2003.3 With Cover Page v2
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EL LIBRO NEGRO DEL PSICOANÁLISIS VIVIR, PENSAR Y SENT IRSE MEJOR SIN FREUD Bajo la dirección de
María Paz Lay Raby
LA PSICOLOGIA CIENTIFICA Y LOS
CUESTIONAMIENTOS AL PSICOANALISIS
Palabras clave:
Psicoanálisis, Psicología, Pseudociencia, Paranormalismo, Historia de la Psicología,
Ciencia y Psicoanálisis, Psicoanálisis y Pseudociencia.
ABSTRACT
This article explores the relations between Psychology, Psychoanalysis and Pseudoscience.
The place of freudian theory in direct reference to psychology, as well as the historical
context for the origins of both are reviewed. Later we make a revision of the critical works
on psychoanalysis and discuss the concept of pseudoscience. The principal characteristics
that turn psychoanalysis into the category of pseudoscience are analyzed too. Finally, a
proposal for the systematic use of the skeptical thinking is offered to serve as a tool for
safeguard for the integrity of behavioral sciences.
Desde sus mismos orígenes, cuando comenzaba a emerger como un método desconcertante
y poco ortodoxo para el tratamiento de la histeria, emplazado a mitad de camino entre la
medicina y la psicoterapia de carácter verbal, el psicoanálisis ha mantenido relaciones
complejas y ambiguas con la psicología y las demás ciencias del comportamiento. Con la
psicología le ha vinculado una suerte de dialéctica de la presencia y la ausencia. Es así que
cualquier revisión cuidadosa de los principales libros en uso para el aprendizaje académico
de la disciplina permitirá comprobar la inclusión del intrincado esquema conceptual
psicoanalítico, bien posicionado en las tablas de contenido de los libros. Ubicado con
frecuencia en un pie de igualdad con las orientaciones teóricas que se reconocen
universalmente como parte de los estudios psicológicos, el psicoanálisis es visto muchas
veces como parte integral de la psicología científica. Para bien o para mal, la mayoría de los
textos de estudio retratan a las teorías psicológicas sin discriminar adecuadamente cuáles
entre ellas se ajustan sin ambages a los requisitos plenos que establece el método científico
y cuáles han sido cuestionadas por razones muy variadas, las más de las veces
metodológicas o epistemológicas. En estas condiciones, la teoría psicoanalítica es parte
integrante de los manuales introductorios a varias sub-disciplinas troncales para las ciencias
del comportamiento, como por ejemplo la psicología de la personalidad (Cueli y Reidl,
1982), la psicología del comportamiento anormal (Sarason y Sarason, 1996, Vallejo
Ruiloba, 1992) y la historia de la psicología (Brett, 1963, Carpintero, 1996, Hothersall,
1997, Tortosa Gil, 1998), entre otras. Allí se confunde ampliamente con la psicología
científica que guarda como marca distintiva el uso extensivo de estrategias de investigación
objetiva de las que el método experimental, el correlacional o los estudios denominados ex-
post facto, estos últimos de preferencia por los psicólogos sociales, son apenas una parte de
las opciones posibles.
La estrategia adecuada para responder a esta clase de preguntas es una revisión integral de
todos los fundamentos. Es obvio que una investigación realizada a cabalidad plena y que se
encuentre dirigida a estos difíciles e intrincados problemas demandaría un estudio a gran
profundidad, capaz de facilitar una ponderación adecuada de todas las variables relevantes.
Con objetivos más modestos, la intención primordial de este artículo es formular algunas de
las claves principales que sirvan para pensar en los términos adecuados las ambiguas
relaciones que conectan a la psicología y el psicoanálisis y remarcar, al mismo tiempo, la
urgencia por arribar a conclusiones definitivas respecto al carácter científico o
pseudocientífico que merezca atribuirse a esta teoría. Los aspectos mencionados revisten
importancia no sólo en el marco de los proyectos de investigación susceptibles de
articularse desde la psicología en cuanto tal sino sobre todo en la actividad propia que se
desarrolla al interior de los gabinetes profesionales de los psicólogos. El alto grado de
compromiso y responsabilidad que supone trabajar en las profesiones de la salud mental
tampoco puede ser soslayado. La dicha o el infortunio que al final les toque en suerte
afrontar a los potenciales clientes en el curso de sus vidas, y que surja como resultado de la
acción del psicólogo, no podrá nunca conceptuarse como el menos importante de los
factores que hacen necesaria esta discusión.
