4ta - Serie - Historias de La Historia
4ta - Serie - Historias de La Historia
4ta - Serie - Historias de La Historia
—Cuándo
empezaron a usarse. —Algunas curiosidades de la ciencia. —El
patrono de los bibliófilos. —Leyendas de don Rodrigo y la Cava. —
Abelardo y Eloísa: su historia de amor. —Del carnaval y las
verbenas. —El tributo de las cien doncellas. —El principado de
Asturias. —El separatista conde Fernán González. —El galán don
Enrique el Doliente. —Proceso, tormento y muerte de don Rodrigo
Calderón. —Brillat-Savarin, espejo de gastrónomos. —Semmelweis.
—El rey de la mano horadada. —La campana de Huesca. —Ninon
de Lénclos, catedrática de amor. —Una historia de amor y la
medicina psicosomática. —Algo sobre moda femenina. —Historias
de Pedro el Cruel o el Justiciero. —Los naipes. —La brújula. —La
viruela y su vacuna. —El chocolate. —Los huevos de Pascua. —
Cuando Carlos IV quiso crear la Commonwealth hispánica. —
Historia de la bandera española…
Y docenas de anécdotas, epigramas y curiosidades históricos
recogidos de centenares de libros y miles de papeles.
Carlos Fisas
Historias de la Historia
Cuarta serie
ePub r1.1
Arnaut 24.04.15
Carlos Fisas, 1986
Diseño de portada: Redna G. sobre detalle de «Le Déjeuner sur l'herbe» de Manet
y al
AMOUR TRÉSOR DE SOUVENIRS
PRÓLOGO PEDANTE Y GALEATO
CON PALINODIA INCLUIDA
«Historia vero est testis temporum, lux veritatis, vita memoriae, magistra
vitae, nuntia vetustatis».
Cicerón
(De Oratore, li, II, cap. 9, 36)
Prólogo (del lat. prologus, y éste del gr. prologos, de pro, antes, y logos,
discurso), m. Discurso antepuesto al cuerpo de la obra en un libro de
cualquier clase, para dar noticias al lector del fin de la misma obra o para
hacerle alguna otra advertencia. (Diccionario de la Real Academia
Española, edición 1984, tomo II, p. 1031, col. II).
«La historia es verdaderamente testigo de los tiempos, luz de la verdad,
vida de la memoria, maestra de la vida y heraldo de la antigüedad». Estas
célebres frases de Cicerón las he colocado al frente de este libro por ser tan
conocidas y tan creídas por la mayor parte de la gente, pero no creo que
respondan por completo a la verdad.
La historia puede ser «testimonio de los tiempos», pero a condición de
saber interpretar este testimonio, lo cual a menudo no es cosa fácil.
«Luz de la verdad». Más problemático también es este aserto. No hace
mucho me encontraba con un amigo con el que rememoré un episodio
acaecido durante nuestra guerra civil en el que los dos participamos. Pues
bien, su versión difería notablemente de la mía no sólo en pequeños
detalles, sino en la percepción del conjunto. ¿Quién tenía razón?
Probablemente los dos; lo que había sucedido es que, tras cincuenta años de
acaecido el hecho, habíamos idealizado o mejor dicho novelado nuestro
comportamiento, y de ello surgieron dos versiones distintas aunque no
antagónicas del suceso. Imagine el lector lo que puede suceder cuando se
interpreta o simplemente se relata un acontecimiento con varios siglos de
existencia encima.
«Vida de la memoria». ¿De la memoria de quién? ¿De quien lo escribió
contemporáneo de los hechos, tal vez falseados por opiniones políticas,
económicas, sociales, religiosas? ¿Acaso la falsedad estará en quien a
décadas, a siglos tal vez de distancia, interpreta aquellos actos o episodios
con similares o diferentes prejuicios?
«Maestra de la vida». O la historia es una mala maestra o la humanidad
es una mala discípula, pues nada ha aprendido de lo sucedido
anteriormente. Se dice que los pueblos felices, como los hombres felices, no
tienen historia. Desgraciadamente la nuestra es abundante en hechos que
han trastornado nuestra vida colectiva y particular. Algunos buenos, otros,
los más, trágicos y dolorosos. Recordar la historia debería hacer meditar
sobre las causas u origen de nuestras desventuras, pero la experiencia nos
anuncia que tal meditación no sirve para nada. La humanidad vuelve a
tropezar y caer en las mismas trampas que durante siglos la han acechado.
Bien es verdad que nunca las situaciones han sido idénticas. Los que
hicimos nuestra guerra, la nuestra para nosotros, vemos que nuestros hijos
la consideran como la guerra de las Galias y que la batalla del Ebro es para
ellos tan lejana como la de las Termopilas. Cosa parecida sucedió con
nosotros cuando nuestros padres o abuelos nos hablaban de las guerras
carlistas o la de Cuba. Por suerte nuestros hijos no viven atormentados por
el recuerdo indeleble de nuestra tragedia, pero me temo que para nuestros
nietos nuestro inmediato pasado sea tan lejano que vuelvan a caer en él.
Sólo la esperanza de su ansia de paz, el ver que la juventud en su mayoría
rechaza la idea de lucha y de guerra, me reconforta y me anima.
«Heraldo de la antigüedad». He traducido la palabra nuntia por
«heraldo», aunque bien pensado podría traducirse por «nuncio» en el
sentido que damos hoy a la palabra en frases como nuncio apostólico por
ejemplo; es decir, representante de la antigüedad ante nuestro tiempo. Ello
quiere decir que hemos de ponernos en el lugar del representado sin sacarlo
de su contexto histórico. «No hay ningún gran hombre para su ayuda de
cámara». Esta frase, atribuida por unos al príncipe de Condé y por otros a
Madame de Sevigné, es la que me ha servido de pauta en muchas ocasiones
para narrar episodios que creo interesantes. No dejo nunca, o procuro no
dejar nunca, de ver o intentar situarme en la época que narro; claro está que
si algún comentario hago está hecho desde el punto de vista de la actualidad
en que vivo. Huyo siempre que puedo de la exaltación de personajes
históricos por simpáticos e importantes que éstos sean, y ello me ha
producido más de una crítica de la que en otro lado hablaré.
Pedante (del ital. pedante, y éste de un der. del gr., pais, paidos, niño),
adj. Aplícase al que por ridículo engreimiento se complace en hacer
inoportuno y vano alarde de erudición, téngala o no en realidad. U.t.c.s.
(Diccionario de la Real Academia Española, tomo II, p. 1031, col. II).
Éste no es un libro de historia, sino de historias, o si quieren ustedes, de
historietas. Como pueden suponer, no invento nada sino que recojo de mis
lecturas aquello que por su curiosidad pueda interesar al gran público. Los
especialistas eruditos no creo que encuentren nada importante en él, pues lo
único que intento es distraer al lector en forma amena y divertida,
recordando la frase de Chesterton, por mí tantas veces repetida, de que
«divertido es lo contrario de aburrido y no de serio». Pero por si alguien
pudiese creer que este libro no tiene ningún mérito, cosa en la cual no
andará muy descaminado, le citaré la frase de Bayle que «la exactitud en el
citar es un talento mucho más raro de lo que se piensa», aunque deberé
añadir también, como Marcial decía de sus epigramas, que «algunos son
buenos, otros mediocres y la mayor parte malos». Continuando con
pedantescas citas recordemos al viejo Horacio, que en su Arte poética,
versos 343 y 344, dicen: «obtiene la general aprobación quien une lo útil a
lo dulce deleitando e instruyendo a la vez al lector». Un poeta italiano,
Giuseppe Giusti, dejó escrito en una de sus poesías que:
Libro prestado,
perdido o estropeado,
1862. Segundo Imperio francés. Napoleón III, cuya vida sexual era muy
intensa y variada, reina en Francia. Su esposa la emperatriz Eugenia cierra
los ojos ante las aventuras de su marido. La frivolidad y el desenfreno de las
clases altas y de la burguesía, que había accedido al poder a consecuencia
de la Revolución francesa, daban un espectáculo de libertinaje
maravillosamente narrado por Émile Zola en su saga de los Rougon-
Macquart. Como contraste, la pudibundez, la pacatería, el puritanismo
reinaban por doquier. Quizá nunca se ha dado un contraste tan grande entre
las costumbres privadas y las manifestaciones públicas dictadas por un falso
sentido de la respetabilidad.
Se va a inaugurar el Salón de Pintura. Édouard Manet presenta un
cuadro que titula El descanso de la modelo, hoy conocido como El
desayuno sobre la hierba. El jurado de admisión rechaza el cuadro, lo
considera mal pintado y provocativo. Manet tiene que recoger la pintura y
llevarla a su casa; pero poco después, con varios amigos pintores que
habían visto cómo sus obras no eran admitidas por el jurado del salón,
deciden abrir una exposición paralela con el nombre de Salón de los
rechazados.
El cuadro de Manet es expuesto allí y causa un gran escándalo.
—Este cuadro es inmoral, además está mal pintado…
—Pues yo encuentro que es un avance en el camino de la pintura.
—Pero no me negará usted que este desnudo…
—Este desnudo está muy bien; por otra parte, el emperador ha
comprado El baño turco de Ingres, en el que hay más desnudos que en éste.
—Sí, pero la emperatriz lo ha hecho devolver al pintor.
—Y La fuente también de Ingres…
—Éste es un desnudo casto. Lo peor de este cuadro es que la mujer esté
desnuda en el campo y rodeada de hombres vestidos. Como comprenderá,
no tiene ni siquiera la excusa de una alusión mitológica o histórica.
—Así cree usted que para pintar un desnudo es necesario tener un
pretexto. Un cuerpo desnudo puede ser tan bello como un cuerpo vestido y
a veces mucho más.
—Lo que pasa es que usted es un inmoral.
—Y usted es un puritano que, como todos los puritanos, ve porquería en
todas partes, porque sus ojos están llenos de porquería.
Las discusiones eran constantes. Poco a poco se iban separando de lo
puramente artístico para pasar a lo estrictamente moral. Se toleraba el
desnudo a condición de que tuviese una excusa o que por su naturaleza
careciese de lo que los puritanos llamaban provocación. Una estatua de
Venus, de Cupido, de amorcillos o de ninfas podían exhibirse, pero era
mejor que fuesen más o menos cubiertas.
Los más exaltados querían romper el cuadro rasgándolo con un bastón;
se tuvo que poner guardias para protegerlo.
Hoy este cuadro, esta gran obra de arte, se exhibe en el museo de los
Impresionistas —que cuando esto escribo se está trasladando del Museo del
Jeu de Paume al nuevo museo de la Gare d'Orsay—, y no causa escándalo
alguno y está considerado como una de las obras maestras de la pintura
mundial.
Algo parecido le pasó a Juan Bautista Carpeaux con su grupo
escultórico titulado La Danza, que debió ser colocado frente a la Ópera de
París y que al final se colocó en la fachada de dicho edificio. Los burgueses
puritanos se escandalizaron de que en plena calle hubiera mujeres desnudas
danzando aunque fuesen de mármol. El grupo escultórico, pese a las
protestas, se colocó gracias al tesón de Garnier, el arquitecto de la Ópera de
París, quien tenía gran ascendiente en la corte desde el día en que
enseñando los planos del edificio a la emperatriz Eugenia ésta le dijo:
—Pero este edificio no es de ningún estilo conocido. No es ni de Luis
XV, ni de Luis XVI… —Majestad, es estilo Napoleón III.
La respuesta halagó a la emperatriz, y ello hizo que consintiese en que
se colocase no sólo el grupo en la fachada, sino que alrededor del edificio
los candelabros estuviesen sostenidos por bellas jóvenes desnudas en
bronce.
Esta historia recuerda la de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. El papa
Clemente VII le encargó la decoración del muro principal justamente detrás
del altar y le sugirió el tema del Juicio Final, con la caída de los ángeles
rebeldes y los condenados y la salvación de los santos y almas puras. El
proyecto no le pareció atractivo a Miguel Ángel, dio largas al asunto, pero
cuando Pablo III subió al trono pontificio renovó la petición y el artista
consintió finalmente en pintar el Juicio Final.
