Abel Caballero - La Elipse Templaria
Abel Caballero - La Elipse Templaria
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Abel Caballero
La elipse templaria
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pepitogrillo 24.03.16
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Título original: La elipse templaria
Abel Caballero, 2001
Diseño de cubierta: Mercè Godas
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Mi agradecimiento a la señora Martín.
Sin su ayuda, esta historia jamás sería
contada. Quizás su hijo la continúe…
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PRIMERA PARTE
EL AMANECER DEL TIEMPO
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1
EL SIL
L
as figuras veladas por la niebla caminaban en la misma dirección que el día.
Sus pasos, apurados, se dirigían hacia poniente. Seguían la luz. Avanzaban
hacia aquel lugar, el fin de la Tierra, desde el que ya no se podía continuar,
so pena de ser devorados por la Gran Catarata donde los mares se vaciaban en el
estrépito del fin del mundo.
Eran tierras agrestes, con luces difusas y días acortados por las brumas. El verde
perenne de los valles subía hasta las montañas. Las advertencias que los caminantes
llevaban en sus planos se habían quedado cortas ante las dificultades reales del
terreno. Nada decían de aquel empinado valle ni de aquel río, gris oscuro, que
discurría al fondo como una lengua esculpida entre las montañas, que la niebla a
duras penas dejaba ver. Río Sil le habían llamado los antiguos ocupantes romanos.
Imposible vadearlo por allí. No habían seguido el Camino de Santiago; habían
evitado las rutas habituales para no llamar la atención. Diez caminantes con hábitos
de monjes recorriendo el Camino no podrían dejar de ser anunciados allá, en
Compostella, y la misión que les había sido encomendada requería el máximo sigilo.
Las instrucciones al respecto eran terminantes: debían rodear los territorios más
poblados, evitar las rutas más conocidas y, sobre todo, llegar en la fecha indicada. A
costa de lo que fuese.
Aquel valle parecía infranqueable; la maleza del bosque y el barranco impedían el
paso, aunque eso les aseguraba que no serían vistos. La ladera del otro lado del río
aparecía llena de escalones. Pequeños muros de piedra sostenían una encima de otra
incontables terrazas que en su día debieron de ser lugares de cultivo, seguramente de
vid. Doce siglos antes, los ocupantes romanos llevarían cada año a Roma aquel
exquisito vino, como muestra de que aquellas tierras en el fin del mundo eran útiles al
Imperio.
Terrazas y muros se veían ahora desmoronados, reclamando de nuevo el trabajo
de los cinco mil esclavos que habían levantado aquella colosal obra.
No podían perder mucho tiempo. Si se retrasaban, todo el plan se podría venir
abajo y mucho era lo que estaba en juego para Occidente. Debían alcanzar el castillo
de Lemos cuando, por segunda vez, el sol desapareciese por el fin del mundo.
No era tarea fácil y por eso, habían recurrido a ellos. Se trataba de una misión
arriesgada y difícil. Incluso para templarios. Tenían que iniciar aquel proceso que,
una vez en marcha, ya nada ni nadie podría parar.
—Nos separaremos en tres grupos —dijo uno de los monjes de mediana edad,
delgado, con aspecto recio y piel curtida por el sol—. Uno marchará una legua hacia
el norte, otro hacia el sur y el resto permanecerá aquí conmigo. Buscaremos gentes
del lugar que nos ayuden a cruzar el río con sus barcas. Nos reuniremos en la cima
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del monte escalonado —concluyó señalando la colina frente a ellos.
Sobraba cualquier recomendación de cautela. El largo camino que habían
recorrido desde las húmedas y frías tierras del este de Germania, había hecho de un
grupo de hombres reclutados en diferentes lugares de Europa, un destacamento
compacto y compenetrado. Todos sabían cuál era su cometido. Habían sido
seleccionados personalmente por el Gran Maestre, Thibauld de Gaudin. Diez
hombres que tenían en común su pertenencia, desde antiguo, al Temple. Habían
luchado en las cruzadas, en Turquía, en las tierras de Argel. Fueron heridos,
encarcelados. Sufrieron las miserias de la guerra, dirigieron cuerpos de ejército.
Tenían experiencia. Haberlos enviado precisamente a ellos a aquella misión mostraba
su importancia.
Cuando el Gran Maestre, les puso al corriente de la misión y ordenó que los
instruyeran detalladamente, no preguntaron; simplemente obedecieron. Sabían cuál
era su obligación y la cumplirían; su vida estaba al servicio de la Cristiandad. Así,
Enric de Westfalia había ido a Argel con el objeto de provocar una revuelta del Jeque
Abdal, para que el mundo árabe se debilitase al atender a problemas internos. En
Turquía, Joseph había conseguido alzar en armas la provincia de Ankara, paralizando
un ejército que se dirigía a luchar contra la cruzada. Habían recorrido Siria, Jordania,
Egipto y hasta Mesopotamia, con ejércitos, o en misiones de incursión para distraer a
las fuerzas musulmanas que daban apoyo a las que ocupaban los Santos Lugares.
Años de combate en la cruzada al lado de los ejércitos franceses, germánicos e
ingleses, avalaban una historia de servicio al Temple.
Las instrucciones del Gran Maestre eran precisas y no dejaban nada al azar. Pero,
sobre todo, les había quedado claro que el objetivo final era el Camino de Santiago, la
Ruta Occidental de la Cristiandad.
—Allí hay una barca —dijo uno de los cuatro hombres que había quedado con
Enric—. Si encontramos pronto a su dueño podremos descansar unas horas y aun
encontrar un sitio abrigado para pasar la noche.
El barquero, un hombre rubio, casi pelirrojo, fue tan parco en palabras como los
cuatro templarios. Al subir a la barca se sintieron observados, a pesar de que aquel
hombre apenas los mirara. Les habían advertido; las gentes de Gallaecia eran
perspicaces y misteriosas. Tuvieron la certeza de que el barquero sabía que no eran
peregrinos y, mientras cruzaban el río, el silencio se hizo pesado. «Ya saben que
estamos aquí —pensó Enric—. ¿Cómo se habrán enterado?».
En medio de la niebla, que al contacto con el agua oscura del río se volvía casi
sólida, Enric sintió temor; allí abajo se había hecho de noche y aún faltaban dos horas
para la puesta del sol. Al desembarcar, y mientras le pagaba lo convenido, su mirada
se cruzó con la del barquero y sintió un estremecimiento. Todo parecía irreal y difuso.
Iniciaron la subida de la empinada ladera. Cuando se encontraban a mitad de
camino, el río desapareció súbitamente de su vista. La bruma lo cubrió y la noche se
hizo real. Tenían que buscar un sitio donde pasar la noche, y si los otros grupos se
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retrasaban, deberían dormir a la intemperie; lo habían hecho muchas veces, incluso
con más frío y con lluvia. Pero Enric no estaba tranquilo. Sentía un hormigueo en la
espalda y prefería descansar a resguardo. No le sorprendió que los otros tres
templarios pensaran lo mismo. Sabía que tenían la misma sensación que él.
Tampoco le sorprendió comprobar, cuando los otros dos grupos se les hubieron
unido, que también en ellos había prendido el mismo desasosiego. Todos preferían
hacer noche a cubierto.
Tuvieron suerte. Encontraron pronto un galpón, donde, en época de vendimia, se
guardaban los cestos y los barriles para fermentar las uvas. Allí no serían vistos, y
estarían seguros.
La cena fue frugal. Tomaron la carne restante del ciervo que habían cazado en los
Montes de León y agua. Los Caballeros del Temple eran sobrios y austeros. Aquella
noche, con la niebla penetrando hasta los últimos resquicios del refugio, cenaron en
silencio. Un silencio tenso, distinto del habitual. Los llenaban sensaciones que nunca
habían sentido. Las notaban. Las compartían. Era como si los hubiesen transportado a
otro mundo, a otra tierra con diferente carácter.
Enric pasó la noche en vela. Una sensación de angustia le había calado el espíritu.
Con la sangre fría que le caracterizaba, reflexionó.
¿Qué había cambiado por el solo hecho de cruzar aquel río? El barquero apenas
había pronunciado diez palabras. ¿Por qué, entonces, aquella sensación de
desasosiego, de haber sido descubiertos? Sin duda era fruto de la imaginación y del
efecto sobrecogedor de aquel río brumoso y metálico, de agua tan espesa, que se diría
que se podía caminar sobre ella, y de la rápida caída de la noche, que, como si fuese
un telón que lo había sumido todo en la oscuridad, les había alterado el pensamiento,
incluso trastornándolo. Esa era, sin duda, la cuestión; aquellos fenómenos naturales y
aquel valle magnético, les habrían afectado. ¿Cómo podría, ni por asomo, aquel
inculto y bárbaro barquero, conocer o siquiera entender su misión? Solo pensarlo
resultaba absurdo.
Solo ellos diez, el Gran Maestre y el que había de venir, conocían la misión. Doce
templarios y el Papa de Roma. Nadie más sabía lo que estaba en juego y las fuerzas
que se iban a desencadenar.
El Gran Maestre había sido tajante. Occidente tenía que mantener el Camino de
Compostella abierto; era la gran ruta de la civilización cristiana. La amenaza se
cerniría sobre esta si sus dos extremos, occidental y oriental, eran ocupados por el
Islam. La Cruz Templaria había sido la encargada de mantener el cristianismo en toda
aquella extensión, pero Oriente se había perdido. Ya los primeros cristianos habían
definido el territorio: Pedro a Roma, Santiago a Finisterre y Pablo en Oriente. Así se
había decidido y así debía ser. Nada ni nadie lo habría de cambiar.
Una gran amenaza, sin embargo, empezaba a convertirse en realidad. Algunos
habían temido que en el salto del primer milenio, esos dos extremos de la civilización
cristiana pudiesen quedar definitiva y violentamente desgajados de la cruz de
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Occidente. Si esto llegaba a suceder, el ataque a las tierras del norte, la Germania,
sería fácil. Sus territorios se desmembrarían e imperaría de nuevo la barbarie; Roma,
aislada, ya no sería más que el último baluarte de aquella gran civilización.
Algunos de estos signos se empezaban a cumplir. Las cruzadas contra el Islam en
los Santos Lugares, se habían mostrado incapaces de desalojar al infiel. Antes bien,
parecía que la conjunción de Turquía con el islamismo surmediterráneo, ya no solo
fortalecía su posición en las tierras del Golán, sino que podría ser una gran amenaza
que avanzase desde Oriente.
Era cierto que aquellos temores habían sido más fuertes al tornar el milenio y
desde entonces ya habían transcurrido casi trescientos años. Corría el año del Señor
de 1295. El mundo miraba cada vez más hacia Compostella y por eso era preciso
fortalecer su ruta y su tierra. Y había que hacerlo con prontitud y certeza.
El plan era meticuloso. No podían cometer errores y por eso los habían elegido. A
ellos y al que habría de venir, que se uniría al grupo en algún sitio y dirigiría toda la
operación. Enric desconocía su nombre. Solo le habían dicho que al verle, lo
reconocería inmediatamente.
Así pues, no era posible que el barquero supiera nada de aquello. Todo eran
figuraciones suyas. Simplemente, los habría observado con la curiosidad de encontrar
a cuatro monjes peregrinos vadeando el río Sil tan alejados de la rutas de
Compostella.
Aquellos temores carecían de sentido, pero la inquietud permanecía en ellos
cuando la primera luz del alba entró en el refugio. La niebla había desaparecido,
descendiendo hacia el valle. Por primera vez pudieron ver el terreno que pisaban;
rodeados de altas montañas, horizontes cercanos, quebrados por los escarpados
cañones que abriera el río Sil y allí detrás, al otro lado del río, el castillo de los
Castro, que aunque no figuraba entre los lugares peligrosos, había que evitar. La
recomendación era que no notaran su presencia.
Reemprendieron la marcha con el sol a la espalda, avanzando de nuevo en la
misma dirección que el día, con paso rápido y decidido. El mundo parecía haber
cambiado. Ahora todo era luminosidad. El sol se lanzaba contra la espesa vegetación,
y los bosques de castaños, verdes, brillantes, despedían sus rayos de nuevo hacia el
cielo. Olía a humedad limpia. Solo montes, árboles, claridad y sonidos; el silencio de
los bosques. Todo había sido un sueño de nieblas, brumas, aguas y oscuridades. Sin
duda fruto de la imaginación.
Les quedaba un día. Había que apresurarse. La mañana limpia y clara invitaba a
ello. Aquellos dos días que se habían retrasado en Roncesvalles, el desfiladero del
milagro donde el infiel había sido detenido, pesaban ahora como losas en su marcha.
Debían llegar al anochecer, y llegarían. Tierra hermosa la que estaban descubriendo;
tierra desconcertante, que podía pasar de las sombras difusas a las cascadas de luz.
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Por eso les habían advertido. Todos los cuidados eran pocos.
Debían llegar a tiempo, y llegaron. Cuando el sol ya no dañaba la vista al mirarlo
en el horizonte, apareció la silueta del castillo de Lemos, imponente, en la cima del
monte, coronando una tierra llana y fértil.
Enric volvió a sentir el desasosiego. Podía oler la fertilidad de aquel valle; sintió
en la piel que la tierra que estaba ante sus ojos tenía la misma fuerza que el agua de
aquel río, el Sil. Tuvo la impresión de que el castillo no había sido construido, sino
que había brotado de la misma tierra. Si no, ¿cómo podía ser tan hermoso y tan
poderoso a la vez? La magia flotaba en el aire. Ni siquiera en las tierras de Damasco,
o en Roma, había notado nunca algo parecido.
—Antes de la puesta del sol estaremos en nuestro destino —fue lo único que
Enric acertó a decir.
Nadie replicó. El silencio hablaba por sí solo.
Bullicio, ruido, gentes por doquier que cantaban y bebían. El pueblo de Monforte, a
los pies del castillo, estaba todo en la calle. Alegría desbordante; los mayores, los
niños, los hombres, las mujeres, todos participaban de la magna celebración. El paso
de diez monjes por las calles no sorprendió a nadie; los miraban sin recelo y sin
prestarles atención. Era como si fuesen parte de la celebración, añadidos a la fiesta.
—¡Por la felicidad de doña Cristina! —brindó desde la puerta de una taberna un
hombre, ya entrado en años, con aire de hospitalidad.
Los caminantes respondieron a los saludos con frases sueltas. No era preciso
indagar el camino del castillo. Bastaba con seguir a la gente.
Detrás de ellos unos caballeros con guardias de escolta y dos carruajes les
alcanzaron al trote. Vestidos de fiesta, espada en ristre, las mujeres en los carros, con
señas inequívocas de señorío. Los dejaron rápidamente atrás, cabalgando hacia el
castillo.
Al día siguiente, tendría lugar la boda de la hija del señor de Lemos, doña
Cristina, con el caballero de Avalle, de las tierras del Miño, cerca de Tui. Toda la
nobleza gallega estaría en el castillo aquella noche y, con ellos, diez monjes asistirían
a la ceremonia. No volvería a haber una ocasión así para hablar con los más notables
señores de aquella tierra mágica y contar con su concurso.
Los señores de los condados de Betanzos, Terra Chá, Monterrei y tantos otros
habían llegado ya, pero aún faltaban algunos. Se hospedarían en el castillo y en el
edificio cercano a la iglesia. La boda la oficiaría el obispo de Mondoñedo, venido
expresamente para ello. No lo haría el de Compostella. Había razones que lo hacían
imposible.
La subida final al castillo era en verdad empinada. Tras un día caminando sin
parar, los templarios sintieron la dureza del tramo final. Pero habían llegado en la
fecha límite. El primer paso estaba dado. Se había iniciado en Rotterdam y había
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concluido en Lemos.
—Ahora empieza a contar el tiempo —dijo Enric a sus compañeros, mientras
daba un fuerte aldabonazo en la entreabierta puerta del castillo.
El sol ya se había ocultado. La parte más alejada del castillo parecía desaparecer,
fundiéndose con la oscuridad. Abajo, las gentes del pueblo seguían cantando y
gritando al paso de las comitivas por delante de las hogueras. Y allí, en aquella
explanada frente al castillo, iluminada por algunas antorchas, a Enric le pareció que el
suelo se hundía, volviéndose negro como si se abriese un abismo. Los segundos se
hicieron eternos. Todo era hostil; las paredes de piedra sin una sola grieta, las torres
almenadas, amenazantes, sobre sus cabezas, las herrumbres de la puerta, ocres como
la plaza alumbrada por aquellas antorchas, parecían advertirles del peligro de su
misión. El bullicio se detuvo en aquellos instantes de piedra. Enric se estremeció. Le
entró vértigo.
Se sintió observado por una mirada de hielo. Sabía que los guardias, los
vendedores y los aldeanos que estaban en las esquinas de la plaza los miraban. Pero
no era eso; sintió frío en la nuca. Se supo de nuevo descubierto, mientras una figura
se fundía rápidamente con las sombras, enseñando su rostro rubio, casi pelirrojo…
Deseó que la puerta se abriese al instante.
—El conde quiere veros ahora mismo. Nos ordenó que le avisáramos tan pronto
llegaseis. Hace dos días que os esperamos —dijo el jefe de la guardia al tiempo que
les abría la puerta.
Entraron en una amplia plaza de armas. Los templarios notaron aquella sensación
de los castillos de Malta, de Francia, de Castilla… Piedra, hierro, gentes, sudor; la
vida valía lo que tardaba un arma en hacer su trabajo. Aquel era su mundo. Se sentían
de nuevo fuertes, seguros y con fe en su misión.
Cuando subían las escaleras de piedra, alumbradas por antorchas, con el ir y venir
de gentes, nobles a todas luces, ya habían recompuesto el ánimo. Había sido otra vez
la imaginación y la obscuridad. ¿Qué habían visto?, pensó Enric. Nada, la imponente
mole de aquel castillo les había desconcertado. Gentes rubias, casi pelirrojas, había
muchas por estos parajes. ¿Por qué aquella sensación de que ya había visto antes
aquella silueta y aquella cara? Sin duda, las gentes se parecían aquí mucho.
—Os esperaba hace dos días —dijo el conde de Lemos—. Llegué a pensar que se
había cancelado toda la operación y que habíamos sido derrotados antes de empezar.
Veo con agrado que mis temores eran falsos.
Sobre la mesa brillaba la daga que Enric había depositado antes de que hubiesen
cruzado una sola palabra. Era el símbolo de los grandes capitanes del Temple. Piedras
rojas y blancas formando la cruz templaria.
El conde de Lemos observó a aquellos hombres que les ayudarían a recuperar el
poder que habían perdido frente al clero, con los obispos y los monjes cistercienses a
la cabeza. ¿Quién iba a defender las tierras del fin del mundo del invasor infiel sino
los nobles? Tenían que volver a fortificarse, ser poderosos y armar un ejército para
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defenderse. Los conventos, ocupados en las mejoras agrícolas y en sus libros, nunca
serían fortines de defensa frente al enemigo.
Él sería el encargado de dirigir la nobleza, aglutinarla, armarla y hacer que el
ejército de Gallaecia fuese respetado y aun temido en todas partes. Aquel sueño de
poder y venganza estaba ya en marcha. Muchas generaciones de Lemos se habían
hecho respetar y él no iba a consentir ahora que su estirpe fuese despreciada por el
clero.
Aquel día en que el arzobispo de Compostella, ruin y miserable, no había
accedido a reconocer su señorío, negándose a oficiar en su boda y delegando en el
deán de la catedral, la humillación había herido su alma. No pararía hasta tomar
venganza. Había pasado noches enteras en vela viendo al arzobispo pagar por aquella
afrenta. Pero en aquel momento, la realidad cobraba forma: diez templarios en su
castillo y, como contraseña, una daga sobre la mesa.
—La dureza de estas tierras… —se limitó a decir Enric, sin mencionar que había
sido Roncesvalles la causa de la demora.
La cueva de Roncesvalles, que tras dos días de búsqueda habían encontrado; un
gran escondrijo que, en la puerta de la otra Europa, nunca despertaría sospechas. Más
fácil y más imposible. Era paso obligado de todos, y nadie la vería. Pero aquello era
solo para el Gran Maestre. Nadie más, a excepción, claro está, del que había de venir,
sabría de aquel lugar en Roncesvalles.
—Tras la cena, cuando las damas se retiren a sus aposentos y el obispo se dirija a
la abadía, donde hará noche, nos reuniremos. Nuestros invitados saben que unos
cruzados han llegado casualmente al castillo y tienen curiosidad por oír sus historias
de las cruzadas. Están descontentos por las levas y los impuestos que nos imponen los
monarcas de Castilla, pero, sobre todo, piensan que el poder de los obispos y los
monjes cistercienses es excesivo. Son gentes de religiosidad profunda que reconocen
autoridad al clero, pero no el derecho a ejercer por delegación el poder de la corona
en un país, el nuestro, que nunca tuvo rey.
Un país sin monarca, un habla propia, y con el Apóstol en su corazón, allá en
Compostella. Este es el sitio, pensó Enric. El poder lo habían ejercido los señores
feudales en cada condado, en cada valle. País prodigioso al que Santiago había
decidido ir a predicar y donde reposaba por los siglos de los siglos. Allí deberían
haber emplazado el centro difusor de la unidad sinárquica de Occidente. No eran las
cruzadas el camino, sino el propio Camino de Santiago. Lo marcaba la Vía Láctea, lo
señalaba el Universo y no se habían dado cuenta. Lo miraban y no lo veían.
Era preciso instalar en Europa un gran gobierno sinárquico desde el que los
hombres más sabios, justos y bondadosos rigiesen los destinos de la Europa cristiana
y buscasen el renacimiento interior del ser humano. Desde Platón al Temple.
Creyeron que la vía divina eran las cruzadas: salvar los Santos Lugares y conseguir el
poder en el orbe cristiano. Se habían equivocado: debían recorrer la cruz siguiendo al
sol, yendo hacia Occidente, y ellos se dirigieron a Oriente. Habían perdido dos siglos
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y una parte de su fuerza. Este era el lugar, y aquí estaban las señales. No había que ir
desde Roma hacia Jerusalén. Tenían que recorrer primero el otro brazo de la cruz,
desde Roma a Compostella. Este no era el Finis Terrae. Santiago había venido aquí
en barca de piedra para señalarlo, era el principio.
Cenaron en una dependencia aparte. Desde el salón de banquetes, un amplio
comedor empedrado, llegaban los sonidos de la música que, a ratos, desaparecía
devorada por las voces, las risas y los ruidos de los cuencos de madera y de los
servidores moviéndose con precipitación. Los platos se sucedían sin fin; los vinos se
escanciaban con profusión. Todo se había reunido en forma de cena: carnes, caza,
pesca de río, frutos de la tierra. Aquello hubiese mantenido a un ejército durante una
semana. Se trataba tan solo de la muestra del carácter de la tierra. Los templarios,
frugales, cenaron en silencio. Enric era consciente de la importancia de la reunión que
iban a tener. Aquellos nobles debían reclutar un ejército, sin despertar sospechas que
pudieran alertar atenciones no deseadas. El conde de Lemos, siguiendo las
instrucciones que habían recibido, se pondría a su cabeza.
Los ruidos se fueron apagando y la música ocupó todo el espacio. Una zampoña y
una viola lanzaban una luz de melodías que hicieron que aquellos recios templarios
fuesen aún más conscientes de la importancia de su misión. Aún seguía la música
cuando el jefe de la guardia los fue a buscar y los condujo hacia la sala de armas. En
la pequeña antesala había una chimenea con un pote de castañas. Allí, al lado de la
ventana, de pie tras una mesa, reluciente, blanca, rubia y azul, aquella figura le
pareció a Enric una alucinación de aquella tierra mágica. La sonrisa, el pelo rubio
corto, los ojos azules que lo ocupaban todo, las manos blancas…, no era real tanta
belleza. Pero estaba allí y le sonreía. Fugaz, desconcertante. La puerta, al abrirse e
introducirlo en la sala, deshizo el hechizo.
—El señor de Avalle, el conde de Salvatierra, el señor de Bembibre, el conde de
Traba, el conde de Sotomayor.
El conde de Lemos recitó los nombres de cada uno de los más de treinta
caballeros que ocupaban la sala de armas. Su curiosidad al ver a los diez monjes
resultaba evidente. Eran diez cruzados que, según les había anticipado el anfitrión,
peregrinaban a Compostella tras haber sido liberados en el Magreb. Procedían del sur,
de Granada, a donde habían sido llevados para cobrar rescate. El favor del Apóstol
los había liberado. Eran nobles templarios de países cristianos, convertidos en
peregrinos en agradecimiento al Señor Santiago, que pasaban por el castillo de
Lemos, fuera de las rutas habituales, porque procedían de tierras del Islam.
La narración de Enric no permitió respiro alguno. Las cruzadas, el Santo
Sepulcro, la retirada de Jerusalén, la derrota, el avance islámico, el peligro del
turco… los atrajeron enseguida sin recelo, porque aquello llenaba su espíritu. La
Cristiandad estaba en retroceso. Aquel mensaje transmitido con tanta seguridad
prendió fuertemente en unos señores, dueños de vidas y haciendas, que veían un
Camino de Santiago en pleno apogeo, con miles de peregrinos de toda Europa
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fluyendo a través de sus tierras, al tiempo que perdían poder. La hegemonía del clero
asentado en torno al sepulcro del Apóstol, la ocupación del poder de Gallaecia por las
órdenes religiosas y el debilitamiento de los señores feudales, era un terreno abonado
para el mensaje de la Cristiandad en retroceso. Solo ellos, con sus ejércitos
rearmados, podían dar seguridad.
Enric supo que estaban ganando. La sombras que proyectaba la luz de las
antorchas permanecían inmóviles. Nadie decía nada. Escuchaban. Pronto el ambiente
se volvió conductor. Se sintieron ellos mismos. Fuertes, poderosos, protagonistas.
Eran Occidente. Desde allí había de avanzar una nueva causa. No podían ser meros
espectadores, sino el corazón desencadenante. Por la Cristiandad, pero sin el clero.
Podrían conseguir cualquier cosa.
—La historia nos reclama —pronunció con vehemencia Indalecio Avalle, un
joven de apenas diecinueve años de tez pálida y ojos marrones, casi negros—.
Tenemos que tomar la iniciativa. Ir juntos. Armar un ejército. Cada uno de nosotros
puede reclutar cien soldados. Un ejército de tres mil hombres, bien entrenados, sería
el brazo armado del Apóstol.
Tenía fuerza. Todos asentían, aun a pesar de por lo menos doblarlo en edad.
Rostros más curtidos, barbas más espesas, brazos más fuertes, aceptaban aquellas
palabras y las que siguieron. Indalecio ofrecía sus tierras, allá al lado del río Miño,
como campos de entrenamiento.
Lo que Enric pretendía había surgido con espontaneidad de aquella sala de armas
y de un joven casi imberbe. La sorpresa de Enric y los otros templarios fue máxima
cuando vieron la satisfacción del conde de Lemos. Los planes eran que fuese él el que
encabezase aquella eclosión de poder. En solo unos instantes otro se había puesto al
frente y parecía del agrado de todos, hasta del conde.
La cara de alguno de los templarios debió reflejar las tribulaciones que les
acometían ante aquella situación, de tal manera que el conde de Lemos aclaró con
evidente satisfacción:
—Don Indalecio de Avalle contraerá matrimonio mañana con nuestra hija doña
Cristina.
Aquello dejaba las cosas en su sitio. Aún mejor. Dos personas, el conde e
Indalecio, harían mejor el trabajo. Serían capaces de unir a todo aquel grupo.
Un ejército para evitar la caída del sepulcro del Apóstol, para salvaguardar la ruta
jacobea y para frenar el retroceso del cristianismo, era el sentimiento de la mayoría de
los presentes y el que, en verdad, animaba a Indalecio.
Un ejército para recuperar y mantener el poder de los señores feudales y para
ocupar el lugar que a algunos les correspondía, pensaba el conde de Lemos.
Un ejército para el gran objetivo, Europa y su gobierno sinárquico, pensaba Enric.
Sin duda, aquella era la tierra, estos los hombres, y el sepulcro del Apóstol, la causa.
Las voluntades se empezaban a mover, pero aún quedaba mucho.
Instrucciones, acuerdos, juramentos, secreto, causa común, honor y palabra. Las
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sombras seguían petrificadas y las miradas severas. Todos comprendían lo que estaba
sucediendo en aquella sala de armas. El castillo de Lemos era el testigo, Enric el
transmisor e Indalecio el brazo ejecutor. Todo encajaba. La rueda comenzaba a girar y
nunca más se pararía.
Al acabar la reunión, Enric se dirigió apresurado y ansioso hacia la puerta. La
franqueó. Aquella mujer ya no estaba allí. La mesa, la ventana, la chimenea, las
castañas, eso era todo; la sala estaba vacía. Él la llenó con su anterior visión. Aunque
había pasado el tiempo, sentía su presencia. «Cosas de la mente», pensó. «Estas
tierras mágicas actúan sobre el espíritu y más cuando el cansancio agota el cuerpo».
Durmió mal. De nuevo sintió la sensación de desasosiego; lo dominaba el
recuerdo de aquella visión. El rostro de la hermosa mujer al lado de la chimenea no se
apartaba de él. Era mejor recapitular cómo había sido la reunión. Repasó
mentalmente los nombres y las caras. Al principio habían mostrado la curiosidad de
la novedad, pero pronto habían adquirido el aspecto grave de los grandes momentos
en los que se sabe cuánto está en juego.
La intervención de Indalecio había conseguido llevar el proceso mucho más allá
de lo que hubiesen podido imaginar. Un personaje con imán, sin duda, especial. Todo
iba bien. Pero el pensamiento se le escapaba una y otra vez a la sala de la chimenea.
Era inútil; su figura se dibujaba aun en contra de su voluntad. Fue apenas un abrir y
cerrar de ojos, y aún duraba. Desde que vadeara aquel río sólido, todo eran impulsos
que no controlaba. Pero la figura etérea de aquella mujer, estaba, ya no en el terreno
de la magia, sino en el de lo prohibido. Mitad monje, mitad guerrero, al servicio de la
Cristiandad. Caballero del Temple. Sentía un impulso como remolinos de aire, y tenía
la sensación de pisar arenas movedizas.
Guerra y amor. Armas y casa. Torbellino de sentimientos. Un largo viaje desde sus
tierras del Miño hasta Lemos. Una boda, una unión que le producía sensaciones que
iban mas allá de sus propios sueños. Un deseo irrefrenable de verla, de estar con ella.
Fue conveniencia hasta que la vio. Entonces empezó un viaje infinito de
sentimientos, más allá de la cordura. Cristina, de apenas diecisiete años, fue para él
todo. La vio y sintió que vivía. Más que nunca sintió la vida. Su alegría, su belleza, su
dulzura, su sosiego le hablaban de una eternidad de felicidad que iniciaban juntos. De
la impaciencia, los días no pasaban, pero ya solo quedaba una noche. Tan solo un
sueño, que no sería, porque al final estaba ella.
Aquella noche, en la sala de armas, un nuevo tiempo se había abierto; aquellos
monjes cruzados, cautivos, peregrinos de Santiago, le habían mostrado el destino en
un instante. Muy pocos hombres podrían ver lo que él había visto: el deber, el poder,
el ser. Su voluntad se había vuelto firme. Sabía lo que tenía que hacer. Armar un
ejército poderoso. Gallaecia sería muy pronto testigo de un gran ejército al servicio
del Señor para salvar Occidente.
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El día llegó. Indalecio no había dormido. No lo necesitaba. Se sentía más fuerte
que nunca. El castillo amaneció de repente; la luz llegó tarde, cuando ya una multitud
empeñada en los preparativos se movía en todas direcciones. Los nobles y sus
familias se dirigieron a la capilla y ocuparon sus sitios de acuerdo con estirpes y
blasones.
El obispo de Mondoñedo, rodeado de una docena de clérigos, desde el lugar
central en el altar, seguro de su poder, vio al fondo de la iglesia a los diez cruzados
peregrinos. No acertaba a comprender cómo aquellos monjes, de aspecto más bien
vulgar, habían sido capaces de obtener el compromiso de armar un ejército de
aquellos nobles, individualistas, poco ambiciosos y acostumbrados a una vida
rutinaria, si ni siquiera sabían muy bien su finalidad. Pero el hecho era de la máxima
importancia. Había que poner sobre aviso al monacato cisterciense y al arzobispo de
Compostella, que decidiría si era conveniente avisar al Rey y qué medidas debían
tomar. Él cumpliría con dar el aviso.
Tenía gran aprecio por el conde, hombre bueno y cabal, aunque demasiado
pendiente de los deseos de su mujer, la hermosa doña Inés. Hasta ahora la influencia
de esta se había limitado a cuestiones sin trascendencia, la hacienda, los cultivos, los
sirvientes… Pero la noche anterior había permanecido en la antesala de armas hasta
el final de la reunión. La acústica de la cúpula de la sala de armas llevaba los sonidos
a la chimenea de la sala contigua. El obispo lo había experimentado como una
curiosidad que le contara el conde; jugaban a las adivinanzas con las visitas.
La iglesia se le vino encima a Enric cuando vio aparecer a la señora de la ventana
de la mano del conde. Aquella figura, ya imborrable, era ahora una realidad con
nombre, doña Inés. No pudo reaccionar. Sus ojos se quedaron presos y no los pudo
separar de ella. Su voluntad quedó sepultada bajo las piedras de aquella iglesia. Mitad
monje, mitad guerrero. Todo de aquella mujer. Inmóvil. El pasado se desprendió en
un instante del presente. Ya no era. El después no sería consecuencia del antes, sino
del ahora. Su misión permanecía, lo demás, no. Todo había de ser como debía, pero
no su alma.
Aquella tierra mágica empezaba a decidir su propio destino y el de todas sus
gentes. Le habían advertido y no lo había creído. Desde Rotterdam a las tierras de
hielo de Suecia, desde los desiertos de calor de Argel a las lluvias de las estepas del
norte, desde Mesopotamia, la húmeda, hasta los bosques de Castilla, su espíritu se
había curtido para el Temple y Cristo. Pero ahora no se sentía el mismo; estaba en
otra tierra, con otro carácter.
Con una espada en las manos, aguardaba a Cristina. Las dos manos sobre la cruz
de la empuñadura de aquella espada, pesada, brillante, que su abuelo don Indalecio le
había entregado al iniciar el viaje a Lemos, diciéndole: «Sé que la usarás con honor y
valentía». Su abuelo no pudo acompañarlo. Los años y la salud se lo habían
impedido. «No te volveré a ver. Pero sé que el tiempo no tendrá final para ti. Serás
feliz y desgraciado. Morirás y vivirás. El tiempo curvará ante ti su elipse».
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No lo entendió. Lo quería demasiado. No lo quiso oír. De él lo había aprendido
todo. La paciencia, la transigencia, el honor, la vida de su pueblo, la voluntad, el
tesón pero, especialmente, la trascendencia. Todo va más allá. Cada acto tiene
consecuencias. La vida es más que el tiempo que pasa, es el juego de la acción y su
resultado. «Tu vida trasciende al tiempo», le dijo al despedirlo. Fueron sus últimas
palabras.
Por eso decidió esperar a Cristina con su espada. La extrañeza de los invitados era
patente. Jamás se había visto esperar a la desposada en la iglesia con la espada al
frente.
Se juntaron ante el altar. La dulzura de Cristina apagó el furor de la espada y
desvaneció una nube de temor que había inundado la iglesia. Devolvió la calma a las
gentes. Así era ella. Lo había sido siempre. Transmitía su tranquilidad. Aplacaba las
furias con su presencia.
—Nunca se celebró una ceremonia ante Nuestro Señor Jesucristo con el arma de
la muerte en su presencia —clamó el obispo—. Esta no se celebrará si no se desarma
el señor de Avalle.
El obispo ejercía su poder. La reunión de la noche anterior y la presencia de
Indalecio en ella estaban teniendo respuesta en aquel momento. La Iglesia era
primero. Su magisterio le señaló que era aquel el momento de desbancar a aquel
joven de su pequeño pedestal. Todos entendieron el significado de las palabras del
obispo. Se movieron inquietos mirándose desde sus sitios.
—Espadas y cruces defendieron el Santo Sepulcro. Espadas y cruces defenderán
el camino de la civilización cristiana. Esta espada y esta cruz le exigen su obligación.
Con la cruz o con la espada. Su Dignidad diga qué lado quiere.
Todos quedaron paralizados. El reto no dejaba ningún margen al obispo. Indalecio
había dejado libre su instinto. Todos vieron su determinación. Lo miraron con
respeto, pero temieron las consecuencias. Enric vio a un hombre capaz de llevar hasta
el fin cualquier cometido. Sintió, también, admiración e inquietud.
Concluida la ceremonia, el obispo, seguido de sus clérigos, salió sin hablar con
nadie. Ni con el conde. Su dignidad había sido humillada por aquellos nobles. Por el
de Avalle. Toda su vida estaría ya marcada por aquello. No pararía hasta vengarse. De
todos. Pero, sobre todo, de Indalecio. En la puerta de la iglesia sintió el hielo de la
mirada de Enric; se estremeció. Había que ir directamente a Compostella. No se
podía perder ni un día. Su instinto de viejo clérigo, conocedor de las gentes, le decía
que todo aquello era vital. Los comportamientos, los gestos, las miradas; algo muy
grave flotaba en el ambiente. Aquel ejército. Una espada en el altar. Un reto a un
obispo de Cristo. No lo comprendía. El arzobispo, sin duda, sabría qué hacer.
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2
UN VIAJERO LLEGA A COMPOSTELLA
E
l barco enfiló el cabo del fin del mundo. Las brumas no permitían verlo,
pero allí, detrás de aquellas nubes, estaba Finisterre, el último confín de la
tierra. El navegante siempre sentía pánico a que la corriente lo arrastrase
hacia la Gran Catarata. En cierta ocasión en que se apartó demasiado de la tierra,
incluso llegó a oír su estrépito. Desde entonces el temor lo acompañaba siempre que
navegaba aquella costa. Esta vez también. Aunque solo se oía el viento, la lluvia y el
mar.
Ya solo quedaba la recalada, fondear y dejar al pasajero. Había sido un viaje
especial. Desde Roma a Marsella, Valencia, Lisboa y Finisterre. Los tres primeros
puertos estaban en las rutas habituales y conocidas. La Costa de la Muerte, de paso
para el norte, tampoco era rara. Pero fondear en la cala, detrás del Finisterre, era
inusual. Y más aún lo era un viaje desde Roma a Finisterre con un solo viajero y su
equipaje. Ninguna carga. Tres escalas de pocos días y dejar al pasajero en Finisterre
eran su único cometido.
Apenas había hablado con él en todo el viaje. Vestía de blanco y rojo. Barba
rubia, expresión distante y altiva, estatura intermedia. Había hecho la mayor parte de
la travesía en su cámara y solamente había subido a dar unos paseos por cubierta al
amanecer y al atardecer. La posición del barco, las previsiones y el estado del mar
eran las únicas palabras que había cruzado con él. Tenía acento francés y hablaba un
buen italiano. El navegante, genovés, que ya había visto de todo, enseguida notó que
no solo era de la alta nobleza, sino que sus órdenes se cumplían inmediatamente. No
necesitaba esforzarse para tener autoridad. Se sentía tan pronto como hablaba.
Cuando alcanzaron las costas de Gallaecia, el viajero había subido a la cubierta y
no había parado de tomar notas sobre unas cartas marinas que había desplegado. Ya
le habían advertido que la navegación de aquella parte del mundo se haría bajo sus
instrucciones. Así habían entrado en dos de las rías, una al lado del río Miño y la
llamada de Arousa. Después bordearon la costa navegando hacia Finisterre. El viajero
quería recorrer todos los acantilados y ver su aspecto. El día no ayudaba; la lluvia
pegada al mar no permitía ver la costa y acercarse más era un gran riesgo. Con razón
le llamaban la Costa de la Muerte. Con temporal era la más temible del mundo. De un
lado los rompientes contra unos acantilados cortados con cuchillos del diablo y con
rocas vivas, listas para clavarse en el casco de los barcos, que a veces hasta se movían
para atrapar a los navegantes. Del otro, la Gran Catarata. Pero aquel día, el mar era
amigo, la lluvia enemiga y el viento suave. No había visibilidad.
—Siga navegando hacia la costa —le dijo secamente el viajero.
En el contrato de transporte no figuraba el jugar con la vida. Pero el navegante no
tuvo ni un asomo de duda. Le ordenaba seguir a ciegas hacia la costa y lo haría. En la
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voz del viajero sintió como un salvoconducto contra los elementos. Mantuvo el
rumbo. Allí estaba y así apareció de repente, majestuoso, el Fin de la Tierra. El
Finisterre imponente; alto, vertical, verde. Nacía del mar al cielo. El Fin del Mundo
tenía que ser así. El barco se empequeñeció al ver aquel coloso. Pero siguió
navegando porque ese era su oficio.
Tomaron sondas, midieron calados, comprobaron fondos, observaron las rocas; el
viajero lo anotaba todo. Así hasta que hubieron recorrido todos aquellos mares.
Pasado el mediodía enfilaron la cala, al abrigo del coloso. Parecía una gran boca que
los iba a tragar. El viajero hizo más anotaciones. La lluvia volvió a cerrar la tierra y se
quedaron a ciegas. Arriaron las velas y mantuvieron el ancla lista por si las corrientes
los arrastraban. El navegante, buen marino genovés, sintió el pánico del naufragio.
Pero la calma del viajero, que seguía sin moverse, lo tranquilizó. La lluvia levantó y
la cala de Finisterre apareció, acogedora, ante ellos. El navegante se sintió de nuevo
seguro. Junto a las barcas varadas sobre la arena, trabajando en las redes extendidas,
unas mujeres observaban atentamente el barco.
Pocas veces un barco tan grande había entrado allí, como no fuese para refugiarse
del temporal. Ya estaban avisados por la presencia de tres caballeros, carruajes y
soldados. Algo estaba pasando. No cruzaron ni una palabra con los pescadores. Se
habían alojado en la casa del cura, dos días antes. Se turnaban vigilando el mar desde
lo más alto del acantilado. Los habitantes del pueblo, aun acostumbrados a
temporales y a razias de barcos nórdicos, estaban visiblemente inquietos. No
acostumbraban a ver a caballeros armados en el pueblo. Se temían una invasión
vikinga, aunque ya nadie del lugar recordaba ninguna. Pero no importaba, todos los
resquicios de la aldea seguían respirando razias y naufragios. Eran gentes curtidas.
Sonreían cuando se les recordaba que generaciones atrás encendían hogueras para, en
las noches oscuras, atraer a los barcos y hacerlos encallar en aquella costa diabólica,
la Costa de la Muerte; después el saqueo. Cuando se les hablaba de ello, ni asentían,
ni negaban. Solo sonreían. Quizá pensando en tiempos mejores.
Cuando el viajero saltó del bote a la playa, los tres caballeros pusieron pie a tierra,
e inclinaron la cabeza hasta que les dirigió la palabra. Varios pescadores descargaron
cuarenta baúles y arcones. Uno, redondo y plano, grande y pesado, fue descargado
con especial cuidado, bajo la atenta mirada del viajero.
—Pongámonos en marcha —dijo mientras se dirigía a un caballo con silla blanca
y roja, más lujosa que las otras.
Un escudero le ayudó a montar e, inmediatamente, con los tres caballeros a su
lado y los criados y soldados a pie detrás, la comitiva se puso en marcha.
El navegante, desde el barco, los vio marchar. Desaparecieron tras la loma,
encima de la playa. No se sorprendió del aspecto aguerrido y noble de la comitiva.
Era una repetición de lo que ya había visto en otros lugares.
En Ostia, el puerto de Roma, la noche de la partida, había llegado acompañado
por el cardenal Musatti y escoltado por la guardia papal. El cardenal había subido al
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barco deseándole buen viaje e inclinando la cabeza ante él. El navegante no entendía
mucho de esto, pero no creía que el cardenal Musatti, conocido de toda Roma y
hombre de gran poder en el Vaticano, tuviese esa deferencia con cualquiera. Incluso
el hecho de que el viaje fuese acordado por orden del cardenal y pagado de antemano
era inusual. Sobre todo silencio. Era lo que le habían exigido. Sin ninguna
explicación. Pero con buenas razones. Con silencio cobraría el precio convenido y sin
él no seguiría de navegante. Enseguida supo lo que le convenía. Y a él, de todo
aquello, solo le interesaba el flete del viaje. No presentaba más riesgo que cualquier
otra travesía. Solo le inquietaba aquella singladura final en el Finisterre. Su silencio
estaba garantizado.
La llegada a Marsella se hizo de madrugada. Aprovecharon las primeras luces del
alba, en un mar encalmado, para arribar y fondear. El viajero permaneció en su
cámara hasta que bien entrada la noche, tres botes, con gentes armadas, se abarloaron
al barco; el viajero bajó a uno de los botes, donde tres figuras que la poca luna apenas
permitía ver, lo recibieron con inclinación de cabeza; se oyó: «Señor…».
