Panoplia Ayunar

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De pluma ajena

Panoplia Monástica II: el ayuno


agosto 24, 2021 Que No Te La Cuenten
por Pablo Sepúlveda

Y te afligió, y te hizo tener hambre, y te sustentó con maná (…)


para hacerte saber que no sólo de pan vivirá el hombre,
sino de todo lo que sale de la boca del Señor… (Dt. 8: 3)

En la primera parte de la trilogía “Panoplia Monástica”, se explicó la nepsis y los


logismoi en los padres del desierto, es decir, la vigilancia de los propios pensamientos e
impulsos de la carne y la lucha que se establece entre el asceta y los ocho demonios
principales que lo perturban: gula, fornicación, avaricia, tristeza, cólera, acedia, vanagloria y
orgullo. Estas enseñanzas de los monjes, emanadas de su experiencia en el yermo y la vida
solitaria, estaban ya en las Sagradas Escrituras. Nuestro Divino Salvador Jesucristo dijo a sus
discípulos: Velad y orad para que no entréis en tentación (Mt. 26: 41). Cuando el espíritu
inmundo sale del hombre (…) va, y toma consigo otros siete espíritus peores que él, y
entrados, moran allí; y el postrer estado de aquel hombre viene a ser peor que el primero (Mt.
12: 43-45).

Considerando estas palabras y las doctrinas previamente recapituladas, estando como


centinelas sobre nuestro corazón y conociendo los nombres de los enemigos que vendrán, nos
reconocemos débiles y pecadores, incapaces por nuestras propias fuerzas de expulsar toda la
inmundicia que alojamos. Así que imploramos al Señor y Él nos responde que hay ciertos
demonios que no salen sino con ayuno y oración (Mt. 17: 21). A continuación, hablaremos
pues, sobre el ayuno en el monacato primitivo, dejando la oración para la última entrega de la
“Panoplia Monástica”.

El ayuno, la abstinencia en el comer y el beber, es una práctica eclesial inmemorial. El


Didajé o Doctrina de los Apóstoles exhortaba a ayunar dos veces por semana: miércoles y
viernes -tal como aún se practica en las Iglesias de rito bizantino-. El canon 19 del sínodo de
Gangra, en Asia Menor, anatematizó a los ascetas orgullosos que no hacían “los ayunos
establecidos para ser cumplidos por todos y guardados por la Iglesia”. En el cuarto Concilio
Ecuménico, ante la dificultad de llegar a un consenso cristológico, los Padres pidieron la
intercesión de santa Eufemia, cuyas reliquias señalaron el Credo verdadero luego de que los
jerarcas de ambos bandos ayunaron tres días. En ese mismo espíritu el papa Juan XXIII dio su
encíclica Paenitentiam Agere como antesala del Vaticano II: “Todos los cristianos tienen
realmente el deber y la necesidad de violentarse a sí mismos o para rechazar a sus propios
enemigos espirituales o para conservar la inocencia bautismal, o para recobrar la vida de la
gracia perdida mediante la transgresión de los divinos preceptos.”[1]

El ayuno es “una de las costumbres ascéticas más esenciales y generalizadas en todo el


monacato primitivo”, y aunque está presente en variedad de creencias y filosofías en todo
tiempo y lugar, los monjes cristianos “no hacían (…) más que seguir una larga tradición judía y
cristiana, consagrada por los santos de ambos Testamentos, y muy en particular por el mismo
Jesucristo”[2] que ayunó cuarenta días. Los padres del desierto no ayunaban para conservar la
salud, ni por pretensiones estéticas, sino para hacer penitencia por los pecados, mantener el
control sobre la carne y alcanzar la humildad. Así pues, abba Daniel decía que “Cuanto más
engorda el cuerpo, tanto más enflaquece el alma, y cuanto más enflaquece el cuerpo, tanto
más engorda el alma”[3].
Sin perjuicio de la exégesis según la cual Adán pecó de soberbia al comer el fruto del
Árbol por querer ser como Dios (Gn. 3: 5), los monjes dieron una explicación a primera vista
elemental: el pecado de Adán fue la gula. Desde entonces meditaron sobre el llanto del primer
hombre, sobre su vida errante una vez expulsado del Paraíso y, no queriendo perder su
filiación divina, se avocaron al ayuno, al que amaron mucho y por el que no vendieron su
primogenitura por un plato de lentejas como hizo Esaú (Gn. 25: 27-34). Lo que pudiera parecer
simple literalismo es profundamente ortodoxo si lo pensamos en relación con la doctrina
ascética y demonológica de los Padres del Desierto que enseña el combate contra las pasiones.
Abba Juan Colobos comparó el ayuno con una batalla: Si el emperador quisiera apoderarse de
una ciudad enemiga, se apoderaría primeramente del agua y del alimento, y de este modo los
enemigos, pereciendo por el hambre, se someterían a él. Lo mismo ocurre con las pasiones de
la carne: si el hombre vive en el ayuno y el hambre, se debilitarán los enemigos de su alma[4].

Hay tres logismoi que atacan la parte concupiscible del alma, aquella donde residen los
impulsos más básicos, a saber: la nutrición, la reproducción y el mantenimiento material;
instintos buenos en sí, pero que a causa del pecado se pervierten en gula, fornicación y
avaricia. Como se deduce del orden en que son expuestos, la gula está en la base de los vicios y
siempre es la antesala de la fornicación, por lo que Evagrio Póntico escribió “Establece con
moderación tu pan y bebe con medida tu agua, y huirá de ti el espíritu de fornicación”[5].

