Lectura Obligatoria 2 (García Manrique)
Lectura Obligatoria 2 (García Manrique)
Lectura Obligatoria 2 (García Manrique)
Como es bien sabido, los derechos humanos suelen estar establecidos mediante
principios y no mediante reglas. Esto no significa que no haya reglas de derechos
humanos, que las hay, pero sí es cierto que en este ámbito las normas más significativas
son principios. Recordemos que, por contraposición con las reglas, los principios son
normas abiertas, esto es, normas que no determinan su supuesto de hecho o su
consecuencia jurídica (o ni uno ni otra), en tanto que las reglas son normas cerradas,
porque sí determinan su supuesto de hecho y su consecuencia jurídica. Esta distinción
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puede ser considerada cualitativa (las normas, o son principios o son reglas) o más bien
una distinción de grado (los normas reúnen en mayor o menor medida las características
típicas de los principios o de las reglas).
En general, son normas de principio todas las que establecen derechos en estos o
equivalentes términos: “Todos los X tienen el derecho D”. Son la mayoría y las más
significativas en este campo. En cambio, una regla de derechos humanos, que suele ser
una determinación o concreción de un principio, es la siguiente: “queda abolida la pena
de muerte” (art. 15 CE), que deriva del derecho a la vida. También son reglas las
siguientes: “la detención policial no podrá tener una duración superior a setenta y dos
horas” (algo equivalente establece el art. 17.2 CE), que deriva del derecho a la libertad;
la que establece la abolición de la censura previa (art. 20.2 CE), que deriva de la libertad
de expresión; o la que establece el sufragio universal (art. 23.1 CE), que deriva del
derecho a la participación política.
Resulta fácil comprender que las normas de principio resultan más problemáticas que
las reglas desde un punto de vista argumentativo, siquiera sea por el elemento ya
apuntado: su carácter abierto, que obliga a determinar lo que la norma no determina,
esto es, los contextos en los que la norma puede ser aplicada y las consecuencias que
han de seguirse de dicha aplicación. Esto quizá se entiende mejor cuando tenemos en
cuenta que los principios son, como propone Alexy, “mandatos de optimización”, esto
es, normas que establecen que un estado de cosas es valioso (la vida, la libertad de
expresión, la participación política) y que, por tanto, ha de ser promovido en el mayor
grado posible, pero no dicen en qué ámbitos ha de ser promovido ni tampoco a través de
qué medios. En palabras del profesor alemán:
El punto decisivo para la distinción entre reglas y principios es que los principios son normas
que ordenan que algo sea realizado en la mayor medida posible, dentro de las posibilidades
jurídicas existentes. Por lo tanto, los principios son mandatos de optimización, que están
caracterizados por el hecho de que pueden ser cumplidos en diferente grado (Alexy 1993: 86).
Veamos la diferencia entre reglas y principios con dos ejemplos en los que vamos a
comparar sendas parejas de normas de derechos humanos vinculadas entre sí.
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Derecho a la integridad moral y prohibición de los tratos inhumanos o degradantes. En este
segundo ejemplo, nos hallamos de nuevo ante un par de normas equivalente al anterior: la
primera es un principio y la segunda es una regla que deriva de dicho principio. Puede resultar
son principios con alto grado de complicado determinar qué es un “trato inhumano o degradante” (de eso hablaremos luego), pero
indeterminacion que colisionan y
tienen un contenido moral el sentido de la regla (su supuesto de hecho y su consecuencia) es claro: toda norma jurídica de
controvertido por tanto su interpr rango inferior que permita u ordene un trato de ese tipo ha de ser considerada inválida dentro del
debe ser sistematica
sistema jurídico de referencia. En cambio, no es ni mucho menos tan claro el alcance del
principio que establece el derecho a la integridad moral, y no ya porque el concepto de
“integridad moral” sea más complejo que el de “trato inhumano o degradante”, sino porque la
norma no determina ni cuándo ni con qué consecuencias hemos de aplicarla.
En general, cabe afirmar que una norma genera mayores dificultades argumentativas
cuanto más alto es el grado de su indeterminación. Pues bien: también en general cabe
afirmar que los principios son más indeterminados que las reglas y que los derechos
humanos suelen estar establecidos por principios. Por tanto, la argumentación en
derechos humanos es de antemano más compleja y problemática que la argumentación
jurídica general.
Los principios, a diferencia de las reglas, tienden a colisionar entre sí, lo cual supone
una complicación argumentativa adicional. O, por mejor decir, el fenómeno de la
colisión entre principios es un fenómeno normativo ordinario y “saludable”, en tanto
que la colisión entre reglas es un fenómeno normativo extraordinario y “patológico”.
