Hispano
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Entre estos primeros frutos, como nos dice Jean Franco, caben destacar las cartas de
Cristó bal Coló n, las de Hernán Cortés, la Historia Verdadera de la conquista de la
Nueva E8pañ a, de Bernal Diaz del Castillo (1496- 1584) ; la Historia oficial de la
conquista de México, de Francisco Ló pez de Gó mara; La cró nica del Perú de Pedro Cieza
de Leó n, entre muchas otras. A esta lista habría que agregar las Cró nicas de los
franciscanos, algunas otras investigaciones de frailes y, por ú ltimo, los Comentarios
Reales del inca Garcilaso de la Vega y la Historia Natural y moral de 1a India del jesuita
José de Acosta.
Esta fue la visió n inicial épica y triunfalista de los conquistadores; el punto de vista
trá gico de los vencidos llegaría después de la alfabetizació n de los naturales. El
mismo aparece reflejado en obras como los Libros de Chilam Balam, descubiertos en
Yucatá n que narran las desgracias del pueblo maya. Asimismo, varias tradiciones
recuerdan la conquista del imperio inca. Existe también el informe del inca Titu Cusi
Yupanqui y la Nueva Crónica y buen Gobierno obra que se atribuye a1 mestizo Felipe
Guamá n Poma de Ayala.
Una vez pasado el entusiasmo del descubrimiento y conquista, se hizo evidente que
las manifestaciones artísticas en las colonias ocupaban un lugar secundario. La
població n, principalmente integrada por los conquistadores-militares, los comercian-
tes y los evangelizadores, no era la má s apropiada para el desarrollo de las artes ni de
ningú n otro tipo de actividad cultural. A ello se sumó el hecho de que, en é pocas tan
tempranas como 1531, se prohibió la introducció n de obras profanas a las nuevas
posesiones. Entonces, la literatura quedó circunscrita al área de la religió n y la moral
imperantes. En 1543, nos dice Rodrigo Miro, el Emperador ordenó “que ningú n
españ ol o indio lea libros de romances” para no inquietar la imaginació n. Poco después fue el
mismo tribunal del Santo Oficio quien reguló la introducció n de material impreso en las
Indias.
Mas no podemos cerrar el siglo XVI, cuando se concreta la conquista del Nuevo
Mundo, sin hacer referencia a La Araucana de Alonso Ercilla y Zú ñ iga, sin duda uno
de los ejemplos má s acabados de la poesía épica en las Indias.
El siglo XVII, marcó otros derroteros porque, aunque siguió imperando el represivo
ambiente religioso, las grandes ciudades del continente se convirtieron en “centros
de lujo y ostentació n”. Comenzó a surgir una cultura má s autó ctona o, por lo menos
las corrientes llegadas del Viejo Mundo, ya no se aceptaban a ciegas. Así, como ya
mencionamos en un capítulo anterior, el barroco adquirió características propias y se
transformó en churrigueresco. La ostentació n llevó a la construcció n de muchas y
monumentales catedrales cuyos ejemplos má s acabados se hallan en México. En
escultura y en pintura los temas continuaron siendo religiosos. De finales del siglo XVI
y XVII es la pintura cuzqueñ a que desarrolló un estilo popular anó nimo y es una de
las formas má s acabadas de la cultura mestiza. En las letras se destacaron Sor Juana
Inés de la Cruz y Carlos Sigü enza y Gó ngora.
A ello hay que agregar que, a pesar de las medidas tomadas por la Corona para
limitar la introducció n de las ideas ilustradas, en América se leían las obras de
Rousseau y Voltaire. Como muy acertadamente nos dice Franco, a finales del siglo, el
tipo de literatura má s leído en el Nuevo Mundo era el pasquín, el libelo, y el perió dico que
reflejaban el grado de inconformidad y plasmaban todo tipo de crítica contra el
régimen. Asimismo, los científicos que recalaron en las Indias contribuyeron, muchos
de ellos, a aumentar la insatisfacció n que experimentaban los criollos. Entre ellos,
cabe destacar a los ya conocidos, Jorge Juan y Antonio de Ulloa, principalmente por
su obra Noticias Secretas de América, cuya publicació n se prohibió en Españ a y só lo
fue en el siglo XIX cuando por primera vez se dio a conocer en Inglaterra. Asimismo,
a comienzos de esta ú ltima centuria Alexander Von Humbolt reveló la existencia de
grandes recursos en América que la Corona españ ola no había. explotado.
