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La psicología científica y los


cuestionamientos al psicoanálisis.
José E. García

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La enseñanza de la psicología en la Universidad Nacional de Asunción (Paraguay).


José E. García

Sociedad para el Avance del Pensamient o Crít ico


Jeffrey Córdova

EL LIBRO NEGRO DEL PSICOANÁLISIS VIVIR, PENSAR Y SENT IRSE MEJOR SIN FREUD Bajo la dirección de
María Paz Lay Raby
LA PSICOLOGIA CIENTIFICA Y LOS
CUESTIONAMIENTOS AL PSICOANALISIS

José E. García [1]


Universidad Nacional de Asunción, Paraguay

RESUMEN: Este artículo explora las relaciones entre la Psicología, el Psicoanálisis y la


Pseudociencia. La ubicación que corresponde a la teoría freudiana en referencia a la
psicología, así como el contexto histórico en el que se produce el orígen de ambas, son
sujetos a revisión. Posteriormente se repasa la literatura crítica sobre el psicoanálisis y se
discute el concepto de pseudociencia. Las principales características que permiten incluír al
psicoanálisis dentro de la categoría de pseudociencia son analizadas también. Finalmente,
se sugiere la utilización sistemática del pensamiento escéptico como herramienta de
salvaguarda para la integridad de las ciencias del comportamiento.

Palabras clave:
Psicoanálisis, Psicología, Pseudociencia, Paranormalismo, Historia de la Psicología,
Ciencia y Psicoanálisis, Psicoanálisis y Pseudociencia.

ABSTRACT

This article explores the relations between Psychology, Psychoanalysis and Pseudoscience.
The place of freudian theory in direct reference to psychology, as well as the historical
context for the origins of both are reviewed. Later we make a revision of the critical works
on psychoanalysis and discuss the concept of pseudoscience. The principal characteristics
that turn psychoanalysis into the category of pseudoscience are analyzed too. Finally, a
proposal for the systematic use of the skeptical thinking is offered to serve as a tool for
safeguard for the integrity of behavioral sciences.

Key words: Psychoanalysis, Psychology, Pseudoscience, Paranormalism, History of


Psychology, Science and Psychoanalysis, Psychoanalysis and Pseudoscience.

Relaciones problemáticas del Psicoanálisis y la Psicología

Desde sus mismos orígenes, cuando comenzaba a emerger como un método desconcertante
y poco ortodoxo para el tratamiento de la histeria, emplazado a mitad de camino entre la
medicina y la psicoterapia de carácter verbal, el psicoanálisis ha mantenido relaciones
complejas y ambiguas con la psicología y las demás ciencias del comportamiento. Con la
psicología le ha vinculado una suerte de dialéctica de la presencia y la ausencia. Es así que
cualquier revisión cuidadosa de los principales libros en uso para el aprendizaje académico
de la disciplina permitirá comprobar la inclusión del intrincado esquema conceptual
psicoanalítico, bien posicionado en las tablas de contenido de los libros. Ubicado con
frecuencia en un pie de igualdad con las orientaciones teóricas que se reconocen
universalmente como parte de los estudios psicológicos, el psicoanálisis es visto muchas
veces como parte integral de la psicología científica. Para bien o para mal, la mayoría de los
textos de estudio retratan a las teorías psicológicas sin discriminar adecuadamente cuáles
entre ellas se ajustan sin ambages a los requisitos plenos que establece el método científico
y cuáles han sido cuestionadas por razones muy variadas, las más de las veces
metodológicas o epistemológicas. En estas condiciones, la teoría psicoanalítica es parte
integrante de los manuales introductorios a varias sub-disciplinas troncales para las ciencias
del comportamiento, como por ejemplo la psicología de la personalidad (Cueli y Reidl,
1982), la psicología del comportamiento anormal (Sarason y Sarason, 1996, Vallejo
Ruiloba, 1992) y la historia de la psicología (Brett, 1963, Carpintero, 1996, Hothersall,
1997, Tortosa Gil, 1998), entre otras. Allí se confunde ampliamente con la psicología
científica que guarda como marca distintiva el uso extensivo de estrategias de investigación
objetiva de las que el método experimental, el correlacional o los estudios denominados ex-
post facto, estos últimos de preferencia por los psicólogos sociales, son apenas una parte de
las opciones posibles.

Los seguidores de Sigmund Freud también gozan de un cómodo espacio de influencia al


interior de los recintos académicos. Las medulosas disquisiciones que pronuncian al frente
de las aulas de clase son recibidas con fascinada atención por los aprendices de
psicoterapeutas. Las implicancias son obvias. Pese a los autores que sostienen
vigorosamente que la teoría ya no es merecedora de atención en las universidades más
renombradas del mundo (Bunge, 1985), no es difícil corroborar que en casi todas partes las
enseñanzas de Freud permanecen inmersas en las mallas curriculares de los departamentos
de psicología. El psicoanálisis tampoco es un recién llegado a las academias de América
Latina. En países de nuestro continente de los que son ejemplos la Argentina (Vezzetti,
1996), el Paraguay (García, 2003b) y el Perú (León, 1982) la discusión teórica sobre los
preceptos psicoanalíticos antecede en mucho al establecimiento institucional de la
psicología en la docencia universitaria. En algunos de estos países se dan casos de carreras
de psicología enteramente concebidas con arreglo a esta única línea teórica, ya sea
practicando una total exclusión de los demás enfoques o concediendo una atención mínima
a las aproximaciones restantes que integran el amplio abanico del estudio del
comportamiento (García, 2003a). De manera similar, en algunos puntos de la región
sudamericana, el psicoanálisis y la psicología casi han llegado a fusionarse por completo,
dejando al profano y aún al profesional entrenado escasas posibilidades para distinguir uno
de otra. El predominio que los intérpretes del inconsciente han llegado a disfrutar en países
del Rio de la Plata como la Argentina (Ardila, 1979) es un ejemplo paradigmático de esta
condición. Dentro y fuera de los claustros académicos, la influencia abrumadora que los
exploradores del mundo intrapsíquico han logrado a lo largo de las últimas décadas pasó a
convertirse en uno de los más claros indicadores para comprender la configuración típica
que ha tomado la psicología en aquél país.

