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ESTABILIDAD Y CAMBIO
SUMARIO
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Revista de Estudios Políticas (Nueva Época)
Núm. 126. OcUibrc-Dicicmbre 2004
MANUEL HERRERA GÓMEZ Y ANTONIO M. JAIME CASTILLO
que ver con aquel particular medio comunicativo y relacional que es el «po-
der», entendido, según la clásica definición de Weber (1992), como la posi-
bilidad de hacer valer la propia voluntad sobre otros (individuos o aconteci-
mientos) a pesar de su resistencia. Allí donde se instauran relaciones de «po-
der» o de «autoridad» nace una relación que podemos definir «política»,
que, en su forma más constrictiva coincide con una situación de dominio y
en su forma más consensual coincide con una relación útil para conseguir
objetivos compartidos.
En el origen de las relaciones y de las instituciones políticas existe una
situación de poder —más o menos estable— entre singulares individuos o
entre grupos sociales que se consolida y delimita mediante reglas aceptadas
por vía de hecho y de derecho por las partes. En el nivel de las relaciones
que circulan entre sujetos en interacción directa, cada uno es consciente del
grado de «poder» que dispone y que puede hacer valer. Sin embargo, cuando
las relaciones son más indirectas, impersonales y complejas, es más difícil
entender el propio radio de influencia. El motivo es bien sencillo: la comple-
jidad, frecuentemente transformada en opacidad, derivada de las interdepen-
dencias múltiples, no todas visibles y predecibles, en las que se forma parte.
Las relaciones sociales se instauran con sujetos que desempeñan roles desde
normas «externas» y «constrictivas» para los singulares sujetos. Estos últi-
mos no pueden modificarlas según sus caprichos, y si lo hacen corren el ries-
go de provocar disfunciones y dar lugar a sanciones.
En los escenarios marcados por relaciones y situaciones complejas es
evidente la existencia de: a) vínculos ejercidos por el ambiente sobre los sis-
temas o sobre los actores sociales; b) un limitado radio de influencia sobre
otros; c) relaciones asimétricas, es decir, no paritarias, entre individuos, en-
tre grupos, entre roles funcionalmente diferenciados e integrados. Es ante la
creciente extensión y complejidad de las relaciones primarias y secundarias,
próximas y lejanas, directas y mediadas, voluntarias y obligatorias, como el
problema del poder se impone con mayor evidencia y nace la exigencia de
establecer roles de mando, ceremonias de investidura y de legitimación, for-
mas legítimas de competición política.
No es necesario abrazar una visión pesimista de la naturaleza humana
para estar plenamente de acuerdo con la antigua observación de Tucídides.
Para el ateniense los hombres «dominan por doquiera pueden», y participan
de forma ambivalente en su constitutiva inclinación a extender el propio do-
minio sobre las cosas, sobre los animales y sobre otros seres humanos. Por
tanto, el problema del poder y de la política consiste en la doble necesidad
de garantizar las condiciones para el eficaz ejercicio de los roles de mando,
por una parte, y de los sólidos límites a la prepotencia siempre en acecho en
las confrontaciones de los más débiles.
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ca en una etapa del desarrollo tecnológico que hace posible tanto formas iné-
ditas de «democracia directa» mediada por los soportes informáticos, como
formas de «videocracia».
Al estudio de las relaciones políticas prestan atención, desde múltiples
perspectivas y variados métodos, los diferentes ámbitos disciplinares de las
Ciencias Sociales como la Antropología, la Psiciología Social, el Derecho,
la Economía, la Ciencia Política. Sin embargo, la «mirada sociológica» per-
mite revelar específicas relaciones entre las instituciones políticas y el siste-
ma social que se escapan al resto de ámbitos disciplinares. La sociología se
abre camino de forma sistemática tras la Revolución Francesa y la Revolu-
ción Industrial. A partir de esos momentos deberá de medirse con los pro-
fundos cambios que ambas desencadenan en los niveles político, económico,
social y cultural. Tanto la Revolución Francesa como la Revolución Indus-
trial llevarán a sus extremas consecuencias lo que durante siglos se estaba
preparando con el tránsito de una economía agrario-feudal a una indus-
trial-capitalista y con la definitiva victoria de la burguesía sobre la aristo-
cracia.
