Capítulo 3 Memorias de Expropiación

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Capítulo iii

Largos peregrinajes (1885-1904)

[...] Contaba la abuela que lo habían agarrado los de antes,


cuando hubo los cautivos, cuando nos contaba, solía llorar la
abuela [...]. La hicieron cautiva de 10 años [...]. Una tropa
como animales se lo llevaban. El regimiento le llevaba [...]
cuando hubo ese cautivo, cansaba la señora, cuando no podía
más le cortaban las tetas. Ella fue cautiva, la abuela mía era
cautiva, argentina, y después cuando lo cautivaron vino a salir
después cuando se acomodó todo... ahí, se vino a salir, disparó,
salió, se vino para acá, e hizo familia. Solía llorar mi abuela
[...]. (Laureana Nahueltripay, 1997)

Los años que siguieron a la finalización de las campañas militares son los más
oscuros desde el punto de vista de la documentación oficial. Lo que ésta silencia
y omite resulta fundamental para analizar el modo en que se llevó a cabo la
incorporación al estado-nación-territorio de los pueblos originarios. El nuevo
estatus de subordinación en las relaciones sociales fue implementado a través
de la humillación, las deportaciones masivas, los campos de concentración, la
tortura y el asesinato; algunos de los elementos utilizados para conseguir la
anunciada destribalización y la desintegración de la sociedad indígena.
No obstante, es en la memoria social donde el recuerdo de este padeci-
miento está presente. Constituye un punto central en la experiencia de los
pueblos originarios ya que explica las circunstancias que debieron enfrentar
los abuelos y, en consecuencia, permite valorar las “condiciones” (posición en
la tierra) que ellos dejaron a las siguientes generaciones. Recuerda, también,
las bases de dominación sobre las cuales están construidos la membrecía a
la nación argentina y el territorio nacional.
Desde el momento de su presentación o sometimiento dio comienzo un
largo período de peregrinaciones de la población originaria. Despojados de
sus posesiones, trasladados y concentrados según el arbitrio de las autoridades
militares y, en algunos casos, también obligados a trabajar para el Ejército en
calidad de baqueanos:

Yo me acuerdo cuando conversaba mi padre lloraba cuando se acordaba; la


forma que anduvieron ellos... de a pie... lo arriaron como animale así hasta

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Buenos Aire [...] uno si se cansaba por ahí [...] lo sacaban el sable lo cortaban
en lo garrone [...] ahí quedaba nomá, vivo, desgarronado, cortado [...] dice
que un primo d’el se cansó, no pudo caminar más, y entonces agarraron lo
estiraron las dos pierna y uno lo... lo capó igual que un animal.1

Presentados o sometidos compartieron destinos similares. Reunidos en zonas


de concentración, gran parte de ellos fueron trasladados a otras regiones para
ser utilizados como fuerza de trabajo. Hacia fines de la década de 1880, quienes
aún permanecían en Norpatagonia fueron dejados en libertad de movimiento.
Sin embargo, el espacio había cambiado. La territorialización estatal había im-
puesto un nuevo orden, sus reglas deberían ser pronto conocidas y manejadas
por los pueblos originarios para poder articular nuevas estrategias grupales. El
desmembramiento fue considerable, incluso de las mismas familias nucleares,
la autoorganización y la representación indígena adquirieron las improntas
del peso de la nueva forma de dominación. La representación sólo podría ser
ejercida por quien demostrara también un nuevo tipo de condiciones que
diferían en gran medida de los criterios tradicionales.
Este período de incertidumbre para aquella generación está enmarcado
en las narrativas de los peregrinajes. Éstas recuerdan sucesivas expropiaciones
que llevaron a los antiguos hasta Cushamen:

[...] la finada bisabuela sabía acordarse de que en Choel Choel estuvieron ellos.
De Choel Choel vinieron acá, vinieron acarreados. Esa vez cuando vinimos
de allá dejamos de todo, decía. Teníamos siembra, sandía, melones, zapallo,
todo. Lo dejamos ahí tirado todo, cuando se vinieron acá y los echaron los
huincas, por eso dispararon pa’ acá (Helena, 1996).

Partimos, entonces, de estas narrativas indígenas para describir los mecanis-


mos de control de la población originaria en el nuevo espacio social. Luego,
se abordan distintos casos de negociación que han tenido como eje el acceso
al recurso tierra y que, en algunas ocasiones, condujeron a la formación de
nuevas comunidades rurales. En este período Miguel Ñancuche Nahuelquir se
constituye en cacique-representante de muchas familias que terminan su largo
itinerario en el noroeste de Chubut y formarían la Colonia Cushamen.

1
Véase Félix Manquel, en Enrique Perea (1989: 7).

84
1. Largos peregrinajes de la población originaria

El largo peregrinaje en las narrativas de origen

En Andanzas de la tribu Nahuelquir puede leerse:

Primeramente estuvieron en el rincón de Chichinales, Río Negro. Eran 24


familias. Albariño Cayú, compañero de Miguel Ñancuche Nahuelquir, Fran-
cisco Quintrillán, Rufino Paz Ureña, Juan Aquipil, Juan Aquipil hijo, Manuel
Nahuelqtripay, Emilio Nahuelmilla, Mariano Colimil, Clemente Lienllán,
Emilio Lienllán, Juan Miguel Huenchueque, Juan Napal (proveedor). Después
de Chichinales pasaron a Comallo, estuvieron allí más o menos diez años,
entonces como Ñancuche como cabecilla de ellos ya se había entendido con
general Roca. Comenzaron a llegar los Nahuelquir después se transladaron
al valle de Cushamen.2

Así comienza la descripción de Miguel Cayú sobre el largo peregrinaje de la


tribu Nahuelquir hasta llegar al valle de Cushamen. El relato de Andanzas
de la tribu... une en un largo peregrinaje los puntos de Chichinales, Comallo
y el destino final, Cushamen. De la época previa a la estadía en el “rincón
de Chichinales” –lugar de concentración de la población originaria, bajo el
control del Ejército, luego de las campañas militares– sólo se menciona que
la familia del “abuelo Fernando Nahuelquir” (padre del cabecilla Ñancuche)
provenía de “Trancurra, Chile”.
En la memoria oral de muchas comunidades de Norpatagonia se hace
referencia a un largo período de peregrinaje entre el “gran malón blanco” y
la obtención de un espacio para el asentamiento definitivo de las familias.
Estos relatos refieren a los años de itinerancia, incertidumbre y pobreza que
debieron afrontar los abuelos luego de las campañas militares.3 También en
los trabajos de campo realizados en la región de la Araucanía encontramos
narrativas similares.4 Este período está signado por la indefinición de un lugar
en el cual radicarse y por la convergencia de gente con distintas procedencias.
Así, a medida que las mensuras entregaban a la oligarquía local y al capital
extranjero las tierras más valiosas situadas próximas a los cursos de agua,
los grupos que habitaban las que aún estaban libres de adjudicación eran
desplazados de un lugar a otro. Muchas personas se incorporaron al trabajo
en las nuevas estancias u otras tareas asalariadas en los centros urbanos.

2
Escrito realizado por Basilio Nahuelquir a partir del testimonio oral de Miguel Cayú, el
4 de marzo de 1967.
3
Al respecto, entre otros, pueden consultarse los trabajos de Briones (1988), Ramos (1999),
Malvestitti (1999), Delrio y Ramos (1997), Ramos y Delrio (2001).
4
Véase Ramos y Delrio (2001).

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En el testimonio de Cayú, tomado el 4 de marzo de 1967, se afirma que en
Comallo se hizo “cabecilla” Miguel Ñancuche Nahuelquir y que habría llegado
con un número de 24 familias hasta el valle de Cushamen. Otros relatos orales,
recogidos en trabajos de campo, también refieren al largo itinerario y a la elec-
ción final del paraje de Cushamen para establecerse definitivamente. Algunos
destacan que Ñancuche eligió el lugar por la abundancia de pastos y animales
para la caza y otros que debió convocar a otras familias para alcanzar el número
de pobladores requeridos por el Estado para la entrega de la tierra.
En otras comunidades existen relatos similares. Por ejemplo, Germán
Canuhé (2000) en su recopilación de datos históricos de la comunidad
mamülche de la Colonia Emilio Mitre (provincia de La Pampa) señala que,
luego de las campañas militares, poco a poco, y pese al proyecto de destri-
balización del gobernador del territorio, “restos dispersos de los integrantes
de nuestra nación, comenzaron a confluir en dos puntos: Gral. Acha y La
Blanca, cerca de Luan Toro”. En este último lugar, “lejos de la influencia
blanca, con buena tierra, aguas y pastos, comenzaron a vivir como en sus
mejores épocas”, para ser de todos modos relocalizados nuevamente hacia
principios del siglo xx.5
Las narrativas de origen contemplan este período de largos peregrinajes
como un desplazamiento que implicó pérdida de recursos –la riqueza de los
abuelos–, inseguridad, injusticia, imposición de nuevas relaciones sociales,
para finalizar con el momento de la radicación definitiva. Brevemente, en
este peregrinaje se destacan los siguientes momentos: en primer lugar la
localización y restricción de la movilidad inmediatamente después del some-
timiento; luego, los desplazamientos en el nuevo espacio del estado-nación;
y, finalmente, el arribo al lugar de radicación, el cual constituye el legado de
los abuelos o “las condiciones” que dejaron éstos.

Localización y control de los sometidos

En el caso particular de los antiguos pobladores del País de las Manzanas,


este período se inicia con la presentación a las autoridades militares. Como
hemos visto, algunas familias retornaron al entonces “territorio argentino”
a través de los pasos cordilleranos por donde habían conseguido huir de las
persecuciones militares. Otras, en cambio, decidieron presentarse luego de
haber buscado refugio en el interior de la meseta, hacia el sur. A pesar de las
distintas estrategias seguidas por cada grupo, en los primeros años que siguen
al fin de las campañas de conquista (hacia 1885), todos fueron concentrados
en lugares delimitados bajo el control de las autoridades militares. Tanto los
primeros grupos en presentarse como los últimos fueron sometidos a esta
restricción física que les impedía el libre acceso a los recursos. Por ejemplo,

5
Véase Canuhé (2000: 6).

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debían solicitar la autorización de los jefes militares de cada punto hasta para
poder salir a bolear animales.
Uno de estos campos de concentración fue el de Valcheta, en la meseta
rionegrina, en el que fue concentrado el mayor número de familias (Fiori y
De Vera, 2002: 24). Este lugar es descripto por John Daniel Evans, colono
galés del Valle 16 de Octubre, quien en su libro de memorias recuerda un
viaje realizado a Carmen de Patagones:

El camino que recorríamos era entre toldos de los indios que el gobierno ha-
bía recluido en un reformatorio. En esa reducción creo que se encontraba la
mayoría de los indios de la Patagonia. El núcleo más importante estaba en las
cercanías de Valcheta. Estaban cercados por alambre tejido de gran altura, en
ese patio los indios deambulaban, trataban de reconocernos, ellos sabían que
éramos galenses del Valle del Chubut sabían que donde iba un galés seguro que
en sus maletas tenía un poco de pan. Algunos, aferrados del alambre con sus
grandes manos huesudas y resecas por el viento, intentaban hacerse entender
hablando un poco de castellano y un poco de galés: “poco bara chiñor, poco
bara chiñor” (un poco de pan señor).6

El primer objetivo de estos campos de concentración consistía en implemen-


tar la “policía del desierto”. Por otro lado, desde estos centros se trasladaría
masivamente a contingentes de indígenas hacia otras regiones del país, con
distintos fines.
No obstante este destino común, se hicieron algunas distinciones entre los
grupos, reconocidos a través de su asociación con algún cacique principal. La
gente de Sayhueque compartía su lugar de residencia en Chichinales (sobre el
Río Negro) con la gente de Ñancuche Nahuelquir, joven cacique que, como
sostiene el testimonio de Cayú, se hizo cabecilla en este contexto crítico.
Estas distinciones entre grupos eran interpretadas por el gobierno nacional
como continuidades con respecto al antiguo orden tribal indígena. Por tal
motivo, se operaban medidas diferentes con uno u otro grupo de acuerdo
con la historia particular de cada uno.
Desde estos campos de concentración, los pueblos originarios debieron
negociar con un gobierno distante y con las autoridades militares locales cer-
canas. También entraron en relación con los misioneros salesianos, encargados
oficiales de producir la evangelización de los sometidos.
El peregrinaje que se inició con el retorno desde Chile, el confinamiento
en Chichinales, el traslado a Comallo y finalmente el arribo al valle de Cusha­
men es simultáneo con otro tipo de peregrinaje de los pueblos originarios en
el nuevo espacio del estado-nación-territorio. La distancia física con el lugar
del poder, Buenos Aires, representa en los relatos la distancia entre una comu-

6
Véase Evans (1994: 92-93), citado por Fiori y De Vera (2002: 24-25).

87
nidad imaginada en términos de nación y las condiciones de subordinación
experimentadas por los pueblos originarios en tanto “otros internos”, sin
los plenos derechos que el estatus de ciudadanía postulaba y con un acceso
diferencial a determinados recursos y prácticas sociales.
En las narrativas de origen es posible advertir cuáles fueron los despla-
zamientos posibles de los subalternos indígenas en el nuevo mapa de terri-
torialización. Las nuevas relaciones sociales impuestas por la matriz estatal
implicaron determinadas líneas de desplazamiento en el nuevo espacio social.
Veamos cuáles son éstas.

Desplazamientos en el nuevo espacio

En los relatos sobre los desplazamientos del campo a la ciudad que debieron
realizar los abuelos –para negociar por la tierra con las autoridades de Buenos
Aires– se construye un espacio de contacto entre pueblos originarios y el Estado
nacional. Esta ruta conecta dos lugares: el aquí de la comunidad y el allí englo-
bante de la nación. Este último es representado metonímicamente por la ciudad,
la burocracia y la autoridad central, poderosa, impersonal y no visible.
Las nuevas configuraciones del espacio, establecidas en este episodio de las
narrativas de origen, aluden a nuevas formaciones discursivas que construyen
el territorio de la nación como uniforme, sin tiempo, sin etnicidad, que con-
tiene dentro de sus fronteras otros espacios englobados, caracterizados por la
diferencia étnica, cultural, racial y temporal (Foster, 1991; Urban, 1992). Esta
cartografía (o mapa de territorialización siguiendo a Grossberg, 1992) presenta
también sus propias rutas y desplazamientos obligados. Para obtener las tierras
y seguridad jurídica, los abuelos debieron desplazarse de los espacios “conte-
nidos” hacia la ciudad. Las narrativas de origen –o fundacionales– presuponen
y recrean estas nuevas cartografías, tal como extensamente lo analiza Ramos
(1999). Siguiendo el análisis de esta autora y a partir de trabajos realizados
en conjunto (Ramos y Delrio, 1997 y 2001) me refiero a continuación a tres
instancias que se destacan en los relatos de esta narrativa.
En primer lugar, los antepasados aparecen como forzados a dicho despla-
zamiento (por ejemplo, “el señor ese, estuvo tres meses, cuatro, en Buenos
Aires hasta que el señor hizo todas las cosas que tenía que hacer” [Demetrio
Miranda, 1997]). Las rutas eran impuestas ya que la seguridad y la legitimi-
dad en las tierras eran impartidas desde los centros urbanos. En Cushamen,
algunos enunciadores comentan estas nuevas obligaciones como un momento
de incertidumbre: el cacique Ñancuche al querer hacer sus trámites se habría
“equivocado”, en vez de ir a Buenos Aires se dirigió primero a las oficinas
de Santiago de Chile.7

7
De acuerdo con algunas entrevistas de campo y con el testimonio de Pascual Coña
(1984), Ñancuche o Nancuse (según Coña) se habría entrevistado con el mismo presidente

88
En segundo lugar, la diferencia entre los espacios se manifiesta en la pre-
paración física del actor que realiza el viaje. Por un lado, el allí es un espacio
evaluador ante el que se deben escenificar los atributos adecuados de “civi-
lización” (el par axiológico “salvaje versus civilizado” opera como indicador
moral de pertenencia a la nación). Por otro, los enunciadores subrayan el
hecho de que ya no se trataba de una huida, ni un pedido desde la “pobreza”,
sino que fueron a reclamar “con ese nivel” (dm).
Tercero, la distancia del allí es representada por las competencias disímiles
que uno y otro espacio exigen. Estas competencias son el manejo de la len-
gua mapuche y la burocracia, pero también la estafa y el maltrato. El espacio
nacional, englobante de la comunidad, es para los enunciadores un lugar en
el que se imponen otras leyes y reglas.
En estas tres instancias, la figura de Miguel Ñancuche Nahuelquir es desta-
cada por los relatos. En el desplazamiento obligado hacia los centros de poder,
el cacique fue recibido por los presidentes tanto de Chile como de la Argentina.
En segundo lugar, Ñancuche viajaba con una “buena condición” –en muchos
relatos es recordado como un verdadero estanciero– y, por último, manejaba la
información suficiente sobre las nuevas leyes y reglas, poseía las habilidades
para hablar en lengua, negociar y ser escuchado por las autoridades.
De esta forma, los narradores construyen una relación asimétrica entre
los dos espacios. La comunidad está incluida en la nación, pero ésta también
implica otro nivel espacial hacia el que hay que desplazarse para negociar,
reclamar y enfrentar la burocracia. En este sentido, las narrativas presuponen
la subordinación y denuncian la exclusión en el nuevo espacio social.

Las condiciones que dejaron los abuelos

En el caso particular de Cushamen, las narrativas de origen que refieren a


los sacrificios de Ñancuche y el fin del largo peregrinaje tienen su marca de
cierre en la obtención del decreto de creación de la Colonia Cushamen, de
acuerdo con las condiciones estipuladas por la llamada “Ley del Hogar”, en
el año 1899. La firma de este decreto coincide con el viaje realizado por el
cacique Miguel Ñancuche Nahuelquir y su hermano Rafael Nahuelquir a
Buenos Aires, donde fueron recibidos por Clemente Onelli en calidad de
intermediario con el gobierno nacional.
Onelli informaba al presidente Roca, en ejercicio de su segundo período
presidencial, sobre la presencia de “un cacique del Chubut” en Buenos Aires
a quien describía como “jefe patriarcal” de “30 familias muy laboriosas y
agriculturas” del territorio del Chubut. Sostenía, entonces, que la ayuda de

chileno. Sin embargo, este episodio se correspondería con el contexto de las campañas
militares y no con el reclamo posterior por tierras al cual se refieren las narrativas aquí
analizadas.

89
Ñancuche y de su gente había sido de suma importancia para las expediciones
de las comisiones de límites con Chile.8 Ñancuche y Rafael fueron recibidos,
entonces, por el presidente Roca en su domicilio particular y recibieron
comentarios “elogiosos” de la prensa porteña, que destacó la figura de los
pobladores de Cushamen en contraposición con los indígenas de los canales
fueguinos, “refractarios de todo progreso”.9
En ese mismo año hubo otras entregas de tierras. Entre ellas a Sayhueque,
el último cacique rebelde del País de las Manzanas. No obstante, los recorridos,
las estrategias y los resultados de las negociaciones de unos y otros han diferido.
La historia particular de cada grupo y la individualización de cada cacique por
parte de las agencias estatales influyeron en las negociaciones. Pero también
las políticas de Estado podían tanto homogeneizar a todos los pueblos origi-
narios o particularizar cada caso de acuerdo a contextos específicos.
El largo peregrinaje de los abuelos, en las narrativas patagónicas, se
constituye en icono de la lucha por la tierra. Se trata de un relato con conse-
cuencias actuales, que representa la lucha histórica por el acceso al recurso
más restringido en la nueva economía-política. En tanto narrativa, condensa
las luchas materiales de los pueblos originarios agrupados familiarmente o en
alianza bajo ciertos liderazgos. Constituye, entonces, una historia entextuali-
zada a través de la cual se construyen identificaciones comunitarias y de clase
subordinada, en tanto “otros internos” en el interior del estado-nación.

El largo peregrinaje como política estatal de territorialización

Desde la documentación de los registros estatales, también podemos observar,


a pesar de las importantes omisiones a las que hemos hecho referencia, que los
traslados, movimientos, desmembramientos y reagrupaciones caracterizaron
a estas primeras décadas posteriores a la conquista militar. Esto también se
destaca en las crónicas de la evangelización salesiana. Por ejemplo, Domingo
Milanesio en 1894 visitó una toldería tehuelche en el lago Lak-naik (27 millas
al sur de Río Mayo, Chubut), donde una mujer le expresó haberlo conocido
en anteriores misiones en Valcheta, en 1884.10 En 1896, Vacchina mencionaba
haber encontrado en Gualjaina a la tribu de Prane, en la cual dos mujeres le
comentaron que ya habían sido bautizadas, una en Chichinales y la otra en
Junín de los Andes.11
Resultan notorias las ausencias en las planillas del segundo censo nacional

8
Véase Onelli ([1903] 1930) y la carta de C. Onelli a J. Roca (15/6/1899), agn, Sala vii,
Fondo Roca, Leg. 87.
9
Véase Caras y caretas, 24 de junio de 1899.
10
Archivo Salesiano de Bahía Blanca, Leg. Milanesio, Relaciones, en Paesa (1967: 276-277).
11
Boletín Salesiano, año xi, septiembre de 1896, en Paesa (1967: 303).

90
de población de 189512 de numerosos grupos que sí aparecen en otros docu-
mentos de la época. Por ejemplo, en el informe del gobernador del territorio
del Chubut, Eugenio Tello, de su recorrida por la zona cordillerana para
controlar “la rebelión de Cayupul y Salpú”. En esta protesta quedó expresa-
do el reclamo indígena por las tierras (en litigio con los hermanos Mulhall)
y por un estatus legal que las amparase. Paralelamente a la descripción de
grupos “problemáticos”, Tello destacó la existencia de contingentes “amigos
y tranquilos”, como los de Juan Sacmata, así como de un gran número de
“chilenos”, algunos explícitamente definidos como “indígenas”.
El período de los largos peregrinajes fue un período caracterizado por dos
instancias centrales en la negociación entre autoridades estatales y pueblos
originarios: la concentración, las deportaciones y los traslados masivos de
los indígenas y, posteriormente, el reclamo por la tierra.
Puesto que resulta evidente tanto el proceso de estigmatización y margina-
ción del indígena como el de acumulación de la tierra en manos del gran capital,
podemos preguntarnos si existió entonces una política de Estado con respecto
a los pueblos originarios sometidos. A menudo hay consenso en atribuir los
conflictos a la falta de una “política de Estado” con respecto a éstos. Este argu-
mento relaciona la inexistencia de una legislación específica sobre la cuestión
indígena con la falta de una política sistemática, continuada y coherente, de
incorporación de la población originaria al estado-nación luego de finalizadas las
campañas militares,13 lo que se expresaría también en un vacío de información
oficial, en tanto preocupación estatal, sobre la situación de la misma.
Sin embargo, considero que fue el acceso al recurso tierra el condicionante
de un fuerte clivaje interno en la construcción de una comunidad de ciuda-
danos. En consecuencia, las radicaciones y entregas de tierras a indígenas
que aparecen como un conjunto de respuestas espasmódicas (o respuestas
puntuales a casos puntuales) que no formarían parte de una política de Estado
continua y comprehensiva, por el contrario, nos muestran una acción estatal
que no ha sido tan “errática”, ya que fue la consecuencia de un complejo
campo de intereses y negociaciones (Briones y Delrio, 2002). Los conflictos
entre autoridades estatales, clases dominantes y grupos originarios, entonces,
no estuvieron motivados por la falta de una política sino, por el contrario,
por la tensión provocada por un sistema coherente de dominación.

12
Los agentes censales no llegaron a cubrir toda la extensión de Territorio Nacional de
Chubut, pero se encuentran referencias a la profesión de algunos de sus habitantes como
boleadores, cazadores nómades, tejedoras o dedicados a la cría pastoril. En cuanto a las
viviendas, eventualmente se hizo mención a la existencia de “toldos indígenas”.
13
Esta afirmación ha estado frecuentemente en los planteos de todos los que hemos abordado
el período. En algunos casos como premisa de trabajo, en otros casos como parte de la argu-
mentación. Considero que mencionar un caso en particular implicaría colocar el argumento
que aquí se sostiene como contrario o enfrentado, cuando en realidad es mi intención dar
profundidad y analizar qué conlleva esta aparente ausencia de política de Estado.