Sin embargo, pese a esta aparente demostración de éxito, contundencia y amplia


aceptación, el psicoanálisis es visto con desconfianza y hasta con desdén por un importante
grupo de autores. Franqueado desde siempre por impugnaciones y fieras polémicas, no
resulta aventurado afirmar que, durante muchas décadas, el psicoanálisis ha constituido una
compañía con frecuencia incómoda y espinosa para la psicología. Las críticas de diversa
índole que se han vertido hacia las posiciones defendidas por los seguidores de Freud y las
escuelas psicoanalíticas divergentes no fueron comunes sólo en los comienzos de su
asimilación activa al campo de la psicología, sino que han continuado de manera creciente
en los últimos años. Esa actitud no proviene únicamente de los psicólogos y psiquiatras
profesionales. Es frecuente aún en círculos más amplios que engloban a filósofos,
científicos naturales y experimentales y a exponentes de otros sectores del conocimiento. Y
si bien los reparos hacia las doctrinas freudianas han sido formulados con diversos grados
de rigor y profundidad, el cuestionamiento más frecuente se direcciona hacia el status que
correspondería asignar al psicoanálisis desde la perspectiva de una teoría científica, esto es,
en función a la búsqueda y aplicación estricta de los procedimientos en uso por las ciencias
establecidas para la búsqueda de datos nuevos y la comprobación de hipótesis y teorías. De
ahí que el reproche oído con mayor consistencia en relación al carácter epistemológico del
psicoanálisis haya sido la aplicación simple y directa del mote de pseudociencia. El uso de
tan engorrosa designación para referirse a una teoría que se supone parte de la psicología es
un problema muy delicado que no debiera ser ignorado por nadie. Por este motivo, ante la
persistencia y gravedad que conlleva una descalificación tan inclemente, parece legítimo
plantear algunas interrogantes para buscar un poco de luz en relación al problema:
¿Corresponde considerar al psicoanálisis una teoría ajustada a los procedimientos normales
manejados por la ciencia? ¿Está el psicoanálisis inscripto en alguna suerte de categoría
epistemológica especial y diversa, que le habilite a recibir un tratamiento diferente al
dispensado a las otras ciencias? ¿Es o no el psicoanálisis una parte activa de la psicología?
¿Qué clase de problemas o desafíos particulares representa el psicoanálisis para el conjunto
de las ciencias del comportamiento? ¿Cuáles son las razones que explican o justifican este
rechazo desde sectores tan amplios de la psicología científica?

La estrategia adecuada para responder a esta clase de preguntas es una revisión integral de
todos los fundamentos. Es obvio que una investigación realizada a cabalidad plena y que se
encuentre dirigida a estos difíciles e intrincados problemas demandaría un estudio a gran
profundidad, capaz de facilitar una ponderación adecuada de todas las variables relevantes.
Con objetivos más modestos, la intención primordial de este artículo es formular algunas de
las claves principales que sirvan para pensar en los términos adecuados las ambiguas
relaciones que conectan a la psicología y el psicoanálisis y remarcar, al mismo tiempo, la
urgencia por arribar a conclusiones definitivas respecto al carácter científico o
pseudocientífico que merezca atribuirse a esta teoría. Los aspectos mencionados revisten
importancia no sólo en el marco de los proyectos de investigación susceptibles de
articularse desde la psicología en cuanto tal sino sobre todo en la actividad propia que se
desarrolla al interior de los gabinetes profesionales de los psicólogos. El alto grado de
compromiso y responsabilidad que supone trabajar en las profesiones de la salud mental
tampoco puede ser soslayado. La dicha o el infortunio que al final les toque en suerte
afrontar a los potenciales clientes en el curso de sus vidas, y que surja como resultado de la
acción del psicólogo, no podrá nunca conceptuarse como el menos importante de los
factores que hacen necesaria esta discusión.

Conjunciones históricas de la Psicología, el Psicoanálisis y el Paranormalismo

Las paradojas que vinculan al psicoanálisis y la psicología son múltiples, y entre las más
notorias se cuenta el de los orígenes históricos de ambos. Surgidos en la misma época y al
abrigo de similares entornos culturales, ambas quedaban entrelazadas bajo el signo de la
contemporaneidad. Tanto la psicología como el psicoanálisis constituyeron expresiones
auténticas del interés creciente en la exploración de la mente humana que comenzaba a
verificarse hacia finales del siglo XIX. Eran los días que en el laboratorio de Wilhelm
Wundt en Leipzig recibían su entrenamiento los futuros líderes de la psicología
experimental, en medio de un estricto y germánico rigor. Los minuciosos trabajos de
Sechenov sobre la disección y estudio de los reflejos en las ranas eran dados a conocer a la
colectividad científica de la Rusia zarista, al otro lado de Europa. Cruzando la costa
atlántica, los masivos Principles of Psychology de William James culminaban su
prolongada gestación de doce años y se colocaban a la venta en las librerías de los Estados
Unidos. En el centro de Europa, un joven médico vienés llamado Sigmund Freud
comenzaba a edificar los pilares conceptuales sobre los que se asentaría la futura teoría
psicoanalítica y su original forma de concebir el tratamiento de la histeria. Poblados de
mentes ávidas por marcar nuevos rumbos para el avance de la ciencia, estos años que
bordearon el cambio de siglo fueron tiempos de fértil productividad para la generación de
nuevas teorías. Se presentaba así el necesario efecto multiplicador que al retornar de las
discusiones y polémicas conceptuales, rendiría sus frutos en la toma de conciencia por los
psicólogos profesionales con relación a las amplias posibilidades de indagación que se
abrían anchurosas por delante de la nueva ciencia.

No obstante, la reconstrucción documentada que los historiadores de la psicología han


emprendido para facilitar la comprensión de las condiciones del surgimiento de su
disciplina ha pasado por alto un detalle importante con harta frecuencia. Y es que, de forma
paralela a las investigaciones que los psicólogos procuraban desarrollar aplicando el rigor
propio que exigían los estándares de la época, afloraban también otras construcciones
intelectuales, a menudo menos notorias y sin los favores de los círculos académicos, pero
que se insinuaban como potenciales competidoras para la psicología, ganando la adhesión y
los fervores del público. Tales construcciones ostentaban perfiles menos definidos,
admitían considerables grados de ambigüedad en sus formulaciones y se hallaban más
abiertas a la incorporación de fenómenos de naturaleza etérea y arduos de definir. A la vista
del pensador racional, podía considerárselas como más sospechosas y proclives de ser
mezcladas o fusionarse con alguna forma de espiritualidad. Su postulación, defensa y
aplicación se daba sin la sujeción obligatoria a la esclavitud de los hechos y al ideal de la
objetividad, cualidades que se han reputado siempre como un aspecto esencial para
cualquier actividad científica que se precie. En contrapartida, los nuevos "conocimientos"
apelaban como sus aliados naturales al misterio, lo oculto, lo inesperado, lo impredecible,
lo oscuro, lo fantástico, lo sobrenatural. Al perfil claro y diáfano que ofrecía la ciencia,
anteponían la certeza intuitiva de lo profundo, la posesión de una llave infalible que conecta
con una forma diferente y más esencial de realidad.

Para muchos era una línea muy fácil de cruzar, lo que a su vez parecía justificado por el
atractivo y la importancia intrínseca que parecían irradiar estos fenómenos. Muchos
científicos que hacían del rigor una rutina diaria en sus propios campos de trabajo
accedieron a relajar sus estándares y se dejaron deslizar bajo el lenguaje encantado que
prometía lo esotérico. El que algunos referentes centrales para la ciencia como el naturalista
Alfred Russell Wallace (Richards, 1989), codescubridor con Darwin de los procesos que
rigen la evolución de los organismos, o pioneros de la psicología de la talla de William
James (Gardner, 1992a, 1992b) demostraran una adhesión entusiasta a doctrinas como el
espiritismo y la comunicación con los muertos o hacia creencias similares a estas, no hace
más que demostrarnos la aguda penetración que las mismas habían logrado en el ambiente
intelectual de la época y la dificultad que supondría descartarlos como simples notas
marginales al pié de la historia. Fué James uno de los intelectuales que con mayor
convencimiento apadrinaron la fundación de la American Society for Psychical Research en
1885, de la que otro psicólogo eminente, William McDougall, ofició como presidente en
1920. Este último fué quien persuadió al biólogo Joseph B. Rhine a establecer en su
compañía un laboratorio parapsicológico en Duke University hacia 1927, históricamente el
primero de su clase. La incorporación del término parapsicología a nuestro vocabulario
habitual se debe asimismo a la inspiración de McDougall (Baker y Nickell, 1992).

