Festiva Ante La Muerte
Festiva Ante La Muerte
Festiva Ante La Muerte
York, 2058. A nadie le gusta estar solo y mucho menos durante las
vacaciones de Navidad. Para la agencia de citas Personalmente Tuyo es la
época ideal para unir a las almas solitarias.
Un asesino en serie disfrazado de Santa Claus tiene atemorizada a la
ciudad. Sus víctimas aparecen macabramente engalanadas con ornamentos
navideños. La teniente Eve Dallas le sigue la pista y ha realizado un
descubrimiento inquietante: todas las víctimas del asesino han utilizado los
servicios de Personalmente Tuyo.
Mientras el perverso Santa Claus continúa festejando la Navidad de forma
tan sádica, Eve se adentra en el exclusivo mundo de las personas que
buscan el amor verdadero para desvelar la personalidad de un asesino que
ama todo aquello que no puede tener y que por eso mismo lo destruye. Un
mundo en el cual el poder del amor conduce a hombres y mujeres al más
drástico acto de traición.
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J. D. Robb
ePub r1.0
Titivillus 13.06.18
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Título original: Holiday in Death
J. D. Robb, 1998
Traducción: Lola Romaní
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Nadie le dispara a Santa Claus.
YEATS
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Capítulo uno
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Todavía tenía miedo, sentía su frialdad en la espalda, pero se sentó en la cama. Ya
no era esa niña indefensa, ahora era una mujer adulta, una policía que sabía qué era
proteger y defender. Incluso cuando la víctima era ella misma.
No estaba sola en una horrible y pequeña habitación de hotel, sino que estaba en
su propia casa. La casa de Roarke. Roarke.
Pensar en él, concentrarse en su nombre, la ayudó a tranquilizarse.
Se había quedado en el sillón de descanso de la oficina de su casa porque él
estaba fuera del planeta. Nunca podía descansar en la cama a no ser que él estuviera
con ella. Cuando él dormía a su lado, era extraño que las pesadillas la asaltaran, pero
cuando él no estaba, esas pesadillas la perseguían demasiado a menudo.
Odiaba esa faceta de debilidad, de dependencia, casi tanto como había acabado
por amar a ese hombre.
Para consolarse, tomó en brazos al gordo gato gris que estaba enroscado a su lado
y que la miraba con esos ojos de dos colores. Galahad estaba acostumbrado a sus
pesadillas, pero no le gustaba que le despertaran a las cuatro de la mañana.
—Lo siento —dijo en voz baja mientras le acariciaba con la mejilla—. Es una
tontería tan grande. Él está muerto y no va a volver. Los muertos no vuelven. —
Suspiró y observó la oscuridad a su alrededor—. Yo debería saberlo.
Vivía con la muerte, trabajaba con ella, se manejaba con ella día tras día, noche
tras noche. Durante esas últimas semanas de 2058, las armas estaban prohibidas y la
ciencia médica había descubierto cómo prolongar la vida hasta más allá de los cien
años.
Pero los hombres todavía tenían que dejar de matarse unos a otros.
Su trabajo consistía en defender a los muertos.
Para no arriesgarse a tener pesadillas otra vez, ordenó que se encendieran las
luces y saltó del sillón. Notó que tenía las piernas bastante firmes y que el pulso casi
había recuperado el ritmo normal. Ese horrible dolor de cabeza que seguía a una
pesadilla desaparecería pronto, se dijo a sí misma.
Contento ante la perspectiva de un desayuno temprano, Galahad la siguió y se
frotó contra sus piernas en cuanto llegaron a la cocina.
—Yo primero, amigo. —Programó café en el AutoChef y luego dejó un cuenco
de comida de gato en el suelo. El animal la atacó como si se tratara de su última
comida mientras Eve miraba por la ventana, pensativa.
Las vistas no eran las de una calle, sino las de una amplia extensión de césped, y
el cielo estaba despejado de tráfico. Parecía que estuviera sola en la ciudad. La
intimidad y la tranquilidad eran privilegios que un hombre rico como Roarke podía
comprar con facilidad. Pero Eve sabía que más allá de esos bonitos campos, más allá
del alto muro de piedra, la vida latía. Y la muerte la seguía con avidez.
Ése era su mundo, pensó mientras sorbía el café y se masajeaba con suavidad el
hombro, cuya herida todavía no estaba curada del todo. Mezquinos asesinatos,
grandes ambiciones, tratos sucios y una desesperación que clamaba al cielo. Ella
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estaba más familiarizada con todo eso que con el colorido entorno de dinero y de
poder de su esposo.
En momentos como ése en que se encontraba sola y con el ánimo un poco bajo, se
preguntaba cómo habían podido juntarse, esa correcta policía que creía firmemente
en las directrices de la ley con ese elegante irlandés que se había manejado al margen
de esas directrices durante toda la vida.
El asesinato los había unido, dos almas perdidas que habían escogido distintos
caminos para escapar y sobrevivir y que, contra toda lógica y sentido común, se
habían encontrado la una a la otra.
—Dios, le echo de menos. Es ridículo. —Molesta consigo misma, se dio la vuelta
con la intención de ducharse y vestirse. Pero la luz parpadeante del TeleLink indicaba
una llamada entrante. Sin dudar ni un momento de quién llamaba, lo tomó y marcó el
código de desbloqueo.
El rostro de Roarke apareció en pantalla. Un rostro impresionante, pensó al ver
que él arqueaba una ceja. De una belleza poética. El pelo negro le caía hasta los
hombros. Los labios, cuyo dibujo le confería una expresión de inteligencia. Los
pómulos altos y marcados. La sorprendente intensidad de los ojos azules y brillantes.
Después de casi un año, todavía el verle solamente el rostro le aceleraba el pulso.
—Querida Eve. —Su voz tenía la suave densidad de la nata mezclada con el
fuerte whisky irlandés—. ¿Por qué no estás durmiendo?
—Porque estoy despierta.
Ella sabía qué era lo que él veía al observarla. Había muy pocas cosas que ella
consiguiera ocultarle. Él percibía las sombras de una mala noche en el contorno de
sus ojos, en la palidez de su piel. Incómoda, se encogió de hombros y se pasó una
mano por el pelo.
—Voy a ir a la Central temprano. Tengo que ponerme al día con unos papeles.
Pero él se daba cuenta de más cosas de las que ella creía. Al mirarla veía fuerza,
valor y dolor. Y una belleza —en esos marcados pómulos, en esos labios llenos, en
esos ojos firmes del color del coñac— a la que ella no prestaba atención. Al ver que
en ella había cansancio, cambió de planes.
—Vuelvo a casa esta noche.
—Creí que necesitabas pasar un par de días más ahí arriba.
—Vuelvo a casa esta noche —repitió, y le sonrió—. Te echo de menos, teniente.
—¿Sí? —Por tonto que le pareciera la emoción y la calidez que la embargaban, le
sonrió—. Supongo que tendré que dedicarte cierto tiempo cuando vuelvas.
—Hazlo.
—¿Es por eso que has llamado, para hacerme saber que volvías antes?
La verdad era que él había tenido intención de dejarle un mensaje comunicándole
que todavía se retrasaría otros dos días, o para convencerla de que fuera a reunirse
con él el fin de semana en el Complejo Olimpo. Pero se limitó a sonreír.
—Sólo quería informar a mi esposa de mis planes de viaje. Vuelve a la cama,
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Eve.
—Sí, quizá. —Pero ambos sabían que no iba a hacerlo—. Nos vemos esta noche.
Esto… Roarke.
—¿Qué?
Eve todavía tenía que inhalar con fuerza antes de decirlo.
—Yo también te echo de menos.
Cortó la comunicación antes de ver que él sonreía. Más tranquila, se tomó el café
y se dispuso a prepararse para el día.
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que indicaban que se estaba realizando la comprobación inicial del estado del
vehículo se encendieron. Inmediatamente, una voz suave le comunicó que todos los
sistemas estaban operativos.
Eve hubiera estado dispuesta a sufrir todos los castigos de los penitentes antes de
admitir que echaba de menos los caprichos y el mal genio de su vieja unidad.
Salió despacio del garaje y recorrió el camino en dirección a las puertas blindadas
con calma. Éstas se abrieron con suavidad, silenciosamente, para ella.
Las calles de este barrio exclusivo eran tranquilas, limpias. Los árboles del
enorme parque estaban cubiertos con una fina capa de escarcha, como una piel de
polvo de diamante. En lo más profundo de las sombras de la ciudad, los traficantes y
los matones debían de estar terminando con sus ocupaciones nocturnas, pero aquí
sólo había edificios de piedra pulida, amplias avenidas y la tranquila oscuridad que
precede al amanecer.
Eve había recorrido muchas manzanas cuando vio la primera valla luminosa, que
escupía una luz estridente a la noche. Santa Claus, con las mejillas sonrosadas y una
sonrisa de maníaco que le hacía parecer un elfo colocado de Zeus, atravesaba el cielo
en su flota de renos y emitía su «jo, jo, jo» al tiempo que avisaba al populacho de
cuántos días les quedaba para hacer las compras navideñas.
—Sí, sí, te oigo. Inmenso hijo de puta. —Frunció el ceño y frenó ante un
semáforo. Nunca antes había tenido que preocuparse en esas fiestas. Sólo había sido
cuestión de encontrar algo ridículo para Mavis, y quizá algo comestible para Feeney.
En su vida no había habido nadie más para quién tuviera que envolver regalos.
¿Y qué diablos podía comprar para un hombre que no sólo lo tenía todo, sino que
era el propietario de la mayoría de fábricas del planeta? Para una mujer que prefería
que la golpearan con un bate a tener que ir de compras una tarde, ésa era una cuestión
muy seria.
La Navidad, pensó Eve mientras Santa Claus pregonaba la variedad de tiendas del
Centro Comercial Aéreo de la Gran Manzana, era un palo.
Descendió ligeramente la ventanilla y notó el olor de castañas asadas, de perritos
de soja, de humo y de humanidad. Alguien anunciaba con voz estridente y monótona
el fin del mundo. Un taxista hizo sonar el claxon por encima de lo permitido por las
leyes contra la contaminación acústica, enojado con los peatones que se habían
lanzado a la calle cuando él tenía la luz verde. Por encima de sus cabezas, los
primeros autobuses aéreos emitían ese sonido tan desagradable y los primeros globos
publicitarios pregonaban las mercancías de la ciudad.
Presenció una pelea a puñetazos entre dos mujeres. Acompañantes con licencia
callejera, pensó Eve. Las acompañantes con licencia tenían que proteger su territorio
con la misma fiereza que los vendedores de comida y de bebida. Estuvo a punto de
bajar del coche y de detenerlas, pero la pequeña rubia tumbó a la pelirroja y huyó
entre la multitud como un conejo.
Bien pensado, se dijo Eve al ver que la pelirroja ya se había puesto de pie y
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gritaba obscenidades.
Esto, pensó Eve con afecto, era Nueva York.
Con cierta tristeza abandonó la zona, penetró en la relativa tranquilidad de la
Séptima Avenida y se dirigió hacia el centro de la ciudad. Necesitaba volver a entrar
en acción, pensó. Esas semanas de baja la habían hecho sentir nerviosa e inútil. Débil.
Se había saltado la última semana de baja y se había sometido al examen físico que se
requería.
Y, lo sabía, lo había pasado por los pelos.
Pero lo había pasado y ya había vuelto al trabajo. Ahora, si pudiera convencer al
comandante de que la apartara de la rutina de despacho, sería una mujer feliz.
La radio se activó y Eve le prestó atención sólo a medias. No tenía que estar
disponible hasta al cabo de tres horas.
«Cualquier unidad que se encuentre próxima; se ha informado de un 1222 en el
número 6843 de la Séptima Avenida, apartamento 18B. No hay ninguna
confirmación. Buscar al hombre del apartamento 2A. Cualquier unidad que se
encuentre próxima…»
Eve respondió antes de que repitieran la llamada.
—Avisos, aquí Dallas, teniente Eve. Estoy a dos minutos de la dirección de la
Séptima Avenida. Respondo.
«Recibido, Dallas, teniente Eve. Por favor informe de la situación en cuanto
llegue.»
—Afirmativo. Dallas, corto.
Se deslizó hacia la esquina y echó un vistazo hacia arriba, al edificio de un color
gris acero. Unas cuantas luces brillaban en las ventanas, pero en el piso 18 sólo se
veía oscuridad. Un 1222 significaba que había habido una llamada anónima avisando
de una disputa doméstica.
Eve salió del vehículo y sin darse cuenta deslizó la mano hasta su costado, donde
su arma reposaba. No le importaba empezar el día con problemas, pero no había
policía vivo o muerto que no temiera enfrentarse a una disputa doméstica.
Parecía que no había nada con que un esposo o una esposa disfrutaran más que
volverse contra el pobre bastardo que intentaba evitar que se mataran el uno al otro
por culpa del dinero del alquiler.
El hecho de que hubiera respondido voluntariamente a la llamada era una muestra
de la insatisfacción que sentía con las tareas que tenía asignadas en esos momentos.
Eve subió el corto tramo de escaleras corriendo y se encontró ante el hombre del
2A.
Levantó la placa mientras él hablaba desde el otro lado de la mirilla de la puerta,
y cuando el hombre la abrió, Eve la colocó ante sus diminutos ojos.
—¿Tienen problemas aquí?
—No sé. Los polis me han llamado. Soy el encargado. No sé nada.
—Ya lo veo. —El hombre olía a sábanas sucias y, de forma inexplicable, a queso
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—. ¿Me permite entrar en el 18B?
—Tiene un código maestro, ¿no?
—Sí, de acuerdo. —Eve le hizo un rápido repaso: bajo, delgado, olía mal y estaba
asustado—. ¿Qué tal si me dice algo de los ocupantes antes de que entre?
—Sólo uno. Mujer. Mujer soltera. Divorciada o algo. Es reservada.
—¿No lo son todas? —dijo Eve entre dientes—. ¿Sabe cómo se llama?
—Hawley. Marianna. De unos treinta, treinta y cinco años. Buen aspecto. Ha
estado aquí seis años. Ningún problema. Mire, no he oído nada, no he visto nada. No
sé nada. Son las cinco y media de la madrugada, mierda. Si ella ha provocado algún
desperfecto al apartamento, quiero saberlo. Si no, no es cosa mía.
—Está bien —dijo Eve mientras le cerraba la puerta en las narices—. Vuelve a tu
agujero, rata. —Movió los hombros un momento y luego recorrió el pasillo hasta el
ascensor. En cuanto entró en él, sacó el comunicador—. Dallas, teniente Eve. Estoy
en la dirección de la Séptima Avenida. El encargado del edificio os nulo. Informaré
de nuevo después de entrevistar a Hawley, Marianna, residente en el 18B.
«¿Necesita refuerzos?»
—No, de momento. Dallas, corto.
Se guardó el comunicador en el bolsillo y salió al pasillo del piso 18. Un rápido
vistazo le hizo saber que las cámaras de seguridad estaban en su sitio. El pasillo
estaba tan silencioso como una iglesia. Por la localización y el estilo del edificio,
supuso que la mayoría de sus habitantes eran oficinistas, de ingresos medios. La
mayoría no se levantarían de la cama hasta pasadas las siete de la mañana. Se
tomarían el café y saldrían disparados hasta su parada de autobús aéreo o de metro.
Los más afortunados sólo tendrían que conectarse con su oficina desde la estación de
trabajo de su casa.
Algunos tendrían que llevar a los niños a la escuela. Otros darían un beso de
despedida a su esposo o esposa y esperarían a su amante.
Unas vidas corrientes en un lugar corriente.
Por un momento le pasó por la cabeza la posibilidad de que Roarke fuera el
propietario del edificio, pero la dejó a un lado y se acercó a la puerta del 18B.
El piloto de seguridad estaba encendido en color verde. Desactivada.
Instintivamente, se colocó a un lado de la puerta y pulsó el timbre. No lo oyó dentro
de la casa y pensó que el apartamento estaba insonorizado. Fuera lo que fuese lo que
ocurriera allí, quedaba dentro. Un tanto incómoda, sacó el código maestro y abrió los
cerrojos.
Antes de entrar, llamó en voz alta. No había nada peor, pensó, que provocar que
un asustado civil que hubiera estado durmiendo cargara contra uno con un aturdidor
casero o con un cuchillo de cocina.
—¿Señora Hawley? Policía. Tenemos un aviso de problemas en su apartamento.
Luces —ordenó, y las luces del salón se encendieron.
Era bastante bonito, tenía un aire tranquilo. Colores suaves, líneas sencillas. La
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pantalla estaba pasando un viejo vídeo. Dos personas imposiblemente atractivas
retozaban desnudas encima de una cama cubierta de pétalos de rosa. Gemían de
forma muy teatral.
En la mesa, delante del largo sofá de un verde apagado, había un plato con
caramelos. Estaba lleno hasta el borde de unas gominolas cubiertas de azúcar. Unas
velas rojas y plateadas rodeaban el plato y tenían distintas alturas.
Toda la habitación olía a arándanos y a pino.
Eve vio de dónde procedía el olor a pino. Un perfecto y pequeño árbol estaba
tumbado delante de la ventana. Las luces festivas y los adornos de angelitos de carita
dulce estaban destrozados. Las ramas estaban rotas.
Por lo menos, doce cajas envueltas en papel de fiesta estaban aplastadas debajo
del árbol.
Eve sacó el arma y dio una vuelta por la habitación.
No había ningún otro signo de violencia a la vista, no allí. La pareja de la pantalla
llegó al clímax de forma simultánea con unos gemidos guturales y animales. Eve
pasó por delante de la pantalla. Escuchó.
Oyó música. Tranquila, alegre, monótona. No conocía la melodía, pero reconocía
que era una de las fastidiosas cancioncitas de Navidad que se oían por todas partes
durante esa época.
Recorrió el corto pasillo apuntando con el arma. Dos puertas, ambas abiertas. Una
se abría a un lavabo, un lavamanos, una bañera, todo de un blanco brillante.
Manteniendo la espalda contra la pared, se deslizó hasta la segunda puerta, donde la
música no dejaba de sonar.
La olió, olió la muerte reciente. Un olor a la vez metálico y afrutado. Acabó de
abrir la puerta del todo y la encontró.
Entró en la habitación, apuntó a la derecha, a la izquierda, con ojos y oídos
abiertos. Pero sabía que se encontraba sola con lo que una vez había sido Marianna
Hawley. A pesar de ello, miró en el vestidor, detrás de las cortinas, y abandonó el
dormitorio para registrar el resto del apartamento antes de bajar la guardia.
Sólo entonces se acercó a la cama.
El del 2A tenía razón, pensó. La mujer había sido atractiva. No de una forma
impresionante, pero sí era una mujer bonita con el pelo de un castaño claro y unos
ojos de un verde profundo. La muerte no le había arrebatado eso, no todavía.
Tenía los ojos abiertos de par en par y una mirada de sorpresa, como era habitual
a veces en los muertos. Le habían aplicado un color sutil sobre la aburrida palidez de
las mejillas. Le habían pintado las pestañas, y también los labios, de un rojo cereza
muy festivo. Le habían puesto en el cabello un ornamento, justo encima de la oreja
derecha. Era un pequeño y brillante arbolito con un pajarito gordo y dorado posado
en una de las ramas plateadas.
Ella estaba desnuda. Sólo llevaba una brillante guirnalda que le habían colocado
alrededor del cuerpo de forma artística. Eve se preguntó, al ver las abrasiones en el
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cuello, si eso era lo que habían utilizado para estrangularla.
Había más contusiones en las muñecas y en los tobillos, lo cual indicaba que la
víctima había sido atada y, posiblemente, había tenido tiempo de intentar deshacerse
de las ataduras.
En la unidad de ocio que reposaba al lado de la cama, la cantante la invitó a que
pasara una feliz Navidad.
Con un suspiro, Eve sacó el comunicador.
—Avisos, aquí Dallas, teniente Eve. Tengo un homicidio.
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las nalgas, que estaban completamente rojas. El vientre se había vaciado, los restos de
la muerte. A través de la capa selladora que llevaba en las manos, Eve notó la textura
de la piel como de cera.
—Esto parece reciente —murmuró—. Peabody, graba esto en vídeo antes de irte.
—Eve observó el brillante tatuaje en el omóplato derecho mientras Peabody lo
grababa.
—MI AMOR VERDADERO. —Peabody apretó los labios con gesto pensativo ante las
brillantes letras de color rojo de una tipografía antigua.
—Me parece un tatuaje temporal. —Eve se inclinó hasta que casi tocó el hombro
de la mujer con la nariz. Olió—. Se lo han aplicado recientemente. Buscaremos
dónde se hacen este tipo de tratamientos corporales.
—Una perdiz en un peral.
Eve se incorporó y miró a su ayudante con una ceja arqueada.
—¿Qué?
—En el pelo, la horquilla del pelo. El primer día de Navidad. —Eve continuaba
mirándola sin comprender, así que Peabody meneó la cabeza y explicó—: Es una
vieja canción de Navidad, teniente. Los doce días de Navidad. El chico le da a su
amor verdadero algo cada día, y empieza con una perdiz en un peral el primer día.
—¿Qué se supone que tiene que hacer una con un pájaro en un árbol? Qué regalo
tan tonto. —Pero una desagradable sospecha la asaltó—. Esperemos que ella fuera su
único amor verdadero. Dame las grabaciones. Métanla en la bolsa —ordenó, y volvió
hacia el TeleLink de la cama.
Mientras sacaban el cuerpo, Eve solicitó todas las llamadas entrantes y salientes
de las veinticuatro horas previas.
La primera entró justo pasadas las ocho de la mañana. Una alegre conversación
entre la víctima y su madre. Mientras escuchaba y observaba el rostro risueño de la
madre, Eve se preguntó qué aspecto tendría ese mismo rostro cuando la llamara y le
dijera que su hija estaba muerta.
La única otra llamada se había hecho desde allí. Un chico atractivo, pensó Eve
mientras observaba la imagen de la pantalla. En la treintena, sonrisa fácil, ojos
marrones y conmovedores. Jerry, le llamó la víctima. O Jer. Muchas bromas sexuales,
jugaban. Un amante, entonces. Quizá su amor verdadero.
Eve sacó el disco, lo metió en la bolsa y lo guardó. Localizó el diario de
Marianna, el TeleLink portátil y la agenda de direcciones en un escritorio delante de
la ventana. Una rápida búsqueda le facilitó a un tal Jeremy Vandoren.
Eve estaba sola. Se acercó a la cama. Las sábanas, manchadas, estaban hechas un
ovillo a los pies. Las ropas de la víctima, que habían sido cortadas con cuidado y
amontonadas en el suelo, ya habían sido guardadas como prueba. El apartamento
estaba en silencio.
Ella le dejó entrar, pensó Eve. Le abrió la puerta. ¿Vino hasta aquí con él de
forma voluntaria, o él la sometió antes? El informe de toxicología le diría si había
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alguna sustancia ilegal en la sangre.
Una vez la tuvo en el dormitorio, la ató. Manos y pies; probablemente ató las
cuerdas en los postes que había en las esquinas de la cama, el cuerpo de ella
desplegado como ofreciéndose para un banquete.
Entonces le cortó las ropas. Con cuidado, sin prisas. No se trataba de cólera, de
furia, ni siquiera de una especie de desesperada necesidad. Había sido calculado,
planificado, ejecutado de forma ordenada. Entonces la violó, la sodomizó, porque
podía hacerlo. Él tenía el poder de hacerlo.
Ella había luchado, había gritado, probablemente le había suplicado. Él disfrutó
con eso, se alimentó de eso. Eso hacían los violadores, pensó Eve mientras respiraba
a conciencia para tranquilizarse. Su mente no cejaba de desviarse hacia la imagen de
su padre.
Cuando hubo terminado, la estranguló. La observó mientras los ojos de ella se le
salían de las órbitas. Luego la peinó, le maquilló el rostro, la envolvió con una festiva
guirnalda. ¿La horquilla del pelo la había traído él o era de ella? ¿Había sido ella
quien se había divertido poniéndose el tatuaje o había sido él quién le decoró el
cuerpo?
Eve se dirigió hacia el baño de al lado de la habitación. Las baldosas blancas
brillaban como si fueran de nieve y se notaba un ligero olor a desinfectante. Él se
había lavado allí al terminar, decidió Eve. Se lavó, incluso quizá se acicaló, y luego
fregó y roció la habitación para eliminar cualquier rastro.
Bueno, de todas formas, pondría al equipo de registro a trabajar allí. Cualquier
cosa, hasta un simple pelo del pubis podría hacer que le colgaran.
Ella tenía una madre que la quería, pensó Eve. Una madre que se reía con ella,
que hacía planes para las vacaciones, que charlaba de recetas de pasteles.
—¿Señor? ¿Teniente?
Eve miró por encima del hombro y vio a Peabody en el centro del pasillo.
—¿Qué?
—Tengo los discos de seguridad. Dos policías están empezando a realizar el
puerta a puerta.
—Bien. —Eve se frotó el rostro con las manos—. Precintemos el sitio y
llevémoslo todo a la Central. Tengo que informar a sus parientes. —Se colgó la bolsa
del hombro y tomó el equipo de campo—. Tienes razón Peabody. Vaya manera de
empezar el día.
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Capítulo dos
I
—¿ nvestigaste el número de TeleLink del novio?
—Sí, teniente. Jeremy Vandoren, vive en la Segunda Avenida, es ejecutivo de
cuentas de Foster, Bride and Rumsey, en Wall Street. —Peabody echó un vistazo a la
agenda digital mientras le comunicaba el resto de la información—. Divorciado,
actualmente soltero, treinta y seis años. Y un espécimen de la especie masculina muy
atractivo, teniente.
—Ajá. —Eve introdujo el disco de seguridad en la unidad de su escritorio—.
Vamos a ver si este atractivo espécimen llamó a su novia ayer por la noche.
—¿Quiere que le traiga un poco de café, teniente?
—¿Qué?
—¿Quiere un poco de café?
Eve entrecerró los ojos con expresión suspicaz, pero no los apartó del vídeo.
—Si quieres café, Peabody, simplemente dilo.
Peabody, detrás de Eve, miró al techo con expresión de resignación.
—Quiero café.
—Entonces prepáratelo… y tráeme un poco para mí, ya que estás en eso. La
víctima llegó a casa las 16:45 horas. Detener el disco —ordenó Eve y miró con
detenimiento a Marianna Hawley.
Elegante, bonita, joven, llevaba un brillante cabello castaño cubierto con un
sombrero rojo que hacía juego con el largo abrigo y con el brillo de las botas.
—Había ido de compras —comentó Peabody mientras dejaba la taza de café al
lado de Eve.
—Sí. En Bloomingdale’s. Continuar vídeo —dijo Eve y observó a Marianna dejar
las bolsas y sacar la llave. Eve se dio cuenta de que estaba moviendo los labios.
Hablaba consigo misma. No, se corrigió, Marianna estaba cantando. Entonces la
mujer se sacudió el pelo para apartárselo de la cara, volvió a tomar las bolsas, entró
en el apartamento y cerró la puerta.
La luz roja que indicaba que se había cerrado la puerta se encendió.
El vídeo del disco continuó y Eve vio a otros inquilinos que entraban y salían,
solos y en pareja. Vidas comunes que seguían adelante.
—Se quedó a cenar en casa —constató Eve, imaginándose la escena dentro del
apartamento.
Veía a Marianna moviéndose por las habitaciones, vestida con unos sencillos
pantalones azul marino y el mismo jersey blanco que luego le habían sido cortados.
«Enciende la pantalla para tener un poco de compañía. Cuelga el abrigo rojo en el
vestidor, coloca el sombrero en el estante, deja las botas en el suelo. Guarda las
bolsas de la compra.»
Era una mujer ordenada a quien le gustaban las cosas bonitas y que se preparaba
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para pasar una noche tranquila en casa.
—Se preparó un poco de sopa a las siete, según el AutoChef. —Eve repicó con
las uñas, sin manicura, en el escritorio mientras continuaba—. Su madre la telefoneó
y luego ella llamó a su novio.
Eve retuvo mentalmente el margen temporal de los sucesos y en esos momentos
vio que las puertas del ascensor se abrían. Arqueó las cejas, que desaparecieron
debajo de los mechones del flequillo.
—Vaya, jo, joo, jooo, ¿a quién tenemos aquí?
—Santa Claus. —Sonriendo, Peabody se inclinó por encima del hombro de Eve
—. Trae regalos.
El hombre vestido con el traje rojo y la barba blanca llevaba una caja grande
envuelta en papel plateado y atada con un elaborado lazo dorado y verde.
—Espera. Pausa. Aumentar desde el sector diez al cincuenta, al treinta por ciento.
La imagen de la pantalla se modificó, se separó la sección que Eve había
solicitado e, inmediatamente, ésta apareció a toda pantalla. Justo en el centro del
bonito lazo había un árbol plateado con un pájaro gordo y dorado.
—Hijo de puta. Hijo de puta, eso es lo que había en el pelo de ella.
—Pero… es Santa Claus.
—Contrólate, Peabody. Continuar con el vídeo. Va hacia la puerta —dijo Eve sin
apartar la vista mientras la alegre figura llevaba el brillante paquete al apartamento de
Marianna. Apretó el timbre con una mano enguantada, esperó un instante y luego
echó la cabeza hacia atrás y rio. Casi en ese instante, Marianna abrió la puerta con el
rostro iluminado y los ojos brillantes de contento.
Se apartó el pelo de la cara con una mano y luego acabó de abrir la puerta en
señal de invitación.
Santa Claus echó un rápido vistazo por encima del hombro y miró directamente a
la cámara. Sonrió y guiñó un ojo.
—Congelar imagen. El cabrón. Cabrón engreído. Imprimir imagen de pantalla —
ordenó mientras observaba el rostro orondo de mejillas rojizas y ojos azules y
chispeantes—. Sabía que veríamos los discos, que le veríamos. Está disfrutando.
—Va vestido de Santa Claus. —Peabody miraba la pantalla con la boca abierta—.
Eso es horrible. Eso… está mal.
—¿Qué? ¿Si se hubiera disfrazado como Satán, sería más apropiado?
—Sí… No. —Peabody se encogió de hombros, cambió el peso del cuerpo de un
pie a otro, incómoda—. Es sólo que… bueno, es verdaderamente horrible.
—También es verdaderamente inteligente. —Con la mirada perdida, Eve esperó a
que se terminara de imprimir la imagen—. ¿Quién sería capaz de cerrar la puerta a
Santa Claus? Continuar vídeo.
La puerta se cerró detrás de los dos y el pasillo se quedó vacío.
El reloj al pie de la pantalla señalaba las 21:33 horas.
Así que él se tomó el tiempo necesario, pensó Eve, casi dos horas y media. La
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cuerda que utilizó para atarla, y el resto de cosas que necesitaba, las llevaba en esa
gran caja brillante.
A las once, una pareja salió del ascensor riendo, un poco borrachos, agarrados del
brazo, y pasaron por delante de la puerta de Marianna. Sin saber lo que estaba
sucediendo al otro lado de ella.
Miedo y dolor.
Asesinato.
La puerta se abrió pasada la medianoche. El hombre del traje rojo salió del
apartamento con la caja plateada y tenía una amplia y casi salvaje sonrisa en el rostro
de mejillas sonrosadas. Una vez más miró directamente a la cámara y en sus ojos
había una expresión de locura.
Se fue hasta el ascensor bailando.
—Copiar disco en el archivo Hawley. Caso número 25176-H. ¿Cuántos días de
Navidad dijiste que había, Peabody? En la canción.
—Doce. —Peabody dio un trago de café para suavizarse la garganta—. Doce
días.
—Será mejor que averigüemos si Hawley era su amor verdadero, o si hay once
más. —Se levantó—. Vamos a hablar con el novio.
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—Comprendido. Estás listo. Completamente. Gracias. —Con una sonrisa
incómoda y ligeramente nerviosa, Vandoren apartó el micrófono de los cascos a un
lado—. Esto, teniente, ¿en qué puedo ayudarla?
—¿Jeremy Vandoren?
—Sí. —Los profundos ojos marrones se desplazaron de Eve hasta Peabody y
volvieron a Eve—. ¿Me he metido en algún problema?
—¿Ha hecho usted algo ilegal, señor Vandoren?
—No, que yo recuerde. —Intentó esbozar otra sonrisa y sólo consiguió que un
hoyuelo cobrara vida en una comisura de los labios—. No, a no ser que esa barrita de
caramelo que robé cuando tenía ocho años vuelva para perseguirme.
—¿Conoce usted a Marianna Hawley?
—Marianna, claro. No me diga que Mari ha birlado una barrita de caramelo. —
Entonces, de forma abrupta, como si se le acabara de encender una luz, la sonrisa
desapareció—. ¿Qué sucede? ¿Ha pasado algo? ¿Marianna está bien?
Ya se había levantado de la silla, y miraba por encima de la baja pared del
cubículo como si esperara verla.
—Señor Vandoren, lo siento. —Eve nunca había encontrado la manera de
comunicar esa noticia, así que decidió comunicarla rápidamente—. La señorita
Hawley está muerta.
—No, no lo está. No —volvió a decir él, mirando a Eve con esos ojos oscuros—.
No lo está. Esto es ridículo. Hablé con ella ayer por la noche. Hemos quedado para
cenar hoy a las siete. Ella está bien. Se han equivocado.
—No ha habido ninguna equivocación. Lo siento —repitió, dado que él
simplemente continuaba mirándola—. Marianna Hawley fue asesinada ayer por la
noche en su apartamento.
—¿Marianna? ¿Asesinada? —No dejaba de negar con la cabeza despacio, como
si esas dos palabras no tuvieran ninguna relación la una con la otra—. Eso es un error,
por completo. Simplemente, es un error. —Se dio la vuelta y tomó el TeleLink del
escritorio—. Voy a llamarla ahora mismo. Está en el trabajo.
—Señor Vandoren. —Eve le puso una mano firme encima del hombro y le hizo
sentar en la silla. No había ningún lugar donde ella pudiera sentarse, así que apoyó la
cadera en el escritorio para quedar un poco más a la altura de él—. La hemos
identificado por las huellas digitales y por el ADN. Si puede usted soportarlo, me
gustaría que viniera conmigo para una confirmación visual.
—Una confirmación… —Se levantó repentinamente y, sin querer, golpeó con el
codo a Eve en el hombro. La herida que todavía no estaba curada le dolió—. Sí. Iré
con usted. Por supuesto que sí. Porque no se trata de ella. No se trata de Marianna.
El depósito de cadáveres nunca era un lugar alegre. El hecho de que alguien, con
un humor que bien era optimista o bien era macabro, hubiera colgado unas bolas rojas
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y verdes del techo y hubiera adornado las puertas con unas guirnaldas doradas sólo
parecía ser una macabra burla hacia los muertos.
Eve se quedó de pie delante de la ventana, igual que lo había hecho demasiadas
veces con anterioridad. Y notó, igual que había notado demasiadas veces con
anterioridad, el sobresalto y la conmoción que inundaron al hombre que estaba a su
lado en cuanto vio a Marianna Hawley tumbada, al otro lado del cristal de la ventana.