Pasando por las aportaciones de Hobbes, Locke, Rousseau, Montes-
quieu, Saint Simón y Tocqueville (Joñas, 1989), entre otros, desde un punto
de vista cultural, tales acontecimientos contribuyen de forma decisiva a la
maduración de aquel tipo de reflexión que, desde un terreno filosófico y jurí-
dico, se desplaza hacia el específico terreno de las Ciencias Sociales. El nú-
cleo de la que más tarde será denominada Sociología Política se va especifi-
cando desde los inicios de los estudios sociológicos y asume un rol de parti-
cular importancia en el interior de toda investigación global de los
fenómenos sociales, ya sea en las investigaciones de tipo microsociológico,
ya sea en las de tipo macrosociológico. La secular polémica respecto a la re-
lación entre sociedad y Estado, entre hombre y ciudadano, progresivamente
se va enriqueciendo. Primero inconscientemente y, posteriormente, de forma
siempre más lúcida, como parte del estudio sobre el conflicto y el consenso
en el interior de las formaciones sociales organizadas, y sobre la forma con
que estos dos polos de tensión modelan la convivencia respecto a las institu-
ciones que la organizan.
Aunque Duverger (1983) no llegase a afirmar que Sociología Política y
Ciencia Política son sinónimos, es legítimo y oportuno mantener una distin-
ción entre dos disciplinas que mantienen numerosos e importantes puntos de
contacto y encuentro. La Sociología Política concentra su atención no sólo
en las instituciones políticas en sentido estricto, también en todo lo relacio-
nado con el «fenómeno político» o, como diría Dahl (1976), en las manifes-
taciones de relaciones de mando o de autoridad implicadas en el interior de
relaciones humanas duraderas. Desde Heródoto hasta que, a fines del siglo
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acción práctica; a la connatural distancia que siempre circula entre estos últi-
mos y las primeras a menudo se añade el deliberado propósito de esconder,
tras nobles fines ideales, la consecución del beneficio inmediato. De esta
forma se entra en aquella ambivalencia inextirpable de la ideología que, al
mismo tiempo, oculta y revela los fines intencionales del obrar.
La visión weberiana de la política está insertada en la tradición del «rea-
lismo político», tradición inaugurada por algunos proto-científicos de la po-
lítica como Maquiavelo y Hobbes. En tal visión la esencia de la política
coincide con la lucha por el poder y éste tiene como rasgo distintivo el ejer-
cicio de un dominio sobre otros que pueden ser aliados o contrarios. En este
último caso, sin embargo, son incapaces de oponerse eficazmente al más
fuerte. La observación de la fenomenología política, unida a una última re-
sistencia respecto a una perspectiva cínica, conducen a Weber a remarcar
que ningún poder (individual o colectivo) puede tener una estable duración
si no puede confiar en la convencida (y previsible) obediencia de la parte de
sociedad «que cuenta», que no necesariamente coincide con la mayoría. En
cuanto que representa la sedimentación de expectativas y de objetivos com-
partidos por los sujetos individuales y colectivos más influyentes, ninguna
institución política puede basarse sólo en el miedo de la amenaza, más bien
requiere la aceptación de una justificación plausible, es decir, una fuente de
legitimación que le proporciona la legitimidad de obrar.
Sobre esta base se apoya la distinción introducida por Weber entre las si-
tuaciones de puro poder, basadas en la imposición de hecho de un dominio,
y las situaciones de autoridad, donde las órdenes recibidas son aceptadas y
justificadas por quien obedece. A la antigua tripartición aristotélica de las
formas de gobierno y de los regímenes políticos a partir del número de quien
manda (monarquía, aristocracia, democracia) se añade, con Weber, una cla-
sificación ideal típica de las formas de poder basada, en primer lugar, en las
dotes extraordinarias del jefe que producen en los seguidores dedicación y fe
absolutas, dando vida a la «autoridad carismática»; en segundo lugar sobre
la autoridad del «eterno ayer», o bien sobre la «autoridad tradicional» como
la de los patriarcas y la de los antiguos reyes; por último la dominación ejer-
cida a partir de la confianza en las reglas y en los procedimientos legales, a
la que corresponde la autoridad «racional-legal» característica del Estado de
derecho moderno.