Las paradojas que vinculan al psicoanálisis y la psicología son múltiples, y entre las más
notorias se cuenta el de los orígenes históricos de ambos. Surgidos en la misma época y al
abrigo de similares entornos culturales, ambas quedaban entrelazadas bajo el signo de la
contemporaneidad. Tanto la psicología como el psicoanálisis constituyeron expresiones
auténticas del interés creciente en la exploración de la mente humana que comenzaba a
verificarse hacia finales del siglo XIX. Eran los días que en el laboratorio de Wilhelm
Wundt en Leipzig recibían su entrenamiento los futuros líderes de la psicología
experimental, en medio de un estricto y germánico rigor. Los minuciosos trabajos de
Sechenov sobre la disección y estudio de los reflejos en las ranas eran dados a conocer a la
colectividad científica de la Rusia zarista, al otro lado de Europa. Cruzando la costa
atlántica, los masivos Principles of Psychology de William James culminaban su
prolongada gestación de doce años y se colocaban a la venta en las librerías de los Estados
Unidos. En el centro de Europa, un joven médico vienés llamado Sigmund Freud
comenzaba a edificar los pilares conceptuales sobre los que se asentaría la futura teoría
psicoanalítica y su original forma de concebir el tratamiento de la histeria. Poblados de
mentes ávidas por marcar nuevos rumbos para el avance de la ciencia, estos años que
bordearon el cambio de siglo fueron tiempos de fértil productividad para la generación de
nuevas teorías. Se presentaba así el necesario efecto multiplicador que al retornar de las
discusiones y polémicas conceptuales, rendiría sus frutos en la toma de conciencia por los
psicólogos profesionales con relación a las amplias posibilidades de indagación que se
abrían anchurosas por delante de la nueva ciencia.
Para muchos era una línea muy fácil de cruzar, lo que a su vez parecía justificado por el
atractivo y la importancia intrínseca que parecían irradiar estos fenómenos. Muchos
científicos que hacían del rigor una rutina diaria en sus propios campos de trabajo
accedieron a relajar sus estándares y se dejaron deslizar bajo el lenguaje encantado que
prometía lo esotérico. El que algunos referentes centrales para la ciencia como el naturalista
Alfred Russell Wallace (Richards, 1989), codescubridor con Darwin de los procesos que
rigen la evolución de los organismos, o pioneros de la psicología de la talla de William
James (Gardner, 1992a, 1992b) demostraran una adhesión entusiasta a doctrinas como el
espiritismo y la comunicación con los muertos o hacia creencias similares a estas, no hace
más que demostrarnos la aguda penetración que las mismas habían logrado en el ambiente
intelectual de la época y la dificultad que supondría descartarlos como simples notas
marginales al pié de la historia. Fué James uno de los intelectuales que con mayor
convencimiento apadrinaron la fundación de la American Society for Psychical Research en
1885, de la que otro psicólogo eminente, William McDougall, ofició como presidente en
1920. Este último fué quien persuadió al biólogo Joseph B. Rhine a establecer en su
compañía un laboratorio parapsicológico en Duke University hacia 1927, históricamente el
primero de su clase. La incorporación del término parapsicología a nuestro vocabulario
habitual se debe asimismo a la inspiración de McDougall (Baker y Nickell, 1992).
El psicoanálisis, sin embargo, logró integrarse sin contratiempos muy notorios al esquema
general de la psicología. Asumiendo en principio la existencia de un consenso respecto al
carácter pseudocientífico de la teoría entre quienes detentan un pensamiento escéptico, no
es vano interrogarse ¿a qué podría responder esta diferencia de apreciación al interior de la
comunidad científica? Algunas explicaciones directas parecen surgir rápidamente. Freud
provenía del gremio médico, uno de los estamentos tradicionalmente más asociados con la
defensa de los estándares del rigor y la respetabilidad científica en el imaginario social.