Cabe anotar que, a partir de mediados del siglo, comenzó a predominar sobre, todo
en Lima, el estilo rococó . Por su parte la escultura continuó hallando su principal fuente
de inspiració n en el campo religioso y la pintura presentó una clara influencia de
Velá squez y Holbein.
Mas no podemos ignorar aquí que esta situació n no era capricho de la monarquía
españ ola, sino producto de la decadencia de la Madre Patria, que a pesar de las
medidas reformistas adoptadas por Carlos III no había logrado resurgir. Como ya
anotamos en anteriores capítulos esta decadencia propició que otras potencias
socavaran los cimientos del imperio.
En Panamá la situació n no fue muy diferente que en el resto de Amé rica y los
conquistadores que llegaron a nuestro país se maravillaron igualmente ante el mundo
nuevo y desconocido que iban descubriendo. Así, soldados y aventureros que nunca
antes se habían dedicado a escribir, encontraron un nuevo oficio en estas tierras y
dejaron para nuestro deleite relatos de una minuciosidad inusual.
El primero que se ocupó de nuestro país fue el Almirante Cristó bal Coló n quien, en su
Carta de Relació n, escrita desde Jamaica el 7 de julio de 1503 se refiere a Panamá .
Recordemos que en su cuarto viaje Coló n había recorrido la costa occidental de nuestro
país aproximadamente hasta la altura de Portobelo. Como ya indicamos en otro
capítulo, en esta carta hace menció n a la abundancia de oro de Veragua, en
comparació n con el metal hallado en La Españ ola. Igualmente, la Vida del Almirante
Cristóbal Colón, escrita por su hijo Hernando, quien lo acompañ ó en el cuarto viaje,
aporta numerosas descripciones del Istmo.
A partir de la segunda década del siglo XVI el estudio de la obra de los cronistas
resulta imprescindible para el conocimiento de lo acaecido en aquella época. Ellos
fueron: Pedro Má rtir de Anglería, Gonzalo Ferná ndez de Oviedo y Valdés, fray
Bartolomé de 1as Casas y Francisco Ló pez de Gó mara. Si bien Anglería y Gó mara no
visitaron nunca nuestro país y escribieron desde la metró poli, sus narraciones
revisten gran valor porque contaron con excelentes informantes e hicieron gala de un
elevado criterio.
Pedro Mártir de Anglería era un humanista italiano que vivió en la corte de Fernando e
Isabel. Fue el autor de la primera Historia de América a la que llamó Décadas del Nuevo
Mundo. La obra que abarca hasta 1526 está compuesta por un conjunto de extensas
misivas en las que se narran las hazañ as de los españ oles en las Sierras recié n
descubiertas. En lo que hace relació n al Darién sus informantes, fueron, segú n
Gasteazoro, Caicedo y Colmenares, así como los mismos procuradores de la villa.
De la vasta producció n bibliográ fica del Obispo de Chiapas, fray Bartolomé de las Casas,
solo tres obras hacen referencia a Panamá , a saber: La Brevísima Relación de la
Destrucción de las Indias; la Victoria de las Indias y la Apologética Historia Sumaria.
La más noticiosa de estas es la Historia de las India que llega hasta 1520. Al parecer, para
la parte que se refiere a Panamá , se basó en la Barbárica de Diego de la Tobilla, obra
extraviada y que también utilizaría Herrera. Asimismo, las Casas tuvo acceso a testimonio
de los vecinos del Darién y el mismo visitó Panamá.
La Historia General de las India de Francisco Ló pez de Gó mara está considerada por
Gasteazoro como una de “las historias más elegantes que ha inspirado la conquista del Nuevo
Mundo". Aunque como ya dijimos este cronista nunca visitó América, comenzó a interesarse
en estos territorios cuando tuvo que oficiar como capellá n de Hernán Cortés en Españ a.
