Yo Sola

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YO SOLA

FLORENCE FALK
“Las mujeres no tenemos nada que perder y mucho que ganar si miramos nuestros miedos
directo a los ojos, y, en lugar de negarlos o evitarlos, los observamos fijamente hasta
hacerles agachar la cabeza. El cambio, genuino y organizado en nuestras vidas, no llegará
en un abrir y cerrar de ojos ni cuando despertemos a la mañana siguiente. Aparecerá poco
a poco, con pasos de bebé, y surgirá de las múltiples reflexiones y de nuestra propia
voluntad de persistir. Para muchas mujeres, la soledad es lo que necesitamos para
comenzar nuestra jornada. Más adelante, llegaremos a reconocerla como un instante de
gracia en nuestras vidas”.
YO SOLA
El arte de aprender y disfrutar de la soledad

Florence Falk

Traducción
María Candelaria Posada
Bogotá, Barcelona, Buenos Aires, Caracas, Guatemala,
Lima, México, Panamá, Quito, San José,
San Juan, Santiago de Chile, Santo Domingo

Falk, Florence Arlene


Yo sola: El arte de aprender a disfrutar la soledad / Florence
Arlene Falk: traductor María Candelaria Posada – Bogotá: Grupo Editorial Norma, 2007
320 p.; 23 cm
Titulo original: On My Own: The Art of Being a Woman Alone
ISBN 978-958-45-00656-6

1. Psicología de la mujer
2. Mujeres solteras – Aspectos psicológicos
3. Soledad – Aspectos psicológicos

I. Posada, María Candelaria, 1949-, tr II Tít 155.6423 cd 21 ed.


A 1146575

CEP-Banco de la Republica- Biblioteca Luis Ángel Arango


A mi madre Pauline, mi nieta Juliet, y las maravillosas mujeres en mi familia.
Una mujer debe madurar por su propia cuenta. Esta es la esencia de “madurar” –
aprender a ser independiente.
ANNE MORROW LINDBERG, GIFT FROM THE SEA

No importa si las mujeres prefieren apoyarse, ser protegidas y recibir respaldo, ni si los
hombres deseen que ellas se comporten así; las mujeres deben emprender solas el viaje
de la vida y para estar seguras en una emergencia deben conocer las leyes de la
navegación. Para guiar nuestro propio barco debemos ser el capitán, el piloto, el
ingeniero; con bitácora y compás para manejar el timón; para observar el viento y las
olas y saber cuándo hacerse a la mar y leer los signos en el firmamento.
“THE SOLICITUDE OF SELF” (LA SOLEDAD DEL SER).
ÚLTIMA CONFERENCIA ANTE EL CONGRESO
DE ELIZABETH CADY STANTON, 1892

A pesar de que continúo tejiendo y se sentaba derecha, así se sentía ella misma, y su ser
despojado de sus ataduras estaba libre para las más extrañas aventuras… Había
libertad, había paz, y había, lo más grato de todo, un llamado para estar bien, un
descanso sobre una plataforma de estabilidad
VIRGINIA WOOLF, AL FARO
CONTENIDO ¿QUÉ ES LO QUE QUIERE UNA MUJER?

Completa soberanía sobre su cuerpo, mente, espíritu y alma, así como la sanción y
protección del cuerpo político del cual hace parte su vida; la libertad y la búsqueda de
la felicidad, incluida la libertad total y la seguridad para llevar a cabo su vida como ella
considera y el derecho a la igualdad de género en lo referente al acceso al espacio
público y doméstico y a la movilidad a través de ese espacio público y doméstico y la
reparación de cualquiera y todos los agravios que interfieran o inhiban dicha libertad.
LA AUTORA
PRIMERA PARTE

LAS DIVERSAS CARAS DE LA SOLEDAD

Capítulo 1
Si soy una mujer sola, ¿quién soy?

Es enero y hace tanto frio que quita el aliento, la clase de clima que la sangre nórdica de
Lisa disfruta. Pero hoy el tónico no funciona. En vez de lucir su sano brillo habitual, Lisa
se ve marchita y solitaria como si hubiera corrido para llegar a una fiesta que ya se ha
terminado. Y de alguna manera, esto es cierto.
Cuatro años después de conocerse en el bar de moda, el Pub de Joe, y enamorarse de
inmediato, Lisa y Sam han decidido separarse. Parece que la decisión fue de mutuo
acuerdo, salida de su apatía como el interior de un huevo sale por una grieta en la cáscara,
y ellos estaban muy cansados de pelear como para molestarse en arreglar el desorden.
Lisa solía decir que al conocer a Sam ella había llegado lo más cerca posible que podía
imaginar de encontrar a la persona ideal para ella. Sam era un periodista freelance. Lisa
pensaba que él era el hombre más inteligente y el más emocionante que había conocido.
“Me enamoré no sólo de su inteligencia sino de su atrayente descuido, hasta sus dientes
desportillados me excitaban”. Ella adoraba que fuera zurdo y que tuviera una voz ronca,
la forma en la que aullaba cuando hacían el amor y cómo olía su cuerpo. Se maravillaba
de su ilimitada energía, su imaginación sin límites y su disciplina firme, la cual le permitía
leerse un libro entero o escribir el borrador de un artículo de una sola vez. Sobre todo,
ella amaba que fueran no sólo amantes sino el “amigo más cercano” de cada uno, y con
frecuencia actuaban más como niños de cinco años que como adultos al jugar juntos en
su hermético mundo, como si el exterior hubiera dejado de existir.
Pasaron un año entero así. Luego, lentamente y al principio con sutileza, las cosas
comenzaron a cambiar. ¿Se lo imaginaba o Sam estaba distante? Parecía menos
disponible en el ámbito emocional. Por primera vez desde que estaban juntos Lisa sentía
un espacio interior vacío. Habría dado cualquier cosa por acortar la distancia entre ellos.
A medida que pasaba el tiempo, el sentimiento de vacío iba y venía. Cuando Sam era
amoroso el mundo de Lisa se arreglaba y se sentía completa otra vez. Pero tan pronto él
parecía preocupado o inquieto en lo más mínimo, ella comenzaba a sufrir con desilusión
y carencia.
Tanto Lisa como Sam se enorgullecían de sus espíritus independientes. Incluso se habían
prometido no hablar sobre su futuro. El problema consistía en que, a pesar de sí misma,
Lisa quería más. Estaba sorprendida y perturbada de los sentimientos de anhelo que Sam
le provocaba, sentimientos que ni siquiera ella sabía que estaban ahí. Pero cada vez que
ella tanteaba las “posibilidades a largo plazo”, su cauteloso eufemismo sobre el
matrimonio, Sam la bloqueaba. “Estamos bien”, decía él con seguridad. “Esperemos a
ver qué pasa”. Su resistencia inquietaba a Lisa y la hacía dudar de sí misma; en relaciones
previas ella siempre se había sentido en control.
Lisa comenzó a disgustarse con las cualidades que la atrajeron de Sam. Su escritura
parecía tomar cada vez más y más tiempo de su tiempo privado y ella se convenció de
que Sam usaba sus fechas de entrega como una excusa para “desaparecer”. Al principio,
Sam trató de suavizar las preocupaciones de Lisa, pero a medida que el tiempo fue
pasando, su ira se encendió. “Deja de preocuparte por mi trabajo”, decía bruscamente, “y
preocúpate por el tuyo”.
Muy pronto los besos cortos en la mejilla reemplazaron los besos prolongados en los
labios. Lisa se quejaba de que ya casi no hacían el amor. Ella y Sam comenzaron a pelear
todo el tiempo e insultos y acusaciones iban y venían: la “necesidad de él de ser el centro
de atención”; “el temperamento loco” de ella; la insistencia de él en siempre “tener la
razón”; la “horrible intromisión” de ella; la “pereza” de ella. Las peleas que alguna vez
terminaban en votos renovados y rondas de sexo apasionado ahora consumían toda su
energía.
Pero cuando Sam finalmente le dijo a Lisa que necesitaba su propio espacio, ella se sintió
con el corazón roto y llena de temores. Por primera vez desde que estaban juntos, ella
dejó que su mente se desviara hacia el pensamiento que con escrúpulo había evitado hasta
ahora: estar sola.
El día que Sam se fue, Lisa se sentó en el sofá con incredulidad, atónita mientras él iba
de la habitación al estudio o al baño, clasificando ropa, libros, CD, incluso frascos de
champú y vitaminas, separando sus cosas de las de ella. Cuando terminó de empacar,
Sam caminó hacia ella. “Se buena contigo misma, querida Lisa”, dijo dándole un beso en
la frente. “A pesar de todo, esta ha sido una gran aventura para los dos”. La tranquilidad
con la cual él había vuelto a su propia vida lejos de la que tenían juntos enfureció a Lisa.
Estaba maravillada y molesta por la compostura de él. “Déjame las llaves, bastardo
arrogante”, le disparó de vuelta. Con un suspiro, Sam las dejó junto a ella. El taxi llegó
unos minutos después y él salió por la puerta.
Muy agotada para moverse, Lisa se enroscó en el sofá y se durmió. Cuando se despertó
ya estaba oscuro. Tenía unas ganas terribles de orinar y le dolía el brazo por haberse
acostado sobre él, pero no se podía parar, hasta que un calambre en un pie la forzó a
levantar los pies. Se sentía floja y débil y apenas podía alzar los pies. El teléfono sonó.
Oyó a su amiga Catherine dejar un mensaje, pero no se molestó en contestar. Era la voz
de Sam la que esperaba oír.
Esa noche, Lisa no pudo dormir en la cama de los dos, así que llevó su almohada y su
cobija al sofá y se quedó allí, viendo películas viejas. Durmió en el sofá la noche siguiente
también, y la siguiente. Con la partida de Sam, se encontró a sí misma escuchando el
silencio. Es extraño, pensó. Antes estaba sola, pero no de verdad. Lo esperaba a él.
Ahora no espero a nadie. Comenzó a sollozar y finalmente el dolor y el maltrato salieron.
Se sentía atemorizada y confusa. Esto no parecía real, pero por supuesto lo era. Él se
había ido y no iba a volver.
LISA ES UNA DECORADORA de escenarios que vino a verme cuando su “luna de
miel” con Sam había terminado y ella luchaba para entender cómo una relación tan
mágica, tan brillante y luminosa, había empezado a recoger el polvo de la existencia
ordinaria. Ella quería ser querida otra vez. Ella quería que Sam sintiera su anhelo y
respondiera con el de él. En lo íntimo de su corazón, deseaba aferrarse a la rosada luz de
vela del romance, en vez de lidiar con la brillante, y algunas veces enceguecedora
cotidianidad con otra persona. ¿Y quién puede culparla? Girar sobre la tierra y flotar
sobre ella por un rato es emocionante. Pero el verdadero amor debe echar raíces en la
tierra de la realidad; de lo contrario no puede perdurar ni evolucionar hacia formas más
profundas. La relación de Lisa y Sam no tuvo esa durabilidad.
Aun así, para Lisa, y para casi todas las mujeres que conozco, el problema es el aterrizaje
forzoso que ocurre cuando una relación se termina y la mujer cae de espaldas con el
sentimiento vergonzoso que de alguna forma fue su culpa.
Hoy, la mujer que se sienta en frente de mí todavía se siente muy adolorida para tratar de
recomponerse. “Parece que me pasa algo grave. Ni siquiera entiendo por qué me siento
tan mal”. Lisa habla más despacio de lo usual y en sus ojos veo un hilo de pérdida y
desconcierto. “Creo que supe por largo tiempo que este día llegaría, pero no me atreví a
pensar en él. Supongo que lo barrí bajo el proverbial tapete”. Se calla mientras lucha por
hacer que sus sentimientos tengan sentido. “No es que quiera estar con Sam. Quiero decir,
sí quiero”, se corrige, “pero sólo si pudiera ser como antes, y sé que eso no es posible. Es
que…” “¿Es qué?”, pregunto.
Lisa mira al piso. “Que estoy sola, completamente sola, y es aterrador”. Hace una pausa
por un momento, luego me mira desamparada. “No sé cómo ser una mujer sola”.

QUEDO IMPRESIONADA POR LA INTENSIDAD del sentimiento de Lisa, como si


acabara de describir la mayor calamidad que le puede pasar a una mujer. Lo que Lisa no
sabía, al menos no en ese momento, era que estaba articulando los mismos miedos, dudas,
confusiones y sentimiento de desamparo de muchas mujeres sienten en todas las etapas
de su vida cuando deben aprender por ellas mismas qué es la soledad y qué es ser una
mujer sola.
“Me repito a mí misma que no es tan horrible, después de todo, vivir sola”. Lisa suspira
y endereza sus hombros. “En fin, no estoy segura de que lo pueda hacer.
Realmente no”. Sin embargo, antes de conocer a Sam, Lisa estaba sola; tenía una carrera
que prometía, muchos amantes y prospectos, buenos amigos y una vivaz curiosidad sobre
la vida. Su vida. Le recordé que más de una vez ella se describió como “cómoda en sus
propios zapatos”, antes de que Sam apareciera. “Sí, pero siempre había otros hombres
alrededor”, protesta, “nunca me había tenido que preocupar de cómo sería estar sin uno”.
Como muchas nosotras, Lisa asume que una mujer sola debe ser infeliz, y peor, que de
alguna manera se lo merece, como si ella tuviera toda la responsabilidad de estar sin un
hombre. Con una vena de humor negro, Lisa se pregunta si tiene una enfermedad
innombrable y contagiosa que hace que los hombres huyan. Sin Sam, la autoestima de
Lisa cayó en picada. Ella ya no sabe quién es y qué es lo que quiere. Lucha en contra de
dos temores que la intimidan: vergüenza por ser una mujer sola y miedo de quedarse así.
Ella no puede, no importa lo que su mente racional le diga, no logra desprenderse de la
creencia de que una mujer sola no tiene estatus: se siente marginal.
A pesar de que esta fantasía suena exagerada, alguna versión ronda la imaginación de la
mayoría de las mujeres, así tengan pareja o estén solas. De hecho, la famosa letra escarlata
A que una vez fue una señal de adulterio puede ahora ser la marca de soledad. ¿Cómo es
que hasta las mujeres que parecen ser muy asertivas caen presas de sentimientos de
insuficiencia si no tienen pareja? ¿Y de dónde vienen los sentimientos de necesidad y
dependencia?
Lisa ejemplifica una paradoja que actualmente asalta a muchas mujeres que continúan
viviendo “como si”. Una mujer moderna puede ser modelo de independencia con
respecto a sus realizaciones mundanas: educación, estatus en su carrera y la habilidad de
ganar lo suficiente para vivir con decencia; pero esto no es sólo la mitad del cuento. La
otra mitad, que con frecuencia está escondida, es su miedo a la soledad. Estar sola,
después de todo, es un campo fértil para el pensamiento. Y si estamos confundidas o
inseguras sobre nosotras mismas, la testaruda maleza de la inadecuación se toma nuestro
jardín. Esto es más aparente cuando una mujer entra en una relación. Tan pronto se siente
atraída por otra persona, comienza a dudar de sí misma. ¿Qué tal que él piense que es
aburrida o que es una mala amante? ¿Qué sus piernas son muy cortas o sus senos muy
pequeños? ¿Qué no es inteligente ni ingeniosa? Desanimada por el desprecio hacia sí
misma, ya ha roto la relación que tenía consigo misma. Pero su temor real, el que está
escondido y es determinante para que ella se sienta necesitada y dependiente, es su miedo
a estar sola.
Decir que esta carga es muy pesada para que una mujer la soporte es una burda
subestimación. Y, sin embargo, el miedo a la soledad es suficiente para mantenernos
estancadas, con frecuencia quedándonos atrás de nuestro propio deseo de independencia,
a pesar del hecho de que hemos sido bendecidas por el movimiento feminista con una
abundancia de oportunidades. En el interior, las mujeres todavía están aterrorizadas de
vivir por su propia cuenta. A pesar de las tremendas ganancias de las últimas cuatro
décadas en cuanto a libertades femeninas, muchas todavía cargan el legado cultural y
social de ser tratadas como ciudadanas de segunda clase y de ser rechazadas socialmente
a menos que tengan la protección de un hombre.
Con frecuencia me impresiona, en mi práctica, la cantidad de mujeres casadas que están
convencidas de que si estuvieran por su propia cuenta fallarían. Que el pensamiento de
convertirse en una “mujer sin hogar”, o como dijo una, “una mujer Xerox acomodando
páginas en una máquina para siempre porque eso es lo único para lo que soy buena”,
pueda todavía provocar tanto pavor, indica el poder de dominación que este temor tiene
en nuestra época, en nuestra cultura fóbica de la edad y el estatus. Dado el hecho de que
más de la tercera parte de mujeres solteras con más de 18 años (13.5 por ciento) vive bajo
la línea de pobreza, que el 26.5 por ciento de madres solteras cabeza de familia vive bajo
la línea de pobreza, que las mujeres divorciadas con hijos cae bajo la línea de pobreza
cuatro veces más que las mujeres casadas con hijos, y que el 19.6 por ciento de las
mujeres solas de más de 65 años vive bajo la línea de pobreza,1 las fantasías de estas
mujeres basadas en el temor, desafortunadamente, también tienen profundas raíces
arraigadas en la realidad. Pero el temor que estas mujeres manifiestan es tan sólo una
parte de la supervivencia. También luchan con arraigadas fantasías sobre lo que significa
no contar con la protección de un hombre.
Desde el comienzo de la historia registrada, como Simone de Beauvoir nos recuerda en
El segundo sexo, la mujer ha sido definida con exclusividad con relación a un hombre.
Como de Beauvoir explica, los hombres, atrapados entre el miedo y el deseo, han
deificado y devaluado, adorado y despreciado a las mujeres, tan sólo porque ellas son el
“Otro”. En un sentido fundamental, negativo, la mujer, vista por los hombres como un
objeto, empieza a verse a través de los ojos de él. El miedo a perder o nunca obtener
estatus social la lleva a medir sus deseos de acuerdo con los estándares de ellos. En vez
de preguntarse
“¿quién soy?”, se pregunta “¿quién quiere él que yo sea?” En lugar de pensar “¿qué
quiero?”, se dice “¿qué quiere él de mí?” De ahí que la soledad sea tan aterradora para
una mujer. Ella la considera no como un estado de libertad potencial, lo que de Beauvoir
llamó “soledad soberana”, sino como una alienación, sin darse cuenta de que la persona
de la que ella está alienada es ella misma.
Para la mayoría de las mujeres, ser una mujer sola es virtualmente un eufemismo de
defectuosa; no un simple defecto, fíjese bien, algo relativamente superficial o que se
pueda arreglar como un diente torcido o poca visión; sino defectuosa de forma inherente,
defectuosa en lo esencial. “Para mí estar sola es, ¡ah, ¡qué perdedora!”, dice Martha, una
escritora de unos 25 años y que publicó su primera novela basada en sus relaciones
románticas con hombres. “Significa que, en el fondo, no eres deseada. Porque si lo fueras
nunca tendrías que estar sola”. Martha salta de relación en relación y, en la vida real,
como en su novela, necesita controlar a todo el mundo. Al enamorarse se escapa de la
soledad que teme. Sus romances tienen una vida corta, sin embargo, porque apenas está
segura de que un hombre la adora, su entusiasmo mengua y empieza a planear su
estrategia de salida. Pero apenas el hombre da señal de que tiene otras cosas en mente o
no está interesado, Martha, como Lisa, lucha por atraer su atención, y aferrarse. No
importa el costo.
Cuando Martha pueda estar por su propia cuenta, cuando sea capaz de sentirse segura sin
importarle lo que un hombre pueda sentir por ella, cuando no sienta necesidad de
retorcerse hasta tener la figura que obtenga aprobación de él o que pueda juzgarse
críticamente si se equivoca, habrá encontrado el camino que la lleve a ser una persona
auténtica.

SER CAPAZ DE RECONOCER –ni se diga entender y hablar sobre eso- el temor de una
mujer a la soledad, me ha tomado casi toda una vida. En este punto, no comparto el miedo
de Lisa a estar sola; para mí la soledad ya no está cargada de confusión y temor. Esto no

1
Estas estadísticas corresponden a Estados Unidos (N. de la Traduc.)
quiere decir que no tome en serio estos sentimientos. Mi corazón se abre al dolor de todas
las mujeres que temen a la soledad, tanto más porque sus miedos fueron alguna vez los
míos. Mi viaje como una mujer sola me enseñó que la soledad es un estado natural,
dinámico, y que cuando huimos de ella, en realidad estamos escapando de nosotras
mismas. El mercado de los libros de autoayuda es un próspero negocio de millones de
dólares y las mujeres compran la vasta mayoría. Invertimos millones con la esperanza de
mejorar nuestra autoestima y estimular nuestra confianza, aprendemos “soluciones
simples” para perder peso, deshacernos de la timidez o el pánico, o curar nuestra ansiedad
y depresión. Por el camino, también podemos descubrir cómo convivir de forma exitosa
(como lo prometen algunos libros de autoayuda) con personas echadas a perder, cómo
pelear y ganar, cómo bailar con nuestra ira y cuáles son las “reglas” para conseguir un
hombre y conservarlo. El anzuelo es la promesa de que vamos a descubrir lo que la “gente
feliz sabe”, que por lo general tiene que ver con sexo apasionado y orgasmos múltiples
los 365 días del año. Estos libros tienen éxito porque hablan de la insatisfacción
fundamental que las mujeres sienten con ellas mismas. Cuánto más fácil es repartir este
sentimiento en algo en apariencia manejable, y “arreglable” que reconocer las profundas
raíces de esa insatisfacción en la vergüenza y la baja autoestima que tenemos.
Mi trabajo con mujeres me ha convencido de que la soledad ha sido, y continúa siendo,
una dimensión pasada por alto y subestimada en la vida de las mujeres, una que todas
experimentamos y sobre la cual debemos aprender. Nuestro miedo a la soledad, del cual
casi no se habla, aún entre nosotras mismas, nos mantiene atrapadas en comportamientos
derrotistas. No es nada raro que una mujer que le teme a la soledad se quede en una mala
relación, corra impulsivamente hacia una nueva, o que use la comida, el sexo, el alcohol
y las drogas para aliviar los dolorosos sentimientos que evoca.
Dada la necesidad humana básica de conexión, aceptar la soledad puede ser duro tanto
para hombres como para mujeres. Sin embargo, prevalece una diferencia esencial: los
hombres que están solos no son marginales. Si algo ocurre, son mitificados. Los hombres
solitarios tienen una pátina heroica; incluso su retraimiento es considerado seductor. Los
solteros siempre están disponibles. Nuestra cultura se entusiasma ante la visión de un
hombre sin ataduras, mientras que las “solteronas”, casi por definición, están condenadas.
Esto no quiere decir que como grupo a los hombres solos les vaya mejor que a las mujeres
solas. Educados para conciliar sus emociones y sus puntos vulnerables, los hombres son
más susceptibles al estrés del aislamiento que las mujeres. Los hombres deprimidos, de
acuerdo con Terrence Real, autor de I Don’t Want to Talk About It: Overcoming the
Secret Legacy of Male Depression (No quiero hablar de eso: vencer el legado secreto de
la depresión masculina), buscan menos ayuda que las mujeres. Pero las mujeres cargan
el peso de nuestra historia social, una creencia grabada hasta el fondo de que algo grave
nos sucede si no estamos con un hombre. El progreso social y económico que hemos
hecho durante las últimas cuatro décadas no ha sido suficiente para eludir la influencia
de una cultura que nos pone como cebos y cuyos medios de comunicación nos
bombardean para que seamos más: más bellas, más sexuales y obedientes, en breve, más
de todo lo que se requiera para ayudarnos a conseguir y retener un hombre. No importa
que durante el proceso estemos expuestas a ser menos nosotras mismas.
La soledad una oportunidad, un estado de potencialidad rebosante, con recursos para
renovar la vida, no una sentencia a cadena perpetua. Cultivarla no debe ser una apología
sino un arte. En el espacio de la soledad, y tal vez sólo allí, una mujer es tan libre como
para admitir y actuar según sus propios deseos. Es donde tenemos la oportunidad de
descubrir que no somos una mitad sino un completo ser soberano. Con esto en mente,
podemos comenzar a desechar los remanentes de una “cosa” –la creencia maligna que
hace crecer una timidez, inseguridad y miedo- para poder desarrollar una autonomía
verdadera, con o sin una pareja.

UN DÍA, DESPUÉS DE MI SEGUNDO DIVORCIO, me di cuenta con agudeza de que


nadie nunca me preparó para ser una mujer sola. Hija, hermana, amante, esposa, madre,
maestra, miembro de este comité o de esta organización, absolutamente; pero una persona
para mí misma, en vez de una-mujer-en-una relación, jamás. Aprendí al pie de mi madre
que las mujeres cuidaban a los demás, los hombres, los niños, la familia y los amigos,
pero no a ellas mismas. Mi madre realizaba sus roles domésticos con gran capacidad,
dedicada a mis dos hermanos y a mí, y abasteciendo las necesidades de mi autócrata y
exigente padre. Pero como inmigrante de primera generación, recién llegada de los
campos de Ucrania, ella no terminó la secundaria y mucho menos asistió a la universidad.
A los 16 años conoció a mi padre, a los 20 se casó con él y un año después me llevaba en
coche al parque. Ella no tenía ningún sentido de lo que hubiera podido ser por sí misma.
Sé que a medida que el mundo cambió a su alrededor, anhelaba ser más ella misma, y
estoy segura de que me pasó su sentimiento de privación. No fue sino hasta que mi padre
murió que ella comenzó a crecer y a ser una mujer completa.
Por fortuna para mí, yo tenía ciertas ventajas que mi madre no tuvo: recibí una buena
educación y tuve la oportunidad de remontar las primeras olas del movimiento feminista.
Pero al mismo tiempo que yo tomaba ventaja del aumento de las oportunidades
femeninas, no tenía ni idea de quién era, de lo que quería ni cómo lograrlo por mí misma.
Como Lisa, lancé mi anzuelo para pescar un príncipe y soportaba con dificultad la
distancia entre mis sueños de amor romántico y la realidad. Si no hubiera tenido los
mismos miedos no me habría casado a los 18 años, ni hubiera sobrellevado varios años
de matrimonio después de reconocer que no estaba enamorada y que nunca lo había
estado. Mi esposo era chelista. Era una persona maravillosa. Pero eso no importaba. No
estaba enamorada de él; estaba “enamorada” de su música. Durante el tiempo que le
tomaba interpretar una sonata para chelo yo me sentía apasionada por él. Pero entre esos
períodos había un gran espacio que llenar, el vacío de mi propia insatisfacción. Cuando
apareció otro hombre y me ofreció nuevas aventuras fue fácil salirse del matrimonio;
después de todo, yo sólo tenía un pie adentro.
Pronto, la magia de la nueva relación se desgastó, y yo estaba de verdad por mi propia
cuenta. Pero vagabundear libremente, como hacen los hombres, por un mundo público
tan amplio como una planicie, se sentía demasiado abierto, demasiado azotado por el
viento y real como para que fuera cómodo. Trabajaba por centavos en teatros de segunda
de Broadway, vivía sola en apartamentos sucios con la esperanza de que las ramas
arqueadas de algo o alguien me cobijaran. Una vez más me casé, esta vez con un activista
de derechos humanos, escritor y profesor de relaciones internacionales y política de la
Universidad de Princeton; una vez más no estaba preparada para lo sola y solitaria que
me sentía, todavía en gran parte invisible para mí misma a pesar de los triunfos de tener
dos hijos adorables y haber obtenido un doctorado en literatura inglesa y un trabajo como
profesora en una prestigiosa universidad.
¿He sentido el terror de Lisa de ser una mujer sola desde entonces? Muchas veces. La
soledad siempre merodea por las fronteras de nuestras vidas. Algunas veces la buscamos
y le damos la bienvenida, en la medida en que podemos tener unas pocas horas de silencio
lejos de nuestra complicada vida para leer, para tejer o almorzar con una amiga; algunas
veces nos atropella inadvertidamente, como cuando algún ser querido muere de forma
inesperada; y algunas veces entra tan callada que casi no nos damos cuenta de su
presencia, como cuando sentimos la primera sugerencia de nuestra mortalidad. De alguna
forma u otra, la soledad se niega de manera insistente a no ser reconocida.
Entre amantes, antes y después de mi segundo matrimonio, y a veces agudamente durante
estas relaciones, cuando fue claro para mí que dependía de los hombres para llenar los
espacios vacíos de mi vida, me di cuenta de que estaba huyendo de la soledad y que ya
no podía evitar más sus retos. Por primera vez en la vida, entendí que tan sólo por estar
viva, la soledad iba a estar de forma intermitente en mi existencia. Obligada por las
circunstancias a aprender cómo estar sola, tenía que desprenderme de la vieja fantasía de
ser rescatada. De manera gradual, a medida que mi propio miedo se disipaba y la soledad
ya no era vista como una amenaza, comencé a explorar sus múltiples facetas y descubrí
que, en vez de ser un espacio de vergüenza y soledad, era un lugar para curarse. Pude
empezar a sentir que muchas facetas de mí misma se despertaban, incluso de forma
visible, y me di cuenta de que lejos de ser la llanura que creía que era, la soledad era, de
hecho, un dominio extenso de posibilidades. Con ese espíritu, me comencé a definir como
una mujer sola: una mujer que estaba lista para aceptar la responsabilidad de su propio
destino. Tallando mi camino con energía renovada, algunas veces sola, pero con
frecuencia no, crie a mis dos hijos, tomé medidas para ser independiente en el ámbito
financiero y descubrí los placeres y las riquezas de la soledad.
Este libro es producto de la confluencia de dos corrientes mayores en mi vida. La primera
es la experiencia personal de vivir sola y enseñarme a mí misma una forma relativamente
nueva de existencia. La segunda es mi trabajo como psicoterapeuta, en donde la presencia
sombría de la soledad en las vidas de muchas de mis pacientes mujeres se me reveló. En
mi práctica con otras mujeres que experimentaban las mismas dificultades, tuve que
reconsiderar larga y profundamente las arraigadas suposiciones culturales que había
aceptado sin darme cuenta. Ser testigo de su soledad y forzarla para que fuera visible
comenzó a dar forma a nuestro trabajo conjunto y empezó a ser una dimensión de sus
vidas, digna de una exploración seria.
Desde mi segundo divorcio, la soledad ha alcanzado un estado sólido de firmeza; al
haberla vuelto mi amiga, he podido contar con ella como una compañía segura; apreciar
el regalo de la soledad como un espacio para centrarme, renovarme y tener una vida
creativa. También he descubierto que a medida que la riqueza de la soledad entra en
nuestras vidas, no estamos dispuestas a desecharla con facilidad. ¿Siempre seré una mujer
sola? La respuesta exige otra pregunta: ¿cómo puedo saber lo que pasará en el momento
siguiente? Y ni hablar del resto de mi vida, ninguna de estas preguntas importa, ya que
sólo consumen la energía que necesito para ocuparme de las cosas que me importan aquí
y ahora. Lo que puedo decir, sin embargo, es que en cualquier relación futura puedo
basarme en lo que ya sé, en lo que he aprendido sobre mí misma como una mujer sola y
en la fortaleza de quién soy.
Estar sola por decisión propia es una cosa. Incluso las mujeres que temen la permanencia
de ese estado pueden anhelar lo que la soledad ofrece y darle la bienvenida a su paz. Pero
estar sola por necesidad es otra historia, y triste, que cojea con el agotamiento de la
vergüenza y el miedo. Estos son los asuntos con los que tenemos que lidiar y llegar a
acuerdos. Pero todavía no sabía con certeza estos hechos desalentadores cuando Lisa tuvo
su triste epifanía y me buscó para pedir ayuda.
Irónicamente, si alguna de las amigas de Lisa hubiera dicho que estaba en una mala
relación, ella hubiera respondido: “¿Por qué quedarse entonces? Estás mejor sin él”.
Incluso sentiría punzadas de desprecio. “¿Por qué estaría ella con alguien así? Es
degradante”. Lisa no se habría dado cuenta de que su desdén era un señuelo para distraerla
de su propia creencia de que la soledad es un castigo humillante.
No sé cómo ser una mujer sola. Las palabras de Lisa me conmovieron. Sólo ahora he
convertido sus palabras en preguntas: ¿Qué quiere decir ser una mujer sola? ¿Cómo ser
una mujer sola? Las respuestas son el tema de este libro. En términos más simples: las
mujeres necesitan ser amigas de la soledad. Esta es la única forma en que podemos
desarrollar el arte de ser mujeres solas, cada una de nosotras de su propia manera.
¿Quién es una mujer sola?
Dado que todas nosotras nos encontramos, de manera inevitable, solas, no una sino
muchas veces durante nuestras vidas, uso el término “mujer sola” para referirme a todas
las mujeres. Por omisión y elección o necesidad todos experimentamos encrucijadas en
la vida que nos ponen al margen. Así lo prefiramos o no, sentimos vergüenza o miedo
por estar ahí, lo cual quiere decir estar separadas, divorciadas, viudas, sin hogar, no estar
casadas, no haberse casado nunca, entre una pareja y otra, una mujer artista con (o sin)
una “habitación propia”, lesbiana, una madre sustituta, una madre soltera, una mujer que
ha abortado o sufrido pérdidas, sin hijos, enferma, vieja o muriendo, una mujer a la que
han dejado plantada, deprimida, o sola en una relación sin amor y problemática. Una
mujer se puede sentir sola cuando busca un asiento en una sala de cine llena, espera en el
corredor de un hospital por un tratamiento de radioterapia o hace el amor con su
compañero en un silencio aburrido. Entre las clases de soledad una de las más dolorosas
de soportar es la de estar en presencia de alguien que despierta una necesidad, pero no la
satisface; otra es la mirada fija de la indiferencia, la cual excluye el intercambio de interés,
de amor o compasión entre las personas. Una mujer, cualquiera, está sola cuando se siente
tanto espiritual como emocionalmente separada y aparte de los otros y de ella misma.
Aquí hay otras “causas justas” de cuando estar solase vuelve un estado inaceptable:
• Si la cultura menosprecia tu género, deshumaniza su ser y la alienta a sentirse sin
poder.
• Si es obligada a vivir en condiciones sociales o económicas de privación o
aislamiento.
• Si está tanto física como emocionalmente desprotegida y sujeta a la violencia de
otros, sea esta violencia física o emocional Si se siente marginada o abandonada.
• Si el estar sola la hace sentir estigmatizada o avergonzada.
• Si no puede hacer sentir con firmeza su propia voz o sentir la fuerza completa de
su energía creativa sin la compulsión de disculparse por ello.
• Si la falta de confianza en ella misma hace que su mente se opaque, se sienta
confundida, a la defensiva e insegura de su propia originalidad. Si es invisible
para los demás y para ella misma.
Para la mayoría de nosotras estar sola quiere decir no casarse. Cuando se es joven y
soltero, digamos entre los 18 y los 29 años, usualmente nos deleitamos con nuestra
libertad. A los 30, sin embargo, la soltería se convierte en un motivo de preocupación.
Muchas de nosotras nos impacientamos con las citas en serie, las relaciones rancias o
demasiadas rupturas, y nos preguntamos si alguna vez encontraremos la pareja
“correcta”. Por haber sido criadas para esperar el matrimonio y, por lo general, los hijos,
nos preguntamos si nos pasa algo malo cuando las expectativas no se materializan. Es en
ese momento cuando comenzamos a sentir el peso de la soledad y, con alguna dosis de
culpa, vergüenza y tristeza, nos identificamos como mujeres solas.
Los ejemplos pasados de mujeres solas, en su gran mayoría, no han sido alegres.
“No estoy segura de querer casarme con nadie”, dice Isabel Archer sobre su deseo de
explorar la vida como una mujer soltera e “independiente” en Retrato de una dama, de
Henry James; después cae en desventura en un matrimonio trágico. Lucy, la (auto
declarada) “coqueta horrorosa”, de Drácula de Bram Stoker, de forma imprudente se
imagina a sí misma casándose no con uno, ni con dos, sino con “tres hombres o tantos
como la quieran” en la seguida la “estacan” como a un vampiro (el equivalente de ser
quemada por bruja en el siglo XIX). Debido a que hay tanto en juego, es fácil darse cuenta
por qué muchas mujeres hablan bajito entre ellas sobre la posibilidad de no casarse, o
sencillamente no hablan de eso. Todavía al escribir Writing a Woman’s Life (Escribir la
vida de una mujer), Carolyn Heilbrun hace notar lo poco “que se ha dicho sobre la vida
de las mujeres que no se casan, que de forma consciente o no, han evitado el matrimonio
con una asiduidad poco notada pero no menos poderosa por ser, con frecuencia,
desconocida para ellas mismas”. ¿Podría ser que una mujer que elige no casarse no será
consciente de su decisión? La escritora Gail Caldwell en realidad “olvidó casarse”, dijo.
A los 20 y 30 años simplemente no parecía necesario. Cuando llegó a los 40, Caldwell
había “deambulado” sola, sin haberse vuelto, al parecer, una bruja o una mujer sin hogar.
En el mundo en que vivimos hay razones interminables por las que muchas mujeres
siguen casadas, otras se divorcian y otras nunca se casan. Imagine lo que sería conocer
realmente nuestros pensamientos y deseos. Imagine lo que sería expresarlos sin tener que
oír fuertes susurros desde el apuntador de la cultura que nos recuerda que las recompensas
que buscamos tan sólo se consiguen con el lazo del matrimonio, en especial quienes
“olvidan” pensar sobre él o eligen crear sus propias formas propias de compañerismo.
En este libro quiero ofrecer un nuevo paradigma que abarque a todas las mujeres, tanto
las que están en un matrimonio como las que no, y que incluya a aquellas que esculpen
su propia clase de “matrimonio”. Las mujeres deben ser libres de preguntar en voz alta
las inquietudes que alguna vez soñaron en la oscuridad. Tal vez comenzarían con la
pregunta que Freud hizo a María Bonaparte (y la cual ninguno de los dos estaba preparado
para abordar): “¿Qué es lo que una mujer quiere?” A comienzos del siglo XXI hay, sin
embargo, muchas otras preguntas en las cuales deberíamos estar pensando:
1. ¿Quién soy al ser una mujer sola?
2. ¿Qué quiero al ser una mujer sola?
3. ¿La sociedad respeta mis derechos, me ánima a sentir mis propios valores o me
protege?
4. Si no lo hace, ¿cómo puedo asegurar que mis necesidades sean tratadas?
5. ¿Quién me puede ayudar en mi proceso y cómo puedo ayudarme a mí misma?
En este momento de la historia, el aumento de mujeres solas es asombroso. Las mujeres
solteras de más de 18 años ahora representan un contundente 48 por ciento de la
población femenina. Más de 30 millones de hogares en Estados Unidos, alrededor de tres
en diez son mantenidos por mujeres sin la presencia de un esposo. Diez millones de estas
mujeres son madres solteras, eran tres millones en 1970. Y, sin embargo, el asunto de la
soledad que afecta a todas y cada una de ellas, parece haberse deslizado a través de las
rendijas de la cultura.
El asunto de ser una mujer sola no es nuevo. Pero las “mujeres solas” como sujetos, como
yo misma, hablando como la narradora central y trazando el territorio íntimo de mi
soledad por mi propia cuenta, es absolutamente novedoso. También lo es la
denominación “mujer sola”. Como una categoría diferente dentro de la cultura femenina,
formalmente eleva nuestra presencia y estatus, nos ayuda a alcanzar visibilidad y
expresión y nos permite reparar nuestro estado marginal.
Cuando la soledad se convierte menos en un castigo y una condena, se vuelve un recurso
y una oportunidad de crecimiento y transformación. El acto de reinventar la soledad nos
permite incorporarla a nuestra vida de una forma novedosa e integral, porque por fin nos
habremos dado cuenta de que ser una mujer sola o soltera es más una prerrogativa que
una situación apremiante. También descubriremos que la soledad no niega nuestra
necesidad de tener relaciones y que las relaciones no deben obstaculizar nuestra
necesidad de soledad. Necesitamos ambas. La soledad impuesta puede entonces
convertirse en soledad inspirada. Con ese espíritu podríamos comenzar a abrazar las
inquietudes especiales de las mujeres que no sólo están solas sino aisladas y en riesgo,
incluyendo (pero no limitando a) las mujeres negras, discapacitadas, maltratadas, sin
hogar, enfermas, viejas o cualquier otra mujer que ha sido “invisible” y se siente “sola”
sin esperanza.
Muchas historias hacen parte del tejido de este libro. Las primeras y más destacadas son
las de mis pacientes, que de muchas formas han sido mis mentoras. Con frecuencia me
pregunto cómo será si se conocieran entre ellas y compartieran las lecciones que han
aprendido sobre la soledad en sus vidas cotidianas. Tal vez este libro sería su campo
común; de ser así, una de mis fantasías se haría realidad. Sólo puedo decir que en cada
un encuentro una joya que ha sido depositada en mi regazo.
También incluyo historias sacadas de entrevistas con mujeres que he buscado, con la
ilusión de que la variedad de sus experiencias, buenas y malas, pueda ofrecer información
útil y que ellas a su vez puedan ser consejeras y modelos. Otras historias están basadas
en conversaciones con amigas y colegas que con generosidad han compartido sus
versiones personales de estar solas. Cuando ha sido apropiado, he incluido mi propia
historia. Hay muchos otros cajones de dónde mirar y he abierto muchos de ellos; mitos,
novelas, obras de teatro, ensayos, textos espirituales, pinturas, películas, canciones,
noticias. Mis perspectivas son psicológicas, sociológicas, culturales y espirituales.
Finalmente, mis fuentes están disfrazadas y compuestas para mantener en el anonimato
sus identidades, excepto cuando las personas se sienten cómodas si las nombro y me han
dado su autorización.
Si mi ofrecimiento tiene éxito pasará de manos de una mujer a otra, de madres a hijas,
abuelas a nietas, tías, primas y, de todas ellas a sus amigos hombres y se convertirá en un
diálogo abierto y sin fin.
Capítulo 2
¿Qué es la soledad?