La acción de la gula no se circunscribe sólo a la concupiscencia, sino que también


asciende hasta la parte irascible del alma, allí donde residen los sentimientos y la voluntad
cuyos enemigos son la tristeza, la cólera y la acedia. En este caso, la gula excita de
sobremanera la cólera, especialmente como consecuencia de los excesos en el consumo de
bebidas espirituosas, los banquetes y la promiscuidad. No por nada el Apóstol habla sobre las
obras de la carne como de un conjunto de vicios, sin aislarlos entre sí: adulterio, fornicación,
inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas,
disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas
(Gal. 5: 19-21). También la gula tiene su parte en los ataques de la acedia por el cual “el día
parece tener cincuenta horas (…) le inspira [al monje] aversión por el lugar donde habita, por
su mismo modo de vida, por el trabajo manual y, al final, le sugiere la idea de que la caridad ha
desaparecido entre los hermanos”. Este demonio, “es el más pesado de todos. Ataca al monje
hacia lo hora cuarta y acosa el alma hasta la hora octava”[6], es decir, según las costumbres
monásticas, justo después de comer.

La sabiduría de los Padres del Desierto no se agota en las “técnicas” ascéticas y el


conocimiento de los demonios. La lucha espiritual no es una lidia recreativa donde exhibir
acrobacias pseudoespirituales. El ayuno se trata de adquirir humildad y caridad; a fin de
cuentas, el Diablo no come ni bebe, pero es incapaz de humillarse y de amar. Por eso los
ascetas cristianos no entendían el ayuno como meta, sino como medio para alcanzar virtudes
mayores. Abba Isidoro el presbítero dijo: “Si se esfuerzan regularmente en el ayuno, no se
ensoberbezcan, es preferible comer carne a gloriarse en esto. Conviene más al hombre comer
carne, que ensoberbecerse y gloriarse”[7]. Se ayuna para amarse menos a sí mismo y más a
Dios y a los hermanos. Y si para amarlos aún más es necesario abandonar la abstinencia,
entonces la caridad perfecciona la ascesis. Un anciano de Egipto que rompió su ayuno para
recibir a san Juan Casiano enseñó: El ayuno está siempre conmigo, pero a ustedes no puedo
retenerlos (…). El ayuno es útil y necesario, pero depende de nuestra voluntad, pero el
cumplimiento de la caridad es impuesto por la ley de Dios. Al recibir en ustedes a Cristo, debo
servirlos con toda diligencia (…). Los amigos del esposo no pueden ayunar mientras el esposo
esté con ellos[8](Mc. 2: 19-29).
Junto a la regla de humildad y caridad los monjes enseñaron la virtud de la prudencia.
Aunque en los Apotegmas o Dichos de los Padres del Desierto y en las hagiografías abundan
los ascetas que llegaron a extremos de mortificación, la gran mayoría de monjes anónimos,
que como manantial de almas vivificó los desiertos del mundo antiguo y cuyas experiencias
espirituales nos son desconocidas, no dejaron de perfeccionarse con gran discreción y
constancia. Abba José preguntó a abba Pastor: “¿Cómo me conviene ayunar?”. Abba Pastor le
respondió: “Por mi parte, prefiero a aquel que come un poco cada día para no saciarse”. Abba
José le dijo: “Cuando eras joven, ¿acaso no ayunabas durante dos días seguidos, abba?
Respondió el anciano: “Sí, y aun durante tres, cuatro y toda una semana. Los Padres, hombres
resistentes, probaron todas estas cosas y hallaron preferible comer todos los días una cantidad
pequeña; y nos legaron un camino real, que es confortable”[9]. Del ayuno inmoderado,
caracterizado por su fluctuación entre la inanición y la gula, amma Sinclética dice que es una
ascesis impuesta por el enemigo (…), demoníaca y tiránica[10].

Hasta aquí hemos tratado sobre la lucha que los monjes establecieron contra los
demonios para, luego de vencerlos por la gracia de Dios, ser habitados por el Espíritu Santo.
Para conocer al Enemigo que ataca por los logismoi -pensamientos, vicios, pasiones- el monje
practicó la nepsis -atención interior, guarda del corazón- y con el hambre debilitó su carne
corruptible para enriquecer su alma inmortal. Aun así, el ayuno es del todo inútil sin un
elemento fundamental de la ascética y de la vida de todo cristiano: la oración. De ella
hablaremos próximamente en la tercera y última entrega de la “Panoplia Monástica”.

Tú, cuando lleguen los pensamientos, invoca con continuidad y constancia al Señor Jesús, y
ellos huirán porque no toleran el calor del corazón. Dice [san Juan] Clímaco: “Flagela a los
adversarios con el nombre de Jesús (…)” Gregorio el Sinaíta

Pablo Sepúlveda

[1] Juan XXIII, Carta Encíclica “Paenitentiam Agere”.

[2] García Colombás, El monacato primitivo, pp. 574-575. Biblioteca de Autores Cristianos.

[3] Apotegmas. Abba Daniel, 14.

[4] Apotegmas. Juan Colobos, 3.

[5] Evagrio Póntico, “Espejo de los Monjes”, 102.

[6] Evagrio Póntico, “Tratado Práctico”, 12.

[7] Apotegmas. Abba Isidoro el presbítero, 4.

[8] Apotegmas. Casiano, 1.

[9] Apotegmas. Abba Pastor, 31.

[10] Apotegmas. Amma Sinclética, 15.

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