Por otra parte, cabe destacar que dentro de lo que Rodrigo Miró denomina literatura
burocrá tica, se destaca en esta centuria el Oidor de la Real Audiencia de Alonso Criado
de Castilla con su Sumaria Descripción del Reino de Tierra Firme de 1575 que está
entre sus escritos má s conocidos. También nos legó extensos manuscritos en relació n
al cimarronaje y la reducció n de los pueblos negros.
Una visió n sobre Nombre de Dios, Panamá , el Camino Real y Veragua, se debe a la
pluma del inquieto viajero italiano Girolamo Benzoni en su afamada obra Historia del
Nuevo Mundo. No menos meritoria es la conocida obra de Juan Ló pez de Velasco:
Geografía y descripción universal de las India, que le dedica un buen nú mero de
pá ginas a nuestro territorio y la descripció n de Francisco Carletti: Razonamientos de
mi viaje alrededor del Mundo.
El siglo XVII se inauguró con la Historia de los Castellanos en las islas y Tierra
Firme del Mar Océano, mejor conocida como Décadas del Cronista Mayor de Indias,
Antonio de Herrera y Tordesillas. En la parte que trata sobre Panamá , como ya
adelantamos, siguió muy de cerca a La Barbárica, así como a fray Bartolomé de Las
Casas y a Cieza de Leó n, at punto que se le acusa de plagiario.
Para la época en que Panamá se vio sacudida por los ataques extranjeros (1568- 167
1) es imprescindible la consulta de los relatos de los piratas y bucaneros. Así tenemos
los relatos del propio Francis Drake y Piratas de la América, y Luz o la defensa de
las costas de Indias Occidentales de John Exquemeling, médico de la expedició n
de Morgan. La versió n españ ola de esta época se caracteriza por historias
particulares de cada uno de los asaltos pirá ticos que como nos dice Gasteazoro, se
encuentran manuscritas en la Biblioteca Nacional de Madrid.
Como es natural, no podía estar ausente por esta época la iglesia con sus
cró nicas conventuales de difícil lectura y comprensió n. También está n las biografías
de religiosos como la de fray Francisco de Pamplona, escrita por fray Mateo de Anguiado,
que narra 1as peripecias de los capuchinos en Darién.
La cró nica cortesana está representada por el Discurso que hizo del Reino de
Panamá y Provincia de Veragua de la Vida y Acciones de don Enrique Enríquez,
su Gobernador y Capitán General en el llanto que hizo a su muerte, el año de 1638
dedicado a1 conde duque de Olivare por Alonso Enrique» be Sotomayor, que bajo el
nombre Llanto de Panamá publicó Antonio Serrano de Haro en 1984. La obra fue
editada por primera vez en 1642 en Madrid, pero su manuscrito se conserve en la
Hispanic Society de Nueva York. En 1638, murió el Gobernador de Tierra Firme,
Enrique Enríquez de Sotomayor y los vecinos de Panamá le hicieron sentidas honras
fú nebres. Bajo la guía de Mateo de Ribera se recopilaron 42 poemas dedicados al
desaparecido. La mayoría de estos autores fueron criollos, en virtud de los cual se hace
evidente que Panamá poseyó una activa vida cultural que, como veremos, estaba
dirigida por los jesuitas. Serrano de Haro va má s lejos aun cuando habla de una
generació n barroca panameñ a de 1638.
Las obras de tres grandes poetas nos ilustran sobre esta época, a saber: la de
Juan de Castellanos, entre cuyos poemas se destacan “Elegias de Varones Ilustres de
Indias” y el “ Discurso del Capitá n Francisco Draque"; la de Juan de Miramontes y
Zuazola, “Armas Antá rticas”, y la de Juan Francisco Pá ramo y Cepeda, “Las
alteraciones del Dariel”. Respecto a “Armas Antá rticas” vale la pena destacar que su
autor ocupó una plaza de soldado en Panamá y en su obra no só lo narra las campañ as
emprendidas por las armas españ olas contra el pirata Oxenham, sino que también
describe el paisaje, así como la fauna y la flora del Istmo. “Las Alteraciones de Dariel”
narra las luchas de la conquista y las incursiones extranjeras, pero desafortunada-
mente el barroquismo excesivo demerita el valor poético de la obra. Su mayor mérito
es que está íntegramente dedicada a nuestro país.
