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SISTEMA POLÍTICO Y SOCIEDADES COMPLEJAS:

ESTABILIDAD Y CAMBIO

MANUEL HERRERA GÓMEZ


ANTONIO M. JAIME CASTILLO

SUMARIO

1. POLÍTICA, SOCIEDAD Y CIENCIAS S O C I A L E S . — 2 . PODER, AUTORIDAD, LEGITIMACIÓN.—


3 . L A POLÍTICA COMO SUBSISTEMA DE LA S O C I E D A D . — 4 . C U L T U R A Y ESTRUCTURA
P O L Í T I C A . — 5 . DEMOCRACIA Y B U R O C R A C I A . — 6 . ÉLITES DE PODER Y E S T A D O INTERVENCIO-
NISTA. 7. LOS ACTORES DE LA PARTICIPACIÓN POLÍTICA: MOVIMIENTOS Y PARTIDOS.
8. C O N C L U S I O N E S . — 9 . BIBLIOGRAFÍA.

1. POLÍTICA, SOCIEDAD Y CIENCIAS SOCIALES

Lo que solemos llamar «política» pertenece a la elemental experiencia de


la vida asociativa de los sujetos humanos y nos remite directamente a la
cuestión del orden social. Es decir, acerca de los factores que explican por-
qué los individuos se asocian en una forma de organización política concre-
ta, de forma que las relaciones sociales quedan mediadas por una serie de
normas e instituciones colectivas a las que debe someterse la voluntad indi-
vidual. Ahora bien, la política tan sólo representa uno de los aspectos prácti-
cos de la vida social, y éste no puede ser considerado global. De forma casi
intuitiva, el término política alude a una actividad desarrollada por indivi-
duos interesados en «gobernar», o bien conquistar un cierto «poder» me-
diante el control de específicas asociaciones políticas (grupos, movimientos,
partidos) o de puestos clave en las singulares instituciones políticas (gobier-
nos, parlamentos, administraciones centrales, regionales y locales, cargos
públicos, etc.).
Sin embargo, desde un punto de vista analítico, la dimensión política de
las relaciones humanas posee un carácter más difuso, en cuanto que tiene

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Revista de Estudios Políticas (Nueva Época)
Núm. 126. OcUibrc-Dicicmbre 2004
MANUEL HERRERA GÓMEZ Y ANTONIO M. JAIME CASTILLO

que ver con aquel particular medio comunicativo y relacional que es el «po-
der», entendido, según la clásica definición de Weber (1992), como la posi-
bilidad de hacer valer la propia voluntad sobre otros (individuos o aconteci-
mientos) a pesar de su resistencia. Allí donde se instauran relaciones de «po-
der» o de «autoridad» nace una relación que podemos definir «política»,
que, en su forma más constrictiva coincide con una situación de dominio y
en su forma más consensual coincide con una relación útil para conseguir
objetivos compartidos.
En el origen de las relaciones y de las instituciones políticas existe una
situación de poder —más o menos estable— entre singulares individuos o
entre grupos sociales que se consolida y delimita mediante reglas aceptadas
por vía de hecho y de derecho por las partes. En el nivel de las relaciones
que circulan entre sujetos en interacción directa, cada uno es consciente del
grado de «poder» que dispone y que puede hacer valer. Sin embargo, cuando
las relaciones son más indirectas, impersonales y complejas, es más difícil
entender el propio radio de influencia. El motivo es bien sencillo: la comple-
jidad, frecuentemente transformada en opacidad, derivada de las interdepen-
dencias múltiples, no todas visibles y predecibles, en las que se forma parte.
Las relaciones sociales se instauran con sujetos que desempeñan roles desde
normas «externas» y «constrictivas» para los singulares sujetos. Estos últi-
mos no pueden modificarlas según sus caprichos, y si lo hacen corren el ries-
go de provocar disfunciones y dar lugar a sanciones.
En los escenarios marcados por relaciones y situaciones complejas es
evidente la existencia de: a) vínculos ejercidos por el ambiente sobre los sis-
temas o sobre los actores sociales; b) un limitado radio de influencia sobre
otros; c) relaciones asimétricas, es decir, no paritarias, entre individuos, en-
tre grupos, entre roles funcionalmente diferenciados e integrados. Es ante la
creciente extensión y complejidad de las relaciones primarias y secundarias,
próximas y lejanas, directas y mediadas, voluntarias y obligatorias, como el
problema del poder se impone con mayor evidencia y nace la exigencia de
establecer roles de mando, ceremonias de investidura y de legitimación, for-
mas legítimas de competición política.
No es necesario abrazar una visión pesimista de la naturaleza humana
para estar plenamente de acuerdo con la antigua observación de Tucídides.
Para el ateniense los hombres «dominan por doquiera pueden», y participan
de forma ambivalente en su constitutiva inclinación a extender el propio do-
minio sobre las cosas, sobre los animales y sobre otros seres humanos. Por
tanto, el problema del poder y de la política consiste en la doble necesidad
de garantizar las condiciones para el eficaz ejercicio de los roles de mando,
por una parte, y de los sólidos límites a la prepotencia siempre en acecho en
las confrontaciones de los más débiles.

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En la estela de las argumentaciones apenas esbozadas es posible com-


prender intuitivamente por qué razón la reflexión sobre la vida en sociedad
de los sujetos humanos ha sido reconducida, en el ámbito de la filosofía anti-
gua y clásica, a la naturaleza «política» del hombre y a los problemas conec-
tados al gobierno de la «polis» (ciudad), lugar concreto y al mismo tiempo
simbólico del encuentro entre hombres «libres e iguales» que desean partici-
par en las decisiones que les afectan como singulares y como colectividad.
La «cosa pública» (res pubblica), de la que la política debe específicamente
ocuparse, puede, en consecuencia, ser definida como el conjunto de las par-
tes comunes de la casa en que se habita y vive. Antes incluso de que fuese
elaborada la figura idealizada del homo oeconomicus y del homo sociologi-
cus, el pensamiento filosófico e ideológico había elaborado la figura del
homo politicus, considerado durante varios siglos como el símbolo de la
connatural vocación social de los seres humanos.
Si del nivel de la experiencia cotidiana pasamos a la consideración de las
relaciones entre roles, grupos, asociaciones, organizaciones e instituciones
sociales, resulta evidente, por una parte, la dificultad para alcanzar un siste-
ma de regulación de las relaciones recíprocas capaz de tener en cuenta el
conjunto de las identidades, de los valores, de los intereses que se ubican en
mutua relación. Por otra, como señalan Bovone y Rovati (1996), el ingenio
con que los diferentes actores sociales (individuales o colectivos, simples o
complejos, informales o institucionales) han sabido elaborar soluciones
—más o menos estables y satisfactorias— al problema no siempre obvio del
«vivir en sociedad».
Introducirnos y observar el problema del poder desde un punto de vista
macrosocial inevitablemente nos conduce a trabajar con sistemas de relacio-
nes regulados por normas e instituciones específicamente encaminadas a la
producción de las necesarias decisiones para toda la colectividad. En tal caso
se deben examinar las instituciones propiamente políticas como los gobier-
nos, los parlamentos, los tribunales, los estados nacionales, las organizacio-
nes supranacionales e internacionales.
Al igual que otros temas y argumentos abordados por las Ciencias Socia-
les, el tratamiento de la política no sólo se resiente del influjo de las prefe-
rencias ideológicas, teóricas y metodológicas de los especialistas (como es
obvio), también del «espíritu del tiempo» y de los desafíos propios de una
época. Ambos se imponen, por así decir, a la atención de todos, y todos de-
ben comprometerse en comprender, explicar y posiblemente resolver.
En el transcurso de la Edad Moderna (desde el siglo xvi en adelante), los
principales desafíos para la reflexión política proceden de los procesos de
época conectados al tránsito del sistema feudal-imperial a la formación de
los Estados nacionales, del absolutismo al constitucionalismo, de las monar-

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quías hereditarias a las repúblicas electivas, de los sistemas parlamentarios


burgueses, con representación restringida, a los parlamentos democráticos
elegidos por sufragio universal masculino y femenino. A lo largo del si-
glo xx la reflexión teórica ha tenido que encarar la emergencia de los totali-
tarismos ideológicos y políticos de matriz nazi-fascista y comunista, con el
holocausto de millones de inocentes, con la descolonización, con el creci-
miento del rol intervencionista del Estado en la esfera económica y civil, con
el nacimiento y desarrollo de los sistemas de welfare state orientados a pro-
longar y extender los derechos de participación y de ciudadanía, con la unifi-
cación económica y política de los Estados nacionales europeos, con el pro-
ceso de globalización encaminado al incremento exponencial de las interde-
pendencias comunicativas (determinadas por los media), económicas
(determinadas por los mercados), culturales (determinadas por los pueblos).
El lugar la retórica sobre el cosmopolitismo de los llamados «ciudadanos del
mundo», está siendo ocupado por la conciencia de que la interdependencia
traslada a un inédito encuentro entre los pueblos y las culturas, o que las sin-
gulares identidades no se anulan, sino que están incitadas a dialogar recípro-
camente y a recíprocamente legitimarse.
A los desafíos contemporáneos que interpelan tanto al obrar político,
como a la reflexión teórica sobre la política, también se añade el atardecer de
las visiones ideológicas que habían asignado a la política una «misión» pa-
lingenética y el objetivo de realizar el mejor de los mundos posibles. La cri-
sis de la confianza propiamente moderna en la suprema función sintética de
la política, unida a la confianza de poder elaborar visiones y proyectos omni-
comprensivos del devenir histórico, han cambiado profundamente el com-
portamiento de los expertos y de los singulares ciudadanos. A la visión de la
política como actividad y como conjunto de instituciones en situación de
operar la «síntesis» más conveniente para interés general se ha añadido una
visión más pragmática, desencantada, secularizada. Esta última considera
las construcciones políticas como instrumentos limitados y no exclusivos
para la finalidad de la integración sistémica.
La idea de la política que marca a la «modernidad» encuentra una emble-
mática expresión en la tradición marxiana. Para ésta la política es, en última
instancia, una forma profana de religión. Aquí está la raíz del ascetismo per-
sonal del revolucionario de profesión y de la dimensión mesiánica de la re-
volución. En sus múltiples formas, el pensamiento «moderno» comparte una
visión totalizadora de la política, asignándole —como documentan clara-
mente las doctrinas de la soberanía nacional— el objetivo de llevar a cabo
una «reductio ad unum» de la sociedad, y la función proyectiva y programa-
dora por excelencia. En este sentido la política es concebida como un típico
campo de aplicación tanto de la racionalidad instrumental, como de la racio-

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nalidad respecto a los valores. De esta idea racional y universalista de la po-


lítica es parte integrante el esquema interpretativo que clasifica como pre-
moderno, tradicional y familiarista todo comportamiento que subraya los as-
pectos de intercambio particular, trueque y ligamen personal insertados en
las relaciones políticas.
Este planteamiento, que en el ámbito de las Ciencias Sociales ha sido
consagrado tanto por la perspectiva estructural-funcionalista como la con-
flictiva, experimenta un interesante revisión por parte de las perspectivas fe-
nomenológicas. En su ámbito se da importancia y prioridad, como han seña-
lado Schutz (1972) y Giddens (1983), al conocimiento de sentido común en
general y al conocimiento implícito de las tipificaciones propias de la vida
cotidiana. Al mismo tiempo han permitido la introducción de un plantea-
miento que a priori no excluye las representaciones de la política que, en pa-
labras de Maffesoli (1990), acentúan el carácter pragmático, particularista,
emocional y tribal, reconociéndoles una elevada dosis de realismo.
Por el singular juego de las partes y el cambio del clima cultural y de los
paradigmas teórico-analíticos, los comportamientos que hace algún tiempo
se consideraban premodernos han entrado, en el curso de los años 80, a for-
mar parte de una visión más desencantada y menos ideológica de las reglas
de funcionamiento de la política. Especialmente indicativo es el debate que,
a mitad de los 70, ha tenido lugar sobre el neocorporativismo democrático.
Expresa el esbozo de una conciencia crítica: los temas de las teorías pluralis-
tas-universalistas contienen una elevada dosis de idealización, por no decir
de ficción. En la atribución de estos juicios ha jugado un importante papel
un hecho: la visión «moderna» ha sido sostenida por élites intelectuales y
políticas que desde la consecución de su diseño ideal e ideológico pensaban
extraer ventajas seguras en términos de hegemonía cultural y de gobernabili-
dad del proceso de modernización (Herrera, 2002).
La mutada sensibilidad contemporánea abre nuevas perspectivas al ya
consolidado valor analítico de las investigaciones de imagen, favoreciendo,
en concreto, la atención por los símbolos de las relaciones micro y macro
políticas. Concretamente, mientras que los sondeos sobre la cultura política
tradicionalmente habían concretado su atención sobre la información, el in-
terés y la participación, la auto-posición ideológica, las expectativas hacia
las instituciones y las prestaciones del sistema político-administrativo —es
decir, los aspectos más determinantes para estimar el consenso en las con-
frontaciones del sistema institucional y de las ideologías políticas activadas
por los singulares partidos—, en la presente fase se añade el particular inte-
rés por explorar las nuevas representaciones colectivas de la política en su
dimensión «ideal» y «real». En este filón analítico, como ha señalado Sartori
(1997), se insertan incluso los nuevos intereses para la comunicación políti-

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ca en una etapa del desarrollo tecnológico que hace posible tanto formas iné-
ditas de «democracia directa» mediada por los soportes informáticos, como
formas de «videocracia».
Al estudio de las relaciones políticas prestan atención, desde múltiples
perspectivas y variados métodos, los diferentes ámbitos disciplinares de las
Ciencias Sociales como la Antropología, la Psiciología Social, el Derecho,
la Economía, la Ciencia Política. Sin embargo, la «mirada sociológica» per-
mite revelar específicas relaciones entre las instituciones políticas y el siste-
ma social que se escapan al resto de ámbitos disciplinares. La sociología se
abre camino de forma sistemática tras la Revolución Francesa y la Revolu-
ción Industrial. A partir de esos momentos deberá de medirse con los pro-
fundos cambios que ambas desencadenan en los niveles político, económico,
social y cultural. Tanto la Revolución Francesa como la Revolución Indus-
trial llevarán a sus extremas consecuencias lo que durante siglos se estaba
preparando con el tránsito de una economía agrario-feudal a una indus-
trial-capitalista y con la definitiva victoria de la burguesía sobre la aristo-
cracia.
Pasando por las aportaciones de Hobbes, Locke, Rousseau, Montes-
quieu, Saint Simón y Tocqueville (Joñas, 1989), entre otros, desde un punto
de vista cultural, tales acontecimientos contribuyen de forma decisiva a la
maduración de aquel tipo de reflexión que, desde un terreno filosófico y jurí-
dico, se desplaza hacia el específico terreno de las Ciencias Sociales. El nú-
cleo de la que más tarde será denominada Sociología Política se va especifi-
cando desde los inicios de los estudios sociológicos y asume un rol de parti-
cular importancia en el interior de toda investigación global de los
fenómenos sociales, ya sea en las investigaciones de tipo microsociológico,
ya sea en las de tipo macrosociológico. La secular polémica respecto a la re-
lación entre sociedad y Estado, entre hombre y ciudadano, progresivamente
se va enriqueciendo. Primero inconscientemente y, posteriormente, de forma
siempre más lúcida, como parte del estudio sobre el conflicto y el consenso
en el interior de las formaciones sociales organizadas, y sobre la forma con
que estos dos polos de tensión modelan la convivencia respecto a las institu-
ciones que la organizan.
Aunque Duverger (1983) no llegase a afirmar que Sociología Política y
Ciencia Política son sinónimos, es legítimo y oportuno mantener una distin-
ción entre dos disciplinas que mantienen numerosos e importantes puntos de
contacto y encuentro. La Sociología Política concentra su atención no sólo
en las instituciones políticas en sentido estricto, también en todo lo relacio-
nado con el «fenómeno político» o, como diría Dahl (1976), en las manifes-
taciones de relaciones de mando o de autoridad implicadas en el interior de
relaciones humanas duraderas. Desde Heródoto hasta que, a fines del siglo