Son las 5:30 a.m. Estoy despierta, pero acostada en mi casa de Vermont y oigo el silencio.
Está en primer plano, tan completo que casi se pueden oír los pájaros en sus nidos. Este
es el instante preciso en que la noche se vuelve día, un respiro sacro de silencio cuando
todo está apenas en potencia. Observo el suave golpeteo de metal contra metal del
sonajero que está afuera en la ventana de mi cuarto. Sus delgados tubos de plata parece
que pisaran el aire. Pronto, un pájaro solitario sacude sus plumas y canta una canción
mañanera; en instantes, otros comenzarán a responder.
Apenas pasadas las seis salgo de la cama, tomo una ducha rápida, me visto y salgo. El
aire de agosto tardío es ácido, el pasto está helado bajo mis pies descalzos. Hago
ejercicios de estiramiento, aunque en realidad, sólo quiero volver a entrar y calentarme.
Aparte de algunos insectos zumbadores y una araña tejiendo su telaraña en la puerta del
frente, no hay nada más que la estática familiar de mi cerebro a lo cual prestarle atención.
Después tomo el desayuno y leo. La casa cruje, un camión que sube por la colina cambia
a segunda velocidad, el calentador eléctrico de agua se enciende, luego se apaga otra vez.
En un rato prenderé el computador, pero primero leeré otro capítulo para alargar el
tiempo. Estoy encumbrada en la soledad y se siente cálida, fresca y buena.

ME TOMÓ MUCHO TIEMPO apreciar la belleza especial de la soledad. Como les pasa
a muchas mujeres, la soledad no era un asunto en el cual pensara, hasta que cayó sobre
mi vida, tan imposible de pasar por alto como una mancha de tinta en un papel en blanco.
En los años que siguieron a mi divorcio, la soledad se sentía como una carga porque no
podía entender que no estaba ahí: la inmensa brecha entre dos personas que se alejan no
lo permitía. Durante el tiempo que siguió, el peso de la carga se hizo más liviano y fue
reemplazado por una nueva sensación, la cruda realidad de que iba sola por el mundo
mientras luchaba por encontrar y construir una carrera que me satisficiera y con la que
pudiera mantener a dos hijos que iba a criar sola. Que mis hijos recibieran apoyo de su
padre era una tranquilidad, pero escasamente evitaba el gran reto que enfrentaba:
descubrir quién era “yo”.
Dos veces entré al matrimonio con las agonías del amor romántico y las dos veces salí
desilusionada. Como Lisa, me preguntaba “¿quién soy si soy una mujer sola?” Como
ella, tenía miedo. Al haber alcanzado el lugar donde ya no podía soñar con que un hombre
me rescatara, entendí completa e irrevocablemente que yo era la única dueña de mi
destino, sin importar cuántas relaciones tuviera y así encontrara o no otro amor.
Lo que descubrí a la larga cambió mi vida: al dejar de lado la fantasía del rescate había
cruzado una barrera invisible. Por primera vez estaba lista para aceptar ser una mujer
sola, sólo que ahora no era una posición defectuosa sino un estado en el cual podía habitar
de forma orgullosa. Este cambio de perspectiva fue tan radical como ordinario: radical
porque a medida que perdía mi miedo y mi vergüenza, transformaba para siempre la
forma en que pensaba y sentía sobre mí misma; ordinaria porque me permitía continuar
con mi vida cotidiana con la claridad y la fortaleza que hacía un tiempo me hacía falta.

LAS MULTIPLES CARAS DE LA SOLEDAD

Hay una grabación de 1945cd Bessie Smith en que canta la canción de Cole Porter “¿Qué
es esto llamado amor?”, que siempre me hace suspender cualquier cosa que esté
haciendo, suspirar y preguntarme lo mismo. Bessie canta con la nostalgia de alguien que
sabe que nunca encontrará una respuesta satisfactoria. Sin embargo, esto no la detuvo, ni
tampoco a ninguno de nosotros, para tratar de investigar el misterio del amor, o de correr
impulsivamente a escalar sus pendientes resbalosas.
¿Hay alguien, me pregunto, que escriba semejante canción sobre la soledad, una
condición que conlleva su propio misterio, a pesar de que con dificultad estamos
dispuestos a resolverla y ni qué decir de asumirla? Hay muchas canciones sobre la
soledad, baladas bellas e inolvidables en las cuales nos regocijamos en nuestro dolor, y
esperamos a que nuestro hombre aparezca o vuelva. Pero el tema de lo que podemos o
no hacer por nuestra cuenta no nos interesa; preferimos pensar en lo que hicimos mal y
en si habrá próxima vez. Y todavía, a pesar de que la soledad es tan básica para la
condición humana como nuestra arraigada necesidad de conexión, y tiene el potencial de
satisfacer nuestra necesidad de auto entendimiento y autoexpresión, permanece como un
tema descuidado.
LA SOLEDAD ES SINGULAR en las amplias connotaciones que la palara misma tiene.
La definición del diccionario: “carencia de compañía”, es bastante sencilla. Pero hay
muchas formas de estar solo. Podemos estar lejos de las personas que amamos y todavía
sentirnos conectadas con ellas. Podemos compartir la cama con alguien y sentirnos
inmensamente solas. Las palabras furiosas intercambiadas con alguien que amamos nos
pueden hacer sentir abandonadas. Un encuentro ocasional con un extraño puede encender
la chispa que señala el potencial para una relación. Las horas que pasamos solas pueden
pasar como un abrir y cerrar de ojos; los minutos solitarios pueden ser interminables.
Pocas de nosotras estamos literalmente solas en el mundo: por lo general tenemos padres,
hermanos, otros parientes, amigos. Pero nos podemos sentir solas si nuestras relaciones
no nos nutren, esto es si no tocan puntos de experiencias compartidas o de reconocimiento
mutuo.
La soledad es un estado interno y también una condición externa. Muy en el fondo de
nuestros corazones probablemente entendemos que la soledad es una parte natural de la
vida, pero la soledad existencial, la consciencia de que dentro de nosotros hay un núcleo
propio que ningún otro ser humano, sin importar el grado de intimidad, podrá tocar nunca,
puede ser inquietante. La gran activista de derechos de las mujeres, Elizabeth Cady
Stanton, lo dijo de esta manera:
“Ningún ojo ni roce de hombre o ángel han penetrado jamás en lo que llamamos nuestro
ser interno”.
Tan solo leer los sinónimos de soledad: “solitario”, “solo”, “desolado”, despierta nuestra
aprehensión. Es necesario que desmitifiquemos la soledad para librarla del tono de
aislamiento y desesperación, y para entender que en esencia es un estado “neutro”. Dentro
de su vasto espectro, nuestra experiencia de la soledad puede ir desde ser la pérdida y el
vacío del aislamiento, en un extremo, hasta ser un espacio de plenitud, en el otro extremo.
La dirección que las mujeres necesitan buscar es hacia la segunda. Allí podremos
encontrar el alimento para cosechar nuestros recursos internos. La pregunta es: ¿Qué nos
detiene?
LA SOLEDAD COMO CASTIGO

Desde una temprana edad estamos condicionadas para asociar la soledad con el castigo.
“Si haces eso una vez más”, dice la madre, “te vas derecho para tu cuarto”. “Si no te
tranquilizas”, amenaza la profesora, “tendrás que jugar tú sola”. Al niño que grita o
responde a los adultos se le califica como “necio” o “difícil” y se le aísla de las personas
que más necesita, padres, hermanos y amigos, hasta que aprende a comportarse. El
mensaje es muy claro: estar solo es estar en falta y ser indigno de la compañía de otros.
Una madre deprimida, aburrida o pasiva puede quedarse en su cuarto, ver televisión,
hablar por teléfono con sus amigas, o darle las riendas a la niñera y dejar que su hija se
las arregle como pueda. La niña que llora demasiado, que expresa sus sentimientos reales
o es demasiado necia, la que sencillamente no se ajusta a los patrones de comportamiento
establecidos en su hogar, puede ver que su madre le da la espalda, aprieta los labios, se
retira. No ser tenida en cuenta o ser exiliada del círculo familiar es un castigo distinto.
Una niña invisible comienza a sentirse poco adecuada y comienza a asociar la soledad
con la desolación, la alienación y la falta de poder.
En los casos más severos de negligencia por parte de los padres o de abuso infantil, los
sentimientos auto denigrantes del niño se atrincheran en proporciones perturbadoras.
Puertas que se cierran con violencia, puertas que no se abren sin importar cuánto suplique
la niña o si se sienta afuera en el suelo llorando desconsoladamente, puertas que
amortiguan el sonido de voces que susurran y de la vida de la cual es excluida, puertas
que no pueden protegerla de los agudos gritos de las peleas de sus padres o las batallas
de violencia física, todos estos corredores cerrados y lugares escondidos crean cámaras
de aislamiento. Muchas mujeres me dicen que en su infancia se sentían desprovistas de
cualquier poder y aterrorizadas cuando estaban solas, lejos del lugar donde estaba la
acción, abandonadas en el frío, por así decirlo, como la niña miserable en el cuento
clásico de Hans Christian Andersen, “La vendedora de fósforos”. Uno de los cuentos
infantiles más perturbadores, narra la historia de una niña huérfana que vive en una aldea
en donde nadie le presta atención. Para mantenerse, vende fósforos en la calle por
centavos. Una fría noche de invierno, vaga por las calles rogando a extraños que compren
sus fósforos, pero nadie lo hace. Su único consuelo es mirar el cálido brillo de una familia
rica, a través de la ventana de la sala. Más tarde esa noche, la pequeña vendedora de
fósforos se congela hasta morir. No existe una historia de exclusión infantil más triste.
La ausencia de una conexión amorosa durante la infancia rondará nuestros años adultos:
el sentimiento aterrador de no ser querida por unos padres amorosos se convierte después
en el sentimiento de no ser del agrado de un amigo o no ser querida por un amante.
Algunas veces el miedo al abandono es suficiente para impulsarnos a quedarnos en
relaciones frustrantes o dañinas; o a aislarnos para así evitar, de forma anticipada, el dolor
y el rechazo.

ESTAR SOLO VERSUS SENTIRSE DESOLADO

No hace mucho, la revista New York Times publicó la fotografía de una atractiva mujer
de mediana edad llamada Meera Kim sentada sola en la mesa de una cocina. En una pared
detrás de ella están la foto de su hijo cuando era niño y un dibujo que él hizo como adulto.
El pie de foto explica que ella acaba de regresar de visitar a su esposo en Corea. Está
contenta de estar en casa, pero piensa sobre “cuán solo está todo el mundo”, su esposo,
su madre, ella misma; y dice que a menos que sus hijos la visiten se siente sola. Los
recuerdos de su familia llenan la casa y le ayudan a sobrellevar la soledad. “Pero siempre
estoy sola”, continúa. “Y en ocasiones cuando estoy sola me siento tan contenta y en
silencio. Pienso en lo que quiero pensar, hago lo que quiero hacer”. Kim ha hecho una
clara distinción entre estar sola y sentirse sola. Se siente sola cuando siente la ausencia
de su familia, sin embargo, no tiene ningún problema para estar a solas cuando manifiesta
el privilegio de tener un espacio privado en el cual pensar y hacer lo que le place.
Con frecuencia confundimos la soledad con el hecho de sentirnos solas o desoladas, pero
no es lo mismo. Es verdad que sentirse solo es parte de la experiencia del solitario, sólo
porque tenemos una consciencia existencial de nuestra mortalidad y la fragilidad de la
existencia, y en ese sentido, la soledad es un sentimiento natural que tiñe nuestras vidas,
incluso si es sólo una tenue tinta de fondo. Hay, por supuesto, diferentes intensidades de
soledad, desde la benigna, como cuando queremos estar con alguien y nadie está
disponible, hasta la soledad dolorosa o desolación que sentimos cuando alguien querido
muere, y la de la alienación de nosotras mismas y de los demás que puede ser resultado
de nuestras experiencias infantiles. Algunas veces, nuestra soledad está relacionada con
el deseo natural de conexión con alguien, que, por cualquier razón, no es accesible. El
asunto para las mujeres solas no es que nunca se sientan así. El asunto es cómo el estar
solas nos hace sentir sobre nosotras mismas. Lo que la definición de una y otra palabra
no aclara es la diferencia esencial que existe entre las dos, estar “carente de compañía”
significa estar en presencia de uno mismo.
Pero, supongamos que tenemos un sentido disminuido de nosotras mismas. O que
pensamos, como muchas mujeres lo hacen, que somos menos de lo que pretendemos ser.
De ser así, estar sola y libre de nuestras distracciones usuales puede percibirse como
peligroso, como algo que estimula nuestras dudas y miedos internos que, en palabras de
las mujeres con las cuales he trabajado, no hacen sentir “inadecuadas”, “fraudulentas”,
“indignas”. Tememos volvernos vacías, pero por supuesto esto no es así. Nunca estamos
vacías. Lo que tenemos es ansia de ser amadas y la necesidad de ser reconocidas y
apoyadas, lo que probablemente no tuvimos mientras crecíamos. Esta es la razón por la
cual tendemos a buscar a alguien o algo, fuera de nosotras mismas, para que nos llene,
para estar “completas” y convertirnos en un todo.
Mientras tanto, el mercado florece, tentándonos con distracciones interminables. Cuando
sentimos la punzada de la soledad siempre podemos trabajar diez horas diarias, pegarnos
al celular, salir de fiesta o ir de compras hasta desmayarnos, quedarnos viendo televisión,
emborracharnos o drogarnos, navegar en Internet o “arreglarnos” los cuerpos, las caras y
las casas. Sin embargo, nuestros febriles esfuerzos por mantenernos “conectadas” en esta
era inalámbrica, son síntomas de una profunda angustia. A pesar de la proliferación de
teléfonos celulares, agendas electrónicas, iPod, BlackBerries y el creciente repertorio de
nuevos accesorios a nuestra disposición, todavía nos sentimos solas.
Aun cuando la cultura nos facilita apartarnos de nosotras mismas, llega un punto en el
cual nuestros más profundos anhelos no permiten los escapes. Es entonces cuando las
mujeres solas deben lidiar con sentimientos incómodos y dolorosos. Pero esto es algo
bueno. A medida que desciframos y llegamos a buenos términos con el hecho de que no
habrá rescate, tenemos una opción, o nos rendimos y escapamos, lo cual hacen muchas
mujeres, o nos volvemos hacia dentro para cosechar nuestros propios recursos. De esta
forma, una mujer sola comienza el viaje de vuelta a ella misma. Una mujer desolada que
reniega de su “destino” es una mujer que tiene muchas necesidades. Todavía busca
respuestas por fuera de ella misma, mientras que la mujer sola ha desechado la fantasía
de ser rescatada. Ya no está desesperada, está lista para ser amiga de la soledad,
transforma el miedo que la hace cojear en el orgullo de ser su propia soberana. ¿Todavía
se siente sola a veces? ¿Cómo podría no hacerlo? Pero acepta su que sentirse sola es parte
de la condición humana y sigue adelante con su vida.

ANNA CHRISTENSEN ES UNA PSICOTERAPEUTA y profesora de budismo que


vive en Nueva York. Delgada, con pelo rubio hasta los hombros y profundos ojos azules,
es difícil creer que sea abuela. Divorciada tras varios años de matrimonio, Anna crio a su
hija como una madre soltera y comenzó un exitoso negocio propio. Con muchas visitas
a la soledad durante su juventud debido a la negligencia de sus padres, Anna podría haber
crecido con miedo. En vez de eso, aceptar la soledad se convirtió en un gran reto a medida
que se iba haciendo adulta. Ella describe cómo siendo adulta aprendió la transición entre
la desolación y estar sola. “Puedo recordar sentirme muy sola durante los días festivos o
durante los fines de semana cuando las calles parecen silenciosas, vacías. Imaginaba que
todas las personas, menos yo, tenían algún lugar a donde ir, personas con las cuales estar.
Casi de forma inmediata, los sentimientos daban cabida al sentido de fracaso”.
En ese momento, la vista desde su apartamento de las calles vacías de Manhattan era una
metáfora visual de sus experiencias infantiles en soledad.
“Los domingos eran particularmente difíciles. Mis hermanos veían televisión, que era
“cosa de niños” mientras mis padres estaban ocupados en otras actividades. Si alguna vez
me sentía sola era durante los domingos”. A medida que crecía, la mente de Anna
comenzó a etiquetar algunos fines de semanas y las vacaciones, “cuando nada pasaba”,
con la misma clase de soledad. “Ese era el estado mental en el cual me encontraba
atrapada”, dice. Como adulta, Anna buscó ayuda clínica para la depresión alrededor del
tema de esa penetrante soledad. Una de las tareas que su terapeuta le asignó fue ir al
Museo Metropolitano de Arte y contar el número de personas sentadas en las escaleras
con acompañante, luego contar las que estaban solas. “Quedé sorprendida. No podía creer
cuántas personas solas había”, dice Anna. “Ese momento rompió el hechizo. Me hizo
pensar en cuestionar algunas de mis creencias”.
Como Meera Kim en la fotografía de la revista New York Times, Anna aprendió que hay
una manera de aceptar sentirse sola para que se abra al hecho de estar sola. “Ahora”,
dice, “de hecho codicio estar sola o a solas. Trataré de explicar lo que significa para mí.
Digamos que me levanto, afuera está lúgubre y llueve y me entristezco. Trato de localizar
físicamente los sentimientos de depresión, es una especie de carga pesada en el pecho.
Mi mente comienza su letanía de quejas, ‘esto es tan horrible’; ‘quería caminar esta
mañana’; ‘no creo que pueda soportar un día más de lluvia, y las palabras siempre me
arrastran hacia abajo. Pero no gasto más energía en esos pensamientos y cambio de foco
para concentrarme en el sentimiento que hay en mi pecho, el gran peso comienza a
hacerse más liviano y las palabras se esfuman; no hay nada que me haga aferrarme a mi
depresión porque ya no la estoy alimentando con palabras.
Anna elige quedarse con esos sentimientos por una simple razón: eso es lo que hay. Al
separar sus sentimientos del peso muerto de las palabras, palabras que a través del tiempo
han servido para reforzar e intensificar su depresión, ella puede comenzar a pensar de
manera completamente diferente. Un día “horrible”, por ejemplo, puede convertirse en
un día “gris”, sólo que ahora ella tiene el sentido de que está bien. Puede que no sea su
clima favorito; no tiene por qué serlo. Porque, aunque las condiciones permanecen
exactamente iguales, una vez que se desechan las palabras, el campo está libre para Anna;
ya no usa su historia para crear el mundo que la hace deprimir.
Anna ha aprendido por experiencia que tenemos todo que ganar al reconocer nuestros
sentimientos, y nada que ganar al vadear entre los pantanos de viejas actitudes y
comportamientos. Una de las lecciones más críticas que su ejemplo nos enseña es la de
estar alerta a las viejas formas de pensar que nos hacen prisioneras de historias sin salida
sobre quiénes somos si estamos solas. Como dice una vieja escritura budista: “Basta una
décima de un centímetro para que la tierra y el cielo se aparten”. Anna tuvo la capacidad
de dar un giro de 180 grados; cuando lo hizo, la soledad que comenzó como un
sentimiento de desesperación se convirtió en un sentimiento solitario que, en sus
palabras: “Es algo completo e íntegro. Es un sentimiento de estar completa y no necesitar
nada para sentirme mejor o diferente”. Tal vez lo más importante es que el movimiento
interno de Anna de la desolación al sentimiento de la soledad es un recordatorio de que
nosotras, también, tenemos el poder, y la habilidad, de transformar nuestra experiencia
de soledad de una manera que nos sirva en lugar de derrotarnos.
Irónicamente, para aquellas de nosotras que le temen a la soledad, una de las verdades
más profundas es que necesitamos estar solas con el fin de comenzar a pensar una manera
distinta sobre el hecho de estarlo. Lo que se interpone es nuestra vieja tendencia reflexiva
a equiparar la soledad con el fracaso personal. El miedo y la vergüenza nos despojan de
nuestro legado legítimo. Nos echaos para atrás y al hacerlo nos alejamos de lo que en
realidad nos sirve: aprender a ser amigas de la soledad y establecer una relación vital y
funcional con ella.
Sólo entonces podremos ser capaces de encontrar la energía creativa y dinámica que
pueda alimentar, revitalizar y volver a nutrir nuestros recursos internos.

SOLEDAD Y RELACIÓN

Las mujeres con frecuencia temen que al aceptar la soledad siempre estarán solas, que no
hay campo para la soledad en una relación significativa. Aceptar la soledad en nuestras
vidas, o ser mujeres olas, no quiere decir, de ninguna manera, no tener una relación, tanto
en el presente como en el futuro. Por el contrario, nuestra buena voluntad para abrazar la
soledad expande el potencial de intimidad.
La pregunta más seria es si nos quedamos en relaciones que no funcionan porque nos da
miedo estar solas y usamos relaciones para llenar vacíos, o si nos quedamos atrapadas en
excusas y remordimientos porque una relación ha terminado, o si vivimos en fantasías
románticas de “si tan sólo” sobre la posibilidad de encontrar una nueva relación. Estamos
diseñadas para tener relaciones con otras personas, pero, también, debemos tomara parte
de la soledad. Negar esta parte de nuestra existencia es un poco como tratar de caminar
por el mundo con un pie en vez de dos.
Sin embargo, con mucha frecuencia, el miedo y la anticipación de tener que soportar la
ausencia de un “otro significativo” causa una reacción violenta que nos envía
apresuradamente a los brazos de alguien, sin importar si la relación es adecuada o buena.
“Fue el matrimonio el que me enseñó que la ansiedad se disfraza de devoción”, dice la
escritora Vivian Gornick sobre su propia experiencia en Appoaching Eye Level. Gornick
no es la única mujer que se siente así. La soledad tienta a muchas mujeres a creer que el
amor romántico las salvará. El miedo real, sin embargo, es a estar con uno mismo. Y para
evitar esa confrontación, el deseo de estar con alguien, algunas veces cualquiera que sea,
puede convertirse en una obsesión.
Cuando nos enamoramos, casi nos olvidamos de que somos individuos distintos, como
si sólo existiéramos en el contexto de una relación con otra persona. Cuando nos
desenamoramos, nos convertimos una vez más en entidades separadas. Pero “uno” está
solo, no únicamente “aparte” del amor, sino al parecer fuera de cualquier relación, como
si “uno” no tuviera piso propio, ninguna integridad, ni placer propio ni búsquedas
personales; como si no hubiera nada de qué sentirse orgulloso, como si uno hiciera “el
número más solitario que jamás se ha hecho”.
Enamorarse es uno de los regalos más maravillosos de la vida. Pero algunas veces parece
que nos atrae más la idea de estar enamorados que la persona misma. Cuando Brad Pitt
y Jennifer Aniston se separaron después de cuatro años de un gran matrimonio, la
periodista del New York Times, Gina Bellafante se maravilló de la gran cantidad de
personas que estaban involucradas emocionalmente con su unión. Intentamos ver la vida
de los ricos y famosos por el placer indirecto que nos causa, tratando de vislumbrar algo
de lo que hace la vida bella y significativa y, en estos tiempos difíciles, de encontrar
alguna versión de fantasía sobre nosotros mismos con la cual podamos vivir. De forma
similar, en la vida real buscamos a esa persona especial, esperando encontrar en ella lo
mejor de nosotros mismos. Esperamos el “encuentro casual” que está destinado a suceder,
es lo que nos enseñaron a creer, por lo menos una vez en la vida. “Me tuviste al
saludarme”, Renée Zellweger le dice a Tom Cruise en la comedia de Cameron Crowe
Jerry Maguire (1996). Y mientras nos preguntamos sobre la ingravidez de su colapso,
una cosa es verdad: nuestro sueño de encontrar la “otra mitad” que nos complete está más
vivo que nunca.
Pero en todas las relaciones, finalmente pasa que dos personas ansiosas por fundirse en
una sola descubren que en realidad son dos. Darse cuenta de esto es una oportunidad de
transformación, un espacio abierto en donde el regocijo del romance puede comenzar a
madurar y ser una relación sana basada en amor mutuo y respeto entre dos personas
autónomas que de hecho se gustan como son y no desean cambiar al otro. Nada en nuestra
vida es más satisfactorio que esta clase de camaradería; de hecho, en todas nuestras
fantasías románticas, es lo que anhelamos.
Pero cuando este cambio esencial no tiene lugar, cuando, al volvernos dos, decidimos
que la “otra mitad” no es lo que pensamos que queremos, o viceversa, nuestro miedo al
abandono puede todavía impedirnos tomar caminos separados. En realidad, el terror de
la desconexión es un vínculo más fuerte que el amor; mantiene a muchas parejas juntas
en relaciones gastadas. “Ansío y temo estar sola”, fue como una joven mujer infelizmente
casada me describió su dilema. Al ocultar sus verdaderos sentimientos y al pretender que
las cosas están bien, cuando no lo están, impedimos el temido momento de la separación
cuando nuestra pareja sale por la puerta por última vez y nos deja perdidas y solas.
Si decidimos pasar por eso solas, o si las circunstancias lo exigen, la desolación es por lo
general la compañía monótona de esta condición. Es natural y normal sentirse afligido
por una pérdida, como en un duelo, aún si hemos dejado una mala relación atrás. Nuestra
tristeza puede incluso enmascarar un montón otras emociones, entre ellas vergüenza, falta
de mérito, envidia, celos, resentimiento, ira y desespero. Cualquiera de estas respuestas
nos lleva al dominio de lo que Nietzsche llamó “conocimiento peligroso”, al que nuestro
corazón resiste ferozmente, temiendo quedar inválido, temiendo, en esencia, nuestra
propia salvación.
Nadie entendió mejor la interacción entre la soledad y conexión humana que el pediatra
y psicoanalista inglés D. W. Winnicott, cuyos escritos sobre la capacidad humana de estar
solo permanecen vigentes. Winnicott supo que los sentimientos que cada persona lleva
desde su nacimiento, si tenemos suerte, se convierten en un sentido siempre evolutivo de
uno mismo. Su trabajo con infantes y niños lo llevó a la paradoja central que gobierna
todas nuestras relaciones, no sólo con los demás sino con nosotros mismos: “Solamente
cuando está solo (esto es, en la presencia de alguien), el infante puede descubrir su
propia vida personal”. Muy simple: aprendemos a estar solo al estar al principio en la
presencia de un cuidador amoroso que, en el sentido más profundo, respeta y, por lo
tanto, valida nuestro ser. Esto requiere una forma de atención relajada, permanente, que
incluye escuchar con el corazón, así como mantener una vigilancia sostenida y apoyada
tanto con la mente como con el cuerpo. En ese sentido, el niño crece con la seguridad
suficiente para desarrollar una vida personal y ser capaz de descansar confortablemente
en la clase de reflexión creativa que la soledad provee.
Tan vital y subestimada es esta revelación que a duras penas nos damos cuenta de que
llega al corazón de nuestro poder de moldearnos a nosotras mismas. Al describir la
relación entre conexión y soledad, Winnicott abrió la puerta para entender que, por lo
menos, la capacidad de estar solo es tan importante como la de tener relaciones como una
medida de madurez emocional, sanidad psicológica e, igualmente importante, una vida
creativa. Estas corrientes vitales alternas de separación y conexión instalan en nosotros
un sentido de compañía que nos permite convertirnos en nuestros propios cartógrafos y
dirigirnos hacia territorios inexplorados de nuestras vidas.

SOLEDAD Y EL YO

En su revolucionario libre, Solitude: A Return to the Self (Solicitud: una vuelta al ser), el
psicoanalista Anthony Storr, trató de restaurar el balance entre conexión y soledad. Storr
cuestiona la tendencia dominante entre los psicoterapeutas a hacer énfasis en la habilidad
de tener relaciones exitosas como una evidencia de un yo sano. Lo que suelen pasar por
alto es la verdad igualmente vital de que el yo creativo con frecuencia se alimenta y se
realiza en la soledad, más específicamente, en la forma animadora de soledad que
llamamos el estado solitario. El amor y la amistad, sentimientos críticos para que la vida
tenga sentido, no son nuestras únicas fuentes de felicidad: “Nuestra expectativa de que
las relaciones íntimas satisfactorias deben, idealmente, proveer alegría y que, si no lo
hacen, debe haber algo malo con esas relaciones, parece exagerada”. En otras palabras,
las relaciones personales no son ni más ni menos valiosas que la soledad que nos hace
retornar a nosotros mismos.
¿Por qué es necesaria la soledad? El yo necesita la soledad para poder tener tiempo de
dormir y descansar; para clasificar e integrar información y experiencias nuevas; para
resolver problemas, para vivir de forma creativa, y, si la nostalgia aparece, para encontrar
realización en alguna forma de experiencia religiosa. Storr nos recuerda que durante
nuestras vidas operan dos fuerzas opuestas: una nos impele a tener conexiones cernas con
los demás seres humanos; la otra nos empuja hacia la igualmente importante necesidad
de soberanía del yo que sólo la soledad puede moldear. Debemos atender ambos lados
para encontrar equilibrio. Hasta ahora, la comunidad psicológica no ha hecho esfuerzos
suficientes para restaurar el balance entre ellos, en parte porque se ha concentrado en las
relaciones, y en parte porque el mensaje de que la soledad es un estado para cultivar no
se ha filtrado lo suficiente en la consciencia colectiva. Hasta que esto pase, el desarrollo
de nuestra capacidad de estar solos continuará desechada, será una lucha para las mujeres
que necesitan, tal vez más que todo, cultivar una profunda y compasiva actitud hacia la
soledad.
EL PROMEDIO DE LA EXPECTATIVA de vida de las mujeres es alrededor de 79
años2. Dado el grandioso arco de nuestras vidas, esto quiere decir que en realidad no
tenemos mucho tiempo para llegar a ser. Para ayudarnos necesitamos (de hecho, es de lo
que dependemos) de la soledad. Nada más permite que la verde savia de la autonomía
fluya fácilmente ni nada posibilita un espacio más fértil en el cual establecer nuestro
centro de autogobierno. Y ninguna otra forma de estar sola ofrece un santuario tan
reposado para que el yo madure.
¿Pero qué es exactamente este “yo” que ocupa tanta de nuestra atención? Sólo hace unas
décadas, la comunidad psicológica hablaba del ego, del ello y del superego; hoy en día,
este vocabulario es obsoleto. Viendo al impersonal ego, el escandaloso ello y el tiránico
superego, el yo parece estar más cerca de la esencia –o más bien, de nuestra esencia-
como el centro de sabiduría de nuestro ser, nuestra sentida consciencia de continuidad e
iniciativa que asumimos está localizada en algún lugar dentro de nosotras.
El yo es como un río que atraviesa el centro de nuestra existencia. Lo que sentimos
periódicamente cuando paramos para tomarle el pulso al yo es su persistente unidad.
Cuando nos sentimos perdidos o enemistados con nosotros mismos, en realidad significa
que hemos perdido el sentido del yo; cuando el yo se siente ausente, también nosotros.
En cambio, cuando nos sentimos vivos y plenos, estamos hablando por nuestro sentido
del yo. El yo es nuestra realidad subjetiva, aquella que hace que la vida sea, haga, sienta,
comunique, y su forma evolutiva comienza con el nacimiento, si no antes. Cada umbral
de experiencia que cruzamos es tan ancho como cada uno de los períodos en que los
geólogos dividen la historia de la Tierra. Y, sin embargo, la línea conductora del yo
persiste desde nuestro primer aliento hasta el último.
Muchas mujeres aprenden temprano en la vida a mantener el yo, nuestro yo, escondido.
Descubrimos que hay castigos que pagamos si expresamos quiénes somos y qué es lo que
deseamos. El síndrome de la niña buena que aflige a las mujeres nos hace propensas a
poder las necesidades de los demás primero que las propias. Naturalmente, nos
gustaríamos más nosotras mismas, pero con frecuencia nos sentimos demasiado
culpables o con poco mérito para poner nuestras necesidades primero; la habilidad de
actuar de acuerdo con nuestras propias opciones por lo general viene después de grandes
cantidades de esfuerzo y sufrimiento para reclamar la mejor parte de lo que somos. Y
porque nuestros cuerpos nunca mienten, sabemos qué tan poco libres, qué tan
constreñidas sentimos esas partes nuestras que escondemos, lo sabemos por el libre flujo
de energía liberada cuando esas partes vuelven a la vida otra vez.
Es notable, al mirar hacia la infancia, con qué frecuencia los momentos en que nos
sentíamos más vivas eran los de soledad. Christianne Zehl Romero, de Tübingen, es una
profesora de alemán en la Universidad de Tufts. Una mujer vigorosa y reflexiva que ahora
tiene 50 años creció a las afueras de Viena, en donde pasaba los veranos disfrutando de
la compañía de sus dos hermanos mayores y sus tres primos. “Pero desde que cumplí diez

2
En Estados Unidos (N. de la T.).
años, siempre necesitaba estar a solas, iba al Danubio o a los viñedos, en donde podía
sentarme y tan sólo ser”. Cuando tenía 20 años, Christianne se casó con Laurence, que
era, según ella, “de muchas formas mi alma gemela”. A pesar de eso, ella todavía quería
tener tiempo para ella misma. “Al principio Laurance solía decir: ¿Por qué crees que eres
tan especial que necesitas eso? Luego lo aceptó. Necesitaba soledad para mi trabajo, pero
también para tener tiempo de contemplación. Ahora que Laurence ha muerto, pienso que
necesito ese espacio aún más.
Jan Roy, cuyos penetrantes ojos azules brillaban con vida y sabiduría, dice que tiene
muchas amigas que viven ocupadas, pero logran encontrar un tiempo privado para ellas
mismas en las horas tempranas de la mañana o al final del día. Jan, quién vive en el
Vermont rural y es coordinadora de servicios académicos de la Universidad de Vermont,
intenta hacer una distinción entre su necesidad de tener un espacio privado y la soledad.
“Mi trabajo por lo general está relacionado con otras personas, así que cuando llego a
casa, con frecuencia me doy cuenta de que necesito un tiempo privado para terminar el
día”. Cuando la casa está en silencio, Jan se sienta y teje o lee por cerca de una hora. Le
pedí que explicara la diferencia entre espacio privado y soledad. “El espacio privado”,
dice, “es para tranquilizar mi mente y estabilizarme; mientras que la soledad tiene una
función más trascendental y creativa. La otra mañana, estaba feliz recogiendo flores,
dejando que mi mente se fuera en direcciones diferentes. Eso era soledad. Tiene un
aspecto más formal y grandioso una conexión natural mayor. Todas esas flores son como
regalos de Dios, y creo que es importante ver qué hay a mí alrededor y recibirlo. Eso fue
lo que sentí en ese momento, que la soledad era sobre recibir, no tan sólo dar, lo cual es
más fácil para mí.
Reflejaba la reciprocidad y la esperanza en todo. Es el círculo completo”.
Zeborah Schachtel, una psicoanalista y escultora que vive y trabaja en Nueva York,
empezó a valorar la soledad tarde en su vida, y sólo después de que pasó muchos años
aprendiendo a lidiar con el hecho de estar sola. “Creo que siempre me sentí sola”, me
dice esta mujer vivaz y curiosa de 80 años. “Fui hija única y solamente me sentía sola.
Única quiere decir sólo una. Y sola y única me parecía que tenían la misma raíz porque
me sentía sola todo el tiempo. Creo que escapaba de la soledad porque había tanta tristeza
en ella debido a mis experiencias tempranas de privación y por no ser tenida en cuenta
por mi madre”. Por muchos años la respuesta de la Dra. Schachtel fue estar “muy ocupada
y con mucha actividad social. Esta era mi solución personal para no estar sola”.
La Dra. Schachtel tenía 50 años la primera vez que recuerda haber aceptado la experiencia
de la soledad. Sucedió una tarde cuando caminaba sola por la playa de Cape Cod.
“Reconocí que nunca me había sentido así… Que nunca había tenido una experiencia
positiva. Ahora estaba con la naturaleza y además era una compañía para mí misma, y
esto fue extraordinario. Podía disfrutar de mí misma, podía recibirme. Un cambio interno
había hecho eso posible”. Ella experimenta una clase diferente de soledad cuando
esculpe. “Antes de comenzar a esculpir”, dice, “no tenía ninguna forma de expresar mis
experiencias internas. Pero lo interesante es que siempre experimenté la soledad como
estar callada y escuchar la voz suave de adentro. Para oírla tenía que parar la nerviosa
actividad mental, las muchas otras voces interiores que clamaban atención. Para mí la
soledad es un estado de comunión conmigo misma”.
Para cada una de nosotras en diferentes formas, la soledad es el portal al cual entramos
para encontrar el camino hacia el estado solitario y para cosechar el yo. Las relaciones
duraderas y estables, bien sea entre las parejas, padres e hijos, o amigos, están basadas
en los cimientos sólidos de un yo seguro, en vez de la sombra de una mujer necesitada, y
la capacidad de estar solas es esencial para la formación. Aceptar la soledad ofrece una
bienvenida paradoja, porque aumenta nuestro potencial para tener relaciones que no están
basadas en el miedo o que no sean, en sentido literal, auto privativas o peor,
autodestructivas. A la larga, aprendemos tanto a través de la soledad como a través de las
relaciones a nutrirnos a nosotras mismas y esto hace que las relaciones sanas con los
demás sean posibles. Nos damos cuenta por nosotras mismas que la soledad es natural,
así como aprendemos de la compañía forzada de cualquier relación a la cual nos
aferramos, o en la cual nos sentimos coaccionadas, no es natural.
Todo tiene que ver con sentirse completo. La soledad y la conexión (o la separación y la
unidad) son aspectos complementarios de nuestra existencia; los dos moldean nuestra
conexión con el mundo. Nuestra capacidad de estar solas, entonces, es crucial. Primero
debemos aprender a tolerar, luego a aceptar la soledad para que la verdadera conexión
con el yo se pueda llevar a cabo. Cuán irónico es que esta relación con uno mismo es con
la que estamos menos familiarizadas, a pesar de que es fundamento para construir todas
las demás. Nuestra fortaleza, la estabilidad y la integridad de todas nuestras relaciones
dependen de forjar esta conexión vital.