Por otra parte, es interesante consignar que la literatura españ ola del Siglo de Oro
no logró sustraerse a la fascinació n que representaba el Nuevo Mundo. Así Lope de
Vega en su poema “La Dragontea” narró las incursiones de Drake a las Antillas y sobre
todo a Nombre de Dios. También en la “Soledad Primera” hace alusió n a América en
general y a Panamá en particular, mencionando que el istmo dividía el vasto océano.
Los relatos de los viajeros como Dampier, Wafer, Raveneau de Lussan y otros,
resultan imprescindibles para estudiar las incursiones inglesas. Asimismo, para esta
terna hay que consultar a Dionisio de Alsedo y Herrera con su Aviso Histórico,
político y geográfico con las noticias más particulares del Perú, Tierra Firme,
Chile y Nuevo Reino de Granada... y razón de todo lo obrado por los ingleses. Como
nos dice Gasteazoro para esta etapa abundan los Diarios de Expediciones con datos
muy interesantes sobre nuestro territorio.
Sobre el Darién importa recordar las descripciones de Diego Tabares, los escritos
del gobernador del Darién André s de Ariza, la Relació n del jesuita Pedro Fabro y el
informe de Miguel Remó n. También existe la Relació n de la Dió cesis de Panamá del
Obispo Francisco de los Ríos. En 1789, Francisco Silvestre publicó su Descripción
del Reino de Santa Fé de Bogotá que, en palabras de Miró , podría ser considerada
“una especie de censo demográ fico” y de la cual cuatro capítulos está n dedicados a
nuestro país.
Como muy acertadamente nos dice Samuel Gutiérrez, la arquitectura civil estuvo
dirigida a proveer alojamiento a los habitantes de las ciudades y villas, así como
edificios para sede de las Aduanas, Cabildos, Casas Reales, etc. Como ya indicamos,
las ciudades seguían el trazado en forma de damero y, por lo general, frente a la plaza
mayor se alineaban la Catedral, y el Cabildo. Sin duda, uno de los má s importantes
ejemplos de este tipo de arquitectura, que aú n se conserva, lo constituye el edificio de
Aduanas de Portobelo de estilo renacentista.
Sobre este tema importa destacar los puntos de vista de Juan de Soló rzano Pereira
en su célebre obra Política Indiana, quien se refirió a las diversas disposiciones reales
destinadas a la fundació n y acondicionamiento de los colegios donde los hijos de los
caciques “ desde sus tiernos añ os sean instruidos con mucha enseñ anza y
fundamento en nuestra Santa Fe Cató lica, y en costumbres políticas, y en la lengua
españ ola, y en la comunicació n de 1os españ oles para que así salgan, y sean, cuando
grandes, mejores cristianos, má s entendidos y nos cobren má s afició n y voluntad, y
puedan enseñ ar, persuadir y ordenar despué s a sus sujetos todo esto con mejor
disposició n y mayor suficiencia."
En ese mismo orden de cosas, es preciso recordar que por Real Cédula de 6 de
septiembre de 152 1 se concedió licencia a los vecinos de la ciudad de Panamá , dueñ os
de encomiendas, para que pudiesen llevar a Españ a a algunos caciques y otros indios.
Se consideraba que seria de “mucha utilidad e provecho (.. .) su venida porque después
de vueltos a su naturaleza dirían y manifestarían a los dichos caciques e indios lo que
aca han visto lo que seria causa para que vengan en mejores conocimientos de las
cosas de Nuestra Santa Fé Cató lica y están en total paz e sosiego con los dichos vecinos
y moradores”. Semejante merced se haría, siempre y cuando fuese por propia voluntad
de los indígenas y los encomenderos depositaran la correspondientes fianzas ante las
autoridades respectivas y un escribano publico, comprometiéndose a regresar a los
aborígenes a su lugar de origen después de dos añ os.