La pintura que hoy puede admirarse y que está considerada como una
de las más altas cúspides del arte mundial de todos los tiempos representa el
Juicio según el espíritu del Apocalipsis. Generalmente, en las
representaciones del Juicio Final se subraya la salvación de los buenos,
quedando en segundo término la condenación de los malvados. Cristo es
representado siempre como el Salvador Misericordioso. Aquí, por el
contrario, Cristo, que centra la enorme pintura, aparta con gesto airado y
decidido a los condenados. E1 maestro de ceremonias del papa, Biagio de
Cesena, puso una serie de reparos al cuadro. Miguel Ángel se vengó de él
retratándole en el grupo de los condenados.
Seis años tardó el artista en concluir su obra. Cuando fue abierta la
Capilla Sixtina al público, muchos eclesiásticos se indignaron, pues todas
las figuras aparecieron desnudas. Al oír los reproches, Miguel Ángel
contestaba:
—¿Es que creéis que en el día del Juicio los vestidos van a resucitar?
Incluso un autor tan audaz y pornográfico como el Aretino acusa de
impudicia a Miguel Ángel, «cuando los escultores de la antigüedad
labraban una estatua, fuese de Venus o de una Diana cazadora, se las
arreglaban de tal modo que una de las manos de la figura tapase sus partes
sexuales, las cuales nunca se mostraban al público. Dejando por separado el
arte y la fe, es necesario reconocer que no es correcto representar así las
vergüenzas de los mártires y de las vírgenes; como mínimo deberían
tapárselas con las manos. Su arte es más propio para una casa de baños que
para una iglesia».
Se desarrolla una campaña contra la obra de Miguel Ángel. Se hace
alusión a sus amistades, según se dice demasiado íntimas, con algunos
bellos jóvenes, y en el Vaticano aumentan las críticas, que insinúan y a
veces exigen la destrucción de la magnífica obra de arte. Pablo III no cede.
Como verdadero papa del Renacimiento, quizá el último, conserva un gran
respeto por el cuerpo humano, que considera no tan malo cuando está
destinado a la resurrección final. Pero cuando Giampietro Caraffa, gran
inquisidor, sube al solio con el nombre de Pablo IV, se preocupa del asunto
y decide destruir el fresco. Pero aún quedaban en Roma gentes amantes del
arte que, horrorizados del hecho, hacen que el papa vuelva a considerar su
decisión, buscando una solución intermedia que consistió en encargar al
pintor Danielle Volterra la tarea de cubrir con velos o ropas las desnudas
anatomías pintadas por Miguel Ángel. Se ha de confesar que cumplió el
encargo con gran discreción respetando al máximo la obra de su maestro, lo
que no impidió que desde entonces fuese llamado il Braghettone, que
podría traducirse poco más o menos como «el taparrabero».
No fue éste el último caso de pudibundez que sufrieron las obras de
Miguel Ángel. El más triste de ellos fue el sufrido por el cuadro Leda y el
Cisne, que había pintado para el duque de Ferrara, el cual lo regaló al rey
Francisco I de Francia creyendo que en poder del alegre y licencioso rey
estaría a salvo de persecuciones. Pero el puritanismo se había extendido ya
por Europa. El cuadro de Miguel Ángel fue arrinconado en un desván,
donde permaneció oculto hasta que un ministro de Luis XIII, al
contemplarlo, se escandalizó y mandó quemarlo.
Cualquier gran museo del mundo estaría orgulloso hoy de poseerlo.
Ya que hemos empezado con Manet, he aquí otras anécdotas del gran
pintor.
Se había casado con una muchacha rolliza y que con el tiempo llegó a
obesa. Cierto día cerca de su casa, Manet empezó a seguir a una muchacha
joven, grácil y estilizada, cuando tropezó con su esposa:
—¿Qué haces siguiendo a esa muchacha tan delgada?
—Perdona, mujer, es que creía que eras tú.
Manet, gran pintor, no valía lo mismo como crítico. Un día, viendo
pintar a Renoir, le dijo a Claude Monet:
—Oye, Claude: tú que eres amigo de Renoir, ¿por qué no le dices que
deje de pintar? Se ve a la legua que no sirve para ello.
Y por fin una anécdota póstuma. Cuenta Ambroise Vollard en sus
Memorias de un marchante de cuadros que un día organizó una exposición
de cuadros de Manet. Se presentó un día un joven crítico de un determinado
periódico:
—Señor Vollard, creo que si Manet regalase un cuadrito al director de
mi periódico éste autorizaría la publicación de un gran artículo sobre su
obra.
Vollard no respondió.
—Ya supongo que esta gestión quizá le moleste hacerla, pero si usted
me da la dirección del pintor yo mismo me encargaré de decírselo.
—Pues diríjase al cementerio del Pére Lachaise.
—¡Ahí! ¿Está muerto?
—Sí, desde hace diez años.
—¡Ah, bueno, no lo sabía! Es que yo sólo hace tres años que soy crítico
de arte.
ANECDOTARIO (I)
Salvador Granés dio un libro al maestro Rubio, que tenía fama de copiar
la mayor parte de la música que firmaba. Cuando oyó la partitura de la obra,
preguntó el compositor a Granés:
—¿Qué te parece? Yo creo que gustará.
—¡Hombre, siempre ha gustado! —fue la irónica respuesta.
Que no lo tome a mal el editor de este libro, pero Granés siempre que
tenía ocasión afirmaba:
—Pídele mil pesetas a tu editor; no se las pagues nunca y todavía gana.
Tan convencido estaba de ello que un día le escribió al suyo la siguiente
carta:
«Mi conocido editor: le ruego que entregue a la dadora doscientas
cincuenta pesetas de las mil que le debo».
Y aseguraba Granés que el editor se las envió.
Una gran señora llamada La Suze se hizo católica porque su marido era
protestante y la reina Cristina de Suecia comentó:
—Ahora se separarán y ella logrará lo que desea, que es no ver a su
marido ni en este mundo ni en el otro.
El político lord North, del siglo XVIII, fue solicitado para que diese un
óbolo para un concierto benéfico, a lo que él se negó.
—Pues vuestro hermano, el obispo, ha dado una buena suma —le
dijeron.
—¡Vaya una gracia! Si yo fuera sordo como mi hermano también
asistiría a su concierto.
Hace unos años se puso de moda la frase de que los españoles nos habíamos
convertido de peatones en seatones. No se puede negar que el Seat, el coche
más popular de España, ha cambiado nuestra manera de ser. Hoy la
posesión de un coche no significa gran cosa y es un lujo que está dejando de
serlo para convertirse en una necesidad. Claro está que Hacienda no lo
considera así y continúa gravando este artículo necesario.
En el varias veces citado libro El Trivio y el Cuadrivio de Joaquim
Bastus, publicado en 1862, se dice lo siguiente, que copio por su gran
curiosidad:
«Desde que el príncipe don Juan de Austria solía ir a visitar a Nuestra
Señora de Regla en Andalucía con la duquesa de Medina en una carreta de
bueyes; desde que Enrique IV de Francia se excusaba con Sully de no haber
podido ir a verle, porque la reina su esposa había tomado el coche, ¿qué de
cambios, cuántos adelantos en la útil invención de ser transportados cómoda
y prontamente de uno a otro lugar?».
Entramos ahora en el mundo en coche y en coche nos sacan también de
él. Se toma un carruaje al llegar, nos apeamos en la estación de la vida, y
luego otro carruaje preparado al efecto nos conduce a otra estación…, la de
la eternidad.
Significativa alegoría del rápido tránsito de esta vida, hecho con
prontitud, con lujo, y si se quiere con comodidad.
El coche es un carro cubierto y adornado, de cuatro ruedas, del que tiran
caballos o mulas. Algunos quieren, dice Covarrubias, que se haya dicho
coche, quasi carroche, como carroza de carro.
A otros les parece haber tomado el nombre del verbo francés coucher,
por ir dentro del coche como echado en su cama. Y también los hay que
dicen se deriva de una población de Hungría en la que suponen fueron
inventados, o de la voz alemana gutsche, lecho de reposo.
La invención no data más allá del siglo XVI. Antes de esta época, y aun
mucho después de ella, las gentes distinguidas viajaban en litera o andas, y
por las ciudades en silla de mano o a caballo, por lo común en mulas,
particularmente los médicos.
Gonzalo Fernández de Oviedo dice que la princesa Margarita, cuando
vino a casar con el príncipe don Juan, trajo el uso de los coches de cuatro
ruedas y que, habiéndose vuelto viuda a Flandes, cesaron tales carros y
quedaron las literas que antes se usaban.
El primer coche que se vio en la Península fue por los años de 1546,
según lo expresa Mendes Silva en su Catálogo real de España.
Sin embargo, Vanderkamen, historiador de don Juan de Austria, supone
que el primer coche que anduvo por estos reinos fue el que trajo en 1554
Carlos Pubest, criado del emperador Carlos V.
El día 23 de febrero de 1559 hizo su apoteósica entrada en Barcelona el
lugarteniente general don García de Toledo con su esposa doña Victoria
Colonna, en un magnífico coche, que las crónicas de aquellos tiempos
calificaban de —«carro tot daurat de dins i de fora a la italiana»—, carro o
coche enteramente dorado por dentro y por fuera a la italiana. Éste sería sin
duda el primer coche que se vio en Barcelona.
En Francia no eran en aquel entonces más abundantes los coches.
Enrique IV se excusaba con Sully, como hemos dicho, de no haber podido
ir a verle porque su mujer había tomado su coche.
En tiempo de Francisco I no había todavía en París más que tres
carrozas o coches: el de la reina, el de Diana de Poitiers, hija natural de
Enrique II, y el tercero pertenecía a René o Renato de Laval, que no podía ir
a caballo ni andar, por ser tan grueso.
Después de referir el mencionado Vanderkamen que el príncipe don
Juan solía ir a visitar a Nuestra Señora de Regla en Andalucía, en una
carreta de bueyes, con la duquesa de Medina, añade: «Pero dentro de pocos
años (1567) fue necesario prohibir los coches por pragmática. Tan
introducido se hallaba ya ese vicio infernal que tanto daño ha causado en
Castilla».
Consecuente a esto, sin duda fue que en 1578, accediendo Felipe II a la
petición de las Cortes, prohibió tener coches y carrozas sino con cuatro
caballos, propios del dueño del carruaje, cuya disposición se amplió en
1593 a los carricoches y carros largos.
Más adelante, en 2 de junio de 1600, Felipe III, teniendo en
consideración lo que le expusieron los procuradores de Cortes, permitió
traer dos caballos en los coches y carrozas sin embargo lo dispuesto en las
leyes «interiores».
El mismo monarca, en 8 de junio de 1619, autorizó para andar en
coches de dos mulas a los labradores de veinticinco fanegas de tierra, cuya
disposición fue revocada por la pragmática de Felipe IV de 11 de febrero de
1628, y puesta nuevamente en observancia por el mismo rey, atendidas las
razones de los procuradores de Cortes en 1632.
Carlos II, por bando de 16 de julio de 1678, prohibió usar mulas y
machos en coches, estufas, calesas y demás portes de rúa; luego, Felipe V
prohibió, en 1723 y 1729, el uso de seis mulas o caballos en los coches,
dentro de la corte, etc., hasta que Carlos III, en 1785, prohibió más de dos
mulas o caballos en los coches, berlinas y demás carruajes de rúa.
Felipe II prohibió en 11 de octubre de 1579 las carrozas con seda y
guarniciones de oro y plata.
Felipe III, por pragmática dada en San Lorenzo a 2 de enero de 1600, y
luego por otras publicadas en Madrid a 3 de enero y 7 de abril de 1611,
prohibió los forros, cubiertas y bordados de oro, plata y seda en las sillas de
manos, coches y literas.
Felipe V, en 5 de noviembre de 1723, dispuso el adorno que debían
tener los coches y sillas de mano, con arreglo a lo mandado en la ley
precedente.
Felipe III, por pragmática de 1604, y por otra de 1611, prohibió usar los
hombres de sillas de manos.
El mismo monarca, en 3 de enero del referido año de 1611, limitó el uso
del coche a determinadas personas, en cuya pragmática se leen las
disposiciones siguientes: «Que persona alguna de cualquier estado, calidad
y condición, pueda hacer ni mandar hacer coche de nuevo sin licencia del
presidente del Consejo.