La sábana que la cubría hasta la barbilla había sido colocada de forma
precipitada. Servía para ocultar, a los amigos, a la familia, a los seres queridos, la
triste desnudez del muerto, los cortes realizados en la carne, la incisión en forma de
«Y», la marca temporal en el empeine que daba un nombre y un número a ese cuerpo.
—No. —Con un gesto impotente, Vandoren apoyó ambas manos en la ventana—.
No, no, no, esto no puede ser verdad. Marianna.
Con amabilidad, Eve le puso una mano en el brazo. Él temblaba violentamente, y
las manos apoyadas en el cristal se cerraron en puños. Empezó a golpear la ventana
sin fuerzas.
—Haga un gesto afirmativo con la cabeza si identifica a Marianna Hawley.
Él asintió con la cabeza. Y empezó a sollozar.
—Peabody, localiza una oficina vacía. Tráele un poco de agua.
Mientras hablaba, se encontró atrapada por él. Los brazos de él la rodearon, el
rostro de él se apretó contra su hombro. El cuerpo de él se apoyó contra ella con todo
el peso del dolor.
Ella le permitió quedarse así un momento. Le hizo una señal al técnico que se
encontraba al otro lado de la ventana para que bajara la pantalla de privacidad.
—Vamos, Jerry, venga conmigo ahora. —Eve mantuvo un brazo alrededor de la
cintura de él. Pensó que prefería recibir un disparo del aturdidor que enfrentarse al
dolor de los familiares. No había forma de ayudar a quienes acababan de ser
abandonados. No había ninguna magia, ningún remedio. Pero, mientras le conducía
por el pasillo de baldosas hasta donde Peabody les esperaba, no dejó de murmurarle
al oído.
—Podemos utilizar ésta —dijo Peabody en voz baja—. Voy a buscar el agua.
—Vamos a sentarnos. —Después de ayudarle a sentarse en una silla, Eve sacó un
pañuelo del bolsillo del traje de él y se lo puso en la mano—. Siento mucho su
pérdida —dijo, igual que hacía siempre. Y notó lo poco apropiada que era esa frase,
como siempre le sucedía.
—Marianna. ¿Quién querría hacerle daño a Marianna? ¿Por qué?
—Mi trabajo consiste en averiguarlo. Y voy a averiguarlo.
Hubo algo en la forma en que lo dijo que hizo que él levantara la vista y la mirara.
Tenía los ojos enrojecidos y una expresión de desolación en ellos. Con un esfuerzo
evidente, inhaló con fuerza.
—Yo… Ella era tan especial. —Introdujo la mano en el bolsillo y sacó una
pequeña caja verde de terciopelo—. Iba a darle esto esta noche. Había pensado
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esperar hasta la noche de Navidad, a Marianna le encantaba la Navidad, pero no
pude. Simplemente no podía esperar.
Las manos le temblaron al abrir la caja para mostrarle a Eve el diamante que
brillaba engarzado en el anillo de compromiso.
—Esta noche iba a pedirle que se casara conmigo. Ella hubiera dicho que sí. Nos
queríamos. ¿Fue un…? —Con cuidado, cerró la caja otra vez y se la volvió a guardar
en el bolsillo—. ¿Fue un robo?
—No creemos que lo fuera. ¿Cuánto hace que la conocía?
—Seis meses, casi siete. —Miró a Peabody cuando ésta se acercó y le ofreció un
vaso de agua—. Gracias. —Lo aceptó, pero no bebió—. Los seis meses más felices
de mi vida.
—¿Cómo se conocieron?
—A través de Personalmente Tuyo. Es una agencia de citas.
—¿Utilizó una agencia? —preguntó Peabody, mostrándose más que sorprendida.
Él se encogió de hombros y suspiró.
—Fue un impulso. Me paso la mayor parte del tiempo en el trabajo y no estaba
saliendo mucho. Me divorcié hace un par de años, y supongo que me sentía un poco
nervioso con las mujeres. De cualquier forma, ninguna de las mujeres que conocí…
No hubo conexión. Vi un anuncio en la pantalla una noche y pensé, qué diablos. No
podía ser malo.
Dio un trago, un trago pequeño que le costó hacer pasar por la garganta.
—Marianna fue la tercera de las cinco primeras candidatas. Salí con las dos
primeras… unas copas, sólo unas copas. No hubo nada allí. Pero cuando conocí a
Marianna, lo encontré todo.
Cerró los ojos y se esforzó por mantener la compostura.
—Ella es tan… bonita. Tiene tanta energía, tanto entusiasmo. Le encantaba su
trabajo, su apartamento, amaba su grupo de teatro. A veces hacen teatro con los
grupos de los distritos de la ciudad.
Eve se dio cuenta de que él cambiaba los tiempos verbales, hablaba en presente y
en futuro. Estaba intentando acostumbrarse a lo que ya era una realidad, pero todavía
no estaba del todo preparado.
—Y empezaron a salir —le animó.
—Sí. Quedamos en salir a tomar unas copas. Sólo unas copas… para conocernos
un poco. Al final fuimos a cenar, luego a tomar café. Hablamos durante horas.
Ninguno de los dos se citó con nadie más después de esa noche. Solamente existía
eso, nosotros dos.
—¿Ella sentía lo mismo?
—Sí. Nos lo tomamos con calma. Unas cuantas cenas, el teatro. A los dos nos
gusta el teatro. Empezamos a pasar algunos sábados por la tarde juntos. Una sesión
de tarde, un museo, o sólo un paseo. Fuimos a su pueblo para que conociera a su
familia. El Cuatro de julio. Yo la llevé a que conociera a la mía. Mi madre hizo la
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cena.
Su mirada se perdió en algo que solamente él era capaz de ver.
—¿Ella no vio a nadie más durante ese período?
—No. Habíamos aceptado un compromiso.
—¿Sabe usted si alguien la estaba importunando? ¿Un antiguo novio, un ex
amante? ¿Un ex marido?
—No. Estoy seguro de que me lo habría dicho. Siempre estábamos hablando. Nos
lo contábamos todo. —Sus ojos parecieron aclararse, pero frunció el ceño—. ¿Por
qué me pregunta eso? ¿Es que fue… Marianna… fue…? Oh, Dios. —Cerró la mano
que tenía encima de la rodilla en un puño—. La violó primero, ¿verdad? El jodido
cabrón la violó. Debería haber estado con ella. —Tiró el vaso al otro extremo de la
habitación desparramando el agua por todas partes y se puso de pie—. Debería haber
estado con ella. Eso nunca hubiera sucedido si hubiera estado con ella.
—¿Dónde estaba usted, Jerry?
—¿Qué?
—¿Dónde estaba usted ayer por la noche, entre las 21:30 horas y la medianoche?
—Usted piensa que yo… —Hizo una pausa, levantó una mano y cerró los ojos.
Inhaló y exhaló tres veces. Luego abrió los ojos y la miró—. Está bien. Usted tiene
que asegurarse de que no fui yo para poder encontrarle. Está bien. Es por ella.
—Exacto. —Al observarle, Eve sintió compasión otra vez—. Es por ella.
—Estaba en casa, en mi apartamento. Trabajé un poco, hice unas cuantas
llamadas, realicé unas cuantas compras de Navidad por Internet. Confirmé la reserva
para la cena de esta noche, porque estaba nervioso. Quería… —Se aclaró la garganta
—. Quería que todo fuera perfecto. Luego llamé a mi madre. —Levantó las manos y
se frotó el rostro con fuerza—. Ella estaba loca por Marianna. Creo que eran las diez
y media. Puede comprobarlo en el registro de mi TeleLink, en mi ordenador, haga
todo lo que tenga que hacer.
—Está bien, Jerry.
—¿Les ha…? Su familia, ¿lo sabe?
—Sí, he hablado con sus padres.
—Tengo que llamarles. Seguro que querrán que ella vuelva a casa. —Los ojos se
le volvieron a llenar de lágrimas, pero no dejó de mirar a Eve a pesar de que las
lágrimas le bajaban por las mejillas—. Yo la llevaré a casa.
—Me encargaré de que se la entreguen lo antes posible. ¿Quiere que llame a
alguien?
—No. Tengo que decírselo a mis padres. Tengo que irme. —Se volvió hacia la
puerta y habló sin mirar hacia atrás—. Encuentre a quien ha hecho esto. Encuentre a
quien le ha hecho daño.
—Lo haré. Jerry, otra cosa.
Él se secó las mejillas y se dio la vuelta.
—¿Qué?
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—¿Marianna tenía un tatuaje?
Él se rio con sonido breve y extraño que pareció desgarrarle la garganta.
—¿Marianna? No. Ella era chapada a la antigua, ni siquiera se hubiera hecho uno
temporal.
—¿Está seguro?
—Éramos amantes, teniente. Estábamos enamorados. Conocía su cuerpo.
Conocía su cabeza y su corazón.
—De acuerdo. Gracias. —Esperó a que él hubiera salido, hasta que la puerta se
hubo cerrado en silencio detrás de él—. Impresiones, Peabody.
—Al chico le han arrancado el corazón del pecho.
—Estoy de acuerdo. Pero muchas veces la gente mata a quienes aman. A pesar de
los registros de su TeleLink, su coartada es débil.
—No se parece a Santa Claus en absoluto.
Eve sonrió levemente.
—Puedo garantizarte que la persona que la asesinó tampoco se le va a parecer. Si
no fuera así, no hubiera posado para la cámara tan alegremente. Un poco de relleno
para el cuerpo, un cambio en el color de los ojos, maquillaje, una barba y una peluca.
Cualquiera puede parecerse a Santa Claus.
Pero, de momento, tenía que dejarse guiar por los instintos.
—No es él. Vamos a ver dónde trabajaba ella, vamos a ver quiénes eran sus
amigos y sus enemigos.
Amigos, pensó Eve más tarde, Marianna parecía tenerlos a montones. Enemigos
no parecía tener ninguno.
La imagen que estaba obteniendo era la de una mujer feliz y sociable que amaba
su trabajo, estaba muy cerca de su familia y que, al mismo tiempo, disfrutaba del
ritmo y la excitación de la ciudad.
Tenía un pequeño y cercano grupo de amigas, una debilidad por salir de compras,
un gran amor por el teatro y, según todos los testimonios, había mantenido una
exclusiva y feliz relación con Jeremy Vandoren.
«Esa mujer volaba.»
«Todos los que la conocían la querían.»
«Tenía un corazón abierto y confiado.»
Mientras conducía hacia casa, Eve dejó que su mente deambulara por las
declaraciones que habían hecho familiares y amigos. Nadie encontraba una tacha en
Marianna. Ni una vez oyó que nadie realizara esos comentarios astutos y a menudo
autohalagadores que los vivos realizaban sobre los muertos.
Pero había alguien que pensaba de forma distinta, alguien que la había asesinado
de forma calculada, con esmero y con, si el aspecto de esos ojos podía considerarse
un signo, placer.
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«Mi amor verdadero.»
Sí, alguien la había amado lo suficiente para matarla. Eve sabía que ese tipo de
amor existía, que se alimentaba y se enconaba como una llaga. Ella había sido el
objeto de esa retorcida y abrasadora emoción. Y sobrevivió a ello, se dijo a sí misma
mientras encendía el TeleLink.
—¿Tienes el informe de toxicología, Capi?
El rostro inmenso y feo del técnico jefe del laboratorio inundó la pantalla.
—Ya sabes cómo las cosas se atascan aquí durante las fiestas. Todo el mundo
apartando a todo el mundo a un lado y otro, técnicos trapicheando con la mierda de
Navidad y de Hanukka en lugar de hacer su trabajo.
—Sí, mi corazón sangra de compasión por ti. Quiero el informe de toxicología.
—Yo quiero unas vacaciones. —Pero, mientras mascullaba algo, se dio la vuelta
y empezó a pedir algo a su ordenador—. Le suministraron tranquilizantes. Legal,
bastante suaves. Por su peso, la dosis no debió de hacer nada más que atontarla
durante diez o quince minutos.
—Tiempo suficiente —murmuró Eve.
—Todo indica que le fueron inyectados en el brazo derecho. Posiblemente se
sintió como si se hubiera tomado media docena de Zombies. Resultado: mareo,
desorientación, una posible pérdida temporal de conciencia y debilidad muscular.
—De acuerdo. ¿Algún resto de semen?
—No, ni un minúsculo soldado. O bien se puso condón o bien su anticonceptivo
se lo cargó. Todavía tenemos que comprobar eso. El cuerpo fue rociado con
desinfectante. Hay restos también en la vagina, lo cual pudo haber matado a algunos
de los soldados. No le hemos sacado ninguno. Ah… otra cosa. Los cosméticos con
que la maquillaron no concuerdan con los que había en su apartamento. Todavía no
hemos acabado con ellos, pero la observación preliminar indica que todos son a base
de ingredientes naturales, lo cual significa muchos dólares. Lo más probable es que
los llevara él.
—Dime las marcas lo antes posible. Es una buena pista. Buen trabajo, Capi.
—Sí, sí. Feliz Navidad de mierda.
—Lo mismo, capullo —respondió Eve entre dientes cuando hubieron colgado.
Movió los hombros para aligerar un poco la tensión y se dirigió hacia las puertas de
hierro de su casa.
Se veían las luces de las ventanas a través de la oscuridad del invierno. Unas
ventanas altas, con arcos, en las torres y los pilares, encima del amplio piso principal.
Casa, pensó. Se había convertido en su casa a causa del hombre de quien era
propiedad. El hombre que la amaba. El hombre que le había puesto el anillo en el
dedo, igual que Jeremy había querido hacer con Marianna.
Con el dedo pulgar jugueteó con el anillo mientras aparcaba el coche delante de la
entrada principal.
«Ella lo había sido todo», había dicho Jerry. Un año antes Eve no hubiera
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comprendido qué significaba eso. Ahora sí.
Se quedó sentada un momento y se pasó ambas manos por la mata de pelo
revuelta. El dolor de ese hombre había penetrado en ella. Eso era un error; no
resultaría de ninguna ayuda y posiblemente mermaría la investigación. Tenía que
poner eso a un lado, apartar de su mente la devastadora emoción que había sentido
por él cuando se había derrumbado en sus brazos.
El amor no siempre resultaba vencedor, se dijo a sí misma. Pero sí podía hacerlo
la justicia, si ella era lo bastante buena.
Salió del coche, lo dejó donde estaba y empezó a subir la escalera hasta la puerta
principal. En cuanto estuvo dentro, se quitó la chaqueta de piel y la dejó caer de
cualquier manera encima de la elegante barandilla de la escalera.
Summerset salió de entre las sombras la miró, alto, huesudo, pálido, con ojos
oscuros y reprobadores.
—Teniente.
—Deja mi vehículo exactamente donde está —le dijo, y se giró hacia la escalera.
Él sorbió por la nariz de forma audible, consciente.
—Tiene usted varios mensajes.
—Pueden esperar. —Continuó subiendo y empezó a fantasear con una buena
ducha caliente, un vaso de vino y una cabezada de diez minutos.
Él la llamó, pero ella ya había dejado de escucharle.
—Que te den —dijo, distraída, y abrió la puerta del dormitorio.
Todo aquello que se había marchitado dentro de ella, floreció.
Roarke estaba de pie delante del vestidor, desnudo hasta la cintura. La hermosa
musculatura de la espalda se desplazaba sutilmente mientras alargaba un brazo para
tomar una camisa limpia. Volvió la cabeza y todo el poder de ese rostro la golpeó.
Los labios de poeta que sonreían, los profundos ojos azules que la miraban risueños.
Él echó la cabeza hacia atrás para apartar la gruesa mata de pelo negro de los ojos.
—Hola teniente.
—Creí que no llegarías hasta dentro de dos horas.
Él dejó la camisa a un lado. Ella no había estado durmiendo bien últimamente,
pensó. Se le notaba la fatiga, las ojeras.
—Acabé pronto.
—Sí.
Ella fue hacia él, deprisa, casi demasiado rápido para darse cuenta del repentino
brillo de sorpresa en los ojos de él, la profunda expresión de placer. Los brazos de él
se abrieron para ella.
Ella inhaló su olor, con fuerza, le acarició la espalda con firmeza y luego
sumergió el rostro en el pelo de él e inhaló, una vez.
—Me has echado de menos —murmuró él.
—Espera un minuto, ¿de acuerdo?
—El tiempo que quieras.
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El cuerpo de ella encajaba con el de él. De alguna manera encajaba como una
pieza de puzle con otra. Ella recordó cómo Jeremy Vandoren le había enseñado el
anillo, la brillante promesa que encerraba.
—Te quiero. —Fue una conmoción notar las lágrimas agolpadas en la garganta.
Tuvo que esforzarse en tragárselas—. Siento mucho no decírtelo lo bastante a
menudo.
Él había percibido las lágrimas. Le acarició la nuca y se la masajeó con suavidad,
para aligerarle la tensión que notaba allí.
—¿Qué sucede, Eve?
—Ahora no. —Más tranquila, se apartó un poco y le tomó el rostro con ambas
manos—. Estoy tan contenta de que estés aquí. —Sonrió y él le puso los labios
encima de los de ella.
Un sentimiento cálido, de bienvenida, y la pasión que nunca parecía satisfecha. Y
con todo eso, escondida en todo eso, Eve podía dejar a un lado todo excepto a él.
—¿Te estabas cambiando de ropa? —le preguntó sin separar los labios de los de
él.
—Sí. Mmmm. Un poco más de esto —murmuró, y le mordisqueó el labio
superior hasta que ella se estremeció.
—Bueno, me parece que esto es una pérdida de tiempo. —Para demostrárselo,
introdujo las manos entre los dos y le desabrochó los pantalones.
—Tienes toda la razón. —Él le desabrochó el arnés y lo dejó a un lado—. Me
encanta desarmarte, teniente.
Con un rápido movimiento que hizo que él arqueara una ceja, ella se dio la vuelta
y le sujetó contra la puerta del vestidor.
—No necesito un arma para poseerte, amigo.
—Pruébalo.
Él ya estaba erecto cuando la mano de ella se cerró alrededor de él. El azul de sus
ojos se hizo más profundo y adquirió un brillo peligroso.
—Tampoco te has puesto los guantes hoy.
Ella sonrió, mientras le acariciaba a lo largo de todo el miembro.
—¿Eso ha sido una queja?
—Por supuesto que no. —Le costaba respirar. De todas las mujeres que había
conocido, ella era la única que podía cortarle la respiración con tanta facilidad. Él
deslizó las manos por su cuerpo hasta que le tomó los pechos y con los pulgares le
acarició con suavidad los pezones. Luego le desabrochó los botones de la camisa.
La quería sentir debajo de su cuerpo.
—Ven a la cama.
—¿Qué tiene de malo aquí? —Ella bajó la cabeza y le dio un mordisco en el
hombro—. ¿Qué tiene de malo ahora?
—Nada. —Esta vez él se movió rápidamente, le puso un pie detrás de los de ella
y le hizo perder el equilibrio. Los dos cayeron al suelo—. Pero tengo intención de
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poseerte yo a ti, en lugar de que sea al contrario.
Los labios de él se cerraron alrededor de uno de los pechos de ella y sorbieron
con fuerza. Las palabras se ahogaron en la garganta de ella, las imágenes explotaban
en su cabeza, y sus caderas se elevaron hacia él.
Él la conocía mejor, pensaba muchas veces, que ella misma. Ella necesitaba la
pasión, la potencia, para olvidar aquello que la estuviera preocupando. Una pasión
que él podía ofrecerle, y que les daba placer a ambos, oleada tras oleada.
Ella estaba delgada. El peso que había perdido durante la convalecencia no era
algo que pudiera permitirse y todavía tenía que recuperarlo. Pero él sabía que ella no
deseaba caricias suaves en esos momentos. Así que la excitó, sin piedad y sin tregua,
hasta que la respiración de ella sonó entrecortada y el corazón le estallaba bajo sus
labios y sus manos.
Ella se contorsionó debajo del cuerpo de él, se sujetó con fuerza a su pelo, sus
pechos desnudos se le ofrecían con el diamante en forma de lágrima que él le había
regalado sumergido en el profundo valle entre ellos.
Él la lamió bajando por el torso, por las costillas, por el firme y plano vientre, la
mordisqueó en la fina línea de la cadera. Ella no podía dejar de moverse hacia él,
contra él. Le bajó los pantalones, dejando al descubierto los suaves rizos de la
entrepierna.
Cuando la acarició con la lengua, cuando la penetró con la lengua, el orgasmo la
atravesó como un rayo. Sintió el pulso frenético bajo la piel inundada de sudor.
Estaba medio dentro y medio fuera del vestidor, rodeada por el olor de él, atrapada en
él, y en la gloria.
Notó que los dedos de él se le clavaban en las caderas y que la levantaban, que la
obligaban a abrir las piernas. Y la poseyó. Se le escapó un gemido mientras él la
sujetaba y la atraía hacia sí. Se sentía volar, y no había nada más en su mente que la
imperiosa necesidad del apareamiento.
Alargó los brazos hacia él, pronunció su nombre casi sin respiración, le acarició
los hombros, la espalda. Le abrazaba con las piernas cerradas alrededor de su cintura.
Él la penetró con suavidad, una primera embestida de bienvenida. El cuerpo de él
se estremeció al notar que ella se tensaba alrededor de su miembro, que le atrapaba
igual que estaba atrapada ella. Apretó los labios contra los de ella, alimentándose de
ellos mientras ella no dejaba de mover las caderas.
Deprisa y con fuerza, con los ojos fijos el uno en el otro. Embestida, retirada y
embestida. Respiraban el aliento el uno del otro. Cada vez más cerca, y el agradable y
sólido sonido de un cuerpo contra el otro.
Ella vio que los ojos de él se oscurecían en el momento en que se abandonó. El
cuerpo de ella entró en erupción, destrozado debajo del de él. Él bajó la cabeza y
apoyó el rostro en el cuello de ella. Y ella volvió a sumergir su rostro en el pelo de él.
Volvió a inhalar su olor.
—Es fantástico estar en casa —murmuró él.
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Ella tuvo su ducha caliente, su vaso de vino y, luego, lo que para ella era el colmo
de la decadencia: una cena en la cama con su esposo.
—Háblame de ello. —Él había esperado a que ella se relajara, hasta que hubiera
comido. Ahora le sirvió otro vaso de vino y vio que los ojos se le llenaban de
sombras.
—No me gusta traer el trabajo a casa.
—¿Por qué no? —Él sonrió y volvió a llenarse su propia copa—. A mí sí.
—Es diferente.
—Eve. —Le pasó un dedo por el hoyuelo de la barbilla—. A los dos nos define
mucho lo que hacemos para vivir. Tú no puedes vivir si dejas tu trabajo al otro lado
de la puerta, igual que no puedo yo. Lo llevas dentro.
Ella se recostó en las almohadas y miró a través de la ventana, hacia el oscuro
cielo de la noche.
—Fue cruel —dijo, al final—. Pero no se trata de eso, en realidad. He visto cosas
más crueles. Ella era inocente… había algo en su apartamento, su manera de andar,
su rostro, no lo sé, pero tenía cierta inocencia. Pero sé que no se trata de eso,
tampoco. La inocencia se destruye muy a menudo. Sé lo que es eso. No el ser
inocente, yo no recuerdo haber sido inocente. Pero sé lo que es ser destruida.
Maldijo en voz baja y dejó el vino a un lado.
—Eve. —Él le tomó la mano y esperó a que ella levantara la vista hacia él—. Un
asesinato con violación quizá no sea la mejor manera de que vuelvas a incorporarte al
trabajo activo.
—Hubiera podido pasárselo a otro. —Se avergonzaba de admitirlo, tanto que tuvo
que apartar la mirada—. Si lo hubiera sabido, no estoy segura de si hubiera
respondido a la llamada.
—Todavía puedes pasárselo a otra persona del departamento. Nadie te culparía si
lo hicieras.
—Yo me culparía a mí misma. Ahora la he visto. Ahora la he conocido. —Eve
cerró los ojos, pero sólo un momento—. Ahora es mía. No puedo dar la espalda a este
hecho.
Eve se apartó el pelo del rostro y se obligó a centrarse.
—Parecía tan sorprendida y feliz cuando abrió la puerta. Igual que una niña.
Vaya, un regalo. ¿Sabes?
—Sí.
—La forma en que ese cabrón miró a la cámara antes de entrar en el apartamento.
La amplia sonrisa, el guiño. Y después, ese baile victorioso hasta el ascensor.
Se tumbó en la cama de espaldas y clavó la mirada en el techo. Ahora ya no eran
los ojos de una policía, pensó Roarke. Sino los de un ángel vengador.
—No hubo ninguna pasión, simplemente puro placer. —Cerró los ojos otra vez, y
volvió a ver la imagen, claramente. Cuando volvió a abrirlos, parecía que se hubiera
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prendido un fuego en ellos—. Me puso enferma.
Enojada consigo misma, tomó otra vez la copa de vino y dio un sorbo.
—Tuve que decírselo a la familia. Tuve que ver sus rostros mientras lo hacía. Y
Vandoren, verle hecho pedazos, verle mientras intentaba comprender que su mundo
acababa de desmoronarse. Ella era una mujer agradable, una mujer sencilla y
agradable que estaba feliz con su vida, que estaba a punto de prometerse, y que le
abrió la puerta a alguien que, simbólicamente, es una figura de inocencia. Ahora está
muerta.
Porque la conocía, Roarke le tomó la mano y la obligó a deshacer el puño en que
la acababa de cerrar.
—No eres menos policía porque eso te afecte.
—Demasiadas veces las cosas te afectan y los límites se desdibujan. Te acercas al
límite, a ese momento en que sabes que ya no vas a poder enfrentarte a otro muerto.
—¿Has pensado alguna vez en tomarte un descanso? —Al ver que ella fruncía el
ceño se limitó a sonreír—. No, por supuesto que no. Te enfrentarás al siguiente, Eve,
porque eso es lo que tú haces. Esa eres tú.
—Es posible que me enfrente a otro antes de lo que me gustaría. —Entrelazó los
dedos de la mano con los de él—. ¿Era ella la única, Roarke? ¿Su amor verdadero?
¿O existen once más?
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Capítulo tres
Eve dio la vuelta a la planta de aparcamiento del centro comercial por segunda vez.
Y apretó las mandíbulas.
—¿Por qué esta gente no está trabajando? ¿Por qué no tienen vida propia?
—Para algunos —respondió Peabody en tono solemne— ir de compras es su
vida.
—Sí, sí. —Eve pasó por delante de una zona donde los coches estaban
amontonados como fichas de póquer, en columnas de seis y cada uno metido en su
ranura—. Qué mierda. —Giró el volante y pasó entre las columnas a tan poca
distancia de los parachoques de los coches que Peabody cerró los ojos—. ¿Sabes? Se
puede comprar cualquier cosa que se quiera por Internet, en la intimidad de la propia
casa. No comprendo todo esto.
—Comprar por Internet no tiene la misma emoción. —Peabody apoyó un brazo
en el salpicadero cuando Eve frenó de golpe en el carril de emergencias justo delante
de Bloomingdale’s—. No se utilizan los sentidos, ni se puede dar codazos a la gente
para que se aparten de en medio. No hay ninguna deportividad en comprar a través de
una pantalla.
Eve soltó un bufido, encendió la señal de «En servicio» y salió del coche.
Inmediatamente, la asaltó una oleada de música. Los villancicos estallaban en el aire
a toda potencia. Eve pensó que la gente corría dentro del edificio y compraba
cualquier cosa sólo para escapar de ese ruido.
A pesar de que la temperatura ambiente, controlada por ordenador, rondaba unos
confortables veintidós grados, la enorme cúpula estaba poblada de remolinos de unos
ligeros copos de nieve artificial. Los escaparates del piso comercial estaban repletos
de androides trajeados. Los Santa Claus y los Elfos trabajaban en un taller, los renos
volaban o bailaban por encima de los tejados y los niños de pelo rubio y de rostro
angelical abrían paquetes envueltos en brillantes papeles de colores.
Dentro de uno de los escaparates, un adolescente ataviado con el mono negro y
amarillo fluorescente de última moda, realizaba círculos y giros encima del patín
aéreo Flyer 6000, el último modelo del año. Si se apretaba el botón colocado al lado
del cristal, se podía oír la grabación de su voz excitada pregonando las opciones y
virtudes del patín, así como el precio y la localización de la tienda donde comprarlo.
—Me gustaría probar uno de estos caramelos —dijo Peabody en voz baja
mientras seguía a Eve hasta la puerta.
—¿No eres un poco mayor para esos juguetes?
—No es un juguete, es una aventura —repuso Peabody, recitando la frase
promocional del patín.
—A ver si terminamos con esto. Odio estos sitios.
Las puertas se abrieron con suavidad y las recibieron con una agradable promesa:
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«Bienvenido a Bloomingdale’s. Usted es nuestro cliente más importante».
Dentro, la música continuaba sonando, pero a un volumen más bajo. Sin
embargo, el sonido de la voz resultaba más estridente, dado que decenas de personas
hablaban al mismo tiempo generando una cacofonía de voces que se elevaban y
descendían, que resonaban en la cúpula del techo, donde los ángeles planeaban en
elegantes círculos.
Era un palacio del consumo, con todas las mercancías expuestas de forma
tentadora en los doce lustrosos pisos.
Androides y trabajadores se deslizaban a través de la multitud mostrando los
trajes, los accesorios y los estilos de pelo y de cuerpo que se podían adquirir en los
salones. El mapa electrónico que había justo al entrar estaba dispuesto a conducir a
los clientes hasta sus objetos de deseo más profundo.
Las instalaciones con licencia para cuidar a niños, animales de compañía y
ancianos estaban ubicadas en el nivel principal y ofrecían sus servicios a quienes
preferían comprar sin trabas. Por un pequeño alquiler se podía disponer de carritos
para transportar tanto los paquetes como a los clientes, o ambos a la vez. Los precios
eran por hora o por jornada.
Un androide con el pelo adornado con unas serpenteantes tiras de vividos colores
se les aproximó con una pequeña botella de vidrio en la mano.
—Aparta esa cosa —le ordenó Eve.
—A mí me gustaría probarlo. —Peabody echó la cabeza hacia atrás para que el
androide le vertiera un poco de perfume en el cuello.
—Se llama Poséeme —anunció el androide en un ronroneo—. Póngaselo y
prepárese a ser violada.
—Ajá. —Peabody ladeó la cabeza en dirección a Eve—. ¿Qué le parece?
Eve lo olió y negó con la cabeza.
—No es para ti.
—Podría ser para mí —dijo Peabody entre dientes mientras se afanaba detrás de
ella.
—Intentemos mantenernos centradas en el tema. —Eve tomó a Peabody por el
brazo en cuanto su ayudante se detuvo delante de un mostrador de cosméticos, detrás
del cual una mujer estaba sometiéndose a una sesión de maquillaje de unos tonos
dorados y brillantes desde el cuello hasta la cabeza—. Vamos al departamento del
tipo, a ver si averiguamos quién atendió a Hawley anteayer. Ella utilizó la tarjeta de
crédito, así que deben de tener su dirección.
—Podría terminar mis compras navideñas en veinte minutos.
—¿Terminar? —Subieron a la rampa que ascendía al piso superior y Eve se
volvió hacia Peabody.
—Sí. Sólo me quedan un par de cosas. —Peabody hizo un puchero con los labios
y tuvo que morderse el carrillo para reprimir una sonrisa—. Usted todavía no ha
empezado, ¿verdad?
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—He empezado a pensarlos.
—¿Qué le va a comprar a Roarke?
—He empezado a pensarlo —repitió Eve, y se metió las manos en los bolsillos.
—Aquí tienen ropa fantástica. —Peabody hizo un gesto con la cabeza en
dirección a los androides apostados ante la zona de ropa de hombre.
—Tiene un vestidor grande como Maine repleto de ropa.
—¿Le ha comprado alguna vez alguna pieza?
Eve corrigió la actitud defensiva que su cuerpo acababa de adoptar y enderezó la
espalda.
—No soy su madre.
Peabody se detuvo ante un androide que exhibía una camisa plateada y unos
pantalones de piel negros.
—Esto le quedaría bien. —Señaló la camisa—. Claro que a Roarke todo le queda
bien. —Levantó las cejas y miró a Eve—. A los chicos les encanta que las mujeres les
compren ropa.
—Yo no sé comprarle ropa a nadie. Si ni siquiera sé comprármela para mí. —Eve
se dio cuenta de que ya había empezado a imaginarse qué aspecto tendría Roarke en
el lugar del androide y soltó un bufido—. Y no estamos aquí para ir de compras.
Con el ceño fruncido, se aproximó al primer mostrador y estampó la placa bajo
las narices del dependiente.
Éste se aclaró la garganta y se apartó la manta de pelo negro del hombro.
—¿En qué puedo servirla, agente?
—Teniente. Tuvieron aquí a una cliente hace un par de días, Marianna Hawley.
Quiero saber quién la atendió.
—Estoy seguro de que puedo averiguárselo. —Sus ojos, de un tono dorado,
miraron a un lado y a otro—. Teniente, ¿le importaría quitar de la vista su
identificación y quizá, esto… abrocharse la chaqueta por encima del arma? Creo que
nuestros clientes se sentirían más cómodos.
Sin decir nada, Eve se metió la placa en el bolsillo y se cerró la chaqueta.
—Hawley —dijo, con un gesto de evidente alivio—. ¿Sabe si realizó la compra
en metálico, tarjeta de crédito o a cuenta?
—Tarjeta. Compró dos camisas de hombre, una de seda y una de algodón, un
jersey de cachemir y una chaqueta.
—Sí. —Detuvo la búsqueda que estaba realizando en el registro—. Ya lo
recuerdo. Yo la atendí. Una atractiva morena de unos treinta años. Estaba buscando
unos regalos para su compañero. Ah… —Cerró los ojos—. Camisas, ciento
veintiocho de espaldas, setenta y nueve de mangas. El jersey y la chaqueta, ciento
seis centímetros de pecho.
—Buena memoria —comentó Eve.
—Es mi trabajo —dijo, abriendo mucho los ojos y sonriendo—. Recordar a los
clientes, sus gustos y sus necesidades. La señorita Hawly tuvo un gusto excelente,
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además de la previsión de traer un holograma de bolsillo de su hombre para que
pudiéramos programar un test de color personalizado.
—¿La atendió alguien más aparte de usted?
—No en este departamento. Yo le dediqué todo mi tiempo y atención.
—¿Tiene usted su dirección registrada?
—Sí, por supuesto. Recuerdo que le ofrecí la posibilidad de que le mandáramos
los paquetes, pero ella dijo que prefería llevárselos. Se rio y dijo que así era más
divertido. Disfrutó mucho de su experiencia de ir de compras. —La mirada se le
ensombreció—. ¿Es que tiene alguna queja?
—No. —Eve le miró a los ojos y supo que estaba malgastando el tiempo—. No
tiene ninguna queja. ¿Vio usted si había alguien por aquí mientras ella estaba
comprando que hablara con ella, o que la observara?
—No. Pero estábamos muy ocupados. Oh, espero que no la asaltaran en la zona
de aparcamiento. Hemos sufrido una serie de incidentes durante las últimas semanas.
No sé qué le pasa a la gente. Es Navidad.
—Ajá. ¿Venden ustedes trajes de Santa Claus?
—¿Trajes de Santa Claus? —parpadeó, un poco sorprendido—. Sí, están en
Novedades de temporada, sexta planta.