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pasado, la Sociología asume una propia autonomía, la catálisis del interés


por los fenómenos políticos ha sido el problema del «mejor de los sistemas
posibles». Pensemos, por ejemplo, en el problema de la justa dimensión de
la polis, tal y como trató de definirla Aristóteles, o en la investigación de for-
mas legislativas e institucionales en situación de garantizar a la burguesía
desde el poder absoluto del rey, o en las polémicas respecto al parlamen-
tarismo.
Sin embargo, la Sociología abandona (sin distanciarse totalmente) este
planteamiento filosófico e ideológico, y centrará su atención en los desarro-
llos de facto y tipológicos de las concretas sociedades industriales. No resul-
ta arriesgado decir que los cultivadores de la ciencia de la política asumen
como variables independientes de sus investigaciones lo que los sociólogos
asumen como variables dependientes. Los primeros están más interesados
en explorar las influencias del sistema político institucional en la sociedad y
los problemas de ingeniería constitucional, mientras que los segundos se en-
caminan a comprender la influencia de las relaciones sociales en la forma-
ción y el funcionamiento de los aparatos políticos (Bottomore, 1979; Sola,
1997).
Ocupando un lugar privilegiado, uno de los telones de fondo que com-
promete y divide a los estudiosos de la política es la determinación de los ni-
veles de autonomía y de dependencia del subsistema político respecto al sis-
tema social en su conjunto. Tal controversia surge, paradójicamente, de la
compartida distinción entre Estado y sociedad civil elaborada en la etapa
ilustrada. Respecto a este debate se pueden distinguir dos tradiciones de pen-
samiento que están ligadas e impregnan a las diferentes formas de entender y
realizar la Sociología Política.
La primera tradición tiene como figura clave a Marx, y considera al sis-
tema político organizado (en la práctica, el Estado) como superestructura
que refleja las relaciones económico-sociales. Tal sistema se presenta priva-
do de una autónoma capacidad de orientación hacia la sociedad civil. A esta
posición se debe tanto la posibilidad teórica de prever la extinción del Esta-
do como sistema de dominio, una vez eliminada la propiedad privada de los
medios de producción, como la minusvaloración del análisis de los mecanis-
mos propiamente institucionales.
Dos son los grandes vacíos que se pueden detectar en este esquema teóri-
co-analítico. Por una parte, la imposibilidad de dar cuenta de la permanente
desigualdad social y política en los «socialismos reales». Por otra, la dificul-
tad para captar la específica función de regulación asumida por el Estado en
los países capitalistas avanzados. Todo ello ha provocado, en el mismo cam-
po marxista, un replanteamiento crítico de la teoría del Estado. Dicho re-
planteamiento ha llevado a algunos autores —buenos ejemplos son Offe

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(1985) y Poulantzas (1968)— al reconocimiento de la autonomía relativa del


sistema político respecto a las meras relaciones de clase.
Sin embargo, la segunda tradición politológica, cuyo eje central es We-
ber, sostiene programáticamente la idea de la relativa independencia del sis-
tema político. A pesar de que algunos exponentes radicales de esta orienta-
ción, como los elitistas Mosca (1953), Pareto (1964) y Michels (1996), incu-
rren en el límite opuesto al planteamiento marxiano, tiene el mérito de
evidenciar la incidencia del aspecto institucional y organizativo en el obrar
político, al que está conectado una congénita tendencia oligárquica. Más allá
de sus intenciones, la perspectiva weberiana nos pone en guardia ante la ilu-
sión de poder eliminar la asimetría propia de las relaciones de poder actuan-
do sobre los mecanismos estructurales de la sociedad, y revela la sempiterna
dialéctica entre la lógica de la emancipación democrática y la lógica del do-
minio.

2. PODER, AUTORIDAD, LEGITIMACIÓN

En un ensayo dedicado a la «Política como profesión», ensayo que es


considerado por buena parte de los especialistas como un clásico del pensa-
miento sociológico y politológico (Lamo de Espinosa, 2001), Max Weber
(2001) traza un amplio análisis conceptual e histórico-comparativo de los
elementos esenciales que marcan a la dimensión política de las relaciones
sociales. Las actividades que definimos como «políticas» tienen que ver con
el poder, pero éste es multiforme y ubicuo, es decir, se introduce en una mul-
tiplicidad de relaciones y de situaciones. Por tanto, no tiene un carácter in-
mediato lo que se debe entender con la palabra «política».
Desde el punto de vista del sentido común, el término política inmediata-
mente traslada a un conjunto de actores individuales (los políticos) y colecti-
vos (los partidos, los gobiernos, los Estados, las instituciones supranacionales)
que se ocupan profesional e institucionalmente del arte de gobernar una colec-
tividad, ya sea de grandes o pequeñas dimensiones. En términos generales se
puede decir que la política comprende «toda suerte de actividad directiva au-
tónoma» (Weber, 2001: 47) y, más concretamente, aquella «actividad que in-
fluye en la dirección de una asociación política» entre las que se encuentra el
«Estado». Quien hace política aspira a participar y a obtener el poder «o como
medio de servicio para otros fines —ideales o egoístas— o por el poder en sí
mismo» (Weber, 2001: 49).
Debido a estas complejas motivaciones la política siempre se mezcla con
concepciones religiosas, filosóficas, antropológicas, ideológicas y utópicas.
Todas ellas elaboran el sistema de los fines ideales a perseguir mediante la

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acción práctica; a la connatural distancia que siempre circula entre estos últi-
mos y las primeras a menudo se añade el deliberado propósito de esconder,
tras nobles fines ideales, la consecución del beneficio inmediato. De esta
forma se entra en aquella ambivalencia inextirpable de la ideología que, al
mismo tiempo, oculta y revela los fines intencionales del obrar.
La visión weberiana de la política está insertada en la tradición del «rea-
lismo político», tradición inaugurada por algunos proto-científicos de la po-
lítica como Maquiavelo y Hobbes. En tal visión la esencia de la política
coincide con la lucha por el poder y éste tiene como rasgo distintivo el ejer-
cicio de un dominio sobre otros que pueden ser aliados o contrarios. En este
último caso, sin embargo, son incapaces de oponerse eficazmente al más
fuerte. La observación de la fenomenología política, unida a una última re-
sistencia respecto a una perspectiva cínica, conducen a Weber a remarcar
que ningún poder (individual o colectivo) puede tener una estable duración
si no puede confiar en la convencida (y previsible) obediencia de la parte de
sociedad «que cuenta», que no necesariamente coincide con la mayoría. En
cuanto que representa la sedimentación de expectativas y de objetivos com-
partidos por los sujetos individuales y colectivos más influyentes, ninguna
institución política puede basarse sólo en el miedo de la amenaza, más bien
requiere la aceptación de una justificación plausible, es decir, una fuente de
legitimación que le proporciona la legitimidad de obrar.
Sobre esta base se apoya la distinción introducida por Weber entre las si-
tuaciones de puro poder, basadas en la imposición de hecho de un dominio,
y las situaciones de autoridad, donde las órdenes recibidas son aceptadas y
justificadas por quien obedece. A la antigua tripartición aristotélica de las
formas de gobierno y de los regímenes políticos a partir del número de quien
manda (monarquía, aristocracia, democracia) se añade, con Weber, una cla-
sificación ideal típica de las formas de poder basada, en primer lugar, en las
dotes extraordinarias del jefe que producen en los seguidores dedicación y fe
absolutas, dando vida a la «autoridad carismática»; en segundo lugar sobre
la autoridad del «eterno ayer», o bien sobre la «autoridad tradicional» como
la de los patriarcas y la de los antiguos reyes; por último la dominación ejer-
cida a partir de la confianza en las reglas y en los procedimientos legales, a
la que corresponde la autoridad «racional-legal» característica del Estado de
derecho moderno.
Por vía de las dinámicas que se instauran entre los que mandan y los que
obedecen, el principio de legitimidad influye de forma sustancial en la es-
tructura y el sentido de la dominación; también determina un diferente perfil
de los auxiliares y de los profesionales de la política que dan actuación física
al poder. Los actores políticos que compiten en la conquista y en la reparti-
ción del poder son muchos, más tras el advenimiento de los sistemas demo-

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MANUEL HERRERA GÓMEZ Y ANTONIO M. JAIME CASTILLO

crático-parlamentario-representativos que han abierto inéditas posibilidades


de participación para las «masas», lo que equivale a decir a la generalidad de
los individuos adultos pertenecientes a una delimitada porción de territorio.
En el ejercicio de su derecho de voto activo todo ciudadano se transfor-
ma en «político de ocasión» en relación temporalmente delimitada con el
proceso político. A este primer tipo de actores se añaden los «políticos afi-
cionados», que generalmente asumen un compromiso decisivo en la elabora-
ción de consensos (organizando asociaciones, movimientos, movilizaciones,
etcétera) sin llegar a convertir esta actividad en preponderante, y menos des-
de el perfil económico y temporal. Los «aficionados» no hacen depender de
la política toda su vida, aunque no desdeñan obtener de ella algún beneficio.
A esta burbuja de colaboradores pueden reconducirse en la práctica los «ac-
tivistas» de los movimientos y de los partidos, que a lo sumo dan su colabo-
ración gratuitamente, es decir, sin expectativas de recompensas monetarias,
sin renunciar al simbolismo de «sentirse» útil e importante.
La última categoría de actores coincide con los verdaderos y propios
«políticos de profesión» que establemente actúan en el terreno político e in-
troducen en él no sólo las propias pasiones, los propios intereses y los pro-
pios valores, también sus rasgos psicológicos, los propios conocimientos y
habilidades, los propios talentos y carismas. En esta perspectiva también se
inserta la reflexión sobre la relación entre «ética» y «política» ya que en la
concepción weberiana toda profesión tiene un «ethos» que en primer lugar
está plasmado por el sentimiento de desarrollar una «vocación-misión» y en
segundo lugar se convierte en un hábito mental y operativo.
Retomando un problema ya anunciado por Maquiavelo, es preciso seña-
lar que los gobernantes tienen que combatir entre seguir «la ética de la con-
vicción» y la «ética de la conveniencia», que Weber prefiere llamar «ética de
las responsabilidades» hacia la razón de Estado. Entre los profesionales de la
política se pueden distinguir dos figuras ideal típicas (que en los hechos pue-
den converger en la misma persona): los políticos que «viven para la políti-
ca», es decir, que hacen de ella una razón interior de vida y a lo sumo se
sienten al servicio de una «causa», y aquellos que «viven de la política», esto
es, que hacen de ella una fuente duradera de ganancias. Las distinción no im-
plica directamente que los primeros sean moralmente mejores que los segun-
dos o más desinteresados, ya que también intentan maximizar los beneficios
y privilegios. Más bien indica la modalidad de intervención en la vida políti-
ca que es posible, en parte, por los planteamientos personales y, en parte, por
las condiciones sociales y económicas de pertenencia.
Toda forma de ejercicio del poder político requiere la capacidad de com-
pensar a los propios ayudantes mediante instrumentos y modos de retribu-
ción material y simbólica. Cuando el soberano, el príncipe o el jefe de go-

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bierno tienen el control monopolista de las recompensas, más elevado es su


poder. Sin embargo, cuando deben confiar en los recursos que controlan sus
ayudantes (feudatarios, aristocráticos, jefes de partido), están más obligados
a establecer pactos que implican el propio reparto del poder. A su vez, los li-
gámenes con los miembros de la máquina política pueden ser de naturaleza
personal directa, como en el sistema feudal y aristocrático, o institucio-
nal-impersonal, como en el caso de las relaciones con los aparatos burocráti-
co-administrativos del Estado de derecho.
A diferencia de cuanto sucedía en el ámbito del Estado de tipo patrimo-
nial —donde los medios a administrar eran propiedad privada de los admi-
nistradores—, en el ámbito del Estado moderno se realiza al máximo el pro-
ceso de concentración de poderes en un único centro, formalmente coinci-
dente con el Estado, pero de hecho compuesto por un conjunto de poderes
soberanos (parlamento, gobierno, magistratura), de instituciones burocráti-
co-administrativas (centrales y periféricas), de asociaciones políticas organi-
zadas (partidos y movimientos). Tanto las asociaciones políticas como el
Estado pueden definirse no sólo a partir del contenido de sus acciones, tam-
bién en función de algunas características analíticas que establecen la tipici-
dad y (posiblemente) la univocidad. En el caso del Estado tal tipicidad con-
siste en el «control monopolista de la fuerza física legítima», es decir, en el
hecho de ser la única fuente del «derecho» a usar la fuerza hacia los ciudada-
nos. «El Estado, al igual que las asociaciones políticas que lo han precedido
históricamente, consiste en una relación de dominación de algunos hombres
sobre otros, se apoya en el medio de la fuerza legítima» (Weber, 2001: 49).
La escasa confianza de Weber en la democracia pluralista y en sus valores de
libertad e igualdad, le hace ubicar en un segundo plano los cambios introdu-
cidos en la etapa reformista, bajo el influjo no sólo de las doctrinas socialis-
tas y liberales, también de aquellas que se han inspirado en la doctrina social
Cristina.

3. LA POLÍTICA COMO SUBSISTEMA DE LA SOCIEDAD

Respecto al problema de la política, la perspectiva sociológica encuentra


en el siglo pasado un imprescindible punto de referencia en el ámbito de la
teoría estructural-funcionalista de T. Parsons. Desde el principio el sociólo-
go americano ha tenido la ambición de llevar a cabo una síntesis no sólo en-
tre acción y sistema, también entre las diferentes disciplinas que configuran
el corpus de las Ciencias Sociales.
En la perspectiva parsonsiana la política ocupa una posición central, uni-
da a la economía, el derecho, la antropología cultural y la psicología social.

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Siguiendo la tradición inaugurada por Weber, Parsons pretende alcanzar una


síntesis sistemática de las relaciones que circulan entre las diferentes partes
del sistema social, valiéndose para ello de su esquema analítico-interpretati-
vo ÁGIL (Parsons, 1951, 1999).
Para poderse desarrollar y sobrevivir, todo sistema, desde el más simple
al más complejo, debe responder positivamente a cuatro «problemas» o «im-
perativos funcionales»: a) adaptación (A), que corresponde a la necesidad de
asegurarse recursos suficientes en el ambiente circundante; b) la consecu-
ción de los fines, que consiste en el saber movilizar los propios recursos para
obtener los objetivos que se han fijado (G); c) la integración (I), que permite
coordinar, regular y controlar las relaciones entre las diferentes partes del
sistema; d) el mantenimiento de la estructura latente (L), basado en un siste-
ma de valores y de motivaciones que permiten la cohesión societaria. A cada
uno de estos cuatro requisitos funcionales corresponden, en todo sistema so-
cial concreto, otros subsistemas (económico, político, legal, educativo) que
actúan mediante específicas instituciones y específicos medios de intercam-
bio (figura 1).