Aunque aún en este punto no puede ignorarse que otras figuras que precedieron a Freud y
procedían de esa misma comunidad corrieron muy distinta suerte. Pueden enumerarse
varios casos ilustrativos, como el de Franz-Anton Mesmer, el excéntrico propiciador del
magnetismo animal y de la doctrina de los fluidos magnéticos (Nicolas, 2002) y de Franz-
Joseph Gall, el controversial creador de la frenología (Renneville, 2000). Otro elemento
importante en esta recepción diferencial del psicoanálisis fue la adhesión que el creador de
la teoría profesó hacia la clase de lenguaje y principios que muchos de sus lectores podían
haber identificado con el positivismo, en particular la creencia de Freud que el psicoanálisis
debía considerarse una ciencia firme y sólida, en todos sus aspectos fundamentales [2].
Pero las fuertes disonancias conceptuales que se hallaban latentes entre la psicología y el
psicoanálisis no pasaron desapercibidas y fueron muy patentes desde el principio. La
introducción de la teoría psicoanalítica en los principales medios intelectuales donde fue
modelada la psicología contemporánea se efectuó casi siempre con la corriente en contra,
generando resistencias y evaluaciones muy críticas por parte de grupos específicos de
investigadores. Es cierto que en los Estados Unidos, por ejemplo, algunas de las figuras
principales que encarnaron a la nueva psicología como Granwille Stanley Hall no sólo
brindaron una acogida muy favorable a las ideas de Freud (Rieber, 1998), también lideraron
una entusiasta recepción intelectual que desembocó en la organización de eventos
académicos mayores como las cinco famosas conferencias en la Clark University durante el
otoño de 1909 en las que Freud fue la figura y atracción principal (Freud, 1914/1981). Por
el contrario, los psicólogos experimentales ofrecieron fuerte resistencia desde el primer
momento, en parte porque percibían que un afianzamiento del psicoanálisis como teoría
psicológica representaba un riesgo para la credibilidad del ideal de ciencia rigurosa que se
hallaban desarrollando con tan afanosa dedicación (Fancher, 2000, Hornstein, 1992). Pese a
lo cual, la repercusión del psicoanálisis y su aceptación popular experimentaron un
continuo incremento durante las décadas siguientes, hasta convertirse en una presencia cuya
fuerza e influencia resultaban imposibles de ignorar dentro y fuera de la psicología. Este
mismo patrón, con diferencias de matices en grados y estilos, se ha repetido en varios
países europeos como Bélgica, Francia y Holanda (Van Rillaer, 1985).
Las discordancias que enfrentan a los psicólogos científicos con los detectives de los
laberintos intrapsíquicos han adoptado también otro cariz, el de aquellos conversos que
optaron por retornar de una carrera exitosa como psicoanalistas para transformarse en
críticos decididos, a menudo sorprendentemente duros, de los principios freudianos. Dos de
los casos más conocidos son los que involucran a Albert Ellis y Jacques van Rillaer (Ellis,
1981, Van Rillaer, 1985). Ellis, como es bien conocido, desarrolló con posterioridad a su
deserción la Terapia Racional Emotivo-Conductual (Lega, Caballo y Ellis, 1997), un
emprendimiento a mitad de viaje entre el conductismo tradicional y una perspectiva
cognitiva de mayor amplitud. Van Rillaer abjuró ruidosamente de la práctica psicoanalítica
escribiendo una evaluación crítica que hoy es todo un clásico. Los psicólogos académicos,
por otra parte, no han cesado con los años en su tenaz empeño por examinar críticamente la
narrativa psicoanalítica, centrando su atención sobre los flancos científicamente más
débiles del freudismo y de sus derivados más directos (ver las publicaciones de Macmillan
[1997, 2001] o de Roustang, [2000] para buenos ejemplos de estos trabajos). Quienes han
optado por escudriñar los resultados -a menudo poco alentadores- de la psicoterapia, y
realizaron una discusión pormenorizada de sus fundamentos (Baker, 1996, Dawes, 1994)
arribaron al final a conclusiones igualmente corrosivas. De igual manera, aquellos
instrumentos para determinar las características de la personalidad que se hallan
basamentados fuertemente sobre los constructos psicoanalíticos, y cuyo ejemplo más
destacado es el test de Rorschach, han sido objeto a su tiempo de apreciaciones muy
discordantes (Wood, Nezworski, Lilienfeld y Garb, 2003).
