3 - La Castidad
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3 - La Castidad
La castidad - 2
Algún día debemos dejar de pensar en la castidad solo como un mandamiento religioso o
como una imposición externa. Claro, ciertamente lo es y, a veces, lo único que nos mueve a
abrazarla es cumplir lo que sabemos que es correcto y rechazar lo que sabemos que es malo.
Pero, ¿realmente lo sabemos? Aún más, ¿realmente lo comprendemos con la mente y, lo que
es más importante, con el corazón? No es malo cumplir un mandamiento, pero estamos
hablando del AMOR, ¿cómo vamos a hablar solo de mandamientos y leyes?
¿Quién ama a su madre por una ley? ¿Qué pensarías de un amigo que solo te habla como
parte del cumplimiento de un precepto? ¿Te enamorarías de alguien solo porque alguien te
lo manda? No, ¿verdad? Así de inútil suena que intentemos comprender la castidad solo como
una cuestión moral o legal. CUIDADO, nadie está menospreciando que sea un tema moral
importante, pero no dejemos que se agote solo en eso. El Amor es algo más que leyes y
normas. Hablar de Amor implica hablar necesariamente de libertad.
Casto no es solo quién no peca o evita el pecado. Verdaderamente casto es quien ama
verdaderamente y quien tiene una experiencia única y plena del amor humano. Ninguna
persona sobre la faz de la tierra vive una sexualidad más plena y satisfactoria que el
verdadero cristiano. Esto no es un decir, es la pura verdad. Sin embargo, la castidad no es,
ante todo, una cuestión religiosa, es una cuestión humana. También un no cristiano puede
conocer su magnificencia. Para entender bien esto hace falta hacer algunas aclaraciones.
1 El Libro del Pueblo de Dios (La Biblia), Traducción argentina, Buenos Aires (1990)
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pronuncia esta sentencia, reflejado en el texto latino de la Escritura2: “Non enim, quod volo
bonum, facio, sed, quod nolo malum, hoc ago”. Literalmente sería algo así: “No hago, en
efecto, lo bueno que quiero; sino aquello malo que no quiero, ¡eso hago!”. Como ves, esto
demanda signos de exclamación: San Pablo está expresando su desazón porque
experimenta esa profunda tensión en su interior, “¡¡Si deseo el bien y lo quiero, ¿por qué, en
cambio, hago el mal que realmente no quiero?!!”
Y volvemos, entonces, a la realidad que la fe nos explica y que hemos descripto en la
entrega anterior. Hay en nosotros, además de una tendencia natural al bien y a la felicidad,
una misteriosa tendencia al vacío y al sinsentido, por ser creaturas creadas de la nada. Pero,
sumado a eso, nosotros los hombres elegimos dar la espalda a Dios y, pudiendo haber
heredado las promesas y los dones dados a Adán y Eva, recibimos, en cambio, como herencia,
la concupiscencia, la inclinación al mal.
¿Cuáles eran los dones del hombre creado en justicia y gracia? El antiguo (pero actual)
Catecismo de San Pío X recoge la enseñanza de la Teología y la Tradición: “¿Dio el Señor otros
dones a nuestros primeros padres, además de la inocencia y de la gracia santificante? - Además
de la inocencia y de la gracia santificante, dio el Señor otros dones a nuestros primeros padres,
que ellos debían transmitir junto con la gracia santificante a sus descendientes, y eran: la
integridad, o perfecta sujeción de la sensualidad de la razón; la inmortalidad; la inmunidad de
todo dolor y miseria, y la ciencia proporcionada a su estado”3.
Caímos de muy alta altura y nos estropeamos contra el suelo, haciéndonos pedazos. Lo
que estaba unido, se dispersó. Lo que estaba en paz, conoció el conflicto. Nuestro cuerpo y
nuestra alma, ambos compuestos de la substancia humana, conocieron la división con la
introducción de la muerte, producto del pecado. Nuestro cuerpo tiene sus leyes naturales,
regidas según la mente divina del Creador Eterno. La naturaleza obedece los ciclos que el
Señor les determinó, el tiempo, las estaciones, el día y la noche. Pero el hombre provocó un
quiebre en su interior, sus facultades se desordenaron. Las pasiones y los deseos, antes
sometidos perfectamente a la razón y a Dios, se “independizaron” y dieron luz al caos de
sensaciones que a veces sentimos. Al desobedecer, el hombre violentó su naturaleza
creatural, el Hombre quiso ser dios y no ser Hombre. Ese es su grave afrenta, esa es la
bofetada al Dios del Universo. Esto es como una ruptura, un desgarro en el interior de su
naturaleza creada de forma excelsa por sobre el resto de las creaturas.
Nuestra naturaleza que tiende al bien, conoció de pronto una nueva inclinación hacia el
rechazo de ese bien, hacia la negación del Creador y su ley eterna. Ese tironeo, esa separación
entre el alma y mi cuerpo es el momento de la muerte. De hecho, hasta el día de hoy, no hay
2 Nova Vulgata, Bibliorum Sacrorum Editio; www.vatican.va, Ciudad del Vaticano (1979).
Casi todo el Nuevo Testamento y esta carta de San Pablo fueron escritas en griego koiné, el griego común
de la época, la lingua franca del momento como sería hoy el inglés. Sin embargo, el texto latino de la
Vulgata de San Jerónimo, corregida por la Iglesia siglos después pero mantenida en su esencia, sirvió a
toda la Tradición para citar las Escrituras. No es desacertado citar el Latín en vez del Griego porque, en
última instancia, el fiel intérprete del texto sagrado es el Magisterio de la Iglesia, auxiliado por las ciencias
escriturísticas. Pero los estudios bíblicos o de lenguaje no tienen, necesariamente, un valor doctrinal sino
en tanto acuerdan con la Fe católica que la Iglesia custodia y transmite.
