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INNOVACIÓN EDUCATIVA, n.º 20, 2010: pp.

217-232 217

Los centros educativos como organizaciones:


caracteristicas y disfunciones basicas (II)

Quintín Álvarez Núñez


Universidade de Santiago de Compostela

Resumen
En este artículo, situándonos en la perspectiva de la Teoría Interpretativo-Simbólica y la Teoría Crítica
como modelos teóricos de la Organización Educativa, exponemos una serie de siete características bá-
sicas de las escuelas, señalando también algunas disfunciones que de ellas se derivan para su estructura
y dinámica. Así, consideramos a los centros educativos como instituciones: abiertas a las influencias
sociales e ideológicas del entorno; que constituyen sistemas políticos formados por colectivos con
intereses y metas diferentes; con una jerarquía donde coexisten líneas de poder claras y ambiguas; que
poseen una cultura propia diferenciada; con una estructura y procesos que desarrollan un papel más
simbólico que instrumental; con mecanismos de control y evaluación de su funcionamiento débiles;
ambivalentes y contradictorias.
Palabras clave: Teoría Interpretativo-Simbólica. Teoría Crítica. Sistemas abiertos. Poder y jerarquía.
Sistemas políticos. Cultura Escolar. Procesos simbólicos.

Abstract
In this paper, from the perspective of the Symbolic-Interpretive Theory and the Critical Theory as theo-
retical models of Educational Organization, we expose a series of seven basic features of the schools,
pointing out some shortcomings in its structure and dynamics. So we consider the schools as institutio-
ns: open to social and ideological influences of the environment; constituted for political systems inte-
grated for groups with different goals and interests; with a hierarchy where coexist clear and ambiguous
power lines; that have their own distinct culture; with a structure and processes that develop a more
symbolic role than instrumental; with weak control mechanisms and poor performance evaluation;
ambivalent and contradictory.
Keywords: Interpretative-Symbolic Theory. Critical Theory. Open Systems. Power and Hierarchy. Po-
litic Systems. Scholar Culture. Symbolic Process.

Introducción
Este artículo es una continuación del publicado en esta misma revista titulado: “Los centros
educativos como organizaciones: características y disfunciones básicas (I)” (Álvarez Núñez, 2003)
y que, debido a diversos avatares, no ha podida salir a la luz hasta este momento.
En aquel primer trabajo recogíamos estas siete características de la escuela como organi-
zación: a) “reclutamiento forzoso” de su clientela; b) ser un “sistema débilmente articulado”; c)

Recibido: 25/I/10. Aceptado: III/2010


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insuficiente grado de autonomía; d) bajo nivel de racionalidad; e) metas diversas, ambiguas y no


compartidas; f) intervención y tecnología de naturaleza problemática; g) tendencia a presentar re-
sistencia al cambio.
En este segundo terminaremos nuestra presentación, recogiendo los restantes rasgos que
faltaban para completar el cuadro, en cuanto las escuelas como organizaciones: h) abiertas a las
influencias sociales e ideológicas del entorno; i) que constituyen sistemas políticos formados por
colectivos con intereses y metas diferentes; j) con una jerarquía donde coexisten líneas de poder cla-
ras y ambiguas; k) que poseen una cultura propia diferenciada; l) con una estructura y procesos que
desarrollan un papel más simbólico que instrumental; m) con mecanismos de control y evaluación
de su funcionamiento débiles; n) ambivalentes y contradictorias.
Seguidamente, comenzaremos con la exposición de estas características, una por una. Lo
haremos, como en el anterior trabajo, explicando tanto el significado como las implicaciones más
destacadas que, cada uno de estos rasgos, tienen para la vida de las instituciones escolares.