Desaparecieron en la oscuridad, en silencio.
La noche siguiente, la comitiva, tan silenciosa como había partido, regresó.
Navegaron ininterrumpidamente hasta Valencia; recorrieron toda la costa
mediterránea de las tierras de Francia, la costa catalana, el delta del Ebro,
Peñíscola… Nada interesaba al viajero. Solo el amanecer y el atardecer. El orto y el
ocaso. Hasta Valencia. Tierra de infieles hasta bien pocos años antes. Conquistada
primero por aquel caballero castellano, Rodrigo Díaz de Vivar, de eterna lealtad a un
rey menor. Su romance era conocido por toda Europa. «Un Caballero de Europa»,
había susurrado el viajero mientras apoyaba en la borda unos manuscritos en los que
se podían leer las palabras Mío Cid.
Atracaron en los muelles del Grao, donde, también por la noche, unos caballeros
templarios lo fueron a buscar. Dos días había permanecido fuera del barco. Iniciaron
una nueva singladura, esta vez hasta Lisboa. Habían cruzado las Columnas de
Hércules, Europa y África, en un día diáfano. No fueron interceptados; el navegante
sabía que navegando por mitad del estrecho tendrían franquicia. Desde allí, donde
acababa Europa, los seguidores del Profeta habían amenazado el sueño de la
civilización cristiana. Contra su costumbre, el viajero estuvo todo el tiempo al lado
del timonel. Observó inmóvil el norte. Toda su atención se centró en aquella gran
roca. El sur no le interesó. El navegante no adivinaba qué pasaba por la mente de
aquel hombre cuando, absorto, clavaba su mirada en el borde septentrional de
aquellas tierras.
El recibimiento en Portugal fue diferente. Desde que enfilaron O Mar da Palla, la
entrada de Lisboa, fueron seguidos desde tierra por un grupo de jinetes que les daban
la bienvenida con aquella simbólica escolta. Al atracar en los muelles, una guardia de
infantes rindió honores al viajero. Fue trasladado en un carruaje con los emblemas
reales. Una guardia quedó al lado del barco. Nada pudo averiguar el navegante. Le
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pareció entender que era un enviado de gentes muy importantes, amigas de Portugal.
Tampoco le interesaba; lo suyo era el silencio y la discreción. Sin embargo le
intrigaba que el viajero no siguiese su viaje a Gallaecia por tierra; sin duda no sabía
de la bravura de aquel mar.
La estancia en Lisboa, prevista para dos días, se prolongó durante catorce más. El
navegante y su tripulación escucharon que el viajero se aposentaba en las cercanías
del Pazo Real. Oían frases sueltas, de reyes, nobles, obispos, cruzados y ejércitos, y la
atención con que la guardia armada los trataba no dejaba ninguna duda de que, allí
también, el viajero era un personaje importante. Una madrugada, un cortejo se
aproximó al barco; el viajero se apeó de un carruaje y abrazó al hombre que venía
con él. Los guardias presentaron armas. La puerta se cerró y el carruaje partió con
toda una nube de soldados a su alrededor. El viajero subió la pasarela y, tras ordenar
que llevasen a su cámara dos cofres de hierro que pesaban como si fuesen macizos,
mandó levar anclas. Se encerró en su cámara y no salió hasta el anochecer.
El navegante volvió de sus recuerdos. Su viaje había concluido y había que volver
a Roma. Mientras izaban el ancla, vio que en la playa un hombre subía a un bote con
remeros y se dirigía al barco. Aguardó con curiosidad. No se le ocurría qué tendría
que decirle.
—¿Adónde os dirigís? —preguntó el del bote, un hombre con aspecto de alta
cuna.
—Hacia el Mediterráneo, contestó el navegante sin querer concretar mucho.
Después de todo iba hacia allá.
—Querría ser vuestro pasajero hasta Aveiro, puerto portugués, a cuatro días de
travesía —le dijo el hombre de la barca.
El navegante lo conocía bien, era un puerto fácil. No lo entretendría demasiado y
obtendría un dinero adicional, aunque no fuese mucho.
Acordaron el precio. Echaron una escala. El hombre del bote subió a bordo. No
llevaba equipaje. El barco inició la navegación saliendo de la ría y dejando Finisterre
por la popa.
El navegante volvió a oír el estrépito de las cataratas del fin del mundo. Sintió
temor y se acordó del viajero. Estaría cabalgando con su comitiva hacia algún sitio.
Con él allí no tendría miedo.
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moradores, además de dar aposento a la guardia personal del señor.
Cuando el embajador de Portugal le había hecho el encargo, pensó enseguida en
la casa que se encontraba justo enfrente de la plaza de las Platerías, al comienzo de la
rúa del Villar. Era una casona sobria, con muros de fortaleza y digna de un rey. En
tiempos había sido aposento del arzobispo.
Confiaba en que todo fuese del agrado del nuevo propietario, e incluso albergaba
la esperanza de ser designado responsable de la administración. No sabía de quién se
trataba; sería alguien que querría retirarse allí, cerca de la tumba del Apóstol, en un
viaje sin retorno por el Camino como peregrino eterno. Muy importantes debían ser
los favores que el Apóstol le habría concedido para permanecer allí de por vida.
Quizá la victoria en una gran batalla, quizás haber salvado la vida en una
emboscada… Viajaba sin su esposa y, siendo extranjero, necesitaría a alguien que le
llevase todo lo relativo a la casa y a la guardia. Dinero no parecía faltarle.
La comitiva se acercaba por la rúa del Villar; los hombres a caballo precedían a
los carros. Todo estaba listo para servir una buena cena, y las habitaciones dispuestas.
Sin necesidad de que dijesen nada, enseguida supo quién era el propietario; no era su
caballo, ni su forma de vestir… eran sus ojos; transmitían solemnidad. Antes de que
el señor hubiese llegado, la guardia que lo acompañaba se adelantó y desmontó,
vigilando atentamente a toda la hilera de sirvientes que esperaban.
Sergio se dirigió hacia él y, al tiempo que titubeaba «Señor…», trató de ayudarlo
a desmontar, pero cuando quiso darse cuenta ya estaba a pie a su lado.
—¿Es esa la puerta sur de la catedral? —preguntó sin ni siquiera reparar en la
casa, dirigiendo su mirada hacia el majestuoso edificio. Sin dar tiempo a Sergio a
contestar, se encaminó con paso rápido hacia la puerta. Los tres caballeros lo
siguieron y detrás toda la guardia. Sergio decidió hacerlo también. El señor subió las
escaleras rápidamente y se quedó inmóvil delante del arco izquierdo de la puerta; sus
tres acompañantes se quedaron unas brazas detrás. En silencio, mantuvo su mirada
fija durante mucho rato en aquel arco. Sergio sintió que algo importante sucedía. Le
pareció que el aire se volvía denso y pesado; el tiempo se eternizó. Nadie se atrevía a
hablar. El señor y los tres caballeros no separaban su mirada de la puerta. Los
guardias tenían la misma sensación de respeto que Sergio ante no sabía qué.
Cuando llegaban a la catedral, los peregrinos entraban rápidamente dirigiéndose a
la Cripta para después tocar con los cinco dedos la columna del maestro Mateo,
santiguándose con el agua y sentándose en su sitio en espera de la hora de la misa.
Pero aquel era un peregrino muy especial. Seguía allí, inmóvil, delante de la puerta,
sin entrar. El tiempo pesaba y se volvía hostil. Sergio notó que los demás también
estaban incómodos pero, al igual que él, no se atrevían a moverse. Solo Dios sabe
cuánto tiempo había pasado cuando el señor, volviéndose y sin mediar palabra,
encaminó sus pasos hacia la casa; bajó las escaleras sin premura, lo que dio tiempo a
Sergio a adelantarse y esperarlo en la puerta.
—Señor, sus aposentos están en el primer piso y, cuando ordene, la cena estará
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servida.
No obtuvo respuesta. El señor entró en la casa, subió las escaleras y cerró tras él
la puerta de sus habitaciones. Los sirvientes entraron los baúles, incluido aquel
redondo tan grande y tan pesado. No fue fácil subir las escaleras con aquel bulto de
casi dos brazas de diámetro. Pusieron guardias en la entrada del aposento, y en la
puerta principal de la casa; eran órdenes de uno de los tres caballeros, que se
acomodaron en las habitaciones de la antesala del señor.
Durante la cena, los tres caballeros le contaron cosas que parecían interesar
mucho al señor. Hablaban francés, y aunque Sergio no lo comprendía del todo, sí
entendió que se referían a la catedral, al Apóstol, al Camino de Santiago, a Europa, al
arzobispo… Oyó nombres de personas, extranjeros sin duda y nombres de ciudades
de Francia e Italia. El señor no hablaba, escuchaba, sin mirar a los que le informaban.
Cenaron poco. Muy poco. Sergio se preocupó. Quizá no les había gustado la cena,
aunque los franceses eran amantes de la caza y del pescado del Atlántico. Lo sabía
por haber atendido a otros peregrinos, también de abolengo. La empanada ya no era
tan unánimemente aceptada. El vino del valle del Ouro quizá no había sido una
elección acertada; el vino francés era bueno.
Se levantaron tan pronto el señor lo hizo y uno de ellos se acercó a Sergio. Le
habló con brusquedad.
—El señor de Clermont quiere que os quedéis a su servicio. Dejad todas vuestras
otras ocupaciones, las posadas y la cerería, y dedicaos solamente a atender esta casa.
Recibiréis las instrucciones directamente de mí. Soy Denis de Languedoc. El señor se
levanta al amanecer; sus comidas son siempre frugales: un solo plato. No es persona
de banquetes. No puede perder el tiempo. Se os avisará de sus planes en cada
momento. Mucha gente vendrá por esta casa, personas de la ciudad y peregrinos del
Camino. Todos tienen que ser recibidos con cortesía, para que se sientan en su casa,
pero sin ostentación, como corresponde a gentes del Camino de Compostella.
Sergio asintió sin poder ocultar su satisfacción. Ya sabía que en aquel puesto
tendría poder y unos buenos ingresos. Pero ahora veía que eran gente de la más alta
estirpe, con lo que las posibilidades se ampliaban. Nadie adquiría una gran casa al
lado de la catedral, si no era de la alta nobleza y, siendo extranjeros, dependerían
mucho de él.
—No escatiméis en los sirvientes. Contratad cuantos sean precisos. Deberán ser
gentes de fiar. Dentro de unos días llegará un cuerpo de guardia con veinticinco
hombres y deben tener un lugar de residencia en las cercanías de la casa.
Aquello sí que no se lo esperaba Sergio. La presencia de media docena de
hombres de guardia ya le parecía poco habitual, pero aquello era un pequeño
destacamento. Dudó si debería ponerlo en conocimiento del deán de la catedral,
aunque sería romper la confianza que estaban depositando en él; además quizá no
hiciese falta, ya que enseguida repararían en su presencia. No parecía haber nada
oculto en ello; podrían estar allí para dar protección a los peregrinos franceses, que,
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ciertamente, eran los más numerosos. Además no era raro que grupos de peregrinos
se agrupasen y viajasen protegidos por guardias armados. Pero más de treinta
soldados superaban la guardia del arzobispo. Sin duda el señor de Clermont era
persona de gran abolengo. Hablaría con el deán.
—Mañana a primera hora saldremos hacia el Palacio de Gelmírez. El carruaje
tiene que estar preparado desde el amanecer —le dijo Denis de Languedoc a modo de
despedida.
Sergio durmió mal aquella noche. Todos aquellos acontecimientos tan rápidos le
habían desorientado, a él, que estaba acostumbrado a los más diferentes señores y
nobles. Aquellos nobles caballeros iban a ser recibidos por el mismísimo arzobispo
Rodrigo, que incluso era llamado por el Papa de Roma para asistir a los concilios de
la Cristiandad. Pero lo que más le inquietaba era el recuerdo de aquella imagen
inmóvil, clavada delante de la puerta de la catedral. No por lo insólito de que no
entrase, sino porque ahora la recordaba con una gran luminosidad, con claridad
diáfana, como si le diese el sol. Pero había sucedido al oscurecer, cuando el sol ya se
había ocultado por detrás del monte Pedroso. Sin duda era un recuerdo trastornado
por la impresión que todo aquello le había causado.
Ni siquiera llegó a conciliar el sueño. Lo llamaron muy temprano, como había
ordenado. Se fue a comprobar que el carruaje, que había llegado muchos días antes,
estuviese listo. Era de color negro con un escudo blanco y rojo en las puertas.
El señor de Clermont desayunó en sus habitaciones y tan pronto las campanas
anunciaron la misa de madrugada en el altar mayor, descendió las escaleras. De
blanco y rojo. Los tres caballeros también vestían de blanco y rojo. No supo por qué,
pero le pareció que no vestían igual. Partieron los cuatro en el carruaje. Les seguían
sus soldados. El Palacio de Gelmírez, residencia del arzobispo, estaba escasamente a
doscientas brazas, pero la gente importante siempre iba en carruaje.
El arzobispo aguardó de pie a que el señor de Clermont y los tres nobles que lo
acompañaban, precedidos por el deán, recorriesen el salón del Palacio de Gelmírez.
Detrás de él, también de pie, el cabildo catedralicio en pleno. Era el recibimiento que
correspondía a los reyes o a los enviados reales con plenos poderes. Las instrucciones
para esta bienvenida las había dado el arzobispo en persona y fueron cumplidas
escrupulosamente.
Mientras se acercaba, el arzobispo estudió detenidamente a aquel personaje. Lo
enviaba don Dinís, el Rey de Portugal, con quien convenía tener las mejores
relaciones; era un rey poderoso, que disponía de un ejército en Braga, a muy pocas
leguas de Gallaecia; y un ejército podía ser para defender o para atacar. Clermont, le
habían dicho, era un poderoso noble francés, señor de Auvergne, capaz de movilizar
un ejército de cinco mil hombres que venía a Compostella a ponerse a las órdenes del
Apóstol. Era persona culta, cristiano de pro, que tenía la firme creencia de que el
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Camino de Santiago era la vía de la civilización.
Le pareció inquietante. Tenía aspecto serio y porte altivo; todo lo que de él sabía
desprendía un cierto misterio. No iba a poner en duda las referencias provenientes del
rey portugués. Ciertamente no. Pero un noble francés, capaz de movilizar tal ejército,
aposentado en Compostella, requería de referencias. Ya había enviado un mensaje a
Roma y otro a la Reina regente castellana, para saber a qué atenerse. De momento
solamente había desplazado una guardia de pocos hombres, una guardia personal. Se
había establecido en la casa de las Platerías, para lo que el deán había dado permiso.
Por ahora todo era satisfactorio. Todo excepto aquella extraña cuestión de que la
noche anterior no hubiese entrado en la catedral, limitándose a permanecer largo rato
ante la puerta, sin duda impresionado por su grandiosidad. Quizás querría ser recibido
en el altar mayor por el propio arzobispo, como correspondía a su rango, y por eso no
había entrado.
Clermont besó el anillo del arzobispo Rodrigo, a lo que este correspondió con una
inclinación de cabeza, tomando ambos asiento, tras dos breves «Monseñor», «Señor
de Clermont».
La conversación, en latín, pudo ser escuchada por todo el claustro catedralicio y
por los tres caballeros.
—Monseñor Rodrigo, mi satisfacción por estar en Compostella supera cualquier
otro privilegio que el señor Jesucristo hubiese querido concederme en esta vida. Esta
ciudad, el gran epicentro de la Cristiandad, es digna de vivir y morir en ella. Esa es
mi intención, para lo que quiero pediros vuestro consentimiento, vuestro beneplácito
y, si ello no fuera demasiado, vuestro consejo espiritual.
El arzobispo no se esperaba algo así. El empaque con que estas palabras fueron
pronunciadas y la propia figura de Clermont le estaban impresionando. No pronunció
palabra alguna, sabiendo que su visitante iba a continuar. Con un gesto bondadoso de
comprensión, asintió con la cabeza.
—Esta ciudad perdurará por los siglos de los siglos y verá etapas de un esplendor
tal que aún hoy nos sorprendería. Occidente peregrina a Compostella. Pero este lugar
fue elegido para mucho más. Pronto el mundo se asombrará de Santiago de
Compostella y sabrá por qué el Apóstol lo eligió para iniciar la evangelización de la
Iberia. Yo quiero contribuir y ser testigo de la historia. Todo mi esfuerzo y empeño
será para que la obra de Nuestro Señor pueda seguir su curso.
El arzobispo, hombre sabio y sereno, supo que tenía que seguir escuchando.
Volvió a asentir con la cabeza.
—Os pido que me autoricéis a construir un hospital para dar cobijo a los
peregrinos de la gran Europa que lleguen con las huellas del cansancio o de la
enfermedad y a que pueda desplegar soldados, que yo costearé, para dar una mayor
protección al Camino. Una autorización del arzobispo de Compostella aseguraría a
reyes y señores del noble fin de esta guardia armada. Estarían directamente a vuestras
órdenes.
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La desconfianza del arzobispo había desaparecido completamente. Aquel hombre
decía lo que sentía, no había doblez en sus palabras. Sus ojos estaban limpios.
—Compostella recibe siempre a sus peregrinos, ya sean ricos o pobres, hombres
de letras o iletrados, caminantes o caballeros, gentes de paz o de guerra. Así nos lo
encomendó el Apóstol. Vos seréis tan bien considerado como vuestras obras
merezcan. Por el bien que hagáis, tendréis nuestra gratitud y la de los peregrinos del
Apóstol, que tan necesitados están, tantas veces, de cuidados. Vuestros hombres serán
bien recibidos en el Camino, ejerciendo la guardia al lado de los hombres de armas de
reyes y nobles, del Temple, Caballeros de Santiago… Nuestras puertas estarán
siempre abiertas para vos. Franqueadlas.
El diálogo continuó con detalles de la recepción que se celebraría en la catedral.
Misa Mayor de peregrino. La ubicación del hospital fue otro de los temas que trataron
durante un buen rato.
El arzobispo acompañó a Clermont hasta la puerta, mostrando así su agrado.
Pasaron bajo los arcos de piedra de la gran sala del Palacio de Gelmírez, que además
de salón de recepciones era también comedor. De esto daban fe las figuras de piedra
esculpidas en los arcos que, reproduciendo comensales y viandas, eran una muestra
del culto a la comida de aquellas gentes del fin del mundo. Descendieron las escaleras
de piedra, estrechas y húmedas, verdeadas por el musgo. El arzobispo despidió a
Clermont en la puerta que daba a la gran plaza del pórtico del maestro Mateo. Vio
como el carruaje se alejaba unas brazas y se detenía frente a la obra del más grande
maestro del mundo. Supo que Clermont estaba viviendo un instante inolvidable,
viendo aquel pórtico de entrada al sepulcro del Apóstol. El arzobispo subió a sus
aposentos y por la ventana vio que el carruaje negro aún seguía en medio de la
explanada, frente al Pórtico de la Gloria. No se quedó a verlo partir porque tenía que
recibir al obispo de Mondoñedo, que inopinadamente había llegado a Compostella y
quería despachar sin demora con él un asunto que, según decía, era de la máxima
gravedad e importancia.
El obispo don Pedro de Mondoñedo era hombre cabal, amable y caritativo, pero
fácilmente exasperable. Siempre decía lo que pensaba. No era muy dado a
comportamientos diplomáticos y ya había tenido bastantes contratiempos por su
carácter explosivo. El arzobispo lo notó visiblemente alterado; casi no cruzaron
saludos, tal era la premura con la que rompió a hablar, contando de forma
entrecortada todos los acontecimientos que habían sucedido en el castillo de los
Lemos. Una reunión casual, celebrada en la noche de vísperas de las bodas, en la que
los nobles habían decidido armar un ejército, cuando unos peregrinos, liberados de
Túnez, los aturdieron narrando el renacimiento del Islam. Aquel Avalle, enardecido,
encabezando la conspiración de armas y el conde de Lemos, su gran amigo, dando
respaldo a tamaño hecho. Pero lo más grave había sido la humillación, delante de la
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Eucaristía y frente a la más rancia nobleza gallega, a un príncipe de la Iglesia.
El arzobispo lo escuchaba con gesto grave. Cuando el obispo hubo acabado su
relato, le aconsejó que descansase de aquel viaje tan apresurado. Ya departirían al
final del día, le dijo; pero su preocupación era tan aparente que el desasosiego se
añadió a la cólera del obispo de Mondoñedo.
No recordaba el arzobispo nada semejante a lo que le contara don Pedro. Él
mismo había tenido algún problema con el conde de Lemos, pero ambos habían
sabido llevar la cuestión sin magnificarla. Un ejército en Gallaecia y un insulto a la
Iglesia. Había que atajar todo aquello, antes de que fuera a más. Lo más preocupante
era que en la iglesia nadie hubiese levantado su voz en defensa del obispo. Eso
mostraba la difícil relación entre el clero y los nobles, que querían más poder del que
les correspondía y trataban de obtenerlo recortando el que legítimamente detentaba la
Iglesia.
Quizá la Iglesia había extremado las cosas en los últimos años y fuese necesario
algún gesto. No había tiempo que perder. Llamó a su secretario, un cura joven, de
gran inteligencia, el padre Fermín y le dio instrucciones para hacérselas llegar a todos
los obispos y abades de los monasterios cistercienses. Había que ponerles al tanto de
la reunión y los acontecimientos del castillo de Lemos, ordenándoles la máxima
atención al reclutamiento de tropas en todos los condados. Era preciso saber quiénes
actuaban y cuántos hombres reclutaba cada uno. Pero, sobre todo, había que procurar
que tal movilización no se produjese. Con buenas formas y presiones inteligentes,
debía convencerse a cuantos nobles se pudiese de la inutilidad de tamaña empresa. El
Islam estaba en retroceso en la Península, y el Camino, que recorría todas las tierras
de Europa, era cada vez más frecuentado y seguro. Debían alabar el buen ánimo e
intención de la empresa, pero era ciertamente innecesaria. En su lugar, había que
celebrar una reunión con la nobleza, clero y embajadores en Compostella, quizás en
la festividad de Santiago.
Las instrucciones eran particularmente concretas para los obispos de Tui y Lugus.
Desde Tui tenían que extremar la vigilancia en las tierras del Miño, señorío de los
Avalle, para seguir muy de cerca los pasos de Indalecio. No convenía enviar ningún
emisario para dialogar. Era mejor, por ahora, proceder con cautela y conocer todos
sus movimientos. Sin embargo, el obispo de Lugus debía hablar con el conde de
Lemos para convencerlo de que retirase su apoyo y que serenase las actitudes, en
especial la de su yerno. Gran futuro podría tener don Indalecio si supiese encauzar
sus esfuerzos en la buena dirección.
Fermín comprendió que era cuestión importante que tenía que ser evacuada con
prontitud y discreción. Las cartas tenían que partir aquel mismo día. Se escribieron y
correos del arzobispo partieron esa misma tarde hacia todos los rincones de Gallaecia.
El arzobispo se dio cuenta de que la nobleza había perdido la calma; venían
tiempos de tribulaciones. Aquellos señores, gentes de bien, con las ansias guerreras
doblegadas por la tranquilidad, mantenían la autoridad en sus condados y comarcas,
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pero con un poder menguado por la presencia de una Iglesia con grandes propiedades
y más poderío económico que ellos. Los conventos cistercienses, con grandes
extensiones de tierras cultivadas, eran focos rurales de poder. Las ciudades, Betanzos,
Lugus, Mondoñedo, Tui y Compostella, tenían como referencia principal los
obispados. Las catedrales eran centros de poder casi absoluto. El rey de Castilla
confiaba más en la Iglesia, en los laboriosos cistercienses y en los obispos de
Gallaecia con el de Compostella a la cabeza, que en aquellos nobles, que sabía
demasiado orgullosos y, sobre todo, apegados a su tierra. Nunca se desplazaban a la
corte; vivían, en algunos casos con modestia, ignorándola, aunque leales y
respetuosos con el Rey.
Habían despertado. Una noche cualquiera, en un incidente, tomaron conciencia de
su fuerza y en presencia de unos peregrinos y ante el reto de un joven a la Iglesia, las
voluntades se habían acrisolado. El arzobispo no era persona de violencias, pero
había que avisar también a la Reina.
Le escribió una misiva, sin alarmarla pero poniéndola al corriente de la situación.
Unos días antes le había evacuado la consulta sobre Clermont. Ahora le comunicaba
un inicio de revuelta y la informaba del ejército que Clermont quería desplegar en
varias guarniciones a lo largo del Camino. La carta salió ese mismo día. Con la
misma diligencia que las demás. Decidió posponer cualquier información a Roma.
Llamó de nuevo a su secretario, tocando la campanilla que había sobre la mesa.
—¿Quién es el encargado de la casa del señor de Clermont? —le preguntó.
—Sergio Sande, un buen comerciante y hospedero de la ciudad, a quien
Monseñor encargó de la cerería —explicó Fermín.
—Concierta una entrevista con él y dale todas las facilidades para la atención del
señor de Clermont. Como ya escuchaste, quiere construir un hospital. Decide con él
su ubicación, lo más cerca posible de la catedral. Quiero una especial atención a sus
deseos. La recepción en la catedral se hará con los máximos honores. El Domingo del
Señor será el mejor día.
A Clermont se le haría una recepción pública con rango regio. Fermín no
recordaba haber dispensado aquel tratamiento a nadie que no fuese de estirpe real.
Claro que él llevaba poco tiempo en el Palacio Arzobispal.
—Haz pasar al deán —le dijo el arzobispo mientras se retiraba. Había que poner
al cabildo al tanto de la situación, porque dentro de poco Compostella sería un
hervidero de rumores que convenía atajar lo antes posible.
El deán, hombre que ya lo había vivido todo, escuchó sin pestañear la narración
del arzobispo. Ya había notado muy agitado al obispo don Pedro de Mondoñedo;
además, los cocheros no tienen reparos en hablar y un deán tiene oídos en todas
partes. Sobre todo en la catedral y en el Palacio Arzobispal.
Era preciso que el incidente fuese atribuido a excesos del alcohol de un joven que
no había sabido parar de beber la noche anterior a su boda. No era persona demasiado
cultivada, ni importante, y el obispo de Mondoñedo había demostrado una gran
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prudencia ignorando sus palabras y concluyendo la boda. Pero el insulto se pagaría.
Roma siempre cobraba. Compostella también.
Al arzobispo le pareció bien lo que el deán aconsejaba. Era mejor no mencionar
nada relacionado con el ejército, ya que eso daría al incidente una dimensión que no
convenía. Tampoco era conveniente hablar de excomuniones ni de venganzas.
Primero deberían desactivar aquella movilización y después ya llegaría el tiempo en
que se cobrase la deuda.
—Ponte en contacto con Denis de Languedoc, jefe militar del señor de Clermont,
y decidid cuántos hombres va a movilizar; no pongas ningún límite a sus
pretensiones. Sería recomendable que centrasen su vigilancia en Gallaecia, ya que los
templarios y el Rey de Aragón cubren el resto del Camino. Doscientos hombres en
Gallaecia y unos pocos en León serían suficientes, pero si pretendiesen más, no te
niegues. Alega consultas y ya decidiremos. La presencia de este ejército debe
conocerse por doquier. Dará mas seguridad al Camino.
El deán no necesitaba más aclaraciones. Tanto él como el arzobispo sabían lo que
estaban poniendo en marcha. Un ejército de trescientos hombres, de origen francés,
bajo la autoridad del arzobispo y costeado por un peregrino, sería una noticia que
correría como una liebre. Tan pronto se hiciese pública, en pocos días toda Gallaecia
lo sabría. Los nobles, los primeros.
El arzobispo calculó que los informes del Papa y del rey castellano llegarían en
pocas fechas, con lo que podría emitir el salvoconducto del ejército sin correr ningún
riesgo. No lo haría sin el beneplácito real, aunque, en lo referente a Clermont, ya no
tenía ninguna duda; su instinto le decía que sería providencial. Además satisfacía al
rey de Portugal.
El deán salió a reunirse con la Curia, a la que informó con todo detalle. Era una
cuestión que atañía a toda Compostella. Lo entendieron; ellos lo entendían todo. Al
concluir se cruzaron con el obispo de Mondoñedo, que entraba en la cámara
arzobispal, a platicar con su buen amigo el arzobispo. Ya iba más sereno. El descanso
y saber que se estarían tomando las medidas oportunas le había sosegado el espíritu y
calmado la ira.
Hablaron de la Iglesia en Gallaecia, de la nobleza y de las órdenes religiosas,
especialmente del Císter, que se había ocupado, con buenos resultados, de mejorar los
cultivos; era preciso mantener aquellas mejoras que tanta hambre habían saciado.
Tenían que actuar con sabiduría y prudencia, porque cuando los reyes de Castilla,
ocupados en las guerras, desatendían los asuntos de Gallaecia, ellos eran los garantes
del orden y de la paz.
Cuando la húmeda noche compostelana entró en la cámara y los sirvientes
encendieron las velas, aún seguían conversando. Tras la cena, el de Mondoñedo
abandonó la cámara. Volvía a ser el gran prelado de la Iglesia gallega. Se quedaría en
Compostella hasta el domingo y asistiría a la recepción de Clermont. Se acostó
satisfecho y se durmió enseguida.
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Sergio volvió a levantarse con el alba. El señor, que también madrugaba, desayunaba
al amanecer y Sergio quería supervisar personalmente su servicio. Le subió el
desayuno. El señor había pasado toda la tarde anterior encerrado a solas en sus
habitaciones. Sergio, al subirle la cena, lo había visto rodeado de baúles abiertos en
los que se veían códices y pergaminos. Seguramente había pasado todo el día
leyendo, pero eso a él no le importaba.
Denis de Languedoc, ya levantado, se dirigió a él.
—A mediodía nos reuniremos en la planta baja. Allí estará también el señor de
Hansa. Vamos a hacer algunos cambios en la casa. Habrá que contratar canteros y
carpinteros. La obra se deberá realizar lo antes posible; no reparéis en gastos.
Sergio tenía un día muy atareado. Sabía que estaba recibiendo un gran poder y
que los primeros días de esta nueva situación iban a requerir de toda su capacidad.
—Allí estaré, señor.
Un albacea le había citado para después de la segunda misa en el despacho del
secretario del arzobispo. La cita era inusual. En una ocasión había sido recibido por el
ayudante del deán de la catedral, cuando le concedieron los derechos de la cerería.
Pero esta vez era el secretario del arzobispo. No le habían dicho de qué le quería
hablar, pero era obvio.
—Señor —continuó Sergio—, he sido citado por el secretario del arzobispo, sin
duda para tratar de las cuestiones relacionadas con el hospital y con la casa. Espero
vuestras instrucciones.
Denis fue muy conciso.
—Una buena localización para el hospital. Es imprescindible que esté muy cerca
de la catedral. Si es preciso derribar viviendas, que se derriben. En lo referente a la
casa, planteadle lo que consideréis más apropiado para el bienestar del señor.
Se lo delegaban todo. Sergio se encontraba en un solo día con más poder del que
nunca hubiese podido soñar. Había que administrarlo bien, para los señores, para la
ciudad y para él.
Debía entrevistarse con los gremios, con los comerciantes, con los mayordomos
de la nobleza y con los acaudalados de la ciudad. Era preciso que todos conociesen
directamente a través de él lo que su señor iba a hacer. Un hospital requería de mucho
trabajo. Los gremios y los comerciantes tendrían que estar al tanto, y sería
conveniente contar con la opinión de los nobles. Le evitaría a su señor envidias que
nunca eran buenas y él sería el intermediario. Durante las próximas semanas y aun en
los próximos meses, estaría muy atareado.
Pronto sonaron las campanas de la segunda misa y Sergio se dirigió al Palacio del
Arzobispo. Nunca se debía hacer esperar a la Iglesia. Subió las escaleras de la plaza
de las Platerías. Las contó. Impares. La Quintana de Muertos estaba casi desierta. Dos
mujeres cargadas con cestos de manzanas la cruzaban muy deprisa. Subió las
escaleras que llevan a la explanada de la Azabachería. Las contó también. Pares.
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Desde lo alto de las escaleras, la catedral parecía distinta. Destacaba la gran cúpula, la
que le transmitía la fuerza a la ciudad. Descendió la pequeña cuesta y se dirigió a la
puerta lateral del Palacio. Había hecho aquel trayecto, desde la rúa del Villar hasta la
Azabachería, cientos de veces. Miles. Pero esta vez le parecía diferente; la plaza y el
empedrado eran distintos. Para Sergio, Compostella había cambiado.
Decidieron enseguida la ubicación del hospital. En los terrenos de la explanada
del pórtico del maestro Mateo, justo al lado del Palacio de Gelmírez. A Sergio le
parecía que aquella ubicación del hospital era muestra de la buena voluntad del
arzobispo. Debería trasmitírselo a su señor. Era el mejor lugar de Compostella.
Las otras cuestiones eran menores. La recepción sería el domingo. El arzobispo
quería conocer a qué misas acudiría Clermont; se le reservaría un sitio. La despedida
no le pasó a Sergio desapercibida.
—Presentad nuestros respetos al señor de Clermont; cualquier cosa que podamos
hacer en su servicio, será un honor para nosotros.
El todopoderoso secretario del arzobispo se ponía a su disposición. No era mera
cortesía. El alto clero no mostraba cortesía más que con los poderosos. Sergio lo
sabía.
A mediodía, los dos caballeros bajaron las escaleras. Hansa, consultando unos
planos, trazó unas rayas en el suelo. No eran rectángulos, como podría corresponder a
unas habitaciones. Sergio solo vio líneas, sin formar ninguna figura concreta.
Dedicaron todo el día al trazado.
En contra de lo que le habían dicho unas horas antes y, a juzgar por las
instrucciones que le dieron, no parecían tener mucha prisa en la reforma.
—Tened disponibles cinco equipos de canteros y carpinteros, de diferentes sitios.
Tienen que ser los mejores. En esta construcción menor queremos comprobar su
habilidad para contar con ellos en la obra más importante, el hospital. En diferentes
etapas iremos levantando las paredes de esta construcción, para evitar que los equipos
coincidan y que su laboriosidad merme por su vigilancia mutua. Yo mismo
supervisaré directamente la obra —concluyó Hansa—. ¿Cuánto tiempo tardaréis en
reclutar los cinco grupos?
—Unos treinta días —dijo Sergio, calculando que algunos tendrían que venir
desde Tui y que la poca prisa estaría motivada por el deseo de contar con los mejores
constructores.
Clermont había permanecido, de nuevo, todo el día en sus habitaciones; incluso
había almorzado allí, acompañado por los tres caballeros. El devenir en la casa fue
muy similar en los días siguientes. El señor permaneció en sus aposentos, rodeado de
textos y pergaminos. A veces, cuando le subía la comida, lo encontraba inmóvil,
mirando por la ventana hacia la puerta de las Platerías, aquella que tanto le había
llamado la atención la noche de su llegada.
Sergio inició su ronda de contactos según había dispuesto. Resultó fácil. La
ciudad estaba conmocionada por la llegada de aquellos nobles peregrinos. La noticia
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se había extendido, como el arzobispo vaticinara: construirían un hospital y pondrían
un ejército a disposición del arzobispo. Todos querían ser recibidos y conocer a
Clermont. Sergio siguió su programa con gran meticulosidad. Incluso hubo de
atender a mucha más gente de la que pensara.
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todos miraban al señor de blanco y rojo. Era el centro de atención. Llegó el momento
de la ofrenda al Apóstol. Dos caballeros acercaron a Clermont un cofre metálico
plano. Lo dejaron a su lado. Se puso en pie.
—Señor Santiago, Apóstol de Occidente. Hace casi mil años llegasteis, desde
Oriente, a estas tierras, con el nombre del Señor en los labios. Encontrasteis gentes de
alma noble que alabaron y extendieron el nombre de Cristo. Compostella fue la
elegida. Vos sabéis por qué. El mundo tomará conciencia cuando la gloria de esta
ciudad y de esta catedral sea tal que ni Roma, ni Alejandría, habrán visto esplendor
igual. A ese fin prometo dedicar el resto de mi vida y aun mi muerte. A conseguir y
completar lo que vos iniciasteis allá en el Gólgota hace mil años. El esplendor será
con el milenio de la estrella. Permitidme que en la elipse del tiempo esté yo con vos.
Los caballeros abrieron el cofre y extrajeron una plancha de oro que levantó un
murmullo de admiración en toda la catedral. Clermont los acompañó hasta dejarla a
los pies del altar, en posición vertical. El oro cegaba tanto, que casi nadie vio que
tenía un grabado e, incrustada, una pequeña piedra negra.
El arzobispo contestó en lengua romance, la misma que había usado Clermont.
—En nombre del Señor Santiago, del Papa de Roma y de la Cristiandad,
reconocemos vuestra obra y os proclamamos Peregrino del Apóstol. Aceptamos
vuestra ofrenda, que quedará depositada en el altar mayor. El Apóstol llegó a
Gallaecia hace mil doscientos ochenta años. Hoy os recibe a vos y acepta vuestra
encomienda personal. Lo que así se hará saber por doquier. Se os distingue como
señor de Saint Jacques. Se os dará el mismo tratamiento que a un embajador de la
catedral del Apóstol.
El ambiente le había podido. Al nombrarlo embajador, había ido demasiado lejos.
Pero no se arrepintió. Se sintió seguro. Supo que había tomado una decisión acertada
delante de toda Compostella. Incluso había corregido el error de fechas que Clermont
había cometido al usar la lengua romance, que quizá no conocía muy bien. Hacía
1280 años que el Apóstol había llegado; era el año del Señor de 1295, no el 995.
Lástima que algunas de las frases que el ilustre peregrino había pronunciado no se
habían entendido muy bien. Habría sido mejor que hubiera usado su magnífico latín.
Claro que el pueblo no lo hubiese entendido. Y allí estaba toda Compostella.
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UNA FORTALEZA EN EL MAR
L
a barca parecía un punto oscuro que avanzaba rasgando suavemente el mar,
en esa ocasión apacible y tranquilo, en otras furioso e intratable. Era como si
un pedazo de aquella isla, no muy grande, se hubiera desgajado y cobrase
vida, desplazándose lentamente hacia la costa. Cuando arribaba al embarcadero, la
barca parecía tragada por la tierra.
Cada día, de madrugada, un pedazo de la isla Coelleira se unía al valle de Viveiro,
para separarse de nuevo al mediodía, cuando la barca, volviendo a la isla, se
empequeñecía a medida que se acercaba a ella.
Bernardo de Quirós, desde su ventana, veía la fortaleza que los templarios habían
edificado en medio de la isla Coelleira. Era una construcción con gruesos muros. Un
embarcadero de madera, en la parte sur de la isla, estaba listo para ser derribado en
cuanto una nave enemiga quisiera acercarse. Aquella pequeña isla, fortificación
inexpugnable, aseguraba que el valle de Viveiro y las tierras al norte de Lugus no
serían invadidas por hordas nórdicas. Si la invasión se produjese por el sur, sería el
refugio militar de retirada.
Sus moradores, templarios procedentes de toda Gallaecia y de las tierras
contiguas de Asturias y León, eran guerreros consumados. Su misión consistía en
guardar toda aquella costa y la cumplían con esmero. Incluso ahora, que ya no se
temía ninguna invasión por mar.
Se les había ordenado permanecer alerta y así lo habían hecho durante los últimos
cien años. Desde allí habían salido hombres camino de las cruzadas, a Portugal y
hacia las tierras de Al-Andalus para luchar contra el infiel. Caballeros procedentes de
la Coelleira habían participado en la toma de Sevilla al lado del rey castellano
Fernando III, aquel monarca que había querido conocer Gallaecia. Había viajado a las
tierras del Miño, allá por la vía romana de Salvatierra, permaneciendo en ellas varios
meses, en lugar de los pocos días que pensara. Sin duda, la belleza y el poder del río,
le habían cautivado. Un año después, nadie se había sorprendido cuando concedió el
Señorío al Avalle recién nacido.
Había viajado también al territorio más al norte, al cabo de la Estaca y al valle de
Viveiro. Quiso conocer la fortaleza templaria y permanecer en ella durante algunos
días. Fueron días de plática y de estudio de tácticas militares con sus moradores.
Había repasado con ellos los más antiguos textos de guerra, orientales, griegos y
latinos, verdaderos compendios de inteligencia militar. Hablaron de cuánto interesaba
una península libre del Islam.
No había podido quedarse más tiempo. Su tarea lo reclamaba allá por las tierras
secas de Castilla, pero allí había encontrado reflexión e impulso. Se hizo acompañar a
la corte por algunos de aquellos caballeros, conocedores de tantas reglas de la guerra
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y de la paz, para seguir la instrucción. Durante muchos años, templarios de la
fortaleza Coelleira habían acompañado al Rey.
Uno de ellos volvió con el encargo de preparar la estrategia para la toma de
Sevilla. El rey sabía de la importancia de aquella batalla. Tenía que ser un triunfo que
resonase en todos los confines de la Cristiandad y del Islam. Si se tomaba Sevilla al
primer intento, el Islam, en la península, ya no dejaría de retroceder.
Trabajaron en la estrategia durante muchas semanas. Atacarían Sevilla desde el
río, que remontarían en navíos. Los que formasen la avanzadilla tendrían que estar
especialmente preparados; gruesas cadenas cruzarían el río, y habría que romperlas
con la proa de los barcos; maniobrar en un río estrecho no era tarea fácil. Pero de
buques, ellos sabían más que nadie, porque vivían en el mar.
Elaboraron un plan que presentaron al monarca. Lo aceptó y les pidió que
participaran en la batalla, dirigiendo las naves y tomando parte en el combate. El 23
de noviembre del año del Señor de 1248, cayó Sevilla y los templarios de la Coelleira
volvieron a su fortaleza.
Cuando la barca hubo arribado, dos monjes vestidos con los colores blanco y rojo
desembarcaron. Bernardo bajó las escaleras de su casa, montó a caballo y al trote se
dirigió al embarcadero. Los monjes lo aguardaban. Descendió del caballo tan presto
como había montado.
—¡Maestre!, ¡Frey Lorenzo!, tengo lista la encomienda que me encargasteis. Los
herreros del sur del valle han fundido la pieza según vuestras instrucciones. Es tan
pesada que resulta casi imposible de mover; hemos tenido que montarla encima de un
carromato tirado por dos bueyes.
Bernardo hablaba con excitación. Sin duda se sentía satisfecho de su cometido.
Sus veinticinco años y la amistad y respeto que sentía por los templarios de la
Coelleira se traslucían en su entusiasmo. Casi se había criado en la fortaleza. Allí
había aprendido acerca de la naturaleza humana, de cómo ha de ser un buen
gobernante, paciente, justo y magnánimo. De cómo conseguir que los siervos
respetasen a su señor. De cómo un comerciante o un artesano agradecido es mucho
más útil para el señor que uno resentido. También adquirió pericia en el uso de las
armas. De la espada y la lanza, como un caballero. Allí supo del honor y del valor.
Había aprendido de la guerra y de la astucia. De cómo un buen estratega ganaría
batallas con menos pérdidas de hombres, aprovechando las debilidades del enemigo.
El valor había de ir por fuerza acompañado de estrategia, preparación de la batalla y
estudio del enemigo.
Mucho había aprendido acerca de la guerra y de los hombres. Un día Frey
Conrado de Monteforte, maestre de la encomienda templaria de la Coelleira, en uno
de sus paseos vespertinos, le había hecho pensar mucho cuando le dijo:
—Bernardo, vuestros conocimientos sobre la estrategia militar superan a los de
los capitanes del ejército del Rey. Podríais conducir un ejército a grandes victorias.
Mucha es vuestra fuerza, vuestra valentía y vuestro conocimiento. Cualquier fortaleza
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sucumbiría ante vuestra capacidad y estrategia. Pero sois impulsivo y no sabéis aún
bastante de la naturaleza humana. Sois noble y de buen natural. Meditad siempre
mucho hacia dónde dirigís vuestra fuerza y vuestro conocimiento. Sé que lo haréis
siempre a favor de la causa noble de Nuestro Señor Jesucristo. Pero, a veces, las
fuerzas del mal tuercen las voluntades, haciendo que confundan las cosas. El nombre
del Señor se puede usar para causas distintas a la de Él.
Bernardo había pensado mucho en esto. A él no le pasaría.
—Calmaos Bernardo —le dijo el maestre—. «Veamos la pieza primero. Después
ya veremos si sirve para nuestros fines».
Frey Conrado era un hombre entrado en años, reflexivo y estudioso. En otros
tiempos había destacado por su bravura y destreza en el uso de las armas. Pero de eso
hacía ya muchos años.