La fascinación de muchos hombres de ciencia por los nuevos fenómenos no se limitó


únicamente a los Estados Unidos. Uno de los países donde la atracción se pudo sentir con
mayor fuerza fue Francia, allí varios de los psicólogos más eminentes que impulsaron el
avance de la psicología científica se mostraron igualmente intrigados por los fenómenos
que parecían diluirse en la confluencia difusa formada por las prácticas derivadas del
magnetismo mesmeriano y la sugestión hipnótica. Muchos de estos pioneros de la
psicología encararon aquéllas investigaciones con absoluta seriedad y buena fe, sin albergar
pretensiones fraudulentas. Entre ellos, Alfred Binet fué coautor junto a Charles Féré de un
tratado llamado Le megnétisme animal en 1887, en tanto Charles Richet resultaba el
fundador, en 1905, de la metapsíquica, un campo que en su momento fué concebido como
una "ciencia autónoma" por dicho autor (Lantier, 1976, Plas, 2000). Podrían citarse muchos
ejemplos más para ilustrar la tentación seductora de lo oculto. A buen resguardo de la
actividad luminosa del laboratorio, muchos dejaban discurrir entre bambalinas sus
inclinaciones al misterio. Porque así como César Lombroso encontró a la médium Eusapia
Palladino (Lantier, 1976) que logró derretir su hielo escéptico inicial y lo sumió por entero
en los pantanos densos del espiritismo, Pierre Janet se vio intrigado por Léonie
Leboulanger (Plas, 2000), la célebre sonámbula magnetizada Los psicólogos que hacían sus
armas en los inicios del siglo XX enfrentaron numerosas dificultades para demarcar con
fuerza los límites estrictos entre su ciencia y las contrapartes pseudocientíficas de esta, en
especial el espiritismo y la investigación psíquica, que por entonces cautivaban la atención
de las multitudes (Coon, 1992). Pero la perspectiva de los psicólogos experimentales difería
en mucho del embriagante misticismo que arrullaba a los crédulos y embotaba por entero su
entendimiento. Así, el estudio de estos supuestos y bizarros fenómenos casi por regla
general fue excluido sin cortapisas de los horizontes disciplinarios de la psicología. La
lucha por proteger la integridad del conocimiento se hacía cuesta arriba en una ciencia cuya
propia consolidación se hallaba aún en pleno proceso. De esta manera, los eventos
respectivos terminaron marginalizados de forma tal que más temprano que tarde se
encontraron forzadamente arrinconados en la categoría de dobles ocultos de la psicología
(Leahey y Leahey, 1984). Aún así, la superchería no ha desaparecido, ni siquiera de las
fronteras de la psicología. Con mayor razón, el esfuerzo por asentar la educación pública
sobre bases científicas sólidas, entendidas en un contexto amplio, ha conseguido
relativamente poco avance en las décadas subsiguientes. Resulta grave que la expectativa
por alcanzar un grado superior de refinamiento intelectual mediante el avance en el "nivel
educacional" de los ciudadanos, y tomando como criterio para ello a los grados académicos,
no implique necesariamente una reducción en la incidencia de teorías de corte
pseudocientífico (Losh, Tavani, Njoroge, Wilke y McAuley, 2003). La razón está en que,
como se ha comprobado una y otra vez, existe una correlación negativa entre el grado
educativo formal y la creencia en las doctrinas relacionadas a lo paranormal, en especial
cuando estas se hallan sustentadas sobre alguna forma de tradición religiosa (Goode, 2002).

El psicoanálisis, sin embargo, logró integrarse sin contratiempos muy notorios al esquema
general de la psicología. Asumiendo en principio la existencia de un consenso respecto al
carácter pseudocientífico de la teoría entre quienes detentan un pensamiento escéptico, no
es vano interrogarse ¿a qué podría responder esta diferencia de apreciación al interior de la
comunidad científica? Algunas explicaciones directas parecen surgir rápidamente. Freud
provenía del gremio médico, uno de los estamentos tradicionalmente más asociados con la
defensa de los estándares del rigor y la respetabilidad científica en el imaginario social.
Aunque aún en este punto no puede ignorarse que otras figuras que precedieron a Freud y
procedían de esa misma comunidad corrieron muy distinta suerte. Pueden enumerarse
varios casos ilustrativos, como el de Franz-Anton Mesmer, el excéntrico propiciador del
magnetismo animal y de la doctrina de los fluidos magnéticos (Nicolas, 2002) y de Franz-
Joseph Gall, el controversial creador de la frenología (Renneville, 2000). Otro elemento
importante en esta recepción diferencial del psicoanálisis fue la adhesión que el creador de
la teoría profesó hacia la clase de lenguaje y principios que muchos de sus lectores podían
haber identificado con el positivismo, en particular la creencia de Freud que el psicoanálisis
debía considerarse una ciencia firme y sólida, en todos sus aspectos fundamentales [2].

Tal aseveración puede hallarse repetidamente expresada en muchos de los escritos


canónicos del psicoanálisis. Otro elemento importante es que Freud había dado inicio a su
carrera transitando en los terrenos más sólidos de la neurología, desde donde tuvo lugar la
introducción de su Proyecto de una psicología para neurólogos (Freud, 1895/1981), una de
sus elaboraciones tempranas. Refiriéndose a esta etapa de su carrera, algunos críticos ácidos
pero muy lúcidos y sistemáticos de Freud han considerado a la neurociencia que ejerció
este en su juventud profesional como una actividad practicada sin brillo alguno (Bunge,
1985). Pero es significativo que a más de un siglo de distancia, este trabajo es el que ha
despertado mayor atención en grupos específicos de investigadores y ha sido considerado el
más digno de estudio por parte de un sector de la comunidad científica (Bilder y LeFever,
1998).

Pero las fuertes disonancias conceptuales que se hallaban latentes entre la psicología y el
psicoanálisis no pasaron desapercibidas y fueron muy patentes desde el principio. La
introducción de la teoría psicoanalítica en los principales medios intelectuales donde fue
modelada la psicología contemporánea se efectuó casi siempre con la corriente en contra,
generando resistencias y evaluaciones muy críticas por parte de grupos específicos de
investigadores. Es cierto que en los Estados Unidos, por ejemplo, algunas de las figuras
principales que encarnaron a la nueva psicología como Granwille Stanley Hall no sólo
brindaron una acogida muy favorable a las ideas de Freud (Rieber, 1998), también lideraron
una entusiasta recepción intelectual que desembocó en la organización de eventos
académicos mayores como las cinco famosas conferencias en la Clark University durante el
otoño de 1909 en las que Freud fue la figura y atracción principal (Freud, 1914/1981). Por
el contrario, los psicólogos experimentales ofrecieron fuerte resistencia desde el primer
momento, en parte porque percibían que un afianzamiento del psicoanálisis como teoría
psicológica representaba un riesgo para la credibilidad del ideal de ciencia rigurosa que se
hallaban desarrollando con tan afanosa dedicación (Fancher, 2000, Hornstein, 1992). Pese a
lo cual, la repercusión del psicoanálisis y su aceptación popular experimentaron un
continuo incremento durante las décadas siguientes, hasta convertirse en una presencia cuya
fuerza e influencia resultaban imposibles de ignorar dentro y fuera de la psicología. Este
mismo patrón, con diferencias de matices en grados y estilos, se ha repetido en varios
países europeos como Bélgica, Francia y Holanda (Van Rillaer, 1985).

