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Literatura y expresiones artísticas en el Nuevo Mundo

Es indudable que el descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo propició el


surgimiento de un tipo de literatura francamente original, sobre todo por dos
características fundamentales, a saber: el origen y antecedentes de sus autores y el
exotismo de lo descrito. Imaginemos a estos soldados, marinos y aventureros,
transformados, por la fuerza de las circunstancias, en narradores, cronistas y hombres
de letras. Ese nuevo mundo al que llegaron y del que ni siquiera sospechaban su
existencia, operó grandes transformaciones en sus vidas. Maravillados ante aquel
espectá culo de descubrir tierras ignoradas hasta entonces y habitadas por nuevas
criaturas, los impulsó a dejar constancia de todo lo que iban encontrando.

Entre estos primeros frutos, como nos dice Jean Franco, caben destacar las cartas de
Cristó bal Coló n, las de Hernán Cortés, la Historia Verdadera de la conquista de la
Nueva E8pañ a, de Bernal Diaz del Castillo (1496- 1584) ; la Historia oficial de la
conquista de México, de Francisco Ló pez de Gó mara; La cró nica del Perú de Pedro Cieza
de Leó n, entre muchas otras. A esta lista habría que agregar las Cró nicas de los
franciscanos, algunas otras investigaciones de frailes y, por ú ltimo, los Comentarios
Reales del inca Garcilaso de la Vega y la Historia Natural y moral de 1a India del jesuita
José de Acosta.

Esta fue la visió n inicial épica y triunfalista de los conquistadores; el punto de vista
trá gico de los vencidos llegaría después de la alfabetizació n de los naturales. El
mismo aparece reflejado en obras como los Libros de Chilam Balam, descubiertos en
Yucatá n que narran las desgracias del pueblo maya. Asimismo, varias tradiciones
recuerdan la conquista del imperio inca. Existe también el informe del inca Titu Cusi
Yupanqui y la Nueva Crónica y buen Gobierno obra que se atribuye a1 mestizo Felipe
Guamá n Poma de Ayala.

Una vez pasado el entusiasmo del descubrimiento y conquista, se hizo evidente que
las manifestaciones artísticas en las colonias ocupaban un lugar secundario. La
població n, principalmente integrada por los conquistadores-militares, los comercian-
tes y los evangelizadores, no era la má s apropiada para el desarrollo de las artes ni de
ningú n otro tipo de actividad cultural. A ello se sumó el hecho de que, en é pocas tan
tempranas como 1531, se prohibió la introducció n de obras profanas a las nuevas
posesiones. Entonces, la literatura quedó circunscrita al área de la religió n y la moral
imperantes. En 1543, nos dice Rodrigo Miro, el Emperador ordenó “que ningú n
españ ol o indio lea libros de romances” para no inquietar la imaginació n. Poco después fue el
mismo tribunal del Santo Oficio quien reguló la introducció n de material impreso en las
Indias.

En el terreno de la arquitectura, la Corona impuso reglas estrictas sobre la


construcció n. Las ciudades se edificaron en forma de damero y, al menos durante la
primera mitad del siglo XVI, la arquitectura que se desarrolló en América tuvo un
cará cter eminentemente militar y religioso. En pintura se prohibieron los temas
profanos y la temá tica pasó a ser patrimonio exclusivo del campo espiritual. El
Concilio de Trento fortaleció aú n má s la reglamentació n de la vida cultural en las
colonias. En este sentido, como bien sabemos, la Inquisició n desempeñ ó un papel muy
activo. Los primeros pintores que se destacaron en América procedían de la Península
o eran flamencos y, como no podía ser de otra manera, predominó la pintura sacra.
Las principales expresiones culturales de esta centuria quedaron reducidas a la
organizació n de espectá culos en ocasió n del arribo de un nuevo Virrey o de festividades
religiosas como la del Corpus Christi. Esta era la oportunidad para representaciones
musicales o teatrales, así como para componer o recitar poesías. Sin embargo, casi
siempre, este tipo de manifestaciones no se sustraían del ambiente profundamente
religioso que imperaba en las colonias. Con razó n sostenía Mariano Picó n Salas que
“la fiesta religiosa es ya desde el siglo XVI el má s coloreado y concreto símbolo de la
fusió n o choque del alma españ ola con la indígena. Danzas, pantomimas, mascaradas
o ceremonias como las que todavía acompañ an en los pueblos mestizos de Suramérica
a conmemoraciones tan tradicionalmente hispanas como las del Corpus Christi, Reyes
Magos, Nuestra Señ ora de Candelaria o San Juan Bautista, se incorporan en la
festividad cató lica y hablan al espíritu indio con mayor afinidad y simpatía que lo que
pudiera hacerlo el exclusivo ritual europeo”.

Mas no podemos cerrar el siglo XVI, cuando se concreta la conquista del Nuevo
Mundo, sin hacer referencia a La Araucana de Alonso Ercilla y Zú ñ iga, sin duda uno
de los ejemplos má s acabados de la poesía épica en las Indias.

El siglo XVII, marcó otros derroteros porque, aunque siguió imperando el represivo
ambiente religioso, las grandes ciudades del continente se convirtieron en “centros
de lujo y ostentació n”. Comenzó a surgir una cultura má s autó ctona o, por lo menos
las corrientes llegadas del Viejo Mundo, ya no se aceptaban a ciegas. Así, como ya
mencionamos en un capítulo anterior, el barroco adquirió características propias y se
transformó en churrigueresco. La ostentació n llevó a la construcció n de muchas y
monumentales catedrales cuyos ejemplos má s acabados se hallan en México. En
escultura y en pintura los temas continuaron siendo religiosos. De finales del siglo XVI
y XVII es la pintura cuzqueñ a que desarrolló un estilo popular anó nimo y es una de
las formas má s acabadas de la cultura mestiza. En las letras se destacaron Sor Juana
Inés de la Cruz y Carlos Sigü enza y Gó ngora.

El siglo XVIII fue el Siglo de las Luces en Europa y la centuria preindependentista en


América. Ya por entonces los criollos cultivados, poderosos econó micamente e
influyentes socialmente, comenzaron a exigir mayor participació n en el gobierno de
sus países. Surgió claramente la conciencia “de un destino separado de Españ a”. Este
proceso se aceleró con la expulsió n de los jesuitas en 1767 quienes, como veremos,
eran los educadores por excelencia y los misioneros má s activos, Como es natural, la
Orden se convirtió en enemiga de Españ a y, gracias a una abundante literatura desde
el exilio que atacaba al gobierno colonial, se transformó en precursora de la
independencia.

A ello hay que agregar que, a pesar de las medidas tomadas por la Corona para
limitar la introducció n de las ideas ilustradas, en América se leían las obras de
Rousseau y Voltaire. Como muy acertadamente nos dice Franco, a finales del siglo, el
tipo de literatura má s leído en el Nuevo Mundo era el pasquín, el libelo, y el perió dico que
reflejaban el grado de inconformidad y plasmaban todo tipo de crítica contra el
régimen. Asimismo, los científicos que recalaron en las Indias contribuyeron, muchos
de ellos, a aumentar la insatisfacció n que experimentaban los criollos. Entre ellos,
cabe destacar a los ya conocidos, Jorge Juan y Antonio de Ulloa, principalmente por
su obra Noticias Secretas de América, cuya publicació n se prohibió en Españ a y só lo
fue en el siglo XIX cuando por primera vez se dio a conocer en Inglaterra. Asimismo,
a comienzos de esta ú ltima centuria Alexander Von Humbolt reveló la existencia de
grandes recursos en América que la Corona españ ola no había. explotado.

Cabe anotar que, a partir de mediados del siglo, comenzó a predominar sobre, todo
en Lima, el estilo rococó . Por su parte la escultura continuó hallando su principal fuente
de inspiració n en el campo religioso y la pintura presentó una clara influencia de
Velá squez y Holbein.

La literatura preindependentista no fue muy rica ni muy abundante, pero en algunas


obras quedó reflejado el malestar que se respiraba en el Nuevo Mundo. Tal es el caso
de El lazarillo de ciegos caminantes cuyo autor Concolorcorvo, se dice pudiera ser
Alonso Carrió de la Vandera. En esta obra se vierten agudas críticas contra la
administració n españ ola en América. Aunque Carrió de la Vandera no puede ser
considerado un opositor al imperio hispá nico, e incluso fue un alto funcionario del
engranaje colonial, lo cierto es que hombres como él y José Celestino Mutis percibían
el peligro de la política aislacionista y el atraso en que Españ a tenía condenadas a sus
colonias.

Mas no podemos ignorar aquí que esta situació n no era capricho de la monarquía
españ ola, sino producto de la decadencia de la Madre Patria, que a pesar de las
medidas reformistas adoptadas por Carlos III no había logrado resurgir. Como ya
anotamos en anteriores capítulos esta decadencia propició que otras potencias
socavaran los cimientos del imperio.

2. Las letras en el Istmo

En Panamá la situació n no fue muy diferente que en el resto de Amé rica y los
conquistadores que llegaron a nuestro país se maravillaron igualmente ante el mundo
nuevo y desconocido que iban descubriendo. Así, soldados y aventureros que nunca
antes se habían dedicado a escribir, encontraron un nuevo oficio en estas tierras y
dejaron para nuestro deleite relatos de una minuciosidad inusual.
El primero que se ocupó de nuestro país fue el Almirante Cristó bal Coló n quien, en su
Carta de Relació n, escrita desde Jamaica el 7 de julio de 1503 se refiere a Panamá .
Recordemos que en su cuarto viaje Coló n había recorrido la costa occidental de nuestro
país aproximadamente hasta la altura de Portobelo. Como ya indicamos en otro
capítulo, en esta carta hace menció n a la abundancia de oro de Veragua, en
comparació n con el metal hallado en La Españ ola. Igualmente, la Vida del Almirante
Cristóbal Colón, escrita por su hijo Hernando, quien lo acompañ ó en el cuarto viaje,
aporta numerosas descripciones del Istmo.