FIGURA 1. Paradigma de las cuatro funciones y subsistemas sociales

A G
Adaptación Consecución de los fines

ECONOMÍA POLÍTICA

CULTURA DERECHO

L I
Mantenimiento de la estructura latente Integración

En el ámbito de este paradigma de cuatro funciones, Parsons hace coin-


cidir el trato constitutivo de la política (y de sus instituciones) con el requisi-
to funcional de la consecución de los fines por parte de una colectividad so-
cial o, en un nivel más general y abstracto, del sistema social. A diferencia
de Weber, que acentúa el carácter asimétrico del poder, Parsons insiste en el
carácter funcional y eficiente; no hace falta recordar que Parsons instaura

188
SISTEMA POLÍTICO Y SOCIEDADES COMPLEJAS: ESTABILIDAD Y CAMBIO

frecuentemente un paralelismo entre las categorías explicativas de la política


y de la economía. Ordinariamente los sujetos de la actividad política son las
organizaciones orientadas al desarrollo de específicas prestaciones funciona-
les para la colectividad societaria (Parsons, 1969: 318-319). Como cualquier
otra actividad funcional, la política debe estar regulada a partir de valo-
res-guía socialmente compartidos, entre los que figura en primer lugar la efi-
cacia, que según Parsons tiene un peso equivalente al requisito de la utilidad
en el ámbito de la acción económica. El proceso político no sólo tiene que
ver con la adopción de decisiones, también con el compromiso de desarro-
llar los valores de la colectividad de una forma adecuada a las exigencias de
la situación (Parsons, 1969: 320).
Una aportación innovadora en el ámbito de la teoría social es la defini-
ción parsonsiana del poder como «medio simbólico que circula en el sistema
al igual que el dinero». El poder representa para la política un recurso equi-
valente a lo que es la moneda para la economía o la influencia y la lealtad en
el ámbito de las instituciones legales y educativas. También para Parsons el
poder implica la «capacidad de obligar a los actores de una sociedad a satis-
facer las obligaciones que les son impuestas por obligaciones colectivas, de
forma que puedan movilizar los recursos de la sociedad para la consecución
de los fines planteados» (Parsons, 1969: 323). La confiada respuesta de Par-
sons en las capacidades integradoras y funcionales de los sistemas sociales,
le lleva a olvidar la existencia de tensiones y conflictos capaces de alterar al
mismo sistema. El poder no aparece, por tanto, como algo estable, más bien
es un bien relacional que se intercambia en el interior de situaciones, organi-
zaciones, instituciones que pueden asumir significados diferentes (Herrera,
Pagés, 2002).
En un ensayo dedicado al estudio sistemático del concepto de «poder po-
lítico» Parsons (1969: 352-404) identifica, preliminarmente, tres temas de
fondo que, en su opinión, no han sido satisfactoriamente definidos y re-
sueltos:
• El primero alude a la escasa atención prestada a las fuentes de legiti-
mación para tomar decisiones o imponer obligaciones.
• El segundo contempla la relación que circula entre los aspectos coerci-
tivos y consensúales del poder, como si fuesen entre sí intercambiables.
• El tercero observa la idea —derivada de la teoría de los juegos y adop-
tada entre otros autores por Lasswell (1965) y C. Wright Mills (1993)— de
que el poder es, de forma generalizada, un fenómeno de suma cero, es decir,
presente con una cantidad prefijada, de tal forma que la cuota poseída por al-
gunos es inevitablemente recortada de otros.
Parsons considera haber encontrado una solución adecuada al antiguo di-
lema coerción-consenso, sosteniendo que está entre ambos ya que integra

189
MANUEL HERRERA GÓMEZ Y ANTONIO M. JAIME CASTILLO

una pluralidad de factores y de resultados, aunque no puede ser identificado


con ninguno de ellos. También retiene que ha dado luz a la cuestión de la
suma cero, que no considera constitutiva del poder en general. Desde el pun-
to de vista analítico, el poder es concebido por Parsons como un recurso que
circula en el interior no sólo del subsistema político, también en el interior
de cada uno de los subsistemas funcionales que componen el sistema social:
económico, integrador y de los valores. Igual que el dinero es el medio gene-
ralizado del proceso económico, el poder representa el medio generalizado
típico del proceso político. Análogamente se puede decir que si en la esfera
económica los principales factores productivos son la tierra, el trabajo, el ca-
pital y la organización, en la esfera política los recursos equivalentes están
representados por la eficacia, la productividad de decisiones, las demandas
estructurales y la legitimación. En el ámbito político los deseos no están
orientados hacia el consumo, sino a la solución de los contrastes de intereses
en el interior del sistema. El paralelismo entre dinero y poder representa uno
de los rasgos distintivos del planteamiento parsonsiano respecto a la dimen-
sión política de los sistemas sociales y elabora una clave de lectura dotada de
gran abstracción y generalidad. Su punto de vista posee elementos de origi-
nalidad y elabora un esquema de referencia sucesivamente utilizado por al-
gunos politólogos.
Tanto en el ámbito de las relaciones económicas como en el de las políti-
cas se crean diferentes jerarquías; algunos poseen (dinero y poder) más que
otros. Pero, mientras que es fácil establecer las diferencias económicas, re-
sulta mucho más difícil reconocer las jerarquías del poder. En su forma legí-
tima el poder de un sujeto sobre otro consiste en el derecho del primero a to-
mar decisiones que tienen precedencia sobre las del segundo; en esto consis-
te lo que tradicionalmente se denomina autoridad. La primera función de
una autoridad superior es la de definir la situación para los niveles inferiores
de la colectividad. Sin embargo, en el ámbito de las democracias occidenta-
les modernas las autoridades superiores no son libres de decidir sin vínculos
ya que deben atenerse a la observancia de un orden normativo superior que
se asienta en leyes fundamentales como son, por ejemplo, las constituciones.
La referencia al concepto de sistema (y de subsistema) para examinar el
lugar de la política en la vida social, tiene el mérito de subrayar la existencia
de un conjunto de partes (relativamente simples o complejas) entre sí inter-
dependientes, que compiten para formar una totalidad tendencialmente inte-
grada —como sostienen los teóricos funcionalistas clásicos (Durkheim, Ma-
linowski, Radcliffe-Brown, Parsons, Merton— o, por el contrario —como
sostienen los teóricos del planteamiento sistémico-cibernético (Weiner, Von
Bertalaffy, Luhmann)— tienen entre sí una relación constantemente inesta-
ble y dinámica, que alcanza estados de equilibrio provisionales mediante

190
SISTEMA POLÍTICO Y SOCIEDADES COMPLEJAS: ESTABILIDAD Y CAMBIO

procesos de adaptación sistema-ambiente regulados por mecanismos de


feedback positivos o negativos.
Mientras que Parsons ha atribuido una relevante importancia al subsiste-
ma cultural, de los valores, normativo, en otras escuelas de pensamiento sis-
témico este interés pasa a un segundo plano o es ignorado. En este sentido,
emblemático es el alejamiento del pensamiento parsonsiano realizado por N.
Luhmann (1990) mediante su teoría de los sistemas sociales complejos regu-
lados por la dialéctica entre sistemas progresivamente especializados y
auto-referenciales y ambientes cada vez más complejos, impredecibles e in-
descifrables. De los originarios imperativos funcionales tan sólo sobrevive
el primero, coincidente con la capacidad de adaptación. Al punto de vista or-
ganicista-integrador se opone en la práctica una perspectiva fuertemente in-
fluenciada por la percepción de una creciente diferenciación de las relacio-
nes sociales y políticas que ubica en primer plano la complejidad sistémica
frente a la síntesis normativa (Donati, 1996).
Una interesante contribución científica ha sido llevada a cabo por la teo-
ría sistémica de Easton (1965). En ella se analiza el sistema político en tér-
minos de intercambio o transacción entre el ambiente intra-social —com-
puesto por el conjunto de subsistemas que configuran la sociedad global— y
el ambiente extrasocial —representado por los desafíos (ambientales,
geo-políticos, internacionales) externos al sistema de referencia—. El siste-
ma político constantemente debe relacionarse con cuatro problemas especí-
ficos:
• La expresión de las exigencias.
• La reducción de las exigencias y la producción de las decisiones.
• La promoción del consenso.
• La adaptación.
Para mantener el equilibro el sistema político debe saber reducir la so-
brecarga cuantitativa y cualitativa de las exigencias que le son impuestas, ac-
tuando sobre el igualamiento de las demandas expresadas por los diversos
grupos de presión, lo que equivale a decir el conjunto de los sujetos organi-
zados (asociaciones, movimientos, partidos) que tratan de influenciar la vida
política. Al igual que los partidos, también para los grupos de presión se
pueden analizar los tipos, las finalidades, la estructura, los medios de acción.
No todas las exigencias advertidas por los singulares y por los grupos orga-
nizados se transforman en demandas públicas, tan sólo aquellas que se fil-
tran (y son recibidas) mediante los canales institucionalmente previstos,
como, por ejemplo, los partidos, los sindicatos, los líderes de opinión, los
aparatos político-administrativos y judiciales, etc.
Junto a las formas de regulación estructural de la conversión de las nece-
sidades en exigencias políticas, también operan las formas de regulación

191
MANUEL HERRERA GÓMEZ Y ANTONIO M. JAIME CASTILLO

cultural. Ejercen una reducción de la sobrecarga de las demandas mediante


la prescripción de lo que es «lícito», «legítimo», «correcto», es decir, con-
forme a la ideología y la cultura dominante en la colectividad de referencia.
En síntesis, las diversas formas de regulación dependen tanto de la cultura,
como de la estructura política y social. La producción de decisiones políticas
vinculantes para todos implica la elección de las prioridades y, al mismo
tiempo, la capacidad de realizar una síntesis (real aunque provisional) de las
diferentes y constantes exigencias en juego.
Al requisito funcional de la reducción de las exigencias contribuyen de
forma ordinaria los singulares partidos políticos, ya sea mediante sus progra-
mas electorales, ya sea a través de la representación de los intereses y de las
orientaciones ideológicas del electorado, ya sea a través de sus leaders.
También son instrumentos de síntesis y de reducción de la complejidad las
asambleas electivas-representativas (parlamentos, consejos regionales y mu-
nicipales) y los mismos gobiernos. Cuanto más acuerdo existe entre los par-
tidos y los leaders que sostienen los gobiernos, más agradable resulta la de-
finición de las decisiones. En todo caso, son determinantes el sistema de par-
tidos, el sistema electoral, las formas de gobierno, los poderes de los
parlamentos, etcétera, lo que equivale a decir las complejas características
del sistema institucional político.
Ningún sistema político puede sobrevivir si no puede contar con «fuen-
tes de apoyo» (religiosas, filosóficas, ideológicas, materiales) en situación
de contrarrestar eficazmente las tendencias centrífugas, los disensos y los
conflictos que pueden nacer. Ya que los sistemas políticos moderno-contem-
poráneos son muy complejos es necesario que el consenso esté asegurado
por todas las partes del sistema, desde las básicas, que comprenden la comu-
nidad nacional, étnica, religiosa hasta los valores políticos fundamentales
codificados en las cartas constitucionales, a los ligados a las formas de Esta-
do (monárquico, republicano, nacional, federal) y de gobierno, es decir, los
aspectos constitutivos del llamado «régimen político», hasta la confianza en
las confrontaciones de las singulares autoridades (leaders políticos, jefes de
gobierno, jefes de Estado) que ocupan puestos de representación y mando.
El escaso consenso hacia los componentes de la clase política, hacia algunas
instituciones o hacia algunos aspectos del output político (las decisiones) no
mina, sin embargo, la confianza en el régimen democrático o en la colectivi-
dad nacional. Ahora bien, la situación puede hacerse crítica cuando los di-
sensos y los conflictos se concentran contemporáneamente sobre más líneas
de fractura, ya que se podría verificar una crisis generalizada de apoyo al sis-
tema político, como típicamente sucedió en el tránsito del Antiguo Régimen
al Régimen Republicano y posteriormente napoleónico en Francia o, más re-
cientemente, en el tránsito del sistema soviético al sistema neopluralista del

192
SISTEMA POLÍTICO Y SOCIEDADES COMPLEJAS: ESTABILIDAD Y CAMBIO

Este Europeo, simbólicamente representado por la caída del muro de Berlín,


acontecido doscientos años después de la Revolución Francesa.
En la línea de las explicaciones funcionales elaboradas por Merton
(1995) más que por Parsons, y por ello más atento a las correspondencia en-
tre dato empírico y teoría, Almond (1972) examina las funciones que el sis-
tema político puede asumir, identificándolas entre diferentes categorías se-
gún el nivel de análisis. En primer lugar están las «capacidades del sistema»,
que contemplan las relaciones entre el sistema político y su ambiente. Las
funciones de conversión política de los inputs y de los outputs, sin embargo,
comprenden la expresión y la reducción de las peticiones. Son definidas
como las funciones de conservación y adaptación del sistema.
El interés de Almond es medir el grado de eficiencia de cada sistema po-
lítico considerando las «capacidades de extracción», es decir, las capacida-
des de movilizar los recursos del ambiente interno o externo teniendo en
cuenta el compromiso solicitado a los diferentes niveles de gobierno (local,
regional, nacional), el apoyo político asegurado a los aparatos político-admi-
nistrativos y el quantum de medios coercitivos o consensúales utilizados. Un
segundo conjunto de elementos contempla la «capacidad de regulación» o
bien el control del comportamiento de los individuos y de los grupos. Poste-
riormente son consideradas la «capacidad de redistribución» de bienes, ser-
vicios, ingresos a los individuos y a los grupos sociales y la «capacidad reac-
tiva» mediante la que se mide la sensibilidad del sistema político a las peti-
ciones avanzadas en sus confrontaciones. Por lo que respecta a las funciones
de conversión política se retoman las características esenciales de los inputs
y de los output del sistema político enumeradas por Easton, pero también las
clásicas prestaciones realizadas por las funciones ejecutivas, legislativas y
judiciales del Estado democrático moderno. A diferencia de Easton,
Admond atribuye un rol relevante y autónomo a la comunicación política,
entendida como recurso de la clase política en el gobierno.
Para que un sistema político dure es necesario que sepa desarrollar «fun-
ciones de conservación y de adaptación» respecto al ambiente externo. Tal
objetivo puede alcanzarse mediante una diferenciación estructural (creando
nuevas estructuras políticas, nuevas reglas constitucionales y electorales,
etc.), o bien reclutando nuevo personal político con mecanismos de circula-
ción y recambio de las «élites» ya examinadas por los clásicos (Mosca, Pare-
to, Michels). El reclutamiento del personal político depende de la estructura
de clases, de los procesos de movilidad social, del grado de apertura-cierre
de las clases dirigentes, pero también, en un sistema pluralista y abierto, del
tipo de socialización y cultura política difundido entre la población o entre
sus potenciales dirigentes. Un precio impagable de los planteamientos es-
tructural-funcionalistas y sistémicos revisados está en mostrar la estable co-

193
MANUEL HERRERA GÓMEZ Y ANTONIO M. JAIME CASTILLO

nexión entre el sistema político y la sociedad global. Y también en la posibi-


lidad de ofrecer esquemas para el análisis comparado de los sistemas
políticos.