PARA VOLVER, BREVEMENTE, A MI MAÑANA en Vermont: en algún punto


indeterminado, sería imposible decir cuándo con exactitud, la soledad que experimenté
se convirtió en un sentimiento solitario; ya no era neutra, se sentía espaciosa, fluida y
viva, abierta a las posibilidades. Lo que en alguna ocasión pude interpretar como “tiempo
para llenar” o peor, “tiempo para matar” se transformó en “tiempo a solas”, con porciones
generosas de tiempo para estar en silencio, para pensar y, sobre todo, para tan sólo ser,
viviera lo que viniera. Tuve que aceptar el estado de soledad y estar de acuerdo en entrar
a él antes de que pudiera entrar a otro estado que me permitiera estar viva y ser creativa.
También tuve que aceptar que, en ese momento, y por un indeterminado lapso, yo era
una mujer sola.
Era todavía temprano cuando cerré mi libro. Sin decidirlo, en entretuve: regué las plantas,
ordené las revistas, cambié las cosas de lugar, abrí una ventana. Pero a medida que
arreglaba las almohadas y me hacía una segunda taza de té, mi mente estaba divagando.
Me había alcanzado a mí misma y había impuesto un ritmo para lo que viniera después,
que era prender el computador media hora más tarde y comenzar a escribir.
Haber cultivado el campo de la soledad por largo tiempo me hizo descubrir que estar en
estado solitario es un regalo. Esta misma experiencia, que cambia por completo la vida,
está disponible para todas las mujeres. Pero para desarrollar la relación adecuada con este
estado necesitamos descubrir por nosotras mismas que estar solas no significa desolación,
ni sensación de vacío, ni aislamiento, ni alienación ni fracaso. Clasificar estas diferencias
se convirtió en una de mis principales tareas como una mujer sola y una de mis mayores
preocupaciones a medida que trabajaba con las mujeres en mi consultorio. Estoy
convencida de que ningún grupo puede sacar mejor provecho de un verdadero
entendimiento del estado solitario que las mujeres que están, en cualquier sentido, solas.
Capítulo 3
Esconderse con vergüenza: el legado cultural de las mujeres

LA SOLTERONA REVALUADA

La primera solterona que conocí fue en un campo de verano. Para una niña de siete años,
mi edad en ese momento, ella parecía una anciana, tan vieja como uno podía llegar a ser;
efectivamente ella se tambaleaba en el borde. Oía poco, para ponerlo decentemente,
aunque “sorda como una piedra” sería más acertado, ya que no podía oír nada sin sostener
un cuerno curvo en su oído. “Hable más alto”, decía, “tengo un cuerno en mi oído”, lo
cual era una petición extraña, ya que presumiblemente usaba el cuerno para aumentar el
sonido.
Después de un momento, ella repetía “Hable más alto”. Y luego, “MÁS ALTO”,
inclinándose cada vez más hacía la persona a la que se dirigía, de modo que a la tercera
petición casi se venía encima de ella. No era particularmente amable pero tampoco cruel.
No sonreía y parecía que nunca estaba de mal humor. Vieja como era, hacía su trabajo
con entusiasmo. Agitaba los pliegues de su larga falda negra como para moverse con más
rapidez, parecía un mirlo obsesivo que picoteaba semillas en el campo. Sus
conversaciones con toras personas eran como un choque de tráfico que no podía evitar.
Cuando las palabras de los otros la atropellaban, ella ladeaba su cuerno como una señal
de tránsito, como para reconocer que estaban ahí e intentaba quitarse del camino con más
rapidez la próxima vez. El sobresaliente cuerno se extendía como una cornamenta alada
que crecía con naturalidad y firmeza a medida que ella envejecía.
¿Qué hacía esta solterona en un campo de verano para niños? Ella estaba ahí porque,
después de escribir su historia, yo la interpreté en un monólogo que hizo que mi audiencia
aullara de la risa. Pero nunca pude saber de dónde venía. ¿Cómo era que la primera
solterona que conocía era la que yo misma había creado?
Ahora entiendo que la cultura en la que yo habitaba, o mejor, la que había comenzado a
habitar en mí, y de una forma al parecer benigna e inocua, ya estaba dándome
instrucciones sobre el matrimonio, envejecer y estar sola. En una sociedad en donde se
describe al matrimonio y la familia como el objetivo de cada mujer, ser una solterona era
el premio de consolación, como encontrar en un pedazo de pastel de cumpleaños un dedal
en vez de un anillo de oro. Quería decir que el destino sería triste y solitario, que de
alguna manera no se cumplía con los requisitos suficientes y que nadie se querría casar
con nosotras.
El juego de cartas La solterona ritualizaba estas instrucciones. Las niñas lo jugaban, por
lo general durante las horas de transición cuando terminaba la jornada escolar y antes de
que comenzaran las tareas. Tan pronto como las cartas se repartían, las niñas se agarraban
de las manos para ver si la “solterona” de la baraja estaba entre sus cartas; de ser así, el
objetivo era pasarla lo más rápido posible a la siguiente persona y no quedarse con ella.
Quien no se podía deshacer de ella era la solterona, la perdedora. El medio era el mensaje.
Alguna vez la solterona3 era tan sólo una hilandera. Y debido a que hilar era usualmente
una tarea realizada por mujeres jóvenes solteras, el término comenzó a representar a las
mujeres solteras en los documentos legales ingleses desde 1600. Durante el siglo
siguiente, se usaba para describir a cualquier “mujer todavía soltera y más allá de la edad
usual para ello”. Con el tiempo, la soltera se transformó en La solterona: arquetipo
femenino de la alguna vez exquisita mujer que envejeció, también conocida con varios
sinónimos como “rancia” y “virgen vieja”.
Había muchas solteronas en las novelas que leíamos, pero ciertamente no nos deteníamos
a pensar en ellas. En cambio, identificábamos nuestros anhelos y miedos con la heroína,
cuyas oportunidades de casarse estaban con frecuencia en peligro. Por lo general, esta
heroína tenía la fortuna, la única fortuna aceptable, de ser deseada y finalmente casarse
con el hombre correcto. Ahí era en donde acababa la historia y cerrábamos el libro. Ese
era el futuro al cual todas le apostábamos.

AL MIRAR UN LIBRO DE PINTURA del artista americano Thomas Eakins, llegué a la


perfecta descripción del estereotipo de la solterona, escrita por su editor John
Wilmerding. Al describir el retrato de Eakin de una mujer joven llamada Addie escribía:
“Todo en el retrato representa la ‘soltería’, como se construía convencionalmente al final
del siglo. (Ella) es, para usar los adjetivos familiares, remilgada, tersa, tirante, vestida
con demasiada elegancia, con apariencia de maestra de escuela y puritana. El cuello alto,
el elaborado peinado, los labios cerrados y la postura perpendicular eran los significantes
estereotípicos usados para caracterizar a una mujer que no se ha casado, de una edad
mediana o más vieja”.
¿Podía una mujer sin casarse a los 30 años haber resistido el escrutinio de esta severa
mirada masculina? Agazapada en el fondo de la solterona estaba la sugerencia de alguna
gran pasión no consumada, del amor que pudo haber sido, cuyo lastimero “si tan sólo”
ayuda a explicar por qué ella vino a asociarse con dos singulares atributos: vergüenza y
sacrificio. Ella entendía que su presencia en la sociedad era tolerada a cambio de
servicios: coser, remendar, cocinar, enseñar o, en la moda de la tía criada, hacerse cargo
de sus sobrinos. A menos que fuera una persona rica, estaba obligada a aceptar un estatus
subordinado a sus hermanas casadas en la jerarquía social. No importaba que en la vida
real, por debajo de la palidez superficial de su mediocre vida, los números incluyeron
cientos, tal vez miles, de mujeres fuertes y brillantes, como Jane Austen, cuyas novelas
registran la actitud inmisericorde de la sociedad hacia las mujeres que no pudieron, o no
quisieron, conseguir maridos; la poeta Emily Dickinson, quien pasó los últimos dieciséis
años de su vida enclaustrada en su casa paterna de Amherst, Massachusetts, escribiendo
algunas de las más audaces poesías de la literatura americana; o la eminente escritora y
científica Rachel Carson, cuyo clásico The Sea Around Us (El mar que nos rodea, 1951),
y Silent Spring (Primavera silenciosa, 1962), presagiaban los riesgos ambientales
actuales. Hoy en día, la designación “solterona” parece haber salido de la corriente

3
Spinster, solterona, en inglés viene del verbo to spin: hilar (N. de la T.)
dominante; es decir, ya no llamamos solteronas de forma automática a las mujeres que
no se casan; ya no es políticamente correcto hacerlo. Pero el arquetipo de la solterona
está todavía vivo en nuestro inconsciente: simplemente se ha transformado en la presente
encarnación de ‘mujer sola’, esto es, en la mujer estoica, algunas veces silenciosa y
afligida, que ha perdido la posibilidad de encontrar una pareja y carga algo de vergüenza
y culpa por ello.
Esto no es para sugerir que todas las mujeres solas se sientan afligidas, o que la
consciencia de estar solas es nuestra preocupación constante. Por el contrario, más
mujeres que nunca tienen ahora independencia económica para optar por opciones de
vida que no incluyen el matrimonio. Pero muchas de esas mismas mujeres todavía luchan
con la vergüenza y la culpa persona, se preparan para responder en las fiestas por qué no
están casadas, evitan salir a comer o al cine solas y se preocupan de que la gente nueva
que conozcan piense que son “perdedoras”.
Con el 27 por ciento de más de 114 millones de mujeres adultas que no se han casado en
Estados Unidos, la opción personal debe dar cuenta de un gran número de ellas. Las
estadísticas son dignas de mención. Entre 1970 y 2000, la edad media del primer
matrimonio de las mujeres aumentó en 4.3 años hasta 25.1 años. En 2000, el 81.8 por
ciento de las mujeres entre los 15 y 24 años nunca se habían casado, versus el 11.3 por
ciento en 1950. Esto quiere decir que cuando se hizo la encuesta en 2000,
aproximadamente el 25 por ciento de todas las mujeres adultas habían dicho: “Nunca me
he casado”. Esta estadística fue hecha, en su mayoría, con mujeres menores de 24 años,
sin embargo, es una fotografía de todas las mujeres norteamericanas, un cuarto de las
cuales nunca se habían casado. No obstante, la actitud cultural prevaleciente sostiene que
las mujeres que no se casan o que no tienen pareja tienen privaciones, están tristes y hasta
desesperadas. Al mirar el espejo desde otro lado, muchas mujeres solas se ven con la
misma luz.
No es de asombrar que, en nuestra cultura de la abundancia, las mujeres solas tienden a
sentir escasez, como si tuvieran que privarse del botín completo de la vida. Como Lily,
una mujer soltera de algo más de 30, lo dice: “La única pasión real que ha guiado toda
mi vida es que quiero ser amada por alguien, y el amor se siente completamente remoto”.
Llena de vergüenza y con un sentido derrumbado de su propio valor, Lily se ha escondido
en la calle sin salida de la victimización, en donde se lamenta por su “existencia como
mujer sola” y fantasea con el príncipe de los cuentos de hadas que venga a rescatarla.
Qué irónico que, al nivel emocional, Lily no esté lejos de su conformista compañera, la
solterona, quien también creía que la vida “adecuada” era la de una mujer casada.

ESCONDERSE CON VERGÜENZA

Las mujeres en nuestra cultura respiran vergüenza como oxígeno y ni siquiera lo saben.
Tanto así se ha infiltrado esta energía negativa, hasta ser infecciosa. Todas conocemos el
pasaje bíblico del origen de la venganza: en la versión del
Rey Jaime4 del Génesis, la curiosa Eva, contenta con la visión de la manzana que colgaba
del árbol del bien y del mal, y coqueteando con la idea de que “el árbol era bueno para
comer, y de que era placentero para la vista, y un árbol para cumplir el anhelo de ser
sabio”, mordió de una vez (3:6). También sabemos qué es lo que pasa a continuación:
cómo la primera mujer se atrevió a vagar por el camino del jardín sola, por lo cual fue
marcada, estigmatizada y exiliada, no sólo por su curiosidad, sino porque se afirmó a sí
misma. Debido a su asombroso acto de independencia, tanto ella como Adán fueron
cubiertos de vergüenza.
En la historia de Adán y Eva, la cual, por supuesto es también la nuestra, la vergüenza
genera consciencia: “Y los ojos de los dos se abrieron y se dieron cuenta de que estaban
desnudos (3:7). Traducido en términos de nuestro desarrollo humano, la consciencia
siempre precede a la consciencia de sí mismo, pero por muy poco; la consciencia de sí
mismo florece inmediatamente después. A partir de entonces, los eventos grandes y
pequeños contribuyen a la carga de vergüenza que llevamos.
“Mi padre trató de matar a mi madre un domingo de junio por la tarde”, comienza el libro
de Annie Ernaux, Shame (Vergüenza), una memoria de su vergüenza después de haber
presenciado y soportado ese evento muy doloroso a los 12 años. La familia está sentada
a la mesa durante un almuerzo de domingo. Su madre está de mal humor y comienza una
discusión con su esposo quien continúa comiendo. Después de haber recogido la mesa,
ella lo sigue criticando, mientras que el padre no dice nada. De repente se levanta y la
agarra. Ernaux corre escaleras arriba y se tira en la cama. Momentos después la madre
grita su nombre y ella baja corriendo las escaleras gritando para que la ayuden tan duro
como puede. En ese punto, dice Ernaux, todo lo que puede recordar son “sollozos y gritos.
Después estamos otra vez los tres en la cocina otra vez. Mi padre está sentado cerca de
la ventana, mi madre está parada cerca de la estufa y yo estoy agachada al pie de las
escaleras. No puedo parar de llorar”. Recuerda a su madre diciendo: “vamos, ya pasó”.
Luego, los tres van a dar un paseo en bicicleta en el campo cercano. El incidente nunca
más se vuelve a mencionar, pero en ese terrible momento la infancia de Ernaux terminó;
la vergüenza se filtra en ella, y ella se convierte en una astilla de su antiguo yo, una
transparencia, se siente no sólo expuesta sino desprovista de un yo, vacía.
Después durante ese verano, ella y su padre están comiendo en un restaurante. En una
mesa cercana, Ernaux ve a una niña unos años mayor que ella riendo y hablando con un
hombre que puede ser su padre. Bronceada por el sol, lleva un vestido escotado, parece
por completo tranquila, sin pensar en lo que le rodea. Luego Ernaux se visualiza a ella
misma en un espejo, “pálida y triste con mis anteojos, sentada en silencio al lado de mi
padre, quien fijaba la vista en la distancia”. De repente, entiende la naturaleza divisora
de la vergüenza: nos aleja de nosotros mismos y nos separa de las demás personas. Esta
barrera impermeable es tal vez la característica más perdurable y distintica de la
vergüenza. La persona llena de vergüenza se siente defectuosa en su núcleo, indigna,

4
Versión inglesa de la Biblia (N. de la T.)
capaz de criticar, de juzgar, de condenar, de castigar, pero nunca se observa a sí misma
sin la culpa adjunta.

¿QUÉ HICE MAL?

Como a las 3:30 a.m. de un miércoles de ceniza, Stephanie González se despertó de una
sacudida cuando un hombre extraño la agarró del brazo. La jaló fuera de su cama y
procedió a violarla bajo la amenaza de un cuchillo. Después, la agarró del cuello y la
forzó a entrar al baño, presionó su cara contra la esquina de la ducha y la amenazó de
muerte si se movía. Durante segundos interminables el mundo dejó de existir, mientras
que Stephanie se rendía al hecho de que iba a morir. Lo siguiente que oyó fue el sonido
de unos zapatos que chirreaban en el suelo de baldosa y se alejaban de ella. Cuando estuvo
segura de que el hombre se había ido, prendió todas las luces de la casa. Luego llamó a
la policía.
Ella era una mujer con una carrera de éxito, en el momento de la violación Stephanie
había comenzado su segundo período como secretaria de estado de Nuevo México. La
primera reacción de Stephanie fue felicitarse por haber mantenido la calma y serenidad
mientras contaba la historia a la policía y, luego, a los doctores y las enfermeras del
hospital. Por supuesto que era terrible haber sido violada, pero quería dejarlo atrás y
seguir con su vida. Unos pocos días después, regresó a su trabajo diciéndose a ella misma
que lo había superado.
Luego vino el recuerdo. En unos pocos segundos, Stephanie se empezó a sentir ansiosa
cuando estaba con más personas. En vez de socializar con sus colegas, como siempre lo
hacía, comenzó a irse directo para su casa después del trabajo, citando la fática como la
razón. “Podía sentir que me iba cerrando”, dijo. Pronto, se distanció de una prometedora
relación con un hombre con el cual había empezado a salir tres meses antes de la violación
y se quedaba en casa los fines de semana también. Todo llegó al punto en donde no quería
dejar la casa ni para ir al supermercado ni a la oficina de correo.
A pesar del hecho de que mantuvo todo en secreto, Stephanie se convenció de que todas
las personas de la ciudad sabían acerca de la violación y la culpaban por ello. Comenzó
a ducharse con frecuencia. “Parecía que nunca podía quedar tan limpia como quería,
como necesitaba estarlo. Me sentía sucia tanto por dentro como por fuera”.
Acosada por la culpa, Stephanie se mantenía dando vueltas sobre las mismas preguntas.
¿Por qué el atacante la había escogido a ella? ¿Se había cruzado con él y sin darse cuenta
fue grosera? “Era como, ¿qué he hecho para hacer que esto pasara?” Revisó su pasado de
forma compulsiva, buscando evidencias de desafueros. El hecho de que la violación
hubiera sucedido un miércoles de ceniza alimentó su creciente creencia de que era un
castigo por ser “mala”. “Sentí que era mi culpa. He debido tratar de pararlo. Hubiera sido
más cuidadosa al cerrar las puertas”. Incluso se convenció, de forma irreal, que, si hubiera
peleado más duro, hubiera dominado a su atacante más grande y fuerte.
Sólo después de que Stephanie buscó ayuda de un terapeuta comenzó a entender que la
“suciedad” de la cual se trataba de librar al ducharse de manera obsesiva era su propia
vergüenza. También fue capaz de identificar sus sentimientos de poca esperanza,
inquietud e inercia como síntomas de depresión derivados de su vergüenza no reconocida.
Por fin, el terapeuta ayudó a Stephanie a entender que lo que pasó no fue su culpa, y que
no podía hacer nada para prevenir la violación, sin arriesgar su vida. “Una vez que pude
aceptar eso, ya no era una cuestión de lo que pude haber hecho sino de lo que el
perpetrador había hecho. Estoy casi desconcertada ahora sobre cómo estuve dispuesta a
negar el impacto de la violación y después dar la vuelta y culparme por ello”.
La experiencia de Stephanie es un ejemplo extremo de la tendencia de las mujeres de
siempre culparse a sí mismas, aunque no es tan poco común, dado el hecho de que una
mujer de cada seis en Estados Unidos ha sido víctima de una violación o un intento de
ella durante su vida, y que 17.7 millones de mujeres han sido víctimas. Con seguridad, la
experiencia de Stephanie habla de la insidiosa naturaleza de la culpa y la vergüenza. Estas
son do emociones, con frecuencia, están entrelazadas a pesar de que no son lo mismo. La
energía de la culpa está investida de “hubieras” y “debieras” y toca esas notas
incansablemente. Nos sentimos culpables por algo que hemos hecho o no, o por tener
pensamientos prohibidos. Preocupadas por la culpa no nos ocupamos de los sentimientos
más perturbadores de indignidad y falta de valía en donde la vergüenza ha hecho su
madriguera.
La vergüenza y la culpa pueden ser emociones dominantes que afligen a las mujeres en
nuestra cultura. Ellas crecen con lo que creo que es un miedo social fundamental: no ser
aceptadas por lo que son. Nada socava más la autoestima de una mujer con más rapidez
que sentirse juzgada, y cuando “ella es como es” incluye ser una mujer sola, espera la
desaprobación. ¿Qué puede ella hacer cuando el clima social que inhala está repleto de
mensajes que le recuerdan que debería aspirar al estatus del matrimonio y la maternidad,
y que las satisfacciones y éxitos del trabajo no tienen sentido de otra manera? Para lograr
este objetivo las mujeres deben probar a los hombres que pueden ser el objeto de su deseo:
si son solteras, luciendo como vampiresas; si tienen más de 35, buscando la forma de
mantenerse siempre jóvenes. “Dame todo lo que quiero y nada de lo que necesito”, dice
una rubia sensual en un brassiere push-up de encaje negro. Claramente sus encantos
seductores le han dado el derecho de exigir que el Sr. Correcto le satisfaga todos sus
deseos. Y el resto de nosotras, desafortunadamente, sabemos qué debemos hacer para
capturar a un hombre: comprar alguna ropa sexy transparente, eso es. Ese es el verdadero
secreto de Victoria’s Secret.
Mientras tanto, las más de 30 millones de mujeres que pasamos de los 35, lo cual parece
ser una división cultural aceptable para la soltería, estamos hechas para sentirnos ansiosas
y avergonzadas de nuestro estado, en especial si no hemos probado nuestra entereza
sexual, o creemos que no tenemos la suficiente para atrapar a un hombre. Todavía no es
demasiado tarde, siempre y cuando emulemos a las mujeres que aparecen en TV como
diosas del sexo, a medida que sacuden su pelo con Pantene, destellan sus “super sonrisas”
con dientes blanqueados y se perfuman con las promesas de Euforia de Calvin Klein. Si
eso no es efectivo, prácticamente todas las revistas para mujeres en el mercado
promueven a gritos el auto mejoramiento con una venganza, para que podamos
“quitarnos diez años de encima hoy” (Eve), “tener una piel tersa, pelo sedoso y sexy, y
labios que se mantengan despiertos toda la noche” (Jane), renovar la “energía sexual:
¡consígala esta noche!” (Redbook), y obtener la felicidad gracias a “el cambio de estilo
que en realidad funciona” (Elle). Ya que no podemos ser más diosas jóvenes, por lo
menos podemos plastificarnos, bótox, liposucción, o por lo menos, gracias a los
productos de cosmética, “lucir como” ellas, o como algún cosmético nos lo asegura,
“estar perfectas” y mejorar las oportunidades de atrapar o mantener una pareja. El
movimiento feminista que luchó por obtener derechos de igualdad en 1960 y 1970 ha
sido suplantado por el movimiento femenino antienvejecimiento en la primera década del
siglo XXI. “En un mundo en el cual muchas mujeres o se divorcian o nunca se casan,
ahora es un símbolo de estatus aferrarse al nombre de casada”, escribe Maureen Dowd,
¿ganadora del Premio Pulitzer y columnista de la revista The New York Times y autora
de Are Men Necessary? (¿Son necesarios los hombres?). Mejor ser un “ama de casa
desesperada”, como la serie de televisión nos recuerda, que quedarse soltera y
abandonada. De formas sutiles y burdas, la predisposición en contra de las mujeres no
casadas y sin pareja en más fuerte que nunca. La Solterona, actualizada y remodelada,
está vivita y coleando.

“¿QUÉ HE HECHO PARA MERECER ESTO? ¿Me pregunto qué hay de malo en mí
para que nadie me ame por lo que soy?”, se pregunta Heather, una de las concursantes
del programa con una de las mayores audiencias, The Bachelor (El soltero), una serie
reality en la cual 25 mujeres compiten por un machote elegible, para ser el número uno
y su alma gemela. Heather fue una de las contendientes líderes antes de que Aaron la
rechazara. Sus sollozos al no ganar fueron la visión clara de la vergüenza. Ni una vez se
preguntó Heather si Aaron era el marido deseable. Él era el premio del juego que de
forma desesperada deseaba ganar. Como muchas otras mujeres, al no ganar, creyó que
ella misma era defectuosa.
La diferencia entre Heather y el resto de nosotras es que ella hizo públicas sus dudas y su
vergüenza, y se despedazó en frete de millones de personas. Todavía su historia es un
ejemplo dramático de cómo una baja autoestima refuerza la tendencia de culparnos a
nosotras mismas cuando no somos validadas por un hombre. Palabras como “estúpida”,
“perezosa”, “fraudulenta”, “aburrida” y “ordinaria” se arrastran en el vocabulario
fácilmente, junto con frases como “no soy lo suficientemente buena”, “son un fracaso”,
y, sobre todo, “no vale la pena tratar”. Alineado con esta forma tóxica de culpa está el
miedo de ser concebidas
(y lo peor, de auto percibirnos) como “ambiciosas”, “exigentes”, “egoístas”,
“indulgentes” o simplemente “demasiado”, términos que montones de mujeres me
expresan con culpabilidad cuando se atreven a hacer cosas por ellas mismas, en vez de
por otras personas.
Finalmente, estas voces interiores se vuelven como ruido blanco, que zumba de forma
monótona en el fondo con tanta insistencia compulsiva que llena todos los espacios
vacíos en donde nuestra voz real pueda imponerse, la que nos permite aceptarnos a
nosotras mismas como somos. Tan extraño como pueda sonar, el auténtico momento de
Heather, cuando no estaba concursando sino siendo ella misma en The Bachelor, fue
cuando perdió el control y comenzó a llorar. Ahí fue cuando su verdadero yo salió a flote.
Y, sin embargo, cuando oímos que otras mujeres se rebajan a sí mismas, de manera casi
reflexiva pensamos: “No, esa no soy yo, yo no me siento así”. La vergüenza ha sido
llamada la emoción escondida precisamente porque es tan difícil de sentir y tan difícil de
reconocer. Pero hay una forma infalible para evaluar el poder de la vergüenza: todo lo
que necesitamos hacer es prestar atención a las ocasiones en que nos sentimos conscientes
de nosotras mismas, demasiado críticas con nosotras mismas, o cuando nos alejamos de
decisiones que quisiéramos tomar. Nuestra vergüenza por ser mujeres solas se revela en
las decisiones más ordinarias, como decidir ordenar la misma comida rápida aburrida en
vez de comer una bonita cena sola en un restaurante, o quedarse en casa en vez de ir al
cine, al teatro, una fiesta o unas vacaciones. La vergüenza repta durante las vacaciones,
o después de un divorcio cuando los viejos amigos dejan de invitarnos a comidas y fiestas,
o cuando nos encontramos a nosotras mismas de juerga hasta las tres de la mañana, o
cuando alguien nos llama “señora”, o cuando nos comienza a parecer que todas las
personas menos nosotras tienen pareja, o cuando una amiga encuentra una pareja o se
casa mientras nosotras observamos desde la barrera. El sentimiento de vergüenza que las
mujeres solas cargan siempre gira alrededor del tema de no ser lo suficientemente buenas
como somos, y de forma invariable nuestra respuesta es tratar de ser “mejores”. Pero lo
“suficientemente buena” no es cuantificable; es una meta que, como el horizonte que se
desvanece, nunca puede ser alcanzada, sin importar lo que hagamos y qué tan duro
tratemos.

SIN UN BRAZO DEL CUAL AFERRARSE

En Una habitación propia, Virginia Woolf escribió: “si enfrentamos el hecho, porque es
un hecho, de que no hay un brazo del cual aferrarse (las itálicas son mías), son de que
vamos solas y de que nuestra relación es con el mundo de la realidad y no sólo con el
mundo masculino y femenino, después la oportunidad vendrá…” Por “mundo de la
realidad”, Woolf quiere decir nuestro propio mundo interior en donde, solas, tenemos la
libertad de explotar los recursos de nuestra creatividad. Y todavía, más de 70 años
después de que estas palabras fueron publicadas, muchas de nosotras aún nos aferramos
al hecho de que no hay ningún brazo al cual afianzarnos, atrapadas como estamos, entre
nuestro genuino deseo de autonomía y nuestros profundos miedos de dependencia sobre
lo que significa “no tener pareja” y estar solo.
Nuestro condicionamiento para tal comportamiento es profundo. Al final del siglo XIX,
las sufragantes hicieron su mejor esfuerzo para desmantelar el culto a la domesticidad
que mantenía a las mujeres atadas a la casa y la familia. La “nueva mujer”, que surgió
entre 1890 y 1920, cuando el término fue acuñado, tuvo como resultado más libertad que
nunca para desempeñar roles públicos y expresar su individualidad. Pero el progreso no
es unilineal. No escalamos a un ritmo constante la loma, con frecuencia nos caemos una
y otra vez. Al hacer un recuento del movimiento feminista de 1960 y 1970, Maureen
Dowd escribe: “Tal vez debimos saber que la historia del progreso femenino sería más
un zigzag que una línea recta, que el triunfo del feminismo duraría un nanosegundo
mientras que el contragolpe duraría 40 años.
Es poco sorprendente que las mujeres continúen confundidas sobre sus roles y su
identidad. El mensaje subliminal de los medios de comunicación para nosotras es que
todo lo que hacemos debe estar calculado para hacernos deseables a un hombre, lo que,
por extensión lógica, quiere decir prepararnos para el matrimonio. En otras palabras, se
espera que seamos sirenas irresistibles antes de transformarnos en esposas y madres. El
impulso para volvernos fuertes, mujeres con una mente independiente, se ha plegado
sobre sí mismo. Así no tengamos pareja o estemos en una relación, todavía no estamos
preparadas, en palabras de Woolf, para aceptar el hecho de que “estamos solas”; y
tampoco estamos listas para aceptar que, para cada una de nosotras, el “mundo de la
realidad” se refiere a lograr nuestra propia vida personal. Todavía muchas mujeres no
tienen un completo entendimiento de lo que supone una vida personal o por qué el “arte”
de ser una mujer sola es digno de proteger y defender, así estemos literalmente solas o
no. Freud se preguntó: “¿Qué es lo que quiere una mujer?” La pregunta real es: ¿Qué es
lo que cada una de nosotras, como mujer, quiere? ¿Qué un hombre nos cuide? ¿Ser
independientes? En realidad, las mujeres actuales parecen desesperadamente querer las
dos cosas, de ahí la confusión de nuestro rol e identidad. Pero si esto es cierto, entonces
debemos estar dispuestas a aceptar nuestras necesidades dependientes y reconocer que
mientras nos “aferremos” estamos canjeando nuestra libertad por el propósito de ser
rescatadas. El doble estándar aún prevalece. Queremos que el hombre “pruebe” su amor
al pagar nuestra cena o la hipoteca. Todavía queremos a un hombre para que nos diga
cómo pensar y sentir. Todavía miramos hacia el sexo opuesto buscando su aprobación, y
su propuesta de matrimonio, en gran parte inconscientes de cuán profundamente hemos
internalizado las tendencias reinantes de la cultura y sus respuestas ambiguas hacia ser
una mujer sola. En este ambiente saturado de marcas, aún aceptamos reglas “simples”
para conseguir una pareja, volviéndonos “productos” que el hombre quisiera… Comprar.
El libro de Ellen Fein y Sherrie Schneider, The Rules (Las reglas), y el de Rachel
Greenwald, Find a Husband After 35 Using What I Have Learned at Harvard Business
School (Encuentre marido después de los 35 con lo que aprendí en la escuela de negocios
de Harvard), son manuales de trabajo. La promesa de Greenwald es que para el momento
en que tengamos 35, conocer al Sr. Correcto es mucho más difícil que cuando éramos
jóvenes. Mientras que los hombres mayores, en especial los acomodados, son deseables
y pueden escoger entre jovencitas de 20 años, las mujeres enfrentan una ardua
competencia y ruedan cuesta abajo con rapidez. Pero no hay de qué preocuparse, dice
Greenwald. El amor, después de todo, está a la venta. Nosotras somos el “producto”, la
“marca personal”, el “lujo”, mientras que estemos dispuestas a aprender de ella cómo
mercadearnos a nosotras mismas, en 15 fáciles pasos. Aprender, en otras palabras, cómo
diferenciarnos de todas las demás “marcas” para que (Dios lo quiera), todavía tengamos
la oportunidad de despojarnos de la soltería, una inversión de poco rendimiento, y seguir
la trayectoria del retorno al matrimonio y los hijos. Como si nuestra salvación dependiera
de escapar de la soltería.

LA MUJER QUE CRÍA

Recientemente, recibí una llamada desesperada de Nell, una mujer con quien trabajé hace
años cuando ella estaba soltera, salía y era una escritora en ciernes, ahora es la madre de
un enérgico niño de dos años. El problema, me explicó Nell, era que su compañero estaba
de viaje de negocios por unas semanas y su niñera estaba enferma; ella era, por el
momento una madre de tiempo completo y no le estaba gustando. “¿Qué hay de malo
conmigo?”, se angustiaba. “Adoro a mis dos hombres y amo mi casa. Pero el trabajo es
también mi hogar y no sé cómo ser una mamá de tiempo completo”. Nell se sentía
avergonzada por no actuar de la forma en que creía que las madres deberían actuar. “Me
siento como una minusválida, siento que tengo dos manos izquierdas”, me dijo, “y el
cuidado de un niño es implacable”.
Al oír su angustia, decidí decirle a Nell cómo, cuando era una madre joven, casi pierdo
mi salud mental paseando a mis dos hijos en un coche alrededor de Princenton hasta que
me di cuenta de que, en cambio, podía meterlos al automóvil y llevarlos a sitios
maravillosos. Uno de nuestros favoritos era el Museo de Historia Natural, en donde juntos
podíamos deleitarnos con el tiranosaurio rex de 15 metros de largo y quedarnos con la
mirada fija en el diorama de la ballena asesina. Nell respiró con alivio. Casi podía oírla
exhalando su vergüenza, junto con otros pensamientos culpables relacionados con el
hecho de que se supone que las madres deben sacrificarse con gusto. “Es asombroso que
aún hoy en día, todavía no conozcamos las expectativas que tenemos”, me dijo ella.
Como una madre consciente de lo mucho que su vida se ha enriquecido al criar dos hijos,
sé que una de las grandes recompensas de ser mujer es concebir, dar a luz y cuidar de una
vida hasta que esta se pueda hacer cargo de sí misma. Pero también recuerdo las agonías
del conflicto que sentía cada vez que iba en contra de las conversaciones establecidas de
la maternidad al desear algo para mí. Cuando trataba de estar disponible para mis hijos y
también trataba de seguir mis propios intereses personales y políticos me sentía
despedazada por la culpa. Mis hijos crecieron antes de que yo entendiera el precio que
las mujeres pagan por hacer lo que es natural. Porque mientras cuidamos la vida de otros
con frecuencia no cuidamos la propia.
No quiero decir la clase de cuidados que un baño de burbujas o una visita al salón de
belleza puedan arreglar, con lo placenteros que pueden ser. Más bien, hablo sobre los
cuidados profundos y regeneradores que tienen que ver con vivir nuestra vida personal.
Criar a otros es una parte esencial de la feminidad, pero cuando este rol se convierte en
una forma de justificar nuestra existencia –“soy una persona que cría” en lugar de “soy
una mujer que, entre muchas opciones que puedo tomar, también cría”- casi siempre es a
expensas del yo.
LECCIONES DE LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN QUE NO
DEBEMOS APRENDER

El efecto debilitador de la exposición a los medios de comunicación en la autoestima de


las mujeres no es nada de lo cual asombrarse. No debe sorprendernos que la ruta directa
para llegar a nosotras sea el cuerpo, cuyo tamaño, forma, belleza y arreglo nos son
constantemente mostrados como defectuosos. Somos presas fáciles, no sólo porque los
anunciantes capitalizan la vergüenza y la baja autoestima sino porque pocas de nosotras
contraatacamos. De acuerdo con la filosofía de la casa de los espejos de los medios de
comunicación, la apariencia, cómo nos vemos en vez de quiénes somos, es lo que
importa. Y, a un grado alarmante, lo creemos.
Para el momento es que obtienen su primera Barbie, el 90 por ciento de niñas desde los
tres hasta los once años, están confrontadas con un modelo inasequible de cuerpo. Mucha
de la investigación al respecto ha documentado el vínculo entre la creciente incidencia
de desórdenes alimenticios y el surgimiento de la imagen ultradelgada como el último
estándar de la moda. Un estudio grabó las reacciones de mujeres jóvenes al ver fotos de
modelos en revistas y encontró que la exposición a la delgadez ideal produce depresión,
disgusto con el cuerpo, estrés y, por supuesto, culpa y vergüenza. Un estudio de la
Universidad de Stanford analizó una muestra de estudiantes de pregrado y de postgrado
y encontró que el 68 por ciento se sentía peor con su apariencia después de leer revistas
para mujeres. Otros estudios han encontrado una relación directa entre la exposición a
los medios de comunicación y los síntomas de los desórdenes alimenticios. La tendencia
entre las niñas a compararse con modelos sólo incrementa con la edad. ¿Cómo puede una
simple mujer mortal sentirse bien consigo misma cuando es bombardeada con estrellas y
modelos cuyas imperfecciones físicas han sido eliminadas con el computador? Como
mujeres solas, en apariencia perdemos por los dos lados; hemos fracasado en excitar el
interés de un hombre y, por lo tanto, el premio, matrimonio, hogar y familia, se nos
escapa.
Al saturarnos con palabras e imágenes de delgadez como el ideal corporal, la intención
es hacernos desear más a aspirar ser, de forma literal, menos. En el lenguaje común,
estamos siendo inducidas a una vida de adicción, el dominio del hambriento fantasma en
donde la envidia, el sentimiento de ser “menos que”, causa un antojo que nunca se
satisface y en donde la insatisfacción es la norma. Por un lado, al sentirnos sin esperanza
nos consolamos al consumir cualquier cosa que creemos que puede llenar nuestros
vacíos; por otro, perseguimos la falsa esperanza de transformación y posibilidades
renovadas a través de maquillajes, olvidándonos que el cambio que buscamos proviene
de tomar opciones internas en vez de externas. En nuestro esfuerzo por alcanzar alguna
imagen inasequible de belleza, parecemos olvidar que somos personas, no artículos de
mercadeo.
¿Qué buscamos con tanto fervor adictivo? La respuesta, estoy convencida, es amor. Pero
este nunca crece verdadero y fuerte en los campos desolados de la vergüenza y la envidia.
Llenas de vergüenza, somos amantes necesitadas, no francas, buscando en nuestras
parejas lo que no podemos encontrar en nosotras mismas. Cuando ese esfuerzo fracasa,
como tiene que ser, comenzamos a buscar el amor en cosas. En su reflexiva exposición
del mundo de la publicidad, Can’t Buy My Love (No puedes comprar mi amor), Jean
Kilbourne muestra cómo los publicistas van más allá de la falsa promesa: “Compra esto
y te amarán”. Olvídese de tener relaciones con personas reales. Cuando todo lo demás
falle, podemos enamorarnos, hasta tener sexo autoerótico, con objetos inanimados.
Todo lo que tenemos que hacer es “pretender” nuestra nueva aspiradora, “excitarnos” con
el motor del Lexus o disfrutar “una noche Bacardí”.
En esta visión del mundo, no hay necesidad de cambiar el mundo ni a nosotras mismas:
los productos harán eso por nosotras. También las palabras, deformadas para querer decir
lo que los anunciantes quieren decir, convirtiendo las “palabras vivas” que pueden
alumbrar el corazón con su sabiduría y energía en “palabras muertas”, con toda la verdad
exprimida. En este mundo de palabras vanas, dichas para convencernos de que somos
libres e independientes, una “revolución” quiere decir comprar la marca correcta de jeans
o identificarse con modelos que usan esmalte negro en las uñas; “pensar por usted misma”
quiere decir tener el suficiente estilo para comprar la última moda; “espiritual” es la nueva
esencia de las celebridades. No tenemos que brillar desde el interior, la base de maquillaje
brillante se hará cargo de eso. Las campañas promocionales que cuestan millones de
pesos tratan de domesticarnos y avasallarnos para que sigamos comprando una imagen
de libertad en vez de forjarla desde adentro.
Y comienza temprano. Desde la infancia, todo lo que una niña sueña, piensa, quiere, es
convertido en papilla de producto, trivializado para que pierda significado. Jane, una
joven madre, se desalentó cuando su hija de cinco años, Elise, fue el banco de las burlas
de sus compañeras de clase por no usar la marca correcta de pantalones para la nieve.
“¡Esto es tan sólo el kínder!” Algunas veces la molestan por no tener las comidas de moda
en su lonchera. Jane Kilbourne pone el énfasis en donde corresponde: “justo cuando ella
entra a la feminidad, ansiosa de extender sus alas, de empezar ser sexualmente activa,
empoderada, independiente, la cultura actúa para que ella se ajuste a un molde”.
Crecemos alienadas de quienes somos y de lo que en realidad queremos para nosotras
mismas, extinguiendo la chispa que enciende el yo. Para cualquier mujer, esta clase de
desconexión del yo engendra soledad y necesidad, ya que no hay nada beneficioso en la
subversión deliberada de lo que uno es. Uno de los momentos más dolorosos que
recuerdo de mi práctica terapéutica fue cuando una mujer de pelo oscuro me confesó que
“no importa que tan inteligente soy o qué tan bien me arregle, siempre me siento
disminuida a menos que un hombre me diga lo increíble que soy. He debido ser alta y
rubia. Nací mal”.