91
Al mismo tiempo, este proceso de enajenación y distribución dispar de
los recursos está relacionado con los procesos de conformación de nuevas
comunidades indígenas en el ámbito del estado-nación-territorio. La rela-
ción entre los grupos originarios y los recursos fue mediada, entonces, por
el Estado a través de un conjunto de agencias y formas jurídico-políticas. Es
necesario situar esta relación en el contexto general de construcción de un
nuevo espacio –nacional y regional– de relaciones sociales en el cual la po-
blación originaria fue desalojada de las mejores tierras de los ahora territorios
nacionales. En este sentido, los largos peregrinajes fueron el resultado de la
política de territorialización del Estado que atravesó las administraciones de
las últimas décadas del siglo xix.
De acuerdo con el relato oficial, las campañas militares de conquista del
Ejército argentino sobre Norpatagonia finalizaron hacia 1885, con el some-
timiento de Valentín Sayhueque y su “gente”. La extensión de la civilización
dio paso entonces al control policial. Aun para aquellos indígenas sometidos
voluntariamente a las leyes de la nación, éstas no fueron aplicadas de la misma
forma que para el resto de los ciudadanos. Los campos de concentración de
la población originaria se erigieron a lo largo del valle del Río Negro y, junto
con las deportaciones masivas, confirmaron un estatus diferencial para la
población originaria.
A continuación, sobre la base de los tres contextos definidos tanto por
las narrativas de origen como por el análisis de la documentación de archivo,
enfoco en: el período de confinamiento y control que debieron atravesar los
pueblos originarios luego de finalizadas las campañas militares (sección 2);
la construcción de un nuevo espacio de relaciones sociales (sección 3); y,
por último, las negociaciones y las agencias que llevaron a la radicación y la
constitución de nuevas comunidades indígenas (sección 4).14

2. Mecanismos de control de la población sometida

El nuevo estatus de la “ciudadanía indígena”

La construcción de un otro en el interior del estado-nación-territorio se arti-


cula a través de clivajes diferenciales en cuanto a las posibilidades de acceso
a los recursos. En este sentido, resultan significativas tanto el conjunto de
medidas o políticas operadas, como la imposición de categorías, estigmatiza-
ciones y terminología que se constituyen en modos hegemónicos de “hablar”
y debatir sobre un tema.

14
Dentro de este esquema retomo y profundizo algunas de las ideas exploradas en Briones
y Delrio (2002), en relación con el marco jurídico-político en el cual se produjo el acceso
de los grupos aborígenes al recurso tierra.

92
En cuanto a los debates parlamentarios relacionados con la temática de los
pueblos originarios, seguiré el valioso análisis realizado por Diana Lenton en
sus diferentes trabajos (1992, 1994, 1999 y 2001), los cuales comprenden el
período que abarca esta tesis. Lenton describe los debates que se produjeron
en el parlamento luego de las campañas militares. Sostiene que, sin llegar a
ponerse de acuerdo en la modalidad que la incorporación del indígena re-
quería, las élites morales y políticas del país llegaron a debatir, por ejemplo,
si los indios debían ser considerados ciudadanos o no, e incluso si hasta los
mismos legisladores no debían ser considerados también como “indígenas”
por el hecho de no ser extranjeros. En todo caso, los legisladores parecían
verse obligados a utilizar categorías distintas para hacer referencia a los
pueblos originarios. Hacia 1885 se proponían términos como “ciudadanos
de segunda categoría”, “ciudadanos menores de edad”, “nacionales pero no
ciudadanos”, “naciones dependientes” y “argentinos rebeldes”.15 La autora
sostiene que en muchos casos se presentaba un dilema, ya que los indígenas
enrolados o incorporados a la clientela política ya no serían considerados
propiamente como “indios”, sino sólo como “descendientes de indios”, o
simplemente como “individuos del país”.
En la década de 1880, se desarrollaron “políticas poblacionales” explí-
citamente destinadas a la creación del “pueblo mismo” del estado-nación
argentino.16 En este sentido operaban las políticas inmigratoria, indígena, de
urbanización y de colonización del interior. Posteriormente, ya en el siglo xx,
se agregaron a ellas las políticas de estímulo de la natalidad (“protección de
la familia”), y la eugenesia sumada a la pedagogía (“modelación de la niñez”)
(Lenton, 2001). Como viene sosteniendo Briones (1996 y 1998) –idea reto-
mada por Lenton en sus trabajos–, para abordar el proceso de construcción
de la aboriginalidad en el contexto del estado-nación argentino es necesario
contemplar la triangulación entre inmigrantes, indígenas y criollos que se pro-
duce en las distintas teorías sociales generadas desde los grupos de poder.
En efecto, el modelo de ciudadano también fue debatido por las élites y
estuvo en el centro de la lucha hegemónica entre sectores liberales y conser-
vadores, primero, y luego también con los programas radicales y socialistas
(Lenton, 2001). Lenton define, no obstante, un modelo que parece no ser
tocado en lo sustancial más allá de estos debates. El ciudadano ideal debía
estar “constituido por un individuo adulto de raza blanca, masculino, católico,
propietario, alfabetizado, sano, ideológicamente liberal, y preferentemente,
para los más convencidos oradores liberales, civil” (Lenton, 2001).
El ciudadano debía ser propietario. Se esperaba que la constitución de
un gran número de farmers pudiera generar un cambio en la conformación

15
Cámara de Diputados, Diario de Sesiones, 1885, sesiones del 24 y del 26 de agosto.
16
Discurso de Nicolás Avellaneda, Senado de la Nación, Diario de Sesiones (1/5/1880),
reproducido en Lenton (2001).

93
de ese “pueblo para la nación” y reemplazara a los trabajadores rurales exis-
tentes. El fomento de la inmigración podía operar en esta dirección, pero
planteaba la necesidad de implementar políticas educativas que permitieran
una “elevación moral” de la población y “la conversión de un colectivo social
percibido como peligrosamente heterogéneo y ‘cosmopolita’ en un cuerpo
homogéneo compuesto por ciudadanos ‘educados’” (Lenton, 2001). En con-
secuencia, también se tomaron medidas profilácticas destinadas a garantizar
que el “elemento extranjero” que se incorporaba a la población nacional fuera
satisfactorio tanto en lo físico como en lo mental.17
Como señala Lenton, desde las escuelas se esperaba educar a los futuros
ciudadanos en tanto votantes y también modelar expectativas y necesidades
de aquellos sectores sociales que no gozaban del derecho al voto, como los
inmigrantes y las mujeres. El modelo de ciudadano debía ser internalizado
tanto por quienes tenían una participación activa en la vida política como
aun por los excluidos de ella (Lenton, 2001).
Con respecto a los pueblos originarios, resulta sugerente la recurrencia
con la que aparece la figura de “radicar indígenas en misiones para atraerlos a
la vida civilizada” y que persiste, casi sin cambios, en sucesivas legislaciones.
Esta figura sugiere una construcción genérica del “otro” indígena, según la
cual los indígenas requieren globalmente ser disciplinados (sedentarizados
y entrenados en las prácticas de trabajo “civilizado”) antes de poder ser
incorporados de hecho a una ciudadanía que la constitución les reconocía
de derecho. Algunos requisitos de este disciplinamiento se encuentran por
ejemplo en el Decreto de Enrolamiento dictado en 1894, que establecía que
los “indios argentinos” debían ser bautizados para hacer el servicio militar.
Esgrimiendo a menudo la cuasi minoridad jurídica de los indígenas para
avalar la tutela estatal, otras construcciones genéricas del “otro” indígena
fueron apuntando a enfatizar el carácter transitorio de dicha “condición”. En
ambas direcciones se destaca un decreto de Roca del 3 de mayo de 1899, en el
cual se establecía que los defensores de menores de los territorios nacionales
serían los defensores y protectores de los indígenas, en todo cuanto beneficie
a éstos, y que debían ejercer sobre ellos su acción tutelar, mientras sea ne-
cesario. Posteriormente, se aclarará –ante la requisitoria de un juez– que el
auxilio se extendería durante un término prudencial que los habilitase para
adquirir medios propios de subsistencia.18
De este modo, pese a atribuirse la ciudadanía a los pueblos originarios,
luego de su sometimiento éstos no fueron inmediatamente incorporados a la
comunidad imaginada como “pueblo de la nación”. Los indígenas, se sostuvo
en general, deberían atravesar por un período de asimilación a la civilización.
Debía operarse en ellos un reemplazo de sus tradiciones por las costumbres

17
Ley de Residencia de 1902 y Ley de Defensa Social de 1910. Véase Lenton (1992 y 2001).
18
La Nación, 18 de junio de 1899, p. 5.

94
civilizadas, lo cual llevaría al debate entre las élites de distintas propuestas
de acción estatal y privada para mediar este pasaje. La membrecía al Estado
argentino fue en tanto un otro en constante estado de “incorporación/asimi-
lación”, un otro interno. En algunos casos la disgregación del orden tribal era
percibida como una extinción física, como en el de los fueguinos y también
en el de los tehuelches.

Localización de las tribus

La solución al “problema indígena” había sido concebida, desde tiempo atrás,


por las élites morales como una cuestión de fijación, localización y control
de la residencia de los distintos grupos. Los diferentes planes generales de
ocupación de la Pampa y Norpatagonia tuvieron como antecedente a la Ley
215 del 13 de agosto de 1867, de ocupación de los ríos Negro y Neuquén. Esta
ley establecía que, una vez presentadas o sometidas, a “las tribus nómadas
existentes en el territorio nacional” se les proveería de “todo lo necesario para
su existencia fija y pacífica”. La extensión y límite de los territorios que se
otorgasen a las tribus que se “sometiesen voluntariamente” se determinaría
de común acuerdo entre las mismas y el Poder Ejecutivo.19 En cuanto a la
extensión de tierra otorgada a las tribus “sometidas por la fuerza”, el arreglo
dependería del exclusivo arbitrio del gobierno nacional. En ambos casos la
autorización definitiva la daría el Congreso Nacional.20
La Ley 947 del 5 de octubre de 1878 fue dictada como reglamentación y
ejecución de la Ley 215. Establecía las primeras mensuras a realizar y las pri-
meras enajenaciones de la tierra a incorporar para solventar financieramente
las campañas militares. Aquí, ya no se hacía ninguna referencia a las tierras que
serían otorgadas a los grupos originarios que se presentasen, sólo se mencionaba
el “previo sometimiento o desalojo de los indios bárbaros de la pampa”.
Otra instancia legal que contemplaba el destino de los contingentes
indígenas incorporados al estado-nación fue la Ley 817 de “inmigración y
colonización”, la cual establecía la formación de “misiones indígenas”. Esta
ley, conocida como “Ley Avellaneda”, estaba dirigida principalmente a la
colonización a través de contingentes inmigrantes y sólo contemplaba dejar
libres “entre sección y sección subdividida y entregada” parcelas destinadas
–entre otras finalidades– “a la reducción de los indios”.21 El Poder Ejecutivo
procuraría los medios para el establecimiento de las tribus indígenas, creando
misiones para traerlas gradualmente a la vida civilizada.22

19
Ley 215, Art. 3°.
20
(1991: 77-79).
dipcn
21
Ley 817, Art. 97.
22
Ley 817, Art. 100.

95
Durante la década de 1880 se produjo la enajenación de las nuevas tierras
fiscales conquistadas; principalmente, éstas fueron entregadas a manos de
grandes capitales, y sólo en contados casos bajo la forma de “colonias agrí-
colas”. La población originaria, en su mayoría, no llegó durante esta década
a obtener la tenencia de la tierra con reconocimiento jurídico.
En efecto, hacia 1885, las disposiciones gubernamentales sobre los
pueblos originarios homogeneizaban a los grupos “presentados” y aquellos
“sometidos”, quienes compartirían similares destinos: los campos de concen-
tración que se levantaron en distintos puntos del territorio patagónico. Esta
localización permitía ejercer un control sobre dicha población. La mediación
entre una condición “salvaje” y otra de “civilización” implicaba agentes y un
espacio en el cual producirse. El Estado se colocaba como “padre” que debía
conducir a los indígenas en este pasaje o el que, en todo caso, podía delegar
en otras instituciones esta “misión”.
A lo largo del río Negro se establecieron, entonces, estos centros de
concentración bajo la supervisión de las autoridades militares. Al sur, y con
respecto a los grupos tehuelches, el misionero salesiano Angel Savio le escribió
a Don Bosco en 1886 que aquéllos se encontraban divididos sin un cacique
general y que habitaban tres regiones distintas por disposición gubernativa:
“unos entre el Río Gallegos y el Santa Cruz; otros entre éste y el Chico; y
los últimos hacia el Río Deseado”. Señalaba, también, que había “familias de
araucanos esparcidas por aquí y allá”.23
Los sobrevivientes a la conquista militar tuvieron que luchar por mantener
la unidad de las mismas familias nucleares, frente a proyectos de inclusión que
perseguían la destribalización del indígena y que fueron de tal forma expre-
sados por las élites morales del país en ámbitos públicos, como el congreso y
la prensa.24 Entre las posiciones expresadas en los debates parlamentarios es

23
Citado por Paesa (1967: 71), tomado de un número del Bolletino Salesiano de 1887.
24
En el trabajo de Silvia Fridman (1979) pueden encontrarse algunos ejemplos de este
debate en la prensa. Un editorial del diario La Prensa (1/3/1878) señalaba que el objetivo
debía ser “el aniquilamiento” del orden de tribus, en caso necesario dividiéndose a las
familias. La civilización llegaría a los indígenas a través de colonias, la marina y las pro-
vincias del litoral. En el diario La Nación (18/6/1878) se expresaba que los indios no eran
refractarios al trabajo como algunos creían y que podían ser buenos peones de estancia si
eran bien “dirigidos”. Rufino de Elizalde, ministro interino de Guerra y Marina, sostenía
en La Libertad (8/3/1878) que el gobierno deseaba “salvar el núcleo de la familia” y que
los indios sometidos podrían destinarse por familias o por grupos de familias para formar
colonias. Mariano Rosas (sobrino del cacique) expresaba en La tribuna (8/3/1878) que se
creía “con suficiente instrucción para educar a aquellos infelices ignorantes y ponerlos en
el camino de la civilización”. Otro proyecto del padre Morosini, publicado en La Reforma
de Salta (6/1/1879), proponía la formación de colonias bajo la dirección de misioneros,
quienes evangelizarían, difundirían prácticas agrícolas y entregarían indios “en calidad de
yanaconas con las obligaciones que señalan las antiguas leyes de indias a encomenderos”
(Fridman, 1979: 384-385).

96
posible encontrar propuestas orientadas hacia el desmembramiento familiar,
la incorporación al Ejército o al mercado de trabajo y la reducción territorial
en colonias o misiones. Estos proyectos eran justificados por la visualización,
por parte de los legisladores, de capacidades diferentes de los distintos grupos
indígenas para ser incorporados al modelo de ciudadanía y a las nuevas rela-
ciones de producción. No obstante, aun los proyectos que buscaban operar
la destribalización avalaban la idea de que era la tribu y la representación
del cacique el modelo natural de autoorganización indígena. Así, continuó
concibiéndose a la población sometida como tribus, diferenciadas ya no tanto
por membrecías étnicas (como manzaneros, tehuelches, pehuenches, etc.)
sino por el liderazgo de determinados caciques.
De este modo, en las márgenes del río Negro coexistieron hacia media-
dos de la década de 1880 los caciques Sayhueque, Namuncura, Ñancuche y
muchos otros con su respectiva “gente”.25 Los destinos finales de cada uno
de éstos no fueron, sin embargo, del todo paralelos, pues las deportaciones
masivas que se realizaron desde estos puntos de concentración afectaron de
forma diferente a los grupos. Así, Cagliero describió el traslado de 80 familias
de Sayhueque (último de los caciques en presentarse en 1885) con destino a
Mendoza, mientras que ninguna persona de las del vecino grupo de Ñancuche
(presentado en 1883 y posteriormente nombrado “capitán de baqueanos”)
pareció haber sufrido aquella deportación.26
Desde estos campos, grandes contingentes fueron trasladados coerciti­
vamente a otras regiones del país donde se demandaba mano de obra, como
en la zafra o en la vendimia, en el Norte y en la zona cuyana, respectivamente.
Allí la élite local, entre la que se encontraban muchos jefes militares de las
mismas campañas de conquista, como el caso de Ortega en Mendoza, se vio
beneficiada con dichos repartimientos para la explotación de sus tierras.27
Otros destinos fueron: para los hombres, el servicio en la marina, y para las
mujeres y niños, como empleadas domésticas y criados. Al respecto me remito
al trabajo de Mases (1998, 1999 y 2002) y a su análisis detallado sobre estos
medios de incorporación en los ámbitos urbanos y en otras regiones del país.
Mases señala que el gobierno contrató a particulares para llevar a cabo dichos
traslados masivos desde la Patagonia hasta las terminales del ferrocarril o
hasta los puertos de Carmen de Patagones, Bahía Blanca o Deseado. Pese a las
dificultades para establecer cifras aproximadas sobre las personas afectadas
por dichas prácticas, el autor pudo contabilizar al menos –y de acuerdo con
las fuentes oficiales– unas 5.000 entre 1878 y 1885, advirtiendo que deberían
25
A pesar del lapso transcurrido luego de su rendición oficial, sabemos que por lo menos
hasta 1889 Sayhueque permaneció en Chichinales, sin asignación concreta de un espacio
donde radicarse. Lo mismo sucedió con Ñancuche y otros que ya por entonces habían
recibido el bautismo.
26
Bollettino Salesiano, año xi, Nº 5, Turín, mayo de 1887, p. 55.
27
Véanse Rusconi (1961) y Escolar (mimeo).

97
sumarse también aquellas que fueron enviadas directamente a Mendoza, San
Luis, Córdoba, Tucumán y Entre Ríos, sin pasar por la capital (Mases, 2002:
88). También destaca que la entrega de jóvenes para el servicio personal entre
la misma tropa expedicionaria era muy frecuente.28

La conversión del indígena: ciudadanía versus feligresía

La contradicción básica entre los distintos tipos de ciudadanía estaba inscripta


en el mismo texto constitucional, en el cual mientras se permitía la libertad
de cultos para unos se ordenaba la evangelización para los indígenas.29 En
efecto, la cuestión de la evangelización del indígena fue objeto de intensos
debates entre sectores clericalistas y anticlericalistas de las élites morales del
país. Incluso para el oficialismo liberal, el adoctrinamiento religioso podía
cumplir una misión paralela, ya que –como afirmaba el ministro de Justicia,
Culto e Instrucción Pública, Eduardo Wilde, durante el debate de la Ley de
Instrucción Primaria en la Cámara de Diputados– la religión podía tener un
papel instrumental que se armonizara con los objetivos fundamentales del
gobierno liberal. Sostenía el ministro que la religión era un elemento de civili-
zación, eficaz para el bien de los pueblos cultos y de atracción para las tribus
salvajes: “la religión es conveniente con sus formas eternas, para obtener el
dominio en ciertos espíritus mediocres que no alcanzan á las sublimidades
de la abstracción. [...] La religión es útil para las masas”.30
En efecto, la tarea de elevar a las masas al nivel correspondiente al desa-
rrollo de las fuerzas productivas fue motivo de disputa entre distintos sectores
que reclamaban a ésta como función del Estado o de la Iglesia. El resultado de
este conflicto varió de acuerdo con la región de que se tratase, dependiendo
de los requerimientos de utilización de la fuerza de trabajo aborigen, de los
perfiles productivos de cada región, de los costos de la empresa y del grado
efectivo de penetración estatal. Resulta sugestivo que allí donde la presen-
cia del Estado era casi nula, como en Tierra del Fuego, hasta se permitió la
temprana presencia de misiones protestantes,31 antes de que se generalizara

28
Véase Mases (2002: 92). También hay menciones que relativizan estos números, como
por ejemplo la nota del Ministerio de Guerra y Marina al Defensor de Pobres e Incapaces,
doctor Gervasio Granel, del 11 de julio de 1879, en la que se afirma que 800 a 1000 familias
fueron remitidas a Tucumán por orden del Ministerio de Guerra (Ministerio de Defensa,
Dirección de Estudios Históricos, División Archivo, Organización Nacional, Caja 73, Leg.
19763, citado por Mases [2002: 94]).
29
Esta contradicción se mantuvo hasta la reforma constitucional de 1994.
30
Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados (13/7/1883); citado por Lenton (1994: 38).
31
Es el caso de la concesión de tierras a Thomas Bridges en Tierra del Fuego en 1886. En
el mismo se cuestionó el que se tratase de una misión protestante, temiéndose por la incor-
poración de los indígenas a civilizaciones, creencias y aun jurisdicciones y obediencias que
no eran las de la “soberanía nacional”. Sin embargo, finalmente se impuso la postura que

98
la acción salesiana, agencia en la cual el Estado finalmente depositó la tarea
de la evangelización del indígena en la Patagonia.
El “otro” indígena debía, entonces, ser incorporado mediante una “conver-
sión” a la “civilización”. Ésta presuponía la desaparición progresiva del indígena,
su otro, a través de una verdadera aculturación, ya que concebía la cultura indí-
gena como un conjunto de prácticas y creencias heredadas y transmitidas que
debían ser suprimidas, en caso necesario cortando este circuito de transmisión.32
El desplazamiento de las “tradiciones indígenas” por “la cultura” se planteaba,
entonces, en términos de imposición racional de un valor universal. Se preten-
día resolver la antinomia civilización-barbarie no a partir de verdades locales,
sino de verdades potencialmente universales: la dicotomía entre lo racional y
lo irracional. En otras palabras, reflejando una visión histórica-evolutiva de la
sociedad en la cual las tradiciones –cercanas a un estado de naturaleza– de-
bían ser superadas por la razón (Urban, 1992: 4). No obstante, esta supuesta
homogeneización que implicaba la incorporación encubría una disputa entre
modelos yuxtapuestos y a veces contradictorios, propuestos desde distintas
agencias, donde también operaron diferencias internas.
En efecto, desde la Iglesia y desde el Estado se enfrentaron distintos pro-
yectos de conversión o inclusión a la civilización de los pueblos originarios.
Éstos construyeron distintas metáforas de comunidad33 que permitieron la
creación de imágenes de incorporación y homogeneización. La comunidad
en tanto feligresía difería en algunos puntos de aquélla propuesta en térmi-
nos de ciudadanía. Las marcaciones a partir de las atribuciones de supuestos
estatus de “cristiandad” o “argentinidad” encubrieron la incorporación
estructu­ralmente subordinada de la población originaria. Ambos caminos
en la construcción de pertenencias presuponían la pérdida o el abandono de
una condición presocial, como era representada la existencia del aborigen
previa al estado-nación. No obstante, estos tipos de comunidades no eran
necesariamente coincidentes. Las agencias estatal y salesiana actuaron, por
ejemplo, diferen­cialmente en la construcción de imágenes y sentidos de per-
tenencia. Diferencias que alternativamente fueron negociadas, iluminadas y
oscurecidas, de acuerdo a contextos específicos.
El punto central de la disputa entre Estado e Iglesia fue el control de la
misión. El mandato constitucional de evangelizar a los indios produjo enfren-
tamientos entre ambos. Sectores clericalistas y anticlericalistas, conservadores
y liberales, reclamaron para una u otra institución los deberes de la evangeli-

sostenía que por encima de las religiones estaban “la cultura y la civilización”. La contienda
limítrofe entre la Argentina y Chile por Tierra del Fuego y zonas adyacentes impuso una
particular necesidad al Estado nacional (véase dipcn [1991: 95]).
32
Es en este sentido en el que operaron los traslados de la población indígena sometida y la
desestructuración de las mismas unidades domésticas a través de los repartos de niños.
33
Utilizo “comunidad” en términos del concepto de “comunidad imaginada” propuesto
por B. Anderson (1990).