»Que nadie pueda andar en coche de rúa en ninguna ciudad, villa o
lugar de estos reinos, sin licencia de S. M. Pero permitimos —continúa la
pragmática— que las mujeres puedan andar en coche, yendo en ellos
destapadas y descubiertas, de manera que se puedan ver y conocer; con que
los coches con que anduvieran sean propios y de cuatro caballos y no de
menos: y permitimos que las dichas mujeres puedan llevar en sus coches a
sus maridos, padres, hijos y abuelos, y las mujeres que quisieren, yendo
destapadas, y yendo las dueñas del coche con ellas; y entiéndase que en los
de sus amas puedan ir las hijas, deudas o criadas de aquella familia, aunque
ellas no vayan dentro, y también permitimos que los hombres que tuvieron
licencia nuestra para andar en coche puedan llevar en ellos a los que
quisieren yendo ellos dentro.
»Otro si mandamos que las personas que tuvieran coche no le puedan
prestar, etcétera.
»Que ninguna persona pueda ruar en coche alquilado en la corte —y
concluía mandando—: que ninguna mujer que públicamente fuere mala de
su cuerpo y ganare por ello, pueda andar en coche, ni en carroza, ni en
litera, ni en silla en esta corte, ni en otro algún lugar de estos nuestros
reinos, so pena de cuatro años de destierro de ella con las cinco leguas y de
cualquier otro lugar y su jurisdicción adonde anduviere en coche, carroza,
litera o silla, por la primera vez, y por la segunda vez traída a la vergüenza
públicamente y condenada en el dicho destierro».
En la aclaración de esta ley, que se publicó en 4 de abril del mismo año,
se estableció, entre otras cosas menos importantes, que la prohibición de
ruar en coche se entienda en todas las ciudades, villas y lugares de España;
que en cuanto se permite a los hombres que tienen licencia para andar en
coche, que puedan llevar en él a los que quisieren llevando hombres, mas
siendo mujeres, sea solamente a sus mujeres propias, madres, abuelas, hijas,
suegras y nueras; y que los hijos de los que tuvieran licencia para andar en
coche, puedan andar en ellos, aunque los padres no vayan dentro, hasta la
edad de diez años y no más.
Según nuestras leyes recopiladas, estaba prohibido el uso del coche u
otro carruaje en la corte los tres días últimos de la Semana Santa; esto es,
durante el jueves, viernes y sábado, bajo una determinada pena, salvo con
licencia del alcalde del cuartel dada por escrito, etcétera.
La etimología de carroza se deriva del italiano carroccio, que significa
un carro de cuatro ruedas, sobre el cual llevaban antiguamente los italianos
sus estandartes al ir a la guerra; al paso que otros se inclinan a creer que
viene del latín carruca, nombre de una especie de carro para conducir
gente.
El carruaje dicho berlina se llama así porque fue inventado en Berlín,
capital de la Prusia. Felipe Chiese, primer arquitecto de Federico Guillermo,
elector de Brandeburgo, fue el inventor de ella.
Otros quieren que el honor de su invención se deba a los italianos, y que
este nombre se derive de berlina, nombre que ellos dan a una especie de
catafalco en que hacen subir a los reos que exponen a la vergüenza pública.
La especie de coches de alquiler llamados fiacres y también simones,
tomaron el nombre de la posada Saint-Fiacre, de París, en la calle de Saint
Martin, en la cual residía su inventor, llamado Suvage, en tiempo de Luis
XIV, y de su primer conductor, que se llamaba Simón.
Los carabás eran una especie de carruajes ómnibus, que principiaron a
usarse para ir de París a Versalles y a Saint Germain.
Usáronse también unos coches llamados birrotones, porque sólo tenían
dos ruedas, y fueron de los primeros que se generalizaron en Madrid cuando
la Invención de los coches.
El nombre de los llamados media fortuna aludía a que eran coches de
menos capacidad y tirados por sólo una caballería.
Los volantes se llamaron así por su ligereza y por la rapidez con que
marchaban.
Los carruajes conocidos con el nombre de mensajerías, diligencias, etc.,
fueron establecidos por primera vez en Francia a cuenta de las
universidades literarias, para la conducción y transporte de los estudiantes
en ellas. Los conductores eran responsables del comportamiento de los
escolares durante el viaje.
En 1595 Enrique III de Francia estableció mensajerías reales,
concediendo desde entonces a la Universidad de París cierto derecho sobre
ellas por vía de indemnización, que cobró hasta el año 1719.
Muy luego el público comenzó a encargarles algunas cartas y la
conducción de ciertas mercancías, tomando el mayor desarrollo.
En 1818 se establecieron en Barcelona.
En 1825 se crearon en París, luego en Londres, y sucesivamente en
Barcelona, una especie de mensajerías para el transporte de personas y
efectos de un cuartel de ciudad a otro, a cuyos carruajes por su gran
capacidad se les dio el nombre de ómnibus.
¡Cuánto va de ayer a hoy! Recuerdo las polvorientas carreteras de mi
infancia con escasos coches circulando por ellas, de vez en cuando un carro,
el polvo se amontonaba en las cunetas, lo que hacía mis delicias cuando lo
cogía. Cuando llovía aquel magnífico polvo blanco se convertía en un barro
repugnante. Por las carreteras se veían las boñigas de los bueyes que
arrastraban carretas, los montones de estiércol de los caballos. Las llantas
metálicas de los carros destrozaban el piso y, de vez en cuando, un peón
caminero echaba unos pequeños capazos de arena y piedrecitas. Los coches
pasaban a 60 u 80 km por hora y nos parecían centellas. Los autobuses
traqueteantes y asmáticos llevaban en la baca un banco de madera, allí se
apelotonaban, mezclados con los paquetes y bultos, los viajeros que menos
pagaban. ¡Cuán lejos está aquello!
CIENCIA Y TÉCNICA (I)
Debo confesar mi ignorancia más total sobre estos dos temas. Recuerdo que
en el bachillerato de mi adolescencia estudié aritmética, geometría, álgebra,
trigonometría, física, química y alguna cosa más. Tuve buenas notas debido
a mi memoria, pues me aprendía los teoremas, los axiomas, las leyes, los
corolarios de memoria y los recitaba como un loro sin comprender nada de
lo que decía. En un examen me tocó el teorema de Pitágoras, salí a la
pizarra y lo desarrollé tan bien que me dieron sobresaliente; pero en verdad
ni entonces ni ahora me ha interesado la vida privada de las hipotenusas y
de los catetos, y me tiene sin cuidado los cuadrados respectivos. Me parece
que fue Newton quien imaginó un binomio en el que entran una A, una B,
unos cuadrados y alguna cosa más. Ya no me acuerdo de ello.
Sé que existe un principio de Arquímedes sobre los cuerpos sumergidos
en el agua que cuando el sabio griego lo descubrió salió a la calle desnudo
gritando: «Eureka, eureka» («Lo encontré, lo encontré»). Yo sólo sé que los
cuerpos sumergidos en un líquido se mojan, excepto en el mercurio, en el
que es difícil sumergirlo, y confieso paladinamente que cuando me ducho
mi preocupación mayor es la que no me entre jabón en los ojos. Sé que el
aire pesa porque me lo han dicho personas que me merecen crédito y
porque Galileo hizo el experimento de llenar de aire una vejiga de vaca,
pesándola antes y después del experimento; como pesaba más después,
dedujo que el aire pesaba. Hasta aquí llegan mis entendederas, pero no
mucho más lejos.
En cuanto a la técnica mi máxima habilidad consiste en enroscar y
desenroscar bombillas. Una vez me atreví a arreglar un enchufe y fundí
todos los plomos no de mi piso, sino de toda la casa. No sé conducir coche,
y cuando me hablan de cilindros, embragues, carburadores y otras cosas por
el estilo debo recurrir al diccionario para saber de qué se trata. A lo máximo
que he llegado ha sido ir en bicicleta y tuve que dejarlo porque cuando
saltaba la cadena no sabía cómo arreglarlo. En fin, que soy una calamidad.
Y ahora preguntarán ustedes, si confieso que no entiendo nada de ciencia ni
de técnica, si todo aparato en el que entren más de dos tornillos o funciona a
base de electricidad es un misterio para mí, que coloco en el estante inferior
al de la Santísima Trinidad, ¿por qué diablos me pongo a hablar de ciencia
y de técnica? Pues, muy sencillo, porque a lo largo de la historia hay
muchos lances pintorescos o curiosos que me han interesado y que me gusta
explicar.
He aquí uno de ellos.
Una vez el rey Tolomeo, por allá el año 300 antes de Jesucristo,
preguntó a Euclides si para aprender geometría había un camino más corto
que el de sus Elementos. Euclides le respondió:
—En la geometría no hay un camino especial para los reyes. Un sabio
chino del siglo IV antes de Cristo respondió a un hombre que le preguntó si
la ciencia era provechosa para el hombre y si no era un sueño creer medir
las fuerzas de la naturaleza. Chang Tsu, que éste era el nombre del sabio,
respondió con una fábula:
—Una vez soñé que era una mariposa que revoloteaba por todas partes.
Me daba cuenta de que seguía mis fantasías y mis deseos de mariposa
mientras ignoraba mi cualidad de hombre.
»De improviso me desperté, volviendo a ser yo mismo, y desde
entonces ya no sé si antes era un hombre que soñaba ser mariposa o ahora
soy una mariposa que sueña con ser hombre.
No sé exactamente qué tiene que ver esto con la ciencia, pero, en fin, la
anécdota es bonita y ahí queda.
Demócrito de Abdera es el más moderno de los filósofos antiguos.
Sostuvo que la materia está compuesta de átomos —del griego a, que
significa «negación», y tomos, que significa «cortar», es decir, que no puede
ser dividido— tan pequeños que no se pueden ver, los cuales forman figuras
varias y de diferente magnitud, que se mueven y chocan en el vacío y que,
uniéndose, forman las cosas. Pensaba también que el mundo existe en
infinitos mundos que nacen y mueren como los hombres. Hoy se sabe que
el mundo es finito y que los átomos pueden dividirse, pero no hay ningún
género de duda que Demócrito de Abdera, y siglos después Lucrecio en su
De rerum natura, adivinaron la existencia de los átomos, idea que fue
abandonada después.
Entre los antiguos griegos se tenía a la ciencia en alta consideración, no
así a la técnica o artes mecánicas, por una razón muy comprensible para
quien como el pueblo griego esté enamorado de la belleza: trabajar ensucia.
Jenofonte dice: «Lo que nosotros llamamos artes mecánicas son justamente
consideradas deshonrosas en nuestras ciudades porque estas artes
perjudican los cuerpos de los que las practican, obligándoles a una vida
sedentaria y encerrándolos en sus talleres a veces obligándoles a pasar todo
el día al lado del fuego. Este gasto físico lleva indefectiblemente a un
deterioramiento del espíritu. Por otra parte, los que se dedican a estos
trabajos no tienen tiempo de pensar en otras cosas y son considerados
amigos tibios y malos patriotas, y en algunas ciudades, sobre todo en las
guerreras, está prohibido por la ley que un ciudadano libre tenga una
profesión mecánica». Como dice Sagredo, seudónimo del historiador de la
ciencia Rinaldo de Benedetti, no es extraño que con tales prejuicios la
ingeniería griega no haya sabido sacar gran cosa de la ciencia matemática y
física de su tiempo y que los griegos, ingeniosísimos descubridores de
teoremas y de verdades abstractas, no nos hayan dejado invenciones
importantes.
En el capítulo XX del Timeo de Platón se habla de los triángulos
rectángulos y más exactamente de los triángulos rectángulos escalenos, y el
Timeo afirma: «De todos los triángulos, hay uno que es el más hermoso:
aquel que repetido forma un tercer triángulo, que es el equilátero». Ahora
bien, el triángulo rectángulo que repetido forma el triángulo equilátero es
aquel que tiene un ángulo de 60°, el otro, por consecuencia de 30°, aquel en
el cual el cateto menor es la mitad de la hipotenusa. «Decir por qué es el
más hermoso —continúa el Timeo— sería demasiado largo, pero a quien
contradice esto, y encuentre que no es así, como premio le reservamos
nuestra amistad», como verán mis lectores la belleza de los triángulos era
más importante para Platón que su utilidad.