MIEDO Y VULNERABILIDAD

En la colección de recortes de prensa que he hecho durante los últimos años, el que
sobresale por lo ofensivo es una doble página con un anuncio de Dior que muestra a una
joven sentada en un automóvil blanco, vestida para convertirse en un cadáver en la
carretera. Una cremallera larga y roja como un lazo que enlaza su blusa negra
transparente se estira hacia abajo entre sus piernas abiertas como un águila. Sus ojos
cerrados, sus labios entreabiertos, su cuerpo untado con grasa, se ve como si ella, en vez
del carro en el cual está, estuviera a punto de recibir una lubricación que nunca olvidará.
En la segunda imagen, la joven ahora en un bikini negro se recuesta sobre el capó del
carro, con las piernas todavía abiertas. Hosca y miserable, se ve como una de las almas
perdidas en el mundo de la publicidad, completa y casi jubilosamente vencida. Para
celebrar una violación establecida, una simple palabra completa la imagen: la insignia de
Dior como aprobación.
Desde imágenes hasta eventos terriblemente dolorosos, las mujeres transitan diariamente
el camino en donde el sexo y la violencia se interceptan. Dada la insistencia de los medios
de comunicación en explotar la sexualidad femenina, aprendemos, algunas de nosotras
de forma fuerte, que nos aventuramos solas en lugares desconocidos; una cierta dosis de
miedo es apropiado, tener cuidado es prudente.
Melanie, una bella pelirroja con ojos conmovedores, recuerda caminar con un novio en
Inglaterra cuando tenía 16 años. “Había un paso subterráneo en el camino y él se dirigió
allí de forma instintiva. Yo dudé, pero él dijo: ‘No, vayamos por acá que es más rápido’.
Nunca hubiera tomado ese camino sola y me hizo dar cuenta de cuán diferente parecía el
mundo para él: no tenía miedo de pasar por un túnel oscuro y desierto”.
Algunas veces tomamos riesgos porque sentimos que no hay más opciones. Marla
Ruzicka, una trabajadora social norteamericana de 28 años, fundadora de un grupo de
trabajo social para mujeres en Irak, Campaña para Víctimas Inocentes del Conflicto, para
ayudar a los civiles atrapados en medio de la guerra, fue herida cuando un hombre bomba
suicida atacó un grupo de contratistas de seguridad y su automóvil también fue alcanzado
en la carretera al aeropuerto de Bagdad. Ruzicka entendió con certeza el peligro inherente
al trabajo que eligió, y su muerte trasciende las distinciones de género. En muchas partes
del mundo, las mujeres no tienen el lujo de tomar opciones personales de vida: son
atacadas simplemente porque son mujeres. En este país (Estados Unidos) la buena
fortuna nos permite creer que estamos relativamente fuera de riesgo hasta que algunos
eventos de la vida misma nos conmocionan hasta la consciencia, y entonces tendemos a
“olvidar” las muchas formas en que la cultura devalúa a las mujeres. La violencia tiene
muchas apariencias, no todas tan crudas como una violación, las palizas o el incesto.
Hemos interiorizado tan profundamente la vergüenza y la culpa, que las mujeres apenas
notamos que las huellas culturales han manchado nuestra autoestima, ni nos hemos dado
cuenta de que tenemos el poder para borrar las manchas. Sin embargo, estamos
psicológicamente y, con frecuencia, moralmente comprometidas en la medida en que
rehusamos a darnos cuenta.
Muchas vergüenzas impredecibles están reservadas sólo para nuestro género, como
algunos de estos ejemplos, innumerables, lo ilustran:

Cruzar el umbral del lesbianismo, como hizo Joyce cuando tenía 20 años,
“sintiéndose realmente vulnerable y visible, como si en el momento en que puse un pie
en la calle, tuviera el letrero ‘Lesbiana’ escrito sobre mí”. Y a pesar de que Joyce afirma
que el alivio fue “de hecho fabuloso” también tuvo que pasar por una “intensa fase de
aislamiento de algunos de los amigos que tenía antes. Las personas estaban
conmocionadas, homofóbicas, en realidad desagradables. ¡En Barnard College! Nadie
sabe lo que es eso, excepto que hay mucha más homofobia en esta sociedad de la que
reconocemos”, Al haberse enamorado de una mujer que “parece un marimacho, no
infantilmente femenina como yo”, Joyce se da cuenta con dolor del modo diferente en
que las tratan en ambientes públicos. “Si estoy sola, los hombres me silban, pero si Clara
y yo vamos a un restaurante nos sientan justo al lado de los baños”.
Llamar a una clínica de abortos para programar una cita y ser reprendidas por un activista
provida que de alguna manera se las arregló para interceptar la línea. “Yo tenía 20 años”,
me dice Jaime, ahora de 30 y felizmente casada, “y ella repetía: ‘¿Estás segura de que
esto es lo que quieres hacer? Porque es un pecado, tú sabes, y tienes otras opciones’”.
Días después Jaime estaba en la clínica, sentada sola con una bata de papel azul, casi
congelada de miedo esperando a que la pasaran a la sala de cirugía. Y a pesar de que no
era capaz de mirar detrás de las delgadas divisiones, oía a otra mujer llorando. En esa
sombría atmosfera de una clínica pública, la palidez gris institucional registraba una
despreocupación tan profunda como castigadora. “Es difícil pensar que eso me pasó, pero
algunas veces todavía pienso en ello. El dolor, en realidad, nunca se va.
Ser tratada con un objeto, como Gena se sentía antes de dar a luz a un segundo hijo a la
edad de 32. Una vibrante y trabajadora mujer sola, Gena todavía recuerda el horror de
“sentir que algo pasaba y nadie me decía nada”. En ese momento Gena tuvo que acudir
a la seguridad social y a una clínica local. “Eres tan sólo un número, te atiende un doctor
diferente cada vez y es como no tener una relación personal con nadie”. Cuando Gena
tenía dos semanas de atraso, los doctores la examinaron; al no sentir mucha actividad,
decidieron inducir las contracciones para ver cómo reaccionaba el bebé. “No dijeron que
había un problema; pensé que probablemente tan sólo tenía un retraso”.
A la mañana siguiente, las enfermeras prepararon a Gena y la llevaron en silla de ruedas
a la sala de partos y la conectaron a monitores. “Nadie decía nada. Luego una mujer
residente vino y miró el monitor. Y lo supe. Pude sentir algo dentro de mí y ella dijo:
‘Algo no está bien aquí’ y eso fue todo lo que dijo.
Toda mi vida cambió en ese minuto”. Un grupo de doctores entró a la sala. Uno de ellos
escaneó el vientre de Gena con un estetoscopio. Todo lo que dijo fue: “Bueno, aquí es
donde el latido del corazón debería estar”. Los doctores nunca miraron a Gena o le
hablaron de forma directa. Sólo esa tarde le dijeron que su bebé había muerto en el útero.
Las primeras reacciones a la menopausia, a la que Louise, una novelista de 50 años,
llamó “un cambio geológico mayor”, la tomaron por sorpresa y sintió que tenía que
revaluar la imagen de “mujer sexy” que tenía de sí misma. “Me sentía atractiva sólo en
la medida en que creía que los hombres me encontraban así.
Ahora sólo me siento vieja”. Finalmente, Louise entendió que necesitaba “encontrar el
sentido propio de mí misma y no el que ellos me habían conferido”. Ella dice que tiene
mucho por hacer.
El divorcio, la menopausia, la forma de la nariz o el tamaño del cuerpo, dar a luz un bebé,
ser una madre adolescente, una madre soltera, una esposa golpeada, la lista de fenómenos
culturales que provocan la vergüenza de las mujeres es muy larga. Pero debido a que la
vergüenza, con frecuencia, ocupa el centro de nuestras vidas, es muy difícil de reconocer,
y más difícil todavía es librarse de ella. A menudo toma años antes de darnos cuenta de
cuán profundamente la vergüenza erosiona nuestra fuerza vital o de sentirnos listas para
defendernos del dolor emocional que ha anudado nuestras vidas.

REVELAR EL SECRETO DEL YO HERIDO

El impacto del bloqueo cultural en la vida de las mujeres no puede ser subestimado.
Porque en la medida en que aceptamos y vivamos bajo las reglas de una doctrina
socialmente invasiva y falsa sobre quiénes somos y quiénes queremos ser, continuaremos
sufriendo de una baja autoestima. La formación del yo estará drásticamente, tal vez de
forma irrevocable, comprometida.
Hay, sin embargo, una alternativa cargada de poder: salir del error de la vergüenza y del
miedo exponiendo a la luz su guarida secreta dentro de nosotras. ¿Cómo? Primero,
tomando consciencia de las ataduras emocionales y espirituales que estas energías tienen
sobre nosotras. Esto es exactamente lo que Stephanie González hizo después de ser
violada y, poco a poco, su actitud y luego sus acciones, comenzaron a cambiar. Por dos
años y medio, Stephanie mantuvo su violación en secreto. Mientras tanto, leía caso tras
caso de violaciones en periódico, y ganaba fortaleza y resolución. “Finalmente”, dijo
Stephanie, “tomé la decisión que dio un vuelco total a mi vida: no viviría más con el
crimen, o el secreto. En cambio, haría pública mi violación”.
Stephanie llamó a Barbara Goldman, la directora ejecutiva del Centro de Crisis de
Violaciones de Santa Fe y se ofreció a contar su historia en televisión. Después de que el
programa salió al aire, Stephanie recibió muchísimas llamadas de mujeres y hombres que
querían ofrecerle apoyo y compartir sus propias historias. “Decían: ‘esto me pasó hace
varios años y voy a buscar ayuda’, o, ‘esto le pasó a mi madre y mi padre no ha sido
capaz de manejarlo, y todos necesitamos ayuda’. Una mujer que ahora es una juez del
distrito me contó que le había pasado a ella. La lluvia de testimonios fue increíble”.
La experiencia de revelar su secreto transformó a Stephanie. “No soy la misma persona”,
dice. “Ya no me siento avergonzada”. Al admitir y descubrir sus propias heridas
invisibles, Stephanie hizo un profundo proceso de aprendizaje. Ya no estaba dispuesta a
aceptar un comportamiento social disfuncional, ese de la mujer obediente, encantadora y
sin voz, de silenciarse o convertir la ira reprimida en auto repudio, o de permitir que los
sentimientos de vergüenza y culpa, de ira, se convirtieran en depresión. Hacerlo tan sólo
hubiera creado más espacios interiores vacíos. En cambio, el trabajo terapéutico de
Stephanie le permitió confrontar su vergonzoso secreto. En efecto, sus actos fueron una
forma de afirmación y le permitieron dar nombre a sentimientos desconocidos que la
ahogaban y que le quitaban su sentido de libertad personal. Muchas de nosotras no
tenemos que soportar una desgracia tan terrible antes de embarcarnos en el viaje hacia el
yo; sin embargo, sea cual sea la circunstancia que nos lleva allá, este es el mismo camino
que todas las mujeres solas deben tomar. De hecho, una vez ponemos un pie allí
podremos saborear la soledad que transforma nuestras vidas.

EL YO DE UNA MUJER

El yo de una mujer es algo fuerte, aunque delicado. Sé esto de primera mano por el
privilegiado espacio de mi oficina, en donde tengo una vista panorámica del yo de las
mujeres. Las apariencias varían: por fuera, algunas están averiadas, bravuconas,
empequeñecidas, hambrientas, devastadas o famélicas; por dentro, todas brillan con la
misma luz sagrada. La apariencia no es importante. Lo que es importante es que sin
interesar cuán débil es la silueta, el yo persiste tercamente. Pues el yo se muestra
insistentemente, cambia la forma de acuerdo con la necesidad de camuflaje en la medida
en que nos sintamos tratadas brutalmente o descuidadas: en una palabra, invisibles. Ser
invisible, francamente, es una forma intolerable de soledad. Quiere decir que los demás
no nos ven, o que incluso si somos vagamente visibles, simplemente no importamos.
Nada es más devastador para la autoestima de una mujer que eso: ya que al ser invisibles
para los demás quiere decir que lo somos para nosotras mismas. Así es, con seguridad,
como Stephanie se sentía después de la violación y antes de que estuviera lista para
conciliar con aquello que se había convertido en un conocimiento inadmisible. Pero esto
es un inminente recordatorio para el resto de nosotras que somos rápidas para arrojar la
primera piedra, contra nosotras mismas.

UNA AUTOESTIMA DISMINUIDA que nos conduce al miedo, y después nos aleja de
la soledad que necesitamos para nutrirnos personal y espiritualmente, es un río
alimentado por dos afluentes. El primero es el cultural y el social que exploré en los tres
primeros capítulos y que crea un clima que las mujeres solas respiran día a día. El
segundo, afluente igualmente importante, tiene que ver con el desarrollo de nuestra
identidad personal, sobre lo cual trataré más adelante. Es importante para una mujer sola,
de hecho, para todas las mujeres, entender cómo algunas de las experiencias
fundamentales de crecer siendo mujeres, desde la infancia hasta la edad adulta, afectan
la forma en que el sentido del yo evoluciona, en especial en relación con nuestras
experiencias tempranas de soledad.
Cuando tomamos en consideración los muchos mensajes culturales que alientan a una
mujer a pensar en ella misma como menos que otras, a no aceptarse como es, junto con
los muchos asaltos al yo que son personales e individuales, podremos comenzar a
entender por qué los sentimientos negativos que cargamos nos hacen apartarnos de la
soledad. El reto de las mujeres solas es confrontar esos sentimientos para que podamos
disfrutar de las recompensas creativas de la soledad.
SEGUNDA PARTE
Sobre tierra movediza

Capítulo 4
El despertar: la infancia

CUANDO TE CONOCES POR PRIMERA VEZ

El momento llega para cada una de nosotras. En un día ordinario, algo extraordinario
sucede. Algo en el interior nos conmueve, nos despierta como un reloj despertador, y de
forma consciente sabemos lo que hasta ahora sólo había sido una intuición: soy yo y sólo
puedo ser yo misma. A lo que le sigue su corolario: soy absolutamente diferente a
cualquier otra criatura del mundo.
“Recuerdo, muy joven, mirarme las manos y tener consciencia de mi existencia”, dice la
psicóloga Alexandra Bloom, al describir el momento de su despertar.
Para la mayoría de nosotras tal entendimiento ocurre cuando tenemos nueve o diez años,
aunque el momento es diferente para cada niña. En una línea de desarrollo que comienza
con el nacimiento, este momento de revelación marca el inicio de lo que Jung llamó
individuación, el interminable proceso por el cual cada uno de nosotros nos convertimos
claramente en nosotros mismos. El viaje hacía nosotros mismos progresa a través de la
infancia y la adolescencia hasta que alcanza ese elusivo estado que llamamos la edad
adulta. Pero si la experiencia de la infancia se caracteriza por la inmediatez, por estar
siempre en el presente, cuando todavía estamos relativamente libres de la consciencia de
nosotras mismas que comienza a invadirnos cuando llegamos a la adolescencia y continúa
haciéndolo, de una forma u otra, hasta la edad adulta, entonces ese momento es notable
porque marca el comienzo de un conocimiento propio activo. Es como si la línea borrosa
del yo de repente se hiciera aguda y clara, iluminando con certeza el entendimiento de
que somos únicos. Natalie describió su momento de reconocimiento cuando tenía diez u
once años de la siguiente manera:
“Era una tarde calurosa de verana y estaba acostada en el piso de mi cuarto con las piernas
apoyadas arriba de la cama. Puede que haya estado leyendo; probablemente estaba
soñando despierta. Usaba pantalones cortos, y recuerdo con claridad mirarme las piernas
como si nunca lo hubiera hecho. Estudié la forma de mis pantorrillas, sintiéndome
prudentemente complacida. No están tan mal, pensé, ya consciente de que tener piernas
delgadas y moldeadas era considerado “bueno” y nos volvía más atractivas para los niños,
y que las piernas gordas y fornidas, se consideraban “feas”. Luego deshice esa percepción
al recordarme a mí misma que lucían más anchas cuando estaba de pie. Todavía, recuerdo
mi fascinación, como si el llegar a conocer la forma de mis pantorrillas fuera una forma
de conocerme a mí misma. Mis pantorrillas no se veían como las de ninguna de mis
amigas; eran mías”.
En momentos como ese intuimos por primera vez el significado de privacidad. “Pensé en
mi madre”, dice Natalie, y “supe de alguna forma que estos pensamientos no eran algo
para compartir con ella, a pesar de que éramos cercanas. Pensé que entendía ahora que
siempre habría asuntos sobre mí que eran míos y sólo míos, completamente privados”.
Tampoco está comprensión es duradera. “Al mirar atrás, me parece claro que fue ahí
cuando empecé a desarrollar una vida interior”, continúa, “pero no experimenté ninguna
transformación obvia. Estoy segura de que unos minutos después corrí afuera a jugar
pelota con mis hermanos y no volví a pensar en ello. Sin embargo, alguna inefable
presencia llamada “yo” se instaló dentro de mi ser. Era como si mi Yo, sembrado desde
la infancia y habiendo echado raíces en la niñez hubiera mostrado sus primeros suaves y
tiernos retoños”.
No sorprende que tales despertares por lo general sucedan cuando estamos solas. El mío
tuvo lugar una tarde de primavera mientras caminaba a casa del colegio. Había un arce
en mi cuadra. Pasaba por ahí todos los días, pero ese día, llamó mi atención más de lo
usual, y me estiré para tomar una de sus hojas. Al darle vuelvas en mis manos, de repente
me di cuenta del contraste de su forma, textura y color verde vívido con todo lo que lo
rodeaba, con la larguirucha rama café de donde emergía, con la acera pálida u pareja de
concreto debajo mi mano, y, sobre todo, con mi carne suave y rosada. Recuerdo haber
sentido la vida de la hoja y de repente sentirme viva como nunca lo había hecho, parte de
una energía misteriosa que también me animaba quienquiera que fuera “yo”. Desde
luego, no hubiera podido articular ninguna de estas ideas en ese momento. De todas
formas, el impacto del momento perdura como un recuerdo, uno que conserva la dulce
huella de una promesa; del yo en el cual me convertiría.
De mis incontables discusiones y entrevistas con mujeres, he llegado a creer que, en ese
momento de despertar, nuestra intuición de que la semilla de nuestro potencial está
dentro, es una de las ofrendas más importantes de la infancia. Es un momento de pura
comunión con nuestro yo puro y privado que puede no repetirse por un largo tiempo. El
mundo se cierra alrededor de nosotras demasiado rápido para permitir que esta
experiencia perdure.

ESTA REVELACIÓN NO LLEGA sin cierta ansiedad. A pesar de toda la alegría en el


nuevo descubrimiento de Alexandra Bloom, también recuerda
“sentirse diferente de los demás niños”. Era como si estuviera en gracia y se sintiera
especial un momento, y al siguiente se sintiera caída en desgracia. La colaboración entre
igualdad y diferencia, primero con los padres y luego con las otras personas, continúa a
lo largo de la vida. Nuestra percepción de la diferencia está inevitablemente seguida por
un severo recordatorio de la inherente separación de todos los demás seres humanos: sí,
yo soy yo. Y, sin embargo, el momento en que celebré que era única, sentí mi separación
de los demás: me acuerdo de que no sólo estoy en relación con otros, sino que también
estoy sola.
SER UNA “BUSCADORA DE COSAS”

Ella no tenía ni madre ni padre, y eso era, por supuesto, muy bueno porque no había
nadie que le dijera que debía ir a la cama justo cuando más se estaba divirtiendo, y nadie
que la hiciera tomar aceite de hígado de bacalao cuando prefería un caramelo.
ASTRID LINDGREN, Pippa Mediaslargas

Difícil como es de creer, uno de los primeros modelos de una mujer sola es ahora una
“mujer de cierta edad”. La fiesta de lanzamiento de Pippa Mediaslargas fue en 1950, el
año en el cual el libro de Astrid Lindgren fue publicado en Suiza, cuando Pippa tenía sólo
nueve años. Nueve años y sola, excepto por un caballo que vivía en la terraza del frente,
un mono llamado Mr. Nilsson y una maleta llana de oro a la cual podía acudir cuando lo
necesitaba, Pippa todavía reina como el prototipo representativo de la infancia, su
imaginación libre de vagar por donde quiera, libre de las responsabilidades de los adultos,
sus leyes y sus convenciones.
Pippa era una huérfana, una presunción literaria para todo lo que es desconocido e
indescifrable sobre la infancia, Más fuerte que cualquiera a su alrededor, “tan fuerte que
en todo el mundo no había un policía más fuerte que ella”, nadie podía con ella. Pippa
tomaba todas sus decisiones. No iba al colegio, no sólo porque las profesoras no la
soportaban, ¡y no podían!, sino porque no quería, y lo decía con claridad. Iba a la cama
cuando quería, nunca hacía la “limpieza de los viernes” y caminaba de para atrás cuando
le complacía, tumbando las convenciones sociales como si fueran maleza que estorba. Lo
que florecía en su logar era una graciosa mirada cósmica al mundo y su ilimitada
generosidad hacia los demás que daba cuenta de su visión de cómo debía ser la vida, que
tenía que ver exactamente con lo que ella deseaba. La soledad le dio la imaginación como
su vasto campo de juego.

- ¿Qué vamos a hacer ahora? –preguntó Tommy.


-No sé lo que tú vas a hacer –dijo Pippa-, pero sé que no puedo acostarme por ahí y ser
perezosa. Soy una Buscadora de cosas y cuando eres eso no tienes un minuto que
perder…
- ¿Qué es eso? –preguntó Tommy.
-Alguien que busca cosas, naturalmente… El mundo entero está lleno de cosas, y alguien
tiene que buscarlas.

Como adultos, tenemos que trabajar duro para recordar nuestra propia capacidad infantil
de ser buscadores de cosas, el sentido de asombro que dábamos a cada experiencia sólo
porque era nueva. A los ocho años, la mamá de Vicky le enseñó el arte “lavar los platos”,
como llenar el lavaplatos con agua caliente y espumosa, poner los cubiertos a remojar
mientras primero se lavan los vasos, luego los platos, los cubiertos y finalmente las ollas
y los sartenes.
“Lo hice tan concentrada”, dice ella. “Sé que suena tonto, pero la experiencia se sentía
sacrosanta”. Ahora, como una adulta y madre de dos adolescentes, lavar los platos para
Vicky es una rutina, por lo general sin placer, una tarea que “puedo hacer dormida”. La
frescura y el asombro de estas primeras experiencias infantiles se desvanecen, y no
importa cuánta pasión sintamos, la vitalidad burbujeante de la infancia que Pippa
representa nunca se repite de la misma forma.
Con seguridad esta es la razón por la cual los adultos se consternaban con Pippa, mientras
que los niños la adoraban. Ella plasmaba la energía pícara, el lado salvaje de las niñas,
desgarbada, juguetona, rara, pre- (y) sexual, precoz, aventurera, iconoclasta, absurda,
inconforme, poética y con consciencia penetrante. Ser una “Buscadora de cosas”, como
Pippa se declaraba también describe con certeza la imaginación de las niñas, quienes bajo
condiciones ideales, son tan liberadas, tan libres y animadas, que todo parece mágico y
vivo, incluyendo las piedras, las conchas, los animales de peluche y nosotras mismas.
Nos maravillábamos con las aventuras de Pippa, queríamos respirar el aire puro de su
libertad no confinada, sin dudar de que ella estaba ahí para darnos coraje a medida que
empezábamos a descubrir el mundo. Pippa es una gran metáfora para estar ahí afuera,
pero a solas con uno mismo, en otras palabras, tener un yo, declararlo y sobrevivir.
Pero incluso la más franca y valiente de nosotras, a diferencia de Pippa, crece con un
sentimiento de restricción. La mayoría de las niñas tienen que ir al colegio y están
inmersas en las reglas de los adultos allí y en casa. Nosotras hicimos las tareas, ayudamos
con la comida, peleamos con los hermanos, vimos televisión y cine, nos fue bien o no en
el colegio, fuimos premiadas o castigadas, elogiadas o ridiculizadas, todo eso mientras
incorporábamos imágenes y mensajes de cómo deben ser las niñas.
También experimentamos las heridas de la niñez, el divorcio, una muerte en la familia,
una enfermedad, la vergüenza de un padre, la intimidación de un hermano, la traición de
un amigo, que nos obligó a enfrentar la desilusión y el sentido de pérdida cuando éramos
demasiado jóvenes para absorber su intensidad. Los eventos de la infancia nos prueban y
nos forman, incluso si toda la acción toma lugar debajo de la superficie. Como la
psicóloga del desarrollo Carol Gilligan lo describe en In a Different Voice (Con una voz
diferente) y en sus convincentes estudios sobre la pérdida de seguridad de las niñas, con
frecuencia no nos damos cuenta de que algo ha empezado a cambiar hasta que llegamos
a la pubertad, cuando la duda sobre uno mismo se acerca sigilosamente y el tono de la
voz comienza a perder su brío.

PROTEGER EL YO PRIVADO

Si la infancia marca el despertar de nuestro potencial y la consciencia en ciernes de la


individualidad, es también importante el conocimiento intuitivo que necesitamos para
proteger el núcleo de nuestro recién descubierto yo. Porque la historia de crecer como
mujer en esta cultura, con mucha frecuencia es una donde se pierde la exuberancia y la
espontaneidad: el miedo y la consciencia de nosotras mismas nos hace querer
escondernos detrás de alguna máscara protectora. Cada una de nosotras probablemente
tiene una historia de infancia que contar sobre la emoción de descubrir un yo y cómo
estaba “perdido” para nosotras. Pero, sin importar cuál es la razón, podemos estar seguras
de que la confluencia de ambas corrientes –la socialización como niñas pequeñas y los
traumas personales que experimentamos-, finalmente nos conducen a escondernos. Es así
como nos frenamos a nosotras mismas, aprendemos a no decir lo que pensamos, sentimos
o deseamos, y en cambio nos convertimos en alguna versión de la niña “buena”, que de
forma desesperada busca una vida perfecta para complacer a los padres, o a la “mala”, la
cual cae en una vida desgraciada e indiferente al amor de cualquier persona. En casos
más extremos, desarrollamos un falso yo para ocultar la pérdida, dolor y miedo. Esto rara
vez es un acto consciente. Tan sólo queremos ser queridas, aceptadas o, algunas veces,
simplemente toleradas pro los padres que necesitamos de forma desesperada. De
cualquier forma, su efecto es devastador. Porque cuando la semilla del yo está refundida,
estamos perdidas para nosotras mismas.
Durante la infancia, esta pérdida por lo general no es detectada, en parte porque esta etapa
de la vida es un tiempo sin mayores restricciones, de explosiones de nuevas experiencias;
sin embargo, si miramos desde afuera, existe la apariencia de un crecimiento y cambio
estructurado. En “El efecto de pérdida en los jóvenes”, Winnicott, que como pediatra y
analista estudió las vidas de los niños pequeños, escribe sobre la “vivacidad” de los niños
que “engaña a todos excepto a ellos mismos. El niño sabe que la vivacidad es algo por lo
cual se paga un precio”. En parte, no se puede hacer nada al respecto. Los niños se
distraen; la vida “llega burbujeando sin importar si les gusta o no”. Pero a menos que
reconozcamos que existe un flujo vital que corre por debajo de la superficie invisible del
comportamiento de una niña, es fácil malinterpretar sus necesidades, en especial si se
centran alrededor del rechazo y la pérdida.
Para todos los estudios psicoterapéuticos sobre la infancia y la estupenda literatura que
se ha escrito al respecto, la infancia todavía es un territorio vasto y poco navegado. No
es de sorprender que por eso las personas escriban memorias, tratando de armar un
rompecabezas y de unir las piezas perdidas. La infancia nos deja perplejos y nos
confunde; muchos de nosotros no tenemos la certeza de cómo pensar o sentirnos al
respecto. Con mucha frecuencia, de lo que nos alejamos es del hechizo, o a veces de la
mortaja, que este período lanza sobre el resto de nuestras vidas; en particular, nos
retiramos de la “niña” atrapada todavía en el interior de nuestros cuerpos adultos y los
sentimientos que causa. Sin embargo, rehusamos reconocer lo vinculadas que estamos
con esa niña que dejamos atrás, nuestro anhelo de aliviar sus guerras y el igualmente
ardiente deseo de ignorar su sufrimiento y dolor.
En un nivel muy profundo, la genuina vivacidad que nos perteneció en la infancia, la
fuerza vital que Pippa representa y no la falsa vivacidad de la cual habla Winnicott, es
exactamente la que las mujeres necesitan reclamar. Algunas veces, nuestros esfuerzos
por olvidar la infancia, de dejarla atrás lo más pronto posible, esconden la urgencia que
tenemos de arrastrarnos dentro de sus fronteras y quedarnos allí. De hecho, es
precisamente porque dejamos a la deriva un gran pedazo de nuestro yo en el pasado, que
perdemos el arte de ver a la niña que hace parte de nosotras mismas, y de mirar dentro
de la infancia, es decir, ser capaces de sortear, descifrar e integrar el mundo de nuestra
verdadera infancia personal con nuestra vida adulta.
La infancia es en donde muchas de nosotras estacionamos el sentido de la libertad. Las
mujeres que intentan recuperar partes perdidas de sí mismas de forma inevitable dirán:
“Recuerdo ser tan feliz en ese entonces”, “tenía una energía extraordinaria”, “no tenía
miedo”, “era ferozmente independiente”, como si esos yo boyantes se hubieran hundido
en las profundidades. Incluso así, el crecimiento, la libertad y la alegría requieren que
recobremos la parte secreta y perdida de la niña que parte de nosotras.
En la novela de Margaret Atwood, Cat’s Eye (Ojo de gato), Elaine Risley, una pintora
exitosa, regresa a Toronto, la ciudad de su niñez, para hacer una retrospectiva de su
trabajo y la inundan los recuerdos. Mirando hacia atrás, la novela describe los rituales de
iniciación de una Elaine de nueve años, cuando trata de ser amiga de Cordelia y de Carol
y Grace. Cordelia es la líder que mantiene a las otras niñas bajo su dominio. Algunas
veces ataca a Carol o a Grace. Pero Elaine es su objetivo especial. Lo que hace a Cordelia
tan poderosa es que actúa como si quisiera ayudar a Elaine. Le dice que ella no es
“normal…Como las otras niñas”; en el bus del colegio susurra a su oído que se “¡pare
derecha!” y que no “no muevas los brazos de esa manera”; le asigna a Carol la tarea de
reportarle lo que Elaine hace y dice todo el día, y administra el castigo acorde. Bajo el
disfraz de amistad y en el mayor secreto, Cordelia es cruel de forma implacable y sin
piedad.
En el tiempo interminable que Cordelia tenía tanto poder sobre mí, yo solía arrancarme
la piel de los pies. Lo hacía de noche, cuando se suponía que debía estar dormida… Lo
hacía tan profundamente que sangraba. Nadie nunca me miraba los pies, y nadie sabía
lo que hacía. En las mañanas, me ponía las medias sobre los pies heridos. Caminar era
doloroso, pero no imposible. El dolor me daba algo en qué pensar, algo inmediato. Era
algo a lo cual aferrarse.
Para el momento en que entran a secundaria, los roles se cambian: Elaine es la fuerte.
Pero el daño está hecho e impreso en su inconsciente. Finalmente, Elaine se entera de
que Cordelia termina en una institución mental después de un intento de suicidio. Todavía
al recordar cómo escondió hábilmente su dolor de sus padres, Elaine mira con ansiedad
a sus hijas en busca de señas de angustias similares: “Examinaba sus dedos para ver si
los tenían mordidos, sus pies, las puntas de su pelo. Les hacía preguntas capciosas: ¿todo
está bien, están bien tus amigos? Y me miraban como si no tuvieran la más mínima idea
de lo que yo hablaba, de por qué estaba tan ansiosa. Pensé que se delatarían por cosas
como pesadillas o sollozos. Pero no había nada que pidiera ver, lo que tal vez quería decir
que eran tan buenas para el engaño como yo lo había sido”.
Esto no es para sugerir que nuestras vidas privadas sean inherentemente dolorosas, ya
que de hecho tienen tanto una enorme belleza como dolor. Aun así, la superficie calmada
de la infancia con frecuencia esconde recuerdos inolvidables que comienzan a aparecer
más tarde en la vida. La imprevisibilidad del cambio a menudo nos hace desear
permanecer en la infancia (¿qué niño, de hecho, quiere las responsabilidades de los
adultos?, y “crecer”), lo que nuestras arriesgadas fantasías equiparan con la libertad.
DESORDEN Y DOLOR ANTICIPADO: JUSTINE

Para Justine, la herida comenzó cuando tenía seis años, cuando su glamorosa y popular
madre, remota y distante desde el principio, se enfermó y desapareció de su vida tras la
puerta cerrada de una habitación. De la noche a la mañana, la atmósfera de la casa cambió.
Las voces de los adultos se convirtieron en susurros, había largas conversaciones
telefónicas entre su padre y su tía, y durante lapsos de semanas enteras, a ella no le era
permitido ver a su madre. Sola, y la mayor parte del tiempo olvidada, recuerda dar vueltas
sin sentido en la sala, esperando a que alguien le prestara atención.
La madre de Justine tenía cáncer de seno y a pesar de la quimioterapia y la radiación,
finalmente hizo metástasis. “Nadie me dijo que mi madre estaba enferma, y sólo después
supe que ella lo quería de esa manera. Decía: ‘No le digan nada porque cuando me
recupere quiero pensar que no ha sucedido nada’. Toda mi familia era así. No querían
que nada desagradable perturbara su bella vida”. Pero pasó. La madre de Justine murió
dos años después, a los 46 años. Justine tenía ocho.
A los 29 años, Justine, una hermosa mujer soltera, pasa la mayor parte de su tiempo
trabajando como voluntaria recaudando fondos para una pequeña fundación de arte o
viajando a París para estar con su novio o ver amigos. Tiene una energía incansable, como
si todavía fiera vueltas en la sala de su casa a la espera de que alguien le preste atención.
Este es un lado de ella. Su aspecto social, ecuánime, gracioso, en apariencia seguro, un
reflejo de su privilegiada crianza, lo enmascara, por lo que me sorprendió su ardor y la
silenciosa desesperación que había detrás, cuando vino a verme por primera vez porque
tenía ataques de pánico y una creciente incapacidad de tomar decisiones. “¿Quiero
comprar un apartamento? ¿Casarme? ¿Tener un bebé? ¿Quiero estar sola? Es horrible.
Ninguna opción parece mejor que otra”. Justine está deprimida, es el legado de no tener
una madre real cuando niña, nadie que dijera “si, lo puedes hacer”, cuando trataba de
tomar sus propias decisiones.
Desde entonces, hemos examinado sus sentimientos sobre la madre que apenas recuerda
y lo que fue crecer en una familia en la cual nos niños eran invisibles y nunca escuchados,
y cuyas vidas emocionales eran consideradas como inexistentes, a menos, por supuesto,
que sus sentimientos fueran tan poderosos que no pudieran estar sumergidos. Tras la
muerte de su madre, Justine comenzó a padecer espasmos estomacales crónicos que la
hacían doblare de dolor, y cuando tenía diez años había desarrollado una fobia hacia la
comida sólida debido al miedo de vomitar. Aun entonces, ni su padre ni el pediatra que
la atendía se preocuparon de que sus síntomas fueran una evidencia de angustia
emocional; era “el estómago nervioso de Justine”.
Justine no recuerda llorar ni sentirse triste cuando su madre murió. Recuerda estar
acostada en su cama esa noche, rasgando el papel de colgadura y rasguñando su mesa de
noche, sintiéndose por completo sola y abandonada. El padre de Justine estaba devastado
por la muerte de su esposa y demasiado preocupado por su propio dolor para brindar a
Justine el amor y la atención que necesitaba de forma desesperada. En cambio, Justine se
convirtió en la persona que cuidaba de su padre, lo confortaba tanto como podía dentro
de los límites que su capacidad de niña le permitía Era su forma de mantener su lugar
intacto en el corazón de su padre y de tranquilizarse en cuanto a que su mundo no se
había acabado, que él, y ellos, tendrían la capacidad de mantenerse a flote. Poor fin, el
padre de Justine comenzó a salir con otras personas. “La mayoría de sus novias eran de
corta duración, pero hubo dos con quienes en realidad me encariñé: Michelle, con quien
estuvo dos años, y Sandra con quien mi padre casi se casa, pero no lo hizo”. Sin querer
ser una carga y deseando desesperadamente agradarles, Justine se convirtió en la niña
perfecta. “Sabía lo incómodo que era para ellas que yo estuviera triste junto a ellas. De
modo que cuándo preguntaban: ‘¿cómo estás?’, yo decía: ‘muy bien’. Pero lo que en
realidad quería era acostarme en sus rodillas y llorar por horas”. Cuando Justine habla de
lo mucho que se acercó a estas dos mujeres, y de lo abandonada que se sintió cuando se
fueron, todavía hay tristeza en su voz.
Para su padre y los adultos en su vida, Justine simulaba estar bien. Sin embargo, se retraía
dentro de sí misma como si la sombra de su madre cayera sobre ella. No sólo se
transformó por esa pérdida, sino que de forma inconsciente asumió que era su
responsabilidad y durante la adolescencia, dirigió la rabia del abandono que sentía por su
madre en contra de ella misma. En la secundaria, se drogaba y tomaba alcohol hasta
perder la consciencia. No fue sino hasta que la policía llamó a su padre una noche desde
el hospital para hacerle saber que ella se encontraba allí, con una sobredosis de heroína,
que él finalmente dejó de pretender que las cosas estaban bien.
La niña que sufre una pérdida escribe su propio guion a medida que avanza, y lo hace
sola. Justine sufrió, como por lo general lo hacen los niños, en silencio. Sabía que
necesitaba amor y protección por parte de los adultos en su familia como niña, pero no
podía pedirlo porque en ese momento no tenía forma de entender qué era lo que sentía.
En cambio, dejó que sus espasmos estomacales “hablaran” por ella, y en la adolescencia
usó drogas como una forma de paralizarse y tranquilizarse. La impotencia ante la urgente
necesidad es un sello de las pérdidas en la infancia, cuando los gritos de ayuda son
silenciosos. Los adultos no pueden ayudar porque han perdido el compás que podría
llevarlos de vuelta al mundo de sus hijos. Lo mejor que hacen es ser guardianes y
cuidadores, esperando con brazos extendidos tranquilizar la angustia de sus hijos. Los
adultos alrededor de Justine ni siquiera jugaron ese papel. Justine fue obligada a entrar a
espacios y aceptar la carga de esa nueva experiencia sin señales, ni modelos confiables,
que la guiaran. En el contexto de pérdidas, este grado de iniciación propia no tiene
paralelo con ninguna otra fase de nuestro desarrollo.

