Abel Caballero - La Elipse Templaria

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Galicia,

año 1300. Tras el fracaso de las cruzadas, Occidente se fragmenta


en núcleos de poder enfrentados. Según la profecía del Apocalipsis, ha
llegado el momento de los templarios, que guardan el secreto de la
reunificación de la cristiandad: Santiago de Compostela debe sustituir a
Roma como sede papal. En los confines de la Tierra, la nobleza gallega, bajo
los auspicios del Temple, se alía con caballeros europeos. Es la única
oportunidad de materializar su utopía de libertad. Solo cada mil años la elipse
del tiempo les ofrece la ocasión de cambiar el rumbo de la historia. Sin
embargo, estos hombres guerreros y revolucionarios toparán con la feroz
pugna de intereses, y se verán implicados en una terrible trama de intrigas y
traición. Una ambiciosa novela que nos desvela las claves de la misteriosa
desaparición de los templarios y de su presencia en las tierras del Apóstol.

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Abel Caballero

La elipse templaria
ePub r1.0
pepitogrillo 24.03.16

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Título original: La elipse templaria
Abel Caballero, 2001
Diseño de cubierta: Mercè Godas

Editor digital: pepitogrillo


ePub base r1.2

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Mi agradecimiento a la señora Martín.
Sin su ayuda, esta historia jamás sería
contada. Quizás su hijo la continúe…

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PRIMERA PARTE
EL AMANECER DEL TIEMPO

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EL SIL

L
as figuras veladas por la niebla caminaban en la misma dirección que el día.
Sus pasos, apurados, se dirigían hacia poniente. Seguían la luz. Avanzaban
hacia aquel lugar, el fin de la Tierra, desde el que ya no se podía continuar,
so pena de ser devorados por la Gran Catarata donde los mares se vaciaban en el
estrépito del fin del mundo.
Eran tierras agrestes, con luces difusas y días acortados por las brumas. El verde
perenne de los valles subía hasta las montañas. Las advertencias que los caminantes
llevaban en sus planos se habían quedado cortas ante las dificultades reales del
terreno. Nada decían de aquel empinado valle ni de aquel río, gris oscuro, que
discurría al fondo como una lengua esculpida entre las montañas, que la niebla a
duras penas dejaba ver. Río Sil le habían llamado los antiguos ocupantes romanos.
Imposible vadearlo por allí. No habían seguido el Camino de Santiago; habían
evitado las rutas habituales para no llamar la atención. Diez caminantes con hábitos
de monjes recorriendo el Camino no podrían dejar de ser anunciados allá, en
Compostella, y la misión que les había sido encomendada requería el máximo sigilo.
Las instrucciones al respecto eran terminantes: debían rodear los territorios más
poblados, evitar las rutas más conocidas y, sobre todo, llegar en la fecha indicada. A
costa de lo que fuese.
Aquel valle parecía infranqueable; la maleza del bosque y el barranco impedían el
paso, aunque eso les aseguraba que no serían vistos. La ladera del otro lado del río
aparecía llena de escalones. Pequeños muros de piedra sostenían una encima de otra
incontables terrazas que en su día debieron de ser lugares de cultivo, seguramente de
vid. Doce siglos antes, los ocupantes romanos llevarían cada año a Roma aquel
exquisito vino, como muestra de que aquellas tierras en el fin del mundo eran útiles al
Imperio.
Terrazas y muros se veían ahora desmoronados, reclamando de nuevo el trabajo
de los cinco mil esclavos que habían levantado aquella colosal obra.
No podían perder mucho tiempo. Si se retrasaban, todo el plan se podría venir
abajo y mucho era lo que estaba en juego para Occidente. Debían alcanzar el castillo
de Lemos cuando, por segunda vez, el sol desapareciese por el fin del mundo.
No era tarea fácil y por eso, habían recurrido a ellos. Se trataba de una misión
arriesgada y difícil. Incluso para templarios. Tenían que iniciar aquel proceso que,
una vez en marcha, ya nada ni nadie podría parar.
—Nos separaremos en tres grupos —dijo uno de los monjes de mediana edad,
delgado, con aspecto recio y piel curtida por el sol—. Uno marchará una legua hacia
el norte, otro hacia el sur y el resto permanecerá aquí conmigo. Buscaremos gentes
del lugar que nos ayuden a cruzar el río con sus barcas. Nos reuniremos en la cima

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del monte escalonado —concluyó señalando la colina frente a ellos.
Sobraba cualquier recomendación de cautela. El largo camino que habían
recorrido desde las húmedas y frías tierras del este de Germania, había hecho de un
grupo de hombres reclutados en diferentes lugares de Europa, un destacamento
compacto y compenetrado. Todos sabían cuál era su cometido. Habían sido
seleccionados personalmente por el Gran Maestre, Thibauld de Gaudin. Diez
hombres que tenían en común su pertenencia, desde antiguo, al Temple. Habían
luchado en las cruzadas, en Turquía, en las tierras de Argel. Fueron heridos,
encarcelados. Sufrieron las miserias de la guerra, dirigieron cuerpos de ejército.
Tenían experiencia. Haberlos enviado precisamente a ellos a aquella misión mostraba
su importancia.
Cuando el Gran Maestre, les puso al corriente de la misión y ordenó que los
instruyeran detalladamente, no preguntaron; simplemente obedecieron. Sabían cuál
era su obligación y la cumplirían; su vida estaba al servicio de la Cristiandad. Así,
Enric de Westfalia había ido a Argel con el objeto de provocar una revuelta del Jeque
Abdal, para que el mundo árabe se debilitase al atender a problemas internos. En
Turquía, Joseph había conseguido alzar en armas la provincia de Ankara, paralizando
un ejército que se dirigía a luchar contra la cruzada. Habían recorrido Siria, Jordania,
Egipto y hasta Mesopotamia, con ejércitos, o en misiones de incursión para distraer a
las fuerzas musulmanas que daban apoyo a las que ocupaban los Santos Lugares.
Años de combate en la cruzada al lado de los ejércitos franceses, germánicos e
ingleses, avalaban una historia de servicio al Temple.
Las instrucciones del Gran Maestre eran precisas y no dejaban nada al azar. Pero,
sobre todo, les había quedado claro que el objetivo final era el Camino de Santiago, la
Ruta Occidental de la Cristiandad.
—Allí hay una barca —dijo uno de los cuatro hombres que había quedado con
Enric—. Si encontramos pronto a su dueño podremos descansar unas horas y aun
encontrar un sitio abrigado para pasar la noche.
El barquero, un hombre rubio, casi pelirrojo, fue tan parco en palabras como los
cuatro templarios. Al subir a la barca se sintieron observados, a pesar de que aquel
hombre apenas los mirara. Les habían advertido; las gentes de Gallaecia eran
perspicaces y misteriosas. Tuvieron la certeza de que el barquero sabía que no eran
peregrinos y, mientras cruzaban el río, el silencio se hizo pesado. «Ya saben que
estamos aquí —pensó Enric—. ¿Cómo se habrán enterado?».
En medio de la niebla, que al contacto con el agua oscura del río se volvía casi
sólida, Enric sintió temor; allí abajo se había hecho de noche y aún faltaban dos horas
para la puesta del sol. Al desembarcar, y mientras le pagaba lo convenido, su mirada
se cruzó con la del barquero y sintió un estremecimiento. Todo parecía irreal y difuso.
Iniciaron la subida de la empinada ladera. Cuando se encontraban a mitad de
camino, el río desapareció súbitamente de su vista. La bruma lo cubrió y la noche se
hizo real. Tenían que buscar un sitio donde pasar la noche, y si los otros grupos se

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retrasaban, deberían dormir a la intemperie; lo habían hecho muchas veces, incluso
con más frío y con lluvia. Pero Enric no estaba tranquilo. Sentía un hormigueo en la
espalda y prefería descansar a resguardo. No le sorprendió que los otros tres
templarios pensaran lo mismo. Sabía que tenían la misma sensación que él.
Tampoco le sorprendió comprobar, cuando los otros dos grupos se les hubieron
unido, que también en ellos había prendido el mismo desasosiego. Todos preferían
hacer noche a cubierto.
Tuvieron suerte. Encontraron pronto un galpón, donde, en época de vendimia, se
guardaban los cestos y los barriles para fermentar las uvas. Allí no serían vistos, y
estarían seguros.
La cena fue frugal. Tomaron la carne restante del ciervo que habían cazado en los
Montes de León y agua. Los Caballeros del Temple eran sobrios y austeros. Aquella
noche, con la niebla penetrando hasta los últimos resquicios del refugio, cenaron en
silencio. Un silencio tenso, distinto del habitual. Los llenaban sensaciones que nunca
habían sentido. Las notaban. Las compartían. Era como si los hubiesen transportado a
otro mundo, a otra tierra con diferente carácter.
Enric pasó la noche en vela. Una sensación de angustia le había calado el espíritu.
Con la sangre fría que le caracterizaba, reflexionó.
¿Qué había cambiado por el solo hecho de cruzar aquel río? El barquero apenas
había pronunciado diez palabras. ¿Por qué, entonces, aquella sensación de
desasosiego, de haber sido descubiertos? Sin duda era fruto de la imaginación y del
efecto sobrecogedor de aquel río brumoso y metálico, de agua tan espesa, que se diría
que se podía caminar sobre ella, y de la rápida caída de la noche, que, como si fuese
un telón que lo había sumido todo en la oscuridad, les había alterado el pensamiento,
incluso trastornándolo. Esa era, sin duda, la cuestión; aquellos fenómenos naturales y
aquel valle magnético, les habrían afectado. ¿Cómo podría, ni por asomo, aquel
inculto y bárbaro barquero, conocer o siquiera entender su misión? Solo pensarlo
resultaba absurdo.
Solo ellos diez, el Gran Maestre y el que había de venir, conocían la misión. Doce
templarios y el Papa de Roma. Nadie más sabía lo que estaba en juego y las fuerzas
que se iban a desencadenar.
El Gran Maestre había sido tajante. Occidente tenía que mantener el Camino de
Compostella abierto; era la gran ruta de la civilización cristiana. La amenaza se
cerniría sobre esta si sus dos extremos, occidental y oriental, eran ocupados por el
Islam. La Cruz Templaria había sido la encargada de mantener el cristianismo en toda
aquella extensión, pero Oriente se había perdido. Ya los primeros cristianos habían
definido el territorio: Pedro a Roma, Santiago a Finisterre y Pablo en Oriente. Así se
había decidido y así debía ser. Nada ni nadie lo habría de cambiar.
Una gran amenaza, sin embargo, empezaba a convertirse en realidad. Algunos
habían temido que en el salto del primer milenio, esos dos extremos de la civilización
cristiana pudiesen quedar definitiva y violentamente desgajados de la cruz de

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Occidente. Si esto llegaba a suceder, el ataque a las tierras del norte, la Germania,
sería fácil. Sus territorios se desmembrarían e imperaría de nuevo la barbarie; Roma,
aislada, ya no sería más que el último baluarte de aquella gran civilización.
Algunos de estos signos se empezaban a cumplir. Las cruzadas contra el Islam en
los Santos Lugares, se habían mostrado incapaces de desalojar al infiel. Antes bien,
parecía que la conjunción de Turquía con el islamismo surmediterráneo, ya no solo
fortalecía su posición en las tierras del Golán, sino que podría ser una gran amenaza
que avanzase desde Oriente.
Era cierto que aquellos temores habían sido más fuertes al tornar el milenio y
desde entonces ya habían transcurrido casi trescientos años. Corría el año del Señor
de 1295. El mundo miraba cada vez más hacia Compostella y por eso era preciso
fortalecer su ruta y su tierra. Y había que hacerlo con prontitud y certeza.

El plan era meticuloso. No podían cometer errores y por eso los habían elegido. A
ellos y al que habría de venir, que se uniría al grupo en algún sitio y dirigiría toda la
operación. Enric desconocía su nombre. Solo le habían dicho que al verle, lo
reconocería inmediatamente.
Así pues, no era posible que el barquero supiera nada de aquello. Todo eran
figuraciones suyas. Simplemente, los habría observado con la curiosidad de encontrar
a cuatro monjes peregrinos vadeando el río Sil tan alejados de la rutas de
Compostella.
Aquellos temores carecían de sentido, pero la inquietud permanecía en ellos
cuando la primera luz del alba entró en el refugio. La niebla había desaparecido,
descendiendo hacia el valle. Por primera vez pudieron ver el terreno que pisaban;
rodeados de altas montañas, horizontes cercanos, quebrados por los escarpados
cañones que abriera el río Sil y allí detrás, al otro lado del río, el castillo de los
Castro, que aunque no figuraba entre los lugares peligrosos, había que evitar. La
recomendación era que no notaran su presencia.
Reemprendieron la marcha con el sol a la espalda, avanzando de nuevo en la
misma dirección que el día, con paso rápido y decidido. El mundo parecía haber
cambiado. Ahora todo era luminosidad. El sol se lanzaba contra la espesa vegetación,
y los bosques de castaños, verdes, brillantes, despedían sus rayos de nuevo hacia el
cielo. Olía a humedad limpia. Solo montes, árboles, claridad y sonidos; el silencio de
los bosques. Todo había sido un sueño de nieblas, brumas, aguas y oscuridades. Sin
duda fruto de la imaginación.
Les quedaba un día. Había que apresurarse. La mañana limpia y clara invitaba a
ello. Aquellos dos días que se habían retrasado en Roncesvalles, el desfiladero del
milagro donde el infiel había sido detenido, pesaban ahora como losas en su marcha.
Debían llegar al anochecer, y llegarían. Tierra hermosa la que estaban descubriendo;
tierra desconcertante, que podía pasar de las sombras difusas a las cascadas de luz.

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Por eso les habían advertido. Todos los cuidados eran pocos.
Debían llegar a tiempo, y llegaron. Cuando el sol ya no dañaba la vista al mirarlo
en el horizonte, apareció la silueta del castillo de Lemos, imponente, en la cima del
monte, coronando una tierra llana y fértil.
Enric volvió a sentir el desasosiego. Podía oler la fertilidad de aquel valle; sintió
en la piel que la tierra que estaba ante sus ojos tenía la misma fuerza que el agua de
aquel río, el Sil. Tuvo la impresión de que el castillo no había sido construido, sino
que había brotado de la misma tierra. Si no, ¿cómo podía ser tan hermoso y tan
poderoso a la vez? La magia flotaba en el aire. Ni siquiera en las tierras de Damasco,
o en Roma, había notado nunca algo parecido.
—Antes de la puesta del sol estaremos en nuestro destino —fue lo único que
Enric acertó a decir.
Nadie replicó. El silencio hablaba por sí solo.

Bullicio, ruido, gentes por doquier que cantaban y bebían. El pueblo de Monforte, a
los pies del castillo, estaba todo en la calle. Alegría desbordante; los mayores, los
niños, los hombres, las mujeres, todos participaban de la magna celebración. El paso
de diez monjes por las calles no sorprendió a nadie; los miraban sin recelo y sin
prestarles atención. Era como si fuesen parte de la celebración, añadidos a la fiesta.
—¡Por la felicidad de doña Cristina! —brindó desde la puerta de una taberna un
hombre, ya entrado en años, con aire de hospitalidad.
Los caminantes respondieron a los saludos con frases sueltas. No era preciso
indagar el camino del castillo. Bastaba con seguir a la gente.
Detrás de ellos unos caballeros con guardias de escolta y dos carruajes les
alcanzaron al trote. Vestidos de fiesta, espada en ristre, las mujeres en los carros, con
señas inequívocas de señorío. Los dejaron rápidamente atrás, cabalgando hacia el
castillo.
Al día siguiente, tendría lugar la boda de la hija del señor de Lemos, doña
Cristina, con el caballero de Avalle, de las tierras del Miño, cerca de Tui. Toda la
nobleza gallega estaría en el castillo aquella noche y, con ellos, diez monjes asistirían
a la ceremonia. No volvería a haber una ocasión así para hablar con los más notables
señores de aquella tierra mágica y contar con su concurso.
Los señores de los condados de Betanzos, Terra Chá, Monterrei y tantos otros
habían llegado ya, pero aún faltaban algunos. Se hospedarían en el castillo y en el
edificio cercano a la iglesia. La boda la oficiaría el obispo de Mondoñedo, venido
expresamente para ello. No lo haría el de Compostella. Había razones que lo hacían
imposible.
La subida final al castillo era en verdad empinada. Tras un día caminando sin
parar, los templarios sintieron la dureza del tramo final. Pero habían llegado en la
fecha límite. El primer paso estaba dado. Se había iniciado en Rotterdam y había

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concluido en Lemos.
—Ahora empieza a contar el tiempo —dijo Enric a sus compañeros, mientras
daba un fuerte aldabonazo en la entreabierta puerta del castillo.
El sol ya se había ocultado. La parte más alejada del castillo parecía desaparecer,
fundiéndose con la oscuridad. Abajo, las gentes del pueblo seguían cantando y
gritando al paso de las comitivas por delante de las hogueras. Y allí, en aquella
explanada frente al castillo, iluminada por algunas antorchas, a Enric le pareció que el
suelo se hundía, volviéndose negro como si se abriese un abismo. Los segundos se
hicieron eternos. Todo era hostil; las paredes de piedra sin una sola grieta, las torres
almenadas, amenazantes, sobre sus cabezas, las herrumbres de la puerta, ocres como
la plaza alumbrada por aquellas antorchas, parecían advertirles del peligro de su
misión. El bullicio se detuvo en aquellos instantes de piedra. Enric se estremeció. Le
entró vértigo.
Se sintió observado por una mirada de hielo. Sabía que los guardias, los
vendedores y los aldeanos que estaban en las esquinas de la plaza los miraban. Pero
no era eso; sintió frío en la nuca. Se supo de nuevo descubierto, mientras una figura
se fundía rápidamente con las sombras, enseñando su rostro rubio, casi pelirrojo…
Deseó que la puerta se abriese al instante.
—El conde quiere veros ahora mismo. Nos ordenó que le avisáramos tan pronto
llegaseis. Hace dos días que os esperamos —dijo el jefe de la guardia al tiempo que
les abría la puerta.
Entraron en una amplia plaza de armas. Los templarios notaron aquella sensación
de los castillos de Malta, de Francia, de Castilla… Piedra, hierro, gentes, sudor; la
vida valía lo que tardaba un arma en hacer su trabajo. Aquel era su mundo. Se sentían
de nuevo fuertes, seguros y con fe en su misión.
Cuando subían las escaleras de piedra, alumbradas por antorchas, con el ir y venir
de gentes, nobles a todas luces, ya habían recompuesto el ánimo. Había sido otra vez
la imaginación y la obscuridad. ¿Qué habían visto?, pensó Enric. Nada, la imponente
mole de aquel castillo les había desconcertado. Gentes rubias, casi pelirrojas, había
muchas por estos parajes. ¿Por qué aquella sensación de que ya había visto antes
aquella silueta y aquella cara? Sin duda, las gentes se parecían aquí mucho.
—Os esperaba hace dos días —dijo el conde de Lemos—. Llegué a pensar que se
había cancelado toda la operación y que habíamos sido derrotados antes de empezar.
Veo con agrado que mis temores eran falsos.
Sobre la mesa brillaba la daga que Enric había depositado antes de que hubiesen
cruzado una sola palabra. Era el símbolo de los grandes capitanes del Temple. Piedras
rojas y blancas formando la cruz templaria.
El conde de Lemos observó a aquellos hombres que les ayudarían a recuperar el
poder que habían perdido frente al clero, con los obispos y los monjes cistercienses a
la cabeza. ¿Quién iba a defender las tierras del fin del mundo del invasor infiel sino
los nobles? Tenían que volver a fortificarse, ser poderosos y armar un ejército para

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defenderse. Los conventos, ocupados en las mejoras agrícolas y en sus libros, nunca
serían fortines de defensa frente al enemigo.
Él sería el encargado de dirigir la nobleza, aglutinarla, armarla y hacer que el
ejército de Gallaecia fuese respetado y aun temido en todas partes. Aquel sueño de
poder y venganza estaba ya en marcha. Muchas generaciones de Lemos se habían
hecho respetar y él no iba a consentir ahora que su estirpe fuese despreciada por el
clero.
Aquel día en que el arzobispo de Compostella, ruin y miserable, no había
accedido a reconocer su señorío, negándose a oficiar en su boda y delegando en el
deán de la catedral, la humillación había herido su alma. No pararía hasta tomar
venganza. Había pasado noches enteras en vela viendo al arzobispo pagar por aquella
afrenta. Pero en aquel momento, la realidad cobraba forma: diez templarios en su
castillo y, como contraseña, una daga sobre la mesa.
—La dureza de estas tierras… —se limitó a decir Enric, sin mencionar que había
sido Roncesvalles la causa de la demora.
La cueva de Roncesvalles, que tras dos días de búsqueda habían encontrado; un
gran escondrijo que, en la puerta de la otra Europa, nunca despertaría sospechas. Más
fácil y más imposible. Era paso obligado de todos, y nadie la vería. Pero aquello era
solo para el Gran Maestre. Nadie más, a excepción, claro está, del que había de venir,
sabría de aquel lugar en Roncesvalles.
—Tras la cena, cuando las damas se retiren a sus aposentos y el obispo se dirija a
la abadía, donde hará noche, nos reuniremos. Nuestros invitados saben que unos
cruzados han llegado casualmente al castillo y tienen curiosidad por oír sus historias
de las cruzadas. Están descontentos por las levas y los impuestos que nos imponen los
monarcas de Castilla, pero, sobre todo, piensan que el poder de los obispos y los
monjes cistercienses es excesivo. Son gentes de religiosidad profunda que reconocen
autoridad al clero, pero no el derecho a ejercer por delegación el poder de la corona
en un país, el nuestro, que nunca tuvo rey.
Un país sin monarca, un habla propia, y con el Apóstol en su corazón, allá en
Compostella. Este es el sitio, pensó Enric. El poder lo habían ejercido los señores
feudales en cada condado, en cada valle. País prodigioso al que Santiago había
decidido ir a predicar y donde reposaba por los siglos de los siglos. Allí deberían
haber emplazado el centro difusor de la unidad sinárquica de Occidente. No eran las
cruzadas el camino, sino el propio Camino de Santiago. Lo marcaba la Vía Láctea, lo
señalaba el Universo y no se habían dado cuenta. Lo miraban y no lo veían.
Era preciso instalar en Europa un gran gobierno sinárquico desde el que los
hombres más sabios, justos y bondadosos rigiesen los destinos de la Europa cristiana
y buscasen el renacimiento interior del ser humano. Desde Platón al Temple.
Creyeron que la vía divina eran las cruzadas: salvar los Santos Lugares y conseguir el
poder en el orbe cristiano. Se habían equivocado: debían recorrer la cruz siguiendo al
sol, yendo hacia Occidente, y ellos se dirigieron a Oriente. Habían perdido dos siglos

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y una parte de su fuerza. Este era el lugar, y aquí estaban las señales. No había que ir
desde Roma hacia Jerusalén. Tenían que recorrer primero el otro brazo de la cruz,
desde Roma a Compostella. Este no era el Finis Terrae. Santiago había venido aquí
en barca de piedra para señalarlo, era el principio.
Cenaron en una dependencia aparte. Desde el salón de banquetes, un amplio
comedor empedrado, llegaban los sonidos de la música que, a ratos, desaparecía
devorada por las voces, las risas y los ruidos de los cuencos de madera y de los
servidores moviéndose con precipitación. Los platos se sucedían sin fin; los vinos se
escanciaban con profusión. Todo se había reunido en forma de cena: carnes, caza,
pesca de río, frutos de la tierra. Aquello hubiese mantenido a un ejército durante una
semana. Se trataba tan solo de la muestra del carácter de la tierra. Los templarios,
frugales, cenaron en silencio. Enric era consciente de la importancia de la reunión que
iban a tener. Aquellos nobles debían reclutar un ejército, sin despertar sospechas que
pudieran alertar atenciones no deseadas. El conde de Lemos, siguiendo las
instrucciones que habían recibido, se pondría a su cabeza.
Los ruidos se fueron apagando y la música ocupó todo el espacio. Una zampoña y
una viola lanzaban una luz de melodías que hicieron que aquellos recios templarios
fuesen aún más conscientes de la importancia de su misión. Aún seguía la música
cuando el jefe de la guardia los fue a buscar y los condujo hacia la sala de armas. En
la pequeña antesala había una chimenea con un pote de castañas. Allí, al lado de la
ventana, de pie tras una mesa, reluciente, blanca, rubia y azul, aquella figura le
pareció a Enric una alucinación de aquella tierra mágica. La sonrisa, el pelo rubio
corto, los ojos azules que lo ocupaban todo, las manos blancas…, no era real tanta
belleza. Pero estaba allí y le sonreía. Fugaz, desconcertante. La puerta, al abrirse e
introducirlo en la sala, deshizo el hechizo.
—El señor de Avalle, el conde de Salvatierra, el señor de Bembibre, el conde de
Traba, el conde de Sotomayor.
El conde de Lemos recitó los nombres de cada uno de los más de treinta
caballeros que ocupaban la sala de armas. Su curiosidad al ver a los diez monjes
resultaba evidente. Eran diez cruzados que, según les había anticipado el anfitrión,
peregrinaban a Compostella tras haber sido liberados en el Magreb. Procedían del sur,
de Granada, a donde habían sido llevados para cobrar rescate. El favor del Apóstol
los había liberado. Eran nobles templarios de países cristianos, convertidos en
peregrinos en agradecimiento al Señor Santiago, que pasaban por el castillo de
Lemos, fuera de las rutas habituales, porque procedían de tierras del Islam.
La narración de Enric no permitió respiro alguno. Las cruzadas, el Santo
Sepulcro, la retirada de Jerusalén, la derrota, el avance islámico, el peligro del
turco… los atrajeron enseguida sin recelo, porque aquello llenaba su espíritu. La
Cristiandad estaba en retroceso. Aquel mensaje transmitido con tanta seguridad
prendió fuertemente en unos señores, dueños de vidas y haciendas, que veían un
Camino de Santiago en pleno apogeo, con miles de peregrinos de toda Europa

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fluyendo a través de sus tierras, al tiempo que perdían poder. La hegemonía del clero
asentado en torno al sepulcro del Apóstol, la ocupación del poder de Gallaecia por las
órdenes religiosas y el debilitamiento de los señores feudales, era un terreno abonado
para el mensaje de la Cristiandad en retroceso. Solo ellos, con sus ejércitos
rearmados, podían dar seguridad.
Enric supo que estaban ganando. La sombras que proyectaba la luz de las
antorchas permanecían inmóviles. Nadie decía nada. Escuchaban. Pronto el ambiente
se volvió conductor. Se sintieron ellos mismos. Fuertes, poderosos, protagonistas.
Eran Occidente. Desde allí había de avanzar una nueva causa. No podían ser meros
espectadores, sino el corazón desencadenante. Por la Cristiandad, pero sin el clero.
Podrían conseguir cualquier cosa.
—La historia nos reclama —pronunció con vehemencia Indalecio Avalle, un
joven de apenas diecinueve años de tez pálida y ojos marrones, casi negros—.
Tenemos que tomar la iniciativa. Ir juntos. Armar un ejército. Cada uno de nosotros
puede reclutar cien soldados. Un ejército de tres mil hombres, bien entrenados, sería
el brazo armado del Apóstol.
Tenía fuerza. Todos asentían, aun a pesar de por lo menos doblarlo en edad.
Rostros más curtidos, barbas más espesas, brazos más fuertes, aceptaban aquellas
palabras y las que siguieron. Indalecio ofrecía sus tierras, allá al lado del río Miño,
como campos de entrenamiento.
Lo que Enric pretendía había surgido con espontaneidad de aquella sala de armas
y de un joven casi imberbe. La sorpresa de Enric y los otros templarios fue máxima
cuando vieron la satisfacción del conde de Lemos. Los planes eran que fuese él el que
encabezase aquella eclosión de poder. En solo unos instantes otro se había puesto al
frente y parecía del agrado de todos, hasta del conde.
La cara de alguno de los templarios debió reflejar las tribulaciones que les
acometían ante aquella situación, de tal manera que el conde de Lemos aclaró con
evidente satisfacción:
—Don Indalecio de Avalle contraerá matrimonio mañana con nuestra hija doña
Cristina.
Aquello dejaba las cosas en su sitio. Aún mejor. Dos personas, el conde e
Indalecio, harían mejor el trabajo. Serían capaces de unir a todo aquel grupo.
Un ejército para evitar la caída del sepulcro del Apóstol, para salvaguardar la ruta
jacobea y para frenar el retroceso del cristianismo, era el sentimiento de la mayoría de
los presentes y el que, en verdad, animaba a Indalecio.
Un ejército para recuperar y mantener el poder de los señores feudales y para
ocupar el lugar que a algunos les correspondía, pensaba el conde de Lemos.
Un ejército para el gran objetivo, Europa y su gobierno sinárquico, pensaba Enric.
Sin duda, aquella era la tierra, estos los hombres, y el sepulcro del Apóstol, la causa.
Las voluntades se empezaban a mover, pero aún quedaba mucho.
Instrucciones, acuerdos, juramentos, secreto, causa común, honor y palabra. Las

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sombras seguían petrificadas y las miradas severas. Todos comprendían lo que estaba
sucediendo en aquella sala de armas. El castillo de Lemos era el testigo, Enric el
transmisor e Indalecio el brazo ejecutor. Todo encajaba. La rueda comenzaba a girar y
nunca más se pararía.
Al acabar la reunión, Enric se dirigió apresurado y ansioso hacia la puerta. La
franqueó. Aquella mujer ya no estaba allí. La mesa, la ventana, la chimenea, las
castañas, eso era todo; la sala estaba vacía. Él la llenó con su anterior visión. Aunque
había pasado el tiempo, sentía su presencia. «Cosas de la mente», pensó. «Estas
tierras mágicas actúan sobre el espíritu y más cuando el cansancio agota el cuerpo».
Durmió mal. De nuevo sintió la sensación de desasosiego; lo dominaba el
recuerdo de aquella visión. El rostro de la hermosa mujer al lado de la chimenea no se
apartaba de él. Era mejor recapitular cómo había sido la reunión. Repasó
mentalmente los nombres y las caras. Al principio habían mostrado la curiosidad de
la novedad, pero pronto habían adquirido el aspecto grave de los grandes momentos
en los que se sabe cuánto está en juego.
La intervención de Indalecio había conseguido llevar el proceso mucho más allá
de lo que hubiesen podido imaginar. Un personaje con imán, sin duda, especial. Todo
iba bien. Pero el pensamiento se le escapaba una y otra vez a la sala de la chimenea.
Era inútil; su figura se dibujaba aun en contra de su voluntad. Fue apenas un abrir y
cerrar de ojos, y aún duraba. Desde que vadeara aquel río sólido, todo eran impulsos
que no controlaba. Pero la figura etérea de aquella mujer, estaba, ya no en el terreno
de la magia, sino en el de lo prohibido. Mitad monje, mitad guerrero, al servicio de la
Cristiandad. Caballero del Temple. Sentía un impulso como remolinos de aire, y tenía
la sensación de pisar arenas movedizas.

Guerra y amor. Armas y casa. Torbellino de sentimientos. Un largo viaje desde sus
tierras del Miño hasta Lemos. Una boda, una unión que le producía sensaciones que
iban mas allá de sus propios sueños. Un deseo irrefrenable de verla, de estar con ella.
Fue conveniencia hasta que la vio. Entonces empezó un viaje infinito de
sentimientos, más allá de la cordura. Cristina, de apenas diecisiete años, fue para él
todo. La vio y sintió que vivía. Más que nunca sintió la vida. Su alegría, su belleza, su
dulzura, su sosiego le hablaban de una eternidad de felicidad que iniciaban juntos. De
la impaciencia, los días no pasaban, pero ya solo quedaba una noche. Tan solo un
sueño, que no sería, porque al final estaba ella.
Aquella noche, en la sala de armas, un nuevo tiempo se había abierto; aquellos
monjes cruzados, cautivos, peregrinos de Santiago, le habían mostrado el destino en
un instante. Muy pocos hombres podrían ver lo que él había visto: el deber, el poder,
el ser. Su voluntad se había vuelto firme. Sabía lo que tenía que hacer. Armar un
ejército poderoso. Gallaecia sería muy pronto testigo de un gran ejército al servicio
del Señor para salvar Occidente.

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El día llegó. Indalecio no había dormido. No lo necesitaba. Se sentía más fuerte
que nunca. El castillo amaneció de repente; la luz llegó tarde, cuando ya una multitud
empeñada en los preparativos se movía en todas direcciones. Los nobles y sus
familias se dirigieron a la capilla y ocuparon sus sitios de acuerdo con estirpes y
blasones.
El obispo de Mondoñedo, rodeado de una docena de clérigos, desde el lugar
central en el altar, seguro de su poder, vio al fondo de la iglesia a los diez cruzados
peregrinos. No acertaba a comprender cómo aquellos monjes, de aspecto más bien
vulgar, habían sido capaces de obtener el compromiso de armar un ejército de
aquellos nobles, individualistas, poco ambiciosos y acostumbrados a una vida
rutinaria, si ni siquiera sabían muy bien su finalidad. Pero el hecho era de la máxima
importancia. Había que poner sobre aviso al monacato cisterciense y al arzobispo de
Compostella, que decidiría si era conveniente avisar al Rey y qué medidas debían
tomar. Él cumpliría con dar el aviso.
Tenía gran aprecio por el conde, hombre bueno y cabal, aunque demasiado
pendiente de los deseos de su mujer, la hermosa doña Inés. Hasta ahora la influencia
de esta se había limitado a cuestiones sin trascendencia, la hacienda, los cultivos, los
sirvientes… Pero la noche anterior había permanecido en la antesala de armas hasta
el final de la reunión. La acústica de la cúpula de la sala de armas llevaba los sonidos
a la chimenea de la sala contigua. El obispo lo había experimentado como una
curiosidad que le contara el conde; jugaban a las adivinanzas con las visitas.
La iglesia se le vino encima a Enric cuando vio aparecer a la señora de la ventana
de la mano del conde. Aquella figura, ya imborrable, era ahora una realidad con
nombre, doña Inés. No pudo reaccionar. Sus ojos se quedaron presos y no los pudo
separar de ella. Su voluntad quedó sepultada bajo las piedras de aquella iglesia. Mitad
monje, mitad guerrero. Todo de aquella mujer. Inmóvil. El pasado se desprendió en
un instante del presente. Ya no era. El después no sería consecuencia del antes, sino
del ahora. Su misión permanecía, lo demás, no. Todo había de ser como debía, pero
no su alma.
Aquella tierra mágica empezaba a decidir su propio destino y el de todas sus
gentes. Le habían advertido y no lo había creído. Desde Rotterdam a las tierras de
hielo de Suecia, desde los desiertos de calor de Argel a las lluvias de las estepas del
norte, desde Mesopotamia, la húmeda, hasta los bosques de Castilla, su espíritu se
había curtido para el Temple y Cristo. Pero ahora no se sentía el mismo; estaba en
otra tierra, con otro carácter.
Con una espada en las manos, aguardaba a Cristina. Las dos manos sobre la cruz
de la empuñadura de aquella espada, pesada, brillante, que su abuelo don Indalecio le
había entregado al iniciar el viaje a Lemos, diciéndole: «Sé que la usarás con honor y
valentía». Su abuelo no pudo acompañarlo. Los años y la salud se lo habían
impedido. «No te volveré a ver. Pero sé que el tiempo no tendrá final para ti. Serás
feliz y desgraciado. Morirás y vivirás. El tiempo curvará ante ti su elipse».

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No lo entendió. Lo quería demasiado. No lo quiso oír. De él lo había aprendido
todo. La paciencia, la transigencia, el honor, la vida de su pueblo, la voluntad, el
tesón pero, especialmente, la trascendencia. Todo va más allá. Cada acto tiene
consecuencias. La vida es más que el tiempo que pasa, es el juego de la acción y su
resultado. «Tu vida trasciende al tiempo», le dijo al despedirlo. Fueron sus últimas
palabras.
Por eso decidió esperar a Cristina con su espada. La extrañeza de los invitados era
patente. Jamás se había visto esperar a la desposada en la iglesia con la espada al
frente.
Se juntaron ante el altar. La dulzura de Cristina apagó el furor de la espada y
desvaneció una nube de temor que había inundado la iglesia. Devolvió la calma a las
gentes. Así era ella. Lo había sido siempre. Transmitía su tranquilidad. Aplacaba las
furias con su presencia.
—Nunca se celebró una ceremonia ante Nuestro Señor Jesucristo con el arma de
la muerte en su presencia —clamó el obispo—. Esta no se celebrará si no se desarma
el señor de Avalle.
El obispo ejercía su poder. La reunión de la noche anterior y la presencia de
Indalecio en ella estaban teniendo respuesta en aquel momento. La Iglesia era
primero. Su magisterio le señaló que era aquel el momento de desbancar a aquel
joven de su pequeño pedestal. Todos entendieron el significado de las palabras del
obispo. Se movieron inquietos mirándose desde sus sitios.
—Espadas y cruces defendieron el Santo Sepulcro. Espadas y cruces defenderán
el camino de la civilización cristiana. Esta espada y esta cruz le exigen su obligación.
Con la cruz o con la espada. Su Dignidad diga qué lado quiere.
Todos quedaron paralizados. El reto no dejaba ningún margen al obispo. Indalecio
había dejado libre su instinto. Todos vieron su determinación. Lo miraron con
respeto, pero temieron las consecuencias. Enric vio a un hombre capaz de llevar hasta
el fin cualquier cometido. Sintió, también, admiración e inquietud.
Concluida la ceremonia, el obispo, seguido de sus clérigos, salió sin hablar con
nadie. Ni con el conde. Su dignidad había sido humillada por aquellos nobles. Por el
de Avalle. Toda su vida estaría ya marcada por aquello. No pararía hasta vengarse. De
todos. Pero, sobre todo, de Indalecio. En la puerta de la iglesia sintió el hielo de la
mirada de Enric; se estremeció. Había que ir directamente a Compostella. No se
podía perder ni un día. Su instinto de viejo clérigo, conocedor de las gentes, le decía
que todo aquello era vital. Los comportamientos, los gestos, las miradas; algo muy
grave flotaba en el ambiente. Aquel ejército. Una espada en el altar. Un reto a un
obispo de Cristo. No lo comprendía. El arzobispo, sin duda, sabría qué hacer.

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2
UN VIAJERO LLEGA A COMPOSTELLA

E
l barco enfiló el cabo del fin del mundo. Las brumas no permitían verlo,
pero allí, detrás de aquellas nubes, estaba Finisterre, el último confín de la
tierra. El navegante siempre sentía pánico a que la corriente lo arrastrase
hacia la Gran Catarata. En cierta ocasión en que se apartó demasiado de la tierra,
incluso llegó a oír su estrépito. Desde entonces el temor lo acompañaba siempre que
navegaba aquella costa. Esta vez también. Aunque solo se oía el viento, la lluvia y el
mar.
Ya solo quedaba la recalada, fondear y dejar al pasajero. Había sido un viaje
especial. Desde Roma a Marsella, Valencia, Lisboa y Finisterre. Los tres primeros
puertos estaban en las rutas habituales y conocidas. La Costa de la Muerte, de paso
para el norte, tampoco era rara. Pero fondear en la cala, detrás del Finisterre, era
inusual. Y más aún lo era un viaje desde Roma a Finisterre con un solo viajero y su
equipaje. Ninguna carga. Tres escalas de pocos días y dejar al pasajero en Finisterre
eran su único cometido.
Apenas había hablado con él en todo el viaje. Vestía de blanco y rojo. Barba
rubia, expresión distante y altiva, estatura intermedia. Había hecho la mayor parte de
la travesía en su cámara y solamente había subido a dar unos paseos por cubierta al
amanecer y al atardecer. La posición del barco, las previsiones y el estado del mar
eran las únicas palabras que había cruzado con él. Tenía acento francés y hablaba un
buen italiano. El navegante, genovés, que ya había visto de todo, enseguida notó que
no solo era de la alta nobleza, sino que sus órdenes se cumplían inmediatamente. No
necesitaba esforzarse para tener autoridad. Se sentía tan pronto como hablaba.
Cuando alcanzaron las costas de Gallaecia, el viajero había subido a la cubierta y
no había parado de tomar notas sobre unas cartas marinas que había desplegado. Ya
le habían advertido que la navegación de aquella parte del mundo se haría bajo sus
instrucciones. Así habían entrado en dos de las rías, una al lado del río Miño y la
llamada de Arousa. Después bordearon la costa navegando hacia Finisterre. El viajero
quería recorrer todos los acantilados y ver su aspecto. El día no ayudaba; la lluvia
pegada al mar no permitía ver la costa y acercarse más era un gran riesgo. Con razón
le llamaban la Costa de la Muerte. Con temporal era la más temible del mundo. De un
lado los rompientes contra unos acantilados cortados con cuchillos del diablo y con
rocas vivas, listas para clavarse en el casco de los barcos, que a veces hasta se movían
para atrapar a los navegantes. Del otro, la Gran Catarata. Pero aquel día, el mar era
amigo, la lluvia enemiga y el viento suave. No había visibilidad.
—Siga navegando hacia la costa —le dijo secamente el viajero.
En el contrato de transporte no figuraba el jugar con la vida. Pero el navegante no
tuvo ni un asomo de duda. Le ordenaba seguir a ciegas hacia la costa y lo haría. En la

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voz del viajero sintió como un salvoconducto contra los elementos. Mantuvo el
rumbo. Allí estaba y así apareció de repente, majestuoso, el Fin de la Tierra. El
Finisterre imponente; alto, vertical, verde. Nacía del mar al cielo. El Fin del Mundo
tenía que ser así. El barco se empequeñeció al ver aquel coloso. Pero siguió
navegando porque ese era su oficio.
Tomaron sondas, midieron calados, comprobaron fondos, observaron las rocas; el
viajero lo anotaba todo. Así hasta que hubieron recorrido todos aquellos mares.
Pasado el mediodía enfilaron la cala, al abrigo del coloso. Parecía una gran boca que
los iba a tragar. El viajero hizo más anotaciones. La lluvia volvió a cerrar la tierra y se
quedaron a ciegas. Arriaron las velas y mantuvieron el ancla lista por si las corrientes
los arrastraban. El navegante, buen marino genovés, sintió el pánico del naufragio.
Pero la calma del viajero, que seguía sin moverse, lo tranquilizó. La lluvia levantó y
la cala de Finisterre apareció, acogedora, ante ellos. El navegante se sintió de nuevo
seguro. Junto a las barcas varadas sobre la arena, trabajando en las redes extendidas,
unas mujeres observaban atentamente el barco.
Pocas veces un barco tan grande había entrado allí, como no fuese para refugiarse
del temporal. Ya estaban avisados por la presencia de tres caballeros, carruajes y
soldados. Algo estaba pasando. No cruzaron ni una palabra con los pescadores. Se
habían alojado en la casa del cura, dos días antes. Se turnaban vigilando el mar desde
lo más alto del acantilado. Los habitantes del pueblo, aun acostumbrados a
temporales y a razias de barcos nórdicos, estaban visiblemente inquietos. No
acostumbraban a ver a caballeros armados en el pueblo. Se temían una invasión
vikinga, aunque ya nadie del lugar recordaba ninguna. Pero no importaba, todos los
resquicios de la aldea seguían respirando razias y naufragios. Eran gentes curtidas.
Sonreían cuando se les recordaba que generaciones atrás encendían hogueras para, en
las noches oscuras, atraer a los barcos y hacerlos encallar en aquella costa diabólica,
la Costa de la Muerte; después el saqueo. Cuando se les hablaba de ello, ni asentían,
ni negaban. Solo sonreían. Quizá pensando en tiempos mejores.
Cuando el viajero saltó del bote a la playa, los tres caballeros pusieron pie a tierra,
e inclinaron la cabeza hasta que les dirigió la palabra. Varios pescadores descargaron
cuarenta baúles y arcones. Uno, redondo y plano, grande y pesado, fue descargado
con especial cuidado, bajo la atenta mirada del viajero.
—Pongámonos en marcha —dijo mientras se dirigía a un caballo con silla blanca
y roja, más lujosa que las otras.
Un escudero le ayudó a montar e, inmediatamente, con los tres caballeros a su
lado y los criados y soldados a pie detrás, la comitiva se puso en marcha.
El navegante, desde el barco, los vio marchar. Desaparecieron tras la loma,
encima de la playa. No se sorprendió del aspecto aguerrido y noble de la comitiva.
Era una repetición de lo que ya había visto en otros lugares.
En Ostia, el puerto de Roma, la noche de la partida, había llegado acompañado
por el cardenal Musatti y escoltado por la guardia papal. El cardenal había subido al

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barco deseándole buen viaje e inclinando la cabeza ante él. El navegante no entendía
mucho de esto, pero no creía que el cardenal Musatti, conocido de toda Roma y
hombre de gran poder en el Vaticano, tuviese esa deferencia con cualquiera. Incluso
el hecho de que el viaje fuese acordado por orden del cardenal y pagado de antemano
era inusual. Sobre todo silencio. Era lo que le habían exigido. Sin ninguna
explicación. Pero con buenas razones. Con silencio cobraría el precio convenido y sin
él no seguiría de navegante. Enseguida supo lo que le convenía. Y a él, de todo
aquello, solo le interesaba el flete del viaje. No presentaba más riesgo que cualquier
otra travesía. Solo le inquietaba aquella singladura final en el Finisterre. Su silencio
estaba garantizado.
La llegada a Marsella se hizo de madrugada. Aprovecharon las primeras luces del
alba, en un mar encalmado, para arribar y fondear. El viajero permaneció en su
cámara hasta que bien entrada la noche, tres botes, con gentes armadas, se abarloaron
al barco; el viajero bajó a uno de los botes, donde tres figuras que la poca luna apenas
permitía ver, lo recibieron con inclinación de cabeza; se oyó: «Señor…».
Desaparecieron en la oscuridad, en silencio.
La noche siguiente, la comitiva, tan silenciosa como había partido, regresó.
Navegaron ininterrumpidamente hasta Valencia; recorrieron toda la costa
mediterránea de las tierras de Francia, la costa catalana, el delta del Ebro,
Peñíscola… Nada interesaba al viajero. Solo el amanecer y el atardecer. El orto y el
ocaso. Hasta Valencia. Tierra de infieles hasta bien pocos años antes. Conquistada
primero por aquel caballero castellano, Rodrigo Díaz de Vivar, de eterna lealtad a un
rey menor. Su romance era conocido por toda Europa. «Un Caballero de Europa»,
había susurrado el viajero mientras apoyaba en la borda unos manuscritos en los que
se podían leer las palabras Mío Cid.
Atracaron en los muelles del Grao, donde, también por la noche, unos caballeros
templarios lo fueron a buscar. Dos días había permanecido fuera del barco. Iniciaron
una nueva singladura, esta vez hasta Lisboa. Habían cruzado las Columnas de
Hércules, Europa y África, en un día diáfano. No fueron interceptados; el navegante
sabía que navegando por mitad del estrecho tendrían franquicia. Desde allí, donde
acababa Europa, los seguidores del Profeta habían amenazado el sueño de la
civilización cristiana. Contra su costumbre, el viajero estuvo todo el tiempo al lado
del timonel. Observó inmóvil el norte. Toda su atención se centró en aquella gran
roca. El sur no le interesó. El navegante no adivinaba qué pasaba por la mente de
aquel hombre cuando, absorto, clavaba su mirada en el borde septentrional de
aquellas tierras.
El recibimiento en Portugal fue diferente. Desde que enfilaron O Mar da Palla, la
entrada de Lisboa, fueron seguidos desde tierra por un grupo de jinetes que les daban
la bienvenida con aquella simbólica escolta. Al atracar en los muelles, una guardia de
infantes rindió honores al viajero. Fue trasladado en un carruaje con los emblemas
reales. Una guardia quedó al lado del barco. Nada pudo averiguar el navegante. Le

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pareció entender que era un enviado de gentes muy importantes, amigas de Portugal.
Tampoco le interesaba; lo suyo era el silencio y la discreción. Sin embargo le
intrigaba que el viajero no siguiese su viaje a Gallaecia por tierra; sin duda no sabía
de la bravura de aquel mar.
La estancia en Lisboa, prevista para dos días, se prolongó durante catorce más. El
navegante y su tripulación escucharon que el viajero se aposentaba en las cercanías
del Pazo Real. Oían frases sueltas, de reyes, nobles, obispos, cruzados y ejércitos, y la
atención con que la guardia armada los trataba no dejaba ninguna duda de que, allí
también, el viajero era un personaje importante. Una madrugada, un cortejo se
aproximó al barco; el viajero se apeó de un carruaje y abrazó al hombre que venía
con él. Los guardias presentaron armas. La puerta se cerró y el carruaje partió con
toda una nube de soldados a su alrededor. El viajero subió la pasarela y, tras ordenar
que llevasen a su cámara dos cofres de hierro que pesaban como si fuesen macizos,
mandó levar anclas. Se encerró en su cámara y no salió hasta el anochecer.
El navegante volvió de sus recuerdos. Su viaje había concluido y había que volver
a Roma. Mientras izaban el ancla, vio que en la playa un hombre subía a un bote con
remeros y se dirigía al barco. Aguardó con curiosidad. No se le ocurría qué tendría
que decirle.
—¿Adónde os dirigís? —preguntó el del bote, un hombre con aspecto de alta
cuna.
—Hacia el Mediterráneo, contestó el navegante sin querer concretar mucho.
Después de todo iba hacia allá.
—Querría ser vuestro pasajero hasta Aveiro, puerto portugués, a cuatro días de
travesía —le dijo el hombre de la barca.
El navegante lo conocía bien, era un puerto fácil. No lo entretendría demasiado y
obtendría un dinero adicional, aunque no fuese mucho.
Acordaron el precio. Echaron una escala. El hombre del bote subió a bordo. No
llevaba equipaje. El barco inició la navegación saliendo de la ría y dejando Finisterre
por la popa.
El navegante volvió a oír el estrépito de las cataratas del fin del mundo. Sintió
temor y se acordó del viajero. Estaría cabalgando con su comitiva hacia algún sitio.
Con él allí no tendría miedo.

A Sergio le habían dicho que estuviese atento a la llegada de la comitiva. Los


sirvientes tendrían que estar en sus puestos y todo preparado para que el señor se
sintiese en Compostella como en su propia casa. De hecho, aquella iba a ser su casa
durante bastantes años, si no no la hubiesen comprado, pagando, además, un precio
tan alto. Le habían ordenado adquirir una casa digna de una persona de abolengo, en
el centro de la ciudad, lo más próxima posible a la puerta sur de la catedral. Iba a ser
habitada por varias personas y tendría que tener un servicio acorde con sus

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moradores, además de dar aposento a la guardia personal del señor.
Cuando el embajador de Portugal le había hecho el encargo, pensó enseguida en
la casa que se encontraba justo enfrente de la plaza de las Platerías, al comienzo de la
rúa del Villar. Era una casona sobria, con muros de fortaleza y digna de un rey. En
tiempos había sido aposento del arzobispo.
Confiaba en que todo fuese del agrado del nuevo propietario, e incluso albergaba
la esperanza de ser designado responsable de la administración. No sabía de quién se
trataba; sería alguien que querría retirarse allí, cerca de la tumba del Apóstol, en un
viaje sin retorno por el Camino como peregrino eterno. Muy importantes debían ser
los favores que el Apóstol le habría concedido para permanecer allí de por vida.
Quizá la victoria en una gran batalla, quizás haber salvado la vida en una
emboscada… Viajaba sin su esposa y, siendo extranjero, necesitaría a alguien que le
llevase todo lo relativo a la casa y a la guardia. Dinero no parecía faltarle.
La comitiva se acercaba por la rúa del Villar; los hombres a caballo precedían a
los carros. Todo estaba listo para servir una buena cena, y las habitaciones dispuestas.
Sin necesidad de que dijesen nada, enseguida supo quién era el propietario; no era su
caballo, ni su forma de vestir… eran sus ojos; transmitían solemnidad. Antes de que
el señor hubiese llegado, la guardia que lo acompañaba se adelantó y desmontó,
vigilando atentamente a toda la hilera de sirvientes que esperaban.
Sergio se dirigió hacia él y, al tiempo que titubeaba «Señor…», trató de ayudarlo
a desmontar, pero cuando quiso darse cuenta ya estaba a pie a su lado.
—¿Es esa la puerta sur de la catedral? —preguntó sin ni siquiera reparar en la
casa, dirigiendo su mirada hacia el majestuoso edificio. Sin dar tiempo a Sergio a
contestar, se encaminó con paso rápido hacia la puerta. Los tres caballeros lo
siguieron y detrás toda la guardia. Sergio decidió hacerlo también. El señor subió las
escaleras rápidamente y se quedó inmóvil delante del arco izquierdo de la puerta; sus
tres acompañantes se quedaron unas brazas detrás. En silencio, mantuvo su mirada
fija durante mucho rato en aquel arco. Sergio sintió que algo importante sucedía. Le
pareció que el aire se volvía denso y pesado; el tiempo se eternizó. Nadie se atrevía a
hablar. El señor y los tres caballeros no separaban su mirada de la puerta. Los
guardias tenían la misma sensación de respeto que Sergio ante no sabía qué.
Cuando llegaban a la catedral, los peregrinos entraban rápidamente dirigiéndose a
la Cripta para después tocar con los cinco dedos la columna del maestro Mateo,
santiguándose con el agua y sentándose en su sitio en espera de la hora de la misa.
Pero aquel era un peregrino muy especial. Seguía allí, inmóvil, delante de la puerta,
sin entrar. El tiempo pesaba y se volvía hostil. Sergio notó que los demás también
estaban incómodos pero, al igual que él, no se atrevían a moverse. Solo Dios sabe
cuánto tiempo había pasado cuando el señor, volviéndose y sin mediar palabra,
encaminó sus pasos hacia la casa; bajó las escaleras sin premura, lo que dio tiempo a
Sergio a adelantarse y esperarlo en la puerta.
—Señor, sus aposentos están en el primer piso y, cuando ordene, la cena estará

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servida.
No obtuvo respuesta. El señor entró en la casa, subió las escaleras y cerró tras él
la puerta de sus habitaciones. Los sirvientes entraron los baúles, incluido aquel
redondo tan grande y tan pesado. No fue fácil subir las escaleras con aquel bulto de
casi dos brazas de diámetro. Pusieron guardias en la entrada del aposento, y en la
puerta principal de la casa; eran órdenes de uno de los tres caballeros, que se
acomodaron en las habitaciones de la antesala del señor.
Durante la cena, los tres caballeros le contaron cosas que parecían interesar
mucho al señor. Hablaban francés, y aunque Sergio no lo comprendía del todo, sí
entendió que se referían a la catedral, al Apóstol, al Camino de Santiago, a Europa, al
arzobispo… Oyó nombres de personas, extranjeros sin duda y nombres de ciudades
de Francia e Italia. El señor no hablaba, escuchaba, sin mirar a los que le informaban.
Cenaron poco. Muy poco. Sergio se preocupó. Quizá no les había gustado la cena,
aunque los franceses eran amantes de la caza y del pescado del Atlántico. Lo sabía
por haber atendido a otros peregrinos, también de abolengo. La empanada ya no era
tan unánimemente aceptada. El vino del valle del Ouro quizá no había sido una
elección acertada; el vino francés era bueno.
Se levantaron tan pronto el señor lo hizo y uno de ellos se acercó a Sergio. Le
habló con brusquedad.
—El señor de Clermont quiere que os quedéis a su servicio. Dejad todas vuestras
otras ocupaciones, las posadas y la cerería, y dedicaos solamente a atender esta casa.
Recibiréis las instrucciones directamente de mí. Soy Denis de Languedoc. El señor se
levanta al amanecer; sus comidas son siempre frugales: un solo plato. No es persona
de banquetes. No puede perder el tiempo. Se os avisará de sus planes en cada
momento. Mucha gente vendrá por esta casa, personas de la ciudad y peregrinos del
Camino. Todos tienen que ser recibidos con cortesía, para que se sientan en su casa,
pero sin ostentación, como corresponde a gentes del Camino de Compostella.
Sergio asintió sin poder ocultar su satisfacción. Ya sabía que en aquel puesto
tendría poder y unos buenos ingresos. Pero ahora veía que eran gente de la más alta
estirpe, con lo que las posibilidades se ampliaban. Nadie adquiría una gran casa al
lado de la catedral, si no era de la alta nobleza y, siendo extranjeros, dependerían
mucho de él.
—No escatiméis en los sirvientes. Contratad cuantos sean precisos. Deberán ser
gentes de fiar. Dentro de unos días llegará un cuerpo de guardia con veinticinco
hombres y deben tener un lugar de residencia en las cercanías de la casa.
Aquello sí que no se lo esperaba Sergio. La presencia de media docena de
hombres de guardia ya le parecía poco habitual, pero aquello era un pequeño
destacamento. Dudó si debería ponerlo en conocimiento del deán de la catedral,
aunque sería romper la confianza que estaban depositando en él; además quizá no
hiciese falta, ya que enseguida repararían en su presencia. No parecía haber nada
oculto en ello; podrían estar allí para dar protección a los peregrinos franceses, que,

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ciertamente, eran los más numerosos. Además no era raro que grupos de peregrinos
se agrupasen y viajasen protegidos por guardias armados. Pero más de treinta
soldados superaban la guardia del arzobispo. Sin duda el señor de Clermont era
persona de gran abolengo. Hablaría con el deán.
—Mañana a primera hora saldremos hacia el Palacio de Gelmírez. El carruaje
tiene que estar preparado desde el amanecer —le dijo Denis de Languedoc a modo de
despedida.
Sergio durmió mal aquella noche. Todos aquellos acontecimientos tan rápidos le
habían desorientado, a él, que estaba acostumbrado a los más diferentes señores y
nobles. Aquellos nobles caballeros iban a ser recibidos por el mismísimo arzobispo
Rodrigo, que incluso era llamado por el Papa de Roma para asistir a los concilios de
la Cristiandad. Pero lo que más le inquietaba era el recuerdo de aquella imagen
inmóvil, clavada delante de la puerta de la catedral. No por lo insólito de que no
entrase, sino porque ahora la recordaba con una gran luminosidad, con claridad
diáfana, como si le diese el sol. Pero había sucedido al oscurecer, cuando el sol ya se
había ocultado por detrás del monte Pedroso. Sin duda era un recuerdo trastornado
por la impresión que todo aquello le había causado.
Ni siquiera llegó a conciliar el sueño. Lo llamaron muy temprano, como había
ordenado. Se fue a comprobar que el carruaje, que había llegado muchos días antes,
estuviese listo. Era de color negro con un escudo blanco y rojo en las puertas.
El señor de Clermont desayunó en sus habitaciones y tan pronto las campanas
anunciaron la misa de madrugada en el altar mayor, descendió las escaleras. De
blanco y rojo. Los tres caballeros también vestían de blanco y rojo. No supo por qué,
pero le pareció que no vestían igual. Partieron los cuatro en el carruaje. Les seguían
sus soldados. El Palacio de Gelmírez, residencia del arzobispo, estaba escasamente a
doscientas brazas, pero la gente importante siempre iba en carruaje.

El arzobispo aguardó de pie a que el señor de Clermont y los tres nobles que lo
acompañaban, precedidos por el deán, recorriesen el salón del Palacio de Gelmírez.
Detrás de él, también de pie, el cabildo catedralicio en pleno. Era el recibimiento que
correspondía a los reyes o a los enviados reales con plenos poderes. Las instrucciones
para esta bienvenida las había dado el arzobispo en persona y fueron cumplidas
escrupulosamente.
Mientras se acercaba, el arzobispo estudió detenidamente a aquel personaje. Lo
enviaba don Dinís, el Rey de Portugal, con quien convenía tener las mejores
relaciones; era un rey poderoso, que disponía de un ejército en Braga, a muy pocas
leguas de Gallaecia; y un ejército podía ser para defender o para atacar. Clermont, le
habían dicho, era un poderoso noble francés, señor de Auvergne, capaz de movilizar
un ejército de cinco mil hombres que venía a Compostella a ponerse a las órdenes del
Apóstol. Era persona culta, cristiano de pro, que tenía la firme creencia de que el

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Camino de Santiago era la vía de la civilización.
Le pareció inquietante. Tenía aspecto serio y porte altivo; todo lo que de él sabía
desprendía un cierto misterio. No iba a poner en duda las referencias provenientes del
rey portugués. Ciertamente no. Pero un noble francés, capaz de movilizar tal ejército,
aposentado en Compostella, requería de referencias. Ya había enviado un mensaje a
Roma y otro a la Reina regente castellana, para saber a qué atenerse. De momento
solamente había desplazado una guardia de pocos hombres, una guardia personal. Se
había establecido en la casa de las Platerías, para lo que el deán había dado permiso.
Por ahora todo era satisfactorio. Todo excepto aquella extraña cuestión de que la
noche anterior no hubiese entrado en la catedral, limitándose a permanecer largo rato
ante la puerta, sin duda impresionado por su grandiosidad. Quizás querría ser recibido
en el altar mayor por el propio arzobispo, como correspondía a su rango, y por eso no
había entrado.
Clermont besó el anillo del arzobispo Rodrigo, a lo que este correspondió con una
inclinación de cabeza, tomando ambos asiento, tras dos breves «Monseñor», «Señor
de Clermont».
La conversación, en latín, pudo ser escuchada por todo el claustro catedralicio y
por los tres caballeros.
—Monseñor Rodrigo, mi satisfacción por estar en Compostella supera cualquier
otro privilegio que el señor Jesucristo hubiese querido concederme en esta vida. Esta
ciudad, el gran epicentro de la Cristiandad, es digna de vivir y morir en ella. Esa es
mi intención, para lo que quiero pediros vuestro consentimiento, vuestro beneplácito
y, si ello no fuera demasiado, vuestro consejo espiritual.
El arzobispo no se esperaba algo así. El empaque con que estas palabras fueron
pronunciadas y la propia figura de Clermont le estaban impresionando. No pronunció
palabra alguna, sabiendo que su visitante iba a continuar. Con un gesto bondadoso de
comprensión, asintió con la cabeza.
—Esta ciudad perdurará por los siglos de los siglos y verá etapas de un esplendor
tal que aún hoy nos sorprendería. Occidente peregrina a Compostella. Pero este lugar
fue elegido para mucho más. Pronto el mundo se asombrará de Santiago de
Compostella y sabrá por qué el Apóstol lo eligió para iniciar la evangelización de la
Iberia. Yo quiero contribuir y ser testigo de la historia. Todo mi esfuerzo y empeño
será para que la obra de Nuestro Señor pueda seguir su curso.
El arzobispo, hombre sabio y sereno, supo que tenía que seguir escuchando.
Volvió a asentir con la cabeza.
—Os pido que me autoricéis a construir un hospital para dar cobijo a los
peregrinos de la gran Europa que lleguen con las huellas del cansancio o de la
enfermedad y a que pueda desplegar soldados, que yo costearé, para dar una mayor
protección al Camino. Una autorización del arzobispo de Compostella aseguraría a
reyes y señores del noble fin de esta guardia armada. Estarían directamente a vuestras
órdenes.

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La desconfianza del arzobispo había desaparecido completamente. Aquel hombre
decía lo que sentía, no había doblez en sus palabras. Sus ojos estaban limpios.
—Compostella recibe siempre a sus peregrinos, ya sean ricos o pobres, hombres
de letras o iletrados, caminantes o caballeros, gentes de paz o de guerra. Así nos lo
encomendó el Apóstol. Vos seréis tan bien considerado como vuestras obras
merezcan. Por el bien que hagáis, tendréis nuestra gratitud y la de los peregrinos del
Apóstol, que tan necesitados están, tantas veces, de cuidados. Vuestros hombres serán
bien recibidos en el Camino, ejerciendo la guardia al lado de los hombres de armas de
reyes y nobles, del Temple, Caballeros de Santiago… Nuestras puertas estarán
siempre abiertas para vos. Franqueadlas.
El diálogo continuó con detalles de la recepción que se celebraría en la catedral.
Misa Mayor de peregrino. La ubicación del hospital fue otro de los temas que trataron
durante un buen rato.
El arzobispo acompañó a Clermont hasta la puerta, mostrando así su agrado.
Pasaron bajo los arcos de piedra de la gran sala del Palacio de Gelmírez, que además
de salón de recepciones era también comedor. De esto daban fe las figuras de piedra
esculpidas en los arcos que, reproduciendo comensales y viandas, eran una muestra
del culto a la comida de aquellas gentes del fin del mundo. Descendieron las escaleras
de piedra, estrechas y húmedas, verdeadas por el musgo. El arzobispo despidió a
Clermont en la puerta que daba a la gran plaza del pórtico del maestro Mateo. Vio
como el carruaje se alejaba unas brazas y se detenía frente a la obra del más grande
maestro del mundo. Supo que Clermont estaba viviendo un instante inolvidable,
viendo aquel pórtico de entrada al sepulcro del Apóstol. El arzobispo subió a sus
aposentos y por la ventana vio que el carruaje negro aún seguía en medio de la
explanada, frente al Pórtico de la Gloria. No se quedó a verlo partir porque tenía que
recibir al obispo de Mondoñedo, que inopinadamente había llegado a Compostella y
quería despachar sin demora con él un asunto que, según decía, era de la máxima
gravedad e importancia.

El obispo don Pedro de Mondoñedo era hombre cabal, amable y caritativo, pero
fácilmente exasperable. Siempre decía lo que pensaba. No era muy dado a
comportamientos diplomáticos y ya había tenido bastantes contratiempos por su
carácter explosivo. El arzobispo lo notó visiblemente alterado; casi no cruzaron
saludos, tal era la premura con la que rompió a hablar, contando de forma
entrecortada todos los acontecimientos que habían sucedido en el castillo de los
Lemos. Una reunión casual, celebrada en la noche de vísperas de las bodas, en la que
los nobles habían decidido armar un ejército, cuando unos peregrinos, liberados de
Túnez, los aturdieron narrando el renacimiento del Islam. Aquel Avalle, enardecido,
encabezando la conspiración de armas y el conde de Lemos, su gran amigo, dando
respaldo a tamaño hecho. Pero lo más grave había sido la humillación, delante de la

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Eucaristía y frente a la más rancia nobleza gallega, a un príncipe de la Iglesia.
El arzobispo lo escuchaba con gesto grave. Cuando el obispo hubo acabado su
relato, le aconsejó que descansase de aquel viaje tan apresurado. Ya departirían al
final del día, le dijo; pero su preocupación era tan aparente que el desasosiego se
añadió a la cólera del obispo de Mondoñedo.
No recordaba el arzobispo nada semejante a lo que le contara don Pedro. Él
mismo había tenido algún problema con el conde de Lemos, pero ambos habían
sabido llevar la cuestión sin magnificarla. Un ejército en Gallaecia y un insulto a la
Iglesia. Había que atajar todo aquello, antes de que fuera a más. Lo más preocupante
era que en la iglesia nadie hubiese levantado su voz en defensa del obispo. Eso
mostraba la difícil relación entre el clero y los nobles, que querían más poder del que
les correspondía y trataban de obtenerlo recortando el que legítimamente detentaba la
Iglesia.
Quizá la Iglesia había extremado las cosas en los últimos años y fuese necesario
algún gesto. No había tiempo que perder. Llamó a su secretario, un cura joven, de
gran inteligencia, el padre Fermín y le dio instrucciones para hacérselas llegar a todos
los obispos y abades de los monasterios cistercienses. Había que ponerles al tanto de
la reunión y los acontecimientos del castillo de Lemos, ordenándoles la máxima
atención al reclutamiento de tropas en todos los condados. Era preciso saber quiénes
actuaban y cuántos hombres reclutaba cada uno. Pero, sobre todo, había que procurar
que tal movilización no se produjese. Con buenas formas y presiones inteligentes,
debía convencerse a cuantos nobles se pudiese de la inutilidad de tamaña empresa. El
Islam estaba en retroceso en la Península, y el Camino, que recorría todas las tierras
de Europa, era cada vez más frecuentado y seguro. Debían alabar el buen ánimo e
intención de la empresa, pero era ciertamente innecesaria. En su lugar, había que
celebrar una reunión con la nobleza, clero y embajadores en Compostella, quizás en
la festividad de Santiago.
Las instrucciones eran particularmente concretas para los obispos de Tui y Lugus.
Desde Tui tenían que extremar la vigilancia en las tierras del Miño, señorío de los
Avalle, para seguir muy de cerca los pasos de Indalecio. No convenía enviar ningún
emisario para dialogar. Era mejor, por ahora, proceder con cautela y conocer todos
sus movimientos. Sin embargo, el obispo de Lugus debía hablar con el conde de
Lemos para convencerlo de que retirase su apoyo y que serenase las actitudes, en
especial la de su yerno. Gran futuro podría tener don Indalecio si supiese encauzar
sus esfuerzos en la buena dirección.
Fermín comprendió que era cuestión importante que tenía que ser evacuada con
prontitud y discreción. Las cartas tenían que partir aquel mismo día. Se escribieron y
correos del arzobispo partieron esa misma tarde hacia todos los rincones de Gallaecia.
El arzobispo se dio cuenta de que la nobleza había perdido la calma; venían
tiempos de tribulaciones. Aquellos señores, gentes de bien, con las ansias guerreras
doblegadas por la tranquilidad, mantenían la autoridad en sus condados y comarcas,

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pero con un poder menguado por la presencia de una Iglesia con grandes propiedades
y más poderío económico que ellos. Los conventos cistercienses, con grandes
extensiones de tierras cultivadas, eran focos rurales de poder. Las ciudades, Betanzos,
Lugus, Mondoñedo, Tui y Compostella, tenían como referencia principal los
obispados. Las catedrales eran centros de poder casi absoluto. El rey de Castilla
confiaba más en la Iglesia, en los laboriosos cistercienses y en los obispos de
Gallaecia con el de Compostella a la cabeza, que en aquellos nobles, que sabía
demasiado orgullosos y, sobre todo, apegados a su tierra. Nunca se desplazaban a la
corte; vivían, en algunos casos con modestia, ignorándola, aunque leales y
respetuosos con el Rey.
Habían despertado. Una noche cualquiera, en un incidente, tomaron conciencia de
su fuerza y en presencia de unos peregrinos y ante el reto de un joven a la Iglesia, las
voluntades se habían acrisolado. El arzobispo no era persona de violencias, pero
había que avisar también a la Reina.
Le escribió una misiva, sin alarmarla pero poniéndola al corriente de la situación.
Unos días antes le había evacuado la consulta sobre Clermont. Ahora le comunicaba
un inicio de revuelta y la informaba del ejército que Clermont quería desplegar en
varias guarniciones a lo largo del Camino. La carta salió ese mismo día. Con la
misma diligencia que las demás. Decidió posponer cualquier información a Roma.
Llamó de nuevo a su secretario, tocando la campanilla que había sobre la mesa.
—¿Quién es el encargado de la casa del señor de Clermont? —le preguntó.
—Sergio Sande, un buen comerciante y hospedero de la ciudad, a quien
Monseñor encargó de la cerería —explicó Fermín.
—Concierta una entrevista con él y dale todas las facilidades para la atención del
señor de Clermont. Como ya escuchaste, quiere construir un hospital. Decide con él
su ubicación, lo más cerca posible de la catedral. Quiero una especial atención a sus
deseos. La recepción en la catedral se hará con los máximos honores. El Domingo del
Señor será el mejor día.
A Clermont se le haría una recepción pública con rango regio. Fermín no
recordaba haber dispensado aquel tratamiento a nadie que no fuese de estirpe real.
Claro que él llevaba poco tiempo en el Palacio Arzobispal.
—Haz pasar al deán —le dijo el arzobispo mientras se retiraba. Había que poner
al cabildo al tanto de la situación, porque dentro de poco Compostella sería un
hervidero de rumores que convenía atajar lo antes posible.
El deán, hombre que ya lo había vivido todo, escuchó sin pestañear la narración
del arzobispo. Ya había notado muy agitado al obispo don Pedro de Mondoñedo;
además, los cocheros no tienen reparos en hablar y un deán tiene oídos en todas
partes. Sobre todo en la catedral y en el Palacio Arzobispal.
Era preciso que el incidente fuese atribuido a excesos del alcohol de un joven que
no había sabido parar de beber la noche anterior a su boda. No era persona demasiado
cultivada, ni importante, y el obispo de Mondoñedo había demostrado una gran

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prudencia ignorando sus palabras y concluyendo la boda. Pero el insulto se pagaría.
Roma siempre cobraba. Compostella también.
Al arzobispo le pareció bien lo que el deán aconsejaba. Era mejor no mencionar
nada relacionado con el ejército, ya que eso daría al incidente una dimensión que no
convenía. Tampoco era conveniente hablar de excomuniones ni de venganzas.
Primero deberían desactivar aquella movilización y después ya llegaría el tiempo en
que se cobrase la deuda.
—Ponte en contacto con Denis de Languedoc, jefe militar del señor de Clermont,
y decidid cuántos hombres va a movilizar; no pongas ningún límite a sus
pretensiones. Sería recomendable que centrasen su vigilancia en Gallaecia, ya que los
templarios y el Rey de Aragón cubren el resto del Camino. Doscientos hombres en
Gallaecia y unos pocos en León serían suficientes, pero si pretendiesen más, no te
niegues. Alega consultas y ya decidiremos. La presencia de este ejército debe
conocerse por doquier. Dará mas seguridad al Camino.
El deán no necesitaba más aclaraciones. Tanto él como el arzobispo sabían lo que
estaban poniendo en marcha. Un ejército de trescientos hombres, de origen francés,
bajo la autoridad del arzobispo y costeado por un peregrino, sería una noticia que
correría como una liebre. Tan pronto se hiciese pública, en pocos días toda Gallaecia
lo sabría. Los nobles, los primeros.
El arzobispo calculó que los informes del Papa y del rey castellano llegarían en
pocas fechas, con lo que podría emitir el salvoconducto del ejército sin correr ningún
riesgo. No lo haría sin el beneplácito real, aunque, en lo referente a Clermont, ya no
tenía ninguna duda; su instinto le decía que sería providencial. Además satisfacía al
rey de Portugal.
El deán salió a reunirse con la Curia, a la que informó con todo detalle. Era una
cuestión que atañía a toda Compostella. Lo entendieron; ellos lo entendían todo. Al
concluir se cruzaron con el obispo de Mondoñedo, que entraba en la cámara
arzobispal, a platicar con su buen amigo el arzobispo. Ya iba más sereno. El descanso
y saber que se estarían tomando las medidas oportunas le había sosegado el espíritu y
calmado la ira.
Hablaron de la Iglesia en Gallaecia, de la nobleza y de las órdenes religiosas,
especialmente del Císter, que se había ocupado, con buenos resultados, de mejorar los
cultivos; era preciso mantener aquellas mejoras que tanta hambre habían saciado.
Tenían que actuar con sabiduría y prudencia, porque cuando los reyes de Castilla,
ocupados en las guerras, desatendían los asuntos de Gallaecia, ellos eran los garantes
del orden y de la paz.
Cuando la húmeda noche compostelana entró en la cámara y los sirvientes
encendieron las velas, aún seguían conversando. Tras la cena, el de Mondoñedo
abandonó la cámara. Volvía a ser el gran prelado de la Iglesia gallega. Se quedaría en
Compostella hasta el domingo y asistiría a la recepción de Clermont. Se acostó
satisfecho y se durmió enseguida.

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Sergio volvió a levantarse con el alba. El señor, que también madrugaba, desayunaba
al amanecer y Sergio quería supervisar personalmente su servicio. Le subió el
desayuno. El señor había pasado toda la tarde anterior encerrado a solas en sus
habitaciones. Sergio, al subirle la cena, lo había visto rodeado de baúles abiertos en
los que se veían códices y pergaminos. Seguramente había pasado todo el día
leyendo, pero eso a él no le importaba.
Denis de Languedoc, ya levantado, se dirigió a él.
—A mediodía nos reuniremos en la planta baja. Allí estará también el señor de
Hansa. Vamos a hacer algunos cambios en la casa. Habrá que contratar canteros y
carpinteros. La obra se deberá realizar lo antes posible; no reparéis en gastos.
Sergio tenía un día muy atareado. Sabía que estaba recibiendo un gran poder y
que los primeros días de esta nueva situación iban a requerir de toda su capacidad.
—Allí estaré, señor.
Un albacea le había citado para después de la segunda misa en el despacho del
secretario del arzobispo. La cita era inusual. En una ocasión había sido recibido por el
ayudante del deán de la catedral, cuando le concedieron los derechos de la cerería.
Pero esta vez era el secretario del arzobispo. No le habían dicho de qué le quería
hablar, pero era obvio.
—Señor —continuó Sergio—, he sido citado por el secretario del arzobispo, sin
duda para tratar de las cuestiones relacionadas con el hospital y con la casa. Espero
vuestras instrucciones.
Denis fue muy conciso.
—Una buena localización para el hospital. Es imprescindible que esté muy cerca
de la catedral. Si es preciso derribar viviendas, que se derriben. En lo referente a la
casa, planteadle lo que consideréis más apropiado para el bienestar del señor.
Se lo delegaban todo. Sergio se encontraba en un solo día con más poder del que
nunca hubiese podido soñar. Había que administrarlo bien, para los señores, para la
ciudad y para él.
Debía entrevistarse con los gremios, con los comerciantes, con los mayordomos
de la nobleza y con los acaudalados de la ciudad. Era preciso que todos conociesen
directamente a través de él lo que su señor iba a hacer. Un hospital requería de mucho
trabajo. Los gremios y los comerciantes tendrían que estar al tanto, y sería
conveniente contar con la opinión de los nobles. Le evitaría a su señor envidias que
nunca eran buenas y él sería el intermediario. Durante las próximas semanas y aun en
los próximos meses, estaría muy atareado.
Pronto sonaron las campanas de la segunda misa y Sergio se dirigió al Palacio del
Arzobispo. Nunca se debía hacer esperar a la Iglesia. Subió las escaleras de la plaza
de las Platerías. Las contó. Impares. La Quintana de Muertos estaba casi desierta. Dos
mujeres cargadas con cestos de manzanas la cruzaban muy deprisa. Subió las
escaleras que llevan a la explanada de la Azabachería. Las contó también. Pares.

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Desde lo alto de las escaleras, la catedral parecía distinta. Destacaba la gran cúpula, la
que le transmitía la fuerza a la ciudad. Descendió la pequeña cuesta y se dirigió a la
puerta lateral del Palacio. Había hecho aquel trayecto, desde la rúa del Villar hasta la
Azabachería, cientos de veces. Miles. Pero esta vez le parecía diferente; la plaza y el
empedrado eran distintos. Para Sergio, Compostella había cambiado.
Decidieron enseguida la ubicación del hospital. En los terrenos de la explanada
del pórtico del maestro Mateo, justo al lado del Palacio de Gelmírez. A Sergio le
parecía que aquella ubicación del hospital era muestra de la buena voluntad del
arzobispo. Debería trasmitírselo a su señor. Era el mejor lugar de Compostella.
Las otras cuestiones eran menores. La recepción sería el domingo. El arzobispo
quería conocer a qué misas acudiría Clermont; se le reservaría un sitio. La despedida
no le pasó a Sergio desapercibida.
—Presentad nuestros respetos al señor de Clermont; cualquier cosa que podamos
hacer en su servicio, será un honor para nosotros.
El todopoderoso secretario del arzobispo se ponía a su disposición. No era mera
cortesía. El alto clero no mostraba cortesía más que con los poderosos. Sergio lo
sabía.
A mediodía, los dos caballeros bajaron las escaleras. Hansa, consultando unos
planos, trazó unas rayas en el suelo. No eran rectángulos, como podría corresponder a
unas habitaciones. Sergio solo vio líneas, sin formar ninguna figura concreta.
Dedicaron todo el día al trazado.
En contra de lo que le habían dicho unas horas antes y, a juzgar por las
instrucciones que le dieron, no parecían tener mucha prisa en la reforma.
—Tened disponibles cinco equipos de canteros y carpinteros, de diferentes sitios.
Tienen que ser los mejores. En esta construcción menor queremos comprobar su
habilidad para contar con ellos en la obra más importante, el hospital. En diferentes
etapas iremos levantando las paredes de esta construcción, para evitar que los equipos
coincidan y que su laboriosidad merme por su vigilancia mutua. Yo mismo
supervisaré directamente la obra —concluyó Hansa—. ¿Cuánto tiempo tardaréis en
reclutar los cinco grupos?
—Unos treinta días —dijo Sergio, calculando que algunos tendrían que venir
desde Tui y que la poca prisa estaría motivada por el deseo de contar con los mejores
constructores.
Clermont había permanecido, de nuevo, todo el día en sus habitaciones; incluso
había almorzado allí, acompañado por los tres caballeros. El devenir en la casa fue
muy similar en los días siguientes. El señor permaneció en sus aposentos, rodeado de
textos y pergaminos. A veces, cuando le subía la comida, lo encontraba inmóvil,
mirando por la ventana hacia la puerta de las Platerías, aquella que tanto le había
llamado la atención la noche de su llegada.
Sergio inició su ronda de contactos según había dispuesto. Resultó fácil. La
ciudad estaba conmocionada por la llegada de aquellos nobles peregrinos. La noticia

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se había extendido, como el arzobispo vaticinara: construirían un hospital y pondrían
un ejército a disposición del arzobispo. Todos querían ser recibidos y conocer a
Clermont. Sergio siguió su programa con gran meticulosidad. Incluso hubo de
atender a mucha más gente de la que pensara.

El domingo, toda la ciudad estaba en la catedral. Muchas horas antes de la recepción,


burgueses y comerciantes ya ocupaban sus bancos y reclinatorios. La nobleza
también ocupó sus sitiales. A mediodía todas las cabezas se volvieron. El señor de
Clermont apareció debajo del pórtico de la puerta de las Platerías. Se quedaron
mudos por la sorpresa. No había entrado por el excelso pórtico del maestro Mateo,
como era debido. Lo había hecho por el lateral derecho de la cruz romana. Se quedó
inmóvil bajo el arco izquierdo del pórtico. La multitud abrió paso, mientras un
murmullo recorría la catedral.
Iba de blanco y rojo. Avanzó, majestuoso, con paso lento. Detrás los tres
caballeros, también con el blanco y rojo templario. Les seguían treinta guardias
desarmados, con los yelmos en las manos y treinta sirvientes. Era una comitiva
ciertamente notable. No por el número, que no era grande, sino por el porte.
El arzobispo hizo acto de presencia en el altar mayor cuando el señor de Clermont
y su comitiva avanzaban por el pasillo abierto por la gente que, de pie, abarrotaba la
catedral. Sesenta canónigos, curas y diáconos lo flanqueaban. Desde la peregrinación
y coronación de Alfonso X, cincuenta años atrás, nadie había visto recibimiento
semejante. La gente sintió la solemnidad del momento. El arzobispo también. Era
más que recibir a un enviado del rey de Portugal. Era más que el ejército que había
prometido. Era más que el hospital. Era más que la misiva firmada por el cardenal
Musatti, ordenando un trato privilegiado para Clermont, a quien Roma debía tanto.
Era más que todo eso. Era algo que hacía de aquel momento algo casi irreal.
Los rostros de los fieles se volvieron borrosos. Notó que no podía respirar. Los
sonidos no fluían. Las luces se desvanecían a medida que Clermont avanzaba. El
arzobispo tuvo la sensación de que la catedral se movía y se apoyó en el deán. Cerró
los ojos un instante. Cuando los abrió, Clermont ya estaba delante de él. Lo bendijo y
se sentó. Clermont ocupó su sitial frente al altar mayor. Todo volvió a ser real
entonces. El aire se podía respirar de nuevo, la luz inundó el recinto y los murmullos
hicieron que la gente recobrara la vida.
El arzobispo, sobrecogido, sintió un escalofrío. Miró al de Mondoñedo y supo
que le pasaba lo mismo. Era el efecto de aquel peregrino del Apóstol, que ocupaba el
centro de la cruz de la catedral de Compostella. En aquella cruz, que el sol iluminaba
en el mediodía de su camino hacia occidente y donde los peregrinos rezaban al Señor
Santiago, Clermont hizo que los más ancianos recordasen que allí mismo se había
coronado a un rey.
La misa del peregrino se celebró en silencio. Fue atendida con devoción, aunque

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todos miraban al señor de blanco y rojo. Era el centro de atención. Llegó el momento
de la ofrenda al Apóstol. Dos caballeros acercaron a Clermont un cofre metálico
plano. Lo dejaron a su lado. Se puso en pie.
—Señor Santiago, Apóstol de Occidente. Hace casi mil años llegasteis, desde
Oriente, a estas tierras, con el nombre del Señor en los labios. Encontrasteis gentes de
alma noble que alabaron y extendieron el nombre de Cristo. Compostella fue la
elegida. Vos sabéis por qué. El mundo tomará conciencia cuando la gloria de esta
ciudad y de esta catedral sea tal que ni Roma, ni Alejandría, habrán visto esplendor
igual. A ese fin prometo dedicar el resto de mi vida y aun mi muerte. A conseguir y
completar lo que vos iniciasteis allá en el Gólgota hace mil años. El esplendor será
con el milenio de la estrella. Permitidme que en la elipse del tiempo esté yo con vos.
Los caballeros abrieron el cofre y extrajeron una plancha de oro que levantó un
murmullo de admiración en toda la catedral. Clermont los acompañó hasta dejarla a
los pies del altar, en posición vertical. El oro cegaba tanto, que casi nadie vio que
tenía un grabado e, incrustada, una pequeña piedra negra.
El arzobispo contestó en lengua romance, la misma que había usado Clermont.
—En nombre del Señor Santiago, del Papa de Roma y de la Cristiandad,
reconocemos vuestra obra y os proclamamos Peregrino del Apóstol. Aceptamos
vuestra ofrenda, que quedará depositada en el altar mayor. El Apóstol llegó a
Gallaecia hace mil doscientos ochenta años. Hoy os recibe a vos y acepta vuestra
encomienda personal. Lo que así se hará saber por doquier. Se os distingue como
señor de Saint Jacques. Se os dará el mismo tratamiento que a un embajador de la
catedral del Apóstol.
El ambiente le había podido. Al nombrarlo embajador, había ido demasiado lejos.
Pero no se arrepintió. Se sintió seguro. Supo que había tomado una decisión acertada
delante de toda Compostella. Incluso había corregido el error de fechas que Clermont
había cometido al usar la lengua romance, que quizá no conocía muy bien. Hacía
1280 años que el Apóstol había llegado; era el año del Señor de 1295, no el 995.
Lástima que algunas de las frases que el ilustre peregrino había pronunciado no se
habían entendido muy bien. Habría sido mejor que hubiera usado su magnífico latín.
Claro que el pueblo no lo hubiese entendido. Y allí estaba toda Compostella.

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UNA FORTALEZA EN EL MAR

L
a barca parecía un punto oscuro que avanzaba rasgando suavemente el mar,
en esa ocasión apacible y tranquilo, en otras furioso e intratable. Era como si
un pedazo de aquella isla, no muy grande, se hubiera desgajado y cobrase
vida, desplazándose lentamente hacia la costa. Cuando arribaba al embarcadero, la
barca parecía tragada por la tierra.
Cada día, de madrugada, un pedazo de la isla Coelleira se unía al valle de Viveiro,
para separarse de nuevo al mediodía, cuando la barca, volviendo a la isla, se
empequeñecía a medida que se acercaba a ella.
Bernardo de Quirós, desde su ventana, veía la fortaleza que los templarios habían
edificado en medio de la isla Coelleira. Era una construcción con gruesos muros. Un
embarcadero de madera, en la parte sur de la isla, estaba listo para ser derribado en
cuanto una nave enemiga quisiera acercarse. Aquella pequeña isla, fortificación
inexpugnable, aseguraba que el valle de Viveiro y las tierras al norte de Lugus no
serían invadidas por hordas nórdicas. Si la invasión se produjese por el sur, sería el
refugio militar de retirada.
Sus moradores, templarios procedentes de toda Gallaecia y de las tierras
contiguas de Asturias y León, eran guerreros consumados. Su misión consistía en
guardar toda aquella costa y la cumplían con esmero. Incluso ahora, que ya no se
temía ninguna invasión por mar.
Se les había ordenado permanecer alerta y así lo habían hecho durante los últimos
cien años. Desde allí habían salido hombres camino de las cruzadas, a Portugal y
hacia las tierras de Al-Andalus para luchar contra el infiel. Caballeros procedentes de
la Coelleira habían participado en la toma de Sevilla al lado del rey castellano
Fernando III, aquel monarca que había querido conocer Gallaecia. Había viajado a las
tierras del Miño, allá por la vía romana de Salvatierra, permaneciendo en ellas varios
meses, en lugar de los pocos días que pensara. Sin duda, la belleza y el poder del río,
le habían cautivado. Un año después, nadie se había sorprendido cuando concedió el
Señorío al Avalle recién nacido.
Había viajado también al territorio más al norte, al cabo de la Estaca y al valle de
Viveiro. Quiso conocer la fortaleza templaria y permanecer en ella durante algunos
días. Fueron días de plática y de estudio de tácticas militares con sus moradores.
Había repasado con ellos los más antiguos textos de guerra, orientales, griegos y
latinos, verdaderos compendios de inteligencia militar. Hablaron de cuánto interesaba
una península libre del Islam.
No había podido quedarse más tiempo. Su tarea lo reclamaba allá por las tierras
secas de Castilla, pero allí había encontrado reflexión e impulso. Se hizo acompañar a
la corte por algunos de aquellos caballeros, conocedores de tantas reglas de la guerra

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y de la paz, para seguir la instrucción. Durante muchos años, templarios de la
fortaleza Coelleira habían acompañado al Rey.
Uno de ellos volvió con el encargo de preparar la estrategia para la toma de
Sevilla. El rey sabía de la importancia de aquella batalla. Tenía que ser un triunfo que
resonase en todos los confines de la Cristiandad y del Islam. Si se tomaba Sevilla al
primer intento, el Islam, en la península, ya no dejaría de retroceder.
Trabajaron en la estrategia durante muchas semanas. Atacarían Sevilla desde el
río, que remontarían en navíos. Los que formasen la avanzadilla tendrían que estar
especialmente preparados; gruesas cadenas cruzarían el río, y habría que romperlas
con la proa de los barcos; maniobrar en un río estrecho no era tarea fácil. Pero de
buques, ellos sabían más que nadie, porque vivían en el mar.
Elaboraron un plan que presentaron al monarca. Lo aceptó y les pidió que
participaran en la batalla, dirigiendo las naves y tomando parte en el combate. El 23
de noviembre del año del Señor de 1248, cayó Sevilla y los templarios de la Coelleira
volvieron a su fortaleza.
Cuando la barca hubo arribado, dos monjes vestidos con los colores blanco y rojo
desembarcaron. Bernardo bajó las escaleras de su casa, montó a caballo y al trote se
dirigió al embarcadero. Los monjes lo aguardaban. Descendió del caballo tan presto
como había montado.
—¡Maestre!, ¡Frey Lorenzo!, tengo lista la encomienda que me encargasteis. Los
herreros del sur del valle han fundido la pieza según vuestras instrucciones. Es tan
pesada que resulta casi imposible de mover; hemos tenido que montarla encima de un
carromato tirado por dos bueyes.
Bernardo hablaba con excitación. Sin duda se sentía satisfecho de su cometido.
Sus veinticinco años y la amistad y respeto que sentía por los templarios de la
Coelleira se traslucían en su entusiasmo. Casi se había criado en la fortaleza. Allí
había aprendido acerca de la naturaleza humana, de cómo ha de ser un buen
gobernante, paciente, justo y magnánimo. De cómo conseguir que los siervos
respetasen a su señor. De cómo un comerciante o un artesano agradecido es mucho
más útil para el señor que uno resentido. También adquirió pericia en el uso de las
armas. De la espada y la lanza, como un caballero. Allí supo del honor y del valor.
Había aprendido de la guerra y de la astucia. De cómo un buen estratega ganaría
batallas con menos pérdidas de hombres, aprovechando las debilidades del enemigo.
El valor había de ir por fuerza acompañado de estrategia, preparación de la batalla y
estudio del enemigo.
Mucho había aprendido acerca de la guerra y de los hombres. Un día Frey
Conrado de Monteforte, maestre de la encomienda templaria de la Coelleira, en uno
de sus paseos vespertinos, le había hecho pensar mucho cuando le dijo:
—Bernardo, vuestros conocimientos sobre la estrategia militar superan a los de
los capitanes del ejército del Rey. Podríais conducir un ejército a grandes victorias.
Mucha es vuestra fuerza, vuestra valentía y vuestro conocimiento. Cualquier fortaleza

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sucumbiría ante vuestra capacidad y estrategia. Pero sois impulsivo y no sabéis aún
bastante de la naturaleza humana. Sois noble y de buen natural. Meditad siempre
mucho hacia dónde dirigís vuestra fuerza y vuestro conocimiento. Sé que lo haréis
siempre a favor de la causa noble de Nuestro Señor Jesucristo. Pero, a veces, las
fuerzas del mal tuercen las voluntades, haciendo que confundan las cosas. El nombre
del Señor se puede usar para causas distintas a la de Él.
Bernardo había pensado mucho en esto. A él no le pasaría.
—Calmaos Bernardo —le dijo el maestre—. «Veamos la pieza primero. Después
ya veremos si sirve para nuestros fines».
Frey Conrado era un hombre entrado en años, reflexivo y estudioso. En otros
tiempos había destacado por su bravura y destreza en el uso de las armas. Pero de eso
hacía ya muchos años.
Se dirigieron caminando hacia la torre de los Quirós, un pazo solariego,
construido en piedra y almenado. Un sólido muro rodeaba la casa, que con su torreón
se veía desde toda la ría. Era un paseo habitual. El maestre ya lo había hecho antes
con don Fernando, el padre de Bernardo, y el maestre anterior con el padre de don
Fernando. Aquella familia era la prolongación natural del Temple y el pazo el lugar
de residencia de los monjes al dejar la isla. Siempre había sido así.
A su paso por las estrechas calles de Viveiro, la gente los saludaba. Sentían gran
respeto por aquellos caballeros que, durante siglos, habían alejado cualquier temor de
invasión. En tanto en la Coelleira se vislumbrasen las almenas de una fortaleza y sus
caballeros se paseasen por sus calles, la vida en Viveiro tendría valor. Eran hombres
de guerra amigos.
La familia Quirós, señores del valle y dueños de las tierras, siempre habían
tratado bien a sus gentes, y estas les obedecían a ojos ciegos. En varias ocasiones
habían reclutado soldados para ponerse al servicio del monarca castellano. Los
campesinos habían tomado las armas sabiendo que los Quirós cuidarían de ellos y de
sus familias. Muchos morirían, pero sus mujeres e hijos seguirían bajo el cuidado del
señor. Eran fieles con los Quirós en la guerra y en la paz. Y lo seguirían siendo
mientras el señor de Quirós y el maestre hiciesen juntos aquel recorrido. Sus pasos
resonando en la piedra eran los sonidos de la concordia y de la seguridad. Ahora eran
tiempos de paz.
Mientras se acercaban al pazo, Bernardo notó que el maestre estaba más serio que
de costumbre. Casi no había seguido la conversación. Permanecía en silencio
mientras Bernardo y Lorenzo hablaban de los artesanos y de su buen hacer en piezas
de bronce, de cómo se fundían los metales dándoles la forma apropiada y de la
importancia de conseguir aleaciones cada vez más duras. Las batallas se ganaban con
las armas y el que fuese capaz de adelantarse en su fabricación, vencería.
Entraron en el patio del pazo y, sin parar a refrescarse con el vino que una joven
les ofrecía, se dirigieron hacia un carro que portaba un cilindro de hierro. El maestre
lo observó con detenimiento. Medía una braza y media de largo y un cuarto de braza

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de diámetro. Hueco en su interior, vaciado por una de sus bocas, en la otra mostraba
un orificio del tamaño de un clavo. Toda la superficie había sido cuidadosamente
pulida.
Tras observarlo el maestre, visiblemente satisfecho, asintió con la cabeza.
—Una obra perfecta —dijo—. Felicitad al artesano. Es exactamente lo que
quería. Creo que va a funcionar. Será una revolución en la guerra. Nunca más se
librarán las batallas según los cánones de Alejandro. Toda la táctica de combate
tendrá que ser replanteada.
La expresión del maestre había cambiado. Toda su atención estaba centrada en
aquel cilindro de bronce. Lo tocaba por dentro, por fuera. Lo medía en cuartas. Sentía
su grosor, su fuerza, su poder. Sabía que iba a funcionar.
—Mañana lo embarcaremos en una balsa y lo trasladaremos a la isla. Haced los
preparativos para su embarque. En la isla lo descargarán las gentes de la fortaleza. Ya
hemos construido un soporte especial con ruedas para su transporte. Funcionará.
Le era tan difícil no demostrar su entusiasmo que acabó por aumentar la
excitación de Bernardo.
—Probémoslo aquí —propuso—, podemos mandar a alguien a la isla a por el
polvo que lo hará funcionar.
—No —atajó el maestre—, tenemos que ser cuidadosos. Ya os explicamos el
peligro que este arma puede tener y no debemos arriesgarnos. Si hemos esperado
tantos meses mientras lo preparábamos, podemos esperar unos días más. Probemos,
eso sí, vuestro vino, que nos será ahora de gran provecho. Y si vuestra esposa fuera
tan amable, nos gustaría saludarla.
Entraron en la casa. Josefa los esperaba desde que habían entrado en el patio. El
maestre la conocía desde que había pronunciado sus primeras palabras. Una mujer
morena, pelo negro; no muy alta, ojos vivos. Tan pronto el maestre la abrazó, rompió
a hablar del funcionamiento de la hacienda, de la reparación del cobertizo donde se
guardaban las cosechas y de la necesidad de ampliar las dependencias de los
sirvientes. Ella dirigía, con buen tino, la casa. Necesitaba que el maestro constructor
de la Coelleira le hiciese la ampliación del edificio. El maestre asintió. Nunca le
había negado nada. No era posible. Josefa Murías, extrovertida y amable, no pedía
ayuda. Decía con naturalidad lo que necesitaba.
Tenían dos hijas. Retratos calcados de su madre. Eran la continuación de aquella
familia de Fonte Sacra que había dado aposento a la partida de caballeros de la
Coelleira que se dirigían hacia los montes de León, hacía ya más de cien años. Desde
entonces, parada obligada y deseada de todas las partidas de templarios.
—La próxima semana nos visitará mi hermana Raquel —anunció Josefa—. Viene
de recorrer las tierras de Gallaecia y del norte de Portugal. Confío en que esta vez se
quede entre nosotros.
—Y se case —la interrumpió Bernardo—. En vez de viajar debería casarse y
tener hijos. Aunque es la hermana menor, sus sobrinas ya tienen uso de razón y ella

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aún sin marido.
—No la obligues a hacer lo que no quiere. La conocemos y sabemos de su firme
criterio y voluntad. Se casará cuando crea que debe hacerlo —le amonestó el maestre.
Efectivamente la conocían muy bien. Su voluntad ya había quedado manifiesta
cuando, con dieciséis años, se había fugado de su casa, tras una discusión con su
padre. Un año había pasado en un convento en las tierras del sur, hasta que decidió
volver. Nada ni nadie fue capaz de convencerla antes.
El maestre se alegró de la noticia. Le gustaba el ímpetu de aquella joven. Él
también tenía un anuncio que hacer.
—Dentro de unos días se incorporará a la guardia de la isla un caballero francés,
Gastón de la Tour. No es habitual recibir caballeros de otras provincias, pero este
noble de Provenza, de valor probado en la cruzada, quiere ser caballero de Castilla-
Portugal. Ahora todos somos de tierras ibéricas. Hace tiempo que no nos
encomiendan extranjero alguno.
—Parecéis preocupado por la noticia —inquirió Bernardo.
—No me preocupa que él y otros caballeros franceses formen guarnición con
nosotros. Es la historia de Gastón la que infunde respeto. Su vida es una leyenda que
le acompaña a todas partes y que le precede en el camino. Allí adonde viaja, su sino
trágico va con él. Con él y con los que le acompañan.
Cruzó la mirada con el otro monje, Lorenzo, y se calló. Se quedó con la vista fija
en la ventana del aposento que daba al mar, mirando a la Coelleira, mientras el
silencio se hacía en la estancia. Aquella expresión que Bernardo había advertido
antes, cuando caminaban hacia el pazo, volvió a su faz. Aquella narración inconclusa
inquietó a Bernardo y a Josefa, pero sabían que era inútil preguntar. El maestre
Conrado hablaría cuando considerase que era el momento.
Josefa ordenó que sirviesen la comida. Interesaba apurar el tiempo. Los monjes
tendrían que volver pronto a la isla, para preparar el desembarque de aquella pieza de
bronce. Los menesteres de la hacienda volvieron a ocupar la conversación.
—Mañana embarcaré hacia la isla en la balsa que transporte el cilindro de hierro.
Podría seros de ayuda en el traslado —interrumpió súbitamente Bernardo.
Su ayuda era innecesaria, pero los tres entendieron que su presencia en la isla era
precisa. Algo estaba pasando. No era nada concreto, el aire quizá. Pero él sabía que
en aquel instante su sitio estaba en la Coelleira. Se había criado en aquella casa
viendo la isla y en la isla viendo su casa. Los suyos eran su familia y los monjes-
caballeros. Bernardo era el engarce de gentes y tierras. Era la lengua de arena que
fijaba la isla a la costa y el nexo con aquellos caballeros que vivían en un castillo «en
medio de los mares, bañado por la espuma».
Su instinto, ahora inquieto como su espíritu, le señalaba la isla. El maestre fijó en
él su mirada y asintió en silencio.
Un rato después, de pie en el torreón, Bernardo observaba cómo la barca que
transportaba al maestre navegaba hacia la isla. Tras dar las instrucciones para el

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transporte y el embarque del bronce al día siguiente, los había acompañado hasta el
embarcadero. Viéndolos acercarse a la isla, ahora ensombrecida por el atardecer,
sentía que su vida era aquel trayecto. Lo había navegado cientos de veces. De joven
lo había hecho alguna vez a nado. Iba a la isla a estudiar, a ejercitar las armas o,
simplemente, acompañando a algún monje. En ese momento sentía que aquel punto
que se alejaba de la costa, e iba a ser devorado por la isla, era él. En la barca iba su
maestro, casi su padre, como tal lo quería, navegando un mar que era suyo. Se sentía
allí, en el mar. Entre la isla, con la fortaleza en el centro, y la tierra, con gentes que
hoy querían a los monjes, pero quizá mañana no. El respeto a los templarios era un
sentimiento profundamente enraizado en el valle de Viveiro, pero podía no serlo tanto
en las tierras más al sur. La isla y la tierra hoy eran amigos y Bernardo estaba en
medio. Pero si mañana no lo fuesen y estallara el conflicto, ¿dónde estaría él? Se
agobió y empezó a sudar. El sol se ocultaba por detrás de la Estaca de Bares cuando
el bote ya había sido devorado por la isla caníbal. En medio de la oscuridad, Bernardo
sintió el reflejo de la ría en el aposento de la torre; se dio cuenta de que su presencia
en la casa no era más que una imagen. Él estaba en la ría, entre la tierra y la fortaleza.
Aquella lengua de agua se tintó de rojo vivo. Era sangre que corría por encima del
agua. Le dolían los ojos. Los tuvo que cerrar.
Las voces llamándolo lo sacaron de su ensimismamiento. Bajó las escaleras y
entró en la sala iluminada con antorchas y velas. Cuando sus hijas se abalanzaron
sobre él, los sentidos retornaron a su cuerpo. Recobró la tranquilidad, y al cabo de un
rato, su sobrecogimiento anterior le pareció un sueño. Se había quedado dormido. El
cansancio y la oscuridad del atardecer en el torreón lo habían vencido. Al día
siguiente embarcaría para la isla.
Se despertó y por los sonidos y la claridad supo que era bien entrada la mañana.
Cuando salió al patio, los bueyes ya estaban uncidos al carro. Mientras desayunaba,
el carro se puso en marcha. Se despidió de Josefa. Pasaría una o dos noches en la isla.
El caballo adelantó al carro y cuando llegó al embarcadero, la balsa ya estaba
atracada y lista para recibir la carga. Allí, de pie, aguardaban dos monjes y cuatro
sirvientes. Un bote se había abarloado a la balsa y sus doce remeros remoloneaban
por el embarcadero a la espera del cargamento. Habían montado una suave rampa de
tablones entre el embarcadero y la balsa.
—Llevaremos el carro con el caño de bronce tal como viene desde vuestra casa
—le aclaró uno de los monjes al ver su curiosidad por la rampa de madera—. No lo
descargaremos.
El embarque del carro con el caño de bronce se hizo con celeridad. La dirigió con
precisión uno de los dos monjes. Fue fácil. Sabía lo que hacía. Nadie del pueblo había
acudido a ver la extraña pieza que cargaba el carro de los Quirós. No era necesario.
Todos sabían cómo era, quién la había fundido y que sería llevada a la fortaleza. No
preguntaban cuál era su finalidad. Sabían que era para la guerra, como tantas otras
cosas que en el pueblo se habían hecho. Aún se acordaban de aquellas largas tiras de

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hierro en punta, que habían acabado en la proa de los barcos que tomaron Sevilla
cortando las cadenas que protegían el río Guadalquivir como si fuesen cuerdas de
esparto. Aquello también se utilizaría algún día en una batalla. Y se sabría que lo
habían hecho ellos, allí, en Viveiro.
Bernardo embarcó en la balsa, de pie al lado del carro, junto a los dos monjes.
Los remeros tendieron dos cuerdas desde el bote a la balsa y empezaron a remar con
ritmo rápido. Pronto la balsa estuvo en medio de la ría. La mar ayudaba con su calma.
Era de agradecer, porque la carga era pesada. La estela que iban dejando no
encontraba obstáculo hasta llegar a tierra. Bernardo la observó mientras volvía a
recordar tantas travesías que había realizado. A un lado, su pueblo, al otro, su
fortaleza. Él en medio. Volvió a inquietarse. A medida que se acercaban a la isla
sentía que los muros de la fortaleza, siempre para defender, se volvían paredes para
separar. No sabía de qué, pero aquellos muros eran para separarlo a él.
Una barca de pescadores lo sacó de su ensimismamiento. Iba en su misma
dirección. Les dio alcance y durante un largo rato, navegó a su lado; eran recios
remeros aquellos pescadores. No los reconoció, ni a los hombres, ni al bote.
Seguramente eran de otra ría y habrían venido a Viveiro a surtirse de redes. Se
acercaron aún más, hasta situarse a pocas brazas. Seis hombres remaban, mientras
otro iba largando una red y dos más, sentados en las bancadas, con cuerdas en las
manos, no parecían participar activamente en la pesca. Bernardo los miró
distraídamente. Estaban tan cerca que hasta vio el grueso anillo que llevaba uno de
ellos, que vestía una capa de pescador muy raída, por debajo de la cual asomaba una
manga de túnica azul. Pensó en gritarles que no se acercasen más, no fuesen a
abordarlos, pero ya ellos, buenos conocedores de la mar, cayeron a estribor y se
alejaron.
En el embarcadero de la isla, el maestre y varios monjes los esperaban. Bernardo
saltó a tierra el primero y se dirigió a frey Conrado. Lo abrazó. Sintió la emoción del
encuentro con la isla, como si llevase años sin pisarla. Desde allí las murallas de la
fortaleza eran aún mas imponentes. Inexpugnables.
—Ayer, mientras os ibais, tuve un mal presagio —le dijo al maestre.
El viejo templario comprendió el abrazo emocionado que le había dado.
—Contadme —le pidió mientras le señalaba el camino a la fortaleza.
Se pusieron en camino, sin esperar a la descarga del carro. Bernardo le narró el
sueño.
—Habrá sido el cansancio y la mención que hice a la leyenda de Gastón. No le
deis más importancia —le tranquilizó el maestre.
—Sí, tenéis razón. Pero todos tenemos que conocer el alcance último de nuestros
actos. Vos mismo me lo dijisteis. Temo no saber medir los míos en algún momento.
Algo me dice que me puedo equivocar. Yo aún no tomé parte en batalla alguna. Ni
cruzada, ni lucha contra el infiel en el sur del reino. No sé si mis decisiones serán
sabias. No temo a la guerra, ni al dolor, ni a la muerte. Temo al error. Y lo que ayer

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sentí fue la responsabilidad de la decisión equivocada.
—Tenéis razón —reconoció el maestre—. No basta la decisión de buena fe. Es
precisa, además, la inteligencia. Pensad siempre a quién beneficia vuestra actuación.
Y sabed bien cuáles son los intereses de vuestros consejeros, para saber si os
aconsejan por vuestro bien o por el de ellos. Sosiego y cabeza para las decisiones.
Corazón y fuerza en las actuaciones. Sabed que la equivocación, al lado de vuestros
amigos, es menor que la equivocación al lado de vuestros enemigos. Si os equivocáis
de esta última forma, comprobaréis que la soledad hendirá vuestro espíritu, todo se
volverá hostil y la conciencia no os dejará vivir.
Bernardo asentía. Al lado del maestre se sentía más seguro.
—¿Cuántas veces al acabar la batalla no sentisteis el peso de que os habíais
equivocado y que eso había costado mil vidas?
—Más de las que quiero recordar y menos que otros muchos. Pero siempre puse
todo de mi parte para acertar. Estudio, reflexión y oración. Solo Dios es infalible.
Alejandro y César cometieron errores. Todos los generales de la historia se
equivocaron. Pero solo los grandes supieron darse cuenta.
Ya estaban ante la puerta de la fortaleza. Era de madera de castaño con refuerzos
de hierro y tan sólida que parecía una prolongación de la muralla de piedra. Estaba
abierta. Entraron a un patio hexagonal. Un pozo en el centro daba a un aljibe.
Bernardo había calculado en más de un año el tiempo que aquel depósito mantendría
abastecida de agua a la guarnición de la fortaleza. La pesca era abundante y si la
lluvia no fallaba, soportarían un sitio enemigo eternamente. Los visigodos, allá por el
siglo V, habían elegido un lugar estratégico para su iglesia y su guardia. Los
templarios lo habían señalado, hacía siglo y medio, como uno de sus lugares de
guardia y custodia. Era la encomienda más septentrional de la provincia de Portugal-
Castilla-León.
Resultaba tan segura, que allí se guardaba la más importante biblioteca del arte de
la guerra de todo el Occidente. Allí se encontraban los tratados de guerra de
Alejandro, de Pipino, de Escipión, de César; los del guerrear egipcio, etrusco y del
Islam en las tierras de Argel y en la península Ibérica; la Poliorcética, de Eneas el
Táctico, las Estratagemas, de Polieno, y otros textos griegos y del lejano Oriente, que
hablaban de vastos movimientos de tropas. Tratados del arte de la guerra en tierra
firme, del sitio de las ciudades, de la navegación, de batallas navales en el
Mediterráneo y en la brumosa Europa del Norte. Bernardo había tenido acceso a
ellos. Solo había estudiado una pequeña parte. No conocía los idiomas nórdicos, ni
griego, ni árabe, ni lenguas orientales. Solo el latín y el romance, en el que casi no
había nada escrito.
Desde el patio se veía el gran torreón central decagonal, casi redondo, que
contenía aquellas joyas del saber militar. Siempre había freires estudiando la guerra.
Leyendo y escribiendo. Porque allí se diseñaban estrategias que el Temple
demandaba desde todo el mundo. Mapas de ciudades enemigas con diseños y notas

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para su sitio y asedio. Rutas de avance por tierras del Islam, de Francia, de Germania,
de Italia. Rutas de célebres generales, Aníbal, Escipión, Alejandro…, y los errores
que habían cometido servían para nuevas estrategias de conquista.
Libros que nadie, excepto unos pocos, había visto nunca. La biblioteca estaba
dividida en círculos concéntricos, separados por muros de piedra. Una vez dentro, se
veía que no era una, sino tres torres concéntricas. Tenía cinco pisos, cada uno
dividido en cuatro cuadrantes. Para que no hubiese ruidos, según decía el maestre.
Una escalera subía por la parte exterior del muro. A la altura de cada piso, una
plataforma circular daba acceso a cuatro puertas, cada una de una estancia. Para
acceder a las estancias de la torre intermedia había que subir otra escalera que partía
también desde la plaza de armas. Discurría entre dos muros, completamente interior y
oscura. La misma configuración que la exterior. Circular en cada piso y una puerta a
cada estancia. En la torre interior lo mismo, aunque él nunca había estado. Suponía
Bernardo un total de sesenta salas para leer y guardar libros.
Bernardo no había visto en ningún sitio una construcción semejante. Había
tardado algún tiempo en entender su estructura. Y cuando inquiría al respecto,
siempre obtenía la misma respuesta, por el ruido y para favorecer la soledad y
recogimiento del lector. «Leer, que es entender, requiere de atención y esta se facilita
con el recogimiento», le decía el maestre.
La entrada a la torre exterior se permitía a todos. El maestre les asignaba la sala
correspondiente a su lectura. Tan solo unos pocos tenían acceso a la torre intermedia
y, dentro de esta, a algunas salas concretas; otras requerían de una licencia especial. A
la torre interior solamente tenía acceso el maestre. Nada se sabía de sus libros, ni de
su estructura. Bernardo suponía que estaba dividida en cuatro salas por piso. Así le
salían las sesenta salas. El maestre, cuando le había preguntado, se había limitado a
afirmar: «Algunos de los libros que allí se guardan son piezas únicas en el mundo.
Requieren un cuidado especial y una atmósfera limpia, sin cambios de temperatura.
La presencia del hombre los arruinaría. Yo me encargo de su cuidado. La forma de la
torre es la que conviene a su mejor atención. El mundo futuro tiene derecho a conocer
esas joyas de la cultura universal».
Bernardo tenía acceso a toda la torre exterior y a cinco salas de la intermedia. Una
en cada piso. Pero siempre los cuadrantes opuestos de cada piso. En el primero le
correspondía el cuadrante norte, en el segundo piso el sur, en el tercero el norte y así
sucesivamente. Se conoce que los libros que le interesaban estaban así distribuidos.
En ninguna de estas cinco salas de la torre intermedia se repetían los caballeros con
los que coincidía. Sería una casualidad, porque en la torre exterior coincidían en
varias, o quizás era debido a los diferentes intereses de aquellos señores de la guerra.
Bernardo enseguida aprendió, casi de niño, que las reglas de la fortaleza eran
estrictas. Nunca se preguntaba cuál era el estudio de los demás, su procedencia o
destino. Cada uno contaba lo que creía conveniente.
—Comeremos y después nos ocuparemos de montar el bronce —dispuso el

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maestre.
La comida fue tan frugal como animada. Hablaron de Francia. El maestre quiso
que uno de los caballeros narrase su estancia en la encomienda de Cherburgo, el gran
puerto templario del país. El monarca francés, Felipe IV el Hermoso, había accedido
al trono en el año de 1285, generando gran entusiasmo. Era hombre inteligente y con
el firme propósito de que su reino fuese poderoso; deseaba una Francia con más peso
en Occidente. No veía con buenos ojos a los ingleses, que ocupaban territorios del
oeste de la Galia y deseaba llevar su influencia a las tierras alpinas. La participación
de Francia en las cruzadas no había traído un mayor reconocimiento de su país. Creía
que era preciso un nuevo balance de poderes en Europa otorgando más peso a Francia
y para eso quería contar con el Temple, no como brazo armado, que lo eran de Cristo
y de la Iglesia, sino como transmisores de una nueva hegemonía franco-occidental.
¿Quién si no podía garantizar el orden en Occidente? El Islam había sido detenido en
Poitiers. Pronto habría que parar al turco. Las tierras nórdicas no tenían ejércitos, el
Sacro Imperio Germánico se debilitaba en luchas intestinas. El sur de Hispania
libraba su propia batalla contra un Islam adormecido para la guerra por la civilización
y su disfrute. Los británicos, desde Ricardo, no habían dejado oír su voz. Solo
quedaba Francia y él, el Rey, era quien tenía aquella superior responsabilidad.
—Son los intereses de los reinos —opinó el maestre Conrado—, y el Temple está
por encima de ellos. La Cristiandad reclama la unión, no la imposición. Europa no se
unirá jamás por la guerra, sino por la paz. El rey francés defiende su poder, no el de la
Cristiandad.
Todos asintieron. Ellos sabían más de la guerra que nadie. Por eso eran
conscientes de que la guerra solo anexiona con el exterminio. Un noble no acepta la
esclavitud. Prefiere la muerte. Y la muerte genera más rebeldía y más guerra.
—En los próximos días se incorporarán a la guarnición tres caballeros franceses;
los envía el maestre de la Provenza. Acaban de regresar de Tierra Santa y
permanecerán con nosotros hasta nueva orden. Quieren estar aquí varios años.
»Uno de ellos —prosiguió— es Gastón de la Tour, un noble francés. Su historia
recorre Occidente como un estigma. Gastón se enamoró de una joven, Guillermina,
hija de un artesano sin sangre noble. Aunque su amor, inmenso, no tenía límites,
cuando sus padres la obligaron a casarse con otro hombre, un herrero de la villa,
Gastón, débil, no se opuso. Ella, desesperada, aseguró que antes de casarse con otro
se moriría, pero dejaría la mano fuera de su tumba para que Gastón pudiera ponerle el
anillo de desposada. El amor era eterno, la vida no.
»Transcurrido un tiempo, cuando ya templario se dirigía hacia su encomienda, al
pasar por delante del cementerio tuvo una espantosa visión: de una tumba salía una
mano. Con el horror dibujado en el rostro entró en el cementerio. En la lápida leyó un
nombre, Guillermina. El dolor lo laceró. Desesperado huyó de aquel lugar, mientras
una voz de un anciano le decía: “Mi hija murió por vuestra cobardía. Pasaréis el resto
de vuestra vida demostrando vuestra valentía ante la sangre de los vuestros”.