—Gracias. Peabody, compruébalo —ordenó Eve mientras se daba la vuelta—.
Busca los nombres y la ubicación de todo aquel que haya comprado o alquilado un
traje de ésos durante el último mes. Voy a bajar a la sección de joyería, a ver si
alguien identifica la aguja de pelo. Nos encontraremos ahí.
—Sí, teniente.
Conociendo a su ayudante, Eve la tomó del brazo y la avisó:
—Dentro de quince minutos. Si tardas más, te pongo de vigilante.
Peabody se encogió de hombros en cuanto Eve se hubo alejado.
—Es tan estricta.
El hecho de tener que abrirse paso a codazos hasta el tercer piso no mejoró el
ánimo de Eve. Detrás de los cristales había un mar de brillantes accesorios para el
cuerpo, desde pendientes hasta aretes para los pezones. Oro, plata, piedras de colores,
formas intrincadas, texturas variadas, todo reclamaba la atención desde el otro lado
de los cristales.
Roarke siempre le estaba comprando cosas para el cuello y para las orejas. Eve no
lo comprendía. Con gesto distraído, se llevó la mano hasta el diamante que llevaba
debajo de la camisa. Pero a él parecía gustarle mucho ver que ella se ponía las cosas
que él escogía para ella.
Eve empezaba a perder la paciencia, y estaba siendo completamente ignorada por
el personal que atendía el mostrador, así que se inclinó hacia delante y sujetó al
dependiente por el cuello.
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—Señora. —Ofendido, el dependiente le clavó una ceñuda mirada azul.
—Teniente —le corrigió ella, mostrándole la placa con la mano que le quedaba
libre—. ¿Puede dedicarme un minuto, ahora?
—Por supuesto. —Se enderezó y se ajustó la delgada corbata plateada—. ¿En qué
puedo ayudarla?
—¿Venden algo como esto? —Abrió la bolsa y sacó la horquilla del pelo dentro
de la bolsa transparente.
—No creo que sea nuestro. —Se acercó para mirar bien la aguja—. Un buen
trabajo. Muy festivo. —Se enderezó—. No podemos aceptar una devolución a no ser
que tenga usted el recibo. Pero no creo que tengamos esto en catálogo.
—No quiero devolverlo. ¿Tiene alguna idea acerca de dónde puede proceder?
—Yo diría que de una tienda especializada. La artesanía parece muy buena. Hay
seis joyeros en el centro. Quizá uno de ellos lo reconozca.
—Fantástico. —Se la guardó en la bolsa y soltó un bufido.
—¿Puedo ayudarla en algo más?
Eve observó con gesto inquieto el despliegue de artículos que tenía ante los ojos.
Le llamó la atención un collar de tres tiras y con piedras de colores grandes como un
pulgar. Era ridículamente llamativo, casi hortera. Y parecía llevar la etiqueta de
Mavis.
—Esto —dijo, señalándolo.
—Ah, le gustaría el Collar Pagano. Único, muy…
—No quiero probármelo. Me lo llevo. Envuélvalo y hágalo deprisa.
—Entiendo. —El oficio le ayudó a no sonreír—. ¿Y cómo lo quiere pagar?
Peabody llegó justo cuando Eve tomaba el festivo paquete rojo y plateado.
—Ha realizado unas compras —dijo en tono acusador.
—No, he realizado una adquisición. Es distinto. La aguja no es de aquí. El tipo
parecía saber de qué hablaba y fue bastante tajante. No quiero desperdiciar más
tiempo en este lugar.
—No parece que haya desperdiciado el tiempo —dijo Peabody entre dientes.
—Investigaremos la aguja en el ordenador. A ver si Feeney tiene tiempo de
realizar una búsqueda.
—¿Qué ha comprado?
—Sólo una cosa para Mavis. —Mientras se dirigían hacia las puertas, vio que
Peabody estaba haciendo un puchero—. No te preocupes, Peabody. Te compraré algo.
—¿De verdad? —Peabody se animó de inmediato—. Yo ya le he comprado su
regalo. Está envuelto y todo.
—Enséñamelo.
Contenta ahora, Peabody saltó dentro del coche.
—¿Quiere adivinar qué es?
—No.
—Voy a darle una pista.
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—Contente, Peabody. Empieza a realizar la búsqueda de los nombres que tienes
de los trajes de Santa Claus, a ver si alguno coincide.
—Sí, teniente. ¿Adónde vamos?
—A Personalmente Tuyo. —Miró a Peabody de reojo—. Y tampoco vas a
comprar nada allí.
—Aguafiestas, teniente. —Peabody añadió con gesto eficiente, y empezó a
introducir los nombres en su unidad.
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—Necesito información sobre una de sus clientes. —Eve mostró la placa y vio
que a la recepcionista le temblaba un poco la mirada a causa de los nervios.
—No se nos permite dar información de nuestros clientes. —La mujer se mordió
el labio y se pasó los dedos por el diminuto corazón que llevaba tatuado debajo de un
ojo, como una bonita lágrima roja—. Todos nuestros servicios son estrictamente
confidenciales. La privacidad de nuestros clientes está totalmente garantizada.
—Una de sus clientes ya no está preocupada por la privacidad. Éste es un asunto
policial. O bien puedo obtener una orden en cinco minutos, o bien usted puede darme
lo que necesito sin que su departamento tenga que repasar todos los archivos.
—Espere un momento, por favor. —La recepcionista le señaló la zona de espera
más cercana—. Voy a buscar al director.
—De acuerdo. —Eve se dio la vuelta y la recepcionista se colocó los cascos de
telefonía.
—Huele muy bien aquí —comentó Peabody—. Todo el edificio huele
estupendamente. —Inhaló con fuerza—. Deben de esparcir algo con el aire
acondicionado. Agradable y tranquilizante. —Se instaló encima de uno de los cojines
dorados que rodeaban una tintineante fuente—. Quiero vivir aquí.
—Últimamente estás molestamente alegre, Peabody.
—Las fiestas tienen ese efecto en mí. Oh, mire eso. —Meneó la cabeza mientras
observaba con ojos encendidos a un hombre de pelo rubio y largo que entraba con
aire altivo—. ¿Para qué necesita un tipo así un servicio como éste?
—¿Para qué lo necesita nadie? Es angustiante.
—No lo sé, debe de ahorrar tiempo, evita problemas. Usar y tirar. —Peabody se
inclinó hacia delante para mirar por detrás de Eve y no perder de vista al hombre—.
Quizá yo debería probarlo. Quizá tuviera suerte.
—No es tu tipo.
El rostro de Peabody se ensombreció exactamente de la misma manera que lo
había hecho cuando Eve había rechazado el perfume.
—¿Por qué? Me gusta mirar a ese tipo de…
—Claro, pero intenta tener una conversación con él. —Eve se metió las manos en
los bolsillos y se balanceó de un pie a otro—. El tipo está enamorado de sí mismo y
cree que toda mujer que le eche un vistazo debe poner cara de ternero degollado,
exactamente como estás haciendo tú. Te va a matar de aburrimiento en diez minutos,
porque sólo sabe hablar de sí mismo, de su aspecto, de lo que hace, de lo que le gusta.
Tú serías el último de sus accesorios.
Peabody lo pensó unos instantes sin dejar de mirar al Adonis de pelo dorado que
posaba ante el mostrador de recepción.
—De acuerdo, pues no me molestaré en hablar. Será sólo sexo.
—Sería un revolcón de mierda… no le importaría en absoluto si te corres o no.
—Me corro sólo con mirarle. —Pero suspiró al ver que él sacaba un pequeño
espejo plateado y se observaba en él con un evidente placer—. En momentos como
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éste, odio que tenga razón.
—Mira eso —dijo Eve casi sin respiración—. A esos dos les han sacado tanto
brillo que hacen falta gafas de sol.
—Ken y Barbie de paseo en la ciudad. —Al ver la mirada de desconocimiento de
Eve, Peabody volvió a suspirar—. Joder, no tuvo una muñeca Barbie. ¿Qué especie
de niña era usted?
—Yo nunca fui una niña —dijo simplemente Eve, y se volvió para saludar a la
magnífica pareja que se alejaba como deslizándose por el suelo.
La mujer tenía las caderas estrechas y los pechos grandes, tal y como era
obligatorio en la moda del momento. El pelo dorado le caía en una cascada recta por
encima de los hombros y se cortaba encima de los enormes y bonitos pechos. La piel
de la cara relucía, suave y blanca como el alabastro, y los ojos eran de un color
esmeralda rico y profundo, enmarcados por unas largas pestañas que llevaba teñidas a
juego con sus iris de piedra preciosa. Los labios eran gruesos y rojos, y se curvaron
en una educada sonrisa de saludo.
Su compañero era exactamente igual de resplandeciente, y hacía juego con ella.
El pelo, plateado como la luna, se recogía en una larga trenza entrelazada con una tira
de cuerda dorada. Los hombros eran anchos, las piernas, largas.
A diferencia del resto del personal, no iban vestidos de negro, sino que llevaban
unos finos monos blancos ajustados al cuerpo. La mujer llevaba un pañuelo rojo
transparente atado a las caderas.
Ella habló primero, con una voz tan suave y sedosa como el pañuelo.
—Soy Piper, y él es mi socio, Rudy. ¿En qué podemos ayudarla?
—Necesito información sobre una de sus clientes. —Otra vez, Eve mostró la
placa—. Estoy investigando un homicidio.
—Un homicidio. —La mujer se llevó la mano al corazón—. Qué terrible. ¿Una
de nuestras clientes? ¿Rudy?
—Por supuesto que colaboraremos en todo lo que sea posible. —Habló con
suavidad y con una aterciopelada voz de barítono—. Será mejor que hablemos de
esto arriba, en privado.
Hizo un gesto hacia uno de los ascensores transparentes flanqueados por unas
enormes azaleas blancas completamente florecidas.
—¿Está segura de que la víctima era una de nuestras clientes?
—Su amante la conoció a través de sus servicios. —Eve se colocó en medio del
ascensor y evitó dirigir la mirada hacia las vistas mientras subían. Las alturas nunca
le habían gustado.
—Comprendo. —Piper suspiró—. Tenemos un excelente índice de éxito en
emparejar a las personas. Espero que no se tratara de una pelea de amantes que
terminara en tragedia.
—Todavía tenemos que determinarlo.
—No puedo creer que se trate de eso. Nosotros realizamos las comprobaciones de
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forma muy escrupulosa. —Rudy hizo un gesto hacia la puerta en cuanto el ascensor
se hubo detenido.
—¿Cómo?
—Estamos conectados con ComTrack. —Mientras hablaba, las escoltó a lo largo
de un tranquilo pasillo de un blanco aséptico que exhibía unas telas de unos tonos
suaves y marcos dorados y repleto de unos jarrones transparentes llenos de flores
recién cortadas—. Todos los clientes son introducidos en el sistema. Comprobamos el
historial matrimonial, la situación económica, y si existen antecedentes penales, por
supuesto. También deben someterse a un test de personalidad. Cualquiera con
tendencias violentas es rechazado. Las preferencias sexuales y los deseos personales
son grabados, analizados y comparados con las de otros clientes.
Abrió la puerta a una enorme oficina con techo de cúpula de un blanco cegador y
unos rojos chillones. Una de las paredes era una gran ventana de cristal que filtraba
tanto la luz del sol como los sonidos del tráfico aéreo.
—¿Qué porcentaje de desviaciones tienen?
Los labios perfectos se apretaron.
—No consideramos que las preferencias sexuales personales sean desviaciones a
no ser que los compañeros tengan alguna objeción.
Eve arqueó las cejas.
—¿Por qué no utilizamos mi definición? Ataduras, sadomaso. ¿A alguno de sus
clientes les gusta maquillar a sus parejas después del sexo?
Rudy se aclaró la garganta y se colocó delante de una enorme y blanca consola.
—Por supuesto, alguno de nuestros clientes buscan lo que podríamos llamar
experiencias sexuales arriesgadas. Como le he dicho, estas preferencias son
comparadas con las de otros clientes.
—¿Con quién emparejó usted a Marianna Hawley?
—¿Marianna Hawley? —Miró a Piper.
—Soy mejor con las caras que con los nombres. —Miró a la pantalla de pared
mientras Rudy introducía el nombre en el ordenador. Al cabo de unos segundos,
Marianna les sonrió con una mirada viva y brillante.
—Ah, sí, la recuerdo. Era encantadora. Sí, me gustó mucho trabajar con ella.
Estaba buscando a un compañero, a alguien divertido con quien pudiera disfrutar del
arte… no, no, era teatro, creo. —Se llevó una uña de forma perfecta hasta el labio
inferior—. Era una romántica, muy dulce y clásica.
Pareció recordarlo de pronto. Dejó caer la mano a un costado del cuerpo.
—¿Ha sido asesinada? Oh, Rudy.
—Siéntate, querida. —Él dio la vuelta a la consola con paso elegante y la tomó de
la mano, le dio unos golpecitos y la condujo hasta un largo sofá repleto de almohadas
—. Piper se vincula de forma muy personal con nuestros clientes —le dijo a Eve—.
Por eso es tan maravillosa en su trabajo. Se preocupa.
—Yo también, Rudy.
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Aunque el tono de la voz era inexpresivo, la miró con expresión de intranquilidad
y, fuera lo que fuese lo que viera en ella, asintió en silencio.
—Sí, estoy seguro de que sí. Usted sospecha que alguien a quien hubiera podido
conocer a través de nuestros servicios la ha matado.
—Estoy investigando. Necesito nombres.
—Dale todo lo que necesite, Rudy. —Piper se dio unos golpecitos en los pómulos
para secarse las lágrimas.
—Me encantaría, pero tenemos una responsabilidad con nuestros clientes.
Garantizamos la privacidad.
—Marianna Hawley tenía derecho a esa privacidad —dijo Eve, directamente—.
Alguien la violó, la sodomizó y la estranguló. Yo diría que su privacidad fue bastante
violada. Dudo que a ninguno de sus clientes les gustara tener esa experiencia.
Rudy inhaló con fuerza. Su rostro había empalidecido, si eso era posible, y sus
ojos parecían arder en ese blanco brillante.
—Confío en su discreción.
—Confíe en mi competencia —dijo Eve como respuesta y esperó a que
introdujera la orden en el ordenador.
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Capítulo cuatro
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antro donde había trabajado de noche como segundo empleo, a causa de que Sarabeth
había insistido en que necesitaban una cuenta bancaria más abultada si quería que
durmiera con él de forma regular.
Ella decidió considerarlo una escapada afortunada. Ahora, que ya estaba en el
cuarto año, tenía cuarenta y tres años y se le terminaba el tiempo.
No le importaba bailar desnuda. Bueno, era una excelente bailarina y su cuerpo
—lo observó, dándose la vuelta en el espejo de su dormitorio— era lo que le daba de
comer.
La naturaleza había sido generosa con ella, le había regalado unos pechos
erguidos y llenos que no había tenido que aumentar. De momento. Un torso largo,
unas piernas largas, un culo firme. Sí, tenía todas las armas necesarias.
Había tenido que invertir dinero en el rostro, y lo consideraba una buena
inversión. Había nacido con unos labios finos, una barbilla retraída y una frente
grande. Pero unas cuantas visitas al salón de belleza lo habían arreglado. Ahora sus
labios eran gruesos y generosos, su mentón tenía una curva atrevida y su frente se
veía despejada y clara.
Sarabeth Greenbalm tenía, en su propia opinión, un aspecto excelente.
El problema era que sólo le quedaban quinientos, todavía debía el alquiler y que
un tipo ansioso le había arrancado su mejor tanga antes de que ella pudiera quitárselo.
Tenía dolor de cabeza, le dolían los pies y todavía estaba soltera.
Nunca debería haberse dejado esos tres mil dólares en Personalmente Tuyo.
Retrospectivamente, lo que antes le había parecido una inversión inteligente ahora era
haber tirado el dinero por la cloaca. Eran los perdedores quienes utilizaban los
servicios de una agencia de citas, pensó mientras se ponía una bata corta de color
púrpura. Y los perdedores atraían a los perdedores.
Después de haber conocido a los dos primeros hombres de la lista de posibles
candidatos, había ido directamente a la Quinta Avenida a pedir que le devolvieran el
dinero. Esa reina rubia no se mostró tan agradable entonces, pensó Sarabeth. No
había devolución posible, de ninguna manera, ni pensarlo.
Sarabeth se encogió de hombros con gesto de tomárselo con filosofía y salió del
dormitorio para ir a la cocina. Era un tramo corto, dado que el apartamento casi no
era más grande que el vestidor común del Zona Dulce.
El dinero había desaparecido, estaba perdido. Y había aprendido una lección.
Tenía que depender de sí misma, solamente de sí misma.
Una llamada a la puerta interrumpió el examen de las limitadas ofertas del
AutoChef. Con gesto distraído, se recompuso la bata y dio un golpe contra la pared
con el puño. La pareja de al lado se peleaba como los gatos y jodía como los monos
casi cada noche. El puñetazo no conseguía que bajaran los decibelios, pero la hacía
sentir mejor.
Miró por la mirilla de la puerta y sonrió como una niña. Abrió las cerraduras
apresuradamente y abrió la puerta de par en par.
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—Eh, hola Santa Claus.
Él la miró con ojos brillantes.
—Feliz Navidad, Sarabeth.
Meneó la caja plateada que llevaba y le guiñó un ojo.
—¿Te has portado bien?
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si reservó algún billete a Nueva York, si hizo alguna llamada a la víctima.
—McNab puede hacerlo con los ojos cerrados.
—Pues dile que los abra y que lo haga. —Tomó el disco con el archivo y se lo dio
—. Todos los datos que tengo de su ex están aquí. Voy a hacer una búsqueda con los
nombres de las parejas de Personalmente Tuyo. Se los pasaré cuando haya terminado
de echarles un vistazo.
—No comprendo que existan esos sitios. —Feeney meneó la cabeza—. En mis
tiempos uno conocía a las mujeres a la vieja usanza. Uno las conocía en los bares.
Eve arqueó una ceja.
—¿Fue así cómo conociste a tu mujer?
Él sonrió.
—Funcionó, ¿no es verdad? Le pasaré esto a McNab —dijo mientras se levantaba
—. ¿No se te ha terminado el turno, Dallas?
—Sí, justo ahora. Creo que voy a echar un vistazo a estos nombres antes de irme.
—Tú misma. Yo ya estoy fuera. —Se dirigió hacia la puerta mientras se guardaba
la bolsa de almendras en el bolsillo—. Ah, nos hace mucha ilusión la fiesta de
Navidad.
Eve ya se había concentrado en la pantalla y no levantó la mirada.
—¿Qué fiesta?
—Tu fiesta.
—Ah. —Intentó recordar, pero no consiguió traer a la memoria ninguna fiesta—.
Sí, fantástico.
—No tienes ni idea de esto, ¿verdad?
—Seguro que sí. —Dado que se trataba de Feeney, sonrió—: Debo de tenerlo en
otro compartimento. Mira, si ves a Peabody en la sala principal, dile que su turno ha
terminado.
—Lo haré.
Una fiesta, pensó suspirando. Cada vez que se descuidaba, Roarke ya estaba
preparando una fiesta o la arrastraba a un evento. La siguiente noticia que tendría de
ella consistiría en la aparición de Mavis presionándola para que fuera a la peluquería,
para que fuera al salón de belleza y para que se probara un vestido nuevo diseñado
por su amante, Leonardo.
Si tenía que asistir a una maldita fiesta, ¿por qué no podía hacerlo tal como era?
Porque era la esposa de Roarke, se dijo a sí misma. Y como tal, se esperaba que
llevara a cabo las funciones sociales con un aspecto un tanto más cuidado que el de
una policía que sólo piensa en asesinatos.
Pero eso sucedía… cada vez que sucedía. Y ahora volvía a suceder.
—Ordenador, lista de candidatos de Personalmente Tuyo para Hawley, Marianna.
«Procesando…»
«Combinación uno de cinco… Dorian Marcell, soltero, blanco, hombre, treinta y
dos años.»
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Mientras el ordenador mostraba sus estadísticas, Eve observó la imagen que
aparecía en pantalla. Un rostro agradable, cierta expresión de timidez en los ojos. A
Dorian le gustaba el arte, el teatro, las películas antiguas, y afirmaba ser un romántico
de corazón que buscaba a la compañera de su alma. Sus aficiones eran la fotografía y
el snowboard.
No había nada especial en Dorian, pensó Eve, pero habría que ver en qué había
estado ocupado la noche en que Marianna había sido asesinada.
«Combinación dos de cinco… Charles Monroe, soltero, blanco, hombre…»
—Eh, un momento. Detener. —Con media sonrisa en el rostro, Eve observó la
imagen de la pantalla—. Bueno, Charles, sorprendente encontrarte aquí.
El rostro que le sonreía desde la pantalla era bastante atractivo, y Eve lo
recordaba. Había conocido a Charles Monroe hacía casi un año mientras investigaba
otro asesinato… el caso que les había unido a ella y a Roarke. Charles era un
acompañante con licencia, elegante y encantador. Eve se preguntó qué era lo que
hacía un acompañante con licencia adinerado en una agencia de citas.
—¿Buscando rollo, Charlie? Parece que tú y yo vamos a tener otra charla.
Ordenador, pasar al tercer candidato.
«Combinación tres de cinco, Jeremy Vandoren, divorciado…»
—Teniente…
—Ordenador, pausa. ¿Sí? —Levantó la vista mientras Peabody asomaba la
cabeza por la puerta.
—El capitán Feeney dice que usted ya no me necesitará más por hoy.
—Exacto. Sólo estoy echando un vistazo a unos nombres antes de irme.
—Él… esto… ha mencionado que va a tener a McNab realizando parte del
trabajo informático.
—Exacto. —Eve ladeó la cabeza y se recostó en la silla mientras Peabody se
esforzaba por controlar la expresión de su rostro—. ¿Tienes algún problema con eso?
—No, es decir… Dallas, en verdad no le necesita. Es un incordio.
Eve sonrió con expresión divertida.
—No lo es para mí. Supongo que tendrás que esforzarte para no ser tan sensible,
Peabody. Pero anímate, la mayor parte del trabajo lo hará en su departamento. No
estará mucho por aquí.
—Encontrará la forma —dijo Peabody entre dientes—. Siempre quiere hacerse el
gracioso.
—Pero trabaja bien. Y, de todas formas… —se interrumpió al oír que su
comunicador sonaba—. Mierda, debería haberme ido de aquí a tiempo. —Lo conectó
—. Aquí Dallas.
—Teniente. —El ancho y serio rostro del comandante Whitney llenó la pequeña
pantalla.
—Señor.
—Tenemos un homicidio que parece estar conectado con el caso Hawley. En este
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momento hay policías en la escena del crimen. Quiero que sea usted la responsable.
Vaya al número 23B Oeste de la Ciento doce, apartamento 5D. Contacte conmigo a la
oficina de mi casa cuando haya confirmado la situación.
—Sí, señor. Voy hacia allá. —Miró a Peabody mientras se levantaba y tomaba la
chaqueta—. Vuelves a estar de servicio.
El policía que estaba de guardia ante la puerta del apartamento de Sarabeth tenía
una expresión en los ojos que decía que había visto cosas como las de allí dentro con
anterioridad, y que estaba seguro de que volvería a verlas.
—Agente Carmichael —se dirigió Eve al hombre, mirando la placa identificativa
—. ¿Qué es lo que tenemos?
—Una mujer blanca, de unos cuarenta y pocos, muerta en la escena. El
apartamento está a nombre de Sarabeth Greenbalm. No hay signo de entrada forzosa
ni de pelea. En este edificio no existen vídeos de seguridad excepto el de la puerta
principal. Mi compañero y yo estábamos en el coche patrulla cuando Avisos llamó a
las 16:35 horas. Un 1222 anónimo en esta dirección. Respondimos y llegamos a las
16:42 horas. La puerta de entrada y la puerta del apartamento no estaban cerradas con
llave. Entramos y encontramos a la fallecida. Entonces precintamos la escena e
informamos a Avisos de una muerte sospechosa en esta ubicación.
—¿Dónde está su compañero, Carmichael?
—Intentando localizar al encargado del edificio, teniente.
—Bien. Mantenga el pasillo despejado. Quédese en su puesto hasta que se le diga
lo contrario.
—Sí, teniente.
Carmichael paseó la mirada por Peabody mientras ambas pasaban por delante de
él. Todos los policías consideraban a Peabody como el animal de compañía de Dallas,
y la miraban con distintos grados de envidia, resentimiento y admiración.
Peabody percibió una combinación de las tres cosas en la mirada de Carmichael y
movió los hombros, incómoda, mientras seguía a Dallas y atravesaba la puerta.
—¿Grabadora encendida, Peabody?
—Sí, teniente.
—Teniente Dallas y ayudante, en escena en el 23B Oeste de la Ciento doce,
apartamento de Sarabeth Greenbalm. —Mientras hablaba, Eve sacó el líquido
sellador y se roció las manos y las botas antes de pasárselo a Peabody—. La víctima,
que todavía está por identificar, es una mujer blanca.
Se acercó al cuerpo. La zona del dormitorio no era más que una alcoba que se
abría desde la habitación principal, y la cama era un estrecho camastro que se podía
esconder para proporcionar más espacio. Había unas sábanas blancas y un
cubrecamas marrón gastado en los extremos.
Esta vez, el asesino había utilizado una guirnalda roja. La había envuelto como si
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fuera una boa, desde el cuello hasta los muslos, confiriendo al cuerpo un aspecto de
momia festiva. El cabello, de un tono violeta que Eve pensó le hubiera gustado a
Mavis, había sido cuidadosamente peinado formando un cono vertical.
Los labios, relajados por la muerte, habían sido pintados de un profundo color
púrpura. Las mejillas, de un rosa apagado. Una pálida sombra dorada había sido
aplicada desde los párpados hasta las cejas.
Clavado en la guirnalda a la altura del cuello había un círculo de un brillante color
verde. En él, dos pájaros, uno dorado y uno plateado, se miraban de frente.
—Tórtolas, ¿verdad? —Eve observó el broche—. Busqué la canción. El segundo
día, su amor verdadero le regala dos tórtolas. —Con suavidad, Eve apoyó la mano en
la mejilla maquillada—. Está fresco. Yo diría que no hace más de una hora que ha
terminado de maquillarla.
Dio un paso atrás y sacó el comunicador para contactar con Whitney y pedir que
un equipo acudiera a la escena del crimen.
Ya era casi medianoche cuando llegó a casa. El hombro le dolía un poco, pero
podía no prestarle atención. Lo que le molestaba era el cansancio. Esos días aparecía
de forma demasiado frecuente e intensa.
Sabía qué era lo que diría el médico del departamento. No se había dado tiempo
suficiente para recuperarse. Había tenido derecho a dos días más de baja por
accidente. Había vuelto a incorporarse demasiado pronto.
Eso acostumbraba a ponerla de mal humor, así que lo apartó de la cabeza.
Se había olvidado de comer, y en cuanto entró en el calor de la casa notó la
primera sensación de hambre. Se dijo que sólo necesitaba una barrita de caramelo. Se
frotó el rostro con las manos y se dirigió al escáner que había al lado de la puerta.
—¿Dónde está Roarke?
«Roarke está en la oficina de la casa.»
«Me lo imaginaba», pensó mientras empezaba a subir la escalera. Ese hombre
parecía no necesitar dormir como un ser humano normal. Seguro que tendría un
aspecto tan fresco como el que tenía cuando le había dejado esa misma mañana.
Él había dejado la puerta abierta, así que Eve sólo tuvo que echar un rápido
vistazo para confirmar sus sospechas. Estaba sentado ante la amplia y lustrosa
consola, observando pantallas e impartiendo órdenes por el TeleLink mientras su fax
láser trabajaba a su espalda.
Era tan sexy como un pecado.
Eve pensó que si pudiera poner las manos en esa barrita de caramelo, tendría la
fuerza necesaria para asaltarle.
—¿No dejas nunca de trabajar? —preguntó mientras entraba en la habitación.
Él levantó la vista, sonrió y volvió a hablar por el TeleLink.
—De acuerdo, John, ocúpate de que se realicen esas modificaciones. Mañana
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repasaremos esto con más detalle. —Cortó la transmisión.
—No tenías que cortar —empezó Eve—. Sólo quería que supieras que ya había
llegado a casa.
—Me estaba entreteniendo mientras te esperaba. —Inclinó la cabeza a un lado y
la observó—. Te has olvidado de comer, ¿verdad?
—Estoy deseando comerme una barrita de caramelo. ¿Tienes alguna?
Él se levantó y caminó por el pulimentado suelo hasta el AutoChef. Al cabo de
unos momentos sacó un grueso cuenco de color verde repleto de sopa humeante.
—Eso no es una barrita de caramelo.
—Ya alimentarás a tu niña cuando hayas cuidado a la mujer. —Dejó la sopa
encima de la mesa y se sirvió un coñac.
Ella se acercó y olió la sopa. Estuvo a punto de babear.
—Huele bastante bien —decidió, y se sentó para tomársela—. ¿Tú has comido?
—preguntó con la boca llena. Él dejó un plato repleto de pan caliente encima de la
mesa que casi la hizo gemir de placer—. Tienes que dejar de cuidarme.
—Es uno de mis pequeños placeres. —Se sentó a su lado y dio un sorbo de coñac
mientras observaba cómo la comida caliente le devolvía el color a las mejillas—. Y
sí, he comido, pero no diré que no a un poco de este pan.
—Mmmm, qué bueno que está.
Eve le cortó una rebanada por la mitad y se la ofreció. Decidió que todo resultaba
muy casero. Los dos compartiendo una sopa con pan al final del día. Exactamente
como, bueno, gente normal.
—Entonces… Industrias Roarke subió… qué… ¿ocho puntos ayer?
Él arqueó las cejas, sorprendido.
—Ocho y tres cuartos. ¿Se te ha despertado un interés por el mercado de valores,
teniente?
—Quizá sólo se trate de que te vigilo un poco. Si tus acciones caen, voy a tener
que dejarte.
—Plantearé el asunto en la próxima reunión de accionistas. ¿Quieres un poco de
vino?
—De acuerdo. Voy a buscarlo.
—Siéntate. Come. No he terminado de cuidarte, todavía. —Se levantó y eligió
una botella que ya estaba abierta de la nevera de vinos.
Mientras lo servía, ella terminó la sopa del cuenco y tuvo que resistirse para no
lamerlo. Había entrado en calor y se sentía tranquila. En casa.
—Roarke, ¿vamos a celebrar una fiesta?
—Me imagino. ¿Cuándo?
—No sé cuándo. —Le miró y una línea se le dibujó en la frente—. Si supiera
cuándo, ¿por qué te lo tendría que preguntar? Feeney dijo algo de una fiesta de
Navidad.
—El 23 de diciembre. Sí, vamos a celebrar una fiesta.
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—¿Por qué?
—Querida Eve. —Se inclinó y la besó en la cabeza antes de volver a sentarse—.
Porque son fiestas.
—¿Y por qué no me lo has dicho?
—Creo que lo hice.
—No lo recuerdo.
—¿Tienes a mano la agenda?
Eve gruñó y se la sacó del bolsillo. Introdujo la fecha. Ahí, transparente como el
agua, aparecía la información seguida por sus iniciales, lo cual indicaba que había
sido ella misma quien la había introducido.
—Oh.
—Mañana nos entregan los árboles.
—¿Árboles?
—Sí. Pondremos uno oficial en el vestíbulo, varios en la sala de baile de arriba.
Pero pensé que pondríamos uno más pequeño, más personal, en el dormitorio. Lo
decoraremos nosotros mismos.
Eve arqueó las cejas.
—¿Quieres decorar un árbol de Navidad?
—Sí.
—Yo no tengo ni idea de cómo hacerlo. Nunca he decorado un árbol de Navidad.
—Yo tampoco, o no lo he hecho en años. Será nuestro primer árbol de Navidad.
El calor que Eve sintió en esos momentos no tenía nada que ver con la comida
caliente ni con el vino de reserva. Sonrió.
—Seguramente haremos un desastre.
Él le tomó la mano que ella le ofrecía.
—Sin duda. ¿Te sientes mejor?
—Mucho. Sí.
—¿Quieres hablarme de esta noche?
Los dedos de ella se tensaron en su mano.
—Sí.
Le soltó la mano y se levantó, creyendo que sería capaz de pensar con mayor
claridad si se movía un poco.
—Se ha cargado a otra —empezó—. El mismo modus operandi. Las cámaras de
seguridad de fuera le han grabado. El traje de Santa Claus, la gran caja plateada con
el enorme lazo. También le ha dejado un alfiler, dos pájaros dentro de un círculo.
—Tórtolas.
—Exacto, o casi. Yo no tengo ni idea de cómo es una tórtola. No hay señales de
entrada forzosa, ninguna señal de pelea. Me imagino que el informe de toxicología
dirá que le ha suministrado tranquilizantes. La ha atado, y probablemente la ha
amordazado, dado que el apartamento no estaba insonorizado. Había algunas fibras
de tejido en la lengua y en la boca, pero él no ha dejado la mordaza en la escena.
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—¿La agredió sexualmente?
—Sí, igual que a la primera. Había un tatuaje temporal recién aplicado en el
pecho derecho. Mi amor verdadero. Y la ha envuelto con una guirnalda, le ha
maquillado el rostro y la ha peinado. El baño era el lugar más limpio del apartamento.
Supongo que lo ha limpiado él mismo después de haberse limpiado él. Ella sólo
llevaba muerta una hora cuando llegué. La llamada anónima se hizo desde una cabina
de pago a media manzana de su casa.
Roarke percibió que el sentimiento de frustración volvía a asaltarla. Se levantó y
tomó el vaso de ella y el de él.
—¿Quién era ella?
—Una bailarina de striptease. Trabajaba en el Zona Dulce, un club de lujo del
West Side.
—Sí, sé dónde está. —Al ver que ella se daba la vuelta y le miraba con ojos
entrecerrados en expresión inquisidora, le ofreció la copa de vino—. Y sí, resulta que
es una de mis propiedades.
—De verdad odio cuando sucede esto. —Al ver que él se limitaba a sonreír, Eve
soltó un bufido—. De cualquier manera, hizo el turno de tarde y salió justo antes de
las cinco. Por lo que puedo decir, fue directamente a casa… realizó una búsqueda en
el AutoChef a las seis, justo cuando la cámara debió de grabar a ese cabrón entrando
en el edificio.
Eve clavó la mirada en el vino.
—Diría que ella también se ha perdido la cena.
—Él trabaja rápido.
—Y se lo está pasando en grande. Me parece que quiere cumplir el cupo para el
día de Año Nuevo. Tengo que echar un vistazo a su TeleLink, a sus cuentas, a sus
registros personales. Tengo que investigar el alfiler. No estoy llegando a ninguna
parte con el traje de Santa Claus ni con la guirnalda. ¿Cómo diablos voy a conectar a
una dulce ayudante de administración con una bailarina de striptease?
—Conozco ese tono de voz. —Inmediatamente, se dio la vuelta y se dirigió hasta
su consola—. Vamos a ver qué podemos hacer.
—No dije nada de que realizaras ninguna búsqueda.
Él levantó un momento la mirada hacia ella.
—Estaba implícito. ¿Cómo se llama?