99
zación.34 El equilibrio se produjo, como ya se mencionara, en la tensión entre
proyectos y posibilidades. El Estado delegaba, en algunos casos, el costo de tal
tarea. Sin embargo, en otros, como el de las provincias azucareras, se llegaron
a producir denuncias mutuas por explotación o maltrato del indígena entre
los sectores participantes de la disputa.
El conflicto tuvo a su vez otras aristas internas a la misma Iglesia. La crea-
ción, desde Roma, del “Vicariato Apostólico de la Patagonia Septentrional y
Central” y de la “Prefectura Apostólica de la Patagonia Meridional”, en 1883,
no sólo enfrentó a la Iglesia católica con el gobierno argentino sino que también
produjo el malestar del arzobispo de Buenos Aires, monseñor Aneiros, ya que
se delegaba en la orden de San Francisco de Sales la jurisdicción evangélica
de toda la Patagonia. Giovanni Cagliero fue el obispo designado para la nueva
vicaría, en octubre de 1884. El entonces presidente, Julio Roca, no aceptaría
la figura del vicario, promovido sin su consentimiento y con la “violación del
patronato”.35 Cagliero debió ocultar su jerarquía de obispo durante un tiempo
antes de lograr una mejor relación con el gobierno y con el propio Roca.36
Estado e Iglesia diferían, también, en cuanto a la dirección de la conversión.
Ambas agencias planteaban la conversión del indígena en un “ser social”. Sin
embargo, la ciudadanía y la feligresía eran direcciones diferentes que cada una
pretendía imponer a dicho proceso. Ambas se caracterizaron por la paradoja
de operar hacia una pretendida incorporación homogeneizadora al tiempo
que cristalizaron la construcción de “lo indígena” como un otro, frente a esos
modelos. En otras palabras, un otro que devino de externo a interno y que
continuó siendo utilizado en la legitimación de las acciones de agencias gu-
bernamentales o eclesiásticas. Esta contradicción se generó –parafraseando a
Sider (1987: 7)– entre las necesidades de creación del otro, como diferente, y la
de incorporarlo dentro de un sistema de dominación social y cultural. Contra-
dicción que también se produce para el dominado, quien debe relacionarse –y
simultáneamente distanciarse– con la dominación para luchar contra ella.
En la conducción del indígena, hacia un estatus de ciudadano o hacia
uno de feligrés, Iglesia y Estado compartieron una lógica capitalista de la
conversión, ya que se la justificaba como propuesta productiva para el resto
de la comunidad nacional. Sin embargo, mientras que las agencias estatales,
en la década de 1880, operaron hacia la utilización de la población originaria
como fuerza de trabajo barata –deportable coercitivamente–, los salesianos
la visualizaban como potencial proletariado calificado mediante la puesta en
funcionamiento de las escuelas de oficios.
34
Diana Lenton (1992 y 1994) aborda en sus trabajos este conflcito en los debates par­
lamentarios.
35
Archivo Central Salesiano, Roma, 126/2, S. Giovanni Bosco, en Bruno (1990: 109).
36
En noviembre de 1884, Domingo Milanesio fue intimado a suspender su misión en
Choele-Choel y salir inmediatamente de la localidad; Archivo Central Salesiano, Roma,
273/31/1, Card. Giovanni Cagliero, en Bruno (1990: 109).

100
Finalmente, los dos modelos proponían y legitimaban distintas jerarquías
sociales, con el propósito de autolegitimarse como agencias de incorpora-
ción. Ambos utilizaron marcaciones que definían estándares de nacionalidad,
civilización y cristiandad. No obstante, difirieron en las definiciones y los
ordenamientos jerárquicos. En los discursos de las agencias estatales, la na-
cionalidad constituyó el primero de los criterios que establecían pertenencia.
Como hemos visto, en las campañas de la década de 1880 se impuso el uso de
términos como “indios chilenos”, “indios argentinos” o “indios migrantes”.
La utilización de estas marcaciones fue previa a las categorizaciones en térmi-
nos de “cultura” –desmarcada– o “civilización”; en otras palabras, a aquellos
enunciados que describían “indios ladrones” (no civilizados) o “amigos”,
en proceso de “abandonar sus costumbres” (civilizados). Como señalamos
antes, para el caso de la misión de Thomas Bridges, la preocupación sobre
qué iglesia cristiana debía guiar la evangelización podía quedar –según este
esquema– en un tercer orden.
Los salesianos, por el contrario, concebían otro tipo de jerarquización en el
cual, en primer lugar, se encontraba la religión –la salvación–, luego la civiliza-
ción y por último la patria. Como señalara José Fagnano, las misiones debían
dar “frutos opimos a la Iglesia, a la civilización y a la República Argentina”.37
Para finalizar, la comunidad imaginada en términos de feligresía era, como
la ciudadanía, homogénea al tiempo que heterogénea. La doctrina, generada
en el contexto europeo de fines del siglo xix, ponía los acentos en la cuestión
del proletariado38 (la orden salesiana puso especial énfasis en la creación de
talleres y la enseñanaza de oficios a los alumnos). El Boletín Salesiano fue
uno de los instrumentos destinados a unificar las acciones misioneras en todo
el mundo, con la difusión de documentos instructivos. Al respecto, en un
artículo titulado “La cuestión del Estado obrero” se afirmaba que:

En la sociedad civil no pueden todos ser iguales, los altos y los bajos. Afánense,
es verdad, por ello los socialistas; pero es en vano y contra la naturaleza misma
de las cosas ese afán; porque la naturaleza misma ha puesto en los hombres
grandísimas y muchísimas desigualdades.39

En consecuencia, en ambos modelos de civilización operaban diferencias


internas. Tanto para uno como para el otro existía la heterogeneidad dentro
del universal supuesto. Por un lado, la incorporación de los pueblos origi-
narios bajo la categoría de ciudadano (indígena) argentino implicó un estatus
diferencial para los pueblos originarios –cuyo correlato fueron expropiaciones,
37
Informe de Fagnano, cura vicario, a Federico Aneiros, arzobispo de Buenos Aires, Patago-
nes, marzo de 1886 en Boletín Salesiano, año xi, Nº 5, Buenos Aires, mayo de 1886, p. 54.
38
Al respecto, véanse los trabajos de María Andrea Nicoletti (1999 y 2002).
39
“La cuestión sobre el Estado obrero”, en Boletín Salesiano, año vi, Nº 8, Turín, agosto
de 1891, p. 94.

101
desarraigo y fragmentación familiar. La sociedad civil era, entonces, contem-
plada como “naturalmente” desigual.
Por otro lado, esta desigualdad también existía entre los “hijos de Dios”.
El cristianismo sería la única forma de vida aceptable y una vez entendida esta
única razón universal todos aceptarían que los hombres eran “naturalmente
desiguales”. De este modo, la catequesis, la conversión y el bautismo no pro-
dujeron el pasaje discursivo de un “estatus aborigen” a otro “no-aborigen” de
la población nativa. Por el contrario, los “nuevos cristianos” fueron catego­
rizados como “indios cristianos” o simplemente como “indígenas”, como
veremos en el siguiente acápite.
Resumiendo, estos modelos planteaban diferentes orientaciones, catego-
rías y jerarquías para pensar la sociedad; sin embargo, también en su tensión,
construyeron una hegemonía particular. A continuación, haré hincapié en la
disputa por los cuerpos para mostrar cómo las categorías, en especial las defi­
nidas por el “bautismo”, definen los “pasajes” para la población originaria.

El nuevo estatus de los “indios cristianos”

La orden de San Francisco de Sales articuló distintos planes para Norpata-


gonia, Patagonia Central y Tierra del Fuego, apelando a misiones “volantes”
o a misiones permanentes según una visión diferencial sobre las comuni-
dades indígenas a evangelizar y sus potencialidades para ser incorporadas
a la “civilización”.40 Concentrando la mirada en la Patagonia continental, la
orden estableció durante las décadas de 1880 y 1890 colegios en Carmen de
Patagones y Junín de Los Andes. Desde allí se realizaron salidas de acuerdo
a la figura de las “misiones volantes” –para visitar evangelizandos potencia-
les– hacia los campos de concentración y los puntos dispersos donde los
indígenas se encontraban trabajando como peones en estancias.41 Respecto
de los últimos, Milanesio, por ejemplo, escribió luego de recorrer el río Negro
que “continuamente se encuentran espigas perdidas, o sea indios esparcidos
en las colonias o estancias, teniendo el consuelo de formar buenos manojos
ut congreget in horrea” (para congregarlos en el granero).42

40
Con respecto a la evangelización salesiana en la Patagonia se destacan los trabajos de
María Andrea Nicoletti (1999 y 2002).
41
Hubo un intento aislado de fundar una misión religiosa permanente en la Patagonia
continental. En diciembre de 1889, por un contrato-decreto firmado por Juárez Celman y
Quirno Costa, se establecía una reducción en Paso de Los Indios (Chubut) bajo la super-
visión del canónigo Vivaldi. El sacerdote debía reunir allí a los caciques Chuiquichano,
Inacayal y Foyel. Se le asignaron para ello 40.000 ha, quedando comprometido a dar un
lote de 100 ha a cada familia indígena, como establecía la Ley 817. Vivaldi alcanzó a le-
vantar una capilla, pero luego fue acusado de malversación de fondos, y la misión nunca
llegó a funcionar.
42
Boletín Salesiano, año vi, Nº 9, Turín, septiembre de 1891, p. 112.

102
Para los salesianos estas misiones volantes estaban destinadas a conseguir
la salvación más que la conversión. Es decir, llevar los sacramentos y preparar
auditorios para posteriores misiones ya que no se disponía de suficientes
religiosos como para emprenderlas de modo permanente.43
Los informes de los misioneros –salesianos y seglares– repetidamente
refieren que la evangelización quedaba incompleta a causa de los traslados
ordenados por el gobierno. Al respecto, Giovanni Cagliero informaba sobre
la necesidad de priorizar el bautismo y la confirmación “por el justo temor
de que fuese la tribu removida de un día para otro”.44 En dichos informes se
intentaba establecer cuál grupo formaba tribu y cuál no. También se aclaraba
cuando se producían encuentros con indios “dispersos” o “fuera de su tribu”.
Sin embargo, no resultaban claros los criterios a partir de los cuales se conside-
raba que un grupo formaba –o no– una tribu. Antonio Espinosa, por ejemplo,
le comunicaba a Federico Aneiros en 1884 que se habían administrado los
sacramentos “en las tribus de Reuquecura, Manquel, Cañuhuel, Villamain y
otros indios sometidos que, como los de Namuncurá, ya no forman tribu”.45
Aquí, la tribu parece ser entendida como un agrupamiento que sobrepasaba
el grupo familiar.
También Cagliero informaba haber bautizado, en Patagones, a dos “jóve-
nes indios” que, como muchos niños separados de sus familias “disueltas”,
habían sido “cedidos a familias cristianas a las que ellos sirven en calidad
de siervos”.46 A partir de entonces ordenó una serie de medidas para que los
“patrones de los indios no cristianos” informasen de aquellos que estaban
en su poder en el área próxima y en el pueblo, con el objeto de “instruirlos
y bautizarlos”.47
En cuanto a los modos de nombrar a los indígenas, en los informes sale-
sianos es frecuente encontrar comparaciones con flores del campo, espigas
o lirios. La metáfora del encuentro de la flor salvaje, la cosecha y el granero
representa el modelo de comunidad o feligresía que busca imponer el misio-
nero sobre un estadio natural, presocial. Por el contrario, los no-indígenas
son presentados como “colonos”, “extranjeros abandonados de la práctica
religiosa” o “protestantes”.

43
Nicoletti sostiene que los misioneros no tenían una línea pastoral clara, ni directrices
unitarias (2002: 16-18). Por ejemplo, Milanesio adhería a la tutela reduccional para nivelar
a los evangelizandos al estadio cultural. Si bien proponía evangelizar en la lengua indíge-
na, afirmaba que el aprendizaje del castellano significaba la iniciación en la “civilización
y la paulatina pérdida de identidad que en la lengua propia mantiene su esencia cultural”
(2002: 22).
44
Archivo Central Salesiano, Roma, 273/31/3 [6], Card. Giovanni Cagliero, en Bruno (1990).
45
Boletín Salesiano, año ix, Nº 7, Buenos Aires, julio de 1884, p. 76.
46
Ibid., año x, Nº 10, Buenos Aires, octubre de 1885, p. 111.
47
Ibid., p. 113.

103
Sin embargo, la distinción principal en las narraciones es entre “indio”
y “cristiano”.48 Paradójicamente, el “pasaje” que sostiene la legitimidad de
la misión y su dirección –expresado en términos de: “indio” a “cristiano”–
no se producirá a través del bautismo. Los indígenas “convertidos” no son
categorizados como “cristianos” sino como “indios cristianos”, es decir,
continúan siendo un otro. Se construye así una matriz de diversidad en el
interior de una comunidad –la feligresía– que se pretende homogénea pero
que, simultáneamente, es visualizada –en tanto sociedad civil– como hetero-
génea y desigual. El bautismo, entonces, es un mecanismo de incorporación
que implica también la marcación de “otros” internos.
Luego de recibir el bautismo el “indio” era considerado como “indio cris-
tiano” o “indígena”.49 Por ejemplo, Cagliero sostenía que “todos los asistidos
a domicilio o en el hospital mueren cristianamente: si son indios se bautizan;
si indígenas reciben la primera comunión en artículo de muerte; si extranjeros
recobran la fe perdida”.50
Frecuentemente se aclaraba cuando los bautismos realizados eran de
aborígenes, presentándose los números y detalles en cada caso por separa-
do. En los bautismos se imponían nuevos nombres, como Margarita Bosco,
Teresa Cagliero, María Manuela Fossati, Rua y otros, principalmente cuando
se trataba de niños separados de sus familias.
Ésta no era una práctica nueva. El hijo de Valentín Sayhueque le habría
comentado a Cagliero que “entre los grandes, mi padre solo se cristianó en
Buenos Ayres, siendo aún jóven, y le pusieron el nombre de Valentín Alsi-
na”.51 No obstante, aquel bautismo de Sayhueque poco parecía servir en la
nueva coyuntura en la cual los misioneros salesianos procuraron nuevamente
bautizar al cacique, desconociendo dicho acto sacramental junto con las
prácticas históricas de evangelización a través de una frontera interétnica.
Al posicionarse frente al clero seglar y otras órdenes religiosas, los salesianos
redefinen el estatus del ser “cristiano” –ahora dentro de un estado-nación– y
elaboran nuevas demandas para su feligresía.
En las misiones volantes de la década de 1880, la forma de los misioneros
de realizar las reuniones instructivas, separando a las familias de acuerdo con
el sexo y la edad, reproducía las formas en las cuales operaban los desmembra­
mientos y las deportaciones. Para los indígenas sometidos, el misionero era
un representante más de la sociedad dominante, que podía convertirse en

48
María Andrea Nicoletti y Pedro Navarro Floria sostienen que los misioneros salesianos
agregaron un nuevo matiz al identificar a los salvajes como “infieles”. Esta imagen radicaba
en “una visión momgenista y demonizante de los hábitos salvajes” (Nicoletti y Navarro
Floria, 2001: 28-29).
49
El término “indígena” parece referir a la condición de “indigencia” en algunos discursos.
50
G. Cagliero, Boletín Salesiano, año vi, Nº 9, Turín, septiembre de 1891, p. 114. Las cur-
sivas me pertenecen.
51
Boletín Salesiano, año xi, Nº 9, Buenos Aires, septiembre de 1886, pp. 100-101.

104
intermediario en la negociación y la búsqueda de nuevas relaciones con el
poder. En los siguientes acápites enfoco, entonces, en estas misiones para
abordar el desarrollo de la agencia misionera, su vinculación con agencias
estatales y las disputas en torno de “lo trascendente” y el “deber ser y moral”
entre la agencia salesiana y las agencias aborígenes.

Agencia salesiana y agencia indígena

Uno de los primeros objetivos de los misioneros al comenzar su relación con


un grupo era diferenciarse de las autoridades estatales. Por ejemplo, Domin-
go Milanesio se presentaba como “europeo”, “enviado por Dios y por el jefe
de nuestra Religión con el fin de hacerles conocer a Dios”. En sus informes
destacaba las circunstancias en las cuales sus evangelizados confundían “na-
ción” con “religión” y la pertenencia a una y a otra. Al narrar su visita a la
tribu de Willamay, cerca de Ñorquin, escribió que sus integrantes lo habían
recibido diciéndole:

[...] que no tenían dificultad para hacerse cristianos después que ya se habían
rendido a las armas argentinas. Pero que descubriendo yo en esto un error
gravísimo, esto es, que ellos creían que con ser argentinos bastábales para ser
también cristianos, les dije que miraran bien que argentino y cristianos son dos
nombres diferentes; que cristiano significa un hombre, sea o no argentino, que ha
recibido el bautismo, cree y profesa la doctrina de Dios, predicada por J.C. su
divino hijo etc. Que habían hecho muy bien en declararse súbditos argentinos,
pero que la obligación de recibir el Bautismo y hacerse cristianos no provenía
de las autoridades de la República, sino de Dios y de la Religión.52

La disputa entre agencias estatales y eclesiásticas no sólo operaba en la


diferenciación de las categorías “cristiano” y “ciudadano” –que suponían
dos tipos diferentes de comunidad, de subordinación y de lealtad– sino que
identificaba otros terrenos como el Código Civil. Por ejemplo, los misioneros
procuraban diferenciar la inscripción matrimonial en el juzgado de paz del
reconocimiento sacramental que realizaba la iglesia. Ángel Savio señalaba que
habrían bendecido “no menos de sesenta matrimonios si no existiese la ley
del llamado matrimonio civil, que exaspera y relaja las poblaciones”.53
La agencia de los pueblos originarios se orientó a trazar vínculos con
ambas instancias de poder y sopesó los alcances y posibilidades brindadas
por una u otra relación. Así, en algunas ocasiones fueron los mismos caciques
quienes habrían solicitado la presencia de los misioneros. Tal parece haber

52
Boletín Salesiano, año viii, Nº 2, Buenos Aires, febrero de1884, p. 15. Las cursivas me
pertenecen.
53
Ibid., año v, Nº 9, Turín, septiembre de 1890, p. 101.

105
sido el caso en la llamada “gran misión de Chichinales”,54 donde Cagliero
y otros sacerdotes visitaron a las numerosas familias nucleadas en torno de
Sayhueque y Ñancuche. Los informes que resultan de estas visitas son ilus-
trativos. Por un lado, se destaca en ellos el conflicto abierto ante la negativa
de Sayhueque a completar su “civilización”,55 y la predisposición de Yancu-
che (Ñancuche) y los suyos a recibir el bautismo y aceptar la mono­gamia,56
actitudes que pueden verse como indicadores de “estrategias” de negociación
diferenciadas en el interior de la agencia aborigen. Por el otro, es probable
que la forma en que los misioneros fueron presentando a ambos caciques
como figuras contrapuestas trascendiera e influyera sobre otras autoridades
en los niveles local y nacional.
Así, en el verano de 1887 los salesianos Cagliero, Panaro y Remotti se
establecieron por unos días en las cercanías de Chichinales. Allí, en las
márgenes del río Negro, encontraron a Sayhueque y Ñancuche junto a un
gran número de familias confinadas bajo el control del Ejército.57 En cartas
a Giovanni Bosco, Cagliero le comentaba que se trataba de “cuatro o cinco
tribus, cuyos caciques se declararon favorables a la conversión”58 y que en un
breve lapso de tiempo habían sido bautizadas 700 personas pertenecientes a la
agrupación de Sayhueque y 300 de la de Ñancuche, junto con 400 niños.59 Esta
“misión de Chichinales”, considerada como un éxito por los misioneros, fue
difundida a través del Boletín Salesiano en distintos idiomas. Cagliero informaba
haber administrado, en primer lugar, el bautismo y la confirmación a todas las
“criaturas” debido al “justo temor que fueran dispersadas de un día a otro”.
Luego, fueron bautizados los de 10 a 20 años. Por último, a los padres y madres
de familia, celebrándose en un gran número la ratificación de sus matrimonios
“contraídos legítimamente secundum legem naturae”(según la ley natural).60
El gobierno nacional, en efecto, ordenó durante el desarrollo de
aquella misión la deportación de 80 familias de la “tribu de Sayhueque”,
las que tendrían que “marchar un camino de dos meses hacia Mendoza
para implantar una colonia. Esto causó alarma y angustia en todos estos
pobres indios”.61
Cagliero señala que debieron trabajar tres días para pacificar a la tribu y

54
Según Cagliero, el 9 de julio de 1886 un hijo de Sayhueque, acompañado de su cuñado y
del intérprete Juan Salvo, se habían dirigido a Patagones para solicitar la misión junto con
la incorporación de otro hijo del cacique como pupilo externo del colegio salesiano.
55
A causa de las deportaciones que sufre su grupo.
56
Ñancuche también envió a algunos de sus hijos a los colegios salesianos, Boletín Salesiano,
año v, Nº 9, Turín, septiembre de 1890, p. 101.
57
Se calculaban unas 1.700 personas de la tribu de Sayhueque y unas 700 de Ñancuche.
58
Archivo Central Salesiano, Roma; Patagones, 28-VII, 1886; reproducida en Bruno (1990: 112).
59
Archivo Central Salesiano, Roma; 126/2, S. G. Bosco; en Bruno (1990: 112).
60
Bollettino Salesiano, año xi, p. 5, Turín, mayo de 1887, p. 54.
61
Ibid., p. 55. La traducción me pertenece.

106
persuadirla de que con aquel decreto el gobierno “no los quería esclavizar”, sino
que, por el contrario, sería una forma de evitar el servicio en el Ejército:

[...] y hacerlos partícipes del derecho común de la nueva colonia: y sabiéndolos


todos cristianos, era su obligación e intención el protegerlos como a cualquier
otro ciudadano. Se calmaron y pudimos terminar nuestra misión instruyendo
y bautizando más de doscientos.62

En distintos contextos el misionero debía diferenciarse del accionar de otras


agencias, pero al mismo tiempo necesitaba resaltar la función que su propia
misión cumplía en la construcción de la nueva hegemonía. Cagliero –en otro
contexto y en contraposición a lo que afirmaba Milanesio– aseguraba a Sayhue-
que que el gobierno “sabiéndolos [a la gente del cacique] todos cristianos, era
su obligación e intención el protegerlos como a cualquier otro ciudadano”.
Sayhueque, no obstante, indignado con la deportación de su gente, decidió
no aceptar el bautismo –el nuevo, de los salesianos– diciendo que lo haría “en
otra ocasión, en la que se encontrase más calmo”. A partir de esta misión, en
los informes de los misioneros comenzó una construcción de dos figuras con-
trapuestas: la de Sayhueque y la de Yancuche (o Ñancuche). Por ejemplo, con
respecto a la imposición de la monogamia: “Es digna de notarse la actitud del
hijo del cacique Yancuche [...] renunciando a su segunda mujer, recibió de mis
manos el bautismo y ratificó el ya contraído matrimonio con la primera”.63
Durante el desarrollo de esta misión, Ceferina Ñancuche, de 9 años, se-
gún la fuente “hija del cacique huido a Chile [¿Ñancuche?]”, fue entregada
al servicio religioso y se convirtió en la primera indígena de la Patagonia en
vestir el hábito, convirtiéndose en “hija de María Auxiliadora”.64 Posterior-
mente Ñancuche (en este caso me refiero efectivamente a Miguel Ñancuche
Nahuelquir) envió a algunos de sus hijos a estudiar a los colegios salesianos
de Viedma, donde fueron inscriptos con el apellido Ñancuche, como puede
encontrarse en las planillas de los censistas de 1895.65
Algunos años después, Cagliero tuvo la oportunidad de presenciar un cama-
ruco realizado entre las parcialidades de los caciques Sayhueque, Ñancuche,
Linares y Paillemán en Colonia Conesa. En su crónica, Cagliero remarcaba
el hecho de que Ñancuche ya no asistía al camaruco. El salesiano no con-
sideraba a dicha ceremonia como “idolátrica” sino como “supersticiosa”.66
Consideraba que los indígenas se guiaban por “los primeros dictámenes de
62
Ibid.
63
Archivo Central Salesiano, Roma 126/2, S. G. Bosco, carta de Cagliero (17/1/1887), en
Bruno (1990: 123).
64
Necrologio delle Figlie di Maria Auxiliatrice, Turín, 1969, p. 146; en Bruno (1990: 123).
65
agn, Segundo Censo Nacional de Población, 1895, Leg. 1387, N° 78.
66
Giovanni Cagliero, Boletín Salesiano, año x, Nº 8 y 9, Turín, 1895; reproducido por
Milcíades Alejo Vignati (1966: 69-75) [en adelante, Vignati (1966)].