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»La maldición se hizo realidad. En el viaje de vuelta a su castillo, una partida de
ladrones los atacó matando a uno de sus más leales amigos. De ningún consuelo le
sirvió a Gastón el haber dado muerte con sus propias manos a todos los salteadores.
»En la cruzada, su primo Mercier murió en batalla a su lado, al igual que el
capitán de su guardia. Toda la compañía fue aniquilada en una incursión nocturna.
Solo él, luchando valerosamente, sobrevivió.
»Os cansaría con el relato de la estela de sangre amiga que va dejando tras él.
Ahora, quiere retirarse a nuestra fortaleza, buscando recogimiento para su espíritu y
calma a sus tormentos. Espero que brindéis vuestra amistad a Gastón. Aquí no llegará
la guerra, su maldición ha de tocar algún día a su fin.
Bernardo se sintió muy cerca de un hombre con tal sufrimiento.
—Espero que sea mi huésped allá en el valle —se ofreció—. Hemos de mostrar
hospitalidad a quien la necesita. Las maldiciones no llegan a nosotros, los cristianos
con fe.
Fueron interrumpidos por un caballero que informó al maestre del desembarco del
caño de bronce.
—Está ya en la colina al lado de la muralla, preparado para ser montado en el
armazón de madera reforzada con hierro, según las instrucciones del freire Lorenzo.
—Veamos los preparativos —propuso el maestre.
Se levantaron y salieron al patio, donde un grupo de caballeros se ejercitaba en el
uso de la espada. Al pasar el maestre pararon su entrenamiento y saludaron.
—Venid con nosotros —les instó—. Vamos a seguir el montaje de la nueva arma
que hemos construido.
La comitiva, de unas dos docenas de caballeros, salió del castillo, dirigiéndose a
la parte de la isla que veía al norte, donde había un pequeño acantilado. El carro con
el caño de bronce estaba al lado de una pieza de madera con ruedas y una hendidura
del tamaño del caño en su parte superior. Un grupo de hombres lo levantó, con gran
dificultad, y lo colocó encima de la plataforma, encajado en la hendidura, con la parte
hueca mirando hacia el mar y el agujero pequeño hacia arriba. En esto insistía mucho
Frey Lorenzo, el armero.
—Queda demasiado holgado —observó una vez fue depositado encima de la
plataforma—. Serán precisas unas cuñas de madera y unos aros de hierro que hagan
que la madera y el bronce sean la misma pieza. No puede haber ni una uña de
holgura.
—Tendremos que esperar unos días para hacer la prueba —dijo el maestre—. No
os precipitéis. Sabemos que es un arma peligrosa. El enemigo puede esperar.
Aquella boca, aun apuntando al mar, resultaba amenazadora. El sol desaparecía
por la Estaca, y en las sombras el bronce y su fauce eran aún más negras. Bernardo no
entendía el uso de aquel grifo de hierro. Sabía que era una especie de catapulta que
funcionaba con fuego, que producía un polvo que los monjes conocían. No sabía
cómo era aquello, pero viéndolo allí, sentía su fuerza. Su instinto guerrero se lo decía.

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Por la noche, en la cena, no se habló de otra cosa. «Lanzará el hierro a más de
cien brazas», decía el armero. El hierro, una especie de pesa de las que se usaban en
las básculas, pero del tamaño del ancho de la boca del caño, parecía de un peso
suficiente como para que Bernardo dudase de la veracidad de aquella afirmación.
Al acostarse, Bernardo se asomó al ventanuco de su habitación y allá, en tierra
firme, dibujadas por la luna vio las formas de la colina donde estaba su pazo. En
medio la lengua de mar. Se acordó de sus hijas y de Josefa. Desde allí las sabía
seguras.
Los dos días siguientes los empleó en ejercitarse con la espada y la lanza,
disparando la ballesta, pero, sobre todo, hablando de estrategia militar. El maestre le
había pedido que preparase el sitio de una fortaleza usando aquella nueva arma. Cien
brazas de alcance.
—Leed este manuscrito de la batalla del sitio de Niebla, en el año 1257, ordenado
por nuestro rey don Alfonso —le aconsejó el maestre—. Los del Islam usaron el
trueno.
En aquella narración Bernardo comprobó que los defensores árabes habían usado
una estruendosa arma que sembrara el pánico y la muerte entre los cristianos. El
número de bajas de los sitiantes había sido demasiado alto. Supo del efecto de aquella
arma, unos cajones que reventaban con gran estruendo, que en nada se parecían al
caño de hierro.
Se dedicó a pensar cómo sitiar la Coelleira con aquella catapulta. No creyó que
fuese posible. Aquella fortaleza era inexpugnable.
—No habrá ejército que triunfe sin un altísimo número de bajas. Es del todo
imposible un sitio rápido y sin bajas —le dijo a los caballeros que con el maestre
discutían el plan de asedio.
—Comprobaréis que es posible y sin gran dificultad usando esta nueva y terrible
arma —aseguró Frey Lorenzo.
La incredulidad era general. Pero Bernardo sabía que de guerra y armas aquel
hombre sabía más que nadie.
—Mañana recibiremos los nuevos herrajes que hemos encargado y lo
probaremos. Estoy seguro de tener razón. Cien brazas de alcance —insistió el armero.
El plan de Bernardo de usar barcazas con rampas para subir y bajar las piezas les
pareció adecuado. Se podría disparar desde las barcazas en medio de la ría.
Un caballero entró en la sala donde estaban reunidos y acercándose al maestre le
dijo al oído unas palabras. Su cara se iluminó.
—Que desembarquen y vengan inmediatamente —ordenó—. Caballeros —
continuó—, la esposa de Bernardo, doña Josefa, y su hermana doña Raquel están en
el embarcadero de la isla. He ordenado que se les permita desembarcar y dirigirse
aquí. Estarán todo el día con nosotros. Sé que las reglas son estrictas. Pero pertenecen
a la familia Murías, que muchos de vosotros conocéis, y que nos hospedaron durante
años en las tierras de Fonte Sacra. Templarios por historia y afecto.

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Raquel Murías. Él le había puesto el nombre de la mujer de Jacob, el que había
dormido sobre el Betilo, aquella piedra de la que le habían hablado en la cruzada y
que aquel hombre buscaba. Cuando regresó de Tierra Santa y vio aquella niña recién
nacida, pensó en Raquel y en el Betilo. Y ella fue Raquel. Había hecho honor a su
nombre. Tenía un fuerte carácter, era inteligente y afectuosa. La consideraba casi su
hija y la quería más que a nadie. Hacía casi dos años que no la veía; había
emprendido un viaje por las tierras de Gallaecia, del que ahora regresaba. Desde
pequeña había sabido que su firme voluntad la llevaría a labrarse su propio destino.
Le gustaba oírla hablar de cómo eran su tierra y su rey. Nunca le había gustado un rey
que no vivía en su tierra. Quería un orden distinto. Pero le preocupaba su rebeldía
respecto a cosas que no se podían cambiar.
El maestre bajó al patio de armas y, cuando aún no había llegado al pozo, una
joven morena, de pelo negro, alta y delgada, cruzó corriendo la puerta de la fortaleza
y abrazándolo, casi se colgó de él.
—Maestre. Cuántas cosas te tengo que contar. He visto el mundo. Es como me
dijiste. —Se separó para verlo—. Me llena de alegría verte de nuevo.
—A mí también, Raquel. A mí también.
—Llegué hoy y Josefa me dijo que Bernardo estaba aquí, con vosotros. Me faltó
tiempo para venir a saludarte. Tengo tanto que contarte. Me rondan multitud de ideas
y quiero llevarlas a cabo. Necesito de tu consejo. Tenemos que hacer muchos
cambios en este reino…
—Cada cosa a su tiempo —la interrumpió el maestre. Josefa les había alcanzado
y juntos se dirigieron a la sala donde estaban los templarios.
Cuando entraron, todas las miradas se clavaron en aquella hermosa joven morena.
Su cara brillaba. Sus ojos negros, bellísimos, destelleantes, los miraron a todos de tú a
tú, con una cierta altivez pero con aprecio. Sintieron que una mujer les aguantaba,
con seguridad y fuerza, la mirada; a ellos, los caballeros templarios de la Coelleira.
—Raquel, de la estirpe de los Murías —enfatizó el maestre—. Yo mismo le puse
su nombre cuando volví de Tierra Santa, va para veinte años.
Los caballeros inclinaron la cabeza. Las palabras del maestre aumentaron la
sensación de fuerza que percibieran en aquella mujer. Ella saludó con una sonrisa.
—Estoy ante Caballeros del Temple, a los que admiro y respeto desde niña. Mi
maestre, Frey Conrado, y vosotros me enseñasteis el mundo de lo justo. Estar en esta
sala es un honor y forma parte de mi recuerdo.
La sorpresa se reflejó en los rostros. Si nada habitual era que una mujer entrase en
aquella sala, aún lo era menos que tomase la palabra. Muchos tardaban semanas e
incluso meses en atreverse a hablar al grupo. Y solo los más respetados lo hacían en
aquel tono y con aquella naturalidad.
Bernardo se acercó y abrazó a su cuñada y a su esposa. El maestre nombró a
Josefa; todos la conocían por haber sido huéspedes suyos en el pazo del valle.
Los caballeros fueron saliendo, quedándose solamente unos pocos, los más

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antiguos, además del maestre. Todos conocidos de la familia de Quirós. Raquel, una
vez sentados en torno de la mesa, inició la narración de su viaje por las tierras de
Gallaecia. Un gran país, de tierras fértiles, hombres trabajadores, mujeres hacendosas,
pero con poca ambición de ser. Nobles que se conformaban con su vida tranquila, en
sus condados, sin darse cuenta de que su tierra estaba siendo desatendida. No tenían
hombres de armas y estaban atentos a la más mínima muestra de cuál podía ser la
voluntad del Rey, al que nunca veían, para atenderla; todos decían que era para no
caer en desgracia, ya que sus vecinos sí que cumplían los deseos del Rey. Ninguno
veía con entusiasmo la situación, pero no se atrevían a decirlo. Se limitaban a dejar
pasar el tiempo.
—Vi una tierra que, siendo origen del cristianismo, retrocede a medida que se
expulsa al Islam. Cada vez tenemos menos poder y menos influencia —concluyó
Raquel.
—¿Cómo te fue en Compostella? —preguntó el maestre.
Mientras, Frey Conrado pensaba en lo notable de la narración de Raquel. No
había hablado de la belleza del país, sino de sus gentes. Eran ellas las que le
importaban.
—Es la ciudad más bella del mundo. En sus dos plazas, la Quintana y el
Obradoiro, confluyen la cultura y la pasión, la religión y la política. En Compostella,
la belleza de la piedra confunde los sentidos. Es el centro de la civilización, el
corazón de Gallaecia, pero un corazón que late con lentitud. No da suficiente
impulso. Gallaecia va lenta porque Compostella está centrada en sí misma. Necesita
un nuevo espíritu. Estamos en tiempos nuevos y allí aún no los sintieron.
—Nadie nos une para tener más fuerza —afirmó Bernardo—. La semana pasada
recibí una carta del conde de Lemos, llamándome a una reunión. Algo sucedió en la
boda de su hija, a la que a mi pesar no pude asistir. Surgió un fuerte conflicto entre su
yerno, el señor de Avalle y el obispo de Mondoñedo. Me habla de que no hay ejército
en Gallaecia y que es preciso que nos veamos. Raquel tiene razón. Estamos en
tiempos de mudanza.
—Siempre son tiempos de mudanza —sentenció el maestre—. Lo que importa es
saber hacia dónde se va y qué es lo que se pone en marcha. Realeza, nobleza, clero,
órdenes, todo está en cambio permanente. En Francia, en Castilla, en Portugal, en
Germania y en Italia. Pero lo que importa es lo que se mueve en Roma, en
Estrasburgo y en Compostella. Esta ciudades forman el triángulo donde se decide
todo.
Raquel y Bernardo no entendieron muy bien lo que el maestre quería decir, pero
el brusco final de sus palabras indicaba que no iba a seguir. No le pidieron que les
aclarase su significado. Sabían que aquello era todo lo que iban a oír.
—Vuestro bote tiene que salir, si no queréis que la noche os sorprenda en el mar
—les aconsejó Lorenzo.
—Os acompañaré —dijo Bernardo—. Maestre, ¿cuándo haremos funcionar el

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arma? No me gustaría estar ausente.
—No os preocupéis. Si hiciésemos alguna prueba, sería para asegurar el buen
funcionamiento del arma cuando esté delante el poderoso y entendido señor Quirós
de Viveiro —ironizó el maestre.
En el viaje de vuelta las dos hermanas hablaban sin parar de lo que habían hecho
en el último año. Irían a ver a sus padres, allá en las tierras de Fonte Sacra. Bernardo
sabía que en aquellas conversaciones solo ellas, acompañadas de sus recuerdos,
tenían cabida. Josefa sentía una gran admiración por su hermana.
En medio de la ría, Bernardo volvió a notar aquella sensación de unos días atrás.
No dijo nada. No quería preocupar a su esposa. Fijó su vista en Raquel y la notó
serena. Pero él no se tranquilizó.
Se acostaron tarde. Hablaron y recordaron juntos vivencias y tiempos pasados. La
noche los despidió casi de madrugada.
Raquel se despertó con el ruido de un trueno. No oyó la lluvia. Al notar que la
luz, aún débil, anunciaba el alba, quiso seguir durmiendo, pero un nuevo trueno le
indicó que era mejor levantarse y aprovechar el día. En el comedor ya estaban
Bernardo y Josefa. La lluvia no se oía pero el trueno se volvió repetir por tercera vez.

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4
EL CONSEJO DE REGENCIA EN ESTRASBURGO

E
l hombre miró hacia arriba y sintió la misma impresión que la primera vez
que había visto aquella catedral, unos diez años atrás cuando había llegado a
Estrasburgo. Caminando bajo aquellas torres se sentía minúsculo. Había
pasado por allí infinidad de veces y su alma se sobrecogía como el primer día.
Apuró el paso y agachó la cabeza para protegerse del frío; aún parecía más
pequeño. Llegaba a tiempo, pero con aquel frío era mejor esperar dentro, al calor de
la lumbre. Se dirigió hacia la casa, de madera y cal, negra y blanca, que hacía esquina
en la plaza de la catedral. Sin darle tiempo a llamar, el sirviente le abrió la puerta.
Como tantas veces antes, lo esperaba. Se quitó la capa de pieles.
—El señor Akal os aguarda.
Aquello era poco usual. Siempre llegaban a las ocho, con rigurosa puntualidad,
pero esta vez le habían dicho que estuviese una hora antes. El sirviente lo condujo
hacia la estancia principal de la primera planta, que daba a la plaza.
—Señor de Constanza, sentaos, por favor —le dijo con un fuerte acento
germánico Akal, un hombre alto, demasiado delgado y pálido de unos cincuenta años.
Estaba de pie, mirando la catedral a través de la ventana de vidrios coloreados de
Bohemia.
—Mientras esté ahí, nosotros seguiremos leales a nuestra idea de un Gobierno en
los países de Occidente, que algunos llaman Europa —dijo Akal sin quitar la vista de
la catedral—. Su visión nos mantendrá, día tras día, año tras año, siglo tras siglo.
Ramón de Constanza se sentó, mientras Akal, ya vuelto hacia él, continuó.
—Llevamos más de dos siglos a la espera de la proclamación del rey que
gobierne Occidente. A pesar de que el Temple, fiel a sus normas, ha combatido
bravamente en Tierra Santa, las cruzadas han fracasado y nadie ha sido capaz de
acercar los pueblos de Europa. Es necesario que el Consejo de Regencia comience a
considerar una nueva estrategia. Una decisión importante que requerirá tiempo y
prudencia. No sé si Dios me concederá asistir al final; creo que no. Mi cuerpo se
debilita y mi alma reclama su libertad.
—El Señor querrá que os repongáis pronto. Vuestra presencia en este momento
tan difícil es imprescindible. Son tiempos de calamidades y nuestra idea os necesita
—afirmó con vehemencia y sinceridad Constanza. Hablaba en latín con acento de las
tierras del sur—. Dios siempre ayudó a las causas justas.
—Sí, pero siempre respetó la naturaleza que Él creó. Hoy pienso proponer al
Consejo que vos seáis mi sucesor en la regencia —dijo Akal, y viendo la expresión
de sorpresa que reflejaba el rostro de Constanza, prosiguió—: Os considero el
miembro del Consejo con más capacidad para dirigir el proceso que ya se ha iniciado.
Somos un Consejo de Regencia, sin reino y sin rey. Tenemos la Idea, la voluntad y la

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fuerza. El rey llegará y con él vendrá el reino. Vos debéis conducir el proceso hasta
aquel momento, que ya no está lejos.
Constanza sabía que aquellas palabras no podían ser contestadas. No creía ser el
más idóneo, pero tras diez años en el Consejo, había visto pasar a dos regentes y
sabía que ese era el sistema. El anterior designaba al siguiente. Incluso cuando llegase
el Rey, él elegiría a su sucesor, que no podría ser de su familia. Una monarquía
sincrética, no hereditaria.
—Llegado el momento pondré lo mejor de mí mismo en la tarea —aseguró
Constanza poniéndose en pie—. Espero responder a la confianza que depositáis en
mí.
Se dirigieron a una puerta lateral, de caoba teñida de negro, como todos los
muebles y estantes repletos de libros que ocupaban el despacho, y entraron en un
salón, cuyo centro ocupaba una gran mesa de madera rojiza. En torno a ella, once
hombres, con túnicas blancas y rojas de puños negros, aguardaban de pie al lado de
sus sillas.
Akal señaló a Constanza la silla a su derecha y tomó asiento en la cabecera.
Todos supieron por el gesto del Regente que Constanza era el sucesor. En los rostros
de aquellos once hombres sabios, justos y buenos se reflejaba el acierto de la
designación. Apreciaban de Constanza la inteligencia, el sosiego y la ponderación de
sus juicios; nunca perdía la calma y siempre encontraba una respuesta adecuada para
cualquier situación. Era un hombre humilde, tanto, que algunas veces, cuando daba
una opinión, parecía que era idea del que la escuchaba.
Les entristecía ver cómo se apagaba la vida del Regente, al que, tras ocho años de
Regencia y treinta de Consejo, tenían un gran respeto y afecto, pero les satisfizo la
designación de Constanza. Akal se dispuso a pronunciar un discurso solemne en
aquella sala del Consejo de Regencia, donde la Idea y el respeto al Betilo lo eran
todo.
—El tiempo pasa y llegó el momento de designar un sucesor en la Regencia. Mi
fallecimiento, por deseo de Jesucristo, se acerca; el señor de Constanza me sucederá.
No voy a glosar sus virtudes y méritos, que todos conocéis. Quiero, sin embargo,
proclamar solemnemente en el recogimiento de este Consejo y en el secreto de
nuestras actuaciones, que se avecinan tiempos de conmoción en Occidente. Nada
volverá a ser como antes. El mundo va a vivir grandes cambios y el señor de
Constanza sabrá conduciros sabiamente.
Los doce miembros del Consejo atendían cada palabra del señor Akal. A la
proclamación de Constanza se añadía un nuevo e inesperado enfoque: venían tiempos
difíciles. Allí estaban dos caballeros franceses, dos italianos, uno portugués, uno de
Castilla, un provenzal, un inglés, otro procedente de las tierras bálticas, un germano
y, finalmente, uno de las tierras bajas del mar del Norte. Unos eran estrategas
militares, otros hombres de letras (buenos conocedores de la civilización occidental),
varios miembros de la alta nobleza, gentes de la universidad, un cardenal de la

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Iglesia. Eran gentes de procedencia muy diversa que compartían su sabiduría, su buen
criterio y sus mentes abiertas.
Cuando los habían llamado a formar parte del Consejo, el Regente les había
transmitido su cometido. Eran un Consejo de Regencia para preservar la Idea hasta
que pudiera hacerse realidad. Tenían que ir preparando el camino. Llevaban siglos
esperando y aún podrían tener que esperar varios siglos más. Nadie lo sabía.
Solamente Nuestro Señor Jesucristo. No debían esperar reconocimientos ni premios,
porque no los habría. Tendrían un inmenso poder, pero para dedicarlo enteramente a
la Idea. Nada se haría en su propio provecho. Todo sería para que cuando llegase el
momento hubiese un rey y un reino. Un rey sabio y bondadoso en un reino de
justicia.
Solamente ellos trece sabían de sus decisiones. Cada uno ejercía en su ámbito,
militar, económico, político o legal. Se celebraba una reunión cada dos años, aunque
los miembros del círculo interno se veían con más frecuencia. Las cruzadas, la
participación de los países en la guerra contra el infiel, la custodia de los Santos
Lugares, el equilibrio de poderes en la Cristiandad, la civilización cristiana, el
Temple, los reyes y su actuación, los conflictos y guerras entre países cristianos…,
todo era objeto de detallada consideración. Decidían y actuaban.
En aquella sala se concentraba el mayor poder de Europa. Sus decisiones, que se
transmitían como órdenes, como opiniones y a veces como consejos, llegaban a
reyes, nobles, cardenales y aun al Papa. Nadie más que ellos conocía la existencia del
Consejo, que debía mantenerse en el máximo secreto. Sus decisiones las transmitían
los miembros usando su propia influencia y poder, que era mucho.
—La derrota en las cruzadas traerá grandes cambios en Occidente —prosiguió
Akal—. Al decidir el inicio de las cruzadas, nuestros antecesores equivocaron el
camino. No había que ir de Oriente a Occidente. Había que hacerlo al revés, desde
Occidente a Oriente. Lo hemos pagado muy caro: hemos perdido más de dos siglos y
bueno será si todo queda así. Los reinos cristianos disputan y rivalizan entre ellos; las
tensiones entre Francia y Germania son muy fuertes y van en aumento.
»El Temple ha cumplido la primera parte de la misión que se le había
encomendado. Combatió en Tierra Santa y su presencia cubre rodo el territorio
europeo. Nos proporciona seguridad. El señor Thibauld de Gaudin —dijo
dirigiéndose a uno de los presentes— tiene que recibir nuestro reconocimiento. Los
reyes de Portugal, Aragón y Francia y nobles de muchos condados están con
nosotros. Los señores Fernándes, Llull y Montpellier deben seguir en esta labor.
»Los conflictos entre el rey Felipe de Francia y el Papa Bonifacio VIII son nuestra
mayor preocupación. Deberemos prestarles más atención. En el Vaticano hay grandes
convulsiones; el corto mandato de Celestino V y el pontificado de Bonifacio VIII están
trayendo conspiraciones y enconadas luchas de poder. Un pontificado inseguro, un
rey de Francia con gran ambición, la pérdida de Tierra Santa, el poder del turco, las
revueltas en Germania…, un nuevo orden se va a producir. Es precisa una nueva

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estrategia. Los primeros pasos ya están dados. El rey está en camino y el reino hay
que hacerlo.
Las caras de los consejeros reflejaron la impresión que les había producido esta
frase. Akal hizo una larga pausa. Nadie se movió. Parecían petrificados. Llevaban
cientos de años de espera y en aquel momento, el Regente, el que sabía de las claves
de la Idea y del Betilo con los signos, les acababa de anunciar que el Rey estaba en
camino.
—El señor Constanza —prosiguió Akal—, sabrá del rey. Yo os digo ahora,
cuando sé que no lo veré como rey, que está en camino. La ocasión es esta. Vendrá
desde Occidente, no desde Oriente, como creíamos. Vendrá desde donde confluye el
tiempo, donde todas las fuerzas de la luz acaban su camino. Cuando concluya el
milenio, dice la profecía. El fin del primer milenio de la civilización de Occidente se
aproxima. Cinco años quedan. Nuestra nueva estrategia tiene que estar lista para ese
tiempo.
Seguían sin moverse. Parecía que ni respiraban. La importancia del momento
flotaba en la sala. Aquellos hombres, buenos y sabios, que sabían de su destino y de
su responsabilidad, estaban pendientes de las palabras de Akal.
—Os pido para Constanza el mismo respeto y lealtad que habéis tenido conmigo.
Sé que puede contar con vuestro apoyo. Desde hoy el Consejo estará presidido por él.
Es preciso que empecéis de inmediato. Le pido al señor Constanza que acepte la
nominación y que prosigáis mañana. Pero antes de la aceptación y siguiendo las
normas, el Consejo tiene la palabra.
Nadie habló. Todos miraron hacia uno de ellos. Un hombre de mediana edad,
moreno, que no se movió. Fue Thibauld de Gaudin, quien, puesto en pie, habló al
Regente:
—Señor Akal, creo hacerme eco de todo el Consejo al afirmar nuestra
satisfacción por vuestra elección. Pero también en nombre del Consejo le pido al
señor Llull que hable en nombre de todos. En este momento solemne, su verbo nos
satisfará a todos.
Aquel hombre moreno permaneció un instante pensativo y, casi sin moverse ni
levantar la vista del centro de la mesa, empezó a hablar.
—Feliz elección, pero siento una gran tristeza al oírla. Vuestras palabras, señor
Akal, son de bienvenida y despedida. Hablan de lo que se va y de lo que viene.
Hablan de la vida. Un Consejo que, por trascendente que sea su misión, está formado
por hombres de carne y hueso. Dedicados a la Idea, pero humanos. Aquí se sentaron
muchos antes que nosotros, Tomás, Raimundo… Otros muchos se sentarán después.
Vos os vais. El señor Constanza viene. Con el tiempo se producen los cambios en las
personas y en los países. Preparémonos. El final del Imperio Romano trajo malos
tiempos para Occidente. Esta vez no podemos retroceder de nuevo. ¿Equivocación en
la cruzada? Puede. Pero yo, que soy hombre del mar, mediterráneo por esencia, sé
que con el sol se va una parte del espíritu. Sigamos el arco del sol. Allí adonde se va,

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se centra la esencia. Intuimos tiempos difíciles. Bueno será que roguemos ayuda al
Señor Jesucristo. El Consejo está vivo y por ello el Rey tendrá su trono y su reino.
Señor Constanza, que Dios sea con vos.
Constanza tomó la palabra. Se puso en pie con el semblante grave del que asume
algo que cree superior a sus fuerzas.
—Pido a Nuestro Señor Jesucristo ayuda. Hoy depositáis en mí una
responsabilidad para la que no estoy seguro de estar preparado. Le pido fuerzas para
responder a vuestra confianza. Pero, sobre todo, le pido que permita al Regente
permanecer con nosotros; ha dirigido este Consejo con gran sabiduría y lo seguimos
necesitando.
Akal movió la cabeza en señal negativa. Constanza continuó.
—Nuestra obligación y compromiso es lo primero. Yo acabo de saber que el Rey
está en camino. No podemos permitir que la oportunidad fracase. Debemos
intensificar nuestra tarea. Permaneceremos en Consejo cuantos días sea preciso para
ultimar nuestra estrategia.
Prosiguió su discurso. Iban a ser días de intenso trabajo. El traspaso de poderes se
estaba produciendo en aquel mismo momento en que el Regente asentía a las
instrucciones de Constanza. Para aquellos dos hombres el poder era más una
obligación que un deseo o una fuente de privilegios.
Cuando se levantó la sesión y los citó para el día siguiente a mediodía, ya era muy
entrada la noche. Salieron pensativos, en silencio. Constanza y Akal se dirigieron al
despacho de este.
—Debéis trasladaros a esta casa lo antes posible —dijo Akal—. El Regente tiene
que residir aquí, y aunque es la primera vez que un Regente renuncia, todo tiene que
ser lo más normal posible. Yo me sentiré mucho más tranquilo sabiendo que la
regencia continúa con vos. Pronto sabréis por qué.
Constanza, un poco inquieto, asintió.
—Hoy mismo hablaré con mi esposa para acometer el traslado —aseguró—, pero
sobre todo, para que vaya asumiendo la carga que se nos impone. Vos sabéis que es
una mujer de gran decisión y con capacidad de hacer frente a nuevas situaciones, pero
también que no gusta demasiado de la sujeción que esta responsabilidad le va a
imponer. Aunque estoy seguro de que continuará siendo mi principal apoyo.
—Saludadla de mi parte y presentadle mis excusas por la decisión que acabo de
tomar. Pero quiero que sepáis que ella también fue causa de mi decisión. Sé que, en
su gran inteligencia, no solo comparte nuestro proyecto y nuestra Idea, sino que es
parte de ella. Su sabio consejo también cuenta.
Constanza estaba convencido de que era así. Amaba locamente a su mujer y él,
más que nadie, sabía de su valía. Acababa de comprobar la gran capacidad del
Regente; también él era consciente.
Se despidieron hasta el día siguiente. Akal lo acompañó hasta la puerta y, desde
allí, lo observó mientras se alejaba por la plaza de la catedral. Satisfecho, sonrió con

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tristeza. Su última gran decisión como Regente ya había sido tomada y había
acertado. Ahora ya podía descansar tranquilo. La Idea estaba a salvo.
Constanza no sintió el viento gélido y húmedo que se clavaba en las piedras. Pasó
por delante de la farmacia, que se había abierto por iniciativa del Consejo treinta años
antes para atender la salud de las gentes, sin reparar en ella. Tampoco reparó en la
catedral, que dejaba a su izquierda. Pensaba en su mujer. Era extraño, no sentía la
responsabilidad que unos minutos antes le atenazaba. Pensaba en Blanca, su mujer.
Estaba seguro de que con ella al lado sería capaz de afrontar el reto. Cuando le habían
ofrecido formar parte del Consejo, haría pronto diez años, ella había sido
determinante en su aceptación. Dejaron sus familias, allá en las soleadas tierras del
sur y se vinieron a vivir al corazón del continente. Blanca llenaba toda su vida. Él era
un hombre de leyes y de lógica más que de acción. Ella, detrás de su aparente
fragilidad, tenía la fuerza para aguantar cualquier situación, por difícil que fuese.
«Tenemos que ir. La causa merece la pena», había sido su respuesta.
Cuando llegó a su casa, Emmanuel, su hijo, de seis años, ya llevaba varias horas
acostado. Entró sin hacer ruido. Blanca lo esperaba despierta, sin acostarse, leyendo.
La luz de la vela mostraba aquel rostro tan hermoso y aquel pelo rubio, ensortijado.
Delgada, extremadamente delgada; piel blanca como la luz; sus ojos marrones se
quedaron fijos en él. Lo sabía, aquella mujer sabía siempre lo que iba a pasar.
Permaneció inmóvil, en silencio, y con su sonrisa luminosa le transmitió la
bienvenida.
—El Regente ha comunicado al Consejo que yo seré su sucesor —le confirmó
Constanza.
Blanca mantuvo su expresión luminosa; sus ojos también sonreían.
—Lo sabía y lo esperaba. Dios te eligió para eso, para conducir la civilización
cristiana. Te ha elegido a ti; estaba escrito, como también está escrito que será nuestro
hijo y los hijos de nuestro hijo los que verán los frutos de tu trabajo. Estarás a la
altura de lo que te encomiendan y a ello dedicaremos nuestra vida. Ese será nuestro
disfrute y nuestro sacrificio. El Consejo y el Regente han mostrado su voluntad. Tú
mostrarás la tuya.
Su tez, aquella noche, estaba aún más blanca, tanto que parecía reflejar la luz de
la vela. Constanza la abrazó. Se sintió seguro. Sería capaz de responder a la confianza
que habían depositado en él. Akal tenía razón, ella era parte de la decisión.
Se levantó con el sol y se fue directamente a su escritorio. Debía tener las ideas lo
más claras posibles. Todo había de estar listo para cuando llegase el Rey. El
acercamiento de los territorios, la armonía entre los países, una civilización articulada
en torno a la justicia, la paz y la concordia, eran las ideas sobre las que se construiría
un nuevo orden en Occidente. La guerra y el odio nacían de la envidia de los que
creían a los otros inferiores por ser distintos, surgían cuando los pueblos no entendían
que la vecindad crea el parecido. Pero durante mil años la civilización cristiana no
había sino levantado barreras y muros para separar al vecino. Detrás de las murallas

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venía la guerra, la desolación, el dolor y, finalmente, la muerte.
La profecía lo anunciaba. Sucedería al cambiar el milenio, que traería la nueva
senda. Ya quedaba poco. En el calendario cristiano era el año del Señor de 1295.
Faltaban, sin embargo, cinco años para el cambio de milenio; ellos lo sabían bien. Era
parte de la Idea.
Era cierto. Se habían equivocado al iniciar las cruzadas, pero habían recibido una
gran recompensa: los escritos, el Betilo, la vivencia de la tierra donde Cristo nació y
murió. Habían recibido el flujo vital que les puso en la Idea. Y sin ella, no habría
jamás un nuevo orden. Sí, las cruzadas habían fracasado, pero habían señalado por
dónde había que empezar. Por Occidente. Ahora lo sabían y ponerlo en práctica era
su tarea.
—El desayuno te sentará bien.
Constanza levantó la mirada de los papeles para encontrarse con la de Blanca. Le
traía pan aún caliente y un vaso de leche humeante.
—Triunfarás. No me cabe la menor duda. Lo he sentido esta noche —le animó
ella—. He sabido que conseguirás que la Idea encuentre su camino, aunque producirá
mucho sufrimiento.
—La tarea es difícil —advirtió Constanza—. Llevamos siglos de espera y solo
Dios sabe cuántos más nos quedan.
—Sí, pero ahora es el momento. Lo veo —aseguró Blanca—. Cuando te
llamaron, sentí que algo nos obligaba a venir. No sabía lo que era. Esta noche lo
acabo de ver: vas a situar la Idea en el camino. Pero será con un inmenso dolor.
Constanza sabía de la intuición de Blanca. En muchas ocasiones había sentido
impulsos que se mostraran ciertos.
—¿Qué crees que hay que hacer? —le preguntó.
—No lo sé. Solo sé que el dolor abrirá el camino a la Idea. Y si no es ahora, no
será en muchos siglos.
Un fuerte ruido de cristales rotos la interrumpió. A través de la puerta entreabierta
vieron que a la sirvienta se le acababa de caer el desayuno.
—Lo siento señora —se disculpó ella, una chica joven—. Tropecé en el pasillo.
Lo recogeré todo inmediatamente.
—No importa, Catherine —la tranquilizó Blanca.
Aquella sirvienta que le había recomendado el arzobispo a Constanza era muy
servicial. Todo lo preparaba en su justo tiempo y siempre estaba atenta a sus
instrucciones y deseos. A veces aparecía en el momento en que se la necesitaba, sin
tener que llamarla.
—La llevaremos con nosotros a la nueva residencia —le confirmó Constanza a
Blanca, cuando Catherine se hubo ido.
Salió a mediodía hacia la casa del Regente. Era un día soleado. Echaba de menos
la luz fuerte de las tierras del sur. Era el mayor sacrificio que había tenido que hacer.
Cada vez que salía de su casa se acordaba de sus tierras y aquel día aún más.

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Caminaba más despacio que de costumbre; quería alargar el tiempo, aunque no sabía
por qué. Estaba tranquilo, con el espíritu sosegado, y sentía una sensación especial.
Por delante de sus ojos iban pasando las imágenes: la calle empinada y sus padres allá
en el sur, la plaza de la catedral y el rostro de Blanca, la farmacia y sus amigos de
juventud, la casa del Regente y su hijo, en una mezcla de recuerdos y realidades, que
le producían una gran placidez.
—Buenos días, señor Constanza. —El sirviente en la puerta de la casa lo devolvió
a la realidad—. El Regente os espera.
La casa le pareció distinta, más familiar. No era la sede del Consejo de la
regencia; era la casa del Regente. Un sitio para vivir y trabajar. Siempre había visto
aquella entrada como la puerta de la sala del Consejo, donde se reunía con aquellos
hombres sabios, llegados de toda Europa para trabajar por la Idea. Pero esta vez sintió
que entraba en su casa. Allí iba a vivir, con su mujer y su hijo, el resto de su vida.
Los doce miembros del Consejo sabían que ante cualquier duda podían recurrir al
Regente. Y aquella mañana Constanza sabía que él era la última pieza del engranaje.
Se sintió solo y deseó que Blanca y Emmanuel ya estuviesen allí.
Subió las escaleras hasta la sala donde, de pie, mirando por la ventana, lo
esperaba el Regente. Era la imagen repetida del día anterior, pero inundada ahora por
la luz del sol. Cuando Akal se volvió para saludarlo, Constanza notó su palidez
extrema. Parecía que en una noche hubiese envejecido varios años. No pudo reprimir
acercarse a él y ayudarlo a sentarse cogiéndolo del brazo.
—No asistiré al Consejo —le anunció Akal—. Va a ser largo y muy importante.
No me encuentro con fuerzas para afrontarlo. Os puedo distraer e, incluso, alguno,
por no cansarme, tratará de abreviar sus palabras. Estaréis más pendientes de mí que
de los temas que se traten. Por la tarde iremos a la catedral para mantener la tradición
del cambio ante Dios. Ya he avisado al arzobispo. Será la primera vez que se produce
un relevo en la Regencia en vida del Regente y yo os acompañaré.
Todo era demasiado rápido. Constanza sabía que la sucesión era así: el Regente lo
decidía y el mismo día del fallecimiento el sucesor ocupaba su puesto. Nunca había
vacantes. Pero esta vez, al sucederle a él, sintió vértigo.
—Espero que Dios os conserve muchos años a nuestro lado —le confesó
Constanza—. Necesito contar con vuestro consejo y ayuda, que ahora os solicito.
Vuestra presencia en esta casa será garantía de acierto en las decisiones que
adoptemos.
—No, señor Constanza —explicó Akal—. En la casa del Regente solo puede
vivir él. No sería bueno, ni conveniente, que una vez que hayáis sido nombrado
Regente, yo permaneciese aquí. Mi sombra os obstaculizaría, por mucho afecto que
nos tengamos.
—Seríais de gran ayuda —dijo Constanza, pidiendo con sinceridad su apoyo.
—No —le interrumpió el señor Akal—. Hoy creéis que es así, pero os equivocáis.
Haced las cosas a vuestra manera, sin estar pendiente de lo que yo pueda pensar. Sed

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vos mismo. Acertaréis. Decidid y actuad por lo que vos creáis y, nunca, por lo que
otros hubiesen decidido. Oíd a todos y decidid.
—Vuestro consejo sería de gran valor para todos nosotros —insistió Constanza.
—¿Y si mi consejo no coincidiese con vuestra decisión?, ¿qué haríais? No, solo
puede haber un Regente. Me trasladaré a tierras de Hamburgo, las que me vieron
nacer y que tanto añoro. Quiero prepararme para el paso a la otra vida viendo
aquellas llanuras verdes con el mar lamiéndolas con sus mareas.
Sus ojos se alegraron. Constanza vio delante de él a un hombre desbordado por
sus sentimientos y por su añoranza, que Dios sabe cuántas noches le habría asaltado.
Delante de él no estaba el Regente que presidía el Consejo más poderoso de la tierra,
sino un hombre con sus penas y alegrías, con sus recuerdos y, sobre todo, lo vio
reflejado en su rostro, un hombre con deseo de paz y descanso.
—Nuestro afecto irá con vos —dijo Constanza—, y cada año iremos a recabar
vuestro consejo a las hermosas tierras de Hamburgo.
—Me alegraré de recibiros, si Dios me da vida.
Ya hacía rato que el sol había pasado el mediodía. Se aproximaba la hora de su
primer Consejo como Regente. Akal le señaló la puerta. Constanza abrazó a aquel
hombre del que tanto había aprendido. Fue el abrazo emocionado entre el que se iba y
el que venía. Los dos sabían que un tiempo se acababa y que otro empezaba. Era la
ley más natural y más terrible de la vida, el fin y el principio.
—Tras el Consejo y después de la recepción del arzobispo, tengo que hablaros —
dijo Akal—. Vos seréis en ese momento el Regente. Conoceréis de las Fuentes de la
Idea y del Betilo.
Constanza entró en la sala. Todos los miembros del Consejo esperaban en
silencio, en pie en torno a la mesa. Solo la cabecera estaba vacía. Tras él la puerta se
cerró. La sucesión estaba consumada. Se sentó en la cabecera, en la silla del Regente.
Todos ocuparon sus asientos.
Constanza los miró y empezó a hablar pausadamente.
—Un nuevo tiempo empieza hoy para mí. Es mucha la responsabilidad que
asumo; todo mi empeño será responder a vuestra confianza, a la del señor Akal y a
los designios del Señor. Espero contar con su ayuda. Con ella y vuestro trabajo la
Idea continuará.
No quiso decir más. Le parecía suficiente.
—Tenemos por delante un duro trabajo. Sabéis que de mí podéis esperar consejo
y opinión en todo momento. Quiero que mi Regencia empiece adelantándonos a los
problemas; las dificultades se resuelven mejor previéndolas. Empezaremos con la
exposición del señor Gaudin, Gran Maestre. Queremos saber del Temple, tan
importante y tan querido.
—Siguiendo las instrucciones de este Consejo —informó Gaudin—, el Temple se
replegó de Tierra Santa hacia Chipre, abandonando definitivamente Oriente. Nuestros
tesoros fueron trasladados a París, donde se encuentran a salvo de la codicia de los

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hombres, ocultos y custodiados, como corresponde. Su valor excede a todo lo
imaginable.
Hizo una pausa y con voz más suave continuó.
—Los códices y pergaminos han sido enviados a varios sitios; los militares a la
Coelleira y, siguiendo las órdenes del Regente, los textos sagrados a Portugal, al
Monasterio de Lisboa, bajo la custodia del Rey.
Todos se miraron cuando el Gran Maestre dijo estas palabras. Los textos sagrados
eran de gran valor simbólico y el Regente había ordenado que se pusieran a
disposición del rey de Portugal.
Siguió narrando el repliegue del Temple a Chipre y como, desde allí, aquel
ejército que luchara en las cruzadas se había desplegado por Europa, ocupando
lugares estratégicos.
—Nos hemos desplegado como si se tratase de una ocupación, sin limitar
nuestros asentamientos a las antiguas encomiendas. Pronto comenzaremos la
construcción de nuevas fortalezas. Se nos están dando facilidades en muchos
territorios. El rey francés, en su tensión con el Vaticano, busca nuestro apoyo. Nos
hemos convertido en sus banqueros, y ya ha recurrido a nosotros en dos ocasiones en
busca de considerables sumas de dinero.
Constanza tomó mentalmente nota de este hecho, que le pareció de la mayor
importancia.
—El número de caballeros templarios —continuó Gaudin—, aunque aumenta sin
parar, es insuficiente. Vamos a reclutar ejércitos apoyándonos en la nobleza de cada
territorio. La operación está en marcha en varios lugares. Hemos enviado a nuestros
mejores hombres a los territorios de Gallaecia, un país sometido a fuertes tensiones y
que tan importante es para nuestros fines. Yo mismo les he comunicado la
importancia capital de su misión, aunque solo les he informado de una parte del plan
y de que deben esperar más noticias del que ha de llegar. El Regente dispondrá los
siguientes pasos. Además —añadió—, les he ordenado que busquen lugares seguros
en la ruta a Compostella, por si tuviésemos que utilizarlos algún día. Aún no hemos
recibido noticias suyas. El rey de Portugal nos ha solicitado trescientos hombres para
la custodia de Compostella y del Camino. He ordenado ponerlos a su disposición.
—Le agradecemos al señor Gaudin sus explicaciones —intervino Constanza—;
dos preguntas: ¿a cuánto ascienden los préstamos concedidos al monarca francés?, y,
¿para qué está siendo utilizado ese dinero?
—Felipe IV ha decidido armar un gran ejército y al mismo tiempo ha reducido los
tributos. Sus finanzas no son muy sanas y esto le hace depender de prestamistas. Nos
adeuda trescientas libras.
No era una cantidad muy importante, pero a Constanza aquello no le gustó. Un
rey endeudado siempre era peligroso. Muchos banqueros reales habían sido
ejecutados por los reyes. Sin duda no era bueno que un rey altivo y ambicioso tuviera
deudas. Claro que no se podía ejecutar al Temple.

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—Gracias señor Gaudin —dijo Constanza y dirigiéndose a un hombre de mediana
edad, cedió la palabra—: señor Eckhart, es vuestro turno.
Siguieron las exposiciones, las preguntas y el debate. El tiempo voló. Fueron
interrumpidos por el escribiente de Akal, que se acercó a Constanza y le susurró unas
palabras al oído.
—Señores consejeros, es hora de ir a la catedral. Continuaremos después con la
exposición del cardenal Musatti sobre el Vaticano.
Cuando bajaban las escaleras, Akal ya les esperaba en la puerta. Lo saludaron con
respeto y afecto. Al igual que Constanza, lo notaron repentinamente envejecido.
—El tiempo nos espera —les dijo Akal a modo de saludo.
Para algunos aquella era la primera vez que asistían al ritual de entronización de
un Regente. Otros ya lo habían vivido. Pero para todos era un momento solemne.
Salieron a la plaza de la catedral, donde les esperaban unos hombres portando
antorchas y encabezados por Akal y Constanza, en fila de a dos, se dirigieron a la
catedral. La modesta procesión, que avanzaba lentamente, despertó curiosidad.
—Es la ofrenda de los fundadores de la farmacia —explicaba una mujer que
había reconocido a Akal y a Constanza—. Son gente muy caritativa.
—Tienen un ducado en la Alta Sajonia —decía un señor dirigiéndose a la mujer
que había hablado—. Son miembros de la alta nobleza.
Se dirigieron a la puerta principal y deteniéndose a escasos metros de ella, fijaron
sus miradas en uno de los arcos. Aunque las puertas estaban abiertas, permanecieron
un largo rato inmóviles, sin entrar. La tez de Akal se volvió aún más pálida, casi
cadavérica. Musitó unas palabras ininteligibles. El tiempo se alargó sin fin. Los
sirvientes notaban el peso de las antorchas, pero la comitiva no se movía. No tenían
prisa porque el tiempo les esperaba.
Entraron en la catedral. El arzobispo les aguardaba en el altar mayor, rodeado por
toda la Curia. Era una sesión solemne. Figuraba en las dispensas papales como una
licencia especial, con siglos de antigüedad; se concedió a un noble francés en el
siglo X y a quién él o sus sucesores, por escrito o de palabra, designasen. Así, el
arzobispo sabía que la dispensa a ser recibido en el altar mayor y el derecho a leer los
textos eran a partir de ese momento de Constanza.
El arzobispo cumplía los designios papales oficiando aquella ceremonia, pero
además lo hacía con sumo agrado. Apreciaba a aquella gente que desde el Consejo de
Caridad tanto bien hacían.
Cuando se acercaban al altar y la música del órgano sonaba en toda la catedral, el
arzobispo recordó la primera vez que vio a Constanza, pronto haría diez años. Se lo
había presentado el cardenal Ratzinger; «un hombre del sur de Europa —le había
dicho— docto en leyes y letras». Se habían visto muchas veces desde entonces. Se
dedicaba a sus estudios y lecturas y sin saberlo estaba siendo ayudado por el cardenal.
La casa y sus sirvientes habían sido contratados por el arzobispo, por encargo del
cardenal, que incluso lo había supervisado todo personalmente para que fuese del

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agrado de los Constanza. Quizá los ayudase para compensar su impagable trabajo en
la universidad.
El cardenal Ratzinger viajaba desde su residencia en los fríos territorios del norte
a Estrasburgo dos veces al año. Se alojaba en el palacio de su amigo el arzobispo,
pero pasaba largas horas en la biblioteca de la universidad y en la casa de Constanza,
discutiendo de leyes. El arzobispo había acompañado al cardenal a algunas comidas
en aquella casa. Las horas se les fugaban hablando de historia, de leyes, del Imperio
Germánico… Constanza poseía la grandeza de la sabiduría.
El cardenal se sentaba al lado de Blanca. Se notaba que la apreciaba mucho. En
una ocasión en que Constanza tuvo que ausentarse de la comida un largo rato para ir
a la universidad, el arzobispo fue llamado a la puerta por uno de sus acompañantes.
Cuando volvió, Ratzinger tenía los ojos llenos de lágrimas y estaba solo en el
comedor. «Emmanuel no se encuentra bien y doña Blanca se fue, llena de ansiedad, a
atenderlo», le había dicho.
La apreciaba mucho. A Constanza y a Emmanuel también. Quizá fuese esa la
verdadera razón por la que los protegía. Ratzinger, noble de alta alcurnia e inmensa
fortuna, había sido nombrado cardenal por su influencia, a pesar de ser laico.
La comitiva se detuvo delante del altar mayor. Se saludaron con inclinaciones de
cabeza y tras las oraciones y la lectura de la dispensa papal, el arzobispo leyó el
manuscrito.
—«Entonces vi el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco y el que lo montaba
se llamaba Fiel y Verdadero y con justicia juzga y pelea.
»Y vi a la bestia, a los reyes de la tierra y a sus ejércitos reunidos para guerrear
contra el que montaba el caballo. Y la bestia fue apresada y los demás fueron
muertos.
»Vi a un ángel que descendía del cielo, con la llave del abismo y una gran cadena
en la mano.
»Y prendió al dragón, la serpiente antigua, que es el diablo y Satanás y lo ató por
MIL AÑOS; y lo arrojó al abismo y lo encerró y puso su sello sobre él, para que no
engañase más a las naciones, hasta que fuesen cumplidos MIL AÑOS y después de esto
debe ser desatado por un poco de tiempo.
»Pero los otros muertos no volvieron a vivir hasta que fuesen cumplidos MIL
AÑOS.
»Serán sacerdotes de Dios y de Cristo y reinarán con Él MIL AÑOS.
»Cuando los MIL AÑOS se cumplan, Satanás será suelto de su prisión.
»Y saldrá a engañar a las naciones que están en los cuatro ángulos de la tierra».
Lo escucharon con atención reverencial. Solo Akal conocía el alcance de aquella
profecía del Apocalipsis. Constanza lo sabría aquella noche. Era la base de la Idea,
pero incompleta y rudimentaria. Era lo que se podía revelar, pero todo iría mucho
mas allá. Pronto se sabría. Cuando el Rey llegase. Constanza miró a Akal y vio
lágrimas en sus ojos. Parecía débil, pero era como la llama de las velas que

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iluminaban la catedral: se las podía quebrar con un soplido, pero con ellas se iría la
luz. Así era Akal en aquel momento, débil pero poderoso.
Constanza se acercó al altar; el arzobispo le pasó el manuscrito que leyó con voz
firme.
—«En el tiempo, en la luz y en la oscuridad, nuestra inteligencia, voluntad, tesón
y empeño será para el mantenimiento de la Idea, en la justicia y en la unión que
significa fuerza y paz. En la elipse del tiempo permaneceremos sin descanso hasta
que llegue el Rey y se haga el reino. Que Cristo nos guíe».
Aquella promesa había sido leída por muchos otros antes que él. Algunos de los
clérigos ya habían presenciado la ceremonia tradicional de aquellas buenas gentes. Se
dedicaban a recolectar caridades que dedicaban a la universidad, a la farmacia y a
limosnas a muchas iglesias y catedrales.
Los designios del Papa se cumplían siempre, y los de Dios también. Por eso,
cuando la comitiva salía de la catedral, el arzobispo proclamó:
—Nadie puede asegurar que la dama y la cabeza de la vida o de la muerte sea el
símbolo de unión del pasado y presente. El que lo dijere incurrirá en falsedad y en
herejía.
La ira hizo presa en la comitiva; los rostros enrojecieron. Dos de ellos, con los
aceros brillantes al aire, se dirigieron con presteza hacia el arzobispo. Era una
provocación que no podía quedar sin respuesta; la sabiduría no impedía la defensa del
honor. El brillo de las armas inundó la catedral. Los curas se movieron en todas las
direcciones y el arzobispo sintió miedo. Le habían ordenado que dijese aquello que
estaba en el libro; no esperaba aquella reacción. Vio la muerte.
—Os ordeno que os detengáis —gritó Constanza—. Os prohíbo que derraméis
una sola gota de sangre inocente en un lugar sagrado.
Su voz sonó fuerte y poderosa. Los dos jóvenes se pararon en seco. Miraron a
Constanza, guardaron las espadas y volvieron a su sitio en la fila.
—Sé que no sois consciente de lo que habéis dicho —dijo dirigiéndose al
arzobispo—, al igual que estos jóvenes caballeros no saben lo que iban a hacer.
Somos gentes de paz, pero también de honor. Mantengamos todos ambas cosas, la
paz y el honor.
El arzobispo no reaccionó. Siguió inmóvil en el altar, con la sorpresa y la
incredulidad dibujados ahora en su rostro. Los curas lo rodearon, mientras la comitiva
abandonaba la catedral. Él se había limitado a leer lo que el libro decía. No entendía
lo que había pasado allí. Estaba aturdido, confuso. Parecía un sueño. Pensó en el
cardenal Ratzinger; le enviaría una misiva. Quizá él encontrase una explicación a
aquel grave y sorprendente hecho. No sabía por qué, pero las espadas habían brillado
en la catedral, en manos de gentes de bien.
Constanza, a la cabeza de la comitiva, mostraba en su rostro la preocupación. No
daba ninguna importancia a la reacción de los suyos. El incidente sería aclarado y en
unos días se olvidaría. Le preocupaban las palabras del arzobispo, que además de una

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gravísima provocación, eran un aviso, cuyo significado el arzobispo no conocía. De
eso estaba seguro. Le habían ordenado que dijese aquellas palabras, precisamente en
aquel momento, en la entronización del Regente. No podía ser casualidad. Pero
¿cómo había sido?, ¿quién lo había ordenado?, ¿por qué? Aquella era una antigua
querella que acababa de ser revivida, tan antigua como el Consejo, tan antigua como
muchas catedrales, como muchas esculturas. Creían que había sido olvidada, pero
estaban equivocados; sabían de ellos.
Miró a Akal. Él quizá supiese más, pero viéndolo tan débil que parecía que la
vida se le iba por instantes, decidió que no le preguntaría nada. No recurriría a aquel
anciano, que merecía el descanso. En aquellos tiempos difíciles, aquello volvía y lo
tendría que afrontar solo. En mitad de la plaza se acordó de su esposa. Le infundía
serenidad; la amaba más que a la Idea, más que a nada en el mundo. Blanca. Su padre
deseaba tanto su nacimiento que, recién nacida, la cogió en sus brazos por primera
vez y le habló, «eres tan hermosa que hasta esta paloma blanca te saluda». Solo él vio
la paloma. Los demás vieron a un padre y a su hija. Al cristianarla la llamaron
Blanca.
Nadie habló hasta llegar a la casa. Una vez dentro, Jackes se dirigió a Constanza.
—Os pido vuestro perdón por nuestra grave imprudencia. Vamos a solicitar al
Consejo nuestra destitución por haber puesto en peligro ya no nuestro buen nombre,
sino aun la propia Idea y vuestra seguridad.
Los dos jóvenes estaban desesperados. Constanza los tranquilizó.
—Todos nos equivocamos muchas veces en nuestra vida. Lo que importa es que
los aciertos superen a los errores —dijo—. Aprended de ellos —y dirigiéndose a
todos, ya en voz más alta, ordenó—: id entrando en la sala para continuar el Consejo.
Yo acompañaré al señor Akal a sus aposentos y enseguida estaré con vosotros.
Subió las escaleras cogiendo del brazo a Akal. Cuando ya estuvieron arriba, a
solas, Akal le aconsejó:
—No prolonguéis demasiado el Consejo esta tarde. Es preciso que os transmita
las Fuentes de la Idea. Nadie las encontraría jamás ni aun viéndolas. Solo vos y
vuestros sucesores las conoceréis.
—Descansad hasta ese momento —le aconsejó Constanza al tiempo que asentía
—. Concluiremos antes de medianoche.
Ya en la sala del Consejo, vio rostros serios. Se fijó en Llull; se cruzaron las
miradas; él también sabía que las sombras habían resucitado; quizás algún otro
también.
—Nos acaban de avisar de que los tiempos turbulentos vuelven de nuevo. Este
Consejo tiene que tener conocimiento de que hasta nuestra vida corre peligro. No sé
si el aviso es de amigo o enemigo, pero lo cierto es que a partir de ahora hay que
tomar todas las medidas que sean precisas para nuestra salvaguarda, de lo que se
encargará el señor de Anjou —dispuso Constanza—. Nuestras vidas no importan,
pero la Idea necesita de ellas. Es preciso tener un servicio de escucha y espionaje.

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Tenemos que conocer los movimientos de amigos y enemigos. Desde Túnez hasta las
tierras heladas de Rusia y desde Persia hasta Finisterre, no puede suceder nada sin
que nosotros seamos los primeros en tener conocimiento. Es cierto que sabemos más
que nadie, pero hoy acabamos de ver que no es suficiente. Un amigo nuestro, el
arzobispo, aun sin saberlo, nos acaba de amenazar. Reflexionemos sobre ello. El
cardenal Musatti nos hablará sobre la situación en el Vaticano.
Musatti inició su exposición mirando fijamente a Constanza, como si en la sala
estuvieran ellos dos solos. Hablaba con naturalidad, como si estuviese charlando.
—En el pontificado de Nicolás IV, la ciudad de Tolemais, la última posesión
cristiana en Asia, cayó en poder mahometano. Comprendimos entonces nuestro error
al pretender iniciar la civilización desde Oriente. Dos siglos de cruzadas acabaron en
el año 1291 cristiano, con un fracaso total, cuando los ejércitos cristianos fueros
derrotados por el sultán Khalil.
»La muerte de Nicolás IV, en 1292, significó la pérdida de poder de la familia
Colonna, principal beneficiaria de su mandato. Las luchas de poder de las familias
romanas hicieron que el cónclave cardenalicio para elegir su sucesor estuviese
reunido dos años, desde 1292 hasta 1294, sin que los cardenales llegasen a ningún
acuerdo. Dos bandos irreconciliables, el napolitano-francés y el romano se
enfrentaban. Se ponía de manifiesto el despertar francés disputando el Papado incluso
a la tradición romana.
»La disputa franco-romana y aquel cónclave eterno generaron una gran
inestabilidad en todo Occidente y un gran escándalo entre los creyentes, que no
entendían cómo la Iglesia no tenía Papa. El terreno estaba abonado para la herejía.
Por eso el cardenal de Ostia propuso que el pontificado lo ocupase Pietro, aquel
hombre santo que vivía como un anacoreta, olvidado y perdido en los montes de
Apulia. Los cardenales vieron en él una salida a aquella situación y aceptaron. La
lucha, simplemente, se posponía.
»Al principio, Pietro se resistió, pero cuando se lo pidieron curas, cardenales y
aun reyes, finalmente, con gran dolor, aceptó. Esta fue la causa de su desgracia.
Coronado Papa el 29 de agosto de 1294, tomó el nombre de Celestino V. Ni siquiera
llegó a Roma; se quedó en Nápoles. No fue capaz de aguantar las tensiones y
maquinaciones del pontificado. “Soy un hombre de oración”, dijo al renunciar al
pontificado. Era el 13 de diciembre. Su mandato había sido de menos de cuatro
meses.
»El cónclave eligió nuevo Papa en apenas unos días. De hecho, ya lo habían
decidido en la coronación de Pietro; mientras sonaba el nombre de Celestino V, todos
sabían que duraría unos pocos meses y que su sucesor sería Benito Cayetano, de la
poderosa familia de los Agnani. Hombre cruel, de fuerte carácter, con grandes ansias
de poder y ligado a las familias romanas. La renuncia de Pietro tuvo mucho que ver
con las malas artes de Agnani.
»Benito Cayetano de Agnani tomó el nombre de Bonifacio VIII y el mismo día de

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su coronación mandó prender a Pietro. Un Papa vivo y libre por las tierras de
Occidente, era un riesgo permanente de cisma, aunque fuese un anciano anacoreta.
Pietro intentó huir, pero fue finalmente prendido y encerrado en la torre Fumone. Un
Papa, la voz de Cristo en la tierra, en una mazmorra no es buena señal.
»El sector francés —continuó Musatti—, derrotado con la elección de Agnani,
está reaccionando. La maniobra de Benito Cayetano los cogió por sorpresa, pero ya
se advierten movimientos de reconstrucción de su bando. La lucha será sin cuartel. El
rey francés va a mover todo su poderío en favor de la Curia francesa. Parece que
Bonifacio VIII intenta reconstruir un Vaticano fuerte y poderoso e incluso se habla de
reclutar un ejército. No parece inclinarse por considerar al Temple como su brazo
armado —opinó mirando hacia el señor Gaudin, que asintió.
Cuando Musatti hubo concluido, Constanza pensativo, preguntó:
—¿Creéis que nuestra presencia en el Vaticano tiene fuerza para orientar el
gobierno de Bonifacio VIII?
—No —respondió con rotundidad Musatti—. Nuestro interés en Oriente nos hizo
perder influencia en el Vaticano. Los cardenales que comparten posición con este
Consejo están hoy muy alejados de los que deciden en Roma.
—Debemos retomar nuestras posiciones —afirmó Constanza—; es un objetivo
primordial. Necesitamos más presencia. Seleccionad algunos cardenales, que inicien
su acercamiento a Roma, trabajando cerca del Papa y de sus cargos de confianza.
Cardenales franceses, alemanes, de Castilla y, sobre todo, portugueses. El señor Llull,
el señor Gaudin y yo informaremos al rey don Dinís, que viajará pronto a estas
tierras.
Había sido un día muy largo. Era mejor descansar y reanudar el trabajo de
madrugada.
—Seguiremos mañana, al amanecer, tan pronto acabe la primera misa, a la que
quiero asistir. Hablará el señor de Anjou y rogaría al señor Llull que nos ilustrase
sobre la unión de las naciones cristianas.
Cuando la sesión se hubo levantado y ya todos abandonaran la sala, Constanza
seguía sentado. La sala vacía era enorme, pero seguía siendo cálida e incluso familiar.
Allí consumiría su vida. Dentro de unos años otro ocuparía aquel sitio y tendría la
misma sensación de satisfacción y soledad.
Se levantó para ir a buscar a Akal. Sintió un escalofrío. Iba a conocer las Fuentes
de la Idea, sabría del Betilo y del rey que había de venir. La responsabilidad sería
suya y había que disponer de la fortaleza de espíritu para vivir con ella. Se quedó
inmóvil delante de la puerta de Akal; estaría descansando; quizás era mejor no
importunarlo ahora y dejar la transmisión de la sala decagonal para la mañana
siguiente. Nada se perdería por esperar una noche. Cuando se disponía a dar media
vuelta y retirarse, la puerta de la habitación se abrió y apareció Akal, con el rostro
cansado, pero con voz firme.
—Os esperaba. Estoy listo. La transmisión se hará hoy. El Regente tiene que

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conocerlo todo y el Regente sois vos —dijo inclinando la cabeza.
Se dirigieron a una puerta oscura con herrajes. Akal la abrió; entraron en una sala
decagonal. Tras ellos la puerta se cerró para seguir guardando el alma de la Idea.

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AGNANI, PAPA DE ROMA

— I
d lo más aprisa que podáis —dijo el cardenal Touraine a sus
palafreneros.
No era conveniente llegar tarde a la llamada del cardenal Bertrand
de Goth; no era hombre dado a miramientos y había que estar en palacio a la hora. Su
ayudante le acababa de avisar de que De Goth lo llamaba con la máxima urgencia; el
retraso estaría justificado, pero con De Goth daba igual, sus requerimientos eran
órdenes y tenía que estar a la hora. Además iban a tratar asuntos de gran importancia.
Ya hacía rato que había anochecido y, en aquella gran ciudad, la Roma capital del
mundo, la vida empezaba temprano y acababa con el sol. Los palafreneros no
tuvieron que esquivar ni caminantes, ni carruajes. Iban deprisa. El cardenal Touraine
descorrió las cortinillas y fue disfrutando de aquella hermosa ciudad que siempre
había admirado. Cuando, en otros tiempos, residiendo en París, tuvo que dejarlo todo,
amistades y familia, para cumplir la orden de irse a Roma, lo había hecho con sumo
agrado.
A aquella hora, casi desierta, era aún más hermosa. Las siluetas de los palacios
aparecían recortadas por la luz de la luna, que les daba vida. La vía Apia, la calle de
San Pedro, el Palacio de Agnani tenían corazón y le hablaban. Él les contestaba con
su satisfacción.
La grandeza del Imperio Romano asomaba en aquellas piedras que aún mantenían
el recuerdo de otros tiempos. El circo, el teatro llenaban el espíritu de Touraine con
los influjos del Imperio y su poder. Pasase lo que pasase, Roma era Roma.
Ellos venían de Francia, un país que había sido preferido por otros intereses y que
debía ocupar el sitio que le correspondía. Era el país más poderoso de Europa y por
ello su papel tenía que ser hegemónico. En la política, en las armas, en las letras y,
por supuesto, también en la Iglesia. No podía aceptarse que en un Occidente francés,
la Iglesia fuese romana. Tenía que ser también francesa. Pero Roma era aparte; una
ciudad inigualable.
Llegaron al palacio del cardenal De Goth. Una mansión regia que utilizaba la
mitad del año, cuando residía en Roma. La otra mitad la repartía entre París,
Marsella, Lyon y aquel pequeño pueblo, Aviñón, en el que había nacido y que tanto le
gustaba. Los sirvientes y la guardia del cardenal lo esperaban. Con presteza abrieron
la puerta del palafrén y lo saludaron con una respetuosa reverencia. Había hombres
armados por todas partes. El cardenal De Goth tenía la más poderosa guardia de
Roma, más aún que la del propio Papa. Cuando alguien hacía algún comentario sobre
lo nutrido de su guardia, De Goth siempre contestaba que una guardia pretoriana
había hecho emperador de Roma a Claudio, el más justo de toda la era romana. Y lo
decía con tal contundencia que dejaba sorprendidos a sus interlocutores. Era cómo lo

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decía, pero, sobre todo, lo que decía.
Muchos reyes europeos hubiesen deseado aquel palacio para sí. Touraine entró
apresuradamente en el salón de pasos perdidos, un inmenso corredor en el que cientos
de personas no parecerían demasiadas. Allí estaban, de pie, hablando en un grupo, los
cardenales Lyon y Botticelli, el príncipe Rainieri, el embajador francés en la Santa
Sede, el capitán Depardieu y los napolitanos Prizzi y Leone. Con él eran ocho.
Respiró con alivio. Aún faltaban algunos. El aviso también les habría llegado un rato
antes, pero estarían a la hora. De eso estaba seguro.
No se equivocó, mientras se acercaba al grupo oyó detrás el ruido de gente
subiendo la escalinata real; cuando hubo alcanzado a los que esperaban, ya los dos
rezagados, el cardenal Wanessa y el conde Tenia, avanzaban por el salón con paso
apresurado.
No tuvieron tiempo para saludarse. El secretario del cardenal De Goth abrió una
puerta y señalando el interior de una pequeña biblioteca, dijo:
—Señores, el cardenal os ruega que entréis.
Era una biblioteca de madera negra, repleta de códices y pergaminos
cuidadosamente ordenados. Además de una mesa escritorio con un gran sillón, solo
había sillas y sillones formando un semicírculo frente a la mesa. Se quedaron de pie
delante de los sillones. La disposición de la reunión les era conocida. El cardenal
De Goth la presidiría sentado en su gran sillón detrás de la mesa. Detrás de él un
cuadro de san Pedro en el martirio daba a la biblioteca un aire de sacristía.
No tuvieron que esperar. De Goth entró por una puerta lateral y, sin decir una
palabra, ocupó su sitio, depositando unos pliegos encima de la mesa. Todos se
sentaron en silencio.
—Pietro, el que fuera el Papa Celestino V, ha muerto —anunció De Goth sin
ningún preámbulo.
Su voz, contundente y segura, sonó como un latigazo.
Aquella noticia no impresionó en absoluto al auditorio, que sabía que aquel
anciano llevaba ocho meses encerrado en las mazmorras de Fumone, en Ferentino. Ya
era un milagro que hubiese resistido tanto tiempo.
—Su destino estaba trazado desde que el obispo de Ostia tuvo la idea,
extravagante pero acertada, de proponerlo como salida al conflicto del cónclave.
Aceptamos, pero todos sabíamos que solo estabamos ganando tiempo —continuó
De Goth—. Coronábamos a un Papa muerto. Y así fue. Era un personaje casi
grotesco, que nunca debió haber aceptado.
Hubo un asentimiento general. Todo el Vaticano sabía que el mandato de
Celestino V había sido una prórroga del cónclave. Nunca fue Papa, solo un anacoreta
en el Vaticano. Cuando lo encarcelaron, nadie había levantado la voz en su defensa,
porque dudaban si no acabaría apoyando a su propio carcelero, Bonifacio VIII. Y en
cuanto a afectos y lealtades, en Roma y el Vaticano, algunos, más parecían depender
del poder y de su ejercicio que del espíritu. Y Pietro nunca detentó, y mucho menos

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ejerció, el poder. Solamente rezaba.
—En este momento nos puede ser de mucha ayuda —continuó De Goth—. Con
su muerte podemos mover los sentimientos de las gentes. Un hombre santo, obligado
al sacrificio de ser Papa, forzado a abdicar por las maquinaciones de Agnani y
después, anciano y enfermo, encarcelado por aquel hasta la muerte. Una historia así
encrespará los ánimos en contra de Bonifacio.
»Poned a todos vuestros ayudantes, escribientes y sirvientes a pregonarlo por
Roma. Tenemos que conseguir que el entierro de Pietro sea una gran protesta contra
el Papa causante de su muerte. Bonifacio fue su carcelero y su asesino —prosiguió
De Goth—. De vivo no nos sirvió de ayuda, pero lo hará ahora que está muerto.
Proclamad por toda Roma que fue un hombre santo y que debe ser canonizado.
Tenemos que extender la infamia por toda la Cristiandad. Bonifacio VIII tiene las
manos manchadas de sangre; esta cantinela debe recorrer todo Occidente.
Los partidarios de un Papa romano se les habían adelantado con la elección de
Bonifacio VIII y era preciso desgastarlos, en especial al Papa. Todos los asistentes
coincidían con De Goth; era una buena estrategia.
El cardenal Botticelli hizo una señal para que se entendiese que quería hablar.
Todos lo miraron. Era inusitado solicitar la palabra; en aquellas reuniones solo se
hablaba por invitación expresa de De Goth. Los duros ojos negros del cardenal
francés se clavaron en él.
—Hablad —lo conminó.
—He sabido por los guardias de la torre Fumone que antes de morir, Pietro
escribió unas cartas. Están en poder del jefe de la guardia. En una, dirigida al Papa
Bonifacio VIII, le profetiza una terrible muerte, diciéndole: «Has subido como una
zorra, reinarás como un león y morirás como un perro». Sería conveniente que esta
carta se conociese en toda la Cristiandad.
Todos, en su fuero interno, sintieron un cierto alivio. Ciertamente había razón en
solicitar la palabra.
—¿Podríamos hacernos con esa carta? —preguntó De Goth.
—Estoy seguro de que sí —contestó Botticelli—. No será muy caro conseguirla.
—Hacedlo y enviad copias a todos los obispos —ordenó De Goth—. El señor
Guillaume de Nogaret se encargará de que se conozca en toda la Cristiandad.
En una esquina de la biblioteca, casi en la penumbra, un hombre de mediana
edad, calvo, de estatura media, más bien grueso, había seguido atentamente la
reunión. Al ser señalado por De Goth, todos repararon en su presencia, que hasta ese
momento había pasado inadvertida.
—El señor Nogaret —continuó De Goth— también se encargará de hacer que el
rumor se extienda entre nobles, alta Curia y hombres de letras. Tiene que llegar a
cada rincón. Todos, nobles, alto clero, pueblo llano y campesinos, tienen que estar
indignados cuando asistan al entierro.
Estaba bien pensado. A ninguno de los presentes le quedó duda alguna de la

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determinación del cardenal De Goth de ser Papa.
En otras ocasiones su nombre se había barajado como uno de los más seguros
papables. Tenía un gran poder. Dirigía con mano férrea a todos los cardenales
franceses y napolitanos y a una parte de los centroeuropeos. Lo apoyaban con todas
sus fuerzas, el Rey de Francia, con quien mantenía una estrecha relación, y el Rey de
Nápoles. Tenía también buena relación con los reyes de Hungría y de otros países
cristianos. Su poder llegaba a todas partes; pero aun así no había conseguido el
Papado. En el cónclave de los dos años tuvo finalmente que transigir con la
designación de Pietro, a quien despreciaba públicamente. Agnani, después, le había
cogido desprevenido consiguiendo la mayoría de los cardenales y forzando la
dimisión de Celestino V, todo en poco más de una semana. En aquella ocasión
De Goth había infravalorado la capacidad de maniobra de la Curia romana. Todos los
allí reunidos tenían la seguridad de que esta vez no ocurriría; finalmente sería Papa.
Tras un breve silencio, De Goth continuó.
—El punto débil de Agnani es su desmedido afán de poder. Eso es lo que
finalmente provocará su derrocamiento. Su soberbia y su creencia de que el poder
terrenal del Vaticano tiene que estar por encima de reyes y príncipes serán nuestras
más importantes armas en su contra.
—No tardará mucho —continuó De Goth— en intentar fortalecer su poder, y esto
lo enfrentará con reyes y condes de toda Europa. Va a promulgar una bula, que
llamará Unam Sanctam, en la que proclamará la hegemonía de la Santa Sede sobre
todas las naciones cristianas; los monarcas le deberán reconocimiento y sumisión.
Más adelante reclutará ejércitos de la Santa Sede en todos los centros religiosos de
renombre. Roma, en primer lugar, tendrá el ejército más poderoso de Europa, le
seguirá Compostella, al final del Camino, que también estará guarnecida. París
acogerá al tercer ejército, mientras el cuarto se establecerá en alguna ciudad del norte
de Francia o Germania, quizás Estrasburgo, aunque aún no lo tiene decidido. El
argumento será dotar de guardia a las catedrales.
»Mucho está en juego. Agnani debe fracasar. Procederemos con suma cautela,
pero con premura. Yo visitaré a Agnani próximamente. Quiero provocarlo para que
en su enorme soberbia muestre sus verdaderas intenciones. Viajaré después a París
para ver al rey Felipe, al que ya he enviado esta tarde mensajes sobre los
movimientos de Agnani y de la Curia vaticana.
»Es preciso que sepamos a qué banqueros va a recurrir para pagar sus ejércitos;
tenemos que bloquear cualquier préstamo. Hablad con las familias romanas
acaudaladas que pudiesen sufragar aquellos gastos —dijo dirigiéndose a Botticelli y a
Lyon—. La información que obtengáis debe ser transmitida inmediatamente al señor
Nogaret.
Algunos de los presentes ya habían visto a aquel hombre, pero nunca habían
reparado demasiado en él; sin embargo ahora, en solo unas horas, se había vuelto
imprescindible. Pero De Goth sabía muy bien lo que quería y no les dejó mucho

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tiempo para digresiones.
—Esta vez —prosiguió—, los Orsini, del movimiento prorromano, acabarán
convirtiéndose en nuestros aliados cuando vean que Agnani, desde el Vaticano, los
reta. Tardarán pero lo harán, y sin contrapartida alguna, para conservar su poder
actual. Todo lo que tenemos que hacer es poner en su conocimiento las intenciones de
Agnani y esperar. Bastará con que surja el comentario en los círculos nobles de
Roma, que vos —dijo señalando al príncipe Rainieri y al conde Tenia—, os
encargaréis de hacer circular.
—Dentro de unos años, todos los nobles y monarcas de Europa desearán la caída
de Bonifacio. El pueblo lo creerá cruel por haber matado a Pietro y ese será el
momento.
Touraine se alegró de estar al lado del poderoso cardenal. Aquel era un buen plan.
En la expresión de los demás se leía la misma sensación. Todos respetaban, y aun
temían, a De Goth, y en aquel momento, todavía más.
Tan pronto acabó de hablar, De Goth se levantó y, sin despedirse, abandonó la
biblioteca. Se pusieron en pie y nadie se movió hasta que hubo desaparecido.
Touraine salió con el representante francés ante la Santa Sede.
—Es preciso aplicar el plan con meticulosidad —dijo el embajador—.
Bonifacio VIII tiene que ser frenado en su impulso antifrancés.
—Es más que un impulso antifrancés. Bonifacio es un Papa que dañará a la
Iglesia y a la Cristiandad —aseveró Touraine—. Primero irá contra Francia y,
después, contra otros países. No sabrá ver que los pueblos quieren y respetan a su rey,
porque viene de Dios para ellos. Y también quieren al Papa porque representa a Dios.
Pero el Rey es suyo y el Papa es de todos. Ni reyes, ni pueblos aceptarán un Papa-rey.
Bonifacio no lo entiende y eso será su perdición.
El embajador francés asintió:
—Tenéis razón. Ahora nosotros le haremos ver su error desposeyéndolo de su
fuerza.
—Ese es nuestro objetivo, pero no será fácil. Bonifacio sabrá pronto de nuestras
intenciones y, aunque no conozca nuestro plan en detalle, reaccionará. Debemos estar
preparados.
—Sí, debemos tener protección —dijo el embajador—. La solicitaré al cardenal
De Goth. El rey Felipe IV nos facilitará gustoso guardias de su ejército.
—No lo creo conveniente, le dijo Touraine cuando ya habían alcanzado la puerta.
Es preferible que los reclutemos nosotros aquí y que no haya tanta presencia francesa,
que no sería bien vista.
El embajador ya sabía del buen criterio de Touraine, hombre inteligente y sereno.
Había sido un gran acierto trasladarlo al Vaticano. Los intereses franceses le debían
mucho. No era hombre dado a odios ni rencores. Incluso sus enemigos, los
prorromanos, lo respetaban. Era el único cardenal francés al que Agnani dispensaba
alguna distinción. En pleno cónclave de los dos años había sido el cardenal Touraine

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el que mantuviera la palabra con los cardenales romanos. Siempre recomendó
sosiego.
Agnani le había transmitido a él su aceptación a la propuesta del obispo de Ostia.
Le había dicho que o se aceptaba esa solución o la Iglesia se rompería. Touraine le
había creído y había convencido a los suyos, evitando un cisma. Aquello había creado
un respeto mutuo que aún duraba.
Cuando se disponía a subir a su palafrén, Nogaret se le acercó con paso rápido.
—Monseñor Touraine —lo detuvo—, el cardenal De Goth desea que le
acompañéis mañana a su audiencia con el Papa Bonifacio.
Touraine se dio cuenta de que debía haber exteriorizado en su rostro la sorpresa
que le habían producido aquellas palabras, porque Nogaret añadió inmediatamente:
—Me lo ha transmitido personalmente el cardenal.
No era De Goth persona que llevase acompañantes a sus entrevistas, y mucho
menos para una audiencia con el Papa de la Cristiandad. Sería por su mejor relación
con Agnani, pero no serviría de mucho cuando De Goth estuviese delante.
—El cardenal me honra con su confianza —contestó Touraine.
—Os espera a mediodía —concluyó Nogaret.
A aquella hora, la luna iluminaba la ciudad aún con más fuerza. Ordenó a sus
palafreneros ir despacio. Quería pensar y la belleza de Roma le ayudaba. Era un
momento crucial de la historia el que le había tocado vivir. Sabía que estaban delante
de un cambio en la civilización de Occidente; conocía bien la historia de Roma.
Aquella ciudad había albergado el mayor poder y la más importante cultura de la
historia de la civilización mil años antes. Ahora, la que había sido la más grandiosa
urbe de Occidente no era más que una sombra triste y lánguida de aquella capital del
Imperio. Pero seguía latiendo. Nunca había dejado de ser el corazón del mundo.
Edificios en ruinas, palacios destruidos, monumentos devastados por los invasores y
por el peor de los adversarios, el tiempo; pero la ciudad seguía viva. Y aquella noche
de luna llena, mucho más viva aún. Los edificios le acompañaban en el camino, las
esculturas lo miraban. Todo estaba ahora más vivo, porque iniciaban una nueva era.
Touraine era consciente del retroceso que había traído la invasión de los bárbaros.
Cuando el Imperio Romano se resquebrajó y perdió su poder, los pueblos latinos se
habían encerrado en sus murallas almenadas. El esplendor que recorriera todo el orbe
quedó apagado por las sombras de la barbarie. Unos pueblos guerrearon contra otros
y el Imperio se desmoronó.
Roma, el corazón de Occidente, estaba empezando a latir con más fuerza. Sentía
que las piedras respiraban. La sangre de aquel cuerpo iba a ser francesa. Era lo mismo
que había sentido muchos años atrás, en Notre Dame, siendo apenas un cura recién
ordenado; la catedral estaba viva.
París y Roma. Francia y el Vaticano. Aquella era la solución al problema. De esa
conjunción vendría el renacimiento de la antigua cultura: un estado fuerte, Francia,
con un rey poderoso, Felipe, y un Papa distinto, De Goth. Sería el renacer de

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Occidente. Pero era preciso que otros países se incorporasen a la órbita francesa;
Germania, Aragón, Castilla, Nápoles… deberían ser partícipes del proyecto. Cada
uno en un grado diferente, pero todos deberían estar. No se les doblegaría por la
conquista, sino por el interés. Estarían al lado de Francia si eso les aseguraba la
estabilidad.
Este era el papel del rey de Francia. Más política y menos armas. Solo la política
aseguraría su hegemonía. Pero no confiaba mucho en que el Rey fuese de la misma
opinión. Quizás optase por las armas. Sabía de su inclinación a la guerra. Y De Goth
tampoco era dado a acuerdos políticos.
La audiencia del día siguiente desvelaría el tono de la relación entre Francia y
Roma. Siendo el Papa y el cardenal hombres de poder y de carácter, todo vaticinaba
que de allí saldría la confrontación abierta; ni siquiera había que descartar que, si se
dejaban llevar por sus impulsos, Roma y Francia acabasen en guerra. Touraine sabía
que tarde o temprano habría guerra, pero convenía a los intereses franceses y de
Occidente que fuese lo más tarde posible y no entre Francia y el Vaticano, sino entre
el Vaticano y una unión de países, dirigidos por Francia. Siendo así, la victoria militar
sería fácil, la unión política vendría de forma natural y la caída del Papa sería
inevitable.
Aquella audiencia le preocupaba. La soberbia de un Papa y el carácter de un
cardenal, ambos con un odio mutuo infinito, podría dar al traste con el plan que el
propio De Goth les había confiado. No osaría intentar convencer al orgulloso
cardenal de la conveniencia de tratar al Papa con respeto y deferencia, ni siquiera por
el propio interés de la causa francesa. Sería un atrevimiento que lo enfurecería y
empeoraría la situación. Pero aquella audiencia tenía que acabar bien y ese era su
trabajo. Para pensar cómo conseguirlo solo le quedaban la noche y la sabiduría de
Roma. En ellas confiaba.
Al día siguiente, y fiel a su norma de no hacer esperar ni un instante a De Goth,
sus palafreneros llegaban a palacio bastante antes del mediodía. Pese a que aún era
temprano, Nogaret ya lo esperaba en la puerta. Era persona atenta a sus obligaciones,
pensó Touraine.
Tras los saludos de rigor, Nogaret lo condujo a la biblioteca, donde se habían
reunido el día anterior. Las sorpresas no habían acabado: De Goth lo esperaba de pie
en el centro de la sala. Aquello era insólito.
—Estaréis extrañado de esta invitación a la audiencia con el Papa —arrancó
De Goth, sin ningún saludo previo—. Vuestra presencia es necesaria porque desde
hoy vos vais a ser el que mantenga las relaciones directas con el Vaticano en nombre
de los cardenales franconapolitanos.
La cara de sorpresa de Touraine le volvió a delatar.
—Conocéis a Agnani mejor que yo. Prestad atención a su sinceridad y no tengáis
reparo en participar activamente en la audiencia cuantas veces lo deseéis y creáis
oportuno. Tenemos que conocer sus intenciones.

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—Lo mejor —sugirió Touraine— será dejarlo hablar. Es hombre poco discreto y
dado a alardear de sus éxitos. Preguntémosle y dejémosle hablar sin contrariarlo con
nuestras opiniones. Si se produce una discusión y aflora su ira, no habrá forma de
conocer su verdadero pensamiento.
Inmóvil e inescrutable, lo miró fijamente. Touraine había encontrado la forma de
que la audiencia no fracasase. Sabía que lo había convencido.
De Goth se encaminó hacia la puerta; se acercaba la hora de la audiencia. Miró a
su izquierda, ordenando con el gesto a Touraine que se situase allí. Cuando bajaban
las escaleras retomó la conversación.
—Debo extender mi actividad y mi presencia a todo el orbe cristiano. Para
derrotar a Agnani necesitaremos aliados. He de viajar por toda la Cristiandad, desde
Sevilla hasta las tierras de Rusia, y conseguir el apoyo del clero, de obispos, de
cardenales, y de reyes y nobles. Debemos ganarlos para nuestra causa. Por eso mi
presencia en Roma va a ser menor. Vos ocuparéis mi lugar aquí. El rey Felipe lo
considera conveniente. Incluso me ha pedido que me acompañéis en nuestra próxima
audiencia en París, por Adviento. Quiere conoceros.
Touraine sabía que no había nada que añadir. Aquella era una decisión del
cardenal De Goth y del rey de Francia. Por más que estuviese de acuerdo, no cabía ni
decirlo.
Salieron al patio donde estaba el carruaje de De Goth, tirado por sus seis vistosos
caballos blancos. Llevaba los emblemas del rey de Francia. Una guardia de por lo
menos cincuenta hombres armados y a caballo los esperaba. Otros cincuenta iban a
pie. Touraine se quedó asombrado. Aquello era casi un ejército y solo iban a una
audiencia con el Papa de Cristo, el Paladín de la Paz.
Subieron al carruaje. Nogaret, tras ellos, cerró la portezuela. Salieron a la calle.
La sorpresa de Touraine fue en aumento; allí los esperaba otro centenar de guardias
armados. Era una comitiva ciertamente impresionante. A medida que avanzaban por
las calles de aquella gran ciudad la gente se apartaba. Admiraban aquella procesión
de hierro y fuerza. Todos sabían que era el cardenal francés.
No se oían comentarios. La gente los miraba y callaba. Fueron recorriendo, a paso
lento, la ciudad, enfilando la colina Vaticana. Salieron de las murallas, ahora ya en
desuso como fortificación militar, y delante de ellos apareció el Vaticano. Lo
conocían como la palma de la mano. Edificado sobre la piedra de Pedro, sobre su
tumba en la que la inscripción rezaba: «Pedro ruega a Cristo Jesús por los santos
cristianos enterrados cerca de su cuerpo», en un cementerio, para que la Iglesia no
olvidase nunca que se erigía en el Reino de los Muertos y de la Resurrección. Pero
desde entonces había transcurrido mucho tiempo.
Seguía en construcción. Unas amplias escalinatas, que conducían a las tres
puertas del acceso principal, le daban el empaque que la Ciudad Santa merecía. El
carruaje se detuvo al pie de las escalinatas. Los soldados lo rodearon mientras se
bajaban. La torre de aguja sobresalía por detrás de la entrada, recta y desafiante,

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apuntando hacia el cielo. El pórtico columnado a su derecha y la casa de las diez
columnas a su izquierda. Avanzaron hacia la puerta central. Estaba cerrada. Unos
curas los aguardaban frente a una puerta lateral. De Goth avanzó recto hacia la puerta
cerrada; sus guardias lo rodeaban. Touraine, a su lado, comprendió que el Papa estaba
retando al cardenal francés. Este jamás entraría en el Vaticano por una puerta que no
fuese la principal, la que usaban los reyes. Nogaret dijo unas palabras al capitán de la
guardia y cinco hombres, corriendo, entraron por la puerta lateral. Cuando De Goth
llegó ante la puerta central, esta se abrió.
Entraron en un enorme patio rectangular, flanqueado por soportales sobre gruesas
columnas. En el medio del patio, una fuente de piedra cubierta; detrás, otra
descubierta, justo delante de la iglesia de San Pedro. La basílica de la Cristiandad.
Touraine sentía que aquello era el centro del mundo; de allí emanaban la civilización,
la cultura y la fe. El mundo se extendía en círculos concéntricos desde aquel punto.
Cuanto más cerca del centro, más cerca de Dios.
La salutación de dos cardenales de la Curia vaticana, sacó a Touraine de su
ensimismamiento.
—Su Santidad Bonifacio VIII os da la bienvenida y os aguarda en su palacio —
saludaron a De Goth señalando el palacio papal, un recinto fortificado y almenado,
flanqueado por un torreón.
Una parte de la guardia de De Goth, a pie, los acompañaba. Nogaret detrás de él.
Cuando, tras atravesar todo el patio, llegaron a palacio, la guardia vaticana les rindió
honores. Aquello calmó los ánimos. La provocación inicial había sido innecesaria.
Entraron. Los guardias les esperaron fuera. Se les unieron cuatro cardenales
vaticanos. Uno de ellos, el primado de Roma, los saludó efusivamente. De Goth fue
frío con él; Touraine, sin embargo, lo trató con familiaridad.
—Cardenal Tussi —dijo tras los saludos de este—, nos agrada volveros a
encontrar y aún más que nuestro encuentro sea en la sede de San Pedro.
—El mismo sentimiento nos embarga a nosotros. Hoy es un gran día en este
palacio. Nos visita el cardenal De Goth, un gran príncipe de la Iglesia; su presencia
nos enorgullece —respondió el cardenal Tussi en voz audible para De Goth.
Conocían bien el palacio. Su estilo regio y su cuidada presencia, adornos, cuadros
y esculturas, lo convertían en la mayor joya de arte de la Cristiandad. Touraine, que
siempre pensaba en la iglesia de los pobres, no pudo reprimir una sensación de
orgullo, envidia y vergüenza simultáneas: el orgullo de ser cardenal de una Iglesia
que atesoraba y cuidaba el arte y la belleza; la envidia de que no hubiese en Francia
algo semejante y la vergüenza de que una iglesia de pobres albergase aquel lujo.
Alcanzaron el salón Pontifical, al que se accedía a través de una altísima puerta
blanca, con cuarterones dorados, que casi llegaba al techo. Al acercarse, los guardias
que la flanqueaban retiraron sus picas y la puerta se abrió. Una inmensa sala apareció
ante ellos. Al fondo, sentado en un sillón, el Papa Bonifacio VIII, rodeado de
cardenales y sacerdotes, les aguardaba.

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De Goth avanzó con paso seguro. No tuvo prisa. Casi se regocijó moviéndose con
lentitud. Unos pasos detrás, Touraine y los otros cardenales vaticanos. Se hizo el
silencio. La tensión flotaba en toda la sala. Se estaban encontrando, por primera vez
desde que Agnani accediera al pontificado, los dos hombres más poderosos de la
Iglesia de Cristo. Enemigos. Irreconciliables. Con un odio mutuo infinito.
Cuando el cardenal francés estuvo a la altura del Papa, se quedó de pie, inmóvil.
Ni un gesto de saludo, ni una deferencia con el Papa de Cristo. Mirada altiva y
distante. Ni una inclinación de cabeza. Eran dos iguales. Así lo entendieron todos.
Bonifacio permaneció sentado; el Papa de Cristo no se levanta ante nadie, ni ante
príncipes de la Iglesia, ni ante reyes de la tierra. Señaló a De Goth un sillón a su
derecha y este lo ocupó. Touraine y los demás cardenales se sentaron en los suyos. El
silencio hizo eterno el instante. De Goth y Bonifacio se miraban fijamente con la
fiereza de dos lobos. Ninguno hablaba. El tiempo transcurrió hasta que por fin
Touraine tomó la palabra:
—Señor, el cardenal De Goth, príncipe de la Cristiandad, obispo de París, os
solicita audiencia pública.
—Cardenal De Goth —dijo Bonifacio—, os concedemos audiencia y la palabra.
Un respiro de alivio rompió el silencio. Aquello había funcionado.
—Señor —habló el francés—, he querido compartir con vos mi preocupación por
el estado de Roma y de otras naciones cristianas. Sería bueno que dejásemos atrás
nuestras antiguas disputas del cónclave y nos esforzásemos por ser la iglesia de la
paz.
No cabía duda de que aquella audiencia no iba a ser protocolaria. Estaban ya en el
corazón de sus discrepancias, aunque con los modos vaticanos, no con los franceses.
El Papa fue también directamente a la cuestión.
—Estamos contentos de poder hablar con vos de las cuestiones del espíritu y de
los hombres, de Roma y de París. Será una larga plática, por lo que es mejor que
dejemos que los que nos acompañan puedan dedicarse a sus tareas. Rogaría al
cardenal Tussi que permanezca con nos.
Todos los asistentes abandonaron de mala gana la inmensa sala de audiencias; su
disgusto era patente. Aquella audiencia sería parte de la historia, ya no del
pontificado de Bonifacio VIII, sino del Vaticano, y deseaban presenciarla. Pero eran
los designios de Su Santidad.
Touraine permaneció en su sillón. Miró a su alrededor: cuatro príncipes de la
Iglesia en aquella inmensa sala. Eran pequeños y parecían minúsculos. Así era el
poder, se tenía porque los demás lo aceptaban, ya fuese por aprecio o por miedo. Allí
estaba todo el poder de la Iglesia y mucho del poder de los pueblos y, sin embargo, la
sala estaba casi vacía. Solo eran cuatro; realmente solo eran dos. Pequeños pero
inmensos.
—Vendrán buenos tiempos para el Vaticano —auguró el Papa—. Solamente con
un Vaticano fuerte podremos arbitrar en los conflictos de las naciones. En otros

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tiempos al Vaticano se le respetaba y aun se le temía. Así pudimos empeñarnos en las
cruzadas. Entronizamos reyes y nombramos condes. Las órdenes religiosas ampliaron
sus encomiendas. Era un Vaticano fuerte y la Cristiandad con él. Cuando nosotros nos
debilitamos, los países disputaron entre ellos, porque el poder terrenal es conflictivo y
egoísta si no está acompañado de la espiritualidad. Y eso solamente el Vaticano lo
puede aportar.
Miró desafiante a De Goth, que no eludió la mirada. Era su turno.
—Sí, tenéis razón, se precisa una Iglesia y un Papa fuertes. Pero la cuestión es
cómo lo vais a conseguir, con qué aliados, con qué fuerzas. Qué reyes estarán con
vos. Cuál es el papel del Temple. Muchas preguntas que necesitan de respuesta. Y yo
no las conozco.
De Goth había sido muy hábil y prudente, pensó Touraine.
—Todas vuestras preguntas pueden ser contestadas —afirmó el Papa—. Nunca
podrá haber un Vaticano fuerte sin un ejército propio. No podrá ser el Temple, que
está fuera del Vaticano; reclutaremos uno. Daremos protección a países y condados y
ellos contribuirán con sus dádivas a su sostenimiento.
—¿Y Francia? —interrumpió De Goth—. ¿Cuál sería el papel del país más
poderoso de la Cristiandad?
Seguía yendo recto al objetivo.
—Francia es grande y poderosa. Su papel es otro. Deberá estar a nuestro lado,
asumiendo nuestros arbitrajes y sumando su fuerza a la nuestra. Igual que el Imperio
Germánico. Ambos cooperarían con el Vaticano.
Touraine supo que De Goth había entendido aquello como un desafío, pero
reaccionó con frialdad.
—¿Y si Francia o Germania no estuviesen de acuerdo con alguna de las
decisiones vaticanas?
—Si fuese asunto interno del propio país primaría su criterio. En cambio, en
asuntos externos, validaría el del Vaticano —respondió con contundencia el Papa.
—¿Y si no aceptasen esa norma? —preguntó De Goth.
—Deberá ser aceptada. Lo contrario sería un imperio francés o germánico.
Ningún pueblo lo asumiría —aseguró el Papa.
—Lo que vos planteáis sería un imperio vaticano —respondió De Goth con gran
tranquilidad.
—Un imperio vaticano basado en la fe de Cristo —atajó rápido el Papa—. Los
pueblos aceptarán nuestra hegemonía espiritual y no la considerarán una injerencia en
su soberanía. Cristo es rey en todo el orbe.
—¿Y cuando algún país no esté de acuerdo con las decisiones vaticanas? —
intervino De Goth.
—El ejército y la autoridad moral lo solventarán —concluyó el Papa.
No cabía duda de que Bonifacio sabía lo que quería y lo llevaría a cabo. Touraine
creyó que tenía que intervenir. Lo hizo preguntando.

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—¿Cómo comunicaréis a la Iglesia vuestras intenciones, de forma pontifical o
como una opinión?
La pregunta era de las que tocan las esencias. El Papa respondió sonriente.
—Estamos redactando una encíclica que verá la luz muy pronto. Todo Occidente
conocerá nuestra voluntad. La conocerán y la compartirán.
—¿Estáis dispuesto a que una decisión terrenal y en suma política tenga el rango
de encíclica? —preguntó Touraine—. La Cristiandad os verá como un Papa rey.
—Eso es lo que deseo. Si no es una encíclica lo haremos como bula. Pero será
norma que imprima carácter a la voluntad que nos anima —respondió contundente el
Papa.
—¿Cómo reclutaréis el ejército? —preguntó De Goth en tono suave—. Será una
difícil tarea, incluso para un Papa.
Había acertado, pensó Touraine. El Papa no se resistiría a la vanidad de demostrar
que él sí podía.
—El reclutamiento ya se está llevando a cabo. Los amigos del Vaticano en Roma
nos han dado apoyo moral y material y se están haciendo las levas en las tierras del
sur. Son buenos soldados. Coincido en que es misión difícil, pero la completaremos a
satisfacción.
—¿Cubriréis en el despliegue inicial la petición de algún rey o conde? —preguntó
De Goth.
—Tenemos peticiones, pero el ejército se quedará en Roma —respondió
Bonifacio mirándolo fijamente.
Aquella respuesta significaba mucho. Tenía aliados y se iba a fortificar en Roma.
Si aquello se cumplía, Bonifacio sería demasiado fuerte; no podrían derrocarlo.
Poco más quedaba por hablar, pensó Touraine. Pero De Goth no era de la misma
opinión.
—¿Cuáles son vuestras intenciones en Compostella y en Estrasburgo? —preguntó
—. ¿Y en París?
—Son tres centros de la Cristiandad que deben tener sus prerrogativas bajo la
tutela de Roma —contestó el Papa.
—¿Conocéis Aviñón? —preguntó De Goth.
—Sé que es vuestro lugar de nacimiento y territorio afín a Vuestra Señoría.
Nunca he estado allí, como vos sabéis bien —respondió el Papa.
Touraine notó la atención con que De Goth había seguido estas respuestas. El día
anterior ya les había hablado de aquellas ciudades.
La audiencia tocaba a su fin. Todos habían conseguido su objetivo; el Papa
sonreía satisfecho; había transmitido a su enemigo el cardenal De Goth y, por ende, al
rey de Francia, su voluntad, sus intenciones y su fuerza. Pero le extrañó el brillo que
vio en los ojos de su rival. Su satisfacción también era visible. Demasiada. No
encontraba razones para ello. Más bien creía que debería tener motivos de
preocupación.

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—Os ruego saludéis al rey Felipe de Francia en nuestro nombre —concluyó
Bonifacio a modo de despedida. No se movió del solio pontificio.
—Así lo haré —respondió De Goth poniéndose en pie. Sin ninguna deferencia,
dio la espalda al Papa y caminó decidido hacia la puerta.
Touraine iba a su lado. Tussi permaneció con el Papa. Una despedida así era un
insulto y una afrenta. El odio de aquellos hombres se atrevía a todo. Touraine vio
como el cardenal sonreía. El desplante al Papa lo henchía de satisfacción.
Nogaret, separado de la Curia vaticana, les aguardaba; vio la cara de De Goth y su
rostro se relajó. Recorrieron de vuelta los corredores de palacio, los acompañó un
cura. Ningún cardenal. Al ver que Tussi no salía con ellos, supieron que algo había
sucedido y la Curia vaticana entendía cualquier gesto por menor que fuese.
Ya fuera del palacio, la guardia los rodeó. Cruzaron en silencio el patio de la
basílica de San Pedro y salieron al exterior. El carruaje y su escolta los aguardaban.
De Goth se volvió y miró el Vaticano. Su expresión ahora era distinta. Reflejaba el
profundo odio que sentía en su alma por todo lo que albergaban aquellos muros.
Se acomodaron los tres en el carruaje, que inició la marcha con todo aquel
enjambre de guardias rodeándolo. Nogaret miraba fijamente a De Goth, que,
eufórico, le dijo:
—¡No sabe nada! ¡Nada! —Reparó entonces en la presencia de Touraine y
recobró su frialdad—. Nuestro plan sigue adelante. Ahora es más necesario que
nunca.
Volvieron al palacio. La comitiva causó el mismo efecto que a la ida. Pero ya toda
Roma sabía de la visita del cardenal francés al Vaticano, escoltado por un ejército.
Aquello había surtido efecto. Hicieron el camino en silencio. De Goth, después de su
explosión de euforia al entrar en el carruaje, se había sumido en un mutismo total.
Estaba ensimismado. Touraine hubiese querido hablarle de la audiencia, pero
comprendió que aquel no era el momento; De Goth iba encerrado en su pensamiento
y nada lo sacaría de él.
Cuando ya en palacio se bajaron del coche, De Goth se limitó a decirle:
—Estad preparado para el viaje a París. Saldremos tan pronto se celebre el
entierro y los funerales de Pietro. Debemos seguir tirando también de ese hilo.
Mientras se dirigía a su palafrén, Touraine vio a De Goth alejarse hablando
animadamente con Nogaret. Este asentía. De nuevo tenía el semblante con el que
había entrado en el carruaje después de la audiencia. Gesticulaba con vigor cuando
desaparecieron escaleras arriba.
Touraine saboreó el atardecer romano. Habían sucedido tantas cosas en tan poco
tiempo, que no había tenido tiempo aún para digerirlas. Todo era vertiginoso. De
nuevo le parecía que los edificios se movían, que caminaban a su lado. Todo estaba
en cambio. Veía transcurrir el tiempo. No podía ordenar bien las ideas. Algo no
encajaba, pero no sabía qué. Él salió de la audiencia preocupado, De Goth eufórico.
Se le había escapado algún detalle. Sin duda, los acontecimientos iban demasiado

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rápidos y él era hombre de reflexión.
Tan pronto llegaron a su residencia, su secretario lo abordó sin darle tiempo a
bajar del palafrén.
—No sé si conocéis la noticia —dijo precipitadamente—. El Papa Pietro ha
muerto en su cautiverio. Se dice que fue torturado y que solo se le alimentaba con pan
y agua. La gente en la calle culpa a Bonifacio de su muerte. Los ánimos están
exaltados. Se dice que el cardenal De Goth y vos mismo habéis ido a exigir al Papa
que se celebren unos magnos funerales y a recriminarle su actitud. El cardenal
De Goth quiere que se le beatifique.
Ciertamente los encargados de difundir el rumor se habían esmerado en su
trabajo.
—El funeral y el sepelio se celebrarán mañana en la basílica de San Pedro —
continuó su secretario—. El deán de la basílica os solicita que seáis uno de los
oficiantes.
Touraine no supo discernir si aquella petición era favorable a sus intereses o no.
Pero no se podía negar. Avisaría a De Goth.
Al cenar se dio cuenta de que en todo el día no había comido nada. Estaba
cansado. Se acostó y se durmió al instante.

La basílica estaba atestada. El ambiente era de respeto e indignación. Calma tensa y


silencio. Allí estaban todos: nobles, cardenales, obispos, gentes de la ciudad. Toda
Roma despedía a aquel anacoreta, Pietro el Santo, al que solo un año antes habían
rogado que fuese Papa.
Touraine, desde la sacristía, observaba a los fieles. Aquella calma se rompería en
cualquier momento. Solo dos sillones permanecían vacíos, el sitial del Papa, en lugar
destacado, y el de De Goth, entre los príncipes de la Iglesia. El sitial vacío del Papa
obedecía al protocolo litúrgico: entraría después de los oficiantes del funeral. Él era la
autoridad. El de De Goth era un hecho insólito. Ya debería estar allí.
—Leeréis a los fieles esta carta del Papa —le dijo el deán a Tussi, que sería el
primer oficiante, entregándole un pliego—. Acaba de ser escrita. El Papa está
preocupado por los rumores que corren por Roma. Quiere tranquilizar a la población.
Leedla antes del oficio.
—Lo haré tan pronto como el Papa entre en la basílica —aseguró Tussi.
—Entrará rodeado por la guardia vaticana —dispuso el deán—. No podemos
correr ningún riesgo. Además se están apostando guardias y gentes nuestras por toda
la basílica. Si algo pasara, pedid calma en nombre del Señor.
Era evidente que habían tenido capacidad de reacción y estaban preparados. No
iban a ser víctimas propiciatorias. Todos los oficiantes eran conscientes de la ausencia
de De Goth, pero nadie dijo una sola palabra. La presencia de Touraine lo impedía.
Tussi se entretenía demasiado en los preparativos y cuando ya todo estuvo listo, aún

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se puso a leer atentamente la carta del Papa y los textos del oficio. De Goth seguía sin
aparecer.
—Debemos empezar —aconsejó uno de los cardenales oficiantes—. La espera
encrespará aún más los ánimos.
Entraron. El silencio se quebró con el ruido de los asistentes al ponerse en pie. El
aspecto de la basílica era imponente. Repleta de gente. Las puertas abiertas. Touraine
vio que el inmenso patio de columnas exterior estaba también abarrotado. Quizás
hubiese fieles incluso fuera de los recintos vaticanos.
Reparó entonces en el túmulo funerario, negro y rojo, sobre el que estaba un
ataúd negro. Allí reposaba aquel infortunado Pietro, al que la llamada de reyes, de
cardenales y de Roma, había conducido al dolor, a la ignominia, al encierro y a la
muerte. Una pieza más en aquel juego del nuevo poder de Occidente. Como aquellos
emperadores de transición en el Imperio Romano, ellos no importaban; importaba el
poder.
Mientras tomaba asiento en el coro, con los oficiantes, pudo ver a muchos de los
asistentes. Los cardenales vaticanos, los condes Orsini y Colonna, el de Venecia, los
cardenales Musatti, Bocasin y Ratzinger, el de Nápoles, el de Lisboa… Allí estaba
todo el que era algo. El sitial del Papa y el de De Goth seguían vacíos. La atención se
centró en ellos. Los fieles seguían en pie. Cuando los oficiantes se sentaron, nadie los
siguió; todos querían ver. Pasaron los segundos. Nadie rompía el silencio. Tussi
estaba visiblemente afectado. Los curas vaticanos mostraban rostros descompuestos.
Unos hombres entraron por la puerta lateral que daba al palacio del Papa y
bloquearon las puertas principales, el pasillo y el acceso al sitial de los cardenales. Un
obispo ocupó el puesto de De Goth.
Cuando el Papa Bonifacio VIII, precedido por su cortejo, apareció en la puerta del
altar mayor, el órgano inició sus acordes. Con parsimonia, se dirigió al solio papal. Se
sentó. La música se desvaneció y de nuevo se hizo el silencio. La multitud pudo ver a
un Papa desafiante, altivo y orgulloso. No traslucía tensión. Solo poder, que parecía
llenar la basílica.
Tussi, ya más sereno, se puso en pie y se dirigió al púlpito. Subió las escalerillas y
desde allí arriba pudo ver la multitud. La tensión había bajado. La situación parecía
estar bajo control. Cuando se disponía a leer la carta del Papa, se oyó un murmullo
procedente del patio de columnas. Todas las cabezas se volvieron hacia la puerta
principal. El murmullo se fue haciendo más fuerte. Tussi, desde el púlpito, intentaba
ver lo que sucedía en el patio, pero solo veía las cabezas vueltas y el
arremolinamiento de gente en la puerta de la basílica. Nadie veía nada, pero todos
sabían lo que estaba pasando. Un numeroso grupo de guardias entraba, como una
cuña, abriéndose paso entre la multitud. La gente se apartaba facilitando la tarea.
Cuando alguno trataba de impedirles el paso, era lanzado hacia un lado, sin
miramientos. El pasillo se desalojó de fieles; incluso aquellos que habían salido de las
dependencias papales abrieron paso. En medio de los guardias avanzaba De Goth.

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Más parecía un rey que un príncipe de la Iglesia. Mostraba actitud digna y semblante
serio; aquel era el funeral de un santo. Ante el pasillo abierto, su guardia se quedó a
mitad de la basílica. De Goth avanzó solo, sin escolta y sin acompañamiento. Las
miradas fijas en él. La de Bonifacio VIII también. El obispo que había ocupado su
asiento se levantó rápido. De Goth se volvió hacia la multitud y, tras un breve
instante, se sentó.
Todas las miradas se tornaron hacia el Papa que, rojo de ira, se limitó a hacer un
gesto a Tussi para que procediera. Obedeció al instante, leyendo la carta del Papa.
—«Ha fallecido un gran hombre. Un hombre de oración, de meditación; un Papa
bueno, querido por todos. Dios lo ha llamado a su lado. Nos, el Papa Bonifacio,
sentimos la tristeza de sucederlo cuando él no se sintió capaz de soportar sobre su
débil cuerpo el peso del papado. Le pedimos que se quedase con Nos para tener cerca
su consejo y su oración. Así lo hizo. Hemos pasado con él largas horas. Hemos
conocido de su sabiduría y de su bondad. Le hemos procurado atenciones y
seguridad. Cristo Nuestro Señor lo ha llamado. Ahora disfruta de la paz divina. Su
ausencia es Nuestro dolor y Nuestra pena».
Touraine pensó que aquella carta papal iba a aplacar los ánimos. Se equivocaba.
Desde la plaza, donde no se oía la plática, empezaron a oírse voces; no se entendía lo
que decían. Pero eran voces airadas.
Comenzaron la ceremonia. La música del órgano apagó el sonido de las voces.
Los guardias vaticanos se dirigieron hacia el centro de la plaza. Las voces
continuaban, cada vez más fuertes. Nada podían hacer los guardias y encargados
vaticanos. Tussi se dio cuenta de la situación; era preciso acabar la ceremonia lo antes
posible. Decidió no pronunciar el sermón que había preparado.
—El mejor recuerdo a Pietro será el silencio —dijo sencillamente—, el silencio
que habla sin palabras. Que hablen los sentimientos. Que hable el silencio.
Se quedó inmóvil. Los de dentro de la basílica ordenaron silencio a los de fuera.
Estos obedecieron. Habló el silencio. Tussi había conseguido su objetivo.
Siguió el funeral, los responsos y el ite missa est. El sepelio en la basílica. Música
y silencio respetuoso.
El Papa se puso en pie; De Goth también. Ambos se encaminaron hacia la salida.
El Papa por la puerta principal del altar; el cardenal por la puerta principal de la
basílica. Un pasillo abierto por la multitud para el francés. Otro por la Curia para el
Papa. Dos destinos en permanente separación. Una voz retumbó en toda la basílica:
—Bonifacio, De Goth, la sangre de Pietro estará sobre vuestras cabezas durante
toda la eternidad.
Todos miraron hacia la columna de donde había salido la voz. Un hombre con
aspecto de ermitaño, pobremente vestido, lloraba.
—Lo llamasteis, lo arrebatasteis a las montañas, lo trajisteis y lo matasteis. El
Papa Bonifacio, el cardenal De Goth, los cardenales y los reyes. Todos lo matasteis.
Aquella voz desgarrada fue lo último que Touraine oyó, mientras De Goth y el

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Papa abandonaban la basílica. Tras ellos, en silencio y pensativa, salió la multitud.
Estaban desconcertados.

