El Alfafero Rebelde

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El alfarero rebelde

Simbilac apareció un día. Nadie sabe de dónde o por cuál de los caminos ingresó al poblado
indígena, causando asombro entre los moradores por la forma en que tocaba su quena, lo que
motivó que todos dejaran sus quehaceres para escucharlo. Era tan tierna y dulce la melodía
que de los carrizos escapaba, que los pájaros callaban sus trinos para aprender nuevas
tonalidades. La sin igual música invadía todo el frondoso valle y hasta en las paredes de piedra
y de arcilla vibraba el eco, para el agrado y deleite del curaca, de su esposa, y de toda la
servidumbre. De los ojos de los más viejos brotaban lágrimas, irrigando los surcos de sus
curtidos rostros.

Cada día al amanecer, cuando el sol despertaba y el resplandor de su bostezo fulguraba en el


Oriente, se escuchaba la quena. Lo mismo al mediodía y en la última y fresca hora de la tarde,
cuando la penumbra rondaba el lugar. El pueblo lo quería mucho porque en la mañana les
anunciaba a los hombres la hora de trabajar la tierra y a las mujeres la de preparar los
alimentos y tejer los mantos, y al mediodía invitaba a detener la faena para darle un
momentáneo descanso al cuerpo y continuar con más empeño hasta el final de la tarde,
cuando se escuchaba otra vez su cautivante melodía, llamándolos a recoger sus herramientas y
retornar al poblado.

Era además Simbilac un hábil alfarero, y enseñó a los hombres del curacazgo a elaborar –de la
arcilla–, hermosos huacos y vasijas que les servían para uso doméstico, como ollas para
preparar sus alimentos y tinajas para guardar el agua y las semillas, ya que hasta entonces los
habitantes solo sabían hacer ollas rústicas y se valían del fruto del poto, como mates, limetas,
guaces y lapas para esos menesteres. Los adiestró hábilmente en el quemado de las piezas
utilizando la hojarasca y el puño de algarrobo. Los colores y la arcilla que usaba Simbilac, y que
conseguía de las canteras sagradas adonde sólo él podía ingresar, eran el blanco y el amarillo
rojizo. El blanco representaba el cielo al amanecer y el rojizo al Sol en la última hora de la
tarde. Además, aprendieron a representar mediante la arcilla los frutos, tubérculos, animales y
paisajes cotidianos que habitaban tanto en la paz como en la guerra.

Cuando todo era prosperidad en el curacazgo, fueron de pronto conquistados por un poderoso
ejército venido del Norte y que procedía de un lugar en donde gobernaba un Rey, quien venía
cargado por sus nobles en litera de oro; y que, valiéndose de su poderío, pueblo que no se
sometía lo arrasaba castigando con la hoguera a los que oponían resistencia, destruyendo sus
templos y palacios para imponerle, por las buenas o por las malas, sus ídolos, dioses y
costumbres, y so pretexto de aceptar las tradiciones de los pueblos oprimidos, los sometía a la
servidumbre aprovechándose de sus riquezas, y anunciando que sus dioses traerían peste y
muerte a quienes no aceptasen las nuevas leyes.

Simbilac reunía secretamente a los jóvenes del pueblo, arengándolos a no someterse


fácilmente y a declararse en rebeldía contra el invasor. Así fue que les enseñó a confeccionar
ceramios diferentes que mostraban el dolor del pueblo marcando a perfección en los huacos el
rostro del sufrimiento, la angustia y el cautiverio. Esto motivó que los guerreros del pueblo
sometido acordaran una rebelión contra los invasores.

Simbilac fue hecho prisionero al descubrirse la actividad que desempeñaba y se le encerró en


una gran jaula de gruesos maderos donde debía permanecer por mucho tiempo, hasta el día
en que se celebrase la fiesta en homenaje a los dioses del invasor, para ser quemado vivo. Pero
el prisionero no probaba el alimento que le alcanzaban, prefería morir antes que seguir
cautivo. Así fue que al tercer día desapareció de su jaula. En su lugar estaba un pájaro
pequeño, de pecho blanco y espalda rojiza, similares a los colores que Simbilac utilizaba en la
confección de los huacos. Esto causó pánico en el invasor y nadie se atrevió a tocar al pequeño
pájaro. Al amanecer del día siguiente, se escuchó por todo el poblado un trino que escapaba
de la jaula, muy parecido a las notas de la quena que tocaba Simbilac y el pueblo oprimido se
levantó, pero en lugar de tomar sus herramientas para ir al forzado trabajo, desenterró sus
armas y peleó ardorosamente toda la mañana contra el ejército opresor, y cuando al mediodía
ya desfallecían los pobladores, volvieron a escuchar el trino de aliento y reiniciaron con más
fuerzas la batalla, derrotando al enemigo al atardecer, recogiendo sus muertos y heridos
cuando el padre Sol ya se ocultaba. Y volvieron a escuchar el dulce trino del pájaro que volaba
ya libre por el horizonte. Después aparecieron, día a día, gran cantidad de esos hermosos
pájaros y construyeron sus nidos u olleros con paja y barro que, en un ir y venir constante,
extraían de las canteras sagradas adonde solo Simbilac podría entrar. Hasta ahora, ese pájaro
llamado Chilalo, cuando se le somete al cautiverio, se deja morir de rabia antes que perder su
libertad.

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