—No estaba implícito. Sarabeth, una palabra, sin hache intercalada, Greenbalm.
—Eve se acercó y se quedó detrás de él ante la consola—. Simplemente estaba
pensando en voz alta. La dirección es el 23B Oeste de la Ciento doce.
—Lo tengo. ¿Qué es lo que quieres primero?
—Podré escuchar el TeleLink mañana. Pide la información personal o la
financiera.
—La financiera tardará más, así que empezaremos por eso.
—No vaciles —le advirtió Eve, y se rio cuando él deslizó una mano alrededor de
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su cintura y la atrajo contra él.
—Por supuesto que voy a vacilar. Sujeto, Sarabeth Greenbalm —empezó, y luego
besuqueó a Eve en el cuello—. Residencia, Oeste de la Ciento doce. —Su mano se
deslizó hasta uno de sus pechos—. Todos los registros financieros, las últimas
transacciones en primer lugar.
«Procesando…»
—Bueno —murmuró al tiempo que obligaba a Eve a darse la vuelta hasta que
estuvieron cuerpo a cuerpo—. Ahora tengo suficiente tiempo para… —Sus labios se
precipitaron a buscar los de ella y la besaron de tal forma que a Eve le empezó a dar
vueltas la cabeza.
«Información completa.»
—Vaya. —Le dio un mordisco en el labio inferior—. Quizá no tenga tiempo del
todo. Tu información, teniente.
Ella se aclaró la garganta y exhaló.
—Eres bueno. —Volvió a exhalar—. Quiero decir que eres realmente bueno.
—Lo sé. —Le hizo darse la vuelta y empezó a mordisquearle la nuca—. Trabajo
en esto y tú trabajas en lo otro.
—No puedo hacerlo si tú… —Encogió los hombros, reprimió la risa e intentó
concentrarse en los datos que aparecían en la pantalla—. El alquiler es su mayor
gasto, seguido por la ropa. Aparece como material de trabajo, para los impuestos.
¡Detener! —Dio una palmada a esos dedos listos que ya le habían desabrochado la
blusa hasta el ombligo.
—No necesitas la camisa para leer los datos —le dijo él en tono razonable
mientras empezaba a bajársela por los hombros.
—Mira, amigo, todavía llevo mi arma de seguridad, así que… —De repente, se
puso en pie. Roarke soltó una exclamación—. Mierda, mierda, aquí está. Hijo de
puta. Aquí está la conexión.
Resignado, él apartó cualquier pensamiento de seducción y dirigió la atención
hacia la pantalla. ¿Dónde?
—Aquí. Tres mil a Personalmente Tuyo en una transferencia electrónica, hace
seis semanas.
Eve tenía la mirada encendida ahora, no de pasión sino de poder. Le miró.
—Ella y Hawley utilizaron la misma agencia de citas. Eso no es una coincidencia.
Es una conexión. Necesito el listado de sus candidatos —murmuró, y al ver la mirada
interrogativa de Roarke, negó con la cabeza—. No, lo haremos de la forma correcta.
Según el manual. Mañana iré allí y conseguiré la lista.
—No tardaría mucho en tener acceso a ella.
—No es legal. —Se esforzó por mantenerse seria al ver la sonrisa que él le dirigía
—. Y ése no es tu trabajo. Pero te lo agradezco.
—¿Cuánto?
Ella dio un paso hacia atrás, se colocó entre sus piernas y le miró.
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—Lo suficiente para permitir que termines de cuidarme. —Se sentó a horcajadas
sobre su regazo—. Después de que yo me haya cuidado de ti, por supuesto.
—¿Y qué te parece si… —él la sujetó por el pelo y atrajo sus labios hasta los de
ella— cuidamos el uno del otro?
—Es un buen trato.
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Capítulo cinco
Instalada en la oficina de su casa y con los rayos del sol filtrándose a través de la
ventana a sus espaldas, Eve estaba organizando la información. Tenía intención de
mandar un informe al comandante a media mañana y antes debía rellenar algunas
lagunas.
—Encender ordenador. Mostrar en detalle información sobre la empresa de
servicios conocida como Personalmente Tuyo, ubicada en la Quinta Avenida de
Nueva York.
«Procesando… Personalmente Tuyo, sede en el 2052 de la Quinta Avenida,
propiedad de y dirigido por Rudy y Piper Hoffman.»
—Detener, confirmar. ¿El negocio en cuestión es propiedad de Rudy y de Piper
Hoffman?
«Afirmativo. Rudy y Piper Hoffman, gemelos. Edad, veintiocho años. Residencia
en el 500 de la Quinta Avenida. ¿Continuar búsqueda en Personalmente Tuyo?»
—No, buscar y detallar la información completa sobre los propietarios.
«Buscando…»
Mientras los chips del ordenador se organizaban, Eve se levantó para ir a buscar
una taza de café. Gemelos, pensó mientras el AutoChef le servía el pedido. Hermano
y hermana. Ella había pensado que eran amantes. Y ahora, pensándolo otra vez,
recordando la manera en que se habían tocado, cómo se habían movido el uno al lado
del otro, las miradas que se habían dirigido, se preguntó si no serían ciertas ambas
cosas.
Y fue una idea que le revolvió las tripas.
Un movimiento en la puerta anexa le atrajo la atención y miró de reojo hacia ella
en el mismo instante en que Roarke aparecía por ella.
—Buenos días. Te has levantado y te has puesto en marcha temprano.
—Quiero terminar el informe preliminar para Whitney antes que nada. —Tomó la
taza de café del AutoChef y se apartó el pelo del rostro—. ¿Quieres una taza de esto?
—Sí. —Roarke tomó la que Eve llevaba en la mano y sonrió al ver que ella
fruncía el ceño—. Tengo reuniones durante casi todo el día.
—Qué otra novedad tienes —dijo Eve entre dientes mientras programaba la
unidad para que sirviera otra taza de café.
—Pero puedes contactar conmigo cuando lo necesites.
Ella asintió con un gruñido y levantó la vista al oír que el ordenador emitía una
señal que indicaba que la búsqueda había finalizado.
—Bien. De acuerdo, lo tengo… —Eve soltó una exclamación de sorpresa al notar
que él la sujetaba por la pechera de la camisa y la atraía hacia él—. Eh, qué… detener
datos —dijo en voz alta mientras le daba un empujón a su esposo.
—Me gusta cómo hueles por la mañana. —Se inclinó hacia ella y le olió el pelo.
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—Sólo es jabón.
—Lo sé.
—Contrólate. —Pero, vaya, había conseguido que se le acelerara el pulso—.
Tengo trabajo —dijo a pesar de que le estaba rodeando con los brazos.
—Yo también. Te echo de menos, Eve. —Dejó la taza a un lado para poder
abrazarla, solamente abrazarla.
—Supongo que los dos hemos estado muy ocupados durante las dos últimas
semanas. —Era tan agradable apoyarse en él y quedarse allí—. En estos momentos
no puedo echarme atrás en este caso.
—No espero que lo hagas. —Sólo por el placer que le proporcionaba, frotó su
mejilla contra la de ella—. No esperaría que lo hicieras. —Pero había sido el último
caso, lo que éste había provocado en ella, lo que le preocupaba—. Me conformo con
robarte unos momentos de vez en cuando. —Él apartó un poco la cabeza y le acarició
los labios con los suyos—. Siempre se me ha dado bien robar… cualquier cosa.
—Se supone que no deberías recordármelo. —Sonriendo, le tomó el rostro con
ambas manos.
Desde la puerta, Peabody les observaba. Era demasiado tarde para hacer marcha
atrás, y demasiado pronto para entrar. A pesar de que solamente estaban de pie el uno
frente al otro, las manos de él sobre los hombros de Eve, las suyas contra las mejillas
de él, Peabody pensó que ése era un conmovedor momento íntimo que le hizo sentir
un vuelco de envidia en el corazón.
Sin saber qué hacer, hizo lo único que se le ocurrió. Tosió con la debilidad y la
incomodidad de un intruso.
Roarke deslizó las manos por los brazos de Eve y miró sonriente hacia la puerta.
—Buenos días, Peabody. ¿Un café?
—Eh, sí. Gracias. Esto… hace bastante frío fuera.
—¿De verdad? —dijo Roarke mientras Eve se dirigía hacia su escritorio.
—Sí, pero parece que no llegará a helar. Aunque es posible que nieve un poco
esta tarde.
—¿Qué pasa, es que eres el Servicio de Información Meteorológica? —preguntó
Eve y miró con detenimiento a su ayudante. Peabody se había ruborizado, su mirada
era de incomodidad y no dejaba de juguetear con los botones de la chaqueta—. ¿Qué
te sucede?
—Nada. Gracias —le dijo a Roarke cuando éste le ofreció una taza de café.
—De nada. Os dejo trabajar.
Cuando él hubo salido de la habitación y la puerta estuvo cerrada, Peabody
suspiró.
—No sé cómo es capaz de recordar su propio nombre después de que él la haya
mirado de esa manera.
—Si me olvido, él me lo recuerda.
Aunque Peabody percibió el sentido del humor en el tono de Eve, se acercó un
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poco y preguntó:
—¿Cómo es?
—¿El qué? —Eve levantó la vista y notó la intensidad en la mirada de su
ayudante. Se encogió de hombros, incómoda—. Peabody, tenemos trabajo.
—¿No es esto de lo que va, precisamente? —la interrumpió Peabody—. ¿No es
eso que usted tiene lo que estaban buscando esas dos mujeres?
Eve abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Echó un vistazo a la puerta que
comunicaba su oficina con la de Roarke y se dio cuenta de que a pesar de que él la
había cerrado, no había cerrado con llave.
—Va más allá de lo que uno se puede imaginar —dijo, sorprendiéndose a sí
misma con sus palabras—. Lo modifica todo, y asienta todas las cosas que son
importantes. Quizá una no vuelva a ser la misma nunca más, y quizá parte de una
tenga miedo de lo que sucedería si… pero él siempre va a estar ahí. Lo único que hay
que hacer es alargar la mano y él estará ahí.
Sorprendida consigo misma, introdujo las manos en los bolsillos.
—¿Es posible encontrar eso a fuerza de introducir información en un sistema
informático y esperar a que éste busque unas coincidencias en personalidad y estilo
de vida? No lo sé. Pero tenemos a dos mujeres que pensaron que valía la pena
intentarlo. Toma una silla, Peabody, y vamos a ver qué tenemos aquí.
—Sí, teniente.
—Vamos a realizar una búsqueda completa de Jeremy Vandoren. Dejando el
instinto a un lado, tenemos que confirmar o eliminar. Una vez tengamos la
información completa de las cinco parejas de la lista de Hawley, haremos otra visita a
Personalmente Tuyo.
—El detective McNab se presenta en servicio.
Eve levantó la vista y vio a Ian McNab que entraba en la habitación con aire
arrogante y una sonrisa satisfecha en su atractivo rostro. Llevaba un chaleco hasta las
rodillas de un color fucsia que hería la vista encima de un mono de un color verde
navideño. Una tira de tejido con ambos colores le ataba la larga mata de pelo dorado
en una cola.
Eve notó que Peabody se ponía tensa a su lado y suspiró.
—¿Qué tal, McNab?
—Va bien, teniente. Eh, hola, Peabody. —Le guiñó un ojo con arrogancia y apoyó
la cadera en el escritorio—. El capitán Feeney me ha dicho que puede necesitarme en
este caso de Santa Claus. Estoy aquí para servirla. ¿Tiene algo para comer?
—Mira a ver qué hay en el AutoChef.
—Magnífico. Trabajar para usted, Dallas, tiene unas ventajas impresionantes. —
Movió las cejas mientras miraba a Peabody con aire burlón y se dispuso a ir a buscar
su desayuno.
—Si va a utilizar el alfiler del pelo —dijo Peabody en voz baja—, ¿por qué no le
ordena hacerlo en su propio departamento?
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—Porque prefiero irritarte, Peabody. Es mi principal objetivo en esta vida. Ya que
estás aquí, McNab —continuó—, encárgate de estas búsquedas. Peabody y yo
tenemos que salir a hacer trabajo de campo.
—Póngalas en fila —dijo, mientras daba un mordisco a un bollo azucarado de
arándanos—, y las tumbaré una a una.
—Cuando termines de llenarte la boca —dijo Eve en tono impasible—, busca los
nombres de la lista del archivo de Hawley. Información completa.
—Me ocupé del ex ayer por la noche —dijo, con la boca llena—. No he podido
encontrar ninguna fisura en su coartada, de momento.
—Está bien. —Eve agradecía la rapidez con que lo había hecho, pero decidió no
mencionarlo para no tener a Peabody con morros todo el día—. Te mandaré otra lista
desde fuera. Busca la información y contrástalos con los de las demás listas. Echa un
vistazo detallado a los gemelos Rudy y Piper Hoffman. Quiero que me comuniques
cualquier cosa que aparezca. Y busca esto.
Se volvió hacia el ordenador, pidió el archivo de pruebas y sacó un holograma del
segundo broche.
—Quiero saber quién ha fabricado esta pieza, cuántas se fabricaron, dónde se
vendieron, cuántas se vendieron y a quién. Contrasta lo que obtengas con el primer
alfiler que se encontró en el cuerpo de Hawley. ¿Lo pillas, McNab?
—Sí, teniente. —Tragó deprisa y se llevó un dedo a la sien—. Completamente.
—Si encuentras un nombre común para ambas listas y los adornos, yo me
ocuparé de que tengas bollos recién hechos cada mañana durante el resto de tu vida.
—Ése es un buen incentivo. —Movió rápidamente los dedos, como poniéndose
manos a la obra—. Vamos a ello.
—En marcha, Peabody. —Eve se levantó y tomó su bolsa—. No molestes a
Roarke, McNab —le advirtió, y salió.
—Tienes buen aspecto, agente —dijo McNab en voz alta justo en el momento en
que Peabody llegaba a la puerta. Ella soltó un gruñido y un bufido, salió con paso
airado y le dejó sintiéndose muy satisfecho.
—¿Sabe? La División de Detección Electrónica está llena de detectives con clase
—se quejó Peabody mientras bajaban rápidamente la escalera—. ¿Cómo ha sido que
hemos tropezado con el único capullo que hay en la división?
—Hemos tenido suerte, supongo. —Eve tomó la chaqueta de encima de la
barandilla y se la puso mientras salían fuera de la casa—. Dios, qué frío más jodido
hace aquí fuera.
—Debería tener una chaqueta que abrigara más, teniente.
—Me he acostumbrado a ésta. —Pero entró en el coche rápidamente—.
Calefacción, por favor —ordenó—. Veinticuatro grados.
—Me encanta esta unidad. —Peabody se acomodó en el asiento—. Todo
funciona.
—Sí, pero le falta carácter. —A pesar de todo, Eve miró complacida el TeleLink,
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que en esos momentos comunicaba una llamada entrante—. Mira esto —le dijo a
Peabody—. Activar pantalla sólo de entrada —ordenó mientras atravesaban las
puertas.
—¿Dallas? ¿Dallas? Mierda. —El rostro atractivo pero irritado de la presentadora
de moda de las noticias Nadine Furst apareció en pantalla—. No te he encontrado en
casa. Summerset me ha dicho que estás de camino hacia no sé dónde. Contesta el
maldito TeleLink, ¿quieres?
—No pienso hacerlo.
—Joder, estos malditos coches que utilizáis los polis nunca funcionan.
Peabody y Eve intercambiaron unas sonrisas divertidas mientras Nadine
continuaba quejándose.
—Supongo que ha oído algo del caso.
—Seguro que sí —confirmó Eve—. Ahora quiere pillarme para obtener
información para las noticias de media mañana, y luego me perseguirá para una
entrevista cara a cara para la edición de mediodía.
—Dallas, necesito más información sobre esas mujeres que han sido asesinadas.
¿Están relacionados los dos casos? Venga, Dallas, sé una amiga. Necesito material
para media mañana.
—Te lo he dicho —dijo Eve, complacida, mientras serpenteaban en medio del
tráfico.
—Llámame, ¿de acuerdo? Podríamos preparar una entrevista. Tengo el tiempo
muy justo.
—Mi corazón sangra de dolor. —Eve bostezó y Nadine cortó la comunicación.
—Me cae bien —comentó Peabody.
—A mí también. Es justa, es minuciosa, y es buena en lo que hace. Pero eso no
significa que yo vaya a sacar tiempo para aumentar su audiencia. Si la esquivo
durante un par de días, empezará a investigar por su cuenta. Vamos a ver si va a ser
ella quien nos informe a nosotras, para variar un poco.
—Es usted taimada, teniente. Eso me gusta. Pero volviendo a McNab…
—Vive con ello, Peabody —le aconsejó Eve, dando un giro para entrar en un
aparcamiento en el segundo nivel de la esquina de la Quinta Avenida.
Se dirigió directamente al ascensor, entró en él, introdujo los pulgares en los
bolsillos y toleró la ascensión hasta el piso de oficinas de Personalmente Tuyo.
El mostrador de recepción estaba atendido por un joven dios de hombros grandes
como montañas, una piel del tono del chocolate suizo y unos ojos que parecían
monedas antiguas.
—Deja de vibrar —le dijo Eve en voz baja a Peabody. Ésta se limitó a contestar
con un gruñido.
—Avise a Rudy y a Piper de que la teniente Dallas está aquí.
—Teniente. —Le sonrió despacio y con expresión soñadora—. Lo siento, pero
Rudy y Piper están en una consulta con un cliente.
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—Dígales que estoy aquí —repitió Eve—. Y que han perdido otra cliente.
—Por supuesto. —Con un gesto, les indicó la zona de espera que quedaba a su
izquierda—. Por favor, pónganse cómodas. Pidan el refresco que quieran mientras
esperan.
—No me haga esperar mucho.
No lo hizo. Al cabo de cinco minutos, y antes de que Peabody cayera en la
debilidad de pedir una cosa denominada como Espuma Cremosa de Frambuesa, Rudy
y Piper aparecieron en el vestíbulo.
De nuevo, iban vestidos de blanco pero esta vez con unos guardapolvos hasta los
muslos. Piper llevaba además un pañuelo de seda azul. Los dos llevaban un único
arete de oro en la oreja derecha.
Eve sintió que se le ponían los pelos de punta.
—Teniente —la saludó Rudy sin apartar la mano del hombro de Piper—.
Tenemos un poco de prisa esta mañana. Tenemos la agenda muy llena.
—Pues se les ha llenado más. ¿Prefieren hacer esto aquí o en privado?
Los exóticos ojos de Rudy delataron una ligera irritación pero, con gesto elegante,
señaló el pasillo que conducía hasta sus oficinas.
—Sarabeth Greenbalm —empezó en cuanto la puerta se cerró detrás de ellos—.
Fue encontrada muerta ayer. Era una de sus clientes.
—Oh, Dios, Dios mío. —Al instante, Piper se desplomó encima de una silla
blanca y se cubrió el rostro con las manos.
—Bueno, bueno. —Rudy le pasó una mano por el pelo y por la nuca—. ¿Está
segura de que era una cliente?
—Sí. Quiero el listado de sus candidatos. ¿Quién de ustedes trabajó con ella?
—Fui yo. —Piper dejó caer ambas manos sobre el regazo. Sus profundos ojos
verdes brillantes amenazaban con dejar caer unas lágrimas. Los labios, de un dorado
pálido, le temblaban—. Yo me ocupo de las mujeres y Rudy de los hombres a no ser
que nos pidan lo contrario. Por norma general, parece que la gente se siente más
cómoda con alguien del mismo sexo para hablar de sus preferencias sentimentales y
sexuales.
—Está bien. —Eve mantuvo la vista fija en el rostro de Piper e intentó no darse
cuenta de que ella había deslizado la mano hacia arriba hasta que ésta fue tragada por
la mano de su hermano.
—La recuerdo. Sarabeth. La recuerdo porque estaba descontenta con las dos
primeras parejas. Quería la devolución íntegra del dinero.
—¿La consiguió?
—Seguimos una firme política contraria a la devolución una vez el cliente ha
empezado a relacionarse con los posibles candidatos.
Rudy le dio un apretón tranquilizador en la mano a su hermana y se acercó a la
consola.
—Comprendo. Ninguno de los dos mencionó que eran los propietarios de la
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empresa.
—No lo preguntó —dijo Rudy simplemente mientras solicitaba la información
que Eve había pedido.
—¿Quién, aparte de ustedes dos, puede tener acceso a la información de los
clientes?
—Tenemos treinta y seis consejeros —empezó Rudy—. Después de un visionado
inicial, del cual nos ocupamos personalmente Piper y yo, los clientes son asignados al
consejero que mejor se adapte a sus necesidades. Nuestros consejeros son
examinados, entrenados y obtienen su licencia, teniente.
—Quiero sus nombres, la información completa.
Cerró los ojos y se quedó inmóvil, como congelado.
—No puedo consentir eso. Ese tipo de invasión a la privacidad de nuestro
personal es insultante.
Eve inclinó la cabeza.
—Peabody, solicita una orden de búsqueda y embargo de todos los registros, las
listas de personal y de clientes de Personalmente Tuyo. Archiva los informes de los
casos Hawley y Greenbalm y pide que la orden me sea enviada directamente a través
del comunicador. Y date prisa.
—Ahora mismo, teniente.
—Rudy. —Piper se levantó, frotándose las manos—. ¿Esto es necesario?
—Me parece que lo es. —Él le ofreció la mano y se la tomó en cuanto ella se
cruzó con él—. Si nuestros registros tienen que formar parte de una investigación
policial, quiero que quede todo documentado. Me disculpo si esto parece una falta de
cooperación o de compasión, teniente Dallas, pero tengo que proteger a muchísimas
personas.
—Yo también. —El comunicador emitió un pitido y Piper dio un respingo—.
Discúlpenme. —Eve les dio la espalda y lo sacó de su bolsillo—. Aquí Dallas.
—Hemos identificado el maquillaje utilizado con Hawley. —Capi fruncía el ceño
en la pantalla—. El nombre de la marca es Perfección Natural. Una mierda muy cara,
tal y como me imaginaba.
—Buen trabajo, Capi.
—Sí, he tenido que meterle horas extras, y tengo que hacer las compras de
Navidad. El examen preliminar indica que lo que se le puso a Greenbalm era de la
misma marca. Hay que comprar esta mierda en un salón o un centro de belleza. No se
encuentra en las tiendas normales, ni siquiera en las caras, ni tampoco se puede
comprar por pantalla.
—Bien, eso hará que sea más sencillo de buscar. ¿Quién lo fabrica?
El ceño desapareció y dejó paso a una amplia y pícara sonrisa.
Belleza y Salud Renacentista, una división de Kenbar, que es una rama de
Industrias Roarke. ¿Es que no tiene idea de en qué anda su hombre, Dallas?
—Joder —fue lo único que Eve pudo decir, y cortó la transmisión. Se dio la
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vuelta—. ¿Alguno de los salones que hay en el edificio vende productos de
Perfección Natural?
—Sí. —Piper se apoyó en Rudy de una forma que provocó un retortijón a Eve—.
Esa línea se expone en Todo de Cosas Bonitas, en el piso diez.
—¿Tienen alguna relación con el salón?
—Es otro negocio, pero tenemos relación con todos los salones y las tiendas del
edificio. —Rudy se dirigió a la consola, abrió un compartimento y eligió un lujoso
catálogo que llevaba un disco adjunto—. Una consulta aquí permite acceder a unos
paquetes de tratamientos en los salones y a algunos regalos —dijo mientras le ofrecía
el material a Eve.
—Todo de Cosas Bonitas —continuó— es el salón más exclusivo del edificio.
También ofrecen paquetes que incluyen una consulta con nosotros en su Día del
Diamante.
—Muy práctico.
—Es un buen negocio —fue la respuesta de Rudy.
—Orden concedida, teniente. —Peabody sacó su propio comunicador—. Ahora
mismo la estamos recibiendo.
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En total había seis salones, y la entrada a cada uno de ellos era un arco cubierto
por exóticas enredaderas. Eve reconoció las imitaciones de Flor de la Inmortalidad
que se enrollaban hacia arriba por el pulido arco de la entrada de Todo de Cosas
Bonitas.
Vaya. Esa flor en especial le había causados bastantes problemas hacía un tiempo.
Las puertas se abrieron con suavidad en cuanto ella se acercó a la entrada. Dentro,
el vestíbulo era una zona amplia y suntuosa que tenía unos asientos anchos y
mullidos de tonos verdes pálidos. Cada uno de ellos estaba equipado con una
minipantalla y un sistema de comunicaciones. Las esculturas y las figuras que
adornaban el salón eran de desnudos.
Unos pequeños androides de servicio se movían de un lugar a otro ofreciendo
refrescos, material de lectura, gafas de realidad virtual o cualquier cosa que los
clientes solicitaran para distraerse mientras eran embellecidos.
Dos de los asientos estaban ocupados por dos mujeres que charlaban con aire
distraído mientras sorbían una bebida que parecía espuma de mar y esperaban a
recibir sus tratamientos. Ambas vestían unas elegantes batas de color rosa con el
nombre del salón discretamente bordado en la solapa.
—¿Puedo ayudarla en algo, señora? —La mujer que se encontraba detrás de la
consola con forma de «U» estudió detenidamente los destrozados vaqueros, las
gastadas botas y el pelo despeinado de Eve con ojos azules y brillantes. La forma de
sus ojos hacía juego con los rizos que se le descolgaban desde el triángulo en que
llevaba recogido el pelo, de un color magenta—. Supongo que desea nuestro paquete
Mujer Completa.
Eve sonrió con aire complacido.
—¿Es una crítica?
La mujer parpadeó con un batir de pestañas de plata.
—¿Perdón?
—No importa. Quiero hablar de su línea de Perfección Natural.
—Sí, por supuesto. Se trata de la mejor línea de cosmética y de tratamiento que se
puede conseguir. Me encantará ocuparme de que uno de nuestros asesores hable con
usted. ¿Querría usted concertar una cita?
—Sí. —Eve estampó la placa contra el mostrador—. Ahora mismo estaría bien.
—No comprendo.
—Ya lo veo. Busque a la persona que dirige este lugar.
—Discúlpeme un momento. —La mujer se dio la vuelta encima del taburete y
habló en voz baja por el TeleLink—. Simon, ¿puedes venir un momento a recepción,
por favor?
Eve introdujo los pulgares en los bolsillos y se balanceó sobre los pies mientras
observaba unas elegantes botellas que se exhibían en un expositor giratorio que se
encontraba detrás de la consola.
—¿Qué es todo eso?
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—Esencias personalizadas. Introducimos los rasgos de personalidad y
psicológicos en un programa y creamos una esencia que es única. La botella es a
elección del cliente. Cada una es única, y cuando ha sido elegida, no se vuelve a
fabricar.
—Interesante.
—Son unos regalos muy apreciados —arqueó una ceja delgada y afilada como la
hoja de una cuchilla—, pero son muy exclusivos y muy caros.
—¿De verdad? —Irritada por el tono de sarcasmo de la mujer, le dirigió una
mirada seca y cortante—. Quiero uno.
—Por supuesto, la compra debe ser reembolsada antes de programar la esencia.
Seriamente irritada, Eve deseó agarrarla por ese pelo tieso y estamparle el rostro
contra la consola. Dio un paso hacia delante y, en ese momento, se oyeron unos pasos
apresurados a su espalda.
—Yvette, ¿cuál es el problema? Debo volver allí inmediatamente; estoy
desbordado de trabajo.
—Ella es el problema —dijo Eve con una sonrisa tensa.
Eve se dio la vuelta y recibió una panorámica completa del magnífico Simon.
Sus ojos fueron lo primero que le llamó la atención. Eran claros, de un azul casi
transparente, y las pestañas eran gruesas y oscuras. Las cejas, delgadas y negras como
el ébano, dibujaban una línea recta que en esos momentos se juntaba con fuerza en el
centro. El pelo era de un brillante rojo rubí, y lo llevaba peinado hacia atrás,
despejándole la frente y las sienes. Los rizos le caían en cascada hasta la mitad de la
espalda.
La piel tenía un tono dorado que indicaba o bien una herencia mestiza o bien un
tinte dermatológico. Llevaba los labios pintados de un tono bronce profundo. Un
unicornio blanco de cuernos dorados le trepaba por el prominente pómulo izquierdo.
Simon se echó hacia atrás la capa de color azul eléctrico. Debajo de ella llevaba
un mono ajustado al cuerpo y con un escote amplio, de un color parecido al del coñac
y rayas plateadas. Una maraña de cadenas de oro le brillaba encima del pecho. Ladeó
la cabeza y unos largos pendientes de oro tintinearon con el movimiento. Se llevó una
mano a la delgada cadera mientras observaba a Eve.
—¿Qué puedo hacer por usted, querida?
—Quiero…
—Espere, espere. —Levantó ambas manos mostrando las palmas y una cadena de
corazoncitos y de flores que tenía tatuados en ellas—. Conozco este rostro. —Con un
dramático gesto de cabeza dio la vuelta alrededor de Eve, dejando un rastro de
perfume a su paso.
«Ciruelas», pensó. El tipo olía como las ciruelas.
—Los rostros —continuó, mientras Eve le miraba con suspicacia— son, después
de todo, mi arte, mi negocio, mis bienes y mi comercio. He visto el suyo. Oh, sí, por
supuesto, lo he visto.
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De repente, tomó el rostro de Eve con ambas manos y acercó el suyo hasta que las
narices quedaron casi en contacto.
—Mira, amigo…
—¡La esposa de Roarke! —Lo dijo con un chillido e, inmediatamente le estampó
un sonoro beso en los labios. Se apartó antes de que Eve tuviera la oportunidad de
satisfacer la necesidad de darle un puñetazo—. ¡Es usted! Querida —dijo, con las
manos cruzadas sobre el pecho y dirigiéndose a la recepcionista—. La mujer de
Roarke se encuentra en nuestro humilde salón.
—¿La esposa de Roarke? —Yvette se puso de un rojo brillante e,
inmediatamente, se quedó lívida—. Oh —exclamó con expresión de encontrarse mal.
—Siéntese, tiene que sentarse y decirme todo aquello que desee. —Pasó un brazo
por encima de los hombros de Eve y empezó a empujarla hacia un asiento—. Yvette,
sé un corderito y cancela todas mis consultas. Querida señora, soy suyo. ¿Por dónde
empezamos?
—Puede empezar por apartarse, amigo. —Ella se sacó de encima el brazo de él, y
con cierta frustración sacó la placa en lugar del arma—. Estoy aquí por un asunto
policial.
—Oh, claro, Dios mío. —Simon se llevó las palmas de las manos a las mejillas
—. ¿Cómo he podido olvidarme? La esposa de Roarke es una de las mejores policías
de Nueva York. Perdóneme, querida.
—Me llamo Dallas, teniente Dallas.
—Por supuesto. —Le dirigió una sonrisa muy dulce—. Perdóneme, teniente. Mi
entusiasmo… tengo tendencia a ser muy emocional. Al verla aquí he perdido la
cabeza, si puede decirse así. ¿Sabe? Usted se encuentra entre las diez primeras en
nuestra lista de deseos, al lado de la señora Presidente y Slinky LeMar, la reina del
vídeo —añadió al ver que Eve continuaba mirándole con suspicacia—. Es una
compañía excelente.
—Exacto. Necesito la lista de clientes de la línea Perfección Natural.
—La lista de clientes. —Se llevó una mano al corazón otra vez y se sentó. Tocó la
pantalla de vídeo y el menú apareció en ella—. Una limonada. Por favor, teniente,
permítame que le ofrezca algún refresco.
—Estoy bien. —Pero él parecía más tranquilo y no mostraba ninguna intención
de ponerle la mano encima de nuevo, así que ella se sentó delante de él—. Necesito
esa lista, Simon.
—¿Se me permite preguntar por qué?
—Estoy investigando un homicidio.
—Un asesinato. —Lo dijo en un susurro mientras se inclinaba hacia delante—.
Ya sé que es horrible, pero me parece terriblemente emocionante. Soy un gran
aficionado de las películas de detectives y de misterio. —Le dedicó una sonrisa dulce
y, a pesar de sí misma, Eve se ablandó.
—Esto es un poco distinto de una película, Simon.
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—Lo sé. Lo sé. Es horroroso de mi parte. Horripilante. Pero no puedo imaginar
qué tiene que ver una línea de cosmética y de tratamiento de belleza con… —De
repente abrió mucho los ojos, brillantes—. ¿Veneno? ¿Fue veneno? Alguien le puso
veneno al tinte de labios. La víctima se preparaba para una noche gloriosa en la
ciudad, quizá usó el Rojo Radical, o… no, no, el Bomba de Bronce, y entonces…
—Contrólese, Simon.
Él batió las pestañas, se ruborizó y rio.
—Me merezco unos azotes. —Sin levantar la mirada, tomó un vaso largo lleno de
un líquido de un color amarillo pálido que uno de los androides de servicio le acercó
—. Por supuesto, cooperaremos, teniente, en todo lo que podamos. Debo decirle que
nuestra lista de clientes es bastante extensa. Si me dice los productos específicos,
podría reducirla de forma considerable.
—Facilíteme la lista completa de momento, y ya veremos qué hacemos.
—A sus órdenes. —Se levantó, inclinó la cabeza en gesto de reverencia, y se
deslizó hasta la consola—. Yvette, ofrécele a la teniente unas cuantas muestras
mientras llevo a cabo este pequeño trabajo para ella. Sé un corderito.
—No necesito ninguna muestra. —Eve sonrió con expresión de fastidio—. Pero
sí quiero la esencia de la que estábamos hablando.
—Por supuesto. —La recepcionista estaba a punto de arrodillarse a los pies de
Eve—. ¿Sería para usted?
—No, es un regalo.
—Y un regalo que será muy apreciado. —Yvette sacó un ordenador de bolsillo—.
¿Hombre o mujer?
—Mujer.
—¿Podría decirme tres de sus principales rasgos de personalidad? Como firme, o
tímida, o romántica.
—Inteligente —dijo Eve, pensando en Mira—. Compasiva. Minuciosa.
—Muy bien. Ahora, algo más del aspecto físico.
—Altura media, delgada, pelo castaño, ojos azules, piel clara.
—Eso está muy bien —dijo Yvette. Para un informe policial, pensó con
desagrado—. ¿Qué tipo de castaño es su pelo? ¿Cómo lo lleva?
Eve resopló. Las compras de Navidad le estaban resultando difíciles. Con
intención de hacerlo lo mejor posible, se concentró y describió a la mejor psiquiatra
de la ciudad.
Cuando Peabody llegó, Eve estaba eligiendo una de las botellas mientras Simon
sacaba una impresión y copiaba la información en un disco.
—Ha vuelto a hacer unas compras.
—He adquirido.
—¿Se lo mandamos a su casa o a su oficina, teniente?
—A casa.
—¿Quiere que se lo envolvamos para regalar?
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—Diablos. Sí, sí, envuélvanlo. Simon, ¿cómo va esa información?
—Ya está saliendo, querida teniente. —Levantó la vista y le dirigió una sonrisa
—. Estoy tan contento de que podamos ayudarla en este asunto. —Introdujo los
papeles y el disco en un sobre dorado—. He añadido unas muestras. Creo que las
encontrará perfectas. Natural. —Se rio de su propio chiste y le ofreció el sobre a Eve
—. Y espero que me mantenga informado. Por favor, vuelva, en cualquier momento,
en cualquier momento que desee. Me encantaría trabajar con usted.