Pues entonces, ¿Qué hemos aprendido de este significativo cúmulo de estudios y debates?
¿Han servido para algo tantas discusiones, en particular para ayudarnos a arbitrar con
seguridad nuestras opiniones respecto a la vigencia y validez del psicoanálisis como teoría
presuntamente científica? ¿Es posible a estas alturas obtener conclusiones generales claras,
independientes del apasionado ardor que motivan las simpatías o contrariedades mantenidas
a priori y la aceptación o negativa visceral de los conceptos de Freud? Pese a lo
apasionante e intrincadamente creativo que pueda parecer el sumirnos en una expedición al
reino brumoso de la psicología profunda, nuestra opinión es resueltamente afirmativa.
Porque la discusión sí es útil, y también lo es la defensa de una problematización insistente
de los postulados. Y es que el psicoanálisis, del modo como ha sido conceptualizado,
defendido y practicado a través de toda una centuria debe ser remitido al penumbroso y
apartado rincón de las elucubraciones pseudocientíficas. A la vez, la psicología tendría que
precaverse a sí misma de discurrir por senderos tan borrascosos. Los argumentos que
respaldan estas radicales decisiones no son en absoluto escasos y se imponen por la fuerza
de su propia lógica. Veamos porqué.
Los investigadores inquietos que se han interesado por las características intelectuales que
resultan privativas de las pseudociencias no son pocos, y algunos entre ellos han buscado
suministrar una conceptualización que revista la mayor exactitud y rigor posibles. Puestas
en el centro de un interés muy amplio y plural, las definiciones son abundantes. Algunos
filósofos como Mario Bunge (1985) han ensayado una descripción sistémica de áreas muy
abiertas al debate, como en efecto son la pseudociencia y la ideología, proponiendo para la
primera la adopción de una decatupla, es decir, una definición compuesta y con cierta
exigencia de abstracción, que podría estimarse entre las más integrales de que se dispone.
La mencionada definición comprende entre sus componentes básicos a la comunidad más
restringida que cree en la pseudociencia en cuestión, a la sociedad que la alberga, el
dominio respectivo del discurso de la pseudociencia de que se trate, la filosofía (esto es, la
ontología, la gnoseología y el ethos) en que se apoya implícita o explícitamente, el fondo
formal (lógica) y el fondo específico (conocimientos), la problemática a la que pretende
responder, el fondo de conocimientos acumulados por la pseudociencia (si es que los
hubiere por supuesto, lo cual casi siempre es dudoso), los objetivos a los que sirve y el
método utilizado (Bunge, 1985).
Indudablemente, es más sencillo hablar de una pseudociencia que abocarse a definirla. Aun
así, algunos especialistas han intentado al menos detallar sus características de mayor
generalidad. Sampson (2001) revisó en fecha reciente los trabajos de varios autores y
ofreció una síntesis de sus puntos de vista sobre el particular. Basándonos en tales
opiniones, podemos decir que una pseudociencia, en términos globales, es algo que: 1)
Postula la acción de agentes causales que producen un efecto máximo independientemente
a la intensidad de la causa, 2) El efecto se sitúa muchas en los límites de la capacidad para
ser detectados por medios objetivos, 3) Albergan pretensiones de gran precisión, 4) Son
teorías fantásticas contrarias a la experiencia, 5) Las críticas que se les dirigen son
respondidas con excusas ad hoc, 6) La proporción de creyentes versus críticos tiende a
incrementarse exponencialmente, 7) Realizan mediciones subjetivas con propósitos de igual
clase, 8) No disponen de evidencia directa sobre el fenómeno estudiado o una
profundización de la información ya existente, 9) El fenómeno supuestamente predicho
permanece siempre resbaladizo, huidizo, inasible, 10) Acusan pobre investigación o
explicaciones alternativas y 11) Constituyen pretendidas revoluciones sin soporte u apoyo
alguno que provenga de la investigación externa (Sampson, 2001).