Veamos lo que significa esto.
Cuando dos reglas colisionan entre sí (por ejemplo, cuando una prohíbe un
comportamiento y otra lo permite), una de las dos ha de ser expulsada del sistema
jurídico de acuerdo con las reglas de resolución de antinomias (esto es, contradicciones
entre normas). Es decir, ambas reglas no pueden ser válidas al mismo tiempo. Esto se
supone que no debe suceder y, si sucede, ha de ser tratado como una patología del
sistema jurídico. Por eso, la solución pasa por “extirpar” la regla inválida y, una vez
extirpada, la otra regla podrá ser aplicada sin problemas. Los sistemas jurídicos
jerarquia especilidad y
cronologia disponen de criterios para la resolución de antinomias: es el caso del criterio de
jerarquía normativa (la norma superior deroga la norma inferior), el criterio de
especialidad (la norma especial deroga la norma general, para el caso regulado por la
norma especial), y el criterio cronológio (la norma posterior deroga la norma anterior).
Por supuesto, estos criterios de resolución de antinomias, pueden, a su vez, colisionar
entre sí. Como regla general, el criterio jerárquico y el de especialidad son superiores al
cronológico; si chocan los dos primeros, habrá que estar al caso concreto y sus
circunstancias específicas para resolver la antinomia.
En cambio, los principios tienden a colisionar por esta razón: cada uno expresa un
estado de cosas deseable, pero esos estados de cosas deseables, llevados a su extremo,
entran en conflicto: el máximo respeto por la libertad de expresión es incompatible con
el máximo respeto por el derecho al honor; el máximo respeto por la salud es
incompatible con el máximo respeto por la libertad individual; el máximo respeto por la
propiedad privada puede ser incompatible con el máximo respeto por los derechos
sociales…). Sin embargo, este tipo de conflictos es considerado ordinario, propio del
modo maximalista en que se formulan los derechos humanos. Por eso, ante un conflicto
de este tipo, no se trata de expulsar del sistema jurídico a una de las dos normas (puesto
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que no nos hallamos ante una “antinomia”), sino que se trata de aplicar ambas
simultáneamente de la manera más ponderada, esto es, tratando de satisfacer ambas en
la mayor medida posible. Este tipo de aplicación normativa recibe precisamente el
nombre de “ponderación”, al que se dedica un epígrafe posterior.
Los derechos humanos son la expresión del proyecto moral que pretende realizar el
constitucionalismo moderno. Es cierto que toda norma jurídica, de manera directa o
indirecta, remite a valores morales, siquiera sea al genérico valor de la justicia, que por
definición orienta la práctica jurídica en su totalidad. Sin embargo, la mayoría de las
normas que establecen derechos humanos tienen un contenido moral explícito, porque
se refieren a aspectos centrales de lo humano: la vida, la libertad en todas sus facetas, el
honor, la intimidad, la educación, el trabajo o la salud; y porque cada una de esas
normas establece una exigencia que, de ser respetada, contribuirá a que todos los
miembros de la comunidad política sean tratados de acuerdo con su dignidad intrínseca,
y no otro es el mandato supremo de la moralidad, o el imperativo categórico, tal como
Kant lo denominó en su día (“obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu
persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin, y nunca sólo como un
medio”).
Por eso, la tarea de interpretar y aplicar las normas de derechos humanos requiere
siempre, en mayor o menor medida, argumentar moralmente. No es posible, en este
campo del derecho, argumentar de manera estrictamente técnica (si es que eso es
posible en algún ámbito jurídico), sino que el jurista se ve obligado a adentrarse en el
terreno de los conceptos morales, porque morales son los conceptos contenidos en las
apertura del
derecho la moral normas que establecen los derechos. Así, se pone de relieve la apertura del derecho a la
moral que caracteriza los sistemas constitucionales de nuestro tiempo, que impide la
separación nítida entre lo moral y lo jurídico.
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generadora de seguridad y ordenadora de lo social que posee el derecho. Pero la
cuestión es si estos conceptos son renunciables, esto es, si es acaso posible establecer
los objetivos supremos de un sistema jurídico mediante conceptos más precisos sin
renunciar al mismo tiempo al carácter democrático de la comunidad. Porque estos
conceptos, debido justamente a su carácter abierto y a su vinculación con nuestras
creencias sobre lo correcto, son los que permiten articular el debate público acerca del
modo más adecuado de gobernar, que es como decir acerca del modo más adecuado de
acercarnos a la comunidad que queremos ser. En este sentido, los conceptos morales
esencialmente controvertidos que contienen las constituciones contemporáneas, y a
través de los que se expresan las normas de derechos humanos, pueden ser
comprendidos como un cauce por el que discurre la democracia, a su vez comprendida
como proceso deliberativo abierto a todos los ciudadanos.