CUANDO ESTAMOS DE DUELO, con frecuencia perdemos el interés por los asuntos
cotidianos; todos los sentimientos giran alrededor de la pérdida del ser querido, no hay
campo para otros intereses, no hay puertas abiertas para admitir ningún tipo de placer. En
el año 5 A. C., la palabra griega melancolía se usaba para describir los síntomas que hoy
en día asociamos con la depresión, pérdida del apetito, insomnio, irritabilidad, inquietud,
abatimiento, debido a una forma persistente de dolor y miedo. El matiz melancólico de
la tristeza parece en particular apropiado para el dolor de la pérdida de la inocencia de
una niña. Con el peso de su corazón, ella sabe que algo es responsable de su pérdida.
Algunas veces le dan una razón para que se sostenga: “Tu madre está enferma”, “tu padre
está deprimido”, “tu padre y yo no vamos a vivir más juntos”. Otras pérdidas, como
cuando uno de los padres deja de querer a su hija, o siempre le encuentra defectos, o
favorece a un hermano o hermana, son más difíciles de nombrar, aunque infringen
profundas heridas en el yo que se desarrolla.
Sin embargo, sin importar la causa, una niña siente que es su culpa. Si ella fuera más
encantadora esto no habría pasado y el hecho de que sucediera asesta un duro golpe a su
autoestima. Con frecuencia se acumulan terribles sentimientos de duda personal y de
culpa. En Mourning and Melancholia (Duelo y melancolía, 1917), Freud escribe que “en
la mayor parte”, las ocasiones de pérdida se extienden más allá de una muerte literal para
incluir “todas las situaciones en las que se ha sido herido, descuidado, sin favores o
desilusionado, las cuales traen sentimientos opuestos de amor y odio en la relación, o
refuerzan una ambivalencia ya existente”.
El problema para el niño es que entre más vacío y sin poder se sienta, más propenso está
a idealizar a quien, o lo que, ha perdido. Justine tuvo que conciliar la bella madre de las
fotografías a quien todo el mundo admiraba, con la real que “se marchitaba, sin pelo o
con peluca y que tosía todo el tiempo” y estaba perdida para ella, aun antes de morir.
Justine solía escribirle cartas a su madre, y componía algunas especiales para cada
aniversario de su muerte:
He pasado por tantas etapas con ella, y una de las cosas que es tan sorprendente es que
al morir una madre cuando se es tan joven, la relación no se termina… La relación
continúa… Y ella no está, así que tuve que inventar la relación. Cada etapa por la que
pasé con mi padre, la viví con mi madre. Pero ella no estaba ahí, de modo que con ella
me tocaba adivinar si yo era como ella. Tenía que descifrar si podía tener éxito y
sobrepasar sus límites. Todavía no sé si podré vivir más tiempo que ella, esa es una
pregunta enorme.
Para poder llenar su vacío interno, la ausencia de algo real a lo cual aferrarse, Justin, en
efecto, improvisaba sus relaciones a medida que se daban. Idealizar a la madre perdida
se convirtió en una forma de vida, y por un buen tiempo tendía a proyectar los mejores
atributos de su madre, reales o imaginados, hacia los hombres y mujeres que conocía e
inevitablemente se desilusionaba cuando los demás no podían cumplir sus expectativas.

LA PÉRDIDA EN LA INFANCIA de madres, padres, hijos, amigos se abre para incluir


fe, esperanza y creencias. Pero la mayor pérdida de todas es la del sentido del yo del niño,
el cual con frecuencia se disminuye debido a la falta de abrigo, reflejo y apoyo que la
presencia de la persona ausente hubiera podido proveer. Annette, una talentosa ceramista
ahora con 60 años, creció incapaz de escapar a la depresión de su madre, que parecía
llenar todos los rincones de la casa. Estirada en el tapete cerca del sofá como un gato, o
cerca de la cama, en donde su madre se enroscaba por horas. Annette vigilaba y trataba
de levantar el ánimo de su madre. Le peinaba el pelo o miraban revistas de modas juntas
y hablaban sobre las amigas de su madre. Su madre murió cuando Annette era una
adolescente; como mujer adulta tiende a tener relaciones dependientes con hombres con
los cuales asume el papel de cuidadora, recreando su experiencia pasada.
El padre de Anya se fue de su apartamento en Budapest una tarde después de que las
autoridades ordenaron a todos los hombres judíos jóvenes reunirse en la plaza local. En
el primer descanso de las escaleras, él se volteó y se despidió con la mano, mientras Anya
se quedaba en la puerta y lo veía alejarse. Esa fue la última vez que lo vio. Tenía nueve
años. Parte de ella sigue atrapada en ese momento, desde ahí se anticipa a pensar que
cualquier que se involucre con ella, como su padre, bajará por las escaleras y se irá de su
vida. Más de una vez se ha enamorado de hombres casados, esperando en vano el día en
que se divorcien de sus esposas y se casen con ella. Ahora, a los 50 años, se ha dado por
vencida en la búsqueda del hombre “adecuado” y se ha resignado a estar sola.
Bertha era la más joven de cinco hermanos, cuya madre estaba agotada de tanto trabajar
y nunca prestó atención cuando los hermanos mayores la molestaban y la excluían de
todas sus actividades. La reacción de Bertha, que era gritarles cada vez más duro,
enfadaba a su madre. Entonces la enviaban a su cuarto sin cenar y ella esperaba a que la
llamaran desde abajo, pero eso nunca ocurrió. Cada día las peleas comenzaban de nuevo
y terminaban con su exclusión de la vida familiar.
Cada pérdida sacude el yo hasta sus cimientos. Algunas son tan perjudiciales que
comprometen la habilidad de las mujeres para confrontar la soledad en sus vidas. El reto
de las mujeres solas es aprender a sentarse con esos perturbadores sentimientos de
pérdida y dolor y la ansiedad que engendran, en vez de encontrar formas de escapar. El
miedo y la ansiedad pueden convertirse en algo muy agudo cuando nos atrevemos a entrar
en el espacio vacío que tenemos dentro. Como una mujer lo describe: “En ese momento
me siento un pozo sin fondo de necesidad”. Al reconocerlos, estos sentimientos
comienzan a perder su poder absoluto sobre nuestras vidas. La soledad nos permite
descubrir que somos más que la suma de nuestro dolor; nos ayuda a cambiar nuestros
anhelos, tan pesadamente invertidos en nuestro propio sentido de necesidad y
dependencia, hacia búsquedas significativas y afirmativas. De forma gradual,
recuperamos nuestra voz y el yo respira libre. Así comienza el “arte” de ser una mujer
sola y vivir por cuenta propia.

TRAICIÓN

En su niñez, Pauline pasaba todos los agostos con su familia en una isla en la costa de
Maine. En el trasbordador, Pauline siempre ansiaba con emoción el momento en que su
cabaña se hiciera visible. Al principio, la cabaña tenía humedad y un olor rancio, pero
sus padres abrían todas las ventanas y en las tardes el viento salado había limpiado el
aire, calmado a Pauline para que tuviera un sueño placentero. Cada año, Pauline iba con
sus padres a visitar a sus amigos cercanos, los Avery, quienes vivían en la finca contigua.
Las dos familias siempre se reunían en la gran cocina de los Avery, y mientras los adultos
se actualizaban sobre los eventos ocurridos en la isla con café y panecillos recién
horneados, Pauline se sentaba en el porche y jugaba con los dos perros cocker spaniel de
los Avery. Pero el verano de sus seis años fue diferente. El señor Avery invita a Pauline
a ver un nuevo establo. Por el camino la toma de la mano y le pregunta por la escuela y
si ha conseguido nuevos amigos. Le dice lo bella que es y que no debería crecer tan
rápido. Detrás del granero hay una pila de paja. El señor Avery se sienta recostando su
espalda en la paja y sienta a Pauline en sus rodillas. Al acariciar sus rodillas suspira
profundamente, entorna los ojos por el sol y continúa hablando. Pauline no se siente
cómoda y quiere irse, pero le han enseñado a ser educada, así que tan sólo observa. La
mano del señor Avery ha comenzado a moverse en círculos sobre su muslo. Sus dedos se
sienten sosegados sobre la piel, sin embargo, ella se da cuenta de que tiemblan un poco.
Absorta en la historia que él le está contando, apenas se da cuenta de que el señor Avery
se baja despacio la cremallera del pantalón con la otra mano. Luego toma la mano de
Pauline y la pone sobre su pene. Todavía, Pauline no sabe qué es un pene, así que cuando
la cosa suave que está tocando de repente crece, ella se asusta. Quiere irse, pero tiene
miedo de decirle esto al señor Avery, y su mano indefensa y perdida dentro de la de él,
continúa acariciando el pene hasta que aumenta tanto como una nariz de Pinocho. Al
seguir con sus palabras susurrantes y sonrisas, el señor Avert pone la mano entre las
piernas de Pauline y la mete entre sus pantalones. “¿En dónde está Campanita?”, le
pregunta mientras un dedo golpea su vagina y encuentra la forma de entrar, girando y
retorciendo, hasta que él se estremece fuertemente y de repente la suelta.
Después, el señor Avery y Pauline vuelven a la casa. Es un día caluroso y el cielo está
azul y sin nubes, pero para Pauline la oscuridad se ha instalado. “Pasamos un rato
maravilloso en el establo”, exclama el señor Avery demasiado fuerte al entrar en la casa.
La señora Avery les alcanza un vaso de limonada, y la madre de Pauline la abraza. Como
la mayoría de los niños abusados, Pauline no dice una palabra a sus padres sobre el señor
Avery, a pesar de que sabe que algo terrible ha pasado, algo por lo que siente que es
culpable y que los pondrá muy bravos. Como la psicóloga Judith Herman escribe en
Trauma and Recovery (Trauma y recuperación), “el conflicto entre el deseo de negar los
eventos terribles y el deseo de proclamarlos para que sean oídos es la dialéctica central
del trauma psicológico”. Pauline tiene más de 50 años cuando me cuenta esta historia, y
a pesar de que en su mente sabe que no, una parte de ella todavía cree que fue ella la que
hizo algo malo.
La enorme magnitud de las violaciones, las palizas y el incesto no pueden subestimarse:
son devastadoras del yo, destruyen la confianza y la inocencia del niño, algunas veces
para siempre. Pauline confiaba en el señor Avery porque era uno de los amigos más
cercanos de sus padres, y porque en su vida infantil, protegida, nadie había roto su
confianza. Ella no fue nunca la misma después de esa traición. Pero porque no había
signos visibles de daño, nadie notó ningún cambio, ni siquiera la misma Pauline, cuyo
recuerdo del evento desapareció en el inconsciente. Sólo algo la molesta, no de una forma
que interfiriera, y no todo el tiempo, me dijo casi sin darle importancia, durante 45 años
después de ocurrido el evento. Era un pensamiento que había empezado a molestarla
recientemente. “No tengo ni idea de quién soy”, Pauline me dijo. “Sé que nunca lo he
sabido”. Pauline dijo esto unas semanas después de que el terrible suceso explotara de
repente en su consciencia. Era la primera vez que su elegante y refinada máscara cedía a
la inexpresable tristeza que había cargado durante tantos años. Ese día lloró por su yo
perdido, en el cual había estado encubierto por las presiones de los compromisos sociales,
pero también sintió un nuevo miedo: suponer que no tenía vida interior, o que, si trataba
de alcanzarla, se daría cuenta de que estaba vacía. El miedo, de que no hay “nada
adentro”, hace que muchas mujeres no se aventuren en soledad.
En un sentido relativo, todos los niños sufren alguna forma de traición de parte de las
personas que se suponen los deben proteger. Puede darse de una forma muy sutil, con
una promesa rota o una mentira, un padre que no cumple su palabra al no llegar a casa
para ayudar con la tarea, una madre que “olvida” recoger a su hija después del colegio o
que llega cuando todos los demás niños se han ido, o la forma flagrante de violencia física
o abuso sexual. Si la mentira o la promesa rota es pequeña y ocurre eventualmente, su
amargura se diluye. Pero si la traición es mayor y repetida, la capacidad de confiar de la
niña crece tan inhóspita como el invierno. Situada en el lugar de la inocencia y de la
absoluta falta de poder, ella no tiene modo de entender la cosa tan terrible que le pasó,
que le está pasando; aún peor, ella está vinculada al acto, el que sea, a través de su
invencible confusión. Ella está, después de todo, en el nido familiar; hay comida en la
mesa, una cama para descansar, un hermano o hermana con el cual sentirse abrigado,
tareas que hacer, un programa de televisión para ver. Así que ella gira hacia adelante y
hacia atrás, del amor al temor, de la calidez a los escalofríos febriles. El poder del amor
infantil asombra. No importa cuánto sufra, su amor persiste, se pondrá del lado de sus
padres, o por lo menos de uno de ellos, con lealtad indiscriminada. Buscando entender y
queriendo con desesperación olvidar lo incomprensible, ella perdona la mentira, la
promesa rota, la violencia que le han infringido. Incluso olvida al abusador. A la única
persona que no perdona es a ella misma.

CIRCULOS MÁGICOS

¿Estoy dentro o fuera del círculo mágico? Esta es una de las preguntas fundamentales
que cada niña se hace. No puede evitarlo. El deseo de ser parte de un grupo es una de las
necesidades básicas primarias. En la infancia la necesidad de pertenecer es urgente, y la
pregunta de si pertenecemos o no algunas veces se convierte en una obsesión, tal vez
pertenecer está estrechamente ligado con un sentido del yo que se está desarrollando.
A medida que una niña se da cuenta de que ese círculo existe, siente el vínculo de
pertenecer o no, que otros la acepten o la rechacen, de que ella es “parte de” o “dejada
por fuera”. En un sentido, los círculos, la familia, la escuela, la comunidad gobiernan su
existencia. Los círculos le enseñan a la niña nuevas y profundas lecciones sobre la
intimidad, los vínculos y la comunidad; dependiendo de si ella se siente excluida o
incluida, también pueden provocar ansiedad, miedo, rabia, envidia, energías emocionales
que afectan al joven yo en formación.
YO FUI EXCLUIDA DE UN “CIRCULO MÁGICO” justo antes de cumplir ocho años.
Sucedió en el campo de verano un viernes en la noche en julio. Después de cenar, los
consejeros dijeron a todos los niños que se pusieran camisas blancas y pantalonetas
limpias y se reunieran en el sitio de la fogata para una ceremonia secreta. Toda la semana
se habían oído rumores en el campo sobre una sociedad élite compuesta por los
consejeros y un grupo selecto de campistas, aquellos que ya habían probado su entereza
como modelos ideales de campistas. El propósito del ritual de esa noche era elevar a los
nuevos miembros a su categoría. Todo el campo se encontraba en un estado de
conmoción, todos nos preguntábamos si seríamos elegidos.
A las 8:00 p.m. todos bajamos a la fogata. Dos consejeros nos dijeron que formáramos
una sola fila. A medida que nos alineábamos para el círculo, nos dieron a cada uno una
estrella de cartón dorada, con una vela apagada en el centro. Luego, por un tiempo que
pareció una eternidad, esperamos a que la ceremonia empezara. Por fin, alguien sopló
unas largas y solemnes notas en la trompeta, y una procesión de “mayores”, compuesta
de asesores y campistas, entró al lugar, con las velas encendidas y brillantes, y
comenzaron a acomodarse en el círculo. En frente de cada niña elegida, el líder se detenía
y encendía la vela que tenía apagada con la suya y le decía que se uniera a la procesión.
Cómo deseaba que el líder se detuviera frente a mí. Hasta puse en alto mi estrella, por si
no me veía. A medida que la procesión se acercaba, contuve la respiración y esperé a que
los pasos se detuvieran. En cambio, pasaron frente a mí, la líder mirando al frente y
dirigiéndose a la siguiente elegida.
Al día siguiente, uno de los consejeros me explicó que no estaba lista para ser un miembro
de esta “sociedad” especial; era muy traviesa, me dijo. Pero sí podía aprender a ser una
mejor campista, “tú sabes, no reírte después de que las luces se apaguen, tender la cama
sin arrugas, ser la primera en levantarse en las mañanas en vez de la última, esa clase de
cosas”, habría otra oportunidad en agosto.
Al principio me ericé. Luego me di gusto. Mientras transcurría agosto, construí una pared
a mí alrededor, pegada con cuanta travesura podía soñar. ¿Quería ser responsable?
¿Servicial? ¿Una jugadora en equipo? Claro que sí. Sólo mírenme atrapar moscas y
ponerlas en la almohada de Miranda, escaparme de la cama por las noches rehusar a
cantar el himno del campo. Lo último que quería era pertenecer a un círculo lleno de
“niñas buenas”, como a la defensiva etiqueté al grupo del cual había sido excluida.
Incluso formé un círculo propio, compuesto de inadaptados que se pavoneaban, como yo.
Y, sin embargo, nunca olvidaré lo que fue sentirme rechazada de ese círculo mágico.

ALGUNOS DE LOS CÍCRULOS más potentes son forjados por el vínculo de amistad.
“Los mejores, mejores amigos, nunca lastiman a los amigos; si lo haces te dará la peste
y será tu fin”. Al crecer, Lithe Sebesta, coautora con Maura Spiegel de The Breast Book
(El libro del seno), recuerda decir esas palabras, casi como un hechizo contra el peligro.
Las líneas de esa rima infantil son un recordatorio de las reglas y los castigos que
gobiernan las relaciones entre amigos. Hoy en día, las palabras pueden diferir, pero los
rituales de la amistad infantil son los mismos: brazos o dedos meñiques encorvados,
juramentos de fidelidad que se intercambian, como si la vida dependiera de ello. La
ansiedad de no pertenecer a un círculo mágico es simplemente algo muy fuerte de
soportar, razón por la cual las niñas prometen permanecer amigas para siempre, por la
cual las alianzas son imprudentemente abandonadas o renovadas. Lo que no podemos
aguantar es ser excluidos de la seguridad del refugio de un círculo. Estas heridas son
variaciones del cuento de Hans Christian Andersen, La vendedora de fósforos, la niña
que observa desde una distancia infranqueable el cálido abrazo del círculo de una familia,
una vida de la cual ella para siempre estará excluida.

ABBY, DE 13 AÑOS, SE DESCRIBE a ella misma cuando tenía ocho como una “tonta”,
en su léxico, “alguien que no se viste bien, que es fastidiosa, que no está en la jugada
como la mayoría de los niños están”. Hija de ex-hippies que se volvieron académicos y
enseñaban en la universidad local en su pequeño pueblo de Nueva Inglaterra, Abby
siempre había sido brillante, una niña extrovertida que hacía amigos con facilidad. Pero
en tercer grado se convirtió en el objeto de burlas crueles. Las otras niñas se burlaban de
ella por la forma en que se vestía, los sándwiches en pan de trigo y nueves que había en
su lonchera, y su pelo rojo como un “trapero2 que se encrespaba cuando llovía. No podían
creer que no viera televisión y que nunca hubiera oído de Britney Spears o N’SYNC.
Abby, que nunca había prestado atención a la cultura popular, se dio cuenta de que sus
compañeras creían que ella era rara. “De repente ya no se trataba de niñas pequeñas
corriendo juntas y divirtiéndose. Eran grupos sociales diferentes, y yo no cabía en
ninguno de ellos”. Comenzó a pasar mucho tiempo en casa, lo cual no estaba de acuerdo
con su personalidad.
Por primera vez, Abby se comenzó a preocupar por no tener amigos. Sus padres trataron
de explicarle que cambios como ese eran con frecuencia temporales, no divertidos, pero
una parte normal de crecer. Le dijeron que tratara de no hacer caso de las burlas. Pero
Abby no pudo. “Me hacían sentir verdaderamente mal. Todo el mundo decía cosas de
mí”. Para sobrellevar esta situación, Abby construyó una pared alrededor de ella; como
ávida lectora, se convirtió en un ratón de biblioteca, más de lo que era antes.
Cuarto y quinto grado le dieron un bienvenido aplazamiento. Abby tuvo dos buenas
amigas que compartían sus intereses. El tener un lugar al cual pertenecer, hizo que bajara
la guardia social. Pero al entrar a sexto grado, al primer ciclo de secundaria, sus
problemas comenzaron de nuevo. Sus dos amigas se fueron a escuelas privadas, y una
vez más Abby fue el objeto del ridículo. Esta vez, trató de hacer que las otras niñas la
aceptaran: en clase, les permitía ver sus respuestas en las evaluaciones; les ofrecía su
ropa; les prestaba dinero; y comenzó a hacer payasadas para hacerlas reír. Nada funcionó.
“Sólo se burlaban de mí por querer agradarles y me llamaban tonta en mi cara. Me
deprimí mucho. Sólo estaba acostada todo el tiempo. No quería hacer nada diferente de
leer”.
Abby se culpaba. “Parecían tan insolentes, y si yo no les gustaba” decía, “pensaba que
era, porque había algo malo en mí y que yo en realidad era tonta”. Cuando su madre le
dijo que las otras niñas tal vez estaban celosas porque ella era inteligente y bonita, Abby
se enfureció y pensó que “ser bonita e inteligente tan sólo hacía todo peor”. Séptimo
grado no fue mejor para Abby y trató aún más de congraciarse con ellas. “Era muy
molesto. Les decía lo crueles que eran: ‘Quiero que sean buenas personas conmigo’.
Decían: ‘Bueno, está bien’. Pero después eran crueles otra vez. Finalmente me dejaban
de hablar. Ahí era cuando en realidad me sentía sola”.
Cuando la soledad se siente más como una expulsión que una opción, una niña buscará
aceptación cambiando su yo, ya que el objetivo es ser incluida a toda costa. No es de
sorprender que el miedo de ser rechazada, o de no pertenecer, pueda, con el tiempo,
interferir con la apreciación de la soledad de una mujer. De hecho, el peligro es que se
retraiga en una soledad defensiva en vez de desear entrar en una soledad creativa.
La victimización, como la de Abby, es común. La crueldad social en las niñas, patente o
desconocida es una vieja historia, sólo que hasta hace poco era guardada en secreto, el
fantasma en el ático, por decirlo de alguna manera. En nuestra cultura, se supone que las
niñas no deben ser agresivas, mucho menos crueles. Por el contrario, somos criadas para
ser las cuidadoras de relaciones armoniosas. En Odd Girl Out: The Hidden Culture of
Agression in Girls (Fuera con la niña rara: la cultura escondida de la agresión entre niñas),
Rachel Simmons entrevistó a colegialas de tres partes de Estados Unidos, las dejó hablar
de sus experiencias tanto como victimarias y víctimas de comportamientos intimidantes
por parte de sus compañeras, para exponer la crueldad y manipulación que con frecuencia
se esconde detrás de la fachada de
“niña buena”. Tal agresión no es nunca directa, pero como describen estas niñas, toma la
forma de murmuraciones, exclusión de las demás, dispersión de rumores y el uso de
sobrenombres. Y debido a que se mantiene en silencio es más angustioso.
Cuando Kate, de 6 años, se dio cuenta de que en mi biblioteca estaba Cat’s Eye, dijo:
“Odio ese libro, ni siquiera me gusta mirarlo”. Kate considera que el segundo grado fue
el peor año de su vida. Fue cuando las otras niñas, las que tomaron el liderazgo del
círculo, se burlaban de ella sin piedad porque tenía que usar un parche en un ojo para
corregir una condición conocida como “ojo perezoso”.
Kate no se arrancaba la piel de los pies como Elaine, pero con sólo ver la novela de
Atwood se acordó de las ampollas que le dejaban su propio sufrimiento. Como muchas
niñas, no les decía nada a sus padres. “No es porque no hubieran tratado de ayudar, con
seguridad se hubieran preocupado, pero de alguna forma pensaba que no iban a
entender”. Los padres con frecuencia no pueden detectar el anhelo de sus hijos de
pertenecer a un círculo mágico, el precio que deben pagar, algunas veces, para entrar y
permanecer adentro, o el terrible dolor que sienten al ser excluidos. Muchas veces han
olvidado, o bloqueado, la intensidad de sus propias experiencias infantiles. O ni siquiera
se dan cuenta de la existencia de círculos en el mundo de su hijo, al estar atrapados en
círculos propios.
Vivimos dentro de algunos círculos, fuera de otros. Y algunas veces sentimos que damos
vueltas, dependiendo de si nos sentimos bien sobre aquellos a los cuales pertenecemos o
a los cuales no. “Respecto a los círculos”, como dice mi colega Sídney Mackenzie,
exagerando sólo un poco, “todos tenemos cinco años”.
LOS JARDINES SECRETOS

Nadie sabe más de la necesidad de un jardín secreto que las niñas pequeñas, cuyas vidas
son en gran parte cultivadas en jardines de su propia autoría. Tal vez es por esto por lo
que, durante todas las edades y etapas de la feminidad, son expertas en encontrarlos. Los
jardines secretos son nuestros santuarios, refugios en donde podemos ser nosotras
mismas sin artificios. El ático, un rincón especial del cuarto, el nicho detrás de la escalera,
una silla cerca de la ventana, casi cualquier espacio puede ser un jardín secreto, y nos da
la oportunidad de desplegarnos y hacer ágil la mente y el cuerpo, para cultivar nuestro
propio campo, por decirlo de alguna manera.
Como metáfora, el jardín secreto es el lugar a donde vamos para encontrar un mundo sólo
nuestro, uno que nos pertenece sólo a nosotras y a nadie más. Es “secreto” porque sólo
nosotras tenemos la llave, porque nadie más sabe cómo llegar allí, y porque guarda los
más profundos anhelos de nuestro yo privado.

DURANTE LA PRIMAVERA y el comienzo del verano, Katherine pasa horas


arreglando el jardín real detrás de su casa. Para ella, eliminar la maleza es menos una
tarea que una conquista; imita su lucha diaria para regular la tensión entre el caos y el
orden en su vida. En el resto de su existencia, Katherine gasta grandes cantidades de
energía obstruyendo sus propios deseos, como si fueran maleza que debe sacarse de raíz
antes de que crezca desordenada. De hecho, lo que ha crecido “silvestre” dentro de ella
son los mensajes interiorizados de sus padres, húngaros refugiados. Y debido a que ha
comenzado a retar esas voces al atreverse a expresar lo que quiere para ella, dormir hasta
las nueve los fines de semana, dejar a oficina a tiempo, comprar ropa sexy y dejar el rol
de “niña buena”, claman más fuerte que nunca.
La niña Katherine cargó el dolor de sus padres inmigrantes por el desarraigo. No quiso
aumentar el sufrimiento de ellos y respondió con facilidad a todos los esfuerzos que
hicieron para que su dotada hija lograra tener éxito. Esperaban que obtuviera sólo las
mejores notas en la escuela, que fuera excelente en violín y ballet, y ella así lo hizo, con
frecuencia sacrificando su vida social para estudiar y practicar. Un video casero de un
recital que dio cuando tenía diez años revela a una niña bonita con un vestido rosado
tocando el violín delante de una embelesada audiencia de parientes y amigos, pero su
miraba dejaba ver más obligación que placer. Sus padres no experimentaron felicidad en
la vida a excepción de su orgullo por las realizaciones de Katherine y su mensaje tácito,
hacia ella, era que el placer propio es una satisfacción que debe tomarse en pequeñas
dosis. Desesperada por liberarse de la “vida de tareas”, se sintió obligada moralmente a
vivir, Katherine se siente culpable prestando atención a sus propios deseos.
Por eso fue sorprendente cuando me contó un sueño sobre un jardín. “Miré fuera de la
ventana de mi cuarto y lo vi abajo”, comenzó, “excepto que no era mi jardín real en lo
más mínimo. Este era extraordinario…Lleno de flores hermosísimas de toda clase.
Quería correr escaleras abajo y entrar en él, pero algo me lo impedía. Luego vi a una
mujer. Estaba de rodillas sembrando flores, quieta y por completo absorta, y me pregunté
quién era y por qué estaba ella ahí en mi lugar…” La voz de Katherine tiembla. “¿Qué
piensas?, le pregunté. “No estoy segura”, me contestó, “pero sentía como si sólo pudiera
mirar el jardín desde lejos y no pudiera entrar”. De repente, Katherine se ve
inmensamente triste y se queda callada por un buen rato. Al fin dice: “Parecía peligroso
estar allí. Además, no hubiera sabido qué hacer una vez adentro. No podría cuidar de él”.
Desde entonces, hemos hablado mucho sobre el jardín de Katherine, el real y el
metafórico. Parte de ella desearía que su jardín “creciera un poco silvestre, como algunos
jardines ingleses que he visto”, pero se aterroriza de entregarse a ese anhelo, por miedo
a “perder el control” del jardín y de ella misma. Ella sabe que podría ser su lugar de
refugio, la “habitación propia” que ella tanto desea. Sin embargo, está dolorosamente
consciente de la ironía que significa que estar en la soledad del jardín la llena de ansiedad.
“No puedo relajarme y dejar que el sol me caliente la espalda porque de inmediato me
comienzo a preocupar de todo lo que debería estar haciendo y no hago. Es como si no me
permitiera disfrutarlo”.

LA MADRE DE EMMA DEJÓ una prometedora carrera como historiadora de artes


apenas se casó con el padre de Emma, un exitoso editor de películas. La pareja tuvo
cuatro hijos, de los cuales Emma era la tercera, y parecía tener una vida encantadora.
Viajaban extensamente, iban a estrenos y vivían de manera extravagante. Emma recuerda
a su padre como una persona gentil, un hombre de modales suaves que disfrutaba estar
con sus hijos. Cuando ella tenía siete años, su padre la llevó al cine y luego, en la cena,
un amigo de su padre los acompañó. Cuando se iban, su padre le pidió a Emma que ese
fuera su “secreto”. Dos años después, su madre se dio cuenta de que su esposo había
vivido una doble vida; que él y su “amigo” tenían una relación homosexual que llevaba
dos años. Tal vez al resentir la cercanía de Emma con su padre, su madre se volvió
distante, sus reproches expresados en largos silencios la salpicaban de defectos.
“Sus ojos me taladraban”, Emma me dijo con suavidad. “Hacía cualquier cosa para
alejarme”. Para escapar, Emma pasaba horas en su cuarto observando detenidamente las
viejas copias de revistas de su madre, soñando con tener otra vida.
“Había una fotografía que me gustaba más que las demás”, continúo Emma. “Cuando la
encontré, era como si hubiera encontrado mi versión de la perfección”. Era una imagen
de una preciosa niña en un vestido de baño turquesa parada sola en una playa de arena
blanca con palmeras detrás de ella. Al mirarla, Emma encontraba en una realidad virtual;
a salvo del desprecio de su madre, la isla se convertía en su jardín secreto y ella era la
niña en vestido de
baño que vivía allí. “Generalmente, estaba allí sola”, dijo Emma, “pero algunas veces me
imaginaba a mi hermana menor Mónica y a mi hermano David conmigo, y vagábamos
por la isla y nadábamos en el mar. Pero luego los hacía irse otra vez”. Emma se rio. “Creo
que quería tener el control de mi paraíso”.

LOS LIBROS FUERON MI SALVACIÓN, acompañantes de los cuales dependía para


ir a mundos más interesantes que el mío, que reflejaban versiones ideales de familias a
las cuales quería pertenecer, mientras mantenía a mis propios padres lo más alejados
posibles para evitar que me importunaran durante mi tiempo de soñar. Los libros ofrecen
respiro a través de las historias de otros, los diarios ofrecen conversaciones similares con
uno mismo. Los libros pueden llevar a una niña a buscar soledad, un lugar bello y
tranquilo libre de distracciones. Escribir un diario requiere de una soledad activa:
tomamos un bolígrafo o vamos al teclado y damos vida a nuestro jardín secreto. Así es
como nos conectamos con el yo privado que está en formación.
En la película de Erick Zonka, The Dreamlife of Angels (LA vida solada de los ángeles,
1998), la abandonada Isa comienza a recuperar los restos de su vida, pero sólo hasta que
encuentra su propia historia escrita en el diario de otra niña se da cuenta de que la
resurrección es posible. “Comienzo este diario en un día soleado”, empieza, “como un
espejo que me diga quién soy”. El papel de un diario como amigo, consejero, aun como
terapeuta, con frecuencia pasa desapercibido por los miembros del mundo adulto, como
debe ser, para que las niñas oigan el sonido de su propia voz que les habla sin el ruidoso
tráfico de sus padres y hermanos. Tener este medio de intercambio con otras partes de
nosotras mismas puede ser la manera como muchas de nosotras hemos aprendido a
sobrevivir y perdurar.
Ángela, de ahora casi 30 años, comenzó a llevar un diario cuando tenía ocho. Cuando
comenzamos a trabajar juntas, me pidió leer sus diarios y guardárselos. Lo que más me
impresionó no fue lo que Ángela decía sino lo que no decía, afirmaciones como “odio a
Phoebe Marks más que nunca”, sin explicar por qué; o “QD, me va muy bien con el
violín”, seguido por un lapso de 12 días en que “dejé el violín”, otra vez, sin razón. La
vida de Ángela era dura: un padre que de forma abrupta dejó la familia, una madre
enferma y deprimida, y ser pobre en una comunidad opulenta. Ángela cargaba el residuo
de la culpa y el aburrimiento que se instalaba cuando el tiempo parece interminable y
nada bueno parece pasar. Lo mejor que podía hacer era registrar su vida en forma de listas
y eventos por venir; lo que no podía hacer era examinarla. Eso tuvo que esperar hasta que
fue una mujer adulta y se atrevió a entrar en la soledad; entones su yo, precioso, puro e
intacto, saldría de su escondite.

“UNO DE LOS JARDINES SECRETOS mejor conservados es el establo”, me asegura


Sydney cuando le pregunto en qué otra clase de jardines puede pensar. Sídney habla por
ella y su hija de 11 años, Emily, quien pasa mucho tiempo dentro de ellos. Y por supuesto
tiene razón. Cruzar el umbral del establo es como pararse justo en la tierra húmeda de un
protegido reino arquetípico. Durante las tardes y los fines de semana, hay grupos de niñas
ocupadas cuidando sus caballos, algunas veces hablando con los poderosos animales que
aprenden a manejar, montar, ganar, controlar, ganando maestría con ellos mientras
experimentan su propio poder al hacerlo.
En los establos, los caballos resoplan y relinchan, su sensualidad llena la atmósfera. “Es
bien sabido que las niñas aman a los caballos, la parte salvaje de ellas mismas, aman el
cuello largo y las orejas calientes de la seducción”, escribe Jeanette Winterson en The
Word and Other Places (El mundo y otros lugares). Heather peina la melena de
Windswept. Jesse trae a su caballo, Salvación, a tomar agua después de una cabalgata.
Sarah sonríe abiertamente y me dice por qué no se perdería un día, si pudiera, para estar
ahí. “Amo eso, amo a mi caballo más que a nada, no hay ningún lugar en el cual prefiera
estar”, dice con entusiasmo, al acariciar el flanco de Jezabel y al aspirar el aroma picante
del lugar como si inhalara la esencia de agua de rosas o de sopa de pollo.
Los jardines secretos deben ser lugares de soledad, no de aislamiento, y entre esas
polaridades nuestra visión del mundo puede desajustarse. El aislamiento es un jardín
muerto en donde nada crece, mientras que la soledad es una vasija que puede contener
toda clase de experiencias. Freya Stark, una de las más audaces viajeras solitarias de
todos los tiempos, cuyo gusto por la aventura a comienzos de este siglo la llevó a
disfrazarse de hombre para que, a la edad de 35, pudiera entrar al territorio druso de Siria,
atribuyó su sentido de libertad al “vacío” de sus años mozos cuando aprendió a cultivar
“el hábito de la soledad”. Sus diarios eran una clara manifestación del gran vacío que
Stark sentía dentro de ella. Estudiar otras versiones de soledad nos puede ayudar a
reivindicar el espacio dentro de nosotras, a cosechar nuestro propio legado de libertad a
medida que desarrollamos la capacidad de tolerar una vida interior espaciosa.
Lo que todos estos jardines escondidos tienen en común es el sentido de privacidad,
quietud, y algunas veces misterio; pero, sobre todo, están siempre relacionados con el
potencial: lo irrealizable vuelto ser. Pero la joven jardinera debe asegurarse de guardar la
llave que le permite entrar, a pesar de que haya otros invitados. Cuando Mary Lennox, la
solitaria y maleducada niña del libro clásico de Frances Hodgson Burnett, The Secret
Garden (El jardín secreto), encuentra su jardín, sabe de inmediato que es diferente de
cualquier otro lugar que haya conocido:
¿Qué era eso bajo sus manos que era cuadrado y de hierro y en lo que sus dedos
encontraron un hueco?
Era el candado de la puerta que había estado cerrado por diez años y ella puso la mano
en su bolsillo, sacó la llave y se dio cuenta de que cabía en el agujero.
Metió la llave y le dio la vuelta. Tuvo que hacerlo con las dos manos, pero dio la vuelta.
Luego tomó una profunda bocanada de aire y miró para atrás para ver si alguien venía.
Nadie se aproximaba. Nadie nunca lo hizo, parecía, y dio otro respiro largo, porque no
podía evitarlo, y apartó la cortina colgante de hiedra y empujó la puerta que se abrió
despacio, despacio.
Luego se coló dentro, y cerró la puerta detrás de ella, y se quedó con la espalda recostada
en ella, observándose y respirando agitadamente con emoción, y sorpresa y placer.
Estaba parada en el jardín secreto.
Huérfana a los nueve años, Mary había sido enviada a Misselthwaite Manor, en los
páramos de Yorkshire, a vivir con su tío. Allí por primera vez, su arrugado mundo se
había abierto. Era amiga del viejo jardinero, Ben Weatherstaff, y de su petirrojo; lo mejor
de todo, se tropezó, como por arte de magia, con el jardín secreto. Al principio teme que
el jardín esté muerto, pero pronto descubre
“pequeñas cosas que crecen” en la tierra húmeda. Aunque no sabe nada sobre jardinería,
el hecho de que algo esté “vivo” es toda la inspiración que necesita para comenzar a
desyerbar y darle a lo que sea que crece una oportunidad de respirar. Mary no sólo
encuentra su propia salvación mientras se hace cargo del jardín, también restaura la salud
de su prima inválida. Colin Craven, y descubre la dicha de la amistad con los niños y
adultos en el mundo alrededor de ella.