No se crea que la idea de belleza desapareciese en la matemática con la
desaparición de los griegos. Hacia el año 650 de nuestra era en el libro indio
Brahmagupta se proponen problemas como éste: «Cariñosa y amable
Lilivati, de ojos semejantes a una joven gacela, dime: ¿Cuál es el resultado
de multiplicar 135 por 12?». Como se comprenderá, la cariñosa Lilivati, si
es que su novio le proponía un problema semejante, debería contestar algo
así como: «déjate de problemitas y bésame, que eso me gusta más».
En el mismo libro se encuentra este problema que copio íntegramente
para que sirva de rompecabezas a mis lectores: «Hermosa muchacha de
luminosos ojos, dime: ¿cuál es el número que multiplicado por 3,
aumentado los 3/4 del producto, dividido por 7, disminuido en un tercio del
cociente, multiplicado por sí mismo, restándole 52, mediante la extracción
de la raíz cuadrada, sumándole 8 y dividiéndole por 10, el resultado es 2?».
Naturalmente, si la Lilivati en cuestión era una muchacha normal, a mitad
del problema habría dejado a su novio en la estacada y buscado otro con
menos aficiones a la matemática y más a la anatomía comparada. Aunque
hay quien asegura que la Lilivati en cuestión, la cariñosa y bella muchacha
de los luminosos ojos, la mujer fascinadora, era en este caso personificación
de la matemática. Debo declarar que ni con personificaciones semejantes
los números y las operaciones conseguirían interesarme.
En Madrid estuve yo
en corro de tal tijera,
que la pegaba cualquiera
al padre que le engendró;
Y si alguno se partía
del corro, los que quedaban
mucho peor de él hablaban
que él de otros hablado había.
Yo, que conocí sus modos,
a sus lenguas tuve miedo.
Y ¿qué hago? Estóime quedo
hasta que se fueron todos.
Pero no me valió el arte;
que ausentándome de allí,
sólo a murmurar de mí
hicieron un corro aparte.
A veces el epigrama era en extremo punzante
Los epigramas del siglo pasado, y éste es uno de ellos, oscilaban entre la
ingenuidad y una inocente picardía. Como se ve por el que sigue:
A su amigote Simón
preguntábale Guillén:
—¿Qué tal tu mujer? —Muy bien,
siempre a tu disposición.
Un tozudo vizcaíno,
yendo por una calleja,
tropezó con una reja
atajándole el camino.
—¿Párasme, reja?, exclamó.
Pues lo que puedes verás.
Y la dura testa, ¡zas!
entre los hierros metió.
Acudieron a las quejas
que daba, al verse en prisiones,
y cuando a puros tirones
le sacaron sin orejas,
exclamó muy sobre sí:
—¿Quién os llamó? ¡Mal pecado!
Ya estuviera al otro lado
si no tirarais de mí.
Pues bien, con la firma de Guerao, del que también ignoro todo lo que a
él se refiere, he aquí un epigrama publicado a mediados del siglo pasado:
Una viuda que lloraba
por la muerte de su Blas:
—¡El de arriba!… y nadie más,
me consolará…, exclamaba.
En efecto, era verdad:
mas aun que al cielo miraba,
no estaba allí el que buscaba,
que estaba en la vecindad.
Un listo banderillero
le dijo a su tabernera:
—¿Quieres mi bien, ser torera?
Y responde con salero:
—Los toros, señor Pulido,
son terribles animales;
lleve usted a mi marido
que estará entre sus iguales.
Aquí comienza la historia del señor san Killian, que fue monje en la Irlanda
y fue amador de libros y gustaba de leerlos y escribirlos y fue varón justo,
santo y bueno y encontró misericordia y gloria ante Nuestro Señor Dios,
que manda en el cielo y sobre la tierra.
Y fue san Killian monje en un monasterio, pues sus padres eran
temerosos del Señor y a Él lo habían consagrado. Y entró como lego en el
escritorio, y como hacía bien las letras y los dibujos, cuando fue monje no
lo sacaron de allí, sino que le dejaron como maestro de los demás. Y había
empezado sus días en la religión con el libro de los libros comenzando a
escribir la creación del mundo y del hombre como se cuenta en el Génesis,
In principio creavit Deus coelum et terram, y fue sacerdote del Señor y
ofrecía el santo sacrificio de la misa con gran devoción y de todos era
amado y admirado.
Pero cuando pasaron los años y los de su trabajo ya se contaban por
decenas, el maligno quiso tentarle y Dios lo permitió.
Y entró el diablo en el monasterio y le dijo:
—Hace muchos años que trabajas en este libro y en verdad has hecho
obra asaz bella, pero cuando la hayas terminado no la tendrás ni podrás
gozar mirándola, por cuanto será vendida y con los dineros de la venta se
comprarán tierras y ganados para el monasterio y otros gozarán de lo que tú
has hecho.
Cuando el señor san Killian oyó esto cayó en gran aflicción y rogó al
Santísimo Señor Dios, porque está escrito que el Santo de los Santos ayuda
a quien reza para apartarlo de la tentación y librarlo de la soberbia. Ut
avertat hominem ab his, quae facit, et liberem eum de superbia.
Y el Señor Dios quiso escucharle y sacó de su alma la tentación del
maligno, y san Killian hacía ya cincuenta años que trabajaba en el libro y
escribía las palabras del Apocalipsis del glorioso apóstol Juan:
«Bienaventurado el que lee y escucha las palabras de esta profecía y
guarda las cosas escritas en ella porque el tiempo está cerca».
Y él sentía que su tiempo se acercaba. Y escribía las palabras del
apóstol y su alma sentía dolor y lo ofrecía al Señor y sus ojos miraban la
obra ya hecha y ofrecía las lágrimas al Señor y daba órdenes a los que
estaban bajo su mando y enseñaba a su sucesor porque sabía que sus días
estaban contados y la hora de su muerte marcada en el libro del Señor.
—sucedió que cuando el buen monje daba fin a su admirable obra vio
que Dios Nuestro Señor también la daba a su vida y se sintió morir cuando
escribía las palabras que el Espíritu Santo dictó a Juan:
Et si quis diminuerit de verbis libri prophtiaes hujus, auferet Deus
partem ejus de libro vitae, et de civilitate sancta, et de his, quae scripta sunt
in libro isto.
Dicit qui testimonium perhib et istorium. Etiam venio cito. Amen. Veni
Domini Jesu.
Gratia Domini nostri Jesu Christi cum Omnibus vobis. Amen.
Eso escribió y dio grandes voces tres veces, diciendo:
Etiam venio cito. Veni Domini Jesu.
—Ciertamente vengo presto. Ven, Señor.-Y murió.
Y cuando entregó su alma al Señor Dios tenía en la mano el libro que
escribió y no pudieron lograr que lo soltara. Y así le dejaron pensando que
al siguiente día lo conseguirían. Y a punta de alba lo intentaron y tampoco
pudieron porque lo tenía asido muy fuerte y todos comprendieron que era
voluntad de Dios. Y el abad se revistió con su capa y cogió el báculo y,
dirigiéndose al padre san Killian, le conminó pon santa obediencia a que
soltara el libro. Y el padre san Killian, ya muerto, abrió la mano y soltó el
libro. El abad, viendo la obediencia de la que había sido ejemplo en vida y
muerte el padre san Killian, prometió ante el Señor Dios que el libro no
sería vendido ni cambiado por tierras o ganados, sino conservado siempre
en el monasterio. Y el abad y los monjes, los legos y todo el pueblo que
estaba reunido allí, vieron que el rostro del padre san Killian sonreía
dulcemente. Y así está aún y hace muchos años.
Ésta es la vida del glorioso san Killian, abogado de los amantes de los
libros y de los que gozan leyéndolos, y en ellos aprenden la sabiduría del
hombre que fue hecho a imagen y semejanza de Dios.
Hic liber est scriptus, qui scripsi sit benedictus Finito libros reddatur
gratias Christo.
Esta leyenda de san Killian fue escrita imitando el catalán del siglo XXV,
en 1949 y editada por la S. A. Horta de Impresiones y Ediciones como
felicitación de Navidad del año 1950. Se hizo una tirada de doscientos
ejemplares en papel de hilo ornamentada con una litografía de Julio Boleda
a semejanza de las miniaturas de la época.
¿CERVANTES MÉDICO?
Copio del libro Mil y una anécdotas de Asenjo y Torres del Alamo lo
que sigue:
Los dueños del Palacio de la Música pensaron primeramente en llamarle
Avenida Palace.
Lo supo el maestro Lasalle y se opuso a ello diciendo que debía titularse
Palacio de la Música.
Como los dueños del edificio no lo aceptaron, a los pocos días se
presentó el célebre director de orquesta diciendo:
—Ya saben en Madrid que esto se va a llamar Avenida Palace y
pregunta la gente si los palcos tienen cuarto de baño.
Esta chirigota decidió la aceptación del nombre que hoy lleva el edificio
de la avenida de Pi y Margall.
Esta anécdota tiene su complemento. El Palacio de la Música está
situado en la Gran Vía madrileña. El libro citado se publicó en 1940 por
Ediciones Españolas, cuando la avenida se llamaba de José Antonio, lo que
quiere decir que fue escrito unos años antes. Lo extraño es que la censura,
tan rígida por aquellas calendas, no se diera cuenta del nombrecito.
Al saber que Miguel Ángel, que le estaba haciendo una estatua, tenía el
propósito de ponerle un libro en la mano, le llamó el papa Julio II:
—No soy hombre de letras. Dejaos de libros y poned una espada en esa
mano.
Hay gente cuya única virtud consiste en su severidad para con los vicios
de los demás.
LA CUEVA DE HÉRCULES
Lo que sigue es tradición que va pareja con la anterior. Según ella, el conde
don Julián, gobernador de Ceuta, había enviado a su hija a la corte de
Toledo y de ella se enamoró el rey don Rodrigo. ¿Cómo se produjo el
enamoramiento? Según unos romances, Florinda, que así la llaman los
escritores del Siglo de Oro, pero que es nombre inventado, estaba
«sacándole aradores con un alfiler de oro». Sabido es que el arador no es
más que el sarcoptes seabiei; es decir, el ácaro productor de la sarna, lo cual
nos da una idea muy clara de la higiene de la época, cuando incluso los
reyes estaban sujetos a tal enfermedad. Otra versión dice que don Rodrigo
vio a Florinda bañándose desnuda, según unos en el río Tajo y según otros
en una alberca de palacio. El caso es que se enamoró de ella y la violó.
Florinda escribió a su padre el relato de su desgracia y el conde don Julián
juró venganza. Para ello se presentó en Toledo como si nada supiese y se
puso en contacto con los sobrinos de Witiza, el rey que había sido depuesto
por don Rodrigo, y concertaron una acción de guerra para destronar al rey.
Don Julián volvió a Ceuta y se puso en contacto con árabes que habían
invadido el norte de África y les propuso una acción guerrera en España
contra Rodrigo. No pensaba que su venganza ocasionara la invasión
musulmana que duró ocho siglos; creía solamente en una expedición de
castigo en la que derrotaría al rey. Durante varios meses don Julián estuvo
preparando su venganza. Una primera expedición exploratoria tuvo lugar
con buen resultado, por lo que se decidió a dar el paso definitivo y las
tropas musulmanas atravesaron el estrecho y se presentaron en Andalucía.
Don Rodrigo acudió al lugar del combate con todo su ejército, cuyas alas
estaban mandadas por los hijos de Witiza; en el centro con el rey estaba el
obispo don Opas, que también se había unido a los conjurados. La batalla
tuvo lugar según unos autores a orillas del río Guadalete, según otros junto
a la laguna de la Janda y otros, en fin, han indicado otros lugares, como
Barbate, probables para el desarrollo de la contienda. Según la tradición, el
ejército de los invasores no pasaba de once mil hombres, mientras que el
ejército visigodo era varias veces superior. Se trabó la batalla un 2 de
septiembre, que, según parece, era domingo y duró la pelea no sólo todo el
día, sino toda la semana siguiente, y el último día, domingo también, los
hijos de Witiza se pasaron con sus tropas a los invasores, y lo mismo hizo el
obispo don Opas, que mandaba una parte del ejército de don Rodrigo. Ello
significó el fin de la batalla porque, descorazonados los visigodos, huyeron
abandonando a su rey.
