Wilcock Juan Rodolfo - El Caos 1
Wilcock Juan Rodolfo - El Caos 1
Wilcock Juan Rodolfo - El Caos 1
El caos
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El caos, publicado por primera vez en español por Sudamericana en 1974, resulta
fundamental para conocer y apreciar la obra de J. R. Wilcock: es su último libro argentino y
su primer libro de relatos. En El caos aparecen muchas de las obsesiones temáticas a las
que Wilcock dará continuidad en los cuentos y novelas que escribirá después y, en germen
o ya desarrollados, los recursos que hacen de él uno de esos escritores a quien se debe
consultar frecuentemente para detectar o sospechar los vínculos entre el arte narrativo y la
magia. Si bien hay motivos y argumentos que relacionan este libro con la mejor tradición
de la literatura fantástica, en El caos despunta también un modo de tratarlos absolutamente
personal y admirable. En el estilo narrativo de Wilcock se dan cita una imaginación
vehemente y un gusto por la exactitud verbal casi maniático, cuyo punto de ajuste son tal
vez esas transiciones alevosamente prosaicas, coloquiales o descriptivas entre pasajes de
gran intensidad lírica. La ironía y el humor de quien reconoció que construía sus libros
«corrigiendo textos mediocres, escritos por mí» revelan contrastes que sólo un escritor muy
atento a los menores matices de la palabra podía advertir.
Gracias a esta nueva edición de El caos, al cuidado de Ernesto Montequin, quien ha
proporcionado notas a todos los cuentos y traducido e incorporado dos inéditos
—«Recuerdos de juventud» y «La Nube de Ross»—, un aspecto secreto o evasivo de J. R.
Wilcock queda en evidencia: el escritor reverenciado por sus pares italianos era, antes de
cambiar de idioma, un talento legítimo de la literatura argentina, que, aficionada a los
desdenes, no le hizo ningún favor.
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Título original: El caos
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Índice
El caos .................................................................................................................................... 1
El caos ............................................................................................................................ 5
La fiesta de los enanos .................................................................................................. 20
Vulcano ......................................................................................................................... 34
Felicidad ....................................................................................................................... 41
Hundimiento ................................................................................................................. 50
La noche de Aix ............................................................................................................ 57
La engañosa .................................................................................................................. 63
Los donguis .................................................................................................................. 68
Diálogos con el portero................................................................................................. 74
Escriba .......................................................................................................................... 80
Casandra ....................................................................................................................... 84
La casa .......................................................................................................................... 88
El templo de la verdad .................................................................................................. 91
Parsifal .......................................................................................................................... 95
Apéndice ....................................................................................................................... 99
Nota al texto ............................................................................................................... 107
Notas ........................................................................................................................... 112
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El caos
Desde muy chico me atrajo la filosofía. Debo confesar que padezco de algunos
impedimentos físicos —por ejemplo en una mano tengo tres dedos y en la otra, por
desgracia la derecha, solamente dos, lo que entre otras cosas me impidió aprender el piano,
como hubiera sido mi deseo— y que esta circunstancia, si bien por un lado contribuyó a
que mi infancia y mi adolescencia fueran algo menos movidas que las de la mayoría de los
jóvenes, lo que por suerte me permitía disponer de más tiempo para el estudio, por otro lado
constituía una seria traba para mi perfeccionamiento espiritual, ya que estos impedimentos
míos me dejaban, por así decir, a la merced del mundo exterior.
A pesar de todo, mis investigaciones filosóficas se caracterizaban en esa época por
una asiduidad y una seriedad poco comunes. Mi verdadera pasión ha sido siempre la
metafísica. Último descendiente de una familia que otrora fue la más ilustre del país, el
árido y sobre todo tortuoso sendero de esta ciencia era en efecto el camino que mi natural
aristocracia había elegido para reafirmar con nuevas conquistas espirituales el predominio
de nuestra estirpe, jamás discutido hasta ahora en los demás campos.
Aunque no basta decir que me ocupaba de metafísica para definir el carácter de mis
preocupaciones, ya que la metafísica abarca demasiadas ramas de estudio, demasiados
problemas, demasiadas posibilidades. En realidad, a partir de cierta edad podría decirse que
sólo un problema me interesó, y a él decidí dedicar toda mi actividad filosófica. Me refiero
al viejo problema teleológico: ¿cuál es el verdadero sentido y cuál la finalidad del universo?
Hubiera podido, es cierto, conformarme provisionalmente con alguna de las tantas
hipótesis que sobre este problema y sobre otros con él relacionados han formulado los
filósofos, sin duda numerosos, que de ellos se han ocupado; pero las teorías que yo conocía
no me satisfacían, y hurgar en los libros buscando otras teorías no me resultaba tarea fácil,
por una serie de circunstancias que sería largo enumerar; basta recordar, para no abundar en
detalles, que soy extremadamente bizco de nacimiento, lo que me obliga a leer de costado,
es decir, con el libro casi al nivel de las sienes, y en esa posición —como cualquiera puede
comprobarlo haciendo la prueba— el puente de la nariz constituye un obstáculo a menudo
insalvable para la lectura. Las cosas habrían sido muy diferentes para mí, tal vez mi vida
habría seguido muy distinto curso, si en vez de ser bizco para adentro lo hubiera sido para
afuera.
Por otra parte, debo aclarar que este molesto defecto físico, el estrabismo, no es en
mí tan marcado como podría suponerse, ya que afecta uno solo de mis ojos, el derecho. El
izquierdo lo perdí cuando niño, mientras jugaba al histórico juego de Guillermo Tell y la
manzana con el príncipe mi padre, que según dicen descendía del famoso guerrillero suizo.
Una pérdida de todos modos sin importancia, si consideramos que el ojo en cuestión no se
encontraba, perdonando la expresión, donde Dios manda, sino mucho más abajo, y además
casi pegado a la nariz, lo que privaba en gran parte de su utilidad.
En el hueco que me quedó preferí hacerme colocar un hermoso ojo falso, de
moderno material plástico (celeste, porque el verdadero que es negro no me ha gustado
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nunca mucho), cuya pupila ciega, siempre fija en el vacío, me permite mirar en cualquier
dirección (con el otro ojo) sin que nadie lo advierta; ventaja de la cual habría podido sacar
partido como correspondía en mis años mozos, cuando todavía hervía en mi sangre el calor
de la adolescencia, si no hubiera sido por mi natural discreto y retirado —especialmente en
esos años— que me mantenía constantemente apartado de lo que yo entonces llamaba las
frivolidades del mundo material. Sin contar que desde la edad de nueve años he perdido
casi completamente el uso del oído, lo que también contribuía a mi aislamiento.
Sería una vana concesión al placer de la memoria entrar en una explicación
detallada de mis estudios metafísicos. Me reduciré a decir que después de mucho cavilar,
durante años, sobre las más contradictorias hipótesis (o por lo menos sobre lo que de ellas
había podido entrever, lateralmente, en el curso de mis trabajosas lecturas), me vi obligado
no diré a aceptar pero sí a examinar hasta qué punto eran válidas ciertas teorías modernas,
en el sentido de que la investigación solitaria no puede revelarnos el enigma del universo, y
que sólo a través de la comunicación con nuestros semejantes nos será permitido entender
lo poco que nos es dado entender del mundo que nos rodea.
Ahora bien, nadie podría negar que, por una serie de circunstancias, algunas ya
mencionadas y otras que sería demasiado largo referir, mi contacto con la gente había sido
hasta el momento mínimo. Basta decir que sufro de frecuentes ataques de epilepsia (durante
los cuales los ojos se me ponen en blanco, la lengua se me sale de la boca, todo el cuerpo se
me cubre de manchas violáceas, y hasta en algunos casos se me quedan las manos, durante
días y días, torcidas para adentro); y que este pequeño inconveniente, por otra parte nada
excepcional, no solamente me ha impedido asistir a los grandes bailes que una vez al mes
organizaban mis primas las duquesas, lo que en sí no revestía mucha importancia, sino que
además me ha obligado a mantenerme siempre alejado de la universidad y demás
academias donde los jóvenes suelen encontrarse con otros jóvenes de su edad.
Pero una vez decidido a derribar esta barrera de aislamiento que me protegía, lo
mejor que podía hacer era lanzarme en medio de la muchedumbre y de ese modo
comprobar, de la manera más violenta pero también más eficaz posible, si era cierto o no
que sólo por medio de la comunicación con mis semejantes me sería dado llegar a alguna
especie de verdad. Y para ello elegí una noche de Carnaval.
No se trataba, debo aclarar, del Carnaval descolorido y desanimado de nuestros
días, sino de uno de aquellos carnavales frenéticos, licenciosos y avasalladores de antes,
cuando la tradición no se había todavía replegado sobre sí misma, para refugiarse en los
míseros clubes de barrio, o peor todavía, en los cinematógrafos populares transformados en
pista de baile. Las avalanchas de provincianos que para la ocasión se volcaban sobre la
capital, convertían las calles en un verdadero caldero de ebullición, un vertiginoso remolino
donde todas las edades y las clases sociales se confundían. Estruendo de petardos,
guirnaldas de serpentinas, bandas de máscaras, hoy todo eso ha desaparecido; hasta los
fuegos artificiales que inundaban de color el cielo de la noche han desaparecido, y lo más
curioso de todo es que han desaparecido por culpa mía.
Impulsado, como he dicho, por esa impaciencia intelectual que es después de todo
mi más simpática característica, me hice transportar una noche en mi literita a la ciudad
vieja, un laberinto de callejuelas que la gente de mi clase muy pocas veces visitaba, pero
que en ocasión de los carnavales se transformaba en el centro mismo de la animación
popular. Llegar a la plaza de la Catedral no fue tarea fácil; mis lacayos debían abrirse paso
entre las máscaras enloquecidas, tropezaban con los cuerpos de los borrachos tendidos sin
recato y a menudo sin conocimiento en las alcantarillas de las estrechas callejas medievales,
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y a duras penas conseguían deshacerse de los impúdicos abrazos de las criaditas disfrazadas
de mariposa o de odalisca. El estruendo debía ser tan ensordecedor que yo casi lo oía; por
lo menos una especie de zumbido me oprimía las sienes, como una vez que por un capricho
se me había ocurrido sentarme debajo de la Catarata del Arcoiris, en el hueco que la
naturaleza ha formado entre la roca y la lámina de agua de la cascada.
Por fin llegamos: pero una vez en la plaza era tal la confusión, que apenas hubieron
depositado los lacayos mi sillita en un nicho de la fachada de la Catedral, para que desde
allí gozara como pudiera del colorido espectáculo, empecé a preguntarme si después de
todo no habría sido mejor quedarse en el palacio, tranquilamente sentado en un balcón,
mirando las pocas máscaras que por casualidad pasaban por los alrededores. En efecto, la
tumultuosa visión de toda esa gentuza que a la luz de innúmeras linternas y antorchas se
entregaba al desenfreno, dando rienda suelta a los instintos contenidos durante todo un año,
no era en verdad tan placentera como mis amigas me habían asegurado; aunque tal vez
contribuyera a mi malestar el hecho de no oír absolutamente nada de sus cantos ni sus
músicas, los cuales como ya he dicho se convertían en la delicada caja de resonancia de mi
cráneo en un indistinto zumbido. Lo cierto es que después de unos minutos de trabajosa
contemplación, me decidí a dar a mis lacayos la orden de volver a casa.
En ese momento advertí con horror que mis lacayos habían desaparecido: tal vez
arrastrados por el incontenible empuje de la multitud, tal vez por su propia y
desconsiderada voluntad; el hecho es que me habían dejado solo, sentado en mi sillita estilo
Imperio, expuesto en un nicho de la Catedral a las miradas curiosas, y tal vez a los
comentarios insolentes, de la plebe enloquecida. No es fácil para mí, como ya he explicado,
mirar en más de una dirección a la vez, y así como los lacayos se habían alejado de mi
angosto campo visual sin que yo lo advirtiera, así podían volver en cualquier momento;
quizá estaban a dos pasos de mí, quizá se habían refugiado en uno de los pórticos de la
iglesia. Lo mejor que podía hacer, por el momento, era llamarlos y así lo hice: «¡Felpino!
¡Toscok! ¡Felpino! ¡Toscok!»; un poco avergonzado sin embargo de tener que gritar
delante de toda esa gente nombres tan ridículos.
Ni Felpino ni Toscok acudieron a mi llamado; mientras tanto, se iba formando a mi
alrededor un grupito de curiosos, que después de un rato de muda contemplación
empezaron a aclararme, o tal vez a gritarme improperios; no era fácil, en realidad, deducir
de sus viles expresiones qué diablos estaban gritando. En pocos minutos el grupo se
convirtió en una multitud; los que estaban más cerca de la iglesia, tomándose por las
manos, se pusieron de pronto a cantar, con horribles manifestaciones de alegría, una
canción probablemente alusiva. Sin duda esta canción les gustaba sobremanera, ya que
poco después toda la multitud se balanceaba rítmicamente, hombres y mujeres, todos
abriendo la boca de par en par y al mismo tiempo. La escena me recordaba un extraño
relato que una vez me había leído el profesor de inglés, acerca de un hombre que desciende
al fondo del mar en un batiscafo, y allí se queda prisionero, suspendido sobre las ruinas de
una antigua ciudad sumergida, poblada de inmundos seres verdosos que lo observan
balanceándose rítmicamente como las algas de las profundidades.
No recuerdo qué le ocurre después al hombre del batiscafo, pero recuerdo
perfectamente lo que me ocurrió a mí. Por más que me esforzaba en mirar en otra dirección,
haciéndome el distraído, la gente de la plaza seguía agolpándose en semicírculo alrededor
de mí. Quizá lo hacían sencillamente impedidos por la curiosidad, quizá no habían visto
nunca tan de cerca una persona de mi rango; de todos modos, ya empezaba a sentirme
nervioso, cuando un joven disfrazado de limpiachimeneas se trepó al friso de piedra que me
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circundaba, y con una especie de plumero todo sucio de hollín me refregó la cara; el
público, naturalmente, se echó a reír a carcajadas.
Más esfuerzos hacía yo, impedido como estaba de descender del nicho, por
limpiarme la nariz con el pañuelo de seda, más se reían los espectadores, o en todo caso
más grande abrían la boca, mostrando unos dientes cariados y negros, tan distintos de los
míos que por lo menos son falsos. En ese momento, y por primera vez en mi vida, agradecí
al destino que me costara tanto trabajo verlos.
Apenas había bajado del nicho el limpiachimeneas, cuando ya se había trepado otro
individuo, vestido de jugador de fútbol, para colocarme en la cabeza un gorro adornado con
cascabeles, y sobre los hombros un manto de tela ordinaria, a rombos rojos y verdes, con lo
cual sin duda creían conferirme un gran honor. Resignado a aceptar el grosero homenaje de
esos patanes irrespetuosos, ya me disponía a rogarles que trataran de encontrar a mis
lacayos Felpino y Toscok, cuando un joven más atrevido que los anteriores se subió al
nicho para volcarme sobre la cabeza el contenido de un tarro de miel, y a continuación
todas las plumas de un almohadón. Quién sabe dónde o cómo se lo había procurado;
recuerdo que me llamó bastante la atención la idea de que alguien saliera a pasear por la
plaza de la Catedral con un almohadón de plumas. Pero era Carnaval, y todas las locuras
estaban permitidas.
En cambio no recuerdo tan bien lo que ocurrió después. Sé que me golpearon, tal
vez sin querer; sé que me hicieron bajar del nicho y que al ver que no podía caminar, dos
muchachos se apoderaron del cómico manto que me habían atado al cuello, cada uno de
una punta, y así tirando me arrastraron por toda la plaza, con grandes muestras de hilaridad;
sé que a continuación me echaron en la pileta de la fuente del Reloj, y allí seguramente
perdí el sentido, porque cuando volví en mí me encontré en un lugar completamente
desconocido, suspendido a medio metro del suelo en una posición tan ridícula como nueva
para mí, aunque conjeturo que para un joven de baja condición social la cosa habría sido
hasta cierto punto admisible y aun divertida.
Me rodeaba una multitud en cierto modo distinta de la que pocos minutos antes me
había aclamado en la plaza: los hombres eran más torvos, las mujeres de ojos más aviesos y
fríos. El lugar era una especie de parque polvoriento, de canteros pisoteados y altos árboles
sucios, con ese aire de jardín de nadie que a veces presentan las fondas al aire libre, con sus
senderos barrosos cubiertos de papeles grasientos y sus mesas de tablas manchadas de vino.
En el centro de este jardín miserable habían instalado una especie de asador de esos que
hacen girar a mano con una rueda o manivela, para asar pollos y lechones; y allí estaba yo,
rigurosamente atado con alambres al fierro transversal del aparato. Para colmo,
completamente desnudo, como un lechón cualquiera. Por suerte no se les había ocurrido
atravesarme con el asador, como suelen hacer con los pollos, y además las brasas del
fogoncito abierto despedían un agradable calor, que hacía más tolerable mi total desnudez,
tan inadecuada en realidad a la estación. Un hombre de anchas barbas negras, vestido como
un gitano, hacía girar en esos momentos la manivela del asador, con un lento movimiento
circular que me permitía observar más cómodamente todo lo que ocurría en torno.
En realidad, debían de ser todos gitanos; las mujeres ostentaban gruesas trenzas
negras, y los hombres unos bigotes exagerados que se prolongaban hasta las patillas,
formando una especie de barboquejo negro a través de la cara facinerosa. «¿Estarán por
comerme?», me preguntaba yo, con más curiosidad que temor, habiéndome enseñado la
experiencia que el destino ama demasiado los golpes bajos e inesperados; basta estar por lo
tanto moderadamente atento para que se desinterese por completo de nosotros: basta prever
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una desgracia para que la desgracia no ocurra. De todos modos, no me habrían comido
crudo, y por ahora el fuego parecía más propenso a apagarse que a cocerme.
El hecho de no entender nada de lo que decían, si bien por una parte me evitaba oír
quién sabe qué tonterías y groserías, por otra parte era un inconveniente: ante todo, porque
me resultaba imposible descubrir, por más que escrutara las hoscas facciones de los gitanos,
si se habían propuesto rendirme alguna especie de exótico homenaje, o sencillamente
asarme para devorarme, siguiendo un rito bastante difundido entre ciertas tribus salvajes,
que una vez al año se comen a su rey para fortificarse y purificarse mágicamente
incorporando en sus viles organismos las preciosas entrañas, testículos y demás
adminículos del soberano. Verdad que yo no era el rey de nadie, todavía; pero mi clarísimo
linaje muy bien podía haberles inspirado esta peregrina idea: así como el populacho me
había elegido Rey del Carnaval, así ellos, habiéndome rescatado de las aguas de la fuente
—en circunstancias para mí todavía oscuras, ya que en el momento del rescate me
encontraba, por así decir, en las nubes—, me habían probablemente nombrado Rey de los
Gitanos.
De todos modos la idea no me gustaba nada, y les grité que me desataran y me
devolvieran mis ropas; inexplicablemente, en vez de obedecerme, apareció un jovencito
apenas vestido con un taparrabos de piel de leopardo, que sin decir esta boca es mía se puso
a echar carbón y hojas secas en el fuego. Las llamas crepitaron, y ya estaban por
alcanzarme, con las consecuencias que fácilmente son de imaginar, cuando una verdadera
horda de cerdos salvajes, que impelidos quizá por qué misterioso instinto habían
aprovechado justamente ese momento para bajar de la montaña, atravesó el parque del
restaurante, dispersando a los gitanos y derribando todo lo que encontraban a su paso,
asador incluido. Por suerte fui a caer dentro de la canasta del carbón, que el adolescente del
taparrabos había dejado al lado del fuego, lo que me salvó de ser pisoteado por los salvajes
animales.
No terminó allí la cosa. El carbón era sucio y lleno de puntas cortantes, para peor
entremezclado con astillas de leña que a cada movimiento que yo hacía me pinchaban las
carnes desnudas. Atado como estaba todavía a la varilla del asador, salir de la canasta con
la ayuda solamente de mis brazos, musculosos pero cortos, habría sido tan inútil como
trabajoso; por otra parte, dormir así desnudo bajo los altos árboles no era una idea que me
atrajera aun suponiendo que con filosófica paciencia me decidiera a extraer del canasto, con
la mano que en la caída se me había por suerte liberado de los alambres, los trozos de
carbón y de madera que tanto me fastidiaban. En este dilema estaba, cuando empezó a
llover, primero despacio y después con tanta fuerza que en cierto momento hasta cayó
granizo, unos pedazos de hielos gordos como huevos de paloma, que amenazaban llenar el
canasto y cubrirme totalmente; pero por suerte el granizo duró poco, y con el calor del
cuerpo los trozos de hielo terminaron por fundirse. Al rato empecé a estornudar; por más
que lo intentara, no conseguía distraerme pensando en mis problemas filosóficos favoritos.
A ratos me asomaba al borde de la canasta, pero no se veía un alma: el restaurante había
apagado todas sus luces, y de los gitanos y los jabalíes no quedaban más rastros que una
gran confusión de mesas derribadas y papeles mojados.
Así pasé la noche, maldiciendo la estúpida idea que había tenido que salir de casa
para ver si el contacto con mis semejantes me revelaba el sentido del universo. Cuando
vinieron a buscarme los emisarios de mis tías, angustiadas por mi prolongada ausencia y
sobre todo por la noticia de que un mayordomo había hallado a los lacayos Felpino y
Toscok completamente borrachos en los aledaños de la plaza de la Catedral, era ya de día.
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Una semana me duró el resfrío, para no hablar de los arañazos y contusiones
sufridos durante esa noche de perros; y no una sino mil veces, mientras yacía en mi camita
adornada con plumas de avestruz y de faisán, juré no volver a intentar el más mínimo
contacto con el populacho. Y debo confesar que por muchos años no me costó ningún
esfuerzo mantener el juramento.
Discutidores no faltan en este mundo, personas que no sólo no se contentan con la
opinión de sus interlocutores sino que además pretenden, en cualquier ocasión que se les
presente, imponer la suya propia, como si por el solo hecho de ser suya fuera más valiosa o
más fundada; no me asombraría por lo tanto que, llegados aquí, alguien alzara la voz para
objetarme que los hechos materiales, incidentes u ocurrencias personales del filósofo poco
pueden influir en su visión del mundo, cuando ésta es un producto imparcial de la
especulación introspectiva sobre la realidad que nos rodea. A esos disidentes me apresuro
sin embargo a responder que en ningún caso dicha especulación es imparcial, y que
nuestras ideas son desdichadamente una consecuencia directa de nuestra educación, de
nuestro ambiente, de nuestras circunstancias. Demasiado se ha visto que la frustración, ya
sea ésta de origen económico o simplemente sexual, conduce al marxismo; que el odio a los
valores sociales o la afirmación de estos valores dependen casi siempre de los sentimientos
que en nuestro subconsciente infantil han sabido suscitar nuestros padres o nuestros
familiares; que los hombres de baja estatura son en general más violentos; que las mujeres
sin hijos escriben versos; que las personas de edad manifiestan una cierta propensión a
creer en la inmortalidad del alma; y así sucesivamente.
No es raro por lo tanto que el recuerdo de mis aventuras carnavalescas me indujera
a rechazar de plano la hipótesis de que sólo a través de la comunicación con nuestros
semejantes nos será dado comprender el enigma del universo. Para esa época había
empezado sin embargo a llamarme la atención una hipótesis más atrayente. En pocas
palabras, se trataba de la posibilidad de llegar al sentido recóndito de las cosas por medio
del éxtasis místico; si la divinidad era, como decían mis tías princesas, la única fuente de
verdad, pues entonces lo mejor que podía hacer era tratar de comulgar con la divinidad.
Así fue que, después de haber leído y estudiado con detención las obras de los
místicos más famosos de los siglos XVI y XVII, en parte por consejo de mis tías, y en parte
por mi propia inclinación, ya manifestada durante la primera infancia, para no hablar de los
años decisivos de la adolescencia, decidí un día renunciar francamente no sólo a los
placeres del mundo material, como hasta ahora había hecho, sino también a los placeres del
pensamiento sistemático, para sumergirme en los calmos y abiertos lagos de la pura
contemplación. Con este propósito —no había pasado un año todavía del episodio antes
mentado— me trasladé a un monasterio de la costa, un tranquilo asilo suspendido en la
ladera boscosa de unos montes que descienden casi a pico hasta el mar, eternamente
agitado por los vientos contrarios característicos de la región.
Desdeñando sin embargo el consejo de los monjes, todas las tardes me hacía
transportar en mi sillita de ruedas hasta un promontorio que sobresalía a gran altura sobre
los acantilados de la costa; allí me dejaban solo, bien envuelto en mi bufanda blanca,
sumido en la pura contemplación del crepúsculo y de la inmensidad de la naturaleza en
general. En realidad, tanto los monjes como los textos místicos, que en esa época
constituían mi única lectura, me recomendaban insistentemente la conveniencia de
entregarme a la contemplación, siempre que me fuera posible, encerrado entre las cuatro
paredes de mi diminuta celda; pero hasta el momento este forzoso encierro no me había
dado ningún resultado digno de mención: abandonado a mí mismo, entre esas paredes
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blancas y sin adornos, si se exceptúa una horrible cruz de madera comida por la polilla, me
aburría espantosamente, y en vez de ser visitado por las prometidas iluminaciones, después
de una o dos horas de mirar la cruz terminaba durmiéndome, masturbándome o leyendo
algún místico divertido, especialmente los españoles que describen la unión con la
divinidad en términos francamente eróticos y a menudo excitantes.
En cambio frente al mar —si bien no me fuese dada en ningún momento la
prometida transfiguración, el éxtasis que por fin me permitiría contemplar la realidad frente
a frente, y no como en un espejo oscuro— el mero espectáculo de las nubes, de las sombras
que éstas proyectaban sobre las olas, y de las mismas olas, bastaba para entretenerme
durante horas. Nervioso y difícil de carácter como soy por naturaleza, no puedo decir que el
magnífico espectáculo de ese mundo virgen me concediera inmediatamente la posibilidad
de comulgar con su infinita calma, la calma grandiosa de todo lo que se mueve sin obedecer
ni a directivas ni a finalidades; pero de todos modos debo confesar que en ninguna parte me
había sentido más cerca del anhelado éxtasis contemplativo que en ese promontorio sólo
habitado por las águilas marinas.
Allí estaba pues un día, admirando un sol pálido que se sumergía no exactamente en
las aguas sino en una faja azulada de nubes que como una zona vaporosa ceñía el horizonte,
cuando de pronto, con un estremecimiento avieso cuyo recuerdo todavía me hiela la sangre,
todo el promontorio sobre el cual me encontraba se desprendió del flanco de la montaña y
se precipitó a pico en el mar. En realidad, el desastre no me habría tomado tan de sorpresa
(ya que hacía por lo menos media hora que mis oídos, aunque sordos, percibían la interna
vibración de unos desgarramientos o crujidos premonitores, a menudo acompañados de un
rodar de piedras y escombros desprendidos de la pared de roca), si no hubiera sido
justamente por ese estado singular de alejamiento de las cosas terrenas en el cual el
esfuerzo de contemplación me había sumido. Es más: extasiado en la serena intemporalidad
de ese crepúsculo inmóvil, una especie de presentimiento, incapaz sin embargo de
expresarse en palabras, parecía anunciarme que por fin estaba por producirse en mí la
soñada transfiguración, la revelación de la Ver dad. La sangre empezaba a hervir en mis
arterias, el pulso se me aceleraba, el vaivén de las olas se hacía cada vez más lejano e
indistinto; y no me habría asombrado si me hubieran dicho que en vez de estar sentado en
mi sillita con ruedas en realidad estaba flotando sobre una nube. ¿Qué podían importarme
en ese momento, por lo tanto, esas vibraciones y esos guijarros que se soltaban de las
grietas para hundirse sin ruido en la vorágine inaudible del oleaje espumoso? ¡Ah, quién se
hubiera imaginado que en el instante mismo en que yo creía por fin desprenderme de la
tierra, era la tierra la que se desprendía de mí!
No había casi terminado de percibir el desgarramiento definitivo, cuando ya me
encontraba cincuenta metros más abajo, al nivel del mar. Cómo fue en realidad mi caída,
cómo se produjo el derrumbe, no sabría explicarlo, dado que no se encontraba en las
cercanías testigo alguno que supiera más tarde describirme lo sucedido, y yo, por mi parte,
sentado como estaba en la punta del promontorio, mal podía ver lo que ocurría debajo. Sólo
sé que al final de la rápida caída, durante la cual la única sensación que pude experimentar
fue la de un acelerado traslado en ascensor, mi sillita con ruedas se detuvo de improviso,
con un golpe tremendo y seco; tuve la impresión de haber llegado al fondo del mundo, sentí
que todos mis miembros se dispersaban por los aires, como si una bomba hubiera explotado
en el centro mismo de mi cuerpo, y me desmayé.
Cuando volví en mí, el sol ya se había ocultado por completo detrás del horizonte
velado, pero una vaga luz muriente subsistía todavía en las capas superiores de la
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atmósfera. Mi sillita se había deshecho, yo estaba sentado en el suelo sobre mi hermoso
almohadón de cuero —que por suerte había amortiguado el golpe— con la cabeza caída
entre las rodillas, y alrededor de mí saltaban las olas como perros alegres que saludan el
arribo del amo; ni qué decir que ya me habían empapado todo de espuma. Detrás de mí se
erguía el oscuro acantilado, del cual me separaba ahora un ancho brazo de mar, para colmo
rabiosamente agitado. Y los negros escollos puntiagudos, en cuyo centro por un feliz
milagro mi frágil persona acababa de desplomarse, aparecían enteramente cubiertos de
horribles alimañas, también ellas negras, que se movían con fascinadora lentitud, como
deseosas de acercarse al recién llegado, a la presa deliciosa y nutritiva que bien podía
decirse caída del cielo: eran cangrejos, unos inmundos cangrejos negros que se trepaban los
unos sobre los otros, a medida que iban emergiendo de los siniestros agujeros en cuyo
interior al parecer vivían.
Si no enloquecí en esos momentos de absoluta desesperación, se lo debo sin duda a
los horribles cangrejos que tan amenazadoramente me rodeaban. En efecto, ocupado como
estaba en espantarlos con uno de los barrotes niquelados de la silla rota, mal podía
detenerme a reflexionar en lo incómodo de mi posición: solo, con todo el cuerpo magullado
por la caída, con mis dos piernas inútiles tendidas frente a mí como la cola hendida de una
sirena, empapado de agua de mar en la oscuridad creciente de la noche que ya se descorría
por el cielo como un telón de terciopelo. Y lo que es aun peor, incapacitado de oír el grito
reconfortante de los monjes, que sin duda ya habrían venido a buscarme al promontorio, o
mejor dicho al lugar donde poco antes se erguía el promontorio.
Sin duda el cataclismo había turbado profundamente, y tal vez enfurecido a los
cangrejos, porque de costumbre —por lo menos así me ha enseñado mi profesor de ciencias
naturales— estos animales rehúyen el contacto con el hombre; en cambio los míos parecían
más bien decididos a atacarme, y hasta diría a devorarme. Por suerte, cuando ya me estaba
cansando de aplastar cangrejos con mi barrita de fierro, apareció en el cielo una bandada
excepcionalmente numerosa de águilas marinas, que se puso a revolotear sobre mi cabeza
en cadenciosas evoluciones. Tal vez advertidos por el instinto, los cangrejos se apresuraron
a esconderse en sus agujeros, o a lanzarse de costado al mar, dejándome en pocos segundos
completamente solo en el escollo, bajo la amenaza sin embargo de las águilas marinas.
Estas aves son, como es sabido, negras y fuertes; moran en las anfractuosidades de
la costa, y aunque a veces llegan a robar ovejas y cabras, especialmente cuando el hambre
las apremia, en general viven de la pesca, sobre todo de atunes que salen a jugar en la
superficie del mar. Seguramente me habían confundido con uno de estos peces, porque
apenas me vieron allí abandonado, en el centro del escollo negro, se lanzaron sobre mí para
aterrarme. Yo me defendía como podía, blandiendo en todas direcciones mi barrita
niquelada, con la izquierda que es la mano donde tengo más dedos. Pero justamente cuando
me encontraba más empeñado en la lucha con dos enormes águilas marinas a la vez, una
tercera, más grande todavía que las anteriores, me atacó a traición y aterrándome por el
cinturón me levantó por los aires.
Evidentemente, aunque soy más bien pequeño de proporciones, yo pesaba
demasiado para el ave, porque de cuando en cuando descendíamos hasta rozar las olas; pero
con un supremo esfuerzo de sus anchas alas el águila negra conseguía recuperar la altura
perdida. De este modo me salvé varias veces de caer al mar, lo que me colocaba en la
curiosa situación de tener que rezar porque a la infame bestia no le faltaran las fuerzas antes
de tiempo. Por suerte llegamos en seguida a la gruta donde vivía el ave marina.
Era una ancha cavidad, a unos ocho metros sobre el nivel del mar, y en ella el águila
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se había instalado un cómodo y abrigado nidito de ramas y algas, en cuyo interior brillaban,
a la luz de la luna que ya empezaba a alzarse sobre el horizonte, tres grandes huevos
blancos. Seguramente me había llevado allí para que, apenas nacieran sus polluelos, yo les
sirviera de alimento; destino que al fin de cuentas no debía sorprenderme, ya que mis
antepasados habían tomado parte en muchas aventuras y combates con águilas, algunos de
ellos hasta habían adoptado los orgullosos apodos de «Águila» y de «Hijo del Águila»; y un
águila también campeaba victoriosa en el escudo de mi familia. Sólo que hasta ahora
siempre se había tratado de las otras águilas, las de tierra, pájaros de más respetable
tradición; en cambio en el nido de ésta (y seguramente lo mismo debía ocurrir con los nidos
de todas sus compañeras) reinaba un olor tan fuerte a pescado podrido que en un primer
momento creí desmayarme.
Pronto me acostumbré sin embargo al mal olor de la gruta. El águila me había
dejado a un costado, como quien deja una bolsa de patatas al regresar del mercado, y a
continuación se había acostado tranquilamente sobre los huevos. Desde allí me miraba, con
una expresión pensativa de gallina burguesa, que en otras circunstancias menos patéticas
me habría sin duda divertido sobremanera; se trataba, al fin de cuentas, de una pobre ave
campesina que cumplía sus deberes familiares: incubar los huevos, ir a buscar la comida
para los hijos. No había en ella, evidentemente, ninguna malignidad, y por eso mismo me
prometí, suponiendo que consiguiera salvarme de mi difícil situación, no olvidarme de
hacerle mandar alguna cosita, por ejemplo un cabritillo o un atún recién pescado, como una
especie de recompensa, ya que después de todo me había salvado de los cangrejos, y
también para que sus aguiluchos no vinieran al mundo completamente desprovistos de
alimento.
De todos modos, lo importante por el momento era escapar de la gruta. ¿Las aves
cuando empollan estarán siempre despiertas?, me preguntaba yo, con curiosidad no
solamente académica. Y suponiendo que el horrible bicho se quedara de pronto dormido,
¿cómo podía aprovechar su desatención? Debajo de la gruta rugía el mar enfurecido;
encima y a los costados, solamente se divisaba la pared desnuda del acantilado. Teniendo
en cuenta que no dispongo de tanta libertad de movimientos como las personas a quienes la
suerte ha concedido la prerrogativa de poder trasladarse de un lugar a otro con ayuda de las
piernas; teniendo en cuenta que en última instancia no soy más que un ser humano como
los demás: débil, impedido, sordo y casi ciego, abandonado a la merced de las
circunstancias, una voluntad insegura plantada en un cuerpo inadecuado, una ilusión de
orden y de existencia en medio de un caos de desorden y de inexistencia, un suspiro de la
naturaleza, y para peor un suspiro incompleto, ¿qué probabilidades tenía de salvarme?
Prácticamente ninguna; hoy o mañana o dentro de diez años, esta irregularidad del cosmos
que es mi persona estaba destinada a borrarse, a desaparecer bajo las siempre renovadas
avalanchas de fenómenos y manifestaciones que componen la majestuosa, inconmovible
indiferencia del universo.