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Capítulo seis
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Eve le observó zigzaguear en medio del gentío con una sonrisa de triunfo. La
gente se apartaba a su paso y él iba ganando velocidad. Se agachó, giró, esquivó y
viró para dirigirse hacia la derecha de Eve. Los ojos de ambos se encontraron un
segundo, los de él, brillantes por la excitación, los de ella, inexpresivos y directos.
Eve giró sobre sí misma y se lo cargó con un puñetazo. Le pareció que si hubiera
habido menos gente, él hubiera volado unos buenos tres metros. En lugar de eso, cayó
sobre un grupo de personas y acabó tumbado de espaldas con los patines al aire.
La nariz le sangraba profusamente. Tenía los ojos en blanco.
—Mira a ver si encuentras a un poli por aquí para que se ocupe de este gilipollas.
—Eve flexionó los dedos de la mano, rodó el hombro y, con gesto distraído, puso un
pie encima del estómago del ladrón. Éste empezó a gemir y a retorcerse—. ¿Sabes
qué, Peabody? Me siento muchísimo mejor ahora.
Más tarde, Eve pensaría que haber tumbado al ladrón había sido lo mejor del día.
No averiguó nada con el joyero. Ni él ni el dependiente de expresión agria recordaban
nada de un cliente que hubiera pagado al contado por el broche de las tórtolas. Era
Navidad, se quejó el joyero, a pesar de que el dependiente registraba en caja las
ventas con la velocidad y la precisión de un androide administrativo. ¿Cómo iba a
recordar una única transacción?
Eve le sugirió que lo pensara a conciencia y que contactara con ella cuando la
memoria se le aclarara. Y acabó comprando una cadenita de cobre para la oreja
pensando en el amante de Mavis, Leonardo, para disgusto de Peabody.
—Toma algún transporte, vuelve a la casa y ponte a trabajar con McNab.
—¿Y no sería mejor que me diera un puñetazo en la nariz?
—Apáñatelas, Peabody. Me voy a la Central. Voy a tener que poner al día a
Whitney y necesito ver a Mira para que empiece a elaborar un perfil.
—Quizá pueda hacerse con unos cuantos regalos de Navidad más por el camino.
Eve se detuvo al lado del coche.
—¿Eso ha sido un sarcasmo?
—No lo creo. Ha sido demasiado directo para ser un sarcasmo.
—Encuentra una coincidencia entre esas listas, Peabody, o vamos a tener que
empezar a interrogar a unos cuantos corazones solitarios.
Eve dejó a Peabody abriéndose paso a codazos hacia la Sexta para tomar un
maxibús y, mientras se dirigía en dirección contraria, concertó ambas citas por el
TeleLink. Luego vio que había una llamada entrante y escuchó la voz agobiada de
Nadine. Decidió darle un descanso.
—Deja de lloriquear, Nadine.
—Dallas, Dios, ¿dónde te habías metido?
—Haciendo que esta ciudad sea un lugar seguro para ti y para los tuyos.
—Mira, tenemos el tiempo justo para meter algo en mi informativo de mediodía.
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Dame un titular.
—Acabo de atrapar a un ladrón en la Quinta.
—No te hagas la graciosa. Estoy contra el paredón. ¿Cuál es la conexión entre los
dos asesinatos?
—¿Qué asesinatos? Tenemos muchos cuerpos en esta época del año. La Navidad
saca a relucir el espíritu chiflado de las fiestas.
Nadine resopló de forma audible.
—Hawley y Greenbalm. Venga, Dallas. Dos mujeres estranguladas. Me he
enterado. Eres la responsable de ambos casos. He oído que hubo agresión sexual. ¿Lo
confirmas?
—El departamento no confirma ni desmiente nada en estos momentos.
—Violación y sodomía.
—Sin comentarios.
—Joder, ¿a qué viene esa crueldad?
—No tengo espacio para respirar ahora mismo. Estoy intentando detener a un
asesino, Nadine, y no me puedo permitir el lujo de preocuparme por los niveles de
audiencia del Canal 75.
—Creí que éramos amigas.
—Supongo que lo somos, y por eso, cuando tengo algo, tú lo tienes.
Los ojos de Nadine se iluminaron.
—¿La primera y en exclusiva?
—No intentes colapsar mi TeleLink.
—Una entrevista cara a cara, Dallas. Déjame que lo prepare. Puedo estar en la
Central de Policía a la una.
—No. Ya te haré saber cuándo y dónde, pero hoy no tengo tiempo para ti. —Y
tiempo, pensó Eve, era el factor más importante. Nadie más que ella conociera podía
investigar con tanta rapidez y profundidad como Nadine Furst—. ¿Estás saliendo con
alguien estos días, Nadine?
—¿Salir con alguien? ¿Quieres decir tener una cita o acostarme con? No, no en
especial.
—¿Has probado alguna vez esas agencias de citas?
—Por favor. —Las pestañas de Nadine batieron como alas mientras levantaba la
mano y se examinaba la manicura—. Creo que soy capaz de encontrar hombres por
mí misma.
—Era sólo una idea. He oído que son muy famosas. —Eve hizo una pausa y
observó que Nadine la miraba con ojos brillantes y suspicaces—. Quizá te interese
probarlo.
—Sí, quizá lo haga. Gracias. Tengo que dejarte. Estoy en antena a las cinco.
—Otra cosa. ¿Tengo que comprarte un regalo de Navidad?
Nadine arqueó las cejas y sonrió ampliamente.
—Por supuesto.
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—Joder, me lo temía. —Eve frunció el ceño y cortó la transmisión mientras
entraba en el aparcamiento de la Central de Policía.
Mientras se dirigía hacia la oficina de Whitney, pilló una barrita energética y una
lata grande de Coca-Cola de una máquina expendedora. Engulló la barrita y la bebida
y, como resultado de todo ello, entró en la oficina de Whitney con una ligera
sensación de mareo.
—¿Cuál es la situación, teniente?
—Tengo a McNab, de la División de Detección Electrónica, trabajando con mi
ayudante en la oficina de casa, comandante. Tenemos las listas de Personalmente
Tuyo correspondientes a las dos víctimas. Esperamos encontrar alguna coincidencia.
Continuamos trabajando en las joyas que encontramos con los cuerpos, y hemos
averiguado la marca y el tipo de procedencia de los maquillajes que fueron utilizados.
Él asintió con la cabeza. Whitney era un hombre de complexión poderosa, de piel
oscura y fina y ojos cansados. A través de la ventana que quedaba a sus espaldas, se
veía la ciudad, con el constante fluido de tráfico aéreo por entre los rascacielos y la
gente detrás de las ventanas en las oficinas de los edificios de enfrente. Eve sabía que
si se aproximaba a la ventana, vería la calle, abajo. Toda esa gente corriendo en todas
direcciones. Todas esas vidas que necesitaban protección.
Y, como siempre, pensó que prefería su atiborrada oficina de vistas limitadas.
—¿Sabe cuántos turistas y compradores de fuera de la ciudad vienen durante
estas semanas antes de Navidad?
—No, señor.
—El alcalde acaba de facilitarme la cifra aproximada, cuando me llamó esta
mañana para informarme de que la ciudad no puede permitirse que un asesino en
serie asuste los dólares de las fiestas. —Le sonrió con los labios apretados y sin
ningún sentido del humor—. No me ha parecido que estuviera, en estos momentos,
excesivamente preocupado por la posibilidad de que los habitantes de la ciudad sean
víctimas de violaciones o estrangulamientos, sino por los inquietantes daños
colaterales que tales situaciones pudieran provocar si los medios de comunicación
hablan de Santa Claus el Asesino.
—Los medios de comunicación no están al corriente de ello, en estos momentos.
—¿Hasta cuándo no habrá una filtración? —Whitney se recostó en la silla y miró
directamente a Eve a los ojos.
—Quizá hasta dentro de un par de días. El Canal 75 ya ha averiguado que se
tratan de homicidios con agresión sexual, pero en estos momentos sus datos son
incompletos.
—Intentemos que continúe siendo así. ¿Cuánto falta para que dé el próximo
golpe?
—Esta noche. Mañana como mucho. —No había forma de pararlo, pensó Eve, y
vio que Whitney lo comprendía por la expresión de su rostro.
—La agencia de citas es la única conexión que tiene.
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—Sí, señor. En estos momentos. No hay ningún indicio de que las víctimas se
conocieran. Vivían en partes distintas de la ciudad, y se movían en círculos sociales
completamente distintos. Físicamente, no eran parecidas.
Hizo una pausa y esperó, pero Whitney no dijo nada.
—Voy a realizar una consulta a la doctora Mira —continuó Eve—. Pero en mi
opinión, él ya ha establecido unas pautas y tiene un objetivo. Quiere haber acabado
con doce antes de Fin de Año. Eso significa menos de dos semanas, así que tiene que
actuar con rapidez.
—Lo mismo tiene que hacer usted.
—Sí, señor. Tiene que conseguir a las víctimas en Personalmente Tuyo. Hemos
identificado los cosméticos que utilizó con las víctimas. Los puntos de adquisición de
estos cosméticos en la ciudad son bastante limitados. Tenemos los alfileres
decorativos que dejó en ambas escenas del crimen. —Exhaló con fuerza—. Él sabía
que investigaríamos los cosméticos, dejó los broches de forma deliberada. Está
seguro de haber borrado sus huellas. Si no encontramos una coincidencia en las listas
durante las próximas veinticuatro horas, nuestra mejor defensa podrían ser los medios
de comunicación.
—¿Y decirles qué? ¿Que llamen a la policía si ven a un hombre gordo vestido con
un traje rojo? —Se apartó de la mesa—. Encuentre esa coincidencia, teniente. Estas
fiestas no quiero tener doce cuerpos al pie de mi árbol de Navidad.
Eve salió de la oficina de Whitney y sacó el comunicador.
—McNab, hazme feliz.
—Estoy haciendo todo lo que puedo, teniente. —Hizo un gesto con lo que parecía
ser un trozo de pizza—. He eliminado al ex marido de la primera víctima. Estaba
viendo un partido en el campo con tres amigos la noche del asesinato. Peabody va a
investigar un poco a los tres tipos, pero parece sólida. No se reservó ningún medio de
transporte hasta Nueva York con su nombre. No ha estado en la costa Este en unos
dos años.
—Uno fuera —dijo Eve mientras saltaba sobre una rampa—. Qué más.
—Ninguno de los nombres de la lista de Hawley coincide con ninguno de la de
Greenbalm, pero estoy comprobando huellas digitales y muestras de voz para
asegurarme de que nadie haya hecho una jugarreta.
—Bien pensado.
—Y dos de la lista de Hawley parecen limpios, de momento. Tengo que
comprobarlo un poco, pero parecen tener coartada. Ahora voy a empezar con la lista
de Greenbalm.
—Examina la lista de los cosméticos primero. —Se pasó una mano por el pelo
mientras salía de la rampa y se dirigía al ascensor—. Estaré allí dentro de dos horas.
Salió del ascensor, atravesó una pequeña zona del vestíbulo y entró en las oficinas
de Mira. No había nadie en el mostrador de recepción y la puerta de Mira estaba
abierta. Eve sacó la cabeza y vio que Mira estaba visionando el vídeo de un caso
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mientras mordisqueaba un pequeño bocadillo.
No era habitual pillar a Mira por sorpresa, pensó Eve. Era una mujer que se daba
cuenta de casi todo. A menudo a Eve le parecía que demasiado, por lo que respectaba
a sí misma.
No sabía bien qué era lo que había creado ese vínculo entre ambas. Ella respetaba
las habilidades de Mira, aunque a menudo la hacían sentirse incómoda.
Mira era una mujer pequeña y bien proporcionada, que tenía un rostro atractivo y
un pelo suave y estirado que enmarcaba el rostro elegantemente. Eve creía que Mira
representaba todo aquello que, para ella, debía ser una señora: reservada,
discretamente elegante y bien hablada.
Tratar con defectos mentales, tendencias violentas o pervertidos habituales no
parecía alterar en absoluto la compostura de Mira, ni su compasión. Los perfiles que
realizaba de los locos y los asesinos no tenían precio para el Departamento de Policía
y Seguridad de Nueva York.
Eve se quedó en la puerta, dudando, justo lo suficiente para que Mira se diera
cuenta de su presencia. La psiquiatra volvió la cabeza y sus ojos azules adquirieron
una expresión cálida cuando se encontraron con los de Eve.
—No quería interrumpir. Tu ayudante no está en el mostrador.
—Está comiendo. Entra, cierra la puerta. Te estaba esperando.
Eve miró el bocadillo.
—Te estoy interrumpiendo el descanso.
—Policías y médicos. Nos tomamos el descanso cuando encontramos la
posibilidad de hacerlo. ¿Quieres comer algo?
—No, gracias. —La barrita energética no le había caído bien en el estómago, y
eso le hacía preguntarse cuánto tiempo hacía que los productos de la máquina
expendedora no habían sido revisados.
A pesar de la negativa de Eve, Mira se levantó y ordenó un té en el AutoChef. Ése
era un ritual que Eve había aprendido a aceptar. Se tomaría el brebaje floral, pero no
estaba obligada a que le gustara.
—He revisado la información que me pudiste enviar, y las copias de los informes
de tus casos. Tendré un perfil completo y por escrito mañana.
—¿Qué puedes decirme ahora?
—Probablemente poca cosa que no hayas percibido tú. —Mira se instaló en una
de las profundas sillas azules parecidas a las del salón de Simon.
Mira se dio cuenta de que Eve tenía el rostro un poco demasiado pálido, y un
tanto delgado. No la había visto desde que se había vuelto a incorporar en el servicio,
y sus ojos de doctora diagnosticaron que ese retorno había sido precipitado. Pero se
guardó la opinión.
—La persona a quien estás buscando es, probablemente, un hombre de entre
treinta y cincuenta y cinco años —empezó—. Es un hombre controlado, calculador y
organizado. Disfruta de los focos y siente que merece ser el centro de atención. Quizá
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haya tenido algunas aspiraciones de ser actor o de estar conectado con ese campo de
alguna forma.
—Se exhibió ante la cámara, jugó.
—Exacto. —Mira asintió con la cabeza, complacida—. Utilizó trajes y atrezo y,
en mi opinión, no los utilizó meramente como herramientas y disfraces. Sino por el
arte que implica, por la ironía. Me pregunto si considera que su crueldad es una
ironía.
Respiró, estiró las piernas y dio un sorbo de té. Si hubiera creído que Eve iba a
beberse el té que acababa de ofrecerle, le hubiera añadido unas vitaminas.
—Es posible. Es una escenificación, un espectáculo. Él disfruta mucho de esa
faceta. La preparación, los detalles. Es un cobarde, pero es cuidadoso.
—Todos ellos son cobardes —afirmó Eve.
Mira inclinó la cabeza a un lado.
—Sí, tú lo ves así porque para ti robar una vida es justificable solamente en una
situación de tener que defender a otro. Para ti, matar es la peor de las cobardías. Pero
en este caso, yo diría que él reconoce sus propios miedos. Droga a sus víctimas
rápidamente, no para evitarles dolor sino para evitar que luchen y que, quizá, le
superen físicamente. Necesita preparar el escenario. Las coloca en la cama, las ata
antes de cortarles y quitarles las prendas de ropa. No se las arranca con furia, y se
asegura de que estén atadas antes de pasar al siguiente acto. Entonces ellas están
indefensas, y son suyas.
—Entonces las viola.
—Sí, cuando están atadas. Desnudas e indefensas. Si no estuvieran atadas, le
rechazarían. Él lo sabe. Ha sido rechazado anteriormente. Pero ahora puede hacer lo
que desee. Necesita que ellas estén conscientes para que le vean, para que sepan que
él tiene el poder, así que ellas se debaten pero no pueden escapar.
Las palabras, las imágenes, hicieron que Eve sintiera retortijones en el estómago.
Los recuerdos empezaban a emerger.
—La violación siempre es un tema de poder.
—Sí. —Mira la comprendía, y deseó tomar a Eve de la mano. Pero la comprendía
de verdad, así que no lo hizo—. Las estrangula porque eso es un acto personal, una
extensión del acto sexual. Las manos en la garganta. Es un acto íntimo.
Mira sonrió ligeramente.
—¿Habías llegado a las mismas conclusiones?
—No importa. Me estás confirmando mi impresión.
—De acuerdo, entonces. La guirnalda es un adorno. Atrezo, otra vez, espectáculo,
ironía. Son regalos que se hace a sí mismo. Es posible que el tema de la Navidad
tenga algún sentido personal para él, o quizá sea solamente un símbolo.
—¿Y qué hay de la destrucción del árbol de Marianna Hawley y de los
ornamentos? —Al ver que Mira simplemente arqueaba una ceja, Eve se encogió de
hombros—. Romper el símbolo de las fiestas al romper un árbol, la erradicación de la
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pureza en los ornamentos de ángeles.
—Eso concuerda con él.
—Los alfileres decorativos y los tatuajes.
—Es un romántico.
—¿Un romántico?
—Sí, es bastante romántico. Las califica como su amor, les deja un amuleto, y se
toma el tiempo y la molestia de embellecerlas antes de abandonarlas. Cualquier cosa
por debajo de eso las haría parecer un regalo sin valor.
—¿Las conoce?
—Sí, yo diría que sí. Que ellas le conocieran a él es otro asunto. Pero él las
conoce, las ha observado. Las ha elegido y, durante el tiempo que las haya tenido,
ellas han sido su verdadero amor. No las mutila —añadió, inclinándose hacia delante
—. Él decora y maquilla. De forma artística, quizá incluso con amor. Pero cuando ha
terminado, ya está. Rocía el cuerpo con desinfectante y así borra sus propias huellas.
Limpia, friega y sus huellas desaparecen de sus cuerpos. Y cuando se marcha está
feliz. Ha ganado. Y es el momento de prepararse para la siguiente.
—Hawley y Greenbalm no eran parecidas físicamente, tampoco lo eran sus
estilos de vida, sus hábitos ni su trabajo.
—Pero tenían una cosa en común —añadió Mira—. Ambas estuvieron, en un
momento determinado, lo suficientemente necesitadas e interesadas para pagar para
que las ayudaran a encontrar un compañero.
—Su amor verdadero. —Eve dejó el té, intacto, a un lado—. Gracias.
—Espero que estés bien. —Mira se daba cuenta de que Eve se disponía a
levantarse para irse, así que quiso entretenerla—. Y que estés completamente
recuperada de las heridas.
—Estoy bien.
No, pensó Mira, no demasiado bien.
—Solamente te tomaste… qué… dos o tres semanas para recuperarte de unas
heridas graves.
—Estoy mejor cuando trabajo.
—Sí, sé que eso es lo que crees. —Mira volvió a sonreír—. ¿Estás preparada para
las fiestas?
Eve reprimió las ganas de removerse con impaciencia en la silla.
—Ya tengo un par de regalos.
—Debe de ser difícil encontrar algo para Roarke.
—Me lo dices a mí.
—Estoy segura de que encontrarás algo perfecto. Nadie le conoce mejor que tú.
—A veces le conozco, a veces, no. —Lo tenía en la mente, así que lo dijo sin
pensar—: Él ya está metido en toda esta cosa de la Navidad. Fiestas y árboles de
Navidad. Yo pensé que simplemente intercambiaríamos algo y que ya habríamos
terminado.
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—Ninguno de los dos tenéis los recuerdos infantiles que todo el mundo tiene
derecho a tener… de haber sentido ilusión y sensación de maravilla, de haber
despertado una mañana de Navidad y haber encontrado las bonitas cajas amontonadas
debajo del árbol. Yo diría que Roarke quiere empezar a tener esos recuerdos, para los
dos. Conociéndole —añadió con una carcajada—, no van a ser comunes.
—Creo que ha pedido un pequeño bosque de árboles.
—Date la oportunidad de sentir esa ilusión y esa sensación de maravilla, como un
regalo para ambos.
—Con Roarke, no hay otra opción. —Ahora sí se puso en pie—. Te agradezco el
tiempo, doctora Mira.
—Una última cosa, Eve. —Mira también se levantó—. En estos momentos, ese
tipo no es peligroso para nadie excepto para la persona a quien esté dirigiendo la
atención. No va a asesinar de forma indiscriminada, ni sin tener objetivo o sin
planificación. Pero soy incapaz de decir en qué momento esto puede cambiar, qué
puede provocar un cambio en sus pautas de conducta.
—Yo pienso lo mismo sobre ese punto. Estamos en contacto.
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de voz que resultaba peligroso—. Tenemos tres nombres y un lugar por dónde
empezar.
—La sombra de ojos Niebla sobre Londres que se utilizó con Hawley es uno de
los productos más caros y no se ofrece como muestra. Sólo se consigue como artículo
separado, o si uno compra todo el paquete de lujo. Si investigamos la sombra de ojos,
nos acercaremos al objetivo.
—Y quizá el hijo de puta robó la sombra de ojos mientras estaba comprando el
resto de cosas. —Peabody miraba a McNab—. ¿Quieres empezar a investigar a todos
los rateros de la ciudad?
—De momento, éste es el único cosmético que podemos investigar. Así que es el
producto que tenemos que encontrar.
En esos momentos las narices de ambos se estaban casi tocando. Eve se acercó y
les dio un empujón a los dos.
—Al próximo que hable lo bajo de rango. Los dos tenéis razón. Interrogaremos a
esos tres y buscaremos la sombra de ojos. Peabody, anota los nombres y vete abajo al
coche. Espérame ahí.
Peabody no necesitaba decir nada, puesto que una espalda tensa y una mirada
encendida era muchísimo más elocuente. En cuanto hubo salido de la oficina, McNab
se introdujo las manos en los bolsillos. Pero cuando fue a abrir la boca, percibió la
mirada de aviso de Eve y se calló.
—Revisa Personalmente Tuyo otra vez, a los clientes y al personal, mira a ver
quién de ellos compró esa sombra y mira a ver si puedes encontrar coincidencias con
los otros productos utilizados con las víctimas. —Arqueó las cejas—. Di sí, señor,
teniente Dallas.
Él soltó un suspiro.
—Sí, señor, teniente Dallas.
—Bien. Y de paso, McNab, mira a ver si puedes entrar en la cuenta corriente de
Piper y Rudy McNab. Averigüemos qué tipo de cosméticos utilizan. —Esperó, con
las cejas arqueadas. Si algo no era propio de McNab, era ser lento.
—Sí, señor, teniente Dallas.
—Y deja de poner morros —le ordenó al salir.
—Mujeres —dijo McNab por lo bajo e, inmediatamente, captó un movimiento
por el rabillo del ojo.
Vio que Roarke estaba de pie en la puerta entre las dos oficinas y que le sonreía.
—Unas criaturas maravillosas, ¿no es cierto? —Roarke entró.
—No desde donde me encuentro yo.
—Ah, pero te vas a convertir en un héroe si eres capaz de hacer coincidir ese
producto con el nombre correcto, ¿verdad? —Se acercó y echó un vistazo a las listas
y documentos que, ambos sabían, eran papeles oficiales y le estaban vetados—.
Resulta que tengo una o dos horas libres. ¿Quieres que te ayude?
—Bueno, yo… —McNab miró en dirección a la puerta.
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—No te preocupes por la teniente. —Roarke se dio el gusto de sentarse ante el
ordenador—. Puedo manejarla.
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meses. Estaba pasando una sequía. —Sonrió ligeramente y se encogió de hombros—.
Marianna. ¿Era la pelirroja…? No, ésa era Tannia. Tuvimos una buena conexión,
pero se fue a Alburquerque, por Dios. Quiero decir, ¿qué hay en Alburquerque?
—Marianna, Donnie Ray. Una morena delgada. Ojos verdes.
—Sí, sí, ahora la recuerdo. Dulce. No encajamos, demasiado parecido a…
bueno… una hermana. Vino al club donde yo estaba tocando y me escuchó. Nos
tomamos un par de copas. ¿Y?
—¿Ves la pantalla de vez en cuando, lees los periódicos?
—No cuando tengo un curro fijo. Estoy con un grupo en el centro de la ciudad, en
el Empire. He estado haciendo el turno de diez a cuatro durante las últimas tres
semanas.
—¿Siete noches por semana?
—No, cinco. Si se toca siete noches, se pierde el punto.
—¿Qué hay del martes por la noche?
—Estoy libre el martes por la noche. Los lunes y los martes son libres. —Ahora
tenía una expresión concentrada y mostraba una alarma incipiente—. ¿Qué sucede?
—Marianna Hawley fue asesinada el martes por la noche. ¿Tiene usted coartada
para el martes, desde las nueve hasta la media noche?
—Oh, mierda. Mierda. Asesinada. Jesús. —Se levantó de repente y tropezó con el
revoltijo de cosas esparcidas por el suelo—. Joder, eso es duro. Era un encanto.
—¿Quería usted que ella fuera un encanto para usted? ¿Su amor verdadero?
Él se quedó quieto. A Eve le pareció interesante que no pareciera ni asustado ni
enojado. Parecía haberse entristecido.
—Mire, yo me tomé un par de copas con ella una noche. Hablamos un poco,
intenté convencerla de que nos diéramos un revolcón inofensivo, pero ella no estaba
por eso. Me gustó. No era posible que no te gustara.
Se presionó los ojos con los dedos y luego se pasó las manos por el pelo.
—Eso fue, joder, hace seis meses, quizá más. No la he visto desde entonces. ¿Qué
le ha pasado?
—El martes por la noche, Donnie Ray.
—¿El martes? —Se frotó el rostro con las manos—. No lo sé. Joder, ¿quién se
acuerda? Probablemente, fui a unos cuantos clubes, estuve por ahí. Déjeme pensar un
minuto.
Cerró los ojos y exhaló dos veces.
—El martes fui al Crazy Charlie’s y escuché a su nuevo grupo.
—¿Fue con alguien?
—Salimos unos cuantos. No sé quién acabó en el Crazy. Yo ya estaba bastante
mal entonces.
—Dígame, Donnie Ray, ¿por qué compró usted la línea completa de productos de
Perfección Natural? No parece usted de los que se maquillan.
—¿Qué? —Se mostró abatido y se dejó caer en la silla otra vez—. ¿Qué diablos
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es Perfección Natural?
—Usted debería saberlo. Se gastó unos dos mil en eso. Cosméticos, Donnie Ray.
—Cosméticos. —Se revolvió el pelo con las manos hasta que le quedó
completamente en punta—. Oh, mierda, sí. La cosa esa chillona. El cumpleaños de
mi madre. Le compré ese tratamiento.
—¿Se gastó dos de los grandes en el cumpleaños de su madre? —Con mirada de
desconfianza, Eve observó la habitación desordenada.
—Mi madre es la mejor. El viejo nos dejó cuando yo era un crío. Ella trabajó
como tres mulas para que yo tuviera un techo y para pagarme las clases de música. —
Hizo un gesto con la cabeza en dirección al saxo—. Gano bastante dinero tocando.
Buen dinero. Ahora la ayudo a pagar su propio techo, en Connecticut. Una casa
decente en un barrio decente. Esto… —hizo un gesto que incluía toda la habitación—
me importa un carajo. Estoy muy poco aquí, solamente para tirarme.
—¿Y si llamo a su madre, ahora mismo, y le pregunto qué le regaló su hijo
Donnie Ray por su cumpleaños?
—Claro. —Sin dudarlo, señaló con el pulgar el TeleLink que había encima de la
mesa, al lado de la pared—. Su número está grabado. Pero hágame un favor, ¿de
acuerdo? No le diga que es policía. Se preocupa. Dígale que está haciendo una
encuesta o algo.
—Peabody, quítate la chaqueta del uniforme y llama a la mamá de Donnie Ray.
—Eve salió de la zona de pantalla y se sentó en el brazo de una de las sillas—. ¿Fue
Rudy de Personalmente Tuyo quien realizó su perfil?
—No, bueno, hablé primero con él. Creo que todo el mundo lo hace así. Es como
una audición. Pero la entrevista la hizo otro tipo. Qué tipo de aficiones tienes, con
qué sueñas, cuál es tu color favorito. También hacen una prueba física, para
asegurarse de que estás limpio.
—No encontraron rastros de Zoner.
Él tuvo la elegancia de parecer avergonzado.
—No, estaba limpio.
—Creo que tu madre preferiría que continuaras así.
—La señora Michael recibió la línea completa de Perfección Natural como regalo
de cumpleaños de su hijo. —Peabody volvió a ponerse la chaqueta y le dirigió una
sonrisa a Donnie Ray—. Se puso contenta de verdad con el regalo.
—Es guapa, ¿verdad?
—Sí, lo es.
—Es la mejor.
—Eso es lo que ella ha dicho de usted —le dijo Peabody.
—Le he comprado unos pendientes de diamantes para Navidad. Bueno, son
pequeñísimos, porque si no serían demasiada responsabilidad para ella. —Ahora
miraba a Peabody con interés, después de haberla visto sin la chaqueta—. ¿Has ido
alguna vez al Empire?
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—Todavía no.
—Tendrías que pasar un día. Tocamos realmente bien.
—Quizá lo haga. —Pero vio la mirada de Eve y se aclaró la garganta—. Gracias
por su cooperación, señor Michael.
—Hágale un favor a su madre —dijo Eve mientras se dirigían hacia la puerta—.
Limpie este montón de basura y deje el Zoner.
—Sí, claro. —Y Donnie Ray le guiñó el ojo a Peabody antes de cerrar la puerta.
—No es apropiado coquetear con los sospechosos, agente Peabody.
—No es realmente un sospechoso. —Peabody miró hacia atrás—. Y es realmente
guapo.
—Es un sospechoso hasta que confirmemos su coartada. Y es un cerdo.
—Pero un cerdo realmente guapo, teniente.
—Tenemos que hacer dos entrevistas más, Peabody. Intenta controlar las
hormonas.
—Lo hago, Dallas, lo hago. —Suspiró y ambas subieron al coche—. Pero es tan
agradable que sean ellas las que me controlen a mí…
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Capítulo siete
Pasar todo el día haciendo entrevistas sin avanzar en el caso no puso a Eve en el
mejor estado de ánimo. Y encontrarse, al volver a la oficina de su casa, con que
McNab había recogido y se había marchado le ensombreció más, si cabe, el humor.
Pero pensó que había sido afortunado y bueno para su futuro bienestar, que le
hubiera dejado un resumen y algo de comer.
«Teniente, cerré a las 16:45 horas. Hay una lista de nombres y productos en el
archivo del caso con el subtítulo P de Pruebas 2-A. Han aparecido un par de cosas
interesantes. Encontré coincidencias tanto en Piper como en Rudy con la sombra de
ojos, y otra en Piper para el tinte de labios. Por cierto, los dos nadan en dólares. No es
que Roarke tenga que preocuparse, pero no están en mala situación. También es
interesante que todos sus bienes son compartidos, hasta el último penique. Los
informes también están en el archivo.»
Todos los bienes estaban compartidos, pensó Eve. Ella había tenido la impresión
de que era Rudy quien dirigía las cosas. Siempre había sido Rudy quien había tomado
las decisiones y quien había manejado la consola cuando Eve había estado allí.
De ahí se deducía que él tenía el dinero.
Él tenía el control, decidió Eve. Tenía el poder.
Y la ocasión, y el acceso.
«Otra coincidencia en la sombra de ojos —continuó la voz de McNab—. Dos en
el tinte de labios, con Charles Monroe en ambos casos. Al principio se me pasó
porque se había registrado con otro nombre en los datos de la lista de correos de
productos nuevos y ofertas especiales. Incluyo el perfil de Monroe.»
El resumen terminó y Eve frunció el ceño. Su instinto le decía que centrara la
atención en Rudy, pero parecía que iba a tener que hacerle una visita a Charles
Monroe.
Levantó la vista y se dio cuenta de que por la puerta de la oficina de Roarke se
filtraba la luz. Si estaba ocupado, ése era un buen momento para llevar a cabo un
asunto personal.
Con rapidez y sin dejar de procurar de no encontrarse con Summerset, subió la
escalera que conducían hasta la biblioteca.
Las paredes de la habitación, que se abría en dos niveles, estaban cubiertas de
libros. Siempre le había desconcertado el hecho de que un hombre que tenía el poder
de comprar un planeta con un simple chasquido de dedos prefiriera el volumen y el
peso de un libro en lugar de la comodidad de leerlo en pantalla.
Era una de sus rarezas, suponía Eve. Pero también ella apreciaba el agradable olor
de la piel de las cubiertas y el aspecto pulido de los lomos alineados a lo largo de los
oscuros estantes de caoba.
En la sala había dos amplias zonas de reposo. Los sofás y sillas de madera
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estaban tapizados de piel de un profundo color granate. Lámparas con lágrimas de
colores, brillo de bronces y lustre de madera vieja tallada por artesanos de otro siglo.
La noche entraba entre unas cortinas abiertas alrededor de un asiento bajo una
gran ventana. Las telas de los mullidos cojines adquirían los tonos cálidos de la luz
proyectada por las lámparas. Unas enormes y antiguas alfombras de intrincados
diseños sobre fondo granate se esparcían por encima del pulido suelo de madera de
castaño.
Un potente ordenador multitareas se encontraba escondido dentro de un antiguo
armario. Pero todo lo que estaba a la visa en esa habitación tenía la pátina del tiempo
y de la riqueza.
Eve no entraba ahí a menudo, pero sabía que Roarke sí lo hacía. Era común
encontrarle sentado en una de las sillas de piel a última hora de la tarde, con las largas
piernas estiradas, una copa de coñac a mano y un libro entre las manos. La lectura le
relajaba, le había dicho. Eve sabía que aprendió a leer por sus propios medios cuando
era un chico después de que encontrara una maltratada copia de Yeats en un callejón
de los barrios bajos de Dublín.
Atravesó la habitación y abrió las puertas de un armario decorado con
incrustaciones de lapislázuli y malaquita.
—Encender —ordenó Eve, inmediatamente echó un vistazo por encima del
hombro—. Buscar en la librería, todas las secciones, Yeats.
«¿Yeats, Elizabeth; Yeats, William Butler?»
Eve frunció el ceño y se pasó una mano por el pelo.
—¿Cómo diablos voy a saberlo? Es un poeta irlandés.
«Yeats, William Butler, confirmado. Buscando en estantes… Las peregrinaciones
de Oisin, sección D, estante cinco. La condesa Cathleen, sección D…»
—Espera. —Se presionó el puente de la nariz—. Cambiar búsqueda. Dime qué
libros de este tipo no se encuentran en la biblioteca.
«Modificando… Buscando…»
De todas formas, lo más probable era que él lo tuviera todo. Decidió que había
sido una idea estúpida, y se metió las manos en los bolsillos.
—Teniente.
Eve dio un respingo. Se volvió rápidamente y se encontró con Summerset.
—¿Qué? Joder, odio que hagas esto.
Él se limitó a mirarla de forma inexpresiva. Sabía que a ella no le gustaba en
absoluto que él se aproximara sin hacerse notar. Ésa era una de las razones por las
cuales le gustaba tanto hacerlo.
—¿Puedo ayudarla a encontrar algún libro…? Aunque no sabía que leyera usted
otra cosa que no fueran informes y algún que otro disco sobre comportamiento
aberrante.