No se sabe qué sucedió con él; desapareció por completo, pues no se
halló más que su caballo a orillas del río y las insignias reales, la púrpura y
la corona en la arena del río. Cuenta la tradición que el rey huyó
refugiándose en un monasterio o una ermita de Portugal, confesando sus
culpas a un ermitaño a la que la tradición da el nombre de Romano. Éste
condenó a don Rodrigo a vivir en un pozo lleno de alimañas que le
mordían, haciéndole exclamar unas palabras que han pasado al acervo
popular: «Ya me comen, ya me comen por do más pecado había». No se
dice cuándo murió.
Un día el poeta José Zorrilla apostó con unos amigos a que en el plazo
de veinticuatro horas escribiría una pieza en un acto basada en un hecho de
la historia de España. Introdujo una tarjeta en un tomo de la Historia de
España del padre Mariana precisamente en la página que narra el episodio
de la penitencia de don Rodrigo. Basándose en él escribió en una noche su
famosa obra El puñal del Godo.
Añadamos que si a la hija del conde don Julián los autores del Siglo de
Oro le adjudicaron el nombre de Florinda, los historiadores musulmanes la
llamaron La Cava, con el cual ha pasado también a la historia y a la
literatura. Cava es la deformación del vocablo árabe kahba —con h
aspirada—, que significa mujer prostituta de alta clase o que se entrega a un
hombre pero no por dinero.
Modernos autores, como Claudio Sánchez-Albornoz, afirman que según
las crónicas árabes la batalla se dio a orillas del río Wadalakka, que
identifican con el Guadalete de la tradición más corriente y no se libró en
septiembre, sino el 19 de julio del 711. Por otra parte, la desaparición de
don Rodrigo dio lugar a múltiples opiniones: «pereció en la batalla de
Guadalete», «murió ahogado en el río, del que no pudo salir por el peso de
su armadura», «los hijos de Witiza le dieron muerte y presentaron su cabeza
a Tarik», «fue muerto por el conde don Julián, que vengó la violación de su
hija», etc. Dos siglos más tarde, en un convento de Viseu, en Portugal, se
encontró un sepulcro que llevaba la inscripción Hic requiescit Ruduricus,
ultimus rex gothorum (Aquí descansa Rodrigo, último rey de los godos).
ABELARDO Y ELOÍSA
El poeta francés Daurat se casó muy viejo con una muchacha muy
joven. El rey Carlos IX le dijo:
—Tu casamiento es un disparate. Está fuera de las reglas…
—Señor, ha sido una licencia poética —replicó Daurat.
Dijo un día Sófocles que tres versos suyos le habían costado tres días de
trabajo.
—¡Tres días! —exclamó un mal poeta—. ¡En tres días yo hubiera hecho
ciento!
—Sí, pero no durarían más que tres días.
Con el pretexto de coger la verbena al alba del día 24, las fiestas, que
habían empezado por la noche del 23, se prolongaban hasta la madrugada
del día siguiente, lo que dio lugar a excesos de toda clase, entre los cuales el
más celebrado lo fue por el refrán «la que verbenea, marcea». Hoy con la
píldora se corre menos peligro.
El nombre de verbena con que se conoció la noche de San Juan pasó
después a otras festividades nocturnas celebradas durante el verano, y ahora
a cualquier otra reunión, especialmente danzante, que se celebre por la
noche. De todos modos, las verbenas están en decadencia, ya que la
proliferación de boites, discotecas y demás instituciones que abren sus
puertas todas las noches del año hacen innecesario la celebración saltuaria
de las verbenas.
CAJÓN DE SASTRE
No diré que mis amigos lectores se encuentren en este caso, pero ¿a que
buscando entre sus amistades lo hallarán?
Jonathan Swift, autor de Gulliver, era, además del primer genio satírico
de su tiempo, capellán predicador. Pero no abandonaba su talante satírico e
irónico jamás, ni siquiera cuando subía al púlpito. Un día empezó un
sermón diciendo:
—Hermanos míos, hay tres clases de orgullo: el orgullo del nacimiento,
el orgullo de la riqueza y el orgullo del talento. De este último no diré nada,
pues entre nosotros no hay nadie a quien, racionalmente, pueda echarse en
cara este vicio.
En una visita que el rey Alfonso XIII realizó a una villa cuyo nombre no
figura en la historia, alabó los festejos y el engalanamiento de las calles. El
alcalde le comentó:
—Señor, hemos hecho lo que debíamos…, y debemos lo que hemos
hecho.
El hombre que piensa que todas las mujeres se parecen es el que se casa.
Lo firma R. J. Crespo.
LA MEDICINA HOMEOPÁTICA
Cuenta Plutarco que Seleuco, rey de Siria, tenía un hijo llamado Antíoco
que se enamoró de la segunda esposa de su padre, al que había ya dado un
hijo. Se llamaba Estratónice y era muy joven y bella, por demás. Antíoco se
enamoró tan fuertemente que era imposible vencer su pasión y se fue
debilitando tanto que parecía que se condenase a muerte él mismo, porque
sentía que su deseo era deplorable, su pasión incurable y perdía la razón.
Decidió abandonar la vida y dejarse morir absteniéndose de beber y de
comer, fingiendo que sufría de alguna enfermedad interior y secreta en su
cuerpo a la que no se encontraba remedio.
Se llamó al célebre médico Erasístrato, quien, después de varios
exámenes, se convenció de que el mal del príncipe era mal de amores; lo
difícil era averiguar de quién estaba enamorado. Para lograrlo no se movía
día y noche de la habitación del joven, y cuando entraba alguna bella joven
o algún joven apuesto, que todo podía ser, miraba atentamente la cara de
Antíoco y observaba cuidadosamente todas las partes del cuerpo y los
movimientos externos, que acostumbran responder a las pasiones y afectos
secretos del alma.
Cuando varias veces hubo notado que no reaccionaba ante ninguna
visita sino cuando Estratónice entraba sola o en compañía de su esposo
Seleuco y se daban en él los signos que Safo atribuye a los enamorados —a
saber, que se debilitaba la voz y la palabra—, enrojecían sus mejillas, sus
ojos se abrían, empezaba a sudar, el pulso parecía más fuerte y más rápido y
que finalmente después caía en postración, quedando como persona
transportada fuera del mundo, con acentuada palidez, se dio cuenta de quién
estaba enamorado Antíoco y que no queriéndolo confesar se preocupaba de
acallar sus sentimientos y disimularlos hasta la muerte. Erasístrato decidió
hablar con Seleuco, pero no sabía cómo hacerlo por temor a la reacción del
marido, superior tal vez a la del padre. Un día se decidió por fin y le dijo:
—La enfermedad de tu hijo, ¡oh rey!, es incurable.
—¿No hay remedio? ¿Qué tiene? Fuere cual fuere el costo de la
medicina, la haré llegar desde el fin del mundo.
—Tu hijo está enamorado; lo que es peor, es que está enamorado de mi
mujer.
—¿De tu mujer? ¿Y tú que eres el más querido de mis amigos no eres
capaz de sacrificarte para la salud de mi hijo? Repudia a tu mujer, dala en
matrimonio a mi hijo. Yo te recompensaré y salvarás la vida de Antíoco,
que es lo que más amo en este mundo.
—Es fácil decirlo, pero ¿qué pasaría si la mujer de quien está
enamorado tu hijo fuese la tuya?
—Quisieran los dioses que así fuere, pues con gusto cedería yo mi
esposa con tal de salvar la vida de mi hijo.
Viendo Erasístrato que Seleuco, con lágrimas en los ojos, estaba
dispuesto a cualquier sacrificio le confesó la verdad:
—Rey, tu hijo está enamorado de Estratónice. Eres padre, marido y rey;
puedes ser ahora médico. Tú solo puedes salvar a tu hijo.
Seleuco hizo reunir al pueblo y ante todos declaró que había decidido
coronar a su hijo rey de las mejores provincias de Asia y que le daba a
Estratónice como esposa para que reinasen juntos y que estaba seguro de su
hijo, que hasta entonces se había mostrado obediente a la voluntad de su
padre, no dejaría de aceptar este matrimonio. Por su parte, Estratónice
cambió, al parecer con gusto, de marido, dando a entender que lo que
parecía un incesto era algo decidido por el rey para el bien de la monarquía
y bienestar del pueblo.
He aquí el primer caso que conozco de medicina psicosomática; es
decir, de aquella que cree que muchos males del cuerpo derivan de una
enfermedad del espíritu y no al revés, como creía Hipócrates.
Este último, conocedor solamente de las partes externas de la anatomía
humana, ignoraba la psicología y fundaba todas sus observaciones en dos
principios: primero, que la naturaleza es el mayor de los amigos y, segundo,
que es necesario ayudarla y no combatirla. Según él, el cuerpo comprende
cuatro humores: el caliente, el frío, el seco y el húmedo, ligados a cuatro
elementos, el aire, la tierra, el fuego y el agua, y engendran cuatro
temperamentos: el sanguíneo, el nervioso o melancólico, el bilioso y el
linfático. De acuerdo con estas opiniones, expresadas hacia el año 460 a.
J.C., la medicina occidental se desarrolló durante casi dos mil años
olvidando Erasístrato, que había descubierto doscientos años después de
Hipócrates, que muchos males del cuerpo proceden del espíritu. Por ello es
corriente decir ahora que no es la úlcera de estómago la que produce el mal
humor, sino que el mal humor es la causa de la úlcera. Aviso a los coléricos
y mal educados: pueden enfermar.
UN ASPECTO HISTÓRICO DE LA
MODA FEMENINA
Dice el Génesis que cuando nuestros primeros padres fueron expulsados del
paraíso se cubrieron con hojas de higuera. Estoy seguro de que una vez que
Eva hubo escogido tres hojas para cubrirse por delante y otra para cubrirse
por detrás, le dijo pizpireta a Adán:
—¿Qué te parece este modelito? ¡Lástima que no tengamos amigas,
porque se morirían de envidia!
A lo que Adán, como buen marido, debió de responder como todos:
—Me gustabas más antes. Acabarás poniéndote hasta hojas de parra.
Esas serpientes inventan cada cosa…
Y en realidad serán las serpientes, los o las modistas —escribo siempre
los modistas y no los modistos, del mismo modo que escribo electricistas,
ebanistas o anarquistas en vez de electricistos, ebanistos o anarquistos—,
los que inventen modas que, en su momento, parecen estupendas y luego
hacen exclamar a las mujeres:
—Parece mentira que me pusiera esto.
Y lo peor del caso es que cuando sale una nueva moda exclaman:
—¡Qué moda tan fea! Eso no se lo pondrá nadie.
Y acaban poniéndoselo.
En el siglo pasado se usaban los miriñaques, modificación de aquellas
terribles faldas que se habían llevado en los pasados siglos. Se estaba en la
creencia de que estos voluminosos trajes se habían inventado en Valladolid
a últimos del siglo XV, según se desprende de un opúsculo que publicó fray
Hernando de Talavera titulado Contra la demasía de vestir y de calzar, en el
cual se dice que «este traje maldito y muy deshonesto en la villa de
Valladolid ovo comienzo».
A este traje se le llamaba verdugado, falda a modo de campana, todo de
arriba abajo guarnecida con irnos ribetes que por ser redondos, como los
verdugos de los árboles o tal vez por el color verde que se puso de moda,
dieron nombre al traje, según afirma Covarrubias.
También se las llamó caderas, por lo mucho que las abultaban, y
asimismo tontillo, que equivale a redondo y vacío, a modo de media
naranja, como dice el citado Covarrubias. Por la semejanza con las canastas
invertidas en que se crían los polluelos se las llamó polleras, nombre que
aún conservan las faldas en algunos países americanos.