Mejor entonces desaparecer así, comido por las águilas, lejos de todo testigo
humano, frente al mar, frente a la luna tormentosa, ignorado como una ola que se forma y
se extingue y cuyo paso nadie registra, porque al fin de cuentas no es más que un
ordenamiento casual y momentáneo de materia insensible; lejos sobre todo de inmerecidos
afectos y de erróneos respetos, lejos de cualquier sentimiento; lejos en fin de la falsa vida
que me habían inventado los hombres.
Y en ese momento, delante del mar de mercurio que la luna y la espuma adornaban
con superior distracción, vigilado por un águila, suspendido entre el cielo y los escollos en
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una gruta que hedía desesperadamente a pescado podrido, me pareció entrever una especie
de verdad, una vislumbre de verdad, un pliegue por así decir de la túnica transparente de la
Verdad que hasta entonces me había eludido. Y esa verdad era el absoluto imperio del caos,
la omnipresencia de la nada, la suprema inexistencia de nuestra existencia. Ante esa
inmensidad de la nada, ni siquiera el águila marina era importante, ni siquiera el mar, ni
siquiera la roca, ni siquiera la luna. Eran, éramos todos caprichos, insensatas curiosidades,
momentos del caos, relámpagos fugitivos de una conciencia igualmente fugitiva,
cómicamente ilógica.
Pero esto duró sólo un instante, porque algo acababa de aparecer sobre las olas,
frente a la gruta: era una barca de pescadores, con varios monjes a bordo, que escrutaban
ansiosamente los escollos al pie del acantilado, para ver si descubrían algún rastro de mi
presencia. En cuanto los vi, me asomé al borde de la cavidad y les hice señas con la
bufanda blanca. Los monjes me divisaron en seguida, y rápidamente, con ese sentido de las
cosas prácticas que sólo poseen los hombres de vida sencilla, ingeniaron un plan de rescate.
No los vi alejarse, porque apenas había conseguido hacerles notar mi presencia, cuando ya
el águila se había levantado del nido y tirándome del cinturón con el pico me arrastraba
nuevamente hacia el interior de la gruta.
La espera sin embargo no fue larga. Ya me disponía a acurrucarme en un rincón,
para protegerme por lo menos del viento que traspasaba mis ropas empapadas, cuando
frente a la entrada, recortándose sobre el cielo iluminado por la luna, apareció un joven
pescador, suspendido de una soga. Sin decir una palabra, el hombre entró en la cavidad, me
tomó en sus brazos poderosos y se volvió por donde había venido; curiosamente, el águila
marina no hizo nada por retenerme: se quedó donde estaba, empollando sus tres huevos,
con la misma expresión de siempre, una expresión de gallina seria que a veces vuelvo a
encontrar en la cara de las jóvenes esposas encintas, próximas al parto, y que
indefectiblemente me recuerda la facilidad con que esas jóvenes madres me ofrecerían a sus
hijos como alimento, si se les presentara la oportunidad, y si los recién nacidos comieran
carne humana.
Mi reacción, una vez repuesto del susto y del frío de esa noche, fue como siempre
característica: me compré una hermosa peluca rubia, con una aureola de sedosos y dorados
bucles, y decidí dar una gran fiesta en el palacio; decisión que sorprendió grandemente a
mis tías. Y más aún se sorprendieron cuando les expliqué que me parecía llegado el
momento de cambiar de vida: no era posible dejar que la incuria y el olvido siguieran
herrumbrando el escudo de mis mayores; ya que la suerte y la prudencia en las inversiones
habían hecho de mi familia una de las más ricas del país, era sin duda injusto que el fasto de
nuestra casa se mantuviera tan por debajo de nuestros medios. Por lo tanto, ordené que
todas las noches una profusión de luminarias alumbrara la fachada del palacio, y que todos
los días, a mediodía, mis lacayos sirvieran una escudilla de sopa y un plato de guiso o de
asado a los pobres del barrio.
Lo poco que de la realidad del universo me había sido dado entrever en la cueva del
águila, me había impresionado como una revelación total. Ha dicho un poeta que nadie
puede soportar demasiada realidad; con un atisbo solamente, todo mi mundo metafísico se
había subvertido. ¡Qué absurdo seguir preguntándonos, como lo había hecho hasta
entonces, si el único camino a la Verdad era el sadismo, o el amor a la humanidad, o la
pasión, o el escepticismo, o la ciencia objetiva, o la actividad febril, o el poder, o la perfecta
obediencia, o el placer de los sentidos! Todos los caminos eran buenos, puesto que la sola
realidad era el caos, o su equivalente la nada, y a la nada, tarde o temprano, llegaremos
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todos.
Lo mismo daba entonces llegar cantando y bailando. Cierto que yo bailar no podía,
pero podía hacer bailar a mis invitados. Y así empezó la larga serie de fiestas que habría de
ser por muchos años el comentario obligado de todos, jóvenes y viejos, ricos y pobres.
Porque también los pobres participaban en estas ocasiones de regocijo, a veces desde
afuera, y a veces también desde adentro. Poco a poco, mi nueva vida de lujos y diversiones
fue revelando en mi carácter inclinaciones y capacidades hasta ese momento
insospechadas; y en especial el gusto de la mistificación.
Tanto es así que la historia de mis mistificaciones se confunde, en el curso de los
últimos quince años, con la historia de mi país. Todo empezó de la manera más infantil. En
una fiesta, cada cuatro bailables la orquesta repetía (naturalmente, por orden mía) un viejo
vals que nadie podía soportar: poco antes de medianoche, todos los invitados se habían ido,
alegando dolores de cabeza y otros pretextos, pero en realidad casi enloquecidos por las
repeticiones del odiado vals. En otra ocasión, los refrigerios eran un poco más salados que
de costumbre, y los refrescos y bebidas contenían una fuerte proporción de alcohol, de
modo que unas dos horas después de iniciada la reunión todos los invitados estaban ebrios,
y el duque de R. orinó en el centro del gran salón. Otra vez hice tender un alambre finísimo
a través del arco de entrada al salón, a unos treinta centímetros del piso: uno tras otro, a
medida que iban llegando, mis encopetados huéspedes terminaban en el suelo. Esta broma
fue muy festejada, pero a mí en cambio me pareció demasiado pueril, y cuando la vieja
marquesa de L. se rompió un brazo, ordené inmediatamente que retiraran el alambre.
En realidad estos inocentes e imprecisos intentos no eran más que una preparación;
ni siquiera yo sabía en el fondo cuál era la verdadera intención que me impelía a obrar así.
Porque muchas veces procedemos obedeciendo a impulsos no formulados, y sólo cuando
nos detenemos a pensar en los motivos de ciertos actos nuestros, al parecer inexplicables,
logramos —aunque no siempre— vislumbrar la secreta finalidad que nos induce a
cometerlos. Hasta que un día comprendí: mi profunda fe teleológica, desde aquella noche
en que me había sido revelada la verdad, se había convertido en una especie de religión del
Caos, del cual yo ahora, con el poder de mis riquezas y el prestigio de mi casa, me sentía
algo así como supremo sacerdote. Administrar el azar, introducirlo, imponerlo, implantarlo,
difundir como un misionero el respeto y la devoción que merecía, sería a partir de ese
momento mi vocación y mi destino.
Fue entonces cuando me decidí a organizar mi primera fiesta realmente caótica.
Ante todo, los lacayos tenían orden de no conducir a los invitados directamente al gran
salón, sino a las diversas dependencias del palacio, cada uno a un lugar distinto: al cuarto
de las lámparas, a la cocina, al dormitorio de una mucama en el último piso, a la capilla, al
gallinero. Allí los dejaban, que se arreglaran como mejor pudieran. Para los que a pesar de
todo lograban llegar al gran salón, donde ni yo ni nadie de la familia los esperaba, la
orquesta debía tocar piezas de baile que empezaban normalmente, para volverse cada vez
más lentas, hasta un punto en que el baile se hacía imposible. Los criados ofrecían
atrayentes refrigerios, en las tradicionales bandejas de plata, que luego resultaban ser
—pero no siempre, porque entonces no habrían causado tanto efecto— sandwiches de
gusanos, albóndigas de aserrín, o bocadillos con tajadas de víbora. Además circulaban por
los salones labradores y mozos de mercado, con sus ropas de trabajo, y una multitud de
obreros que efectuaban reparaciones en las puertas, los techos y los muebles de las
habitaciones, sin preocuparse por la presencia de la flor y nata de nuestra aristocracia. En
los jardines hice instalar además una cantidad de trampas: pozos disimulados con hojas,
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lazos atados a las puntas de los árboles, jaulas como cenadores que se cerraban apenas
entraba en ellas la pareja adúltera deseosa de aislamiento.
La fiesta en cuestión fue un gran éxito; superado el primer momento de
desconcierto, los invitados se entregaron a la exploración del caos con renovadas energías y
—exceptuando claro está a los más ancianos y a los hipócritas, que se retiraron en
seguida— tanto se divirtieron que era ya de día cuando hubo que echarlos con mangueras y
regaderas, porque no se querían ir. Pero yo, en cambio, no estaba plenamente satisfecho del
resultado: me parecía que al fin de cuentas se había tratado de una fiesta un poco más
movida que las anteriores, y nada más. Nada, en verdad, que pudiera compararse con un
verdadero caos. Debía refinar mis métodos, aplicar en mayor escala mi ingenio; debía,
sobre todo, convertir a los infieles: no era admisible que los huéspedes se volvieran a sus
casas, a proseguir la existencia ordenada de todos los días. Debía introducir el azar hasta el
fondo mismo de sus vidas.
Una empresa imposible; es decir, imposible para cualquiera que no contara con mis
infinitos recursos y mis casi infinitas energías. Creo, aunque más no fuera porque lo he
demostrado, que con suficiente dinero y suficiente voluntad, son pocas las cosas que no se
pueden obtener en este mundo. Y con paciencia; porque no fue a la primera fiesta, ni a la
segunda, que di con el verdadero método que me permitiría llevar adelante mi plan de
confusión, sino mucho después, como resultado por un lado de la observación, y por otro
de la práctica. Pero una vez hallado el método, lo demás era fácil.
Mi método consistía, ni más ni menos, en una imitación, sólo que mucho más
confusa, de la vida: si la única realidad de la vida era el azar, la intrascendencia, la
confusión y la continua disolución de las formas en la nada para dar origen a nuevas formas
igualmente destinadas a la disolución, no hacía falta exprimirse el cerebro inventando
artificios: bastaba ofrecer a mis huéspedes una imagen tolerable de la vida que nos rodea,
un poco más desordenada que de costumbre, para sumirlos en el caos.
Alguien podría objetarme que ya la fiesta en sí era una imagen desordenada de la
vida, y que por lo tanto bastaba dejarlos que hicieran lo que quisieran, para que ellos
mismos, sin ayuda de nadie, se encargaran de crear el caos, de difundirlo y de mantenerlo.
Hasta cierto punto la objeción es válida; sólo que parecía pasar por alto un detalle
importante: el hecho de que mis invitados, una vez en mi casa, no hacían nunca lo que
querían, se comportaban de acuerdo con normas que no habían inventado ellos, normas
impuestas por la tradición, siempre conservadora; es decir, opuesta al azar. Y en
consecuencia, apenas se hallaban en mi presencia, o mejor dicho en presencia de los demás,
cesaban por así decir de vivir, se convertían en muñecos, en prototipos, en abstracciones.
Había ante todo que hacerlos vivir.
Fue así que mis huéspedes empezaron a encontrarse con toda clase de sorpresas,
algunas agradables y otras en un primer momento desagradables. En un rincón del gran
salón se exhibía una multitud de jóvenes desnudas que se ofrecían graciosamente a los
caballeros, y también a las damas; en otro rincón, los más fuertes y hermosos mocetones de
la ciudad, vestidos con ropas deportivas, e igualmente promiscuos o accesibles, competían
en atracción con las mencionadas jóvenes. A continuación surgía una especie de capilla,
donde los concurrentes podían recibir los consuelos de varias religiones al mismo tiempo, y
sin solución de continuidad seguía un comedor espléndidamente provisto de manjares y
licores; un mercado de objetos usados, donde los huéspedes podían entregarse libremente al
dulce vicio de comprar y vender ropas y adornos; un pequeño banco, donde depositar el
producto de las transacciones, y una sala de juegos de azar, donde disiparlo; rompecabezas
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y ajedreces para los más reposados, aparatos de gimnasia y mesas de ping-pong para los
más inquietos; teléfonos y altoparlantes para los habladores, niñitos recién nacidos en sus
cunas para las mujeres de instintos maternales. Y todo esto mezclado, superpuesto,
confundido; había para todos, y si alguien pedía alguna cosa, mis criados tenían orden de
procurársela inmediatamente.
Uno de los primeros resultados de esta liberalidad fue que, por lo menos mientras se
encontraba en mi casa, nadie era lo que había sido hasta el momento de entrar: los más
eminentes políticos se volvían peluqueros de señora, los actores de teatro salían al jardín a
jugar a la pelota con los cocineros, las famosas libertinas resolvían problemas de ajedrez.
Naturalmente, esta transformación no tenía lugar en seguida: porque si bien es cierto que
nadie es lo que quisiera ser, también es cierto que son muy pocos los que saben lo que
realmente quisieran ser. Poco a poco, a medida que asistían a mis fiestas, y a medida
también que éstas se hacían más complejas, más totales, las personas iban aproximándose a
su verdadero ideal.
Y esto, aunque en un principio no se contaba entre mis intenciones, me los volvía
cada vez más esclavos, más sumisos, más supeditados a mi voluntad. Es así que cuando,
satisfaciendo uno de los tantos anhelos tácitos que yo me entretenía en descubrir en los ojos
de mis invitados, me decidí a incorporar a las ya múltiples actividades del salón una «salita
de conspiradores», éstos terminaron por derribar al gobierno constituido para instaurar otro,
cuyos componentes eran todos asiduos concurrentes a mis fiestas, lo que en poco tiempo
me convirtió en virtual dictador del país. Privilegio que en realidad yo no había buscado, ya
que soy el primero en reconocer que el poder es un vano espejismo, una ilusión organizada;
pero que de todos modos me servía para dar un carácter más oficial a las fiestas. Las cuales
fueron así adquiriendo proporciones nunca soñadas.
En mi primera época, o sea el período de las bromas inocentes, muchos personajes
de la aristocracia y de las clases gubernativas, ofendidos por alguna trivialidad de mi
invención (por ejemplo porque al salir se habían encontrado un monito en el sombrero, o
sencillamente cuatro terrones de azúcar en el bolsillo de la capa), preferían mantenerse
alejados de mis fiestas, y algunos ni siquiera se excusaban de no poder venir. Pero con el
correr del tiempo la curiosidad fue más fuerte que el orgullo. No en vano he hablado de una
religión, la religión del caos; porque en efecto sólo podría dar una imagen adecuada de lo
que ocurría recordando la curiosa observación de una de mis viejas tías: que, tarde o
temprano, todos se convertían a mis fiestas.
Sin excluir, por supuesto, al pueblo. Al principio me conformaba con dejar entrar
algunos grupos de vecinos, escogidos entre los centenares de curiosos que al anuncio de
una fiesta indefectiblemente se agolpaban frente a las verjas del palacio. Costureras,
pequeños comerciantes, repartidores de pan, soldados, o sencillamente obreros de alguna
fábrica cercana, estos intrusos se diseminaban, al principio con respeto y desconfianza,
luego con creciente aplomo, entre los más refinados exponentes de nuestra aristocracia, que
empeñados cada uno en su peculiar diversión ni siquiera se daban cuenta de esta
contaminación social, de esta nueva confusión que en otras circunstancias les habría
parecido intolerable. Gradualmente fui aumentando el número de estas personas que no
habían sido invitadas oficialmente; por suerte el palacio era grande, y en el caso necesario
podía extender la fiesta a las casas y las calles contiguas.
Mientras tanto, en una sillita de manos criselefantina, mandada a hacer
especialmente para estas ocasiones, yo me paseaba entre mis huéspedes, con mi peluca
rubia y mi severo smoking de seda negra, los dedos de las manos cubiertos de piedras
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preciosas, y un dictáfono portátil a mi lado, con el cual grababa las conversaciones y los
comentarios, para después oírlos amplificados por medio de un aparato especial que se
aplica directamente sobre la caja craneana. Por suerte, y en esto me parecía advertir la
mano de la Providencia, desde la noche terrible en que había tenido la visión del caos
universal en la gruta del águila marina, mis ataques epilépticos habían cesado
completamente, y ya no era tan fácilmente presa de resfríos como antes. Gozaba, para decir
verdad, de una salud de hierro; de modo que en ninguna ocasión me encontré impedido de
asistir personalmente a las fiestas que con tanta asiduidad organizaba.
Las cuales me ofrecían, como es de imaginar, motivos continuos y siempre
renovados de satisfacción; sobre todo cuando se me ocurrió la idea de soltar entre los
invitados no solamente personajes reclutados entre las clases más bajas de la sociedad, sino
también animales: perros, gatos, gallinas, patos y pavos; ovejas, cabras y lechones;
papagayos, palomas, perdices, y uno que otro caballo. Con el agregado, más tarde, de
algunas bestias salvajes moderadamente peligrosas, que hice traer del jardín zoológico
nacional.
Provistos de escopetas, que mis mismos lacayos les ofrecían, los apasionados de la
caza se pusieron naturalmente a cazar en el interior del palacio, lo que provocó de
inmediato numerosos heridos, y me permitió agregar al ya complicado servicio de las
fiestas un puesto de primeros auxilios, que a causa sobre todo de las mordeduras de las
bestias, pronto adquirió proporciones de hospital. Pero una vez instalado el hospital, nada
me impedía organizar modestos accidentes, pequeños asaltos de bandidos, y hasta algún
incendio en las casas de los alrededores (ya que para esta época las fiestas abarcaban todo
el barrio). Recuerdo que me sorprendió la extraordinaria cantidad de financistas que se
presentaban como voluntarios para desempeñar el cargo de bomberos, al parecer no
solamente impelidos por la secreta ambición de vestir el llamativo uniforme rojo con
galones verdes.
En una antigua iglesia de esta ciudad puede verse un fresco medieval llamado «La
danza de la Muerte»; en él el anónimo pintor, movido por quién sabe qué impulso
profético, parecería haber querido representar una de mis fiestas. Sólo que en el fresco en
cuestión quien conduce la danza es la muerte, y en mi palacio era yo quien la conducía. Por
lo demás, los personajes son los mismos, fijados para la eternidad en las mismas actitudes:
la vieja apergaminada que se abraza al jovenzuelo inexperto, el invertido que se depila las
cejas frente al espejo, el avaro que cuenta sus monedas y el ebrio que rueda bajo la mesa, la
beata que se planta el cilicio en las carnes y la Venus que se acuesta con el mono.
Fue justamente delante de este famoso fresco, mientras reflexionaba una mañana en
la extraordinaria semejanza entre la danza imaginada por el pintor y la fiesta permanente
que pocos días antes un decreto mío acababa de extender —respondiendo a los
innumerables pedidos de los pobladores— a todo el perímetro metropolitano, cuando surgió
en mi mente la duda. Hasta ese día había creído ser yo el que conducía la danza, pero
¿quién me aseguraba que no fuera en realidad una presencia invisible, como tal vez lo era la
muerte en el fresco medieval? ¿Acaso no era yo también una figura del fresco? ¿Quién, si
no yo, era ese rey sentado en un trono al borde del abismo, a punto de precipitarse en el
vacío, empujado por la misma multitud de sus cortesanos enloquecidos?
Y esa fiesta permanente de ficción y extravío que algunos días antes tan
generosamente yo había decretado, ¿qué sentido podía tener sino el de un retorno a la vieja
vida, rutinaria y al fin de cuentas ordenada, de antes? ¿Qué importaba si ahora los
verduleros eran ex marqueses y los bomberos ex financistas; qué importaba si el verdugo
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había sido obispo y los ministros basureros? El caos era siempre el mismo; el viejo orden
sólo se había llamado orden porque al hombre le encanta usar esa palabra, pero con un poco
de buena voluntad también podía haberse llamado el viejo caos. El fresco que tenía delante
de los ojos me demostraba que no bastan cinco o seis siglos para cambiar la fisonomía del
hombre; probablemente cuarenta siglos antes Venus ya se acostaba con el chimpancé, y la
humanidad danzaba al borde del abismo, y alguien se hacía la ilusión de dirigir la danza.
Nadie en efecto se dio cuenta cuando el estado de fiesta permanente se convirtió en
estado de normalidad. Los más habían perdido la memoria, o preferían creer que la habían
perdido, ya que lo que ahora hacían todos los días estaba más de acuerdo con sus
verdaderas inclinaciones. Ninguna condesa vino a verme para quejarse de su obligada
reclusión en un lupanar; ningún escritor abandonó la pocilga que le había sido confiada en
calidad de porquerizo; los almaceneros no eran menos atentos que sus predecesores en sus
nuevas obligaciones de sacerdotes, y en la función de la Ópera los jockeys no cantaban con
menos brío que los pretenciosos tenores y barítonos de antes. Y yo, por mi parte, no
encontré mayor dificultad, con el correr de los años y el acumularse de la experiencia, en
resignarme a desempeñar el papel de gobernante justo, laborioso y progresista.
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La fiesta de los enanos
La señora Marín vivía sola con dos enanos, que físicamente más que personas
parecían animales, aunque desde el punto de vista intelectual hubiera sido difícil imaginar
compañía más agradable. De noche, una vez apagadas todas las luces de la casa, la señora
se tendía en su cama de bronce, exhalando un suspiro de satisfacción, y así se quedaba las
horas, inmóvil, con los ojos bien abiertos, generalmente fijos en el cielo raso; en la
penumbra cambiante de un lejano aviso luminoso que se encendía con isócrona regularidad,
los enanos la entretenían con su conversación. Temas no faltaban, y todos parecían
interesarles.
Aunque un tema habrían preferido no tocar: la muerte del señor Marín. Sin embargo
Güendolina —que así se llamaba la señora— lo traía a colación por cualquier motivo, con
gran irritación de sus interlocutores. En efecto, se trataba de un acontecimiento que para
ellos no revestía casi ninguna importancia, y que por otra parte había tenido lugar varios
años atrás, cuando el enano más joven, Anfio, no había aún nacido, y el mayor, Présule,
vivía todavía en la casa de la calle Lavalie, con la tía de su patrona actual.
La verdad era que Güendolina se consideraba culpable de esta muerte, porque una
noche, profundamente ofendida por ciertas observaciones que su marido le había hecho el
día antes sobre una blusa nueva de terciopelo que se había comprado, no quiso abrirle la
puerta de calle cuando aquél volvió del partido de fútbol nocturno. El señor Marín, que era
enfermo del corazón e incapaz de hacer daño a una mosca, se sintió mal, probablemente por
el disgusto, y como no le daban las fuerzas para llegar hasta un hotel, se acurrucó en el
umbral, donde a la mañana siguiente, al abrir la puerta, la señora tuvo la desagradable
sorpresa de encontrarlo muerto de frío, al lado de la botella de leche vacía, que al parecer el
agonizante se había bebido en sus últimos momentos. Por más que lo arrastró adentro, por
más que lo desvistió y lo acostó bien abrigado en la cama, el hombre no revivió, y la señora
se quedó con ese peso sobre la conciencia.
Salvo en lo que se refiriera a este episodio tan desagradable, los enanos de la casa
de la calle Solís se distinguían por el eclecticismo de su conversación, por la originalidad
con que encaraban los más diversos problemas, y también por su buena educación,
especialmente cuando se encontraban en presencia de su dueña; aunque a veces perdieran la
compostura cuando se hablaba de pescado, dada la pasión casi irracional que ambos sentían
por este tipo de alimento, especialmente las sardinas en lata y las anchoas.
Tan entretenidas eran sus observaciones, y en verdad toda su conversación
nocturna, que poco a poco la señora Marín se había habituado a prescindir casi por
completo de la sociedad de sus amigas, y se pasaba las tardes leyendo revistas, en perpetua
soledad, escogiendo aquí y allá noticias y comentarios de actualidad, así como apotegmas
de carácter general, que luego le permitirían durante la noche mantener encendida la llama
del diálogo con los enanos.
Anfio era jovencito todavía, y de día sólo pensaba en comer. Pero apenas la señora
se tendía en su alto lecho, el enano, que era todo peludo y rizado, se acostaba sobre la
alfombra, a su lado, con la rubia pancha al aire, y gorgoteando de placer jugueteaba con los
flecos de la colcha, o de vez en cuando acariciaba el pie desnudo de Güendolina, cuando
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ésta, que se aburría de estar siempre en la misma posición, lo dejaba asomar pícaramente
por un costado de la cama. Ninguno de los dos enanos salía jamás de la casa, si se exceptúa
el jardincito del fondo cuyos muros demasiado elevados no podían de todos modos escalar,
lo que tarde o temprano habría terminado por provocar situaciones desagradables, ya que
las urgencias masculinas de las personas bajas no son menores que las de las altas, si no
hubiera sido por una feliz circunstancia: tanto Présule como Anfio eran eunucos desde la
primera infancia —como por tradición siempre lo habían sido los enanos de la familia de
Güendolina— y en consecuencia vivían libres de preocupaciones carnales.
Es así que durante las largas veladas convivíales en el dormitorio, Présule se reducía
a extenderse sobre el diván, apoyando la cabeza sobre su almohadón preferido, un
almohadón de pana roja con un gran bordado en punto cruz que representaba una pecera de
cristal con dos carpas doradas en su interior. Desde allí reclinado, con la curiosa mirada
levemente estrábica de sus pupilas dilatadas por la oscuridad, el enano solía contemplar con
afecto el retrato en colores de un loro de gran tamaño que se alisaba las plumas de las alas;
era el loro Camel, muerto también él algunos años antes en circunstancias trágicas, ya que
se lo había comido su compañero Anfio en un momento de extravío.
—¡Qué frío hace esta noche! ¿No le parece?— decía de pronto Présule, que era muy
morocho y un poco calvo.
—Un frío horrible. ¿No me dejaría acostarme un rato debajo de las cobijas?—
suplicaba con voz meliflua Anfio a la señora, seguro por otra parte de no ser complacido.
—Más frío hacía la noche que murió mi marido— observaba con melancolía
Güendolina, suspirando y subiéndose las frazadas hasta la barbilla.
A veces la señora, entre observación y observación, se rascaba nostálgicamente el
abdomen; entonces los dos enanos, al ver esa mano que se movía bajo la colcha, cediendo a
la atracción que sienten ciertas personas y también ciertos animales hacia todo movimiento
encubierto, se abalanzaban para aferrar el bulto fascinador. Güendolina sonreía con
beatitud, sintiéndose flotar en la calma y en la seguridad de una vida sin sobresaltos.
Así pasaban las noches, en familia. La señora se dormía un poco antes del
amanecer, y se levantaba con el sol ya alto, para hacer la limpieza de la casa e ir al
mercado, donde compraba el mondongo o la cabeza de ternera para los enanos (nunca
pescado, aunque les gustaba tanto, porque por más cuidado que pusieran, siempre dejaban
alguna cabeza o cola abandonada en un rincón, y la casa se llenaba de mal olor), y también
alguna cosita para ella; poco, porque era de poco comer. Cuando volvía, abría la ventana
del comedor, barría el piso y luego pasaba un trapo por los muebles y los bibelots. Adoraba
su juego de comedor, todo de nogal oscuro, traído de Francia por un ex patrón de su
marido; las sillas eran de esterilla, pero graciosamente labradas con arabescos florales, y
sobre los diversos estantes desiguales del aparador barroco se exhibían en silenciosa pompa
los más hermosos adornos que habían jalonado con su variado esplendor la vida de casada
de la dueña de casa: estatuitas, bomboneras, porcelanas, cristales tallados, y en el medio de
todo, sobre el mármol veteado de Italia, un bronce de gran tamaño que representaba a un
indio a caballo atacado por un puma. Herido por el zarpazo, el caballo reculaba,
relinchando espantado, mientras el indio, siempre certero, hundía su lanza en la garganta
misma de la fiera. El grupo había sido comprado muchos años antes por el señor Marín, en
un momento de especial prosperidad, y desde entonces había constituido la gloria
indiscutida del comedor.
Los enanos almorzaban a mediodía, y se iban inmediatamente al vestíbulo, a dormir
un rato, cada uno en su sillón. Por la tarde llegaba un poco de sol al jardincito del fondo;
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entonces salían a tomar el sol. Güendolina, en cambio, se quedaba adentro, detrás de la
ventana, leyendo sus revistas y sus novelas de amor, hasta que el sol desaparecía, con la
misma brusquedad con que había llegado; los enanos entraban, volvían a comer en la
cocina, y se iban a dormir otra horita en el vestíbulo. No era extraño por lo tanto que con
ese régimen de vida regular y descansado, estuvieran todos tan despiertos y tan frescos por
la noche, cuando se reunían en el dormitorio.
Y sin embargo Présule, que era el más inteligente e instruido de los dos enanos,
sentía a veces (muy de vez en cuando, es cierto) aletear en el fondo recóndito de su
pequeño corazón la sombra de un temor: que un día todo esto pudiera terminar. A pesar de
su reducida experiencia del mundo, no ignoraba que la calma y la relativa felicidad que las
semanas, los meses y los años les deparaban con tan homogénea regularidad, no eran más
que un respiro provisional concedido por el destino, ese dragón que está siempre alerta
esperando un momento nuestro de distracción para golpearnos con la aparente ferocidad de
sus zarpazos (que en el fondo no es más que una de las tantas manifestaciones de su
indiferencia). No ignoraba que el mundo exterior está poblado de fuerzas incontrolables,
influencias que por su misma inocencia no merecerían ser llamadas malignas, pero que son
de todos modos capaces de hacernos mucho más mal que una hueste de demonios; ya que
los demonios, para decir la verdad, se reducen a obedecer órdenes confusas y poco
inteligentes, órdenes que además presentan la ventaja de ser hasta cierto punto previsibles,
no habiendo sufrido —por lo menos esa es la impresión que se desprende de un examen
más o menos atento— modificaciones de consideración durante el transcurso de estos
últimos cuarenta o cincuenta siglos, y en definitiva tanto al hombre alto como al enano les
basta abandonarse a su mero instinto animal para librarse de cualquier coalición de
demonios.
En cambio esas fuerzas exteriores que amenazan a los que con paciencia y
renunciamiento han conseguido asegurarse un refugio —si bien provisional—
tolerablemente habitable de paz y de olvido, son como aquellos astros del sistema solar
llamados cometas, que nadie sabe de dónde vienen ni cuándo aparecerán, y menos todavía
qué destrucciones ni qué aniquilaciones de materia o de energía hasta ese día indestructible
acarrearán a su paso.
Así ocurrió en efecto. Una mañana Güendolina recibió una carta; en ella le
comunicaban la muerte de su cuñada, hermana de su difunto marido, que acababa de ser
aplastada por un camión cargado de ladrillos en circunstancias en que éste daba marcha
atrás. De la existencia de esta mujer la señora Marín tenía apenas una vaguísima idea; sabía
de ella solamente que era viuda y que trabajaba como cocinera en una lejana estancia
catamarqueña. Como entre los escasos efectos personales de valor que había dejado al
desaparecer se contaba en primer término un hijo de catorce años, los propietarios de la
estancia habían decidido enviar al huérfano a casa de su tía, para que la señora se hiciera
cargo de él y si fuera necesario le diera de comer, lo vistiera y lo alojara, ya que era la única
pariente de quien se tenía noticia cierta.
Este anuncio causó profunda consternación en el ménage de la calle Solís. Présule
no pudo contenerse de mencionar a un chico que había conocido cuando vivía en la calle
Lavalle, que a veces le hacía cosas inenarrables, y en cierta ocasión lo había obligado a
bañarse en una pileta con agua y jabón. Anfio lo escuchaba aterrado, intentando vanamente
esconderse debajo de la cama; porque tanto él como Présule odiaban el agua. Como una
posible solución, para eludir la inminente intrusión que al parecer amenazaba destruir para
siempre la tranquilidad de los enanos, y por ende la suya, Güendolina (que en casos como
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este no se distinguía justamente por la brillantez de su ingenio) les propuso que se mudaran
a otro apartamento, sin decir adonde iban; de ese modo el chico no se encontraría nunca
con su tía, y tendría que volverse a Catamarca.
Pero los enanos, para quienes el mundo habitable se reducía a las cuatro o cinco
piezas de esa casa, no querían ni oír hablar de la posibilidad de mudarse a otra parte, y la
proposición cayó en el vacío. Fue una noche más bien triste para los tres, especialmente
porque no se pudo llegar a ninguna decisión; para decir verdad, los enanos estaban un poco
descontentos de la actitud de Güendolina, ya que en el fondo no les había parecido
suficiente mente perturbada por la perspectiva de recibir a un pariente desconocido en casa.
Dos días después, en momentos en que la señora sacudía el polvo del indio a
caballo, cantando «No volverá el amor, a abrir mi corazón, con sus dedos de mago
oriental», tocaron el timbre de la puerta de calle. Era el sobrino del señor Marín, Raúl
Castañeda, con una valijita de cartón imitación cuero. Tenía bigotes y pantalones cortos,
una corbata negra con el nudo mal hecho y las orejas también negras por el polvo del largo
viaje en tren.
La tía le asignó un cuartito al lado de la cocina, que en otras épocas había sido el
cuarto de la sirvienta, y le recomendó que no fastidiara a los enanos. Raúl era un chico
serio, de pocas palabras, y esas pocas con fuerte tonada catamarqueña. No hizo comentarios
sobre su casa nueva; cuando abrió la valija sacó de su interior una pelota de goma pintada
de verde y blanco como una sandía, con un monigote cómico que representaba un perro
jugando a la pelota, y la depositó con cuidado sobre el mármol de la cómoda.
II
III
IV
33
Vulcano
En menos de cinco minutos todo el cielo del lado de tierra se volvió rosado y el mar
opaco como una chapa vieja de cinc. La playa se extendía en forma de arco entre una punta
de piedras y una larga escollera artificial, paradigma de ingeniería y de paciencia; por esa
playa ancha con tolditos dispersos para bañistas, pasaban, como todos los días a esa hora,
dos hombres.
El que iba delante vestía apenas un par de pantalones viejos deshilachados y
cortados irregularmente con tijera o gillette a la altura de los muslos; sobre las espaldas
enjutas y moradas de frío se cruzaban las marcas de los latigazos; su piel parecía la corteza
de un cocodrilo. Una cadena soldada le ceñía la cintura; detrás, a unos diez metros de
distancia, el segundo transeúnte sostenía el otro extremo de la cadena, mediante un lazo de
cuero sujeto a la muñeca izquierda. Este hombre, que tendría unos treinta años, llevaba
puesto una especie de uniforme ajustado pero cómodo, y en la cabeza una gorra militar con
visera, sobre la cual se leía, en letras de oro con fondo de terciopelo negro, su nombre de
guardián: «Vulcano»; en la mano derecha blandía un látigo largo como los que usan ciertos
pruebistas con bigotes cuando dirigen en el circo las evoluciones de cuatro o cinco caballos
empenachados al mismo tiempo. De vez en cuando hacía chasquear el látigo para que el de
adelante se apurara, aunque de costumbre no le pegaba porque estaba demasiado lejos, y
además porque el otro era obviamente obediente.
El avión que dibujaba con humo blanco la hora en el cielo trazó las siete y a
continuación la última consigna del Gobierno: «Mesura» (desde las diez de la mañana hasta
las siete de la tarde escribía sobre la gran ciudad balnearia las diez consignas del buen
ciudadano). Mediante un palo con un clavo largo en la punta, el hombre descalzo recogía
los papeles y demás basuras que los bañistas dejaban durante el día sobre la playa. A causa
de antiguos puntapiés recibidos en la boca, le faltaban todos los dientes de adelante menos
los colmillos, lo que le daba una expresión faunesca y casi cómica de lobo humanizado.