—Mira, amigo, tengo perfecto derecho a estar aquí. —Pero eso no explicaba por
qué el hecho de que la encontrara en la biblioteca le hacía sentir tan incómoda—. Y
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no necesito tu ayuda.
«Todas las obras del autor, Yeats, William Butler, se encuentran en la biblioteca.
¿Desea los títulos y su ubicación?»
—No, mierda. Lo sabía.
—¿Yeats, teniente? —Curioso, Summerset entró en la habitación seguido por
Galahad, que inmediatamente se aproximó a Eve, se frotó contra sus piernas y saltó
hasta el asiento de la ventana, desde donde se puso a contemplar la noche como si él
fuera su señor.
—¿Y qué?
Él se limitó a arquear las cejas.
—¿Hay alguna obra en la que esté especialmente interesada, una recopilación, un
poema en particular?
—¿Qué pasa? ¿Eres el cuerpo de policía de la biblioteca?
—Estos libros son bastante valiosos —repuso en tono frío—. Muchos de ellos
son primeras ediciones y muy difíciles de encontrar. También encontrará usted todas
las obras de Yeats en la biblioteca de discos ópticos. Estoy seguro de que ese método
se adapta mejor a usted.
—No quiero leerlo. Sólo quería saber si había alguno que él no tuviera, lo cual es
tonto dado que él lo tiene absolutamente todo, así que ¿qué se supone que tengo que
hacer?
—¿Acerca de qué?
—Navidad, estúpido. —Irritada, volvió a dirigirse al ordenador—. Apagar.
Summerset apretó los labios, pensativo.
—Usted deseaba comprar un volumen de Yeats para Roarke como regalo de
Navidad.
—Ésa era la idea, que resulta ser nefasta.
—Teniente —llamó en cuanto ella iba a dirigirse hacia la puerta.
—¿Qué?
Le enojaba que ella dijera o hiciera algo que le conmoviera. Pero no había otro
remedio. Y él estaba en deuda con ella por haberse arriesgado tanto y haber estado a
punto de perder la vida para salvar la de él. Ese simple hecho, Summerset lo sabía, les
ponía incómodos a ambos. Quizá pudiera equilibrar un poco la balanza, aunque fuera
mínimamente.
—Él todavía no tiene una copia de la primera edición de El crepúsculo celta.
La mirada belicosa de Eve desapareció, aunque todavía había cierta suspicacia en
ella.
—¿Qué es?
—Es una recopilación de prosa.
—¿De ese tal Yeats?
—Sí.
En parte, sólo en parte, deseaba encogerse de hombros y largarse. Pero se
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introdujo las manos en los bolsillos y se quedó allí.
—Según la búsqueda, lo tiene todo.
—Tiene el libro, pero no el de la primera edición. Yeats es especialmente
importante para Roarke. Me imagino que ya lo sabe. Conozco a un librero muy
especial de Dublín. Puedo ponerme en contacto con él y ver si es posible adquirirlo.
—Comprarlo —dijo Eve, con firmeza—. No robarlo. —Sonrió levemente al notar
que Summerset se ponía tenso—. Sé algunas cosas de tus contactos. Lo haremos
legal.
—Nunca tuve intención de hacerlo de otra forma. Pero no va a ser barato. —
Ahora le tocaba a él sonreír, con la misma levedad—. Y habrá una cantidad añadida
en concepto de recibir la adquisición a tiempo para las Navidades, ya que ha esperado
usted al último minuto.
Eve se mantuvo impasible.
—Si tu contacto puede encontrarlo, lo quiero. —Y dado que no fue capaz de
encontrar la forma de evitarlo, se encogió de hombros—: Gracias.
Él asintió con la cabeza con gesto tenso y esperó a que ella hubiera abandonado la
habitación para sonreír.
Eso era estar enamorado. Acabar colaborando con quien representa la mayor
irritación en la vida de uno. Mientras tomaba el ascensor para ir a su dormitorio
pensó que si ese jodido hijo de puta de verdad lo conseguía, estaría en deuda con él.
Resultaba mortificante.
Pero cuando las puertas del ascensor se abrieron, allí estaba Roarke, con su media
sonrisa en ese rostro de ángel caído y esos ojos de un azul imposible que la recibían
con placer.
¿Qué era una pequeña mortificación?
—No sabía que ya estabas en casa.
—Sí, estaba… haciendo cosas. —Ladeó la cabeza. Conocía esa mirada—. ¿Por
qué te muestras tan orgulloso?
Él la tomó de la mano y la condujo hasta el dormitorio.
—¿A ti que te parece? —le preguntó mientras hacía un gesto hacia el interior de
la habitación.
Centrado y dentro del profundo cajón que era la ventana de la pared opuesta a la
plataforma donde se encontraba la cama, había un árbol. Sus ramas se extendían
hacia la habitación y se elevaban arriba, arriba, hasta que se abrían contra el techo.
Eve parpadeó, asombrada.
—Es grande.
—Es obvio que no has visto el que hay en el salón. Es el doble de alto que éste.
Eve se acercó con paso cauteloso. Debía de medir tres metros. Pensó que si se
caía mientras dormían, les caería encima como una piedra y quedarían atrapados
como hormigas.
—Espero que esté bien sujeto. —Olió—. Huele a bosque. Supongo que le
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colgaremos cosas.
—Ése es el plan. —Le deslizó los brazos alrededor de la cintura y la atrajo hacia
sí—. Me ocuparé de las luces después.
—¿Lo harás?
—Es un trabajo de hombres —le dijo mientras le mordisqueaba el cuello.
—¿Quién lo dice?
—Las mujeres de todas las épocas que han tenido la sensatez de no querer
ocuparse de eso. ¿Estás fuera de servicio, teniente?
—Pensaba en comer algo y en realizar unos exámenes de probabilidades. —Los
labios de él se deslizaron hasta el lóbulo de la oreja—. Y quiero ver si Mira me ha
enviado el perfil.
Eve cerró los ojos y ladeó la cabeza para permitirle un acceso completo al costado
del cuello. Notó que sus manos se deslizaban hacia sus pechos y notó que la cabeza
empezaba a darle vueltas.
—También tengo que escribir y archivar un informe. —Los pulgares de él
jugaron con sus pezones y Eve notó una corriente de placer en el vientre.
»Pero seguramente tengo una hora libre —dijo en voz baja. Se dio la vuelta, le
agarró por el cabello y atrajo los labios de él hasta los suyos.
Roarke gimió de placer y deslizó las manos hasta su espalda.
—Ven conmigo.
—¿Dónde?
Se mordió el labio inferior.
—A donde yo te lleve.
La condujo hasta el ascensor.
—Habitación de hologramas —ordenó, e impidió que ella le hiciera cualquier
pregunta empujándola y dándole un largo beso que la dejó aturdida.
—¿Qué tiene de malo el dormitorio? —preguntó Eve cuando pudo respirar de
nuevo.
—Tengo otra cosa en la cabeza. —Sin apartar sus ojos de los de ella, la hizo salir
del ascensor—. Encender el programa.
La enorme habitación vacía de paredes oscuras de espejo cambió. Lo primero que
se olió fue un humo fragante y ligeramente afrutado, y luego se notó el aroma de unas
flores muy olorosas. Las luces disminuyeron de intensidad. Se formaron unas
imágenes.
Un fuego crepitaba en una gran lumbre de piedra. Una ventana enorme que
mostraba unas montañas de tonos azulados y cubiertas de una capa de nieve que
brillaba bajo la luz de la luna. Unos recipientes de cobre estaban repletos de unas
flores de tonos blancos y rojizos. Velas, cientos de velas blancas como la nieve,
iluminaban la habitación desde unos candelabros de bronce pulido.
Bajo sus pies, el suelo de espejo se convirtió en un suelo de madera, oscura, casi
negra, de aspecto suavemente satinado.
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Dominando la habitación había una enorme cama con un cabezal y unos pies de
bronce de complicadas curvas. Encima de ella, un cubrecama de color dorado y de
aspecto mullido acompañaba a docenas de almohadas de ricos y matizados colores.
Por encima de todo, pétalos de rosa blancos.
—Oh. —Eve miró otra vez hacia la ventana. La vista, esos encumbrados picos, la
extensión de nieve blanca, la dejaron sin palabras—. ¿Qué es?
—Una simulación de los Alpes suizos. —Una de las cosas que más complacían a
Roarke era observar la reacción de ella ante algo nuevo. La desconfianza inicial que
pertenecía a la policía dejaba paso a un lento estallido de placer que pertenecía a la
mujer—. Nunca he conseguido llevarte ahí de verdad. Un chalet holográfico es lo que
más se le aproxima.
Se dio la vuelta y tomó una bata que estaba encima de una silla.
—¿Por qué no te pones esto?
Ella la tomó y frunció el ceño.
—¿Qué es?
—Una bata.
Eve le dirigió una mirada inexpresiva.
—Eso ya lo sé. Quiero decir que de qué está hecha. ¿Es visón?
—Marta. —Dio un paso hacia delante—. ¿Qué tal si te ayudo?
—Tienes ganas, ¿verdad? —murmuró ella mientras él empezaba a desabrocharle
la camisa.
Las manos de él se deslizaron por sus hombros desnudos mientras le quitaba la
camisa.
—Me parece que sí. Ganas de seducir a mi esposa. Despacio.
Eve ya sentía que el deseo se le despertaba.
—No necesito ninguna seducción, Roarke.
Él le puso los labios en el hombro.
—Yo sí. Siéntate. —La obligó a sentarse para sacarle las botas. Luego,
apoyándose con las manos en los brazos de la silla, se inclinó y tomó sus labios otra
vez.
Sólo labios sobre labios, calor y suavidad, un hábil y tierno deslizamiento de
labios y lenguas, un suave mordisco. Eve sintió que los músculos se le tensaban para,
inmediatamente, quedar relajados. Para Roarke, sentir la rendición de ella era lo que
resultaba más seductor.
La hizo poner de pie y le desabrochó los pantalones.
—El deseo por ti nunca cesa. —Los dedos de él recorrieron sus caderas; los
pantalones cayeron a sus pies—. Amarte nunca resulta suficiente. Siempre quiero
más.
Abandonándose, Eve se apoyó en él y enterró el rostro en el pelo de él.
—Desde que te conocí, nada es lo mismo.
Él la abrazó unos momentos, por el sencillo placer de hacerlo. Luego, alargó la
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mano y tomó la bata para ponérsela por encima de los hombros.
—Para ninguno de los dos lo es.
La tomó en brazos y la llevó a la cama.
Y los brazos de ella le rodearon.
Eve sabía cómo sería. Irresistible, perturbador. Glorioso. Había empezado a ansiar
cada una de las sensaciones que él le hacía sentir, a necesitar sentirle contra su cuerpo
al igual que necesitaba el aire o el agua para vivir.
Sin pensarlo, y sin ser capaz de sobrevivir sin ello.
No existía nada que ella no pudiera ofrecer, o recibir, mientras sus cuerpos se
encontraban unidos. Hundida en el colchón de plumas, recibió los labios de él con
ansia, deleitándose en el calor que invadía su cuerpo con lentitud. Suspiró y tiró de la
camisa de él para sentir su piel contra su piel.
El lento y agradable deslizamiento del cuerpo de él sobre el suyo. Un giro lento,
un gemido suave. La sedosidad de los pétalos, la suavidad del satén del cubrecama,
las formas de los músculos de él en las palmas de sus manos: todas esas sensaciones
se confundían en un continuo de texturas.
El rápido latir del corazón. Un delicioso escalofrío, un suspiro. El parpadeo de la
llama de las velas, los rayos de la luna, el danzante destello del fuego que se hinchaba
en un halo suntuoso.
Eve saboreó y se dejó saborear. Acarició y se dejó acariciar. Excitó y se dejó
excitar. Y tembló mientras ascendía hasta el clímax, suave y plateado.
Él la sintió temblar, estremecerse y dejarse caer de nuevo. Las piernas de ambos
se entrelazaron y los dos rodaron por encima de la cama para volver a acariciarse,
para ajustar un cuerpo contra el otro. La piel del rostro de Eve reflejaba los destellos
de las llamas. También el pelo y los ojos, de un profundo color como el del coñac.
Unos ojos que se perdían en el infinito mientras él la empujaba, segundo a segundo,
hacia el clímax otra vez.
Sus manos, fuertes, capaces y hermosamente familiares, se deslizaron por todo el
cuerpo de ella. Sujetando, acariciando. Unos suaves gemidos de placer sonaban en la
garganta de ella, un suspiro se depositó en sus labios y un susurró recorrió su piel.
La respiración de él empezó a hacerse más rápida. El deseo empezó a palpitarle
con fuerza en las venas. El calor se convirtió en fuego, y el fuego en un destello
peligroso.
Ella estaba encima de él. Su cuerpo, delgado y bañado por la luz de la luna,
moldeado por las sombras. Eve gimió largamente, profundamente, de deseo mientras
descendía sobre él, le rodeaba y le tomaba dentro de sí. Los dedos de él se clavaron
en sus caderas y ella se arqueó hacia atrás y empezó a moverse con los ojos cerrados
y los labios entreabiertos.
Notó que ella se tensaba alrededor de su miembro en el momento en que el
orgasmo la atravesaba. Él se incorporó y sus labios fueron a buscar, hambrientos, sus
pechos.
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Ahora estaba perdido, había sido capturado. La apartó, la tumbó sobre la cama y
empezó a empujar dentro de ella como un animal enloquecido, con tal fuerza y ansia
que ella perdió el control. Eve se sujetó al cabezal de la cama con fuerza, para
anclarse, mientras un chillido de placer le estrangulaba la garganta cada vez que él se
clavaba en ella con toda su fuerza.
Cuando notó que el cuerpo de ella explotaba debajo del suyo, apretó los labios
contra los suyos. Y se dejó ir.
El cuerpo de ella estaba cubierto únicamente por pétalos de rosa. Sus largos y
bien dibujados músculos se encontraban laxos como la cera que se deslizaba por los
candelabros.
Mientras su respiración recuperaba el ritmo normal, Roarke le dio unos mordiscos
en el hombro, se levantó para ir a buscar la bata y la envolvió en ella.
La única respuesta de Eve fue un gemido.
A la vez divertido y complacido de que ésa hubiera sido la única respuesta que
ella pudiera dar, se dirigió al extremo opuesto de la habitación y ordenó que se llenara
la bañera de masaje a cuarenta y tres grados. Luego descorchó una botella de
champán, la colocó en una cubitera y obligó a su agotada esposa a salir de la cama.
—No estaba dormida. —Pronunció la frase con rapidez y mala articulación,
delatando que así era como estaba precisamente.
—Mañana te enojarás conmigo si te dejo dormir y no haces tu examen de
probabilidades —le dijo, mientras la obligaba a sumergirse en el agua caliente y
espumosa.
Ella soltó una exclamación, pero inmediatamente gimió de puro placer.
—Oh, Dios, quiero quedarme aquí dentro, en esta bañera, una semana entera.
—Organízate unos días libres y nos iremos a los Alpes de verdad. Allí podrás
quedarte en la bañera hasta que te quedes arrugada y roja como un tomate.
Eso era exactamente lo que él deseaba, llevársela lejos para que se curara y se
recuperara por completo. Pero sabía que tenía las mismas probabilidades de
conseguirlo que las que tenía de que ella le diera un beso en la boca a Summerset.
Imaginárselo le hizo sonreír.
—¿Un chiste? —preguntó Eve con voz perezosa.
—Oh, uno muy gracioso. —Le ofreció la copa de champán y tomó la suya antes
de introducirse en la bañera con ella.
—Tengo que ponerme a trabajar.
—Lo sé. —Dejó escapar un largo suspiro—. Diez minutos.
La combinación del agua caliente y el champán helado era demasiado buena para
rechazarla.
—¿Sabes? Antes de ti, mis descansos consistían en una taza de café malo y una…
taza de café malo —decidió.
—Lo sé, y todavía son así demasiado a menudo. Esto —dijo mientras se sumergía
un poco más en el agua— es una manera infinitamente superior de recuperar fuerzas.
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—Es difícil negarlo. —Sacó una pierna del agua y se observó los dedos de los
pies sin una razón en especial—. No creo que ese hombre vaya a darme mucho
tiempo. Está trabajando contra reloj.
—¿Qué has averiguado?
—No lo suficiente. Ni por asomo.
—Averiguarás más. No he conocido a un policía mejor que tú. Y he conocido a
más de los que hubiera querido.
Ella frunció el ceño y bajó la vista hasta el champán.
—No lo hace por rabia, no, todavía. Ni por provecho. Tampoco es, que yo sepa,
por venganza. Sería más sencillo de investigar si hubiera un motivo.
—Amor. Amor verdadero.
Ella maldijo en voz baja.
—Mi amor verdadero. Pero no es posible tener doce amores verdaderos.
—Estás pensando de forma racional. Crees que un hombre no puede amar a más
de una mujer con el mismo fervor. Pero sí puede.
—Sí, si tiene el corazón en la polla.
Con una carcajada, Roarke abrió un ojo.
—Querida Eve, muchas veces es imposible separar ambas cosas. Para algunos —
añadió, desconfiando del brillo que vio en los ojos de ella— la atracción física
precede, la mayoría de las veces, a una emoción más profunda. Quizá no estés
teniendo en cuenta que él puede creer que cada una de ellas es el amor de su vida. Y
que si ellas no aceptan, la única manera de convencerlas consiste en quitarles la vida.
—Lo he pensado. Pero no es suficiente para ofrecer una imagen completa. Él ama
aquello que no puede tener, y destruye aquello que no puede tener. —Se encogió de
hombros—. Odio este maldito simbolismo. Lo lía todo.
—Tienes que darle algún punto por su gusto por lo teatral.
—Sí, y confío en que sea eso lo que le delate. Cuando lo haga, voy a meter a ese
feliz Santa Claus en una celda. Se ha terminado el tiempo —anunció, y se levantó.
Acababa de tomar una toalla del colgador-secador cuando su TeleLink sonó.
—Mierda.
Goteando, corrió al otro lado de la habitación para sacarlo del bolsillo de los
vaqueros.
—Bloquear vídeo —dijo, en voz baja—. Dallas.
—Avisos, Dallas, teniente Eve. MEE en el 432 de Houston. Apartamento 6E.
Preséntese en la escena inmediatamente en calidad de responsable.
—Avisos. —Se pasó la mano por el cabello empapado—. Recibido. Contacte con
Peabody, agente Delia, como ayudante.
—Afirmativo. Corto.
—¿MEE? —Roarke tomó la bata para cubrirla con ella de nuevo.
—Muerte en escena. —Eve tiró la bata a un lado y, agachándose, tomó los
pantalones—. Joder, joder, ése es el apartamento de Donnie Ray. Le hemos
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interrogado justo hoy.
Donnie Ray quería a su madre. Eso fue lo primero que Eve pensó cuando le miró.
Estaba encima de la cama, envuelto con una guirnalda verde que brillaba con
tonos dorados. El pelo blanquecino había sido cuidadosamente peinado de tal forma
que se deslizara en ondas por encima de la almohada. Los ojos estaban cerrados y las
pestañas, maquilladas y teñidas de un color oro viejo, descansaban sobre las mejillas.
Los labios hacían juego con ese color. Alrededor de la muñeca derecha, justo encima
de la zona de piel enrojecida, había un grueso brazalete con tres bonitos pájaros
grabados en oro.
—Tres pájaros cantores —dijo Peabody, a las espaldas de Eve—. Joder, Dallas.
—Ha cambiado de sexo, pero mantiene la pauta. —El tono de Eve fue
inexpresivo. Se apartó a un lado para que el cuerpo entero quedara registrado—.
Tiene que haber un tatuaje en algún lugar y, probablemente, señales de abuso sexual.
Marcas de ataduras en muñecas y en los pies, igual que en las anteriores víctimas.
Necesitamos los discos de seguridad del vestíbulo y del exterior del edificio.
—Era un chico agradable —murmuró Peabody.
—Ahora es un chico muerto. Hagamos el trabajo.
Peabody se puso tensa casi imperceptiblemente, pero los hombros quedaron en
línea como una regla.
—Sí, teniente.
Encontraron el tatuaje en la nalga izquierda. Si eso y los evidentes signos de
sodomía la afectaron, Eve no lo demostró. Realizó el examen preliminar, precintó la
escena y ordenó que se llevara a cabo el puerta a puerta habitual. Hizo que
introdujeran el cuerpo en la bolsa para llevárselo.
—Examinaremos el TeleLink —le dijo a Peabody—. Toma su agenda y busca
cualquier dato sobre Personalmente Tuyo. Quiero que los del registro estén aquí esta
noche.
Recorrió el corto pasillo hasta el baño y abrió la puerta de un empujón. Las
paredes, el suelo y los accesorios brillaban como bañados por la luz del sol.
—Podemos dar por sentado que nuestro hombre ha limpiado todo esto. Donnie
Ray no estaba demasiado interesado en las virtudes de la limpieza.
—No merecía morir así.
—Nadie merece morir así. —Eve dio un paso hacia atrás y se dio la vuelta—. Te
gustaba. A mí también. Ahora deja eso de lado, porque no le va a ser de ninguna
ayuda. Se ha ido, y tenemos que utilizar todo lo que encontremos aquí para llegar al
número cuatro antes de perder a otro.
—Lo sé. Pero no puedo evitar sentirlo. Jesús, Dallas, estábamos aquí bromeando
con él hace sólo unas horas. No puedo evitar sentirlo —repitió en un susurro enojado
—. No soy como usted.
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—¿Crees que a él le importa lo más mínimo lo que tú sientas ahora? Él ahora
quiere justicia, no dolor, ni siquiera compasión. —Se dirigió al salón y apartó de un
puntapié tazas y zapatos para sacar un poco la frustración.
»¿Crees que a él le importa que yo esté furiosa? —Se había vuelto de repente y
miraba a Peabody con ojos encendidos—. Que yo esté furiosa no le sirve de nada, y
me entorpece el pensamiento. ¿Qué se me está pasando por alto? ¿Qué mierda se me
está pasando por alto? Él lo deja todo aquí, delante de mis narices. El hijo de puta.
Peabody no dijo nada durante unos momentos. No era la primera vez que había
confundido la fría profesionalidad de Eve por una falta de sentimientos. Después de
todos esos meses trabajando juntas, se dio cuenta de que debería conocerla mejor.
Inhaló con fuerza.
—Quizá nos está dando demasiadas cosas, está despistando nuestra atención.
Eve entrecerró los ojos, pensativa, y relajó las manos que había apretado en
puños.
—Eso está bien. Muy bien. Demasiados ángulos de visión, demasiada
información. Tenemos que elegir un canal y aumentarlo. Empieza por buscar aquí,
Peabody —le ordenó mientras sacaba el comunicador—. Va a ser una noche muy
larga.
Llegó a casa a las cuatro de la madrugada, excitada por el alto octanaje de falsa
cafeína del café de mala calidad de la Central de Policía. Le escocían los ojos, tenía el
estómago revuelto, pero creía que estaba lo suficientemente despierta para continuar
con el trabajo.
A pesar de ello, dio un respingo y se llevó la mano hasta el arma en cuanto
Roarke entró en su oficina, inmediatamente después de ella.
—¿Qué demonios haces levantado? —le preguntó.
—Yo puedo preguntarte lo mismo, teniente.
—Estoy trabajando.
Él arqueó una ceja y le sujetó la barbilla para observarle el rostro.
—Trabajando demasiado —la corrigió.
—Me quedé sin café de verdad en mi AutoChef, y he tenido que beber esa
pócima de la Central. Un par de tragos del café bueno y estaré bien otra vez.
—Un par de horas en estado inconsciente, y estarás mejor.
Aunque resultaba tentador, no dio el brazo a torcer.
—Tengo una reunión a las ocho en punto. Tengo que prepararme.
—Eve. —Le clavó una mirada de advertencia y le puso las manos sobre los
hombros, con calma—. No voy a interferir en tu trabajo. Pero te recuerdo que no vas
a hacer bien tu trabajo si te duermes de pie.
—Puedo tomarme un estimulante.
—¿Tú? —Sonrió al decirlo.
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—Quizá tenga que recurrir a algunas drogas permitidas en el departamento antes
de que todo esto acabe. No me está dando nada de tiempo, Roarke.
—Deja que te ayude.
—No puedo utilizarte cada vez que la cosa se pone difícil.
—¿Por qué no? —Empezó a masajearle la espalda para aligerarle la tensión—.
¿Porque no me encuentro en la lista de recursos permitidos en el departamento?
—Ése sería un motivo. —El masaje la estaba relajando un poco demasiado. Notó
que se le iba la cabeza y que no era capaz de pensar con claridad—. Voy a tomarme
dos horas de descanso. Dos horas de preparación serán suficientes. Pero me tumbo
aquí mismo.
—Buena idea. —Fue muy fácil conducirla hasta el sillón de descanso. Se movía
como si tuviera los huesos de mantequilla. Se tumbó a su lado y ordenó que el sillón
se reclinara por completo.
—Deberías irte a la cama —murmuró ella, pero se volvió hacia él.
—Prefiero dormir con mi esposa cuando tengo oportunidad.
—Dos horas… creo que tengo un ángulo nuevo.
—Dos horas —asintió él, y cerró los ojos al notar que todo el cuerpo de ella se
relajaba.
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Capítulo ocho
H
— ay una cosa que debo decirte. —Roarke esperó a que Eve tomara con el tenedor
la última porción de tortilla de claras de huevo y le sonrió mientras le llenaba la taza
de café—. Sobre los productos de Perfección Natural.
Ella le miró mientras tragaba la tortilla.
—Eres el propietario de la empresa.
—Es una línea de una compañía que forma parte de una organización afiliada de
Industrias Roarke. —Volvió a sonreír y dio un sorbo de café—. Así que, en una
palabra, sí.
—Ya lo sabía. —Se encogió de hombros y sintió cierta satisfacción al ver que él
arqueaba las cejas, sorprendido, ante su despreocupada reacción—. La verdad es que
pensé que quizá podría trabajar en un caso en que tú no estuvieras relacionado.
—Realmente tienes que superar eso, querida. Y dado que soy el propietario —
continuó mientras ella le enseñaba los dientes con una mueca—, quizá pueda
ayudarte a investigar los productos utilizados con las víctimas.
—Ya estamos encontrando cosas por nuestra cuenta. —Se apartó de la mesita y
caminó hasta su escritorio—. Lógicamente, los productos se compraron en el mismo
lugar donde se eligió a las víctimas. Siguiendo este supuesto, puedo reducir las
probabilidades hasta obtener una lista muy corta. Esos cosméticos son obscenamente
caros.
—Uno obtiene aquello por lo que paga —dijo Roarke en tono despreocupado.
—Un tinte labial a doscientos créditos el tubo, por Dios. —Le miró con expresión
reprobadora—. Deberías avergonzarte de ti mismo.
—Yo no fijo el precio. —Ahora le sonrió ampliamente—. Sólo manejo las
ganancias.
Roarke se dio cuenta de que el par de horas de sueño y la comida caliente le
habían hecho subir la energía. Ahora no estaba pálida, ni tenía los ojos cansados. Se
levantó y le acarició las ligeras sombras que tenía bajo los ojos.
—¿Quieres asistir a una reunión de dirección y presionar para que se ajusten los
precios?
—Ja, ja. —Él le acarició los labios con los suyos y Eve tuvo que esforzarse para
no sonreír—. Vete, necesito concentrarme.
—En un minuto. —Volvió a besarla, provocándole un suspiro—. ¿Por qué no me
lo cuentas? Pensar en voz alta te ayudará.
Ella volvió a suspirar. Se inclinó hacia él un momento y luego se apartó.
—Hay algo muy feo en todo esto, porque él está utilizando una cosa que
simboliza la esperanza y la inocencia. El chico de ayer por la noche… joder, era
inofensivo.
—Las otras eran mujeres. ¿Qué es lo que eso te dice?
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—Que es bisexual. Que su idea del amor verdadero está más allá del género. La
víctima masculina fue violada, al igual que lo fueron las mujeres, atada igual que
ellas y maquillado igual que ellas cuando hubo terminado.
Eve se apartó y tomó la taza de café con gesto distraído para dar un sorbo.
—Los encuentra en Personalmente Tuyo, obviamente después de haber visionado
sus vídeos y de conocer sus datos personales. Quizá se citara con las mujeres, pero no
fue así con Donnie Ray. Donnie era completamente hetero. Este giro me hace pensar
que él no se encontró con las víctimas cara a cara, por lo menos no en un sentido
romántico. Todo es fantasía.
—Escoge a personas que viven solas.
—Es un cobarde. No quiere ninguna confrontación real. Les suministra un
tranquilizante enseguida, los ata. Es la única manera en que puede estar seguro de que
va a tener el poder, el control.
Sus pensamientos vagaron hacia atrás y se centraron de nuevo en Rudy. Dejó el
café en la mesa de nuevo y se pasó una mano por el pelo.
—Es listo, y es obsesivo. Incluso resulta predecible en diversos aspectos. Por ahí
es por donde le atraparé.
—Dijiste que tenías un nuevo ángulo de investigación.
—Sí, un par. Tengo que consultarlo con mis superiores. Tengo que eludir a
Nadine durante un tiempo. No puedo darle lo del traje de Santa Claus. La gente se
enfrentaría a todo Santa Claus que encontrara en las calles y en las tiendas de la
ciudad.
—He aquí un titular —murmuró Roarke—. «Santa Claus estrangula en serie a
solteros… Detalles en la edición de mediodía.» A Nadine le encantaría eso.
—No lo va a tener. No, hasta que no me quede otra opción. Estoy intentando que
siga la pista de Personalmente Tuyo. Eso la mantendrá alejada de mí y hará que la
voz llegue a todo aquel que haya utilizado la agencia. Y Rudy y Piper se sentirán
hostigados. —Ahora sonrió ampliamente y con expresión maliciosa—. Valdrá la
pena. Esa pareja de androides de protocolo… hay que sacudirles un poco.
—No te caen bien.
—Me ponen de los nervios. Sé que están follando. Es horrible.
—¿No te parece bien?
—Son hermanos. Gemelos.
—Oh, comprendo. —Por mundano que fuera, Roarke se dio cuenta de que sentía
lo mismo que su mujer—. Eso es muy… poco agradable.
—Sí. —Ese pensamiento le hizo pasar el apetito, así que apartó el plato de los
bollos a un lado—. Él es quien dirige el cotarro, y a ella. Ahora mismo, él está a la
cabecera de la lista. Tiene acceso a todos los archivos de los clientes, y si puedo
confirmar el incesto, añadiremos un comportamiento sexual aberrante. Necesito
poner a alguien ahí dentro. —Inhaló con fuerza al oír unos pasos que se aproximaban
por el pasillo—. Y ahí llega ahora.
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Eve y Roarke se volvieron en cuanto Peabody llegó a la puerta. Ella miró a uno y
a otro, movió los hombros como si quisiera sacudirse alguna cosa vagamente
incómoda de ellos.
—¿Sucede algo?
—No. Entra. —Eve señaló una silla con un dedo—. Vamos a empezar.
—¿Un café? —le ofreció Roarke. Ya se imaginaba qué era lo que Eve tenía
pensado para su ayudante.
—Sí, gracias. ¿McNab no ha llegado todavía?
—No. Te informaré a ti primero. —Eve dirigió una mirada hacia Roarke y esperó.
—Voy a dejaros tranquilas. —Le ofreció una taza a Peabody y luego se dio la
vuelta para darle un beso a su esposa a pesar, o quizá a causa, de que ella le fruncía el
ceño. Luego entró en la oficina de al lado y cerró la puerta.
—¿Siempre tiene ese aspecto por la mañana? —quiso saber Peabody.
—Siempre tiene ese aspecto. Y punto.
Peabody soltó un profundo suspiro.
—¿Está segura de que es humano?
—No siempre. —Eve apoyó la cadera en el canto del escritorio y observó
cuidadosamente a Peabody—. Bueno… ¿te apetece conocer a algunos chicos?
—¿Qué?
—¿Quieres ampliar tu círculo social, conocer a hombres que tengan intereses
similares a los tuyos?
Convencida de que Eve estaba bromeando, Peabody sonrió.
—¿No es por eso por lo que me hice policía?
—Los polis tienen un estilo de vida nefasto. Lo que tú necesitas, Peabody, es un
servicio como el de Personalmente Tuyo.
Peabody dio un sorbo de café y negó con la cabeza.
—No. Probé una agencia de citas hace unos cuantos años, justo cuando me
trasladé a la ciudad. Demasiado disciplinado. Me gusta conocer a desconocidos en los
bares. —Al ver que Eve se limitaba a mirarla en silencio, Peabody bajó la taza de
café—. Oh —dijo, en cuanto se dio cuenta—. Oh.
—Tengo que obtener la autorización de Whitney. No puedo infiltrar a un policía
sin el consentimiento del comandante. Y antes de que aceptes, quiero que sepas
dónde estás a punto de meterte.
—Infiltrada. —A pesar del hecho de que había sido policía durante el tiempo
suficiente para tener una visión realista, esa palabra le sugerían imágenes de emoción
y de glamour.
—Quítate esos pájaros de la cabeza, Peabody. Dios. —Eve se incorporó y se pasó
las dos manos por el pelo—. Te estoy hablando de exponer tu culo en primera línea,
de utilizarte como cebo, y tú sonríes como si acabara de hacerte un regalo.
—Cree que soy lo bastante buena para hacerlo. Confía en que lo haré bien. Ése es
un regalo bastante bueno.
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—Creo que eres lo bastante buena —dijo Eve, bajando los brazos. Creo que lo
harás bien porque sabes cumplir las órdenes con exactitud. Y eso es lo que espero de
ti. Que cumplas las órdenes al dedillo. Sin heroicidades. Si obtengo el permiso, y si
puedo conseguir que el maldito presupuesto se estire para pagar la consulta en ese
sitio, te meterás dentro.
—¿Y qué hacemos con Rudy y Piper? Se encuentran en la lista de sospechosos, y
me han visto.
—Ellos han visto un uniforme. La gente como ésa no presta atención a la persona
que lo lleva. Haré que Mavis y Trina se encarguen de ti.
—Fantástico.
—Contrólate, Peabody. Elaboraremos una identidad falsa. He revisado los vídeos
y los datos personales de las víctimas. Buscaremos las similitudes y las
incorporaremos en tu perfil. La idea es hacerte a medida.
—Eso es una tontería.
McNab estaba de pie en la puerta. Tenía el rostro enrojecido por una furia que le
brillaba en los ojos, le estiraba los labios y le hacía cerrar las manos en puños a cada
lado del cuerpo.
—Eso es una completa tontería.
—Detective —dijo Eve en tono suave—. Tomo nota de su opinión.
—¿Va a clavarla en el anzuelo y a tirarla en la piscina? Joder, Dallas. Ella no ha
recibido entrenamiento para ser una infiltrada.
—Ocúpate de tus propios asuntos —repuso Peabody, poniéndose en pie—. Sé
cómo cuidar de mí misma.
—No tienes ni idea de qué es infiltrarse. —McNab caminó hacia ella hasta que
quedaron enfrentados, cara a cara—. Eres una maldita ayudante, sólo aprietas los
botones, estás en el nivel inmediatamente superior al de un androide.