107
la ley natural” y que carecían de “un sistema de doctrina moral ó religiosa
con que puedan rendir homenajes á la divinidad”. También interpretaba
que a partir del contacto con los misioneros salesianos en la Patagonia, y
franciscanos en la Araucanía, “los indios se familiarizaron con los cristianos,
poseen alguna noción de Dios y saben que Gualichu (Lucifer) es enemigo
de Dios y del hombre”.67
El obispo, no obstante, explícitamente se enfrentaba a la utilización es-
tratégica de los elementos simbólicos por parte de una mujer del grupo de
Ñancuche, a la que llamó “Perimontán”68 y “Machi”. El cronista superpuso
dos conceptos distintos ya que no necesariamente el perimontu determina la
condición de machi de una persona.69 En ese plano la visualizaba como su
principal adversario al comparar sus funciones con las de un sacerdote. Es por
ello que su figura fue asociada, en el relato, con lo demoníaco pese a que, como
sostenía el propio Cagliero, ésta intentaba un acercamiento de contenidos y
formas con las representaciones difundidas por los misioneros.
El salesiano describió a la machi como bruja, sacerdotisa “que ve y habla
con Dios (cuentan los indios)”, y agregaba: “dependen de ella supersticio­
samente en la fiesta del camaruco” y es la encargada de “conjurar á Gualichu,
el genio maléfico, causa de todas las calamidades, y debe impetrar del Espí-
ritu Bueno la lluvia ansiada”.70 Si bien sostenía que los indígenas eran sólo
supersticiosos, en el caso de la machi la describía como “un ser extraño y
endemoniado”. Recordaba Cagliero que durante la misión de Chichinales “una
Machi venía á las instrucciones, asistía al Catecismo, é intervenía á nuestras
funciones, pero sin querer nunca convertirse”.71 Por lo tanto, manifestaba su
desagrado con respecto a los intentos de apropiación estratégica de su propio
discurso por parte de esta machi:

Esta bruja había estado en Viedma en los años anteriores y había escuchado
las pláticas é instrucciones de nuestros misioneros desde su arribo á estas
playas: por lo que con un lenguaje mixto de paganismo y de cristianismo,
cual si fuera inspirada, dice: “Muchos piensan que Dios no ama al pobre y

67
Véase Vignati (1966: 69).
68
Perimontu en mapudungun significa “visión” o una fuerte experiencia espiritual, que pue-
de en algunos casos señalar la futura condición de machi de una persona (Comunicación
personal de Fresia Mellico).
69
Martiniano Nahuelquir, por ejemplo, recordaba que su madre tenía “visión de Dios”, y
que indicaba qué cosas se habían hecho mal en el camaruco y cómo correspondía hacerlas.
Ella, afirmaba, tenía sus profecías ya que era una persona que tenía “visión”, la cual se
le revelaba en los sueños. También podía explicar los sueños de otras personas (pewma).
Sin embargo, aclaraba que “no era bruja mamá”, ni tampoco era curandera (Martiniano
Nahuel­quir, 1996).
70
Véase Vignati (1966: 71).
71
Ibid.

108
que detesta al Indio, pero Dios me dijo que nos ama con preferencia y que odia
al rico que nos roba y nos maltrata”.72

De acuerdo con este párrafo, la machi subvierte el mismo discurso cristiano del
misionero, situándose dentro de su propia lógica de argumentación. Dios le
habla directamente a la machi, no es necesario otro intermediario. Cuestiona así
la autoridad del obispo y la supuesta diferenciación entre hombres de la Iglesia
y el resto de la gente. Dios le habla directamente a ella, indígena y pobre.
Mientras que Cagliero recurre a la “demonización” y la “paganización”
de la machi, ésta recorre el argumento del “amor de Dios por el pobre”, con-
denando al “rico que roba y maltrata” al indio. Ésta constituye una estrategia
de recentramiento del discurso hegemónico. El subordinado procesa la alte-
ridad asignada en tanto “indio” para posicionarla en la distinción dicotómica
entre “pobre” (amado por dios) y “rico” (odiado por dios). Sin embargo,
este “pobre yo” se convierte en un “nosotros desafiante” –en tanto identidad
colectiva descentrada de la alteridad hegemónicamente impuesta (Rimstead,
1997)– frente al que Cagliero despliega su propia estrategia: la demonización.
Argumento según el cual el conocimiento de la machi no sería fruto de una
revelación divina sino de una acción maléfica. La estrategia indígena en este
caso es hacer entrar en juego argumentos “universales” (el amor de Dios por el
pobre) del discurso hegemónico cristiano, para revertir las estigmatizaciones
particularizantes que dentro del mismo discurso colocan al indígena como
“naturalmente distinto” y, en consecuencia, en un estatus inferior.
Cagliero enfrenta esta subversión del discurso realizada por la machi y se
muestra preocupado por contrarrestar el poder de la mujer en el interior del
grupo. Así también se posiciona en la legitimación de un tipo de liderazgo
indígena, lo cual se orienta hacia dos posiciones.
Por un lado, desacredita a la machi y a cualquier tipo de liderazgo espiri-
tual dentro del grupo indígena, contraponiéndolo con el liderazgo paternal y
ejemplar del cacique, quien no asiste al camaruco.73 Por otro lado, en su relato
construye dos imágenes dicotómicas de Sayhueque y Ñancuche, a partir de
sus diferentes recorridos y estrategias, con el fin de remarcar la tarea evange­
lizadora. La interna indígena aparece en la fuente mediada por el salesiano,
quien luego de la misión a Chichinales consagrara a dichos caciques como
ejemplos de incorporación negada y exitosa, respectivamente. En la misma
celebración del camaruco en Conesa, siguiendo su relato, Sayhueque había
“pretendido presidir” la ceremonia:
72
Véase Vignati (1966: 72). Las cursivas me pertenecen.
73
Otro ejemplo de esta estrategia se observa en el caso de la rebelión de Cayupul, durante
la cual el misionero Vacchina le recomendaba al cacique Sacamata alejarse del “adivino”
Cayupul: “¿Sabes lo que dicen de ti? Que no sirves para nada, porque te has dejado arrebatar
el mando, y no eres capaz de hacerte respetar por Cayupul y su favorito Salpú”; Boletín
Salesiano, año xi, septiembre de 1896, en Paesa (1967: 300-301).

109
[...] Sayhueque, el destronado rey de la Pampa y el cacique más poderoso de
la Patagonia, quiso arengar á su antigua tribu y dijo: Yo poseía anchurosos
campos, y Dios mandó la sequía; tenía caballos y Dios mandó á los cristianos
que me robaron todo. Era rico, y ya no lo soy. Los vientos han destruido mis
toldos, el sol ha agostado la tierra, ¡Y Sayhueque se ha vuelto viejo, pobre y
desterrado lejos, muy lejos!74

La machi (la misma Perimontán), de acuerdo con el relato, habría intervenido


de la siguiente manera:

Yo he visto a Sayhueque cuando era poderoso. Dios me llamó a juzgarlo. Tú has


hecho injuria a tus hermanos. Has robado también caballos á tus paisanos. Y
has tenido cuatro mujeres. Yo te he visto, y Dios te ha castigado. Dios no ama
a quien se embriaga. Tú siempre serás pobre, porque siempre te emborrachas.
Tú no serás más cacique.75

A lo largo de la narración de Cagliero, se resalta la figura de Ñancuche en


constante contraposición con la de Sayhueque: “Por el contrario, el joven
caudillo de la tribu de Yancuche, que se instruyó y que yo mismo bauticé
en 1886 con toda su familia, dejó la poligamia, y como buen cristiano, no
asistió al camaruco”.76
Según Cagliero, Ñancuche había dejado de asistir al camaruco luego
de aquella conversión. Sin embargo, esto se contradice con los testimonios
recogidos entre sus descendientes, según los cuales el cacique habría asis-
tido al camaruco hasta el momento de su muerte.77 Ñancuche aparentaba,
entonces, haber hecho propio el discurso de su interlocutor. Demostrándolo
podía transformar esa relación de poder en un canal de negociación. Su pres-
tigio como cacique dependía, también, de la posibilidad de generar nuevos
espacios de negociación.
Como sostenía la machi del grupo de Ñancuche –de acuerdo con el texto
de Cagliero– el reclamo era frente a las injusticias actuales de los ricos frente a
los pobres. Se denunciaba, de este modo, las nuevas relaciones de explotación
que se proyectaban en el nuevo espacio social. Sayhueque, por su parte, llevaba
adelante otro tipo de estrategia, la cual radicaba en el reclamo por el incumpli-
miento de previos acuerdos y tratados, incluso de su anterior bautismo ahora
desconocido, y del proceso por el cual de ser ricos ahora eran pobres.
74
Véase Vignati (1966: 71-74).
75
Ibid.
76
Ibid.
77
“Para mejor el camaruco grande, que quedó allá en Cushamen, ese ha sido de mi abuelo,
de mi abuelo Ñancuche, el camaruco grande, por eso a mí me gusta ir siempre” (Helena
Nahuelquir, 1996). Entre otros testimonios de los trabajos de campo realizados con la Lic.
Ana Ramos en Colonia Cushamen (provincia del Chubut), 1995-2000.

110
En otras palabras, mientras que la estrategia de Ñancuche consistía en
resaltar los valores universales de argentinidad y cristiandad que hacían de
su grupo un conjunto de ciudadanos con sus respectivos derechos (y por los
cuales reclamarían insistentemente en lo sucesivo), Sayhueque reclamaba por
la violación de pactos previos y del orden establecido antes de las campañas
militares, rechazando la autoridad eclesiástica y reafirmando su condición
de aborigen por sobre la pertenencia a la nación argentina.
Ñancuche habría sido aclamado, entonces, a través de un “himno” eje-
cutado por la machi. Según la misma fuente, éste expresaba:

Desde que se meció tu cuna fuiste valiente. Tu padre fué cacique, y tú capitanejo.
Has sido humilde para con los cristianos. Dios te ha protegido. Tú has desarma-
do á Sayhueque. Sayhueque ante la fuerza se rindió. Porque Dios velaba por tí.
Te ha dado campo. Ha desatado benéfica lluvia sobre tu campo. Alejó la peste
de tus ovejas. Has hecho extraviar al tigre. Y condujiste á tu esposa muchos
leones asiéndolos de la melena. ¡Tú serás cacique! Dios me lo ha dicho.78

La historia de “Ñancuche y el león”, recogida en el trabajo de campo, repro-


duce una escena similar a la descripta en este “himno”. La versión oral cuenta
que en ausencia del cacique un león acechaba y diezmaba el ganado de la
comunidad. De regreso, Miguel Ñancuche Nahuelquir reprende a uno de
sus hijos por haber querido matar al león con las armas. Ñancuche se dirige
entonces a la cueva del león y le habla en lengua. De esta forma, lo hizo llorar
y finalmente éste se retiró muy lejos, para no producir más daño.
El poder de persuasión del discurso de Ñancuche representa su capacidad
de conducción y de negociación. El cacique es quien ha hablado en la lengua
que correspondía, diciendo lo que debía ser dicho, en reemplazo de las armas.
De esta forma consiguió proteger su ganado y el de todos los pobladores. Ha
sido valiente y también elegido por dios desde la cuna. En las narrativas de
origen, especialmente cuando se describe el cruce de la cordillera y cuando
los antiguos reciben en el pillan79 las instrucciones para hacer el camaruco,
también aparece como voluntad de dios el futuro de prosperidad del linaje de
Ñancuche. La contraposición con el destino del linaje de Sayhueque aparece
en reiteradas oportunidades en distintas narrativas, generalmente asociadas
con la conclusión de que en la actualidad los descendientes de dicho cacique
han ido perdiendo sus tierras.
Las crónicas salesianas continuaron construyendo una imagen negativa
de Sayhueque. Años más tarde, Pedro Bonacina comentaba:
78
Véase Vignati (1966: 74). Helena Nahuelquir comentaba en relación con este “himno” de
Ñancuche: “Y bueno este está bien nomás, porque el finado abuelo de nosotros por sí solo
no habrá dentrado porque dios, dios le dio esa facultad” (Helena Nahuelquir, 1996).
79
Véase Testimonio N° 2. El pillan en este relato refiere al volcán. En otros significados
también está asociado con una deidad o potencia sobrenatural.

111
¡El cacique! ¡El gran rey de su tiempo, el príncipe del desierto!... Esperaba
ver un indio gigantesco, coronada la testa de vistosas plumas [...] muy pronto
tuve que salir de mis ensueños e ilusiones. El actual Sayhueque ya no era
el de antes. Lo había visto en 1888 [...] un numeroso cortejo de mujeres y
niños lo seguía. Pero ya entonces se advertía que su estrella iba declinando.
Sin embargo, algo conservaba de su altivez y poderío de rey de las pampas.
Mas ahora todo estaba concluido. El cacique se me presentó ya viejo, decaí-
do, aplastado. Es un indio asqueroso, de fisonomía repulsiva, siniestra. Alto,
encorvado, desgarbado, zurdo, sin ninguna dignidad, acompañado por sus
tres mujeres y su hijo menor.80

Hasta aquí me he referido a la visualización por parte de los misioneros sale-


sianos de las figuras contrapuestas de Sayhueque y Ñancuche. No obstante,
estas construcciones que aparecen en la documentación también dan cuenta
de la elaboración de estrategias por parte de los pueblos originarios. En el con-
texto posconquista se produjo una resignificación importante de las funciones
del cacique. Por un lado, la imposibilidad de evitar los desmembra­mientos
y los traslados erosionó su prestigio interno. Por otro lado, la capacidad de
negociación en la nueva coyuntura (la creación de espacios de negociación
en la nueva arena política) representó una alternativa de prestigio. Estas fun-
ciones implicaban desempeños internos y externos al grupo, que en primera
instancia pueden parecernos contradictorios.
Así, el dispositivo de feligresía –como el de ciudadanía, según veremos– era
también utilizado por la agencia aborigen. En el caso del camaruco de Conesa,
es posible pensar en el uso estratégico de la relación con los misioneros. Por
un lado, a través del juego de contraposiciones que elaboraba Cagliero entre
Sayhueque y Ñancuche, este último consiguió condiciones distintas para la
negociación. De esta forma, reforzó su prestigio hacia el interior de su propio
grupo, ya que continuó siendo considerado como el “dueño del camaruco”,
al mismo tiempo que un representante eficaz frente al poder hegemónico. Por
otro lado, el discurso de la agencia salesiana no sólo fue asimilado, sino también
desafiado en la construcción de un “nosotros” que se desmarcaba de la posición
estigmatizada para reposicionarse dentro de la misma lógica de argumentación
del discurso hegemónico. En el caso de Sayhueque, el reclamo estaba fundado
en el incumplimiento de los pactos previos. La estrategia seguida posicionó
al cacique como figura emblemática de la resistencia aborigen.

80
Archivo Bahía Blanca, Leg. Bonacina, Relaciones, en Paesa (1967: 88).

112
3. Nuevo orden, nuevos espacios

El espacio de la tribu: destribalización/tribalización

Comunidades imaginadas en términos de ciudadanía o feligresía, como hemos


señalado, construyeron imágenes naturalizadas y cristalizadas como el “ciu-
dadano indígena” o el “indio cristiano”. Paradójicamente, desde discursos
universalistas se construyó un otro interno, particularizado y estigmatizado por
su carácter de preexistencia o “aboriginalidad”. Así también, los declamados
proyectos políticos de destribalización81 dieron lugar, por el contrario, a una
altamente visible presencia del “orden tribal”.
En efecto, los “caciques y su gente” o las “tribus indígenas” siguieron
siendo un ente social al cual se interpeló desde agencias como el gobierno, la
legislatura y la Iglesia. La condición indígena fue concebida como un colectivo
rural con una forma particular de ordenamiento social: la tribu. Ésta siguió
siendo vista como generadora de la cultura indígena, así como el cacique el
interlocutor autorizado entre indígenas y Estado, promotor de consenso,
mediador, negociador y organizador.
Luego de las campañas militares el supuesto que atravesó a la mayor
parte de los decretos y de las leyes de asignación de tierras a indígenas fue
que se trataba de “agrupaciones”, “restos de tribus” o simplemente “gente
que quedaba” de determinados “caciques”. En algunos casos sólo se hacía
referencia a la familia más cercana de determinado “cacique”. Estas referen-
cias afianzaban los presupuestos del sentido común: los indígenas habrían
comenzado su proceso de extinción. También se hablaba de ex caciques para
referir a la diferencia entre la situación previa y la presente, diferencia que
sólo parecía pasar por una cuestión de menor número y poder.
No obstante, esta especie de continuidad sociológica en los términos no
implica la continuidad del referente. Como veremos luego, en los casos en los
cuales se produjo la radicación de los pueblos originarios, la conformación
de cada una de las nuevas comunidades fue generalmente resultado de la
agregación de nuevas familias e individuos. Circunstancia que fue también
promovida en algunos casos por las mismas autoridades estatales, con el fin
de solucionar el problema de distintas agrupaciones.
Al mismo tiempo que ciertas acciones promovían la destribalización del
indígena para su utilización como mano de obra –como los traslados masivos
y los desmembramientos de las familias–, se concebía que la “superviven-
cia” de los grupos indígenas sólo ocurría en los ámbitos rurales. En ellos,
81
Usamos el término destribalización como lo plantea Diana Lenton (1994); es decir, como
medidas o políticas orientadas a la eliminación de la autoorganización indígena como
parte de un proyecto más general de homogeneización en un solo tipo de “civilización”
(Lenton 1994: 76).

113
los “indios dispersos” representaban un “problema” para las autoridades,
que intentaban definir cuál grupo formaba tribu y cuál no. No obstante, no
existían criterios claros que definiesen que un grupo constituía una “tribu”
o sólo un conjunto de personas.
La invisibilización y la desmarcación como indígenas fue de hecho una de
las estrategias adoptadas por gran parte de la población originaria. Enrique
Mases (1998 y 2002) brinda interesantes ejemplos de cómo algunos grupos
continuaron invisibilizando su condición de aborigen incluso muchos años
después de producida la conquista. Estas estrategias se desarrollaron a nivel
individual (cf. Coña, 1984) y familiar (cf. Mases, 1998). No obstante, aquí
enfoco en los casos en los cuales el “orden tribal” no desapareció sino que
fue repensado y reconstruido, tanto desde los sectores dominantes como por
parte de los subalternos. Proceso al cual me refiero como tribalización.
Por un lado, el proceso de tribalización se generó desde agencias estatales
y eclesiásticas que, en distintos contextos, hicieron hincapié en la figura del
cacique como intermediador, organizador de su gente e incluso como “ejemplo”
para los suyos.82 Como veremos luego, se le reconoció un papel importante
también en lo que se refiere a la negociación por la tierra. Por otro lado, desde
los pueblos originarios, para quienes la visibilidad de la figura del cacique cons-
tituyó un tipo particular de estrategia grupal-familiar en distintos contextos de
negociación. Depositar la representación en un cacique permitía abrir ciertos
espacios de negociación que de otro modo estaban vedados debido a los costos
de los traslados a Buenos Aires, la dificultad del acceso a la información, los obs-
táculos burocráticos de todo tipo y al hecho concreto de que para las autoridades
nacionales los indígenas eran sólo visibles como “gente” de algún cacique.
En consecuencia, la definición de lo que debía ser considerado como tribu,
como cacique o representante fue materia constante de conflictos y negocia-
ciones, por lo cual es necesario analizar cada caso en su particular contexto.
El proceso de tribalización involucró agencias de los sectores dominantes y
subalternos que desarrollaron sus acciones y sus estrategias de acuerdo con sus
propios objetivos. En esta lucha, el concepto de tribu fue posicionado como
un signo ideológico del cual las distintas agencias disputaron su sentido.
La tribu se constituyó en el término utilizado para definir la visualización
desde el poder de un colectivo indígena, básicamente rural, y como modo
natural de organización. Para los pueblos originarios, parafraseando a Cornell
(1988b), representó tanto una asignación como una afirmación de identidad
y de organización. La agencia política indígena utilizó el término hegemónico
de tribu al mismo tiempo que lo definió internamente.

82
Por ejemplo, fueron los hijos de los caciques quienes tuvieron mayor participación en
los colegios salesianos. Muchos niños fueron admitidos en estas instituciones alegando
ser hijos de algún “cacique”; cf. el caso citado por Pascual Paesa (1967: 270), tomado de
la Crónica del Colegio Salesiano de Rawson.

114
En primer lugar, las diferencias entre uno y otro concepto de tribu estaban
en la centralidad otorgada a la figura de los caciques como líderes tribales.
Mientras que para el gobierno no existía otra instancia de liderazgo indígena
y la fórmula del “cacique y su tribu” era indisociable –otorgándole un poder
sobredimensionado–, para la agencia indígena el cacique no era la única
instancia de representación de la tribu, entendiendo a ésta tanto como linaje
o como comunidad.
Luego, en el nuevo contexto, la habilidad para manejarse satisfactoria-
mente con las autoridades nacionales y locales devino en una calificación
cada vez más deseable para el liderazgo. A su vez, la localización física de
los grupos, primero en campos de concentración y luego en colonias, reser-
vas o misiones, aumentó las posibilidades de conflicto en el interior de los
mismos, debido a la escasez de recursos y a la falta de resultados positivos
en las negociaciones hacia afuera.
Por último, el uso del concepto de tribu en el discurso hegemónico im-
plicó una visión particularizante de la sociedad indígena, operando hacia
una negación de cualquier otro tipo de identificación u organización po-
lítica mayor, ya que dicho discurso soslayaba que los grupos pudiesen ser
portadores de identidades colectivas cuyo alcance sobrepasara los límites de
las comunidades rurales. Sin embargo, el uso del concepto por parte de los
pueblos originarios fue operativo en muchos casos a la emergencia de nuevas
identidades grupales aglutinantes.
La tribalización, como proceso de territorialización del “otro” indígena, se
desarrolló simultáneamente en distintos niveles, yuxtaponiéndose con otros
tipos de procesos. A continuación, enfoco en los de construcción del nuevo
espacio regional y en el de conformación del marco jurídico político por el
cual se regularon los accesos a los recursos en la nueva economía-política.

El espacio de los territorios nacionales

En las narrativas de origen, el espacio de la comunidad es amenazado por el


entorno de un espacio externo desde el cual se despliegan los intereses de
distintos actores, como los extranjeros, los estancieros, los comerciantes, las
autoridades de las oficinas de tierras, los jueces de paz y la policía. Contra
ellos, “los abuelos” han debido enfrentarse para resguardar las tierras de la
comunidad. La separación entre estos espacios representa las nuevas relaciones
sociales que se impusieron en el nuevo orden.
De acuerdo con estos relatos y con la documentación de la época, el
conflicto por la tierra con los estancieros vecinos requirió la movilización
hacia Buenos Aires. En el caso de Cushamen, esta amenaza llevó a que Miguel
Ñancuche y su hermano Rafael Nahuelquir realizaran dicho viaje con el objeto
de obtener tierras con un amparo legal por parte del Estado nacional.