Por vía de las dinámicas que se instauran entre los que mandan y los que
obedecen, el principio de legitimidad influye de forma sustancial en la es-
tructura y el sentido de la dominación; también determina un diferente perfil
de los auxiliares y de los profesionales de la política que dan actuación física
al poder. Los actores políticos que compiten en la conquista y en la reparti-
ción del poder son muchos, más tras el advenimiento de los sistemas demo-
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A G
Adaptación Consecución de los fines
ECONOMÍA POLÍTICA
CULTURA DERECHO
L I
Mantenimiento de la estructura latente Integración
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rales que muestran una alta variabilidad en el corto plazo, puesto que hacen
referencia a estados de opinión sobre aspectos coyunturales en un momento
dado. No obstante, la variabilidad de estos indicadores no viene completa-
mente explicada por las fluctuaciones del ciclo económico a corto plazo. So-
bre ellos influyen también otros estados de opinión que se desarrollan en res-
puesta a determinados eventos ocasionales, pero cuya influencia sigue ope-
rando en el corto plazo. Los estados de opinión se suceden con relativa
rapidez, en lo que Rafael López Pintor (1997) denomina «síndrome ciclotí-
mico de la opinión pública».
Por otra parte están los indicadores más estables del descontento políti-
co. Son los que se refieren a la evaluación de la eficacia del sistema político
o la capacidad del sistema para enfrentarse a los problemas importantes del
país, la percepción de la accountability del sistema político o la confianza
política en general. Estos indicadores guardan también relación con la evo-
lución de la situación económica. Los dos valles en los niveles de satisfac-
ción con el funcionamiento de la democracia en Europa se producen a final
de la década de los setenta y a principios de la década de los noventa. Sin
embargo, describen tendencias que son más persistentes en el tiempo, más
allá de las variaciones cíclicas que puedan deberse al efecto de los factores
del ciclo económico. Así, por ejemplo, la confianza política muestra una ten-
dencia a la baja desde la década de los sesenta hasta la de los noventa en la
mayoría de países occidentales, más allá de las grandes caídas que se han
producido durante las recesiones económicas y las recuperaciones relativas
en tiempos de crecimiento económico.
Así pues, para entender el descontento político hemos de tener presente
que estamos analizando tendencias dispares que recogen aspectos distintos
de la percepción del público occidental. Y cada una de estas tendencias ope-
ran con una longitud de onda distinta. Esta evidencia empírica se ve apoyada
por la distinción clásica de Rokeach entre valores, actitudes y opiniones. Las
actitudes evolucionan con una periodización temporal amplia, mientras que
las opiniones exhiben una alta volatilidad, amplificada por la forma de pre-
sentar la información en los medios de comunicación, un tema al que habría
que prestarle alguna atención.
Si los factores explicativos de las tendencias de opiniones hay que bus-
carlas en el corto plazo, los factores que expliquen los ciclos más dilatados
de las actitudes hacia el sistema político habrá que buscarlo en el devenir
histórico más amplio de las transformaciones que tienen lugar en las socie-
dades avanzadas de Occidente en la segunda mitad de este siglo. Estas trans-
formaciones han tenido lugar en diversos ámbitos: cultural, económico y
político. En el ámbito cultural, a más largo plazo, se pueden identificar una
serie de tendencias, entre las que habría que destacar el proceso de indivi-
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vado y, por ello, el interés por las cuestiones políticas también es alto. Y esto
lleva, en última instancia, al desarrollo de formas de acción política no con-
vencional, por oposición a las formas de participación política tradicionales.