La siguiente referencia a Panamá proviene de las cartas enviadas por Vasco Nú ñ ez de


Balboa a los Reyes, a partir de 15 l3 y en las que describe el Darién en forma idílica, a
la vez que exalta el rico tesoro del cacique Dabaibe en la regió n de Urabá . Estas
narraciones ayudaron a crear en la imaginació n españ ola la leyenda del fabuloso
Dorado americano. No menos interesantes son las misivas de Pedrarias en las que
comunica no só lo su pugna con Balboa, sino que brinda sustanciosas noticias sobre
Santa María la Antigua y las expediciones por el interior del Darién y Urabá . También
es necesario tomar en consideració n las célebres, Instrucciones que el obispo Juan de
Quevedo dio a1 maestre escuela fray Toribio Cintado, poniendo a1 descubierto 1os
resultados inmediatos de la política de Pedrarias en Castilla del Oro.

Pero es indudable que el cronista má s prolijo de la etapa expedicionaria fue el


licenciado Gaspar de Espinosa quien escribió dos minuciosas y extensas Relaciones.
La primera de 15l5 es un informe de su cabalgada al interior del Istmo y en ella como
muy acertadamente señ ala Carlos Manuel Gasteazoro “lo que en realidad llama la
atenció n ...es ver có mo se va desenvolviendo la geografía ístmica; desde la tierra
inhó spita darienita hasta las regiones de Nata...”. La segunda Relació n es de 1519 y es
“má s literaria y á gil que la primera, presenta el mismo encanto descriptivo y amor
por la tierra que la anterior”. Como tuvimos oportunidad de ver en un capítulo
precedente, su descripció n de Natá es una de las má s logradas y se ha convertido en
una pieza clá sica.

Otra obra digna de menció n es la Suma de Geographia del bachiller Martín


Ferná ndez de Enciso, escrita en Españ a en 1518. En la misma describe la fauna y la
flora panameñ as con las que estuvo en contacto gracias a su expedició n por el interior
del Darién. Por su parte, la Relació n de Gil Gonzá lez Dá vila detalla los pueblos
panameñ os y los de las costas del Pacífico centroamericano. Igualmente, interesantes
son los Memoriales de Diego de Colmenares.

Después de la fundació n de Nuestra Señ ora de la Asunció n de Panamá en 1519, se


inició la segunda fase expedicionaria del Istmo. Prá cticamente se abandonó la regió n
del Darién y los intereses se trasladaron hacia el centro y el norte del territorio.
Cronoló gicamente la primera obra de esta etapa fue la Relación de los Sucesos de
Pedrarias en la Tierra Firme y de los Descubrimientos en el Mar del sur de Pascual de
Andagoya. Esta obra abunda en testimonios de la vida y costumbres de los naturales,
gracias a lo cual el historiador peruano Raú l Porras Barrenechea lo llamó el “cronista
etnó grafo”. Pero el aporte de Andagoya no terminó ahí, sino que también redactó una
carta-informe detallando sus expediciones por el Istmo en busca de la ruta ideal para la
apertura de un canal que uniera los Mares del Sur y del Norte. En este sentido Pascual de
Andagoya resultó ser un visionario, a1 igual que en lo concerniente a la ruta que habría
de conducir al imperio incaico. También Fernando de la Serna nos dejó una
descripció n sobre sus exploraciones en el Chagres, mientras que Diego Ruiz de Campos,
añ os má s tarde, preparó una extensa Relació n sobre las costas panameñ as en el Mar de
Sur.

A partir de la segunda década del siglo XVI el estudio de la obra de los cronistas
resulta imprescindible para el conocimiento de lo acaecido en aquella época. Ellos
fueron: Pedro Má rtir de Anglería, Gonzalo Ferná ndez de Oviedo y Valdés, fray
Bartolomé de 1as Casas y Francisco Ló pez de Gó mara. Si bien Anglería y Gó mara no
visitaron nunca nuestro país y escribieron desde la metró poli, sus narraciones
revisten gran valor porque contaron con excelentes informantes e hicieron gala de un
elevado criterio.

Pedro Mártir de Anglería era un humanista italiano que vivió en la corte de Fernando e
Isabel. Fue el autor de la primera Historia de América a la que llamó Décadas del Nuevo
Mundo. La obra que abarca hasta 1526 está compuesta por un conjunto de extensas
misivas en las que se narran las hazañ as de los españ oles en las Sierras recié n
descubiertas. En lo que hace relació n al Darién sus informantes, fueron, segú n
Gasteazoro, Caicedo y Colmenares, así como los mismos procuradores de la villa.

El cronista Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés nos legó su Relació n de 1523, el


Sumario de la Natural Historia de las Indias, escrito en Españ a en 1526 y la Historia
General y Natural de las Indias, Is1as y Tierra Firme del Mar Océano.
Desafortunadamente sus obras no resultan del todo confiables cuando se refieren a
Balboa y a Pedrarias. Segú n Gasteazoro su Relación es calificada como un libelo
difamatorio del papel desempeñ ado por Pedrarias en el Darién. La intenció n del
Sumario fue recrear y deleitar a Carlos V y en el mismo se describen la fauna y la flora
tropicales de las Antillas y del Istmo. Al igual que Andagoya, el cronista Oviedo nos
dejó una de las descripciones má s completas sobre 1os indígenas de Tierra Firme. Su
libro es, a1 decir de Gasteazoro, una pequeñ a gran enciclopedia de Etnología y de
Geografía de las Islas y Panamá . Fernández de Oviedo fue calificado por el destacado
geó grafo Á ngel Rubio como el “descubridor intelectual del Istmo”. Por ú ltimo, su
Historia General y Natural... es en su primera parte una ampliació n del Sumario y
en la segunda relata la conquista españ ola en el continente. No obstante, las noticias
sobre Panamá en esta obra son inconexas y desordenadas.

De la vasta producció n bibliográ fica del Obispo de Chiapas, fray Bartolomé de las Casas,
solo tres obras hacen referencia a Panamá , a saber: La Brevísima Relación de la
Destrucción de las Indias; la Victoria de las Indias y la Apologética Historia Sumaria.
La más noticiosa de estas es la Historia de las India que llega hasta 1520. Al parecer, para
la parte que se refiere a Panamá , se basó en la Barbárica de Diego de la Tobilla, obra
extraviada y que también utilizaría Herrera. Asimismo, las Casas tuvo acceso a testimonio
de los vecinos del Darién y el mismo visitó Panamá.

La Historia General de las India de Francisco Ló pez de Gó mara está considerada por
Gasteazoro como una de “las historias más elegantes que ha inspirado la conquista del Nuevo
Mundo". Aunque como ya dijimos este cronista nunca visitó América, comenzó a interesarse
en estos territorios cuando tuvo que oficiar como capellá n de Hernán Cortés en Españ a.

Por otra parte, cabe destacar que dentro de lo que Rodrigo Miró denomina literatura
burocrá tica, se destaca en esta centuria el Oidor de la Real Audiencia de Alonso Criado
de Castilla con su Sumaria Descripción del Reino de Tierra Firme de 1575 que está
entre sus escritos má s conocidos. También nos legó extensos manuscritos en relació n
al cimarronaje y la reducció n de los pueblos negros.

Una visió n sobre Nombre de Dios, Panamá , el Camino Real y Veragua, se debe a la
pluma del inquieto viajero italiano Girolamo Benzoni en su afamada obra Historia del
Nuevo Mundo. No menos meritoria es la conocida obra de Juan Ló pez de Velasco:
Geografía y descripción universal de las India, que le dedica un buen nú mero de
pá ginas a nuestro territorio y la descripció n de Francisco Carletti: Razonamientos de
mi viaje alrededor del Mundo.

Referencias a Panamá aparecen también en la Crónica del Perú de Pedro Cieza de


Leó n; en Historia de las Guerras civiles del Perth, de Pedro Gutiérrez de Santa
Clara y en la Rebelión de Pizarro en el Perú y vida de Pedro Gasca, de Juan Cristó bal
Calvete de la Estrella. Sobre la historia de Panamá bajo la administració n de Lope de
Sosa y el levantamiento de Bayano se explaya en su Historia de Venezuela, fray Pedro
de Aguado. Datos interesantes sobre Portobelo y el Chagres se encuentran en la obra
de Gabriel Ferná ndez de Villalobos (Marqués de Varinas): Estado eclesiástico
político y militar de América (o Grandeza de Indias)

Respecto a la introducció n de los libros en Panamá es interesante consignar que,


segú n Miró , la primera constancia de haber recibido obras impresas en nuestro país
data de 1545 y fue un embarque de obras piadosas. Sin embargo, en 1545 y en 1548
llegaron a1 Istmo libros tales como El Romancero, la Celestina, El Lazarillo, etc.

El siglo XVII se inauguró con la Historia de los Castellanos en las islas y Tierra
Firme del Mar Océano, mejor conocida como Décadas del Cronista Mayor de Indias,
Antonio de Herrera y Tordesillas. En la parte que trata sobre Panamá , como ya
adelantamos, siguió muy de cerca a La Barbárica, así como a fray Bartolomé de Las
Casas y a Cieza de Leó n, at punto que se le acusa de plagiario.