Pondremos a continuación dos ejemplos muy distintos entre sí, pero creemos que
significativos de dos aspectos de lo que venimos diciendo.
Dos conceptos esenciales en toda teoría y práctica de los derechos humanos son los de libertad e
igualdad. Su carácter controvertido es evidente: en torno a ellos se concitan fuertes desacuerdos
que marcan el sentido de filosofías políticas muy alejadas entre sí que pugnan por alcanzar la
hegemonía cultural y social (desde, digamos, el liberalismo conservador hasta el socialismo
colectivista). Precisamente porque no estamos de acuerdo sobre el sentido que hay que dar a la
libertad y a la igualdad, no sería deseable que las normas sobre derechos humanos optaran de
manera taxativa por una u otra versión de las mismas, porque ello supondría cerrar indebida y
precipitadamente el debate democrático. De lo que se trata, más bien, es de reconocer la
importancia de tales conceptos, su carácter abierto y su naturaleza de vehículos de conexión
entre las convicciones políticas de los ciudadanos y el sistema jurídico que ha de realizarlas. El
sentido último y definitivo que haya de ser atribuido a la libertad y a la igualdad no está todavía
determinado y no sería justo, y sí poco democrático, que ese sentido fuese determinado de forma
autoritaria y definitiva por los que en uno u otro momento están en condiciones de imponer su
voluntad por medio del derecho.
El segundo ejemplo es muy distinto y mucho más concreto, e ilustra la relevancia del discurso
moral en la argumentación sobre derechos. Se trata de una sentencia del Tribunal Constitucional
español (STC 89/1987) que hubo de resolver un recurso de amparo. La legislación penitenciaria
española contemplaba la posibilidad de sancionar a los reclusos más conflictivos con la privación
del derecho a mantener relaciones íntimas (sexuales). Este derecho se actualizaba mediante
encuentros breves y ocasionales entre el recluso y la persona a la que estuviera ligado por un
vínculo afectivo, esto es, su cónyuge o pareja. Pues bien: los recurrentes en amparo sostuvieron
que la privación de este derecho constituía un “trato degradante” contrario a la integridad moral
y, por tanto, prohibido por la Constitución Española en su artículo 15. La decisión del Tribunal
Constitucional español resultó muy insatisfactoria porque en su argumentación renunció a
elaborar un relato sobre la relevancia de las relaciones sexuales para la vida de las personas, un
relato que bien puede ser calificado como “moral”. En cambio, se limitó a afirmar que, si había
personas que voluntariamente optaban por el celibato sin perjuicio para su integridad moral, mal
podía pensarse que la privación de los encuentros íntimos constituyese un trato degradante o
atentatorio contra esa dimensión de la integridad personal. Sin embargo, resulta obvio que no
tiene la misma relevancia para la integridad moral el que una conducta sea libremente elegida
(como el celibato) o impuesta (como la sanción sobre cuya constitucionalidad debía
pronunciarse). Una vez constatada esta sencilla pero fundamental relevancia, y si se quería
resolver el recurso adecuadamente, era necesario determinar hasta qué punto era degradante
prohibir a una persona toda posibilidad de mantener relaciones sexuales con su pareja, siquiera
fuesen breves y muy ocasionales. Con este objeto, era inevitable embarcarse en la quizá ardua
tarea de explicar el sentido que lo sexual tiene en la vida de las personas, una tarea para la que el
ordenamiento jurídico ofrece poca base, por no decir que ninguna. Esa base había que ir a
buscarla en un relato antropológico, psicológico y, en última instancia, moral, que, por
exigencias de la letra del precepto constitucional (que se limita a prohibir los tratos inhumanos o
degradantes sin mayores precisiones) pasa a formar parte de la argumentación jurídica. Esto es
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precisamente lo que muestra el ejemplo: que cuando hemos de argumentar sobre el sentido y
alcance de las disposiciones que reconocen derechos humanos, nos vemos con frecuencia
obligados a adentrarnos en ámbitos aparentemente muy alejados del derecho, pero que el propio
derecho ha decidido hacer suyos, como es el ámbito de las convicciones morales de las personas
sobre la significación y relevancia de lo sexual.