Todos estos conceptos son muy relevantes también para los juicios que podamos abrir
sobre Sigmund Freud y su obra. Aunque esta no suele ser vista como un componente activo
del campo de lo paranormal, es evidente que el freudismo guarda ciertas semejanzas
importantes con este grupo de ideas. Algunas no pasan de lo puramente anecdótico y
pintoresco, como la pretensión del célebre doblador de cucharas Uri Geller de mantener
una relación de parentesco directa con el padre del psicoanálisis, de quien asegura haber
recibido en herencia unos supuestos poderes psíquicos extraordinarios que le fueron
transmitidos por la vía materna (Marks, 2000). Desde luego, no existe la menor evidencia
de ello. Incluso los adversarios más recalcitrantes de Freud nunca han incluido este hecho
en particular como parte del nutrido folclore que ha rodeado desde siempre al psicoanálisis.
Pero las suposiciones burdas y pueriles deben manejarse con la sobriedad necesaria. Las
afirmaciones de alguien con una credibilidad tan devaluada como Geller no deberían ser
utilizadas contra Freud mismo en una forma maliciosa, por muy distantes que puedan
hallarse de él nuestras propias impresiones y valoraciones. Además no sería necesario
hacerlo, puesto que las falencias inmersas en el armaje de la teoría psicoanalítica son
suficientes para desterrar del todo la apelación a cualquier argumento ad hominen. Esta
demostración palpable será la siguiente escala de nuestro viaje.
Las travesuras de orden metodológico y epistemológico que cometen a diario los émulos de
Freud no son pocas ni resultan del todo inofensivas. Tampoco se trata de pecadillos
venales. Son faltas graves que comprometen con mucha severidad el derecho de los
expedicionarios de lo intrapsíquico a permanecer dentro del perímetro que alberga a los
emprendimientos científicos. Démosle un examen más cercano a los más importantes entre
ellos:
Los psicoanalistas se han mostrado porfiadamente reticentes ante cualquier intento serio de
someter sus postulados al cedazo de la experimentación. Para ello han esgrimido
argumentos de diversa índole y calibre, siendo el más característico la supuesta
imposibilidad de los fenómenos por ellos abordados a responder a la comprobación y el
control estricto de variables. Las actitudes del propio Freud a este respecto son prototípicas
de su estilo, ya que en vida suya hubo quienes consideraron necesario someter la imaginería
psicoanalítica y sus conceptos a una rutina de comprobación más ajustada con el proceder
normal de la ciencia. Las respuestas de Freud, cuando no solapadas en una dudosa
condescendencia, fueron directamente despectivas a este propósito (Eysenck y Wilson,
1980). Por cierto que el método experimental no es el único utilizado por la psicología de
manera fructífera, pero los partidarios del psicoanálisis parecen adolecer de una
desmotivación similar hacia las demás estrategias de investigación de las ciencias del
comportamiento, poniendo en duda la efectividad de casi todas ellas. Con excepción, claro
está, del así llamado método clínico, que se halla concebido a la medida exacta para las
ambiciones de legitimación metodológica que esconden las cofradías del inconsciente.
Los conceptos de los que se vale el psicoanálisis para articular sus explicaciones de los
aconteceres psíquicos están formulados con un considerable ingrediente de ambigüedad e
imprecisión. Esto vuelve muy dificultoso cualquier intento de someter sus postulados a
prueba. Desde luego, la carencia de ideas precisas tiene sus ventajas evidentes desde el
punto de vista de la teoría, ya que a cada intento de refutación siempre será posible
reacomodar convenientemente la explicación que se ofrece, de forma tal que los axiomas
fundamentales nunca queden eliminados. Es un escenario reiterado donde las verdades
insondables resisten con fuerza a las embestidas de la evidencia. Esto se produce de forma
muy manifiesta con el mecanismo defensivo de la formación reactiva, que permite que una
aseveración verbal cualquiera con carácter desfavorable a la teoría sea en verdad
confirmatoria de la misma, pues se supone afirma el hecho opuesto. La verdad se reprime
en el inconsciente. Así, no importa que la resistencia aparezca en el diván o en las páginas
impresas de los libros, el fenómeno es idéntico. Este proceder inverosímil para una
racionalidad lineal es perfectamente admitido por lo que podríamos llamar la lógica interna
de la teoría. Pero lo que puede ser bueno para los psicoanalistas, no lo es para los
científicos. Una vez más, se comprueba la indomable rebeldía de los exégetas del ello por
ajustarse a los estándares procedimentales que son corrientes para la ciencia.