h) Instituciones abiertas a las influencias sociales e ideológicas del entorno


Las características socioeconómicas, políticas y culturales del contexto ejercen una gran in-
fluencia sobre la vida de los centros, puesto que éstos mantienen una interacción constante y a múl-
tiples niveles con éste. Para su buen funcionamiento, deben tener en cuenta tanto las posibilidades y
limitaciones de su entorno como los valores, competencias y actitudes que la sociedad promueve y
demanda. Debido a esta vulnerabilidad, y al hecho de que los límites de las escuelas son imprecisos,
su relación con el exterior se establece de una manera ambigua y variable, y el papel que desarrollan
en ellos las diversas fuerzas sociales no está claro, dependiendo, en gran medida, de las característi-
cas específicas de cada centro y de su entorno.
Se produce una presión social cargada de expectativas, demandas, exigencias e intereses
muy variados, que se proyectan sobre ella pretendiendo influirla e incidiendo sobre su estructura
y dinámica. Se le atribuyen funciones múltiples, complejas, difíciles de definir con exactitud, con
objetivos imprecisos y medios limitados. Esto hace que las escuelas formen parte de una compleja
red de relaciones sociales, culturales y económicas, mediatizadas por las características particulares
de cada particular momento socio-histórico.
Existe un contexto más próximo (familias; características del barrio o pueblo; Administra-
ción educativa con su burocracia, marco legal y directrices; organizaciones de apoyo a la escuela
como centros de recursos y de profesores, equipos de orientación; etc.) con una incidencia más
directa y visible sobre la vida escolar. Al mismo tiempo, aparece un contexto más lejano que en-
marca, limita y condiciona su funcionamiento: las políticas educativas gubernamentales, los valores
y creencias que predominan socialmente, el papel de los sindicatos, el nivel de riqueza y bienestar
social de un país, etc.
Los centros están sometidos a presiones sociales de muy diversos tipos e intensidad, pro-
movidas por diversos actores sociales, destacando las familias y la Administración educativa. Ello
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lleva a que se desarrollen, en su interior, actuaciones diversificadas en muy distintos niveles: curri-
cular (objetivos, contenidos, metodología, etc.); administrativo (relacionado con las diversas tareas
burocráticas que han de desempeñarse en el centro); de gobierno (procesos de toma de decisión,
participación en los órganos de gestión, relaciones con el exterior, etc.); de recursos humanos (aten-
der al cuidado de las relaciones interpersonales, a la solución de los conflictos, al desarrollo de una
formación docente adecuada, etc.) y de servicios (de orientación escolar, comedor, transporte, etc.)
Esto obliga a los profesionales a desempeñar funciones muy diversas y a ocuparse de múltiples
tareas, para las que, en ocasiones, no se sienten preparados, lo cual les sitúa en una situación de
ambigüedad e incertidumbre. Así mismo, su complejidad y variedad puede dar lugar, con relativa
facilidad, a la aparición de claras contradicciones entre las diversas funciones y campos de actua-
ción, provocándoles un gran desgaste energético y emocional y dificultando la consecución de los
objetivos perseguidos.
Para realizarla eficazmente se necesitaría una adecuada especialización del trabajo y una
mejor división de las responsabilidades. Esto no resulta fácil en los centros, debido a su cultura
celularista que dificulta la colaboración, así como al escaso compromiso de muchos docentes con
las dimensiones organizativas y con todo lo que se aleje de las responsabilidades inmediatas de su
aula. La realización de tareas tan diversas y complejas demanda una formación inicial y permanente
más completa que la existente y resulta difícil de satisfacer adecuadamente. A todo lo cual se une el
hecho de que en una escuela puede haber una gran heterogeneidad en cuanto al grado de formación
y de actualización de los diferentes profesionales que trabajan en él.
Las escuelas han estado durante muchos años funcionando de espaldas al entorno, cerradas
sobre sí mismas y con mínimas interacciones con él. Ello generaba en sus alumnos una ruptura entre
su vida en las aulas y fuera del centro, creando una fuerte disociación entre los diferentes ambien-
tes en los que se movían éstos y una tendencia, por parte de las escuelas, a acentuar su función de
enseñanza, en detrimento de una visión educativa más global y comprehensiva. También provocó
desajustes e incoherencias entre las demandas sociales y lo que ofrecía la escuela, convirtiéndole en
una institución criticada y con una menor valoración social.
Los centros han de abrirse a su entorno. Pero, para ser realmente funcionales, necesitan man-
tener un equilibrio entre su grado de apertura y de clausura. Ésta es importante porque les permite
construir, consolidar y preservar su propia identidad, evitando ser arrastrados por las demandas,
presiones, valores y normas del entorno. Los centros ponen sus límites ante el exterior, fundamental-
mente, a través del uso de los filtros que su cultura plantea ante los múltiples estímulos, peticiones,
exigencias, normativas y juicios que les llegan desde fuera.
Las escuelas necesitan desarrollar un intercambio equilibrado y productivo con su entor-
no, desarrollando canales abiertos y eficaces de comunicación a todos los niveles, que le posibilite
atender tanto a las demandas de su contexto próximo como a las necesidades del sistema social más
amplio, permitiéndole, al mismo tiempo, desarrollar y mantener las características específicas que
constituyen su identidad.
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i) Sistemas políticos formados por colectivos con intereses y metas diferentes


El contexto organizativo de la escuela es complejo y plural y en él conviven personas y colec-
tivos muy diversos en cuanto a sus intereses, creencias, conocimientos, expectativas, sentimientos,
objetivos, valores, modelos de conducta y percepciones. Ello crea una compleja y variada red de
relaciones que se configura en base a los intercambios informales entre los agentes. Ésta afecta al
desarrollo de las actividades en su interior, dificulta el logro de consensos y propicia la emergencia
de conflictos de diversa índole e intensidad.
Los centros son sistemas políticos donde existen conflictos de intereses, negociaciones, coali-
ciones, luchas por el poder y se utilizan estrategias para conseguir los propios objetivos. Tales estra-
tegias están directamente relacionadas con los intereses que impulsan la actuación de los diferentes
estamentos y configuran un territorio en el cual procesos y dimensiones más implícitas y menos
evidentes, relacionadas con la vida política, tienen un gran peso: “el espacio entre las estructuras está
ocupado por algo más que los individuos y sus motivos. Eso ‘otro’ consiste en las estructuras y pro-
cesos micropolíticos, está caracterizado por coaliciones más que por departamentos, por estrategias
más que por reglas promulgadas, por la influencia más que por la autoridad, por el conocimiento más
que por el estatus” (Hoyle, 1986: 265)
Todo ello da lugar a la creación de un entramado micropolítico complejo con tensiones,
pugnas, conflictos, creación de alianzas entre colectivos, pactos, etc. A través de él los individuos
y los grupos defienden sus intereses y procuran su satisfacción en los distintos procesos del centro.
Esta dimensión micropolítica cristaliza en unos determinados patrones relacionales que configuran
el clima del centro, el cual, a su vez, influirá en su productividad, en la satisfacción de sus miembros,
en el nivel de cohesión existente, etc.
La existencia de una gran diversidad de actores con características personales e instituciona-
les muy diferenciadas entre sí, la comparte la escuela con otras organizaciones. Lo que diferencia
a esta institución es que esa multiplicidad tiene efectos importantes sobre su propia dinámica, difi-
cultando la definición de unas metas claras compartidas, así como la puesta en marcha de acciones
coherentes para lograrlas. Es decir que la variedad de agentes afecta a la congruencia y efectividad
del trabajo que se desarrolla en ella:
“En general en cada organización educativa hay objetivos diferentes en función del grupo de in-
terés (alumnado, profesorado, familias, etc.) e incluso entre grupos de interés hay diferentes coa-
liciones y subculturas con intereses enfrentados y, en ocasiones contradictorios., (…) Esto genera
dificultades añadidas en las organizaciones escolares: en primer lugar, el poder determinar acciones
adecuadas necesarias para poder conseguir objetivos tan diversos; en segundo lugar, la cohesión de
un colectivo tan dispar para poder conseguirlos; y, por último, la imposibilidad de que todos se sien-
tan comprometidos y valoren de igual forma que los mismos se han conseguido” (Díez Gutiérrez,
2002: 67)