Para la época en que Panamá se vio sacudida por los ataques extranjeros (1568- 167
1) es imprescindible la consulta de los relatos de los piratas y bucaneros. Así tenemos
los relatos del propio Francis Drake y Piratas de la América, y Luz o la defensa de
las costas de Indias Occidentales de John Exquemeling, médico de la expedició n
de Morgan. La versió n españ ola de esta época se caracteriza por historias
particulares de cada uno de los asaltos pirá ticos que como nos dice Gasteazoro, se
encuentran manuscritas en la Biblioteca Nacional de Madrid.

De estos añ os es la Milicia y Descripción de las Indias del capitá n Bernardo Vargas


ivlachuca quien, en 1602, fue nombrado alcalde Mayor de Portobelo y comisario de las Fá bricas
de sus Fortificaciones. In los 6 añ os que vivió en nuestro país escribió Apología y discursos de
las conquistas occidentales para refutar las acusaciones realizadas por las Casas sobre la
conquista de América.

Como es natural, no podía estar ausente por esta época la iglesia con sus
cró nicas conventuales de difícil lectura y comprensió n. También está n las biografías
de religiosos como la de fray Francisco de Pamplona, escrita por fray Mateo de Anguiado,
que narra 1as peripecias de los capuchinos en Darién.

La cró nica cortesana está representada por el Discurso que hizo del Reino de
Panamá y Provincia de Veragua de la Vida y Acciones de don Enrique Enríquez,
su Gobernador y Capitán General en el llanto que hizo a su muerte, el año de 1638
dedicado a1 conde duque de Olivare por Alonso Enrique» be Sotomayor, que bajo el
nombre Llanto de Panamá publicó Antonio Serrano de Haro en 1984. La obra fue
editada por primera vez en 1642 en Madrid, pero su manuscrito se conserve en la
Hispanic Society de Nueva York. En 1638, murió el Gobernador de Tierra Firme,
Enrique Enríquez de Sotomayor y los vecinos de Panamá le hicieron sentidas honras
fú nebres. Bajo la guía de Mateo de Ribera se recopilaron 42 poemas dedicados al
desaparecido. La mayoría de estos autores fueron criollos, en virtud de los cual se hace
evidente que Panamá poseyó una activa vida cultural que, como veremos, estaba
dirigida por los jesuitas. Serrano de Haro va má s lejos aun cuando habla de una
generació n barroca panameñ a de 1638.

Las obras de tres grandes poetas nos ilustran sobre esta época, a saber: la de
Juan de Castellanos, entre cuyos poemas se destacan “Elegias de Varones Ilustres de
Indias” y el “ Discurso del Capitá n Francisco Draque"; la de Juan de Miramontes y
Zuazola, “Armas Antá rticas”, y la de Juan Francisco Pá ramo y Cepeda, “Las
alteraciones del Dariel”. Respecto a “Armas Antá rticas” vale la pena destacar que su
autor ocupó una plaza de soldado en Panamá y en su obra no só lo narra las campañ as
emprendidas por las armas españ olas contra el pirata Oxenham, sino que también
describe el paisaje, así como la fauna y la flora del Istmo. “Las Alteraciones de Dariel”
narra las luchas de la conquista y las incursiones extranjeras, pero desafortunada-
mente el barroquismo excesivo demerita el valor poético de la obra. Su mayor mérito
es que está íntegramente dedicada a nuestro país.

Por otra parte, es interesante consignar que la literatura españ ola del Siglo de Oro
no logró sustraerse a la fascinació n que representaba el Nuevo Mundo. Así Lope de
Vega en su poema “La Dragontea” narró las incursiones de Drake a las Antillas y sobre
todo a Nombre de Dios. También en la “Soledad Primera” hace alusió n a América en
general y a Panamá en particular, mencionando que el istmo dividía el vasto océano.

Los relatos de los viajeros como Dampier, Wafer, Raveneau de Lussan y otros,
resultan imprescindibles para estudiar las incursiones inglesas. Asimismo, para esta
terna hay que consultar a Dionisio de Alsedo y Herrera con su Aviso Histórico,
político y geográfico con las noticias más particulares del Perú, Tierra Firme,
Chile y Nuevo Reino de Granada... y razón de todo lo obrado por los ingleses. Como
nos dice Gasteazoro para esta etapa abundan los Diarios de Expediciones con datos
muy interesantes sobre nuestro territorio.

También de esta centurias son : la Descripción do Panamá y su Provincia que la


Real Audiencia confeccionó en 1607, rica en informació n y que hemos manejado
frecuentemente en anteriores capítulos; el Compendio y Descripción de las Indias
Occidentales del carmelita Antonio Vá squez Espinosa; la Relación Histórica y
Geográfica de la Provincia de Panamá de 1640 de Juan Requejo Salcedo y la
Relación Verdadera y cierta de todo lo que hay en este Mar del Sur en el distrito
del Gobierno de este Reino de Tierra Firme, entre otras. Asimismo, digno de destacar
son las “Noticias Sacras y reales” del buró crata Juan Díaz de La Calle. De 1699 es el
“Villancico para esta Navidad” en que se loa a las personas en él mencionadas.

El siglo XVIII o de las Luces se inicia en Panamá con un extenso informe de


singular importancia, aunque desconocido en nuestro medio. Nos referimos al
documento sobre la “Administració n y armamento de la Real Hacienda de la Provincia
de Tierra Firme” que, en 1699, preparó el marqués de Villa Rocha y amplió en 17 16.
Debemos tener presente, ademá s, la Relació n Geográ fica del Obispo de Panamá fray
Pedro Morcillo y Auñ on de 1736, dada a conocer en nuestro medio por Carlos Manuel
Gasteazoro. Sustanciosos datos se encuentran, asimismo, en las Noticias del Estado
del Reyno de Tierra Firme del miembro del Cabildo de Panamá Francisco Pérez de
Astaas, que datan de 1755. No menos interesantes son los informes sobre los galeones
hechos por Diego de la Haya, así como las noticias sobre contrabando suministradas
por Isidoro de Santiago Alvear.

Sobre el Darién importa recordar las descripciones de Diego Tabares, los escritos
del gobernador del Darién André s de Ariza, la Relació n del jesuita Pedro Fabro y el
informe de Miguel Remó n. También existe la Relació n de la Dió cesis de Panamá del
Obispo Francisco de los Ríos. En 1789, Francisco Silvestre publicó su Descripción
del Reino de Santa Fé de Bogotá que, en palabras de Miró , podría ser considerada
“una especie de censo demográ fico” y de la cual cuatro capítulos está n dedicados a
nuestro país.

Dignas de consideració n son las descripciones hechas por algunos miembros de


la expedició n Malaspina, que arribó a nuestras costas en 1791. Entre estos cabe destacar
a Antonio Pineda y al propio Alejandro Malaspina, así como un documento anó nimo
sobre la Provincia y ciudad de Panamá . De 1792 es la Breve Noticia o Apuntes de los
usos y costumbres de los habitantes del Istmo de Panamá y sus producciones, del
sacerdote ilustrado Juan Franco.

Existe también la descripció n de la Dió cesis de Panamá realizada por el Obispo


Manuel Joaquín Gonzá lez de Acuñ a; el Proyecto de Gobierno para el Istmo de Panamá
de Santiago de Bernabéu, de 1808; las noticias del Istmo de Panamá que el gobernador
de Veraguas Juan Domingo de Iturralde escribió en 1812, en vísperas de la
independencia y Las observaciones de cobre la importancia del lstmo de
Panamá y sus riquezas naturales y actuación hechas por el Gobernador Juan
Urbina en 1804.
Por otra parte, el siglo XVIII aportó un grupo de panameñ os ilustres, entre los que se
destacan Manuel Joseph de Ayala, Sebastiá n Ló pez Ruiz, Víctor de la Guardia y Ayala
y Rafael Lasso de la Vega. De los dos primeros personajes nos ocuparemos má s adelante,
en tanto que de Víctor de la Guardia destacaremos su obra teatral La política del
mundo, tragedia en tres actos, escrita en verso. Nacido en Penonomé en 1772,
emigró a Centroamérica dó nde llegó a ser vicepresidente del Congreso Constituyente de
Costa Rica. Asimismo, Rafael Lasso de la Vega, quien nació en Veraguas, llegó a ser
Obispo de Mérida y Quito, y publicó , segú n Miró , numerosos opú sculos sobre temas
religiosos y políticos.

Desde mediados de la centuria se hicieron muy frecuentes las expediciones


científicas que en viajes de estudio visitaron el Nuevo Mundo. Las mismas dejaron
relaciones geográ ficas de sus hallazgos y constataciones. Varias de ellas se refieren
a nuestro país y aunque no las nombraremos todas, sí mencionaremos la Relación de
la Costa de la Mar del Norte desde Portobelo al Puerto de Omoa por el teniente
coronel Nicolas de Palomares y Exploración de la Costa de Bocas del Toro, por José
Antonio Morante y el alfé rez Fabían Abances.

3. La arquitectura y otras manifestaciones artística en Panamá.

Los ejemplos má s evidentes de la arquitectura colonial, que han llegado a nosotros


son principalmente de tipo religioso y militar, aunque también hubo una
arquitectura civil de la que desafortunadamente no han quedado muchos vestigios.
Respecto a las militares debemos recordar que ya fueron tratadas en un capítulo
anterior, en virtud de lo cual no nos volveremos a ocupar de ellas. No obstante,
debemos tener presente la importancia de estas construcciones destinadas a preser
var las posiciones del imperio contra los enemigos forá neos. Mas ellas no só lo
defendieron el territorio, sino que también transformaron la geografía y sus artífices
pusieron de moda distintos estilos y usos que despué s se adoptarían en otras regiones
del imperio. Entre éstos nos vienen a la memoria los nombres de ingenieros de la talla
de Juan Bautista Antonelli, Cristó bal de Roda o Agustín Crame, quienes acrecentaron
su prestigio fortificando el Nuevo Mundo.