Quizá una de las características que más sorprenden cuando se compara al psicoanálisis con
las demás ciencias del comportamiento, es el agudo aislamiento en que se desenvuelve en
relación a la investigación producida en otras áreas. Los psicoanalistas se comportan a
menudo como si los demás sectores de la psicología no existieran o carecieran por
completo de importancia. Se empeñan muy poco por absorber sus conocimientos, o en
asimilar y responder adecuadamente a las críticas que reciben. Freud mismo demostraba
palpablemente esta esquiva actitud. En los días en que la psicología experimental se abría
paso de la mano de Wilhelm Wundt y concitaba interés y entusiasmo en todo el mundo,
Freud mencionaba al célebre maestro alemán una sola vez en sus escritos, para retratarlo no
como un investigador científico, sino como un filósofo[3].
Los autores psicoanalíticos plantean una relación de causa a efecto que se supone capaz de
discurrir fluidamente entre instancias cuya esencia existencial es nada menos que la
inmaterialidad (el yo, el súper-yo y el ello). Estos actúan sobre sectores materiales de la
realidad como el cuerpo orgánico donde operan las disfunciones psicológicas o los
problemas físicos. Un ejemplo del que han hecho abrumadora cosecha los seguidores de
Freud son los trastornos psicosomáticos. Como ha explicado Bunge (1989) una relación
causal es válida o se puede estimar como bien definida sólo cuando establece una conexión
entre eventos concretos, como por ejemplo el cerebro y el aparato digestivo (Bunge, 1989).
Recordemos que los intentos heroicos realizados por investigadores muy serios (Rof
Carballo, 1972) que se han esforzado por localizar en el cerebro los componentes del
aparato psíquico (Freud, 1923/1981) no han logrado en los hechos la compensación que
esperaban para sus esfuerzos. Pero el que no se haya encontrado al ello, el yo o el súper-yo
ocultos en los pliegues de la masa encefálica no implica negar, por supuesto, la enorme
influencia ejercida por el sistema nervioso sobre el comportamiento. En relación a este
aserto cada vez surgen mejores y más seguras pruebas desde la psicología de la salud, un
área donde las investigaciones en curso sugieren que los procesos psicológicos y los
estados emocionales influencian a la enfermedad en su progresión y etiología, o
contribuyen a la vulnerabilidad o resistencia individual hacia la misma (Baum y Posluszny,
1999). En este campo de investigación emergente y riguroso, los psicoanalistas no han
resultado precisamente los más asiduos colaboradores.
VIII. El argumento de autoridad. Muchas doctrinas que reposan en forma muy endeble
sobre cimientos empíricos escasos o directamente inexistentes ponen un acento mayor en la
interpretación autorizada que pueda ejercer el terapeuta o el artífice sapiencial de turno que
en una investigación fáctica real y solvente. Por supuesto, esta estrategia se halla muy
justificada desde el punto de vista de los intereses de sus practicantes. Los psicoanalistas se
cuentan entre quienes hacen uso del argumento de autoridad con abusiva frecuencia (Van
Rillaer, 1985). En muchos casos el ejercicio de la interpretación y la autoridad en realidad
se imponen al paciente sin dejarle una opción intermedia, con lo que las explicaciones del
terapeuta no pueden ser discutidas en forma crítica. La única opción es aceptar, de lo
contrario, estaremos ante la manifestación de una resistencia inconsciente. En una forma
indirecta pero sutil, este aspecto de la imposición de un criterio único podría verse
reforzado por el hecho de que muchos psicoanalistas son miembros del gremio médico.
Como ha señalado el psicólogo James Alcock, la confianza en la autoridad es una fuente
primaria para la adquisición de las creencias de cualquier persona, incluyendo aquéllas que
se refieren a la aceptación por el público de una pretendida eficacia de los variopintos
métodos que promociona sin tregua la medicina alternativa (Alcock, 2000). En mayor o
menor medida, quienes vivimos en la cultura occidental nos hallamos expuestos desde los
días de la escuela a un aprendizaje social que refuerza la aceptación dogmática de las
verdades provenientes de las figuras investidas de autoridad. Al mismo tiempo, las
opiniones de estas se nos presentan como indiscutibles. Camuflada bajo la experticia
interpretativa del terapeuta, tal dinámica puede observarse también en el psicoanálisis.