4. CULTURA Y ESTRUCTURA POLÍTICA

En la línea de la tradición estructural-funcionalista, pero con pretensio-


nes más empírico-interpretativas, el sistema político ha sido analizado como
un conjunto de estructuras y de procesos directamente observables. Las es-
tructuras políticas pueden clasificarse a partir del nivel de diferenciación y
especialización de sus roles políticos. Concebida de esta forma, de la estruc-
tura política forman parte, por ejemplo, los sistemas de gobierno, los siste-
mas electorales, los aparatos burocráticos, y el conjunto de las instituciones
conectadas a cada uno de estos subsistemas. Junto a la diferenciación fun-
cional existente entre las partes del sistema político también es importante
analizar las relaciones de dependencia entre los singulares subsistemas y, es-
pecíficamente, entre el cultural, el normativo y el político.
Concretamente, un importante filón de estudios ha concentrado la aten-
ción sobre el rol sistémico de la «cultura política», que comprende el con-
junto de los conocimientos, de las valoraciones y de las reacciones emocio-
nales que tienen un impacto directo sobre el comportamiento y los plantea-
mientos políticos en la determinación del concreto funcionamiento del
sistema político. En el origen de tal perspectiva está la aportación teórica y
metodológica de la investigación comparada sobre los fundamentos cultura-
les de la democracia en cinco países llevada a cabo por Almond y Verba en-
tre 1958 y 1963 (Aldmond y Verba, 1970). El punto de partida de la investi-
gación es la constatación de la sustancial fragilidad, incluso en los países oc-
cidentales, de la democracia parlamentario-representativa, así como la
dificultad de implantar regímenes democráticos en países de reciente inde-
pendencia. Para desarrollar un sistema democrático de carácter pluralista y
participativo no basta con implementar mecanismos institucionales (división
de poderes, parlamentos, pluralidad de partidos, técnicas de decisión, etc.),
también es necesario, por una parte, desarrollar entre la población plantea-
mientos, comportamientos, conocimientos y políticas congruentes con el sis-
tema ideal, y, por otra, las concretas condiciones estructurales de la sociedad
de referencia.
Si en el nivel intuitivo, por cultura política se entiende el conjunto de los
planteamientos y de las orientaciones en referencia al sistema político y, más
concretamente, hacia las autoridades políticas, las instituciones y los órga-

194
SISTEMA POLÍTICO Y SOCIEDADES COMPLEJAS: ESTABILIDAD Y CAMBIO

nos de información, bajo el perfil sistemático, también en la cultura política


es necesario distinguir:
• Una dimensión cognitiva, que comprende el conjunto de los conoci-
mientos acumulados sobre el sistema político.
• Una dimensión afectiva, correspondiente a la esfera de los sentimien-
tos simpatía-antipatía, atracción-rechazo hacia los singulares acontecimien-
tos, valores y sujetos.
• Una dimensión valorativa, que comprende los juicios de valor sobre
los fenómenos políticos.
A partir de estos elementos analíticos, que corresponden en el nivel em-
pírico a específicos indicadores, los dos estudiosos estadounidenses identifi-
can tres modelos de cultura política:
• Cultura parroquial: particularista y sustancialmente apática.
• Cultura de la dependencia: pasiva y orientada a la delegación a-crítica.
• Cultura de la participación: abierta, activa, motivada.
También establecen un paralelismo entre los tipos de cultura y los tipos
de estructura política: a la cultura parroquial le corresponde una política tra-
dicional y descentralizada; a la cultura de la subordinación una política pro-
piamente democrática. Cuando la congruencia entre los dos términos es ele-
vada, el sistema político es sustancialmente estable y viceversa. No está de
más recordar que en la vida real los tipos puros representan una excepción
más que la norma, y que las orientaciones de todo singular individuo, como
las de todo concreto sistema político, son complejas, es decir, participan
contemporáneamente de más configuraciones ideal típicas.
En consonancia con una antigua tradición de pensamiento, representada
entre otros por el protosociólogo Montesquieu, se puede decir que Almond y
Verba buscan en qué medida están presentes entre la población en edad de
votar las «virtudes» típicas de la cultura política democrática, que pueden
encontrarse en el espíritu participativo, en la conciencia de los propios dere-
chos de ciudadanía, en el deseo de ser y estar informados sobre las decisio-
nes políticas (generales, colectivas y públicas). La cultura cívica ideal debe-
ría poseer, según Almond y Verba, un conjunto compuesto de virtudes y na-
cería de un mix equilibrado de cada uno de los elementos indicados. Si un
exceso de parroquialismo o de dependencia impiden la presencia de estímu-
los vitales para el sistema político, un exceso de participación podría condu-
cir a procesos de decisión no concluyentes y complicados.
Entre los componentes de la cultura cívica, estos científicos sociales tra-
tan de medir en primer lugar el nivel de los conocimientos políticos (inci-
dencia de las acciones gubernamentales en la vida cotidiana, información
política, interés por la política); el grado de tolerancia hacia los adversarios
políticos; la propensión subjetiva a la movilización política en formas con-

195
MANUEL HERRERA GÓMEZ Y ANTONIO M. JAIME CASTILLO

vencionales (votaciones, peticiones, etc.) y no convencionales (acciones de-


mostrativas colectivas, adhesión a huelgas, etc.); la valoración de los inputs
y de los output del sistema político; la confianza en las instituciones cardina-
les de la sociedad civil y política (familia, iglesia, policía, parlamento, etc.)
de la que se extrae cuál es la propia colectividad de pertenencia.
La cultura política ejerce sobre el funcionamiento del sistema político
una influencia aún más determinante que las propias instituciones y estructu-
ras políticas, en cuanto que confiere a estas últimas los significados efecti-
vos y determina sus concretas modalidades de acción. Ésta es la razón prin-
cipal por la que no se puede pensar que sea suficiente exportar a cualquier si-
tuación un modelo organizativo e institucional para que produzca los efectos
esperados. En todos estos casos, como enseña la experiencia, la sociedad y
la cultura del lugar toman la revancha y elaboran soluciones en buena medi-
da no queridas o no previstas. Los ejemplos más impactantes proceden de
los países africanos y asiáticos con estructuras culturales o sociales tradicio-
nales, de tipo parental y tribal, donde se han trasplantado los sistemas occi-
dentales, con la ilusión de que podrían de por sí transformar las relaciones
políticas pre-existentes. Almond subraya la complejidad de las relaciones
entre diferenciación estructural y modernización, especialmente donde se re-
fiere a tradiciones culturales no occidentales.
Muy ligado al problema de la cultura política está el tema de la sociali-
zación política, que implica a diferentes agentes y no presenta necesaria-
mente resultados integradores y estabilizadores para el sistema político.
Los grupos generacionales que en los años sesenta y setenta participaron
activamente en la protesta estudiantil contrastaron con su precedente socia-
lización y organizaron movimientos contraculturales orientados a la rebe-
lión más que a la innovación. La socialización política también es conside-
rada por los gobernantes como un objetivo estratégico a perseguir y es asu-
mida en intentos explícitamente propagandistas y manipuladores. La
socialización política cambia en relación a los ambientes sociales de perte-
nencia, a las preferencias ideológicas de los agentes de socialización pri-
maria y secundaria, a las re-elaboraciones críticas realizadas por cada sin-
gular individuo a partir de las propias convicciones subjetivas y de los gru-
pos de referencia.
Mientras que en el interior de las interpretaciones funcionalistas de la so-
ciedad, la socialización posee funciones integradoras, de conservación y de
reproducción del orden social y político, en las perspectivas del conflicto la
socialización forma parte de la crítica a la ideología y al falso conocimiento.
Por otra parte, el nacimiento de formas de disenso y de contracultura impli-
can la realización con éxito de un proceso de re-socialización de los indivi-
duos en nuevos valores, metas e intereses. También en el ámbito del proceso

196
SISTEMA POLÍTICO Y SOCIEDADES COMPLEJAS: ESTABILIDAD Y CAMBIO

de (re) socialización política se han identificado diversas etapas que —según


la propuesta de Easton— pueden reconducirse a:
• La politización: sensibilización respecto a los problemas políticos.
• La personalización: aceptación de modelos de referencia.
• La idealización de la autoridad.
• La adhesión generalizada a los símbolos de autoridad legítima y a sus
representantes.
La cultura política tiene un componente de estabilidad importante a lo
largo del tiempo. Como demostraron los primeros estudios sobre socializa-
ción política, las principales normas y valores políticos, incluyendo las acti-
tudes básicas de afinidad o aversión hacia los principales actores del proceso
político, se aprenden a edades muy tempranas, de manera que la socializa-
ción política más importante tiene lugar en los primeros estadios del proceso
de socialización (Jaime, 2000). Ahora bien, la cultura política cambia y evo-
luciona a lo largo del tiempo, a medida que las condiciones de socialización
cambian de una generación a la siguiente. Éste es el argumento central desa-
rrollado por Inglehart (1977, 1991) en sus estudios comparativos sobre el
cambio de valores en las sociedades industriales avanzadas. La emergencia y
difusión de nuevos valores políticos está directamente vinculado con el pro-
ceso de reemplazo generacional.
Partiendo del supuesto de que la cultura política es la base de legitima-
ción de las instituciones políticas y del sistema de gobierno en su conjunto,
los cambios en la cultura política afectan de manera determinante a la estruc-
tura y funcionamiento del sistema. Aquí se da una relación dialéctica o un
problema de ajuste entre los ritmos de evolución de las pautas culturales y
los cambios que se producen en las instituciones políticas. La evidencia his-
tórica y empírica sugiere que los procesos de adaptación entre cultura e insti-
tuciones son complejos y dilatados a lo largo del tiempo. Esto es tanto más
importante en la situación actual, en donde los ritmos acelerados de cambio
social y el carácter fragmentado de las sociedades contemporáneas producen
importantes presiones sobre el sistema político.
Este equilibrio inestable entre cultura e instituciones políticas ha llevado
en el último tercio del siglo xx a un fenómeno ampliamente difundido en las
democracias occidentales de alineación política o alejamiento de los indivi-
duos con respecto a las instituciones políticas. Las manifestaciones más evi-
dentes de este fenómeno se reflejan en el desinterés por los asuntos públicos,
en la erosión de formas importantes de participación socio-política que liga-
ban tradicionalmente al individuo con su comunidad política y en la apari-
ción y difusión de una maladie politique que provoca una erosión importante
de la confianza en las instituciones políticas y en los cargos de autoridad
(Jaime, 2003).

197
MANUEL HERRERA GÓMEZ Y ANTONIO M. JAIME CASTILLO

Los principales síntomas de esta maladiepolitique son varios: pérdida de


confianza en el Estado y en las instituciones políticas en general (Pharr y
Putnam, 2000), caída en los indicadores de eficacia política externa (Monte-
ro, Gunther y Torcal, 1997), debilitamiento de las lealtades partidistas, tanto
en su dimensión afectiva (grado de proximidad a los partidos políticos),
como en su dimensión comportamental (pérdida de influencia de estas leal-
tades partidistas en la determinación de la decisión de voto) y cognitiva (ero-
sión de la capacidad de los partidos para generar y orientar estados de opi-
nión), incremento de la volatilidad electoral (López Pintor, 1997), insatisfac-
ción con el funcionamiento de la democracia, pérdida de confianza en el
futuro (Yankelovich, 1994), etc.
Este clima de malestar se encuentra relacionado con una serie de cam-
bios que han tenido lugar en estas sociedades en las últimas décadas en di-
versos ámbitos: cultural, económico y político. La legitimidad del orden so-
cial democrático, en cualquier caso, parece fuera de discusión. La adhesión a
la democracia como forma de gobierno ideal sigue en niveles altos y no exis-
ten movimientos sociológicamente relevantes en el seno de nuestras socie-
dades que planteen un modelo alternativo de convivencia (Jaime, 2003).
Crozier, Huntington y Watanuki (1975) han descrito esta situación como un
«consenso sin objetivos», que se traduce en una «democracia anómica». En
el pasado, la religión, la ideología o la clase social proporcionaban objetivos
a la gente. No obstante, con el declinar de los grandes sistemas de pensa-
miento de la modernidad, ninguna de estas fuerzas parece tener el suficiente
impulso para la acción colectiva.
Los gobiernos totalitarios establecen objetivos globales para la sociedad,
tales como el desarrollo del espíritu nacional o la construcción del socialis-
mo. Sin embargo, en un sistema democrático, los objetivos no pueden ser
impuestos desde arriba. Éstos deben ser producto de la percepción de grupos
significativos dentro de la sociedad de un gran desafío que amenace el bie-
nestar colectivo y de la percepción de que este desafío amenaza a todos por
igual. Así, por ejemplo, ha sucedido en épocas de confrontación bélica o en
períodos de reconstrucción nacional (Crozier, Huntington y Watanuki,
1975). Sin embargo, en la actualidad, conforme la vida se ha ido haciendo
menos insegura en términos materiales, estos desafíos han desaparecido del
horizonte temporal en nuestras sociedades.
A grandes rasgos podrían identificarse dos tipos de tendencias que se co-
rrelacionan con este fenómeno del descontento político. Por una parte, en el
corto plazo, los indicadores de coyuntura económica guardan una relación
muy consistente con las medidas de evaluación de la situación económica
personal y nacional, de la situación política del país y con la valoración de la
actuación cotidiana de los poderes públicos. Se trata de indicadores coyuntu-

198
SISTEMA POLÍTICO Y SOCIEDADES COMPLEJAS: ESTABILIDAD Y CAMBIO

rales que muestran una alta variabilidad en el corto plazo, puesto que hacen
referencia a estados de opinión sobre aspectos coyunturales en un momento
dado. No obstante, la variabilidad de estos indicadores no viene completa-
mente explicada por las fluctuaciones del ciclo económico a corto plazo. So-
bre ellos influyen también otros estados de opinión que se desarrollan en res-
puesta a determinados eventos ocasionales, pero cuya influencia sigue ope-
rando en el corto plazo. Los estados de opinión se suceden con relativa
rapidez, en lo que Rafael López Pintor (1997) denomina «síndrome ciclotí-
mico de la opinión pública».
Por otra parte están los indicadores más estables del descontento políti-
co. Son los que se refieren a la evaluación de la eficacia del sistema político
o la capacidad del sistema para enfrentarse a los problemas importantes del
país, la percepción de la accountability del sistema político o la confianza
política en general. Estos indicadores guardan también relación con la evo-
lución de la situación económica. Los dos valles en los niveles de satisfac-
ción con el funcionamiento de la democracia en Europa se producen a final
de la década de los setenta y a principios de la década de los noventa. Sin
embargo, describen tendencias que son más persistentes en el tiempo, más
allá de las variaciones cíclicas que puedan deberse al efecto de los factores
del ciclo económico. Así, por ejemplo, la confianza política muestra una ten-
dencia a la baja desde la década de los sesenta hasta la de los noventa en la
mayoría de países occidentales, más allá de las grandes caídas que se han
producido durante las recesiones económicas y las recuperaciones relativas
en tiempos de crecimiento económico.
Así pues, para entender el descontento político hemos de tener presente
que estamos analizando tendencias dispares que recogen aspectos distintos
de la percepción del público occidental. Y cada una de estas tendencias ope-
ran con una longitud de onda distinta. Esta evidencia empírica se ve apoyada
por la distinción clásica de Rokeach entre valores, actitudes y opiniones. Las
actitudes evolucionan con una periodización temporal amplia, mientras que
las opiniones exhiben una alta volatilidad, amplificada por la forma de pre-
sentar la información en los medios de comunicación, un tema al que habría
que prestarle alguna atención.
Si los factores explicativos de las tendencias de opiniones hay que bus-
carlas en el corto plazo, los factores que expliquen los ciclos más dilatados
de las actitudes hacia el sistema político habrá que buscarlo en el devenir
histórico más amplio de las transformaciones que tienen lugar en las socie-
dades avanzadas de Occidente en la segunda mitad de este siglo. Estas trans-
formaciones han tenido lugar en diversos ámbitos: cultural, económico y
político. En el ámbito cultural, a más largo plazo, se pueden identificar una
serie de tendencias, entre las que habría que destacar el proceso de indivi-