Diversas cicatrices le deformaban las tumefacciones de la cara, y pocos días antes, en un
momento de mal humor inexplicable, el guardián le había vaciado un ojo con su mismo
palo de juntar basuras; porque tenía la mala costumbre de castigarlo con lo primero que le
caía entre manos. La pérdida de este ojo, del que apenas le quedaba un jirón triangular de
párpado, lo obligaba ahora a girar continuamente la cabeza para abarcar la playa, si bien ya
se estaba poniendo práctico. No era un hombre viejo todavía; tosía sin cesar, en parte por el
frío acumulado y en parte por la mala alimentación que no le permitía restablecerse de la
bronquitis, aunque a veces encontraba en la arena y al borde de las olas pedazos de pan
viejo o esas tiritas, ya duras, que los veraneantes arrancan de las tajadas de salame y de
mortadela; y entonces se llevaba ávidamente esos restos a la boca y se los tragaba sin
masticarlos, en parte porque no le quedaban dientes bastantes, pero sobre todo porque el
guardián, cuando lo veía faltar con tanto descaro a las buenas maneras, se le acercaba,
recogiendo con rapidez la cadena, y le suministraba un latigazo.
Sobre la playa quedaban siempre abundantes vasitos usados de papel, páginas
semienterradas de diarios y revistas, cascaras de frutas, paquetes vacíos de cigarrillos,
colillas húmedas, y a veces algún pescado reseco o en putrefacción, según su antigüedad y
su origen. El tuerto los pinchaba con el palo y los iba metiendo en una bolsa colgada a su
costado; de vez en cuando vaciaba la bolsa en el mar. Para ello tenía que meterse en el agua
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hasta donde la cadena se lo permitía, y los días de oleaje la espuma alegre le subía de
pronto por las piernas como un perrito que salta sobre su dueño, mojándole los pantalones.
A veces la tela no se secaba hasta el día siguiente, de modo que el hombre se pasaba la
noche tosiendo e incomodando a los guardianes de turno, que se veían obligados a
castigarlo; entonces lo colgaban boca abajo de la polea instalada con ese fin sobre el
brasero, hasta que se secara, o le llenaban la boca con la porquería del balde que les servía
de letrina, lo que habitualmente le provocaba vómitos espasmódicos. Y no faltaba en esas
noches largas el guardián nuevo y oficioso que, sin saber ya qué hacer para entretenerse a
las tres o las cuatro de la madrugada, lo encontraba gimiendo y vomitando en algún rincón
de la Sala de Reeducación y pedía permiso al Cabo de turno para «hacerle la operación»
con unas tijeritas especiales de punta curva, que los guardianes llevaban siempre colgadas
del cinturón con una cinta de muaré, como insignia del oficio, pero que no podían usar sin
permiso de sus superiores; y al descubrir que ya lo habían mutilado varios meses antes, se
irritaba y (buscando instintivamente alguna aplicación a ese afán de actividad que el
hallazgo del hombre le había suscitado, ya que la actividad contenida provoca a menudo
amargura de carácter), terminaba por suministrarle inyecciones de cualquier cosa, lavandina
o acaroína o cola de carpintero hirviendo, en lugares incómodos del cuerpo como la
próstata o el paladar, con fines aparentemente científicos o simplemente jocosos, para tener
algo que contar a sus amistades. Por otra parte, después de una de esas noches de tos, el
tuerto se desempeñaba mal en sus tareas de la playa, y Vulcano, aunque era uno de los
Guardianes de Basura más bondadosos, no podía hacer menos que castigarlo nuevamente,
para incitarlo a aumentar su rendimiento. Pero hoy por suerte había dormido bien, y el
guardián lo dejaba trabajar en paz.
Avanzaban ensimismados, cada uno en sus problemas, por la arena; el basurero
aprovechaba estos momentos de calma relativa para reflexionar, porque en otros tiempos la
meditación había sido su ocupación favorita. Naturalmente, sus reflexiones no eran ahora ni
sistemáticas ni ordenadas. Saltaba de una idea a otra, y con el correr del tiempo, a medida
que los azares y las combinaciones del mundo circundante iban reduciéndose para él a un
círculo cada vez más estrecho y por consiguiente más desdeñable, el carácter de su
pensamiento se tornaba inversamente cada vez más y más abstracto. Pero no por eso se
había vuelto insensible, y como es lógico deseaba alejarse de su medio ambiente actual, que
lo perturbaba. La práctica del pensamiento abstracto, además, aunque excelente como
distracción, no conseguía disipar del fondo remoto de su mente cierto temor constante, de
esencia netamente concreta, y en cierto modo justificado, que con la periodicidad de un
péndulo o de una rueda de molino asomaba su carita de ratón detrás de las más diversas
reflexiones; en efecto, consciente del genio caprichoso de sus guardianes, temía perder el
otro ojo, y volverse inservible. Porque en ese caso no le habrían dado más de comer.
Bajando oblicuamente por las barrancas de miósporos y tamariscos verdes, del otro
lado de los pantanos y dunas contiguas a la playa, se acercaba con paso rápido y firme un
muchacho de unos diecinueve o veinte años, morocho, con el labio arruinado por un
angosto bigotito negro; sus ropas se asemejaban a las del guardián, pero en lugar de gorra
con visera llevaba en la cabeza una boina sin inscripción, como los aspirantes a guardianes.
Por un sendero seco atravesó los pantanos cubiertos de juncos; abría los brazos como dos
alas, para saludar jubilosamente al guardián, y al mismo tiempo le hacía señas de esperarlo.
Cuando ya estaba a menos de cincuenta metros de distancia, le gritó:
—¡Déjemelo un rato, para practicar!
El guardián, señalándose con un ademán obsceno cierta parte del cuerpo, le contestó
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no sin gentileza:
—¿Y no prefieres practicar con esto?
Ante la cordialidad del recibimiento, una sonrisa inmunda iluminó la cara del
muchacho; pero como éste casi carecía de imaginación, no cedió a la tentación de
improvisar un epigrama, limitándose a replicar:
—¡Prefiero practicar con su hermana!
El otro se rió a carcajadas, porque él sí era imaginativo, y tenía realmente una
hermana, mucho mayor que él puesto que pasaba de la cincuentena. El aspirante se le
acercó e insistió en su pedido; el guardián condescendiente se desenlazó de la muñeca la
correa de la cadena y se la dio, aconsejándole:
—Un rato no más; quiero volver temprano.
—Déme el látigo, también —pidió el muchacho.
Quedaba poca gente en la playa. En ese momento pasaban dos criaturas
persiguiendo un perro. Al ver al tuerto, el perro se plantó en la arena y le ladró reculando,
como suelen hacer los de su especie.
—¡Fuera, bruto! —le gritó el aspirante amenazándolo con el látigo.
—No seas brusco —dijo el guardián—. ¿No ves que es de esos nenes?
El muchacho recogió parte de la cadena que lo separaba del tuerto, para acortar la
distancia, y se puso a demostrar su pericia con una serie de latigazos certeros sobre los pies
del hombre; calculando la longitud exacta, trataba de rodearle los tobillos con la punta del
látigo, lo que obligaba al basurero a saltar continuamente, como quien vadea un río
escogiendo las pocas piedras emergentes. El guardián siguió avanzando mientras tanto por
la playa, aunque de vez en cuando volvía la cabeza para observarlos; temía que el
muchacho soltara la cadena y dejara escapar al tuerto, con las corridas y pérdidas de tiempo
consiguientes, ya que, por lo menos teóricamente, les estaba prohibido disparar sobre un
inadaptado. Porque a veces los familiares, si por casualidad tenían alguna influencia en el
Gobierno, reclamaban el cuerpo; y si encontraban en él agujeros de bala (siempre
suponiendo que su influencia fuera suficientemente poderosa, posibilidad que no debía
descartarse, puesto que hasta en las mejores familias se presentan casos esporádicos de
inadaptación), podía ocurrir que se atrevieran a protestar ante el Director de la Casa Cuna; y
aunque el Director parecía en ciertas ocasiones demasiado comprensivo, no era totalmente
inconcebible que ese día estuviera de mal humor, y se decidiera a incluir alguna nota
cáustica en la foja de servicios del guardián responsable del agujero o agujeros
mencionados.
—¡Trabaje sobre una pata! —gritaba el aspirante.
El tuerto tenía que encoger una pierna, como los flamencos, y trabajar saltando
sobre un solo pie. Cuando perdía el equilibrio y se apoyaba en ambas piernas, el muchacho
le daba un latigazo en el cuello, soltando una carcajada de sano placer.
—¡A cuatro patas! ¡Junte las basuras con la boca! —ordenaba.
El basurero era práctico en estos ejercicios. Se colgaba la bolsa del cuello y corría
por la arena como un sabueso, mordiendo los papeles y las espirales de cascara de naranja,
para luego echarlos dentro de la bolsa con un movimiento diestro de la cabeza.
—¡Cave al borde del agua!
Y el hombre cavaba rápidamente un pozo, que se llenaba solo de agua salada y
arenosa.
—¡Meta la cabeza!
El tuerto introducía la cabeza en el pozo, conteniendo la respiración, y el jovencito
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se la hundía hasta el fondo, apretándole la nuca con la bota, una de esas botas de montaña,
con clavos en la suela, más bien inadecuadas para la playa; el cuerpo del basurero se
retorcía sobre la arena, como si se ahogara.
El guardián se había distanciado bastante; volviéndose, gritó:
—¡Basta de juegos! ¡Hazlo trabajar, que la pereza se contagia!
El aspirante soltó la cabeza del tuerto, le cruzó la oreja de un golpe con el mango
del látigo y le ordenó que siguiera juntando basura.
—¡Más rápido! —aullaba sonriendo.
Y el hombre iba y venía, tosiendo arena, esquivando los latigazos. El guardián los
esperaba con un cigarrillo en los labios.
—¿Qué número es este, que está tan arruinado? —le preguntó el aspirante cuando
se acercaron.
—Es el famoso 137.
—¡El 137! —exclamó el muchacho, abriendo con incredulidad sus hermosos ojos
oscuros—. Justamente cuando di mi examen de aspirante tuve que hablar sobre sus
características de Inadaptación.
—Yo ni sé qué habrá hecho; sé que es famoso, nada más.
—Cuando pasé a dar examen, los Guardianes Profesores de la mesa rogaron
gentilmente a las damas presentes que desalojaran el salón.
En un arrebato de furor se acercó al tuerto y empezó a darle latigazos hasta
derribarlo; cuando lo vio en el suelo lo aferró por un brazo y siguió administrándole
puntapiés en la axila. El basurero gemía suavemente.
—Así no vamos a terminar nunca con esta playa de la gran puta —dijo el
guardián—. Cuando tengas tus buenos años de guardián se te pasarán las ganas de jugar
con un basurero o de tocarlo.
—No sé cómo el gran Dios permite que existan.
—Para que sirvan de ejemplo.
—Esos pobres chicos inocentes que pasaron con el perro… no es justo que vean
estas cosas, a esa tierna edad… Piense que una vez los vecinos lo espiaron en el jardín del
fondo de su casa, y estaba en calzoncillos, al sol.
—Así son, así son todos —dijo el guardián escupiendo.
—¡Un profesor del Liceo Mixto! Otra vez lo oyeron hablar por un teléfono oficial
muerto de risa. Y un día de fiesta religiosa escupió sobre un gato sagrado, haciéndose el
distraído.
—El que más, el que menos, una vez que empiezan a desbarrancarse… —musitó el
guardián, un poco aburrido.
El entusiasmo justiciero de estos adolescentes sin experiencia le resultaba fatigoso y
monótono; creían posible readaptar a un inadaptado. El por su parte prefería pensar en la
recién casada que acababa de mudarse al lado de su casa y que todas las mañanas se subía a
un banquito para conversar con su mujer por la ventana de la cocina.
El basurero mientras tanto se había internado en el agua con el pretexto de vaciar la
bolsa, y aprovechaba esta circunstancia para mojarse el pecho, porque los clavos de la bota
le habían desgarrado la carne, y quizá el agua salada pudiera contenerle de algún modo la
sangre. Al verlo así agachado, el aspirante dio un buen tirón a la cadena, y el tuerto cayó
doblado en dos dentro del agua; una ola lo revolcó y lo cubrió de espuma feliz. Cuando se
levantó, tambaleante, con una mano sobre los tajos de la tetilla, el guardián repitió:
—Dámelo. Así no vamos a terminar nunca.
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—¡Cuándo me entregarán uno para mí solo! —suspiró el jovencito—. Tal vez me
nombren suplente después del examen de mayo.
—En mayo no hay más playa; en el mejor de los casos te darán un basurero de
caminos —observó juiciosamente Vulcano.
Después de devolverle el látigo y la cadena, el aspirante se alejó silbando por donde
había venido. Se miraba las manos y se las frotaba contra la chaqueta, vagamente
avergonzado de haber tocado a un basurero.
El guardián y su paciente siguieron avanzando por la arena; oscurecía. Del lado de
tierra soplaba un viento frío, despeinando la cresta de las olas y arrancándoles velos de
espuma; el mar, oscuro y bajo, se agitaba progresivamente. Ya no quedaba nadie en la
playa, salvo un vendedor ambulante de café que regresaba de prisa hacia la escollera, en
bicicleta, por el borde mismo de las olas. Las gaviotas blancas de alas negras se demoraban
en el aire, como esperando un milagro, allí donde el basurero había vaciado su bolsa en el
mar. Del cielo terso y transparente emergían las luces de los planetas.
Los dos hombres, siempre unidos, se acercaban poco a poco a la Punta del Amor,
una especie de cabo formado por peñascos y piedras de todo tamaño, que se interna como
un dedo en el océano. Por la arena asomaban ya, aquí y allá, los cantos filosos de las rocas
enterradas; en esta parte de la playa la tarea del basurero era más difícil, porque los bañistas
dejaban residuos engañosos y complejos en los intersticios y grietas de las rocas, y a
menudo sus pies descalzos resbalaban sobre esas superficies mucilaginosas cubiertas de
algas como herrumbre.
Llegaron por fin a la Punta propiamente dicha, donde la arena se extingue al pie de
las rocas amontonadas al azar: en la penumbra del crepúsculo el tuerto confundía con restos
de comida las aguasvivas muertas en los recovecos, y con caracoles los conos de cartón
mojado de los helados. La cadena se le enganchaba en las aristas de las piedras y el viento
frío hacía llorar su ojo vacío, toser su pecho sin camisa.
No obstante, saltaba entre las piedras con cierta animación, como siempre le ocurría
al llegar a la Punta del Amor. Porque allí algún día, tal vez mañana, tal vez hoy, habría de
poner en práctica su modesto proyecto de evasión, basado en mínimas coincidencias y
azares microscópicos, pero no por eso menos minuciosamente estudiado que un final de
ajedrez. El de hoy era un día propicio; no se sentía demasiado cansado, y el guardián
parecía distraído, casi tolerante. En la parte más alta de la Punta del Amor, adonde no
llegaban casi nunca las aguas, había un peñasco de bordes cortantes, apoyado en posición
precaria sobre dos o tres piedras medio sueltas, en lo alto de una roca vertical. El tuerto, que
lo había observado a luz variada de los noventa o cien ocasos de ese verano, conjeturaba
que quizá fuera factible, con un poco de suerte, mover el peñasco haciendo palanca en la
base, y dándole un empujón obligarlo a caer al pie de la roca vertical, sobre unas grietas
transversales por donde el mar entraba y salía regurgitando como en una cañería. Su plan
era éste: aprovecharía un momento en que el guardián estuviera cerca, mirando para otro
lado; se subiría a la roca, dejaría caer la cadena sobre las grietas de abajo, y encima el
peñasco; no era del todo imposible que al desplomarse esa mole, desde un metro y medio o
más de altura, consiguiera cortar la cadena con su peso; en ese caso se echaría al mar y se
escaparía nadando, porque el guardián no sabía nadar. Se alejaría paralelamente a la costa;
ya era casi de noche, no había luna, y el guardián tendría que optar entre seguirlo desde la
orilla (y en ese caso no sería difícil que lo perdiera de vista) o salir corriendo a buscar
auxilio, lo que le permitiría volver a la costa y esconderse tierra adentro.
Por supuesto en ningún momento dejaba de comprender la inutilidad de la huida.
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Cuando uno ha llegado al fondo mismo de la abyección, donde ya nada cuenta, donde no
hay ni ascenso ni descenso y la única alternativa es cambiar el nombre del tormento, lo más
sensato es eliminarse, gesto que por otra parte no cuesta demasiado esfuerzo y siempre
suscita un mínimo por lo menos de satisfacción aun en los jueces más exigentes. De los
pozos más hondos solamente nos pueden levantar el amor, la fe y la esperanza de una
persona inocente que nos cuide como se cuida un pájaro enfermo, en un rincón caliente
cerca del fogón; hasta que un día, todavía tembloroso, se echa a volar por la cocina y se
posa en lo alto de la fiambrera o en el estante de las cacerolas. Pero al que está solo en el
abismo, como el basurero, más le vale suicidarse.
No obstante, incongruentemente, estas mismas reflexiones lo instaban a cortar la
cadena. Trepó a la roca como un mono con ciática, y cuando el guardián le preguntó,
preparando ya la fusta para bajarlo a latigazos, qué hacía allí arriba, el tuerto le señaló (le
habían cortado la lengua por gritar en la Sala de Reeducación un día de Gracias a Dios) el
mar ominoso. Su mentor a la fuerza, que a veces era un poco curioso, se volvió para mirar
el mar; el hombre introdujo mientras tanto su palo bajo el peñasco de basalto, hizo palanca,
empujó con todo el cuerpo, y derribó la mole sobre las grietas, al lado mismo del guardián.
Pero en vez de cortarse, la cadena quedó firmemente sujeta entre la roca y las
piedras de abajo, como era de prever. El guardián, escogiendo las mejores malas palabras
de un repertorio aprendido en la infancia, se soltó con furia la correa, pasó del otro lado y
trató de arrancar la cadena presa; pero no lo consiguió, ni tampoco consiguió mover el
peñasco que se había encajado con la cadena entre las rocas. Entonces se volvió hacia el
tuerto, que desde arriba y con expresión indefinida contemplaba en cuclillas sus esfuerzos,
y lo cubrió de latigazos; poco después el basurero caía hacia adelante sobre su pedestal,
escondiendo la cabeza entre los brazos. Alguien que los hubiera visto desde la playa,
recortándose negros sobre el mar casi negro, habría supuesto que el guardián era un
demente que azotaba una roca de la Punta del Amor o quizá, más sencillamente, algún
domador de fieras que practicaba su oficio en un lugar apartado; pero ya no había nadie en
toda la extensión de la playa.
Los parajes desiertos son tan aptos para desahogar el amor como para ejercer el
odio; nadie sabe qué castigos, frenéticos como adoraciones, verán las nubes o los aviadores
en las vastas mesetas sin árboles, en los faros, detrás de esos paredones interminables que
bordean algunos caminos. El guardián vociferaba en un éxtasis creciente, desplegando
periódicamente los brazos en cruz, porque no había visto nunca un ejemplo tan perverso de
desobediencia voluntaria. De pronto el tuerto se levantó sobre su alta roca y aferrando el
palo de juntar basura, erguido y dramático con las piernas abiertas, se lo lanzó de punta
hacia la cara, como una jabalina. El clavo puntiagudo (una vez por semana lo afilaban en la
piedra giratoria del tallercito de la Casa Cuna) entró por la boca abierta del flagelador y se
hundió hasta el fondo, con tanto ímpetu que el hombre cayó de espaldas, justamente cuando
más abría los brazos; la espalda golpeó contra las piedras, pero la cabeza quedó colgando
en el vacío, echada hacia atrás por el peso del palo, que poco a poco fue cayendo a un
costado, del lado del mar, como si el extinto quisiera mirarlo una vez más, con los ojos
desorbitados, preocupado todavía por discernir lo que el mudo le había señalado.
El otro temblaba convulsivamente, estremecido por la tos, excitado aún por el ardor
de los latigazos. Sin saber qué hacer, bajó de la roca y se vistió con la ropa del guardián
recientemente fallecido, aunque le costó un poco introducirse la camiseta y la camisa por
adentro de la cadena que le ceñía tan estrechamente la cintura. Se puso lodo, las medias, los
zapatos y la gorra que decía Vulcano: de vez en cuando probaba de arrancar la cadena
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aplastada bajo la piedra, sin conseguirlo. La noche era oscura, el cielo se había nublado; la
marea subía con rapidez y ya cubría al muerto desnudo, desenroscándole los rizos oscuros
del cabello y de las ingles. El basurero volvió a treparse a la roca: el viento y el rumor del
mar le recordaban una discusión violenta sostenida años atrás, en una playa, bajo la nieve,
con la única mujer que lo había amado; momentos intolerables que con el tiempo se habían
vuelto felices. Se recostó sobre una superficie plana y seca para meditar, pero por efecto del
exceso insólito de ropa y de la comodidad general de su situación, se fue quedando
insensiblemente dormido.
Lo despertaron voces. Abrió los ojos y vio que lo rodeaban seis hombres
uniformados, de edades sumamente diversas, cada uno con un farol; eran guardianes,
porque en sus gorras se leían sendos nombres de deidades: Moloch, Osiris, Buda Baco, Sol
y quizá por un error de información Pachamama. El viento había cesado, pero la noche
parecía más oscura aún a causa de los faroles, que ahora los guardianes le acercaban a la
cara, simultáneamente, como un grupo excesivo de Reyes Magos en un nacimiento.
—¿Dónde está el Guardián de Basuras? —le preguntó el guardián más alto, cuya
frente decía Osiris.
Incorporándose el tuerto miró hacia abajo. El cadáver desnudo había desaparecido;
al parecerse lo habían llevado las olas, que ya cubrían por completo el peñasco derribado.
Al ver esto, quiso explicar a sus espectadores el vínculo que lo unía a la roca, para que lo
liberaran, y se señaló la cadena que le cruzaba el vientre, invisible bajo la chaqueta
abotonada. Entonces los guardianes exclamaron, sin entender:
—¡Se lo ha comido!
El hombre se sentó en el suelo y con una leve expresión de fastidio, convertida en
desdén por las cicatrices, comenzó a recoger la cadena para hacerles más evidente su
situación; pero con gran asombro suyo, por más metros que recogiera, la cadena seguía
subiendo con toda facilidad, hasta que le llegó a las manos el lazo de cuero del otro
extremo. Comprendió entonces que el vaivén considerable del mar había movido las rocas
durante su sueño, y que la libertad había pasado a su lado como un tigre curioso que olfatea
a un dormido, sin despertarlo.
Resignado, se puso de pie, entregó el extremo de su cadena al más anciano de los
guardianes, y por su propia decisión inició en silencio el descenso hacia la playa. Las seis
poderosas divinidades, preguntándose cómo habría hecho para comerse a Vulcano, lo
siguieron con respeto, bajo las estrellas.
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Felicidad
Tres chicos con cornetas cruzaban la calle principal de Valdivieso, golpeando una
cacerola con un cucharón descascarado. El Secretario del Partido de Oposición
Constructiva de la Provincia cerró distraídamente la ventana y se apretó un dedo. Mientras
saltaba sobre el pie izquierdo con el dedo magullado en la boca, su joven interlocutor, de
espaldas al sol que entraba casi rumorosamente por la puerta, le preguntó con voz afable y
ronca: —¿Quiere que le traiga la botella del alcohol?
El Secretario asintió con la cabeza, como una gallina que come maíz, sin sacarse el
dedo de la boca. Lentamente, porque era rengo, el Prosecretario Honorario fue al cuarto de
baño a buscar la botella; cuando regresó, su jefe se observaba con una lupa el dedo
enrojecido.
—Pronto, pronto —protestaba.
El otro le tendió la botella. El Secretario, con cierta dificultad, introdujo el dedo en
el gollete; después de un instante lo sacó y se lo chupó.
—¿Decía? —preguntó el joven rengo.
—Que está muy pálido —contestó el otro, ya más tranquilo, repitiendo la
operación—. Se ve que el balance del mes pasado lo ha perjudicado, aparte de habernos
perjudicado a todos en general.
—Siempre fui pálido —observó el rengo.
—No es una explicación —insistió su jefe—. No es que quiera meterme en su vida
privada, Dios me libre, pero además de pálido, amigo Trenti, está ojeroso.
—Paciencia —dijo Trenti, mirándose de costado en el vidrio de la biblioteca vacía.
El Secretario, que ya había metido varias veces el dedo en el alcohol para lamérselo
con expresión abstraída, advirtió de pronto que no lo podía sacar.
—Tiene que tomarse unos días de descanso, alejarse de esos libros insalubres
—exclamó, meneando la botella sobre el escritorio polvoriento—. Vaya a Colquetá como le
digo, el Partido le paga todos los gastos.
—¿A Colquetá? ¿A hacer qué?
—Es un sitio histórico, pintoresco. Fundado nada menos que por el indio Colquetá
cuando arrasó con el convento de la Santa Astilla de la Cruz y se casó con todas las monjas.
Sus Carnavales son famosos, una vez vino un señor de la Capital para sacar una película.
—No me gusta viajar sin un motivo definido —dijo Trenti.
Impacientado por la respuesta, el Secretario dio un golpe sobre el escritorio con la
botella, que se rompió. Entre los dos trataron de salvar los papeles y retratos de jugadores
dispersos sobre el mueble, derramando de paso un tintero. Al Secretario ahora le colgaba
del dedo un poco menos de la mitad de la botella. Alzó la mano y miró las puntas del
vidrio, verdes al sol con vetas azuladas de tinta.
—Esto es peligroso —dijo.
Volvió a abrir la ventana y golpeó delicadamente contra un barrote de la reja el
resto de la botella, que se deshizo y cayó a la vereda con un rumor de caireles.
En Colquetá conservan la tradición —prosiguió— de festejar el último día de
Carnaval quemando un gran muñeco que representa al dios Momo.
Trenti levantó de la mesa un último pedacito de vidrio y lo tiró por la ventana.
—El domingo pasado —insistió el Secretario— el Comisionado Interventor del
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Partido Peronista pronunció un discurso impromptu sobre un barril de la Cantina
Justicialista de Colquetá, prometiéndole a la población que este año, en vez del muñeco
tradicional, quemarían a un opositor, para expresar simbólicamente el ideal fundamental del
Consejo Superior Unánime del Partido, que es como todos sabemos eliminar la Oposición.
—Si ya no queda nadie de la Oposición —observó Trenti, secando con un trapo de
piso la tinta derramada.
—Quedamos nosotros, los Constructivos. Aunque votamos por Perón, el Consejo
Superior ha decidido hace dos semanas declararnos Oposición; ayer llegó el telegrama.
Naturalmente, nuestro Delegado Constructivo en Colquetá se escapó a Santa Bárbara media
hora después de enterarse del discurso del Comisionado, pero la Subdelegada, Madama
Souza como la llaman o sea la señora de Souza, nuestra famosa oradora de barricadas, no
ha querido dejar solo al marido por razones de salud mental, y ahora se teme por su suerte.
Imagínese, la única Opositora Constructiva en ese agujero abandonado de la mano de Dios,
para peor en medio de una salina.
—¿Y yo qué tengo que hacer?
—¡Salvarla! Salvar de quién sabe qué peligros a nuestra valerosa «dama de pique»,
como la llaman hasta sus adversarios. Como quien no quiere la cosa, dándoselas de turista
adinerado en vacaciones, se aparece sin decir esta boca es mía, olfatea un poco el ambiente
entre el sábado y el domingo, y en último caso, si no la encuentra, siempre puede averiguar
en la policía.
El viernes por la noche el Prosecretario Carlos Trenti llegó a Colquetá, capital del
departamento de igual nombre. De la oscuridad que envolvía la estación brotaban nubes de
polvo caliente. Trenti se inscribió en un hotel promisoriamente denominado «Las Delicias»,
y el sábado a las diez de la mañana salió en busca de Madama Souza. Después de probar
tres direcciones equivocadas, aunque muy cercanas entre sí, dio con la casa; un anciano de
edad extraordinariamente avanzada le abrió la puerta.
—La vieja no está —dijo el viejo.
—¿No sabe dónde puedo encontrarla? —preguntó Trenti.
—¡Qué me importan las andanzas de esa loca! —exclamó el señor Souza,
enojado—. Se habrá muerto por aquellos pajonales —agregó—. ¡Sale a pescar sin
sombrero! Y ahora se me ha descompuesto el calefón del baño, no puedo pelar la gallina. Y
no me venga con el cuento de cambiarlo; siempre anduvo bien.
De pronto se lanzó a la calle para capturar un pollito que se había escapado por el
zaguán. Por querer ayudarlo, Trenti metió el pie rengo en la cuneta de la calle y se manchó
de barro verde los pantalones; mientras trataba de limpiarse con un pañuelo, el viejo
regresó con el pollo, besándolo en el piquito y recriminándole el trabajo que le daba.
Inmediatamente después se encerró en su casa, sin dirigir una sola palabra de consuelo o
despedida a su visitante.
Trenti almorzó en el hotel, en un bar apenas iluminado por la difracción de un único
haz de sol que pasaba por un agujero de la persiana cerrada, y a través del cual se veían
flotar soñadoramente el polvo espeso del ambiente y las moscas hipnóticas. Dos
parroquianos y el dueño del hotel comentaban en voz baja pero jocosa el espectáculo
anunciado para la noche del domingo. Después de almorzar, el recién llegado se encaminó
rengueando, con un escarbadientes en la boca, al Comité del Partido de Oposición
Constructiva de Colquetá.
Detrás de un mostrador de lata un personaje obeso y morocho de facciones
mongólicas, para decirlo en dos palabras una india con el pelo peinado hacia arriba, se
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pintaba las uñas de los pies. Contestó sin levantar la vista. No, no sabía dónde estaba
Madama Souza; todos los días había cambios, todos los días una nueva. Todavía no habían
reemplazado el cartel porque en Carnaval los pintores no trabajan, pero ahora el Comité
pertenecía al nuevo partido de coalición Oposición Justicialista. Tampoco ella trabajaba un
sábado, había venido al Comité por una gran casualidad porque sabía que Madama Souza
tenía un esmalte violeta en el roperito que de todos modos ahora iría a parar a manos del
Movimiento Peronista Femenino.
Esa misma noche Trenti asistió desde la vereda a un baile familiar, aunque sin
intervenir en él porque la renguera le impedía bailar; a fuerza de mirar, se fue animando, y
finalmente entró. Pero nadie le hablaba, ni siquiera advertían su presencia; como era tímido,
no se atrevió a preguntar cuál de las damas presentes era Madama Souza, suponiendo que
fuera una de ellas. Cuando salió, nadie volvió la cabeza para mirarlo; los concurrentes se
hablaban entre sí en voz baja, parecían oscuramente tristes y llenos de pasión.
El domingo casi al amanecer se le apareció en sueños la imagen de la República y le
ordenó que emprendiera una averiguación metódica. Esa misma mañana Trenti entró
resueltamente en la Comisaría de Colquetá, ornamentada con palmeras en maceta y
cartelones con caras cómicas de ex dirigentes de la Confederación General del Trabajo.
Declaró quién era y a qué venía. Al instante le exigieron sus documentos y sin mayores
conciliábulos procedieron a retirarle todo lo que traía en los bolsillos; luego le extendieron
un recibo y le pidieron el cinturón y la corbata. Sosteniéndose los pantalones con una mano,
Trenti entró, impelido por un puño vigoroso, en un calabozo fresco de paredes totalmente
escritas, dibujadas y hasta labradas por personas de gustos artísticos distintos.
Más o menos unas tres horas después vinieron a buscarlo; el Comisario quería
hablarle. Previamente le tomaron una larga declaración de sus actividades, estudios,
propiedades, sueldos, tendencias políticas y artísticas, parientes en el país y en el
extranjero; pero antes de terminar el informe entró un suboficial y señaló cortésmente que
todo había sido un error: el que debía prestar declaración era otro preso. El mecanógrafo
hizo una bola con las tres hojas que había escrito y la arrojó al canasto. En la antecámara
del despacho del Comisario, Trenti recobró inesperadamente el cinturón, el dinero, la
corbata y una copia del recibo.
El Comisario era un espléndido holandés naturalizado, rubio, de cara redonda. Al
ver entrar a Trenti golpeó la superficie de su escritorio con la palma de la mano, esa mano
que solamente sabía firmar y castigar, y dijo:
—Vea amigo, no le permitiremos que siga rondando impunemente las comisarías.
Sepa que en este país se acabó con la política, para siempre.
Y a continuación, adoptando una postura apropiada y señalando con el índice de la
derecha los retratos de Perón y de Evita, su mujer, recitó este breve poema alusivo:
—«¿Así paga los desvelos
de los hombres de gobierno
que le deparan los cielos?»
Mientras se apagaba el eco resonante de los versos, lanzando una mirada que
parecía querer penetrar hasta el fondo mismo del cerebro de Trenti, el Comisario juntó
todos los papeles que cubrían su escritorio y con un ademán un sí es no es teatral, se los tiró
a la cara. La entrevista fue breve pero su significado no pasó inadvertido, dejando un
profundo recuerdo en el alma de todos los que en ella hicieron acto de presencia, desde el
más encumbrado hasta el más molesto servidor de la ley. Era un claro símbolo del derecho
que asiste a la Nueva Patria de amonestar a sus hijos díscolos, con cariño, con moderación,
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con natural impaciencia.
Después de quitarle el cinturón, el dinero y la corbata, y extenderle un segundo
recibo, dos policías de guardapolvo lo introdujeron en otro calabozo, más amplio y más
aireado, ya ocupado por un borracho y una dama de aspecto intermedio entre prostituta y
diputada provincial. Resultó ser Madama Souza, una mujer corpulenta de hombros
cuadrados y anchas nalgas duras, en general más joven que su marido; con una sonrisa
ambigua reconoció en seguida al nuevo locatario del cubículo enrejado.
—Mucho gusto. Ya me imaginaba que vendría a buscarme. ¿Habló con el
Comisionado?
—No. Solamente con el Comisario.
—El Comisario se reduce a obedecer las órdenes que le vienen de arriba, pobre. En
cambio el Comisionado es un hombre muy comprensivo. Usted dígale todo, todo.
El borracho dormía en el suelo, con la cara prodigiosamente arrugada y un pie
descalzo; su cabeza apoyaba sobre el zapato vacío.
—Además —prosiguió la famosa oradora—, ahora que el Delegado se ha herniado,
hago falta, hago falta.
En ese momento los dos sicarios de guardapolvo, con sendos clarines en bandolera,
abrieron la puerta del calabozo y anunciaron a la señora de Souza que podía retirarse. Dicha
patriota, habiéndose despedido de Trenti con un mohín casi obsceno y una mirada muda de
consuelo, salió entre los dos jóvenes policías que saludaron románticamente su liberación
arrancando de sus clarines una misma nota repetida, vacilante e imperiosa. El ruido
despertó al borracho que se levantó, preguntó la hora y vomitó una cantidad insignificante
de sopa en un rincón; luego volvió a acostarse sobre el cemento.
Con menos pompa la ceremonia volvió a repetirse a las cinco para el ebrio y a las
ocho para Trenti. En cada ocasión los policías eran distintos, porque la guardia se renovaba
a menudo; la última vez aparecieron disfrazados de piratas. Después de devolver al
Prosecretario la corbata, el cinturón, el dinero y todos los recibos, le explicaron que el
Comisionado Interventor del Partido Peronista enviado especialmente por el Consejo
Superior Unánime lo esperaba en la Municipalidad. Uno de los piratas condujo al
prisionero hasta el edificio en cuestión situado a unas dos cuadras de la Comisaría.
Las calles de Colquetá, iluminadas mediante guirnaldas y arcos de bombitas
multicolores y adornadas con caricaturas humorísticas de políticos no afectos al régimen y
directores de diario exiliados, hablaban elocuentemente de altiva miseria y dulce jar niente.
La multitud iba y venía empujando con los pies grandes ovillos de serpentinas y papeles
también multicolores pero ya sucios y en parte mojados.
Acompañado por el ex Secretario del ex Partido de Oposición Constructiva de la
Provincia, el Comisionado Interventor del Partido Peronista en dicha Provincia entró en su
despacho; era un árabe bajo vestido de negro, con medias coloradas, paraguas forrado de
seda y galera. Se sentó detrás de su escritorio sin quitarse la galera, que en vez de cinta
llevaba una coronita de laureles de terciopelo.