115
Por lo tanto, para aproximarnos a los procesos de conformación de nue-
vas comunidades en Norpatagonia, es necesario tener en cuenta el análisis
tanto de procesos en el nivel nacional como de los procesos simultáneos de
formación económico-política de la región (Briones y Delrio, 2002). En este
sentido, el estatus de “territorio nacional” definía diferenciales condiciones
para los miembros de la nueva sociedad local –con respecto a aquellos de
las “provincias”–, en relación tanto con el acceso a los recursos como con su
integración y participación en una comunidad imaginada de acuerdo con los
pará­me­tros de la matriz estado-nación-territorio.
Como señalan Favaro y Bucciarelli (1995), entre 1884 y 1955 se desa-
rrolló el largo proceso de construcción de ciudadanía política por el cual los
habitantes de los territorios nacionales lograron colocar paulatinamente sus
demandas de participación en el espacio público nacional. En 1884, la Ley
1532 estableció el estatuto para la administración de los nuevos territorios
incorporados al Estado nacional.83 Este estatus se concebía como un paso
previo al de “provincia de la república”. La cuestión se presentaba cuantita­
tivamente, según el número de su población, estableciéndose distintas etapas
que debían atravesar estos territorios de acuerdo con su crecimiento.84 Así
también cualitativamente, ya que se esperaba la “maduración cívica” de una
sociedad local novel, con alta influencia de contingentes inmigrantes e indí-
genas y –se suponía– sin una tradición de participación política.
La heterogeneidad de los primeros núcleos de población en los territorios
sería contrarrestada, supuestamente, con el paso del tiempo y el consiguiente
crecimiento demográfico. De esta forma, se esperaba que dicha heteroge-
neidad fuese equilibrada por la acción tutelar y directa del Estado nacional,
que debía operar hacia la fusión de intereses locales, evitando principios de
división, homogeneizando la sociedad y subordinando el interés de la nueva
élite regional –que en muchos casos sería sospechado de extranjerizante– al
interés nacional.
Así, la organización, la administración y el gobierno de los territorios
debía ser homogénea e “inspirada en la misma uniformidad de propósitos y
procedimientos”.85 Estas palabras, expresadas en la Memoria de la Dirección
General de Territorios hacia 1899, manifestaban la preocupación oficial con
respecto a la homogeneización y constitución de sólidos vínculos con los te-
rritorios nacionales, ya que –como se comprobaría en los sucesivos censos– la

83
Como señala el ministro del Interior en la Memoria de 1900, la Ley de Territorios estaba
tomada de la legislación de los Estados Unidos.
84
Cada 1.000 habitantes se podrían formar “consejos electivos”, al llegar a los 30 mil una
legislatura y finalmente podrían adquirir el estatus de provincia al alcanzar la cifra de 60
mil habitantes.
85
Ministerio del Interior, Memoria de la Dirección General de Territorios al Congreso, Buenos
Aires, 1899, p. 8; citado por Bucciarelli (1996: 133).

116
población de origen extranjero era muy importante, como también los lazos
económicos con países fronterizos y la presencia de capitales foráneos.
Para las administraciones de los territorios nacionales, los indígenas
generalmente constituían un “problema”, o un “elemento” nativo, pero en
todo caso un otro frente al cual regían disposiciones particulares. Su condición
ciudadana estaba mediada por las disposiciones que afectaban al conjunto
de los habitantes de los territorios nacionales. Pero aun más allá de este
condicio­namiento, en algunos casos los indígenas tampoco fueron tomados
en cuenta siquiera como “población”. Gran parte de las comunidades no
fueron registradas en el segundo censo nacional de población de 1895, según
lo que se aprecia en las planillas de los censistas. En estas actas aparecían en
algunos casos referencias a que los censados eran o bien un poblador, o un
grupo indígena; no obstante, los criterios eran muy disímiles y dependían
exclusivamente del censista encargado de cada zona. En algunos casos, se
mencionaba que un grupo vivía en toldos de cueros de guanaco,86 que se trata-
ba de “tribus indígenas”,87 o sólo se hacía referencia a personas con profesión
“boleador”, “tejedora”,88 o que se dedicaban a la “cacería nómade.”
Otros censados fueron marcados con una tilde, como Antonio Millanahuel,
soltero, argentino de 20 años y peón de estancia. En el borde inferior del li-
breto censal, el empadronador aclaró el tilde puesto en el casillero G (“si no
es católico, qué religión tiene”) aclarando: “nota: esta seña significa que son
indígenas”.89 Otros censistas tuvieron diferentes criterios. Emilio Domingo,
uno de los pocos agentes que completó el casillero destinado al lugar de ori-
gen de los extranjeros y que llenó todos los casilleros de las planillas, optó
en su libreto censal de General Roca, territorio de Río Negro, por aclarar en
el casillero “a qué nación pertenece” el calificativo de “indígena”. En algunos
domicilios había personas que llevando el mismo apellido fueron catalogadas
unos como “indígenas” y otros como “argentinos”.90
La población originaria representaba un otro, por lo tanto, literalmente, no
“contaba”. En la memoria de 1900, el ministro del Interior –sosteniendo que
era necesario reposicionar a su Ministerio como “órgano único del gobierno
nacional en sus relaciones con los gobiernos de los Territorios” –planteaba
una serie de medidas. Una era la división de la jurisdicción judicial, creando
cámaras viajeras, dividiendo los territorios del Sur y del Norte para los casos
ordinarios. Otra procuraba asegurar el derecho de elegir consejo municipal a

86
agn, 2º Censo de Población, 1895, Territorio del Río Negro, Depto. 25 de Mayo, Distrito
Maquinchegua y otros, Leg. 1387, N° 53.
87
Ibid., Territorio del Chubut, Depto. 16 de Octubre, Distrito 5ª Sección/norte de Ralque-
huau, Leg. 1367, N° 8-9.
88
Ibid., Distrito Teca y Genua, Leg. 1367, N° 10.
89
Ibid., Territorio del Río Negro, Depto. 25 de Mayo, Distrito Maquinchegua y otros, Leg.
1387, N° 53.
90
Ibid., Depto. Gral Roca, Urbana, Leg. 1386, N° 49.

117
los vecindarios de 1.500 habitantes, que contaran por lo menos con un centro
urbano o agrupación de 300 vecinos. No obstante, la población originaria
quedaba afuera de estos cómputos, y se afirmaba que: “los indios que viven
en tribus, como ocurre frecuentemente, deben ser escluidos en el cómputo
de aquella población, o sea como electores municipales”. Se argumentaba
que los vecindarios habilitados para establecer autoridades municipales de-
bían tener “cierta densidad de población capaz de crear intereses colectivos
y de desarrollarse por su propia acción dentro del medio respectivo”.91 Las
tribus, entonces, no conformarían “intereses colectivos” pero –según lo que
se desprende del texto– sí podrían ser tenidos en cuenta los indígenas que
no estuvieran agrupados de tal forma.
En comparación, los extranjeros sí podrían tener participación en el ni-
vel municipal, que sería la primera instancia de participación política en los
territorios nacionales. Es necesario tener en cuenta, entonces, las distintas
coyunturas de cada territorio para analizar cómo en cada uno de ellos la “cues-
tión indígena” se fue entrelazando de forma distinta con otras. Esto produjo
diferentes procesos de construcción de distintas matrices de diversidad92 en
cada uno de los territorios nacionales, que implican no sólo distintas formas
de concebir la “cuestión indígena” en contextos locales, sino que también
permiten pensar en las diferencias en los modos en que se produjo la agencia
de los pueblos originarios en el interior de un estado-nación.
Hacia 1900, el Ministerio del Interior evaluaba la situación de cada uno
de los territorios nacionales, destacando las particularidades y los problemas
que visualizaba en cada uno. Por ejemplo, para Neuquén se destacaba el pe-
ligro de la migración chilena. Se denunciaba la falta de una legislación que
facilitara la adquisición de la tierra y el acaparamiento de la misma por parte
de “chilenos transeuntes que vienen a invernar”. El ministro sostenía que
había que dar la tierra en propiedad para desalojar a los intrusos. En efecto,
distintos autores sostienen que en Neuquén se produjo una continuidad de
las relaciones transcordilleranas luego de las campañas militares de conquis-
ta, haciendo referencia especialmente a una gran migración desde el oeste
cordillerano (Norambuena, 1996 y 1998), a la conexión de la región oeste de
Neuquén con la demanda del mercado chileno (Favaro, 1992) y al acceso a la
tenencia de la tierra. En este último aspecto, se destaca el trabajo de Bandieri
et al. (1995) sobre la región cordillerana neuquina, que demuestra el alto
grado de participación de capitales de compañías chilenas. Bandieri sostiene
que “la organización social de las áreas fronterizas continuó actuando casi
91
Memoria del Ministerio del Interior (mmi), 1900, p. 21.
92
Tomo este concepto de los acuerdos alcanzados en el trabajo del Grupo de Estudios en
Aboriginalidad, Provincias y Nación, Proyecto ubacyt FI035 (Programación académica
2001-2002, Secretaría de Ciencia y Técnica - ffyl, uba): “Aboriginalidad, Provincias y
Nación: Construcciones de alteridad en contextos provinciales”, dirigido por la doctora
Claudia Briones.

118
inalterablemente, por encima de la imposición de tales límites [las fronteras
nacionales]”, sobreviviendo viejas formas de organización social (1996:
182). La idea de la continuidad sin cambios sustanciales ha sido criticada
por Gentile, Suárez y Quintar (1998), quienes afirman que se ha devaluado
el rol jugado por el Estado argentino.
En el área de meseta, como señala Vapnarsky (1983), se impuso la
monoproducción ganadera de baja rentabilidad, especialmente destinada
a la producción lanar. En el caso de Río Negro, la presencia de extranjeros
y chilenos compartían las preocupaciones del Ministerio. En Bariloche, se
afirmaba: “son todos extranjeros europeos”, “los pocos indígenas que hay son
agricultores de Chile”.93 Las colonias agrícolas flaqueaban, sólo destacándose
el caso de Choele Choel.
Con respecto a Chubut, se denunciaba una abismal diferencia entre los
datos de propiedades y superficies destinadas a la agricultura y a la ganade-
ría. Primaban los ocupantes de tierras fiscales por sobre los propietarios. Se
destacaba el hecho de que los maestros de escuela eran galeses y enseñaban
imperfectamente el español. También se acusaba a la falta de una legislación
adecuada y de una buena administración de la tierra pública por los problemas
que atravesaba la colonización pastoril. De las 10.000 leguas de territorio, sólo
250 tenían títulos legales; dos tercios de los pobladores no eran ni dueños
ni arrendatarios; sólo un 7% de la tierra era de propiedad privada y el 93%
de propiedad fiscal.94
También para el caso del territorio de Chubut se ha sostenido que las
campañas militares no produjeron la desaparición sino una modificación de
la estructura económica de larga duración, regional y transnacional. Novella
y Finkelstein (1998) sostienen que, en una extensa área cordillerana –desde
Junín de los Andes hasta Esquel– esta estructura se mantuvo, involucrando
ambas vertientes andinas. En la misma participaban tanto pueblos originarios,
como inmigrantes y criollos. En efecto, grandes explotaciones como la Com-
pañía de Tierras del Sud Argentino, de capitales ingleses, operaron durante
las últimas dos décadas del siglo xix, básicamente orientando su producción
hacia la demanda trasandina.
Por otro lado, el temor al conflicto social también existía en dicho territo-
rio. Tan temprano como en 1896, Eugenio Tello, gobernador de Chubut, en
su memoria de gobierno le expresaba al ministro del Interior que: “nuestra
sociedad principia a notar los primeros síntomas del socialismo que pretende
nivelar las clases por la imposición; y del anarquismo que quisiera destruir
las clases superiores”.95 Para que esto no sucediera, proponía fomentar las
escuelas de oficios de los salesianos.

93
mmi,1900, p. 61.
94
Ibid., p. 469.
95
Memoria de la Gobernación del Chubut, 1896, p. 11, en Paesa (1967: 321).

119
Los casos de Santa Cruz y de Tierra del Fuego eran considerados bási-
camente como “tierra desierta” que era necesario poblar para hacer acto de
soberanía. Junto a esto, operaba en el discurso la idea de una rápida extinción
de los pueblos originarios, lo que por otra parte facilitó verdaderas campañas
de genocidio llevadas a cabo por las empresas colonizadoras.96 En estos terri-
torios, la explotación de la ganadería ovina constituyó una región económica
con centro en Punta Arenas (Chile). Las casas comerciales y las empresas de
navegación de esta ciudad establecieron sucursales en el nuevo territorio de
Santa Cruz. Los “pocos indígenas” que allí subsistiesen deberían ser reunidos
en misiones. Sólo en pocos casos en Santa Cruz se destinarían algunas reservas
de tierra para localización de indígenas.97 Como señala Elsa Barbería (1995),
éstos fueron circunscriptos en áreas bien delimitadas y alejadas de las pobladas
por los nuevos colonos; con posterioridad, también las reservas indígenas fueron
asediadas, consumándose el desalojo de gran parte de estas concesiones.
En resumen, los territorios nacionales creados en la Patagonia represen-
taban para las autoridades nacionales distintos tipos de cuestiones a resolver
en la consolidación de la matriz estado-nación-territorio. Este proyecto a
menudo entró en conflicto con los intereses de la élite local y sus circuitos
económicos. En este marco, frente a la ausencia de una ley general sobre la
población indígena, la legislación sobre la tierra pública y los modos políticos
de mediar el acceso al recurso resultan fundamentales para abordar el proceso
de incorporación de dicha población al Estado nacional.

El marco jurídico-político de la enajenación de tierras

Como ha sido dicho, en la Argentina no se produjo una ley integral para


encauzar la llamada “cuestión indígena”. La Ley 215 de 1867 es la única que,
como excepción a esta norma, estableció pautas globales. En ella se destacaba
que el sometimiento del indígena implicaría su ubicación y radicación en un
punto determinado, sólo en el caso de los indios pacíficamente sometidos. Esta
cuestión de la reubicación física del “indio” ha sido el elemento común que
ha tenido el conjunto de medidas, leyes y decretos que pretendieron orientar
la incorporación de los pueblos originarios al Estado nacional. Este tipo de
ubicación –con fines de control de la población nativa y para disponer en el
mercado la tierra aborigen– generó debates entre distintas posturas sobre el
tipo de relación que debía producirse entre la población originaria y el recurso

96
Véase J. M. Borrero [1928], 1999.
97
En el territorio de Santa Cruz fueron sólo 6 casos, el primero de ellos en 1898, Camusu-
Aike, 4 fueron asignadas a tehuelches y 2 a tehuelches y mapuches. En total fueron 140.000
ha, de las que actualmente se mantienen unas 38.700 ha. A modo comparativo, sólo la
Colonia Cushamen involucró 125.000 ha en el decreto de su creación hacia 1899.

120
tierra. Es en este punto en el cual se abrió el abanico de una legislación que
aparece como espasmódica. No sólo entraron en juego distintos criterios
globales y genéricos sobre cuál debía ser el estatus jurídico-político de los
indígenas dentro del estado-nación-territorio; la cuestión de su radicación
también implicó un debate sobre los criterios de “supervivencia del indígena”.
En otras palabras, entraron en conflicto definiciones sobre lo que se entendía
por “tribu”, “cacique”, “familia indígena” o “indígena argentino”.
En consecuencia, mientras que la discusión en torno a la ciudadanía de los
indígenas proponía –de acuerdo con criterios universalizantes– la homogenei­
zación de los pueblos originarios bajo la categoría de “ciudadanos indígenas” o
“indígenas argentinos”, la cuestión de su radicación operó hacia una particu-
larización de las miradas y las medidas que desde el poder se dirigieron hacia
dicha población. Se particularizaron los casos de acuerdo con intereses locales
y nacionales, generando un conjunto de prejuicios que definieron una visión
dife­renciadora de los distintos pueblos originarios sobre la base de argumentos
étnicos, raciales, culturales o climáticos. Esta mirada diferenciadora –operativa
a la disputa por los recursos– ha sido la que condicionó el aparato jurídico
y las políticas de Estado hacia dicha población.
En este conjunto de leyes y decretos nos encontramos o bien con norma-
tivas cuyo objeto es algún grupo aborigen en particular –dirigidas a resolver
su situación puntual–, o bien con producciones legislativas que, legislando
sobre temáticas generales y para sectores más vastos, incluyen algún artículo
que incorpora la variable indígena. Por consiguiente, la reconstrucción del
marco jurídico dentro del cual se concretó la radicación de tribus indígenas
en las décadas inmediatamente posteriores a las campañas militares requiere
que tomemos en cuenta no sólo las leyes y los decretos destinados a determi-
nados grupos originarios, sino también las sucesivas normas que regularon
la colonización y la enajenación de tierras fiscales.
En este sentido, las tres primeras normativas con espíritu integral estuvie-
ron dirigidas fundamentalmente a tres tipos de interlocutores bien diferentes:
inmigrantes, compradores potenciales de grandes extensiones interesados en
la producción extensiva y argentinos de bajos recursos que eventualmente
podrían convertirse en pequeños propietarios.
La Ley 817 de “inmigración y colonización” es un antecedente fundamen-
tal, pues propuso en 1876 una estrategia de avance militar sobre la “tierra de
indios”, que procuraba organizar la política inmigratoria hacia una coloni-
zación programada más que espontánea. El proyecto de desarrollo sobre la
base de pequeños propietarios concebía en primer lugar una estrategia para
regular el flujo de inmigrantes y su acceso a la tierra, quedando el indígena
en medio de este plan colonizador.98

Esta ley crea el Departamento General de Inmigración (Art. 1) y la Oficina de Tierras y


98

Colonias (Art. 61) bajo la dependencia inmediata del Ministerio del Interior. El Departa-

121
Así, la Ley 817, también conocida como “Ley Avellaneda”, estableció que
el Poder Ejecutivo (pe) “dispondrá la exploración de los territorios nacionales
y hará practicar la mensura y subdivisión de los que resultaren más adecuados
para la colonización”.99 Una vez que el pe determinase los territorios destinados
a la colonización100 y se distribuyesen los lotes rurales entre los colonos,101 se
estipulaba que “entre sección y sección subdividida y entregada a la población,
se dejará una sección sin subdividirse, pero amojonada en las esquinas y cos-
tados, las cuales serán destinadas a la colonización por empresas particulares;
a la reducción de los indios, y al pastoreo”.102 Se estipulaba explícitamente que:
“El Poder Ejecutivo procurará por todos los medios posibles el establecimiento
en las secciones, de las tribus indígenas, creando misiones para traerlas gradual-
mente a la vida civilizada, auxiliándolas en la forma que crea más conveniente,
y estableciéndolas por familia en lotes de cien hectáreas”.103
Las “tribus indígenas” aparecen como un todo indiferenciado que debería
amoldarse –incluso geográficamente– al modelo de colonización propuesto.
De acuerdo con el espíritu de la ley, éstas irían desapareciendo por la influencia
de quienes rodearían las “misiones”.
En 1882, cuando aún no había terminado el avance militar sobre la Pata-
gonia, se dictó la Ley 1265 de “venta de tierras fiscales”, destinada no ya a los
inmigrantes sino a los compradores potenciales de grandes extensiones para
pastoreo o agricultura, en un marco de interés gubernativo en incre­mentar
la recaudación fiscal. Esta ley dividía las tierras fiscales en tres secciones –te-
rritorios de la Pampa y la Patagonia, Chaco, y Misiones–104 y establecía que
todas las tierras a enajenar debían estar previamente mensuradas.105 La venta
destinada al pastoreo no debía exceder las 250 mil ha por vez, al precio de 20

mento de Inmigración debe, por ejemplo, “proteger la inmigración que fuese honorable y
laboriosa” y “contener la corriente de la que fuese viciosa o inútil” (Art. 2); “fomentar
y facilitar la internación de los inmigrantes en el interior del país” (Art. 8); y “dirigir la
inmigración a los puntos que el Poder Ejecutivo, de acuerdo con la oficina de tierras y
colonias, designe para colonizar” (Art. 15).
99
Ley 817, Art. 64.
100
Ley 817, Art. 82.
101
Ley 817, artículos 85 y 86.
102
Ley 817, Art. 97; las cursivas me pertenecen.
103
Ley 817, Art. 100; las cursivas me pertenecen. Dumrauf (1992: 392), por ejemplo, se-
ñala que, siendo comisario de la colonia de Chubut, Oneto llamó la atención a monseñor
Cagliero sobre la Ley Avellaneda, agregando que sería bueno para la orden emprender
semejante tarea evangelizadora en Chubut, porque Foyel y Chiquichano eran gente muy
dócil. Así, cuando en 1880 llegaron los primeros salesianos a Carmen de Patagones,
monseñor Fagnano y Oneto acordaron un plan de formación de reducciones indígenas y
una colonia agrícola pastoril, proyectos que no habrían sido aprobados por la influencia
de la “prensa masona”.
104
Ley 1265, Art. 2.
105
Ibid., Art. 3.

122
centavos por ha (500 por legua) en la Pampa y la Patagonia, y 30 centavos
por ha (750 por legua) en Chaco. Cada comprador podía adquirir en subasta
pública hasta 40 mil ha en 4 lotes contiguos.106 En otras palabras, si bien se
establecía una superficie máxima para la producción ganadera, el tamaño no
desalentaba en absoluto el latifundio.
En el caso de enajenación de tierras para la agricultura no había remate
público, los candidatos debían proceder por petición escrita ante el jefe de la
Oficina de Tierras.107 Cada comprador no podía adquirir menos de 25 ha ni
más de 4 lotes por un total de 400 ha.108 Se establecieron ciertas restricciones.
Por ejemplo, el Poder Ejecutivo no podía enajenar tierras que contuviesen de-
pósitos de sal.109 A su vez, debía reservar tierras para la fundación de colonias y
pueblos, de acuerdo con el artículo 19 de la Ley del 19 de octubre de 1876.
En 1884, se dictó la Ley 1501 de “concesión de tierras públicas para ga-
nadería”, vulgarmente conocida como “Ley Argentina del Hogar”, en tanto
norma dirigida a ubicar a los “argentinos sin tierra” y a los extranjeros dis-
puestos a la pronta ciudadanización. Esta ley estipulaba que en parte de las
tierras circunscriptas por la Ley 1265 de venta de tierras fiscales, en tierras
aptas para el pastoreo y provistas de aguadas permanentes se subdividirán
lotes de 625 ha.110 En cada sección de 200 lotes, se debían reservar ocho “para
las necesidades futuras de la colonización agrícola y para pueblos”.111
Esta ley disponía también que podía ser adjudicatario de un lote “todo
ciudadano o extranjero que tenga carta de ciudadanía y lo solicite”, compro-
metiéndose a ocuparlo por 5 años continuos, a residir en él, a levantar una
habitación e introducir hacienda que represente por lo menos un capital de
$250. También debería labrar al menos 10 ha y plantar doscientos árboles en
el lugar más conveniente.112 Las tierras no eran embargables ni ejecutables
por un plazo de 5 años. Vencido el plazo correspondiente, se extendería el
título definitivo de propiedad.113
La Ley del Hogar no contemplaba a los indígenas como sujeto de su nor-
mativa. No obstante, ésta fue aplicada en muchos casos de entrega de tierras
a la población originaria en los que privó la visualización de la condición
“argentina” de los grupos involucrados.
En el mismo año en que se dictó la Ley del Hogar se sancionó la Ley 1532 de
“organización de los Territorios Nacionales”, que dividió la antigua Gobernación
de Patagonia en varios territorios (La Pampa, Neuquén, Río Negro, Chubut,

106
Ley 1265, Art. 12.
107
Ibid., Art. 13.
108
Ibid.
109
Ibid., Art. 18.
110
Ley 1501, Art. 3.
111
Ibid., Art. 4.
112
Ibid., Art. 7.
113
Ibid., artículos 9 y 12.