Las acciones de sus miembros están impulsadas, sobre todo, por la consecución de sus in-
tereses, tanto individuales como grupales, existiendo una gran variedad y confluencia de éstos, que
configuran diferentes relaciones de poder, condicionando el tipo y calidad de las interacciones. Los
profesores, como los estamento de otras organizaciones, también defienden sus intereses particula-
res. Existen muchas dimensiones organizativas, asociadas a cuestiones ideológicas, en la que éstos
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se ponen en juego: “los problemas o decisiones particulares ponen de relieve el hecho de que, al
igual que los actores de otras clases de organizaciones, los profesores están dedicados a promover
sus intereses creados, personales y de grupo tanto como, o en relación con, sus adhesiones ideoló-
gicas. Cuando se acuerdan políticas y se toman decisiones, están en juego recursos (materiales y
sociales), carreras y reputaciones” (Ball, 1989: 33)
Cuando un colectivo de personas comparte determinados intereses comunes se convierten en
grupos de interés. Estos colectivos pueden vivir en un estado que va desde la aparente tranquilidad
hasta los constantes enfrentamientos, dependiendo del nivel de recursos disponibles y del tipo de
clima social. Pueden unirse entre ellos formando coaliciones, con carácter temporal o más estable, y
luchar contra otros grupos, utilizando un amplio abanico de estrategias para imponer su perspectiva
y lograr sus objetivos. Surgen conflictos y confrontaciones ideológicas relacionadas con los inte-
reses divergentes de los distintos grupos e individuos y con las luchas de poder que se desarrollan
en los centros. Esta pugna a veces aparece de una manera explícita y otras funciona de una manera
soterrada, condicionando las interacciones diarias. Como ya señalamos en otro trabajo (Álvarez
Núñez, 2001), ello tiende a generar una colaboración compleja y problemática, con grandes dificul-
tades para lograr una participación plena y efectiva de los miembros —y particularmente de padres
y alumnos— en la organización y gestión de los centros, limitándose, así, el grado de auténtica
democratización de éstos. Aunque teóricamente se pretende que sea una institución participativa, en
cuyo gobierno colabore toda la comunidad educativa, la falta de un tiempo institucionalizado para la
gestión y las pocas horas que pueden dedicarse realmente a ésta, incluso por parte de los docentes,
crea limitaciones serias en su práctica, de modo que ésta sigue siendo una función casi exclusiva del
equipo directivo.

j) Una jerarquía donde coexisten líneas de poder claras y ambiguas


Los Modelos Clásicos resaltan la capacidad de influencia asociada a la autoridad, a los dere-
chos y responsabilidades que van unidos a ocupar determinados puestos en la jerarquía. En cambio,
la Teoría Crítica, destaca que, al lado de este obvio mecanismo de influencia, existen otros más
sutiles, menos visibles, pero muy efectivos. Aparecen un gran número de mecanismos de poder en
los diferentes ámbitos organizativos: el control de recursos escasos; la utilización de las leyes y re-
glamentos; el control de los procesos de decisión y de la tecnología; las alianzas interpersonales; el
control del conocimiento y la información; etc. (Morgan, 1990: 145-173). Todos estos soportes del
poder existen y pueden usarse en las escuelas.
El poder está siempre presente en los centros, se construye en la relación entre sus diversos
miembros y está conectado con la capacidad de influencia que, más allá de los cargos que ocupa,
puede tener una persona. Está directamente relacionado con la posibilidad de controlar variables
y procesos relevantes para éstos como: los recursos disponibles, las fuentes de información, los
procesos de toma de decisiones, etc. Es una presencia constante que mediatiza el conjunto de inte-
racciones, en sus diversos niveles, tejiendo una red que, como una telaraña, envuelve y condiciona
todas las dinámicas desarrolladas en ellos: la comunicación, el proceso de enseñanza-aprendizaje;
las relaciones interpersonales, las reuniones, etc.
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Existen distintos tipos de poder y jerarquías que se entremezclan y confunden, creando un