—¿De qué está disfrazada Su Excelencia? —preguntó el pirata que había traído a
Trenti, haciendo ondular orgullosamente su capa colorada y negra.
—De Noble Inglés, ¿no ve el paraguas?
Y volviéndose hacia Trenti agregó:
—¡Hola, jovencito! Bienvenido. ¿Ya pensó su último deseo?
Trenti tenía hambre, dolor de muelas y sueño. Perdido como se sentía entre
desconocidos de intenciones impenetrables, su único deseo por el momento era abrazar a su
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viejo amigo el ex Secretario, abandonándose a su protección; pero éste lo contuvo
diciéndole:
—Nada de sentimentalismos, por favor. Después de todo, si ha accedido a colaborar
con nosotros en una de las páginas de historia más hermosas, más fervorosas de la
Provincia, no es el momento de personalizar sentimientos tan universales como el
patriotismo. Usted, yo, cualquier otro podría haber sido el elegido. Frente a la majestad de
una Nación, ¿qué es, qué vale la masa anónima que la compone? Cero, ni más ni menos que
cero.
Y se retiró al otro extremo del despacho, donde inmediatamente se dedicó, con un
interés al parecer absorbente, a examinar una colección de sables idénticos, que pendían
sobre una panoplia longitudinal de paño todo comido por la polilla.
—Como sugiere su amigo el ex Secretario —intervino el Comisionado con un
relámpago de picardía en los ojos— ¿quién de nosotros no se ha sentido alguna vez
consumir por el fuego del patriotismo? ¡Ja, ja! Ahora lo atenderá el médico.
Y a continuación agitó una campanilla de plata suspendida de un patíbulo en
miniatura sobre el escritorio. Trenti coligió que se habían percatado de su dolor de muelas.
Entró un joven practicante bizco, vestido de Maharaja Hindú, con una valijita de primeros
auxilios.
—Eso es lo que se llama un disfraz —dijo el Comisionado con admiración—. Lo
felicito sinceramente, amigo. Una joya, una joyita.
Frente a la panoplia, el ex Secretario lanzó un silbido de admiración, mientras
descolgaba uno de los sables para estudiarlo mejor.
—Me duele mucho esta muela de arriba —trató de explicarle Trenti al practicante.
Y se metió el dedo en la boca, señalándole el lugar que le dolía. Sin preocuparse por
el diente, el practicante le levantó los párpados con el pulgar, uno tras otro, y con un
martillito de goma le golpeó diversas partes del cuerpo, para observar sus reacciones; luego
le ordenó que se quitara el saco y se arremangara la camisa. Con el faldón de su indumento
de seda limpió someramente una aguja hipodérmica que extrajo de la valijita y procedió a
llenar el recipiente de vidrio correspondiente con un líquido violáceo que parecía tintura de
yodo. Acercando a su boca el brazo desnudo de Trenti, le lamió un poco el bíceps para
lavarlo con la saliva, y le aplicó la inyección. A continuación le revisó distraídamente la
región hepática con el estetoscopio.
Mientras tanto el Comisionado y el ex Secretario se habían sumido en una discusión
cuyos violentos ademanes contrastaban con la suavidad de las voces, casi imperceptibles; al
parecer discutían los méritos relativos de dos espadas iguales, pero de vez en cuando
observaban a Trenti de reojo, como dando a entender que sólo él estaba en condiciones de
pronunciar la palabra definitiva, de colocarse como un árbitro entre las dos armas y con un
gesto patriarcal (que por el momento le parecía imposible, sin embargo, tan fuerte era la
pereza que lo invadía) decir: ésta, sin lugar a dudas, es la mejor.
El hindú se encontraba ahora junto a la ventana, comentando con el pirata el baile
popular que acababa de iniciarse en la plaza. En efecto, a lo lejos se oían los altoparlantes
que propalaban uno música vienesa y el otro música cubana, superpuestas sin mayor
discriminación. Cuando Trenti quiso acercarse a la ventana para oír mejor la música,
comprobó que no podía moverse sin grandes esfuerzos y mucho menos levantarse de la
silla. La inyección le había calmado el dolor de muelas, pero lo había dejado exánime.
No obstante, experimentaba en todo el cuerpo una euforia peculiar, como un alegre
millón de alfileres o burbujas de soda, que lo incitaba a observar complacido todo lo que
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ocurría en el vasto despacho; le encantaba en especial el Comisionado, que en esos
momentos, con el paraguas en una mano y el sable en la otra, simulaba atravesar de una
estocada el vientre del ex Secretario. Este se acercó a Trenti, le tomó el pulso con aire
reflexivo y agitó por segunda vez la campanilla del patibulito, mientras el Comisionado,
cada vez de mejor humor, bailaba la rumba-vals de los altoparlantes, rodeando con el brazo
derecho la cintura de una compañera imaginaria. Un perrito pekinés que hasta ese momento
había vigilado desde un escabel las idas y venidas de los circunstantes, se echó de pronto a
ladrar espasmódicamente, bajó de su escabel y trató de morder el paraguas del
Comisionado; éste a su vez lo amenazó en broma con el sable, mientras el pirata y un
representante de la policía montada se llevaban del despacho a Trenti, que apenas podía
caminar, pero no por eso dejaba de sonreír agradecido, balbuceando una despedida cordial.
Tal vez por efecto de la inyección, se sentía como inundado por una especie de oleada
cálida de afecto hacia el frivolo y despreocupado Comisionado.
Lo ayudaron a subir a un camioncito decrépito. Un cartel sobre el parabrisas
declaraba aún su nombre y destino cotidianos: «La Estrella Doble. Venta de Antracita y de
Coke»; pero el resto del camión había sido lujosamente adornado y embellecido para la
ocasión, mediante listas diagonales alternativamente verdes y blancas. De un palo plantado
sobre el techo de la cabina descendían radialmente hacia la periferia del vehículo
incontables guirnaldas temblorosas de flores de papel coloradas y amarillas. Bajo esta
pérgola sucia colocaron a Trenti, sentado en una sillita de paja, de espaldas al motor;
delante de él se ubicaron a continuación el agente de policía montada y el pirata, sobre
sendos cajones de cerveza. Una enfermera samaritana manejaba el camión.
Así se inició el desfile de Trenti. Casi instantáneamente llegaron a la avenida
principal de Colquetá, por la cual avanzaban dos hileras de vehículos, en direcciones
opuestas, sobre una capa de serpentinas que se enrollaban en los ejes y formaban gruesos
apéndices de colores en el centro de las ruedas. Había sulkys y jardineras, volantas, coches
de plaza y automóviles; los caballos ostentaban penachos en la cabeza y adornos
florifrutales en el lomo y la cola. La presencia conciliadora de una carreta de bueyes
obligaba a la caravana a desplazarse con benévola lentitud.
Apenas se agregó el camión a la fila de coches, pasó a constituir el centro de la
atención general. Era lo que todos aguardaban (con esa ansiedad que no excluye sin
embargo la posibilidad de una decepción) para sentirse vinculados entre sí, como a veces
ocurre con los componentes de una multitud limitada, cuando a pesar de conocerse hasta el
aburrimiento logran establecer de pronto, en una hora de entusiasmo, nuevas relaciones que
derogan las cotidianas.
En un momento Trenti, el camión y sus acompañantes quedaron triunfalmente
cubiertos de serpentinas y papel picado. Las criaturas preferían lanzarles, con sus
revólveres de goma, chorros de agua sucia recogida en las alcantarillas; una mujer soltera
de edad algo avanzada y expresión pétrea arrojó un clavel rojo que dio en el blanco, es
decir en el regazo ya multicolor del Prosecretario. Éste sonreía sin cesar, dichoso por
primera vez en su vida anónima, mientras su mente erraba como quien recoge asfódelos por
una pradera de beatitud neumática, quizá por efecto de esa inyección.
El policía-pirata, entusiasmado y agitado, lamentaba no poder asomarse a los dos
lados del camión a la vez, para responder, con alegres insultos y referencias a la vida
privada de sus compueblerinos, al homenaje popular que también él compartía y apreciaba;
en cambio el guardia de la montada, que se había visto obligado por el calor a desprenderse
la chaqueta, se reducía a extraerse con monotonía de metrónomo el papel picado que se le
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introducía entre la camiseta y la piel. En voz baja, la samaritana gruñía malas palabras, y a
intervalos espaciados, cuando nadie se lo esperaba, gritaba como un trueno: ¡Viva Perón!
Al llegar al extremo de la avenida los carruajes rodeaban la plaza y regresaban,
entre un estruendo de pitos y matracas que confortaba los corazones y despavoría los
caballos. Pero a las diez de la noche los altoparlantes anunciaron que el corso había
terminado y que por lo tanto los coches debían retirarse de la calzada para que el
Representante de la Oposición pudiera recorrerla por última vez gloriosamente solo. En
medio del entusiasmo casi histérico de los concurrentes, Trenti, incapaz de todo
movimiento, desfiló sonriendo, sentado en su camión como un faraón egipcio, bajo una
lluvia de flores de papel y otros proyectiles afectuosos, a lo largo de los balcones, los palcos
y los cordones de espectadores radiosos que entrelazando las manos cantaban con inocente
fervor «Los Muchachos Peronistas». Algunas mujeres se arrodillaban y rezaban
golpeándose el pecho con mirada extática, y una niña disfrazada de patito atravesó
corriendo la avenida para entregar a la samaritana un ramo de azucenas. La enfermera le
espetó una palabra espantosa, agregando entre dientes algo incomprensible que terminaba
en Evita.
A medida que Trenti se iba acercando a la plaza principal, la multitud abandonaba
sus puestos de observación y se sumaba al séquito del camión, formando una ancha
procesión jocosa que avanzaba a saltos a los costados y aun delante del vehículo, aunque
los más favorecidos eran los que iban detrás prodigando encomios a los organizadores del
espectáculo, que entre otros aciertos habían sabido elegir una víctima propiciatoria capaz de
iluminarles el alma hasta en sus rincones más recónditos con la mera felicidad de su
sonrisa. Cuando el camión llegó a la plaza, una banda militar lo recibió con una marcha, y
la fachada gótica de la Municipalidad se encendió toda de bombitas celestes y rosadas que
formaban el escudo provincial con zonas parciales de oscuridad porque la mitad de las
bombitas estaban rotas o quemadas o habían sido transportadas por el diputado Mariano
Moreno Jalam al jardín de su nueva residencia, con motivo justamente de los carnavales.
Dos conocidos mellizos de Colquetá, vestidos de diablos, ayudaron al pirata y al
guardia de la policía montada (aferrado ahora a una tajada de sandía que una cuñada suya le
había ofertado al pasar) en la tarea de hacer bajar al Prosecretario entumecido del camión,
entre vítores y protestas de las personas bajas que no conseguían ver lo que ocurría sobre
todo porque los padres alzaban a sus criaturas sobre los hombros, obliterando el campo
visual de los rezagados. A pesar de la apatía muscular que todavía lo paralizaba, Trenti
comprobó que ahora podía caminar, siempre que lo sostuvieran ligeramente los diablos;
con la confusión nadie advertía que era rengo, ni tampoco que no era plenamente dueño de
sus movimientos. En consecuencia casi todos comentaban, favorable aunque diversamente,
su serenidad, si bien algunos, que hubieran deseado verlo debatirse e insultar a los mellizos
(sepulturero y guardián del cementerio local respectivamente), se sentían un poco
decepcionados.
En ese momento empezó a llover y los espectadores mejor disfrazados se retiraron
en tumulto hacia las arcadas que circundaban la plaza, en posesión de la cual quedaron
únicamente los seis o siete fantasmas y romanos que sólo vestían sábanas, y un marciano;
aunque después de unos minutos de lluvia el marciano se vio obligado a quitarse el casco
que al parecer le permitía soportar la presión inusitada de la atmósfera terrestre, para
refugiarse también él bajo la arcada, apostrofando a un amigo suyo Superman que allí lo
esperaba muerto de risa:
—¡Yo te había dicho, desgraciado, que si se mojaba el casco espacial se descolaba!
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Los mellizos, sin parar mientes en la lluvia, conducían mientras tanto a un Trenti ya
empapado y levemente preocupado por la deserción de su público hasta la plataforma de
cemento imitación mármol que se extiende frente a la estatua de la Constitución
Justicialista, personificada por la vieja Victoria de Samotracia de yeso del Colegio Nacional
a la que habían agregado recientemente un brazo de mezcla y alambres para que pudiera
sostener en la mano el rollo de papeles que justamente debía simbolizar la nueva
Constitución.
Sobre esta plataforma se alzaba la pira oficial, o sea un palo alto que emergía de un
montón de leña. El palo servía también de mástil para la ocasión, y de él colgaba en esos
momentos, como un trapo mojado, la bandera que no ha sido atada todavía al carro triunfal
de ningún vencedor de la tierra.
Uno de los diablos se corrió hasta la arcada y allí obtuvo de algún admirador un
paraguas para proteger de la lluvia a Trenti; éste lo aceptó, se sentó sobre unas maderas de
la pila, y se dispuso a esperar pacientemente que comenzara la ceremonia diferida.
Por suerte no tuvo que esperar demasiado. Poco después cesó la precipitación; los
espectadores repoblaron rápidamente la plaza, la banda militar prorrumpió en la ejecución
de la marcha «Escudo Peronista», que tantas lágrimas hizo asomar en tantos ojos, y la
Comisión Directiva del Comité de Festejos Carnavalescos de la Nueva Argentina se alineó
a un costado del monumento. Trenti observó con halago que entre sus miembros figuraban
el ex Secretario de su Partido, la señora de Souza y el venerable señor Souza, prestigiado
por el único sombrero de copa de la asamblea y por las atenciones especiales del
Comisionado. En cambio no se veía en ninguna parte al Comisario de Policía;
probablemente sus obligaciones no le daban un minuto de reposo.
Una compañía de boy-scouts tomados de la mano formaban en torno de la pira
oficial un cordón humano que bajo la presión de la multitud afanosa se cortaba
continuamente, dejando pasar grupitos de entusiastas que luego quedaban aislados en el
interior del círculo vacío y para disimular su timidez se ponían a saludar a sus conocidos y
los llamaban para que vinieran a hacerles compañía.
Después de cerrar laboriosamente el paraguas y devolverlo, Trenti subió a la pira
ayudado por los diablos que le aconsejaban pronunciar una oración o discurso de
circunstancias, mientras requerían silencio al auditorio.
—¡Que hable, que hable! —gritaban a compás los espectadores.
—Querido público —se decidió por fin a decir el sacrificado, recobrando, quizá por
influjo de la emoción, el uso perdido de la palabra—, agradezco conmovido esta
manifestación de afecto a mi entender inmerecida, y antes de rematar la fiesta quisiera
confesarles que éste ha sido el día más feliz de mi vida, y que nunca sentí como en este
momento el lazo indisoluble que me une a mis conciudadanos, ya sean de mi pueblo o de
cualquier otro pueblo o ciudad de esta vasta tierra bendita y bienamada que me dio el ser…
Las lágrimas le impidieron proseguir. Rápidamente, para cubrir su confusión, los
mellizos lo ataron al palo con la soga suministrada por un boy-scout magnánimo que sin
pensarlo dos veces ofrendaba al holocausto de la hoguera patriótica lo que después de todo
constituye el adminículo fundamental de su equipo. A continuación trataron de encender la
pira, pero la madera estaba tan mojada por la lluvia que el empeño fracasó repetidas veces.
Entonces la samaritana, con expresión hierática, coronada por una aureola casi tangible de
improperios musitados entre dientes, bajó del camión una lata de nafta que solucionó
magníficamente la dificultad, ante la ovación cerrada de la multitud. De Trenti se oyó
apenas un último alarido crepitante, coreado por los diablos.
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Hundimiento
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luego huye chillando por los aires.
A continuación Ulf se sacude las plumas sueltas y observa el interior de la casilla
vacía. En los cuatro rincones, hojas y fragmentos arrugados de diario amarillento en inglés
cubren restos de papeles diversamente escritos. De estos últimos Ulf junta los pedazos y
con ellos reconstruye un recibo por la compra de un salvavidas, otro por la compra de un
cocker-spaniel, otro por la compra de una lima. Las hojas de diario corresponden todas a un
único ejemplar de The Chronicle de Auckland, que con melancólico entusiasmo anuncia
acontecimientos deportivos de otros tiempos, en los cuales ya nadie, salvo sus más directos
actores, podrían interesarse.
Juntando los trocitos restantes de papel de cartas, Ulf logra recomponer a la luz del
crepúsculo una epístola inconclusa y manchada de tinta; su destinataria es una tal Emy
Parven, de Compton Oaks, Sussex, Inglaterra. De la fecha se deduce que la carta ha sido
escrita y abandonada seis meses antes.
El texto, del cual falta todo el costado derecho, dice así:
«Querida Emy,
Te escribo desde la Isla. No…
de Stephen pueda con sus…
sobre mi actitud ni mis…
la suerte que siempre nos…
a veces bien claramente…»
Las manchas de tinta, como de tintero derramado, que cubren el resto del papel,
explican la destrucción y subsiguiente abandono de la misiva.
En otro rincón de la casilla Ulf encuentra las dos mitades de una fotografía rota. Del
lado de las imágenes, la foto muestra a un joven que sostiene por el collar un perro lanudo
con dos o tres cabezas, seguramente porque se movió cuando no debía; del otro lado se lee:
«Bobby y Cornelius en 1944».
Al parecer, la isla está totalmente o casi totalmente deshabitada; en la oscuridad
creciente, Ulf Martin intenta explorarla y se cae en un charco de agua estancada. Por fin
descubre un árbol pintoresco de fruta aparentemente comestible. Saciado, desanimado,
regresa a la casilla y se sienta en el suelo, con la espalda apoyada sobre la chapa todavía
caliente de sol. Su único pensamiento es ahora éste: ¿a quién echar la culpa de lo que le
sucede?
II
III
53
IV
Una semana después, sentado siempre en el mismo lugar, Ulf Martin está más
delgado, su cara muestra los primeros pliegues de su historia adulta, en nada comparable
con las tiernas arrugas que la contraían en el momento de su nacimiento y que tanto
asombraron a su padre, sobre lodo porque las de ahora se confunden en la maraña de una
espesa barba roja; ha conocido la ilusión y la desilusión, la lluvia, el calor, la picadura de
una mosca peculiar de la región, la inflamación gastrointestinal. De vez en cuando piensa:
en vez de matar al amante de nuestra novia conviene, en la gran mayoría de los casos,
cambiar de novia. Conserva como única reliquia casi del nutrido pasado de la humanidad
las dos mitades reunidas de la fotografía rota, y a veces, para entretenerse, se pregunta cuál
será Bobby y cuál Cornelius; como una oficina de informes en un Ministerio, la
imaginación le responde: es el perro, o es el muchacho, en ambos casos meras conjeturas
carentes de toda base.
Su parte animal no concibe la muerte, aunque en última instancia tiende siempre a
evitarla; en cambio su parte propiamente humana y pensante reconoce la existencia de un
problema y la necesidad de resolverlo. Pero las personas como Ulf Martin, cuando se
encuentran frente a un problema, no sólo se tranquilizan sino que se satisfacen enteramente
con cualquier idea agradable que implique no la seguridad sino la posibilidad de una
solución, y una vez así satisfechas se reducen a perder el tiempo en ocupaciones fútiles que
no se relacionan prácticamente con los fines que dichas personas declaran perseguir en
general y mucho menos con el problema en particular.
Mientras tanto la cinta de tierra que aún puede ser llamada isla sigue angostándose;
el mar penetra en los matorrales e inunda las zonas bajas, una tras otra, mientras los
pájaros, astutos por instinto, emigran hacia localidades más estables. La isla se parte en dos,
poco después en cinco pedazos.
Una mañana Ulf abre la puerta de la casilla y la espuma le salpica los pantalones:
durante la noche se ha desmoronado la faja de terreno que todavía lo separaba del mar. Si
no traslada la casilla a otro lugar más elevado, dentro de dos o tres días se desmoronará
también ella. ¡Oh, cómo preferiría estar en Suiza o en la Cordillera de los Andes!, piensa el
joven náufrago; sobre todo estar en mi casa en Sydney: los pájaros se van, también yo
debería irme.
De pronto decide suicidarse, como un gesto de rebeldía. Después de pasar revista a
los diversos tipos de suicidios indoloros que en ese momento consigue recordar, concluye
que, careciendo absolutamente de medios para llevarlos a la práctica, le conviene renunciar
al proyecto, y que lo más sensato, dadas las circunstancias, sería construir una balsa.
Troncos no le faltan, pero no sabe cómo sujetarlos entre sí; recordando uno de los
métodos más sencillos de resolver problemas que le han enseñado en la infancia, se deja
caer de rodillas sobre la arena blanca y reza. A continuación intenta fabricar cuerdas con los
vegetales que le ofrece la flora local; pero las cuerdas que trenza de día se destrenzan solas
durante la noche. Como no se le ocurren otras posibilidades de evasión, insiste en su
propósito, y después de unos días, cuando el mar ya se ha llevado la casilla y con ella la
fotografía de Bobby y Cornelius, consigue tejer cuerdas más o menos duraderas con
enredaderas.
Se siente apremiado, habla solo, repitiendo frases sin sentido; ha comprendido que
le queda poco tiempo. Una tormenta más fuerte que las anteriores, y el mar barrerá con la
isla. Le parece estar sobre el lomo de una ballena; por momentos hasta la siente moverse.
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Una noche de éstas, piensa, sin previo aviso, desaparecemos del mapa. La aniquilación
cartográfica le inspira aun más terror que la obliteración topográfica.
Con impaciencia, con impericia, pero en el fondo de su ser con jubilosa esperanza,
se dedica ahora a la construcción de balsas. Las dos primeras resultan tan deformes, que las
abandona. La tercera también, pero ya se ha resignado a viajar en una balsa imperfecta.
Como Ulf carece de serrucho, los troncos que la constituyen conservan tanto sus raíces
como sus palmas, lo que entorpece sobremanera la operación, y da a la balsa un aspecto
insólito de prodigio natural.
Con sus últimas fuerzas arrastra la balsa hasta lo que a pesar de sus cinco
comunicaciones con el mar exterior sigue siendo la laguna interior del atolón; en vez de
mantenerse horizontal sobre las aguas, la embarcación flota torcida, con una esquina
sumergida. Sin duda es la primera nave de su tipo. No obstante, Ulf consigue enderezarla
cargando cocos y frutas en la esquina opuesta; a continuación, dedica una noche en vela a
la tarea de tejer una vela de palmas, objeto voluminoso que se deshace continuamente y al
cual se ve obligado a renunciar una hora antes del alba, porque lo vence el sueño.
Hasta ahora Martin ha demostrado ser una persona que fracasa en todo, pero la vida
en las grandes ciudades está organizada de tal modo que hasta al ser más inútil le basta ser
simpático o tener familia para subsistir durante años sin mayores inconvenientes porque las
consecuencias de su inutilidad se compensan, anulándose, con las consecuencias de la
inutilidad de los demás. La sociedad protege a sus verdaderos devotos, y sin duda posee el
derecho de hacerlo, así como posee el derecho de marcar en la frente con un hierro
candente a los solitarios, los excéntricos, los derrotistas que pretenden ponerla en contacto
con la realidad. Bien sabe la sociedad que la realidad es intolerable, por eso insiste en
encerrarse en sus castillos de vidrio. De todos modos, razona ella, no todos los días se
presenta la necesidad de construir una balsa para escapar de una isla que se hunde.
Apenas se ha dormido, lo despierta la tormenta. Sobre el cielo nublado y lechoso del
alba se sacuden las palmeras bajo el viento repentino; las olas se lanzan al ataque como los
tanques soviéticos en su marcha sobre Berlín. ¡Pobre capitán, su castigo es merecido! En la
penumbra turbia de cine mudo, Ulf se dirige a tientas hacia su balsa, que más que nunca
parece una resaca traída a la costa por el capricho del mar, en vez de orgulloso ejemplo del
ingenio del ser que domina las ondas procelosas.
Sube, desata los lazos que la retienen a la tierra, y con la ayuda de una pértiga larga
costea la orilla interior hasta llegar al canal principal que comunica la laguna con el
exterior.
Como quien atraviesa en bote un parque inundado, se enfrenta con el mar abierto;
detrás de él comienza a blanquear el cielo. Largas nubes coloradas y violetas forman un
abanico resplandeciente cuyo vértice señala el punto por donde surgirá la luz futura;
reflejos de incendio brillan sobre la cúspide de las olas, la espuma salta y se deshace en
gotas rosadas que permanecen un momento suspendidas en el aire como mariposas. Ulf
Martin deja atrás las últimas palmeras sumergidas y emerge al Pacífico violento, arrastrado
por el viento.
La isla se recorta nítida sobre los fuegos del crepúsculo, como esos cuadros que
representan un paisaje tropical de terciopelo negro sobre un fondo de alas de mariposa.
Movido por el vaivén ascendente y descendente de las olas, Martin ve bajar y subir sobre el
horizonte luminoso las palmeras ya lejanas, peinadas por el viento como cabelleras, todas
en la misma dirección. En el interior de la balsa, las frutas y los cocos se desparraman y
caen al agua por entre los grandes intersticios que separan los troncos. Mareado, empapado,
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desvalido, el navegante tirita de frío.
Diez minutos después empiezan a ceder las ligaduras de la balsa. Ulf Martin ve
crecer la separación entre los troncos que lo sostienen, y por primera vez desde su salida de
Sydney se echa a llorar, convulsivamente. Mi vida pudo ser tan agradable, piensa, tan
tranquila y satisfactoria; era joven y sano; si no hubiera matado a un judío estaría ahora en
mi casa, en la cama, bien abrigado.
Tantos son los prodigios verdes y colorados que no volverá a ver: higos, tapas de
revistas populares, chalets, crepúsculos australianos, serpentinas, ómnibus, carteles de
remate, costillas, corbatas pintadas a mano. Gimiendo y rezando alternativamente pretende
recuperarlos.
Casi sin darse cuenta se encuentra en el agua; las últimas en abandonarlo son las
pretensiones y las convenciones. Se abraza a un tronco, pero ya no le queda nada; ya ni
siquiera se llama Ulf Martin. Se apoderan de él el frío y los calambres, una especie de sopor
semejante al sueño; en el sopor se suelta y se hunde. Si ha sido un hombre, lo ha sido
solamente un instante antes de la muerte.
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La noche de Aix
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pantalones tibios en la penumbra, más por deseo de compañía que por otra cosa. Pero no la
encontró. Los animales del África eran más o menos siempre los mismos. De pronto,
después de un intervalo durante el cual la dirección del cine no se había atrevido a encender
todas las luces porque se avergonzaba de mostrar la sala tan vacía, aparecieron en la
pantalla rectangular las estólidas caras porteñas que en su infancia le habían sido familiares,
conversando en francés en un Barrio Norte poblado de almaceneros retirados y prostitutas
en actividad. Fragmentos de la Diagonal, una entrada del subterráneo, una calle de paraísos;
hasta lo cierto resultaba falso, como en un cuadro académico. Cuando salió, el mistral
persistía, amontonando en islas irregulares el detrito amarillo de los plátanos.
Encontró la pensión cerrada y a oscuras; por otra parte todas las casas del barrio
estaban ya cerradas y a oscuras, en silencio. El silencio de los campos no es nunca tan
completo como el silencio de una ciudad, de cuyo recinto el hombre ha alejado
transitoriamente la vida que no duerme de noche. Detrás de las fachadas uniformes se
adivinaba sin embargo en la tiniebla interna, como el vago temblor de un telón que
representa un edificio, la respiración de las larvas calientes y palpitantes, gordas y blandas,
de tantos seres distribuidos paralela o transversalmente en sus camas a diversas alturas, en
un segundo piso, en un tercer piso. Falcone tocó el timbre largo rato; por fin comprendió
que la dueña había desconectado la campanilla antes de acostarse. Golpeó, llamó, pero con
voz cautelosa, porque en cierto modo lo aterraba disturbar esa multitud invisible entre
frazadas; tampoco habría gritado de noche en un cementerio, aun sabiendo que uno de los
sepultos debía acudir a su llamado. Eran las doce pasadas cuando desistió, sin rencor
porque de todos modos no había nunca ignorado que es difícil penetrar en la morada de los
hombres.
Aix invernaba resueltamente bajo las constelaciones incomprensibles del hemisferio
norte; solamente las estatuas, figuras de muerte y olvido, se atrevían a ofrecer al pasante sus
símbolos cotidianos: un rollo de papeles, un cedro, una fuente con frutas incomibles. El
único hotel que Falcone encontró abierto, en la Cour Mirabeau, estaba lleno; lo remitieron a
otro hotel, cerca de la estación, que resultó más lleno todavía ya que contenía según el
portero un club entero de fútbol. Quedaba el Rey Rene, pero era demasiado caro para
Falcone, o mejor dicho, sus precios no correspondían a ninguna realidad, como ocurre a
menudo con los hoteles frecuentados por personas famosas, ya que después de pagar por un
cuarto el precio de una bicicleta o un traje de verano resultaba incongruente renunciar a
esos objetos para irse a dormir. Guido Falcone comprendió que tendría que pasar la noche a
la intemperie.
El centro de Aix, quizá porque la ciudad no ha sido suficientemente bombardeada
como Colonia o Canterbury, carece de terrenos baldíos y de jardines. Falcone se sentó en
una especie de plaza frente al Casino, que era el único edificio iluminado, si se exceptúa
una lamparita roja de forma cúbica que pendía sobre la puerta del cuartel de policía. El
lugar era demasiado abierto, y por él fluía el mistral como un río oscuro en el que los
árboles navegaran a contracorriente. Después de un rato, el forastero se alejó entre largas
verjas por el camino a Marsella, pero al llegar al cementerio volvió sobre sus pasos,
recordando que cuando hace frío no conviene distanciarse demasiado del centro de una
ciudad porque siempre es más cálido que los suburbios. Pasó por una callecita de tierra;
entre las casas bajas divisó el hueco de un baldío.
Lo cerraba una pared de ladrillos sin revoque, con una abertura poligonal casi
circular como las que suelen formarse en las tapias de los terrenos abandonados,
agrandamientos paulatinos de un agujero iniciado por los niños que meten la mano en todas
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partes y completado por los adultos que codician esos lugares donde uno encuentra gratis la
generosidad y las ventajas que la naturaleza virgen prodiga en tierras lejanas, poco
habitadas, inalcanzables para el ciudadano medio: allí nos es permitido arrojar sin
discriminación los objetos rotos o desechados de hierro y de loza, allí se nos ofrece el
estremecimiento satisfactorio de escondernos con fines impúdicos, solos o acompañados.
Guido Falcone trepó por los ladrillos y entró.
La vegetación interior era relativamente abundante; además de una especie de
hiedra adosada al muro, había arbustos, matorrales y un árbol de hojas perennes, pero la
tierra estaba en gran parte cubierta de cascotes, restos de antiguas construcciones. Falcone
se preparó con hojas y ramitas una almohada al pie del árbol; apartó las piedras más
molestas, que le punzaban la espalda a través de la ropa; de los arbustos cortó una cierta
cantidad de ramas para taparse la parte inferior de las piernas que el sobretodo no llegaba a
cubrir. Luego encendió un cigarrillo y se acostó. Primero sintió la calma, luego la
incomodidad.
No podía dormir de cara al cielo, y en un plano inferior de su conciencia se repetía
cíclicamente una frase musical, vulgar y cansadora. Pasaban ignorándolo gatos atentos a
sus intermitentes quehaceres nocturnos, sus intereses incomprensibles para el hombre; las
ratas susurraban en la hiedra, el silencio parecía poblado de arañas. Falcone casi soñaba con
un enemigo, un déspota bajo, vestido como Napoleón en la campaña de Rusia con un
capote largo de solapas anchas, que lo buscaba en esos momentos por todas las calles no
justamente de Aix sino de Poitiers, seguido por una patrulla obediente, quejándose del frío.
Se sentía flotar bajo el firmamento, sentía la rotación silenciosa de la tierra;
atravesaba con rapidez el vasto cono de sombra, inconteniblemente, girando en la noche
estelar hacia la penumbra marginal. El viento se había calmado, y cada vez hacía más frío;
las hojas lustrosas que reflejaban la luz de un farol distante parecían ahora de vidrio, el aire
de agujas.
Así como al vislumbrar por las barbacanas de la escalera helicoidal de una torre los
arbotantes contiguos, el turista se va formando una idea ascendente y teatral de la catedral o
castillo que visita, así constataba Falcone cada vez con más nitidez la singularidad poética
de la noche. En su inocente, modesto terreno baldío de Aix, donde los siglos pasados y los
futuros parecían superponerse abolidos por la futilidad de sus acontecimientos importantes
bajo el techo en ese momento helado de Europa y en el silencio sin ladridos de perros, un
argentino se acurrucaba entre tejidos de lana de oveja como los primeros pobladores de
Francia que tal vez eran negros, y a pesar de una preparación literaria de muchos años, o
quizá gracias a ella, conseguía percibir la intensidad de la pureza nocturna que pudo haber
exaltado cualquier instante de la vigilia del hombre magdaleniano cuando, exiliado de su
cueva familiar por haber infringido un rito religioso, erraba por el valle del Ródano no
totalmente liberado todavía de los hielos, durmiendo bajo los árboles como Falcone,
esperando el ataque de otra familia o el salto letal del tigre prehistórico.
Al mismo tiempo, aislado por el frío casi poliédrico en un recinto tan inviolable de
aire congelado que si bien no bastaba para hacerle creer que era el único hombre del mundo
no le negaba sin embargo la posibilidad de considerarse como el último sobreviviente de
una campaña de la que todos los demás hubieran desistido, sentía como un símbolo más de
la noche la ausencia absoluta de cualquier deseo de expresar su soledad vertiginosa, de
encarnarla en un esquema comunicativo cualquiera que no fuera un título sin más
destinatario que el gusto de la evocación, por ejemplo «La noche que dormí en un baldío de
Aix», o simplemente «La noche de Aix». Y esa certeza suya de que nadie en el futuro
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comprendería su experiencia, ni siquiera se interesaría en ella, constituía la mejor
confirmación de la esencia misma de la experiencia, que era la soledad.
Como esos problemas de solución levemente tediosa que uno se propone para
ayudar a la conciencia a disolverse en las aguas que fluyen por las grutas subterráneas del
sueño, Falcone se preguntaba hasta dónde debía prolongarse la soledad para llegar a abolir
el arte. No solamente bajo ese firmamento ahora nublado bastaba una noche para desandar
una civilización y volver al origen, al refugio del árbol y la almohada vegetal. Pero esos
pensamientos de carácter metafísico impreciso, al estilo alemán, que solían presentársele
cuando cerraba los ojos, ¿eran una consecuencia del sueño o eran su causa? Al dormirse se
diluían las contradicciones, uno abría una puerta y se precipitaba en el tiempo infinito, tan
rápido que desde el primer momento perdía de vista la altura de donde había caído. Sólo un
santo, pensaba Falcone ya dormido, es totalmente, espiritual, sólo un santo es totalmente
material…
Poco a poco, un fulgor nebuloso que anunciaba la aparición de la luna fue
alumbrando una especie de hondonada situada detrás del terreno, por el fondo del cual
pasaban unas vías muertas, invisibles desde el lugar pedregoso donde Falcone se adormecía
y se despertaba intermitentemente como esos soldados que duermen en los trenes y sin
embargo se despiertan en todas las estaciones o por lo menos abren un ojo velado porque
instintivamente no creen en la inmutabilidad de las distancias ni en la benevolencia de las
fuerzas invisibles que dirigen el curso y la velocidad del tren.
Soñaba que bombardeaban Buenos Aires. Era una revolución contra el dictador, que
en el sueño se llamaba Conejo, y la población daba grandes muestras de entusiasmo.