A mediados del siglo XVI, cuando el Gobernador Sancho de Clavijo suprimió las
encomiendas de la ciudad de Panamá y liberó a los indios de la esclavitud encargó,
como vimos, a los misioneros franciscanos la tarea de cristianización en las
reducciones recién creadas de Otoque, Cerro Cabra y Taboga. Sin embargo, la escasa
producción de maíz de estos pueblos de indios, con la que se recompensaba a los
religiosos, ocasiono conflictos y entorpeció la catequización. Poco después en 1558,
el Dominico Fray Pedro de Santa María fundó los pueblos indígenas de Parita, Cubita
y Ola. Asimismo a la orden de Santo Domingo se le asignó el adoctrinamiento de dos
pueblos de negros que se establecieron al someter a los cimarrones, a saber: Santa
Cruz la Real y Santiago del Príncipe. Recordemos, además, que durante la primera
mitad del siglo XVII se llevó a efecto la empresa misionera de los dominicos Fray Adrián
de Santo Tomas y Fray Antonio de la Rocha en Veragua, Chiriquí y el Darién, que ya
tuvimos oportunidad de examinar en un capítulo anterior. Incluso durante la segunda
mitad del siglo XVIII, los curas doctrineros, sobre todo franciscanos, realizaron una
importante tarea en los dos primeros puntos arriba mencionados, en tanto que en el
Darién los resultados no fueron tan alentadores.
b) Las enseñanzas de los jesuitas y dominicos
Mucho má s tardía que los efímeros colegios de indios fue la aparició n de los
centros educativos de primera enseñ anza en Panamá para los hijos de los criollos.
Aunque desde 1568 los vecinos de la capital del Reino de Tierra Firme se mostraron
interesados en que los jesuitas se ocuparan de la instrucció n escolar, no fue hasta
1575 cuando José de Acosta autor de la famosa obra Historia Natural y Moral de las
Indias, como ya dijimos, a la sazó n Provincial del Perú , destinó a Panamá a un padre
y dos hermanos coadjutores para que establecieran la casa de la Compañ ía. Se inició
así una escuela de primeras letras que dejo de funcionar a la muerte de uno de los
religiosos. Asevera José Jouanen, S. I., en su libro sobre la Historia de la compañía
de Jesús en la antigua provincia de Quito que só lo a principios de 1584 fue cuando
se fijó la residencia definitiva de los jesuitas en Panamá donde “fueron recibidos (...)
con extraordinarias muestras de afecto y jubilo por los habitantes, que veían por fin
cumplidos sus deseos después de tantos añ os de peticiones”. Tres añ os después el
Rey le concedió a los seguidores de San Ignacio de Loyola algunas mercedes
consistentes en medicamentos, vino, aceite para los sacramentos, un ca1iz, una patena y
una campana.
Como quiera que fuese, en 1601, Antonio Pardo, Rector del Convento y Colegio de la
Compañ ía de Jesú s en Panamá , solicitó a la Real Audiencia ayuda econó mica para
terminar de construir los nuevos edificios en piedra en que estarían la Iglesia y la Casa
de la Orden. Indicaba que ya se habían gastado en tales obras 1500 pesos recaudados
en limosnas, má s otros 4000 pesos. Pero, el Colegio entonces estaba “sin rentas,
hacienda ni procesiones y conforme a su instituto no tenía entierros ni pie de altar ni
otra cosa de que sustentarse”. Incluso el Procurador de la Compañ ía Fernando de
Spínola elevó representació n al Consejo de Indias en la que exaltó la labor de los
jesuitas en Panamá , quienes se ocupaban “de ordinario en predicar, confesar y
administrar sacramentos y enseñ ar a los negros la doctrina cristiana y latinidad y
gramá tica a los hijos de los vecinos”.
Informa Jouanen que, en agosto de 1651, el colegio jesuita recibió una significativa
ayuda económica de parte de José García de Álvaro Alonso y Mesa, a la sazón Alguacil
Mayor de Panamá y su esposa Beatriz Fernández de Montero, quienes dieron una
escritura de fundación consistente en 40,000 pesos. A cambio tendrían derecho junto,
con sus parientes hasta la cuarta generación, de ser enterrados en la Capilla Mayor.