Eve percibió en los ojos de Peabody un destello de la intención que tenía y
consiguió colocarse entre ambos antes de que el puño de su ayudante se estrellara
contra la nariz de McNab.
—Ya es suficiente. Tu opinión queda anotada, McNab, ahora cállate.
—Este hijo de puta no va a quedarse tan tranquilo después de llamarme androide.
—Trágatelo, Peabody —advirtió Eve—, y siéntate. Sentaos los dos e intentad
recordar quién manda aquí antes de que os abra un expediente a los dos. Lo último
que necesito en este caso es un par de exaltados. Si no os podéis controlar, quedáis
fuera.
—No necesitamos ningún Banco de Datos de Detectives —dijo Peabody.
—Necesitamos lo que yo digo que necesitamos. Y necesitamos información de
dentro y un anzuelo. Un anzuelo —añadió, mirando al uno y al otro— de ambos
sexos. ¿Estás dispuesto a ello, McNab?
—Espere un minuto. Espere. —Peabody se había levantado de la silla otra vez,
más alterada de lo que Eve la había visto nunca—. ¿Quiere que él se infiltre,
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también? ¿Conmigo?
—Sí, estoy dispuesto. —McNab sonrió ligeramente mirando a Peabody mientras
asentía. Sería una forma perfecta de mantener un ojo en ella… y apartarla de
cualquier problema.
—¡Esto va a ser magnífico! —Mavis Freestone bailó por toda la oficina de la casa
de Eve calzada con unas ajustadas botas de caña alta hasta los muslos y con un tacón
de diez centímetros de altura. El material era transparente y suave, y se amoldaba a
sus piernas sin ocultarlas. Los tacones hacían juego con el escurridizo vestido que
apenas caía hasta el inicio de las botas.
El color del pelo era exactamente igual al del rojo brillante de Navidad y le caía
en unos rizos como los de Medusa hasta los hombros. Llevaba un minúsculo tatuaje
de un corazón debajo del lagrimal del ojo izquierdo.
—Estás en la cuenta de gastos del departamento. —Eve sabía que recordarle que
se trataba de un asunto oficial era inútil. Pero se sintió obligada a mencionarlo
mientras Mavis sonreía a Peabody y la observaba con esos ojos recientemente
tintados de un verde césped.
—A la mierda con eso. —Eso lo dijo Trina. La consejera de belleza dio la vuelta
alrededor de Peabody como un escultor alrededor de una pieza de mármol, con
interés, cautela y ligero desdén.
Ese día Trina llevaba unos aros en las cejas. Eve hizo una mueca al ver los
minúsculos aros de oro prendidos en ellas. El pelo, de un profundo color púrpura,
estaba recogido hacia arriba formando un cono de treinta centímetros de altura. Había
elegido un atavío formado por un mono negro hasta cierto punto conservador al que
había añadido un toque festivo colocando dos Santa Claus desnudos bailando sobre
los pechos.
Y ésa, pensó Eve apretándose los ojos con los dedos, ésa era la pareja que había
hecho que Whitney incluyera en la cuenta de gastos del caso.
—Quiero que sea algo sencillo —les dijo—. Solamente quiero que no parezca
una policía.
—¿Qué te parece, Trina? —Mavis se inclinó por encima del hombro de Peabody
y dispuso sus propios rizos de tal manera que pareciera que enmarcaban las mejillas
de Peabody—. Este color le sienta fantásticamente. Muy festivo, ¿verdad? Estamos
en fiestas. Y espera a ver el guardarropa que he hecho que Leonardo nos preste. —Se
apartó y sonrió—. Hay un mono ceñido transparente que está hecho para ti, Peabody.
—Mono ceñido. —Peabody empalideció al pensar en los michelines—. Teniente.
—Algo sencillo —dijo Eve otra vez, dispuesta a abandonar a su ayudante.
—¿Qué te pones en la piel? —le preguntó Trina mientras le sujetaba la barbilla a
Peabody con fuerza—. ¿Te la lijas?
—Eh…
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—Tus poros parecen los cráteres de la luna, amiga. Necesitas un tratamiento
facial completo. Empezaré con un exfoliante.
—Oh, Dios. —Atacada por el pánico, Peabody intentó soltarse de la mano de
Trina—. Mira…
—¿Esas tetas son tuyas o están operadas?
—Mías. —Al instante, Peabody cruzó los brazos por encima del pecho y se sujetó
los pechos antes de que Trina lo hiciera—. Son mías. Estoy muy contenta con ellas.
—Son un buen par de tetas. Está bien, desnúdate. Vamos a echarles un vistazo, y
también al resto del cuerpo.
—¿Desnudarme? —Peabody volvió la cabeza hasta que sus ojos aterrorizados se
encontraron con los de Eve—. ¿Dallas, teniente Dallas?
—Dijiste que podías ser una infiltrada, Peabody. —Eve se encogió de hombros
con expresión comprensiva, se volvió y miró hacia otra parte—. Tenéis dos horas
para estar con ella.
—Necesito tres —reclamó Trina—. No realizo mi arte con prisas.
—Tienes dos. —Eve cerró la puerta con fuerza a pesar del chillido que lanzó
Peabody.
Parecía mucho mejor, pensó Eve, que permaneciera alejada de lo que le estaba
ocurriendo a su ayudante tanto como fuera posible. Decidió hacer una visita a un
viejo amigo.
Charles Monroe era un acompañante con licencia, el prostituto más atractivo y
ágil de palabra que Eve había conocido, dentro o fuera del Cuerpo. Una vez la había
ayudado en un caso, y luego le ofreció sus servicios gratis.
Eve había aceptado la ayuda, y había rechazado educadamente la oferta.
Ahora apretó el timbre de su elegante apartamento en un caro edificio del centro
de la ciudad. Un edificio que era propiedad de Roarke, pensó, mirando al cielo con
gesto de resignación.
El piloto de la cámara de seguridad se puso verde y Eve arqueó una ceja y miró
directamente al objetivo mientras mostraba la placa, por si Charles se había olvidado
de ella.
Cuando él abrió la puerta, demostró que no tenía que haberse preocupado por su
memoria.
—Dulce teniente. —La abrazó con fuerza y le dio un ligero y rápido beso
demasiado íntimo que la pilló por sorpresa.
—Quita las manos, colega.
—No besé a la novia. —Le guiñó un ojo. Era un hombre de ojos soñadores,
atractivo, de rostro elegante—. ¿Bueno, qué le parece estar casada con el hombre más
rico del universo?
—Me mantiene con él gracias a un buen café.
Charles ladeó la cabeza y la observó.
—Está enamorada de él, completamente. Bueno, me alegro por usted. Les veo a
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los dos en pantalla de vez en cuando. Resultan bastante deslumbrantes. Me
preguntaba cómo le iba. Ahora ya lo veo, y entiendo que no está aquí para aceptar esa
oferta que le hice hace unos meses.
—Necesito hablar con usted.
—De acuerdo, entre. —Dio un paso hacia atrás e hizo un gesto de invitación.
Llevaba un mono negro que le marcaba el cuerpo musculoso—. ¿Quiere beber algo?
No creo que mi café se pueda comparar con el que Roarke le ofrece. ¿Qué tal una lata
de Pepsi?
—Sí, bien.
Eve recordaba esa cocina. Limpia, espartana, bien ordenada. En gran medida
como su dueño. Eve se sentó mientras él sacaba dos latas de la nevera y las vaciaba
en unos vasos largos y transparentes. Aplastó las latas y las introdujo en la ranura de
reciclaje. Luego, se sentó frente a ella.
—Brindaría por los viejos tiempos, Dallas, pero… son una mierda.
—Sí. Bueno, traigo unos aires nuevos para usted, Charles. Pero son una mierda,
también. ¿Por qué un acompañante con licencia de éxito utiliza una agencia de citas?
Antes de que me conteste —continuó, levantando el vaso—, le informo de que la
utilización de ese tipo de servicio para usos profesionales es ilegal.
Él se sonrojó. Eve no hubiera pensado que eso fuera posible, pero ese
contundente y atractivo rostro enrojeció de forma incómoda mientras bajaba la
mirada hasta el vaso.
—Jesús, ¿es que usted lo sabe todo?
—Si lo supiera todo, sabría cuál es la respuesta. ¿Por qué no me la da usted?
—Es un asunto privado —dijo él en voz baja.
—Yo no estaría aquí si fuera así. ¿Por qué acudió usted a una consulta en
Personalmente Tuyo?
—Porque quiero tener una mujer en mi vida —repuso él, cortante. Levantó la
cabeza y sus ojos se habían oscurecido y mostraban enojo—. Una mujer de verdad, y
no una que me compre, ¿de acuerdo? Quiero tener una maldita relación, ¿qué tiene de
malo? Con el tipo de trabajo que hago, eso no sucede. Uno hace aquello por lo que se
le paga, y lo hace bien. Me gusta mi trabajo, pero quiero tener una vida personal. No
es ilegal querer tener una vida personal.
—No —dijo ella, despacio—, no lo es.
—Así que mentí acerca de mi ocupación en el formulario. —No dejaba de mover
los hombros, inquieto—. No quería acabar encontrándome con la clase de mujer que
quiere la emoción de tener una cita con un acompañante con licencia. ¿Es que va a
arrestarme por haber mentido ante un jodido vídeo de una agencia de citas?
—No. —Eve sentía de verdad haberle puesto incómodo—. Le emparejaron con
una mujer. Marianna Hawley. ¿La recuerda?
—Marianna. —Se esforzó por recuperar la compostura y tomó un profundo trago
de la bebida helada—. Recuerdo su vídeo. Una mujer bonita, dulce. La llamé, pero
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ella ya había conocido a alguien. —Ahora sonrió y volvió a encogerse de hombros—.
Así es mi suerte. Ella era justo la clase de mujer que yo buscaba.
—¿No se encontró con ella?
—No. Salí con las otras cuatro con quien me habían emparejado en la lista.
Conecté con una de ellas. Nos vimos de forma intermitente durante unas cuantas
semanas. —Exhaló con fuerza—. Decidí que sí eso iba a conducir a algún lugar, tenía
que decirle cuál era mi verdadera ocupación. Y eso —concluyó, brindando con Eve—
fue el fin de la historia.
—Lo siento.
—Eh, hay más como ella. —Pero la sonrisa de suficiencia que esbozó no se
traslució en sus ojos—. Es una pena que Roarke la apartara de la carrera.
—Charles, Marianna está muerta.
—¿Qué?
—¿Últimamente no ha visto las noticias?
—No. No he visto la pantalla últimamente. ¿Muerta? —Entornó los ojos y miró
fijamente a Eve—. Asesinada. Usted no habría venido si ella hubiera muerto
tranquilamente en la cama. Fue asesinada. ¿Soy un sospechoso?
—Sí, lo es —dijo, porque él le gustaba lo suficiente como para ser clara con él—.
Quiero hacerle un interrogatorio formal, sólo para hacer que todo sea oficial. Pero
dígame ahora, ¿puede ofrecer una coartada para el pasado martes por la noche, para
el miércoles y para ayer por la noche?
Él la miró durante un largo momento, simplemente la miró con ojos
escandalizados.
—¿Cómo puede usted hacer eso que hace? —le preguntó—. ¿Día sí y día no?
Ella le miró directamente a los ojos.
—Yo podría preguntarle lo mismo, Charles. Así que no entremos en la profesión
que cada uno ha elegido. ¿Tiene una coartada?
Él apartó la mirada y se alejó de la mesa.
—Voy a buscar mi agenda.
Ella le dejó ir. Sabía que podía fiarse de sus instintos en esa ocasión. Él no era un
hombre que pudiera matar.
Él volvió con una pequeña y elegante agenda. La abrió e introdujo las fechas por
las que ella había preguntado.
—Martes, tuve una noche completa. Una cliente habitual. Puede ser verificado.
Ayer por la noche fui al teatro, cené tarde y tuve un encuentro aquí. La cliente se fue
a las dos y media de la madrugada. Conseguí treinta minutos de horas extras. Y una
buena propina. El miércoles estuve en casa, solo.
Deslizó el libro por encima de la mesa hasta Eve.
—Anote los nombres. Compruébelo.
Eve no dijo nada, simplemente copió los nombres y las direcciones en su propia
agenda.
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—Sarabeth Greenbalm, Donnie Ray Michael —dijo, al final—. ¿Le suena alguno
de ellos?
—No.
Eve le miró fijamente.
—Nunca he visto que usted utilizara maquillaje. ¿Por qué compró tinte de labios
y sombra de ojos de la línea Perfección Natural en Todo de Cosas Bonitas?
—¿Tinte de labios? —Se mostró perplejo un momento y luego meneó la cabeza
—. Oh, los compré para la mujer con quien estaba saliendo. Ella me pidió que le
llevara un par de cosas ya que yo iba a ir al salón para la sesión de estilismo que
estaba incluida en mi paquete.
Con una confusión evidente, sonrió un poco.
—¿Y por qué, dulce teniente, le interesa que yo pueda comprar un tinte de labios?
—Sólo un detalle, Charles. Usted me hizo un favor una vez, así que le voy a hacer
uno yo. Tres personas que utilizaron los servicios de Personalmente Tuyo están
muertas, han sido asesinadas de la misma forma y por las mismas manos.
—¿Tres? Dios.
—En menos de una semana. No le voy a ofrecer muchos detalles, y lo que le voy
a decir no debe saberlo nadie. Soy de la opinión de que él utiliza los servicios de
Personalmente Tuyo para seleccionar a sus víctimas.
—Ha matado a tres mujeres en menos de una semana.
—No. —Eve le miró a los ojos—. La última víctima ha sido un hombre. Tendrá
que vigilar, Charles.
Al comprender lo que estaba diciendo, la expresión de resentimiento desapareció
del rostro de Charles.
—¿Cree que puedo ser un objetivo?
—Creo que cualquier persona que se encuentre en el banco de datos de
Personalmente Tuyo puede ser un objetivo. En estos momentos me estoy
concentrando en las listas de emparejamientos de las víctimas. Le estoy diciendo que
no deje entrar a nadie que no conozca en su apartamento. A nadie. —Eve respiró
profundamente—. Se viste como Santa Claus y lleva una caja grande envuelta como
un regalo.
—¿Qué? —Dejó el vaso que acababa de tomar—. ¿Es un chiste?
—Tres personas están muertas. Eso no tiene nada de divertido. Él consigue que le
dejen entrar, y las mata.
—Jesús. —Se pasó las manos por el rostro—. Eso es muy extraño.
—Si ese tipo aparece en su puerta, manténgala cerrada y llámeme. Reténgale, si
puede. Déjele marchar si no puede hacerlo. Pero no abra la puerta bajo ninguna
circunstancia. Es listo, y es mortífero.
—No abriré la puerta. La mujer con quien estaba saliendo… la de la agencia…
tengo que decírselo.
—Tengo su lista de emparejamientos. Yo se lo diré. Tengo que mantener esto
Mientras conducía, Eve pensó que el corazón era, a menudo, un músculo extraño
y sobrecargado. Resultaba difícil relacionar al sofisticado acompañante con licencia
con esa mujer callada y de aspecto intelectual que acababa de visitar. Pero, a no ser
que sus instintos estuvieran muy equivocados, Darla McMullen y Charles Monroe
estaban medio enamorados.
Pero ninguno de los dos sabía qué hacer con eso.
En ese aspecto, ambos contaban con su completa comprensión. La mitad de las
veces Eve tampoco sabía qué hacer con los sentimientos imposibles que sentía por su
propio esposo.
Se detuvo tres veces más de camino a la oficina de su casa para hacer entrevistas
a personas que se encontraban en las listas de emparejamientos y para ofrecerles las
advertencias e instrucciones básicas que habían sido presentadas y aprobadas por el
comandante.
Si Donnie Ray hubiera sido advertido, pensó, quizá todavía estuviera vivo.
¿Quién sería el siguiente? ¿Alguien con quien ella había hablado, o alguien que se
le había pasado por alto? Sumida en esa idea, aceleró y atravesó a toda carrera las
puertas que conducían a la casa. Quería que Peabody y McNab se registraran en
Personalmente Tuyo y que sus perfiles se encontraran ahí antes de que acabara el día.
Vio que el vehículo de Feeney se encontraba aparcado delante de la casa. Eso le
hizo tener la esperanza de que sus esfuerzos para que se añadiera al equipo de
investigación hubieran tenido éxito. Si Feeney y McNab se encargaban del trabajo
informático, ella podría dedicarse a la calle.
Se dirigió directamente a la oficina pero la asaltó un estruendo de música, si es
que podía llamarse música, que inundaba el vestíbulo.
Mavis había puesto uno de sus vídeos musicales en pantalla. Cantaba sola.
Chillaba unos versos que parecían tener algo que ver con arrancarse el corazón por
amor. Feeney estaba sentado en el escritorio de Eve y tenía un aspecto entre divertido
y ligeramente desesperado. Roarke estaba al lado de una silla y se mostraba
Encontrar a Nadine Furst limándose las uñas ante su escritorio no era la bienvenida
que Eve esperaba al llegar a la Central de Policía.
—Levanta el culo de mi silla.
Nadine simplemente sonrió con dulzura, guardó el estuche de manicura en su
enorme bolso de piel y descruzó las largas piernas.
—Hola, Dallas. Me alegro de verte. ¿Has estado trabajando mucho en la oficina
de tu casa estos últimos días? No te culpo por ello. —Se levantó y sus agudos ojos de
gato recorrieron la atiborrada, polvorienta y deprimente habitación—. Este sitio es un
desastre.
Sin decir nada, Eve se dirigió directamente a su ordenador y consultó la última
entrada, luego hizo lo mismo en su TeleLink.
—No he tocado nada. —El tono de voz de Nadine sonó lo suficientemente
ofendido como para que Eve pudiera tener la seguridad de que lo había pensado.
—Estoy ocupada, Nadine. No tengo tiempo para los medios de comunicación.
Vete a perseguir una furgoneta de los técnicos médicos o a presionar a uno de los
androides de Retenciones.
—Quizá te interese dedicarme un poco de tiempo. —Sin dejar de sonreír, Nadine
se sentó en la otra única silla que había en la oficina y cruzó las piernas con gesto
afectado—. A no ser que quieras que salga al aire con lo que tengo.
Eve se encogió de hombros, dándose cuenta de que los músculos se le habían
tensado, estiró las piernas enfundadas en unas medias y cruzó los pies calzados con
las destrozadas botas.
—¿Qué es lo que tienes, Nadine?
—Solteros que buscan un romance encuentran una muerte violenta.
Personalmente Tuyo: ¿agencia de citas o lista de la muerte? La magnífica teniente de
Homicidios Eve Dallas se encuentra investigando el caso.
Nadine no dejó de observar el rostro de Eve mientras hablaba. Encontró que Eve
tenía mérito, sus ojos no mostraron la menor inquietud. Pero Nadine estaba
completamente segura de que había captado toda su atención.
—La investigación sigue su curso. Se ha formado un grupo de trabajo. El
Departamento de Policía y Seguridad de Nueva York está siguiendo todas las pistas.
Nadine se inclinó hacia delante e introdujo una mano en el bolso para encender la
grabadora.
—Entonces, me confirmas que los asesinatos están conectados.
—No voy a confirmar nada mientras tengas la grabadora encendida.
El bonito y triangular rostro de Nadine no ocultó la irritación.
—Dame un descanso.
—Si no apagas la grabadora y la colocas encima del escritorio, a plena vista, sí te
Eve vio las luces desde el final del largo camino en el momento en que atravesó
las puertas. Al principio, se preguntó si la casa se habría incendiado, de tanto que
brillaban las luces. Cuando se acercó un poco más, percibió la silueta de un árbol de
Navidad en la amplia ventana del salón principal. Estaba cubierto de luces blancas
que brillaban y titilaban como pequeñas llamas prendidas en las ramas. Unas bolas
rojas y verdes colgaban de ellas también.
Deslumbrada, aparcó el coche y subió corriendo la escalera. Se dirigió
directamente al salón y, al llegar a él, se detuvo en la puerta y miró hacia dentro. Ese
árbol debía de medir, por lo menos, seis metros de alto y como mínimo un metro y
medio de ancho. Una larguísima guirnalda plateada había sido colocada
artísticamente por entre las cientos de bolas de colores. Arriba de todo, casi rozando
el techo, había una estrella de cristal y cada una de sus puntas parpadeaba, encendida.
Debajo del árbol se extendía una sábana blanca, como si fuera de nieve. Ni siquiera
podía contar la cantidad de regalos, elegantemente envueltos, que se amontonaban
allí.
—Jesús, Roarke.
—Bonito, ¿verdad?
Él se aproximó a ella en silencio y le provocó un sobresalto. Eve se dio la vuelta y
le miró, meneando la cabeza.
—¿De dónde diablos lo has sacado?
—De Oregon. Tiene la raíz tratada y envuelta. Lo donaremos a un parque después
de Año Nuevo. —Le pasó un brazo por la cintura—. Los donaremos, debería decir.
—¿Los donaremos? ¿Hay otros?
—Hay uno un poco más grande que éste en la sala de baile.
—¿Más grande? —consiguió preguntar.
—Y otro en las habitaciones de Summerset, y el de nuestra habitación. He
Eve perdió la noción del tiempo mientras estuvo tumbada debajo de él y la luz del
fuego bailaba en el techo. Se preguntó si podía ser normal necesitar a alguien tanto,
amar hasta el punto de sentir dolor.
Entonces él volvió la cabeza y su cabello le hizo cosquillas en la mejilla mientras
él le acariciaba el cuello con los labios.
—Espero que te hayas quedado satisfecho. —El tono de su voz no había sido tan
insolente como habría querido, y se sorprendió acariciándole la espalda.
—Ajá. Me parece que lo estoy. —Le acarició el cuello con la nariz otra vez y
levantó la cabeza para mirarla—. Pero parece que es mutuo.
—Te he dejado ganar.
—Ah, ya lo sé.
El brillo que vio en los ojos de él le provocó una risa burlona.
—Sal de encima de mí. Pesas mucho.
—De acuerdo. —Él lo hizo y luego la tomó en brazos otra vez—. Vamos a darnos
una ducha, luego podemos adornar el árbol.
—¿Qué es esta obsesión que tienes con los árboles?
—Hace años que no he decorado ninguno, no lo he hecho desde que estaba en
Dublín y vivía con Summerset. Quiero saber si todavía soy capaz de hacerlo. —Entró
en la ducha con ella y ella le tapó la boca con la mano porque conocía su extraño
gusto por las duchas frías.
—Abrir el agua, a treinta y ocho grados.
—Demasiado caliente —musitó él contra la mano de ella.
—Acostúmbrate. —Eve suspiró profundamente al sentir que el agua caliente la
cubría desde todas las direcciones—. Oh, sí, esto es fantástico.
Al cabo de quince minutos, Eve salió de la secadora sintiendo los músculos
calientes y relajados, y la cabeza despejada y despierta.
Roarke se secó con la toalla, otra de las costumbres que ella no podía comprender.
¿Por qué malgastar el tiempo frotándose con una toalla de algodón si un momento en
la secadora podía hacerlo? Alargó la mano para tomar la bata y se dio cuenta de que
no era la misma que había dejado allí esa mañana.
—¿Qué es esto? —preguntó, tomando la larga bata de color escarlata.
—Cachemir. Te va a gustar.
—Me has comprado un millón de batas. No comprendo… —Pero se interrumpió
en cuanto la sintió encima del cuerpo—. Oh. —Odiaba dejarse vencer por algo tan
frívolo como la textura de un tejido. Pero éste era suave como una nube, y cálido
como un buen abrazo—. Es muy agradable.
Tarde, muy tarde, cuando las luces del árbol ya estaban apagadas y el fuego de la
chimenea estaba bajo, Eve continuaba despierta. ¿Estaba él allí fuera en esos
momentos? ¿Iba a sonar su conector anunciando que se había encontrado otro cuerpo,
el de otra alma perdida, por culpa de que ella se encontraba demasiado atrás?
¿A quién amaba él en esos momentos?
El cielo empezó a escupir nieve al amanecer. No una nieve bonita, de las de postal,
sino unos copos pequeños y finos que se deshacían con mal aspecto cuando tocaban
el suelo. Cuando Eve se hubo instalado en su oficina de la Central de Policía, una
resbaladiza y fea capa de color gris ya cubría las calles, las aceras y las rampas de la
ciudad y, seguro, tenía ocupados a los policías de tráfico y a los médicos técnicos.
Al otro lado de la ventana, dos helicópteros meteorológicos de dos cadenas
rivales se enfrentaban en una guerra para ser el primero en comunicar a la audiencia
las malas noticias y para informar de los accidentes entre coches y de las caídas de
los transeúntes.
Pero lo único que había que hacer —pensó Eve de mal humor— era abrir la
jodida puerta de casa y verlo por uno mismo.
Iba a ser un día pésimo.
De espaldas a la estrecha vista que le ofrecía la ventana, Eve introducía datos en
el ordenador con pocas esperanzas de obtener una lista de probabilidades decente.
—Ordenador, programa de probabilidades. A partir de los datos conocidos,
analizar y procesar. Ordenar en orden de probabilidades qué nombres pueden ser
objetivos probables para el asesino Amor Verdadero.
«Procesando…»
—Sí, hazlo —dijo Eve, entre dientes. Mientras la máquina silbaba y zumbaba,
empezó a clavar las fotos confiscadas en Personalmente Tuyo en el tablón de encima
de su escritorio.
Marianna Hawley, Sarabeth Greenbalm, Donnie Ray Michael. Rostros que
sonreían, esperanzados. Rostros que mostraban lo mejor de sí mismos. Los solitarios,
los que buscan amor.
La oficinista, la bailarina de striptease y el saxofonista. Distintos estilos de vida,
distintos objetivos, distintas necesidades. ¿Qué tenían en común? ¿Qué era lo que se
le estaba pasando por alto y que tenían en común a los ojos del asesino?
¿Qué era lo que veía éste en ellos que le atraía y le enojaba? Gente común, que
tenía una vida común.
«Porcentajes de probabilidad igualados para todos los sujetos.»
Eve levantó la vista hacia la máquina y gruñó:
—Al diablo con eso. Tiene que haber algo.
«Datos insuficientes para realizar más análisis. Patrón actual aleatorio.»
—¿Cómo diablos se supone que voy a proteger a dos mil personas, por Dios? —
Cerró los ojos, malhumorada—. Ordenador, eliminar a todos los sujetos que vivan
con un compañero o con un miembro de su familia. Volver a procesar al resto.
«Procesando… Tarea finalizada.»
—De acuerdo. —Eve se frotó los ojos y asintió con la cabeza. Las tres víctimas
—Fue extraño. —La mujer era pulcra, delicada como las hadas que bailaban en el
árbol de cristal blanco que adornaba la amplia ventana del viejo apartamento
rehabilitado—. Jacko se pone demasiado nervioso con las cosas.
—Yo sé lo que sé. Ese tipo no era bueno, Cissy.
Jacko frunció el ceño y le pasó el brazo por encima de los hombros a la mujer.
Era mucho más grande que ella, pensó Eve. Mediría un metro noventa y pesaría unos
La única cosa que de verdad irritaba a Peabody era que McNab se encontraba en su
lista de parejas. No importaba que lo más probable fuera porque sus respectivos
perfiles habían sido alterados para que concordaran con los de las víctimas.
Simplemente, la ponía enferma.
No le gustaba trabajar con él, con esa ropa ridícula y esas sonrisas presuntuosas,
además de esa actitud de superioridad, pero suponía que no podía hacer nada
mientras Eve le considerara un activo en la investigación.
No había nadie en el cuerpo de policía a quién Peabody admirara más que a Eve
Dallas, pero se imaginaba que incluso la más lista de todos los policías listos podía
cometer un error. El de Eve, en opinión de Peabody, era McNab.
Le veía al otro lado del elegante y pequeño bar. Él y la rubia de metro ochenta y
dos con quien le habían emparejado se encontraban justo en su línea de visión.
Peabody se imaginó que había sido un acto deliberado por parte de McNab sólo para
molestarla mientras trabajaban.
Si él no se encontrara allí, ella hubiera podido disfrutar de la tranquila y elegante
atmósfera del lugar. El bar tenía unas bonitas mesas de sobre plateado, unas cabinas
privadas de un color azul pálido y unas bonitas reproducciones de pinturas de las
calles de Nueva York que decoraban las paredes de un amarillo cálido.
Con clase, pensó, mientras echaba un vistazo a la barra decorada con
centelleantes espejos y atendida por unos camareros vestidos con esmoquin. Aunque
uno podía esperarse un ambiente con clase si éste pertenecía a Roarke.
La silla tapizada encima de la cual estaba sentada había sido diseñada pensando
en la comodidad; las bebidas eran fantásticas. La mesa estaba equipada con cientos
de selecciones musicales y de vídeo, y con auriculares individuales por si un cliente
deseaba algún entretenimiento mientras esperaba a un amigo o mientras disfrutaba de
un tranquilo trago a solas.
Peabody se sintió profundamente tentada a probar los auriculares dado que su
primera pareja era un completo aburrimiento. El chico se llamaba Oscar y era un
profesor especializado en la enseñanza de la física por ordenador. De momento, en lo
único en que se había mostrado interesado era en sorber los cócteles y en hablar mal
de su ex esposa.
Esa mujer era, según supo Peabody, una zorra poco comprensiva y centrada en sí
misma que, además, era frígida en la cama. Al cabo de quince minutos, Peabody se
sentía completamente de parte de la zorra.
A pesar de todo, le siguió el juego y sonrió y charló mientras tachaba
mentalmente a Oscar de la lista de sospechosos. El tipo tenía un problema serio con
el alcohol, y el hombre que buscaban tenía la cabeza demasiado clara para pasar el
tiempo soportando las terribles resacas que sólo unos cuantos cócteles producían.
Habían dado justo las nueve y Eve daba vueltas por la oficina de su casa. Nadie
hablaba. Pero Roarke le dio un apretón de confianza a Peabody en el hombro.
—Hemos conseguido seis citas entre los dos, y eso es algo. Las dos últimas, una
para cada uno de vosotros, está programada para mañana por la tarde. Peabody,
informarás de este… incidente con el candidato número dos a Piper mañana por la
mañana. Actúa. Quiero saber cómo lo maneja. De momento, el expediente que tienen
de él está limpio. Tenemos grabadas todas las citas, pero quiero que cada uno de
vosotros realice un informe individual. Cuando hayamos terminado esta noche, os
iréis a casa y os quedaréis allí con el comunicador encendido en todo momento. Tanto
Feeney como yo estaremos monitorizando.
—Sí, señor. Teniente. —Rodeándose con los brazos, Peabody se puso en pie.
Tragó saliva con dificultad, pero mantuvo la cabeza alta—. Pido disculpas por mi
explosión durante la operación. Me doy cuenta de que mi comportamiento puede
poner en riesgo la investigación.
—¡Al infierno con eso! —explotó McNab, levantándose de la silla—. Tendrías
que haberle roto las piernas. Ese cabrón de mierda se merecía…
—McNab —dijo Eve en tono suave.
—Al infierno con esto, Dallas. El capullo ha recibido lo que se merecía.
Deberíamos…
—Detective McNab. —Eve pronunció las palabras en tono cortante y se acercó a
él hasta quedar a centímetros de su rostro—. Me parece que no se te ha pedido la
opinión en este asunto. Ahora estás fuera de servicio. Vete a casa y tranquilízate. Te
veré en mi oficina de la Central a las nueve en punto.
Esperó mientras él se debatía entre el deber y el instinto. Al final, dio media
vuelta y salió precipitadamente y furioso sin pronunciar palabra.
—Roarke, Feeney, ¿me dejáis a solas un momento con mi ayudante?
—Con gusto —dijo Feeney sin aliento, sintiéndose más que feliz de abandonar el
Eve se encontraba boca abajo sobre la cama, desnuda y todavía se sentía vibrar
cuando entró la llamada. Soltó un gruñido, bloqueó el vídeo y respondió. Al cabo de
treinta segundos estaba buscando su ropa. La llamada se refería a un aviso anónimo
acerca de una disputa doméstica. La dirección era demasiado familiar.
—Es la casa de Holloway. No es un caso de disputa doméstica. Está muerto. Ha
seguido el patrón.
—Voy contigo. —Roarke ya había saltado de la cama y se estaba poniendo el
pantalón.
Ella iba a protestar, pero al final se encogió de hombros.
—De acuerdo. Tengo que añadir a Peabody en esto, y quizá no lo lleve muy bien.
Cuento contigo para que la apoyes, porque yo voy a tener que ser dura con ella para
mantenerla en su sitio.
—No envidio tu trabajo, teniente —dijo Roarke mientras se vestía en la
oscuridad.
—Ahora mismo, yo tampoco. —Sacó el comunicador y llamó a Peabody.
Brent Holloway había vivido bien y había muerto mal. El mobiliario de su casa
delataba a un hombre que se conducía tanto por la moda como por la comodidad. Un
sofá enorme y repleto de unos cojines negros triangulares que parecían húmedos al
tacto dominaba el amplio salón Arriba, en el techo, había una pantalla que se
encontraba cerrada. En un armario que representaba la forma de una hembra bien
dotada desde el cuello a las rodillas había una cara colección de discos porno, alguno
de ellos legales y otros piratas.
A lo largo de una de las paredes se desplegaba una barra plateada repleta de
alcoholes caros y de drogas ilegales y baratas.
La cocina estaba completamente automatizada, era totalmente impersonal y
parecía haber sido utilizada muy raramente. También había una oficina con un
sistema informático de última generación, un holoteléfono y una sala de juegos
equipada con realidad virtual y cabina de levantar el ánimo. En un rincón había un
androide doméstico apagado y con los ojos cerrados.
Holloway se encontraba en la suite principal, tumbado encima de un colchón de
agua y aire, atado con una guirnalda plateada y con los ojos abiertos y ciegos
clavados en el dosel lleno de espejos. Le habían pintado el tatuaje en la parte baja del
vientre, y había cuatro pájaros cantores que se habían posado en la cadena plateada
que tenía alrededor del cuello y con la cual le habían estrangulado.
—Parece que hubiera ido a un centro de salud —comentó Eve. Tenía la nariz
solamente un poco hinchada. Los hematomas que hubiera podido tener habían sido
hábilmente disimulados con cosméticos.
Roarke se mantuvo apartado, sabiendo que no se le permitía la entrada en la
habitación. La había visto trabajar antes: competente, metódica y con una manera
amable, bajo la actitud profesional, de tratar a los muertos.
La observó mientras ella realizaba el habitual examen de campo para establecer la
hora de la muerte y lo grababa esperando a que llegaran Peabody y los técnicos de la
escena del crimen.
—Marcas de ataduras en ambas muñecas, ambos tobillos indican que la víctima
fue atada antes de la muerte. La muerte ocurrió a las 23:50 horas. Un hematoma en la
garganta indica que la causa de muerte fue estrangulación.
En ese momento sonó el interfono y ella levantó la vista.
—Yo le abriré la puerta —dijo Roarke.
—De acuerdo. ¿Roarke? —Dudó sólo un momento. Él estaba allí, después de
todo, y era hábil—: ¿Puedes reactivar al androide? ¿Puedes atravesar su
programación?
—Creo que puedo hacerlo.