La comitiva se puso en marcha. Hacia París. Hacia Notre Dame, pensaba Touraine.
Viajaba en el mismo carruaje que Nogaret. En otro, detrás de ellos, iban los ayudantes
de De Goth, mientras que este viajaba solo en el suyo, situado en medio de la
comitiva. Guardias y caballos de carga. Una comitiva así por las rutas de Italia y de
Francia no pasaría desapercibida.
Nogaret se lo había dicho. De Goth iría solo en su carruaje, pero a lo largo del
viaje se haría acompañar por alguno de los viajeros, para departir con él. Así
Touraine sabía que tendría la oportunidad de trasmitirle su desconcierto, acrecentado
por el funeral de Pietro.
Las primeras jornadas transcurrieron sin novedad. Apenas vieron a De Goth en
los palacios en los que pernoctaban. Durante el día no hablaba con nadie. Cuando se
aproximaban a las escarpadas tierras del norte, los Alpes, lo llamó a su carruaje. Lo
sentó frente a él.
—Dadme vuestro parecer sobre los sucesos de Roma —dijo De Goth.
Habló de su preocupación por la audiencia, sin dejar de citar su extrañeza por la
expresión que había advertido en él. Como De Goth no respondió, continuó:
—Nuestras gentes hicieron un buen trabajo con el fallecimiento de Pietro. Todo
fue a la perfección. Solamente aquel ermitaño desbarató el clima creado. Pero, aun
así, debemos insistir en la beatificación de Pietro.
—Tenéis razón. El funeral de Pietro ha desgastado mucho el prestigio de Agnani.
Cierto que las palabras del ermitaño produjeron desconcierto; pero se pueden volver
en nuestro favor. Yo reconoceré mi equivocación al haber confiado en el Vaticano,
una vez elegido Pietro, mientras otros conspiraban contra él. Mostraré en público mi
error al no darme cuenta de que Pietro era hombre de oración que necesitaba de
ayuda en las procelosas aguas del Vaticano.
Habían llegado al convento alpino donde iban a pernoctar. El coche se detuvo.
De Goth, tras saludar al prior del convento, se dirigió a su habitación. Al día
siguiente, Touraine fue conducido de nuevo a su carruaje, con Nogaret. Unos días
después llegaban a París.
Touraine sintió el olor a río, y los recuerdos se agolparon súbitamente en su
memoria. Abarcó con su mirada aquella ciudad. Era una parte de su vida. La veía y la
sentía. Durante unos días, la viviría. Con toda intensidad. Cuando se acercaban, un
sirviente susurró algo al oído de Nogaret. La comitiva se había detenido.
—El cardenal De Goth desea que paséis a su carruaje —le transmitió Nogaret.
Iba a entrar en París con De Goth. Era un gesto que Touraine entendía. Además
de permitirle asistir a las entrevistas con el Papa y con el Rey de Francia, aquel gesto
tenía un sentido que apreciaba. No le hablaría nunca de ciertas cosas, pero le

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mostraba que lo tenía en gran consideración.
No hablaron. Observaban atentamente las calles de su ciudad. Touraine, igual que
le sucediera en Roma unos días antes, las veía vivas. Le hacían recordar cuando él, un
cura joven, caminaba muy aprisa, pegado a las casas para protegerse de la lluvia,
hacia Notre Dame. Estaba feliz. Aquella era su casa. Su verdadero hogar. Era su país.
Su vida. Por todo aquello sería capaz de cualquier sacrificio.
La gente los miraba con atención. Se iban acercando al segundo metacentro del
universo. Delante de ellos, el río. La fuente de la vida de París. De Francia. De donde
emanaba su fuerza. De donde salía su esencia. El río Sena. Era el agua que les había
dado a todos la vida. Aquel río se encargaría de que París siguiese vivo y de que
Francia conservase su alma. No era agua lo que circulaba en aquella corriente
plateada, era vida. Era ser.
Cuando se encontraban a mitad del puente, De Goth ordenó detener la comitiva y
se bajó del carruaje. Touraine hizo lo mismo. Flotaban sobre el río. Estaban en medio
del Sena. El agua corría por debajo de ellos. Si los tocase, con su poderosa fuerza, los
mataría; así los fortalecía.
Desde allí se veían las torres, en construcción, de Notre Dame. Touraine se sintió
fuerte, hubiese echado a correr hacia su catedral. De Goth empezó a caminar hacia
ella. Touraine lo siguió. Detrás, a pie, toda la comitiva.
Touraine comprendió que De Goth estaba rindiendo pleitesía a lo que consideraba
el centro del mundo, Notre Dame. Era allí donde algún día tenía que radicar el
espíritu de Cristo. Allí se juntaban el agua, la tierra, el cielo y los hombres. En ningún
otro sitio. Allí, en aquella pequeña isla, rodeada por el río de la vida, con los árboles
que surgían del agua y donde el sol daba más luz y calor, confluía el mundo.
La rodearon y se detuvieron frente a las torres en construcción de la fachada
principal. El gran rosetón los miraba. Las torres subían, piedra a piedra, hacia el cielo.
Cada vez más altas, algún día lo tocarían. Y sería pronto. El tiempo ya se había
puesto en marcha para ellos y rondaba, sin parar, aquella catedral.
Docenas de clérigos los aguardaban frente a la puerta principal. Esperaban al
cardenal De Goth, príncipe de la Iglesia de Francia. Cuando se acercaban, lo
cotidiano se hizo solemne. Lo común se volvió excepcional. Estaban entrando en
aquel lugar sagrado, que desde ese momento nunca más sería una catedral cualquiera.
Sería la catedral del cristianismo francés. Touraine sabía que para De Goth aquel
momento solemne entronizaba y sacralizaba su compromiso con la nueva civilización
cristiana. Sin campanas, sin órganos, sin cánticos, solamente con su creencia en lo
que había que hacer. Acertada o equivocada, generosa o egoísta, universal o
particular, aquella causa ya estaba en marcha. Quizás acabase en paz o quizá no. Pero
viendo el rostro de De Goth, mitad placer mitad odio, Touraine vio que París se
movía.
Entraron en la catedral. Las puertas se cerraron tras ellos. Fuera, en la plaza, todo
continuaba como siempre, mientras los canteros de la Bretaña, con el impulso celta,

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seguían colocando piedra sobre piedra, elevando aquella obra hacia Dios.

Madrugaron. Había que partir temprano. El Rey los recibiría en audiencia antes del
mediodía y el camino hasta Fontainebleau era largo. Viajaron en dos carruajes con
una discreta guardia a caballo. De Goth, solo, en el suyo y Touraine de nuevo con
Nogaret. Viéndolo sentado frente a él, se dio cuenta de que desde Roma hasta París
solo habían tratado de banalidades, que ni siquiera acertaba a recordar. Pero habían
hablado durante horas y horas. Aunque realmente el que había hablado había sido él.
Nogaret era, ciertamente, un personaje singular.
—Monsieur Nogaret —preguntó—, ¿de dónde sois?
—Nací en Aviñón, pero el cardenal me trajo a París a trabajar con él, como su
ayudante, cuando tenía quince años.
—Recuerdo haberos visto alguna vez pero no conocía vuestro cometido con el
cardenal. Veo que confía mucho en vos. ¿Cuál es vuestro trabajo?
—Todo lo que me encarga el cardenal. Cuestiones casi siempre rutinarias.
—¿Cuál es vuestra residencia? —insistió Touraine, un poco molesto por la falta
de respuesta de Nogaret.
—La que el cardenal ordene —respondió este con amabilidad—. Habitualmente
aquí en París.
—Tenéis una gran cercanía con él. Se ve —concluyó Touraine, dándose cuenta de
que aquella frase era imprudente.
Se estaba inmiscuyendo en los asuntos de De Goth. Tuvo una sensación de
agobio.
—Mucha menos que vos —respondió Nogaret en el mismo tono amable—. Os
aseguro que el cardenal confía plenamente en vos. Lo sabéis.
Aquello lo tranquilizó. Nogaret no lo había considerado una intromisión. Al
contrario, le había dado a él un valor adicional. Se sintió de nuevo seguro. Su
acompañante extendió la mano por la ventanilla del carruaje, señalando un gran
edificio: Fontainebleau, el palacio del Rey.
Les aguardaban. Les recibieron con honores. El conde de Poitiers se acercó presto
cuando el carruaje de De Goth se detuvo frente a la puerta principal. Le besó el anillo
con una deferente inclinación de cabeza, al tiempo que lo saludaba.
—Monseñor, vuestra presencia nos alegra. El Rey nos encarga que os saludemos.
Os aguarda en sus aposentos. Y yo, modestamente, os trasmito mi personal
bienvenida.
—Os lo reconocemos —dijo De Goth.
Subió las escaleras que conducían al palacio sin esperar por nadie. Touraine,
Nogaret e, incluso, el mismo conde de Poitiers tuvieron que apurar el paso de firme
para alcanzarlo y seguir tras él. Los interminables corredores del palacio se quedaban
cortos para De Goth, que los recorría casi con furia. No necesitaba que nadie le

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mostrase el camino. Lo había hecho cientos de veces. Era el palacio de su Rey.
Touraine, algo fatigado, sentía respeto y curiosidad. No había estado nunca en
aquella parte del palacio, la de los aposentos reales. No era muy distinta de la que
conocía. Sobria y parca en decoración. A medida que la recorrían notó que su
ansiedad iba en aumento. Quizá debido a la determinación que veía en De Goth o,
quizás, a que iba a conocer al Rey; pero lo cierto es que, de repente, se encontró
caminando a toda prisa al lado del cardenal. Se aproximaba un gran momento. Puede
que no se repitiese más. Iba a hablar con el Rey de Francia.
Llegaron a la puerta del salón real. Una corona dorada en relieve sobre la puerta y
el escudo real lo señalaban. Los guardias, cortesanos y nobles arremolinados allí,
también. Aquella era la puerta que daba al Rey.
Cuando vieron a De Goth, todos se apartaron y, respetuosamente, inclinaron la
cabeza. Aquella gente sabía quién era quién. Esa era su profesión. Exactamente igual
que le hubieran escupido y despreciado si sospecharan que había caído en desgracia.
Olían el poder. Y De Goth era el hombre más poderoso de Francia, después del Rey.
Los guardias abrieron las puertas. Una sala pequeña, completamente alfombrada,
con un escritorio tallado, acogía al Rey, que al ver a De Goth, sonrió, se puso de pie y
avanzó hacia él, que se quedó inmóvil, inclinando, deferente, la cabeza. El Rey lo
abrazó efusivamente.
—Monsieur De Goth, siempre es una satisfacción para nosotros veros y poder
departir con vos —le dijo, cordial.
Fue el saludo de un amigo.
—Señor, nada me place tanto como veros. Sabéis que mi deseo sería permanecer
en París y poder acudir a vuestra llamada cada vez que lo desearais —dijo De Goth
en tono de amistad y respeto.
Touraine se quedó al lado de la puerta, que se había cerrado tras ellos. El conde
de Poitiers se había quedado fuera.
—Tomad asiento. Despojaos de la capa. Tenemos mucho que hablar.
Almorzaremos en mis comedores particulares. Contadme primero de vuestro viaje.
¿Cómo ha ido?
—Volver a casa es siempre placentero. Y dejar Roma no lo es menos —comentó
De Goth en tono relajado y cómplice, al tiempo que se despojaba de la capa
cardenalicia y se dirigía con el Rey hacia dos sillones, en el centro de la sala, con una
mesita repleta de fruta al lado.
Touraine se dio cuenta, inmediatamente, de que no solo compartían visión y
pasión por Francia, sino que además eran amigos. Se les veía cómodos y a gusto
mientras se sentaban en los sillones. El Rey cogió unas uvas, las ofreció a De Goth,
que aceptó, y volvió a insistir:
—Contadme de Roma —pidió—. Algunas noticias ya me han llegado. Pero
quiero conocer hasta el más mínimo detalle.
De Goth reparó en Touraine, al que el Rey ni había visto.

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—Permitidme antes —dijo— que os presente al cardenal Touraine, de quien os he
hablado. Hombre cabal y ecuánime que será, si vos lo aprobáis, la cabeza visible de
la iglesia francesa en Roma. El cardenal ya sabe que suplirá mi ausencia.
El Rey alzó la vista hacia Touraine, que avanzó unos pasos e hizo una amplia
reverencia.
—Alzaos —ordenó el Rey—. Tengo de vos las mejores referencias. El cardenal
De Goth os valora en alto grado. Confío en que respondáis a la confianza que en vos
depositamos.
—Me hacéis un honor inmerecido —respondió Touraine.
El Rey era un hombre delgado, pálido, con pelo negro, bien parecido. Aparentaba
serenidad. Contrastaba con la determinación que transmitía De Goth. Pero quizás en
aquel aspecto tranquilo radicase una de sus armas. Inspiraba confianza. Sonreía con
naturalidad. No se le veía afectado; gesticulaba y hablaba como si estuviese ante
gentes de su nivel. Un hombre que se sabía el Rey más poderoso de Occidente y
actuaba con aquella naturalidad era, sin duda, un personaje excepcional.
—El cardenal Touraine, además de saludaros, os quiere transmitir su opinión
sobre el papel que el Rey de Francia ha de jugar en los tiempos venideros.
—Os escucho —dijo el Rey señalando a Touraine una silla, algo alejada, frente a
los sillones.
Touraine tomó asiento y, con una serenidad de la que él mismo se sorprendió,
habló al rey de Francia de la necesidad de dar seguridad a los reyes europeos. No
sería el imperio francés, sino el protectorado francés, sin interferir en el gobierno de
cada país, pero controlando las monarquías y nobleza cuanto fuese menester. Lo
comparó con la intención del Papa Bonifacio, que pretendía la hegemonía vaticana.
—Debéis ser —concluyó Touraine—, señor, y os lo digo con todo el respeto, el
Rey viajero. El rey huésped de reyes, que os reconozcan como primus inter pares.
Así Francia construirá su imperio sin guerras. Bonifacio VIII lo intentará por la fuerza
y fracasará. Si vos lo intentáis dando seguridad a los demás, triunfaréis.
El Rey lo había escuchado atentamente. Cuando hubo acabado, se dirigió a
De Goth:
—Una interesante teoría. Reflexionaremos sobre ella. Os reconozco lo que me
contáis —dijo dirigiéndose ya a Touraine—. No dejéis de transmitirme, a la mayor
brevedad, todo lo que suceda en Roma y, cuando lo consideréis oportuno, solicitadme
audiencia y venid a mi palacio.
Touraine supo que la audiencia para él había concluido.
—Majestad. Mi mayor orgullo ha sido veros y hablaros. Cardenal De Goth, a
vuestra disposición —se despidió Touraine.
Se dirigió a la puerta. Una vez allí, hizo una reverencia y salió. Las puertas se
cerraron tras él. Aquellos dos hombres siguieron dentro, en la sala real.

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6
EL BAUTIZO EN EL CASTILLO DE ENTENZA

L
a campana de la capilla del castillo de Entenza llamaba al bautizo. Indalecio
de Avalle, sentado al lado de la cuna, no despegaba la vista de su hijo, de
apenas unas semanas. A su lado, Cristina, su mujer, los miraba a los dos. No
había existido en el mundo un niño tan deseado. Su primer embarazo se había
malogrado y ella había sentido la tristeza de haberlo perdido. Durante meses sus ojos
se clavaban en todos los niños que pasaban a su lado.
Pero al final Dios lo había querido. Delante de ella estaban el niño más guapo del
mundo y el marido más feliz. Desde que había nacido, Indalecio se pasaba horas
mirándolo e intentando jugar con él. Más de dos años habían transcurrido desde su
boda, allá en las tierras de Lemos. Muchas cosas habían sucedido en aquel tiempo,
pero para ellos su hijo había sido lo más importante.
Cristina acompañaba a su marido a todas partes. Se les veía juntos en viajes, en
paseos, e incluso en los ejercicios de su ejército. Eran felices y se les notaba.
Ahora, viendo a su hijo, la felicidad los desbordaba. No hablaban. Solamente
estaban juntos. Indalecio miró a Cristina. Dulce, hermosa, con su sonrisa enamorada.
Cuánto la quería. Cada vez más. Desde aquel día de su boda, en el que un imprudente
obispo lo había provocado, a su amor se había añadido todo lo que compartían. Su
causa, su trabajo, sus charlas tranquilas y ahora, por encima de todo, su hijo.
Su amor los aislaba del mundo turbulento en el que vivían. Cada noche, cuando
se acostaban, al cerrar la puerta de su habitación, dejaban fuera el resto del mundo.
Aquella habitación era suya y solamente suya. A medida que el mundo se volvía más
hostil, su amor era más fuerte y cálido y su unión más profunda.
Cristina sabía los riesgos que se cernían sobre su marido y aunque le producían
terror, los aceptaba. Tenía que ser así. Por eso vivía intensamente cada instante de su
vida juntos. A veces soñaba que el tiempo se detenía para que su marido y su hijo
siguiesen eternamente con ella.
Compartía con él el deseo de que las cosas fuesen de otra forma. Siempre estaría
a su lado, apoyándolo. Ella sabía que su apellido significaba mucho en aquellas
tierras. La respetaban y muchos la querían. Lo había puesto todo al servicio de
aquella causa justa y noble; sin ella, su marido no podría llevarla a cabo.
La campana, con un sonido seco y metálico, volvió a repicar de nuevo. Indalecio
miró a Cristina. Su rostro dulce y sereno mostraba aquella sombra que asomaba a
veces y que él conocía.
—Hoy es nuestro gran día —dijo él—. El tuyo, el mío y el de nuestro hijo. No
temas. Nadie se atrevería contra nosotros. Nos respetan. Saben quiénes somos.
Nuestro destino es favorable. Y con él —dijo señalando al niño—, está lleno de luz y
de esperanza.

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—No soportaría perderte —dijo Cristina—. Ni aun con nuestro hijo a mi lado.
Pido a Dios que antes que a ti, me llame a mí.
—¡No lo pienses ni un momento! —La interrumpió Indalecio—. Hoy es un día de
felicidad. Ni una sombra se puede cruzar en él. Mira, atrancaremos la puerta y nos
quedaremos para siempre los tres aquí.
Se abrazaron con fuerza. Se besaron. Permanecieron de pie abrazados.
Sintiéndose. Amándose.
—Tenemos que bajar —advirtió Cristina—. No debemos hacer esperar a nuestros
amigos.
Toda la nobleza gallega estaba aquel día en el castillo de Entenza. Nadie había
faltado a la cita, que era mucho más que la celebración de un bautizo. Era la reunión
que seguía a la que habían mantenido dos años antes en Lemos, cuando, tras la plática
con aquellos monjes, habían decidido actuar. Los convocaba Indalecio de Avalle, el
hombre que se había puesto a la cabeza de aquella movilización sin precedentes en
las tierras de Gallaecia, que algunos, los que no las conocían, creían de gente mansa.
Eran pacientes y sacrificados, pero también rudos y bravos. Ahora eran tiempos
difíciles. Los habían llamado y todos habían acudido.
El niño había sido bautizado al día siguiente a su nacimiento. Le pusieron el
nombre de su padre, Indalecio. Cristina tuvo la idea: era bueno celebrar una gran
reunión para que se viese su fuerza y para que todos supiesen que detrás del señor de
Avalle estaba toda la nobleza gallega. Lo consultó con su madre, que se había
desplazado para ayudarla en el parto. A Inés, mujer calculadora, le pareció muy
conveniente. Durante la cena se lo sugirieron a Indalecio, que se mostró
entusiasmado. Podrían hablar con todos durante varios días; visitarían el campamento
donde el ejército estaba acuartelado y tratarían algunos planes que él tenía en la
cabeza.
Decidieron entonces un nuevo bautizo solemne. La nobleza fue invitada y todos
acudieron, la mayoría porque creía en la causa, algunos por no quedarse fuera y otros
para ver y oír. Indalecio lo sabía bien. Sabía, incluso, quienes estaban en cada grupo.
El oficiante sería el obispo Juan de Tui, buen amigo del abuelo de Indalecio, que
siempre había colocado la amistad por encima de su obediencia a Compostella.
Los padrinos serían Inés, la abuela, y Bernardo de Quirós, de las tierras del norte,
gran amigo del conde de Lemos, hombre noble, leal y poderoso. Había sido Inés la
que lo había sugerido. Convenía una alianza fuerte y duradera con las gentes del norte
de Gallaecia. Sería la unión de la nobleza del sur, en el río Miño, los Avalle, con la
del mar Cantábrico, los Quirós y con los de Lemos, en el interior. Un triángulo que
abarcaba toda Gallaecia.
Los padrinos aguardaban abajo, en la plaza del castillo. Cristina llevaba al niño en
brazos. Inés les sonrió con aquellos ojos azules que no podían dejar de mirarse.
Bernardo los saludó.
—Estoy nervioso como si fuera un padre primerizo en el bautizo de su hijo —

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confesó.
—Es que vais a apadrinar al niño que Dios puso en el mundo con más agrado —
le contestó Inés.
Se dirigieron a la capilla. La campana los saludó. El niño empezó a llorar. Los
invitados abarrotaban el oratorio, incluso algunos se tuvieron que quedar fuera, en el
patio. Dirigiéndose a cada uno por su nombre, Indalecio correspondía efusivamente a
los saludos. Cristina, con Inés a su lado, también sonreía a todos. Bernardo de Quirós
caminaba tras ellas.
En la puerta de la capilla les esperaba el obispo. Su rostro apacible decía de su
bondad. Cuando entraron los recibió con expresión de satisfacción. Recordó al abuelo
de Indalecio, con quien tan buenos momentos había pasado. Era un hombre con un
inagotable afán de saber; lector empedernido, su gran pasión eran la astronomía y las
matemáticas. Nadie sabía tanto como él. Su biblioteca estaba repleta de tratados sobre
aquellas materias. «Las culturas orientales se preocupaban del firmamento, porque de
allí venimos», le había dicho don Indalecio en una ocasión. «Los devotos de
Confucio, los moradores del Eúfrates y del Tigris, los creyentes en Alá siempre
estudiaron el cielo. Allí se ve el tiempo y el tiempo es la vida».
El obispo recordó que, cuando don Indalecio le hablaba del tiempo, de las
distancias, de las estrellas y de los cometas, le costaba mucho esfuerzo comprenderlo.
Incluso, a veces, pensaba que ni él mismo comprendía sus propias palabras. «La
astronomía es una ciencia exacta. Se puede saber con precisión por dónde saldrá el
sol en el horizonte cualquier día del año», le dijo una vez. «Eso lo sabemos todos», le
había contestado el obispo. «Sí, pero no sabéis por qué. Y lo importante es saber por
qué. Conociendo esa respuesta podemos contestar muchas otras preguntas». «Las
Sagradas Escrituras lo contestan todo», le había dicho el obispo Juan. «Vos sabéis que
no es así», le reconvino el señor de Avalle.
En otro cualquiera aquello hubiera sido una herejía, en don Indalecio era fruto de
la reflexión. Era hombre de ciencia. Había estudiado árabe para poder leer libros de
astronomía que nadie había traducido. Había viajado al sur de Portugal, a Francia y a
Toledo en busca de manuscritos que ampliaran su conocimiento. Una vez,
mostrándole un códice escrito en hebreo, como la Biblia, le había hablado de uno de
sus viajes. «Estando en la biblioteca de Lisboa, un caballero templario con quien
trabé conversación y que también leía astronomía me recomendó viajar a Toulouse y
estudiar en la biblioteca templaria. Había allí textos que aquellos caballeros trajeran
de Oriente. Él no los había entendido, pero creía que con mis conocimientos yo
podría interpretarlos. Me dio una carta para el maestre. Con ella fui bien recibido. Era
la mayor biblioteca del mundo. Cientos de volúmenes que nadie había leído en
muchos siglos. Me embriagué de ellos. Pasé allí varios meses. Encargué a los
copistas reproducciones de algunos; los estudié durante años. Libros y firmamento.
Textos y reflexión durante el día y observación del cielo durante la noche».
El obispo recordaba que, tras aquella frase, el abuelo de Indalecio se había

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quedado callado un buen rato, dudando si seguir. Al final lo hizo. «Retrocedimos
miles de años en nuestro conocimiento. Otras civilizaciones supieron mucho.
Nosotros lo olvidamos. Solamente con mirar al cielo de noche comprendemos que
estamos equivocados. El centro del universo no existe. Otros ya lo dijeron hace mil
años. Dentro de otros mil, el hombre lo asumirá. Pero tienen que transcurrir mil
años». El obispo no lo entendió. «Los cometas viajan por el universo siguiendo sus
reglas», continuó don Indalecio. «Cada cien años, cada mil, nos visitan y se van. Son
el tiempo, viajan por el espacio. Describen su elipse, la elipse del tiempo. En un
universo que se repite, el tiempo también. El tiempo volverá con su elipse. Arrancará
un día con algo de nosotros y volverá en mil años. Hoy está sobre nosotros. Al girar
el milenio volverá. Y con él nosotros».
Ahora, en la capilla del castillo, lo recordaba. Su nieto, Indalecio, estaba delante
de él. El vivo retrato de su abuelo. Cristina, su mujer, aquella señora dulce y hermosa
cubierta con el velo, se arrodilló con el niño en brazos. Los bendijo. Cristina pasó el
niño a Inés que, con Bernardo, lo acercó a la pila bautismal. Indalecio cogió la manita
de su hijo. «Ego te bautizo, Indalecio, in nomine Patris…». El agua cayó sobre su
cabeza. El obispo recordó. Había bautizado ya a dos generaciones de Avalles; esta era
la tercera. El niño no lloró. Su padre tampoco lo había hecho. Los miró fijamente. El
tiempo los envolvía a los dos, padre e hijo. Se acordó de su abuelo. Recordó aquella
frase que nunca había entendido y que le parecía un poco misteriosa: «Al girar el
milenio, volverá». Sintió ganas de abrazar al nieto y al bisnieto de don Indalecio. La
emoción lo embargaba. Ya no volvería a bautizar a otra generación de aquella gente.
Él se iría. Ellos seguirían y algún día todos volverían en la elipse de la que hablaba su
gran amigo.
Los acordes del órgano lo devolvieron a la realidad. Cogió entre sus manos las del
padre y su hijo y los despidió:
—Id en paz. Que la luz del Señor os acompañe.
La campana y la música saludaron al nuevo cristiano. Inés, con él en brazos, y
Bernardo salieron al patio. Todos los felicitaban. Se les unieron Josefa y el conde de
Lemos. Se acercaron los señores de Valladares, los de Monterroso, los Yáñez del
Campo, los Mariño de Lobeira…, rostros de amistad y afecto. Otros permanecían
más retraídos. Mientras se saludaban, Indalecio veía que aquel gran pueblo tenía alma
y que su corazón latía. Dos años antes un impulso lo había llevado a encabezar aquel
proyecto; entonces lo veía como una aventura. Hoy, tras aquellos más de dos años de
trabajo, ya era la causa de su pueblo, de sus derechos y de su propia libertad.
Hoy sabía de la importancia de lo que estaban haciendo. Sabía de sus amigos, de
sus aliados y de sus enemigos. Sabía de la nobleza y del clero. De algunos obispos y
de los nobles desafectos. Pero aún no sabía de la Reina regente. Él era un vasallo fiel
a su Rey. No podía albergar resentimiento alguno contra un rey que descendía de
aquel Fernando III, que visitara sus tierras nueve meses antes de que naciese su
abuelo.

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La Reina regente de Castilla seguía en silencio. Indalecio le había comunicado su
intención de fortificar su territorio y de contribuir a la defensa de Occidente y de
Compostella. No había obtenido respuesta. Y ya habían pasado casi dos años.
Siguiendo el consejo de Cristina había enviado a la Reina María de Molina, junto
con los tributos recaudados, el mensaje del nacimiento de su hijo, pidiéndole el
reconocimiento real para el uso del señorío de Avalle, al que ya tenía derecho por
edicto de Fernando III, el Rey Santo. Era un gesto de respeto y sumisión.
Cristina e Inés subieron al niño a su habitación. Madre e hija no podían ocultar su
satisfacción. Lo dejaron con el aya y bajaron al patio. Al atravesarlo, aún alejados de
las mesas y sillas en las que los invitados empezaban a tomar asiento, Enric se les
acercó:
—Mis señoras —les dijo con aquel fuerte acento con el que hablaba la lengua de
Gallaecia—, mis respetos y mis parabienes. Este niño nos alegra a todos. A mí
también. Tanto como a vos. He encontrado en vuestra hospitalidad el afecto de los
amigos; quiero que sepáis que dedicaré todo mi esfuerzo a vuestra causa, que es la
mía. Don Indalecio seguirá contando con mi concurso mientras él y vos, doña Inés, lo
deseéis. Y vuestro nieto tendrá en mí su más leal educador y defensor.
—Os lo agradecemos, Enric —le contestó Cristina—. Sé del afecto que os
profesa mi madre. Yo os pido que permanezcáis al lado de mi marido. Vuestra ayuda
es de gran valor para él.
Inés, mirándole a los ojos con expresión de afecto, apostilló a su hija.
—En estos años os ganasteis por vuestros méritos un lugar en esta familia. Sois
un amigo. Lo seréis siempre. Veros a nuestro lado, allá en las tierras de Lemos, nos
satisface. Y por el afecto que os profesamos y que mi hija conoce, os pido que os
trasladéis a este castillo. Don Indalecio os necesita. Él os lo va a pedir. Os ruego que
aceptéis. Yo misma pasaré largas temporadas aquí. Quiero ver crecer a mi nieto.
La mirada de Enric, aquel duro templario, se quedó fija en los ojos azules de doña
Inés. No era capaz de separarla. Desde aquel día en que la había visto por primera vez
al lado de la chimenea del castillo de Lemos, se sentía preso de aquellos ojos. Ahora
la veía aún más hermosa. Había quedado atrapado. No tenía salida y no quería
tenerla. Había decidido entonces que el mejor lugar para dirigir todo aquello era el
mismo castillo de los condes de Lemos. Allí tendría una inmejorable atalaya para
observar aquella tierra gallega. El conde confiaba en él. A las pocas semanas de haber
llegado a Lemos, habían tenido una larga plática. Las cruzadas, el moro, la
Cristiandad, el Temple; todo fue tratado en detalle.
—Vos sois alto maestre —le dijo el conde—. Uno de los caballeros más
poderosos del Temple. ¿Por qué vos? ¿Por qué alguien de vuestro rango encabeza una
avanzadilla en estas tierras, en el fin del mundo?
—Porque Thibauld de Gaudin, el Gran Maestre, lo decidió así. Esta es una misión
de gran importancia. El sepulcro de Santiago tiene para los templarios un gran valor.
No lo tenía hace cincuenta años, cuando lo que importaba era Jerusalén, pero ahora

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estamos en el tiempo de Compostella.
—Todos sabemos que los ejércitos de Alá no llegarán fácilmente aquí, a
Gallaecia, sin embargo, vos insistís en el riesgo de los árabes.
—Hay muchos riesgos. El árabe es el que se entiende mejor. Vos mismo visteis
cómo los caballeros de nuestra reunión lo aceptaron. Pero los riesgos pueden ser
otros. No me preguntéis cuáles; no lo sé y no estoy autorizado a hablar de ello. Pero
los hay y quizá sean más temibles que el poder de Alá. De ellos nos escondimos al
hacer nuestro viaje de forma tan reservada y cautelosa.
—Nosotros tendremos nuestra fuerza preparada para cuando llegue el momento
—le aseguró el conde—. Pero vos también sois necesario. El señor de Avalle, mi
yerno, encabezará el proceso. Es joven, valeroso e inteligente. Pero le falta
experiencia. No sabe de armas, ni de intrigas.
—Debo seguir hasta Compostella. Esas son mis instrucciones —respondió Enric
—. Pero tenéis razón. Permaneceré aquí con mis hombres unos días más. No hay gran
premura en llegar.
Al decir estas palabras, el rostro de Inés se le había dibujado en la mente. Cada
vez que la veía se sentía turbado. Ejercía sobre él una irresistible atracción. Sentía
terror ante el día en que tuviese que abandonar aquel castillo. Se había enamorado y
todo perdía interés ante el simple recuerdo de Inés. Sintió un inmenso alivio. Podía
quedarse más tiempo. Ya tenía una razón: se lo habían pedido para la causa.
Puso su experiencia al servicio de aquella gente. Enviaba a Indalecio todo tipo de
instrucciones. Los días pasaban. Una noche, cenando con los condes, Inés se había
dirigido a su marido.
—He recibido un recado de Cristina. Es feliz. Vendrán a visitarnos la próxima
semana. Pero se muestra preocupada por su marido. Le falta tiempo para atender a su
tarea. Su esfuerzo es excesivo. Cristina nos pide que le ayudemos. Indalecio, con el
orgullo de los Avalle, jamás lo dirá. Os ruego que pidáis a Enric que se quede con
nosotros hasta que nuestra empresa haya triunfado. Lo necesitamos a él y a sus
hombres —dijo Inés clavando aquellos hermosos ojos en él.
Enric se estremeció. Inés le estaba pidiendo que se quedase. Le miraba a los ojos
y le pedía que se quedase. Su destino giraba en aquel instante. No sabía hacia dónde,
pero le abría la esperanza. Ni se atrevía a pensar. Solo quería quedarse.
—Doña Inés ha hablado por mí —confirmó el conde—. Nuestra causa, que
también es la vuestra, os necesita. No os podéis negar. El Temple os encargó esta
misión. Ahora sois imprescindible. Os ruego que os unáis a nosotros.
—Lo hablaré con mis hombres —respondió Enric—. Os aseguro que haré lo
mejor para nuestra causa.
No podía ni quería escapar a su destino. Informaría al Gran Maestre y atendería
desde allí a aquella empresa. Nada haría con tanto agrado. Siguió su destino,
obedeciéndolo.
Las voces y las risas de los comensales sentados en el patio del pazo de Avalle

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iban en aumento. Era una gran fiesta. Cristina, Inés y Enric se sentaron con los
demás. Cristina al lado de su marido, que le cogió la mano. Bernardo de Quirós se
puso en pie. Cogió su copa, de metal dorado y pronunció el brindis:
—A la salud del niño y de sus padres. En doña Cristina y don Indalecio hemos
encontrado amigos leales. Por ellos. Con el juramento de nuestra fidelidad a esta
causa noble —dijo señalando con su copa a Indalecio.
Todos bebieron puestos en pie. Nobles y clérigos. Amigos y enemigos.
—En nombre de mi esposa y de mi hijo os expreso mi gratitud por vuestra
presencia —contestó Indalecio—. Sabemos que por encima de nuestras personas está
nuestra tierra. Y también que estáis aquí por la causa de todos. Por ella os pido que
levantéis vuestras copas. Por nuestra tierra y nuestra Reina.
Todos bebieron. Indalecio había querido hacer patente su lealtad a la Reina. Su
causa era por su país, pero no contra ella. No sabía cómo, pero tenían que tener a la
Reina a su lado.
Mientras comían, entablaron una animada conversación sobre el despliegue
militar en Gallaecia. Los conocimientos de Bernardo sobre estrategia militar eran
patentes. Indalecio lo escuchaba atentamente, preguntándole todo tipo de detalles.
Bernardo tenía respuesta a todo.
—No olvidéis nunca el sur —advirtió señalando hacia Portugal, cuyos montes se
podían ver desde las ventanas del Castillo—. El que tenga las espaldas guardadas
triunfará. En caso de apuro, se podrá retirar a esas tierras, ahí al lado, a un tiro de
piedra, y volver más adelante.
—El rey de Portugal es amigo y será nuestro aliado: a Enric se lo debemos.
Pronto nos veremos con él para conocer sus intenciones. Gallaecia y Portugal son
iguales; aquel monte es igual a este —dijo señalando los montes portugueses y
españoles—. Nuestras gentes hablan igual. Debemos ser amigos.
Aquella declaración tuvo un efecto que Indalecio había calculado bien. Sabía que
les impresionaría saber que don Dinís, el gran Rey portugués, iba a mantener una
audiencia con él. Se quedó viendo, divertido, las caras de sus invitados. A cien leguas
se veía quiénes eran amigos y quiénes no. Si no lo supiese, allí lo vería fácilmente.
—¿Cuándo será la audiencia? —preguntó el señor de Bembibre.
Era un fiel aliado y aportaba muchos hombres a la causa.
—Pronto, muy pronto —contestó amablemente Indalecio.
—¿Os desplazaréis a Lisboa? —volvió a inquirir el de Bembibre.
Aquella pregunta era la que Indalecio deseaba. Contestó con parsimonia y
calculada indiferencia.
—Don Dinís se desplazará a las tierras del Miño. La audiencia la celebraremos
viendo Gallaecia y Portugal.
Un murmullo recorrió las mesas. Indalecio sonrió; no dijo nada más. Enric sonrió
también; de nuevo sus planes daban resultado.
Cuando la comida tocaba a su fin, un soldado se aproximó a Indalecio y le dijo

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unas palabras en voz baja. Indalecio asintió. Su expresión cambió. El guardia se fue y
volvió acompañado de un capitán de la guardia real. Indalecio se separó unos pasos
con él y tras una breve conversación volvió a la mesa. El capitán saludó y abandonó
el castillo. Tras unos instantes pensativo, Indalecio se puso en pie. Se hizo el silencio.
Todos habían visto al capitán de la guardia real.
—Doña María de Molina, Reina regente y su hijo Fernando, nos saludan —
anunció con voz grave y semblante tranquilo—. Nos envía sus mejores deseos, para
nosotros y nuestro hijo. Don Alonso Pérez de Guzmán viaja hacia aquí en su
representación; imprevistos del largo viaje lo han retrasado e impedido estar hoy con
nosotros. Se encuentra en el castillo del Sobroso, a tres leguas. Esta noche estará
aquí.
Indalecio se sentía henchido de satisfacción. Se le notaba. Tras dos años de
espera, la Reina había hablado. Enviaba al capitán de sus ejércitos, un noble leonés de
conocida bonhomía. Era el mejor saludo que podía enviar.
—Iremos a su encuentro —dispuso Indalecio—. Mostraremos nuestra
hospitalidad y amistad al enviado de la Reina. Os ruego que disculpéis nuestra
presencia hasta esta noche.
Indalecio montó a caballo. Enric fue con él; el templario estaría presente cuando
recibiesen al enviado regio. Cuando ya cabalgaban, el banquete en el castillo de
Entenza aún continuaba.
Cabalgaron toda la tarde. El sol abrasaba. Era uno de aquellos días en los que el
calor se hacía insoportable. Aquellas tierras húmedas, de las que la lluvia era
compañera habitual, en ocasiones se volvían tórridas, con un calor que más parecía
del sur de la Iberia. Cuando llevaban dos horas de viaje, al pasar por el mesón de
Taboeja, en el camino que los romanos habían construido, dejadas atrás las riberas del
Miño, Indalecio se dirigió a Enric:
—Demos un descanso a los caballos y refresquémonos un rato —dijo dirigiendo
su cabalgadura hacia la posada.
Descabalgaron y entraron. El mesonero reconoció inmediatamente al señor de
Avalle. Aquellas eran sus tierras y aquella su gente. Había varios campesinos que se
pusieron de pie inmediatamente.
—Señor de Avalle. Vuestra presencia es un honor —se apresuró a decir el
mesonero con una profunda inclinación.
—Solo deseamos un trago de vino y proseguiremos inmediatamente nuestro
camino —le explicó Indalecio.
—En aquella mesa estaréis a gusto —les aseguró el mesonero señalando una
mesa ocupada por cuatro personas—. Es la parte más fresca de la estancia, al lado de
la ventana.
Antes de que Indalecio pudiese decir nada, se dirigió hacia las personas que la
ocupaban.
—Os ruego que os cambiéis de mesa —les pidió.

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Indalecio se dirigió hacia ellos con la intención de corregir al mesonero; se
sentarían en cualquier sitio. Reparó entonces en quiénes eran. Dos mujeres, una
señora entrada en años y una joven con porte noble, y dos jóvenes con aspecto de
ayudantes. La mujer joven, morena, con el pelo negro y muy hermosa, mientras él
avanzaba para decirles que permaneciesen en su sitio, le lanzó una mirada
fulminante, mientras en voz alta decía:
—Nosotros ocupamos esta mesa y seguiremos en ella.
Indalecio, que estaba ya a su lado, se sintió molesto por aquella frase que no se
correspondía con sus intenciones. Ella se puso en pie y lo miró desafiante.
—No fui yo quien demandó este sitio. Fue el tabernero. Pero me corresponde —le
reclamó Indalecio respondiendo con la dureza de su mirada al desafío de la de ella.
Se miraron a los ojos durante un segundo con altivez y distancia. Indalecio no
quiso seguir aquella disputa con dama tan singular.
—La grandeza está, a veces, en ceder —dijo con frialdad—. Esta es una de esas
ocasiones.
—Lo celebro —le respondió ella, con la misma frialdad y distancia. Indalecio se
dirigió a una mesa alejada de aquella. Enric, sorprendido, se sentó con él. La dama
había vuelto a su sitio. En ninguna de las dos mesas se pronunció una sola palabra.
Todos habían quedado molestos. Cuando Indalecio y Enric apuraban sus vasos de
vino, las cuatro personas de la otra mesa se levantaron y se dirigieron a la puerta.
Aquella hermosa mujer morena, adelantándose a los demás con paso ligero, salió sin
dirigir ni una mirada a Indalecio. Este la observó de nuevo, alta, esbelta, ágil y
enfadada, con una furia visible; aquella situación le pareció entonces divertida.
Sonrió y siguió bebiendo.
Cuando un instante después Indalecio y Enric montaron sus cabalgaduras, el
carruaje que llevaba a aquella mujer ya había desaparecido en la dirección contraria a
la suya. Así se evitarían tener que adelantarlas y, quizá, saludarlas.
Un rato después, avistaban el castillo del Sobroso. En una loma. Al acercarse, los
guardias reconocieron al viajero.
—¡El Señor de Avalle se dirige al castillo!
La voz del centinela llenó todas las estancias. El señor de Vilasobroso se dirigió
apresuradamente a los aposentos donde descansaba Alonso de Guzmán.
—El señor de Avalle se acerca a recibiros —le anunció.
Cuando Indalecio y Enric cruzaron la puerta del castillo, en el patio de armas
formaba la guardia y al lado de las escaleras de entrada a los aposentos, Alonso de
Guzmán aguardaba en pie. Indalecio desmontó y lo saludó:
—Esta tierra se honra con la visita del enviado de la Reina.
—La Reina se honra de vos y me encarga que recibáis su saludo y
reconocimiento. Vos y vuestro hijo —dijo abrazándolo.
Subieron las escaleras seguidos por Enric, el señor de Vilasobroso y los
acompañantes del leonés. Ordenaron preparar el carruaje de Guzmán. Se pondrían en

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marcha inmediatamente. Dormirían en el castillo de Entenza. Mientras aguardaban,
Indalecio hizo las presentaciones.
—Enric de Westfalia, un caballero germano, caminante de Santiago, procedente
de las cruzadas, huésped de los condes de Lemos y nuestro, dijo señalando a Enric
que, en pie, saludó con una inclinación de cabeza y fue correspondido por Guzmán.
Este presentó a sus acompañantes, nobles castellanos de alta alcurnia. La Reina
quería ser representada, ante la nobleza gallega, por caballeros que mereciesen
respeto. A medida que los nombres iban sonando, Alvar González, Álvarez…,
Indalecio se daba cuenta de la importancia de aquella comitiva. La Reina no había
escatimado reconocimientos. Quería agradar.
La conversación versó sobre el avance de la lucha contra el infiel en las tierras del
sur. Indalecio no paraba de inquirir detalles sobre las confrontaciones militares, las
estrategias, las alianzas políticas, la situación del mundo islámico. Guzmán enseguida
se dio cuenta del interés de Indalecio, no solo por lo militar sino por lo político.
—El reino de Granada está debilitado por sus luchas internas. Será presa fácil —
le aseguró Guzmán.
—El cristianismo también lo está —afirmó Indalecio—. El reino de Aragón, el de
Castilla, el de Portugal, cada uno con una estrategia diferente. Castilla se debilita en
la disputa sucesoria entre don Fernando y don Alfonso de la Cerda, y algunos la
quieren dividir. El conflicto debe resolverse, para ocuparnos de la lucha contra el
infiel.
—Cierto. Me agrada oíros —contestó Guzmán—. De eso hablaremos. Os
transmitiré un mensaje de la Reina. Quiere contar con vos para la tarea de la unidad.
Aún no era el momento de proseguir aquella conversación. Guzmán se dirigió,
respetuoso pero con visible curiosidad, a Enric.
—¿En qué batallas cruzadas habéis tomado parte? —le preguntó.
No había dejado de observarlo desde que entraran en la sala. El rojo y el blanco
del Temple eran notorios y, aunque no llevase ningún signo de la orden o de su grado,
su autoridad era visible.
—En los Santos Lugares. He estado en Jerusalén, en el sitio de San Juan de Acre,
cautivo en Túnez… —respondió con amabilidad, pero sin mostrar gran deseo de
entrar en detalles.
Guzmán lo percibió, pero no cejó en su interrogatorio.
—¿Vinisteis a través de Portugal? ¿Conocéis al monarca portugués? —preguntó.
—Procedo de las tierras del norte de Europa, aunque vengo del cautiverio del
Islam. Fui rescatado en Granada, ya va para tres años —respondió Enric sabedor de
que aquel dato era conocido por su interlocutor—. Tengo muchos amigos en tierras
portuguesas —prosiguió—, y he tenido el honor de saludar a don Dinís.
—Gran monarca —interrumpió Guzmán.
—Cierto. Su nombre es respetado en toda la Cristiandad y temido por el infiel —
concedió Enric.

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El capitán de la guardia real entró en la sala.
—Estamos listos para partir —dijo dirigiéndose a Guzmán.
Se levantaron. Un rato después el carruaje en el que viajaban Alonso e Indalecio,
seguidos por el resto de la comitiva, descendía la loma del castillo. Por el camino,
Indalecio fue mostrando a Alonso el territorio que atravesaban; las tierras del Miño,
su señorío.
No hablaron de política, ni de guerra; los dos sabían que esa conversación tendría
lugar más adelante. La esperaban. Ahora Indalecio deseaba enseñarle sus tierras y
Alonso quería verlas.
Pasaron por la taberna e Indalecio se acordó de aquella mujer morena; se
sorprendió de no guardar ningún rencor de aquel encuentro. Al contrario, le hacía
gracia; una mujer se le había enfrentado, con bravura, en sus propias tierras. Sonrió.
—¿Os sonreís de algo en especial? —preguntó Alonso al ver aquella expresión.
—Sí —contestó Indalecio—, de un encuentro muy especial que no se si querría
que se repitiese o no.
Fueron descendiendo hacia el valle del Miño. Tierras verdes, fértiles. Viñedos
cargados de racimos con el buen vino de aquel año; castaños con las flores verdes,
como hojas puntiagudas, que también anunciaban abundancia. Indalecio quería que
Alonso entendiese lo que aquella tierra significaba. Sustento, seguridad y belleza. Los
árboles, más que crecer, brotaban; las cosechas eran abundantes. Sol cálido de verano
y montes verdes. Era la Gallaecia.
—Aquí crece madera para barcos y construcciones —dijo Indalecio mientras
pasaban por Fiolledo—. Y allí —dijo señalando una loma—, acampa nuestro ejército.
Alonso atendió con interés. Sabía que el ejército que habían reclutado los nobles
gallegos era numeroso, estaba bien armado, y no adolecía de buen adiestramiento.
Caballeros del Temple se encargaban de aquel cometido. Portugal estaba a un tiro de
piedra y don Dinís había concentrado numerosas fuerzas en las cercanías de Braga.
Demasiados hombres armados juntos. Además estaba aquel destacamento que el
arzobispo de Compostella había conseguido movilizar, sostenido por un acaudalado
peregrino. No eran tiempos para que Castilla distrajese su atención del Islam, tan
débil en la península. Era mucho más conveniente tenerlos al lado. Nunca habían
atendido mucho a aquel territorio, ni a sus gentes pero ahora la necesidad lo imponía.
Mientras veía aquellos bosques verdes repletos de castaños y robles, Alonso de
Guzmán no entendía cómo habían llegado a aquella situación. De pronto y como por
arte de magia, la tranquila Gallaecia había entrado en ebullición. Y allí, con él, el
artífice de todo aquel movimiento. Parecía leal a la Reina. Le había enviado misivas y
mensajes. Eran fuertes, aunque no sabía cuánto. Había que tenerlos como aliados.
Cuando las sombras empezaban a hacer peligroso continuar el viaje, avistaron el
castillo. Alonso no lo pudo apreciar bien. A aquella hora era solo una sombra borrosa.
Los recibieron encendiendo antorchas; a medida que se acercaban, se iba haciendo la
luz. Cuando llegaron, Alonso pudo ver una sólida construcción de piedra, oscurecida

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por el musgo seco del verano, rodeada de viñas, de las que surgía una hermosa
escalinata, que se confundía con la vegetación. Dos grandes torreones, con ventanas
pequeñas, se alzaban amenazadores. Entraron en un patio, donde docenas de
antorchas y gentes a pie los esperaban entre luces y sombras.
El enviado de la Reina e Indalecio descendieron del carruaje y avanzaron hacia la
gente.
—Doña Cristina, mi esposa.
—La Reina y el Infante, os saludan, doña Cristina. Desean que vos y vuestro hijo
permanezcáis en su corazón —le transmitió Alonso.
Indalecio siguió con las presentaciones. Los condes de Lemos, los señores de
Quirós, de Bembibre, de Valladares…, el buen obispo de Tui. Todos saludaron al
enviado de la Reina. Indalecio los iba señalando uno a uno. Los conocía tan bien… A
aquella hermosa mujer morena la conocía, pero no sabía quién era.
—Espero don Indalecio que nuestro segundo encuentro sea más propicio que el
primero —dijo ella con una sonrisa, en un gesto de amistad que encubría el enfado
que aún le duraba.
—La señora del encuentro especial —le explicó Indalecio a Alonso. Este sonrió y
la saludó con la cabeza. Cristina le aclaró:
—Doña Raquel Murías, acaba de llegar; ya nos habló de su encuentro con mi
marido.
Pasaron al gran comedor. Las antorchas daban un calor insoportable, pero
entraron todos. Se quedaron de pie. Alonso, Indalecio y Cristina, los condes de
Lemos, los Quirós y Raquel se situaron frente a los demás. Indalecio tomó la palabra:
—Os damos la bienvenida. Es para mí y para doña Cristina un honor que el
enviado de la Reina asista al bautizo de nuestro heredero. En mi nombre y en el de
los padrinos deseamos larga vida a la Reina. En nombre de la nobleza gallega
proclamamos nuestra lealtad. Queremos una reina que lo sea también de estas tierras.
Deseamos que conozca su tierra, y que confíe en nosotros. Nuestra causa es también
la suya. No es contra nadie. Pero si no somos respetados, nuestra tierra no cumplirá
su destino. Queremos que los derechos de Gallaecia, simbolizados en el Apóstol,
nuestros fueros y nuestras tradiciones, sean respetados por todos. Pedimos a la Reina
que los reconozca. Y con esta petición va nuestra fidelidad. ¡Viva la Reina!
Aquel saludo fue coreado por todos.
—La Reina, doña María de Molina, os envía sus saludos —empezó Alonso
dirigiéndose a Indalecio y a su esposa—. Quiere que vuestro hijo lleve el nombre de
Avalle, con el escudo que os asigna. —Indalecio agradeció aquella deferencia real—.
La Reina me encarga que os salude, nobles de esta gran tierra. Os transmite su deseo
de visitar muy pronto Gallaecia y de estar con todos vosotros.
Aquel anuncio fue recibido con un murmullo de aprobación, que no pasó
desapercibido a Alonso.
—Quiere conocer, de propia voz, vuestra causa —prosiguió—, que en lo que

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conoce, le satisface. Quiere que sus nobles sean orgullosos y vos lo sois; quiere
vasallos leales y valerosos y vos lo sois. Reconoce vuestra autonomía de otros
poderes y la anima. Pronto proclamará el nuevo orden y lo hará viniendo aquí. Ahora
lo que yo os propongo es unir a toda la Cristiandad de la península en torno a nuestra
Reina, para conquistar Almería y Gibraltar. La lucha contra el infiel requiere de toda
nuestra fuerza y la Reina os pide la vuestra. Confía en que se la daréis. ¡Viva la
Reina!
De nuevo las voces corearon aquel deseo.
—La noche es cálida; cenaremos en el patio —dijo Indalecio acercándose a
Guzmán—. ¿Estáis pidiendo que nuestro ejército se desplace a Al-Andalus para
luchar contra el Islam? —preguntó en voz audible para todos.
—Hablaremos de eso mañana. Es asunto muy importante que quiero tratar en
detalle con vos.
—Mañana —contestó Indalecio— quisiera que visitásemos el campamento de
nuestras tropas y que viésemos su adiestramiento. Después podemos despachar los
asuntos que deseéis. Los invitados están avisados. Saldremos con el alba.
Cuando el sol apareció en el horizonte, la comitiva ya estaba preparada para
partir. Los hombres en sus caballos y carruajes para las damas. Cristina, Inés y Josefa
iban juntas. Raquel, a caballo, junto a su cuñado. Indalecio y Alonso bajaron las
escalinatas, montaron y la comitiva se puso en marcha.
Era el poder de aquella tierra; era Gallaecia la que se movía. Ellos eran sus
representantes; la fuerza les venía de la tierra, de los árboles, de los ríos…, de sus
antepasados. Alonso de Guzmán observó detenidamente a aquellas gentes que
formaban la más poderosa comitiva que jamás se había movilizado en aquellas
tierras. Eran fuertes y lo sabían. Empezaban a tener poder y lo sabían. Solo tres años
antes se postrarían al saber que un delegado regio los llamaba y hoy cabalgaban al
lado del enviado de la Reina e incluso su general, el señor de Avalle, era tratado
como un igual. Alonso volvió a preguntarse qué había pasado, cuál era la razón de
aquella movilización. Sin que nadie supiese por qué, aquellos hombres se habían
puesto en pie. Desde Castilla siempre habían confiado en el Císter y en la Iglesia para
mantener tranquilas a aquellas gentes. Los nobles aceptaban el papel de dirigentes
menores, sin fuerza real. ¿Qué había pasado? Su mirada se clavó en Enric, que
cabalgaba al lado de Indalecio. Ellos eran los responsables; un joven aguerrido y un
experimentado templario. Sin ellos, aquellos nobles volverían a su tranquila
existencia.
—Mirad allí —le dijo Indalecio interrumpiendo su cavilación—. El río es nuestra
vida. Sin él no seríamos un pueblo.
Guzmán pudo ver, allá abajo, el río Miño, hermoso, poderoso, majestuoso. Aquel
río que, con su hermano el Sil, bordeaba las tierras gallegas, era la fuente que los
mantenía.
—Arranca allá en Lugus, casi en las tierras de don Bernardo y viene a morir en

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las mías, tras atravesar las de Lemos, las de Ourense y las de Rivadavia. Es lo que
nos une. El río por un lado y el mar por otro deciden la Gallaecia; forman nuestra
tierra.
Guzmán comprendió que aquellas gentes ya tenían símbolos. El Apóstol, el río…
Aquello era muy preocupante. Y allí al lado, Portugal.
—Están detrás de aquella loma —dijo Indalecio señalando un montículo.
Cuando alcanzaron la cima, delante de ellos apareció, en perfecta formación, el
ejército de Gallaecia. Ocupaba una inmensa explanada. Formaban en cuadrados;
hombres a pie con escudos, arqueros, hombres a caballo. Máquinas de asalto. Era
muy difícil decir cuántos eran. Una multitud.
Guzmán, hombre acostumbrado a la guerra, se estremeció al divisar aquella
formación. Unos tres mil hombres, calculó. Con aspecto de estar entrenados. Bien
armados. Era un ejército que no podía ser despreciado. Mucho más poderoso de lo
que había pensado.
Los comentarios, en voz baja, de la comitiva mostraban admiración; era el
ejército más poderoso que jamás habían visto. La satisfacción era visible.
Cuatro jinetes salieron de la formación y, a galope, se dirigieron hacia el grupo.
Iban de blanco y rojo. Cuando estuvieron frente a Indalecio, uno de ellos saludó:
—Señor de Avalle, esperamos vuestras órdenes.
A aquella distancia de pocas brazas, se podían ver las cruces del Temple en sus
túnicas. Maestres, a juzgar por los distintivos.
—Tenéis nuestro permiso —concedió Indalecio.
Los cuatro jinetes, ya de vuelta a la formación, ordenaron los movimientos. De
forma acompasada, las tropas se fueron desplazando por la explanada. Parecían un
solo hombre. Los movimientos eran precisos. Rápidos avances de los hombres a
caballo; los hombres a pie se cubrían con los escudos. Ballesteros y arqueros
apuntaban a sus blancos. Las máquinas de guerra avanzaban y retrocedían. Era toda
una exhibición.
Enric los observaba atentamente. Su rostro no podría ocultar su aprobación.
Cuando finalizaron, en voz baja, se dirigió a Indalecio:
—Los mejores generales estarían orgullosos de dirigir este ejército.
—¡Usan las técnicas de movimientos de las legiones romanas! —exclamó
Bernardo—. Se desplazan con el sistema que diseñara César. Se nota la técnica
militar templaria. Solo maestres templarios versados en la guerra podrían entrenar un
ejército de esta forma. Quisiera que el maestre de la Coelleira viese esto. Debierais
conocerlo —concluyó dirigiéndose a Enric.
—Lo conozco —dijo él sin dar más explicaciones.
—Este es nuestro ejército —le mostró orgulloso Indalecio a Guzmán. Lo
queremos todavía más numeroso y mejor entrenado.
Indalecio recordó aquellos dos años largos. Habían comenzado con apenas un par
de cientos de hombres y todo por hacer. La construcción del campamento. Convencer

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a los más escépticos de la importancia de lo que intentaban. Las reuniones para
determinar las aportaciones de cada uno. Los boicots de prelados y abates, que lo
tildaban de loco aventurero… Sus suegros, los condes de Lemos, habían sido los que,
tras el ardor inicial, habían convencido a la nobleza más poderosa. Las dotes de
persuasión de Inés, que creía firmemente en aquella causa, y el abolengo del conde de
Lemos habían ido sumando apoyos. Los Bembibre, los Ulloa, los Sotomayor, Mariño
de Lobeira, Zúñiga, Pimentel… Indalecio sabía que el vínculo entre ellos era muy
endeble y lo que realmente los unía no era ni el río ni la tierra: era aquel ejército que
les daba poder y seguridad.
Vio a su alrededor y observó las miradas de satisfacción. En tanto mantuvieran el
ejército, permanecerían unidos. Cuando desapareciese, volverían a sus rencillas
tribales, se adocenarían en sus pazos y castillos y las órdenes religiosas volverían a
ser las rectoras de la tierra.
Fijó su vista en Enric, rodeado por los otros templarios. Él había sido una pieza
fundamental. El entrenamiento del ejército lo llevaban a cabo sus hombres. Pero,
además, había contribuido de forma muy generosa a su sostenimiento, especialmente
en los tiempos en que la voluntad de los nobles gallegos había flojeado. Solo lo
sabían los condes de Lemos y Cristina. Había sido de la mayor elegancia. Cuando
solo habían reclutado unos pocos cientos de hombres, en una cena en Lemos en la
que estaban solos ellos cinco, Inés había iniciado el tema.
—Enric tiene algo que comunicaros.
—Tengo bastante fortuna allá en las tierras de Germania y Francia —había dicho
Enric—. He encontrado en vos mi nueva familia. No tengo descendientes. Creo en
vuestra causa, que es la mía. La iniciamos juntos y la acabaremos juntos. Quiero
contribuir al sostenimiento del ejército. Yo aportaré una parte igual a la de todos los
demás juntos. Cubriré la mitad de los gastos.
Ante las protestas de Indalecio, Enric había atajado con contundencia la
discusión.
—Os aseguro que mi fortuna me permite holgadamente esta contribución. Os
ruego que la aceptéis.
Aquello había asegurado la empresa. Reclutaron de un golpe quinientos soldados
y, después, cada vez que un noble gallego aportaba una cantidad, Enric la doblaba.
Costeó las máquinas militares, que él mismo diseñaba. Fue decisivo.
—Os felicito —dijo Guzmán—. Habéis reclutado un ejército digno de una tierra
como esta. Transmitiré a la Reina que la nobleza de Gallaecia ha estado a la altura de
lo que se esperaba. Así os quiere doña María de Molina, fuertes y orgullosos. Ahora
más que nunca debemos hablar. Deberíais ser el señor de Gallaecia —concluyó como
pensando en voz alta.
La vuelta fue animada. Todos iban conversando. El entusiasmo era desbordante.
El capitán del ejército y los templarios, que volvieron con la comitiva, eran el centro
de la atención. Daban todo tipo de explicaciones; mil quinientos soldados a pie, mil a

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caballo, quinientos arqueros. Todo les era preguntado y a todo respondían. Habían
tomado un bocado en el campamento y una copiosa cena les aguardaba en el castillo
de Entenza. Cabalgaban deprisa; por la cena y para, sentados a la mesa, poder
comentar todos los detalles.
El conde de Lemos acompañaba a Guzmán, mientras Indalecio y Bernardo, un
poco adelantados, conversaban sobre el adiestramiento de aquellos hombres. A
Indalecio le interesaba cómo repeler un ataque de un enemigo que avanzase desde
Castilla. Como Bernardo mostraba extrañeza y sugirió que el verdadero enemigo era
Portugal, Indalecio expresó su pensamiento.
—Creo que en Portugal encontraremos un aliado —dijo—. Portugal rivaliza con
Castilla; apoya los derechos de Alfonso de la Cerda y no reconoce a Fernando ni a su
madre, la Reina regente. Preferirá fortalecer Gallaecia antes que debilitarla. El peligro
puede venir desde la Meseta. Algún noble castellano, aprovechando la disputa
sucesoria, podría lanzar algún ataque para ocupar Gallaecia y, uniéndola a León,
separar ambos del reino de Castilla. Pasaríamos de ser un territorio de Castilla a serlo
de León. Estaríamos aún peor. Es de Castilla de donde debemos estar guardados.
Bernardo compartía el razonamiento, pero no confiaba tanto en Portugal. Quizá
por conocerlo menos.
—¿Qué sabéis del ejército reclutado por el arzobispo en Compostella? —
preguntó Indalecio.
—Solo dispone de unos trescientos hombres. No creo que deba preocuparnos,
pero sí debemos estar atentos a los movimientos del arzobispo; se le escucha en
Roma y en Castilla. Debemos temer más de sus influencias que de su ejército.
—¿Qué pensáis de la petición de la Reina de participar en la guerra contra el
Islam? —preguntó Indalecio.
—Nos proporcionaría la ocasión de mostrar nuestra fuerza y hacer que nos tengan
en cuenta en el reino castellano —contestó Bernardo—. Además, en caso de
conquista, seríamos recompensados.
Indalecio no prosiguió la conversación. Temía que muchos otros pensasen lo
mismo que Bernardo. Les podría parecer aquella una buena ocasión para ganarse el
favor de la Reina y obtener botines y recompensas. Nunca habían contado con ellos y
ahora podían estar deseosos de mostrar su poder. Pero él no estaba seguro. Aquella no
era su causa; cierto que se harían valer, pero su fuerza se desplazaría a las tierras de
Al-Andalus, y allí serían uno más. Participarían en el sitio de alguna ciudad y,
finalmente, la tomarían. Recibirían recompensas, pero su tierra quedaría de nuevo en
manos de las órdenes. No serían los nobles de Gallaecia; serían los conquistadores de
algún territorio. Era peligroso y precipitado. No estaban preparados para aquello.
Se encontró cabalgando al lado de Raquel Murías, que se había acercado a
Bernardo. La observó. Le pareció más delgada que el día anterior, más morena y más
hermosa. Era altiva. Montaba con soltura. Cruzaron las miradas.
—¿Olvidado lo de ayer, doña Raquel? —preguntó Indalecio con una sonrisa.

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—Olvidado y perdido en el pasado —contestó ella con sinceridad, arrinconando
el enfado—. Empezamos hoy nuestro conocimiento.
—Es un placer saludaros y mostraros nuestro aprecio. ¿Es vuestro primer viaje a
estas tierras? —preguntó él.
—He estado anteriormente en Tui y en la parte baja del río Miño —contestó ella
—. Me place conoceros. Vuestro nombre corre por toda Gallaecia. Unos os alaban,
otros os vituperan. Pero todos hablan de vos.
Se sintieron cómodos. Habían resuelto el desafortunado encuentro del día
anterior. Siguieron charlando un buen rato. Ella le habló de sus viajes por Gallaecia.
Él de sus proyectos para aquella tierra.
—Si nuestra causa encuentra eco de verdad, Gallaecia puede ser un territorio que
tenga tanto peso como Aragón —aventuró Indalecio.
—Sí, pero debéis mantener a todos los señores unidos —le advirtió Raquel—; si
se producen resquebrajamientos, por pequeños que parezcan, nos debilitarán mucho.
—Serían aprovechados por las órdenes y el clero para hablar de ruptura —
comprendió Indalecio.
—Peor aún —aseguró ella—, dirían que todo es una aventura vuestra sin ningún
apoyo.
—Mientras el ejército esté aquí, permaneceremos unidos. Por afecto a la causa,
por temor o por no quedarse fuera, mientras vean que somos fuertes, nadie se irá.
—Debéis hablar con todos —le aconsejó Raquel al tiempo que asentía—. Todavía
nos conocemos muy poco. Hemos estado cada uno en nuestro territorio,
ignorándonos mutuamente y, a veces, peleándonos entre nosotros. A vos os
corresponde ser el nexo que tan importante tiene que ser en el futuro. La reunión de
estos días permanecerá en las memorias durante mucho tiempo. Prodigad tales
encuentros.
Indalecio la miró atentamente. Tenía razón en lo que estaba diciendo y, además,
sabía cómo decirlo.
—Para eso necesitaré la ayuda de vuestro cuñado —le pidió.
—Bernardo ha encontrado lo que buscó durante muchos años —contestó Raquel
mirando a su cuñado que escuchaba en silencio—: una causa justa y un ejército que
defienda a su tierra.
—¿Y vos qué vais a hacer? —preguntó Indalecio.
—Aportar mi palabra y ayudaros en lo que necesitéis —respondió ella.
Llegaron al castillo. Indalecio, hambriento, ordenó tomar asiento para la cena.
Sentó a Guzmán junto a ellos. La cena transcurrió en ambiente de gran cordialidad; el
castellano parecía encontrarse a gusto.
—La Reina y su hijo estarían orgullosos de encontrarse hoy en este castillo —
afirmó.
—Nosotros también lo estaríamos de tenerlos entre nosotros —contestó
Indalecio. Mientras pensaba que en muchos años ningún rey había viajado a

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Gallaecia. Había sido preciso un ejército y los problemas sucesorios con los infantes
de la Cerda para que un enviado real acudiese a su llamada.
Guzmán creyó que aquel era un buen momento para hablar con Indalecio. Todos
estaban eufóricos.
—Mañana debo partir a comunicar a la Reina mi satisfacción por esta visita y lo
que aquí he visto. ¿Os parece bien si hablamos ahora?
—Nada me proporcionará mayor satisfacción —le respondió Indalecio—.
Continuad las charlas —pidió a sus invitados—. Estamos entre amigos.
Celebrémoslo. Don Alonso y yo os rogamos que nos disculpéis. Debemos
parlamentar. Nos agradará conocer los planes de la Reina. Nosotros les haremos saber
los nuestros.
Indalecio, al tratar a Guzmán como un igual, asentaba su autoridad ante los suyos.
Se dirigieron al salón noble del castillo. Se oían las voces, las carcajadas y la
música que provenían del patio. Se sentaron frente a frente. Nada entre ellos.
—Os quiero felicitar —arrancó Guzmán— por haber unido a la dispersa nobleza
gallega. Hasta hoy os creíamos débiles y, a veces, indolentes. Por eso los reyes
castellanos confiaron en el clero y en las órdenes religiosas. Hoy acabo de ver que es
preciso retomar la confianza de los nobles. Es lo primero que transmitiré a la Reina.
Hizo una pausa esperando alguna reacción de Indalecio. No la obtuvo. Indalecio
permaneció inmóvil. Era evidente que quería oír todo el mensaje antes de hablar.
—Es conveniente —continuó— que la Reina pueda confiar en una persona que
encarne y personifique la autoridad en Gallaecia. Vos sois respetado y tenéis
autoridad ante los vuestros. La Reina me encarga que os ofrezca el señorío de
Gallaecia, con rango de delegado real. Vuestro cometido sería el de actuar en su
nombre.
Indalecio permaneció inmóvil. No mostró ninguna emoción ante aquel
ofrecimiento. Guzmán se sintió incómodo; estaba desorientado ante la actitud de su
interlocutor. Empezaba a creer que lo habían infravalorado. Creía que ante estas dos
concesiones, Indalecio se mostraría agradecido.
—Ya os he avanzado el interés de la Reina en sumar vuestras fuerzas. Vos, a la
cabeza de vuestro ejército, os encargaríais de la conquista de Algeciras. Los
territorios ocupados os serían entregados a vos y a los nobles que os acompañen. No
es una conquista demasiado difícil. En dos años habréis conseguido sonadas victorias.
Vuestra posesiones y las de los vuestros se multiplicarán. La Reina os lo tendrá en
cuenta y vuestra causa será también la suya.
Miró con satisfacción a Indalecio, que, serio y pensativo, tardó un rato en
contestar. Lo hizo con una pregunta.
—¿Estaría la Reina dispuesta a emitir cartas reales procediendo a desamortizar la
parte de las posesiones de las órdenes que les fueron entregadas sin título nobiliario?
—No os comprendo —dijo Guzmán, sin atreverse a contestar.
—La única forma de que la nobleza gallega recupere el lugar que le corresponde

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—dijo Indalecio— es con la devolución de los predios que fueron usurpados por el
clero. Sin recuperar aquellas tierras, el verdadero poder seguirá residiendo en las
órdenes y en los obispos.
—Os daréis cuenta de que vuestra pretensión significaría la guerra abierta con la
Iglesia —le advirtió Guzmán.
Su rostro reflejaba preocupación.
—Y no satisfacer nuestras pretensiones supone dejar las cosas como están, y eso
puede ser la guerra abierta con la nobleza gallega —dijo Indalecio con autoridad.
—Nada más lejos de nuestra intención —contestó presto el caballero castellano
—. Transmitiré vuestra petición a la Reina. Buscaremos la forma de satisfaceros.
Desde luego vuestros éxitos en Algeciras serían argumentos de gran autoridad en
vuestro favor.
—Mañana convocaré Cortes Generales y lo someteré a consulta. Os haré llegar
inmediatamente la respuesta que obtenga. —Hizo una pausa y prosiguió, pensativo
—: Transmitid a la Reina nuestra lealtad y mi reconocimiento por la oferta del
señorío de Gallaecia. Pero lo que veis desde esta ventana es toda mi tierra; esta es mi
gente; no quiero ni ambiciono nada más. Hace lustros que nuestro monarca
Fernando III nos honró con el señorío de Avalle. Mi familia lo considera un gran
honor. Es suficiente.
No había nada más que hablar. Guzmán así lo entendió.
—Debemos descansar para iniciar mañana viaje —dijo—. Esperaré vuestra
respuesta.
—La tendréis —contestó Indalecio—, y nosotros aguardaremos la vuestra.
Se abrazaron. El conde se dirigió a su habitación. La entrevista había sido
desastrosa; no había conseguido ninguno de sus objetivos y, además, le habían hecho
aquella disparatada propuesta de desamortización de bienes de la Iglesia. La situación
era mucho más preocupante de lo que había pensado. Era imprescindible que aquel
ejército se trasladase a las tierras del sur. Mandó llamar al capitán de su guardia.
—Es preciso que el ejército de esta tierra vaya a combatir a las tierras de Al-
Andalus —le dijo—. Transmitidlo a los nobles más afines. Aseguradles que la Reina
y el arzobispo de Compostella se lo tendrán en cuenta; recordadles nuestra
generosidad. Sed discreto, pero la cuestión es de vida o muerte. Id presto.
Guzmán tardó en conciliar el sueño. No era la tormenta que se abatía con furia
sobre el castillo de Entenza; era su fracaso y la sensación de que no sabía nada de
aquellas tierras ni de aquellas gentes. Lo acababa de humillar, al brazo derecho de la
Reina, un grupo de nobles sin relevancia, con un mozalbete impertinente a la cabeza.
Se lo haría pagar. Tarde o temprano aquella familia pagaría aquella humillación. Pero
todo su odio no era capaz de superar aquella otra sensación que lo empezaba a
embargar; era como si aquella gente recibiera su orgullo de la naturaleza. Nacían de
aquella tierra, humedecida por la fuerte lluvia. Le pareció que los árboles se movían
hacia él y en sus ramas vio las caras orgullosas de aquellas gentes. Eran tierras de

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magia, de brumas, de lluvias. La luz y el calor que lo habían recibido se habían
transformado ahora en lluvia y oscuridad. Las ramas de los árboles entraron por la
ventana; llenaron la habitación y rodeando su cuerpo, lo oprimieron impidiéndole
moverse. Dos rostros lo miraban desde el tronco, aquel joven Avalle y el hombre
nórdico de blanco y rojo. Sintió angustia. Se ahogaba. Cerró los ojos para no ver a sus
ejecutores. Sintió el terror de la muerte. Abrió los ojos; estaba empapado en sudor. El
sol ya alumbraba. Estaba despierto, pero seguía horrorizado. Era aquella tierra.
Indalecio miró a su alrededor. La sala de capítulos estaba abarrotada. Dos días
antes habían celebrado allí, en la capilla, el bautizo de su hijo. Hoy la ocupaban casi
las mismas personas, pero formalmente reunidos en Cortes Generales de Gallaecia.
Sentados, hombres y mujeres, las señoras al lado de sus maridos.
Ya se sabía que la reunión de la noche anterior había finalizado sin entendimiento.
El señor de Ulloa, el más anciano, tomó la palabra y abrió la sesión.
—En nombre de Nuestro Señor Jesucristo queda abierta la sesión de las Cortes
Generales. Señor de Avalle tenéis la palabra.
—No voy a hacer grandes prédicas. La Reina nos ofrece reconocimiento, pero no
compromete la devolución de las tierras. Nos pide el ejército para la guerra en Al-
Andalus, encargándonos la toma de Algeciras. Nos entregará las tierras que
conquistemos y nos reconocerá como pares del reino. —No quiso mencionar que
había rechazado el señorío de Gallaecia. A aquellas horas ya sería conocido de todos
—. He prometido respuesta pronta y ella nos contestará a la petición de
desamortización. Las Cortes tienen ahora la palabra.
Varias manos se levantaron. Indalecio estaba muy preocupado. Su semblante serio
reflejaba cuán importante era la decisión que iban a tomar. No había querido hablar
con nadie para no influir en su criterio. Creía que sacar el ejército de Gallaecia sería
un tremendo error. Pero quería oír a sus gentes.
—El señor Suárez de Deza hablará el primero —concedió Ulloa.
Parecía que la tensión de Indalecio se hubiese trasladado a todos los asistentes.
Rostros serios y preocupados. Todos pensaban en las consecuencias de lo que
decidiesen; aceptar la oferta o convertirse en adversarios de la Reina. La marcha del
ejército tenía riesgos. Enfrentarse a la Reina, muchos más.
—La Reina nos tiende la mano —empezó Suárez—. Quiere que estemos a su
lado. Nos ofrece participar en la conquista y nos recompensará por ello. Rango en
Gallaecia y tierras en Al-Andalus. Quizá más tierras también en Gallaecia, cuando
sea posible. Debemos aceptar. Enviemos el ejército a Algeciras. Si no lo hacemos
seremos desleales y más pronto que tarde tendremos que luchar contra la Reina. Nos
derrotará y nuestra tierra será arrasada.
Suárez había hablado con gran vigor. Indalecio lo conocía bien. Nunca había
estado demasiado entusiasmado con aquel proyecto. Sus palabras eran de esperar; por
su cercanía al arzobispo Rodrigo.
—El señor de Castro habla a las Cortes —anunció Ulloa.

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Indalecio también conocía la supeditación de Castro a Castilla. Sabía lo que iba a
decir.
—Las ocasiones deben ser siempre aprovechadas —dijo Castro—. La Reina nos
brinda la oportunidad de que ocupemos un lugar, con honra y prestigio, a su lado.
Una oportunidad sin riesgos. Las recompensas serán suficientes para sostener el
ejército, que ahora, nos resulta extremadamente gravoso. No podremos sostenerlo
durante mucho tiempo. Debemos aceptar su ofrecimiento. Si no lo hacemos, algunos
entenderán que cuestionamos la legitimidad del infante Fernando y que damos apoyo
a Alfonso de la Cerda. Involucrarnos en la guerra sucesoria al lado de los de la Cerda
sería una traición y el final de nuestra empresa. El rey es Fernando. Aceptando la
oferta de la Reina regente, apoyamos a su hijo, el Rey.
El argumento, bastardo y mal intencionado, enfadó a Indalecio. Nadie allí
defendía las pretensiones de Alfonso; todos sabían que Portugal y Aragón le daban
respaldo más por debilitar a Castilla y sacar beneficio, que por creer en su
legitimidad. Ellos apoyaban a Fernando, hijo de Sancho IV y nieto de Alfonso X, el
Rey sabio, como legítimo rey de Castilla. No toleraría que nadie lo pusiera en duda.
Ulloa fue repartiendo los turnos de parlamento. González de Oseira, cercano a las
órdenes, defendió las posturas de Castro y Suárez. Otras manos se levantaron. La de
Bernardo de Quirós también. Se le concedió la palabra. Se aprestaron a escucharlo.
Amigo de los Lemos, apellido notable, su opinión pesaría mucho. Indalecio, se
inquietó; no había hablado con él y era partidario de ir a luchar.
—Un ejército es para combatir —empezó Bernardo—; y un ejército que no
combate es un ejército muerto, sin aliento. Puede vivir unos meses, unos años, pero,
finalmente, acaba languideciendo, sus músculos se debilitan y su cuerpo se para. Si
aquí hubiese peligro, yo sería partidario de quedarnos en nuestra tierra; pero no lo
hay. Si creemos que Portugal es aliado y el único riesgo viene de Castilla, al estar
combatiendo al lado de la Reina, el peligro quedará conjurado. Nuestro ejército está
entrenado: obtendremos victorias sonadas.
Indalecio comprendió que no haber hablado con él había sido un grave error.
Ahora tendría que mantener opinión contraria, desautorizarlo y, quizá, perder un
amigo tan importante para la causa. Una gran imprudencia que ya no tenía arreglo.
Su rostro se contrajo. Su vista fija en el suelo reflejaba su preocupación. Tenía
que intervenir en aquel momento. Alzó la cabeza para pedir la palabra y sus ojos se
encontraron con los de Raquel Murías. Cruzaron una rápida mirada que les bastó para
saber que pensaban lo mismo. Y, antes de que Indalecio pudiese alzar la mano,
Raquel saltó como un resorte, se puso en pie y, en voz alta, exclamó:
—Señor de Ulloa. Os urjo en la concesión de la palabra. ¡Ahora!
Todos la observaron con una cierta sorpresa. Ya había hablado su cuñado. No
debería tener ella posición distinta.
—Nos complace que la señora Murías tome la palabra —dijo Ulloa en tono
amable.

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—Un ejército es para cumplir los objetivos de sus señores —comenzó Raquel—,
combatiendo o no, según interese. Nosotros armamos un ejército para hacernos oír,
para que nuestros derechos fuesen reconocidos, para que nuestras voces se
escucharan. Y sin combatir contra nadie ya lo hemos conseguido. Ninguno de los que
hoy estamos aquí había recibido nunca ningún gesto del Rey. Hoy hemos recibido al
delegado regio. Don Indalecio, en nombre de todos, fue tratado como un igual por el
enviado real. Pero no lo hicieron porque nos quieran; el señor de Guzmán vino a este
castillo porque nos teme, porque no quiere tener adversarios poderosos en su reino. Y
hábilmente nos ha tendido una trampa. Enviar nuestro ejército a la lucha contra el
Islam parece una noble causa, y lo es; pero ¿es la nuestra?, ¿nuestros derechos tienen
que ver con el avance del cristianismo? Y cuando nuestro ejército esté en Algeciras,
¿vendría de nuevo el enviado real a Galicia?
Las Cortes la atendían en profundo silencio. Indalecio se dio cuenta de que el
argumento estaba calando en el auditorio.
—Pero la cuestión más importante —continuó Raquel—, radica en cuál será
nuestro poder cuando nuestro ejército se debilite en las tierras del sur; ¿qué pasará
cuando las bajas mermen nuestra fuerza? Cuando el ejército, con muchos de vosotros
al frente, abandone Gallaecia, seremos presa fácil y la escasa guardia del arzobispo
Rodrigo podría ser la autoridad en todo el territorio.
Había acertado. Todos asentían. Bernardo también.
—Yo pido que el señor de Avalle nos dé su opinión; en él hemos dejado la
dirección de la empresa y ha demostrado que era digno de esta confianza. Yo le pido
que se dirija ahora a las Cortes —concluyó.
Indalecio se puso en pie. Vio que aquel era el momento y que Raquel, en su
vehemente y magnífico discurso, había cambiado la dirección de la discusión.
—Nuestro objetivo y nuestra causa son nuestra tierra y nuestros derechos. Para
ello necesitamos unión y fuerza. Tenemos las dos cosas. Hemos reclamado a la Reina
el reconocimiento de nuestros derechos y la devolución de las tierras. No creo que
acceda; confía en el clero, que le es leal, y desconfía de nosotros. Si no accede a
nuestras peticiones cuando disponemos de un poderoso ejército en nuestra tierra, ¿por
qué va a acceder cuando ya no lo tengamos? El ejército aquí nos sirve a nosotros; en
Al-Andalus sirve a otros. Podríamos ganar recompensas, pero seríamos presa fácil
cuando volviésemos. Ganaríamos en Al-Andalus, pero perderíamos en Gallaecia. Las
órdenes se fortalecerían en nuestra ausencia y nos aniquilarían.
Se dio cuenta de que ya había ganado. Ahora había que asegurarlo.
—Debemos ser nosotros mismos —prosiguió—, mantendremos buena relación
con Portugal. Seremos leales al rey de Castilla, en la persona de Fernando y su madre
María de Molina, sin que nadie pueda ponerlo en duda. Rechazamos las pretensiones
de los de la Cerda, pero no acudiremos a la conquista de Algeciras. Reclamamos
nuestros derechos y no pararemos hasta conseguirlos.
No hacía falta nada más. Los asistentes se pusieron en pie. Coincidían en la causa.

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Ulloa cerró la sesión.
—Señor de Avalle, comunicad a la Reina nuestra decisión. Las Cortes Generales
de Gallaecia la instan a revertir nuestros derechos. Las Cortes se volverán a reunir
cuando el señor de Avalle lo disponga.
Al salir de la capilla, Bernardo abrazó a Indalecio. No hacían falta palabras. Los
dos sabían que habían acertado. Indalecio se dirigió a Raquel.
—Sois providencial. Vuestras palabras fueron magistrales en el momento más
importante. Debemos hablar con calma para conocer vuestras opiniones. Habéis
impresionado a las Cortes y, desde luego, también a mí.
—Dije lo que pensaba yo y lo que pensabais vos —respondió.
—Hablaremos —insistió él.
—Hablaremos —contestó ella.
Cuando estuvieron en el patio, ya mezclados con los demás, Enric se acercó a
Indalecio.
—Habéis acertado. El envío del ejército al sur supondría la pérdida de nuestra
fuerza. Seríais destruido en una interminable guerra que todavía verán vuestros
nietos.
—Sí, pero hemos corrido un riesgo innecesario —se lamentó Indalecio—. La
reunión pudo haber ido mal.
—Vuestro peso entre estos hombres es muy fuerte —lo tranquilizó Enric—.
Hubieran hecho lo que vos dijerais. Los nobles más influyentes guardaron silencio
esperando vuestras palabras. Pero creo que en adelante debéis hacerlos partícipes de
cualquier decisión que planeéis.
Lo mismo que le dijera Raquel, pensó Indalecio. Se acercaron a Cristina y a Inés,
que hablaban con el obispo Juan. Sus rostros reflejaban la buena conclusión de las
Cortes.
—Hemos triunfado —exclamó Cristina—. Tu ascendiente es cada vez mayor.
—Las cosas van bien —convino Inés—. Pero aún nos queda mucho por hacer.
¿Qué opináis vos? —preguntó al obispo.
—Esperaba la ocasión para hablaros —respondió dirigiéndose a Indalecio—. No
falto a ningún secreto de obediencia diciéndoos que, desde Compostella, se ha urgido
al clero a seguir con todos los medios disponibles vuestros movimientos. Las
instrucciones anteriores de seguimiento discreto han sido cambiadas por las que os
cuento. Sois un hombre peligroso.
—Nada que no supiéramos —contestó Indalecio.
—No es eso lo que más me preocupa. La semana pasada recibí la visita, sin
previo aviso, de Fermín, el secretario del arzobispo. Como sabéis es su brazo
derecho. Me ordenó movilizar a todo el clero contra vos, a sabiendas de la amistad
que me unía con vuestro abuelo y del afecto que os profeso. Me entregó una carta
pastoral para ser leída en todas las iglesias, tildándoos de loco aventurero. Quiere que
hable con Sarmiento, Valladares y otros nobles, para descalificaros.

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—Son gentes leales a la causa —afirmó Inés, mientras Indalecio permanecía en
silencio.
—Sí —continuó el obispo—, pero no despreciéis el poder del arzobispo de
Compostella. Puede ofrecer importantes prebendas y ahora tiene un ejército y
presume de aliados; parece que tenga más poder que nadie.
—Eso es cierto —tuvo que reconocer Indalecio.
—¿Por qué no hablamos con él? —propuso Cristina—. Es un buen hombre.
La miraron. Decía las cosas de aquella forma suave y acertaba. Al obispo le
pareció una magnífica idea. La asumió con rapidez:
—Yo os acompañaría —afirmó dirigiéndose a Indalecio—. Nada tenemos que
perder. Vuestra demanda de desamortización de bienes de la Iglesia ya es conocida;
no será nada nuevo para el arzobispo Rodrigo. Pensáoslo. Es una buena idea.
Tenía aspectos favorables, pero también riesgos. Se podía interpretar como una
traición o como debilidad.
—Debemos meditarla —dijo.
—Y consultarla con nuestros amigos —añadió Cristina.
—¿Qué opinas tú? —preguntó Indalecio a Inés.
—Si se plantea bien puede ser provechosa —contestó—. Podría incluso abrir una
brecha entre el clero y las órdenes si centramos nuestra reclamación solo en los
predios de las órdenes.
Indalecio entendió inmediatamente lo que su suegra le sugería. Otros invitados se
acercaron. Estaban contentos. Se felicitaban y se despedían. Ulloa se acercó a
Indalecio.
—Hijo —le aconsejó—, seguid adelante. Tenéis la razón, la palabra y los amigos.
Pero muchos que hoy son amigos mañana se volverán contra vos. Cuidad en quién
confiáis. Esta ha sido, seguramente, mi última reunión de las Cortes; mi edad no me
permitirá atender a más. Nunca antes había visto la seguridad y el ánimo de hoy.
Parto de aquí con la alegría y la certeza de que existimos.
Siguieron las despedidas. Los que tenían un largo camino se apresuraban. Se iban
satisfechos. Había valido la pena. Indalecio y Cristina les acompañaban a sus
carruajes. Los condes de Lemos y los Quirós también. Se había establecido una
jerarquía. Raquel Murías era saludada con respeto.
Se quedaron unos pocos, los cercanos. Indalecio se dirigió a Raquel.
—Hablaré ahora con Bernardo, y si os parece bien después del almuerzo podemos
charlar con calma —propuso.
—Como vos digáis. Tratad de enfriar el ardor guerrero de mi cuñado; será más
útil a la causa. Es un gran hombre; como estratega militar no tiene igual. Pero no es
un buen estratega político.
Lo acababa de definir en pocas palabras. Así era Bernardo. Indalecio se dirigió a
él.
—Bernardo, querría consultaros algunas cosas. Enric nos acompañará.

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Los tres se alejaron caminando bajo los castaños que sombreaban el camino de
entrada al castillo. Cristina los vio alejarse. Sintió que una sombra los cubría a los tres
y se alejaba con ellos. De nuevo aquel velo de tristeza cruzó sus ojos.
—Dios los ayudará —la animó Inés viendo la expresión de su hija—, su causa es
justa.
—Sí, pero tienen muchos enemigos —susurró Cristina—, cuanto más fuertes
seamos, más temo por él.
—No te preocupes —insistió Raquel—, también tiene amigos y aliados. Pero
ahora tendremos que estar en guardia. Tenemos que ser más precavidos. No podrán
con Indalecio en la batalla, pero lo intentarán con la mentira y el sabotaje. No os
preocupéis, que contra esto también podremos. La mentira se derrota con el tiempo y
el sabotaje con la guardia. Nuestra fuerza está en que tenemos las dos cosas —
concluyó cogiendo el brazo de Cristina.
Subieron a la habitación de Cristina. Cuando llegaron, el aya tenía al niño en
brazos. Raquel, bruscamente, exclamó:
—Voy a hablar con el capitán de la guardia, ¡esto no puede ser!
Cristina e Inés se sorprendieron. Se volvieron, pero ya Raquel recorría
apresuradamente el pasillo. Se asomaron a la ventana y la vieron dirigirse al capitán.
—¿Cuántos guardias custodian a doña Cristina y a su hijo? —inquirió en tono
seco.
—Ninguno —contestó el capitán desconcertado.
Los templarios y los oficiales que lo acompañaban a la mesa la miraban
atentamente.
—¿Y cómo garantizáis la integridad y la vida de los Avalle? —continuó Raquel
con visible enojo.
—A nadie se le ocurriría entrar aquí y hacer daño a la señora o a su hijo —
contestó el capitán mirando hacia los otros, que se habían puesto en pie.
Raquel lo miró fijamente; después a los demás.
—El señor de Avalle y su familia son ahora un símbolo en este país —le dijo
Raquel—, con amigos y aliados, pero también con enemigos mortales. Vos, capitán,
sois el garante de su seguridad y su vida. La primera misión de un capitán es velar
por la vida de su señor. Debéis tomar las medidas necesarias.
—Tenéis razón —intervino uno de los templarios—, debemos tomar precauciones
y mantener vigilancia.
El capitán asintió, mientras por su mente cruzaba una imagen.
—La guerra ya ha empezado —dijo pensando en voz alta—, y va a ser muy
distinta de las que se libran en campo abierto. Va a ser oscura, con traiciones y con
maquinaciones.
—Cuidad de que la guardia sea eficaz. Seguid ahora la conversación que yo he
interrumpido —se disculpó mientras volvía con Inés y Cristina.
Iba pensativa. Las palabras del capitán se repetían en su cabeza. «La guerra ya ha

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empezado», y ellos no se habían dado cuenta. A través de una ventana del pasillo, se
quedó observando el monte que rodeaba al castillo, más allá de los viñedos. Era un
campo hermoso; verde brillante. Pero ahora empezaba a estar rodeado por la guerra,
por las armas, por las cabalgaduras, por los soldados. Así eran el castillo de Entenza,
el de Sobroso, el de la Picaraña. Así era ahora Gallaecia. Una tierra que empezaba a
ser ella misma, pero también un centro de destrucción. Ellos querían construir y unir,
pero podrían acabar destruyendo y matando.
Entró en la habitación.
—He pedido que se establezca una guardia en torno a vos y vuestro —hijo
informó a Cristina en tono calmado—. No hay nada que temer, pero debemos evitar
que cualquier rufián os pueda molestar. ¿Cómo está el niño? —preguntó cambiando
de conversación.
Desde el patio, Indalecio saludó a las tres mujeres. Se dirigió a la puerta de la
casa mientras el capitán y los otros templarios se acercaban a Enric y Bernardo e
iniciaban una conversación en tono grave.
Indalecio entró en la habitación y se acercó a su hijo. Se sentó a su lado y con un
dedo levantó una de sus manitas.
—Qué guapo es. Se parece a su madre —dijo.
—Y será tan valiente y listo como su padre —bromeó Cristina acercándose a él y
poniendo una mano encima de su hombro—. No sé si además comerá tanto como él,
espero que no.
—A juzgar por lo delgado, no parece que don Indalecio coma mucho —comentó
Raquel.
—Deberíamos dejar los protocolos —le propuso Cristina.
—Nada me gustaría más —respondió Raquel—, los formalismos me desagradan
y, a veces, me confunden.
—Podríamos ir hasta la vega de Tui —sugirió de pronto Cristina— y devolver la
visita al obispo. Sería un viaje agradable.
—¿Y él? —preguntó Inés señalando a su nieto.
—Nos acompañará —contestó Cristina inmediatamente—. No me separaré de él
ni un instante. El viaje es corto y no le perjudicará. Irá en el carruaje grande. En Tui
pernoctaremos en el palacio episcopal; el niño será introducido en la catedral.
—Daré las instrucciones para el viaje —dijo Indalecio—. Raquel, ¿hablamos?
Se dirigieron a una mesa de piedra bajo unos robles en uno de los extremos de la
finca y se sentaron en silencio, mirándose a los ojos. Entre ellos había ya una
corriente de afecto; sabían que duraría; harían muchas cosas juntos.
—Te quiero renovar mi reconocimiento por tus palabras de hoy —le agradeció
Indalecio—; conseguiste alterar el rumbo de la decisión.
—Te equivocas. Solo dije en voz alta lo que todos pensaban —le corrigió Raquel
—. Si no lo hubiese dicho yo, lo habría hecho cualquier otro. Confían en ti. Todos
harán lo que digas.

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—Tenemos una estrategia militar en marcha; un ejército que llegará a ser
poderoso. Sabemos lo que queremos: una Gallaecia con poder y una nobleza con
orgullo. Pero eso significa enemigos poderosos: las órdenes, la Iglesia y quizá la
Reina. Yo esperaba que ella reconociese nuestra causa, pero, en lugar de vernos como
vasallos leales, nos tiende una trampa. Ahora estamos solos y necesitamos aliados.
—Creo que deberíamos esforzarnos en conseguir alianzas, como vos proponéis
—dijo Raquel—. Portugal es una continuación natural de Gallaecia y su Rey goza de
gran prestigio en todo el orbe cristiano. Su amistad nos proporcionaría una gran
seguridad. Pero también está Aragón. Tenemos que hacer que nuestra causa se
conozca en toda la península, para que Castilla no pueda actuar con libertad. En las
Cortes dijiste que apoyamos al rey Fernando. Estoy de acuerdo en que sea así, pero
hasta ahora no obtuvimos nada a cambio. Debemos hablar con el Rey Jaime de
Aragón y con los infantes de la Cerda. Cuando la Reina sepa de nuestros
movimientos, se inclinará más a atendernos. Lealtad a cambio de reconocimiento y
de tierras. Los equilibrios políticos nos deben ayudar. Tú lo dijiste en la cena ayer.
Indalecio la escuchaba con atención. Ellos defendían la causa de Gallaecia, con la
convicción de que era justa y, por ello, cumplía hacerla pesar en aquel escenario.
Siguieron hablando mucho rato; de qué país querían construir, de cómo se podía
llevar a cabo aquel ambicioso proyecto, de sus amigos, de sus enemigos… y de ellos.
Se contaron cosas de ellos mismos.
Empezó a oscurecer. Las voces desde el castillo los llamaban. Era la hora de
cenar. Se levantaron sabiendo que, para ganar o para perder, ya siempre compartirían
aquella causa. Cuando entraron en el castillo de Entenza, la oscuridad ya cubría las
tierras del Miño.

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7
ROMA, PARÍS Y ESTRASBURGO

A
l verla no pudo evitar compararla con la de Compostella. Era hermosa,
imponente, pero le faltaba la solemnidad que presidía la catedral
compostelana. Le recordó la de Notre Dame y la situó al lado de la de San
Pedro en Roma. No desmerecía en nada a todo lo que de ella le habían contado.
Estrasburgo era una ciudad de ensueño. Parecía salida de la imaginación; en sus
calles, tenía la sensación de encontrarse en medio de la ficción. El río, cercado por
aquellas casas blancas y negras, se bifurcaba en dos brazos para dominar mejor la
ciudad. El olor a humedad limpia le fue familiar. Era el de sus tierras de Fonte Sacra
y del río Miño, allá en Gallaecia.
Raquel Murías se quedó inmóvil ante aquella imponente catedral, obra de los
hombres para acercarse a Dios, en la mítica Estrasburgo, mientras su recuerdo volaba
a dos años antes, cientos de leguas al sur. Muchas cosas habían sucedido desde
aquellos días en que conociera a Indalecio de Avalle, allá en las tierras del Miño. Su
vida había cambiado de tal forma, que verse allí, delante de aquella catedral, le
parecía un sueño. Pero no había sido cosa de magia sino su fe en aquella causa.
Desde entonces le había dedicado su vida. No se arrepentía. Dos años en medio del
vértigo de los acontecimientos, que iban más de prisa que ella.
Casi no recordaba cómo había empezado todo. Una mañana veraniega en Tui,
aquella ciudad fortificada limítrofe con el Portugal del rey Dinís, Indalecio y Cristina
llevaron a su hijo a ser introducido en la catedral. Ella, los Quirós y los Lemos,
además de Enric, los acompañaban en aquella ceremonia ritual. En aquella pequeña
catedral almenada, casi una fortaleza, ante el altar mayor y con el obispo de testigo,
unieron sus destinos en torno a aquella causa. Ninguno dijo nada, pero todos sabían
que en ella les iba la hacienda, el honor y aun la vida.
—Dentro de cuatro días nos reuniremos con el Rey de Portugal. Enric, que llevó a
cabo las gestiones, nos lo puede contar mejor —dijo Indalecio cuando, saliendo de la
catedral, cruzaban su pórtico, copia del del maestro Mateo.
Se dirigieron al Palacio Episcopal y ya en el salón de cónclave, tras haber enviado
al niño con las ayas, Enric habló de la entrevista.
—A través del Maestre Templario de Portugal, Frey Vasco Fernándes, con el que
me une una antigua amistad, le transmití al rey de Portugal el encargo de don
Indalecio. La respuesta fue de comprensión y de apoyo. El Rey mostró un interés
especial en recibir a don Indalecio y tuvo la deferencia, que ya conocéis, de proponer
que la reunión se celebrase en las tierras del norte de Portugal. Será el próximo
domingo del Señor en la fortaleza de Vilanova da Cerveira.
—A orillas del Miño —exclamó Raquel—, el río será el mejor testigo que podáis
tener.

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—Que podamos —corrigió Indalecio—. A la audiencia iremos todos.
—Nada me agradaría tanto como estar en esa reunión, pero no veo mi papel en
ella —dijo Raquel.
—Pronto lo verás —le contestó Cristina con una sonrisa cariñosa.
—Sí —continuó Indalecio—, estos días he estado meditando sobre cuál tiene que
ser nuestra estrategia. Necesitamos tener a Portugal como aliado, y creo que lo vamos
a conseguir, pero no es suficiente. Necesitamos la protección de Jaime II de Aragón y
el apoyo del Vaticano. Esto disuadiría a los castellanos de cualquier acción armada.
—¿Y si el monarca aragonés nos pide el reconocimiento de los infantes de la
Cerda a cambio de su protección? —preguntó Bernardo.
—No lo daremos —respondió Indalecio—. Por eso tenemos que unir nuestra
causa a la de la libertad del Camino de Santiago. Somos la nobleza de Gallaecia,
donde descansa el Apóstol y pedimos y ofrecemos amistad a un rey de la Cristiandad.
Y con la amistad, protección. —El conde de Lemos asintió—. Al Papa Bonifacio VIII
tenemos que mostrarle sumisión espiritual, al tiempo que nuestro reconocimiento.
Nuestra causa está a su lado, pero nuestro pueblo reclama sus derechos. No luchamos
contra el Vaticano, ni contra nuestro Papa; queremos la paz con la Iglesia y con el
arzobispo de Compostella. Bonifacio quiere tener aliados en todos los reinos.
Nosotros, si la actitud del arzobispo de Compostella cambiase, lo seríamos.
El rostro del conde se ensombreció. Su herida aún estaba abierta.
—Ya habrá tiempo de cobrar la deuda del arzobispo —dijo Inés, al ver la
expresión de su marido—. La causa es primero.
—Os agradecemos el sacrificio —reconoció Indalecio—. Tenemos que hablar lo
antes posible con el arzobispo Rodrigo, para intentar frenar su hostilidad. También
sería conveniente calmar la ira del obispo de Mondoñedo; estoy dispuesto —añadió
dirigiéndose al conde—, a disculparme ante él. Ahora somos fuertes y podemos ser
generosos. Debemos procurar, además, que los escépticos se incorporen a las Cortes.
El plan era impecable; no se le podía objetar nada, pero se sintieron un poco
agobiados.
—Ardua tarea —dijo Inés—. ¿Cómo la vamos a llevar a cabo?
—Acompañado del obispo Juan, acudiré a Compostella para hablar con el
arzobispo. Más adelante visitaré a los demás prelados de Gallaecia. Bernardo se
pondrá al frente del ejército como general con plenos poderes. El conde e Inés
deberán frecuentar la nobleza gallega haciéndolos partícipes de nuestros
movimientos. Raquel se encargará de la parte más difícil: será nuestra emisaria en las
tierras de Europa. Viajarás al Vaticano y a Aragón, y explicarás nuestra causa al Papa
y al rey Jaime.
Raquel aún recordaba su sorpresa y la de Bernardo. Ambos iban a decir algo, pero
Indalecio no les dio tiempo.
—Enric te proporcionara los nombres de las personas que debes conocer en cada
lugar y la información necesaria. Durante algún tiempo —continuó dirigiéndose a los

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Quirós—, tendréis que trasladar vuestra residencia a estas tierras cálidas del Miño.
Ahora lo primero es el encuentro con el Rey de Portugal. Nos dará muchas claves y
espero que seguridad.
Raquel comprendió que tenía que ser de aquella forma, aunque no estaba segura
de poder cumplir su cometido. Al fin y al cabo, ¿quién era ella en medio de aquel
vasto territorio?
Enric había adivinado su pensamiento.
—Seréis bien recibida en todas partes y veréis como vuestra causa, la de la
Gallaecia de Compostella, será del máximo interés para los personajes más poderosos
del orbe. Sois Compostella y el Fin del Mundo, donde se pone el sol.
Habían hablado de todo aquello durante los días previos al encuentro con don
Dinís, mientras paseaban por las riberas del río Miño que separaba Tui de Valença.
Raquel los recordaba con una sensación en su espíritu que no podía describir. Eran
todo sentimientos.
El encuentro con el Rey don Dinís hizo mella en ellos. Cuando se encontraron
ante él, en aquella fortaleza de Vilanova da Cerveira que parecía cabalgar sobre el río
Miño, supieron que estaban ante un hombre excepcional. De apariencia distinta,
cercano, humano, ya en sus primeras palabras había mostrado su talante.
—Don Indalecio de Avalle —había dicho abrazándolo y sin darles tiempo a nada
—, nieto de don Indalecio, envuelto en el tiempo, sed bienvenido a las tierras de
Portugal que, con los brazos abiertos de los amigos, con la poesía de los elegidos y
con la música de los juglares, reciben a los que defienden causas de paz y libertad.
Sois de este y de otro tiempo.
»Vuestra causa es noble. Estáis obligado a llevarla a cabo. Triunfará con vos a la
vuelta del tiempo. Ahora no. Ni siquiera conocéis el alcance de lo que se está
poniendo en marcha; nadie lo conoce exactamente, pero moverá el mundo. Unos
actúan por la Idea, otros por las riquezas y otros por el honor. Pero por encima de
todo, están en marcha fuerzas y poderes que nadie controla.
A Indalecio le había recordado a su abuelo. Era como si lo estuviese oyendo. Don
Dinís continuó:
—Nuestros pueblos aún no están preparados. Sienten la poesía y el arte, pero no
piensan en ellos. Yo sé que mi esfuerzo por un Portugal más igualitario, más elevado,
más atento al espíritu, fracasará. Tras de mí vendrán otros que nos harán retroceder,
que preferirán el enfrentamiento, la guerra y el terror a la concordia, la cultura y el
arte. Estos hacen a todos más iguales, mientras que aquellos ensalzan la desigualdad.
De la desigualdad surgen los privilegios y los que los disfruten harán de ellos su ley
de vida. Pero yo sé que, aun así, vale la pena. Lo que hagamos ahora quedará como
un emblema que otros tratarán de recuperar. Eso pasará con vuestro empeño: vuestra
gesta, vencedora o derrotada, permanecerá para que otros la puedan recordar y
rememorar. Su triunfo será la Compostella de la Cristiandad.
Ninguno había hecho el más mínimo ademán de interrumpirlo. Seguían de pie,

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mientras don Dinís hablaba, atraídos por su voz. A Cristina le pareció la voz de un
juglar. Sonora y melodiosa.
—La dulzura está en vos —le dijo don Dinís adivinando sus pensamientos—.
Tomad asiento —invitó a todos, rompiendo, quizás adrede, el hechizo de aquel
recibimiento.
Los saludó y se paró delante de Enric.
—De nuevo ante vos —lo saludó Enric.
—Me agrada estar de nuevo ante un hombre al que Occidente debe tanto. El que
ha de venir reconocerá vuestra obra.
Enric palideció, pero solo Inés lo notó.
Indalecio habló del proyecto de Gallaecia y pidió el apoyo de Portugal. Don Dinís
los trató como aliados de siempre. Les advirtió que no deberían tener demasiado
temor a ejércitos extranjeros: Portugal era amigo y Castilla no detendría su pelea
contra el infiel para guerrear en Gallaecia, la tumba del Santo Apóstol.
—Vuestro ejército no servirá para combatir, será para que os escuchen. Creo que
todo va a ser una gran batalla política. En la Cristiandad habrá grandes cambios y
Compostella contará mucho.
Les dio nombres de personas del Vaticano y de Francia, pero hizo mucho hincapié
en que hablasen con los Constanza, unas gentes de Extremadura afincadas en
Estrasburgo; Blanca se llamaba ella. Eran gentes bien consideradas. «Os serán de
gran ayuda», dijo. También insistió en que Indalecio no dejara de atender
personalmente al señor de Clermont, recientemente llegado a Compostella.
El encuentro se prolongó durante todo el día. Don Dinís era un personaje único.
Habló de Occidente, de las guerras contra el infiel, de la poesía, de la fe cristiana. Los
cautivó. Casi no hablaron. Él lo decía todo.
—Durante un tiempo pensé que Gallaecia y Portugal tenían que ser el mismo
país. La naturaleza nos hizo iguales, ¿qué diferencia las dos orillas de un río? Pero
pronto comprendí que eso solo se conseguiría cuando Compostella, Roma y
Estrasburgo también fuesen el mismo país. Estamos separados por un río fácil de
cruzar, pero que durante siglos nos separará tanto como la distancia que hay entre
Compostella y Estrasburgo. La naturaleza nos hizo cercanos, pero nosotros nos
alejamos millones de brazas.
Tenían que partir. Ya en pie, don Dinís se dirigió de nuevo a Indalecio.
—Conocí a vuestro abuelo. Él sabía lo que era el tiempo. De él lo aprendí. Vos
estáis en medio de poderes que desconocéis; seguid vuestro instinto. Las fuerzas del
relámpago y de las tempestades se quedan pequeñas al lado de las que vos veréis. El
centro es Compostella. Cada uno nace para algo. Vos nacisteis para seguir en el
tiempo y completar la obra. Os deseo suerte. Será la de todos.
Les pareció que habían oído una profecía. Raquel recordaba que durante un
instante se había sentido presa de ella. Sabían que su tarea era ardua y que quizá no la
completasen ellos.

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Se dirigió, finalmente, a Enric. Le apretó la mano.
—Nos veremos. El que ha de venir os aguarda.
Enric sintió de nuevo aquella sensación, ya olvidada, de cuando llegó a Gallaecia,
en el río Sil y en el castillo de Lemos. Desasosiego, inseguridad…, la magia y el
hechizo de aquella tierra. Miró a Inés. Ella sonrió. Se sintió de nuevo tranquilo.

Raquel sintió el frío en los huesos. Aquella humedad de Estrasburgo acabó calándola.
Se estremeció del frío pero también por los recuerdos. Carruajes, caminos, noches en
posadas, ciudades, encuentros con nobles y clérigos, con gentes de influencia…
Estaba cansada. Muy cansada. Aragón, Roma, el Vaticano, París… Un orbe
occidental inmenso e intrincado. Todo había sido más difícil de lo previsto; quizás
estéril, no lo sabía. Había partido con la ilusión de su gran proyecto. Compostella,
cumbre del cristianismo, era respetada. Pero las intrigas y los intereses de aquella
Europa temblorosa e insegura lo enturbiaron todo. Habían transcurrido más de dos
años. Se acordaba del día que había partido del castillo de Entenza. La acompañaban
sus damas de compañía, que ya habían hecho otros viajes con ella y que, con
frecuencia, en estos dos años, le habían recordado aquel encuentro con el señor de
Avalle en la posada de las tierras del Miño, además de una escolta al mando de
Joseph, el templario elegido por Enric.
Bernardo, Enric e Indalecio la acompañaron hasta las tierras de Taboeja. Allí se
despidieron. Indalecio la había abrazado con fuerza y con cariño.
—Te pedimos más de lo que una persona puede soportar. Volverás y nos
encontraremos allí, donde la primera vez. Celebraremos tu éxito y el nuestro. Cuídate
mucho —le había dicho en voz baja.
—Volveré y nos encontraremos aquí mismo. —Fue todo lo que había acertado a
decir. Aquel recuerdo la había acompañado durante aquellos dos años y aún ahora
seguía con ella.
El paisaje fue cambiando. Ya no eran las verdes montañas suaves de Gallaecia,
sino los montes escarpados y ocres de León. Entraron en el Camino de Santiago a la
altura de Cebreiro. Siguieron por rutas frecuentadas por miles de peregrinos y
caminantes. Iglesias con el eco de Gallaecia, a la sombra de Santiago, cubrían un
territorio inacabable. Iglesias construidas sobre la fe del Apóstol, donde, bajo la Vía
Láctea que el Señor había dibujado en el cielo para señalar la ruta de Compostella,
gentes de todas las lenguas se encontraban, se hablaban y se entendían. Vivió cerca
de gentes que, ajenas a los juegos de poder y de intereses, se sentían cercanos unos a
otros, porque peregrinaban a Compostella. Daba igual que procediesen de Germania,
de Inglaterra, de Francia o de Aragón; eran caminantes peregrinos que se tornaban
iguales en la senda. Raquel vio que los unía un espíritu colectivo, que iba más allá de
la fe. Se ayudaban, eran hospitalarios; todos compartían el Camino. Aquellas almas
tenían algo en común que no se podía explicar, pero que se sentía; eran gentes con los

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mismos sentimientos compartidos. La fe, la concordia, el esfuerzo y el entendimiento
eran el empedrado del Camino de Santiago, que recorrían hombres libres.
Raquel recordaba cuando sintió esta sensación allá en Santo Domingo de la
Calzada, al ver que un peregrino de votos y un señor que viajaba en un carruaje
compartían mesa y comida en la posada, aunque había otros sitios vacíos.
Aun a cientos de leguas de distancia, todo aquello era Compostella. Le habría
gustado contárselo a Indalecio, pero él, como Compostella, estaba lejos.
Los recuerdos del paso por Aragón eran algo difusos. Todo fue tan rápido y
favorable que no había dejado más huella que la sensación de buena acogida; en
aquellos días había pensado que, después de todo, quizá su embajada no fuese tan
difícil. Nada mas alejado de la realidad. En Huesca había sido recibida por el conde
de Luna, que sabía de la situación en Gallaecia. Había oído del de Avalle, un noble
que encabezaba un movimiento de fueros de la nobleza gallega y a quién la Reina de
Castilla y la Iglesia veían con recelo.
Raquel le había hablado de su causa y de la salvaguarda de Compostella. El conde
había sido muy claro.
—Nuestras simpatías y las del rey Jaime II de Aragón están con vos. Os
apoyamos. María de Molina y su hijo Fernando están usurpando el trono que
corresponde a don Alfonso, nieto del gran rey Alfonso X e hijo de su primogénito. El
desgraciado fallecimiento de este en la campaña de Al-Andalus privó a don Alfonso,
entonces menor de edad, del trono, que fue ocupado por su tío Sancho IV. Ahora que
Sancho ha fallecido debemos restaurar el linaje real de Castilla, entronizando a
Alfonso y no a Fernando, el hijo de Sancho. ¿A quién apoyan los nobles gallegos
como rey de Castilla?
Raquel esperaba aquella pregunta.
—Al que respete nuestros fueros y a nuestro pueblo. Fernando y Alfonso son
nietos de Alfonso X, el Rey sabio; ambos son de la misma estirpe. Apoyaremos al que
nos respete.
El conde de Luna había asentido. Él también esperaba aquella respuesta.
Todo había sido tan rápido que Raquel tuvo la sensación de que nada de lo que les
había contado era nuevo para los aragoneses. A Raquel no le pasó desapercibido que
el conde vestía de blanco y rojo. Aragón era reino donde los templarios ejercían una
gran influencia. Envió una misiva a Indalecio. Eran amigos. Aquello tendría una gran
importancia.

La audiencia con el Papa Bonifacio VIII nunca tuvo lugar. Fue imposible. El Papa de
Roma no recibía a una enviada de un noble levantisco de las tierras de Compostella.
Pero su petición, y lo que tras ella había, era de un gran interés para el Vaticano.
Bonifacio encargó al cardenal Tussi que recibiera en audiencia a la embajadora del
señor de Avalle.