Como muy acertadamente nos dice Samuel Gutiérrez, la arquitectura civil estuvo
dirigida a proveer alojamiento a los habitantes de las ciudades y villas, así como
edificios para sede de las Aduanas, Cabildos, Casas Reales, etc. Como ya indicamos,
las ciudades seguían el trazado en forma de damero y, por lo general, frente a la plaza
mayor se alineaban la Catedral, y el Cabildo. Sin duda, uno de los má s importantes
ejemplos de este tipo de arquitectura, que aú n se conserva, lo constituye el edificio de
Aduanas de Portobelo de estilo renacentista.

En relació n a la vivienda, destaca el profesor Á ngel Rubio que, en la primitiva ciudad


de Panamá predominaron, en los primeros añ os, las casas de paja y posterior- mente se
adoptó la construcció n de madera o mixta, es decir de este material y mampostería.
Fue recié n a finales del siglo XVI y comienzos del XVII cuando se principió a
construir los edificios pú blicos de cal y canto. Cabe destacar que la abundancia de las
construcciones de madera en nuestro medio tiene su explicació n en la gran cantidad
de este material, principalmente en la regió n del Bayano. Por su parte la piedra era
extraída de las canteras existentes en el Cerro de San Cristó bal. La abundancia de la
piedra hizo posible, segú n Samuel Gutiérrez, la exportació n de la misma para erigir
las fachadas de los edificios limeñ os.

A pesar de ti difícil que resulta intentar reconstruir una vivienda de Panamá la


Vieja con los pocos datos que se poseen, el arquitecto Eduardo Tejeira Davis lo hizo
con las ruinas de la casa del Obispo, ubicada al frente de la entrada principal de la
Catedral. Sobre ella nos dice que esta casa debió haber sido una de las má s grandes
de la ciudad, con una superficie aproximada de 380 m2. La vivienda tenía un amplio
vestíbulo, había una escalera que conducía al piso superior donde se hallaba un
cuarto con un techo altísimo y con ventanas. Por ú ltimo, se encontraba un recinto
con una ventana. Detrá s de la casa había un patio cuadrado, posiblemente con una
huerta. Aunque no se poseen datos concretos sobre las viviendas de los esclavos en la
antigua ciudad de Panamá , es evidente que las mismas debieron ser rudimentarias y
estrechas. Para terminar con Panamá La Vieja, debemos decir que las ú nicas
construcciones civiles de importancia, que reconoce Castillero Calvo, eran el edificio
del Cabildo, frente a la Plaza y las Casas Reales en lo alto del montículo en el sureste
de la ciudad.

Respecto a la vivienda de la nueva ciudad de Panamá , cabe destacar que la misma se


estructuraba teniendo como centro los patios o jardines interiores, que eran el lugar de
reunió n del grupo familiar. Los científicos Jorge Juan y Antonio de Ulloa nos dejaron
una descripció n contemporánea de estas residencias: “las casas son todas de madera,
con un alto, y cubiertas de teja, pero muy capaces y vistosas por su buena disposició n
y armonía de ventanaje; entre éstas hay algunas de cal y piedra; pero muy raras”. En lo
que atañ e a las viviendas extramuros indicaron: “. . . tiene un arrabal abierto, má s
capaz en su extensió n, que la ciudad; y sus casas de la misma materia y
construcció n que las de adentro, a excepció n de las que lindan con la campañ a, que
son muchas, cubiertas de paja, y mezcladas con bujíos”. Los balcones, tan
característicos hoy de la arquitectura colonial españ ola, surgen en realidad en el siglo
XVIII. Segú n Tejeira Davis las casas tenían entresuelo y uno o dos pisos altos. La
planta a baja se utilizaba generalmente para oficinas y depó sitos¡ en el entresuelo había
habitaciones de tamañ o reducido y, por ú ltimo, el piso superior estaba destinado a
los propietario s, ya que era el má s alejado de las inmundicias de la calle.

Hacia 1809, el aspecto general de la ciudad era, en palabras de Santiago Bernabé u, el


siguiente: “Los pisos de las calles, sobre su desaseo no ofrecen má s que tropiezos, y
precipios: la desigualdad y ningú n ornamento de los edificios, semejantes a un papel
de mú sica, cuyas notas unas suben y otras bajan hace la má s extravagante
perspectiva. . .” Segú n el autor la razó n de este desorden era producto de la falta de
arquitectos en la Provincia “sino unos pobres oficiales de albañ il que no tienen mejor
inteligencia que los operarios que se las fabrican, todas ellas abundan en imperfecciones
e irregularidades; que las hacen incó modas y desagradables”. Para Castillero Calvo
los ú nicos edificios civiles dignos de menció n eran las Casas de Gobierno o Reales y
la Contaduría.
Sobre las deplorables condiciones higiénicas que imperaban en la ciudad escribió in
extenso el ya mencionado testigo presencial Santiago Bernabéu: “Lo primero que se
presenta a la vista a la entrada en Panamá son los muladares hediondos en que se
arrojan las inmundicias, y cuyas exalaciones corrompidas son causa de la poca
salubridad de los Aires, y las que en tiempo de algú n mal epidémico, lo propagar con
rapidez por todo el vecindario haciendo general el contagio. Sita en el centro mismo
del casco de la ciudad se halla una muchedumbre de semejantes Basureros...” Mas
adelante se refirió a Panamá como “un pestífero Lagar de suciedad, como en toda la
ciudad no hay má s que una Letrina...” Criticó , igualmente, la presencia de gran
cantidad de pulperías “sin arreglo ni ordenanza, que al paso que aumentan la
suciedad. . . despiden a veces unos altos pestíferos de carnes corrompidas, y otras
especies que trastornan el sentido de cuantos pasan por la puerta. Nadie transita
seguro por la ciudad porque cualquier hora del día, o de la noche va expuesto a que
de una asesoría o de una ventana le echen encima una batea de agua u otra cosa peor;
tal es la Policía que aquí se conoce”.

La arquitectura religiosa nos proporciona un campo de estudio mucho má s


amplio, tanto en la vieja como en la nueva ciudad de Panamá . Es indudable que la gran
obra de arquitectura de la antigua ciudad fue de tipo religioso. En este sentido, se
destacan la Catedral, los conventos de los jesuitas, los franciscanos, los mercedarios,
los juaninos, los dominicos, las monjas concepcionistas, los josefinos y las iglesias
menores de Santa Ana y Malambo. Segú n José Gabriel Navarro y Samuel Gutiérrez,
las primeras iglesias de la vieja ciudad fueron de planta basilical latina, es decir planta
rectangular con una o tres naves, á bside y atrio. Las naves se dividían entre sí por
columnas con arquitrabe y arcos y el presbiterio se separaba del resto de la iglesia con
un arco triunfal. La Catedral de Panamá la Vieja se construyó en 1519 de caías y paja,
pero éste no fue el primer templo que se erigió en Tierra Firme, sino que, como ya
anotamos, en 1518, se había levantado uno en Santa María la Antigua del Darién. En
1535, el Obispo fray Tomas de Berlanga encargó al arquitecto españ ol Antó n García
la construcció n de una iglesia de madera y tejas. Mas fue recién en 1619 cuando se
inició la edificació n definitiva de mampostería, que estuvo a cargo del arquitecto Pedro
Alarcó n y que fue inaugurada el 20 de septiembre de 1626. La misma tenía una torre
de forma cuadrada, 3 pisos y 6 campanas. En 1644 resultó muy deteriorada por el
incendio y hubo que reconstruirla, pero en 167 1 fue nuevamente destruida en ocasió n
del asalto de Morgan. Al parecer las campanas de la torre que no fueron dañ adas se
trasladaron al nuevo asiento.

Inicialmente el edificio de la Catedral de Panamá la Nueva se levantó de madera,


ya que no se disponía de suficientes fondos. La serie de planos de la Catedral de 1676,
1722, 1735 y 1749, como nos dice Gutiérrez, muestran la evolución de la planta baja
del templo hasta su forma definitiva. En la actualidad nuestra Catedral cuenta con
una nave central y cuatro laterales, formadas por cuatro hileras de columnas unidas
por arcos. El pavimento es de grandes ladrillos cuadrados. Posee dos torres con sus
cúspides recubiertas con incrustaciones de madreperla. El edificio es de piedra
amarilla y tiene tres puertas en la fachada principal.

En nuestra ciudad capital contamos con varias muestras de arquitectura religiosa


colonial, tales como la Iglesia de Santo Domingo, la de San José, mejor conocida como el
altar de Oro, la de San Felipe, la Iglesia y Convento de San Francisco, la Iglesia de la
Merced y la Iglesia de Santa Ana.
En Portobelo quedan algunos vestigios del convento de La Merced, la Iglesia -
Hospital de San Juan de Dios y aun está en pie la iglesia de San Felipe que guarda el
famosísimo Cristo Negro y la Divina Custodia de oro fabricada en Portobelo. En
Veraguas se encuentra la Iglesia de San Francisco de la Montaña, cuyos altares son
una muestra de varios estilos europeos combinados con las tendencias locales. Así,
hay huellas del renacimiento y plateresco del siglo XVI, del barroco y churrigueresco
de los siglos XVII y XVIII, y reminiscencias mudéjares. Otros ejemplos de arquitectura
religiosa colonial se hallan en Nata en la iglesia de Nate de los Caballeros y la capilla
de San Juan de Dios; en Parita en la iglesia de Santo Domingo de Guzmán; en Los
Santos la iglesia de San Atanasio y en David, la Iglesia de San José.