199
MANUEL HERRERA GÓMEZ Y ANTONIO M. JAIME CASTILLO

dualización y la erosión de la autoridad tradicional. El proceso de individua-


lización, ha hecho a los ciudadanos occidentales sentirse más dueños de su
propio destino personal, pero también más aislados y más desconfiados de
las instituciones.
A largo plazo, la evolución de la confianza en las instituciones políticas
parece estar estrechamente relacionada con variables culturales. La hipótesis
más plausible es que el progreso del individualismo está estrechamente rela-
cionado con la desconfianza en las instituciones públicas. La experiencia de
las burocracias impersonalizadas de la modernidad parece haber provocado
un retraimiento hacia espacios privados de relación social, donde predomi-
nan las interacciones cara a cara y no existen relaciones verticales de autori-
dad. La evidencia sugiere que estamos en un proceso de transición y adapta-
ción a un nuevo marco de relaciones entre los ciudadanos y Estado.
Las instituciones políticas tradicionales, excesivamente burocratizadas,
no tienen la capacidad para adaptarse a ese nuevo marco de relaciones.
Algunos estudios electorales sugieren que la distancia entre los partidos po-
líticos y los ciudadanos en distintas áreas de la vida social se ha incrementa-
do en la última década. La difusión de los valores posmaterialistas provoca
un cambio en la agenda política tradicional (Inglehart,1998), en la que en-
tran nuevas cuestiones como la preocupación por los temas medioambienta-
les, desplazando a los antiguos cleavages políticos sobre el que se vertebra
el sistema de partidos en la sociedades políticas de la modernidad.
El cambio de valores que tiene lugar en las últimas décadas en las socie-
dades industriales avanzadas es un proceso de profundo calado histórico.
Dos de sus manifestaciones resultan de particular interés para el objetivo de
este trabajo: la emergencia de un nuevo tipo de valores, a menudo denomi-
nados posmaterialistas y la progresiva tendencia a la erosión de las fuentes
de autoridad tradicional, con la correlativa primacía de la autonomía perso-
nal. Estas transformaciones han alterado radicalmente la configuración de
los ámbitos público y privado. Según la conocida tesis de Ronald Inglehart,
la segunda mitad del siglo xx ha sido el escenario de la emergencia de un
nuevo tipo de valores denominados posmaterialistas, que pasan a sustituir a
los antiguos valores materialistas y que reflejan un cambio cualitativo en las
metas y aspiraciones de los individuos en las sociedades industriales avanza-
das. Dos hipótesis fundamentalmente explican esta transición en el ámbito
cultural (Inglehart, 1991).
De acuerdo con la hipótesis de la escasez, la prosperidad económica tie-
ne una utilidad marginal decreciente porque más allá de cierto umbral, cuan-
do las necesidades básicas están cubiertas para la mayoría de la población,
las preocupaciones tradicionales por la supervivencia van siendo sustituidas
por intereses de tipo intelectual o artístico. De acuerdo con la hipótesis de la

200
SISTEMA POLÍTICO Y SOCIEDADES COMPLEJAS: ESTABILIDAD Y CAMBIO

socialización, las cohortes que se socializan en un contexto de abundancia


económica tienden sistemáticamente a desarrollar valores posmaterialistas.
Por otra parte, el movimiento hacia la individualización de los valores impli-
ca una relajación de los antiguos controles sociales y un debilitamiento de
los vínculos que unen a los individuos con las instituciones tradicionales. En
términos operativos, «individualización designa al proceso histórico en que
los valores, creencias, actitudes y comportamientos tienden a fundarse en la
elección personal y no a depender en último término de la tradición y de las
instituciones sociales y su control social» (Halman y Moor, 1994: 30).
La evidencia empírica sugiere una amplia difusión de los valores indivi-
dualistas en las últimas décadas en las sociedades industriales avanzadas, y
aun incluso en varias sociedades en vías de desarrollo. Tal como señala Yan-
kelovich (1994), la experiencia de la libertad es un camino sin vuelta atrás.
Las sociedades actuales no están dispuestas a renunciar a amplios márgenes
de libertad y permisividad moral. La única excepción en perspectiva compa-
rada parece ser Dinamarca, una sociedad con altos niveles de permisividad
moral a principios de los ochenta, que experimenta un retroceso importante
de los valores individualistas en las dos últimas décadas. Curiosamente, es
uno de los pocos países en los que la confianza en instituciones tradicionales
se incrementa correlativamente en este periodo.
La situación actual de crisis en las relaciones entre individuos y comu-
nidad política se plantea en términos de contradicciones. Por una parte,
el papel del Estado está en permanente redefinición. La crisis del Estado
de bienestar, que permanece instalada en la práctica y los discursos políti-
cos desde principios de los años setenta, hace que las relaciones entre el
Estado y la sociedad civil estén en permanente indefinición. Reincidiendo
en la tesis de Ladd (1993) se desconfía del Estado porque se sabe que fun-
ciona mal pero tampoco se tiene una idea clara de cómo podría funcionar
mejor.
Se buscan soluciones dentro del propio Estado para los problemas de
funcionamiento de las burocracias estatales. Es a primera vista contradicto-
rio el hecho empíricamente demostrado de que cuanto menor es el nivel de
satisfacción con el funcionamiento de las instituciones políticas, se pida un
mayor crecimiento de las responsabilidades del Estado, del presupuesto pú-
blico y de los servicios públicos. Y todo ello compatible con una visión fuer-
temente crítica de la gestión pública. La conclusión que se puede plantear es
que los ciudadanos occidentales, especialmente los europeos, siguen pidien-
do al Estado que resuelva los problemas sociales fundamentales. La opinión
pública es crítica con la forma en que el Estado gestiona, pero no existe hoy
por hoy una alternativa de gestión claramente definida. Se produce una frus-
tración de las expectativas porque el Estado es de todo punto incapaz de sa-

201
MANUEL HERRERA GÓMEZ Y ANTONIO M. JAIME CASTILLO

tisfacer todas las demandas que se le plantean. Y esto genera insatisfacción


con el funcionamiento de la democracia.
Se percibe claramente un enorme lag entre las expectativas depositadas
en el Estado y la capacidad de éste para hacerles frente. El ajuste entre reali-
dad y expectativas habrá de ser, por fuerza, un proceso largo y complejo. La
responsabilidad recae básicamente del lado del Estado, cuyos mecanismos
institucionales deberán adaptarse a un marco de relaciones más igualitarias
entre los individuos y las instituciones. El cambio de valores ha hecho que
nuevos ciudadanos evalúen las instituciones públicas no tanto en términos
de la autoridad legal-racional, como en términos de satisfacción de de-
mandas.
La crisis actual de confianza en las instituciones públicas se dirige contra
el modo de gestión de tales instituciones y no contra la propia legitimidad de
las instituciones democráticas (Jaime, 2003). El motivo es la falta de con-
gruencia entre los viejos estilos de la burocracia y las instituciones políticas
y los nuevos valores dominantes de la libertad personal. Lo que está en cues-
tión es el valor de la autoridad y su ejercicio por parte de las instituciones
tradicionales. Por este motivo, la participación política se desplaza a ámbitos
fuera de la política tradicional de partidos, como el Tercer Sector en el que
surgen movimientos que reciben una adhesión ciudadana creciente. La con-
fianza en estas instituciones crece al tiempo que desciende la confianza en
las instituciones políticas tradicionales. A partir de los nuevos actores que
entran en el universo político se construyen nuevas formas de participación
política, apoyadas por las nuevas tecnologías de la información que abren
perspectivas a una nueva configuración de los espacios políticos.
En la cultura política de las sociedades industriales avanzadas se está de-
cantando un «cleavage» o fractura política que enfrenta dos formas de enten-
der las instituciones públicas: la de los «institucionalistas integrados» y la de
los «demócratas libertarios» (Jaime, 2003). Los primeros evalúan de manera
positiva el funcionamiento de las instituciones políticas tales cuales y están
satisfechos con la forma en que se gestiona la democracia en el país. Los se-
gundos son críticos con las instituciones, piensan que éstas son poco recepti-
vas a las demandas de la ciudadanía en general y están insatisfechos con el
funcionamiento general de la democracia.
En términos de los valores que defienden, los «demócratas libertarios»
pueden ser identificados como posmaterialistas, mientras que los «institu-
cionalistas integrados» defienden valores materialistas. En el grupo de los
«demócratas libertarios», la insatisfacción con el funcionamiento de la de-
mocracia se traduce en desconfianza hacia las instituciones políticas tradi-
cionales y una visión insatisfactoria de la forma en que el sistema político
responde a las demandas de la sociedad. El compromiso democrático es ele-

202
SISTEMA POLÍTICO Y SOCIEDADES COMPLEJAS: ESTABILIDAD Y CAMBIO

vado y, por ello, el interés por las cuestiones políticas también es alto. Y esto
lleva, en última instancia, al desarrollo de formas de acción política no con-
vencional, por oposición a las formas de participación política tradicionales.
En términos de activismo político, los «institucionalistas integrados» es-
tán alienados de la política. Tienen menos grado de interés por las cuestiones
políticas generales, menor nivel de compromiso político y están menos pre-
dispuestos a participar en formas de acción política no convencional. Están
políticamente satisfechos y esa satisfacción con la forma en que funciona el
sistema político lleva a la apatía. El interés por la política es bajo porque se
parte de que el funcionamiento normal de las instituciones es el correcto.
Las instituciones de autoridad cumplen con su función de garantizar la esta-
bilidad del orden político y social y el bienestar económico.
La evolución futura de las actitudes hacia las instituciones públicas va a
depender de dos factores últimos. Por una parte de la evolución del cambio
de valores o de la fractura materialismo-posmaterialismo. Y por otra parte,
de la capacidad de las instituciones para adaptarse a los nuevos escenarios
políticos y de la emergencia de nuevos actores políticos potenciales, como
respuesta a los procesos de cambio. Respecto de la primera cuestión, el giro
posmaterialista parece que se consolida en los países industriales avanzados
a la vista de las series temporales desde los años setenta hasta nuestros días.
Sociológicamente, los valores posmaterialistas se identifican con los secto-
res más dinámicos de la sociedad: jóvenes, hábitats urbanos, altos niveles
educativos y una buena situación ocupacional. Son los más informados e im-
plicados en cuestiones políticas, aunque sean los más críticos con las institu-
ciones.
Parece previsible que en el futuro la fractura materialismo-posmaterialis-
mo se va a mantener, y que el grupo emergente tomará un mayor protagonis-
mo en la esfera política. Las demandas de profundización democrática diri-
gidas a las instituciones públicas y de nuevos mecanismos de participación
se van a mantener o a incrementarse. En tal caso, las presiones sobre el siste-
ma político pueden ser aún más intensas, si los demás elementos permane-
cen constantes. Si las demandas no se van a atemperar previsiblemente, la
evolución de la satisfacción con el funcionamiento de la democracia y la
confianza en las instituciones políticas va a depender fundamentalmente de
la performance de éstas y de su capacidad para adaptarse y gestionar el cam-
bio. Se pueden identificar una serie de áreas sensibles en las que el Estado y
las instituciones político-administrativas van a jugar su crédito en los tiem-
pos venideros.
El primero de estos ámbitos es el de la gestión pública. Como se ha de-
mostrado empíricamente la economía es una cuestión fundamental. Los
Estados deberán ser capaces de gestionar los efectos de las crisis económicas

203
MANUEL HERRERA GÓMEZ Y ANTONIO M. JAIME CASTILLO

y de reducir de manera sostenida los niveles de desempleo, que afectan de


manera dramática a los niveles de confianza. Pero a diferencia de otras épo-
cas, habrán de contener al mismo tiempo los déficit públicos y la presión fis-
cal, que parece haber tocado un umbral máximo en las sociedades industria-
les avanzadas, a tenor de la demoscopia fiscal.
Del mismo modo, la gestión de los sistemas de bienestar habrá de estar
orientada fundamentalmente por los principios de eficiencia y transparencia.
En ningún caso parece aceptable para la opinión pública una rebaja sustanti-
va de los niveles actuales de prestaciones públicas. Pero igualmente se recla-
ma una mayor eficiencia en la gestión del dinero público porque las actua-
ciones públicas no se evalúan ya según principios ideológicos sino pragmáti-
cos. Y también una completa transparencia que permita una fiscalización
continua de los poderes públicos por la ciudadanía.
El segundo ámbito es el la participación política. Los mecanismos tradi-
cionales de participación en la democracia representativa parece que están
siendo desbordados por las nuevas demandas de participación que se plan-
tean. Hemos comprobado igualmente que los Estados que cuentan con me-
canismos de toma de decisiones más participativos y representativos están
mejor equipados para hacer frente a la crisis. La misión de las instituciones
públicas no es tanto la de acallar el descontento como la de canalizarlo den-
tro de los límites del funcionamiento normal del sistema para dar expresión a
las demandas que se plantean y, a partir de ahí, generar soluciones construc-
tivas, que cuenten con el consenso de los actores implicados.

5. DEMOCRACIA Y BUROCRACIA

La extensión de los sistemas políticos basados en el principio de la sobe-


ranía popular, unido a la difusión de los sistemas de administración estatales
basados en aparatos burocráticos profesionales, representan dos procesos en
parte antitéticos y, también en parte, complementarios respecto a la relación
Estado-ciudadanos, elegidos-electores, representantes-representados. Por
otra parte, el proceso de democratización no alude, en primer lugar al nivel
político-administrativo, sino al profundo cambio de las relaciones entre las
clases y los grupos conectados al advenimiento de una sociedad burgue-
sa-capitalista más abierta y dinámica que la precedente sociedad aristocráti-
co-feudal. Este cambio debería —según algunos— plantear las premisas
para una más radical revolución económico-social guiada por el proletariado
o para un más amplio despliegue de las libertades y de las autonomías socia-
les ante Estados cada vez más inclinados al despotismo. La dialéctica entre
estos puntos de vista queda bien ejemplificada en la confrontación entre el

204
SISTEMA POLÍTICO Y SOCIEDADES COMPLEJAS: ESTABILIDAD Y CAMBIO

planteamiento de Marx y de Tocqueville respecto a los problemas de la de-


mocracia, del conflicto y del consenso político.
Para Marx, una sociedad compleja puede estar caracterizada o por un
constante conflicto —incluso si es reprimido— o por un consenso, pero no
por una combinación de ambos. La célebre afirmación contenida en el Mani-
fiesto Comunista (1997) por la que «la historia de toda sociedad es la histo-
ria de una lucha de clases» no deja espacio a soluciones intermedias: entre el
comunismo primitivo y el éxito de una revolución proletaria que habría de-
bido conducir al consenso, a la armonía y a la integración del futuro hombre
comunista, Marx solamente ve una serie continua de conflictos. Tal concep-
ción le lleva a admirar una sociedad comunista sustancialmente anárquica,
en la que el fin de la división del trabajo determinará la desaparición de las
instituciones represivas (propiedad privada y Estado), instrumentos del do-
minio de una clase sobre la otra.
Excluyendo toda posibilidad de consenso en la sociedad clasista, Marx
analiza la sociedad que le es contemporánea prestando atención sólo a las re-
laciones antagónicas estructurales, sin considerar los mecanismos culturales
y psicológicos a través de los que las clases sociales se integran cooperativa-
mente entre sí. Marx olvida la necesidad de la sociedad de conservar las ins-
tituciones y los valores que permiten la estabilidad y la cohesión. Concreta-
mente, la preocupación central de Lenin será formular una solución práctica
y teórica, no contradictoria con las asunciones marxianas, de estos proble-
mas que se presentan en toda su concreción en las fases sucesivas a la revo-
lución rusa.
El problema del conflicto no es esquivado por A. de Tocqueville (1990),
que, sin embargo, centra su atención en aquellos aspectos de las unidades so-
ciales que pueden contemporáneamente asegurar la lucha y el consenso polí-
tico. A pesar de reconocer estos dos polos dialécticos, Tocqueville se esfuer-
za, mediante un análisis de su interactuar, de individuar la posibilidad de su
equilibrio, con la convicción de que ambos son necesarios para una convi-
vencia democrática en la sociedad moderna. La industrialización, la burocra-
cia y el nacionalismo tienden a concentrar el poder en las manos del Estado
y Tocqueville retiene que este proceso puede desembocar en una situación
de ausencia de competición política en la que el individuo, dejado sólo sin
ya pertenecer a una unidad social políticamente significativa, perdería todo
estímulo e interés para ocuparse de la vida política. Su estudio sobre La de-
mocracia en América, que considera la organización institucional de los
Estados Unidos, contempla e identifica los instrumentos que deberían evitar
tales peligros. Tocqueville revisa en las instituciones del gobierno local y de
las asociaciones voluntarias una posibilidad de estabilidad y vitalidad de los
sistemas democráticos.

