integridad; le dije
que no tenía un triste céntimo, sino tan solo el billete de un millón de libras,
del que ella tanto había oído hablar; y le confesé que ni siquiera me
pertenecía, lo cual despertó su curiosidad. Entonces,
en voz muy baja, le conté toda la historia desde el principio, y ella por poco
se muere de risa. Yo no acertaba a comprender qué era lo que podía causarle
tanta hilaridad, pero lo cierto es que así fue: a cada nuevo detalle que le
explicaba, ella se desternillaba de tal modo, con una risa tan estrepitosa, que
yo me veía obligado a detenerme al menos durante minuto y medio para darle
tiempo a recobrar el aliento. Sí, se rió hasta que ya no le quedaban fuerzas,
como nunca había visto reír. Cuando menos, nunca antes había visto que
escuchar una historia tan desgraciada, la historia de las penas, tribulaciones y
miedos de una persona, pudiese producir aquel efecto. Así que aún la amé
más por aquello, viendo que alguien podía mostrarse tan alegre cuando no
había ningún motivo para ello; porque pronto necesitaría a una mujer así,
¿comprendéis?, dado el rumbo que iban a tomar las cosas. Por supuesto, le
dije que tendríamos que esperar un par de años, hasta que yo pudiera percibir
mi sueldo; pero a ella no pareció importarle, tan solo esperaba que pusiera el
mayor cuidado posible en materia de gastos y que no permitiera que la deuda
aumentara poniendo en peligro el sueldo del tercer año. Luego empezó a
mostrar cierta preocupación, y me preguntó si no estaría incurriendo en algún
error de cálculo al establecer la retribución del primer año en una cifra más
elevada de la que en realidad percibiría. Su observación tenía mucho sentido,
y me hizo sentir algo menos confiado de lo que había estado hasta entonces;
pero aquello me dio una buena idea para negociar, y se la expuse
abiertamente.
—Portia, querida, ¿le importaría acompañarme el día en que tenga que
encontrarme con esos ancianos caballeros?
Ella pareció amilanarse un poco, pero dijo:
—No…, si mi presencia puede ayudarle a infundirle valor. Pero… ¿cree
usted
que será pertinente?
—No, no lo sé… De hecho, me temo que no lo sea. Pero, verá, hay tantas
cosas que dependen de esa visita que…
—Entonces iré, pase lo que pase, sea o no pertinente —exclamó ella, con
dulce y generoso entusiasmo—. ¡Oh, seré tan feliz pensando en que le estoy
ayudando!
—¿Ayudarme, querida? Pero ¡si usted lo hará todo! Es tan hermosa, tan
adorable, tan radiante de triunfo, que con usted allí podré hacer que nuestro
sueldo aumente hasta arruinar a esa buena y anciana gente, sin que ellos
tengan valor para oponer resistencia.
¡Ah, deberías haber visto cómo la sangre inundó aquel rostro ruborizado, y
cómo sus ojos resplandecieron de felicidad!
—¡Adulador perverso…! No hay una sola palabra de verdad en cuanto dice,
pero aun así le acompañaré. Tal vez eso le enseñará a no esperar que los
demás vean las cosas con los mismos ojos que usted.
¿Se disiparon mis dudas? ¿Recuperé la confianza? Podréis juzgarlo a raíz de
este hecho: en ese momento, para mis adentros, elevé el sueldo del primer
año a mil doscientas libras. Pero no se lo dije a ella: me lo reservé para darle
una sorpresa.
Durante todo el camino de regreso, estuve en las nubes. Hastings hablaba,
pero yo no escuchaba una palabra de cuanto decía. Cuando entramos en el
salón de mis aposentos, él me devolvió a la realidad con sus exultantes
apreciaciones de mis numerosos lujos y comodidades.
—Déjeme contemplar un momento todo esto hasta saciarme. ¡Por Dios!
¡Es un palacio! ¡Un auténtico palacio! Y en él hay todo cuanto se pueda
desear, incluyendo un agradable fuego de carbón y un delicioso refrigerio
aguardándonos. Henry, todo esto no solo me hace darme
cuenta de lo rico que es usted, sino que me hace darme cuenta hasta lo más
profundo de mi ser, hasta la médula, de lo pobre que soy yo… ¡Ah, qué
pobre, miserable, derrotado, hundido,
destruido!
¡Maldita sea mi estampa! Aquel lenguaje me dio escalofríos. Me asustó
terriblemente, y me hizo comprender que me encontraba sobre una finísima
superficie de apenas media pulgada, y que debajo de mí se abría un inmenso
cráter. Yo no sabía que había estado soñando…, mejor dicho, me había
dejado llevar por mis ensoñaciones durante un buen rato; pero, ahora…, ¡oh,
Dios! Profundamente endeudado, sin un miserable céntimo, con la felicidad o
la desgracia de una hermosa doncella en mis manos, y sin nada en perspectiva
salvo un sueldo que tal vez nunca…, ¡oh, nunca!, llegaría a materializarse.
¡Ahhh, ahhh! ¡Estaba perdido irremisiblemente!
¡Nada podría salvarme!
—Henry, los réditos más miserables de sus ingresos diarios podrían…
—¡Oh, mis ingresos diarios! ¡Venga, probemos este whisky y alegremos el
alma! Ah, no… Tiene hambre. Tome asiento y…
—No, no podría probar bocado; no me entra. Llevo unos días en que no
puedo
comer nada; pero beberé con usted hasta caer al suelo. ¡Adelante!
—¡Barril tras barril, estoy con usted! ¿Preparado? ¡Vamos allá! Y ahora,
Lloyd,
empiece a desgranar su historia mientras yo voy sirviendo las bebidas.
—¿Desgranar? ¿Cómo? ¿Otra vez?
—¿Otra vez? ¿Qué quiere decir?
—Pues que si quiere volver a escucharla de nuevo.
—¿Escucharla de nuevo? ¡Esto no hay quien lo entienda! Espere, no tome ni
una gota más de ese líquido. No lo necesita.
—Mire usted, Henry, me está alarmando. ¿Acaso no le he contado ya toda la
historia de camino hacia aquí?
—¿Usted?
—Sí, yo.
—Que me aspen si he escuchado una sola palabra.
—Henry, esto es algo muy serio. Empieza a preocuparme. ¿Qué ha tomado
en
casa del señor ministro?
En ese momento un fogonazo iluminó mi entendimiento, y tuve que
reconocer
mi culpa como un hombre.
—He tomado a la muchacha más encantadora del mundo… ¡como prisionera!
Entonces vino corriendo hacia mí, y me estrechó las manos, una y otra vez,
hasta que nos dolieron; y no me reprochó el no haber escuchado ni una sola
palabra de una historia que se
prolongó durante tres millas de camino.
Se limitó a sentarse frente a mí, como la buena y paciente persona que era, y
volvió a contármelo todo una vez más.
En resumidas cuentas, se reducía a lo siguiente: Hastings había llegado a
Inglaterra con lo que había creído que era una gran oportunidad; presentar
una
«opción» de venta de las acciones de la Gould and Curry Extension a favor de
los «concesionarios» de la mina, quedando para él todo el dinero que pudiera
sacar a partir del millón de dólares exigido. Había trabajado muy
duro, había tirado de todos los hilos posibles, había probado todos los
recursos honrados, había gastado casi todo el dinero que poseía en este
mundo, y no había encontrado a un solo
capitalista interesado en la compra, y su opción caducaba a fin de mes. En
una
palabra, estaba arruinado. Entonces se levantó de repente y exclamó:
—¡Henry, usted puede salvarme! Usted puede salvarme, y es el único hombre
en el mundo que puede hacerlo. ¿Lo hará? ¿Verdad que lo hará?
—Dígame cómo. Explíquese, amigo.
—¡Entrégueme un millón y el pasaje a mi país a cambio de mi «opción»!
¡Oh, no rehúse, no rechace mi oferta!
Pasé una verdadera agonía. Estuve a punto de dejar escapar las fatales
palabras:
«Lloyd, yo también soy pobre de solemnidad; sin un miserable penique, y
además totalmente endeudado». Pero de pronto una idea fulgurante cruzó
llameando por mi mente, y apreté las mandíbulas, y me tranquilicé hasta
adoptar una expresión tan fría como la de un capitalista. Luego dije, en un
tono profesional lleno de aplomo:
—Le salvaré, Lloyd…
—Entonces, ¡estoy salvado! ¡Dios le bendiga eternamente! Si alguna vez
yo…
—Déjeme terminar, Lloyd. Le salvaré, pero no de esa manera; porque eso no
sería justo para usted, después del duro trabajo que ha realizado y de todos
los riesgos que ha corrido. Yo no
necesito comprar minas; en un centro comercial como Londres, no tengo
necesidad de ello para mantener mi capital en movimiento, que es a lo que
me dedico todo el tiempo. Pero le diré lo que vamos a hacer. Naturalmente,
yo sé todo lo que hay que saber de esa mina, conozco su inmenso valor, y
puedo jurarlo ante cualquiera que así lo desee. Usted venderá la mina en un
plazo de quince días por tres millones de dólares usando libremente mi
nombre, y compartiremos a medias en las ganancias.
¿Y sabéis lo que pasó? Pues que en su delirante ataque de alegría, en su
frenética danza jubilosa, podría haber destrozado todos los muebles y objetos
de la estancia si no se lo hubiera
impedido sujetándolo con firmeza.
Así que por fin se sentó, totalmente feliz, y dijo:
—¡Puedo utilizar su nombre! Imagínese… ¡su nombre! Oh, Dios, esos
ricachones londinenses acudirán a mí en manada, se pelearán por comprar
esas acciones. ¡Vuelvo a ser un hombre, un hombre cabal para siempre, y
nunca podré olvidarle mientras viva!
En menos de veinticuatro horas se había corrido la voz por todo Londres.
Día tras día, no hacía otra cosa que permanecer sentado en casa y asegurar a
cuantos venían:
—Sí; yo le dije que me remitiera a quien pidiera referencias. Conozco al
hombre y conozco la mina. Él es de una honradez irreprochable, y la mina
vale mucho más de lo que pide por ella.
Entretanto, pasaba todas las veladas en casa del ministro con Portia. No le
conté nada acerca de la mina: me lo reservaba para darle una sorpresa.
Hablábamos del sueldo; de nada más que del sueldo y del amor; a veces del
uno, a veces del otro, a veces del sueldo y el amor juntos. Y, ¡válgame Dios!,
el interés que la mujer y la hija del
ministro se tomaron por nuestro pequeño idilio, y los infinitos e inocentes
pretextos que idearon para evitarnos cualquier interrupción y mantener al
ministro en la inopia, sin sospechar nada… en fin, fue algo realmente
encantador por su parte.
Cuando el mes llegó a su fin, yo tenía un millón de dólares a mi nombre en
el London and County Bank, y también Hastings se encontraba en esa misma
situación financiera. Ataviado
con mis mejores galas, tomé un coche y pasé por delante de la casa de
Portland Place, donde todo indicaba que mis pájaros ya habían vuelto al nido,
y luego me dirigí a la residencia del ministro, donde recogí a mi adorada y
pusimos de nuevo rumbo a la casa de los ancianos caballeros, sin parar de
hablar muy excitados del sueldo. Ella estaba tan emocionada y angustiada,
que eso la hacía intolerablemente hermosa. Le dije:
—Querida, con el aspecto que luces sería un crimen conseguir un sueldo
inferior en un solo penique a tres mil libras al año.
—¡Henry, Henry, nos arruinarás!
—No tengas miedo. Tú solo mantén ese maravilloso aspecto y confía en mí.
Todo irá bien.
Así las cosas, me pasé todo el camino intentando reafirmar su ánimo y su
valor. Ella continuaba suplicándome, diciendo:
—¡Oh, por favor!, recuerda que si pedimos demasiado podemos quedarnos
sin sueldo, y entonces, ¿qué será de nosotros sin ningún medio en el mundo
de ganarnos la vida?
Nos abrió la puerta aquel mismo criado, y allí estaban los ancianos
caballeros. Naturalmente, se quedaron muy sorprendidos al ver a mi lado a
aquella prodigiosa criatura, pero les dije:—
No se preocupen, caballeros. Es mi futuro sostén y compañera.
Y se la presenté, y les llame a ellos por su nombre. No parecieron
sorprendidos: sabían perfectamente que yo no habría dudado en consultar el
directorio. Nos ofrecieron asiento, y
fueron muy corteses conmigo y muy solícitos con ella, procurando aliviar su
turbación haciéndola sentir muy a gusto en todo momento. Entonces dije:
—Caballeros, estoy dispuesto a rendir cuentas.
—Nos complace oírlo —dijo el que era mi hombre—, porque ahora
podremos decidir sobre la apuesta que hicimos mi hermano Abel y yo. Si ha
logrado que yo la gane, obtendrá usted cualquier puesto que esté a mi
alcance.
¿Tiene el billete de un millón de libras?
—Aquí está, señor.
Y se lo entregué.
—¡He ganado! —exclamó, palmeando alegremente la espalda de Abel—.
Vamos, hermano, ¿qué me dices ahora?
—Digo que él ha sobrevivido, y que yo he perdido veinte mil libras. Nunca lo
hubiera creído.
—Tengo además que informarles de algo —dije—, y por extenso. Me
gustaría que me permitieran volver pronto, a fin de poder detallarles la
historia de todo lo que me ha ocurrido
este mes; les prometo que vale la pena escucharla. Entretanto, miren esto.
—Pero… ¡válgame Dios! ¿Un certificado de depósito por valor de doscientas
mil libras? ¿Es suyo?
—Mío. Lo he ganado en treinta días de juicioso uso de este pequeño préstamo
que me hicieron. Y tan solo lo utilicé para comprar minucias y ofrecer
siempre el billete para que me lo cambiasen.
—¡Vamos, hombre…! ¡Eso es asombroso! ¡Increíble!
—No importa, se lo demostraré. No tienen por qué dar crédito a mis palabras
sin las pruebas suficientes.
Pero ahora fue Portia la que se quedó atónita. Sus ojos se abrieron
desmesuradamente, y dijo:
—Henry, ¿es realmente tuyo este dinero? ¿Me has mentido?
—Lo he hecho, querida. Pero me lo perdonarás, lo sé.
Ella esbozó un mohín de enfado y dijo:— No estés tan seguro de ello. ¡Ha
sido muy desagradable por tu parte engañarme de ese modo!
—Ah, ya se te pasará, cariño, ya se te pasará. Solo lo hice para divertirnos un
poco. Venga…, vámonos.
—Pero… ¡esperen, esperen! Su empleo, ya sabe… Quiero ofrecerle un
empleo
—dijo mi hombre.
—Bueno —repuse—, le quedo profundamente agradecido; pero en realidad
no necesito ninguno.
—Pero podría elegir el mejor puesto que esté a mi alcance.
—De nuevo le doy las gracias, de todo corazón, pero ni siquiera ese necesito.
—Henry, me avergüenzo de ti. No demuestras ni la mitad del agradecimiento
que merecería este buen caballero. ¿Puedo hacerlo en tu nombre?
—Claro, querida, si crees que puedes mejorarlo. Veamos cómo lo haces.
Ella se dirigió hacia mi hombre, se sentó en su regazo, le rodeó el cuello con
el brazo y le plantó un beso en la misma boca. Entonces los dos ancianos
caballeros estallaron en grandes
carcajadas, pero yo me quedé anonadado, como petrificado. Portia dijo:—
Papá, ha dicho que no hay ningún empleo a tu disposición que él pueda
aceptar; y eso me duele tanto como si…
—¡Querida mía!, ¿este señor es tu padre?
—Sí; es mi padrastro, y el más querido que jamás haya existido.
¿Comprendes ahora por qué me reí tanto en casa del ministro cuando, sin
conocer mi parentesco, me contaste cuántos problemas y preocupaciones te
estaba causando el plan urdido por papá y tío Abel?
Por supuesto, en ese momento decidí tomar la palabra; me puse muy serio y
fui directamente al grano:
—Oh, mi muy querido señor, me gustaría retirar lo que acabo de decir. Tiene
usted un puesto vacante que sí quiero.
—Dígame cuál.
—El de yerno.
—¡Bueno, bueno, bueno…! Pero ¿sabe?, si nunca ha ejercido en calidad de
tal, sin duda no podrá proporcionarme las recomendaciones de rigor que
satisfagan las condiciones del contrato, y entonces…
—Póngame a prueba… ¡Oh, hágalo, se lo ruego! Solo póngame a prueba
durante treinta o cuarenta años, y si…
—Oh, de acuerdo, muy bien. No pide mucho, así que puede llevársela.
¿Que si fuimos felices? No existen palabras en el diccionario más voluminoso
para describirlo. Y cuando, uno o dos días más tarde, Londres se enteró de la
historia completa de mis aventuras con el billete durante aquel mes, ¿fue la
comidilla de toda la ciudad y nos divertimos mucho con ello? Pues sí.
El papá de mi querida Portia devolvió aquel billete, que brindaba tantas
amistades y abría tantas puertas, al Banco de Inglaterra, donde fue ingresado
en caja; entonces el Banco lo canceló y se lo obsequió al caballero, quien
nos lo entregó como regalo de boda, y desde entonces siempre ha colgado
debidamente enmarcado en el lugar más sagrado de nuestra casa.
Porque él me dio a mi Portia. De no ser por él, no me habría quedado en
Londres, no habría acudido a la recepción del ministro y nunca la habría
encontrado. Y por eso siempre digo:
«Sí, como puede ver, es de un millón de libras; pero no hizo más que una sola
compra en su vida, y con ella consiguió el artículo por solo una décima parte
de su valor».
1893
BIOGRAFÍA Francisco Urondo
(Nació en 1930 en la ciudad de Santa Fe y murió en una celada policial en 1976 en Mendoza.)
Además de su extensa y conocida obra poética, Francisco Urondo escribió la novela “Los pasos
previos”, guiones televisivos y cinematográficos, piezas teatrales, textos testimoniales, ensayos
literarios, artículos periodísticos y dos volúmenes de cuentos: “Todo eso” de 1966 y “Al tacto” de
1967. Nos quedan de él dieciocho relatos breves que muestran con crudeza una época y un
imaginario situado en los años sesenta, pero que sobrepasan esos parámetros en tanto recorren temas
permanentes y universales. Con sutileza y precisión Urondo explora voces narrativas y encuadres
poco convencionales construyendo imágenes logradas y certeras. Explora distintas formas de diálogo,
no por mero afán experimental o de originalidad sino buscando la forma de ingresar al lector a esa
geografía mesopotámica y al sentimiento brutal y tremendamente humano de hombres y mujeres
olvidados de la razón o excluidos del sistema.
Durante mucho tiempo se creyó que Paco Urondo había ingerido una pastilla de cianuro al ser
interceptado por un móvil policial, pero lo que se supo, durante el juicio que condenó a los homicidas
que lo ultimaron de dos tiros en la cabeza, fue que simuló tomarla para convencer a su compañera
junto con su hija de dos años de escapar solas del auto, quedando el como blanco fácil para permitir
su huida.
“Los tres soles”, Francisco Urondo

Seguían sentadas a la mesa. Hacía mucho calor y ninguna de las tres mujeres
se decidía a moverse; eran como esas moscas haraganas hurgueteando entre
los restos de la sandía. La madre era la única que se había levantado y ya
estaba frente al tacho, fregando los cuatro platos. Catalina, con indolente
suficiencia, se puso a comentar los amores de la viuda con alguien que no era
de por allí. Por primera vez a esa mujer se le conocían amores, siempre
guarecida por la sombra del finado y la de ese tala enorme que cubría su
almacén, junto al camino, en plena curva. No hubo interés en ningún detalle
del relato; Micaela se acarició el vientre. La atención de sus dos hermanas fue
cayendo sobre la memoria de cada una de ellas, como un chico que se tira
sobre una parva, quedándose allí, con pereza, con incontrolada voluntad, con
indecisión, con imaginable perversidad infantil. La atención era un niño sobre
la paja crujiente, hasta que Micaela, interrumpiendo esos juegos, deja de
acariciar su vientre y, mirándola a Catalina le dice: «Siempre hablando
porquerías». El chico se ha incorporado de un salto; es inquieto, se lastima en
la paja. La paja es seca, es dura y quebradiza; se quema y vuela. Se hunde en
los ojos, igual que la memoria. «¿Y esto?», se defiende Catalina palpando el
vientre abultado de Micaela. Sin escuchar los insultos de sus hermanas —que
ya se han trenzado—, Margarita se levanta con todo el verano encima
preservándola de las discusiones, del frío, del odio. No había pronunciado una
sola palabra durante toda la comida. Prefirió no intervenir en los comentarios,
porque siempre terminaban siendo motivo para alguna pelea, y ella quería
seguir arrinconada en el fondo de su cuerpo creciente, atenta a esos cambios
que la halagaban y la entristecían. Sol. Al llegar al ceibo inclinado sobre la
orilla, ya no escuchaba las voces agresivas. Sentía la siesta y el sol que le
apretaban los hombros. Cuando sentía el sol sobre los hombros, su corazón
aleteaba confusamente; solía entonces tirarse al agua. El Colastiné era un río
ancho y fuerte, pero sin peligros para ella que estaba acostumbrada, siempre
viviendo sobre esas orillas. Más que arriesgarla, ese río la protegía y con alivio
podía sentir el agua que refrescaba su cuerpo ardido. Su piel tenía casi el
mismo color de la tierra, pero la tierra podía enfriarse, en cambio su piel
siempre era tibia, hasta en los días más crudos. Podía abrigarse con ella.
«Margarita es una mocosa», pensaba con cariño Micaela. En cambio a
Catalina, no quería ni verla, ni acordarse. Cuando la tenía delante, la miraba
como si fuera alguna de esas fotografías que decoraban el rancho, sin suscitar
recuerdos ni melancolías de tan amarillas e impersonales que se iban poniendo
con el tiempo. Cualquier indicio que animara la imagen de Catalina,
cualquier efímera evidencia que transformara en realidad esa imagen,
convertía a Micaela en una ráfaga; sus ojos se nublaban como si mirara el sol
—como la luz brumosa de esas siestas—, y el rencor le trepaba por la
garganta. Catalina era la mayor, creció antes y hubo motivos de miedo
primero y de rabia después. Ella no tenía conciencia de suscitar estos
sentimientos, estos terrores: bañarse con chicos de su edad, perderse con
alguno por allí; tener ganas, vivir de eso. «No sé qué tenés que andar
espiando», le había dicho a Micaela que se puso a llorar, no porque le diera
asco, como suele ocurrir con las señoritas, sino porque aquella tarde tan

CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS


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lejana, ya estaba augurando el desamparo. Sol. Recién al tiempo confirmaría

2 CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS


sus presagios, relacionaría su destino con el de sus hermanas. Hace muy poco
en realidad —ya esperaba ese chico— que no tiene dudas; cuando vio que la
policía tiraba y él caía dejando huérfano a ese hijo que todavía estaba por
nacer. Entendió claramente que de esta manera sus presentimientos iban
tomando forma. Ya no discuten, se han quedado en silencio, como esperando
quién sabe qué milagro imposible. Margarita sigue en el agua y la madre
friega los platos, aunque ya está a punto de terminar: está secando; enseguida
va a tirar el agua jabonosa del tacho y, seguramente, se irá a dormir una
siestita. Catalina canta ahora una canción estridente. Canta sin escucharse,
sin sentir la presión del sol. Sin alegría, en el exilio, detrás de su vestido rojo
y de su piel demasiado vulnerable; Micaela se levanta y se mete en el
rancho. Sentada en el catre, acariciará su vientre.
La garganta le arde, piensa en Margarita, en alguna salvación que pudiera
tocarle por lo menos a ella y a su hijo. Pero no quiere seguir haciéndose
ilusiones. Sin poder aguantar su decisión, sale afuera y se arrima a la orilla.
Allí está Margarita y, al verla, Micaela mira hacia arriba, por costumbre, pero
sin esperar absolutamente nada. Sol. Margarita seguirá bañándose, tocando el
agua, jugando con sus reflejos, sin pensar en esa noche en que arderá con su
porvenir, con las mujeres y con el rancho, iluminando la oscuridad de la costa.
BIOGRAFÍA Enrique Anderson Imbert
(Nació en Córdoba en 1919 y murió en Buenos Aires en el año 2000)
Narrador y crítico literario argentino, autor de un ensayo fundamental, “Historia de la literatura
hispanoamericana”, (1954) y de cuentos breves reunidos en diversas antologías.
Anderson Imbert estudió Letras en la Universidad Nacional de Buenos Aires y fue discípulo de
Amado Alonso, Pedro Henríquez Ureña y Alejandro Korn. Era editor de la sección literaria del
periódico socialista “La Vanguardia” de Buenos Aires. Inició tempranamente su labor narrativa con
Vigilia (1934), que sería reeditada con su novela “Fuga” en 1963. Ejerció la docencia en las
universidades estadounidenses de Harvard y Michigan como profesor de literatura hispanoamericana
y se destacó por sus ensayos y críticas.
En 1967 ingresó en la Academia Americana de Artes y Ciencias y en 1978 fue nombrado miembro de
la Academia Argentina de las Letras, de la que ejerció la vicepresidencia entre 1980 y 1986. En
1994 fue finalista del premio Cervantes. Durante toda su vida reivindicó su adhesión al socialismo.
Sus narraciones están escritas en un estilo claro y sencillo, son fruto de una imaginación frondosa; Un
mínimo de realidad sirve de marco para la construcción de historias fantásticas. “El sofá” es un claro
ejemplo en ese sentido.
“El sofá”, Enrique Anderson Imbert

El gerente del Astoria Hotel encargó al ebanista Sergio un sofá especial: tenía
que caber exactamente en el hueco de cierta pared.
Fue al hotel para tomar las medidas y se enteró de que el sofá decoraría la
habitación reservada para una pareja ejemplar.

—Seré curioso: ¿quiénes son?

—Dos artistas de los nuestros, que han triunfado en Norteamérica — le


informó el gerente—. Vienen el viernes 27 para el festival de cine. Bobby
Weston y Linda Croce.

Sergio se puso pálido. Cinco años atrás Linda, su antigua mujer, se había
escapado con Bobby, un amigo de los tiempos del colegio. Cuando quiso
alcanzarlos se interpuso el taller: tuvo que quedarse en Buenos Aires,
atendiendo su oficio manual, mientras ellos, los románticos, huían a
Hollywood. Ahora volvían famosos, en una visita fugaz como un relámpago
de oro. ¡Y él, burlado y fracasado, debía adornarles el nido!

Aceptó su fiero destino.

Le dieron la llave y lo dejaron solo. Subió a la lujosa cámara y tomó las


medidas. Cosa de minutos, pero se demoró meditando. Premeditando, más
bien. Imprimió sobre un trozo de masilla el perfil de la llave, se familiarizó
con las entradas y salidas del hotel y se retiró con un plan perfecto para
asesinar a los traidores.

Al construir el sofá dejó, debajo del asiento, una cavidad donde él pudiera
acomodarse. A fin de que los cargadores, en el momento de transportar el
mueble con él adentro, no reparasen en el exceso de peso, seleccionó maderas
y metales livianos para el armazón y gomapluma para los rellenos. A un
costado disimuló una mirilla. Se tocaba un resorte, se abría un escotillón y él
se deslizaba fuera del sofá. Lo demás sería fácil. Esperaría a que estuvieran
dormidos, asestaría una puñalada en cada corazón y, con la llave que se había
mandado hacer, tranquilamente se marcharía.

El jueves 26 llamó al aprendiz y le dijo:

—Esta tarde vendrán los changadores a llevarse el sofá. Yo no estaré, así


que usted se va en el camión con ellos y coloca el sofá donde ya sabe. Ahora
váyase a comer.

A la tarde se llevaron el sofá, con Sergio adentro, y lo encajaron en el huevo


de la pared.

Por la noche, a través de la mirilla, Sergio vio entrar a Linda y a Bobby,


radiantes
de felicidad. Al oírlos en la cama comprendió que nunca antes había
padecido, que sólo en ese momento empezaba a padecer. Aguardó hasta que
cayeron dormidos. ¡Ahora, por fin, la venganza! Tocó el resorte pero
¡maldición! No funcionó. ¡Cómo podía ser, si innumerables veces lo había
probado, siempre con éxito!

Inútil, inútil. Se sintió atrapado en el sofá como un cataléptico que despierta


en un ataúd. Oscuridad, silencio, quietud… Al rato movió un brazo. El
espacio le pareció más holgado. Después advirtió que podía recoger las
rodillas, cambiar de posición. Cada vez se veía más. El acero del puñal
clareaba a lo lejos como un horizonte en el alba. Ahora descubrió la
arquitectura interior del sillón. Se arrastró boca abajo. El espacio seguía
expandiéndose. Viajó por grutas, puentes, castillos. Conoció la ciudad de los
elásticos y por una arandela de aluminio desembocó en un campo de forros
y entretelas. De pronto se encendió la luz. Por una rendija vio que Linda,
descalza, iba al baño. Sergio se dejó caer por la rendija y con toda la
velocidad que sus patitas le permitían corrió sobre la alfombra. Linda lanzó
un grito de asco: —¡Una cucaracha!

Bobby se estiró desde la cama y de un zapatazo lo aplastó.


BIOGRAFÍA Jorge Luis Borges
(Nació el 24 de Agosto de 1899 en Buenos Aires y murió en Ginebra el 14 de junio de 1986)
Hijo de un profesor de psicología, estudió en Ginebra y vivió durante una breve temporada en Europa
relacionándose con los escritores ultraístas de la vanguardia española. En 1921 regresó a Argentina,
donde participó en la fundación de varias publicaciones literarias como la revista mural “Prisma”
(1921-1922) y la revista “Proa” (1922-1926), también colaboró con la revista “Martín Fierro”. Por
aquellos años frecuentó en amistad a Macedonio Fernandez, Scalabrini Ortiz y Arturo Jaureche y era
afín a las ideas de Nación y Pueblo del yrigoyenismo. En la década del 20´ escribió poesía de versos
libres con el sello de las Vanguardias, caminando por los barrios y las orillas para captar en un
instante único el pulso poético de las calles, las casas y los patios del arrabal porteño, aunque también
con poemas de carácter fundacional y de tema histórico.
En la década del 30´ trabajó en la Biblioteca Nacional (1938-1947) y tras el golpe de 1955 llegó a
convertirse en su director. Conoció a Adolfo Bioy Casares y publicó con él y con Silvina Ocampo
una “Antología de la literatura fantástica” que es un modelo del género. A partir de 1955 también fue
profesor de Literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires.
Aunque el reconocimiento internacional le llegó a través de sus libros de cuentos “Ficciones” y “El
Aleph” de 1944 y 1949 respectivamente, Borges se había iniciado en la escritura con ensayos
filosóficos y literarios de corte criollista como “El tamaño de mí esperanza” y “El idioma de los
argentinos”, y con los libros de poesía “Fervor de Buenos Aires”, “Luna de enfrente” y “Cuaderno de
San Martín”. En la década del 60´se convirtió en el autor de cabecera de los principales escritores,
filósofos e intelectuales de occidente. Baste citar a M. Foucault quien se inspiró en un cuento suyo
para la elaboración de “Las palabras y las cosas”. En 1961 comparte el Premio Formentor con Samuel
Beckett, y en 1980 el Cervantes con Gerardo Diego. Sus posturas políticas evolucionaron desde el
izquierdismo juvenil al nacionalismo y populismo y después a un liberalismo escéptico desde el que
se opuso al fascismo y al peronismo. Fue censurado por permanecer en Argentina durante las
dictaduras militares de la década de 1970, aunque jamás apoyó a la Junta militar. Consultado en una
entrevista luego del regreso de la democracia en 1983, Borges ironizó con que había cometido la
imprudencia de nacer en Buenos Aires en 1899. Y dijo -Luego de siete años de desgobierno va a ser
muy difícil levantar el país, pero si cada uno intenta ser un hombre ético habremos salvado a la patria.
A lo largo de toda su producción, Borges creó un mundo fantástico, metafísico y totalmente subjetivo.
Su obra, exigente con el lector, es resistida por algunos y de difícil comprensión para los que buscan
encontrar en sus cuentos una lógica repetida.
La simbología personal del autor ha despertado la admiración de numerosos escritores y
críticos literarios. En cierta oportunidad Borges dijo: “No soy ni un pensador ni un moralista, sino
sencillamente un hombre de letras que refleja en sus escritos su propia confusión y el respetado
sistema de confusiones que llamamos filosofía, en forma de literatura”. Y en otra ocasión expresó “La
literatura no es otra cosa que un sueño dirigido”.
“El etnógrafo”, Jorge Luis Borges

El caso me lo refirieron en Texas, pero había acontenido en otro estado.


Cuenta con un solo protagonista, salvo que en toda historia los protagonistas
son miles, visibles e invisibles, vivos y muertos. Se llamaba, creo, Fred
Murdock. Era alto a la manera americana, ni rubio ni moreno, de perfil de
hacha, de muy pocas palabras. Nada singular había en él, ni siquiera esa
fingida singularidad que es propia de los jóvenes. Naturalmente respetuoso,
no descreía de los libros ni de quienes escriben los libros. Era suya esa
edad en que el hombre no sabe aún quién es y está listo para entregarse a lo
que le propone el azar: la mística del persa o el desconocido origen del
húngaro, la aventuras de la guerra o del álgebra, el puritanismo o la orgía. En
la universidad le aconsejaron el estudio de las lenguas indígenas. Hay ritos
esotéricos que perduran en ciertas tribus del oeste; su profesor, un hombre
entrado en años, le propuso que hiciera su habitación en una toldería, que
observara los ritos y que descubriera el secreto que los brujos revelan al
iniciado. A su vuelta, redactaría una tesis que las autoridades del instituto
darían a la imprenta. Murdock aceptó con alacridad. Uno de sus mayores había
muerto en las guerras de la frontera; esa antigua discordia de sus estirpes era
un vínculo ahora. Previó, sin duda, las dificultades que lo aguardaban; tenía
que lograr que los hombres rojos lo aceptaran como a uno de los suyos.
Emprendió la larga aventura. Más de dos años habitó en la pradera, bajo toldos
de cuero o a la intemperie. Se levantaba antes del alba, se acostaba al
anochecer, llegó a soñar en un idioma que no era el de sus padres. Acostumbró
su paladar a sabores ásperos, se cubrió con ropas extrañas, olvidó los amigos y
la ciudad, llegó a pensar de una manera que su lógica rechazaba. Durante los
primeros meses de aprendizaje tomaba notas sigilosas, que rompería después,
acaso para no despertar la suspicacia de los otros, acaso porque ya no las
precisaba. Al término de un plazo prefijado por ciertos ejercicios, de índole
moral y de índole física, el sacerdote le ordenó que fuera recordando sus
sueños y que se los confiara al clarear el día. Comprobó que en las noches de
luna llena soñaba con bisontes. Confió estos sueños repetidos a su maestro;
éste acabó por revelarle su doctrina secreta. Una mañana, sin haberse
despedido de nadie, Murdock se fue.
En la ciudad, sintió la nostalgia de aquellas tardes iniciales de la pradera en
que había sentido, hace tiempo, la nostalgia de la ciudad. Se encaminó al
despacho del profesor y le dijo que sabía el secreto y que había resuelto no
publicarlo.
-- ¿Lo ata su juramento? -- preguntó el
otro.
-- No es ésa mi razón -- dijo Murdock --. En esas lejanías aprendí algo que no
puedo decir.
-- ¿Acaso el idioma inglés es insuficiente? -- observaría el
otro.
-- Nada de eso, señor. Ahora que poseo el secreto, podría enunciarlo de cien
modos distintos y aun contradictorios. No sé muy bien cómo decirle que el
secreto es precioso y que ahora la ciencia, nuestra ciencia, me parece una mera
frivolidad.
Agregó al cabo de una pausa:
-- El secreto, por lo demás, no vale lo que valen los caminos que me
condujeron a él. Esos caminos hay que andarlos.
El profesor le dijo con frialdad:
-- Comunicaré su decisión al Concejo. ¿Usted piensa vivir entre los
indios? Murdock le contestó:
-- No. Tal vez no vuelva a la pradera. Lo que me enseñaron sus hombres vale
para cualquier lugar y para cualquier circunstancia.
Tal fue, en esencia, el diálogo.
Fred se casó, se divorció y es ahora uno de los bibliotecarios de Yale.
BIOGRAFÍA Patricia Highsmith
(Nació en Texas 1921 y murió en Locarno, Suiza en 1995)
Hija de Mary y Jay Bernard Plangman, separados antes de su nacimiento; fue criada por su abuelo. El
apellido Highsmith proviene del segundo marido de su madre, quien también participó activamente
en su crianza. A su padre biológico recién lo conoció a los doce años. De muy joven se trasladó a
New York, sus escritos tempranos recibieron la influencia del maestro del cuento contemporáneo
Edgar Allan Poe y de Joseph Conrad. Sus obras no tuvieron demasiado éxito en EE.UU pero si en
Europa. En 1963 se trasladó a Inglaterra y más tarde a Francia y Suiza.
De carácter introvertido, firmó con seudónimo su novela “Carol” de 1952, para no ser encasillada
como una “escritora lesbiana” en una época en que los homosexuales eran confinados a un espacio
de oscuridad y marginación. En 1974 escribió “Pequeños cuentos misóginos” que despertaron
pasiones encontradas entre las feministas, por mostrar los distintos estereotipos de género en que son
atrapadas las protagonistas de esos diecisiete cuentos breves. Más allá del debate acerca si es o no
feminista, Patricia Highsmith abrió las puertas a la mujer, en la década del 50´, a un género literario
tradicionalmente masculino como la “novela negra”.
Varias de sus novelas fueron llevadas al cine, destacándose “Extraños en un tren”, dirigida por Alfred
Hitchcock, en una de sus versiones. También produjo series para televisión. Tom Ripley fue el
personaje más conocido de varias de sus novelas, un antihéroe psicópata y amante de la buena vida”
llevado también al cine.
Autora de relatos cortos y ensayos, fue fundamentalmente conocida por sus novelas policiales y de
suspenso.
“Nunca fue uno de los nuestros”, Patricia Highsmith