123
Santa Cruz y Tierra del Fuego) y estableció los límites de los de Misiones, For-
mosa y Chaco. En lo que respecta a la población indígena, esta ley establecía
que debía ser el gobernador quien procurase “el establecimiento en las secciones
de su dependencia, de las tribus indígenas que morasen en el territorio de la
gobernación, creando con autorización del Poder Ejecutivo, las misiones que
sean necesarias para traerlos gradualmente a la vida civilizada”.114
En otras palabras, esta ley concebía a los pueblos originarios como “ele-
mentos remanentes” que moraban aún en los territorios. La solución plantea-
da era nuevamente la creación de “misiones” para producir la desaparición
de esas tribus indígenas bajo el signo de la “civilización”. De esta forma, la
organización de los territorios nacionales excluía al indígena en tanto tal y
sólo disponía la espera de su extinción.
Tomada en conjunto con la Ley del Hogar, ambas legislaciones fueron –como
luego veremos– selectivamente invocadas para ensayar soluciones diferenciales
de acuerdo a cuáles fuesen los grupos indígenas involucrados. No en todos
los territorios se crearon las misiones de indígenas –lo que predominó por
ejemplo en el Chaco y en Formosa– y sólo en algunos casos los indígenas
–considerados como “argentinos”– fueron amparados por la Ley del Hogar.
En este marco, los puntos a destacar son dos. Primero, la puesta en práctica
de la Ley del Hogar de 1884 contradijo abiertamente sus propósitos. Como
tempranamente analizara Cárcano, la tierra no fue entregada a los pobladores
locales. Éstos fueron víctimas de negociantes “que alquilaban rodeos tras-
humantes para mostrar como propio el capital exigido por la ley y obtener
más tarde la propiedad. Así pasaron al dominio privado cerca de 3.300.000
hectáreas” (Cárcano, 1917: 238).
Segundo, la Ley 1532, como ha sido señalado, operó globalmente una
subordinación política e ideológica de todos los habitantes de los territorios
nacionales. Éstos fueron ubicados en una coordenada espacial de ciudadanía
que restringía el acceso a los derechos políticos; quedaban privados del dere-
cho político de elegir autoridades nacionales y hasta su propio gobernador,
quien era nombrado por el Poder Ejecutivo central con acuerdo del Senado
(Favaro y Morinelli, 1993: 292).115 En este contexto, la frecuente asociación
del indio con la imagen de “creación de misiones” muestra la sobredetermi­
nación aun mayor de esta forma de alteridad, ya que se trataba de sujetos
que deben ser “civilizados” antes que “argentinizados”.116

114
Ley 1532, Artículo 11; las cursivas me pertenecen.
115
Aunque esta ley establecía que los territorios pasarían a ser provincias cuando alcanzaran
una población de 60 mil habitantes (Art. 4), los territorios patagónicos, salvo el caso de
Tierra del Fuego, acabarán provincializándose recién hacia la década de 1950, cuando la
mayor parte de los mismos hacía rato que superaban el tope de población requerido.
116
Como hemos señalado, es también sugestivo el hecho de que no se “contase” a la pobla-
ción indígena en el momento de definir si los asentamientos de los territorios nacionales
pertenecían a la categoría de “pueblo” o de “ciudad” (mmi, 1900, p. 21).

124
En forma paralela a esta reglamentación de la enajenación de tierras de
acuerdo con el supuesto perfil productivo de los potenciales adquirientes, se
fueron dando otro tipo de normativas. Éstas o bien apuntaban a reunir dinero
para subvencionar de manera directa proyectos estatales, o bien procuraban
atender intereses corporativos. Ambas motivaciones generaron contradic-
ciones con el proyecto Avellaneda de fomentar el desarrollo del país sobre
la base de la figura de pequeños productores y afectaron de manera dispar a
los distintos territorios nacionales.117
Como ejemplo del primer tipo, podemos mencionar a la Ley 947 (“de
empréstito”) de 1878, que buscaba pagar con tierras a quienes financiasen
la Campaña del Desierto. Esta ley impactó de manera dispar en las distintas
regiones del país. Hasta 1898, a través de la Ley de Empréstito, habían pasado
al dominio privado un total de 5.498 leguas.118
En cuanto a la satisfacción explícita de intereses corporativos, se promulgó
en 1885 la Ley 1.628 de “premios militares”, que establecía una asignación
de variadas extensiones de tierra a los rangos de jefes y oficiales del Ejército
expedicionario al Desierto. A la tropa, por ejemplo, se le asignaban lotes de
100 ha en áreas rurales y un cuarto de manzana en los pueblos, siguiendo las
estipulaciones de la ley de inmigración.119 Paralelamente, se entregarían los
víveres e instrumentos necesarios para sobrevivir durante los primeros momen-
tos de la radicación.120 No bien se terminase la mensura, se preveía extender el
título de propiedad en carácter de premio por los servicios prestados.121
Según Cárcano (1917: 347 y ss.), la Ley 1.628 introdujo una seria inter-
ferencia en la política de tierras del país. No sólo consideraba este autor que
dicha norma atentaba contra el proyecto de incentivar la colonización –dado
que resultaba improbable que los militares se convirtiesen en colonos–,
sino que llevó a que, en términos de recompensa, se instalasen infinidad de
reclamos en los siguientes años, incluso por parte de quienes habían prestado
“dudosos servicios militares”. En otras palabras, se creaba en la práctica una
vía de extensión de títulos que fomentaba la intervención de especuladores.
Cabe entonces resaltar dos cuestiones respecto de esta norma. Primero,
los trámites de titulación fueron muy dificultosos, por lo cual se fueron dando
distintos decretos que buscaron apresurar y restringir la aplicabilidad de la

117
A este respecto, véase por ejemplo el seguimiento que hace Bandieri (Bandieri 1993a
y Bandieri et al., 1995) de cómo la apropiación de tierras en diferentes subregiones del
territorio neuquino se basó en la puesta en práctica de distintas legislaciones, y cómo esta
aplicación selectiva del marco jurídico redundó en una clara individuación de perfiles y
de actores en el nivel subregional.
118
De este total, 3.159 estaban ubicadas en el territorio de La Pampa y 1.399 en la provincia
de Buenos Aires.
119
Ley 1628, Artículo 3.
120
Ibid., Art. 5.
121
Ibid., Art. 4.

125
norma. Decretos que también tuvieron que ser modificados ante la continua
recepción de reclamos en los términos que fijaba la ley original. En todo caso,
durante el lapso transcurrido para la ubicación de los certificados, las tierras
así comprometidas quedaron mayormente improductivas y abandonadas.
Segundo, incluso mucho después de derogada esta Ley por la 3.918 del 15
de mayo de 1900, la idea de “premio” continuó utilizándose como razón para
obtener reconocimiento de propiedad y/o radicación. Como veremos, algunos
representantes indígenas también esgrimieron el argumento de haber prestado
servicios militares al Eército, al solicitar tierras para radicarse con su gente.
En todo caso, la coexistencia de leyes que no siempre apuntaban a un
mismo propósito fue favoreciendo que el proceso de distribución de tierra
pública se viese interferido y complicado por una serie de razones. En primer
lugar, la organización burocrática del Estado distaba de estar lo suficiente-
mente aceitada como para cumplir con los plazos y las supervisiones estipu-
ladas. En algunos casos, fue la aplicación deficiente de los controles la que
traicionó el espíritu de las leyes, especialmente en lo que respecta a evitar la
especulación y la consiguiente concentración de tierras en pocas manos. No
menos importante, las presiones del capital privado y la necesidad de cubrir
los crecientes gastos del presupuesto estatal llevaron a sobredimensionar los
alcances de ciertas leyes –concretamente la Ley 1265 de 1882– sobre otras.
A su vez, en la medida en que se repartía lo que no se conocía, muchos
adquirientes fueron emplazados en lugares que no reunían las condiciones
prometidas y solicitaron su reubicación.122 Otros, en cambio, utilizaron esto
como excusa para escapar a las sanciones previstas por el incumplimiento de
las condiciones de colonización e inversión estipuladas. Ambas situaciones
devinieron en la lentitud del proceso de titularización, lo que motivó el dictado
de distintos decretos especiales y la planificación de distintas reorganizaciones
ministeriales.123
Al comenzar el nuevo siglo, el acuerdo de límites con Chile, el incre-
mento en la afluencia de inmigrantes y el impulso racionalizador que llevó
a la creación del Ministerio de Agricultura deben verse todos como factores
concurrentes que condujeron a dictar una nueva normativa integral que in-
tentaba “corregir” en forma global muchas de las dificultades producidas por
leyes anteriores. En 1903 se dicta la Ley 4167 de “régimen de tierras fiscales”,
la cual buscaba identificar con mayor detalle el perfil productivo potencial
de las tierras fiscales a enajenar. Esta norma estaba destinada a regular el ac-
122
Todavía en 1902 se hablaba de tierras “aún no conocidas”, disponiéndose explorar los
territorios de Río Negro, Chubut y Santa Cruz para resolver mejor la colonización.
123
Por ejemplo, en 1892 Carlos Pellegrini dividió la Dirección de Tierras, Inmigración y
Agricultura en tres secciones (Tierras y Colonias, Inmigración y Agricultura y Museo). En
1894 el Departamento de Tierras y Colonias, que hasta el momento dependía del Ministerio
del Interior, pasó al de Justicia. Finalmente, en 1899 se creó el Ministerio de Agricultura
de acuerdo con la Ley Orgánica de Ministerios.

126
ceso a la tierra tanto de pequeños y medianos productores como de grandes
propietarios, para evitar, en una primera etapa al menos, la concentración
latifundista.124 Esta ley, más comprehensiva que las anteriores –que tendie-
ron a dirigirse a distintos tipos de propietarios u ocupantes– presentaba tres
observaciones interesantes: según el artículo 15, no sería posible enajenar
las tierras que contuviesen depósitos conocidos de sal, minerales, hulla, pe-
tróleo o fuentes de aguas medicinales. Se perfilaba, de este modo, la idea de
la propiedad estatal del suelo, subsuelo y recursos naturales renovables y no
renovables. El artículo 16 establecía que: “en lo sucesivo, la ocupación de tierra
fiscal no servirá de título de preferencia para su adquisición”, cláusula que
perjudicaba a la gran cantidad de fiscaleros que podrían demostrar ocupación
prolongada de ciertos lugares. Finalmente, en continuidad con perspectivas de
normas anteriores, el artículo 17 estipula que: “El Poder Ejecutivo fomentará
la reducción de las tribus indígenas, procurando su establecimiento por medio
de misiones y suministrándoles tierras y elementos de trabajo”.125 Es intere-
sante observar que, a pesar de los años transcurridos y los diversos proyectos
debatidos en ambas cámaras legislativas,126 la idea de “misión” aparece como
solución cada vez que se habla de indígenas en abstracto, asociados en el
imaginario social con distancias de máxima alteridad.
Con posterioridad, distintos decretos reglamentarios y modificatorios
trataron de encauzar la aplicación de esta ley hacia la explotación agrícola
por pequeños y medianos productores. Sin embargo, la especulación y el
acaparamiento improductivo de tierras siguieron primando en la práctica.
La demanda sostenida de mano de obra rural en ciertas provincias del país
y la falta de capital en sectores urbanos populares redundaron en que,
nuevamente, las grandes extensiones de tierra ofrecidas en venta y arrenda-
miento en Chubut, Santa Cruz y Neuquén quedaran “a merced del elemento
pudiente, del especulador y de los pocos inmigrantes que arribaban al país
en condiciones especiales”.127
Resumiendo, en los momentos previos a las campañas militares, la política
a seguir con los pueblos originarios por someter se empezaba a definir en el
contexto de una legislación que regulaba la afluencia y el destino de inmi-
grantes extranjeros. En 1876, entonces, se hablaba inicialmente de reservar

124
Esta ley establecía la exploración y mensura de las tierras fiscales, para determinar sus
condiciones para la explotación (Art. 1). Luego, debían ser reservadas “las regiones que
resulten apropiadas para la fundación de pueblos y el establecimiento de colonias agrícolas
y pastoriles”. Los lotes agrícolas no podrían exceder las 100 ha y los pastoriles las 2500,
“no pudiéndose conceder a una sola persona o sociedad, más de dos de los primeros y
uno de los segundos. Las demás tierras serán destinadas al arrendamiento o a la venta en
remate público” (Art. 3).
125
Las cursivas me pertenecen.
126
Véase Lenton (1994).
127
Cárcano (1917: 423).

127
espacios para fomentar la “reducción de indios” y de “crear misiones para
atraerlos gradualmente a la vida civilizada”.
Esta idea de encerrar a los pueblos originarios en misiones se mantuvo,
a punto tal que reapareció en la ley de 1903 casi en los mismos términos.
Así, aunque la política de tierras se fue transformando para dar cabida y es-
pacializar diferencialmente a inmigrantes, grandes propietarios y pequeños
productores locales, la figura de “reducciones” o “misiones de indios” parece
mantenerse en el nivel ideológico como solución de carácter global, cuando
se hablaba de indígenas en abstracto.
Finalmente, de acuerdo con la legislación vigente la idea de “colonia”
se aplicaba, en principio, sobre todo a los contingentes inmigrantes. Por el
contrario, la Ley del Hogar de 1884 que se destinó a radicar a “ciudadanos
legales y naturales” no instituía la figura de “colonia” como forma de orga-
nización de estos segmentos. Con el tiempo, sin embargo, se fue gestando la
idea de que las “colonias pastoriles” resultarían una solución adecuada para
ubicar elementos criollos.128 Como veremos a continuación, fueron incluidos
en esta norma algunos indígenas, al menos aquellos vistos como “bastante
civilizados”, o como particularmente predispuestos y aptos para incorporarse
a la economía nacional. Otros, en cambio, sólo fueron reconocidos como
ocupantes de tierras fiscales con tenencia precaria. En la siguiente sección se
analizan, entonces, los distintos recorridos y estrategias de la agencia de los
pueblos originarios en el nuevo espacio del estado-nación-terrritorio.

4. Estrategias alternativas para el acceso a la tierra

El nuevo espacio de relaciones sociales permitía reducidas posibilidades de


negociación para la agencia de los pueblos originarios en cuanto al acceso
a la tierra. Para maniobrar dentro de ese espacio, las estrategias indígenas
debían colocar las demandas de tierra por fuera de la genérica disposición
de creación de “misiones”, que estipulaban las únicas leyes con pretensión
de generalidad. Así, los reclamos fueron destinados, en su mayoría, al Poder
Ejecutivo. La entrega de tierras a indígenas se desarrolló, entonces, bajo la
figura de premios militares (en pocos casos), leyes especiales del Congreso
(en casos de figuras notorias como Sayhueque o Namuncura), o la entrega
de tierras a personas que habían sido “desmarcadas” como indígenas. La Ley
128
Por ejemplo, el gobernador del Chubut, E. Tello, sostenía en un informe al Ministerio
del Interior en 1895 que debía evitarse que “los especuladores en certificados” acaparasen
la buena tierra de la Cordillera. Para ello sugería que debía entregarse la tierra de acuerdo
con la Ley del Hogar al poblador criollo. Solicitaba la creación de una colonia pastoril en
la ante y precordillera, ya que ”nuestros criollos son más ganaderos que agricultores”, y
porque la ganadería tenía su salida hacia el mercado de Chile, no habiendo ninguna en
cambio para la agricultura (mmi, 1895, vol. ii, pp. 615-616).

128
1501 “del hogar” fue utilizada sólo hacia fines de la década de 1890 para
resolver los reclamos de tierra por parte de grandes grupos indígenas que
empezaban a ser desplazados y rodeados por la formación de la propiedad
privada en la Pampa y Norpatagonia. Veamos, entonces, cuáles fueron las
estrategias gubernamentales e indígenas en las negociaciones por la tierra.
Especialmente, enfocaré en aquéllas desarrolladas a partir de la interven-
ción de caciques o representantes de comunidades, lo que generalmente es
expresado en la documentación bajo la fórmula “el cacique (o ex cacique)
y su gente (o familia, familias que lo acompañan, tribu, restos de su tribu o
indios que se hayan dispersos)”.

Fragmentación del “otro” indígena

Desde las élites morales y políticas del país existía una mirada diferente con
respecto a la población originaria. Aunque la legislación sólo reconocía un
homogéneo “otro” indígena que debía ser argentinizado, evangelizado y civi-
lizado a través de “misiones”, en la práctica se contemplaba a dicha población
como dividida en distintos estadios –o posibilidades– de incorporación a la
“civilización” y a la “comunidad nacional”. Estas distinciones eran operativas
a los distintos frentes de avance del capital en los territorios incorporados y
a la implementación de las políticas de Estado.
Así, sobre la base de supuestos “gradientes de barbarie”, se propuso que
algunos grupos requerían una transformación completa antes de poder ser
“asimilados”, mientras que otros dispondrían ya de un cierto capital cultural
para incorporarse a la vida económica de la nación, sobre la base de formas
de radicación no demasiado diferentes de las previstas para criollos sin tierra
e inmigrantes (Briones y Delrio, 2002). Por ejemplo, las “misiones religiosas
para indígenas” fueron levantadas en Chaco, Formosa y Tierra del Fuego.
A partir del 1900 se sucedieron una serie de decretos que autorizaban a los
misioneros franciscanos del Colegio de San Carlos de Formosa, a los del Co-
legio de San Diego de la provincia de Salta y a los del colegio de La Merced
de Corrientes a fundar misiones de indios en Formosa. Estos decretos fueron
casi coetáneos a los de creación de colonias pastoriles indígenas en diversos
territorios del Sur (Carrasco y Briones, 1996).
Como ya en 1888 sostenía el diputado Carballido, frente a las supuestas dife-
rencias existentes entre “las tribus” (unas “civilizables, otras no”), debían imple-
mentarse medios que “tendrían que ser distintos, precisamente fundándose en la
tradición y en los antecedentes de esas tribus” (Lenton, 1992: 43). Así, la resolución
de que cada caso puntual dependería de los modos en que cada grupo fuese
calificado desde el poder; por ejemplo, de acuerdo a sus supuestas “posibilidades
de redención” o debido a los servicios prestados a la patria. En un informe de
la División de los Andes de 1898 se describía así 1a gente de Curruhuinca:

129
Estos indios, que viven de la agricultura y del comercio, son completamente
civilizados, pues muchos de ellos saben leer y escribir, serían en caso de ope-
raciones, auxiliares preciosos para el servicio de noticias y exploración.129

Se fue perfilando, entonces, una política federal que, declamando valoraciones


diferenciales, fue estableciendo distintos modos de encauzar la radicación
de contingentes indígenas y las políticas de colonización. Modos que fueron
operativos a las formas de avance del capital.
En contraposición, las grandes compañías recibieron un tratamiento dife-
rente –por parte de los gobiernos– que solía imponerse por sobre las políticas
generales de colonización. A modo de ejemplo, en los territorios de Río Negro
y Chubut, la Compañía de Tierras del Sud Argentino se formó entre 1887-1889
con capitales ingleses.130 Bancos y hacendados de Buenos Aires y accionistas
del Ferrocarril del Chubut se aliaron con la idea de explorar, reclamar y ob-
tener tierras en la cordillera y la precordillera rionegrina y chubutense, y de
unir el Atlántico y el Pacífico con el tren. Como Chile reclamaba esas tierras,
se firmó en 1889 la declaración Zeballos-Matta, que sostenía que si la tierra
finalmente quedaba para el país vecino, el propietario se vería obligado a en-
tregarla. De todas formas, estos inversionistas presionaron y lograron tierras
burlando la Ley Avellaneda (Ley 817). Posteriormente, la Ley 2875 de 1891
anuló la obligación de dicha Compañía de colonizar las tierras, otorgándole la
plena propiedad. Hacia 1892, la producción de la Compañía de Tierras, como
también de la colonia galesa de Trevelín, se volcó plenamente a la ganadería
para su exportación en pie a Chile. Estos dos tipos de explotación son impor-
tantes para nuestro caso, ya que el cacique Ñancuche Nahuelquir y las familias
que lo acompañaban se encontraban ya asentados en lo que sería la Colonia
Cushamen, contigua a dicha Compañía de Tierras y próxima también, sobre
todo en el imaginario de sectores del gobierno, a la colonia galesa.131
Con respecto a las necesidades de colonización y radicación de indígenas,
los gobernadores de cada territorio también elevaron distintas propuestas que,
en muchos casos, entraban en tensión con las decisiones tomadas en Buenos
Aires. Por ejemplo, el gobernador del Chubut, Alejandro Conesa, aconsejaba
fundar una colonia pastoril, de acuerdo con la Ley del Hogar, con la población

129
Memoria del Ministerio de Guerra, 1898-1899, pp. 157-158. En el caso de Curruhuinca,
además, su preexistencia en la zona del lago Lácar bajo autorización del gobierno argentino
hacia la década de 1880 fue utilizada como argumento a favor de la posición argentina en
la disputa de fronteras con Chile. No obstante, la fundación de San Martín de los Andes
generó un fuerte enfrentamiento con dicha comunidad.
130
En el presente dicha compañía es propiedad de la firma Benetton, y cuenta, como en-
tonces, con una superficie de más de 900.000 hectáreas.
131
Especialmente Clemente Onelli va a resaltar, en su libro Trepando los Andes, al grupo de
Ñancuche en comparación con la compañía inglesa y los habitantes galeses de la Colonia
16 de Octubre.

130
indígena en el valle del Genoa. Sostenía que se debía proteger y radicar al
poblador indígena: “que tanto derecho tiene a un pedazo de tierra que se le
concede a cualquier extranjero que llega, mientras esos seres desgraciados
viven hasta hoy errantes, convertidos en bohemios de la Patagonia”.132
El gobernador Eugenio Tello también promovió ante el gobierno federal,
en 1895, la radicación en Chubut de “ciudadanos legales o extranjeros ya
naturalizados” bajo la forma de colonias pastoriles. Apelaba –en un sentido
más general– a la idea de “reparación histórica” para quienes habían peleado
y forjado la “argentinidad” y mostraban por entonces un sentimiento de na-
cionalidad que “no todos los inmigrantes mostraban”. La forma e insistencia
con que hizo su reclamo sugieren que, al menos en este territorio, es la expe-
riencia de las colonias de inmigrantes galeses lo que movió a los funcionarios
locales a acabar favoreciendo, por ejemplo, radicaciones diferenciales de
indígenas. Decía concretamente Tello en su informe al Ministerio: “Aun los
naturales de este país, hijos de galenses, apenas si tienen el sentimiento de la
nacionalidad argentina; son en el fondo súbditos ingleses y algunos ni saben
hablar el idioma español”.133
En el nivel nacional, hacia 1894, el presidente Luis Sáenz Peña reclamaba una
ley general de tierras y colonias y destacaba la necesidad de uniformar criterios
para otorgar tierras públicas; no obstante, el dictado de dicha legislación se de-
moró. Fue su sucesor, José Uriburu, quien firmó en 1895 una serie de decretos
de creación de varias Colonias Pastoriles en la Patagonia de acuerdo con la Ley
del Hogar,134 creando también misiones en el Chaco135 y disponiendo “permiso
de asentamiento” a los “tehuelches” (así llamados genéricamente) de Santa
Cruz.136 Durante la segunda presidencia de Roca (1898-1904) se produjo la

132
Véase Dumrauf (1992: 337).
133
mmi,
1895, vol. ii, p. 661.
134
Estos decretos, aunque no mencionaban a los “aborígenes” y sólo hablaban de “ciuda-
danos argentinos naturales o legales” (lo que implica poseer fe de bautismo o declaración
judicial), acabaron sirviendo para radicar familias indígenas. Por ejemplo el decreto del
4/11/1895, que crea la Colonia Pastoril “Gral. San Martín” en Chubut, de acuerdo con
lo que había propuesto el gobernador Conesa. Aquí la mensura se hace recién en 1900,
resultando en una muy lenta adjudicación de lotes que acabará favoreciendo a la gente
del cacique Sayhueque. Otros son los decretos del 7/6/1895 (Colonia Pastoril Cabral en
Neuquén), del 6/3/1896 (Colonia Pastoril Barcalá en Neuquén), del 17/7/1896 (Colonia
Pastoril Nahuel Huapi en Neuquén) y del 21/7/1897 (Colonia Pastoril Maipú en Neuquén
y la Colonia Pastoril Sarmiento en Chubut). agn, Archivo Intermedio, Tierras, Colonias e
Inmigración, Caja 1, Expte. 717.
135
El 23 de junio de 1896, Uriburu decreta la creación de misiones en Chaco, para el
cacique Valdivieso y la orden Franciscana; agn, Archivo Intermedio, Tierras, Colonias e
Inmigración, Caja 1, Expte. 717.
136
Nótese que los indígenas chaqueños y los tehuelches de Santa Cruz parecen encuadrar
en distintas construcciones de aboriginalidad, ya que deben ser misionados los primeros,
y “vigilados por el gobernador” los segundos.