Cierto es, en fin, que no todas las normas de derechos humanos presentan un contenido
moral explícito, o no de la misma intensidad. La explicación es sencilla: las normas de
derechos humanos se expresan en distintos niveles de generalidad: unas, como las que
reconocen los derechos humanos más básicos (vida, libertad, integridad física y moral),
tienen un contenido moral evidente; otras, en cambio, protegen manifestaciones más
concretas o contextuales de esos derechos (como el secreto de las comunicaciones o la
inviolabilidad del domicilio) o bien establecen procedimientos considerados esenciales
para la defensa de los mismos (como el habeas corpus, la asistencia de letrado y casi
todas las demás garantías procesales). Sin embargo, la argumentación acerca del sentido
y alcance de estas normas no deja de ser genéricamente moral porque detrás del
procedimiento está el derecho, y detrás de la libertad concreta está la libertad genérica;
o, si se quiere, porque el instrumento llamado a proteger la dignidad humana no es tanto
cada uno de los derechos sino más bien el conjunto de todos ellos; por eso, y como
veremos a continuación, la interpretación de las normas de derechos humanos ha de ser
una interpretación sistemática que no pierda de vista la indivisibilidad de todo el
conjunto y su conexión con algunas de nuestras convicciones morales más básicas.
Vamos a examinar a continuación una serie de estrategias que pueden ser especialmente
útiles en materia de derechos humanos. Trataremos de vincular dichas estrategias con
los cánones interpretativos a los que nos hemos referido en la sección precedente de esta
misma lección. Con carácter previo, vale la pena recordar que tales estrategias
argumentativas tienen una utilidad múltiple. Sirven, desde luego, en los distintos niveles
de la práctica jurídica: desde el proceso legislativo que ha de desarrollar la regulación de
los derechos o que, en todo caso, ha de respetarlos a la hora de regular otras materias,
hasta los distintos procedimientos jurisdiccionales a través de los cuales los jueces y
tribunales, con el concurso de los demás profesionales del derecho (abogados, fiscales y
demás), han de determinar cuándo y por qué ha sido violada una norma de derecho
fundamental, o de qué forma se puede remediar dicha violación, pasando por la
jurisdicción constitucional, el ámbito en el que la argumentación en materia de derechos
humanos alcanza su mayor relevancia y sofisticación.
Por otra parte, las estrategias argumentativas que aquí se proponen están al servicio de
quienes se proponen articular una reflexión racional y crítica en materia de derechos
humanos, en cualquiera de los muchos niveles en que ésta tiene lugar, desde la
dogmática jurídica hasta la filosofía de los derechos humanos, pero también en otros
ámbitos no académicos sino de defensa y lucha cotidiana en pro de los derechos, como
el del activismo ciudadano y asociativo, el de la educación en derechos humanos o, en
fin, el de la defensa institucional de los mismos a través de órganos específicamente
diseñados para ello como son muy especialmente las Defensorías del Pueblo u
organismos semejantes.
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limitada sobre el contenido que hemos de atribuirles, sobre todo porque suele estar
compuesto por términos muy genéricos cuyo significado dista de ser evidente, pero
también porque la aplicación de este tipo de normas suele ser ponderativa, con lo que
las consecuencias que han de seguirse de dicha aplicación no quedan determinadas de
antemano (como ha escrito Guillermo Escobar, en materia de normas de derechos, “la
interpretación literal aporta el marco mínimo y poco más”; Escobar 2012: 533). Esto
acaso supone una excepción a la tesis de la determinación de todo enunciado normativo,
aunque sigue siendo cierto que a las normas de derechos humanos no se les puede
atribuir cualquier contenido: sus términos siguen siendo informativos, aunque menos
que los de otros tipos de normas, con lo que podríamos quizá decir que se trata de
normas sólo relativamente determinadas y por ello abiertas a lo político, de hecho el
cauce a través del que la política entra en el derecho del Estado constitucional; o, con
otras palabras, el cauce a través del cual la voluntad se une a la razón en la
determinación de lo jurídico (Ansuátegui 2014).
Así, por ejemplo, de la norma que reconoce el derecho a la vida podemos derivar que la vida
debe ser protegida, pero el texto de la norma no nos ayuda a determinar de qué manera ha de
serlo, o si el aborto voluntario ha de ser penalizado, o si la pena de muerte ha de ser abolida, o si
el derecho a la salud ha de entenderse incluido en el derecho a la vida. La norma que reconoce la
libertad de expresión ha de tener, ciertamente, algún contenido indisponible, que ha de consistir
en un ámbito de libre expresión de las ideas, pero cuál sea ese ámbito no puede venir
determinado por las palabras que constituyen el sintagma “libertad de expresión”, con lo que no
podremos determinar mediante la llamada interpretación “semántica” si la censura de
publicaciones puede establecerse en algunos casos o si el insulto queda protegido por el derecho
o si han de derivarse algunas consecuencias sobre la ordenación jurídica de los medios de
comunicación.