LAS QUE TIENEN SUERTE, entre nosotras, son capaces de mantener abierta las puertas
de estos lugares escondidos en donde el yo privado comienza su lento despliegue. La
mayoría de nosotras, sin embargo, no somos tan afortunadas. A medida que el tiempo
pasa y tanto la culpa como el miedo se instalan, comenzamos a dudar de nosotras mismas
y perdemos el norte. “¿Cómo perdí mi mundo interior?, pregunta Sonya a los 40 años.
“Puedo decirle cómo”, continúa. “Ridículo. Ridículo y rechazo”. Sonya me cuenta sus
peores recuerdos de la infancia: sobre una amiga de su madre que la oyó cantar y dijo:
“Bueno, ahora sabemos qué es lo que no vas a ser”; sobre la profesora de baile quien dijo
que sus pasos eran “muy salvajes” y le empujó los pies, y la imaginación, hacia espacios
lineales estrechos; sobre las clases de piano que estaban consideradas “fuera de
discusión” porque tener un piano ocasionaba inconvenientes decorativos con los cuales
su madre no quería lidiar; sobre otra amiga de la familia que le dijo años después que su
escritura “no era comercial”. El desdén de las personas que nos rodean puede tomar la
forma de tormentas repentinas o sutiles descalificaciones; de cualquier forma, tiene el
poder de herir los pétalos del deseo de expresión de una niña antes de que tenga la
oportunidad de florecer.
Tenemos que entender por qué dejamos nuestros jardines, en primer lugar. No es que
quisiéramos. Tuvimos que hacerlo. Como niñas, la paz y santidad del espacio privado
puede haber sido amenazada o perturbada, algunas veces de formas terribles, abuso
físico, acoso, violación o incesto, y con frecuencia por la asombrosa negligencia de los
padres, inconscientes o indiferentes a la vida sagrada de sus hijas. Después, como adultos,
aunque deseemos tener un jardín secreto, por lo general, no creemos que se pueda
justificar buscar el tiempo para nosotras mismas, debido tanto a presiones externas como
a que carecemos de la convicción de reclamarlo. El mundo actual entiende poco sobre la
necesidad de tener paciencia o respeto. Tristemente, sucumbimos con frecuencia a
presiones invisibles.
Como terapeuta, mi rol es acompañar a las mujeres de vuelta a estos jardines
abandonados, y esperar, y escuchar con distancia afuera de ellos. Es muy importante, he
descubierto, dejarlas entrar a su mundo privado e interno solas, hasta que encuentren lo
que sea que buscan. Cuando están listas, y no antes, oiré lo que las hizo dejar su jardín
secreto. Con seguridad, cualquier historia que me cuenten, incluirá a alguien que traspasó,
irrumpió, usurpó o las exilió de su mundo privado. Esa es la razón por la cual espero
afuera, hasta que me inviten a entrar.
Las niñas saben cómo encontrar y hacer jardines. Es una lástima que con tanta frecuencia
sean obligadas a marcharse y, como Katherine, Sonya y las otras mujeres en estas
historias, se van paso a paso alejando de ellas mismas, hasta que no pueden recordar de
forma consciente cómo era su jardín, o creer que todavía esté vivo. Si hemos perdido el
camino hacia nuestro jardín, necesitamos recordar lo que las niñas de forma intuitiva
saben: el jardín existe y su recompensa nos gratificará toda la vida. Cuando tratamos de
recuperar partes perdidas de nosotras mismas, tendemos a retornar a los primeros años
de infancia. El jardín nos introduce en la soledad para que podamos descubrir el yo
privado; felizmente, es el antecedente de la soledad que una mujer necesita después en la
vida para afirmarse a ella misma. De forma inevitable, allí es donde comenzamos a
florecer y en donde los suaves pétalos se caen muy pronto. Pero recuerden esto: en la
tierra oscura de nuestro jardín, esperan esas “pequeñas cosas que creen”, que son la mejor
parte de nosotras mismas.
Capítulo 5
El salón de los espejos: la adolescencia y la joven adultez

Una tarde entre semana, fui al centro en el atestado metro de Nueva York. Sentada frente
a mí, sobre las rodillas de su madre, una niña de no más de tres años se peina, embelesada
por su reflejo en el pequeño espejo que su madre sostiene. Son las tres pasadas, la escuela
ha terminado y el vagón está lleno de adolescentes ruidosos y exuberantes. Pero la niña
sólo tiene en cuenta el pequeño pedazo de sí misma en el que tiene fija la mirada, y que
la mira de vuelta con despreocupación.
En un asiento cercano, tres adolescentes hablan entre sí con una intensidad maníaca. Ellas
también están absortas por completo en su propio mundo: la adolescencia. Vestidas como
tiene que ser: jeans, chaquetas cortas de cuero, múltiples aretes en las orejas, se hacen
juntas para compartir sus chismes. A media que hablan, una de ellas alcanza su morral,
saca un tubo de brillo para los labios y se lo aplica hábilmente, su atención se desvía solo
un poco. Se hace revisar de sus amigas en busca de aprobación. “¿Me veo bien?”,
pregunta. Pero están ocupadas crucificando a una compañera por haberse puesto en
evidencia con un muchacho llamado Lenny. “Deberías haberla visto cómo tropezaba para
estar cerca de él”, dice una de ellas. “Deberías haberlo visto a él tratando de alejarse”,
dice la otra. Las tres aúllan de risa. Pero la joven del brillo insiste. “¿Está bien el color?”,
pregunta otra vez. “Sí, se ve bien”, responden las otras, “¿pero por qué te molestas en
ponerte brillo ahora?”. No es tanto una pregunta sino un comentario sobre su vanidad, la
cual parece poner a dudar a la joven. Busca un espejo en su morral, luego estudia su
reflejo, su expresión es tanto engreída como ansiosa.
Al observar estas dos escenas, una junto a la otra, me sorprendió la vasta distancia que
separa la infancia de la adolescencia y cómo se afirma en forma que estas dos niñas usan
el espejo. Para la más pequeña, el espejo es un objeto que maravilla. Es capaz de mirarse
sin malicia, libre de la trampa de la autoconsciencia y autocrítica. Al observarse mientras
se peina, parece vivir para ella misma, momento a momento.
Por el contrario, el reflejo de la adolescente en el espejo cuenta una historia ambivalente.
Cuando lo mira, lo mide de acuerdo con alguna imagen idealizada, en su mente, de cómo
tiene que verse. Pero está es sólo una parte de la historia. En última instancia, busca algo
mucho más difícil de asir: una afirmación de que ella se ve bien.

RECUERDOS DEL ESPEJO

La mayoría de nosotras tenemos recuerdos del espejo. Al mirar nuestro reflejo, era como
si descubriéramos un mapa de un país desconocido. Nos mirábamos fijamente los ojos y
nos preguntábamos si en realidad eran el espejo del alma, y qué vería la gente en ellos.
Escrutábamos las partes del cuerpo como diamantes bajo la lupa de un joyero.
Buscábamos espinillas, inspeccionábamos el tamaño de los poros y nos obsesionábamos
con la forma de nuestra nariz. ¿Tengo patas de gallina alrededor de los ojos? ¿La tenue
sombra sobre el labio será un incipiente bigote? ¿Por qué nací con el pelo rizado en vez
de liso? Las adolescentes pasan de un cariño apasionado a una repugnancia clínica
resignada. Un minuto nos gusta lo que vemos, es frecuente, por ejemplo, que una joven
se enamore de sus pestañas, o de la forma de sus senos o de la parte superior de sus
brazos. Al siguiente instante sentimos asco, nos desmoralizamos y no tenemos esperanza.
¿A quién estamos tratando de engañar?
Hasta ahora, el cristal de la vanidad no es todo lo que un espejo puede ser. También es
compañía en una tarde mediocre o una noche de fin de semana en casa. En su aspecto
más positivo, el espejo es el objeto transicional favorito de una adolescente, su versión
de a cobija de seguridad de un bebé. Es nuestro amigo en un espacio absolutamente
privado, por lo general el baño o la habitación, y nos permite actuar como personas
diferentes, desde Cleopatra hasta Juana de Arco, desde Marlene Dietrich hasta Reese
Witherspoon.
A los 50 años, Elizabeth todavía se acuerda de sus memorias en el espejo de su
adolescencia. Cerrar la puerta del baño y pararse en frente del espejo de cuerpo completo
y hacer coreografías. Inclinarse, echarse para atrás, actuar como una vampiresa:
acariciarse los senos, levantar la barbilla para maravillarse con el arco de su cuello,
ponerse diferentes atuendos, bailar, hacer muecas, reírse, examinar su cuerpo desde todos
los ángulos, abrir sus piernas, estudiar su vagina, tocarse. “No necesitaba que el espejo
me dijera que tenía defectos. Eran evidentes para mí, nariz respingona, labios gruesos
antes de que estuvieran de moda, los ojos entrecerrados por ser terriblemente miope; tenía
muchas dudas sobre mí misma. Lo que necesitaba era sentirme especial y confortable con
mi cuerpo. Eso era lo que el espejo me daba. Me reconstituía, me hacía sentir viva”.
Una cantidad moderada de duda puede ser un gran estímulo para el auto descubrimiento.
Nos cuestiona y nos hace buscar respuestas. Pero durante la adolescencia, cuando la
identidad fluye, muchas dudas pueden dejarnos lisiadas. ¿Cómo hace una joven para
comenzar a confiar en su cuerpo cuando se encuentra en un estado de cambio perpetuo?
¿Cómo encuentra fuerza en su yo privado al mismo tiempo que se siente menos integrada
con su cuerpo y con el mundo? Preocupada por cómo sus amigos y pares la vean, y
negociando nuevas relaciones con sus padres, está llena de incertidumbre.
Probablemente, ha olvidado su experiencia infantil de sentir alguna vez la presencia
central de un yo privado.
Las adolescentes no gastan mucho tiempo real en sus cuerpos, están muy ocupadas siendo
observadoras hipercríticas. Miranda, de 15 años, me dice que siempre se siente “en
escena” cuando está con otras personas, incluso sus amigos. “Digamos que sólo estamos
en un restaurante del barrio. Hablo y me río y parece que la paso bien, ¿cierto? Falso.
Porque siempre pienso que estarán pensando en mí y cómo luzco”. Como casi todos los
adolescentes, Miranda se obsesiona sobre cómo la ve el mundo. Pero atrapada en la
incertidumbre, no puede decir nada. Así que depende de las visiones reales o imaginadas
que los otros tengan de ella.
Hay, por supuesto, buenos momentos cuando la adolescente, de forma genuina, se siente
ella misma. Una buena nota en un examen, una clase de aeróbicos que estimula su cuerpo,
una ovación de pie por su actuación en una obra de teatro de la escuela, y cualquier forma
de maestría, pueden hacerla sentir viva. Pero cuando, digamos, su novio la molesta, o
tiene una pelea con sus padres, o saca una mala nota, puede plegarse como una hoja en
otoño, su confianza cae en picada de su percha inestable. La ansiedad la hace presa de un
constante flujo de preguntas, la mayoría de ellas tienen la palabra suficientemente: ¿Soy
suficientemente bella? ¿Soy suficientemente inteligente? ¿Suficientemente buena?
¿Suficientemente delgada? ¿Suficientemente popular?
Estos cambios repentinos de alta a baja autoestima, una y otra vez, son naturales en esta
confusa etapa del desarrollo. Para la adolescencia, el sentido del yo de la joven ya ha sido
moldeado por tres fuerzas poderosas: los padres, que le han dado su sentido de identidad;
las presiones sociales, que ya pueden haber comenzado a disminuir su autoestima; y la
revolución biológica, que ocurre en su cuerpo, despertando nuevos e impredecibles
sentimientos que incluyen el deseo sexual. En Reviving Ophelia: Saving the Selves of
Adolescent Girls (Reviviendo a Ofelia, o cómo salvar a la niña adolescente), Mary Pipher
se refiere a las adolescentes como “arbustos en la tormenta”, al reconocer su extrema
vulnerabilidad frente a las tormentosas fuerzas del cambio y del crecimiento durante la
pubertad y la adolescencia. Justo cuando más lo necesitamos, la mano firme de la
confianza pierde su control. En ninguna parte es más evidente que en la relación con los
padres, sin importar cuánto apoyo ofrezcan, no pueden evitar nuestra creciente
autoconsciencia, ni sofocar las dudas que han comenzado a ir hacia la vanguardia de
nuestra experiencia. La niña de tres años todavía puede treparse en las rodillas de su
madre y sentirse tanto psicológica como físicamente tranquilizada y apoyada. Con el
tiempo, la confianza en este “mundo contenido”, como lo llama Winnicott, permite a la
niña alcanzar un sentido más fuerte del yo. No es así para la joven adolescente, que se ha
movido a un mundo menos seguro de cambios de ánimo y deseos.
Quiere ser cuidada de una forma “maternal” y lo detesta. Quiere seguir siendo una niña,
y no puede.
A medida que lucha por tener un mejor sentido de su yo, la adolescente confía en toda
clase de espejos, su propio reflejo, un ceño paternal, el ánimo de un profesor, el rechazo
de una amiga, las caricias de su novio. Cualquier espejo que usemos está destinado a
informar, malinformar y reformar la visión que tenemos de nosotras mismas. La cuestión
es preguntarse si encontramos suficientes espejos buenos para reafirmarnos; ya que
aquellos que no lo hacen, que en cambio ofrecen perspectivas ásperas, brindan altas
probabilidades de que carguemos una versión muy pobre de nosotras mismas, con
frecuencia más allá de la adolescencia.
Muchas mujeres adultas con quienes he hablado, desafortunadamente, sufren de este
síndrome del espejo de una sola vía; mirar fuera de ellas para validarse y medir su
autoestima sólo a través de los ojos de los demás. Una mujer soltera es en especial
vulnerable. Si algún hombre con el cual ha empezado a salir, al otro día no le escribe un
mensaje de texto o no se comunica con ella de ninguna forma, hace que instantáneamente
ella se culpe por alguna deficiencia, permitiendo que él sea el árbitro final de su estima.
No está decepcionada solamente, está insegura de su encanto o de su auto percepción.
Una cosa es guiarse por un buen reflejo del espejo, algo que todas necesitamos durante
la vida, y otra muy diferente es depender de la forma en que los otros nos ven, nuestro
sentido del yo en crecimiento o caída de acuerdo con las opiniones de las personas. Hasta
que no aprendamos a valorarnos, no estaremos en capacidad de medir el mundo por
nosotras mismas, actuar como nuestras propias agentes personales. Para muchas de las
adolescentes y de las mujeres cuyo yo ha sido sacudido o llevado a la sumisión por
influencias equivocadas de los padres o los pares, el reto continuo de aprender a confiar
en nosotras mismas está destinado a convertirse en la práctica más gratificante de la vida.

UNA HABITACIÓN ENTRE DESEOS

Cuando pienso en mi adolescencia, lo primero que veo es mi cuarto en la parte de arriba


del rellano, en el segundo piso de la casa de mis padres en Queens, Nueva York. Mi año
de la suerte fue cuando tenía doce, la vez que puedo recordar que mi padre, adicto al
juego, ganaba más dinero del que perdía, y había lo suficiente para amoblar mi cuarto
vacío. Para reemplazar la vieja cómoda a la cual le faltaba un cajón en la parte de abajo
y el escritorio de niña que me quedaba pequeño, elegí un juego de cómodas con barniz
negro conectadas por un tocador que también servía de escritorio. Tenía una silla giratoria
que combinaba y cuyo cuero negro se había roto como una manila de béisbol debido a
las horas que pasaba sentada haciendo mis tareas. Mi cama estaba cerca de la ventana y
tenía vista al jardín. Recuerdo mirar por ella y soñar mucho.
Mi cuarto era mi bodega, el lugar en donde guardaba mis experiencias y reflejaba mis
propios sentimientos, la mayoría indescifrables. Quería crecer, ser pequeña otra vez,
enamorarme, dejar de ser tímida, ser reconocida por ser quien era, a pesar de que yo
misma no me conocía.
Experimentaba emociones que nunca había sentido antes y cada una me hacía sentir
“única”. Entre más melancólicas, tristes, incómodas, emocionantes, furiosas, excitadas,
tontas y románticas fueran, más “especial” me sentía. Después reconocí que estos
sentimientos son el yo en desarrollo que anhela sentirse completo, en un tiempo en el que
mostramos al mundo tendencias de bravuconería más que de sustancia. Ayudan a
encender el motor para encontrar la propia dirección, como cuando las jóvenes deciden
detener el comportamiento anoréxico, eligen no preocuparse por su corte de pelo, deciden
quedarse en casa y practicar el violín, se unen al equipo de caminantes, o con un sentido
moral, trabajan en la idea de una causa que sea más importante que la vida que hasta el
momento han vivido.
En su habitación, si tiene suerte, la adolescente tiene un iPod o un equipo de sonido para
bloquear los sonidos de la familia mientras que la revolución hormonal tiene lugar, las
paredes cubiertas de afiches para consagrar a sus heroínas y héroes, y una cama para
apoyar su fantasía. La cama es un lugar de encuentro con el yo. Es un nido, un lugar de
olvido que absorbe algo de la soledad. Acostarse en ella, soñar, es una forma de
prepararse en contra del mundo y, aunque sea sólo en su imaginación, se convierte en un
espacio que puede controlar. En la mitad de la adolescencia, la cama será el lugar donde
duerme esas mañanas de algunos fines de semana que con frecuencia no terminan hasta
por la tarde, y muy posiblemente donde ocurre su despertar sexual que incluye la
masturbación y sus primeras experiencias con una pareja.
Pero cuando deja la casa, sus sueños se estrellan con el mundo real, la secundaria, en
donde se encuentra cara a cara con los bloqueos para aprender a resistir y mantenerse a
flote, sola con ella misma, entre el interminable torbellino de sus expectativas propias. Y
no es fácil. La secundaria es donde ella hace amigos o no, se enamora o no, encuentra
reciprocidad para sus sentimientos o no, se siente bien con ella misma o no. No importa
cuáles sean sus logros durante esos años, cuando sacude el espejo de los recuerdos de la
adolescencia, puede darse cuenta de qué tan profundos los recuerdos de “no” están
instalados dentro de ella.
En 1999 la película Never Been Kissed (Nunca besada) muestra a Josie Geller, una
reportera novata de 25 años del Chicago Sun Times, interpretada por Drew Barrymore,
que es enviada en cubierta a una escuela local para escribir una historia sobre
adolescentes. Necesita infiltrarse en la “multitud”, pero Josie, que era una solitaria y una
nerd en la secundaria, no lo puede hacer. En cambio, se encuentra reviviendo los horrores
de la humillación una segunda vez. Josie se hace amiga de la líder de las tontas, pero
cuando su atlético y popular hermano convence a los muchachos populares de que Josie
es mejor de lo que aparenta, la reclaman como una de ellas. De inmediato su estatus
cambia y comienza a vivir una vida encantadora. Todos quieren ser como Josie. Sólo
hasta después de que es escogida como la reina de la promoción, Josie se da cuenta de
que en realidad pertenece a los nerds. Al haber sido aceptada por los muchachos
populares, gana la autoestima que necesita para ser sincera con ella misma. La película
es la máxima fantasía hecha realidad.
En la vida real no podemos volver a la secundaria para hacerlo “bien”. Y de verdad, pocas
de nosotras queremos hacerlo. Sin embargo, estos años son de los periodos que más
influencia tienen en nuestras vidas, un tiempo, para muchas de nosotras, en que los
sentimientos negativos que cargamos hacen más difícil sentir la presencia de un yo,
cuando las inseguridades se instalan y echan raíces.

EL NÚCLEO FAMILIAR: MADRES Y PADRES

Los padres de una adolescente dirán que con frecuencia se sienten como adjuntos,
periféricos en la vida de sus hijas en vez de en su centro, como lo eran cuando eran niñas.
Al juzgar por cómo cambia el comportamiento de la jovencita hacia ellos, el amor de su
hija es difícil de descifrar. Se encuentran girando alrededor de sus cambios de ánimo, y
puede ser difícil recordar lo que saben de manera intuitiva; que sus hijas todavía los
necesitan. Hasta los padres con las mejores intenciones algunas veces pierden de vista el
hecho de que sus hijas están inmersas en una batalla entre deseos opuestos: el sentimiento
de echar para atrás y sentir que son protegidas y el sentimiento de independencia y
autonomía. Como adolescentes, necesitamos a los padres y odiamos que así sea, todavía
somos vulnerables a sus opiniones, y estamos profundamente influenciados por su
comportamiento y desesperadamente necesitados de su aprobación.

MADRES

Todas las noches después de la cena alguna versión de esta escena se repitió durante la
adolescencia de Sabrina: su madre lavaba los platos, los secaba y guardaba, y durante el
arreglo de la cocina hablaban, se reían y estrechaban vínculos. Sabrina bromeaba con que
ella era como Rory y su madre como Lorelai en la serie d TV Gilmore Girls, debido a
sus bromas y relación juguetona, pero sin diálogos cortantes. En realidad, Sabrina sentía
que su madre algunas veces era demasiado estricta, pero la mayor parte del tiempo sentía
que su mamá era “realmente increíble…A mis amigos les gustaba hablar con ella”. Pero
cuando Sabrina tiene 15 años, se queja de que su madre “no tiene ni idea de quién soy.
No me deja hacer nada por mí misma. Sólo quiere comprarme la ropa que a ella le gusta,
pero yo odio los colores que ella escoge. Es un fastidio. Tengo que llegar a casa más
temprano que cualquiera de mis amigos. Y sólo porque una vez mi novio no se levantó
para saludar cuando ella entró en la habitación, quedó en su lista negra. Es una presumida.
Pero cuando le digo esto se pone brava conmigo. Como si yo estuviera errada y ella no”.
La madre de Sabrina está confundida con el cambio. “En realidad no lo entiendo. Trato
de no imponerme como una figura de autoridad per se. Quiero decir, lo hago cuando lo
considero necesario, lo que no quiere decir que siempre tenga la razón, pero al menos
trato”. Cuando le pregunto a Sabrina sobre esto es clara. “Es su culpa”, dice. “Pone
demasiadas reglas y quiere saberlo todo, y cuando no le digo nada se pone seria y
silenciosa. Si le pregunto si está de mal genio, siempre dice que no, pero yo sé que sí.
Ella no lo admite.
Como muchas adolescentes, Sabrina tiene la tendencia de hacer acusaciones globales,
todo o nada, en contra de su madre. Sin embargo, la ira no impide que sienta una genuina
tristeza por la distancia entre ellas. Al sentirse tan mal entendida, es complicado para ella
imaginarse que su madre se siente igual de confundida y triste, que puede perder el
vínculo madre-hija que solían tener o hasta sentirse sola ahora que Sabrina tiene un novio.
En los buenos días, Sabrina y su madre todavía pueden pasar un buen rato juntas. Pero
en el momento en que Sabrina siente que su madre es insoportable, se eriza, como cuando
su madre le mandó un e-mail para recordarle una cita con el odontólogo. Con una
respuesta hosca, Sabrina escribió: “Mamá, ya hice la cita. En el futuro no me lo recuerdes.
Es molesto. Y son MIS dientes, de modo que si se pican o se caen tendré que vivir con
eso”.
A pesar de toda la frustración e irritación, los altos y bajos que hay entre ellas, su relación
es en realidad “lo suficientemente buena”. Esta es la frase de Winnicott para reconocer
la realidad de que todos los seres humanos, las madres incluidas, son imperfectos, y que
una buena maternidad es tan buena como se puede.
En el caso de Sabrina, aunque siempre hay espacio para mejorar, lo fundamental de una
relación madre-hija sana está ahí. Sabrina puede hablar con su madre y sabe que es
amada. También es afortunada al tener una madre que escucha críticas y trata de ser más
flexible.
Lo que cualquier adolescente necesita, más que todo, es ser respetada por lo que es, aun
cuando ella misma no se conozca. Nada menos puede hacerse y de hecho nada menos
debe hacerse. En la adolescencia, hay dos impulsos que compiten uno al lado del otro:
uno es nuestro potente deseo de ser autónomos y el otro es la necesidad de aprobación y
amor de la madre. El tire y afloje de estas dos fuerzas puede hacer que una relación
madre-hija arda en fuego. En Altered Lovers: Mothers and Daughters During
Adolescence (Amores alterados: madres e hijas durante la adolescencia), Terri Apter
describe el inevitable conflicto que resulta cuando una madre falla al ver o interpretar de
forma correcta los enormes cambios que su hija experimenta, mientras que la hija reclama
reconocimiento y respeto.
Sin importar los torpes y hasta irritantes que puedan ser las formas de comunicarse de
una hija –hablar llorando, tirar puertas, gritar, mentir-, ella no quiere romper la conexión
con su madre. Con demasiada frecuencia esto es lo que pasa. Cuando una madre no brinda
todo el amor y apoyo que la hija necesita, el emergente yo de la joven corre el riesgo de
estar en peligro aun antes de florecer.
Dada la similitud biológica, el proceso de madre e hija para separarse es casi milagroso.
Pero la tarea de la separación pertenece a las dos. El reto de la hija es separarse lo
suficiente de la madre para convertirse en su propia persona, aunque todavía se
identifique con cualidades que aprecie de su madre. La madre debe permitir a la hija
crecer y madurar, sin tomar aparente rechazo de una forma personal. Saber cuándo ir
hacia delante y cuando retraerse es una de las tareas más difíciles y que requiere toda la
maestría que una madre tendrá que aprender.
Encontrar el nuevo equilibro jamás es fácil, debido a que el cambio en la relación es duro
para las dos. Un largo baile se ha dado entre madre e hija, con patrones intricados y
repetidos, interminables variaciones, y elaborados pasos. La maternidad siempre
involucra una doble identificación, ya que una mujer es de forma simultánea madre e
hija. Como “niña” probablemente tenemos asuntos pendientes propios. Al grado en que
una mujer permanece en conflicto con su madre interiorizada, y posiblemente su madre
real también, su maternidad reflejará algunas de las dinámicas inconscientes. No importa
cuánta determinación tenga una mujer para hacerlo diferente, su propia e inacabada
historia está destinada a influenciar la forma en la que ve a su hija y la forma en la que la
hija se siente.
Por su parte, una hija debe lidiar con el hecho de que su madre no es “otra”, es “como”.
Debe tener la capacidad de identificare con su madre para confirmar su propia identidad
como niña, mientras continúa el proceso de convertirse en un ser individual. La tarea de
diferenciarse de su madre se hace más compleja a medida que madura sexualmente.
Algunas hijas se sentirán bien con ellas mismas y con alegría se parecerán a sus madres;
otras desearán ser lo más diferentes que sea posible, en especial si la hija siente a la madre
como una intrusa, exigente, negligente o indiferente. Todo dependerá de la habilidad de
la hija para separarse de la madre lo suficiente para ser persona, y mujer, por sí misma, y
de la habilidad de la madre para tolerar la separación de la hija. Porque si tanto la madre
como la hija pierden el camino, ¿y quién no a veces?, los conflictos entre ellas ocurrirán
inevitablemente.
A pesar de que puede tomar muchas formas, la ira de la hija hacia la madre algunas veces
se expresa en comparaciones físicas injustas. Diana, de 17 años, se imagina dentro del
cuerpo obeso de su madre. “La odio por ser gorda, ni siquiera trata de perder peso. Su
debilidad me repugna”. Arlene, de la misma edad, se lamenta de los “muslos gordos” que
heredó de su mamá. Con un pensamiento mágico, su “cuerpo defectuoso”, como lo llama,
confirma el vínculo entre su madre y ella; que sin importar cuánto trate, nunca escapará
del destino de ser “como ella”. De la misma forma, la hija de una mujer excepcionalmente
bella puede sentirse abrumada y no ver su propio atractivo. Tales comparaciones son islas
flotantes en las cuales una hija se puede perder.
Aquí también, el conflicto es en doble vía. Una niña pequeña tiene una vagina, pero el
resto de su cuerpo es plano. Sin tener las características femeninas de la madre, como
senos, cintura, caderas y vello púbico; una hija, entonces, es como la madre y no como
ella, al mismo tiempo. Pero a medida que su cuerpo cambia por el de una mujer y se
convierte en una versión parecida al de su madre, su crecimiento inevitablemente arroja
a la madre hacia atrás. Espejito, espejito, pregunta una madre, dime algo sobre mí. ¿Cómo
era yo a la edad de mi hija? ¿Era bonita? ¿Era inteligente? ¿Cómo soy ahora?
De repente la hija compra maquillaje, usa vestidos, aretes y zapatos que la madre habría
elegido para ella, si fuera joven otra vez. Una madre no puede evitar sentir melancolía
cuando observa a su hija florecer, pero idealmente podrá mantener sus sentimientos en
perspectiva. Sabrá que su juventud no está perdida sino terminada y entenderá que es el
orden natural de las cosas. También encontrará belleza en este despliegue cíclico. Si tiene
lo que necesita en su propia vida, amor, trabajo, propósitos, no envidiará a su hija. En
cambio, la animará, la guiará y apoyará en lo que necesita. Pero cuando una madre no
tiene una vida propia, cuando muchos de sus asuntos permanecen no resueltos o vacíos,
observará a su hija como una amarga píldora para tragar y primará el resentimiento.

Vidas no vividas y madres no amorosas.


Una madre que no ha vivido su vida puede causar gran sufrimiento a su hija: de una forma
u otra, esperará que la hija llene sus vacíos. Una “madre-niña” todavía con la necesidad
de abrigo, puede intentar intercambiar papeles con la hija. Una “madre amiga” puede
tratar de ser igual a su hija, más que una madre que es también una amiga. Una “madre-
victima” que se queja con amargura de los sacrificios que hace y de lo que no tiene, puede
inducir culpa en su hija por lo que le cause placer en la vida. Una “madre-envidiosa”
puede tratar de disminuir a su hija, o vivir su vida a través de la de su hija, o ambas. Una
“madre-celosa” puede atacar la sexualidad de la hija. Una “madre-pasiva” puede sentir
indiferencia por las necesidades emocionales de la hija, tal vez negándose a ver el abuso
físico o sexual. Bien se al no hacer caso de su hija o al dejarla hundida en sus propias
necesidades emocionales, una madre desnutrida emocionalmente tendrá toda la atención
puesta sobre ella misma para llenar su propio vacío. En cualquier instancia, una frontera
se traspasa, la confianza se rompe. Cualquier forma que toma la relación sin amor, parte
de la intención de la madre, consciente o no, de disminuir a la hija.
“Si usted sólo pudiera ver cómo mi madre no me hace caso”, dice Johanna suspirando.
“Buenos días, digo y espero, como he esperado estos 18 años que tengo, a que su cabeza
se voltee en mi dirección. Casi nunca lo hace. Y cuando puedo captar sus ojos, juro que
mira a través de mí. Está en el teléfono con su agente de bolsa o pensando en el cautivante
nuevo hombre en su vida y en qué debería usar cuando cenen en la noche. Casi nunca
come conmigo”, añade Johanna con pesar. Sin embargo, la madre no tiene reparos en
interferir en la vida de su hija, dando consejos que no han sido pedidos sobre la forma en
que se viste, de cuáles de sus amigos debería “deshacerse”, cual novio es aquel “con
quién debería quedarse”. Johanna le repite constantemente: “Ocúpate de tus propios
asuntos”, hasta que la tensión entre ellas estalla en combates de gritos.
Aun así, Johanna ama a su madre y espera, a pesar de acumular años de evidencia de lo
contrario, que un día su madre la reconozca. No va a pasar, por supuesto; la madre de
Johanna está demasiado ensimismada. Johanna fue criada por niñeras y pasó gran parte
del tiempo sola. Su madre la programaba, media hora aquí y una hora allá, entre su
torbellino de compromisos sociales. Cuando Johanna se convirtió en una adolescente, su
madre sintió alivio de que su hija estuviera ocupada con su propia vida y se distanció aún
más. Finalmente, la soledad constante de Johanna se sintió cada vez más como un exilio
y la acercó demasiado a su desnutrido yo. A los 16 años, estaba durmiendo con muchos
jóvenes en la escuela, usando el sexo como una forma de conexión, y algunas veces
engañándose al creer que estos muchachos estaban realmente interesados en ella. Al
mismo tiempo, se llenó de odio hacia sí misma por “siempre ser tan buena con ellos. Era
agotador. Pero no sabía de qué otra forma conseguir lo que necesitaba”. Como una mujer
joven, el vacío en ella, creado por la negligencia, la acerca a hombres que, como su madre,
son ambiciosos, fríos y críticos, y, como Johanna, desesperadamente necesitados: sus
necesidades chocan para terminar en fieros enfrentamientos sobre cómo el otro no está
ahí cuando se necesita, hasta que emocionalmente gastados y resentidos, los dos se
retraen en silencio hosco a curar sus heridas. El patrón continúa con el novio actual de
Johanna. “Intelectualmente sé que estoy repitiendo la historia”, dice ella, “cuando
Michael me grita y toma sus caminatas de tres horas, siempre siento que me abandona.
Sé que no debería tolerarlo, pero me siento muy sola sin él”.
Uno de los recuerdos más gratos de Carol en su infancia son los baños que su madre le
daba, jugaban mucho, y qué calmada se sentía cuando se sentaba en las rodillas de su
madre envuelta en una toalla, sintiendo el calor de su cuerpo se fundía con el de ella. Para
Carol, el ritual del baño era una de las más puras expresiones de amor que recuerda entre
su madre y ella, uno de los únicos momentos en los que podía relajarse durante su niñez.
El resto del tiempo, Carol asumía el rol de la maternidad, al intentar rescatar a su madre
del dolor de un matrimonio fallido. “Lo veía en sus ojos, su necesidad”, dice Carol. Sin
embargo, la madre de Carol parecía devota de su hija. La llevaba a la escuela sin quejarse,
se aseguraba de que tuviera ropa bonita, la ayudaba a hacer las tareas. Pero lo que he
visto desde afuera parecía devoción, con frecuencia encubría necesidad, y Carol se
convirtió en quien cuidaba emocionalmente de su madre. “Siempre debía ponerme de su
lado. Ella era siempre la herida, la que necesitaba atención. Y si yo no se la proporcionaba
se congelaba o actuaba como una mártir. Me sentía tan culpable; nunca mostraba mis
sentimientos, no había espacio”.
En secundaria, el talento artístico de Rosa atrajo la atención de dos de sus profesores, que
animaron a sus padres a enviar a su hija a una escuela de arte. Rosa nunca olvidará esa
reunión. “Mi madre sólo se sentó ahí. Tenía una clase de sonrisa a medias en la cara,
como cuando estaba brava conmigo, como si se burlara. Les dijo a mis profesores que lo
pensaría, pero que no se hicieran muchas ilusiones porque había muchas probabilidades
de que eso no pasara; no había suficiente dinero para mandarme a una escuela de arte, y,
de todas formas, tal y como ella lo entendía, el arte era una pérdida de tiempo. Yo tomaría
clases en la universidad y estudiaría para ser maestra. Sentí que me moría justo en ese
momento”.
No mucho después de esa reunión, algunas de las pinturas de Rosa fueron expuestas en
una galería local. La madre de Rosa no asistió a la noche de inauguración, pero, días
después, cuando hizo una breve visita a la galería, casi no miró el trabajo de Rosa y se
dedicó a alabar a la amiga de Rosa, Allegra, quien también exhibía. “¡Qué belleza!”,
exclamó, “tienes tanto talento, Allegra, puedes hacer tantas cosas”. Rosa recuerda mirar
las paredes como para asegurarse de que sus pinturas todavía estaban allí. Al verlas a
través de los ojos de su madre, se asombró de lo feas que se veían. La madre de Rosa
nunca dijo ni una palabra sobre su trabajo; ni Rosa le preguntó qué pensaba sobre sus
pinturas. Ser capaz de separar la tendencia hacia la envidia de su madre era el trabajo de
una persona más fuerte que Rosa en ese tiempo. En cambio, Rosa interiorizó la
desaprobación de su madre. Entre los 20 y 30 años dejó de pintar, convencida de que no
era lo suficientemente buena para ser una artista. Eso fue años antes de que entendiera
que el espíritu tacaño de su madre surgía de la empobrecida tierra de la envidia.
Hay madres malas, buenas madres, y por fortuna, muchas madres lo suficientemente
buenas. Aun la mejor entre ellas algunas veces sentirá el conflicto de la maternidad.
Algunas anhelarán, pero sin recibir, el amor incondicional de sus hijas. Las hijas
adolescentes quieren lo mismo. Necesitan que el espejo esté en su dirección, pero con el
suficiente apoyo y reconocimiento de quienes son para que se puedan beneficiar de la
calidez del reflejo. Menos que eso nos desposee de la autoestima y nos aparta de nosotras
mismas, con frecuencia sin darnos cuenta hasta más tarde en la vida. Lo que oímos en
cambio es la cacofonía del juzgar, criticar, temer o condenar de las voces que hemos
interiorizado. Si fuimos descuidadas, la opción es que hayamos aprendido a descuidar
nuestros propios intereses; si los deseos fueron frustrados de forma repetida, es muy
probable que comencemos a esconderlos, incluso de nosotras mismas. Estar en presencia
de un yo herido significa experimentar ansiedad, furia, depresión o sentimientos de temor
porque no sabemos abrigarnos. La falta de cuidado hace que no sepamos cuidar de
nosotras mismas. Mucho menos sabemos cómo tomar ventaja de la soledad, debido a que
estamos muy hambrientas de amor, o lo que se le parezca, como para entrar en ese lugar
de curación.
PADRES

En sus memorias, The Shadow Man: a Daughter’s Search for her Father (El hombre
sombra: una hija en búsqueda de su padre), la escritora Mary Gordon pregunta: “¿Quién
es mi padre?”. Su respuesta revela cómo su identidad estaba vinculada a la de él de
manera inexplicable. Él era “el origen y mi fuente. Mi vergüenza y mi dicha. La figura
detrás de cualquier historia. El extraño en la carretera. El doble, temido y apreciado, que
se aproximaba en la distancia”. Gordon, quien tenía siete años cuando su padre murió, se
dio cuenta sólo mucho tiempo después de que la imagen del hombre que idealizaba estaba
atravesada de mentiras. Sin embargo, apuesto a que una gran cantidad de mujeres que
crecieron con sus padres darían una respuesta similar: en vez del padre que anhelaban,
veían a un extraño, una persona con la cual no podían hablar, razonar o ser vistas. Muchas
de las mujeres que atiendo en mi práctica describen a sus padres como emocionalmente
inaccesibles o insoportables. Ellas, también, sienten que les hace falta algo, un parentesco
vital con un padre compasivo y presente en sus vidas.
En Fatherneed (El rol del padre), Kyle Pruett, un profesor de psiquiatría clínica de la
Universidad de Yale y el Centro de estudios infantiles de Yale escribe:
“Los padres son todavía gran recurso sin explotar”. En relación con las madres, los padres
en esta cultura son la entidad más “enigmática”, hasta para ellos mismos. Esto es, en
parte, debido a las barreras que la cultura erige para desanimar a los padres competentes:
resistencia empresarial a las licencias de paternidad, horarios diurnos de las reuniones del
colegio, representaciones en los medios de los padres como tontos e ineptos.
Estereotipados como proveedores y orientados al mundo fuera de la casa, los hombres
tienden a ser menos expertos que las mujeres para leer textos emocionales a sus hijos.
Esto no quiere decir que quieran a sus hijos menos que las mujeres. Significa, sin
embargo, que sus poderes expresivos con frecuencia están limitados; y en especial con
sus hijas pueden ser raros, rígidos o sólo inaccesibles.
Es usual para una adolescente quejarse de que su padre todavía la trata como a una niña
pequeña, o de que es la última persona en el mundo en la cual confiaría. También tiende
a sentir mayor afinidad con su madre y está más inclinada a entender el punto de vista de
ella si no está de acuerdo con él. En contraste, ve a su padre como un árbitro de la ley, el
que al final ejerce control sobre ella. Sin embargo, los padres son tan importantes para el
desarrollo de sus hijas como las madres. De hecho, es una gran fuente de placer y emoción
para ellas saber que, a pesar de que son diferentes a ellas, los padres son una parte
importante de sí mismas.