Nunca fue uno de los nuestros No era solo porque había dejado de fumar y
apenas bebía que Edmund Quasthoff parecía distinto, un poco como un
santito y, por consiguiente, resultaba algo desagradable. Había otra cosa. Pero
¿qué? De eso hablaban en el apartamento de Lucienne Gauss, en el East Side
a la altura de la calle Ochenta, un día a las siete de la tarde, la hora de los
aperitivos. Julian Markus, el abogado, estaba allí con su esposa, Frieda, como
también Peter Tomlin, un periodista de veintiocho años, que era el más joven
del grupo. El grupo contaba con siete u ocho personas que conocían bien a
Edmund, lo que en la mayoría de los casos quería decir desde hacía unos
ocho años. También estaban presentes el sociólogo Tom Strathmore, el editor
Charles Forbes y su mujer, y Anita Ketchum, bibliotecaria del New York Art
Museum. Se reunían más a menudo en el apartamento de Lucienne que en
ningún otro, porque a Lucienne le gustaba recibirlos y, siendo una pintora que
trabajaba por cuenta propia, tenía horarios flexibles. Lucienne tenía treinta y
tres años, no estaba casada y era muy atractiva, de sedoso cabello rojizo, piel
blanca y suave, y una boca delicada e inteligente. Le gustaba la ropa cara, iba
a menudo a la peluquería y tenía estilo. El resto del grupo la llamaba, a sus
espaldas, la dama, cuidándose mucho de no usar la palabra ni siquiera entre
ellos (Tom el sociólogo la había usado), porque era una palabra anticuada o
quizás esnob. Edmund Quasthoff, contable en un bufete de abogados, se
había divorciado hacía un año, porque su mujer lo había dejado por otro y, en
consecuencia, él le había pedido el divorcio. Edmund tenía cuarenta años, era
alto, de cabello castaño y modales serenos, ni apuesto ni feo, pero tampoco
dueño de esa chispa que a veces convierte a una persona bastante fea en
atractiva. Lucienne y el grupo habían dicho después del divorcio: —No es
para sorprenderse. Edmund es bastante aburrido. Aquella tarde en casa de
Lucienne, alguien dijo de repente:
—Antes Edmund no era tan aburrido, ¿no? —Me temo que sí. ¡Sí! —gritó
Lucienne desde la cocina, porque en ese momento había abierto el grifo para
liberar los cubitos de una cubitera de metal. Había oído una risa. Lucienne
regresó al salón con el cubo de hielo. Edmund estaba a punto de llegar.
Lucienne se dio cuenta de que quería excluir a Edmund del círculo, de que no
lo soportaba.
—Sí, ¿qué le pica a Edmund? — preguntó Charles Forbes sonriéndole con
picardía a Lucienne. Charles era regordete, la delantera de la camisa le tiraba
en los botones, se le veía una franja de piel entre los calcetines y el pantalón
cuando estaba sentado, pero todos lo querían mucho por su amabilidad, su
inteligencia y su capacidad de beber como un cosaco sin que se le notara—.
Quizás le tenemos envidia porque él dejó de fumar —dijo Charles, mientras
apagaba su cigarrillo y sacaba otro. —Yo confieso que le tengo envidia —
dijo Peter Tomlin con una amplia sonrisa—. Sé que tendría que dejar de
fumar, pero no hay manera. Lo he intentado dos veces. De un año a esta
parte. Los pormenores del esfuerzo de Peter no le interesaron a nadie. Pronto
Edmund llegaría con su nueva mujer, y todos hablaban mientras podían. —¡A
lo mejor el problema es su mujer! —susurró Anita Ketchum con entusiasmo,
previendo que los demás se reirían y harían más comentarios. Tal
como hicieron.
—¡Mucho peor que la primera! — admitió Charles. —Claro, ¡Lillian, al lado
de ella, era un encanto! Estoy de acuerdo —dijo Lucienne, que seguía de pie
y le pasaba a Peter la botella de Vat 69 para que se sirviera él mismo a gusto
—. Es cierto que Margaret no ayuda. Que… — Lucienne estuvo a punto de
decir algo muy cruel sobre la expresión miedosa y al mismo tiempo distante
que aparecía a veces en el rostro de Margaret. —Ah, eso de casarse por
despecho
—dijo Tom Strathmore, con aire reflexivo. —No cabe duda de que fue así —
dijo Frieda Markus—. Quizás tengamos que perdonárselo. ¿Sabíais que los
hombres, según dicen, sufren más que las mujeres cuando los abandona su
cónyuge? El ego, dicen, se les resiente mucho más. —El mío se resentiría con
Magda, en realidad —dijo Tom. Anita soltó una risa. —¡Y qué nombre,
Magda! Me hace pensar en un modelo de lámpara o algo así. Sonó el timbre.
—Debe de ser Edmund —Lucienne fue a apretar el botón del portero
electrónico. Había invitado a Edmund y Magda a cenar, pero como iban al
teatro no podían quedarse. Solo tres personas lo harían: los Markus y Peter
Tomlin. —Tiene un trabajo nuevo, no os olvidéis —decía Peter cuando
Lucienne regresó a la sala—. Nadie lo obliga a ser tan callado o, para ser
exactos, reservado. Pero no es eso… Como los demás, Peter buscó la palabra,
la frase adecuada para describir lo poco agradable que era Edmund Quasthoff.
—Es un estirado — dijo Anita Ketchum con un mohín de fastidio. A
continuación se hizo silencio por unos segundos. El timbre del apartamento
iba a sonar en cualquier momento.
—¿Creéis que es feliz? —preguntó Charles en un susurro. Lo cual fue
suficiente para que todos se echaran a reír al mismo tiempo. La idea de que
ahora Edmund irradiara felicidad, incluso dos meses después de haberse
casado, era risible.
—Pero, por otra parte, puede que nunca haya sido feliz —dijo Lucienne, justo
cuando sonó el timbre, y debió ir a abrir la puerta. —Lucienne, querida,
espero no haber llegado tarde —dijo Edmund al entrar, inclinándose para
besarla en la mejilla y sin llegar a tocarla por varios centímetros. —No, para
nada. A mí me sobra el tiempo, pero a vosotros no. ¿Y cómo estás, Magda?
—preguntó Lucienne con deliberado entusiasmo, como si de verdad le
importara cómo estaba Magda. —Muy bien, gracias, ¿y tú? — Magda de
nuevo iba de marrón, con un vestido beis y marrón oscuro de algodón y una
bufanda de satén marrón al cuello. Los dos se veían marrones y aburridos,
pensó Lucienne mientras los guiaba hacia la sala. Hubo saludos cálidos y
simpáticos. —No, agua tónica sola, por favor… Bueno, una gotita de ginebra
—le dijo Edmund a Charles, que hacía los honores—. Rodaja de limón, sí,
gracias. Edmund, como siempre, daba la impresión de estar sentado al borde
del sillón. Anita, diligentemente, le daba conversación a Magda en el sofá. —
¿Y cómo te va en el nuevo trabajo, Edmund? —preguntó Lucienne. Edmund
había trabajado en el departamento de contabilidad de las Naciones Unidas
varios años, pero en el nuevo puesto le pagaban mejor y se sentía menos
encerrado, dado que había comidas de negocios casi a diario, según tenía
entendido Lucienne. —Y… —empezó Edmund—, os digo una cosa, es otra
gente —trató de sonreír. Las sonrisas de Edmund parecían esfuerzos—. Esas
comidas con tanto alcohol… —Edmund movió la cabeza—. Creo que hasta
les molesta que yo no fume. Quieren que uno sea como ellos, ¿sabéis? —
¿Quiénes son «ellos»? —preguntó Charles Forbes. —Clientes de la agencia y
muchas veces sus contables —contestó Edmund —. Prefieren hablar de

CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS


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negocios durante la comida que hacerlo en mi oficina. Es curioso —Edmund
se pasó el índice por la aleta de su nariz aguileña—. Tengo que beber una o
dos copas con ellos (el restaurante al que voy sabe prepararlas suaves),
porque si no, los clientes pueden pensar que soy

2 CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS


el Infernal Departamento de Hacienda en persona, que privilegia la
honestidad sobre la conveniencia o algo por el estilo —la cara de Edmund
volvió a torcerse en una sonrisa que no duró mucho. «Qué pena», pensó
Lucienne y por poco lo dijo. Raro pensar en esa palabra, porque no sentía
pena por Edmund. Lucienne cruzó miradas con Charles y después con Tom
Strathmore, que esbozó una sonrisita irónica. —Además me llaman a
cualquier hora de la noche. En California no se dan cuenta de la diferencia
horaria… —Deja el teléfono descolgado por la noche —terció Ellen, la mujer
de Charles. —Ah, no puedo darme el lujo — contestó Edmund—. Estos
clientes y sus preocupaciones son como vacas sagradas. A veces me hacen
preguntas que podrían resolverse con una calculadora. Pero Babock y Holt,
como empresa, les debe cierta cortesía, así que duermo poco… No, gracias,
Peter —dijo cuando Peter intentó servirle más alcohol. Edmund también alejó
un cenicero casi lleno cuyo olor parecía molestarle. Normalmente Lucienne
habría retirado el cenicero, pero ahora no lo hizo. ¿Y Magda? Cuando
Lucienne la miró, Magda echaba un vistazo a su reloj mientras hablaba con
Charles, que estaba a su izquierda. Veintisiete años tenía, sin duda era
envidiablemente joven, pero ¡qué sosa! Mal cutis. No era sorprendente que no
se hubiera casado antes. Seguía trabajando, había dicho Edmund; hacía algo
relacionado con ordenadores. Tejía bien, sus padres eran mormones, aunque
Magda no lo era. ¿No?, se preguntaba Lucienne. Un momento después, tras
rechazar los ofrecimientos incluso de zumo de naranja o de tomate, Magda le
dijo suavemente a su marido: —Amor… —y dio unos golpecitos sobre su
reloj pulsera. Edmund dejó su vaso sobre la mesita al instante, y sus
anticuados zapatos de vestir marrones se levantaron del suelo un poco antes
de que él se incorporara. Edmund ya tenía cara de cansado, aunque apenas
eran las ocho. —Ah, sí, el teatro. Gracias, Lucienne. Un placer, como
siempre. —¡Pero tan poco tiempo! —dijo Lucienne. Después de que Edmund
y Magda se fueran, hubo un «uf» generalizado y algunas risotadas contenidas,
que sonaban no tan indulgentes como ácidamente divertidas. —No me
gustaría nada estar casado con alguien así —dijo Peter Tomlin, que no estaba
casado—. Honestamente — agregó. Peter conocía a Edmund desde que él,
Peter, tenía veintidós años; los había presentado Charles Forbes, en cuya
editorial Peter se había presentado a un puesto sin éxito. A Charles, que era
un poco mayor, Peter le había caído bien, y lo había presentado a algunos de
sus amigos, entre ellos Lucienne y Edmund. Peter recordó que Edmund
Quasthoff le había causado una primera impresión favorable —la de un
hombre serio y honrado—, pero las virtudes que Peter había visto en Edmund
entonces se habían desvanecido con el tiempo, como si aquella primera
impresión hubiera sido un error por parte de Peter. Edmund, por alguna razón,
no había estado a la altura de la vida. Había en él algo forzado, y Magda
parecía ser lo forzado en persona. ¿O era que a Edmund en realidad no le
caían bien ellos? —Quizás se merece a Magda —dijo Anita, y los otros se
rieron. —Quizás nosotros tampoco le caemos bien —dijo Peter. —Pero sí —
dijo Lucienne—. ¿Te acuerdas, Charles, de lo contento que se puso cuando…
cuando lo aceptamos… la primera vez que los invité a él y a Lillian a cenar
aquí en casa? Una de mis cenas de cumpleaños, si mal no recuerdo. Edmund
y Lillian no paraban de sonreír porque se los había admitido en nuestro
círculo de elegidos —la risa de Lucienne despreciaba al círculo y también a
Edmund. —Sí, Edmund hizo el intento —dijo Charles. —Hasta la ropa que
se pone es aburrida —dijo Anita.
—Cierto. ¿No podría alguno de vosotros deslizar una indirecta? Tú, por
ejemplo, Julian —Lucienne echó un vistazo al impecable traje de algodón de
Julian—. Siempre vas tan elegante… —¿Yo? —Julian se acomodó la
chaqueta sobre los hombros—. Sinceramente, creo que los hombres prestan
más atención a lo que dicen las mujeres. ¿Por qué habría de decirle algo yo?
—Magda me contó que Edmund quiere comprarse un coche —dijo Ellen. —
¿Sabe conducir?
—preguntó Peter. —¿Me permites, Lucienne? —Tom Strathmore se inclinó
hacia la botella de whisky que había sobre una bandeja—. Quizás lo que le
hace falta a Edmund es una buena borrachera una noche de estas. A lo mejor
Magda hasta va y lo deja. —Acabamos de invitar a los Quasthoff a cenar en
casa el viernes por la noche —anunció Charles—. Quizás Edmund llegue a
emborracharse. ¿Quién más quiere venir? ¿Lucienne? Previendo aburrirse,
Lucienne dudó. Pero quizás no se aburriría. —¿Por qué no? Gracias, Charles.
Y Ellen. Peter Tomlin no podía, porque tenía que entregar un encargo el
viernes por la noche. Anita dijo que le encantaría ir. Tom Strathmore estaba
libre, pero no así los Markus, porque era el cumpleaños de la madre de Julian.
Fue una velada memorable en la amplia cocina-comedor de los Forbes.
Magda no había estado nunca en el ático. Contempló educadamente la
colección de dibujos enmarcados de artistas contemporáneos, pero pareció
darle miedo hacer comentarios. Magda se portó mejor que nunca, mientras los
demás, como por acuerdo tácito, estuvieron inusualmente distendidos y
contentos. En parte, se dio cuenta Lucienne, lo hacían para dejar a Magda
fuera del jovial círculo de amigos y burlarse de su exagerado decoro, aunque
de hecho todos se esforzaban por que Edmund y Magda se divirtieran. Una de
las formas de hacerlo, observó Lucienne, era la de Charles, que servía ginebra
en el vaso de tónica de Edmund con mano muy generosa. A la mesa, Ellen
hizo lo propio con el vino. Era un vino muy bueno, un margaux añejo que
iba muy bien con los trozos de carne que todos sumergían en el aceite caliente
de una olla ubicada en el centro de la mesa redonda. Había pan caliente con
mantequilla y ajo, y servilletas de papel en las que limpiarse los dedos
grasientos. —Vamos, mañana no tienes que trabajar —dijo Tom con
afabilidad, volviendo a llenar el vaso de vino de Edmund. —No, sí, mañana
trabajo —contestó Edmund, con una sonrisa—. Siempre lo hago. Los
sábados hay que hacerlo. Magda miraba fijamente a Edmund, aunque él no
lo notara, porque sus ojos no se dirigían hacia ese lado. Después de cenar,
pasaron al largo salón que daba a la terraza. Con el café se sirvió Drambuie,
Bénédictine o brandy a elección. A Edmund le gustaba lo dulce, como bien
sabía Lucienne, y ella notó que a Charles no le costó persuadirlo de que
aceptara un traguito de Drambuie. Después jugaron a los dardos. —Los
dardos es el mayor ejercicio físico que me permito —dijo Charles,
preparándose. Su primer tiro dio justo en el centro. Los demás fueron
turnándose; Ellen anotaba la puntuación. Edmund se preparó con torpeza,
haciéndose el gracioso, como todos sabían, aunque tratando de apuntar bien.
Edmund tenía cualquier cosa menos agilidad y coordinación. Su primer tiro
dio en la pared a un metro del blanco, y, como la golpeó de lado, el dardo no
se clavó sino que cayó al suelo. Lo mismo hizo Edmund, tras girar por algún
motivo sobre el pie izquierdo y perder el equilibrio. Gritos de «¡bravo!» y
risas alegres. Peter alargó una mano y levantó a Edmund. —¿Te has hecho
daño? Edmund pareció muy sorprendido y no sonrió al ponerse en pie. Se
arregló el traje. —No creo que… La verdad me siento como… —sus ojos
miraron alrededor, como desenfocados, mientras los demás esperaban,
escuchando—. Tengo la sensación de que no se me aprecia en esta casa…
así que… —¡Ay,
Edmund! —dijo Lucienne. —¿De qué hablas, Edmund? — preguntó Ellen.
Le pusieron a Edmund otro Drambuie en la mano, pese a que Magda trató de
impedirlo. Edmund se calmó, pero no mucho. La partida de dardos continuó.
Edmund estaba lo suficientemente sobrio para darse cuenta de que haría el
ridículo yéndose enfadado en ese momento, pero lo suficientemente ebrio
como para revelar la corazonada, por muy vaga que fuera, de que la gente que
estaba a su alrededor ya no eran verdaderos amigos suyos, que en realidad él
no les caía bien. Magda lo convenció de que tomara más café. Los Quasthoff
se fueron unos quince minutos después. Sobrevino una inmediata sensación
de alivio. —Ella es la muerte, seamos sinceros —dijo Anita, y arrojó un
dardo.
—Bueno, lo emborrachamos —dijo Tom Strathmore—. O sea que es posible.
De alguna manera todos habían probado el sabor de la victoria al ver a
Edmund despatarrado en el suelo. Esa noche, Lucienne, que había bebido más
que de costumbre —dos coñacs después de la cena—, llamó a Edmund a las
cuatro de la mañana para preguntarle cómo se encontraba. Sabía también que
lo llamaba para estropearle el sueño. El teléfono sonó cinco veces y Edmund
respondió con voz soñolienta; Lucienne descubrió que no podía decir nada.
—¿Hola?
¿Hola? Habla Qu… Quasthoff. Cuando Lucienne se despertó a la mañana
siguiente, el mundo se veía un poco diferente, más nítido y excitante. No se
trataba de la leve sensación de nervios que hubiera podido causarle la resaca.
De hecho, se sintió muy bien después de su desayuno habitual de zumo de
naranja, té inglés y tostadas, y pintó a gusto durante dos horas. Se dio cuenta
de que tenía la mente ocupada detestando a Edmund Quasthoff. Ridículo,
pero así era. ¿Cuántos de sus amigos se sentían de la misma manera ese día?
El teléfono sonó justo después de mediodía, y era Anita Ketchum. —Espero
no interrumpirte en medio de una pincelada maestra. —No, no. ¿Qué pasa?
— Bueno, Ellen me llamó esta mañana para decirme que se canceló la fiesta
de cumpleaños de Edmund. —Ni sabía que había una fiesta. Anita se lo
contó. La noche anterior, Magda había invitado a Charles y Ellen a una cena
para festejar el cumpleaños de Edmund dentro de nueve días, y había dicho
que, como servirían un bufet con los invitados de pie, invitaría a «todo el
mundo», incluidos algunos amigos de ella que aún no todos conocían. Pero
resultaba que a la mañana siguiente, sin mediar una explicación del tipo de
que Edmund o ella estaban enfermos de algo grave, Magda había
dicho que había
«reconsiderado» lo de la fiesta, que lo sentía. —A lo mejor le da miedo que
Edmund se emborrache de nuevo —dijo Lucienne, pero sabía que eso era
solo parte de la respuesta. —Estoy segura de que piensa que ni ella ni
Edmund nos caen bien, lo que por desgracia es cierto. —¿Qué vamos a
hacer? —dijo Lucienne, fingiendo desilusión. —Somos unos parias sociales,
¿no? Ja, ja. Ahora me tengo que ir, Lucienne, que hay alguien esperando. El
pequeño revés de la fiesta cancelada le pareció a la vez hostil y tonto a
Lucienne; el resto del grupo se enteró en unas veinticuatro horas, aunque no
todos habían llegado a recibir la invitación. —Nosotros también podemos
invitar y desinvitar —le dijo riendo Julian Markus por teléfono a Lucienne—.
Qué chiquillada; ni siquiera dieron la excusa de un viaje de negocios o algo
así. —No hay excusa, no. En fin, ya pensaré en algo divertido, Julian de mi
corazón. —¿A qué te refieres? —Una pequeña revancha. ¿No crees que se la
merecen? —Claro, querida mía. La primera idea de Lucienne fue sencilla.
Ella y Tom Strathmore invitarían a Edmund a comer el día de su cumpleaños,
y lo emborracharían de tal manera que no estaría en condiciones de regresar
a su oficina esa misma
tarde. Tom se mostró entusiasta. Y Edmund sonó agradecido cuando
Lucienne lo llamó para invitarlo, sin mencionar el nombre de Magda.
Lucienne reservó mesa en un restaurante francés bastante caro cerca de la
calle 60 en el East Side. Ella, Tom y tres martinis ya estaban esperando
cuando Edmund llegó, sonriendo tímidamente, pero a todas luces contento de
ver a sus viejos amigos de nuevo en torno a una pequeña mesa. Conversaron
afablemente. Lucienne se las arregló para pronunciar algunos elogios con
respecto a Magda. —Tiene cierta dignidad —dijo Lucienne. —Ojalá no fuera
tan tímida — replicó Edmund al instante—. Yo trato de que se suelte. Otra
ronda de copas. Lucienne pospuso el momento de pedir al ir a hacer una
llamada telefónica, mientras que Tom pidió una tercera ronda para pasar el
tiempo hasta que Lucienne volviera. Después pidieron la comida, con vino
blanco seguido de tinto. Con la primera copa de blanco, Tom y Lucienne le
cantaron bajito el «Feliz cumpleaños» a Edmund mientras levantaban los
vasos. Lucienne había llamado a Anita, que trabajaba a solo tres manzanas,
y Anita se les unió cuando la comida estaba terminando, justo después de las
tres, y le pidieron un Drambuie a Edmund, aunque Lucienne y Tom se
abstuvieron. Edmund murmuraba algo sobre un compromiso a las tres en
punto, al que quizás le conviniera no ir, porque en realidad no era un
compromiso de los más importantes. Anita y los demás le dijeron que sin
duda se lo perdonarían en su cumpleaños. —Tengo solo media hora —dijo
Anita cuando salieron juntos del restaurante, donde Anita no había bebido
nada—. Pero tenía ganas de verte en tu día, mi querido Edmund. Te invito a
beber una copa o una cerveza. Insisto. Los otros besaron a Edmund en la
mejilla y partieron, y Anita cruzó la calle con Edmund hacia el bar de la
esquina, cuya exuberante decoración intentaba emular a la de un antiguo pub
irlandés. Edmund cayó sobre su silla, tras resbalarse en el serrín del suelo.
Costaba creer que le servirían algo, pensó Anita, pero ella estaba sobria, y les
sirvieron. Desde el bar, Anita llamó a Peter Tomlin y le explicó la situación,
que a Peter le causó gracia, y Peter prometió aparecer y tomar el relevo.
Llegó Peter. Edmund bebió una segunda cerveza e insistió en tomar café, que
fue pedido, pero la combinación pareció descomponerlo. Anita se había ido
hacía unos minutos. Peter esperó con paciencia, hablando de cualquier
tontería con Edmund, preguntándose si Edmund vomitaría o se desplomaría
al pie de la mesa. —Mag invitó a gente a las seis — farfulló Edmund—.
Tengo que estar en casa… antes… que si no —intentó en vano enfocar el
reloj con la mirada.
—¿La llamas Mag? Termínate la cerveza, compañero —Peter levantó su
primer vaso de cerveza, que estaba casi vacío—. Hasta el fondo y ¡que
cumplas muchos más! Vaciaron sus vasos. Peter dejó a Edmund en la puerta
de su apartamento a las 18:25 y se marchó. Por el murmullo de las voces que
se oían detrás de la puerta, Peter se había dado cuenta de que, en casa de
Magda y Edmund, los invitados estaban en pleno aperitivo. Edmund había
dicho que
«su jefe» estaría presente, así como un par de clientes importantes. Peter se
sonrió en el ascensor. Regresó a su casa, le pasó un informe completo a
Lucienne, se preparó café instantáneo y volvió a sentarse frente a la máquina
de escribir. ¿Cómico? ¡Claro! ¡Pobre Edmund! Pero era Magda quien más
divertía a Peter. Magda era la estirada, el verdadero blanco, pensó Peter. Peter
cambiaría de opinión en menos de una semana. Vio con sorpresa y cada vez
mayor inquietud que la ofensiva, liderada por Lucienne y Anita, se
concentraba en Edmund. Diez días después de la borrachera, Peter pasó un
día por el apartamento de los Markus — solo para devolver un par de libros
que le habían
prestado— y los encontró a los dos saboreando la última desgracia de
Edmund. Edmund había perdido su empleo en Babcock y Holt y ahora estaba
en el hospital Payne-White haciéndose una cura de desintoxicación. —
¿Cómo? — dijo Peter—. ¡No sabía nada! —Nos enteramos hoy —dijo Frieda
— Me llamó Lucienne. Dijo que quiso contactar con Edmund en su oficina
hoy por la mañana, y le dijeron que estaba de permiso, pero ella insistió en
saber dónde estaba con el pretexto de que se trataba de una emergencia
familiar, y ya sabes lo buena que es para ese tipo de cosas. Así que le dijeron
que Edmund estaba en el Payne-White, y ella llamó y habló con él en
persona. Para colmo, según contó él mismo, Edmund había tenido un
accidente con su coche, aunque por suerte no había resultado herido ni había
herido a nadie. —Santo Dios —dijo Peter. —Siempre tuvo debilidad por la
botella —dijo Julian— y por desgracia muy poca tolerancia al alcohol. Tuvo
que dejar de beber por completo hace cinco o seis años, ¿no, Frieda? Quizás
tú no lo conocías en aquella época, Peter. En fin, se mantuvo sobrio, pero no
duró mucho. Las cosas empeoraron cuando Lillian lo abandonó. Pero ahora,
este trabajo… Frieda Markus dejó escapar una risita. —¡Este trabajo!
Lucienne no ayudó y lo sabes bien. Invitó a Edmund un par de veces a su
casa y le soltó la lengua con alcohol. Lo hizo hablar de sus problemas con
Magda. Problemas. Peter sintió una punzada de antipatía hacia Edmund por
haber hablado de sus «problemas» tras solo unos tres meses de matrimonio.
¿No tenía problemas todo el mundo? ¿Había que aburrir a los amigos con
ellos? —Quizás se lo merecía —murmuró Peter. —En un sentido, sí —dijo
Julian con autoridad y sacó un cigarrillo. La agresividad de Julian daba a
entender que la campaña anti Edmund aún no había terminado—. Es débil —
agregó. Peter le agradeció a Julian el préstamo de los dos libros y se marchó.
Una vez más tenía trabajo que hacer por la noche, así que no podía quedarse a
tomar una copa. Ya en casa, Peter dudó entre llamar a Lucienne o a Anita; se
decidió por Lucienne, pero como no contestaba probó con Anita. Anita
estaba en casa, con Lucienne. Las dos hablaron con Peter, y a ambas se las
oía alegres. Peter le preguntó a Lucienne por Edmund. —Se habrá recuperado
en una semana más o algo así, me dijo. Pero no será el mismo de antes, no
creo, cuando salga. —¿Por qué? —Bueno, perdió su trabajo y todo este
asunto no le hará fácil conseguir otro. Puede que haya perdido también a
Magda, porque Edmund me dijo que ella lo iba a dejar si no se iban de Nueva
York. —Así que a lo mejor se mudan — dijo Peter—. ¿Te dijo si la pérdida
del trabajo era definitiva? —Sí, sí. En la oficina se habló de un permiso,
pero Edmund sabe que no van a readmitirlo —Lucienne soltó una risa breve y
estridente—. Les convendría irse de Nueva York. Magda nos odia. Y,
sinceramente, Edmund nunca fue uno de nosotros, así que se entiende. ¿Se
entendía?, se preguntó Peter mientras se abocaba a su propio trabajo. Había
algo malicioso en todo aquello, y él se había comportado maliciosamente al
servirle cerveza tras cerveza a Edmund. Lo curioso era que Peter no sentía ni
pizca de compasión por Edmund. Se habría pensado que el grupo dejaría a
Edmund tranquilo, como poco, o incluso haría un esfuerzo para levantarle la
moral (sin copas) cuando saliera del Payne-Whitney, pero ocurrió
exactamente lo contrario, observó Peter. Anita Ketchum invitó a Edmund a
cenar en su apartamento y también le pidió a Peter que fuese. Anita no alentó
a Edmund a beber, pero por voluntad propia él bebió al menos tres cócteles.
A Edmund se lo veía decaído, y no se puso de mejor humor cuando Anita
empezó a criticar a Magda. Anita dijo con imparcialidad que Edmund se
merecía una mujer
mejor, y debería buscarla lo antes posible. Peter estaba de acuerdo. —No
parecía hacerte muy feliz, Ed —comentó Peter de hombre a hombre—, y
ahora dicen que quiere que te vayas de Nueva York. —Es cierto —dijo
Edmund— y no sé en qué otra parte conseguiría un trabajo decente.
Conversaron hasta tarde, en el fondo sin llegar a nada. Peter se fue antes que
Edmund. Descubrió que la imagen de Edmund lo deprimía: una figura alta,
encorvada, con ropa amplia, que miraba el suelo mientras daba vueltas por
el salón de Anita con una copa en la mano. Lucienne estaba en su casa
leyendo cuando el teléfono sonó a la una de la mañana. Era Edmund,
diciéndole que iba a divorciarse de Mag. —Acaba de irse, hace un minuto —
dijo Edmund en un tono alegre pero que sonaba un poco ebrio—. Dijo que
pasaría la noche en un hotel. Ni siquiera sé dónde. Lucienne se dio cuenta de
que quería que lo elogiara, o que lo felicitara. —Bueno, Edmund querido,
puede que sea lo mejor. Espero que lleguéis a un arreglo sin problemas.
Después de todo, no has estado casado mucho tiempo. —No, creo que hago,
quiero decir, que ella hace, lo correcto
—dijo Edmund con pesadez. Lucienne le aseguró que ella pensaba lo mismo.
Ahora Edmund se dedicaría a buscar un nuevo trabajo. Creía que Mag no
pondría dificultades, financieras o de otra índole, en cuanto al divorcio. —Es
una mujer joven que valora su privacidad. Es sorprendentemente…
independiente, ¿sabes? —hipó Edmund. Lucienne sonrió, pensando que
cualquier mujer querría ser independiente de Edmund. —Todos te deseamos
suerte, Edmund. Y hazme saber si crees que podemos mover hilos en alguna
parte. Charles Forbes y Julian Markus, le dijo más tarde Charles a Lucienne,
fueron al apartamento de Edmund una tarde para hablar de negocios, porque a
Charles se le había ocurrido que Edmund podía trabajar como contable
autónomo y de hecho la editorial donde trabajaba Charles necesitaba a
alguien así. Ellos dos no bebieron casi nada, según Charles, pero se quedaron
hasta bastante tarde. Edmund estaba con el ánimo por los suelos, y para
cuando se hicieron las doce ya había tomado varios dedos de whisky.
Aquello fue un jueves por la noche, y, para el martes por la mañana, Edmund
estaba muerto. La mujer de la limpieza entró con su llave y lo encontró
durmiendo en su cama, según pensó, a las nueve de la mañana. No se dio
cuenta hasta las doce y entonces llamó a la policía. La policía no pudo dar
con Magda, y el proceso de avisar a alguien se retrasó mucho, de manera que
nadie del grupo supo nada antes del miércoles por la noche: Peter Tomlin vio
la noticia en el periódico y llamó a Lucienne. —Una combinación de pastillas
para dormir y alcohol, pero no hay sospechas de suicidio —dijo Peter.
Tampoco Lucienne sospechaba que hubiera sido un suicidio. —Qué final —
dijo con un suspiro —. ¿Y ahora qué pasará? No estaba conmovida, sino que
pensaba vagamente que los otros miembros del círculo estarían oyendo las
noticias o leyéndolas en aquel momento. —Bueno, el funeral es mañana en
una funeraria de Long Island, según lo que dice aquí. Peter y Lucienne
decidieron ir. Los amigos, Lucienne Gauss, Peter Tomlin, los Markus, los
Forbes, Tom Strathmore, Anita Ketchum, acudieron todos; formaban al
menos la mitad de la pequeña concurrencia. Quizás unos pocos parientes de
Edmund habían venido, pero el grupo no estaba seguro: la familia de Edmund
vivía en el área de Chicago, y el grupo no había conocido a ninguno de sus
integrantes. Magda estaba presente, vestida de gris con un fino velo negro.
Se quedó a un lado, y apenas saludó con un asentimiento de cabeza a
Lucienne y a los demás. Fue una ceremonia no confesional; Lucienne no
prestó atención y dudó que sus amigos lo hicieran,
salvo para reconocer las palabras como una cantinela vacía y cerrar los oídos.
Después Lucienne y Charles dijeron que no se sentían con ánimo de seguir el
ataúd hasta la tumba, y tampoco los demás lo hicieron. La boca de Anita
parecía de piedra, aunque se había congelado en una leve sonrisa pensativa.
Había taxis a la espera, y los coches se acercaron hacia ellos. Tom
Strathmore caminaba con la cabeza gacha. Charles Forbes miró el cielo de
verano. Charles caminaba entre su mujer, Ellen, y Lucienne, y de repente
le dijo a esta:
—¿Sabes? Un par de veces llamé a Edmund de madrugada, solo para
molestarlo. Lo confieso. Ellen lo sabe. —Ah, ¿sí? —dijo Lucienne con calma.
Tom, detrás de ellos, lo había oído. —Yo hice algo peor —dijo con una
mueca sonriente—. Le dije a Edmund que podía perder su empleo si invitaba
a Magda a ir con él a sus comidas de negocios. Ellen se rio. —Oh, eso no es
serio, Tom, eso es…
—pero no terminó la frase. «Lo matamos», pensó Lucienne. Todos pensaban
lo mismo, y ninguno tenía el valor de decirlo. Cualquiera de ellos hubiera
podido decir: «Lo matamos, ¿sabéis?», pero nadie lo hizo. —Lo vamos a
echar de menos — dijo Lucienne finalmente, como si de verdad sintiera
eso. —Sí
—respondió alguien con igual seriedad. Subieron a tres taxis, prometiendo
verse pronto
BIOGRAFÍA Selva Almada
(Nació en Entre Ríos en 1973)
Forma parte de una nueva generación de escritoras argentinas. Sus novelas han sido traducidas al
francés, el italiano, el portugués y el Holandés. Almada propone a lo largo de toda su obra una
literatura regional pero no costumbrista, opuesta a las literaturas globalizadas. Su estilo es entre
poético y realista pero extraño. En su fraseo, sonido y sentido van de la mano. En sus cuentos y
novelas aparece la experiencia de los pueblos de provincia narrada con precisión. Habla de las
reglas que rigen las relaciones humanas (familiares, laborales y conyugales) a partir de las
costumbres. Confiesa que es muy tímida, y desordenada para escribir.
Publicó entre otros “Mal de muñecas” en el año 2003, “Niños” en el año 2005, “una chica de
provincia” en 2007, “El viento que arrasa” en 2012, “Ladrilleros” en 2013, “Chicas muertas” donde
visibilizó el femicidio de tres chicas de provincia en la década del 80 y “ El desapego es una manera
de querernos” en 2015. Codirige el ciclo de lecturas “Carne Argentina”.
“Las fotos del hijo”, Selva Almada

Es invierno y es de noche aunque apenas dieron las seis y cuarto. La vieja


entró hace un momento, se quitó el abrigo sacudiéndolo para limpiarlo de las
finísimas agujas de hielo, el abrigo mismo pareció sacudirse como el lomo de
un enorme perro negro mojado, y el viejo, sentado frente al fuego, hizo con la
mano un gesto de fastidio, gruñendo como si él también fuese un perro, pero
viejo, de pocas pulgas.
Si el hijo no se hubiese marchado. La anciana no puede pensar en otra cosa
desde hace años, desde el mismo día en que el muchacho se fue, desde ese
mismo día unas pocas horas después de la partida. O si su hijo hubiese vuelto.
O si los otros hijos no se le hubiesen muerto adentro de la panza. O si
hubiesen traído y criado como suyo al hijo de alguna de las hijas solteras de
sus vecinos o al hijo de cualquier otra muchacha. O si. Pero los hijos tarde o
temprano se marchan, así piensa el viejo y debe tener razón.
Mientras él mira el fuego como si no hubiese nada más que ver a su alrededor
y fuma un cigarrillo armando otro y tose y carraspea y escupe entre las
cenizas del borde, ella se mete en la pieza y saca del ropero una caja de
zapatos y se sienta en la cama y la abre y toma una pila de polaroids.

En las fotos está su muchacho sonriente, con el cabello un poco largo hacia
la nuca como le gusta usarlo, más rubio, del color de la paja por las largas
jornadas al sol de Formosa. Hay un río detrás suyo y más atrás una costra
verde. En una de sus cartas le explicó que esa línea oscura es Paraguay,
Alberdi precisamente. Un pueblo de contrabandistas, decía y a ella el corazón
le había dado un vuelco adentro del pecho. ¿Y si su hijo anduviese en algo
raro? Pero no. Su hijo se había ido a trabajar con Guiffre, a trabajar los
campos que Guiffre tenía allá. Cuando su hijo vivía acá también era
empleado suyo. Al principio, Guiffre pasaba a visitarlos y traer noticias de
Formosa, cartas y dinero. Ya iban para tres años sin que se diera una vuelta.
Ella había escuchado por ahí que se había mudado allá con su familia.
En otra foto, el chico aparecía abrazado a dos muchachas muy jóvenes,
casi niñas. Había una mesa sin mantel, con restos de comida en los platos y
botellas de vino. Ellos tres sostenían vasos llenos de vino, apuntando hacia
la cámara, como en un brindis. Era un día luminoso, el hijo estaba en cueros
y las mujeres con vestidos livianos, cubriéndoles apenas los pechos. Son mis
novias, bromeaba en la carta, porque acá está permitido tener más de una y
nadie se ofende. A ella le había causado gracia y se lo había comentado al
marido –que nunca leía las cartas- y él había dicho con rabia tu hijo no pierde
las mañas se ve y ella, también con rabia, le contestó que qué culpa tenía el
muchacho si todas se le ofrecían. Y con más rabia pensó que con qué derecho
hablaba así de su niño, que si creía que por vieja se le había olvidado el
asunto aquel con la madre de Guiffre.

Tanto calor en Formosa y tanto frío acá, pensó con un temblor. Tenía los pies
húmedos de rocío y el viento aullaba entre los paraísos del patio como un
animal en época de celo. Cuando se quitó los zapatos vio que había pisado
mierda en los corrales mientras encerraba las vacas. El marido andaba mal de
los pulmones y en invierno tenía que quedarse adentro, junto al fuego. Si el
hijo.

Arriba del massey ferguson naranja, el hijo, con un sombrero de tela y ala
ancha que le ensombrecía el rostro, descansaba el brazo desnudo sobre el
volante y tenía un cigarrillo en la mano. No sonreía. La cámara lo había
captado desprevenido. Al costado, fuera de foco, dos muchachos posaban
abrazados. Cuando Guiffre vaya para allá, contaba en una carta, les voy a
mandar una máquina de estas que sacan la foto y la podés ver enseguida, se
maneja fácil, Guiffre te va a explicar, apuntás, disparás y la foto sale por
abajo, la sacudís un ratito y ya podés verla. (A ella le costaba creer que
algo así se hubiese inventado.) Así vos y el viejo se sacan fotos, decía, y me
las mandan y puedo verlos. A esto también se lo había comentado al
marido y él no le contestó nada. Pero la máquina no llegó nunca.
Vino Guiffre y trajo un acordeón a piano, nuevo, verde niquelado.
Desplegado al sol parecía una serpiente de esas grandes, de agua, que el hijo
le contó había por allá pero que no se preocupara que no eran venenosas.
Cuanto más chica es la víbora más dañina, le explicó. Para que el viejo toque
chamamé, decía la tarjetita. A ella le había mandado dos frascos de agua de
colonia.
Unos meses después –ahora que lo pensaba, la última vez- pasó Guiffre y le
pidió el acordeón. Dijo que el muchacho lo necesitaba. También dijo que no
traía carta porque había viajado de golpe y no había tenido tiempo de
escribirles, pero que estaba bien y mandaba saludos. No quiso sentarse ni
esperar al viejo para tomar una marcela con él como siempre.
A ella le parecía que el marido lo quería más a Guiffre que a su propio hijo.
La enfurecía oírlo hablar con orgullo de Guiffre como si fuese de su familia.
Como si Guiffre.
Le entregó el acordeón que el viejo nunca había tocado ni sacado del estuche
aunque más no fuera por curiosidad. Le dio lástima que se lo llevara, pero
también le daba lástima que estuviese guardado sin que nadie le sacara un
poco de música.
Otra foto le devolvió al chico con barba, una camisa floreada, las manos en
los bolsillos del jean y un loro en el hombro. Estaba parado en una calle
barrosa y el día estaba nublado como si recién acabase de llover o estuviera
por empezar. Llovía mucho, contaba la carta, y peligraba la cosecha. No
decía nada del acordeón.
Poco después oyó decir que a Guiffre lo había fundido la inundación y que
para colmo la mujer se había escapado con otro y le había dejado los hijos.