Sin duda, esta afirmación genérica sobre la limitada relevancia del elemento textual ha
de graduarse en función del grado de generalidad y abstracción de las normas de
derechos humanos, que ya sabemos que es diverso, y que en algunas ocasiones llega a
reducirse mucho.
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Constitución pero, obviamente, no basta con alegar que está justificada invocando un
derecho y, a la inversa, tampoco basta con alegar que no está justificada invocando el
derecho que ha sido menoscabado. Puesto que la acción o la norma, al mismo tiempo,
PONDERACION Y
favorece un derecho y perjudica otro. Por eso hay que ponderar ambos derechos, para PROPORCIONALI
determinar cuál de ellos ha de prevalecer en este caso, y por eso también hablamos de DAD BUENA
EXPLICACIÓN.
“proporcionalidad”, puesto que se trata de saber si la afectación o daño que sufre uno de
los derechos en juego es “proporcional” al beneficio que experimenta el otro.
Un ejemplo típico y clásico, válido prácticamente para cualquier sistema constitucional, puede
ser el de la despenalización del aborto en el supuesto de peligro para la integridad física o moral
de la madre (por ejemplo, porque su salud peligre por causa del embarazo o del parto, o porque
el embarazo haya sido el resultado de una violación). En este caso, una norma (la que
despenaliza el aborto en esos casos) afecta o perjudica a un derecho (el derecho a la vida) para
beneficiar a otro (la integridad física o moral). Si atendemos sólo al derecho a la vida, la norma
podría ser considerada inconstitucional, porque resulta evidente que el derecho a la vida resulta
dañado, dado que se permite “matar” al nasciturus (al feto). En este caso concreto, es cierto que
el nasciturus no es titular de un derecho a la vida, ni de ningún otro (sólo los nacidos son
titulares de derechos), pero también lo es que el derecho a la vida (como principio rector de
nuestro sistema jurídico) implica la protección de la vida humana dependiente, y esa protección
resulta rebajada si permitimos el aborto en determinados supuestos. Por otra parte, si atendemos
sólo al derecho a la integridad física y moral de la madre, la norma parecería constitucional,
puesto que, permitiendo el aborto, se favorece ese derecho. El caso es que hemos de atender a
ambos derechos a la vez, y de ahí la necesidad de recurrir a la ponderación, para saber si, en este
supuesto concreto, un derecho ha de prevalecer sobre el otro, o viceversa.
2) Necesidad. La medida ha de ser necesaria, esto es, no ha de haber otra medida menos
lesiva que garantice el fin que se propone. Por ejemplo: la integridad física o moral de la
madre, ¿podría ser garantizada de otra forma menos lesiva que el aborto? Si
contestamos que si, entonces, la medida no es necesaria.
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integridad física y moral de la madre? Si contestamos que sí, entonces, la medida no es
proporcionada.
Las tres fases del juicio de proporcionalidad han de aplicarse sucesivamente, de manera
que sólo si se supera la primera fase es necesario pasar a la segunda, y sólo si se supera
la segunda es necesario pasar a la tercera. Es decir, si una medida judicial o legislativa
no es idónea, no estará justificada; si es idónea, pero no necesaria, tampoco lo estará; y,
si es necesaria, pero no proporcional, tampoco. En definitiva, una medida legislativa o
judicial que perjudique un derecho fundamental sólo estará justificada en el nombre de
otro derecho fundamental si es idónea, necesaria y proporcional.
Por ejemplo: ¿cuánto se daña el derecho a la vida permitiendo al aborto? ¿Es más o es menos
que lo que se beneficia el derecho a la integridad de la madre? Pero, antes de eso, ¿podría la
adopción ser una solución alternativa para las mujeres que no no desean ver su integridad moral
dañada por tener que soportar un hijo cuyo padre es un violador? Porque, si respondiéramos que
sí, entonces la despenalización del aborto no sería una medida necesaria. Y antes de eso, ¿es de
verdad el aborto una medida adecuada para garantizar el derecho a la integridad moral de la
madre? E incluso antes: ¿es de veras este derecho el que puede justificar el aborto o es más bien
el derecho de la madre a su autodeterminación reproductiva o al libre desarrollo de su
personalidad? Todas estas preguntas han de ser respondidas de manera argumentada.
Por ejemplo: ¿qué palabras constituyen un “insulto”? ¿Cómo medir la gravedad de un insulto?