En términos de activismo político, los «institucionalistas integrados» es-
tán alienados de la política. Tienen menos grado de interés por las cuestiones
políticas generales, menor nivel de compromiso político y están menos pre-
dispuestos a participar en formas de acción política no convencional. Están
políticamente satisfechos y esa satisfacción con la forma en que funciona el
sistema político lleva a la apatía. El interés por la política es bajo porque se
parte de que el funcionamiento normal de las instituciones es el correcto.
Las instituciones de autoridad cumplen con su función de garantizar la esta-
bilidad del orden político y social y el bienestar económico.
La evolución futura de las actitudes hacia las instituciones públicas va a
depender de dos factores últimos. Por una parte de la evolución del cambio
de valores o de la fractura materialismo-posmaterialismo. Y por otra parte,
de la capacidad de las instituciones para adaptarse a los nuevos escenarios
políticos y de la emergencia de nuevos actores políticos potenciales, como
respuesta a los procesos de cambio. Respecto de la primera cuestión, el giro
posmaterialista parece que se consolida en los países industriales avanzados
a la vista de las series temporales desde los años setenta hasta nuestros días.
Sociológicamente, los valores posmaterialistas se identifican con los secto-
res más dinámicos de la sociedad: jóvenes, hábitats urbanos, altos niveles
educativos y una buena situación ocupacional. Son los más informados e im-
plicados en cuestiones políticas, aunque sean los más críticos con las institu-
ciones.
Parece previsible que en el futuro la fractura materialismo-posmaterialis-
mo se va a mantener, y que el grupo emergente tomará un mayor protagonis-
mo en la esfera política. Las demandas de profundización democrática diri-
gidas a las instituciones públicas y de nuevos mecanismos de participación
se van a mantener o a incrementarse. En tal caso, las presiones sobre el siste-
ma político pueden ser aún más intensas, si los demás elementos permane-
cen constantes. Si las demandas no se van a atemperar previsiblemente, la
evolución de la satisfacción con el funcionamiento de la democracia y la
confianza en las instituciones políticas va a depender fundamentalmente de
la performance de éstas y de su capacidad para adaptarse y gestionar el cam-
bio. Se pueden identificar una serie de áreas sensibles en las que el Estado y
las instituciones político-administrativas van a jugar su crédito en los tiem-
pos venideros.
El primero de estos ámbitos es el de la gestión pública. Como se ha de-
mostrado empíricamente la economía es una cuestión fundamental. Los
Estados deberán ser capaces de gestionar los efectos de las crisis económicas
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5. DEMOCRACIA Y BUROCRACIA
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las organizaciones por parte de sus dirigentes, pero también hace que «la
masa sea soberana tan sólo de forma abstracta».
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cidad de aceptar los retos» y los resultados electorales que, de cualquier ma-
nera, acumulan los efectos de los dos primeros. Conviene señalar que la ca-
pacidad de aceptar los retos es estrechamente dependiente tanto de las «am-
biciones» del movimiento y de sus leaders, como de la «capacidad de
respuesta» ante tales retos. En el nivel de las ambiciones, el reto puede estar
idealmente insertado en todo el orden social —como en el caso de los movi-
mientos revolucionarios o de contestación global—, en la clase política que
gobierna en el nivel nacional —como normalmente tiene lugar para los par-
tidos de oposición— o, más sencillamente, en la clase política que gobierna
en un determinado nivel local (ayuntamiento, provincia, región). Este último
tipo de reto normalmente forma parte de la fase de ensayo de un movimiento
político, por tanto es propedéutica a la consecución de metas más am-
biciosas.