Escuchó al marido llamarla desde la cocina. Le dijo que tenía hambre y


preguntó si quedaba vino. Ella puso la olla arriba del fuego colgándola de un
gancho que estaba para eso y le agregó un poco de agua antes de taparla.
Desde que estaban los dos solos, cocinaba bastante al mediodía y después
cenaban las sobras. En verano no se podía porque la comida se echaba a
perder. Después le sirvió el vino y le avisó que era el último jarro, que le
hiciera acordar al otro día que comprara otra damajuana, y volvió a la pieza.

En la última foto su hijo abrazaba a una mujer de cabello largo, acurrucada

CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS


1
11
contra su pecho. Aparentemente había viento pues el pelo de ella le cubría

2 CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS


casi todo el rostro. De nuevo, el río de fondo aunque muchísimo más ancho y
oscuro, como desbordado. En la carta le decía que estaba en Paraguay y que
pensaba casarse allá con la chica de la foto, que un día de estos los dos iban a
ir a visitarla. De Guiffre no decía nada, pero si era verdad que estaba fundido
ya no trabajaría para él. Era también la última carta fechada dos años atrás.

Ella y el viejo comieron en silencio, junto al fuego, con los platos sobre la
falda. Estaban terminando cuando escuchó golpes en la puerta. En su apuro
por abrir, pateó el vaso con vino que el marido había dejado en el piso.
Antes de tirar del picaporte, tomó aliento y pensó si no se vería demasiado
vieja, si no tendría que arreglarse un poco, y enseguida pensó que de todos
modos estaba oscuro, que ya tendría tiempo mañana, que tenía que abrir
porque afuera hacía demasiado frío y ellos estarían cansados por el viaje.
Entonces abrió la puerta y se topó con la noche espesa, helada y solitaria. Una
rama desguasada por el viento rodaba en el patio.
BIOGRAFÍA Samanta Schweblin
(Nació en Buenos Aires en 1978)
Samanta Schweblin egresada de la carrera de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires
desde 2012 vive en Berlín. Su libro de cuentos El núcleo del disturbio (2002) ganó el primer premio
del Fondo Nacional de las Artes 2001. Obtiene el primer premio del Concurso Nacional Haroldo
Conti por su cuento “Hacia la alegre civilización de la capital”. Participó en antologías publicadas
por la Editorial Siruela, “Cuentos argentinos” (España, 2004); la Editorial Norma, “La joven
guardia” (Argentina, 2005) y “Una terraza propia” (Argentina, 2006). Algunos de sus cuentos ya se
encuentran traducidos al inglés, el francés, el alemán y el sueco. Su segundo libro de cuentos, Pájaros
en la boca (2009), obtuvo el Premio Casa de las Américas 2008. En 2010 publicó “La pesada valija de
Benavides” en la editorial uruguaya La Propia Cartonera y fue elegida por la revista británica Granta
entre los 22 mejores escritores en español menor de 35 años. En
2012 ganó el Premio Juan Rulfo por el cuento “Un hombre sin suerte”. Recibió el Premio Konex
Diploma al Mérito y en 2015 gana el IV Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero
con su libro Siete casas vacías.
“Un hombre sin suerte”, Samanta Schweblin

El día que cumplí ocho años, mi hermana –que no soportaba que dejaran de
mirarla un solo segundo–, se tomó de un saque una taza entera de lavandina.
Abi tenía tres años. Primero sonrió, quizá por el mismo asco, después arrugó
la cara en un asustado gesto de dolor. Cuando mamá vio la taza vacía
colgando de la mano de Abi se puso más blanca todavía que Abi.
–Abi-mi-dios –eso fue todo lo que dijo mamá–. Abi-mi-dios –y todavía tardó
unos segundos más en ponerse en movimiento.
La sacudió por los hombros, pero Abi no respondió. Le gritó, pero Abi
tampoco respondió. Corrió hasta el teléfono y llamó a papá, y cuando volvió
corriendo Abi todavía seguía de pie, con la taza colgándole de la mano.
Mamá le sacó la taza y la tiró en la pileta. Abrió la heladera, sacó la leche y
la sirvió en un vaso. Se quedó mirando el vaso, luego a Abi, luego el vaso, y
finalmente tiró también el vaso a la pileta. Papá, que trabajaba muy cerca de
casa, llegó casi de inmediato, pero todavía le dio tiempo a mamá a hacer todo
el show del vaso de leche una vez más, antes de que él empezara a tocar la
bocina y a gritar. Cuando me asomé al living vi que la puerta de entrada, la
reja y las puertas del coche ya estaban abiertas. Papá volvió a tocar bocina y
mamá pasó como un rayo cargando a Abi contra su pecho. Sonaron más
bocinas y mamá, que ya estaba sentada en el auto, empezó a llorar. Papá
tuvo que gritarme dos veces para que yo entendiera que era a mí a quien le
tocaba cerrar.
Hicimos las diez primeras cuadras en menos tiempo de lo que me llevó cerrar
la puerta del coche y ponerme el cinturón. Pero cuando llegamos a la avenida
el tráfico estaba prácticamente parado. Papá tocaba bocina y gritaba ¡Voy al
hospital! ¡Voy al hospital! Los coches que nos rodeaban maniobraban un rato
y milagrosamente lograban dejarnos pasar, pero entonces, un par de autos
más adelante, todo empezaba de nuevo. Papá frenó detrás de otro coche, dejó
de tocar bocina y se golpeó la cabeza contra el volante. Nunca lo vi hacer una
cosa así. Hubo un momento de silencio y entonces se incorporó y me miró
por el espejo retrovisor. Se dio vuelta y me dijo:
–Sacate la bombacha.
Tenía puesto mi Jumper del colegio. Todas mis bombachas eran blancas pero
eso era algo en lo que yo no estaba pensando en ese momento y no podía
entender el pedido de papá. Apoyé las manos sobre el asiento para
sostenerme mejor. Miré a mamá y entonces ella gritó:
–¡Sacate la puta bombacha!
Y yo me la saqué. Papá me la quitó de las manos. Bajó la ventanilla, volvió a
tocar bocina y sacó afuera mi bombacha. La levantó bien alto mientras
gritaba y tocaba bocina, y toda la avenida se dio vuelta para mirarla. La
bombacha era chica, pero también era muy blanca. Una cuadra más atrás una
ambulancia encendió las sirenas, nos alcanzó rápidamente y nos escoltó, pero
papá siguió sacudiendo la bombacha hasta que llegamos al hospital.
Dejaron el coche junto a las ambulancias y se bajaron de inmediato. Sin mirar
atrás mamá corrió con Abi y entró en el hospital. Yo dudaba si debía o no
bajarme: estaba sin bombacha y quería ver dónde la había dejado papá, pero
no la encontré ni en los asientos delanteros ni en su mano, que ya cerraba
ahora de afuera su puerta.
–Vamos, vamos –dijo papá.
Abrió mi puerta y me ayudó a bajar. Cerró el coche. Me dio unas palmadas en
el hombro cuando entramos al hall central. Mamá salió de una habitación del
fondo y nos hizo una seña. Me alivió ver que volvía a hablar, daba
explicaciones a las enfermeras.
–Quedate acá –me dijo papá, y me señaló unas sillas naranjas al otro lado del
pasillo.
Me senté. Papá entró al consultorio con mamá y yo esperé un buen rato. No
sé cuánto, pero fue un buen rato. Junté las rodillas, bien pegadas, y pensé en
todo lo que había pasado en tan pocos minutos, y en la posibilidad de que
alguno de los chicos del colegio hubiera visto el espectáculo de mi bombacha.
Cuando me puse derecha el jumper se estiró y mi cola tocó parte del plástico
de la silla. A veces la enfermera entraba o salía del consultorio y se escuchaba
a mis padres discutir y, una vez que me estiré un poquito, llegué a ver a Abi
moverse inquieta en una de las camillas, y supe que al menos ese día no iba a
morirse. Y todavía esperé un rato más. Entonces un hombre vino y se sentó al
lado mío. No sé de dónde salió, no lo había visto antes.
–¿Qué tal? –preguntó.
Pensé en decir muy bien, que es lo que siempre contesta mamá si alguien le
pregunta, aunque acabe de decir que la estamos volviendo loca.
–Bien –dije.
–¿Estás esperando a alguien?
Lo pensé. Y me di cuenta de que no estaba esperando a nadie, o al menos, que
no es lo que quería estar haciendo en ese momento. Así que negué y él dijo:
–¿Y por qué estás sentada en la sala de espera?
No sabía que estaba sentada en una sala de espera y me di cuenta de que era
una gran contradicción. El abrió un pequeño bolso que tenía sobre las
rodillas. Revolvió un poco, sin apuro. Después sacó de una billetera un
papelito rosado.
–Acá está –dijo–, sabía que lo tenía en algún lado.
El papelito tenía el número 92.
–Vale por un helado, yo te invito –dijo.
Dije que no. No hay que aceptar cosas de extraños.
–Pero es gratis –dijo él–, me lo gané.
–No.
Miré al frente y nos quedamos en silencio.
–Como quieras –dijo él al final, sin enojarse.
Sacó del bolso una revista y se puso a llenar un crucigrama. La puerta del
consultorio volvió a abrirse y escuché a papá decir “no voy acceder a
semejante estupidez”. Me acuerdo porque ése es el punto final de papá para
casi cualquier discusión, pero el hombre no pareció escucharlos.
–Es mi cumpleaños –dije.
“Es mi cumpleaños” repetí para mí misma, “¿qué debería hacer?”. El dejó
el lápiz marcando un casillero y me miró con sorpresa. Asentí sin mirarlo,
consciente de tener otra vez su atención.
–Pero... –dijo y cerró la revista–, es que a veces me cuesta mucho entender a
las mujeres. Si es tu cumpleaños, ¿por qué estás en una sala de espera?
Era un hombre observador. Me enderecé otra vez en mi asiento y vi que, aun
así, apenas le llegaba a los hombros. El sonrió y yo me acomodé el pelo. Y
entonces dije:
–No tengo bombacha.
No sé por qué lo dije. Es que era mi cumpleaños y yo estaba sin bombacha,
y era algo en lo que no podía dejar de pensar. El todavía estaba mirándome.
Quizá se había asustado, u ofendido, y me di cuenta de que, aunque no era mi
intención, había algo grosero en lo que acababa de decir.
–Pero es tu cumpleaños –dijo él.
Asentí.
–No es justo. Uno no puede andar sin bombacha el día de su cumpleaños.
–Ya sé –dije, y lo dije con mucha seguridad, porque acababa de descubrir la
injusticia a la que todo el show de Abi me había llevado.
El se quedó un momento sin decir nada. Luego miró hacia los ventanales que
daban al estacionamiento.
–Yo sé dónde conseguir una bombacha –dijo.
–¿Dónde?
–Problema solucionado –guardó sus cosas y se incorporó.
Dudé en levantarme. Justamente por no tener bombacha, pero también porque
no sabía si él estaba diciendo la verdad. Miró hacia la mesa de entrada y
saludó. con una mano a las asistentes.
–Ya mismo volvemos –dijo, y me señaló–, es su cumpleaños –y yo pensé
“por dios y la virgen María, que no diga nada de la bombacha”, pero no lo
dijo: abrió la puerta, me guiñó un ojo, y yo supe que podía confiar en él.
Salimos al estacionamiento. De pie yo apenas pasaba su cintura. El coche
de papá seguía junto a las ambulancias, un policía le daba vueltas alrededor,
molesto. Me quedé mirándolo y él nos vio alejarnos. El aire me envolvió las
piernas y subió acampanando mi Jumper, tuve que caminar sosteniéndolo,
con las piernas bien juntas.
–Mi dios y la virgen María –dijo él cuando se volvió para ver si lo seguía y
me vio luchando con mi uniforme–, es mejor que vayamos rodeando la pared.
–No digas “mi dios y la virgen María” –dije, porque eso era algo de mamá, y
no me gustó cómo lo dijo él.
–Ok, darling –dijo.
–Quiero saber a dónde vamos.
–Te estás poniendo muy quisquillosa.
Y no dijimos nada más. Cruzamos la avenida y entramos a un shopping. Era
un shopping bastante feo, no creo que mamá lo conociera. Caminamos hasta
el fondo, hacia una gran tienda de ropa, una realmente gigante que tampoco
creo que mamá conociera. Antes de entrar él dijo “no te pierdas” y me dio la
mano, que era fría pero muy suave. Saludó a las cajeras con el mismo gesto
que hizo a las asistentes a la salida del hospital, pero no vi que nadie le
respondiera. Avanzamos entre los pasillos de ropa. Además de vestidos,
pantalones y remeras había también ropa de trabajo. Cascos, jardineros
amarillos como los de los basureros, guardapolvos de señoras de limpieza,
botas de plástico y hasta algunas herramientas. Me pregunté si él compraría
su ropa acá y si usaría alguna de esas cosas y entonces también me pregunté
cómo se llamaría.
–Es acá –dijo.
Estábamos rodeados de mesadas de ropa interior masculina y femenina. Si
estiraba la mano podía tocar un gran contenedor de bombachas gigantes, más
grandes de las que yo podría haber visto alguna vez, y a solo tres pesos cada
una. Con una de esas bombachas podían hacerse tres para alguien de mi
tamaño.
–Esas no –dijo él–, acá –y me llevó un poco más allá, a una sección de
bombachas más pequeñas–. Mira todas las bombachas que hay. ¿Cuál será la
elegida my lady?
Miré un poco. Casi todas eran rosas o blancas. Señalé una blanca, una de las
pocas que había sin moño.
–Esta –dije–. Pero no tengo dinero.
Se acercó un poco y me dijo al oído:
–Eso no hace falta.
–¿Sos el dueño de la tienda?
–No. Es tu cumpleaños.
Sonreí.
–Pero hay que buscar mejor. Estar seguros.
–Ok Darling –dije.
–No digas “Ok Darling” –dijo él– que me pongo quisquilloso –y me imitó
sosteniéndome la pollera en la playa de estacionamiento.
Me hizo reír. Y cuando terminó de hacerse el gracioso dejó frente a mí sus
dos puños cerrados y así se quedó hasta que entendí y toqué el derecho. Lo
abrió y estaba vacío.
–Todavía podés elegir el otro.
Toqué el otro. Tardé en entender que era una bombacha porque nunca había
visto una negra. Y era para chicas, porque tenía corazones blancos, tan
chiquitos que parecían lunares, y la cara de Kitty al frente, en donde suele
estar ese moño que ni a mamá ni a mí nos gusta.
–Hay que probarla –dijo.
Apoyé la bombacha en mi pecho. El me dio otra vez la mano y fuimos hasta
los probadores femeninos, que parecían estar vacíos. Nos asomamos. El dijo
que no sabía si podría entrar. Que tendría que hacerlo sola. Me di cuenta de
que era lógico porque, a no ser que sea alguien muy conocido, no está bien
que te vean en bombacha. Pero me daba miedo entrar sola al probador, entrar
sola o algo peor: salir y no encontrar a nadie.
–¿Cómo te llamás? –pregunté.
–Eso no puedo decírtelo.
–¿Por qué?
El se agachó. Así quedaba casi a mi altura, quizá yo unos centímetros más
alta.
–Porque estoy ojeado.
–¿Ojeado? ¿Qué es estar ojeado?
–Una mujer que me odia dijo que la próxima vez que yo diga mi nombre me
voy a morir.
Pensé que podía ser otra broma, pero lo dijo todo muy serio.
–Podrías escribírmelo.
–¿Escribirlo?
–Si lo escribieras no sería decirlo, sería escribirlo. Y si sé tu nombre puedo
llamarte y no me daría tanto miedo entrar sola al probador.
–Pero no estamos seguros. ¿Y si para esa mujer escribir es también decir? ¿Si
con decir ella se refirió a dar a entender, a informar mi nombre del modo que
sea?
–¿Y cómo se enteraría?
–La gente no confía en mí y soy el hombre con menos suerte del mundo.
–Eso no es verdad, eso no hay manera de saberlo.
–Yo sé lo que te digo.
Miramos juntos la bombacha, en mis manos. Pensé en que mis padres
podrían
estar terminando.
–Pero es mi cumpleaños –dije.
Y quizá si lo hice a propósito, pero así lo sentí en ese momento: los ojos se
me llenaron de lágrimas. Entonces él me abrazó, fue un movimiento muy
rápido, cruzó sus brazos a mis espaldas y me apretó tan fuerte que mi cara
quedó un momento hundida en su pecho. Después me soltó, sacó su revista y
su lápiz, escribió algo en el margen derecho de la tapa, lo arrancó y lo dobló
tres veces antes de dármelo.
–No lo leas –dijo, se incorporó y me empujó suavemente hacia los
cambiadores. Dejé pasar cuatro vestidores vacíos, siguiendo el pasillo, y antes
de juntar valor y meterme en el quinto guardé el papel en el bolsillo de mi
jumper, me volví para verlo y nos sonreímos.
Me probé la bombacha. Era perfecta. Me levanté el jumper para ver bien
cómo me quedaba. Era tan pero tan perfecta. Me quedaba increíblemente
bien, papá nunca me la pediría para revolearla detrás de las ambulancias e
incluso si lo hiciera, no me daría tanta vergüenza que mis compañeros la
vieran. Mirá qué bombacha tiene esta piba, pensarían, qué bombacha tan
perfecta. Me di cuenta de que ya no podía sacármela. Y me di cuenta de algo
más, y es que la prenda no tenía alarma. Tenía una pequeña marquita en el
lugar donde suelen ir las alarmas, pero no tenía ninguna alarma. Me quedé
un momento más mirándome al espejo, y después no aguanté más y saqué el
papelito, lo abrí y lo leí. Cuando salí del probador él no estaba donde nos
habíamos despedido, pero sí un poco más allá, junto a los trajes de baño.
Me miró, y cuando vio que no tenía la bombacha a la vista me guiñó un ojo
y fui yo la que lo tomé de la mano. Esta vez me sostuvo más fuerte, a mí
me pareció bien y caminamos hacia la salida. Confiaba en que él sabía lo que
hacía. En que un hombre ojeado y con la peor suerte del mundo sabía cómo
hacer esas cosas. Cruzamos la línea de cajas por la entrada principal. Uno de
los guardias de seguridad nos miró acomodándose el cinto. Para él mi
hombre sin nombre sería papá, y me sentí orgullosa. Pasamos los sensores
de la salida, hacia el shopping, y seguimos avanzando en silencio, todo el
pasillo, hasta la avenida. Entonces vi a Abi, sola, en medio del
estacionamiento. Y vi a mamá más cerca, de este lado de la avenida,
mirando hacia todos lados. Papá también venía hacia acá desde el
estacionamiento. Seguía a paso rápido al policía que antes miraba su coche y
en cambio ahora señalaba hacia nosotros. Pasó todo muy rápido. Cuando
papá nos vio gritó mi nombre y unos segundos después el policía y dos más
que no sé de dónde salieron ya estaban sobre nosotros. El me soltó pero dejé
unos segundos mi mano suspendida hacia él. Lo rodearon y lo empujaron
de mala manera. Le preguntaron qué estaba haciendo, le preguntaron su
nombre, pero él no respondió. Mamá me abrazó y me revisó de arriba a
abajo. Tenía mi bombacha blanca enganchada en la mano derecha.
Entonces, quizá tanteándome, se dio cuenta de que llevaba otra bombacha.
Me levantó el Jumper en un solo movimiento: fue algo tan brusco y grosero,
delante de todos, que yo tuve que dar unos pasos hacia atrás para no caerme.
El me miró, yo lo miré. Cuando mamá vio la bombacha negra gritó “hijo de
puta, hijo de puta”, y papá se tiró sobre él y trató de golpearlo. Mientras los
guardias los separaban yo busqué el papel en mi Jumper, me lo puse en la
boca y, mientras me lo tragaba, repetí en silencio su nombre, varias veces,
para no olvidármelo nunca.
BIOGRAFÍA Antón Chéjov
(Nació en Taganrog en 1860 y murió en Badenweiler en 1904)
Hijo de un comerciante que había nacido siervo, Chéjov vio la luz el 29 de enero de 1860 en
Taganrog (Ucrania) y estudió Medicina en la Universidad Estatal de Moscú. Cuando aún no había
terminado sus estudios universitarios, ya comenzaba a publicar relatos y algunas descripciones
humorísticas en revistas. Su fama rápida como escritor y su delicada salud (padeció de tuberculosis,
enfermedad incurable en esos tiempos, que finalmente lo llevó a la tumba a los 44 años) hicieron que
ejerciera muy poco su profesión de médico.
La primera colección de sus escritos humorísticos, “Relatos de Motley”, apareció en 1886. Desde
niño había sentido inclinación por el teatro, pero se dedicó a escribir para este género recién a los 30
años. Entre sus dramas se destacan “Ivanov”, “El Oso” y “La Petición de Mano”. Algunos de sus
cuentos son “Tristeza”, “Al Anochecer”, “El Cazador”, “Relatos”, “Cuentos de Melpómene”. En
1890 visitó la colonia penitenciaria de la isla de Sajalín, en la costa de Siberia, para escapar de las
inquietudes de la vida intelectual urbana, y posteriormente escribió La isla de Sajalín (1891-
1893). Varios fueron sus dramas en un acto y sus obras más significativas se representaron en el
Teatro de Arte de Moscú, dirigidas por su amigo Konstantín Stanislavski, “El tío Vania”, “Las Tres
Hermanas”, “La gaviota” y” El Jardín de los Cerezos”. En 1901 se casó con la actriz Olga Knipper,
que había actuado en muchas de sus obras. Durante su vida inició campañas contra el hambre y el
abandono social. Creó escuelas y centros agrícolas en los que se acogieron niños de escasos recursos
a los cuales quiso inculcar ideales de formación y proporcionarles alimentación y vivienda. Antón
Pavlovich Chéjov murió de tuberculosis en el balneario alemán de Badweiler la madrugada del 15 de
julio de 1904.
La crítica moderna considera a Chéjov uno de los maestros del cuento. En gran medida, a él se debe
el relato moderno en el que el efecto depende más del estado de ánimo y del simbolismo que del
argumento. Sus narraciones, más que tener un clímax y una resolución, son una disposición temática
de impresiones e ideas. Ha influido a varias generaciones de escritores de distintas latitudes, son
tributarios confesos de su arte Raymond Carver y Alice Munro.
“Alegría”, Antón Chéjov

Eran las doce de la noche. Totalmente excitado y despeinado entró volando


Mitia Kuldarov en el piso habitado por sus padres, corriendo rápidamente de
uno a otro aposento. Los padres se disponían a dormir; la hermana, ya en la
cama, terminaba la última página de una novela, y los hermanos colegiales
dormían. —¿Dé dónde vienes? —se asombraron los padres—. ¿Qué te pasa?
¡Ah!… ¡No me pregunten!… ¡Esto no lo esperaba de ningún modo!… ¡No!

¡De ningún modo lo esperaba!… ¡Si es hasta inverosímil!… Y Mitia,
echándose
a reír y sin fuerzas de tenerse en pie de pura felicidad, se sentó en una butaca.
¡Es inverosímil!… ¡No pueden ustedes ni imaginárselo!… ¡Miren! La
hermana saltó de la cama y, echándose encima la manta, se acercó al
hermano. Los colegiales se despertaron. —Pero ¿qué te pasa?… ¿Por qué
pones esa cara?
—¡Es la alegría, mamaíta!… ¡Ahora toda Rusia me conoce!… ¡Toda!…
Antes sólo ustedes sabían que existía en el mundo el escribiente colegiado
Dmitri Kuldarov; pero ahora ¡lo sabe ya toda Rusia!… ¡Mamaíta!… ¡Oh
Dios mío!… Levantándose de un salto, Mitia se puso a recorrer las
habitaciones; luego se volvió a sentar. —Pero ¿qué ha ocurrido?… ¡Habla
sensatamente! ¡Ustedes aquí viven como las fieras! … ¡No leen los
periódicos! ¡No prestan la menor atención a la cuestión pública! … Y, sin
embargo, ¡hay tanto notable en los periódicos!… ¡Todo cuanto ocurre se
sabe enseguida!… ¡Nada queda oculto!
¡Oh, qué feliz soy!… ¡Oh Dios mío!… ¡Pensar que sólo de las celebridades
se escribe en los periódicos y que, sin embargo, éstos han hablado de mí!…
—¿Qué dices? ¿Dónde? Papaíto se puso pálido, mamaíta alzó los ojos hasta
la imagen y se santiguó, los colegiales se levantaron de un salto y, tal como
estaban, vestidos solamente con un camisón cortito, se acercaron a su
hermano mayor. —¡Sí, señores!… ¡Los periódicos han hablado de mí!…
¡Rusia entera me conoce ahora!… ¡Usted, mamaíta, guarde este número
como recuerdo…!
¡Lo leeremos de cuando en cuando!… ¡Miren! Y Mitia, sacando de su
bolsillo un número de periódico y señalando con el dedo un pasaje acotado
con lápiz azul, se lo tendió a su padre. —¡Lea! El padre se caló los lentes. —
¡Vamos, lea! Mamaíta alzó los ojos a la imagen y se santiguó. Papaíto se
aclaró la voz y empezó a leer. —«El veintinueve de diciembre, a las once de
la noche, Dimitri Kuldarov, escribiente colegiado…». —¡Lo ven! ¡Lo ven!
… ¡Siga!
—«… escribiente colegiado…, saliendo de la cervecería sita en la calle
Malaia
Brosnaia, en la casa Kosijin, y encontrándose en estado de embriaguez…».
—¡Éramos Simion Petrovich y yo!… ¡Todo se describe!… ¡Hasta los más
ligeros detalles!… ¡Continúe! ¡Siga! ¡Escuchen!… —«… encontrándose en
estado de embriaguez: resbaló, yendo a caer bajo el caballo del isvoschik
Iván Durotov, vecino de la aldea Durikina, allí detenido. El caballo,
encabritado, después de pasar sobre Kuldarov, arrastrándole por encima del
trineo en que se encontraba el comerciante de Moscú, de segundo grado,
Stepan Lukov, voló calle abajo, teniendo que ser sujetado por los porteros.
Kuldarov, hallándose en el primer momento sin sentido, fue llevado a la
Comisaría del distrito, siendo allí reconocido por el médico… El golpe…
recibido en la nuca…».
—¡Me dio la lanza del trineo, papaíto!… ¡Siga! ¡Siga leyendo! —«…
recibido
en la nuca se considera de pronóstico leve. Ha sido levantada acta del suceso.
La víctima recibió asistencia facultativa…». —¡Me mandaron poner agua
fría en la nuca!… ¿Estás leyendo?… ¿Eh?… ¡Así es como fue!… ¡Y ahora
por toda Rusia ha corrido la noticia!… ¡Dadme el periódico! Mitia cogió el
periódico, lo dobló y se lo metió en el bolsillo. —¡Coito a enseñárselo a los
Makarov!… ¡Me falta todavía enseñárselo a los Ivanitzki, a Natalia Ivanovna,
a Ansim Vasilich!… ¡Me voy a escape! ¡Adiós! Y Mitia, calándose el gorro
de la escarapela, triunfante y alegre, sale corriendo a la calle.

CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS


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BIOGRAFÍA João Guimarães Rosa
(Nació en 1908 en Minas Gerais y murió en Río de Janeiro en 1968)
Cuentista, novelista y diplomático brasileño. Una de las figuras más importantes de la literatura de su
país por obras como Gran Sertón: Veredas (1956). Estudió medicina en Belo Horizonte y trabajó en
ciudades del interior de Minas Gerais, donde tomó contacto con el pueblo y la naturaleza de la
región tan presentes en su obra literaria. Participó como voluntario en la revolución de 1932. Se
desempeñó como diplomático en distintos países y ayudó a muchos judíos a escapar de la persecución
del régimen de Hitler, por lo que en 1942 fue hecho prisionero de las autoridades alemanas durante
algunos meses.
Desde su primera publicación, el volumen de cuentos Sagarana (1946), comienza a perfilarse su
estilo, que se propone transformar y renovar el uso de la lengua portuguesa mediante un gran
número de profundas innovaciones lingüísticas. Así, crea palabras nuevas, emplea términos
prácticamente en desuso y vocablos de lenguas extranjeras, recurre al uso de onomatopeyas y
aliteraciones y establece relaciones sintácticas inéditas.
El material de origen regional es usado para una interpretación mítica y psicológica de la realidad; en
la obra de Guimarães Rosa el personaje no es simplemente un hombre de la región de Minas Gerais,
es el propio ser humano que se enfrenta a sus problemas existenciales: Dios, el diablo, el destino, la
lucha entre el bien y el mal, la muerte, el amor.
“La tercera orilla”, João Guimarães Rosa

Nuestro padre era hombre cumplidor, de orden, positivo; y así había sido
desde muy joven y aún de niño, según me testimoniaron diversas personas
sensatas, cuando les pedí información. De lo que yo mismo me acuerdo, él no
parecía más raro ni más triste que otros conocidos nuestros. Sólo tranquilo.
Nuestra madre era quien gobernaba y peleaba a diario con nosotros -mi
hermana, mi hermano y yo. Pero sucedió que, cierto día, nuestro padre mandó
hacerse una canoa.

Iba en serio. Encargó una canoa especial, de madera de viñátigo, pequeña,


sólo con la tablilla de popa, como para caber justo el remero. Pero tuvo que
fabricarse toda con una madera escogida, fuerte y arqueada en seco, apropiada
para que durara en el agua unos veinte o treinta años. Nuestra madre maldijo la
idea. ¿Sería posible que él, que no andaba en esas artes, se fuera a dedicar
ahora a pescatas y cacerías? Nuestro padre no decía nada. Nuestra casa, por
entonces, aún estaba más cerca del río, ni a un cuarto de legua: el río por allí se
extendía grande, profundo, navegable como siempre. Ancho, que no podía
divisarse la otra ribera. Y no puedo olvidarme del día en que la canoa estuvo
lista.

Sin pena ni alegría, nuestro padre se caló el sombrero y nos dirigió un


adiós a todos. No dijo otras palabras, no tomó fardel ni ropa, no hizo ninguna
recomendación. Nuestra madre, nosotros pensamos que iba a bramar, pero
permaneció blanca de tan pálida, se mordió los labios y gritó: “Se vaya usted o
usted se quede, no vuelva usted nunca”. Nuestro padre no respondió. Me miró
tranquilo, invitándome a seguirle unos pasos. Temí la ira de nuestra madre,
pero obedecí en seguida de buena gana. El rumbo de aquello me animaba, tuve
una idea y pregunté: “Padre, ¿me lleva con usted en su canoa?”. Él sólo se
volvió a mirarme, y me dio su bendición, con gesto de mandarme a regresar.
Hice como que me iba, pero aún volví, a la gruta del matorral, para enterarme.
Nuestro padre entró en la canoa y desamarró, para remar. Y la canoa comenzó
a irse -su sombra igual como un yacaré, completamente alargada.

Nuestro padre no volvió. No se había ido a ninguna parte. Sólo realizaba la


idea de permanecer en aquellos espacios del río, de medio en medio, siempre
dentro de la canoa, para no salir de ella, nunca más. Lo extraño de esa verdad
nos espantó del todo a todos. Lo que no existía ocurría. Parientes, vecinos y
conocidos nuestros se reunieron en consejo.

Nuestra madre, avergonzada, se comportó con mucha cordura; por eso, todos
habían pensado de nuestro padre lo que no querían decir: locura. Sólo algunos
creían, no obstante, que podría ser también el cumplimiento de una promesa; o
que nuestro padre, quién sabe, por vergüenza de padecer alguna fea dolencia,
como es la lepra, se retiraba a otro modo de vida, cerca y lejos de su familia.
Las voces de las noticias que daban ciertas personas -caminantes, habitantes
de las riberas, hasta de lo más apartado de la otra orilla- decían que nuestro
padre nunca se disponía a tomar tierra, ni aquí ni allá, ni de día ni de noche, de
modo que navegaba por el río, libre y solitario. Entonces, pues, nuestra madre
y nuestros parientes habían establecido que el alimento que tuviera, oculto en
la canoa, se acabaría; y él, o desembarcaba y se marchaba, para siempre, lo que
se consideraba más probable, o se arrepentía, por fin, y volvía a casa.

Se engañaban. Yo mismo trataba de llevarle, cada día, un poco de comida


robada: la idea la tuve, después de la primera noche, cuando nuestra gente
encendió hogueras en la ribera del río, en tanto que, a la luz de ellas, se rezaba
y se le llamaba. Después, al día siguiente, aparecí, con dulce de caña, pan de
maíz, penca de bananas. Espié a nuestro padre, durante una hora, difícil de
soportar: solo así, él a lo lejos, sentado en el fondo de la canoa, detenida en la
tabla del río. Me vio, no remó para acá, no hizo ninguna señal. Le mostré la
comida, la dejé en el hueco de piedra del barranco, a salvo de alimaña y al
resguardo de lluvia y rocío. Eso, que hice y rehice, siempre, durante mucho
tiempo. Sorpresa que tuve más tarde: que nuestra madre sabía de ese mi afán,
sólo que simulando no saberlo; ella misma dejaba, a la mano, sobras de
comida, a mi alcance. Nuestra madre no era muy expresiva.

Mandó venir a nuestro tío, hermano de ella, para ayudar en la hacienda y en


los negocios. Mandó venir al maestro, para nosotros, los niños. Le pidió al cura
que un día se revistiera, en la playa de la orilla, para conjurar y gritarle a
nuestro padre el deber de desistir de la loca idea. En otra ocasión, por decisión
de ella, vinieron dos soldados. Todo lo cual no sirvió de nada. Nuestro
padre pasaba de largo, a la vista o escondido, cruzando en la canoa, sin dejar
que nadie se acercara a agarrarlo o a hablarle. Incluso cuando fueron, no hace
mucho, dos periodistas, que habían traído la lancha y trataban de sacarle una
foto, no habían podido: nuestro padre desaparecía hacia la otra banda, guiaba
la canoa al brezal, de muchas leguas, el que hay, por entre juncos y matorrales,
y sólo él lo conocía, palmo a palmo, en la oscuridad, por entonces.

Tuvimos que acostumbrarnos a aquello. Apenas, porque a aquello, en sí,


nunca nos acostumbramos, de verdad. Lo digo por mí que, cuando quería y
cuando no, sólo en nuestro padre pensaba: era el asunto que andaba tras de mis
pensamientos. Lo difícil era, que no se entendía de ninguna manera, cómo él
aguantaba. De día y de noche, con sol o aguaceros, calor, escarcha, y en los
terribles fríos del invierno, sin abrigo, sólo con el sombrero viejo en la cabeza,
durante todas las semanas, y meses y años -sin darse cuenta de que se le iba la
vida. No atracaba en ninguna de las dos riberas, ni en las islas y bajíos del río;
no pisó nunca más ni tierra ni hierba. Aunque, al menos, para dormir un poco,
él amarrara la canoa en algún islote, en lo escondido. Pero no armaba una
hoguerita en la playa, ni disponía de su luz ya encendida, ni nunca más rascó
una cerilla. Lo que comía era un apenas; incluso de lo que dejábamos entre las
raíces de la ceiba o en el hueco de la piedra del barranco, él recogía poco,
nunca lo bastante. ¿No enfermaba? Y la constante fuerza de los brazos, para
mantener la canoa, resistiendo, incluso en el empuje de las crecidas, al subir el
río, ahí, cuando al impulso de la enorme corriente del río, todo forma
remolinos peligrosos, aquellos cuerpos de bichos muertos y troncos de árbol
descendiendo -de espanto el encontronazo. Y nunca más habló ni una palabra,
con nadie. Tampoco nosotros hablábamos de él. Sólo se pensaba en él. No, de
nuestro padre no podíamos olvidarnos; y si, en algunos momentos, hacíamos
como que olvidábamos, era sólo para despertar de nuevo, de repente, con su
recuerdo, al paso de otros sobresaltos.
Mi hermana se casó; nuestra madre no quiso fiesta. Pensábamos en él
cuando comíamos una comida más sabrosa; así como, en el abrigo de la noche,
en el desamparo de esas noches de mucha lluvia, fría, fuerte, nuestro padre con
sólo la mano y una calabaza para ir achicando la canoa del agua del temporal.
A veces, algún conocido nuestro notaba que yo me iba pareciendo a nuestro
padre. Pero yo sabía que él ahora se había vuelto greñudo, barbudo, con las
uñas crecidas, débil y flaco, renegrido por el sol y la pelambre, con el aspecto
de una alimaña, casi desnudo, apenas disponiendo de las ropas que, de vez en
cuando, le dejábamos.

Ni quería saber de nosotros, ¿no nos tenía cariño? Pero, por el cariño mismo,
por respeto, siempre que, a veces, me elogiaban por alguna cosa bien hecha, yo
decía: “Fue mi padre el que un día me enseñó a hacerlo así…”; lo que no era
cierto, exacto, sino una mentira piadosa. Porque, si él no se acordaba más, ni
quería saber de nosotros, ¿por qué, entonces, no subía o descendía por el río,
hacia otros lugares, lejos, en lo no encontrable? Sólo él sabría. Pero mi
hermana tuvo un niño, ella se empeñó en que quería mostrarle el nieto.
Fuimos, todos, al barranco; fue un día bonito, mi hermana con un vestido
blanco, que había sido el de la boda, levantaba en los brazos a la criaturita, su
marido sostenía, para proteger a los dos, la sombrilla. Le llamamos, esperamos.
Nuestro padre no apareció. Mi hermana lloró, todos nosotros lloramos allí,
abrazados.

Mi hermana se mudó, con su marido, lejos de aquí. Mi hermano se decidió y


se fue, a una ciudad. Los tiempos cambiaban, en el rápido devenir de los
tiempos. Nuestra madre acabó yéndose también, para siempre, a vivir con mi
hermana; ya había envejecido. Yo me quedé aquí, el único. Yo nunca pude
querer casarme. Yo permanecí, con las cargas de la vida. Nuestro padre
necesitaba de mí, lo sé
-en la navegación, en el río, en el yermo-, sin dar razón de sus hechos. O sea
que, cuando quise saber e indagué en firme, me dijeron que habían dicho que
constaba que nuestro padre, alguna vez, había revelado la explicación al
hombre que le había preparado la canoa. Pero, ahora, ese hombre ya había
muerto; nadie sabría, aunque hiciera memoria, nada más. Sólo en las charlas
vanas, sin sentido, ocasionales, al comienzo, en la venida de las primeras
crecidas del río, con lluvias que no escampaban, todos habían temido el fin
del mundo, decían que nuestro padre había sido elegido, como Noé, que, por
tanto, la canoa él la había anticipado; pues ahora medio lo recuerdo. Mi padre,
yo no podía maldecirlo. Y ya me apuntaban las primeras canas.

Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué era de lo que yo tenía tanta, tanta
culpa? Si mi padre siempre estaba ausente; y el río-río-río, el río – perpetuo
pesar. Yo sufría ya el comienzo de la vejez -esta vida era sólo su demora. Ya
tenía achaques, ansias, por aquí dentro, cansancios, molestias del reumatismo.
¿Y él? ¿Por qué? Debía padecer demasiado. De tan viejo, no habría, día más
día menos, de flaquear su vigor, dejar que la canoa volcara o que vagara a la
deriva, en la crecida del río, para despeñarse horas después, con estruendo en
la caída de la cascada, brava, con hervor y muerte. Me apretaba el corazón. Él
estaba allá, sin mi tranquilidad. Soy el culpable de lo que ni sé, de un abierto
dolor, dentro de mí. Lo sabría -si las cosas fueran otras. Y fui madurando una
idea.