¿Cuándo unas palabras insultantes puede considerarse que resultan protegidas por la libertad de
expresión y cuándo, en cambio, podemos considerar que no lo están por afectar en exceso al
derecho al honor?¿Cómo valorar la ideoneidad y necesidad de ciertos tipos de discurso público
potencialmente “agresivos”?
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ello ha insistido en trabajos posteriores, por ejemplo en García Amado 2016). Uno de
los grandes teóricos contemporáneos del derecho (y de los derechos), el profesor
italiano Luigi Ferrajoli, también se ha mostrado crítico con la consideracion de las
normas de derechos fundamentales como “principios” y, en consecuencia, con la opción
por la ponderación como técnica para su aplicación (Ferrajoli 2011: 34-52). No
podemos aquí pronunciarnos sobre la pertinencia de estas críticas, salvo decir que, en
todo caso, están muy bien argumentadas, y que han dado lugar a un debate muy
interesante (puede verse un análisis de la discusión reciente en torno a la ponderación en
Cabra Apalategui 2016; y uno más breve en Atienza 2017: 158-163).
Los derechos humanos tienen como fin último la libertad de todos, esto es, la
promoción de condiciones sociales para que todos los miembros de la comunidad
política gocen del mayor nivel de libertad posible. Por eso, la interpretación de las
normas de derechos humanos ha de regirse por el ideal supremo de la libertad al que
todos los derechos sirven (no se olvide que, de acuerdo con lo ya establecido con
carácter general, todas las normas jurídicas deben interpretarse siguiendo ante todo un
criterio teleológico o finalista; con otras palabras, “el método decisivo para la
determinación del contenido de los derechos consiste en atender a la función y a los
intereses a los que cada derecho sirve”; Escobar 2012: 543). Por tanto, se vuelve
indispensable una labor de argumentación moral y política que permita elaborar un
relato articulado y bien fundamentado de qué es lo que ha de entenderse por “libertad”.
Esta es sin duda una de las piezas más complejas de toda teoría de los derechos
humanos, pero a la que no podemos renunciar porque sin ella el edificio de los derechos
queda privado de su fundamento.
Suele afirmarse que el fundamento último de los derechos es la dignidad humana, y bien
afirmado está. Sin embargo, el concepto de dignidad es, en principio, puramente formal
y, por tanto, de limitado alcance argumentativo si no se le dota de contenido. En efecto,
por dignidad humana podemos entender el valor intrínseco que corresponde atribuir a
todo ser humano por el hecho de serlo, y podemos afirmar también que los derechos
humanos son aquellos derechos que permiten proteger y promover tal valor. Pero la
mera invocación de la dignidad como fundamento de los derechos tiene una muy
limitada potencia argumentativa, porque de una tal invocación no podemos deducir
consecuencia normativa alguna si no la acompañamos de las razones que explican el
sentido de la dignidad, esto es, de las razones por las que consideramos que los seres
humanos tienen un valor intrínseco que merece el mayor respeto. ¿Por qué debemos
respetar por igual a todos los seres humanos? Porque tienen dignidad. Ahora bien, si no
sabemos en qué consiste esa dignidad o valor no podremos saber cómo hemos de
respetarla.
A estos efectos, la conexión clave es la que existe entre los conceptos de libertad y
dignidad, que es la siguiente: los seres humanos son dignos porque son capaces de ser
libres o, con palabras equivalentes, porque son capaces de constituirse en agentes
morales, o de llevar una vida autónoma. Por eso, el relato acerca de qué es lo que
hayamos de entender por libertad es fundamental, porque nos permitirá comprender qué
aspectos de la vida humana hemos de proteger y fomentar. La libertad que está en el
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horizonte de los derechos humanos no es una libertad desnuda, una libertad meramente
negativa como la que propugnan algunos teóricos del liberalismo, sino una libertad que
se orienta a lo que podemos llamar la “vida humana buena”, siendo este un concepto
inescindible del de libertad. Importa insistir, siquiera sea brevemente, en este vínculo
entre libertad y vida buena, porque resulta básico para comprender el sentido último de
los derechos humanos y constituye una de las herramientas argumentativas más
poderosas en este campo.
A su vez, la distinción entre formas de vida valiosas y no valiosas está implicando que
tenemos una idea compartida y razonada de lo que es una vida humana buena, por muy
diversa que pueda ser o por muy controvertidos que puedan ser algunos de sus aspectos.
Quizá el mejor argumento a favor de esta concepción sustantiva de la libertad (que se
opone a la que acaso esté más difundida) son los propios derechos humanos. En efecto,
cada uno de estos derechos apunta a un aspecto valioso de la vida, y la propia
consideración de unos derechos y no de otros como formando parte del catálogo de los
derechos humanos es prueba de que no consideramos igualmente valioso cualquier
aspecto de nuestra vida.