Falcone paseaba solo entre multitudes aterradas aunque dichosas; dos o tres bombas caían
cerca de él, pero pronto aprendía a eludir sus efectos. Había que mirar hacia lo alto para
verlas llegar; cuando una bomba se aproximaba, había que echarse al suelo en cuatro patas
y aferrarse a las grietas del pavimento resquebrajado para soportar la sacudida del impacto.
Segundos más tarde una especie de viento lo arrastraba a gran velocidad, alejándolo
radialmente del centro de la explosión; el único peligro de ese desplazamiento vertiginoso
consistía en la posibilidad de chocar contra algún objeto. Por todos lados se alzaban
resplandores rojos como llamas.
A las tres y media empezó a nevar; de la luna persistía solamente la blancura difusa
del cielo. La nieve no se derretía al tocar la tierra; al pie del árbol llegaban apenas unos
copos aislados, hasta que una rama se inclinó bajo el peso de su nuevo ornato y se derramó
sobre Falcone. Este se levantó, miró admirado esa sustancia que le parecía la más pura de la
tierra, generosamente dispersa sobre los elementos hasta ese momento más o menos
confundidos de su pequeño paisaje y ahora claramente delimitados en sus blandos
contornos blancos, y salió del baldío por donde había entrado, con la sangre exaltada por la
felicidad de la nieve.
Se echó nuevamente a andar por la ciudad inmóvil, con el mismo criterio con que
pasea un perro por Pompeya, o sea desvinculado por completo de la arquitectura que lo
rodea y su significado histórico, salvo bajo su aspecto de obstáculos de piedra que lo
obligan, como al más consciente historiador, etnólogo o poeta, a atenerse al trazado
inmemorial de las calles hasta el momento excavadas. Y también en su caso, aparte de la
apreciación visual velada por la nieve y por el sueño, que después de todo equivalía al
hambre indefinida que siente el perro mientras pasea, lo guiaba el propósito casi instintivo
de encontrar un refugio menos expuesto al frío omnipresente. Llegó por fin a una plaza
poco arbolada, contigua a un monasterio, donde una pérgola, sin duda destinada en otros
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tiempos a suministrar el ámbito circular que la musique militaire exige en sus momentos
menos ambulatorios, le ofrecía las ruinas de su techo cónico. Minutos después, a menos de
veinte metros de la pérgola, del otro lado de una tapia suficientemente alta para no dejar
entrar las tentaciones, empezaron a cantar los monjes, o lo que fuera que vivía preso en ese
monasterio para ser más libre, como en una cárcel a la inversa; a cantar melodías que
alguna vez habrán sido alegres y que mediante el astuto sistema de prolongar
exageradamente los tiempos hoy resultaban melancólicas y hasta lastimosas. Cantaban a las
cuatro de la mañana como insomnes rencorosos, pero la nieve apenas dejaba pasar su voz.
Falcone se había sentado en el suelo, con las piernas extendidas y la espalda
apoyada contra una columna de hierro, tan incómodo que ni podía pensar ni podía dormir.
Mientras tanto, seguía nevando sin viento en la oscuridad; nevaba como en el tierno cuento
de Joyce, sobre el detrito amarillo de los plátanos, sobre el pedregullo de la plaza y sobre el
aula de piedra donde los derviches evasionistas salmodiaban sus simples líneas pensando en
el desayuno restaurador, sobre los nidos abandonados y las letrinas públicas, sobre el
camino a Aviñón y sobre el camino a Marsella.
Como cuando uno oye una espléndida sinfonía interminable de algún músico de fin
de siglo, con sus repeticiones y sus momentos de franca distracción y hasta de vacío
mental, redimidos por atisbos sublimes de un éxtasis de otras esferas, Falcone empezaba,
semiinconsciente y acalambrado contra su columna de hierro, a aburrirse de la duración y la
incomodidad de la noche, aunque el cansancio y el frío le impedían, en sus momentos de
mayor nitidez perceptiva, obedecer al impulso de levantarse y seguir caminando por la
pálida ciudad crepuscular, visitándola con esa especie de afecto que era en él consecuencia
natural de una intimidad no compartida con otros, el afecto que puede sentir por su
gallinero una gallina solitaria. No obstante, cuando por fin comenzó a aclarar, con esa
lentitud a pesar de todo prometedora de una aurora de invierno, Falcone emergió de la
pérgola y volvió a perambular por las calles que del ocre de la luz eléctrica pasaban ahora
al gris amarillento del alba entre manchas blancas, perdiendo su austeridad nocturna de
telón poético de tragedia para retornar a su condición de hileras de casas sumisas al
hombre. Tan sumisas las volvía el amanecer lechoso, que Falcone se encontró de pronto
con el primer café abierto. Entró, como el que vuelve de una alta montaña deshabitada y
lejana o de un desierto de arena; como si se hubiera encontrado con el primer café abierto
después del diluvio o de una explosión atómica; como si esas cinco personas, la dueña
despeinada y el mozo que no se había despojado aún de su máscara tersa de campesino
durmiente y los tres clientes madrugadores que todavía se saludaban con gotas de nieve
fundida sobre los botines, hubieran sido actores rápidamente congregados mediante
telegramas para ofrecerle, en nombre de las atentas autoridades municipales que sin
embargo preferían mantenerse en el anonimato, una digna acogida en ocasión de su regreso
triunfal a la civilización.
Fortificado por el café y por el rumor banal y conocido de la conversación humana,
el joven noctámbulo dio por terminada su prueba de iniciación no del todo involuntaria, su
ejercicio de desligamiento del ritmo social, primera jornada de un proceso de inversión que
con la ayuda de la suerte podría hacer de él un verdadero viajero sobre la tierra; decidió
volver a la pensión, como quien se encamina resueltamente hacia su Santo Grial sostenido
por la seguridad de su pureza. En un banco verde de la avenida esperó sentado, frente a la
puerta. Garuaba suavemente, fundiendo con lentitud la nieve de las ramas claras de los
plátanos.
A las siete y media se abrió la ventana del último piso; Falcone se acercó, llamó, se
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expuso con los brazos casi en cruz a los injustos reproches y al asombro rencoroso de
ambos propietarios asomados, y por fin consiguió que la mujer bajara a abrirle también la
puerta de calle. En el cuarto inviolado y sin cuadros en las paredes, el aire era tibio; sobre el
mármol de la cómoda lo esperaba su valija, inconsciente de la lenta gracia con que sin duda
había cambiado de color a lo largo de la noche, a medida que iban entrando por las hendijas
de la persiana los reflejos sucesivos de la luz eléctrica, de la claridad lunar, de la nieve y del
alba gris.
Y como una última metamorfosis del color del cuero, mientras Falcone se quitaba
las medias húmedas y se secaba los pies con una toalla, cayó de pronto sobre la valija
todavía inmóvil la primera faja de sol neblinoso, que atravesaba por fin la llovizna pasando
sin deformarse entre el techo de una fábrica y un cartel que decía «Du Bo, Du Bon, Du
Bonnet». El viajero cerró mejor la persiana, se acostó y se quedó inmediatamente dormido,
con la noche guardada en la memoria.
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La engañosa
Una de las cosas más divertidas de mi pícara vida me ocurrió cuando tenía veinte
años. En esa época yo vivía en San Rafael y era contador de un olivar cooperativo. Casi
todos los integrantes de esa romántica empresa de visionarios del porvenir eran españoles
de nacimiento, toledanos para ser correcto, gente muy buena, muy bruta y muy
comerciante, con las raíces en España y el resto en su patria adoptiva, la Argentina.
Con ellos vivía durante la semana, y el sábado por la tarde me volvía a casa, a
nuestro tesoro de finquita, donde me esperaban mis ancianos padres con sus sagrados
cabellos blancos, por debajo de cuyos mechones asomaban sus dulces ojitos todavía negros
de almaceneros retirados. Pero a veces los dejaba colgados enloquecido como un mono por
el anuncio de algún baile al aire libre. Eran tan excitantes aquellas reuniones de rudos
mocetones labriegos vigorosos y jolgorientos, de mano áspera e inocente corazón a flor de
boca. Las muchachas eran cerriles y dicharacheras, como un rebaño de cabras jamás
holladas por el hombre; verdadera bandada de cotorras, nos torturaban al rojo blanco con
sus jácaras y sus zalemas de mancebas que obedecen inconscientemente la voz subterránea
de la feminidad en plena eclosión. ¡Cuán jocundas eran! Todavía oigo, por entre las blancas
canas ralas que también a mí me caen hoy en cascada sobre los oídos, su rubia algarabía de
gallinitas que se disputan el gusano más gordo.
—El sábado hay baile —me decía Concha—, de modo que no te irás a tu casa. Y
¡cuidadito con desobedecerme!
Era Concha hembra garrida, fuerte y hacen dosa, de cintura de cántaro y caderas de
guitarra, ojos ardientes, saliva dulce, fresca, abundante. Tenía una voz cristalina de
manantial montesino que se despeña cantarino por las piedras del camino; solía pensar en
alta voz, y lo poco que pensaba era siempre puro y jugoso como la leche recién ordeñada.
Temibles eran sus frases cortantes, capaces de degollar de oreja a oreja al más pintado, y de
hacerle inclinar el testuz para siempre. Como buena cabra que era, se precipitaba en medio
de nuestros modestos bailes sañrafaelinos, demente de goce picante pero honesto. Española
hasta los tuétanos, le gustaba la jota, y solía bailarla hasta quedarse con la lengua colgando;
era más alegre que unas castañuelas, como observó el profesor Pi y Plá cuando estuvo de
paso por San Rafael. Y a fe mía que bailaba garbosamente, con un frenesí que parecía
venirle de herencia, y en ciertas noches, con locura de mariposilla que revolotea enamorada
en torno de la linterna incauta. Hasta se daba el caso de verla arrojar las zapatillas en la
misma cara de los circunstantes y echarse a bailar con los pies descalzos, como esas
vicuñas que bajan frenéticas de la Cordillera, buscando al hombre que les hará conocer el
amor.
Concha podía ser (si se me permite la expresión, ya que aún viven sus nobles y
santas hermanas) su poquito de peligrosa. Me explicaré mejor: despertaba en todo joven de
una legua a la redonda (el que más, el que menos, siempre algo de varón teníamos al fin de
cuentas) una inexplicable atracción que subvertía nuestro habitual aburrimiento, y nos hacía
olvidar el exceso de olivos que nos rodeaba. A mí, sobre todo, me producía un efecto
urticante y delicioso, casi purgante. Como una fruta madura, o mejor dicho a punto de
madurar, que ofrece el encanto de su poma a la avidez del que anhela por lo menos
pincharla para sacarle el jugo, la niña se exhibía, apenas podía, casi desnuda, sin
preocuparse en lo más mínimo por la rigidez incómoda que nos provocaba tanta inocencia.
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Al fondo del soleado corredor de la moderna casona colonial, que aún conservaba
sus recios pilares huecos llenos de antiquísimas alimañas y rodeados de alegres enredaderas
centenarias, se encontraba el escritorio de la Cooperativa; era el lugar más abrigado de la
casa, y allí trabajaba yo en verano, con toda la ropa pegada por el sudor a mi'joven cuerpo
caliente de soñador empedernido, llenando de locos números los milenarios libros de la
sociedad, o pergeñando con esbeltas plumas de oca que yo mismo arrancaba de las alas de
los patos mis primigenias poesías, todas empapadas, como hoy con añorante sonrisa
melancólica compruebo, de turbulentas expansiones juveniles.
Y también ese día, por casualidad, hacía un calor insoportable; se oía el pesado
rodar de una acequia cercana, y entre las añosas parras, hoy ¡ay! secas, que abarrotaban con
sus uvas la galería luminosa como el fondo de un océano, se escuchaba el lírico comadreo
de los faisanes, los cisnes y los pavos reales solariegos. Sentí de pronto el inconfundible
martilleo de los pies de Concha que se acercaban pesada, lánguidamente, como los dos
elefantitos que bajo la canícula del Olimpo arrastran el carro de Cibeles hacia su amante
Júpiter o tal vez Marte. En ese momento, ni Homero habría podido expresar en castellano
lo que me corrió por el cuerpo; quizá lo más acertado fuera decir que me sentí como una
botella de leche cortada.
—¿Y es posible, so papanatas, que no te quedes con nosotros para la fiesta? —me
preguntó.
—Tengo que volver a casa —repliqué, con voz también de suero.
—¿Temes que las chinches te hayan comido la casa durante tu ausencia?
¡Oh juventud, todo es para ti motivo de imagen y alegoría!
—Tú bien sabes que mis padres…
—¡Pues que te quedas, y se acabó, so espantajo!
Y se me acercó, con los brazos en jarras y el busto erguido como no se lo había
visto nunca, oliendo no sé por qué a sidra gallega. Sentí el calor que nos pegoteaba, me
subió por las narices anhelosas el perfume de su virginidad impoluta a la carga, y como un
verdadero materialista experimenté la tentación de abrirme paso a mordiscos hasta el centro
recóndito de su feminidad. ¡Que Dios me ayude!, pensé, y retrocedí dos pasos; pero ella,
con la boca abierta como el dragón que espera tragarse la presa cotidiana, se me acercó aun
más, clavándome en los ojos los dos abismos negros de música de los suyos; mi mirada se
zambullía en ellos y llegaba al fondo mismo de su ser, hurgando y hurgando curiosamente:
¿qué tendrá en el fondo?, me preguntaba yo, ansioso por echarme de cabeza en el lago de
esos ojos verdes que no pedían tampoco nada mejor que recibirme en su seno. El vaho de
los alcaucilares vecinos, el olor mareante del depósito de papas, las uvas maduras que nos
caían lentamente sobre los cabellos, toda esa ternura del campo que es como una frazada en
pleno verano, me envolvía y me llenaba la boca, me penetraba por todos los poros del
cuerpo, poco antes obturados de sudor.
Concha parecía comprender que algo raro me pasaba, porque agarrándose de lo
primero que encontró, empezó a contonearse de costado, cada vez más rápido. Sin querer,
sin pensar, ya que pensar era lo que menos se me ocurría en ese momento, así como un
pájaro se echa a volar sin saber adonde va ni de dónde viene, se me soltó una mano y fue a
aterrizar sobre algo que le sobresalía del pecho, a un costado si mal no recuerdo. ¡Era un
seno! ¡Era mi primer seno, para peor!
¡Oh inolvidable sensación de juguetear con lo que a uno no le cabe en la mano! En
menos que se dice «San José», le bajé la blusita a la última moda, y ya estaba por aplicar
los labios sobre lo primero que me saliera al paso, cuando su pudor herido me gritó:
64
—Anda, pues, hombre, ¿es que pretendes deshacerme toda?
Miréla atentamente. En efecto, mis dedos ávidos le habían desgarrado casi hasta el
pezón la tersa piel del pecho, que ahora pendía arrugada como una peladura de durazno.
Dentro, ¡oh engaño!, en vez de carne se veía una sustancia terrosa, granulosa, muy
semejante al interior de un hormiguero. Miles de canalículos atravesaban esta anormalidad
(anormalidad, sí, porque aunque era el primero que abría, bien sabía yo que los senos en
general no son así), y cuando lleno de curiosidad, procediendo como cualquier otro habría
procedido en mi lugar, introduje dos o tres dedos para ver qué era eso, y extraje un pedazo
de esa extraña materia que por otra parte se me estaba ya casi desmoronando en la boca, vi
que por las minúsculas galerías asomaban millones de gusanos como espaguetis, blancos en
el medio y de un rosado delicado en las puntas.
Le tapé como pude el vergonzoso secreto, y le pregunté:
—Hija, ¿y estás toda rellena de esto?
—No —me contestó—. Aquí, y un poco en el vientre, nada más. Pero ya se me está
pasando.
—¿Y en las nalgas? —le pregunté con curiosidad incontenible.
—Entremos, y te muestro, don preguntón —replicó serenamente.
Y me condujo de una mano hacia la tibia estancia ya descripta, donde yo llevaba los
libros de la Cooperativa. Me había quedado pegado a los dedos un poco de relleno del seno
de Concha; me lo acerqué a las narices, y en tren de descubrimientos, comprobé que olía a
pis de gato. Esta mujercita es un hormiguero de sorpresas, pensé; con razón su andar
moruno es tan dislocado.
Se me tendió boca abajo en el diván de la pata rota ya descripta, mientras se
acomodaba a la buena de Dios primero la piel y después la blusa.
—Y ahora, hazme trizas, amado —me dijo con un hilo de voz.
Hacía tanto calor que temí que nos quedáramos dormidos. Saquéme la americana, y
me senté en el diván cojo, posando una mano en cada muslo de Concha. Me sentía
dispuesto a todo; por algo, ¡ay de mí!, tenía veinte años y estaba en la flor de la edad.
Fuera, los cisnes y los pavos reales trepados a la parra entrelazaban sus voces voluptuosas;
la acequia atronaba como un felino en celo, y las manzanas caían estrepitosamente de sus
pesadas ramas sobre los mosaicos del patio. ¡Hora de beatitud! Mis manos subían por las
piernas de Concha, duras y ennegrecidas por el sol montaraz; subían lentamente como
sendas víboras, y el asco natural se me iba convirtiendo en sano placer. Acariciaba sus
caderas, dispuesto ya a adueñarme de las nalgas, cuando mis dedos se hundieron
inesperadamente en tres o cuatro agujeros; al introducir el índice curioso en uno de esos
orificios inexplicables, sentí que una corona de dientecitos me lo mordía. Retiré el dedo con
un aullido penetrante de dolor: un anillo de gotas de sangre se formó de inmediato en la
zona mordida.
—Válgame Dios, Concha —le dije—, ¿qué son estas boquitas que tienes en la
cadera?
—Déjate de preguntas, don Simplicio —me contestó—. ¡Dale de una vez, Miguel,
que se hace tarde!
—Espero que no seas venenosa, por lo menos —observé con toda la sal del mundo.
En vez de replicar, se irguió y me besó en la boca. Ya he dicho que su saliva era
fresca, pero en ese momento me pareció el más rico helado con gusto a grasa, a aceite con
ajo, qué sé yo, todo lo que mi avidez de mocetón fornido imaginaba de más alimenticio. Yo
ya no sabía si era su lengua o algún otro animal lo que se debatía espasmódicamente en mi
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boca. ¡Ni comino que me importaba en ese instante! Caí sobre ella, con mi buen cuidado
eso sí de no provocarle ninguna desgarradura en el vientre, como me había advertido ella
misma, y al echarle las rubias crenchas hacia atrás, para devorarle apasionadamente a besos
las orejas, vi lo que —a causa de las negras trenzas que en orgullosa corona le ceñían la
cabeza— no había podido ver hasta ese momento: vi que Concha no tenía orejas, sino un
par de membranas verdosas surcadas por venitas como un ojo irritado.
¡Allá ella!, me dije para mi coleto, y enceguecido de deseo decidí ocuparme
solamente de sus regiones por así decir inferiores.
Ya formábamos una sola masa aglutinada de sudor. Metí nuevamente las manos
bajo las faldas de pulcro percal estampado de rositas, que a causa del ajetreo parecían
haberse arrugado un poco; mientras tanto, para calmarla, volví a besarla en la boca
principal, la de la cara. Toca que te toca, cuando ya creía llegar a alguna parte, mis dedos se
encontraron inesperadamente con un objeto duro, frío y metálico. ¡Cuántos obstáculos!,
suspiré resignadamente para mi fuero interno; pero de pronto un dolor intensísimo en la
mano derecha me hizo lanzar un alarido incontenible. ¡Había metido la mano en una trampa
para conejos! Más esfuerzos hacía por liberarme, más se intensificaba la mordedura de esas
dos mandíbulas de acero que acababan de apresar mis cuatro dedos distraídos. Al mismo
tiempo, una serie de descargas eléctricas me recorría el cuerpo.
Concha se retorcía de la risa. Yo me sentía humillado, incómodo y nervioso; le
rogué que por lo menos cortara la corriente. Pero el único efecto de mi súplica fue el de
provocar en la insidiosa seductora una nueva serie de carcajadas. Desesperado de dolor,
encogido por las sacudidas eléctricas, decidí echar por la borda las últimas consideraciones
que mi arraigada caballerosidad me había impuesto hasta el momento, y alcé del todo la
pollera floreada.
Los diversos aparatos de Concha —batería de bolsillo, trampa para conejos,
etcétera—, pulcramente aplicados sobre un bonito slip de cuero verde, eran todos de metal
pulido y reluciente; se advertía que la joven ponía especial cuidado en mantener en perfecto
estado de conservación esa parte de su cuerpo. Rápidamente, sin detenerme a admirar la
curiosa instalación, apreté el botoncito que soltaba el resorte de la trampa, y lanzando un
suspiro de alivio pude por fin retirar la mano magullada. El que más había sufrido, como
siempre ocurre, era el dedo medio, que se veía todo ensangrentado.
—Primero el índice, después el medio —protesté, enojado—; a este paso me vas a
arruinar todos los dedos.
Concha yacía ahora supina sobre el sillón, exánime de tanto reír, con la cabeza
echada hacia atrás como quien ha gozado demasiado.
—La culpa no es mía —balbuceó con aire extático.
—¿Ah no? —repliqué— ¿Y de quién es entonces? ¿Mía? No, señorita, ciertas cosas
no se perdonan. ¡Con razón me habían dicho que eras peor que una pila eléctrica!
—Probemos del otro lado —propuso entonces con voz débil la doncella.
—¿Para toparme con un nido de escorpiones, o vaya a saber con qué? No, te
aseguro que estaba dispuesto a perdonarte todas tus rarezas; pero esta última broma pasa la
medida. Haz de cuenta que entre nosotros no ha sucedido nada.
Y me fui a mi casa, a la casta calma del campo.
Como suele ocurrir cuando dos personas comparten algún vergonzoso secreto,
nunca más tuvimos ocasión de volver a encontrarnos a solas, quizá porque nos evitábamos
mutuamente. Pero juro que cada vez que la veía pasar, entregada a los absorbentes
quehaceres de la casa, no podía contener la risa, acordándome de esos minutos de
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desenfreno, ya perdonados, y en el fondo (¿por qué negarlo?) placenteros. También ella se
reía cuando me veía, en cómplice silencio, mientras una lucecita de picardía se encendía en
sus labios de cereza. Después, como siempre sucede, el destino nos separó, truncando un
idilio que de todos modos no nos habría convenido llevar a término.
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Los donguis
Suspendida verticalmente del gris como esas cortinas de cadenitas que impiden la
entrada de las moscas en las lecherías sin cerrar el paso al aire que las sustenta ni a las
personas, la lluvia se elevaba entre la Cordillera y yo cuando llegué a Mendoza,
impidiéndome ver la montaña aunque presentía su presencia en las acequias que parecían
bajar todas de la misma pirámide.
Al día siguiente por la mañana subí a la terraza del hotel y comprobé que
efectivamente las cumbres eran blancas bajo las aberturas del cielo entre las nubes
nómades. No me asombraron en parte por culpa de una tarjeta postal con una vista banal de
Puente del Inca comprada al azar en un bazar que luego resultó ser distinta de la realidad;
como a muchos viajeros de lejos me parecieron las montañas de Suiza.
El día del traslado me levanté antes de la aurora y me pertreché en la humedad con
luz de eclipse. Partimos a las siete en automóvil; me acompañaban dos ingenieros, Balsa y
Balsocci, realmente incapaces de distinguir un anagrama de un saludo. En los arrabales el
alba empezaba a alumbrar cactos deformes sobre montículos informes: crucé el río
Mendoza, que en esta época del año se destaca más que nada por su estruendo bajo el rayo
azul que enfocan hacia el fondo del valle las luces nítidas de verano, sin mirarlo, y luego
penetramos en la montaña.
Balsocci hablaba con Balsa como un combinado y dijo en cierto momento:
—Barnaza come más que un dongui.
Balsa me miró de costado y después de otra selección de noticias del exterior
pretendió sonsacarme:
—¿A usted le han explicado, ingeniero, por qué motivo construimos el hotel
monumental de Punta de Vacas?
Yo sabía pero no me lo habían explicado: contesté:
—No.
Y les ofrecí esta miseria adicional:
—Supongo que lo construyen para fomentar el turismo.
—Sí, fomentar el turismo, ja, ja. Cola de paja, ja, ja, diga mejor (Balsocci).
No dije mejor, pero entendiendo les dije:
—No entiendo.
—Después le comunicaremos ciertos detalles secretos —me explicó Balsa— que se
relacionan con la construcción y que por lo tanto le serán comunicados cuando lo
pongamos en posesión de los planos, pliegos de condiciones y demás detalles de
construcción. Por ahora permita que abusemos un poco de su paciencia.
Supongo que entre los dos no habrían conseguido ni en catorce años formar un
misterio. Su única honradez —involuntaria— consistía en mostrar todo lo que pensaban,
por ejemplo en vez de disimular poner cara de disimulo, etcétera.
Miré mi valiente nuevo mundo. Ciertos instantes se proyectan sobre las horas y los
días subsiguientes, de modo que cuando uno vuelve por ejemplo por segunda vez a la plaza
cóncava de Siena y entra por el otro lado cree que la entrada que utilizó primero ya es
famosa. Móvil entre dos rocas altas como el obelisco, una negra y una colorada, capté una
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visión memorable y me dediqué a la toma de posesión de otro gran paisaje: junto al
estrépito fluvial recapacité que el momento era un túnel y que emergería cambiado.
Proseguimos como un insecto veloz entre planos verdes, amarillos y violetas de
basalto y granito por un camino peligroso. Balsa me preguntó:
—¿Tiene la familia en Buenos Aires, ingeniero?
—No tengo familia.
—Ah, comprendo —contestó, porque para ellos siempre existía la posibilidad de no
comprender, ni siquiera eso.
—¿Y piensa quedarse mucho tiempo por aquí? (Balsocci).
—No sé; el contrato mencionaba la construcción de indefinidos hoteles
monumentales, lo que naturalmente puede prolongarse un tiempo indefinido.
—Mientras la altura no le caiga mal… (Balsocci, esperanzado).
—2.400 metros ni se sienten, menos un muchacho (Balsa, con la misma esperanza).
Los cielos de gran lujo se transformaban en mercados de nubes congestionadas
entre los cerros: al rato llovía entre arcos iris, al otro rato la lluvia era nieve. Bajamos para
tomar café con leche en casa de un eslavo amigo de ellos de 50 años casado con una
argentina de 20 años y encargado de mantener el ferrocarril y de cambiar las vías de lugar,
esos trabajos fútiles de los pobres. La mujer apenas visible parecía sufrir meramente de
vivir pero me dio semejante deseo que tuve que salir afuera para no mirarla como un mono.
Hundí los pies en esa materia nueva; me quité los guantes y apreté un ovillo, lo probé con
los labios, lo mordí con los dientes, arranqué de las ramas pedazos de escarcha, oriné, me
resbalé y me caí sobre una acequia congelada.
Cuando nos fuimos la nieve emplumaba los vidrios del coche y la humedad me
penetró en las botas. A veces pasábamos al lado del río y a veces lo veíamos en el fondo de
un precipicio.
—Los que se caen al agua los arrastra lejísimo y cuando los encuentran están
desnudos y pelados (Balsa).
—¿Por qué? (Yo).
—Porque el agua los golpea contra las piedras (Balsa).
—Siete metros por segundo, dispara el agua. Hace unos días se cayó un capataz de
la pasarela, Antonio, la mujer está en Mendoza esperando el cuerpo y no podemos
encontrarlo (Balsocci).
—Cierto, tendríamos que mirar de vez en cuando a ver si se lo ve (Balsa).
En el fondo del valle se abrió un cuadro sencillo al sol. De un lado Uspallata con
álamos y sauces sin hojas, del otro el camino que seguía subiendo por una garganta
colorada, entre ríos solitarios.
Esos ríos de la Cordillera, rápidos, más claros que el aire, con sus piedras redondas,
verdes, violetas, amarillas y veteadas, siempre lavados, sin bichos y sin ninfas entre bloques
sin edad que algo raro trajo y dejó, ríos modernos porque no tienen historia. A veces los
escucho parado sobre una roca, bajo el cielo invisible sin nubes ni pájaros; entre
manantiales, oyendo torrentes, pensando en la misma nada.
Tienen nombres de colores, Blanco, Colorado y Negro; algunos aparecen de frente,
otros de un salto (dicen que hay guanacos, pero hasta ahora no vi ninguno); todos vienen al
valle y en verano engordan, cambian de lugar y de color, transportan cantidades increíbles
de barro.
Pasamos una elevación aluvional amarilla geológicamente interesante denominada
Paramillo de Juan Pobre y llegamos a la obra a la hora de almorzar. No queda exactamente
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en Punta de Vacas sino unos dos kilómetros antes; esto me enfureció porque pensé que en
invierno la nieve podía dejarme sin mujeres, suponiendo que me gustara alguna. Después
me tranquilicé porque comprendí que de todos modos siempre podía llegar a pie, aunque se
cayeran los rodados —son unos conos de detritos minerales que periódicamente se escurren
cubriendo los caminos y las vías.
La construcción ocupa una especie de plataforma a buena distancia de los
derrumbes. El terreno es inclinado y a un lado está limitado por un arroyo que después de
formar una noble cascada de 7 metros cae al valle miserablemente como un chorro de
canilla. En este lugar todo lo que no vino sobre ruedas es basalto, pizarra o jarilla y yuyos
parecidos. Un cerro como un serrucho colorado o el techo de una iglesia o más bien la
estación de Saint Pancrase en Londres cierra la quebrada del otro lado; el cielo es tan
angosto aquí que el sol se asoma a las nueve y media y se pone a las cuatro y media, rápido,
como avergonzado por el frío y el viento que van a hacer.
¡El viento! ¿Cómo harán para vivir aquí las mujeres ricas de Buenos Aires, siempre
tan atentas con sus peinados, entre estos vientos que hacen rodar las piedras como nada? Ya
las oigo decir el dolor de cabeza que les da y eso en cierto modo me alienta a terminar
pronto el primer hotel y a perfeccionar un tipo de ventana sencilla que una vez abierta no se
puede cerrar. Dentro de unos días inauguraremos la sección provisoria, si no aparece
Enrique el fastidioso.
Después de almorzar los dos ingenieros me mostraron los planos y la obra. Estaban
muy satisfechos de que no interviniera en ella ningún arquitecto y habían encomendado la
decoración del edificio a una marmolería de Mendoza con la que actualmente existe un
conflicto por una partida de ciento veintiocho cruces destinadas a los dormitorios cuyo
tamaño no está estipulado en ningún pliego de condiciones. Las cruces enviadas son de
«granitit» negro y un metro de alto; yo que las concebí insisto en colocarlas pero Balsocci
les teme. En realidad me excedí, pero hasta ahora se han dejado, pobres, notoriamente
manejar y, exceptuando la menor del correo y esta crónica, me cuesta entretenerme: en una
de las columnas principales de hormigón del anexo para la servidumbre conseguí intercalar
cuando la llenaban una cámara de pelota inflada pero al sacar el encofrado se veía la
cámara donde había apoyado contra la madera; hubo que rellenar el hueco con una
inyección de cemento y el incidente es ahora una leyenda confusa que periódicamente
provoca despidos de personal. La pelota pertenecía a Balsocci.
Volvimos a la oficina y los colegas abordaron la parte secreta de mi iniciación. No
tuve que simular curiosidad porque me interesaba oírselo contar a ellos.
II
III
El aire de Buenas Aires posee una calidad coloidal especial para la transmisión
intacta de rumores falsos. En otros lugares el ambiente deforma lo que oye pero junto al
Río las mentiras se trasmiten con pulcritud. Cada ser humano puede inventar en sus días de
extraversión rumores concretos y no requiere proclamarlos en una esquina para que se los
devuelvan idénticos una semana después.
Por eso cuando me anunciaron los donguis hace unos dos años y medio los relegué
con los platos voladores, pero un amigo de intereses variados que acababa de autorizarse en
Europa me patentó la noticia. Desde el primer momento me fueron simpáticos y esperé
quererlos.
En esa época descendía parabólicamente mi interés por aquella vendedora de una
sedería denominada Virginia y ascendía el subsiguiente por la negrita Colette. Mi
desvinculación de Virginia solía adquirir forma de noche en el Parque Lezama aunque su
estupidez prolongaba indecorosamente el proceso.
Una de esas noches en que más sufrí de ver sufrir nos acariciábamos en esa escalera
72
doble que abarca unos depósitos excavados en la barranca del Parque donde guardan sus
herramientas los jardineros. La puerta de uno de estos depósitos estaba abierta; en el hueco
oscuro vi de repente ocho o diez donguis nerviosos que no se atrevían a salir por un poquito
de luz de mala muerte. Eran los primeros que veía; me acerqué con Virginia y se los
mostré. Virginia llevaba puesta una pollera clara estampada con grandes macetas de
crisantemos; la recuerdo porque se desmayó de espanto en mis brazos y por suerte paró de
llorar por primera vez esa noche. La llevé desmayada hasta la puerta abierta y la tiré
adentro.
La boca de los donguis es un cilindro cubierto de dientes córneos en todo su interior
y tritura mediante movimientos helicoidales. Miré con curiosidad espontánea; en la
oscuridad se distinguía la pollera de crisantemos y sobre ella el movimiento epiléptico de
las vastas babosas en masticación. Me fui casi asqueado pero contento; al salir del Parque
cantaba.
Ese Parque solitario y húmedo con estatuas rotas y mil vulgaridades modernas para
ignorantes, con flores como estrellas y una sola fuente buena, Parque casi sudamericano,
cuántas liaisons de personas que llaman jazmines a la tumbergias habrá visto fenecer por
otra parte debajo de sus palmeras polvorientas.
Allí me deshice de Colette, de una polaca que me prestó el dinero de la moto, de
una menorcita indigna de confianza y finalmente de Rosa, adormeciéndolas con un
caramelo especial. Pero la Rosa llegó en cierto momento a excitarme tanto que perpetré la
temeridad de darle el número de teléfono y aunque juró destruir el papelito y aprenderlo de
memoria, y lo hizo, una vez su hermano la vio llamar y se fijó en el número que marcaba de
modo que poco después de su desaparición apareció Enrique y empezó a fastidiar. Por eso
acepté este trabajo renunciando provisoriamente a toda diversión como los reyes
prehistóricos que debían pasar 40 días de ayuno en la montaña.
De este voto de castidad me distraigo a mi manera resolviendo jeroglíficos y
preparando cosas para Enrique. La pasarela sobre el río Mendoza por ejemplo sólo era
cuando vine una vía de esas que esparció el aluvión del treinta y tanto, el que retorció los
puentes, y un cable tendido a un costado a la altura de la mano para sostenerse. De allí se
cayó un tal Antonio y con ese pretexto hice retirar el cable y colocar en su lugar un caño
largo que en cada punta va enganchado en un poste. Ahora es más fácil sostenerse cuando
uno cruza y cuando cruza otro desenganchar el caño.
Otras distracciones podrían ser cuando hace frío encender con un fósforo los
arbustos que rodean las carpas de los peones porque son tan resinosos que arden solos. Una
vez organicé un picnic unipersonal que consistía en subir y subir siempre con varios
sandwiches de jamón, huevo y lechuga y me hastié tanto de ascender que me volví a
mediodía. Esa mañana vi glaciares inexplicablemente sucios y encontré en los rodados de
arriba flores negras, las primeras que veo. Como no había tierra, sino solamente piedras
sueltas y filosas, me interesó ver las raíces; la flor medía cinco centímetros más o menos
pero apartando las piedras desenterré unos dos metros de tallo blando que se perdía entre
los cascotes como un cordón negro y liso; pensé que seguiría así unos cien metros más y
me dio un poco de asco.
Otra vez vi un cielo negro sobre la nieve fosforescente porque absorbía toda la luz
de la luna; parecía un negativo del mundo y valdría la pena describirlo.