Sin mirar atrás. ¿Estoy loco? No. En nuestra casa, la palabra loco no se
decía, nunca más se dijo, en todos aquellos años, no se condenaba a nadie por
loco. Nadie
está loco. O, entonces, todos. Lo único que hice fue ir allá. Con un pañuelo,
para hacerle señas. Yo estaba totalmente en mis cabales. Esperé. Por fin,
apareció, ahí y allá, el rostro. Estaba allí, sentado en la popa. Estaba allí, a un
grito. Le llamé, unas cuantas veces. Y hablé, lo que me urgía, lo que había
jurado y declarado, tuve que levantar la voz: “Padre, usted es viejo, ya
cumplió lo suyo… Ahora, vuelva, no ha de hacer más… Usted regrese, y yo,
ahora mismo, cuando ambos lo acordemos, yo tomo su lugar, el de usted, en la
canoa…”. Y, al decir esto, mi corazón latió al compás de lo más cierto.

Él me oyó. Se puso en pie. Movió el remo en el agua, puso proa para acá,
asintiendo. Y yo temblé, con fuerza, de repente: porque, antes, él había
levantado el brazo y hecho un gesto de saludo -¡el primero, después de tantos
años transcurridos! Y yo no podía… De miedo, erizados los cabellos, corrí,
huí, me alejé de allí, de un modo desatinado. Porque me pareció que él venía
del Más Allá. Y estoy pidiendo, pidiendo, pidiendo perdón.

Sufrí el hondo frío del miedo, enfermé. Sé que nadie supo más de él. ¿Soy
un hombre, después de esa traición? Soy el que no fue, el que va a quedarse
callado. Sé que ahora es tarde y temo perder la vida en los caminos del mundo.
Pero, entonces, por lo menos, que, en el momento de la muerte, me agarren y
me depositen también en una canoíta de nada, en esa agua que no para, de
anchas orillas; y yo, río abajo, río afuera, río adentro -el río.
BIOGRAFÍA Juan José Millás
(Nació en Valencia en 1946)
Su obra narrativa ha sido traducida a veintitrés idiomas. A los seis años se trasladó con su familia a
Madrid, fue un mal estudiante y cursó sus estudios en escuela nocturna mientras trabajaba en una caja
de ahorro. Estudió la carrera de letras hasta el tercer año y la abandonó. Entró a trabajar como
administrativo en la firma Iberia hasta poder armar su profesión como escritor y articulista de
distintos periódicos. Comenzó a escribir novelas en la década del 70 pero recién hizo pie en el año
1983 con un trabajo por encargo para una editorial de literatura juvenil “Papel mojado”. Dos
características son invariables en la obra narrativa de Millás: su imaginación inagotable y su
compromiso con los desfavorecidos. En sus cuentos y novelas cualquier hecho cotidiano se puede
convertir en un suceso fantástico. Millás ha creado el género” anticuento” en el que una historia
cotidiana se transforma por obra de la fantasía en un punto de vista para mirar la realidad de forma
crítica.
“El olor de la gasolina”, Juan José Millás

De pequeño había oído hablar muchas veces de la Sierra de Madrid. Algunos


de mis compañeros la conocían, y la gente con dinero presumía de tener una
casa en Cercedilla. Yo guardaba frente a estos comentarios la perplejidad
muda de los niños cuando no entienden una cosa. Una sierra era una
herramienta de trabajo. En casa había dos, una para la madera y otra para el
hierro. Aprendí a serrar pronto, pues en aquella época hacíamos mucho
bricolaje, aunque entonces no se llamaba así. No se llamaba de ningún modo.
Si había que arreglar una puerta, cogías la sierra, cortabas por lo sano y
punto. Un día mi padre se compró una Vespa. Yo no tardé en descubrirle el
tapón del depósito de la gasolina, que se encontraba debajo del asiento. Se
parecía a los tapones de las botellas de gaseosa, sólo que al abrirlo salía un
olor que a mí me volvía loco. Entonces no sabía que tenía propiedades
estupefacientes. Todavía no estoy seguro. En cualquier caso, conmigo
operaba de ese modo.

En el verano, después de comer, cuando mis padres se echaban la siesta, yo


salía al patio donde estaba aparcada la Vespa y asomaba las narices al
depósito. Podía estar horas absorbiendo aquellos efluvios que ponían mi
imaginación a cien. No era raro que bajo sus efectos imaginara que teníamos
una casa en la Sierra en lugar de dos sierras en casa.

Por alguna razón que ahora no recuerdo, un día nos quedamos solos mi padre
y yo. Debía de ser julio o agosto. Yo acababa de darme una dosis de gasolina
y estaba en el sofá, con los ojos cerrados, presa de una ensoñación. Entonces
apareció mi padre y dijo:

-Nos vamos a la Sierra.

-¿Qué?

-Que nos vamos a la sierra tú y yo ahora mismo, a pasar la tarde.

Dicho y hecho. Nos montamos en la moto y después de una hora o así el


paisaje dio un brusco cambio y se convirtió en un decorado. Mi padre me
paseó por aquel escenario gigantesco, donde había una roca terrible y
lejana, llamada La mujer muerta, y me invitó a una Coca-Cola, que en
España acababa de ser comercializada. Luego, cuando empezó a atardecer,
iniciamos el regreso. En esto, mi padre detuvo la moto en la cuneta y me
pidió que me fijara en la luz.

-Fíjate en esta luz. Ahora mismo no es de día ni de noche. Éste es el momento


de mayor incertidumbre del día. Puede pasar cualquier cosa.

Nos quedamos quietos, en silencio, conteniendo la respiración, pero no ocurrió


nada. El sol cayó unos metros más y el atardecer se convirtió en noche pura y
dura.
-Ya ha pasado el peligro -dijo mi padre-.
Vamos.
Dio una patada al pedal de arranque, rugió el motor de la Vespa y cuando ya
estábamos a punto de montarnos añadió:

-Dentro de muchos años, cuando tú seas una persona mayor y yo ya no esté


entre vosotros, tendrás tu propio coche y pasarás por este paisaje más de una
vez. Es posible que en alguna ocasión pases a esta misma hora y recuerdes
este día en el que tú y yo vinimos juntos a la Sierra. Si es así, detén el
automóvil un instante y permanece atento a lo que sucede en el aire: si ves
pasar un pájaro negro, ese pájaro negro seré yo.

Me quedé impresionado con el suceso, que en mi memoria quedó asociado a


las fantasías provocadas por el olor de la gasolina. Mi padre había dicho:
‘Este es el momento de mayor incertidumbre del día’. No sé si fue la primera
vez que oí esta palabra, incertidumbre, pero fue la primera vez que me
estremeció. Su sabor es idéntico al de esa hora en la que la tarde no es carne
ni pescado y puede sucederte cualquier cosa. Su compañera, certidumbre, no
es mucho más tranquilizadora.

Olvidé la historia. Pero hace poco regresaba del norte de España en coche
y pasé por la Sierra justo en el momento en el que la tarde parecía dudar
entre resistir o entregarse a las fuerzas de la noche. Podía, en efecto, suceder
cualquier cosa. Detuve el automóvil en el arcén y salí a la carretera con los
pelos de punta. Había un silencio que debía de ser el silencio que precedió a
los segundos anteriores a la Creación. Entonces, algo se movió a mi izquierda
y de repente un pájaro negro atravesó la carretera y se perdió en la oscuridad,
que parecía avanzar desde el horizonte. Entré en el coche y lloré como no
había llorado cuando murió mi padre. Esta historia es falsa del principio al
fin, pero habría sido hermoso que sucediera.
BIOGRAFÍA Horacio Quiroga
(Nació en Salto, Uruguay en 1878 y murió en Buenos aires en 1937)
Narrador uruguayo radicado en Argentina, considerado uno de los mayores cuentistas
latinoamericanos de todos los tiempos, cuya obra se sitúa entre la declinación del modernismo y la
emergencia de las vanguardias. Su tema central es la naturaleza en oposición al hombre en tanto
agente civilizador. El hombre cree decidir y disponer pero la naturaleza le cobra esa osadía de
buscar modificarla.
Su vida fue marcada por la tragedia: su padre murió en un accidente de caza, y su padrastro y
posteriormente su primera esposa se suicidaron; además, Quiroga mató accidentalmente de un disparo
a su amigo Federico Ferrando.
Estudió en Montevideo y pronto comenzó a interesarse por la literatura.
Inspirado en su primera novia escribió Una estación de amor (1898), fundó en su ciudad natal la
Revista de Salto (1899). Marchó a Europa y resumió sus recuerdos de esta experiencia en “Diario de
viaje a París” (1900), a su regreso fundó el “Consistorio del Gay Saber”, que pese a su corta
existencia presidió la vida literaria de Montevideo y las polémicas con el grupo de Julio Herrera y
Reissig. Ya instalado en Buenos Aires publicó” Los arrecifes de coral”, poemas, cuentos y prosa lírica
(1901). En 1903, acompañó a Leopoldo Lugones como fotógrafo a la provincia de Misiones con la
posterior publicación conjunta de “Las misiones jesuíticas”, seguido de los relatos de “El crimen del
otro” (1904), la novela breve “Los perseguidos” (1905), y la más extensa” Historia de un amor turbio
“(1908).
En 1909 se radicó precisamente en la provincia de Misiones, donde se desempeñó como juez de paz
en San Ignacio, localidad famosa por sus ruinas de las reducciones jesuíticas, a la par que cultivaba
yerba mate y naranjas y construía con sus manos la cabaña que más tarde habitaría junto a su
malograda esposa.
Nuevamente en Buenos Aires, trabajó en el consulado de Uruguay y dio a la prensa Cuentos de
amor, de locura y de muerte (1917), los relatos para niños “Cuentos de la selva” (1918),” El salvaje”
(1920), la obra teatral “Las sacrificadas” (1920), “Anaconda” (1921), “El desierto” (1924), “La
gallina degollada y otros cuentos” (1925) y quizá su mejor libro de relatos, “Los desterrados” (1926).
Colaboró en diferentes medios: Caras y Caretas, Fray Mocho, La Novela Semanal y La Nación, entre
otros.
En 1927 contrajo segundas nupcias con una joven amiga de su hija Eglé, con quien tuvo una niña.
Dos años después publicó la novela “Pasado amor”, sin mucho éxito. Sintiendo el rechazo de las
nuevas generaciones literarias, regresó a Misiones para dedicarse a la floricultura. En 1935 publicó
su último libro de cuentos, “Más allá”. Hospitalizado en Buenos Aires, se le descubrió un cáncer
gástrico, enfermedad que parece haber sido la causa que lo impulsó al suicidio, ya que puso fin a sus
días ingiriendo cianuro.
“Los Mensu”, Horacio Quiroga

Cayetano Maidana y Esteban Podeley, peones de obraje, volvían a Posadas


en el _Silex_, con quince compañeros. Podeley, labrador de madera, tornaba
a los nueve meses, la contrata concluída, y con pasaje gratis, por lo tanto.
Cayé-- mensualero--llegaba en iguales condiciones, mas al año y medio, tiempo
necesario para chancelar su cuenta.
Flacos, despeinados, en calzoncillos, la camisa abierta en largos tajos,
descalzos como la mayoría, sucios como todos ellos, los dos mensú devoraban
con los ojos la capital del bosque, Jerusalem y Gólgota de sus vidas. ¡Nueve
meses allá arriba!
¡Año y medio! Pero volvían por fin, y el hachazo aún doliente de la vida del
obraje, era apenas un roce de astilla ante el rotundo goce que olfateaban allí.
De cien peones, sólo dos llegan a Posadas con haber. Para esa gloria de una
semana a que los arrastra el río aguas abajo, cuentan con el anticipo de una
nueva contrata. Como intermediario y coadyuvante, espera en la playa un grupo
de muchachas alegres de carácter y de profesión, ante las cuales los mensú
sedientos lanzan su ¡ahijú! de urgente locura.
Cayé y Podeley bajaron tambaleantes de orgía pregustada, y rodeados de tres
o cuatro amigas, se hallaron en un momento ante la cantidad suficiente de caña
para colmar el hambre de eso de un mensú.
Un instante después estaban borrachos, y con nueva contrata sellada. ¿En qué
trabajo? ¿En dónde? Lo ignoraban, ni les importaba tampoco. Sabían, sí, que
tenían cuarenta pesos en el bolsillo, y facultad para llegar a mucho más en
gastos. Babeantes de descanso y dicha alcohólica, dóciles y torpes, siguieron
ambos a las muchachas a vestirse. Las avisadas doncellas condujéronlos a una
tienda con la que tenían relaciones especiales de un tanto por ciento, o tal vez al
almacén de la casa contratista. Pero en una u otro las muchachas renovaron el
lujo detonante de sus trapos, anidáronse la cabeza de peinetones, ahorcáronse de
cintas--robado todo con perfecta sangre fría al hidalgo alcohol de su compañero,
pues lo único que el mensú realmente posee, es un desprendimiento brutal de su
dinero.
Por su parte Cayé adquirió muchos más extractos y lociones y aceites de los
necesarios para sahumar hasta la náusea su ropa nueva, mientras Podeley, más
juicioso, insistía en un traje de paño. Posiblemente pagaron muy cara una
cuenta entreoída y abonada con un montón de papeles tirados al mostrador.
Pero de todos modos una hora después lanzaban a un coche descubierto sus
flamantes personas, calzados de botas, poncho al hombro--y revólver 44 en el
cinto, desde luego-- repleta la ropa de cigarrillos que deshacían torpemente entre
los dientes, dejando caer de cada bolsillo la punta de un pañuelo.
Acompañábanlos dos muchachas, orgullosas de esa opulencia, cuya magnitud
se acusaba en la expresión un tanto hastiada de los mensú, arrastrando consigo
mañana y tarde por las calles caldeadas, una infección de tabaco negro y
extracto de obraje.
La noche llegaba por fin, y con ella la bailanta, donde las mismas damiselas
avisadas inducían a beber a los mensú, cuya realeza en dinero de anticipo les
hacía lanzar 10 pesos por una botella de cerveza, para recibir en cambio 1.40,
que guardaban sin ojear siquiera.

CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS


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11
Así en constantes derroches de nuevos adelantos--necesidad irresistible de
compensar con siete días de gran señor las miserias del obraje--el _Silex_ volvió

2 CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS


a remontar el río. Cayé llevó compañera, y ambos, borrachos como los demás
peones, se instalaron en el puente, donde ya diez mulas se hacinaban en íntimo
contacto con baúles, atados, perros, mujeres y hombres.
Al día siguiente, ya despejada las cabezas, Podeley y Cayé examinaron sus
libretas: era la primera vez que lo hacían desde la contrata. Cayé había
recibido
120 en efectivo, y 35 en gasto, y Podeley 130 y 75,
respectivamente.
Ambos se miraron con expresión que pudiera haber sido de espanto, si un
mensú no estuviera perfectamente curado de ese malestar. No recordaban haber
gastado ni la quinta parte.
--¡Añá...!--murmuró Cayé--No voy a cumplir
nunca...
Y desde ese momento tuvo sencillamente--como justo castigo de su despilfarro-
-la idea de escaparse de
allá.
La legitimidad de su vida en Posadas era, sin embargo, tan evidente para él, que
sintió celos del mayor adelanto acordado a
Podeley.
--Vos tenés suerte... dijo.--Grande, tu
anticipo...
--Vos traés compañera--objetó Podeley--eso te cuesta para tu
bolsillo...
Cayé miró a su mujer, y aunque la belleza y otras cualidades de orden más
moral pesan muy poco en la elección de un mensú, quedó satisfecho. La
muchacha deslumbraba, efectivamente, con su traje de raso, falda verde y blusa
amarilla; luciendo en el cuello sucio un triple collar de perlas; zapatos Luis XV,
las mejillas brutalmente pintadas, y un desdeñoso cigarro de hoja bajo los
párpados entornados.
Cayé consideró a la muchacha y su revólver 44: era realmente lo único que
valía de cuanto llevaba con él. Y aún lo último corría el riesgo de naufragar tras
el anticipo, por minúscula que fuera su tentación de tallar.
A dos metros de él, sobre un baúl de punta, los mensú jugaban
concienzudamente al monte cuanto tenían. Cayé observó un rato riéndose,
como se ríen siempre los peones cuando están juntos, sea cual fuere el motivo,
y se aproximó al baúl, colocando a una carta, y sobre ella, cinco cigarros.
Modesto principio, que podía llegar a proporcionarle el dinero suficiente para
pagar el adelanto en el obraje, y volverse en el mismo vapor a Posadas a
derrochar un nuevo anticipo.
Perdió; perdió los demás cigarros, perdió cinco pesos, el poncho, el collar de
su mujer, sus propias botas, y su 44. Al día siguiente recuperó las botas, pero
nada más, mientras la muchacha compensaba la desnudez de su pescuezo con
incesantes cigarros despreciativos.
Podeley ganó, tras infinito cambio de dueño, el collar en cuestión, y una caja
de jabones de olor que halló modo de jugar contra un machete y media docena
de medias, quedando así satisfecho.
Habían llegado, por fin. Los peones treparon la interminable cinta roja que
escalaba la barranca, desde cuya cima el “Silex” aparecía mezquino y hundido
en el lúgubre río. Y con ahijús y terribles invectivas en guaraní, bien que
alegres todos, despidieron al vapor, que debía ahogar, en una baldeada de tres
horas, la nauseabunda atmósfera de desaseo, patchulí y mulas enfermas, que
durante cuatro días remontó con él.
Para Podeley, labrador de madera, cuyo diario podía subir a siete pesos, la
vida de obraje no era dura. Hecho a ella, domada su aspiración de estricta
justicia en el cubicaje de la madera, compensando las rapiñas rutinarias con
ciertos privilegios de buen peón, su nueva etapa comenzó al día siguiente, una
vez demarcada su
zona de bosque. Construyó con hojas de palmera su cobertizo--techo y pared sur-
-dió nombre de cama a ocho varas horizontales, nada más; y de un horcón
colgó
la provista semanal. Recomenzó, automáticamente, sus días de obraje:
silenciosos mates al levantarse, de noche aún, que se sucedían sin desprender la
mano de la pava; la exploración en descubierta de madera; el desayuno a las
ocho, harina, charque y grasa; el hacha luego, a busto descubierto, cuyo sudor
arrastraba tábanos, barigüís y mosquitos; después el almuerzo, esta vez porotos
y maíz flotando en la inevitable grasa, para concluir de noche, tras nueva lucha
con las piezas de 8 por
30, con el yopará del
mediodía.
Fuera de algún incidente con sus colegas labradores, que invadían su
jurisdicción; del hastío de los días de lluvia que lo relegaban en cuclillas frente a
la pava, la tarea proseguía hasta el sábado de tarde. Lavaba entonces su ropa, y
el domingo iba al almacén a proveerse.
Era éste el real momento de solaz de los mensú, olvidándolo todo entre los
anatemas de la lengua natal, sobrellevando con fatalismo indígena la suba
siempre creciente de la provista, que alcanzaba entonces a cinco pesos por
machete, y ochenta centavos por kilo de galleta. El mismo fatalismo que
aceptaba esto con un ¡añá! y una riente mirada a los demás compañeros, le
dictaba, en elemental desagravio, el deber de huir del obraje en cuanto pudiera.
Y si esta ambición no estaba en todos los pechos, todos los peones comprendían
esa mordedura de contra-justicia, que iba, en caso de llegar, a clavar los dientes
en la entraña misma del patrón. Este, por su parte, llevaba la lucha a su extremo
final, vigilando día y noche a su gente, y en especial a los mensualeros.
Ocupábanse entonces los mensú en la planchada, tumbando piezas entre
inacabable gritería, que subía de punto cuando las mulas, impotentes para
contener la alzaprima, que bajaba a todo escape, rodaban unas sobre otras dando
tumbos, vigas, animales, carretas, todo bien mezclado. Raramente se lastimaban
las mulas; pero la algazara era la misma.
Cayé, entre risa y risa, meditaba siempre su fuga. Harto ya de revirados y
yoparás, que el pregusto de la huída tornaba más indigestos, deteníase aún por
falta de revólver, y ciertamente, ante el winchester del capataz. ¡Pero si tuviera
un
44!...
La fortuna llególe esta vez en forma bastante desviada.
La compañera de Cayé, que desprovista ya de su lujoso atavío lavaba la ropa
a los peones, cambió un día de domicilio. Cayé esperó dos noches, y a la
tercera fué a casa de su reemplazante, donde propinó una soberbia paliza a la
muchacha. Los dos mensú quedaron solos charlando, resultas de lo cual
convinieron en vivir juntos, a cuyo efecto el seductor se instaló con la pareja.
Esto era económico y bastante juicioso. Pero como el mensú parecía gustar
realmente de la dama--cosa rara en el gremio--Cayé ofreciósela en venta por un
revólver con balas, que él mismo sacaría del almacén. No obstante esta
sencillez, el trato estuvo a punto de romperse, porque a última hora Cayé pidió
se agregara un metro de tabaco en cuerda, lo que pareció excesivo al mensú.
Concluyóse por fin el mercado, y mientras el fresco matrimonio se instalaba en
su rancho, Cayé cargaba concienzudamente
su 44, para dirigirse a concluir la tarde lluviosa tomando mate con
aquellos.
El otoño finalizaba, y el cielo, fijo en sequía con chubascos de cinco minutos,
se descomponía por fin en mal tiempo constante, cuya humedad hinchaba el
hombro de los mensú. Podeley, libre hasta entonces, sintióse un día con tal
desgano al llegar a su viga, que se detuvo, mirando a todas partes qué podía
hacer. No tenía ánimo para nada. Volvió a su cobertizo, y en el camino sintió
un ligero cosquilleo en la espalda.
Sabía muy bien qué eran aquel desgano y aquel hormigueo a flor de
estremecimiento. Sentóse filosóficamente a tomar mate, y media hora después
un hondo y largo escalofrío recorrióle la espalda bajo la camisa.
No había nada que hacer. Se echó en la cama, tiritando de frío, doblado en gatillo
bajo el poncho, mientras los dientes, incontenibles, castañeaban a más no poder.
Al día siguiente el acceso, no esperado hasta el crepúsculo, tornó a mediodía,
y Podeley fué a la comisaría a pedir quinina. Tan claramente se denunciaba el
chucho en el aspecto del mensú, que el dependiente bajó los paquetes sin mirar
casi al enfermo, quien volcó tranquilamente sobre su lengua la terrible amargura
aquella. Al volver al monte, halló al mayordomo.
--Vos también--le dijo éste, mirándolo--y van cuatro. Los otros no importa...
poca cosa. Vos sos cumplidor... ¿Cómo está tu cuenta?
--Falta poco... pero no voy a poder trabajar...
--¡Bah! Curate bien y no es nada... Hasta mañana.
--Hasta mañana--se alejó Podeley apresurando el paso, porque en los talones
acababa de sentir un leve cosquilleo.
El tercer ataque comenzó una hora después, quedando Podeley aplomado en
una profunda falta de fuerzas, y la mirada fija y opaca, como si no pudiera ir
más allá de uno o dos metros.
El descanso absoluto a que se entregó por tres días--bálsamoe specífico para
el mensú, por lo inesperado--no hizo sino convertirleen un bulto castañeteante y
arrebujado sobre un raigón. Podeley, cuya fiebre anterior había tenido honrado
y periódico ritmo, no presagió nada bueno para él de esa galopada de accesos
casi sin intermitencia. Hay fiebre y fiebre. Si la quinina no había cortado a ras
el segundo ataque, era inútil que se quedara allá arriba, a morir hecho un ovillo
en cualquier vuelta de picada. Y bajó de nuevo al almacén.
--¡Otra vez vos!--lo recibió el mayordomo.--Eso no anda bien... ¿No tomaste
quinina?
--Tomé... No me hallo con esta fiebre... No puedo trabajar. Si querés darme para mi
pasaje, te voy a cumplir en cuanto me sane...
El mayordomo contempló aquella ruina, y no estimó en gran cosa la vida que
quedaba allí.
--¿Cómo está tu cuenta?--preguntó otra vez.
--Debo veinte pesos todavía... El sábado entregué... Me hallo muy enfermo...
--Sabés bien que mientras tu cuenta no esté pagada, debés quedar.Abajo...
podés morirte. Curate aquí, y arreglás tu cuenta en seguida.
¿Curarse de una fiebre perniciosa, allí donde se la adquirió? No, por cierto;
pero el mensú que se va puede no volver, y el mayordomo prefería hombre
muerto a deudor lejano.
Podeley jamás había dejado de cumplir nada, única altanería que se permite
ante su patrón un mensú de talla.
--¡No me importa que hayas dejado o no de cumplir!--replicó el mayordomo.--
¡Pagá tu cuenta primero, y después veremos!
Esta injusticia para con él creó lógica y velozmente el deseo de desquite. Fué
a instalarse con Cayé, cuyo espíritu conocía bien, y ambos decidieron escaparse
el próximo domingo.
Pero al día siguiente, viernes, hubo en el obraje inusitado movimiento.
--¡Ahí tenés!--gritó el mayordomo, tropezando con Podeley.--Anoche se han
escapado tres... ¿Eso es lo que te gusta, no? ¡Esos también eran cumplidores!
¡Como vos! Pero antes vas a reventar aquí, que salir de la planchada! ¡Y
mucho cuidado, vos y todos los que están oyendo! ¡Ya saben!
La decisión de huir, y sus peligros, para los que el mensú necesita todas sus
fuerzas, es capaz de contener algo más que una fiebre perniciosa. El domingo,
por lo demás, había ya llegado; y con falsas maniobras de lavaje de ropa,
simulados guitarreos en el rancho de tal o cual, la vigilancia pudo ser burlada, y
Podeley y Cayé se encontraron de pronto a mil metros de la comisaría.
Mientras no se sintieran perseguidos, no abandonarían la picada; Podeley
caminaba mal. Y aún así...
La resonancia peculiar del bosque trájoles, lejana, una voz ronca:
--¡A la cabeza! ¡A los dos!
Y un momento después surgían de un recodo de la picada, el capataz y tres
peones corriendo. La cacería comenzaba.
Cayé amartilló su revólver sin dejar de avanzar.
--¡Entregáte, añá!--gritóles el capataz.
--Entremos en el monte--dijo Podeley.--Yo no tengo fuerza para mi machete.
--¡Volvé o te tiro!--llegó otra voz.
--Cuando estén más cerca...--comenzó Cayé.--Una bala de winchester pasó
silbando por la picada.
--¡Entrá!--gritó Cayé a su compañero.--Y parapetándose tras un árbol, descargó
hacia allá los cinco tiros de su revólver.
Una gritería aguda respondióles, mientras otra bala de winchester hacía saltar la
corteza del árbol.
--¡Entregáte o te voy a dejar la cabeza...!
--¡Andá no más!--instó Cayé a Podeley.--Yo voy a...
Y tras nueva descarga, entró en el monte.
Los perseguidores, detenidos un momento por las explosiones, lanzáronse
rabiosos adelante, fusilando, golpe tras golpe de winchester, el derrotero
probable de los fugitivos.
A 100 metros de la picada, y paralelos a ella, Cayé y Podeley se alejaban,
doblados hasta el suelo para evitar las lianas. Los perseguidores lo presumían;
pero como dentro del monte, el que ataca tiene cien probabilidades contra una
de ser detenido por una bala en mitad de la frente, el capataz se contentaba con
salvas de winchester y aullidos desafiantes. Por lo demás, los tiros errados hoy
habían hecho lindo blanco la noche del jueves...
El peligro había pasado. Los fugitivos se sentaron, rendidos. Podeley se
envolvió en el poncho, y recostado en la espalda de su compañero, sufrió con
dos terribles horas de chucho, el contragolpe de aquel esfuerzo.
Prosiguieron la fuga, siempre a la vista de la picada, y cuando la noche llegó,
por fin, acamparon. Cayé había llevado chipas, y Podeley encendió fuego, no
obstante los mil inconvenientes en un país donde, fuera de los pavones, hay
otros seres que tienen debilidad por la luz, sin contar los hombres.
El sol estaba muy alto ya, cuando a la mañana siguiente encontraron al
riacho, primera y última esperanza de los escapados. Cayé cortó doce tacuaras
sin más prolija elección, y Podeley, cuyas últimas fuerzas fueron dedicadas a
cortar los isipós, tuvo apenas tiempo de hacerlo antes de enroscarse a tiritar.
Cayé, pues, construyó solo la jangada--diez tacuaras atadas longitudinalmente
con lianas, llevando en cada extremo una atravesada.
A los diez segundos de concluída se embarcaron. Y la hangadilla, arrastrada a la
deriva, entró en el Paraná.
Las noches son esa época excesivamente frescas, y los dos mensú, con los
pies en el agua, pasaron la noche helados, uno junto al otro. La corriente del
Paraná
que llegaba cargado de inmensas lluvias, retorcía la jangada en el borbollón de
sus remolinos, y aflojaba lentamente los nudos de isipó.
En todo el día siguiente comieron dos chipas, último resto de provisión, que
Podeley probó apenas. Las tacuaras taladradas por los tambús se hundían, y al
caer la tarde, la jangada había descendido a una cuarta del nivel del agua.
Sobre el río salvaje, encajonado en los lúgubres murallones de bosque,
desierto del más remoto ¡ay!, los dos hombres, sumergidos hasta la rodilla,
derivaban girando sobre sí mismos, detenidos un momento inmóviles ante un
remolino, siguiendo de nuevo, sosteniéndose apenas sobre las tacuaras casi
sueltas que se escapaban de sus pies, en una noche de tinta que no alcanzaban a
romper sus ojos desesperados.
El agua llegábales ya al pecho cuando tocaron tierra. ¿Dónde? No sabían... un
pajonal. Pero en la misma orilla quedaron inmóviles, tendidos de espaldas.
Ya deslumbraba el sol cuando despertaron. El pajonal se extendía veinte
metros tierra adentro, sirviendo de litoral a río y bosque. A media cuadra al sur,
el riacho Paranaí, que decidieron vadear cuando hubieran recuperado las fuerzas.
Pero éstas no volvían tan rápidamente como era de desear, dado que los
cogollos y gusanos de tacuara son tardos fortificantes. Y durante veinte horas la
lluvia transformó al Paraná en aceite blanco, y al Paranaí en furiosa avenida.
Todo imposible. Podeley se incorporó de pronto chorreando agua, apoyándose
en el revólver para levantarse, y apuntó. Volaba de fiebre.
--¡Pasá, añá!...
Cayé vió que poco podía esperar de aquel delirio, y se inclinó
disimuladamente para alcanzar a su compañero de un palo. Pero el otro insistió:
--¡Andá al agua! ¡Vos me trajiste! ¡Bandeá el río!
Los dedos lívidos temblaban sobre el gatillo.
Cayé obedeció; dejóse llevar por la corriente, y desapareció tras el pajonal, al
que pudo abordar con terrible esfuerzo.
Desde allí, y de atrás, acechó a su compañero, recogiendo el revólver caído;
pero Podeley yacía de nuevo de costado, con las rodillas recogidas hasta el
pecho, bajo la lluvia incesante. Al aproximarse Cayé alzó la cabeza, y sin abrir
casi los ojos, cegados por el agua, murmuró:
--Cayé... caray... Frío muy grande...
Llovió aún toda la noche sobre el moribundo, la lluvia blanca y sorda de los
diluvios otoñales, hasta que a la madrugada Podeley quedó inmóvil para
siempre en su tumba de agua.
Y en el mismo pajonal, sitiado siete días por el bosque, el río y la lluvia, el
mensú agotó las raíces y gusanos posible; perdió poco a poco sus fuerzas, hasta
quedar sentado, muriéndose de frío y hambre, con los ojos fijos en el Paraná.
El _Silex_, que pasó por allí al atardecer, recogió al mensú ya casi
moribundo. Su felicidad transformóse en terror, al darse cuenta al día siguiente
de que el vapor remontaba el río.
--¡Por favor te pido!--lloriqueó ante el capitán--¡No me bajen en Puerto X! ¡Me
van a matar!... ¡Te lo pido de veras!...
El _Silex_ volvió a Posadas, llevando con él al mensú empapado aún en
pesadillas nocturnas.
Pero a los diez minutos de bajar a tierra, estaba ya borracho, con nueva
contrata, y se encaminaba tambaleando a comprar extractos.
BIOGRAFÍA Guy de Maupassant
(Nació en Dieppe en 1850 y murió en París en 1893)
Novelista francés. A pesar de que provenía de una familia de pequeños aristócratas librepensadores,
recibió una educación religiosa; en 1868 provocó su expulsión del seminario, en el que había
ingresado a los trece años, y al año siguiente inició en París sus estudios de derecho, interrumpidos
por la guerra franco-prusiana y retomados en 1871.
A temprana edad sus padres se separaron en términos amistosos, luego de repetidas infidelidades del
esposo. El vínculo entre padre e hijo se enfrió tanto que Maupassant siempre se consideró huérfano
de padre. En cambio tomó ese lugar el celebrado escritor francés Gustave Flaubert, amigo de su
madre, quien más tarde lo conectaría con Emile Zolá, los hermanos Goncourt y el círculo de
escritores naturalistas de París.
En 1879, su padre logró que ingresara en el ministerio de Instrucción Pública, que pronto abandonó
para dedicarse a la literatura. Su primer éxito, fue el célebre cuento Bola de sebo, recogido en el
volumen colectivo “Las noches de Medan” (1880). El mismo año publicó su libro de poemas,”
Versos”. Afectado durante toda su vida de graves trastornos nerviosos, en 1892, tras un intento de
suicidio en Cannes fue ingresado en el manicomio de París, donde murió, después de dieciocho meses
de agonía, de una parálisis general.
Maupassant es autor de una extensa obra entre cuentos y novelas, en general de corte naturalista
como “La casa Tellier” (1881); “Los cuentos de la tonta” (1883); “Al sol”,” Las hermanas Roudoli”
y “La señorita Harriet” (1884); “Cuentos del día y de la noche” (1885) y “El Horla” (1887) entre
otras.
“Un ardid”, Guy de Maupassant

El médico y la enferma charlaban al lado del fuego que ardía en la chimenea.