131
reforma del Poder Ejecutivo, a partir de la Ley Orgánica de Ministerios, creán-
dose el Ministerio de Agricultura. Este organismo se ocupaba entonces del
Departamento de Tierras, Colonias e Inmigración, bajo cuya órbita quedaba la
“cuestión indígena”. Empezaban así a ser canalizados por este Ministerio las
solicitudes indígenas, que se multiplicaron hacia fines de la década de 1890.
Esto, a su vez, aconteció en un contexto de gran fricción con Chile. Mien-
tras que, en Londres, se presentaban las posiciones de los peritos en límites, el
gobierno chileno ponía barreras aduaneras al ganado ingresado en pie desde la
Argentina, lo que trajo conflictos, entre otras, con la Compañía de Tierras del
Sud. Simultáneamente, mientras el gobernador del Chubut averiguaba sobre la
construcción de caminos por parte de los chilenos hacia la Argentina –bajo la
sospecha de que los mismos se vincularían con “posibles acciones bélicas”– pa-
recía tomar cuerpo el intento de convertir la colonia galesa en un protectorado
británico, lo que contó con el apoyo de parte de la comunidad galesa. Roca visitó
entonces al territorio de Chubut y cambió al gobernador (reemplazó a O’Donnell
por Alejandro Conesa quien, recordemos, ya había propuesto la fundación de
colonias pastoriles para los indígenas) para evitar roces con los galeses. Ese mismo
año, el presidente decretó la creación de las colonias pastoriles expresamente
destinadas a la población indígena, y mandó reservar una enorme superficie de
tierra fiscal para próximas radicaciones de indígenas en un área que abarcaba tanto
parte de Río Negro como de Chubut, la cual se extendía paralela a la cordillera
y lindante con la Compañía de Tierras del Sud Argentino (véase Mapa N° 4, en
p. 65). La primera concesión otorgada en esta “gran reserva” de tierra fiscal fue
precisamente la creación de la Colonia Cushamen, con el objeto de radicar a las
familias representadas por Miguel Ñancuche Nahuelquir, hacia 1899.
En resumen, la homogénea condición del “otro” indígena que se desprende
de la legislación encubre una fragmentación que se visualiza en el análisis
de los casos específicos, en el tratamiento dado a la cuestión indígena en las
distintas regiones y en los distintos contextos históricos. Veamos, entonces,
cómo fue operando en esta coyuntura la agencia de los pueblos originarios
a través del reclamo por la tierra.

El reclamo indígena hacia el fin del siglo xix

En la segunda mitad de la década de 1890 y primeras décadas del siglo xx, la


continua extensión de las mensuras y la puesta en el mercado de las tierras
fiscales fueron imponiendo la necesidad por parte de las comunidades indígenas
de obtener un reconocimiento oficial con un estatus jurídico que las protegie-
se. Se multiplicaron, entonces, los reclamos de tierras ante el Poder Ejecutivo
Nacional, para el establecimiento de familias y grupos de familias indígenas.
En todos los casos, resulta imposible trazar líneas de continuidad socio-
lógica (pre y posconquista) de los grupos que fueron representados por los

132
“caciques”, quienes continuaron siendo los interlocutores entre los grupos
originarios y el Estado nacional. Como hemos señalado, en muchos casos las
deportaciones y los desmembramientos del período posconquista operaron
de forma drástica produciendo incluso la separación de las mismas familias
nucleares. Los reagrupamientos en los campos de concentración generaron
nuevos vínculos que pudieron continuarse o no luego de ser levantados estos
centros. Se trata, entonces, de complejos procesos de desmembramiento y
rearticulación de grupos y dirigencias aborígenes. Así, en la memoria oral
de las actuales comunidades, es frecuente no sólo la referencia al período del
largo peregrinaje, sino también a la recepción de nuevos grupos o reagrupa­
mientos en el momento del reclamo y el reconocimiento de tierras.
En cuanto a las estrategias llevadas a cabo por los pueblos originarios una
vez sometidos, podemos diferenciar entre estrategias en el nivel individual o
en el de la familia nuclear (o de grupos pequeños), y las acciones colectivas
que involucraron a grandes grupos. Con respecto a las del primer tipo, en gran
parte muchos indígenas, apostando a la invisibilización, buscaron la incorpo-
ración al mercado de trabajo en las nuevas estancias o en los centros urbanos.
En el relato de Pascual Coña (1984, cap. xvi), aparecen algunos ejemplos de
cómo un grupo que viaja en la década de 1880 desde el Budi (Chile) hasta
Buenos Aires sufre la sangría de sus integrantes, quienes intentan probar
suerte en distintos trabajos asalariados. Incluso el mismo Coña manifestaba
haber intentado conseguir trabajo en una parroquia de Bahía Blanca.
En cuanto al segundo tipo de estrategias, que involucraron el accionar de
colectivos más vastos, resultó importante el agrupamiento o reagrupamiento
en torno de “caciques” de renombre por parte de familias de diversa pro-
cedencia. Así, la magnitud del grupo o el prestigio y el reconocimiento del
cacique por parte del Estado, permitirían encuadrar los reclamos de tierras
en tanto colectivo indígena. En el marco de este proyecto se redefinieron
los criterios para la elección de dichos “representantes”. La fama de ciertos
caciques como emblemas de la resistencia, como Sayhueque, entró en dis-
puta –como hemos visto en las secciones previas– con la figura de nuevos
protagonistas en la escena de la negociación con el Estado nacional. De este
modo, cobraron más peso figuras como la de Miguel Ñancuche o Bibiana
García, del linaje de los Catriel.
Para las posibilidades de negociación de estos caciques o representantes
fue también significativa la participación de algunos “gestores”, generalmente
funcionarios del Estado, como los agentes de las exploraciones del gobierno
(científicas o de las comisiones de límites fronterizos), o misioneros salesianos.
Estos fueron utilizados para ampliar los caminos de negociación por parte de
las comunidades originarias.137

La vieja relación de Sayhueque con Moreno, pero sobre todo el vínculo que se establece
137

entre Ñancuche y Onelli, ilustran claramente el punto.

133
Como ha sido señalado en el acápite anterior, en la segunda mitad de la
década de 1890 se produjeron cambios en el marco político para la negocia-
ción con las autoridades gubernamentales. Estos cambios también fueron el
resultado de la agencia de los pueblos originarios. Para el caso de Chubut,
especialmente, conmovió a la gobernación del territorio la denominada re-
belión de Cayupul, con la cual estaban vinculados los caciques Sacamata y
Salpú. Ésta se relacionó con la demanda indígena de tierras, la preocupación
gubernamental por la soberanía territorial y la extranjerización de la Pata-
gonia, y con el ejercicio de la autoridad en el nuevo ámbito del Territorio
Nacional. Veamos entonces este ejemplo.
El gobernador Tello le escribía al ministro del Interior el 3 de junio de 1896
sobre este caso. Expresaba que, apenas había llegado a Chubut, supo que “había
esparcidos en el interior y contiguo a la cordillera de Los Andes, varios chile-
nos que ocupaban de hecho varios campos fiscales, sin el permiso de nuestra
autoridad”.138 Suponía Tello que estos intrusos, 103 según los datos del censo
de 1895, generaban una ocupación que podría ser explotada desfavorablemente
para el país en al cuestión de límites con Chile. Tello se dirige hacia la zona en
cuestión, dejando a Alejandro Conesa como gobernador delegado.
Éste no era el único conflicto. En efecto, existía una disputa de tierras entre
los grupos indígenas y los nuevos estancieros de la zona. En este contexto, Co-
nesa acusaba al “agorero” Juan Cayupul de hacer propaganda entre las tribus
de Sacamata, Foyel y Salpú, estando “estos indios en vísperas de sublevarse,
habiendo ya cometido atentados contra la propiedad de los señores Mulhall
hnos”. También se temía por la llegada del “cacique Zapo, comisionado, según
se dice, por un antiguo y poderoso cacique residente en Punta Arenas”.139
El problema era presentado por la gobernación como una peligrosa presen-
cia de “elementos chilenos” en el área próxima a la cordillera. No obstante, en
el desarrollo de las acciones se aclara que el principal conflicto radicaba en el
descontento manifiesto de la población indígena con respecto a su ignorada
solicitud de un estatus de “colonia” – regida por la Ley del Hogar– para las
tierras que ocupaban. Esto, según Conesa, había sido prometido desde 1891
por parte de la gobernación.140
El conflicto había estallado, entonces, con la apropiación por parte de los
hermanos Mulhall del campo conocido como Quinchare, donde les fuera pro-
hibido a los indígenas realizar boleadas. Conesa pedía, por lo tanto, refuerzos
al Ejército asentado en el Nahuel Huapi, ya que el personal de policía era
considerado insuficiente “para contener una horda salvaje de tales proporcio-
nes, en caso de que los indios realicen sus repetidas amenazas”.141 Los líderes

138
Véase Paesa (1967: 288).
139
Ibid., pp. 288-289.
140
Ibid., pp. 288-290.
141
Se calculaba unas 735 personas; ibid.

134
fueron identificados por el salesiano Vacchina, que acompañó la expedición de
Tello, como “los caudillos” Cayupil, quien “fanatizaba” a los indígenas “con
cultos idólatras”, y Salpú, quien “los tenía disciplinados para las boleadas o
mejor para el próximo malón”.142 En el Boletín Salesiano de septiembre de
1896, se reprodujo un diálogo entre Vacchina y el cacique Sacamata, en el cual
éste manifestaba que no debían creerse todas las habladurías sobre Cayupul,
ya que habían sido difundidas por “algunos araucanos” que al pasar por su
tribu habían despreciado su autoridad y habiéndoseles “exigido lo que era
justo” se vengaron “desacreditando y exagerando las extrañezas del adivino”.
Vacchina instó a Sacamata a “hacerlo callar” a Cayupul, amenazándolo:

¿Sabés que sucederá? Vendrán soldados para echarlos de aquí, y llevarlos bien
lejos; y os quedaréis sin mujeres. Recuérdate de lo que le pasó a Sayhueque en
el Río Negro, y piensa en tu casa y en los tuyos. Vencer es imposible: vosotros
sois pocos y los soldados muchos. Piénsalo bien: o quedarte como cacique
reconocido por el gobierno o ser llevado quién sabe a donde. ¿Sabes lo que
dicen de ti? Que no sirves para nada, porque te has dejado arrabatar el mando,
y no eres capaz de hacerte respetar por Cayupul y su favorito Salpú.143

El misionero le presentaba a Sacamata dos vías posibles como líder político


de su grupo: la resistencia –como Sayhueque– o buscar el reconocimiento
del gobierno. También contraponía el liderazgo del “adivino idólatra” con
el del cacique, cabeza de familia. En tanto líder tribal, Vacchina atacaba a
Sacamata por el lado más débil: le reproducía los comentarios que se corrían
sobre él (“no servía para nada”; “se había dejado arrebatar el mando” y no
“era capaz de hacerse respetar”). En otras palabras, Vacchina, como también
el propio gobernador Tello, intentaron resaltar las diferencias faccionales para
evitar el peligro de una sublevación llevada a cabo por una potencial alianza
intertribal. La figura del “cacique reconocido por el gobierno” implicaba
un modelo de tribu restringida al grupo familiar o al linaje, localizado y sin
articulación política intertribal.
Lamentablemente, sólo contamos con la crónica de la expedición oficial
sobre la rebelión de Cayupul para analizar con mayor detalle los posibles
conflictos y las discrepancias internas entre los indígenas involucrados y la
estrategia del propio Sacamata.144 De acuerdo con esta crónica, finalmente el

142
Archivo Salesiano Bahía Blanca, Leg. Vacchina, Memorias; véase Paesa (1967: 295).
143
Boletín Salesiano, año xi, septiembre de 1896; véase Paesa (1967: 300-301).
144
Cornell (1988a), para el caso de los grupos indígenas sometidos en los Estados Unidos,
sostiene que los movimientos mesiánicos no sólo fueron una práctica ritual sino política. En
muchos casos la profecía corporizaba resistencia y devenía en la fundación de una acción
militante y una alianza intertribal (1988a: 63). Estos movimientos representaron un gran
esfuerzo por reorganizar y reconceptualizar la vida social y personal, reestableciendo el
control indio sobre las vidas indias (1988a: 66).

135
gobernador Tello mandó llamar a Cayupul y Salpú, sorpresivamente los en-
grilló y los llevó presos a Rawson, nombrando a Sacamata como “comisario”
en la zona. No obstante, los conflictos y las demandas por la tierra seguían
sin resolución. Cuando Tello llegó a la comisaría de la colonia 16 de Octubre,
muchos pobladores indígenas se acercaron a solicitar permisos para ocupar
tierras. Vacchina los describía, entonces, como una combinación de “pampas,
manzaneros y tehuelches”.145
No obstante, también de la crónica se desprende que para la gobernación
del territorio de Chubut el conflicto social era una cuestión latente, en la medi-
da en que no se resolviese la asignación de tierra a los grupos indígenas. Éstos
serían llevados a una situación conflictiva con cada avance de alambrados
por parte de los nuevos estancieros y las compañías de tierras. Por otro lado,
desde la mirada de las autoridades locales y nacionales, los pueblos originarios
empiezan a representar una base de población “argentina” en contraposición
a la inmigración constante en la región. Si bien esto no implica una homoge-
neización del “otro” indígena, constituye la apertura de un nuevo marco para
la negociación entre los pueblos originarios y el Estado argentino.
Enfoco, entonces, a continuación, en las estrategias indígenas de nego-
ciación que involucraron a grandes grupos. Esquemáticamente, distingo
tres tipos de casos en los cuales se produjo el reclamo o el acceso a la tierra:
de acuerdo con la Ley de Premios Militares, como un reconocimiento a los
grandes caciques otrora enemigos de la nación, y como concesión para la
organización de Colonias Pastoriles.

Ley de Premios

Paradójicamente, en muchos casos la demanda indígena se sostuvo en tanto


retribución por los servicios prestados en las campañas militares al “desier-
to”. Estos reclamos iban dirigidos al Poder Ejecutivo, a la espera de que un
decreto presidencial los incluyese en los marcos de la “Ley de Premios”. Por
ejemplo, tales fueron los casos de Antonio Trayman –hijo del cacique Julio
Trayman– y el de Juan Andrés Antemil.
En carta a Roca, Antemil manifestaba que la entrega de tierras a su familia
aseguraría al gobierno “la posesión y dominio del territorio”, valorizaría la
tierra y formaría un centro productor que aportaría rentas al fisco. Finalmen-
te, agregaba que el gobierno tendría “en sus habitantes la vanguardia de un
ejército”.146 El argumento resituaba a los demandantes desde una condición
de “tribu dispersa” a una de plena membrecía al estado-nación-territorio.

Archivo Salesiano de Bahía Blanca, Leg. Vacchina, Memorias; véase Paesa (1967: 311).
145

Juan Andrés Antemil a Julio Roca, Buenos Aires, 18/9/1899; agn, Sala vii, Fondo Roca,
146

Leg. 89.

136
Utilizaba para ello los términos que se empleaban desde las élites de poder
para justificar la entrega de tierras fiscales al mercado, en un contexto de
necesidad de “administrar” soberanía. En este sentido, la demanda lograba
situar al grupo de acuerdo con parámetros universales para todo ciudadano:
la presencia de “ciudadanos argentinos” en el ámbito fronterizo representaría
un agente de progreso, al mismo tiempo que un garante de su legitimación
jurisdiccional.
De esta forma, Juan Andrés Antemil consiguió el decreto del 2 de octubre de
1897, en el que se le daba al “ex cacique [...] permiso para ocupar una fracción
de tierra en el territorio del Neuquén con los individuos de su tribu que se
encuentran en ese territorio” (se calculaban unas 40 personas).147 En 1904,
un nuevo decreto presidencial amplió la concesión de tierras en el Río Negro
a favor del cacique Antemil y su tribu. Se sostenía entonces que en la tierra
cuya ocupación se había concedido previamente “se ha radicado por éste y
su tribu, un número considerable de hacienda, lo que hace necesario su am-
pliación”. Fueron un total de 6 mil ha que la Dirección de Tierras y Colonias
debía proceder a ubicar “conciliando los intereses de los pobladores”.148
En el caso de Antonio Trayman, el peso de la demanda no sólo descansaba
en el incumplimiento de la recompensa por el servicio en el Ejército, sino
también de la función “civilizadora” del Estado. En una carta a Roca,149 Tra-
yman se dirigía en carácter de heredero de su padre, quien “se sometió en el
año 1880 prestando desde esa época servicios a la nación y principalmente en
la conquista del Río Negro como jefe del Escuadrón de Indios Auxiliares”.150
Trayman reconstruía la historia de su padre como una injusticia, ya que éste
había creído que sometiéndose “la Nación lo protegería y recompensaría
sus servicios adelantando su tribu”. Sin embargo, la Nación –argumentaba
Trayman– se había olvidado de él una vez terminada la conquista. Advertía
que su padre “podía haberse alzado en armas pero siguió fiel al juramento
dado”. Finalmente, al morir en 1893 su padre había dejado a “su tribu más
atrasada que antes de someterse a la civilización”.
En este argumento se definía la injusticia en una doble coordenada: por un
lado en tanto “soldado del ejército nacional”, y, por el otro, en tanto “indígena”
que habiéndose sometido a la nación no había recibido los adelantos que la
“civilización” había prometido. Estas dos posibilidades de sustentar el reclamo
no fueron excluyentes una de otra y se correspondieron con las características
de cada caso. Aquí, se iba de lo particular a lo general, y se reclamaba al Estado
por la “civilización” –en este caso entendida como progreso material.

147
agn,Archivo Intermedio, Tierras, Colonias e Inmigración, Libro 13, ff. 256 y siguientes.
148
Decreto del 29 de septiembre de 2004; Registro Nacional, 1904, t. iii, p. 341.
149
Antonio Trayman a Julio Roca, Buenos Aires, octubre de 1899; agn, Sala vii, Fondo
Roca, Leg. 89.
150
Ibid.

137
Como ya fuera señalado, esta “Ley de Premios” tuvo varias idas y venidas.
Por ejemplo, aunque el plazo para otorgar beneficios a los veteranos se cerró
en 1894, ese año el Congreso votó leyes en favor de particulares, otorgándoles
tierras en propiedad en los territorios nacionales a algunos ex jefes militares
–como la viuda del general Uriburu, quien recibió ocho leguas. También se
beneficiaron algunos “indios amigos” como Petrona Nahuel-Payne, hacia
1898,151 o Mariano Linares, quien se había incorporado al servicio de la
frontera antes de las campañas del desierto.152
Dentro de este marco, las radicaciones no afectaron a contingentes muy
extensos sino que fueron personalizadas. Tal es, por ejemplo, el caso de la Ley
3154 de 1894, que autorizaba al Poder Ejecutivo a conceder en propiedad a
los caciques Manuel Ferreira Pichihuinca y Ramón Tripailaf y sus familias,
tres leguas a cada uno en el territorio de la Pampa Central (Art. 1) por los
servicios prestados en la Expedición al Río Negro. Los títulos se expedirían
gratuitamente y la mensura se haría por cuenta del Tesoro de la Nación con
la determinación de los límites de cada título (Art. 2).153
Durante las dos primeras décadas del siglo xx y derogada ya la ley de premios
militares, algunos líderes indígenas de la Patagonia, que viajaban a Buenos
Aires para solicitar reconocimiento oficial de las tierras que estaban ocupando,
continuaron invocando los servicios militares prestados a la nación.154

Los antiguos enemigos

En casos como el de Valentín Sayhueque o Manuel Namuncura, la resisten-


cia a la conquista no fue borrada de la historia del grupo; por el contrario,
representó un posicionamiento enunciativo extremo. Tratándose de figuras
muy notorias para la sociedad criolla, la radicación de ambos líderes fue ob-
jeto de una utilización ideológica que sobrepasaba los casos particulares. En
otras palabras, continuaban siendo “indios rebeldes”, allí donde el Estado los

151
agn,
Archivo Intermedio, Tierras, Colonias e Inmigración, Libro 13, ff. 904 y ss.
152
Ya en la década de 1880 se le había concedido la propiedad de grandes superficies de
tierra a miembros de la familia Linares, bajo las cláusulas de previa ocupación prolongada
de la tierra fiscal en el área hacia afuera de la frontera.
153
En 1903, se otorgan 4.100 ha en propiedad a favor de Rosario Guaiquifil de Ferreira
e hijos de Manuel Ferreira Pichihuinca. Decreto firmado por Quirno Costa y el ministro
Wenceslao Escalante el 18/12/03; Registro Nacional, 1903, t. iii, pp. 850-851.
154
Por ejemplo J. M. Painemil a quien, junto con su tribu, se le conceden (por decreto del
7/10/04) 2.900 ha en el territorio del Neuquén, Registro Nacional (rn), 1904, t. iii, p. 775.
En un marco similar puede también verse el caso de la comunidad de Diego Ancatruz, quien
efectuara dos viajes a Buenos Aires (1904 y 1916) hasta conseguir en 1917 un decreto del
presidente Irigoyen que le da permiso a él y a sus familias para ocupar las tierras donde
estaban radicados (Olivera y Briones, 1987; Varela, 1981).

138
necesitaba para demostrar su poder civilizatorio; ejemplificaban el supuesto
éxito de su acción transformadora. En medio de fuertes disputas limítrofes
con Chile permitirían acumular eventualmente argumentos en favor de la
soberanía argentina.
Sayhueque y Namuncura también elevaron su correspondencia al Poder
Ejecutivo, aunque con el objetivo de que desde la presidencia se movilizase
al Poder Legislativo.155 En estos casos, el reclamo no podía ser encuadrado en
la Ley de Premios ya que, precisamente, se trataba de los “grandes enemigos”
de dicha contienda. Por esta razón sus radicaciones dependieron mayormente
de leyes especiales dictadas por el Congreso.
En el caso de Namuncura se lo consideraba por entonces como represen-
tante de “otra raza” que había “invadido la Pampa”, por lo tanto conjugaba
en su persona la condición de “salvaje” y de “foráneo”. Así, la discusión en
torno a su destino buscaba capitalizar el sometimiento de este líder en varias
direcciones. Cuando en 1894 se debatía la Ley 3092, el mensaje del Poder
Ejecutivo señalaba que la entrega de tierras al cacique Namuncurá y “su tribu”
era un acto que “viene a demostrar que esos territorios no son ya la guarida
del salvaje, sino que están abiertos a la labor pacífica y fecunda, y que esa raza
indómita y salvaje se presenta dominada por la civilización”.156 Precisamente
porque Namucura seguía desempeñando su rol de “salvaje” y “extranjero”,
ahora dominado, se sostenía que: “Revela un gran progreso el hecho de que
un antiguo cacique de la pampa venga a gestionar la propiedad de la tierra
de que fue antes soberano y reconozca la soberanía de la Nación”.157

Colonias Pastoriles

Un tercer tipo de negociación fue aquella que desembocó en la creación de


Colonias Pastoriles regidas por la llamada Ley del Hogar. Uno de los casos,
que posteriormente funcionó como “modelo” de radicación de los pueblos
originarios, fue el de Colonia Cushamen.

155
Véase, por ejemplo, Francisco y Juan Saihueque a Julio Roca, Buenos Aires (24/7/1899);
agn, Sala vii, Fondo Roca, Leg. 88. Por decreto del 30 de octubre de 1895, el gobernador
del territorio de Chubut se compromete a dar tierras en posesión al cacique Saihueque y su
tribu, estipulando que se solicitará oportunamente del Honorable Congreso de la Nación
la autorización necesaria para otorgar en propiedad dichos terrenos. Finalmente, la Ley
3.814 de 1899 autoriza al Poder Ejecutivo a conceder en propiedad al cacique Valentín
Saihueque y su tribu 12 leguas kilométricas en Chubut (dipcn, 1991: 101).
156
Seis años después de un fallido intento de radicación, la Ley 3092 (28/8/1894) de
“Entrega de tierras a Namuncurá y su tribu” autoriza al Poder Ejecutivo a “conceder en
propiedad al cacique don Manuel Namuncura y su tribu, ocho leguas de campo sobre la
margen derecha del Río Negro” (Art.1).
157
Registro Nacional (24/8/1894), 1894, p. 199, t. ii, en dipcn (1991: 97).