73
Diálogos con el portero
Las grandes vías imperiales, Flaminia, Aurelia, Nomentana, etcétera, por donde
Nerón, San Pedro y Mesalina solían correr tan agitados en el cine mudo sobre vehículos
adecuados a la irregularidad del pavimento y a la temblorosidad de la pantalla, convergen
sobre Roma formando una telaraña en cuyo centro el santo y rico Papa con su mantillita
blanca y hordas ociosas de adolescentes pobres con sus pantalones azules ajustados y sus
camisetas rojas o verdes esperan a los turistas extranjeros, que simulando visitar los tesoros
artísticos se lanzan como moscas suicidas hacia un tipo u otro de emoción, o a ambos
simultáneamente en el peor de los casos. La planta de esta telaraña, varias veces
recompuesta durante la Edad Media y la Edad Moderna, sigue siendo sumamente irregular
y crece sin cesar. Las casas se adaptan a la curvatura de las calles, tienen en general de ocho
a diez pisos y en su interior encierran grandes patios sucios con frecuencia salpicados de
sangre por el cuerpo de un suicida o de alguna criadita campesina que pierde el equilibrio
mientras cuelga la ropa en los alambres tradicionalmente tendidos de ventana a balcón y
viceversa.
Me hice amigo del portero, que tenía la costumbre de sentarse por las tardes en el
patio y tomar café en grandes cantidades porque sufría de baja presión. Entre taza y taza me
relataba las vidas y los hechos de la casa, mientras ondulaba a nuestro alrededor, como una
selva de enredaderas submarinas, la maraña italiana de silbidos más o menos melódicos que
surgiendo de la calle, las escaleras y los tallercitos, ascendía hacia los pisos superiores,
donde ya confundida en un concierto amorfo dodecafónico se arrastraba como un manojo
de ortigas por la cara de los acostados que querían pensar; yo en cambio le contaba lo que
veía afuera. Nuestra casa tenía dos cuerpos, el A y el B, con nueve pisos cada uno y tres
departamentos por piso; eran más de cincuenta departamentos, y el portero no había
conseguido nunca (tal vez por inercia, tal vez por prudencia) establecer un registro
completo de todos los inquilinos. Conocía solamente a los más antiguos.
—En el departamento siete, cuerpo B —me decía—, vive Madame Bhuda, la
famosa clarividente, que se ha enriquecido vendiendo a sus clientes retratos del espíritu de
sus respectivos muertos queridos. Estos retratos los fabrica en realidad fotografiando el
humo de un cigarrillo iluminado lateralmente por un reflector poderoso. Si se toma el
trabajo de recorrer el barrio, verá en muchas casas una velita encendida delante de un
cuadro con marco plateado que encierra la imagen de una voluta de «Lucky Strike»,
«Muratti», «Camel» o «Esportazione». Usted no querrá creerlo, pero cuanto más fino es el
cigarrillo, así me han dicho, más se parece el humo al desaparecido. Y hay una marca suiza
que da la clara impresión de la barba, si el difunto era fascista.
—Cuando llegué a Roma hace unos meses —le contaba yo—, un muchacho que
viajaba en mi compartimiento del tren y que venía durmiendo desde Florencia se despertó
sobresaltado a la altura de la estación Tiburtina y me mostró con cara desdeñosa un mapa
de Italia del Touring Club desplegado sobre una gran mochila de forma mamelonar
recostada sobre el asiento a su lado, explicándome que estaba efectuando una gira por todo
el país porque le habían regalado un boleto circular válido hasta fin de año y no quería
desperdiciarlo porque ya empezaba diciembre, aunque el tren lo mareaba y por ejemplo no
podía mirar por la ventanilla o leer el diario sin ponerse a vomitar. Durante los viajes
dormía. Al llegar a una ciudad tampoco salía de la estación porque no le gustaba perder
74
tiempo y en general tomaba el primer tren que salía para cualquier parte. En efecto, cuando
bajamos en Términi bebió con cara de asco un sorbo de una botella oscura que extrajo de la
mochila y se alejó hacia otro convoy que partía para Bríndisi. No se me ocurrió preguntarle
de dónde era porque me pareció una de esas personas que hablan por hablar y no escuchan
lo que les dice su interlocutor; además era demasiado joven. ¿Cuántos miles calcula usted
que habrá de estos adolescentes desesperadamente entregados al vértigo incontenible de la
gira circular por las ciudades de Italia?
—No creo que lleguen al millar —observaba mi amigo— aunque no se puede negar
que el mundo está cada vez más lleno de menores de edad, sanos, desinteresados, inquietos.
Algunos bailan y otros viajan. El contador del departamento dieciséis, cuerpo B, tiene un
hijo de quince años que se ha convertido hace unos días al comunismo a consecuencia de
una hendidura que se le ha abierto en el cráneo; esta criatura, por medio del insulto, de los
vendajes y de la dialéctica materialista, ha destruido por así decir para siempre las
posibilidades de trabajo, de reposo o de esparcimiento de la familia. Las ventajas prácticas
del poder le interesan menos que su ejercicio; sus padres hablan de él como de un
marciano, con rencor y respeto. Su hermano menor, en cambio, se dedica a la reproducción
oral, o sea repite al azar todo lo que oye decir a los adultos, por más banal u obsceno que
sea. En sus labios he reconocido viejas observaciones mías sobre la humedad o los
problemas del transporte, entremezcladas con biografías de músicos y comentarios
automovilísticos transmitidos por la televisión.
De mi portero me gustaba sobre todo el hecho de que hablara, cosa extraña en un
romano, con cierto refinamiento literario. Yo le seguía en lo posible la conversación:
—Hablando de transporte, ayer tuve que viajar en tranvía. Me asombró el nuevo
sistema de distribución de los pasajeros; la parte posterior estaba llena de gente que
desbordaba por los costados, y en cambio la delantera estaba vacía, salvo dos o tres
personas silenciosas de aire soñoliento, que parecían decididas a efectuar un viaje mucho
más largo y pausado. Los de atrás se entretenían en arrojar flechas de papel a los de
adelante, protestando al mismo tiempo por la injusticia de su posición, aunque nada les
impedía adelantarse. Cuando uno ya cree estar a punto de entender las intenciones del
Ministerio del Transporte, o por lo menos las de sus beneficiados directos, se encuentra con
uno de esos tranvías incomprensibles, y desiste.
—Aquí, en cambio, pudimos asistir ayer a un pequeño escándalo romano —
intercalaba él. La señora Cecchi, la del departamento cinco cuerpo A, en el primer piso,
estaba conversando con una vecina, de balcón a balcón; en cierto momento se abre la
ventana contigua, se asoma el hijo de la señora Cecchi, ese chico que algunos llaman
Gianni cuando en realidad se llama Alberto; exclama: «Soy el Sputnik», se precipita al
patio y se tuerce un tobillo. La madre baja la escalera aullando como una hiena caída en un
estanque, y al pasar casi me vuelca la cafetera. Detrás de ella aparecen unas veinte o treinta
mujeres arrancándose los cabellos, seis gatos flacos que se creen que alguien les ha
arrojado comida, un joven siciliano que a veces viene a cantar con un acordeón para ver si
también a él le tiran algo, aunque después de lo ocurrido nadie le tiró nada y el chico que
acababa de caer no le servía o no se lo podía llevar, y varios grupos irónicos de esos
muchachos que simulan reparar motocicletas, camas y colchones en los tallercitos del
fondo y que en realidad se reducen a pagar las consecuencias de no haberse efectuado
alguna especie por lo menos de mutilación ritual al llegar a la pubertad.
—Comprendo —le decía yo, sin mala intención, como constatando sencillamente
un hecho—, comprendo que en esas circunstancias sus meditaciones se vuelvan poco a
75
poco cada vez más superficiales.
—Cosas de gente pobre —decía él—, o en todo caso de gente que nació pobre. En
cambio la marquesa Terandi, la del departamento uno, cuerpo A, es sobrina de un santo; se
pasa el día escribiendo poesías y mantiene a sueldo a un poeta francés para que se las
traduzca, porque no le gusta su lengua nativa. Pero este señor en vez de traducirlas escribe
otras poesías sobre el mismo tema; según afirma, no sé si equivocadamente porque no
conozco idiomas, el más delicado verso italiano suena ridículo en francés. Sea como sea,
una vez por semana la marquesa lo obliga a vestirse de antiguo romano y lo exhibe ante sus
amigas a la hora del té, haciéndole recitar con una lira criselefantina heredada del cardenal
Aldobrandini esas poesías que ni siquiera son de ella. Muchos ven con malos ojos
semejante colaboración, salvo la crítica vaticana que todo lo perdona cuando la intención es
buena.
Ya que hablábamos de disfraces y poesía recitada, no podía dejar de contarle mis
últimas experiencias en ese sentido:
—Anoche, después de comer, asistí a la adjudicación pública del premio literario
que le mencioné por la tarde. Interesante ceremonia; los electores visten todos alguna
prenda verde para reconocerse entre sí, ya que sólo ellos gozan, entre otros privilegios, del
derecho de bailar entre las cariátides del jardín de la antigua villa; a los demás concurrentes
se les permite en cambio visitar gratis el museo contiguo, especialmente iluminado para la
ocasión con antorchas y lamparitas de minero que crean un ambiente de galería subterránea.
Para poder votar hay que ser amigo de todos los concurrentes, probar que no se tiene
motivo de enemistad con ninguno de ellos, y jurar que en el curso del año no se ha leído
ningún otro libro, fuera de los presentados al concurso; como demostración de que los han
leído todos, los electores representan previamente, de memoria, las escenas más
interesantes. Después del escrutinio todos los asistentes recitaron poesías picarescas
improvisadas, para expresar su disgusto por el resultado del concurso, como se hacía
antiguamente después de la elección de un papa.
—El domingo pasado estuve en el mercado de Porta Pórtese —decía el portero—, y
me detuve un momento a observar a los vendedores. Sus costumbres, sus actitudes son
peculiares. Mientras charlan o discuten entre ellos, se pasean con fingida distracción entre
los objetos que se exhiben para la venta sobre una alfombrita o una lona, y los arruinan. A
escondidas, en carpas especiales según me han dicho, cometen profanaciones inexplicables
con sus catálogos de sellos de correo, sus lámparas, sus tinteros y sus vírgenes.
—El otro día —lo interrumpía yo— me llevaron a uno de esos cines donde se
prostituyen los adolescentes. En un momento dado, como había pocos clientes, los chicos
entablaron entre ellos una guerra general de escupidas. Bajo esa pérgola de escupidas
parabólicas que se cruzaban entre sí como los surtidores de Villa d'Este, y que al atravesar
los rayos del proyector parecían de metal fundido, los demás espectadores se vieron poco a
poco obligados a evacuar un tercio de las plateas. Nadie protestó, porque después de todo
era un juego de Cupidos y no en vano el cine se llama «Versailles».
—Hace poco —me interrumpía él—, la hija de la señora paralítica del doce, cuerpo
A, volvió de la calle llorando como una desesperada, entró en su casa sin saludar y se
encerró en la cocina. «Anna, ¿qué haces en la cocina?», le preguntaba la anciana desde su
sillón. «Abro el gas para suicidarme», le contestaba llorando Anna. Como no podía
moverse, la madre llamaba a los vecinos, con gritos de auxilio y socorro; pero nadie la oía,
porque cada familia tiene sus problemas, además de la radio encendida a todo volumen, y
por otra parte son tantos los que de vez en cuando piden auxilio sin merecerlo. Finalmente
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la oyeron; pero no se podía entrar, porque nadie tenía la llave del departamento. Cuando
por fin consiguieron abrir, en vez de devolverle la hija se la llevaron en una ambulancia,
como una especie de trofeo en pago del trabajo de haber forzado la cerradura; en pocos
minutos el departamento, restituido al dominio público, se llenó de mujeres y a la salida del
trabajo también de hombres. Ya que no podía hacer otra cosa para atenderlos, la señora
paralítica se puso a cantar una vieja canción abruzzesa que habla justamente de un suicida,
con gran sentimiento y melancolía.
A intervalos, como flores que brotaran de pronto en medio del matorral de los
silbidos, se elevaban desde los patios y los balcones voces que clamaban «¡Agua!» y que
ningún funcionario del Gobierno ni representante del Condominio atendía.
—Una vez —decía yo, sin intención de reproche porque el portero después de todo
no tenía la culpa—, vi por la puerta entreabierta del baño al dueño de la casa donde vivo
que se lavaba los pies; había colocado un balde en medio del agua que llenaba la bañera, y
se lavaba con un pie dentro del balde y el otro sobre el piso, para no contaminar con su
propia suciedad al agua limpia almacenada para la tarde, cuando cesa el suministro. De ese
modo, introduciendo el detalle pintoresco en la vida cotidiana, el romano se evita tener que
dar largos viajes por el mundo en busca de emociones y costumbres exóticas.
—El hijo menor de la señora Bertucci —me explicaba el hombre mientras se servía
su eterna taza de café—, la del departamento siete, cuerpo B, tendrá unos cuarenta años, y
usa siempre corbatas de moño; basta verlo para colegir su amor al vuelo. Cuando entra en
las piezas no parece provenir del piso contiguo, sino de una mesa, o en el mejor de los
casos de un banco. Como quien juega al avión, abre los brazos para caminar, rozando con
la punta de los dedos la superficie de los muebles. A veces zumba. Se sienta, tenso, sobre el
borde de la silla, dispuesto a obedecer cualquier llamado repentino que le venga del aire. La
señora Bertucci, desde una vez que lo vio volar sobre un techo peligroso, no abre más la
ventana, ¿ve, es aquella que está siempre cerrada en el segundo piso? —y me la señalaba—,
ni siquiera la abre en agosto cuando hace tanto calor. También ella es una mujer rica, y usa
perfumes excéntricos, con olor a comida; quién sabe dónde los consigue. Baja las escaleras
como una ráfaga de cordero al horno o de pescado hervido.
—Ayer volvía con dos amigos por la Via Appia Antigua —le decía yo, siempre
afecto a la nota lírico-descriptiva— entre ruinas de ruinas al atardecer; del otro lado de un
portón, vimos a un muchacho escondido que observaba con atención a una pareja también
escondida dentro de un sepulcro; cuando vio que lo habíamos visto se escapó rápidamente
en una bicicleta.
El portero me interrumpía con un ademán, para citar un dístico en inglés que
seguramente había aprendido de algún negro spiritual de moda:
—The tomb is a quiet and prívate place,
But none I think do there embrace.
—Más tarde, ya casi de noche —proseguía yo, sin hacerle caso—, volvimos a verlo,
recortado sobre el cielo morado, trepando agazapado por un terraplén detrás de unas ruinas
altas, persiguiendo otro par de sombras. Mis amigos me explicaron que era un cazador de
amantes; de estos cazadores ya quedan pocos, al parecer han sido diezmados por las
enfermedades del crepúsculo. El muchacho espiaba los sepulcros, y yo lo espiaba a él, sin
saber quién, seguramente, estaría espiándome a mí. Me sentía tan cansado de todo que ya ni
conversaba con mis amigos, y los dejaba adelantarse, el más alto con un brazo sobre los
hombros del más bajo, melancólicos y oscuros bajo el aire lila denso de murciélagos.
—La señora Calaba es turca —decía el portero—. Vive en el número diez del
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cuerpo B, rodeada de una colección infinita de objetos de mal gusto que pertenecieron a su
tercer marido, un general montenegrino; tiene las paredes cubiertas de cuadros y cuadritos,
los pisos de mesas y mesitas, las mesas de relojes, metrónomos, barómetros, pisapapeles,
lamparitas con pantallas balcánicas, rompenueces, aldabones, zapatos de diplomáticos,
cajas de mariposas, estereoscopios y yataganes. Nació en una torre medieval sobre el
Bosforo, y escribe poesías en inglés, dictadas según ella dice por las voces. En francés en
cambio escribe sus recuerdos de Constantinopla, donde fue una especie de princesa. Una
vez me llamó para leerme un capítulo de su diario; previamente me explicó que lo que iba a
leer era una descripción de la mujer del sultán que pasa en una embarcación descubierta,
frente a los Embajadores extranjeros que la saludan al sol desde la orilla, pero en realidad
en el fragmento que me leyó esos personajes no aparecían todavía; describía solamente el
agua al sol, a lo largo de veinte páginas escritas con una letra voluminosa. Hasta ahora no
quise nunca aceptar su invitación para una lectura total de la obra, porque me haría perder
demasiado tiempo y además he sabido que es una mujer cruel: cuando se aburre, me contó
la criada, tortura sus perros con unas agujas largas de tejer que calienta al rojo sobre una
estufita búlgara con mango.
—Una tarde que pasábamos por ese caos —decía yo— de vías y de excavaciones
que en cierto momento convirtió la zona de Porta Maggiore en una de las regiones más
peligrosas de Roma para una mujer encinta, mientras contemplábamos la tumba del
panadero, el escultor Marzano me contó la conocida anécdota del poeta Corsi en Fregene,
cuando salió de noche a pasear por la playa con un gato en una jaula con ruedas, y se
encontró con un chico de catorce años que le preguntó qué llevaba en la jaula, y poco
después los descubrió el padre del chico que era pescador: dicen que el padre corrió al
poeta con una red, y envuelto en la red se lo llevó en un camión hasta Ponte Galería y allí lo
dejó para que se volviera a pie, sin luz, a su casa. La historia es falsa pero de todos modos
de ella podemos deducir interesantes observaciones sobre la psicología de Corsi, sobre la de
Marzano que me la contaba, y hasta acerca de mí que la escuchaba, sonriendo como si la
viera en vez de oírla. No se termina nunca de conocer a los romanos.
—Así es —comentaba el portero—. No es raro que tal o cual escritor famoso
mantenga sus grupos determinados de gatos sin hogar; a veces los grupos coinciden y de
ese modo los escritores llegan a conocerse entre sí e inician conversaciones que poco a
poco terminan por caer en la literatura. Conocí una gata parida que se instaló con su gatito,
como una mendiga, debajo de la ventana de la señora Zucchi, negándose a formar parte de
grupos establecidos, para acogerse a la beneficencia exclusiva de esta dama que nació en
Madrid, en una sala del Museo del Prado; su padre fue el gran filósofo Trivial. La señora
Zucchi es la que regó con ácido muriático las plantas de su vecina, la señora Prato, porque
ésta escuchaba discos de poetas ingleses a las tres de la madrugada y al mismo tiempo
clavaba clavos en la pared: tenía una extraordinaria colección de cuadritos con todos los
palacios reales europeos y las tumbas de favorecidos con el Premio Nobel. Pero parece que
de noche los cambiaba de lugar.
—No era ella, era su abuela, la condesa Véronese —replicaba yo—. La señora Prato
tenía diecinueve años; yo le daba lecciones de español, fue así como la conocí. Dábamos
las lecciones en un cuartito desnudo (los demás los tenía subalquilados a una fábrica de
zapatos como depósito, ¿re cuerda?), sentados en una cama muy blanda y muy baja que se
hundía hasta el suelo (porque no había sillas, las dos que tenían las reservaban para las
personas que de vez en cuando venían a probarse los zapatos, en presencia de la abuela. La
señora Prato se reía mucho del español, no sé por qué. En cierta ocasión insistió en
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presenciar la lección su marido, el señor Prato, que tenía dieciocho años y representaba
menos; la señora Prato lo echó varias veces de la habitación, aunque se veía que no tenía
adonde ir, salvo la calle pero hacía tanto frío. ¡Pobre señora Prato, no aprendió nunca nada!
—¡Cómo silban esos muchachos! —exclamaba el portero—. El príncipe Novello,
abuelo de la doctora del departamento veintiuno, cuerpo A, mató una vez a un hombre
porque lo fastidiaba con su silbido, hace de eso naturalmente muchos años. La nieta vive en
el séptimo piso, para no oír silbar. Para conservar la tradición de la familia, a veces vuelca
los restos de sopa sobre las motocicletas de los aprendices, y cuando barre les tira la tierra,
aunque hay que reconocer que desde esa altura la tierra no llega al patio, se dispersa por el
aire; y también la sopa, para decir verdad.
—Anoche volvía costeando el Tíber —decía yo—, y al pasar al lado de uno de esos
vespasianos dobles de lata, tipo vis-a-vis, vi dentro de él a dos hombres, uno de cada lado,
que trataban ávidamente de conversar, como Píramo y Tisbe, a través de un agujero del
tabique que los separaba. Para no parecer un curioso entrometido les pregunté la hora, ya
que era tarde y no había nadie, salvo un cura que pasaba leyendo el breviario, aunque como
era bizco no se sabía bien de qué lado miraba. Cuando ya me iba, salieron también ellos,
haciéndose los distraídos, y se alejaron en direcciones opuestas, como dividiéndose los
placeres posibles de la ciudad en dos zonas bien delimitadas, no superpuestas. Tal vez no se
habían dado cuenta de lo tarde que era, y mi pregunta los había llamado a la realidad.
—No hay que creer que la gente es homosexual —protestaba el portero—. Las
apariencias engañan, y es difícil sentar reglas válidas para todos los casos. Hablando de otra
cosa, hace más o menos un mes estaba asomado a aquella ventana el señor Barone —y me
señala la ventana—. Era un señor bastante viejo, tal vez por eso se murió repentinamente.
Se quedó tieso, asomado como estaba, en posición contemplativa. Las personas que
pasaban por el patio lo saludaban, y a veces le dirigían algún comentario de cortesía, pero él
no contestaba porque se había muerto. Así se quedó unas tres horas, con los ojos
entreabiertos, juntando moscas. Al atardecer yo estaba aquí sentado, tomando café, cuando
una señora se hizo eco de la inquietud general; poco a poco se llenó de gente el patio y por
todas las ventanas empezaron a asomarse los inquilinos, de cuerpo entero, para observar
mejor al señor Barone. Un muchacho trajo una pértiga larga, se subió a una escalera y con
el palo empujó al viejo, que parecía un verdadero cadáver y se cayó de costado, siendo
inmediatamente sustituido por los dos policías que por fin habían conseguido penetrar en el
departamento pero que todavía, dadas las circunstancias, no se atrevían a saludar a sus
conocidos. Más de cien espectadores, como en un teatro, comentaban animadamente la
repentina desaparición del señor Barone.
—¿Ha observado esas decapitaciones de santos —le preguntaba yo, un poco
apurado porque ya era hora de irme— en las salas de primitivos de los museos? El verdugo
está con la espada alzada para dar el golpe, pero la cabeza ya rueda cortada por el suelo,
como si el santo hubiera decidido apresuradamente la conveniencia de efectuar un último
milagro, ya que en el fondo dudaba de la posibilidad de realizar otros después de muerto, y
con un rápido esfuerzo de ánimo se hubiera decapitado él mismo, frustrando la mala
voluntad de esa hoja pagana. Del cuello, como de un caño, mana un penacho de sangre
vigorosa, ¿se ha fijado?
79
Escriba
80
Marlene Dietrich y por el puente pasaba con su balde un marinero italiano, calibrado entre
cuatro hileras de…»
Con su crepitación habitual estalla el teléfono. Las astillas del espejo del silencio se
esparcen velozmente por el interior de un paralelepípedo de tres con diez por tres con
setenta por tres con veinticinco metros. Es el señor Viminal, supereditor.
Señor Viminal: —¿Usted me llamó esta mañana?
Escriba: —Pretendí inquirir qué han decidido hacer con mis cuentos.
Señor Viminal: —Gracias al cielo, traigo buenas noticias para usted. Los leyó el
señor Esquilino y dijo que eran aburridos pero que de algún modo hay que llenar la cuota
anual de autores locales. Quedan en pie las objeciones del señor Vaticano, fácilmente
atendibles: debemos cambiar el título de dos cuentos, suprimir en total quince párrafos
peligrosos, reemplazar esas palabras que tanto disgustaron al señor Quirinal, y abolir el
epigrama que parecería aludir al viejo Janículo.
Escriba: —No cuenten conmigo.
Señor Viminal: —No contamos. El corrector señor Celio se encargó de las
sustituciones, y el libro corregido ya fue presentado al censor palatino monseñor Pincio. Si
lo rechaza, como es probable, le devolvemos el manuscrito y usted queda bien con todos.
Escriba: —¿Y si lo acepta?
Señor Viminal: —No cante victoria antes de tiempo. El censor tarda siempre sus
buenos meses en gestar alguna opinión. Bástele saber que su libro se encuentra en franco
proceso de publicación. Después de todo, recuerde que usted escribe en castellano, a todas
luces una lengua muerta.
Escriba: —A ratos intento revivirla.
Mientras los treinta y siete metros cúbicos de silencio roto se calman, el escriba
sigue anotando, eligiendo, descartando, coleccionando, repartiendo:
«…pestañas e inmediatamente refutado; cuando las pestañas regresaron a adornar
como Bernini el poste mágico, las niñas doradas que esos pelos protegían constataron la
entrada en escena de dos niñas rubias de edades diversas y un automatón varón. Cada uno
sostenía su pata de una estufa francesa; ambas fleurties babeaban meretriciamente y el
joven de buena sociedad joco-gorjeaba: 'Quietas que me voy.' Posaron el horno sobre
cubierta y juntando las seis manos como un loto de voto entraron en el antro de fundición;
con chillidos de gozo cerraron la puerta ribeteada de amianto y salamandra. El involucro
mixto vibró, tembló, retumbó, saltó, despidió humo, pintura marrón, agujas de reloj,
guedejas de relay, tenias, pararrayos y paratruenos, para desmenuzarse finalmente in toto y
ex cathedra silbando Sur le Pont de Max, con Gran Bulla.
«—¡Qué desagradable! —ronroneó Kitty-Marlene, decidida a conceder cada vez
menos atención a las exageraciones de esa herrumbre picróstila de donde emergían ahora
camellos damasquinados con gualdrapas de películas en tecnicolor, locomotoras de lona,
convoyes de osos hormigueros y una gran bola de nieve maculada; tres procesiones en
lambreta: el desfile del Circo Universal, el desfile del Primero de Mayo y el desfile de los
años; la precesión de los equinoccios, la nutación de los polos, la erección de los pelos y
numerosas discrepancias paralácticas; los ases fallecidos del volante, las mejores mareas
observadas y una gran perra; las meninas (solas), una mise-en-scéne del Coronel Mizansén,
las premiadas en el concurso Colgate y las preñadas el Día del Cartero, los nuevos
elementos radiactivos y como número especial las más bonitas marcas de la milla,
convirtiéndose sucesiva o alternativamente en foseólos y túsculos marinos al tuntún de las
olas.
81
«Kitty acarició el lomo de cuero de las reflexiones de Schopenhauer sobre…».
Sobre los surcos recientes de las ondas anteriores cunde con más facilidad un
segundo llamado. Es el joven Efraín Nazakis, dudosa propaganda de una loma contigua a
Salónica.
Nazakis: —¿Cómo le iba? ¿Por casualidad no lo molesto? ¿Qué hacía?
Escriba: —Pongo en orden algunas palabras.
Nazakis: —¿Puedo ayudarle? Subo instantáneamente. Estoy en la esquina de su
casa, para ser exacto. Pasaba, y ahora lo llamo. Pensé: mejor que lo llame porque la otra
vez no le gustó nada.
Escriba: —En este momento salía.
Nazakis: —¿Entonces lo espero?
Escriba: —No. Estoy con una persona que no quiere que la vean.
Nazakis: —Siempre el mismo picaro. Tengo que contarle lo que me contó de usted
Jesús Blanco, el director de la revista En Blanco.
Escriba: —Sí, sí. Hasta pronto, Efraín, ya te llamaré un día de estos.
El silencio se encarga inmediatamente de lamer y roer estos ecos repugnantes hasta
aislar al escriba decidido a evocar, convocar, provocar, equivocar, revocar:
«…la muerte en treinta-y-dosavo. Levantó una ceja, luego la otra, y por fin las
manos, gorgoteando un pareado de tragedia familiar:
«—Sé que suscito, Nurse, comentarios
[desfavorables
por coquetear decúbito con jóvenes
[indeseables…
«Estos escasos pobres versos le inspiraron placidez; los repitió. Mientras tanto, de
su modesta imitación de Piazza Colonna o Place Vendóme (las apariciones son como sigue:
el tubo vibra, su temblor se degrada progresivamente en ondulación, hasta que de la última
sacudida se desprende con intenso placer la visión) emergían dos perros bailarines
antropomorfos especializados en camuflaje mimético ejecutando una danza siamesa
plurisecular que con minusculísimas evoluciones de las uñas y de las colas, siempre
paralelas, lograban sugerir todo, desde la agitación superficial de la joven vietnamita
enamorada del prisionero vietcong hasta la pesadez del señor feudal malayo que regresa de
un banquete bajo la luna. Al final los perros se colocaron frente-atrás y juntando
cuidadosamente al azar las patas y los hocicos más próximos formaron una vaina
fluorescente que el más mínimo soplo de viento hizo volar allende la borda hacia la estela
de champagne azul que la chupó.
«Del cilindro…»
El teléfono ataca una vez más la Sinfonía Italiana. Es finalmente la voz esperada de
Puella de Luxe.
Fuella: —¿Te interrumpo?
Escriba: —Como un pájaro que entrara por la ventana y se posara en el respaldo de
la silla.
Puella: —Justamente te llamo para que me digas esas cosas, que él no me dice. Es
lo único que le falta, ser inteligente como vos. Pero es tan fuerte y pesa noventa kilos.
Decime otra cosa linda como la del pajarito.
Escriba: —«Al final los perros se colocaron frente-atrás».
Puella: —Ésa es una cosa fea. Hoy tenes voz de malo.
Escriba: —¿También ayer lo viste?
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Puella: —Sí, nos vemos todas las noches. Tratamos de hundirnos cada vez más uno
adentro del otro.
Escriba: —Corren peligro de atravesarse.
Puella: —¿Estás celoso?
Escriba: —Oye, tocaron el timbre. Tengo que cortar.
Puella: —Mañana te llamo y te cuento más.
Invisible y fuera del tiempo, el mecánico lingual prosigue su carta telescópica al
porvenir:
«…tricolor brotaba ahora un bicho jaspeado de tubos de goma estriada sobre una
armazón de alambres flojos con rueditas neumáticas en las seis patas, temblando como una
gelatina mientras del hueco de su boca manaba jugo de violín…».
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Casandra
Desde lejos se ven los estaqueados, los enterrados hasta el cuello en el barro helado,
los flagelados. La gruta queda en el fondo de una hondonada pedregosa, labrada según
dicen por la erosión de los glaciares, y situada aproximadamente en el centro del pentágono
que forman las cinco ciudades principales de nuestro tetrarcado. No es una gruta, es una
casa; pero conserva su nombre de gruta porque Casandra, en otras épocas, cuando todavía
era una escuálida vagabunda, solía refugiarse en una gruta cerca del puerto, y con su
persistencia de trastornada siguió llamando gruta primero la casilla de madera que en cierto
momento le instaló el Arcontado de Entretenimientos, y luego la espléndida casa-templo
que su popularidad vertiginosa no tardó en exigir.
Los turistas del Asia Menor, de Sicilia y de Egipto vienen a visitar nuestro país
exclusivamente atraídos por la fama de Casandra. Afluyen en multitud, aun sabiendo que
muchos no volverán, o volverán esclavos de sus esclavos, o inválidos, o ciegos. Hasta se
murmura que la Capadocia no nos declaró la guerra porque su rey no quiso ofender a
Casandra (¡como si algo pudiera influir sobre sus decisiones!).
Casi todos mis parientes están de acuerdo en afirmar que Casandra es extranjera;
pero allí termina el acuerdo, porque todos le atribuyen nacionalidades diferentes.
Generalmente basan sus argumentos en los defectos de pronunciación y en los giros
foráneos que tanto suelen elogiarle algunos admiradores interesados: este razonamiento es
por supuesto discutible, porque nadie ignora que Casandra sería capaz de cualquier
extravagancia con tal de llamar la atención; además, pocos pueden jactarse de haberla oído,
y menos de haber comprendido lo que decía. Mis cuñados consideran denigrante que una
extranjera nos subyugue hasta ese punto; salvo el más alto, que preferiría enojarse con toda
la familia antes de admitir que una compatriota, nacida en una de nuestras cinco ciudades,
pueda arrogarse semejante preeminencia sobre sus connacionales. Casandra, desde las
tinieblas de su demencia, conforma a todos desconcertando a todos; es así como varios
profesores de la Universidad aseguran haberle oído pronunciar breves frases y hasta
poemas fragmentarios en el dialecto desaparecido de los primeros pobladores de Grecia; se
ha comprobado también que por lo menos una vez habló en el idioma de los persas, lo que
hace suponer que aun sus frases más incomprensibles corresponden sencillamente a
idiomas desconocidos para nosotros pero existentes, o tal vez desaparecidos. Cuando era
una mendiga loca que erraba por nuestras calles, nadie se interesaba en sus jergas de
solitaria; hoy se escriben libros y tesis de doctorado sobre sus modalidades lingüísticas:
porcentaje de vocales abiertas, inflexiones asiáticas, cantidad y altura de las sílabas,
etcétera. Ninguno de estos estudios concuerda con ningún otro; y esta es tal vez la
casualidad más notable de Casandra: suscitar opiniones que nadie comparte, que nadie
quiere ni siquiera escuchar, mucho menos leer.
Pero más importante que lo que dice es lo que hace. Mis tíos más malévolos afirman
que Casandra sabe perfectamente lo que hace; tal vez sea cierto, pero entonces no se
explica que nadie, absolutamente nadie, haya sido favorecido de una manera constante por
sus decisiones. Favorecidos los hay, pero basta un examen fugaz para demostrar que sus
favores son tan intermitentes, y tan ajenos a sus propias previsiones o a las previsiones de
los demás, que hoy costaría bastante encontrar a una sola persona sensata que se declare
capaz de presentarse ante nuestra pitonisa sin temor; el temor de volver a las Galias
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convertido en industrial o de emigrar a Chipre ladrando como un perro. Dichos tíos hacen
hincapié en la lista de premios; declaran que a menudo (aunque con una irregularidad muy
poco sospechosa) Casandra no se atiene exactamente al orden de la lista que ella misma
confecciona en sus ratos de ocio, cuando no está probándose vestidos o ensayando posturas
memorables. Esta acusación es en el fondo dudosa, y tal vez también lo sea en la superficie,
porque nadie ha visto nunca muy de cerca esas listas, y mi sobrina afirma que Casandra
simula leerlas en papeles casi siempre en blanco, o por lo menos cubiertos de dibujos
disparatados. Es claro que una lista de dibujos puede ser para ella tan clara como para
nosotros una lista de números.
Su rápido ascenso de la miseria al poder, de la indiferencia y el menosprecio
público a su situación actual de rectora suprema, es otro argumento a menudo empleado por
la rama materna de mi familia para fundamentar la posibilidad de que Casandra sólo sea,
después de todo, una habilísima intrigante. Los que utilizan este argumento pasan por alto
una circunstancia históricamente establecida y que sólo los muy jóvenes ponen en tela de
juicio: que durante muchos años fue una pobre vagabunda (a veces ignorada, a veces
escupida, insultada y apedreada), hasta el día en que el Arconte de Entretenimientos decidió
instalarla en la gruta del valle; y ahora digo yo: ¿no es improbable que una habilísima
intrigante escogiera ese método al parecer tan inconducente para conquistar su predominio
actual? Pero los escépticos replican: ¿acaso alguna mujer llegó jamás a gozar de semejante
predominio entre nosotros? No; por lo tanto, ¿no es natural que para lograr ese fin inaudito
utilizara métodos que por fuerza deben de parecemos inauditos?