205
MANUEL HERRERA GÓMEZ Y ANTONIO M. JAIME CASTILLO

El problema de la involución centralista y burocrática, a la que alude


Tocqueville, ha sido desarrollado de forma sistemática por M. Weber (1992)
y R. Michels (1996), que consideran la burocracia como uno de los temas
cruciales de la moderna sociología política. La diferencia de intereses entre
Marx y Tocqueville, por un lado, y Weber y Michels por otro, es significati-
va por el cambio del contexto social y de la reflexión activada sobre él.
Mientras que en los inicios de la Revolución Industrial el interés de los estu-
diosos estaba centrado en el problema del cambio de la sociedad, debido a la
incierta perspectiva del orden social activado por la competición económica,
en los inicios del siglo xx es central el problema del control social dentro de
la sociedad burocratizada. La política moderna, según Weber, no tiene como
centro el debate sobre la alternativa entre capitalismo y socialismo, sino
la relación entre burocracia y democracia. La burocratización es presenta-
da como una inevitable característica de las sociedades modernas, tanto
de las capitalistas como de la socialistas. Para Weber es la fuente de diso-
lución de las formas de cohesión social existentes. Weber identificó inclu-
so los aspectos integradores de la burocratización de una sociedad demo-
crática, como la transferencia a toda la sociedad de los principios burocrá-
ticos de la igualdad ante la ley y la autoridad. El control efectivo sobre
la autoridad administrativa, o bien el control sobre la ejecución de las le-
yes, es la cuestión fundamental de la relación entre sociedad y poder polí-
tico, y los efectos finales de la burocratización, según las hipótesis de We-
ber, no están asegurados por la libertad y la democracia. Weber redescubre
el problema, ya planteado por Tocqueville, del desarrollo totalizante
del Estado tanto bajo la bandera del socialismo, como bajo la bandera del
capitalismo, pero, a diferencia del primero, no intenta avanzar propuestas
resolutivas.
La contribución de Michels (1996) pone el acento en el fomento de la
oligarquía en las organizaciones, es decir, de la concentración del poder en
las manos de un grupo restringido de personas. De esta forma se ubica a ca-
ballo entre los estudios sobre la burocracia y el análisis de las élites políticas.
Al estudiar el partido social-democrático alemán y los sindicatos, revela los
elementos que vanaglorian el ejercicio del control efectivo por parte de los
individuos adheridos. La degeneración oligárquica de las grandes organiza-
ciones partidistas se presenta como difusa e inevitable. Como Tocqueville,
también Michels observa el peligro de la apatía de las masas y de su incapa-
cidad para gestionar formaciones sociales complejas. Tal fenómeno, sin em-
bargo, se presenta como consecuencia del adueñamiento, por parte de los
partidos, del gobierno efectivo de la sociedad. La formación de cuerpos pro-
fesionales en el interior de las organizaciones políticas, con un conjunto de
jefes estables e inamovibles, ciertamente implica ventajas para el control de

206
SISTEMA POLÍTICO Y SOCIEDADES COMPLEJAS: ESTABILIDAD Y CAMBIO

las organizaciones por parte de sus dirigentes, pero también hace que «la
masa sea soberana tan sólo de forma abstracta».

6. ÉLITES DE PODER Y ESTADO INTERVENCIONISTA

La dialéctica entre democracia, burocracia, oligarquía y el problema de


la organización interna de los movimientos y los partidos tiene muchos pun-
tos de contacto con el debate sobre las élites, un debate que posee una larga
tradición. Las iniciales teorías elitistas tienen su punto de partida en G. Mos-
ca (1953), V. Pareto (1964) y R. Michels (1996). Según estos autores, últi-
mamente restringidas aristocracias determinan el juego político e imponen
su propia leadership en nombre de la mayoría. En la elaboración de Pareto la
«teoría minoritaria» refleja una verdadera y propia concepción de la dinámi-
ca histórica según la afirmación de que «la historia es un cementerio de aris-
tocracias». De mayor utilidad analítica es su teoría de la «circulación de las
élites» que afronta el fundamental problema del reclutamiento y del recam-
bio de las «clases dirigentes». Con un significado bien diverso, el concepto
de élites ha sido utilizado por C. Wright Mills (1993), que denota una pura
situación de hecho determinada no por cualidades naturales, sino por las
oportunidades culturales y económicas conectadas a la estratificación social.
Al concepto de élite se liga el de clase política que, en la clásica elaboración
de Mosca, indica el conjunto de individuos que ejercen el poder sin ser efec-
tivamente controlados por parte de la mayoría. Esta condición privilegiada
puede tener lugar en la medida en que una clase política está en situación de
mantener el consenso de la mayoría mediante una ideología legitimadora
ampliamente compartida, y en la medida en que sabe garantizar el propio re-
cambio mediante el enrolamiento de las energías más frescas y represen-
tativas.
Fenómenos de este tipo son característicos de la clase dirigente en el in-
terior de todo partido político. La estructura organizativa de los partidos se
presenta esencialmente oligárquica, independientemente de la ideología pro-
fesada por el partido; con frecuencia los jefes son nominados y captados del
núcleo duro, aunque la apariencia pueda indicar lo contrario. Tales procedi-
mientos tienden necesariamente a formar una clase dirigente aislada de la
base de los militantes y sustancialmente cerrada en sí misma; nace de esta
forma el riesgo de la esclerotización y la necesidad de un drástico recambio
como alternativa a la decadencia. Un fenómeno similar también se ha obser-
vado para otros tipos de asociaciones voluntarias, por ejemplo los sindicatos,
notando como una estructura oligárquica permite a aquellas organizaciones
tramitar mejor su función de lucha con otros grupos en el ámbito del más

207
MANUEL HERRERA GÓMEZ Y ANTONIO M. JAIME CASTILLO

amplio conflicto social. Cuanto mayor es el compromiso al que está llamada


la organización, mayor es la tendencia de reforzamiento del consenso inter-
no, independientemente de la estructura organizativa, en virtud de la inevita-
ble radicalización de posiciones en que se toman las elecciones.
Según los defensores de las teorías minoritarias o elitistas, la existencia
de oligarquías es inevitable a toda asociación política, sin embargo esto no
excluye, como subrayaba Tocqueville, la posibilidad de una sociedad demo-
crática, que de hecho viene garantizada por la presencia de una pluralidad de
asociaciones y de movimientos aunque estén organizados sobre bases oligár-
quicas. Estas formaciones sociales, en posición intermedia entre el individuo
y el Estado, están en situación de estimular y canalizar contemporáneamente
elementos de conflicto y de consenso, a fin de mantener un satisfactorio
equilibrio en la convivencia civil.
A las tesis de los teóricos clásicos del «elitismo» y a las de los defenso-
res del «modelo de élite dominante» (Wright Mills, 1993), ambas basadas en
la idea de la concentración del poder en manos de un grupo restringido y au-
toconsciente, se oponen numerosos estudios que han defendido el carácter
disperso del poder, determinado y ostentado por una «pluralidad de élites»
(Dahl, 1976) no unificadas y competidoras entre sí. El contraste entre la
orientación «elitista» y «pluralista» es evidente en el nivel de los estudios de
comunidad; aunque, sin embargo, las tesis pluralistas atribuyen un rol cen-
tral a las élites políticas y les reconocen una elevada autonomía de decisión
en las confrontaciones de la sociedad en su conjunto. En este sentido es em-
blemática la difundida concepción procedimental de la democracia que, a
partir de la tesis de Schumpeter (1984), consistiría en un método de selec-
ción de las élites en competición entre sí para obtener el voto popular. Este
método debería, por una parte, crear las condiciones de un gobierno fuerte.
A la fase de la movilización para el consenso debería, por otra, suceder una
amplia delegación a la clase política con un cierta despolitización de la so-
ciedad civil. A pesar de la diversidad de perspectivas, la idea de la indepen-
dencia relativa de la política constituye una presuposición calificadora de to-
das estas teorías, de tal forma que el juicio sobre su grado de validez está li-
gado, preliminarmente, al juicio sobre el grado de confirmación que tal idea
encuentra en la realidad.
La cuestión de la autonomía de la esfera política ha emergido reciente-
mente en el ámbito de la abundante reflexión teórica sobre el rol del Estado
en los sistemas tardocapitalistas o posreformistas aflorada en los años seten-
ta. Tal interés cognitivo ha ido paralelo con la evolución del sistema estatal
reformista de tipo keynesiano —instaurado tras la Gran Crisis del 29 y suce-
sivamente consolidado en los países de más antigua tradición industrial— y,
en concreto, con la manifestación de una progresiva crisis de gobernabilidad

208
SISTEMA POLÍTICO Y SOCIEDADES COMPLEJAS: ESTABILIDAD Y CAMBIO

de este modelo, bajo la presión de múltiples causas económicas, políticas y


sociales (Ardigó, 1980). Este debate científico ha afectado preferentemente
a autores de orientación marxista, ya sea por su tradicional interés por la
comprensión de las leyes de desarrollo de los sistemas capitalistas en rela-
ción con su «crisis», ya sea por la difundida exigencia de renovación de la
tradicional teoría marxista del Estado, considerada frágil en el plano explica-
tivo y previsor.
Desde diferentes perspectivas y soluciones, estos autores se han medido
en términos hasta ahora innovadores con el problema de la articulación y de
la autonomía del sistema político (Estado y grupos dirigentes) respecto a la
estructura económica típica de la sociedad civil. Las nuevas relaciones que
se instauran entre la esfera política y la esfera de las relaciones de produc-
ción en los Estados tardo-capitalistas es sobre todo evidenciada por las origi-
nales contribuciones de Habermas (1977) y de Offe (1994). Según tales au-
tores, en las sociedades del «capitalismo maduro», el Estado y la esfera polí-
tica no pueden ser configuradas como externas a la estructura productiva,
sino que tienen una función de intervención cada vez más directa en la pro-
gramación y el control del desarrollo económico. En el «capitalismo regula-
do estatalmente» el «sistema de dominio político» no tiene un rol meramente
subsidiario, sino que tiene un carácter de estabilización permanente del sis-
tema social mediante la regulación política del ciclo productivo. Por tanto,
existen modificaciones estructurales que asignan al Estado un rol muy dife-
rente del que aparecía en las sociedades liberales y en el mismo sistema re-
formista aun basado en el compromiso entre Estado y mercado.
La regulación política compleja de la sociedad altera sobre todo la es-
tructura de las relaciones de clase modificando la naturaleza de los conflic-
tos industriales y su composición negociadora, y difumina (tendencialmen-
te) el límite entre sociedad política y sociedad civil. Es decir, se llega a una
indiferenciación entre esfera económica y esfera política de resultados ambi-
guos y contradictorios. Sobre este tema, Ardigó (1980) señala que «el Esta-
do asistencial penetra tendencialmente en el subsistema económico de mer-
cado y, viceversa, las lógicas del mercado penetran en el Estado asistencial»,
en esta conmixtión reside una de las aporías del problema de la legitimación
del estado posreformista.
Si, por una parte, en la sociedad posreformista, no existen ya, como en el
sistema liberal, las condiciones para la persistencia de una «clase dominan-
te», que fundamente su poder sobre el contemporáneo monopolio de los re-
cursos económicos y políticos, por otra, la estable gestión de la intermedia-
ción económica y política llevada a cabo por power élites, puede crear las
condiciones de una consolidación con resultados similares —aunque provi-
sionales— a los producidos por una única «élite del poder». Por otro lado, la

209
MANUEL HERRERA GÓMEZ Y ANTONIO M. JAIME CASTILLO

urgencia de poner remedio a la crisis fiscal del Estado y de conseguir en todo


campo el imperativo de la eficiencia empuja a toda la clase política a solu-
ciones técnicas casi obligadas que pueden recortar espacio al debate público
respecto a elecciones alternativas. De esta forma se podrían crear las premi-
sas para el ejercicio «tecnocrático» del poder político.
El debate sobre la tecnocracia, retomado desde las tesis provocadoras de
J. Burnhamm (1962), ha revelado el escaso fundamento de la idea de un gru-
po dominante formado por técnicos que concentraría en sus manos todos los
poderes y las decisiones estratégicas. Desmentida, o por lo menos redimen-
sionada la tesis de esta profecía (Meynard, 1966), el problema de la tecno-
cracia se ha ido aclarando. Recordando las tesis de Bell y de Touraine, Gid-
dens (1983) observa muy oportunamente que la tecnocracia no sólo consiste
en aplicar métodos técnicos a la solución de problemas definidos, sino que
es un ethos que invade todo y que se transforma en omnicomprensivo en las
sociedades posindustriales. Ante la ausencia de movimientos colectivos que
elaboren nuevas metas y planteen nuevos desafíos a las clases políticas, las
naturales inclinaciones oligárquicas y burocráticas de todo establishment
pueden asentarse. Sin embargo, se puede sostener que las grandes transfor-
maciones originadas por el proceso de globalización, por una parte, y la
emergencia de viejos y nuevos localismos, por otra, no dejarán mucho espa-
cio a clases políticas estáticas y privadas de creatividad.