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Conviene recordar que la interpretación teleológica aquí propuesta se ve reforzada, en
algunos sistemas jurídicos como el español, por el hecho de que los conceptos de
dignidad y libertad constituyen “principios constitucionales nucleares” (Escobar 2012:
535). Esto supone que el recurso a la dignidad y la libertad viene exigido también por la
interpretación sistemática de las normas sobre derechos, que deberá respetar (e
inspirarse en) el sentido de tales principios.
De los derechos humanos se vienen predicando dos rasgos que, bien mirado, son uno y
el mismo. Se dice de ellos que son indivisibles y que son interdependientes. En efecto,
el conjunto de todos los derechos es indivisible en el sentido de que el conjunto no
puede fraccionarse o recortarse sin perjuicio, porque todo él es un entramado normativo
al servicio de la libertad, de manera que al quitar una de las piezas afectamos a todas las
demás. Por otra parte, decir de los derechos que son interdependientes es decir lo
mismo, sólo que ahora predicando cierta cualidad (la interdependencia) de cada uno de
los derechos en vez de predicar la indivisibilidad (que se predica del conjunto de todos
ellos). Los derechos, en efecto, son interdependientes porque la satisfacción de cada uno
de ellos supone la satisfacción de todos los demás; o, si se quiere ser más modesto pero
más efectivo, porque ciertos derechos son condición de la realización de otros. Por
tanto, la interdependencia se predica de los derechos en singular, y la indivisibilidad se
predica del conjunto de todos ellos.
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podría ser un derecho humano porque: (1) no permite un reparto igualitario, luego genera un
desigual servicio a la libertad de cada uno; (2) no es necesaria para vivir una vida buena; y (3)
impide la satisfacción plena de otros derechos que sí son necesarios, como son los derechos
sociales (al menos, estos tres: educación, trabajo y asistencia).
Ahora que mencionamos los derechos sociales, conviene apuntar una característica de
algunas de las normas constitucionales e internacionales que los reconocen: son acaso
las normas de derechos más abiertas o indeterminadas de todas, porque expresan,
ciertamente, estados de cosas deseables, pero en términos sumamente vagos a los que es
muy difícil, o imposible, atribuir un significado preciso; o, quizá es mejor decir que se
trata de normas cuyo significado preciso deja muchas preguntas sin resolver. Esto
significa que el derecho renuncia a ofrecer respuestas a esas preguntas y cede el paso a
la política.
Desde luego, las normas de derechos sociales son con frecuencia muy concretas, sobre
todo cuando tienen rango legal o reglamentario. En un Estado social, hay amplios
sectores del sistema jurídico dedicados a regular con detalle el modo en que algunos
derechos sociales han de ser satisfechos (véanse por ejemplo muchas de las
contribuciones a Escobar Roca, dir., 2012). De aquí se sigue que no hay nada intrínseco
en las normas de derechos sociales que las aboque a la indeterminación. De hecho,
también es posible imaginar normas constitucionales que atribuyan derechos sociales
bastante precisos, como la que fije la duración máxima de la jornada laboral, o la que
imponga la escolarización obligatoria y gratuita de todos los niños menores de cierta
edad.
Sin embargo, sigue siendo cierto que las normas que establecen derechos sociales
genéricos (a la educación, a la salud, al trabajo, a la vivienda) son normas abiertas en un
sentido en que no lo son las que establecen otros tipos de derechos, supuestamente en
términos igualmente abiertos. Esto es así porque otros bienes protegidos por los
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derechos civiles (la vida, la intimidad, la libertad de expresión) han sido ya objeto de un
largo proceso de determinación política por la vía de la legislación; en cambio, por lo
menos algunos de esos derechos sociales (o algunos de sus aspectos) todavía suscitan
una fuerte controversia pública, es decir, no hay todavía un acuerdo social mayoritario
sobre su sentido y alcance. Podemos estar de acuerdo en que el trabajo o la vivienda son
importantes para llevar adelante una vida libre, pero seguramente no lo estamos tanto
respecto del modo en que ha de organizarse el trabajo o respecto del modo en que ha de
garantizarse el acceso de todos a una vivienda decente. Esta falta de acuerdo apunta
precisamente al carácter político de los derechos sociales, en el sentido de que podemos
concebirlos de forma muy diversa, y esta diversidad se corresponde con la pluralidad
ideológica (política) propia de una sociedad democrática.