—Sí. —Había muy poca cosa que él no pudiera hacer para romper un sistema de
Eve esperó a que hubieran puesto el cuerpo en una bolsa y lo hubieran sacado.
—Aquí se perciben más cosas sobre este tipo de las que nos constan en el informe
—le dijo a Roarke—. Mira a tu alrededor, se ve. Tenía dinero, y le gustaba gastarlo
en su rostro y en su cuerpo. Le gustaba mirarse a sí mismo. —Observó la habitación
y vio que había espejos en casi todas las superficies—. Utiliza una agencia de citas, y
afirma que es heterosexual, pero su androide dice que era bisexual. La agencia de
citas realiza unos exámenes mejores que el Departamento de Control de Candidatos
del Ala Oeste de Washington, pero él les oculta todo esto. Le metió los dedos a
Peabody durante la primera cita. Si lo hizo una vez, es que lo hizo anteriormente,
pero como si nada.
Eve daba vueltas en la habitación y Roarke no dijo nada. Sabía que no tenía que
decir nada: ella le estaba utilizando como pared para lanzar sus ideas.
—Quizá esté conectado o con Rudy o con Piper. Un amante. O está apoyando
económicamente el negocio, o sabe algo de ellos que les obliga a hacer la vista gorda.
Este tipo no era un corazón solitario, era un pervertido. Ellos tenían que saberlo. Por
lo menos, uno de ellos tenía que saberlo.
Hicieron falta dos cajas y una amenaza de sacarle la lengua, pero a las tres de la
mañana, Capi llevaba la bata de laboratorio y examinaba cabellos y fibras.
Eve daba vueltas por el laboratorio, ladrándole al comunicador porque el
ayudante del forense reclamaba un sustituto por vacaciones para realizar las
autopsias.
—Mira, zángano, puedo llamar al comandante Whitney y hacer que te asen el
culo. Esto es Prioridad Uno. ¿Quieres que diga a los medios que mi investigación se
ha retrasado porque un ayudante de forense prefería leer las felicitaciones de Navidad
en lugar de realizar una incisión?
—Vamos, Dallas, estoy trabajando doble turno. Tengo los filetes apilados como
Eve decidió que la mejor estrategia consistía en disparar con fuerza y limpieza
contra sus blancos mientras éstos todavía estuvieran heridos. Si Peabody lo hacía
bien, Rudy y Piper estarían agitados y se estarían ocupando frenéticamente de evitar
la mala publicidad y la posibilidad de que una cliente horrorizada les llevara a juicio.
Cuando Peabody saliera, pensó Eve, ella entraría.
A las nueve y media estaba en el salón y le mostraba la fotografía de Holloway a
la recepcionista. Si había calculado bien el tiempo, estaría terminando en el momento
en que Peabody entraría para darle la señal.
—Claro, conozco al señor Holloway. Tenía una sesión semanal y una completa
cada mes.
—¿Cada semana para qué?
—Cabello, tratamiento facial, manicura, masaje y relajación con aromaterapia. —
Yvette, amigable y colaboradora ahora, se inclinó sobre el mostrador y dejó escapar
un pequeño suspiro al observar de nuevo la foto de Holloway—. Ese tipo tiene una
fachada magnífica, y sabía cómo mantenerla. Una vez al mes se hacía un tratamiento
completo, todo el día.
—¿Siempre el mismo asesor?
—Oh, claro, no quería a nadie que no fuera Simon. Hace unos meses Simon se
tomó vacaciones. El señor Holloway montó una buena aquí mismo, en la zona de
espera. Le ofrecimos una sesión gratis en la cabina para levantar el ánimo o un O
Deluxe para que se tranquilizara.
—¿O Deluxe?
—«O» de orgasmo, querida. Habitación privada, con posibilidad de realidad
virtual, holograma o acompañante con licencia androide. No podemos tener
acompañantes humanos, pero disponemos de todas las alternativas. El Deluxe cuesta
quinientos, pero valía la pena. Hay que tener felices a los clientes. Un cliente como
Holloway deja unos cinco mil al mes aquí, sin contar la compra de productos.
—Y no hay nada como un O Deluxe para que el cliente quede satisfecho.
—Exacto. —Sonrió, agradecida de que Eve no mantuviera resentimiento contra
ella—. Bueno, ¿ha hecho algo?
—Se podría decir así. Pero no lo va a volver a hacer. ¿Está Simon por aquí?
—Está en el Estudio Tres. No creo que quiera volver allí —empezó, pero Eve la
cortó.
—Sí quiero.
Eve atravesó el pequeño vestíbulo y atravesó unas puertas de cristal esmerilado
con unos grabados de unas siluetas humanas perfectas.
Se oían voces apagadas y música, el sonido del agua, el canto de los pájaros y el
silbido de la brisa. Olía a eucalipto, rosa y musgo del bosque.
—De acuerdo, les separaremos —le dijo Eve a Feeney mientras observaban a
Piper a través del cristal. Piper estaba sentada ante la pequeña y rayada mesa de la
Sala de Interrogatorios A y se balanceaba en la silla mientras uno de los abogados le
decía algo en voz baja—. Podríamos hacerlo en equipo, pero creo que sacaremos más
si cada uno de nosotros se encarga de uno de ellos. ¿Quieres encargarte de ella o de
Rudy?
Feeney lo pensó un momento, apretando los labios.
—Yo empezaré con él. Propongo que luego cambiemos, que les confundamos un
poco cuando hayan pillado el ritmo. Si alguno de ellos titubea lo bastante, entonces lo
hacemos en equipo.
—De acuerdo. ¿Ha dicho algo McNab?
—Acaba de hacerlo. Está a punto de terminar en el salón. Estará aquí con el
informe preparado antes de que hayamos terminado.
—Dile que se quede ahí. Si conseguimos lo suficiente aquí, quizá podamos
conseguir una orden para intervenir su sistema informático. Si podemos entrar en su
Armada con los resultados del examen de probabilidades de Rudy, Eve daba vueltas
por la sala de espera de la doctora Mira. Necesitaba el peso del perfil de la doctora
Mira para poder meterle de nuevo en un interrogatorio y, con suerte, en una celda.
El tiempo pasaba. Con o sin vigilancia, esperaba que esa misma noche atacara a
la víctima número cinco.
—¿Sabe que estoy aquí? —preguntó Eve a la ayudante de la doctora Mira.
Habituada a los policías impacientes, la mujer no se molestó a levantar la vista de
su trabajo.
—Está en una sesión. La recibirá tan pronto como le sea posible.
Eve, con energía renovada, caminó hasta la pared más alejada y miró con mala
cara una acuarela de alguna de las ciudades de la costa. Volvió por donde había
venido y frunció el ceño al ver el mini AutoChef. Sabía que no tenía café. Mira
prefería que sus pacientes y socios tomaran hierbas calmantes o té.
En el mismo momento en que la puerta de la doctora Mira se abrió, Eve se dio la
vuelta y se acercó.
—Doctora Mira… —Se interrumpió de repente al ver a Nadine Furst.
La periodista se ruborizó, luego enderezó la espalda y fijó la mirada en los
enojados ojos de Eve.
—Si empiezas a merodear a mi alrededor y a presionar a mi experta en perfiles
psicológicos para obtener datos, te vas a encontrar sin ninguna fuente de información
de nuestro departamento y cargada de acusaciones, amiga.
—Estoy aquí por un asunto personal —dijo Nadine, tensa.
—Guárdate las tonterías para tu audiencia.
—Te he dicho que estoy aquí por un asunto personal. —Nadine levantó una mano
antes de que Mira pudiera interferir en la conversación—. La doctora Mira me ha
ayudado después de… del incidente de la primavera pasada. Tú me salvaste la vida,
Dallas, pero ella me ha mantenido sana. De vez en cuando necesito un poco de ayuda,
eso es todo. Y ahora, si me dejas pasar…
—Lo siento. —Eve no estaba segura de si estaba sorprendida o avergonzada, pero
ninguna de esas dos emociones le gustaba—. He sido desagradable contigo. Sé lo que
es arrastrar malos recuerdos. Lo siento, Nadine.
—De acuerdo, bien. —Se encogió de hombros y salió con paso rápido. Los
tacones resonaron sobre las baldosas y se alejaron.
—Por favor, entra, Eve. —Mira, con expresión inescrutable, dio un paso hacia
atrás y cerró la puerta detrás de Eve.
—Está bien, he saltado y no debería haberlo hecho. —Se metió las manos en el
bolsillo para tranquilizarse ante la actitud de desaprobación de la doctora Mira—. Me
ha estado persiguiendo en este caso, y tenemos una rueda de prensa dentro de dos
Pero no lo estaba cuando entró en su oficina y se encontró con que McNab estaba
sentado en ante su escritorio y removía sus papeles.
—Ya no tengo aquí mis reservas de dulces, colega.
Eve había calculado bien el tiempo. Si el abogado de Rudy tenía la más mínima
inteligencia, ahora tendría a su cliente encerrado en alguna habitación y le estaría
dando las respuestas a las preguntas que se le avecinaban. Decidió que le quedaba,
por lo menos, una hora para poner un poco nerviosa a Piper antes de tener que volver
a la Central y enfrentarse a la rueda de prensa.
Esta vez, la recepcionista no intentó retenerla. Simplemente le abrió el paso.
—Teniente.
Pálida y con la mirada apagada, Piper se encontraba de pie ante la puerta de la
oficina.
—Mi abogado me ha informado de que no tengo ninguna obligación de hablar
con usted, y me aconseja que no lo haga a no ser que sea en un interrogatorio formal
J
— esús, Dallas. —Feeney hizo un gesto con el hombro para apartarse de encima a
Eve, que se apoyaba en él—. Deja de respirar en mi cogote.
—Lo siento. —Ella se apartó solamente un centímetro—. ¿Cuánto se tarda en
programar una impresión en esta cosa?
—El doble de lo que tardaría si no me estuvieras acosando.
—Está bien, de acuerdo. —Ella se apartó y caminó hasta la ventana de la sala de
reuniones—. Está cayendo aguanieve —dijo, más para sí misma que para él—. El
tráfico será horrible dentro de un rato.
—El tráfico siempre es horrible en esta época del año. Demasiados turistas dando
por saco. Ayer por la noche intenté ir de compras un rato. Mi mujer quiere esa especie
de suéter. La gente es como una manada de lobos devorando un ciervo muerto en la
calle. No voy a volver a hacerlo.
—Comprar por vídeo es más fácil.
—Sí, pero los jodidos circuitos están abarrotados. Todo el mundo está ahí
intentando conseguir una ganga. Si no consigo poner doce bonitas cajas en el árbol
para ella, voy a tener que dormir en el cuarto trastero hasta la primavera.
—¿Doce? —Ligeramente horrorizada, Eve se dio la vuelta—. ¿Tienes que
comprarle más de uno?
—Vaya, Dallas, de verdad estás verde en temas matrimoniales. —Soltó un bufido
mientras trabajaba manualmente con el programa—. Un regalo no es nada. Cantidad,
amiga, hay que pensar en la cantidad.
—Fantástico, maravilloso. Estoy acongojada.
—Te quedan un par de días. Aquí lo tenemos.
El problema de las compras desapareció de la mente de Eve y volvió
rápidamente.
—Ponlo.
—Estoy en ello. Aquí tenemos a nuestro hombre en el comunicador.
«¿Se puede poner la señora o el señor Kates?»
—He cortado las otras voces. Éstas son las pausas —explicó Feeney.
«Buenos días, señora Kates. Soy Nicholas Claus. Quería saber qué tal va el
collar.»
—Puedo activar el test, pero esto es suficiente para buscar una concordancia.
—El acento es vago —dijo Eve, pensativa—. No le pone mucho énfasis. Es listo.
¿Tienes a Rudy ahí?
—Ahora aparece. Esto es de la cinta del interrogatorio. Sólo él.
«Aconsejamos a nuestros clientes que se citen con sus parejas en un lugar
público. Si posteriormente acceden a citarse en privado, ésa es una decisión
personal.»
A las ocho cuarenta y cinco, Eve avanzaba escaleras arriba. Ya estaba de mal
humor, porque Summerset le había dado la bienvenida en el vestíbulo con su biliosa
mirada y con el comentario de que disponía exactamente de quince minutos para
ponerse presentable antes de que los invitados empezaran a llegar.
No resultó de ninguna ayuda encontrar a Roarke en el dormitorio, ya duchado y
vistiéndose.
—Lo conseguiré —exclamó ella, corriendo hacia el baño.
—Es una fiesta, querida, no una prueba de resistencia. —Él entró con tranquilidad
Al cabo de una hora, la casa estaba llena de gente, de música y de luz. Eve echó
un vistazo a la sala de baile y se sintió agradecida de que Roarke no hubiera esperado
de ella que se enterara de los preparativos.
Había unas enormes mesas que sostenían unas bandejas plateadas repletas de
comida: jamón con miel de Virginia, pato glaseado de Francia, ternera de Montana;
bogavante, salmón, ostras de los ricos lechos de Silas I; un despliegue de verduras
Eve hizo lo que la doctora le había ordenado. No era una propuesta tan mala,
decidió, el atontarse un poco y dejarse arrastrar por los brazos de Roarke al ritmo de
alguna música agradable en una habitación llena de color, fragancias y luces.
—Puedo soportarlo —murmuró.
—¿Mmmm?
Ella sonrió al notar que él le acariciaba la oreja con los labios.
—Puedo soportarlo —repitió ella, echando la cabeza hacia atrás para mirarle a la
cara—. Toda esta cosa típica de Roarke.
—Bien. —Él le acarició la espalda hacia arriba y hacia abajo—. Es bueno
saberlo.
—Tienes un buen montón de cosas, Roarke.
—Sí, claro, tengo un buen montón de cosas. —Y una esposa, pensó, con un brillo
divertido en los ojos, que se estaba empezando a emborrachar.
—A veces me da miedo. Pero ahora no. Ahora es bastante agradable. —Suspiró y
acarició la mejilla de él con la suya—. ¿Qué música es ésta?
—¿Te gusta?
—Sí, es sexy.
—Del siglo XX, de los años cuarenta. Lo llamaban Big Band. Es un holograma del
grupo de Tommy Dorsey haciendo uno de sus números: Serenata de medianoche.
—De eso hace un millón de años.
—Casi.
—¿Cómo sabes todas esas cosas, por cierto?
—Quizá es que he nacido fuera de tiempo.
Ella suspiró, entre sus brazos, mientras la música flotaba a su alrededor.
—No, apareciste en el momento adecuado. —Levantó la cabeza del hombro de él
y echó un vistazo a la habitación—. Todo el mundo parece feliz. Feeney está bailando
con su esposa. Mavis está sentada en el regazo de Leonardo en esa esquina con Mira
y su esposo. Todos están riendo. McNab está asaltando a todas las mujeres que hay en
la sala, y no le quita el ojo a Peabody mientras no deja de dar tragos a tu whisky.
Roarke, con gesto perezoso, miró a su alrededor y arqueó una ceja.
—Trina le ha pillado ahora. Jesús, se va a comer vivo a ese chico.
—Pues él no parece en absoluto preocupado. —Volvió a apoyarse en él—. Es una
fiesta muy agradable.
Entonces la música cambió y sonó un ritmo rápido. Eve se quedó boquiabierta.
—Dios santo. Mira a Capullo. ¿Qué está haciendo?
Sonriendo, Roarke le pasó el brazo por la cintura y se dio la vuelta hasta que
quedaron cadera contra cadera.
—Creo que está bailando.
—Un día de éstos —dijo Feeney, mientras recorrían el pasillo del hospital—, voy
a poder irme de una de tus fiestas cuando yo quiera acompañado de mi mujer.
—Anímate, Feeney. Quizá hayamos llegado al punto que terminará con todo esto
y te ofrecerá la oportunidad de pasar unas agradables y cómodas Navidades.
—Sí, ahí está. —Alguien gimió tras una puerta abierta mientras ellos pasaban por
delante y Feeney se encogió—. Demasiados cuerpos rotos por aquí para mí. Tal y
como están las carreteras esta noche, probablemente ha habido accidentes de tráfico
durante toda la noche.
—Qué idea tan alegre. Ahí está Rudy. Yo me encargo de él. Ve a ver si la
encuentras y ves qué tal está.
Sólo hizo falta que Feeney echara un vistazo al hombre que se encontraba en la
silla con la cabeza apoyada en las manos para que pensara que no podría sentirse más
feliz si se encontrase en otra parte.
—Es todo tuyo, niña.
Se separaron y Eve continuó hacia delante hasta que llegó donde se encontraba
Rudy.
Él bajó las manos lentamente y miró primero las botas, luego levantó poco a poco
un rostro dominado por unos ojos de expresión devastada.
—La violó. La violó y le hizo daño. La ató. La oí llorar. La oí suplicar y llorar.
Eve se sentó a su lado.
—¿Quién era?
—No lo sé. No lo vi. Creo… él debió de oír que yo entraba. Debió de oírme.
Corrí hacia el dormitorio y la vi. Oh, Dios; Oh, Dios; Oh, Dios.
—Basta —ordenó, y le tomó las muñecas para obligarle a apartarse las manos de
la cara otra vez—. Esto no la va a ayudar. Entró y la oyó. ¿Dónde estaba usted hasta
ese momento?
Feeney tenía razón. El agente que se encontraba en la escena del crimen les
informó de que las cámaras de seguridad habían sido desconectadas del control
central a las 21:50 horas.
—No hay señales de entrada a la fuerza —dijo Eve después de haber examinado
las cerraduras y el lector de manos—. Ella va hasta la puerta, mira fuera y ve un
rostro familiar. Abre enseguida. Tampoco vamos a encontrar discos de seguridad
internos.
Eve entró en el apartamento. Un árbol blanco adornado con cuerdas de cristal y
bolas se encontraba delante de las ventanas que daban a la Quinta Avenida. Había
montones de regalos muy bien envueltos debajo de él, y una única paloma en el punto
en que los más tradicionales hubieran puesto una estrella o un ángel.
Había un montón de bolsas de la compra esparcidas desde la puerta hasta el
primer arco que conducía al dormitorio principal. Eve imaginó a Rudy entrar, oír a su
L
— o que tenemos es lo siguiente —empezó a decir Eve en cuanto su equipo se
hubo reunido en la oficina de su casa—. Es bueno disfrazándose. Podemos dar su
fotografía a los medios de comunicación, dejarles que lo emitan cada media hora,
pero no, él no es el de esta foto. Sospechamos que tiene el dinero suficiente, créditos
o una identidad alternativa que le permite viajar con libertad. Mostraremos sus
facciones, pero la posibilidad de que le encontremos con este método es escasa.
Se frotó los ojos, cansados, y se metió más cafeína en el cuerpo.
—Quiero conocer la opinión de Mira, pero la mía es que el hecho de que ayer le
interrumpieran, después de la violación y antes de conseguir su objetivo, le ha dejado
frustrado sexualmente, al límite, conmocionado. Es un individuo obsesivamente
pulcro, pero dejó su espacio de trabajo y su casa totalmente revueltos en su
precipitación para tomar lo que necesitaba y huir.
—Teniente. —Aunque Peabody no levantó la mano para pedir turno de palabra,
se sintió como si debiera haberlo hecho. Cuando Eve la miró fue un encuentro de
miradas de policía a policía y nada más—. ¿Crees que todavía se encuentra en la
ciudad?
—La información que hemos podido reunir hasta el momento indica que él ha
nacido y crecido aquí. Ha vivido en este lugar durante toda su vida y no es probable
que busque refugio en ningún otro lugar. El capitán Feeney y McNab continuarán
buscando información personal, pero de momento damos por entendido que continúa
en la zona.
—No posee ningún medio de transporte particular —añadió Feeney—. Nunca ha
pasado ningún examen de conducción. Tiene que depender del transporte público
para moverse.
—Y el transporte público interior, exterior y alrededor de la ciudad está ahora en
hora punta. —El comentario procedió de McNab, que ni siquiera levantó la vista del
ordenador—. La única manera que tendría de salir de la ciudad, si no ha hecho
ninguna reserva previa, sería abriendo las alas y levantando el vuelo.
—Estoy de acuerdo. Además de todo esto, el resto de objetivos de su agenda se
encuentra aquí. Todas las víctimas anteriores estaban en la ciudad. Tenga miedo o no,
se verá forzado a ir a por la víctima número cinco. Las fiestas de Navidad son su
gatillo.
Eve se acercó a la pantalla de la pared.
—Mostrar disco de pruebas, Simon, 1-H —ordenó—. Hemos confiscado docenas
de discos de vídeos con temas navideños de su apartamento —continuó mientras el
primer disco aparecía en pantalla—. Es un material viejo. Una película del siglo XX…
—La vida es bella —dijo Roarke desde la puerta—. Jimmy Stewart, Donna Reed.
—Eve frunció el ceño y él sonrió con expresión complacida—. ¿Interrumpo?
Eve decidió que o bien su ayudante había dormido sobre una tabla dura o se había
almidonado el uniforme en exceso. Peabody estaba tiesa y tirante como una cuerda de
tender.
Pero llegó temprano. Se saludaron con un gesto de cabeza, sin mediar palabra, y
entraron juntas en el salón. Yvette ya se encontraba ante su consola y estaba ocupada
con la agenda del día.
—Va a acabar siendo una asidua —le dijo a Eve—. Tendría que permitirme que le
hiciera la manicura o algo.
—¿Tienes alguna sala de tratamiento vacía?
—Tengo un par, pero no hay ningún asesor libre hasta las dos.
—Tómate cinco minutos, Yvette.
—¿Perdón?
—Cierra. Necesito hablar contigo. Usaremos una de esas salas vacías.
—Tengo mucho trabajo.
—O aquí o en la Central de Policía. Vamos.
—Oh, por el amor de Dios. —Con un bufido de irritación, Yvette se levantó del
taburete—. Déjeme que coloque a la androide de sustitución. No nos gusta utilizar
androides. No son tan personales.
Dio la vuelta a una esquina y marcó el código en el panel de control de un enorme
armario. La androide que había dentro estaba perfectamente vestida y peinada.
Llevaba un elegante mono de tonos pastel que contrastaba con la piel dorada y el pelo
Esto la va a hacer volver en sí de forma gradual. —El médico era joven y sus ojos
todavía mostraban compasión y devoción por su arte. Añadió la medicación en el
gota a gota él mismo en lugar de delegar la molesta tarea a una enfermera o a un
ayudante—. La mantendré un poco sedada para que no esté excesivamente agitada.
—Necesito que se muestre coherente —le dijo Eve, y él la miró con unos ojos
marrones y dulces.
—Sé lo que necesita, teniente. Normalmente no aceptaría quitarle la sedación a
una mujer que se encontrara en la situación de la paciente Piper. Pero comprendo la
necesidad de hacerlo en este caso. Sin embargo, debe usted comprender que ella
necesita permanecer lo más tranquila posible.
Dirigió la atención al monitor mientras mantenía los dedos alrededor de la
muñeca de Piper.
—Sus ritmos son constantes —dijo, y volvió a mirar a Eve—. La recuperación
tanto física como emocional de un trauma como éste es un viaje difícil.
—¿Ha estado usted alguna vez en el pabellón de violaciones de Alphabet City?
—No hay ningún pabellón de violaciones en esa área.
—Lo había hasta hace cinco años, hasta que cambiaron los requisitos de licencia
y los honorarios estándar para los acompañantes con licencia. La mayoría eran putas
y putos callejeros, y casi todas jóvenes, además. Chicos y chicas recién salidos de
fábrica que no sabían cómo manejar a un tipo colocado de Zeus o Exótica. Trabajé en
ese sector durante seis miserables meses. Sé lo que estoy haciendo aquí.
El médico asintió con la cabeza y levantó un párpado de la paciente.
—Está volviendo en sí. Rudy, que te vea a ti primero. Habla con ella,
tranquilízala. Háblale en voz baja y con calma.
—Piper. —Rudy esbozó un triste amago de sonrisa mientras se inclinaba sobre la
cama—. Cariño, soy Rudy. Estás bien. Estás conmigo. Estás completamente a salvo.
Estás conmigo. ¿Puedes oírme?
—¿Rudy? —Pronunció el nombre con dificultad y con los ojos todavía cerrados,
pero volvió la cabeza en dirección a su voz—. Rudy, ¿qué ha pasado? ¿Qué ha
pasado? ¿Dónde estabas?
—Estoy aquí ahora. —Una lágrima le cayó por la mejilla—. Me quedaré aquí.
—Simon, me está haciendo daño. No me puedo mover.
—Se ha ido. Estás a salvo.
—Piper. —Cuando abrió los ojos, Eve percibió el pánico en ellos a pesar de la
medicación—. ¿Se acuerda de mí?
—La policía. La teniente. Quería que hablara mal de Rudy.
—No. Solamente quiero que me diga la verdad. Rudy está aquí. Se va a quedar
aquí mientras usted habla conmigo. Dígame qué le ha pasado. Hábleme de Simon.
El tráfico era brutal, la carretera estaba cubierta de finas láminas de hielo, pero la
cantidad de peatones se había reducido y era solamente un goteo. La gente se
apresuraba por las aceras en dirección a casa para estar con la familia o los amigos.
Unos cuantos estaban desesperados por encontrar un regalo de última hora y andaban
en busca de tiendas que todavía estuvieran abiertas.
Las luces de la calle parpadeaban, ofreciendo fríos charcos de luz. Eve observó un
panel iluminado que mostraba a un Santa Claus volando con su trineo mientras
deseaba unas felices Navidades a todo el mundo.
Y empezó a caer granizo.
Perfecto.
Roarke aparcó en la esquina y ella salió rápidamente, sacó el código maestro y
dudó un momento. Al cabo de un breve debate interno, se inclinó y se quitó el arma
que llevaba en el arnés del tobillo.
—Toma mi arma de reserva. Por si acaso.
Salieron al frío de la calle y penetraron en el resplandor de las luces de seguridad.
—Ha habido gente entrando y saliendo del salón, de las tiendas y de los clubs de
salud durante todo el día. Habrá necesitado intimidad. Probablemente hay algunas
oficinas vacías, y podemos hacer una comprobación para ahorrar tiempo, pero mi
intuición me dice que él ha utilizado el apartamento de Piper. Sabe que ella está en el
hospital y que Rudy no la va a dejar sola, ni siquiera para volver aquí. Sabe que es un
lugar seguro y tranquilo. No hay ninguna razón para que la policía vuelva aquí
después de haber realizado el registro.
Eve manoseó el control del ascensor y soltó una maldición.
—Ciérrate.
—¿Quieres que te lo active, teniente?
—No te hagas el listo.
—Me tomo esto como un sí. —Se guardó el arma y sacó un pequeño equipo—.
Sólo será un momento. —Sacó el panel de control, manipuló unos cuantos mandos
del panel central con dedos ágiles. Entonces se oyó un zumbido apagado y la luz que
había encima de las puertas de cristal se encendió.
—Un buen trabajo… para un hombre de negocios.
—Gracias. —Le hizo una señal y la siguió al interior del ascensor—.
Apartamento de Hoffman.
«Lo siento. Esa planta sólo es accesible con un código de entrada.»
Eve apretó las mandíbulas y cuando empezaba a sacar su código maestro otra vez,
Roarke ya había vuelto a desmontar el panel.
—Es igual de rápido así —dijo, y directamente anuló el código.
Peabody rellenó los últimos papeles y dejó escapar un largo suspiro de pena de sí
misma. Entonces vio a McNab en la puerta.
—¿Qué?
—Sólo pasaba por aquí. Te comenté que Dallas dijo que estás fuera de servicio.
—Estaré fuera de servicio cuando mis informes estén terminados y archivados.
Él sonrió al darse cuenta de que la máquina acababa de informar de que el archivo
se había realizado.
—Ahora supongo que estás fuera de servicio. ¿Tienes alguna emocionante cita
con el señor Brillante?
—Eres realmente ignorante, McNab. —Eve se apartó del escritorio—. No se pasa
la Nochebuena con un tipo con quien sólo has salido una vez. —Además, pensó,
Charles ya tenía la noche ocupada.
—¿Tu familia no está por aquí, verdad?
—No. —Haciendo tiempo y deseando que se marchara, empezó a revolver
papeles en el escritorio.
—¿No has podido ir a casa a pasar las Navidades?
—Este año no.
—Yo tampoco. Este caso me ha destrozado toda la vida social. No tengo ningún
plan, tampoco. —Introdujo los pulgares en los bolsillos—. ¿Qué te parece, Peabody,
nos damos una tregua, como una moratoria de Navidad?
—No estoy en guerra contigo. —Se dio la vuelta para tomar el abrigo del
uniforme del colgador.
—Pareces un poco apagada.
—Ha sido un día muy largo.
—Bueno, si no vas a pasar la Nochebuena con el señor Brillante, ¿por qué no la
pasas con tu amigo poli? Es una mala noche para estar solo. Te invito a una copa y a
cenar algo.
Ella no levantó la cabeza mientras se abrochaba el abrigo. Pasar la Nochebuena
sola o pasar un par de horas con McNab. Ninguna de las dos cosas era muy
sugerente, pero decidió que estar sola era peor.
—No me gustas lo bastante para dejarme invitar a cenar. —Levantó la mirada al
tiempo que se encogía de hombros—. Iremos a medias.
—Trato hecho.
Peabody se quedó hasta más tarde de lo que había pensado y disfrutó más de lo
que había imaginado. Por supuesto, pensó mientras subía las escaleras de su
apartamento, eso era probablemente consecuencia del alcohol y no de la compañía.
Pero podía admitir que McNab no había sido tan gilipollas como de costumbre.
Ahora que estaba agradablemente borracha, pensó que le gustaría envolverse en
su gastada bata, encender las luces del árbol y enroscarse en la cama para ver alguno
de los sentimentales programas especiales de Navidad. A media noche llamaría a sus
padres y todos se pondrían ñoños y sentimentales.
Había resultado ser una Nochebuena bastante decente, después de todo.
Al llegar arriba, dio la vuelta y, tarareando, se dirigió hacia la puerta.
Santa Claus salió de una esquina con una gran caja plateada en la mano y le
sonrió con mirada de loco.
—¡Hola, niñita! Llegas tarde. Tenía miedo de no poder darte tu regalo de
Navidad.
Oh, pensó Peabody. Oh, mierda. Tenía una fracción de segundo para decidir:
correr o quedarse. Llevaba el arma debajo del abrigo y el abrigo estaba abrochado.
Pero el comunicador se encontraba en el bolsillo, a mano.
Decidió quedarse. Se esforzó por sonreír y metió la mano en el bolsillo para
encender la unidad.
—Oh, Santa Claus. Nunca habría esperado encontrarte en la puerta de mi
apartamento. Con un regalo, además. Ni siquiera tengo chimenea.
Él echó la cabeza hacia atrás y se rio.
—Te he estado esperando —le dijo Simon—. Con algo muy especial.
Entretenle, entretenle, entretenle.
—¿Me das una pista?
—Es algo que alguien que te quiere eligió para ti.
Empezaba a acercarse a ella y ella continuó sonriendo mientras se desabrochaba
frenéticamente los botones del abrigo.
—¿Sí? ¿Quién me quiere?
—Santa Claus te quiere, Delia. Linda Delia.
Ella vio que él levantaba la mano y vio un destello de la jeringuilla que tenía en
ella. Dando un giro, levantó el codo para bloquear su movimiento mientras se debatía
por meter la mano bajo la tela de lana y sacar el arma.
—¡Mala chica! —La respiración de él sonaba como un silbido. La empujó contra
la pared. Ella respondió con un puñetazo, pero fue a darle a la caja. Y ahora la mano
con que sujetaba el arma estaba atrapada entre su cuerpo y la pared.
—Suéltame, hijo de puta. —Se debatió y levantó la pierna hacia atrás para
engancharle por el tobillo mientras se maldecía a sí misma por haber tomado una
copa de más. Notó el rápido pinchazo de la jeringuilla en el cuello a pesar de que él
caía a sus espaldas.
—Mierda, oh, mierda —fue lo único que consiguió decir mientras trastabillaba y
caía contra la pared.
—Mira lo que has hecho. Mira. —Él la reprendía mientras le abría el bolso para
buscar la llave—. Quizá has roto alguna cosa. Me voy a enfadar mucho si has roto
alguna de mis cosas. Ahora, tienes que ser una niña buena y entrar.
La levantó del suelo y la arrastró hacia la puerta. Una vez allí, abrió el cerrojo y,
dentro, la dejó caer al suelo.
Ella notó el golpe, pero como desde la distancia, como si su cuerpo estuviera
envuelto en espuma. Una voz en su cabeza gritaba que se moviera, y ese mensaje
tenía tanta fuerza que se imaginó a sí misma levantándose, pero no podía sentir las
piernas.
Oyó el sonido apagado de él entrando y cerrando la puerta.
—Ahora vamos a ponerte en la cama. Tenemos muchas cosas que hacer. Es casi
Navidad, ya lo sabes. He aquí mi amor —murmuró, y la llevó al dormitorio como si
—Me importa una mierda si los equipos están en los mínimos o si no hay
unidades disponibles —gritó Eve por el comunicador—. ¡La agente Peabody está en
dificultades! ¡Está en dificultades, malditos seáis!
«Maldecir está prohibido en este canal, Dallas, teniente Eve. Esta ofensa quedará
registrada. Las unidades están siendo enviadas. Tiempo estimado, doce minutos.»
—Ella no tiene doce minutos. Si está herida, gilipollas, voy a venir personalmente
y te voy a arrancar los circuitos uno a uno.
Le dio un puñetazo al maldito comunicador.
—Androides, ponen androides en Avisos, en recepción, en todas partes, porque es
Navidad. Jesús, Roarke, ¿no puedes hacer que esta cosa vaya más rápido?
Él ya iba a más de ciento veinte por hora, atravesando la atroz cortina de lluvia
helada. Pero apretó el acelerador.
—Ya casi estamos, Eve. Llegaremos a tiempo.
Ella sufría una agonía insufrible mientras escuchaba la voz de Simon en el
comunicador.
La estaba atando, y empezaba a cortarle la ropa con cuidado.
Eve tenía la boca seca.
La roció, por fuera y por dentro, para que estuviera limpia y perfecta.
Eve ya estaba fuera del coche antes de que Roarke lo hubiera detenido por
completo. Las botas le patinaron, pero mantuvo el equilibrio y llegó corriendo a la
puerta. No tenía el pulso firme, así que tuvo que intentarlo dos veces para poder abrir
los cerrojos.
Cuando empezaba a subir los escalones, Roarke ya estaba a su lado. Y en ese
momento, por fin, se oyó el sonido de las sirenas.
—¡Policía!
Con el arma desenfundada, entró en el dormitorio.
Peabody tenía los ojos muy abiertos y la mirada vidriosa. Desnuda y atada,
temblaba con violencia bajo el frío aire que entraba por la ventana abierta.
—Ha salido por la salida de incendios. Ha escapado. Estoy bien.
Eve dudó un instante y luego se dirigió a la ventana.
—Quédate con ella —le dijo a Roarke.
—No, no. —Peabody negaba frenéticamente con la cabeza y se debatía con las
ataduras—. Le va a matar, Roarke. Quiere matarle. Intenta detenerla.
—Espera. —Recogió una sábana del suelo, se la puso por encima y salió por la
ventana tras su esposa.
Al saltar el último medio metro hasta el suelo le dolieron los tobillos y los pies le
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