La enfermedad de Julia no era grave; era una de esas ligeras molestias que
aquejan frecuentemente a las mujeres bonitas: un poco de anemia, nervios y
algo de esa fatiga que sienten los recién casados al fin de su primer mes de
unión,
cuando ambos son jóvenes, enamorados y ardientes.
Estaba media acostada en su chaise-longue y decía:
-No, doctor; yo no comprendo ni comprenderé jamás que una mujer engañe a
su marido. ¡Admito que no le quiera, que no tenga en cuenta sus promesas, sus
juramentos!… Pero, ¿cómo osar entregarse a otro hombre? ¿Cómo ocultar eso
a los ojos del mundo? ¿Cómo es posible amar en la mentira y en la traición?
El médico contestó sonriendo:
-En cuanto a eso, es bien fácil. Crea usted que no se piensa en nada de eso;
que esas reflexiones no le ocurren a la mujer que se propone engañar a su
marido. Es más: estoy seguro de que una mujer no está preparada para sentir el
verdadero amor sino después de haber pasado por todas las promiscuidades y
todas las molestias del matrimonio que, según un ilustre pensador, no es sino
un cambio de mal humor durante el día y de malos olores durante la noche.
Nada más cierto. Una mujer no puede amar apasionadamente, sino después de
haber estado casada. Si se pudiera comparar con una casa, diría que no es
habitable hasta que un marido ha secado los muros. En cuanto a disimular,
todas las mujeres lo saben hacer de sobra cuando llega la ocasión. Las menos
experimentadas son maravillosas y salen del paso ingeniosamente en los
momentos más difíciles.
La joven enferma hizo un gesto de incredulidad y contestó:
-No, doctor; no se le ocurre a una sino después, lo que debió haber hecho en
las circunstancias difíciles y peligrosas; y las mujeres están siempre mucho
más expuestas que los hombres a aturdirse, a perder la cabeza.
El médico exclamó con acento asombrado:
-¡Al contrario, señora! Nosotros somos los que tenemos la inspiración
después…
¡pero ustedes!… Mire usted, voy a contarle una aventura que le sucedió a una
clienta mía, a la que yo creía impecable, una verdadera virtud salvaje. El
suceso ocurrió en una capital de provincia.
Una noche dormía profundamente y entre sueños me parecía oír que las
campanas de una iglesia próxima tocaban a fuego. De pronto me desperté; era
la campanilla de la puerta de la calle que sonaba desesperadamente; como mi
criado parecía no responder, agité a mi vez el cordón que pendía junto a mi
cama y a los pocos momentos el ruido de puertas al abrirse y cerrarse
precipitadamente y el de unos pasos en la habitación inmediata a la mía, vino a
turbar el silencio de la casa. Juan entró en mi cuarto y me entregó una carta
que decía: “Madame Selictre ruega con insistencia al doctor Sileón que venga
inmediatamente a su casa, calle de… número…”
Reflexioné unos instantes; pensaba: crisis de nervios, vapores, ¡bah… bah!…
tengo mucho sueño. Y contesté: “El doctor Sileón, encontrándose enfermo,
ruega a su madame Seliectre tenga la bondad de dirigirse a su colega el doctor
Bonnet.”
Puse la carta dentro de un sobre, se la entregué a Juan y me volví a dormir.
Apenas había transcurrido media hora, cuando la campanilla de la calle sonó
de nuevo y mi criado entró diciéndome:
-Ahi está una persona, que no sé a punto fijo si es hombre o mujer, tan tapada
viene, que desea hablar en el acto con el señor. Dice que se trata de la vida de
dos personas.
-Que entre quien sea -dije, sentándome en la cama. Y en aquella postura
esperé.
Una especie de negro fantasma apareció, y cuando Juan hubo salido se
descubrió. Era madame Berta Selectri, una mujer joven, casada desde hacia
tres años con un rico comerciante de la ciudad, que pasaba por haberse unido a
la muchacha más bonita de la provincia.
Aquella mujer estaba horriblemente pálida y tenia ese semblante crispado de
las personas dominadas por el más profundo terror: sus manos temblaban; dos
veces trató de hablar: ningún sonido salió de su garganta. Al fin balbuceó:
-Pronto… pronto… doctor… venga usted. Mi amante acaba de morir en mi
propia habitación…
Medio sofocada se detuvo; después repuso:
-Mi marido va… va a volver del casino…
Salté de la cama sin pensar que estaba en camisa y en pocos segundos me vestí.
-¿Es usted misma quien ha venido hace un
rato?
Ella, de pie, como una estatua, petrificada por la angustia, murmuró:
-No… ha sido mi doncella… ella lo sabe…
Después de un silencio, continuó:
-Yo me quede a su lado… -y una especie de grito de horrible dolor salió de
sus labios y rompió a llorar desconsoladamente, con sollozos y espasmos
durante dos o tres minutos; de pronto sus suspiros cesaron, sus lágrimas
cesaron de brotar como si las hubiera secado un fuego interior; y con un acento
trágico dijo:
-Vamos pronto.
Yo estaba ya vestido, pero exclamé:
-Demonio, no me he acordado de dar la orden de enganchar la
berlina…
Ella respondió:
-Yo he traído coche… el suyo que esperaba a la puerta de mi
casa.
Berta se envolvió, ocultando la cara bajo su abrigo, y salimos.
Cuando estuvo a mi lado en la oscuridad del coche, me cogió una mano,
y oprimiéndola entre sus finos dedos balbuceó con sacudidas en su voz que
reflejaban la angustia de su corazón destrozado:
-¡Oh, amigo mio! ¡Si usted supiera cuánto sufro! Lo quería, lo adoraba con
locura, como una insensata, desde hace seis meses!
Yo le pregunte:
-¿Están despiertos en su casa?
Berta contestó:
-No, nadie, excepto Rosa, que está enterada de
todo.
El carruaje se detuvo a la puerta de su casa; todos dormían en efecto;
entramos por una puerta excusada y subimos hasta el primer piso sin hacer
ruido. La doncella, azorada, estaba sentada en el piso en lo alto de la escalera,
con una vela encendida y colocada sobre el suelo, no habiéndose atrevido a
permanecer al lado del muerto.
Penetramos en la habitación, que se encontraba en el mayor desorden, como
después de una lucha. La cama estaba completamente deshecha y una de las
sábanas caía sobre la alfombra; toallas mojadas que habían servido para frotar
las sienes del amante, yacían en tierra al lado de un cubo y de un jarro de
agua.
Un singular olor de vinagre mezclado a esencia de Loubin se esparcía por la
atmósfera. El cadáver estaba extendido boca arriba en medio de la habitación.
Me acerqué a él, lo observé, lo pulsé, abrí sus ojos, palpé sus manos; después,
volviéndome hacia las dos mujeres que temblaban en un rincón del cuarto, les
dije:
-Ayúdenme ustedes a llevarlo hasta la
cama.
Lo colocamos suavemente sobre el lecho: le ausculté el corazón, coloqué un
espejo junto a su boca y murmuré:
-No hay nada que hacer, vistámoslo
pronto.
Fue aquella una escena terrible. Yo iba cogiendo uno tras otro sus miembros
y los dirigía hacia los vestidos que acercaban las dos mujeres. Le pusimos las
botas, los pantalones, el chaleco, después el frac, donde nos costó mucho
trabajo lograr hacer entrar los brazos. Las dos mujeres se pusieron de rodillas
para abrocharle los botones de las botas: yo las alumbraba con una vela, pero
como los pies se habían hinchado un poco, aquella tarea se hizo horriblemente
difícil. La dificultad era mayor porque no habían encontrado a mano el
abrochador, las mujeres tuvieron que hacer uso de sus horquillas.
Tan pronto come estuvo terminada la horrible toilette, contemplé nuestra
obra y dije:
-Convendría peinarlo un poco.
-La doncella trajo el peine y el cepillo de su ama; pero como temblara y
arrancase, con movimientos involuntarios, los cabellos largos y desordenados
del cadáver, madame Selictre se apoderó violentamente del peine y alisó la
cabellera con suavidad, con dulzura, como si estuviera acariciando una cabeza
viva.
Le sacó la raya, le cepilló la barba y retorció los bigotes con sus manos,
como tenía costumbre, sin duda, de hacerlo en sus amorosas familiaridades. De
pronto, arrojando lo que tenía en las manos, cogió la cabeza inerte de su
amante y clavó una intensa y desesperada mirada en aquella cara inmóvil;
después, dejándose caer sobre él, comenzó a abrazarlo y a besarlo
furiosamente. Sus besos caían como golpes sobre su cerrada boca; sobre sus
apagados ojos, sobre sus sienes y su frente… Y acercándose a su oído, como
si hubiera podido escucharla, balbuceó, repitiendo diez veces seguidas con un
acento desgarrador:
-Adiós, amor mío; adiós, amor mío…
Un reloj dio las doce. Ye sentí un estremecimiento:
-¡Las doce ya!… la hora en que cierran el casino… ¡Vamos, señora,
energía!
Madame Selictre se puso en pie.
-Llevémoslo al salón -ordené a las dos mujeres; lo trasladamos entre los tres y
lo sentamos en un sillón, después encendí las luces. Apenas había terminado
esta operación, cuando la puerta de la calle se abrió y se cerró pesadamente.
Era el marido que volvía.
-¡Rosa -grité-; traiga usted las botellas y el cubo y arregle usted un poco el
cuarto de la señora; pronto, despáchese usted, que ya llega M. Selictre…
Yo oía los pasos que subían, que se acercaban… Unas manos en la sombra
palpaban los muros… Entonces dije en alta voz:
-Por aquí, por aquí, M. Selictre; ha ocurrido un accidente
desgraciado.
Bajo el dintel de la puerta apareció el marido, estupefacto, con un cigarro en
la boca y preguntando:
-¿Qué? ¿Qué es?… ¿Que sucede?…
Fui hacia él y le dije:
-Querido amigo, aquí me tiene usted en un gran compromiso. He venido algo
tarde con X… a charlar un rato con su mujer de usted. De pronto X… se ha
desmayado, y, a pesar de nuestros cuidados, hace dos horas que permanece sin
conocimiento. No he querido llamar a nadie estando yo aquí… Ayúdeme usted
a bajarlo hasta el coche; voy a llevarlo a su casa y allí podré cuidarlo mejor…
El marido, sorprendido, pero sin la menor desconfianza, se quitó el sombrero
y tomó por debajo de los brazos a su rival, ya inofensivo. Yo lo cogí por las
piernas y comenzamos a bajar la escalera alumbrados por la mujer.
Cuando llegamos delante de la puerta procuré enderezar el cadáver,
hablándole para engañar al cochero:
-Vamos, amigo mío, esto no será nada. Se siente usted ya mejor, ¿verdad?
Vamos, un poco de valor, haga usted un esfuerzo…
Como yo comprendía que se iba a desplomar, como sentía que se escurría
entre mis manos, le di un empujón con el hombro que lo echó hacia delante,
cayendo dentro del coche; yo subí tras él.
El marido, inquieto, me preguntó:
-¿Cree usted que será grave?
-No -contesté sonriendo para tranquilizarle y miré a su mujer. Esta había
apoyado su brazo en el de su marido legítimo y tenía la mirada fija en el
fondo obscuro del coche.
Les dije adiós y di al cochero orden de partir. Durante todo el camino llevé
apoyada sobre mi hombro la cabeza del muerto. Cuando llegamos a su casa
dije que había perdido el conocimiento dentro del coche. Lo ayudé a subir a su
cuarto, donde certifiqué la defunción, y allí tuve que representar otra comedia
ante la familia acongojada por el dolor… Después me volví a mi casa y me
metí en la cama, renegando de los enamorados.”
El doctor calló, siempre sonriente.
La joven, crispada, preguntó:
-¿Por qué me ha contado usted esa historia tan
horrible?
El médico, saludando galantemente, contestó:
-Para ofrecerle a usted mis servicios si llega el
caso.

CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS


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BIOGRAFÍA Julio Cortázar
(Nació en Bruselas en 1914 y murió en París en 1984)
Su padre era funcionario de la embajada de Argentina en Bélgica, se desempeñaba en esa
representación diplomática como agregado comercial.
Hacia fines de la Primera Guerra Mundial, los Cortázar lograron pasar a Suiza gracias a la condición
alemana de la abuela materna de Julio, y de allí, poco tiempo más tarde a Barcelona, donde vivieron
un año y medio. A sus cuatro años volvieron a Argentina. Cortázar pasó el resto de su infancia en
Banfield, en el sur del Gran Buenos Aires, junto a su madre, una tía y Ofelia, su única hermana, dado
que su padre los abandonó.
Realizó estudios de Letras y de Magisterio y trabajó como docente en varias ciudades del interior de
la Argentina. En 1951 fijó su residencia definitiva en París trabajando entre otros oficios como
traductor de la UNESCO, desde donde desarrolló una obra literaria única dentro de la lengua
castellana. Algunos de sus cuentos fantásticos se encuentran entre los preferidos de los lectores del
género. Su novela Rayuela conmocionó el panorama cultural de su tiempo y marcó un hito
insoslayable dentro de la narrativa contemporánea. Con la Revolución cubana Cortázar entendió la
importancia del rol militante del escritor. Esto lo llevó a revisar posiciones encontradas en relación
con los movimientos populares en La Argentina, en particular con el Peronismo. Fue un activo
militante del Mayo Francés y sus novelas y libros de misceláneas a partir de la década del
60- 70 tomaron un rumbo definitivamente político y militante.
En 1983, cuando retorna la democracia en Argentina, Cortázar hizo un último viaje a su patria, donde
fue recibido cálidamente por sus admiradores, que lo paraban por la calle, en contraste con la
indiferencia de las autoridades nacionales. Después de visitar a varios amigos, regresa a París. Poco
después François Mitterrand le otorga la nacionalidad francesa.
El 12 de febrero de 1984 murió en París a causa de una leucemia. Julio Cortázar es uno de los
escritores argentinos más importantes de todos los tiempos.
“Torito”, Julio Cortázar

A la memoria de don Jacinto


Cúcaro, que en las clases de pedagogía del normal
“Mariano Acosta”, allá por el año 30, nos contaba las peleas
de Suárez.

Qué le vas a hacer, ñato, cuando estás abajo todos te fajan. Todos, che,
hasta el más maula. Te sacuden contra las sogas, te encajan la biaba. Andá,
andá, qué venís con consuelos vos. Te conozco, mascarita. Cada vez que
pienso en eso, salí de ahí, salí. Vos te creés que yo me desespero, lo que pasa
es que no doy más aquí tumbado todo el día. Pucha que son largas las
noches de invierno, te acordás del pibe del almacén cómo lo cantaba. Pucha
que son largas... Y es así, ñato. Más largas que esperanza’e pobre. Fijáte que
yo a la noche casi no la conozco, y venir a encontrarla ahora... Siempre a la
cama temprano, a las nueve o a las diez. El patrón me decía: “Pibe, andáte al
sobre, mañana hay que meterle duro y parejo”. Una noche que me le escapaba
era una casualidad. El patrón... Y ahora todo el tiempo así, mirando el techo.
Ahí tenés otra cosa que no sé hacer, mirar p’arriba. Todos dijeron que me
hubiera convenido, que hice la gran macana de levantarme a los dos
segundos, cabrero como la gran flauta. Tienen razón, si me quedo hasta los
ocho no me agarra tan mal el rubio.

Y bueno, es así. Pa peor la tos. Después te vienen con el jarabe y los


pinchazos. Pobre la hermanita, el trabajo que le doy. Ni mear solo puedo. Es
buena la hermanita, me da leche caliente y me cuenta cosas. Quién te iba a
decir, pibe. El patrón me llamaba siempre pibe. Dale áperca, pibe. A la
cocina, pibe. Cuando pelié con el negro en Nueva York el patrón andaba
preocupado. Yo lo juné en el hotel antes de salir. “Lo fajás en seis rounds,
pibe”, pero fumaba como loco. El negro, cómo se llamaba el negrito, Flores o
algo así. Duro de pelar, che. Un estilo lindo, me sacaba distancia vuelta a
vuelta. Áperca, pibe, metele áperca. Tenía razón el trompa. Al tercero se me
vino abajo como un trapo. Amarillo, el negro. Flores, creo, algo así. Mirá
como uno se ensarta, al principio me pareció que el rubio iba a ser más fácil.
Lo que es la confianza, ñato. Me barajó de una piña que te la debo. Me agarró
en frío el maula. Pobre patrón, no quería creer. Con qué bronca me levanté.
Ni sentía las piernas, me lo quería comer ahí nomás. Mala suerte, pibe. Todo
el mundo cobra al final. La noche del Tani, te acordás pobre Tani, qué biaba.
Se veía que el Tani estaba de vuelta. Guapo el indio, me sacudía con todo,
dale que va, arriba, abajo. No me hacía nada, pobre Tani. Y eso que cuando
lo fui a saludar al rincón me dolía bastante la cara, al fin y al cabo me arrimó
una buena leñada. Pobre Tani, vos sabés que me miró, yo le puse el guante en
la cabeza y me reía de contento, no me quería reír, te imaginás que no era de
él, pobre pibe. Me miró apenas, pero me hizo no sé qué. Todos me agarraban,
pibe lindo, pibe macho, ah criollo, y el Tani quieto entre los de él, más chatos
que cinco e’queso. Pobre Tani. Por qué me acuerdo de él, decime un poco. A
lo mejor yo lo miré así al rubio esa noche. Qué sé yo, para acordarme estaba.
Qué biaba, hermano. Ahora no vas a andar disimulando. Te fajó y se
acabó. Lo malo que yo no quería creer.
Estaba acostado en el hotel, y el patrón fumaba y fumaba, casi no había luz.
Me acuerdo que hacía calor. Después me pusieron hielo, fijáte un poco yo con
hielo. El trompa no decía nada, lo malo que no decía nada. Te juro que tenía
ganas de llorar, como cuando ella... Pero para qué te vas a hacer mala sangre.
Si llego a estar solo, te juro que moqueo. “Mala pata, patrón”, le dije. Qué
más le iba a decir. Él dale que dale al tabaco. Fue suerte dormirme. Como
ahora, cada vez que agarro el sueño me saco la lotería. De día tenés la radio
que trajo la hermanita, la radio que... Parece mentira, ñato. Bueno, te oís unos
tanguitos y las transmisiones de los teatros. ¿Te gusta Canaro a vos? A mí
Fresedo, che, y Pedro Maffia. Si los habré visto en el ringside, me iban a ver
todas las veces. Podés pensar en eso, y se te acortan las horas. Pero a la noche
qué lata, viejo. Ni la radio, ni la hermanita, y en una de esas te agarra la tos, y
dale que dale, y por ahí uno de otra cama se rechifla y te pega un grito.
Pensar que antes... Fijáte que ahora me cabreo más que antes. En los diarios
salía que de pibe los peleaba a los carreros en la Quema. Puras macanas, che,
nunca me agarré a trompadas en la calle. Una o dos veces, y no por mi culpa,
te juro. Me podés creer. Cosas que pasan, estás con la barra, caen otros y en
una de esas se arma. No me gustaba, pero cuando me metí la primera vez me
di cuenta que era lindo. Claro, cómo no va a ser lindo si el que cobraba era el
otro. De pibe yo peleaba de zurda, no sabés lo que me gustaba fajar de zurda.
Mi vieja se descompuso la primera vez que me vio pelearme con uno que
tenía como treinta años. Se creía que me iba a matar, pobre vieja. Cuando el
tipo se vino al suelo no lo podía creer. Te voy a decir que yo tampoco,
creéme que las primeras veces me parecía cosa de suerte. Hasta que el amigo
del trompa me fue a ver al club y me dijo que había que seguir. Te acordás de
esos tiempos, pibe. Qué pestos. Había cada pesado que te la voglio dire. “Vos
metele nomás”, decía el amigo del patrón. Después hablaba de profesionales,
del Parque Romano, de River. Yo qué sabía, si nunca tenía cincuenta guitas
para ir a ver nada. También la noche que me dio veinte pesos, qué alegrón.
Fue con Tala, o con aquel flaco zurdo, ya ni me acuerdo. Lo saqué en dos
vueltas, ni me tocó. Vos sabés que siempre mezquiné la cara. Si me llego a
sospechar lo del rubio... Vos creés que tenés la pera de fierro, y en eso te la
hacen sonar de una piña. Qué fierro ni que ocho cuartos. Veinte pesos, pibe,
imagínate un poco. Le di cinco a la vieja, te juro que de compadre, pa
mostrarle. La pobre me quería poner agua de azahar en la muñeca resentida.
Cosas de la vieja, pobre. Si te fijás, fue la única que tenía esas atenciones,
porque la otra... Ahí tenés, apenas pienso en la otra, ya estoy de vuelta en
Nueva York. De Lanús casi no me acuerdo, se me borra todo. Un vestido a
cuadritos, sí, ahora veo, y el zaguán de Don Furcio, y también las mateadas.
Cómo me tenían en esa casa, los pibes se juntaban a mirarme por la reja, y
ella siempre pegando algún recorte de Crítica o de Última Hora en el álbum
que había empezado, o me mostraba las fotos del Gráfico. ¿Vos nunca te
viste en foto? Te hace impresión la primera vez, vos pensás pero ése soy yo,
con esa cara. Después te das cuenta que la foto es linda, casi siempre sos vos
que estás fajando, o al final con el brazo levantado. Yo venía con mi Graham
Paige, imaginate, me empilchaba para ir a verla, y el barrio se alborotaba. Era
lindo matear en el patio, y todos me preguntaban qué sé yo cuánta cosa. Yo a
veces no podía creer que era cierto, de noche antes de dormirme me decía que
estaba soñando. Cuando le compré el terreno a la vieja, qué barullo que
hacían todos. El trompa era el único que se quedaba tranquilo. “Hacés bien,
pibe”, decía, y dale al tabaco. Me parece estarlo viendo
la primera vez, en el club de la calle Lima. No, era en Chacabuco, esperá que
no me acuerdo, pero si era en Lima, infeliz, no te acordás del vestuario todo
de verde, con más mugre... Esa noche el entrenador me presentó al patrón,
resultaba que eran amigos, cuando me dijo el nombre casi me agarro de las
sogas, apenas lo vi que me miraba yo pensé: “Vino para verme pelear”, y
cuando el entrenador me lo presentó me quería morir. Él no me había dicho
nunca nada, de puro rana, pero hizo bien, así yo iba subiendo despacio, sin
engolosinarme. Como el pobre zurdito, que lo llevaron a River en un año, y
en dos meses se vino abajo que daba miedo. En ese entonces no era macana,
pibe. Te venía cada tano de Italia, cada gallego que te daba miedo, y no te
digo nada de los rubios. Claro que a veces la gozabas, como la vez del
príncipe. Eso fue un plato, te juro, el príncipe en el ringside y el patrón que
me dice en el camarín: “ No te andés con vueltas, no te vayas a dejar vistear
que para eso los yonis son una luz”, y te acordás que decían que era el
campeón de Inglaterra, o qué sé yo qué cosa. Pobre rubio, lindo pibe. Me
daba no sé qué cuando nos saludamos, el tipo chamuyó una cosa que andá a
entendele, y parecía que te iba a salir a pelear con galera. El patrón no te
vayas a creer que estaba muy tranquilo, te puedo decir que él nunca se daba
cuenta de cómo yo lo palpitaba. Pobre trompa, se creía que no me daba
cuenta. Che, y el príncipe ahí abajo, eso fue grande, a la primera finta que me
hace el rubio le largo la derecha en gancho y se la meto justo justo. Te juro
que me quedé frío cuando lo vi patas arriba. Qué manera de dormir, pobre
tipo. Esa vez no me dio gusto ganar, más lindo hubiera sido una linda
agarrada, cuatro o cinco vueltas como con el Tani o con el yoni aquél,
Herman se llamaba, uno que venía con un auto colorado y una pinta bárbara...
Cobró, pero fue lindo. Qué leñada, mama mía. No quería aflojar y tenía más
mañas que... Ahora que para mañas el Brujo, che. De donde me lo fueron a
sacar a ése. Era uruguayo, sabés, ya estaba acabado pero era peor que los
otros, se te pegaba como sanguijuela y andá sacátelo de encima. Meta
forcejeo, y el tipo con el guante por los ojos, pucha me daba una bronca. Al
final lo fajé feo, me dejó un claro y le entré con una ganas... Muñeco al suelo,
pibe. Muñeco al suelo fastrás... Vos sabés que me habían hecho un tango y
todo. Todavía me acuerdo un cacho, de Mataderos al centro, y del centro a
Nueva York... Me lo cantaban por todos lados, en los asados, por la radio...
Era lindo oírse en la radio, che, la vieja me escuchaba todas las peleas. Y vos
sabés que ella también me escuchaba, un día me dijo que me había conocido
por la radio, porque el hermano puso la pelea con uno de los tanos... ¿Vos te
acordás de los tanos? Yo no sé de dónde los iba a sacar el trompa, me los traía
fresquitos de Italia, y se armaban unas leñadas en River... Hasta me hizo
pelear con dos hermanos, con el primero fue colosal, al cuarto round se pone
a llover, ñato, y nosotros con ganas de seguirla porque el tanito era de ley y
nos fajábamos que era un contento, y en eso empezamos a refalar y dale al
suelo yo, y al suelo él... Era una pantomima, hermano... La suspendieron, que
macana. A la otra vez el tano cobró por las dos, y el patrón me puso con el
hermano, y otro pesto... Qué tiempos, pibe, aquí sí era lindo pelear, con toda
la barra que venía, te acordás de los carteles y las bocinas de auto, che, qué lío
que armaban en la popular... Una vez leí que el boxeador no oye nada cuando
está peleando, qué macana, pibe. Claro que oye, vos te creés que yo no oía
distinto entre los gringos, menos mal que lo tenía al trompa en el rincón,
áperca, pibe, dale áperca. Y en el hotel, y los cafés, qué cosa tan rara, che, no
te hallabas ahí. Después el gimnasio, con esos tipos que te hablaban y no
les pescabas ni medio. Meta
señas, pibe, como los mudos. Menos mal que estaba ella y el patrón para
chamuyar, y podíamos matear en el hotel y de cuando en cuando caía un
criollo y dale con los autógrafos, y a ver si me lo fajás bien a ese gringo pa
que aprendan cómo somos los argentinos. No hablaban más que del
campeonato, qué le vas a hacer, me tenían fe, che, y me daban unas ganas de
salir atropellando y no parar hasta el campeón. Pero lo mismo pensaba todo el
tiempo en Buenos Aires, y el patrón ponía los discos de Carlitos y los de
Pedro Maffia, y el tango que me hicieron, yo no sé si sabés que me habían
hecho un tango. Como a Legui, igualito. Y una vez me acuerdo que fuimos
con ella y el patrón a una playa, todo el día en el agua, fue macanudo. No te
creas que podía divertirme mucho, siempre con el entrenamiento y la comida
cuidada, y nada que hacerle, el trompa no me sacaba los ojos. “Ya te vas a dar
el gusto, pibe”, me decía el trompa. Me acuerdo cuando la pelea con
Mocoroa, esa fue pelea. Vos sabés que dos meses antes ya lo tenía al patrón
dale que esa izquierda va mal, que no dejés entrar así, y me cambiaba los
sparrings y meta salto a la soga y bife jugoso... Menos mal que me dejaba
matear un poco, pero siempre me quedaba con sed de verde. Y vuelta a
empezar todos los días, tené cuidado con la derecha, la tirás muy abierta,
mirá que el coso no es macana. Te creés que yo no lo sabía, más de una vez
lo fui a ver y me gustaba el pibe, no se achicaba nunca, y un estilo, che. Vos
sabés lo que es el estilo, estás ahí y cuando hay que hacer una cosa vas y la
hacés sobre el pucho, no como esos que la empiezan a zapallazo limpio, dale
que va, arriba abajo los tres minutos. Una vez en El Gráfico un coso escribió
que yo no tenía estilo. Me dio una bronca, te juro. No te voy a decir que yo
era como Rayito, eso era para ir a verlo, pibe, y Mocoroa lo mismo. Yo qué te
voy a decir, al rato de empezar ya veía todo colorado y le metía nomás, pero
no te vas a creer que no me daba cuenta, solamente que me salía y si me salía
bien para qué te vas a afligir. Vos ves cómo fue con Rayito, está bien que no
lo saqué pero lo pude. Y a Mocoroa igual, qué querés. Flor de leñada, viejo,
se me agachaba hasta el suelo y de abajo me zampaba cada piña que te la
debo. Y yo meta a la cara, te juro que a la mitad ya estábamos con bronca y
dale nomás. Esa vez no sentí nada, el patrón me agarraba la cabeza y decía
pibe no te abrás tanto, dale abajo, pibe, guarda la derecha. Yo le oía todo pero
después salíamos y meta biaba los dos, y hasta el final que no podíamos más,
fue algo grande. Vos sabés que esa noche después de la pelea nos juntamos
en un bodegón, estaba toda la barra y fue lindo verlo al pibe que se reía, y me
dijo qué fenómeno, che, cómo fajás, y yo le dije te gané pero para mí que la
empatamos, y todos brindaban y era un lío que no te puedo contar... Lástima
esta tos, te agarra descuidado y te dobla. Y bueno, ahora hay que cuidarse,
mucha leche y estar quieto, qué le vas a hacer. Una cosa que me duele es que
no te dejan levantar, a las cinco estoy despierto y meta mirar p’arriba. Pensás
y pensás, y siempre lo malo, claro. Y los sueños igual, la otra noche, estaba
peleando de nuevo con Peralta. Por qué justo tengo que venir a embocarla en
esa pelea, pensá lo que fue, pibe, mejor no acordarse. Vos sabés lo que es
toda la barra ahí, todo de nuevo como antes, no como en Nueva York, con
los gringos... Y la barra del ringside, toda la hinchada, y unas ganas de ganar
para que vieran que... Otra que ganar, si no me salía nada, y vos sabés cómo
pegaba Víctor. Ya sé, ya sé, yo le ganaba con una mano, pero a la vuelta era
distinto. No tenía ánimo, che, el patrón menos todavía, qué te vas a entrenar
bien si estás triste. Y bueno, yo aquí era el campeón y él me desafió, tenía
derecho. No le voy a disparar, no te parece. El patrón pensaba que le podía
ganar por puntos,
no te abrás mucho y no te cansés de entrada, mirá que aquél te va a boxear
todo el tiempo. Y claro, se me iba para todos lados, y después que yo no
estaba bien, con la barra ahí y todo te juro que tenía un cansancio en el
cuerpo... Como modorra, entendés, no te puedo explicar. A la mitad de la
pelea la empecé a pasar mal, después no me acuerdo mucho. Mejor no
acordarse, no te parece. Son cosas que para qué. Me quisiera olvidar de todo.
Mejor dormirse, total aunque soñés con las peleas a veces le acertás una linda
y la gozás de nuevo. Como cuando el príncipe, qué plato. Pero mejor cuando
no soñás, pibe, y estás durmiendo que es un gusto y no tosés ni nada, meta
dormir nomás toda la noche dale que dale.
BIOGRAFÍA Gabriel García Márquez
(Nació en Aracataca en 1927 y murió en México en 2014)
Gabriel García Márquez nació en Aracataca, en el departamento del Magdalena, Colombia. Hasta la
edad de ocho años fue criado por sus abuelos maternos. De su abuelo, el coronel Nicolás
Márquez heredó el gusto por la narración y la meticulosidad lingüística, convirtiéndose pronto en
asiduo lector de diccionarios. De labios de su abuelo, a quien llamaba “Papito”, escuchó el relato
de “La masacre de los bananeros” en huelga, que más tarde García Márquez llevaría a su obra. Su
abuela Tranquilina, enhebraba unas historias fantásticas, salpicadas de superstición, premoniciones,
augurios y signos, y serían de vital importancia para la poética del escritor, en relación a la forma
que Al narrar, ella, trataba a lo extraordinario como algo de lo más natural. Cursó sus estudios
secundarios en San José a partir de 1940 y finalizó su bachillerato en el Colegio Liceo de Zipaquirá,
el 12 de diciembre de 1946. Se matriculó en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de
Bogotá el 25 de febrero de 1947, aunque sin mostrar excesivo interés por los estudios. Su amistad
con el médico y escritor Manuel Zapata Olivella le permitió acceder al periodismo. Inmediatamente
después del “Bogotazo” (el asesinato del dirigente liberal Jorge Eliécer Gaitán en Bogotá, las
posteriores manifestaciones y la brutal represión de las mismas), comenzaron sus colaboraciones en
el periódico liberal “El Universal”.
García Márquez contrajo matrimonio en Barranquilla en 1958 con Mercedes Barcha, la hija de un
boticario. En 1959 tuvieron a su primer hijo, Rodrigo, quien se convirtiría en cineasta; y tres años
después, nació su segundo hijo, Gonzalo, actualmente diseñador gráfico en Ciudad de México.
A los veintisiete años publicó su primera novela, “La hojarasca”, en la que ya apuntaba los rasgos
más característicos de su obra de ficción, llena de desbordante fantasía.
En junio de 1967 García Márquez publica “Cien años de soledad”, en una semana vendió 8000
copias. De allí en adelante, el éxito fue asegurado, y la novela vendió una nueva edición cada semana,
pasando al medio millón de copias en tres años. Fue traducido a más de veinticuatro idiomas, y ganó
cuantiosos premios internacionales.
García Márquez ha recibido numerosos premios, distinciones y homenajes por sus obras; el mayor de
todos ellos, el Premio Nobel de Literatura en 1982. Según la auditoria de la Academia Sueca, «por
sus novelas e historias cortas, en las que lo fantástico y lo real son combinados en un tranquilo mundo
de imaginación rica, reflejando la vida y los conflictos de un continente”.
“Algo muy grave va a suceder en este pueblo”, Gabriel García Márquez

Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que
tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y
tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella
les responde:

-No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va
a
sucederle a este pueblo.

Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas
que pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una
carambola sencillísima, el otro jugador le dice:

-Te apuesto un peso a que no la


haces.

Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos


le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:

-Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi


madre
esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este
pueblo.

Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde


está con su mamá o una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso,
dice:

-Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un


tonto.

-¿Y por qué es un


tonto?

-Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la


idea de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a
suceder en este pueblo.

Entonces le dice su madre:

-No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces


salen.

La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:


-Véndame una libra de carne -y en el momento que se la están cortando,
agrega-: Mejor véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar
y lo mejor es estar preparado.

El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra
de carne, le dice:

-Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a
pasar, y se están preparando y comprando
cosas.
Entonces la vieja responde:

-Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.

Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el
carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va
esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo,
está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos
de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice:

-¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?

-¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!

(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos


remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se
les caían a pedazos.)

-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.

-Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor.

-Sí, pero no tanto calor como ahora.

Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la


voz:

-Hay un pajarito en la plaza.

Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.

-Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.

-Sí, pero nunca a esta hora.

Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están
desesperados por irse y no tienen el valor de
hacerlo.

-Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.

Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y
atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento
en que dicen:

-Si este se atreve, pues nosotros también nos vamos.

Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los


animales, todo.
Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:
-Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa -y entonces
la incendia y otros incendian también sus casas.

Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en


medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, clamando:

-Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.

CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS


1
11
BIOGRAFÍA Clarice Lispector
(Nació en Chechelnik, Ucrania en 1920 y murió en Río de Janeiro en 1977)
Llegó a Brasil siendo bebé de meses y la familia se instaló en Recife. Su madre era paralítica y murió
cuando ella tenía diez años, sin embargo Clarice recordaba una infancia feliz en la que apenas se dio
cuenta de la precariedad económica en la que se encontraban.
En plena adolescencia, en 1935, se mudó a Rio de Janeiro con su padre y su hermana. Estudió
Derecho y empezó a colaborar con algunos periódicos y revistas. A los veintiún años publicó “Cerca
del corazón salvaje”, una novela de plena madurez, que había escrito a los diecisiete años. En la
Facultad conoció al que sería su esposo, el diplomático Maury Gurgel Valente, por la profesión de
este residieron en Milán, Londres, París y Berna, donde nació su hijo Paulo. De vuelta en Río, en
1949, Clarice Lispector retomó su actividad periodística, firmando con el seudónimo Tereza
Quadros una columna en la revista “Comicio”. Publicó cuentos en la revista “Senhor” y firmaba una
columna femenina en el diario Correio da Manhâ como Helen Palmer. Tuvo también una página
femenina diaria en el “Diário da Noite”, que salía firmada por la actriz Ilka Soares. En septiembre
de 1952 volvía a dejar Brasil, desplazándose con el marido a Washington, donde permanecieron ocho
años. En febrero de 1953 dio la luz a su segundo hijo, Pedro. Se separó de su marido en 1959 y
regresó a Rio donde volvió a sus colaboraciones en periódicos y revistas, y publicó su primer libro
de cuentos” Lazos de familia”. Fue este un fecundo periodo ya que en
1961 apareció “Una manzana en la oscuridad” y en 1963 “La pasión según G.H”, su obra más
emblemática.
Un incendio fortuito por una colilla mal apagada en su dormitorio en 1966 le provocó quemaduras y
graves secuelas y la sumió en profunda depresión. En esta época realizaba una crónica semanal para
el “Jornal do Brasil” y colaboró con la revista “Manchete” realizando entrevistas con artistas e
intelectuales. Murió en Río de Janeiro el 9 de diciembre de 1977 a los 56 años, víctima de un cáncer
de ovarios algunos meses después de publicarse su última novela La hora de la estrella. Clarice
Lispector es considerada una de las escritoras más importantes del siglo XX.
“Felicidad Clandestina”, Clarice Lispector

Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento.
Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas.
Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los
dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de
historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.

No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los


cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal
de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad
donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.

Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como “fecha natalicio” y


“recuerdos”.

Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba
caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a
nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre.
Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer,
yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole
prestados los libros que a ella no le interesaban.

Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china.
Como al pasar, me informó que tenía Las travesuras de Naricita, de Monteiro
Lobato.

Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él,
para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades.
Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.

Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza:


no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un
lado a otro.

Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un


apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija
en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a
buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la
esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la
calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife.
Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los
siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y
no me caí una sola vez.

Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la
librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de
su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila
respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día
siguiente. Poco me
imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del “día siguiente”
iba
a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como
aquélla.

Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni
uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero
como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era
propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos
sorprendidos.

Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo


silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la
presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió
explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de
palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el
hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia
la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de
casa y tú ni siquiera querías leerlo!

Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de


ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio:
la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la
puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando,
recobrándose al fin, firme y serena, le ordenó a su hija:

-Vas a prestar ahora mismo ese

libro. Y a mí:

-Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras.


¿Entendido?

Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: “el tiempo que
quieras”
es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de
querer.

¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el
libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando
como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro
con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto
tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.

Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para


sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas
maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún
yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el
libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más
falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre
habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré!
Vivía en el aire… había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.

A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el


regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro:
era una mujer con su amante.
BIOGRAFÍA Silvina Ocampo
(Nació en Buenos Aires en 1903 y murió en esta misma ciudad en 1993)
Escritora argentina, hermana de la escritora y fundadora de la revista Sur, Victoria Ocampo y esposa
del narrador argentino Adolfo Bioy Casares. Autora deslumbrante por la calidad literaria de sus
cuentos, sin embargo durante algún tiempo, a instancias de su círculo íntimo y de la crítica, fue
valorada por la crueldad que imprimía a sus personajes. Nacida en el seno de una familia hondamente
arraigada en los círculos culturales argentinos, su primera vocación artística la orientó hacia el cultivo
de las artes plásticas; pero, tras recibir lecciones de pintura del Surrealista Giorgio de Chirico en
Italia, abandonó los colores y la luz y se adentró en el mundo de las letras. Las mayores
contribuciones al género de ficción las realizó Silvina Ocampo con sus cuentos breves y su labor
como ensayista y compiladora. Dentro de una de las tendencias congregadas en torno a la revista Sur,
y constituida por autores de la talla de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Manuel Peyrou y
Enrique Anderson Imbert, Silvina Ocampo apostó por la elevación de la literatura fantástica y
policíaca a la categoría de géneros de primer orden.
En compañía de su esposo y de su amigo Borges, preparó una Antología de la literatura fantástica
(1940) que se convirtió en una de las piezas emblemáticas de la mencionada corriente. Además, aquel
mismo año los tres autores presentaron una Antología poética argentina. Posteriormente, volvió a
colaborar con Bioy Casares, pero ahora en una obra de creación, la novela policíaca titulada” Los que
aman, odian” (1946).
A partir de entonces se dedicó a la escritura de numerosos cuentos, que fueron viendo la luz en
sucesivas recopilaciones: en 1948 apareció el volumen titulado “Autobiografía de Irene”, al que
siguieron los relatos de “La furia y otros cuentos” (1959), “Las invitadas” (1961), “El pecado mortal
y otros cuentos” (1966), “Informe del cielo y del infierno” (1969), “Los días de la noche” (1970),
“Y así sucesivamente” (1987) y “Cornelia frente al espejo”(1988). Los cuentos de todas estas
recopilaciones están deformados por la extraña percepción de unos narradores incapaces de
establecer cualquier pauta ética que les permita separar el bien del mal.
Por medio de este recurso en la composición estructural de sus relatos Silvina Ocampo consigue dejar
plasmada una corrosiva crítica de las convenciones sociales de su tiempo, ya que su exagerado
distanciamiento de cualquier pauta social establecida y de la realidad circundante pone un
contrapunto de desasosiego -y a veces, de explícita crueldad- que amenaza con destruir el lenguaje y
las estructuras tradicionales. Además de las obras ya mencionadas, Silvina Ocampo colaboró con el
dramaturgo Juan Rodolfo Wilcock en la redacción del drama titulado “Los traidores”(1956).
“Cielos de claraboya”, Silvina Ocampo

La reja del ascensor tenía flores con cáliz dorado y follajes rizados de fierro
negro, donde se enganchan los ojos cuando uno está triste viendo
desenvolverse, hipnotizados por las grandes serpientes, los cables del ascensor.

Era la casa de mi tía más vieja adonde me llevaban los sábados de visita.
Encima del hall de esa casa con cielo de claraboyas había otra casa misteriosa
en donde se veía vivir a través de los vidrios una familia de pies aureolados
como santos. Leves sombras subían sobre el resto de los cuerpos dueños de
aquellos pies, sombras achatadas como las manos vistas a través del agua de
un baño. Había dos pies chiquitos, y tres pares de pies grandes, dos con tacos
altos y finos de pasos cortos. Viajaban baúles con ruido de tormenta, pero la
familia no viajaba nunca y seguía sentada en el mismo cuarto desnudo,
desplegando diarios con músicas que brotaban incesantes de una pianola que
se atrancaba siempre en la misma nota. De tarde en tarde, había voces que
rebotaban como pelotas sobre el piso de abajo y se acallaban contra la
alfombra.

Una noche de invierno anunciaba las nueve en un reloj muy alto de madera,
que crecía como un árbol a la hora de acostarse; por entre las rendijas de las
ventanas pesadas de cortinas, siempre con olor a naftalina, entraban chiflones
helados que movían la sombra tropical de una planta en forma de palmera. La
calle estaba llena de vendedores de diarios y de frutas, tristes como despedidas
en la noche. No había nadie ese día en la casa de arriba, salvo el llanto
pequeño de una chica (a quien acababan de darle un beso para que se
durmiera,) que no quería dormirse, y la sombra de una pollera disfrazada de
tía, como un diablo negro con los pies embotinados de institutriz perversa. Una
voz de cejas fruncidas y de pelo de alambre que gritaba “¡Celestina,
Celestina!”, haciendo de aquel nombre un abismo muy oscuro. Y después que
el llanto disminuyó despacito… aparecieron dos piecitos desnudos saltando a
la cuerda, y una risa y otra risa caían de los pies desnudos de Celestina en
camisón, saltando con un caramelo guardado en la boca. Su camisón tenía
forma de nube sobre los vidrios cuadriculados y verdes. La voz de los pies
embotinados crecía: “¡Celestina, Celestina!”. Las risas le contestaban cada vez
más claras, cada vez más altas. Los pies desnudos saltaban siempre sobre la
cuerda ovalada bailando mientras cantaba una caja de música con una muñeca
encima.

Se oyeron pasos endemoniados de botines muy negros, atados con cordones


que al desatarse provocan accesos mortales de rabia. La falda con alas de
demonio volvió a revolotear sobre los vidrios; los pies desnudos dejaron de
saltar; los pies corrían en rondas sin alcanzarse; la falda corría detrás de los
piecitos desnudos, alargando los brazos con las garras abiertas, y un mechón
de pelo quedó suspendido, prendido de las manos de la falda negra, y brotaban
gritos de pelo tironeado.