Padre e hija: una identificación diferente


Aun cuando él cuida, abriga, está presente, alimenta, cambia los pañales, canta para que
nos durmamos, el padre no es tan sólo una madre sustituta; él es “otro”. Debido
precisamente a que es hombre, representa cualidades diferentes y con frecuencia
emocionantes que la hija desea y necesita para reconocerse a ella misma. La investigación
ha mostrado que los padres están más dispuestos que las madres a comprometerse en la
clase de juego que anima la exploración y la tolerancia frustrante. También están más
dispuestos a disciplinar con menos vergüenza y culpa. En Fatherneed, Pruett identifica
cinco características de un “padre involucrado” que promueven de forma actica el
bienestar de los hijos: sentirse y comportarse de manera responsable, estar
emocionalmente comprometido, estar accesible físicamente, proveer soporte material
para sostener las necesidades de los hijos y ejercer influencia en las decisiones de la
crianza. A un nivel más práctico, esto se puede traducir en cambiar pañales, llevar a su
hija al colegio o al pediatra, aprender sobre los gustos y disgustos, miedos y deseos de su
hija. En breve, el padre necesita ver a su hija completamente, esto es con un lente libre
de tendencias conceptuales y una consciencia que incluye la sensibilidad a la diferencia
de género entre todas las facetas de quien ella es ahora y quien se puede convertir. “Hacer
concesiones” sólo porque ella es mujer no funciona; esto no sólo deprecia a la hija, sino
que devalúa a todas las mujeres.
Peter nunca vio a su hija Rachel limitada porque era mujer. Le enseñó a cambiar
bombillos e interruptores eléctricos, a pintar la casa y cortar el césped, y cuando era
adolescente, a leer mapas y planear sus propios viajes. Cuando Rachel tenía cuatro años
y quería quitar las ruedas de seguridad de su triciclo, a pesar del horror de su madre, él lo
hizo. A partir de entonces, Rachel pedaleaba al lado de Peter cuando él daba su vuelta de
tres millas. Peter no sólo afirmó la competencia de Rachel, sino que le permitió
identificarse con él como la poderosa y amada figura de la cual podía depender.
Es bien sabido que Freud veía a las niñas como “niños” sin pene que trataban en vano de
compensar su “carencia”, una visión de la innata deficiencia del género femenino que se
sostuvo hasta 1970, cuando las ideas de Freud sobre el desarrollo femenino fueron
seriamente puestas en duda por primera vez. Lo que las niñas quieren y necesitan es algo
que las haga sentir más poderosas que una parte de la anatomía masculina: quieren un
vínculo sólido padre-hija que les permita identificarse libremente con las cualidades
“masculinas”, como la firmeza mundana y la orientación hacia la acción que ellos
personifican. Como con las madres, una adolescente quiere que si padre la reconozca por
quién ella es, con un amor atento que le permita separarse para ser una persona particular.
La buena paternidad requiere de la buena voluntad para forjar un vínculo cercano con la
hija.

Cuando el amor paterno falla


¿Pero qué pasa cuando el padre no tiene la voluntad o la capacidad de forjar un vínculo
estrecho con la hija? ¿O cuando su frágil vínculo constriñe, en vez de expandir, su sentido
del yo? Enfrentada al rechazo, la adolescente está destinada a sentirse humillada, su
estima despreciada y su sentido del yo degradado. También tenderá a escoger hombres
que representen una versión idealizada de él, o a vivir a través del poder asumido por un
hombre, mientras entrega el propio. Finalmente, su sentido de pérdida generará envidia,
resentimiento y furia, interferirá con su habilidad para amar y obstaculizará su desarrollo.
A los 33, Kate disfrutaba de tener enfrentamientos intelectuales con sus inteligentes
amantes, los únicos que la atraían, hasta que decían algog o no, que se ganaba su
desprecio. Sabía debatir muy bien, había aprendido el arte de participar en una justa
intelectual de su padre, un abogado cuyas ambiciones mundanas excedían su éxito, y que
compensaba su sentido fracaso al llevar la corte a la casa.
Durante la adolescencia, Kate se había convertido en una pirotécnica de las palabras,
siempre llevando al límite a su madre y a su hermano en debates familiares, y se sentía a
gusto cuando su padre le sonreía con aprobación por algo que decía. Pero con rapidez
también aprendió que el objetivo del juego era apurarse hacia la meta, pero nunca llegar.
Si ella superaba a su necesitado y narcisista padre, él se enfurruñaba y se retraía. Kate se
deleitaba en el rol de “la elegida”, pero tenía miedo de que su trono se desplomara en
cualquier momento. Al abastecer las necesidades emocionales de su padre, de forma
inconsciente absorbió el mensaje de que vivir de acuerdo con su verdadero potencial la
hacía vulnerable al rechazo. Se convirtió en abogado, tanto para darle gusto a él como a
ella misma, y con altas aspiraciones, eligió el derecho internacional como su área de
especialización. Por un tiempo las cosas estuvieron bien. Kate fue contratada por una de
las más prestigiosas firmas de abogados de Manhattan y se dedicó a su trabajo. Es cierto
que su jefe era un adicto al trabajo y tenía la reputación de ser uno de los hombres más
competitivos en el campo, pero parecía estar a gusto con el progreso de Kate y ella se
sentía orgullosa de tenerlo como mentor. Sin embargo, cuando un cliente alababa su
manejo sobre algún caso, Kate sabía por la súbita frialdad de su jefe que se indispondría
si ella no se retiraba y le permitía a él ser la estrella.
Chloe, de 15 años, ha vivido con su padre desde que se separó de su madre cuando ella
tenía ocho. A las 10:00 p.m., Chloe oye a su padre que vuelve de una cena, mientras da
la vuelta a la llave en la puerta y lo espera a que entre a su cuarto, como siempre lo hace,
a pesar de que ella le ha pedido que toque antes de entrar una docena de veces. Sin tener
en cuenta la hora y el hecho de que Chloe está terminando sus tareas, su padre procede a
contarle sobre su noche. “Debo oír sus historias todas las noches, pero nunca me pregunta
nada sobre mí misma”. Chloe siente que no tiene otra opción que aguantar esas
intrusiones. “Si le digo que estoy ocupada, él se siente herido o me acusa de ser egoísta.
Es una situación sin salida. Y de todas formas no puedo soportar la culpa. Quiero decir,
supongo que se siente solo”. Me cuenta una historia sobre cuando se sentó con su padre
a ver televisión. Antes de que el programa comenzara, Chloe le pide a su padre que
apague la luz. Él lo hace, pero de inmediato deja la habitación y vuelve cuando el
programa se acaba. Con ansiedad, Chloe le pregunta si está disgustado con ella. “No”,
dice él, pero ella puede notar por el tono cortante y la tensión en sus hombros que sí lo
está. Ella pregunta qué hizo mal, pero su padre no le dice, as que no hay forma de corregir
“lo” que sea. Su comportamiento narcisista y manipulador deja a Chloe con una falla,
esto es, culpa permanente. Ella se dio cuenta hace mucho tiempo de que la única forma
de satisfacer las necesidades exigentes de su padre era olvidar las propias. Cuando era
niña, recuerda que hubo momentos en los cuales se sentía poderosa, pero parecen haber
desaparecido. Chloe llora. “Algunas veces me imagino que pongo una figura de cartón
en mi lugar, y espero a ver si mi padre se da cuenta. Apuesto a que tan sólo sigue
hablando”.
“Infinitamente en otro lugar” es la forma en que Jennifer describe a su padre
emocionalmente ausente. Se acuerda de cómo, cuando era niña, trataba de llamar su
atención al contarle historias y chistes. Nunca funcionaba. Sin ser lo suficiente madura a
nivel emocional para comprender que su padre estaba emocionalmente separado de ella
por completo, leía su desinterés como desaprobación, como una señal de que era
inadecuada. Con el tiempo, las raíces de la culpa y la vergüenza crecieron profundamente
en Jennifer, debido a que el mensaje que recibía era que sus deseos no eran tan
importantes como para cumplirse.
Puede haber muchas razones para la falta de atención de su padre; podía estar preocupado
por dinero o por su carrera, cansado de trabajar o sólo deprimido. Pero si está perdido
para sí mismo, será una presencia perdida para su hija también. Sin embargo, ella lo
añorará. Por todo lo que esta clase de padre no es, su hija está dispuesta a tener
interminables fantasías de quién puede ser.
Las mujeres con frecuencia exteriorizan el anhelo de un padre con el hombre que está en
sus vidas, así que presto mucha atención cuando describen a sus padres emocionalmente
ausentes. Una mujer que no ha sentido la luz de los ojos de su padre brillando por ella,
puede encontrar complicado sentirse viva, y tampoco puede ver con claridad que ha
escogido a un compañero que es una versión idealizada del padre que la desilusionó.
Cuando, de forma inevitable, esa persona no puede cumplir sus proyecciones, ella
comienza a culparlo, y lo que parecía amor con rapidez se convierte en desprecio. El
patrón, por lo general, se repite en relaciones siguientes.
Cuando las mujeres salen de tales relaciones, usualmente, después de un periodo de
duelo, se sorprenden del alivio que sienten. La soledad a la cual temían de repente es
bienvenida; en vez de vivir en el peligro, en una tensa atmósfera de una relación agotada,
se encuentran a ellas mismas capaces de relajarse a sus anchas. Si, en vez de lanzarse a
una nueva relación, una mujer sola usa el tiempo después del rompimiento para mirarse
a sí misma y reflejarse en sus propias necesidades, en lugar de proyectarlas sobre un
compañero, será ampliamente recompensada.
Las pasiones, anhelos y deseos de un padre, su dolor, en efecto, son trasmitidos de forma
inevitable a su hija. Las hijas de padres desaparecidos, exigentes, deprimidos, intrusos,
indiferentes, juzgadores, pasivos, amenazadores, incestuosos o remotos saben esto, de
forma consciente o no. Casi todas las noches Claire observaba a su padre narrador de
historias y jugador ponerse su esmoquin, peinarse el pelo crespo hacia atrás y amarrarse
los cordones de sus zapatos negros brillantes al prepararse para salir. Tenía 1.82 metros
de encanto y ella estaba embelesada con él. Era su héroe, el hombre al cual adoraba a
pesar de que lo encontraba aterrador. Su misterio, su temperamento provocador, aunque
a veces violento, hasta las indirectas que decía acerca de otras mujeres en su vida, creaba
una tensión insoportable en ella. Así mismo, el silencio era tenso después de que jugaba
una fortuna y dejaba a la familia empobrecida. En ocasiones había una tregua en sus
desapariciones nocturnas, y por unos días Claire se regodeaba de tener la atención de su
padre, sintiéndose la niña más afortunada del mundo. Luego, apenas parecía que iba a
estar alrededor por un tiempo, salía el esmoquin y él se iba tranquilo otra vez, dejándola
abandonada y vacía.
Claire sintió lo bien que yo entendía su adoración, a pesar de que no le dije hasta mucho
después que su historia tenía grandes similitudes con la mía. Ella no sabía que yo también
tenía un padre jugador que de repente estallaba en tormentas violentas de furia. Mi propio
padre era un dandy y un jugador al estilo ruso, lo que quiere decir oscuramente apuesto
y temperamental, con secretos pendientes de su pasado y una compulsión a entregar su
confianza en manos de estafadores. El dinero, hacerlo, ganarlo y con frecuencia perderlo,
lo mantenía corriendo en círculos, perseguido como un esclavo que se ha escapado.
Cuando sus bolsillos estaban llenos, la vida era un cuerno de la abundancia; compraba
una casa, un yate de motor, más vestidos hechos a mano y suficiente caviar y esturión
para llenar los estómagos de un pequeño ejército. Pero cuando sus bolsillos estaban
vacíos, nuestro mundo se oscurecía; se sentaba, rumiaba y revisaba la lista de a “quiénes
se les debe pagar ahora y quiénes pueden esperar un poco”. Cada vez que perdía una
apuesta en las peleas, las carreras, el béisbol, una carrera presidencial o en las cartas, se
volvía visiblemente sombrío y aullaba de ira, esperando como un animal herido a que
alguien lo sacara de la trampa en que había caído, como si sus heridas fueran accesibles,
como si mi madre fuera capaz de salvarlo.
Como Claire, estaba maravillada e intimidada por mi padre. Yo también lo idealizaba y
hacía mi mejor esfuerzo para convertirlo en una leyenda romántica que pudiera llevar
dentro. ¿De modo que qué importaba que no trabajara ni viniera a casa regularmente, que
gritara tan duro que las paredes temblaban, que se riera salvajemente de sus propios
chistes y no fuera como ningún padre que conocía? Por lo menos pintaba bellos murales,
amaba a Pushkin, gritaba arias con la ópera del domingo y se inventaba historias que
captaban la atención de los hijos de los vecinos. Si yo necesitaba algo que aplaudir, podía
celebrar estas cualidades y recordarme a mí misma que las tenía. Así que fue duro no
estremecerme cuando Claire me dijo que nunca pudo mirar directamente en los ojos
negros como el carbón de su padre; o que se sentaba en la sala en pijama y se rehusaba a
moverse cuando ella traía a sus novios, cortándolos con sarcasmo tan pronto se iban; o
que de forma continua ridiculizaba sus ambiciones, siempre con la misma pregunta
fulminante: “¿Para qué quieres hacer eso?”
A veces me preguntaba de cuál padre hablaba, el suyo o el mío. Para el momento en que
Claire se separó de su padre, muchos pedazos de él ya estaban en su interior: su dolor, su
humor, su lado salvaje, su talento, su brillo, pero también su vergüenza, su ostentación
de talento, su morbosidad y su violencia. Debido a que se veía a ella misma en sus
palabras, “inadecuada sin esperanza” y por lo tanto “marginal” y “sin poder”, Claire lo
compensó al convertirse en sus fantasías en la musa de hombres de proporciones épicas,
iconos culturales como Bill Clinton o potentes como Jack Nicholson o Robert de Niro,
quienes, como su padre, tenían un matiz mafioso y cuyo poder ella quería para sí.

UNA DE LAS PARADOJAS centrales del patriarcado es que los padres, buenos, malos,
indiferentes, continúen gobernando el núcleo familiar, aun cuando permanecen en la
parte de atrás. Un padre no necesita literalmente desaparecer como el de Mary Gordon,
la mayoría no lo hace. Sin embargo, existen innumerables formas en que un padre puede
estar ausente. Padres pasivos, narcisos, seductores, deprimidos, ausentes, intimidantes,
cada uno en su estilo humilla y frustra el deseo de la adolescente de formar su propia
identidad; y el sentimiento crónico de “echar de menos a alguien” que le queda, inspira
muchas formas de manifestación, a medida que trata de reemplazar la ausencia con
alguien que tenga la llave de lo que ella busca para sí misma. Cuando esto falla, como
con seguridad lo hará, otra clase de padre sustituto, las drogas, el alcohol, el
comportamiento sadomasoquista, con seguridad tomará su lugar. Con frecuencia, la
desesperada animación de estas opciones cumple, por lo menos temporalmente, con sellar
el espacio muerto dentro de ella, o producirle emoción momentánea, sin embargo, la
resaca es amarga, conduce a la duda sobre ella misma, a la vergüenza y destruye la
autoestima.
Para todas las mujeres que han tenido un padre fracasado o perdido, los temores de
abandono pueden transformar cualquier experiencia de soledad en una ansiedad
insoportable. Los buenos padres imparten un sentido de autoestima a sus hijas que guarda
en la memoria y metabolizan internamente para fortalecer su capacidad de soledad. El
amor y el apoyo de un padre permiten que el yo de la hija se exprese de una forma
creativa, la habilidad de actuar y ser en el mundo la anima a apreciar y a cuidar su propia
vida con seriedad. Las mujeres que son capaces de disfrutar la soledad tienden a escoger
parejas que las complementan, están menos perturbadas con fantasías de alguien que las
“complete”. Entre más podamos aceptar, y hasta querer, la soledad, menos necesitadas
estaremos, sin inclinación a ser un títere de la cultura o a perdernos a nosotras mismas en
la voluntad de los demás. En el torbellino de la adolescencia en particular, las hijas
dependen de la sólida ancla que la buena paternidad ofrece.

LAS ALEGRÍAS Y TRISTEZAS DE LA AMISTAD

Durante la adolescencia, hacer amigos y pasar tiempo con ellos se convierte en algo
urgente. Esta es la razón por la cual pasamos horas chateando y hablando por teléfono,
virtualmente yéndonos a las habitaciones de los demás. Tratamos de descifrar quienes
somos; soy un genio en matemáticas; soy una persona chistosa que hace reír a los demás;
soy popular; soy una solitaria; no soy ninguna de las anteriores, y volteamos hacia
nuestros pares para que nos digan cómo vamos. No podemos evitarlo; nos hemos soltado
de nuestro amarradero, del sentido conocido del yo que está enraizado en los padres y la
familia.
Las adolescentes “ensayas” amistades para encajar, y los amigos que elegimos revelan
aspectos diferentes de nosotras mismas. Las “mejores amigas” con frecuencia tienen
partes desconocidas de nosotras, no reivindicadas, atributos que pueden ser instrumentos
para ayudarnos a clasificar diferentes partes de la identidad. Elise veía en su mejor amiga
Lena, el espíritu libre que quería ser, mientras que Lena veía en Elise la sensible artista
introspectiva que creía que ella no era.
En la secundaria, mi mejor amiga era Karoliin, aspiraba a ser actriz como yo, y su vida
familiar parecía ofrecer todo lo que la mía no. Viviendo con mi familia rusa-ucraniana
era como acampar en un campo lleno de géiseres en donde enormes cantidades de
emoción, alegría, tristeza o ira, y todo lo intermedio, podía o no estallar con regularidad.
Los padres de Karolin habían emigrado de Alemania. Su padre era un abogado, y su
madre era ama de casa y una trabajadora social de medio tiempo. Vivían en una casa
grande y cómoda con cuatro hijas adolescentes. Cómo amaba la urbanidad de su casa, la
campana que anunciaba las comidas, los huevos duros perfectamente cronometrados
servidos al desayuno, las conversaciones en la mesa sobre libros, música y política que
continuaban después de que la comida había terminado. Para mí, estar ahí era como entrar
en un reino apacible; casi podía sentir mi mente vibrar.
Tanto como yo amaba el orden de la casa de Karolin, ella amaba el caos de la mía. Nunca
se perdía el brunch del domingo en mi casa, la cantidad de quesos, ensaladas, salami,
arenque, esturión, panes y postres, y todo el mundo comiendo y hablando al tiempo. En
poco tiempo, Karolin y yo nos acurrucamos en la vida de la otra. Éramos almas gemelas,
íbamos al teatro, leímos poesía, oíamos música, sonábamos con muchachos,
cortejábamos juntas el gran drama de la vida.
También éramos la caja de resonancia de cada una. Juntas, nos ayudábamos a navegar
entre grupos o a lidiar con la tradición de un novio. Nos consolamos cuando alguna no
era invitada a una fiesta “divertida”. Hablábamos sobre las otras chicas, nos dábamos
consejos sobre cómo conseguir lo que queríamos de nuestros padres, cómo decir que no
cuando un muchacho quería besarnos y, en especial, cuando estaba bien “hacer de todo”.
La reciprocidad que caracteriza una amistad íntima es una forma crucial de validación
para las adolescentes cuando la sabiduría de los padres se presta para ser subestimada. Es
casi imposible para una adolescente creer que un adulto puede entender su mundo. La
sabiduría paterna parece vieja, anticuada; nuestros pares, por otra parte, son nuestros
compañeros de viaje. Lo que un amigo dice con frecuencia es menos importante que su
presencia al otro lado de la línea, escuchando. Más importante, puede ahogar la voz de
la crítica más dura de la adolescente: ella misma.

EL LADO SOMBRÍO DE LA AMISTAD

Jody y Charlotte han sido inseparables desde su primer año de secundaria. Desde el
primer momento, cada una sintió que había encontrado un alma gemela en la otra. Pero
las cosas comenzaron a cambiar durante el último año, cuando Charlotte fue elegida para
actuar el rol principal en la obra de teatro de la escuela. Jody sabía que no la vería con
tanta frecuencia durante el mes de los ensayos, y a pesar de que pensó que era un poco
fanfarrón, estaba contenta por Charlotte cuando ella le dijo que el director la había
llamado aparte y le había dicho que tenía “talento de estrella”. En la noche del
lanzamiento, Jody le llevó un ramo de flores a Charlotte al camerino para celebrar,
contenta de que su amistad pronto retornaría a la normalidad. Pero después de la obra,
Charlotte se empezó a alejar de Jody. Siempre habían almorzado juntas y compartían
tiempo después de la escuela, pero ahora Charlotte se quedaba a ensayar con algunos
estudiantes de la clase de drama. Hicieron planes para almorzar un domingo, pero en el
último minuto Charlotte llamó para decir que se le había olvidado, tenía que ir de compras
con su madre. Después, esa misma tarde, Jody fue a un centro comercial a comprar unos
pantalones y vio a Charlotte saliendo de cine con una compañera de su club de drama.
Jody no lo podía creer. Sintió que la sangre le subía a la cabeza y quiso correr a una tienda
para que no la vieran, pero era muy tarde. Mientras pasaron al lado de Jody, hablando y
riendo sobre la película, Charlotte saludó con la cabeza y siguió su camino.
Después de eso, Jody y Charlotte se vieron cada vez menos. Jody estaba devastada. Lo
que empeoró las cosas fue que Jody no tenía nadie con quien hablar de sus sentimientos.
Se preguntaba qué había salido mal, específicamente, ¿qué estaba mal con ella? Y repetía
la imagen de Charlotte y su nueva amiga en su mente una y otra vez. Se sentía humillada
al suponer que todo el mundo debía saber que ya no eran amigas. ¿Cómo podía
explicarles esto a los demás cuando ella misma no lo entendía? Lo mejor que pudo
imaginar Jody fue que era demasiado tonta para Charlotte, quién parecía deleitarse con
su nueva popularidad. También estaba muy avergonzada para contarle a su madre lo que
había pasado, así que pretendió que todo estaba bien y escondió su dolor.
En todas las etapas, pero tal vez en particular la adolescencia, cuando la opinión de los
pares es tan importante, la traición de una amiga puede sentirse como el fin del mundo.
Charlotte probablemente no entendió el dolor que causó, pero por un largo tiempo su
rechazo disminuyó la confianza de Jody en sí misma, así de vulnerable es el yo en
formación de una adolescente.
El pertenecer y la traición, como mellizos siameses, están congénitamente unidos. La
necesidad de pertenecer está íntimamente relacionada con la necesidad de agradar.
Muchas niñas están dispuestas a sacrificar sus límites personales, y las fronteras de la
amistad, para ser aceptadas. Se acostarán con un novio en vez de arriesgare a perderlo;
despreciarán a una amiga para caerle en gracia al líder de un grupo; o como Charlotte,
pueden abandonar a una amiga apenas se puedan ir a pastos sociales más verdes. Cuando
ceder a las presiones sociales quiere decir comprometer el sentido moral de la integridad,
siempre es un acto de sacrificio en contra del yo en desarrollo.
“La adolescencia es un desfile de belleza”, escribe Rosalind Wiseman en Queen Bees and
Wannabes (Las abejas reinas y las que quieren serlo), un libro sobre las políticas del
mundo real de la adolescencia y la inspiración para la película de Hollywood Mean Girls
(Chicas malas). “Aunque su hija no quería ser una concursante, las otras la verán como
si lo fuera. En el mundo de las jóvenes todo el mundo concursa automáticamente. ¿Cómo
gana una joven? Al ser la mejor en apropiarse de la definición de feminidad de la cultura.
Sin embargo, una joven puede perder al ganar si estar en la carrera significa que debe
sacrificar su identidad individual”.
Las niñas pequeñas todavía son flexibles. El cambio llega cuando se acercan a la
adolescencia y absorben los mensajes culturales que usurpan su identidad y la sustituyen
por la de la “chica material con el pelo cepillado”, con ropa de diseñador que está puesta
allí por los publicistas y los medios de comunicación, cuyo único interés es lucrarse.
Nunca más seremos tan susceptibles a los mensajes que cortan de forma sesgada el yo
tan efectiva y eficientemente. Durante la adolescencia somos presa fácil. Cuando el yo
social importa más que todo y las jóvenes necesitan confirmar entre ellas que se ven bien,
y asegurarse de que son agradables, han entrado en la cabina despresurizada de la duda,
en donde la apariencia interesa más que lo que son en realidad. Esto es porque se
comparan unas a otras de forma interminable, se conforman con los estándares sociales,
sufren ataques de envidia y exteriorizan sus sentimientos en contra de las demás, pero,
sobre todo, porque se traicionan a ellas mismas.

A TRAVÉS DE UN VIDRIO OSCURO

Mientras que es normal en la adolescencia sentir dudas, la angustiada adolescente es el


producto final de todo lo que de forma nada cariñosa ha sido inculcado en ella. Algunas
veces una joven es herida de manera tan severa que, aun cuando se mira en el espejo, sólo
ve una imagen rota y distorsionada, sus partes tan fragmentadas que su yo no sólo está
empobrecido, sino que virtualmente desaparece.
Las jóvenes entre los 14 y los 16 años tienen promedios de depresión más altos que los
niños del mismo grupo de edad. Además de la depresión, muchas adolescentes sufren de
otros desórdenes anímicos que son lo suficientemente serios para estimularlas a hacerse
daño, y comportamientos potenciales de aislamiento como la bulimia, la anorexia, jalarse
el pelo, cortarse, quemarse, robar, la imprudencia sexual o la drogadicción. Las razones
que llevan a una joven a meterse en tales comportamientos son complejos y tienen varias
capas, pero el caso siempre es que tiene un yo disminuido y está tan desconectada de sus
sentimientos que raras veces es capaz de expresarlos en palabras y en cambio los actúa.
Sus sentimientos más dolorosos se han instalado, como rocas pesadas, en las
profundidades de su inconsciente. Aun así, su presencia se habrá registrado internamente
como “lo inimaginable conocido”, para usar la frase del psicólogo Christopher Bollas
sobre la experiencia que es tan inaguantable que no nos permite a nosotras mismas
hacerla consciente. En cambio, nos habita el dolor. La joven también, con frecuencia,
está de mal humor, incapaz de reconocerlo o expresarlo, se retrae sobre sí misma y su
cuerpo se convierte en el primer sitio de ataque. Es como si estuviera sentada en una
habitación con alguien que quiere hacerle daño, sólo que esa persona es ella misma.
En este ciclo de eterna guerra se vieron atrapados los padres de Tessa; su padre alcohólico
estallaba en furia casi a diario, y su madre era demasiado débil para defenderse. Su forma
de vengarse de él era reclamar su amor. Cuando el padre estaba sobrio, Tessa veía otro
lado gentil de él; en esos momentos, anhelaba su amor, pero sus cambios de ánimo la
asustaban, y le daba miedo estar a su alcance. Además, tenía el mensaje de su madre
fuerte y claro de que no estaba bien que ella lo amara. Confundida e inaguantablemente
sola, Tessa creció con un humor variable y se distanció de sus dos padres. Durante la
cena, apenas tocaba la comida, sin importar lo mucho que sus padres le insistían o
amenazaban. Con frecuencia rehusaba a que comieran juntos, quejándose de dolor de
estómago. “Llegó a tal punto en que sólo oía voces, como si la gente que me regañaba
hubiera desaparecido. Me sentía congelada por dentro, separada de todos y de todo, como
si me estuvieran exprimiendo la vida”. A los 15 años, Tessa fue diagnosticada con
anorexia y fue hospitalizada por casi nueve meses. “Una vez que estaba allí me di cuenta
de que no se trataba de arreglar las cosas, se trataba de alejarme de mí misma de todos y
estar allí donde no causaría problemas”. Durante los primeros meses, Tessa rumiaba en
el purgatorio de la indecisión, con miedo a morir, pero sin estar convencida de vivir.
Después, describió su estadía en el hospital como un estado de “invierno perpetuo”. Pero
también era un alivio vivir en un ambiente estructurado y silencioso con otras personas
jóvenes como ella. Mientras estuvo ahí, el padre de Tessa finalmente dejó a la madre por
otra mujer. Tessa volvió a casa seis meses después con una madre increíblemente
alterada. “Lloraba todo el tiempo y me decía lo bastardo que él era; quería que lo odiara
tanto como ella lo hacía”. Para escapar a las necesidades emocionales de su madre, Tessa
vivía compulsivamente ocupada, como la niña del cuento The Red Shoes (Los zapatos
rojos) que no podía dejar de bailar, ni siquiera para salvar su vida. Cuando no hacía tareas,
practicaba el piano, resolvía crucigramas, hacía joyas para disfraces o tomaba caminatas
de cinco millas. “No quería pensar”, dice, “y cuando me relajaba me ponía horriblemente
ansiosa. Sentía que debía satisfacer algo… Alguna imagen que tenían de mí”. Quiénes
fueran “ellos” cambiaba día a día.
Finalmente, la carga de exigirse demasiado probó ser un fuerte esfuerzo emocional, y
justo antes de que cumpliera 18 años, Tessa se volvió a refugiar en sí misma. “Trataba de
mantenerme lejos del camino de mi madre, pero tampoco quería ver a mis amigos”.
Cuando llamaban a invitarla a ir de compras o al cine, Tessa decía que no. Su
autoimpuesto aislamiento era una forma de protección, algo preferible que salir al mundo
sintiéndose tan “en carne viva, era como si no tuviera piel en mi cuerpo”. Iba a la escuela,
trabajaba en sus proyectos y la mayor parte del tiempo estaba en su cuarto “sintiendo que
apenas existía”, decía. Luego, en uno de sus momentos más oscuros, Tessa vio la imagen
de una joven riendo y libre por completo, “y supe que tenía que ser yo, encerrada en algún
lugar adentro”. Ahí fue cuando ella decidió que no podía soportar seguir viviendo así. Se
había castigado lo suficiente. Era tiempo de seguir adelante. Comenzó a elegir cosas que
respaldaran esa decisión: alimentarse bien, trotar, pasar tiempo con sus amigos otra vez
y, tal vez lo más importante, tomó un trabajo como la asistente de un veterinario, en el
que podía volcar su atención sobre el sufrimiento de los animales y lejos de ella. “Sentía
más compasión por ellos que por mí misma, aliviarlos me daba fuerza; de hecho, me
hacía sentir alegre porque sentía que podía ayudar”.

CUANDO EL MUNDO en el cual vivimos se vuelve imposible de soportar, algunas


veces nuestra única defensa es alejarnos de él. El comportamiento autodestructivo es una
forma de escape; las adicciones son otra, así como involucrarse en relaciones dañinas.
Cualquier obsesión, el comportamiento desesperado, es una forma de aislarnos y de
alejarnos del dolor. Las adolescentes son expertas en disfrazar sus necesidades al tratar
de actuar normalmente. Puede pasar mucho tiempo antes de que los padres se den cuenta
que su hija deja la mesa antes de digerir la comida o está aspirando coca con su amiga o
navega en Internet en busca de otros secretos cortadores como ella. Incluso cuando estas
atribuladas adolescentes entablan relaciones sociales, la consciencia de su dolor entre la
aparente normalidad de los otros, porque recordemos que literalmente se sienten
“separadas” de ellas mismas, las hace sentir aún más marcadamente solas y aisladas.
El “sufrimiento”, decía Freud, “no es nada más que una sensación; sólo existe en la
medida en que lo sentimos”. Por esto, tratamos de alterar la química de nuestros cuerpos
usando drogas para intoxicarnos y apartarnos del mundo exterior con sensaciones
placenteras, tan lejos como somos capaces. Los adolescentes son por naturaleza
buscadores de emociones, ansiosos de “sensaciones placenteras” casi como una forma de
arte. Pero cuando la alienación de una adolescente es tan extrema como la de Tessa, que
apenas siente que existe, el dolor le dice, por lo menos, que está viva. Pero el dolor es
adictivo, todo lo demás pierde importancia al lado de su poder transportador y con el
tiempo necesitamos más y más para no sentirnos insensibles. Sólo hay algo que tiene una
fuerza mayor: el profundo anhelo de estar completos que existe en el interior de cada ser
humano y, cuando se despierta, convierte el dolor pasado en vida. He visto el poder de
este impulso muchas veces en las mujeres con las cuales trabajo que, colectivamente, se
han involucrado en cada forma posible de comportamiento autodestructivo, pero de
forma clara han elegido la promesa de la vida.

SIN COMPROMISO (¿Y LIBRE DE FANTASÍAS?)

¿En dónde estoy? ¿Y quién soy? Lily acaba de cumplir 22 años. Hace algunos meses se
graduó de la universidad, su vida se encontraba en el futuro, en frente de ella, esperando
mientras ella se preparaba. Ahora el mundo está a sus pies, sólo tiene que golpear sus
tacones puntilla y reclamarlo. Pero a medida que avanza, el miedo de repente la pica. Se
voltea para ver las tenues sombras de las figuras familiares. Quiere aferrarse a ellas, pero
no puede. El futuro está aquí y ella esté en él.
Hace tres semanas, Lily se fue a vivir un pequeño estudio. Ella sabe que sus padres se
“aterrarán” cuando se den cuenta de que vive en ese barrio, pero ella se considera
afortunada por haberlo encontrado; los apartamentos baratos están casi extintos. Además,
le gusta la idea de vivir sola, al menos eso creía antes de instalarse. Ahora no se duerme
por las noches y se preocupa de cómo se va a sostener. Sus padres le envían un estipendio
mensual para cubrir sus gastos, pero la cantidad se verá reducida a la mitad en cuatro
meses y totalmente en ocho, porque, como le recuerdan constantemente como si lo
pudiera olvidar, todavía tienen que enviar a sus hermanos a la universidad. Lily piensa
con pesar cuán duro es regocijarse en fantasías de ser independiente ahora que ha entrado
al “mundo real”, en especial cuando considera las opciones. Seis dólares la hora como
mesera, nada como actriz. Eso es otra cosa, piensa Lily. ¿Supongamos que fracaso?
¿Entonces qué? Siempre he querido ser una actriz, es lo que soy.
No quiero ser nada más.
Cada año, millones de mujeres jóvenes, de 20 años o más, dejan a sus familias atrás para
pisar el extraño y disparatado mundo de los adultos, en donde deben asumir la ardua tarea
de tratar de establecerse en un trabajo o una vocación y descifrar quiénes son. Pero a
pesar de ser legalmente sancionadas como adultas a los 21 años, las jóvenes de 20 a 30
años casi nunca encajan en la definición de ser “totalmente maduras y desarrolladas”. En
Are You Somebody? The Accidental Memoir of a Dublin Woman (¿Es usted alguien? Las
memorias accidentales de una mujer de Dublín), los recuerdas de Nuala O’Faolain de su
yo a los 20 y pico de años, se acercan mucho a lo que en realidad somos:
“Enfrenté el futuro murando para atrás. Todavía tenía mucho de niña”.
Los jóvenes adultos casi pueden ser definidos por si inestabilidad: es un estado de
transición en donde ensayamos cosas, la universidad, trabajos, relaciones, nuevas
ciudades, preferencias sexuales, preferencias de género, la soltería o vivir en pareja,
cometemos muchos errores y aprendemos de ellos. Como Lily, que se acuesta en su cama
preocupada sobre el dinero por un momento y al siguiente sueña con ser una estrella,
vacilando entre la realidad y sus sueños de lo que debería ser. Ha entrado en esa época
cuando somos, de acuerdo con las palabras de O’Faolain, “ricos en ignorancia”, lo que
significa que nuestra búsqueda adolescente de identidad no sólo continúa, sino que se
intensifica. Cometeremos muchos errores antes de aprender la diferencia entre la clase
de llama que caliente el corazón y la que nos quema, o descubrir que a misma llama puede
hace las dos cosas. Cada “falso comienzo” nos enseña algo que necesitamos saber.
“Ahora que tengo 30 años”, escribió Elizabeth Wurtzel en Bitch (Perra), “sé con certeza
que hubo cosas que hice cuando tenía 20 años que necesitaba hacer. Tal vez las hubiera
hecho de adolescente o en la universidad, pero creo que necesitaba hacerlas de adulta,
como una persona libre, sin un tour en bus, ni un padre, ni un consejero, ni un compañero
de cuarto ni ningún otro guardián que fuera chaperón: Había cosas que necesitaba hacer
absolutamente sola (las itálicas son mías)”.
Sucede que la fuerza y la dirección de cada joven mujer es variable: algunas sienten
urgencia, otras son más mesuradas; algunas abrazan la perspectiva de que “el mundo es
mi ostra”; otra es silenciosas, algunas son románticas, otras prácticas; algunas
escandalosas, otras modestas. Queremos tener una relación comprometida, viajar a
lugares exóticos, ser socias de una firma de abogados, pintarnos el pelo de azul y usar
piercing en la lengua, dormir con muchos hombres, con muchas mujeres o ambos, estar
políticamente involucradas, aprender a meditar, quedarnos solteras, casarnos, tener hijos,
intentar el celibato, escribir una novela y aprender paracaidismo.
Tener esas opciones se siente como libertad. Pero la “libertad” es también un estado
mental. Las mujeres jóvenes con quienes he hablado tienden a preocuparse demasiado
pro establecerse en el mundo como para pasar mucho tiempo explorando sus vidas
privadas.
Olga recientemente se encontró con un antiguo novio en un café. A los 25 años pensó
que podía casarse con él. Cinco años después no está tan segura sobre lo que él tenía de
atractivo, “excepto su enorme ternura al hacer el amor. Pensé que amaba la idea de que
había esta cantidad de emoción de la cual podía beber, lo que es mucho más de lo que
puedo decir de otros hombres”. Más que eso, le gustaba el drama: ese primer encuentro
cuando él se quedó en su apartamento y con voz seria le dijo: “En realidad me importas”;
los momentos arrebatados de hacer el amor con pasión cuando se escabullía del trabajo a
medio día; la titilante sugerencia de “planes futuros”, como cuando la llevó a conocer a
su familia. Pero la relación tuvo un final abrupto cuando él le dijo a Olga que no estaba
listo para una relación seria. Conmocionada porque fue sin aviso, Olga estuvo en cama
por una semana.
Seguro que Olga extrañaba a su novio, pero lo que más echaba de menos era el estado
intoxicante de encaprichamiento que es parte de enamorarse, la extraordinaria “euforia”
de sentirse poseída, reclamada, absorta, perdida para ella misma, pero también el sentido
de posesión, reclamo, penetración, de nunca soltar, con remolinos de fantasías de que la
persona que quieres te quiere de la misma forma. Nuestras más tempranas experiencias
sobre enamorarnos casi siempre están caracterizadas por el deseo de fundirnos con la otra
persona, la fantasía estimulante, pero fantasía al fin de cuentas, de que podemos
volvernos uno. Después cuando somos más viejos y sabios, nos enamoramos otra vez,
pero nunca con la misma intensidad casi maníaca.
Experimentar la vida es la condición climática de los jóvenes adultos, relacionada con
dos fuentes importantes de alegría o descontento: el amor y el trabajo de Freud (eros y
arbeit), empiezan a ejercer una gran fuerza gravitacional durante este tiempo. Más allá
de los 20 años, muchas mujeres jóvenes hacen cosas increíblemente creativas; a otras les
tomará más tiempo descubrir en donde están sus talentos y remover las obstrucciones que
las retienen, usualmente relacionadas con voces internas conflictivas sobre hacer lo que
es práctico, miedo de desilusionar a los padres, o de hacerse daño a ellas mismas. El
atractivo del encaprichamiento y el amor genuino con frecuencia tienen poco en común,
lo mismo puede decirse de mantenerse a uno mismo y encontrar la clase de trabajo que
uno en realidad quiere.