El curso de acción experimentado durante las décadas siguientes no resultó un bocado de


agradable sabor para los adversarios de la teoría. Pese a críticas duras, evaluaciones
rigurosas y lenguaje de barricada, la vigencia del psicoanálisis parece firmemente asentada
por el momento y con pronóstico de buena salud en amplios círculos intelectuales, incluso
dentro de la psicología. Entonces ¿por qué insistir una vez más con los cuestionamientos al
psicoanálisis? ¿De qué defectos adolece en forma irreparable este enfoque que lo haga
cuestionable a una incorporación fluida y plena al cuerpo de conocimientos aceptados por
la ciencia? ¿Qué hace que incluso las revistas emblemáticas del pensamiento escéptico
internacional como el Skeptical Inquirer dediquen espacios de discusión mínimos o
inexistentes a las doctrinas de Freud? ¿Por qué se halla ausente de los muestrarios
existentes sobre sistemas de cuidado de la salud sospechosos de falso cientificismo
(Edwards, 1999) o entre las terapias locas (Singer y Lalich 1996) que abundan en el
mercado de ofertas que disponen los psicólogos clínicos? ¿Es realmente el psicoanálisis una
teoría que corresponda homologar sin más con la siempre peyorativa categoría de
pseudociencia? Para desánimo de los admiradores de la estupenda imaginería
psicoanalítica, creemos que la respuesta a esta última pregunta es que sí, y esperamos
demostrar en forma sintética que ni siquiera el éxito o la aceptación en grados mayoritarios
que sea capaz de obtener una teoría resulta en verdad una garantía suficiente para otorgar
un crédito pleno a su confiabilidad epistemológica. Las razones para esta negativa sonarán
incómodas, pero son cruciales.

Quien busque escritos escépticos dirigidos a los supuestos metapsicológicos y


formulaciones diversas del psicoanálisis encontrará una abundancia en grado tal que inspira
respeto. La literatura crítica focalizada sobre aspectos epistémicos o empíricos del
psicoanálisis y que sugieren, por una parte, tanto la necesidad de una reinterpretación
parcial o total de sus postulados básicos, o el archivamiento simple y directo del mismo
entre las mitologías de la ciencia por la otra, ha continuado creciendo exponencialmente
durante las décadas recientes. En los últimos años se han dado ejemplos de evaluaciones
muy serias que merecen considerarse. Las fuentes principales provienen de la filosofía de la
ciencia y de los emprendimientos evaluativos que los mismos psicólogos han llevado
adelante. Entre los primeros, ya son clásicos los trabajos en los que Sir Karl Popper expuso
las dificultades inherentes para lograr la falsación rigurosa de teorías pretendidamente
científicas como el psicoanálisis y el marxismo (Popper, 1962) y los incisivos
cuestionamientos de Mario Bunge al carácter de las formulaciones freudianas en cuanto
producciones teóricas susceptibles de enmarcarse dentro de los límites de confiabilidad
comúnmente aceptados por la ciencia (Bunge, 1973, 1985). De igual modo, y aunque no se
hallen directamente centradas sobre las ideas de Freud o en las ciencias sociales en general,
hay quienes procuran apoyo en la discusión de las revoluciones científicas estudiadas por
Kuhn (1983) para esbozar argumentos tanto a favor como en contra de un eventual carácter
paradigmático del psicoanálisis. Y como era de esperarse, el examen crítico de las ideas de
Freud ha continuado presente en la agenda de los filósofos hasta fechas más recientes
(Cioffi, 1998, 2001).
Los psicólogos también han discutido con gran profusión el acierto o extravío que pudiera
sugerir el uso de los preceptos psicodinámicos. Como corresponde a la actitud de genuinos
científicos, muchos de ellos han buscado poner a prueba las hipótesis psicoanalíticas
mediante una contrastación de experiencias bien controladas. Este ha sido el caso del
importante volumen editado hace ya varias décadas por Hans Eysenck y Glenn Wilson
(1980). Los autores reunieron un total de veintiún estudios que correspondían a su propia
elaboración y a las de otros investigadores. En ellos pusieron a prueba los aspectos
troncales del edificio teórico del psicoanálisis haciendo uso de las estrategias objetivas que
son parte del repertorio habitual de la psicología, incluyendo el método experimental.
Aquellos componentes centrales para la teoría freudiana hacia los que iban orientadas las
investigaciones fueron el desarrollo psicosexual, los Complejos de Edipo y de castración, la
represión, el humor y el simbolismo, la psicosomática y las neurosis, las psicosis y la
psicoterapia (Eysenck y Wilson, 1980). Los resultados obtenidos a través de pruebas
correctamente diseñadas como estas y el balance final de la evidencia contra la teoría
fueron desconsoladores para los psicoanalistas. Volveremos a analizar este punto más
adelante.

Las discordancias que enfrentan a los psicólogos científicos con los detectives de los
laberintos intrapsíquicos han adoptado también otro cariz, el de aquellos conversos que
optaron por retornar de una carrera exitosa como psicoanalistas para transformarse en
críticos decididos, a menudo sorprendentemente duros, de los principios freudianos. Dos de
los casos más conocidos son los que involucran a Albert Ellis y Jacques van Rillaer (Ellis,
1981, Van Rillaer, 1985). Ellis, como es bien conocido, desarrolló con posterioridad a su
deserción la Terapia Racional Emotivo-Conductual (Lega, Caballo y Ellis, 1997), un
emprendimiento a mitad de viaje entre el conductismo tradicional y una perspectiva
cognitiva de mayor amplitud. Van Rillaer abjuró ruidosamente de la práctica psicoanalítica
escribiendo una evaluación crítica que hoy es todo un clásico. Los psicólogos académicos,
por otra parte, no han cesado con los años en su tenaz empeño por examinar críticamente la
narrativa psicoanalítica, centrando su atención sobre los flancos científicamente más
débiles del freudismo y de sus derivados más directos (ver las publicaciones de Macmillan
[1997, 2001] o de Roustang, [2000] para buenos ejemplos de estos trabajos). Quienes han
optado por escudriñar los resultados -a menudo poco alentadores- de la psicoterapia, y
realizaron una discusión pormenorizada de sus fundamentos (Baker, 1996, Dawes, 1994)
arribaron al final a conclusiones igualmente corrosivas. De igual manera, aquellos
instrumentos para determinar las características de la personalidad que se hallan
basamentados fuertemente sobre los constructos psicoanalíticos, y cuyo ejemplo más
destacado es el test de Rorschach, han sido objeto a su tiempo de apreciaciones muy
discordantes (Wood, Nezworski, Lilienfeld y Garb, 2003).