El cordón de un zapato negro se desató, y fue una zancadilla sobre otro pie
de la falda furiosa. Y de nuevo surgió una risa de pelo suelto, y la voz negra
gritó, haciendo un pozo oscuro sobre el suelo: “¡Voy a matarte!”. Y como un
trueno que rompe un vidrio, se oyó el ruido de jarra de loza que se cae al
suelo, volcando todo su contenido, derramándose densamente, lentamente, en
silencio, un silencio profundo, como el que precede al llanto de un chico
golpeado.

Despacito fue dibujándose en el vidrio una cabeza partida en dos, una cabeza
donde florecían rulos de sangre atados con moños. La mancha se agrandaba.
De una rotura del vidrio empezaron a caer anchas y espesas gotas petrificadas
como soldaditos de lluvia sobre las baldosas del patio. Había un silencio
inmenso; parecía que la casa entera se había trasladado al campo; los sillones
hacían ruedas de silencio alrededor de las visitas del día anterior.

La falda volvió a volar en torno de la cabeza muerta: “¡Celestina, Celestina!”,


y
un fierro golpeaba con ritmo de saltar a la
cuerda.

Las puertas se abrían con largos quejidos y todos los pies que entraron se
transformaron en rodillas. La claraboya era de ese verde de los frascos de
colonia en donde nadaban las faldas abrazadas. Ya no se veía ningún pie y la
falda negra se había vuelto santa, más arrodillada que ninguna sobre el vidrio.

Celestina cantaba Les Cloches de Corneville, corriendo con Leonor detrás de


los árboles de la plaza, alrededor de la estatua de San Martín. Tenía un vestido
marinero y un miedo horrible de morirse al cruzar las calles.
BIOGRAFÍA Ray Bradbury
(Nació en Illinois en 1920 y murió en California en 2012)
Ray Bradbury fue hijo de Leonard Spaulding Bradbury y de Esther Moberg, inmigrante sueca. Su
familia se mudó varias veces desde su lugar de origen hasta establecerse finalmente en Los Ángeles
en 1934.
Bradbury fue un ávido lector en su juventud además de un escritor aficionado. Se graduó en la
escuela secundaria en 1938, no pudo asistir a la universidad por razones económicas, por lo cual tuvo
una formación autodidacta en base a la lectura, y se ganó la vida vendiendo periódicos. A partir de
1943 dejó el trabajo de vendedor de periódicos y se dedicó a escribir a tiempo completo, publicando
en diversos medios numerosos relatos breves, hasta que en 1950, con la aparición de `Crónicas
Marcianas´, comenzó su ascendente fama literaria. En sus páginas, que relatan los intentos de los
terrestres por colonizar el planeta Marte, se reflejan las angustias y ansiedades que existían en la
sociedad norteamericana de la década de los cincuenta, ante el peligro de una guerra nuclear.
Desde 1940 a 1947 escribió en la revista cinematográfica “Script”, y también escribió guiones de
televisión. Varias de sus obras han sido llevadas a radio, televisión y cine. Pero Bradbury no sólo
cultivó la ciencia ficción y la literatura de corte fantástico, sino que escribió también libros realistas e
incluso incursionó en el relato policial. Su obra se caracteriza por la universalidad, como si no le
importara tanto perfeccionar un género sino más bien escribir acerca de la condición humana y su
temática, a través de un estilo poético.
Falleció a la edad de 91 años en Los Ángeles, California. Por petición suya, su lápida funeraria, en el
Cementerio Westwood Village Memorial Park, lleva el epitafio: `Autor de Fahrenheit 451´
“Todo el verano en un día”, Ray Bradbury

—¿Ya?
—Ya.
—¿Ahora?
—Enseguida.
—¿Sabrán los sabios, realmente? ¿Sucederá
hoy?
—Mira, mira y verás.
Los niños se amontonaban, se apretujaban como muchas rosas, como muchas
flores silvestres, y miraban hacia afuera buscando el sol
oculto.
Llovía.
Llovía desde hacía siete años; miles de días sobre miles de días que la lluvia
había tejido de extremo a extremo, con tambores y cataratas de agua, con el
estrépito de tempestades que inundaban las islas como olas de una marea. La
lluvia había triturado mil bosques que habían crecido mil veces para ser
triturados de nuevo. Y así era para siempre la vida en el planeta Venus, y
aquella era la escuela de los hijos de los hombres y mujeres del cohete que
habían venido a un mundo de lluvias, a traer la civilización y a vivir sus vidas.
—¡Pará! ¡Pará!
—¡Sí, sí!
Margot no miraba con aquellos niños que no podían acordarse de un tiempo en
que no todo era lluvia y lluvia y lluvia. Tenían todos nueve años, y si había
habido un día, siete años atrás, en que había salido el sol una hora, mostrando
su cara a un mundo sorprendido, no podían recordarlo. A veces, de noche,
Margot oía cómo se movían en sueños, y ella sabía entonces que recordaban el
oro, o un lápiz amarillo, o una moneda tan grande que con ella uno podía
comprarse el mundo. Sabía que creían recordar un calor, un ardor en las
mejillas, en el cuerpo, en los brazos y las piernas, en las manos temblorosas.
Pero luego despertaban siempre al tamborileo trepidante, al interminable tintineo
de unos collares de perlas trasparentes sobre el tejado, el sendero, los jardines,
los bosques… y los sueños se desvanecían.
Todo el día anterior, en clase, habían leído acerca del sol. De cómo se parecía a
un limón, y de qué caliente era. Y habían escrito cuentos o ensayos o poemas a
propósito del sol.

El sol es una
flor
que sólo se abre una
hora.

Eso decía el poema de Margot, leído en voz baja en el aula silenciosa,


mientras
afuera caía la lluvia.
—¡Bah! ¡No lo escribiste tú! —protestó uno de los
chicos.
—¡Sí! dijo Margot—.
¡Yo!
—¡William! —dijo la
maestra.
Pero eso había sido ayer. Hoy la lluvia amainaba y los niños se apretaban
contra
los gruesos cristales del
ventanal.
—¿Dónde está la maestra?
—Ya viene.
—Pronto, o no veremos
nada.
Los niños eran como una rueda febril de rayos que subían y
caían.
Margot no se acercaba a ellos. Era una niña frágil y parecía que hubiese andado
muchos años perdida en la lluvia, y que la lluvia le hubiese desteñido el color
azul de los ojos, el rojo de los labios y el oro del pelo. Era como la vieja
fotografía de un álbum, polvorienta, borrosa, y hablaba poco, y con una voz de
fantasma. Ahora, alejada de los otros, miraba la lluvia y el turbulento mundo
líquido más allá de los vidrios.
—¿Qué miras? —dijo
William. Margot no respondió.
—Contesta cuando te hablan.
William le dio un empujón. La niña no se movió; es decir, dejó que el empujón
la
moviera, y nada más.
Siempre la apartaban así. Margot no jugaba con ellos en los túneles sonoros
de la ciudad subterránea, y nunca corría con ellos y se quedaba atrás,
parpadeando. Cuando la clase cantaba canciones que hablaban de la felicidad,
de la vida, de los juegos, apenas movía los labios. Sólo cantaba cuando los
cantos hablaban del verano y del sol, y entonces clavaba los ojos en los
ventanales húmedos.
Y además, por supuesto, había otro crimen, más grave. Margot había llegado de
la Tierra hacía sólo cinco años y aún se acordaba del sol. Recordaba que cuando
tenía cuatro años el sol aparecía en el cielo de Ohio todas las mañanas. Ellos, en
cambio, habían vivido siempre en Venus, y sólo tenían dos años cuando el sol
había salido por última vez, y ya se habían olvidado de su color, su tibieza, y de
cómo era en realidad. Pero Margot recordaba.
—Es una moneda —dijo una vez Margot, cerrando los
ojos.
—¡No, no! —gritaron los
niños.
Pero Margot recordaba, y lejos de todos, en silencio, miraba las figuras de la
lluvia en los vidrios. Una vez, un mes atrás, no había querido bañarse en la
ducha de la escuela, se había cubierto la cabeza con las manos, y había gritado
que no quería que el agua la tocase. Luego, oscuramente, oscuramente, había
comprendido: era distinta, y los otros notaban la diferencia, y se apartaban.
Se decía que los padres de Margot se la llevarían de nuevo a la Tierra el año
próximo, pues para ella era cuestión de vida o muerte, aun cuando la familia
perdería por ese motivo varios miles de dólares. Por eso la odiaban los niños,
por todas esas razones, de mucha o poca consecuencia. Odiaban aquel pálido
rostro de nieve, su silencio ansioso, su delgadez, y su futuro posible.
—¡Vete! —William la empujó de nuevo.— ¿Qué
esperas?
Entonces, y por primera vez, Margot se volvió y lo miró. Y lo que esperaba se
le
vio en los ojos.
—Bueno, no te quedes ahí —gritó William, furioso—. No verás
nada. Margot movió los labios.
—¡Nada! —gritó William—. Fue todo una broma, ¿no entiendes? —Miró a
los
otros niños—. Hoy no pasará nada, ¿no es
cierto?
Todos lo miraron pestañeando, y de pronto comprendieron y se echaron a reír,
sacudiendo las cabezas.
—¡Nada, nada!
—Oh —murmuró Margot, desconsolada—. Pero si es hoy. Los sabios
lo
anunciaron, y ellos saben. Hoy el
sol…
—Fue una broma, nada más —dijo William tomándola bruscamente del brazo
—.
Eh, vamos, será mejor que la encerremos en un armario antes que vuelva la
maestra.
—No —dijo Margot,
retrocediendo.
Todos se le fueron encima, y entre protestas y luego súplicas y luego llantos, la
arrastraron a un túnel, a un cuarto, a un armario, cerraron la puerta, y le echaron
llave. Se quedaron un rato mirando cómo la puerta temblaba con los golpes de
la niña y oyendo sus gritos sofocados. Después, sonriendo, dieron media vuelta,
y salieron del túnel en el momento en que llegaba la maestra.
—¿Listos, niños?
La maestra miró su
reloj.
—¡Sí!
—¿Estamos todos?
—¡Sí!
La lluvia menguaba cada vez
más.
Fue entonces como si en la película cinematográfica de un alud, de un tornado,
de un huracán, de una erupción volcánica, la banda de sonido se hubiera
estropeado de pronto, y todos los ruidos, todas las ráfagas, todos los ecos y
truenos se hubiesen apagado bruscamente, y como si en seguida hubiesen
arrancado el film del aparato, que proyectaba ahora una apacible fotografía
tropical que no se movía ni trepidaba. El mundo se había detenido. El silencio
era tan inmenso, tan inverosímil que parecía que uno se hubiese puesto
algodones en los oídos, o que uno se hubiera quedado sordo. Los chicos se
llevaron las manos a los oídos. La puerta se abrió, y el olor del mundo
silencioso, expectante, entró en la escuela.
Salió el sol.
Tenía el color del bronce fundido, y era muy grande. Alrededor, el cielo era
un deslumbrante azulejo azul. El hechizo se quebró al fin, y los niños se
precipitaron gritando hacia el verano. La selva ardía bajo el sol.
—Bueno, no vayan muy lejos —les gritó la maestra—. Tienen sólo dos horas.
Que
la lluvia no los sorprenda
afuera.
Pero los niños corrían ya con los rostros vueltos hacia el cielo, sintiendo que el
sol les quemaba las mejillas como un hierro candente, y ya se quitaban los
abrigos para que el sol les dorara los brazos.
—Es mejor que las lámparas de sol, ¿no es
cierto?
—¡Oh, mucho, mucho mejor!
Dejaron de correr. Estaban en la enorme selva que cubría Venus, esa selva que
nunca dejaba de crecer, tumultuosamente, que crecía mientras uno la miraba.
La selva era un nido de pulpos y extendía unos tentáculos de zarzas carnosas,
temblorosas, que florecían en la verde primavera. Tenía el color del caucho y
de la ceniza, esta selva, luego de tantos años sin sol. Tenía el color de las
piedras, del queso blanco y de la tinta.
Los niños se echaban riéndose en el colchón de la selva, y oían cómo crujía y
suspiraba, elástica y viva. Corrían entre los árboles, resbalaban y caían, se
empujaban, jugaban; pero sobre todo miraban el sol con los ojos entornados
hasta que las lágrimas les rodaban por las mejillas. Tendían las manos hacia el
resplandor amarillo y el asombroso azul y respiraban el aire puro y escuchaban
el silencio y descansaban en él como flotando en un mar inmóvil. Todo lo
miraban, todo lo disfrutaban. Luego, impetuosamente, como animales que han

CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS


1
11
escapado de sus madrigueras, corrían y corrían en círculos, gritando. Corrieron
toda una hora. Y de pronto…
En plena carrera, una niña
gimió.
Todos se quedaron
quietos.
De pie, en la selva, la niña extendió una
mano.
—Oh, miren, miren —dijo.

2 CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS


Todos se acercaron lentamente y miraron la mano
abierta.
En el centro de la palma, como una ventosa, una gota de
lluvia. La niña se echó a llorar, mirando la gota.
Todos alzaron rápidamente los ojos al
cielo.
—Oh, oh.
Unas gotas frías les cayeron en las narices, las bocas, las mejillas. El sol se
apagó tras una ráfaga de niebla. Alrededor de los niños sopló un viento frío.
Todos se volvieron y echaron a caminar hacia la casa subterránea, con los
brazos caídos, las sonrisas muertas.
El estampido de un trueno los estremeció, y como hojas arrastradas por un
viento que se levanta echaron a correr tropezando y tambaleándose. Un rayo
estalló a diez kilómetros de distancia, a cinco kilómetros, a dos, a uno. Las
tinieblas de la medianoche cubrieron el cielo.
Se quedaron un momento en la puerta del subterráneo hasta que la lluvia
arreció. Luego cerraron la puerta y escucharon el ruido de las toneladas de agua,
la catarata que caía en todas partes y para siempre.
—¿Otros siete años?
—Sí, siete años.
De pronto un niño
gritó.
—¡Margot!
—¿Qué?
—Está aún en el
armario.
—Margot.
Los niños se quedaron como estacas clavadas en el suelo. Se miraron y
apartaron los ojos. Miraron de reojo el mundo donde ahora llovía, llovía y
llovía, inmutablemente. Tenían unas caras solemnes y pálidas. Cabizbajos, se
miraron las manos, los pies.
—Margot.
—Bueno —dijo una niña.
Nadie se movió.
—Vamos —murmuró la
niña.
Lentamente, recorrieron el pasadizo bajo el ruido de la lluvia fría, entraron en la
sala bajo el estrépito de la tormenta y el trueno, con unas caras azules, terribles,
iluminadas por los relámpagos. Se acercaron al armario, lentamente, y
esperaron. Detrás de la puerta sólo había silencio.
Abrieron la puerta, más lentamente aún, y dejaron salir a
Margot.
BIOGRAFÍA Liliana Heker
(Nació en Buenos Aires 1953)
En 1959 Liliana Heker comenzó a colaboraren la revista literaria “El grillo de papel” y participó,
junto a Abelardo Castillo, en la fundación de las revistas literarias “El Escarabajo de Oro” (1961-
1974) y “El Ornitorrinco” (1977-1987).
Su primer libro de cuentos ”Los que vieron la zarza”, apareció en 1966. Sus relatos han sido
traducidos al inglés y también se han publicado en Alemania, Israel, Rusia, Turquía, Holanda, Canadá
y Polonia. Alfaguara reúne todos sus cuentos primero en el volumen” Los bordes de lo real”, en
1991, y después en “Cuentos”, en 2004. En 1996 publica “El fin de la historia”, ambientada en los
70. Sus ensayos y artículos fueron recogidos en 1999 en el libro “Las hermanas de Shakespeare.”
“La fiesta ajena”, Liliana Heker

Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la


tranquilizó: no le hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre.
¿Monos en un cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor! Vos sí que te creés
todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó
la chica: era por el cumpleaños.
–No me gusta que vayas –le había dicho–. Es una fiesta de ricos.
–Los ricos también se van al cielo–dijo la chica, que aprendía religión en el
colegio.
–Qué cielo ni cielo –dijo la madre–. Lo que pasa es que a usted, m’hijita, le
gusta cagar más arriba del culo.
A la chica no le parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía
nueve años y era una de las mejores alumnas de su grado.
–Yo voy a ir porque estoy invitada –dijo–. Y estoy invitada porque Luciana
es mi amiga. Y se acabó.
–Ah, sí, tu amiga –dijo la madre. Hizo una pausa–. Oíme, Rosaura –dijo por
fin–, esa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de
la sirvienta, nada más.
Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar.
–Callate –gritó–. Qué vas a saber vos lo que es ser amiga.
Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los
deberes mientras su madre hacía la limpieza.
Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le gustaba
enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba.
–Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me
lo dijo. Va a venir un mago y va a traer un mono y todo. La madre giró el
cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las caderas. –
¿Monos en un cumpleaños? –dijo–. ¡Por favor! Vos sí que te creés todas las
pavadas que te dicen.
Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a
las personas de mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también
quería ser rica, ¿qué?, si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su
madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa
fiesta más que nada en el mundo.
–Si no voy me muero –murmuró, casi sin mover los labios. Y no estaba
muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la
fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y
a la tarde, después que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de
manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró
en el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima.
La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:
–Qué linda estás hoy, Rosaura.
Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada:
entró a la fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono.
Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura.
–Está en la cocina –le susurró en la oreja–. Pero no se lo digas a nadie
porque es un secreto.
Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba
meditando en su jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato
mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a
verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés
se lo había dicho: ‘Vos sí pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que
rompen algo”. Rosaura, en cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo
problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al
comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la
señora Inés le había dicho: “¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan
grande?”. Y claro que iba a poder: no era de manteca, como otras. De
manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le
dijo:
–¿Y vos quién sos?
–Soy amiga de Luciana –dijo Rosaura.
–No –dijo la del moño–, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la
prima y conozco a todas sus amigas. Y a vos no te conozco.
–Y a mí qué me importa –dijo Rosaura–, yo vengo todas las tardes con mi
mamá y hacemos los deberes juntas.
–¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? –dijo la del moño, con una risita.
– Yo y Luciana hacemos los deberes juntas –dijo Rosaura, muy seria. La del
moño se encogió de hombros.
–Eso no es ser amiga –dijo–. ¿Vas al colegio con ella?
–No.
–¿Y entonces, de dónde la conocés? –dijo la del moño, que empezaba a
impacientarse.
Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró
hondo:
–Soy la hija de la empleada –dijo.
Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que
sos la hija de la empleada, y listo.
También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero
Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir algo así.
–Qué empleada–dijo la del moño–. ¿Vende cosas en una tienda?
–No –dijo Rosaura con rabia–, mi mamá no vende nada, para que sepas.
–¿Y entonces cómo es empleada? –dijo la del moño.
Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a
Rosaura si no la podía ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la
casa mejor que nadie.
– Viste –le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo.
Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba
era Luciana, con su corona de oro; después los varones. Ella salió primera en
la carrera de embolsados y en la mancha agachada nadie la pudo agarrar.
Cuando los dividieron en equipos para jugar al delegado, todos los varones
pedían a gritos que la pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca
en su vida había sido tan feliz.
Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas.
Primero, la torta: la señora Inés le había pedido que la ayudara a servir la
torta y Rosaura se divirtió muchísimo porque todos los chicos se le vinieron
encima y le gritaban “a mí, a mí”. Rosaura se acordó de una historia donde
había una reina que tenía derecho de vida y muerte sobre sus súbditos.
Siempre le había
gustado eso de tener derecho de vida y muerte. A Luciana y a los varones les
dio los pedazos más grandes, y a la del moño una tajadita que daba lástima.
Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y
era mago de verdad. Desanudaba pañuelos con un solo soplo y enhebraba
argollas que no estaban cortadas por ninguna parte. Adivinaba las cartas y el
mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono lo llamaba socio. “A
ver, socio, dé vuelta una carta”, le decía. “No se me escape, socio, que
estamos en horario de trabajo”.
La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al
mono en brazos y el mago lo iba a hacer desaparecer.
–¿Al chico? –gritaron todos.
–¡Al mono! –gritó el mago.
Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo.
El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer
al mono. El mago lo levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el
mono hizo que sí con la cabeza.
–No hay que ser tan timorato, compañero –le dijo el mago al gordito.
–¿Qué es timorato? –dijo el gordito. El mago giró la cabeza hacia uno y otro
lado, como para comprobar que no había espías.
–Cagón –dijo–. Vaya a sentarse, compañero.
Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le
palpitaba el corazón.
–A ver, la de los ojos de mora –dijo el mago. Y todos vieron cómo la señalaba
a ella.
No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo
desaparecer al mono, ni al final, cuando el mago hizo ondular su capa roja
sobre la cabeza de Rosaura, dijo las palabras mágicas... y el mono apareció
otra vez allí, lo más contento, entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron
a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su asiento, el mago le dijo:
–Muchas gracias, señorita condesa.
Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue
lo primero que le contó.
– Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: “Muchas gracias, señorita
condesa”. Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había
creído que estaba enojada con su madre. Todo el tiempo había pensado que le
iba a decir: “Viste que no era mentira lo del mono”. Pero no. Estaba
contenta, así que le
contó lo del mago.
Su madre le dio un coscorrón y le dijo:
–Mírenla a la condesa.
Pero se veía que también estaba contenta.
Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés,
muy sonriente, había dicho: “Espérenme un momentito”.
Ahí la madre pareció preocupada.
–¿Qué pasa? –le preguntó a Rosaura.
–Y qué va a pasar –le dijo Rosaura–. Que fue a buscar los regalos para los
que nos vamos.
Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el
hall al lado de sus madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo
sabía bien porque había estado observando a los que se iban antes. Cuando se
iba una chica, la señora Inés le regalaba una pulsera. Cuando se iba un chico,
le regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque tenía chispas,
pero eso no se lo contó a su madre. Capaz que le decía: “Y entonces, ¿por qué
no le pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?”. Era así su madre. Rosaura no tenía
ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única distinta. En cambio le
dijo:
–Yo fui la mejor de la fiesta. Y no habló más porque la señora Inés acababa
de entrar en el hall con una bolsa celeste y una bolsa rosa. Primero se acercó
al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y el gordito se
fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que
había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá.
Después se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy
grande y eso le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la
madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo:
–Qué hija que se mandó, Herminia.
Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer los dos regalos: la
pulsera y el yo-yo. Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar algo,
ella también inició el movimiento de adelantar el brazo. Pero no llegó a
completar ese movimiento. Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa
celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa. Buscó algo en su cartera.
En su mano aparecieron dos billetes.
–Esto te lo ganaste en buena ley–dijo, extendiendo la mano–. Gracias por
todo, querida.
Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió
que la mano de su madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se
apretó contra el cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada
fría, fija en la cara de la señora Inés.
La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se
animara a retirarla. Como si la perturbación más leve pudiera desbaratar este
delicado equilibrio.
BIOGRAFÍA Horacio Quiroga
(Nació en Salto, Uruguay en 1878 y murió en Buenos aires en 1937)
Narrador uruguayo radicado en Argentina, considerado uno de los mayores cuentistas
latinoamericanos de todos los tiempos, cuya obra se sitúa entre la declinación del modernismo y la
emergencia de las vanguardias. Su tema central es la naturaleza en oposición al hombre en tanto
agente civilizador. El hombre cree decidir y disponer pero la naturaleza le cobra esa osadía de
buscar modificarla.
Su vida fue marcada por la tragedia: su padre murió en un accidente de caza, y su padrastro y
posteriormente su primera esposa se suicidaron; además, Quiroga mató accidentalmente de un disparo
a su amigo Federico Ferrando.
Estudió en Montevideo y pronto comenzó a interesarse por la literatura.
Inspirado en su primera novia escribió Una estación de amor (1898), fundó en su ciudad natal la
Revista de Salto (1899). Marchó a Europa y resumió sus recuerdos de esta experiencia en “Diario de
viaje a París” (1900), a su regreso fundó el “Consistorio del Gay Saber”, que pese a su corta
existencia presidió la vida literaria de Montevideo y las polémicas con el grupo de Julio Herrera y
Reissig. Ya instalado en Buenos Aires publicó” Los arrecifes de coral”, poemas, cuentos y prosa lírica
(1901). En 1903, acompañó a Leopoldo Lugones como fotógrafo a la provincia de Misiones con la
posterior publicación conjunta de “Las misiones jesuíticas”, seguido de los relatos de “El crimen del
otro” (1904), la novela breve “Los perseguidos” (1905), y la más extensa” Historia de un amor turbio
“(1908).
En 1909 se radicó precisamente en la provincia de Misiones, donde se desempeñó como juez de paz
en San Ignacio, localidad famosa por sus ruinas de las reducciones jesuíticas, a la par que cultivaba
yerba mate y naranjas y construía con sus manos la cabaña que más tarde habitaría junto a su
malograda esposa.
Nuevamente en Buenos Aires, trabajó en el consulado de Uruguay y dio a la prensa Cuentos de
amor, de locura y de muerte (1917), los relatos para niños “Cuentos de la selva” (1918),” El salvaje”
(1920), la obra teatral “Las sacrificadas” (1920), “Anaconda” (1921), “El desierto” (1924), “La
gallina degollada y otros cuentos” (1925) y quizá su mejor libro de relatos, “Los desterrados” (1926).
Colaboró en diferentes medios: Caras y Caretas, Fray Mocho, La Novela Semanal y La Nación, entre
otros.
En 1927 contrajo segundas nupcias con una joven amiga de su hija Eglé, con quien tuvo una niña.
Dos años después publicó la novela “Pasado amor”, sin mucho éxito. Sintiendo el rechazo de las
nuevas generaciones literarias, regresó a Misiones para dedicarse a la floricultura. En 1935 publicó
su último libro de cuentos, “Más allá”. Hospitalizado en Buenos Aires, se le descubrió un cáncer
gástrico, enfermedad que parece haber sido la causa que lo impulsó al suicidio, ya que puso fin a sus
días ingiriendo cianuro.
“A la deriva”, Horacio Quiroga

El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie.


Saltó adelante, y al volverse con un juramento, vió una yararacusú que arrollada
sobre sí misma esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre
engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vió la
amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el
machete cayó de plano, dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un


instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violeta, y
comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su
pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto


el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían
irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con
dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le
arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los
dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie
entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a
su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo
devoraba.

--¡Dorotea!--alcanzó a lanzar en un estertor.--¡Dame


caña!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no
había sentido gusto alguno.

--¡Te pedí caña, no agua!--rugió de nuevo.--¡Dame


caña!

--¡Pero es caña, Paulino!--protestó la mujer


espantada.

--¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te


digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras
otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.

--Bueno; esto se pone feo--murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con


lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba
como una monstruosa morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban


ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía
caldear más,
aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo
mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa.


Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la
corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis sillas, lo llevaría
antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del
río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un
nuevo vómito--de sangre esta vez--dirigió una mirada
al sol que ya trasponía el
monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que
reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su
cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y
terriblemente dolorido. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a
Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía
mucho tiempo que estaban disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre


pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los
veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.

--¡Alves!--gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en


vano.

--¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor!--clamó de nuevo, alzando la


cabeza del suelo.--En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El
hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de
nuevo, la llevó velozmente a la deriva.

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de
cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de
negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los
costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se
precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y
reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría
y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semi-tendido en el fondo de la canoa,


tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la
cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho,
libre ya, se abría en lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no


tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocio para reponerse
del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya


nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en
Tacurú- Pucú? Acaso viera también a su ex-patrón míster Dougald, y al
recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río
se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el
monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios
de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en
silencio hacia el Paraguay.

Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos
sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se
sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado
sin ver a su ex-patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y
nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración
también...
Al recibidor de maderas de míster Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido
en
Puerto Deseado, un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o
jueves...

El hombre estiró lentamente los dedos de la


mano.

--Un jueves...

Y cesó de
respirar.

CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS


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BIOGRAFÍA Raymond Carver
(Nació en Oregón en 1939 y murió en Washington en 1988)
Fue uno de los creadores del “Realismo sucio”, sus cuentos son lacónicos, precisos, intensos. Se
inscriben al igual que los de Hemingway y Chejov (su maestro) en una línea delgada entre la
literatura y la vida. Sus personajes son seres desamparados y desahuciados; desalojados y
castigados por la vida, con parejas al borde del naufragio, economías a punto del colapso,
incomunicación entre padres e hijos, alcohólicos en picada buscando redimirse, desempleados y
desplazados del gran sueño americano que nunca se concreta y que es la otra cara de los Estados
Unidos de América. Los de Carver son cuentos Concisos, turbios, divertidos y dolorosos. Escritos
evitando cualquier exceso de sentimentalismo, con un estilo depurado que es deudor de los consejos
(muchos dicen que también de la pluma) de su editor Gordon Lish.
Raymond Carver forma pare de la galería de ilustres visitantes que conocieron la ciudad de Rosario
en 1984. Ciudad a la que muchos afirman retrata en el poema “Cutlery”. Falleció en pleno
reconocimiento de su carrera como narrador y poeta en el año 1988.
“Mecánica Popular”, Raymond Carver

Aquel día, temprano, el tiempo cambió y la nieve se deshizo y se volvió


agua sucia. Delgados regueros de nieve derretida caían de la pequeña ventana
-una ventana abierta a la altura del hombro- que daba al traspatio. Por la calle
pasaban coches salpicando. Estaba oscureciendo. Pero también oscurecía dentro
de la casa.
Él estaba en el dormitorio metiendo ropas en una maleta cuando ella
apareció en la puerta.
—¡Estoy contenta de que te vayas! ¡Estoy contenta de que te vayas! —gritó—.
¿Me oyes?
Él siguió metiendo sus cosas en la maleta.
—¡Hijo de perra! ¡Estoy contentísima de que te vayas!—.Empezó a llorar—.
Ni siquiera te atreves a mirarme a la cara, ¿no es cierto?
Entonces ella vio la fotografía del niño encima de la cama, y la cogió.
Él la miró; ella se secó los ojos y se quedó mirándole fijamente, y después dio
la vuelta y volvió a la sala.
—Trae eso aquí —le ordenó él.
—Coge tus cosas y lárgate—contestó ella.
Él no respondió. Cerró la maleta, se puso el abrigo, miró a su alrededor
antes de apagar la luz. Luego pasó a la sala.
Ella estaba en el umbral de la cocina con el niño en los brazos.
—Quiero al niño —dijo él.
—¿Estás loco?
—No, pero quiero al niño. Mandaré a alguien a recoger sus cosas.
—A este niño no lo tocas —le advirtió ella.
El niño se había puesto a llorar, y ella le retiró la manta que le abrigaba la
cabeza.
—Oh! Oh! —exclamó ella mirando al
niño. Él avanzó hacia ella.
—¡Por el amor de Dios! —se lamentó ella. Retrocedió unos pasos hacia el
interior de la cocina.
—Quiero el niño.
—¡Fuera de aquí!
Ella se volvió y trató de refugiarse con el niño en un rincón, detrás de la
cocina. Pero él les alcanzó. Alargó las manos por encima de la cocina y
agarró al niño
con fuerza.
—Suéltalo —dijo.
—¡Apártate! ¡Apártate! —gritó ella.
El bebé, congestionado, gritaba. En la pelea tiraron una maceta que colgaba
detrás de la cocina.
Él la aprisionó contra la pared, tratando de que soltara al niño. Siguió agarrando
con fuerza al niño y empujó con todo su peso.
—Suéltalo —repitió.
—No —dijo ella—. Le estás haciendo daño al niño.
—No le estoy haciendo daño.
Por la ventana de la cocina no entraba luz alguna. En la casi oscuridad él
trató de abrir los aferrados dedos de ella con una mano, mientras con la otra
agarraba al
niño, que no paraba de chillar, por un brazo, cerca del hombro.
Ella sintió que sus dedos iban a abrirse. Sintió que el bebé se le iba de las manos.
—¡No! —gritó al darse cuenta que sus manos cedían.
Tenía que retener a su bebé. Trató de agarrarle el otro brazo. Logró asirlo por
la muñeca y se echó atrás.
Pero él no lo soltaba.
Él vio que el bebé se le escurría de las manos, y estiró con todas sus
fuerzas. Así, la cuestión quedó zanjada.

CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS


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BIOGRAFÍA Mariano Dubín
(Nació en La Plata en 1983)
Publicó cuentos, ensayos y cuatro libros de poesía: “Con los pasos de la mala vida en 2006, “La
razón de mi lima” en 2009, “Bardo” en 2011 y “Cosas de zorro” en 2016 editó el libro de ensayos
“Parte de guerra. Indios, gauchos y villeros”. Es docente, poeta y narrador. Vive en Berisso.
“Conchabo”, Mariano Dubín

Le devolvió el mate, antes que ella diga eso de que le subió la fiebre y no
despertó. Un poco antes de que se acercara y tocara su pollera, y entre toda
esa lana las yemas de los dedos se convirtieran en agua, y fueran suaves,
aunque tuviese ya las manos duras de la cosecha. Antes que chistara por la
chancha porque había querido entrar, mostrando su lomo sucio entre la
cortina rasgada que hacía de puerta. Un chistido suave que la chancha no
obedeció, pues quedó entre la cortina; sin salir, sin entrar. Mientras su
mano se desprendía de la pollera, como deshilachándose, y buscaba contar
ese viaje trunco; por qué había viajado, justo ahora a la cosecha, a la
provincia. El algodón siempre escaseaba y conchabarse era un preguntar todo
el tiempo, arrimarse a saludar, recordar nombres de gente que ya estaba bien
muerta, inventar una cara conocida y volver, tal vez, casi sin nada; hasta que
cruzó la chacra de un gringo viejo, que estaba en la puerta de su rancho, bajo
la sombra de un alero, más arruinado que su campo. Y lo recibió
carraspeando: ayuda un poco, sí, que ando necesitando, vio. Y consiguió
trabajar, como un bruto con el ruido constante de las chicharras como si fuese
un silencio enfermo. Él solo con dos tobas. Uno mudo que tendría la edad
misma del Chaco. El otro un desconfiado. Lo miraba feo, de reojo. Igual
nunca hubo vino y nadie pudo pelearse pero el día que se iba se arrimó al
galpón por sus cosas y no se aparecieron; después el viejo le dio un dinero
pobre y se anduvo callado porque tampoco llegó a entender ese sentimiento
amargo; guardó el jornal en el bolsillo trasero y volvió. Volvió en un camión
de prestado, con otros más. Bajaba cansado, con ganas. Los huesos dolían.
Por eso entró y se sentó y mateó en silencio, para volver el cuerpo en sí.
Mateó hasta que luego de apretarse a la pollera, como enmarañándose entre
sus dedos, preguntó por el chico, el nuevito, el que no conocía. Ahí la mujer
dijo aquello de que le había subido la fiebre y no despertó: que cambio la
yerba que seguimos mateando. Y la chancha, antes sin salir, sin entrar, se
perfiló finalmente a la basura; a olfatearla, a masticar. Él la miraba atento; su
lomo sucio, su piel rosada; pero no chistó. Le surgía un hambre antigua. Con
el gringo sólo había tomado mate, y mate y mate. La mujer pudo entender
pronto porque dijo, cambiando la yerba, no te preocupés, no te hagas mala
sangre, que en unos días ya se vende.

CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS


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BIOGRAFÍA Roberto Arlt
(Nació en Flores en 1900 y murió en Buenos Aires en 1942)
Dramaturgo, inventor y periodista incansable e imparable, una verdadera máquina de escribir. En sus
cortos 42 años se ganó la vida con su labor periodística, emergen de ella sus Aguafuertes, escritas en
un lenguaje porteño, irreverente y donde aborda con su habitual humor ironía y escepticismo una
variada gama de retratos ciudadanos. Pero que a su vez son documentos que nos permiten entender
un poco más su críptica obra literaria.
Con Roberto Arlt la literatura deja de ser un pasatiempo de ciertos jóvenes de clase acomodada.
Profesionaliza la escritura, con su labor periodística obtiene el sustento para publicar sus cuentos,
novelas y obras de teatro. Escribió “El juguete rabioso” de 1926, donde el joven Silvio Astier se
inicia en la vida delictiva y comprende que la forma de trascender los umbrales de la clase en nuestra
sociedad es a través de la delación. Escribe también las ficciones paranoicas “Los siete locos”, “Los
lanzallamas”, y “Amores brujos. Su libro de cuentos “El jorobadito” de 1933, es un catálogo de la
deformidad expresionista y grotesca con que impregna sus historias. Roberto Arlt compone a partir
de una materia viva, que es el flujo de los lenguajes de la inmigración que se mezclan y confunden
sembrando en sus páginas caos y anarquía. El libro “El criador de gorilas” es una colección de
cuentos de tema oriental donde se corre de los típicos escenarios del Río de la Plata per no abandona
el contenido universal de sus historias ni su sentir rioplatense. En 1940 escribió su último libro de
cuentos “El crimen casi perfecto”. Fue además junto a Leónidas Barletta, creador del “Teatro del
pueblo” incursionando también en el género con obras impregnadas de un carácter expresionista y
onírico como “300 millones”, “ Saverio el cruel” “La isla desierta”. Es uno de los escritores fuertes
de la tradición literaria argentina.
“Los hombres fieras”, Roberto Arlt

El sacerdote negro apoyó los pies en un travesaño de bambú del barandal de


su bungalow, y mirando un elefante que se dirigía hacia su establo cruzando
las calles de Monrovia, le dijo al joven juez Denis, un negro americano
llegado hacía poco de Harlem a la Costa de Marfil:

-En mi carácter de sacerdote católico de la Iglesia de Liberia debía


aconsejarle a usted que no hiciera ahorcar al niño Tul; pero antes de
permitirme interceder por el pequeño antropófago, le recordaré a usted lo que
le sucedió a un juez que tuvimos hace algunos años, el doctor Traitering.

“El doctor Traitering era americano como usted. Fue un hombre recto,
aunque no se distinguió nunca por su asiduidad a la Sagrada Mesa. No. Sin
embargo, trató de eliminar muchas de las bestiales costumbres de nuestros
hermanos inferiores, y únicamente el señor presidente de la República y yo
conocemos el misterio de su muerte. Y ahora lo conocerá usted.”

El doctor Denis se inclinó ceremonioso. Era un negro que estaba dispuesto


a hacer carrera. El sacerdote encendió su pipa, llenó el vaso del juez con un
transparente aguardiente de palma, y prosiguió:

-El señor Traitering era nativo de Florida, y, como usted, vino aquí, a Liberia,
nombrado por la poderosa influencia de una gran compañía fabricante de
neumáticos. Nosotros hemos conceptuado siempre un error nombrar negros
nacidos en tierras extrañas para regir los destinos del país de una manera u
otra, pero la baja del caucho obliga a todo…

El doctor negro sonrió obsequioso, y haciendo una mueca terrible ingirió el


vasito de aguardiente de palma. El sacerdote continuó:

-Yo he sentido siempre que el hombre de color, extranjero en este país, está
desvinculado del clima de la selva y de la tierra. Y cuando menos lo espera,
se encuentra enganchado por el engranaje del misterio bestial que en todos
nosotros ha puesto el demonio, siempre en acecho del alma animal de estos
pobrecitos salvajes.