Otras manifestaciones artísticas de la colonia fueron la pintura y la platería. La


primera no alcanzó en Panamá el mismo grado de desarrollo que en otras ciudades
coloniales y prácticamente el único pintor panameño que se destacó fue Fernando de
Ribera. En 1622, ingresó en la Compañía de Jesús de Quito donde adoptó el nombre
de Hermano Hernando de la Cruz y en cuya iglesia, precisamente, se conserva la
mayor parte de su obra. Hasta 1646, cuando falleció, dirigió una escuela de pintura.
A él se le atribuyen los famosos cuadros de los Profetas, El Infierno y la Resurrección
y un retrato de Mariana de Jesús.

En relación a la platería, nos dice Serrano de Haro que, en 1526 Carlos V


prohibió que la plata fuera labrada en las Indias, con la finalidad de evitar las
sustracciones al quinto real. Los plateros panameños designaron al licenciado Corral
para que expusiese ante la Corona el “mucho daño o perjuicio” que esta medida
acarrearía. La queja tuvo éxito, porque el 21 de agosto de 1528, el rey les permitió que
siguieran practicando su oficio siempre “que no tengan ni puedan tener en sus casas ni
tiendas, fuelles, ni forja, ni crisoles, ni otros aparejos de fundición.” Esta medida,
como nos dice Serrano de Haro, equivalía a la implantación de un monopolio estatal
en la fundición del metal, pero se autorizaba el labrado del mismo. En 1603 existía en
la iglesia de San Francisco una cofradía de plateros, cuyo patrón era San Eloy. Para el
siglo XVIII, señala Velarde, había en la ciudad varios plateros entre los que se
destacaban los hermanos mulatos Raimundo Joseph y Gabriel Gómez y Antonio
Polanco “oficial de platero”.

En los talleres de platería se confeccionaban, como es natural, principalmente


obras de tipo religioso como candelabros, ramos de plata y algunos calices que, junto
con las venidos de Españ a, decoraban las iglesias panameñ as. Algunas de estas piezas
fueron exportados a las islas Canarias.

Finalmente, la indudable influencia hispá nica se revela en la décima y la copla


que hoy en día constituyen uno de los rasgos característicos de nuestro folclore
principal- mente en el país agro. Lo mismo cabe decir del traje de la pollera e incluso
de algunos bailes y danzas donde la impronta africana y la españ ola se han unido en
un sincretismo de cadencia y melodía.
4. Balance sobre la educación de Panamá durante la época hispana

a) Joe colegios de indios y la labor misionera


Afirma el conocido americanista Clarence H. Haring que en el periodo del dominio
españ ol “había numerosas escuelas y colegios esparcidos a lo largo del mundo
hispanoamericano, la mayoría de ellos dirigidos por las ó rdenes religiosas, pero
también unos cuantos fundados por la Corona o benefactores particulares". Y a
rengló n seguido añ ade: “La educació n, sin embargo, fiel reflejo de la sociedad en que se
administraba, permaneció esencialmente aristocrá tica, confinada a una clase selecta:
los criollos, los españ oles y mestizos de clase alta. Las primeras escuelas estaban en
los monasterios de los frailes mendicantes, y có mo en los comienzos de la edad
media, las Universidades se desprendieron de las escuelas moná sticas o
eclesiá sticas”.

Ciertamente, en este aspecto, Panamá no fue la excepció n. Tanto la enseñ anza


de las primeras letras como la educació n universitaria establecida a mediados del siglo
XVIII, estuvieron a cargo de los religiosos, sobre todo los jesuitas, si bien no con la
intensidad y los benéficos resultados obtenidos en otros puntos de Hispanoamérica.
Tales fueron los casos de los Virreinatos del Perú y de la Nueva Españ a donde, desde
mediados del siglo XVI se fundaron Universidades y, particularmente en este ú ltimo,
abrieron sus puertas los colegios de indios en fechas tan tempranas como 1522, segú n
indica Pedro Henríquez Ureñ a.

Es un hecho conocido que algunos misioneros franciscanos llegaron a Santa


María la Antigua del Darién desde los tiempos de Enciso, Balboa y Nicuesa. Su labor
fue doble, pues se destacaron en la evangelización y en el magisterio, es decir en la
educación de los indígenas, particularmente de 1os hijos de los caciques. De esta
manera, se continuaba en Tierra Firme la políticas que se había puesto en práctica en
la Española años atrás. En efecto, en las ordenanzas expedidas en Valladolid el 23 de
enero de 1513, se señalaba: “Todos los hijos de los caciques se entregarán a la edad
de 13 años a los frailes franciscanos, los cuales les enseñaron a leer, escribir, y la
doctrina; pasados cuatro años vuélvanse a quien son encomendados para que ellos
reciban la doctrina los otros indios mejor que la de los nuestros.”

Sobre este tema importa destacar los puntos de vista de Juan de Soló rzano Pereira
en su célebre obra Política Indiana, quien se refirió a las diversas disposiciones reales
destinadas a la fundació n y acondicionamiento de los colegios donde los hijos de los
caciques “ desde sus tiernos añ os sean instruidos con mucha enseñ anza y
fundamento en nuestra Santa Fe Cató lica, y en costumbres políticas, y en la lengua
españ ola, y en la comunicació n de 1os españ oles para que así salgan, y sean, cuando
grandes, mejores cristianos, má s entendidos y nos cobren má s afició n y voluntad, y
puedan enseñ ar, persuadir y ordenar despué s a sus sujetos todo esto con mejor
disposició n y mayor suficiencia."

Retornando a Castilla del Oro, conviene tener presente que el adoctrinamiento y


la enseñ anza a los aborígenes por parte de los franciscanos continuó durante el
gobierno de Pedrarias, pese a la conocida política de exterminio de este.
Por eso, en la primera expedición del Licenciado Gaspar de Espinosa, lo acompañaba el
vicario del convento de San Francisco de Santa María la Antigua, Fray Domingo de
San Román, quien no sólo describió los excesos cometidos por aquel contra los
Dominicos, sino que llevó consigo al hijo del cacique Chimún con el compromiso
de devolverlo dentro de 24 lunas. No esta demás señalar que algunos de estos
indígenas fueron enviados a Es paria a cargo del comisario Fray Diego de Torres.

Más la tesonera labor de los franciscanos se vio interrumpida cuando se abandonó


Santa María la Antigua por la falta de apoyo económico. No obstante, también
algunos particulares asumieron la responsabilidad de instruir a los indígenas. De allí
que uno de los memoriales que en su condición de procurador de los vecinos de
aquella villa, Rodrigo de Colmenares elevó al Rey, en 1516, sostenía: “asimismo
suplica a Vuestra Alteza le haga merced a cada vecino de los que en aquella tierra
están, para que cuando venga a Castilla, pueda traer dos indios de aquellos que
tienen criados en sus casas, porque hay muchos que tienen indios criados después
que allí están, que si les trujiesen a Castilla serian hechos cristianos, y ansí como si
vienen los dejan, a la hora se van”.

En ese mismo orden de cosas, es preciso recordar que por Real Cédula de 6 de
septiembre de 152 1 se concedió licencia a los vecinos de la ciudad de Panamá , dueñ os
de encomiendas, para que pudiesen llevar a Españ a a algunos caciques y otros indios.
Se consideraba que seria de “mucha utilidad e provecho (.. .) su venida porque después
de vueltos a su naturaleza dirían y manifestarían a los dichos caciques e indios lo que
aca han visto lo que seria causa para que vengan en mejores conocimientos de las
cosas de Nuestra Santa Fé Cató lica y están en total paz e sosiego con los dichos vecinos
y moradores”. Semejante merced se haría, siempre y cuando fuese por propia voluntad
de los indígenas y los encomenderos depositaran la correspondientes fianzas ante las
autoridades respectivas y un escribano publico, comprometiéndose a regresar a los
aborígenes a su lugar de origen después de dos añ os.

A mediados del siglo XVI, cuando el Gobernador Sancho de Clavijo suprimió las
encomiendas de la ciudad de Panamá y liberó a los indios de la esclavitud encargó,
como vimos, a los misioneros franciscanos la tarea de cristianización en las
reducciones recién creadas de Otoque, Cerro Cabra y Taboga. Sin embargo, la escasa
producción de maíz de estos pueblos de indios, con la que se recompensaba a los
religiosos, ocasiono conflictos y entorpeció la catequización. Poco después en 1558,
el Dominico Fray Pedro de Santa María fundó los pueblos indígenas de Parita, Cubita
y Ola. Asimismo a la orden de Santo Domingo se le asignó el adoctrinamiento de dos
pueblos de negros que se establecieron al someter a los cimarrones, a saber: Santa
Cruz la Real y Santiago del Príncipe. Recordemos, además, que durante la primera
mitad del siglo XVII se llevó a efecto la empresa misionera de los dominicos Fray Adrián
de Santo Tomas y Fray Antonio de la Rocha en Veragua, Chiriquí y el Darién, que ya
tuvimos oportunidad de examinar en un capítulo anterior. Incluso durante la segunda
mitad del siglo XVIII, los curas doctrineros, sobre todo franciscanos, realizaron una
importante tarea en los dos primeros puntos arriba mencionados, en tanto que en el
Darién los resultados no fueron tan alentadores.
b) Las enseñanzas de los jesuitas y dominicos
Mucho má s tardía que los efímeros colegios de indios fue la aparició n de los
centros educativos de primera enseñ anza en Panamá para los hijos de los criollos.
Aunque desde 1568 los vecinos de la capital del Reino de Tierra Firme se mostraron
interesados en que los jesuitas se ocuparan de la instrucció n escolar, no fue hasta
1575 cuando José de Acosta autor de la famosa obra Historia Natural y Moral de las
Indias, como ya dijimos, a la sazó n Provincial del Perú , destinó a Panamá a un padre
y dos hermanos coadjutores para que establecieran la casa de la Compañ ía. Se inició
así una escuela de primeras letras que dejo de funcionar a la muerte de uno de los
religiosos. Asevera José Jouanen, S. I., en su libro sobre la Historia de la compañía
de Jesús en la antigua provincia de Quito que só lo a principios de 1584 fue cuando
se fijó la residencia definitiva de los jesuitas en Panamá donde “fueron recibidos (...)
con extraordinarias muestras de afecto y jubilo por los habitantes, que veían por fin
cumplidos sus deseos después de tantos añ os de peticiones”. Tres añ os después el
Rey le concedió a los seguidores de San Ignacio de Loyola algunas mercedes
consistentes en medicamentos, vino, aceite para los sacramentos, un ca1iz, una patena y
una campana.