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Raquel recordaba aquella cita con especial desagrado. Acababa de llegar a Roma;
era una ciudad abandonada, semiderruida y sucia. En medio de aquellas ruinas se
elevaban las torres de las familias nobles, que demostraban así su poder. Gruesas
cadenas separaban unos barrios de otros «para evitar las incursiones de familias
enemigas», le había explicado Roncaglia. Era su anfitrión en Roma, un amigo de
Enric. Las peleas se producían entre familias que arrastraban odios ancestrales y los
viajeros nada tenían que temer, la había tranquilizado, aunque ella no sentía ningún
temor.
Aquella no era la Roma que Raquel esperaba. Pensaba en Compostella; Roma
tendría que ser aún más brillante y excelsa. Sin embargo, se encontró con la
decadencia y el atraso de mil años de destrucción y desidia. El Imperio Romano era
solo un vestigio. La noche la hacía aún más tenebrosa. Dos días pasó recorriéndola.
Le pareció una ciudad acosada. No era el centro del mundo, más bien parecía
separada de él. No entendía cómo aquella ciudad, en la que había nacido la mas
grande civilización de la historia, había sido conducida a aquel estado. Era la
consecuencia de la barbarie y del odio. De los grandes monumentos romanos, apenas
si quedaban algunas piedras. Allí estaban, enterrados por la ignorancia y la guerra.
Uno de los barrios le llamó la atención, el de «los Colonna, cercanos a los
Hauhenstaufen y ahora al rey de Francia y a De Goth». Estaba más cuidado y tenía
sus edificios en buen estado; se veía que tenían buena posición; «sí, especialmente
buena», le habían dicho. «Aquel es el palacio del cardenal De Goth y aquellos los
cuarteles de sus tropas».
También supo de los Orsini, familia noble prorromana, que apoyaba a
Bonifacio VIII. Escuchó con perplejidad la narración que su anfitrión le hizo de las
exequias del anterior Papa, Pietro el Ermitaño. Su asesino, Bonifacio, no era querido
en Roma; había reclutado un ejército, pero carecía de autoridad moral. La muerte de
Pietro lo acompañaría siempre. Incluso se decía que lo había torturado.
Eso lo hacía más temible; si había sido capaz de asesinar a Pietro, qué no haría.
Su ejército era su único aval. La bula que estaba a punto de publicar, proclamando la
hegemonía vaticana, y su ejército, amenazaban incluso a la familias romanas que lo
habían apoyado. Ellos, que esperaban ventajas y favores, veían ahora como su poder
era recortado y aun amenazado de desaparición.
Raquel comprendió que tenía que mantenerse al margen de aquellas disputas.
Gallaecia estaba a mil leguas. Quería la protección del Papa, y eso era lo que le
solicitaría al cardenal Tussi. Camino de la audiencia, admiró el Vaticano. Era
diferente de Roma, un símbolo, y tenía fuerza. Recintos en piedra, que no eran más
que repeticiones de Pedro. Las escalinatas, la torre, el patio, las columnas… Todo le
recordaba aquel cristianismo de piedra, de dolor, de martirio, de sufrimiento y de
esperanza. Las fuentes de la plaza porticada le parecieron las fuentes de la fe.
Recorrió aquellos pasillos y salas donde se guardaba tanto arte de Occidente. Quería
pararse y llenarse de aquello. Del arte, de la obra del hombre, de la obra de Dios, pero

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el cardenal Tussi la esperaba y el familiar que la conducía, caminando apresurado, no
parecía dispuesto a ceder en su paso diligente.
Aguardó un largo rato en la antesala del despacho del cardenal. Al fin la puerta se
abrió. El mismo familiar que la había acompañado, la invitó a pasar: «El cardenal
Tussi os aguarda». Entró en un gran despacho. Le señalaron una silla alejada de la
mesa que ocupaba el cardenal. Dos prelados de pie lo asistían.
—Doña Raquel Murías, nos es grato recibir a la enviada del señor de Avalle, de
las tierras de Gallaecia, de Compostella. El obispo Juan de Tui nos ha escrito de vos
—dijo el cardenal mirando fijamente a Raquel. Era ciertamente tan bella como le
habían dicho. Podrían tratar de algo más que de los asuntos de Compostella.
Raquel, que se sintió observada, no perdió el aplomo. Ya le había sucedido otras
veces, aunque nunca con un altísimo prelado de la Iglesia. La mirada del cardenal le
produjo una enorme repugnancia. La superó y habló de la situación en Gallaecia, de
la defensa de Compostella y del Camino y de la querella con las órdenes, que no era
contra el arzobispo y menos contra el Papa de Roma.
—Deseamos —concluyó— ponernos a las órdenes espirituales del Papa
Bonifacio y aun a sus órdenes de ejercicio terrenal, siempre que no perjudiquen a
nuestra Reina y a nuestra tierra. Queremos vuestra tutela y seremos fieles servidores
del Papa de Cristo.
Nada podía agradar más al cardenal. Aquello era lo que el Papa querría oír.
Nobles de una tierra tan importante como Compostella, disgustados con su Reina,
llamaban a las puertas del Vaticano. Obligaría a la Reina de Castilla a ser sumisa al
Papa y le dificultaría cualquier alianza con Felipe de Francia. Tenía que alentarlos.
—Hablaré con Su Santidad, pero la causa que me exponéis es justa. Servicio a la
Cristiandad y al Apóstol. Nada nos es tan querido como el apogeo y el brillo de
vuestra ciudad. El Papa quiere que Compostella esté al lado de Roma. Estoy seguro
que el arzobispo Rodrigo no habrá entendido bien vuestra causa. Le escribiremos
para recomendarle la amistad con el señor de Avalle. Será preciso estudiar el papel de
las órdenes en Gallaecia, aunque, sin duda, comprenderéis que su autonomía en las
cuestiones terrenales es plena. Hablaré con el Papa y pronto os haré saber su decisión.
Será una nueva ocasión para disfrutar de vuestra presencia.
Raquel se retiró; su expresión delataba su alegría. Mientras salía, el cardenal
susurró unas palabras al oído del familiar. Cuando atravesaban las salas de arte del
Vaticano, Raquel, desbordada por la satisfacción, las disfrutaba aún más. No resistió
la tentación de pararse delante de un cuadro de la Roma Imperial. Aquella era la
Roma que ella esperaba, la que su maestro, Frey Conrado de Monteforte de la
Coelleira, le había descrito como el centro del mundo.
—Señora Murías —le dijo el familiar que la guiaba hacia la salida—, el cardenal
Tussi, príncipe de la Iglesia, estará encantado de recibiros esta noche en sus
aposentos…
No le dio tiempo a concluir. Saltó con una furia incontenible:

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—¡Cómo se atreve el cardenal! ¡Con qué derecho atenta contra mi honra! Decidle
que me inspira asco y repulsión. Solo lo volveré a ver en su despacho para hablar de
nuestros asuntos de política, y acudiré acompañada.
El hombre palideció. Aquello no era lo que esperaba. No dijo palabra. Apuró aún
más el paso, pero ahora era Raquel la que, indignada y furiosa, quería salir de allí lo
antes posible. Se acordó de Indalecio; deseaba que en aquel momento estuviese a su
lado.
Siguió el consejo de Roncaglia y empleó los días de espera en conocer a otras
gentes. Los Orsini y los Colonna. Las dos familias más poderosas de Roma.
—Cualquiera que sea el Papa, unos y otros tendrán gran poder en el Vaticano.
Sería conveniente que conociesen vuestra causa y os diesen apoyo —había
argumentado Roncaglia.
Tenía razón. En el trato con ellos Raquel había aprendido mucho sobre la política
y sobre el carácter romano. Las cosas eran allí diferentes. Aquello era Roma.
Ofrecieron una cena en honor de los Orsini, que no prestaron demasiada atención
a la historia que Raquel les relataba; pudo darse cuenta de que consideraban que nada
fuera de Roma y el Vaticano tenía interés, a lo sumo París, porque allí estaba
Felipe IV, el Rey protector del cardenal De Goth. Pero nada más. Lo importante era el
poder del Papa y el que ellos detentaban como sus aliados.
—He ido a ver al cardenal Tussi —concluyó Raquel.
La indiferencia se transformó súbitamente en atención.
—¿De qué habéis hablado?
—De la protección del Papa a nuestra causa —soltó Raquel a bocajarro—. La
conseguí. Estamos bajo su protección.
No sabía por qué había dicho aquello. Se sentía humillada por la indiferencia de
aquella gente.
—¿Le habéis ofrecido obediencia, aun por encima de la Reina de Castilla? —
preguntó artificialmente afectado el conde Orsini—. Se podría entender como
insurrección y deslealtad.
Aquello ya era otra cosa. Ahora Raquel sabía que era importante.
—Sí, pero lo primero es nuestra gente y nuestra tierra —contestó.
—Veo que apoyáis la bula Unam Sanctam, que prima el poder del Papa sobre el
de las naciones —dedujo Orsini—. No creo que esto sea conveniente para vuestra
causa.
—¿Por qué lo decís?
—Porque os enfrentará con los nobles. Los Orsini fuimos el principal apoyo de
Agnani para ganar la partida a De Goth, pero ahora creemos que se va a equivocar. Si
publica esa bula, no lo respaldaremos, y sin los Orsini Agnani no es nada. Si es
preciso nos enfrentaremos a él —concluyó el conde con expresión grave.
—Nosotros, desde Compostella, queremos lo mejor para Roma y para sus gentes.
La conversación había durado hasta la madrugada. Al despedirse, Orsini sabía

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que en Compostella estaba surgiendo algo nuevo que reclamaba atención. Podían ser
amigos o enemigos, porque actuaban atendiendo a sus intereses. Mejor tenerlos de
amigos; si el enfrentamiento con el Vaticano llegase a situación límite, convenía tener
a Compostella al lado, sobre todo ahora que tenían voz propia. Siempre había estado
muda; si hablase, Occidente la escucharía.
—Apreciamos vuestra causa —se había despedido Orsini de Raquel—. Es justa.
Sabed que nuestro ánimo estará a vuestro lado; y nuestro ánimo impregna toda la
Cristiandad.
Raquel los despreciaba. Todo era un juego de intereses. Pero ya sabía cuál era el
punto vulnerable de aquella gente: un Papa muy fuerte significaba familias romanas
muy débiles.
La cena con los Colonna fue muy diferente. No disimulaban su odio a Bonifacio,
que se hizo patente desde el principio: el asesino de un Papa no podía ser Papa.
Debería abdicar. Pero, en lugar de hacerlo, carente de autoridad moral, se fortificaba
en el Vaticano.
—La Iglesia de Pedro es ahora un fortín donde la chusma de la tropa se
emborracha y fornica. Estos tiempos no pueden durar.
Raquel había hablado entonces de la situación en Compostella, de sus demandas a
la Iglesia, encabezada por el arzobispo de Compostella, leal a Bonifacio.
El conde había demandado detalles de todo. Se había interesado especialmente
por la procedencia de los templarios y por el encuentro con el Rey de Portugal. Era
evidente que no creía todo lo que estaba oyendo, pero lo seguía con gran interés.
—¿Estaría el señor de Avalle dispuesto a reunirse en París con el Rey de Francia?
—preguntó súbitamente cuando Raquel hubo concluido.
—Con conocimiento de la Reina, sí —había contestado inmediatamente Raquel.
—¿Qué diría Compostella si la mayor parte de la Cristiandad reclamase la
abdicación de Bonifacio?
—Nosotros pediríamos las pruebas de que es responsable de la muerte de Pietro
—respondió Raquel.
—Las campanas de Compostella se oyen en toda Europa. Vuestra voz será de
gran valor.
El juego del poder había entrado en una carrera desbocada. Roma estaba lanzada
a una batalla cruenta en la que los adversarios estaban dispuestos a todo. Tras las
formas suaves, se adivinaban los odios sanguinarios. Y todos empezaban a ver que
Compostella importaba porque ahora tenía voz propia.
—Creo que os sería de interés tener un encuentro con el cardenal Touraine —
sugirió Colonna cuando ya se despedían—. Es persona con criterio que goza de
influencia en Roma y en Francia. Si lo consideráis conveniente, yo mismo hablaré
con él. Nos une una gran amistad.
—Si vos mediaseis para que esa entrevista se celebrase, os lo agradeceríamos —
terció Roncaglia.

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Así había sido. Unos días después, al tiempo que se fijaba una fecha para la
entrevista con Touraine, fue llamada desde el Vaticano.
Raquel acudió al despacho de Tussi acompañada de Joseph. El trato fue exquisito.
Tendrían todo el apoyo de Roma, el beneplácito de la Iglesia y las bendiciones del
Papa. Enviarían emisarios al arzobispo de Compostella.
—Queremos, además, que transmitáis al señor de Avalle que es deseo del Papa
Bonifacio estar informado del progreso de vuestra causa. Lo que estáis haciendo al
acogeros al Papa es lo que dictaminará la bula Unam Sanctam, el predominio del
poder de la Iglesia por encima de los reyes.
Aquella sentencia le sonó a Raquel a música. No estaba de acuerdo con la
interpretación que Tussi daba a su causa, pero lo importante era el apoyo.
Quiso volver caminando. Salió de allí con una sensación que ya había
experimentado antes: Roma y el Vaticano eran como una noria. El Papa era el eje y
los demás, los cangilones. Tussi, Orsini, Colonna, Roncaglia, Touraine… eran parte
de aquella comedia gigantesca que movía el mundo. Indalecio y ella también estaban
en la noria y se movían; eran parte de aquello que le producía tanto desprecio. Una
Roma sin valores del espíritu, sin fe, sin creencias, donde lo importante era el poder.
Solo con el poder se sobrevivía. Aquel mundo no le gustaba, pero necesitaban de él.
Creía que estaba obrando bien, pero, ahora, tenía dudas. Si Indalecio estuviese allí,
juntos las resolverían.

El cardenal Touraine resultó ser completamente diferente a todos los que había
tratado en Roma. Se mostró afable, la saludó con cordialidad y, tras saber que ya
llevaba muchos meses viajando para interceder por su causa, la había interrumpido
preguntándole.
—¿Echáis de menos vuestra tierra y vuestra gente?, ¿tenéis ganas de regresar?
Nadie desde que había salido de Gallaecia se había dirigido a ella de aquel modo.
Respondió la verdad.
—Sí, mi añoranza es inmensa. Pero aún debo ir a varios lugares antes de volver;
mi viaje está lejos de haber concluido.
—Yo dejé París, mi ciudad, hace muchos años. Amo Roma, pero aún me
despierto cada mañana oliendo la humedad del río Sena. La nostalgia que confesáis
aún da más valor a lo que estáis haciendo. El conde de Colonna me narró vuestro
encuentro, pero preferiría escucharos directamente a vos.
No la había interrumpido en toda la narración. La escuchaba atentamente. Raquel
notó que le interesaba de verdad. Touraine vio delante de él a una mujer valiente e
inteligente que creía en lo que estaba haciendo. Solo por eso merecía apoyo. Sintió
simpatía por ella y por su gente, defendían la causa de su tierra. Quizá no tuviesen
toda la razón, pero se movían por sus convicciones. Ya sabía que Tussi le había
prometido apoyo, pero en el Vaticano una palabra se corrige con la siguiente. Lo

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relevante sería la forma en que el Vaticano materializase aquella promesa de apoyo.
Sería preciso conocer las instrucciones que realmente transmitían al arzobispo de
Compostella. Podrían decirle que apoyase al señor de Avalle o exactamente lo
contrario. Le habría gustado prevenirla, pero pensó que ella lo atribuiría al
enfrentamiento que mantenían con el Vaticano.
—Roma es un pueblo pequeño. Todo se habla y todo se comenta. ¿Creéis que los
Orsini se enfrentarán con el Papa por la Unam Sanctam?
Raquel mostró su sorpresa.
—¿Conocéis nuestra reunión de hace unos días? —respondió preguntando.
—Con todo detalle. Pero me interesa más vuestra opinión.
—Creo firmemente en la determinación del conde Orsini de mantener su poder,
incluso enfrentándose al Papa si fuese preciso —respondió Raquel—. Y si me
excusáis no quiero seguir hablando de mis entrevistas en Roma.
—No es mi intención sonsacaros nada. Me caéis bien y, por mi propio interés,
estoy de vuestro lado. Os voy a ser franco. En Compostella, el orden actual es
favorable al Papa Bonifacio. Si os ayudamos y triunfáis, podemos teneros de aliados
en aquellas tierras. Si perdéis, todo seguiría igual. Pero, además, creo que sois gente
de bien que defiende su causa y, por eso, merecéis triunfar.
La charla continuó con las referencias a la estabilidad de Bonifacio. Al igual que
Colonna, Touraine no creía que el Papa durase mucho.
—Los Orsini son los que finalmente decidirán. Sería bueno que supiesen que
podemos coincidir en que sería saludable para la Cristiandad que Bonifacio VIII
abdicase. Juntando nuestras fuerzas lo conseguiríamos. Vos podríais hacérselo saber.
Para vuestra causa sería muy conveniente, ya que contaríais con el apoyo de verdad,
no solo de palabra, de los Orsini, de los Colonna y el nuestro. Cuando las cosas
cambiasen, el mismo Tussi, con la habilidad propia del Vaticano, se adaptaría a la
nueva situación y os apoyaría también.
Touraine no tenía pensado llegar tan lejos, pero aquella mujer le inspiraba
confianza. Su relación con Orsini podría ser de gran utilidad.
Raquel no respondió; la propuesta de Touraine no era para ser contestada allí.
Tenía que meditarla. Súbitamente se dio cuenta de la importancia de lo que estaba
pasando: estaba en juego la caída de un Papa de la Cristiandad y ella, por azar, estaba
implicada. Podía evitar aquella monstruosidad dando aviso; podía ignorar lo que
había oído y seguir su ya casi concluida tarea en Roma. Pero hiciese lo que hiciese,
ya estaba involucrada en la más terrible batalla, la de De Goth contra Agnani. Se
sintió aturdida. Tenía que pensar…
Touraine se dio cuenta de lo que pasaba por la cabeza de aquella mujer. Aún
sintió más cariño por ella.
—Pensadlo. Pero os aseguro que prestaríais un gran servicio a la Cristiandad.
Creedme, Bonifacio no merece ser Papa.
Se despidieron sin ningún compromiso. Raquel confusa y aturdida. El cardenal

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pensando que había acertado. Era el momento. Tenía que comunicarlo urgentemente
a De Goth y al rey Felipe. La señora Murías obraría en conciencia: hablaría con
Orsini.
—En nombre de una parte de la Iglesia Romana os presento excusas por la ofensa
del cardenal Tussi a vuestro honor —le dijo Touraine cuando ya se iba.
—Recibo vuestras disculpas y me satisface escucharlas de un cardenal.
Mientras Raquel se alejaba, Touraine inició la escritura de una nota a De Goth. Le
explicaba su decisión. Si los Orsini aceptaban, De Goth, a cambio de unas pocas
cesiones, sería Papa. Habría que convencer a los Colonna de la conveniencia de la
alianza; inicialmente se resistirían, pero acabarían aceptándola. Había elegido como
mediadora a una señora del reino de Castilla, procedente de Compostella,
completamente desconocida en Roma. Varias razones abundaban en esa elección. La
señora Murías era una mujer honrada y de palabra, no los engañaría. Pero, además,
no tenía postura propia en el conflicto romano y allí era casi imposible encontrar una
persona que pudiese transmitir su mensaje a los Orsini sin que tuviese sus propios
intereses; en Roma todos tomaban partido. Había, además una razón adicional muy
importante: si los Orsini rechazaban su propuesta y tratasen de utilizarla contra ellos
acusándolos de traicionar a los suyos, ¿quién los iba a creer si la portadora de tan
crucial propuesta era una señora desconocida y proveniente de los confines del
mundo? Todos creerían que era una descabellada invención suya. Se reirían de ellos
por dar pábulo a aquella mujer, hidalga de menor alcurnia. Sin embargo, si los Orsini
accedían, el mundo vería un nuevo Papa. Touraine estaba seguro de haber acertado.
Raquel quiso volver andando. Los sirvientes y la guardia la seguían en silencio.
La noche romana la ayudó a pensar. Estaba en juego nada menos que el
derrocamiento y la abdicación del Papa, y ella no debía tomar parte. Pero toda Roma
afirmaba que era el responsable criminal de la muerte de Pietro. Algunas veces lo
había oído en Gallaecia, aunque allí, en la distancia, era menos creíble. No era bueno
que la Cristiandad fuese dirigida por un Papa cuya autoridad moral estuviese en
cuestión.
No lo culpaba del incidente que había tenido con Tussi. Podría el Papa ser un
santo y su primer cardenal un depravado. Pero tenía que confesarse a sí misma que
detestaba el ambiente que había visto, o más bien intuido, en el Vaticano. Era todo lo
que ella odiaba. Y de eso el culpable era el Papa que lo permitía.
La política romana no le interesaba, salvo en lo que pudiese afectar a su causa. Si
mediaba en aquella alianza y fracasaban, el Papa ordenaría al arzobispo Rodrigo que
arreciase en sus ataques contra ellos. Pero esta era al fin y al cabo la situación actual;
no podía empeorar mucho. Estaba, sin embargo, la promesa de Tussi de apoyarlos,
que revocarían tan pronto hablase con Orsini.
Si decidía no actuar, su papel sería suplido con facilidad por cualquier otra
persona, y si la alianza triunfaba, se les consideraría gente hostil. Su falta de
cooperación sería un serio traspiés para la causa.

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Moralmente no le gustaba Bonifacio VIII. Políticamente no sabía qué hacer. Todo
tenía riesgos y había que afrontarlos. Pero, sobre todo, no le gustaba aquel Vaticano.
Llegaron a casa. Allí se preguntó por primera vez cuál habría sido la razón de que
Touraine la hubiese elegido a ella para transmitir un mensaje de tal importancia. No
encontró explicación. Sin duda tenía que ver con el hecho de ser extranjera. Pero
extranjeros, en Roma, los había por millares.
Roncaglia y los demás comensales respetaron su silencio. La cena transcurrió sin
más que algunas palabras sueltas. Todos comprendieron que el encuentro con
Touraine había sido muy importante.
—Creéis que Bonifacio merece ser Papa —preguntó Raquel a su anfitrión.
—Fue elegido por cónclave y es un Papa legítimo —contestó aquel— pero creo
que es indigno. —Hizo una larga pausa y continuó—. Opino que su política es
equivocada, pero otros podrán pensar lo contrario. El desacuerdo con sus decisiones
nunca ha de ser causa de derrocamiento; si así fuese, cualquier decisión de un Papa
podría ser usada como argumento para derrocarlo. Se acabaría con el principio del
papado vitalicio y la Iglesia, ya de por sí convulsa, se convertiría en un campo de
batalla.
—Pero la elección del Papa es más política que espiritual —dijo Raquel.
—Sí, puede que sí. Pero una vez elegido hay que garantizar la duración de por
vida, de lo contrario los reyes serían más que los Papas. El papado es una monarquía
no hereditaria. Eso es bueno.
—Sí —reconoció Raquel pensativa—. Contadme otra vez todo lo que sepáis
sobre la muerte de Pietro.
Cuando Roncaglia concluyó su narración, Raquel ya no tenía ninguna duda.
—Desearía tener una entrevista privada con el conde Orsini. Os agradecería que
la solicitaseis en mi nombre.
La suerte estaba echada. Creía estar acertando. Aquella noche, ya en la cama,
pensó en Indalecio. Pensó en su tierra. Soñó que cabalgaba con él por los montes
verdes de Gallaecia, olió su frescura, sintió su humedad. De pronto tuvo calor. El
fuego devastaba los montes de su tierra. Las llamas la separaban de Indalecio. Trató
de saltarlas, pero se hicieron gigantescas, llegaban desde los matorrales hasta la copa
de los árboles…, sintió una enorme angustia. Se despertó. Había sido la
preocupación.
El encuentro con Orsini se celebró en su palacio, pocos días después; el conde no
tenía ninguna ocupación en aquellas fechas, pero una espera prudencial de la señora
Murías era obligada. La recibió en su salón de trabajo, detrás de una mesa escritorio.
La saludó cortésmente y la invitó a sentarse frente a él, con el escritorio de por
medio, como símbolo de la distancia que los separaba.
Raquel había meditado mucho durante aquellos días cómo enfocar la audiencia.
Ella no era parte, ni siquiera mediadora, en aquel asunto cuya envergadura y alcance
la superaban. Era única y exclusivamente portadora de un mensaje. Si se solicitase,

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estaría dispuesta a llevar otro mensaje de vuelta. Ahí acabaría su tarea. Así lo planteó.
—Conde Orsini, voy a tratar con vos un asunto de la máxima importancia, en el
que no me guía interés personal alguno. No tengo sobre él posición, ni soy parte en el
mismo. Entro en esta cuestión porque creo que presto un servicio a la Cristiandad. Sé
que asumo riesgos innecesarios, pero mi conciencia me dice que tengo que hacerlo
así.
Hizo una pausa.
—Continuad, por favor —la animó el conde.
—Me he reunido con el cardenal Touraine para, al igual que he hecho con otra
gente importante de Roma, narrarle la situación de mi país, que vos conocéis.
Hablamos de todo, de Occidente, de Castilla, Francia, de Roma… y del Papa
Bonifacio.
—¿Qué os dijo sobre el Papa? —interrumpió con visible interés el conde.
—Cree que es indigno y que debe abdicar. Es preciso un nuevo Papa, de lo
contrario la Cristiandad atravesará por graves dificultades.
El rostro del conde se relajó.
—Eso lo sabe toda Roma. El odio de los franceses al Papa Bonifacio es conocido
en todo Occidente. Sin embargo es cierto que los errores de Bonifacio pueden
producir un gran daño que es preciso evitar.
—El cardenal Touraine me encargó que os transmitiese su disposición a tratar con
vos una acción común que pusiese fin a los errores del Papa, y así reconducir la
situación de la Santa Sede —dijo Raquel esforzándose en aparentar el mayor aplomo.
El conde saltó como un resorte y se puso en pie.
—¿Acaso Touraine me está proponiendo un pacto para derrocar al Papa? —
preguntó visiblemente alterado.
—Cree que, juntos y sin derramamiento de sangre, podríais marcar una nueva
época del Vaticano, más propicia para todos…
—¡Ellos, que tienen las manos manchadas de sangre! —gritó Orsini mientras
atravesaba la estancia de un lado a otro con pasos rápidos.
Estaba fuera de sí. No articuló palabra en un largo rato. Siguió recorriendo la
estancia en paseos frenéticos que mostraban su ira. Finalmente, se sentó y se fue
calmando. Era el conde Orsini, de la familia más poderosa de Roma, y como tal tenía
que comportarse. Raquel permaneció en silencio.
—Decidle al cardenal Touraine que los Orsini jamás pactaremos con gentes falsas
y asesinas. Ni queremos, ni nuestra nobleza nos lo permite. Transmitidle que los
Orsini nos bastamos para regir y decidir los destinos del Vaticano. No necesitamos de
ningún bastardo francés para resolver los asuntos de Roma. Decidle, además, que
cuando haya que elegir un nuevo Papa, serán los Orsini los que decidan quién ha de
ser.
El conde se calló y miró fijamente a Raquel. Transcurrieron los segundos. Raquel
aguantó su mirada.

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—Transmitiré vuestro mensaje y vuestra indignación —dijo Raquel finalmente.
—Admiro vuestro valor y vuestra decisión, señora Murías. Mantengo mi palabra
de apoyo a vuestra causa. Cuando en el futuro visitéis Roma, contad con los Orsini
entre vuestros aliados y amigos.
Ya en la calle, Raquel no sabía si la audiencia había sido buena o mala, ni para
quién. Pero estaba segura de haber hecho lo que debía.
Touraine la recibió inmediatamente. La esperaba en su despacho y la saludó con
la misma cordialidad. Raquel narró el encuentro, sin ocultar la indignación y la furia
de Orsini.
—El peor enemigo es el que, carente de inteligencia, es incapaz de ver su propio
interés —había dicho Touraine, con el escepticismo dibujado en su rostro—. Orsini
está ciego por su odio a Francia y no se da cuenta de que en este momento su
verdadero enemigo es Bonifacio. El tiempo le enseñará. Señora Murías —continuó
—, os agradezco vuestra gestión. La transmitiré al cardenal De Goth y al rey de
Francia. En su nombre os ofrezco apoyo. Debéis viajar a París y entrevistaros con el
conde de Rouen, la mano derecha del rey Felipe. Yo mismo le escribiré y
recomendaré vuestra causa. Francia tiene mucho poder en el Camino de Santiago. No
dejéis de visitar a mi sucesor, el deán de Notre Dame; os agradará conocerle. Notre
Dame es uno de los centros de la tierra. Roma es el otro.
—Os agradezco sinceramente vuestro apoyo y vuestras gestiones. Nada me
satisfará tanto como ser recibida por el conde de Rouen.
Hablaron de la situación de Francia. Touraine creía en un Imperio Francés.
Raquel sentía que su Rey era el de Castilla, aunque no le gustase porque no atendía a
su tierra. No entendía por qué un emperador por encima de su Rey habría de traer
bien alguno a Gallaecia. Sería todo lo contrario: un nuevo poder arbitrario desde la
distancia. Pero no dijo nada.
—Veo en vuestras palabras que sentís un gran amor por Roma. Creo que sois
persona de gran sensibilidad y me sorprende que améis una ciudad que lleva diez
siglos destruyéndose y reduciendo su anterior grandeza a escombros. Sus gentes son
presuntuosas y mezquinas. La sociedad, es corrupta.
—Pero es bella y está viva —contestó Touraine.
—Su belleza es única, sí. Pero lleva mil años detenida; emana inmovilismo y
atraso.
—Os equivocáis. Las piedras de Roma caminan hacia el futuro. Sus moradores
saben que rigen el mundo; tienen poder por ser romanos y lo utilizan. En cualquier
otro sitio pasaría lo mismo. Pasead de noche por ella y, a pesar de su suciedad, sus
ruinas y sus divisiones, escucharéis latir su pulso y sentiréis su espíritu.
Volviendo a casa, Raquel veía la belleza de aquella ciudad, pero no sentía su
espíritu. Se acordó de Gallaecia. La etapa romana de su viaje había acabado. Todo
había sido distinto a como lo esperaba. Había navegado por las aguas procelosas de
aquella ciudad. Había defendido su causa. Se había visto envuelta en graves asuntos

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del Vaticano y de la Cristiandad. Ahora, en Roma, sabían de su causa en Gallaecia.
Para bien o para mal, Roma ya sabía.

Los carruajes que cruzaban el puente sobre el río Ill, allí en Estrasburgo, le
recordaron lo interminable que el viaje de Roma a París le había resultado. A Roma
había llegado costeando el mar Mediterráneo, que ella creía un mar tranquilo. Una
noche, cuando ya estaba en las tierras francesas, cerca de Marsella, aquel cielo y mar
azules se tornaron súbitamente negros y llenos de espumas amenazantes. Un terrible
temporal se había abatido de golpe sobre aquel mar. Raquel pensó que era un mar
traicionero. Sin duda, el Neptuno que habitaba en aquellas aguas quería recordar a los
humanos que el mar era suyo. El mar Cantábrico, el de la Coelleira, debía estar
regido por un dios mucho más poderoso que Neptuno, pero menos colérico; su ira
siempre avisaba, y cuando lo hacía, había que tomarlo muy en serio y ponerse a
cubierto. No había embarcación capaz de resistirlo. En sus viajes por Gallaecia había
estado en el Finisterre un día en que la cólera del dios atlántico se desató en toda su
fuerza. Raquel recordaba aquella furia suelta trepando desde el mar hasta la cima del
monte, como si quisiera arrancarlo de la tierra para llevárselo a las simas del fin del
mundo…
En el viaje a París por las tierras de la Lombardía, los Alpes, infranqueables y
poderosos, verdes y blancos pese a ser verano, le parecieron extraordinarios; pero
estaba cansada y el viaje se eternizaba. Las noches en las posadas, frecuentadas por
nobles y clérigos viajeros, no se acababan nunca. No sabía qué le pasaba, pero cada
vez tenía más ganas de volver a su tierra, de cabalgar sus caminos, de poder contar a
los suyos lo que estaba sucediendo en Europa. Y aún faltaba mucho para aquello.
Había transcurrido un año desde su partida y, seguramente, tardaría otro más en
regresar.
Avistaron París. Raquel no había sentido nada especial. Al acercarse a Roma, la
fuerza fantástica del Imperio la embargaba, aunque, después, todo se había venido
abajo al experimentar tanta decadencia y destrucción. Viendo París, tan hermoso
como pudiera imaginarse, no tuvo la sensación de encontrarse en el centro de
Occidente. Solo ganas de llegar y marcharse.
Al cruzar el Sena, su olor fresco le llenó los sentidos y le trajo a la memoria su
río, el Miño. Pero el suyo era plateado y este, ocre. El atardecer y las nubes rojas en
el horizonte contribuyeron a crear la sensación de calma que sentía.
El conde de Rouen había accedido a recibirla a los pocos días de su solicitud, aun
a pesar de encontrarse en el coto real de verano, en las llanuras de Versalles. Su
anfitrión en París le había explicado que era una deferencia desacostumbrada. No era
frecuente ser recibida con tanta celeridad, y menos en el coto de verano. Allí solo se
trataban altas e inaplazables cuestiones de Estado. Raquel no dijo nada. Se acordó de
Touraine.

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En los pocos días de espera había recorrido París de un extremo a otro. Era
ciertamente una ciudad que emergía. Cuidada, limpia, ni una ruina. Segura de sí
misma, se sabía la capital de Francia, el país más poderoso de la Cristiandad.
En aquel puente de Estrasburgo, rodeada de la belleza de aquella ciudad verde,
blanca y negra, recordaba el hechizo que había sentido cruzando el puente sobre el
Sena para ir a la isla de Notre Dame. No había sido su hermosura, ni su olor, ni las
poderosas aguas de aquel río. Sino aquellas torres, apoyadas en la blanda tierra de
una isla, elevándose por encima de los árboles verdes y mojados. Había sido la unión
de una isla, un río, los árboles y las torres de la catedral ejerciendo sobre ella una
atracción que nunca había sentido. Recordó las palabras de Touraine y comprendió
que allí estaba naciendo una nación y un pueblo. Vio cómo los canteros labraban
aquellas piedras que daban forma a la catedral, Notre Dame. No la comparó con nada.
Solo la sintió. Estaba llena de magia y de sensaciones.
Mientras la recorría admirándola, un cura casi anciano se le había acercado.
—Sí, señora; este es el nuevo templo de Salomón construido para Nuestro Señor.
—Es grandioso. Sube hasta Dios. Me siento como en la catedral de mi tierra,
Compostella.
—Si sois de Compostella y nos comparáis con vuestra catedral, me siento
gratificado. En esta obra ponemos nuestra alma. Toda Francia empuja a Notre Dame
hacia arriba; cada cantero, cada carpintero, cada orfebre que participa en esta obra,
deja un pedazo de su alma en las piedras, en las maderas, en los dorados. Tanta
espiritualidad la convierte en un lugar inigualable.
—Un cardenal francés me contaba hace pocas fechas en Roma algo muy parecido
a lo que vos decís. Tenía razón.
—¿Puedo preguntaros de qué conocéis al cardenal Touraine? —preguntó el
clérigo.
—¿Cómo sabéis que hablo de él?
—Porque solo Touraine tiene su alma en esta catedral. Aquí nació su fe y se
educó su espíritu. De Goth, en cambio, es el alma de Notre Dame. Así es la catedral.
Id con Dios.
El conde de Rouen la recibió en un inmenso salón, con infinidad de puertas
acristaladas que daban a un patio soleado. Estaban solos, aunque en el patio, a la
sombra de los árboles del sol del atardecer, un enjambre de personas gesticulaban,
hablaban y reían.
—Os saludo con agrado —dijo el conde, mostrándole un sillón al lado del suyo,
en un gesto que no pasó desapercibido a Raquel—. El cardenal Touraine nos ha
hablado de vos, de vuestras gestiones en Roma y de la situación de vuestra patria,
Gallaecia. Tierra en medio del vértigo del cambio. Las gentes que peregrinan a la
tumba del Apóstol nos narran lo que allí acontece.
Raquel transmitió, una vez más, su mensaje. Se dio cuenta de que el conde ya lo
conocía. No inquirió detalle alguno, ni solicitó ninguna aclaración. Sin embargo, todo

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parecía interesarle. Le habló de su estancia en Roma, que el conde también debía
conocer, aunque sin mencionar la entrevista con Orsini.
—¿Qué sabéis sobre Navarra? —le preguntó cuando ella hubo concluido.
Un poco sorprendida, Raquel había dicho la verdad:
—Nada que no sepa cualquiera.
—El rey Felipe de Francia pretende legítimamente el reino de Navarra. Le
corresponde por derecho de su esposa. ¿Cómo veis desde Gallaecia esta pretensión?
A Raquel le agradó aquel lenguaje directo.
—No es una cuestión de nuestra incumbencia inmediata. Carecemos de una
posición definida sobre Navarra. Nosotros debemos lealtad a la Reina regente y si
atiende nuestras justas razones, seguiremos siendo leales a ella —dijo Raquel.
—¿Y si no las atiende y da la razón al arzobispo de Compostella y a las órdenes?
—preguntó el conde mostrando una familiaridad con todo aquello que había
sorprendido a Raquel.
Contestó rápida y con contundencia.
—Las Cortes Generales decidirán, pero nos anexionaremos las tierras de las
órdenes que fueron nuestras anteriormente.
—Eso será el enfrentamiento con vuestra Reina —advirtió el conde—. Puede que
seáis aniquilados. Si movilizan hacia Gallaecia una parte del ejército que tienen en
Al-Andalus, no tendréis ninguna posibilidad y vos lo sabéis.
—Sí, es cierto. Pero no deseamos la guerra con la Reina y para eso queremos el
apoyo del rey de Francia, para evitar que dé la razón a las órdenes. Si el Rey de
Francia, el país del que parte el Camino de Santiago, hiciese llegar a la regente de
Castilla su simpatía hacia nuestra causa, la disuadiría de atender a las presiones en
nuestra contra.
—¿Y qué ganaría el Rey de Francia apoyando vuestra causa y enfrentándose con
el poderoso arzobispo de Compostella y con los aguerridos nobles castellanos? —
preguntó el conde.
Raquel quiso ser muy precisa en su respuesta.
—Tener en Gallaecia un país aliado y amigo, sin menoscabo de nuestra lealtad a
la Reina castellana. La voz de Compostella estaría cerca de la de Notre Dame.
Notó que aquello agradó al conde. Continuó.
—Si vuestra demanda de Navarra está sustanciada, os apoyaríamos defendiendo
vuestra legitimidad ante la Reina.
Hablaron de Portugal. El conde conocía mejor que Raquel la situación en aquel
país.
—Sé que don Indalecio de Avalle y el Rey don Dinís tuvieron una importante
reunión hace un año. Don Dinís mostró simpatía hacia la causa de los nobles
gallegos, lo que enojó mucho a la Reina regente, que le envió una misiva señalando
su disgusto. Vos estuvisteis en aquella reunión. Habladme del pensamiento de don
Dinís. ¿Qué opina de Francia?

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—No conozco su posición en cuanto al papel de Francia —concluyó Raquel tras
haber resumido aquel encuentro.
Hablaron mucho rato sobre la situación de la Cristiandad, las cruzadas fracasadas
y el Temple, «una gente valerosa, leal y noble», afirmó el conde, «muy queridos por
el Rey de Francia, pero observados con recelo por el Papa de Roma, que les teme por
su rectitud».
Nada parecía serle desconocido a aquel hombre.
—Sé de vuestra gestión con los Orsini. Fuisteis valerosa y os estamos muy
reconocidos. El Papa Bonifacio la conoce también. No sé aún cuál será su reacción,
pero es calculador y vengativo. Debéis avisar a vuestra gente en Gallaecia y
advertirles que estén especialmente vigilantes. Si el Papa decide algo en contra de los
vuestros, con toda seguridad lo intentará a través del arzobispo de Compostella.
Debéis prevenirles contra las gentes del arzobispo. Escribidle una nota a don
Indalecio de Avalle y yo se la haré llegar. Decidle además que tenéis toda la amistad
y apoyo del rey de Francia. Las tropas francesas que vigilan el Camino y que
acampan por Gallaecia sabrán que sois aliados. Los templarios de las encomiendas de
influencia francesa también sabrán de vos.
Raquel sintió una intensa angustia. No la pudo disimular. Su estancia en Roma
había provocado la cólera del Papa; el resultado final había sido el contrario al que su
viaje pretendía. Peligraba su causa y aun la vida de los suyos. Sintió el impulso de
partir inmediatamente para Gallaecia. Su ansiedad era tal, que ni siquiera reparó en el
apoyo que le había brindado el conde de Rouen, mano derecha del rey más poderoso
de Occidente. Solo pensaba en que el Papa era ahora su enemigo.
—Creo que debo ir en persona a Gallaecia a comunicarles todas mis gestiones —
dijo Raquel tratando de aparentar aplomo.
—Permitidme que os aconseje. No es la mejor respuesta que daríais al Papa.
Todos sabemos que os dirigís a Estrasburgo; lo habéis dicho en varios lugares. El
cardenal Tussi sigue con gran atención vuestros movimientos. Si continuáis viaje a
Estrasburgo medirá más su respuesta a la vista de los apoyos que consigáis y que el
Vaticano conocerá puntualmente. Si volvéis a Compostella, sabrá que tenéis miedo y
que habéis fracasado; será inclemente con vos y vuestra causa. Hacedme caso,
escribid vuestra nota y proseguid viaje.
Lo sabían todo sobre ella. Raquel tuvo la sensación de que era una pieza de
ajedrez, aquel juego que el maestre de la Coelleira le había enseñado, movida por los
jugadores, el Papa y el cardenal De Goth. Pero le aterró pensar que Indalecio y
Gallaecia también estaban en aquel tablero, donde se jugaba el poder del mundo. Y
ellos eran tan poca cosa…, una pieza cualquiera. El resultado podía ser la devastación
de Gallaecia y la muerte. Ya no estaba aturdida; toda su inteligencia y su instinto se
pusieron a funcionar. No se fiaba de nadie.
—Sí, enviaré una nota. Os la haré llegar mañana mismo y continuaré viaje.
—Haremos ver al Vaticano el apoyo que tenéis. No dejéis de visitarnos cuando

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volváis de Estrasburgo —dijo el conde.
Raquel sabía ahora que todo aquello la había situado en uno de los bandos de la
Cristiandad. Pero en aquel momento era prioritario hacer ver a Tussi que ellos no
eran solamente un puñado de gentes en el fin del mundo, sino que tenían aliados muy
poderosos.
—Id el próximo domingo a la misa solemne de Notre Dame. La oficia el cardenal
De Goth. Al terminar, el deán de la catedral os recibirá —le comunicó el conde.
Raquel se sintió aún más manejada: todavía no había solicitado la audiencia con
el deán de Notre Dame. Se le habían adelantado; conocían todos sus movimientos.
¿Qué más sabrían?
—Siempre complacemos a nuestros aliados —fue la despedida del conde.
Pasó toda la noche en vela meditando la nota que enviaría a Indalecio. Casi le
pareció que él estaba allí en su habitación; se sintió de una manera muy especial. Era,
sin duda, el temor a la reacción del Papa.
En la carta narraba, sin dar detalles, los encuentros que había mantenido en los
últimos meses. Todos habían apoyado su causa: el cardenal Tussi daría instrucciones
al arzobispo Rodrigo y el conde de Rouen a los amigos de Francia. «Surgieron
algunas insidias en el Vaticano que pudieran tergiversar la orden del Papa a
Compostella y hacer que el arzobispo os ataque. Debéis permanecer atento a sus
gentes».
No quería dar más explicaciones. No sabía a cuántos sitios iría aquella nota.
Mostraba confianza a los franceses enviándola a través de ellos, que la harían llegar
con la máxima celeridad, pero no decía nada sobre el derrocamiento del Papa.
Era de madrugada. Intentó dormir unas horas. No lo consiguió. Su preocupación
fue en aumento y volvió a sentir angustia. Decidió enviar un mensajero. A la mañana
siguiente, llamó a Joseph. Alguien de total confianza tenía que viajar a Gallaecia y
contar a Indalecio lo que había sucedido; tenían que tomar precauciones.
—El recado llegará a su destinatario. Estad tranquila. Esta también es la causa del
Temple.
Raquel reparó en aquella frase, «esta también es la causa del Temple». La repitió
docenas de veces. La tranquilizaba. El rey de Francia, el Temple… eran fuertes. Los
suyos estaban bajo su protección; el Papa no se atrevería. Los templarios eran sus
amigos desde siempre. Pero ahora esta también era su causa. Le pareció natural.
Siempre lo había creído así. La Coelleira, Bernardo y ella, Enric y sus amigos, sus
anfitriones en toda Europa. Pero ¿por qué era esta la causa del Temple? Nunca habían
tenido ningún interés en Compostella. Ahora sí. Y los apoyaban a ellos, no al
arzobispo. ¿Por qué?

La misa solemne en la catedral de Notre Dame era ciertamente impresionante. La


grandiosidad del templo. La majestuosidad del oficiante, el cardenal De Goth. La

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música que lo enaltecía todo. La mezcla de los olores del incienso, la humedad de la
piedra y del río, penetraban en los sentidos. Era la misa del que iba a ser Papa de
Roma. Raquel se dejó llevar por aquella sensación y soñó con el regreso a su tierra.
En medio de su sueño, un cura joven se le acercó.
—El deán os aguarda, señora.
Allí estaba, en la puerta de acceso de los clérigos, aquel anciano que unos días
antes la había abordado en aquel mismo lugar.
—La señora Murías y yo nos conocemos. La estaba esperando.

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8
EL ENCUENTRO CON EL SEÑOR DE CLERMONT

E
l arzobispo de Compostella había retrasado aquella audiencia todo lo que
había podido. Solamente la insistencia del obispo Juan de Tui, un buen
hombre y un buen prelado, le había obligado a concederla. Si de él
dependiese, el señor de Avalle nunca entraría en el Palacio de Gelmírez, pero nadie
entendería que desairase al obispo de Tui; aparecería ante la Iglesia como un
intransigente incapaz de atender las razones de los suyos. Recibiría al señor de Avalle
y denunciaría en público su ataque contra la Iglesia y aun contra el cristianismo. Era
de conocimiento general que aquel joven, irascible e insensato, pretendía apoderarse
de privilegios que correspondían por ley divina al clero.
Indalecio observaba distraído la antesala del despacho arzobispal. A su lado,
visiblemente preocupado, el obispo Juan. Llevaban un buen rato esperando; mucho
más de lo que la cortesía aconsejaba. Pero Indalecio no se inmutó. Sabía que iba a ser
así y que el arzobispo les iba a tratar sin miramientos, procurando, incluso,
humillarlos. Al fin y al cabo él se había atrevido a cuestionar su poder. Se puso en pie
y caminó por la sala, con pasos calmados. Al lado de la puerta del despacho del
arzobispo, Fermín, su secretario, y dos guardias armados lo observaban. Seguramente
eran soldados del ejército que aquel noble francés, el señor de Clermont, había puesto
a su disposición. Indalecio no sabía si era habitual que el arzobispo recibiese a sus
visitas con guardia armada, pero, la verdad, le daba exactamente igual; él había ido
allí a explicarle sus demandas y a decirle que no era su enemigo. Haría todo lo
posible por conseguir un acuerdo con él y, así, evitar enfrentamientos que serían
malos para todos.
Recordó aquella reunión en la catedral de Tui. Habían pasado más de seis meses
desde que Raquel Murías partiera para Roma. Había recibido con gran satisfacción su
misiva notificándole la respuesta del rey Jaime II. El apoyo de la Corona de Aragón
había sido un gran avance, que ya toda Gallaecia conocía. Lo habían divulgado por
doquier. Primero Portugal, después Aragón. Ahora era preciso que el arzobispo
Rodrigo mostrase buena disposición.
Las cosas no iban mal. El ejército, ya con Bernardo al frente, había aumentado
considerablemente sus efectivos. Las nuevas aportaciones de Enric, unidas a la mayor
prodigalidad de la nobleza gallega, habían permitido armar un ejército ciertamente
temible. Estaba sorprendido de las enormes riquezas de que debía disponer Enric; a
veces temía que su buen amigo estuviese gastando toda su fortuna en aquella causa.
—No os preocupéis —le seguía tranquilizando este—, ya os dije que puedo
permitírmelo y la causa merece la pena.
El conde de Lemos e Inés, acompañados por Enric, habían recorrido toda
Gallaecia, poniendo a los nobles al corriente de lo que sucedía. El encuentro en

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Vilanova da Cerveira con el Rey portugués había elevado el ánimo de todos.
Después, el apoyo de Aragón lo había reforzado aún más.
El día se le quedaba corto a Indalecio. Recibía a los nobles que viajaban al
castillo de Entenza, despachaba con Bernardo y los capitanes y atendía también a
gentes de Castilla, Aragón y Portugal que solicitaban audiencia.
No habían recibido respuesta de la Reina. Había pasado mucho tiempo y seguían
sin noticias de ella. Era cierto que los problemas con los de la Cerda, con Aragón y
Portugal y el intento almorávide de reconquistar Tarifa requerían de su atención, pero
una decisión sobre sus demandas era obligada. Les llegaban señales favorables; era
«necesario más tiempo para que las cosas maduren», le había dicho el conde de
Moncada, cercano a doña María de Molina. Indalecio le había contestado desde la
comprensión, «el tiempo arregla muchas cosas y yo tengo todo el tiempo del mundo.
Mi abuelo me lo dijo desde niño».
No se fiaban. En la espera fortalecían el ejército y se procuraban aliados. La
Reina sabría de su determinación. Tarde o temprano tendría que dar una respuesta.
Se acordó de Raquel. En el castillo de Entenza se hablaba mucho de ella. Su
misión era muy importante y estaba seguro de que la cumpliría a la perfección. El
éxito de Aragón era el primero. Cristina le solía decir que a Raquel le habían
asignado la tarea más dura y peligrosa.
—Nosotros nos tenemos unos a otros. Ella está sola.
En aquel momento estaría en Roma. No habían tenido noticias suyas en muchos
meses y estaban preocupados. En compañía de Joseph y alojándose bajo la protección
del Temple, el riesgo era menor; pero deseaban saber de ella.
Fermín permanecía inmóvil al lado de la puerta. Indalecio miró por la ventana
que daba a la plaza del pórtico del maestro Mateo. Allí permanecía la nutrida guardia
que lo había escoltado. Cincuenta hombres a caballo. El resto, hasta los quinientos
que se habían desplazado a Compostella, aguardaban acampados frente a las
murallas, en la puerta Faxeira. Bernardo había insistido en que hiciese aquel viaje con
un destacamento que doblase al del arzobispo. No creía que hubiese peligro ni
desconfiaban del arzobispo, que no era un asesino, pero él y toda Gallaecia tenían que
conocer su fuerza.
Ante tanta insistencia Indalecio accedió. Nunca había viajado así; cientos de
hombres armados y una guardia personal que jamás se separaba de él, no era la mejor
forma de disfrutar de aquella hermosa tierra. Fue como una marcha militar que
avanzaba sobre Compostella. Decidió no repetirlo.
—Comprendo vuestro enfado —trataba de aplacarlo Enric—, pero si alguien
atentase contra vuestra vida, la causa se resentiría y aun se malograría para siempre.
No olvidéis que ya estamos en guerra; comenzó aquel día que no aceptasteis enviar
vuestro ejército a las tierras de Al-Andalus.
—Todo esto es excesivo. En adelante viajaré con una guardia mucho menor —
contestó Indalecio irritado.

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Desde luego, toda Gallaecia había visto aquella marcha militar. El objetivo,
mostrar su fuerza, se había conseguido. El mismo arzobispo se había preocupado al
saber que el de Avalle viajaba hacia Compostella con quinientos hombres a caballo.
Lo había considerado una provocación; Indalecio respondía a su gesto amistoso de
concederle una entrevista llevando quinientos hombres armados ante las murallas de
Compostella. No debía haberle dado aquella oportunidad. La audiencia había sido un
error.
El tiempo de espera ya iba para dos horas. El obispo de Tui, enojado, se dirigió a
Fermín.
—¿Está el arzobispo indispuesto y no nos han avisado? —preguntó con voz
áspera.
—Mis instrucciones son acompañaros durante la espera —contestó con frialdad
Fermín.
Le disgustaba usar aquel tono con el obispo Juan.
—Decidle, por favor, al arzobispo que nuestra espera llegó a su fin —comunicó el
obispo.
Fermín entró en el despacho. El arzobispo estaba solo y paseaba por la estancia.
—Monseñor, el obispo Juan está exasperado, creo que debéis recibirlos ya —le
aconsejó.
—¿Y el señor de Avalle? —preguntó el arzobispo.
—Impasible —contestó Fermín.
—Hacedlos pasar y que se note que la espera fue premeditada.
No hacía falta. Cuando Fermín les pidió que entrasen y les mostró la puerta, los
tres sabían que el arzobispo había querido infligir una humillación al señor de Avalle.
Era su respuesta a un ejército ante Compostella.
—Es un gran placer volver a veros obispo Juan —les recibió el arzobispo
abrazando al prelado tudense—. Señor de Avalle —dijo fríamente a Indalecio.
Este contestó con un escueto «Monseñor».
Era la primera vez que se encontraban. Se sentaron. Fermín tomó asiento también.
Presidía la reunión el arzobispo detrás de un gran escritorio de castaño. Un despacho
espacioso; paredes de piedra desnudas, sillas de jamuga, arcones y biblioteca. Todo
con la mayor austeridad. A Indalecio le agradó aquella estancia. Un cuadro del
Apóstol sobre un caballo blanco matando moros destacaba sobre los de la Virgen, que
abundaban por doquier.
Tras algunas frases entre el arzobispo y el obispo, este abordó la cuestión.
—Monseñor —comenzó—, conocéis mi antigua amistad con la familia de los
Avalle. El abuelo de don Indalecio y yo pasamos veladas enteras en las más arduas
discusiones y charlas amigables. El destino se ha torcido y ha querido que la relación
entre don Indalecio y vos no sea todo lo buena que a mí me hubiese gustado y que a
los intereses de Gallaecia y de Compostella conviene.
El arzobispo se mostró serio. El obispo Juan continuó.

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—Ante este desencuentro, como prelado y como amigo de los dos, no puedo
permanecer pasivo. Yo mismo he recomendado a don Indalecio que os visitase para
poner las cosas en claro y ver de conseguir un final a la situación de encono que,
desafortunadamente, se ha creado. No creo que haya ninguna razón insuperable que
separe a dos personas que quieren y defienden su tierra. Soy muy mayor, pero
renunciaría a todo el tiempo que Dios me quiera dar a cambio de un entendimiento
entre vosotros.
Indalecio se sintió emocionado y notó que al arzobispo le sucedía lo mismo. Visto
así de cerca, parecía un obispo cualquiera. Comenzó a hablar.
—Monseñor Rodrigo. Desde mi boda con doña Cristina, hace más de tres años,
muchos hechos acontecieron en esta nuestra tierra. Algunos de la mayor importancia.
En estos tres largos años, la nobleza de Gallaecia ha adquirido conciencia de sí
misma. El clero, que vos encabezáis, ya la tenía desde muchos siglos atrás.
El arzobispo asintió. Indalecio continuó.
—Esta nueva situación originó choques entre la antigua estructura de poder y la
nueva. Convengamos que es natural que sea así. Pero admitamos, también, que en
todos los reinos cristianos el poder lo ejercen el Rey y sus nobles por ley natural.
—Auxiliados y orientados por la Iglesia, como rectora espiritual, que es el valor
máximo —interrumpió el arzobispo, dirigiéndose por primera vez a Indalecio.
Este asintió amablemente.
—Sí. Sin duda alguna. Pero en Gallaecia, la Iglesia detenta ambos, el poder
terrenal y la orientación espiritual. Los nobles tenemos el derecho, pero no el
ejercicio y mientras tanto nuestra tierra no es considerada en el mundo por ella
misma.
—¡Lo es Compostella! —volvió a interrumpir el arzobispo—. ¡El mundo
peregrina a la ciudad! Nos conocen, nos respetan y aun nos admiran. La Cristiandad
sabe de nosotros.
—Y le tienen devoción al Apóstol. Pero Gallaecia no importa, ya no en Europa,
sino en el reino de Castilla. Pagamos impuestos a las arcas del Rey, pero son otros los
que deciden. Somos la cola del león del reino, y no estamos dispuestos a continuar
así.
—Pero la gente en nuestra tierra quiere al Rey. La Iglesia y las órdenes se
encargan de sus necesidades. Los nobles dirigís vuestros condados y se os respeta —
alegó el arzobispo.
—Esa es la situación que Castilla quiere que se mantenga, ya que les garantiza el
ejercicio del poder sin que nadie lo cuestione. Les interesa una nobleza que,
acomodada en torno a las órdenes, siga tumbada a la sombra de los castaños. Entre
tanto, Castilla manda, Aragón conquista tierras, Portugal ensalza la cultura y
Gallaecia no existe.
—Sois injusto si no reconocéis la magnífica tarea de las órdenes en la mejora de
los cultivos. Desde que establecieron sus abadías por toda Gallaecia, las cosechas son

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cada vez más abundantes y el pueblo no pasa hambre.
—Lo reconozco y admiro a las órdenes por esa labor. No quiero que dejen de
hacerla; al contrario, deben proseguir su tarea en otros predios. Pero las tierras tienen
que volver a sus dueños, la nobleza, a quienes se les arrebataron.
—Eran tierras yermas —se defendió el arzobispo.
—Ciertamente. Pero tenían dueños. Y tienen que volver a ellos. Las órdenes las
seguirán cultivando, pero deberán revertir a sus propietarios. Y si no quisieran
labrarlas, os aseguro que la nobleza se encargará de hacerlo.
—¿Por qué estáis tan seguros de que será así? —preguntó el arzobispo.
—Porque vivimos en nuestro tiempo. Nuestros antepasados se quedaron
dormidos y desde otros lugares se les alentó a ello. Las órdenes trabajan por vos, se
les decía. Hoy estamos despiertos. Queremos ejercer nuestros derechos; será lo mejor
para la gente y para la tierra. Nosotros haremos que nuestro pueblo esté mejor, que se
le oiga y que se le respete —concluyó Indalecio.
—Y para ello reclutasteis un ejército —replicó el arzobispo—, traerá la muerte y
el mal.
—No si se utiliza correctamente. Castilla tiene ejército, Aragón, Portugal y
Francia también. Hasta parece que el mismísimo Vaticano está reclutando uno. Y
todos creemos que es conveniente que lo tengan; vos mismo no lo condenáis.
—Porque se usan para combatir el mal, la herejía y al infiel —respondió presto el
arzobispo.
—El nuestro se movilizará para defender los derechos de Gallaecia donde y
cuando quiera que sea preciso. Si vos lo requerís estará presto para la defensa de
Compostella y su Camino.
—La Reina os lo solicitó y no aceptasteis su petición —argumentó ya sin
demasiada convicción el arzobispo.
—La Reina lo pedía para la causa contra el infiel, pero esa no era su verdadera
intención.
Indalecio no era como le habían dicho. Esperaba toparse con un fanático colérico
y se acababa de encontrar con un hombre razonable que creía firmemente lo que
defendía. Estaba de acuerdo con él. Observó a su secretario, Fermín, que miraba sin
pestañear a Indalecio. También a él le había convencido. Pero no estaba nada seguro
de que en aquella nueva situación, la voz de Compostella predominase en Gallaecia.
La voz de los nobles se oiría mucho, mientras que la del arzobispo resonaría menos y,
al fin y al cabo, Compostella era Gallaecia. Le caía bien. Tenía razón el obispo Juan,
era preciso encontrar una salida que satisficiese a todos. Pero eso no era tan fácil.
—¿Cuál es vuestra propuesta concreta? —inquirió el arzobispo.
Fermín lo miró sorprendido. Aquello iba demasiado lejos.
—Se debería desamortizar una parte de las tierras de las órdenes, que volverían a
sus antiguos propietarios. Si las órdenes deseasen seguir cultivándolas, podrían
hacerlo a cambio de una renta. La Iglesia respetará las decisiones que adopte el señor

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de cada condado, sin interferir en ellas. El arzobispo de Compostella y los demás
obispos de Gallaecia pasarán a formar parte de las Cortes Generales y acatarán sus
decisiones.
—¿Y qué obtendrían la Iglesia y las órdenes con esta nueva estructura? —
preguntó el arzobispo.
—Un país en paz y con voz y peso en Castilla. Estoy seguro de que es un objetivo
que compartís. En todo lo concerniente a Compostella y al Camino de Santiago
vuestra autoridad será absoluta.
—¿Cómo contribuiría la nobleza al mantenimiento de la Iglesia? En esta nueva
situación las órdenes tendrían una menor capacidad dineraria —dijo el arzobispo.
—Lo que dejasen de aportar las órdenes lo cubriríamos nosotros con creces. La
Iglesia podría ejercer mejor su magisterio —afirmó, contundente, Indalecio.
Como vio que al arzobispo no le salían las cuentas, aclaró.
—Pediremos una importante reducción de los tributos que se pagan a la Corona.
Creemos que son excesivos para nuestro país. Serán rebajados. Esto nos permitirá
una mayor contribución a la Iglesia.
El arzobispo se quedó petrificado. Indalecio le estaba proponiendo conseguir
mayor autoridad para Gallaecia a costa de un serio conflicto con la Reina. Era muy
ventajoso, tanto para los nobles como para la Iglesia de Gallaecia, pero conllevaría el
enfrentamiento con Castilla.
—Eso supone ruptura y deslealtad a la Reina.
—No. Simplemente la reclamación, con toda lealtad, de un trato justo. No
buscamos la división del reino. Esa es la pretensión del infante Juan, que querría la
escisión de León y Gallaecia, no nuestro objetivo. Debilitaría a la Cristiandad y
nuestra fe no lo permitiría, pero reclamamos que se nos trate igual que a otros
territorios. Estamos en el reino de Castilla y León, pero nuestra tierra se llama
Gallaecia.
—La Reina reaccionará arrasando Gallaecia —murmuró pensativo el arzobispo.
—O accediendo a nuestras reclamaciones. Estoy seguro de que si estamos unidos
atenderá nuestra causa, sabiendo que gana leales vasallos. No podría aniquilar todo
un país y tenemos aliados. La Reina medirá su respuesta. El trono de su hijo
Fernando es cuestionado —concluyó.
El arzobispo comprendió el alcance de lo que estaba ocurriendo en su tierra.
Hasta aquel momento, escuchando solamente a su ciudad, Compostella, no lo había
notado. Los tiempos iban muy deprisa y ya no se podían parar. Aquella tierra se
movía muy por delante de Compostella, que permanecía anclada en la tradición y en
la comodidad de las costumbres. Aquel joven que tenía delante le había mostrado un
mundo nuevo que no conocía. Tenía que elegir y lo haría al lado de los suyos, las
Cortes Generales de Gallaecia. Las órdenes se resistirían y no aceptarían perder sus
privilegios. Así se lo dijo a Indalecio, pero comprendió que todo aquello iba mucho
más allá de una desamortización de las tierras: empezaba a nacer un orden nuevo, una

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Gallaecia distinta, que reclamaba su sitio.
No hablaron más. Ambos sabían que estaban en el mismo bando. Pero había
muchos intereses más allá de ellos: el clero, las órdenes, el Rey, el Vaticano, las
costumbres… Se volverían a encontrar. El arzobispo sería el encargado de concertar
el siguiente encuentro, que tendría lugar transcurridos seis meses o antes si algún
hecho excepcional y grave lo requiriese.
Se despidieron con toda la cordialidad que había faltado en el recibimiento. El
obispo Juan salió en silencio; eran ellos los que tenían que hablar. Su rostro mostraba
satisfacción. Había cumplido su misión; ahora ya podía irse a proseguir sus
inacabables charlas con el abuelo de Indalecio.
—La próxima vez que visitéis Compostella será la guardia arzobispal la que
garantice vuestra seguridad —dijo el arzobispo cuando pasaban frente a la ventana
desde la que se veía la guardia de Indalecio apostada en la plaza.
Este asintió. Ya en la plaza del pórtico de la Gloria, Indalecio no subió al carruaje.
Quiso volver andando; aquella era su ciudad, el centro de Gallaecia. Se detuvo frente
al pórtico del maestro Mateo. Aquella obra hecha para Dios le seguía impresionando
cada vez que la veía. Era el arte de los dioses. Era el espíritu de su pueblo esculpido
en la piedra. Nada en el mundo se le podía comparar, le había dicho su abuelo. Las
piedras de la catedral de Compostella competían con el suelo que Dios pisaba, le
había dicho una vez un caminante. A él simplemente le sobrecogía y le hacía sentir la
importancia de su tierra.
Se acordó de Cristina y de su hijo. Quería volver pronto y verlos, pero aún
tardaría varias semanas en regresar; el obispo Juan, que partiría de inmediato hacia su
diócesis, la informaría de todo. Cristina se alegraría mucho al conocer la buena
disposición del arzobispo y quizá se le pasasen aquellos temores que, a veces, le
ensombrecían el ánimo.
—Aunque no me lo hubieseis encargado, era mi intención regresar por el castillo
de Entenza y saludar a doña Cristina. Sé cuánto la tranquilizará lo que acaba de
ocurrir hoy en el palacio arzobispal —le había respondido el obispo.
Aquel encuentro cambiaría el curso de los acontecimientos. Estando unidos, las
cosas serían muy diferentes.
La ciudad le pareció distinta. Acompañado del obispo recorrió sus rúas. Las
piedras de color verde musgo brillaban con los rayos del sol. Peregrinos y caminantes
las recorrían también, apartándose al ver la guardia que los acompañaba. Disfrutó del
paseo. Se detuvo un largo rato en la plaza de la Puerta Santa. Se estaba empezando a
construir una torre y las piedras se apilaban al lado de los andamios. Los canteros las
labraban poniendo en ello todo su empeño. Al igual que en tantos lugares del mundo,
en Compostella los hombres querían subir hasta Dios para conocer su destino.

El señor de Clermont le había ordenado que esperase fuera a su invitado, con todo

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preparado para que después de la entrevista, que mantendrían a solas, se sirviese una
cena para una docena de comensales. Por el tono que había empleado y por la orden
de esperar en la calle, Sergio sabía que su huésped debía ser tratado con la máxima
consideración. Esperaban al señor de Avalle, aquel hombre del que hablaba toda
Compostella. Había sido recibido por el arzobispo unos días antes y se rumoreaba
que se habían entendido; la Curia de la catedral lo comentaba con cierta
preocupación, porque creían que el señor de Avalle atentaba contra los privilegios de
la Iglesia. A Sergio esto le daba igual, pero no simpatizaba con él porque su presencia
en la ciudad había restado notoriedad a su señor y eso sí que le afectaba a él. Habían
transcurrido tres años desde que el señor de Clermont llegara a Compostella y lo
tomara a su servicio. Toda la ciudad se acordaba de la recepción en la catedral; no
había habido otra igual. La llegada de Clermont la había convulsionado. Todos
querían ser recibidos por él. Sergio había elaborado una lista de notables, ordenados
por su rango.
Suárez de Deza había sido el primero en franquear las puertas de la casa del
francés, como se le empezó a llamar en la ciudad. Clermont lo había recibido en un
gran salón de la planta baja habilitado a estos efectos. Era parco en palabras, pero
impresionaba profundamente a sus visitantes. Suárez de Deza había descrito su
encuentro como «el encuentro con un rey. Habla de Compostella, de Castilla, de
Francia… como si fuesen sus territorios».
Parecía de la más alta estirpe y sus huéspedes se sentían tratados con la mayor
deferencia. Denis y Hansa estaban siempre presentes y participaban activamente en la
conversación. Siempre vestidos de blanco y rojo. En la ciudad se afirmaba que eran
templarios, aunque nadie lo podía asegurar. En una ocasión, el señor Martín
Bernárdez, en la sala que ya era conocida de toda Compostella, unos por haberla visto
y los más por haber oído hablar de ella, le había preguntado:
—Señor de Clermont, ¿sois vos y vuestros caballeros miembros de la orden del
Temple?
—Somos peregrinos eternos de Compostella; nos debemos por completo a esta
ciudad y a los valores cristianos que desde aquí emanan a todo el orbe —había sido la
respuesta.
Nunca hablaban de ellos. El misterio cubría su pasado. Nadie conocía nada sobre
su vida. Se sabía que Clermont era amigo del rey de Portugal y que el Vaticano había
ordenado que se le dispensaran las máximas atenciones. El embajador de Francia le
mostraba un gran respeto por ser un noble de origen francés. Pero eso era todo. Al
principio, el misterio fue causa de comentarios, indagaciones y aun fábulas, pero a
medida que lo fueron conociendo y su presencia en Compostella se convirtió en
habitual, la ciudad lo fue considerando suyo y el misterio desapareció. Clermont pasó
a ser una autoridad y nadie se acordó de los recelos iniciales; era la persona más
importante de Compostella después del arzobispo.
Por su casa habían pasado nobles, burgueses, comerciantes, clérigos… Clermont

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era admirado, respetado y querido en la ciudad. Se veía con frecuencia con el
arzobispo; entre ellos había surgido un afecto que había evitado cualquier roce. Toda
Compostella se daba cuenta de que aquella amistad era buena para la ciudad y les
convenía.
Sergio sintió el frío húmedo de la rúa compostelana. Aún no llovía, pero no
tardaría en hacerlo. Él mismo se había convertido en una de las personas más
influyentes de Compostella; en tres años había pasado de cerero y comerciante a ser
recibido por los nobles de más raigambre de la ciudad. Su relación con Fermín, el
secretario del arzobispo, era tan buena que no necesitaba cita previa para ser recibido.
Le bastaba con ir al palacio arzobispal.
Muchos asuntos habían pasado por sus manos. Su señor confiaba en él. La
construcción del nuevo hospital le ocupaba mucho tiempo; iba más lento de lo que el
arzobispo y su señor deseaban. Era muy necesario. Muchos peregrinos salvarían la
vida, le insistían. Pero la demolición de las casas, la elaboración de los planos y el
diseño de la obra, los maestros canteros… todo era de una exasperante lentitud.
Clermont se mostraba comprensivo.
—Construyámoslo lo antes posible, pero hagámoslo bien, porque, una vez
construido, va a permanecer aquí durante mil años.
Más de un año habían durado las obras de la casa, supervisadas por el señor
Hansa. Como se le había ordenado, diferentes equipos de canteros y carpinteros
habían ido construyendo los gruesos muros de aquel inmenso recinto. Ocupaba una
parte de la antigua planta baja y se habían extendido hacia el gran patio interior.
Sergio no conocía aquella compleja estructura.
—El señor de Clermont necesita de recogimiento y de silencio para su trabajo —
le habían dicho a la vista de los gruesos muros y de la extraña construcción que
parecían haber edificado.
Solo sabía que levantaban muros, que debían tener unos profundos cimientos a
juzgar por la gran cantidad de tierra que aquel equipo de trabajadores extranjeros
había excavado y llevado fuera de la ciudad en carros de bueyes. Puertas de hierro
macizo fundidas en Toledo. Era un recinto donde efectivamente el señor había
conseguido aislarse para trabajar; solamente los caballeros que lo acompañaban
tenían acceso a aquellas dependencias. Una guardia siempre en la puerta. Sergio no
había entrado nunca. Tampoco le importaba; no era cosa suya.
Habían trasladado a aquella sala, decagonal parecía, todos los libros y efectos de
trabajo del señor, incluida aquella enorme caja circular que tanto pesaba y que el
señor había traído cuando llegó a Compostella. Allí pasaba la mayor parte del día; a
veces no salía ni para comer.
Poner en práctica aquella idea de Hansa, copiada de Roma y París, había sido una
ardua tarea. Se le había ocurrido construir en las calles principales unos conductos
subterráneos para que circulasen las aguas, de la lluvia y otras, que así no salpicarían
y ensuciarían a la gente. Los había en muchas ciudades de Europa. Sergio no entendía

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la conveniencia de aquello, pero había convencido a don Fermín. El arzobispo lo
había autorizado. Eliminaría la suciedad y los olores. La obra se había comenzado en
la calle de la fachada sur de la catedral y, pasando por delante de la casa del francés,
llegaba a las afueras de las murallas. Después se acometió la calle de atrás. En
aquellos conductos subterráneos cabía sobradamente un hombre de pie; así se podrían
limpiar sin que hubiese que levantar las piedras del pavimento de las calles. Habían
requerido mucho trabajo y habían resultado muy costosas; tan pronto hubo que
acometer las calles que no eran vistas desde la casa, Sergio había mandado parar las
obras. Nadie en la ciudad tenía interés en aquellos conductos, así que nadie protestó.
Los dineros del señor de Clermont tendrían un mejor uso.
Además de las gentes de Compostella, el señor recibía también a peregrinos.
Gentes de buen porte. Pasaban días en la casa y mantenían largas pláticas con él.
Muchos de ellos le traían cofres con regalos. Seguramente libros, pensó siempre
Sergio. El mundo de su señor era el mundo de los libros y de la reflexión. Recordaba
una ocasión en que un carro de bueyes del estilo que usan en Portugal había
descargado docenas de pesadísimos arcones que varios hombres apenas eran capaces
de levantar. Todos se depositaban a la entrada de la estancia decagonal; el señor y los
caballeros se encargaban de colocarlos en su sitio.
Sergio comprendía que había mucho de misterioso en su señor, pero la
cotidianidad del misterio y de lo desacostumbrado lo habían vuelto natural. El señor
de Clermont era un gran señor, un sabio, un santo, diferente a todos, que precisaba de
una vida distinta. Sergio era el más interesado en que todo fuera considerado como
normal. La llegada de Clermont había traído su fortuna y haría lo que fuese preciso
para conservarla. Si fuese necesario, mataría; pero no lo era.
Cuando Indalecio, a caballo, se aproximaba a la casa de Clermont, vio que
sirvientes y soldados lo aguardaban. Su guardia se quedó a unas brazas de distancia, y
solamente Enric y los templarios siguieron con él. Desmontaron. A Sergio le parecía
asistir a una avalancha de caballeros de blanco y rojo. Excepto don Indalecio, todos
llevaban los colores templarios.
Sin decir una palabra, les señaló la puerta. Observó a don Indalecio. Ciertamente
no le gustaba aquel hombre. Don Fermín le había dicho que era un visionario
maléfico. La gente en Compostella no lo quería; se había atrevido a retar a la Ciudad
del Apóstol desde una aldea, casi en Portugal. Pero a Sergio eso no le importaba, lo
que realmente temía era que aquel loco desencadenara una guerra que acabase
afectando a su señor.
Cuando Indalecio se dirigía a la puerta, Denis y Hansa salieron a recibirlo.
—Sois bienvenido, señor de Avalle. El señor de Clermont os aguarda.
Indalecio los siguió hasta una enorme sala a la que se accedía por una puerta de
caoba. Allí dentro, de pie, un hombre de mediana edad lo esperaba. Indalecio lo
observó fijamente. Clermont, con un gesto de autoridad, le tendió su mano. Indalecio
se acordó del encuentro que había tenido con don Dinís.

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Los templarios se retiraron dejándolos a solas. Cuando Denis cerraba la puerta,
pudo ver cómo, fuera, unos y otros se saludaban afablemente. Eran gentes de la
misma causa.
—Tantos años esperándoos y al fin os veo —dijo en pie Clermont—. Llegó
vuestro tiempo.
Indalecio no supo qué contestar. Aquel hombre le impresionaba.
—Os saludo. Tenemos en común las palabras compartidas con don Dinís, rey de
Portugal.
—Tenemos en común muchas cosas más. El aprecio del rey de Portugal es una.
Nuestros ideales de gobiernos justos, nuestra fe en Compostella y su papel en el
mundo, nuestro deseo de avance de nuestro pueblo…, tantas y tan importantes son las
cosas que tenemos en común.
Indalecio estaba cada vez más sorprendido. Nunca hubiese esperado una
conversación así. Delante tenía a una persona muy singular. Pero Clermont no le dio
demasiado tiempo para rehacerse.
—Durante mucho tiempo he esperado este encuentro del que tantas cosas van a
nacer. El tiempo no es más que una sucesión de hechos a veces tan rápidos que parece
no existir. Para algunos carece de dimensión. Es ahora y será en mil años —continuó
Clermont.
—Vuestras palabras me recuerdan las que me decía mi abuelo —dijo Indalecio—,
no estoy seguro de entenderos.
—No lo entenderéis, ni de mí, ni de vuestro abuelo. Lo tendréis que vivir y se
darán cuenta todos menos vos. El mundo verá la elipse del tiempo en la que estáis,
pero vos que estáis dentro, no la veréis.
La elipse del tiempo, pensó Indalecio; lo mismo que decía su abuelo. Se quedó
preso en el recuerdo.
—Sé de vuestro abuelo —adivinó Clermont—. Fue un hombre excepcional.
Indalecio empezaba a descubrir cuánta gente conocía a su abuelo.
—Vos sois un hombre de acción. Nacisteis para eso. Cada hombre nace con un
destino. Vos nacisteis para cambiar esta gran tierra, Gallaecia, a la que el apóstol
Santiago arribó va para mil años. En Tierra Santa vivieron Cristo y su Madre, pero no
yacen allí. Solo cuentan Compostella y Roma, donde yacen Santiago y Pedro. Roma
ocupó los mil primeros años y fracasó. No era el lugar elegido. No supimos ver que
Pedro fue obligado a ir allí porque el poder del Imperio Romano lo requería. Pero
¿por qué Pedro y Santiago eligieron Gallaecia, el fin de la tierra, para empezar la
evangelización del mundo? Aquí no había ningún imperio, ni gente poderosa, ni
grandes riquezas. Apenas un puñado de hombres y mujeres. La razón era otra; el
universo gravita hacia Finisterre; el sol converge y se apaga cada día por sus
acantilados. ¿Por qué? Podría ir en diferentes direcciones.
Indalecio escuchaba absorto. No sabría decir cuánto tiempo había pasado.
—El cristianismo eclosionará desde Compostella. Lo hará frente al sol,

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recibiendo sus rayos en la cara. No era Roma, era Compostella. El Papa tiene que
residir en Compostella. No lo supimos ver. La Iglesia se asentó en Roma, a la sombra
del poder del Imperio y sus modos nos invadieron. Hoy Roma está corrupta.
—Cuando nos percatamos de aquel error, al querer solucionarlo, cometimos el
segundo. Nos embarcamos en las cruzadas, creyendo que allí encontraríamos las
raíces del cristianismo. Perdimos dos siglos, y permitimos que los poderes no
religiosos de Roma y del mundo se apoderasen aún más de la Iglesia. No era tampoco
Jerusalén donde tenía que residir la Iglesia. Jerusalén había ocupado el centro en el
milenio antes de Cristo. Su tiempo también había pasado. No nos dimos cuenta hasta
ser derrotados en las cruzadas. Abandonamos los Santos Lugares. Fue un enorme
sacrificio, porque allí vivió Jesús. Pero continuar en aquella dirección habría
significado perder mil años más.
—Esta vez partiremos desde Compostella. Tras el milenio del templo de Salomón
en Jerusalén y el de la basílica de San Pedro en Roma, pronto empezará el milenio de
la catedral de Santiago en Compostella.
Indalecio estaba fascinado. De aquel hombre emanaba un poder magnético. Lo
que estaba diciendo sería considerado en cualquier lugar una locura y una herejía.
Pero él lo creía. Lo escuchaba con avidez porque le llegaba al espíritu.
—Vos, don Indalecio, habéis sido señalado para dirigir a los nobles de este gran
pueblo, dándole la fuerza que necesita y preparándolo para ser la cuna del
renacimiento de la fe y de la civilización cristianas. Otros pueblos creerán que ellos
son los elegidos y, en este momento, se están preparando para ocupar el sitio de la
Roma decadente y destruida. Fracasarán. Será Compostella: lo decidió Dios al crear
el universo y hacerlo moverse todos los días enterrando el sol en esta tierra. Nadie
puede cambiar eso.
—¿Cómo lo sabéis? —preguntó Indalecio—, ¿dónde lo habéis aprendido?
—En los libros. Lo he aprendido en bibliotecas de todo el mundo. La sabiduría
que miles de hombres acumularon durante miles de años está en los libros. El
conocimiento obtenido durante milenios nos enseña del tiempo y de la unión de la
historia con el presente y con el futuro.
—¿Dónde están esos libros?
—En todo el mundo. En Roma, en Alejandría, en Jerusalén, en Egipto…
Pergaminos procedentes de las excavaciones de los Santos Lugares… El legado de
hombres sabios ha llegado a nosotros para que, esta vez, no nos equivoquemos.
—¿Disponéis acaso de libros que los demás mortales no leyeron nunca? —
preguntó Indalecio recordando aquellos manuscritos que su abuelo había mandado
copiar.
—Sí, algunos textos no habían sido leídos por ningún hombre desde hacía miles
de años. Pero no solo estos. Las Escrituras están llenas del mensaje divino que asienta
la sabiduría. El Antiguo Testamento, con veinticuatro libros, nos cuenta la historia
que debemos interpretar. El Apocalipsis, el primer libro del Nuevo Testamento, nos

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narra lo que tiene que suceder. Está escrito y así será. Pero había otras Escrituras…
—¿Estáis diciendo que la Iglesia no conocía todas las Escrituras? —preguntó
Indalecio.
No podía creer que aquello fuese cierto.
—Hay más escritos que aún tienen que ser interpretados.
Se puso en pie y se dirigió a una mesa sobre la que estaba extendido un
pergamino, en el que había trazados unos extraños signos que Indalecio no había
visto nunca. De haber estado en la recepción a Clermont, habría reconocido los
símbolos grabados en aquella placa de oro que ahora ocupaba el centro de la catedral
de Compostella.
—No os dicen nada —adivinó Clermont—. Sin embargo vuestro abuelo estuvo
toda su vida buscando estos símbolos. No los vio nunca; él los hubiera entendido. Vos
los veis y no los entendéis.
—Explicádmelos —pidió Indalecio lleno de curiosidad y no sin temor.
—Ahora no. Aún es pronto. Quizás algún día, cuando vuestro espíritu esté
preparado para ello. Miradlo bien y grabadlo en vuestra alma; es parte de vuestro
destino.
Indalecio se sintió sobrepasado por todo aquello.
—Nadie puede vivir vuestra vida por vos —dijo Clermont, volviéndose a sentar
en su sillón.
Cuando Indalecio también se hubo sentado, Clermont volvió a tomar la palabra.
—¿Cómo se conectan el pasado y el futuro? Hay un nexo entre esas dos
dimensiones; lo normal es pensar que lo pasado está fuera de nuestro ámbito de
influencia y que es nuestra voluntad la que puede decidir lo que vendrá. Creemos que
el tiempo pasado ya fue y que el futuro va a ser. Pero no es así. Algunos lo
descubrieron, pero no pudieron transmitirlo a los demás hombres, porque no lo iban a
comprender. Se trasladaron a través de aquel nexo y señalaron los lugares donde se
producirían las conexiones. Las damas bafométicas son la señal de la conexión entre
el pasado y el futuro. Dentro de mil años el hombre lo comprenderá; ahora se tiene
que conformar con verlas y seguir sus designios.
—¿Qué es una Dama Bafomética? —inquirió Indalecio.
—Es la piedra que une la vida y la muerte —contestó Clermont.
Pensativo, permaneció un largo rato en silencio. Indalecio no lo interrumpió;
estaba maravillado con la conversación de aquel hombre.
—¿Creéis en la inmortalidad del cuerpo? —preguntó por fin Clermont.
Como Indalecio movió negativamente la cabeza, Clermont afirmó:
—Y, sin embargo, aceptáis sin el menor titubeo algo mucho más increíble: que
Cristo era Dios Nuestro Señor. Y así es. Él hizo a los hombres y cada uno tendrá su
vida. Y la de algunos pocos será para rehacer la Idea y refundar el cristianismo. Si no
lo consiguen tendrán un nuevo tiempo en el que lo volverán a intentar.
—¿Dónde están las damas bafométicas? —preguntó Indalecio.

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—En los lugares predestinados. En Roma había una y duró mil años.
—¿Hay alguna en Gallaecia? —volvió a preguntar Indalecio.
—Buscadla y vos mismo os contestaréis.
—¿Cómo se las reconoce?
—Vos la encontraréis y la reconoceréis. Quizá tardéis, pero la reconoceréis.
Se hizo un nuevo y largo silencio. Clermont volvió a hablar.
—Europa es un gran pueblo que se desangra en peleas y rencillas que traen la
desgracia, el caos y la muerte. Es una maldición que no termina nunca. Cuando la
cristiandad renazca desde Compostella, se producirá la reunificación de Europa, bajo
el mandato de un rey justo y sabio. Formará un gobierno de hombres sabios, que
acabará con aquella maldición.
—Los reinos no se pondrán de acuerdo para aceptar a ese rey y ninguno es tan
poderoso como para conquistar a los demás —argumentó Indalecio—. El Islam está
debilitado. ¿Procedería acaso ese rey de las tierras de más allá del Éufrates y del
Tigris?; tendría que arrasar las naciones. Nosotros no lo aceptaríamos nunca. ¿De
dónde procederá entonces?
—De aquí mismo —respondió Clermont.
La puerta abriéndose los interrumpió; Denis entró en la estancia.
—¿Me habéis llamado, señor?
—Sí, es hora de que nuestros huéspedes cenen. Si nos honráis con vuestra
compañía, la cena está servida —dijo dirigiéndose a Indalecio.
Con pesar, Indalecio comprendió que la conversación había finalizado.
Pasaron a un gran comedor. Muchos sirvientes aguardaban de pie. Sergio, al
frente de ellos, respiraba la extrañeza de aquel encuentro; nunca el señor había
recibido a solas a ningún visitante y mucho menos le había dedicado más de una
hora. Con don Indalecio de Avalle había permanecido toda la tarde.
Indalecio reparó entonces que ya era de noche; Clermont había hablado todo el
tiempo. Mientras caminaba a su lado hacia la cabecera de la mesa, observó su
expresión, ahora enigmática. Por otra puerta entraron los templarios. Bernardo se les
había unido. Fueron saludando a Clermont y al de Avalle. Primero, los de la casa.
Clermont los presentó:
—Los señores de Languedoc, Hansa y Nize.
Después saludaron los templarios, con Bernardo a la cabeza.
—El señor de Quirós, estratega de la Coelleira y general del ejército de Gallaecia
—lo presentó Indalecio.
—Gran conocedor de los secretos de la guerra de la biblioteca de la Coelleira —
afirmó Clermont—, es la unión entre la isla y la tierra.
—¿Cómo lo sabéis? —preguntó Bernardo.
—Todo el mundo en la Gallaecia sabe quién sois —respondió Clermont.
Fue presentando a los demás. Faltaba Enric. Indalecio reparó entonces en que
estaba inmóvil en la puerta de entrada. Parecía que se hubiese quedado petrificado.

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Lo llamó.
—Enric. Acercaos.
Enric permaneció inmóvil. Se había quedado pálido; la figura de Clermont lo
había llevado un cuarto de siglo atrás, allá en las tierras de Jerusalén, en aquella
temeraria incursión. Pero no podía ser. Sintió que se le iba el sentido. Oía lejana la
voz de Indalecio llamándolo, pero no era capaz de reaccionar. Su mente y su voluntad
seguían en aquellos días de su primera cruzada, cuando aquel grupo de templarios
había entrado en los Santos Lugares. Era imposible. Debía estar viendo visiones…
Consiguió dar unos pasos y acercarse a ellos.
—El caballero templario Enric de Westfalia. Un amigo y un valiente. Alma de
nuestra causa —dijo Indalecio, preocupado por que a Enric le sucediera algo. Quizá
no se encontrase bien, pero era la primera vez que lo veía así. Aquel hombre era de
hierro.
—Nos conocemos —aclaró Clermont con una sonrisa amable—. Nos vimos hace
muchos años en otros lugares. ¿Cómo os encontráis, caballero Enric de Westfalia?
—A vuestras órdenes de nuevo, señor —acertó a responder Enric.
Actuaba por instinto. Estaba convulsionado. Era imposible, pero cierto. Él lo
había dicho, «nos vimos hace muchos años en otros lugares…». En un sepulcro,
hacía un cuarto de siglo. Enric había quedado marcado por aquella incursión y por
todo lo que había sucedido. Hacía tanto tiempo que casi había conseguido olvidarlo y
aliviar su espíritu. Ahora, de golpe, revivía. Allí delante, veinticinco años después,
volvía a aparecer.
—Tranquilizaos, señor de Westfalia —dijo Clermont.
Enric reaccionó. Saludó con la cabeza a su anfitrión y ocupó su sitio en la mesa.
Indalecio había sentido que algo extremadamente importante acababa de tener
lugar en aquella sala. Nadie más se había dado cuenta; los templarios y sus
anfitriones seguían hablando; Bernardo parecía dirigir una animada conversación.
Indalecio sintió que allí había dos mundos; uno en el que habían estado durante unos
instantes Clermont, Enric y él mismo, y el de los demás. No sabía explicárselo, pero
habían vivido un instante distinto. No era magia, ni sugestión por la conversación de
la tarde. Era realidad.
La cena transcurrió en medio de una gran animación. Se habló de todo; de la
guerra, de batallas célebres, de la toma de Sevilla, que Bernardo conocía al detalle, de
las cruzadas, del viaje que al día siguiente iban a iniciar hacia la Coelleira. Clermont
no tomó parte en ella; mantenía una atención distante. Enric estaba ausente. Bernardo
narró la historia de Gastón de la Tour, aquel francés, ahora residente en la Coelleira.
Todos la conocían.
—Gastón debió haberse enfrentado con los suyos —concluyó Bernardo.
—Era su destino —dijo Clermont—, las fuerzas del universo quisieron que el
señor de la Tour vagase su dolor por el mundo. El destino sabe para qué.
A medianoche, con extrema amabilidad, Clermont levantó la cena.

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—Nuestros huéspedes inician mañana viaje a las tierras del norte y deben
descansar. Les agradecemos que nos hayan honrado con su presencia.
Cuando salían, Clermont se dirigió a Enric.
—Señor de Westfalia. Algún día, cuando llegue el momento, hablaremos.
Recordaremos otras épocas y otros tiempos.
Enric palideció y asintió. Indalecio vio su rostro convulsionado por el dolor.
—¿Os encontráis bien? —le preguntó mientras salían.
—Sí, estad tranquilos. Es el pasado que vuelve. Tenía que suceder.
Salieron a la calle. La puerta se cerró tras ellos. Enric caminaba absorto. El
tiempo lo había reencontrado.
Aquella noche, a Indalecio le costó conciliar el sueño y, cuando finalmente se
quedó dormido, los sueños y la realidad se confundieron. Se despertó cuando aún no
había amanecido. Tantas cosas habían sucedido en tan pocos días. Tenía que
serenarse y reflexionar. Se le agolpaban recuerdos, sensaciones, sentimientos,
sucesos, imágenes de aquellos años… Se acordó de Cristina. Deseaba que estuviese
allí a su lado. Deseaba hacerle el amor, abrazarla, hablar con ella, contarle sus dudas;
era la única persona que realmente lo conocía. No se sentía bien y no tenía con quién
hablar. La carita de su hijo se le vino a la mente. No volvería a separarse de ellos.
Viajarían juntos a todas partes; el niño pronto tendría un año y soportaría los viajes
que, además, nunca eran muy largos: Gallaecia era una gran tierra, pero se recorría
pronto.
Aquella decisión lo tranquilizó; tener a los suyos a su lado sería de gran ayuda.
No se sentiría solo. Se dio cuenta de que nunca desde su boda había estado tanto
tiempo separado de Cristina. Le diría que se les uniesen en la torre de Andrade, allá
por la Terra Chá, a mitad de camino entre Compostella y la Coelleira. El espíritu
regresó a su cuerpo. Seguía teniendo mucho calor. No era verano, pero la noche
estaba calurosa.
Volvió a quedarse en duermevela. El arzobispo, con la cara deformada, le gritaba;
Clermont se paseaba por la habitación, que se encogía hasta aplastarlos. Enric reía sin
parar. Sintió escalofríos. Tenía que recomponerse y decidir. Pero no podía pensar; le
era imposible. La habitación daba vueltas. Tenía calor. El sol de las tierras de Castilla
le abrasaba. Tenía sed. Necesitaba beber. En la habitación no había agua. Tenía que ir
hasta el comedor. Allí habría un balde lleno de agua fresca. Hombres a caballo
entraron en la habitación galopando alrededor de la cama. No podían estar allí; el
galope tendría que ser por los caminos y campos de Gallaecia. Tenía que avisarlos,
que permaneciesen atentos a la Reina y a Alonso de Guzmán. Tenía que decirles que
no confiasen en ellos. Les gritaba, pero no le escuchaban. Cada vez tenía más calor.
En torno a una mesa redonda, Enric y el conde de Lemos discutían en tono
amenazador. Inés decía a gritos que todo era falso. Relucieron las espadas; el conde
no era capaz de blandir la suya. Parecía pesar como un tonel de vino. El suelo se
cubrió de sangre. El horror llenó la habitación. Se puso a llamar a gritos al conde, a

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Inés, a Enric… y apareció el rostro dulce de Cristina; se aproximó a su cama, se sentó
a su lado. Le cogió la mano. Se calmó. Sintió menos calor. El sol de Castilla se ocultó
tras las nubes. Empezó a llover. Era la lluvia de Gallaecia que le mojaba la cara. Sacó
la lengua para humedecerla. Un torrente de agua le llenó la boca. Abrió los ojos. La
señora de Osorio estaba a su lado, sentada en una silla muy cerca de la cama. Tenía
en la mano paños húmedos. A su alrededor pudo ver a Bernardo, a Enric, a varios
monjes, a Osorio y otras caras que no reconoció. Se incorporó en la cama; la
habitación se movió.
—¿Qué ha pasado?
No necesitó esperar la contestación: estaba enfermo, tenía fiebres.
—Habéis pasado tres días inconsciente, con unas fuertes fiebres. Los doctores
temieron por vuestra vida —dijo la señora de Osorio—; ya os estáis recuperando,
pero aún tendréis que guardar reposo durante algunos días. Hemos avisado a doña
Cristina, que está en camino. Llegará esta noche. Calmaos y reposad.
Le dolía la cabeza y sentía cuchillos en el pecho y en los brazos. Se tocó el lugar
donde le dolía y al notar una sensación viscosa no pudo reprimir un grito. Se miró, el
asco que aquellas sanguijuelas negras le produjo hizo desaparecer la sensación de
fiebre y aun el dolor. Se las arrancó a manotazos.
—Calmaos —dijo Osorio mientras lo sujetaban—, los doctores del arzobispo
recomendaron sangrías. Harán que os recuperéis con prontitud.
El asco era insoportable. Les gritó que se las quitasen…, la habitación se volvió a
empequeñecer hasta aplastarlos. Cuando despertó, Cristina estaba a su lado y le cogía
la mano. Se tocó el pecho. Ya no había sanguijuelas. Supo que con ella allí todo iría
bien. Vio cómo le ponía paños mojados en la frente y sintió sus caricias en la cara. Ya
podía dormir tranquilo. Lo hizo.
Abrió los ojos. Vio a Cristina. Se sentía mejor.
—Cálmate y descansa —le dijo ella.
Le puso un vaso de agua en los labios. Bebió y permaneció contemplándola.
—¿Cuánto tiempo llevo en cama?
—Unos días. Pero todo está en orden. Dentro de poco estarás completamente
recuperado.
—¿Qué he tenido? —preguntó.
—Unas fiebres que parece que trajeron unos peregrinos y que alguna gente de
Compostella cogió. Pero ya estás bien. Ahora tienes que descansar unos días más.
—¿Ha respondido el arzobispo?
Al acabar la pregunta se dio cuenta de que habían quedado para dentro de varios
meses.
—No debes preocuparte. Todo está bien. El mundo no va a acabarse porque estés
unos días en cama —ironizó Cristina—, además he ordenado que, hasta que estés
recuperado, nadie entre aquí; tienes que descansar y yo me encargaré de que lo hagas.
—¿Y el pequeño?

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—Llegará mañana con mi madre y sus ayas. Está guapísimo, como su padre.
—Mejor di como su madre.
Ya se habían reunido. Nunca más se separarían. A medida que pasaban los días
fue sintiendo que las fuerzas volvían a su cuerpo. Unas semanas después ya podía
permanecer todo el día en pie, pero aún no era el mismo. Durante aquellos días
hablaron de lo que tendrían que hacer. Habían comenzado allá en las tierras de Lemos
y del Miño, para hacerse fuertes sin alarmar a sus enemigos. Había resultado bien.
Pero ahora ya habían mostrado su fuerza. De buen o mal grado, ya todos habían
de tenerlos en cuenta. El arzobispo, la Reina, los nobles más escépticos, los más
acérrimos; todos sabían de ellos. Raquel estaba llevando su mensaje por Europa. Una
etapa había concluido. Ahora empezaba otra.
El poder de Gallaecia se manifestaba en Compostella. Allí, en aquella ciudad,
radicaba el verdadero poder; cualquier gesto en Compostella resonaba en Castilla, en
Aragón… Sin embargo, desde Salvatierra, Lemos o cualquier otra villa, todo pasaba
desapercibido, no tenía eco.
—Tuvo más repercusión la acampada de los quinientos hombres que me
acompañaban delante de las murallas de Compostella, que nuestro ejército diez veces
superior allá abajo en las tierras del Miño. Ahora toda Gallaecia ha visto nuestra
fuerza; hasta ahora solo habían oído de ella.
Cristina estaba de acuerdo.
—Nuestro plan de despertar simpatías solo está resultando en parte —continuó
Indalecio—; aquí en Compostella, donde solo se nos conoce por habladurías, no
somos bien vistos. Creo que en otras ciudades puede ocurrir lo mismo. Debemos fijar
nuestra residencia en Compostella, viajando con frecuencia a otras tierras.
—Sí, Compostella te verá a diario y sabrá quién eres —dijo Cristina.
—Sabrá quienes somos —corrigió él.
—Requerirá una reubicación del ejército —objetó Bernardo cuando conoció los
planes.
—Estúdiala y propónmela —respondió Indalecio.
Enric no parecía el mismo. Indalecio le había contado a Cristina todo lo ocurrido
en casa de Clermont. Aquel hombre era extraordinario. No estaban preparados para
entenderlo, pero lo que decía infundía un nuevo ánimo. Quizás algunas de sus
palabras tenían que ser interpretadas: «un Papa en Santiago», «un rey en Europa». No
todos estaban preparados para leer y aun interpretar las Sagradas Escrituras. Con las
palabras de Clermont sucedía lo mismo.
Hablaron de su causa.
—Si la Reina no nos responde en unos pocos meses, tenemos que hacerle ver que
no aceptamos el silencio por respuesta. Le pediré una audiencia y sin esperar a que
me la conceda, acudiré a la corte. No tendrá más remedio que recibirme. Le
explicaremos nuestras peticiones, y con nosotros delante, será más proclive a atender
nuestra causa.

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—Es arriesgado, aunque debo reconocer que por audaz, puede dar resultado —
dijo Cristina—. Pero te pueden prender.
—El ejército nos acompañará hasta las tierras de Toledo —contestó él—. Si
tomasen alguna decisión que no fuese la de parlamentar, nuestro ejército estaría allí,
mientras que los suyos se encuentran en Granada y Almería.
Cristina se inquietó.
—Debemos consultarlo con nuestros amigos y pensarlo mucho —dijo—.
Tenemos tiempo.
—Sí, tenemos tiempo.
Continuó su recuperación. Los doctores del arzobispo lo visitaban con asiduidad.
Portaban siempre sus saludos, «ruega al Apóstol por vuestra recuperación». Fermín lo
había visitado en algunas ocasiones, «el arzobispo me encarga que os transmita que
está en contacto con el clero y con las órdenes para considerar vuestra propuesta».
También Clermont se había interesado a diario por su salud; Denis hacía de
puente entre las dos casas: «El señor de Clermont os saluda. Vuestro destino no lo
pararán unas fiebres. Continuaréis hasta el final».
La nobleza gallega también se preocupaba por su salud.
—La noticia de tu enfermedad —le dijo Cristina—, ha recorrido Gallaecia como
una exhalación. Todo el mundo lo sabe y pide noticias. Algunos han llegado a
asegurar que habías muerto. Debemos enviar emisarios a todas partes,
comunicándoles tu total recuperación.
Enric se ocupó de ello. Volvió la normalidad. Era tiempo de partir hacia la
Coelleira, como tenían previsto antes de su enfermedad. Bernardo le propuso que,
además de los quinientos hombres que los acompañaban, otros dos mil partiesen
hacia el norte por la ruta del interior. En Viveiro, su tierra, al lado de la Coelleira,
harían maniobras. Parecía buena idea; era el momento de que Gallaecia supiera de
toda su fuerza.
Enric también estuvo de acuerdo. Era conveniente «por razones políticas y
militares».
—Si hay algo que necesitéis, sabed que en mí siempre tendréis un amigo. No os
pregunto nada; solo me ofrezco como alguien que tanto os debe —le dijo Indalecio.
Enric era consciente de que a Indalecio no le había pasado desapercibido su
encuentro con Clermont. Le agradecía sus palabras, igual que las había agradecido
aquella noche. Pero de aquello no había nada que hablar. Sí había que tratar de otros
temas.
—Debéis saber que por Compostella se rumorea que habéis sido envenenado.
Vuestra enfermedad no habrían sido fiebres, sino venenos que alguien habría
depositado en vuestra bebida —le dijo Enric.
—¿Dónde lo habéis oído? —preguntó Indalecio preocupado.
No era bueno que se extendiesen esos rumores que beneficiaban a sus enemigos.
—Hansa lo escuchó a su encargado. Después yo lo he oído a la tropa y a los

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criados. Es un comentario a voces en todas las casas nobles de la ciudad —explicó
Enric.
—Y si tal rumor ronda por Compostella, se extenderá también por toda Gallaecia.
¿Qué debemos hacer? —preguntó Indalecio.
—Desmentirlo y achacarlo a la imaginación popular, que no comprende que don
Indalecio, a pesar de su juventud y fuerza, también puede caer enfermo.
—Podríamos añadir que hubo mucha otra gente en la ciudad que cogió aquellas
fiebres que trajo un peregrino —añadió Indalecio.
—Podríamos, pero no sería cierto. Solamente vos os contagiasteis —afirmó
bruscamente Enric.

La comitiva era ciertamente impresionante. Los capitanes a caballo abrían la marcha;


detrás, un grupo de soldados precedían a los carruajes en los que viajaban las
mujeres; tras ellas el grueso del ejército, y cerrando la marcha los carros de alimentos
y pertrechos. Avanzaban como si realizasen una incursión. Nadie recordaba nada
igual en las tierras del norte. Y se decía que por el interior avanzaba un ejército aún
más numeroso que aquel y aún muchos miles de hombres permanecían en su
campamento. La imaginación popular hacía concienzudamente su trabajo. Pronto
correría por toda Castilla el rumor de que en Gallaecia había un ejército de varias
docenas de miles de hombres. Se oiría hablar de ellos.
En el trayecto fueron haciendo alto en los pazos y en los castillos de sus aliados.
Tuvieron largas y animadas charlas. Incluso fueron llamados por algunos que antes
no habían mostrado demasiado interés. Los atendieron. Aquella causa estaba abierta a
todos. No había que demostrar pureza de sangre. Bastaba con apoyarla.
En la torre de los Andrade se les incorporó el grueso del ejército que, aunque
había salido muchas fechas más tarde y desde las tierras del Miño, se movía con más
rapidez. Ahora sí que aquella comitiva era un gran ejército que serpenteaba por los
valles camino de Mondoñedo. Indalecio había enviado un emisario solicitando del
obispo una audiencia y anunciándole que su ejército acamparía en las afueras de la
ciudad.
El valle de Mondoñedo era un hermoso paraje, donde las montañas, que juntaban
sus laderas en una vaguada eternamente verde y fresca, daban protección a aquella
bella ciudad, levantada en piedra para que la naturaleza supiese que iba a permanecer
allí durante siglos.
En la plaza de la catedral, con su puerta cerrada, caminando hacia el palacio del
obispo, Indalecio volvió a experimentar aquella sensación que ya había tenido otras
veces en Tui. Las gentes de Gallaecia eran como aquellas piedras grises y verdes,
llenas de musgo, que rezumaban la humedad que la lluvia había depositado en ellas;
durante siglos permanecían inmutables ante el tiempo, que nada podía contra su
imponente solidez.

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El obispo lo recibió sentado en su sillón con fingida frialdad. Indalecio estaba
seguro de que conocía hasta en sus más mínimos detalles su entrevista con el
arzobispo. Sintió simpatía hacia aquel prelado; le resultaba entrañable verlo con
aquella forzada expresión distante que tanto le debía estar costando mantener. Le
besó el anillo.
—Antes de nada, os pido disculpas —le dijo a modo de saludo—. Confío en que
sabréis excusar aquel enojoso incidente. Fueron los nervios de mi boda, el encuentro
con los templarios y mi carácter impulsivo. Desearía que aquello no se interponga
más entre nosotros. Cristina, a quien conocéis desde niña, también lo desea.
El semblante del obispo cambió con las primeras palabras de Indalecio. Su
aspecto bondadoso borró su artificial rictus anterior.
—Nada me agrada más que lo que estoy escuchando —dijo—, no hay más que
hablar. Todo lo que sucedió aquel día está olvidado y quizá valió la pena, porque
estáis consiguiendo que este pueblo se reencuentre consigo mismo. La Iglesia,
influida sin duda por mi enojo de aquel día, se opuso a vos y nos equivocamos.
Vuestra causa, aunque reste poder terrenal a la Iglesia, hará mucho por el pueblo.
—Os agradezco lo que decís, monseñor —le respondió Indalecio—. Me ayudará
a proseguir, porque sé que nuestras dificultades no han hecho más que empezar.
—Habéis demostrado una gran cautela; sorteando las dificultades que os puso la
Iglesia, sin enfrentaros nunca con nosotros. Así no hay derrotados y podremos seguir
todos juntos. Seguid obrando con la misma calma e inteligencia.
Siguieron hablando largo rato.
—¿Cómo están el conde y doña Inés?
—Esperando para comer hoy con vos.
—Ordenaremos que preparen comida para la familia de Lemos. Nunca permití
que, estando en Mondoñedo, comiesen en lugar alguno que no fuera en el palacio del
obispo.
El reencuentro se había producido. Se sentía satisfecho. Necesitaban del apoyo de
todo el clero; la batalla podría ser dura y cruel.
Unos días después avistaban el valle de Viveiro y la Coelleira. Bernardo y Josefa
se acercaron a él.
—Nuestra tierra y nuestra gente —le anunció Josefa.
Al fondo, la fortaleza de la Coelleira flotaba en medio del mar. Oyeron un trueno
y de las murallas de la fortaleza vieron salir una pequeña nube de humo.
—El maestre Monteforte os da, a su modo, la bienvenida —explicó Bernardo—.
Veréis el arma que os he descrito; la acabáis de oír.
Desde el pazo de los Quirós, la fortaleza resultaba aún más imponente.
—Es un barco de piedra fondeado en la ría —dijo Bernardo—. Si algún día fuese
preciso, nos serviría de refugio para permanecer a salvo ante cualquier ataque. El
mejor ejército se estrellaría contra sus murallas —concluyó.
Si aquella fortaleza fuese aliada, podría albergar un destacamento que diese

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cobertura a todo el territorio de Lugus. Sería el lugar perfecto como atalaya, no para
el mar, sino para la tierra. Entenza, la Coelleira y Lemos serían las tres fortalezas de
su causa. En medio y alejada de la guerra, Compostella.
Cuando los botes que los transportaban se acercaban a la isla, el maestre Conrado
de Monteforte ya los esperaba en el embarcadero. Hacía mucho que no veía a
Bernardo y a Josefa. Con ellos venía el señor de Avalle.
El señor de Quirós fue el primero en saltar al embarcadero; le siguieron Indalecio
y los demás. Bernardo abrazó al maestre, y Josefa, que había desembarcado la última,
abalanzándose sobre él, hizo que el encuentro del señor de Avalle y el maestre del
centro templario de la guerra estuviese exento de cualquier protocolo. Con Josefa
Murías colgada de su brazo, el maestre saludó a Indalecio.
—Estáis en vuestra casa y, como veis, rodeado de amigos. He oído mucho de vos.
La gente del pueblo dice vuestro nombre, pero también mis superiores, que me
encargan que os dé la bienvenida a este castillo.
—Sé que estoy entre amigos. Me satisface hablar con vos —dijo Indalecio.
Caminaron hasta la fortaleza. Dentro, en el patio, formaba la guarnición
templaria. El maestre fue pronunciando el nombre de cada uno de ellos González,
Nieto, Carreira…, Gastón de la Tour. Todos fijaron su vista en aquel templario de
mediana edad y rostro curtido. Debía estar acostumbrado a que su nombre llamara la
atención, pero Indalecio pensó que aquello aumentaría su dolor. Observó atentamente
aquella enorme torre que salía de un lado del patio.
—La biblioteca de la guerra de los templarios —dijo Enric a su lado—. Aquí se
encuentran los más valiosos tratados de guerra que la humanidad escribiera nunca.
Muchas batallas se diseñaron entre estos muros.
—Y algunas por vos mismo —añadió el maestre—, uno de los más aventajados
estrategas que pasaron por este castillo.
—¿Habéis estado aquí? —preguntó Bernardo—, no os había visto nunca antes.
—Hay muchas cosas que habéis visto y en las que no habéis reparado —contestó
Enric.
Indalecio no les atendía. Toda su atención estaba en aquella torre.
—¿Cuántas caras tiene? —preguntó mientras las contaba—. ¿Y esas escaleras
exteriores? Son poco frecuentes.
—Es una torre decagonal —afirmó el maestre—, con escaleras que dan entrada
individual a cada salón de lectura. Hay otras escaleras interiores.
—¿Por qué ese diseño tan inusual?
—Cada biblioteca es un mundo diferente. Los libros son almas vivas que
transmiten sus secretos a los lectores. Y lo hacen mejor si el edificio que los alberga
les ayuda en la tarea. Es conocido que aquella biblioteca que guarda el Tratado de la
Risa de Aristóteles conecta sus salas por un laberinto de escaleras. Esta es una
biblioteca de la guerra y requiere del aislamiento del lector, hombre de la guerra, para
que se sienta seguro. No puede ser visto ni oído; lee y diseña batallas. En ellas la vida

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no vale nada. En la lectura y en la preparación, lo vale todo. Así se construyó esta
biblioteca. Es un cilindro de salas. Está preparada para que los libros más antiguos
sobrevivan al tiempo.
Indalecio mostró interés en visitarla.
—Primero comamos y después yo mismo os la mostraré.
Los acompañaron algunos templarios de la encomienda. Uno de ellos era Gastón
de la Tour. Sin duda el maestre quería que lo conociesen. Hablaron de la isla, de
Viveiro y de sus necesidades. El maestre preguntó por Raquel. Le contaron.
—Es una mujer valiente y decidida. Hará bien su tarea —aseguró.
Hablaron de Gallaecia.
—Creo acertado todo lo que estáis haciendo. Pero no veo vuestro enemigo
militar. Nadie os atacará. Castilla ya lo habría hecho, pero las disputas por el trono no
lo aconsejaron. Ahora sois fuertes y ya no puede. En Gallaecia os admiran, pero el
poder económico sigue en manos de las órdenes y no va a ser fácil que lo recuperéis.
La voz de Compostella seguirá siendo la del arzobispo, porque, por encima de todo,
Compostella es una sede espiritual.
Hizo una pausa y continuó.
—Os seguirán apoyando y, aun, adulando; ya lo hacen ahora, pero vuestro poder
es exactamente el mismo que hace dos años. Es cierto que capitaneáis un poderoso
ejército; sin embargo, por ahora, nada cambió. ¿En qué mandáis vos? ¿Qué
decisiones necesitan de vuestra autoridad? Debéis tener mucho cuidado en no
desgastaros sin conseguir nada. El tiempo corre en vuestra contra. Necesitáis logros.
Nadie hablaba; todos escuchaban.
—Continuad —rogó Indalecio.
—Los monarcas castellanos son perros viejos —siguió el maestre—, y están
ganando tiempo sin hacer una sola concesión. Saben que con esta estrategia, una vez
que no caísteis en su trampa de movilizaros en la lucha contra el infiel, os vencerán.
Incluso rebajaron su presión sobre el clero, permitiéndoles que mostrasen una actitud
más cordial. Todo es estrategia. La vuestra tiene que ser forzar pronto alguna
desamortización. De lo contrario, se correrá la voz de que solo perseguís vuestro
propio interés. El sostenimiento del ejército es muy gravoso; los nobles que os
acompañan en la empresa verán que, en lugar de mejorar, sus haciendas menguan, sus
tierras se empobrecen y, tarde o temprano, dejarán de contribuir y se retirarán.
Entonces vuestros enemigos, ahora agazapados, saltarán y acabarán con vos.
Indalecio estaba de acuerdo. Urgía la audiencia con la Reina. No dijo nada. Miró
a Cristina y vio su semblante preocupado; no le gustaba aquella audiencia y, en aquel
momento, ella también sabía que era necesaria.
—Veamos la torre —dijo el maestre concluida la comida.
Cuando ya estaban de pie, Gastón de la Tour se dirigió a Cristina.
—Veo la felicidad en vuestros ojos. Reflejan vuestra alma. Cuidad de vuestra
esposa —dijo dirigiéndose a Indalecio—. Acabar con vos crearía una leyenda que

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cabalgaría por siempre en la historia de Gallaecia. Acabar con doña Cristina os
destruiría.
—No serán tan cobardes —estalló Bernardo.
Se hizo un profundo silencio en toda la sala. Fue Cristina la que lo rompió.
—Mientras Indalecio conoce la torre, yo preferiría recorrer la isla y asomarme a
los acantilados. Parecen impresionantes.
—Lo son —le aseguró Bernardo—. Yo os acompañaré; el maestre querrá enseñar
la torre a solas a Indalecio.
Recuperaron el ánimo y se fueron a ver la isla. Frey Conrado e Indalecio subieron
las escaleras exteriores de la torre. Fueron recorriendo los salones de piedra, con sus
anaqueles repletos de códices. Bajaron por la misma escalera y, atravesando una
puerta en la primera plataforma, apareció una escalera interior; subieron a la infinidad
de salas de piedra, también repletas de papiros, códices y pergaminos. El maestre iba
explicando a Indalecio lo que albergaba cada una. No había más puertas; Indalecio se
extrañó.
—Bernardo me dijo que había unos recintos a los que solo vos teníais acceso, sin
embargo, no hay ninguna puerta que no hayamos franqueado —afirmó.
—Sois muy observador —reconoció el maestre—. Bernardo dejó vagar su
imaginación; un recinto con códices desconocidos es propicio para la imaginación
juvenil. Pero es cierto que alguno de los pergaminos que os he mostrado son únicos y
muy pocos hombres han tenido acceso a ellos.
Eran una torre y una biblioteca fantásticas. Su abuelo disfrutaría viendo aquello.
Él se sentía reconfortado en medio de todas aquellas reliquias de la guerra.
—Cuánto podría aprender aquí —pensó en voz alta.
—Quedaos un tiempo y hacedlo —le propuso el maestre.
—No creo que sea posible. Tengo muchas cosas que hacer y me falta el tiempo.
—Siempre es posible todo lo que se quiere que lo sea. Depende de la voluntad.
Tenéis que decidir entre lo urgente y lo importante.
Los demás ya habían vuelto del paseo por la isla. No era muy grande, pero a
Cristina le había encantado.
—Quiero que mañana vengas a verla. Te gustará muchísimo —le aseguró a su
marido.
—Quedaos esta noche —les pidió el maestre, así os mostraremos el arma que
estamos probando.
Se quedaron. Antes de cenar vieron aquel cilindro de hierro. Parecía imposible de
mover.
—Pesará por lo menos dos mil libras —calculó Enric.
—Por ahí —contestó el armero.
Contra barcos, lanzaba unas pesadas bolas de hierro, les explicaron, y contra
hombres podía disparar pedazos pequeños de hierro.
—Es un arma mortífera; puede hundir un barco en pocos minutos y producir

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docenas de bajas de un solo disparo —aseguró el armero.
Acabada la cena, en la que se habló mucho de aquel arma, el maestre dijo con
toda solemnidad:
—Señor de Avalle, quiero que sepáis que desde hoy esta encomienda está a
vuestro servicio. Yo personalmente lo quiero así. Pero además los más altos regentes
del Temple me han instruido para que me ponga incondicionalmente a vuestras
órdenes. La fortaleza de la Coelleira y su guarnición son, desde hoy, parte del ejército
de Gallaecia. Bernardo, he pasado de ser vuestro maestre a estar a vuestra
disposición. Sé que vuestro aprendizaje os hará el mejor general que nunca ningún
ejército ha tenido.
—Es un gran honor recibiros en nuestra causa —le respondió Indalecio—. Sois
un gran refuerzo. Decidle a vuestros superiores que aprecio este gesto en lo que vale.
Acordaron que el ejército de Gallaecia debería incorporar aquella nueva arma. Se
instruiría a hombres en su uso y se fabricarían algunos cilindros de hierro preparados
para ser transportados, si bien esto no sería fácil.
Se acostaron. Al día siguiente probarían el arma. Indalecio y Cristina se quedaron
dormidos enseguida. Antes de que amaneciese, un trueno los despertó. Aunque
seguía sin oírse la lluvia, volvió a tronar dos veces más.