En estos casos, no parece que hayan de ser los tribunales los que, apelando a la razón
jurídica, precisen el alcance final de las normas más genéricas de derechos sociales
(aunque sí pueden fijar contenidos mínimos), sino que ha de ser el legislador, en tanto
que expresión de la voluntad mayoritaria, quien tenga un amplio margen para
desarrollarlas, optando por una u otra de las concepciones disponibles, o por uno de
entre los varios medios disponibles para acercarnos a un mismo fin. Por eso, la
argumentación judicial en materia de derechos sociales constitucionales (o
internacionales) ha de mostrar una especial prudencia, expresión de la deferencia de los
tribunales para con el legislador.
Los derechos humanos son a día de hoy uno de los contenidos normativos que más
acercan a los distintos sistemas jurídicos entre sí, y a todos ellos con el derecho
internacional. Porque todo sistema jurídico constitucional (y lo son la mayoría de los
sistemas jurídicos de nuestro tiempo, al menos en nuestro entorno geográfico y cultural)
reconoce los derechos humanos, y además lo hace en unos términos y medidas muy
similares (una similitud que no debe quedar oscurecida por la presencia de diferencias
relevantes en algunos casos); y porque esos mismos derechos han sido reconocidos a
nivel internacional, tanto en el nivel regional (los sistemas europeo y americano de
garantía de los derechos son los más desarrollados) como en el nivel universal, a través
de la labor normativa que han venido desarrollando las Naciones Unidas en las últimas
décadas (cuando se recurre al derecho internacional a la hora de interpretar las normas
de derechos humanos de un sistema jurídico nacional, podemos hablar de
“interpretación sistemática externa”, que, como ha destacado Guillermo Escobar,
adquiere particular relevancia en nuestro campo; Escobar 2012: 535ss. y GER § 29 en
este mismo libro).
(a) Vocación universal. Los derechos humanos tienen una vocación universal que
quizá no posee ningún otro tipo de regulación jurídica. Por eso, el recurso al derecho
comparado está tanto más justificado, en la medida en que contribuya a formar una
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tradición global común a todos los sistemas jurídicos democráticos. En esta línea, la
jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y de la Corte
Interamericana de Derechos Humanos está llamada a desempeñar un papel unificador
en sus respectivos ámbitos geográficos de influencia y por ello habrá de ser tenida
siempre en cuenta.
(b) Ejemplos a seguir. Por la vía del derecho comparado, los países latinoamericanos
pueden desarrollar y fortalecer su práctica en materia de derechos humanos porque
existen buenos ejemplos a seguir, bien sea porque respondan a una mucho más larga
tradición en materia de garantía jurídica de los derechos (como es el caso de los Estados
Unidos de América, cuyo Tribunal Supremo lleva dos siglos acumulando una
jurisprudencia sobre derechos constitucionales de sumo interés), bien sea porque,
aunque más reciente en lo que toca a los derechos, respondan a una cultura jurídica
dotada de un alto grado de sofisticación técnica (como es el caso de Alemania, cuyo
Tribunal Constitucional Federal es igualmente fuente de una jurisprudencia rica y bien
argumentada sobre los derechos reconocidos en la Ley Fundamental de Bonn).
(c) Menor relevancia de las tradiciones jurídicas nacionales. En la materia que nos
ocupa, el recurso al derecho comparado está tanto más justificado cuanto que es menos
relevante la propia tradición jurídica, al menos en el sentido de que las normas
constitucionales, como lo suelen ser las que reconocen derechos, no deben ser
interpretadas de acuerdo con criterios infraconstitucionales, porque ello supondría una
inversión inaceptable de la jerarquía normativa (por el contrario, son más bien las
normas infraconstitucionales las que han de ser interpretadas de acuerdo con la
Constitución y, en particular, con los derechos que contiene, de acuerdo con eso que
Alexy ha llamado el “efecto de irradiación” de los derechos fundamentales). El
intérprete constitucional ha de mirar, más bien, hacia arriba y hacia afuera, esto es, hacia
la filosofía moral y jurídica, hacia el derecho internacional o hacia las tradiciones
constitucionales foráneas que hayan mostrado mayor atractivo por las razones expuestas
en el párrafo anterior.
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BIBLIOGRAFÍA
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- (2014): “Aspectos de la interpretación jurídica: un mapa conceptual”, Anuario
de Filosofía del Derecho, nº XXX.
Vega Reñón, L. (2007): Si de argumentar se trata, Barcelona, Montesinos.
- (2013): La fauna de las falacias, Madrid, Trotta.
Weston, A. (2005): Las claves de la argumentación, Barcelona, Ariel.
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