entramado que tamiza el día a día de la escuela: “Existe en ella una jerarquía institucional (director,
profesores, alumnos), académica (catedráticos, titulares, interinos,…), experiencial (adultos, jóve-
nes, niños,…) Las diferentes tramas jerárquicas se entremezclan en la vida cotidiana de los centros
dando lugar a una red de relaciones que están impregnadas de autoridad/sumisión” (Santos Guerra,
2000: 40)
Al existir múltiples formas de poder, la autoridad de las personas que ocupan cargos se ve
limitada por los demás mecanismos a través de los cuales los otros miembros pueden ejercer su in-
fluencia. Diferentes individuos y grupos de la organización pueden poseer distintos tipos de poder.
La lucha por el dominio, y el conflicto al que ello da lugar, se convierte en el foco fundamental que
justifica las dinámicas organizativas y contribuye a crear una estructura determinada. Se producen
distintos tipos de juegos de poder entre colectivos que luchan por hacer triunfar sus intereses y
conseguir sus objetivos, influyendo sobre la política de la organización. El poder se convierte en
una realidad omnipresente, que aparece a veces de una manera explícita, cruda y muy visible (a
través de sanciones claras y directas, como castigos y expulsiones) y otras de forma tácita (a través
del currículum oculto o del manejo del cotilleo y la ironía) que dificulta verlo con claridad. En este
sentido, la situación en la sala de profesores muestra una buena imagen de las relaciones sociales y
profesionales de los docentes, de la estructura micropolítica y de la historia política del centro: “las
batallas perdidas, las ambiciones frustradas, la alianzas que se derrumbaron y las lealtades traicio-
nadas” (Ball, 1989: 212)
Una particularidad propia de las escuelas, sobre todo de las públicas, es que las líneas de
poder entre el equipo directivo y los docentes son ambiguas y no tienen un apoyo claro en la auto-
ridad formal, ni en la capacidad de imponer sanciones u ofrecer recompensas. Existe un modelo de
dirección que promueve un bajo nivel de profesionalidad y de formación específica. Los directores
carecen de un auténtico y decisivo poder para influir sobre los demás profesores, al no tener meca-
nismos reales y precisos de control en base a su posición institucional. Ello dota de un alto nivel de
autonomía a los docentes y a los diversos departamentos y equipos.
Se puede apreciar una clara distinción con las relaciones profesores–alumnos donde las di-
ferencias de poder y de autoridad son mucho más claras. Si utilizamos las cinco formas de poder
propuestas por French y Raven (1975) nos encontramos con que los docentes tienen mecanismos
muchos más claros y directos de coacción, de control y de recompensa sobre los estudiantes, y tam-
bién es más sencillo su poder legítimo, debido a su estatus institucional y de experto, ya que tienen
una formación para ello. Debido a la diferencia de edad y de experiencia, también suelen tener un
mayor nivel de conocimientos y, sobre todo cuando se trata de chicos más pequeños, es fácil que asu-
man un poder de referencia, en la medida en que los alumnos se identifiquen con ellos y los tomen
como modelos. Sin olvidar el importante poder que les otorga su capacidad de evaluar y de tomar
decisiones que pueden afectar al futuro de los alumnos.
En cambio, los directivos no tienen poder de coacción y de recompensa sobre los profesores;
su poder legítimo es cuestionable, ya que no deja de ser un docente más; su poder de experto no
está claro, puesto que carece de una formación específica completa y profunda para desempeñar un
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puesto tan complejo como el de director. Su poder de referente depende, básicamente, de su carisma,
pero no es algo que esté intrínsecamente asociado a su estatus profesional. A ello se suma la relativa
autonomía de los profesores en muchos campos. De ahí que las posiciones de autoridad de los direc-
tores sean débiles y su poder en los centros limitado.
Otro factor que incide en esta situación es que, las autoridades escolares tienen, por encima
de ellos, en muchos campos de decisión, a otros cargos jerárquicos de la Administración. Esto hace
que, en muchas ocasiones, se produzca un sistema de delegación incompleto en el cual la Admi-
nistración le pide a los directores que realicen unas funciones y éstos deben llevarlas a cabo pero
sin contar con los medios adecuados, es decir, careciendo de una autoridad real, con una capacidad
limitada para tomar decisiones relevantes y sin disponer de los recursos necesarios.
Por todo lo cual, un director puede detentar la autoridad formal del centro pero tener realmen-
te muy poco poder, entendido como capacidad de influencia clara y directa sobre los profesores. Así
éste, para tener éxito en la organización, ha de cultivar sus “habilidades políticas”: saber negociar,
colaborar, presionar, establecer alianzas, etc.

k) Una cultura propia diferenciada


La cultura escolar constituye un entramado de creencias, expectativas, valores, supuestos
implícitos, normas, mitos, rituales, rutinas, símbolos y tradiciones, compartidos por el conjunto de
miembros o por grupos concretos y que condicionan las acciones, concepciones y sentimientos, en
los centros. Se va construyendo, con el paso del tiempo, a través de la interacción social, y subyace
a lo todo que sucede en la escuela, sustentando su funcionamiento, dotando de significado las accio-
nes, convirtiéndose en algo fundamental para comprender su dinámica y para promover procesos de
innovación y cambio.
Ésta condiciona tanto las percepciones como las conductas de sus miembros, delimitando
toda la red relacional y sirviendo de guía a las actuaciones cotidianas en las escuelas. Junto con la
estructura, conforman las dos dimensiones básicas de toda organización, siendo la cultura quien, en
última instancia, va a determinar cómo y para qué se utilizan las estructuras existentes. Todos los
procesos de los centros están mediatizados por sus culturas particulares. Algunos de sus principios
pueden ser más visibles y estar plasmados en los documentos de centro, en el lenguaje manejado, en
las instalaciones y adornos, etc. pero la gran mayoría están presentes de un modo más sutil e indi-
recto, se pueden deducir de las acciones de sus miembros, de los significados que les atribuyen y de
las explicaciones que dan sobre los distintos sucesos ocurridos.
La cultura es una dimensión nuclear y enmarca, dando valor y significado, a cuanto acontece
en los centros, incluyendo un amplio conjunto de procesos conectados con su dinámica relacional.
Así, incluye referencias a todos lo ámbitos de la vida escolar: el clima, la comunicación, la partici-
pación, la configuración de sus estructuras, la organización y distribución de los espacios, el diseño
del currículum, los conflictos, el significado y funciones de los diversos cargos académicos, el estilo
directivo, etc.
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En su configuración tiene un papel fundamental el conjunto de intercambios y negociaciones