Se les dio después el nombre de guardainfantes por dos opuestas
razones: una, la más acertada, porque protegía al futuro niño de posibles
golpes y otra porque avisaba del peligro que podía sufrir el infante, porque
dicen que era causa de muchos abortos por su peso. Un autor del siglo
pasado dice que «era traje feo por lo ancho y grueso que hacía a las mujeres
desabrigado hueco e indecente porque se veían con facilidad las piernas,
pues entonces el traje de las mujeres era mucho más corto que ahora». No
sé qué diría el buen señor ante las modas de hoy en día y el Top-less.
El mismo fray Hernando, en el citado folleto, añade que el obispo de
Valladolid ordenó: «So pena de excomunión, no trajesen los varones ni las
mujeres cierto traje deshonesto; los varones camisones con cabezones
labrados, ni las mujeres grandes ni pequeñas, casadas ni doncellas, hiciesen
verdugos de nuevo, ni trajesen aquella demasía que agora usan de caderas,
y a los sastres que no lo hiciesen dende adelante, so esa misma pena».
Y para que se forme una idea de los miriñaques de entonces,
recordemos lo que dice también Alonso de Carranza en el Discurso contra
los malos trages, impreso por los años de 1630. En él deplora como sumo e
intolerable el gasto de almidón que se hacía en los guardainfantes y enaguas
de las mujeres, pudiendo el trigo que en esto se pierde servir para el
sustento de muchos necesitados.
El festivo Quevedo escribió hablando de los miriñaques de entonces el
siguiente.
SONETO
Opinase, como hemos dicho, que de España pasó esta moda a Francia,
en donde, a pesar de que se declamó igualmente mucho contra de ella, se
propagó extraordinariamente a principios del siglo último.
Llamábanse también a los verdugados, vertugadins en francés, cuyo
nombre cambiaron después por el de paniers, por parecerse mucho a las
canastas en forma de polleras.
Había diferentes especies de paniers, a la gourgandina, a la boute-en-
train, a la culbute, etc.
Publicáronse varias críticas ridiculizando esta moda, y entre ellas una
estampa en 1735, figurando un puesto o tienda al aire libre en el que está
vendiendo y alquilando paniers una supuesta Margot; y dice que las
primeras que acudieron a usarlos y a propagar esta moda fueron las
aguadoras o conductoras de agua, las vendedoras de tisanas y otras tales.
En tiempo de nuestro Felipe V, por pregón hecho en Madrid en 13 de
abril de 1639, se dispuso que:
«Ninguna mujer de cualquier estado y calidad que sea, pueda traer ni
traiga guardainfante, ni otro instrumento o traje semejante, excepto las
mujeres que con licencia de las justicias públicamente son malas de sus
personas, y ganan por ello; a las cuales solamente se les permite el uso de
los guardainfantes, para que los puedan traer libremente y sin pena alguna;
prohibiéndolos, como se prohíben, a todas las demás para que no les puedan
traer».
Y luego continúa:
«Y así mismo, se ordena y manda que ninguna basquina pueda exceder
de ocho varas de seda, y al respecto de las que no fueran de seda, no tener
más que cuatro varas de ruedo».
Sempere y Guerino, hablando de las leyes suntuarias de España en su
Historia del lujo, cita este auto acordado y dice que entonces se permitió
traer verdugados, pero con la precisa condición de que no podían exceder
de cuatro varas, o sea, dieciséis palmos de ruedo.
En todo tiempo las mujeres han exagerado la moda ora ampliando el
volumen de sus faldas ora reduciéndolas a límites insospechados e
inverosímiles. Se cuenta que en la época de la minifalda impuesta por Mary
Quant se escuchaba el siguiente diálogo:
—¿Ya has comprado aquella minifalda que vimos en el escaparate?
—No, resulta que era un cinturón.
En otro extremo, ya las matronas romanas habían adoptado una
amplitud extraordinaria en las pallas que llevaban sobre las stolas cuando
iban por las calles de la ciudad. Horacio, en uno de sus versos, da a
entender que las mujeres distinguidas del tiempo de Augusto usaban trajes
ahuecados como los de tiempos mucho más modernos. Y es curioso hacer
notar que el mismo Horacio, al criticar los vestidos ahuecados, por lo que él
llama empalizada y dice que eran un excelente medio para inflamar la
imaginación de los libertinos de Roma, cansados ya de no hallar ilusión en
los trajes transparentes que modelaban con exceso las formas de las mujeres
romanas.
Llegaremos a un momento en que en los cabarets y salas porno se
anunciará para excitar al público: «Gran espectáculo sexy: treinta mujeres
vestidas».
Pero, por el momento, prefiero la libertad de hoy, en que cada mujer va
vestida como le da la gana.
CIENCIA Y TÉCNICA (II)
Un hombre yo he conocido
que con vista nada ve.
—¿Es verdad?
—Sí.
—Pues ya sé,
el tal hombre es un marido.
Otro toque al tema sempiterno. Menos mal que este asunto de maridos
engañados, mujeres adúlteras y cuernos respectivos está fijándose en sus
límites adecuados —véanse las páginas 197 ss. de la primera serie de estas
Historias—. Del mismo estilo, aunque indirecto es el epigrama siguiente:
Hoy en día, una doncella —del servicio doméstico— está muy bien
pagada y dejar de ser doncella —en el otro sentido— es fácil y corriente.
Las opiniones sobre ello son libres. He aquí otro epigrama pícaro. Tanto
éste como el anterior son anónimos.
Ya sé que hay pechos postizos y otras desilusiones, pero con los bikinis,
los monokinis y los sinkinis, usar de estos aditamentos es cada vez más
difícil. Por otro lado, siempre me he preguntado cómo lo hacen las
jovencitas para cambiar de anatomía de acuerdo con la moda. Cuando
apareció en el firmamento cinematográfico una bestezuela erótica como fue
Brigitte Bardot, salieron como por encanto pechos desarrollados, hociquitos
tentadores y delgadas piernas; pasó la moda y desaparecieron los
volúmenes como por ensalmo. Surgieron las grandes «estrellas de la Vía
Láctea» como Sofía Loren, Gina Lollobrigida o Silvana Pampanini y
volvieron las curvas a aparecer. No lo entiendo.
Perico, de estudiar
diez años, nada ha sacado.
Roque es todo un hacendado,
aunque apenas sabe hablar.
Y el mundo, sobrado necio,
dispone en muy breve espacio:
para Roque un gran palacio,
para Pedro un gran desprecio.
Es Amor un sustantivo,
en cuya declinación
sólo hay dos casos que son:
el Genitivo y Dativo.
Un profesor distinguido
le preguntó a un escolar:
—Diga: ¿qué tiempo es «Amar»?
—«Amar» es tiempo perdido.
Con ocasión de las reformas introducidas en uno de los más populares cafés
madrileños —esto sucedía cuando había cafés—, el dueño del mismo hizo
adornar las paredes con grandes pinturas de no muy buena factura, pero que
correspondían a su gusto. Uno de los habituales clientes entró el día antes
de la inauguración en el local en el que todavía se veían obreros.
—¿Qué le parece?
—Bien, bien. Pero le diré: este fresco no me gusta mucho…, este
fresco…
—No se apure usted —replicó el dueño—. ¿No ve que habrá una buena
calefacción?
No creo que existan libros malos, lo que hay son malos lectores.
Según frase de Girardin, el periodismo conduce a todo a condición de
salirse de él. Delcassé, el gran político francés, había sido periodista, cosa
que recordaba a menudo cuando, siendo ministro, los informadores le
interviuaban. Ello hacía que algunas veces se excediesen en su celo
haciéndole preguntas impertinentes sobre graves problemas del Estado.
Delcassé decía entonces:
—No contesto a lo que se me pregunta; ahora que soy diplomático, ya
no soy periodista; pero les recuerdo que cuando era periodista ya era
diplomático.
Que aprendan los aprendices de periodistas que con demasiada
frecuencia confunden la audacia con la impertinencia.
En 1502 Cristóbal Colón llega a una isla que bautiza con el nombre de
Pinos. Los indígenas salen a recibirle y, en trueque a sus presentes, le
ofrecen unas habas de color marrón. Poco podía pensar el gran descubridor
que acababa de recibir uno de los presentes más valiosos que el mundo ha
recibido de América.
El jefe indígena ofrece también a Colón una bebida hecha a base de las
citadas habas, brebaje que Cristóbal Colón y sus compañeros encontraron
amargo y desagradable. Los indígenas dijeron que las habas se llamaban
cacault y la bebida chocolatl. El descubrimiento no hubiese tenido
demasiada importancia si no hubiera sido por dos cosas: la primera era que
la tal bebida estaba reservada, en el continente americano, a los
emperadores y a la más alta nobleza, lo cual le daba un prestigio que no
podía por menos que impresionar a los conquistadores; la segunda fue la
idea que tuvo alguien, hoy desconocido, de añadirle azúcar. Llegadas que
fueron a España las semillas del cacao, fueron examinadas por los médicos,
los cuales dictaminaron que era bueno para determinadas afecciones,
especialmente la llamada debilidad orgánica.
Ello representaba un gran paso. Aceptado el cacao como medicina, se
procuró mezclarlo con otros aromas, entre ellos la vainilla y la canela, y con
ello la medicina se convirtió en golosina. España se vuelve chocolatera y la
nobleza empieza a servir chocolate en sus reuniones. Se presenta entonces
un problema que no es médico ni gastronómico ni social, sino teológico:
¿quebranta el ayuno el chocolate? Según una regla de teología moral
liquidum non frangit ieiunium. Por tanto, ¿debía el chocolate considerarse
bebida o alimento? En 1671, la marquesa de Sévigné escribe: «Ayer tomé
chocolate para nutrirme y poder ayunar hasta la noche. Me hizo los efectos
que yo quería, y he aquí que lo encuentro agradable, pues actúa según la
intención». Es un caso de casuística digno de la época.
Pero durante mucho tiempo los moralistas discutirán todavía sobre el
asunto sin llegar a una conclusión definitiva. Por supuesto, si el chocolate
se desleía en leche era alimento, pero ¿qué pasaba si se desleía en agua? Y
más adelante, cuando el chocolate se vendía en tabletas, ¿cómo negar que el
alimento era sólido? ¿Perdía su calidad de sólido si se desleía en agua?,
preguntas que hoy nos parecen absurdas y capciosas, pero que en aquel
entonces provocaban discusiones apasionadas.
En 1606 un italiano, Antonio Carletti, introduce el chocolate en Italia;
unos cuarenta años después un alemán, Volckammer, lo introduce en
Alemania. Era médico y atribuyó al chocolate virtudes afrodisíacas. Según
él, una o dos tazas de chocolate antes de acostarse producían efectos
maravillosos. Naturalmente, hubo quien aumentó la dosis, pero se ha de
convenir que sin resultado. La edad no perdona y el chocolate no hace
milagros.
En 1697 entra el chocolate en Suiza; poco podía pensarse en aquel
momento que llegaría a ser una de las mayores industrias del país.
Martine Jolly, en su obra El libro del amante del chocolate —José J. de
Olañeta, editor; Palma de Mallorca, 1985—, libro que recomiendo
vivamente a todos los aficionados al chocolate en particular y a la
gastronomía en general, dice:
«El chocolate entra en Francia por la puerta grande. El 25 de octubre de
1615, Luis XIII se casa con una pequeña infanta española, Ana de Austria,
hija de Felipe II. A éste le encanta el chocolate, y lo transporta en su
equipaje con todo lo necesario para prepararlo. Para granjearse su simpatía,
los cortesanos adoptan esta nueva bebida… y le cogen gusto,
extraordinariamente. El hermano de Richelieu, el cardenal de Lyon, es un
ferviente adepto.
»Lo bebe a menudo “para modificar los vapores de su bazo y luchar
contra la ira y el mal humor”. Mazarino hace ir de Italia a su propio
chocolatero, que le prepara un chocolate italiano, mejor, para él, que el
chocolate a la francesa. Durante la regencia, Felipe de Orleans se aficiona a
él hasta el punto de que desayuna cada día una taza de chocolate e invita a
sus cortesanos a esta ceremonia. Al salir de su habitación, va a beberlo a
una gran habitación a la que van a saludarle; es lo que se llama “ser
admitido al chocolate”.