Pese a lo reducido de la renta, que apenas si alcanzaba para la manutenció n los


religiosos y no obstante la rigurosidad y del clima que hizo dudar a los superiores de
la Orden en el Perú , se abrió una clase de gramá tica que a la que posteriormente se
sumaron lecciones en latín. También, desde entonces los jesuitas se desempeñ aron
como enfermeros en el hospital de San Juan de Dios. Apunta Jouanen que el anuario
de la provincia del Perú de 1575 da noticias sobre aquella clase de gramá tica, así como
tambié n se refiere al “ fervor con que tanto el maestro como los discípulos se
entregaban a los ejercicios literarios quedando muy contentos y satisfechos los padres
de los niñ os”. Ese mismo añ o, el Cabildo de la Ciudad de Panamá , solicitó que la
residencia se convirtiera en colegio y aunque el Padre General no comino en ello, de
hecho, así funcionó hasta su formal establecimiento en 1652, si bien el P. Pedro
J. Mercado, en su Historia de la Provincia del Nuevo Reino y Quito, de la Compañ ía de
Jesú s afirma que en 1608 se fundó dicho Colegio.

Como quiera que fuese, en 1601, Antonio Pardo, Rector del Convento y Colegio de la
Compañ ía de Jesú s en Panamá , solicitó a la Real Audiencia ayuda econó mica para
terminar de construir los nuevos edificios en piedra en que estarían la Iglesia y la Casa
de la Orden. Indicaba que ya se habían gastado en tales obras 1500 pesos recaudados
en limosnas, má s otros 4000 pesos. Pero, el Colegio entonces estaba “sin rentas,
hacienda ni procesiones y conforme a su instituto no tenía entierros ni pie de altar ni
otra cosa de que sustentarse”. Incluso el Procurador de la Compañ ía Fernando de
Spínola elevó representació n al Consejo de Indias en la que exaltó la labor de los
jesuitas en Panamá , quienes se ocupaban “de ordinario en predicar, confesar y
administrar sacramentos y enseñ ar a los negros la doctrina cristiana y latinidad y
gramá tica a los hijos de los vecinos”.

Al parecer tales peticiones no surtieron efecto y, en julio de 1606 el Cabildo de


Panamá suplicó a la Corona en favor de los jesuitas, exhibiendo los mismos
argumentos ya mencionados. Pero el ayuntamiento, indicó , ademá s, que los vecinos
no podrían socorrerlos con limosnas, “porque al presente son muy miserables por los trabajos
de las guerras, incendios, y trajín que se ha hecho del Perú, Méjico y China (por lo que) están
muy pobres y despoblados en más de dos tercios de los vecinos, están todos muy pobres
porque los ricos que había se han ido y ausentado de esta ciudad y reino”.

Si tomamos en cuenta la descripción que, en 1607, hizo la Real Audiencia de


Panamá, y su Provincia, nos cercioramos que el Cabildo no exageraba en sus
planteamientos de atrasos y pobrezas en la capital del Reino de Tierra Firme. Años
más tarde, en 1621, el Rector de la Compañía de Jesús, Juan de Arco, informaba a la
Real Audiencia sobre el lamentable estado de esta Orden, máxime cuando la iglesia
de piedra que por fin habían logrado levantar, quedó inutilizable a raíz del terremoto
del 2 de mayo de ese mismo año.

Con todo y estos inconvenientes los jesuitas continuaron su empresa educativa e


incluso organizaron veladas poéticas y coloquios, es decir llevaban el peso de la vida
cultural en el Istmo. De allí que no resulta extraño que en noviembre de 1638, en
ocasión de las exequias del Gobernador Enrique Henríquez, un grupo de intelectuales
criollos y españoles, como ya dijimos, le dedicaron 42 poemas de distintos tipo,
algunos escritos en latín. Precisamente, entre los poetas de entonces, se destacó
Mateo de Ribera, oriundo de Panamá, y quien posteriormente cursó sus estudios en
el colegio de los jesuitas e incluso se ordenó sacerdote. En consecuencia, no es casual
que la cautela con que se inicia el manuscrito del “Llanto de Panamá”, exhibe el signo de
la Compañía de Jesús. Por lo demás, este importante acontecimiento literario,
demuestra que en nuestro país la cultura también era objeto de atención y no todo se
circunscribió a la febril actividad comercial dimanada de las ferias.

Informa Jouanen que, en agosto de 1651, el colegio jesuita recibió una significativa
ayuda económica de parte de José García de Álvaro Alonso y Mesa, a la sazón Alguacil
Mayor de Panamá y su esposa Beatriz Fernández de Montero, quienes dieron una
escritura de fundación consistente en 40,000 pesos. A cambio tendrían derecho junto,
con sus parientes hasta la cuarta generación, de ser enterrados en la Capilla Mayor.
No se admitirían otros fundadores y en el Colegio habrían de establecerse las cátedras
de Filosofía y Teología. Sin embargo, este centro de enseñanza vio abruptamente
interrumpida su función por la toma y destrucción de la ciudad de Panamá por Henry
Morgan a principios de 1671.

Si bien el Gobernador Antonio Fernández de Córdoba tomó en consideración a los


jesuitas en la repartición de los solares que hizo al establecerse la nueva ciudad de
Panamá, en enero de 1673, estos encontraron muchas dificultades para erigir su casa e
iglesia. Para ello el P. Alonso de Pantoja, Procurador de la Provincia, tuvo que recurrir a
las mercedes de la Corona. Cinco años después, esto es en septiembre de 1678, el
Cabildo citadino estimó conveniente discutir lo relativo a la Compañía de Jesús y la
educación en Panamá. Para tal efecto se reunieron el Alcalde Ordinario, Joseph
Martínez Carrillo, el Alguacil Mayor Cristóbal Carreño, el Depositario y Procurador
General, Diego Carcelén Fernández, el Gobernador Melchor Calvo de Segura y los otros
capitulares Fernando de Guzmán y Hurtado y Juan de Moheda y Alvarado, Diego
Pérez de Guadama y Diego de Carvajal. Particularmente Fernando de Guzmán
afirmó haber “visto y reconocido el ejercicio tan loable en que los padres de la
Compañ ía de Jesú s se han ocupado de enseñ ar a los hijos de los vecinos de esta
ciudad la doctrina cristiana, leer, escribir y contar y leerles la gramá tica en que han
salido muy aprovechados”. Recordó , así mismo, que “en sus principios esta ciudad y
su Cabildo señ aló por la ocupació n y trabajo de la enseñ anza de la latinidad al Padre
sacerdote que la ha leído y lee trescientos pesos de a nueve reales y para la escuela
ciento treinta pesos que le rentaba una casilla de un agua que la ciudad tenía en la
antigua Panamá junto a su carnicería que antes la daba para vivienda a un hombre que
quisiera cuidar de enseñ ar a leer, escribir y contar a los hijos de los vecinos.”

Segú n Fernando de Guzmá n, el capitá n Pedro Pablo Mimucho “un vecino principal y
rico” había dado 4.000 pesos para que anualmente se subsidiara con 200 pesos al
religioso encargado de la instrucció n de los jó venes criollos y se afrontaran otros
gastos pertinentes. No obstante, durante 12 o 13 añ os no se le había pagado con
puntualidad a los jesuitas por la enseñ anza que impartían. En consecuencia el
Cabildo citadino consideró “de utilidad pú blica” reanudar el estipendio “por el bien que
resulta a la vecindad y sus hijos para que haya quien los adoctrine, enseñ e a leer y
escribir y contar y la latinidad.” Añ adía el Ayuntamiento que esta situació n se había
podido tolerar cuando existían los recursos suficientes para enviar a sus hijos a
estudiar a Lima y Quito. Pero ahora “ninguno de los vecinos puede costear a sus hijos
el sustento necesario y vestuario, por su mucha pobreza”. Observó , igualmente, que,
pese a que no se le pagaba salario a los jesuitas, estos habían proseguido su tarea
educativa, por lo cual “es preciso y su parecer es que los trescientos pesos de a nueve
reales que esta ciudad pagaba en cada añ o por la lectura de la gramá tica, se acuda
con ellos en dicho colegio para parte y satisfacció n de que puedan socorrer sus
necesidades pues está n sin rentas y tienen ocupados dos religiosos en este
ejercicio...”

Como vemos, el Cabildo acordó solicitar la aprobació n real para retribuir a los
jesuitas que tanto ayudaban al vecindario, por lo demá s inmerso en la postració n
econó mica. El presidente de Panamá Alonso Mercado de Villacorta dio su aprobació n
a la solicitud y, finalmente, el 12 de marzo de 1680, lo mismo hizo el Consejo de Indias.
Mas, a decir verdad, esto no contribuyó a aliviar el angustioso estado de extrema
pobreza en que vivían aquellos religiosos, como lo pudo constatar el P. Diego Francisco
Altamirano en su visita al Colegio de Panamá , una década después.