Se dirigieron caminando hacia la torre de los Quirós, un pazo solariego,
construido en piedra y almenado. Un sólido muro rodeaba la casa, que con su torreón
se veía desde toda la ría. Era un paseo habitual. El maestre ya lo había hecho antes
con don Fernando, el padre de Bernardo, y el maestre anterior con el padre de don
Fernando. Aquella familia era la prolongación natural del Temple y el pazo el lugar
de residencia de los monjes al dejar la isla. Siempre había sido así.
A su paso por las estrechas calles de Viveiro, la gente los saludaba. Sentían gran
respeto por aquellos caballeros que, durante siglos, habían alejado cualquier temor de
invasión. En tanto en la Coelleira se vislumbrasen las almenas de una fortaleza y sus
caballeros se paseasen por sus calles, la vida en Viveiro tendría valor. Eran hombres
de guerra amigos.
La familia Quirós, señores del valle y dueños de las tierras, siempre habían
tratado bien a sus gentes, y estas les obedecían a ojos ciegos. En varias ocasiones
habían reclutado soldados para ponerse al servicio del monarca castellano. Los
campesinos habían tomado las armas sabiendo que los Quirós cuidarían de ellos y de
sus familias. Muchos morirían, pero sus mujeres e hijos seguirían bajo el cuidado del
señor. Eran fieles con los Quirós en la guerra y en la paz. Y lo seguirían siendo
mientras el señor de Quirós y el maestre hiciesen juntos aquel recorrido. Sus pasos
resonando en la piedra eran los sonidos de la concordia y de la seguridad. Ahora eran
tiempos de paz.
Mientras se acercaban al pazo, Bernardo notó que el maestre estaba más serio que
de costumbre. Casi no había seguido la conversación. Permanecía en silencio
mientras Bernardo y Lorenzo hablaban de los artesanos y de su buen hacer en piezas
de bronce, de cómo se fundían los metales dándoles la forma apropiada y de la
importancia de conseguir aleaciones cada vez más duras. Las batallas se ganaban con
las armas y el que fuese capaz de adelantarse en su fabricación, vencería.
Entraron en el patio del pazo y, sin parar a refrescarse con el vino que una joven
les ofrecía, se dirigieron hacia un carro que portaba un cilindro de hierro. El maestre
lo observó con detenimiento. Medía una braza y media de largo y un cuarto de braza
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de diámetro. Hueco en su interior, vaciado por una de sus bocas, en la otra mostraba
un orificio del tamaño de un clavo. Toda la superficie había sido cuidadosamente
pulida.
Tras observarlo el maestre, visiblemente satisfecho, asintió con la cabeza.
—Una obra perfecta —dijo—. Felicitad al artesano. Es exactamente lo que
quería. Creo que va a funcionar. Será una revolución en la guerra. Nunca más se
librarán las batallas según los cánones de Alejandro. Toda la táctica de combate
tendrá que ser replanteada.
La expresión del maestre había cambiado. Toda su atención estaba centrada en
aquel cilindro de bronce. Lo tocaba por dentro, por fuera. Lo medía en cuartas. Sentía
su grosor, su fuerza, su poder. Sabía que iba a funcionar.
—Mañana lo embarcaremos en una balsa y lo trasladaremos a la isla. Haced los
preparativos para su embarque. En la isla lo descargarán las gentes de la fortaleza. Ya
hemos construido un soporte especial con ruedas para su transporte. Funcionará.
Le era tan difícil no demostrar su entusiasmo que acabó por aumentar la
excitación de Bernardo.
—Probémoslo aquí —propuso—, podemos mandar a alguien a la isla a por el
polvo que lo hará funcionar.
—No —atajó el maestre—, tenemos que ser cuidadosos. Ya os explicamos el
peligro que este arma puede tener y no debemos arriesgarnos. Si hemos esperado
tantos meses mientras lo preparábamos, podemos esperar unos días más. Probemos,
eso sí, vuestro vino, que nos será ahora de gran provecho. Y si vuestra esposa fuera
tan amable, nos gustaría saludarla.
Entraron en la casa. Josefa los esperaba desde que habían entrado en el patio. El
maestre la conocía desde que había pronunciado sus primeras palabras. Una mujer
morena, pelo negro; no muy alta, ojos vivos. Tan pronto el maestre la abrazó, rompió
a hablar del funcionamiento de la hacienda, de la reparación del cobertizo donde se
guardaban las cosechas y de la necesidad de ampliar las dependencias de los
sirvientes. Ella dirigía, con buen tino, la casa. Necesitaba que el maestro constructor
de la Coelleira le hiciese la ampliación del edificio. El maestre asintió. Nunca le
había negado nada. No era posible. Josefa Murías, extrovertida y amable, no pedía
ayuda. Decía con naturalidad lo que necesitaba.
Tenían dos hijas. Retratos calcados de su madre. Eran la continuación de aquella
familia de Fonte Sacra que había dado aposento a la partida de caballeros de la
Coelleira que se dirigían hacia los montes de León, hacía ya más de cien años. Desde
entonces, parada obligada y deseada de todas las partidas de templarios.
—La próxima semana nos visitará mi hermana Raquel —anunció Josefa—. Viene
de recorrer las tierras de Gallaecia y del norte de Portugal. Confío en que esta vez se
quede entre nosotros.
—Y se case —la interrumpió Bernardo—. En vez de viajar debería casarse y
tener hijos. Aunque es la hermana menor, sus sobrinas ya tienen uso de razón y ella
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aún sin marido.
—No la obligues a hacer lo que no quiere. La conocemos y sabemos de su firme
criterio y voluntad. Se casará cuando crea que debe hacerlo —le amonestó el maestre.
Efectivamente la conocían muy bien. Su voluntad ya había quedado manifiesta
cuando, con dieciséis años, se había fugado de su casa, tras una discusión con su
padre. Un año había pasado en un convento en las tierras del sur, hasta que decidió
volver. Nada ni nadie fue capaz de convencerla antes.
El maestre se alegró de la noticia. Le gustaba el ímpetu de aquella joven. Él
también tenía un anuncio que hacer.
—Dentro de unos días se incorporará a la guardia de la isla un caballero francés,
Gastón de la Tour. No es habitual recibir caballeros de otras provincias, pero este
noble de Provenza, de valor probado en la cruzada, quiere ser caballero de Castilla-
Portugal. Ahora todos somos de tierras ibéricas. Hace tiempo que no nos
encomiendan extranjero alguno.
—Parecéis preocupado por la noticia —inquirió Bernardo.
—No me preocupa que él y otros caballeros franceses formen guarnición con
nosotros. Es la historia de Gastón la que infunde respeto. Su vida es una leyenda que
le acompaña a todas partes y que le precede en el camino. Allí adonde viaja, su sino
trágico va con él. Con él y con los que le acompañan.
Cruzó la mirada con el otro monje, Lorenzo, y se calló. Se quedó con la vista fija
en la ventana del aposento que daba al mar, mirando a la Coelleira, mientras el
silencio se hacía en la estancia. Aquella expresión que Bernardo había advertido
antes, cuando caminaban hacia el pazo, volvió a su faz. Aquella narración inconclusa
inquietó a Bernardo y a Josefa, pero sabían que era inútil preguntar. El maestre
Conrado hablaría cuando considerase que era el momento.
Josefa ordenó que sirviesen la comida. Interesaba apurar el tiempo. Los monjes
tendrían que volver pronto a la isla, para preparar el desembarque de aquella pieza de
bronce. Los menesteres de la hacienda volvieron a ocupar la conversación.
—Mañana embarcaré hacia la isla en la balsa que transporte el cilindro de hierro.
Podría seros de ayuda en el traslado —interrumpió súbitamente Bernardo.
Su ayuda era innecesaria, pero los tres entendieron que su presencia en la isla era
precisa. Algo estaba pasando. No era nada concreto, el aire quizá. Pero él sabía que
en aquel instante su sitio estaba en la Coelleira. Se había criado en aquella casa
viendo la isla y en la isla viendo su casa. Los suyos eran su familia y los monjes-
caballeros. Bernardo era el engarce de gentes y tierras. Era la lengua de arena que
fijaba la isla a la costa y el nexo con aquellos caballeros que vivían en un castillo «en
medio de los mares, bañado por la espuma».
Su instinto, ahora inquieto como su espíritu, le señalaba la isla. El maestre fijó en
él su mirada y asintió en silencio.
Un rato después, de pie en el torreón, Bernardo observaba cómo la barca que
transportaba al maestre navegaba hacia la isla. Tras dar las instrucciones para el
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transporte y el embarque del bronce al día siguiente, los había acompañado hasta el
embarcadero. Viéndolos acercarse a la isla, ahora ensombrecida por el atardecer,
sentía que su vida era aquel trayecto. Lo había navegado cientos de veces. De joven
lo había hecho alguna vez a nado. Iba a la isla a estudiar, a ejercitar las armas o,
simplemente, acompañando a algún monje. En ese momento sentía que aquel punto
que se alejaba de la costa, e iba a ser devorado por la isla, era él. En la barca iba su
maestro, casi su padre, como tal lo quería, navegando un mar que era suyo. Se sentía
allí, en el mar. Entre la isla, con la fortaleza en el centro, y la tierra, con gentes que
hoy querían a los monjes, pero quizá mañana no. El respeto a los templarios era un
sentimiento profundamente enraizado en el valle de Viveiro, pero podía no serlo tanto
en las tierras más al sur. La isla y la tierra hoy eran amigos y Bernardo estaba en
medio. Pero si mañana no lo fuesen y estallara el conflicto, ¿dónde estaría él? Se
agobió y empezó a sudar. El sol se ocultaba por detrás de la Estaca de Bares cuando
el bote ya había sido devorado por la isla caníbal. En medio de la oscuridad, Bernardo
sintió el reflejo de la ría en el aposento de la torre; se dio cuenta de que su presencia
en la casa no era más que una imagen. Él estaba en la ría, entre la tierra y la fortaleza.
Aquella lengua de agua se tintó de rojo vivo. Era sangre que corría por encima del
agua. Le dolían los ojos. Los tuvo que cerrar.
Las voces llamándolo lo sacaron de su ensimismamiento. Bajó las escaleras y
entró en la sala iluminada con antorchas y velas. Cuando sus hijas se abalanzaron
sobre él, los sentidos retornaron a su cuerpo. Recobró la tranquilidad, y al cabo de un
rato, su sobrecogimiento anterior le pareció un sueño. Se había quedado dormido. El
cansancio y la oscuridad del atardecer en el torreón lo habían vencido. Al día
siguiente embarcaría para la isla.
Se despertó y por los sonidos y la claridad supo que era bien entrada la mañana.
Cuando salió al patio, los bueyes ya estaban uncidos al carro. Mientras desayunaba,
el carro se puso en marcha. Se despidió de Josefa. Pasaría una o dos noches en la isla.
El caballo adelantó al carro y cuando llegó al embarcadero, la balsa ya estaba
atracada y lista para recibir la carga. Allí, de pie, aguardaban dos monjes y cuatro
sirvientes. Un bote se había abarloado a la balsa y sus doce remeros remoloneaban
por el embarcadero a la espera del cargamento. Habían montado una suave rampa de
tablones entre el embarcadero y la balsa.
—Llevaremos el carro con el caño de bronce tal como viene desde vuestra casa
—le aclaró uno de los monjes al ver su curiosidad por la rampa de madera—. No lo
descargaremos.
El embarque del carro con el caño de bronce se hizo con celeridad. La dirigió con
precisión uno de los dos monjes. Fue fácil. Sabía lo que hacía. Nadie del pueblo había
acudido a ver la extraña pieza que cargaba el carro de los Quirós. No era necesario.
Todos sabían cómo era, quién la había fundido y que sería llevada a la fortaleza. No
preguntaban cuál era su finalidad. Sabían que era para la guerra, como tantas otras
cosas que en el pueblo se habían hecho. Aún se acordaban de aquellas largas tiras de
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hierro en punta, que habían acabado en la proa de los barcos que tomaron Sevilla
cortando las cadenas que protegían el río Guadalquivir como si fuesen cuerdas de
esparto. Aquello también se utilizaría algún día en una batalla. Y se sabría que lo
habían hecho ellos, allí, en Viveiro.
Bernardo embarcó en la balsa, de pie al lado del carro, junto a los dos monjes.
Los remeros tendieron dos cuerdas desde el bote a la balsa y empezaron a remar con
ritmo rápido. Pronto la balsa estuvo en medio de la ría. La mar ayudaba con su calma.
Era de agradecer, porque la carga era pesada. La estela que iban dejando no
encontraba obstáculo hasta llegar a tierra. Bernardo la observó mientras volvía a
recordar tantas travesías que había realizado. A un lado, su pueblo, al otro, su
fortaleza. Él en medio. Volvió a inquietarse. A medida que se acercaban a la isla
sentía que los muros de la fortaleza, siempre para defender, se volvían paredes para
separar. No sabía de qué, pero aquellos muros eran para separarlo a él.
Una barca de pescadores lo sacó de su ensimismamiento. Iba en su misma
dirección. Les dio alcance y durante un largo rato, navegó a su lado; eran recios
remeros aquellos pescadores. No los reconoció, ni a los hombres, ni al bote.
Seguramente eran de otra ría y habrían venido a Viveiro a surtirse de redes. Se
acercaron aún más, hasta situarse a pocas brazas. Seis hombres remaban, mientras
otro iba largando una red y dos más, sentados en las bancadas, con cuerdas en las
manos, no parecían participar activamente en la pesca. Bernardo los miró
distraídamente. Estaban tan cerca que hasta vio el grueso anillo que llevaba uno de
ellos, que vestía una capa de pescador muy raída, por debajo de la cual asomaba una
manga de túnica azul. Pensó en gritarles que no se acercasen más, no fuesen a
abordarlos, pero ya ellos, buenos conocedores de la mar, cayeron a estribor y se
alejaron.
En el embarcadero de la isla, el maestre y varios monjes los esperaban. Bernardo
saltó a tierra el primero y se dirigió a frey Conrado. Lo abrazó. Sintió la emoción del
encuentro con la isla, como si llevase años sin pisarla. Desde allí las murallas de la
fortaleza eran aún mas imponentes. Inexpugnables.
—Ayer, mientras os ibais, tuve un mal presagio —le dijo al maestre.
El viejo templario comprendió el abrazo emocionado que le había dado.
—Contadme —le pidió mientras le señalaba el camino a la fortaleza.
Se pusieron en camino, sin esperar a la descarga del carro. Bernardo le narró el
sueño.
—Habrá sido el cansancio y la mención que hice a la leyenda de Gastón. No le
deis más importancia —le tranquilizó el maestre.
—Sí, tenéis razón. Pero todos tenemos que conocer el alcance último de nuestros
actos. Vos mismo me lo dijisteis. Temo no saber medir los míos en algún momento.
Algo me dice que me puedo equivocar. Yo aún no tomé parte en batalla alguna. Ni
cruzada, ni lucha contra el infiel en el sur del reino. No sé si mis decisiones serán
sabias. No temo a la guerra, ni al dolor, ni a la muerte. Temo al error. Y lo que ayer
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sentí fue la responsabilidad de la decisión equivocada.
—Tenéis razón —reconoció el maestre—. No basta la decisión de buena fe. Es
precisa, además, la inteligencia. Pensad siempre a quién beneficia vuestra actuación.
Y sabed bien cuáles son los intereses de vuestros consejeros, para saber si os
aconsejan por vuestro bien o por el de ellos. Sosiego y cabeza para las decisiones.
Corazón y fuerza en las actuaciones. Sabed que la equivocación, al lado de vuestros
amigos, es menor que la equivocación al lado de vuestros enemigos. Si os equivocáis
de esta última forma, comprobaréis que la soledad hendirá vuestro espíritu, todo se
volverá hostil y la conciencia no os dejará vivir.
Bernardo asentía. Al lado del maestre se sentía más seguro.
—¿Cuántas veces al acabar la batalla no sentisteis el peso de que os habíais
equivocado y que eso había costado mil vidas?
—Más de las que quiero recordar y menos que otros muchos. Pero siempre puse
todo de mi parte para acertar. Estudio, reflexión y oración. Solo Dios es infalible.
Alejandro y César cometieron errores. Todos los generales de la historia se
equivocaron. Pero solo los grandes supieron darse cuenta.
Ya estaban ante la puerta de la fortaleza. Era de madera de castaño con refuerzos
de hierro y tan sólida que parecía una prolongación de la muralla de piedra. Estaba
abierta. Entraron a un patio hexagonal. Un pozo en el centro daba a un aljibe.
Bernardo había calculado en más de un año el tiempo que aquel depósito mantendría
abastecida de agua a la guarnición de la fortaleza. La pesca era abundante y si la
lluvia no fallaba, soportarían un sitio enemigo eternamente. Los visigodos, allá por el
siglo V, habían elegido un lugar estratégico para su iglesia y su guardia. Los
templarios lo habían señalado, hacía siglo y medio, como uno de sus lugares de
guardia y custodia. Era la encomienda más septentrional de la provincia de Portugal-
Castilla-León.
Resultaba tan segura, que allí se guardaba la más importante biblioteca del arte de
la guerra de todo el Occidente. Allí se encontraban los tratados de guerra de
Alejandro, de Pipino, de Escipión, de César; los del guerrear egipcio, etrusco y del
Islam en las tierras de Argel y en la península Ibérica; la Poliorcética, de Eneas el
Táctico, las Estratagemas, de Polieno, y otros textos griegos y del lejano Oriente, que
hablaban de vastos movimientos de tropas. Tratados del arte de la guerra en tierra
firme, del sitio de las ciudades, de la navegación, de batallas navales en el
Mediterráneo y en la brumosa Europa del Norte. Bernardo había tenido acceso a
ellos. Solo había estudiado una pequeña parte. No conocía los idiomas nórdicos, ni
griego, ni árabe, ni lenguas orientales. Solo el latín y el romance, en el que casi no
había nada escrito.
Desde el patio se veía el gran torreón central decagonal, casi redondo, que
contenía aquellas joyas del saber militar. Siempre había freires estudiando la guerra.
Leyendo y escribiendo. Porque allí se diseñaban estrategias que el Temple
demandaba desde todo el mundo. Mapas de ciudades enemigas con diseños y notas
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para su sitio y asedio. Rutas de avance por tierras del Islam, de Francia, de Germania,
de Italia. Rutas de célebres generales, Aníbal, Escipión, Alejandro…, y los errores
que habían cometido servían para nuevas estrategias de conquista.
Libros que nadie, excepto unos pocos, había visto nunca. La biblioteca estaba
dividida en círculos concéntricos, separados por muros de piedra. Una vez dentro, se
veía que no era una, sino tres torres concéntricas. Tenía cinco pisos, cada uno
dividido en cuatro cuadrantes. Para que no hubiese ruidos, según decía el maestre.
Una escalera subía por la parte exterior del muro. A la altura de cada piso, una
plataforma circular daba acceso a cuatro puertas, cada una de una estancia. Para
acceder a las estancias de la torre intermedia había que subir otra escalera que partía
también desde la plaza de armas. Discurría entre dos muros, completamente interior y
oscura. La misma configuración que la exterior. Circular en cada piso y una puerta a
cada estancia. En la torre interior lo mismo, aunque él nunca había estado. Suponía
Bernardo un total de sesenta salas para leer y guardar libros.
Bernardo no había visto en ningún sitio una construcción semejante. Había
tardado algún tiempo en entender su estructura. Y cuando inquiría al respecto,
siempre obtenía la misma respuesta, por el ruido y para favorecer la soledad y
recogimiento del lector. «Leer, que es entender, requiere de atención y esta se facilita
con el recogimiento», le decía el maestre.
La entrada a la torre exterior se permitía a todos. El maestre les asignaba la sala
correspondiente a su lectura. Tan solo unos pocos tenían acceso a la torre intermedia
y, dentro de esta, a algunas salas concretas; otras requerían de una licencia especial. A
la torre interior solamente tenía acceso el maestre. Nada se sabía de sus libros, ni de
su estructura. Bernardo suponía que estaba dividida en cuatro salas por piso. Así le
salían las sesenta salas. El maestre, cuando le había preguntado, se había limitado a
afirmar: «Algunos de los libros que allí se guardan son piezas únicas en el mundo.
Requieren un cuidado especial y una atmósfera limpia, sin cambios de temperatura.
La presencia del hombre los arruinaría. Yo me encargo de su cuidado. La forma de la
torre es la que conviene a su mejor atención. El mundo futuro tiene derecho a conocer
esas joyas de la cultura universal».
Bernardo tenía acceso a toda la torre exterior y a cinco salas de la intermedia. Una
en cada piso. Pero siempre los cuadrantes opuestos de cada piso. En el primero le
correspondía el cuadrante norte, en el segundo piso el sur, en el tercero el norte y así
sucesivamente. Se conoce que los libros que le interesaban estaban así distribuidos.
En ninguna de estas cinco salas de la torre intermedia se repetían los caballeros con
los que coincidía. Sería una casualidad, porque en la torre exterior coincidían en
varias, o quizás era debido a los diferentes intereses de aquellos señores de la guerra.
Bernardo enseguida aprendió, casi de niño, que las reglas de la fortaleza eran
estrictas. Nunca se preguntaba cuál era el estudio de los demás, su procedencia o
destino. Cada uno contaba lo que creía conveniente.
—Comeremos y después nos ocuparemos de montar el bronce —dispuso el
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maestre.
La comida fue tan frugal como animada. Hablaron de Francia. El maestre quiso
que uno de los caballeros narrase su estancia en la encomienda de Cherburgo, el gran
puerto templario del país. El monarca francés, Felipe IV el Hermoso, había accedido
al trono en el año de 1285, generando gran entusiasmo. Era hombre inteligente y con
el firme propósito de que su reino fuese poderoso; deseaba una Francia con más peso
en Occidente. No veía con buenos ojos a los ingleses, que ocupaban territorios del
oeste de la Galia y deseaba llevar su influencia a las tierras alpinas. La participación
de Francia en las cruzadas no había traído un mayor reconocimiento de su país. Creía
que era preciso un nuevo balance de poderes en Europa otorgando más peso a Francia
y para eso quería contar con el Temple, no como brazo armado, que lo eran de Cristo
y de la Iglesia, sino como transmisores de una nueva hegemonía franco-occidental.
¿Quién si no podía garantizar el orden en Occidente? El Islam había sido detenido en
Poitiers. Pronto habría que parar al turco. Las tierras nórdicas no tenían ejércitos, el
Sacro Imperio Germánico se debilitaba en luchas intestinas. El sur de Hispania
libraba su propia batalla contra un Islam adormecido para la guerra por la civilización
y su disfrute. Los británicos, desde Ricardo, no habían dejado oír su voz. Solo
quedaba Francia y él, el Rey, era quien tenía aquella superior responsabilidad.
—Son los intereses de los reinos —opinó el maestre Conrado—, y el Temple está
por encima de ellos. La Cristiandad reclama la unión, no la imposición. Europa no se
unirá jamás por la guerra, sino por la paz. El rey francés defiende su poder, no el de la
Cristiandad.
Todos asintieron. Ellos sabían más de la guerra que nadie. Por eso eran
conscientes de que la guerra solo anexiona con el exterminio. Un noble no acepta la
esclavitud. Prefiere la muerte. Y la muerte genera más rebeldía y más guerra.
—En los próximos días se incorporarán a la guarnición tres caballeros franceses;
los envía el maestre de la Provenza. Acaban de regresar de Tierra Santa y
permanecerán con nosotros hasta nueva orden. Quieren estar aquí varios años.
»Uno de ellos —prosiguió— es Gastón de la Tour, un noble francés. Su historia
recorre Occidente como un estigma. Gastón se enamoró de una joven, Guillermina,
hija de un artesano sin sangre noble. Aunque su amor, inmenso, no tenía límites,
cuando sus padres la obligaron a casarse con otro hombre, un herrero de la villa,
Gastón, débil, no se opuso. Ella, desesperada, aseguró que antes de casarse con otro
se moriría, pero dejaría la mano fuera de su tumba para que Gastón pudiera ponerle el
anillo de desposada. El amor era eterno, la vida no.
»Transcurrido un tiempo, cuando ya templario se dirigía hacia su encomienda, al
pasar por delante del cementerio tuvo una espantosa visión: de una tumba salía una
mano. Con el horror dibujado en el rostro entró en el cementerio. En la lápida leyó un
nombre, Guillermina. El dolor lo laceró. Desesperado huyó de aquel lugar, mientras
una voz de un anciano le decía: “Mi hija murió por vuestra cobardía. Pasaréis el resto
de vuestra vida demostrando vuestra valentía ante la sangre de los vuestros”.
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»La maldición se hizo realidad. En el viaje de vuelta a su castillo, una partida de
ladrones los atacó matando a uno de sus más leales amigos. De ningún consuelo le
sirvió a Gastón el haber dado muerte con sus propias manos a todos los salteadores.
»En la cruzada, su primo Mercier murió en batalla a su lado, al igual que el
capitán de su guardia. Toda la compañía fue aniquilada en una incursión nocturna.
Solo él, luchando valerosamente, sobrevivió.
»Os cansaría con el relato de la estela de sangre amiga que va dejando tras él.
Ahora, quiere retirarse a nuestra fortaleza, buscando recogimiento para su espíritu y
calma a sus tormentos. Espero que brindéis vuestra amistad a Gastón. Aquí no llegará
la guerra, su maldición ha de tocar algún día a su fin.
Bernardo se sintió muy cerca de un hombre con tal sufrimiento.
—Espero que sea mi huésped allá en el valle —se ofreció—. Hemos de mostrar
hospitalidad a quien la necesita. Las maldiciones no llegan a nosotros, los cristianos
con fe.
Fueron interrumpidos por un caballero que informó al maestre del desembarco del
caño de bronce.
—Está ya en la colina al lado de la muralla, preparado para ser montado en el
armazón de madera reforzada con hierro, según las instrucciones del freire Lorenzo.
—Veamos los preparativos —propuso el maestre.
Se levantaron y salieron al patio, donde un grupo de caballeros se ejercitaba en el
uso de la espada. Al pasar el maestre pararon su entrenamiento y saludaron.
—Venid con nosotros —les instó—. Vamos a seguir el montaje de la nueva arma
que hemos construido.
La comitiva, de unas dos docenas de caballeros, salió del castillo, dirigiéndose a
la parte de la isla que veía al norte, donde había un pequeño acantilado. El carro con
el caño de bronce estaba al lado de una pieza de madera con ruedas y una hendidura
del tamaño del caño en su parte superior. Un grupo de hombres lo levantó, con gran
dificultad, y lo colocó encima de la plataforma, encajado en la hendidura, con la parte
hueca mirando hacia el mar y el agujero pequeño hacia arriba. En esto insistía mucho
Frey Lorenzo, el armero.
—Queda demasiado holgado —observó una vez fue depositado encima de la
plataforma—. Serán precisas unas cuñas de madera y unos aros de hierro que hagan
que la madera y el bronce sean la misma pieza. No puede haber ni una uña de
holgura.
—Tendremos que esperar unos días para hacer la prueba —dijo el maestre—. No
os precipitéis. Sabemos que es un arma peligrosa. El enemigo puede esperar.
Aquella boca, aun apuntando al mar, resultaba amenazadora. El sol desaparecía
por la Estaca, y en las sombras el bronce y su fauce eran aún más negras. Bernardo no
entendía el uso de aquel grifo de hierro. Sabía que era una especie de catapulta que
funcionaba con fuego, que producía un polvo que los monjes conocían. No sabía
cómo era aquello, pero viéndolo allí, sentía su fuerza. Su instinto guerrero se lo decía.
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Por la noche, en la cena, no se habló de otra cosa. «Lanzará el hierro a más de
cien brazas», decía el armero. El hierro, una especie de pesa de las que se usaban en
las básculas, pero del tamaño del ancho de la boca del caño, parecía de un peso
suficiente como para que Bernardo dudase de la veracidad de aquella afirmación.
Al acostarse, Bernardo se asomó al ventanuco de su habitación y allá, en tierra
firme, dibujadas por la luna vio las formas de la colina donde estaba su pazo. En
medio la lengua de mar. Se acordó de sus hijas y de Josefa. Desde allí las sabía
seguras.
Los dos días siguientes los empleó en ejercitarse con la espada y la lanza,
disparando la ballesta, pero, sobre todo, hablando de estrategia militar. El maestre le
había pedido que preparase el sitio de una fortaleza usando aquella nueva arma. Cien
brazas de alcance.
—Leed este manuscrito de la batalla del sitio de Niebla, en el año 1257, ordenado
por nuestro rey don Alfonso —le aconsejó el maestre—. Los del Islam usaron el
trueno.
En aquella narración Bernardo comprobó que los defensores árabes habían usado
una estruendosa arma que sembrara el pánico y la muerte entre los cristianos. El
número de bajas de los sitiantes había sido demasiado alto. Supo del efecto de aquella
arma, unos cajones que reventaban con gran estruendo, que en nada se parecían al
caño de hierro.
Se dedicó a pensar cómo sitiar la Coelleira con aquella catapulta. No creyó que
fuese posible. Aquella fortaleza era inexpugnable.
—No habrá ejército que triunfe sin un altísimo número de bajas. Es del todo
imposible un sitio rápido y sin bajas —le dijo a los caballeros que con el maestre
discutían el plan de asedio.
—Comprobaréis que es posible y sin gran dificultad usando esta nueva y terrible
arma —aseguró Frey Lorenzo.
La incredulidad era general. Pero Bernardo sabía que de guerra y armas aquel
hombre sabía más que nadie.
—Mañana recibiremos los nuevos herrajes que hemos encargado y lo
probaremos. Estoy seguro de tener razón. Cien brazas de alcance —insistió el armero.
El plan de Bernardo de usar barcazas con rampas para subir y bajar las piezas les
pareció adecuado. Se podría disparar desde las barcazas en medio de la ría.
Un caballero entró en la sala donde estaban reunidos y acercándose al maestre le
dijo al oído unas palabras. Su cara se iluminó.
—Que desembarquen y vengan inmediatamente —ordenó—. Caballeros —
continuó—, la esposa de Bernardo, doña Josefa, y su hermana doña Raquel están en
el embarcadero de la isla. He ordenado que se les permita desembarcar y dirigirse
aquí. Estarán todo el día con nosotros. Sé que las reglas son estrictas. Pero pertenecen
a la familia Murías, que muchos de vosotros conocéis, y que nos hospedaron durante
años en las tierras de Fonte Sacra. Templarios por historia y afecto.
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Raquel Murías. Él le había puesto el nombre de la mujer de Jacob, el que había
dormido sobre el Betilo, aquella piedra de la que le habían hablado en la cruzada y
que aquel hombre buscaba. Cuando regresó de Tierra Santa y vio aquella niña recién
nacida, pensó en Raquel y en el Betilo. Y ella fue Raquel. Había hecho honor a su
nombre. Tenía un fuerte carácter, era inteligente y afectuosa. La consideraba casi su
hija y la quería más que a nadie. Hacía casi dos años que no la veía; había
emprendido un viaje por las tierras de Gallaecia, del que ahora regresaba. Desde
pequeña había sabido que su firme voluntad la llevaría a labrarse su propio destino.
Le gustaba oírla hablar de cómo eran su tierra y su rey. Nunca le había gustado un rey
que no vivía en su tierra. Quería un orden distinto. Pero le preocupaba su rebeldía
respecto a cosas que no se podían cambiar.
El maestre bajó al patio de armas y, cuando aún no había llegado al pozo, una
joven morena, de pelo negro, alta y delgada, cruzó corriendo la puerta de la fortaleza
y abrazándolo, casi se colgó de él.
—Maestre. Cuántas cosas te tengo que contar. He visto el mundo. Es como me
dijiste. —Se separó para verlo—. Me llena de alegría verte de nuevo.
—A mí también, Raquel. A mí también.
—Llegué hoy y Josefa me dijo que Bernardo estaba aquí, con vosotros. Me faltó
tiempo para venir a saludarte. Tengo tanto que contarte. Me rondan multitud de ideas
y quiero llevarlas a cabo. Necesito de tu consejo. Tenemos que hacer muchos
cambios en este reino…
—Cada cosa a su tiempo —la interrumpió el maestre. Josefa les había alcanzado
y juntos se dirigieron a la sala donde estaban los templarios.
Cuando entraron, todas las miradas se clavaron en aquella hermosa joven morena.
Su cara brillaba. Sus ojos negros, bellísimos, destelleantes, los miraron a todos de tú a
tú, con una cierta altivez pero con aprecio. Sintieron que una mujer les aguantaba,
con seguridad y fuerza, la mirada; a ellos, los caballeros templarios de la Coelleira.
—Raquel, de la estirpe de los Murías —enfatizó el maestre—. Yo mismo le puse
su nombre cuando volví de Tierra Santa, va para veinte años.
Los caballeros inclinaron la cabeza. Las palabras del maestre aumentaron la
sensación de fuerza que percibieran en aquella mujer. Ella saludó con una sonrisa.
—Estoy ante Caballeros del Temple, a los que admiro y respeto desde niña. Mi
maestre, Frey Conrado, y vosotros me enseñasteis el mundo de lo justo. Estar en esta
sala es un honor y forma parte de mi recuerdo.
La sorpresa se reflejó en los rostros. Si nada habitual era que una mujer entrase en
aquella sala, aún lo era menos que tomase la palabra. Muchos tardaban semanas e
incluso meses en atreverse a hablar al grupo. Y solo los más respetados lo hacían en
aquel tono y con aquella naturalidad.
Bernardo se acercó y abrazó a su cuñada y a su esposa. El maestre nombró a
Josefa; todos la conocían por haber sido huéspedes suyos en el pazo del valle.
Los caballeros fueron saliendo, quedándose solamente unos pocos, los más
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antiguos, además del maestre. Todos conocidos de la familia de Quirós. Raquel, una
vez sentados en torno de la mesa, inició la narración de su viaje por las tierras de
Gallaecia. Un gran país, de tierras fértiles, hombres trabajadores, mujeres hacendosas,
pero con poca ambición de ser. Nobles que se conformaban con su vida tranquila, en
sus condados, sin darse cuenta de que su tierra estaba siendo desatendida. No tenían
hombres de armas y estaban atentos a la más mínima muestra de cuál podía ser la
voluntad del Rey, al que nunca veían, para atenderla; todos decían que era para no
caer en desgracia, ya que sus vecinos sí que cumplían los deseos del Rey. Ninguno
veía con entusiasmo la situación, pero no se atrevían a decirlo. Se limitaban a dejar
pasar el tiempo.
—Vi una tierra que, siendo origen del cristianismo, retrocede a medida que se
expulsa al Islam. Cada vez tenemos menos poder y menos influencia —concluyó
Raquel.
—¿Cómo te fue en Compostella? —preguntó el maestre.
Mientras, Frey Conrado pensaba en lo notable de la narración de Raquel. No
había hablado de la belleza del país, sino de sus gentes. Eran ellas las que le
importaban.
—Es la ciudad más bella del mundo. En sus dos plazas, la Quintana y el
Obradoiro, confluyen la cultura y la pasión, la religión y la política. En Compostella,
la belleza de la piedra confunde los sentidos. Es el centro de la civilización, el
corazón de Gallaecia, pero un corazón que late con lentitud. No da suficiente
impulso. Gallaecia va lenta porque Compostella está centrada en sí misma. Necesita
un nuevo espíritu. Estamos en tiempos nuevos y allí aún no los sintieron.
—Nadie nos une para tener más fuerza —afirmó Bernardo—. La semana pasada
recibí una carta del conde de Lemos, llamándome a una reunión. Algo sucedió en la
boda de su hija, a la que a mi pesar no pude asistir. Surgió un fuerte conflicto entre su
yerno, el señor de Avalle y el obispo de Mondoñedo. Me habla de que no hay ejército
en Gallaecia y que es preciso que nos veamos. Raquel tiene razón. Estamos en
tiempos de mudanza.
—Siempre son tiempos de mudanza —sentenció el maestre—. Lo que importa es
saber hacia dónde se va y qué es lo que se pone en marcha. Realeza, nobleza, clero,
órdenes, todo está en cambio permanente. En Francia, en Castilla, en Portugal, en
Germania y en Italia. Pero lo que importa es lo que se mueve en Roma, en
Estrasburgo y en Compostella. Esta ciudades forman el triángulo donde se decide
todo.
Raquel y Bernardo no entendieron muy bien lo que el maestre quería decir, pero
el brusco final de sus palabras indicaba que no iba a seguir. No le pidieron que les
aclarase su significado. Sabían que aquello era todo lo que iban a oír.
—Vuestro bote tiene que salir, si no queréis que la noche os sorprenda en el mar
—les aconsejó Lorenzo.
—Os acompañaré —dijo Bernardo—. Maestre, ¿cuándo haremos funcionar el
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arma? No me gustaría estar ausente.
—No os preocupéis. Si hiciésemos alguna prueba, sería para asegurar el buen
funcionamiento del arma cuando esté delante el poderoso y entendido señor Quirós
de Viveiro —ironizó el maestre.
En el viaje de vuelta las dos hermanas hablaban sin parar de lo que habían hecho
en el último año. Irían a ver a sus padres, allá en las tierras de Fonte Sacra. Bernardo
sabía que en aquellas conversaciones solo ellas, acompañadas de sus recuerdos,
tenían cabida. Josefa sentía una gran admiración por su hermana.
En medio de la ría, Bernardo volvió a notar aquella sensación de unos días atrás.
No dijo nada. No quería preocupar a su esposa. Fijó su vista en Raquel y la notó
serena. Pero él no se tranquilizó.
Se acostaron tarde. Hablaron y recordaron juntos vivencias y tiempos pasados. La
noche los despidió casi de madrugada.
Raquel se despertó con el ruido de un trueno. No oyó la lluvia. Al notar que la
luz, aún débil, anunciaba el alba, quiso seguir durmiendo, pero un nuevo trueno le
indicó que era mejor levantarse y aprovechar el día. En el comedor ya estaban
Bernardo y Josefa. La lluvia no se oía pero el trueno se volvió repetir por tercera vez.
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4
EL CONSEJO DE REGENCIA EN ESTRASBURGO
E
l hombre miró hacia arriba y sintió la misma impresión que la primera vez
que había visto aquella catedral, unos diez años atrás cuando había llegado a
Estrasburgo. Caminando bajo aquellas torres se sentía minúsculo. Había
pasado por allí infinidad de veces y su alma se sobrecogía como el primer día.
Apuró el paso y agachó la cabeza para protegerse del frío; aún parecía más
pequeño. Llegaba a tiempo, pero con aquel frío era mejor esperar dentro, al calor de
la lumbre. Se dirigió hacia la casa, de madera y cal, negra y blanca, que hacía esquina
en la plaza de la catedral. Sin darle tiempo a llamar, el sirviente le abrió la puerta.
Como tantas veces antes, lo esperaba. Se quitó la capa de pieles.
—El señor Akal os aguarda.
Aquello era poco usual. Siempre llegaban a las ocho, con rigurosa puntualidad,
pero esta vez le habían dicho que estuviese una hora antes. El sirviente lo condujo
hacia la estancia principal de la primera planta, que daba a la plaza.
—Señor de Constanza, sentaos, por favor —le dijo con un fuerte acento
germánico Akal, un hombre alto, demasiado delgado y pálido de unos cincuenta años.
Estaba de pie, mirando la catedral a través de la ventana de vidrios coloreados de
Bohemia.
—Mientras esté ahí, nosotros seguiremos leales a nuestra idea de un Gobierno en
los países de Occidente, que algunos llaman Europa —dijo Akal sin quitar la vista de
la catedral—. Su visión nos mantendrá, día tras día, año tras año, siglo tras siglo.
Ramón de Constanza se sentó, mientras Akal, ya vuelto hacia él, continuó.
—Llevamos más de dos siglos a la espera de la proclamación del rey que
gobierne Occidente. A pesar de que el Temple, fiel a sus normas, ha combatido
bravamente en Tierra Santa, las cruzadas han fracasado y nadie ha sido capaz de
acercar los pueblos de Europa. Es necesario que el Consejo de Regencia comience a
considerar una nueva estrategia. Una decisión importante que requerirá tiempo y
prudencia. No sé si Dios me concederá asistir al final; creo que no. Mi cuerpo se
debilita y mi alma reclama su libertad.
—El Señor querrá que os repongáis pronto. Vuestra presencia en este momento
tan difícil es imprescindible. Son tiempos de calamidades y nuestra idea os necesita
—afirmó con vehemencia y sinceridad Constanza. Hablaba en latín con acento de las
tierras del sur—. Dios siempre ayudó a las causas justas.
—Sí, pero siempre respetó la naturaleza que Él creó. Hoy pienso proponer al
Consejo que vos seáis mi sucesor en la regencia —dijo Akal, y viendo la expresión
de sorpresa que reflejaba el rostro de Constanza, prosiguió—: Os considero el
miembro del Consejo con más capacidad para dirigir el proceso que ya se ha iniciado.
Somos un Consejo de Regencia, sin reino y sin rey. Tenemos la Idea, la voluntad y la
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fuerza. El rey llegará y con él vendrá el reino. Vos debéis conducir el proceso hasta
aquel momento, que ya no está lejos.
Constanza sabía que aquellas palabras no podían ser contestadas. No creía ser el
más idóneo, pero tras diez años en el Consejo, había visto pasar a dos regentes y
sabía que ese era el sistema. El anterior designaba al siguiente. Incluso cuando llegase
el Rey, él elegiría a su sucesor, que no podría ser de su familia. Una monarquía
sincrética, no hereditaria.
—Llegado el momento pondré lo mejor de mí mismo en la tarea —aseguró
Constanza poniéndose en pie—. Espero responder a la confianza que depositáis en
mí.
Se dirigieron a una puerta lateral, de caoba teñida de negro, como todos los
muebles y estantes repletos de libros que ocupaban el despacho, y entraron en un
salón, cuyo centro ocupaba una gran mesa de madera rojiza. En torno a ella, once
hombres, con túnicas blancas y rojas de puños negros, aguardaban de pie al lado de
sus sillas.
Akal señaló a Constanza la silla a su derecha y tomó asiento en la cabecera.
Todos supieron por el gesto del Regente que Constanza era el sucesor. En los rostros
de aquellos once hombres sabios, justos y buenos se reflejaba el acierto de la
designación. Apreciaban de Constanza la inteligencia, el sosiego y la ponderación de
sus juicios; nunca perdía la calma y siempre encontraba una respuesta adecuada para
cualquier situación. Era un hombre humilde, tanto, que algunas veces, cuando daba
una opinión, parecía que era idea del que la escuchaba.
Les entristecía ver cómo se apagaba la vida del Regente, al que, tras ocho años de
Regencia y treinta de Consejo, tenían un gran respeto y afecto, pero les satisfizo la
designación de Constanza. Akal se dispuso a pronunciar un discurso solemne en
aquella sala del Consejo de Regencia, donde la Idea y el respeto al Betilo lo eran
todo.
—El tiempo pasa y llegó el momento de designar un sucesor en la Regencia. Mi
fallecimiento, por deseo de Jesucristo, se acerca; el señor de Constanza me sucederá.
No voy a glosar sus virtudes y méritos, que todos conocéis. Quiero, sin embargo,
proclamar solemnemente en el recogimiento de este Consejo y en el secreto de
nuestras actuaciones, que se avecinan tiempos de conmoción en Occidente. Nada
volverá a ser como antes. El mundo va a vivir grandes cambios y el señor de
Constanza sabrá conduciros sabiamente.
Los doce miembros del Consejo atendían cada palabra del señor Akal. A la
proclamación de Constanza se añadía un nuevo e inesperado enfoque: venían tiempos
difíciles. Allí estaban dos caballeros franceses, dos italianos, uno portugués, uno de
Castilla, un provenzal, un inglés, otro procedente de las tierras bálticas, un germano
y, finalmente, uno de las tierras bajas del mar del Norte. Unos eran estrategas
militares, otros hombres de letras (buenos conocedores de la civilización occidental),
varios miembros de la alta nobleza, gentes de la universidad, un cardenal de la
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Iglesia. Eran gentes de procedencia muy diversa que compartían su sabiduría, su buen
criterio y sus mentes abiertas.
Cuando los habían llamado a formar parte del Consejo, el Regente les había
transmitido su cometido. Eran un Consejo de Regencia para preservar la Idea hasta
que pudiera hacerse realidad. Tenían que ir preparando el camino. Llevaban siglos
esperando y aún podrían tener que esperar varios siglos más. Nadie lo sabía.
Solamente Nuestro Señor Jesucristo. No debían esperar reconocimientos ni premios,
porque no los habría. Tendrían un inmenso poder, pero para dedicarlo enteramente a
la Idea. Nada se haría en su propio provecho. Todo sería para que cuando llegase el
momento hubiese un rey y un reino. Un rey sabio y bondadoso en un reino de
justicia.