»Este gusto por el chocolate gana la corte. Las fábricas de porcelana y
los orfebres comienzan a fabricar encantadores juegos para chocolate, y las
hermosas damas parlotean en los salones, con su taza de chocolate en la
mano. En 1661, Luis XIV se casa con María Teresa de Austria. De ella se
dice que tiene dos pasiones: el rey y el chocolate. Desde 1659 el Gran Rey,
consciente de las ganancias que el chocolate podía proporcionarle, había
concedido a David Chaillo, por real despacho y por un período de
veintinueve años, el privilegio exclusivo de “vender y suministrar cierta
composición que se llama chocolate…, ya sea líquido, en pastillas o
bocaditos o de cualquier otro modo que quiera”.».
Se discutió mucho si el chocolate debió servirse a la española —es
decir, espeso y desleído en agua—, o a la francesa, claro y con leche. La
discusión sigue todavía. En España se dice «las cosas claras y el chocolate
espeso», y cualquiera que haya viajado por Francia sabrá cómo se sirve en
el vecino país: con leche y clarito.
Como no podía ser menos y sucedía y aún sucede con todo brebaje
nuevo, se atribuyó al chocolate virtudes salutíferas y aun afrodisíacas.
Durante mucho tiempo se vendía en las boticas como purgante, pectoral y
afrodisíaco. Brillat-Savarin recomendaba el chocolate para tomarlo después
de las comidas y decía: «Toda persona que haya bebido demasiados tragos
seguidos en la copa de la voluptuosidad, todo hombre de ingenio que en un
momento dado se encuentre atontado, todo aquel que encuentre el tiempo
largo y la atmósfera pesada, deberá reconfortarse con un chocolate al
ámbar», al que nombra chocolate de los afligidos o desgraciados.
Hoy en día el chocolate no se recomienda como purgante, sino todo lo
contrario, y se cree que produce ardores de estómago.
Si quiere obtener un buen chocolate, hágalo con un día de anticipación,
y si se ha vuelto demasiado espeso, añádale un poco de agua o de leche
caliente, según esté hecho, en el momento de servirlo.
EPIGRAMAS (IV)
Cuando allá por los años nunca llevaban las mujeres seis refajos y
veintidós basquiñas podrá ser «alegre» el epigrama:
Y es que
Y cambiemos de tema.
Lo firma V. Martínez.
Otro también vigente antes, vigente ahora y vigente siempre:
La generación actual
no se escapa del dilema
de ser, con vergüenza pobre,
o ser rica, sin vergüenza.
Si es o no invención moderna,
vive Dios que no lo sé,
pero delicada fue
la invención de la taberna,
porque allí llego sediento,
pido vino de lo nuevo;
mídenlo, dénmelo, bebo,
págolo y voyme contento,
En un muladar un día
cierta vieja sevillana,
buscando trapos y lana,
su ordinaria granjeria,
por acaso vino hallarse
un pedazo de un espejo.
Y con un trapillo viejo
lo limpió para mirarse.
Viendo en él aquellas feas
quijadas, de desconsuelo,
dando con él en el suelo,
le dijo: —Maldito seas.
Este autor tenía, por lo menos, mejor humor y talante que el anónimo
que publicó
El huevo ha sido considerado por los pueblos más antiguos como símbolo
de la creación y como un símil divino que no tiene principio ni fin. De un
huevo se decía que habían salido todos los seres. Un huevo representaba el
mundo o más bien al autor del mundo y era un emblema de Mitra, Isis y
Orfeo. Plutarco dice que los fenicios veneraban un Ser Supremo al que
representaban en forma de un huevo. Lo mismo sucedía con los caldeos,
celtas, hindúes y chinos.
Según dice Bastús, autor al que acudo con mucha frecuencia porque sus
obras son un resumen enciclopédico del saber de mediados del siglo pasado
y era hombre como yo dado a curiosidades de usos y costumbres:
Los druidas buscaban con gran cuidado y con una superstición
extremada los llamados huevos de serpiente. Decían que eran de un tamaño
poco mayor que los de gallina y que estaban llenos de una infinidad de
pequeñas serpientes. Con estos huevos suponían podía conseguirse cuanto
uno desease, y sobre esto contaban mil fábulas absurdas. Algunos
historiadores modernos suponen que los druidas llevaban en sus insignias la
figura de uno de los creídos huevos de serpiente.
Los griegos y los romanos ofrecían huevos a los dioses cuando querían
purificarse. Los servían igualmente en los banquetes fúnebres para purificar
las almas de los muertos.
Cuando entre los primitivos cristianos se observaba la Cuaresma con
toda la rigidez de la antigua disciplina eclesiástica, estaba prohibido comer
no sólo carne y lacticinios, sino que también era vedado el uso de los
huevos. De esta abstinencia había de resultar un gran acopio de ellos, al
concluirse aquel período de mortificación. Entonces se introdujo la
costumbre de mandarlos bendecir el Sábado santo y, llegada la Pascua,
regalarse mutuamente gran cantidad de ellos entre las familias más íntimas
y allegadas.
La moda introdujo también luego el uso de teñir los huevos de varios
colores, de azul, amarillo y colorado, y las gentes más pudientes los
mandaban platear y dorar, formando con ellos vistosas pirámides, con las
cuales, a manera de ramilletes, se obsequiaba a personas distinguidas.
Los cristianos los tomaron como símbolo de la resurrección de la cual
Jesucristo les había dado el ejemplo y el precepto: y entre los varios colores
que los teñían, el color rojo era en memoria de la efusión de su sangre en la
cruz.
Restos de las referidas costumbres son los roscones adornados con dos o
más huevos que se regalan por el día de Pascua. En Cataluña se los llama
moties, ya que, según parece, en su centro se colocaba una figura de mono.
Otros vea en estas costumbres un origen más antiguo. Entre los
orientales, como ya he dicho, el huevo es la representación de la creación
que ha desarrollado el germen de todas las cosas. Con el inicio del año, que
en varias naciones comenzaba en el equinoccio de primavera, era costumbre
hacerse presentes mutuamente y regalar como símbolo de la eternidad uno o
más huevos bellamente decorados.
Y para terminar digamos que los primeros relojes de bolsillo fueron
llamados huevos de Nuremberg por su figura redonda parecida a un huevo y
por haberse inventado en aquella ciudad por el relojero Peter Bell.
ENSALADA
Las líneas que anteceden están copiadas del libro de Bastús El Trivio y
el Cuadrivio, publicado hace ciento veinte años. Por aquel entonces ya la
música operística y zarzuelera había invadido las iglesias de España y del
mundo entero. Era inútil que compositores de todas clases, buenos, malos o
peores, escribiesen misas y motetes intentando sustituir la música profana,
cayendo muchas veces en el mismo error de componer sobre textos
eclesiásticos música que por sus características participaba del aire
operístico reinante. Claro está que los grandes compositores, como Mozart
o Beethoven, por ejemplo, crearon música religiosa de calidad insuperable,
pero a juicio de las autoridades eclesiásticas no infundían en el pueblo la
devoción necesaria por quedar dominados por la maravillosa partitura de
los grandes maestros.
El 22 de noviembre de 1903 el papa Pío X, después proclamado santo,
publicó un motu proprio por el que se prohibía toda interpretación de
música profana en las iglesias y se daba instrucciones para que la música
sacra siguiese el camino que había trazado Palestrina. Si bien la primera
parte del proyecto se realizó, no se consiguió que la música tuviese calidad
como para ser recordada. El inefable monseñor Perosi produjo, una tras
otra, misas para el consumo de las iglesias de todo el mundo, pero justo es
reconocer que, en mi opinión, ninguna de ellas pasará a la historia. Creo
que una misa de Mozart o de Caldara o de otro gran maestro, es un
homenaje del Arte al Señor y prefiero esta música a otra que, escrita sin
duda con muy buena fe, no llega a convencer el oído ni a conmover el alma.
Hoy en día se oyen misas de todo tipo y calibre: misa flamenca, criolla,
bantú, etc. Muy curiosas desde el punto de vista folklórico, pero que
interesarán como curiosidad solamente a los ajenos a la música folklórica
de cada país sin conseguir ser católicas; es decir, universales. Se oyen misas
con guitarras eléctricas, gritos descompasados, tam-tam, bongos, timbales y
bandurrias, música más de discoteca que de iglesia.
Si la música no es mejor que el silencio, dejadme el silencio.
LA ESCUADRA INVENCIBLE
Invencible se llamaba
invencible se llamó,
sin ser vencida acabara
sin ser vencida acabó.
Cuentan que un día estaban haciendo antesala para ser recibidos por el papa
el general de los dominicos y el de los jesuitas. Sabido es que
tradicionalmente se asigna a los primeros —«domini canes»— el papel de
rígidos intérpretes de la moral, mientras los segundos representan, al decir
de muchos, una visión más laxa de la misma. En un momento dado el
dominico pregunta al jesuita:
—Y vuestra reverencia ¿viene a ver al papa para algún problema de
disciplina?
—Sí, supongo que el mismo que vuestra paternidad. Se trata del vicio
de fumar mientras se reza.
—Exactamente lo mismo que yo —dice el dominico, que de inmediato
es invitado a entrar en el despacho pontificio. Al cabo de un rato sale y dice
al jesuita:
—No es necesario que vuestra reverencia se preocupe del problema. El
papa se ha mostrado tajante en la prohibición.
El jesuita no contesta y entra a su vez a ser recibido por el papa.
El dominico piensa: «Estos jesuitas son capaces de cualquier cosa; me
quedo a ver cómo se las compone».
Y al poco rato sale el jesuita de la entrevista papal y al parecer muy
contento.
—Ya está: todo arreglado a completa satisfacción.
—¿Cómo puede ser si a mí me ha negado todo arreglo?
—Verá; ¿qué ha pedido vuestra paternidad al pontífice?
—Si podíamos fumar mientras rezábamos.
—¡Ah, claro! Así se comprende. Yo le he pedido permiso para rezar
mientras fumábamos.
Este cuentecillo viene como anillo al dedo para el siguiente epigrama de
J. Iriarte:
Divirtiéndose un marido
en cierta tertulia estaba,
y un criado fue y le dijo:
—Señor, se ha hundido la casa.
—Y bien —preguntóle el amo
con admirable cachaza—:
Vamos, y ¿qué ha sucedido?
Cuéntamelo todo, acaba.
¿Ha cogido el hundimiento
por casualidad al ama?
—No, señor; que por fortuna,
fuera su merced se hallaba.
Al oír estas razones,
el pobre marido exclama:
—¡Vaya por Dios, siempre vienen
reunidas las desgracias!
Este epigrama anónimo puede ser completado con otro también de autor
desconocido, al menos para mí, que describe perfectamente la situación de
los militares en la primera mitad del siglo pasado:
Un pajarillo alegre
picó en tu boca,
pensando que tus labios
eran dos rosas.
Es delicioso.
Y vaya un epigrama de los que pueden publicarse en la actualidad
porque siguen vivitos y coleando:
Y ¿por qué no volvemos al tema de los cesantes, tan vivo hace siglo y
medio?
Un zapatero bebió
más de lo que es menester,
y de un palo a su mujer
tuerta y sin dientes dejó.
Díjole el juez: —Es preciso
que se modere otra vez.
Y él contestó: —Señor juez,
ha sido sólo un aviso.
Estas pocas palabras han hecho correr ríos de tinta. Para un observador
imparcial son la expresión de humildad cristiana. Polvo, cenizas y nada.
Portocarrero, que había sido personaje importante en los últimos años del
reinado de Carlos II y en los primeros de Felipe V, él, que había sido uno de
los artífices de la llegada a España de la Casa de Borbón, indica al lector de
su epitafio que las vanidades del mundo son de tan poca importancia como
la ceniza o el polvo; es decir, nada. Pero hubo quien interpretó, sin tener en
cuenta las creencias y la vida religiosa del cardenal, que lo que aseguraba el
difunto era que no había nada después de la muerte, como un ateo que, a
última hora, se desenmascara ante el mundo. Eso es no tener en cuenta que
las autoridades eclesiásticas de la época no hubieran dejado poner una frase
que, ni aun remotamente, podría interpretarse en disconformidad con la fe
católica, dejando aparte, claro está, el ejemplo de ortodoxia del cardenal a
lo largo de su vida.