Antes de proseguir con la loable empresa de la Compañ ía de Jesú s en nuestro


territorio, precisa anotar que también los agustinos recoletos tuvieron a su cargo un
colegio seminario, que abrió sus puertas a principios del siglo XVII por iniciativa del
Obispo de Panamá fray Agustín de Carvajal. Tal medida se adoptó conforme al decreto
del Concilio de Trento que estipulaba que en todas las ciudades donde había iglesias
catedrales y metropolitanas “se hiciere un colegio o seminario donde se criasen,
enseñ asen y doctrinasen los mancebos,” segú n rezaba el capítulo 7 de las ordenanzas
de 1576. Desde un principio, el nú mero se seminaristas fue reducido y tras diversos
problemas administrativos, sobre todo en el cobro del trigésimo de los diezmos el
Colegio seminario fue afectado por el incendio que en 1644 tambié n redujo a cenizas
83 casas y la iglesia mayor de la capital. Aunque posteriormente el colegio siguió
funcionando, no escapó a la acció n devastadora de los piratas en 1671.
No resultó tarea fá cil su restablecimiento en la nueva ciudad de Panamá . Luego de
repetidas instancias de los prelados unos “maestros de capilla” comenzaron a
impartir clases de mú sica a tres o cuatro muchachos “con titulo y há bitos de colegiales”
pero por falta de fondos se suspendieron. El Obispo Lucas Ferná ndez de Piedrahita
dispuso que se retornara a la recaudació n de la trigé sima de los diezmos, con lo que
se pudo dar inicio a la construcció n de “dos lumbres de frente y tres de fondo de madera
y teja en el sitio que estaba señ alado contiguo al de la iglesia”, si bien a su muerte las
obras se descontinuaron. Fue con el Obispo Diego Ladró n de Guevara cuando
pudieron concluirse las edificaciones del colegio seminario, a las que se le añ adieron
algunas habitaciones para alquilar como vivienda a fin de obtener rentas. Empero, el
presidente de la Rea1 Audiencia, el marqué s de la Mina, puso una serie de trabas
burocrá ticas que atrasaron la apertura del colegio. Al principio, a cargo del Presbítero
Baltasar de Molina se inscribieron como seminaristas Juan de Dios Gutiérrez, Juan
de Ceballos, Juan de Soto, Manuel Correa, Francisco Marcelo, Diego Ló pez y Diego de
Soto. Solo los dos ú ltimos recibieron los há bitos de sacerdotes y el propio Baltasar
de Molina tuvo que correr con los gastos de manutenció n de los alumnos.

Por fin, tras una minuciosa investigació n sobre el manejo de los fondos del colegio
seminario, que se llevó a cabo en octubre de 1793, el Obispo Diego de Benavides
informaba a la Corona que el mismo se había abierto el 8 de septiembre de 1795. Con
altibajos prosiguió su labor hasta el siglo XIX.

Durante las primeras cuatro décadas del siglo XVIII, aunque los jesuitas continuaron
al frente del colegio San Ignacio de Loyola, su actividad se realizó con su acostumbrada
estrechez econó mica. El P. Elías Ignacio Sirghardt quien, en 1702, llegó a ser Rector
del mencionado colegio, expuso que los bienes con que este contaba eran “ocho
tiendas en el mismo edificio que de ordinario está n cerradas. A medio cuarto de
legua tiene un pedazo de tierra con cuarto árboles frutales. No pudiendo el colegio
fabricar en él, por falta de fondos una casa de recreació n alquiló un pedazo de tierra
a un vecino con obligació n de fabricar la casa y recibir en ella la comunidad cuando
allá va, o también algú n enfermo que vaya a convalecer”. Lo cierto es que las rentas
no alcanzaban para cubrir los gastos y para colmo de males, la casa y la iglesia de los
jesuitas resultaron afectados con el incendio de 1737 que destruyó las dos terceras
partes de los edificios dentro de los muros de la ciudad de Panamá . Gracias de las
diligencias del P. Ignacio Caroní, pudo reconstruirse la casa y se levantó una capilla
tradicional, mientras se adelantaba la iglesia de cal y ladrillo.

A decir de Jouanen, en el ú ltimo añ o señ alado y en ocasió n de la fiesta de San Ignacio,


“se tuvo una academia literaria que hizo época en Panamá . Recitaron se
composiciones en versos y prosas tanto en latín como en castellano, que el maestro de
gramá tica, P. Lucas Portulani había hecho preparar a sus discípulos. Se convido a lo
más gravado de la ciudad, al Señ or Obispo, Al presidente de la Real Audiencia, a ambos
cabildos y todos quedaron muy satisfechos de los progresos de los niñ os y con mucha
estima del colegio”.

Un impulso notable recibió la educació n en el Istmo, en 1744, merced a la iniciativa y al


apoyo econó mico del entonces sacerdote y después Obispo panameñ o
Francisco Javier de Luna Victoria y Castro, cuando sufragó el establecimiento de dos
cá tedras en el colegio de San Ignacio de Loyola, a saber: de Artes y Filosofía y de
Teología Moral. Segú n el propio Victoria y Castro, ello lo hacía tanto por su “amor,
afecto e inclinació n” a la ciudad de Panamá como para que los oriundos del país
tuviesen “alivio de aprender e instruirse en las facultades má s ú tiles y necesarias del
estado eclesiá stico y a1 régimen y ciudadanos de las almas...”. De esta manera, la gran
mayoría que carecía de recursos para poder trasladarse a Lima, Quito o Santa Fe de
Bogotá a cursar estudios, ahora podría instruirse en “la cabal suficiencia que pide el
estado eclesiá stico y ministerio pastoral a que puedan destinarse.” .

c. La Real y Pontificia Universidad de San Javier.


Pese a las vicisitudes de las cátedras aludidas, Victoria y Castro no se desalentó en su
empeño de que en Panamá se erigiera un centro de estudios superiores, como lo sería
la Universidad de San Javier, fundada por Real Cédula expedida en Aranjuez el 3 de
junio de 1749. Esta Universidad funcionó en el Convento de la Compañía de Jesús y
nuevamente Victoria y Castro costeó de su propio peculio las cátedras de Filosofía,
Teología Moral y Escolástica que allí se impartieron. Se conferían 1os grados de
bachiller, maestro, licenciado y doctor, de conformidad con e1 privilegio concedido a
la Compañía por la Bula del Papa Pío lV, del 29 de agosto de 1571. Su primer Rector
fue Hernando de Cavero, quien vino de Quito a asumir dicho cargo. Poco se sabe sobre
los 18 años de existencia de esta Universidad y ni siquiera hay datos precisos del
numero de alumnos que a ella concurrieron. No obstante, en dicha institución
estudiaron figuras de las tallas de Sebastián José López Ruiz y Manuel Joseph de
Ayala, entre otros.

En efecto, Sebastiá n José Ló pez Ruiz, obtuvo en la Universidad de San Javier el título
de Bachiller en Artes y posteriormente se recibió de doctor en medicina en la
prestigiosa Universidad Mayor de San Marcos de Lima, con su tesis sobre el “Bá lsamo
rubio o peruano”. Vivió casi siempre en Bogotá y se le recuerda por sus estudios sobre
la quina y la canela, así como por descubrir minas de azogue y petró leo. Sostuvo una
larga disputa con el célebre naturalista Celestino Mutis quien, a la postre ganó el
pleito. Murió en Bogotá a los 92 añ os. Entre sus escritos descuellan: “Cronología de
la quina de Santa Fe de Bogotá ; demostració n apologética de su descubrimiento en
estas cercanías; experiencias de su virtud y eficacia”; “Memoria que podía servir de
auxilio para el cultivo y beneficio de los á rboles de canela que nacen en las montañ as
calientes del Virreinato de Santa Fé de Bogotá capital del Reino de Granada”, etc. Por
su parte el Sacerdote Santiago Ló pez Ruiz es conocido por su: “Propuesta moral sobre
varias reflexiones dirigida a que establezca una sabia y prudente reformas para
contener los desó rdenes pú blicos”.

Manuel Joseph de Ayala, hizo sus estudios de Gramá tica y Retó rica en el colegio San
Agustín y San Diego, al igual que Artes en el Colegio San Ignacio de Loyola. Se recibió
como Maestro en la Universidad de San Javier, pero sería en Españ a donde ampliaría
su formació n, en la Universidad Hispalense de Sevilla. Allí obtuvo el título de Bachiller
en Cá nones y permaneció en la Península el resto de su vida. Inicialmente se
desempeñ ó como Archivero en la secretaria del Despacho de Indias y luego en la
Secretaría y Contaduría de la Superintendencia de Azogues. Fue también director y
superintendente de temporalidades de los jesuitas expulsados y llegó a ser consejero
de Indias. Se le conoce, sobre todo, por su cicló pea labor de recopilador y comentarista
de la legislació n indiana. Su obra comprende má s de 300 volú menes manuscritos,
entre los que se destacan la Colecció n de Cédulas y Consultas; el Diccionario de
Gobierno y Legislació n de Indias; la Miscelá nea y sus millares de notas a la
Recopilació n de las leyes de Indias de 1774. Murió en Madrid el 3 de marzo de 1805
y cabe decir que aun en nuestro país no se le ha hecho el reconocimiento que merece
este ilustre panameñ o y, peor aú n, los documentos de la célebre miscelá nea que tratan
sobre Panamá son virtualmente desconocidos en este medio.