Pues entonces, ¿Qué hemos aprendido de este significativo cúmulo de estudios y debates?
¿Han servido para algo tantas discusiones, en particular para ayudarnos a arbitrar con
seguridad nuestras opiniones respecto a la vigencia y validez del psicoanálisis como teoría
presuntamente científica? ¿Es posible a estas alturas obtener conclusiones generales claras,
independientes del apasionado ardor que motivan las simpatías o contrariedades mantenidas
a priori y la aceptación o negativa visceral de los conceptos de Freud? Pese a lo
apasionante e intrincadamente creativo que pueda parecer el sumirnos en una expedición al
reino brumoso de la psicología profunda, nuestra opinión es resueltamente afirmativa.
Porque la discusión sí es útil, y también lo es la defensa de una problematización insistente
de los postulados. Y es que el psicoanálisis, del modo como ha sido conceptualizado,
defendido y practicado a través de toda una centuria debe ser remitido al penumbroso y
apartado rincón de las elucubraciones pseudocientíficas. A la vez, la psicología tendría que
precaverse a sí misma de discurrir por senderos tan borrascosos. Los argumentos que
respaldan estas radicales decisiones no son en absoluto escasos y se imponen por la fuerza
de su propia lógica. Veamos porqué.

Los investigadores inquietos que se han interesado por las características intelectuales que
resultan privativas de las pseudociencias no son pocos, y algunos entre ellos han buscado
suministrar una conceptualización que revista la mayor exactitud y rigor posibles. Puestas
en el centro de un interés muy amplio y plural, las definiciones son abundantes. Algunos
filósofos como Mario Bunge (1985) han ensayado una descripción sistémica de áreas muy
abiertas al debate, como en efecto son la pseudociencia y la ideología, proponiendo para la
primera la adopción de una decatupla, es decir, una definición compuesta y con cierta
exigencia de abstracción, que podría estimarse entre las más integrales de que se dispone.
La mencionada definición comprende entre sus componentes básicos a la comunidad más
restringida que cree en la pseudociencia en cuestión, a la sociedad que la alberga, el
dominio respectivo del discurso de la pseudociencia de que se trate, la filosofía (esto es, la
ontología, la gnoseología y el ethos) en que se apoya implícita o explícitamente, el fondo
formal (lógica) y el fondo específico (conocimientos), la problemática a la que pretende
responder, el fondo de conocimientos acumulados por la pseudociencia (si es que los
hubiere por supuesto, lo cual casi siempre es dudoso), los objetivos a los que sirve y el
método utilizado (Bunge, 1985).

Paralelamente, investigadores como Erich Goode (2000) parten de supuestos disímiles y


contemplan la estructura de los fenómenos circunscriptos a la pseudociencia y a lo
paranormal a partir de una óptica sociológica. En su discusión sobre las características que
adopta lo paranormal, Goode (2000) parte del supuesto que el paranormalismo como tal
puede ser mejor analizado desde unas coordenadas ambientales, esto es, tomando en
consideración las influencias culturales, sociales y psicosociales que actúan como sus
determinantes. En tal sentido, lo paranormal abarca cualquier sistema de creencias que,
como parte de sus explicaciones, postulan la existencia de fuerzas, factores o dinámicas que
se presenten en flagrante incongruencia con una visión naturalista del mundo. Es así como
lo paranormal y lo pseudocientífico son conceptos que no se solapan entre sí forzosamente.
Como afirma Goode (2000), las historias sobre el big foot (pie grande), el abominable
hombre de las nieves que pasea su intimidadora estampa por las alturas del Himalaya o el
monstruo prehistórico que forrajea en las profundidades del Lago Ness son creencias
pseudocientíficas, al carecer de los sustentos empíricos indispensables o de registros
observaciones confiables, que no permiten arbitrar juicios valederos sobre la realidad de su
existencia. Pero no tienen porqué ser necesariamente calificadas de paranormales, en el
sentido previamente descrito. La diferencia entre lo pseudocientífico y lo paranormal
radica en que esta última categoría no sólo carece de la necesaria evidencia, sino que la
supuesta existencia de los mismos también colisiona con los postulados más generales de la
ciencia. Por ello, lo que es importante para la formulación de Goode (2000) no es lo que sea
paranormal o pseudocientífico en sí mismo, entendido a un nivel más ontológico. Lo que
cuentan son las creencias de los científicos, esto es, lo que en un determinado momento se
considere que cae dentro o fuera de los límites de la ciencia a juicio de una comunidad de
investigadores. Lo que sea así en un determinado momento o en otro distinto, podrá
siempre cambiar de acuerdo a la propia dinámica social que regule la actividad de los
científicos, y por consiguiente, su sistema de creencias.

Indudablemente, es más sencillo hablar de una pseudociencia que abocarse a definirla. Aun
así, algunos especialistas han intentado al menos detallar sus características de mayor
generalidad. Sampson (2001) revisó en fecha reciente los trabajos de varios autores y
ofreció una síntesis de sus puntos de vista sobre el particular. Basándonos en tales
opiniones, podemos decir que una pseudociencia, en términos globales, es algo que: 1)
Postula la acción de agentes causales que producen un efecto máximo independientemente
a la intensidad de la causa, 2) El efecto se sitúa muchas en los límites de la capacidad para
ser detectados por medios objetivos, 3) Albergan pretensiones de gran precisión, 4) Son
teorías fantásticas contrarias a la experiencia, 5) Las críticas que se les dirigen son
respondidas con excusas ad hoc, 6) La proporción de creyentes versus críticos tiende a
incrementarse exponencialmente, 7) Realizan mediciones subjetivas con propósitos de igual
clase, 8) No disponen de evidencia directa sobre el fenómeno estudiado o una
profundización de la información ya existente, 9) El fenómeno supuestamente predicho
permanece siempre resbaladizo, huidizo, inasible, 10) Acusan pobre investigación o
explicaciones alternativas y 11) Constituyen pretendidas revoluciones sin soporte u apoyo
alguno que provenga de la investigación externa (Sampson, 2001).

Todos estos conceptos son muy relevantes también para los juicios que podamos abrir
sobre Sigmund Freud y su obra. Aunque esta no suele ser vista como un componente activo
del campo de lo paranormal, es evidente que el freudismo guarda ciertas semejanzas
importantes con este grupo de ideas. Algunas no pasan de lo puramente anecdótico y
pintoresco, como la pretensión del célebre doblador de cucharas Uri Geller de mantener
una relación de parentesco directa con el padre del psicoanálisis, de quien asegura haber
recibido en herencia unos supuestos poderes psíquicos extraordinarios que le fueron
transmitidos por la vía materna (Marks, 2000). Desde luego, no existe la menor evidencia
de ello. Incluso los adversarios más recalcitrantes de Freud nunca han incluido este hecho
en particular como parte del nutrido folclore que ha rodeado desde siempre al psicoanálisis.
Pero las suposiciones burdas y pueriles deben manejarse con la sobriedad necesaria. Las
afirmaciones de alguien con una credibilidad tan devaluada como Geller no deberían ser
utilizadas contra Freud mismo en una forma maliciosa, por muy distantes que puedan
hallarse de él nuestras propias impresiones y valoraciones. Además no sería necesario
hacerlo, puesto que las falencias inmersas en el armaje de la teoría psicoanalítica son
suficientes para desterrar del todo la apelación a cualquier argumento ad hominen. Esta
demostración palpable será la siguiente escala de nuestro viaje.