que se desarrollan entre los diversos agentes implicados. Se construye a través de la interacción entre
los miembros de la comunidad escolar, llegando a crearse normas y significados compartidos, que se
expresan y refuerzan a través de determinados rituales y ceremonias. Además, existe un fuerte pro-
ceso de socialización que incide tanto sobre los profesores como sobre los alumnos, impulsándolos
a adaptarse a los modelos relacionales y a los procedimientos de actuación existentes previamente
a su llegada al centro.
Por ello, la organización es “una realidad socialmente construida” y no es lo que presentan
su estructura y sus dimensiones formales, sino las interpretaciones que de ella hacen las personas,
mediatizadas por los principios de la cultura escolar. Éstos son fundamentales porque facilitan la re-
ducción de la complejidad y la ambigüedad propia de las escuelas: ofreciendo una mayor estabilidad
y seguridad, facilitando pautas para interpretar y afrontar mejor los eventos y procesos organizativos,
ayudando a los miembros a determinar qué se puede o no hacer y a discriminar lo principal de lo
secundario.
Cada persona llega cada día a la escuela con un conjunto de creencias, historias personales,
ideologías, actitudes, etc. que no pueden dejar colgadas a la entrada del centro y que al interaccionar
con los otros, van a ser puestas a prueba y a condicionar sus percepciones y actuaciones. De ahí que
esta cultura también se crea en base a las influencias y presiones externas del entorno y por las cultu-
ras existentes en él. Muchas de las creencias, normas y valores del contexto confluyen para formar la
cultura escolar. Las influencia exteriores afectan la cultura interna influyendo sobres sus actividades
y ”pueden desempeñar un rol positivo en las realizaciones escolares pero también pueden neutralizar
las cultura escolar” (Martín-Moreno, 2007: 108)
La cultura desarrolla una función fundamental como elemento vertebrador de la organización
y el funcionamiento del centro. Cuando se comparten valores, objetivos, creencias y modos de ac-
tuar nos encontramos con una institución fuertemente cohesionada, capaz de trabajar conjuntamente
para conseguir sus objetivos. Pero cabe la posibilidad de que existan diferentes culturas en las es-
cuelas, relacionadas con sus distintos subsistemas. De hecho, cuanto más grandes y complejos sean
éstas, mayor es la posibilidad de que se desarrollen subculturas diferentes. Estas subculturas tienen
un cierto grado de coherencia interna, pero las relaciones con otros grupos, que asumen normas y
valores diferentes, pueden ser difíciles, afectar a toda la dinámica organizativa y llegar a provocar
conflictos.
La tendencia habitual de los centros ha sido la de pretender homogeneizar esas diferencias
culturales, a partir de la posición hegemónica que algunas de esas culturas llegan a asumir. El hecho
de que una cultura llegue a ser dominante o subordinada depende de su grado de proximidad a los
principios culturales dominantes en el contexto social.
La existencia de divergencias culturales puede llevar a la aparición de confrontaciones entre
expresiones culturales diferentes. Éstas son difíciles de explicitar y racionalizar porque responden a
creencias, supuestos y normas implícitas de las que, con frecuencia, no existe una clara consciencia.
De ahí que sea complicado encontrar fórmulas verbales que permitan sacarlas a la luz para debatirlas
y poder llegar a acuerdos que posibiliten un adecuado uso educativo de los principios de las diversas
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culturas. Es importante que, desde el respeto y la comprensión, éstas se integren en la general, para
poder construir una cultura fuerte, evitando pugnas y competencias que pueden dañar la cohesión del
centro. Cuando existe una cultura cohesionada puede llevarse a cabo una política educativa común.
Si la cultura es fragmentada con subculturas que compiten entre sí, cada una tiende a desarrollar su
propio sistema de valores y creencias, que reinterpreta y desarrolla los objetivos oficiales en función
de sus propios intereses
Al ser la cultura una dimensión particular e idiosincrásica de cada centro, se requiera un
estudio individual, concreto de cada uno y no análisis generalizables de éstos y, para comprender lo
que sucede en ellos, resulta fundamental captar y entender su cultura.

l) El papel más simbólico que instrumental de su estructura y procesos


Este rasgo se relaciona con el carácter “débilmente articulado” de los centros: la coordina-
ción entre sus elementos no puede establecerse eficazmente sólo en función de mecanismos forma-
les, siendo más bien una cuestión cultural que estructural. La estructura no tiene la función utilitaria
e instrumental que le atribuyen los Modelos Clásicos. En lugar de ello, mantiene una escasa relación
con los procesos y acciones que se desarrollan en su interior y tiende a existir una gran distancia
entre lo propugnado a nivel teórico y el “cómo se funciona” realmente en la práctica. La estructura
posee más una dimensión formal, de “pantalla aparente” que de funcionamiento real, convirtiéndose
en “una fachada ceremonial que refleja las expectativas legales y sociales mantenida en relación con
la escuela, y cuyo cumplimiento supone la aceptación y el apoyo por parte de aquellos que le propor-
cionan legitimidad y recursos” y sirve “para expresar y responder a los mitos y valores prevalentes
en la sociedad y para presentar una apariencia <<moderna actual>>” (González, 1989: 113).
La estructura no nace tanto para facilitar el cumplimiento de los objetivos a través de una ade-
cuada especialización de roles entre sus miembros y su coordinación, si no con la función simbólica
de mantener la legitimación de la escuela. Para lograr legitimarse -puesto que tienen metas múltiples
y ambiguas, tecnología problemática, dificultades para medir su efectividad, etc.- es fundamental
que los centros se adecuen a aquello que la sociedad piensa que deben ser, independientemente de
su grado de eficacia. A las escuelas se les valora más por la representación que proyectan hacia el
exterior que por sus actuaciones reales. La estructura formal puede ser poco útil para coordinar las
actuaciones de los miembros pero ofrece una fachada ceremonial que se esfuerza por transmitir una
buena imagen hacia el entorno. Ésta aporta a sus miembros: seguridad, propicia y refuerza la idea
de que la organización es funcional y proporciona símbolos que les ayudan a dotar de significados
y a desarrollar sus roles en la trama organizativa.
Los miembros de la escuela invierten tiempo y esfuerzos en sus procesos organizativos. Ne-
cesitan confiar en que éstos funcionan y son útiles. Pero, en la práctica, tales procesos pueden no
servir para lograr los objetivos que teóricamente persiguen:
“Muchas reuniones no toman decisiones, no resuelven problemas y llevan sólo a necesitar nuevas
reuniones. Los problemas algunas veces flotan sin encontrar soluciones, mientras las soluciones
están flotando en busca de problemas (March y Olsen, 1976). El conflicto es, con frecuencia, igno-
rado más que resuelto o afrontado (Deal y Nutt, 1980). La planificación produce documentos que
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nadie usa (…) Incluso aunque los procesos no produzcan resultados, aún son importantes. Sirven
como rituales y ceremonias que proporcionan escenarios para el drama, oportunidades para la auto-
expresión, fórums para airear los agravios y lugares para la negociación y comprensión de nuevos
significados”. (Bolman y Deal, 1989: 174–175)
De ahí que en los centros exista, con frecuencia, una ruptura entre los procesos desarrollados
y los resultados obtenidos. Puede afirmarse, así, que los primeros tienen, fundamentalmente, un
valor simbólico y no necesariamente funcional. Ello sucede en relación con procesos como la plani-
ficación, la evaluación, y la innovación y el cambio.
La planificación aparece no como un mecanismo para organizar lo que se va a hacer, los
pasos a dar y la temporalización de las diversas actividades, sino más bien para proyectar la imagen
de una organización eficaz, aunque todo ello tenga una escasa aplicación sobre lo que, de verdad,
se realiza en el centro. Puede verse como una tentativa para mantener y consolidar su legitimidad,
hacia el entorno y hacia sus propios miembros, presentando una imagen de buena gestión: “la pla-
nificación puede no determinar el futuro ni comunicar decisiones, pero la organización aún la nece-
sita. Ésta transmite la impresión de previsión y racionalidad que estimula a los extraños a creer en
la organización y proporciona apoyo. La planificación crea atractivos cubos de basura y sirve como
escenario para importantes rituales y dramas” (Bolman y Deal, 1989: 178–179).
La función principal de los procesos de evaluación es la de proyectar una buena imagen
de la escuela hacia el exterior, como una organización activa, respetable, interesada en medir sus
logros y en establecer el grado de eficacia de sus actuaciones, diagnosticando aquellos aspectos que
son susceptibles de mejora. Sin embargo, esta pretensión teórica es negada en la práctica porque,
lo habitual, es que los resultados de esta evaluación no se utilicen para realizar cambios reales en la
vida organizativa. En su lugar, estos datos pueden usarse como argumentos cuando existen luchas
políticas o para justificar decisiones que podían haberse tomado a través de otros mecanismos. Así,
la evaluación juega un importante papel en la vida organizativa porque evita un debate serio sobre
lo que realmente hacen los docentes y lo que, de verdad, aprenden los alumnos. Su función en las
organizaciones se sintetiza así:
“La evaluación persiste porque sirve a importantes propósitos simbólicos. Sin ella podríamos pre-
ocuparnos por la eficiencia y efectividad de las actividades. La evaluación produce ‘números má-
gicos’ para ayudarnos a creer que las cosas están funcionando. Muestra que las organizaciones
se toman las metas en serio. Demuestra que una organización se preocupa y quiere mejorar. Las
evaluaciones proporcionan oportunidades para que los participantes compartan sus opiniones y
éstas sean públicamente oídas y reconocidas. Los resultados de la evaluación ayudan a las personas
a reetiquetar viejas prácticas, proporciona oportunidades para la aventura y promueve nuevas creen-
cias” (Bolman y Deal, 1989: 181)
Los procesos de innovación y cambio, en particular cuando las propuestas proceden de la
Administración educativa, no tienen necesariamente una influencia relevante sobre las prácticas
escolares. Su fin fundamental es fomentar en la sociedad la idea de que la Administración y los po-
líticos valoran la relevancia social de la educación y se preocupan por mejorar su situación. Cuando
el cambio se pretende desde el interior del centro, puede servir para evidenciar ante la comunidad el
interés por mejorar sus actuaciones y “vender” la imagen de una organización actual, viva e inquieta
por su progreso.
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m) Mecanismos de control y evaluación de su funcionamiento débiles