Solamente ellos trece sabían de sus decisiones. Cada uno ejercía en su ámbito,
militar, económico, político o legal. Se celebraba una reunión cada dos años, aunque
los miembros del círculo interno se veían con más frecuencia. Las cruzadas, la
participación de los países en la guerra contra el infiel, la custodia de los Santos
Lugares, el equilibrio de poderes en la Cristiandad, la civilización cristiana, el
Temple, los reyes y su actuación, los conflictos y guerras entre países cristianos…,
todo era objeto de detallada consideración. Decidían y actuaban.
En aquella sala se concentraba el mayor poder de Europa. Sus decisiones, que se
transmitían como órdenes, como opiniones y a veces como consejos, llegaban a
reyes, nobles, cardenales y aun al Papa. Nadie más que ellos conocía la existencia del
Consejo, que debía mantenerse en el máximo secreto. Sus decisiones las transmitían
los miembros usando su propia influencia y poder, que era mucho.
—La derrota en las cruzadas traerá grandes cambios en Occidente —prosiguió
Akal—. Al decidir el inicio de las cruzadas, nuestros antecesores equivocaron el
camino. No había que ir de Oriente a Occidente. Había que hacerlo al revés, desde
Occidente a Oriente. Lo hemos pagado muy caro: hemos perdido más de dos siglos y
bueno será si todo queda así. Los reinos cristianos disputan y rivalizan entre ellos; las
tensiones entre Francia y Germania son muy fuertes y van en aumento.
»El Temple ha cumplido la primera parte de la misión que se le había
encomendado. Combatió en Tierra Santa y su presencia cubre rodo el territorio
europeo. Nos proporciona seguridad. El señor Thibauld de Gaudin —dijo
dirigiéndose a uno de los presentes— tiene que recibir nuestro reconocimiento. Los
reyes de Portugal, Aragón y Francia y nobles de muchos condados están con
nosotros. Los señores Fernándes, Llull y Montpellier deben seguir en esta labor.
»Los conflictos entre el rey Felipe de Francia y el Papa Bonifacio VIII son nuestra
mayor preocupación. Deberemos prestarles más atención. En el Vaticano hay grandes
convulsiones; el corto mandato de Celestino V y el pontificado de Bonifacio VIII están
trayendo conspiraciones y enconadas luchas de poder. Un pontificado inseguro, un
rey de Francia con gran ambición, la pérdida de Tierra Santa, el poder del turco, las
revueltas en Germania…, un nuevo orden se va a producir. Es precisa una nueva
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estrategia. Los primeros pasos ya están dados. El rey está en camino y el reino hay
que hacerlo.
Las caras de los consejeros reflejaron la impresión que les había producido esta
frase. Akal hizo una larga pausa. Nadie se movió. Parecían petrificados. Llevaban
cientos de años de espera y en aquel momento, el Regente, el que sabía de las claves
de la Idea y del Betilo con los signos, les acababa de anunciar que el Rey estaba en
camino.
—El señor Constanza —prosiguió Akal—, sabrá del rey. Yo os digo ahora,
cuando sé que no lo veré como rey, que está en camino. La ocasión es esta. Vendrá
desde Occidente, no desde Oriente, como creíamos. Vendrá desde donde confluye el
tiempo, donde todas las fuerzas de la luz acaban su camino. Cuando concluya el
milenio, dice la profecía. El fin del primer milenio de la civilización de Occidente se
aproxima. Cinco años quedan. Nuestra nueva estrategia tiene que estar lista para ese
tiempo.
Seguían sin moverse. Parecía que ni respiraban. La importancia del momento
flotaba en la sala. Aquellos hombres, buenos y sabios, que sabían de su destino y de
su responsabilidad, estaban pendientes de las palabras de Akal.
—Os pido para Constanza el mismo respeto y lealtad que habéis tenido conmigo.
Sé que puede contar con vuestro apoyo. Desde hoy el Consejo estará presidido por él.
Es preciso que empecéis de inmediato. Le pido al señor Constanza que acepte la
nominación y que prosigáis mañana. Pero antes de la aceptación y siguiendo las
normas, el Consejo tiene la palabra.
Nadie habló. Todos miraron hacia uno de ellos. Un hombre de mediana edad,
moreno, que no se movió. Fue Thibauld de Gaudin, quien, puesto en pie, habló al
Regente:
—Señor Akal, creo hacerme eco de todo el Consejo al afirmar nuestra
satisfacción por vuestra elección. Pero también en nombre del Consejo le pido al
señor Llull que hable en nombre de todos. En este momento solemne, su verbo nos
satisfará a todos.
Aquel hombre moreno permaneció un instante pensativo y, casi sin moverse ni
levantar la vista del centro de la mesa, empezó a hablar.
—Feliz elección, pero siento una gran tristeza al oírla. Vuestras palabras, señor
Akal, son de bienvenida y despedida. Hablan de lo que se va y de lo que viene.
Hablan de la vida. Un Consejo que, por trascendente que sea su misión, está formado
por hombres de carne y hueso. Dedicados a la Idea, pero humanos. Aquí se sentaron
muchos antes que nosotros, Tomás, Raimundo… Otros muchos se sentarán después.
Vos os vais. El señor Constanza viene. Con el tiempo se producen los cambios en las
personas y en los países. Preparémonos. El final del Imperio Romano trajo malos
tiempos para Occidente. Esta vez no podemos retroceder de nuevo. ¿Equivocación en
la cruzada? Puede. Pero yo, que soy hombre del mar, mediterráneo por esencia, sé
que con el sol se va una parte del espíritu. Sigamos el arco del sol. Allí adonde se va,
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se centra la esencia. Intuimos tiempos difíciles. Bueno será que roguemos ayuda al
Señor Jesucristo. El Consejo está vivo y por ello el Rey tendrá su trono y su reino.
Señor Constanza, que Dios sea con vos.
Constanza tomó la palabra. Se puso en pie con el semblante grave del que asume
algo que cree superior a sus fuerzas.
—Pido a Nuestro Señor Jesucristo ayuda. Hoy depositáis en mí una
responsabilidad para la que no estoy seguro de estar preparado. Le pido fuerzas para
responder a vuestra confianza. Pero, sobre todo, le pido que permita al Regente
permanecer con nosotros; ha dirigido este Consejo con gran sabiduría y lo seguimos
necesitando.
Akal movió la cabeza en señal negativa. Constanza continuó.
—Nuestra obligación y compromiso es lo primero. Yo acabo de saber que el Rey
está en camino. No podemos permitir que la oportunidad fracase. Debemos
intensificar nuestra tarea. Permaneceremos en Consejo cuantos días sea preciso para
ultimar nuestra estrategia.
Prosiguió su discurso. Iban a ser días de intenso trabajo. El traspaso de poderes se
estaba produciendo en aquel mismo momento en que el Regente asentía a las
instrucciones de Constanza. Para aquellos dos hombres el poder era más una
obligación que un deseo o una fuente de privilegios.
Cuando se levantó la sesión y los citó para el día siguiente a mediodía, ya era muy
entrada la noche. Salieron pensativos, en silencio. Constanza y Akal se dirigieron al
despacho de este.
—Debéis trasladaros a esta casa lo antes posible —dijo Akal—. El Regente tiene
que residir aquí, y aunque es la primera vez que un Regente renuncia, todo tiene que
ser lo más normal posible. Yo me sentiré mucho más tranquilo sabiendo que la
regencia continúa con vos. Pronto sabréis por qué.
Constanza, un poco inquieto, asintió.
—Hoy mismo hablaré con mi esposa para acometer el traslado —aseguró—, pero
sobre todo, para que vaya asumiendo la carga que se nos impone. Vos sabéis que es
una mujer de gran decisión y con capacidad de hacer frente a nuevas situaciones, pero
también que no gusta demasiado de la sujeción que esta responsabilidad le va a
imponer. Aunque estoy seguro de que continuará siendo mi principal apoyo.
—Saludadla de mi parte y presentadle mis excusas por la decisión que acabo de
tomar. Pero quiero que sepáis que ella también fue causa de mi decisión. Sé que, en
su gran inteligencia, no solo comparte nuestro proyecto y nuestra Idea, sino que es
parte de ella. Su sabio consejo también cuenta.
Constanza estaba convencido de que era así. Amaba locamente a su mujer y él,
más que nadie, sabía de su valía. Acababa de comprobar la gran capacidad del
Regente; también él era consciente.
Se despidieron hasta el día siguiente. Akal lo acompañó hasta la puerta y, desde
allí, lo observó mientras se alejaba por la plaza de la catedral. Satisfecho, sonrió con
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tristeza. Su última gran decisión como Regente ya había sido tomada y había
acertado. Ahora ya podía descansar tranquilo. La Idea estaba a salvo.
Constanza no sintió el viento gélido y húmedo que se clavaba en las piedras. Pasó
por delante de la farmacia, que se había abierto por iniciativa del Consejo treinta años
antes para atender la salud de las gentes, sin reparar en ella. Tampoco reparó en la
catedral, que dejaba a su izquierda. Pensaba en su mujer. Era extraño, no sentía la
responsabilidad que unos minutos antes le atenazaba. Pensaba en Blanca, su mujer.
Estaba seguro de que con ella al lado sería capaz de afrontar el reto. Cuando le habían
ofrecido formar parte del Consejo, haría pronto diez años, ella había sido
determinante en su aceptación. Dejaron sus familias, allá en las soleadas tierras del
sur y se vinieron a vivir al corazón del continente. Blanca llenaba toda su vida. Él era
un hombre de leyes y de lógica más que de acción. Ella, detrás de su aparente
fragilidad, tenía la fuerza para aguantar cualquier situación, por difícil que fuese.
«Tenemos que ir. La causa merece la pena», había sido su respuesta.
Cuando llegó a su casa, Emmanuel, su hijo, de seis años, ya llevaba varias horas
acostado. Entró sin hacer ruido. Blanca lo esperaba despierta, sin acostarse, leyendo.
La luz de la vela mostraba aquel rostro tan hermoso y aquel pelo rubio, ensortijado.
Delgada, extremadamente delgada; piel blanca como la luz; sus ojos marrones se
quedaron fijos en él. Lo sabía, aquella mujer sabía siempre lo que iba a pasar.
Permaneció inmóvil, en silencio, y con su sonrisa luminosa le transmitió la
bienvenida.
—El Regente ha comunicado al Consejo que yo seré su sucesor —le confirmó
Constanza.
Blanca mantuvo su expresión luminosa; sus ojos también sonreían.
—Lo sabía y lo esperaba. Dios te eligió para eso, para conducir la civilización
cristiana. Te ha elegido a ti; estaba escrito, como también está escrito que será nuestro
hijo y los hijos de nuestro hijo los que verán los frutos de tu trabajo. Estarás a la
altura de lo que te encomiendan y a ello dedicaremos nuestra vida. Ese será nuestro
disfrute y nuestro sacrificio. El Consejo y el Regente han mostrado su voluntad. Tú
mostrarás la tuya.
Su tez, aquella noche, estaba aún más blanca, tanto que parecía reflejar la luz de
la vela. Constanza la abrazó. Se sintió seguro. Sería capaz de responder a la confianza
que habían depositado en él. Akal tenía razón, ella era parte de la decisión.
Se levantó con el sol y se fue directamente a su escritorio. Debía tener las ideas lo
más claras posibles. Todo había de estar listo para cuando llegase el Rey. El
acercamiento de los territorios, la armonía entre los países, una civilización articulada
en torno a la justicia, la paz y la concordia, eran las ideas sobre las que se construiría
un nuevo orden en Occidente. La guerra y el odio nacían de la envidia de los que
creían a los otros inferiores por ser distintos, surgían cuando los pueblos no entendían
que la vecindad crea el parecido. Pero durante mil años la civilización cristiana no
había sino levantado barreras y muros para separar al vecino. Detrás de las murallas
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venía la guerra, la desolación, el dolor y, finalmente, la muerte.
La profecía lo anunciaba. Sucedería al cambiar el milenio, que traería la nueva
senda. Ya quedaba poco. En el calendario cristiano era el año del Señor de 1295.
Faltaban, sin embargo, cinco años para el cambio de milenio; ellos lo sabían bien. Era
parte de la Idea.
Era cierto. Se habían equivocado al iniciar las cruzadas, pero habían recibido una
gran recompensa: los escritos, el Betilo, la vivencia de la tierra donde Cristo nació y
murió. Habían recibido el flujo vital que les puso en la Idea. Y sin ella, no habría
jamás un nuevo orden. Sí, las cruzadas habían fracasado, pero habían señalado por
dónde había que empezar. Por Occidente. Ahora lo sabían y ponerlo en práctica era
su tarea.
—El desayuno te sentará bien.
Constanza levantó la mirada de los papeles para encontrarse con la de Blanca. Le
traía pan aún caliente y un vaso de leche humeante.
—Triunfarás. No me cabe la menor duda. Lo he sentido esta noche —le animó
ella—. He sabido que conseguirás que la Idea encuentre su camino, aunque producirá
mucho sufrimiento.
—La tarea es difícil —advirtió Constanza—. Llevamos siglos de espera y solo
Dios sabe cuántos más nos quedan.
—Sí, pero ahora es el momento. Lo veo —aseguró Blanca—. Cuando te
llamaron, sentí que algo nos obligaba a venir. No sabía lo que era. Esta noche lo
acabo de ver: vas a situar la Idea en el camino. Pero será con un inmenso dolor.
Constanza sabía de la intuición de Blanca. En muchas ocasiones había sentido
impulsos que se mostraran ciertos.
—¿Qué crees que hay que hacer? —le preguntó.
—No lo sé. Solo sé que el dolor abrirá el camino a la Idea. Y si no es ahora, no
será en muchos siglos.
Un fuerte ruido de cristales rotos la interrumpió. A través de la puerta entreabierta
vieron que a la sirvienta se le acababa de caer el desayuno.
—Lo siento señora —se disculpó ella, una chica joven—. Tropecé en el pasillo.
Lo recogeré todo inmediatamente.
—No importa, Catherine —la tranquilizó Blanca.
Aquella sirvienta que le había recomendado el arzobispo a Constanza era muy
servicial. Todo lo preparaba en su justo tiempo y siempre estaba atenta a sus
instrucciones y deseos. A veces aparecía en el momento en que se la necesitaba, sin
tener que llamarla.
—La llevaremos con nosotros a la nueva residencia —le confirmó Constanza a
Blanca, cuando Catherine se hubo ido.
Salió a mediodía hacia la casa del Regente. Era un día soleado. Echaba de menos
la luz fuerte de las tierras del sur. Era el mayor sacrificio que había tenido que hacer.
Cada vez que salía de su casa se acordaba de sus tierras y aquel día aún más.
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Caminaba más despacio que de costumbre; quería alargar el tiempo, aunque no sabía
por qué. Estaba tranquilo, con el espíritu sosegado, y sentía una sensación especial.
Por delante de sus ojos iban pasando las imágenes: la calle empinada y sus padres allá
en el sur, la plaza de la catedral y el rostro de Blanca, la farmacia y sus amigos de
juventud, la casa del Regente y su hijo, en una mezcla de recuerdos y realidades, que
le producían una gran placidez.
—Buenos días, señor Constanza. —El sirviente en la puerta de la casa lo devolvió
a la realidad—. El Regente os espera.
La casa le pareció distinta, más familiar. No era la sede del Consejo de la
regencia; era la casa del Regente. Un sitio para vivir y trabajar. Siempre había visto
aquella entrada como la puerta de la sala del Consejo, donde se reunía con aquellos
hombres sabios, llegados de toda Europa para trabajar por la Idea. Pero esta vez sintió
que entraba en su casa. Allí iba a vivir, con su mujer y su hijo, el resto de su vida.
Los doce miembros del Consejo sabían que ante cualquier duda podían recurrir al
Regente. Y aquella mañana Constanza sabía que él era la última pieza del engranaje.
Se sintió solo y deseó que Blanca y Emmanuel ya estuviesen allí.
Subió las escaleras hasta la sala donde, de pie, mirando por la ventana, lo
esperaba el Regente. Era la imagen repetida del día anterior, pero inundada ahora por
la luz del sol. Cuando Akal se volvió para saludarlo, Constanza notó su palidez
extrema. Parecía que en una noche hubiese envejecido varios años. No pudo reprimir
acercarse a él y ayudarlo a sentarse cogiéndolo del brazo.
—No asistiré al Consejo —le anunció Akal—. Va a ser largo y muy importante.
No me encuentro con fuerzas para afrontarlo. Os puedo distraer e, incluso, alguno,
por no cansarme, tratará de abreviar sus palabras. Estaréis más pendientes de mí que
de los temas que se traten. Por la tarde iremos a la catedral para mantener la tradición
del cambio ante Dios. Ya he avisado al arzobispo. Será la primera vez que se produce
un relevo en la Regencia en vida del Regente y yo os acompañaré.
Todo era demasiado rápido. Constanza sabía que la sucesión era así: el Regente lo
decidía y el mismo día del fallecimiento el sucesor ocupaba su puesto. Nunca había
vacantes. Pero esta vez, al sucederle a él, sintió vértigo.
—Espero que Dios os conserve muchos años a nuestro lado —le confesó
Constanza—. Necesito contar con vuestro consejo y ayuda, que ahora os solicito.
Vuestra presencia en esta casa será garantía de acierto en las decisiones que
adoptemos.
—No, señor Constanza —explicó Akal—. En la casa del Regente solo puede
vivir él. No sería bueno, ni conveniente, que una vez que hayáis sido nombrado
Regente, yo permaneciese aquí. Mi sombra os obstaculizaría, por mucho afecto que
nos tengamos.
—Seríais de gran ayuda —dijo Constanza, pidiendo con sinceridad su apoyo.
—No —le interrumpió el señor Akal—. Hoy creéis que es así, pero os equivocáis.
Haced las cosas a vuestra manera, sin estar pendiente de lo que yo pueda pensar. Sed
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vos mismo. Acertaréis. Decidid y actuad por lo que vos creáis y, nunca, por lo que
otros hubiesen decidido. Oíd a todos y decidid.
—Vuestro consejo sería de gran valor para todos nosotros —insistió Constanza.
—¿Y si mi consejo no coincidiese con vuestra decisión?, ¿qué haríais? No, solo
puede haber un Regente. Me trasladaré a tierras de Hamburgo, las que me vieron
nacer y que tanto añoro. Quiero prepararme para el paso a la otra vida viendo
aquellas llanuras verdes con el mar lamiéndolas con sus mareas.
Sus ojos se alegraron. Constanza vio delante de él a un hombre desbordado por
sus sentimientos y por su añoranza, que Dios sabe cuántas noches le habría asaltado.
Delante de él no estaba el Regente que presidía el Consejo más poderoso de la tierra,
sino un hombre con sus penas y alegrías, con sus recuerdos y, sobre todo, lo vio
reflejado en su rostro, un hombre con deseo de paz y descanso.
—Nuestro afecto irá con vos —dijo Constanza—, y cada año iremos a recabar
vuestro consejo a las hermosas tierras de Hamburgo.
—Me alegraré de recibiros, si Dios me da vida.
Ya hacía rato que el sol había pasado el mediodía. Se aproximaba la hora de su
primer Consejo como Regente. Akal le señaló la puerta. Constanza abrazó a aquel
hombre del que tanto había aprendido. Fue el abrazo emocionado entre el que se iba y
el que venía. Los dos sabían que un tiempo se acababa y que otro empezaba. Era la
ley más natural y más terrible de la vida, el fin y el principio.
—Tras el Consejo y después de la recepción del arzobispo, tengo que hablaros —
dijo Akal—. Vos seréis en ese momento el Regente. Conoceréis de las Fuentes de la
Idea y del Betilo.
Constanza entró en la sala. Todos los miembros del Consejo esperaban en
silencio, en pie en torno a la mesa. Solo la cabecera estaba vacía. Tras él la puerta se
cerró. La sucesión estaba consumada. Se sentó en la cabecera, en la silla del Regente.
Todos ocuparon sus asientos.
Constanza los miró y empezó a hablar pausadamente.
—Un nuevo tiempo empieza hoy para mí. Es mucha la responsabilidad que
asumo; todo mi empeño será responder a vuestra confianza, a la del señor Akal y a
los designios del Señor. Espero contar con su ayuda. Con ella y vuestro trabajo la
Idea continuará.
No quiso decir más. Le parecía suficiente.
—Tenemos por delante un duro trabajo. Sabéis que de mí podéis esperar consejo
y opinión en todo momento. Quiero que mi Regencia empiece adelantándonos a los
problemas; las dificultades se resuelven mejor previéndolas. Empezaremos con la
exposición del señor Gaudin, Gran Maestre. Queremos saber del Temple, tan
importante y tan querido.
—Siguiendo las instrucciones de este Consejo —informó Gaudin—, el Temple se
replegó de Tierra Santa hacia Chipre, abandonando definitivamente Oriente. Nuestros
tesoros fueron trasladados a París, donde se encuentran a salvo de la codicia de los
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hombres, ocultos y custodiados, como corresponde. Su valor excede a todo lo
imaginable.
Hizo una pausa y con voz más suave continuó.
—Los códices y pergaminos han sido enviados a varios sitios; los militares a la
Coelleira y, siguiendo las órdenes del Regente, los textos sagrados a Portugal, al
Monasterio de Lisboa, bajo la custodia del Rey.
Todos se miraron cuando el Gran Maestre dijo estas palabras. Los textos sagrados
eran de gran valor simbólico y el Regente había ordenado que se pusieran a
disposición del rey de Portugal.
Siguió narrando el repliegue del Temple a Chipre y como, desde allí, aquel
ejército que luchara en las cruzadas se había desplegado por Europa, ocupando
lugares estratégicos.
—Nos hemos desplegado como si se tratase de una ocupación, sin limitar
nuestros asentamientos a las antiguas encomiendas. Pronto comenzaremos la
construcción de nuevas fortalezas. Se nos están dando facilidades en muchos
territorios. El rey francés, en su tensión con el Vaticano, busca nuestro apoyo. Nos
hemos convertido en sus banqueros, y ya ha recurrido a nosotros en dos ocasiones en
busca de considerables sumas de dinero.
Constanza tomó mentalmente nota de este hecho, que le pareció de la mayor
importancia.
—El número de caballeros templarios —continuó Gaudin—, aunque aumenta sin
parar, es insuficiente. Vamos a reclutar ejércitos apoyándonos en la nobleza de cada
territorio. La operación está en marcha en varios lugares. Hemos enviado a nuestros
mejores hombres a los territorios de Gallaecia, un país sometido a fuertes tensiones y
que tan importante es para nuestros fines. Yo mismo les he comunicado la
importancia capital de su misión, aunque solo les he informado de una parte del plan
y de que deben esperar más noticias del que ha de llegar. El Regente dispondrá los
siguientes pasos. Además —añadió—, les he ordenado que busquen lugares seguros
en la ruta a Compostella, por si tuviésemos que utilizarlos algún día. Aún no hemos
recibido noticias suyas. El rey de Portugal nos ha solicitado trescientos hombres para
la custodia de Compostella y del Camino. He ordenado ponerlos a su disposición.
—Le agradecemos al señor Gaudin sus explicaciones —intervino Constanza—;
dos preguntas: ¿a cuánto ascienden los préstamos concedidos al monarca francés?, y,
¿para qué está siendo utilizado ese dinero?
—Felipe IV ha decidido armar un gran ejército y al mismo tiempo ha reducido los
tributos. Sus finanzas no son muy sanas y esto le hace depender de prestamistas. Nos
adeuda trescientas libras.
No era una cantidad muy importante, pero a Constanza aquello no le gustó. Un
rey endeudado siempre era peligroso. Muchos banqueros reales habían sido
ejecutados por los reyes. Sin duda no era bueno que un rey altivo y ambicioso tuviera
deudas. Claro que no se podía ejecutar al Temple.
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—Gracias señor Gaudin —dijo Constanza y dirigiéndose a un hombre de mediana
edad, cedió la palabra—: señor Eckhart, es vuestro turno.
Siguieron las exposiciones, las preguntas y el debate. El tiempo voló. Fueron
interrumpidos por el escribiente de Akal, que se acercó a Constanza y le susurró unas
palabras al oído.
—Señores consejeros, es hora de ir a la catedral. Continuaremos después con la
exposición del cardenal Musatti sobre el Vaticano.
Cuando bajaban las escaleras, Akal ya les esperaba en la puerta. Lo saludaron con
respeto y afecto. Al igual que Constanza, lo notaron repentinamente envejecido.
—El tiempo nos espera —les dijo Akal a modo de saludo.
Para algunos aquella era la primera vez que asistían al ritual de entronización de
un Regente. Otros ya lo habían vivido. Pero para todos era un momento solemne.
Salieron a la plaza de la catedral, donde les esperaban unos hombres portando
antorchas y encabezados por Akal y Constanza, en fila de a dos, se dirigieron a la
catedral. La modesta procesión, que avanzaba lentamente, despertó curiosidad.
—Es la ofrenda de los fundadores de la farmacia —explicaba una mujer que
había reconocido a Akal y a Constanza—. Son gente muy caritativa.
—Tienen un ducado en la Alta Sajonia —decía un señor dirigiéndose a la mujer
que había hablado—. Son miembros de la alta nobleza.
Se dirigieron a la puerta principal y deteniéndose a escasos metros de ella, fijaron
sus miradas en uno de los arcos. Aunque las puertas estaban abiertas, permanecieron
un largo rato inmóviles, sin entrar. La tez de Akal se volvió aún más pálida, casi
cadavérica. Musitó unas palabras ininteligibles. El tiempo se alargó sin fin. Los
sirvientes notaban el peso de las antorchas, pero la comitiva no se movía. No tenían
prisa porque el tiempo les esperaba.
Entraron en la catedral. El arzobispo les aguardaba en el altar mayor, rodeado por
toda la Curia. Era una sesión solemne. Figuraba en las dispensas papales como una
licencia especial, con siglos de antigüedad; se concedió a un noble francés en el
siglo X y a quién él o sus sucesores, por escrito o de palabra, designasen. Así, el
arzobispo sabía que la dispensa a ser recibido en el altar mayor y el derecho a leer los
textos eran a partir de ese momento de Constanza.
El arzobispo cumplía los designios papales oficiando aquella ceremonia, pero
además lo hacía con sumo agrado. Apreciaba a aquella gente que desde el Consejo de
Caridad tanto bien hacían.
Cuando se acercaban al altar y la música del órgano sonaba en toda la catedral, el
arzobispo recordó la primera vez que vio a Constanza, pronto haría diez años. Se lo
había presentado el cardenal Ratzinger; «un hombre del sur de Europa —le había
dicho— docto en leyes y letras». Se habían visto muchas veces desde entonces. Se
dedicaba a sus estudios y lecturas y sin saberlo estaba siendo ayudado por el cardenal.
La casa y sus sirvientes habían sido contratados por el arzobispo, por encargo del
cardenal, que incluso lo había supervisado todo personalmente para que fuese del
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agrado de los Constanza. Quizá los ayudase para compensar su impagable trabajo en
la universidad.
El cardenal Ratzinger viajaba desde su residencia en los fríos territorios del norte
a Estrasburgo dos veces al año. Se alojaba en el palacio de su amigo el arzobispo,
pero pasaba largas horas en la biblioteca de la universidad y en la casa de Constanza,
discutiendo de leyes. El arzobispo había acompañado al cardenal a algunas comidas
en aquella casa. Las horas se les fugaban hablando de historia, de leyes, del Imperio
Germánico… Constanza poseía la grandeza de la sabiduría.
El cardenal se sentaba al lado de Blanca. Se notaba que la apreciaba mucho. En
una ocasión en que Constanza tuvo que ausentarse de la comida un largo rato para ir
a la universidad, el arzobispo fue llamado a la puerta por uno de sus acompañantes.
Cuando volvió, Ratzinger tenía los ojos llenos de lágrimas y estaba solo en el
comedor. «Emmanuel no se encuentra bien y doña Blanca se fue, llena de ansiedad, a
atenderlo», le había dicho.
La apreciaba mucho. A Constanza y a Emmanuel también. Quizá fuese esa la
verdadera razón por la que los protegía. Ratzinger, noble de alta alcurnia e inmensa
fortuna, había sido nombrado cardenal por su influencia, a pesar de ser laico.
La comitiva se detuvo delante del altar mayor. Se saludaron con inclinaciones de
cabeza y tras las oraciones y la lectura de la dispensa papal, el arzobispo leyó el
manuscrito.
—«Entonces vi el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco y el que lo montaba
se llamaba Fiel y Verdadero y con justicia juzga y pelea.
»Y vi a la bestia, a los reyes de la tierra y a sus ejércitos reunidos para guerrear
contra el que montaba el caballo. Y la bestia fue apresada y los demás fueron
muertos.
»Vi a un ángel que descendía del cielo, con la llave del abismo y una gran cadena
en la mano.
»Y prendió al dragón, la serpiente antigua, que es el diablo y Satanás y lo ató por
MIL AÑOS; y lo arrojó al abismo y lo encerró y puso su sello sobre él, para que no
engañase más a las naciones, hasta que fuesen cumplidos MIL AÑOS y después de esto
debe ser desatado por un poco de tiempo.
»Pero los otros muertos no volvieron a vivir hasta que fuesen cumplidos MIL
AÑOS.
»Serán sacerdotes de Dios y de Cristo y reinarán con Él MIL AÑOS.
»Cuando los MIL AÑOS se cumplan, Satanás será suelto de su prisión.
»Y saldrá a engañar a las naciones que están en los cuatro ángulos de la tierra».
Lo escucharon con atención reverencial. Solo Akal conocía el alcance de aquella
profecía del Apocalipsis. Constanza lo sabría aquella noche. Era la base de la Idea,
pero incompleta y rudimentaria. Era lo que se podía revelar, pero todo iría mucho
mas allá. Pronto se sabría. Cuando el Rey llegase. Constanza miró a Akal y vio
lágrimas en sus ojos. Parecía débil, pero era como la llama de las velas que
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iluminaban la catedral: se las podía quebrar con un soplido, pero con ellas se iría la
luz. Así era Akal en aquel momento, débil pero poderoso.
Constanza se acercó al altar; el arzobispo le pasó el manuscrito que leyó con voz
firme.
—«En el tiempo, en la luz y en la oscuridad, nuestra inteligencia, voluntad, tesón
y empeño será para el mantenimiento de la Idea, en la justicia y en la unión que
significa fuerza y paz. En la elipse del tiempo permaneceremos sin descanso hasta
que llegue el Rey y se haga el reino. Que Cristo nos guíe».
Aquella promesa había sido leída por muchos otros antes que él. Algunos de los
clérigos ya habían presenciado la ceremonia tradicional de aquellas buenas gentes. Se
dedicaban a recolectar caridades que dedicaban a la universidad, a la farmacia y a
limosnas a muchas iglesias y catedrales.
Los designios del Papa se cumplían siempre, y los de Dios también. Por eso,
cuando la comitiva salía de la catedral, el arzobispo proclamó:
—Nadie puede asegurar que la dama y la cabeza de la vida o de la muerte sea el
símbolo de unión del pasado y presente. El que lo dijere incurrirá en falsedad y en
herejía.
La ira hizo presa en la comitiva; los rostros enrojecieron. Dos de ellos, con los
aceros brillantes al aire, se dirigieron con presteza hacia el arzobispo. Era una
provocación que no podía quedar sin respuesta; la sabiduría no impedía la defensa del
honor. El brillo de las armas inundó la catedral. Los curas se movieron en todas las
direcciones y el arzobispo sintió miedo. Le habían ordenado que dijese aquello que
estaba en el libro; no esperaba aquella reacción. Vio la muerte.
—Os ordeno que os detengáis —gritó Constanza—. Os prohíbo que derraméis
una sola gota de sangre inocente en un lugar sagrado.
Su voz sonó fuerte y poderosa. Los dos jóvenes se pararon en seco. Miraron a
Constanza, guardaron las espadas y volvieron a su sitio en la fila.
—Sé que no sois consciente de lo que habéis dicho —dijo dirigiéndose al
arzobispo—, al igual que estos jóvenes caballeros no saben lo que iban a hacer.
Somos gentes de paz, pero también de honor. Mantengamos todos ambas cosas, la
paz y el honor.
El arzobispo no reaccionó. Siguió inmóvil en el altar, con la sorpresa y la
incredulidad dibujados ahora en su rostro. Los curas lo rodearon, mientras la comitiva
abandonaba la catedral. Él se había limitado a leer lo que el libro decía. No entendía
lo que había pasado allí. Estaba aturdido, confuso. Parecía un sueño. Pensó en el
cardenal Ratzinger; le enviaría una misiva. Quizá él encontrase una explicación a
aquel grave y sorprendente hecho. No sabía por qué, pero las espadas habían brillado
en la catedral, en manos de gentes de bien.
Constanza, a la cabeza de la comitiva, mostraba en su rostro la preocupación. No
daba ninguna importancia a la reacción de los suyos. El incidente sería aclarado y en
unos días se olvidaría. Le preocupaban las palabras del arzobispo, que además de una
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gravísima provocación, eran un aviso, cuyo significado el arzobispo no conocía. De
eso estaba seguro. Le habían ordenado que dijese aquellas palabras, precisamente en
aquel momento, en la entronización del Regente. No podía ser casualidad. Pero
¿cómo había sido?, ¿quién lo había ordenado?, ¿por qué? Aquella era una antigua
querella que acababa de ser revivida, tan antigua como el Consejo, tan antigua como
muchas catedrales, como muchas esculturas. Creían que había sido olvidada, pero
estaban equivocados; sabían de ellos.
Miró a Akal. Él quizá supiese más, pero viéndolo tan débil que parecía que la
vida se le iba por instantes, decidió que no le preguntaría nada. No recurriría a aquel
anciano, que merecía el descanso. En aquellos tiempos difíciles, aquello volvía y lo
tendría que afrontar solo. En mitad de la plaza se acordó de su esposa. Le infundía
serenidad; la amaba más que a la Idea, más que a nada en el mundo. Blanca. Su padre
deseaba tanto su nacimiento que, recién nacida, la cogió en sus brazos por primera
vez y le habló, «eres tan hermosa que hasta esta paloma blanca te saluda». Solo él vio
la paloma. Los demás vieron a un padre y a su hija. Al cristianarla la llamaron
Blanca.
Nadie habló hasta llegar a la casa. Una vez dentro, Jackes se dirigió a Constanza.
—Os pido vuestro perdón por nuestra grave imprudencia. Vamos a solicitar al
Consejo nuestra destitución por haber puesto en peligro ya no nuestro buen nombre,
sino aun la propia Idea y vuestra seguridad.
Los dos jóvenes estaban desesperados. Constanza los tranquilizó.
—Todos nos equivocamos muchas veces en nuestra vida. Lo que importa es que
los aciertos superen a los errores —dijo—. Aprended de ellos —y dirigiéndose a
todos, ya en voz más alta, ordenó—: id entrando en la sala para continuar el Consejo.
Yo acompañaré al señor Akal a sus aposentos y enseguida estaré con vosotros.
Subió las escaleras cogiendo del brazo a Akal. Cuando ya estuvieron arriba, a
solas, Akal le aconsejó:
—No prolonguéis demasiado el Consejo esta tarde. Es preciso que os transmita
las Fuentes de la Idea. Nadie las encontraría jamás ni aun viéndolas. Solo vos y
vuestros sucesores las conoceréis.
—Descansad hasta ese momento —le aconsejó Constanza al tiempo que asentía
—. Concluiremos antes de medianoche.
Ya en la sala del Consejo, vio rostros serios. Se fijó en Llull; se cruzaron las
miradas; él también sabía que las sombras habían resucitado; quizás algún otro
también.
—Nos acaban de avisar de que los tiempos turbulentos vuelven de nuevo. Este
Consejo tiene que tener conocimiento de que hasta nuestra vida corre peligro. No sé
si el aviso es de amigo o enemigo, pero lo cierto es que a partir de ahora hay que
tomar todas las medidas que sean precisas para nuestra salvaguarda, de lo que se
encargará el señor de Anjou —dispuso Constanza—. Nuestras vidas no importan,
pero la Idea necesita de ellas. Es preciso tener un servicio de escucha y espionaje.
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Tenemos que conocer los movimientos de amigos y enemigos. Desde Túnez hasta las
tierras heladas de Rusia y desde Persia hasta Finisterre, no puede suceder nada sin
que nosotros seamos los primeros en tener conocimiento. Es cierto que sabemos más
que nadie, pero hoy acabamos de ver que no es suficiente. Un amigo nuestro, el
arzobispo, aun sin saberlo, nos acaba de amenazar. Reflexionemos sobre ello. El
cardenal Musatti nos hablará sobre la situación en el Vaticano.
Musatti inició su exposición mirando fijamente a Constanza, como si en la sala
estuvieran ellos dos solos. Hablaba con naturalidad, como si estuviese charlando.
—En el pontificado de Nicolás IV, la ciudad de Tolemais, la última posesión
cristiana en Asia, cayó en poder mahometano. Comprendimos entonces nuestro error
al pretender iniciar la civilización desde Oriente. Dos siglos de cruzadas acabaron en
el año 1291 cristiano, con un fracaso total, cuando los ejércitos cristianos fueros
derrotados por el sultán Khalil.
»La muerte de Nicolás IV, en 1292, significó la pérdida de poder de la familia
Colonna, principal beneficiaria de su mandato. Las luchas de poder de las familias
romanas hicieron que el cónclave cardenalicio para elegir su sucesor estuviese
reunido dos años, desde 1292 hasta 1294, sin que los cardenales llegasen a ningún
acuerdo. Dos bandos irreconciliables, el napolitano-francés y el romano se
enfrentaban. Se ponía de manifiesto el despertar francés disputando el Papado incluso
a la tradición romana.
»La disputa franco-romana y aquel cónclave eterno generaron una gran
inestabilidad en todo Occidente y un gran escándalo entre los creyentes, que no
entendían cómo la Iglesia no tenía Papa. El terreno estaba abonado para la herejía.
Por eso el cardenal de Ostia propuso que el pontificado lo ocupase Pietro, aquel
hombre santo que vivía como un anacoreta, olvidado y perdido en los montes de
Apulia. Los cardenales vieron en él una salida a aquella situación y aceptaron. La
lucha, simplemente, se posponía.
»Al principio, Pietro se resistió, pero cuando se lo pidieron curas, cardenales y
aun reyes, finalmente, con gran dolor, aceptó. Esta fue la causa de su desgracia.
Coronado Papa el 29 de agosto de 1294, tomó el nombre de Celestino V. Ni siquiera
llegó a Roma; se quedó en Nápoles. No fue capaz de aguantar las tensiones y
maquinaciones del pontificado. “Soy un hombre de oración”, dijo al renunciar al
pontificado. Era el 13 de diciembre. Su mandato había sido de menos de cuatro
meses.
»El cónclave eligió nuevo Papa en apenas unos días. De hecho, ya lo habían
decidido en la coronación de Pietro; mientras sonaba el nombre de Celestino V, todos
sabían que duraría unos pocos meses y que su sucesor sería Benito Cayetano, de la
poderosa familia de los Agnani. Hombre cruel, de fuerte carácter, con grandes ansias
de poder y ligado a las familias romanas. La renuncia de Pietro tuvo mucho que ver
con las malas artes de Agnani.
»Benito Cayetano de Agnani tomó el nombre de Bonifacio VIII y el mismo día de
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su coronación mandó prender a Pietro. Un Papa vivo y libre por las tierras de
Occidente, era un riesgo permanente de cisma, aunque fuese un anciano anacoreta.
Pietro intentó huir, pero fue finalmente prendido y encerrado en la torre Fumone. Un
Papa, la voz de Cristo en la tierra, en una mazmorra no es buena señal.
»El sector francés —continuó Musatti—, derrotado con la elección de Agnani,
está reaccionando. La maniobra de Benito Cayetano los cogió por sorpresa, pero ya
se advierten movimientos de reconstrucción de su bando. La lucha será sin cuartel. El
rey francés va a mover todo su poderío en favor de la Curia francesa. Parece que
Bonifacio VIII intenta reconstruir un Vaticano fuerte y poderoso e incluso se habla de
reclutar un ejército. No parece inclinarse por considerar al Temple como su brazo
armado —opinó mirando hacia el señor Gaudin, que asintió.
Cuando Musatti hubo concluido, Constanza pensativo, preguntó:
—¿Creéis que nuestra presencia en el Vaticano tiene fuerza para orientar el
gobierno de Bonifacio VIII?
—No —respondió con rotundidad Musatti—. Nuestro interés en Oriente nos hizo
perder influencia en el Vaticano. Los cardenales que comparten posición con este
Consejo están hoy muy alejados de los que deciden en Roma.
—Debemos retomar nuestras posiciones —afirmó Constanza—; es un objetivo
primordial. Necesitamos más presencia. Seleccionad algunos cardenales, que inicien
su acercamiento a Roma, trabajando cerca del Papa y de sus cargos de confianza.
Cardenales franceses, alemanes, de Castilla y, sobre todo, portugueses. El señor Llull,
el señor Gaudin y yo informaremos al rey don Dinís, que viajará pronto a estas
tierras.
Había sido un día muy largo. Era mejor descansar y reanudar el trabajo de
madrugada.
—Seguiremos mañana, al amanecer, tan pronto acabe la primera misa, a la que
quiero asistir. Hablará el señor de Anjou y rogaría al señor Llull que nos ilustrase
sobre la unión de las naciones cristianas.
Cuando la sesión se hubo levantado y ya todos abandonaran la sala, Constanza
seguía sentado. La sala vacía era enorme, pero seguía siendo cálida e incluso familiar.
Allí consumiría su vida. Dentro de unos años otro ocuparía aquel sitio y tendría la
misma sensación de satisfacción y soledad.
Se levantó para ir a buscar a Akal. Sintió un escalofrío. Iba a conocer las Fuentes
de la Idea, sabría del Betilo y del rey que había de venir. La responsabilidad sería
suya y había que disponer de la fortaleza de espíritu para vivir con ella. Se quedó
inmóvil delante de la puerta de Akal; estaría descansando; quizás era mejor no
importunarlo ahora y dejar la transmisión de la sala decagonal para la mañana
siguiente. Nada se perdería por esperar una noche. Cuando se disponía a dar media
vuelta y retirarse, la puerta de la habitación se abrió y apareció Akal, con el rostro
cansado, pero con voz firme.
—Os esperaba. Estoy listo. La transmisión se hará hoy. El Regente tiene que
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conocerlo todo y el Regente sois vos —dijo inclinando la cabeza.
Se dirigieron a una puerta oscura con herrajes. Akal la abrió; entraron en una sala
decagonal. Tras ellos la puerta se cerró para seguir guardando el alma de la Idea.
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5
AGNANI, PAPA DE ROMA
— I
d lo más aprisa que podáis —dijo el cardenal Touraine a sus
palafreneros.
No era conveniente llegar tarde a la llamada del cardenal Bertrand
de Goth; no era hombre dado a miramientos y había que estar en palacio a la hora. Su
ayudante le acababa de avisar de que De Goth lo llamaba con la máxima urgencia; el
retraso estaría justificado, pero con De Goth daba igual, sus requerimientos eran
órdenes y tenía que estar a la hora. Además iban a tratar asuntos de gran importancia.
Ya hacía rato que había anochecido y, en aquella gran ciudad, la Roma capital del
mundo, la vida empezaba temprano y acababa con el sol. Los palafreneros no
tuvieron que esquivar ni caminantes, ni carruajes. Iban deprisa. El cardenal Touraine
descorrió las cortinillas y fue disfrutando de aquella hermosa ciudad que siempre
había admirado. Cuando, en otros tiempos, residiendo en París, tuvo que dejarlo todo,
amistades y familia, para cumplir la orden de irse a Roma, lo había hecho con sumo
agrado.
A aquella hora, casi desierta, era aún más hermosa. Las siluetas de los palacios
aparecían recortadas por la luz de la luna, que les daba vida. La vía Apia, la calle de
San Pedro, el Palacio de Agnani tenían corazón y le hablaban. Él les contestaba con
su satisfacción.
La grandeza del Imperio Romano asomaba en aquellas piedras que aún mantenían
el recuerdo de otros tiempos. El circo, el teatro llenaban el espíritu de Touraine con
los influjos del Imperio y su poder. Pasase lo que pasase, Roma era Roma.
Ellos venían de Francia, un país que había sido preferido por otros intereses y que
debía ocupar el sitio que le correspondía. Era el país más poderoso de Europa y por
ello su papel tenía que ser hegemónico. En la política, en las armas, en las letras y,
por supuesto, también en la Iglesia. No podía aceptarse que en un Occidente francés,
la Iglesia fuese romana. Tenía que ser también francesa. Pero Roma era aparte; una
ciudad inigualable.