No se admitirían otros fundadores y en el Colegio habrían de establecerse las cátedras
de Filosofía y Teología. Sin embargo, este centro de enseñanza vio abruptamente
interrumpida su función por la toma y destrucción de la ciudad de Panamá por Henry
Morgan a principios de 1671.
Segú n Fernando de Guzmá n, el capitá n Pedro Pablo Mimucho “un vecino principal y
rico” había dado 4.000 pesos para que anualmente se subsidiara con 200 pesos al
religioso encargado de la instrucció n de los jó venes criollos y se afrontaran otros
gastos pertinentes. No obstante, durante 12 o 13 añ os no se le había pagado con
puntualidad a los jesuitas por la enseñ anza que impartían. En consecuencia el
Cabildo citadino consideró “de utilidad pú blica” reanudar el estipendio “por el bien que
resulta a la vecindad y sus hijos para que haya quien los adoctrine, enseñ e a leer y
escribir y contar y la latinidad.” Añ adía el Ayuntamiento que esta situació n se había
podido tolerar cuando existían los recursos suficientes para enviar a sus hijos a
estudiar a Lima y Quito. Pero ahora “ninguno de los vecinos puede costear a sus hijos
el sustento necesario y vestuario, por su mucha pobreza”. Observó , igualmente, que,
pese a que no se le pagaba salario a los jesuitas, estos habían proseguido su tarea
educativa, por lo cual “es preciso y su parecer es que los trescientos pesos de a nueve
reales que esta ciudad pagaba en cada añ o por la lectura de la gramá tica, se acuda
con ellos en dicho colegio para parte y satisfacció n de que puedan socorrer sus
necesidades pues está n sin rentas y tienen ocupados dos religiosos en este
ejercicio...”
Como vemos, el Cabildo acordó solicitar la aprobació n real para retribuir a los
jesuitas que tanto ayudaban al vecindario, por lo demá s inmerso en la postració n
econó mica. El presidente de Panamá Alonso Mercado de Villacorta dio su aprobació n
a la solicitud y, finalmente, el 12 de marzo de 1680, lo mismo hizo el Consejo de Indias.
Mas, a decir verdad, esto no contribuyó a aliviar el angustioso estado de extrema
pobreza en que vivían aquellos religiosos, como lo pudo constatar el P. Diego Francisco
Altamirano en su visita al Colegio de Panamá , una década después.
Por fin, tras una minuciosa investigació n sobre el manejo de los fondos del colegio
seminario, que se llevó a cabo en octubre de 1793, el Obispo Diego de Benavides
informaba a la Corona que el mismo se había abierto el 8 de septiembre de 1795. Con
altibajos prosiguió su labor hasta el siglo XIX.
Durante las primeras cuatro décadas del siglo XVIII, aunque los jesuitas continuaron
al frente del colegio San Ignacio de Loyola, su actividad se realizó con su acostumbrada
estrechez econó mica. El P. Elías Ignacio Sirghardt quien, en 1702, llegó a ser Rector
del mencionado colegio, expuso que los bienes con que este contaba eran “ocho
tiendas en el mismo edificio que de ordinario está n cerradas. A medio cuarto de
legua tiene un pedazo de tierra con cuarto árboles frutales. No pudiendo el colegio
fabricar en él, por falta de fondos una casa de recreació n alquiló un pedazo de tierra
a un vecino con obligació n de fabricar la casa y recibir en ella la comunidad cuando
allá va, o también algú n enfermo que vaya a convalecer”. Lo cierto es que las rentas
no alcanzaban para cubrir los gastos y para colmo de males, la casa y la iglesia de los
jesuitas resultaron afectados con el incendio de 1737 que destruyó las dos terceras
partes de los edificios dentro de los muros de la ciudad de Panamá . Gracias de las
diligencias del P. Ignacio Caroní, pudo reconstruirse la casa y se levantó una capilla
tradicional, mientras se adelantaba la iglesia de cal y ladrillo.