IX. Ductilidad para fusionarse con creencias bizarras. En su excelente estudio sobre la
pseudociencia, Leahey y Leahey (1984) recuerdan con acierto que, al adentrarse en las
etapas finales que marcaron el cenit de su influencia, la frenología experimentó una fusión
con un conjunto de doctrinas de muy dudosa rigurosidad, de truculenta reputación entre los
investigadores y en todo sentido extrañas al espíritu de la ciencia. Comparativamente, el
psicoanálisis parece exhibir hoy una condición muy similar. Existe un cúmulo de
modalidades de tratamiento, que Baker (1996) no duda en calificar como desperdicios
terapéuticos que se presentan, las más de las veces, en clara disonancia con el conocimiento
psicológico, y en los que resuenan ecos claros del pensamiento freudiano y sus conceptos,
ya sea en aspectos mayores o en pequeños matices.
Es así que modalidades tan inusuales como la terapia del vómito de Francis I. Regardie o la
terapia del grito de Arthur Janov, que utilizan estos predecibles procedimientos como una
forma de catarsis, resultan un buen ejemplo. Otras aproximaciones más integradas a la
psicología como la terapia gestáltica de Fritz Perls arrancaron su trabajo a partir de
preceptos como el reflejo nasal neurótico, un extravagante concepto acuñado por Wilhelm
Fliess, quien anestesió ciertas áreas de la nariz con cocaína para emprender algunos
procedimientos quirúrgicos. Freud, quien fue amigo de Fliess y al igual que él también
experimentó con el uso de la cocaína en su juventud, participaba plenamente de estas ideas.
Perls, trabajando varias décadas más tarde, se valió de la misma inspiración para encarar los
problemas de un joven que presentaba signos de impotencia sexual, focalizándose en las
sensaciones de la nariz y alternándolas con las del miembro viril, para lograr la solución. Al
haber recuperado el joven su estado de tumescencia, Perls supuso con optimismo que este
caso le había ayudado a descubrir la importancia de buscar una buena gestalt para
comprender a cabalidad cada situación clínica y proceder así sobre criterios similares en el
futuro (Singer y Lalich, 1996).
La oleada de terapias que buscan acceder a alguna forma de regresión son también
tributarias directas de la influencia psicoanalítica (Singer y Lalich, 1996). Entre estas se
hallan las que prometen la vuelta hasta más allá del nacimiento, en la búsqueda de los
arquetipos universales de la humanidad, que se hallan dormidos en cada uno de nosotros.
Las rutas para estos surrealistas recorridos se lograrían a través del uso psiquiátrico del
LSD o de técnicas holotrópicas para el entrenamiento de la disciplina y el control de la
respiración, tal como enseña Stanislav Grof (Grof, 1988). Si uno deseara proyectar su
camino regresivo incluso más allá, están las modalidades terapéuticas que conducen a la
resurrección de historias ya vividas, a existencias sepultadas en el silencio y el olvido y a
las puertas de los insondables abismos de lo desconocido, como la terapia de regresión de
vidas pasadas creada por el Dr. Brian Weiss (Weiss, 2002).
El psicólogo, pues, precisa desarrollar una salvaguarda conceptual efectiva que lo proteja
contra sus propias inclinaciones a la distorsión. El compromiso de principio que se asume
hacia la pureza, limpieza y confiabilidad de la investigación tiene implicaciones
fundamentales, no sólo para el conocimiento humano en cuanto tal, sino también en el
orden ético. Al psicólogo le cabe además una alta responsabilidad social cuando trabaja en
gabinetes aplicados, porque debe precautelar la salud mental, la integridad personal y a
veces incluso la vida de sus potenciales clientes. No es posible para él o ella actuar
juguetonamente con esquemas psicológicos dudosos y de validez difusa, no importa que
estos caigan dentro del nutrido grupo de extravagancias que pueblan el panorama de las
terapias alternativas (García, 1998) o en cualquiera de las vertientes conocidas del
psicoanálisis o sus derivados. El psicólogo no debe subestimar al fantasma en la máquina.
A todas luces, las contribuciones al conocimiento de estos gladiadores de la argumentación
verbal, cualesquiera sean ellas, no deben resultar muy abundantes o significativas, de ser
correctas las opiniones del psicólogo Robert A. Baker:
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