7. LOS ACTORES DE LA PARTICIPACIÓN POLÍTICA: MOVIMIENTOS Y PARTIDOS

Entre los protagonistas de la participación política, que, como hemos vis-


to, representan un valor distintivo de las democracias pluralistas, están in-
cluidos los movimientos colectivos y los partidos políticos. A continuación
intentaremos dar cuenta de sus recursos y sus modalidades de acción. En lí-
neas generales, lo que diferencia a un movimiento político de un partido es
el grado de estructuración organizativa. El movimiento tiene un carácter más
magmático, espontáneo, informal, el partido posee roles, procedimientos, re-
gulaciones más definidas que, si, por una parte, le confieren mayor estabili-
dad, por otra, lo hacen potencialmente más rígido, favoreciendo una cierta
burocratización. Lo que en ambos casos es determinante son la vitalidad de
la leadership y la disponibilidad de los adheridos (militantes, inscritos, sim-
patizantes) para movilizarse en la consecución de los objetivos establecidos.
Todo movimiento parte de un pequeño núcleo cuya principal actividad es
la reflexión y la puesta a punto de la propia identidad política (que se especi-
fica a través de la ideología, el programa, la estructura organizativa). Poste-
riormente prosigue, experimentalmente, con la puesta a prueba de sí mismo,

210
SISTEMA POLÍTICO Y SOCIEDADES COMPLEJAS: ESTABILIDAD Y CAMBIO

mediante cualquier acción demostrativa (basada en desafíos contraculturales


y reivindicaciones operativas), hasta llegar a consolidar la propia estrategia
y la propia organización. Cada movimiento tiende a producir una identidad
colectiva, se pre-establecen adaptativamente las metas que está en situación
de afrontar, lanza desafíos propios a la cultura y al poder «dominante». A la
que podemos denominar «fase constitutiva», suceden una «fase emergente»
y una «fase de consolidación-institucionalización» (si el movimiento triun-
fa) o una fase de «crisis-decadencia» (si el movimiento fracasa). Teniendo
en cuenta los rasgos analíticamente más relevantes presentes en todo movi-
miento colectivo, es posible, en la práctica, elaborar una tabla de análisis su-
ficientemente general que pueda aplicarse a fenómenos ideológico y social-
mente diferentes.
Entre los factores que concurren tanto en la formación como en la conso-
lidación de un movimiento ocupan un lugar privilegiado las características
de la ideología, de la leadership, de la organización. Cada uno de estos ele-
mentos facilita la cohesión interna del movimiento y de los singulares gru-
pos que los componen, y permite la consecución de los objetivos que se ha
prefijado en un momento determinado.
Especialmente en las fases iniciales, la ideología no siempre permanece
idéntica, cambia con la historia del movimiento debido a progresivas «adap-
taciones» que algunos pueden llegar incluso a considerar «traiciones». La
ideología se construye reflexivamente sobre la praxis del movimiento y so-
bre los desafíos del contexto. Marca una determinada fase de la experiencia
del grupo, por tanto, no debe extrañar que pueda modificarse sensiblemente
en el tiempo. Junto a la leadership y la organización, la ideología es un re-
curso estratégico, en cuanto que permite incrementar la participación de los
adheridos y de los militantes, y extender el área de los simpatizantes; elabo-
rando motivaciones y justificaciones, permite alcanzar un equilibrio acepta-
ble entre los costes y los beneficios de la acción (Melucci, 1976). Un poste-
rior aspecto constitutivo de la ideología es la definición del «enemigo», es
decir, de aquello que contradice o simplemente amenaza la identidad del
grupo. Si desde el perfil funcional la ideología posee un rol estabilizador e
integrador del movimiento, no está excluido que desencadene conflictos en
el ámbito del mismo movimiento, por ejemplo, entre los defensores de la
«ortodoxia» y de la «innovación», y, en consecuencia, se convierta en causa
de escisiones y expulsiones.
Se ha debatido mucho sobre el rol de la leadership respecto al origen de
un movimiento (Alberoni, 1976), ahora bien, muy pocos son los que recha-
zan su importancia funcional para la consecución de los objetivos del movi-
miento, para su cohesión interna, para la reactivación de los motivos del
obrar. Sin embargo, la simple contestación que toda leadership efectiva da

211
MANUEL HERRERA GÓMEZ Y ANTONIO M. JAIME CASTILLO

como respuesta a las necesidades del movimiento no ayuda mucho para


comprender ni la naturaleza del movimiento, ni la naturaleza de los leaders-
hip, ni el tipo de relación recíproca; queda como discriminante la presencia
de una leadership carismática-burocrática, autoritaria-democrática, instru-
mental-expresiva. El tipo de relación que se instaura entre leaders y séquito
no es, en otros términos, irrelevante para comprender los rasgos distintivos
de la ideología y de la organización del movimiento.
Una consolidada tradición de estudios sobre la relación entre movimien-
tos y organizaciones ha subrayado las tendencias involutivas que están pre-
sentes en tal proceso debido a:
• La formación de un núcleo restringido de dirigentes que inevitable-
mente tenderían a convertirse en una oligarquía que se autoperpetúa.
• El enfriamiento de la inicial espontaneidad debido a reglas formales
que minan el espíritu originario, lo reformulan y lo desvían (Douglas, 1990).
Sin embargo, la morfología de la organización no es independiente de la
identidad, al contrario, contribuye a desvelar (mediante confirmación o no
confirmación) los caracteres manifiestos y latentes de todos estos aspectos.
Incluso las reglas organizativas son el resultado de una negociación entre el
ambiente interno y el ambiente externo, y generalmente expresan el resulta-
do de la lucha política endógena y exógena. La eventual rigidez y cierre de
la organización puede depender de un equivalente cierre del adversario polí-
tico; incluso, más allá de las originarias intenciones del actor, puede depen-
der de los desafíos prioritarios a afrontar. En las fases iniciales de un movi-
miento la organización normalmente sirve para reforzar la acción colectiva y
se adapta con cierta flexibilidad a las exigencias tácticas y estratégicas del
momento. Cuanto más se amplia o se consolida y se da una arquitectura es-
table (con jerarquías predeterminas, funcionarios, comités, etc.) el movi-
miento, es más probable que emerja la conocida tendencia al «ultraconfor-
mismo», o bien a la inversión de los medios con los fines.
De por sí, el proceso de organización no implica una inevitable burocra-
tización, pudiéndose dar formulas operativas alternativas. Los procedimien-
tos que se adoptan, en buena medida, dependen de la cultura del grupo o de
la leadership, de la relación que se intenta instaurar entre la base y el vértice
del movimiento, o bien entre las partes que lo componen, ya sea en sentido
vertical (simpatizantes, inscritos, militantes, jefes), ya sea en sentido hori-
zontal (entre las diferentes áreas territoriales, por ejemplo). De gran impor-
tancia es la previsión de los procedimientos de reforma de la organización.
Por tanto, el ciclo de vida de la organización es un espejo fiel del ciclo de la
ideología para comprender el camino/destino del movimiento y permite pre-
ver las posibles contradicciones que se perfilarán.

212
SISTEMA POLÍTICO Y SOCIEDADES COMPLEJAS: ESTABILIDAD Y CAMBIO

Entre los elementos más significativos para el análisis de un movimiento


también figuran el tipo de reivindicaciones, formas de acción y las eventua-
les incongruencias o contradicciones internas. Cada uno de estos elementos
asume valencias prácticas y simbólicas que plasman dinámicamente la iden-
tidad compleja del movimiento. El nexo entre las orientaciones ideológicas
de un movimiento y sus reivindicaciones generalmente es reducido, pero no
se ha dicho que exista plena congruencia, especialmente en las fases de de-
sarrollo más «maduras», que coinciden con una mayor institucionalización y
diferenciación interna. La envoltura ideológica puede sobrevivir incluso
cuando la praxis efectiva sigue desde hace algún tiempo otros criterios.
Incluso puede suceder que la imposibilidad de alcanzar algunas metas lleve
a revisar las construcciones ideológicas, como ha sucedido en los partidos
comunistas de los países occidentales antes de la caída del sistema soviético.
En todo caso, los contenidos y los métodos de las singulares reivindicacio-
nes representan un indicador de la identidad política más importante que los
simples enunciados teóricos.
En el análisis del comportamiento político generalmente se ha distingui-
do entre «acciones legales convencionales» (típica es la participación electo-
ral), «acciones legales no convencionales» (manifestaciones autorizadas, pe-
ticiones, leyes fruto de la iniciativa popular, promoción de plebiscitos), «ac-
ciones ilegales» más o menos violentas (manifestaciones no autorizadas,
huelgas salvajes, ocupaciones, desobediencia civil, rechazo del pago de los
impuestos). Para indicar las acciones colectivas organizadas que implican
cualquier forma de resistencia o de trasgresión ilegales, también se utiliza el
término «acción directa». Paradójicamente, la emergencia de las contradic-
ciones internas en un movimiento pueden derivar tanto en la incertidumbre
de su identidad, como en su definición demasiado rígida, que hace muy difí-
cil la adaptación a circunstancias no previstas o no deseadas. Por ejemplo,
una visión marcadamente localista de los problemas políticos y económicos
puede conducir al «parroquialismo», con la consiguiente disolución de la
unidad del movimiento. Más frecuentemente, las contradicciones internas
dependen de los conflictos entre leaders y entre facciones por divergencias
ideológico-políticas, o por más banales ambiciones de mando. Los efectos
de tales conflictos son, por otra parte, más fuertes cuando faltan instrumen-
tos organizativos de mediación, como por ejemplo, los procedimientos de
consulta democrática. El epílogo más probable en estos casos es la escisión
entre las partes o la expulsión de la parte más débil.
Al predisponer los objetivos descriptivos y comparativos en un marco
sintético de análisis de las características de un movimiento político también
es útil considerar algunos indicadores que «midan» la fuerza del movimiento
o precisamente el número y la cantidad de los grupos organizados, la «capa-

213
MANUEL HERRERA GÓMEZ Y ANTONIO M. JAIME CASTILLO

cidad de aceptar los retos» y los resultados electorales que, de cualquier ma-
nera, acumulan los efectos de los dos primeros. Conviene señalar que la ca-
pacidad de aceptar los retos es estrechamente dependiente tanto de las «am-
biciones» del movimiento y de sus leaders, como de la «capacidad de
respuesta» ante tales retos. En el nivel de las ambiciones, el reto puede estar
idealmente insertado en todo el orden social —como en el caso de los movi-
mientos revolucionarios o de contestación global—, en la clase política que
gobierna en el nivel nacional —como normalmente tiene lugar para los par-
tidos de oposición— o, más sencillamente, en la clase política que gobierna
en un determinado nivel local (ayuntamiento, provincia, región). Este último
tipo de reto normalmente forma parte de la fase de ensayo de un movimiento
político, por tanto es propedéutica a la consecución de metas más am-
biciosas.
Al igual que para los movimientos, también para los partidos políticos
se han elaborado esquemas analíticos, comprensivos de los diferentes as-
pectos que dan consistencia a una estable formación política o social: la
ideología, la extracción social de los adheridos, el planteamiento en las
confrontaciones del sistema político vigente, la organización interna, las
condiciones económicas que determinan la fisonomía. Sobre la base de es-
tos elementos los partidos pueden ser clasificados como democráticos o
autoritarios, reformistas o revolucionarios, de gobierno o de oposición, de
opinión o de masas, de clase o interclasistas, confesionales o laicos. En su
clásico estudio sobre los partidos políticos, el politólogo francés Duverger
(1994) ha diferenciado el análisis de la estructura de los partidos del análi-
sis del sistema de los partidos. Desde el punto de vista de la estructura, en
primer lugar es considerado el proceso asignado a los diferentes tipos de
sostenedores, que van desde el grupo más amplio de los electores, al más
restringido de los simpatizantes (dispuestos a gastarse en cualquier medida
por el partido), de los inscritos (llamados a decidir sobre las cargas inter-
nas) y de los militantes-activistas (que forman el núcleo más activo y más
estable desde el que son seleccionados los grupos dirigentes y centrales),
en fin, los leaders (que representan al partido en las sedes parlamentarias o
de gobierno). Especialmente en los partidos de masas tradicionales (parti-
dos comunistas, partidos socialdemócratas, partidos demócrata-cristianos,
etc.) los militantes y simpatizantes cubren el importante rol de bisagra en-
tre el partido y los electores, concretamente en las situaciones en que es
fuerte el voto de pertenencia (motivado ideológicamente y estable). Sin
embargo, para los partidos de opinión —con un aparato flexible, que se
moviliza principalmente para las citas electorales— es prioritaria la propa-
ganda y la comunicación política basada en los mass media (nacionales y
locales) y en los testimonios excepcionales.

214
SISTEMA POLÍTICO Y SOCIEDADES COMPLEJAS: ESTABILIDAD Y CAMBIO

Los estudios sobre partidos mayoritariamente se han centrado en los mo-


vimientos extremistas y de reforma más que en los partidos convencionales
y conservadores. Por tanto, el acento se ha puesto más en el posible proble-
ma del cambio más que en la estabilidad. Este último aspecto en buena me-
dida también está ligado a las leyes que regulan la competición electoral.
Los sistemas electorales proporcionales y los mayontarios con doble vuelta
crean condiciones favorables para la multiplicación de los partidos; por su
parte, los sistemas mayoritarios de una sola vuelta favorecen el proceso in-
verso. La experiencia italiana de los años noventa del pasado siglo, sin em-
bargo, redimensiona notablemente estas hipótesis ideal típicas. El tránsito
del proporcional al mayoritario (corregido por una cuota proporcional del 25
por 100 para el Congreso de los Diputados) no ha reducido el número de
partidos y tampoco ha simplificado la representación y la formación de los
gobiernos. Por tanto, la relación causal entre el número de partidos y sistema
electoral es algo más que unívoca, y el problema de la estabilidad no puede
solucionare sólo a nivel institucional, dependiendo en buena medida de las
relaciones existentes entre las clases sociales, los grupos de interés, las élites
(Panebianco, 1984; Sartori, 1987).
El comportamiento electoral es uno de los procesos sociales y políticos
más debatidos y se liga inmediatamente al control de los electores de las de-
cisiones de la clase política y a los fenómenos de lucha o consenso. En de-
mocracia el voto es el mecanismo clave del consenso; sin embargo, puede
ser analizado también como forma de institucionalización de la lucha políti-
ca, que permite a los diferentes grupos políticos y sociales expresarse abier-
tamente y legitimarse. Mientras que este tipo de perspectiva refleja una in-
terpretación clásica del fenómeno, el análisis del voto desde el punto de vista
del consenso es relativamente más reciente y densa. El análisis de los parti-
dos conservadores ha mostrado como consiguen ganar consensos incluso en-
tre clases con ingresos bajos, y como el reclutamiento de los representantes
políticos desde ambientes sociales diferentes sirve para demostrar simbóli-
camente su capacidad de interpretar correctamente los intereses de los más
diversos estratos locales.
En un régimen pluralista, toda formación política va a la búsqueda de
consensos en un mercado competitivo, es decir, caracterizado por electores y
simpatizantes que pueden escoger entre propuestas alternativas. Esta poten-
cial fluctuación de los consensos es más acentuada cuanto más los singulares
partidos en competición tienen propuestas ideológicas y programáticas «rei-
vindicativas», ocupan un espacio político (de izquierda, de centro, de dere-
cha) contiguo, se dirigen a un electorado incierto, desilusionado, resentido.
La crisis de los tradicionales partidos ideológicos y la erosión del voto de
pertenencia a favor de los de opinión (por definición, más volátil) acentúan

215
MANUEL HERRERA GÓMEZ Y ANTONIO M. JAIME CASTILLO

la necesidad de los partidos de convencer a los electores y plantean sobre


nuevas bases el antiguo y tradicional problema de la «propaganda» política
que, con un término reciente, es progresivamente sustituida por una más am-
plia estrategia de «comunicación política». La constante presencia de los
medios televisivos y su superior eficacia persuasiva ante el amplio público
solicitan y requieren nuevos géneros comunicativos, con mensajes corres-
pondientes a la naturaleza del instrumento.
La comunicación política puede ser definida como «la transmisión de in-
formaciones políticamente relevantes desde una parte del sistema político a
otra, y entre los sistemas político y social», entendiendo con «informaciones
relevantes» no sólo argumentos concretos relativos a sucesos, también a
ideas, valores, planteamientos. En concreto, el ámbito de la comunicación
política puede ser definido en referencia a «quién dice algo, mediante que
canales, en las confrontaciones de quién y con que efectos» (Lasswell,
1965). Por tanto, asume rasgos diversos si se desarrolla en el interior de las
singulares organizaciones políticas, en el interior del sistema político o entre
sujetos políticos y ciudadanos: diferentes audiencias, diferentes canales y
códigos (Marletti, 1989).
Actualmente el modelo de comunicación política ha adoptado el re-
curso a técnicas de marketing y se ha construido sobre la falsilla de la pu-
blicidad antes que sobre la propaganda (Mazzoleni, 1998). El desliza-
miento de la propaganda electoral a la publicidad electoral es posible en
cuanto que ambas son formas de persuasión en que juegan un rol clave
los medios de masas. Ambas entran en la tipología de la «comunicación
persuasiva» que, como sostenía Lasswell, se funda tanto en la «admira-
ción» (los símbolos a los que se adhiere de forma emocional), como en la
«creencia» (lo que se cree racionalmente). La propaganda es una forma
de comunicación que pretende obtener una respuesta consecuente con las
pretensiones del propagandista, mientras que la publicidad se plantea sa-
tisfacer tanto las exigencias del persuasor como de quien debe ser persua-
dido. La propaganda presupone la adhesión incondicionada a un fin supe-
rior, mientras que la publicidad quiere estimular una acción de consumo.
La propaganda tiene un sustrato ideológico, la publicidad se inserta en un
régimen de competencia. La primera tiene como referencia la entera po-
blación, la segunda targets específicos. Basta con observar como las me-
todologías y los estilos de la comunicación política deben cambiar según
el tipo de competiciones electorales: locales, regionales, nacionales.
Mientras que en este último caso los medios de masas tienen un rol y una
eficacia preponderante, en los niveles locales las relaciones cara a cara
conservan un insustituible appeal. La comunicación «puerta a puerta»,
sin embargo, requiere recursos humanos más que tecnológicos, necesita