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9
EL CONSEJO PREPARA LA LLEGADA DEL REY

L
as sombras del atardecer empezaban a reclamar su tiempo. Aquella urbe
mudaba sus tonos verdes brillantes por los ocres verdosos; el río se
oscurecía por momentos y la catedral, con su silueta recortada contra el
cielo, destacaba aún más. Era una ciudad hermosa. Allí, en el centro de Europa, entre
el Imperio Germánico y la emergente Francia, Estrasburgo parecía desafiar a los
siglos reclamando la atención de los hombres. El olor a humedad y aquel color verde
le recordaban Gallaecia. Sin embargo eran muy diferentes. A Raquel le gustaban los
horizontes cercanos de las montañas de su tierra. No se acostumbraba a aquellos
horizontes planos y tan lejanos que parecían inalcanzables; le resultaban fríos y
distantes. En su tierra aquellos horizontes solo se encontraban en el mar.
Raquel apuró el paso dirigiéndose hacia la plaza de la catedral. No quería llegar
tarde al encuentro con Blanca, la mujer de la que le había hablado el Rey de Portugal.
Habían quedado en su casa al atardecer, y tuvo la deferencia de enviarle un emisario
para decirle que la recibiría cuando a Raquel le conviniese.
Blanca gozaba de las simpatías de la gente de Estrasburgo. Sus anfitriones le
habían contado que ella y su marido eran gente de la universidad, de saneada fortuna,
que se preocupaban mucho de la ciudad; formaban parte de una sociedad caritativa
que se dedicaba a hacer el bien y a dar limosnas a los más necesitados. Costeaban la
farmacia y querían levantar un hospital. Se trataban con la más rancia nobleza del
Imperio y era conocida su gran amistad con el poderoso cardenal Ratzinger, que
frecuentaba con asiduidad su casa. Constanza era hombre muy reconocido en el
mundo de las leyes.
Atravesó la plaza de la catedral. Blanca vivía en una casa que parecía salida de un
cuento. En aquella esquina, al lado de la fachada principal de la catedral, blanca y
negra, de madera y cal, con aquellas vidrieras verdes y rosadas, seguramente de los
mejores vidrios de Bohemia. A Raquel le pareció que vivir allí sería como un sueño.
Los albañiles levantaban las piedras calizas, muy diferentes del duro granito de su
tierra, erigiendo la catedral. Llena de figuras, paredes labradas, con adornos por
doquier, marcaba un estilo que empezaba a recorrer Europa. Estrasburgo y su catedral
en construcción, elevándose al cielo. Como Notre Dame en París, San Pedro en Roma
y Santiago en Compostella. Cuatro templos subiendo hacia Dios. Cuatro lugares que
el destino la había llevado a recorrer. En aquel momento, Raquel se sentía atrapada
entre aquellas cuatro grandes catedrales. Se acordó de Touraine. En las sombras del
atardecer, le parecía que cada templo era el símbolo de un tiempo; cuando, uno, San
Pedro de Roma, decaía, otros tres luchaban por llegar a lo más alto. ¿Cuál se
convertiría en la torre por la que Cristo enviase sus palabras?
Su imaginación volaba. París empujaba a Notre Dame; el Imperio Germánico a la

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catedral de Estrasburgo; ¿quién empujaría a Santiago? Francia estaba en aquella
carrera; su fe en sí misma la avalaba. ¿Estarían en la carrera Compostella y
Estrasburgo? Compostella no tenía detrás un pueblo que la compartiese como
estandarte. Había sido solamente un símbolo izado en la lucha contra el infiel. Los
reyes leoneses y castellanos la habían aupado porque les convenía, en tiempos
anteriores, usarla contra el Islam. Pero ahora su interés estaba en Toledo, Sevilla o
Córdoba. El peso del reino se alejaba de Compostella. No estaba en la carrera. ¿Y
Estrasburgo? No lo sabía. Pero su catedral, imponente, apuntaba hacia Dios.
Un sirviente le abrió la puerta. La esperaban y la debían conocer porque los
guardias armados apostados a ambos lados de la puerta la saludaron.
—La señora os aguarda.
Allí, nada más franquear aquella puerta negra, una joven, rubia y delgada, la
esperaba. La abrazó con efusividad.
—No sabes cuánto me alegra recibirte y conocerte; hemos oído muchas cosas de
ti —le dijo—. Soy Blanca.
Le hablaba en su lengua. Raquel se sintió en un ambiente familiar y cercano,
alejado de todo protocolo.
—Te agradezco que me hayas recibido con tanta prontitud y, aún más, poder
hablar mi propia lengua.
Subieron a un pequeño salón en la planta primera.
—Es mi sala de estar, donde me encuentro conmigo misma —explicó Blanca—;
aquí paso muchas horas a solas y con mi hijo Emmanuel. ¿Cómo te fue el viaje desde
París?
—No ha sido el más pesado de los últimos meses —contestó Raquel. Agradecía
el gesto de haber sido recibida en la sala particular.
Hablaron de su país. Blanca le contó que ella procedía de las tierras del centro de
Castilla, de un pueblo cerca de Toledo, pero al casarse, muy joven, con apenas
dieciséis años, se había ido a vivir a las tierras de su marido, allá por las llanuras de
Extremadura, cerca de Portugal. A su marido le habían ofrecido una cátedra en la
universidad de Estrasburgo y habían aceptado. Llevaban allí doce años.
—He pasado aquí casi la mitad de mi vida. Aquí nació mi hijo. Pero mi alma está
en mi tierra. Cada mañana me acuerdo de la luz de Castilla. Los seres humanos
somos así: estamos ligados a la tierra que nos hizo crecer. Trasplantar un árbol es
posible, si se toman los cuidados necesarios; sufre un año, pero después crece y da
fruto. Las personas, en cambio, nos acordamos siempre de nuestra tierra y sufrimos
toda la vida su ausencia.
—¿Te gustaría volver? —preguntó Raquel.
—Sí, nada me gustaría mas. Pero sé que no sucederá. Esta ya es la tierra de mi
hijo y me ha dado muchas satisfacciones: poder ocuparme de la gente, pertenecer a
un mundo más extenso y la posibilidad de conocer otras filosofías para orientar la
vida. Desde aquí también veo mi tierra; con los ojos del alma y del futuro, pero

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también la veo.
Raquel la entendió.
—Yo llevo más de un año alejada de Gallaecia y de mi gente. Cuando la dejé,
estaba convulsionada. Como tú, desde aquí, yo también la veo.
Siguieron hablando. Blanca, de Castilla y Extremadura y Raquel, de Gallaecia.
Allí, a más de quinientas leguas, en medio de las llanuras centroeuropeas, aquellas
dos mujeres, con cabellos negro y oro, de las tierras del sur, se sentían la una al lado
de la otra. Era la cercanía que crea la tierra.
Blanca habló del viaje de Raquel.
—Algo sé acerca del motivo de tu viaje. Ya nos lo contarás con calma después,
durante la cena que me he permitido preparar y en la que estarán mi marido, el
cardenal Ratzinger, el arzobispo y el burgomaestre. Son buenos amigos y te será
beneficioso conocerlos.
—Te agradezco tu esfuerzo y tu apoyo —dijo Raquel.
Esperaba solamente una charla con Blanca y quizá con Constanza; pero aquello
tenía mucha más importancia. El cardenal Ratzinger era persona cercana al
emperador germánico.
—Te lo agradezco de veras —repitió.
Blanca llamó y una sirvienta entró con un niño tan parecido a Blanca como una
gota de agua a otra. Se abalanzó sobre ella.
—Emmanuel, dale un beso a doña Raquel. Viene de nuestra tierra.
—¿De dónde vienes?
—De las tierras donde las manzanas son rojas —le dijo Raquel cogiéndole la
manita—. ¿Quieres venir conmigo allí y coger manzanas rojas de los árboles?
El niño miró a su madre, que asintió.
—Sí —respondió Emmanuel—, y mamá vendrá con nosotros.
—Pues vamos los tres.
—¿Y tendrás ropa pequeñita para mí?
La carcajada de Blanca y Raquel fue simultánea…
—Avise al señor. Dígale que pronto llegarán los invitados y que la señora Murías
ya está aquí —le pidió Blanca a la sirvienta.
Catherine, que se había mudado con ellos desde la otra casa dos años antes, se
dirigió al despacho de Constanza.
El señor, sentado tras la mesa negra que en otras épocas usara Akal, escuchó el
recado. La sirvienta salió y cerró la puerta. Constanza volvió a leer el mensaje que
acababa de recibir; malas, muy malas noticias. Thibauld de Gaudin, Gran Maestre del
Temple, había muerto. Sintió una enorme pena. Era un gran hombre y, además, había
sido un buen amigo. Lo había conocido seis años antes, en el 992, cuando había
entrado en el Consejo por ser el maestre del Temple. Desde entonces, en unos años
tan turbulentos, su buen criterio había sido de gran ayuda.
La orden tenía ahora más encomiendas y sus miembros superaban los treinta mil.

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Gaudin había cumplido a la perfección las instrucciones de movilizar en torno al
Temple a los nobles de los diferentes territorios europeos. Aquella noche, en su casa
se encontraba aquella señora enviada del ejército que se había movilizado en
Gallaecia. Mucho dependía de aquellas gentes, mucho más de lo que ellos mismos
creían.
Tenía que sobreponerse. Ya habían decidido que el nuevo Gran Maestre que
continuaría la obra de Gaudin sería Jacques de Molay. Era casi una rutina. Bastaba
con poner en marcha el mecanismo y Jacques de Molay sería elegido por el Papa de
Roma.
Recordó con nostalgia la intervención de Gaudin en su primera sesión como
Regente del Consejo. Mucho habían conseguido desde entonces. La amenaza o aviso
del arzobispo en la recepción en la catedral había sido providencial. El señor de
Anjou había tejido una red de escuchas que les había mantenido al tanto de lo que
sucediera en cualquier lugar de Europa y aun del Islam. Así el Consejo había podido
reaccionar a las muertes de monarcas y nobles, tomando parte en la sucesión. Habían
mejorado su posición en Aragón, Italia, Germania y, por supuesto, en Francia.
Conocieron las acciones del Vaticano con mucha antelación. Sabían de los
movimientos de tropas del Islam e incluso de los pueblos más al norte del Imperio
Germánico.
Se acordó de Akal. Vivía en sus tierras de Rotterdam, que el mar inundaba todos
los días y que tanto había añorado. Lo habían visitado varias veces. Quería oír sus
consejos. Era un hombre fuera de lo corriente. Al dejar la Regencia, su salud había
mejorado. Constanza le tenía un gran afecto. Blanca también. Habían estado con él
pocos meses antes.
—Acordaos —le había dicho— de que las Fuentes de la Idea señalan lo que hay
que hacer. Antes no poseían las Fuentes y se equivocaron. Hoy vos las tenéis.
Seguidlas y no erraréis. Aunque vuestra razón os diga que es imposible y os asalte la
duda, seguid siempre las Fuentes. Hay muchas cosas que no comprendemos, pero
forman parte de la realidad, ¿por qué las hojas caen a la tierra cuando se sueltan del
árbol?
—Pero es tan inverosímil que, a veces, lo confieso, me surge la duda. Si nos
equivocamos, habrá que esperar otros mil años. Mucha gente morirá. Nos maldecirán
durante todos los días de mil años, a nosotros y a nuestros descendientes. Cada vez
que veo a mi hijo, el dolor y el miedo me hacen dudar.
—Cuando dudéis recordad que os legaron el Betilo; recordad el lugar donde lo
recogimos. El destino, no el azar, quiso que seáis vos el que lleve adelante el cambio
de la civilización.
Constanza se levantó. Sus buenos amigos y aquella señora de Gallaecia lo
aguardaban. Se había entretenido demasiado y no quería hacerlos esperar. Disfrutaba
en su compañía; le agradaban aquellas veladas con Ratzinger, que más que largas,
eran eternas; Blanca y el arzobispo se retiraban pronto; primero el arzobispo, que rara

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vez superaba la medianoche, «la misa del alba…», acostumbraba a decir. Blanca, que
participaba muy activamente en las conversaciones, resistía unas horas más.
«Emmanuel despertará pronto…»; era cierto. Ellos seguían, muchas veces hasta que
se hacía de día.
Pasó por delante de la puerta de madera negra de la biblioteca y bajó la escaleras.
Sus invitados ya estaban allí. Con ellos, Blanca y una mujer joven, morena, de pelo y
ojos negros, muy hermosa.
—Señora Murías —saludó—, me es grato que una compatriota de vuestra valía y
belleza esté con nosotros. Os damos la bienvenida.
La conversación en la cena fue animada. El arzobispo narró las dificultades de
construcción de la catedral, pese a que no tenían demasiados problemas financieros.
—El Emperador mantiene su empeño en que acabemos antes de que los parisinos
culminen Notre Dame. Pero escasean los maestros albañiles y las esculturas son
esculpidas lentamente. No querría apurar demasiado. Temo que, de hacerlo, no
consigamos la obra de arte que asombre al mundo.
«La deberían concebir más para Dios», pensó Raquel, pero no dijo nada.
—De todos modos, la marcha es satisfactoria —concluyó el arzobispo.
«Es un buen hombre», pensaba Constanza mientras recordaba el incidente en la
catedral. Había puesto en duda la unión entre el pasado y el futuro: la dama y el
pasado. Pero reanudaron su amistad, atribuyéndolo a los nervios de aquellos jóvenes
que no habían entendido las palabras del arzobispo. Muchas veces había intentado
averiguar dónde había obtenido aquel pasaje que había leído.
—Alguien lo introdujo en el misal y yo, creyendo que era una nota que el deán de
la Catedral me pasaba, la leí —afirmaba siempre.
El arzobispo aceptaba la disculpa de los nervios de los jóvenes que acompañaban
a Constanza y este aceptaba la que aquel ofrecía atribuyéndolo al deán de la catedral.
Pero ambos sabían que las dos eran falsas. Algún día conocerían la verdad;
entretanto, su amistad les era mutuamente grata y muy conveniente.
—Va todo tan deprisa que, a veces, no sabemos con exactitud quiénes son los
artistas que realizan cada escultura. Hace ya varios años colocamos una de las más
hermosas piezas y aún hoy no sabemos quién fue su autor. Creemos que debió haber
sido encargada por el Emperador directamente, porque ni siquiera la pagamos. Está
encima del segundo arco. Observadla cuando paséis por allí —le sugirió a Raquel—,
y veréis su belleza y calidad artística.
—Es una catedral con la luz de la religión cristiana. Yo soy de tierra de catedrales
y aprecio su belleza. Es impresionante, pero me llama la atención que su piedra es
blanda. La dureza del granito gallego prepara a nuestras catedrales para resistir
milenios… —Se quedó callada.
—Sí —continuó Constanza—, la piedra de Estrasburgo parece que se va a
deshacer en pocos años. Pero es apariencia. Resistirá milenios, porque sus gentes no
querrán que se caiga nunca. Habrá terribles guerras y esta catedral resistirá al tiempo.

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—La de Compostella, también —insistió Raquel.
—La de Compostella es el tiempo —sentenció Constanza.
—Explicadnos eso —pidió el arzobispo.
—Las piedras de granito con que se construyó la catedral de Santiago son rocas
tan antiguas como el mundo. Por ellas no pasa el tiempo porque son el tiempo. Por
eso el tiempo en Compostella es distinto.
—¿Conocéis Compostella? —preguntó Raquel.
—Desde muy joven peregriné varias veces a aquella ciudad. He estado en la
tumba del Apóstol y he sentido el hechizo de su catedral. Cuando se penetra en ella se
vuelve a los tiempos de Cristo y sus apóstoles. La fe flota en aquel aire y todo el que
lo respire quedará lleno para siempre de la luz del Apóstol, que es la luz de Cristo.
Creía lo que decía, pensó Raquel; no era retórica, ni respeto artístico por la
grandiosa obra de los maestros compostelanos. Era realmente fe. Constanza se dirigió
a ella.
—Recorréis toda Europa. ¿Cómo os están recibiendo?
Raquel narró brevemente su estancia en Roma y en París y habló de la situación
en Compostella y en Gallaecia. El interés del arzobispo se centró enseguida en el
retroceso del Islam. No entendía que el ejército de Gallaecia no estuviese
combatiendo al infiel.
—Esa es la prioridad del cristianismo —afirmó—, combatir al infiel.
Cuando Raquel iba a contestar, se le adelantó Constanza.
—No estoy seguro de eso. Si lo estuviese tendría que aconsejar al Emperador que
llevase sus ejércitos a luchar contra los turcos en las fronteras del este. Las guerras
religiosas han traído una gran destrucción. No fueron buenas. Pero, además, creo que
la nobleza gallega acierta cuando concentra sus fuerzas en torno a Compostella.
Felipe de Francia lo hace en torno a París. Cada uno tiene que defender lo suyo.
—No es lo mismo. El Islam llegó a amenazar Europa.
—Comparto vuestra preocupación —dijo Constanza—. Hay que rechazar todos
los ataques, vengan de donde vengan, que atenten contra Europa y su civilización,
tanto si son musulmanes como si son otomanos. Pero también se ataca Europa desde
muchos de sus reinos y de sus condados y nadie repele estos ataques.
—Ya hemos hablado de eso otras veces —recordó el arzobispo asintiendo—; los
países cristianos se destruyen entre sí.
—Las fronteras de Europa son también las del cristianismo —afirmó Ratzinger
interviniendo en la discusión—. Europa y el cristianismo son sinónimos territoriales,
pero no políticos. La política dentro de la Cristiandad es tan diversa como lo son las
gentes, las culturas y los territorios y no será posible que se unifiquen.
—Os equivocáis —lo contradijo Constanza—. Europa es una realidad imparable
y, tarde o temprano, se impondrá por encima de las diferencias. Hay también grandes
diferencias entre los territorios germánicos y el Imperio es una realidad. Seguramente
son más dispares Marsella y la Bretaña francesa que la Bretaña y Gallaecia y, sin

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embargo, aquellas forman una realidad política. ¿Creéis que hay más diferencias
entre Estrasburgo y la Isla de París que entre Estrasburgo y Praga?
—Estoy de acuerdo con vos, señor de Constanza —lo apoyó Raquel—. Apenas
conozco Europa. Pero en lo que sé comparto lo que decís. Entre Gallaecia y Portugal
no hay diferencia alguna; entre Gallaecia y Valencia hay grandes diferencias y somos
el mismo país.
—Porque los países son muchas veces fruto de los accidentes históricos que
perduran durante siglos. Pero Europa es una unidad por encima de los accidentes.
Somos la civilización cristiana y eso nos hace compartir valores que no perecen. Ese
gran pueblo que es Europa, cuna de culturas y pueblos, suma de reinos, de condados,
de territorios, se acabará imponiendo. Dentro de Europa, cada uno será él mismo.
—Solo se conseguirá por la conquista —insistió Ratzinger—, igual que el
Imperio Romano.
—La situación es diferente. Roma conquistó tribus y pequeños reductos. En
muchos de ellos casi no conocían ni la escritura y fue fácil asimilarlos. La cultura
romana era más consistente. Hoy, cada territorio de Europa es una realidad con
conciencia de sí misma. La Iglesia de Roma está en todas partes. La aniquilación no
sería tolerada y la anexión cultural ya es imposible. Ved un ejemplo; el Islam invadió
la península Ibérica; han pasado cinco siglos y no se la anexionó. Todo lo contrario,
acabarán siendo expulsados.
—¿Cómo se puede unir Europa sin invasión? —preguntó Raquel.
—Por acuerdo. Aceptando, en el propio interés, que un gobierno de hombres
sabios será lo mejor para todos. Pero sé que es una ardua tarea, difícil y con riesgos.
—Incluso peligra la vida de los que lo intenten —afirmó Ratzinger.
—Sí, incluso con el riesgo de la propia vida —coincidió Constanza.
—¿Cuándo se podrá afrontar? ¿Cuándo estará Europa preparada para esta unión?
—volvió a preguntar Raquel.
—Creo que ahora —afirmó escuetamente Constanza.
—¿Lo creéis de verdad? —Se sorprendió Ratzinger.
—Lo creo y va a ser intentado —aseguró Constanza.
Blanca cambió el tema de la conversación.
—Llega la medianoche y como el arzobispo se va a retirar, como de costumbre,
yo quería interceder por la causa de Raquel Murías. Vosotros —dijo dirigiéndose a
sus invitados— tenéis acceso a los foros cercanos al Emperador e incluso a su
persona. Creo que la causa de doña Raquel merece nuestro apoyo. Yo le ofrezco el
mío y toda la colaboración que necesite; quisiera ser su embajadora en Estrasburgo.
Raquel se emocionó con las palabras de Blanca.
—Hago mías las palabras de mi esposa —asintió Constanza.
Los clérigos y el burgomaestre mostraron su conformidad. Poco se podría hacer
desde tan lejos, pero aquel combate también sería suyo.
El arzobispo y el burgomaestre abandonaron la casa. Quedaron ellos cuatro.

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Ratzinger preguntó por Emmanuel. Estaba muy bien, le dijo Blanca. Raquel creyó
llegada la hora que la cortesía señalaba para irse. Cuando lo dijo, Blanca protestó
vivamente.
—Quédate un rato mas; disfrutamos con tu compañía.
Hablaron de las llanuras de Castilla, de los ríos, de Toledo y de Alcalá de
Henares. Y, de nuevo, de Compostella.
—¿Conocéis Compostella? —preguntó Constanza a Ratzinger.
—No, no la conozco.
—Pues os falta por conocer la ciudad más impresionante del orbe —opinó
Constanza—, quizás no la más bella, pero si la mas grandiosa. Levantada en roca,
hace que cada uno se encuentre a sí mismo.
Raquel estaba tan sorprendida como agradada. Sus anfitriones parecían más
cercanos a Compostella que ella misma. Lo dijo en voz alta, mostrando su
satisfacción.
—No os extrañéis —contestó Constanza—, nosotros nos sentimos de todas
partes. La solemnidad pétrea de Compostella nos impresiona, las plazas de Roma nos
elevan, la belleza de París nos ilumina, los bosques de la Selva Negra nos hacen
sentir en la naturaleza… Todo es nuestro.
Continuaron hasta bien entrada la madrugada. Cuando se despedían, Blanca
invitó a Raquel a mudarse a su casa.
—Nos agradaría estar más contigo; yo misma te mostraré toda esta tierra.
Cuando Raquel iba a mencionar que sus actuales anfitriones lo considerarían un
desaire, Blanca se le adelantó.
—He hablado con vuestros anfitriones, buenos amigos nuestros, y lo comprenden
perfectamente.
Aquel pequeño sueño se iba a hacer realidad. Al día siguiente se mudó. Su
habitación, que vio con Emmanuel pegado a ella, daba a la plaza; allí enfrente estaba
la catedral más bella del Imperio. Con Emmanuel cogido de su mano, se quedó
absorta mirando aquella obra colosal; en su imaginación flotaba el pórtico de la
Gloria del maestro Mateo y la imagen de Indalecio…

Cada vez que, desde aquella ventana, veía la catedral, recordaba las palabras de Akal,
«en tanto esté ahí, nuestra causa seguirá en pie». Ahora, cuando los recuerdos se le
aborbotanaban, Constanza aún las escuchaba con más fuerza. En su mente revivía
aquella noche cuando él y Akal habían entrado en la biblioteca, detrás de la puerta de
ébano, pesada como la piedra. Akal le había transmitido las Fuentes de la Idea y
cuando Constanza cobró conciencia de lo que era preciso hacer, comprendió que
Akal no se sintiese con fuerzas para seguir adelante.
—Ahora entendéis por qué me tengo que ir.
Sí, lo comprendía.

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—En mi estado de salud y a mi edad, ya no me siento con fuerzas de abordar todo
este proceso —le había dicho.
Pero él tampoco se sentía con fuerzas para aquello. Aunque mucho más joven, él,
como Akal, era hombre de lectura y de reflexión; eran gentes tranquilas, poco dados a
la acción y más cercanos a las bibliotecas que a los cuarteles.
Desde aquella noche estaba lleno de dudas. No estaba seguro de ser la persona
adecuada para llevar adelante la Idea. No estaba seguro de que no le temblase el
pulso ante algunas decisiones. No estaba seguro ni siquiera de que todos los
miembros del Consejo compartiesen la decisión. El tiempo apremiaba. El milenio
llegaba a su final; las Escrituras lo señalaban; el Apocalipsis hablaba de los Mil Años,
el tiempo en que todo se desencadenaría. No había duda, aquel era el momento. Pero
no se decidía. ¿Y si estaban equivocados? «La fe en las Fuentes de la Idea», le decía
siempre Akal. «La fe en Cristo y en la verdad revelada», le repetía.
Lo decían las Escrituras. Él lo sabía bien, lo había leído. Solamente él y Akal lo
sabían. Si creía las Escrituras, si creía en Cristo, en sus obras, en su palabra, en sus
milagros, ¿cómo podía dudar que las Fuentes de la Idea no estuviesen en lo cierto?
Además, ¿no tenían el Betilo? No había duda, pero él no se sentía con fuerzas. En su
soledad la responsabilidad le pesaba aún más.
Volvió a sentir angustia. Decidió repasar de nuevo las Fuentes de la Idea por si
algo se le hubiese escapado, aunque sabía que se engañaba a sí mismo; las había leído
infinidad de veces. El tiempo era ahora y el Regente era él. Se dirigió a la puerta de
ébano. Se cruzó con Blanca que lo acarició con los ojos; ella sabía lo que le ocurría y
lo ayudaba con aquel silencio lleno de cariño, de fortaleza y de ánimo. No le
preguntaba nada. Solo lo miraba infundiéndole sosiego. Abrió la puerta y entró;
aquella estancia, con las paredes, el piso y el techo hechos en gruesas maderas de
ébano, que cubrían una estructura de piedra, sin ventanas, lo recibió con frialdad.
Cerró la puerta y se volvió a quedar preso de aquella espantosa soledad.
Raquel y Blanca recorrieron la ciudad, el campo, los bosques, los pueblos
vecinos. Lo visitaron todo. Fueron unos días felices. Estaba entre amigos; hablaba su
lengua; recordaba su tierra. Visitaron iglesias y mansiones. En todas partes se las
recibía con cordialidad. Los Constanza eran, en verdad, gente apreciada. Habían
venido de las tierras del sur, pero todos los consideraban de allí. La tez blanca, el
cabello rubio y rizado y la delgadez esbelta de Blanca favorecían aquella sensación.
Dejaron la catedral para el final.
—Cuando sientas el espíritu de esta ciudad y de sus gentes, comprenderás mejor
su catedral. Las catedrales son el alma de los pueblos. Hacen que las gentes se
encuentren a sí mismas. Si su catedral es grandiosa, puedes estar segura de que el
pueblo tiene un alma grande —decía Blanca—. El corazón de un pueblo es su
gobierno. La sangre es la gente. Son los que se tienen que mover por el cuerpo,
impulsados por el corazón. El pueblo, como el cuerpo, necesita de todo, del corazón,
de la sangre, pero ¿adónde van sin alma? Por eso las catedrales son tan importantes y

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por eso la gente las quiere tanto. No es porque en ellas se rece; se reza también en las
iglesias, en las capillas. No es porque en las catedrales esté Dios; Dios está en todas
partes. La gente quiere a las catedrales porque son el alma de sus pueblos.
Qué bonito era lo que acababa de decir, pensó Raquel, «son el alma de los
pueblos».
Blanca le pidió al arzobispo que las acompañase. «La vive; es realmente suya», le
había dicho. Constanza las acompañó.
La visita fue larga; les ocupó toda la mañana. Lluvia de fechas, datos, costes,
artistas, escultores, pintores… Los artífices de aquella obra eran lo más granado del
norte de Francia y del Imperio Germano. Aún quedaba mucho por hacer. Les mostró
también las ofrendas.
—Especial afecto le tenemos a la que vuestro antecesor en la sociedad caritativa,
el señor Becket, nos hizo hace unos ciento cincuenta años y que conservamos como
una de nuestras joyas más preciadas —les dijo mientras señalaba una urna de vidrio
en la que Raquel pudo ver una formidable plancha de oro, en la que había un extraño
jeroglífico y una pequeña piedra negra.
—¿Qué significan esos signos? —preguntó.
—Para la mayor parte de la gente no significan nada; algunos se quedan tan
impresionados por el oro que ni siquiera reparan en los signos, pero a vos no os cegó
su brillo. Tienen que ver con Dios y con la tierra.
—Y con vosotros —le susurró Blanca.
—Vayamos ahora a ver la fachada principal —propuso el arzobispo.
Salieron a la plaza. Se alejaron unas setenta brazas. Constanza volvió a sentir su
propia insignificancia al lado de aquella maravilla.
—Cierra los ojos un instante y ábrelos; hazlo varias veces —le dijo Blanca.
Raquel lo hizo y sintió que aquella fachada se movía hacia ella; era aún más
excepcional. Se acercaron. El arzobispo les contaba cómo serían las torres. Raquel
vio que cientos de figuras la observaban. El prelado les fue contando el significado de
cada una y del conjunto. Se detuvo ante una, situada en el arco izquierdo; era de una
gran belleza. Destacaba entre todas las demás.
—Es una pieza cargada de arte y de espiritualidad; ya os hablé de ella. No me
canso de admirarla. Es la culminación de la entrada de la Casa de Dios, pero
desconocemos su autor y su significado; ni siquiera sabemos quién la encargó y pagó.
Pero da igual, lo importante es que está ahí y que podemos disfrutar de ella —
concluyó el arzobispo.
Constanza y Blanca la observaban, en silencio, con gran atención. Raquel la miró;
era de una hermosa factura; una escultura digna de ser admirada y, con toda
seguridad, de destacarla mostrándola en solitario… Allí, en medio de tantas otras, no
parecía el mejor lugar para exhibirla. El arzobispo opinaba lo contrario.
—Incluso el sitio está bien elegido, porque al colocarla en medio de otras muchas
esculturas, su perfección destaca aún más.

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Raquel notó la atención respetuosa que le prestaban Constanza y Blanca.
—¿Os gusta? —les preguntó.
—Sí, ciertamente es una pieza muy especial —dijo Constanza—, tanto en su
realización, que es en verdad fuera de lo corriente, como en lo que el artista quiso
legarnos. Pero una vez que la piedra toma forma, se separa de su creador y cobra vida
propia. Está viva porque transmite sentimientos y sensaciones.
Raquel no preguntó más; le hubiera gustado conocer su significado, pero veía que
Constanza no diría nada. Por respeto a él, era mejor no preguntar.
—En la catedral de Compostella también hay piedras que están vivas —continuó
Constanza—, la corte celestial, los apóstoles del maestro Mateo, van a seguir vivos
por toda la eternidad. Son mucho más que arte; son mucho más que lo que su autor
esculpió; están inspiradas por el mismo Apóstol por orden de Cristo. Aquella es en
verdad la puerta de la Gloria. Por aquellos pórticos se entra al cielo y sus figuras son
la vida en piedra.
Raquel lo escuchaba atentamente. Ya se había dado cuenta de que Constanza,
cuando hablaba de aquella forma, pensaba en voz alta.
—Hay piedras que unen el pasado con el futuro. En Santiago y aquí en
Estrasburgo se encuentran señales que nos ponen en la pista de Dios —dijo.
—¿Dónde están? —preguntó Raquel.
—Buscadlas y las encontraréis. Pero las tenéis que buscar sobre todo en vuestra
alma —contestó Constanza.
Cuando regresaban hacia la casa, el rostro de Constanza volvió a mostrar
preocupación. Raquel y Blanca hablaban de la catedral y de la plaza. Él no las oía.
Aquel pensamiento martilleaba obsesivamente su cabeza. Tenía que decidir; el
momento se acercaba y ya no podría diferirlo más. Al entrar en la casa, uno de los
sirvientes les avisó que lo esperaban. En la sala de la entrada estaba el cardenal
Musatti. Se saludaron y subieron al despacho negro de Constanza.
Comieron con el cardenal. Raquel no había coincidido con él en Roma, pero su
nombre le era conocido.
—Gozáis de un gran prestigio en Roma —saludó Raquel.
—He venido a Estrasburgo y no he querido dejar de saludar a mis buenos amigos
los Constanza.
—El cardenal Musatti nos trae noticias de Roma. El Papa prepara varias
encíclicas contra el Rey de Francia —anunció Constanza—. El enfrentamiento del
Vaticano y Francia ya no tiene marcha atrás. Pero, además, Bonifacio mantiene una
fuerte polémica con Alberto I de Habsburgo, el emperador germánico. Son malas
noticias.
—¿Es la bula Unam Sanctam? No se hablaba de otra cosa cuando estuve allí hace
unos meses —preguntó Raquel.
—No —respondió el cardenal—, el Papa ha encargado a un grupo de obispos
italianos que redacten una bula contra el Rey de Francia. Además mantiene firme la

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Unam Sanctam.
—Ha hecho algo que considero más importante —dijo Constanza—. Ha
instaurado el Jubileo romano; el próximo año, el año 1000, se celebrará el primero.
Los que acudan a él tendrán indulgencia plenaria.
—El año 1300 —corrigió Raquel—. Es un remedo del Jubileo compostelano.
—Es más que eso. Es el intento de hacer que todo gire en torno a Roma —siguió
Constanza sin atender a la observación de Raquel sobre las fechas—. Primero fueron
las bulas prorromanas y su ejército. Ahora el Jubileo romano. Acabará obligando a
los fieles a acudir a Roma para su salvación. Ante tanta imposición, la gente se
rebelará. Pero el enfrentamiento no será solo contra el Papa. Será contra el
cristianismo. En ese momento el terreno estará abonado y fértil para la herejía y el
cisma.
Hizo una pausa; por la ventana vio la plaza, vacía a aquella hora.
—Esta misma plaza puede ser cuna de otro credo, escindido del Vaticano. Si
surge un cisma, los países sufrirán intensamente —concluyó.
Estaba decidido. Su obligación era ponerlo todo en marcha para que el milenio se
iniciase con las piezas encajadas. Y quedaba menos de un año.
—Una herejía cismática será una grave herida al cristianismo —dijo Musatti
mientras Raquel sentía que le acababa de robar el pensamiento—. Debemos actuar
sin demora.
—¿Os preocupa el Jubileo romano? —preguntó Raquel—; a mí me inquieta
porque restará afluencia a Compostella favor de Roma; pero a vos, que sentís que tan
vuestra es Roma como Compostella, no os debería preocupar.
Constanza miró a Raquel. Era una mujer inteligente pero le faltaban claves.
—Es más que un trasvase de peregrinos de una ciudad a otra. Va contra la
tendencia del tiempo. El Camino de Santiago es más que una ruta que recorren los
peregrinos. Es como una carta marina de culturas que partiendo de todos los puntos
de Europa confluyen en Compostella.
Se levantó y volvió al cabo de un rato con un mapa de Europa. En él aparecían
dibujadas varias líneas; todas conducían a Santiago.
—Partid de Estrasburgo, de Roma, de París, de Lisboa, de Valencia. Fijaos bien.
Desde todas estas ciudades, las que forman Europa, hay una ruta a Compostella.
Todas buscan el oeste. Este es el mapa de las confluencias de los pueblos de Europa
en Compostella. Una convicción religiosa, la fe en el Apóstol, conduce al engarce de
culturas, idiomas y gentes de todo el orbe en la catedral de Santiago. Y esta no fue
una decisión de ningún rey, conde o señor. Fue la decisión del propio Apóstol.
—¿Qué pasaría si, por decisión del Papa, se intentase la confluencia en Roma?
—Que se rompería la sinergia de Santiago y dividiríamos los destinos. A partir de
ahí, cada catedral y cada iglesia reclamarán su indulgencia y el mapa del Camino de
Santiago, que tardó siglos en aparecer, quedará roto. Sería un paso atrás que nos haría
perder muchos años, y ya no digo décadas, sino siglos.

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Raquel se dio cuenta de que estaba de nuevo pensando en voz alta. No lo
interrumpió. Blanca y Musatti tampoco.
—Durante mil años, las rutas del imperio de Roma vieron como la maleza las
cubría. Europa no se conocía a sí misma. Cada reino, cada condado, cada villa,
vivieron cerradas y cercadas en torno a sí mismas. El retroceso cultural de las
invasiones bárbaras hizo inservibles aquellas rutas que, en otras épocas, trasladaban
esplendor. Fue la aparición de los restos del apóstol Santiago, allá en la esquina más
alejada del mundo, la que hizo que la conciencia de Europa despertase. Gentes de
todas partes se echaron al Camino y rehicieron una ruta que los conducía a todos al
mismo sitio: a Compostella. Desde Bretaña, Austria, Lombardía, Nápoles, Barcelona,
las rutas se fueron pavimentando; usaban a veces viejas rutas romanas o dibujaban
otras nuevas. Ahora una red de caminos recorre Occidente.
—Pero una nueva red de caminos que conduzca a Roma hará un Occidente más
tupido —argumentó Raquel—. Quería que Constanza siguiera hablando.
—Si hay muchos caminos y no están señalizados, los peregrinos se pierden. Si se
crea el «Camino de Roma» los Papas querrán que sus señales se vean más que las
otras y, si no, que no haya ninguna. Los caminantes se perderán. En mil años no se
hizo el camino de Roma porque la gente no sentía esa necesidad. Sin embargo, en
menos de cincuenta, las botas de los caminantes crearon el Camino de Santiago,
porque la gente sí sentía esa necesidad. La gente no quería caminar hacia el este, sino
hacia el oeste. ¿Por qué? Contestar a esto es contestar a la pregunta de por qué el sol
se mueve hacia poniente.
—Las rutas romanas las trazaron los ingenieros romanos, buenos conocedores de
las matemáticas y de la edificación. Construyeron cientos de puentes por doquier que,
mil años después, todavía están en pie y dentro de otros mil seguirán uniendo las
riberas de los ríos. En cambio, el Camino de Santiago lo diseñaron los peregrinos, sin
ningún conocimiento de matemáticas y sin haber construido un puente en su vida. Lo
hicieron caminando de cara a Santiago, movidos por su fe y guiados por la Vía
Láctea. Las estrellas señalan el Camino de Santiago, no el de Roma. Los griegos
creían que la Vía Láctea se había formado de las gotas de la leche con que Cibeles
roció el Betilo que había comido Saturno. La Vía señala a Compostella y procede del
Betilo.
Aquello parecía el final de sus palabras. Se hizo un largo silencio. Pero Blanca
mostraba actitud de seguir escuchando.
—¿Qué es el Betilo? —preguntó Raquel.
Constanza no contestó.
—¿Reparasteis alguna vez que la de Santiago es la catedral más occidental del
orbe? —continuó—. Es el último gran templo de todas las religiones que ve la luz del
día. Cuando en todas las demás ya entró la oscuridad, en Santiago aún brilla el sol. Y,
cuando se apaga por el horizonte, toda su fuerza se queda en aquella catedral. Su luz
de fuego entra por el pórtico de la Gloria y se queda en el infinito, al lado de su

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Dueño y Creador. Es el templo del sol.
Se hizo otra vez el silencio. Esta vez fue Blanca la que lo rompió.
—Ya es hora de levantar la mesa —dijo poniéndose en pie.
Musatti se despidió; volvería por la tarde. Raquel se disponía a ir a su habitación
y descansar un rato; el recorrido de la catedral la había cansado un poco. Cuando se
iba a despedir, Constanza se dirigió a ella.
—Me gustaría mostraros mi despacho y la sala de reuniones del Consejo —se
ofreció.
Raquel se recuperó de golpe; el cansancio se desvaneció inmediatamente. Sentía
una gran curiosidad por conocer aquellas salas. Nunca en su vida había visto una casa
tan bella como aquella; sus colores blanco y negro, la madera, los muebles, las
escaleras a la primera planta, las ventanas de vidrieras de colores… la hacían
irrepetible; pero tenía que confesar que sentía una gran curiosidad por conocer las
dependencias en las que Constanza trabajaba.
—Sí —respondió con la alegría de una niña de diez años—, la veré encantada.
Subieron los tres. Constanza abrió la puerta del pasillo que conducía al despacho,
a la sala del Consejo y a una puerta de ébano. Entraron en el despacho. Delante de
aquella mesa que tanta literatura, leyes y tratados habría visto escribir y leer, Raquel
sintió la importancia del estudio y la reflexión. Toda la sala respiraba siglos de
estudio. La gran mesa del Consejo, en la dependencia contigua, le hablaba de los
doctos sabios que allí decidían los destinos de las universidades, de las catedrales o
Dios sabía de qué más.
Encima de la mesa había un grueso volumen. Constanza se sentó y abriéndolo le
señaló a Raquel la silla a su lado. Raquel intuyó que le iba a mostrar algo importante.
Tomó asiento. Blanca también lo hizo.
—En todas partes y en todos los tiempos —empezó Constanza—, los hombres
han querido dejar su legado a las siguientes generaciones y que estas les reconociesen
su labor. Vos misma habréis visto que los maestros canteros que construyen una casa,
una fortaleza o una catedral, quieren que se sepa que fueron ellos los artífices y dejan
en la piedra su firma; son rayas y signos que ellos distinguen, igual que el Rey
reconoce su firma. Cada maestro decide cuál es su señal. Una vez terminada la obra,
aquel signo permanece durante siglos dando fe del buen o del mal hacer del cantero.
Sus nietos podrán mostrar con orgullo el signo de su abuelo cuando recorran el
castillo o la catedral. Los podéis encontrar, casi siempre, en las piedras angulares,
debajo de las ventanas. Cada cantero elige también el sitio donde quiere dejar su
firma.
Empezó a pasar las páginas del libro.
—Estos son algunos de aquellos signos recogidos de castillos y catedrales de toda
Europa. Como veis todos son diferentes, aunque a veces puedan parecer iguales. Pasa
lo mismo con las firmas de puño, porque esto no son más que firmas.
»Hace dos mil años, unas gentes nos quisieron dejar signos en las piedras. En

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vuestra tierra, en Gallaecia, los habitantes de los castros celtas nos legaron también
sus signos: la espiral —dijo mostrando un dibujo—, la podéis ver en diferentes sitios,
siempre en roca. El mismo petroglifo en todas partes; no es una firma, no es una
identificación de una persona. Es una idea grabada en roca, un mensaje, un símbolo
imperecedero en la piedra dura, que para sus moradores tenía un sentido,
seguramente religioso. La cruz esvástica que aparece en piedras de Egipto es otro
símbolo que nos quisieron dejar. No sabemos lo que significan y serán lo que
nosotros queramos. Pueden ser símbolos de armonía o de destrucción; los hombres lo
decidiremos.
»Hace mil años, a mitad de camino entre las espirales y los signos que nos
dejaron los canteros en los castillos occidentales, en las tierras de Asia Menor, en una
cripta, se descubrió una lápida de piedra con esta grabación —continuó mientras
señalaba una página en la que aparecía otro dibujo; un complicado signo que a
Raquel le recordó al de la plancha de oro que les había mostrado el arzobispo—. Por
su rareza, unos mercaderes árabes la trajeron a Europa hace unos quinientos años.
Nadie reparó en el signo y permaneció en una oscura abadía de Normandía.
Trescientos años después, en un sarcófago de piedra usado como abrevadero por unos
campesinos de Escocia, volvió a aparecer el mismo signo.
»Cuando se produjo el asentamiento visigodo en medio de la vasta cultura
bizantina, el mismo signo se descubrió en las paredes de algunos de sus templos,
cerca de sepulcros. Cuando las tierras del norte de Hispania fueron reconquistadas al
Islam, unos caballeros cristianos descubrieron una lápida de mármol en la que estaba
tallada esta señal.
»No era una firma como la de los canteros, ni un signo de una cultura extinguida,
como la celta; era un símbolo que tenía un significado que entendían en la Siria de
hace mil años, en la Escocia de hace setecientos, en el norte de la Hispania de hace
cuatrocientos y en los templos de Bizancio en los momentos de su mayor esplendor.
La misma señal en lugares tan distantes. Algo deberían tener en común aquellas
gentes para usar el mismo símbolo en algo tan importante como el entierro de sus
muertos o el culto a su dios.
»Hace doscientos años unos hombres se pusieron a estudiar este mensaje.
Encontraron la misma señal en más lugares de Asia Menor, de Bizancio y de Europa.
Todas eran idénticas. Cientos de años y miles de leguas los separaban. Era un
símbolo tan complejo que no se podía atribuir aquella coincidencia a la casualidad;
tenía que haber alguna razón. Siempre en tumbas y en iglesias. Aquellos estudios
iniciales no fueron capaces de descifrar su significado.
—¿Y cual es? —preguntó Raquel, que no había ni pestañeado durante toda la
narración.
—Eso ahora da igual. Lo importante es que mucha gente cree que este signo, que
pervivió en el tiempo y se extendió por todo el mundo, se usó para señalar los lugares
donde yacían gentes que se quería que permaneciesen unidas por todo el tiempo.

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—¿Era ese el significado que le daban los que lo grababan en sus tumbas?
—Su significado solo puede ser la unión en el tiempo. Para nosotros se ha
convertido en un símbolo con el que mostramos nuestra creencia en Occidente.
—¿Se sigue usando? —preguntó Raquel—. Me refiero al uso que se le dio
durante miles de años.
—Sí. Estoy seguro de que aquella cultura milenaria sigue viva —aseguró
Constanza.
—Tan antigua como el cristianismo —dijo Raquel.
—Más que el cristianismo —intervino Blanca—, mucho más.
Raquel estaba impresionada. No sabía muy bien qué era lo que estaba sucediendo.
Se sentía perdida. Le estaban transmitiendo algo, pero no lo entendía. No creía que
aquello fuese un juego; le hablaban con toda la seriedad. Y Constanza no parecía un
hombre dado a supersticiones, magias o juegos cabalísticos. Pero no lo comprendía.
No estaba preparada. Se sintió aturdida. Tenía que calmarse y pensar en lo que había
sucedido. Quizás entonces lo comprendiese. Blanca vio la cara confundida y hasta
algo asustada de Raquel.
—No quieras entender lo que aún no puedes —la tranquilizó Blanca con su voz
suave—. Hace unas horas viste por primera vez un grabado que no te decía nada; era
un grabado más, uno de tantos. Ahora sabes que es un símbolo cuyo significado lo
hizo durar miles de años. —Sonrió—. Confía en nosotros. Este signo tiene que ver
con nuestra vida y con la tuya.
Cuando Raquel fue a decir algo, Blanca puso el dedo índice delante de su boca,
en señal de silencio. Se aproximó a la ventana y miró a través de los cristales.
—Está nevando. A veces, cuando nieva, llevo a Emmanuel a la calle. Saca la
lengua para recoger copos de nieve y trata de comérselos; cuando lo hace ya son
agua. Pero no se desanima. Lo vuelve a intentar. No lo comprende pero da igual; lo
importante es que disfruta y es feliz.
Se volvió y cogió a Raquel del brazo.
—Vamos a pasear con Emmanuel, estas pueden ser las últimas nieves del
invierno.
Salieron a la plaza.
—Hoy no voy a comer nieve porque se me enfría la lengua.
Recorrieron la ciudad. Viendo a Emmanuel y a Blanca jugar al lado del río, a
Raquel le parecía que todo había sido un sueño. Cogió nieve, hizo una bola y se la
arrojó a Emmanuel. Él le contestó con otra. Estaba de nuevo en el mundo real.
Aquella noche, en la desnudez de su cama, Constanza abrazó a su esposa. La
quería y la deseaba; el amor lo dominaba y lo llenaba de placer. La abrazaba y se
sentía abrazado en la pasión de los cuerpos. Su respiración cruzada le infundía la
fuerza para seguir adelante. Blanca estaba con él. Se durmió.
Despertó bañado en sudor. La sensación de placer y sosiego se había
transformado en agitación y angustia. Estaba aún muy oscuro; la noche seguía dueña

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del sueño. Pero para él no existía. Solo el martilleo incesante de aquello que había de
hacer. Por la tarde estaba decidido a seguir su destino, por duro que fuese. Ahora
volvía a dudar.
Repasó de nuevo cuál sería la reacción de cada uno de los miembros del Consejo
cuando conociesen las Fuentes de la Idea. Algunos no estarían de acuerdo. Quedaban
nueve meses para el milenio. O ahora o dentro de otros mil años, y solo Dios sabía lo
que ocurriría en ese tiempo. La voz de Blanca lo sacó de sus pensamientos.
—Ramón, hay que hacer lo que hay que hacer. No dejes que la duda haga mella
en tu espíritu y te aparte de tu destino. Sé tú y actúa.
Su incertidumbre desapareció con aquellas palabras. Aunque nada le había
contado, Blanca, a su lado, parecía saberlo todo. Como aquella vez en su tierra de
Extremadura, cuando le dijo que debían irse a Estrasburgo. Siempre le había hecho
caso; ahora también.
En un mes se reuniría el Consejo. Acudirían todos sus miembros. Solo faltaría
Gaudin, que lo seguiría desde detrás del pórtico de la Gloria. Jacques de Molay ya
asistiría en calidad de Gran Maestre del Temple. Tenían que designar un nuevo
miembro. Él sabía quien era la persona adecuada; se lo había dicho la Dama. Sintió la
mano de Blanca cogida de la suya. Se durmió.
Cuando despertó, Blanca ya no estaba en la cama. Se vistió y bajó al comedor. Lo
esperaban para desayunar; Catherine había traído la leche y el pan, y acercaba un
plato con tiras de carne seca de venado y carne fresca de cerdo.
—El invierno se está prolongando más de lo habitual; este frío no desaparecerá
hasta dentro de un mes y la nieve seguirá cubriendo los campos —vaticinó Constanza
mirando por la ventana desde su sitio en la mesa; estaba empezando a poner en
marcha su plan.
—Ayer estuvimos jugando con la nieve —le explicó Raquel—. Emmanuel nos
echó en la cabeza toda la nieve del mundo. Me recordó a mi infancia en las tierras de
Arquide, cerca de Fonte Sacra; la nieve, algunas veces, nos mantenía aislados durante
varios días. Mi madre la odia. A mí me encanta.
—Con este frío no podréis viajar; sería muy peligroso. La nieve cubre aún los
caminos. Si partís ahora, seguramente os quedaréis unas semanas bloqueada en
alguno de los pueblos de la ruta a París —le recomendó Constanza.
El rostro de Raquel se ensombreció. Llevaba demasiado tiempo fuera de
Gallaecia y tenía unas irresistibles ganas de regresar. Le vino a la mente Indalecio; se
dio cuenta de que se acordaba de él casi constantemente.
—No sé si debo retrasarme más. Mi tarea ha concluido y debo regresar —dijo
Raquel.
Aún no sabía si Indalecio habría recibido su recado enviado desde París. Cada vez
que se acordaba de las palabras del conde de Rouen se preocupaba tanto como el
primer día y tenía que pensar en otra cosa.
—Salir ahora no significa llegar antes. La nieve no os permitirá seguir. Solamente

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a caballo se podría hacer y no seréis capaz de cabalgar quinientas leguas. Insisto en
que os quedéis —dijo Constanza.
—Si don Indalecio estuviese aquí, no te dejaría partir —apostilló Blanca.
Raquel la miró.
—Tienes razón; esperaré a que desaparezcan las nieves.
—Además, quizá vuestro cometido aún no haya concluido —le avanzó Constanza
—. Dentro de unas semanas recibiremos en esta casa a los miembros del Consejo de
Caridad. Son gentes muy bien relacionadas en sus países y seguro que estarán
encantados de conocer vuestra causa. Puede seros muy provechoso y nosotros
disfrutaremos de vuestra compañía.
Aquellos días transcurrieron en paseos por el final del invierno de Estrasburgo,
charlas con Blanca y juegos con Emmanuel. Pronto la nieve dejó sitio al verde
brillante de los campos y de los árboles. Los primeros rayos del sol de la primavera
mostraron aquella tierra magnífica. Raquel no se cansaba de pasear por la ciudad, por
los campos y disfrutar de aquel paisaje.
Constanza se unía todos los días a ellas en alguno de sus paseos. Su ánimo había
cambiado. Se sentía seguro, sonreía; sabía que estaba haciendo lo correcto. Trabajaba
denodadamente. Todo requería la mayor coordinación. Había que extremar la
atención a Roma y a Compostella, porque allí radicaría el gran cambio del orden
religioso y eso toparía con resistencias. En París, el Rey de Francia sabría hacer su
trabajo.
Unos días después, Blanca entraba en la habitación de Raquel.
—Un caballero templario acompañado por Joseph pregunta por ti.
El corazón de Raquel dio un vuelco; eran noticias de Indalecio; salió corriendo de
la habitación, bajó las escaleras a saltos y, llena de ansiedad, ni saludó a sus
visitantes.
—¿Cómo están todos en Gallaecia? —preguntó.
—Todos están bien —replicó rápidamente Joseph, conocedor de la ansiedad de
Raquel.
En la dependencia que Blanca les había ofrecido para poder hablar sin ser
interrumpidos, Raquel respiraba con agitación contenida mientras Moreau, uno de los
templarios que acompañaran a Enric a Gallaecia, narraba todo lo acontecido en
aquella tierra. El ejército imponente ya había sido visto por todos; la entrevista de don
Indalecio y el arzobispo había ido bien. Don Indalecio había sufrido unas fiebres que
habían hecho temer a todos por su vida…
—¿Qué fiebres? ¿Cómo está? Aseguradme que está sano —interrumpió Raquel
muy alterada.
—Tranquilizaos, don Indalecio es fuerte y se recuperó en pocas semanas. Está
perfectamente. Preguntádselo si no a los oficiales que derriba en los ejercicios de
adiestramiento —bromeó Moreau—. Está recuperado por completo y me encarga que
os transmita su felicitación por vuestro cometido. Toda Gallaecia sabe de los buenos

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resultados de vuestras gestiones en Aragón, Roma y últimamente en París.
—¿Ha recibido don Indalecio el mensaje que le envié desde París? —preguntó
Raquel.
—Lo ha recibido y lo ha entendido a la perfección. Me ha encargado que os lo
repita textualmente. No debéis preocuparos. Todo está bien.
—¿No ha respondido la Reina aún a nuestras demandas? —preguntó Raquel.
—No, pero don Indalecio avanza ahora hacia Toledo para tener una audiencia con
ella.
—Es muy peligroso, es muy peligroso —repetía Raquel paseando nerviosa por la
sala.
—Don Indalecio sabe lo que hace —dijo Joseph con contundencia.
Raquel se sentó. Moreau continuó la narración. Las noticias eran buenas, pero
aquel viaje a la Castilla de la Reina Molina la dejó muy preocupada. Se despidieron.
Moreau los acompañaría en el viaje de regreso.
—Don Indalecio es un gran hombre, ¿no? —preguntó Blanca cuando los
templarios se fueron.
—Extraordinario —afirmó Raquel; le relató a Blanca su primer encuentro con él
en aquella taberna de Taboeja—. Cree en lo que hace. Nunca he conocido a nadie tan
inteligente.
—¿Le tienes mucho cariño? —preguntó Blanca.
—Sí, mucho —se sorprendió Raquel afirmando—, le quiero muchísimo.
Blanca lo asumió con naturalidad.
—Es natural que le tengas tanto cariño. Yo a través de tus historias de Gallaecia
también lo quiero.
—Me encantaría que conociese esta tierra tan hermosa. Sé que le gustaría —dijo
Raquel.
—Pues cuando vuelvas en tus manos estará el conseguirlo —le respondió Blanca
con aire enigmático.

Los miembros del Consejo fueron llegando. Acababa de amanecer y ya muchos de


ellos esperaban en la casa. Al quitarse la capa, sus trajes lucían el blanco, rojo y
negro, «los colores de la sociedad caritativa» le decía Blanca a Raquel. «Jacques, un
caballero de las tierras del sur de Francia. Ramón, de las tierras mediterráneas de
Aragón, hombre de filosofía; Maestro es una eminencia en leyes». Un anciano de
aspecto venerable le fue presentado como «Francis, un inglés, profesor en Oxford,
encarcelado por pensar…».
—En esta empresa —le explicó Blanca— lo que importa es la voluntad de trabajo
y el compromiso con el bien. Los apellidos, por nobles que sean, aquí no tienen valor.
Reconoció a Musatti, con el que había estado unos días antes.
—Sí, también es miembro del Consejo —dijo Blanca.

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Cuando estuvieron los once miembros, Blanca les habló de Raquel, enviada de
don Indalecio de Avalle, el cabecilla del levantamiento de los nobles de Gallaecia.
Parecían conocer la situación, especialmente Jacques y Ramón. Asaetaron a Raquel
con las más variadas preguntas sobre Compostella, el arzobispo, el Camino de
Santiago, sus aliados, sus enemigos. Pareció interesarles mucho que Indalecio
intentase forzar a la Reina a definirse.
Más de una hora pasó hasta que un ayudante entró en la sala.
—El Regente os ruega que paséis a Consejo —anunció.
Subieron las escaleras en fila de a dos, según el ritual, por orden de antigüedad.
Entraron en la sala y se quedaron de pie delante de sus asientos en torno a la gran
mesa de caoba. Por la otra puerta entró el Regente. Los saludó inclinando la cabeza.
Se sentaron. Constanza, solemnemente, empezó a hablar.
—Iniciamos una sesión trascendental. Dentro de ocho meses cambiará el milenio
y ese será, por fin, el momento. —Hizo una pausa y continuó—: Quiero recordar a
Thibauld de Gaudin, que hoy está en el Consejo del Señor. El señor de Molay es
ahora el Gran Maestre del Temple. Al final de la reunión hablaremos del nuevo
miembro a incorporar.
Jacques de Molay se había sentado en el lugar que hasta entonces había ocupado
Gaudin.
—Como os decía, llegó el momento de las grandes decisiones. Sabed que todo lo
que os voy a transmitir forma parte del gran proceso para la entronización del rey en
Europa.
La atención era máxima.
—Roma fue un error que tiene que ser rectificado. Pero el Papa Bonifacio está
haciendo del papado un poder territorial que, de acrecentarse, consolidaría al
Vaticano como un gran estado. Bonifacio debe ser derrocado.
Hizo una pausa. No se había equivocado, sus últimas palabras habían
conmocionado a todo el Consejo, pero nadie dijo nada.
—Su autoridad moral está en entredicho en toda la Cristiandad. Debemos apoyar
al rey de Francia y al Emperador germano para que intensifiquen sus enfrentamientos
con Bonifacio. Requerirá años, pero es preciso frenar al Papa.
Musatti pensó que Bonifacio se resistiría con todos los medios a su alcance y
habría una gran guerra, que solo se terminaría con la muerte del Papa. No dijo nada;
los demás lo sabían también. El ambiente solemne de la sala se hizo tenso. Estaban
decidiendo el derrocamiento y aun la muerte del Papa de Cristo en la tierra. Pero
Constanza no les dio tiempo a meditarlo mucho.
—El Temple desencadenará revueltas contra todos aquellos nobles y clero que
apoyen al Papa. Tenemos que asegurarnos condados leales a nuestra causa. El rey de
Francia debe creer que se le apoya para unificar Europa bajo su mando. Lo mismo se
debe transmitir al Emperador germánico. Los reyes de Castilla, Aragón, Italia y
Portugal recibirán el mensaje de una liga de reinos cristianos que, convocados por el

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Papa, tomará las decisiones de arbitraje entre los reinos.
Aquello era una revuelta a lo largo y ancho de toda Europa.
—Dos lugares tienen especial relevancia, continuó. Estrasburgo, desde donde
seguiremos actuando. Esta ciudad es el centro de Europa y, desde ahora, será su
corazón.
Hizo una pausa y bebió un sorbo de agua. Posó el vaso en la bandeja de cristal
que tenía delante. Estuvo un rato en silencio, pensativo.
—Y Compostella, la ciudad donde van a converger todos nuestros esfuerzos. Es
el lugar de atracción de las culturas y de los tiempos. Desde allí, iniciaremos un
nuevo cristianismo.
Hizo una nueva pausa y prosiguió.
—Con el milenio se iniciará el Papado de Compostella. Ya no será más el de
Roma, como quiere el Vaticano, ni el de París, como quiere Felipe IV, ni el de
Estrasburgo, como quiere Alberto de Habsburgo. Será el milenio del papado de
Compostella, como quiso Nuestro Señor Jesucristo.
De nuevo pudo ver la sorpresa de los miembros del Consejo. Sabían que
Compostella era un lugar elegido, pero no esperaban el vuelco de acontecimientos
que el Regente proponía. Sería imposible de conseguir.
—Es preciso que el Papa cree un cardenalato en Compostella. Lo solicitaremos
como una compensación a aquella ciudad por el Jubileo romano que tanto la puede
dañar. Más adelante decidiremos quién debe ser el primer cardenal compostelano.
Para esto es preciso reforzar el poder de Gallaecia y de Compostella. Tenemos que
apoyar y fortalecer la rebelión que los nobles de aquella tierra pusieron en marcha.
Haremos que sean poderosos y respetados en todo el orbe.
Llull, desde su sitio, reconocía la inteligencia de Constanza. Todo era tan
inesperado como impecable. Constanza no había acabado.
—Quiero proponeros la persona que creo más conveniente para incorporar al
Consejo en el lugar vacante dejado por nuestro buen amigo Gaudin. Os propongo a
don Indalecio de Avalle, el noble que encabeza el movimiento de nobles de Gallaecia,
de quien todos habéis oído hablar. Es hombre justo, valeroso y bueno. Arriesga su
vida por aquella causa, que es la nuestra. Hace unas horas habéis conocido a su
embajadora. El señor de Avalle reúne en su persona méritos para formar parte de este
Consejo. Todos comprendéis que su incorporación está relacionada con el cambio
que la territorialidad cristiana va a experimentar en los próximos tiempos. Que Dios
nos ilumine.
Un largo silencio siguió a sus palabras. Todos meditaban. Nada se había dicho
sobre el Rey de Europa, ni sobre quién convendría como nuevo Papa. Comprendieron
que aún no era el momento. Ramón Llull levantó la mano, Molay hizo lo mismo y
Eckhart y Bacon… Todas las manos se levantaron. El Consejo empezaba la
deliberación del cambio del papado de la Cristiandad.

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—Son largas las reuniones del Consejo —le comentó Raquel a Constanza durante la
comida—. Es el cuarto día que os reunís en sesiones de mañana y tarde.
—Hay algo que os quiero contar —le dijo Constanza—. Nuestra sociedad,
además de sus fines benéficos, también trata de muchas otras cuestiones que sus
miembros y yo mismo como presidente queramos plantear. Hablamos de la Iglesia,
de la cultura, de la situación de los reinos, de la política, de los estados, de la guerra.
Debatimos de todo con absoluta libertad.
—Dada vuestra procedencia tan diversa y los puestos que desempeñáis, deben ser
discusiones de gran interés —opinó Raquel.
—Sí, lo son. Hemos dedicado una sesión a hablar de Gallaecia y de Compostella.
La causa de don Indalecio de Avalle y su gente ha interesado a los miembros del
Consejo. Tanto que hemos acordado proponerle que se incorpore al Consejo.
Raquel recibió aquella propuesta con gran entusiasmo.
—Le encantará participar en esta empresa. Creo que resultará útil para vos y para
nosotros; hará nuestra causa más conocida. Pero no sé si su tarea se lo permitirá. Está
demasiado ocupado —concluyó mostrando sus dudas.
—Ayudadnos a convencerlo —le rogó Constanza—. A veces lo que parece una
pérdida de tiempo resulta ser un puente para cruzar el río más rápido. El señor Llull y
el cardenal Musatti viajarán a Compostella, y si no os importa os acompañarán, para
hacerle a don Indalecio el ofrecimiento de formar parte de nuestra sociedad. La miró
a los ojos.
—Quiero que me prometáis que nos ayudaréis a convencerlo. Es muy importante
para él y para todos nosotros.
Raquel supo que, sin decirle nada, le estaba diciendo todo.
—Estad seguro de que lo haré —aseguró.
Unos días después el carruaje que la iba a llevar de regreso a su tierra se paraba
delante de la casa. La invadía una alegría incontenible. Pasaría un par de días en
París, como había prometido al conde de Rouen, y marcharían sin descanso hasta
Gallaecia. Ya veía delante de ella los suaves montes de su tierra.
—Recibid el milenio al lado de don Indalecio y los vuestros —la despidió
Constanza.
—Os equivocáis. Recibiré con ellos el nuevo siglo. Estamos en el año del Señor
de 1299 —corrigió otra vez Raquel.
—A veces soy distraído —se excusó Constanza sin darle importancia.
Se volvió. Blanca tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Os envidio. Yo también volvería a mi tierra —le confesó mientras se
abrazaban.
Dijo adiós a Emmanuel, que respondió:
—Mamá, dile que no se vaya. Dile que se quede con nosotros en la Casa de los
Sueños.

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10
EL ENCUENTRO CON LA REINA EN TOLEDO

A
medida que se acercaba a las murallas de Toledo, Indalecio las apreciaba
más. Estaban construidas para resistir los más duros ataques, ya fueran de
infieles o de cristianos; de religiones aquellas murallas entendían poco. Se
sentía seguro; a su lado el conde de Lemos y una guardia. Detrás, a lo lejos, si se
observaba con atención, se podían divisar las siluetas de las tiendas donde acampaba
su destacamento. A dos días de marcha, en aquella pequeña villa llamada Madrid,
cerca de Alcalá de Henares, se había quedado el grueso del ejército, al mando de
Bernardo. Con ellos Cristina y el niño e Inés. Cristina había insistido; era una marcha
tranquila y quería ir. Se quedarían lejos de la corte y, si algo sucedía, volverían a
Gallaecia. A Indalecio le pareció bien. Aquel episodio iba a durar meses y así no se
separarían.
Una marcha de maniobras, era lo que habían dicho a todos. La sorpresa inicial,
que había alertado a todo el reino, se había transformado en estupor cuando vieron
aquel ejército. Ahora, acampado a la vista de la Reina, Indalecio estaba seguro de que
el estupor se habría convertido en enfado; confiaba en que no llegasen a la hostilidad.
Aquella situación le agradaba. Le producía una gran satisfacción ver que su
acción, por osada, había conseguido su objetivo. En toda Castilla no se hablaba de
otra cosa y estaba seguro que dentro de aquellas murallas, en aquel momento, la
Reina los estaría observando; ahora ya sabría que Gallaecia era merecedora de
atención.
Tenía que conseguir que María de Molina hiciese alguna cesión, de lo contrario
quedarían en una situación comprometida. Era consciente del riesgo que corrían.
Sobre todo, después de que las cosas con el arzobispo no habían ido finalmente tan
bien.
Su estancia en la Coelleira y en el valle de Viveiro había sido muy provechosa.
Realizaron maniobras, incluido un simulacro de asalto a la Coelleira, que se había
mostrado inexpugnable. Solamente se la podía tomar por hambre y tras un sitio de
muchos años.
—Hay una forma —había insistido Frey Lorenzo, el armero—, si se instalan
caños de hierro en balsas a doscientas brazas de la fortaleza y se somete a un fuerte
ataque con las bolas de hierro, se destruirían las almenas e, incluso, se podrían abrir
boquetes de entrada en las murallas.
Se llevarían varias de aquellas armas. El maestre Conrado les proporcionaría,
cada vez que se agotase, reservas de aquel polvo poderoso que disparaba los caños.
—¿Cómo lo hacéis? —le había preguntado Bernardo.
—Nos lo traen desde las tierras de Valencia y ellos lo obtienen en Argel. Parece
que procede de Asia —había contestado el maestre.

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—Entonces debemos consumir lo menos posible en los adiestramientos y
guardarlo para la guerra —había respondido Bernardo.
—Si me avisáis con unos días, os proporcionaré todo el que necesitéis. Lo
almacenaremos en la fortaleza para cuando sea preciso.
El maestre Conrado había ordenado que nadie supiese la fórmula de aquel polvo
de fuego. Era su secreto.
Decidieron la distribución de las fuerzas. El ejército se dividiría en cuatro
guarniciones, cada una al mando de un templario; una en el valle de Viveiro, con la
isla Coelleira en la retaguardia, otra en el castillo de Lemos, otra en Compostella y la
más importante en Salvatierra, en el castillo de Entenza, en las tierras del Miño. Los
señores de la guerra de la fortaleza de la Coelleira aprobaron aquel plan. Todos
coincidieron que con aquel dispositivo estaban en situación de hacer frente a un
enemigo exterior cinco veces superior. Además, si se necesitaba, su avance sobre
Compostella sería imparable.
Los primeros días de la estancia en Compostella habían resultado muy atareados.
Eligieron un pazo desocupado, en la robleda de Santa Susana, al lado del río Sar,
cerca de la puerta Faxeira. Lo había pedido Cristina; no le gustaba vivir en la ciudad.
Quería que su hijo, que ya estaba en edad de correr libre, lo hiciese por el campo y no
en medio de calles, casas y gentes desconocidas. En caso de ataque se podían
defender durante unas horas, hasta que acudiesen las fuerzas del ejército que
acampaba cerca, en la loma del Milladoiro, al sur de la ciudad.
—En los próximos meses, todo el que sea algo en Compostella debe ser invitado
a este pazo —había ordenado Indalecio a su administrador.
—No tengáis cuidado. La gente en Compostella huele el poder y se acerca a él.
Hoy el poder sois vos. No necesitamos llamarlos. Vendrán ellos.
Aquella frase había resultado profética. Todo Compostella pasó por allí y fueron
recibidos con todas las atenciones; los compostelanos se habían sentido bien tratados
e importantes; los Avalle eran buena gente.
Sin embargo, la premura no había guiado la respuesta del arzobispo a la solicitud
de audiencia de Indalecio. Estaba ocupado; ya se sabía, los asuntos de la Iglesia ante
el final de siglo requerían de toda su atención. Pero enviaba los mejores saludos a su
buen amigo don Indalecio. No quería atosigarlo. Su amistad era muy necesaria;
además, le había caído bien. Pero no comprendía aquella dilación. La atención a las
gentes de Compostella iba llenando los días, pero el encuentro con el arzobispo era de
la mayor importancia.
Pasadas unas semanas, Indalecio recibió una petición de visita que le sorprendió:
el deán de la catedral quería ser recibido en casa del señor de Avalle. Lo interpretó
como un gesto del arzobispo para disculpar su tardanza; no le agradó. Su relación
tenía que ser directa y clara. Así lo habían acordado.
Recibió al deán dispuesto a hacerle ver su disgusto y aun su enfado.
—¿Os envía el arzobispo? —preguntó Indalecio, tras los saludos de rigor.

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—No —respondió el deán— he querido visitaros como deán de la catedral más
sagrada de Occidente. Os quería dar la bienvenida a nuestra ciudad.
—¿No traéis ningún mensaje del arzobispo? —volvió a insistir Indalecio en tono
seco.
Al deán le debía quedar claro que se le recibía como enviado del arzobispo y no
por sí mismo. Indalecio quiso recalcar aquella impresión.
—Estoy esperando una respuesta del arzobispo que ya tarda más de lo razonable.
He adelantado vuestra cita en mi casa por delante de muchos caballeros
compostelanos, pensando que erais portador de aquella respuesta. Podríais haber
esperado.
Estaba profundamente irritado y fue incapaz de ocultar su enfado. Había ido más
allá de lo que debía. El deán respondió muy calmado.
—No era mi objetivo, pero transmitiré a monseñor Rodrigo vuestro
requerimiento.
Nada más había qué decir; el deán se había ido con la misma calma que había
mantenido en todo el encuentro.
Dos días después, recibía el recado del arzobispo, disculpando su tardanza y
señalando una fecha para su encuentro. Indalecio acudió a la cita con la firme
intención de mantener la buena relación, pero dejando manifiesta su voluntad de
actuar. Quería claridad en los asuntos de la política. Sería lo mejor para todos.
El arzobispo se puso en pie cuando Fermín abrió la puerta del despacho y anunció
a Avalle. Dio unos pasos y lo recibió en mitad de la sala; se esforzó en sonreír y
aparentar la cordialidad que había sentido en su encuentro anterior.
—Disculpad mi tardanza. El fin de siglo… ya sabéis —se excusó señalando un
sillón al lado del suyo en una esquina del despacho, al lado de una ventana.
Mientras se sentaba, Indalecio veía el sol a punto de ocultarse por detrás del
monte Pedroso. Sus últimos rayos entraban por la ventana. Debían estar también
dando el último calor a la catedral pasando a través del pórtico de la Gloria.
—Perdonad mi insistencia, pero voy a mantener encuentros con nobles de la corte
y debo conocer los resultados de vuestras gestiones —dijo Indalecio con toda la
cordialidad y respeto.
—Vuestra causa es la de Gallaecia y la de Compostella y, por tanto, la mía —le
aseguró el arzobispo—. He hablado con la Curia, con los prelados y con las órdenes.
La Curia compostelana solo quiere el prestigio de Santiago de Compostella y no
entiende de política ni de repartos. Los obispos, con alguna excepción, creen que
estáis defendiendo una causa que merece nuestro apoyo, aun a costa de tener algún
roce con la Regente. No quieren de ningún modo un enfrentamiento serio con ella.
Pero comparten vuestra estrategia de una menor contribución a los costes de la guerra
en Al-Andalus. Las necesidades de nuestro pueblo y de nuestra tierra deben ser
atendidas primero.
Ofreció a Indalecio una copa de vino, que este rechazó, y continuó.

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—La mayor dificultad surgió con las órdenes, como yo esperaba. Se oponen
absolutamente a vuestras pretensiones. No aceptan ninguna de las propuestas que les
he hecho; bajo ningún concepto van a ceder ni una pequeña parte de sus propiedades,
a menos que un decreto real lo ordene. Eran tierras yermas cuando les fueron
concedidas y, ahora que, con gran esfuerzo, las han transformado en campos fértiles,
los nobles, que nunca se ocuparon de ellas, las reclaman. Se niegan a hablar de
cualquier desamortización; no he conseguido que ni siquiera aquellos monjes con los
que mantengo mejor relación personal, con años de amistad, hayan suavizado su
posición.
Hizo una pausa.
—Lamento comunicároslo, pero esta es la situación. Mis gestiones han sido un
completo fracaso.
Indalecio estaba serio y con expresión grave. El arzobispo, que se sabía en una
posición muy difícil, entre los nobles y las órdenes, lo observó con gran
preocupación.
—¿Entendieron que sus cosechas e incluso las tierras que cultivarán serán las
mismas y que solo habría un cambio por la cúspide? —volvió a preguntar Indalecio.
—No os creen, aunque no dudan de vuestras intenciones. Piensan que, una vez
hecha la cesión de tierras, la Reina se resistirá a recibir menos tributos y, ante sus
amenazas, os veréis obligado a hacer ceder al más débil, que son ellos. Entre las
órdenes y la Reina, vos elegiréis que se reduzcan los ingresos de las órdenes que, al
final, serían las grandes perjudicadas de todo este asunto. Saben, además, que la
Reina les protege y no van a renunciar a sus tierras a cambio de nada.
El semblante de Indalecio reflejaba su preocupación. En aquel momento se
desvanecían sus esperanzas de evitar el enfrentamiento; no le dejaban salida.
Tendrían que ocupar las tierras y habría lucha. ¿Qué haría el arzobispo ante aquella
situación?, ¿de qué lado se pondría? No dijo nada; no quería que conociese sus
intenciones. Además las palabras se podrían olvidar perdidas entre las columnas del
Palacio de Gelmírez.
—¿Qué decidisteis acerca de vuestra incorporación a las Cortes Generales? —
siguió preguntando.
—Todos los obispos, sin excepción, han aceptado. Creen que es bueno que los
prelados y los nobles se reúnan y hablen. Pero mantendremos nuestra primacía en los
asuntos que tengan que ver con la religión.
Aquella respuesta abría una puerta de escape. A los ojos de toda Gallaecia y de
Castilla, la nobleza y la Iglesia estarían unidas…, por lo menos hasta que hubiese que
decidir la ocupación de las tierras.
Se despidieron. Ambos sabían que su entendimiento ya no era el mismo. La
situación no lo permitía. Pero, por lo menos, hablaban con sinceridad y eso no era
poco. Indalecio, mientras bajaba las escaleras del palacio, lamentó la rudeza que
había empleado con el deán. Aquello no había contribuido a crear el mejor clima en

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sus relaciones con el clero. Pero es que aquel hombre lo había exasperado.

La puerta de la muralla estaba abierta. Había guardias esperándolos en formación de


honores. La Reina los recibía como grandes del reino. Indalecio dejó que su suegro,
el conde de Lemos, pasase delante y fuese el primero en entrar en Toledo, la capital
del reino. El capitán de la guardia los saludó y los condujo hasta la plaza central. Allí
los esperaban don Alonso de Guzmán y el señor de Lara. El conde e Indalecio
descabalgaron apresuradamente y los saludaron.
—Han pasado muchas lluvias —dijo Guzmán.
—Sí, y en Gallaecia más —contestó Indalecio.
Se abrazaron.
—La Reina me encarga que os salude; os da la bienvenida —comenzó Lara—. Os
recibe con agrado como nobles del reino. Os ofrece esta casa como residencia
mientras estéis con nosotros. Conocedora de que doña Inés y doña Cristina están en
Madrid, doña María de Molina os ruega que también ellas sean sus huéspedes. La
Reina guarda una sorpresa para vuestro hijo, confiando que venga con su madre.
Indalecio no esperaba aquello. Su desconfianza había desaparecido.
—Les notificaré los deseos de la Reina y os aseguro que nada les agradará más.
Pronto estarán aquí.
—Cuando hayáis descansado de una marcha tan larga, la Reina os recibirá. La
recepción se hará con toda solemnidad. Entretanto disfrutad de Toledo.
Los sirvientes los condujeron a sus aposentos. Indalecio estaba confundido. Sabía
que el recibimiento no iba a ser hostil, pero no esperaba aquellas muestras de respeto
y aun de amistad. Algo no encajaba. Podía ser que la Reina tuviese intenciones que él
desconocía.
Toledo, la ciudad donde confluían las culturas, le gustó tanto que decidió salir al
encuentro de Cristina y conocer juntos sus secretos y rincones. Lo comunicó al conde
de Lemos y sin darle tiempo a decir nada, partió. Al galope, sin un solo guardia a su
lado, lo vieron llegar en el campamento unos instantes después. Cundió la alarma: el
conde y los demás no venían.
Bajó del caballo el tiempo justo de dar las órdenes de que se preparase un
destacamento para ir al encuentro de Cristina. Se tranquilizaron.
Un día después, en las llanuras del Manzanares, bajo el sol abrasador del verano
castellano, Indalecio abrazaba a su mujer. En aquel abrazo se fundieron los temores
ocultos de Cristina. Se sonrieron, la Reina los llamaba.
El viaje, bajo aquel sol tórrido, fue para ellos un paseo de ternura y felicidad;
habían aprendido a disfrutar de aquellos ratos en los que la buena marcha de las cosas
los tornaba optimistas. Casi no reparaban en que con ellos iban soldados, siervos,
ayas, Inés, que siempre los dejaba a solas y Enric.
Recorrieron juntos las calles, la muralla, las iglesias, las sinagogas…, todos los

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rincones de Toledo. Un día entero en la ciudad donde residía la Reina, sabiéndose
observados por todos, nobles y gentes del pueblo, les infundió seguridad y confianza.
Estaban allí, ellos dos, libres y nada presagiaba ningún peligro. Por la noche, ya en el
lecho, se sintieron más cerca que nunca; se amaron con aquella ternura y pasión de su
primera noche de amor allá en el castillo de Lemos. El mundo dejaba de existir; solo
ellos, su amor y su deseo. Cercanía, dulzura y desnudez.
—Qué extrañas cosas pueden suceder —comentó Cristina cuando descansaban
cogidos de la mano—. Estamos en la corte de una reina que nunca vimos, que jamás
mostró simpatía alguna hacia nosotros, que yo temía que fuese capaz de prenderte o
aun de algo peor, y en su ciudad hemos disfrutado más que si estuviésemos en
nuestro castillo al lado del Miño. El sol sale en todas las tierras.
—Y nosotros lo vemos.
Madrugaron. La recepción sería al mediodía, en la sala capitular del palacio.
Acudirían con los condes de Lemos y con el pequeño Indalecio.
—Me consume la impaciencia —reconocía el conde.
Se confesaron que la ceremonia les infundía respeto. Enric no dijo nada.
—Quiero que entréis tú e Inés delante —dijo Indalecio—; el conde de Lemos es
el primero.
El conde no estuvo de acuerdo.
—Vosotros y el niño sois los que representáis a todos los nobles de Gallaecia.
No se pusieron de acuerdo; a Cristina le divertían aquellas discusiones familiares.
—¿Vamos a ver a la Reina? —preguntó su hijo cuando lo despertaron.
—Sí, mi vida. Vamos a ver a la Reina y a su hijo el Rey.
—Son malos, ¿verdad?; tú y papá decís que son malos.
—No, ellos tienen que atender a mucha gente y, a veces, hacen cosas que no
gustan a algunos —contestó Cristina.
—Entonces a papá y a ti no os agradan las cosas que hacen, ¿no?
A Cristina le gustaba vestir a su hijo y mientras lo hacían le explicó que lo que la
Reina iba a hacer aquel día era bueno.
—Te tienes que portar bien y hacer lo que yo te diga, ¿lo harás?
—Sí, mamá.
Salieron un rato antes del mediodía; los aguardaban unos maceros reales, que los
condujeron a pie a la residencia de la Reina. Allí, en la puerta, estaban Alonso de
Guzmán, Lara, Álvarez de Molina y Ruiz Fajardo, al frente de una guardia de honor.
En medio de aquella comitiva, entraron en el palacio real, engalanado como en las
más solemnes ocasiones y abarrotado de gente. En la puerta de la sala capitular,
Indalecio se apartó de la fila en la que caminaban y suavemente obligó al conde de
Lemos a pasar el primero. El orden ante la Reina debía ser por linaje y por tradición.
Entraron los condes y tras ellos, Indalecio y Cristina llevando a su hijo cogido de la
mano. Enric fue el último. Los nobles castellanos ocuparon su lugar al lado de los
tronos en los que estaban sentados la Reina y su hijo Fernando, un joven de catorce

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años. El conde de Lemos se apartó e Indalecio se encontró frente a la Reina.
No sintió nada. En su ánimo se instaló la frialdad. Allí estaba el que sería su rey,
al que debería fidelidad y la cumpliría; eso era todo. No había en la sala ni la magia ni
la atmósfera de tantos encuentros en los que había participado. Fijó sus ojos en
aquella Reina, delgada, menuda, que no necesitaba estar rodeada de su corte para
llenar la sala. Se enfrentaron sus rostros serios y sus miradas se quedaron fijas. No
sintió afecto, ni distancia. La solemnidad del momento, que un rato antes le
intranquilizaba, ahora se había desvanecido. Eran dos personas, sin cercanía ni
hostilidad, la una frente a la otra.
Detrás de la Reina, en la pared, un tapiz con el lema real y una corona. Miró a
Cristina; le pareció que la solemnidad del acto la había afectado. Volvió a recorrer la
sala con la mirada; esta vez lo hizo para que se notase que todo aquello no le
impresionaba. Saludó con una inclinación de la cabeza y se esforzó en que su voz
resonase en toda la sala.
—Señora, os saludamos y damos gracias a Dios por estar delante de vos y de don
Fernando. Somos vasallos leales y como tales hemos viajado desde las tierras de
Gallaecia para transmitiros nuestra fidelidad y para haceros saber de la situación en
aquel territorio de vuestro reino, en la confianza de que seremos atendidos.
La Reina, con expresión amable y sin moverse del trono, inclinó la cabeza en
reconocimiento de aquellas palabras.
—Al infante Fernando y a mí nos satisface recibiros en nuestra casa; sé que sois
vasallo leal y valiente y así os lo reconozco. Delante de todos proclamo
solemnemente nuestra confianza en vos, que en todo el reino se sepa que estamos
orgullosos de vuestro proceder. Sabemos que sois hombre poco dado a ostentaciones,
por eso no os vamos a otorgar ninguna distinción. Pero queremos que vuestro hijo y
todos sus descendientes ostenten el título de conde de Avalle.
Un murmullo recorrió la sala. Las lágrimas llamaron a los ojos de Cristina. Su
hijo ya iba a ser el siguiente conde de Lemos, pero en aquel nuevo título estaba el
reconocimiento de la Reina a su marido.
Indalecio no sintió emoción alguna. Agradecía los gestos de la Reina, pero no le
llegaban al alma. Era consciente de que todo iba tan bien, que ni en el mejor de los
casos lo podía imaginar. La Reina se esforzaba para que la relación fuese buena. Le
había hecho una distinción que se reservaba para aquellos que contribuían de forma
especial a la lucha contra el infiel. Pero se sentía distante.
—Mantendremos una larga plática tras la misa, que se celebrará para que el Señor
nos conduzca en nuestro andar con vos y los vuestros a nuestro lado —dijo la Reina.
Durante la misa, que se celebró en aquella gran catedral que ya iba para ochenta
años que estaba en construcción, Indalecio pensaba en lo que iba a exponer a la
Reina. No se dio cuenta del interés con que los nobles lo observaban, ni de que el
lugar que le asignaron, al lado de Fernando de Lara y Alonso de Guzmán, no había
gustado a algunos. Las claves de su futuro estaban en aquella entrevista.

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Todo transcurrió en un abrir y cerrar de ojos. Estaba frente a la Reina. Asistían al
encuentro Guzmán y Lara. Él acudió con el conde de Lemos. Habló la Reina.
—Mucho tiempo ha pasado desde que don Alonso os visitara allá en vuestro
castillo. Yo hubiese querido ir personalmente para recorrer con vos aquellas hermosas
tierras. Pero la lucha contra el Islam y las tensiones con otros reinos, no me lo
permitieron.
Indalecio asintió. Apreciaba aquel gesto. La Reina no tenía que disculpar sus
actos. Pero quería y buscaba el entendimiento.
—El tiempo ha confirmado mi creencia de que sois la persona adecuada para ser
el delegado regio en Gallaecia. Comprendo que hayáis rechazado mi anterior oferta.
En aquel momento el cargo estaba ocupado por el conde de Traba y vuestra lealtad
hacia los vuestros no os permitió aceptarlo. Hoy las cosas son muy distintas. Tras el
fallecimiento de Traba, he decidido designaros a vos. Además, ahora ya hay un conde
de Avalle.
Indalecio no contestó.
—Estamos preparando una gran ofensiva contra Almería. Vamos a concentrar las
fuerzas de Aragón y Castilla en aquella frontera. Necesitamos también de la vuestra.
Si os sumáis, la guerra estará ganada —afirmó la Reina.
Indalecio estaba viviendo repetida su entrevista de hacía años con Guzmán. Pero
esta vez hablaba la Reina. Tomó la palabra y habló de Gallaecia. Habló de la nobleza,
de la lealtad, de los linajes y del descontento. De las órdenes y de la Iglesia.
—Si procedéis a revertir a la nobleza gallega las tierras de su propiedad,
comprobaréis cuánta es la fidelidad que os profesamos. Pondríamos nuestro ejército a
vuestra disposición y yo mismo me sentiría muy honrado de ser vuestro delegado —
concluyó Indalecio.
Durante un largo rato repasaron la situación en todos los condados gallegos.
Hablaron de Compostella y del Camino de Santiago.
—Ya sé que habéis enviado una emisaria a recorrer las tierras de la Cristiandad y
que vos mismo os habéis reunido con el Rey de Portugal. Considero que los temas
del reino de Castilla deben ser tratados y resueltos aquí, en nuestra corte. Las
injerencias externas no arreglarán nada y traerán complicaciones. Sed conscientes de
que cada rey utilizará vuestra causa y vuestra fuerza en su propio provecho, sin que le
intereséis vos lo más mínimo —le advirtió la Reina.
Indalecio se acordó del último mensaje que había recibido de Raquel. Estaba en
Estrasburgo y pronto emprendería el regreso. Aquella mujer había hecho un
magnífico trabajo. Mucho se había preocupado por ella; su tarea era difícil y tenía
riesgos. Pero los había resuelto.
—Nuestra enviada ya regresa de su viaje —contestó Indalecio dando a entender
que aquello ya pertenecía al pasado.
Habían transcurrido muchas horas.
—Volveremos a hablar en los próximos días —dispuso la Reina—. Os ruego que

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sigáis siendo nuestros huéspedes. Mañana, en vuestro honor, celebraremos una cena.
Desearíamos que acudieseis acompañados de vuestros capitanes; es bueno que
vuestros oficiales y los nuestros confraternicen. Así surgirá mejor el entendimiento.

—No me gusta nada —opinó Bernardo cuando supo de la invitación—. Si acudimos


todos, seremos una presa tan fácil que, aunque no sea su intención, no resistirán la
tentación de deshacerse de nosotros. Creo que es un gran riesgo que no debemos
correr.
—No nos podemos negar a un convite de la Reina —dijo Indalecio—, sería una
descortesía. Nos ofrece su confianza y nos tiende la mano, no la podemos rechazar.
—Acudid vos y el conde. Con el ejército acampado en las afueras de la ciudad, no
se atreverán a nada —argumentó Bernardo.
—Yo confío en la palabra de la Reina. No sé qué respuesta dará a nuestras
demandas, la está meditando; pero creo que no quiere nuestra sangre sobre su cabeza.
Confío en su buena intención.
—Pues yo no —respondió Bernardo mirando a Enric que, muy serio, guardaba
silencio—, pero se hará como tú dices.
Aquella noche reinaba un gran nerviosismo. Mientras se preparaban para acudir a
la cena, Indalecio notó que todos aquellos recios soldados estaban tensos. Incluso
Enric que, habitualmente, conservaba la calma ante las situaciones más difíciles,
mostraba también una gran preocupación.
—Nos acompañará una guardia portando vuestro estandarte —dijo—. Creo que
corremos un grave peligro. Pero tenéis razón, no nos podemos negar a la invitación
de la Reina.
Le contagiaron la preocupación; pensó en su hijo. Enric continuó:
—Ordené a los capitanes que a la hora de la cena movilizasen a varios cientos de
hombres hacia la ciudad al galope, que saludasen ante la puerta de Alcántara,
rindiendo honores a la Reina, y que aguardasen allí. Cortesía y precaución.
Entraron en el comedor. Los recibió Lara. Indalecio y Cristina se sentaron al lado
de los Reyes, los de Lemos con los nobles castellanos y todos los demás junto a los
capitanes del ejército real, con un sinnúmero de guardias y soldados.
El rostro de Bernardo traslucía la tirantez.
—En vuestro honor tendremos músicos, saltimbanquis y declamadores —dijo la
Reina.
Indalecio respondió alzando la voz para que se le escuchase.
—En el vuestro, nuestra tropa hará un saludo de pleitesía; ahora cabalga hacia
aquí.
Se pusieron en pie y a través de la ventana vieron las antorchas que portaban los
soldados galopando hacia las murallas. Llegaron enseguida. La Reina recibió el
saludo.

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—Os lo agradecemos —dijo a Indalecio.
Había entendido el mensaje.
La cena transcurrió en un ambiente de franca cordialidad. Buen asado castellano y
buenos vinos del Duero. Parecía que aquellas gentes estuviesen en la mejor
concordia. «A lo mejor es así y las palabras de la Reina eran sinceras», pensó
Indalecio.
Música, actuaciones de malabaristas, declamaciones de comediantes narrando
historias, risas y palabras fuertes. A medida que avanzaba la noche, los efectos del
vino aún animaron más la cena. Todos hablaban con todos; allí no había política, sino
gentes que se divertían. Ya no se diferenciaba de qué ejército era cada capitán; el vino
los había aunado a todos en el mismo bando. Solo Enric y los templarios permanecían
sobrios; no estaban en la fiesta: cumplían la misión que les habían encargado y
custodiaban a sus amigos.

—Durante estos días, he meditado vuestras peticiones —le dijo la Reina a Indalecio
en el despacho real. Volvían a estar los cinco a solas—. Creo que os asiste una parte
de razón cuando reclamáis la devolución de las prerrogativas de los nobles. Aunque
con gran cautela, es preciso dar pasos en esa dirección. Os voy a proponer dos vías de
avance. Quiero que me hagáis una propuesta de desamortización que especifique qué
tierras concretas reclamáis en cada condado. Os pido un esfuerzo para que las
demandas sean razonables, de modo que nosotros podamos convencer a las órdenes
para que acepten.
»Pero, además —continuó—, si la toma de Almería llega a buen término, y
confío que con vuestra ayuda sea así, procederemos al traslado de algunos
asentamientos de órdenes de Gallaecia a las tierras del sur. Las tierras que estas
órdenes dejen, volverán a sus dueños. Este es mi dictamen. Vos desearéis hacer la
consulta a las Cortes. Id, hacedla lo antes posible y trasladadme vuestra respuesta.
No concretaba, pero abría un proceso que podía conducir a la solución definitiva.
No sabía cómo valorarla, pero aquella era la decisión. Habían dado, sin duda, un
paso, pero habría que ver si era largo o corto.
En el viaje de regreso a Gallaecia, a todos les parecía que había sido un gran
avance.
—Cuando veníamos hasta temíamos por nuestras vidas —decía Inés—; ahora
llevamos una respuesta. La Reina nos ha reconocido como enviados de Gallaecia.
—No reaccionó ante la movilización de nuestro ejército —añadía Bernardo.
Indalecio no estaba satisfecho. Quizá fuese porque al ver la deferencia con que
fueron tratados, su esperanza se había disparado.
—Temo que la Reina siga en su estrategia de ganar tiempo —afirmó—. Tenemos
que ser capaces de dar una respuesta pronta que la obligue a devolver las tierras.
Decidió enviar por delante a un capitán para convocar las Cortes. Había que ganar

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fechas.
Cuando cruzaban los montes de Valdeorras, ya cerca de Lemos, el conde enfermó.
Tenía un dolor tan fuerte en su costado izquierdo que no podía moverse; lo
trasladaron a un carruaje y le montaron una cama con unas tablas, pero tuvieron que
detener la marcha. El más ligero movimiento intensificaba su dolor, que se hacía
insufrible; era como un puñal clavado que le destrozaba aquella parte del cuerpo.
Cristina e Inés no se movieron de su lado durante todo el día. El padecimiento del
conde fue en aumento. Orinaba sangre. «Esto tiene muy mal cariz», les dijo el fraile
médico que trajeron del convento de Valdeorras. No lo iban a sangrar.
El dolor disminuyó en los dos días siguientes, aunque el conde pidió que no lo
moviesen. Si permanecía acostado y quieto, sentía un gran alivio. Montaron allí las
tiendas y llevaron una cama. El sufrimiento fue desapareciendo y una semana más
tarde, ya daba paseos cortos al lado de la tienda. Enviaron el ejército a sus cuarteles y
decidieron reanudar la marcha; irían con toda la calma que fuese preciso, llevando al
conde en unas parihuelas, que, portadas por soldados, le evitarían los movimientos
bruscos del carruaje. Cristina e Inés hicieron todo el camino a pie, a su lado.
—Fue el maleficio de haber desafiado a la Reina —bromeaba el conde con
Bernardo.
Cuando avistaron el castillo de Lemos, el conde estaba tan recuperado que quiso
entrar por su propio pie. Cogió a su nieto de la mano y caminó con él los últimos
cientos de brazas del camino.
Las Cortes se celebrarían en Lemos. Habían acordado que sería mejor que fuese
en un territorio donde, de ser necesario, el conde haría valer su autoridad. Indalecio
decidió no viajar a Compostella. Tenía pensado entrevistarse con el arzobispo para
ponerle al tanto de su encuentro con la Reina, pero la salud de su suegro no
aconsejaba que se moviese de Lemos. Envió a Enric. Quería asegurarse de que los
obispos asistirían a las Cortes. Le encargó además que adelantase la respuesta de la
Reina a Ulloa, Suárez de Deza y Mariño de Lobeira. A los demás ya los pondrían al
corriente a medida que fuesen llegando a Lemos.
Cuando faltaban pocos días para las Cortes, la salud del conde se debilitó. Volvió
a sentir aquel padecimiento insoportable. Se le administró la Santa Extremaunción.
Los dolores se hicieron tan fuertes que le hacían desear la muerte, que no se hizo
esperar; en el día del Señor del 12 del décimo mes del año 1299, el conde falleció. Al
fin el sufrimiento abandonaba su cuerpo. Inés sintió que el mundo se hundía bajo sus
pies; aquel hombre bueno con el que había compartido su vida la había abandonado.
El conde no le había podido sonreír, porque su horrible padecimiento no le dejaba,
pero con sus ojos le había expresado su amor y su agradecimiento por haber
permanecido a su lado aquellos últimos cinco años.
Lo enterraron aquel mismo día; solo asistieron la familia y los amigos que
residían cerca. Pero retrasaron los funerales hasta que acudieran los miembros de las
Cortes. Ya todos conocían la noticia. Era un hombre querido; tenía pocos enemigos.

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Su apellido, uno de los primeros de Gallaecia, inspiraba respeto; él, afecto. Sin
embargo, nunca se había reconciliado con el arzobispo de Compostella. Seguramente
porque había desairado a su esposa, doña Inés, y eso había sido una afrenta que nunca
había querido olvidar.
Cuando Enric regresó al castillo, fue directamente a la capilla en la que el conde
estaba enterrado y, tras pronunciar una oración, depositó sobre su tumba la daga
templaria que había usado como contraseña en su llegada a Lemos, hacía ya cinco
años. Indalecio sintió la emoción de ver a aquel hombre allí, arrodillado, lleno de
dolor, continuando la tragedia interna que habían vivido durante aquellos años. Un
conde repleto de dignidad que sabía cuán necesario para su causa era aquel hombre,
una mujer hermosísima enamorada en silencio y un templario con una obligación y
un amor. Y en medio, aquellos rumores, que él jamás había querido oír. El drama se
había acabado para el conde, pero seguiría para Inés y para Enric. Su amor
continuaría en las sombras.
La capilla, que años antes presenciara su boda, era ahora testigo de los funerales
por el conde de Lemos. A la boda habían asistido muchos nobles, al funeral acudieron
todos. No faltaba nadie. La capilla estaba atestada. Por deseo de Cristina no se
celebró el funeral en una iglesia más grande, abajo, en Monforte, sino en la capilla en
la que su padre había oído tantas misas; allí oiría la última, la suya. El obispo de
Mondoñedo, auxiliado por los demás, ofició la ceremonia. El de Compostella asistió
desde un lateral del altar. No ofició en la misa de réquiem por su antiguo adversario.
Quisieron guardar luto. Por eso retrasaron un día las Cortes Generales. Los Lemos y
los Avalle permanecieron en sus habitaciones todo el día, pero el resto hizo del
castillo un hervidero de encuentros, charlas y comentarios.
Cristina no era capaz de contener las lágrimas; lloraba sin parar. Inés parecía
ausente, su cuerpo estaba allí, en la habitación, pero su alma no. Su alma estaba con
sus recuerdos de tantos años. Sentada en su sillón, inmóvil, con aquellos hermosos
ojos azules fijos en la ventana, dejaba pasar los instantes sin consciencia de la vida.
Enric se había aproximado a ella y le había dicho lo que realmente sentía.
—Señora, hoy aún con más respeto que ayer, os quiero expresar mi amor.
Abandonaré este castillo tan pronto vos me hagáis la más leve indicación.
Después se había encerrado en su habitación. Tampoco salió en todo el día.
Cuando Indalecio entró en la capilla donde se iban a celebrar las Cortes, ya todos
ocupaban sus sitios. Los obispos se sentaban en uno de los laterales, todos juntos, con
el de Compostella al frente. En el otro lateral, enfrente a ellos, los nobles de la más
alta estirpe; el sitio del conde de Lemos estaba vacío. Indalecio y el conde de
Cebreiro delante del altar parecían presidir la reunión. Los demás, en sillones,
llenaban toda la capilla.
Cebreiro tomó la palabra. Rememoró al conde de Lemos, «sin él no estaríamos
hoy aquí. Fue nuestro amigo y nuestra referencia. Su memoria estará siempre en
nuestra causa», y dio la palabra a Avalle, «que ha conseguido un pronunciamiento de

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la Reina».
Al ponerse en pie, Indalecio vio a los asistentes. Rostros curtidos y, hoy, amables.
Con sus virtudes y sus miserias, aquellas gentes eran el corazón de Gallaecia. Tres
momentos los habían marcado, su boda, el bautizo de su hijo y el funeral de su
suegro. Cuando iba a empezar a hablar, se oyó un murmullo. Se volvieron; Inés y
Cristina avanzaban por el pasillo. Todos se pusieron en pie. Llegaron hasta el sitio de
los Lemos e Inés se sentó allí. Cristina, la condesa de Lemos, se dirigió al sillón al
lado de su marido y ocupó su sitio. Se sentaron todos. Indalecio miró a su mujer y se
sintió mejor.
Habló a las Cortes. Narró su encuentro con la Reina. Explicó los apoyos recibidos
a través de su enviada doña Raquel Murías y las palabras de comprensión del rey de
Portugal. Se veía el interés y la satisfacción con que lo seguían.
—Hoy empezamos a ser alguien en el orbe cristiano. Pero nuestra lucha aún debe
continuar hasta que se nos reconozcan nuestros derechos. Estamos en el buen camino.
—Hizo una pausa y concluyó—: Muchos se incorporaron a las Cortes en estos años.
Bienvenidos. Y con satisfacción acogemos la presencia de los obispos de Gallaecia.
Son nuestra guía espiritual y su sitio está aquí, con nosotros.
Un gran aplauso fue la muestra de reconocimiento a su labor. Todos se pusieron
en pie para expresar su acuerdo con lo conseguido. La causa estaba viva. Los obispos
permanecieron sentados; eran nuevos allí.
Se iniciaron las intervenciones. Cebreiro dio la palabra a Valladares.
—Mi reconocimiento a todo lo conseguido por don Indalecio y los condes de
Lemos. Nunca, hasta ahora, se nos había tenido en cuenta. Hoy se nos teme y por eso,
nos atienden. La Reina no se mueve por afecto a sus súbditos, sino por conveniencias
políticas. Ahora que tenemos fuerza, con el respeto debido, debemos pedir a la Reina
que promulgue la devolución de todas nuestras tierras; no debemos conformarnos con
un solo ferrado menos.
Sus palabras fueron acogidas con expresiones de acuerdo, los más, y de
desacuerdo, los menos. Intervino el joven Ulloa. También exigió la devolución de
todas las tierras. Los aplausos y las voces de aprobación ocuparon el lugar de los
asentimientos anteriores. El ambiente de la reunión se caldeaba por momentos. Las
palabras de Lorenzo Barcia y Vázquez Rodeiro en la misma dirección fueron
recibidas con manifiesto entusiasmo.
Habló el conde de Monterroso.
—Señores os pido reflexión y calma. Hace cinco años, aquí mismo, iniciamos la
más extraordinaria aventura en la que jamás nos hemos embarcado. Hoy se nos
conoce y se nos reconoce. Creo que debemos aceptar la propuesta de la Reina de
moderar nuestra demanda y no hacer del fuero nuestra bandera.
Muchos compartían aquella posición.
—Evitaríamos el riesgo de confrontación con la Reina —afirmó Castro.
Landoira intervino muy airado.

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—Este es el momento de resarcirnos de todo lo que esta aventura nos está
costando. Durante años hemos estado costeando los cuantiosos estipendios del
ejército. Si no obtenemos nada a cambio, algunos nos veremos obligados a reducir
nuestra aportación a la causa. Reclamo la devolución de todas mis tierras.
Estas palabras disgustaron a Indalecio. Ya las había oído en las Cortes de
Entenza; recordó la advertencia del maestre Monteforte de la Coelleira. Si así
pensaban cuando estaban en un momento lleno de éxitos, ¿qué sucedería si llegasen
tiempos de reveses?
La discusión se enconó aún más. Los argumentos se entremezclaron con acritud.
Todos querían hablar.
—Debemos insistir en que la devolución se haga ahora —reiteró Landoira.
—¿Y si la Reina no acepta esa propuesta? —le interrumpió Pardo—, ¿nos
enfrentaremos con ella?
—Don Indalecio la retó moviendo el ejército hasta Toledo —respondió
Valladares.
—Fue una apuesta arriesgada y todos lo sabíamos —insistió Castro—. La
ganamos. Ahora debemos recoger los frutos y aguardar a una nueva ocasión.
Indalecio se dio cuenta de que no saldrían de aquella confrontación, salvo que se
calmasen los ánimos. Necesitaban más reflexión. Pidió a Cebreiro que levantase la
sesión hasta el día siguiente. Sería preciso mantener conversaciones con todos los
miembros, empezando por la Iglesia. Como era de esperar, los obispos no habían
manifestado su opinión, aunque no era difícil de adivinar.
Se reunió en primer lugar con el arzobispo.
—La devolución de todas las tierras significará la expulsión de muchas órdenes y
tendrá graves consecuencias. Las tierras sin cultivar traerán la escasez, y habrá lucha,
pues las órdenes se resistirán. Debéis evitar que esto suceda; es vuestra obligación.
El joven Traba era de la misma opinión. La devolución de todas las tierras
significaría la guerra con las órdenes y la Reina se pondría de su lado.
Valladares tenía sus razones.
—Os quiero decir algo que no he querido argumentar en la capilla: si aceptamos
una devolución parcial, surgirán las disputas entre nosotros para decidir cuánta tierra
se devuelve a cada uno. ¿Sería una quinta parte para todos, igual al que tenga que
recibir mil ferrados o diez mil? Es una trampa de la que no seremos capaces de salir.
Indalecio sabía que las palabras de Valladares estaban llenas de razón. Pero la
reclamación de todas las tierras sería un desafío a la Reina y a la Iglesia. Mantuvo
otros encuentros que pusieron de manifiesto las mismas diferencias. Indalecio sabía
que el tono conciliador que mantenían con él se transformaría en encono en la
reunión del día siguiente. Y si tomaba parte por alguna de las dos posiciones,
defraudaría y se enfrentaría a la mitad de las Cortes. La Reina se había salido con la
suya; había hecho una propuesta envenenada que los había conducido a la ruptura. El
éxito los estaba llevando al fracaso, ¿cómo no se daban cuenta?

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Al día siguiente, al reanudarse la sesión, Indalecio vio que los partidarios de cada
una de las posturas se habían sentado juntos, formando dos grupos separados por el
pasillo. Había que acabar inmediatamente con aquello. Pidió la palabra. Se hizo un
silencio expectante.
—Yo creí que habíamos vencido. Pero veo que no; nuestro primer logro está
generando la división y tras la división vendrá la derrota. Hoy ganaron nuestros
adversarios. Estoy más preocupado que cuando, hace unos meses, cabalgaba camino
de Toledo. Entonces sabía que tenía detrás a todos los gentilhombres de Gallaecia.
Hoy seguís estando ahí, pero en dos grupos irreconciliables.
Hizo una larga pausa. El silencio hizo incómoda la situación; algunos se removían
en sus sillones; otros miraban al suelo. Los menos, le aguantaban la mirada con gesto
de confianza.
—Quiero que el conde de Cebreiro que, por edad y sabiduría, preside nuestra
reunión, evacue consultas y haga una propuesta a estas Cortes.
Vio que sus palabras eran aceptadas de buen grado. Pero no era suficiente, había
que resolver esta cuestión para siempre. Estaba muy enfadado.
—Yo no estaré presente cuando toméis la decisión. Solo volveré a entrar en esta
capilla cuando hayamos recuperado el ánimo que nos guio durante cinco años en esta
fantástica aventura. No me importa cuánta tierra nos van a devolver. Me importa el
espíritu de Gallaecia, la tierra que nos vio nacer, que con su fuerza nos hizo crecer y
que nos acogerá al morir. Sin este sentimiento de causa común, este no es mi lugar.
Se levantó y abandonó la capilla. A su lado Cristina, Inés y Bernardo.

—Las Cortes solicitan vuestra presencia —dijo Cebreiro entrando en la habitación.


—¿Qué habéis decidido? —preguntó Indalecio.
—Vos mismo lo oiréis.
Cuando entraron en la capilla, fueron recibidos con un respetuoso silencio. Los
miembros de las Cortes volvían a estar sentados como correspondía a su título y edad.
Osorio tomó la palabra.
—Hemos acordado solicitar a la Reina que se proceda a la devolución de todas
las tierras por etapas. Primero se devolverán las que fueron ocupadas en los últimos
cincuenta años. Transcurrido otros diez, se devolverán las restantes. Deseamos que
las tierras que se conquisten en Almería sean ocupadas por frailes, que tanto pueden
contribuir a ordenar la agricultura de aquellos territorios. Os demandamos que sigáis
al frente de nuestra causa.
Nadie necesitó esperar a que asintiese. Todos sabían que seguiría en su lugar.
Habían resuelto una difícil situación. Indalecio se sentía aliviado, pero veía que esta
vez no había euforia. Recordaba la reunión en el bautizo de su hijo en Salvatierra;
todos habían vuelto a sus tierras sintiéndose parte de aquello tan importante que
estaba naciendo. Esta vez se iban con la satisfacción de haber resuelto un problema,

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pero sin entusiasmo; el éxito los había transformado.
Los Avalle se fueron a Compostella, e Inés con ellos; no se quería separar de su
nieto y Cristina no estaba dispuesta a dejarla sola en Lemos. Demasiados recuerdos
para una mujer sola.
Indalecio reanudó sus contactos. Recibió una invitación de Clermont, que
mostraba interés en verlo lo antes posible. Sugería el siguiente domingo. Desde
aquella noche en que había cogido las fiebres, no se habían vuelto a ver. Sabía de él a
través de los templarios. Aún le duraba aquella profunda impresión que le había
producido su larga conversación y le gustaría continuarla.
Acababa de leer la nota de Clermont cuando Cristina entró en el despacho.
—Raquel Murías regresa de su viaje. Está a solamente seis leguas, en las tierras
de Melide. Mañana estará con nosotros.
Su alegría era visible. Todos la esperaban. Tantas cosas habían pasado desde que
se vieran por última vez en el castillo de Entenza. Cristina e Indalecio se sentaron a
hablar sobre todo lo que había pasado en aquellos años. Se cerraba un ciclo de su vida
y de su causa. Se iba un siglo, y con él, una parte de la historia de su tierra.
Cascos de caballos, voces y ruidos los interrumpieron. Cuando se dieron cuenta,
allí, en la sala, frente a ellos, estaba Raquel; Cristina y ella se abrazaron. Raquel
rompió a llorar. Indalecio la vio como la recordaba: delgada, ágil, desenvuelta… y
con los ojos llenos de lágrimas. La abrazó.
—Llorando como una tonta —dijo Raquel mientras se secaba las lágrimas—. Ha
sido un viaje interminable. Os he echado tanto de menos, que a veces creí que no iba
a aguantar.
—Nosotros a ti también —dijo Cristina.
—Me he enterado del fallecimiento del conde hace apenas dos días. Era un
hombre tan bueno, Cristina…, lo perdimos todos; era tu padre y también el de todos
nosotros. Era el padre de nuestra causa.
—Gracias, Raquel.
Entró Inés; llegaron Enric y Bernardo.
—¿Y Josefa y las niñas?
—Están en Viveiro. Se pondrán en camino tan pronto sepan que estás aquí —le
explicó Bernardo—. Ahora reparten el tiempo entre Salvatierra y Viveiro, adonde yo
casi no puedo ir, cuidando del pazo y las fincas.
—Como siempre —bromeó Raquel.
—Sí —respondió Bernardo sonriendo—, como siempre.
—He apurado el viaje adelantándome a los que me acompañan, de los que ya os
hablaré; no resistí estar cerca de Compostella y hacer noche en el camino. Y aquí
estoy —dijo radiante.
Era la de siempre. Bernardo la recordaba así en los últimos diez años; la misma
joven que se había despedido de ellos dos años antes en Salvatierra.
Les contó todo. El viaje, los caminos, las ciudades, los encuentros, los apoyos, las

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dudas, las gentes que había conocido, las conversaciones. Aragón, Roma, París,
Estrasburgo. Una tras otra fue desgranando todas las situaciones que había vivido. El
Vaticano, el cardenal Tussi, el cardenal Touraine, los nobles romanos, la mediación
para cambiar al Papa…
—No estoy segura de haber acertado; aún hoy tengo dudas. Creo que no tenía otra
opción, pero puede ser un contratiempo —dijo pensativa—. Conseguimos el apoyo
francés, pero afrontamos serios riesgos. Os envié mensajes.
—Los recibimos y supimos que estabas preocupada por nuestra seguridad. Ya ves
que tus temores eran infundados —quiso tranquilizarla Indalecio.
—Todavía pueden tomar represalias. En Roma aprendí que actúan cuando más
perjudica a sus enemigos. Roma no se mueve por el odio y la satisfacción de la
venganza, sino para causar el mayor daño posible a sus enemigos.
—Tranquilízate —dijo Cristina con cariño—. Gallaecia está muy lejos y
seguramente ya ni se acuerdan. Además, el arzobispo Rodrigo forma parte de las
Cortes y es conocida su sintonía con el Vaticano.
Continuó el relato. Estrasburgo; Constanza, Blanca y su hijo. El apoyo del
Consejo de Caridad. Le hicieron cientos de preguntas. Todos los detalles fueron
saliendo desordenadamente. Raquel recordaba frases, caras, gestos…, cómo era cada
uno de sus interlocutores, las catedrales, los palacios, las gentes. Siguió contando
historias. Cenaron y les sorprendió la madrugada. Nadie se cansaba.
Saboreaban la narración y, sobre todo, el éxito. Supieron que su causa era
apreciada en los más importantes reinos de Europa. Se les conocía y se contaba con
ellos. Algo estaba pasando en aquellos países, que les hacía tan receptivos a su
llamada, pensó Indalecio. Seguramente sus luchas les hacían buscar aliados y eso los
incluía a ellos. Todo aquello habría llegado a oídos de la Reina y del arzobispo
Rodrigo y algo habría influido en sus decisiones. Solo así se podía explicar que la
Reina hubiese accedido a sus pretensiones, soportando su atrevimiento de llevar un
ejército ante las murallas de su corte. Si no hubiese sido por todos aquellos apoyos, su
insolencia no habría sido tolerada. Les habría aniquilado.
—Has hecho un magnífico trabajo —la felicitó Indalecio—. Nadie lo hubiese
hecho mejor. Creo que es a ti a quien debemos muchos de nuestros éxitos. Tenemos
que reflexionar cómo haremos para mantener vivo ese apoyo y nuestra presencia en
todos estos países. Pero eso mañana. Hoy te ganaste un descanso y nosotros también.
—Antes de que nos retiremos, te quiero adelantar que el Consejo de Caridad de
Estrasburgo te ofrece ocupar la vacante que se ha producido por el fallecimiento de
uno de sus miembros —dijo Raquel.
Indalecio mostró su sorpresa.
—¿Yo? ¿Quieren que sea miembro de un consejo en la otra punta de Europa para
practicar la caridad?
Aquello le divertía.
—Estarás sentado junto a gentes con influencia y de gran sabiduría. No olvides

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que son amigos del rey de Portugal. Cardenales y altas jerarquías del Temple —
continuó Raquel mirando a Enric— se sientan en aquel selecto Consejo. Creo que
debes aceptar. Dos de sus miembros viajaron conmigo a Compostella y mañana
estarán aquí. Quieren que los recibas y te van a hacer una propuesta.
Indalecio, a pesar de la insistencia de Raquel, no le dio demasiada importancia a
aquella cuestión. Se levantó diciendo:
—Bueno, mañana continuaremos.
—¿Quiénes son las personas que nos visitarán? —preguntó Enric.
—El cardenal Musatti y Ramón Llull.
—¿El cardenal Musatti y el señor Llull? —repitió el templario muy interesado.
—Sí, eso dije —respondió Raquel.
—Indalecio —le pidió Enric—, mañana a primera hora quisiera hablar con vos.
—Tan pronto como nos levantemos —contestó este.
Cuando, dos días después, Musatti y Llull eran recibidos por Indalecio, la opinión
de este sobre el Consejo y su incorporación al mismo había cambiado notablemente.
Estaban ellos tres solos; Raquel los presentó y abandonó la sala.
—Ya conocéis nuestro cometido —comenzó, directo, Llull—; deseamos que
forméis parte de la sociedad que nosotros y otros formamos en Estrasburgo. No es un
consejo de caridad como os dijeron; es una regencia encargada de fomentar la unión
de los pueblos cristianos. Hemos oído mucho de vos y os creemos persona
merecedora de estar allí.
—Os agradezco vuestras palabras —respondió Indalecio.
Le hablaron del reino europeo, de la cultura, del Temple, del cristianismo. Gentes
de todos los países que unían sus esfuerzos. Indalecio compartía las ideas y ellos
hablaban de la Regencia. Un rey en Europa. Se acordó de Clermont.
—Sí, apoyaría su entronización, siempre que no fuese contra el Rey de Castilla.
Mientras hablaban de política, de despliegues militares, de religión, el día fue
pasando. Le hablaron de aquella causa. No nombraron la Idea, ni la llegada del rey, ni
el Papado… Tiempo habría para ello.
—Os ofrecemos formar parte del Consejo de Regencia. Trabajo y ningún premio.
Si aceptáis os diremos quiénes lo componen, pero ya entonces tenemos que contar
con el juramento de vuestro silencio. Nadie podrá saber nada de lo que allí se discuta
y decida. Nos va a todos la vida en ello. Tenemos enemigos, que son los de
Occidente. Si juráis silencio, seguiremos hablando.
Aceptó. Le gustaba lo que le estaban proponiendo. Encajaba con su proyecto y lo
reforzaba. Pero puso una condición.
—No haré nada que vaya contra mi conciencia y quiero dejar constancia de que
mi primera y única causa es la de Gallaecia y su gente. En tanto lo que allí suceda
vaya a favor de esta causa, me entregaré con todo el entusiasmo. En caso contrario,
os garantizo mi silencio, pero me retiraría.
Llull y Musatti salieron satisfechos de aquel primer encuentro con Indalecio. Era

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un hombre inteligente y sincero. Podrían confiar en él. Quizá su compromiso con la
causa de su pueblo no le permitiese entrar en el círculo interno, pero sería un
miembro muy valioso del Consejo. Llull permanecería en Compostella y le iría dando
tantas claves y conocimientos de la Idea como considerase oportuno. El tiempo
decidiría su sitio.
Indalecio se quedó solo, sentado en su sillón, meditando sobre todo lo que le
estaba sucediendo. Iba a formar parte de un Consejo que tenía influencia sobre reyes,
papas, cardenales, condes, órdenes religiosas… Encabezaba un movimiento de nobles
que lo había conducido a desafiar a la Reina de Castilla, en un enfrentamiento abierto
con las poderosas órdenes monásticas gallegas. Su enviada había intervenido en el
conflicto entre Francia y el Vaticano. Le había venido a ver, casi a su propia tierra, el
Rey poeta don Dinís de Portugal. Se volvió a preguntar qué estaba pasando. Era el
azar o había algo más. Quizás el Consejo de Regencia lo ayudase a entender.
Cristina entró en la sala.
—¿Estás solo?
—Sí. Siéntate aquí conmigo.
Anochecía y las sombras, que ya habían borrado los detalles, no permitían
distinguir más que las formas. Hablaron en voz baja y cuanto más oscuro se volvía,
más bajaban la voz. Acabaron casi hablando en susurros. Se cogieron la mano y,
cuando llegó la noche, se quedaron en silencio. Pensaban juntos.