Por otra parte, si Casandra fue en un principio una vagabunda similar a esos miles
de desdichadas, jóvenes y viejas, que habiendo perdido la razón recorren de día nuestros
caminos cantando melodías que por un error creemos tradicionales, y que justamente estas
locas se encargan de hacer llegar al corazón del pueblo (un pueblo que antaño fue lacónico
y por lo tanto poco interesado en músicas, pero hoy, en gran parte arrastrado por las
arbitrariedades de Casandra, desconoce o desdeña la vida silenciosa de nuestros
antepasados); si durante tantos años sólo fue una de esas mujeres, también siguió siéndolo
hasta mucho después de asumir sus funciones en el Arcontado, en un principio muy
distintas de las actuales. ¿Quién recuerda hoy su frugalidad de antes? Hay que verla ahora
pasearse de noche, con esas túnicas, esos borceguíes y esos quitones de su invención,
negros y dorados si hace frío, purpúreos y plateados si está cercana el alba, precedida por
violinistas y flautistas (que no tocan ninguna música definida, sólo hacen un ruido
ondulante y monótono con sus instrumentos, lo que en el fondo demuestra bastante
refinamiento para una vagabunda; y si bien nadie abriga esperanzas de que llegue a
interesarse por la música culta que ella misma ha inspirado, es en cambio evidente que sabe
eludir lo chabacano, lo africano); la rodean sus admiradores, es decir, los que quisieran fijar
(aun fugaz, aun instantáneamente) su imagen o sus peculiaridades en la memoria de
Casandra, forzar de algún modo la arbitrariedad de sus decisiones. Yo opino que esto es
imposible, tan poco recuerda (o pretende recordar) Casandra a sus admiradores; y hay por
otra parte quien empieza a admitir la verosimilitud de la excusa con que sus pretendientes
rebaten las frecuentes acusaciones de venalidad que le lanzan (quizá urgidos por la envidia)
los que nunca gozaron de la compañía de Casandra: dichos pretendientes se excusan
alegando que es hermosa, que es la mujer más interesante que han conocido, que a su lado
uno siente lo que no se siente al lado de ninguna mujer (al llegar los admiradores a este
punto, los detractores se dicen sardónicamente en voz baja: la esperanza de hacerse rico).
Hermosa, en realidad no lo es; despojada de su gran prestigio, de los adornos y los vestidos
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que hoy le permiten las ofrendas (ofrendas venales, por supuesto, pero tan poco eficaces
que el interés que las motiva no repugna a nadie, y menos aún a ella, tan segura está de
olvidar al donante); despojada del aparato que la rodea, de sus paseos nocturnos y de su
interminable ronroneo orquestal, ¿qué quedaría de su belleza? Su pelo teñido, su nariz
aguileña, sus dientes protuberantes y sus demás defectos hasta podrían, aunque esto sólo es
una suposición y el pasado ha demostrado que no es posible forjar impunemente
suposiciones, hasta podrían inspirar repugnancia a los amantes que hoy se arrojan a su paso
para besar el puño de sus mangas o el cabo de una fusta de obsidiana que siempre lleva
consigo como símbolo de sujeción.
Mi padre dice: «Casandra es inagotablemente poderosa, porque es inagotablemente
injusta». Sabe (o procede como si lo supiera) que el menor destello de lógica, el menor
gesto de coordinación ofrecería un punto de apoyo a los ansiosos ataques de los que sueñan
con dominarla. Quizá por eso inventa trampas (así las llaman los entendidos), aunque nada
asegura que esas trampas no sean más que sencillas casualidades. Un ejemplo que todos
conocen es el de las bufandas: de pronto, Casandra ve a un suplicante de bufanda colorada;
exclama: «¡Qué linda bufanda!», y ordena que entreguen una suma fabulosa de dinero al
elegante. Corre la voz, hombres y mujeres se presentan ante ella sofocados de bufandas
coloradas, pero sin éxito; el primero pierde las uñas, la segunda las cejas, el tercero un
diente; después de un tiempo, se sabe que Casandra ha declarado en una conferencia de
prensa que aborrece las bufandas, que odia el colorado; y el furor de las bufandas pasa,
como pasan todos los furores que Casandra suscita, hasta que la historia se repite con un
zapato o con un anillo. Evidentemente, nada de esto probaría la mala fe de Casandra,
porque ¿qué puede esperarse de una loca? Pero mis tíos más suspicaces insisten: alguna
regularidad hay en sus caprichos; si pudiéramos descubrirla, Casandra y sus tesoros serían
nuestros.
Hablar de sus tesoros no es decir que Casandra sea muy rica. Es cierto que las
ofrendas particulares que recibe son a veces valiosas, pero ella las gasta inmediatamente en
locuras y trapos. El resto pertenece al Arcontado de Entretenimientos; todas las noches
ingresan en los sótanos de la Pentápolis las joyas, cheques, monedas de oro y mantos de
piel que Casandra arrebata a sus visitantes. Por otra parte las riquezas no le interesan; sólo
goza con el poder, con la arbitrariedad. Antes, los pagos se efectuaban únicamente en
efectivo, o mediante objetos de valor. Pero hace algunos años Casandra decidió ampliar los
límites de solvencia de los suplicantes; esta medida, ruidosa y explícitamente considerada
como un beneficio singular que la pitonisa confería a la comunidad, es en el fondo el
argumento más poderoso de algunos hermanos míos (no todos). Las seis mayores afirman
que la perversidad de nuestra gran demente es calculada, pero los dos menores replican que
es muy probable que la medida haya surgido directamente del Arconte de Entretenimientos,
y que Casandra, siempre ansiosa de figurar en primer plano, haya luego resuelto
apropiársela. La franquicia concedida fue la siguiente: que los suplicantes insolventes
pudieran pagar con castigos y torturas corporales. Algunos creyeron que esta novedad
reduciría el número de suplicantes, porque era previsible que Casandra se complacería en
distribuir heridas, dislocaciones y aun crucifixiones con la misma serenidad con que antes
distribuía la miseria y la opulencia. De ningún modo; disminuyó, es verdad, el número de
suplicantes adinerados, al comprobar que ciertos castigos equivalían a la deshonra o a la
muerte; pero surgió en cambio una muchedumbre de pobres, los que no tenían nada que
perder, salvo un cuerpo habituado a la desdicha; para ellos la mera posibilidad de un
cambio inesperado de fortuna y posición social representaba realmente el regalo que
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Casandra alega habernos concedido. Estos infelices constituyeron inmediatamente su
vivero más propicio de hecatombes.
¿Cuál es el origen, mi novia me pregunta a veces, de este enajenamiento universal
que impulsa a los hombres a abdicar de su destino ante el ruedo orlado de púrpura de
Casandra? Semejante tributo a la locura, ¿no nacerá acaso de un íntimo repudio de la
justicia, de un afán eterno e intermitentemente resurgente de injusticia y desorden, que en
otros tiempos se explayaba en guerras y crímenes, y que en estos lustros de paz y de
decencia busca inconscientemente las deshilvanadas sentencias de Casandra, sus gritos, sus
premios y sus castigos, para que el rayo rejuvenecedor del azar golpee el metal de sus
engranajes y acelere su marcha tediosa? Nuestro país se rige mediante leyes muy estrictas;
puede decirse que todo acto cuyas proyecciones emerjan del círculo familiar es juzgado, ya
sea por el tetrarcado o por la opinión pública. Y todo castigo acarrea consigo la vergüenza
del castigo, lo que origina vidas enteras de virtud, sobre todo en aquellos que temen más la
vergüenza que el castigo. Son estas las víctimas ineludibles de Casandra, porque su
arbitrariedad les concede castigos sin vergüenza; hartos de virtud falsa, se ofrecen al
capricho de la sibila con un ardor y una sumisión que no entenderán nunca los virtuosos
innatos, ni los pecadores innatos. ¡Ingenioso tetrarcado el nuestro, dice mi madre, que sabe
ofrecer a sus subditos neuróticos el desahogo de una pena honrosa!
A veces, cuando nos reunimos todos los parientes para celebrar algún
acontecimiento, nuestra única diversión, después de un almuerzo abundante, consiste
justamente en quedarnos mirando en silencio y durante horas enteras, desde la galería de
nuestra vieja casa familiar, los cinco caminos por donde bajan tumultuosamente las
multitudes hacia la gruta. Algunos vienen de muy lejos, y si es un día de fiesta no faltan los
montañeses con sus sombreros de piel de cabra, y en la falda opuesta los pescadores
descalzos. A las cuatro de la tarde, todos miramos nerviosamente el reloj y con un pretexto
o con otro nos vamos dispersando, porque sabemos que en ese momento, bajo la cúpula de
vidrios pintados de la gruta, en un extremo del gran salón, Casandra acomoda alrededor del
trono sus velos, sus colas de encaje y sus armiños, y ordena que entren los suplicantes.
87
La casa
88
con ruedas especial para éxodos; cuando ésta se alejó envuelta en su propia nube de tierra,
como un profeta en el desierto, los pájaros reanudaron su canto, lo que a su modo sirvió
para destacar aun más el silencio.
Un silencio rumoroso, semejante al final de un concierto en una iglesia, un silencio
oceánico de ruidos no provocados por el hombre. Por él erraban las gallinas, diseminando
de acuerdo con sus ritos huevos que luego el casero vanamente intentaba hallar, humilde
como un pariente pobre que busca el pañuelo de una señora distraída entre cardos,
biznagas, abrojos, ortigas, malvas, cicutas y gramilla; encorvado, surcaba el matorral como
cruzan los ríos torrentosos los que no saben nadar, y a veces parecía más alto o más bajo,
porque el suelo conservaba aún la forma originaria de los canteros; hablaba solo y de noche
se cosía la patilla de los anteojos a la lejana luz del Asia. Las meras estaciones parecían
sembrar toda clase de semillas, y al retirarse la tibia inundación del verano aparecían bajo el
parque subparques de aylantus, saúcos, ricinos y paraísos, como entre los mayores aparece
la juventud.
A la hora sin viento del crepúsculo —cuando el sol se pone entre arboledas
sumamente distantes y el cielo rosado se diluye despacio en la franja de vapor celeste que
sube del horizonte, sobre la cual de un árbol cercano se perfila una hoja nítida mientras la
hacienda se aleja o se acerca, o simplemente se traslada de costado mugiendo como monjes
con cornetas— se iniciaban los rumores desarticulados de la noche en el parque y en los
potreros donde la luna no dibujaba todavía sombras. Según el grado mayor o menor de
humedad croaban las ranas; al paso de las ratas se balanceaban las ramas de las magnolias,
las comadrejas barrían como una ráfaga de lluvia las chapas de cinc del techo de los
galpones; los perros merodeadores respondían a los perros del horizonte mientras los
murciélagos, seres etéreos, revoloteaban en la espléndida seguridad de su radar perfecto por
el lila terso del aire poscrepuscular, sobre los grillos, entre las luciérnagas, bajo las primeras
estrellas. Todo esto especialmente en verano.
Con esa nostalgia de apoyarse contra alguna cosa que el ganado siente sobre todo
bajo un claro de luna prolongado de estío, las vacas de los puestos vecinos se recostaban
sobre los alambrados y torcían los postes; negras, un instinto pintoresco las impelía
oscuramente a mancharse de colorado en los restos de polvo de ladrillo de la cancha de
tenis. El mismo claro de luna que bajaba atenuado de las frondas sin podar suscitaba
destellos napolitanos de traición o andaluces de celos en los ojos de las alimañas sin sexo
escondidas en la vegetación del fondo de la fuente rajada por el sol y en general las
diferencias de temperatura; los lagartos y las ratas entraban en la casa para depositar sus
huevos y sus crías.
Al alba levantaban vuelo las garzas blancas de la cañada; las aves domésticas, que
habrían podido ser las más tremendas de todas si durante la noche hubieran aumentado de
tamaño hasta tocar el techo del gallinero con la cabeza, emergían dela maleza con su
tamaño habitual para ir a beber en la pileta, porque las lluvias abundantes mantenían en ella
el líquido rudimento de una piscina viva de peces, sapos, plantas acuáticas y anguilas
semovientes en el barro fundamental; tan poco hace falta de abandono para abrir el paso a
la imperiosa, incontenible vida, por lo menos de las especies que al parecer nacen de la
nada o de la humedad, como ser insectos, hierbas, hongos y arañas. Por escalones de
mampostería derruida descendían las aves hasta podridas aguas. Cerca de este prodigio
lacustre yacía invisible en el suelo un ancho portón oxidado de hierro en barras, por cuya
generosidad otrora siempre abierta un poeta y un general argentino —ambos famosos—
habían pasado el año que nevó, y hoy pasaban gavillas de avenas locas o cardos; tumba
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forjada de visitas a cualquier hora. En otros lugares del parque, que por el momento eran
tan poco visibles como el interior mismo de la tierra, capiteles rotos de yeso italiano, una
reja de arado, una paloma de piedra sin cabeza, restos de osamentas y el asiento perforado
de una silla pastoral de hierro proseguían lentamente, como la puerta, el proceso
imperceptible de incorporarse para siempre al territorio americano.
Ya es costumbre establecida retirar de los jardines los eucaliptos volteados por el
viento, pero aquí permanecían supinos, más largos en la apariencia que en la realidad,
moviendo desganados algún racimo supérstite de hojas secas; los frutales más finos
languidecían y morían, menos los cífreos que se dejaban no obstante invadir por las ramas
que ascendían con vigor desde el pie del injerto. Donde una rama había roto el alero en su
caída, quedaba el hueco y de noche podían verse las constelaciones; al destello de los
relámpagos de las tormentas de agosto los batientes de las persianas imitaban dementes que
emergían despeinadas de las ventanas amenazando suicidarse con los brazos abiertos y
arrancándose sus propios listones para dar paso de una vez por todas a los murciélagos de la
muerte.
Cuando el casero iba al pueblo a vender los huevos que habían puesto sus sultanas,
acudían los párvulos vecinos a robar la leña, además de barandas, manijas, herrajes, caños,
etcétera, de la casa, aunque nunca se les ocurrió llevarse el Amor de mezcla de la fuente,
que ahora era una simple estatua por falta de agua; sin embargo varias veces lo apedrearon
hasta que perdió la nariz, las orejas, el carcaj y un pie, dios incompleto, imberbe, impotente.
Ya nadie o casi nadie recordaba —y si lo recordaba el recuerdo se había
transformado en otra cosa— que ante esos escalones donde hoy dormía un cerdo, habían
bajado de un sulky o de un automóvil inglés muchachas de sombrero liviano y falda
sumaria, que abrazaban a sus amigas más odiadas con sonoras interjecciones, en todo caso
lo bastante audibles para que los jóvenes cazadores, viciosamente atareados detrás de la
cañada, proyectaran al escucharlas paseos crepusculares o aun inmediatamente
postprandiales con derivaciones sentimentales por un parque entonces cuidado, cuando
Emilia era joven y sus padres vivían y el cordobés sádico que un día la perseguiría desnuda
a latigazos por la escalera de la casa de Las Heras no le había sido presentado todavía y tal
vez por eso las adelfas y los jazmines florecían puntualmente en un clima ideal.
Pero lo que ocurrió en otra época ocurrió por así decir en otro lugar, y nunca más las
grietas de las paredes y el esqueleto del perro Lindbergh muerto en el aljibe recibirían
visitas. Sin embargo, si uno se alejaba hacia el oeste y desde cierta distancia volvía la
mirada, la casa no era fea, aunque ya no revelara haber alojado aquellas señoras que
contemplaban estúpidamente el ocaso desde una galería de glicinas que a la luz roja de
famosas nubes habían conseguido por un momento parecer uvas.
90
El templo de la verdad
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ilustran los periódicos populares. El primero de la serie, empezando por la derecha,
representaba la muerte de un filósofo; el anciano expirante, con una mano distraídamente
posada sobre la frente de su discípulo rubio, sonreía de dolor en un rincón del calabozo,
contemplando con curiosidad dos víboras de aspecto convencional que erguían sus cabezas,
marcadas por sendos signos cabalísticos, en el vano mismo de la puertita de la celda.
El panel siguiente, separado del primero por una cariátide de yeso con una canasta
de ananás en los brazos, se denominaba «El Poder de las Artes»; en un vasto paisaje de
arroyos y quebradas, un músico encantaba con su cítara un grupo de animales, todos
disímiles entre sí, que lo observaban atónitos desde la espesura de una selva contigua; sobre
una gallina atenta, los árboles inclinaban sus hojas como otras tantas orejitas alertas para
escuchar la inaudita melodía.
A continuación, un santo de expresión hierática incómodamente encaramado sobre
la cúspide de una columna figuraba «La Contemplación»; siete palomas vigorosas le traían
la comida en una canasta, y una de ellas llevaba en el pico una cinta con la leyenda «Ya
nada me perturba». Seguía un botánico en un jardín tropical, con un crisantemo de tamaño
excepcional en una mano y un hongo curiosamente fálico en la otra, como ilustración de
«El Orden de la Naturaleza».
Los paneles alegóricos se sucedían sin interrupción, tan notables por su número
como por su incongruencia. Uno de los más interesantes era el que representaba a un sabio
de larga cabellera blanca y turbante, de pie sobre una nube apoyada sobre cuatro obeliscos
egipcios, a su vez apoyados sobre el dorso de una inmensa tortuga que flotaba entre las
estrellas; el letrero de esta figura decía: «Todo tiene una Causa». En otro panel, un señor de
barba en punta y espada al flanco conversaba con una niña que acunaba un ternerito en sus
brazos; en otro, un físico asomado al balcón de una hermosa torre inclinada arrojaba
objetos de diverso tamaño a los curiosos que lo observaban desde el pie de la torre.
Después de una serie de pintores y de poetas latinos, venía un grandioso panel doble donde
un dramaturgo se entretenía en encadenar las pasiones y las virtudes a la luz violenta de un
palacio renacentista en llamas.
También entre llamas, otro poeta vestido a la usanza medieval se cubría los ojos con
el brazo izquierdo para no ver a un demonio de facciones idénticas a las suyas, que en ese
momento exclamaba «Papé Satán» con un dedo metido en la nariz; en el cuadro siguiente
un compositor alemán leía el Knabe Wunderhorn recostado sobre la ladera florida de una
montaña boscosa, a cuyo pie se divisaba la ciudad de Francfort. Frecuentemente se
asombraba Miss Pucci al leer el texto de los carteles; en ciertos casos no le quedaba más
remedio que suponer que éstos habían sido trocados entre sí por algún malévolo, como esos
graciosos que intercambian los letreros con los nombres de las plantas en los Jardines
Botánicos. Pero en otros casos le resultaba sin embargo posible, después de unos minutos
de reflexión, descubrir su verdadera justificación, por remota que ésta pudiera seguirle
pareciendo.
Se dedicó luego a observar las estatuas y grupos de cera, pintados con los mismos
colores de la vida, que llenaban los breves espacios libres entre las columnas. Eran
innumerables; entre tantas otras figuraciones, los que más le llamaron la atención fueron la
de un médico en la pira con un corazón en la mano, la de un teólogo en una iglesia rodeado
por tres monjes que con pinzas e instrumentos especiales procedían a arrancarle los
testículos, y el emocionante descuartizamiento de un filósofo arriano. Las esculturas de este
grupo llevaban la denominación genérica de «Remuneraciones de la Inteligencia».
A medida que se iba acercando al centro del local, Diana advertía que la
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iluminación mejoraba sensiblemente. Bajo esa luz más fuerte se destacaban sobre todo la
escultura de un matemático que trazaba teoremas en la arena de la playa, sin advertir detrás
de sí la presencia de un legionario romano con la espada desenvainada; la de un apóstol que
discurría en el interior de una catacumba; la de un biólogo que a la luz de una vela medía la
distancia que media entre los dos ojos de una rana; y la de un anciano calvo que elevaba
triunfante un tubo de ensayo con un homúnculo en su interior.
Más al centro las estatuas no eran ya de cera sino de material plástico, imitando
sustancias y metales preciosos con bastante acierto; un geómetra francés de marfil y coral
destruía con su cimitarra de rubíes un pequeño ejército de mentiras de ébano (las
explicaciones podían como siempre leerse en un letrero del basamento); a su lado un
químico criselefantino y un fisiólogo de ónix derrotaban sofismas con ojos de carbunclo.
Se oía al mismo tiempo un murmullo de fuentes, transmitido al parecer por un
altoparlante colgado del techo; de otro aparato similar manaba una música más bien melosa
y más bien vulgar, aunque un cartel contiguo alegaba que ésa era nada menos que la música
de las esferas. En el centro mismo del local, donde convergían todas las avenidas de
columnas, se erguía magnífica la estatua de la Verdad, poderosamente iluminada mediante
reflectores de colores que giraban con lentitud, formando los más ingeniosos arcos iris
sobre el techo de cartón prensado y el papier maché de las columnas torsas.
El material plástico que componía esta estatua era distinto, y de calidad
notoriamente superior; a pesar de su consistencia, parecía luminoso, tan luminoso que aun
siendo transparente no era traslúcido. Se habría dicho que la estatua no tenía forma: era
como una masa cambiante que irradiaba felicidad. El pedestal simulaba un rubí, asentado
sobre un dado de oro; las cuatro columnas que lo circundaban imitaban el mercurio sólido.
Diana Pucci se sentó en un banco contiguo de azulejos fosforescentes, y permaneció
un rato en meditación ante la rara estatua. Le intrigaba sobre todo que nadie entrara en el
templo, que ni siquiera hubiera un cuidador.
En eso estaba, cuando oyó entrelazarse con las músicas que llenaban el ambiente
una especie de ronquido, cada vez más sonoro. Era un estertor irregular e inhumano. Diana
trató de averiguar de dónde provenía.
En el fondo del pabellón, bajo un panel que ilustraba la Teoría de la Relatividad
mediante figuras curiosamente encorvadas y estiradas como las imágenes que se reflejan en
un espejo convexo, descubrió después de uno o dos minutos de búsqueda el origen de los
ronquidos. Era una vieja mendiga acostada en el suelo, que dormía con la cabeza caída
hacia atrás y la boca abierta; por ésta asomaban los tres o cuatro dientes que le quedaban,
grandes, carcomidos, negros y casi sueltos. La mujer despedía un olor mezclado de cerveza
rancia, urea y humedad; los harapos que componían su vestimenta eran numerosos y
multicolores, sucios y discordantes. Tenía los pies envueltos en un montón de trapos atados
con piolines, y las piernas descubiertas. Las medias de una y otra pierna eran de distinto
color, y más parecían un muestrario de agujeros que un par de medias; sin duda hacía
muchos años que no se las cambiaba, porque no era concebible que pudiera volver a
ponérselas después de habérselas sacado. Las viejas sin hogar y sin dinero se vuelven a
veces tan excéntricas, avaras y viciosas como las personas que siempre han sido ricas,
pensó Diana.
A través de los agujeros de las medias se entreveía la carne de las piernas de la
vagabunda, una sola masa de llagas y pústulas sanguinolentas: quizá toda la superficie de
su cuerpo padeciera de ese mismo mal, porque por el cuello asomaban llagas similares.
Sobre la pústula más líquida y más abierta de la pierna izquierda, cuatro o cinco ratas
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voluminosas pero esqueléticas se afanaban por mordisquear y lamer la sustancia
indescriptible de su interior. Cuando Miss Pucci se acercó, las ratas no se asustaron;
parecían mirarla con odio, pero con seguridad se trataba de una ilusión, porque las ratas no
disponen de tanta variedad de expresiones como los seres humanos.
La vieja no las sentía, sin duda sumida en el marasmo de la cerveza; pero Diana
trató de espantarlas golpeando el piso con los tacos. Las ratas no se fueron; en cambio la
mendiga abrió un poco el ojo izquierdo y balbuceó:
—¿Ya empezó el baile? Tengo unas ganas de bailar…
Entonces Diana le preguntó:
—Pero señora, ¿qué hace aquí entre esas ratas?
Con dificultad siempre creciente, la vieja intentó contestarle:
—¿Aquí? Yo…
Su voz se perdió en un gemido. Volvió a cerrar el ojo entreabierto, y poco después
empezó a roncar otra vez; un hilo de baba verde le chorreaba ahora de la boca. Diana pensó
que era mejor dejarla tranquila, y salió lentamente del pabellón, donde la Verdad informe y
luminosa seguía ofreciendo la felicidad de sus símbolos al vacío.
94
Parsifal
Parsifal se bañaba en un lago cuando Kundry lo vio por primera vez. El Montsalvat
era poco poblado (uno que otro ermitaño con la mirada generalmente en el cielo) y el
muchacho se había desnudado para entrar en el agua; aunque sabía que el polvo y la
suciedad del camino dan a los jóvenes un aire más decidido, el calor seco del sol, porque
era un día de agosto, le había sugerido la idea de hacer un alto en el camino y sumergirse en
ese lago tibio.
Golpeaba la superficie de las lentas ondas verdes con las manos abiertas, sonreía de
placer y hacía la prueba de abrir los ojos dentro del agua; como no sabía nadar, no se
apartaba de la orilla. Al pie de un árbol había dejado la ropa y las armas.
Del otro lado, a través del follaje espeso, lo espiaba Kundry escondida. Ignoraba lo
que era bañarse, y no había visto nunca a nadie metido en el agua; los únicos hombres que
conocía eran los monjes y ermitaños sucios de las cercanías, y algún esporádico cazador
lascivo. Con su canastita de hongos colgada del brazo, andrajosa, pulguienta y desgreñada,
apartó las ramas bajas y se acercó a la orilla, fija la mirada en las armas ferruginosas que el
forastero había dejado junto al árbol. Parsifal pensó que querían robarle la espada y el
escudo mágicos, o que él sin mayor fundamento suponía mágicos, y salió rápidamente del
agua.
—¡Oh! —exclamó Kundry cerrando los ojos, sobre los que se movían lentamente
las sombras de las hojas claras de un arce, balanceadas por el viento imperceptible.
Pero ya lo había visto. El muchacho era bajo y bizco, dos detalles que no le
desagradaron; es más, en cierto modo la confortaron, porque también ella era corta de
estatura, y tenía una pupila de color lechoso.
—¿Qué haces con mis armas, mujer? —preguntó Parsifal, en un dialecto apenas
distinto del que hablaba Kundry.
—Nada —dijo Kundry, que era ancha de caderas y de pecho fuerte y crecido.
Y abriendo los ojos agregó con una risita nerviosa:
—Estás desnudo.
—No me avergüenzo de mi cuerpo, porque no conozco el pecado —replicó Parsifal,
tratando de secarse con un manojo de hierbas, como quien repite sin comprender algo que
ha oído decir en su casa.
Se puso unas bragas de piel de gato montés, y mientras se ceñía los muslos con las
correas dijo:
—¿Tienes comida para darme?
—¿Quién eres? —preguntó Kundry en vez de contestar.
—Parsifal, hijo de Gamuret —respondió el muchacho, con el gusto que sienten los
hombres en decir quiénes son—. ¿Y tú, vagabunda?
—Me llamo Kundry. Sigúeme y te haré comer.
Apenas terminó la escudilla de habas con tocino que le había servido Kundry,
Parsifal se tendió en el jergón de la cabana; cuando la muchacha pasó a su lado, la aferró
por un tobillo para hacerla caer sobre los trapos y la poseyó como una perra, sin sentir
ningún placer especial fuera de la satisfacción de cumplir una necesidad cotidiana.
Inmediatamente después se quedó dormido.
Kundry lo contemplaba dormir a la luz de una lamparita de sebo; su cabello rubio
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parecía más oscuro porque tenía la costumbre de limpiarse en él la grasa de los dedos
cuando comía. Después de unos minutos sopló la llamita maloliente y se tendió para dormir
también ella sobre el jergón.
Cuando se despertó era de día y Parsifal ya se había ido. Mientras se ponía los
escasos harapos que constituían su vestimenta, Kundry observó complacida que el
forastero, antes de irse, se había comido el resto de las habas con tocino. Salió de la casa, y
percibiendo las huellas de Parsifal en la hierba todavía húmeda de rocío, se lanzó en su
busca. Había un solo sendero en esa parte del monte, y por él corría Kundry, segura de
alcanzar al fugitivo. «¿Adónde irá?», pensaba. A menudo tropezaba con las raíces de las
hayas y los robles centenarios, pero como era tan baja podía ayudarse en su carrera con las
manos.
—¿Qué quieres, bruja? —le gritó Parsifal cuando la vio acercarse.
—Acompañarte —contestó jadeante Kundry.
—No te necesito; vuélvete —dijo Parsifal.
—Llévame, por favor —insistió la muchacha.
Entonces Parsifal se desciñó una de las tantas correas que le envolvían el cuerpo, y
después de atar sólidamente a Kundry a un árbol de tronco grueso, siguió su marcha.
—¡Maldito! —le gritaba Kundry, esforzándose por soltarse.
Pero Parsifal, satisfecho de haber vencido tan fácilmente este nuevo obstáculo de su
camino, se perdía ya en una de las vueltas del sendero. Horas después se encontró con un
dragón de tamaño mediano y lo venció con su habitual facilidad. Al atardecer se encontró
con una vieja que le dio de comer y le permitió pernoctar en su cabaña. Sin embargo,
Parsifal no hizo nada con ella después de comer, porque era excesivamente anciana. Se
tendió a su lado sobre un cómodo montón de paja bien aireada y se durmió.
Fuera, en el bosque sin luz, los buhos volvían silenciosamente sus caras chatas
meditativas; Kundry había conseguido soltarse las ataduras. Avanzando por el sendero
llegó a la cabana; olfateó la puerta y las paredes de troncos mal desbastados, seguida por
los perros de la vieja que no le ladraban porque estaban demasiado débiles de hambre.
Cuando reconoció el olor a Parsifal, regresó sigilosamente al hogar abierto, frente a la
puerta, donde se consumían los últimos restos del fuego; retiró unas brasas, sopló para
reavivarlas, y con la ayuda de unas matas secas prendió fuego a la cabaña por los cuatro
costados. Las llamas crepitaron, proyectando las sombras inmensas de los tres perros hacia
las profundidades de la foresta, y la muchacha huyó corriendo por el sendero.
En ese momento salía Parsifal de la choza, espada en mano y sin sombrero,
palmeándose las bragas chamuscadas; al resplandor del fuego parecía más bajo, y el
asombro intensificaba su estrabismo. Mientras miraba las llamas anaranjadas sobre el fondo
negro de la noche, tratando de comprender de dónde venían, el techo de paja se desplomó
sobre la vieja, que no había tenido siquiera tiempo de despertarse.
Oculta en las sombras del bosque sin rumores, Kundry lanzó entonces una carcajada
malévola, para atraer la atención de Parsifal. Éste reconoció la voz y se precipitó en su
dirección. Reiniciaron la persecución al revés, ella delante y él detrás; pero Kundry
compensaba la desventaja de sus piernas cortas con el mayor conocimiento que tenía de esa
parte de la montaña. No habían corrido trescientos metros en la tiniebla, cuando Parsifal se
cayó en una zanja que Kundry acababa de eludir, y se torció un pie. Salió del agua
arrastrándose e imprecando.
Kundry se detuvo y escuchó; después de unos instantes de vacilación volvió
lentamente sobre sus pasos.
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—¿Qué te ha sucedido? —preguntó cuando estuvo más cerca del joven.
—Me caí al agua y me torcí un pie —contestó Parsifal.
—Entonces me considero vengada —dijo Kundry triunfante. Se inclinó sobre él y le
tanteó las pieles de gato que le envolvían las piernas; estaban empapadas. Reflexionó un
momento, luego se sentó a su lado y trató de secarlo con el trapo que llevaba en la cabeza.
Tanto hizo que Parsifal, olvidando por un momento el dolor del tobillo, se echó sobre ella y
volvió a poseerla. Casi sin transición empezó a lamentarse de su mala suerte.
—¿Cómo llegaré? —protestaba.
—¿Adónde? —preguntó Kundry.
—Adonde voy —dijo Parsifal.
Sobre sus cabezas, en las frondas negras, los pájaros se despertaban sobresaltados y
cambiaban ruidosamente de lugar; se oía el rumor de un torrente en la lejanía, y a ratos la
trompa ominosa del cazador fantasma.
—Yo te ayudaré —dijo Kundry.
Apoyándose en su hombro, Parsifal caminó hasta el amanecer. Las nubes del cielo
empezaban a cobrar forma cuando llegaron a una cascada; en las cercanías encontraron una
anfractuosidad rocosa que podía servirles de refugio. Allí se tendió Parsifal, sobre un lecho
de hierbas olorosas que Kundry le preparó antes de alejarse en busca de comida.
La muchacha volvió con miel y otros alimentos rústicos que Parsifal se apresuró a
consumir sin preguntarle cómo los había conseguido. El tobillo se le había hinchado, le
dolía; pero más lo impacientaba la idea de tener que quedarse allí tendido, sin moverse,
hasta que el dolor le permitiera continuar la marcha. Y también la presencia de Kundry,
ahora que había comido, le molestaba.
—¿Qué quieres de mí? —le preguntó—. ¿Por qué no me dejas en paz?
—Todas las mujeres eligen a un hombre —dijo Kundry—, y yo te elegí a ti.
—Acércate —le ordenó entonces Parsifal.
Kundry se acercó; el joven bizco la aferró por la muñeca y le retorció el brazo hasta
hacerla gritar de dolor y de rabia. Una urraca, respondiendo al grito, bajó de su rama y se
depositó en el suelo, como un paquetito de plumas, entre las ortigas.
—A mí no se me elige —dijo Parsifal.
Y soltando el brazo de la muchacha, le puso la mano en la nuca y le refregó la cara
en la tierra.
—Lo que debo hacer, lo debo hacer solo —declaró enfáticamente, con esa voz que
parecía repetir algo que alguna vez hubiera oído mientras dormía.
Kundry levantó la cara del suelo, lo miró, y luego se dejó caer otra vez,
desilusionada. Entre dos sollozos, preguntó:
—¿Y qué es eso que debes hacer solo?
Parsifal abrió la boca para contestar, intuyendo opacamente que el mero hecho de
contestar era una forma de ceder; pero en ese momento se apareció ante él la urraca, que
había venido aproximándose inadvertida entre las hierbas más altas que ella.
El pájaro dijo:
—Parsifal, sigue tu camino.
Luego alzó el vuelo y se perdió detrás de la cascada.
El héroe se levantó de un salto; esperanzado, se miró el tobillo. Por la magia de la
voz del ave, el pie ya no le dolía. Obedeciendo el mensaje sobrenatural, se inclinó sobre
Kundry para recoger sus armas y partir; pero al agacharse sintió el olor del cuerpo de la
mujer. Por tercera vez satisfizo en ella su necesidad; cuando hubo terminado, trazó a su
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alrededor un círculo en la tierra con la espada herrumbrada, para que no pudiera seguirlo.
Luego emprendió el camino, y sin volver la mirada penetró en la floresta vibrante de
cigarras que saludaban el sol.
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Apéndice
La nube de Ross
En las laderas de los Montes Albanos, entre desnudas coladas volcánicas y troncos
esqueléticos, se alza bajo el claro de luna la coqueta casa de campo del profesor Cusati, con
sus pináculos góticos y sus vitrales liberty. El jardín, una superficie yerma de polvo y rocas
salpicada de arbustos secos, desciende hasta la calle, también cubierta de una capa de polvo
gris; debajo se extiende la llanura ondulada, inmersa en la niebla.
Por las ventanas abiertas de la casa entra la luz de la luna, clara y fría, e ilumina los
estantes devastados de la biblioteca, los pocos libros sin encuadernación. Por las
habitaciones revueltas, grises como el jardín por el polvo que cubre los muebles, las
cortinas y los numerosos trapos colgados de las sillas, con torpes movimientos de animal
enjaulado deambula el profesor. Tiene la barba y el pelo largos, la cara tumefacta por la
lepra; sobre el suéter roto, de cuello cerrado, lleva puesto un saco sport de tela inglesa,
ahora reducido a harapos. La enfermedad le ha roído parte de las manos y una oreja;
renguea, y cada vez que pasa frente a una ventana, un reflejo maligno vuelve a brillar en
sus ojos hundidos.
El profesor sale al jardín e inclinándose como un oso sobre la fuente de cemento
casi vacía, que en el fondo tiene unos pocos dedos de agua de lluvia estancada, bebe
algunos sorbos; luego baja hacia la calle. Entre las ramas secas asoman huesos, alguna
calavera. Semioculta junto a un banco de mármol, el profesor ha descubierto una pequeña
colonia de hongos, blancos a la luz de la luna. Se arrodilla para examinarlos más de cerca;
luego come dos o tres, como si los estuviera catando; una vez convencido de que no son
venenosos, inclina la cabeza ávidamente hacia la tierra y arranca con los dientes el manojo
entero. Se levanta; junto al portón recoge una pala y una tela impermeable doblada en
cuatro, la vieja cobertura de su automóvil, y abandona el jardín.