El doctor Denis volvió a sonreír con obsequiosa máscara de chocolate, y el


sacerdote, sirviéndole otro vasito de aguardiente de palma, prosiguió su
relato:

-Hace cosa de siete años se produjeron numerosas desapariciones, que, con


toda razón, supusimos de origen criminal. Niños y doncellas, a veces hasta
hombres robustos, salían de sus chozas para no regresar. Las poblaciones de
Krus comenzaron a sentirse alarmadas; al caer la tarde, frente a las cabañas,
las mujeres miraban impacientes los desiertos caminos, temiendo por la
desaparición de los suyos. Se iniciaron investigaciones, se ofrecieron
premios, y finalmente un esclavo mandinga reveló que había sido invitado a
una fiesta
en el bosque que está más allá del rápido de Manba. Se destacó una compañía
de gendarmes, y una noche pudo detenerse a una banda compuesta de
cuarenta hombres que danzaban en torno de una muchacha de la tribu de
De, listos ya para sacrificarla. Algunos de los criminales estaban cubiertos
de orejudas máscaras de madera; otros, embozados en pieles de fieras.
Había entre ellos hombres de la tribu de los gbalín, para quienes la
antropofagia es familiar, y también un niño de Kwesi, de brazos largos y
piernas cortas que parecía un pequeño gorila. Todos confesaron sus delitos
-habían devorado vivas a muchas personas-, pero no había uno solo de ellos
que no alegara que cometía estos crímenes cuando se había metamorfoseado
en una bestia…

-Sugestión colectiva -murmuró el negro doctor.

El sacerdote volvió su mirada hostil al pedantesco congénere, y el doctor


Denis comprendió que le convenía disimular su sabiduría materialista, y para
hacerse perdonar la indiscreción repuso:

-La declaración del niño, ¿coincidió con la de los mayores?

-Sí. El niño Gan alegó que cuando bailaba con los otros hombres en el bosque
a medida que danzaba sentía que se iba metamorfoseando en una hiena.
Traitering condenó a esos cuarenta criminales a la horca; su sentencia se
ejecutó, y los cuarenta caníbales fueron colgados de las ramas de los árboles
en los caminos que conducían a Monrovia. El único que se libró de ser
ejecutado fue el niño Gan, debido a su corta edad: doce años.

“Cuando el juez Traitering me expuso sus escrúpulos, yo me manifesté de


acuerdo con él. No era posible ahorcar a una criatura de doce años. Pero
Traitering estaba personalmente interesado en el caso. Pensaba escribir un
libro sobre costumbres de nuestros negros, de modo que condenó al niño a
prisión perpetua. Pronto olvidamos todos a los cuarenta ahorcados. En este
país hay demasiado trabajo para disponer de tiempo para pensar en muertos,
y dos meses después de aquel suceso, estando yo una tarde en este barandal,
mirando como mira usted al elefante de míster Marshall, bruscamente
apareció el doctor Traitering.

“Creo haberle dicho a usted que el juez era un hombre alto y robusto, de ojos
saltones y miembros pesados. Pero ahora, su pie, como un traje
excesivamente holgado, colgaba sobre la agobiada percha de su osamenta.
Me miró tristemente, como un gorila cuando se siente enfermo del pecho, y
me dijo:

-Padre, tengo algo muy grave que conversar con usted.

“Quiero advertirle, doctor Denis, que el juez Traitering no era un hombre


religioso ni mucho menos. Sin embargo, me di cuenta de que se trataba de un
caso importante, y dejando de ocuparme del elefante de míster Marshall, hice
sentar al juez donde está usted sentado, le ofrecí un vaso de aguardiente y me
quedé callado, esperando su confidencia.
“Traitering lanzó un largo suspiro, pero permaneció en silencio. Yo no abrí
la boca y volví a ocuparme de los chicos de míster Marshall, que jugaban
en torno de las patas del elefante. Finalmente, el juez Traitering, después de
lanzar otro suspiro, me dijo:

“-¿Se acuerda, padre, de los cuarenta ahorcados?

“Francamente, yo ya no me acordaba. Por eso le respondí un poco

aturdidamente: “-¿Qué pasa? ¿Han resucitado?

“Traitering sonriose débilmente:

“-Ojalá hubieran resucitado! ¿Recuerda usted, padre, que me aconsejó que


indultara al niño?

“Efectivamente, yo no podía negar que le había aconsejado que indultara al


pequeño Gan.

“-Sí, sí… ¿Qué es de ese huérfano?

“-Lo he asesinado ayer, padre.

“Me quedé mirando atónito al juez Traitering. ¡Había asesinado al niño!

“-¿Por qué ha hecho eso? -terminé por preguntarle-. ¿Por qué lo asesinó?

“Ah, padre…, padre!… -Y el juez Traitering se echó a llorar como una


criatura-. No se imagina usted la calidad de monstruo que era ese niño. Si le
hubiera hecho ahorcar en compañía de los otros, no estaría yo aquí. No.

“A mí se me partía el alma de ver llorar a un hombrón tan recio. Traté de


consolarlo, y le serví un vaso de aguardiente. (Aquí el padre aprovechó para
servirse otro y llenarle el vaso al doctor Denis.)

“¿Qué ha pasado? -le dije.

“Finalmente, el juez Traitering comenzó a relatarme su desgracia.

“¡Santo nombre de Dios! Y después hay gente que duda de la existencia del
demonio. He aquí lo que contó el infortunado:

“-Un mes después que hice ahorcar a los cuarenta antropófagos del rápido de
Manba recordé que en la cárcel permanecía encerrado el niño Gan, y como
disponía de tiempo resolví tomar apuntes respecto al proceso en que el niño
declaraba sentir que se metamorfoseaba en hiena. Una tarde le hice traer a mi
oficina. Un soldado me entregó al niño, y yo quedé solo con él en mi
despacho

“-¿Estarás contento de haber salvado la piel? -le dije al chico en dialecto krus.
“El pequeño caníbal no contestó palabra.
“-¿No quisieras ahora un trozo de carne humana? -le pregunté.

“Gan continuó en silencio. Yo insistí:

“-Si me cuentas cómo hacías para convertirte en hiena te daré un trozo de


carne de mandinga (los mandingas son recios enemigos de los kwesi) y una
botella de aguardiente.

“Gan no abrió la boca Continuaba mirándome fijamente, y cuanto más él me


miraba más simpatía experimentaba yo hacia él. Se iba formando un lazo de
amistad secreta entre nosotros. Quizá por mis venas también circulara sangre
de negro kwesi, pensé. Y entonces poniéndome de pie, me acerqué a Gan e
intenté pasarle la mano por la cabeza; pero Gan se retiró velozmente, y
encogiendo el labio superior se quedó mostrándome los dientes como una
fiera que quiere morder. Ah, padre! Yo no sé qué pasó en aquel momento
por mí; recuerdo perfectamente que no sentí ningún desagrado por ese gesto
bestial, sino que riéndome también yo fruncí los labios, mostrándole los
dientes al caníbal. Entonces Gan apoyó las manos en el suelo y comenzó
a andar ágilmente en cuatro pies rozándome las pantorrillas con el flanco;
yo experimenté un sobresalto terrible, me precipité a la puerta, la cerré con
llave, y apoyando las manos en el suelo, también me puse a caminar como
una fiera. Y el niño lanzaba gruñidos y yo le imitaba y ambos parecíamos
dos fieras que no se resuelven a reñir.

“-¿Es posible? -interrumpí asombrado.

“Ah, padre! Vaya, si es posible! Lo único que recuerdo es que en aquel


momento experimenté un placer vertiginoso en degradar mi dignidad
humana. Además, sentía un deseo tan violento de morder, que creo que
hubiera terminado por despedazar a Gan. Él gruñía sordamente como una
hiena acorralada. En aquel momento alguien llamó a la puerta. Gan
corriendo siempre en cuatro pies, se ocultó detrás de mi escritorio; yo
despaché al soldado que había traído al muchacho. La verdad es que en
aquellos momentos sólo me animaba un propósito. Después que el soldado se
hubo alejado, le dije a Gan:

“-Esta noche iremos al bosque.

“Gan movió la cabeza asintiendo.

“Entonces dejé al niño encerrado, me eché la llave al bolsillo y salí. Estaba


afiebrado de impaciencia. Marché hacia el malecón, paseé por las orillas del
lago; esperaba que la vista del agua y de las embarcaciones me calmarían,
pero el cuadro de civilización del puerto me causó repulsión. Ansiaba
vehementemente volver a la selva, convertirme en una bestia. Cuando la
última luz de Krutown se hubo apagado, entré en el escritorio, tomé a Gan de
una mano y lo hice subir a mi automóvil. Rápidamente dejamos atrás el
cementerio de los krus, los cauchales. Finalmente llegué a un claro del
bosque, oculté el automóvil bajo una cortina de lianas y dije a Gan:

CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS


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“-Haz la hiena.

2 CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS


“Una luna llena iluminaba el camino; Gan apoyó las manos en el suelo, y yo
lo imité. A poco de iniciado este juego comenzamos a gruñir, luego nos
afilamos las uñas en el tronco de los árboles, hasta que, cansados, nos
echamos en el polvo del camino. Juro, padre, que en aquel momento sentí
que tenía cola. No hablábamos. “Sabíamos” que esperábamos a alguien.
Nada más. Pero ese alguien no llegaba. La noche estaba muy avanzada, la
selva se había poblado de mil ruidos, y no llegaba nadie, cuando de pronto
escuchamos el silbido de un hombre, una sombra se movió en el camino, y
cuando el hombre estuvo cerca de nosotros, Gan saltó sobre él, le tiró al
suelo y le desgarró la garganta de un mordisco. Fue una escena vertiginosa,
casi incomprensible… Dispénseme, padre, de narrarle lo que hicimos
después. Yo me sentía tigre; al amanecer me sorprendí con mi conciencia de
hombre vuelta a un cuerpo completamente manchado de sangre. Gan con la
cara aplastada en la hojarasca, dormía su hartazgo espantoso.

“Desperté a Gan, nos lavamos en un arroyo y volvimos a Monrovia. Devolví


el caníbal a la cárcel: yo estaba horrorizado de la experiencia, creía que
sería la última; pero pocos días después la tentación se presentó tan enorme
y dominante, que hice traer a Gan de la cárcel, aguardé la noche, y en su
compañía nuevamente volví al bosque.

“Desde entonces mi vida ha sido un infierno. Remordimientos y crímenes.


Finalmente me resolví. Ayer, en compañía de Gan, fui al bosque, y allí lo
maté de un tiro. Y ahora estoy aquí, padre, para pedirle la absolución de mis
pecados y el perdón, porque me mataré. Es necesario que aproveche este
intervalo de lucidez para exterminarme, antes que vuelva la horrible tentación
a lanzarme al bosque en busca de víctimas…”

El sacerdote negro calló, y Denis se quedó mirándolo. Luego murmuró:

-¿Qué hizo usted, padre?

-Comprendí que el juez Traitering tenía razón de querer matarse. Él no quería


destruir el hombre que llevaba en sí, sino a la fiera despierta en él. Lo
confesé, le di la absolución y le dejé marcharse.

Algunas horas después, un muchacho del puerto trajo la noticia de que el juez
Traitering se había ahogado.

Los dos hombres callaron. Los niños de míster Marshall habían dejado de
jugar en torno de las patas del elefante. El sacerdote negro bebió su quinta
copa de aguardiente de palma, y le dijo al flamante juez:

-Yo no le aconsejo que haga ejecutar al pequeño caníbal que usted tiene que
juzgar, pero que esta historia le sirva para ponerse en guardia, que jamás
bebió vino ni mordió carne.
BIOGRAFÍA Ricardo Piglia
(Nació en Adrogué en 1941 y murió en Buenos Aires en 2017)
Estudió la carrera de Historia en la UNLP. Narrador, ensayista y profesor universitario en La
Argentina y en el exterior. Fue director de la mítica colección de policiales “Serie Negra” de la
editorial Jorge Álvarez que difundió a escritores como Chandler y Hammet en habla castellana.
Escribió “Respiración artificial” en 1980, una novela híbrido que ensambla la historia argentina, con
la novela política, el policial, la crítica y la teoría literaria. Autor también de “La ciudad ausente”
donde una máquina de hacer literatura ideada por Macedonio Fernández modela una serie de
cuentos que aparecen desperdigados en la novela. Autor de “Plata quemada” y de “Blanco nocturno”
un triller donde se entreveran lo americano, lo chicano y lo criollo. Escribió entre otros “El camino de
Ida” donde un catedrático argentino que investiga la vida de Hudson se ve envuelto en el crimen de
una antigua colega que investiga la vida de Conrad.
Mientras sus novelas están protagonizadas por su otro yo, Emilio Renzi, sus libros de cuentos
presentan en general narradores y personajes esporádicos y autónomos y retoman en una síntesis la
tradición de Roberto Arlt y Jorge Luis Borges.
Realizó guiones para cine y televisión y fue un agudo ensayista cuyos temas frecuentes fueron la
teoría literaria y la tradición literaria argentina, con libros como “Formas breves”, “Critica y ficción”
y “El último lector”.
Quedó además el registro de varias de sus conferencias, ciclos especiales para tv y reportajes en
relación con la literatura argentina y la tradición. Antes de morir comenzó con la publicación de los
dos primeros tomos de memorias bajo el nombre “Los diarios de Emilio Renzi” bajo el sello editorial
Anagrama, que tiene en preparación el tercero de los tomos.
“La honda”, Ricardo Piglia

(La invasión, 1967)

No me dejo engañar por los chicos. Sé que mienten, que siempre están
poniendo cara de inocentes y por atrás se ríen de todo el mundo.
Lo que pasó ese día fue que ellos no imaginaban que mi patrón y yo
habíamos decidido trabajar, a pesar del domingo.
Por eso cruzamos el camino de tierra hacia el depósito del fondo.
Me acuerdo que por la calle andaba un coche de propaganda con los
altoparlantes en el techo; y que yo escuché la música hasta que doblamos y el
paredón apagó el ruido, de golpe.
Entonces el viento nos arrimó las voces y las risas. Cuando los descubrimos
se acurrucaron, tratando de disimularse entre los fierros, pero ya era tarde.
Ninguno de los cuatro pasaba de los doce años. Se metían a robar pedazos
de plomo para tirarlos con la honda.
Dijeron que estaban allí porque Nacho les aseguró que era amigo del patrón
y que el patrón le daba permiso para juntar el plomo entre los desechos.
Mi patrón les quitó las hondas que les colgaban del cuello y las tiró al foso
de cemento en el que antes, cuando el taller estaba allí y no sobre la avenida,
engrasaban ¡os coches desde abajo.
Los pibes empezaron a barrer, como les ordenó el patrón en escarmiento.
Mientras barrían les preguntó si sabían leer. Los cuatro sabían y los cuatro
habían leído el cartel:
PROHIBIDA LA ENTRADA
Pero se metieron por culpa de Nacho que les dijo, repitieron, que era amigo
del patrón.
Nacho, flaco y morocho, barría en silencio.

Teníamos que desarmar unas puertas de chapa para poder arreglar el techo
del galpón de lavado. El más alto de los cuatro chicos me ayudaba por orden
del patrón. Trabajaba concentrado y me trataba de “señor”.
Ablandamos los clavos y los arrancamos con la barreta “cocodrilo”.
Después sacamos las chapas y las amontonamos en un costado. Cortamos los
tirantes, dos largos y dos cortos, y empezamos a preparar el soporte.
Trabajamos la madera al borde del foso para poder serruchar hacia abajo
sin peligro de tocar el suelo y mellar el serrucho. El pibe sostenía fuerte el
tirante y me miraba de reojo.
Al rato pareció animarse y me dijo, muy serio: —¿Señor, me deja agarrar
la honda?
—Yo no tengo nada que ver. Si fuera por mí estaríamos durmiendo la
siesta. Preguntale al patrón, si él te la da —le contesté.
Siguió ayudando, serio y concentrado. Daba risa con su cara de
preocupación. Parecía el jefe de la barra y de vez en cuando miraba a los
otros, como para tranquilizarlos.

Seguimos trabajando bajo el sol. Armamos el soporte y nos pusimos a


clavar las chapas. Cada tanto levantaba la cabeza y me miraba sin hablar,
serio, con la frente brillante de sudor. Me molestaba ese modo que tenía de
mirarme, como si yo tuviera la culpa y él me exigiera la honda trenzada, de
horqueta de palo, que veíamos abajo, en el antiguo foso de engrase.
Por fin le dije:
—Cuando tire el martillo bajás a buscarlo y agarrás la honda.
Sonrió y siguió sosteniendo el tirante sobre el que yo martillaba cansado.

El martillo golpeó contra el piso con un ruido sordo.


—Ché pibe, bajá a buscar el martillo —le grité.
Bajó corriendo la escalera manchada por el sol. Desde arriba parecía muy
fuerte. Se le veían los hombros y la cabeza despeinada.
Me pareció que el patrón había dejado de trabajar.
El chico se agachó buscando la honda.
Esperé que se la guardara, apurado, entre la camisa y el pecho; entonces
me dí vuelta y le grité a mi patrón:
—Patrón, el chico se escondió la honda en la camisa.
BIOGRAFÍA David Viñas
(Nació en Buenos aires en 1927 y murió en esa misma ciudad en 2011)
Escritor y crítico literario. Escribió novelas como “Hombres de a Caballo” y “Los dueños de la tierra”
y un único libro de cuentos en 1963 “Las malas costumbres.” En su labor crítica ha escrito ensayos
sobre literatura y política y dirigió una colección de Historia de la Literatura argentina. Fue junto a
Beatriz Sarlo el introductor de los autores del nuevo marxismo crítico como Raymond Williams.
Durante la dictadura militar de 1976 estuvo exiliado en distintos países de América y Europa. Sus
dos hijos engrosan la lista de los desaparecidos por el terrorismo de estado. La tristeza por aquella
pérdida se marcó en su rostro hasta el final de su vida.
“La Señora muerta”, David Viñas

—No me gusta el olor de la goma quemada —fue lo primero que dijo esa
mujer. Moure la miró un rato antes de contestar, pero no como la había estado
observando hasta ese momento, desde que la descubrió en la cola apoyada a
medias contra la pared, con un gesto resignado e insolente a la vez. “Levante”,
se dijo. “Levante seguro”, y le sonrió:
—No es goma lo que están quemando.
—Ah, ¿no? —esa mujer lo miraba con desconfianza— ¿Qué es
entonces?
—Inmundicias —murmuró Moure con malestar.
—¿Y de quién?
—De todos... de todos los de la cola. Hace dos días que vienen haciendo lo
mismo.
Desde atrás, los que estaban en medio de la penumbra que flotaba sobre la
calle, los empujaron para que avanzaran: ella se dio vuelta, apenas molesta de
que la tocaran o de que le arrugaran el vestido, murmuró. Ya va, ya me di
cuenta, qué tanto, y avanzó unos pasos ceremoniosamente. Se había apoyado
contra la chapa de un hotel y se miraba en el reflejo: era un enorme cuadrado
de bronce y Maure advirtió que se palpaba los labios.
—¿Le duelen? —se le acercó.
—No. Estoy despintada.
Y esa mujer seguía mirándose aunque esa chapa la reflejase deformada, con
una
boca más ancha y unos ojos estirados.
—Usted no tiene esa boca —señaló Moure.
Ella abrió y cerró la boca varias veces, como si estuviera en un parque de
diversiones, con la desconfianza de un chico o de un
provinciano:
—Sí, tengo una boca de muñeco —se juzgó con aire
despreciativo.
—No, no... —protestó Moure.
—Pero me gusta tener una boca así.
Unos metros más adelante se fue levantando un murmullo que aumentó la
densidad y se prolongó un rato, como un moscardoneo. “No me puede fallar”,
se propuso Moure. Una mujer con la cabeza cubierta con una pañoleta se le
arrodilló delante, agachada la frente y parecía rezongar con una confusa
irritación mientras se frotaba las manos; cuando la fila avanzó de nuevo, la
mujer se fue arrastrando sobre las rodillas sin dejar de gangosear eso que
decía, sin dejar de frotarse las manos.
—Rezan, ¿no?
—Sí —dijo Moure.
—Ah... —ella se persignó y lo hizo con torpeza, velozmente; parecía alarmada
y miró ese cielo bajo como si hubiera escuchado el ruido de un avión y tratara
de localizarlo. Pero el cielo estaba negro y no se veía nada. Después se
tranquilizó, lo miró a Moure, se sonrió a medias, agradecida de algo y apoyó la
cabeza contra la chapa del hotel.
—¿Está cansada? —la sostuvo Moure mientras se repetía “No me falla; no me
puede fallar”. Al fin de cuentas, él había ido a la cola para eso.
Pero ella balanceaba la cabeza: eso no quería decir ni que sí ni que no,
solamente
que no estaba segura. —¿Quiere irse? —
—Cuando me sienta bien cansada. Moure le oprimió el
brazo.
—Pero mire que tenemos para rato. Ella frunció las
cejas:
—¿Lo dice en serio?
—Yo siempre hablo en
serio.
—¿Y cuánto dice que falta?
Moure miró hacia adelante y calculó dos cuadras, tres, una mancha larga que
se estremecía en medio de la penumbra, los de atrás que volvieron a empujar
con una pesadez insistente, la mujer de la pañoleta que seguía murmurando
algo que no se entendía muy bien, ahí arrodillada, un soldado con una olla
humeante que brilló bajo el farol:
—Unas tres horas dijo.
—¿Tanto?
Moure presintió que a ella no le interesaba mucho lo que había preguntado, ni
le interesaban las palabras que había usado, ni ninguna palabra: —Y, hay
mucha gente —reflexionó. —A la gente le gusta.
—¿Estar en la cola?
—Sí —dijo ella con desgano—. Le gusta esperar algo, cualquier
cosa...
La mujer arrodillada por momentos parecía irritarse con lo que rezaba,
cabeceaba y fruncía la frente. “Esta noche no puede fallarme”, seguía
pensando Moure. Y toda esa fila avanzaba muy lentamente, mucho más
despacio que en una procesión. Moure calculó: allá adelante estarían por
cruzar un puente, se le habrían roto las ruedas a un carro o el caballo se habría
muerto en medio de la calle. Algo así pasaría. “Seguro”. Y había tan poca luz
con esos trapos negros que envolvían los faroles y todo era tan borroso.
—¿Me permite? —ella se le apoyó bruscamente en un brazo se descalzó,
primero un pie, después el otro y se los sobó con unos quejiditos de
satisfacción. Pero cuando estaba en eso, volvieron a empujarla para que
avanzase y ella repitió
—Ya está, ya va, no ven lo que estoy haciendo. Me van a pisar, tengo los pies
desnudos... La mujer de la pañoleta levantó un momento la cabeza, verificó
quién había dicho eso y siguió con su rezo.
—¿Un poco de sopa? —ofreció Moure.
—No —ella todavía estaba con los pies desnudos y pugnaba por mantener el
equilibrio y calzarse— Me aburre la sopa.
—¿Ni un poco?
—No.
Moure señaló:
—Pero mire que le están ofreciendo...
Un soldado le había tendido una taza pero tuvo que recogerla; tenía una cara
adormecida y se esforzaba por sonreírse: la contempló a esa mujer, intentó
sonreírse con más convicción y lo único que logró fue un parpadeo, entonces
la miró humildemente pero ella había hundido las manos en los bolsillos y
sacudía los hombros:
—Me aburre la sopa —repetía—. De chica, me la hacían tragar: de arvejas, de
sémola, de verduras, era un asco.
Moure sacó un cigarrillo y lo golpeó muchas veces antes de encenderlo. “Papa
comida”, se felicitó. Estaban muy cerca de uno de esos montones de basura
que habían quemado y que soltaban un calor denso, incómodo y un poco
tembloroso; algunas personas salían de la fila, se acercaban, la cara y el pecho
se les enrojecían y se quedaban un rato frotándose las manos como si
estuvieran redondeando algo entre las palmas, un poco de harina o de barro.
Después volvían a la fila y
les susurraban a los que tenían al lado vayan, vayan; no les dicen nada. Moure
la codeó a esa mujer y señaló: otro se despegaba de la fila con una carrerita
parecida, casi avergonzado, casi alegre.
—¿Fuma? —preguntó Moure.
Ella miró a los costados, atentamente, después un poco a la mujer que seguía
arrodillada y rezongando:
—¿Aquí?... —y no sacó las manos de los
bolsillos.
Moure encendió el cigarrillo y largó unas bocanadas para que ella oliera: eso
era bueno, caliente y llenaba la boca y el pecho. “Esto marcha solo”, se alegró.
Ella le miraba la mano, sin indiferencia y de vez en cuando le espiaba los
labios y la nariz se le hinchaba como si le costara respirar o como si todavía le
molestara ese olor que había creído era de goma quemada.
—¿A usted le gustaba? —dijo de
pronto.
Moure se sobresaltó pero largó una lenta bocanada: —
¿Quién?
—La Señora... ¿Quién va a ser si no?
Moure tomó el cigarrillo entre las dos manos, lo acható y arrancó una hebra
con la misma cautela con que se hubiera cortado una cutícula; después levantó
la vista y la miró a esa mujer: era joven, tendría unos veinticinco, no mucho
más. “Si me la pierdo soy un...”. Pero no se la iba a perder. Los de atrás
empujaban, ésos no respetaban nada, no se dio por enterado y siguió
mirándola: el cuello, ese pecho tan abierto, el vientre y la deseó bastante. Por
fin dijo: —Era joven...
—¿Usted cree que la podremos ver?
—Y, no sé. Habrá que
esperar.
—Dicen que está muy linda.
—¿Sí?
—La embalsamaron. Por eso.
Había quedado un espacio entre ellos dos y la mujer
arrodillada.
—Hay que correrse —dijo ella como si se tratara de algo
inevitable.
—Sí —advirtió Moure—. Sí.
Y se quedaron mirando vagamente hacia adelante: la mujer de la pañoleta se
puso de pie y estuvo un buen rato observándose y tocándose las rodillas, un
chico empezó a llorar y una mujer deslizó una mancha blanca sobre su mano
y ahí la sostuvo y de nuevo pasaron los soldados, ésta vez ofreciendo café, sin
saltearse a nadie, desapasionadamente. Ella murmuró algo y Moure le escrutó
la cara para ver qué quería. No. Me estaba acordando de algo. Nada más, dijo
ella sin sacar las manos de los bolsillos; Moure advirtió que era de piel el
sacón que tenía porque lo rozaba contra el dorso de la mano y pensó que le
hubiera gustado acariciarlo con los dedos, con el pulgar sobre todo, pero no se
animó.
—¿Vio? —era ella que señalaba con el mentón
desganadamente.
Moure volvió la cabeza y vio a un hombre que orinaba al borde de la vereda y
se sintió irritado, justamente irritado, porque ése podría haber ido a otro lugar
o se hubiese aguantado o, en último caso, no se hubiera puesto en la fila, entre
tantas mujeres, porque esas cosas siempre pasan y uno debe saber lo que se
puede aguantar.
—Está mal, ¿no? —murmuró.
Pero ella se había apoyado contra una vidriera y bostezaba, olvidada de sus
pies y de ese hombre que orinaba, y lo hizo varias veces, porque no fue un solo
bostezo prolongado sino una serie de tres o cuatro que la obligaron a fruncir la
nariz y a secarse unas lágrimas con la punta del pañuelo.
—¿Tiene sueño?
Ella negó sin dejar de bostezar: —Hambre
tengo.
—¿Quiere... ?
—Sí.
Y fue ella misma quien lo tomó del brazo y la que dijo que subiera a un auto
y fueran primero a cualquier lugar. Algo cerca, fue lo único que exigió y no
perentoriamente, sino como si recordara algún requisito o alguna ventaja. Se
arrinconó a su lado en el auto y contemplaba sin ningún asombro las piernas de
los que iban en las plataformas de los tranvías iluminados, a uno que llevaba
sandalias, a los que la miraban largamente sin atreverse a sonreírse pero con
muchas ganas de hacerlo cada vez que el auto se detenía en cualquier
bocacalle. Cuándo un marinero se inclinó un poco para verla mejor, ella
golpeó con la mano en el vidrio. A ése lo espanté, suspiró. Y usaba un perfume
de malva, un perfume de vieja o de casa con pisos de madera. ¿Y cuánto
querés? Lo que vos quieras y el auto siguió corriendo. Moure se sintió
agradecido, entusiasmado y le pasó el brazo sobre los hombros. Cerca, ¿no?,
volvió a preguntar ella y Moure sacudió la cabeza. Esa cola, la gente que
esperaba con tanta indiferencia, amontonados, pasivos, la calle en tinieblas, él
había esperado demasiado. Era lento y lo sabía, pero tampoco se podía
atropellar. Pero ya estaba. Y solo, esas cosas se hacen solas. Cuanto más se
piensa, sale peor. Cuando el coche se detuvo por primera vez y Moure advirtió
que el chofer esperaba una nueva orden mirando en el espejito, apenas dijo a
otra. Pero cerca. Cuando ocurrió la segunda vez, eso de toparse con una puerta
cerrada cuando alguien piensa exclusivamente, cálidamente en entrar de una
vez y quedar a solas como dos chicos que se esconden dentro de un ropero
para que el mundo de los adultos tan ordenado y con tanta gente que mira se
desvanezca, Moure se empezó a irritar. No hay lugar —informaba el chofer—.
¿Los llevo a otro? Sí, sí. Pronto. Y anduvieron dando vueltas por unas suaves
calles arboladas y ella empezó a reírse porque sentía las manos de Moure que
le oprimían las piernas, pero no como para acariciarla, como si ella fuera ella,
es decir, una mujer, sino como si su piel fuera un pañuelo o una baranda o la
propia ropa de Moure, algo de lo que se aferraba para secarse o para no caerse.
Por favor... por favor, repetía Moure y le estrujaba la carne. También
estaba la mirada del chofer, que delante de esos portones cerrados soltaba el
volante como para dar explicaciones porque él no tenía nada que ver con todo
eso. ¿Los llevo a otro? Sí. Pronto... Pero, pronto por favor... Y toparon con
otro portón, una gran tabla pintada de gris cerrada con un candado, y la risa de
esa mujer aumentó mientras Moure pensaba que lo que a ella le correspondía
era quedarse en silencio, tomarlo de la mano y tranquilizarlo o pasarle los
dedos por las sienes para que se le desarrugara la frente, pero las mujeres se
ponen nerviosas y no sirven para nada y por eso son mujeres. El coche había
parado por cuarta vez o sexta y el chofer repetía ese mismo ademán de
prescindencia.
—¿Todo está cerrado? —gritó Moure. Los ojos del chofer apenas temblaron
en ese espejito y ella se rió con una risa que le dobló la espalda. —¡No te rías
más, mujer! —la sacudió Moure. Y ella sólo negó con la cabeza, sin hablar
pero con más ganas de reírse, apretando los labios y no cubriéndose la boca
con una mano. —¿No se puede ir a otra parte? —Moure se había tomado del
respaldo del chofer. —Y, no sé...
—¿Nada hay?
—Más lejos...
—¿Dónde?
—En la provincia.
—¿Seguro?
—No; seguro, no.
—Estaba de Dios que tenía que pasar esto —cabeceó Moure.
—Hay que aguantarse —el chofer permanecía rígido, conciliador—. Es por la
señora.
—¿Por la muerte de?... —necesitó Moure que le precisaran.
—Sí, sí.
—¡Es demasiado por la yegua esa!
Entonces bruscamente, esa mujer dejó de reírse y empezó a decir que no, con un
gesto arisco, no, no, y a buscar la manija de la puerta.
—Ah, no... Eso sí que no —murmuraba hasta que encontró la manija y abrió
la puerta—. Eso sí que no se lo permito.., — y se bajó.

CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS


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BIOGRAFÍA Rodolfo Walsh
(Nació en Río Negro en 1927 y desapareció el 25 de marzo de 1977)
Acribillado a balazos y desaparecido mientras se dirigía a distribuir su “Carta abierta de un escritor a
la junta militar” donde explicaba lo ocurrido en La Argentina en los doce meses anteriores a partir de
la irrupción por la fuerza de los militares. De ascendencia irlandesa, su padre era mayordomo en una
estancia y para 1936 (durante la década infame) el joven Rodolfo entró como interno en un colegio
irlandés para huérfanos y pobres en Capilla del señor. Esa especie de reformatorio que fue el
internado sería más tarde el escenario de algunos de sus cuentos.. En 1944 trabajó como corrector de
pruebas en la editorial Hachette. En 1953 publico una selección de “Diez cuentos policiales
argentinos” y ese mismo año dio a conocer su primer libro “Variaciones en rojo” con el detective
Daniel Hernández como protagonista. Tras la rebelión peronista del general Valle en
1956 Walsh abandonó para siempre el mundo de la ficción. Decidió investigar y pedir justicia; de esa
investigación por los fusilados de León Suárez surgió “Operación masacre” su primer novela de “No
ficción”. Luego vendrían “¿Quién mató a Rosendo?” y “El caso Satanosky”. Wlash llegó por la
literatura al periodismo y por sus investigaciones narrativas que empezaron como denuncia
desembocó en la militancia. Fundador del periódico de la CGT y creador del “Semanario villero”,
Walsh descubrió en la máquina de escribir su mejor arma contra el poder opresor de la clase obrera.
Durante los años terribles cayeron en la lucha su hija y sus mejores amigos.
“Esa mujer”, Rodolfo Walsh

El Coronel elogia mi puntualidad. -Es puntual como los alemanes


-dice.
-O como los ingleses.
El Coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha,
tostada.
-He leído sus cosas -propone-. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente,
que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía
y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja
establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las
luces pálidas del no. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a
Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha
reunido.
El Coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo
tenga.
Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aun no es una búsqueda, es
apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que
podría ocurrírseme.
Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada
para mi, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos
que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas
altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzaran, poderosas vengativas
olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una
arrastrada, amarga, olvidada sombra.
El Coronel sabe donde esta.
Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles
y de bronces, de platos de Meissen y Canton. Sonrfo ante el Jongkind falso,
el Figari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quien fabrica los
Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.
El bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad,
con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen
girar el vaso lentamente.
-Esos papeles -dice. Lo miro.
-Esa mujer, Coronel. Sonríe.
-Todo se encadena
-filosofa.
A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una
lámpara de cristal esta rajada. El Coronel, con los ojos brumosos y sonriendo,
habla de la bomba.
-La pusieron en el palier, Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he
hecho por ellos, esos roñosos.
-¿Mucho daño? -pregunto. Me importa un carajo.
-Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce arios
-dice.
El Coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con
remordimiento. Entra su mujer, con dos pocillos de café.
-Contale vos, Negra.
Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis.
Su
desdén queda flotando como una nubecita.
-La pobre quedo muy afectada -explica el Coronel-. Pero a usted no le importa
esto.
-¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X
también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.
El Coronel se ríe.
-La fantasía popular -dice-. Vea como trabaja. Pero en el fondo no inventan
nada.
No hacen mas que repetir.
Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la
mesa.
-Cuénteme cualquier chiste -dice. Pienso. No se me
ocurre.
-Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostrare que
estaba inventando hace veinte anos, cincuenta anos, un siglo. Que se uso tras la
derrota de Sedan, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.
-¿Y esto?
-La tumba de Tutankamon -dice el Coronel-. Lord Carnavon.
Basura.
El Coronel se seca la transpiración con la mano gorda y
velluda.
-Pero el mayor X tuvo un accidente, mato a su
mujer.
-¿Que mas? -dice, haciendo tintinear el hielo en el
vaso.
-Le pego un tiro una madrugada.
-La confundió con un ladrón -sonríe el Coronel-. Esas cosas ocurren.
-Pero el capitán N...
-Tuvo un cheque de automóvil, que lo tiene cual-quiera, y mas el, que no ve
un caballo ensillado cuando se pone en pedo.
-¿Y usted, Coronel?
-Lo mío es distinto -dice-. Me la tienen jurada. Se para, da una vuelca
alrededor de la mesa.
-Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos.
Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.
-Me gustaría.
-Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe
quedar
bien con esos roñosos, pero si ante la historia,
¿comprende?
-Ojalá dependa de mí, Coronel.
-Anduvieron rondando. Una noche, uno se animo. Dejo la bomba en el palier y
salió corriendo.
Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una
pastora con un cesto de flores.
-Mire.
A la pastora le falta un
bracito.
-Derby -dice-. Doscientos años.
La pastora. se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El Coronel tiene
una mueca de fierro en la cara nocturna,
dolorida.
-¿Por que creen que usted tiene la culpa?
-Porque yo la saque de donde estaba, eso es cierto, y la lleve donde esta ahora,
eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos
no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.
El Coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con
método.
-Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica.
Yo he leído a
Hegel.
-¿Que querían hacer?
-Fondearla en el rió, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el
inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país esta
cubierto de basura, uno no sabe de donde sale tanta basura, pero estamos todos
hasta el cogote.
-Todos, Coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la
hora de destruir. Habría que romper
todo.
-Y orinarle encima.
-Pero sin remordimientos, Coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la
picana. ¡Salud! -digo levantando el vaso.
No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan:
azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose
lejanas como las voces de un sueno. El Coronel es apenas la mancha gris de su
cara sobre la mancha blanca de su camisa.
-Esa mujer -le oigo murmurar-. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una
virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del
cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.
El Coronel bebe. Es duro.
-Desnuda -dice-. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese
capitán de navío, y el gallego que la embalsamo, y no me acuerdo quien mas.
Y cuando la sacamos del ataúd -el Coronel se pasa la mano por la frente-,
cuando la sacamos, ese gallego asqueroso...
Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del Coronel es casi invisible.
Solo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la
puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta del ascensor
se ha cerrado en la planta baja, se ha abierro mas cerca. El enorme edificio
cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas,
sus chicos, sus televisores, sus sirvientas. Y ahora el Coronel se ha parado,
empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie
camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico,
irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay
absolutamente nadie, y regresa despacio, arrastrando la metralleta.
-Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez
pasada.
Se sienta, mas cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el
Coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su
vida.
-... se le tiro encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la
tocaba, le manoseaba los pezones.
Le di una trompada, mire -el Coronel se mira los nudillos-, que lo tire contra la
pared. Esta todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?
-No.
-Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la
oscuridad
se piensa mejor. Vuelve a servirse un
whisky.
-Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible
contradictor-. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el
cinturón franciscano. Bruscamente se ríe.
-Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le
demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.
Repite varias veces “Eso le demuestra”, como un juguete mecánico, sin decir
que es lo que eso me demuestra.
-Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llame a unos obreros que
había por ahi. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, que se yo
las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.
-¿Pobre gente?
-Si, pobre gente. -El Coronel lucha contra una escurridiza cólera interior.- Yo
también soy argentino.
-Yo también, Coronel, yo también. Somos todos
argentinos.
-Ah, bueno -dice.
-¿La vieron así?
-Si, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta.
Con toda la muerte al aire, ¿sabe?
Con todo, con todo...
La voz del Coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada
vez mas remota encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz
manteniendo una divina proporción o que. Yo también me sirvo un whisky.
-Para mi no es nada -dice el Coronel-. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres
desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el ‘39.
Yo era agregado militar, dese cuenta.
Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas mas hombres muertos, pero el
resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo movimiento muscular
me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.
-A mi no me podía sorprender. Pero.
ellos...
-¿Se impresionaron?
-Uno se desmayo. Lo desperté a bofetadas. Le dije: “Maricón, ,;esto es lo que
haces cuando tenes que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se
durmió cuando lo mataban a Cristo”. Después me agradeció.
Miro la calle. “Coca” dice el letrero, plata sobre rojo. “Cola” dice el letrero,
plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, circulo rojo tras concéntrico circulo
rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. “Beba.”
-Beba -dice el Coronel. Bebo.
-¿Me escucha?
-Lo escucho.
-Le cortamos un dedo.
-¿Era necesario?
El Coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la
uña
del pulgar y la alza.
-Tantito a si’. Para
identificarla.
-¿No sabían quien era?
Se ríe. La mano se vuelve roja. “Beba.”
-Sabíamos, si. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico,
¿comprende?
-Comprendo.
-La impresión digital no agarra si el dedo esta muerto. Hay que hidratarlo. Mas
tarde se lo pegamos.
-¿Y?
-Era ella. Esa mujer era ella.
-¿Muy cambiada?
-No, no, usted no me entiende. Igualita. Parecía que iba a hablar, que iba a...
Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controlo todo, hasta le
saco radiografías.
-¿El profesor R.?
-Si. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacia falta alguien con autoridad
científica,
moral.
En algún lugar de la casa suena, remota, entrecorta-da, una campanilla. No
veo entrar a la mujer del Coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga,
inconquistable:
-(.’Enciendo?
-No.
-Teléfono.
-Deciles que no estoy. Desaparece.
-Es para patearme -explica el Coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres
de
la madrugada, a las cinco.
-Ganas de joder -digo alegremente.
-Cambie tres veces el numero del teléfono. Pero siempre lo
averiguan.
-¿Qué le dicen?
-Qué a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos.
Basura. Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.
-Hice una ceremonia, los arengue. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer
hizo mucho por ustedes. Yo la voy enterrar como cristiana. Pero tienen que
ayudarme. El Coronel esta de pie y bebe con coraje, con exasperación, con
grandes y altas ideas que refluyen sobre el como grandes y altas olas contra
un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata.
-La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo,
siempre cuidándola, protegiendo-la, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer
algo con ella. La tape con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario,
muy alto. Cuando me preguntaban que era, les decía que era el transmisor de
Córdoba, la Voz de la Libertad.
Ya no se donde esta el Coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja.
Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele
vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna,
remedios, cigarrillos, vida, muerte.
-Llueve -dice su voz extraña.
Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador
Orión.
-Llueve día por medio -dice el Coronel-. Día por me-dio llueve en un jardín
donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano.
Donde, pienso, donde.
-¡Esta parada! -grita el Coronel-. ¡La enterré parada, como Facundo, porque
era
un macho!
Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el
resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lagrimas le resbalan
por la cara.
-No me haga caso -dice, se sienta-. Estoy
borracho.
Y largamente llueve en su memoria. Me paro, le toco el
hombro.
-¿Eh? -dice-. ¿Eh? -dice.
Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren
desconocido.
-¿La sacaron del país?
-Si.
-¿La saco usted?
-Si.
-¿Cuantas personas saben?
-Dos.
-¿E1 Viejo sabe? Se
ríe.
-Cree que sabe.
-¿Dónde? No contesta.
-Hay que escribirlo, publicarlo.
-Si. Algún día.
Parece cansado, remoto.
-¡Ahora! -me exaspero-. ¿No le preocupa la historia? ;Yo escribo la historia, y
usted queda bien, bien para siempre, Coronel!
La lengua se le pega al paladar, a los
dientes.
-Cuando llegue el momento..., usted será el primero...
-No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que
quiera. Se ríe.
-¿Dónde, Coronel,
donde?
Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quien soy, que
hago
ahí.
Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré
nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los
mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras se que ya no
me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la
voz del Coronel me alcanza como una revelación:
-Es mía -dice simplemente-. Esa mujer es mía.
BIOGRAFÍA Haroldo Conti
(Nació en 1925 en Chacabuco, provincia de Buenos Aires, el 4 de mayo de 1976, tras el golpe militar,
fue secuestrado y desaparecido)
Fue maestro primario, profesor de latín, empleado de banco, piloto civil, nadador, navegante y
guionista de cine y teatro. En el año 60 gana un premio de la revista “Life” por su relato “La causa”.
En 1962 gana el premio Fabril con su primera novela “Sudeste” y se convierte en una de las figuras
de la llamada “generación de Contorno” junto con David Viñas. Su novela “Alrededor de la jaula”
fue llevada al cine por Sergio Renan como “Crecer de golpe”. Su novela “En vida” recibió el premio
Barral que tenía como jurados a García Márquez y Vargas Llosa. Colaboró con la revista “Crisis”.
Haroldo Conti, al decir de Miguel Briante reunió dos tradiciones de la literatura argentina, por un
lado la que viene de los cuentos de “Pago chico” de Roberto J. Payró; por el otro, la que arranca con
Roberto Arlt, para mostrar a la ciudad como un zoológico sin rejas, en el que deambulan extraños
personajes. Pero a diferencia de Payró, Conti no narró la pampa de los gringos que triunfaron sino la
de los marginados en la geografía y en el tiempo. Y a diferencia de Arlt, ya en la ciudad, clavó la
mirada de un extranjero ambulante y solitario.
“La Balada del álamo carolina”, Haroldo Conti

A mi madre, doña Petrolina Lombardi de Conti,


y a la ciudad de Chacabuco, mi pueblo.