Los mecanismos de evaluación en las escuelas son poco efectivos para hacer un diagnóstico
fiable, sistemático y preciso de la situación. Esto es algo mucho más difícil y costoso que en otras
instituciones debido: a la propia complejidad de su funcionamiento y al gran conjunto de variables
intra y extraescolares que influyen en sus resultados; a la dificultad para establecer criterios espe-
cíficos, claros y bien definidos para la evaluación del “producto” que desean conseguir (el alumno
educado), debido a la propia ambigüedad de las metas escolares. Al mismo tiempo, la carencia de
pautas claras para medir el éxito, dificulta la orientación del progreso de las personas y de los dife-
rentes subsistemas y los juicios quedan marcados por la subjetividad.
De ahí que resulte complicado establecer, de un modo claro y preciso, en qué medida las acti-
vidades realizadas están conectadas con los resultados. Se requiere mucho tiempo y pueden tardarse
años en comprobar la eficacia de determinadas propuestas educativas. Ésta incluso puede verificarse
una vez los estudiantes han abandonado el centro. Por ello resulta difícil asegurar que esos resulta-
dos se corresponden con las actuaciones de profesores y alumnos.
La necesidad de contar tanto con elementos externos como internos al centro para realizarla,
junto con la carencia de criterios objetivos para valorar el grado de eficacia de los profesionales, son
factores que dificultan el desarrollo de mecanismos de control adecuados: “la responsabilidad y el
control también se convierten en las organizaciones escolares en procesos complejos, no sólo por la
necesidad de incorporar referentes tanto internos (dirección, comisiones, jefaturas, departamentos,
coordinación de ciclos) como externos (inspección, administración educativa) sino también por la
carencia de criterios específicos en lo que hace a la efectividad del personal” (Díez Gutiérrez, 2002:
68)
Otras variables que tienden a dificultarla serían: la importancia que las relaciones tienen
tanto en el proceso de enseñanza-aprendizaje como en la construcción y desarrollo de las diferentes
dimensiones organizativas, con el consiguiente grado de variabilidad y subjetividad que, inevitable-
mente, incide en éstas; los elevados costos que lleva consigo una evaluación completa e integral de
los centros; en nuestro país, la escasa tradición de realización de evaluaciones externas, junto con la
falta de hábito de los centros en la realización de auto-evaluaciones serias y profundas; la carencia
de una formación adecuada para su realización en los profesionales que trabajan en las escuelas; las
resistencias y desconfianza que la evaluación genera en muchos docentes; el gran número de perso-
nas que pueden participar en la mayoría de los procesos de toma de decisiones que se llevan a cabo
en los centros, con lo cual resulta más difícil la atribución de responsabilidades; etc.
La carencia de indicadores válidos sobre la eficacia de su funcionamiento tiende a generar
incertidumbre y a ser un factor de desmotivación. Esta situación se agrava porque la escuela pública
no necesita tener éxito en su función para sobrevivir, ya que tiene asegurada, “por ley”, su clientela y
puede atribuir las causas del fracaso a factores ajenos a ella, situados en los propios alumnos o en el
sistema sociofamiliar. Así, aunque su actividad tenga un bajo nivel de eficacia, esto puede no tener
apenas repercusiones prácticas sobre los profesionales que trabajan en ella.
228 quintín álvarez núñez: Los centros educativos como organizaciones