Los problemas intrínsecos del Psicoanálisis

Las travesuras de orden metodológico y epistemológico que cometen a diario los émulos de
Freud no son pocas ni resultan del todo inofensivas. Tampoco se trata de pecadillos
venales. Son faltas graves que comprometen con mucha severidad el derecho de los
expedicionarios de lo intrapsíquico a permanecer dentro del perímetro que alberga a los
emprendimientos científicos. Démosle un examen más cercano a los más importantes entre
ellos:

Los psicoanalistas se han mostrado porfiadamente reticentes ante cualquier intento serio de
someter sus postulados al cedazo de la experimentación. Para ello han esgrimido
argumentos de diversa índole y calibre, siendo el más característico la supuesta
imposibilidad de los fenómenos por ellos abordados a responder a la comprobación y el
control estricto de variables. Las actitudes del propio Freud a este respecto son prototípicas
de su estilo, ya que en vida suya hubo quienes consideraron necesario someter la imaginería
psicoanalítica y sus conceptos a una rutina de comprobación más ajustada con el proceder
normal de la ciencia. Las respuestas de Freud, cuando no solapadas en una dudosa
condescendencia, fueron directamente despectivas a este propósito (Eysenck y Wilson,
1980). Por cierto que el método experimental no es el único utilizado por la psicología de
manera fructífera, pero los partidarios del psicoanálisis parecen adolecer de una
desmotivación similar hacia las demás estrategias de investigación de las ciencias del
comportamiento, poniendo en duda la efectividad de casi todas ellas. Con excepción, claro
está, del así llamado método clínico, que se halla concebido a la medida exacta para las
ambiciones de legitimación metodológica que esconden las cofradías del inconsciente.

Los conceptos de los que se vale el psicoanálisis para articular sus explicaciones de los
aconteceres psíquicos están formulados con un considerable ingrediente de ambigüedad e
imprecisión. Esto vuelve muy dificultoso cualquier intento de someter sus postulados a
prueba. Desde luego, la carencia de ideas precisas tiene sus ventajas evidentes desde el
punto de vista de la teoría, ya que a cada intento de refutación siempre será posible
reacomodar convenientemente la explicación que se ofrece, de forma tal que los axiomas
fundamentales nunca queden eliminados. Es un escenario reiterado donde las verdades
insondables resisten con fuerza a las embestidas de la evidencia. Esto se produce de forma
muy manifiesta con el mecanismo defensivo de la formación reactiva, que permite que una
aseveración verbal cualquiera con carácter desfavorable a la teoría sea en verdad
confirmatoria de la misma, pues se supone afirma el hecho opuesto. La verdad se reprime
en el inconsciente. Así, no importa que la resistencia aparezca en el diván o en las páginas
impresas de los libros, el fenómeno es idéntico. Este proceder inverosímil para una
racionalidad lineal es perfectamente admitido por lo que podríamos llamar la lógica interna
de la teoría. Pero lo que puede ser bueno para los psicoanalistas, no lo es para los
científicos. Una vez más, se comprueba la indomable rebeldía de los exégetas del ello por
ajustarse a los estándares procedimentales que son corrientes para la ciencia.

El psicoanálisis no sólo ha sido renuente a la utilización de la metodología objetiva que es


de uso corriente en la psicología científica para la validación de sus estudios, también ha
sido difícil lograr una asimilación productiva de las críticas que le son adversas, ya sea las
que están basadas en hallazgos empíricos o en análisis teoréticos. De esta manera, el cuerpo
principal de la teoría siempre permanece indemne. Las réplicas ensayadas por los
seguidores de Freud, por lo general, se formulan casi siempre en términos muy
descalificatorios, no de los investigadores que las realizan, por supuesto, sino de las
posiciones presuntamente superficiales o insuficientes para abarcar con eficacia real los
fenómenos de naturaleza más profunda a los que se aboca la teoría. En una palabra, las
críticas provenientes de posiciones que se hallan epistemológicamente distantes a la
orientación psicoanalítica en verdad no pueden afectarla, no pueden alcanzarla, no pueden
obligarla a cambiar o modificarse y a la larga no tienen consecuencias sobre ella. Es así
como el psicoanálisis parece situarse más allá de todo debate y se presenta a sí mismo como
un sector impermeable a la discusión crítica divergente. En verdad, muy poco similar a
cualquier ciencia normal que conozcamos.

Los niveles de generalidad, extensión y ambición explicativa del psicoanálisis son, en la


misma medida que el marxismo, los más altos que puedan encontrarse entre los enfoques
que se presumen científicos. Siendo en principio una aproximación psicológica, Freud
expandió tanto sus horizontes que acabó ensayando hasta una explicación de Dios (Freud,
1927/1981). Para ser justos debemos consentir en que este esfuerzo interpretativo, desde un
punto de vista más filosófico, resulta bastante desafiante. Pero como menciona Baker
(1996) recordando los argumentos clásicos esgrimidos por Sir Karl Popper en el libro
Conjeturas y Refutaciones, esta condición omniexplicativa del freudismo, que a juicio de
sus adherentes pasa por su principal crédito y ventaja, es en realidad la fuente principal para
su debilidad como teoría. El psicoanálisis pretendió explicar tanto y tan vasto, que acabó
sin aclarar prácticamente nada. De esta situación también se deriva la enorme dificultad por
deducir hipótesis contrastables susceptibles de validarse con procedimientos empíricos, en
especial aquéllas que se refieren a los conceptos de mayor generalidad que cruzan toda la
teoría: los procesos activos del inconsciente, la represión, y otros semejantes.

Quizá una de las características que más sorprenden cuando se compara al psicoanálisis con
las demás ciencias del comportamiento, es el agudo aislamiento en que se desenvuelve en
relación a la investigación producida en otras áreas. Los psicoanalistas se comportan a
menudo como si los demás sectores de la psicología no existieran o carecieran por
completo de importancia. Se empeñan muy poco por absorber sus conocimientos, o en
asimilar y responder adecuadamente a las críticas que reciben. Freud mismo demostraba
palpablemente esta esquiva actitud. En los días en que la psicología experimental se abría
paso de la mano de Wilhelm Wundt y concitaba interés y entusiasmo en todo el mundo,
Freud mencionaba al célebre maestro alemán una sola vez en sus escritos, para retratarlo no
como un investigador científico, sino como un filósofo[3].

Esta tendencia al aislamiento ha llevado a algunos psicoanalistas de las generaciones más


recientes a pergeñar opiniones marcadamente insólitas. Ese ha sido el caso de Néstor
Braunstein, cuyo libro Psicología: Ideología y ciencia, escrito en compañía de otros
colaboradores (Braunstein, Pasternac, Benedito y Saal, 1975) y muy popular entre los
estudiantes de varios países de Latinoamérica, ha sido fuente de llamativos
posicionamientos. En esencia, estos autores sostienen que el psicoanálisis es la verdadera
disciplina científica, en tanto la psicología académica carece de tal cualidad al no superar
la mera superficialidad de los hechos que estudia y no sobrepasar el nivel de un mero
discurso ideológico (Braunstein, Pasternac, Benedito y Saal, 1975). Estas afirmaciones han
obtenido réplicas bien informadas por parte de autores que conocen a fondo la psicología
moderna y son aptos para opinar con propiedad sobre ella (Martínez-Taboas, 1991). Pero
más allá de las polémicas que generan discusiones de esta naturaleza, parecen suficientes
para comprender por qué el psicoanálisis se encuentra absolutamente ausente de los
esfuerzos programáticos que hoy llevan a cabo varios académicos de comprobada seriedad,
tanto en los Estados Unidos (Staats, 1991, 1999) como en América Latina (Ardila, 1997a,
1997b) para lograr la unificación plena de la psicología.