Llegaron al palacio del cardenal De Goth. Una mansión regia que utilizaba la
mitad del año, cuando residía en Roma. La otra mitad la repartía entre París,
Marsella, Lyon y aquel pequeño pueblo, Aviñón, en el que había nacido y que tanto le
gustaba. Los sirvientes y la guardia del cardenal lo esperaban. Con presteza abrieron
la puerta del palafrén y lo saludaron con una respetuosa reverencia. Había hombres
armados por todas partes. El cardenal De Goth tenía la más poderosa guardia de
Roma, más aún que la del propio Papa. Cuando alguien hacía algún comentario sobre
lo nutrido de su guardia, De Goth siempre contestaba que una guardia pretoriana
había hecho emperador de Roma a Claudio, el más justo de toda la era romana. Y lo
decía con tal contundencia que dejaba sorprendidos a sus interlocutores. Era cómo lo
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decía, pero, sobre todo, lo que decía.
Muchos reyes europeos hubiesen deseado aquel palacio para sí. Touraine entró
apresuradamente en el salón de pasos perdidos, un inmenso corredor en el que cientos
de personas no parecerían demasiadas. Allí estaban, de pie, hablando en un grupo, los
cardenales Lyon y Botticelli, el príncipe Rainieri, el embajador francés en la Santa
Sede, el capitán Depardieu y los napolitanos Prizzi y Leone. Con él eran ocho.
Respiró con alivio. Aún faltaban algunos. El aviso también les habría llegado un rato
antes, pero estarían a la hora. De eso estaba seguro.
No se equivocó, mientras se acercaba al grupo oyó detrás el ruido de gente
subiendo la escalinata real; cuando hubo alcanzado a los que esperaban, ya los dos
rezagados, el cardenal Wanessa y el conde Tenia, avanzaban por el salón con paso
apresurado.
No tuvieron tiempo para saludarse. El secretario del cardenal De Goth abrió una
puerta y señalando el interior de una pequeña biblioteca, dijo:
—Señores, el cardenal os ruega que entréis.
Era una biblioteca de madera negra, repleta de códices y pergaminos
cuidadosamente ordenados. Además de una mesa escritorio con un gran sillón, solo
había sillas y sillones formando un semicírculo frente a la mesa. Se quedaron de pie
delante de los sillones. La disposición de la reunión les era conocida. El cardenal
De Goth la presidiría sentado en su gran sillón detrás de la mesa. Detrás de él un
cuadro de san Pedro en el martirio daba a la biblioteca un aire de sacristía.
No tuvieron que esperar. De Goth entró por una puerta lateral y, sin decir una
palabra, ocupó su sitio, depositando unos pliegos encima de la mesa. Todos se
sentaron en silencio.
—Pietro, el que fuera el Papa Celestino V, ha muerto —anunció De Goth sin
ningún preámbulo.
Su voz, contundente y segura, sonó como un latigazo.
Aquella noticia no impresionó en absoluto al auditorio, que sabía que aquel
anciano llevaba ocho meses encerrado en las mazmorras de Fumone, en Ferentino. Ya
era un milagro que hubiese resistido tanto tiempo.
—Su destino estaba trazado desde que el obispo de Ostia tuvo la idea,
extravagante pero acertada, de proponerlo como salida al conflicto del cónclave.
Aceptamos, pero todos sabíamos que solo estabamos ganando tiempo —continuó
De Goth—. Coronábamos a un Papa muerto. Y así fue. Era un personaje casi
grotesco, que nunca debió haber aceptado.
Hubo un asentimiento general. Todo el Vaticano sabía que el mandato de
Celestino V había sido una prórroga del cónclave. Nunca fue Papa, solo un anacoreta
en el Vaticano. Cuando lo encarcelaron, nadie había levantado la voz en su defensa,
porque dudaban si no acabaría apoyando a su propio carcelero, Bonifacio VIII. Y en
cuanto a afectos y lealtades, en Roma y el Vaticano, algunos, más parecían depender
del poder y de su ejercicio que del espíritu. Y Pietro nunca detentó, y mucho menos
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ejerció, el poder. Solamente rezaba.
—En este momento nos puede ser de mucha ayuda —continuó De Goth—. Con
su muerte podemos mover los sentimientos de las gentes. Un hombre santo, obligado
al sacrificio de ser Papa, forzado a abdicar por las maquinaciones de Agnani y
después, anciano y enfermo, encarcelado por aquel hasta la muerte. Una historia así
encrespará los ánimos en contra de Bonifacio.
»Poned a todos vuestros ayudantes, escribientes y sirvientes a pregonarlo por
Roma. Tenemos que conseguir que el entierro de Pietro sea una gran protesta contra
el Papa causante de su muerte. Bonifacio fue su carcelero y su asesino —prosiguió
De Goth—. De vivo no nos sirvió de ayuda, pero lo hará ahora que está muerto.
Proclamad por toda Roma que fue un hombre santo y que debe ser canonizado.
Tenemos que extender la infamia por toda la Cristiandad. Bonifacio VIII tiene las
manos manchadas de sangre; esta cantinela debe recorrer todo Occidente.
Los partidarios de un Papa romano se les habían adelantado con la elección de
Bonifacio VIII y era preciso desgastarlos, en especial al Papa. Todos los asistentes
coincidían con De Goth; era una buena estrategia.
El cardenal Botticelli hizo una señal para que se entendiese que quería hablar.
Todos lo miraron. Era inusitado solicitar la palabra; en aquellas reuniones solo se
hablaba por invitación expresa de De Goth. Los duros ojos negros del cardenal
francés se clavaron en él.
—Hablad —lo conminó.
—He sabido por los guardias de la torre Fumone que antes de morir, Pietro
escribió unas cartas. Están en poder del jefe de la guardia. En una, dirigida al Papa
Bonifacio VIII, le profetiza una terrible muerte, diciéndole: «Has subido como una
zorra, reinarás como un león y morirás como un perro». Sería conveniente que esta
carta se conociese en toda la Cristiandad.
Todos, en su fuero interno, sintieron un cierto alivio. Ciertamente había razón en
solicitar la palabra.
—¿Podríamos hacernos con esa carta? —preguntó De Goth.
—Estoy seguro de que sí —contestó Botticelli—. No será muy caro conseguirla.
—Hacedlo y enviad copias a todos los obispos —ordenó De Goth—. El señor
Guillaume de Nogaret se encargará de que se conozca en toda la Cristiandad.
En una esquina de la biblioteca, casi en la penumbra, un hombre de mediana
edad, calvo, de estatura media, más bien grueso, había seguido atentamente la
reunión. Al ser señalado por De Goth, todos repararon en su presencia, que hasta ese
momento había pasado inadvertida.
—El señor Nogaret —continuó De Goth— también se encargará de hacer que el
rumor se extienda entre nobles, alta Curia y hombres de letras. Tiene que llegar a
cada rincón. Todos, nobles, alto clero, pueblo llano y campesinos, tienen que estar
indignados cuando asistan al entierro.
Estaba bien pensado. A ninguno de los presentes le quedó duda alguna de la
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determinación del cardenal De Goth de ser Papa.
En otras ocasiones su nombre se había barajado como uno de los más seguros
papables. Tenía un gran poder. Dirigía con mano férrea a todos los cardenales
franceses y napolitanos y a una parte de los centroeuropeos. Lo apoyaban con todas
sus fuerzas, el Rey de Francia, con quien mantenía una estrecha relación, y el Rey de
Nápoles. Tenía también buena relación con los reyes de Hungría y de otros países
cristianos. Su poder llegaba a todas partes; pero aun así no había conseguido el
Papado. En el cónclave de los dos años tuvo finalmente que transigir con la
designación de Pietro, a quien despreciaba públicamente. Agnani, después, le había
cogido desprevenido consiguiendo la mayoría de los cardenales y forzando la
dimisión de Celestino V, todo en poco más de una semana. En aquella ocasión
De Goth había infravalorado la capacidad de maniobra de la Curia romana. Todos los
allí reunidos tenían la seguridad de que esta vez no ocurriría; finalmente sería Papa.
Tras un breve silencio, De Goth continuó.
—El punto débil de Agnani es su desmedido afán de poder. Eso es lo que
finalmente provocará su derrocamiento. Su soberbia y su creencia de que el poder
terrenal del Vaticano tiene que estar por encima de reyes y príncipes serán nuestras
más importantes armas en su contra.
—No tardará mucho —continuó De Goth— en intentar fortalecer su poder, y esto
lo enfrentará con reyes y condes de toda Europa. Va a promulgar una bula, que
llamará Unam Sanctam, en la que proclamará la hegemonía de la Santa Sede sobre
todas las naciones cristianas; los monarcas le deberán reconocimiento y sumisión.
Más adelante reclutará ejércitos de la Santa Sede en todos los centros religiosos de
renombre. Roma, en primer lugar, tendrá el ejército más poderoso de Europa, le
seguirá Compostella, al final del Camino, que también estará guarnecida. París
acogerá al tercer ejército, mientras el cuarto se establecerá en alguna ciudad del norte
de Francia o Germania, quizás Estrasburgo, aunque aún no lo tiene decidido. El
argumento será dotar de guardia a las catedrales.
»Mucho está en juego. Agnani debe fracasar. Procederemos con suma cautela,
pero con premura. Yo visitaré a Agnani próximamente. Quiero provocarlo para que
en su enorme soberbia muestre sus verdaderas intenciones. Viajaré después a París
para ver al rey Felipe, al que ya he enviado esta tarde mensajes sobre los
movimientos de Agnani y de la Curia vaticana.
»Es preciso que sepamos a qué banqueros va a recurrir para pagar sus ejércitos;
tenemos que bloquear cualquier préstamo. Hablad con las familias romanas
acaudaladas que pudiesen sufragar aquellos gastos —dijo dirigiéndose a Botticelli y a
Lyon—. La información que obtengáis debe ser transmitida inmediatamente al señor
Nogaret.
Algunos de los presentes ya habían visto a aquel hombre, pero nunca habían
reparado demasiado en él; sin embargo ahora, en solo unas horas, se había vuelto
imprescindible. Pero De Goth sabía muy bien lo que quería y no les dejó mucho
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tiempo para digresiones.
—Esta vez —prosiguió—, los Orsini, del movimiento prorromano, acabarán
convirtiéndose en nuestros aliados cuando vean que Agnani, desde el Vaticano, los
reta. Tardarán pero lo harán, y sin contrapartida alguna, para conservar su poder
actual. Todo lo que tenemos que hacer es poner en su conocimiento las intenciones de
Agnani y esperar. Bastará con que surja el comentario en los círculos nobles de
Roma, que vos —dijo señalando al príncipe Rainieri y al conde Tenia—, os
encargaréis de hacer circular.
—Dentro de unos años, todos los nobles y monarcas de Europa desearán la caída
de Bonifacio. El pueblo lo creerá cruel por haber matado a Pietro y ese será el
momento.
Touraine se alegró de estar al lado del poderoso cardenal. Aquel era un buen plan.
En la expresión de los demás se leía la misma sensación. Todos respetaban, y aun
temían, a De Goth, y en aquel momento, todavía más.
Tan pronto acabó de hablar, De Goth se levantó y, sin despedirse, abandonó la
biblioteca. Se pusieron en pie y nadie se movió hasta que hubo desaparecido.
Touraine salió con el representante francés ante la Santa Sede.
—Es preciso aplicar el plan con meticulosidad —dijo el embajador—.
Bonifacio VIII tiene que ser frenado en su impulso antifrancés.
—Es más que un impulso antifrancés. Bonifacio es un Papa que dañará a la
Iglesia y a la Cristiandad —aseveró Touraine—. Primero irá contra Francia y,
después, contra otros países. No sabrá ver que los pueblos quieren y respetan a su rey,
porque viene de Dios para ellos. Y también quieren al Papa porque representa a Dios.
Pero el Rey es suyo y el Papa es de todos. Ni reyes, ni pueblos aceptarán un Papa-rey.
Bonifacio no lo entiende y eso será su perdición.
El embajador francés asintió:
—Tenéis razón. Ahora nosotros le haremos ver su error desposeyéndolo de su
fuerza.
—Ese es nuestro objetivo, pero no será fácil. Bonifacio sabrá pronto de nuestras
intenciones y, aunque no conozca nuestro plan en detalle, reaccionará. Debemos estar
preparados.
—Sí, debemos tener protección —dijo el embajador—. La solicitaré al cardenal
De Goth. El rey Felipe IV nos facilitará gustoso guardias de su ejército.
—No lo creo conveniente, le dijo Touraine cuando ya habían alcanzado la puerta.
Es preferible que los reclutemos nosotros aquí y que no haya tanta presencia francesa,
que no sería bien vista.
El embajador ya sabía del buen criterio de Touraine, hombre inteligente y sereno.
Había sido un gran acierto trasladarlo al Vaticano. Los intereses franceses le debían
mucho. No era hombre dado a odios ni rencores. Incluso sus enemigos, los
prorromanos, lo respetaban. Era el único cardenal francés al que Agnani dispensaba
alguna distinción. En pleno cónclave de los dos años había sido el cardenal Touraine
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el que mantuviera la palabra con los cardenales romanos. Siempre recomendó
sosiego.
Agnani le había transmitido a él su aceptación a la propuesta del obispo de Ostia.
Le había dicho que o se aceptaba esa solución o la Iglesia se rompería. Touraine le
había creído y había convencido a los suyos, evitando un cisma. Aquello había creado
un respeto mutuo que aún duraba.
Cuando se disponía a subir a su palafrén, Nogaret se le acercó con paso rápido.
—Monseñor Touraine —lo detuvo—, el cardenal De Goth desea que le
acompañéis mañana a su audiencia con el Papa Bonifacio.
Touraine se dio cuenta de que debía haber exteriorizado en su rostro la sorpresa
que le habían producido aquellas palabras, porque Nogaret añadió inmediatamente:
—Me lo ha transmitido personalmente el cardenal.
No era De Goth persona que llevase acompañantes a sus entrevistas, y mucho
menos para una audiencia con el Papa de la Cristiandad. Sería por su mejor relación
con Agnani, pero no serviría de mucho cuando De Goth estuviese delante.
—El cardenal me honra con su confianza —contestó Touraine.
—Os espera a mediodía —concluyó Nogaret.
A aquella hora, la luna iluminaba la ciudad aún con más fuerza. Ordenó a sus
palafreneros ir despacio. Quería pensar y la belleza de Roma le ayudaba. Era un
momento crucial de la historia el que le había tocado vivir. Sabía que estaban delante
de un cambio en la civilización de Occidente; conocía bien la historia de Roma.
Aquella ciudad había albergado el mayor poder y la más importante cultura de la
historia de la civilización mil años antes. Ahora, la que había sido la más grandiosa
urbe de Occidente no era más que una sombra triste y lánguida de aquella capital del
Imperio. Pero seguía latiendo. Nunca había dejado de ser el corazón del mundo.
Edificios en ruinas, palacios destruidos, monumentos devastados por los invasores y
por el peor de los adversarios, el tiempo; pero la ciudad seguía viva. Y aquella noche
de luna llena, mucho más viva aún. Los edificios le acompañaban en el camino, las
esculturas lo miraban. Todo estaba ahora más vivo, porque iniciaban una nueva era.
Touraine era consciente del retroceso que había traído la invasión de los bárbaros.
Cuando el Imperio Romano se resquebrajó y perdió su poder, los pueblos latinos se
habían encerrado en sus murallas almenadas. El esplendor que recorriera todo el orbe
quedó apagado por las sombras de la barbarie. Unos pueblos guerrearon contra otros
y el Imperio se desmoronó.
Roma, el corazón de Occidente, estaba empezando a latir con más fuerza. Sentía
que las piedras respiraban. La sangre de aquel cuerpo iba a ser francesa. Era lo mismo
que había sentido muchos años atrás, en Notre Dame, siendo apenas un cura recién
ordenado; la catedral estaba viva.
París y Roma. Francia y el Vaticano. Aquella era la solución al problema. De esa
conjunción vendría el renacimiento de la antigua cultura: un estado fuerte, Francia,
con un rey poderoso, Felipe, y un Papa distinto, De Goth. Sería el renacer de
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Occidente. Pero era preciso que otros países se incorporasen a la órbita francesa;
Germania, Aragón, Castilla, Nápoles… deberían ser partícipes del proyecto. Cada
uno en un grado diferente, pero todos deberían estar. No se les doblegaría por la
conquista, sino por el interés. Estarían al lado de Francia si eso les aseguraba la
estabilidad.
Este era el papel del rey de Francia. Más política y menos armas. Solo la política
aseguraría su hegemonía. Pero no confiaba mucho en que el Rey fuese de la misma
opinión. Quizás optase por las armas. Sabía de su inclinación a la guerra. Y De Goth
tampoco era dado a acuerdos políticos.
La audiencia del día siguiente desvelaría el tono de la relación entre Francia y
Roma. Siendo el Papa y el cardenal hombres de poder y de carácter, todo vaticinaba
que de allí saldría la confrontación abierta; ni siquiera había que descartar que, si se
dejaban llevar por sus impulsos, Roma y Francia acabasen en guerra. Touraine sabía
que tarde o temprano habría guerra, pero convenía a los intereses franceses y de
Occidente que fuese lo más tarde posible y no entre Francia y el Vaticano, sino entre
el Vaticano y una unión de países, dirigidos por Francia. Siendo así, la victoria militar
sería fácil, la unión política vendría de forma natural y la caída del Papa sería
inevitable.
Aquella audiencia le preocupaba. La soberbia de un Papa y el carácter de un
cardenal, ambos con un odio mutuo infinito, podría dar al traste con el plan que el
propio De Goth les había confiado. No osaría intentar convencer al orgulloso
cardenal de la conveniencia de tratar al Papa con respeto y deferencia, ni siquiera por
el propio interés de la causa francesa. Sería un atrevimiento que lo enfurecería y
empeoraría la situación. Pero aquella audiencia tenía que acabar bien y ese era su
trabajo. Para pensar cómo conseguirlo solo le quedaban la noche y la sabiduría de
Roma. En ellas confiaba.
Al día siguiente, y fiel a su norma de no hacer esperar ni un instante a De Goth,
sus palafreneros llegaban a palacio bastante antes del mediodía. Pese a que aún era
temprano, Nogaret ya lo esperaba en la puerta. Era persona atenta a sus obligaciones,
pensó Touraine.
Tras los saludos de rigor, Nogaret lo condujo a la biblioteca, donde se habían
reunido el día anterior. Las sorpresas no habían acabado: De Goth lo esperaba de pie
en el centro de la sala. Aquello era insólito.
—Estaréis extrañado de esta invitación a la audiencia con el Papa —arrancó
De Goth, sin ningún saludo previo—. Vuestra presencia es necesaria porque desde
hoy vos vais a ser el que mantenga las relaciones directas con el Vaticano en nombre
de los cardenales franconapolitanos.
La cara de sorpresa de Touraine le volvió a delatar.
—Conocéis a Agnani mejor que yo. Prestad atención a su sinceridad y no tengáis
reparo en participar activamente en la audiencia cuantas veces lo deseéis y creáis
oportuno. Tenemos que conocer sus intenciones.
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—Lo mejor —sugirió Touraine— será dejarlo hablar. Es hombre poco discreto y
dado a alardear de sus éxitos. Preguntémosle y dejémosle hablar sin contrariarlo con
nuestras opiniones. Si se produce una discusión y aflora su ira, no habrá forma de
conocer su verdadero pensamiento.
Inmóvil e inescrutable, lo miró fijamente. Touraine había encontrado la forma de
que la audiencia no fracasase. Sabía que lo había convencido.
De Goth se encaminó hacia la puerta; se acercaba la hora de la audiencia. Miró a
su izquierda, ordenando con el gesto a Touraine que se situase allí. Cuando bajaban
las escaleras retomó la conversación.
—Debo extender mi actividad y mi presencia a todo el orbe cristiano. Para
derrotar a Agnani necesitaremos aliados. He de viajar por toda la Cristiandad, desde
Sevilla hasta las tierras de Rusia, y conseguir el apoyo del clero, de obispos, de
cardenales, y de reyes y nobles. Debemos ganarlos para nuestra causa. Por eso mi
presencia en Roma va a ser menor. Vos ocuparéis mi lugar aquí. El rey Felipe lo
considera conveniente. Incluso me ha pedido que me acompañéis en nuestra próxima
audiencia en París, por Adviento. Quiere conoceros.
Touraine sabía que no había nada que añadir. Aquella era una decisión del
cardenal De Goth y del rey de Francia. Por más que estuviese de acuerdo, no cabía ni
decirlo.
Salieron al patio donde estaba el carruaje de De Goth, tirado por sus seis vistosos
caballos blancos. Llevaba los emblemas del rey de Francia. Una guardia de por lo
menos cincuenta hombres armados y a caballo los esperaba. Otros cincuenta iban a
pie. Touraine se quedó asombrado. Aquello era casi un ejército y solo iban a una
audiencia con el Papa de Cristo, el Paladín de la Paz.
Subieron al carruaje. Nogaret, tras ellos, cerró la portezuela. Salieron a la calle.
La sorpresa de Touraine fue en aumento; allí los esperaba otro centenar de guardias
armados. Era una comitiva ciertamente impresionante. A medida que avanzaban por
las calles de aquella gran ciudad la gente se apartaba. Admiraban aquella procesión
de hierro y fuerza. Todos sabían que era el cardenal francés.
No se oían comentarios. La gente los miraba y callaba. Fueron recorriendo, a paso
lento, la ciudad, enfilando la colina Vaticana. Salieron de las murallas, ahora ya en
desuso como fortificación militar, y delante de ellos apareció el Vaticano. Lo
conocían como la palma de la mano. Edificado sobre la piedra de Pedro, sobre su
tumba en la que la inscripción rezaba: «Pedro ruega a Cristo Jesús por los santos
cristianos enterrados cerca de su cuerpo», en un cementerio, para que la Iglesia no
olvidase nunca que se erigía en el Reino de los Muertos y de la Resurrección. Pero
desde entonces había transcurrido mucho tiempo.
Seguía en construcción. Unas amplias escalinatas, que conducían a las tres
puertas del acceso principal, le daban el empaque que la Ciudad Santa merecía. El
carruaje se detuvo al pie de las escalinatas. Los soldados lo rodearon mientras se
bajaban. La torre de aguja sobresalía por detrás de la entrada, recta y desafiante,
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apuntando hacia el cielo. El pórtico columnado a su derecha y la casa de las diez
columnas a su izquierda. Avanzaron hacia la puerta central. Estaba cerrada. Unos
curas los aguardaban frente a una puerta lateral. De Goth avanzó recto hacia la puerta
cerrada; sus guardias lo rodeaban. Touraine, a su lado, comprendió que el Papa estaba
retando al cardenal francés. Este jamás entraría en el Vaticano por una puerta que no
fuese la principal, la que usaban los reyes. Nogaret dijo unas palabras al capitán de la
guardia y cinco hombres, corriendo, entraron por la puerta lateral. Cuando De Goth
llegó ante la puerta central, esta se abrió.
Entraron en un enorme patio rectangular, flanqueado por soportales sobre gruesas
columnas. En el medio del patio, una fuente de piedra cubierta; detrás, otra
descubierta, justo delante de la iglesia de San Pedro. La basílica de la Cristiandad.
Touraine sentía que aquello era el centro del mundo; de allí emanaban la civilización,
la cultura y la fe. El mundo se extendía en círculos concéntricos desde aquel punto.
Cuanto más cerca del centro, más cerca de Dios.
La salutación de dos cardenales de la Curia vaticana, sacó a Touraine de su
ensimismamiento.
—Su Santidad Bonifacio VIII os da la bienvenida y os aguarda en su palacio —
saludaron a De Goth señalando el palacio papal, un recinto fortificado y almenado,
flanqueado por un torreón.
Una parte de la guardia de De Goth, a pie, los acompañaba. Nogaret detrás de él.
Cuando, tras atravesar todo el patio, llegaron a palacio, la guardia vaticana les rindió
honores. Aquello calmó los ánimos. La provocación inicial había sido innecesaria.
Entraron. Los guardias les esperaron fuera. Se les unieron cuatro cardenales
vaticanos. Uno de ellos, el primado de Roma, los saludó efusivamente. De Goth fue
frío con él; Touraine, sin embargo, lo trató con familiaridad.
—Cardenal Tussi —dijo tras los saludos de este—, nos agrada volveros a
encontrar y aún más que nuestro encuentro sea en la sede de San Pedro.
—El mismo sentimiento nos embarga a nosotros. Hoy es un gran día en este
palacio. Nos visita el cardenal De Goth, un gran príncipe de la Iglesia; su presencia
nos enorgullece —respondió el cardenal Tussi en voz audible para De Goth.
Conocían bien el palacio. Su estilo regio y su cuidada presencia, adornos, cuadros
y esculturas, lo convertían en la mayor joya de arte de la Cristiandad. Touraine, que
siempre pensaba en la iglesia de los pobres, no pudo reprimir una sensación de
orgullo, envidia y vergüenza simultáneas: el orgullo de ser cardenal de una Iglesia
que atesoraba y cuidaba el arte y la belleza; la envidia de que no hubiese en Francia
algo semejante y la vergüenza de que una iglesia de pobres albergase aquel lujo.
Alcanzaron el salón Pontifical, al que se accedía a través de una altísima puerta
blanca, con cuarterones dorados, que casi llegaba al techo. Al acercarse, los guardias
que la flanqueaban retiraron sus picas y la puerta se abrió. Una inmensa sala apareció
ante ellos. Al fondo, sentado en un sillón, el Papa Bonifacio VIII, rodeado de
cardenales y sacerdotes, les aguardaba.
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De Goth avanzó con paso seguro. No tuvo prisa. Casi se regocijó moviéndose con
lentitud. Unos pasos detrás, Touraine y los otros cardenales vaticanos. Se hizo el
silencio. La tensión flotaba en toda la sala. Se estaban encontrando, por primera vez
desde que Agnani accediera al pontificado, los dos hombres más poderosos de la
Iglesia de Cristo. Enemigos. Irreconciliables. Con un odio mutuo infinito.
Cuando el cardenal francés estuvo a la altura del Papa, se quedó de pie, inmóvil.
Ni un gesto de saludo, ni una deferencia con el Papa de Cristo. Mirada altiva y
distante. Ni una inclinación de cabeza. Eran dos iguales. Así lo entendieron todos.
Bonifacio permaneció sentado; el Papa de Cristo no se levanta ante nadie, ni ante
príncipes de la Iglesia, ni ante reyes de la tierra. Señaló a De Goth un sillón a su
derecha y este lo ocupó. Touraine y los demás cardenales se sentaron en los suyos. El
silencio hizo eterno el instante. De Goth y Bonifacio se miraban fijamente con la
fiereza de dos lobos. Ninguno hablaba. El tiempo transcurrió hasta que por fin
Touraine tomó la palabra:
—Señor, el cardenal De Goth, príncipe de la Cristiandad, obispo de París, os
solicita audiencia pública.
—Cardenal De Goth —dijo Bonifacio—, os concedemos audiencia y la palabra.
Un respiro de alivio rompió el silencio. Aquello había funcionado.
—Señor —habló el francés—, he querido compartir con vos mi preocupación por
el estado de Roma y de otras naciones cristianas. Sería bueno que dejásemos atrás
nuestras antiguas disputas del cónclave y nos esforzásemos por ser la iglesia de la
paz.
No cabía duda de que aquella audiencia no iba a ser protocolaria. Estaban ya en el
corazón de sus discrepancias, aunque con los modos vaticanos, no con los franceses.
El Papa fue también directamente a la cuestión.
—Estamos contentos de poder hablar con vos de las cuestiones del espíritu y de
los hombres, de Roma y de París. Será una larga plática, por lo que es mejor que
dejemos que los que nos acompañan puedan dedicarse a sus tareas. Rogaría al
cardenal Tussi que permanezca con nos.
Todos los asistentes abandonaron de mala gana la inmensa sala de audiencias; su
disgusto era patente. Aquella audiencia sería parte de la historia, ya no del
pontificado de Bonifacio VIII, sino del Vaticano, y deseaban presenciarla. Pero eran
los designios de Su Santidad.
Touraine permaneció en su sillón. Miró a su alrededor: cuatro príncipes de la
Iglesia en aquella inmensa sala. Eran pequeños y parecían minúsculos. Así era el
poder, se tenía porque los demás lo aceptaban, ya fuese por aprecio o por miedo. Allí
estaba todo el poder de la Iglesia y mucho del poder de los pueblos y, sin embargo, la
sala estaba casi vacía. Solo eran cuatro; realmente solo eran dos. Pequeños pero
inmensos.
—Vendrán buenos tiempos para el Vaticano —auguró el Papa—. Solamente con
un Vaticano fuerte podremos arbitrar en los conflictos de las naciones. En otros
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tiempos al Vaticano se le respetaba y aun se le temía. Así pudimos empeñarnos en las
cruzadas. Entronizamos reyes y nombramos condes. Las órdenes religiosas ampliaron
sus encomiendas. Era un Vaticano fuerte y la Cristiandad con él. Cuando nosotros nos
debilitamos, los países disputaron entre ellos, porque el poder terrenal es conflictivo y
egoísta si no está acompañado de la espiritualidad. Y eso solamente el Vaticano lo
puede aportar.
Miró desafiante a De Goth, que no eludió la mirada. Era su turno.
—Sí, tenéis razón, se precisa una Iglesia y un Papa fuertes. Pero la cuestión es
cómo lo vais a conseguir, con qué aliados, con qué fuerzas. Qué reyes estarán con
vos. Cuál es el papel del Temple. Muchas preguntas que necesitan de respuesta. Y yo
no las conozco.
De Goth había sido muy hábil y prudente, pensó Touraine.
—Todas vuestras preguntas pueden ser contestadas —afirmó el Papa—. Nunca
podrá haber un Vaticano fuerte sin un ejército propio. No podrá ser el Temple, que
está fuera del Vaticano; reclutaremos uno. Daremos protección a países y condados y
ellos contribuirán con sus dádivas a su sostenimiento.
—¿Y Francia? —interrumpió De Goth—. ¿Cuál sería el papel del país más
poderoso de la Cristiandad?
Seguía yendo recto al objetivo.
—Francia es grande y poderosa. Su papel es otro. Deberá estar a nuestro lado,
asumiendo nuestros arbitrajes y sumando su fuerza a la nuestra. Igual que el Imperio
Germánico. Ambos cooperarían con el Vaticano.
Touraine supo que De Goth había entendido aquello como un desafío, pero
reaccionó con frialdad.
—¿Y si Francia o Germania no estuviesen de acuerdo con alguna de las
decisiones vaticanas?
—Si fuese asunto interno del propio país primaría su criterio. En cambio, en
asuntos externos, validaría el del Vaticano —respondió con contundencia el Papa.
—¿Y si no aceptasen esa norma? —preguntó De Goth.
—Deberá ser aceptada. Lo contrario sería un imperio francés o germánico.
Ningún pueblo lo asumiría —aseguró el Papa.
—Lo que vos planteáis sería un imperio vaticano —respondió De Goth con gran
tranquilidad.
—Un imperio vaticano basado en la fe de Cristo —atajó rápido el Papa—. Los
pueblos aceptarán nuestra hegemonía espiritual y no la considerarán una injerencia en
su soberanía. Cristo es rey en todo el orbe.
—¿Y cuando algún país no esté de acuerdo con las decisiones vaticanas? —
intervino De Goth.
—El ejército y la autoridad moral lo solventarán —concluyó el Papa.
No cabía duda de que Bonifacio sabía lo que quería y lo llevaría a cabo. Touraine
creyó que tenía que intervenir. Lo hizo preguntando.
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—¿Cómo comunicaréis a la Iglesia vuestras intenciones, de forma pontifical o
como una opinión?
La pregunta era de las que tocan las esencias. El Papa respondió sonriente.
—Estamos redactando una encíclica que verá la luz muy pronto. Todo Occidente
conocerá nuestra voluntad. La conocerán y la compartirán.
—¿Estáis dispuesto a que una decisión terrenal y en suma política tenga el rango
de encíclica? —preguntó Touraine—. La Cristiandad os verá como un Papa rey.
—Eso es lo que deseo. Si no es una encíclica lo haremos como bula. Pero será
norma que imprima carácter a la voluntad que nos anima —respondió contundente el
Papa.
—¿Cómo reclutaréis el ejército? —preguntó De Goth en tono suave—. Será una
difícil tarea, incluso para un Papa.
Había acertado, pensó Touraine. El Papa no se resistiría a la vanidad de demostrar
que él sí podía.
—El reclutamiento ya se está llevando a cabo. Los amigos del Vaticano en Roma
nos han dado apoyo moral y material y se están haciendo las levas en las tierras del
sur. Son buenos soldados. Coincido en que es misión difícil, pero la completaremos a
satisfacción.
—¿Cubriréis en el despliegue inicial la petición de algún rey o conde? —preguntó
De Goth.
—Tenemos peticiones, pero el ejército se quedará en Roma —respondió
Bonifacio mirándolo fijamente.
Aquella respuesta significaba mucho. Tenía aliados y se iba a fortificar en Roma.
Si aquello se cumplía, Bonifacio sería demasiado fuerte; no podrían derrocarlo.
Poco más quedaba por hablar, pensó Touraine. Pero De Goth no era de la misma
opinión.
—¿Cuáles son vuestras intenciones en Compostella y en Estrasburgo? —preguntó
—. ¿Y en París?
—Son tres centros de la Cristiandad que deben tener sus prerrogativas bajo la
tutela de Roma —contestó el Papa.
—¿Conocéis Aviñón? —preguntó De Goth.
—Sé que es vuestro lugar de nacimiento y territorio afín a Vuestra Señoría.
Nunca he estado allí, como vos sabéis bien —respondió el Papa.
Touraine notó la atención con que De Goth había seguido estas respuestas. El día
anterior ya les había hablado de aquellas ciudades.
La audiencia tocaba a su fin. Todos habían conseguido su objetivo; el Papa
sonreía satisfecho; había transmitido a su enemigo el cardenal De Goth y, por ende, al
rey de Francia, su voluntad, sus intenciones y su fuerza. Pero le extrañó el brillo que
vio en los ojos de su rival. Su satisfacción también era visible. Demasiada. No
encontraba razones para ello. Más bien creía que debería tener motivos de
preocupación.
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—Os ruego saludéis al rey Felipe de Francia en nuestro nombre —concluyó
Bonifacio a modo de despedida. No se movió del solio pontificio.
—Así lo haré —respondió De Goth poniéndose en pie. Sin ninguna deferencia,
dio la espalda al Papa y caminó decidido hacia la puerta.
Touraine iba a su lado. Tussi permaneció con el Papa. Una despedida así era un
insulto y una afrenta. El odio de aquellos hombres se atrevía a todo. Touraine vio
como el cardenal sonreía. El desplante al Papa lo henchía de satisfacción.
Nogaret, separado de la Curia vaticana, les aguardaba; vio la cara de De Goth y su
rostro se relajó. Recorrieron de vuelta los corredores de palacio, los acompañó un
cura. Ningún cardenal. Al ver que Tussi no salía con ellos, supieron que algo había
sucedido y la Curia vaticana entendía cualquier gesto por menor que fuese.
Ya fuera del palacio, la guardia los rodeó. Cruzaron en silencio el patio de la
basílica de San Pedro y salieron al exterior. El carruaje y su escolta los aguardaban.
De Goth se volvió y miró el Vaticano. Su expresión ahora era distinta. Reflejaba el
profundo odio que sentía en su alma por todo lo que albergaban aquellos muros.
Se acomodaron los tres en el carruaje, que inició la marcha con todo aquel
enjambre de guardias rodeándolo. Nogaret miraba fijamente a De Goth, que,
eufórico, le dijo:
—¡No sabe nada! ¡Nada! —Reparó entonces en la presencia de Touraine y
recobró su frialdad—. Nuestro plan sigue adelante. Ahora es más necesario que
nunca.
Volvieron al palacio. La comitiva causó el mismo efecto que a la ida. Pero ya toda
Roma sabía de la visita del cardenal francés al Vaticano, escoltado por un ejército.
Aquello había surtido efecto. Hicieron el camino en silencio. De Goth, después de su
explosión de euforia al entrar en el carruaje, se había sumido en un mutismo total.
Estaba ensimismado. Touraine hubiese querido hablarle de la audiencia, pero
comprendió que aquel no era el momento; De Goth iba encerrado en su pensamiento
y nada lo sacaría de él.
Cuando ya en palacio se bajaron del coche, De Goth se limitó a decirle:
—Estad preparado para el viaje a París. Saldremos tan pronto se celebre el
entierro y los funerales de Pietro. Debemos seguir tirando también de ese hilo.
Mientras se dirigía a su palafrén, Touraine vio a De Goth alejarse hablando
animadamente con Nogaret. Este asentía. De nuevo tenía el semblante con el que
había entrado en el carruaje después de la audiencia. Gesticulaba con vigor cuando
desaparecieron escaleras arriba.
Touraine saboreó el atardecer romano. Habían sucedido tantas cosas en tan poco
tiempo, que no había tenido tiempo aún para digerirlas. Todo era vertiginoso. De
nuevo le parecía que los edificios se movían, que caminaban a su lado. Todo estaba
en cambio. Veía transcurrir el tiempo. No podía ordenar bien las ideas. Algo no
encajaba, pero no sabía qué. Él salió de la audiencia preocupado, De Goth eufórico.
Se le había escapado algún detalle. Sin duda, los acontecimientos iban demasiado
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rápidos y él era hombre de reflexión.
Tan pronto llegaron a su residencia, su secretario lo abordó sin darle tiempo a
bajar del palafrén.
—No sé si conocéis la noticia —dijo precipitadamente—. El Papa Pietro ha
muerto en su cautiverio. Se dice que fue torturado y que solo se le alimentaba con pan
y agua. La gente en la calle culpa a Bonifacio de su muerte. Los ánimos están
exaltados. Se dice que el cardenal De Goth y vos mismo habéis ido a exigir al Papa
que se celebren unos magnos funerales y a recriminarle su actitud. El cardenal
De Goth quiere que se le beatifique.
Ciertamente los encargados de difundir el rumor se habían esmerado en su
trabajo.
—El funeral y el sepelio se celebrarán mañana en la basílica de San Pedro —
continuó su secretario—. El deán de la basílica os solicita que seáis uno de los
oficiantes.
Touraine no supo discernir si aquella petición era favorable a sus intereses o no.
Pero no se podía negar. Avisaría a De Goth.
Al cenar se dio cuenta de que en todo el día no había comido nada. Estaba
cansado. Se acostó y se durmió al instante.
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se puso a leer atentamente la carta del Papa y los textos del oficio. De Goth seguía sin
aparecer.
—Debemos empezar —aconsejó uno de los cardenales oficiantes—. La espera
encrespará aún más los ánimos.
Entraron. El silencio se quebró con el ruido de los asistentes al ponerse en pie. El
aspecto de la basílica era imponente. Repleta de gente. Las puertas abiertas. Touraine
vio que el inmenso patio de columnas exterior estaba también abarrotado. Quizás
hubiese fieles incluso fuera de los recintos vaticanos.
Reparó entonces en el túmulo funerario, negro y rojo, sobre el que estaba un
ataúd negro. Allí reposaba aquel infortunado Pietro, al que la llamada de reyes, de
cardenales y de Roma, había conducido al dolor, a la ignominia, al encierro y a la
muerte. Una pieza más en aquel juego del nuevo poder de Occidente. Como aquellos
emperadores de transición en el Imperio Romano, ellos no importaban; importaba el
poder.
Mientras tomaba asiento en el coro, con los oficiantes, pudo ver a muchos de los
asistentes. Los cardenales vaticanos, los condes Orsini y Colonna, el de Venecia, los
cardenales Musatti, Bocasin y Ratzinger, el de Nápoles, el de Lisboa… Allí estaba
todo el que era algo. El sitial del Papa y el de De Goth seguían vacíos. La atención se
centró en ellos. Los fieles seguían en pie. Cuando los oficiantes se sentaron, nadie los
siguió; todos querían ver. Pasaron los segundos. Nadie rompía el silencio. Tussi
estaba visiblemente afectado. Los curas vaticanos mostraban rostros descompuestos.
Unos hombres entraron por la puerta lateral que daba al palacio del Papa y
bloquearon las puertas principales, el pasillo y el acceso al sitial de los cardenales. Un
obispo ocupó el puesto de De Goth.
Cuando el Papa Bonifacio VIII, precedido por su cortejo, apareció en la puerta del
altar mayor, el órgano inició sus acordes. Con parsimonia, se dirigió al solio papal. Se
sentó. La música se desvaneció y de nuevo se hizo el silencio. La multitud pudo ver a
un Papa desafiante, altivo y orgulloso. No traslucía tensión. Solo poder, que parecía
llenar la basílica.
Tussi, ya más sereno, se puso en pie y se dirigió al púlpito. Subió las escalerillas y
desde allí arriba pudo ver la multitud. La tensión había bajado. La situación parecía
estar bajo control. Cuando se disponía a leer la carta del Papa, se oyó un murmullo
procedente del patio de columnas. Todas las cabezas se volvieron hacia la puerta
principal. El murmullo se fue haciendo más fuerte. Tussi, desde el púlpito, intentaba
ver lo que sucedía en el patio, pero solo veía las cabezas vueltas y el
arremolinamiento de gente en la puerta de la basílica. Nadie veía nada, pero todos
sabían lo que estaba pasando. Un numeroso grupo de guardias entraba, como una
cuña, abriéndose paso entre la multitud. La gente se apartaba facilitando la tarea.
Cuando alguno trataba de impedirles el paso, era lanzado hacia un lado, sin
miramientos. El pasillo se desalojó de fieles; incluso aquellos que habían salido de las
dependencias papales abrieron paso. En medio de los guardias avanzaba De Goth.
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Más parecía un rey que un príncipe de la Iglesia. Mostraba actitud digna y semblante
serio; aquel era el funeral de un santo. Ante el pasillo abierto, su guardia se quedó a
mitad de la basílica. De Goth avanzó solo, sin escolta y sin acompañamiento. Las
miradas fijas en él. La de Bonifacio VIII también. El obispo que había ocupado su
asiento se levantó rápido. De Goth se volvió hacia la multitud y, tras un breve
instante, se sentó.
Todas las miradas se tornaron hacia el Papa que, rojo de ira, se limitó a hacer un
gesto a Tussi para que procediera. Obedeció al instante, leyendo la carta del Papa.
—«Ha fallecido un gran hombre. Un hombre de oración, de meditación; un Papa
bueno, querido por todos. Dios lo ha llamado a su lado. Nos, el Papa Bonifacio,
sentimos la tristeza de sucederlo cuando él no se sintió capaz de soportar sobre su
débil cuerpo el peso del papado. Le pedimos que se quedase con Nos para tener cerca
su consejo y su oración. Así lo hizo. Hemos pasado con él largas horas. Hemos
conocido de su sabiduría y de su bondad. Le hemos procurado atenciones y
seguridad. Cristo Nuestro Señor lo ha llamado. Ahora disfruta de la paz divina. Su
ausencia es Nuestro dolor y Nuestra pena».
Touraine pensó que aquella carta papal iba a aplacar los ánimos. Se equivocaba.
Desde la plaza, donde no se oía la plática, empezaron a oírse voces; no se entendía lo
que decían. Pero eran voces airadas.
Comenzaron la ceremonia. La música del órgano apagó el sonido de las voces.
Los guardias vaticanos se dirigieron hacia el centro de la plaza. Las voces
continuaban, cada vez más fuertes. Nada podían hacer los guardias y encargados
vaticanos. Tussi se dio cuenta de la situación; era preciso acabar la ceremonia lo antes
posible. Decidió no pronunciar el sermón que había preparado.
—El mejor recuerdo a Pietro será el silencio —dijo sencillamente—, el silencio
que habla sin palabras. Que hablen los sentimientos. Que hable el silencio.
Se quedó inmóvil. Los de dentro de la basílica ordenaron silencio a los de fuera.
Estos obedecieron. Habló el silencio. Tussi había conseguido su objetivo.
Siguió el funeral, los responsos y el ite missa est. El sepelio en la basílica. Música
y silencio respetuoso.
El Papa se puso en pie; De Goth también. Ambos se encaminaron hacia la salida.
El Papa por la puerta principal del altar; el cardenal por la puerta principal de la
basílica. Un pasillo abierto por la multitud para el francés. Otro por la Curia para el
Papa. Dos destinos en permanente separación. Una voz retumbó en toda la basílica:
—Bonifacio, De Goth, la sangre de Pietro estará sobre vuestras cabezas durante
toda la eternidad.
Todos miraron hacia la columna de donde había salido la voz. Un hombre con
aspecto de ermitaño, pobremente vestido, lloraba.
—Lo llamasteis, lo arrebatasteis a las montañas, lo trajisteis y lo matasteis. El
Papa Bonifacio, el cardenal De Goth, los cardenales y los reyes. Todos lo matasteis.
Aquella voz desgarrada fue lo último que Touraine oyó, mientras De Goth y el
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Papa abandonaban la basílica. Tras ellos, en silencio y pensativa, salió la multitud.