¿Qué entendemos aquí? Algo muy valioso y para nada secundario. Efectivamente, todos
podemos comprender la bondad natural de la castidad, de la familia, de la fidelidad y del amor
de los esposos. No es estrictamente necesaria la fe para afirmar eso y para experimentar las
delicias del amor verdadero; pero por la condición caída de nuestro mundo, es cada vez más
difícil. A medida que el mundo se constituye cada vez más contra Dios y contra la ley natural,
se hace cada vez más necesaria la evangelización para suscitar la fe. ¿Por qué? Porque nuestra
razón, caída y oscurecida por el mundo, fácilmente puede caer en el error; y nuestra voluntad
en el pecado. Por ello, si bien puede ser percibida por todos la Verdad sobre el hombre y
sobre el Amor, no puede ser percibida por todos “sin dificultad, con firme certeza y sin mezcla
alguna de error”. La Revelación de Dios, dada por la Persona de Jesucristo y transmitida por
la Iglesia, proporciona así como el “respaldo” necesario para comprender lo que
naturalmente puedo percibir pero que está obscurecido por el pecado. Así, ley natural y
Revelación, hacen una amalgama sagrada que se complementa y se ayuda mutuamente.
Puesto que la Verdad es Dios mismo y no hay contradicción en Él, ni por la Revelación ni por
la ley inscrita en el corazón del hombre.
Y aquí vemos la misericordia y la absoluta libertad de Dios Nuestro Señor: Él no nos
abandonó a nuestra suerte y a la muerte eterna, producto de nuestra separación por el
pecado. Él no nos abandonó tampoco a nuestras solas fuerzas, porque sabe que no son
suficientes para combatir en esta batalla por nuestra salvación. Él viene en nuestro auxilio, es
nos brinda su ayuda divina para ser verdaderos hombres y verdaderas mujeres. Leé este
salmo detenidamente (121):
“Levanto mis ojos a las montañas:
¿de dónde me vendrá la ayuda?
La ayuda me viene del Señor,
que hizo el cielo y la tierra.
El Señor es tu guardián,
es la sombra protectora a tu derecha:
de día, no te dañará el sol,
ni la luna de noche.
La gran educadora
Estoy llamado al Amor y al Amor verdadero. Pero como el Amor verdadero supera mis
fuerzas y mis capacidades, como es un don gratuito, debo esperarlo todo de Dios, haciendo
todo lo que se espera de mí.
Nadie podrá amar más y mejor que un verdadero cristiano, que un caballero cristiano,
que una dama cristiana. Porque todas las fuerzas de su ser, de su cuerpo y su alma, se
ordenarán más perfectamente al amado/la amada con un orden divino y sobrenatural, que
el mundo y el pecado son incapaces de dar.
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Por último, hablando de unidad, no podemos dejar de señalar una última idea que es
necesario rescatar para alimentar esta belleza que es la propuesta del Amor verdadero que
porta el Cristianismo como estandarte glorioso.
Estamos llamados a la unidad: La unidad interior personal, la unidad familiar, la unidad
marital, la unidad comunitaria, la unidad de la Iglesia, la unidad social en el bien común, la
unidad con Dios Uno y Trino.
Hay un pasaje de las Escrituras que, a mi criterio, es uno de los más hermosos y más
relevantes de todo el texto sagrado. El pueblo judío, aún hoy, remarca de una forma especial
la letra que inicia estos versículos. Nosotros debemos, también, marcarlo con hilo de oro en
la escritura del corazón. Es el Shemá, la profesión de fe monoteísta que revolucionó la historia
del mundo, la Revelación de la absoluta soberanía y reinado de Dios sobre todo.
Él es uno y su motor es uno: el Amor. Ya lo hemos visto, la Trinidad es Comunión de Amor.
El Shemá es retomado por nuestro Salvador en el Evangelio y es señalado como el más
importante de los mandamientos de la Ley, junto con el amor al prójimo. Finalmente, todo se
resume en eso: en el verdadero Amor a Dios y al hermano. El mandamiento más importante
y la más grande virtud es amar con un corazón indiviso (uno), con una misma fuerza, con la
misma intensidad; como amó el Señor, que puso en la más sencilla sonrisa el mismo Amor
triunfante que lo llevó a la Cruz por nosotros.
Disfruta cada palabra de este texto sagrado, sabiendo que, en él, el mismo Dios nos habla:
“Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con
TODO tu corazón, con TODA tu alma y con TODAS tus fuerzas. Graba en tu corazón estas
palabras que yo te dicto hoy. Incúlcalas a tus hijos, y háblales de ellas cuando estés en tu casa
y cuando vayas de viaje, al acostarte y al levantarte. Átalas a tu mano como un signo, y que
estén como una marca sobre tu frente. Escríbelas en las puertas de tu casa y en sus postes”.
(Dt. 6, 4-9)
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