Los autores psicoanalíticos plantean una relación de causa a efecto que se supone capaz de
discurrir fluidamente entre instancias cuya esencia existencial es nada menos que la
inmaterialidad (el yo, el súper-yo y el ello). Estos actúan sobre sectores materiales de la
realidad como el cuerpo orgánico donde operan las disfunciones psicológicas o los
problemas físicos. Un ejemplo del que han hecho abrumadora cosecha los seguidores de
Freud son los trastornos psicosomáticos. Como ha explicado Bunge (1989) una relación
causal es válida o se puede estimar como bien definida sólo cuando establece una conexión
entre eventos concretos, como por ejemplo el cerebro y el aparato digestivo (Bunge, 1989).
Recordemos que los intentos heroicos realizados por investigadores muy serios (Rof
Carballo, 1972) que se han esforzado por localizar en el cerebro los componentes del
aparato psíquico (Freud, 1923/1981) no han logrado en los hechos la compensación que
esperaban para sus esfuerzos. Pero el que no se haya encontrado al ello, el yo o el súper-yo
ocultos en los pliegues de la masa encefálica no implica negar, por supuesto, la enorme
influencia ejercida por el sistema nervioso sobre el comportamiento. En relación a este
aserto cada vez surgen mejores y más seguras pruebas desde la psicología de la salud, un
área donde las investigaciones en curso sugieren que los procesos psicológicos y los
estados emocionales influencian a la enfermedad en su progresión y etiología, o
contribuyen a la vulnerabilidad o resistencia individual hacia la misma (Baum y Posluszny,
1999). En este campo de investigación emergente y riguroso, los psicoanalistas no han
resultado precisamente los más asiduos colaboradores.

Si una forma cualquiera de psicoterapia se halla asentada sobre un conocimiento correcto y


fundamentado de las relaciones de causa a efecto, que sean auténticas y reales y no ficticias
o inventadas, entonces es de esperarse que cumplan su propósito manifiesto, esto es, que
demuestren en la práctica la posibilidad de cambio y mejoría en las situaciones de malestar
subjetivo que aquejan a sus potenciales clientes. Los psicoanalistas también han
demostrado dificultades considerables para salir gananciosos en este campo. Las primeras
investigaciones evaluativas sobre el éxito de las psicoterapias fueron revisadas en conjunto
por Eysenck (1952/1980), y en ellos el freudismo no ha salido bien parado. En términos
globales, su efectividad no supera el 44 por ciento frente a la simple remisión espontánea,
es decir, la superación del sufrimiento psicológico que se logra sin recibir intervención
especializada alguna. En términos brutos esta última orilla el 72 por ciento. Vale decir,
resulta más efectivo tratarse con médicos generales o no hacerse atender en absoluto que
recurrir a los auxilios de un psicoanalista (Eysenck, 1952/1980). Hasta algunos
disciplinados seguidores de Freud (Fenichel, 1973) le han asignado escuálidos márgenes de
productividad a las epopeyas del diván. Los recuentos actuales no han mejorado las cosas
para los Icaros intrapsíquicos. Recientes estudios globales de revisión centrados en el éxito
del proceso y en los resultados de la psicoterapia (Kopta, Lueger, Saunders y Howard,
1999) ni siquiera mencionan ya a la teoría freudiana o sus derivados. ¿Prueba que los
psicólogos consideran agotada la discusión? Es probable. Quizá obligados por la fuerza que
les impone la vigencia del principio de realidad (Freud, 1923/1981) los psicoanalistas
modernos, en especial los de simpatías lacanianas, parecen haber renunciado del todo a
cualquier búsqueda o cálculo evaluativo que explore de forma medianamente creíble su
presunta efectividad.
Todo esto sin olvidar las graves implicancias éticas que tan oscura realidad conlleva.
Porque seamos claros, ¿qué hay de los miles de pacientes que han puesto su integridad
psicológica y quizá aún sus vidas -recordemos a quienes padecen trastornos depresivos- en
manos de un psicoanalista? ¿Qué hay de la considerable inversión de dinero que han debido
realizar ellos en el proceso? ¿Se les ha informado alguna vez de los reparos de toda clase
que sufre la psicoterapia a la que tan confiados se someten? ¿Podría tener alguna disculpa
este silencio cómplice del analista?

VIII. El argumento de autoridad. Muchas doctrinas que reposan en forma muy endeble
sobre cimientos empíricos escasos o directamente inexistentes ponen un acento mayor en la
interpretación autorizada que pueda ejercer el terapeuta o el artífice sapiencial de turno que
en una investigación fáctica real y solvente. Por supuesto, esta estrategia se halla muy
justificada desde el punto de vista de los intereses de sus practicantes. Los psicoanalistas se
cuentan entre quienes hacen uso del argumento de autoridad con abusiva frecuencia (Van
Rillaer, 1985). En muchos casos el ejercicio de la interpretación y la autoridad en realidad
se imponen al paciente sin dejarle una opción intermedia, con lo que las explicaciones del
terapeuta no pueden ser discutidas en forma crítica. La única opción es aceptar, de lo
contrario, estaremos ante la manifestación de una resistencia inconsciente. En una forma
indirecta pero sutil, este aspecto de la imposición de un criterio único podría verse
reforzado por el hecho de que muchos psicoanalistas son miembros del gremio médico.
Como ha señalado el psicólogo James Alcock, la confianza en la autoridad es una fuente
primaria para la adquisición de las creencias de cualquier persona, incluyendo aquéllas que
se refieren a la aceptación por el público de una pretendida eficacia de los variopintos
métodos que promociona sin tregua la medicina alternativa (Alcock, 2000). En mayor o
menor medida, quienes vivimos en la cultura occidental nos hallamos expuestos desde los
días de la escuela a un aprendizaje social que refuerza la aceptación dogmática de las
verdades provenientes de las figuras investidas de autoridad. Al mismo tiempo, las
opiniones de estas se nos presentan como indiscutibles. Camuflada bajo la experticia
interpretativa del terapeuta, tal dinámica puede observarse también en el psicoanálisis.

IX. Ductilidad para fusionarse con creencias bizarras. En su excelente estudio sobre la
pseudociencia, Leahey y Leahey (1984) recuerdan con acierto que, al adentrarse en las
etapas finales que marcaron el cenit de su influencia, la frenología experimentó una fusión
con un conjunto de doctrinas de muy dudosa rigurosidad, de truculenta reputación entre los
investigadores y en todo sentido extrañas al espíritu de la ciencia. Comparativamente, el
psicoanálisis parece exhibir hoy una condición muy similar. Existe un cúmulo de
modalidades de tratamiento, que Baker (1996) no duda en calificar como desperdicios
terapéuticos que se presentan, las más de las veces, en clara disonancia con el conocimiento
psicológico, y en los que resuenan ecos claros del pensamiento freudiano y sus conceptos,
ya sea en aspectos mayores o en pequeños matices.