Estaban desconcertados.
La comitiva se puso en marcha. Hacia París. Hacia Notre Dame, pensaba Touraine.
Viajaba en el mismo carruaje que Nogaret. En otro, detrás de ellos, iban los ayudantes
de De Goth, mientras que este viajaba solo en el suyo, situado en medio de la
comitiva. Guardias y caballos de carga. Una comitiva así por las rutas de Italia y de
Francia no pasaría desapercibida.
Nogaret se lo había dicho. De Goth iría solo en su carruaje, pero a lo largo del
viaje se haría acompañar por alguno de los viajeros, para departir con él. Así
Touraine sabía que tendría la oportunidad de trasmitirle su desconcierto, acrecentado
por el funeral de Pietro.
Las primeras jornadas transcurrieron sin novedad. Apenas vieron a De Goth en
los palacios en los que pernoctaban. Durante el día no hablaba con nadie. Cuando se
aproximaban a las escarpadas tierras del norte, los Alpes, lo llamó a su carruaje. Lo
sentó frente a él.
—Dadme vuestro parecer sobre los sucesos de Roma —dijo De Goth.
Habló de su preocupación por la audiencia, sin dejar de citar su extrañeza por la
expresión que había advertido en él. Como De Goth no respondió, continuó:
—Nuestras gentes hicieron un buen trabajo con el fallecimiento de Pietro. Todo
fue a la perfección. Solamente aquel ermitaño desbarató el clima creado. Pero, aun
así, debemos insistir en la beatificación de Pietro.
—Tenéis razón. El funeral de Pietro ha desgastado mucho el prestigio de Agnani.
Cierto que las palabras del ermitaño produjeron desconcierto; pero se pueden volver
en nuestro favor. Yo reconoceré mi equivocación al haber confiado en el Vaticano,
una vez elegido Pietro, mientras otros conspiraban contra él. Mostraré en público mi
error al no darme cuenta de que Pietro era hombre de oración que necesitaba de
ayuda en las procelosas aguas del Vaticano.
Habían llegado al convento alpino donde iban a pernoctar. El coche se detuvo.
De Goth, tras saludar al prior del convento, se dirigió a su habitación. Al día
siguiente, Touraine fue conducido de nuevo a su carruaje, con Nogaret. Unos días
después llegaban a París.
Touraine sintió el olor a río, y los recuerdos se agolparon súbitamente en su
memoria. Abarcó con su mirada aquella ciudad. Era una parte de su vida. La veía y la
sentía. Durante unos días, la viviría. Con toda intensidad. Cuando se acercaban, un
sirviente susurró algo al oído de Nogaret. La comitiva se había detenido.
—El cardenal De Goth desea que paséis a su carruaje —le transmitió Nogaret.
Iba a entrar en París con De Goth. Era un gesto que Touraine entendía. Además
de permitirle asistir a las entrevistas con el Papa y con el Rey de Francia, aquel gesto
tenía un sentido que apreciaba. No le hablaría nunca de ciertas cosas, pero le
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mostraba que lo tenía en gran consideración.
No hablaron. Observaban atentamente las calles de su ciudad. Touraine, igual que
le sucediera en Roma unos días antes, las veía vivas. Le hacían recordar cuando él, un
cura joven, caminaba muy aprisa, pegado a las casas para protegerse de la lluvia,
hacia Notre Dame. Estaba feliz. Aquella era su casa. Su verdadero hogar. Era su país.
Su vida. Por todo aquello sería capaz de cualquier sacrificio.
La gente los miraba con atención. Se iban acercando al segundo metacentro del
universo. Delante de ellos, el río. La fuente de la vida de París. De Francia. De donde
emanaba su fuerza. De donde salía su esencia. El río Sena. Era el agua que les había
dado a todos la vida. Aquel río se encargaría de que París siguiese vivo y de que
Francia conservase su alma. No era agua lo que circulaba en aquella corriente
plateada, era vida. Era ser.
Cuando se encontraban a mitad del puente, De Goth ordenó detener la comitiva y
se bajó del carruaje. Touraine hizo lo mismo. Flotaban sobre el río. Estaban en medio
del Sena. El agua corría por debajo de ellos. Si los tocase, con su poderosa fuerza, los
mataría; así los fortalecía.
Desde allí se veían las torres, en construcción, de Notre Dame. Touraine se sintió
fuerte, hubiese echado a correr hacia su catedral. De Goth empezó a caminar hacia
ella. Touraine lo siguió. Detrás, a pie, toda la comitiva.
Touraine comprendió que De Goth estaba rindiendo pleitesía a lo que consideraba
el centro del mundo, Notre Dame. Era allí donde algún día tenía que radicar el
espíritu de Cristo. Allí se juntaban el agua, la tierra, el cielo y los hombres. En ningún
otro sitio. Allí, en aquella pequeña isla, rodeada por el río de la vida, con los árboles
que surgían del agua y donde el sol daba más luz y calor, confluía el mundo.
La rodearon y se detuvieron frente a las torres en construcción de la fachada
principal. El gran rosetón los miraba. Las torres subían, piedra a piedra, hacia el cielo.
Cada vez más altas, algún día lo tocarían. Y sería pronto. El tiempo ya se había
puesto en marcha para ellos y rondaba, sin parar, aquella catedral.
Docenas de clérigos los aguardaban frente a la puerta principal. Esperaban al
cardenal De Goth, príncipe de la Iglesia de Francia. Cuando se acercaban, lo
cotidiano se hizo solemne. Lo común se volvió excepcional. Estaban entrando en
aquel lugar sagrado, que desde ese momento nunca más sería una catedral cualquiera.
Sería la catedral del cristianismo francés. Touraine sabía que para De Goth aquel
momento solemne entronizaba y sacralizaba su compromiso con la nueva civilización
cristiana. Sin campanas, sin órganos, sin cánticos, solamente con su creencia en lo
que había que hacer. Acertada o equivocada, generosa o egoísta, universal o
particular, aquella causa ya estaba en marcha. Quizás acabase en paz o quizá no. Pero
viendo el rostro de De Goth, mitad placer mitad odio, Touraine vio que París se
movía.
Entraron en la catedral. Las puertas se cerraron tras ellos. Fuera, en la plaza, todo
continuaba como siempre, mientras los canteros de la Bretaña, con el impulso celta,
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seguían colocando piedra sobre piedra, elevando aquella obra hacia Dios.
Madrugaron. Había que partir temprano. El Rey los recibiría en audiencia antes del
mediodía y el camino hasta Fontainebleau era largo. Viajaron en dos carruajes con
una discreta guardia a caballo. De Goth, solo, en el suyo y Touraine de nuevo con
Nogaret. Viéndolo sentado frente a él, se dio cuenta de que desde Roma hasta París
solo habían tratado de banalidades, que ni siquiera acertaba a recordar. Pero habían
hablado durante horas y horas. Aunque realmente el que había hablado había sido él.
Nogaret era, ciertamente, un personaje singular.
—Monsieur Nogaret —preguntó—, ¿de dónde sois?
—Nací en Aviñón, pero el cardenal me trajo a París a trabajar con él, como su
ayudante, cuando tenía quince años.
—Recuerdo haberos visto alguna vez pero no conocía vuestro cometido con el
cardenal. Veo que confía mucho en vos. ¿Cuál es vuestro trabajo?
—Todo lo que me encarga el cardenal. Cuestiones casi siempre rutinarias.
—¿Cuál es vuestra residencia? —insistió Touraine, un poco molesto por la falta
de respuesta de Nogaret.
—La que el cardenal ordene —respondió este con amabilidad—. Habitualmente
aquí en París.
—Tenéis una gran cercanía con él. Se ve —concluyó Touraine, dándose cuenta de
que aquella frase era imprudente.
Se estaba inmiscuyendo en los asuntos de De Goth. Tuvo una sensación de
agobio.
—Mucha menos que vos —respondió Nogaret en el mismo tono amable—. Os
aseguro que el cardenal confía plenamente en vos. Lo sabéis.
Aquello lo tranquilizó. Nogaret no lo había considerado una intromisión. Al
contrario, le había dado a él un valor adicional. Se sintió de nuevo seguro. Su
acompañante extendió la mano por la ventanilla del carruaje, señalando un gran
edificio: Fontainebleau, el palacio del Rey.
Les aguardaban. Les recibieron con honores. El conde de Poitiers se acercó presto
cuando el carruaje de De Goth se detuvo frente a la puerta principal. Le besó el anillo
con una deferente inclinación de cabeza, al tiempo que lo saludaba.
—Monseñor, vuestra presencia nos alegra. El Rey nos encarga que os saludemos.
Os aguarda en sus aposentos. Y yo, modestamente, os trasmito mi personal
bienvenida.
—Os lo reconocemos —dijo De Goth.
Subió las escaleras que conducían al palacio sin esperar por nadie. Touraine,
Nogaret e, incluso, el mismo conde de Poitiers tuvieron que apurar el paso de firme
para alcanzarlo y seguir tras él. Los interminables corredores del palacio se quedaban
cortos para De Goth, que los recorría casi con furia. No necesitaba que nadie le
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mostrase el camino. Lo había hecho cientos de veces. Era el palacio de su Rey.
Touraine, algo fatigado, sentía respeto y curiosidad. No había estado nunca en
aquella parte del palacio, la de los aposentos reales. No era muy distinta de la que
conocía. Sobria y parca en decoración. A medida que la recorrían notó que su
ansiedad iba en aumento. Quizá debido a la determinación que veía en De Goth o,
quizás, a que iba a conocer al Rey; pero lo cierto es que, de repente, se encontró
caminando a toda prisa al lado del cardenal. Se aproximaba un gran momento. Puede
que no se repitiese más. Iba a hablar con el Rey de Francia.
Llegaron a la puerta del salón real. Una corona dorada en relieve sobre la puerta y
el escudo real lo señalaban. Los guardias, cortesanos y nobles arremolinados allí,
también. Aquella era la puerta que daba al Rey.
Cuando vieron a De Goth, todos se apartaron y, respetuosamente, inclinaron la
cabeza. Aquella gente sabía quién era quién. Esa era su profesión. Exactamente igual
que le hubieran escupido y despreciado si sospecharan que había caído en desgracia.
Olían el poder. Y De Goth era el hombre más poderoso de Francia, después del Rey.
Los guardias abrieron las puertas. Una sala pequeña, completamente alfombrada,
con un escritorio tallado, acogía al Rey, que al ver a De Goth, sonrió, se puso de pie y
avanzó hacia él, que se quedó inmóvil, inclinando, deferente, la cabeza. El Rey lo
abrazó efusivamente.
—Monsieur De Goth, siempre es una satisfacción para nosotros veros y poder
departir con vos —le dijo, cordial.
Fue el saludo de un amigo.
—Señor, nada me place tanto como veros. Sabéis que mi deseo sería permanecer
en París y poder acudir a vuestra llamada cada vez que lo desearais —dijo De Goth
en tono de amistad y respeto.
Touraine se quedó al lado de la puerta, que se había cerrado tras ellos. El conde
de Poitiers se había quedado fuera.
—Tomad asiento. Despojaos de la capa. Tenemos mucho que hablar.
Almorzaremos en mis comedores particulares. Contadme primero de vuestro viaje.
¿Cómo ha ido?
—Volver a casa es siempre placentero. Y dejar Roma no lo es menos —comentó
De Goth en tono relajado y cómplice, al tiempo que se despojaba de la capa
cardenalicia y se dirigía con el Rey hacia dos sillones, en el centro de la sala, con una
mesita repleta de fruta al lado.
Touraine se dio cuenta, inmediatamente, de que no solo compartían visión y
pasión por Francia, sino que además eran amigos. Se les veía cómodos y a gusto
mientras se sentaban en los sillones. El Rey cogió unas uvas, las ofreció a De Goth,
que aceptó, y volvió a insistir:
—Contadme de Roma —pidió—. Algunas noticias ya me han llegado. Pero
quiero conocer hasta el más mínimo detalle.
De Goth reparó en Touraine, al que el Rey ni había visto.
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—Permitidme antes —dijo— que os presente al cardenal Touraine, de quien os he
hablado. Hombre cabal y ecuánime que será, si vos lo aprobáis, la cabeza visible de
la iglesia francesa en Roma. El cardenal ya sabe que suplirá mi ausencia.
El Rey alzó la vista hacia Touraine, que avanzó unos pasos e hizo una amplia
reverencia.
—Alzaos —ordenó el Rey—. Tengo de vos las mejores referencias. El cardenal
De Goth os valora en alto grado. Confío en que respondáis a la confianza que en vos
depositamos.
—Me hacéis un honor inmerecido —respondió Touraine.
El Rey era un hombre delgado, pálido, con pelo negro, bien parecido. Aparentaba
serenidad. Contrastaba con la determinación que transmitía De Goth. Pero quizás en
aquel aspecto tranquilo radicase una de sus armas. Inspiraba confianza. Sonreía con
naturalidad. No se le veía afectado; gesticulaba y hablaba como si estuviese ante
gentes de su nivel. Un hombre que se sabía el Rey más poderoso de Occidente y
actuaba con aquella naturalidad era, sin duda, un personaje excepcional.
—El cardenal Touraine, además de saludaros, os quiere transmitir su opinión
sobre el papel que el Rey de Francia ha de jugar en los tiempos venideros.
—Os escucho —dijo el Rey señalando a Touraine una silla, algo alejada, frente a
los sillones.
Touraine tomó asiento y, con una serenidad de la que él mismo se sorprendió,
habló al rey de Francia de la necesidad de dar seguridad a los reyes europeos. No
sería el imperio francés, sino el protectorado francés, sin interferir en el gobierno de
cada país, pero controlando las monarquías y nobleza cuanto fuese menester. Lo
comparó con la intención del Papa Bonifacio, que pretendía la hegemonía vaticana.
—Debéis ser —concluyó Touraine—, señor, y os lo digo con todo el respeto, el
Rey viajero. El rey huésped de reyes, que os reconozcan como primus inter pares.
Así Francia construirá su imperio sin guerras. Bonifacio VIII lo intentará por la fuerza
y fracasará. Si vos lo intentáis dando seguridad a los demás, triunfaréis.
El Rey lo había escuchado atentamente. Cuando hubo acabado, se dirigió a
De Goth:
—Una interesante teoría. Reflexionaremos sobre ella. Os reconozco lo que me
contáis —dijo dirigiéndose ya a Touraine—. No dejéis de transmitirme, a la mayor
brevedad, todo lo que suceda en Roma y, cuando lo consideréis oportuno, solicitadme
audiencia y venid a mi palacio.
Touraine supo que la audiencia para él había concluido.
—Majestad. Mi mayor orgullo ha sido veros y hablaros. Cardenal De Goth, a
vuestra disposición —se despidió Touraine.
Se dirigió a la puerta. Una vez allí, hizo una reverencia y salió. Las puertas se
cerraron tras él. Aquellos dos hombres siguieron dentro, en la sala real.
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6
EL BAUTIZO EN EL CASTILLO DE ENTENZA
L
a campana de la capilla del castillo de Entenza llamaba al bautizo. Indalecio
de Avalle, sentado al lado de la cuna, no despegaba la vista de su hijo, de
apenas unas semanas. A su lado, Cristina, su mujer, los miraba a los dos. No
había existido en el mundo un niño tan deseado. Su primer embarazo se había
malogrado y ella había sentido la tristeza de haberlo perdido. Durante meses sus ojos
se clavaban en todos los niños que pasaban a su lado.
Pero al final Dios lo había querido. Delante de ella estaban el niño más guapo del
mundo y el marido más feliz. Desde que había nacido, Indalecio se pasaba horas
mirándolo e intentando jugar con él. Más de dos años habían transcurrido desde su
boda, allá en las tierras de Lemos. Muchas cosas habían sucedido en aquel tiempo,
pero para ellos su hijo había sido lo más importante.
Cristina acompañaba a su marido a todas partes. Se les veía juntos en viajes, en
paseos, e incluso en los ejercicios de su ejército. Eran felices y se les notaba.
Ahora, viendo a su hijo, la felicidad los desbordaba. No hablaban. Solamente
estaban juntos. Indalecio miró a Cristina. Dulce, hermosa, con su sonrisa enamorada.
Cuánto la quería. Cada vez más. Desde aquel día de su boda, en el que un imprudente
obispo lo había provocado, a su amor se había añadido todo lo que compartían. Su
causa, su trabajo, sus charlas tranquilas y ahora, por encima de todo, su hijo.
Su amor los aislaba del mundo turbulento en el que vivían. Cada noche, cuando
se acostaban, al cerrar la puerta de su habitación, dejaban fuera el resto del mundo.
Aquella habitación era suya y solamente suya. A medida que el mundo se volvía más
hostil, su amor era más fuerte y cálido y su unión más profunda.
Cristina sabía los riesgos que se cernían sobre su marido y aunque le producían
terror, los aceptaba. Tenía que ser así. Por eso vivía intensamente cada instante de su
vida juntos. A veces soñaba que el tiempo se detenía para que su marido y su hijo
siguiesen eternamente con ella.
Compartía con él el deseo de que las cosas fuesen de otra forma. Siempre estaría
a su lado, apoyándolo. Ella sabía que su apellido significaba mucho en aquellas
tierras. La respetaban y muchos la querían. Lo había puesto todo al servicio de
aquella causa justa y noble; sin ella, su marido no podría llevarla a cabo.
La campana, con un sonido seco y metálico, volvió a repicar de nuevo. Indalecio
miró a Cristina. Su rostro dulce y sereno mostraba aquella sombra que asomaba a
veces y que él conocía.
—Hoy es nuestro gran día —dijo él—. El tuyo, el mío y el de nuestro hijo. No
temas. Nadie se atrevería contra nosotros. Nos respetan. Saben quiénes somos.
Nuestro destino es favorable. Y con él —dijo señalando al niño—, está lleno de luz y
de esperanza.
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—No soportaría perderte —dijo Cristina—. Ni aun con nuestro hijo a mi lado.
Pido a Dios que antes que a ti, me llame a mí.
—¡No lo pienses ni un momento! —La interrumpió Indalecio—. Hoy es un día de
felicidad. Ni una sombra se puede cruzar en él. Mira, atrancaremos la puerta y nos
quedaremos para siempre los tres aquí.
Se abrazaron con fuerza. Se besaron. Permanecieron de pie abrazados.
Sintiéndose. Amándose.
—Tenemos que bajar —advirtió Cristina—. No debemos hacer esperar a nuestros
amigos.
Toda la nobleza gallega estaba aquel día en el castillo de Entenza. Nadie había
faltado a la cita, que era mucho más que la celebración de un bautizo. Era la reunión
que seguía a la que habían mantenido dos años antes en Lemos, cuando, tras la plática
con aquellos monjes, habían decidido actuar. Los convocaba Indalecio de Avalle, el
hombre que se había puesto a la cabeza de aquella movilización sin precedentes en
las tierras de Gallaecia, que algunos, los que no las conocían, creían de gente mansa.
Eran pacientes y sacrificados, pero también rudos y bravos. Ahora eran tiempos
difíciles. Los habían llamado y todos habían acudido.
El niño había sido bautizado al día siguiente a su nacimiento. Le pusieron el
nombre de su padre, Indalecio. Cristina tuvo la idea: era bueno celebrar una gran
reunión para que se viese su fuerza y para que todos supiesen que detrás del señor de
Avalle estaba toda la nobleza gallega. Lo consultó con su madre, que se había
desplazado para ayudarla en el parto. A Inés, mujer calculadora, le pareció muy
conveniente. Durante la cena se lo sugirieron a Indalecio, que se mostró
entusiasmado. Podrían hablar con todos durante varios días; visitarían el campamento
donde el ejército estaba acuartelado y tratarían algunos planes que él tenía en la
cabeza.
Decidieron entonces un nuevo bautizo solemne. La nobleza fue invitada y todos
acudieron, la mayoría porque creía en la causa, algunos por no quedarse fuera y otros
para ver y oír. Indalecio lo sabía bien. Sabía, incluso, quienes estaban en cada grupo.
El oficiante sería el obispo Juan de Tui, buen amigo del abuelo de Indalecio, que
siempre había colocado la amistad por encima de su obediencia a Compostella.
Los padrinos serían Inés, la abuela, y Bernardo de Quirós, de las tierras del norte,
gran amigo del conde de Lemos, hombre noble, leal y poderoso. Había sido Inés la
que lo había sugerido. Convenía una alianza fuerte y duradera con las gentes del norte
de Gallaecia. Sería la unión de la nobleza del sur, en el río Miño, los Avalle, con la
del mar Cantábrico, los Quirós y con los de Lemos, en el interior. Un triángulo que
abarcaba toda Gallaecia.
Los padrinos aguardaban abajo, en la plaza del castillo. Cristina llevaba al niño en
brazos. Inés les sonrió con aquellos ojos azules que no podían dejar de mirarse.
Bernardo los saludó.
—Estoy nervioso como si fuera un padre primerizo en el bautizo de su hijo —
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confesó.
—Es que vais a apadrinar al niño que Dios puso en el mundo con más agrado —
le contestó Inés.
Se dirigieron a la capilla. La campana los saludó. El niño empezó a llorar. Los
invitados abarrotaban el oratorio, incluso algunos se tuvieron que quedar fuera, en el
patio. Dirigiéndose a cada uno por su nombre, Indalecio correspondía efusivamente a
los saludos. Cristina, con Inés a su lado, también sonreía a todos. Bernardo de Quirós
caminaba tras ellas.
En la puerta de la capilla les esperaba el obispo. Su rostro apacible decía de su
bondad. Cuando entraron los recibió con expresión de satisfacción. Recordó al abuelo
de Indalecio, con quien tan buenos momentos había pasado. Era un hombre con un
inagotable afán de saber; lector empedernido, su gran pasión eran la astronomía y las
matemáticas. Nadie sabía tanto como él. Su biblioteca estaba repleta de tratados sobre
aquellas materias. «Las culturas orientales se preocupaban del firmamento, porque de
allí venimos», le había dicho don Indalecio en una ocasión. «Los devotos de
Confucio, los moradores del Eúfrates y del Tigris, los creyentes en Alá siempre
estudiaron el cielo. Allí se ve el tiempo y el tiempo es la vida».
El obispo recordó que, cuando don Indalecio le hablaba del tiempo, de las
distancias, de las estrellas y de los cometas, le costaba mucho esfuerzo comprenderlo.
Incluso, a veces, pensaba que ni él mismo comprendía sus propias palabras. «La
astronomía es una ciencia exacta. Se puede saber con precisión por dónde saldrá el
sol en el horizonte cualquier día del año», le dijo una vez. «Eso lo sabemos todos», le
había contestado el obispo. «Sí, pero no sabéis por qué. Y lo importante es saber por
qué. Conociendo esa respuesta podemos contestar muchas otras preguntas». «Las
Sagradas Escrituras lo contestan todo», le había dicho el obispo Juan. «Vos sabéis que
no es así», le reconvino el señor de Avalle.
En otro cualquiera aquello hubiera sido una herejía, en don Indalecio era fruto de
la reflexión. Era hombre de ciencia. Había estudiado árabe para poder leer libros de
astronomía que nadie había traducido. Había viajado al sur de Portugal, a Francia y a
Toledo en busca de manuscritos que ampliaran su conocimiento. Una vez,
mostrándole un códice escrito en hebreo, como la Biblia, le había hablado de uno de
sus viajes. «Estando en la biblioteca de Lisboa, un caballero templario con quien
trabé conversación y que también leía astronomía me recomendó viajar a Toulouse y
estudiar en la biblioteca templaria. Había allí textos que aquellos caballeros trajeran
de Oriente. Él no los había entendido, pero creía que con mis conocimientos yo
podría interpretarlos. Me dio una carta para el maestre. Con ella fui bien recibido. Era
la mayor biblioteca del mundo. Cientos de volúmenes que nadie había leído en
muchos siglos. Me embriagué de ellos. Pasé allí varios meses. Encargué a los
copistas reproducciones de algunos; los estudié durante años. Libros y firmamento.
Textos y reflexión durante el día y observación del cielo durante la noche».
El obispo recordaba que, tras aquella frase, el abuelo de Indalecio se había
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quedado callado un buen rato, dudando si seguir. Al final lo hizo. «Retrocedimos
miles de años en nuestro conocimiento. Otras civilizaciones supieron mucho.
Nosotros lo olvidamos. Solamente con mirar al cielo de noche comprendemos que
estamos equivocados. El centro del universo no existe. Otros ya lo dijeron hace mil
años. Dentro de otros mil, el hombre lo asumirá. Pero tienen que transcurrir mil
años». El obispo no lo entendió. «Los cometas viajan por el universo siguiendo sus
reglas», continuó don Indalecio. «Cada cien años, cada mil, nos visitan y se van. Son
el tiempo, viajan por el espacio. Describen su elipse, la elipse del tiempo. En un
universo que se repite, el tiempo también. El tiempo volverá con su elipse. Arrancará
un día con algo de nosotros y volverá en mil años. Hoy está sobre nosotros. Al girar
el milenio volverá. Y con él nosotros».
Ahora, en la capilla del castillo, lo recordaba. Su nieto, Indalecio, estaba delante
de él. El vivo retrato de su abuelo. Cristina, su mujer, aquella señora dulce y hermosa
cubierta con el velo, se arrodilló con el niño en brazos. Los bendijo. Cristina pasó el
niño a Inés que, con Bernardo, lo acercó a la pila bautismal. Indalecio cogió la manita
de su hijo. «Ego te bautizo, Indalecio, in nomine Patris…». El agua cayó sobre su
cabeza. El obispo recordó. Había bautizado ya a dos generaciones de Avalles; esta era
la tercera. El niño no lloró. Su padre tampoco lo había hecho. Los miró fijamente. El
tiempo los envolvía a los dos, padre e hijo. Se acordó de su abuelo. Recordó aquella
frase que nunca había entendido y que le parecía un poco misteriosa: «Al girar el
milenio, volverá». Sintió ganas de abrazar al nieto y al bisnieto de don Indalecio. La
emoción lo embargaba. Ya no volvería a bautizar a otra generación de aquella gente.
Él se iría. Ellos seguirían y algún día todos volverían en la elipse de la que hablaba su
gran amigo.
Los acordes del órgano lo devolvieron a la realidad. Cogió entre sus manos las del
padre y su hijo y los despidió:
—Id en paz. Que la luz del Señor os acompañe.
La campana y la música saludaron al nuevo cristiano. Inés, con él en brazos, y
Bernardo salieron al patio. Todos los felicitaban. Se les unieron Josefa y el conde de
Lemos. Se acercaron los señores de Valladares, los de Monterroso, los Yáñez del
Campo, los Mariño de Lobeira…, rostros de amistad y afecto. Otros permanecían
más retraídos. Mientras se saludaban, Indalecio veía que aquel gran pueblo tenía alma
y que su corazón latía. Dos años antes un impulso lo había llevado a encabezar aquel
proyecto; entonces lo veía como una aventura. Hoy, tras aquellos más de dos años de
trabajo, ya era la causa de su pueblo, de sus derechos y de su propia libertad.
Hoy sabía de la importancia de lo que estaban haciendo. Sabía de sus amigos, de
sus aliados y de sus enemigos. Sabía de la nobleza y del clero. De algunos obispos y
de los nobles desafectos. Pero aún no sabía de la Reina regente. Él era un vasallo fiel
a su Rey. No podía albergar resentimiento alguno contra un rey que descendía de
aquel Fernando III, que visitara sus tierras nueve meses antes de que naciese su
abuelo.
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La Reina regente de Castilla seguía en silencio. Indalecio le había comunicado su
intención de fortificar su territorio y de contribuir a la defensa de Occidente y de
Compostella. No había obtenido respuesta. Y ya habían pasado casi dos años.
Siguiendo el consejo de Cristina había enviado a la Reina María de Molina, junto
con los tributos recaudados, el mensaje del nacimiento de su hijo, pidiéndole el
reconocimiento real para el uso del señorío de Avalle, al que ya tenía derecho por
edicto de Fernando III, el Rey Santo. Era un gesto de respeto y sumisión.
Cristina e Inés subieron al niño a su habitación. Madre e hija no podían ocultar su
satisfacción. Lo dejaron con el aya y bajaron al patio. Al atravesarlo, aún alejados de
las mesas y sillas en las que los invitados empezaban a tomar asiento, Enric se les
acercó:
—Mis señoras —les dijo con aquel fuerte acento con el que hablaba la lengua de
Gallaecia—, mis respetos y mis parabienes. Este niño nos alegra a todos. A mí
también. Tanto como a vos. He encontrado en vuestra hospitalidad el afecto de los
amigos; quiero que sepáis que dedicaré todo mi esfuerzo a vuestra causa, que es la
mía. Don Indalecio seguirá contando con mi concurso mientras él y vos, doña Inés, lo
deseéis. Y vuestro nieto tendrá en mí su más leal educador y defensor.
—Os lo agradecemos, Enric —le contestó Cristina—. Sé del afecto que os
profesa mi madre. Yo os pido que permanezcáis al lado de mi marido. Vuestra ayuda
es de gran valor para él.
Inés, mirándole a los ojos con expresión de afecto, apostilló a su hija.
—En estos años os ganasteis por vuestros méritos un lugar en esta familia. Sois
un amigo. Lo seréis siempre. Veros a nuestro lado, allá en las tierras de Lemos, nos
satisface. Y por el afecto que os profesamos y que mi hija conoce, os pido que os
trasladéis a este castillo. Don Indalecio os necesita. Él os lo va a pedir. Os ruego que
aceptéis. Yo misma pasaré largas temporadas aquí. Quiero ver crecer a mi nieto.
La mirada de Enric, aquel duro templario, se quedó fija en los ojos azules de doña
Inés. No era capaz de separarla. Desde aquel día en que la había visto por primera vez
al lado de la chimenea del castillo de Lemos, se sentía preso de aquellos ojos. Ahora
la veía aún más hermosa. Había quedado atrapado. No tenía salida y no quería
tenerla. Había decidido entonces que el mejor lugar para dirigir todo aquello era el
mismo castillo de los condes de Lemos. Allí tendría una inmejorable atalaya para
observar aquella tierra gallega. El conde confiaba en él. A las pocas semanas de haber
llegado a Lemos, habían tenido una larga plática. Las cruzadas, el moro, la
Cristiandad, el Temple; todo fue tratado en detalle.
—Vos sois alto maestre —le dijo el conde—. Uno de los caballeros más
poderosos del Temple. ¿Por qué vos? ¿Por qué alguien de vuestro rango encabeza una
avanzadilla en estas tierras, en el fin del mundo?
—Porque Thibauld de Gaudin, el Gran Maestre, lo decidió así. Esta es una misión
de gran importancia. El sepulcro de Santiago tiene para los templarios un gran valor.
No lo tenía hace cincuenta años, cuando lo que importaba era Jerusalén, pero ahora
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estamos en el tiempo de Compostella.
—Todos sabemos que los ejércitos de Alá no llegarán fácilmente aquí, a
Gallaecia, sin embargo, vos insistís en el riesgo de los árabes.
—Hay muchos riesgos. El árabe es el que se entiende mejor. Vos mismo visteis
cómo los caballeros de nuestra reunión lo aceptaron. Pero los riesgos pueden ser
otros. No me preguntéis cuáles; no lo sé y no estoy autorizado a hablar de ello. Pero
los hay y quizá sean más temibles que el poder de Alá. De ellos nos escondimos al
hacer nuestro viaje de forma tan reservada y cautelosa.
—Nosotros tendremos nuestra fuerza preparada para cuando llegue el momento
—le aseguró el conde—. Pero vos también sois necesario. El señor de Avalle, mi
yerno, encabezará el proceso. Es joven, valeroso e inteligente. Pero le falta
experiencia. No sabe de armas, ni de intrigas.
—Debo seguir hasta Compostella. Esas son mis instrucciones —respondió Enric
—. Pero tenéis razón. Permaneceré aquí con mis hombres unos días más. No hay gran
premura en llegar.
Al decir estas palabras, el rostro de Inés se le había dibujado en la mente. Cada
vez que la veía se sentía turbado. Ejercía sobre él una irresistible atracción. Sentía
terror ante el día en que tuviese que abandonar aquel castillo. Se había enamorado y
todo perdía interés ante el simple recuerdo de Inés. Sintió un inmenso alivio. Podía
quedarse más tiempo. Ya tenía una razón: se lo habían pedido para la causa.
Puso su experiencia al servicio de aquella gente. Enviaba a Indalecio todo tipo de
instrucciones. Los días pasaban. Una noche, cenando con los condes, Inés se había
dirigido a su marido.
—He recibido un recado de Cristina. Es feliz. Vendrán a visitarnos la próxima
semana. Pero se muestra preocupada por su marido. Le falta tiempo para atender a su
tarea. Su esfuerzo es excesivo. Cristina nos pide que le ayudemos. Indalecio, con el
orgullo de los Avalle, jamás lo dirá. Os ruego que pidáis a Enric que se quede con
nosotros hasta que nuestra empresa haya triunfado. Lo necesitamos a él y a sus
hombres —dijo Inés clavando aquellos hermosos ojos en él.
Enric se estremeció. Inés le estaba pidiendo que se quedase. Le miraba a los ojos
y le pedía que se quedase. Su destino giraba en aquel instante. No sabía hacia dónde,
pero le abría la esperanza. Ni se atrevía a pensar. Solo quería quedarse.
—Doña Inés ha hablado por mí —confirmó el conde—. Nuestra causa, que
también es la vuestra, os necesita. No os podéis negar. El Temple os encargó esta
misión. Ahora sois imprescindible. Os ruego que os unáis a nosotros.
—Lo hablaré con mis hombres —respondió Enric—. Os aseguro que haré lo
mejor para nuestra causa.
No podía ni quería escapar a su destino. Informaría al Gran Maestre y atendería
desde allí a aquella empresa. Nada haría con tanto agrado. Siguió su destino,
obedeciéndolo.
Las voces y las risas de los comensales sentados en el patio del pazo de Avalle
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iban en aumento. Era una gran fiesta. Cristina, Inés y Enric se sentaron con los
demás. Cristina al lado de su marido, que le cogió la mano. Bernardo de Quirós se
puso en pie. Cogió su copa, de metal dorado y pronunció el brindis:
—A la salud del niño y de sus padres. En doña Cristina y don Indalecio hemos
encontrado amigos leales. Por ellos. Con el juramento de nuestra fidelidad a esta
causa noble —dijo señalando con su copa a Indalecio.
Todos bebieron puestos en pie. Nobles y clérigos. Amigos y enemigos.
—En nombre de mi esposa y de mi hijo os expreso mi gratitud por vuestra
presencia —contestó Indalecio—. Sabemos que por encima de nuestras personas está
nuestra tierra. Y también que estáis aquí por la causa de todos. Por ella os pido que
levantéis vuestras copas. Por nuestra tierra y nuestra Reina.
Todos bebieron. Indalecio había querido hacer patente su lealtad a la Reina. Su
causa era por su país, pero no contra ella. No sabía cómo, pero tenían que tener a la
Reina a su lado.
Mientras comían, entablaron una animada conversación sobre el despliegue
militar en Gallaecia. Los conocimientos de Bernardo sobre estrategia militar eran
patentes. Indalecio lo escuchaba atentamente, preguntándole todo tipo de detalles.
Bernardo tenía respuesta a todo.
—No olvidéis nunca el sur —advirtió señalando hacia Portugal, cuyos montes se
podían ver desde las ventanas del Castillo—. El que tenga las espaldas guardadas
triunfará. En caso de apuro, se podrá retirar a esas tierras, ahí al lado, a un tiro de
piedra, y volver más adelante.
—El rey de Portugal es amigo y será nuestro aliado: a Enric se lo debemos.
Pronto nos veremos con él para conocer sus intenciones. Gallaecia y Portugal son
iguales; aquel monte es igual a este —dijo señalando los montes portugueses y
españoles—. Nuestras gentes hablan igual. Debemos ser amigos.
Aquella declaración tuvo un efecto que Indalecio había calculado bien. Sabía que
les impresionaría saber que don Dinís, el gran Rey portugués, iba a mantener una
audiencia con él. Se quedó viendo, divertido, las caras de sus invitados. A cien leguas
se veía quiénes eran amigos y quiénes no. Si no lo supiese, allí lo vería fácilmente.
—¿Cuándo será la audiencia? —preguntó el señor de Bembibre.
Era un fiel aliado y aportaba muchos hombres a la causa.
—Pronto, muy pronto —contestó amablemente Indalecio.
—¿Os desplazaréis a Lisboa? —volvió a inquirir el de Bembibre.
Aquella pregunta era la que Indalecio deseaba. Contestó con parsimonia y
calculada indiferencia.
—Don Dinís se desplazará a las tierras del Miño. La audiencia la celebraremos
viendo Gallaecia y Portugal.
Un murmullo recorrió las mesas. Indalecio sonrió; no dijo nada más. Enric sonrió
también; de nuevo sus planes daban resultado.
Cuando la comida tocaba a su fin, un soldado se aproximó a Indalecio y le dijo
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unas palabras en voz baja. Indalecio asintió. Su expresión cambió. El guardia se fue y
volvió acompañado de un capitán de la guardia real. Indalecio se separó unos pasos
con él y tras una breve conversación volvió a la mesa. El capitán saludó y abandonó
el castillo. Tras unos instantes pensativo, Indalecio se puso en pie. Se hizo el silencio.
Todos habían visto al capitán de la guardia real.
—Doña María de Molina, Reina regente y su hijo Fernando, nos saludan —
anunció con voz grave y semblante tranquilo—. Nos envía sus mejores deseos, para
nosotros y nuestro hijo. Don Alonso Pérez de Guzmán viaja hacia aquí en su
representación; imprevistos del largo viaje lo han retrasado e impedido estar hoy con
nosotros. Se encuentra en el castillo del Sobroso, a tres leguas. Esta noche estará
aquí.
Indalecio se sentía henchido de satisfacción. Se le notaba. Tras dos años de
espera, la Reina había hablado. Enviaba al capitán de sus ejércitos, un noble leonés de
conocida bonhomía. Era el mejor saludo que podía enviar.
—Iremos a su encuentro —dispuso Indalecio—. Mostraremos nuestra
hospitalidad y amistad al enviado de la Reina. Os ruego que disculpéis nuestra
presencia hasta esta noche.
Indalecio montó a caballo. Enric fue con él; el templario estaría presente cuando
recibiesen al enviado regio. Cuando ya cabalgaban, el banquete en el castillo de
Entenza aún continuaba.
Cabalgaron toda la tarde. El sol abrasaba. Era uno de aquellos días en los que el
calor se hacía insoportable. Aquellas tierras húmedas, de las que la lluvia era
compañera habitual, en ocasiones se volvían tórridas, con un calor que más parecía
del sur de la Iberia. Cuando llevaban dos horas de viaje, al pasar por el mesón de
Taboeja, en el camino que los romanos habían construido, dejadas atrás las riberas del
Miño, Indalecio se dirigió a Enric:
—Demos un descanso a los caballos y refresquémonos un rato —dijo dirigiendo
su cabalgadura hacia la posada.
Descabalgaron y entraron. El mesonero reconoció inmediatamente al señor de
Avalle. Aquellas eran sus tierras y aquella su gente. Había varios campesinos que se
pusieron de pie inmediatamente.
—Señor de Avalle. Vuestra presencia es un honor —se apresuró a decir el
mesonero con una profunda inclinación.
—Solo deseamos un trago de vino y proseguiremos inmediatamente nuestro
camino —le explicó Indalecio.
—En aquella mesa estaréis a gusto —les aseguró el mesonero señalando una
mesa ocupada por cuatro personas—. Es la parte más fresca de la estancia, al lado de
la ventana.
Antes de que Indalecio pudiese decir nada, se dirigió hacia las personas que la
ocupaban.
—Os ruego que os cambiéis de mesa —les pidió.
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Indalecio se dirigió hacia ellos con la intención de corregir al mesonero; se
sentarían en cualquier sitio. Reparó entonces en quiénes eran. Dos mujeres, una
señora entrada en años y una joven con porte noble, y dos jóvenes con aspecto de
ayudantes. La mujer joven, morena, con el pelo negro y muy hermosa, mientras él
avanzaba para decirles que permaneciesen en su sitio, le lanzó una mirada
fulminante, mientras en voz alta decía:
—Nosotros ocupamos esta mesa y seguiremos en ella.
Indalecio, que estaba ya a su lado, se sintió molesto por aquella frase que no se
correspondía con sus intenciones. Ella se puso en pie y lo miró desafiante.
—No fui yo quien demandó este sitio. Fue el tabernero. Pero me corresponde —le
reclamó Indalecio respondiendo con la dureza de su mirada al desafío de la de ella.
Se miraron a los ojos durante un segundo con altivez y distancia. Indalecio no
quiso seguir aquella disputa con dama tan singular.
—La grandeza está, a veces, en ceder —dijo con frialdad—. Esta es una de esas
ocasiones.
—Lo celebro —le respondió ella, con la misma frialdad y distancia. Indalecio se
dirigió a una mesa alejada de aquella. Enric, sorprendido, se sentó con él. La dama
había vuelto a su sitio. En ninguna de las dos mesas se pronunció una sola palabra.
Todos habían quedado molestos. Cuando Indalecio y Enric apuraban sus vasos de
vino, las cuatro personas de la otra mesa se levantaron y se dirigieron a la puerta.
Aquella hermosa mujer morena, adelantándose a los demás con paso ligero, salió sin
dirigir ni una mirada a Indalecio. Este la observó de nuevo, alta, esbelta, ágil y
enfadada, con una furia visible; aquella situación le pareció entonces divertida.
Sonrió y siguió bebiendo.
Cuando un instante después Indalecio y Enric montaron sus cabalgaduras, el
carruaje que llevaba a aquella mujer ya había desaparecido en la dirección contraria a
la suya. Así se evitarían tener que adelantarlas y, quizá, saludarlas.
Un rato después, avistaban el castillo del Sobroso. En una loma. Al acercarse, los
guardias reconocieron al viajero.
—¡El Señor de Avalle se dirige al castillo!
La voz del centinela llenó todas las estancias. El señor de Vilasobroso se dirigió
apresuradamente a los aposentos donde descansaba Alonso de Guzmán.
—El señor de Avalle se acerca a recibiros —le anunció.
Cuando Indalecio y Enric cruzaron la puerta del castillo, en el patio de armas
formaba la guardia y al lado de las escaleras de entrada a los aposentos, Alonso de
Guzmán aguardaba en pie. Indalecio desmontó y lo saludó:
—Esta tierra se honra con la visita del enviado de la Reina.
—La Reina se honra de vos y me encarga que recibáis su saludo y
reconocimiento. Vos y vuestro hijo —dijo abrazándolo.
Subieron las escaleras seguidos por Enric, el señor de Vilasobroso y los
acompañantes del leonés. Ordenaron preparar el carruaje de Guzmán. Se pondrían en
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marcha inmediatamente. Dormirían en el castillo de Entenza. Mientras aguardaban,
Indalecio hizo las presentaciones.
—Enric de Westfalia, un caballero germano, caminante de Santiago, procedente
de las cruzadas, huésped de los condes de Lemos y nuestro, dijo señalando a Enric
que, en pie, saludó con una inclinación de cabeza y fue correspondido por Guzmán.
Este presentó a sus acompañantes, nobles castellanos de alta alcurnia. La Reina
quería ser representada, ante la nobleza gallega, por caballeros que mereciesen
respeto. A medida que los nombres iban sonando, Alvar González, Álvarez…,
Indalecio se daba cuenta de la importancia de aquella comitiva. La Reina no había
escatimado reconocimientos. Quería agradar.
La conversación versó sobre el avance de la lucha contra el infiel en las tierras del
sur. Indalecio no paraba de inquirir detalles sobre las confrontaciones militares, las
estrategias, las alianzas políticas, la situación del mundo islámico. Guzmán enseguida
se dio cuenta del interés de Indalecio, no solo por lo militar sino por lo político.
—El reino de Granada está debilitado por sus luchas internas. Será presa fácil —
le aseguró Guzmán.
—El cristianismo también lo está —afirmó Indalecio—. El reino de Aragón, el de
Castilla, el de Portugal, cada uno con una estrategia diferente. Castilla se debilita en
la disputa sucesoria entre don Fernando y don Alfonso de la Cerda, y algunos la
quieren dividir. El conflicto debe resolverse, para ocuparnos de la lucha contra el
infiel.
—Cierto. Me agrada oíros —contestó Guzmán—. De eso hablaremos. Os
transmitiré un mensaje de la Reina. Quiere contar con vos para la tarea de la unidad.
Aún no era el momento de proseguir aquella conversación. Guzmán se dirigió,
respetuoso pero con visible curiosidad, a Enric.
—¿En qué batallas cruzadas habéis tomado parte? —le preguntó.
No había dejado de observarlo desde que entraran en la sala. El rojo y el blanco
del Temple eran notorios y, aunque no llevase ningún signo de la orden o de su grado,
su autoridad era visible.