ACTUAR VERSUS INTERPRETAR

Una cosa es cierta: bien sea en el amor o en el trabajo, las mujeres entre los 20 y los 30
años deben aprender la diferencia entre actuar e interpretar. Por “actuar” quiero decir la
clase de experimentación que comienza en la adolescencia mientras nos esforzamos por
darnos cuenta de quiénes somos en el mundo; es parte de un proceso continuo de
formación de la identidad. Actuar incorpora
“juego” y siempre tiene un elemento de espontaneidad, la chispa de la creatividad. Por
“interpretar” quiero decir comportarse de maneras de constriñen el yo y obstruyen su
crecimiento; montar un acto, una falsa fachada, tratar de que la gente crea que somos
sujetos diferentes, casi siempre para ocultar un débil sentido del yo. A diferencia del yo
que actúa, el que interpreta es mucho menos libre para ser curioso, espontáneo,
exuberante o valiente, porque siempre está en deuda con aquellos a quienes creemos
debemos complacer.
Susan explica por qué finalmente terminó con su primer novio en serio, Josh.
“Siempre trataba de cambiarme, me decía que no usaba bien la cabeza”, me dijo Susan.
“Sí la usaba, sólo que no quería escribir un tratado de leyes o ir a reuniones del Consejo
de Relaciones Extranjeras. Quiero decir, estoy contenta de que me haya enseñado todas
esas cosas, pero es que no son lo que yo soy”. Al decidir que “había tenido suficiente”,
Susan volvió a la “soltería”.
Pero pronto Susan comenzó a sentirse nerviosa sobre si algún hombre iba a ser su segunda
o tercera oportunidad “porque si estás en la barrera, puedes ser elegida o no”. Después
de despertarse muchas mañanas con un hombre extraño en su cama, “hombres que
parecían maravillosos a las 4:00 a.m. pero eran unos completos idiotas en la mañana”, no
pensaba que tuviera el hígado para comenzar todo el proceso de nuevo. Una carta franca
de su amiga Trudi la sacudió. “Mi querida Susan”, comenzaba, “eres tan dotada, tan
brillante e ingeniosa, que casi me causa un shock cuando a veces te escapas de tu
verdadero YO y te vuelves la ‘NIÑA BUENA’ que debe tener a todos los hombres. ¿Por
qué tratas tanto de complacer a esos hombres pulcros y mediocres que no se merecen ni
un toque del polvo que usas para la nariz y nunca son los que te hacen sentir cómoda?”
El e-mail de Trudi mencionaba otras formas en que
Susan se “vendía a ella misma” y la urgió a dejar “el rol de PERFECTA
ANFITRIONA y volverse quién era en realidad”. Sintiéndose extrañamente calmada y
satisfecha, Susan cerró los ojos y pensó sobre lo que Trudi había escrito. Deseó que su
amiga estuviera ahí. Quería contarle que luchaba todos los días con las voces interiores
que la empujaban y que sabía que tenía muchos malos hábitos a los cuales renunciar.
Pero Trudi estaba viviendo en Oregón, resguardada en la comodidad de una relación, y
la gratitud que sintió Susan se estropeó un poco.
“¿Cómo puedo vivir sin ser notada? ¿Cómo puede cualquiera?”, se preguntó Susan.
Pensó en Nancy, su última compañera de cuarto, rubia y bella y talla seis. Cuando salían
juntas a bares, era a Nancy a la que los hombres le prestaban atención. Susan dice que
“podía ser muy ingeniosa y no importaba”. Cerca de Nancy se sentía sin ningún valor.
De repente, todo lo que podía sentir era vergüenza, que la cubría como una cobija comida
por la polilla. Ella ha empezado a darse cuenta de que cuando se siente así, lo único que
quiere, lo único que le parece ayudar, es atención. Casi no importaba de qué clase o de
quién, su jefe en la empresa de Internet, las personas con las que está en una fiesta, los
amigos generosos; mientras tuviera la suficiente atención, Susan se sentía viva. Era por
eso por lo que salir por las noches se convirtió en una representación nocturna que ella
realiza para conseguir lo que quiere. “Temprano en la noche, es por lo que llevo puesto,
después de unos tragos, es por los comentarios ingeniosos que salen de mi boca que hacen
que todo el mundo en la mesa aúlle de risa, y a las dos o tres de la mañana es por captar
la atención de algún hombre para que haga el amor conmigo”. Cuando revisa su propia
actuación al día siguiente, su placer depende por completo de que tan bien han logrado
“desempeñarse” la noche anterior. El problema es que Susan se siente muy frágil para
tomarse en serio y los sentimientos de satisfacción no se mantienen. “Sólo basta que un
hombre pierda interés y haré casi cualquier cosa para revivir su atención. Si no puedo,
bueno, me deprimo”. Susan sabe que vive falsamente y puede sentir el estrés que hay en
su cuerpo cuando “bailo tan rápido como puedo”. Y, sin embargo, el miedo de estar sola,
realmente sola, es más de lo que puede soportar. Para ella sólo quiere decir una cosa: no
es digna.
Hay un guion que las adolescentes siguen de forma inocente cuando comienzan a conocer
muchachos, salir, conectarse o enamorarse por primera vez; una selección de ideas,
nociones, creencias, “reglas” y prescripciones tomadas de una variedad de fuentes,
padres, profesores y amigos, y mensajes publicitarios de los medios de comunicación que
guían su comportamiento. El problema es que el siempre vigilante ego está en
movimiento, criticando, juzgando, encontrando fallas, y hay partes del guion que se
afianzan. Para el momento en que ella llega a los 20 años, el guion se ha convertido en
una ideología hecha y derecha que define su visión del mundo, incluyendo pensamientos
críticos sobre quién cree que es. Esto conforma un sentido propio triste. Nuestra
necesidad de abrirnos paso en el mundo es real y urgente, y por esa razón con frecuencia
sentimos “que somos lo que hacemos”, aunque lo hagamos por las razones equivocadas.
Lo que cualquier adolescente y mujer joven desea es la libertad para permanecer leal a sí
misma y elegir su propio camino. En la vida real, sin embargo, las apuestas psicológicas
de participar en una decisión tan radical son simplemente muy costosas. En los
compromisos siguientes, las mujeres jóvenes comienzan a perder un sentido activo de su
propia actuación. En la psicología de las mujeres, los costos son enormes; experiencias
de desconexión, dificultades para que su mente se exprese, sentir que no son escuchadas
de manera enfática, pérdida de confianza y un sentido fallido de comunicar, o incluso
creer, sus propias experiencias.
Hasta las mujeres con el espíritu más libre están llenas de fantasías que compiten y
discuten de forma interminable: soltería versus vida en pareja, trabajo versus juego,
autonomía versus dependencia, prudencia versus despreocupación, lo ideal versus lo real
y actuación versus la representación del yo. Además de esto, hoy más que nunca, las
mujeres jóvenes están acosadas por versiones conflictivas de lo que constituye la
“felicidad”. Los libros de autoayuda insisten en que las mujeres pueden tenerlo todo,
mientras que los libros de “reglas” publican descaradamente instrucciones manipuladoras
sobre los aspectos que se deben representar para obtener, y mantener, una pareja. De
forma simbólica y en realidad, las jóvenes adultas están en el umbral en donde las
transformaciones profundas pueden comenzar a tomar forma. En un sentido de
desarrollo, las mujeres a los 20 años están, por decirlo así, actuando en la realidad, o por
lo menos lo intentan. Y la realidad, en nuestra sociedad agresiva, consumista, veloz, con
posturas influenciadas por los medios de comunicación, que bloquea las posturas
culturales diversas, y en su extraordinaria insensibilidad hacia las necesidades de sus
propios ciudadanos, de ninguna forma es fácil de absorber. Nadie juega tan rápido o tan
duro como los individuos que tienen de 20 a 30 años, ni tienen más necesidad de rituales
y de válvulas de escape para auto descubrirse. Si una mujer joven no juega durante ese
tiempo, con seguridad lo hará, tal vez más imprudentemente, después, o derramará
lágrimas de remordimiento y habrá perdido años deseando haber jugado. Porque ella está,
casi por definición, centrada en sí misma y su tarea más urgente, y su mayor logro, se
convierte en comenzar a distinguirse de todas las personas que la rodean y aprender a ser
ella misma como ella es.

SIN IMPORTAR LO DURO que juzguen a los demás, las mujeres jóvenes son mucho
más implacables con ellas mismas. Las corrientes culturales y psicológicas las
sorprenden antes de que sean lo suficientemente sólidas para resistirse a sus efectos. Esa
es una de las razones por las cuales disfruto tanto trabajar con ellas. La ironía agridulce
es que soy capaz de estar ahí para estas mujeres como nunca pude estarlo para mí misma.
Sus escudos de bravuconería, sarcasmo, arrogancia, sus escapes, su desdén, su falta de
espacio y su ansiedad, son defensas necesarias tanto contra las crasas insensibilidades y
coerciones del mundo externo, como contra sus perforaciones internas. Confundidas y
avergonzadas por la forma en que se sienten con respecto a ellas mismas, buscan espejos
que les ofrezcan reflexiones verdaderas de quiénes son para aliviarlas de los terribles y
crecientes dolores de la duda. Sabemos que nuestros estereotipos culturales y
expectativas sociales contribuyen a minar la confianza de las adolescentes. Lo que
tenemos que absorber por completo es la intensidad transparente e implacable de estas
fuerzas justo cuando el yo se está deformando.
Muy pocas niñas atraviesan la adolescencia sin sufrir una seria pérdida de autoestima;
aun durante los años adultos, cargamos el peso acumulado de la vergüenza, culpa y
ansiedad que interiorizamos en este periodo crucial del desarrollo. Temerosas de estar a
merced de estos sentimientos, lo compensamos mientras podamos, abrazando las
venenosas formas de divertimento de la cultura. Pero nuestro yo, nuestro verdadero yo,
nos llama y nos deja saber en formas sutiles y no tan sutiles que no lo estamos teniendo
en cuenta.
La soledad es un regalo; nos hace volver al yo. En vez de evadirla, necesitamos aceptarla
con todo el corazón, así le temamos. Para librarnos de los miedos, primero debemos
entender su fuente. A medida que el miedo disminuye, tenemos oportunidades renovadas
de llevar una vida propia. Cada relación en nuestras vidas es una enseñanza: una forma
de aprender lo que queremos y necesitamos para nosotras mismas y lo que estamos
dispuestas a dar o a no dar, para obtenerlo. En este sentido, la soledad es un espejo en
donde podemos vernos a nosotras mismas de una manera más completa y afirmativa.
Finalmente, nuestra visión se aclara. En los siguientes capítulos veremos que podemos
seguir viendo cómo vamos o podemos decidir vivir creativamente, bien sea por medio de
la jardinería, en el comercio, viajando, cocinando, involucrándonos en política, o (sin
culpa) haciendo nada. El tema central para nosotras será cerrar la brecha entre saber qué
queremos para nosotras mismas y vivirlo de forma activa. Nuestra respuesta reflexiva
será ponderar qué hicimos mal y revertir los viejos patrones de respuesta que nos
mantienen cautivas. Pero mientras nos fortalecemos y ganamos determinación a medida
que aprendemos a interceptar las voces que niegan la vida en nuestro interior,
descubrimos que cada afirmación nos ayuda a encontrar nuestra propia soberanía.
Tercera parte
Dueña de sí misma

Capítulo 6
Hágase amiga de la soledad

TRANSICIÓN HACIA LA SOLEDAD

Hannah, una pediatra muy inteligente y segura de sí misma, llamó para contarme que
había tenido cuando comía un emparedado de atún en el café cerca de su casa. “¡Ya sé!
Peter tiene una aventura”, refiriéndose a su esposo. Luego de una pausa, se preguntó
“¿Dónde he estado yo todo este tiempo?” Durante los días siguientes, Hannah comenzó
a juntar las evidencias que muy vagamente había notado antes: algunas llamadas a horas
inusuales que al levantar la bocina colgaban; las iniciales “JL” en la página inicial de una
novela que un supuesto “amigo” le había prestado a su esposo; su inesperado interés por
los fados; y precisamente hacía tres semanas, en el último minuto, una llamada de él para
explicar que prolongaría su viaje de negocios por una semana más. La curiosidad de
Hannah se incrementó. Dejó sus escrúpulos a un lado y decidió leer el correo electrónico
de Peter. “Todo estaba allí”, me dijo, “meses y meses de cartas de amor entre él y una
cantante llamada Francesca”. Esa noche, Hannah confrontó a su esposo. “Al principio
dijo no saber de qué le estaba hablando. Pero cuando le mostré sus correos, dejó de
defenderse”. Para Hannah, la indiferencia de Peter fue lo peor de todo porque significaba
que no estaba dispuesto a luchar por su matrimonio.
Hannah había conocido a Peter en la fiesta de unos amigos. “Desde el momento en que
lo vi, supe que era para mí. Sentí como si lo hubiera conocido durante mil vidas
anteriores”. Hasta que se presentó esta crisis, estaban viviendo juntos en el apartamento
de Peter y, aunque él aceptó irse a un hotel, Hannah decidió que sería ella quien se iría.
“Había tantas cosas de él a mi alrededor. Y, además, ¿cómo sabría si él no había dormido
con ella aquí cuando estuve ausente?” La indignación fortaleció su decisión. Encontró un
apartamento y se mudó semanas después. Dispuesta a darle a su vida un nuevo comienzo,
no se dio cuenta de que estaba esforzándose demasiado. Pronto descubrió que deshacer
un matrimonio de nueve años tiene muchas complejidades emocionales. Su rabia se
desvió hacia la culpa y el remordimiento, y comenzó a obsesionarse sin compasión.
“¿Qué significa que él me haya dejado? ¿Quién querrá estar conmigo otra vez?”
En las siguientes semanas, Hannah no pudo dejar de pensar en la “otra mujer”, y su
mente se quedó pegada a ese pensamiento: “el triunfo de Francesca”. Se creó su propio
retrato de la amante de su esposo, embelleciéndola con adjetivos que posiblemente
ningún ser humano tuviera. Francesca era una “magnífica cantante”, “increíblemente
encantadora”, “deslumbrantemente hermosa”, “fabulosa en la cama”, y, por supuesto,
muchísimo más joven. Sobrecogida por emociones que nunca había sentido, Hannah se
quejaba amargamente.
“Apesto a envidia y rabia; es como el dolor de los harapos viejos y húmedos. No sabía
que tenía esto dentro de mí”. Cuando se calmaba, se daba cuenta de que su dolor por la
traición era mucho más profundo que su envidia: “Creo que sus mentiras me hirieron más
porque acabaron con la posibilidad de volver a creer. Eso es lo que hace la traición”.
Día tras día, y a veces minuto a minuto, Hannah vacilaba entre la rabia hacia Peter y la
rabia con ella misma. Se quedaba por largas horas en su oficina, programando
compromisos nocturnos y escribiendo reportes hasta las ocho o nueve de la noche. Hacía
lo mejor que podía para superar la depresión a medida que enfrentaba la realidad de su
soledad. Continuaba obsesionada, incapaz de parar el pensamiento de que había sido ella
quien había destruido su matrimonio. “Estaba enamorada de Peter, pero también amaba
mi trabajo; quizás no lo tuve mucho en cuenta. Estoy segura de que no le ofrecí lo
suficiente”. “¿Le dio él lo suficiente?” pregunté, para recordarle que eran dos personas y
no una en el matrimonio. Pero Hannah no estaba aún lista para renunciar a la culpa: “Sigo
pensando que, si lo hubiera intentado con más ahínco, hubiera podido cambiarlo”.
Después de que una relación se termina, es muy difícil para una mujer desprenderse de
la ilusoria idea de que tenía el poder de cambiar a su pareja, y también el resultad.
Aferrarse a esta creencia y obsesionarse con los “he debido” y “si sólo hubiera”, evita
que sigamos adelante con nuestras vidas. A su debido tiempo Hannah se daría cuenta de
que su matrimonio terminó por razones que ella no podía prever ni controlar. Por el
momento, ella se encontraba en medio de su proceso más importante y, como nos ha
pasado a todas, tendría que encontrar su propio camino.

UNO DE LOS RECUERDOS más vivos de mi segundo matrimonio es el vacío que sentía
antes de que se terminara, como si mi vida consistiera en puntos grises que retrocedían
interminablemente, y como si yo nunca pudiera parar de caminar en su llanura vacía; el
vacío dentro de mí que se reveló después de que perdí la esperanza de que mi esposo y
yo pudiéramos revivir lo que habíamos perdido. Entre mis expectativas frustradas la más
difícil fue la de renunciar a la idea de que permanecería con el hombre con quien me casé
“hasta que la muerte nos separara”, y la de que mis hijos crecerían en el seno de una
familia amorosa e intacta. Cualquier cosa distinta sería un fracaso como mujer, como
esposa y también como madre, y me reprendía a mí misma enormemente en cada
momento. El día en que mi esposo y yo les dijimos a nuestros hijos que nos separábamos
–tenían once y trece años de edad- todavía me produce mucha angustia recordar su mirada
dolorida y su silencioso desconcierto.
Tenía preocupaciones de tipo práctico, también, y aprendí que cuando estamos
emocionalmente contentas, los asuntos prácticos se dejan de lado. Un año antes de la
separación, nos habíamos mudado a Manhattan por petición mía. Había vivido en la
ciudad cuando tenía 20 años, y después de haber vivido en Princeton durante 14 años,
sentí que había regresado a casa. Pero también nos tomó un tiempo adaptarnos a la vida
de la ciudad, especialmente a mis hijos, que necesitaron de todo mi apoyo, ya que tenían
que acomodarse a una nueva escuela y a hacer nuevos amigos.
Estaba también el deplorable estado de mis finanzas. Me había acostumbrado a un
confortable nivel de vida y, en mi nuevo trabajo como presidente de una organización sin
ánimo de lucro de artistas para la paz, devengaba un modesto ingreso, apenas suficiente
para gastos básicos. No me ayudó el hecho de que siempre me mantuve a la sombra de
los asuntos financieros, como si no saber cuánto tenía de saldo en el banco pudiera por
arte de magia mantenerme solvente. Ahora, por primera vez en mi vida, tendría que
manejar los pormenores del dólar y los centavos y todos los asuntos del dinero, y aprender
a vivir con un ingreso bastante reducido. Puse en arrendamiento una de las habitaciones
de mi casa y me las arreglé como pude. Posteriormente entendí el temor que había detrás
de mi ignorancia, puesto que tomar el control de mis finanzas significaba independencia,
lo cual estaba en conflicto directo con mi deseo de ser cuidada. Muchas mujeres que
después he conocido sienten este miedo.
Cuando las parejas se separan, las amistades se reconfiguran, porque los viejos amigos a
veces toman partido por uno u otro. Al principio me sentí sorprendida, avergonzada, y
después desolada por la pérdida de personas con quienes había contado. Me sentía tímida
y vulnerable para llamarlos, convencida de que, comparada con mi esposo, tenía mucho
menos que ofrecerles. Ahora sé que, ante el sufrimiento de otra persona, es de la
naturaleza humana colocar un cartelito de no molestar. Muchas personas simplemente no
pueden manejar el sufrimiento de un amigo porque temen que les invada sus vidas.
Decidí convertirme en una trabajadora social clínica; la psicología siempre me había
fascinado, y durante muchos años pensé en convertirme en psicoterapeuta, pero el regreso
a la vida académica y sus exigencias eran inquietantes. De repente me vi navegando un
paisaje donde todo era nuevo y sin probar, especialmente dentro de mí, y me sentía
desdichadamente expuesta e indefensa. Lo que necesitaba con desesperación era saber
que mi vida sería segura. Sin embargo, por lo menos durante los dos años siguientes, no
tuve tal sentimiento de seguridad.
Había estado ahí antes, cuando tenía 20 años, pero después viví en una burbuja de
ilusiones románticas; salí y entré rápidamente de mi primer matrimonio, medí mi valía
por el número de amantes que tenía, gasté más dinero del que ganaba, y acumulé las
deudas con la creencia de que algún día un gran hombre me enamoraría y salvaría. Nunca
desarrollé una fuerte musculatura del yo. Ahora, en la mitad de la década de los 40 años,
las vibraciones de mi situación actual de estar viviendo por mi cuenta afectan cada fibra
y nervio de mi cuerpo inseguro; no había ninguna burbuja dónde esconderme, ninguna
fantasía de ser rescatada que me liberara de la presión. Era una mujer sola y madre soltera,
con dos hijos que necesitaban que fuera muy fuerte, cuando precisamente fortaleza
interior era lo que menos tenía. En esta etapa del entrenamiento hacia la soledad, con
frecuencia me exasperaban los requerimientos de mis hijos, sentía rabia porque mis
propias necesidades estaban desatendidas, escuchaba hambrienta los comentarios sobre
las comidas y fiestas a las que asistían otras personas, me preguntaba sin cesar qué es lo
que hace que la vida valga la pena y si alguna vez lo encontraría; intentaba darle sentido
a mi matrimonio necesitando entender lo que nunca podría ser entendido; alentaba mi
envidia respecto a la libertad de mi marido relacionada con los asuntos domésticos y
cómo él podía escapar de esa responsabilidad cuando yo no podía, y seguía habitando en
el pasado cuando parecía no tener futuro. Desprovista de todas las cosas que había dado
por seguras: las conexiones sociales, la seguridad económica, la posición social y tantos
otros privilegios que me daba el estar casada con un profesor reconocido, me sentí más
invisible de lo que me había sentido nunca, si esto era posible.
Los recordatorios de mi soledad se convirtieron en algo de primera necesidad para mí.
Envidiaba a las parejas, me sentía triste y sin fe cuando el esposo de alguna amiga me
confiaba avergonzado que su esposa no había vuelto a invitarme a sus fiestas porque mi
soltería me había convertido en una especie de sirena, y sin embargo me sentía abrumada
cuando iba a un cóctel de personas extrañas. Mi humor era cambiante e irritable. Temía
pasar los fines de semana sola mientras mis hijos visitaban a su padre, y sentía rabia e
indignación cuando la secretaria de mi odontólogo automáticamente me llamaba
“señora”, o me sentía avergonzada cuando hacia compras en un supermercado para una
sola persona. Pero mis peores momentos eran por la noche, cuando la soledad me llenaba
de autocompasión y creía con certeza que estaba destinada a una vida de aburrimiento y
aflicción. No entendía en ese momento que efectivamente había cometido perjurio contra
mi propia imaginación, relegándola a los viejos caminos surcados de prejuicios. Había
jurado en falso contra las muchas e inexploradas posibilidades que me ofrecía la soledad,
y actuaba en perjuicio no sólo de mí misma sino de todas las mujeres solas.
Ahora sé con absoluta certeza que, ante la inevitable llegada de la soledad, se experimenta
una gran reorganización interna. Por supuesto que no siempre sabemos cómo. Esta fue
mi situación personal cuando como mujer recién divorciada, mi confusión interior se
reflejó en el manejo del mundo exterior, donde ambos eran igualmente sombríos. Un
hombre sabio llamado Adyashanti dice que el mundo es una “maquina duplicadora”,
queriendo decir que los asuntos que estemos manejando en nuestra vida interior, se
revelarán siempre en el mundo exterior. En términos del proceso natural, tal convergencia
es una constante universal, aunque usualmente no nos demos cuenta o sólo lo hagamos
de manera sutil, hasta que las circunstancias nos lo muestran crudamente. No había nada
qué hacer distinto a aceptar mi situación. Después de todo, había tomado la decisión de
encontrar mi propio camino.
Cuando estamos en una buena relación con otra persona, es casi imposible imaginarnos
solas. Desde luego, esto no es cierto si hay problemas en la relación, y menos si esta es
realmente mala. Pero incluso estando en la mejor relación podríamos sentir
remordimientos de lamentar los caminos tomados, es decir, si hubiéramos debido
mudarnos a otro lugar geográfico, o no haber interrumpido nuestra vida profesional para
tener los hijos, o haber aceptado un empleo para ganar dinero, aunque no nos gustara, o
haber sido responsables del cuidado de una pareja enferma, de un hijo o de un padre
anciano. Mientras más sentimos que nos hemos sacrificado o que no hemos vivido lo que
hubiéramos querido, más dispuestas estamos a soñar con una vida diferente, sin las
cadenas de las preocupaciones mundanas: ser “rescatada” por un billonario, tener sexo
con hombres bellos y viriles, tener tanto dinero que no sepamos qué hacer con él, viajar
a sitios lejanos, o, como para muchas, simplemente tener el tiempo y el espacio para
nosotras mismas.
Estas imágenes tienen que ver casi siempre con la liberación de nuestras cargas y
restricciones, y rara vez tienen el polvo y las telarañas de la vida real. Y cuando los
temores a quedarnos solas aparecen en las imágenes que nos hemos creado, a menudo
nos devuelven al pasado, al mundo que conocemos mejor, sin importar cuán arriesgado
sea para nosotras. Pero finalmente llega la hora de la verdad y a nuestro falso yo no le es
posible continuar.
Estar por mi cuenta comenzó a parecerme preferible a sentirme cada vez más sola en mi
matrimonio. Aunque sabía que este no duraría, el final de mi matrimonio lo sentí como
una gran pérdida, y tuve que hacer un duelo. “En nuestra cultura, cometemos el error de
asociar el dolor solamente con la muerte”, dice María Housden, autora del libro Hannah’s
Gift (El regalo de Ana) y fundadora de Dolor en Acción. “Pero el dolor es nuestra
respuesta humana a cualquier pérdida significativa en nuestras vidas”. En su libro On
Death and Dying (Sobre la muerte y los moribundos, 1969), Elizabeth Kübler-Ross
define el dolor como un proceso de diferentes etapas: la de negación, de la rabia, de la
negociación, de la depresión y de la aceptación. Para mí, como para todas las mujeres
solas, la aceptación no es de ninguna manera el punto final que señala el regreso a la vida
normal. Tenemos que lidiar con nuestros sentimientos de pérdida, de fracaso y de
remordimiento, y también enfrentarnos a la vergüenza que sentimos por la nueva
situación social, así como a todos nuestros miedos reales de sobrevivir, y a la
preocupación por la responsabilidad de levantar a nuestros hijos solas, incluyendo la
necesidad de darles sustento económico y emocional mientras mantenemos nuestros
propios límites y nos damos tiempo y cuidamos de nosotras mismas. Muchas mujeres
optan por no hacer esto último. El cuidado de nuestros hijos es una ocupación de tiempo
completo que nos deja poco margen y energía para atener nuestras propias necesidades.
Pero precisamente es en este momento cuando debemos hacer el máximo esfuerzo para
darnos cantidades de tiempo a solas. De lo contrario nos sentiremos degradadas.
Cuando estamos jóvenes, creemos con audacia que somos fuertes, valientes e
independientes, casi siempre en fantasías en donde desempeñamos el papel principal;
actriz, doctora, física, cantante de ópera, paracaidista o escaladora. Que nuestra
independencia podría también significar estar solas no siempre aparece en nuestra
película. Pero claro que es esta realidad la que debemos aceptar: manteniendo la fe
cuando nos sintamos menos esperanzadas porque nuestra recompensa por mantener el
rumbo es inmensa. Tenemos que recordarnos, no una vez sino muchas, que la infelicidad
y el temor en las primeras etapas de la soledad son normales y naturales, y que de hecho
son una etapa necesaria en nuestro camino. Puede resultarnos muy difícil no caer en la
tentación de escapar, bien sea convirtiéndonos en adictas al trabajo, bebiendo y comiendo
o conectándonos a Internet, sintiéndonos víctimas eternas, o exigiéndonos duramente
“superar el asunto”, negando nuestras lágrimas y nuestros sentimientos, pensando que
podemos salir adelante con nuestras vidas cuando no estamos aún listas para hacerlo. En
su debido momento, llegaremos al lugar donde necesitamos estar.
A medida que vamos avanzando, hasta las más pequeñas opciones importan. Michaela es
una madre soltera muy ocupada que trabaja en un libro de cocina basado en recetas de la
familia y de los amigos. Comenzó a prestar atención a sus conocimientos y experiencias
de cocina y se dio cuenta de que le gustaba cocinar sólo cuando todo a su alrededor estaba
en calma y tranquilo; tan pronto como cualquiera de sus cuatro hijos menores llegaba a
la cocina a ayudar, se ponía nerviosa. “Quiero que todo sea perfecto; y debido a mi
impaciencia frente a sus errores, termino diciendo, ‘yo lo hago’. Esto no es bueno para
nadie”, dice. “Se termina toda la diversión”. Su solución es hacer lo más que pueda en la
cocina mientras los niños están en la escuela, y que cuando lleguen a casa puedan hacer
sus proyectos favoritos para hornear.
Annabelle, una mujer de negocios divorciada con 40 años, dice que mientras a todas las
mujeres solteras que conoce “les encantaría tener un hombre en sus vidas por compañía
y sexo, la ausencia de uno de ellos no detiene a nadie. No estamos esperando el caballero
de brillante armadura para que nos rescate. Tenemos nuestras propias vidas y nos gustan
así. Mi madre siempre me dijo que es el hombre quien debe comprar las joyas. Siempre
he querido tener un par de aretes de perlas y por suerte me los puedo comprar”.
Las mujeres no tenemos nada que perder y mucho que ganar si miramos nuestros miedos
directo a los ojos, y, en lugar de negarlos o evitarlos, los observamos fijamente hasta
hacerles agachar la cabeza. El cambio, genuino y organizado en nuestras vidas, no llegará
en un abrir y cerrar de ojos ni cuando despertemos a la mañana siguiente. Aparecerá poco
a poco, con pasos de bebé, y surgirá de las múltiples reflexiones y de nuestra propia
voluntad de persistir. Para muchas mujeres, la soledad es lo que necesitamos para
comenzar nuestra jornada. Más adelante, llegaremos a reconocerla como un instante de
gracia en nuestras vidas.

ACEPTAR LA SOLEDAD

Lentamente aprendí que la soledad tiene mucho que ofrecerme, a pesar de mí misma.
Durante muchas noches he cantado y bailado en mi apartamento con la música del Medio
Oriente o el reggae a todo volumen, algo que nunca hubiera podido hacer mientras estuve
casada a menos que mi esposo estuviera ausente por algún viaje. Muchas mañanas sorbí
el té y lo bebí en silencio, agradecida por esa hora de soledad antes de alistar a mis hijos
y alistarme para salir al nuevo día. Durante varios años después de mi divorcio, tuve
amantes jóvenes que me sirvieron para recordarme que todavía era una mujer deseable.
Sin embargo, a medida que me fui fortaleciendo y sintiendo más segura de mí misma, las
diferencias entre mis experiencias de vida y las de ellos finalmente hicieron que la
soledad fuera la elección más conveniente para mí. Incluso las muchas horas que pasé
tratando de encontrar una forma de salir de la soledad, llenando mi tiempo libre frente al
televisor o hablando por teléfono, comenzaron a producirme resaca existencial; tales
distracciones no fueron suficientes para llenar mi necesidad interior de “algo más”. Había
terminado mi postgrado, mis hijos y yo parecíamos haber pasado lo peor de las tormentas
emocionales que acompañan el trauma del divorcio, y nos encontrábamos ocupados
ajustándonos a nuestra nueva vida. Mi práctica psicoterapéutica estaba yendo bien, de
manera sólida; y ciertamente, mientras más escuchaba a mis pacientes, más me
maravillaba de la complejidad humana. Me inspiraba el valor de esas mujeres, el cual
aparecía a menudo inesperadamente, y me entusiasmaba verlas cosechar sus recursos
internos. Para entonces ganaba lo suficiente para vivir confortablemente, y me sentía
orgullosa de mis logros. Había hecho nuevos amigos, entre quienes estaban otras mujeres
solas satisfechas con sus vidas, y que eran ejemplo de cómo sí se puede vivir bien por
nuestra cuenta. Ocasionalmente conocí mujeres altivas que enfrentaban situaciones
difíciles tratando de no mostrarlas, pero la sinceridad y aplomo de estas mujeres, para no
mencionar su impulso creativo, dejaron en mí una duradera impresión.

SALIENDO DE LA TRISTEZA

En algunos momentos nos hemos sentido tan atrapadas en momentos que van en contra
de nuestros deseos, que haríamos lo que fuera para detener el tiempo. Esto sucede de un
modo o de otro. Con frecuencia, un tercero nos da las noticias:
“Su esposo tiene un tumor”; “lamento tener que decirle que ha sucedido un terrible
accidente”. O lo que no es la muerte, pero es igualmente destructivo: “Te dejo”. Cada
golpe de estos nos deja aturdidas hasta el fondo de nuestro ser, y muy vulnerables,
alterando para siempre lo que pensamos de nosotras mismas y del mundo. “La vida
cambia muy rápido. La vida cambia en un instante. Uno se sienta a cenar una noche y la
vida que conocemos de repente deja de ser”. Esas fueron las primeras palabras que la
escritora Joan Didion escribió después de que su esposo, el escritor John Gregory Dunne,
sufriera un infarto masivo y muriera una noche cuando se sentaron a cenar. Nos sentimos
sorprendidas por la ordinariez del momento en que un cataclismo sucede: en un instante,
un hombre tiene un ataque cardíaco en la mesa del comedor; en otro, cuatro aeroplanos
volando en los cielos azules de la mañana de un 11 de septiembre hacen añicos la psiquis
norteamericana. La psicoanalista Leslie Farber describió aquello de “el dolor perplejo de
la nada” cuando, desnuda de su papel, sin las marcas que la identifican, una persona se
convierte en nada. La película Blue (Azul, 1993), la primera trilogía clásica de Krzysztof
Kieslowski Three Colours (Tres colores), es una interpretación mítica de la pérdida y
transformación en la que la vida de una mujer termina y comienza exactamente en el
punto cero.
La película comienza con un accidente automovilístico terrible, en el cual Julie,
interpretado por Juliette Binoche, sale herida gravemente. Cuando recupera el
conocimiento en el hospital, el médico le da la terrible noticia de que en el accidente
murieron su esposo y su hija. “Lamento tener que informarle…” comenzó. En un instante,
Julie deja de ser esposa y madre: la sustracción de su familia la transforma en una mujer
sola.
Al principio, Julie no puede concebir por ninguna razón seguir viviendo. Pero cuando
trata de tomarse una botella de pastillas para dormir, vomita y expulsa las pastillas. “¡No
puedo!”, le dice al médico, sorprendida por el rechazo de su cuerpo a claudicar cuando
todo dentro de ella deseaba darse por vencido. Ella seguirá viviendo porque le toca, pero
será por omisión. Tomó la decisión de ser, y es, absolutamente nada. El camino de Julie
como mujer sola comienza en la ceguera de la pérdida, sin dirección o comprensión.
“Antes, yo era feliz”, dice a su madre más tarde. “Ahora no tengo nada… Ahora sólo
tengo una cosa que hacer. Nada. No quiero ninguna pertenencia, ningún recuerdo. Ni
amigos, ni amor. Todos son trampas”. Se mudó a un apartamento en un barrio modesto
de Paris, dejando atrás su antigua vida, excepto la araña de cristal azul que colgaba en el
cuarto de su hija. En el nuevo apartamento, la lámpara esparce su suave luz azul. Uno
podría decir que el azul es el color de la nada. O que es su transparencia misma: un envase
vacío esperando a ser llenado. Julie permanece en presencia de lo nulo, soportando el
vacío, con la esperanza de nada, esperando la nada, deja que la corriente de la vida la
mueva a voluntad y espera pasivamente cualquier cosa que pueda suceder.
Pero una a una, las lecciones que Julie debe aprender llegan de manera que las puede
reconocer. Descubre que su esposo tenía una amante que está a punto de dar a luz un
bebé, que su madre prefiere a su hermana más que a ella, que pasivamente aceptó ser la
compositora desconocida de la música de su esposo, y, finalmente, que hay otro hombre
que la ama tan profundamente como su esposo había amado a su amante y como ella
había amado a su esposo alguna vez. A medida que estos pensamientos le llegan, Julie
va a nadar en una piscina local, permitiendo que las aguas azules bautismales, el mismo
azul de la araña de su hija, la bañen, limpien todo el dolor de su pérdida. Una vez, Julie
hace una visita a Pigalle a media noche, el distrito rojo de París, con sus sórdidas calles
bañadas de luz roja que significa el descenso al bajo mundo; un elemento de todo mito.
Aquí Julie confronta la parte oscura de su existencia, que trata no de la vergüenza
escondida sino del yo escondido. Ella ha entendido y aceptado lo que significa ser
humana, con sus emociones, pensamientos y deseos básicos. Nuevas verdades se revelan
ante ella, y el pasado y el futuro le llegan juntos con claridad. Tal vez, por primera vez,
siente que está realmente viva para ella y para los demás. Será la Julie que habiendo
hecho muchas paradas a lo largo del vasto espectro de la soledad –desde el aislamiento
hasta la alienación y el vacío y la soledad- finalmente llega al cielo del sentimiento
solitario. Julie aprenderá a amarse a sí misma lo suficiente como para componer su propia
música, y será capaz de aceptar el amor de los demás y amarlos a su vez.
Blue dramatiza brillantemente el cruce de la vida que toda mujer sola debe hacer, a veces
más de una vez. En tales momentos, entramos al momento de la transición que está por
encima y más allá de nuestras actividades cotidianas. Rara vez pasamos por esos cruces
sin haber experimentado gran sufrimiento, temor e indefensión; tampoco nos sentimos
capaces de reconocer las enseñanzas profundas que nos ofrecen, sino que nos llevan en
ellas, porque cuando las circunstancias nos sorprenden, nos vemos obligadas a parar en
seco en el camino.
La experiencia de Julie, que comienza en la nada, aclara muy bien que la soledad no es
vacía, aunque comience sintiéndose así. Julie está simplemente en comunión consigo
misma. Ha aceptado que la soledad es una condición básica de la experiencia humana,
diferente a estar en una relación. Es la puerta de entrada que nos permite recuperar nuestro
yo.
Las pérdidas de cualquier clase nos hacen retroceder hacia dentro de nosotras mismas,
dentro de ese espacio psíquico donde el yo se puede quebrar antes de empezar a sanar.
La sanación tiene sus propios ritmos y tiempos: largas pausas de inercia, cuando se siente
que nada está pasando o nunca volverá a pasar. Como Julie, estamos con frecuencia
obligadas a soportar el estado de inercia de “la nada” antes de que el cambio nazca por
su propia cuenta.
Como una adulta joven de 20 años, Inge perdió sus amarras. Siempre había deseado ser
una enfermera y después de completar su entrenamiento, comenzó a trabajar en un
hospital municipal de San Francisco. Allí se enamoró de una de sus pacientes, una mujer
que había sido diagnosticada con leucemia. Sabiendo que el pronóstico era malo, la mujer
al principio mantuvo a Inge a distancia; luego ella, también, cedió ante los profundos
sentimientos que habían crecido entre ellas. Conscientes de que probablemente tendrían
muy poco tiempo, decidieron vivir juntas, pasara lo que pasara. Cuando la mujer murió
ocho meses después, Inge se desplomó. Como ella lo dijo: “Sentí que había perdido a mi
alma gemela… Es más, de lo que podía soportar. Sabía que algo se me había roto
adentro”. Inge decidió mudarse de California a Nueva York. Le tomó dos años estar lista
para continuar con su profesión (196)

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