En efecto, Sebastiá n José Ló pez Ruiz, obtuvo en la Universidad de San Javier el título
de Bachiller en Artes y posteriormente se recibió de doctor en medicina en la
prestigiosa Universidad Mayor de San Marcos de Lima, con su tesis sobre el “Bá lsamo
rubio o peruano”. Vivió casi siempre en Bogotá y se le recuerda por sus estudios sobre
la quina y la canela, así como por descubrir minas de azogue y petró leo. Sostuvo una
larga disputa con el célebre naturalista Celestino Mutis quien, a la postre ganó el
pleito. Murió en Bogotá a los 92 añ os. Entre sus escritos descuellan: “Cronología de
la quina de Santa Fe de Bogotá ; demostració n apologética de su descubrimiento en
estas cercanías; experiencias de su virtud y eficacia”; “Memoria que podía servir de
auxilio para el cultivo y beneficio de los á rboles de canela que nacen en las montañ as
calientes del Virreinato de Santa Fé de Bogotá capital del Reino de Granada”, etc. Por
su parte el Sacerdote Santiago Ló pez Ruiz es conocido por su: “Propuesta moral sobre
varias reflexiones dirigida a que establezca una sabia y prudente reformas para
contener los desó rdenes pú blicos”.
Manuel Joseph de Ayala, hizo sus estudios de Gramá tica y Retó rica en el colegio San
Agustín y San Diego, al igual que Artes en el Colegio San Ignacio de Loyola. Se recibió
como Maestro en la Universidad de San Javier, pero sería en Españ a donde ampliaría
su formació n, en la Universidad Hispalense de Sevilla. Allí obtuvo el título de Bachiller
en Cá nones y permaneció en la Península el resto de su vida. Inicialmente se
desempeñ ó como Archivero en la secretaria del Despacho de Indias y luego en la
Secretaría y Contaduría de la Superintendencia de Azogues. Fue también director y
superintendente de temporalidades de los jesuitas expulsados y llegó a ser consejero
de Indias. Se le conoce, sobre todo, por su cicló pea labor de recopilador y comentarista
de la legislació n indiana. Su obra comprende má s de 300 volú menes manuscritos,
entre los que se destacan la Colecció n de Cédulas y Consultas; el Diccionario de
Gobierno y Legislació n de Indias; la Miscelá nea y sus millares de notas a la
Recopilació n de las leyes de Indias de 1774. Murió en Madrid el 3 de marzo de 1805
y cabe decir que aun en nuestro país no se le ha hecho el reconocimiento que merece
este ilustre panameñ o y, peor aú n, los documentos de la célebre miscelá nea que tratan
sobre Panamá son virtualmente desconocidos en este medio.
Como se sabe, a raíz del Real Decreto o Pragmá tica Sanció n del 2 de abril de 1767, que
ordenaba la expulsió n de los jesuitas del Reino y sus colonias, la Universidad de San
Javier se vio obligada a cerrar sus puertas. Para llenar este vacío algunos panameñ os
pudientes optaron por irse al extranjero a estudiar, principalmente a la Universidad
de San Marcos de Lima, como muy bien lo ha comprobado Juan Antonio Susto. Pero
evidentemente ésta no era la solució n para todos los vecinos del Istmo.
Importa detenernos en los severos juicios que Bernabéu emitió acerca del estado
deficiente de la educació n en Panamá . Afirmó que no se había procurado reemplazar
a los jesuitas “pronta y oportunamente”. Por lo mismo, se recibían como sacerdotes
algunos “individuos de color” que sabían “un poco de gramá tica y cuatro puntos de
moral”. Así, por falta de estudio, no podían formarse “semilleros de buenos
eclesiá sticos y mejores pá rrocos.” De esta forma en muchas poblaciones los
sacerdotes constituían un mal ejemplo. Sostuvo, igualmente, que en la ciudad capital
había una “mala escuela pú blica de primeras letras a cuyo maestro contribuyen los
propios de la ciudad (con) 300 pesos al añ o”. Pero, al no haber distinció n de clases,
no asistía a él “ningú n niñ o decente, y ú nicamente concurren muchachos pardos de la
plebe que salen tan ignorantes como entran; sin má s adelantamiento que no escribir
bien y leer mal; ni otros rudimentos que el aprender impropiamente y de memoria el
pequeñ o catecismo del padre Repalda que es muy corto auxilio para que un niñ o
pueda instruirse en la moral cristiana...”. Por eso pronto tales estudiantes se
convertían en vagos o haraganes, má xime cuando sus padres no los obligaban a
aprender algú n oficio, ni tampoco las juntas se ocupaban de convertirlos en uti1es a
la sociedad.