Había decidido ir a pie y, mientras caminaba, Indalecio se dio cuenta que Clermont
era la única persona de Gallaecia, además del arzobispo, a la que iba a visitar a su
propia casa. No sabía por qué, pero lo encontraba natural. Ni siquiera se le había
ocurrido pensar en otro lugar para verse que no fuese aquella casa al lado de la puerta
sur de la catedral. Sergio lo esperaba en la puerta al igual que en su anterior visita.
Clermont lo recibió en el vestíbulo.
—Vamos a visitar la catedral —le dijo sin ningún saludo, como si se hubiesen
visto el día anterior—, quiero que veáis algo.
Ordenó que nadie los acompañase; irían solos. Los capitanes de las guardias lo
aceptaron de mal grado; ellos eran los responsables de sus vidas.
—Nadie supondrá que don Indalecio y yo vamos a salir sin escolta. Esa será
nuestra mejor salvaguardia.
Indalecio se extrañó. Era bien conocido que Clermont jamás abandonaba su casa,
salvo para visitar al arzobispo o para acudir a misa a la catedral, en días muy
señalados. Tenía una capilla, aunque ningún cura de Compostella oficiaba en ella.
Salieron en silencio. Con paso lento se encaminaron hacia la puerta sur de la
catedral. Clermont se quedó parado frente al arco izquierdo, observando las figuras
que lo adornaban. Transcurrido un buen rato, se puso a andar lentamente hacia la
Quintana, en la que estaba la puerta de peregrinos. La torre en construcción en una de

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sus esquinas crecía deprisa.
—La torre que nos llevará hacia Dios —dijo Clermont.
Siguieron dando la vuelta por la fachada norte, siempre mojada y llena de musgo,
el Palacio de Gelmírez y el pórtico de la Gloria. Se detuvieron allí. Clermont lo
observó con el respeto que se tiene ante las grandes obras.
—Excelso. De verdad es la puerta del cielo.
Siguieron andando hasta volver a la puerta sur.
—Hemos recorrido el perímetro de la catedral más occidental del orbe. Es a la
vez oeste y norte. Y en ella está la Dama Bafomética. Ahí la tenéis —dijo señalando
el arco que tenían delante.
—¿Dónde? —preguntó Indalecio.
—Ahí delante. Buscadla. La unión entre el pasado y el futuro.
Indalecio fue mirando una a una todas las figuras que componían el friso y el
tímpano. Dos veces las repasó. De izquierda a derecha, de derecha a izquierda.
—No la encuentro —acabó diciendo con cierta ansiedad.
—No os preocupéis. Está ahí. La encontraréis, y en el norte que es oeste
descubriréis también lo que vuestro abuelo buscaba —lo tranquilizó Clermont.
Regresaron a la casa. Había transcurrido un buen rato y los guardias estaban
inquietos. Al verlos llegar se tranquilizaron.
—Quiero preguntaros algunas cosas —dijo Indalecio.
—Vuestra es la palabra —respondió Clermont mientras tomaban asiento.
—En nuestro encuentro anterior me hablasteis de un Papa en Compostella. ¿Os
referíais a que el Papa va a viajar a nuestra ciudad?
—No. Me oísteis perfectamente aunque no os hayáis atrevido a entenderlo. Hablé
del Papa en Compostella en lugar de Roma. Todo lo señala, desde los escritos hasta la
conveniencia religiosa. Lo señalan la Dama Bafomética y el norte que es oeste juntos.
—No lo entiendo —insistió Indalecio.
Clermont guardó silencio. No iba a decir nada más al respecto.
—¿Cuándo vendrá el Rey de Occidente?
—En el milenio que se inicia dentro de un mes ya habrá reino europeo —contestó
Clermont.
—El milenio ya empezó hace trescientos años —le corrigió Indalecio.
—No. El milenio empezará dentro de un mes.
Indalecio no insistió. Tenía de nuevo aquella extraña sensación que ya había
sentido en su anterior encuentro; las palabras de Clermont resultarían ridículas y
propias de un loco en boca de cualquier otro. Pero en él eran la verdad.
—¿Dónde residirá el Rey de Europa?
—Tendrá que optar entre París, Roma, Estrasburgo y Compostella. Son las cuatro
ciudades señaladas —contestó.
—¿Señaladas por quién?
—Por la Idea.

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Clermont cambió de tema.
—Tras vuestra anterior visita a esta casa, habéis tenido una grave enfermedad.
—Sí —contestó Indalecio—, unas fiebres que me afectaron con fuerza.
—No habéis tenido ningunas fiebres —le reveló Clermont—, enfermasteis debido
a comida o bebida en malas condiciones que estuvieron a punto de acabar con vos.
—¿Afirmáis que trataron de envenenarme? —preguntó Indalecio.
—No lo puedo asegurar, pero no lo descartéis. He hecho averiguaciones, aunque
no he obtenido conclusiones definitivas. La dolencia que sufríais era producto de
alimentos dañados por veneno o por estar en mal estado. Quizá no lo sepamos nunca
—concluyó Clermont.
No le dijo nada a Cristina. Solo eran conjeturas. Pronto otras cuestiones
acapararon su atención. Había que preparar la salida del siglo. Lo comentó en la cena.
Acudirían a misa en la catedral. En el primer día del nuevo siglo todos verían que en
Gallaecia había un nuevo orden.
—El señor de Clermont dice que empieza el milenio —comentó Indalecio.
—El señor de Constanza en Estrasburgo aseguraba lo mismo —añadió Raquel
extrañada.
—Sí, y el Rey de Portugal nos habló de lo mismo hace ya dos años —afirmó
Enric con tono grave.
Raquel narró entonces aquella conversación sobre las marcas de la piedra y su
extensión por la Europa de todos los tiempos. Indalecio le dijo que se la dibujase.
Raquel lo hizo.
—Es el símbolo que está grabado en la plancha de oro que Clermont ofrendó al
Apóstol cuando fue recibido en la catedral —recordó Inés.
—En la catedral de Estrasburgo hay otra igual —dijo Raquel.
Indalecio se quedó pensativo; Clermont le había mostrado uno igual. La Dama
Bafomética, el norte que es oeste, una señal milenaria en dos catedrales, un cambio
de milenio equivocado, un Papa en Compostela, un rey en Europa, su causa atendida
en todo el orbe católico, una misteriosa y poderosa sociedad que lo quería entre sus
miembros…, todo era cada vez mas extraño.
Los días que restaban hasta el fin de siglo los dedicó a ordenar todos los asuntos.
Envió a la Reina la decisión de desamortización acordada por las Cortes Generales.
El emisario fue el conde de Cebreiro. Tendría respuesta en pocos días. Habló con
Llull durante muchas horas. «Se quedará en el círculo externo», pensaba Llull, «pero
será de gran ayuda para la unión de los países». Se entusiasmaba con el nuevo papel
de Compostella. Ya conocía su importancia; Raquel Murías se lo habría contado.
—Sí, Raquel Murías, pero sobre todo el señor de Clermont, de quien quizás
hayáis oído hablar —le había comentado Indalecio.
Llull se sorprendió, no conocía a Clermont; le pidió a Indalecio que le hablase de
él. Se le veía extrañado.
—¿También conoce las damas bafométicas?

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Se veía que Llull había quedado muy impresionado con aquella cuestión.
—¿Y habló de un rey en Europa que saldrá de aquí, de Compostella?
—Sí —había asegurado Indalecio.

Ramón Llull entró en aquella casa sabiendo que allí dentro encontraría lo que durante
tanto tiempo había deseado conocer. Fue recibido por Clermont.
—Me agrada conoceros, señor Llull. He leído vuestra obra. He oído de vos. Sé de
vuestro conocimiento. Sé de vuestro Consejo. Sé de vuestra regencia de la ciencia. Sé
de vuestro criterio. Os esperaba aquí, en Compostella.
—Don Indalecio de Avalle me ha hablado de vos —dijo Llull extrañamente
titubeante.
Tenía la sensación de estar delante de alguien excepcional.
—Sí, todos pertenecemos a esta Europa cristiana —respondió amablemente
Clermont, señalando los sillones donde recibía a sus visitas.
Hablaron durante toda la tarde. Llull acudiría varias veces a aquella casa antes de
partir definitivamente para Levante.

La noche de fin de siglo, la catedral estaba atestada de gente. Los guardias tuvieron
que abrirles paso para ocupar sus lugares en el centro de la basílica. Indalecio y
Cristina, Inés, Raquel y Bernardo y Josefa ocuparon sus sitios todos juntos. Enric y
los templarios los suyos, con los capitanes y nobles gallegos. Un sillón vacío al lado
de Indalecio. Solo podía ser de una persona. En efecto, era de Clermont, que
protegido por sus guardias entraba, como era habitual en él, por la puerta sur. Con su
porte majestuoso saludó a Indalecio y se sentó.
Los acordes del órgano llenaron la catedral. El arzobispo y los demás celebrantes
iniciaron la misa. En el camino hacia su próxima cita, la música acompañaba al
tiempo. En un instante cambiaría el día, el año, el siglo y, para unas pocas gentes, el
milenio.
Indalecio sintió en su alma las sensaciones vividas en aquellos años. Tantas cosas
habían sucedido. El tiempo avanzaba. La música se desvaneció y se hizo el silencio.
En Compostella, el centro del mundo, sonaron las campanas de fin de siglo.

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11
ASESINATO EN COMPOSTELLA

D
esde su carruaje, Indalecio avistó Estrasburgo. Ya había estado antes en
aquella ciudad. A aquella hora de la tarde, con el sol bronceando el
horizonte, le semejaba que la hubiesen recubierto de pan de oro. Era
hermosa y le hacía sentir su propia alma. Lo transportaba al pasado. Se acordó de
aquel siglo que habían visto desaparecer por detrás del pórtico de la Gloria hacía ya
más de siete años. Muchas cosas habían sucedido desde entonces. El siglo le había
traído dolor y tristeza; no había sido el siglo de las luces en su alma; el horror había
anidado en su espíritu y, de vez en cuando, todavía se removía. Siete eternos años.
Los recordó.

—La Reina reclama vuestra presencia en la corte de Toledo —le dijo el enviado real.
Quería contestarle personalmente. Las cuestiones eran de tanta importancia que
tenían que ser habladas frente a frente.
—No vayas —le había pedido Cristina—. Tengo un mal presentimiento y no
quiero que nos separemos. Envía al conde de Traba que gestionará bien el encargo.
—Sabes que no puedo dejar de ir. Pero podemos repetir el viaje que hicimos el
año pasado y volver a recorrer las calles de Toledo —contestó.
Cristina no había podido ir. Una pasajera enfermedad de su hijo no lo había
permitido. Viajó con una nutrida guardia. Si la Reina lo llamaba era para hacerle una
proposición diferente a la acordada por las Cortes de Gallaecia. El viaje fue muy
diferente al anterior; quería llegar lo antes posible; no se detenían casi ni para dormir.
Marchaban incluso cuando ya había oscurecido, portando hachones. Por el camino
fue alertando a los señores de los condados que atravesaba. Cuando, unos días
después, ya en Toledo, entraba en la sala capitular acompañado por el conde de
Traba, toda Gallaecia era conocedora de la reunión.
La Reina lo recibió sentada en su trono, acompañada de los seis condes más
poderosos del Castilla. Indalecio lamentó que su ejército no estuviese acampado de
nuevo allí, frente a las murallas. Tras los saludos de rigor, la Reina abordó la
cuestión.
—He querido hablar directamente con vos de la petición de las Cortes de nobles.
—Cortes de nobles y de obispos —puntualizó Indalecio.
—Lo sé y conozco todo lo que allí aconteció —respondió ella en tono amable.
No necesitaba decirlo, pensó Indalecio; todo el mundo sabía de aquella reunión.
Le quería recordar las disensiones que había habido. Le creía débil.
—Sí, unos querían el avance paulatino y otros el definitivo —se adelantó
Indalecio.

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—Esta es nuestra decisión —siguió la Reina—, dentro de diez años se hará la
transmisión de las tierras que se hubiesen entregado a las órdenes en los últimos
cincuenta y, cuando se produzca la expulsión del infiel, algunos territorios
conquistados serán ocupados por órdenes de Gallaecia. Si vuestro ejército participa
en la ofensiva, os haremos una encomienda de las tierras que conquistéis para
repartirlas entre los vuestros —concluyó la Reina.
Indalecio recibió estas palabras como un mazazo. ¡No recibirían ni un ferrado de
tierra hasta dentro de diez años!; era más que una negativa, era una humillación.
—Señora, con esa decisión no satisfacéis en absoluto nuestras demandas, sino que
nos ponéis en una situación muy difícil. No nos dejáis más que una salida —adujo
Indalecio con toda la calma que pudo aparentar; estaba indignado.
—Pensadlo bien —respondió ella—, y tened presente que en vuestro favor ha
pesado la opinión que han recibido nuestros embajadores en las cortes de Francia y
Germania.
—Y en el Vaticano —interrumpió Indalecio.
—Sí, y en el Vaticano y en Portugal. Sois conocido en aquellos lugares. Y eso
hace que nosotros os consideremos aún más. Pero las órdenes han hecho una
magnífica labor durante doscientos años y merecen que, por lo menos, se les dejen
diez para adaptarse a la nueva situación.
Indalecio se dio cuenta de que la Reina seguía ganando tiempo y él había perdido
cinco años. Debían haberse movilizado mucho antes. Los habían engañado.
—Algunos nobles se movilizarán, os lo aseguro —dijo Indalecio.
—¿Y qué hará vuestro ejército? —preguntó Guzmán.
Aún recordaba su viaje a Gallaecia y aquella sensación de angustia.
—Las Cortes lo decidirán.
—No descartáis, entonces, ir en contra de vuestra Reina —dijo amenazante
Guzmán.
—No estamos en contra de la Reina. Reclamamos nuestros derechos.
La tirantez era máxima. El rostro de la Reina mostraba su preocupación; no
quería la guerra en aquella parte de su reino. Le habían asegurado que no se
atreverían a movilizarse, pero ahora no estaba tan segura.
—Si movéis un solo soldado contra la Reina, cuidaos vos y los vuestros, porque
sobre ellos recaerá toda la ira de Dios por haber distraído la reconquista de su tierra
—gritó Saavedra.
—Con amenazas no nos frenaréis. Nuestra causa es nuestra tierra; jamás
desmayaremos —contestó Indalecio gritando también.
Aquello había ido demasiado lejos. Más de lo que la Reina deseaba, pero ahora ya
no cabía la marcha atrás. La palabras de Saavedra habían sido imprudentes.
—Os exijo calma a todos. En mi reino no habrá ninguna movilización que no sea
contra el infiel. Sabedlo bien, don Indalecio, nadie se moverá contra vos o los
vuestros. Yo os pido que transmitáis a las Cortes mi decisión; les exijo fidelidad.

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Durante todo el viaje de vuelta, Indalecio no pudo pensar en otra cosa. Tenía que
reaccionar ante aquella inesperada situación. Apuró el regreso, no quería que la
noticia llegara antes que él. Convocaría en Compostella a los nobles mas influyentes
y procederían a reunir inmediatamente las Cortes. Entró en Gallaecia por el sur y
envió a Traba por el norte. Llegaron a Compostella casi al mismo tiempo,
acompañados de Bembibre, Sarmiento, Valladares, Ulloa, Suárez de Deza,
Quiñones…
Todos estaban indignados. La Reina los había humillado. Era preciso hacerle
frente, aun movilizando el ejército. Había llegado el momento de la verdad. Las
Cortes, que se reunirían en la iglesia de Santa Susana, decidirían.
Indalecio visitó al arzobispo. Quería saber cuál iba a ser su posición. Fue recibido
en la misma sala del Palacio de Gelmírez de ocasiones anteriores, pero le pareció más
fría y húmeda que nunca. Fermín era testigo de la reunión.
—Estaremos al lado de nuestro pueblo; las decisiones que adoptéis serán las
nuestras, pero nunca apoyaremos una movilización contra la Reina ni la ocupación
violenta de las tierras. La Reina es nuestra señora y las órdenes son parte de la
Iglesia.
—¿Qué proponéis entonces? —preguntó Indalecio.
—No hacemos propuestas —respondió el arzobispo—, eso os corresponde a vos.
Pero os apoyaremos en vuestras demandas y en cualquier medida no violenta que
fortalezca la causa.
Indalecio abandonó el Palacio de Gelmírez sabiendo que la Reina se había
asegurado la neutralidad de la Iglesia. En caso de conflicto no estarían, por lo menos
al principio, con nadie. En lugar de ir directamente al pazo, se detuvo en la puerta sur
de la catedral, observando detenidamente el arco izquierdo. Repasó una a una todas
las figuras. Las contó. Treinta y tres en los tímpanos y más de cien en la fachada.
Apóstoles, vírgenes, el Paraíso, las tentaciones, Eva, Nuestra Señora…, no veía la
Dama Bafomética que señalaba la catedral y, sin embargo, estaba allí. Eso decía
Clermont. Asoció ideas; le consultaría sobre la respuesta de la Reina. Su opinión
tendría mucho valor. Fue recibido inmediatamente. Estaba trabajando en su sala de
lectura a la que nadie tenía acceso «para facilitar el recogimiento». Su presencia lo
volvió a impresionar; le ocurría a todo el mundo; incluso a Enric le había afectado.
Desde aquel encuentro se había vuelto taciturno.
—Es menos relevante de lo que pensáis —dijo Clermont—. Todo está aún por
suceder. Reservad vuestras fuerzas para entonces. Haced lo mismo que la Reina:
ganad tiempo.
Tenía razón, pero lo difícil era cómo hacerlo. Las Cortes exigirían la ocupación de
las tierras y la Reina tendría que tomar represalias.
La reunión de las Cortes había sido breve y se había celebrado en la más absoluta
calma. Todos sus miembros, menos los obispos, habían exigido la acción; los más
radicales querían ocupar todas las tierras de forma inmediata, preparando el ejército

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para la guerra, mientras que los más moderados se conformaban con la ocupación
simbólica de algunas tierras, que no obligase a la Reina a intervenir. Tras las
discusiones, Indalecio había hablado en medio de una gran expectación; era
consciente que de aquella reunión tenían que salir más unidos y con más entusiasmo
que nunca.
—Nuestra decisión ya fue adoptada —dijo— en las Cortes de Lemos. Allí,
despidiendo al conde, decidimos que se nos devolviesen unas tierras que eran
nuestras. Aunque la Reina no atendió nuestra petición, nunca nos movilizaremos
contra ella, pero tampoco cejaremos hasta que se reconozcan nuestros derechos. La
decisión de Lemos es nuestra ley y la vamos a cumplir. Tomaremos posesión
inmediata de todas las tierras que las órdenes recibieron en los últimos cincuenta años
y dentro de diez ocuparemos el resto. El próximo año nuestros campesinos sembrarán
las cosechas.
Aquella propuesta fue recibida con vigorosos asentimientos.
—Pero no olvidéis que estas Cortes buscan más que conseguir unas tierras —
advirtió—. Son las rectoras de los destinos de Gallaecia. Y eso nos reclama altura de
miras: Gallaecia tiene que ocupar su lugar en el reino. Ahora se nos conoce y se nos
respeta en Portugal, Aragón, Francia, Germania y aun en el Vaticano. Muchos
quisieran que retrocediésemos y lo van a intentar usando todos los medios a su
alcance. De nosotros depende que lo consigan o no.
Habían recuperado el entusiasmo. En los meses siguientes decidieron las tierras
que serían ocupadas. Las órdenes se negaron tajantemente; acudieron al arzobispo y a
la Reina; defendían sus derechos a proporcionar sustento al pueblo. Gallaecia se
agitó. Cada uno mantuvo sus posiciones. Los ejércitos de la Reina permanecieron en
el frente de Al-Andalus y los de Gallaecia en sus campamentos. Ninguno se movilizó.
Transcurrieron los meses y siguió sin haber respuesta. Las primeras semanas las
habían vivido en permanente tensión, temiendo que las tropas reales avanzasen hacia
Gallaecia. Pero poco a poco, Indalecio y los suyos se fueron tranquilizando; la Reina
parecía estar muy ocupada en la Bética y las noticias de la corte no hacían referencia
alguna a acciones contra Gallaecia. Las tierras fueron ocupadas y nada pasó.
Volvieron a su actividad normal; recepciones de gentes de Compostella y de sus
aliados de las Cortes. Inés, acompañada de Enric, recorrió los condados más
importantes. Bernardo entre Salvatierra, Viveiro y Santiago. Josefa en Viveiro y
Raquel casi siempre en Compostella.
El domingo de Pascua, reunidos en Compostella, lo celebraron recordando los
mejores tiempos que habían pasado juntos.
—Todo irá bien —pronosticó optimista Bernardo—, ocupamos las tierras y la
Reina no se movió.
Sabían que mientras estuviesen unidos, ni la Reina ni las órdenes harían nada.
Por la tarde, Indalecio y Cristina fueron a pasear con su hijo por la ribera del Sar,
el riachuelo que bordea Compostella. Era su paseo favorito, desde Santa Susana hasta

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la ladera del monte Pedroso; desde allí veían cómo los rayos del sol se perdían entre
los arcos del pórtico de la Gloria. Era uno de aquellos ratos de intimidad en los que
solo estaban ellos tres y, aunque los guardias los seguían a una prudente distancia, se
aislaban del mundo. Los árboles que señalaban el curso del río desaparecían bajo la
maleza; el bosque lo cubría todo, a excepción del sendero por el que caminaban. Era
un paseo lleno de intimidad.
Charlaban cogidos de la mano; su hijo corría unas brazas delante de ellos.
Indalecio oyó un silbido inconfundible que cortaba el aire y sintió que le arrancaban
un brazo; una mirada fugaz, se lo vio lleno de sangre; la flecha le había provocado un
gran desgarrón. No tuvo tiempo a nada más, un segundo silbido, casi al tiempo que el
anterior, le hizo dar un empujón instintivo a Cristina, arrojándola al suelo. Por donde
un instante antes estaba ella cruzó una flecha que erró su objetivo. Gritó a la guardia
con todas sus fuerzas.
—¡Guardia aquí! ¡Nos matan!
Corrió a buscar a su hijo. Lo agarró del brazo y lo protegió con su cuerpo de
donde procedían las flechas. Oyó nuevos silbidos y vio con horror como dos flechas
alcanzaban a Cristina en el suelo; ya no sintió nada más, ni siquiera la flecha que le
acababa de alcanzar en la pierna; se echó encima de ella para protegerla también. Vio
que la sangre los envolvía a los tres. No sentía ningún dolor, solamente el ansia y la
angustia de salvar a su mujer y a su hijo. Oyó unos pasos a la carrera con ruido de
espadas saliendo de sus vainas. Levantó la mirada y vio a tres hombres corriendo por
el sendero, con las espadas en la mano; él estaba desarmado. A su espalda, escuchó
voces y carreras; debían ser los guardias que corrían en su auxilio. Se puso en pie.
Tenía que aguantar para dar tiempo a que llegaran sus guardias y salvasen a Cristina y
al niño. La sangre le manaba a borbotones del brazo completamente desgarrado.
Cristina yacía inmóvil en el suelo. La furia le prestó fuerzas; dio un paso hacia sus
agresores.
—¡Asesinos!
Uno lo encaró, mientras los otros dos lo evitaban, clavando sus espadas en
Cristina. Se lanzó contra ellos con desesperación, tratando de arrancarles las armas
con sus manos. Sintió un golpe en la cabeza… Abrió los ojos, estaba en el suelo, al
lado de Cristina. Unos hombres allá lejos corrían gritando: «¡Los asesinos escapan,
cogedlos! ¡A los asesinos!». Vio a dos hombres de su guardia arrodillados a su lado.
Se arrastró una braza y tocó a Cristina. Un gran charco de sangre la rodeaba; le cogió
la mano y se la apretó con todas sus fuerzas.
—¡Vive por Dios, vive! ¡Vive, no te vayas!
El llanto histérico de su hijo fue lo último que oyó.
Cuando abrió los ojos, lo llevaban los guardias por el jardín del pazo, cogido por
los pies y los hombros. Vio a Enric a su lado.
—¿Cómo está Cristina? —preguntó.
—Bien, está bien. Tranquilizaos —respondió Enric.

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Su semblante mostraba a la legua que mentía. Lo acostaron. Sintió un fortísimo
dolor de cabeza; no lo resistía. Cuando despertó, el dolor insoportable seguía allí,
dentro de su cabeza; se la tocó, se la habían vendado. Notó también un fuerte dolor en
el brazo. Se lo tocó también y lo miró: estaba vendado. No se lo habían arrancado. La
pierna le dolía. Pero daba igual. Tenía que saber cómo estaba su mujer.
—¿Cómo está Cristina?
—La hirieron —contestó Bernardo.
—Pero ¿cómo está? —insistió él.
No le contestaron.
—Cálmate y descansa. A ti te hirieron de gravedad —le dijo Raquel.
Sintió que el mundo se hundía; supo que Cristina había muerto. El horror y la
angustia vencieron el dolor de las heridas y lo ocuparon todo. El mundo se volvió
negro. Cerró los ojos. Deseaba que el tiempo arrancase como un huracán y lo llevase
a él también a su muerte. Le parecía que todo aquello era irreal, que no había
sucedido. Cristina entraría en cualquier momento en la habitación y le diría: «Ya es
tarde; hay que levantarse». No. Ahora sí que soñaba. Cristina ya no estaba, ni nunca
más estaría con él. Se lo había advertido, aquel hombre, De la Tour, que vagaba con
su dolor por el mundo, le había avisado…, le arrebatarían a Cristina.
—Tu hijo está bien —le explicó Raquel—, no le tocaron. Está llorando
desesperado.
Sabía que el niño estaba bien. Lo había sentido en su llanto. Quería verlo. A él y a
Cristina. Quería que los tres volviesen a estar juntos.
—Llevadme junto a Cristina —dijo tratando de incorporarse.
Sintió que el brazo y la pierna se le desgarraban; la cabeza le estallaba.
—Tienes que descansar. No te puedes levantar; con las heridas abiertas te
desangrarías —trató de convencerlo Enric.
No les hizo caso. Le era igual. Se sentó en el borde de la cama.
—Será mejor que lo llevemos allí; no va a parar hasta que lo hagamos —oyó
decir a Enric.
Lo cogieron en volandas entre Enric y Bernardo y lo llevaron a la alcoba de al
lado. Lo sentaron en un sillón al lado de la cama. Allí estaba Cristina, pálida, inmóvil.
Indalecio no vio nada más que a su mujer; no vio a Inés sollozando, ni a Raquel con
los ojos llenos de lágrimas, ni a Enric, ni a Bernardo, ni a Josefa. Solo vio a su
esposa, bellísima, con aquella cara llena de dulzura, que ni siquiera la muerte asesina
había podido borrar. No quiso ni parpadear. Se quería llenar de ella, de su cara, de su
cabello; vio el espíritu de Cristina en aquella habitación diciéndole «hay que
levantarse, que es tarde», le contestó «no es tarde; estamos juntos». Todos supieron
que hablaba con ella. Se sintió débil. Tenía mucho sueño. Se quedó dormido.
Cuando abrió los ojos, Raquel estaba al lado de su cama, en una silla. El mundo,
tras aquel parpadeo que tardó en recobrar la conciencia de lo que había pasado, se le
vino encima. Su mujer ya no estaba allí con él. Ya no estaría nunca. Sintió angustia y

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ansiedad; un sabor amargo le llenó la boca. No dijo nada. Cerró los ojos y dejó pasar
el tiempo. Oyó la voz de Raquel.
—Bebe un poco.
Sintió un vaso en los labios. El agua le alivió el sabor amargo. Pero enseguida
volvió y se instaló al lado del horror y de la tristeza. Oyó una voz, «hay que
levantarse». No, no había que levantarse nunca más. Ya no había para qué levantarse.
Solo había que dejar pasar el tiempo. Abrió los ojos.
—Llevadme a su lado —volvió a pedir mirando a Raquel y a Enric.
—Ahora no; es mejor que descanses.
—¿Cómo está el niño?
—Pregunta por vosotros —le dijo Raquel.
—Traedlo.
Lo trajeron. Se subió de un salto a la cama.
—¿Estás bien, padre?
—Sí —dijo abrazándolo.
—¿Y madre? ¿Dónde está madre? —preguntó el niño.
—En el cielo con el Apóstol —le contestó.
—Entonces la veremos en la catedral.
—Sí hijo, sí. La veremos allí.
Le ardía la cara; el dolor en la cabeza era insoportable; no podía mover el brazo.
No tenía fuerzas para hablar. No sabía cuánto tiempo habría pasado. Preguntó.
—Un día. Os atacaron ayer.
—Llevadme otra vez junto a ella.
Estaba muy grave, pero lo llevaron. Cristina yacía en la cama, igual que siempre,
más pálida, más delgada, pero igual que siempre. Ahora no los veía; ni a él ni a su
hijo. Sintió que se le nublaba la vista.
—Me caigo.
Ya en su cama ordenó:
—Quería que la enterraran en Lemos.
—Sí —dijo Inés—, la llevaremos allí, pero el funeral será en la catedral.
—Quiero que lo oficie el obispo de Tui —dispuso Indalecio.
Toda Compostella y toda Gallaecia asistieron al funeral. La catedral se llenó
desde horas antes. El asesinato de doña Cristina de Lemos y Avalle conmocionó
aquella tierra. Había sido el asesinato cobarde y vil de una señora bondadosa y
cristiana. Indalecio quiso asistir.
—No podéis; vuestro estado no lo permite —había dicho Enric.
La mirada de Indalecio no dejó ninguna duda de que iba a estar allí, pasara lo que
pasase. Enric preparó un carruaje especial para llevarlo a la catedral.
—No acompañaréis a pie a doña Cristina. Lo haréis en carruaje.
Entró en la catedral detrás de su esposa, con su hijo cogido de la mano. Casi no
podía andar, pero no tenía prisa, ahora le sobraba tiempo a ella también. El incienso,

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espeso, no dejaba apenas ver; el silencio era total. Todos los nobles a los que había
dado tiempo estaban allí. Los obispos también. En el centro de la catedral, Clermont
aguardaba. Era la primera vez que esperaba a alguien. Consiguió llegar a su asiento y
se sentó; solo veía a Cristina y solo sentía la mano de su hijo. Pero sabía que con ellos
estaban todos. Y lo agradeció.
Cuando la Hostia ocupaba lo alto de la catedral, una voz rasgó el aire.
—¡Reina asesina!
Un fuerte murmullo siguió a aquel grito. La indignación era palpable. Pero el
respeto a la señora de Lemos y Avalle pudo más. Cuando salían por el pórtico santo,
el rumor fue cobrando forma, ¡justicia!… Indalecio lo oía, pero el dolor de su alma
era tan profundo que no sentía deseos de venganza, únicamente soledad, desolación,
angustia y tristeza. Solo quería que ella volviese. Todo le daba vueltas. Sintió que la
sangre le goteaba por el brazo y la vio caer al suelo. Se apoyó en Enric, que caminaba
a su lado. Se rehizo y continuó andando detrás de Cristina de Lemos y Avalle, su
esposa.

Tardó varios meses en recuperarse. Los médicos temieron por su vida. Indalecio
recordaba horrorizado cada despertar, con la angustia de la ausencia de Cristina. Años
después, aún le volvía a veces aquella sensación. A medida que se fue recuperando, la
indignación y el odio fueron creciendo. Al lado de la tristeza, el deseo de venganza se
hizo cada vez más y más fuerte. Llegó un tiempo en que no podía pensar en otra cosa.
Sabría quién lo había perpetrado. La Reina, había dicho aquella voz en la catedral.
Fuese quien fuese, aunque lo hubiese hecho la misma Reina, lo pagaría con su vida.
Mataría a los asesinos. ¿Quiénes fueron?, había preguntado a los pocos días a Enric,
en un momento de lucidez.
—No lo sabemos. Escaparon. Pero los capturaremos y sabremos quién lo ordenó.
Dejadlo a mi cargo.
A veces, Indalecio se esforzaba en olvidarlo, pero el horror volvía siempre; el
ansia de venganza y la ira lo dominaban; tenía que saber quiénes habían sido. Quería
causarles daño, verlos sufrir y darles muerte.
—¿Quiénes nos atacaron? —volvió a preguntar a Enric un día que estaban solos
en la habitación—. ¿Quién ordenó el ataque? Pronto me levantaré y quiero ir a
matarlos.
—No sabemos quiénes fueron. Escaparon sin dejar rastro. Se los tragó la tierra.
Nadie los vio llegar ni escapar. Los guardias los persiguieron, pero los aguardaban
otros dos emboscados con caballos y ya no los pudieron seguir. Eran un total de seis;
tres os atacaron, un cuarto se quedó apostado en el camino y dos más los esperaban
con los caballos; pero ya hablaremos de ello cuando estéis recuperado.
—No. Quiero saberlo todo ahora —insistió Indalecio con aquel tono que no
dejaba lugar a dudas de que tenía que ser en ese preciso momento.

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—Eran asesinos entrenados y preparados para este ataque; sabían lo que hacían.
No pronunciaron una sola palabra que nos permitiese identificar su acento. Buscaron
el lugar perfecto, una zona de bosque. Se aseguraron bien de que podían escapar sin
daño alguno. Las flechas son de las que se pueden encargar en cualquier forja.
Estudiaron bien el asalto. Os tengo que decir algo que no he querido confesar a nadie:
no os quisieron matar a vos ni a vuestro hijo; solo a doña Cristina.
Indalecio ni pestañeó.
—Seguid —dijo.
Enric continuó:
—Eran buenos arqueros. Las dos flechas que acabaron con la vida de vuestra
esposa la alcanzaron en el corazón; sin embargo, a vos os hirieron en un brazo y una
pierna. A la distancia a que dispararon, de haber querido, os habrían matado también.
—Quizá yo me moví —sugirió Indalecio.
—Sí, quizá —respondió pensativo Enric—. Pero después clavaron sus espadas en
la señora y no en el niño, y a vos os dieron en la cabeza, aunque por la herida, no lo
hicieron con el filo, sino con la parte plana del hierro. Pudo haber sido porque vos os
lanzasteis a proteger a vuestra esposa y a vuestro hijo y quizás al moveros la espada
falló. Sí, puede ser, pero creo que solo querían matar a doña Cristina.
La ira, la rabia, la angustia y el dolor lo embargaron. Preferiría mil veces haber
muerto él.
—Encontradlos, Enric, encontradlos, porque me mata el ansia de matar.

Indalecio veía como Estrasburgo se confundía con la oscuridad. Nunca los habían
encontrado. Ya habían transcurrido seis años y jamás supo de aquellos asesinos, ni de
sus jefes, que permanecían impunes. Recordó que había pasado meses enteros
dándole vueltas a quién habría ordenado aquel ataque. Lo discutía vehementemente
con Enric.
—La voz de la catedral culpó a la Reina —decía de forma casi obsesiva.
—Sí, la Reina tiene motivos; vos la habéis desafiado, desobedeciéndola, pero
también podría haber sido por cuenta de las órdenes religiosas, que así intentarían
paralizar la ocupación de sus tierras. Y no olvidéis que, desde Francia, os avisaron
que el Papa conocía los movimientos de Raquel; pudo ser por encargo del Vaticano.
—El arzobispo nunca se atrevería a tal crimen —había argumentado él.
—No o sí. Pero también lo podría haber ordenado directamente el Vaticano; no
sería nada inusual —dijo Enric—. Eran criminales experimentados y se esfumaron.
Podrían ser de fuera de Gallaecia. Llegaron y se fueron como peregrinos.
—También podrían ser enviados de la Reina —argumentaba machaconamente
Indalecio.
—Sí. También podrían proceder de Castilla enviados por vuestra Reina.
Así una y otra vez, día tras día. No se averiguó nada. Indalecio fue sintiendo

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como su odio se extendía a todos los que podían haber ganado algo con aquel
asesinato. La Reina, el Papa, el arzobispo, las órdenes. De nada valió que todos ellos
mostraran sus condolencias. El arzobispo había llegado casi a llorar delante del
féretro; los priores de las órdenes habían asistido también al funeral y le habían
mostrado su pesar. «Las disputas terrenales nos separan; este grave crimen nos une.
Estamos a vuestro lado», le había dicho el prior del monasterio cisterciense de Oía,
cercano a su tierra, Salvatierra. El Papa había enviado una solemne condolencia y
condena de excomunión a los asesinos. Y la Reina había mostrado, en público edicto,
su horror y condena por tan execrable crimen. «La Reina llora y reza por vuestra
esposa».
Era igual. Los odiaba a todos; alguno era el asesino y no pararía hasta descubrirlo.
Les causaría todo el mal que pudiese. Combatiría a la Reina y al Papa. Ocuparía las
tierras expulsando a las órdenes de Gallaecia y vería morir al arzobispo. Su ansia de
venganza no tenía límites.
Ya estaba dentro de la ciudad. Su carruaje recorría las calles estrechas de
Estrasburgo, aquella ciudad a la que había llegado por primera vez en 1302, algo más
de un año después del fallecimiento de Cristina. Había sido Raquel, que desde el
asesinato de Cristina vivía pendiente de él, la que lo había convencido.
—Te han enviado dos avisos de reuniones del Consejo; ahora ya estás recuperado
y sería bueno que fueses. Te permitirá salir de aquí, conocer ciudades y tierras y
hablar con otras gentes.
—Podréis interesar en nuestra causa a los miembros del Consejo —había insistido
Enric.
—¿Y si mientras estoy fuera nos atacan o el arzobispo instiga alguna nueva
conjura?
Fue Inés la que dio la idea.
—No necesitamos decir a nadie que viajas a Estrasburgo. Diremos que estás en
un retiro de descanso y reflexión en un monasterio de Braga. Está a un tiro de piedra
y nadie, ni aun los más cercanos, sabrán de tu viaje.
Así se hizo. Delegó el mando en Bernardo. Nadie se había extrañado de que el
señor de Avalle se retirara unos meses a reflexionar.
—Raquel y yo aconsejaremos a Bernardo; ve tranquilo —le había dicho Inés; se
veía que su confianza en Bernardo no era mucha—. Enric nos ayudará.
Partió una madrugada, casi en solitario; la guardia se le uniría desde Lemos. Se
fue alejando de Compostella, aquella ciudad mágica, centro de la fe, que Indalecio
odiaba ahora y cuyo recuerdo traía negras nubes de tristeza a su alma. Fue haciendo
el Camino. Cruzó a Francia por Roncesvalles. Enric le había hablado de aquella
cavidad que, a la vista de todos, podría ocultar un ejército sin que nadie reparara en
él. No la encontró. Recorrió las tierras del Loira; los castillos, con sus torres en punta,
le parecieron formidables fortalezas, que admiró. Llegó a París. Raquel le había
hablado tanto de aquella ciudad que le parecía que ya la conocía antes de verla. En

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sus calles, en sus mercados, hechas piedra en el castillo de Fontainebleau, y sobre
todo, en el olor del río Sena, fue reconociendo las palabras de Raquel. «Es un olor
que te transporta a tu tierra».
Sus recuerdos quedaron rotos por las jóvenes torres, aún creciendo, de Notre
Dame. Caminó hacia aquella formidable catedral con la solemnidad de los momentos
importantes. Le impresionó. Era la catedral de un imperio. Se acercó a sus puertas y
se sorprendió a sí mismo buscando entre las figuras de su pórtico una Dama
Bafomética. Tendría que haber una. Aquella catedral llevaba la marca de la
grandiosidad.
A su llegada a Estrasburgo había sido recibido por Llull, que le había servido de
guía en su primer recorrido por la ciudad. Entonces, en aquel otoño, le había parecido
igual que ahora, cinco años después, una ciudad de oro. Unos meses después, el
invierno la transformaba en plata brillante y en la primavera su verde hería la vista.
Era la ciudad de la metamorfosis.
En aquella casa blanca y negra al lado de la catedral conoció a Blanca; nada más
verla sintió que la conocía de siempre. Se sonrieron.
—Bienvenido a esta casa; era tiempo de veros, don Indalecio de Avalle, caballero
de Gallaecia —saludó Blanca sin esperar a que Llull los presentase.
—Siempre con vos, doña Blanca —había respondido.
No tuvieron tiempo a más; Emmanuel había irrumpido en la sala.
—¿Vienes de muy lejos?
—Sí, Emmanuel, vengo del fin del mundo.
—¿Te quedas en nuestra Casa de los Sueños? —le preguntó.
—Sí. Se quedará con nosotros aquí —le explicó Blanca—; es amigo de Raquel.
—¡Qué bien! ¿Se quedará para siempre?
—Sí, para siempre —respondió Blanca sonriendo.
—Os saludo, señor de Avalle y os doy la bienvenida a nuestra casa —dijo
Constanza entrando en la sala—, esperamos mucho de vos en el Consejo de
Regencia. Os incorporaréis mañana a mediodía. Ya hemos tenido varias reuniones,
pero hasta mañana no trataremos las cuestiones importantes.
—El señor de Constanza —presentó Llull, ya tarde—, el Regente del Consejo.
Indalecio lo saludó y agradeció su designación.
—Me siento muy honrado.
—El señor Llull ya os ha puesto en antecedentes de la situación, pero es
conveniente que esta noche, antes de la cena, nos reunamos en mi despacho. Es
preciso que conozcáis algunas cosas antes de vuestro juramento. A mi esposa y a mí,
y por lo que se ve a Emmanuel, nos gustaría que residieseis aquí con nosotros;
hablaríamos de nuestra tierra. Sabemos de vuestro dolor por la muerte de vuestra
esposa; entre gente conocida se sufre menos.
Indalecio agradeció aquella deferencia. Miró a Emmanuel. Le recordaba a su hijo;
sintió nostalgia y tristeza. El rostro de Cristina se dibujó en medio de aquella sala.

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—Ya he ordenado que trasladen vuestras cosas —dijo Blanca sacándolo de sus
recuerdos—. Catherine os mostrará vuestra habitación.
Constanza le envió recado; era hora de reunirse. Indalecio admiró aquel despacho
negro, solemne, lleno de códices y pliegos; era el ambiente de un hombre de estudio.
Le recordó la biblioteca de su abuelo. Constanza tomó la palabra. Fue hablando de
Europa, de su historia, de su cultura; era necesario un rey. Indalecio asentía. Habló
del papel de Compostella uniendo la Cristiandad.
—Nada me gustaría tanto —interrumpió Indalecio.
Los errores de Roma; el Papado actual comprometido en el crimen de Pietro.
—Es un Papa asesino —volvió a interrumpir Indalecio—; él podría haber
ordenado la muerte de Cristina.
El odio afloró incontenible.
—Debemos conseguir que caiga y que su lugar sea ocupado por un Papa al que la
Cristiandad respete —dijo Constanza.
Indalecio no podía haber escuchado nada mejor.
—Sí, debe abdicar y ser encarcelado por sus crímenes —dijo.
Constanza supo que podrían contar con él. Pero no formaría parte del círculo
interno, como recomendara Llull.
—El juramento se hará mañana al alba en la catedral. Yo os acompañaré. Será una
ceremonia en la intimidad —lo despidió Constanza.
La mañana era fresca. Cuando bajó a la sala, Constanza, Llull y otros cuatro
caballeros ya estaban allí. Se los presentaron. Jaques de Molay, Fernándes, Maestro
Eckhart y Roger Bacon. Aunque lo sabía, no dejó de impresionarle el encontrarse allí,
en aquella casa, con el todopoderoso Gran Maestre del Temple, el señor de Molay,
con el primer conde portugués y con aquel famoso predicador. No había oído hablar
del otro caballero, ya anciano. Mientras recorrían la plaza, se dio cuenta de cuán
poderosos eran; el Temple, condes principales, cardenales, hombres de leyes… Se
arrepintió de haber retrasado el viaje.
La catedral se elevaba entre la luz difusa del alba; desde lejos era una gran mole
que ocupaba todo el cielo y que no dejaba ver la luz. Avanzaban deprisa y enseguida
estuvieron ante la puerta. Allí se pararon un buen rato en silencio respetuoso.
Indalecio repasó las figuras del pórtico. Eran hermosas. Las escudriñó atentamente;
allí también tendría que haber una señal.
—La dama está ahí —le aseguró Constanza adivinando su pensamiento.
—No la encontré en la catedral de Santiago y tampoco la veo aquí —se lamentó
Indalecio.
—Tiempo al tiempo.
El juramento sobre la Biblia fue rápido; lo tomó Constanza. Exigía lealtad,
trabajo, «seguir la Idea», y silencio.
A su hora, Llull lo acompañó a la sala de Consejos. Allí estaban los otros
caballeros con túnicas como la que Catherine le había dejado en su habitación y que,

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por indicación de Llull, se había puesto. Fue saludado con inclinaciones de cabeza,
pero nadie habló. Llull le indicó su sitio casi en un extremo de la mesa. Por una
puerta frente a él, vio entrar a Constanza, que ocupó la cabecera. Se sentaron.
—Hoy se incorpora el señor de Avalle. Le damos la bienvenida. Los señores
Llull, Molay, el cardenal Musatti, Fernándes, Bacon, Anjou, Eckhart… A medida que
Constanza los enumeraba, Indalecio fue aún más consciente del poder que había en
torno a aquella mesa. Si aquella fuerza se pusiese en movimiento, conseguiría
cualquier cosa. Él, al lado de cualquiera de ellos, era insignificante; lo habrían
elegido por alguna otra razón; le habían dicho que por la importancia de Compostella,
pero no estaba seguro.
—En los dos años transcurridos desde que lanzáramos nuestra ofensiva para
preparar el camino del rey, hemos obtenido importantes logros. Muchos territorios se
han acercado a nuestra causa. El Emperador germano y el rey de Francia están
convencidos de que la unificación de Europa se hará bajo su tutela. Portugal, Aragón
y Castilla aceptan la liga cristiana. Compostella permanece tranquila y las tropas del
señor de Avalle la guardan. Nuestras presiones ante la Reina de Castilla la han
disuadido de actuar contra Gallaecia, aunque ahora, al haber sido su hijo Fernando
aceptado como rey, ya se siente más fuerte.
Indalecio había entendido entonces algunas cosas. Aquello explicaría el que la
Reina, al no poder invadir Gallaecia, hubiese optado por contestarle usando otras
armas.
—El monarca francés ha acudido por dos veces al Temple en busca de dinero
para pagar sus ejércitos; le han hecho dos préstamos de dos mil quinientas libras que
hay que añadir a lo que ya les debía.
Constanza no lo dijo, pero le seguía preocupando un monarca endeudado. Ya le
había hecho llegar el mensaje de que no tendría que devolver los préstamos.
—En Roma —continuó Constanza—, la impopularidad de Bonifacio va en
aumento. Nunca se le ve sin su ejército en torno a él. Se mantiene por el terror que
infunde a los romanos. Su bula Ausculta, Fili atacó al rey de Francia, que respondió
movilizado sus tropas hacia la frontera. En otro grave error, Bonifacio firmó, por fin,
la bula Unam Sanctam. Los reinos cristianos no la aceptan y se resisten al poder
temporal del Vaticano. Las familias romanas ven desaparecer su poder. Los Orsini
han sido humillados; creían dominar al Papa y resulta que ellos eran los dominados.
Han quedado en ridículo ante la sociedad romana.
—Ante el desafío del rey francés moviendo las tropas —continuó Constanza—, el
Papa ha convocado en Roma un concilio que sembrará el espíritu antifrancés en todo
el orbe cristiano. Será imposible un Papa francés.
—No ha habido derramamiento de sangre y no la habrá. Nadie tocará ni un
cabello del Papa. Caerá por sus pecados y para el bien de la Cristiandad. Todo
transcurre convenientemente, pero aún falta la parte más ardua de nuestra tarea.
El Consejo asentía. Constanza hizo una pausa y los miró fijamente.

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—Antes de un año habrá un nuevo Papa en la Cristiandad y será Nicolás Bocasin
de Treviso, general de los dominicos y obispo de Ostia —anunció.

Raquel volvía de su paseo diario por las calles de Compostella cuando recibió el
mensaje que Indalecio le enviaba desde Estrasburgo. Mantenían todo el apoyo de los
reinos del norte de Europa y de Francia, pero debían renovar el de los nobles y
cardenales de Roma. Se avecinaban nuevos tiempos y había que reforzar las alianzas,
tanto con el clero como con las familias romanas. Debería partir inmediatamente para
el Vaticano. Él regresaba a Gallaecia. Se encontrarían en Cherburgo.
La invadió la euforia. Sintió un ansia incontenible de ponerse en camino. Deseaba
encontrarse con Indalecio y la fortuna los reuniría antes de lo que pensaba. Se asustó
de sus sentimientos. Era amistad y cariño; además el viaje a Roma sería importante
para su causa. Pero se estaba engañando; tenía un irresistible deseo de verlo.
Transmitió a Inés y Enric el mensaje, ordenó las cosas para el viaje y partió. Un día
había tardado en ponerse en marcha. Haría el viaje hasta Cherburgo a caballo; había
que llegar pronto. Allí cogería un carruaje, quizás el de Indalecio. Fue un viaje a uña
de caballo; cabalgadas interminables, con el tiempo justo para recuperarse y vuelta a
cabalgar. El tiempo urgía. Había que llegar a Cherburgo. Raquel solo pensaba en ver
a Indalecio. Se había enamorado. En su alma solo había sitio para él. Nada más en el
mundo le importaba. Solo Indalecio. Quería verlo, oír su voz, sentirlo cerca. Era una
locura, pero estaba enamorada.
Avistaron las murallas de la fortaleza de Cherburgo. Era la encomienda del
Temple donde se decidían las grandes acciones navales. Su puerto albergaba gran
parte de la flota templaría. Los uniformes templarios de sus acompañantes le abrieron
las puertas. Raquel, entrando al galope, no reparó en que era la fortaleza más
formidable que había visto nunca; allí, en el patio de armas, Indalecio la esperaba.
Saltó del caballo, corrió hacia él y a una braza se quedó parada, confusa, mirándolo
sin saber qué hacer.
—¿Cómo estás, Raquel? —dijo Indalecio abrazándola.
Se colgó de él.
—¿Y tú? —respondió ella mientras se esforzaba porque las lágrimas no le
saltaran a los ojos.
—¿Cómo está mi hijo?
—Muy bien. Te manda su cariño y pregunta continuamente por ti.
Indalecio se entristeció.
Hablaron de todo. Mezclaban en desorden las cosas que habían sucedido en
Gallaecia con el viaje de Indalecio. Las gentes de Gallaecia saltaban
precipitadamente en la conversación, mezcladas con Blanca. Las calles de
Estrasburgo se confundían con las rúas compostelanas. Pasaron horas y podrían pasar
días envueltos en aquellas charlas. El pasado y el presente se mezclaban. Indalecio

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sintió de nuevo la cercanía de aquella mujer a quien tanto cariño tenía. Cristina
también la había querido mucho.
—Así que debo ir de nuevo al Vaticano —dijo Raquel rememorando su estancia
anterior—. Espero no equivocarme esta vez.
Indalecio le explicó la situación en Roma. Siguiendo los consejos de Constanza,
omitió el nombre del nuevo Papa.
—Sí —reconoció ella—. Es imprescindible renovar nuestros apoyos. No es un
viaje agradable, pero necesario.
—No está exento de peligros —la avisó Indalecio—. El cardenal Touraine
reclama tu presencia; tu anterior mediación inspiró confianza a los Orsini y ahora
facilitará las cosas. Viajarás con una fuerte protección, tu guardia, la mía y en
Lombardía se te unirán refuerzos. No quiero que corras ningún riesgo. He dado
órdenes de que estén siempre a tu lado. Permanecerás allí el menor tiempo posible.
—Creo que otras veces he corrido riesgos mayores —lo intentó tranquilizar
Raquel.
—No estoy seguro —dijo Indalecio pensativo—. Con gusto te acompañaría.
Raquel estuvo a punto de gritarle que lo hiciese, que era lo que más deseaba.
—Creo que me sé cuidar yo sola.
Dos días pasaron juntos en Cherburgo. La fortaleza, la ciudad, el puerto, la
campiña, lo recorrieron todo; mezclaron su ánimo, sus recuerdos y su espíritu. Dos
días que a Raquel le parecieron un minuto; fueron como una exhalación. Cuando se
despedían y cada uno partía hacia su destino, a Raquel le parecía haber vivido un
sueño. El rostro de Indalecio volvía a mostrar seriedad y tristeza; Raquel hizo acopio
de todo su ánimo.
—Pronto nos veremos en Compostella y nuestra causa será entonces más fuerte.
Se abrazaron.
—Cuídate mucho, Raquel; cuídate mucho.

Cuando avistó Roma, Raquel revivió aquella sensación de desagrado de años atrás,
pero ahora aún era mas fuerte. Eran la decrepitud y la decadencia. Cuanto más se
acercaba a Roma, mayor era su rechazo. Quería acabar rápidamente su tarea y
abandonar la ciudad, pero mientras la comitiva encaminaba sus pasos hacia la
residencia de Roncaglia, se sorprendió al comprobar que, recorriendo sus calles, no
percibía aquella sensación. Al contrario, sus edificios soleados por el atardecer
estaban llenos de una inesperada belleza; pudo ver aquellas esculturas únicas en el
mundo, que recordaba de otra forma. Palacios y torres, antiguas y actuales, surgían en
cada esquina. Todo parecía distinto. Pero solo habían transcurrido unos pocos años.
Llegó a su residencia. Los sirvientes, que reconoció, la esperaban en la puerta.
Roncaglia y su esposa la recibieron con cordialidad.
—Volvemos a empezar —dijo Roncaglia sonriendo.

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—Volvemos a empezar —contestó Raquel.
Hablaron de lo que habían hecho durante aquellos años; Raquel se dio cuenta de
que no podía confesar lo más importante que le había ocurrido; estaba enamorada y
tenía que ocultarlo. Hablaron de Roma y del Vaticano.
Había que actuar con celeridad. Esa misma tarde avisaron a Touraine; estaba a su
disposición. A la mañana siguiente, madrugó y salió temprano de casa, con la
intención de recorrer la ciudad. En la puerta se encontró con toda la guardia que la
había acompañado en el viaje.
—Son órdenes del señor de Avalle —dijo el capitán.
—Voy a dar un paseo a solas por la ciudad; no hay ningún peligro en ello —
explicó Raquel de mal humor; quería estar sola.
—Lo siento señora, pero mis órdenes son acompañaros a cualquier sitio que
vayáis y las voy a cumplir —respondió el capitán con firmeza.
Dio su paseo enfadada. La ciudad era distinta. Vertía una belleza que ni su estado
ruinoso y sucio era capaz de borrar; se vivía la antigua grandeza que las grandes
obras no pierden nunca. Se notaba un nervio que no había visto antes. Se adentró en
los barrios de las familias nobles; todo se veía descuidado y sucio, como lo
recordaba, pero era grande y admirable. Le pasó el enfado; le gustaría ver aquella
ciudad con Indalecio; disfrutarían de siglos de cultura romana construida piedra sobre
piedra. Raquel no tenía prisa y quería vivir aquellos momentos mezclándolos con sus
recuerdos y su amor. Encaminó sus pasos hacia el Vaticano. Era impresionante; las
piedras que sustentaban el cristianismo: toda aquella maravillosa obra, aún en
construcción, acercaba su espíritu a Dios. Cómo se podría haber creado una obra tan
grandiosa, y ella, unos años antes, no haberla sentido…
—El señor Roncaglia os ruega que volváis —la interrumpió un criado de la casa
—. Os hemos buscado por toda la ciudad. Es urgente.
Regresó lo más aprisa que pudo. Sabía que Touraine había respondido. En efecto,
así era. La quería ver inmediatamente. Se cambió de ropa, vistiéndose para la
audiencia con un cardenal y, acompañada de Roncaglia y seguida de aquella
aparatosa guardia, se encaminó al palacio de Touraine.
—Os esperábamos, señora —la recibió el secretario del cardenal, acompañándola
a su despacho.
Roncaglia se quedó en la antesala.
—Me agrada veros, señora Murías. Vuestro recuerdo me es grato —la saludo
Touraine.
—Y yo recuerdo que vos erais distinto a otros que conocí aquí —dijo ella.
Hablaron de aquella época y de lo que había sucedido desde entonces.
—Vuestra mediación no dio resultado porque aún era pronto. Pero sembró la
semilla y está a punto de fructificar. Ahora es el momento.
—Eso espero —respondió ella.
—Lamento que vuestra entrevista con el conde Orsini produjera una tan

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desgraciada y horrenda respuesta del Vaticano. La temíamos, pero no imaginamos
que fuese tan cruel.
—¿A qué os referís? —preguntó Raquel poniéndose en pie llena de zozobra.
—¿No lo sabéis? —preguntó el cardenal.
—No. ¿A qué os referís? —urgió Raquel llena de angustia.
—Al asesinato de la señora de Avalle allá en Compostella —respondió el
cardenal—. Los espías franceses averiguaron que fue ordenado, preparado y
ejecutado desde el Vaticano. Creí que lo sabíais.
Raquel sintió que el mundo se hundía. Se desplomó en la silla. Se le nubló la vista
y sintió que el dolor la laceraba; no podía ser; ella era la responsable de la muerte de
Cristina. Cómo podía haber ido a aquella entrevista con Orsini…, su error lo había
pagado Cristina con su vida; ese dolor la acompañaría para siempre. La angustia la
oprimía y no la dejaba respirar; había sido la responsable de la muerte de su amiga, la
esposa de Indalecio.
Cuando, en medio de aquel dolor, recuperó la lucidez, una sirvienta le ofrecía un
vaso con agua.
—Ya estoy bien, ya estoy bien —repitió.
—Creí que erais conocedores de la autoría del crimen —se disculpó Touraine—.
No os sintáis responsable; nadie podía pensar que el Papa y el Vaticano pudiesen
perpetrar tal cobardía. Pero pagarán por ello.
—¿Cómo lo hicieron? —preguntó Raquel con temor a conocer los detalles.
—Lo decidieron el Papa y el cardenal Tussi cuando Orsini les habló de nuestra
oferta de acuerdo para hacerles frente. Lo planeó Tussi y fue llevado a cabo por
media docena de guardias del Vaticano que acudieron a Santiago como peregrinos.
Todo encajaba. No había error posible. Raquel no era capaz de hablar; su
semblante se demacró; su rostro se alargó. No podía mover los brazos. Sintió un
profundo sueño.
—Seguiremos mañana nuestra charla —sugirió Touraine—, necesitáis descansar.
Raquel no dijo que no. Sin despedirse, salió del despacho, bajó las escaleras y
subió al palafrén. Roncaglia vio su semblante y no preguntó nada. Al llegar a casa, se
dirigió a su habitación, se acostó y se quedó profundamente dormida. Cuando abrió
los ojos ya había mucha luz, el sol estaba alto. Se incorporó en la cama como un
resorte, con la sensación de que llegaba tarde a algún sitio; recordó la conversación
con el cardenal. No era que llegase tarde, es que ya no podía llegar, porque Cristina
ya no estaba con ellos. Se sintió culpable y una ráfaga de ira la sacudió. No pararía
hasta que los asesinos lo pagasen. Todo su carácter y su voluntad se fundieron en
aquel propósito: el Papa y el cardenal Tussi pagarían por su crimen, aunque lo tuviese
que hacer ella con sus propias manos.
Saltó de la cama. Se vistió y bajó las escaleras de la casa corriendo, mientras
gritaba:
—¡Voy al palacio del cardenal!

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Roncaglia apenas tuvo tiempo de saludar.
—¿Cómo os encontráis?
Raquel ya estaba en la puerta. La siguió casi a la carrera, mientras los guardias
cogían precipitadamente sus armas y salían corriendo. Fueron a pie. El palacio no
estaba lejos y, aunque estuviese, Raquel era en aquel momento una furia que nada
podría detener. Llegaron al palacio. Nadie los esperaba. Raquel llamó repetidamente
a la puerta, con fuertes aldabonazos. Acudieron los sirvientes. No les dio tiempo ni a
hablar.
—Quiero ver al cardenal Touraine —dijo mientras subía las escaleras
encaminándose hacia su despacho.
El secretario del cardenal fue a su encuentro por el pasillo.
—El cardenal está en su despacho; no os esperaba, pero estoy seguro de que os
recibirá inmediatamente.
Entró en el despacho mientras Raquel aguardaba en al antesala dando rápidos
paseos. Apenas transcurrido un instante, el secretario asomo a la puerta.
—El cardenal Touraine os aguarda.
Mientras lo decía, Raquel ya cruzaba el umbral del despacho con paso rápido y se
encaraba con Touraine.
—¿Qué hay que hacer para derrocar y encarcelar a un indigno Papa asesino? —
preguntó.

El conde Orsini observó detenidamente a aquella joven que estaba delante de él. Se
acordaba perfectamente de ella, pero ahora le parecía más morena y aún más
hermosa. Allí delante, unos años antes, le había propuesto una alianza con el cardenal
francés para frenar el ímpetu del Papa. Había que reconocerle que había tenido valor,
ponerse allí delante de él y atreverse a hacer aquella inconcebible propuesta. Pero
todas sus advertencias se habían hecho realidad. Ella había acertado y él se había
equivocado.
—¿A qué debo el honor de vuestra presencia? —saludó el conde.
Raquel decidió dejarse de formulismos e ir directamente a la cuestión.
—Vengo a continuar la conversación que interrumpimos hace años —le contestó
—. Entonces os ofrecí, en nombre del cardenal Touraine, un acuerdo para poner coto
a los deseos expansionistas del Vaticano. Desde entonces, el Papa ha armado un
poderoso ejército, os ha dejado a los Orsini sin poder, se ha enfrentado a Felipe de
Francia y al emperador Alberto de Habsburgo, y ha publicado la encíclica Unam
Sanctam exigiéndoos a todos lealtad terrenal. Dentro de poco, los señores romanos
seréis sus siervos. Vengo a renovaros aquel ofrecimiento del cardenal Touraine, pero
ahora ya no para frenarlo, sino para derrocarlo. Ya debisteis hacerlo cuando asesinó a
Pietro, pero os cegó la ambición. Desde entonces otros asesinatos terribles fueron
cometidos por él.

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Los ojos se le llenaron de lágrimas, al tiempo que la ira le hacía subir la sangre a
la cara.
—No disponemos de mucho tiempo. O decidís ahora u os convertiréis en una
familia de vasallos —concluyó.
Por la expresión del conde, Raquel intuyó que esta vez la respuesta sería
diferente.
—¿Cómo sé que vuestro mensaje no es una trampa de los franceses? —preguntó
el conde—. Vos sois una extranjera en Roma, ¿cómo sé que decís verdad?
¡Ya estaba conseguido! ¡Habría acuerdo!
—Decidme vos mismo cuáles han de ser las pruebas o condiciones que requerís
para fiaros de mí —respondió Raquel.
La creía. El conde creía a aquella mujer ahora, igual que la había creído años
atrás.
—Es necesaria una conversación con el cardenal Touraine, para explorar las
salidas a la situación que el Papa Bonifacio ha creado —contestó el conde.
Aquel discreto compromiso era, en Roma, un paso de gigantes.
—Propongo que nos veamos el cardenal, vos y yo en un lugar seguro y discreto
—concretó.
Raquel aceptó rápidamente el envite.
—Os propongo el domingo, al mediodía, en la residencia del señor Roncaglia,
que ya conocéis —contestó rápidamente Raquel—. Yo os estaré esperando.
Se despidió de Orsini con el nerviosismo del acierto; se había dado el primer paso
para derrocar a un Papa indigno y ella iniciaba su venganza. Se dirigió directamente a
la residencia de Touraine. Los sirvientes la saludaron y sin hacer pregunta alguna, la
condujeron a un pequeño comedor, donde el cardenal estaba empezando a cenar.
—Sentaos y acompañadme —le pidió.
Le pusieron un servicio. Contó al cardenal su encuentro con Orsini.
—¡Espléndido! —exclamó Touraine—. La rueda se pone en marcha; ya no se
parará. El papado de Bonifacio tiene los días contados.
Tenía que avisar urgentemente a De Goth para que viajase a Roma. Los hechos
que se avecinaban reclamaban su presencia; a partir de aquel momento, él tenía que
asumir personalmente la dirección del proceso.
—Dentro de pocos días el cardenal De Goth estará en Roma —le adelantó
Touraine—; lo conoceréis y comprobaréis que es un hombre excepcional.
—Veo que le tenéis mucho respeto. Debe de ser un gran hombre —dijo Raquel.
—Respeto, admiración y afecto —apostilló Touraine—, pero hablemos ahora de
lo que nos urge; creo saber lo que Orsini va a solicitar y lo aceptaré.
—¿Cuál es mi papel en la entrevista? —preguntó Raquel.
—Seguir mediando entre nosotros hasta que lleguemos a acuerdo, y si creéis que
me equivoco, no dudéis en corregirme. Usad vuestra inteligencia; el objetivo es el
acuerdo para derrocar al Papa.

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Aquella respuesta revelaba la capacidad de Touraine. Conseguiría su propósito.
Hablaron de Roma. El cardenal sentía por aquella ciudad la misma pasión que
antaño.
—Cada vez me habla más y me dice cosas nuevas —confesó.
—Os creo y os doy la razón —afirmó Raquel—. Siento que la ciudad es diferente
a como la vi la otra vez. Noto su espíritu y su aliento. Creo que si viviese aquí algún
tiempo, me enamoraría de ella y entonces ya nada me movería.
—Ese es el encanto de Roma —explicó Touraine—; uno se enamora de ella y
cuando eso sucede, ya no hay solución, está uno preso para siempre.
Era tarde. Se despidieron. Raquel disfrutó del regreso a su casa en la noche
romana. Las calles oscuras se abrían a la luz de las antorchas y los edificios hacían
guiños con sus sombras. Miró a su guardia y le divirtió pensar en la sorpresa de
cualquier asaltante que la viese pasar con aquella desmesurada protección; las caras
distraídas de los soldados mostraban que no temían ataque alguno.
Aquella noche pidió a Roncaglia que lo preparase todo para el encuentro. El
conde y el cardenal entrarían por puertas distintas; sus guardias ni se verían. En la
casa solo permanecerían unos pocos sirvientes de la máxima confianza.
Ya en su habitación, Raquel se sintió inquieta. Era consciente de la
responsabilidad que ella, Indalecio y su causa, adquirían. Estaban en un engranaje
poderoso y peligroso. Y ya lo habían pagado demasiado caro. Pero esta vez otros eran
las piezas de ajedrez que ella movía y dirigía para derrocar al Papa asesino. Vengaría
la muerte de aquella mujer, allá en Compostella. Se quedó dormida saboreando su
venganza.
Madrugó para asegurarse de que todo estaba preparado y comprobó que
Roncaglia hacía bien su trabajo. A las doce en punto, Touraine estaba en la puerta;
Roncaglia lo condujo a la sala. Orsini se retrasó; había tomado precauciones,
asegurándose de que Touraine entraba en la casa y que no le tendían una emboscada.
Cuando se aproximaba, reconoció a Raquel, que lo esperaba; al sol todavía parecía
más morena. Entraron en silencio; en la sala ya estaba el cardenal. Raquel les mostró
a cada uno su sitio: dos sillas frente a frente, con una mesa por medio. Ella ocupó el
lateral.
—He servido de intermediaria para que esta reunión tuviese lugar. No pudo ser
hace unos años, pero confío en que ahora lo consigamos. Cardenal, empezad vos.
—Conde Orsini. En el pasado hemos tenido serias desavenencias, pero cuando se
hizo preciso, alcanzamos acuerdos en bien de la Cristiandad. Elegimos a Celestino
para evitar un cisma. Ahora estamos en una situación peor. Es nuestra obligación
reparar aquel error.
—Comparto vuestras palabras —dijo Orsini asintiendo—. El Papa trata de
afirmar un poder territorial que amenaza la soberanía de reinos y condados. Está
subvirtiendo el orden natural que viene de Dios y lo que de Él procede no se puede
cambiar. ¿Cuál es vuestra propuesta?

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—Debemos unir nuestras fuerzas y obligarlo a abdicar.
—No será fácil —advirtió Orsini—. El Vaticano es prácticamente inexpugnable.
—Se puede hacer —apostilló enfáticamente Touraine.
—Lo veremos en su momento —dijo Orsini—. Pero hay una condición que
considero imprescindible. Agnani llegó al papado con el apoyo de los Orsini; la
dignidad requiere que seamos nosotros los que lo depongamos.
Touraine dudó. Aquello sería darles el control del Vaticano para convocar el
cónclave que eligiese al nuevo Papa.
—Parece razonable —medió Raquel anticipándose a la indecisión del cardenal.
—De acuerdo —dijo Touraine—. Hay otra cuestión que es preciso tratar. Varios
cardenales y prelados, encabezados por el cardenal Musatti, apoyarán el
derrocamiento, pero exigen que nadie toque al Papa.
—El que lo hiciese sería, al igual que Bonifacio, reo de un crimen —interrumpió
Raquel.
Deseaba lo peor para Agnani, pero lo que pedía Musatti, a quien ella conocía, era
adecuado.
—Hagamos que nuestras gentes estudien los detalles de la operación y nos los
expongan —propuso Orsini asintiendo.
—De acuerdo —respondió el cardenal—, pero sería conveniente una nueva
reunión, en la que participase el cardenal De Goth, el conde de Colonna y los
embajadores de Germania y Francia.
—Y los condes de Milán, además del cardenal Silvela —interrumpió Orsini.
Además de los nombres afectos a sus causas, decidieron convocar a algunos que
tenían gran influencia. Musatti encabezaba la lista. Fijaron la fecha.
—Nos reuniremos aquí y la señora Murías actuará de anfitriona —dispuso Orsini.
Raquel pasó las dos semanas siguientes deambulando por las calles de Roma,
mientras en su cabeza los acontecimientos daban vueltas sin parar. Todo se mezclaba.
Estaba muy preocupada y, a veces, asustada. Al ver cercana la caída del Papa, el ansia
de venganza se había mitigado y en su lugar surgía la duda de cómo les afectaría a
ellos todo aquello. Se sentía insegura, pero confiaba en que Indalecio, que le había
encargado aquella misión, supiese lo que hacía. Si fracasaban, responsabilizarían a
Indalecio y sería su fin. Trataba de convencerse de que todo saldría bien. Le iba en
ello más que la vida.
El día anterior a la reunión recibió un recado de Touraine. De Goth estaba en
Roma y quería verla inmediatamente. El recado era imperativo y Raquel lo obedeció
al pie de la letra. En palafrén y con toda su guardia, partió al instante hacia el palacio.
Era la residencia de un futuro Papa, pensó Raquel viéndola mientras se aproximaba.
En efecto, De Goth estaba allí; docenas de guardias pululaban por delante de su
palacio. Fueron detenidos varias veces. Quiénes eran, a dónde iban. Cuando llegaron
a la puerta, los sirvientes la esperaban. Raquel subió las escalinatas sintiendo el poder
de aquel hombre. Recorrió los interminables pasillos y aguardó sola en una inmensa

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sala. Un hombre se le acercó.
—Soy Guillaume de Nogaret, secretario del cardenal De Goth. El cardenal os da
la bienvenida. Enseguida estará con vos.
Transcurrió un buen rato hasta que una puerta negra se abrió.
—El cardenal os espera.
Raquel entró, seguida de Nogaret; en pie, Touraine le sonrió. Sentado en un sillón
detrás de la mesa, De Goth le dirigió una rápida mirada y siguió escribiendo. Se sentó
en la silla que Touraine le señaló.
—Apreciamos vuestra colaboración en este proyecto —dijo De Goth mirándola
fijamente—. Sin vuestra participación, quizá no hubiésemos avanzado tan deprisa. Os
lo tendremos en cuenta. Sé que os ha supuesto un altísimo coste; a veces cumplir la
voluntad de Dios produce dolor a los hombres.
Hablaba en un tono grave y con gran solemnidad. No parecía esperar que Raquel
dijese nada.
—Transmitid al señor de Avalle nuestro sentimiento ante su dolor y nuestro
apoyo a su causa. Y a vos, os pido que aseguréis y ordenéis la reunión de mañana. Yo
ocuparé la presidencia. Nadie debe entrar en la sala hasta que yo llegue. Una vez que
hayamos entrado en la reunión y se cierren las puertas, partiréis inmediatamente para
vuestra tierra. Vuestra misión habrá concluido en ese momento. Debéis alejaros. Ya
habéis pagado excesivo tributo por esta causa —concluyó De Goth.
Bajó los ojos hacia el pliego que tenía delante y continuó escribiendo.
La entrevista había terminado. Touraine le volvió a sonreír, mientras Nogaret le
señalaba, amablemente, la puerta. Mientras recorría de vuelta el salón de los pasos
perdidos y los corredores, Raquel ya no admiraba aquel palacio como un rato antes;
estaba confusa y no atendía a nada. No había pronunciado ni una sola palabra.
De Goth la había impresionado y había mostrado la deferencia de apartarla del
peligro, pero no le había permitido decir nada. Estaba irritada y un poco humillada.
—El cardenal De Goth solamente recibe a altos dignatarios y príncipes de la
Iglesia y siempre en grupos —dijo Nogaret mientras la acompañaba—. A vos os hizo
la deferencia de recibiros sola y esto el cardenal solo lo hace con los reyes.
Era inteligente y había adivinado su enfado; se tranquilizó. A la salida, soldados a
caballo la aguardaban.
—Órdenes de De Goth, que se preocupa por vos —la despidió Nogaret.
Raquel se sintió halagada; su enfado ya había desaparecido.

Nogaret fue el primero en llegar a la residencia de Roncaglia. Raquel apenas se había


levantado cuando lo vio recorrer, con otros hombres, la casa. Revisaron todas las
dependencias y apostaron guardias por todos los rincones. Los demás fueron
llegando; Raquel y Roncaglia los recibieron. Musatti, a quien Raquel recibió con una
amplia sonrisa y que se saludaron con complicidad. Los Colonna. Touraine. Orsini,

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sabedor de su protagonismo en aquella reunión, entró mirando a todos con altivez;
sus guardias quedaron fuera, pero lo acompañaban sus dos hijos y el cardenal Silvela.
Saludó a Raquel y a Roncaglia y después uno a uno a todos los asistentes.
—Nos conviene un clima de cordialidad y que todos vean que somos
imprescindibles —había dicho a sus hijos.
De Goth aún no había llegado; sería el último y presidiría la reunión. Y aunque ya
todo estaba decidido y acordado, las presencias eran importantes. Guillaume de
Nogaret les había presentado un plan que cumplía con las exigencias de todos. No
habría derramamiento de sangre y lo prenderían los Orsini.
La puerta se abrió; entraron guardias. Se hizo el silencio y apareció De Goth, que
tras ser saludado por los anfitriones y sin hablar con nadie se dirigió a la sala de la
reunión. Orsini marchó tras él y los demás los siguieron. Ocuparon sus asientos;
De Goth presidía. Raquel y Roncaglia salieron cerrando la puerta tras ellos. Acabada
la reunión, De Goth fue el primero en abandonar la casa. Lo despidió Roncaglia.
Raquel Murías ya había partido.

El cardenal Tussi recibió con preocupación aquella nota del deán de la basílica de San
Pedro. Se veían movimientos de tropas en torno al Vaticano. El Papa Bonifacio, como
todos los veranos, estaba fuera de allí, en el palacio de Agnani, en su pueblo natal.
Aquellos movimientos de tropas podrían obedecer a un intento de ocupar el Vaticano,
lo que traería gran descrédito para el Papa. Además, si se hacían fuertes en él, sería
difícil desalojarlos. Consultó con el capitán de la guardia. No había ni un solo
soldado en veinte leguas a la redonda de Agnani. Habló con el Papa.
—Su Santidad, debemos enviar refuerzos a cubrir el Vaticano. Sería desastroso
que lo tomasen —le dijo.
—¿Y nuestra seguridad aquí? —preguntó el pontífice.
—Vuestra guardia será suficiente —le contestó Tussi—; no hay soldados
enemigos en muchas leguas y qué mejor protección para vos que el pueblo de Agnani
que os vio nacer.
Enviaron al Vaticano refuerzos que surtieron efecto; a las dos semanas, el deán les
enviaba otra nota, esta vez más tranquilizadora. Los soldados franceses habían
abandonado las inmediaciones de Roma; ya no se les veía por ningún sitio; sin duda
se habrían replegado. Todo estaba tranquilo. La mitad del destacamento volvería a
Agnani y la otra mitad permanecería en el Vaticano.
A la mañana siguiente, acabada la misa, mientras el Papa desayunaba y Tussi
despachaba con él, unos gritos los paralizaron. Tussi se alarmó. Los gritos se
repitieron. Un fuerte estrépito de cristales al romperse lo hizo ponerse en pie casi de
un salto. Voces, ruidos de choque de espadas, alaridos, gritos de dolor, carreras y más
ruido de armas. Tussi se quedó inmóvil al lado del Papa, que permanecía sentado. La
puerta se abrió de golpe y varios hombres con las espadas desenvainadas entraron en

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tropel en la sala. Tussi reconoció al que los encabezaba; era Guillaume de Nogaret,
conocido por su cercanía a De Goth; a su lado los dos hijos del conde Orsini y el del
conde de Colonna. Otros nobles romanos y varios guardias entraron tras ellos. Tussi
comprendió espantado que estaba delante de una revuelta de nobles romanos y de la
Curia francesa. Los habían engañado y habían tomado el palacio.
—Daos por preso —le gritó Nogaret al Papa.
—El Nuncio de Cristo en la tierra jamás es preso de mortal alguno. Solo se debe y
obedece a Dios —respondió el Papa—. Os ordeno por la autoridad de que estoy
investido que abandonéis este palacio y paralicéis este sacrilegio.
Guillaume de Nogaret se le acercó y lo abofeteó. Bonifacio VIII sintió la
humillación de haber sido abofeteado delante de la Curia y de la nobleza romanas.
Aquella afrenta jamás sería borrada. Permaneció de pie, inmóvil, desafiando con el
orgullo de su mirada de anciano a aquella turba de asaltantes.
Abajo se oían voces y gritos cada vez más fuertes.
—El pueblo de Agnani ha tomado el palacio —dijo uno de los asaltantes a
Nogaret. Este no se inmutó. Se acercó al Papa.
—Decidle a vuestro pueblo que sois libre; de lo contrario el conde Orsini, que se
encuentra a menos de una legua de aquí, con una nutrido destacamento, entrará y
arrasará el palacio. Os garantizamos que si obedecéis no habrá derramamiento de
sangre y vos no sufriréis daño alguno.
Tussi vio que no tenían ninguna posibilidad.
—Hacedlo, Santidad —le rogó—. Evitemos un baño de sangre.
El Papa lo miró y asintió. Salió del comedor y, desde la balaustrada de las
escaleras, vio a su gente. Su indignación era incontenible; su humillación fue aún
mayor.
—Volved a vuestras casas. No les demos coartada para derramar sangre inocente
—dijo.
Cuando se volvió, tras él, sonriendo, estaba Nogaret. Enrojeció con la ira;
pagarían por aquello. Tussi se mantuvo a su lado, mientras era obligado a descender
las escaleras. Las gentes de Agnani habían abierto un pasillo para dejarlo pasar.
Estaban enfurecidos, pero no se movieron; la vida de su Papa estaba en peligro.
Un carruaje lo esperaba a la puerta del palacio; con el Papa subieron Tussi,
Nogaret, Colonna y los Orsini. El coche inició la marcha y, tras él, los asaltantes.
Tussi vio a Bonifacio mirando su palacio mientras se alejaban; estaba hundido.
Nogaret le ató las manos. Un rato después, el coche se detenía en una explanada en la
que había un destacamento de soldados. El conde Orsini subió al carruaje, miró a los
ojos a Bonifacio.
—Traicionasteis la confianza que puse en vos y ahora os veis en esta situación —
le dijo.
El Papa no contestó. La humillación y la ignominia no le dejaban articular
palabra. De vuelta al Vaticano toda Roma lo vio llegar preso, con las manos atadas y

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caminando por su propio pie. El gran Papa Bonifacio VIII, que pretendía reinar en
todo el orbe cristiano, estaba allí, solo, derrotado y humillado. Quedó prisionero en la
torre del Vaticano.
El Papa ya no representaba a Cristo en la Tierra. Se convocó cónclave para
decidir qué hacer. El principio del otoño fue saludado por el cónclave de cardenales
reunido en Roma. Tussi sabía que todo aquello afectaría gravemente la salud de
Bonifacio; sabía que, cuando supiera que todos los cardenales de la Cristiandad
estaban en Roma y que aceptaban su cautiverio sin mover un solo dedo en su defensa,
no lo soportaría. Así fue; su ira se transformó en locura y dolor, que acabaron con su
vida. El 11 de octubre de 1303, Agnani, en la soledad de su prisión, fallecía «como un
perro», según le había profetizado Pietro.
El cónclave se reunió inmediatamente. Ya podían elegir un nuevo Papa. El
destino les había ahorrado tener que obligar a un Papa a abdicar. Cuando las puertas
de la sala capitular del Vaticano se cerraron solemnemente para que los cardenales
eligiesen con libertad. Touraine estaba seguro de que, cuando se volvieran a abrir,
De Goth sería Papa. Se equivocaba. El cardenal de Sicilia propuso a Nicolás Bocasin,
el cardenal obispo de Ostia, un italiano de Treviso. Touraine se quedó desconcertado
y vio que De Goth estaba tan sorprendido como él. Cometieron un grave error;
creyendo que el cardenal Bocasin sería rechazado, no propusieron a De Goth. Se votó
en secreto y los votos decidieron. El cardenal Bocasin, general de los dominicos, era
el Papa. El 22 de octubre de 1303 fue elevado a la dignidad de pontífice, ungido y
tocado con la doble tiara como príncipe de la Iglesia, con el nombre de Benito XI.
Una era había concluido.

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12
LA CASA DE LOS SUEÑOS

A
quellas calles de Estrasburgo le recordaban su segundo viaje, allá por el
año 1303. Eran buenos tiempos y las cosas en Gallaecia iban bien. Habían
ocupado las tierras sin que nadie opusiese resistencia. La muerte de
Cristina de Lemos y Avalle había frenado cualquier intento de resistencia. Nadie
hubiese querido enfrentarse con Indalecio y quizás aparecer como responsable de
aquel crimen.
Recordaba la vuelta de Raquel de Roma. Como sucedía siempre con ella, llegó
sin avisar; una tarde de octubre apareció por la puerta y sin decir ni una palabra lo
había abrazado. Cuando la vio, con su cara morena llena de luz, sintió el agrado de su
presencia. No había dormido tranquilo ni una sola noche pensando en los peligros
que estaría corriendo en aquella arriesgada misión. En más de una ocasión se había
arrepentido de haberla enviado.
La abrazó con todas sus fuerzas; la sintió a su lado y se emocionó. Estaba sana y
salva. Cuando se separaron, los ojos de Raquel estaban llenos de lágrimas.
—¡Por fin llegaste!
Se cogieron las manos mientras se miraban.
—Me tenías muy preocupado. Estuve a punto de partir para Roma a buscarte.
Ella lo miró a los ojos.
—¿De verdad lo harías? —preguntó.
—Sí; ten la seguridad de que si hubieses tardado más habría ido en tu busca,
porque además estoy seguro de que anduviste todo el tiempo sin guardia.
Acudieron los demás. Inés, Enric y Bernardo. La abrazaron. Preguntó por Josefa.
—Está en Viveiro, en el pazo —respondió Bernardo.
—Tengo ganas de verla a ella y a las niñas —dijo Raquel.
—Tendremos que ir a Viveiro, porque está tan ocupada que nunca se mueve de
allí —le explicó Bernardo.
—Cuéntanos de tu viaje.
Contó lo que había vivido desde que se separó de Indalecio en Cherburgo.
—Salí de allí, como el cardenal De Goth me ordenó, cuando empezó la reunión.
No tengo más noticias, pero estoy segura de que el derrocamiento de Bonifacio es
imparable.
Había omitido la conversación con Touraine sobre la muerte de Cristina; lo había
pensado mucho y decidió no causar a Indalecio el dolor de saber que el autor del
crimen había sido el Papa. Pero también lo había callado porque temía que levantase
entre ellos una muralla infranqueable. Lo amaba demasiado para perderlo.
Unos días después se empezaba a producir la cascada de noticias; Bonifacio
apresado, el cónclave, la muerte…

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—No me alegro de la muerte de nadie, pero el molino del Señor muele bien;
puede tardar, pero hace su trabajo concienzudamente —le dijo Raquel a Indalecio—.
Un asesinato vil ha sido vengado.
La última noticia, la elección de Benito XI fue recibida por Indalecio con un
asentimiento. Era lo que tenía que ser.
La influencia y el poder de las Cortes de Gallaecia iban en aumento. De todos era
conocida la pertenencia de Indalecio a aquella caritativa sociedad que tan buena
relación mantenía con importantes personajes de Europa, entre ellos el Papa
Benito XI. El mismo arzobispo había recibido mensajes del Papa encareciéndole que
atendiera como era debido al señor de Avalle. Las buenas relaciones con el Rey de
Francia ya venían de lejos.
Una tarde, cuando se encontraba solo en casa, un criado le anunció que el
arzobispo solicitaba audiencia. Aquello era inusual; el arzobispo de Compostella
jamás visitaba a nadie, y menos, presentándose inopinadamente en su casa. Algo
grave debería haber pasado. Lo recibió de inmediato.
—Pasaba por delante de vuestra casa y me pareció que podía saludaros —le dijo
—. Recordé que hace algunos años, la primera vez que nos vimos, habíamos hablado
de mantener una relación cordial. Un poco tarde, pero debemos retomar aquella
intención, ¿no os parece?
El rostro de Indalecio mostró el odio que aquel personaje, que podía haber
ordenado la muerte de su esposa, le inspiraba. A duras penas contuvo una airada
respuesta.
—Hablaremos cuando sea preciso —respondió cortante.
El arzobispo mantuvo su tono amable. Habló del Papa Benito y de las simpatías
que despertaba en el reino de Castilla; no dejó de citar el triste fin de Bonifacio y sus
crímenes.
—De haberse sabido, el cónclave no lo habría elegido.
Indalecio siguió contestando con monosílabos.
—Por fin podemos empezar la construcción del hospital —prosiguió el arzobispo
ignorando la hostilidad de su anfitrión—. Un sinfín de problemas nos han entretenido
durante muchos años. Pero al fin, gracias a la generosidad del señor de Clermont, los
peregrinos podrán ser atendidos de sus enfermedades. Vos, don Indalecio, tuvisteis
una rápida recuperación de vuestras graves heridas. Cuánto lamentamos que doña
Cristina no esté aquí con nosotros; era una señora ejemplar. Dios la tiene en su gloria
y hará que su vil asesino, aunque sea de estirpe real, pague su crimen.
Indalecio se puso en pie de un salto.
—¿Qué estáis diciendo? —gritó—, ¿quién asesinó a mi esposa?
—Sentaos y calmaos —le pidió el arzobispo—. He meditado mucho si deciros lo
que sé, porque os causará un gran dolor y no será bueno para nuestra tierra, pero mi
conciencia me obliga.
—¡Hablad! Os lo ruego —dijo Indalecio—, ¿qué sabéis?

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—Vuestra esposa, doña Cristina, fue asesinada por orden de doña María de
Molina…
—¿Qué decís? —interrumpió Indalecio con la expresión desencajada.
—Cuando la Reina conoció vuestra intención de ocupar tierras, no estaba en
posición de atacaros ni de haceros prisionero. Nadie entendería que una reina
prendiese a un hombre de bien al que todos conocen y apoyan. Además, la situación
en Al-Andalus no le permitía mover ni un solo hombre; necesitaba sus ejércitos allí.
—Seguid —le imploró Indalecio.
—Se reunió con el conde de Carvajal y juntos decidieron acabar con vos y con
vuestra esposa. No era suficiente con eliminaros a vos, porque doña Cristina tomaría
vuestro estandarte y la causa de Gallaecia seguiría viva; tenían que acabar con los
dos. El conde de Carvajal se encargó de la criminal acción; envió a hombres
entrenados y de máxima confianza. Partieron de Burgos, recorriendo el Camino como
peregrinos. El resto ya lo sabéis. Fallaron y vos seguís vivo; acertaron y doña Cristina
murió. Nos causó a todos un gran dolor, pero no consiguió su objetivo; al contrario, la
Reina tuvo que asistir impasible a la ocupación de las tierras.
—¿Cómo sabéis todo eso? —preguntó Indalecio con voz alterada y sintiendo que
su ánimo se desplomaba.
—Nunca preguntéis a un obispo, amigo de otros obispos de Castilla, por sus
secretos de confesión. Nunca os los revelará.
Indalecio hizo todo el acopio de ánimo de que fue capaz para agradecerle lo que
le había contado.
—Contad con mi amistad —le dijo cuando lo despidió en la puerta del pazo.
—Dios tiene a doña Cristina en su gloria —lo consoló el arzobispo subiendo a su
carruaje.
Indalecio se encerró en sus habitaciones. No quería ver a nadie. Su ansiedad fue
creciendo sin límite a medida que tomaba conciencia de que había sido su osadía
desafiando a la Reina la que había causado la muerte de su esposa. Debería haber
sido consciente del alcance de su acción. Cristina estaba preocupada y acertaba: lo
pagó con su vida. Lo llevaría siempre en su conciencia. Cómo no se había dado
cuenta de que una reina no toleraría un desafío; había sido un necio. Vio el cuerpo
abatido y ensangrentado de Cristina; el aire se rasgó con los gritos de su hijo y su
mente se cegó por el horror. Otra vez volvía a revivir aquel espanto del que era
culpable. Solo la venganza mitigaría su dolor. La memoria de su esposa la
demandaba, y no descansaría hasta ejecutarla. La Reina de Castilla pagaría su crimen.
Tarde o temprano lo pagaría.
La presencia de Raquel en Compostella le ayudaba a vivir. Hablaban de
Gallaecia, de Europa, del Vaticano, de lo que haría el nuevo Papa, de la coronación de
Fernando IV; solo tenía quince años, pero había conseguido el refrendo de las Cortes
de Castilla. Hablaban de todo. Daban largos paseos a caballo que servían a Indalecio
para meditar en voz alta. Raquel encontraba en su compañía un mundo nuevo; todo le

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parecía distinto; su sensibilidad se había despertado y era diferente; oía el sonido de
los árboles rozados por el viento, veía el color de la hierba. Un día, cuando paseaban
por la Quintana, aquella monumental plaza que ya mostraba la gran torre de la
catedral, Raquel señaló un edificio.
—Voy a venir a vivir a esta casa —le comunicó.
Era la casa que ocupaba una de las esquinas de la plaza, desde la que se veía la
puerta de peregrinos. Indalecio se extrañó.
—¿Por qué no sigues viviendo en el pazo? —preguntó.
—Porque me quedaré a vivir para siempre en Compostella y quiero tener mi
propia casa —contestó Raquel—. Es esta.
Indalecio despertó a la realidad. Quería mucho a Raquel, era su amiga, pero ella
tenía su propia vida, sus afectos y quizá fuese a tener un marido. Nunca se lo había
preguntado. Desde que la conoció, siempre había estado allí, a su lado. Era guapa e
inteligente. De repente la vio diferente. Aún le pareció más hermosa y atractiva. Le
faltó valor para preguntarle si durante sus viajes había conocido a alguien que fuese a
ser su esposo. Aquel pensamiento lo dejó incómodo y de mal humor.
Ahora eran una tierra a la que el monarca Fernando tenía en cuenta. Los
miembros de las Cortes solían recordar la precariedad con que habían comenzado y
las dificultades que habían tenido que sortear. Indalecio asentía, pero recordaba que al
principio flojearon y que en una ocasión él sí había pensado en dejarlo todo, porque
tanto sacrificio y tanto dolor no merecía la pena. Eran recuerdos llenos de nostalgia y
tristeza, pero en los que ya no estaba aquel dolor lacerante que no dejaba lugar al
sosiego. No pararía hasta tener venganza, pero ya la vivía sin dolor.
—Creo que debéis enviar un mensaje al Rey, diciéndole que adelantaremos la
segunda ocupación de tierras —le aconsejaba Mariño de Lobeira—. El Rey sabe que
somos fuertes y no podrá hacer nada, salvo asentir.
Tenía razón. Un nuevo reto al Rey lo enfadaría, y si se hacía de forma ostentosa
sería una pequeña humillación a la que, cuando llegase el momento, ya seguirían
otras. Se convertiría en el principio de la venganza, contra él y contra su madre. Lo
notificaría primero a las Cortes y después, como un hecho consumado, al Rey. María
de Molina sabría que empezaba la venganza y comenzaría a preocuparse. Y para que
no quedase ninguna duda de las intenciones que albergaba, enviaría a doña Inés,
condesa de Lemos, madre de Cristina de Lemos y Avalle.
Inés fue recibida en la corte con todas las atenciones. Lara salió a recibirla fuera
de las murallas. La aposentaron en el palacio real.
—No hemos querido que os alojaseis en aquel lugar que os podría traer recuerdos
tristes. Toda Castilla está a vuestro lado —le explicó Lara a aquella mujer, aún
hermosísima, que había perdido a su marido y a su hija.
Desde sus ojos azules, Inés le agradeció sus palabras. María de Molina no fue
menos amable. Se trasladó a sus aposentos, abrazándola emocionada.
—Han pasado muchos años, pero la memoria de vuestra hija permanece viva en

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nosotros. Pido que la ira de Dios castigue a los culpables; los maldigo.
—Os agradezco que os hayáis dignado a venir a verme a mis habitaciones y que
aquí, en nuestra soledad, me hayáis reconfortado con vuestras palabras —respondió
Inés.
Fue recibida en despacho a la mañana siguiente. Lara y Alonso de Guzmán
acompañaban al Rey. Cuando Inés entró en la sala, todos se pusieron en pie y la
saludaron con deferencia.
—Castilla se honra con vuestra presencia —le dijo el Rey señalando un sillón a
su lado.
Se sentaron; Guzmán y Lara permanecieron de pie.
—Transmitidme el mensaje del señor de Avalle. Cualquier noticia de un hombre
que tanto ha hecho por nuestro pueblo, allá en Gallaecia, será bien recibida.
Inés notó el deseo del Rey de agradarla. Dio cuenta del mensaje de Indalecio, que
ya era conocido por toda Gallaecia y, por supuesto, también por ellos. Les daba igual;
lo importante era que Avalle estuviese de su lado.
—Decid a don Indalecio que consideraremos su deseo y lo meditaremos.
Procuraremos que sea atendido. Transmitidle nuestras mejores intenciones al
respecto.
—Recibo con agrado vuestras palabras —contestó Inés mostrando su
satisfacción.
Hablaron durante un largo rato de la situación en Gallaecia.
—Las órdenes están tranquilas —dijo el Rey.
—Los nobles y los gremios también —remarcó Inés.
—¿Cómo veis la actitud del arzobispo? —preguntó el monarca.
—Entiende lo que pasa en Gallaecia —contestó Inés.
Se hizo un largo silencio; el Rey clavó los ojos en el suelo; se notaba que quería
decir algo importante, pero incómodo.
—El Rey os quiere hablar del fallecimiento de vuestra hija —dijo por fin Lara,
aunque teme hacerlo porque os causará dolor.
—Hablad. Por muy doloroso que pueda ser, hablad —dijo Inés—. La muerte de
mi hija fue como la amputación de una parte de mí misma; produce un enorme dolor,
que aún dura. Algún día el dolor pasará, pero siempre, durante toda mi vida, me
faltará esa parte de mí. Contadme, por favor.
—Es hora de que sepáis cómo fue el crimen de vuestra hija. Lo decidió el
arzobispo de Compostella, que veía con gran preocupación y alarma vuestro
ascendiente en Gallaecia —dijo el Rey viendo como Inés se quedaba petrificada sin
mover un solo músculo del cuerpo.
»El arzobispo de Compostella siempre fue el rector último de Gallaecia. Nosotros
teníamos un delegado regio, cuyo poder todos sabían que estaba supeditado al del
arzobispo. La aparición de don Indalecio a la cabeza de la nobleza gallega cambió las
cosas; el poder del arzobispo se vio muy limitado e, incluso, fue obligado a asistir a

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las Cortes como uno más, cuando le correspondía presidirlas. Aquella presencia en
vuestra reunión de Lemos, sentado entre tantos nobles, obispos e, incluso, burgueses,
fue una humillación que nunca olvidó.
»En cierta ocasión —continuó— don Indalecio fue descortés con el deán de la
catedral, que, desde aquel momento, se convirtió en su enemigo. Por extraño que
parezca, un deán se considera el señor de su catedral y nunca tolerará un trato
desdeñoso. Con don Indalecio residiendo en Compostella, el arzobispo vio peligrar su
autoridad en la ciudad. Convenientemente azuzado por el deán, tomó la decisión. El
propio deán se encargó de materializarla, lo que para gente que conocía tan bien las
costumbres de don Indalecio, fue tarea fácil. Los autores eran de la guardia del
palacio arzobispal. Ejecutaron el crimen a un tiro de piedra de su residencia y
volvieron al palacio. Así fue como si se esfumaran.
—El arzobispo… —dijo Inés para sí—, el arzobispo y aquel personajillo de la
catedral mataron a mi hija…
—Fallaron en el intento de alcanzar al señor de Avalle, pero asesinaron a una
señora noble del reino —dijo Guzmán—. Sé lo que es perder a un ser querido por
traición de los tuyos.
—¿Y qué esperáis para prender al arzobispo y hacerle pagar su crimen? —dijo
Inés en un arranque de genio—. Debéis hacer que pague su culpa.
—Nada me placería tanto, pero no me creerían y los guardias amenazados de
muerte no hablarán jamás. Sería su palabra contra la nuestra y todos creerían que era
la venganza del Rey contra el arzobispo que había asistido a unas Cortes de Gallaecia
en las que se habían tomado decisiones contrarias a sus deseos. No, no puedo actuar
ahora. Pero id tranquila, que pronto llegará el momento en que el arzobispo pague sus
culpas. Dejadlo de mi mano; el Rey siempre cumple su palabra.
Al día siguiente Inés partía de vuelta. Guzmán, al despedirla, vio su expresión de
dolor y de odio; aquel rostro contraído no permitía adivinar sus pensamientos. De
hacerlo hubiera sabido de su firme determinación de callar aquel secreto y vengar ella
misma la muerte ce su hija. Ni siquiera su yerno compartiría aquella terrible carga de
saber quién había matado a Cristina y tener que verlo cada día sin poder hacer nada.
Enric saldría a su encuentro; se reunirían en Zamora. Cuando Legó ya llevaba dos
días esperándola. La recibió con la euforia que producía su compañía, pero cuando
vio su rostro serio y demudado, supo que algo muy grave había sucedido. Al instante
se olvidó de todo lo que pensaba decirle, de su deseo de volver por Portugal de que
pasaran unos días en Braga.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó; cuando se preocupaba o se alteraba, su acento
germánico se volvía mucho más fuerte—. ¿Qué os ha dicho el Rey?
—El encuentro con el Rey ha tenido aún mejores resultados de los que
esperábamos. Todo ha ido muy bien —contestó.
—Vuestro semblante dice lo contrario —insistió Enric—; a mí no me podéis
engañar. Decidme qué ha sucedido.

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—Todo ha ido bien, de verdad —aseguró Inés—. Solamente que algo que el Rey
me dijo con relación a Cristina me afectó, pero no insistáis, es algo muy personal que
no diré a nadie. Solo nos concierne a mi hija y a mí.
Enric sabía que Inés no contaría nada. Su firmeza no dejaba lugar a dudas. Si él
había callado aquella tan terrible confidencia que sobre la muerte de Cristina le había
hecho Osorio, también podría Inés guardar algún secreto que el Rey revelase a una
madre que había perdido a su única hija.
Había sido unos días después de la entronización de Benito XI, cuando las visitas
al pazo de Santa Susana, en Compostella, se habían intensificado. Osorio, que
deseaba la ocupación de todas las tierras, porque en su señorío había unas grandes
encomiendas que quería recuperar, lo había llamado aparte.
—Os tengo que contar una conversación que he mantenido con el prior del
monasterio de Oía. Me dijo que su conciencia no le dejaba vivir. Conocía a doña
Cristina por haberla visto con frecuencia en las tierras de Oía y de Salvatierra y la
apreciaba. Desde su muerte, no dormía y quería liberar su alma. No aguantaba más.
Me pidió que os hiciera llegar las circunstancias de la muerte de doña Cristina. El
prior de San Martín Pinario había convocado a los priores de los cuatro monasterios
cistercienses más importantes, Oseira, Oía, Celanova y Sobrado dos Monxes, para
decirles que solo había una forma de evitar la ocupación de las tierras: la desaparición
de don Indalecio. Era mejor el sacrificio de una persona que el incontable número de
muertos que el hambre produciría cuando tantas tierras quedasen yermas. Tenían que
decidir. Coincidieron en que sería más justa una muerte que un millar. El prior de San
Martín Pinario, desde Compostella, se encargaría de organizar el atentado. Lo
llevaron a cabo monjes, que saben también del uso de armas. Se apostaron entre la
maleza y una vez perpetrado el crimen, simularon huir a caballo, cuando realmente lo
hicieron a pie hasta su encomienda, al lado de la catedral compostelana. Fallaron,
alcanzando solo a doña Cristina. Cuando se dieron cuenta, atacaron con la espada.
Los dejaron por muertos.
—Tenemos que ir a Oía y conseguir que el prior nos dé su confesión por escrito
—le había dicho Enric tratando de conservar la calma—. Haremos un gran proceso a
los priores para que paguen sus culpas.
—El prior de Oía no podrá inculparse y cargar a las órdenes con esa terrible lacra
—contestó Osorio—. Tenemos que tomar venganza nosotros mismos de la forma que
más daño les produzca. Quizás asaltando los conventos de los responsables… Lo dejo
en vuestras manos.
Enric consiguió anteponer la razón al corazón. De haber contado aquello a
Indalecio, su deseo de venganza, que él compartía, lo hubiera hecho atacar a las
órdenes y trastocar la buena marcha de los acontecimientos. Mejor sería no decirlo.
Llegado el momento, él mismo actuaría.

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Tan pronto supo de la reunión del Consejo de Regencia se puso en camino. Apenas
dedicó un día a hacer los preparativos y despedirse de los suyos. Era su segundo
viaje. Pero esta vez, toda Gallaecia supo que el señor de Avalle partía para
Estrasburgo. Las cosas eran ahora diferentes. Se podía y se debía pregonar. Se iba
tranquilo; no eran tiempos de incertidumbre. Además, solo estaría fuera unos meses.
Se fue a despedir de Raquel a su nueva casa. Desde que se mudara la veía poco y,
la verdad es que la echaba mucho de menos; se había acostumbrado a su compañía.
Se encaminó a caballo a aquella casa de la plaza de la Quintana, en la que aún no
había estado. Llamó. Le abrió la puerta una señora entrada en años que al verlo se
echó las manos a la cabeza, y empezó a gritar.
—¡Señora, el señor de Avalle está en la casa, el señor de Avalle está aquí…!
Indalecio entró y ni siquiera tuvo tiempo de ver la estancia; Raquel apareció
desde una puerta al fondo, atravesó la sala corriendo se colgó de él.
—Iba a decirte que vinieses a conocer mi casa… Te adelantaste.
No le dio tiempo a decir nada; lo cogió de la mano y casi lo arrastró por las salas,
los comedores, la cocina y, finalmente, su habitación. Indalecio sintió el impulso de
preguntarle quién iba a ser su marido, pero se contuvo.
—Vengo a despedirme. Parto mañana mismo para Estrasburgo —dijo.
El rostro de Raquel se transformó dando paso a una expresión triste.
—¿Añoras tu viaje por Europa? —dijo Indalecio al ver aquella expresión—. ¿Te
acuerdas de alguien? —preguntó por fin.
—Me acuerdo de muchas cosas de allí y de aquí —respondió ella—. Dale todo mi
cariño a Blanca y a Emmanuel.
Partió de madrugada. Haría todo el viaje sin descansar; confiaba que la primavera
hubiese derretido ya las nieves. Ahora, en 1307, cuando desde Estrasburgo recordaba
aquel segundo viaje, una imagen destacaba por encima de todo lo demás. Su prisa por
volver a Compostella y ver a Raquel; aquella última conversación le había causado
un gran desasosiego. En todo el viaje no había dejado de pensar en sus palabras.
Blanca lo había recibido en la puerta de la casa con ojos sonrientes. Se sintió de
nuevo entre amigos. Trasladaron su equipaje directamente a la casa y al igual que
habían hecho un año antes, pasaron revisión a la tierra y al cielo; se veía que Blanca
no se cansaba de oír lo que él le contaba. Transcurrido un buen rato, Constanza entró
en la sala y saludó afectuosamente a Indalecio, que le contestó protocolario:
—Os saludo, señor Regente.
—En vos veo más a un amigo que a un miembro del Consejo —afirmó
Constanza.
Se unió a ellos y, durante toda la tarde, los tres mantuvieron una viva
conversación. El tiempo pasó volando.
—Tengo que acostar a Emmanuel —dijo Blanca levantándose y saliendo de la

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sala. Al cabo de un rato, entró con él de la mano.
—Saluda a don Indalecio, Emmanuel.
Estaba igual que lo recordaba, un niño de seis años, delgado y con el pelo rizado
como su madre.
—Hola, Emmanuel —dijo abrazándolo—, ¿te acuerdas de mí?
—Claro, eres Indalecio de Santiago de Compostella.
Cuando ya le hubo acostado, Blanca regresó a la reunión.
—Te gusta acostarlo, ¿verdad? —preguntó Indalecio.
—Sí, lo vengo haciendo todas las noches desde que nació. Ese es nuestro tiempo
y allí nos refugiamos en los sueños —contestó Blanca pensativa.
Constanza la escuchaba muy serio. Tras la cena, se retiraron.
—El Consejo de mañana será un Consejo importante; debemos acabar lo antes
posible para que todos regreséis a vuestras tierras.
De madrugada y con el ritual habitual, iniciaron el Consejo. No faltaba nadie y en
el rostro de todos se veía la satisfacción.
—Todo marcha según lo previsto; Bocasin es Papa. Ahora es el momento de
realizar el cambio del Pontificado; se va a adelantar. Pensábamos que Benito XI iba a
ser un Papa de transición. Pero está dispuesto a que el Papado se traslade ya a
Compostella.
Musatti asintió.
—Hemos mantenido largas conversaciones con él. Quiere renovar la Iglesia y
hacer que retorne a sus orígenes: la fe y la caridad. Está convencido de que este
cambio, sin el que el cristianismo perecerá, no es posible desde el Vaticano. La Curia
romana, educada durante siglos en falsos valores, lo impedirá. Cree que es
imprescindible cambiar la sede papal a Compostella. Desde allí, renovará la Iglesia
bebiendo en los valores de Cristo, de Pedro y de Santiago. Creará una nueva Curia
compostelana con voto de pobreza.
»Su primera decisión será la pacificación del orbe cristiano. Una buena relación
con Francia y la convivencia tranquila con los territorios de Italia, sentarán las bases
para un Papado de contenido espiritual. Todos sabrán que los tiempos de la Unam
Sanctam están acabados para siempre. De este modo, el cambio de sede pontificia no
causará alarma en ningún reino.
»No fuimos capaces de conseguir que Bonifacio nombrase un cardenal para
Compostella. Lo hará Benito XI y a su fallecimiento será el nuevo Papa. Si la sede
papal está en Compostella, todos aceptarán que el siguiente Papa sea el cardenal de
aquella ciudad. El papado en Compostella será entonces irreversible.
Aquellas eran ciertamente noticias muy importantes para todos, en especial para
Indalecio. Su rostro así lo delataba. La verdad es que todo aquello le parecía un poco
irreal, pero ya había aprendido que las decisiones del Consejo y sus previsiones se
cumplían. No era lo acostumbrado, pero Indalecio no esperó a que el Regente
terminase.

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—¿Cuándo se trasladará el Papa a Compostella? —preguntó.
—A eso iba ahora —continuó Constanza con una sonrisa—. Todos
comprendemos la impaciencia del señor de Avalle. El cambio se hará el próximo año
de 1004. Va a ir muy rápido. No hay que dar tiempo a que los romanos se organicen y
planteen batalla. El Papa lo comunicará a la vuelta del verano. En octubre abandonará
el Vaticano camino de Compostella. Recibirá a los monarcas de los reinos que
atraviese, y finalmente, el día primero de año celebrará la misa solemne en la catedral
de Compostella.
Indalecio se quedó paralizado. Faltaban escasamente nueve meses. Todos seguían
cada detalle de aquellas noticias tan importantes, atendiendo a cuál iba a ser su
cometido en esta nueva e inesperada etapa.
—Señor de Avalle —continuó el Regente—, sobre vos va a recaer una gran parte
de la responsabilidad de este cambio. Tenéis que garantizar la estabilidad ya no solo
en Gallaecia, sino en toda Castilla. El Papa tiene que residir en un reino cristiano que
sea apreciado en el mundo por su atención y dedicación al papado. El Camino de
Santiago deberá ser tan seguro y estar tan expedito como el pasillo de esta casa. Para
ello contaréis con el apoyo del Temple. El señor de Molay os proporcionará los
refuerzos que necesitéis para vuestro ejército. No escatiméis en medios. Con Portugal
no habrá problemas.
Por sus mentes volvió a cruzar, al igual que un año antes, aquella pregunta que
nadie había formulado. Todos pensaron en el Rey; su llegada era inminente.
Transcurrió un buen rato sin que nadie hablase. Indalecio pidió la palabra, esta vez
según las normas.
—¿Residirá el Rey en Compostella? Debemos tenerlo todo preparado para su
llegada.
No eran las normas. Lo referente al rey solo lo conocería el Regente. No procedía
aquella pregunta. Pero para sorpresa de todos, el Regente contestó.
—Estará en Compostella y allí será coronado por el Papa, pero fijará su
residencia en Estrasburgo. Aquí fijaron nuestros antecesores la regencia y aquí
residirá el Rey. Lo decidieron ellos y no cambiará.
Se hizo de nuevo el silencio. Llull y Musatti intercambiaron una mirada de
complicidad. Se levantó una mano.
—El señor Llull tiene la palabra.
—Otras veces dimos por cierto que sería el Rey el que decidiría entre las ciudades
elegidas. Ahora parece que no era así. Confieso que estoy confundido —dijo Llull.
—Sí —contestó el Regente—. Os asiste la razón y a mí también.
Guardó silencio. En relación al rey, todo estaba dicho.
Levantaron el Consejo. El Gran Maestre del Temple se acercó a Indalecio.
—¿Qué refuerzos precisáis para vuestro ejército? —le preguntó.
—Mil hombres más serán suficientes —respondió Indalecio—. Contamos con
una nueva arma.

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—Conozco los caños de hierro; el maestre Monteforte nos lo ha contado. Será un
arma que revolucionará la guerra, pero aún no dominamos bien su uso. Quizás no
sería malo que doblaseis la cifra a dos mil. Habladlo con vuestros generales y
hacédmelo saber; pensad que hay que proteger a un Papa que, por irse a Compostella,
va a tener muchos enemigos. El rey de Castilla puede ser uno de ellos.
Se despidieron y abandonaron la casa. La tarde empezaba a caer. Habían pasado
todo el día en Consejo. Indalecio bajó las escaleras tan ensimismado, que no reparó
en que Blanca, con Emmanuel de la mano, lo aguardaba.
—Qué pensativo —dijo Blanca sonriendo—. Podríamos dar un paseo los tres por
la plaza.
Salió de su ensimismamiento. Había visto la oportunidad de vengarse de la Reina
de Castilla; si el Rey Fernando se mostrase contrario a que el Papa se estableciese en
Compostella, tendría un motivo para atacarlo sumando a su ejército los de Aragón y
Portugal. Inmediatamente se dio cuenta de que el odio le estaba restando sensatez.
Cogió a Emmanuel de la mano y salieron a la plaza. Se dirigieron hacia la
fachada principal de la catedral. Blanca se detuvo delante de la puerta y miró al
tímpano que la coronaba.
—Está ahí. Fíjate bien en todas las figuras; la Dama está ahí. Tú, algún día, la
encontrarás y, cuando la encuentres, sabrás su significado. A cada persona que la
descubre le dice algo que solo él entiende y que solo para él tiene sentido. Por eso
tienes que encontrarla tú. Es la Señora Bafomética del pasado y del futuro, la señal de
los sitios elegidos. Algún día en tu vida, en cualquier sitio, de repente, te darás cuenta
de cuál es la Dama y de lo que a ti te dice. A unos les hace ver la vida de otra forma, a
otros les señala su futuro, a algunos les señala errores o les enseña algo. No se puede
adivinar cómo la descubre cada uno. Y solo unos pocos la llegan a entender; tú estás
entre ellos.
A Indalecio le pareció que en aquel momento Blanca era diferente. Con su pelo
rizado, su esbeltez y su hijo de la mano, parecía como si una de aquellas figuras que
saludaban a la entrada de la catedral se hubiese bajado de su pedestal y estuviese allí,
a su lado, hablándole de su anterior forma pétrea. Era la magia de aquella majestuosa
catedral, que ya desaparecía en la oscuridad.
Rodearon la catedral. Blanca estaba muy seria y eso era poco habitual. Emmanuel
la miraba sin apartar la vista de ella un instante.
—Os veo preocupada —dijo Indalecio—, ¿os ocurre algo?
Blanca negó con la cabeza.
—No. Es que tengo un presentimiento. Yo sé que voy a sufrir, y estoy preparada;
no me preocupa. Pero me afecta que sufra la gente que aprecio. Vos ya habéis tenido
un gran dolor y merecéis la felicidad; pero durante un segundo me pareció que la
Dama será para vos el final y eso me llena de tristeza.
Indalecio quiso tomarlo a broma.
—Yo tuve un sinfín de presentimientos que no se cumplieron —dijo—. Lo mejor

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es que vayamos a pasear por el campo; aún hay luz para correr, ¡vamos Emmanuel!
Indalecio se echó a correr; el niño miró a su madre, que asintió y le soltó la mano.
Jugaron hasta que se hizo de noche. Cuando volvían y ya estaban cerca de la casa,
Emmanuel dijo.
—Vamos a nuestra Casa de los Sueños y tú con nosotros Indalecio.
—¿Por qué la llama la Casa de los Sueños? —preguntó Indalecio.
—Porque desde niño todos los días jugamos al juego de los sueños. Cerramos los
ojos, nos cogemos las manos y uno dice algo que ya pasó o que va a pasar o dice el
nombre de una persona. Abrimos los ojos y ya está allí con nosotros. Así a nuestra
Casa de los Sueños viene quien nosotros queremos. Emmanuel trae a muchos amigos
y juega con ellos.
Al entrar en la casa, Constanza los esperaba. Blanca lo abrazó con una dulzura
que a Indalecio le recordó otros tiempos que para él no volverían. Se volvió a
sorprender; el pasado le inspiraba nostalgia, no dolor. Ya podía recordar aquella parte
de su vida.
—Acostaré a Emmanuel y volveré enseguida —dijo Blanca.
Cuando se quedaron solos, Constanza le preguntó por Raquel.
—Es una gran mujer y os quiere. En la vida hay cosas que no hay que dejar pasar.
Yo no podría vivir sin Blanca; por ella dejaría sin titubear la regencia y el Consejo, a
los que he dedicado toda mi vida. Renunciaría a todo por Blanca.
Indalecio se dio cuenta de que aquel hombre, que él veía siempre entre libros,
mesas de despacho y en reuniones para decidir los destinos de Europa, estaba
locamente enamorado de su mujer. Tras todo aquello escondía la sensibilidad que
producía aquel amor. Vio el rostro de Raquel.
A la mañana siguiente, muy temprano, iniciaba el viaje de vuelta.
—Dentro de poco, cuando tengamos un Papa en Compostella, os visitaremos —lo
despidió Constanza.
Desde el carruaje, que se alejaba por la plaza, Indalecio vio a Blanca y a
Emmanuel en la ventana, diciéndole adiós con la mano.