Por último, la falta de control sobre lo que hace la escuela se convierte en un factor que
refuerza la rutina y desincentiva la innovación y el cambio: “el escaso control democrático que se
ejerce sobre la escuela conduce a que ésta no se vea forzada a replantear los enfoques desde los que
actúa y las prácticas que pone en funcionamiento” (Santos Guerra, 2000: 87).

n) Institución ambivalente y contradictoria


De las características de la escuela que hemos apuntado hasta aquí, se deduce la existencia
de una clara ruptura entre: su “vida oficial” y su “vida real”; la estructura formal y el tipo de activi-
dades que se llevan a cabo en los centros; lo que figura, en teoría, en los documentos, organigramas
y normas y lo que se realiza en la práctica cotidiana; una cosa es “lo que se dice que se hace” y otra
muy distinta “lo que realmente se hace”.
De ahí que podemos considerar a las escuelas como instituciones ambivalentes (Santos
Guerra, 1997: 92–95) porque se mueven entre elementos opuestos como: racionalidad vs ambigüe-
dad: profesionalización vs proletarización de los profesores; macropolítica vs micropolítica, etc. En
ella aparecen incongruencias entre el discurso teórico “oficial” y las prácticas reales que se llevan a
cabo. Este es un tema estudiado por Santos Guerra (1997: 98–101) y, para un análisis más detallado,
puede verse lo escrito por éste. Entre las contradicciones que señala, y que aquí sólo vamos a dejar
enunciadas, estarían las referidas a la escuela como una institución: de “reclutamiento forzoso” que
quiere “educar para la libertad”; jerarquizada que pretende educar en y para la democracia; depen-
diente que quiere desarrollar la autonomía de sus alumnos; que pretende educar para los valores
democráticos y para la vida; epistemológicamente jerárquica que pretende educar la creatividad, el
espíritu crítico y el pensamiento divergente; sexista que pretende educar para la igualdad entre los
sexos; pretendidamente igualadora que mantiene mecanismos que favorecen el elitismo; que busca
la diversidad pero que forma para competencias culturales comunes; cargada de imposiciones que
pretende educar para la participación; acrítica que pretende educar para la exigencia democrática;
aparentemente neutral que esconde una profunda disputa ideológica.
Aún podríamos continuar señalando algunos otros dilemas a los que se enfrentan los centros y
los profesores al plantear las actuaciones con los alumnos: la atención a las dimensiones cognitivas o
a las afectivas–emotivas; promover la construcción del conocimiento o su reproducción y repetición;
la prevalencia de los intereses y necesidades inmediatas de los alumnos o de las que pueden preverse
en el futuro; el respeto a la espontaneidad y la necesidad de planificación; la atención y el respeto a la
diversidad y a las diferencias personales en los alumnos y la evitación de que se produzcan o aumen-
ten, así, las desigualdades sociales entre ellos; ¿cómo puede una escuela aislada o poco relacionada
con su entorno preparar para la vida, para que los alumnos sean ciudadanos activos y participativos
en la sociedad?; ¿cómo una institución en la que los conocimientos se transmiten fragmentados,
compartimentalizados y simplificados puede ayudar a enfrentarse a un mundo complejo en el cual
los conocimientos se encuentran tan interrelacionados?; ¿puede la escuela preparar para un mundo
laboral que, normalmente, siempre va por delante de ella en cuanto a sus necesidades y cambios?; se
da la curiosa contradicción de que a un control relativamente riguroso de la dimensión formal y más
externa de la estructura escolar se acompaña la inexistencia de una carencia de supervisión de los
procesos de enseñanza–aprendizaje que es la actividad primordial a la que van dirigidas; etc.
INNOVACIÓN EDUCATIVA, n.º 20, 2010: pp. 217-232 229

Las consecuencias de este cúmulo de ambivalencias y contradicciones convierten a la escue-


la en una organización que, como Penélope, teje y desteje el mismo tapiz, sin llegar nunca a verlo
terminado definitivamente: lo que construye un profesor, lo puede “deshacer” otro, por ejemplo,
proponiendo normas y modelos de conducta antagónicos; se invierte tiempo, energía y esfuerzos en
elaborar documentos que después no se llevan a la práctica; se realizan actividades extraescolares
con escasa o nula incidencia sobre el aprendizaje del alumnado; los profesores realizan cursos de
formación con poca o ninguna conexión con los problemas y necesidades de su escuela y que, conse-
cuentemente, no generan cambios en sus prácticas habituales en su aula y en el centro; etc. El efecto
combinado de todas estas variables es convertir a la escuela en una institución con un bajo nivel de
eficacia y con serias dificultades para lograr sus objetivos.