139
El proceso de negociación se originó, al igual que en el caso de la rebelión
de Cayupul, ante el intento de estancieros vecinos de la agrupación represen-
tada por Miguel Ñancuche Nahuelquir –en el valle de Cushamen y aledaños–
por adueñarse de las tierras que ocupaban las familias indígenas. Se decidió
entonces en la comunidad que Rafael Nahuelquir, hermano de Ñancuche, se
conchabáse como cadenero en las comisiones de mensura de tierra, donde
se habría informado de la legislación sobre tierras fiscales vigente.158 De este
modo, Miguel Ñancuche y Rafael Nahuelquir decidieron viajar, en 1899, a
Buenos Aires para reclamar las tierras que ocupaban. Dentro de la narrativa
de origen de la actual Colonia Cushamen este episodio es conocido como los
sacrificios de Ñancuche: “se fue de a caballo a la capital de Buenos Aires, sabe
cuántos meses habrá demorado para llegar a la capital, cómo habrá sufrido
ese señor” (Demetrio Miranda, 1996).
Éstos fueron también asesorados por Clemente Onelli, quien en su obra
Trepando los Andes destacó a la comunidad formada en Cushamen como
agricultora y mucho más progresista e integrada a la idea de comunidad
nacional que los colonos galeses del valle 16 de Octubre, y más productiva,
en proporción, que la misma Compañía de Tierras del Sud Argentino de
capitales ingleses, vecinas a dicha comunidad. En carta al presidente Julio
Roca, Onelli le comunicaba la llegada a Buenos Aires del cacique y que ya lo
había recomendado al doctor Frers para “hacerle obtener la fundación de una
colonia indígena en el alto Chubut”. Onelli señalaba, entonces, que se trataba
de un “jefe de 30 familias muy laboriosas y agricultoras”.159 Roca recibió en
su domicilio particular a Ñancuche, invitándolo a cenar y haciéndole entrega
de banderas argentinas para que fuesen izadas en Cushamen.160
En un artículo de Caras y Caretas, se destacaba con respecto a los Na-
huelquir que se trataba de “indios civilizados: leen, escriben, tienen toros
mestizos de Durham y carneros cuarterones. Educan a sus hijos en el colegio
de Patagones y desean vivir tranquilamente, con la tranquilidad que da la
posesión legítima”. Se agregaba, también, que tenían edificadas sus casas y
sembradas algunas hectáreas.161
Los Nahuelquir, como muchos otros, también habían resistido a las cam-
pañas de conquista162 hasta que debieron presentarse al Ejército y cumplir
servicios en el mismo:

El finado Ñancuche contaba que sufrían mucho, que lo corrían de lado a lado,
venía la sangre blanca meta bala, así que... y entonces él se entregó... el finado
158
Caras y Caretas, 24 de junio de 1899.
159
Clemente Onelli a Julio Roca, Buenos Aires (15/6/1899), agn, Sala vii, Fondo Roca, Leg. 87.
160
Argentina Austral, año ii, N° 15, 1° de septiembre de 1930.
161
Caras y Caretas, 24 de junio de 1899.
162
En muchos relatos recogidos en la actual Colonia Cushamen se hace referencia a la huida
hacia Chile que debieron realizar Miguel Ñancuche y los suyos (Delrio, 1996).

140
Ñancuche se entregó al ejército... para salvar. El finado Ñancuche eran tres o
cuatro hermanos. Sí, y así se salvaron. Y así conocieron la tierra esta ¿y qué?
por estar en el ejército, porque era baqueano, conocía por un lado y por otro
[...] Así se salvaron ellos. Los otros se salvaron por lo que hablaba Rafael,
Ñancuche, así se salvaron los otros (Demetrio Miranda, 1998).

Como argumentos a favor del grupo representado por Ñancuche y su pedido,


Onelli también señalaba la colaboración de dicho cacique con las comisiones
de límites con Chile y la práctica de la agricultura y de la ganadería refinada
en la comunidad.
Finalmente, por decreto del 5 de julio de 1899, se dispuso reservar una
extensa zona de tierras fiscales para la creación de colonias. En el artículo
segundo se establecía la fundación de una Colonia Pastoril “bajo el nombre de
Cushamen”, regida por la Ley del Hogar de 1884 con una superficie máxima
de 125 mil ha. Allí los indígenas que ya se encontraban ocupando campos de-
bían ser “preferidos al efectuarse la adjudicación de los lotes”, siempre que se
encontrasen en las condiciones que exigía dicha ley. En los considerandos del
decreto se hacía especial mención a “la solicitud presentada por Rafael Nahuelkir
y Miguel Ñancuche Nahuelkir, a nombre propio y de otros ventitres individuos
establecidos con sus respectivas familias en el territorio del chubut”.163
En 1899, también se produjeron otros reclamos, como el de Bibiana García,
quien reclamaba tierras para “los restos de la tribu de Catriel, errantes por
el río Negro”.164 La respuesta a su reclamo fue un decreto de creación de las
Colonias Pastoriles “Catriel” y “Valcheta”. En este decreto se mencionaba que
existía en Río Negro y La Pampa “un número bastante considerable de familias
indígenas, restos de las tribus que los poblaron”; que ya el 4 de diciembre de
1889 se habían reservado para fundación de una Colonia Agrícola los cam-
pos de Valcheta, “destinada expresamente a la radicación de los indígenas
de aquella región”; que por ahora esos campos eran más aptos para la gana-
dería y que “su extensión no es suficiente para el establecimiento de todos
los indígenas de los territorios mencionados y que, además, es conveniente
propender a que se mezclen con ellos colonos de raza europea”.
Paralelamente, también se decretó que “los indígenas que actualmente
habitan los territorios de la Pampa y del Río Negro serán preferidos al efec-
tuarse la adjudicación de los lotes”, siempre que se ajustasen a las condiciones
fijadas por la Ley del Hogar. En los casos de García y Nahuelquir se destacaba
en la prensa porteña la diferencia que había entre estos indígenas “vestidos
casi a la europea, y los obtusos fueguinos de los canales, refractarios á toda
idea de progreso, haraganes de condición”.165

163
Registro Nacional, 1899, t. ii, pp. 535-536.
164
Caras y Caretas, 24 de junio de 1899.
165
Ibid.

141
Un caso similar es el de Santos Morales y Caleu, y Curunao Cabral, quienes
también fueron elegidos por su comunidad para dirigirse a Buenos Aires, al
despertar una mañana “con la noticia de que el mercachifle que les proveía
de mercaderías a cambio de su producción, un tal Güiraldes, había aparecido
con un papel que lo hacía dueño de toda esa tierra” (Canuhé, 2000: 6). El
resultado de esta gestión fue el decreto de formación de la Colonia Pastoril
Emilio Mitre.
Otro ejemplo es el de Francisco Ñankufil Calderón, quien inició en 1899
un expediente ante el Ministerio de Agricultura en representación de “nume-
rosas familias indígenas (del territorio de La Pampa) que habían pertenecido
a diferentes tribus y que deseaban radicarse mediante la posesión de la tierra”.
El resultado fue un decreto –con fecha del 24 de febrero– del vicepresidente
en ejercicio del Poder Ejecutivo creando la Colonia Pastoril “Los Puelches”.
En este caso se afirmaba que “existen todavía numerosas familias indígenas
que han pertenecido a diferentes tribus y que desean radicarse mediante la
posesión de la tierra”.166
Si bien en las entregas de tierras llevadas a cabo bajo la forma de Colonias
Pastoriles (de acuerdo con la Ley 1501) cada lote se asignaba individualmente,
los decretos para su creación fueron consecuencia de la negociación y de las
solicitudes elevadas por estos caciques/representantes, lo cual se expresaba en
el texto de los mismos decretos al hacer referencia a un determinado colectivo
definido como un “cacique y su gente”. Las menciones frecuentemente eran
a un colectivo que acompañaba a su representante, el cual podía ser tanto su
familia nuclear, parte de su linaje o un conjunto indiferenciado de familias
e individuos. Por otra parte, eran frecuentes las referencias a los “restos de
tribus”, a los cuales mediante la creación de grandes reservas se pensaba ir
encuadrando en futuras colonias de base indígena.
El cacique era entonces equiparado con las funciones de un organizador.
La heterogénea composición de estas colonias no era vista por el Estado como
potencial creadora de un liderazgo supra-tribal, sino que por el contrario se
pensaba que la mensura y la división de lotes operaría hacia la creación de
individuos productores minifundistas y no de una tribu ampliada. No obs-
tante, quienes se integraron progresivamente a la población de estas colonias
generalmente solicitaban el permiso y la aceptación del cacique representan-
te. En consecuencia, un resultado no previsto por parte de las autoridades
gubernamentales fue la creación de nuevos sentidos de pertenencia comu-
nitaria, sobre la base de colectivos mucho más amplios que lo deseable por
las políticas de Estado.

Decreto de creación de la colonia Los Puelches (24/2/1900). Memoria del Ministerio de


166

Agricultura (mma), 1898-1900, p. 508.

142
La “gran reserva”

En estos últimos casos, el resultado de la gestión dependió de un conjunto


de circunstancias. Para contextualizar este proceso de conformación de
Colonias Pastoriles indígenas veamos algunas de las políticas de la segunda
presidencia de Roca.
El ministro de Agricultura Wenceslao Escalante señalaba, en septiembre
de 1903, que la tierra fiscal más apta para la colonización había sido vendida
en grandes extensiones, “entregándolas a la especulación”, en vez de habérsela
reservado en grandes zonas para radicar familias de inmigrantes agricultores
en lotes familiares.167 En su discurso, el ministro utilizaba y redefinía la me-
táfora del “desierto” (por demás útil al primer mandato de Roca). Esta vez
se arengaba a no aplazar más “la declaración de guerra al desierto”, pero el
nuevo salvaje era el “latifundista” que se negaba a vender tierras para for-
mar colonias y dejaba a los arrendatarios obligados a vivir en “toldos” como
“agricultores nómades”.168 En las tierras del sur, no obstante, se sostenía que
era la ganadería la forma de explotar los terrenos fiscales, ya que exigía baja
densidad de población.
En efecto, el propósito de la Ley de Tierras del 8 de enero de 1903 había
sido “la población, interés supremo de este país”.169 Recordemos que esta
ley derogaba las anteriores leyes generales de tierras (salvo las disposiciones
de inmigración de la ley de 1876) y en su artículo 17 sostenía que el Poder
Ejecutivo fomentaría “la reducción de las tribus indígenas, procurando su
establecimiento por medio de misiones o suministrándoles tierras y elemen-
tos de trabajo”. La creación de colonias y misiones indígenas podían operar
simultáneamente. Por ejemplo, en el caso de la Colonia General Mitre, en
La Pampa, se destinó un lote para la fundación de una “misión indígena”
solicitada por el prefecto de las misiones de los padres franciscanos de Río
Cuarto, Fray Antonio Palacios. En los considerandos del decreto del 30 de
junio de 1902, se argumentaba que era conveniente destinar ese lote a dichos
fines para fomentar la reducción y la civilización de los indios, “que fue el
propósito del Poder Ejecutivo, al crear las diversas colonias indígenas situadas
en los territorios nacionales; de acuerdo a lo aconsejado por la División de
Tierras y Colonias”.170
Haciendo un balance de la situación de cada colonia, el ministro describía
qué tipo de población poseía cada una: “inmigrantes”, “habitantes indíge-
nas”, “colonos galeses” o “nuevos núcleos de selecta población europea”.171

167
mma,1902-1903, pp. 9-10.
168
Ibid., pp. 45-46.
169
Ibid., p. 185.
170
rn, 1902, pp. 408-409.
171
mma, 1902-1903, pp. 67-68.

143
Sostenía Escalante que se había fomentado el establecimiento de “misiones y
colonias protectoras de los indígenas” en el Chaco y Formosa.172 La creación
de “colonias indígenas” era considerada como parte de un plan más amplio
en el cual se articulaban la creación de “colonias agrícolas”, con contingen-
tes inmigrantes, con otras destinadas a la ganadería, las cuales deberían ser
formadas con población originaria. La colonización, se suponía, traería pro-
greso a las comarcas patagónicas, ya que terminaría por civilizar al indígena
mediante la formación de “colonias ganaderas” y compensaría la presencia
de colonias de inmigrantes.173
De esta forma, se instalaba como plan central de colonización de los
territorios del Sur la idea de formar grandes reservas de tierras fiscales para
articular la creación de nuevas colonias ganaderas, radicando allí a los con-
tingentes dispersos de población originaria. El objetivo de este plan era, en
definitiva, el fin de la tribu como entidad social y política. La localización de
los indígenas en lotes individuales operaba hacia una individualización de la
propiedad y la consiguiente disolución de la misma política tribal.174
Como hemos visto, en el caso del decreto de creación de la Colonia Cusha-
men se reservaba una extensa superficie que abarcaba parte de los territorios
de Río Negro y Chubut. El decreto reservaba “para la fundación de colonias” la
zona de campos fiscales limitada al norte por el arroyo Chacayhuaruca, al este
por el río Chico, al sur por las colonias Fofo-cahuel y Leleje, pertenecientes
a la compañía de Tierras Sud Argentina, y al oeste por las colonias Cholila
de propiedad de la misma compañía, Fitirihuin y Maiten, pertenecientes al
Sr. Tomás D. Brooke, y Chacaihuaruca, de la Compañía de Tierras Central
Argentina, con una superficie total de 270 mil ha (véase Mapa N° 4).175 Las
125 mil ha destinadas a la formación de la colonia Cushamen fueron ubicadas
de sur a norte –sobre dicha superficie– hasta completar el número total de
hectáreas. Hacia el norte de esta primera concesión, quedaba disponible una
enorme superficie de tierra fiscal reservada para el “ensanche de Cushamen”
y para la creación de nuevas colonias. La mensura y entrega de lotes en Cus-
hamen se oficializó por decreto del 14 de febrero de 1902.176
172
mma, 1902-1903, p. 69.
173
Por ejemplo, en el decreto de reserva para la colonización ganadera sobre la margen sur
del valle del Quillen y el área comprendida entre los ríos Rucachoroy, Quillen y Aluminé se
hacía referencia a condiciones climáticas favorables para “inmigrantes procedentes de los
países del Norte de Europa”, junto con la necesidad de reducción y civilización de “tribus
de indios” de la zona; rn, 1902, pp. 587-588.
174
Esto tiene un paralelismo con la política que desde 1899 se dio en los Estados Unidos
–ejemplo al que Roca siempre tuvo en consideración– con la implementación del Bureau
of Indian Affairs también conocido como el Indian Office o Indian Service (véase Cornell,
1988a: 56-59).
175
Decreto del 5 de julio de 1899; Registro Nacional, 1899, t. ii, pp. 535-536.
176
El agrimensor encargado del trabajo fue Agustín Rodríguez, Registro Nacional, 1902,
t. i, p. 459.

144
El decreto por el cual se crea la Colonia Cushamen representa entonces,
al mismo tiempo, la puesta en marcha de un plan regional de colonización,
creándose una “gran reserva” de tierra fiscal. En efecto, dentro de ella se otor-
garon otras concesiones atendiendo a las solicitudes presentadas por caciques
en representación de un conjunto de jefes de familia, los cuales solicitaban ser
incluidos en las disposiciones de la Ley del Hogar. Por ejemplo, el 3 de noviem-
bre de 1900, el Poder Ejecutivo decretó que la Gobernación del Río Negro177
pusiese en posesión de un lote, en la Colonia Pastoril Cushamen, a cada uno
de los indígenas que figuraban en una lista presentada por Juan Napal, con la
condición de que reuniesen los requisitos dispuestos por la Ley del Hogar.178
Unos meses después, los concesionarios manifiestaban que los lotes otorgados
en la Colonia Cushamen no eran aptos para la agricultura, solicitando les fue-
sen cambiados por otros que estaban situados sobre los arroyos Fitatemen o
Ñorquinco, lo cual fue concedido por decreto del 27 de abril de 1901.179
También allí solicitó tierras el “cacique Ramón Ancalao por sí y en re-
presentación de los ciento cuarenta y tres indígenas”, quienes reclamaban
ser amparados por la Ley del Hogar. Por medio de un decreto del 17 de
noviembre de 1900, se otorgó una concesión en calidad de “permiso para
ocupar provisioriamente una superficie de tierra situada al Norte de la Colo-
nia Pastoril Cushamen en el territorio de Río Negro”. Una vez practicadas la
mensura y la subdivisión, sus ocupantes tendrían derecho a la prioridad para
su adjudicación, “siempre que comprueben hallarse dentro de las condiciones
establecidas por la Ley”.180
En este contexto, cobró importancia que la estrategia indígena circuns­
cribiera el reclamo dentro de la figura de “grupos de familias” que requerían
una parcela para el trabajo. Sin embargo, la política de colonización no
consistió en una regla monolítica aplicada indiscriminadamente. Existía
una visión dispar y selectiva tanto de los diferentes contingentes indígenas
como de los inmigrantes. Por un lado, es de notar que en 1901 no se hizo
lugar al pedido de varios ciudadanos españoles que solicitaban tierras para

177
Erróneamente se atribuye al territorio de Río Negro la localización de la Colonia Cushamen.
Esto será corregido posteriormente mediante otro decreto del 28 de noviembre de 1900.
178
Integraban la lista, de acuerdo con el decreto: Juan Napal, Mariano Napal, Juan Alonzo,
Juan Pacheco, José Miguel Hunuluf, Nicolás Hunuluf, Beliciano Hunuluf, José Manuel
Bravos, Lorenzo Jaramillo, Antonio Epullán, Juan Natalio, Juan Varela, Manuel Epullán,
José Paineluf, Juan Paineluf, Manuel Nañorcal, Juan Manuel Grande, Antonio Muñoz, Juan
Antonio Muñoz, Juan Millanen, Vicente Nillanehuel, Valentín Espulef, Avelino Espulef,
Nazario Quidulef, Romaldo Quiñenao, Juan Navarro, Mariano Cayuleo, Juan de Dios
Segundo Painefil, Manuel Grandes, Alonso Huenteleo, Nicolás J. Guemelaf, Fernando
Carrilfa, Francisco Arriolas, Ignacio Coyuncan, Miguel Lancaqueos y Clemente Lleillan;
Registro Nacional, 1900, t. iii, pp. 554-555.
179
rn, 1901, t. i, p. 995.
180
rn, 1900, pp. 648-649.

145
la agricultura en Chubut, alegándose que no había disponibilidad y que las
colonias Sarmiento y San Martín estaban regidas por la Ley del Hogar, lo que
exigía la ciudadanía natural o legal de los solicitantes.181 No obstante, un año
más tarde, se decretaba destinar 60 leguas en Chubut para colonizarlas con
familias de Sudáfrica, recurriéndose al artículo 101 de la Ley de Coloniza-
ción de 1876, que exigía a los colonos el compromiso de obtener su carta de
ciudadanía en el término de dos años.182
Por otro lado, no todos los grupos indígenas fueron encuadrados en las
disposiciones de la Ley del Hogar. Los indígenas chaqueños y formoseños
eran visualizados por el ministro de Agricultura como el extremo del no-
madismo y la vida salvaje. Para ellos la solución pasaría por las consabidas
“misiones”.183 La diferenciación de tipos distintos de aboriginalidad permitía
al Estado articular soluciones disímiles en cada región y caso.
Si bien la Ley 1501 establecía la entrega individual de lotes de 625 ha –exi­
giéndose la nacionalidad argentina (por nacimiento o por adopción) y ciertas
mejoras en los campos a recibir–, los decretos de creación de dichas Colonias
Pastoriles reconocían la preexistencia de núcleos conformados por familias
indígenas representadas por ciertos caciques. Se les debía dar preferencia en
la primera entrega de lotes, como así también se preveían posteriores tras-
lados de “restos de tribus dispersas” que “vagaban” por la Patagonia. Esta
noción de “familias indígenas dispersas” o “restos de tribus” es fundamental
en estos casos, ya que la figura del cacique aparece, a los ojos del Estado,
como organizador de estas “familias” en “colonias”, más que como formador
de “tribus”. Los caciques son considerados en estos casos como organizado-
res de contingentes más o menos dispersos, asimilables a otras figuras que
habían funcionado como organizadores de contingentes inmigrantes para
la colonización agrícola. La radicación de familias estaba de acuerdo con el
espíritu general de las leyes de colonización, ya que de ellas se esperaba el
surgimiento de los nuevos farmers para el campo argentino.184 De esta forma,
la negociación a través de caciques en un contexto de preocupación estatal
por la conformación poblacional y de ocupación del espacio patagónico fue
articulando la salida a través de la llamada “Ley del Hogar” hacia la confor-

181
rn,
1901, t. ii, pp. 403-404.
182
Decreto del 28 de abril de 1902, Registro Nacional, 1902, t. i: 905-7. Otro ejemplo de
esta política selectiva se da en 1903 con el decreto de reserva de tierras contiguas al Lago
Argentino para la fundación de una colonia agrícola pastoril, las cuales “sólo podrán ser
ofrecidas por los comisionados para los países Escandinavos” (2/9/03), rn, 1903, t. iii, pp.
122-123.
183
En los territorios del Norte se crearon reservas de 4.500 ha para la concentración y
reducción de tribus indígenas; mma, 1903-1904, p. 51.
184
Por ejemplo, al referirse a la colonia Gral. Conesa, el ministro de Agricultura proponía
obligar a practicar la ganadería a sus ocupantes, que eran sólo “algunas familias indígenas”;
mma, 1899-1900, p. 15.

146
mación de “colonias pastoriles”. Se reconocía, así, a estos grupos indígenas
como “argentinos” y como “pobladores rurales pobres”.
Según señalaba el ministro de Agricultura en 1900, las “Colonias Pas-
toriles” sirvieron para “solucionar la cuestión indios”,185 en una coyuntura
política en la que se percibía a la población indígena con menor grado de
conflictividad que la inmigración europea para ser incorporada a la nación. No
obstante, el otorgamiento de tierra fiscal bajo este marco jurídico era factible
en casos en los cuales se suponía cierto grado de “civilización alcanzada” por
parte de los indígenas y, principalmente, donde las condiciones del terreno no
las hiciesen apetecibles para el mercado, como así tampoco la disponibilidad
de los contingentes aborígenes como mano de obra.186
En breve, como ya he señalado, el gobierno no esperaba la formación de
nuevos sentidos de pertenencia que atravesaran los distintos linajes e indivi-
duos localizados en las nuevas colonias, sino que, por el contrario, perseguía
una paulatina eliminación de la organización política tribal mediante la crea-
ción de pequeños propietarios individuales. La memoria oral recuerda, no
obstante, que el cacique Ñancuche recibió y acogió a muchas otras familias
que hasta ese entonces no formaban parte de la comunidad para conseguir
un lote en la futura “colonia”.
El contexto del cambio de siglo coincidió entonces con el fin de la narra-
tiva de origen, en el caso de Colonia Cushamen. De acuerdo con las cifras
oficiales, el período que se inicia con el cambio presidencial de 1904 presentó
una notable disminución en los decretos de entrega de tierras a los grupos
aborígenes. Asimismo, se impuso un discurso hegemónico que anunciaba
la resolución del “problema indígena” en los territorios nacionales del Sur.
Este período, al que denomino de “invisibilización”, es abordado entonces
en el siguiente capítulo.

185
mma,
1899-1900.
186
Las Colonias Pastoriles creadas en Chubut resultaban muy pequeñas para el tipo de
explotación y de población que se pretendía radicar. Como señalara el ministro de Agricul-
tura en la Memoria de 1902-1903, no era posible que una familia dedicada a la ganadería
pudiese vivir en una superficie menor de 1 legua; mma, 1902-1903, p. 183.

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