—En los Santos Lugares. He estado en Jerusalén, en el sitio de San Juan de Acre,
cautivo en Túnez… —respondió con amabilidad, pero sin mostrar gran deseo de
entrar en detalles.
Guzmán lo percibió, pero no cejó en su interrogatorio.
—¿Vinisteis a través de Portugal? ¿Conocéis al monarca portugués? —preguntó.
—Procedo de las tierras del norte de Europa, aunque vengo del cautiverio del
Islam. Fui rescatado en Granada, ya va para tres años —respondió Enric sabedor de
que aquel dato era conocido por su interlocutor—. Tengo muchos amigos en tierras
portuguesas —prosiguió—, y he tenido el honor de saludar a don Dinís.
—Gran monarca —interrumpió Guzmán.
—Cierto. Su nombre es respetado en toda la Cristiandad y temido por el infiel —
concedió Enric.
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El capitán de la guardia real entró en la sala.
—Estamos listos para partir —dijo dirigiéndose a Guzmán.
Se levantaron. Un rato después el carruaje en el que viajaban Alonso e Indalecio,
seguidos por el resto de la comitiva, descendía la loma del castillo. Por el camino,
Indalecio fue mostrando a Alonso el territorio que atravesaban; las tierras del Miño,
su señorío.
No hablaron de política, ni de guerra; los dos sabían que esa conversación tendría
lugar más adelante. La esperaban. Ahora Indalecio deseaba enseñarle sus tierras y
Alonso quería verlas.
Pasaron por la taberna e Indalecio se acordó de aquella mujer morena; se
sorprendió de no guardar ningún rencor de aquel encuentro. Al contrario, le hacía
gracia; una mujer se le había enfrentado, con bravura, en sus propias tierras. Sonrió.
—¿Os sonreís de algo en especial? —preguntó Alonso al ver aquella expresión.
—Sí —contestó Indalecio—, de un encuentro muy especial que no se si querría
que se repitiese o no.
Fueron descendiendo hacia el valle del Miño. Tierras verdes, fértiles. Viñedos
cargados de racimos con el buen vino de aquel año; castaños con las flores verdes,
como hojas puntiagudas, que también anunciaban abundancia. Indalecio quería que
Alonso entendiese lo que aquella tierra significaba. Sustento, seguridad y belleza. Los
árboles, más que crecer, brotaban; las cosechas eran abundantes. Sol cálido de verano
y montes verdes. Era la Gallaecia.
—Aquí crece madera para barcos y construcciones —dijo Indalecio mientras
pasaban por Fiolledo—. Y allí —dijo señalando una loma—, acampa nuestro ejército.
Alonso atendió con interés. Sabía que el ejército que habían reclutado los nobles
gallegos era numeroso, estaba bien armado, y no adolecía de buen adiestramiento.
Caballeros del Temple se encargaban de aquel cometido. Portugal estaba a un tiro de
piedra y don Dinís había concentrado numerosas fuerzas en las cercanías de Braga.
Demasiados hombres armados juntos. Además estaba aquel destacamento que el
arzobispo de Compostella había conseguido movilizar, sostenido por un acaudalado
peregrino. No eran tiempos para que Castilla distrajese su atención del Islam, tan
débil en la península. Era mucho más conveniente tenerlos al lado. Nunca habían
atendido mucho a aquel territorio, ni a sus gentes pero ahora la necesidad lo imponía.
Mientras veía aquellos bosques verdes repletos de castaños y robles, Alonso de
Guzmán no entendía cómo habían llegado a aquella situación. De pronto y como por
arte de magia, la tranquila Gallaecia había entrado en ebullición. Y allí, con él, el
artífice de todo aquel movimiento. Parecía leal a la Reina. Le había enviado misivas y
mensajes. Eran fuertes, aunque no sabía cuánto. Había que tenerlos como aliados.
Cuando las sombras empezaban a hacer peligroso continuar el viaje, avistaron el
castillo. Alonso no lo pudo apreciar bien. A aquella hora era solo una sombra borrosa.
Los recibieron encendiendo antorchas; a medida que se acercaban, se iba haciendo la
luz. Cuando llegaron, Alonso pudo ver una sólida construcción de piedra, oscurecida
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por el musgo seco del verano, rodeada de viñas, de las que surgía una hermosa
escalinata, que se confundía con la vegetación. Dos grandes torreones, con ventanas
pequeñas, se alzaban amenazadores. Entraron en un patio, donde docenas de
antorchas y gentes a pie los esperaban entre luces y sombras.
El enviado de la Reina e Indalecio descendieron del carruaje y avanzaron hacia la
gente.
—Doña Cristina, mi esposa.
—La Reina y el Infante, os saludan, doña Cristina. Desean que vos y vuestro hijo
permanezcáis en su corazón —le transmitió Alonso.
Indalecio siguió con las presentaciones. Los condes de Lemos, los señores de
Quirós, de Bembibre, de Valladares…, el buen obispo de Tui. Todos saludaron al
enviado de la Reina. Indalecio los iba señalando uno a uno. Los conocía tan bien… A
aquella hermosa mujer morena la conocía, pero no sabía quién era.
—Espero don Indalecio que nuestro segundo encuentro sea más propicio que el
primero —dijo ella con una sonrisa, en un gesto de amistad que encubría el enfado
que aún le duraba.
—La señora del encuentro especial —le explicó Indalecio a Alonso. Este sonrió y
la saludó con la cabeza. Cristina le aclaró:
—Doña Raquel Murías, acaba de llegar; ya nos habló de su encuentro con mi
marido.
Pasaron al gran comedor. Las antorchas daban un calor insoportable, pero
entraron todos. Se quedaron de pie. Alonso, Indalecio y Cristina, los condes de
Lemos, los Quirós y Raquel se situaron frente a los demás. Indalecio tomó la palabra:
—Os damos la bienvenida. Es para mí y para doña Cristina un honor que el
enviado de la Reina asista al bautizo de nuestro heredero. En mi nombre y en el de
los padrinos deseamos larga vida a la Reina. En nombre de la nobleza gallega
proclamamos nuestra lealtad. Queremos una reina que lo sea también de estas tierras.
Deseamos que conozca su tierra, y que confíe en nosotros. Nuestra causa es también
la suya. No es contra nadie. Pero si no somos respetados, nuestra tierra no cumplirá
su destino. Queremos que los derechos de Gallaecia, simbolizados en el Apóstol,
nuestros fueros y nuestras tradiciones, sean respetados por todos. Pedimos a la Reina
que los reconozca. Y con esta petición va nuestra fidelidad. ¡Viva la Reina!
Aquel saludo fue coreado por todos.
—La Reina, doña María de Molina, os envía sus saludos —empezó Alonso
dirigiéndose a Indalecio y a su esposa—. Quiere que vuestro hijo lleve el nombre de
Avalle, con el escudo que os asigna. —Indalecio agradeció aquella deferencia real—.
La Reina me encarga que os salude, nobles de esta gran tierra. Os transmite su deseo
de visitar muy pronto Gallaecia y de estar con todos vosotros.
Aquel anuncio fue recibido con un murmullo de aprobación, que no pasó
desapercibido a Alonso.
—Quiere conocer, de propia voz, vuestra causa —prosiguió—, que en lo que
A
l verla no pudo evitar compararla con la de Compostella. Era hermosa,
imponente, pero le faltaba la solemnidad que presidía la catedral
compostelana. Le recordó la de Notre Dame y la situó al lado de la de San
Pedro en Roma. No desmerecía en nada a todo lo que de ella le habían contado.
Estrasburgo era una ciudad de ensueño. Parecía salida de la imaginación; en sus
calles, tenía la sensación de encontrarse en medio de la ficción. El río, cercado por
aquellas casas blancas y negras, se bifurcaba en dos brazos para dominar mejor la
ciudad. El olor a humedad limpia le fue familiar. Era el de sus tierras de Fonte Sacra
y del río Miño, allá en Gallaecia.
Raquel Murías se quedó inmóvil ante aquella imponente catedral, obra de los
hombres para acercarse a Dios, en la mítica Estrasburgo, mientras su recuerdo volaba
a dos años antes, cientos de leguas al sur. Muchas cosas habían sucedido desde
aquellos días en que conociera a Indalecio de Avalle, allá en las tierras del Miño. Su
vida había cambiado de tal forma, que verse allí, delante de aquella catedral, le
parecía un sueño. Pero no había sido cosa de magia sino su fe en aquella causa.
Desde entonces le había dedicado su vida. No se arrepentía. Dos años en medio del
vértigo de los acontecimientos, que iban más de prisa que ella.
Casi no recordaba cómo había empezado todo. Una mañana veraniega en Tui,
aquella ciudad fortificada limítrofe con el Portugal del rey Dinís, Indalecio y Cristina
llevaron a su hijo a ser introducido en la catedral. Ella, los Quirós y los Lemos,
además de Enric, los acompañaban en aquella ceremonia ritual. En aquella pequeña
catedral almenada, casi una fortaleza, ante el altar mayor y con el obispo de testigo,
unieron sus destinos en torno a aquella causa. Ninguno dijo nada, pero todos sabían
que en ella les iba la hacienda, el honor y aun la vida.
—Dentro de cuatro días nos reuniremos con el Rey de Portugal. Enric, que llevó a
cabo las gestiones, nos lo puede contar mejor —dijo Indalecio cuando, saliendo de la
catedral, cruzaban su pórtico, copia del del maestro Mateo.
Se dirigieron al Palacio Episcopal y ya en el salón de cónclave, tras haber enviado
al niño con las ayas, Enric habló de la entrevista.
—A través del Maestre Templario de Portugal, Frey Vasco Fernándes, con el que
me une una antigua amistad, le transmití al rey de Portugal el encargo de don
Indalecio. La respuesta fue de comprensión y de apoyo. El Rey mostró un interés
especial en recibir a don Indalecio y tuvo la deferencia, que ya conocéis, de proponer
que la reunión se celebrase en las tierras del norte de Portugal. Será el próximo
domingo del Señor en la fortaleza de Vilanova da Cerveira.
—A orillas del Miño —exclamó Raquel—, el río será el mejor testigo que podáis
tener.
Raquel sintió el frío en los huesos. Aquella humedad de Estrasburgo acabó calándola.
Se estremeció del frío pero también por los recuerdos. Carruajes, caminos, noches en
posadas, ciudades, encuentros con nobles y clérigos, con gentes de influencia…
Estaba cansada. Muy cansada. Aragón, Roma, el Vaticano, París… Un orbe
occidental inmenso e intrincado. Todo había sido más difícil de lo previsto; quizás
estéril, no lo sabía. Había partido con la ilusión de su gran proyecto. Compostella,
cumbre del cristianismo, era respetada. Pero las intrigas y los intereses de aquella
Europa temblorosa e insegura lo enturbiaron todo. Habían transcurrido más de dos
años. Se acordaba del día que había partido del castillo de Entenza. La acompañaban
sus damas de compañía, que ya habían hecho otros viajes con ella y que, con
frecuencia, en estos dos años, le habían recordado aquel encuentro con el señor de
Avalle en la posada de las tierras del Miño, además de una escolta al mando de
Joseph, el templario elegido por Enric.
Bernardo, Enric e Indalecio la acompañaron hasta las tierras de Taboeja. Allí se
despidieron. Indalecio la había abrazado con fuerza y con cariño.
—Te pedimos más de lo que una persona puede soportar. Volverás y nos
encontraremos allí, donde la primera vez. Celebraremos tu éxito y el nuestro. Cuídate
mucho —le había dicho en voz baja.
—Volveré y nos encontraremos aquí mismo. —Fue todo lo que había acertado a
decir. Aquel recuerdo la había acompañado durante aquellos dos años y aún ahora
seguía con ella.
El paisaje fue cambiando. Ya no eran las verdes montañas suaves de Gallaecia,
sino los montes escarpados y ocres de León. Entraron en el Camino de Santiago a la
altura de Cebreiro. Siguieron por rutas frecuentadas por miles de peregrinos y
caminantes. Iglesias con el eco de Gallaecia, a la sombra de Santiago, cubrían un
territorio inacabable. Iglesias construidas sobre la fe del Apóstol, donde, bajo la Vía
Láctea que el Señor había dibujado en el cielo para señalar la ruta de Compostella,
gentes de todas las lenguas se encontraban, se hablaban y se entendían. Vivió cerca
de gentes que, ajenas a los juegos de poder y de intereses, se sentían cercanos unos a
otros, porque peregrinaban a Compostella. Daba igual que procediesen de Germania,
de Inglaterra, de Francia o de Aragón; eran caminantes peregrinos que se tornaban
iguales en la senda. Raquel vio que los unía un espíritu colectivo, que iba más allá de
la fe. Se ayudaban, eran hospitalarios; todos compartían el Camino. Aquellas almas
tenían algo en común que no se podía explicar, pero que se sentía; eran gentes con los
La audiencia con el Papa Bonifacio VIII nunca tuvo lugar. Fue imposible. El Papa de
Roma no recibía a una enviada de un noble levantisco de las tierras de Compostella.
Pero su petición, y lo que tras ella había, era de un gran interés para el Vaticano.
Bonifacio encargó al cardenal Tussi que recibiera en audiencia a la embajadora del
señor de Avalle.
El cardenal Touraine resultó ser completamente diferente a todos los que había
tratado en Roma. Se mostró afable, la saludó con cordialidad y, tras saber que ya
llevaba muchos meses viajando para interceder por su causa, la había interrumpido
preguntándole.
—¿Echáis de menos vuestra tierra y vuestra gente?, ¿tenéis ganas de regresar?
Nadie desde que había salido de Gallaecia se había dirigido a ella de aquel modo.
Respondió la verdad.
—Sí, mi añoranza es inmensa. Pero aún debo ir a varios lugares antes de volver;
mi viaje está lejos de haber concluido.
—Yo dejé París, mi ciudad, hace muchos años. Amo Roma, pero aún me
despierto cada mañana oliendo la humedad del río Sena. La nostalgia que confesáis
aún da más valor a lo que estáis haciendo. El conde de Colonna me narró vuestro
encuentro, pero preferiría escucharos directamente a vos.
No la había interrumpido en toda la narración. La escuchaba atentamente. Raquel
notó que le interesaba de verdad. Touraine vio delante de él a una mujer valiente e
inteligente que creía en lo que estaba haciendo. Solo por eso merecía apoyo. Sintió
simpatía por ella y por su gente, defendían la causa de su tierra. Quizá no tuviesen
toda la razón, pero se movían por sus convicciones. Ya sabía que Tussi le había
prometido apoyo, pero en el Vaticano una palabra se corrige con la siguiente. Lo
Los carruajes que cruzaban el puente sobre el río Ill, allí en Estrasburgo, le
recordaron lo interminable que el viaje de Roma a París le había resultado. A Roma
había llegado costeando el mar Mediterráneo, que ella creía un mar tranquilo. Una
noche, cuando ya estaba en las tierras francesas, cerca de Marsella, aquel cielo y mar
azules se tornaron súbitamente negros y llenos de espumas amenazantes. Un terrible
temporal se había abatido de golpe sobre aquel mar. Raquel pensó que era un mar
traicionero. Sin duda, el Neptuno que habitaba en aquellas aguas quería recordar a los
humanos que el mar era suyo. El mar Cantábrico, el de la Coelleira, debía estar
regido por un dios mucho más poderoso que Neptuno, pero menos colérico; su ira
siempre avisaba, y cuando lo hacía, había que tomarlo muy en serio y ponerse a
cubierto. No había embarcación capaz de resistirlo. En sus viajes por Gallaecia había
estado en el Finisterre un día en que la cólera del dios atlántico se desató en toda su
fuerza. Raquel recordaba aquella furia suelta trepando desde el mar hasta la cima del
monte, como si quisiera arrancarlo de la tierra para llevárselo a las simas del fin del
mundo…
En el viaje a París por las tierras de la Lombardía, los Alpes, infranqueables y
poderosos, verdes y blancos pese a ser verano, le parecieron extraordinarios; pero
estaba cansada y el viaje se eternizaba. Las noches en las posadas, frecuentadas por
nobles y clérigos viajeros, no se acababan nunca. No sabía qué le pasaba, pero cada
vez tenía más ganas de volver a su tierra, de cabalgar sus caminos, de poder contar a
los suyos lo que estaba sucediendo en Europa. Y aún faltaba mucho para aquello.
Había transcurrido un año desde su partida y, seguramente, tardaría otro más en
regresar.
Avistaron París. Raquel no había sentido nada especial. Al acercarse a Roma, la
fuerza fantástica del Imperio la embargaba, aunque, después, todo se había venido
abajo al experimentar tanta decadencia y destrucción. Viendo París, tan hermoso
como pudiera imaginarse, no tuvo la sensación de encontrarse en el centro de
Occidente. Solo ganas de llegar y marcharse.
Al cruzar el Sena, su olor fresco le llenó los sentidos y le trajo a la memoria su
río, el Miño. Pero el suyo era plateado y este, ocre. El atardecer y las nubes rojas en
el horizonte contribuyeron a crear la sensación de calma que sentía.
El conde de Rouen había accedido a recibirla a los pocos días de su solicitud, aun
a pesar de encontrarse en el coto real de verano, en las llanuras de Versalles. Su
anfitrión en París le había explicado que era una deferencia desacostumbrada. No era
frecuente ser recibida con tanta celeridad, y menos en el coto de verano. Allí solo se
trataban altas e inaplazables cuestiones de Estado. Raquel no dijo nada. Se acordó de
Touraine.
E
l arzobispo de Compostella había retrasado aquella audiencia todo lo que
había podido. Solamente la insistencia del obispo Juan de Tui, un buen
hombre y un buen prelado, le había obligado a concederla. Si de él
dependiese, el señor de Avalle nunca entraría en el Palacio de Gelmírez, pero nadie
entendería que desairase al obispo de Tui; aparecería ante la Iglesia como un
intransigente incapaz de atender las razones de los suyos. Recibiría al señor de Avalle
y denunciaría en público su ataque contra la Iglesia y aun contra el cristianismo. Era
de conocimiento general que aquel joven, irascible e insensato, pretendía apoderarse
de privilegios que correspondían por ley divina al clero.
Indalecio observaba distraído la antesala del despacho arzobispal. A su lado,
visiblemente preocupado, el obispo Juan. Llevaban un buen rato esperando; mucho
más de lo que la cortesía aconsejaba. Pero Indalecio no se inmutó. Sabía que iba a ser
así y que el arzobispo les iba a tratar sin miramientos, procurando, incluso,
humillarlos. Al fin y al cabo él se había atrevido a cuestionar su poder. Se puso en pie
y caminó por la sala, con pasos calmados. Al lado de la puerta del despacho del
arzobispo, Fermín, su secretario, y dos guardias armados lo observaban. Seguramente
eran soldados del ejército que aquel noble francés, el señor de Clermont, había puesto
a su disposición. Indalecio no sabía si era habitual que el arzobispo recibiese a sus
visitas con guardia armada, pero, la verdad, le daba exactamente igual; él había ido
allí a explicarle sus demandas y a decirle que no era su enemigo. Haría todo lo
posible por conseguir un acuerdo con él y, así, evitar enfrentamientos que serían
malos para todos.
Recordó aquella reunión en la catedral de Tui. Habían pasado más de seis meses
desde que Raquel Murías partiera para Roma. Había recibido con gran satisfacción su
misiva notificándole la respuesta del rey Jaime II. El apoyo de la Corona de Aragón
había sido un gran avance, que ya toda Gallaecia conocía. Lo habían divulgado por
doquier. Primero Portugal, después Aragón. Ahora era preciso que el arzobispo
Rodrigo mostrase buena disposición.
Las cosas no iban mal. El ejército, ya con Bernardo al frente, había aumentado
considerablemente sus efectivos. Las nuevas aportaciones de Enric, unidas a la mayor
prodigalidad de la nobleza gallega, habían permitido armar un ejército ciertamente
temible. Estaba sorprendido de las enormes riquezas de que debía disponer Enric; a
veces temía que su buen amigo estuviese gastando toda su fortuna en aquella causa.
—No os preocupéis —le seguía tranquilizando este—, ya os dije que puedo
permitírmelo y la causa merece la pena.
El conde de Lemos e Inés, acompañados por Enric, habían recorrido toda
Gallaecia, poniendo a los nobles al corriente de lo que sucedía. El encuentro en
El señor de Clermont le había ordenado que esperase fuera a su invitado, con todo
L
as sombras del atardecer empezaban a reclamar su tiempo. Aquella urbe
mudaba sus tonos verdes brillantes por los ocres verdosos; el río se
oscurecía por momentos y la catedral, con su silueta recortada contra el
cielo, destacaba aún más. Era una ciudad hermosa. Allí, en el centro de Europa, entre
el Imperio Germánico y la emergente Francia, Estrasburgo parecía desafiar a los
siglos reclamando la atención de los hombres. El olor a humedad y aquel color verde
le recordaban Gallaecia. Sin embargo eran muy diferentes. A Raquel le gustaban los
horizontes cercanos de las montañas de su tierra. No se acostumbraba a aquellos
horizontes planos y tan lejanos que parecían inalcanzables; le resultaban fríos y
distantes. En su tierra aquellos horizontes solo se encontraban en el mar.
Raquel apuró el paso dirigiéndose hacia la plaza de la catedral. No quería llegar
tarde al encuentro con Blanca, la mujer de la que le había hablado el Rey de Portugal.
Habían quedado en su casa al atardecer, y tuvo la deferencia de enviarle un emisario
para decirle que la recibiría cuando a Raquel le conviniese.
Blanca gozaba de las simpatías de la gente de Estrasburgo. Sus anfitriones le
habían contado que ella y su marido eran gente de la universidad, de saneada fortuna,
que se preocupaban mucho de la ciudad; formaban parte de una sociedad caritativa
que se dedicaba a hacer el bien y a dar limosnas a los más necesitados. Costeaban la
farmacia y querían levantar un hospital. Se trataban con la más rancia nobleza del
Imperio y era conocida su gran amistad con el poderoso cardenal Ratzinger, que
frecuentaba con asiduidad su casa. Constanza era hombre muy reconocido en el
mundo de las leyes.
Atravesó la plaza de la catedral. Blanca vivía en una casa que parecía salida de un
cuento. En aquella esquina, al lado de la fachada principal de la catedral, blanca y
negra, de madera y cal, con aquellas vidrieras verdes y rosadas, seguramente de los
mejores vidrios de Bohemia. A Raquel le pareció que vivir allí sería como un sueño.
Los albañiles levantaban las piedras calizas, muy diferentes del duro granito de su
tierra, erigiendo la catedral. Llena de figuras, paredes labradas, con adornos por
doquier, marcaba un estilo que empezaba a recorrer Europa. Estrasburgo y su catedral
en construcción, elevándose al cielo. Como Notre Dame en París, San Pedro en Roma
y Santiago en Compostella. Cuatro templos subiendo hacia Dios. Cuatro lugares que
el destino la había llevado a recorrer. En aquel momento, Raquel se sentía atrapada
entre aquellas cuatro grandes catedrales. Se acordó de Touraine. En las sombras del
atardecer, le parecía que cada templo era el símbolo de un tiempo; cuando, uno, San
Pedro de Roma, decaía, otros tres luchaban por llegar a lo más alto. ¿Cuál se
convertiría en la torre por la que Cristo enviase sus palabras?
Su imaginación volaba. París empujaba a Notre Dame; el Imperio Germánico a la
Cada vez que, desde aquella ventana, veía la catedral, recordaba las palabras de Akal,
«en tanto esté ahí, nuestra causa seguirá en pie». Ahora, cuando los recuerdos se le
aborbotanaban, Constanza aún las escuchaba con más fuerza. En su mente revivía
aquella noche cuando él y Akal habían entrado en la biblioteca, detrás de la puerta de
ébano, pesada como la piedra. Akal le había transmitido las Fuentes de la Idea y
cuando Constanza cobró conciencia de lo que era preciso hacer, comprendió que
Akal no se sintiese con fuerzas para seguir adelante.
—Ahora entendéis por qué me tengo que ir.
Sí, lo comprendía.
A
medida que se acercaba a las murallas de Toledo, Indalecio las apreciaba
más. Estaban construidas para resistir los más duros ataques, ya fueran de
infieles o de cristianos; de religiones aquellas murallas entendían poco. Se
sentía seguro; a su lado el conde de Lemos y una guardia. Detrás, a lo lejos, si se
observaba con atención, se podían divisar las siluetas de las tiendas donde acampaba
su destacamento. A dos días de marcha, en aquella pequeña villa llamada Madrid,
cerca de Alcalá de Henares, se había quedado el grueso del ejército, al mando de
Bernardo. Con ellos Cristina y el niño e Inés. Cristina había insistido; era una marcha
tranquila y quería ir. Se quedarían lejos de la corte y, si algo sucedía, volverían a
Gallaecia. A Indalecio le pareció bien. Aquel episodio iba a durar meses y así no se
separarían.
Una marcha de maniobras, era lo que habían dicho a todos. La sorpresa inicial,
que había alertado a todo el reino, se había transformado en estupor cuando vieron
aquel ejército. Ahora, acampado a la vista de la Reina, Indalecio estaba seguro de que
el estupor se habría convertido en enfado; confiaba en que no llegasen a la hostilidad.
Aquella situación le agradaba. Le producía una gran satisfacción ver que su
acción, por osada, había conseguido su objetivo. En toda Castilla no se hablaba de
otra cosa y estaba seguro que dentro de aquellas murallas, en aquel momento, la
Reina los estaría observando; ahora ya sabría que Gallaecia era merecedora de
atención.
Tenía que conseguir que María de Molina hiciese alguna cesión, de lo contrario
quedarían en una situación comprometida. Era consciente del riesgo que corrían.
Sobre todo, después de que las cosas con el arzobispo no habían ido finalmente tan
bien.
Su estancia en la Coelleira y en el valle de Viveiro había sido muy provechosa.
Realizaron maniobras, incluido un simulacro de asalto a la Coelleira, que se había
mostrado inexpugnable. Solamente se la podía tomar por hambre y tras un sitio de
muchos años.
—Hay una forma —había insistido Frey Lorenzo, el armero—, si se instalan
caños de hierro en balsas a doscientas brazas de la fortaleza y se somete a un fuerte
ataque con las bolas de hierro, se destruirían las almenas e, incluso, se podrían abrir
boquetes de entrada en las murallas.
Se llevarían varias de aquellas armas. El maestre Conrado les proporcionaría,
cada vez que se agotase, reservas de aquel polvo poderoso que disparaba los caños.
—¿Cómo lo hacéis? —le había preguntado Bernardo.
—Nos lo traen desde las tierras de Valencia y ellos lo obtienen en Argel. Parece
que procede de Asia —había contestado el maestre.
—Durante estos días, he meditado vuestras peticiones —le dijo la Reina a Indalecio
en el despacho real. Volvían a estar los cinco a solas—. Creo que os asiste una parte
de razón cuando reclamáis la devolución de las prerrogativas de los nobles. Aunque
con gran cautela, es preciso dar pasos en esa dirección. Os voy a proponer dos vías de
avance. Quiero que me hagáis una propuesta de desamortización que especifique qué
tierras concretas reclamáis en cada condado. Os pido un esfuerzo para que las
demandas sean razonables, de modo que nosotros podamos convencer a las órdenes
para que acepten.
»Pero, además —continuó—, si la toma de Almería llega a buen término, y
confío que con vuestra ayuda sea así, procederemos al traslado de algunos
asentamientos de órdenes de Gallaecia a las tierras del sur. Las tierras que estas
órdenes dejen, volverán a sus dueños. Este es mi dictamen. Vos desearéis hacer la
consulta a las Cortes. Id, hacedla lo antes posible y trasladadme vuestra respuesta.
No concretaba, pero abría un proceso que podía conducir a la solución definitiva.
No sabía cómo valorarla, pero aquella era la decisión. Habían dado, sin duda, un
paso, pero habría que ver si era largo o corto.
En el viaje de regreso a Gallaecia, a todos les parecía que había sido un gran
avance.
—Cuando veníamos hasta temíamos por nuestras vidas —decía Inés—; ahora
llevamos una respuesta. La Reina nos ha reconocido como enviados de Gallaecia.
—No reaccionó ante la movilización de nuestro ejército —añadía Bernardo.
Indalecio no estaba satisfecho. Quizá fuese porque al ver la deferencia con que
fueron tratados, su esperanza se había disparado.
—Temo que la Reina siga en su estrategia de ganar tiempo —afirmó—. Tenemos
que ser capaces de dar una respuesta pronta que la obligue a devolver las tierras.
Decidió enviar por delante a un capitán para convocar las Cortes. Había que ganar
Había decidido ir a pie y, mientras caminaba, Indalecio se dio cuenta que Clermont
era la única persona de Gallaecia, además del arzobispo, a la que iba a visitar a su
propia casa. No sabía por qué, pero lo encontraba natural. Ni siquiera se le había
ocurrido pensar en otro lugar para verse que no fuese aquella casa al lado de la puerta
sur de la catedral. Sergio lo esperaba en la puerta al igual que en su anterior visita.
Clermont lo recibió en el vestíbulo.
—Vamos a visitar la catedral —le dijo sin ningún saludo, como si se hubiesen
visto el día anterior—, quiero que veáis algo.
Ordenó que nadie los acompañase; irían solos. Los capitanes de las guardias lo
aceptaron de mal grado; ellos eran los responsables de sus vidas.
—Nadie supondrá que don Indalecio y yo vamos a salir sin escolta. Esa será
nuestra mejor salvaguardia.
Indalecio se extrañó. Era bien conocido que Clermont jamás abandonaba su casa,
salvo para visitar al arzobispo o para acudir a misa a la catedral, en días muy
señalados. Tenía una capilla, aunque ningún cura de Compostella oficiaba en ella.
Salieron en silencio. Con paso lento se encaminaron hacia la puerta sur de la
catedral. Clermont se quedó parado frente al arco izquierdo, observando las figuras
que lo adornaban. Transcurrido un buen rato, se puso a andar lentamente hacia la
Quintana, en la que estaba la puerta de peregrinos. La torre en construcción en una de
Ramón Llull entró en aquella casa sabiendo que allí dentro encontraría lo que durante
tanto tiempo había deseado conocer. Fue recibido por Clermont.
—Me agrada conoceros, señor Llull. He leído vuestra obra. He oído de vos. Sé de
vuestro conocimiento. Sé de vuestro Consejo. Sé de vuestra regencia de la ciencia. Sé
de vuestro criterio. Os esperaba aquí, en Compostella.
—Don Indalecio de Avalle me ha hablado de vos —dijo Llull extrañamente
titubeante.
Tenía la sensación de estar delante de alguien excepcional.
—Sí, todos pertenecemos a esta Europa cristiana —respondió amablemente
Clermont, señalando los sillones donde recibía a sus visitas.
Hablaron durante toda la tarde. Llull acudiría varias veces a aquella casa antes de
partir definitivamente para Levante.
La noche de fin de siglo, la catedral estaba atestada de gente. Los guardias tuvieron
que abrirles paso para ocupar sus lugares en el centro de la basílica. Indalecio y
Cristina, Inés, Raquel y Bernardo y Josefa ocuparon sus sitios todos juntos. Enric y
los templarios los suyos, con los capitanes y nobles gallegos. Un sillón vacío al lado
de Indalecio. Solo podía ser de una persona. En efecto, era de Clermont, que
protegido por sus guardias entraba, como era habitual en él, por la puerta sur. Con su
porte majestuoso saludó a Indalecio y se sentó.
Los acordes del órgano llenaron la catedral. El arzobispo y los demás celebrantes
iniciaron la misa. En el camino hacia su próxima cita, la música acompañaba al
tiempo. En un instante cambiaría el día, el año, el siglo y, para unas pocas gentes, el
milenio.
Indalecio sintió en su alma las sensaciones vividas en aquellos años. Tantas cosas
habían sucedido. El tiempo avanzaba. La música se desvaneció y se hizo el silencio.
En Compostella, el centro del mundo, sonaron las campanas de fin de siglo.
D
esde su carruaje, Indalecio avistó Estrasburgo. Ya había estado antes en
aquella ciudad. A aquella hora de la tarde, con el sol bronceando el
horizonte, le semejaba que la hubiesen recubierto de pan de oro. Era
hermosa y le hacía sentir su propia alma. Lo transportaba al pasado. Se acordó de
aquel siglo que habían visto desaparecer por detrás del pórtico de la Gloria hacía ya
más de siete años. Muchas cosas habían sucedido desde entonces. El siglo le había
traído dolor y tristeza; no había sido el siglo de las luces en su alma; el horror había
anidado en su espíritu y, de vez en cuando, todavía se removía. Siete eternos años.
Los recordó.
—La Reina reclama vuestra presencia en la corte de Toledo —le dijo el enviado real.
Quería contestarle personalmente. Las cuestiones eran de tanta importancia que
tenían que ser habladas frente a frente.
—No vayas —le había pedido Cristina—. Tengo un mal presentimiento y no
quiero que nos separemos. Envía al conde de Traba que gestionará bien el encargo.
—Sabes que no puedo dejar de ir. Pero podemos repetir el viaje que hicimos el
año pasado y volver a recorrer las calles de Toledo —contestó.
Cristina no había podido ir. Una pasajera enfermedad de su hijo no lo había
permitido. Viajó con una nutrida guardia. Si la Reina lo llamaba era para hacerle una
proposición diferente a la acordada por las Cortes de Gallaecia. El viaje fue muy
diferente al anterior; quería llegar lo antes posible; no se detenían casi ni para dormir.
Marchaban incluso cuando ya había oscurecido, portando hachones. Por el camino
fue alertando a los señores de los condados que atravesaba. Cuando, unos días
después, ya en Toledo, entraba en la sala capitular acompañado por el conde de
Traba, toda Gallaecia era conocedora de la reunión.
La Reina lo recibió sentada en su trono, acompañada de los seis condes más
poderosos del Castilla. Indalecio lamentó que su ejército no estuviese acampado de
nuevo allí, frente a las murallas. Tras los saludos de rigor, la Reina abordó la
cuestión.
—He querido hablar directamente con vos de la petición de las Cortes de nobles.
—Cortes de nobles y de obispos —puntualizó Indalecio.
—Lo sé y conozco todo lo que allí aconteció —respondió ella en tono amable.
No necesitaba decirlo, pensó Indalecio; todo el mundo sabía de aquella reunión.
Le quería recordar las disensiones que había habido. Le creía débil.
—Sí, unos querían el avance paulatino y otros el definitivo —se adelantó
Indalecio.
Tardó varios meses en recuperarse. Los médicos temieron por su vida. Indalecio
recordaba horrorizado cada despertar, con la angustia de la ausencia de Cristina. Años
después, aún le volvía a veces aquella sensación. A medida que se fue recuperando, la
indignación y el odio fueron creciendo. Al lado de la tristeza, el deseo de venganza se
hizo cada vez más y más fuerte. Llegó un tiempo en que no podía pensar en otra cosa.
Sabría quién lo había perpetrado. La Reina, había dicho aquella voz en la catedral.
Fuese quien fuese, aunque lo hubiese hecho la misma Reina, lo pagaría con su vida.
Mataría a los asesinos. ¿Quiénes fueron?, había preguntado a los pocos días a Enric,
en un momento de lucidez.
—No lo sabemos. Escaparon. Pero los capturaremos y sabremos quién lo ordenó.
Dejadlo a mi cargo.
A veces, Indalecio se esforzaba en olvidarlo, pero el horror volvía siempre; el
ansia de venganza y la ira lo dominaban; tenía que saber quiénes habían sido. Quería
causarles daño, verlos sufrir y darles muerte.
—¿Quiénes nos atacaron? —volvió a preguntar a Enric un día que estaban solos
en la habitación—. ¿Quién ordenó el ataque? Pronto me levantaré y quiero ir a
matarlos.
—No sabemos quiénes fueron. Escaparon sin dejar rastro. Se los tragó la tierra.
Nadie los vio llegar ni escapar. Los guardias los persiguieron, pero los aguardaban
otros dos emboscados con caballos y ya no los pudieron seguir. Eran un total de seis;
tres os atacaron, un cuarto se quedó apostado en el camino y dos más los esperaban
con los caballos; pero ya hablaremos de ello cuando estéis recuperado.
—No. Quiero saberlo todo ahora —insistió Indalecio con aquel tono que no
dejaba lugar a dudas de que tenía que ser en ese preciso momento.
Indalecio veía como Estrasburgo se confundía con la oscuridad. Nunca los habían
encontrado. Ya habían transcurrido seis años y jamás supo de aquellos asesinos, ni de
sus jefes, que permanecían impunes. Recordó que había pasado meses enteros
dándole vueltas a quién habría ordenado aquel ataque. Lo discutía vehementemente
con Enric.
—La voz de la catedral culpó a la Reina —decía de forma casi obsesiva.
—Sí, la Reina tiene motivos; vos la habéis desafiado, desobedeciéndola, pero
también podría haber sido por cuenta de las órdenes religiosas, que así intentarían
paralizar la ocupación de sus tierras. Y no olvidéis que, desde Francia, os avisaron
que el Papa conocía los movimientos de Raquel; pudo ser por encargo del Vaticano.
—El arzobispo nunca se atrevería a tal crimen —había argumentado él.
—No o sí. Pero también lo podría haber ordenado directamente el Vaticano; no
sería nada inusual —dijo Enric—. Eran criminales experimentados y se esfumaron.
Podrían ser de fuera de Gallaecia. Llegaron y se fueron como peregrinos.
—También podrían ser enviados de la Reina —argumentaba machaconamente
Indalecio.
—Sí. También podrían proceder de Castilla enviados por vuestra Reina.
Así una y otra vez, día tras día. No se averiguó nada. Indalecio fue sintiendo
Raquel volvía de su paseo diario por las calles de Compostella cuando recibió el
mensaje que Indalecio le enviaba desde Estrasburgo. Mantenían todo el apoyo de los
reinos del norte de Europa y de Francia, pero debían renovar el de los nobles y
cardenales de Roma. Se avecinaban nuevos tiempos y había que reforzar las alianzas,
tanto con el clero como con las familias romanas. Debería partir inmediatamente para
el Vaticano. Él regresaba a Gallaecia. Se encontrarían en Cherburgo.
La invadió la euforia. Sintió un ansia incontenible de ponerse en camino. Deseaba
encontrarse con Indalecio y la fortuna los reuniría antes de lo que pensaba. Se asustó
de sus sentimientos. Era amistad y cariño; además el viaje a Roma sería importante
para su causa. Pero se estaba engañando; tenía un irresistible deseo de verlo.
Transmitió a Inés y Enric el mensaje, ordenó las cosas para el viaje y partió. Un día
había tardado en ponerse en marcha. Haría el viaje hasta Cherburgo a caballo; había
que llegar pronto. Allí cogería un carruaje, quizás el de Indalecio. Fue un viaje a uña
de caballo; cabalgadas interminables, con el tiempo justo para recuperarse y vuelta a
cabalgar. El tiempo urgía. Había que llegar a Cherburgo. Raquel solo pensaba en ver
a Indalecio. Se había enamorado. En su alma solo había sitio para él. Nada más en el
mundo le importaba. Solo Indalecio. Quería verlo, oír su voz, sentirlo cerca. Era una
locura, pero estaba enamorada.
Avistaron las murallas de la fortaleza de Cherburgo. Era la encomienda del
Temple donde se decidían las grandes acciones navales. Su puerto albergaba gran
parte de la flota templaría. Los uniformes templarios de sus acompañantes le abrieron
las puertas. Raquel, entrando al galope, no reparó en que era la fortaleza más
formidable que había visto nunca; allí, en el patio de armas, Indalecio la esperaba.
Saltó del caballo, corrió hacia él y a una braza se quedó parada, confusa, mirándolo
sin saber qué hacer.
—¿Cómo estás, Raquel? —dijo Indalecio abrazándola.
Se colgó de él.
—¿Y tú? —respondió ella mientras se esforzaba porque las lágrimas no le
saltaran a los ojos.
—¿Cómo está mi hijo?
—Muy bien. Te manda su cariño y pregunta continuamente por ti.
Indalecio se entristeció.
Hablaron de todo. Mezclaban en desorden las cosas que habían sucedido en
Gallaecia con el viaje de Indalecio. Las gentes de Gallaecia saltaban
precipitadamente en la conversación, mezcladas con Blanca. Las calles de
Estrasburgo se confundían con las rúas compostelanas. Pasaron horas y podrían pasar
días envueltos en aquellas charlas. El pasado y el presente se mezclaban. Indalecio
Cuando avistó Roma, Raquel revivió aquella sensación de desagrado de años atrás,
pero ahora aún era mas fuerte. Eran la decrepitud y la decadencia. Cuanto más se
acercaba a Roma, mayor era su rechazo. Quería acabar rápidamente su tarea y
abandonar la ciudad, pero mientras la comitiva encaminaba sus pasos hacia la
residencia de Roncaglia, se sorprendió al comprobar que, recorriendo sus calles, no
percibía aquella sensación. Al contrario, sus edificios soleados por el atardecer
estaban llenos de una inesperada belleza; pudo ver aquellas esculturas únicas en el
mundo, que recordaba de otra forma. Palacios y torres, antiguas y actuales, surgían en
cada esquina. Todo parecía distinto. Pero solo habían transcurrido unos pocos años.
Llegó a su residencia. Los sirvientes, que reconoció, la esperaban en la puerta.
Roncaglia y su esposa la recibieron con cordialidad.
—Volvemos a empezar —dijo Roncaglia sonriendo.
El conde Orsini observó detenidamente a aquella joven que estaba delante de él. Se
acordaba perfectamente de ella, pero ahora le parecía más morena y aún más
hermosa. Allí delante, unos años antes, le había propuesto una alianza con el cardenal
francés para frenar el ímpetu del Papa. Había que reconocerle que había tenido valor,
ponerse allí delante de él y atreverse a hacer aquella inconcebible propuesta. Pero
todas sus advertencias se habían hecho realidad. Ella había acertado y él se había
equivocado.
—¿A qué debo el honor de vuestra presencia? —saludó el conde.
Raquel decidió dejarse de formulismos e ir directamente a la cuestión.
—Vengo a continuar la conversación que interrumpimos hace años —le contestó
—. Entonces os ofrecí, en nombre del cardenal Touraine, un acuerdo para poner coto
a los deseos expansionistas del Vaticano. Desde entonces, el Papa ha armado un
poderoso ejército, os ha dejado a los Orsini sin poder, se ha enfrentado a Felipe de
Francia y al emperador Alberto de Habsburgo, y ha publicado la encíclica Unam
Sanctam exigiéndoos a todos lealtad terrenal. Dentro de poco, los señores romanos
seréis sus siervos. Vengo a renovaros aquel ofrecimiento del cardenal Touraine, pero
ahora ya no para frenarlo, sino para derrocarlo. Ya debisteis hacerlo cuando asesinó a
Pietro, pero os cegó la ambición. Desde entonces otros asesinatos terribles fueron
cometidos por él.
El cardenal Tussi recibió con preocupación aquella nota del deán de la basílica de San
Pedro. Se veían movimientos de tropas en torno al Vaticano. El Papa Bonifacio, como
todos los veranos, estaba fuera de allí, en el palacio de Agnani, en su pueblo natal.
Aquellos movimientos de tropas podrían obedecer a un intento de ocupar el Vaticano,
lo que traería gran descrédito para el Papa. Además, si se hacían fuertes en él, sería
difícil desalojarlos. Consultó con el capitán de la guardia. No había ni un solo
soldado en veinte leguas a la redonda de Agnani. Habló con el Papa.
—Su Santidad, debemos enviar refuerzos a cubrir el Vaticano. Sería desastroso
que lo tomasen —le dijo.
—¿Y nuestra seguridad aquí? —preguntó el pontífice.
—Vuestra guardia será suficiente —le contestó Tussi—; no hay soldados
enemigos en muchas leguas y qué mejor protección para vos que el pueblo de Agnani
que os vio nacer.
Enviaron al Vaticano refuerzos que surtieron efecto; a las dos semanas, el deán les
enviaba otra nota, esta vez más tranquilizadora. Los soldados franceses habían
abandonado las inmediaciones de Roma; ya no se les veía por ningún sitio; sin duda
se habrían replegado. Todo estaba tranquilo. La mitad del destacamento volvería a
Agnani y la otra mitad permanecería en el Vaticano.
A la mañana siguiente, acabada la misa, mientras el Papa desayunaba y Tussi
despachaba con él, unos gritos los paralizaron. Tussi se alarmó. Los gritos se
repitieron. Un fuerte estrépito de cristales al romperse lo hizo ponerse en pie casi de
un salto. Voces, ruidos de choque de espadas, alaridos, gritos de dolor, carreras y más
ruido de armas. Tussi se quedó inmóvil al lado del Papa, que permanecía sentado. La
puerta se abrió de golpe y varios hombres con las espadas desenvainadas entraron en
A
quellas calles de Estrasburgo le recordaban su segundo viaje, allá por el
año 1303. Eran buenos tiempos y las cosas en Gallaecia iban bien. Habían
ocupado las tierras sin que nadie opusiese resistencia. La muerte de
Cristina de Lemos y Avalle había frenado cualquier intento de resistencia. Nadie
hubiese querido enfrentarse con Indalecio y quizás aparecer como responsable de
aquel crimen.