216
SISTEMA POLÍTICO Y SOCIEDADES COMPLEJAS: ESTABILIDAD Y CAMBIO

de aquella militancia política voluntaria y motivada que hoy parece ser


un recurso más bien escaso.
Todos estos cambios en la configuración del espacio político, de los ac-
tores que intervienen en él y de las estrategias con la que se desenvuelven
vienen marcados por el cambio que se produce en las bases sociales de la
participación política y electoral. Es un hecho evidente en la práctica totali-
dad de las democracias occidentales que los anclajes tradicionales del com-
portamiento electoral se han erosionado progresivamente. En el panorama
teórico que dominaba la Sociología Electoral de los años cincuenta y sesen-
ta, se asumía que los determinantes del voto eran básicamente estables y de
naturaleza colectiva. Tanto la identificación partidaria como los «cleavages»
sociales eran factores explicativos de largo plazo, que se decantaban a lo lar-
go de la experiencia generacional o del tracto histórico de los conflictos que
dividían a la sociedad. Era un esquema interpretativo válido para una época
de relativa estabilidad electoral. Sin embargo, desde los años setenta en ade-
lante, momento en que España accede a la democracia, una serie de factores
van a alterar radicalmente el contexto político de las sociedades industriales
avanzadas (Jaime y Sáez, 2001).
La transformación de las agendas políticas, con la aparición de nuevos
issues, la proliferación de nuevas identidades colectivas al margen de los pa-
trones tradicionales de clase, la emergencia de nuevos valores no ligados a la
supervivencia material, el proceso de individualización o la progresiva in-
corporación al debate político de colectivos como las mujeres, las minorías
étnicas, etc., además de las amplias transformaciones económicas y tecnoló-
gicas, van a tener un vasto efecto sobre el proceso electoral: aumento de la
volatilidad electoral, difusión del descontento político, emergencia de «nue-
vos partidos» que cuestionan el stablishment político tradicional con éxito
variable (verdes en la izquierda, xenófobos en la derecha o el atípico Partido
Progresista noruego).
Clark y Lipset han puesto de manifiesto que, en las sociedades avanza-
das, los mayores niveles de riqueza de que disfruta la población cambian la
naturaleza de los «issues» políticos. De forma paralela al incremento de la
riqueza, la gente empieza a dar por garantizadas las necesidades básicas y
emergen preocupaciones por el estilo de vida o el ocio. En nuestras socieda-
des, más opulentas y menos jerárquicas, los más jóvenes y los más educados
tienden a abandonar las tradicionales fracturas de clase de la política (Clark
y Lipset, 1990). Es por este motivo que «la identificación automática de de-
terminados partidos con determinados estratos sociales se ha ido haciendo
cada vez más problemática» (López Pintor, 1990).
En la línea del argumento de Clark y Lipset también se sitúa Inglehart
(1998), para quien la emergencia de los valores posmaterialistas ha provoca-

217
MANUEL HERRERA GÓMEZ Y ANTONIO M. JAIME CASTILLO

do una profunda transformación en la política tradicional. La agenda política


actual incluye cada vez más temas posmaterialistas, tales como el medio am-
biente o las nuevas tecnologías, en detrimento de los issues materialistas,
ante los cuales se podían contraponer unos evidentes intereses de clase (Jai-
me, 2003). Los nuevos issues no implican intereses contrapuestos de clase,
sino cuestiones de valores. Kriesi (1998) va probablemente más lejos que el
propio Inglehart, al afirmar que el antiguo cleavage de clase está siendo sus-
tituido por el cleavage materialismo-posmaterialismo. Por otra parte, según
la tesis defendida por Ignazi (1996), el desinterés por la política tradicional
ha posibilitado el éxito relativo de ciertos partidos extremistas en algunos
electorados bien integrados tradicionalmente, como Alemania o Austria.
Es un hecho constatado empíricamente que las lealtades hacia los parti-
dos políticos han decaído de manera sustancial en todas las democracias oc-
cidentales en las últimas décadas. Este fenómeno comenzó en la década de
los años sesenta en Estados Unidos. La actual crisis de confianza en las insti-
tuciones políticas abarca también a otras esferas externas al propio Estado,
pero que están en el centro del sistema político democrático. Los partidos
políticos han sido el actor central en la arena política en la teoría democráti-
ca clásica. Desde su formulación más temprana, el cometido de los partidos
ha sido la articulación de la sociedad civil, cumpliendo para ello otro tipo de
fines conexos.
Cuando Angus Campbell y sus colaboradores (1960) publicaban Ameri-
can Voten hallaron que las afinidades ideológicas hacia los partidos políticos
eran las fuerzas principales que determinaban la decisión de voto del elector
estadounidense. La conclusión no parecía errónea a la altura de las décadas
de los cincuenta y sesenta, que conocieron un período de gran estabilidad
electoral. De hecho, las lealtades partidistas cumplen otras funciones, ade-
más de dirigir el comportamiento electoral: forman y articulan corrientes de
opinión en la sociedad civil, fomentan la implicación política y contribuyen
a la estabilidad del sistema político, puesto que evitan la emergencia de par-
tidos extremistas (Abramson, 1983).
Sin embargo, poco más tarde de una década, a mediados de los setenta
Nie, Verba y Petrocik (1976) mostraban que las cosas estaban cambiando ra-
dicalmente. El grado de afinidad con los partidos políticos había descendido
considerablemente en este lapso de tiempo. Por otro lado, la afinidad parti-
daria ya no era un indicio tan sólido del comportamiento electoral. Y otras
cuestiones estaban tomando una mayor relevancia en la determinación del
voto, especialmente las referidas a los candidatos y a los issues de la campa-
ña electoral. No es exagerado afirmar que la tendencia desde las afinidades
partidarias o los cleavages sociopolíticos hacia el issue-voting puede ser la
muestra de un alejamiento entre los ciudadanos y los partidos políticos.

218
SISTEMA POLÍTICO Y SOCIEDADES COMPLEJAS: ESTABILIDAD Y CAMBIO

Un alejamiento que podría ser motivado por los mayores niveles de com-
petencia individual en la toma de decisiones políticas (así lo relevelaba el es-
tudio de Nie, Verba y Petrocik). Esta tendencia también se ha dado en la ma-
yoría de sociedades occidentales. El grado de afinidad con los partidos ha
descendido de forma generalizada y la correlación entre la afinidad y la deci-
sión de voto es ahora más débil. Los años setenta y, de nuevo, los noventa,
han conocido episodios de volatilidad electoral bastante elevada. Si a ello
unimos el hecho de que la clase social ha perdido importancia como factor
explicativo del comportamiento electoral (ínter alia, Clarke y Lipset, 1991;
Inglehart, 1998), se entenderá mejor que hoy, más que nunca, es extraordina-
riamente fácil que los pronósticos electorales fracasen estrepitosamente.
El incremento de la volatilidad electoral, o el aumento tendencial de la
abstención electoral en algunos países occidentales, son también reflejo de
esa inestabilidad en las afinidades partidarias. Esto está provocando que
otros factores afecten de manera decisiva a las decisiones de voto. Numero-
sos estudios empíricos en las últimas décadas en los países occidentales
muestran cómo la influencia de la coyuntura económica condiciona cada vez
más los resultados electorales. Las decisiones de voto no son ya tanto reflejo
de unas afinidades claramente decantadas a través de los procesos de sociali-
zación política como la respuesta a la performance del sistema político en la
gestión de las políticas económicas y sociales.
La evidencia empírica sugiere igualmente, que la comunicación política,
a través de las campañas electorales, con la utilización intensiva de sofistica-
das herramientas del marketing político, ganan un enorme protagonismo en
esta nueva configuración de las relaciones entre los ciudadanos y los actores
políticos. Dado que la evaluación de la performance del sistema político es
difícil de evaluar por el ciudadano medio, debido a la complejidad de las va-
riables a analizar y el volumen de información ingente, el arte de la persua-
sión por parte de los partidos políticos cobra toda su importancia. Como pa-
recen apuntar los estudios más fiables no es tanto el estado de la economía lo
que condiciona el voto, sino la propia percepción de la situación económica.
Aplicando el viejo apotegma de Thomas, «si un individuo cree una situación
como real actuará como si esta fuera real». La labor de los partidos, por lo
tanto, se dirige fundamentalmente a la labor de convencer a los electores de
un determinado estado de cosas. En este sentido, factores puramente «estéti-
cos» de la política, como el liderazgo de los partidos o las campañas electo-
rales juegan un papel cada vez más determinante en la determinación de los
resultados electorales.

219
MANUBL HERRERA GÓMEZ Y ANTONIO M. JAIME CASTILLO

8. CONCLUSIONES

Toda organización política es contingente a la sociedad en la que se desa-


rrolla y es, por tanto, evidente que los sistemas políticos cambian y evolucio-
nan como respuestas a los cambios que se producen en los diferentes ámbitos
del sistema social. En las sociedades contemporáneas, los procesos de cambio
social, económico y cultural de la segunda mitad del siglo xx y principios de
este nuevo siglo xxi están provocando una redefinicion de las relaciones entre
la sociedad civil y esa particular forma de organización política que hemos ve-
nido en llamar Estado. Como se ha puesto de manifiesto, se produce una ten-
sión importante entre los ritmos de cambio de la sociedad civil y las institucio-
nes políticas, sometidas a la inercia y a una capacidad de adaptación limitada.
El momento actual es un momento de cambio y de necesaria adaptación
de unas instituciones políticas, que surgieron con la democracia liberal, al
contexto de sociedades cada vez más complejas y heterogéneas. Este proce-
so de adaptación es lógicamente costoso. Parece claro que está produciendo
situaciones de frustración y que las actitudes de los ciudadanos hacia el sis-
tema político se han vuelto notablemente más críticas. No obstante, también
es necesario remarcar algunos puntos importantes, que a veces se pasan por
alto en este debate. La legitimidad del orden democrático como forma de go-
bierno parece incuestionable. Existe una adhesión clara tanto a la democra-
cia como forma ideal-típica como a las normas y valores que la sustentan.
De otro lado, la crítica es un elemento consustancial al propio funcionamien-
to de la democracia y ciertas dosis de crítica tienen una energía creativa im-
portante como fuerza motora del cambio y la innovación.
Con el declinar de las grandes ideologías de la modernidad, y la pérdida
de su capacidad de movilización política, se ha abierto un espacio de indefi-
nición que aún no ha sido llenado. A diferencia de los actores políticos de la
modernidad, que encarnaban proyectos políticos globales, los nuevos movi-
mientos sociales tienen su razón de ser en metas políticas específicas, preci-
samente como una respuesta frente a las ideologías globales, en el intento de
afirmar identidades de grupo o valores políticos distintivos que aparecen y
se desarrollan en la nueva complejidad social. Parece claro que, a pesar del
debate suscitado, los nuevos actores políticos no están en condiciones de
sustituir o suplantar a los actores políticos tradicionales. Pero es igualmente
claro, que la dinámica de funcionamiento del sistema político habrá de tener
cada vez más en cuenta las múltiples y heterogéneas realidades que estos
nuevos movimientos sociales representan.
Los cambios en la percepción de las instituciones políticas por parte de los
ciudadanos no representan necesariamente una amenaza para la viabilidad de-
mocrática, sino una oportunidad de profundizar en el desarrollo democrático.

220
SISTEMA POLÍTICO Y SOCIEDADES COMPLEJAS: ESTABILIDAD Y CAMBIO

A diferencia de los planteamientos habituales, la situación actual puede ser


vista como una posibilidad antes que como un problema. La cuestión clave
está en que los mecanismos de funcionamiento del sistema político tienen que
adaptarse a estas nuevas circunstancias para permitir que el cambio cultural y
social tenga un reflejo en el cambio de las instituciones políticas. Lo que piden
quienes desconfían de las instituciones es mayor democracia no un abandono
de los mecanismos democráticos. Demandan instituciones con un funciona-
miento más democrático que hagan posibles nuevas formas de participación y
la superación de la rigidez burocrática tradicional. Es evidente que la crítica se
dirige contra el funcionamiento concreto y cotidiano de las instituciones, pero
no contra la democracia como forma de gobierno.
La democracia como forma de gobierno ha demostrado históricamente
una gran flexibilidad. Aquí probablemente reside gran parte de su éxito y de
su problema. Hace posible y facilita la integración de intereses y grupos socia-
les en conflicto, lo cual está en la esencia de los problemas de gobernabilidad
de las sociedades complejas. El coste a pagar es una neutralidad valorativa so-
bre los intereses en pugna que lleva un énfasis en la democracia como sistema
procedimental, anteponiéndose a su dimensión ética y normativa. En última
instancia esto se traduce en la falta de un proyecto colectivo a nivel de la so-
ciedad, que sólo puede ser encarnado por los particulares actores políticos que
en cada momento ocupan las posiciones de gobierno en el sistema político.
En momentos como el actual en el que existe una cierta redefinición y
recomposición de los actores políticos, se ve limitada la capacidad para im-
pulsar un proyecto colectivo en sociedades heterogéneas, cultural, étnica o
socialmente. Y así, esa ausencia de proyecto colectivo puede llevar a una
cierta apatía y desidia respecto del proceso político. Las consecuencias po-
tenciales de esta situación, sin embargo, son potencialmente negativas y no
pueden dejar de ser tenidas en cuenta. Como conclusión de este excursus
merece la pena aludir a la función del intelectual en la vida política (Mann-
heim, 1997), concretamente por lo que respecta a sus relaciones con las éli-
tes y los grupos de poder. Los intelectuales desempeñan un rol fundamental
en la definición y en la proposición de las metas culturales a la opinión pú-
blica. Las orientaciones de valores elaboradas por los intelectuales represen-
tan un recurso político de primera importancia que posteriormente pueden
transformarse en consenso para la clase política dominante, o en una ideolo-
gía capaz de movilizarse contra ella. La experiencia histórica enseña que los
intelectuales desempeñan un rol ambivalente respecto al poder, bien justifi-
cando una verdadera hegemonía ideológica y social de los partidos totalita-
rios (nazi-fascistas y comunistas), bien manteniendo intacta una permanente
posición crítica hacia las pretensiones totalizantes de la política, incluso a
costa del exilio o de la impopularidad.

221
MANUEL HERRERA ÜÓMEZ Y ANTONIO M. JAIME CASTILLO

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