Al igual que para los movimientos, también para los partidos políticos
se han elaborado esquemas analíticos, comprensivos de los diferentes as-
pectos que dan consistencia a una estable formación política o social: la
ideología, la extracción social de los adheridos, el planteamiento en las
confrontaciones del sistema político vigente, la organización interna, las
condiciones económicas que determinan la fisonomía. Sobre la base de es-
tos elementos los partidos pueden ser clasificados como democráticos o
autoritarios, reformistas o revolucionarios, de gobierno o de oposición, de
opinión o de masas, de clase o interclasistas, confesionales o laicos. En su
clásico estudio sobre los partidos políticos, el politólogo francés Duverger
(1994) ha diferenciado el análisis de la estructura de los partidos del análi-
sis del sistema de los partidos. Desde el punto de vista de la estructura, en
primer lugar es considerado el proceso asignado a los diferentes tipos de
sostenedores, que van desde el grupo más amplio de los electores, al más
restringido de los simpatizantes (dispuestos a gastarse en cualquier medida
por el partido), de los inscritos (llamados a decidir sobre las cargas inter-
nas) y de los militantes-activistas (que forman el núcleo más activo y más
estable desde el que son seleccionados los grupos dirigentes y centrales),
en fin, los leaders (que representan al partido en las sedes parlamentarias o
de gobierno). Especialmente en los partidos de masas tradicionales (parti-
dos comunistas, partidos socialdemócratas, partidos demócrata-cristianos,
etc.) los militantes y simpatizantes cubren el importante rol de bisagra en-
tre el partido y los electores, concretamente en las situaciones en que es
fuerte el voto de pertenencia (motivado ideológicamente y estable). Sin
embargo, para los partidos de opinión —con un aparato flexible, que se
moviliza principalmente para las citas electorales— es prioritaria la propa-
ganda y la comunicación política basada en los mass media (nacionales y
locales) y en los testimonios excepcionales.
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Un alejamiento que podría ser motivado por los mayores niveles de com-
petencia individual en la toma de decisiones políticas (así lo relevelaba el es-
tudio de Nie, Verba y Petrocik). Esta tendencia también se ha dado en la ma-
yoría de sociedades occidentales. El grado de afinidad con los partidos ha
descendido de forma generalizada y la correlación entre la afinidad y la deci-
sión de voto es ahora más débil. Los años setenta y, de nuevo, los noventa,
han conocido episodios de volatilidad electoral bastante elevada. Si a ello
unimos el hecho de que la clase social ha perdido importancia como factor
explicativo del comportamiento electoral (ínter alia, Clarke y Lipset, 1991;
Inglehart, 1998), se entenderá mejor que hoy, más que nunca, es extraordina-
riamente fácil que los pronósticos electorales fracasen estrepitosamente.
El incremento de la volatilidad electoral, o el aumento tendencial de la
abstención electoral en algunos países occidentales, son también reflejo de
esa inestabilidad en las afinidades partidarias. Esto está provocando que
otros factores afecten de manera decisiva a las decisiones de voto. Numero-
sos estudios empíricos en las últimas décadas en los países occidentales
muestran cómo la influencia de la coyuntura económica condiciona cada vez
más los resultados electorales. Las decisiones de voto no son ya tanto reflejo
de unas afinidades claramente decantadas a través de los procesos de sociali-
zación política como la respuesta a la performance del sistema político en la
gestión de las políticas económicas y sociales.
La evidencia empírica sugiere igualmente, que la comunicación política,
a través de las campañas electorales, con la utilización intensiva de sofistica-
das herramientas del marketing político, ganan un enorme protagonismo en
esta nueva configuración de las relaciones entre los ciudadanos y los actores
políticos. Dado que la evaluación de la performance del sistema político es
difícil de evaluar por el ciudadano medio, debido a la complejidad de las va-
riables a analizar y el volumen de información ingente, el arte de la persua-
sión por parte de los partidos políticos cobra toda su importancia. Como pa-
recen apuntar los estudios más fiables no es tanto el estado de la economía lo
que condiciona el voto, sino la propia percepción de la situación económica.
Aplicando el viejo apotegma de Thomas, «si un individuo cree una situación
como real actuará como si esta fuera real». La labor de los partidos, por lo
tanto, se dirige fundamentalmente a la labor de convencer a los electores de
un determinado estado de cosas. En este sentido, factores puramente «estéti-
cos» de la política, como el liderazgo de los partidos o las campañas electo-
rales juegan un papel cada vez más determinante en la determinación de los
resultados electorales.
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8. CONCLUSIONES
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9. BIBLIOGRAFÍA
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