Recordaba la vuelta de Raquel de Roma. Como sucedía siempre con ella, llegó
sin avisar; una tarde de octubre apareció por la puerta y sin decir ni una palabra lo
había abrazado. Cuando la vio, con su cara morena llena de luz, sintió el agrado de su
presencia. No había dormido tranquilo ni una sola noche pensando en los peligros
que estaría corriendo en aquella arriesgada misión. En más de una ocasión se había
arrepentido de haberla enviado.
La abrazó con todas sus fuerzas; la sintió a su lado y se emocionó. Estaba sana y
salva. Cuando se separaron, los ojos de Raquel estaban llenos de lágrimas.
—¡Por fin llegaste!
Se cogieron las manos mientras se miraban.
—Me tenías muy preocupado. Estuve a punto de partir para Roma a buscarte.
Ella lo miró a los ojos.
—¿De verdad lo harías? —preguntó.
—Sí; ten la seguridad de que si hubieses tardado más habría ido en tu busca,
porque además estoy seguro de que anduviste todo el tiempo sin guardia.
Acudieron los demás. Inés, Enric y Bernardo. La abrazaron. Preguntó por Josefa.
—Está en Viveiro, en el pazo —respondió Bernardo.
—Tengo ganas de verla a ella y a las niñas —dijo Raquel.
—Tendremos que ir a Viveiro, porque está tan ocupada que nunca se mueve de
allí —le explicó Bernardo.
—Cuéntanos de tu viaje.
Contó lo que había vivido desde que se separó de Indalecio en Cherburgo.
—Salí de allí, como el cardenal De Goth me ordenó, cuando empezó la reunión.
No tengo más noticias, pero estoy segura de que el derrocamiento de Bonifacio es
imparable.
Había omitido la conversación con Touraine sobre la muerte de Cristina; lo había
pensado mucho y decidió no causar a Indalecio el dolor de saber que el autor del
crimen había sido el Papa. Pero también lo había callado porque temía que levantase
entre ellos una muralla infranqueable. Lo amaba demasiado para perderlo.
Unos días después se empezaba a producir la cascada de noticias; Bonifacio
apresado, el cónclave, la muerte…
—Mármol y granito —le dijo el canónigo Troitiño—. Son las fábricas de esta
fachada, la más antigua de la catedral. Casi un centenar de relieves hacen que uno no
se canse de mirarla. Solamente en los tímpanos se cuentan treinta y tres figuras.
Podéis ver apóstoles, santos y ángeles. La expulsión del Paraíso, con Eva llorando
arrepentida de su pecado, Moisés, san Andrés; las tentaciones de Cristo. Entre los dos
arcos, en el lugar central se encuentra la imagen de María a la que se dirige aquel
ángel de la izquierda; es la Anunciación, le que ha de venir, que preside la puerta.
Allí, en la puerta de la izquierda, se encuentra la doncella a la que el señor protege.
Por contra, está la mujer adúltera, con la calavera en su regazo, que no es sino la
cabeza putrefacta de su amante, arrancada por el propio marido, quien la obliga a
besarla dos veces al día. El Códice Calixtino lo describe todo. La pasión, con el
Cirineo ayudando a Jesús, la adoración, la flagelación… Aquellas figuras con cuerpo,
quizá de mujer y de animales… Allí otra doncella, a modo de dama de la puerta sur…
Es una maravilla sin parangón.
Las había visto con el canónigo una a una. María, la madre de Dios, Eva, las
doncellas, la adúltera horrible, los ángeles sin sexo, quizás alguno de los pasajes de la
vida de Cristo, en los que Magdalena, Isabel… aunque allí no estaban. No sabía.
Debía de ser María… o quizás Eva… pero no le decían nada.
Durante los nueve meses que siguieron a aquel infausto 6 de julio de 1304, en que el
Papa Benito XI había sido asesinado, la atención de todo el orbe cristiano estuvo
pendiente del cónclave de cardenales. Esta vez Touraine había extremado las medidas
para asegurar el nombramiento de De Goth. Hablaron uno por uno con todos los
cardenales, ofreciéndoles más influencia y lamentando el error que habían cometido
al elegir a Benito XI, que había estado a punto de causar un daño irreparable. Pactó
con los Orsini el control de la Curia; ellos decidirían los cardenales que regirían el
Vaticano. El nombramiento estaba asegurado. Esta vez Musatti y los suyos lo
tendrían muy difícil. Aun así, para evitar imprevistos, en el cónclave usaron otra
estrategia. Consiguieron que todos los cardenales hablasen, defendiendo con razones
a su candidato. Aquello haría que el cónclave durase varios meses y eso convenía a
De Goth; el tiempo neutralizaría las sorpresas. Pronto el cónclave se decantó por
De Goth. Hubo un pequeño intento de proponer al cardenal de Nápoles, pero no
prosperó; el prestigio de Musatti había sufrido mucho. El 30 de abril de 1305, el
cardenal De Goth fue elegido Papa con el nombre de Clemente V. Empezaba otra
etapa para la Cristiandad.
Indalecio y Raquel recibieron la noticia con gran satisfacción. Francia era un buen
aliado de Gallaecia, y Raquel había sido recibida por De Goth. Lo celebraron como
un nuevo éxito. Indalecio creía que aunque Clemente V no tuviese las ideas de
Benito XI en relación con Compostella, era un aliado que les debía el favor de la
actuación de Raquel en la caída de Bonifacio, su gran enemigo. Esperarían noticias
de Estrasburgo, pero harían correr por toda Gallaecia su privilegiada relación con el
nuevo Papa.
—Debemos ir a felicitar al arzobispo porque la Iglesia tiene un nuevo pontífice.
La primavera de aquel año de 1307 había sido especialmente lluviosa. Decían los más
viejos que nunca en Compostella hubiera una primavera tan pasada por agua. A
Indalecio, aquellas quejas resignadas de las gentes mayores compostelanas le hacían
sonreír. Llevaba siete años viviendo en aquella ciudad y todas las primaveras, todos
los otoños y todos los inviernos Compostella había sido un mar de lluvias. Si cerrase
los ojos y reviviese en su mente la catedral, la vería mojada, con las piedras
rezumando agua. Y aquella primavera, como todas, las crecidas del Sar habían
anegado el valle de Santa Susana.
A Raquel le gustaba pasear bajo la lluvia, a la que ya habían hecho su compañera.
Empapados en ella recorrían las calles de Compostella, y en la unión de la piedra y el
agua mezclaban sus miradas y sus manos, sintiéndose más juntos. Por medio de las
calles, entre las casas y con las nubes oscuras como techo, el agua hecha regatos
apagaba el ruido de sus pasos. Solo se oían ellos, la lluvia y las campanas.
No había sido en un instante. Había sucedido a lo largo de días, de semanas, de
años, en los que se habían ido encontrando, en los que habían hablado de ellos, de su
alma, de sus deseos. Había sido a lo largo de tardes plagadas de sueños en los que
juntos vivían sus propias ilusiones.
El mundo se había transformado y la ciudad también; ellos eran una parte más de
Compostella. Allí se habían enamorado; allí se amaban. Un día de mayo, habían
fundido apasionadamente sus cuerpos alrededor de las almas enamoradas. Allí, en la
desnudez del amor, con la gran torre de la catedral que subía hacia Dios, cubriendo la
ventana de su habitación, habían sentido el tiempo que los envolvía.
Abrazados en el amor eterno de un instante, habían traspasado la luz y la
oscuridad, el cielo y la tierra, el agua y el fuego, en un sueño despierto que los había
hecho, ya para siempre, de aquella ciudad de piedra y leyenda. Juntos recorrían las
calles, hasta llegar a la catedral, donde el tiempo entraba, pero no salía. Las calles de
piedra, oscurecidas por las nubes que impedían el mediodía, los conducían a la plaza
de la Quintana, donde encontraban refugio bajo aquella inmensa chimenea que
E
l rostro de Blanca, al recibirlo en la puerta, reflejaba preocupación y tristeza.
El sol de finales de verano de aquel diez de septiembre estaba alto y aún no
se necesitaban lámparas ni velas. Indalecio la abrazó y levantó a Emmanuel
para darle un beso.
—Os esperábamos —dijo—. Los demás miembros del Consejo están en la
antesala, pero Emmanuel y yo os esperábamos a vos.
Hablaron unos instantes.
—Ramón está reunido con el señor de Molay. ¿Cómo está Raquel? —preguntó
Blanca.
Indalecio le habló de ellos y de sus sentimientos.
—Tenía que ser así. Cuidaos porque la felicidad abre el cajón de las envidias —
dijo—. Aquí, en Estrasburgo, apuramos los días que nos quedan en la luz, que ya son
pocos. Emmanuel y yo estamos preparados para quedarnos cerrados en el juego del
tiempo.
La tristeza asomaba en sus ojos.
—No os preocupéis; saldremos de esto y os vendréis a Gallaecia a vivir con
nosotros hasta que Emmanuel crezca.
—Tardará mucho —dijo ella.
Un criado los interrumpió. El Consejo iba a comenzar y Constanza les rogaba que
entrasen en la sala de reuniones.
—Nunca tenemos tiempo para acabar las conversaciones —se quejó Indalecio
mientras se unía a los miembros del Consejo que subían las escaleras.
No hablaban; ocuparon sus sitios y aguardaron. Casi al instante entraba en la sala
Constanza, acompañado de Molay. El Regente abrió la sesión.
—Os he llamado con urgencia porque la situación es de la máxima gravedad. De
confirmarse algunos indicios, no podremos volver a reunirnos en mucho tiempo. El
Papa Clemente V ha ido a pasar el verano a su tierra natal, Aviñón, con la intención
de fijar allí la sede pontificia. La noticia está recorriendo el mundo: Aviñón será la
nueva sede papal, y Roma y el Vaticano quedarán en segundo plano como simples
sedes cardenalicias. Todas nuestras previsiones han quedado trastocadas. En lugar de
Compostella, el nuevo milenio ha hecho de Aviñón el centro del mundo. Un nuevo
error, que nos retrasará cientos de años y que traerá males y miserias. La Cristiandad
no lo resistirá. La sede papal en Roma, las cruzadas a Jerusalén y la nueva sede papal
en Aviñón son tres grandes equivocaciones. Dentro de cien o doscientos años la
humanidad se dará cuenta y pasarán otros cien o doscientos antes de que las cosas
Constanza, Llull, Musatti y Anjou se reunían todos los días a primera hora de la
mañana y solía ser ya bien entrada la noche cuando, los tres últimos, abandonaban la
casa del Regente. Los guardias de sus escoltas se unían a los que guardaban la casa
del Regente, dando a la plaza el aspecto de un patio de armas. Por aquella casa
pasaron gentes venidas de todas partes preocupadas por el amenazante avance
francés. La oposición a la hegemonía de Francia era generalizada y Constanza pronto
se dio cuenta de que si conseguían resistir aquel envite, podrían organizar una Liga de
países que neutralizase el impulso francés.
Aquella mañana del 13 de octubre, cuando Llull se dirigía a la casa del Regente,
se dio de bruces con un hombre que le era conocido. Tardó dos segundos en darse
cuenta de que se acababa de cruzar con Clermont, que parecía venir de la casa del
Regente. Iba extremadamente serio y su rostro aparecía rígido por la tensión. Cuando
le quiso hablar, ya había desaparecido entrando en una casa; los soldados que la
custodiaban no le dejaron aproximarse. Llull preguntó por el capitán de la guardia,
que se personó rápidamente. Ante los deseos de Llull de saludar al señor de la casa, el
capitán le informó:
—El señor no recibirá a nadie. Dentro de unas horas estará aquí su ejército, que
acampa en las afueras; cumpliremos nuestro cometido —dijo mirando hacia la plaza
de la catedral— y nos iremos. No nos verán más, así que no hay razón para molestar
al señor.
Llull no insistió. Daría lo que fuese por hablar con aquel hombre, que tanto lo
Touraine estaba muy afectado por el rumbo que habían tomado los acontecimientos.
El acuerdo entre el Papa y el Rey no se estaba cumpliendo; debería ser la Iglesia la
que custodiase a los templarios presos, pero la cólera del Rey había estallado al
conocer que no había conseguido apoderarse del tesoro. Los presos fueron confinados
en cárceles reales y se les había torturado para obtener información sobre el destino
del tesoro. Todo en vano. Pero todo París y pronto toda Francia y la Cristiandad
habían quedado conmocionados por la toma del Temple y el apresamiento y la tortura
del Gran Maestre. Su conciencia no le permitía aquello. Él sabía que eran inocentes y
no soportaba que los estuviesen prendiendo y destruyendo. Se dirigió a Poitiers a ver
al Papa. Él siempre había pensado que tras unos meses detenidos bajo la custodia de
la Iglesia, aunque se disolviese el Temple, serían finalmente puestos en libertad. Pero
aquello era distinto: el Gran Maestre estaba siendo torturado en las mazmorras del
Rey.
—Santidad —le dijo cuando estuvo delante de Clemente V—, vuestra memoria
Los soldados que, por orden de Nogaret, se habían apostado en los puertos de
Francia, estaban atentos a todos los carruajes y carros que llevasen personas o carga a
bordo de los barcos. Habían comprobado cuidadosamente que todas las
embarcaciones fondeadas en el puerto de Cherburgo estaban vacías.
Por eso no prestaron atención a aquel barco que sigilosamente levó anclas y zarpó
hacia el sur. En su proa figuraba su nombre: El viento. Unos días después, el maestre
Monteforte daba permiso para que un barco fondease frente a la fortaleza de la
Coelleira. Un bote salió del barco hacia la isla y volvió al barco de nuevo; levaron
anclas y se dirigieron hacia el oeste. El tiempo era bueno y unos días después los
habitantes de Finisterre, aquellos curtidos pescadores del cabo del Fin del Mundo,
vieron como un barco, El viento, entraba en la rada del puerto y fondeaba el ancla.
—¡El señor de Avalle está aquí! ¡Señora, el señor de Avalle está aquí!
Era el recibimiento de la sirvienta. Indalecio sonrió y entró en la casa. Raquel
apareció inmediatamente y corrió hacia él. Habían pasado varios meses desde que se
despidieran allá en las tierras de Lugus. Se abrazaron, se miraron a los ojos y se
besaron miles de veces. Buscaron la soledad e hicieron de su primer instante la
desnudez del amor. Se amaron con pasión como la primera vez que aquella
habitación había acogido su intimidad. Cuando la noche oscura de aquella tierra ya
hacía mucho rato que había borrado la catedral de Santiago, que solo se volvía a
dibujar cuando algún transeúnte pasaba con una antorcha, Raquel e Indalecio seguían
acostados, desnudos, juntos. Hablaban de ellos. De cuánto se habían echado de
menos, de cuánto habían deseado volver a encontrarse…
—El viaje fue largo —se quejaba Indalecio.
—Los prados y los montes de Fonte Sacra me devolvieron a mi niñez. Fueron
días llenos de añoranza.
—Te sentaron muy bien. Engordaste y estás radiante; nunca te vi tan hermosa
como esta noche —le confesó Indalecio.
Se besaron con el cariño del amor después de la pasión.
—Tengo que decirte algo —anunció Raquel—, es muy importante.
—Las cuestiones de las tierras y las gentes quedan para mañana —respondió él
—. Esta noche es solo para nosotros.
—Es nuestro. Completamente nuestro. Tuyo, mío y del amor. Estoy embarazada;
vamos a tener un hijo.
—Te quiero, Raquel —dijo Indalecio mientras la besaba y ponía su mano en el
vientre de ella—, y el niño será estupendo porque se parecerá a su madre, la mujer
más guapa, más valiente y más valiosa del mundo.
—El niño o la niña —corrigió ella.
Pasaron muchas horas hablando de ellos tres, y de la tierra en la que su hijo
viviría.
Se quedaron dormidos mientras el sol despertaba a aquella ciudad del poniente de
Europa.
Al día siguiente, 13 de octubre, se reunieron en el pazo de Santa Susana con Inés,
Enric y Bernardo. Cuando Indalecio les contó la reunión de Estrasburgo, la
preocupación se dibujó en sus rostros.
—La situación es muy desfavorable —reconoció Bernardo—; aunque delante de
ti guardan silencio, desde hace unos meses veo actitudes distantes. Algunos critican
abiertamente que no hayamos ocupado más tierras y que el ejército resulta muy
Al amanecer, una barca salió de la isla hacia el embarcadero. Todas las miradas
escudriñaron en la semioscuridad del alba para ver quiénes venían. Cuando la barca
se acercó, comprobaron que el maestre venía solo.
—Volved inmediatamente —le amenazó Bernardo—. Si os acercáis a tiro de
flecha, dispararemos.
Una nube de flechas hizo manifiesta su intención. La barca del maestre viró en
redondo mientras los soldados empezaban a embarcarse en las balsas. Una hora
después toda la ría estaba llena de pequeñas embarcaciones, unas portando los caños
de hierro y otras abarrotadas de hombres de la guerra. Dentro de la fortaleza los
templarios también se aprestaban al combate.
Fue una batalla sin cuartel. Los caños de hierro disparaban sus bolas de fuego
desde las balsas cercanas a la isla, arrancando almenas y abriendo boquetes en las
murallas. Desde la fortaleza otros caños de hierro disparaban a las balsas que se
acercaban a la isla; cada vez que acertaban a alguna, los alaridos de los soldados
apagaban el estruendo de los caños de hierro. La esperanza del maestre de que los
asaltantes no tuviesen bastante polvo de fuego fue vana. Durante años habían juntado
más del necesario. Aquella precaución había resultado inútil.
Los soldados desembarcaron en la isla mientras los caños de hierro seguían
cruzando sus disparos. Arqueros, flechas, silbidos de muerte, escalas sobre los muros
de la fortaleza, soldados que entraban por la puerta reventada, ruido de espadas
chocando, gritos, alaridos, órdenes… La batalla era desigual, pero los de dentro se
resistían con bravura; no se rendían y cuerpo a cuerpo defendían las entradas de una
torre decagonal. Los muros de la fortaleza aparecían derruidos por los disparos de los
caños de hierro. El aceite ardía por el suelo. La resistencia se fue haciendo menor
hasta que ninguno de los defensores quedó en pie.
—Todos muertos —le comunicó el capitán a Bernardo cuando este entró en la
fortaleza—. Ni un solo defensor oculto o herido.
—Solamente hemos necesitado dos días para tomarla. Y decían que era
inexpugnable —afirmó Bernardo sin prestarle atención.
—Dos días y un ejército —respondió el capitán.
Pero a Bernardo no le importaba; solo pensaba en su venganza.
—¿Habéis encontrado a mi esposa? —preguntó.
No esperó por la respuesta; apresuró el paso hacia la torre y ordenó descerrajar las
Pasaron los días. Llegaron las noticias de la Coelleira. Doña Josefa Murías y todos
los caballeros de la fortaleza habían muerto en el ataque; el ejército había sido
destruido. Don Bernardo vagaba enloquecido por la isla.
Raquel rompió a llorar; su hermana Josefa había muerto a manos de su propio
marido.
Indalecio se sintió abatido. Aquello era el final de tantos sueños y de tantas
ilusiones; la causa que habían levantado un día en las tierras de Lemos se había
desmoronado en un ataque asesino de amigos contra amigos, en las tierras de la
Coelleira. Tantos esfuerzos, tantos trabajos, tanto empeño y tanto dolor, acababan de
quedar aniquilados en aquel trozo de mar que unía Viveiro y la isla Coelleira. Mares
de sangre vertida inútilmente por la estupidez humana.
Recordó aquellas palabras de Clermont referidas a Gastón de la Tour, «el destino
sabrá para qué»… vagaba por el mundo. Ahora ya lo sabía, para ser la pieza que
había destruido su ejército. A él le atribuían el amor de Josefa; cierto o falso, el
destino se había cobrado su ejército y con él fracasaba su causa.
Joseph se haría cargo del resto del ejército superviviente y regresaría lo antes
posible. Ya daba igual, pensaba Indalecio; había que volver a empezar de nuevo y él
se sentía muy cansado. No tenía fuerzas para seguir. Por su mente fueron pasando los
buenos y los malos momentos; su boda en Lemos, el bautizo de su hijo, las Cortes de
Santiago, las de Lemos, la Coelleira, Estrasburgo, Toledo, la catedral; habían
recuperado el orgullo de ser de Gallaecia y el mundo los había oído. Pero había
tenido un alto coste; por el camino se habían quedado Cristina, el conde, Josefa,
Constanza, Blanca, Emmanuel; Bernardo enloquecido; y su hijo, Inés y Enric fuera
de la tierra. Solo continuaban allí Raquel y él. Demasiado coste por el orgullo,
demasiado.
Los días siguientes, en medio del abatimiento, no fue capaz de aclarar sus ideas.
Tantas cosas sin lógica y sin explicación lo tenían confuso. Siempre había sabido
muy bien lo que tenía que hacer, pero en medio de aquel torbellino estaba perdido.
No entendía lo que había pasado. Se limitaba a recibir con pasividad los golpes que
iban descargando en su gente más querida, sin saber ni de dónde provenían. Aquella
rueda que giraba en todo el mundo tenía su eje allí, en la catedral de Compostella.
Cuando Nogaret se dio cuenta de que lo habían engañado ya era tarde. El tesoro había
salido del Temple mucho antes de lo que les habían hecho creer y ya estaba fuera de
Francia. Estuvo escondido en Roncesvalles, a la vista de todo el mundo, en aquella
concavidad, durante varios meses. Desde allí lo habían llevado hasta algún puerto del
Atlántico y lo habían embarcado hacia las tierras de san Barandán, donde creían que
estaría a salvo. Trató de recuperarlo. Envió a sus agentes a cubrir los puertos de las
tierras de Irlanda, pero el barco nunca fue avistado. Le habían ganado. El rey de
Francia no se lo perdonó nunca.
Unos años después, Clemente V ordenaba al arzobispo de Compostella que
procediera contra el Temple, al tiempo que el concilio de Vienne suspendía la orden.
En 1314 Jacques de Molay fue declarado culpable y condenado a morir en la
hoguera. Antes de morir, ya en la pira, gritó su inocencia, «voy a morir, Dios sabe
que injustamente», y encarándose con los que presenciaban la ejecución, profetizó,
«Clemente V, Papa, yo os emplazo ante Dios en cuarenta días y a vos Felipe, Rey de
los francos, antes de un año…».
Inés de Lemos salía cada mañana a las murallas de Vilanova da Cerveira para ver
aquel río Miño que les había dado la fuerza durante tantos años. En la otra orilla, tan
cerca, pero infinitamente lejos, estaban las tierras que en otra época habían cabalgado
el conde de Lemos, Indalecio de Avalle y su hija Cristina, junto a Raquel y Josefa
Murías, Bernardo de Quirós y Enric de Westfalia. Durante siete años había esperado
todos los días que Enric llegase. Ahora, cuando su nieto ya cumplía los diecisiete y se
disponía a cruzar el río para tomar posesión de las tierras de su padre, ella sabía que
Enric jamás volvería. Cabalgaba con los demás por las verdes montañas redondeadas
por el tiempo, detrás del pórtico de la Gloria.
E
l señor Bohl estaba inquieto; siempre había sido persona calmada, pero sus
idas y venidas de un lado a otro del despacho ponían de manifiesto una gran
excitación. Llevaba casi un cuarto de hora paseando apresuradamente por el
despacho sin decir ni una sola palabra. De vez en cuando se detenía frente a la gran
ventana desde la que se veía el centro de Estrasburgo, para pronto volver a recorrer el
despacho de arriba abajo.
El señor Bohl presidía el Consejo de Cultura. Se dedicaban a la recuperación de
obras de arte, archivos históricos, excavaciones arqueológicas y reconstrucción de
castillos y fortalezas medievales. Tenían un especial interés en la Baja Edad Media,
siglos X a XIV. Rastreaban documentos en cientos de bibliotecas, desde las más
conocidas, como la del Vaticano o la de la Sorbona en París, hasta las privadas de
coleccionistas o de familias, heredadas de sus antepasados. Códices, papiros,
pergaminos… eran estudiados con la mayor atención.
Estaba, además, la red de informadores. La integraban expertos que elaboraban
informes sobre cualquier documento, excavación o hallazgo que se produjese. Solían
ser profesores de universidad, generalmente de Historia medieval, y responsables de
archivos y bibliotecas. Estaban orgullosos de poder afirmar que en toda Europa no se
producía ni un solo hallazgo arqueológico, bibliográfico o de cualquier tipo, del que
ellos no tuviesen conocimiento inmediato. Incluso muchas veces enviaban sus
equipos de expertos para cooperar en los trabajos.
Aquella mañana de invierno, Bohl reconocía estar muy alterado. Lo que Peres
había puesto delante de él le había interesado sobremanera. Era muy prometedor,
tanto que, después de siglos de búsqueda, resultaba casi inverosímil. Sus sueños
corrían libres. Desde la ventana veía la catedral y la imaginaba a principios del
siglo XIV, en plena construcción, con los albañiles y escultores en frenética carrera
para subirla hasta las nubes. Peres lo había trasladado a aquella época.
—Fíjese, señor Bohl; lea —le había dicho poniéndole delante unos periódicos.
Era algo relativo a un naufragio.
—¿Qué es lo que tiene de interesante? —había preguntado.
Peres había desplegado, entonces, un mapa de Europa y había trazado tres
círculos.
—¿No le dicen nada?
Sí, claro que le decían.
—Finisterre, la Coelleira y Cherburgo.
—Un naufragio y un barco que hace el viaje desde Finisterre a la Coelleira y a
Cherburgo —dijo Peres señalando la ruta en el mapa.
Bohl aún seguía dando paseos por el despacho. Casualidades y coincidencias,
Vio lo que quedaba de él. Allí estaba, ladeado, roto, quemado y con sus bodegas
reventadas. Había sido un barco. A medida que el remolcador se acercaba, el monte
del cabo Finisterre se volvía más agreste. Aquel barco, otrora amenazador, yacía
ahora allí, minúsculo e indefenso.
La descarga había concluido. Se acercaron a pocos metros; visto desde tan cerca
aún parecía fuerte, pero ante las olas del mar se había vuelto frágil y vulnerable.
Había resultado una presa fácil de los temporales del fin del mundo. Pero él se había
tomado cumplida venganza. Los había atemorizado a todos. Nadie se explicaba cómo
podía haber pasado. Aquel amasijo de hierros retorcidos, sin ninguna razón, había
provocado el pánico de tanta gente. ¿Por qué sucedió aquello? No había respuesta. El
temor, la desinformación, la mala fe, la casualidad…, la fatalidad. Veía el fondo del
mar, ahora tranquilo, debajo de ellos; se había empeñado en atrapar aquel barco y lo
había conseguido.
Un helicóptero los esperaba en el muelle de Finisterre. El mar estaba como un
plato. Seguramente más tarde habría niebla. Desde el aire, aquel barco volvía a ser
minúsculo. La calma era tal que parecía que se veía el fondo del mar. Pero era pura
ilusión. Aquel misterioso mar nunca enseñaba sus entrañas. Nadie las había visto
nunca y nadie las vería jamás.
Pusieron rumbo a Compostela. Almorzaría con aquella gente que había conocido
en Estrasburgo. Cuando sobrevolaron Compostela, volvió a ver la catedral. Nunca se
cansaba de ver la fachada del Obradoiro; le sobrecogía aquella majestuosidad
grandiosa. A su lado, el Palacio de Gelmírez. Vio la torre del reloj pegada a la puerta
sur de las Platerías. Las figuras de sus tímpanos eran las grandes olvidadas. Tenían
que competir con las del maestro Mateo y esa era una tarea imposible. Pero la nueva
fachada del Obradoiro había llevado la sombra al pórtico de la Gloria. Le había
tapado el sol. Ya no se ocultaba allí al anochecer. En cambio las figuras de la puerta
sur, al igual que en el siglo XIII, lo seguían saludando cada mediodía.
Bohl, Nessi y Peres lo aguardaban en el restaurante; Indalecio vendría con su
esposa. Bohl estaba desolado. La búsqueda de El viento había fracasado. Lo habían
intentado todo. Incluso había llegado a creer en su propio sueño. Ahora le parecía un
poco ridículo, pero había sido así. La búsqueda en el fondo de los acantilados de
Finisterre no había dado ningún resultado.
—Hemos hecho todo lo que hemos podido —había dicho Nessi—. Otros, a lo
largo de siete siglos, fracasaron también.
L
a señora Martín era una eminente medievalista. Había dirigido aquel estudio
sobre la actividad del Consejo de Regencia en las décadas previas al papado
de Aviñón. Trabajaba en la Biblioteca Nacional de Madrid, pero también
había estado en las de París, Roma y Estrasburgo. Algunas universidades le habían
ofrecido una cátedra. No había aceptado. Su vida era el Consejo y la Idea. Los
códices, papiros, pliegos, escritos, signos y textos que, a lo largo de tantos siglos,
fueran guardados por el Consejo no tenían mejor conocedor que ella.
Bohl la observó mientras entraba en su despacho; una mujer rubia, delgada, con el
pelo rizado, de unos treinta y cinco años. Demasiado joven para tanto prestigio,
pensó. Esperaba a una mujer de más de cincuenta.
Nunca hasta aquel momento la había visto, pero allí todos sabían de ella. Su fama
la precedía y, cuando él entró en el Consejo, ya se hablaba de ella con gran respeto.
Era la mejor colaboradora que tuvieran nunca. Resolvía sin dilación cualquier duda
que pudiese surgir. Varias veces le habían ofrecido incorporarse al Consejo y siempre
lo había rechazado; «prefiero seguir con mi trabajo. Quiero averiguar lo que sucedió
en el Consejo de Regencia en las décadas de su desaparición. Es un trabajo que me
apasiona y que llena mi vida», les había contestado. Lo entendían. Todos conocían la
importancia de aquella tarea, y por eso la tenían en especial consideración.
—Es usted muy joven —saludó Bohl, sin poder evitar que aflorase su sorpresa.
—Sí —contestó ella sonriendo—, nadie espera que una medievalista sea una
mujer joven. Todo el mundo piensa en una señora mayor.
Bohl se dio cuenta de su indiscreción, pero no quiso disculparse y tener que
seguir con el tema. La señora Martín había acabado su trabajo y se lo quería entregar.
Llevaban mucho tiempo esperando aquellas conclusiones. La recibió en la biblioteca
de ébano, a la que solo él tenía acceso. Ella lo había solicitado; tenía que mostrarle
algo muy importante y quería hacerlo en aquel lugar. Sabía más del Consejo de
Regencia que él mismo, pensó Bohl.
—Todo lo que le voy a contar está basado en hechos narrados por los propios
protagonistas de la historia —dijo la señora Martín—. No hay duda alguna de que
esta es la verdad. La firman los propios autores. Eran gentes que anotaban los
acontecimientos más importantes de su vida y, sin duda, estos lo fueron. Tuvimos la
suerte de que ningún documento importante fuese destruido. Usted conoce una parte
de la historia. En estos documentos que le voy a entregar, se reconstruye el resto —
dijo poniendo encima de la mesa un voluminoso fajo de legajos y folios.
Le entregó una carta.
—La carta está firmada por el cardenal Tussi —dijo la señora Martín—. Era una
forma habitual de comunicarle al Papa los acontecimientos más importantes.
Bohl la leyó atentamente. Era la carta original que el cardenal había dirigido al
Papa. Tenía un valor incalculable. Ahora, por fin, delante de él, la señora Martín
mostraba aquel montón de pliegos que habían permanecido cuidadosamente
guardados durante siglos. Algunos se los habían enviado ellos, pero desconocía cómo
había recopilado el resto. Cualquiera de sus antecesores hubiera dado media vida por
leer aquellas cartas. Pero solo lo haría el que fuese presidente cuando llegase el
momento. Desde su último viaje a Compostela, sabía que era él. Había llegado el
momento de descifrar los enigmas.
Aquella carta ya era una sorpresa. El Vaticano no había actuado contra Avalle y
los suyos. La señora Martín, sin decir nada, le entregó el siguiente escrito.
—Un año después —dijo la señora Martín—, doña Cristina de Lemos fue
asesinada. Aquel terrible crimen nunca fue aclarado. Gallaecia y Castilla se agitaron;
reclamaban venganza.
Le entregó tres cartas.
Señora. No hemos podido averiguar quiénes fueron los asesinos de doña Cristina
de Lemos. Nadie nos creerá. Todos pensarán que la Reina de Castilla sabe quién la
asesinó, y que si no lo proclama será porque, en venganza al desafío de venir a la
corte con un ejército, fue ella. Es obligado que señalemos al culpable. El arzobispo
de Santiago es la persona que tiene más motivos para haber ordenado tal crimen. Si
dais vuestro beneplácito, haremos correr ese rumor.
Conde, todos hemos sufrido por la muerte de doña Cristina, pero además vemos
que sus asesinos no pagan por su culpa. ¿Qué otros pudieron ser que no fuesen las
órdenes? Han tratado de asesinar a don Indalecio y a su esposa. Deberán pagar por
ello. No sabemos cuál de los priores lo habrá planeado, pero, con toda seguridad, el
de San Martín Pinario no será ajeno al crimen.
Deben pagar su culpa y aún nuestra causa puede sacar algún provecho; debemos
responder haciendo que don Indalecio autorice nuevas ocupaciones de tierras. Pido
vuestra ayuda para hacer saber a toda Gallaecia que las órdenes han asesinado a
doña Cristina de Lemos.
—Pero hubo más. Clermont quedó muy afectado por aquella muerte y ordenó a
Denis de Languedoc que averiguase quiénes habían sido sus autores. Era un hombre
de inclinaciones místicas; odiaba el pecado, y el crimen premeditado y cruel era el
peor de ellos. No quedaría sin castigo, aunque lo hubiese cometido su mejor amigo.
Las Fuentes de la Idea señalan el camino de la unidad de los reinos y las tierras
El Dios Baal se levantaba cada día para dar la luz y el calor a los hombres. Ellos
lo veían y lo adoraban, aunque no lo podían mirar. Él no se lo permitía. El que lo
hiciese sería castigado a no ver nunca más. Un día Baal se enojó porque los hombres
se mataban entre ellos. Les advirtió que acabasen las guerras y las muertes. Les dijo
que uniesen los pueblos. No le hicieron caso. Siguieron las muertes y las guerras y la
destrucción. Baal se enfureció y decidió castigarlos. En pleno día se oscureció hasta
desaparecer. Los hombres se aterraron y pidieron perdón. Baal les dijo que
dedicasen su vida a unir los pueblos y a acabar con la guerra y para que no lo
olvidasen nunca les envió el Betilo tras el que se había ocultado, una gran piedra
negra, circular como el sol. Aquella piedra negra les recordaría que si no cumplían
con su deber, el sol se volvería a oscurecer y todos morirían de frío y terror.
—Si trazáis aquel símbolo sobre un mapa con la E, símbolo del este, sobre
Jerusalén, la N, símbolo del norte, que está al oeste, quedará encima de Compostela.
El norte que es oeste, señala Santiago.
—Por eso Clermont eligió Compostela —interrumpió Bohl.
—Sí, era la ciudad elegida. Por el Apóstol y por ellos.
—El Regente había recibido la visita de Clermont. Le había confiado las Fuentes
de la Idea para que las pusiera a salvo. El encuentro tenía que ser en el máximo
secreto; dada la importancia de lo que le iba a entregar, nadie debería saber nada. Por
eso Clermont evitó hablar con nadie durante aquel viaje, ni siquiera con Indalecio, a
quien tanto apreciaba. En aquel encuentro, Clermont conoció el mensaje de las
ESCRITOS DE NOGARET
—¡Fueron los franceses! —dijo Bohl—. ¡Qué terrible personaje, Nogaret! Mandó
asesinar a doña Cristina de Lemos y presenció impasible la entrevista de De Goth con
Raquel Murías en la que le agradecieron su intermediación. ¿Lo sabía De Goth?
—Quizá. Lo hicieron aduciendo razones de estado. La llegada de Felipe IV fue un
revulsivo en la política francesa. Todo se justificaba ante la necesidad de ser el centro
de Europa. Su influencia y su poder llegaba a todas partes. Hicieron retroceder a los
ingleses conquistando los Países Bajos. Guillaume de Nogaret, que llegó de la mano
de De Goth, tuvo carta blanca para organizar aquella red de espías que cubría todo el
mundo. Para él, Compostella, el final del Camino de Santiago, era de gran
importancia y sus agentes estaban allí.
—Sin embargo, el informe de Denis culpaba a Raquel —dijo Bohl.
—Sí. Pero fíjese bien que solo se basaba en suposiciones. En su informe no había
ni un solo dato objetivo que lo avalase. Se basaba en que estaba cerca de don
Indalecio. Incluso llegó a insinuar que el haberse ido a vivir a la Quintana, donde
años antes se había visto a los asesinos, mostraba su culpabilidad.
—Pero Denis afirma que se oyó a Raquel reconocer su culpa…
—Recordad que ella guardaba su secreto y se sentía culpable. Creía que el
asesinato se debía a su intervención contra Bonifacio VIII.
Bohl asintió.
—¿También espiaban en Estrasburgo? —preguntó.
La señora Martín no contestó; le entregó otra carta.
Monseñor, es del máximo interés para nosotros conocer las actividades del
Consejo de Caridad radicado en Estrasburgo y cuyo rector es el señor Akal. Tienen
una gran influencia en muchos reinos y en el Temple. El cardenal De Goth me
encarga que os solicite a vos que nos informéis sobre su actividad.
ESCRITO DE NOGARET
—Ya en aquellas fechas, Nogaret los seguía. Pero también otros, atentos a lo que
sucedía en Francia, tomaban medidas.
… Temo la reacción del rey Felipe, cuyas finanzas son muy precarias. Nos debe
grandes sumas. Estamos tratando de desviar su atención hacia otras gentes con
suficientes riquezas. He puesto al señor Nogaret tras la trama de los de Estrasburgo.
Son muy ricos y podrán satisfacer la avaricia del Rey. Le he leído el papiro de
Siria…
ESCRITOS DE NOGARET
Hoy hemos despachado una formación militar hacia Estrasburgo, sin escudos, ni
pendones que los puedan identificar. Deben acabar con la vida del señor de
Constanza, de toda su familia y de los miembros de la sociedad benéfica que se
encuentren en aquella ciudad. Actuarán sin que nadie sepa quiénes son, pues se
acusaría a Francia de asesinar a gente de bien. La acción se desarrollará el 13 de
octubre, el mismo día en que se tome el Temple.
La acción de Estrasburgo ha culminado con éxito. Han sido muertos todos los
ocupantes de la casa, incluido el señor de Constanza. Además la fortuna ha querido
que, en aquellas fechas, se encontrase en Estrasburgo el señor de Clermont, de
Compostella; viajaba acompañado de soldados, lo que nos permitirá culparlo de las
muertes de Constanza y los suyos.
La toma del Temple no ha logrado su objetivo; no se ha conseguido localizar su
tesoro. Fue sacado de allí dos días antes.
—No era cierto. Lo habían engañado. El tesoro había salido del Temple muchos
meses antes. Le hicieron creer que estaba en las inmediaciones de París, cuando ya
iba camino de Compostella, para ser puesto bajo la custodia de Clermont. Había
estado oculto en Roncesvalles.
—El Regente mostró una gran confianza en Clermont —dijo Bohl—. Sería Papa,
custodiaba el Betilo y le entregó los bienes más preciados, las Fuentes de la Idea y el
tesoro del Temple. Clermont era ciertamente digno de ella. Pero ¿por qué asesinó a
Indalecio y a Raquel? No era un hombre vengativo y aunque los creía culpables del
asesinato de Cristina de Lemos, un crimen así, aunque quisiese que pagasen su culpa,
no era propio de él.
La señora Martín tampoco contestó. Le entregó dos escritos.
Hoy inicio mi último viaje. Cuando pisé Compostella en el año de 995 sabía que
jamás saldría de aquí. Estaba escrito que esta tierra, donde se guarda el sol y donde
las brumas y la lluvia oscurecen el día, era el destino del Betilo y, con él, el mío. El
Betilo permanecerá para siempre en el lugar donde el sol se hunde cada noche y yo
lo seguiré guardando, por mil años más.
Cuando cambie el milenio, otras gentes volverán a intentar nuestro sueño. Así lo
dicen las Fuentes de la Idea. Puede que ellos lo consigan; nosotros fracasamos.
Millares de millares de hombres, mujeres y niños morirán en los horrores de la
guerra y del hambre por la ambición de un Papa y de un rey, y por las miserias
cobardes de otros muchos.
Las Fuentes de la Idea deberán estar guardadas hasta que otros hombres buenos,
sabios y justos vuelvan a enarbolar la bandera de aquel gran sueño de Occidente.
Las encontraréis donde el hijo mató al padre, al lado de este.
Cuando pasen MIL años, el Regente será rey y unirá a las naciones y sujetará a
los demonios y hará la paz y reinará la concordia. Será Rey de Occidente…
Los demonios batallarán para ser liberados y para romper sus ataduras. Si,
transcurridos los MIL años, el mal triunfa, Satanás será suelto de su prisión de fuego
y azufre y saldrá a engañar a las naciones que están en los cuatro ángulos de la
tierra.
Transcurridos MIL años más, el pueblo elegirá un rey que unirá a las naciones y
sujetará a los demonios y hará la paz y reinará la concordia, y el diablo que
engañaba a las naciones será lanzado al lago de fuego y azufre…
—La profecía está escrita en el año 300 —dijo la señora Martín—, cuando el
Imperio de Roma se resquebrajaba y su caída era inevitable. La profecía habla de que
habían de transcurrir mil años. El Consejo de Regencia contaba su tiempo desde ese
Compartían ideas, cultura, proyectos… Querían que las cosas fuesen de otra forma.
Era tiempo de tomar el relevo. Nuevas ideas recorrían Europa, y su tierra, Galicia, no
podía quedar alejada de ellas. Aquello era Compostela, la ciudad que había sido el
centro del mundo cristiano, y las nuevas ideas necesitaban de su impulso. Ellos, que
habían vivido su universidad, sus calles, su catedral y su espíritu, sabían que la idea
de Europa era la idea de Compostela. El Occidente del milenio que acababa no había
visto la unión de los pueblos; el Occidente del próximo sí que la vería, y Compostela,
y su tierra, Galicia, estarían allí.
Tenían que asumir el reto. Era su deuda con aquella tierra. Lo sabían. Sería el
proyecto de todos, de aquellos hombres y mujeres repletos de ideas y entusiasmo.
Compostela y Galicia tenían que ocupar el lugar que sus gentes querían y que
Occidente, como símbolo, demandaba.
Sería un proyecto de lealtades, en el dominio de las causas justas.
—Va a ser muy duro. Piénsalo —le advirtió Cristina.
Sí. Iba a ser una ardua tarea, pero había que hacerla. Y confiaba en los suyos.
Era una mujer joven, rubia y delgada. La piel muy blanca y el pelo algo rizado.
—Por fin nos encontramos —le dijo ella mientras se sentaba.
La señora Martín le había pedido una entrevista por medio del señor Bohl, al que
había conocido unos años antes. Hablaron de la historia, de aquellas épocas en el
cambio del milenio cuando Occidente se resquebrajaba; hablaron de las nuevas
ideas… Las horas transcurrieron en un soplo. No se cansaba de oírla. Ella le hablaba
como si se conociesen de siempre. Lo fascinó. Se volverían a encontrar.
—El señor Bohl me dijo que habías sido muy amable y que, sin saberlo, le habías
prestado un gran servicio. Te quiere regalar un libro, de gran valor para él —le dijo
ella mientras le tendía un sobre.
Lo abrió y se encontró con un códice. Leyó el título, La Elipse del Tiempo, y su
autor, Indalecio de Avalle. Una fecha, año de 1285. Textos, fechas, grabados… sintió
la magia irresistible de los pergaminos de un códice. Levantó la mirada y con los ojos
la interrogó.
—Algún día lo entenderás —dijo ella mientras un niño de unos seis años, su vivo
retrato, entraba corriendo en la cafetería y la abrazaba. Se levantó.
—Es mi hijo. Debo irme. El tiempo ya cuenta para nosotros.
—No sé tu nombre —dijo él—. ¿Cómo te llamas?
—Blanca.
—¿Y el niño?
—Manuel.
Cogió a su hijo de la mano y echaron a andar. Los vio alejarse por la calle. Oyó
que Manuel hablaba a su madre.
—Mamá, vámonos a la Casa de los Sueños.