Es así que modalidades tan inusuales como la terapia del vómito de Francis I. Regardie o la
terapia del grito de Arthur Janov, que utilizan estos predecibles procedimientos como una
forma de catarsis, resultan un buen ejemplo. Otras aproximaciones más integradas a la
psicología como la terapia gestáltica de Fritz Perls arrancaron su trabajo a partir de
preceptos como el reflejo nasal neurótico, un extravagante concepto acuñado por Wilhelm
Fliess, quien anestesió ciertas áreas de la nariz con cocaína para emprender algunos
procedimientos quirúrgicos. Freud, quien fue amigo de Fliess y al igual que él también
experimentó con el uso de la cocaína en su juventud, participaba plenamente de estas ideas.
Perls, trabajando varias décadas más tarde, se valió de la misma inspiración para encarar los
problemas de un joven que presentaba signos de impotencia sexual, focalizándose en las
sensaciones de la nariz y alternándolas con las del miembro viril, para lograr la solución. Al
haber recuperado el joven su estado de tumescencia, Perls supuso con optimismo que este
caso le había ayudado a descubrir la importancia de buscar una buena gestalt para
comprender a cabalidad cada situación clínica y proceder así sobre criterios similares en el
futuro (Singer y Lalich, 1996).

La oleada de terapias que buscan acceder a alguna forma de regresión son también
tributarias directas de la influencia psicoanalítica (Singer y Lalich, 1996). Entre estas se
hallan las que prometen la vuelta hasta más allá del nacimiento, en la búsqueda de los
arquetipos universales de la humanidad, que se hallan dormidos en cada uno de nosotros.
Las rutas para estos surrealistas recorridos se lograrían a través del uso psiquiátrico del
LSD o de técnicas holotrópicas para el entrenamiento de la disciplina y el control de la
respiración, tal como enseña Stanislav Grof (Grof, 1988). Si uno deseara proyectar su
camino regresivo incluso más allá, están las modalidades terapéuticas que conducen a la
resurrección de historias ya vividas, a existencias sepultadas en el silencio y el olvido y a
las puertas de los insondables abismos de lo desconocido, como la terapia de regresión de
vidas pasadas creada por el Dr. Brian Weiss (Weiss, 2002).

Con semejantes logros y laureles, auténticos o ficticios, nadie podría dudar de la


potencialidad e inventiva ilimitadas que sin término exhiben la teoría psicoanalítica y sus
incontables émulos. Excepto, claro está, que el destino elegido para orientar nuestras metas
y esfuerzos sea el de la rutilante claridad de la ciencia.

Hacia un escepticismo responsable para los psicólogos

El surgimiento y afianzamiento de las pseudociencias en cualquier momento y


circunstancia permanece como un problema latente para todas las ciencias establecidas,
pero son las disciplinas del comportamiento las que acusan un riesgo mayor. La historia
general de la ciencia demuestra que, tras los cambios que trajo consigo la Revolución
Científica en los inicios del Renacimiento, aquéllas que primero alcanzaron su madurez en
cuanto disciplinas de rigor y solidez metodológica fueron las que habían escogido los
objetos de estudio más alejados del hombre (Hull, 1981). Son ellas la física, la química, la
astronomía, la biología. En tanto la psicología, la sociología, la antropología, fueron las
últimas en llegar para integrarse a este selecto círculo, y muchas de ellas todavía libran
duras batallas por lograrlo. ¿Nos indica el orden seguido por esta cronología una mayor
dificultad de las ciencias humanas para convertirse en ciencias auténticas? Es probable que
así sea, pero también nos señala la complejidad inherente que tenemos para vernos a
nosotros mismos de manera objetiva, para pensarnos como nuestros propios campos de
estudio, para fijar sobre nuestra piel los artilugios creados por la ciencia. En comparación a
sus desafíos, la psicología enfrenta retos y obstáculos todavía mayores que las demás
disciplinas.

El psicólogo, pues, precisa desarrollar una salvaguarda conceptual efectiva que lo proteja
contra sus propias inclinaciones a la distorsión. El compromiso de principio que se asume
hacia la pureza, limpieza y confiabilidad de la investigación tiene implicaciones
fundamentales, no sólo para el conocimiento humano en cuanto tal, sino también en el
orden ético. Al psicólogo le cabe además una alta responsabilidad social cuando trabaja en
gabinetes aplicados, porque debe precautelar la salud mental, la integridad personal y a
veces incluso la vida de sus potenciales clientes. No es posible para él o ella actuar
juguetonamente con esquemas psicológicos dudosos y de validez difusa, no importa que
estos caigan dentro del nutrido grupo de extravagancias que pueblan el panorama de las
terapias alternativas (García, 1998) o en cualquiera de las vertientes conocidas del
psicoanálisis o sus derivados. El psicólogo no debe subestimar al fantasma en la máquina.
A todas luces, las contribuciones al conocimiento de estos gladiadores de la argumentación
verbal, cualesquiera sean ellas, no deben resultar muy abundantes o significativas, de ser
correctas las opiniones del psicólogo Robert A. Baker:

En lo que concierne a la psicología moderna Freud ha resultado un total e inmitigado


desastre. A la larga, él ha hecho considerablemente más daño que bien, y como muchos
críticos han sostenido, el psicoanálisis nunca fue y nunca será nada más que una falaz
pseudociencia. Como muchos estudiosos perceptivos de la psicología han notado, Freud
constituye un problema más que una solución (Baker, 1996, pp. 135).

La decisión de poner en entredicho las formulaciones teóricas de Freud no implica negar


que estas puedan contener algunos vestigios de verdad que resulten útiles al estimular
investigaciones futuras. Significa únicamente un cuestionamiento de fondo a los
procedimientos de los que hasta ahora han hecho gala los psicoanalistas. Estos últimos,
envueltos en una retórica autocomplaciente, no han logrado superar las divergencias de sus
críticos ni han absorbido en forma asertiva las réplicas negativas contra sus asertos,
especialmente las de corte empírico. Los psicólogos deberán aprender las estrategias del
pensamiento crítico, que les ayuden a una evaluación seria y bien informada de los alegatos
sospechosos que hoy pueblan la psicología, tanto desde el psicoanálisis como desde otras
fuentes. El entrenamiento cognitivo que facilita el uso frecuente de un escepticismo
positivo y constructivo, que a la vez pueda ser utilizado como una herramienta
metodológica (Kurtz, 1992) para la orientación del pensamiento hacia la búsqueda de sus
objetivos legítimos, constituye una elección ineludible. Las ciencias del comportamiento
deberán desprenderse de la ambigüedad, la obscuridad y el discurso vacío que todavía las
contaminan. Al fin y al cabo, si la psicología ha obtenido su autonomía disciplinaria hace
ya más de un siglo, cuando optó por su conversión en una ciencia auténtica y nunca en algo
diferente, no parecerá un desacierto el exhortar a los profesionales del comportamiento a la
búsqueda de una representación digna y coherente de sí mismos, lo cual no resultará algo
demasiado difícil de lograr. Bastará tan sólo con actuar, escribir y pensar como genuinos
científicos.

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Actualizado: Domingo, Abril 1, 2007


Fuente: JOSE E. GARCIA
es Psicólogo por la Universidad Católica de Asunción, Paraguay. Profesor de Psicología Educacional en la
Universidad Nacional de Asunción, filial Villarrica. Delegado Nacional de la Sociedad Interamericana de
Psicología (SIP) en Paraguay y miembro del Comité Editorial de la Revista Latinoamericana de Psicología.

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