Como se sabe, a raíz del Real Decreto o Pragmá tica Sanció n del 2 de abril de 1767, que
ordenaba la expulsió n de los jesuitas del Reino y sus colonias, la Universidad de San
Javier se vio obligada a cerrar sus puertas. Para llenar este vacío algunos panameñ os
pudientes optaron por irse al extranjero a estudiar, principalmente a la Universidad
de San Marcos de Lima, como muy bien lo ha comprobado Juan Antonio Susto. Pero
evidentemente ésta no era la solució n para todos los vecinos del Istmo.

A principios de 1774, el Obispo de Panamá le expuso al rey el deplorable estado en


que se encontraban los estudios en este territorio y solicitó se estableciera una
Universidad Pontificia y Regia con la potestad de conferir el grado de Maestro en
Filosofía y Doctor en Teología. Igualmente sugirió se impartieran las cá tedras de
Instituta y Cá nones para otorgar el grado de doctor. Se ordenó a la Real Audiencia de
Santa Fe presentar un informe sobre la anterior propuesta y en enero de 1776 el Virrey
Manuel de Guirior se refirió al tema en los siguientes términos: “...Aunque en Panamá
se ha promulgado expediente y recurridos por aquel prelado al rey pidiendo se funde la
Universidad, restableciendo las cá tedras de enseñ anza y se expidió real cé dula para
que por este superior gobierno y Real Audiencia se informase del asunto; pero se ha
reconocido de lo actuado por aquella junta de temporalidades que ni los fondos son
suficientes ni tiene aquella ciudad proporciones, pues no se han encontrado sujetos
idó neos aun para enseñ ar interinamente latinidad y facultades mayores, después del
extrañ amiento (de los jesuitas) y lo que es má s, ni discípulos que acudan a oírlos.”

d) Influencia de las ideas de la Ilustración en Panamá


En verdad las palabras del Virrey Guirior son desalentadoras, pese a que no debemos
olvidarnos que la enseñ anza religiosa de entonces se ceñ ía a los preceptos de la
escolá stica. Por ello cabría preguntarnos si al Panamá decadente del ú ltimo cuarto de
siglo XVIII habrían llegado las ideas de la Ilustració n o si, por el contrario, los criollos
del Istmo, permanecieron al margen de las corrientes innovadoras que en ese tiempo
estaban en boga en Europa. Sabemos que las reformas del despotismo ilustrado de
Carlos III se hicieron sentir en nuestro territorio con lentitud y parcial- mente,
excepto la expulsió n de los jesuitas y el establecimiento de las milicias coloniales. Un
pliego de peticiones que el Cabildo de Panamá elevó al rey en agosto de 1787, reveló que
los comerciantes allí aglutinados propugnaban por convertir en realidad algunos
principios bá sicos de la Ilustració n, a saber: incremento de la població n, rebaja de
aranceles, libertad mercantil, apertura de caminos, habilitació n de puertos e incluso
abogaron por una moneda distintiva o provincial que habría de repartirse “entre los
vecinos aplicados al cultivo de los frutos, y demá s importantes
industrias para fomentar el comercio y facilitar la agricultura." Cuando la cé lebre
expedició n Malaspina, en 1791, arribó a las costas panameñ as, el teniente coronel
Antonio Pineda encargó al presbítero Juan Franco la preparació n de un extenso
documento sobre diversos aspectos del Istmo, que ya tuvimos oportunidad de
mencionar. Su contenido demuestra bien a las claras la influencia de la Ilustració n
en nuestro país, si bien en fecha tardía. Planteamientos reformistas, a tono con el
despotismo ilustrado se encuentran, a su vez, su el tambié n citado “Proyecto de
Gobierno para el Istmo de Panamá ” de Santiago Bernabé u (1809). Entre estos:
educació n para la juventud de todas las clases sociales; fomento de la població n;
industria popular y la artesanía; agricultura; comercio interior y ultramarino; los tipos
de gobierno má s convenientes; recaudació n de las rentas pú blicas; ahorros; orden
pú blico o policía y las milicias.

Importa detenernos en los severos juicios que Bernabéu emitió acerca del estado
deficiente de la educació n en Panamá . Afirmó que no se había procurado reemplazar
a los jesuitas “pronta y oportunamente”. Por lo mismo, se recibían como sacerdotes
algunos “individuos de color” que sabían “un poco de gramá tica y cuatro puntos de
moral”. Así, por falta de estudio, no podían formarse “semilleros de buenos
eclesiá sticos y mejores pá rrocos.” De esta forma en muchas poblaciones los
sacerdotes constituían un mal ejemplo. Sostuvo, igualmente, que en la ciudad capital
había una “mala escuela pú blica de primeras letras a cuyo maestro contribuyen los
propios de la ciudad (con) 300 pesos al añ o”. Pero, al no haber distinció n de clases,
no asistía a él “ningú n niñ o decente, y ú nicamente concurren muchachos pardos de la
plebe que salen tan ignorantes como entran; sin má s adelantamiento que no escribir
bien y leer mal; ni otros rudimentos que el aprender impropiamente y de memoria el
pequeñ o catecismo del padre Repalda que es muy corto auxilio para que un niñ o
pueda instruirse en la moral cristiana...”. Por eso pronto tales estudiantes se
convertían en vagos o haraganes, má xime cuando sus padres no los obligaban a
aprender algú n oficio, ni tampoco las juntas se ocupaban de convertirlos en uti1es a
la sociedad.

Bernabé u se refirió , igualmente, a la “ninguna utilidad pú blica” de un preceptor


de Gramá tica que impartía clases por 300 pesos y a un “semicolegio” o Seminario
donde se enseñ aba lo mismo. Aseveraba que “todo junto debe reputarse por nada”
pero, a su criterio, los jó venes perdían cuatro o cinco añ os aprendiendo medianamente
latín, “cuyo idioma pudieran aprender en un añ o dirigida la enseñ anza por un método
má s sencillo, claro y proporcionado a la capacidad de los alumnos.” Para brindarle
solució n a tan lamentable estado de cosas Bernabéu proponía que se establecieran en
Panamá Escuelas Pías y Patrió ticas, bajo la protecció n del gobierno y sostenidas con
limosnas de los vecinos má s acaudalados.

Mas esta ausencia de un centro de enseñ anza adecuado lo suplían los criollos del
Istmo estudiando en otros puntos de Hispanoamérica, como antañ o lo habían hecho
en los tiempos de bonanza econó mica, y así ocurría a principios del siglo XIX, cuando
Panamá sostenía un activo comercio con naciones neutrales en las guerras en que
participaba Esparta. A decir de Mariano Arosemena, en 1805, como solo había una
catedra de latinidad, se hizo necesario “buscar esa clase de educació n literaria fuera
del país. Así que los jó venes de familias acomodadas eran enviados por sus padres a
los colegios de Bogotá , Lima y Quito. En los primeros añ os del presente siglo salieron
de Panamá para los referidos puntos a instruirse en las matemáticas, la jurisprudencia,
la teología i la medicina, respectivamente, los Urriola, los García, los Arosemena, los
Icaza, los Jiménez, los Calvo, los Espinar y otros má s. Ellos despué s de recibir una
regular educació n, regresaron a prestar sus servicios a su patria, de una manera
provechosa a las luces.”

Así las cosas, podemos explicamos por qué los representantes de Panamá ante
las Cortes de Cá diz (18 12- 1814), José Joaquín Ortiz y el maestre escuela Juan José
Cabarcas, recibieron instrucciones para solicitar, entre otros puntos, franquicias
comerciales y de inmigració n, restablecimiento de las ferias y el fomento de la
educació n. Tampoco debemos olvidar que, cuando a principios de 1812, la Corona
decidió trasladar la sede del Virreinato de la Nueva Granada al Istmo, al igual que la
Real Audiencia y el Tribunal Mayor de Cuentas, “el antiguo y benemé rito vecino de
Panamá ,” Juan Ducer presentó al virrey Benito Pérez un reglamento para la
instauració n de un Tribunal de Consulado con absoluta independencia del de
Cartagena, bajo cuya jurisdicció n permanecía el Istmo desde 1795. Este documento
comprendía 34 artículos cuidadosamente elaborados conforme a los cánones del
Consejo de Indias y las ordenanzas de Bilbao, ciñ éndose a los planes del reformismo
ilustrado. En el mismo, ademá s de solicitar un juzgado privativo de comercio, se
abogaba por la creació n de una Junta de Gobierno, entre cuyas atribuciones
estarían la protecció n y fomento de la agricultura, comercio e industrias, el incremento
de las pesquerías de perlas y del carey, el desarrollo de las vías de comunicació n “y
cuanto parezca conducente al aumento y extensió n de la navegació n y de todas las
ramificaciones del trá fico y cultivo”. El anteproyecto fracasó por la intromisió n de la
Real Audiencia, pero en 18 17, el diputado de comercio Justo García de Paredes le
entregó al Gobernador Alejandro Hore un documento similar al de Juan Ducer, si bien
no encontró eco favorable en la Península.

Por ú ltimo, en vísperas de la independencia de nuestro país, prosperaron las


sociedades patrió ticas y las logias masó nicas, aunque una entidad típica de la
Ilustració n, como era la Sociedad de los Amigos del País, apareció tardíamente en la
tercera dé cada del siglo XIX. Con todo, a principios de 1821, José María Goytía trajo
desde Jamaica la imprenta en la que editó la Miscelánea, como ya dijimos. Este fue
no só lo nuestro primer perió dico, sino el ó rgano de difusió n de las ideas emancipadoras
que cristalizaron el 28 de noviembre de aquel añ o.
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