Mientras se aproximaba a Fontainebleau, Touraine pensaba que diferente era aquel


viaje al de años antes, cuando, por primera vez se encontró con el Rey de Francia.
De Goth, sentado a su lado, no podía disimular su ira ante todo lo que había ocurrido
desde la muerte de Bonifacio VIII.
Al principio todo había salido a la perfección; Nogaret sabía lo que hacía. No
habían cometido ni un solo error e, incluso, la fortuna les había sonreído con aquel
ataque de locura que había llevado a Agnani a la muerte. Pero en el cónclave todo se
había torcido súbitamente la elección inesperada de Bocasin había sido un mazazo. El
cielo se había venido encima y todo había empezado a dar vueltas; los cardenales,
allá a lo lejos, con sus cuerpos contrahechos y sus caras desfiguradas, acudían junto a

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Bocasin a rendirle pleitesía. Touraine no sabía cuánto tiempo había permanecido allí
sentado, en su sitial, inmerso en aquel mundo irreal; quizá un instante, tal vez una
hora. No había cobrado conciencia de la realidad hasta que entre aquellas figuras que
se amontonaban y hacían cola para acercarse a Benito XI, le pareció distinguir a
De Goth. Cuando De Goth se volvió a sentar, ya había recuperado la lucidez y se
daba cuenta de todo lo que había ocurrido.
—Vaya inmediatamente a dar sus parabienes a Bocasin —le dijo De Goth en voz
baja, pero en tono seco y conminatorio.
Había sido el último en abrazar al nuevo Papa.
—Santidad, deseo que vuestro pontificado sea para el bien de la Cristiandad —le
dijo.
—Celebro vuestro saludo y el de De Goth. Quiero que ambos estéis en mi
coronación. De Goth será tratado como se merece —respondió el Pontífice.
Al disolverse el cónclave, Nogaret esperaba a De Goth en las mismas puertas del
Vaticano. Por el saludo que tropas y acompañantes le hicieron, más parecía que el
Papa fuese él. Cuando subieron al carruaje, Touraine vio en De Goth aquella
expresión de odio profundo que ya le había visto cuando se entrevistaran con
Bonifacio, muchos años atrás.
—¿Qué ha pasado? —preguntó colérico De Goth.
—Aún no lo sabemos; lo estamos averiguando —respondió Nogaret abatido.
—Conservemos la calma y el ánimo —dijo De Goth calmándose súbitamente al
ver el estado de ánimo de Nogaret—. Seguiremos simulando que aceptamos de buen
grado la decisión del cónclave y, cuando tengamos información, ya decidiremos qué
hacer. ¡Con De Goth no se acaba tan fácilmente! Mandad recado al Rey;
permaneceremos aquí hasta que sepamos qué sucedió.
Touraine admiró la determinación de aquel hombre. Acababa de sufrir un revés
que había echado por tierra veinte años de trabajo y todavía tenía fuerzas para
reaccionar. Cualquier otro estaría desesperado y hundido. De Goth no. Seguía
adelante.
En la coronación de Benito XI, De Goth ocupó un lugar preferente. Se veía que el
nuevo pontífice deseaba mantener buenas relaciones con él y que no iba a escatimar
esfuerzos para conseguirlo. Cuando, concluida la coronación, salían de la basílica, el
deán se acercó a Touraine.
—El Papa le ruega al cardenal De Goth que permanezca en Roma algunas fechas.
Quiere mantener con él un encuentro para comunicarle personalmente las intenciones
de su pontificado.
El deán de la catedral de San Pedro de Roma no se atrevía a dirigirse
directamente al cardenal De Goth. Su prestigio y poder permanecían inalterados,
pensó Touraine. De Goth, como ya había decidido, permaneció en Roma.
La entronización de Benito XI supondría una gran actividad. Era el momento de
asegurar posiciones que, en muchos casos, durarían tanto como la vida del pontífice.

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Los grandes romanos se procuraban puestos de responsabilidad en el Vaticano, en las
personas de clérigos y cardenales amigos. Toda una estructura de poder se montaría
en pocos días y había que apresurarse. Pero para su extrañeza, Benito XI no mantuvo
entrevistas con las familias romanas hasta que no vio a los cardenales de más
renombre. Solamente después los llamó a ellos. Escuchaba a todo el mundo, pero no
decía nada y no hacía ningún nombramiento. La Curia y los grandes romanos estaban
inquietos.
Cuando ya todos los nobles y cardenales habían sido oídos por el pontífice,
De Goth recibió una nota firmada por Benito XI. Le pedía que acudiese al Palacio
Vaticano. De Goth decidió que Touraine lo acompañase. Los romanos pudieron ver
una comitiva de carruajes y guardias a caballo que era una réplica exacta de la que
años atrás había ido a visitar a Bonifacio VIII.
El Vaticano, esta vez, los saludó con todos los honores. Pregonaron por toda
Roma que el Papa había querido recibir a De Goth en último lugar, en una audiencia
que serviría para decidir la actuación del pontificado de Benito XI. Cardenales,
guardias de honor y la puerta principal abierta de par en par, los recibieron. Todo
fueron parabienes y gestos de deferencia. El Papa quería una audiencia a solas con
De Goth. Touraine se quedó en la antesala.
Transcurrieron muchas horas. Touraine no sabía si era buena o mala señal.
Finalmente, las puertas se abrieron y De Goth salió; su rostro, inescrutable, no
permitía adivinar qué había pasado. Sin hablar con nadie, se dirigió hacia la salida del
palacio; ya fuera, atravesó el claustro de aquel Vaticano que tanto despreciaba, salió
por la puerta principal y sin volverse para saludar a ninguno de los cardenales
vaticanos que lo acompañaban, subió a su carruaje. Así era De Goth. La comitiva se
puso en marcha; nadie habló durante el viaje de regreso.
—Subid —ordenó De Goth a Touraine y Nogaret cuando hubieron llegado al
palacio—. Permaneceremos en Roma hasta que averigüéis quiénes han sido los que
encumbraron a Bocasin —le dijo a Nogaret una vez que estuvieron los tres en el
despacho—. Tenemos que descubrir la trama de apoyos. Bocasin —continuó
dirigiéndose a Touraine— va a acometer una profunda reforma del Vaticano, de
consecuencias imprevisibles. No le gusta Roma y sabe que a nosotros tampoco; nos
quiere como aliados.
Permaneció en silencio un largo rato.
—Agnani retó a los Estados y Bocasin va a retar a la Curia, que aún es más
peligrosa. Fracasará —dijo hablando para sí mismo.
Transcurrieron varias semanas. Touraine recibió una notificación de De Goth. Al
día siguiente partirían hacia París. No le daba ninguna explicación sobre el viaje, su
finalidad y los preparativos a hacer; solamente que al día siguiente partirían hacia
París.
A la mañana siguiente, Nogaret le informó que saldría de la ciudad en el carruaje
de De Goth. Ya sabía que viajaría con Nogaret y que De Goth lo llamaba para decirle

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algo importante. Cruzaron en silencio las calles de aquella gran ciudad, acompañados
del estrépito de los cascos de los caballos, del chirriar de las ruedas y de las voces de
los guardias. Eran los sonidos que siempre acompañaban a De Goth. Cuando ya
habían abandonado Roma y la comitiva se paró para hacer noche, De Goth miró
fijamente a Touraine.
—Fue Musatti. El lo organizó todo. Ni nos dimos cuenta —dijo en tono
recriminatorio. Se bajó del carruaje, entró en la posada y se dirigió a sus habitaciones.
Ahora, cuando se acercaban a Fontainebleau, que a Touraine ya le resultaba
familiar, De Goth le había ordenado que viajase con él.
—Esta vez no fallaremos. El mismo Bocasin se va a buscar su desgracia. Será
todo tan fácil que casi nos bastaría con dejar que los acontecimientos se produjeran
por sí mismos. Intervengamos o no, la diferencia solo será una mayor celeridad,
porque el proceso es inevitable. Todo volverá al cauce del que nunca debió haber
salido.
Un rato después era recibido por el Rey; de nuevo se reunían los dos hombres
más poderosos de Francia.
Cuando se acercaba a Compostella, Indalecio se sentía muy cansado. Habían sido
meses de viaje, casi sin descanso; echaba de menos su pazo y los paseos por el
Pedroso. Cuando desde las lomas de Lavacolla vio la ciudad, imaginó lo que ocurriría
cuando, allí, residiese el Papa. La agitación sería grande. La ciudad cambiaría; se
haría mucho mayor; Curia, nobles y nuevos gremios poblarían aquella urbe,
transformándola en el centro de la Cristiandad. Su población se triplicaría o
cuadruplicaría; se construirían palacios, casas nobles, residencias de cardenales… Era
un sueño que Gallaecia fuese a albergar la primera ciudad de Occidente. Él debería
asegurar que todo aquel cambio se realizase como convenía a la Sede Papal. Tenía
ganas de ver a los suyos y contarles que allí habría un cardenal; en otoño ya les
hablaría del cambio de la Sede Pontificia.
Entró por la plaza del Obradoiro; quiso admirar la obra del maestro Mateo. En
verdad que aquella excelsa obra labrada en la piedra eterna de granito era digna de
recibir al Papa y aun al mismo Jesucristo. Encaminó sus pasos directamente a la
puerta sur y allí, de pie, repasó, una vez más y una por una, todas las figuras de sus
tímpanos y columnas. Las estudió con atención. Ya las conocía de memoria hasta en
sus menores detalles; sabía su colocación, sus rasgos, hasta los fallos de la piedra en
alguna de ellas. Tampoco encontró a la Dama. «La encontrarás», le había dicho
Blanca; él la creía. Quizás algún clérigo conocedor de la catedral le sirviera de ayuda.
Desde allí se veía la casa de Raquel. No se engañó pretendiendo que ya que
estaba al lado aprovecharía para saludarla; había elegido aquella entrada de la ciudad
para pasar por la casa de la Quintana. Tenía un deseo incontenible de verla. Llamó a
la puerta; lo recibió aquella señora de edad, que gritó:
—¡El señor de Avalle está aquí otra vez! ¡Señora, está aquí el señor de Avalle!
Le pareció que solo había pasado un instante desde que aquella mujer había

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gritado las mismas palabras unos meses antes. Raquel apareció corriendo como la
otra vez y, como entonces, se abrazó a él. Todo fue igual, pero ahora sabía de sus
sentimientos.
A última hora de la tarde se reunían en el pazo de Santa Susana. Bernardo estaba
impaciente por conocer las buenas noticias que Indalecio les había anunciado; Raquel
ya conocía algo. Enric e Inés aguardaban tranquilos. Josefa seguía en Viveiro.
Les contó de los poderes de Europa, de Compostella, la gran ciudad de Occidente,
del cardenal compostelano y del fortalecimiento del ejército. El rostro de Inés se
ensombreció; Enric notó enseguida que algo en aquella narración no la había
satisfecho. Pero el primero en hablar fue Bernardo.
—¿Dices que reforzaremos el ejército para ser capaces de hacer frente al rey de
Castilla? —preguntó.
—Sí —respondió Indalecio—. Deberás decirme cuáles son los refuerzos
necesarios.
—Eso dependerá de si vamos a atacar nosotros Castilla o nos van a atacar ellos —
respondió Bernardo.
Indalecio se quedó pensativo; tenía que decidir en aquel momento si se ceñía a su
causa y a su obligación con el Consejo de Regencia y con las Cortes o si optaba por
la venganza.
—Mañana hablaremos de eso —aseveró finalmente.
—¿Será el arzobispo Rodrigo el nuevo cardenal de Compostella? —preguntó Inés
con voz trémula.
Enric la miró sorprendido por la pregunta; no entendía qué pasaba por la mente de
Inés.
—La verdad es que nadie dio su nombre —respondió Indalecio—, pero supongo
que sí, que el arzobispo Rodrigo será cardenal.
Inés estuvo a punto de decir lo que sabía. Tenía que evitar a toda costa que el
asesino de su hija se convirtiese en cardenal. Sentía tal indignación que le costaba
trabajo permanecer allí sentada. Meditó un rato y decidió actuar por su cuenta. No
rompería la tranquilidad y el sosiego que tanto había costado recuperar en aquella
casa.
Siguieron conversando durante muchas horas. Inés se levantó y se fue junto a su
nieto; necesitaba verlo para calmarse. Quería con locura a aquel niño; era todo lo que
de su familia quedaba en el mundo. Haría lo que fuese por él. Lo llevó a la sala;
Indalecio se abalanzó sobre su padre.
—¿Cuándo se hará el nombramiento del cardenal de Compostella? —preguntó
Inés volviendo a aquella cuestión.
—Seguramente en el mes de julio —respondió Indalecio.
Quedaban muy pocos meses, pero aquella misma noche dejaría la cuestión
zanjada.
A la mañana siguiente, Enric, por encargo de Inés y con la promesa de silencio,

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enviaba un mensajero con una carta dirigida a Constanza. La misiva era confidencial
y debería entregarse en mano con la máxima urgencia. Los templarios cumplían bien
aquellos encargos. En ella, Inés narraba a Constanza que el arzobispo Rodrigo era
indigno de ser cardenal, ya que sobre su conciencia pesaba el crimen de su hija y le
rogaba que hiciese llegar aquella carta al Papa.
Aquel día, al contrario que en la tarde anterior, Enric vio que Inés estaba de un
magnífico humor. Pasó toda la jornada jugando con su nieto en el jardín. Indalecio
estaba en su despacho; por lo visto tenía mucho trabajo y no podía perder ni un
minuto. A primera hora había llamado a Bernardo para decirle que preparara el
ejército para repelér cualquier ataque contra Gallaecia. Tendrían un ejército
defensivo. Después, se había encerrado todo el día.
Las semanas siguientes fueron de una gran actividad. Mantuvo encuentros con
nobles, con obispos, con los enviados de Castilla. Aragón y Portugal. Fue tejiendo
una red para asegurar la Compostella de la fe y del Camino. De todos era conocido
que Bernardo estaba reforzando el ejército.
Indalecio pasaba mucho tiempo con su hijo; disfrutaba hablando con él,
explicándole cosas. Se trataba de un niño listísimo; era su hijo. Se entendían muy
bien, y con frecuencia Raquel se unía a ellos. Las conversaciones y los juegos se
cruzaban. Raquel e Indalecio jugaban con el niño al escondite mientras hablaban del
arzobispo y de las órdenes. Las protestas del niño eran parte del juego.

—Mármol y granito —le dijo el canónigo Troitiño—. Son las fábricas de esta
fachada, la más antigua de la catedral. Casi un centenar de relieves hacen que uno no
se canse de mirarla. Solamente en los tímpanos se cuentan treinta y tres figuras.
Podéis ver apóstoles, santos y ángeles. La expulsión del Paraíso, con Eva llorando
arrepentida de su pecado, Moisés, san Andrés; las tentaciones de Cristo. Entre los dos
arcos, en el lugar central se encuentra la imagen de María a la que se dirige aquel
ángel de la izquierda; es la Anunciación, le que ha de venir, que preside la puerta.
Allí, en la puerta de la izquierda, se encuentra la doncella a la que el señor protege.
Por contra, está la mujer adúltera, con la calavera en su regazo, que no es sino la
cabeza putrefacta de su amante, arrancada por el propio marido, quien la obliga a
besarla dos veces al día. El Códice Calixtino lo describe todo. La pasión, con el
Cirineo ayudando a Jesús, la adoración, la flagelación… Aquellas figuras con cuerpo,
quizá de mujer y de animales… Allí otra doncella, a modo de dama de la puerta sur…
Es una maravilla sin parangón.
Las había visto con el canónigo una a una. María, la madre de Dios, Eva, las
doncellas, la adúltera horrible, los ángeles sin sexo, quizás alguno de los pasajes de la
vida de Cristo, en los que Magdalena, Isabel… aunque allí no estaban. No sabía.
Debía de ser María… o quizás Eva… pero no le decían nada.

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Un día a principios de agosto, mientras comían, llegó un templario enviado de
Constanza. Insistió en ver inmediatamente al señor de Avalle; lo hicieron pasar al
comedor. Indalecio pensó en una nueva reunión del Consejo.
—¿En qué fecha? —preguntó delante de todos.
—Señor, mis órdenes son entregaros este escrito y que lo leáis en privado —
respondió el templario, al tiempo que saludaba con un gesto a Enric.
Salieron y se dirigieron al despacho. Al cabo de un buen rato, Indalecio volvía al
comedor pálido y como ausente; se desplomó en el sillón.
—El Papa Benito XI ha sido asesinado —dijo.
No daban crédito a lo que acababan de oír.
—¿Cómo dices? —preguntó Raquel.
—El Papa Benito XI ha sido asesinado; comió unos higos envenenados y falleció
casi al instante. No sabemos mucho más. Solamente que la Curia romana no aceptó la
reforma que se proponía hacer y lo envenenaron. No se sabe si hay otras gentes
implicadas; pudiera ser, pero todo es muy confuso. Parece que corrió por Roma que
incluso pensaba cambiar la sede pontificia a otra ciudad… Se rumoreaba que quizás a
Nápoles, como había hecho temporalmente Pietro. Pero no se sabe con seguridad.
—Coronado en octubre y asesinado por la Curia en julio. Nueve meses de
papado, y la muerte. Roma está podrida —dijo Raquel.
—Hay algo más —continuó Indalecio—; cuando lo encontraron muerto estaba
sentado en su despacho y delante tenía el nombramiento sin firmar del cardenal de
Compostella. No habrá cardenal en esta ciudad.
—¿Qué nombre figuraba en el papel que dejó sin firmar? —preguntó Inés.
—El nombre estaba en blanco —respondió Indalecio.
Se quedaron en silencio. Indalecio meditaba las órdenes que le habían dado y
analizaba la situación. Era un grave contratiempo, pero había que mantener la calma
y no transmitir preocupación ni intranquilidad. Seguramente conseguirían que se
entronizase un nuevo Papa que compartiese sus ideas. Había que estar atentos a
cualquier noticia que viniese de Estrasburgo. La nueva Compostella quedaría por el
momento en suspenso hasta que hubiese un nuevo Papa. Pero ellos debían mantener
su poder en Gallaecia. Resumió para todos la nueva situación:
—Mantener el poder y esperar al nuevo Papa.
Él mismo iría a ver al arzobispo para notificarle el fallecimiento del pontífice y a
la vuelta pasaría por la casa de Clermont. El arzobispo no conocía la noticia; la
escuchó inmutable. Para él aquello significaba la pérdida de la influencia de Indalecio
en Roma y eso no era malo; lo natural era que el interlocutor de Roma fuese el
arzobispo y no un noble menor.
—Creo que tenía la intención de nombrar un cardenal para Compostella —
concluyó Indalecio, molesto por la fría reacción del arzobispo.
—No sabía nada —dijo el arzobispo; no creía que aquello fuese cierto.

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—Enteraos —replicó Indalecio—, murió justo antes de firmar el nombramiento.
Cuando abandonó el Palacio de Gelmírez, lamentó el tono que había empleado.
Tenía que mantener la estabilidad en Gallaecia y aquella no era la forma. Pero, a
veces, se exasperaba.
Clermont ya conocía la noticia. Mantenía aquella imponente dignidad, pero su
semblante estaba triste.
—A veces Dios permite que sucedan cosas que nosotros no entendemos —dijo—.
El asesinato de un Papa es una de ellas. Pero seamos pacientes, el tiempo lo pone
todo en su lugar y nosotros tenemos mucho.
Indalecio comprendió que Clermont quería estar a solas; respetó su deseo. Se
despidió y salió de la casa. Sergio lo acompañó hasta la puerta.
—Un asesinato terrible; traerá males —aseguró.
Indalecio nunca había reparado en aquel hombre.
—Los asesinatos siempre traen males —respondió.
—No, señor de Avalle, algunos no —replicó aquel hombrecillo.

Durante los nueve meses que siguieron a aquel infausto 6 de julio de 1304, en que el
Papa Benito XI había sido asesinado, la atención de todo el orbe cristiano estuvo
pendiente del cónclave de cardenales. Esta vez Touraine había extremado las medidas
para asegurar el nombramiento de De Goth. Hablaron uno por uno con todos los
cardenales, ofreciéndoles más influencia y lamentando el error que habían cometido
al elegir a Benito XI, que había estado a punto de causar un daño irreparable. Pactó
con los Orsini el control de la Curia; ellos decidirían los cardenales que regirían el
Vaticano. El nombramiento estaba asegurado. Esta vez Musatti y los suyos lo
tendrían muy difícil. Aun así, para evitar imprevistos, en el cónclave usaron otra
estrategia. Consiguieron que todos los cardenales hablasen, defendiendo con razones
a su candidato. Aquello haría que el cónclave durase varios meses y eso convenía a
De Goth; el tiempo neutralizaría las sorpresas. Pronto el cónclave se decantó por
De Goth. Hubo un pequeño intento de proponer al cardenal de Nápoles, pero no
prosperó; el prestigio de Musatti había sufrido mucho. El 30 de abril de 1305, el
cardenal De Goth fue elegido Papa con el nombre de Clemente V. Empezaba otra
etapa para la Cristiandad.
Indalecio y Raquel recibieron la noticia con gran satisfacción. Francia era un buen
aliado de Gallaecia, y Raquel había sido recibida por De Goth. Lo celebraron como
un nuevo éxito. Indalecio creía que aunque Clemente V no tuviese las ideas de
Benito XI en relación con Compostella, era un aliado que les debía el favor de la
actuación de Raquel en la caída de Bonifacio, su gran enemigo. Esperarían noticias
de Estrasburgo, pero harían correr por toda Gallaecia su privilegiada relación con el
nuevo Papa.
—Debemos ir a felicitar al arzobispo porque la Iglesia tiene un nuevo pontífice.

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Le hablaremos de tus encuentros con De Goth y con el conde de Rouen y de tu
amistad con Touraine.
—Ya lo conoce, pero estará muy bien recordárselo —comentó Enric.
—Como digáis —respondió Raquel—. La condesa de Lemos, apellido mayor de
Gallaecia, también nos debería acompañar.
—Nunca más veré al arzobispo Rodrigo. Es un traidor —afirmó Inés en tono
áspero—. Vosotros debéis ir. Yo me quedaré con mi nieto.
—Vuelve aquella vieja afrenta del arzobispo, cuando se negó a casar a los condes
—comentó Indalecio a Raquel cuando partían hacia el Palacio de Gelmírez.
En la entrevista con el arzobispo dejaron claro que Indalecio seguiría siendo el
interlocutor de Roma. El arzobispo volvía a estar afable. Conocía la buena relación de
Raquel con los franceses.
Clermont, sin embargo, los dejó muy preocupados; parecía conocer muy bien a
De Goth, quizá por ser también francés.
—Vendrán malos tiempos para la Iglesia y para los que creemos en la supremacía
de Europa. De Goth es, por encima de todo, francés y todo lo hará para Francia. Es
contrario al espíritu universal de la Europa del Camino de Santiago. Impondrá la
profesión de fe irreflexiva y sectaria en favor de Francia. Vendrán malos tiempos.
La autoridad de Clermont y la convicción con que pronunció aquellas palabras
hizo mella en el ánimo de Indalecio y de Raquel. Parecían hablar idiomas distintos;
ellos se referían a la influencia que podrían tener en el nuevo Vaticano y Clermont les
hablaba de un gran proyecto de confluencia de todas las naciones de Occidente.
Siguieron adelante con su plan. Volvieron a hablar con los nobles y gentes
notables para reafirmarse. Los recibían los dos y Raquel narraba sus entrevistas en
Roma y en París. Pronto empezaron a pasar todo el día juntos, en reuniones, comidas,
o en sus paseos de descanso por los montes y por la ciudad. Jugaban con el niño y, a
veces, Inés paseaba también con ellos. Su vida ya era toda en común. Disfrutaban en
las reuniones, en las discusiones y en los paseos.
Aquel caluroso verano del año 1006, Constanza, reunido con Llull, Musatti,
Anjou, Eckhart, Fernándes y Molay, los seis miembros del Consejo de Regencia que
formaban el círculo interno, repasaban lo que había sucedido.
—Benito XI se precipitó en hacer pública su intención de reformar el Vaticano; su
afán de transformar aquella sede corrupta le llevó a comentar, indiscretamente, con
algunos cardenales su intención de trasladar la sede pontificia. Todos pensaron en
Nápoles, reino rival del Vaticano. El resultado ya lo conocéis. Los curas encargados
de su atención personal lo envenenaron. Un revés cuyo alcance todavía no
conocemos.
—El pontificado de Clemente es inquietante —afirmó Molay—. Su primera
decisión, la unificación de las órdenes militares, pretendía la neutralización y el
control del Temple. La fusión con otras órdenes, como la de Santiago o la de
Alcántara, de mucha menor implantación, le permitiría cambiar al Gran Maestre y

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hacerse con el control.
»Todas las órdenes —continuó— le hicimos ver nuestra total oposición; pero
mantuvo su criterio. Ante esto los Rectores Generales solicitamos una audiencia
conjunta. No se llegó a producir nunca. Clemente V nos hizo llegar que, tras profunda
reflexión, había concluido que era bueno que hubiese varias órdenes con distintos
cometidos —concluyó.
—No quiso que aquella audiencia tuviese lugar —añadió Llull—. Se interpretaría
como una imposición de las órdenes. Dañaría su prestigio y sería intolerable para su
orgullo.
Pero eso no había frenado los ataques a los templarios.
—En Roma, un grupo de clérigos hicieron pública una denuncia horrible contra el
Temple. Lo acusaron de mantener y difundir ritos paganos que introdujeron desde
Oriente —dijo Musatti.
—Nadie lo creyó —afirmó Fernándes—, el prestigio del Temple está por encima
de tales maledicencias.
—No nos confiemos —intervino Anjou muy serio—; la calumnia funciona como
la tortura oriental de la gota de agua. Las primeras gotas no producen ningún efecto,
pero con el tiempo destrozan el cerebro. Los calumniadores lo saben; esta primera
insidia no fue creída, pero lanzarán una segunda que hará recordar a algunos que ya
habían oído algo antes. Después unos hablarán con otros y la misma calumnia le
llegará a cada persona procedente de diferentes sitios. «No se van a equivocar todos»,
pensarán. Cuando alguien argumente que aquello es inverosímil, otro contestará
diciendo que eso avala su veracidad, «nadie inventaría una cosa tan increíble». Si
además a quien se calumnia es poderoso, esta producirá un cierto placer, «ya lo decía
yo». Ese será el momento en que los instigadores del infundio aprovecharán para
decir que se han descubierto las pruebas que todo el mundo conocerá. No hará falta
mostrarlas; todos creerán que tales pruebas existen, incluso algunos asegurarán
haberlas visto. En ese momento se lanzará el ataque contra el calumniado, que será
destruido en la ignominia. No confiemos en el prestigio, que puede durar un día.
—Tiene razón el señor Anjou —afirmó Constanza—: Debemos permanecer muy
atentos a esta cuestión. Pero tanto como esto me preocupa la revuelta popular que
tuvo lugar en París contra el rey Felipe y que lo obligó a refugiarse en el Temple.
—El pueblo protestó por unos tributos tan altos. Respondió a la subida…
—Esa es la cuestión. Felipe sabe que no puede seguir subiendo los tributos; los
gremios y campesinos ya no pueden pagar más. Pero los gastos militares de Francia
van en aumento. La Corona está endeudada; debe al Temple sesenta mil libras, a lo
que hay que añadir las deudas con otras órdenes y con banqueros judíos. No puede
endeudarse más, porque ya no se le presta; no puede subir los tributos y, desde luego,
no va a disminuir sus gastos militares. ¿Cómo va a resolver este rompecabezas? —
preguntó Constanza.
»Ya empezó a hacerlo —se respondió a sí mismo—. Acaba de decretar la

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expulsión de Francia de los judíos. Así no tendrá que pagarles sus deudas y se
incautará de sus riquezas. Justificará esta injusta y terrible decisión en la maldición
que pesa sobre el pueblo judío, y la gente, convencida por la Iglesia, lo creerá. Ayer,
cuando les solicitaba préstamos, los banqueros judíos eran gente acaudalada que
ayudaba al Rey; hoy son traidores y malditos. —Hizo una pausa y reflexionó—. Esto
permitirá un corto desahogo a las finanzas reales. Quizás uno o dos años. Pero pronto
se agotarán estos recursos y ese será el momento más peligroso —concluyó.
—Nosotros ya le hicimos llegar que no cobraríamos las deudas —dijo Molay.
—Sí, está bien. Pero debemos permanecer atentos.
Ninguno recordaba una situación como aquella. Quizás nunca el Consejo la había
vivido.

La primavera de aquel año de 1307 había sido especialmente lluviosa. Decían los más
viejos que nunca en Compostella hubiera una primavera tan pasada por agua. A
Indalecio, aquellas quejas resignadas de las gentes mayores compostelanas le hacían
sonreír. Llevaba siete años viviendo en aquella ciudad y todas las primaveras, todos
los otoños y todos los inviernos Compostella había sido un mar de lluvias. Si cerrase
los ojos y reviviese en su mente la catedral, la vería mojada, con las piedras
rezumando agua. Y aquella primavera, como todas, las crecidas del Sar habían
anegado el valle de Santa Susana.
A Raquel le gustaba pasear bajo la lluvia, a la que ya habían hecho su compañera.
Empapados en ella recorrían las calles de Compostella, y en la unión de la piedra y el
agua mezclaban sus miradas y sus manos, sintiéndose más juntos. Por medio de las
calles, entre las casas y con las nubes oscuras como techo, el agua hecha regatos
apagaba el ruido de sus pasos. Solo se oían ellos, la lluvia y las campanas.
No había sido en un instante. Había sucedido a lo largo de días, de semanas, de
años, en los que se habían ido encontrando, en los que habían hablado de ellos, de su
alma, de sus deseos. Había sido a lo largo de tardes plagadas de sueños en los que
juntos vivían sus propias ilusiones.
El mundo se había transformado y la ciudad también; ellos eran una parte más de
Compostella. Allí se habían enamorado; allí se amaban. Un día de mayo, habían
fundido apasionadamente sus cuerpos alrededor de las almas enamoradas. Allí, en la
desnudez del amor, con la gran torre de la catedral que subía hacia Dios, cubriendo la
ventana de su habitación, habían sentido el tiempo que los envolvía.
Abrazados en el amor eterno de un instante, habían traspasado la luz y la
oscuridad, el cielo y la tierra, el agua y el fuego, en un sueño despierto que los había
hecho, ya para siempre, de aquella ciudad de piedra y leyenda. Juntos recorrían las
calles, hasta llegar a la catedral, donde el tiempo entraba, pero no salía. Las calles de
piedra, oscurecidas por las nubes que impedían el mediodía, los conducían a la plaza
de la Quintana, donde encontraban refugio bajo aquella inmensa chimenea que

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señalaba la casa en la que la torre de la catedral apoyaba su sombra. La gigantesca
torre, que crecía aún más cada día, protegía a la chimenea, su hermana más pequeña,
del viento y del sol. Sabía que el humo que salía de ella era la respiración de la vida y
del amor.
Los últimos dos años no habían sido buenos. Su causa había quedado entrelazada
con Roma, París, Estrasburgo y Castilla. Ya no estaban solamente defendiendo sus
derechos y que su rey los reconociese. Ahora formaban parte del juego de poder de la
Cristiandad y ya no dependían solo de ellos mismos. Para bien o para mal, eran parte
del gran cambio de la civilización que estaba en marcha y su suerte dependería del
resultado de aquellas fuerzas.
Las noticias que iban llegando desde Estrasburgo, Roma y París eran
intranquilizadoras. Francia se armaba para la guerra y Europa se dividía aún más.
Ellos, sin embargo, recibían gestos de amistad de Francia y de Touraine. Con
frecuencia nobles peregrinos de aquel país los visitaban para hacerles llegar los
saludos del conde de Rouen o de Touraine. Lo que Estrasburgo les decía no era lo que
ellos veían. Algunas de las cosas que preocupaban al Regente, como la fusión de las
órdenes militares y más tarde la expulsión de los judíos, eran en verdad muy
negativas, pero a ellos no les afectaban. Indalecio lo había hablado con Clermont.
—Ahora atacan a otros, que eran sus amigos y a vos no os afecta. Pero mañana os
atacarán a vos y ya no tendréis amigos a los que les importe.
—Sí, eso es cierto, pero saben de nuestras simpatías con el anterior Papa y, sin
embargo, seguimos recibiendo gestos de amistad —había replicado Indalecio—. ¿Por
qué lo harán?
—Tarde o temprano lo sabréis —respondió Clermont.
Durante aquellos dos años había mantenido frecuentes contactos con los
miembros de las Cortes; estaban satisfechos, aunque Indalecio percibió otra vez
aquella sensación de menor entusiasmo y aun de alguna desavenencia. Parecía que
cuando la tensión militar y política con Castilla y con las órdenes disminuía, el
entusiasmo decaía. Era natural. No parecía haber razones para preocuparse. Indalecio
no viajaba por Gallaecia; no hacía falta. Todos acudían a su llamada a Compostella.
Sus huéspedes solían inquirir detalles de la relación con Francia, el país que regía el
Vaticano. En los últimos meses, las preguntas eran cada vez más insistentes, pero sus
explicaciones y las de Raquel parecían convencerles.
Indalecio quería tranquilidad, por eso veía con buenos ojos el acercamiento que se
estaba produciendo entre los nobles y las órdenes. Desde la ocupación de tierras
había transcurrido mucho tiempo y era bueno que la situación se pacificase. Enric no
era de la misma opinión y había dado sus razones. No se fiaba de las órdenes. Pero no
había convencido a Indalecio, que incluso había mantenido una charla con el prior de
la encomienda de San Martín Pinario para procurar unas mejores relaciones.
—Buscan el acercamiento porque temen a nuestro ejército y porque ya no
cuentan con la protección del Rey —había dicho Indalecio.

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—Nos engañan, y si confiáis en ellos os equivocáis gravemente —le había
contestado Enric enfurecido.
Indalecio se había sentido molesto.
—Enric no entiende más que de la guerra y no se da cuenta de que no podemos
mantener la disputa con las órdenes —le había comentado a Inés, sin disimular su
enfado—. El sosiego fortalece nuestra causa. Es bueno recuperar la relación con las
órdenes.
Veían poco al arzobispo y aquel incidente de fin de año no había reforzado la
buena relación. Cuando Indalecio había llegado a la catedral para asistir a la misa de
Fin de Año, se había encontrado con que no le habían asignado su sitio al lado de
Clermont, sino detrás de otros apellidos ilustres. Las excusas del arzobispo culpando
de aquello al deán no mitigaron su indignación. Desde aquel día no habían vuelto a
encontrarse. El arzobispo no había hecho ningún intento de aproximación y, por
supuesto, Indalecio tampoco.
El rey Fernando había entrado en una de sus etapas de silencio, que siempre
coincidían con la intensificación de las guerras en Al-Andalus. Las tropas de Castilla,
una vez resuelto el problema de la sucesión al renunciar Alfonso de la Cerda al trono
y al haberse casado el Rey Fernando con doña Constanza de Portugal, hija de don
Dinís, en alianza con las de Jaime II de Aragón, estaban acorralando al Islam y
aquello requería de toda la atención del Rey.
A finales del mes de octubre, Indalecio había recibido al conde de Tours. Raquel
había asistido al encuentro.
—El rey de Francia os envía sus saludos y el conde de Rouen me encarga que
transmita a doña Raquel el buen recuerdo de su encuentro en París. Hacen votos para
recibiros a los dos en Fontainebleau —saludó.
El rey de Francia los estaba invitando a encontrarse en París.
—Iremos con agrado cuando nuestras ocupaciones lo permitan —contestó
Indalecio.
—El rey Felipe de Francia quiere que conozcáis su intención de ejercitar su
derecho, por matrimonio, al reino navarro. El próximo mes firmará el edicto, que
enviará al Papa, proclamándose rey de Navarra. Quiere que vos conozcáis su
intención, ya que sabe que entendéis sus razones. Espera que si llegase el momento y
fuese preciso, la voz de Compostella esté con él.
Indalecio había entendido que lo consideraban su aliado.
—Nosotros siempre apoyamos a quien tiene la razón —había contestado.
Un mes después, en noviembre de 1306, Francia se anexionaba Navarra.
Indalecio recordaba que el incidente de la catedral había afectado tanto a Inés que
se había alejado de Compostella. Se había ido a Lemos, llevándose a su nieto, y
aunque Indalecio no quería separarse de él, finalmente, viendo lo afectada que estaba,
había accedido. Enric se había ido con ella.
Raquel y él se habían quedado solos en Compostella. Fueron seis meses en los

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que no se separaron ni un instante; paseos por las calles compostelanas, por el campo,
por los montes. Noches en la casa de la chimenea. El tiempo pasó como una
exhalación. Tras las lluvias, el verano entró de golpe en Compostella.
—Indalecio —le dijo Raquel una mañana de julio—, quiero ir a pasar unos días a
Fonte Sacra. Hace muchos años que no voy y no quiero que pase este verano sin
encontrarme con mi tierra y mis gentes.
Raquel quería viajar en carruaje. No iría a caballo.
—Serán solamente unos días —le dijo.
Mientras hacían los preparativos del viaje, Indalecio recibió un mensaje de
Constanza desde Estrasburgo. Tenían que reunirse con la mayor urgencia. Debía
partir aquel mismo día. Ocultó a Raquel la urgencia de la llamada.
Hicieron juntos la primera etapa del viaje. En las montañas de Lugus, ella
prosiguió su camino hacia Fonte Sacra y él hacia Estrasburgo. No serían los pocos
días que dijera Raquel; estarían separados algunos meses y la tristeza los
ensombreció.

Raquel disfrutaba del encanto de las horas de la noche en vela, en su habitación,


mirando por la ventana las sombras en que se convertían los árboles, de día verdes y
vivos. En la cama, tendida en la oscuridad, o sentada en la mecedora mirando la
llama titubeante de la vela, disfrutaba y era feliz viviendo el recuerdo. Sentía aquella
maravillosa historia de amor que le había llenado la vida.
No sabía cómo había sucedido, no recordaba el momento de su llegada;
solamente sabía que él había entrado en su vida con tanta fuerza como ella en la de él.
El cielo y la tierra habían cambiado. Todo era distinto. Recordaba como aquella
sensación fue ocupando su espíritu; el placer de verse, de oírse, aumentó poco a poco
hasta convertirse en infinito. Un día, un día cualquiera mirando al río, se contaron de
su amor. Los ojos lo dijeron, las manos lo transmitieron, las sonrisas lo hablaron. La
luz, el río y las almas enamoradas.
Se lo confesaron en un abrazo sin palabras y sin el rubor de los jóvenes. Ellos,
que sabían cuánto dependía de lo que hiciesen, descubrieron que, por encima de los
hombres, de las tierras, de los ejércitos, de los reyes, acababa de aparecer en sus vidas
el amor.
Ahora, en Fonte Sacra, Raquel lo recordaba, lo soñaba, lo vivía. No sabía si
despierta o dormida. Solo que era sueño y realidad, pasado y presente. Y ahora sabía
que era futuro, maravilloso, dulce. Solo ella lo sabía, él aún no. No se lo había dicho,
aunque fuese lo que más deseaba. Los tiempos eran difíciles; la vida era dura,
acostumbraban a decirse sonriendo.
Tanto dependía de ellos, que sabían que su amor tenía que ser su secreto. Y así era
aún. Su gran secreto. El que era imposible de parar y de ocultar; el de un hombre y
una mujer apasionados, que sufrían al saber que su amor no era de aquel tiempo.

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Sabían que eso era lo más extraordinario y lo más duro. Callado y orgulloso, como la
luz: no se podía tocar, pero lo iluminaba todo.
Charlas breves, roces de los dedos, en un paseo cualquiera. Palabras de cariño en
medio de conversaciones con otras personas. En una ocasión, en medio de una
reunión de preparación del asentamiento del ejército, a él se le había escapado un
tratamiento muy distinto al que nadie se atrevería.
—Raquelita, atiéndeme.
Alguno se quedó sorprendido. Ellos cruzaron sus miradas y sonrieron.
Paseos hermosos y llenos de luz. Raquel asomada a la ventana sentía aquel beso
en las calles de Compostella, con las piedras de la catedral, con la lluvia, con los
conventos, con las casas de piedra y musgo como testigos. Con la lluvia ya en la
tierra, bajando por las calles empinadas hacia el río, ellos sabían que su vida era como
aquel río Miño, allá en el sur, el que él veía cada mañana al levantarse siendo niño, el
que ella, en sus viajes estivales, había aprendido a querer. Durarían lo mismo que el
agua del río. Supieron que la elipse del tiempo había empezado para ellos. Que toda
aquella fantástica rueda elíptica del tiempo, de la que hablaba el abuelo, era el camino
para que se encontrasen en otro tiempo. Entonces todo estaría en su sitio. Sintieron
que se abría la puerta de la elipse. Las piedras, con el tiempo dentro, la verían
regresar.
Compostella. Allí fundieron sus cuerpos. Sus almas estaban ya juntas. En aquella
casa que se transformaba en ventana para dar vista a la Quintana, hicieron el amor. En
aquella habitación, con la catedral eterna de Occidente de testigo, juntaron su
desnudez, sus cuerpos fundidos en uno solo, sus manos entrelazadas. Vivieron cada
instante; sintieron el tiempo en sus almas y el placer en sus cuerpos. Se desearon. Se
amaron. En la humedad de su deseo sintieron la furia del amor. El tiempo y la luz
permanecieron inmóviles con ellos, mientras el sol seguía su elipse en el cielo hasta
rozar el horizonte del monte Pedroso. En un instante, por aquella ventana, el tiempo y
la luz salieron vertiginosamente e iniciaron su andadura eterna en la plaza, en la
catedral, en la ciudad, en los campos. Los dos supieron que la elipse del tiempo
acababa de empezar; duraría una eternidad. Pero volvería. Así se lo había dicho el
abuelo.
Raquel lo sentía dentro de sí. Su hijo. Lo más maravilloso. La vida. Lloró. La
elipse del tiempo ya estaba en marcha; recorría su camino por las estrellas. Algún día
volvería.

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EPÍLOGO DE LA PRIMERA PARTE
LOS ASEDIOS Y LA HUIDA

E
l rostro de Blanca, al recibirlo en la puerta, reflejaba preocupación y tristeza.
El sol de finales de verano de aquel diez de septiembre estaba alto y aún no
se necesitaban lámparas ni velas. Indalecio la abrazó y levantó a Emmanuel
para darle un beso.
—Os esperábamos —dijo—. Los demás miembros del Consejo están en la
antesala, pero Emmanuel y yo os esperábamos a vos.
Hablaron unos instantes.
—Ramón está reunido con el señor de Molay. ¿Cómo está Raquel? —preguntó
Blanca.
Indalecio le habló de ellos y de sus sentimientos.
—Tenía que ser así. Cuidaos porque la felicidad abre el cajón de las envidias —
dijo—. Aquí, en Estrasburgo, apuramos los días que nos quedan en la luz, que ya son
pocos. Emmanuel y yo estamos preparados para quedarnos cerrados en el juego del
tiempo.
La tristeza asomaba en sus ojos.
—No os preocupéis; saldremos de esto y os vendréis a Gallaecia a vivir con
nosotros hasta que Emmanuel crezca.
—Tardará mucho —dijo ella.
Un criado los interrumpió. El Consejo iba a comenzar y Constanza les rogaba que
entrasen en la sala de reuniones.
—Nunca tenemos tiempo para acabar las conversaciones —se quejó Indalecio
mientras se unía a los miembros del Consejo que subían las escaleras.
No hablaban; ocuparon sus sitios y aguardaron. Casi al instante entraba en la sala
Constanza, acompañado de Molay. El Regente abrió la sesión.
—Os he llamado con urgencia porque la situación es de la máxima gravedad. De
confirmarse algunos indicios, no podremos volver a reunirnos en mucho tiempo. El
Papa Clemente V ha ido a pasar el verano a su tierra natal, Aviñón, con la intención
de fijar allí la sede pontificia. La noticia está recorriendo el mundo: Aviñón será la
nueva sede papal, y Roma y el Vaticano quedarán en segundo plano como simples
sedes cardenalicias. Todas nuestras previsiones han quedado trastocadas. En lugar de
Compostella, el nuevo milenio ha hecho de Aviñón el centro del mundo. Un nuevo
error, que nos retrasará cientos de años y que traerá males y miserias. La Cristiandad
no lo resistirá. La sede papal en Roma, las cruzadas a Jerusalén y la nueva sede papal
en Aviñón son tres grandes equivocaciones. Dentro de cien o doscientos años la
humanidad se dará cuenta y pasarán otros cien o doscientos antes de que las cosas

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vuelvan a estar como antes. Y así hasta que un nuevo milenio vuelva a alumbrar el
mundo. Hemos fracasado y tenemos que conformarnos, como en los últimos cientos
de años, con que los males sean los menores.
—La elección de De Goth como Papa lo ha trastocado todo. Se acaba de iniciar el
terrible milenio de Aviñón, que aún será más sangriento que el de Roma.
Hizo una corta pausa y señaló a Musatti.
—Informad vos directamente —dijo.
Musatti describió la situación del Vaticano, que, prácticamente paralizado y pasto
de rumores, era una nueva versión de la Babel bíblica. Todos se volvían contra todos
en una corrupción que nunca antes se había vivido allí, encabezada por el propio
Papa. Touraine estaba escandalizado; en un momento de desesperación le había
confesado, que en Clemente V no reconocía a De Goth. Se había transformado en una
persona despótica, con un autoritarismo sin límites, sin ninguna cortapisa en su
ambición de poder y dado a todo tipo de excesos.
—No es el De Goth templado y austero al que hicimos Papa —le había dicho—.
Solo respeta al rey de Francia.
—¿Por qué seguís apoyándolo? —le había preguntado Musatti.
—Porque De Goth es y será siempre el obispo de Notre Dame —respondió—. Me
condenaré o me salvaré con él.
Los excesos de Clemente V habían hecho bueno a Bonifacio VIII.
—Hace dos semanas agentes del Papa han saqueado Cluny. Han entrado en la
sede de la orden y han despojado a los monjes de todas sus riquezas —continuó
Constanza—. En el nombre de Cristo han robado y saqueado el convento. No tiene
límite y llegará hasta donde sea preciso. Nuestras propiedades y las de nuestras
familias, y aun nuestras vidas corren peligro. He ordenado que, desde hoy, todos los
miembros del Consejo tengan protección.
—Ayer nos informaron que De Goth está en Poitiers reunido con el Rey y que
preparan medidas que nos afectan directamente a nosotros. No sabemos más, pero de
una reunión así, tenemos que temer lo peor. A excepción de Llull, Musatti y Anjou,
todos deberéis partir esta misma noche hacia vuestros países, porque quizás esta casa
ya no sea tan segura. Deberéis tomar todas las precauciones.
—El señor de Molay, que partirá de inmediato para el Temple, ya sabe lo que hay
que hacer. Las Fuentes de la Idea, que bajo ningún concepto se pueden perder, serán
puestas a salvo inmediatamente, trasladándolas a un lugar seguro. El señor de Molay
se encargará de la salvaguarda de los tesoros del Temple y de los de la regencia.
Todos se dieron cuenta de que la gravedad era extrema. Pero a pesar de saberse
amenazados, en la sala del Consejo reinaba la calma. No había nervios, ni
inquietudes, ni alarmas. Solamente la responsabilidad por la ocasión perdida. Solo
Dios sabía cuánto tendrían que esperar.
—Os quiero anunciar que el rey, que estaba en camino, no se detendrá. Así lo
ordenan las Fuentes de la Idea. Será un rey sin reino, pero ya no habrá más regencia.

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Habrá un rey y él dispondrá de todo, del Consejo, del Betilo, de las Fuentes, y del
Temple. Lo conoceréis muy pronto.
Aquello era lo que esperaban. Llegaría el Rey. Con él, las cosas cambiarían y se
superarían los errores de la Cristiandad, pensó Indalecio. Se dio cuenta de que las
palabras de Constanza también habían infundido ánimo a los demás.
—En los próximos días recibiré una importante visita relacionada con las Fuentes
de la Idea —concluyó Constanza.
En medio de la zozobra todos entendieron que sería con el Rey, que llegaría. Pero
nadie dijo ni preguntó nada.
Constanza se puso en pie. Todos hicieron lo mismo. Los fue mirando uno a uno a
los ojos, pronunciando su nombre.
—Jacques de Molay, el Señor premiará vuestra dedicación a la idea. Indalecio de
Avalle, el Señor premiará vuestra dedicación a la idea.
Indalecio sintió el orgullo de estar en aquella sala con aquellas gentes. Sabía que,
por defender aquella idea, su causa en Gallaecia corría peligro, pero tenía la
conciencia de haber estado donde debía. «El éxito está en hacer aquello en lo que
creemos», le había dicho una vez en la calle una mujer joven.
El Regente no hizo más discursos. Se quedó de pie mientras todos abandonaban
la sala de juntas y después la casa. Afuera, como el Regente había anunciado,
centenares de guardias les aguardaban. Llull, Musatti y Anjou se despidieron de
Blanca hasta el día siguiente.
Indalecio se quedó el último. Cogió la mano de Blanca y la miró a los ojos. No
dijo nada. Solo la miró. Emmanuel entró en la sala, cogió a su madre de la mano y
permaneció en silencio mirándola también. Salieron a la calle. El caballo de Indalecio
estaba preparado.
—Nos veremos —dijo ella—. Algún día en el tiempo, nos veremos.
—Nos veremos, Blanca. Adiós Emmanuel —se despidió él.
—Quédate conmigo en la Casa de los Sueños —suplicó el niño.
—No puede. Se tiene que ir —oyó decir a Blanca mientras se alejaba.
Al llegar al otro lado de la plaza, se volvió. Allí, delante de la casa blanca y negra,
de cal y madera, iluminados por los últimos rayos de sol de principios de otoño, las
figuras de Blanca y Emmanuel, cogidas de la mano, permanecían inmóviles. Sintió
que una nube de angustia invadía su pecho. Parecían frágiles e indefensos. Sintió
ganas de correr junto a ellos y quedarse para defenderlos. Espoleó el caballo, que dio
la vuelta, y siguió su camino. Ya no los vio más.
La tristeza lo acompañó los siguientes días. Aquellas dos figuras delante de la
casa no se apartaban de su mente. Trataba de pensar en los riesgos del viaje, en que
corrían peligro, en lo que podría suceder en Gallaecia, pero daba igual. Aquella mujer
y su hijo acaparaban su pensamiento. Solo el recuerdo de Raquel, paseando por las
calles compostelanas, le infundía el ánimo para remontar aquella tristeza.
Como en los viajes anteriores, hizo noche en Somesons, desde donde bordearía

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París, evitando entrar en la ciudad. No se atrevía a hacer aquella visita que prometiera
al rey de Francia. A la mañana siguiente, ya en camino, se cruzó con una comitiva
aún más numerosa que la suya. Una multitud de guardias, con petos negros, protegían
un carruaje oscuro. Al cruzarse con ellos, por la ventana del carruaje, distinguió a
Clermont. Vestía de negro, en lugar de su blanco y rojo habitual, pero era él. Se
alegró de verlo.
—Señor de Clermont —saludó mientras ponía el caballo a su altura; sus miradas
se cruzaron y, al tiempo que el de dentro corría las cortinillas, unos guardias lo
apartaban bruscamente.
—Os equivocáis, el señor no es quien vos decís —le replicaron en francés.
Indalecio se apartó sorprendido; se unió a los suyos y reanudó viaje. El que iba en
aquel carruaje era Clermont. No sabía qué hacía allí, tan lejos de Compostella, ni por
qué no había querido reconocerlo ni hablar con él; pero no tenía duda alguna de que
era Clermont. La sorpresa del momento no le dejó reaccionar, pero al cabo de un rato,
un sinfín de interrogantes sin respuesta acudieron a su mente. Repasó la situación una
y mil veces, pero todo lo que sabía era que Clermont, acompañado de varios cientos
de soldados con armaduras negras, no las blancas y rojas del Temple, estaba a cientos
de leguas de Compostella, seguramente camino de Estrasburgo.

Constanza, Llull, Musatti y Anjou se reunían todos los días a primera hora de la
mañana y solía ser ya bien entrada la noche cuando, los tres últimos, abandonaban la
casa del Regente. Los guardias de sus escoltas se unían a los que guardaban la casa
del Regente, dando a la plaza el aspecto de un patio de armas. Por aquella casa
pasaron gentes venidas de todas partes preocupadas por el amenazante avance
francés. La oposición a la hegemonía de Francia era generalizada y Constanza pronto
se dio cuenta de que si conseguían resistir aquel envite, podrían organizar una Liga de
países que neutralizase el impulso francés.
Aquella mañana del 13 de octubre, cuando Llull se dirigía a la casa del Regente,
se dio de bruces con un hombre que le era conocido. Tardó dos segundos en darse
cuenta de que se acababa de cruzar con Clermont, que parecía venir de la casa del
Regente. Iba extremadamente serio y su rostro aparecía rígido por la tensión. Cuando
le quiso hablar, ya había desaparecido entrando en una casa; los soldados que la
custodiaban no le dejaron aproximarse. Llull preguntó por el capitán de la guardia,
que se personó rápidamente. Ante los deseos de Llull de saludar al señor de la casa, el
capitán le informó:
—El señor no recibirá a nadie. Dentro de unas horas estará aquí su ejército, que
acampa en las afueras; cumpliremos nuestro cometido —dijo mirando hacia la plaza
de la catedral— y nos iremos. No nos verán más, así que no hay razón para molestar
al señor.
Llull no insistió. Daría lo que fuese por hablar con aquel hombre, que tanto lo

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había impresionado allá, en Compostella. Pero entendía que la dignidad exigía
presentarse en el momento debido. Él sabía lo que Clermont estaba haciendo allí y lo
llenaba de satisfacción; muchos años esperando que llegase y, al final, allí estaba.
Con Clermont allí y con lo que estaban oyendo de las Cortes de Europa, se podría dar
la vuelta a la situación. Quizá no todo estuviese perdido.
Continuó su camino hacia la casa del Regente. Los otros ya estaban esperando.
Pasaron al despacho. Cuando lo vieron, no pudieron evitar un gesto de sorpresa; el
Regente estaba pálido y demacrado, como si hubiese tenido un desvanecimiento.
—¿Os encontráis bien? —le preguntó Anjou.
Notaron que le costaba hablar.
—Acabo de mantener un importante encuentro con una persona y todavía me
dura la emoción —respondió trémulo.
—¿Ha sido con el señor de Clermont? —preguntó Llull.
Constanza lo miró sorprendido; su tensión fue visiblemente en aumento, pero no
contestó.
—Repasemos la situación —dijo.
Tras horas de debate, acordaron que había que resistir durante algún tiempo como
fuese; era posible rehacer la situación.
Después de la comida, en la que la tensión del Regente fue a más, volvieron al
despacho. Una vez allí, Constanza se sentó detrás de la mesa oscura.
—Llegó el momento de desvelar las Fuentes de la idea. Durante siglos solo el
Regente las conoció y tuvo que soportar toda la carga en soledad. Llegó la hora de
compartirlas. Hoy deja de existir el Consejo de Regencia para que exista un rey —
dijo visiblemente alterado—. Las Fuentes de la idea dicen que «será Rey de la
Civilización del Occidente aquel que fuese Regente cuando cambie el Milenio. Él
será el Rey que conducirá Occidente después de los MIL AÑOS del Apocalipsis y él
encadenará los demonios por MIL AÑOS más. Si el Regente fuese Rey sin reino, los
demonios quedarán sueltos y causarán todos los males y Occidente no vivirá unido
hasta el siguiente milenio». —El Regente dejó de leer y alzó la vista, en el momento
en que Llull se ponía bruscamente de pie.
—¡No puede ser! El rey es el señor de Clermont. ¡Así ha de ser! —exclamó.
—No, señor Llull —respondió Constanza en tono calmado—;
desafortunadamente el Rey ha de ser el Regente que cambie el milenio, y creedme
que nada me satisfaría tanto como que fuese otro.
—¡Un regente no puede ser rey! —volvió a insistir Llull, fuera de sí.
—En este caso, sí. ¿Por qué creéis si no que el señor Akal dejo la regencia antes
del fin del milenio? Porque no se encontraba con fuerzas para convertirse en rey;
descargó en mí esta responsabilidad, que Dios sabe que ni quiero, ni sé si podré llevar
adelante. He pasado noches de insomnio temiendo no ser capaz de cumplir con el
cometido que me encargaba el destino e, incluso, temiendo lo que ahora está
sucediendo, la reacción incrédula del propio Consejo.

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—No, señor Constanza, el Rey tenía que venir de Compostella y ser coronado
allí. Vos mismo lo dijisteis; y en Compostella está el señor de Clermont.
—Sí. Y allí sería coronado por el Papa en presencia de Clermont. Por eso
queríamos al Papa en Compostella. Hace unos años yo mismo os dije que el Rey
residiría en Estrasburgo y vos afirmasteis que eso lo decidiría el Rey; como veis, los
dos estábamos en lo cierto.
—Solo lo creeré si lo veo escrito en las Fuentes de la Idea. ¡El rey es el señor de
Clermont!, ¡vos lo dijisteis! ¡Mostradnos las Fuentes! —dijo Llull casi gritando.
Constanza vio la decepción en el rostro de Musatti y de Anjou. Creían a Llull.
—Las Fuentes de la Idea ya no están en esta casa. Hoy las he entregado al señor
de Clermont que ha conocido, como vos, su contenido, para que las ponga a salvo.
Esta casa ya no es segura —replicó Constanza.
Su rostro mostraba su desesperación por lo que estaba ocurriendo. Lo había
temido muchas veces; el Consejo, que esperaba un rey salvador, no lo aceptaría a él.
Pero ahora que estaba sucediendo, le causaba un dolor insoportable. Aquellos
hombres que lo conocían desde hacía quince años, que habían compartido trabajos,
discusiones y, sobre todo, la idea de que el poder debía defender la civilización y no
alimentar la codicia y el beneficio personal, ahora lo acusaban de usurpar el trono; un
trono que en lugar de disfrute y poder le traería la muerte.
—¡El rey es el señor de Clermont! Esta mañana me he cruzado con él y pude ver
que estaba furioso, sin duda porque vio que vos usurpabais su trono. Sus capitanes
llamaban a sus tropas, seguramente para recuperar lo suyo. Yo, señor de Constanza,
no os creeré hasta que vea con mis propios ojos las Fuentes de la Idea, ¡que ahora
decís que no tenéis! —concluyó Llull.
Musatti y Anjou asentían. Estaban de acuerdo con Llull.
—Cuando pasen estos tiempos de zozobra las recuperaremos y las veréis. Ahora
están bien guardadas. Dentro de un año todo volverá a su sitio y, como Tomás, veréis,
tocaréis y creeréis —contestó Constanza—. Ahora sigamos nuestra tarea.
—No —gritó Llull poniéndose en pie—, la confianza está rota y solo las Fuentes
de la Idea la pueden restaurar. Hasta entonces esperaremos.
Se dirigió a la puerta seguido de Musatti y Anjou. En ese momento la puerta se
abrió de golpe y entró un guardia.
—Un pelotón de soldados se dirige hacia aquí. Son muchos. Hemos enviado
aviso a la encomienda del Temple para que vengan en nuestra ayuda, pero tardarán
dos horas —dijo muy alterado.
Constanza reaccionó.
—Los guardias de la casa y los vuestros juntan más de un centenar; si nos
fortificamos aguantaremos hasta que acudan en nuestro auxilio. ¿Cuántos son los
asaltantes? —preguntó.
—En torno al medio millar —contestó el guardia.
—Resistiremos.

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—No —dijo Anjou—. Será mejor que nosotros tres huyamos con nuestra guardia
y los obliguemos a dividir sus fuerzas; tendrán que seguirnos.
—Sí —ratificó Musatti—, dividiéndolos aguantaremos mejor.
Salieron corriendo y, mientras bajaban las escaleras, Blanca les gritó:
—¡Defended a vuestro rey!
Al tiempo que lo decía, Constanza le tapaba la boca con un gesto lleno de ternura.
—No vale la pena —le dijo—, desconfían de mí; no saben quiénes son los que
nos atacan, pero son conscientes de que nos buscan a nosotros y nadie los va a seguir
a ellos. Y, aun así se van. Nos quedamos los tres solos, Emmanuel, tú y yo, como
siempre estuvimos.
El ruido de los que huían se mezclaba con el estruendo que producían los
atacantes. Constanza sabía que aquellos pocos soldados que los protegían no podrían
resistir mucho tiempo. Era cuestión de minutos. Habría querido sacar de allí a Blanca
y a Emmanuel, pero ya era tarde. Estaban rodeados. El estrépito y los gritos de la
lucha en la calle no dejaban oír nada. Cogió a Emmanuel en brazos, lo besó y se lo
entregó a Blanca. Se puso delante de ellos; soldados blandiendo sus espadas entraron
a la carrera. Blanca vio sus corazas negras; apretó con un brazo a Emmanuel contra
su pecho, cogió la mano de su marido y la retuvo con firmeza. Sintió como él la
apretaba también, mientras el ruido seco de aquella espada atravesándole el pecho
llenó toda la sala. Constanza se desplomó con el corazón atravesado por el hierro;
Blanca sintió que el dolor la mataba a ella también; protegió a su hijo e interpuso su
cuerpo delante del segundo guardia que iba a descargar su espada sobre el cuerpo
inerte de su marido; el soldado se quedó inmóvil con la espada en alto. Permaneció
un segundo hipnotizado por aquella mujer que se enfrentaba a él solo con su mirada.
Los demás guardias también quedaron paralizados. Una voz rompió aquel silencio de
un instante.
—En nombre de Dios, no toquéis a la mujer ni al niño.
Blanca vio a Ratzinger entrar en la sala, pasar entre los soldados, dirigirse a ella y
cogerla de la mano.
—He llegado tarde —se lamentó—; nada podemos hacer por vuestro marido,
pero salvaremos a Emmanuel.
Blanca no dijo nada, pero se dejó llevar de la mano, con Emmanuel abrazado a su
pecho. En la puerta vislumbró fugazmente a Ramón; él ya no la veía a ella y el dolor
le hizo sufrir de nuevo lo que tantas veces ya había soportado en sus sueños despierta:
el horror de la muerte, de saber que ya nunca más volvería a ver a su marido, que su
viaje era para siempre; que aquel hombre bueno al que ella amaba con locura, ya
nunca más la abrazaría ni la besaría… Ella sabía que aquel espanto tenía que ocurrir,
pero ahora que estaba sucediendo, era mucho más cruel y terrible de lo que nunca
había pensado; porque ahora y por toda la eternidad, Ramón ya no estaría con ella.
Sintió la manita de Emmanuel acariciándole la cara; él sí que estaría para siempre con
ella. No vio el carruaje al que la habían subido, no vio la casa negra y blanca

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ardiendo, no vio a los soldados muertos que daban a la plaza un aspecto espectral, no
vio a Catherine dentro del carruaje, no vio a Ratzinger sentado a su lado, ni sus ojos
enamorados. Solo vio los ojitos de Emmanuel; cerró los suyos, apretó a su hijo con
todas sus fuerzas y dejó que la elipse del tiempo la envolviese en los sueños.

Aquella mañana del 13 de octubre de 1307, Touraine se levantó muy temprano. Se


sentía muy mal; no había podido conciliar el sueño en toda la noche. Sabía que iban a
cometer una gran injusticia y que, incluso dentro de cientos de años, el mundo
recordaría aquel día. Pero el Papa y el rey de Francia lo habían decidido y a él le
correspondía ejecutarlo. «El bien de Francia y de la Iglesia lo demandan», pensaba
mientras celebraba la misa en el altar mayor de Notre Dame.
Aquel día había querido celebrar la misa en la gran catedral de París para
reencontrarse con su pasado. Allí, años atrás, protegido por la fuerza de Notre Dame,
había deseado una Iglesia que respetase a su tierra, pero que eliminase la injusticia
del mundo. Durante tantas mañanas, en aquellos años de su juventud, había celebrado
la misa, al igual que hoy, pero en un altar lateral, y con el compromiso de edificar una
Iglesia de Dios. Aquel día de otoño, cuando ya su vida se iba acercando a su fin, todo
era distinto. Iba a ser testigo de la injusticia y no hacía nada para evitarlo; la aceptaba
con sumisión. Quería demasiado a aquella catedral para desobedecer las órdenes de
su gran impulsor, el cardenal De Goth.
Cuando, terminada la misa, salió del templo, el conde de Rouen ya hacía un rato
que lo esperaba; subieron al carruaje y se encaminaron hacia el Temple.
—Recordad que el Papa y el Rey han convenido que no hubiese derramamiento
de sangre —reclamó Touraine con ansiedad.
Había conseguido arrancar a De Goth aquel compromiso; «será mejor no crear
mártires», le había dicho.
Cuando cruzaron el puente de la isla, Touraine divisó una legión de soldados con
los escudos y las armas del rey de Francia. No recordaba haber visto nunca tantos
soldados juntos. Adelantándose al carruaje, y al trote, con gran estruendo de cascos,
la caballería atravesó París. Las gentes, que a aquella hora ya se movían por las
calles, se apartaban corriendo y se quedaban boquiabiertos viendo aquel despliegue
militar.
—¿Adónde irán? —se preguntaban.
—A combatir al Emperador germano —respondía uno.
Cuando las caballerías ya habían pasado, las gentes en la calle vieron llegar por el
mismo sitio un nutrido ejército de soldados a pie, que caminaban a paso ligero, con
lanzas y ballestas en las manos. El carruaje que iba en medio de la soldada llevaba la
corona real.
—Es el rey Felipe —anunciaba aquel hombre que parecía saber.
Dentro del carruaje, Touraine pensaba que quizás algún día aquellas gentes y sus

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descendientes lo maldijesen por lo que iba a hacer. Delante de ellos, la caballería ya
había llegado ante las imponentes murallas del Temple y se apostaba rodeándolas.
Nadie debería entrar ni salir a partir de aquel momento. Aquella fortaleza, en la que
se habían tomado tantas decisiones para defender al cristianismo y en la que los reyes
encontraran siempre amigos de su causa, era ahora sitiada por el Rey y el Papa. Ni la
furia ni la ira afloraron en el ánimo de Jacques de Molay cuando desde la ventana vio
la caballería del Rey, solo sintió el sabor amargo de la ingratitud. Vio a los soldados
de a pie tomar posiciones de asalto delante de la caballería. Qué poco conocían al
Temple si creían que iban a combatir a las tropas de su propio país, sembrando la
muerte en París. Se hubieran entregado con tan solo un gesto del Papa.
El carruaje se detuvo frente a la puerta de la fortaleza. Molay vio cómo el conde
de Rouen, la mano derecha del Rey, se bajaba y se dirigía hacia la puerta cerrada.
Touraine desde el carruaje vio al conde avanzar lentamente, rodeado de los capitanes
del ejército. Cuando estaban a unas cincuenta brazas, la puerta se abrió y en ella
apareció Jacques de Molay, el Gran Maestre del Temple. Molay y Rouen caminaron
seguidos de los suyos hasta estar frente a frente.
—En nombre del Rey sois preso —dijo el conde.
—Bajo qué cargos —preguntó el Gran Maestre.
—Bajo los de traición y herejía —respondió el conde.
—El Temple siempre ha sido leal a sus creencias y a la Iglesia. Nos entregamos al
Rey. La maldición caerá sobre todo aquel que atente contra uno solo de los caballeros
del Temple.
Molay entró de nuevo en el Temple. Cuando el conde de Rouen entró tras él,
encontró en formación de a caballo a los ciento treinta y ocho caballeros del Temple.
Fueron presos y trasladados a las prisiones del Rey.
Los capitanes del ejército iniciaron una búsqueda por todas las salas y
dependencias, sótanos y mazmorras de la fortaleza. Hasta el pozo del agua revisaron.
A medida que pasaba el tiempo, la búsqueda se volvía más febril y empezaron a oírse
gritos.
—¡No hay nada! ¡El Temple está vacío! ¡Han huido con los tesoros!
Rouen, que ya estaba impaciente, empezó a demudarse cuando oyó aquellos
gritos.
—No aparece —le informó el capitán que dirigía la búsqueda—. Lo hemos
revisado todo y es como si se hubiera esfumado. No hay ningún tesoro en la fortaleza.
—¡Seguid buscando! —les ordenó Rouen.
El Rey estaba furioso; sus gritos se oían por todo Fontainebleau.

—¿Cómo es posible que toda una procesión de carros de bueyes hubiesen


abandonado, hace dos días, la fortaleza del Temple sin que nadie se enterase? —
gritaba—. ¡El Temple vacío! ¡Ni joyas, ni monedas, ni libros secretos, ni manuscritos

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orientales! ¡Todo se ha esfumado! ¡Hemos dejado escapar delante de nuestros ojos el
mayor tesoro de la Cristiandad!
Los sirvientes del Temple les habían informado de que dos días antes de la toma,
unos carros llenos de paja habían abandonado sigilosamente la fortaleza. A pesar de
superar las dos docenas no habían despertado sospechas porque creyeron que
llevaban paja de las cuadras.
Del interrogatorio de Molay y de los demás caballeros no habían obtenido
ninguna pista sobre el destino de aquellas riquezas.
—Nunca ha habido ningún tesoro en el Temple —había contestado el Gran
Maestre—. El gran tesoro del Temple, sus libros únicos, los descubrimientos traídos
de los Santos Lugares son una creación popular. Nunca hemos atesorado riquezas;
solamente sabiduría y esta permanece con nosotros.
Todo fue inútil.
—Eran carros de paja y estiércol de las cuadras —decían todos.
Nogaret había actuado tan pronto lo había sabido. Aquellos carros debían haber
partido hacia el puerto de La Rochelle o el de Cherburgo, donde los navíos del
Temple podrían hacer desaparecer el tesoro en cualquier lugar del mundo. Era vital
que no saliesen del país; una carga tan aparatosa sería, tarde o temprano, encontrada
si no salía de Francia. Ordenó cortar inmediatamente todos los caminos en un radio
de veinte leguas en torno a París; aquellos carros no podrían haber recorrido en dos
días más de diez leguas. Tendrían que estar en aquel círculo y los encontrarían. Las
tropas del Rey fueron instruidas para cerrar los puertos de La Rochelle y de
Cherburgo y se enviaron destacamentos a todos los puertos del mar del Norte y del
canal de la Mancha. Los encontrarían, le había asegurado Nogaret al Rey. Pero aquel
tesoro, si es que había realmente existido, no apareció nunca.

Touraine estaba muy afectado por el rumbo que habían tomado los acontecimientos.
El acuerdo entre el Papa y el Rey no se estaba cumpliendo; debería ser la Iglesia la
que custodiase a los templarios presos, pero la cólera del Rey había estallado al
conocer que no había conseguido apoderarse del tesoro. Los presos fueron confinados
en cárceles reales y se les había torturado para obtener información sobre el destino
del tesoro. Todo en vano. Pero todo París y pronto toda Francia y la Cristiandad
habían quedado conmocionados por la toma del Temple y el apresamiento y la tortura
del Gran Maestre. Su conciencia no le permitía aquello. Él sabía que eran inocentes y
no soportaba que los estuviesen prendiendo y destruyendo. Se dirigió a Poitiers a ver
al Papa. Él siempre había pensado que tras unos meses detenidos bajo la custodia de
la Iglesia, aunque se disolviese el Temple, serían finalmente puestos en libertad. Pero
aquello era distinto: el Gran Maestre estaba siendo torturado en las mazmorras del
Rey.
—Santidad —le dijo cuando estuvo delante de Clemente V—, vuestra memoria

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será maldecida si permitís que el señor de Molay, Gran Maestre del Temple, sea
torturado y aun muerto. Pasaréis a la historia como el Papa que hirió de muerte a la
justicia.
—El Rey está furioso y no atiende a razones —contestó el Papa. He reclamado
los presos y no me ha hecho caso. Incluso adelantó la fecha del arresto, que yo
hubiese querido después de finalizada la investigación que se estaba haciendo sobre
el Temple. Pero no nos podemos enfrentar a un rey que además es nuestro amigo.
—El pueblo quiere al Temple —afirmó Touraine—. Os causará un gran
descrédito.
—La decisión está tomada. La ha tomado el Rey —concluyó Clemente V, el Papa
de la Cristiandad.
Touraine abandonó el palacio abatido y desesperado. No veía, no oía. Pensaba
que aquellos hombres que él había prendido estaban siendo torturados por la única
culpa de tener riquezas que ambicionaba el Rey. Y la Iglesia era cómplice. Aquello
no era lo que él soñaba cuando caminaba hacia Notre Dame, pegado a las casas,
protegiéndose de la lluvia, en sus primeros años de cura. Aquello no era lo que
ambicionaba para la Cristiandad cuando recorría las calles de Roma. Aquello le
estaría lacerando el alma durante el resto de su vida. El rostro sereno de Molay frente
a Rouen sería ahora el rostro de quien se sabe traicionado por su Iglesia y por su Rey.
Touraine sudaba y respiraba con agitación, mientras se dirigía a su casa. Aquello no
cumplía ni con su fe ni con sus creencias. Era tan culpable como el Papa y el Rey.
Más culpable aún, porque debía haber evitado aquel abuso y no lo había hecho; el
mundo lo maldeciría. Entró en su casa, se encerró en sus habitaciones y ordenó que
no lo molestasen. Se quedó a solas con su conciencia.
Al día siguiente Clemente V conocía la noticia de que el cardenal Touraine, aquel
hombre que había estado tantos años con él, se había cortado las venas y había
muerto. Era el día 13 de noviembre de 1307. Había transcurrido un mes desde que
habían prendido a Jacques de Molay, Gran Maestre de la orden del Temple.

Los soldados que, por orden de Nogaret, se habían apostado en los puertos de
Francia, estaban atentos a todos los carruajes y carros que llevasen personas o carga a
bordo de los barcos. Habían comprobado cuidadosamente que todas las
embarcaciones fondeadas en el puerto de Cherburgo estaban vacías.
Por eso no prestaron atención a aquel barco que sigilosamente levó anclas y zarpó
hacia el sur. En su proa figuraba su nombre: El viento. Unos días después, el maestre
Monteforte daba permiso para que un barco fondease frente a la fortaleza de la
Coelleira. Un bote salió del barco hacia la isla y volvió al barco de nuevo; levaron
anclas y se dirigieron hacia el oeste. El tiempo era bueno y unos días después los
habitantes de Finisterre, aquellos curtidos pescadores del cabo del Fin del Mundo,
vieron como un barco, El viento, entraba en la rada del puerto y fondeaba el ancla.

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Ninguna embarcación de aquel tamaño había fondeado allí desde que aquellos
caballeros estuvieran en el pueblo, ya iba para doce años. Nadie del barco bajó a
tierra; todos sus tripulantes permanecieron a bordo.

—¡El señor de Avalle está aquí! ¡Señora, el señor de Avalle está aquí!
Era el recibimiento de la sirvienta. Indalecio sonrió y entró en la casa. Raquel
apareció inmediatamente y corrió hacia él. Habían pasado varios meses desde que se
despidieran allá en las tierras de Lugus. Se abrazaron, se miraron a los ojos y se
besaron miles de veces. Buscaron la soledad e hicieron de su primer instante la
desnudez del amor. Se amaron con pasión como la primera vez que aquella
habitación había acogido su intimidad. Cuando la noche oscura de aquella tierra ya
hacía mucho rato que había borrado la catedral de Santiago, que solo se volvía a
dibujar cuando algún transeúnte pasaba con una antorcha, Raquel e Indalecio seguían
acostados, desnudos, juntos. Hablaban de ellos. De cuánto se habían echado de
menos, de cuánto habían deseado volver a encontrarse…
—El viaje fue largo —se quejaba Indalecio.
—Los prados y los montes de Fonte Sacra me devolvieron a mi niñez. Fueron
días llenos de añoranza.
—Te sentaron muy bien. Engordaste y estás radiante; nunca te vi tan hermosa
como esta noche —le confesó Indalecio.
Se besaron con el cariño del amor después de la pasión.
—Tengo que decirte algo —anunció Raquel—, es muy importante.
—Las cuestiones de las tierras y las gentes quedan para mañana —respondió él
—. Esta noche es solo para nosotros.
—Es nuestro. Completamente nuestro. Tuyo, mío y del amor. Estoy embarazada;
vamos a tener un hijo.
—Te quiero, Raquel —dijo Indalecio mientras la besaba y ponía su mano en el
vientre de ella—, y el niño será estupendo porque se parecerá a su madre, la mujer
más guapa, más valiente y más valiosa del mundo.
—El niño o la niña —corrigió ella.
Pasaron muchas horas hablando de ellos tres, y de la tierra en la que su hijo
viviría.
Se quedaron dormidos mientras el sol despertaba a aquella ciudad del poniente de
Europa.
Al día siguiente, 13 de octubre, se reunieron en el pazo de Santa Susana con Inés,
Enric y Bernardo. Cuando Indalecio les contó la reunión de Estrasburgo, la
preocupación se dibujó en sus rostros.
—La situación es muy desfavorable —reconoció Bernardo—; aunque delante de
ti guardan silencio, desde hace unos meses veo actitudes distantes. Algunos critican
abiertamente que no hayamos ocupado más tierras y que el ejército resulta muy

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gravoso. Además denuncian que parece que comulgues más con causas que no nos
conciernen que con la nuestra.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, irritado, Indalecio.
—Te critican que hayas comprometido nuestra causa y nuestro ejército en las
luchas de Francia y Germania y en las intrigas del Vaticano y eso no nos trajo más
que complicaciones.
—¿Quiénes lo dicen? —preguntó Indalecio.
—Muchos —respondió Bernardo—. Osorio, Castro, Sarmiento…
Bernardo miró a Enric; no quiso decir que lo acusaban también de haberse
instalado en Compostella al abrigo de su poder, de confraternizar con la nobleza
adocenada de la ciudad y de dedicar el tiempo a sus amoríos con Raquel. Eran
maledicencias y en aquella casa los infundios jamás habían entrado. Si lo contase,
Indalecio exigiría los nombres y no era conveniente. Bernardo había aprendido de su
maestre de la Coelleira que las grandes decisiones se tenían que tomar con la mente
fría y tras la reflexión, y la insidia, incluso en los más calmados, provocaba la ira.
—¿Qué hace el arzobispo? —preguntó Indalecio, ya más tranquilo.
—No da señales de vida —respondió Bernardo.
Se hizo cargo de la situación. Había que actuar. No temía ninguna revuelta
interna, porque el ejército la disuadiría, pero no era bueno aquel malestar, que podía
ser aprovechado por el Rey, por el arzobispo o por las órdenes; entrarían por
cualquier grieta que encontrasen. Se dio cuenta de que aún no sabía quién o quiénes
podían ser sus enemigos; muchos y ninguno.
Lo mejor sería hablar con los miembros más influyentes de las Cortes y hacerles
ver que si permanecían unidos daba igual lo que sucediese en otros países; ganase el
que ganase, tendrían que contar con ellos. Le podían las ganas de decirles, además,
que la mayor parte del coste del ejército de Gallaecia lo pagaban sus amigos de
Europa y que ellos apenas costeaban un sexto del total. ¡Cómo podían ser tan
miserables! No eran capaces de ver ni una braza por encima de sus cabezas. Indalecio
se irritó de nuevo. Volverían a ser vasallos de las órdenes y quizá fuese eso lo que se
merecían. Si no eran capaces de afrontar la situación en aquel momento difícil, nunca
más volverían a ser un pueblo; se convertirían en siervos sin ideales y sin causa.
Hablaría con ellos.
Era necesario, además, llevar a cabo una movilización del ejército, que hiciese
recordar, como años atrás, que ellos eran el poder y que las Cortes mandaban en
Gallaecia. Encargó a Bernardo que realizase ejercicios militares. Decidieron que los
ejércitos de Lemos, Salvatierra y la Coelleira se trasladarían a los campos de Terra
Chá, en Lugus, para que se viese de nuevo su fuerza. El destacamento de
Compostella seguiría allí para darles protección.
—Debes mantener nuevos encuentros con el arzobispo y con las órdenes —
aconsejó Raquel.
Los semblantes de Inés y Enric mostraron su desagrado, pero no dijeron nada.

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Todo lo que sirviese para pacificar era bueno.
Nadie había notado la ausencia de Clermont; toda la ciudad creía que seguía en su
casa.
—Nosotros también hicimos lo mismo en tu primer viaje a Estrasburgo y nadie
supo que estabas fuera —argumentó Raquel.
—Qué extraño que no me quisiera reconocer, ¿adónde iría? —se preguntaba
Indalecio.
—A Estrasburgo —aventuró Raquel súbitamente—, a la casa de Constanza.
—¿Cómo lo sabéis? —inquirió Enric.
—No lo sé —respondió Raquel.
Enric permaneció en silencio. Si Clermont, tras doce años sin moverse de
Compostella, había viajado a Estrasburgo, algo muy importante debía haber sucedido.
—¿Cómo está Josefa? —preguntó Raquel.
—Bien —dijo Bernardo en tono agrio.
Raquel se quedó muy sorprendida. Algo no iba bien. Hacía más de un año que su
hermana no se movía de Viveiro y Bernardo solo se acercaba por allí en fugaces
visitas a las tropas de la Coelleira.
Al acabar la reunión, Raquel llamó a Enric.
—¿Qué sucede entre Josefa y Bernardo? Quiero saber la verdad —le pidió.
—Preferiría no contároslo —alegó Enric.
—Os ruego que lo hagáis —insistió Raquel.
—La relación entre vuestra hermana y Bernardo no va bien. Hace dos años que
viven separados —le confesó Enric.
Raquel se dio cuenta de lo poco que atendía a su hermana. Lo que Enric decía era
obvio, pero ella no se había dado cuenta.
—Fue una decisión de vuestra hermana, que Bernardo no tuvo más remedio que
aceptar. Él sigue estando enamorado y aguarda a que algún día Josefa lo llame y
vuelvan a estar juntos.
—Hablaré con ella —dijo resuelta Raquel.
—Mejor no —le aconsejó Enric—, de algunas cosas es mejor no hablar.
Cuando Raquel se lo comentó aquella tarde, Indalecio pareció muy afectado.
—No me gusta que mis amigos lo pasen mal, y Bernardo y Josefa además no se
lo merecen. No sé qué podemos hacer, seguramente nada.
En los siguientes días desarrollaron una intensa actividad. Los miembros de las
Cortes aseguraban su lealtad al proyecto y comentaban lo eficaz que serían las
maniobras del ejército para mostrar su fuerza. Las respuestas eran alentadoras. Pero
Indalecio notaba un clima artificial y forzado en muchas de aquellas reuniones. No
eran cordiales. Se lo confesó a Raquel. No estaba tranquilo. Algo no iba bien y no
sabía qué.
Pediría audiencia al rey de Castilla. Él no tenía que ver con el asesinato; había
sido su madre. Debían mostrarle gestos de amistad. Enviaría a Inés. Además se

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decidió a solicitar audiencia con el arzobispo; no le agradaba, pero tenía que hacerlo.
Aquella tarde, mientras paseaba con Raquel por el campo, se sintió más optimista.
—Creo que la situación está controlada, pero debo ver al arzobispo y al Rey.
—¿Por qué no vas a visitar a Clermont? —sugirió Raquel.
Ya lo había pensado varias veces, pero no quería importunar a aquel hombre al
que consideraba su amigo.
—Tendría sus razones para no hablarme; cuando él crea que es el momento
oportuno, me llamará y me lo contará.
A lo lejos, por el camino del Sar, pasaba una larga hilera de carretas de bueyes,
cargados de barriles de uvas, ya en fermentación; eran más de dos docenas.
—¡Qué tierra más fértil!, —se maravilló. Tenemos de todo: vino, castañas,
trigo… Siendo dueños de la tierra, nuestra gente no pasará hambre.
El encuentro con el arzobispo resultó puro trámite. No quería intervenir en nada
que no fuese su catedral y el Camino de Santiago. Debía obediencia al Papa y la
cumpliría, aunque no le agradasen algunas cosas.
—No creo que haya saqueado el convento de Cluny. Son invenciones de sus
enemigos.
Pero se veía que lo creía y que no le gustaba. Salió del Palacio de Gelmírez con la
creencia de que el arzobispo se inclinaría de nuevo hacia el lado de los ganadores. No
sería su enemigo, pero tampoco su amigo.
Aquella tarde la había pasado jugando con su hijo.
—Vas a tener un hermano —le anunció.
—Pues correrá con nosotros —contestó.
Tenía diez años. Era un niño delgado y de una gran agilidad; ya leía y escribía. Se
parecía mucho a él. Lo quería muchísimo. Le dejaría una tierra mejor que la que él
había recibido, y su orgullo.
A la mañana siguiente, nada más levantarse, se sentó a escribir la petición de
audiencia al Rey. Escribió la fecha, 31 de octubre de 1307. Cuando iniciaba la misiva,
llamaron a la puerta del despacho; entró el capitán de su guardia, anunciando un
mensajero del Temple. Lo recibió inmediatamente.
—El Temple de París ha sido ocupado por el rey de Francia —dijo el enviado tan
pronto estuvo delante de Indalecio—. El Gran Maestre y otros ciento cuarenta
templarios han sido encarcelados.
Indalecio sintió como un golpe en la cabeza. Aquello era completamente
inesperado; el rey de Francia había atacado al Temple.
El mensajero narró todo lo que había sucedido.
—El Papa y el rey de Francia —repitió para sí Indalecio.
Llegaron Inés y Enric, y más tarde Raquel. Se juntaron en el despacho. No daban
crédito a lo que el mensajero contaba. Enric hizo mil preguntas; lo quería saber todo.
Consideraron las consecuencias para la Cristiandad y para su causa en Gallaecia.
—Presagia grandes males, porque el Temple garantizaba el orden en muchos

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territorios —pronosticó Enric en voz casi inaudible—. Ahora las pasiones y los odios
se van a desatar y todo el que tenga una afrenta o una causa pendiente la va a
desenterrar. La guerra y la desolación van a cabalgar por el mundo, y con ellas, la
muerte.
Inés se acercó a él y le acarició la mano; sabía que después de una vida dedicada
al Temple en aquel momento necesitaba de ella; no le iba a fallar. Enric sintió en
aquella caricia todo el amor que, desde tiempo atrás, le había fijado a aquella tierra.
Ella seguía allí a su lado.
Enric y el Temple habían sido piezas clave en aquella causa de su tierra y ahora
estaban siendo atacados. No había mucho que pudiesen hacer. Quisieron dejar a Enric
solo. Quizá lo necesitase.
—Nos veremos mañana —los despidió Indalecio—. El Temple tiene muchos
amigos —le dijo a Enric cuando este salía con Inés.
Al día siguiente, después de comer, se fue al patio con su hijo. Iban a montar
cuando Raquel lo llamó.
—Un emisario aguarda en la casa.
Se dirigieron a toda prisa a su encuentro. Serían noticias de París. Entraron
apresuradamente en la sala donde un templario les aguardaba y, con visible ansiedad,
preguntaron las nuevas.
—Decidnos —le urgió Indalecio.
—Procedo de la encomienda de Estrasburgo y me enviaron con toda urgencia; el
señor Constanza ha sido asesinado en la tarde del trece de octubre; unos soldados
atacaron su casa y le dieron muerte.
Indalecio sintió que el mundo se desplomaba sobre él; Raquel cerró los ojos.
—¡No, Dios mío, no! ¡No puede ser cierto!
—Su esposa y su hijo también pueden haber sido asesinados.
—¡Cobardes bastardos!, ¡los han matado!, ¡asesinos!
Los ojos se le nublaron; no oía nada; a su mente acudió aquella imagen de Blanca
y Emmanuel inmóviles delante de la casa blanca y negra, como los había visto por
última vez. Lo invadió la angustia. Aquellas muertes eran gratuitas. ¿Por qué los
habían matado? Constanza era un hombre justo que había dedicado toda su vida a la
causa de la paz; no había disfrutado de las riquezas ni de los honores; lo había dado
todo para conseguir que los pueblos de la Cristiandad viviesen en paz. Y por eso lo
habían matado, a él y a su familia. Blanca y Emmanuel ya habían abandonado su
Casa de los Sueños, para no volver más. A Indalecio le costaba fijar la mirada. Cerró
los ojos, pensó en Blanca y en Emmanuel y los abrió. No estaban allí; los sillones
seguían vacíos; el juego de los sueños no era verdad en Compostella, en el pazo de
Santa Susana; solo lo era en Estrasburgo, en la Casa de los Sueños.
Miró a Raquel y vio la angustia en sus ojos. Le cogió la mano y ambos notaron
sus almas llenas de dolor.
—La casa del señor de Constanza —continuó el templario— fue asaltada por

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soldados y quemada. Recibimos un aviso en la encomienda, pero cuando nuestros
hombres llegaron, ya no había nada que hacer. La casa ardía como una tea y la plaza
estaba sembrada de cadáveres de los soldados del señor de Constanza. No había ni un
solo cadáver de los atacantes; los debieron llevar con ellos para no ser reconocidos.
De entre los restos de la casa se recuperaron varios cuerpos calcinados; por su anillo,
reconocimos el del señor de Constanza. No identificamos el de la señora ni el de su
hijo; algún testigo cree haber visto un carruaje que durante el asalto abandonó el
lugar de la contienda. Siento deciros que no parece verosímil. La señora y su hijo
seguramente también han muerto.
—¿Quiénes fueron los autores del asesinato? —preguntó Indalecio.
—El maestre de la encomienda estaba tratando de averiguarlo. Eran gentes de la
guerra. Yo he venido con toda urgencia a avisaros para que os pongáis a salvo.
Vuestra vida y la de los vuestros corre peligro.
Indalecio pensó en su hijo; se puso bruscamente en pie.
—¡Inés! ¡Enric! —gritó.
No estaban en la casa. Llamó a su hijo.
—¡Indalecio!, ¡Indalecio!
El niño vino corriendo.
—Siéntate aquí con nosotros.
El templario anunció que pronto tendrían más noticias sobre los asaltantes. Él no
sabía nada más. Cuando abandonó el pazo, Indalecio envió a por Inés y Enric.
Llegaron al cabo de un rato. Les narró lo sucedido en Estrasburgo. Todos
permanecieron en silencio.
—Corremos un serio peligro —dijo por fin Indalecio—. Es preciso poner al niño
a salvo en Portugal; el rey don Dinís le dará protección y vosotras os quedaréis allí
con él —afirmó dirigiéndose a Inés y a Raquel—. Serán solamente unos meses.
Dentro de muy poco volveremos a estar todos juntos. Enric os acompañará hasta que
estéis a salvo.
—Yo no me muevo de aquí —resolvió Raquel en tono firme—. Este es mi sitio y
nadie me moverá.
—Tienes que poner a salvo a nuestro hijo —dijo Indalecio gritando.
Enric e Inés se miraron; ya lo sabían.
—No me iré de Compostella —insistió Raquel—. Ni con todos los ejércitos del
mundo conseguirás que me marche de aquí.
Todos sabían que nada la convencería.
Dos horas después Inés, Enric y el niño estaban listos para partir. Indalecio salió
al jardín con su hijo.
—Pronto nos veremos. Acuérdate de tu madre y de tus abuelos. Eran nobles y,
por encima de todo, buenos. Defendían lo que era justo y por eso mataron a tu madre.
Ella cuidará de ti desde el cielo.
Le dio un beso y lo acompañó hasta el carruaje; abrazó a Inés, que tenía sus

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hermosos ojos azules enrojecidos, y se quedó mirando cómo la comitiva se alejaba
por el camino. Raquel a su lado le cogía la mano.
Necesitaba hacer cosas para ocupar la mente. En aquel momento no quería
pensar. Apretó con fuerza la mano de Raquel y se dirigieron a su despacho. Escribió
la misiva al Rey solicitando la audiencia; iría él personalmente. Escribió el día, 10 de
noviembre de 1307, y recordó la fecha en que habían asesinado a Constanza, a
Blanca y a Emmanuel, el 13 de octubre del año 1007, ¿en qué tiempo estarían?
Concluyó la carta al Rey y decidió convocar una reunión con algunos miembros de
las Cortes, para evitar que cundiera el desaliento. Envió recados a Osorio, Castro,
Sarmiento, Traba, Bembibre y Suárez de Deza. Se encontrarían el día 26 de
noviembre, allí, en el pazo de Santa Susana. Firmó los pliegos y se levantó. Por la
ventana vio la catedral. El sol aún no la enfocaba directamente; dentro de unas horas,
aquel edificio recibiría la fuerza que el cielo le enviaba, guardando el sol durante la
noche, entre las figuras de la corte celestial del pórtico. Desde allí el Apóstol la
irradiaba a Compostella, a Gallaecia y a la Cristiandad. Aquella catedral llevaba allí
cientos de años; él pasaría, su hijo pasaría, docenas de generaciones pasarían y ella
seguiría allí. Aquello también pasaría y vendrían tiempos mejores.
Los dos días siguientes se quedaron, juntos, en el pazo. No les apetecía ver a
nadie. Hablaron de Estrasburgo y de la gente que habían encontrado allí; recordaron a
Blanca y a Emmanuel. Hablaron de Roma, de París. Agolparon sus recuerdos y eso
les ayudó a soportar el dolor y la nostalgia.
—Ya casi estarán en Portugal —calculó Raquel cuando se acostaron.
—Sí, ya casi habrán llegado.
Permanecieron acostados en silencio, durante unos minutos.
—Raquel, quiero casarme contigo. Porque vamos a tener un hijo, pero, sobre
todo, porque te quiero. Estoy completamente enamorado de ti.
Raquel se echó encima de él.
—Me casaré contigo porque no me queda más remedio —bromeó.
A la mañana siguiente el capitán templario del destacamento de Santiago, le pidió
audiencia.
—Me comunican —anunció cuando estuvo delante de Indalecio y Raquel— que
los ejércitos de Lemos y Salvatierra están acampados en Viveiro frente a la Coelleira.
—¿Qué ha pasado? —exclamó Indalecio—. ¡Tenían que estar en Terra Chá!, a
veinte leguas de la Coelleira. ¿Qué os dijo el enviado de don Bernardo?
—No tenemos noticia alguna de don Bernardo —respondió el capitán—. Esto me
lo ha contado un soldado que se hirió en una práctica y que ha regresado. Están
talando gran cantidad de árboles y parece que preparando balsas.
Indalecio no comprendía lo que estaba haciendo Bernardo. No era el momento de
hacer ejercicios de asalto en el mar; era el momento de que toda Gallaecia viese su
fuerza. Bernardo se estaba equivocando y era mal momento para equivocaciones.
—Le enviaremos recado para que traiga el ejército hacia el centro de Gallaecia y

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no lo lleve a una esquina —dijo Indalecio indignado.

Bernardo ni siquiera oía lo que el maestre le decía, allí, en el embarcadero de Viveiro;


no le atendía. El maestre veía sus ojos inyectados en sangre y llenos de ira; sabía que
era imposible hacerlo entrar en razón. Lo conocía muy bien y sabía que cuando se
cegaba, se volvía temible. No atendía a argumentos. El maestre Monteforte era
consciente de todo lo que podía pasar si no paraba a Bernardo.
—¡Cálmate, Bernardo! Te engañas. Vas a cometer un terrible error que te
avergonzará a ti, a tus hijas y a los hijos de tus hijas —le avisaba el maestre.
A Bernardo le costaba oír al maestre. Su mente estaba presa de aquella discusión
que había tenido con Osorio, en la torre de Andrade, cuando en una cena con otros
nobles argumentaban sobre una táctica de ataque; Osorio no compartía la opinión de
Quirós. Se irritaron y el tono subió.
—¡En la Coelleira aprobarían mi táctica! —voceó Bernardo.
—Sí, aprueban vuestra táctica y atienden a vuestra mujer —contestó Osorio
sonriendo. Una gran carcajada acogió aquellas palabras.
Bernardo no había entendido bien lo que decía.
—¿Qué queréis decir? —gritó, amenazante.
Se hizo el silencio.
—Lo que todo el mundo sabe, que vuestra mujer tiene un amante en la Coelleira
—le increpó Osorio.
Bernardo saltó sobre él.
—¡Os mataré! —bramó.
Los sujetaron y los separaron.
Mientras cabalgaba alejándose de la torre, las palabras de Osorio golpeaban una y
otra vez en su cabeza, «Vuestra mujer tiene un amante», «vuestra mujer tiene un
amante». No se acostó. Se sentó en una silla en su tienda, mientras repetía, sin cesar,
aquellas palabras. Ahora todo encajaba; Josefa se había ido a vivir a Viveiro; se
habían ido distanciando sin que él entendiese qué pasaba, hasta que ella le había
dicho que tenían que aceptar estar un tiempo separados. Ella se quería dedicar a sus
hijas y él tenía que atender sus obligaciones. Cada vez se veían menos y su relación
se había ido enfriando. Cuando él visitaba Viveiro, Josefa estaba distante; cada vez
más lejos. Ahora ya sabía por qué. Le era infiel, lo traicionaba con otro hombre. Las
carcajadas de la gente en la torre de Andrade resonaban en su cabeza: se reían de él.
Toda Gallaecia se reía de él. Aquella mujer lo había engañado; ella y su amante lo
pagarían. Por la salvación de su alma lo pagarían. Al día siguiente ordenó al ejército
moverse hacia la Coelleira.
—No te engaña, Bernardo —repetía el maestre.
Mientras, a su alrededor los soldados montaban los caños de hierro y hacían
rampas para su embarque en las balsas. Se estaba preparando el ataque a la fortaleza

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de la Coelleira y Bernardo sabía cómo hacerlo. Moriría mucha gente. Quizás ellos
mismos no lo contasen.
—Entregadme a mi esposa y a su amante —reclamaba exaltado Bernardo—. Mi
honra exige la venganza. Solo la muerte me detendrá.
Miró hacia la isla; allí estaba su esposa infiel con su amante. Quizás estuviesen en
el lecho. Los mataría; solo eso borraría las carcajadas que a todas horas resonaban en
su mente. No dormía, no comía, no tenía sosiego. Solo oía las carcajadas de la gente
que en todas partes se reía de él. Los nobles del castillo de los Andrade, los capitanes
del ejército, las gentes de Viveiro, los pescadores, los labriegos; todos con los que se
cruzaba lo sabían, por eso lo veían de aquella forma y a sus espaldas, se reían.
—Entregádmelos o, de lo contrario, iré yo a por ellos —repitió Bernardo.
—Dadme un día de plazo —dijo el maestre tratando de ganar tiempo—. Mañana
nos veremos de nuevo aquí en el embarcadero.
Había enviado aviso al señor de Avalle y necesitaba ganar varios días hasta que
llegase.
—Os doy de plazo hasta la madrugada —concedió Bernardo—. Si al salir el sol
no me los entregáis, asaltaré la fortaleza.
—Sabéis que vuestro ejército quedará diezmado en el ataque —le recordó el
maestro.
—Y vos que la fortaleza quedará destruida —respondió Bernardo.
—Nos aniquilaremos mutuamente —le advirtió el maestre.
—Sí, pero mi alma descansará y mi honor quedará a salvo —contestó.
El maestre sabía que la batalla era inevitable. Nada convencería a Bernardo y él
jamás entregaría a Josefa Murías. Se dirigió a su barca.
—Maestro —oyó que le decía Bernardo con voz trémula—. ¿Quién es él? ¿Acaso
uno de mis antiguos compañeros de armas?
Frey Conrado sintió que la pena le ahogaba el alma. No respondió. Siguió
andando hacia la barca, saltó a ella y se alejó del embarcadero. Era de nuevo un trozo
de la tierra que se iba a unir a la isla.

—Un mensajero del señor Monteforte de la Coelleira solicita veros urgentemente —


anunció la sirvienta a Indalecio.
Supuso que serían noticias de Bernardo que se vendría hacia el sur. Cuando el
mensajero entró, lo reconoció de haberlo visto en la Coelleira.
—Me envía el maestre Monteforte para que os diga que el señor de Quirós
pretende atacar la fortaleza de la Coelleira —empezó bruscamente.
Indalecio pensó en los ejercicios de guerra y lo dijo.
—No es un ejercicio, es un ataque real —insistió el enviado.
Le narró la situación. Raquel, tan pronto lo oyó, dispuso su viaje.
—Saldré para allí en este mismo momento. ¡Pobre Josefa! No creo que Bernardo

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se atreva.
—Sí se atreverá —dijo el templario—, está fuera de sí.
—No, tú no irás —dijo Indalecio mientras mandaba venir a Joseph, ahora capitán
del destacamento de Compostella—. En tu estado no puedes viajar; además Bernardo
no atiende a razones y menos de la hermana de Josefa Murías.
La situación era extrema. Todo se podía perder si no paraba aquello. Subió al
despacho y escribió una orden, firmada y sellada. Cuando bajó, Joseph ya estaba allí.
—¿Reconocerían los capitanes y oficiales del ejército vuestra autoridad sobre el
señor Quirós si yo lo ordeno?
—Sin ninguna duda, señor —contestó—, todos me conocen.
—Aquí tenéis una orden nombrándoos general del ejército en lugar del señor de
Quirós. Ocupad el cargo, paralizad el ataque a la Coelleira y traed el ejército a
Compostella. Que os acompañen todas las fuerzas que tenemos aquí. Para nuestra
protección será suficiente con el retén de guardia. Apresuraos y llegad a tiempo de
evitar la matanza. Todo depende de vos.
Indalecio y Raquel se quedaron con el alma en vilo. La vida de Josefa corría
peligro y el ataque sería una catástrofe que supondría miles de muertos. Indalecio
sabía que, de producirse, aquel ataque aniquilaría su ejército. Le parecía imposible
que aquello pudiese estar pasando y que Bernardo fuese a destruir lo que más quería:
su esposa y su ejército. Pero así era.
Pasaron los siguientes días anhelando noticias de la Coelleira. Joseph y su ejército
tardarían unos días en llegar, pero quizás el maestre enviase otro mensajero. No fue
así. Llegó sin embargo un mensajero de Estrasburgo. No había ni un superviviente de
la casa de Constanza. Habían muerto todos, aunque los cadáveres calcinados no
pudieron ser reconocidos. El maestre de la encomienda de Estrasburgo le recalcaba
que corrían peligro. No habían sido capaces de identificar a los asaltantes; no
llevaban escudos de armas, ni signos distintivos; no identificaron su idioma, pues no
había testigos de la batalla. Los que los vieron llegar solo sabían que eran varios
cientos y que llevaban armaduras, petos y cascos negros. Nada más. Se los había
tragado la tierra. Habían indagado en las Cortes reales del Imperio Germano, de
Francia y en Aviñón. Nadie sabía nada de tal razzia. Al contrario, todos lo monarcas
manifestaron su indignación y enviaron representantes al funeral.
La imagen de Blanca y Emmanuel, inmóviles delante de la casa blanca y negra
permanecía en la mente de Indalecio. No había nada que pudiese haber hecho, pero
tenía la sensación de culpa. Estaban allí, de pie, débiles e indefensos y él se había ido.
Su vida corría peligro desde hacía muchos años y no le importaba; le preocupaba
Raquel.
—Debes irte a Portugal —le repitió.
—Ni hablar de eso. Seguiré aquí hasta el final.
No había nada que hacer, estaba decidida.
Las noticias del Temple de París no eran mejores. La orden templaria iba a ser

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acusada de herejía, de ritos satánicos y todo tipo de maleficios; aquel asalto resonaba
en toda la Cristiandad. El rey de Francia seguía furioso; aún no había encontrado el
tesoro.
Visitaría a Clermont, al que ya se había visto en Compostella, para tratar de
averiguar algo más. Estaba seguro de que al haber estado en aquellos días cerca de
Estrasburgo, algo sabría.

Al amanecer, una barca salió de la isla hacia el embarcadero. Todas las miradas
escudriñaron en la semioscuridad del alba para ver quiénes venían. Cuando la barca
se acercó, comprobaron que el maestre venía solo.
—Volved inmediatamente —le amenazó Bernardo—. Si os acercáis a tiro de
flecha, dispararemos.
Una nube de flechas hizo manifiesta su intención. La barca del maestre viró en
redondo mientras los soldados empezaban a embarcarse en las balsas. Una hora
después toda la ría estaba llena de pequeñas embarcaciones, unas portando los caños
de hierro y otras abarrotadas de hombres de la guerra. Dentro de la fortaleza los
templarios también se aprestaban al combate.
Fue una batalla sin cuartel. Los caños de hierro disparaban sus bolas de fuego
desde las balsas cercanas a la isla, arrancando almenas y abriendo boquetes en las
murallas. Desde la fortaleza otros caños de hierro disparaban a las balsas que se
acercaban a la isla; cada vez que acertaban a alguna, los alaridos de los soldados
apagaban el estruendo de los caños de hierro. La esperanza del maestre de que los
asaltantes no tuviesen bastante polvo de fuego fue vana. Durante años habían juntado
más del necesario. Aquella precaución había resultado inútil.
Los soldados desembarcaron en la isla mientras los caños de hierro seguían
cruzando sus disparos. Arqueros, flechas, silbidos de muerte, escalas sobre los muros
de la fortaleza, soldados que entraban por la puerta reventada, ruido de espadas
chocando, gritos, alaridos, órdenes… La batalla era desigual, pero los de dentro se
resistían con bravura; no se rendían y cuerpo a cuerpo defendían las entradas de una
torre decagonal. Los muros de la fortaleza aparecían derruidos por los disparos de los
caños de hierro. El aceite ardía por el suelo. La resistencia se fue haciendo menor
hasta que ninguno de los defensores quedó en pie.
—Todos muertos —le comunicó el capitán a Bernardo cuando este entró en la
fortaleza—. Ni un solo defensor oculto o herido.
—Solamente hemos necesitado dos días para tomarla. Y decían que era
inexpugnable —afirmó Bernardo sin prestarle atención.
—Dos días y un ejército —respondió el capitán.
Pero a Bernardo no le importaba; solo pensaba en su venganza.
—¿Habéis encontrado a mi esposa? —preguntó.
No esperó por la respuesta; apresuró el paso hacia la torre y ordenó descerrajar las

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puertas: estaría allí escondida. Recorrió las salas que conocía. No había más que
códices y legajos; se adentró en las otras salas; recorrió todas las que fue
encontrando: no quedaba nadie. Perdió la noción de en qué lugar de la torre estaba,
corrió de una sala a otra; los encontraría aunque se escondiesen en el infierno. Pasó
una eternidad, desesperado, vagando por aquel laberinto; se agotó subiendo y bajando
a un ritmo frenético aquellas escaleras oscuras. Se encontró de nuevo en la puerta.
Corrió hacia fuera y subió las escaleras exteriores: en ninguna sala de lectura había
nadie. Volvió a entrar en la zona interior. Tenía que haber una zona aún más adentro
de aquella. Sabía que el maestre tenía acceso a una tercera torre interior. La buscó
desesperadamente. Estarían allí dentro. Fue recorriendo como un poseso las salas
interiores y contándolas. Perdió la cuenta; volvió a empezar, pero todas le parecieron
iguales… El maestre se estaba riendo de él. Comprendió por qué no le dejaron
conocer la torre; era un lugar para esconderse. Nunca los encontraría; el sudor le caía
por la cara a chorros y le cubría los ojos. Se limpiaba con la mano; ni en mil años los
encontraría allí. Siguió subiendo y bajando escaleras. Oyó unas voces; los habían
descubierto. Las voces se fueron haciendo más audibles. Desenvainó su espada.
—Señor de Quirós —eran gritos llamándolo.
Se orientó por la dirección del sonido y chocó contra las paredes; respondió a las
voces.
—¡Aquí!
Siempre encontraba paredes de piedra; las voces llegaban pero no había huecos;
solo paredes y escaleras; bajó las escaleras y volvió a encontrar una pared. Se
angustió; lo llamaban desde algún sitio y allí estarían los traidores; los mataría con
sus propias manos… Al final se encontró de nuevo en el patio. Un capitán se acercó.
—Hemos encontrado a doña Josefa Murías —le dijo.
Bernardo apretó con fiereza el puño de la espada y siguió al capitán. Atravesaron
el patio; al lado del pozo, en el suelo, cubierto de sangre, estaba el cadáver de su
mujer. Iba vestida de blanco y rojo, porque los Murías, allá en Fonte Sacra, eran parte
de la familia del Temple. Cerca de ella, Gastón de la Tour yacía muerto con una
tranquila expresión en el rostro.
Bernardo gritó como un animal acosado. Subió corriendo las escaleras que
conducían a las almenas de la muralla y allí, mirando al mar, continuó gritando. Ya no
pensaba, no discernía, no sentía, no veía. Solo gritaba. No vio que el mar estaba rojo
de la sangre de sus soldados. No se dio cuenta de que esta vez no era su imaginación
la que volvía rojo un mar azul. No vio los cadáveres de miles de hombres que
formaban una lengua entre la isla y la tierra. No vio que la muerte había cubierto su
tierra. No vio nada. Solo gritaba y corría.
Bajó de las murallas y tampoco escuchó al capitán que decía a sus lugartenientes:
—No está el cadáver del maestre Monteforte.
Atónitos, vieron a Bernardo salir de la fortaleza y correr por la isla gritando como
un poseso.

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—Recojamos los cadáveres y demos sepultura a los caballeros del Temple y a
doña Josefa. Todos descansarán en la isla para siempre.
Iniciaron aquella cristiana tarea y no se dieron cuenta que una nube de humo salía
de la torre decagonal; al poco rato era pasto de las llamas.
—Qué raro que arda una torre toda hecha en piedra —se extrañó el capitán.
Durante muchos años los gritos de Bernardo de Quirós corriendo por las calles de
Viveiro les recordarían a los buenos hombres de aquellas tierras la batalla que había
arrasado la fortaleza.

Pasaron los días. Llegaron las noticias de la Coelleira. Doña Josefa Murías y todos
los caballeros de la fortaleza habían muerto en el ataque; el ejército había sido
destruido. Don Bernardo vagaba enloquecido por la isla.
Raquel rompió a llorar; su hermana Josefa había muerto a manos de su propio
marido.
Indalecio se sintió abatido. Aquello era el final de tantos sueños y de tantas
ilusiones; la causa que habían levantado un día en las tierras de Lemos se había
desmoronado en un ataque asesino de amigos contra amigos, en las tierras de la
Coelleira. Tantos esfuerzos, tantos trabajos, tanto empeño y tanto dolor, acababan de
quedar aniquilados en aquel trozo de mar que unía Viveiro y la isla Coelleira. Mares
de sangre vertida inútilmente por la estupidez humana.
Recordó aquellas palabras de Clermont referidas a Gastón de la Tour, «el destino
sabrá para qué»… vagaba por el mundo. Ahora ya lo sabía, para ser la pieza que
había destruido su ejército. A él le atribuían el amor de Josefa; cierto o falso, el
destino se había cobrado su ejército y con él fracasaba su causa.
Joseph se haría cargo del resto del ejército superviviente y regresaría lo antes
posible. Ya daba igual, pensaba Indalecio; había que volver a empezar de nuevo y él
se sentía muy cansado. No tenía fuerzas para seguir. Por su mente fueron pasando los
buenos y los malos momentos; su boda en Lemos, el bautizo de su hijo, las Cortes de
Santiago, las de Lemos, la Coelleira, Estrasburgo, Toledo, la catedral; habían
recuperado el orgullo de ser de Gallaecia y el mundo los había oído. Pero había
tenido un alto coste; por el camino se habían quedado Cristina, el conde, Josefa,
Constanza, Blanca, Emmanuel; Bernardo enloquecido; y su hijo, Inés y Enric fuera
de la tierra. Solo continuaban allí Raquel y él. Demasiado coste por el orgullo,
demasiado.
Los días siguientes, en medio del abatimiento, no fue capaz de aclarar sus ideas.
Tantas cosas sin lógica y sin explicación lo tenían confuso. Siempre había sabido
muy bien lo que tenía que hacer, pero en medio de aquel torbellino estaba perdido.
No entendía lo que había pasado. Se limitaba a recibir con pasividad los golpes que
iban descargando en su gente más querida, sin saber ni de dónde provenían. Aquella
rueda que giraba en todo el mundo tenía su eje allí, en la catedral de Compostella.