Ciruelo de mi puerta, si no volviese yo,


la primavera siempre volverá.
Tú, florece.
(Anónimo japonés)

Uno piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo si es un
árbol viejo. No. Un día de un viejo árbol es un día del mundo.

Este álamo Carolina nació aquí mismo, exactamente, aunque el álamo


Carolina, por lo que se sabe, viene mediante estaca y éste creció solo, asomó
un día sobre esta tierra entre los pastos duros que la cubren como una
pelambre, un pastito más, un miserable pastito expuesto a los vientos y al sol y
a los bichos.

Y él creyó, por un tiempo, que no iba a ser más que eso hasta que un día notó
que sobrepasaba los pastos y cuando el sol vino más fuerte y templó la tierra
se hinchó por dentro y se puso rígido y sentía una gran atracción por las
alturas, por trepar en dirección al cielo, y hasta sintió que había dentro de él
como un camino, aunque todavía no supiese lo que era eso, lo supo recién al
año siguiente cuando los pastos quedaron todavía más abajo y detrás de los
pastos vio un alambrado y detrás del alambrado vio el camino, que es una
especie de árbol recostado sobre la tierra con una rama aquí y otra allá, igual
de secas y rugosas en el invierno y que florecen en las puntas para el verano,
pues todas rematan en un mechoncito de árboles verdaderos.

Por ahí andan los hombres y el loco viento empujando nubes de polvo.
También ya sabía para entonces lo que era una rama porque, después de las
lluvias de agosto, sintió que su cuerpo se hinchaba en efecto aquí y allá y una
parte de él se quedó ahí, no siguió más arriba, torció a un lado y creció sobre
la tierra de costado igual que el camino.

Ahora es un viejo álamo Carolina porque han pasado doce veranos, por lo
menos, si no lleva mal la cuenta. Ahora crece más despacio, casi no crece. En
primavera echa las hojas en el mismo sitio que estuvieron el otro verano y por
arriba brotan unas crestitas de un verde más encarnado que al caer el sol se
encienden como por dentro, pero él ahora no pretende más que eso, esa
dulce luz del verano que lo recubre como un velo. Y dentro de esa luz está
él, el viejo álamo, todo recuerdo. De alguna manera ya estaba así hace doce
veranos cuando asomó sobre la tierra y crecer no fue nada más que como
pensarse. Sólo que ahora recuerda todo eso, se piensa para atrás, y no nace
otro árbol. En eso consiste la vejez. Verde memoria.

Ahora es el comienzo del verano justamente y acaba de revestirse otra vez con
todas sus hojas, de manera que como recién están echando el verde más fuerte
(son como pequeños árboles cada una) por la tarde, cuando el sol declina y se
mete entre las ramas el álamo se enciende como una lámpara verde, y entonces
llegan los pájaros que se remueven bulliciosamente entre las hojas buscando
dónde pasar la noche y es el momento en que el viejo álamo Carolina
recuerda.

A propósito de la noche, los pájaros y el verano. Recuerda, por ejemplo, a


propósito de los pájaros, el primero de ellos que se posó sobre la primera rama,
que ha quedado allá abajo pero entonces era el punto más alto, ya casi no da
hojas y es tan gruesa como un pequeño árbol. En aquel tiempo era su parte más
viva y sintió el pájaro sobre su piel, un agitado montoncito de plumas.
Descansó un rato y luego reemprendió el vuelo. Recién dos veranos después,
cuando divisó la primera casa de un hombre y detrás de ella la relampagueante
línea del ferrocarril, una montera armó un nido en la horqueta de la última
rama. Cortó y anudó ramitas pacientemente y así el álamo se convirtió en una
casa, supo lo que era ser una casa, el alma que tiene una casa, como antes supo
del camino y del alma del camino, ese ancho árbol florecido de sueños. El nido
se columpiaba al extremo de la rama y él, aunque gustaba del loco viento de la
tarde, procuraba no agitarse mucho por ese lado, le dio todo el cobijo que
pudo, echó para allí más hojas que otras veces.

Al final del verano los pichones saltaron del nido y los sintió desplazarse
temblorosos sobre la rama con sus delgadas patitas, tomar impulso una y otra
vez y por fin lanzarse y caer en el aire como una hoja. Un árbol en verano es
casi un pájaro. Se recubre de crocantes plumas que agita con el viento y sube,
con sólo desearlo, desde el fondo de la tierra hasta la punta más alta, salta de
una rama a otra todo pajarito, ave de madera en su verde jaula de fronda.

Ese verano fue el mismo del ferrocarril. Antes viene la casa. No vio la casa por
completo, ni siquiera cuando, años después, trepó mucho más alto, sino lo que
ve ahora mismo desde el brote más empinado, un techo de chapas que se
inflama con el sol y una chimenea blanca que al atardecer lanza un penacho de
humo. A veces el viento trae algunas voces.

Con todo él ha llegado hasta la casa en alguna forma, a través de las hojas de
otoño que arrastra el viento. Con sus viejos ojos amarillos ha visto la casa aun
por dentro, ha visto al hombre, flaco y duro con la piel resquebrajada como la
corteza de las primeras ramas, la mujer que huele a humo de madera, un par de
chicos silenciosos con el pelo alborotado como los plumones de un pichón de
montera.

Con sus viejas manos amarillas ha golpeado la puerta de tablas quebradas,


ha acariciado las descascaradas paredes de adobe encalado, y mano y ojo y
amarillas alas de otoño ha corrido delante de la escoba de maíz de Guinea y
trepado nuevamente al cielo en el humo oloroso de una fogata que anuncia el
frío, el tiempo dormido del árbol y la tierra.

El ferrocarril pasa por detrás de la casa pero hubo de trepar hasta el otro
verano, cuando volvieron las hojas y los pájaros, para entrever el brillo furtivo

CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS


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de las vías cortando a trechos la tierra. Ya había sentido el ruido, ese oscuro
tumulto

2 CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS


que agitaba el suelo porque el árbol crecía tanto por arriba como por debajo.
Por debajo era un árbol húmedo de largas y húmedas ramas nacaradas que
penetraban en la tibia noche de la tierra.

Por ahí vivía y sentía el árbol principalmente, por ahí su día era un día del
mundo, así de ancho y profundo, porque la tierra que palpitaba debajo de él le
enviaba toda clase de señales, era un fresco cuerpo lleno de vida que respiraba
dulcemente bajo las hojas y el pasto y sostenía cuanto hay en este mundo,
incluso a otros árboles con los cuales el viejo álamo Carolina se comunicaba a
través de aquel húmedo corazón.

Al este, por donde nace el sol, había un bosque. Lo divisó una mañana con sus
ojos verdes más altos y todas sus hojas temblaron con un brillo de escamas.
Era un árbol más grande, el más grande y formidable de todos. Al caer la
tarde, con el sol cruzado barriendo oblicuamente los pastos que parecían
mansas llamitas, los árboles aquellos ardieron como un gran fuego. Por la
noche, el álamo apuntó una de sus delgadas ramas subterráneas en aquella
dirección y recibió la respuesta. No era un árbol más grande, era un bosque, es
decir, un montón de ellos, tierra emplumada, alta y rumorosa hermandad.

¿Por qué no estaba él allí? ¿Por qué había nacido solitario? ¿Acaso él no era
como un resumen del bosque, cada rama un árbol? Todas estas preguntas le
respondió el bosque, sus herma nos, noche a noche. Esta y muchas otras
porque a medida que se ponía viejo, en medio de aquella soledad, se llenaba de
tantas preguntas como de pájaros a la tardecita. Los árboles no duermen
propiamente, se adormecen, sobre todo en invierno cuando las altas estrellas se
deslizan por sus ramas peladas como frías gotas de rocío. Es entonces cuando
sienten con más fuerza todas aquellas voces y señales de la tierra.

Los animales de la noche salen de sus madrigueras y roen la oscuridad, un


pájaro desvela do vuela hacia la luz de una casa, un bulto negro trota por el
camino, los grillos vibran entre los pastos como cuerdas de cristal, un perro
aúlla en la lejanía, el hombre se da vuelta en la cama y piensa cuántas fanegas
dará el cuadro de trigo.

En este mismo momento, en esta noche tan quieta, la semilla está trabajando
ahí abajo, el árbol la siente germinar, siente su pequeño esfuerzo, cómo se
hincha y se despliega y recorre, pulgada por pulgada, el mismo camino que ha
trazado el deseo del hombre, que ha vuelto a dormirse y sueña con una suave
marea de espigas amarillas.

Y fue por ahí, por la tierra, que el árbol tuvo noticias del ferrocarril cuando un
día sintió ese tumulto que subió por sus raíces. Tiempo después, luego de
divisar la morada del hombre, vio por fin aquella alocada y ruidosa casa que
con chimenea y todo corría sobre la tierra, y supo por ella que además de los
pájaros gran parte de cuanto vive se mueve de un lado a otro y el viejo álamo,
que entonces no era tan viejo pero sí árbol completo, sintió por primera vez el
dolor de su fijeza.

Él sólo podía ir hacia arriba trazando un corto camino en el cielo y al comienzo


del otoño volar en figura según el viento en la trama de sus hojas. En cierto
momento, después de la casa, el tren se transportaba entre sus ramas y a veces
el penacho de humo llegaba hasta el mismo álamo. Esto dependía del viento,
del cual, por instrucción de los pájaros, el viejo álamo había aprendido a
extraer otros muchos sucesos. Según soplase, él agitaba sus hojas como verdes
plumas y simulaba temblorosos vuelos.

El viento subía y bajaba en frescas turbonadas por dentro de aquella jaula


vegetal provocando, de acuerdo a la disposición del follaje, murmullos y
silbidos que complacían al árbol músico.

Todo esto se aprende con los años, un verano tras otro, y luego para el árbol
son materia de recuerdo en el invierno. El invierno comienza para él con la
caída de la primera hoja. Un poco antes nota que se le adormecen las ramas
más viejas y después el sueño avanza hacia adentro aunque nunca llega al
corazón del árbol. En eso siente un tironcito y la primera hoja planea sobre el
suelo. Así empieza.

Después cae el resto y el viento las revuelve, las dispersa, corren y se


entremezclan con las hojas de otros árboles, cuando el viejo álamo Carolina ya
se ha adormecido y piensa quietamente en el luminoso verano que, de algún
modo, ya está en camino a través de la tierra, por el tibio surco de su savia. La
lluvia oscurece sus ramas y la escarcha las abrillanta como si fuesen de
almendra. Algunas se quiebran con los vientos y el árbol se despabila por un
momento, siente en todo su cuerpo esa pequeña muerte aunque él todavía se
sostiene, sabe que perdurará otros veranos.

Hasta que allá por septiembre memoria y suceso se juntan en el tiempo y un


dulce cosquilleo sube desde la oscuridad de la tierra, reanima su piel,
desentumece las ramas y el viejo álamo Carolina se brota nuevamente de
verdes ampollas. El aire ahora es más tibio y el hombre, al que observa desde
el brote más alto, recorre el campo y espía las crestitas verdes que acaban de
aparecer sobre la tierra.

Para mediados de octubre el viejo álamo está otra vez recubierto de firmes y
oscuras hojas que brillan con el sol cuando la brisa las agita a la caída de la
tarde. El sol para este tiempo es más firme y proyecta sobre el suelo la enorme
sombra del árbol.

Fue en este verano, cuando el sol estaba bien alto y la sombra era más negra,
que el hombre se acercó por fin hasta el árbol. Él lo vio venir a través del
campo, negro y preciso sobre el caballo sudoroso. El hombre bajó del caballo
y penetró en la sombra. Se quitó el sombrero cubierto de tierra, después de
mirar hacia arriba y aspirar el fresco que se descolgaba de las ramas, y se quitó
el sudor de la frente con la manga de la camisa.

Después el hombre, que parecía tan viejo como el viejo álamo Carolina, se
sentó al pie del árbol y se recostó contra el tronco. Al rato el hombre se
durmió y soñó que era un árbol.
BIOGRAFÍA Abelardo Castillo
(Nació en San Pedr o en 1935 y murió en Buenos Aires en 2017)
Fundó y dirigió las legendarias revistas “El Escarabajo de Oro” considerada por la crítica como la
más prestigiosa publicación de los años sesenta, y “El Ornitorrinco” la primera y más importante
revista de la resistencia cultural durante los años de la dictadura. En 1979 fue parte de las listas negras
de escritores censurados y perseguidos por el Proceso. Dramaturgo y narrador, publicó entre otros
títulos “El otro Judas”, “Las otras puertas” “Israfel”, “Cuentos crueles”, “El que tiene sed”, “Crónicas
de un iniciado”, “Las maquinarias de la noche” y “El oficio de mentir”. Sus cuentos indagan el
espacio de lo cotidiano hasta despojarlo de toda familiaridad y tornarlo ominoso. Culpa y castigo son
tema de otros numerosos cuentos suyos; un hilo conductor por los arrabales, las casas, los boliches,
los cuarteles, las calles de la ciudad o pequeños pueblos de provincia, donde sus personajes llegan,
por lo general, a situaciones límite. No son pocas las veces que parecen concurrir a una cita para
dirimir un pleito con su propio destino. La fatalidad de los sucesos hace recordar a Borges, una de sus
devociones, de quien toma a veces cierta entonación criolla y distante. En otros cuentos, largos
períodos apenas puntuados por la coma, aluden a la violencia, al vértigo de las imágenes, el vivir en
tensión de sus criaturas.
“El marica”, Abelardo Castillo

Escuchame, César: yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría


que leyeras esto. Sí. Porque hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas
adentro, y las lleva toda la vida. Pero una noche siente que debe escribirlas,
decírselas a alguien porque si no las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas
para siempre en la vergüenza. Y entonces yo siento que tengo que decírtelo.
Escuchame.

Vos eras raro. Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño.
En la laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les
daba risa, y a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es
como es. Y vos eras raro. Cuando entraste a primer año, venías de un colegio
de curas; San Pedro debió de parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No
te gustaba trepar a los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni correr carreras
hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo cómo fue.
Cuando uno es chico, encuentra cualquier motivo para querer a la gente.
Solo recuerdo que de pronto éramos amigos y que siempre andábamos juntos.
Una mañana hasta me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado
Martínez dijo con voz de flauta: “Adiós, los novios”. A vos se te puso la cara
como fuego. Y yo me di vuelta, puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo,
de revés, en los dientes, que me lastimé la mano. Después, vos me la querías
vendar. Me mirabas.

–Te lastimaste por mí,


Abelardo.

Cuando hablaste sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano entre las tuyas y tus
manos eran blancas, delgadas. No sé.
Demasiado blancas, demasiado delgadas.

–Soltame –dije.

A lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y tus gestos y tu
manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que antes también lo entendía,
y alguna vez lo dije: dije que todo eso no significaba nada, que son cuestiones
de educación, de andar siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían y
uno también, César, acaba riéndose. Acaba por reírse de macho que es.

Y pasa el tiempo y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo.

Fuimos inseparables. Hasta el día en que pasó aquello yo te quise de verdad.


Oscura e inexplicablemente como quieren los que todavía están limpios. Me
gustaba ayudarte. A la salida del colegio íbamos a tu casa y yo te enseñaba las
cosas que no comprendías. Hablábamos. Entonces era fácil contarte, escuchar
todo lo que a los otros se les calla. A veces me mirabas con una especie de
perplejidad, con una mirada rara; la misma mirada, acaso, con la que yo no me
atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste:
–Sabés, te admiro.
No pude aguantar tus ojos; mirabas de frente, como los chicos y decías las
cosas
del mismo modo. Eso era.

–Es un marica.

–Déjense de macanas. Qué va a ser marica.

–Por algo lo cuidás tanto…

Y se reían. Y entonces daban ganas de decir que todos nosotros, juntos, no


valíamos la mitad de lo que valía él, de lo que valías, pero en aquel tiempo la
palabra era difícil, y la risa fácil. Y uno también acepta -uno también elige-,
acaba por enroñarse, quiere la brutalidad de esa noche, cuando vino el negro y
dijo me pasaron un dato. Me pasaron un dato, dijo, que por las quintas hay una
gorda que cobra cinco pesos, vamos y de paso lo hacemos debutar al machón,
al César. Y yo dije macanudo.

–César, esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que
vengas.

–¿Con los muchachos?…

–Sí. Qué tiene.

–Y bueno, vamos.

Porque no solo dije macanudo, sino que te llevé engañado. Y fuimos. Y vos te
diste cuenta de todo cuando llegamos al rancho. La luna enorme, me acuerdo:
alta entre los árboles.

–Abelardo, vos lo sabías.

–Callate y entrá.

–¡Lo sabías!

–Entrá, te digo.

El marido de la gorda, grandote como la puerta, nos miraba socarronamente.


Dijo que eran cinco pesos. Cinco pesos por cabeza, pibes: siete por cinco
treinta y cinco. Verle la cara a Dios, había dicho el negro. De la pieza salió un
chico, tendría cuatro o cinco años. Moqueando, se pasaba el revés de la mano
por la boca. Nunca me voy a olvidar de aquel gesto. Sus piecitos desnudos
eran del mismo color que el piso de tierra.

El negro hizo punta. Yo sentía una cosa, una pelota en el estómago. No


me atrevía a mirarte. Los demás hacían chistes brutales.
Desacostumbradamente brutales, en voz de secreto. Estaban, todos estábamos
asustados como locos. A Roberto le tembló el fósforo cuando me dio fuego.
–Debe estar sucia.

Después, el negro salió de la pieza y venía sonriendo. Triunfador.

Abrochándose. Nos guiñó un ojo.

–Pasa vos, Cacho.

–No, yo no. Yo,


después.

Entró el colorado, después Roberto. Y cuando salían, salían distintos. Salían no


sé, salían hombres. Sí, esa era la impresión que yo tenía.

Después entré yo. Y cuando salí, vos no


estabas.

–¿Dónde está César?

No recuerdo si grité, pero quise gritar. Alguien me había contestado: disparó.


Y el ademán -un ademán que pudo ser idéntico al del negro- se me heló en la
punta de los dedos, en la cara, me lo borró el viento del patio, porque de
pronto yo estaba fuera del rancho.

–Vos también te asustaste,


pibe.

Tomando mate contra un árbol vi al marido de la gorda; el chico jugaba entre


sus piernas.

–Qué me voy a asustar. Busco al otro, al que se


fue.

–Agarró pa ayá –con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el
chico sonreía. El chico también dijo pa
ayá.

Te alcancé frente al Matadero Viejo; quedaste arrinconado contra un cerco.


Me mirabas. Siempre me mirabas.

–Lo sabías.

–Volvé.

–No puedo, Abelardo, te juro que no


puedo.

–Volvé, ¡animal!

–Por Dios que no puedo.


–Volvé o te llevo a patadas en el
culo.

La luna grande, no me olvido, blanquísima luna de verano entre los árboles y


tu cara de tristeza o de vergüenza, tu cara de pedirme perdón, a mí, tu hermosa
cara iluminada, desfigurándose de pronto. Me ardía la mano. Pero había que
golpear,
lastimar, ensuciarte para olvidarme de aquella cosa, como una arcada, que me
estaba atragantando.

–Bruto –dijiste–. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros.

Te llevaste la mano a la boca, igual que el chico cuando salía de la pieza. No

te
defendiste.

Cuando te ibas, todavía alcancé a decir:

–Maricón. Maricón de mierda.

Y después lo grité.

Escuchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva
mordidas, trampeadas en la vergüenza toda la vida, hay cosas por las que uno,
a solas, se escupe la cara en el espejo. Pero de golpe, un día, necesita decirlas,
confesárselas a alguien. Escuchame.

Aquella noche, al salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por favor, que no se lo


vaya a contar a los otros.

Porque aquella noche yo no pude. Yo tampoco pude.


BIOGRAFÍA Ana María Shua
(Nació en Buenos Aires en 1951)
Hizo el descubrimiento de la literatura y de su pasión por leer de la siguiente manera: «A los seis años
alguien me puso en las manos un libro con un caballo en la tapa. Esa misma noche yo fui ese caballo.
Al día siguiente ninguna otra cosa me interesaba. Quería mi pienso, preferiblemente con avena y un
establo con heno limpio y seco. Nunca antes había escuchado las palabras pienso, avena, heno, pero
sabía que como caballo necesitaba entenderlas. Durante una semana pude haber sido Black Beauty
pero fui Azabache, en una traducción inteligente y libre. Fui caballo de tiro y caballo de alquiler,
recibí latigazos, estuve a punto de morir, fui rescatado... y llegué a la última página. Entonces, con
terrible dolor, volví a mi cuerpo y levanté la cabeza: el resto del mundo todavía estaba allí. ‘Deja eso
que te va a hacer mal’, decía mi madre. ‘No se lee en la mesa’, decía mi padre. Entonces descubrí que
podía volver a empezar. Y otra vez fui Azabache y otra vez y otra vez. Después descubrí que podía ser
un pirata y muchos, y la ciudad de Maracaibo y ser hombre, manatí, horror o piedra. Lo que acababa
de empezar en mi vida no era un hábito: era una adicción, una pasión, una locura. Comenzó a
publicar a muy temprana edad gracias a un premio otorgado por el Fondo Nacional de las Artes. Ha
escrito novelas, cuentos, micro-relatos y ha incursionado en la literatura juvenil como libros como
“La fábrica del terror” versiones literarias de historias de distintas latitudes y tiempos en una fusión
entre el humor, el terror, el mito, la leyenda y el cuento popular, con gracia, magia y con la impronta
ciudadana que la literatura contemporánea imprime sobre las antiguas historias de la tradición oral.
“Sesión de tomas”, Ana María Shua

Vio aparecer las líneas desdibujadas por los errores de color, las caras pálidas,
todo virado al azul triste, se maldijo a sí mismo por no haber renovado los
químicos, las pasiones intensas, por no tirar a tiempo lo que parece vivo y está
muerto, fingir, ahorrar, durar, y como siempre que estaba en el laboratorio,
sonaron el teléfono y el timbre al mismo tiempo.

Atendió el teléfono, un momento por favor, y salió a abrirle la puerta a


Valentina sin preocuparse por la invasión de luz, las copias ya estaban
perdidas. Por ahorrar en revelador y trabajar con productos vencidos. Si su
asistente seguía llegando a cualquier hora, iba a tener que darle las llaves del
estudio o echarla. Sopesó las dos posibilidades mientras atendía el teléfono,
escuchando la voz filosa de Alba.

–Te la tengo que dejar ahí –dijo Alba–. En un rato. No hay clases, tengo
citados
pacientes, no puedo suspender.

Berenguer contestó con equivalente precisión.

–No. Punto. Yo también tengo trabajo. Hablale a tu


mamá.

–Berenguer, no sos mi primera opción. ¿A mí me gusta dejarla a Paulita en tu


estudio? No me gusta. Te la dejo dentro de una hora.

Alba cortó y el problema quedó allí, se condensó en el aire y sin embargo el


silencio, la ausencia de esa voz, provocaba tanto alivio: sobre todo, ya no
estaba casado con ella y todos los demás problemas también tendrían solución.

–Tenemos una chica de catálogo –le dijo a Valentina–, la manda la señora


Mabel. Y en cualquier momento cae mi nena. Me la vas a tener que
entretener en la oficina.

Berenguer amaba a su hija con un amor torpe y temeroso. Nunca había


pensado que se podía querer a alguien así, dándole poder absoluto sobre su
felicidad. A Paulita le gustaba estar en el estudio. Cuando le preguntaban qué
hacía su papá, usaba el verbo “fotear”.

Había poco trabajo en los últimos meses. Berenguer hacía fotos para avisos
publicitarios, empresas, revistas, supermercados, para actores, actrices y
modelos y para personas que deseaban serlo. Desde hacía un tiempo también
hacía retratos para agencias de acompañantes, que trabajaban con catálogos de
varios precios. A Berenguer le gustaba hacer retratos, y lo hacía bien. A sus
nuevas clientas las llamaba “chicas de catálogo”, incluso para sí mismo. Las
tomas no eran diferentes de las que hacía con las modelos publicitarias. Las
chicas posaban vestidas. El que quiera ver más, que pague, decía la señora
Mabel, dueña de una de las agencias. Preparate porque te mando una flor de
rubia, le había anunciado el día anterior: nunca se resignaba a la indiferencia
de
Berenguer por sus pimpollos.

Valentina preparó café. La rubia de catálogo llegó puntual, acompañada por su


marido. No era exactamente una chica. Usaba un traje bordó. Tenía bolsas
debajo de los ojos un poco saltones, una magnífica cascada de rulos teñidos
de rubio, y una distancia extraña entre la nariz y la boca. Unos cuarenta años:
el ojo del fotógrafo estaba acostumbrado a calcular la edad de las mujeres y a
distinguir las tetas de siliconas de las verdaderas. Las tetas de siliconas, firmes
en su puesto de batalla, miraban siempre al frente, sin titubeos, netas y rígidas
como una nariz. Las tetas verdaderas mantenían siempre una agradable inercia
que les daba un aire independiente, un poco salvaje.

El señor y la señora López Belmonte le dieron la mano al fotógrafo con


entusiasmo de principiantes. Cuando la señora entró con Valeria a la sala de
maquillaje, su marido sonrió confiado, pidió algo fresco para tomar y se aflojó
la corbata.

–Qué día –dijo–. Vinimos directamente de la sucursal. La gente está como


loca.

–¿Trámites? –preguntó cortésmente Berenguer.

–No, somos empleados bancarios. Los dos. Lamentablemente. Pero vamos a


salir de esto. La señora Mabel la alentó mucho, ¿sabe? Y nos habló muy bien
de usted. Me interesa su opinión.

Berenguer sabía que, cuando la señora Mabel alentaba realmente a alguien, le


pagaba las fotos. En este caso, las fotos se las pagaba directamente la mujer. O
el marido.

–Yo no opino –dijo–. Yo hago las


fotos.

–Pero usted tiene experiencia. La de mujeres que habrá visto. –El señor López
Belmonte emitió una risita pícara. Tenía el pelo escaso, de color negro
brillante.

Afuera estaba el mundo, había sol, sándwiches tostados, autos de colores.


Berenguer no tenía ganas de estar encerrado en su estudio antiguo, fresco pero
un poco sombrío, de techos altos, con el matrimonio López Belmonte.

La señora López Belmonte, flor de rubia, emergió de la sala de maquillaje


vestida con un pantalón de cuero apretado, que provocaba una oleada de grasa
sobre la cintura. La blusa roja dejaba ver el comienzo de sus pechos blandos,
levantados y unidos por un corpiño tipo bandeja.

El señor López Belmonte la recibió con una mirada de admiración y un silbido


estimulante.

–¿Y, qué me decís? –le comentó al fotógrafo–. ¿No es una máquina? ¿En qué

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catálogo la pondrías?

La señora caminó, balanceando el culo chato, hacia la tarima de la sala de


tomas. Tomó la silla y se sentó en pose, con las piernas cruzadas. La ropa
menos ajustada

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podría haber disimulado, quizás, el efecto pantalón de montar en los muslos, el
grosor de los tobillos. El fotógrafo y su asistente cruzaron una mirada
rápida.

–¿Así? –preguntó la señora López, con un mohín


desacompasado.

–No, esperá –dijo Berenguer–. A ver, parate. Quiero que mires para abajo y
levantes la cabeza cuando yo te diga.

–¿Así? –preguntó la señora López, sacudiendo su rubia cascada de rulos como


un perro mojado.

–Estás bien, estás re buena, Betty –decía el marido–. Vas a ver, no vas a
dar abasto.

–¿Vos creés? –decía Betty, tirando insinuante del escote de la blusa. –


¡Imaginate
si se enteran los clientes del banco! Más de uno me anda
detrás.

–A ver. No mires la cámara ahora, Betty –decía Berenguer–. Sentate en la silla


al revés, con el mentón sobre el respaldo,
así.

Pero al abrir las piernas para pasarlas a cada lado del respaldo, las costuras del
pantalón simplemente se negaron a seguir resistiendo la presión a que las
sometía el destino y se desgarraron con un sonido sibilante.

–No importa –dijo la señora López–. Abajo tengo el conjunto de lencería para
las tomas que siguen.

Sonó el timbre de la puerta de calle.


Paulita.

–Enseguida volvemos, que la señora, quiero decir, que Betty se cambie nomás.
–Berenguer salió a abrir.

Saludó a su ex mujer que lo despedía desde el auto. Paulita estaba parada en el


umbral, todavía con el delantal del Jardín.

–¿A quién estás foteando, pa? ¿Es alguien famoso de la tele? –


preguntó.

–Papi termina enseguida. Vení, vamos a jugar a la oficina –dijo


Valentina.

Se llevó a la chiquita y cerró la


puerta.
En la sala de tomas la señora Betty se había sacado la blusa y el pantalón. El
efecto era asombroso. La tanga cubría apenas el monte de Venus dejando ver
la gruesa cicatriz de una cesárea. El señor López Belmonte la estaba haciendo
practicar poses, gestos y expresiones, azuzándola con voz ronca, seductora.

–Vamos, mi hembra, mi potra, mi rubia, así, con esa carita de reventada que
vos sabés, dale que me volvés loco, así, así.

Berenguer empezó a sacar fotos al azar, ya no pretendía más que terminar el


rollo y que se fueran. Pero los López Belmonte parecían haberlo olvidado y se
dedicaban con alegría a su pequeño espectáculo privado.

–Nosotros hicimos una terapia de vidas pretéritas. ¿Oíste hablar? –le confesó
de
pronto, en voz baja, el marido– ¿Betty, te parece que lo puedo
contar?

–Claro, se lo cuento yo –dijo Betty. Y entrecerrando los ojos lanzó al fotógrafo


una mirada casi lánguida–. Nos dijeron quiénes habíamos sido antes.

–Es posible que Betty haya sido la reina de Saba. Hace casi dos mil
ochocientos
años. No sé si se da cuenta. Eso explicaría muchas cosas –dijo
él.

Tratando de concentrarse en su trabajo, el fotógrafo se empeñaba en sacar el


mejor partido posible de esa cara, de ese cuerpo sufrido de dos mil ochocientos
años. Se trataba de golpear a las puertas de la fantasía: era insensato exhibir sin
velos las maduras ofrendas de la reina de Saba. Había un montón de ropa en el
perchero y le pidió a Betty que eligiera una bata.

–Vas a tener que seducir a la cámara –le dijo–. Mostrar y no mostrar, hacerla
entrar de a poco.

–¡Divino, me encanta! –dijo ella. Eligió una bata de toalla y se la puso dejando
los hombros al descubierto– ¿Qué tal?... ¿Me mojo el
pelo?

Y le sonrió al objetivo con la alegre dentadura que debía usar para asegurar
que sí, señor, sus garantías son muestra de solvencia y el banco ha decidido
otorgarle su crédito.

Berenguer se lanzó a lo suyo, clic, clic, un paso al costado, la cabeza


levantada, clic clic, no te muevas, clic, muy bien, vamos muy bien, otra vez
esa sonrisa, clic, clic, mientras el señor López Belmonte miraba extasiado.

Un ruido violento, la caída de algo grande y pesado vino de la oficina. Un


instante de silencio y después el grito agudo y demasiado largo de Paulita.
Berenguer corrió por el pasillo.

En un rincón estaba parada Valentina, paralizada de susto. Paulita estaba


sentada en el suelo con la cara ensangrentada, rodeada de libros tirados por
todas partes. Se había caído un estante de la biblioteca.

–Se quiso trepar... –la voz de Valentina


temblaba.

Mientras Berenguer corría a abrazarla, la chiquita, con la cara lívida, se


derrumbó. No respiraba.
La señora López Belmonte apareció de golpe, inesperada.

–Es un espasmo de sollozo. Ya recupera el aliento –su voz era tranquila y


segura.

Se acercó a Paulita, que en efecto estaba recuperando el aliento y empezaba a


gritar otra vez. Con manos expertas le palpó la
cabeza.

–Se salvó por un pelo, el estante no le golpeó la cabeza, va a estar

bien. Berenguer, con Paulita en los brazos, la miró con desesperación.

–Crié un par de estos bichos, no se preocupe. A ver de dónde sale la


sangre.

El llanto feroz de Paulita no le permitía pensar a Berenguer. La acunaba sin


darse
cuenta.

–Ya está, ya está, ya está, ya está –decía


torpemente.

Betty actuaba con rapidez y eficacia. Alzó a Paulita, la llevó al baño, le lavó la
cara con agua fría y se la devolvió a su padre.

–Aquí y aquí –dijo–. ¿Ve? Se le partió el labio, no es nada. Y perdió un


dientito de leche. ¿Cómo se llama la nena? Vos –le dijo a Valentina– traeme
hielo. ¿Tienen heladera? Paula. Mirá Paulita, aquí está tu dientito: vas a ser la
primera nena de la salita de cuatro sin un diente. ¡Les vas a ganar a los de
preescolar!

Paulita seguía llorando pero levantó la vista interesada. Hacía apenas un


momento Berenguer, con la cámara en la mano, detentaba el poder, hacía que
la escena se moviera al ritmo de su voluntad. Ahora Betty era la que mandaba
y él se sentía simplemente agradecido, se entregaba, confiaba. El pelo rubio de
la mujer, hermoso, flexible, pura luz, era como una aureola que subrayaba la
gracia segura de sus rasgos. El señor López Belmonte apareció en el marco de
la puerta. Valentina llegó con el hielo.

–A ver, papi te va a poner el hielito en la boca y no te va a doler más –decía


Betty–. Valentina, acomodá los libros en su lugar. Aquí está la otra
lastimadura,
¿ves el corte?, necesito tira emplástica y una
tijerita.

El señor López Belmonte se acercó tímidamente.

–¿Le puedo contar un cuento? –le preguntó a su mujer, que le hizo una seña
afirmativa.

Los gritos de Paulita parecían llenar todo el espacio de la habitación, le


quitaban el aire, Berenguer apenas podía respirar.

–Había una vez una señora que se llamaba doña María. Y esta señora tenía
huerta lleeeena de plantitas ricas para comer. ¿Como, por ejemplo, qué puede
ser? –dijo el señor López.

Entonces Paulita hizo algo asombroso. Dejó de llorar por un momento y con la
boca ensangrentada dijo:

–Lechuga.
Fue la palabra más hermosa que Berenguer había escuchado en su vida.
Mientras tanto, Betty cortaba tiritas muy finas de tira emplástica y le cerraba
con prolijidad la herida del brazo.

–Y entonces el chivo le empezó a comer las plantitas –decía el señor López


Belmonte–. Y la pobre doña María lloraba, lloraba, y se sonaba la nariz
así...

El señor López Belmonte apoyó la nariz sobre la manga de su saco y fingió


sonarse con fuerza, haciendo ruido con la boca. Paulita se rió a
carcajadas.

Después la señora Betty se vistió y se fueron todos a tomar un helado. La


sesión de tomas la terminaron otro día y Berenguer les regaló las copias
deseándoles mucha suerte, muchos clientes, el mejor catálogo.
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