Mas esta ausencia de un centro de enseñ anza adecuado lo suplían los criollos del
Istmo estudiando en otros puntos de Hispanoamérica, como antañ o lo habían hecho
en los tiempos de bonanza econó mica, y así ocurría a principios del siglo XIX, cuando
Panamá sostenía un activo comercio con naciones neutrales en las guerras en que
participaba Esparta. A decir de Mariano Arosemena, en 1805, como solo había una
catedra de latinidad, se hizo necesario “buscar esa clase de educació n literaria fuera
del país. Así que los jó venes de familias acomodadas eran enviados por sus padres a
los colegios de Bogotá , Lima y Quito. En los primeros añ os del presente siglo salieron
de Panamá para los referidos puntos a instruirse en las matemáticas, la jurisprudencia,
la teología i la medicina, respectivamente, los Urriola, los García, los Arosemena, los
Icaza, los Jiménez, los Calvo, los Espinar y otros má s. Ellos despué s de recibir una
regular educació n, regresaron a prestar sus servicios a su patria, de una manera
provechosa a las luces.”
Así las cosas, podemos explicamos por qué los representantes de Panamá ante
las Cortes de Cá diz (18 12- 1814), José Joaquín Ortiz y el maestre escuela Juan José
Cabarcas, recibieron instrucciones para solicitar, entre otros puntos, franquicias
comerciales y de inmigració n, restablecimiento de las ferias y el fomento de la
educació n. Tampoco debemos olvidar que, cuando a principios de 1812, la Corona
decidió trasladar la sede del Virreinato de la Nueva Granada al Istmo, al igual que la
Real Audiencia y el Tribunal Mayor de Cuentas, “el antiguo y benemé rito vecino de
Panamá ,” Juan Ducer presentó al virrey Benito Pérez un reglamento para la
instauració n de un Tribunal de Consulado con absoluta independencia del de
Cartagena, bajo cuya jurisdicció n permanecía el Istmo desde 1795. Este documento
comprendía 34 artículos cuidadosamente elaborados conforme a los cánones del
Consejo de Indias y las ordenanzas de Bilbao, ciñ éndose a los planes del reformismo
ilustrado. En el mismo, ademá s de solicitar un juzgado privativo de comercio, se
abogaba por la creació n de una Junta de Gobierno, entre cuyas atribuciones
estarían la protecció n y fomento de la agricultura, comercio e industrias, el incremento
de las pesquerías de perlas y del carey, el desarrollo de las vías de comunicació n “y
cuanto parezca conducente al aumento y extensió n de la navegació n y de todas las
ramificaciones del trá fico y cultivo”. El anteproyecto fracasó por la intromisió n de la
Real Audiencia, pero en 18 17, el diputado de comercio Justo García de Paredes le
entregó al Gobernador Alejandro Hore un documento similar al de Juan Ducer, si bien
no encontró eco favorable en la Península.
CASTILLDRO, Alfredo: “La arquitectura civil durante la época hispana. Los edificios
de Gobierno”. Primera y segunda parte. Enciclopedia de la cultura
panameñ a para niñ os y jó venes, Vls. 57, 58. Suplemento educativo y
cultural de La Prensa. Enero-febrero de 1986.
SUSTO LARA, Juan Antonio: A dos siglos del entrañamiento de loa Jesuitas y
clausura de la Real y Pontificia Universidad de Panamá. Edición
patrocinada por el Colegio Javier, Panamá, 1960.