Del otro lado del portón hay un agujero, una especie de fosa profunda, en el medio
de la calle. El profesor extiende la tela impermeable sobre la fosa, recoge cuatro pedazos de
ladrillo junto al portón y los coloca sobre los ángulos de la cobertura; luego toma la pala y
cubre la tela y los ladrillos con varias paladas del mismo polvo gris de la calle. A veces la
pala se le resbala de las manos mutiladas, pero el profesor ya está acostumbrado a estos
quehaceres; no tiene prisa, ahora tiene todo el tiempo a su disposición. Puesta la trampa,
regresa al jardín; da otra vuelta para ver si por casualidad, junto al muro o bajo las mitades
de troncos negros, no han aparecido más hongos. Luego vuelve a entrar y cierra la puerta,
empujándola con el pie; deja la pala en la entrada, se dirige a la biblioteca y se sienta frente
a la ventana, a contemplar la calle.
Esos libros destrozados exhiben en el lomo nombres ilustres; ahora parece
improbable que alguien pueda escribir otros libros. Los labios hinchados del profesor se
mueven casi imperceptiblemente, en la penumbra polvorienta, para rezarle a la Nube. Allí,
frente a la ventana, en el jardín, están las tres tumbas; las de sus hijos y, más reciente, la de
su mujer; tres túmulos irregulares de piedras y tierra roja, su familia. Pero el profesor ya no
piensa ni en los libros ni en su familia: observa, en cambio, la calle, la desierta vía Appia
99
por la que todavía puede pasar alguien, algún iluso que se dirija a Roma, que se extiende
allá abajo, apagada bajo la niebla blanquecina. La calle silenciosa parece una colada de
metal, atravesada solamente por la sombra larga y negra de la casa seudo-gótica, justo
frente al portón del jardín.
O bien mira el cielo, sereno y despejado, con su luna redonda de porcelana, y sus
estrellas claras e inmóviles; Sirio y la rosada Betelgeuse, Castor y Pólux que se persiguen
en el horizonte, y el pequeño rebaño enjoyado de las Pléyades, que la madre del profesor
llamaba los Siete Cabritos.
***
El primero en descubrir la Nube fue un joven astrónomo llamado Ross; por eso se la
llamó la Nube de Ross. Pero al principio no se hablaba todavía de nube, sino de la
«perturbación de las Pléyades».
Por pura casualidad, Ross había observado que algunas de las estrellas que
conforman esta constelación aparecían con frecuencia sobre las placas fotográficas
ligeramente corridas, a veces hacia la derecha, a veces hacia la izquierda; o bien
desaparecían, se volvían más brillantes, manifestaban un lento movimiento rotatorio
alrededor de un punto fijo. En el telescopio, las amarillas se veían azules y las rojas,
blancas.
Los diarios se interesaron en la noticia; pero como a simple vista no había mucho
para ver, el público no quiso o no supo asociarse a su interés. Mientras tanto Ross había
propuesto la hipótesis, inmediatamente aceptada, de que la perturbación se debía a una
nube o nebulosa de materia cósmica, la cual, al interponerse entre las Pléyades y el
observador terrestre, provocaba los diversos fenómenos de difracción, ofuscación y
superposición registrados hasta ese entonces. Una nube sin embargo invisible, de moléculas
livianas, muy dispersas; o bien un campo de fuerzas electromagnéticas o de otro tipo, cuya
verdadera naturaleza estaba aún por descubrirse.
Confirmaba esta hipótesis acerca de la nube el hecho de que por más que las
Pléyades se alejaran de su lugar tradicional en el cielo, el centro de los desplazamientos
coincidía en cada caso con la posición primitiva de la estrella; esto demostraba que la
perturbación en realidad se debía a un fenómeno óptico producido por la interposición de
un agente extraño. El interés de los observadores se concentró por lo tanto no ya en la
constelación, sino en la llamada Nube de Ross.
Dado que ahora no sólo las Pléyades se mostraban inestables, sino también muchas
otras estrellas a su alrededor, se podía pensar que la nube se estaba expandiendo; o bien que
se estaba acercando a la tierra. De la velocidad aparente de expansión de la perturbación se
podía deducir cuál de las dos hipótesis era la verdadera; los cálculos confirmaron la
segunda.
Esta noticia sacudió, en forma contundente y definitiva, la curiosidad popular.
Ahora no se hablaba de otra cosa; los periódicos publicaban fotografías a doble página del
cielo estrellado, o bien dibujos fantásticos poblados de seres espaciales; cada semana
aparecía una nueva secta religiosa consagrada a la Nube; los gobiernos de las grandes
potencias se acusaban el uno al otro, como es habitual, y se preparaban a lanzar cohetes de
inspección hacia la Nube, con un hombre e incluso con un matrimonio dentro: Italia ofreció
inmediatamente una familia entera de calabreses, con niños, para el experimento, pero
luego todo quedó en la nada. De hecho, la mayor de las potencias envió cuatro de estos
cohetes, pero extrañamente los cuatro fallaron: uno cayó a pocos metros de la torre de
100
lanzamiento, el segundo en las selvas del Brasil, los dos restantes se perdieron en la negrura
del espacio.
Mientras tanto, los astrónomos habían logrado determinar la órbita probable de la
perturbación. Ahora parecía confirmado que ésta pasaría muy cerca de la tierra; es más,
considerando la obvia vastedad de la perturbación, no se excluía que en determinado
momento el planeta se encontrase completamente inmerso en la Nube. De todos modos, el
cielo presentaba un aspecto cada vez más insólito. Muchas estrellas habían cambiado de
color, y lo mismo ocurría con los planetas; a veces Júpiter parecía un huevo de Pascua
iluminado desde adentro, para luego imprevistamente apagarse y desaparecer; Sirio giraba;
Arturo se encendía intermitentemente como la luz de un faro; la Osa Mayor se había
duplicado. La Vía Láctea era verde una noche, y rosa la siguiente. La luna aparecía erizada
de puntas grises, y cuanto más lejos estaba, más roja se la veía; el azul oscuro del cielo
nocturno se había vuelto, en cambio, amarillo.
Estos fenómenos celestes, sumados al anuncio de un choque inminente entre el
planeta y esa masa gaseosa, que según los más exaltados amenazaba con incendiar la
atmósfera, suscitaban en los seres humanos una expectativa que a menudo rozaba el éxtasis.
Cada uno descubría en sí deseos ocultos, ambiciones reprimidas, resentimientos
silenciados; cada uno esperaba de la Nube una culminación y una satisfacción todavía
imprevisibles. Algo mucho más terrible y perturbador estaba por suceder; el miedo luchaba
contra la esperanza, pero la esperanza triunfaba siempre. La Nube se había vuelto la
esperanza del mundo, y amenazaba con transformarse en su religión, desde el momento en
que también ésta, como toda religión, estaba en condiciones de ofrecer a sus neófitos su
promesa de beatitud y su amenaza de castigo.
Nadie puede decir en qué momento la tierra penetró en la Nube. Pero no había duda
que se hallaba dentro de ella. En pocos minutos el sol pasaba del verde al violeta, como
cuando se lo mira a través de un vidrio coloreado; o bien cambiaba de forma y de posición
como una ameba bajo el microscopio. A menudo se duplicaba, y a veces en el mismo cielo
se divisaban dos soles azules y dos medias lunas rojas. El orden natural de las estaciones
también parecía haberse alterado; Rusia se cubría de flores extrañas. En medio de la alegría
delirante provocada por la Nube, una joven república había abolido sus fronteras, y en
Sudáfrica una mujer blanca se había casado con un negro.
Luego de estas primeras explosiones de entusiasmo por el hecho de saberse
finalmente dentro de la Nube, sutil y libremente atravesados por ese fluido desconocido que
no sólo desdoblaba las estrellas sino que trastocaba incluso las estaciones, por toda la tierra
se había expandido una oleada general de mal disimulado pesimismo. La Nube había
llegado y no había ocurrido nada. Los astrónomos, que hasta ese entonces se habían
mostrado incapaces de obtener el menor dato acerca de la Nube, a excepción de su
trayectoria, habían bajado los brazos, desalentados, y renunciaban a sus observaciones
habituales; muchos cambiaron de profesión, y el joven Ross, blanco de las críticas de cinco
continentes, en un momento de desconsuelo se quitó la vida.
Nunca antes la humanidad se había sentido tan decepcionada. Si al menos, decían,
la Nube hubiera llegado para luego irse como había venido, dejando solamente a su paso
una sensación de vacío, una apacible decepción que, en el peor de los casos, no hubiera
sido otra cosa que la continua decepción de la vida; a estas cosas el mundo sabía adaptarse.
Pero allí estaba de todas formas, visible a los ojos de todos, el espectáculo de ese cielo
cambiante, con sus nubes barrocas teñidas con los colores más vistosos del arco iris, con
sus lunas en llamas que perseguían como jadeantes cazadores a los soles descoloridos;
101
como recordatorio de la presencia de la Nube aún quedaban los fuegos artificiales de la
noche, las explosiones atómicas de las auroras. Todo esto debía estar anunciando algo; y
cada mañana, al salir de sus casas, empleados y obreros respiraban más profundamente,
esperando descubrir todavía en el aire un tenue perfume de incienso, o al menos olor a
quemado, algún nuevo indicio de la existencia de la Nube, alguna manifestación de su
actividad que no fuera ese mismo cielo revuelto, esa fiesta lujosa y lejana.
Muchos otros, en cambio, se rehusaban a mirar el cielo, desolados a causa de la
promesa incumplida. Pero detrás de esta aparente indiferencia se estaba incubando en
realidad un mudo rencor. El cataclismo ausente había puesto cruelmente al descubierto la
opacidad de todas las vidas. De golpe, todos habían visto desplegarse frente a sus ojos,
como la cinta infinita y aún virgen de un grabador, la inutilidad de sus propiasvidas; una
cinta lista para registrar solamente encuentros triviales, disgustos, victorias vacías, heridas
que nadie podía aliviar; una vía consular de pérdidas y derrotas. Y en lugar de distraer y
unir a la humanidad, la molesta pantomima del cielo parecía más bien poner de relieve el
aislamiento de cada uno de sus componentes. Como si todos hubieran comprendido que su
propio destino, inmutable aunque arbitrario, consistía simplemente en trazar con sus
propios pasos sobre la tierra un dibujo laberíntico, carente de forma, de medida y de gracia,
y sobre todo de sentido; pero de esa línea enmarañada, que un niño iniciaba al arrastrarse
por las baldosas y que un ataúd en su fosa concluía, la dura tierra no sabía ni quería
conservar memoria alguna; y ni siquiera podía decirse que era porque lo olvidara, sino
porque ni siquiera lo advertía. Por lo tanto el resentimiento de los hombres, en un principio
dirigido hacia la Nube, se dirigía ahora contra su propio destino.
Hasta que una mañana —había transcurrido un mes desde que el planeta había
entrado en la Nube transparente— fueron precisamente esos pocos obstinados que desde la
puerta de sus casas, antes de concurrir al trabajo, todavía respiraban con fuerza el aire de la
calle en busca de una manifestación cualquiera de la presencia de la Nube, quienes
detectaron en la brisa ese elemento nuevo que todos esperaban. Y este elemento nuevo, este
signo, era un hedor ligerísimo, un toque de acidez como el que se percibe en un cuarto en el
que se ha olvidado algún alimento en descomposición.
El olor aumentaba día a día; súbitamente se lo empezó a sentir también en el interior
de las casas. Los diarios hablaban de él, los científicos descubrieron su causa: se trataba de
una nueva enfermedad de los vegetales, en especial de las hortalizas, cuyas hojas se pudrían
en la planta, adquiriendo un color marrón oscuro, luego se cubrían de una sustancia viscosa
y maloliente, y finalmente caían, licuefactas, en lentas gotas negras que permanecían sobre
la tierra, como una especie de petróleo hediondo. Los agricultores lloraban frente a los
negros surcos vacíos; pero en unos días la enfermedad se había extendido también a los
jardines, luego a los árboles, al punto que ya no era posible caminar por las calles
arboladas, salpicadas de podredumbre. De los parques, de los bosques emanaba un hedor
nauseabundo.
Este líquido oscuro que goteaba de las plantas y que la tierra parecía negarse a
absorber, se condensaba en regueros y terminaba por desembocar en los ríos, ensuciando la
superficie y transportando el hedor de una región a otra; los lagos ennegrecidos, calentados
por el sol del mediodía, exhalaban en lentas columnas un humo denso y marrón, que
permanecía suspendido en el aire hasta la noche. Los hombres huían de estos infiernos y
buscaban refugio en las montañas.
Simultáneamente, la vida en las ciudades se hacía cada vez más difícil: ahora que
los ríos estaban contaminados, a la falta de hortalizas se había sumado la falta de agua; las
102
provisiones se agotaban, los campesinos abandonaban las tierras devastadas y acampaban
en los alrededores de los centros urbanos, esperando encontrar algo para comer. El ganado
se dispersaba por los campos, sin guía, para terminar desplomándose sobre la tierra,
aniquilado por el hambre y la sed; y el hedor de los animales muertos se sumaba al de los
vegetales putrefactos. Poblaciones enteras cruzaban las fronteras, sólo porque habían oído
decir que en otros países todavía había trigo, leche, agua potable. Pero una vez allí vagaban
extraviados, sin comprender la lengua, demasiado débiles para regresar a casa. Muchos
morían en las calles.
En cierto momento las aguas turbias comen zaron a aclararse; los campesinos
aprendieron a comer las raíces que habían quedado ocultas bajo tierra, y aquellos que
vivían cerca de la costa salían a pescar a mar abierto, porque todavía abundaban los peces
en las aguas más profundas. La vida, que no quiere morir jamás, parecía decidida a
recomenzar. En el corazón de los hombres quedaba al menos una esperanza: que la Nube se
fuese, para que la tierra pudiera hacer crecer de nuevo su antigua cabellera de pastizales y
selvas.
Los pocos que habían permanecido en las ciudades se vieron obligados a comer
velas viejas, zapatos y diarios pacientemente hervidos, lana y algodón macerado, paja,
cualquier sustancia de origen orgánico, e incluso insectos. Hordas de mongoles, de negros y
de escandinavos recorrían Europa y África devorando todo lo que encontraban; las regiones
tropicales, despojadas de sus selvas, se habían transformado en calurosos desiertos; y sus
habitantes perecían calcinados por dos soles azules, esas intolerables masas estriadas y
viscosas que se arrastraban como algas en el implacable cielo amarillo.
Del reino animal, además de un puñado de hombres, quedaban sobre la tierra
solamente alguna que otra fiera, algunas aves de presa, algunos peces. Pero ahora hasta los
peces comenzaban a pudrirse, flotaban con las agallas hinchadas, con los ojos más
desorbitados que nunca, el abdomen a medio pudrir. Hasta los buitres, que revoloteaban sin
descanso entre las nubes espiando en busca de nuevos signos de descomposición, caían al
suelo como un amasijo de plumas, picos y miembros carcomidos por los gusanos; y hasta
los mismos gusanos se pudrían bajo aquel cielo sin lluvia.
Hasta que un día el planeta, en su insensible y estúpido viaje por el espacio, emergió
de la Nube. El cielo volvió a ser el de siempre; pero ahora no quedaban muchos hombres en
la tierra que pudieran contemplarlo. Todos habían contraído lepra, y no tenían nada que
comer.
***
104
Recuerdo de juventud
Siempre he sido una sentimental. Hace unos días recibí una carta de una vieja
parienta con noticias de mi tío, el tío Belo (de nacionalidad inglesa, su verdadero nombre
era Billy, pero de niña yo lo llamaba Belo y por eso le quedó ese nombre). En la carta me
cuenta que el tío está encerrado en un hospicio, según parece para siempre. Dice que él se
acuerda a menudo de mí; yo en cambio casi lo había olvidado, pero la lectura de la carta ha
hecho reaparecer ante mis ojos su querida figura, ahora deformada por la locura, y con
aquélla el recuerdo de un curioso período de mi adolescencia, completamente dedicado al
estudio de los venenos.
No tenía aún dieciocho años, creo, cuando decidí deshacerme del tío Belo. Por una
complicada serie de circunstancias, él se había transformado en el jefe de mi (por otra parte,
bastante reducida) familia, y de vez en cuando se entretenía controlando mis salidas, si
volvía tarde, etcétera. No quería exactamente matarlo, la idea de matar siempre me ha
resultado muy desagradable; sólo quería suministrarle una buena dosis de alguno de esos
venenos que no dejan rastros, hacerle sentir eventualmente la presencia del Destino, sacarlo
gentilmente de en medio, de ser posible, para siempre.
Todas las tardes, desde las cuatro hasta las ocho, estudiaba toxicología en la
Biblioteca Nacional. Los venenos, ya se sabe, pueden ser orgánicos e inorgánicos;
minerales, vegetales o animales; incluso pueden ser mecánicos. Habitualmente los textos
comenzaban con el más mecánico de todos, es decir el vidrio en polvo, que puede
mezclarse con muchísimos alimentos y provoca laceraciones horribles en los tejidos
internos, si bien se lo encuentra siempre en el momento de la autopsia. También la
estricnina, el arsénico, el cianuro y los otros venenos tradicionales dejan rastros evidentes
(recuerdo ahora que estos estudios no me pa recían una pérdida de tiempo porque, en el
peor de los casos, me servirían para escribir un cuentito). Lo mismo puede decirse de los
ácidos y de los derivados del petróleo; el mercurio suele aflorar ala piel; entre las
inyecciones, la más eficaz es la de aire, que puede causar un paro cardíaco, pero ¿quién se
deja inyectar un poco de aire en las venas? No mi tío, por cierto.
Mis estudios me llevaban inexorablemente hacia los venenos vegetales, y entre
éstos, tal vez debido a su abundancia en plazas y jardines, se destacaban la oleandrina y la
ricinina, derivados más o menos directos, uno de las hojas del laurel rosa y el otro de las
semillas del ricino. Los libros referían grandes éxitos del primero; por ejemplo, el caso de
esos soldados acampados en un bosque que habían asado un pollo atravesado por una rama
de nerium oleander y que murieron todos de un ataque al corazón. El segundo, en cambio,
era considerado muy difícil de descubrir en caso de autopsia. De todos modos, la
preparación de ambos venenos no era nada fácil, requería bastantes días de manipulación,
incluso filtros especiales y complicados embudos. Pero cuando se es joven el tiempo no es
un obstáculo.
Ya no recuerdo por qué decidí renunciar al laurel rosa. Sé que había que introducir
las hojas y las ramas en una solución alcohólica, dentro de un recipiente de vidrio, y esperar
muchos días; habrá sido la larga espera lo que logró disuadirme. O tal vez la época del año
no era propicia. Las semillas de ricino, en cambio, abundaban; escondiéndome detrás de las
plantas, porque no quería que nadie pudiera decir eventualmente que me había visto
juntando ciertas semillas en un jardín público, arranqué tantas que llevaba la cartera repleta.
Luego, en casa, las desgranaba, las trituraba (el veneno se encuentra, si mal no recuerdo,
105
justo entre la cascara y el albumen de la semilla), extraía con el alcohol la parte grasa, y
mientras lo hacía me olvidaba por completo de mi tío, a quien, en definitiva, no veía casi
nunca. Pero por momentos mandaba al diablo las instrucciones del libro, lo hacía a mi
manera y acortaba los procesos; hasta que me encontré en posesión de un polvo blanco,
más bien graso, que apestaba fuertemente a alcohol desnaturalizado.
Todas las noches mi tío comía una cena fría que la sirvienta le dejaba sobre la mesa;
la noche en cuestión había en el plato un ala de pollo. Imposible esparcir mi polvo sobre el
pedazo dorado de pollo asado; finalmente introduje un poco entre la piel y la carne, allí
donde nadie lo notaría. Cuando volví del cine, el tío Belo se había comido el ala y dormía;
quizá mañana me despierto y lo encuentro muerto, pensaba yo, pero no estaba demasiado
convencida. De hecho, a la mañana siguiente el tío fue a trabajar como si nada, y decidí
tirar el resto del polvo en el lavadero; las semillas y las cascaras que habían sobrado las tiré
por la ventana.
Mi práctica con los venenos no fue sin embargo del todo inútil; algunos meses
después, una amiga más joven que yo, que pertenecía a la Acción Católica, me dijo que
deseaba deshacerse de su padre, y me ofrecí a ayudarla. Yo sería el cerebro y ella el brazo
ejecutor, porque yo no iba a sucasa, su madre era muy religiosa. El padre, en cambio,
estaba bastante enfermo, o más bien fingía estar enfermo, y todas las tardes se hacía aplicar
una inyección por un doctor; el medicamento no era muy caro, y mi amiga me procuró una
caja. Compré un soplete, una lámpara de alcohol, para fundir el vidrio con el soplete, y me
dediqué a fabricar ampollas de veneno que mi amiga se encargaría de sustituir cuando nadie
la viera.
Las inyecciones (las buenas) estaban compuestas principalmente de aceite
mentolado, y aún hoy recuerdo el olor. Tardé varios días en aprender a abrir las ampollas,
para cambiarles el aceite y cerrarlas de nuevo. Con el mismo aceite preparé una sustancia
que me parecía fuertemente tóxica, extraída de un trozo de carne podrida llena de gusanos
gordos y blancos; y también aún hoy recuerdo el olor de esa carne verdosa. Otras ampollas
contenían soluciones de nafta e incluso, creo, una sustancia arsenical. Debo decir que las
ampollas sustituidas eran turbias, y no transparentes como las originales, pero se sabía que
el doctor estaba siempre apurado y por lo tanto no iba a darse cuenta.
No sé cuál de estas ampollas fue la primera en ser usada; sé que un día el enfermo
descubrió una especie de protuberancia durísima en su nalga derecha y que al día siguiente
el doctor pidió examinar las ampollas restantes; como eran bastante turbias y para peor de
colores diferentes, entabló una gran discusión con el farmacéutico. El tratamiento de las
inyecciones se interrumpió súbitamente, con gran alivio de mi parte, ya que para ese
entonces había perdido todo interés en el asunto.
El padre de mi amiga murió hace varios años, y su hija lloró al enterarse de la
noticia, porque siempre ha sido una gran sentimental, y en el fondo lo quería. También yo
quería a mi tío, y sentí que algo me oprimía el pecho al leer esta carta en la que una vieja,
vieja señora me cuenta que va a visitarlo al manicomio dos veces por semana; que lo
primero que él hace es pedirle noticias mías, mientras le revisa la cartera para ver si le han
traído golosinas y cigarrillos.
106
Nota al texto
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simplemente ausentes; como si al adoptar y asimilar el italiano, el español se hubiera
transformado para Wilcock en una lengua extraña que de pronto le revelara un caudal de
artificios insospechados. Por otra parte, Wilcock acostumbraba someter sus textos a una
corrección incansable que los mantenía, aun luego de haber sido publicados, en un estado
de work in progress, en busca de un equilibrio entre lo factible y lo imposible[3]. Cuando en
un reportaje le preguntaron cómo construía sus libros, respondió que lo hacía «corrigiendo
textos mediocres, escritos por mí»[4] . No es raro que un cuento, un artículo o un poema
vuelvan a aparecer reescritos en otra de sus obras; tampoco le son ajenas las alusiones y las
apropiaciones, como los esbozos de cuentos tomados, vía Bioy y Borges, de los Notebooks
de Hawthorne e incorporados, entre tantas otras cosas, en la novela I due allegri indiani
(Milano: Adelphi, 1973), o la inclusión del poema sumerio de Enmerkar en otra novela
titulada Il templo etrusco (Milano: Rizzoli, 1973).
Las notas que siguen a continuación se limitan a ofrecer los datos bibliográficos que
han podido encontrarse hasta ahora. A esto se suma una breve mención de las variantes más
importantes y la fuente de las citas incorporadas al texto.
EL CAOS
Publicado por primera vez en español en Sur, 263, (marzo-abril de 1960). La
primera versión en italiano se publicó con el título «La danza della morte», en el semanario
Il Mondo, en dos entregas, 23 de febrero y 1º de marzo de 1960.
La tendencia natural de las cosas es el desorden. «They [the laws of physics] have
a lot to do with the natural tendency of things to go over into disorder». Erwin
Schroedinger, What is Life? The Physical Aspect of the Living Cell (1944).
Ha dicho un poeta que nadie puede soportar demasiada realidad. «Human kind
cannot bear very much reality», T. S. Eliot, Murder in the Cathedral, II (1935). «Go, go,
go, said the bird: human kind/Cannot bear very much reality». T. S. Eliot «Burnt Norton», I
(1935), en Four Quartets (1944). La traducción al español de los Cuatro cuartetos
realizada por Wilcock fue publicada por la editorial Raigal (Buenos Aires) en 1956.
LA FIESTA DE LOS ENANOS
Publicado por primera vez en español en Ficción, 24/ 25 (marzo-abril, mayo-junio
de 1960). En el original dactilografiado del libro, que he podido examinar gracias a la
gentileza del hijo del escritor, Livio Bacchi Wilcock, este cuento figura con el título «La
venganza del enano»; sobre el mismo hay una corrección manuscrita del autor con el título
definitivo.
VULCANO
Fue el primer relato publicado por Wilcock en Italia, en la revista Tempo Presente,
II, 9-10 (septiembre-octubre de 1957), traducido al italiano por Francesco Tentori Montalto.
Luego fue vuelto a traducir por el propio Wilcock para ser incorporado, con variantes, en Il
caos.
FELICIDAD
En italiano, fue publicado por primera vez en Il Mondo (29 de julio de 1958) con el
título «Felicita». Luego en Il caos lleva como título «Trentire»; en esta versión Perón y
Evita se llaman López e Irisita. En Parsifal Wilcock restituyó el título original.
HUNDIMIENTO
Primer cuento publicado por Wilcock, con el que obtuvo el premio del Concurso de
Cuentos de la revista Sur, 164-165 (junio-julio de 1948). En esta primera versión, luego
reescrita por completo, el barco en el que Ulf Martin comete el crimen que desencadenará
su propia muerte se llama Shark IV. Los signos que denotan el hundimiento de la isla son
108
más evidentes y perentorios: la carta encontrada en la casilla permite deducir que su
anterior ocupante, un matemático que trabajaba allí en sus nuevas tablas de logaritmos
hiperbólicos, ha abandonado la isla porque «el fenómeno [el hundimiento] es cada día más
evidente». Se enfatiza la imposibilidad de Martin de razonar el peligro que lo acecha. Así
como el monarca descubre que el caos es la ley secreta que rige el universo, en el cuento
que da título al libro, en esta primera versión de «Hundimiento» el desorden se postula
como una impugnación de la inteligencia: «El desorden había entrado en su vida bajo la
clásica forma de un soneto […] aparecido en el […] Álbum de Poesías Inéditas de Violeta
Bari». Al comprender que la isla está hundiéndose, el protagonista no reacciona y se
entrega «al desorden». Finalmente prepara una huida desesperada, y antes de emprenderla
«quiso recordar los instantes más valiosos de su vida; consciente homenaje a su inminente
partida, y útil estudio comparativo del desarrollo de sus poderes de organización, aplicados
a la habilidad natural de su ingenio […] Martin [vio] a través de las invioladas cortinas de
su vanidad, el reflejo accesorio de la verdad escondida. […] la ascendente y casi gloriosa
progresión de fracasos que él denominaba su vida sólo era una consecuencia de sus dos más
evidentes y menos confesadas virtudes: la imprevisión, y la precipitación». Mientras la
balsa precaria en la que intenta escapar se deshace con los embates de las olas, el terror de
saber que va a ahogarse le hace perder «milenios de civilización; ya no sabía hablar».
Finalmente, antes de soltarse del tronco que lo mantiene a flote, su inteligencia sufre una
última y definitiva derrota cuando recuerda a Pauli Meyer «trepado en el mástil del Shark»,
y piensa en Violeta y en el muchacho de la fotografía: «eran las últimas, irracionales
visiones, pero ya no había en él una inteligencia que pudiera comprenderlas».
La primera versión en italiano presenta escasas variantes con respecto a la publicada
en El caos, y se publicó en Tempo Presente, III, 12 (diciembre de 1958), con el título
«Sommersione». En Il caos se omite la frase final («Si ha sido un hombre, lo ha sido
solamente un instante antes de la muerte») que reaparece en Parsifal, donde pasó a titularse
«Affondamento».
Con cuyos huesos se hacen los corales, como dice Shakespeare. «Full fathom five
thy father lies;/ Of his bones are coral made». The Tempest (1611), I, pp., 394-395.
LA NOCHE DE AIX
Publicado por primera vez en español en la revista cubana Ciclón, II, 3 (mayo de
1956). Este cuento tiene su origen en un episodio vivido por Wilcock durante el viaje que
realizó a Europa, a comienzos de 1951, acompañado, en algunos tramos, por Silvina
Ocampo, Bioy Casares y Marta Mosquera: «En el 49 y en el 51, viajamos en un automóvil
desde Francia, por Suiza, a Italia […] en el 51 [nos acompañaron] Johnny Wilcock y Marta
Mosquera. En Aix-en-Provence, tal vez porque todavía se economizaba electricidad, como
en los años de la guerra, a las diez u once de la noche, los hoteles cerraban. Wilcock salió a
conocer la ciudad, se perdió y, cuando volvió al hotel, estaba cerrado. Durmió en un baldío,
tapado con papeles, diarios y piedras». Adolfo Bioy Casares, Memorias (Barcelona:
Tusquets, 1994, pág. 131). En la versión en Il caos, el nombre del dictador (Perón) con el
que sueña el protagonista es Tropez.
Nevaba como en el tierno cuento de Joyce. «The Dead», en Dubliners (1914).
LA ENGAÑOSA
En Il caos y luego en Parsifal bajo el título «La bella Concetta». Estas dos
versiones difieren notablemente: la publicada en Parsifal tiene el doble de extensión que su
predecesora. En esa versión ampliada, las procaces conjeturas del personaje (llamado Tony)
se abisman en un crescendo de divagaciones grotescas acerca de las monstruosas
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particularidades del cuerpo de su amante. La de El caos, en cambio, es muy cercana a la
versión condensada en Il caos. Existen otras dos versiones de este relato: en una la acción
se desarrolla en la antigua Ur de los caldeos, y fue publicada con el título «Negli uffici della
cooperativa» en la revista-libro Gli Shocks, 2 (Milano: Todariana Editrice, 1967); la otra
conforma los episodios vigésimo quinto y vigésimo sexto de Il due allegri indiani bajo el
título «Prime esperienze di Cavallo Alto in Uganda».
LOS DONGUIS
Publicado por primera vez en español en la revista uruguaya Número, 27 (diciembre
de 1955). Esta primera versión es la incluida por Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo
en la segunda edición aumentada de la Antología de la literatura fantástica (Sudamericana,
1965). Para un comentario acerca de las variantes entre esta versión y la publicada en El
caos, véase el artículo de Luis Chitarroni «La nieve y su reflejo: un negativo del mundo» en
Sitio, 3, (agosto de 1983, págs. 10-15). En italiano se publicó por primera vez en la revista
Il Caffé, 7-8 (julio-agosto de 1960). Esta versión, incluida en Il caos, difiere notablemente
de la publicada en Parsifal. En el original dactilografiado, el cuento concluye con una frase
final que no se encuentra en ninguna de las versiones publicadas: «Ciertas noches el cielo
es todo negro y la nieve luminosa como si absorbiera la luz de la luna y la reflejara hacia
arriba; el paisaje parece entonces un negativo del mundo y valdría la pena describirlo.
Espero hacerlo». No es improbable que Wilcock la suprimiera al corregir las pruebas de
página de El caos. Por otra parte, existe una versión abreviada de este cuento, desprovista
de donguis, donde se revela la matriz autobiográfica que lo sustenta: un artículo titulado
«La cordillera» y publicado en el diario La Prensa (12 de febrero de 1956). En él, Wilcock
toma literalmente de la primera versión del relato las descripciones del paisaje fantástico de
la cordillera y la enumeración de las actividades que allí desarrollaba, y con estos
fragmentos construye una evocación inquietante y ambigua de su estadía en Mendoza,
donde trabajó como ingeniero en la reconstrucción del ferrocarril trasandino y luego en la
construcción de la línea ferroviaria entre San Rafael y Malargüe entre junio de 1943 y
mayo de 1944. Las experiencias vividas durante ese mismo período en la cordillera son la
base de L'ingegnere, novela epistolar publicada por Rizzoli en 1975, en la que hay
incidentes (por ejemplo, la caída desde un puente de un capataz llamado Antonio) que
repiten los del cuento con la fijeza de un recuerdo imborrable.
DIÁLOGOS CON EL PORTERO
Publicado por primera vez en español en la revista uruguaya Entregas de La
Licorne, IV, segunda época, 9-10 (agosto de 1957). Esta versión ofrece numerosas
variantes con respecto a la versión en libro.
—The tomb is a quiet and prívate place,/ But none I think do there embrace. Versos
(31-32) de «To his Coy Mistress» (1681) de Andrew Marvell. Wilcock sustituye grave, en
el original de Marvell, por tomb.
CASANDRA
Publicado por primera vez en español en La Prensa (26 de febrero de 1956). Se
publicó por primera vez en italiano en Il Mondo (19 de agosto de 1958).
LA CASA
Publicado por primera vez en español en La Nación (2 de diciembre de 1951); luego
ampliado y corregido para su publicación en libro. En Il caos tiene como título «La villa», y
en Parsifal «La casa».
PARSIFAL
Primera publicación en italiano en Il Mondo, sección «II Novellino» (21 de octubre
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de 1958).
APÉNDICE
En esta nueva edición de El caos se han incluido dos cuentos no traducidos hasta
ahora al español, «Recuerdos de juventud» y «La nube de Ross». «Recuerdos de juventud»
se publicó con el título «Lo zio Bello», en Il Mondo, sección «II Novellino» (5 de julio de
1960), y es quizá uno de los primeros cuentos escritos por Wilcock directamente en
italiano. Fue recogido en Il caos con el título «Ricordi di gioventú», y luego omitido tanto
en Parsifal como en El caos. Es probable que el argumento de «La nube de Ross» esté
inspirado en The Purple Cloud (1901), novela fantástica del escritor inglés Matthew Phipps
Shiel (1865-1947) traducida por Wilcock al italiano [5]. El relato de Wilcock fue escrito
originariamente para ser leído en el Terzo Programma radiofónico de la RAÍ, como parte de
una antología de «fantasías científicas» de autores italianos, entre los cuales se encontraban
Elémire Zoila, Goffredo Parise y Tommaso Landolfi. Más tarde fue publicado en «Il
Mondo» (7 de enero de 1964). Hasta ahora no había sido recogido en libro.
Ernesto Montequin
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Notas
[1]
M. Adelaide Ceraolo, «Al limiti della follia; a colloquio con J. Rodolfo
Wilcock», La Fiera Letteraria, 10 de febrero de 1974, págs. 12-13. <<
[2]
Parsifal; I racconti del «Caos», Milano: Adelphi, 1974, pág. 10. <<
[3]
«La saggezza non é un dono degli anni/bensi una qualitá aristotelica/che si ha o
non si ha fin dalla nascita,/un equilibrio fra il fattibile e l'impossibile,/una conoscenza
previa alia conoscenza». J. Rodolfo Wilcock: «I tre stati» III, 4, (1963), Poesie, Milano:
Adelphi, 1980, pág. 70. <<
[4]
M. C. G., «Personaggi incomodi; intervista con Wilcock», La Provincia (Como),
19 de mayo de 1973. <<
[5]
M. P. Shiel, La nube purpurea, versione e prefazione di J. Rodolfo Wilcock,
Milano: Adelphi, 1967. En la novela de Shiel, una nube de gas cianuro surgida
presumiblemente de la zona volcánica del Pacífico Sur aniquila la vida en el planeta. El
protagonista logra salvarse porque en el momento de la catástrofe se encuentra en el Polo
Norte, en una expedición científica. Durante años vaga por el mundo, quema y saquea
ciudades muertas, construye un palacio fastuoso, hasta que finalmente, en un sótano de
Constantinopla, descubre la existencia de una sobreviviente. El nombre del descubridor de
la nube, en el relato de Wilcock, posiblemente sea una alusión a sir John Ross (1777-1856)
y a su sobrino sir James Clarke Ross (1800-1862), navegantes británicos que exploraron
—como el protagonista de la novela de Shiel— las regiones árticas. <<
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