Conclusiones
Del conjunto de características recogidas podemos extraer el perfil de la escuela como una
institución compleja y conflictiva; organizativamente débil; escasamente vertebrada; que se apoya
en características formales superficiales para construir una fachada disociada de sus prácticas reales;
con altas dosis de incertidumbre, ambigüedad, inestabilidad y rigidez en su dinámica; constituidas
por personas con intereses, necesidades y perspectivas diferentes; con serios desajustes en relación
a las demandas, necesidades y requerimientos del entorno social en el que se sitúa y con dificultades
para cambiar y adaptarse a éstos.
Al mismo tiempo aparece la imagen de una organización con características particulares y
diferenciadas y que, en consecuencia, reclama un estudio específico: “todas estas singulares diferen-
cias hacen que las organizaciones escolares sean consideradas especiales y necesitadas de estudios
propios, sin que ello haya de significar una negación de las escuelas como organizaciones ni el des-
precio a las aportaciones que los estudios genéricos sobre organización puedan representar” (Gairín,
1996: 107). Esta necesidad es aún mayor si consideramos que todo este conjunto de características
se combinan en cada centro de una manera diferente, haciendo que cada uno sea algo particular,
único e irrepetible. Por consiguiente, si queremos obtener una comprensión amplia y precisa del
funcionamiento de cada escuela, que pueda facilitarnos una corrección adecuada de sus disfuncio-
nes estructurales y organizativas, necesitamos una atención y un estudio específico, adaptado a cada
caso concreto. De ahí la importancia de investigaciones de tipo Etnográfico e Interpretativo, que
nos permitan analizar y comprender, en profundidad, como funcionan realmente las escuelas en su
realidad cotidiana.
Otra cuestión importante a tener en cuenta es el carácter dialéctico y complejo de estas carac-
terísticas. Aquí hemos expuesto, para simplificar la exposición, una visión más unilateral subrayan-
do algunas de sus disfunciones. Sin embargo, muchas pueden presentar también efectos positivos.
Así, la obligatoriedad universal de asistencia a la escuela constituyó en su momento una conquista
que permite a toda la población obtener beneficios en forma de conocimientos, competencias y
habilidades de diverso tipo y con indudables ventajas sociales; el carácter “débilmente articulado”
de los centros favorece un mayor grado de autonomía de actuación a las diferentes subsistemas y
facilita la estabilidad del todo, haciendo que unas partes permanezcan inalterables mientras otras
230 quintín álvarez núñez: Los centros educativos como organizaciones

cambian; puede favorecer una mejor adaptación de determinados subsistemas a las demandas del
entorno; impedir que las deficiencias o disfunciones de una parte afecte al todo; la existencia de
líneas de poder ambiguas en la interacción dirección-profesores posibilita que los docentes disfruten
de un mayor grado de autonomía para elegir las prácticas que son más coherentes con sus propias
filosofías educativas; etc.
Las características expuestas nos ayudan, así mismo, a comprender que las instituciones edu-
cativas son difícilmente transformables desde la simple presión exterior y desde la promoción de
cambios estructurales. Es necesario que los propios centros asuman su necesidad y se impliquen
activamente en ellos. Para que un cambio pueda desarrollarse en profundidad, llegue a consolidarse
y tenga un impacto significativo, no puede limitarse a actuar sobre las dimensiones más externas
y formales del centro sino que ha de ser, necesariamente, un cambio cultural. La cultura puede ser
un poderoso aliado o un feroz oponente a éste. Por lo tanto, quienes quieran promover una mejora
exitosa, deben comenzar por valorar la aceptación que la cultura de la escuela realiza del cambio y
tener en cuenta si es la propia cultura la que necesita cambiarse. Así, el cambio escolar implica un
proceso de reconstrucción social y cultural desarrollado durante un período más o menos prolonga-
do de tiempo, para lograr el progreso y la mejora de la institución.
Los cambios han de partir de las reflexiones y la toma de conciencia sobre su necesidad por
parte de toda la comunidad escolar y particularmente de los profesionales que trabajan en ella. Es
necesario convertir a la escuela en una “comunidad de aprendizaje” (Santos Guerra, 2000) capaz de
elaborar un proyecto común debatido y compartido ilusionadamente por todos y de embarcarse en
una actuación cooperativa y coordinada.
Por otra parte, existen muchos indicadores de que la escuela como institución está actualmen-
te en crisis. Entonces: ¿qué alternativas podemos adoptar ante esta situación? ¿Qué podemos hacer?
Obviamente, los centros no están irremediablemente condenados a moverse siempre con unas metas
vagas y múltiples; con baja coordinación entre sus partes; desavenencias en las prácticas desarrolla-
das por los diferentes profesionales, líneas de poder ambiguas,… Pero, para cambiar esta dinámica,
no basta con recoger unas metas o unos mecanismos de coordinación formales o elaborar un plan o
proyecto de centro. Más bien, se requiere una mayor implicación de los diferentes estamentos en la
vida organizativa, junto con un trabajo común de análisis, reflexión, debate y negociación constante
entre sus miembros. Éste ha de abordar lo que se quiere hacer en ese centro, por qué elegir esas
metas y cómo se pueden lograr, para construir una filosofía común sobre lo que ha de ser la escuela
y hacia dónde ha de caminar, hasta llegar a elaborar unas metas conjuntas y claras, unas normas
precisas y asumidas por todos, unos mecanismos de colaboración compartidos,… Es importante
que, en las escuelas, se construya una cultura fuerte con valores, creencias y normas que lleven a una
práctica educativa coordinada, intensa y eficaz.
El desarrollo de la autonomía escolar ha de producirse, tanto a nivel curricular como organi-
zativo, y de un modo equilibrado. En él juega un papel fundamental la Administración: dotando los
recursos necesarios, ayudando a crear equipos docentes congruentes y estables, ofreciendo una for-
mación adecuada, considerando los tiempos necesarios para la gestión, promoviendo intercambios
entre diversos centros, favoreciendo el diálogo familia-escuela, etc.
INNOVACIÓN EDUCATIVA, n.º 20, 2010: pp. 217-232 231

Necesitamos construir centros educativos renovados que sean capaces de dar respuesta a las
demandas de esta nueva sociedad que se está construyendo día a día:
“En esta sociedad postindustrial y postmoderna, caracterizada por el cambio acelerado, la diversi-
dad cultural, la complejidad tecnológica, la inseguridad nacional y la incertidumbre científica, los
tipos de organizaciones con más posibilidades de prosperar, son las caracterizadas por la flexibili-
dad, la adaptabilidad, la creatividad, el aprovechamiento de las oportunidades, la colaboración, el
perfeccionamiento continuo, una orientación positiva hacia la resolución de problemas y el com-
promiso para maximizar su capacidad para aprender sobre su ambiente y ellas mismas (…)” (Díez
Gutiérrez, 2002: 82)

Este es el reto y el camino que tienen por delante las organizaciones escolares si quieren
progresar y caminar de la mano de las nuevas demandas de la sociedad de la información y el co-
nocimiento, para poder ayudar, así, a alumbrar un nuevo modelo de ciudadano más crítico, flexible,
participativo, solidario y abierto al mundo y a la diversidad.

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