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Pero él no sabía nada más.
Otras veces habían sido otros los que intentaban ganar tiempo; ahora era él el que
lo necesitaba, aunque solo fuera para sacar a sus amigos de aquella situación y para
salvar a los suyos. Después otro cogería la antorcha y seguiría. Su tiempo se había
acabado.
Esperaría la vuelta de Joseph y de Enric. Con los restos del ejército y con los
nobles que, temiendo represalias, quisieran irse con ellos, se refugiarían en el castillo
de Entenza, en sus dominios de Salvatierra. Allí, al lado de Portugal, estarían a salvo.
Más adelante ya habría alguien que tomase el relevo.
El día 26 comieron temprano y fueron a dar un paseo mientras aguardaban la
llegada de sus invitados. El Pedroso, el Sar, la catedral, los invitaban a la placidez; la
serenidad de aquella tierra era capaz de transmitir a sus hijos la sensibilidad de la
belleza. En su rostro moreno Raquel mostraba las marcas de la crueldad, de los odios
y de las iras desatadas. No era capaz de sobreponerse. Solo se animaba pensando en
su hijo. Entonces se soltaba y volvía a vivir. Pero pronto otra vez la cubría la sombra
de su hermana.
Un soldado vino corriendo hacia ellos.
—Una multitud de gentes armadas, enardecidas y vociferantes avanzan hacia el
pazo.
Indalecio, arrastrando a Raquel de la mano corrió hasta la casa y subió a la torre.
Un nutrido grupo de soldados a caballo, con armaduras y petos negros, al frente de
una multitud, marchaban hacia el pazo. No sabía quiénes eran, pero se disponían a
atacarlos.
La situación era desesperada. Él apenas contaba con treinta guardias, y ellos eran
más de cien, además de la turba que, portando armas, los acompañaba. Miró a Raquel
y lamentó no haberla obligado a irse. Tenían que resistir hasta que acudiese ayuda; el
ejército estaría ya cerca de Compostella. Quizá llegase ese mismo día.
Observó cuidadosamente a los asaltantes. Estaban rodeando los muros del pazo.
No querían que se escapasen. La caballería iba a entrar por la puerta principal, que
tirarían con un ariete al primer intento; el pazo no era una fortificación militar. Con
frialdad calculó cuánto tiempo podían aguantar el asedio. Quizá cuatro o cinco horas.
Solo tenían una posibilidad; que alguien saliera y fuese a pedir auxilio a Clermont,
que podía movilizar inmediatamente doscientos hombres. No se fiaba del arzobispo.
—¿Sería capaz alguno de vuestros hombres de romper el cerco e ir en busca de
auxilio? —preguntó al capitán.
—Sí —contestó—, mi lugarteniente Rui, que es un gran jinete.
Indalecio le explicaba lo que tenía que hacer, cuando entre los árboles de la
robleda, en medio de los soldados atacantes, le pareció ver una figura familiar; la
observó con atención y se quedó helado; el corazón se le aceleró hasta martillearle la
cabeza; no podía ser; tenía que haber visto mal; prestó atención de nuevo y esta vez
ya no tuvo duda. De golpe lo entendió todo; fue como un relámpago que le hiciera

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ver la realidad que hasta entonces había estado oscura. Allí, entre la caballería
asaltante, estaba Sergio Sande, dando instrucciones a aquellos soldados de escudos y
corazas negros, como los que acompañaban a Clermont en Somesons, cerca de
Estrasburgo, y como los que habían atacado y dado muerte unos días después a
Constanza, a Blanca y a su hijo. Habían sido, también, soldados profesionales del
asesinato los que habían matado a Cristina.
Se tuvo que apoyar en el alféizar de la ventana. La cercanía no le había dejado ver
la realidad; Clermont estaba demasiado cerca y era demasiado noble, y eso lo había
confundido. Los ruidos de la guerra lo devolvieron a la realidad.
—Vaya en busca del capitán Joseph, que acuda en nuestro auxilio y que cerque la
casa del señor de Clermont. Él es quien nos quiere matar —dijo a Rui casi gritando.
—¿Cómo decís, señor? —preguntó estupefacto Rui, mirando con desesperación
hacia su capitán.
Indalecio lo agarró del brazo y materialmente lo arrastró hasta la ventana.
—Son hombres del señor de Clermont —gritó señalando la robleda—, y allí está
Sergio Sande, su administrador.
Lo vieron. Tampoco lo creían, pero estaba allí.
—Traed el ejército aquí y sitiad la casa de Clermont, por los clavos de Cristo —
volvió a gritar Indalecio.
Unos minutos después, un jinete saltaba la tapia, cruzaba por delante de unos
sorprendidos guardias y escapaba galopando hacia la ruta que seguiría Joseph
volviendo de la Coelleira.
Indalecio sabía que al salir su enviado, los atacarían inmediatamente para no dar
tiempo a que llegasen refuerzos. Su ejército podría estar ya en las murallas de
Compostella o a lo sumo a unas horas de camino. Tenían que aguantar. Arengó a sus
hombres.
—Los refuerzos estarán aquí en unas horas —les prometió.
Se apostaron en las ventanas esperando el primer asalto. Indalecio se acercó a
Raquel.
—Estate siempre a mi lado. Nos pueden quitar la vida pero nunca nos robarán el
orgullo ni el honor. Los que no son capaces de dar la cara tienen que enviar a sus
asesinos emboscados contra nosotros. Nos encontrarán defendiendo nuestra causa y
así nos recordarán siempre, Raquel, peleando a pecho descubierto, con la mirada
limpia, en el dominio de las causas justas. Eso no nos lo quitarán. Y donde quiera que
estemos desde hoy, recuerda siempre que te quiero, amor.
Se besaron, cuando ya los caballos galopaban hacia la casa, en medio de gritos y
alaridos. Desde las ventanas los recibieron los silbidos de muerte de las flechas.
Ruidos, voces, gritos, choques de armas, estrépito de la puerta de la casa al ser
derribada, soldados con espadas desnudas que se hundían en los cuerpos. Indalecio
no sabía cuánto tiempo había pasado; estaba bañado en sudor y completamente rojo
de sangre. Habían rechazado la primera carga, pero habían quedado solamente media

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docena de hombres. El siguiente ataque sería fatal; seis contra cien no resistirían.
—Escapad si podéis —les dijo a sus hombres—. Dios os pagará la defensa que
hoy habéis hecho. Aprovechad esta calma y ocultaos en el bosque hasta que
oscurezca y podáis escapar.
—Permaneceremos aquí —contestaron.
—No hay nada que hacer, escapad, es una orden —gritó Indalecio.
Era un sacrificio inútil que solo serviría para retrasar su muerte unos instantes.
Se acercó a la ventana de aquel salón donde descansaba Raquel. Estaba más
guapa que nunca. Ella y su hijo vivirían.
—Cuando entren levanta las manos y no ofrezcas resistencia —le pidió Indalecio
—. Tienes que vivir y ver a nuestro hijo. Háblale de mí y dile que te quería mucho…
Los gritos de los soldados que entraban en la casa lo hicieron volverse de un salto
y proteger con su cuerpo a Raquel. Varios de ellos corrieron hacia él con las espadas
en las manos; y mientras descargaban sus hierros con furia y sonaba el ruido seco del
acero entrando en los cuerpos, oyó un silbido de muerte que ya conocía, seguido del
golpe seco de la flecha destrozando las entrañas de Raquel, que se dobló y cayó al
suelo. La furia lo enloqueció y deseó triturar el corazón de aquellos asesinos; sintió
que le abrasaban un costado, un brazo. Un nuevo silbido de muerte y un nuevo golpe
seco en el cuerpo ya muerto de Raquel. Cayó al suelo desesperado, ella no viviría. La
habían asesinado. Se arrastró hasta coger su mano y sintió el hierro que lo atravesaba
abrasándole el pecho; no sentía dolor, solo su mano. Los habían matado, pero se iban
juntos, llenos de amor y de orgullo. Su honra y su honor seguirían en el mundo y
nadie se los quitaría nunca. No podía respirar, no veía. Oyó unas voces lejanas.
—Todos muertos. Los que huyeron también.
—Está bien.
Reconoció la voz de Sergio Sande.
—Sí, todo ha salido bien —dijo otra voz que le pareció la de Osorio.
Juntó todas sus fuerzas y abrió los ojos; entre la sangre que le resbalaba por el
rostro pudo ver, desfiguradas, las siluetas de Suárez de Deza, Sarmiento, Osorio y
Fermín.
—Ahí están los dos adúlteros asesinos de doña Cristina de Lemos —decía Sergio
—. La asesinaron para poder dar rienda suelta a su pasión. Lo llevó a cabo esa mala
mujer, simulando un ataque al de Avalle para justificarse. Pero se aseguraron que a él
no le pasase nada. Doña Cristina está vengada y don Indalecio de Avalle y doña
Raquel Murías serán maldecidos por su crimen terrible por todas las gentes de
Gallaecia, por siempre.
El horror invadió el alma de Indalecio. Les quitaban la vida y les robaban el
honor. No les bastaba con matarlos, querían destruir su memoria con la calumnia más
horrorosa. Ya al borde de la muerte, deseó no haber nacido, porque aquella
ignominiosa mentira sería su herencia al mundo por toda la eternidad. El legado de su
apellido y el de Raquel sería tan terrible, que toda Gallaecia los maldeciría. No podía

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haber un Dios que admitiera que aquel horror cruel e infinito quedase impune. No
podía haber un Dios que permitiese que los autores de muertes y calumnias viviesen
libres y muriesen sin castigo. No podía haber un Dios que tolerara aquella calumnia
del diablo.
Quería apretar la mano de Raquel para decirle que se librase del horror, pero ya
no la sentía. Se sintió apagar, se dormía. Un súbito relámpago le iluminó la mente:
¡allí estaba la Dama y le hablaba!, ¡aquello era lo que le decía la Dama Bafomética de
la catedral de Santiago! Era aquella, cómo no se había dado cuenta…, y le decía lo
que estaba sucediendo; la muerte y la calumnia. Era la mujer con la calavera. El
pasado, en la calavera y la muerte, y el futuro, en la fertilidad de la dama que
engendraría a sus hijos, se unían en la piedra. Aquella era la Dama que unía el pasado
y el futuro en la eternidad de la roca de granito esculpida. Las fuerzas del mal no
querían que el mundo la viese y la conociese y con la calumnia de la esposa infiel y la
calavera de su amante, trataban de ocultarla. Con la calumnia transformaban aquel
símbolo eterno en la sombra de la degradación y el escarnio. Juntaban la muerte y la
calumnia. Ese era el mensaje que la Dama le reservara durante siglos. Igual que él
había descubierto la verdad de la Dama, otros descubrirían la suya y la contarían al
mundo. Se sabría que aquello era una calumnia. Se sabría quién había asesinado a
Cristina. Se sabría de su causa justa. Su honor quedaría incólume y sus apellidos
serían respetados por las gentes. Sus descendientes llevarían la frente alta. Sintió la
mano de Raquel en la suya; sintió el amor y la dulzura del sueño que lo iba
envolviendo mientras, juntos, traspasaban el pórtico. A lo lejos las voces seguían en
el reino del infundio, «los asesinos no serán enterrados en camposanto…».

Enric y su guardia avistaban Santiago desde el monte Milladoiro cuando la tarde ya


empezaba a declinar y la oscuridad avanzaba desde levante. Se acordaba de la magia
con que aquella tierra lo había recibido doce años antes, allá en el río Sil y de la
ilusión que había entrado en su vida cuando, en aquella ventana del castillo de
Lemos, había visto por primera vez a Inés. Doce años junto a ella. Habían sido como
aquella tierra mágica y maldita, que era capaz de infundir a sus hombres los más altos
valores del honor, pero también de hacer que se comportasen siguiendo sus más bajas
pasiones. Así era Gallaecia, donde él había decidido vivir el resto de sus días y aun
morir. Así se lo había dicho a Inés cuando, al despedirse en Vilanova da Cerveira, le
preguntó si quería que se quedase.
—Sí —fue la respuesta—, con toda mi alma, sí —le había dicho desde aquellos
ojos azules limpios.
—Cuando todo esto termine, volveré a buscarte.
—Vive para hacerlo.
Sus hombres le señalaron una columna de humo que salía del pazo de Santa
Susana. No era de quema de rastrojos; la humareda era intensa. Apuraron el paso.

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Cuando se acercaban y el olor a quemado era ya intenso, se cruzaron con unos
labriegos que corrían alejándose de allí. Los reconocieron. Trabajaban en las fincas
del pazo.
—¿Qué es ese fuego? —preguntó Enric.
—¡Ay, señor! Han matado a don Indalecio y a doña Raquel. Han invadido el pazo
y los han asesinado a todos. Nadie se ha salvado —decían en con voz lastimera—.
Toda Compostella se esconde en sus casas por el miedo a lo que está pasando.
Enric puso su caballo al galope y, desde la cercanía, pudo ver que la lucha ya
había acabado; una multitud de soldados con corazas negras se movían
indolentemente por el patio del pazo. Poco podrían hacer ellos que eran siete; sintió la
angustia de la impotencia. Allí dentro, preso o muerto, estaría Indalecio y él no podía
hacer nada. Si los veían no tendrían ninguna posibilidad. Había que buscar ayuda; el
ejército no estaba en su campamento, ya lo había notado desde el Milladoiro.
Acudiría a casa de Clermont, que disponía de tropas.
Hicieron el camino con sigilo, pero apresurando el paso, atentos a cualquier
emboscada. La ciudad estaba desierta y en silencio. Las voces que se oían en el pazo
ya no resonaban en las calles de Compostella; solo se escuchaban los cascos de sus
caballos en las calles empedradas de la ciudad. Cuando llegaron ante la puerta de la
casa de Clermont, Enric sintió la misma sensación que en la barca, cuando cruzara
por primera vez el río Sil, y cuando llegara a las murallas del castillo de Lemos. Se
volvió y notó que, desde el tímpano de la puerta meridional de la catedral, lo
observaban; no sabía quién ni cómo, pero desde el friso lo observaban. La piedra y la
oscuridad se cernían sobre él desde aquella figura en lo alto. La Dama lo miraba.
Sintió miedo. Recordó veinticinco años atrás. Un escalofrío le recorrió todo el
cuerpo. Quiso echarse a correr y huir de allí…
La puerta se abrió y Denis de Languedoc apareció en el dintel.
—El señor de Clermont os espera, Enric de Westfalia —dijo.

Rui cabalgó evitando el centro de Compostella y se alejó dirigiéndose hacia


Lavacolla. A medida que subía la ladera de aquella loma y no divisaba el ejército, su
esperanza de poder auxiliar a los del pazo se desvanecía. Cuando alcanzaba la cima
sabía que si no los encontraba allí, ya no habría ninguna esperanza. Su alegría fue
infinita cuando, ya arriba, ascendiendo por la otra ladera, vio a la caballería del
ejército. Descendió a galope tendido; Joseph se adelantó a su encuentro.
—Están atacando a don Indalecio en el pazo —gritó—, cien hombres a caballo y
cientos a pie.
Joseph ordenó lanzar los caballos al galope; estaban muy cansados, pero tenían
que recorrer las tres leguas que restaban hasta Compostella como una exhalación.
—Las vidas de don Indalecio y de los nuestros están en peligro.
Cabalgaron como diablos; atravesaron por el centro de la ciudad pasando por

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delante del pórtico de la Gloria. Desde su pedestal Daniel les sonreía. Cuando
llegaron al pazo, se quedaron horrorizados. Todo era muerte y desolación, sangre y
fuego; allí estaban los cuerpos destrozados de don Indalecio y doña Raquel; guardias
muertos por doquier… Sus compañeros, sus amigos, todos inertes en charcos de
sangre en los que los pies chapoteaban. El pazo era un gran templo de la muerte. El
fuego había prendido en los alpendres y el humo no dejaba ver bien la casa, ahora ya
a oscuras. El horror y el dolor dejaron pronto paso a la ira y a la furia. A las frases
sordas de espanto, siguieron los rugidos de ira y los gritos clamando venganza.
—¡El señor de Clermont! —bramó Joseph—. Don Indalecio nos ordenó prender y
matar al asesino, ¡el señor de Clermont!
Montaron a caballo e iniciaron un desenfrenado galope hacia la plaza de las
Platerías, en la puerta sur de la catedral.
—¡Pagará por sus crímenes! —gritaba Rui.

Enric fue conducido a la sala donde lo esperaba el dueño de la casa. Estaba


escribiendo. Irradiaba la dignidad y el respeto de siempre. Su rostro, entristecido,
permanecía sereno.
—¡Han prendido y quizás asesinado al señor de Avalle y a doña Raquel! —le
anunció Enric convulso—. Debemos ir prontos a su rescate, ¡pueden estar con vida!
—Calmaos; ya no hay nada que podamos hacer —le intentó tranquilizar Clermont
mientras seguía escribiendo.
—¿Están muertos? —interrumpió angustiado Enric.
Clermont continuó redactando la misiva; cuando hubo concluido, la entregó
doblada y sellada con lacre, a Denis de Languedoc.
—Esta es la verdad —dijo a Enric—, y Denis sabrá llevarla a su destino.
—¿Están muertos? —volvió a preguntar Enric.
—Las fuerzas del mal se han desatado y ya no se volverán a calmar en la larga
noche de los siglos; «y cuando los mil años se cumplan, Satanás será suelto de su
prisión y saldrá a engañar a las naciones». Es la palabra de los elegidos y se cumplirá.
No hay nada que podamos hacer. Las pasiones de los hombres se desataron sedientas
de sangre y beberán de ella hasta que estén exhaustos. Nada los detendrá. Allá en el
Gólgota mataron a Cristo y ahora se matan ellos mismos. Vendrán la guerra y la
muerte, se acrecentará la ira, se enseñoreará la soberbia y las furias cabalgarán por el
mundo sembrando la destrucción. Reinará el horror, peor aún que la muerte,
esclavizando la voluntad de los hombres. El infierno cubrirá la tierra, las naciones se
destruirán entre ellas y el espanto de las almas durará toda la eternidad de la vida…
Hasta que vuelva el milenio y cubra al Betilo. Vos lo visteis, señor de Westfalia.
Fuera de la casa se oían ruidos de cascos de caballos y gritos de hombres que
golpeaban las puertas con sus armas. Eran soldados llenos de rabia y furia que no
significaban nada.

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—¿Quiénes son? —preguntó Enric alarmado.
—Las fuerzas del mal que vienen a buscarnos —dijo Clermont poniéndose en pie
e indicando con un gesto a Enric que lo siguiese.
Se dirigió a aquella sala decagonal de gruesas paredes y abrió su pesada puerta de
hierro. Enric lo siguió por aquella laberíntica sucesión de muros de piedra. Bajaron
por una escalera que partía de una gran abertura en el suelo y entraron, por la bóveda,
en una gran cripta; las escaleras bajaban pegadas a la pared. Abajo en el centro, sobre
unos pilares de madera y rodeada de antorchas, Enric vio una piedra negra, circular,
de braza y media de diámetro y de una cuarta de grosor. Se acercó lentamente,
precedido por Clermont y sintió un escalofrío.
—¿La reconocéis? —pregunto Clermont.
Por supuesto; aquella piedra con la Señora esculpida en el centro y con los signos
grabados a sus pies, en forma de cruz con las letras N y E en sus extremos, el
semicírculo, el vértice y los triángulos, estaba en el principio de su vida templaria.
Nunca la había olvidado.
—¿Recordáis dónde la visteis y lo que pasó?
Enric palideció. Recordaba la incursión que aquellos pocos jóvenes y arriesgados
templarios habían realizado en las tierras que los cruzados querían conquistar. Dirigía
la misión el experimentado templario Bertrán de Clermont, que ya llevaba más de
veinte años combatiendo en la cruzada. Había participado en las más peligrosas
misiones y nunca había sido ni siquiera herido. «Mi fe me protege», decía. Era un
hombre respetado. Aun los reyes y los grandes generales lo escuchaban. Infundía
seguridad. Parecía indestructible. Por eso ellos, jóvenes a los que doblaba en edad y
experiencia, lo habían seguido en aquella temeraria empresa. Cruzaron las líneas
enemigas sin ser vistos y se adentraron en territorio infiel. Clermont sabía a donde
iba; no dudaba. Los condujo hacia una loma, en la que había una gruta y dentro un
sepulcro. Aquella piedra que ahora tenía delante cubría la tumba. «Esta es», había
dicho Clermont. «Hemos tardado siglos en encontrarla, pero ahí está», dijo tocándola.
Ninguno le preguntó nada. Todos sabían de qué hablaba. Se quedaron en silencio,
roto por los gritos de los sarracenos que los habían descubierto y que caían sobre
ellos en tropel. Se defendieron, pero pronto solamente quedaron ellos dos en pie. Sin
saber cómo, Enric se encontró al lado de su caballo; miró hacia la gruta, donde
Clermont se defendía con fiereza. Oyó cómo lo llamaba, «¡Enric aquí!». Dudó qué
hacer; y cuando se dio cuenta huía al galope de aquel lugar. Todavía tuvo tiempo de
oír cómo Clermont lo seguía llamando, «¡Enric, aquí!». Veinticinco años después, en
aquella casa, a la sombra de la catedral de Compostella, lo había vuelto a encontrar.
El pasado había vuelto a revivir en aquella cena, poniéndole delante a Bertrán de
Clermont, exactamente igual que lo dejara abandonado veinticinco años atrás.
Y ahora de nuevo ellos dos solos, delante de aquella piedra; para él habían pasado
veinticinco años, en los que cada noche se avergonzaba de su cobardía, mientras que
para Clermont había pasado un segundo. Enric lo miró fijamente. Clermont parecía

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permanecer aún en aquel momento, cuando en la gruta habían hallado la tumba y el
Betilo negro. El tiempo no contaba para él.
Clermont lo cogió del brazo y suavemente puso su mano sobre el Betilo.
—Ahora tenéis que volver a decidir, Enric de Westfalia —le dijo—, podéis
quedaros aquí con los vuestros o podéis veniros conmigo. Os necesito para continuar
mi tarea.
Los demonios del pasado se volvían a poner delante de él. Sintió terror. Tenía que
volver a decidir, pero ahora la decisión era más cruel. No tendría dudas en elegir
entre la vida y la muerte. Eso sería fácil y esta vez no se equivocaría. Pero la elección
era entre quedarse y reparar su error, o volver a encontrarse con Inés. Solo serían uno
o dos años, se repetía para darse valor, pero sabía que la decisión era para siempre.
Vio los ojos de Inés y recordó tantas noches eternas sin sueño. No soportaba
renunciar a ella, pero si no lo hacía, su alma jamás volvería a estar en paz. Se acordó
de la Dama de la puerta sur de la catedral. Salvaría su conciencia del horror.
—Iré con vos —contestó.
Los caballeros que estaban en la casa entraron en la cripta y taparon la entrada
con una losa.
—Tardarán más de un día en encontrar la cripta.
Cargaron, con todo el cuidado, el Betilo negro circular encima de unos gruesos
tablones y entre varios hombres lo levantaron. Clermont, que dirigía la operación
como si la tuviese bien estudiada, se dirigió a una puerta que había en un extremo de
la cripta y la abrió. Delante de ellos apareció un túnel. Entraron en él y recorrieron
unas treinta brazas; allí confluyeron con otro túnel aún más amplio, que parecía no
tener fin. Enric se dio cuenta de que estaban en aquellos conductos que habían
construido para las aguas. Al cabo de un rato se encontraron fuera de las murallas, al
aire libre. Dos templarios, con un tiro de caballos con un armón y varios caballos
ensillados, los esperaban. Subieron el Betilo al armón y montaron.
—¿Mantenéis vuestra decisión? —preguntó Clermont.
—Sí —respondió Enric.
—Despedíos de los vuestros —le dijo Clermont mientras ponía su caballo al trote
hacia el oeste.
Todos lo siguieron, a excepción de Denis de Languedoc, que partió en dirección
al este.
—Nos veremos dentro de un año en Vilanova da Cerveira —le dijo Enric a sus
hombres—; decídselo así a doña Inés.
Cuando se incorporó a la comitiva, se dio cuenta de la dirección en que iban.
Hacia el mar.
—¿Vamos hacia el oeste? —preguntó extrañado.
—Sí —dijo Clermont, que no se separaba del armón que transportaba el Betilo.
Cabalgaron toda la noche, portando antorchas. Al día siguiente, llegaban a la villa de
Finisterre. Las gentes del pueblo no se extrañaron de la llegada de aquellos

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caballeros; los esperaban desde que unos días antes, con sus barcas, cargaran en el
barco fondeado en la ría todos aquellos barriles de vino. Pesaban como si estuviesen
llenos de metal en vez de líquido. Les habían pagado muy bien para que fuesen muy
cuidadosos y no se rompiese ninguno. Les habían pagado tanto, que pensaron que
quizá no fuese vino, pero eso no era cosa de ellos. Sí que les había extrañado que
también les pagasen espléndidamente por cargar aquel armón, que transportaba una
piedra negra plana, parecida a la rueda de un molino; pero tampoco era cosa de ellos.
Cuando hubieron concluido la carga, Clermont llamó a Enric, y bajando de la
grupa de su caballo dos pequeñas cajas de hierro, de las que asomaban dos cuerdas
muy cortas, se las dio.
—Atároslas al pecho y no dejéis que se mojen —le ordenó.
Enric obedeció.
—¿Qué contienen? —preguntó.
—Polvo de fuego —respondió Clermont mirándole a los ojos; Enric apartó la
mirada.
Subieron a bordo. Levaron el ancla y desplegaron las velas, mientras una espesa
niebla iba cubriendo toda la ría.
—Rumbo a las tierras de san Barandán —ordenó Clermont al navegante, mientras
los remeros bogaban para mover el barco.
Mar y viento estaban encalmados y las velas caían flácidas. Las gentes del pueblo
vieron como el barco, movido por los remos, desaparecía en la niebla,
empequeñecido por la silueta amenazadora del cabo del fin del mundo. Transcurrido
un buen rato, oyeron dos truenos. Aquellos marineros del Finisterre se extrañaron,
porque no había tormenta.

Cuando Nogaret se dio cuenta de que lo habían engañado ya era tarde. El tesoro había
salido del Temple mucho antes de lo que les habían hecho creer y ya estaba fuera de
Francia. Estuvo escondido en Roncesvalles, a la vista de todo el mundo, en aquella
concavidad, durante varios meses. Desde allí lo habían llevado hasta algún puerto del
Atlántico y lo habían embarcado hacia las tierras de san Barandán, donde creían que
estaría a salvo. Trató de recuperarlo. Envió a sus agentes a cubrir los puertos de las
tierras de Irlanda, pero el barco nunca fue avistado. Le habían ganado. El rey de
Francia no se lo perdonó nunca.
Unos años después, Clemente V ordenaba al arzobispo de Compostella que
procediera contra el Temple, al tiempo que el concilio de Vienne suspendía la orden.
En 1314 Jacques de Molay fue declarado culpable y condenado a morir en la
hoguera. Antes de morir, ya en la pira, gritó su inocencia, «voy a morir, Dios sabe
que injustamente», y encarándose con los que presenciaban la ejecución, profetizó,
«Clemente V, Papa, yo os emplazo ante Dios en cuarenta días y a vos Felipe, Rey de
los francos, antes de un año…».

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Treinta y tres días después de la muerte del Gran Maestre del Temple, fallecía
Clemente V de una infección intestinal. Ocho meses después, en noviembre de 1314,
paralítico tras ser derribado por su caballo, fallecía el Rey de Francia, Felipe IV el
Hermoso. La maldición de Molay se había cumplido.

Inés de Lemos salía cada mañana a las murallas de Vilanova da Cerveira para ver
aquel río Miño que les había dado la fuerza durante tantos años. En la otra orilla, tan
cerca, pero infinitamente lejos, estaban las tierras que en otra época habían cabalgado
el conde de Lemos, Indalecio de Avalle y su hija Cristina, junto a Raquel y Josefa
Murías, Bernardo de Quirós y Enric de Westfalia. Durante siete años había esperado
todos los días que Enric llegase. Ahora, cuando su nieto ya cumplía los diecisiete y se
disponía a cruzar el río para tomar posesión de las tierras de su padre, ella sabía que
Enric jamás volvería. Cabalgaba con los demás por las verdes montañas redondeadas
por el tiempo, detrás del pórtico de la Gloria.

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SEGUNDA PARTE
EL REGRESO DE LA ELIPSE

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13
UN BARCO EN LLAMAS EN FINISTERRE

E
l señor Bohl estaba inquieto; siempre había sido persona calmada, pero sus
idas y venidas de un lado a otro del despacho ponían de manifiesto una gran
excitación. Llevaba casi un cuarto de hora paseando apresuradamente por el
despacho sin decir ni una sola palabra. De vez en cuando se detenía frente a la gran
ventana desde la que se veía el centro de Estrasburgo, para pronto volver a recorrer el
despacho de arriba abajo.
El señor Bohl presidía el Consejo de Cultura. Se dedicaban a la recuperación de
obras de arte, archivos históricos, excavaciones arqueológicas y reconstrucción de
castillos y fortalezas medievales. Tenían un especial interés en la Baja Edad Media,
siglos X a XIV. Rastreaban documentos en cientos de bibliotecas, desde las más
conocidas, como la del Vaticano o la de la Sorbona en París, hasta las privadas de
coleccionistas o de familias, heredadas de sus antepasados. Códices, papiros,
pergaminos… eran estudiados con la mayor atención.
Estaba, además, la red de informadores. La integraban expertos que elaboraban
informes sobre cualquier documento, excavación o hallazgo que se produjese. Solían
ser profesores de universidad, generalmente de Historia medieval, y responsables de
archivos y bibliotecas. Estaban orgullosos de poder afirmar que en toda Europa no se
producía ni un solo hallazgo arqueológico, bibliográfico o de cualquier tipo, del que
ellos no tuviesen conocimiento inmediato. Incluso muchas veces enviaban sus
equipos de expertos para cooperar en los trabajos.
Aquella mañana de invierno, Bohl reconocía estar muy alterado. Lo que Peres
había puesto delante de él le había interesado sobremanera. Era muy prometedor,
tanto que, después de siglos de búsqueda, resultaba casi inverosímil. Sus sueños
corrían libres. Desde la ventana veía la catedral y la imaginaba a principios del
siglo XIV, en plena construcción, con los albañiles y escultores en frenética carrera
para subirla hasta las nubes. Peres lo había trasladado a aquella época.
—Fíjese, señor Bohl; lea —le había dicho poniéndole delante unos periódicos.
Era algo relativo a un naufragio.
—¿Qué es lo que tiene de interesante? —había preguntado.
Peres había desplegado, entonces, un mapa de Europa y había trazado tres
círculos.
—¿No le dicen nada?
Sí, claro que le decían.
—Finisterre, la Coelleira y Cherburgo.
—Un naufragio y un barco que hace el viaje desde Finisterre a la Coelleira y a
Cherburgo —dijo Peres señalando la ruta en el mapa.
Bohl aún seguía dando paseos por el despacho. Casualidades y coincidencias,

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pensaba. Se sentó y releyó atentamente los periódicos.
—Un barco cargado con unos barriles recorre en este momento la ruta inversa a la
que, hace setecientos años, hiciera aquel navío templario antes de desaparecer como
si se lo tragase la Gran Catarata del fin del mundo, con unos barriles que contenían
los tesoros del Temple —dijo Bohl pensando en voz alta—. Sí que es una casualidad.
Cualquiera daría media vida por descubrir aquellos tesoros. Pero para ellos era
aun más importante recuperar el Betilo. Querían encontrar los tesoros del Temple,
saber qué había pasado en aquel periodo previo al papado de Aviñón, cuando varios
reinos habían intentado la unidad de Europa. Pero sobre todo querían recuperar el
Betilo.
—Fíjese en el nombre del barco que hizo el trayecto —insistió Peres—, El
galerno.
Bohl, buscó entre los recortes. Efectivamente, era El galerno.
—Otra casualidad —dijo—. El viento y El galerno. La verdad, no sé qué pensar.
Volvió a ponerse en pie frente a la ventana; la catedral resultaba imponente; cada
vez le infundía más respeto. Durante siglos habían ido recuperando libros, cartas,
otorgamientos, documentos de órdenes… Había sido una ardua tarea que les había
permitido conocer mucho de lo que había ocurrido en la Europa del Temple, en el
Vaticano, en Estrasburgo, en París y en Compostela en el cambio del milenio. Pero
nunca habían sabido de El viento. Había zarpado de Finisterre hacia las costas del sur
de Irlanda y nunca había llegado a su destino.
Creían que sus tripulantes habrían alterado sus planes, arribando a otro lugar. Pero
nunca se encontró rastro alguno. En ningún lugar de Europa o del norte de África
apareció nunca ninguna pieza de aquel tesoro. Estaban seguros de que El viento no
había naufragado. Su tripulación la componían los más experimentados marinos de la
flota templaria, que conocían aquellas aguas como su casa. De hecho era su casa. «Se
los habrá tragado la tierra, no el mar», siempre decían.
—Parece una casualidad casi cabalística. ¿Quién nos puso en la pista? —preguntó
Bohl.
—La señora Martín. Nos dijo además que deberíamos hablar con un profesor de
la Universidad de Compostela que sigue muy de cerca este caso.
El rostro de Bohl se contrajo aún más.
—Pide toda la información que sea preciso. Quiero conocer hasta el último
detalle de lo referente a este naufragio. Todo. Este asunto es de la máxima
importancia.
Al día siguiente tuvieron noticias. El galerno había arribado a Cherburgo. Ni
siquiera había atracado; fondeó en la entrada y zarpó. Desde allí se había dirigido a
Rotterdam, donde había dejado su cargamento. Ni rastro de la carga El viento. Nada.
Simplemente una nueva casualidad.
Bohl pasó todo el día inquieto. No podía dejar de pensar en todo aquello. Si lo
meditaba fríamente, era consciente de que en realidad no había nada. Pero no

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conseguía quitárselo de la cabeza. Era como una atracción mágica. Además había
sido la señora Martín quien los había puesto en la pista, y ella no solía equivocarse.
Todo parecía aclarado, El galerno no transportaba nada que tuviera relación con
lo que ellos buscaban. Pero no quería dejar ningún cabo sin atar. Recabarían mas
información.
«Del más allá del Finisterre», les habían dicho en la zona, «llegaban siglos atrás
las huestes que asolaban estas tierras. Esta vez llegó un barco en llamas». El barco se
había descuidado cuando aquel mar se despertó y le recordó su fuerza. Las olas
barrieron la cubierta y el fuego y el mar se juntaron en la desolación y la muerte. El
barco quedó atrapado en las costas de Finisterre.
Solo eran casualidades. Y solo Dios sabía cuándo encontrarían lo que estaban
buscando. Aquella vez tampoco había sido. De todos modos, Bohl decidió informar
al Consejo, que el día siguiente celebraría su primera reunión del año.
El Consejo de Cultura se componía de un presidente y doce miembros. Gentes de
diferentes países de Europa, del mundo de la política, de la cultura, de la
universidad…, que tenían en común su bonhomía y su deseo de una Europa sin
miseria y sin guerra. Otros lo habían intentado antes y habían fracasado. Ellos creían
que esta vez se conseguiría. Muchos países y muchas gentes lo querían así. El
Consejo, al igual que muchos otros, compartía esta causa, pero su objetivo final era la
búsqueda de aquel barco y su carga, desaparecidos hacía casi siete siglos.
Sus orígenes se remontaban a casi seiscientos años atrás, en el Papado de
Martín V, cuando, concluido el Cisma de Aviñón, el Papa había vuelto al Vaticano. En
los documentos nada se decía sobre quién lo había fundado; figuraba «la señora», que
había donado los bienes para su funcionamiento y convocado a sus miembros. Su
primer presidente había sido el cardenal Roncaglia. En aquel tiempo se llamaba
Consejo de Caridad y hundía sus raíces en aquel grupo de hombres sabios que habían
querido evitar que Occidente se desangrase durante mil años; muchos de ellos habían
tenido muertes violentas. Durante los últimos cinco siglos ellos habían continuado
aquella tarea sabiendo que algún día encontrarían su legado.
Bohl entró en la sala de juntas por la puerta que comunicaba con su despacho. En
torno a aquella mesa de caoba rojiza, que había visto el primer consejo quinientos
sesenta y un años antes, de pie, ocupando sus sitios, lo esperaban los doce hombres y
mujeres que componían el Consejo. Se sentó y los demás hicieron lo mismo.
—Quiero contarles algo que nos ha llamado la atención, y aun cuando ya
sabemos que no guarda relación alguna con nuestra búsqueda, todavía sigo dándole
vueltas.
Al narrar la historia, Bohl comprobó que no era aquel un caso aislado; los
miembros del Consejo siguieron sus palabras con gran atención. Cuando terminó,
nadie dijo nada. Permanecieron en silencio un largo rato. Aquello les había
impresionado.
Trataron los asuntos del día, pero su pensamiento estaba lejos de allí, en un barco

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que había viajado hacía siete siglos y otro que lo había hecho la semana anterior. Iban
a levantar la sesión, cuando el señor Campalinaud levantó la mano.
—El señor Campalinaud tiene la palabra.
—¿Qué va a usted a hacer? —preguntó.
No necesitaba explicar a qué se refería. Bohl los miró a todos.
—No sé qué más puedo hacer —respondió encogiéndose de hombros.
—Pues yo creo que hay muchas cosas que se pueden y se deben hacer —objetó
Campalinaud—. Basta con ver nuestras caras cuando oímos su narración para saber
que todos creemos que es más que una casualidad. Algo hay en todo esto que no
somos capaces de entender, pero creo que estamos tras la pista de El viento.
—Yo opino lo mismo —afirmó la señora Nessi—. El instinto me dice que tras
esto está El viento. Es cierto que no lo esperábamos de esta forma casi cabalística.
Pero si estas son las circunstancias, hay que adaptarse a ellas. Debemos averiguar
todo lo relativo a ese naufragio.
El asentimiento fue general. Decidieron empezar entrevistándose con aquel
profesor de la Universidad de Compostela del que les hablara la señora Martín.
Recabaron sus datos. En las veinte líneas que contenía la respuesta, aparecía un
nombre subrayado, Indalecio Avalle. En verdad estaban tras la pista.
No fue difícil coincidir con él. Además del mar, su pasión era la historia. Su
amistad con Cléves, profesor de Historia en la Universidad de Lovaina, gran
conocedor de Felipe II y de la guerra de Flandes, fue de gran utilidad.
Se reunirían en Estrasburgo. Cenarían en aquel restaurante blanco y negro, de
madera y cal, que hacía esquina en la plaza de la catedral. Cléves acudiría
acompañado de dos buenos amigos, el señor Bohl, profesor de Historia en la
Universidad de Estrasburgo y la señora Nessi, documentalista de la Universidad de
Bolonia.
La plaza, iluminada con luces de color ámbar, estaba desierta. El intenso frío
había congelado la piedra y la luz. Nadie transitaría por allí. Charlaron
animadamente. Bohl lo sabía todo sobre la Europa del papado de Aviñón.
—Una época en la que la ambición sin límites de un rey y un Papa impidieron
que fraguase una liga de reinos europeos que hubiese cambiado la historia.
A Indalecio aquello le apasionaba; «no se puede entender a un pueblo sin conocer
su historia», escuchaba decir a Bohl. Pasaron horas hablando del nuevo espíritu de
Occidente, de la nueva Europa, de la unión pacífica de los pueblos. Lo que siglos
atrás había sido un sueño, ahora cobraba forma.
—He leído —comentó a los postres Nessi— que un barco naufragó en las costas
de Galicia y que fue preciso evacuar la población de sus inmediaciones. Fue en
Finisterre, el terrible cabo del fin del mundo, ¿no?
—Sí, fue un naufragio muy aparatoso —contestó.
—Por lo que he leído, debió de ser un suceso repleto de tensiones. Háblenos de él
—le pidió Nessi.

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—Creo que les aburriría.
—No —dijo su anfitrión belga—, por lo que yo sé fue un hecho extraordinario.
Bohl insistió también dando muestras de gran interés.
—La historia comenzó en diciembre, cuando un barco embarrancaba en
Finisterre. Pronto se supo de él. El casón, en ruta de Rotterdam a Japón. Cuando
navegaba por delante de las costas de Galicia, el temporal, con su fuerza imparable,
lo abatió contra la costa. Habían despreciado al dios Atlántico, que no tuvo
conmiseración. Su furia aquella noche era incontenible. Nada se pudo hacer.
Embarrancó en los arrecifes, justo al pie del cabo del fin del mundo. Las gentes de la
Costa de la Muerte, que saben de la fiereza de su mar, aquella noche vieron su
espuma blanca y supieron que era mejor no contrariarlo; se quedaron al abrigo. El
casón, que no lo sabía, acabó allí, cuan largo era, clavado en las rocas y desafiando al
mar.
»Los intentos de ponerlo a flote resultaron infructuosos. Los rompientes del
Finisterre lo habían mordido y ya nunca más lo iban a soltar. Se salvó una parte de la
carga, unos bidones que se apilaron en el muelle. Pero la gente los miraba con recelo.
Venían del barco de fuego. La tensión flotaba en el ambiente y de nada sirvió que se
asegurase que eran inocuos. El temor había cundido y ya no se podía disipar.
»Se convirtieron en una carga maldita. Cuando se quiso retirar de allí a un viejo
cuartel en Fonsagrada, las campanas de todas las iglesias del camino rompieron a
tocar a rebato. La gente salió a la calle. No pasarían por allí. Los apedrearían. Eran la
lepra del siglo XX. Pero al igual que los leprosos mil años antes, tenían que caminar
sin parar, aquella carga inició su camino.
»El viento y las olas trajeron el fuego. El barco embarrancado había empezado a
arder y semejaba una bola de fuego. Lanzaba llamaradas que subiendo por encima del
palo mayor querían llegar más alto que el monte. Se convirtió en una inmensa
antorcha que en la noche hizo el día. Era una visión infernal. El mar se embravecía,
las llamas se enfurecían. El Finisterre parecía la sima del averno. Eran los milagros
de la química; del nitrato de plata y del agua de mar salía el fuego. Era la fragua de
Neptuno, que había ocupado aquella noche el lugar de Vulcano. Eran el mar y el
fuego.
»El temor surtió efecto. Alguien, ni siquiera se sabe muy bien quién, ordenó la
evacuación. La imaginación de algunos vio una nube que a los pocos minutos ya
cubría pueblos a cientos de kilómetros. La empujaba el viento del miedo.
»La gente huyó de Finisterre y se repartió por ciudades y pueblos. Aquellas
llamas dantescas lo habían convertido en un pueblo fantasmagórico, completamente
vacío. Lanzando fogonazos y subiendo por encima del monte, las llamas siguieron
vivas durante toda la noche, pero ya no tenían a quien asustar. Lo que no había
conseguido la Gran Catarata del Fin del Mundo, que los marineros de Finisterre
desafiaran durante siglos, lo había conseguido un barco incandescente. Aquellas
gentes estaban acostumbradas a enfrentarse al espíritu del mar y sabían cómo hacerlo.

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Pero nunca se habían enfrentado con el espíritu del fuego y aquel barco, en llamas,
les recordaba el infierno. Con el día las llamas se calmaron; no podían competir con
el sol.
»Entretanto, aquella carga maldita continuaba su penosa marcha por los caminos
de Lugo. Fue imposible llevarlos al cuartel. La gente no los dejaba pasar. Estaban
malditos. Era preciso conducirlos a un puerto y embarcarlos inmediatamente.
Decidieron que el mejor sitio era un puerto al lado de Viveiro.
—¿Por qué se eligió ese lugar? —preguntó Bohl.
—Porque allí se efectuaban cargas de hierro a grandes barcos. Era el puerto más
seguro. El galerno, un buque de apoyo que estaba en Finisterre, zarpó hacia Viveiro.
Pero el momento no era propicio. Surgió la amenaza. Se pararían las cubas de
fundición de la factoría que daba acceso al puerto si la carga apestada entraba allí.
Los bidones entraron y la amenaza fue cumplida. Las cubas de fundición se enfriaron
y toneladas de metal se solidificaron dejando inservible toda aquella moderna y
vulnerable tecnología. El hombre, igual que cientos de años antes, seguía preso de sus
temores.
»Pero aún habían de suceder más cosas, de piratas y otras. El galerno, con aquella
carga en sus entrañas, ya había zarpado rumbo a Rotterdam, cuando su armador acusó
al agente y al capitán de haberle robado el barco. Nadie recordaba en este siglo una
denuncia por piratería. Pero en esta historia la realidad supera a la ficción. Más
adelante se supo que el armador creía que su agente lo engañaba pagándole menos de
lo convenido.
»Aquel capitán no iba a llegar a su destino. En el Canal de la Mancha resbaló por
una escalera y se rompió una pierna. En verdad aquel no era su viaje. Sea como fuere,
lo cierto es que hubo que relevarlo en el puerto más cercano, Cherburgo. El galerno
estuvo allí el tiempo justo de desembarcar un capitán, embarcar otro y de nuevo a la
mar. Un día después llegaba a Rotterdam ante el estupor del capitán de aquel puerto,
que no comprendía que por aquella carga hubieran sucedido tales cosas.
—Es una historia fantástica —dijo Bohl—, supera la imaginación. Un barco en
llamas encalla en Finisterre, atemoriza a la gente, produce unas pérdidas cuantiosas y
acaba con una historia de piratas y fugas.
—Sí. Fue la conjunción mágica del azar, el temor y lo desconocido —concluyó
Indalecio.
A la vuelta, Bohl iba pensativo.
—¿Por dónde empezamos? —preguntó a Nessi—. Ya conocemos la historia.
¿Qué hacemos? Cada vez estoy mas seguro de que estamos tras la pista de El viento,
pero es pura intuición. Quizás el deseo de encontrarlo pese demasiado. Están
ocurriendo las mismas cosas en los mismos escenarios que hace siete siglos. Pero no
hay nada concreto.
—Hay la magia de la que hablaba Enric hace setecientos años —le recordó Nessi
—. Las mismas tierras ven hechos fantásticos, casualidades que llevan a los actores a

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sitios que no estaban en el guión. ¿Qué es lo que une a Finisterre con la Coelleira?
Una fuerza desconocida. Nadie lo podía prever, pero desde Finisterre los hechos se
desplazan a la Coelleira. Y esa misma fuerza irresistible, a través de casualidades
inexplicables, hace que un barco que se llama El galerno, precisamente El galerno,
entre en este escenario y de Finisterre vaya a la Coelleira y a Cherburgo.
—Revisaremos la carga de El casón. Enviaremos gente a rastrear el cuartel
lucense. Entraremos en la factoría… No dejaremos nada sin investigar —dijo Bohl.
A medida que pasaban los días, El casón era menos un barco y más un amasijo de
hierros; las olas del mar y la descarga en aquellas difíciles condiciones lo habían
reducido a aquel estado. Los hombres del Consejo lo recorrieron durante días;
entraron en sus bodegas y revisaron la carga. No había nada fuera de lo normal. Las
máquinas, el puente, los camarotes, todo fue escudriñado en un esfuerzo inútil.
La inspección del cuartel parecía más prometedora; era una gran explanada en
medio de los montes de Lugo. Sin duda el mejor lugar para esconder aquel tesoro.
Pero tampoco encontraron nada.
Aunque sabían que allí se había buscado durante siglos, enviaron una expedición
a la Coelleira. Ya no había ni rastro de aquella formidable fortaleza. Las excavaciones
y la gente, llevándose las piedras para construir sus casas en Viveiro, habían acabado
con aquel castillo que Bernardo de Quirós dejara a medio destruir setecientos años
antes. Algunos aún decían oír, en las noches de luna llena, en medio de la oscuridad,
el espíritu atormentado del señor de Quirós que recorría el valle de Viveiro dando
gritos de arrepentimiento por haber dado muerte a su mujer y a sus amigos. En la isla
solo quedaban unas cuantas piedras que formaban la base de lo que debía haber sido
una gran torre decagonal. Allí tampoco había nada.

Bohl informó al Consejo de todas sus pesquisas. Mostraba su desánimo cuando de


nuevo habló Campalinaud.
—Nuestros antecesores creían que Occidente dependía de los tiempos marcados
por la Idea. Hace setecientos años la simbología mágica de los tiempos y las Fuentes
les proporcionaba la guía para poner en práctica sus ideas. Lo hicieron y lo perdieron
todo, hasta la vida. Las Fuentes de la Idea, el tesoro del Temple y el Betilo con los
signos de la regencia se perdieron. Nosotros continuamos solamente con la tradición
oral que «la señora» nos legó. La búsqueda del Betilo y las Fuentes de la Idea fue
nuestra tarea durante siglos. Ahora sabemos que la construcción de Europa no
depende de los tiempos de una profecía o de los signos de una sociedad. Depende de
los hombres y la lograremos. Pero aquella búsqueda debe continuar. Ya no es una
profecía o una guía mítica; es un símbolo. Señor Bohl, ¡busque a El viento y
encuéntrelo!

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Se despertó sobresaltado; se incorporó en la cama. ¡Allí estaba! ¡Lo había
descubierto! Cogió el teléfono y llamó a Nessi.
—¡Lo he soñado! Ya sé donde está El viento. Lo teníamos que haber imaginado.
¡Está hundido debajo de El casón! —gritó excitado.
Nessi se incorporó de un salto en la cama; ni siquiera reparó en que eran las cinco
de la mañana. La voz, por el teléfono, seguía hablando.
—El casón embarrancó encima de El viento. No tenemos que buscar dentro de El
casón, sino debajo. El viento naufragó en la tormenta que se desató cuando salió del
puerto de Finisterre, recuerde que aquella tarde había truenos, y fue a parar a los
acantilados; allí está, desde hace setecientos años, esperándonos tranquilamente en el
fondo del mar.
—Pero siempre creímos que aquella tripulación conocía bien aquel mar —alegó
Nessi con poca convicción.
—Algo debió pasar, que no sabemos. Pero está allí debajo y lo vamos a encontrar
—dijo Bohl.
A primeras horas de la mañana, la actividad en las oficinas del Consejo era febril.
Bohl había dado instrucciones precisas. Contratar el mejor equipo de submarinistas
para revisar cada palmo del fondo del mar en los acantilados de Finisterre. Ni un solo
metro de aquellos fondos quedaría sin ser escudriñado. Allí estaba El viento
aguardándolos.
La excitación era general. Por fin sabían dónde estaba. Se pusieron con prontitud
a la tarea. El tiempo era bueno y había que aprovecharlo.
Desde el barco que daba apoyo a los buceadores se daban por radio noticias a
Estrasburgo. Era una búsqueda emocionante. Bohl no se movía de su despacho. Allí,
sobre una carta marina, iban anotando los resultados de la búsqueda. Las zonas que
los submarinistas iban recorriendo se marcaban con una cruz roja. Encontraron los
restos de dos pesqueros que habían naufragado recientemente. El mapa del señor
Bohl se fue llenando de cruces rojas. Habían dejado para el final la zona cercana a El
casón, porque querían estar familiarizados con aquel fondo marino. Al fin y al cabo
buscaban los restos de un barco que llevaba allí casi setecientos años y que, además
de una gran cantidad de algas, en su mayor parte estaría cubierto de arena.
Las cruces llenaban el mapa. Una larga franja había sido ya escudriñada. Nada.
Ni rastro de El viento. Pero Bohl no estaba preocupado. El viento estaría justamente
debajo de El casón. Así lo había soñado.
Era el día. Los buceadores fueron recorriendo el fondo. Era de arena con rocas
que salían del fondo del mar como furias amenazadoras. Cuanto más se acercaban al
casco embarrancado, más eran las rompientes de roca y menos la arena. El mar era
transparente. El fondo se veía como si estuvieran en una montaña. Unos metros
delante de ellos, casi de repente, apareció una enorme mole de hierro, llena de grietas

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y boquetes. Era el casco muerto de El casón. Estaba clavado en unas rocas
puntiagudas que se hundían en él. Bucearon alrededor. Arena y rocas. Se metieron en
los resquicios que las rocas dejaban debajo del barco. Solo arena y más rocas.
Clavaron sus pértigas en la arena; debajo solo había roca. Ni rastro de ningún
naufragio. Debajo de El casón no había nada.

Vio lo que quedaba de él. Allí estaba, ladeado, roto, quemado y con sus bodegas
reventadas. Había sido un barco. A medida que el remolcador se acercaba, el monte
del cabo Finisterre se volvía más agreste. Aquel barco, otrora amenazador, yacía
ahora allí, minúsculo e indefenso.
La descarga había concluido. Se acercaron a pocos metros; visto desde tan cerca
aún parecía fuerte, pero ante las olas del mar se había vuelto frágil y vulnerable.
Había resultado una presa fácil de los temporales del fin del mundo. Pero él se había
tomado cumplida venganza. Los había atemorizado a todos. Nadie se explicaba cómo
podía haber pasado. Aquel amasijo de hierros retorcidos, sin ninguna razón, había
provocado el pánico de tanta gente. ¿Por qué sucedió aquello? No había respuesta. El
temor, la desinformación, la mala fe, la casualidad…, la fatalidad. Veía el fondo del
mar, ahora tranquilo, debajo de ellos; se había empeñado en atrapar aquel barco y lo
había conseguido.
Un helicóptero los esperaba en el muelle de Finisterre. El mar estaba como un
plato. Seguramente más tarde habría niebla. Desde el aire, aquel barco volvía a ser
minúsculo. La calma era tal que parecía que se veía el fondo del mar. Pero era pura
ilusión. Aquel misterioso mar nunca enseñaba sus entrañas. Nadie las había visto
nunca y nadie las vería jamás.
Pusieron rumbo a Compostela. Almorzaría con aquella gente que había conocido
en Estrasburgo. Cuando sobrevolaron Compostela, volvió a ver la catedral. Nunca se
cansaba de ver la fachada del Obradoiro; le sobrecogía aquella majestuosidad
grandiosa. A su lado, el Palacio de Gelmírez. Vio la torre del reloj pegada a la puerta
sur de las Platerías. Las figuras de sus tímpanos eran las grandes olvidadas. Tenían
que competir con las del maestro Mateo y esa era una tarea imposible. Pero la nueva
fachada del Obradoiro había llevado la sombra al pórtico de la Gloria. Le había
tapado el sol. Ya no se ocultaba allí al anochecer. En cambio las figuras de la puerta
sur, al igual que en el siglo XIII, lo seguían saludando cada mediodía.
Bohl, Nessi y Peres lo aguardaban en el restaurante; Indalecio vendría con su
esposa. Bohl estaba desolado. La búsqueda de El viento había fracasado. Lo habían
intentado todo. Incluso había llegado a creer en su propio sueño. Ahora le parecía un
poco ridículo, pero había sido así. La búsqueda en el fondo de los acantilados de
Finisterre no había dado ningún resultado.
—Hemos hecho todo lo que hemos podido —había dicho Nessi—. Otros, a lo
largo de siete siglos, fracasaron también.

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Habían decidido hablar de nuevo con Indalecio. No sabían para qué. Ni qué
querían saber. Pero antes de desterrar definitivamente sus esperanzas, deseaban tener
aquella entrevista.
Llegaron puntuales. Los estaban esperando.
—Cristina, mi mujer —presentó Indalecio.
—Es un nombre muy bonito, ¿se lo pusieron por alguien de su familia? —
preguntó Nessi.
—Es un nombre corriente en España —contestó Cristina—, pero me lo pusieron
porque mi familia procede de una tierra que se llama Santa Cristina; una señora con
ese nombre, en el siglo XIII, bautizó aquel lugar con el de su santa.
—¿Dónde es? —preguntó la señora Nessi.
—En Salvatierra, en la ribera del río Miño —contestó ella.
En la comida charlaron de todo un poco. Hablaron del Temple; «estaban en la
Coelleira y en correrías por todas partes, justo antes de su disolución». Hablaron de la
catedral, «superior a todo…», y decidieron ir a visitarla. Nessi preguntó a Indalecio
por su familia.
—Mi padre falleció hace años. Yo he vivido con mi abuelo; se llamaba igual que
yo, Indalecio Avalle.
Recorrieron la catedral. Bohl la conocía como si hubiese pasado toda la vida en
ella. Cada arco, cada figura, cada capilla. Mostraba un visible entusiasmo.
—La joya románica de la Cristiandad —dijo frente al pórtico de la Gloria.
Indalecio y él se adelantaron a los otros y llegaron a la puerta sur, la de las
Platerías. Bohl se quedó inmóvil frente a ella.
—El mundo habría sido distinto si en el cambio del milenio aquella idea hubiese
fraguado. Pero triunfó Aviñón y fracasó Compostela.
Indalecio no lo entendió. El papado de Aviñón no había sido en el cambio del
milenio, sino en 1308, trescientos años más tarde.
—¿A qué se refiere? —preguntó.
—A una leyenda que habla de ilusiones y de muerte —contestó Bohl—. Nació
aquí, en esta misma puerta y murió al lado del río Sar, en el valle de Santa Susana.
—¿Qué dice la leyenda?
—He dedicado una parte de mi vida a buscarla y aún no lo sé muy bien. Tiene
que ver con la Dama Bafomética que está en el dintel de esta puerta, aquella señora
con una calavera. Es la imagen más antigua del pórtico y de la catedral; no se conoce
bien su origen.
—¿Qué significa?
—Señala los lugares elegidos. A unas pocas personas les transmite su significado
en el momento en que lo necesitan; un mensaje único para cada uno; está en su alma.
Creo que usted, tarde o temprano, lo conocerá.
Aquello le intrigó.
—¿Y cómo lo sabré? —preguntó.

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—Lo sabrá. Usted descubrirá cuál es el mensaje de la Dama.
—¿Cuándo?
—Eso nadie lo sabe. Puede ser en una hora o en treinta años. La Dama elige el
momento.
—¿Y qué significado tiene para usted, señor Bohl?
—Mi Dama está en Estrasburgo y ya conozco su mensaje —respondió.
Indalecio observó a aquel hombre; no estaba hablando de una leyenda. Estaba
hablando de la realidad; creía lo que decía y trataba de comunicárselo. Dentro de una
hora se separarían y quizá no se volvieran a ver nunca más. Pero ahora trataba de
transmitirle un mensaje que estaba en una figura de la catedral del año 1128.
—Desde aquella fecha guarda su leyenda para cada uno —dijo Bohl.
—Cuénteme la parte de la leyenda que conozca.
Seguían de pie, delante de la puerta de las Platerías.
—Es la historia de un joven que recorrió estas tierras luchando por su libertad; él
y los suyos fueron asesinados. Su secreto se fue en un barco que partió de Finisterre
en un día de niebla rumbo a lo desconocido, despedido por los truenos y el viento de
la tempestad.
—Los días de niebla no hay temporales de viento y truenos —afirmó Indalecio,
casi para sí.
Al señor Bohl le pareció sentir una descarga eléctrica. Las sensaciones y
pensamientos se le agolparon en la mente. Se sintió conmocionado. Se mareaba.
Tuvo que apoyarse en la columna. Siete siglos hacía que conocían el mensaje que
decía dónde estaba El viento y no se habían dado cuenta. Parecía increíble. Resultaba
casi ridículo. Clermont lo había dejado firmado en sus actos y ellos no lo habían
entendido. Ahora lo veía. Clermont sabía que no podía correr el riesgo de que algo
tan vital para el mundo como el Betilo fuese a caer en las manos de los enemigos de
la Idea. Por eso les había dejado un mensaje en lo que había hecho y no en lo que
había dicho y ellos no lo habían comprendido. En lugar de dirigirse a las tierras de
San Barandán, donde sabía que lo estarían esperando los esbirros de Nogaret, había
hecho aquello. ¡Estaba allí! Ahora sí que lo había encontrado. Delante de la Dama,
aquel hombre le había dicho dónde estaba.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó Indalecio mientras lo sujetaba por el brazo.
Volvió a la realidad. Había estado a punto de desplomarse; su palidez era extrema
y aún temblaba. Se sentó. Acudieron Cristina, Nessi y Peres.
—Se ha mareado.
—Quizá demasiado paseo después de comer —comentó Nessi.
Bohl se recuperó lentamente. La Dama Bafomética de Compostela, a través de
aquel hombre, le había hecho llegar el mensaje que había guardado durante
setecientos años: el lugar donde se escondía El viento.
—Ya sé dónde está —le dijo a Nessi—. Confío en que sea para bien.
Estaba asustado. El pasado se había vuelto a enlazar con el futuro; otra vez la

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Dama había cumplido su misión; el mensaje de Clermont había sido desvelado. Sabía
dónde se encontraba El viento.
La Dama estaba allí, en la piedra, y allí seguiría por miles de años. El oro con el
símbolo del reino que Clermont depositara en la catedral, no había sido fundido en un
candelabro por orden del arzobispo Rodrigo. El señor de Clermont, al que aquellos
templarios acusaran de haber ordenado la muerte de Indalecio y Raquel, culpables de
crimen y de adulterio, se había convertido también en un asesino. Clermont había
matado y nada que proviniese de una persona con las manos manchadas de sangre
podía estar en la catedral. La Iglesia se había quedado también su casa, que nadie
reclamó. La casa del francés pasó a ser la residencia del deán de la catedral, la
segunda autoridad en Compostela, después del arzobispo. La ciudad había recobrado
su normalidad después de aquella época convulsionada. Todo estaba como debía.
Ahora, mientras rememoraba aquella historia, Bohl sabía que el pasado cobraba
forma. La elipse del tiempo volvía a pasar por la catedral de Compostela. Todo volvía
a empezar, como cuando Clermont supiera, allá en la cruzada en el año 975, dónde se
encontraba el Betilo, que en el año 300 se había perdido. Ahora era él el que sabía
dónde estaba; lo había encontrado. La Dama Bafomética había abierto la puerta que
daba paso al pasado.
Se quería ir inmediatamente. Nessi se alarmó al verlo tan pálido y quiso llamar a
un médico.
—No es necesario; ya estoy bien. Vayamos al hotel —dijo Bohl.
Bajaron las escaleras hasta la fuente de los Caballos; Bohl se volvió y observó
aquella fachada en la que la Dama permanecía escoltada por todas las figuras del
ábside, que se volvían minúsculas al lado de aquella inmensa torre del reloj que
habiendo crecido del suelo tocaba el cielo.
«¿Por qué lo habrá mantenido oculto durante siete siglos?», pensó. Quizá nunca
lo sabría. A su lado estaba la casa del francés, desde donde Clermont había iniciado
su viaje de siete siglos. La casa ya no tenía nada que ver con lo que había sido, pero si
excavasen encontrarían una cripta y los restos de un túnel.
Fueron caminando despacio hasta el Hostal de los Reyes Católicos, donde se
alojaban. Bohl imaginó cómo serían las casas que ocupaban aquel lugar cuando
Clermont había querido construir el hospital. Casas de una planta, enanas al lado del
Palacio de Gelmírez. El Hospital Real se construiría dos siglos más tarde; hasta en
aquello, la historia se había retrasado.
El coche los esperaba delante del Hospital Real. Cuando partían hacia su casa,
cogió la mano de Cristina al tiempo que miraba una vez más aquella fachada excelsa.
Sintió ganas de bajarse del coche, subir las escaleras y pasar una vez más bajo el
pórtico de la Gloria. Pero no podía. El trabajo, esperándolo, se lo impedía. Quedaba
mucho por hacer.

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EPÍLOGO DE LA SEGUNDA PARTE
LOS ESCRITOS

L
a señora Martín era una eminente medievalista. Había dirigido aquel estudio
sobre la actividad del Consejo de Regencia en las décadas previas al papado
de Aviñón. Trabajaba en la Biblioteca Nacional de Madrid, pero también
había estado en las de París, Roma y Estrasburgo. Algunas universidades le habían
ofrecido una cátedra. No había aceptado. Su vida era el Consejo y la Idea. Los
códices, papiros, pliegos, escritos, signos y textos que, a lo largo de tantos siglos,
fueran guardados por el Consejo no tenían mejor conocedor que ella.
Bohl la observó mientras entraba en su despacho; una mujer rubia, delgada, con el
pelo rizado, de unos treinta y cinco años. Demasiado joven para tanto prestigio,
pensó. Esperaba a una mujer de más de cincuenta.
Nunca hasta aquel momento la había visto, pero allí todos sabían de ella. Su fama
la precedía y, cuando él entró en el Consejo, ya se hablaba de ella con gran respeto.
Era la mejor colaboradora que tuvieran nunca. Resolvía sin dilación cualquier duda
que pudiese surgir. Varias veces le habían ofrecido incorporarse al Consejo y siempre
lo había rechazado; «prefiero seguir con mi trabajo. Quiero averiguar lo que sucedió
en el Consejo de Regencia en las décadas de su desaparición. Es un trabajo que me
apasiona y que llena mi vida», les había contestado. Lo entendían. Todos conocían la
importancia de aquella tarea, y por eso la tenían en especial consideración.
—Es usted muy joven —saludó Bohl, sin poder evitar que aflorase su sorpresa.
—Sí —contestó ella sonriendo—, nadie espera que una medievalista sea una
mujer joven. Todo el mundo piensa en una señora mayor.
Bohl se dio cuenta de su indiscreción, pero no quiso disculparse y tener que
seguir con el tema. La señora Martín había acabado su trabajo y se lo quería entregar.
Llevaban mucho tiempo esperando aquellas conclusiones. La recibió en la biblioteca
de ébano, a la que solo él tenía acceso. Ella lo había solicitado; tenía que mostrarle
algo muy importante y quería hacerlo en aquel lugar. Sabía más del Consejo de
Regencia que él mismo, pensó Bohl.
—Todo lo que le voy a contar está basado en hechos narrados por los propios
protagonistas de la historia —dijo la señora Martín—. No hay duda alguna de que
esta es la verdad. La firman los propios autores. Eran gentes que anotaban los
acontecimientos más importantes de su vida y, sin duda, estos lo fueron. Tuvimos la
suerte de que ningún documento importante fuese destruido. Usted conoce una parte
de la historia. En estos documentos que le voy a entregar, se reconstruye el resto —
dijo poniendo encima de la mesa un voluminoso fajo de legajos y folios.
Le entregó una carta.

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—Léala, por favor.

ESCRITO DEL CARDENAL TUSSI AL PAPA BONIFACIO VIII

Roma, Anno Domini 1298, día 23 de octubre

Su Santidad, hemos tenido conocimiento del ofrecimiento que el cardenal


Touraine ha hecho al conde Orsini para juntar sus fuerzas contra el Vaticano. El
conde Orsini ha rechazado tajantemente tal propuesta. Debemos permanecer
vigilantes en el futuro para que tal alianza, que nos pondría en una difícil situación,
no llegue nunca a producirse.
La señora Murías, enviada desde Gallaecia para interceder ante nosotros por su
causa, ha sido la intermediaria. No vamos a tomar venganza contra ella o los suyos.
Es más conveniente que sean fuertes para, así, debilitar a Castilla. De este modo,
tanto ellos como la Reina seguirán acudiendo a Vos solicitando vuestro favor. La
Reina necesita de Vuestro reconocimiento de su matrimonio con el fallecido monarca
Sancho IV. Eran primos y solicitaron dispensa papal para contraer matrimonio.
Hasta que la otorguemos, su hijo Fernando, que cuenta diez años, no podrá acceder
al trono.
Además, cualquier acción contra ellos nos sería achacada y entonces el cardenal
De Goth encontraría aliados en aquellas tierras del reino de Castilla.
Recomendaremos al arzobispo de Compostella que mantenga con ellos una
actitud amigable.

—La carta está firmada por el cardenal Tussi —dijo la señora Martín—. Era una
forma habitual de comunicarle al Papa los acontecimientos más importantes.
Bohl la leyó atentamente. Era la carta original que el cardenal había dirigido al
Papa. Tenía un valor incalculable. Ahora, por fin, delante de él, la señora Martín
mostraba aquel montón de pliegos que habían permanecido cuidadosamente
guardados durante siglos. Algunos se los habían enviado ellos, pero desconocía cómo
había recopilado el resto. Cualquiera de sus antecesores hubiera dado media vida por
leer aquellas cartas. Pero solo lo haría el que fuese presidente cuando llegase el
momento. Desde su último viaje a Compostela, sabía que era él. Había llegado el
momento de descifrar los enigmas.
Aquella carta ya era una sorpresa. El Vaticano no había actuado contra Avalle y
los suyos. La señora Martín, sin decir nada, le entregó el siguiente escrito.

ESCRITO DEL ARZOBISPO RODRIGO AL CARDENAL TUSSI

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Santiago de Compostella, Anno Domini 1299, día 13 de febrero

Monseñor, con agrado atendemos vuestra indicación. El señor de Avalle gana en


ascendiente sobre nobles y pueblo llano. Le transmitiremos nuestro apoyo y los
prelados nos incorporaremos a las Cortes de Gallaecia. Es nuestro lugar, al lado de
los nobles y el Papa.

—Un año después —dijo la señora Martín—, doña Cristina de Lemos fue
asesinada. Aquel terrible crimen nunca fue aclarado. Gallaecia y Castilla se agitaron;
reclamaban venganza.
Le entregó tres cartas.

ORDEN DEL ARZOBISPO RODRIGO DE COMPOSTELLA AL PADRE FERMÍN

Santiago de Compostella, año de 1300, día 27 de septiembre

El crimen de doña Cristina de Lemos ha sido horrible y ha conmocionado a todo


el reino. Nadie sabe quiénes han sido los autores. Temo que algunos traten de
culparnos a nosotros. Es preciso que aparezca el culpable. Si no apareciese, haced
correr el rumor de que fue la Reina, enojada por el comportamiento de don
Indalecio, llevando su ejército hasta las murallas de la corte real; nadie se había
atrevido a tanto. Además mi conciencia me dice que fue ella la responsable de tal
crimen.

CARTA DE ALONSO DE GUZMÁN A LA REINA MARÍA DE MOLINA

Toledo, año de 1300, día 18 de noviembre

Señora. No hemos podido averiguar quiénes fueron los asesinos de doña Cristina
de Lemos. Nadie nos creerá. Todos pensarán que la Reina de Castilla sabe quién la
asesinó, y que si no lo proclama será porque, en venganza al desafío de venir a la
corte con un ejército, fue ella. Es obligado que señalemos al culpable. El arzobispo
de Santiago es la persona que tiene más motivos para haber ordenado tal crimen. Si
dais vuestro beneplácito, haremos correr ese rumor.

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ESCRITO DEL SEÑOR OSORIO AL CONDE DE TRABA

Castrocaldelas, año de 1300, día 8 de diciembre

Conde, todos hemos sufrido por la muerte de doña Cristina, pero además vemos
que sus asesinos no pagan por su culpa. ¿Qué otros pudieron ser que no fuesen las
órdenes? Han tratado de asesinar a don Indalecio y a su esposa. Deberán pagar por
ello. No sabemos cuál de los priores lo habrá planeado, pero, con toda seguridad, el
de San Martín Pinario no será ajeno al crimen.
Deben pagar su culpa y aún nuestra causa puede sacar algún provecho; debemos
responder haciendo que don Indalecio autorice nuevas ocupaciones de tierras. Pido
vuestra ayuda para hacer saber a toda Gallaecia que las órdenes han asesinado a
doña Cristina de Lemos.

—Pero hubo más. Clermont quedó muy afectado por aquella muerte y ordenó a
Denis de Languedoc que averiguase quiénes habían sido sus autores. Era un hombre
de inclinaciones místicas; odiaba el pecado, y el crimen premeditado y cruel era el
peor de ellos. No quedaría sin castigo, aunque lo hubiese cometido su mejor amigo.

ESCRITO DE DENIS DE LANGUEDOC AL SEÑOR DE CLERMONT

Santiago de Compostella, año 1000, día 3 de diciembre

Hemos realizado la detallada investigación que el señor de Clermont nos ha


encargado.
La acción ha sido realizada por soldados entrenados en la emboscada. Lo han
hecho con precisión y no han dejado rastro alguno.
Solo hemos sabido que gentes que respondían a la descripción de los asaltantes
fueron vistos por nuestros soldados en la plaza de la Quintana.
Siendo gentes entrenadas y duchas en este tipo de acciones, es preciso concluir
que no han querido matar a don Indalecio de Avalle. Lo hirieron de flecha en un
brazo y en una pierna, y a la misma distancia dos flechas se clavaron certeramente
en el corazón de doña Cristina de Lemos. El golpe de espada en la cabeza a don
Indalecio no fue dado con el filo del arma, que le hubiese causado la muerte
inmediata, sino con la parte plana, lo que fue hecho adrede. El objetivo de la acción
era doña Cristina y tuvieron buen cuidado de no acabar con la vida de don
Indalecio.
Escogieron el lugar perfecto, donde se podían esconder y actuar por sorpresa.

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Un recodo donde la guardia, que seguía a don Indalecio a una prudencial distancia,
lo perdía de vista.
Los datos y el comportamiento de doña Raquel Murías la señalan como la autora
del crimen. Su cercanía a don Indalecio es conocida. Le estorbaba la presencia de
doña Cristina y decidió acabar con su vida. Encargó el cometido a soldados
extranjeros que vinieron a perpetrar la acción. Su anterior advertencia de que
corrían peligro y su aparente preocupación por la seguridad de doña Cristina le
proporcionaron la mejor cobertura.
Las razones, pues, fueron personales, pero la acción tendrá una gran
importancia en la situación de Gallaecia.

(Debajo de la firma figuraba una anotación).

El señor de Clermont ha ordenado que nadie conozca el resultado de las


averiguaciones.

(Otra segunda anotación figuraba más abajo).

A la vuelta de su segundo viaje a Roma, en el año 1003, se la oyó decir para sí


misma en voz baja y con arrepentimiento:
«¡Dios mío, fui yo! Yo fui quien la maté». De nuevo el señor de Clermont ordenó
mantenerlo en secreto.

(Una tercera anotación figuraba debajo de todo).

Doña Raquel Murías ha trasladado su residencia a la plaza de la Quintana,


donde fueron vistos los asesinos de doña Cristina de Lemos.

—Era la segunda investigación de un atentado que Denis realizaba —dijo la


señora Martín—. La anterior había sido para averiguar las causas de las fiebres de
don Indalecio, tras su visita a la casa de Clermont. No provenían de ningún
envenenamiento; había comido y bebido lo mismo que los demás. Con seguridad
«causas naturales de enfermedad». Los rumores de envenenamiento eran falsos.
Sergio oía y contaba cosas; Indalecio no era santo de su devoción, y aquella sociedad
era muy dada a las habladurías.
—Esta también lo es —dijo Bohl.
—Sí, es cierto; en eso las cosas no han cambiado mucho —contestó ella—. Pero
remontémonos veinticinco años atrás, a la época de la cruzada, cuando Clermont era
un bravo cruzado templario —continuó la señora Martín entregándole dos escritos.

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ESCRITO DEL SEÑOR DE CLERMONT AL REGENTE

Año de 976, mes de marzo

Hemos triunfado. La tumba estaba donde la buscábamos y en su lápida negra, el


Betilo, se encuentran los símbolos: la señal y la Dama. Ya somos los receptores del
legado. En su búsqueda mis acompañantes fueron muertos a manos de los sirios
adoradores de Baal, que custodiaban el sepulcro. Yo, creyendo que iba a morir,
decidí hacerlo sobre el Betilo; los guardianes, al verme acostado sobre la tumba,
rememoraron la resurrección del sol y me consideraron su enviado. Decía su
tradición que Baal enviaría a su segundo hijo a buscar el Betilo, al igual que en el
siglo III de los cristianos había enviado a su primer hijo para evitar que el emperador
Heliogábalo lo trasladase a Roma. Así me hicieron entrega del Betilo, «que José
había hecho rodar a la entrada del sepulcro cavado en la peña» que todos buscan.
Pero «si el Betilo se separa del enviado de Baal», me advirtieron, «las mayores
calamidades se abatirán sobre los hombres».

ESCRITO DEL REGENTE AL SEÑOR DE CLERMONT

Estrasburgo, año de 977, mes de Nadal

Permaneced en Creta, bajo la protección del Temple, hasta que se acerque el


momento de la venida del rey. El Betilo permanecerá para siempre bajo vuestra
custodia. Vos hallasteis la piedra que toda la Humanidad desearía poder tocar, y con
vos permanecerá.

—Aquel hallazgo fue de gran importancia —prosiguió la señora Martín—. Sabían


que existía y lo buscaban. Al fin lo habían encontrado. Era aún más sagrado que las
Fuentes. Así lo anotó el entonces Regente del Consejo.

ESCRITO DEL REGENTE


(Para ser leído por mi sucesor en caso de mi fallecimiento).

Estrasburgo, año de 977, mes de Nadal

Las Fuentes de la Idea señalan el camino de la unidad de los reinos y las tierras

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cristianas. Dios ha querido que nosotros seamos los receptores del Betilo del
sepulcro. Somos los herederos de aquellos que durante mil años nos legaron su
cultura para unirla a la fe.
Ahora sabemos que nuestros antecesores en el Consejo de Regencia estaban en lo
cierto. La verdad les asistía. Dos son ahora las claves de la Idea: las Fuentes y el
Betilo.

—Ellos sabían lo que el Betilo significaba y de dónde provenía. Las tablillas y el


papiro encontrados siglos antes lo decían. Nunca dudaron de su veracidad. Ahora lo
comprobaban, el Betilo existía —dijo la señora entregando a Bohl unos folios
mecanografiados.

TRANSCRIPCIÓN DE LAS TABLILLAS EN PODER DEL CONSEJO DE REGENCIA


(En arameo)

El Dios Baal se levantaba cada día para dar la luz y el calor a los hombres. Ellos
lo veían y lo adoraban, aunque no lo podían mirar. Él no se lo permitía. El que lo
hiciese sería castigado a no ver nunca más. Un día Baal se enojó porque los hombres
se mataban entre ellos. Les advirtió que acabasen las guerras y las muertes. Les dijo
que uniesen los pueblos. No le hicieron caso. Siguieron las muertes y las guerras y la
destrucción. Baal se enfureció y decidió castigarlos. En pleno día se oscureció hasta
desaparecer. Los hombres se aterraron y pidieron perdón. Baal les dijo que
dedicasen su vida a unir los pueblos y a acabar con la guerra y para que no lo
olvidasen nunca les envió el Betilo tras el que se había ocultado, una gran piedra
negra, circular como el sol. Aquella piedra negra les recordaría que si no cumplían
con su deber, el sol se volvería a oscurecer y todos morirían de frío y terror.

TRANSCRIPCIÓN DEL PAPIRO HALLADO EN SIRIA EN EL SIGLO III DE LOS CRISTIANOS


(En arameo y latín)

Los guardianes del Betilo conocen su cometido. Lo cumplirán aun sacrificando


su vida, si fuese preciso. El Betilo los obliga a estar al lado de la verdad y de la
justicia. Las causas que defiendan la vida y la paz y la justicia son sus causas. Por
ellas combatirán.
Durante miles de años, los guardianes vagaron en defensa de las causas justas.
Su símbolo era la cruz que unía los cuatro puntos del horizonte, que simbolizaba la
unión de las naciones, el sol difuso del amanecer saliendo del horizonte, como

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símbolo de la fuerza creciente de Baal, el dios sol, y un triángulo de cuatro
triángulos, porque Baal lo podía todo, y una flecha señalando el oeste. Las letras N y
E, señalaban el norte que es el oeste y el este. Grabaron su símbolo en el Betilo.
Recorrerían el mundo marcando sus límites y procurando su unidad. Serían
enterrados con su símbolo sobre ellos. Sus tumbas señalarían los límites del mundo,
dentro de los cuales no habría fronteras.
Siempre en el dominio de las causas justas. Causa justa fue la de Jacob, el padre
de las doce tribus. En el Betilo circular apoyó Jacob su cabeza y soñó con la
escalera que lo llevaba al cielo. Lo llamó Bet-el, e hizo de la piedra la casa de Dios.
Causa justa fue la de Aquel que con doce de los suyos recorrió Galilea. Habían
llegado tarde. Ya lo habían matado. Solo pudieron dejar su más preciado tesoro, el
Betilo, para que, rodándolo, tapasen la entrada del sepulcro. Se quedaron
guardándolo. Pasados tres días descubrieron que el sepulcro estaba vacío. El cuerpo
de aquel hombre bueno, sabio y justo, ya no estaba allí. En el Betilo, sin embargo,
apareció tallada la cabeza de una Señora que les dijo que les aguardaba el cielo
porque eran hombres justos.
Supieron los guardianes que aquel símbolo, la Dama, señalaría para siempre los
lugares elegidos y daría mensajes a los justos.
Los guardianes llevaron el Betilo al templo, en Siria, donde sería venerado desde
entonces. En el año 300 el emperador Heliogábalo lo mandó buscar para ser llevado
a Roma. Viendo los guardianes que no podían evitarlo, pidieron ayuda a Baal, que
envió a su hijo, que llevó el Betilo volando hasta una gruta, depositándolo encima de
una tumba vacía; «aquí estará mil años hasta que se una el mundo; esperad por mi
hermano»; tras lo cual partió.

—Aquellas gentes custodiaron el Betilo y recorrieron el mundo hablando de


concordia. Pero fueron olvidados y su obra quedó sin hacer —prosiguió la señora
Martín—. Seis siglos después, unos hombres supieron de ellos y dedicaron también
su esfuerzo a procurar la unión de los pueblos. De los pueblos de la Cristiandad de
Occidente. Compartían su Idea de la unidad y de la justicia. Se organizaron en un
Consejo de iguales; participaron en las cruzadas, donde se destacaron por su arrojo y
valor. Allí encontraron textos, manuscritos, papiros, tablillas y pergaminos. El
Apocalipsis les fue legado por un anciano franciscano que había descubierto los
papiros y con él unas tablas de ébano, con una inscripción tallada. Eran una parte de
las Escrituras; eran las Fuentes de la Idea. Acordaron que solo uno de ellos sabría
dónde se escondería aquel legado tan maravilloso. Sería el Regente, que dirigiría el
Consejo hasta que llegase el Rey del que hablaban las tablas de ébano.
—¿Donde están las Fuentes? —preguntó Bohl visiblemente ansioso mirando el
legajo de papeles.
—Aquí mismo —dijo la señora Martín—. Son los bordes tallados de su biblioteca
de ébano. Ahí las tiene. Las puede leer usted mismo. Arameo con símbolos

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intercalados para que parezca un adorno y no se note que es una inscripción.
Bohl se puso en pie. Las había tenido delante durante años y no las había visto.
Sus antecesores tampoco.
—¿Desde cuando están aquí? —preguntó.
La señora Martín no le contestó. Le entregó otra carta. Ella marcaba el ritmo de la
historia.

CARTA DEL REGENTE SEÑOR AKAL, Al SEÑOR DE CLERMONT

Estrasburgo, año de 994, mes de octubre

Es el tiempo de actuar. Vendrá el Rey. Vos debéis viajar a Compostella y proceder


según lo escrito. Los signos grabados en oro con la piedra del azabache símbolo del
Betilo deberán ocupar el centro de la catedral de Compostella. Todo está preparado
para vuestro viaje.

—Si trazáis aquel símbolo sobre un mapa con la E, símbolo del este, sobre
Jerusalén, la N, símbolo del norte, que está al oeste, quedará encima de Compostela.
El norte que es oeste, señala Santiago.
—Por eso Clermont eligió Compostela —interrumpió Bohl.
—Sí, era la ciudad elegida. Por el Apóstol y por ellos.

CARTA DEL SEÑOR DE CLERMONT AL SEÑOR AKAL

Compostella, año de 995, mes de abril

Hoy he visto la fachada sur de la catedral de Compostella; y he sentido que es la


catedral elegida. En el largo camino por mar he visto Roma, la decadente capital de
la Cristiandad; Aviñón, la tierra del cardenal De Goth; Valencia, la ciudad del Cid
Campeador, y la Lisboa del rey Dinís. No me cabe duda alguna. Compostella es la
ciudad de Dios.
He sentido el impulso y la atracción del monte de Finisterre, el lugar por donde
se pone el sol que veneraban los guardianes del Betilo.

CARTA DEL CARDENAL MUSATTI AL REGENTE

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Roma, año de 995, mes de enero

El viajero que llegó de Creta y que me encomendasteis, ha partido de Roma.


Viaja en un barco de mercaderías con un buen navegante. No hemos querido usar
barcos del Temple, porque causaría extrañeza y algunos querrían saber quién era el
viajero.

—Así fue la llegada a Compostela del místico Clermont —explicó la señora


Martín—. Viajaba con la fortaleza de espíritu del que cumple una gran misión.
Seguramente en su alma llevaría el viaje que, trece siglos antes, había realizado el
Apóstol elegido; ambos habían seguido la misma ruta, por mar. Él sabía que aquella
gran causa, la de la paz y la concordia podría triunfar o fracasar. Fracasó. Doce años
después Clermont describía su derrota mientras volvía de Estrasburgo a Compostella.

ESCRITO DEL SEÑOR DE CLERMONT

París, año de 1007, día 15 de octubre

Los demonios se han desatado. El mundo se revuelve en su dolor. La profecía no


se ha cumplido; aún no era el tiempo; será dentro de otros mil años. El Temple ha
sido tomado; hombres justos han sido encarcelados. El rey de Occidente ha sido
entronizado en la soledad y en medio de la destrucción. Sé que es el final. Pero he
visto al Rey. Toda la vida esperando y lo he visto. Ya no hay Regente. Hay un rey sin
reino. Me ha llamado y he respondido a su llamada. La causa está en un momento
desesperado. Me ha confesado su dolor, porque teme fallar. Yo le he confesado el
mío, porque sé cuál es mi destino y lo temo. No habrá Papa en Santiago y no habrá
reino en Estrasburgo. Mi obligación es guardar el Betilo y lo haré por los siglos de
los siglos. Pero he culminado mi obra. El señor de Constanza es rey, porque así lo
mandan las Fuentes de la Idea, que están ahora bajo mi custodia. El Rey me las ha
confiado. «Solo el que guarda el Betilo puede custodiar las Fuentes». Cuando los
soldados ya avanzaban hacia su casa en Estrasburgo, el Rey me entregó las Fuentes
de la Idea. Ese mismo día, moría asesinado. La Idea tendrá que esperar mil años
más. El señor de Constanza, hombre bueno, sabio y justo, supo morir como un rey y
el mundo debe recordar su nombre.

—El Regente había recibido la visita de Clermont. Le había confiado las Fuentes
de la Idea para que las pusiera a salvo. El encuentro tenía que ser en el máximo
secreto; dada la importancia de lo que le iba a entregar, nadie debería saber nada. Por
eso Clermont evitó hablar con nadie durante aquel viaje, ni siquiera con Indalecio, a
quien tanto apreciaba. En aquel encuentro, Clermont conoció el mensaje de las

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Fuentes de la Idea. Supo que el Regente sería el Rey. Y él mismo habló de «la
sabiduría de las Fuentes, que no dejaron que los hombres decidieran al primer rey,
porque surgirían las disputas, las enemistades y los odios. El primer rey lo decidieron
las Fuentes, igual que el primer Papa lo decidió Cristo». Clermont siempre supo que
él no sería rey. Su destino era otro —dijo la señora entregando un nuevo escrito al
señor Bohl.
—¿Cómo sabéis lo que Clermont afirmó en aquel momento?, ¿está aquí? —
preguntó Bohl mientras cogía el escrito.
—No, no está en ningún escrito —respondió ella—. Pero lo sé.

CARTA DEL PAPA BENEDICTO XI AL CARDENAL MISATTI

Vaticano, Anno Domini 1304, mes de junio

Monseñor, atendiendo a vuestra súplica hemos decidido nombrar a Bertrán de


Clermont, cardenal de la Iglesia de Cristo. Su cardenalato será Compostella. Pronto
firmaremos y haremos público tal designio.

—Clermont iba a ser el Papa de Compostela. Era un hombre más ligado a lo


espiritual.
—Sin embargo, las gentes del señor de Avalle lo culparon de su muerte y aun de
la del Regente —le recordó Bohl.
Efectivamente había sido así. Estaban aquellos dos escritos de Llull y de Joseph
que lo atestiguaban.

ESCRITO DEL SEÑOR LLULL

Barcelona, año de 1007, mes de diciembre

… El señor de Constanza había tratado de usurpar el trono del señor de


Clermont, por lo que este lo atacó con sus soldados, dándole muerte. No así a su
mujer y a su hijo, cuyos cadáveres nunca aparecieron…

ESCRITO DEL TEMPLARIO JOSEPH, CAPITÁN DEL EJÉRCITO DE GALLAECIA, AL


MAESTRE TEMPLARIO DE CASTILLA

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Compostella, año de 1307, día 27 de noviembre

Maestre general. La muerte de don Indalecio de Avalle nos deja libres de


nuestras obligaciones en el maltrecho ejército de Gallaecia. Nuestra última acción
fue el ataque a la casa del señor de Clermont, responsable de la muerte de don
Indalecio de Avalle. Toda la casa estaba vacía, habiendo huido sus moradores por un
túnel excavado desde la casa a las conducciones subterráneas de la ciudad. Enric
huyó con el señor de Clermont, sin conocer su fechoría.
Con Enric de Westfalia, hace ya más de doce años, llegamos a Gallaecia diez
freires. Muchos han muerto y todos hemos fracasado.
Esperamos vuestras instrucciones para conocer nuestra nueva encomienda.

—Guillaume de Nogaret era un hombre metódico y ordenado —prosiguió la


señora Martín—. Guardaba notas de todas sus acciones. Creíamos que sus escritos
estarían en Aviñón y eso retrasó nuestro trabajo durante mucho tiempo. Finalmente
aparecieron en manos de un coleccionista. Los había comprado al dueño de un
castillo provenzal. Los escritos de Nogaret resultaron cruciales para esclarecer los
hechos.

ESCRITOS DE GUILLAUME DE NOGARET

París, año de 1296, mes de enero

Nuestros agentes en el reino de Castilla nos han avisado de la presencia en


Gallaecia de gentes poco comunes. Un misterioso viajero llegó por mar a
Compostella. Procedía de Roma y se había detenido en Marsella, Valencia y Lisboa.
He ordenado atención a su actividad.
En la encomienda de la Coelleira han fundido un gran grifo de hierro. Es un
arma nueva que demandaremos del Gran Maestre.

París, año de 1296, mes de julio

El viajero, un extraño caballero templario, es el Conde de Auvergne. Salió a la


cruzada en el año 1270 y ha vuelto ahora. Nadie sabe qué ha hecho en todo este
tiempo, ni a qué obedece su presencia en Compostella; la devoción al Apóstol, se
dice. Parece disponer de una gran fortuna.

París, año de 1297, mes de agosto

Los nobles de las tierras compostelanas han reclutado un formidable ejército.


Cuentan con la ayuda del Temple. Es preciso que sigamos atentamente todo lo que se

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mueve en esta tierra. He enviado más agentes.

—Resulta sorprendente comprobar como ya en el año 1295, Guillaume de


Nogaret había tejido una gran red de informadores que cubrían toda Europa —afirmó
la señora Martín—. Nada parecía escapársele. Sabía los lugares que había visitado
Clermont en su viaje a Compostella, porque un agente suyo había estado en el barco
que lo había traído; sabía del cañón de la Coelleira, porque sus hombres, desde una
barca, lo habían visto.
—¿Había espiado la llegada de Enric a Galicia? —preguntó Bohl.
—No. Nadie se enteró de ella hasta que lo pregonó el obispo de Mondoñedo.
Enric había hecho bien su trabajo, aunque siempre creyó que lo habían descubierto.
»Cuando De Goth visitó a Bonifacio —continuó la señora Martín—, ya tenía un
proyecto para el Papado en Aviñón, y comprobó que el Papa ni siquiera sospechaba
nada; sabía de Compostella y Estrasburgo, pero nada de Aviñón. Hacía diez años que
Felipe IV el Hermoso reinaba en Francia y se estaba preparando para ser el Rey más
poderoso de Europa.

ESCRITOS DE NOGARET

París, año de 1299, mes de septiembre

La atrevida propuesta del cardenal Touraine de pactar con el conde Orsini ha


fracasado. No tenía ninguna posibilidad de triunfar. Pero la actuación de la señora
Murías, enviada de la Gallaecia, nos puede ser de gran utilidad. Siguiendo mi
consejo, el conde de Rouen la ha advertido del peligro que corren los suyos en
Gallaecia, al tiempo que le ofrecía nuestra protección. Podemos contar con que,
dentro de unos meses, serán nuestros más firmes aliados.

París, año de 1300, mes de abril

Agentes franceses han sido enviados a Compostella, como si fueran peregrinos,


con el encargo de acabar con la vida de la esposa de don Indalecio de Avalle,
hiriéndolo a él también, pero respetando su vida. Culparemos al Papa Bonifacio
aduciendo que el Vaticano se cobra de la intervención de doña Raquel Murías. Don
Indalecio lo creerá y se convertirá en el peor enemigo del Papa. El señor de Avalle
es la voz de Compostella y será nuestro aliado en su derrocamiento. Apoyará
también la anexión del reino de Navarra.

París, año de 1301

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La acción ha sido un éxito total. Nadie sospecha de nosotros. Haré saber al
cardenal Touraine que el asesinato fue obra del Vaticano. Él se encargará de
hacérselo llegar a la señora Murías, por la que siente gran simpatía. El Papa tendrá
un nuevo enemigo.

—¡Fueron los franceses! —dijo Bohl—. ¡Qué terrible personaje, Nogaret! Mandó
asesinar a doña Cristina de Lemos y presenció impasible la entrevista de De Goth con
Raquel Murías en la que le agradecieron su intermediación. ¿Lo sabía De Goth?
—Quizá. Lo hicieron aduciendo razones de estado. La llegada de Felipe IV fue un
revulsivo en la política francesa. Todo se justificaba ante la necesidad de ser el centro
de Europa. Su influencia y su poder llegaba a todas partes. Hicieron retroceder a los
ingleses conquistando los Países Bajos. Guillaume de Nogaret, que llegó de la mano
de De Goth, tuvo carta blanca para organizar aquella red de espías que cubría todo el
mundo. Para él, Compostella, el final del Camino de Santiago, era de gran
importancia y sus agentes estaban allí.
—Sin embargo, el informe de Denis culpaba a Raquel —dijo Bohl.
—Sí. Pero fíjese bien que solo se basaba en suposiciones. En su informe no había
ni un solo dato objetivo que lo avalase. Se basaba en que estaba cerca de don
Indalecio. Incluso llegó a insinuar que el haberse ido a vivir a la Quintana, donde
años antes se había visto a los asesinos, mostraba su culpabilidad.
—Pero Denis afirma que se oyó a Raquel reconocer su culpa…
—Recordad que ella guardaba su secreto y se sentía culpable. Creía que el
asesinato se debía a su intervención contra Bonifacio VIII.
Bohl asintió.
—¿También espiaban en Estrasburgo? —preguntó.
La señora Martín no contestó; le entregó otra carta.

ESCRITO DE GUILLAUME DE NOGARET AL CARDENAL RATZINGER

París, año de 1292, mes de noviembre

Monseñor, es del máximo interés para nosotros conocer las actividades del
Consejo de Caridad radicado en Estrasburgo y cuyo rector es el señor Akal. Tienen
una gran influencia en muchos reinos y en el Temple. El cardenal De Goth me
encarga que os solicite a vos que nos informéis sobre su actividad.

CARTA DEL CARDENAL RATZINGER A GUILLAUME DE NOGARET

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Estrasburgo, año de 1293, mes de junio

Siguiendo vuestras instrucciones, he introducido una sirvienta de mi confianza en


casa del señor de Constanza, uno de los miembros del Consejo de Caridad. A través
de ella tendremos información puntual de sus actividades.

—¿Quién era? —preguntó Bohl.


—Catherine, una sirvienta que se ganó la confianza y aun el aprecio de la familia
del que después habría de ser regente. Para hacerlo, Ratzinger hubo de simular ante el
arzobispo de Estrasburgo una ayuda que Constanza no necesitaba. Catherine
informaba al cardenal de las reuniones y de lo que oía y veía. Nunca supo nada
relevante, pero la descripción de las gentes y las fechas de las reuniones del Consejo
eran de gran utilidad para un hombre con los conocimientos y la experiencia de
Nogaret. Pero Ratzinger se enamoró locamente de Blanca; una noche en que ambos
se quedaron solos, él le había confesado su amor. Ella lo rechazó. Lo apreciaba, pero
amaba a su marido más que a su propia vida. Murió enamorado de ella, tras haberle
salvado la vida, después de traicionarla con su espionaje.
»Años antes, sin quererlo, Ratzinger les había avisado del peligro. —Continuó
entregándole dos escritos.

CARTA DE RATZINGER A NOGARET

Estrasburgo, año de 1296, mes de abril

He trasladado al arzobispo de Estrasburgo el encargo que me hicisteis. La


lectura en la ceremonia de la catedral del texto que me enviasteis provocó una
violenta reacción de los miembros del Consejo de Caridad.

ESCRITO DE NOGARET

(Figura sin fecha)

El Consejo de Caridad de Estrasburgo ha resultado ser una asociación religiosa.


El prefecto de la orden de Cluny me había hablado de un escrito en el que se narraba
una lucha entre dos sectas religiosas provenientes de Asia Menor. Aseguraba que
aquellas gentes de Estrasburgo eran seguidores de una de ellas, los adoradores del

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sol, y creían que algunas catedrales, marcadas con un signo que él desconocía,
regirían el mundo. La lectura de aquel texto que el prefecto de Cluny me diera
produjo una violenta reacción. Debemos extremar la vigilancia.

—Ya en aquellas fechas, Nogaret los seguía. Pero también otros, atentos a lo que
sucedía en Francia, tomaban medidas.

ESCRITO DEL PREFECTO DE CLUNY AL ABAD DE MARSELLA

París, año del Señor de 1294

… Temo la reacción del rey Felipe, cuyas finanzas son muy precarias. Nos debe
grandes sumas. Estamos tratando de desviar su atención hacia otras gentes con
suficientes riquezas. He puesto al señor Nogaret tras la trama de los de Estrasburgo.
Son muy ricos y podrán satisfacer la avaricia del Rey. Le he leído el papiro de
Siria…

—¿Cuánto llegó a saber Nogaret de las actividades del Consejo? —preguntó


Bohl.
—Muy poco. Pero supo que habían formado una alianza para elegir a Benito XI, y
eso fue fatal para ellos.

CARTA DEL CARDENAL DE GOTH AL REY FELIPE IV DE FRANCIA

Roma, año de 1303, mes de diciembre

Majestad, los agentes de vuestro reino descubrieron la trama que encumbró a


Nicolás Bocasin al solio pontificio. Fue urdida desde una sociedad radicada en
Estrasburgo, de la que forman parte el Gran Maestre del Temple, Jacques de Molay,
y el cardenal Musatti, que fue el encargado de recabar los apoyos para Bocasin.
Hemos sido traicionados por los que deberían ser nuestros amigos.
Sé que debemos calmar nuestra ira, porque aún no es llegado el momento. A su
tiempo tomaremos cumplida venganza.

—La tomaron, y con una inmensa crueldad —dijo la señora Martín.

ESCRITOS DE NOGARET

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París, año de 1307, mes de octubre

Hoy hemos despachado una formación militar hacia Estrasburgo, sin escudos, ni
pendones que los puedan identificar. Deben acabar con la vida del señor de
Constanza, de toda su familia y de los miembros de la sociedad benéfica que se
encuentren en aquella ciudad. Actuarán sin que nadie sepa quiénes son, pues se
acusaría a Francia de asesinar a gente de bien. La acción se desarrollará el 13 de
octubre, el mismo día en que se tome el Temple.

París, año de 1307, mes de octubre

La acción de Estrasburgo ha culminado con éxito. Han sido muertos todos los
ocupantes de la casa, incluido el señor de Constanza. Además la fortuna ha querido
que, en aquellas fechas, se encontrase en Estrasburgo el señor de Clermont, de
Compostella; viajaba acompañado de soldados, lo que nos permitirá culparlo de las
muertes de Constanza y los suyos.
La toma del Temple no ha logrado su objetivo; no se ha conseguido localizar su
tesoro. Fue sacado de allí dos días antes.

—No era cierto. Lo habían engañado. El tesoro había salido del Temple muchos
meses antes. Le hicieron creer que estaba en las inmediaciones de París, cuando ya
iba camino de Compostella, para ser puesto bajo la custodia de Clermont. Había
estado oculto en Roncesvalles.
—El Regente mostró una gran confianza en Clermont —dijo Bohl—. Sería Papa,
custodiaba el Betilo y le entregó los bienes más preciados, las Fuentes de la Idea y el
tesoro del Temple. Clermont era ciertamente digno de ella. Pero ¿por qué asesinó a
Indalecio y a Raquel? No era un hombre vengativo y aunque los creía culpables del
asesinato de Cristina de Lemos, un crimen así, aunque quisiese que pagasen su culpa,
no era propio de él.
La señora Martín tampoco contestó. Le entregó dos escritos.

ESCRITO DEL EMBAJADOR FRANCÉS EN COMPOSTELLA AL SEÑOR NOGARET

Compostella, año de 1306, mes de octubre

La situación en Gallaecia es de una gran inestabilidad. La influencia del señor


de Avalle es cada vez menor y empieza a ser cuestionado por algunos de los suyos.
Nuestros agentes alientan esta discrepancia.
He recibido visita del deán de la catedral y del administrador del señor de
Clermont. Creen que con la desaparición definitiva del señor de Avalle volverían los

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buenos tiempos a Compostella. Verían con buenos ojos cualquier actuación que
mermase su poder, incluso su muerte. Sergio Sande actúa sin el conocimiento del
señor de Clermont; creo que ve venir malos tiempos para su señor y para el de Avalle
y quiere sobrevivir, aunque no actuará en contra de Clermont. El deán profesa un
gran odio al señor de Avalle. Ambos son personas bien situadas que pueden sernos
útiles.

ESCRITOS DE GUILLAUME DE NOGARET

París, año de 1307, mes de agosto

Hemos despachado tropas para Compostella. Su objetivo es dar muerte al señor


de Avalle y a la señora Murías. Con ello, pondremos al clero de nuestro lado y
consumaremos nuestra venganza. Viajarán en grupos separados y deben actuar sin
ser identificados. Contarán con el apoyo de Sergio Sande, el administrador del señor
de Clermont, el cual no debe ser atacado. Nos interesa conocer su relación con el
señor de Constanza y algunas cuestiones un tanto misteriosas que rodean su vida.

París, año de 1308, mes de enero

El azar ha vuelto a jugar a nuestro favor. La acción en Compostella ha sido más


fácil de lo que se esperaba. El ejército de Gallaecia se destruyó en una guerra
fratricida, lo que hizo que Sergio Sande pudiese convencer a algunos aliados del
señor de Avalle a certificar su muerte, responsabilizándolo del crimen de su esposa.
Al perder su poder militar, sus aliados se volvieron contra él, culpándolo de todo lo
hecho contra el Rey.
El señor de Clermont huyó, sin duda creyendo que los asaltantes de don
Indalecio, que él sabía franceses, lo buscarían y matarían también a él. Su huida nos
permitió culparlo de la muerte de don Indalecio.

—También los franceses —dijo Bohl.


—Sí. Fueron los franceses pero contaron con ayuda. Una mente ruin, Sergio
Sande, lanzó la calumnia que prendió como el aceite; los enemigos y las deslealtades
con el derrotado hicieron el resto —musitó ella pensando en voz alta—. Clermont
sabía que los franceses los aniquilarían a todos; así se lo había advertido Constanza.
Cuando los restos de las tropas de Indalecio cercaron su casa, creyó que eran los
franceses que, muerto el de Avalle, lo buscaban a él. Huyó poniendo a salvo el Betilo.
Ni siquiera pudo defender a don Indalecio, al que tanto apreciaba; sabía que les
superaban en número y su obligación, por encima de todo, era evitar que el Betilo

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cayese en manos asesinas.
—El azar jugó contra ellos —dijo Bohl.
—No fue el azar —le contradijo la señora Martín—. Fue el destino y su
ingenuidad. Quisieron construir un mundo que era una quimera y no fueron
conscientes de que cuando el juego del poder y las ambiciones se desata, aniquila
todo lo que se interponga. Ellos creían en el poder de la razón y la justicia y les pudo
el de los intereses.
—¿Por qué Clermont le pidió a Enric de Westfalia que se fuera con él?
—Porque para lo que tenía que hacer se necesitaba un hombre de una gran
entereza. Clermont sabía que si Enric aceptaba seguirlo, esa vez no fallaría; cumpliría
sus órdenes, cualesquiera que fuesen, y usted sabe cuáles fueron. ¿Cuántos lo harían?
Ninguno, Bohl sabía que ninguno.
—¿Cómo ha descubierto usted el lugar donde se hallaban las Fuentes de la Idea?
—preguntó.
—Clermont nos lo dijo. Fue lo último que escribió antes de abandonar
Compostella. Envió la carta a través de Denis, poniéndola a buen recaudo bajo la
custodia de una persona en la que él sabía que podía confiar —contestó ella mientras
le entregaba otro escrito.

CARTA DEL SEÑOR DE CLERMONT


(No lleva destinatario)

Compostella, año de 1007, día 26 de noviembre

Hoy inicio mi último viaje. Cuando pisé Compostella en el año de 995 sabía que
jamás saldría de aquí. Estaba escrito que esta tierra, donde se guarda el sol y donde
las brumas y la lluvia oscurecen el día, era el destino del Betilo y, con él, el mío. El
Betilo permanecerá para siempre en el lugar donde el sol se hunde cada noche y yo
lo seguiré guardando, por mil años más.
Cuando cambie el milenio, otras gentes volverán a intentar nuestro sueño. Así lo
dicen las Fuentes de la Idea. Puede que ellos lo consigan; nosotros fracasamos.
Millares de millares de hombres, mujeres y niños morirán en los horrores de la
guerra y del hambre por la ambición de un Papa y de un rey, y por las miserias
cobardes de otros muchos.
Las Fuentes de la Idea deberán estar guardadas hasta que otros hombres buenos,
sabios y justos vuelvan a enarbolar la bandera de aquel gran sueño de Occidente.
Las encontraréis donde el hijo mató al padre, al lado de este.

—¿A qué sitio se refería? —preguntó Bohl.


—Era la fortaleza de la Coelleira, donde Bernardo había ocasionado la muerte del

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maestre, casi su padre —aclaró la señora Martín—. Clermont no volvió de
Estrasburgo por tierra. Regresó en El viento, llevando consigo las Fuentes de la Idea.
Él sabía que a donde iba a llevar el Betilo y el tesoro del Temple, no podía llevar las
Fuentes de la Idea. Se destruirían. Las llevó a la Coelleira, donde desembarcó, y las
confió al maestre Monteforte, que las depositó en el centro de la torre decagonal,
debajo de su base, lugar al que solo él tenía acceso y donde él mismo se encerró y
murió con ellas al lado, tras quemar la biblioteca esparciendo aceite. No quería caer
en manos de enemigos que lo torturasen y le obligaran a decir lo que sabía.
—Pero Bernardo de Quirós no lo torturaría nunca —dijo Bohl.
—El maestre vio que estaba fuera de sí, atormentado por los celos, y lo creyó
capaz de cualquier cosa. Prefirió morir y guardar su secreto. Fueron rescatadas tan
pronto los continuadores del Consejo se rehicieron después del Cisma de Aviñón.
—¿A quién confió el señor de Clermont dónde se encontraban las Fuentes de la
Idea? —preguntó el señor Bohl.
—A alguien en quien confiaba plenamente, que ciento trece años después, cuando
el Papa volvió a Roma, las recuperó —dijo la señora Martín—. Pero Clermont no
reveló a nadie el lugar a donde llevaría El viento. Usted, siete siglos después, lo ha
encontrado, y por eso le corresponde conocer su mensaje y ponerlo en práctica.
Bohl asintió. Él era el presidente del Consejo y heredaba lo que Constanza y
Clermont habían guardado en su silencio de muerte. Allí, en aquella gran biblioteca
de ébano, habían estado siempre las Fuentes de la Idea. Aunque alguien entrase y las
mirase, nunca las vería. Era cierto; en aquellas tablillas que tenía delante, en los
bordes de las estanterías, se podían leer inscripciones en arameo; en verdad parecían
adornos. Habían sido talladas trescientos años después del nacimiento de Dios hecho
hombre. Las habían hallado al lado de los papiros del Apocalipsis.
Bohl había estudiado arameo. Se puso en pie y leyó:

Cuando pasen MIL años, el Regente será rey y unirá a las naciones y sujetará a
los demonios y hará la paz y reinará la concordia. Será Rey de Occidente…
Los demonios batallarán para ser liberados y para romper sus ataduras. Si,
transcurridos los MIL años, el mal triunfa, Satanás será suelto de su prisión de fuego
y azufre y saldrá a engañar a las naciones que están en los cuatro ángulos de la
tierra.
Transcurridos MIL años más, el pueblo elegirá un rey que unirá a las naciones y
sujetará a los demonios y hará la paz y reinará la concordia, y el diablo que
engañaba a las naciones será lanzado al lago de fuego y azufre…

—La profecía está escrita en el año 300 —dijo la señora Martín—, cuando el
Imperio de Roma se resquebrajaba y su caída era inevitable. La profecía habla de que
habían de transcurrir mil años. El Consejo de Regencia contaba su tiempo desde ese

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momento, con trescientos años menos que el calendario cristiano; coincidía también
con el tiempo de la llegada del primer hijo de Baal para salvar el Betilo. Clermont
estaba tan metido en este calendario, que incluso equivocaba los tiempos, creyendo
que desde la llegada de Santiago a Galicia solo habían transcurrido mil años. El
Consejo lo cifraba todo en el año mil, que sería el 1300 del nacimiento de Cristo.
—Pero ¿cuándo se cumplía? —dijo Bohl. «Cuando pasen mil años», ¿contados
desde el nacimiento de Cristo o desde el momento en que fue escrita?
—El Consejo interpretó lo segundo.
—Pero ¿y si la hubiesen interpretado mal? —preguntó Bohl.
—Pues entonces el tiempo de la profecía será dentro de cuatro años, en el año
2000 de la Era Cristiana. Significará que el intento actual de unir Occidente triunfará.
De lo contrario, tendremos que esperar hasta al año 2300; trescientos años más.
—¿Y cuál es la verdad? —preguntó Bohl.
—No lo sabemos —contestó la señora Martín—. Eso solo el tiempo lo dirá.
Bohl sabía que era así. Ni las profecías del Apocalipsis, ni las Fuentes de la Idea,
ni el Betilo dirían jamás lo que solo los hombres podían decidir. El intento de
Constanza y Clermont había fracasado y cientos de millones de seres humanos habían
sufrido de hambre, tortura y muerte; durante siglos las guerras habían asolado
Europa, dejando mares de sangre, tormentas de odio y sufrimientos incontables.
Ahora había una nueva oportunidad que no podrían desaprovechar. Deseaba que el
Consejo hubiese equivocado su interpretación del tiempo y no hubiera que esperar
trescientos años más. Lo deseaba, y lo creía.
El gesto último de Clermont había sido de un valor infinito. Él sabía que el Betilo
era más que un símbolo; era un legado del sol que tenía que volver junto al sol. No
podía caer en manos asesinas. Algún día, cuando el mundo estuviese en armonía,
transcurridos mil años, alguien lo rescataría y lo llevaría a la cruz del pórtico de la
Gloria, al lado de su Señor, como en aquel sepulcro. Para eso lo había depositado el
sol en la tierra.
Pero, hasta ese momento, y junto al más inmenso tesoro del mundo, permanecería
en la fosa donde se oculta el sol. Sabedor de que el final de su vida había llegado,
Clermont condujo El viento hasta la fosa que había descubierto doce años antes
cuando llegara por mar, y allí, frente a las tierras del Fin del Mundo, donde ni las olas
ni los hombres podían llegar tan hondo, ordenó a Enric que explotase el polvo que
ardía y lo hundiese. El mar de Finisterre entró a borbotones por los boquetes que las
explosiones abrieron en el casco de El viento y lo depositó en el fondo de aquella
sima profunda, llena de rocas, donde ninguna red, ni nadie, había llegado jamás. Pero
Clermont había dejado un mensaje con su sello, los truenos de temporal que los
marineros de Finisterre oyeron en un día de niebla, cuando la ausencia de viento en
las velas no movía el barco que hubo de ser navegado con remos. No eran truenos,
era la pólvora al explotar. Setecientos años habían tardado en entenderlo; no hay
temporal sin viento.

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—El Betilo era tan importante, y tanto el temor a que cayese en manos enemigas,
que Clermont no quiso poner por escrito ni decir a nadie el lugar en que estaba. Dejó
su sello, que solo usted adivinó —dijo la señora Martín—. Nadie durante siete siglos
lo había entendido.
—No fui yo. Me lo dijeron delante de la Dama, en Compostela —respondió Bohl.
No, El viento no había naufragado, porque sus bravos tripulantes eran diestros
marinos, ni se había dirigido a otro destino, porque se acabaría descubriendo. No,
Clermont lo había hundido sepultando a toda la tripulación para que nadie jamás
pudiese delatar dónde estaba. Algún día lo rescatarían y aparecería el Betilo. Porque
Clermont jamás permitiría tampoco que el Betilo se perdiese para siempre, lo que
ocurriría si hundiese el barco en alta mar. Tenía que ser un lugar que permitiese que
algún día las gentes del Consejo de Regencia lo hallasen, pero que, ni las olas lo
arrojasen a la costa, ni fuese descubierto por azar por pescadores. La sima de
Finisterre.
Sus gentes lo habían encontrado. Allí estaba El viento con los tesoros del Temple
y el Betilo. Él los había visto en la filmación que habían hecho. Pero había decidido
dejarlos allí. Aquel era su sitio. Aquel era el lugar que Clermont había elegido
setecientos años antes para que el Betilo se encontrase con su padre, Baal, cada
noche. ¿Por qué habían de sacarlo de allí? Cuando el mundo fuese como Constanza y
Clermont habían ambicionado, lo rescatarían y entonces viajaría por fin al centro del
universo, a la catedral de Santiago.
—¿Por qué nunca aparecieron los cadáveres de Blanca y de su hijo? —preguntó
Bohl.
—Porque no murieron —contestó la señora Martín.

Compartían ideas, cultura, proyectos… Querían que las cosas fuesen de otra forma.
Era tiempo de tomar el relevo. Nuevas ideas recorrían Europa, y su tierra, Galicia, no
podía quedar alejada de ellas. Aquello era Compostela, la ciudad que había sido el
centro del mundo cristiano, y las nuevas ideas necesitaban de su impulso. Ellos, que
habían vivido su universidad, sus calles, su catedral y su espíritu, sabían que la idea
de Europa era la idea de Compostela. El Occidente del milenio que acababa no había
visto la unión de los pueblos; el Occidente del próximo sí que la vería, y Compostela,
y su tierra, Galicia, estarían allí.
Tenían que asumir el reto. Era su deuda con aquella tierra. Lo sabían. Sería el
proyecto de todos, de aquellos hombres y mujeres repletos de ideas y entusiasmo.
Compostela y Galicia tenían que ocupar el lugar que sus gentes querían y que
Occidente, como símbolo, demandaba.
Sería un proyecto de lealtades, en el dominio de las causas justas.
—Va a ser muy duro. Piénsalo —le advirtió Cristina.
Sí. Iba a ser una ardua tarea, pero había que hacerla. Y confiaba en los suyos.

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Aquella noche, en las calles de Compostela, la conoció. Había oído mucho acerca
de ella. Raquel Murías. Morena, de ojos negros, delgada y con las manos largas.
Hermosa y atractiva. Hablaron de sus ideas, de Galicia, pero sobre todo de sus gentes;
a ella le interesaba la gente. Parecía vivir cada cosa que decía, de tanta como era la
firmeza con la que hablaba. Mientras la escuchaba, Indalecio pensaba en lo valiosa
que iba a ser para aquella causa.

Era una mujer joven, rubia y delgada. La piel muy blanca y el pelo algo rizado.
—Por fin nos encontramos —le dijo ella mientras se sentaba.
La señora Martín le había pedido una entrevista por medio del señor Bohl, al que
había conocido unos años antes. Hablaron de la historia, de aquellas épocas en el
cambio del milenio cuando Occidente se resquebrajaba; hablaron de las nuevas
ideas… Las horas transcurrieron en un soplo. No se cansaba de oírla. Ella le hablaba
como si se conociesen de siempre. Lo fascinó. Se volverían a encontrar.
—El señor Bohl me dijo que habías sido muy amable y que, sin saberlo, le habías
prestado un gran servicio. Te quiere regalar un libro, de gran valor para él —le dijo
ella mientras le tendía un sobre.
Lo abrió y se encontró con un códice. Leyó el título, La Elipse del Tiempo, y su
autor, Indalecio de Avalle. Una fecha, año de 1285. Textos, fechas, grabados… sintió
la magia irresistible de los pergaminos de un códice. Levantó la mirada y con los ojos
la interrogó.
—Algún día lo entenderás —dijo ella mientras un niño de unos seis años, su vivo
retrato, entraba corriendo en la cafetería y la abrazaba. Se levantó.
—Es mi hijo. Debo irme. El tiempo ya cuenta para nosotros.
—No sé tu nombre —dijo él—. ¿Cómo te llamas?
—Blanca.
—¿Y el niño?
—Manuel.
Cogió a su hijo de la mano y echaron a andar. Los vio alejarse por la calle. Oyó
que Manuel hablaba a su madre.
—Mamá, vámonos a la Casa de los Sueños.

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ABEL CABALLERO, (Ponteareas, Pontevedra, España, 1946). Es Doctor en
Ciencias Económicas por las Universidades de Santiago de Compostela y Cambridge.
Máster en Economía por la Universidad de Essex, desarrolló su labor como docente
en diversas universidades españolas y europeas. En la actualidad, ejerce como alcalde
de la ciudad de Vigo y es catedrático de Teoría Económica en excedencia en la
Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de la Universidad de Vigo. Posee
asimismo el título de oficial de la Marina Mercante. Además, es el presidente de la
Federación Española de Municipios y Provincias y presidente de la Red Española de
Ciudades por el Clima, así como miembro tanto de la Ejecutiva Federal del PSOE,
como del Comité Federal y el Consejo Territorial del mismo.
Además de obras científicas, Abel Caballero ha escrito las novelas: La elipse
templaria (2001); El hombre que tenía miedo al mar (2002); El invierno de las almas
desterradas (2004) y La puerta amarilla (2006).

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