De todos modos, no estoy muy conforme con este desprecio del cuerpo
que me parece poco cristiano y algo herético, maraqueo o cátaro. El cuerpo
no es tan despreciable como generalmente se nos dice y se nos predica. Está
destinado a la resurrección y a la vida eterna. Cuando oigo a los curas en los
entierros —que con las bodas son las únicas ocasiones en que pueden
predicar ante los no practicantes o los no creyentes— denostar al cuerpo y
hablar sólo del alma, me entran ganas de interrumpir. La esposa, el padre o
la madre de aquel cuerpo difunto lo acaban de perder. Aquel cuerpo que han
amado y que continúan amando. Aquel cuerpo que han acariciado y que
saben que no verán más. No lo verán en este mundo pero sí en el otro; la
materia resucitará, no sabemos cómo, pero está destinada a la vida eterna.
Una materia que gozará, con el alma, de la presencia y la contemplación de
Dios. Y ello por toda la eternidad. No es, pues, tan despreciable. Es, ahora,
polvo y ceniza, pero no es nada. Es algo y algo importante y, al final, será
inmortal. No, no es tan despreciable.
Perdonen la digresión y continuemos con los epitafios.
Terminemos este capitulillo con el de Benjamín Franklin redactado por
él mismo:
Aquí descansa entregado a los gusanos el cuerpo de. Benjamín Franklin,
impresor. Como la cubierta de un viejo libro al que le han arrancado las
hojas, cuyos dorado y título se han borrado pero no por esto la obra se habrá
perdido, pues reaparecerá cual lo creía en una nueva y mejor edición
revisada y corregida por el autor.
ANECDOTARIO (VIII)
Cuando don Eduardo Dato era presidente del Consejo de Ministros español
en los días aciagos de la guerra del 14 al 18, reunió una vez al dicho
Consejo para tratar de asuntos importantes frente a la situación
internacional. Se reunieron los periodistas para que en su despacho Dato les
diera la información que pudiera. Dato empezó hablando de unas cosas y
otras sin abordar en ningún momento el tema de la guerra. Al final los
periodistas le dijeron:
—Quisiéramos saber, don Eduardo, qué acuerdos han tomado en el
Consejo relativos a la situación de España ante el conflicto.
Dato vaciló un momento:
—Señores, ¿son ustedes capaces de guardar un secreto?
—Sí —respondieron todos a coro.
—Pues yo también. Y eso fue todo.
Hay gente que cree ser inmoral y no pasa de ser amoral. La amoralidad
es la inmoralidad con asepsia y esterilización y en cuestiones amorosas la
esterilización siempre ha dado mal resultado.
Un soldado del mariscal Turena se hacía también llamar Turena por sus
camaradas. Súpolo el jefe y le mandó llamar:
—Me han dicho que te haces llamar Turena, como yo. ¿Con qué
derecho?
—Mi general, yo siempre tuve pasión por los grandes nombres. Si
hubiera en el mundo otro más excelso que el vuestro, me lo pondría sin
ningún escrúpulo.
El mariscal sonrió y le mandó que, en adelante, se llamase «Turena
dos».
No sé si la idea fue del rey o del príncipe de la Paz, Manuel Godoy, que
se vería beneficiado con un reino a su medida. ¡Ahí es nada: de hidalgüelo
extremeño a rey en las Américas! Pero la idea no era mala y así lo
consideró el arzobispo, que en su contestación decía:
«La religión nada perderá seguramente en la península y ganará
muchísimo en los vastos continentes e islas de la América si se establecen
en ellas algunas casas soberanas animadas de la religiosa piedad que
caracteriza la real familia de vuestra majestad…».
Pasando a temas más materiales, el arzobispo, con gran visión, afirma:
«Así mismo, en todas las regiones de América han de ser muy
considerables los progresos de la agricultura, de las artes y de la población
con las mutaciones consiguientes a la de estar a la vista de su propio
soberano y sin las limitaciones y la dependencia que exige en las colonias el
bien de la metrópoli».
Sigue reflexionando el doctor Amat sobre los peligros que sufriría la
hacienda española al faltarle los recursos que de las colonias venían, pero
considera muy justamente que «las ventajas que ha sacado la España de las
colonias de América han sido muchas veces más aparentes que reales y han
ocasionado notables perjuicios a la población y a la verdadera riqueza de las
provincias de la metrópoli. Consideraba también que, establecidas en
América algunas soberanías feudales de España, aunque comerciasen con
ellas más directamente que ahora las demás naciones, subsistían siempre a
favor de los españoles la mayor facilidad de proporción que nacen de la
uniformidad de idioma y de religión y de la semejanza de legislación y
costumbres y de la relación de parentesco de los virreyes soberanos que allí
se establezcan con vuestra majestad y con vuestros augustos sucesores». De
ello deduce que «la ideada mutación del gobierno de la América española
causaría pocos o ningunos perjuicios a la riqueza de España».
No se le escapa al arzobispo la mutación que a finales del anterior siglo
habían sufrido las tierras americanas, empezando por la independencia de
Estados Unidos, y conocía también los aires de autonomía o independencia
que empezaban a circular por las colonias españolas, «bien se consideren
las mismas Américas españolas o bien los Estados de aquella parte del
mundo o bien se fije la atención en el actual estado de la Europa y en las
extrañas revoluciones que en ellas se han visto se debe tener por imposible
que la España conserve por mucho tiempo sus dilatadas colonias en aquel
grado de dependencia y de exclusión de las demás naciones que es preciso
para sacar de ellas ventajas que compensen los gastos y cuidados de su
conservación; y supuesta la imposibilidad de la defensa útil de aquellas
colonias que me parece cierta por las noticias públicas de América y de
Europa y mucho más por verla confirmada en las primeras líneas de la carta
de vuestra majestad, no tengo duda que es muy justo y muy prudente el
medio de la soberanía feudales para asegurar a la corona de España todo el
esplendor y a sus pueblos toda prosperidad que pueden esperarse de la
América».
¡Qué lástima que este sueño no se hubiera realizado! La caída de
Godoy, que tal vez no era ajeno al proyecto, la invasión napoleónica en
España y todos los sucesos que de ellos se derivaron, impidieron la
realización de un ideal de comunidades hispanas que hubiera dado ciento y
raya a la Commonwealth británica.
ANECDOTARIO (IX)
Pasó un día revista a sus guardias el rey Luis XIV de Francia y parte de
sus tropas penetró en un campo labrado. Llegó el dueño del campo, violo
todo echado a perder y comenzó a gritar:
—¡Milagro, milagro!
Quisieron imponerle silencio, pero él no cesaba de gritar:
—¡Milagro, milagro!
Tantas y tan fuertes fueron sus voces, que llegaron a oídos del rey, quien
mandó que llevaran al labrador a su presencia:
—¿Qué milagro es ése? —le preguntó.
—Señor, en esa tierra, que es mía, había yo sembrado guisantes y me
han salido soldados que sin duda venderé a buen precio.
Entendió el rey la indirecta e hizo que le abonaran los perjuicios
causados.
Esta anécdota explica la prepotencia y tiranía de los reyes absolutos. De
no ser por el rasgo de ingenio del labrador y del estado de humor del rey, al
que el primero encontró en un buen día, los perjuicios causados por las
tropas reales a un súbdito no hubieran tenido compensación alguna. El
pueblo no tenía ningún derecho.
Don Pedro Muñoz Seca, el gran autor teatral, asesinado en Madrid poco
más o menos cuando lo era en Granada García Lorca, iba todas las mañanas
al madrileño café de Levante, donde pedía café con media tostada. Al entrar
compraba el ABC, leyéndolo mientras desayunaba. En el momento de
marcharse llegaba siempre una buena mujer, a la que Muñoz Seca le daba la
tostada y el periódico para que lo vendiera por la «perra chica» que
entonces costaba. Esto se repitió durante más de un año, hasta que un día la
vieja dejó de presentarse.
Una semana después dos pobres mujeres fueron a ver a don Pedro:
—Perdón, señor: sin duda encontrará usted a faltar a la mujer que venía
todas las mañanas.
—Pues, sí. ¿Le ha pasado algo?
—Se ha muerto… y ha hecho testamento.
—¿Testamento? Pero ¿tenía algunos bienes?
—No, señor; pero a ésta le deja la media tostada y a mí el ABC.
Muñoz Seca cumplió la última voluntad de la difunta y siguió
entregando a las herederas el periódico y la tostada.
El príncipe de Conti era feo por demás y no brillaba precisamente por su
ingenio. Un día en que salía de viaje le dijo a su esposa:
—Cuidado, no me seas infiel durante mi viaje.
—Parte tranquilo: esta tentación no la tengo más que cuando te veo en
casa.
Estoy seguro que todos mis lectores habrán oído de labios de algún amigo
esta frase que quiere ser graciosa y que tal vez lo sea la primera vez que se
oye:
—Yo soy «testículo» de tal hecho.
Digo que puede ser graciosa; la gracia la encontrarán los que la oyen
por primera vez, pero a la dos mil cuatrocientas cuatro da pena y ganas de
echarse a llorar.
Pues bien, quien tal dice no está, probablemente, lejos de tener razón.
La palabra «testículo» viene del latín testículos, diminutivo del vocablo
testes, que quiere decir «testigo». Se llamaban testiculus los atributos viriles
del recién nacido que demostraban que era varón y que, por tanto,
continuaba la gens o familia romana, que, como en otras partes, se
prolongaba por línea masculina, ya que las mujeres al casarse pasaban a
pertenecer a la gens o familia del marido. Éste es el origen de la palabra;
quien dice que ha sido «testículo» de un suceso expresa que ha sido un
pequeño testigo, importante si se quiere, pero pequeño, de un suceso
cualquiera.
Y pasemos a otra cosa.
Hace algún tiempo en un juzgado, creo que del Levante español, un
abogado presentó a magistratura un documento en el que pedía cierta cosa
«por huebos», así, con b que no con v. El juez que recibió el papel creyó
que además de una falta de ortografía había una ofensa a la magistratura en
general y a él en particular y empapeló al abogado.
Éste respondió con un pliego de descargo diciendo que la palabra «por
huebos», con b, se encontraba en el Diccionario de la Real Academia
Española, edición de 1984, vol. II, p. 478, columna 2.ª, y que, según el
mismo, significaba y significa «necesidad, cosa necesaria».
No sé cómo terminó el asunto, pues los periódicos que publicaron el
inicio del mismo no publicaron su desenlace. Me gustaría saberlo.
De modo que si ustedes piden una cosa por «huebos», con b, solicitan
algo que les es necesario. Si lo piden con v, cometen una grosería.
Y para terminar este párrafo, digamos que «huebos», con b, deriva
etimológicamente del latín opus, n. indeclinable que significa «cosa
necesaria, precisa, debida, conveniente», como se ve en la frase de Tito
Livio: «Dux nobis opus esti (Nos hace falta un jefe), o la de Plinio: Puero
opus est cibum» (El niño necesita alimento).
Otra etimología curiosa es la de Labacolla o Lavacolla, localidad en la
que se encuentra situado el aeropuerto de Santiago de Compostela. Algunos
guías y algunas guías impresas indican que allí es donde los peregrinos
medievales se lavaban antes de entrar en la ciudad del Apóstol. Como se
lavaban el cuello, de ello deriva Lavacolla. Nada menos cierto. El lugar se
llamaba antes «Lavaméntula», y méntula es palabra latina que significa
«pene» o miembro viril. Los peregrinos se lavaban, cuando se lavaban,
porque al llegar al templo olían tan mal que se tuvo que inventar el
botafumeiro para perfumar un poco el enrarecido ambiente —digo que se
lavaban por entero y en ello iba incluida la higiene de las partes pudendas
—. Bien por lavaméntula. Pero este «colla» ¿de dónde viene? Pues muy
probablemente de coleo, que significa testículo, con lo que queda explicada
la transformación de Lavaméntula en Labacolla. Es inútil que mis lectores
busquen en su habitual diccionario de latín la palabra coleo. Es muy
probable que no la encuentren, como tampoco méntula, cunnus, irrumire,
fricatrices y muchos otros que se leen en las obras de los clásicos como
Marcial, por ejemplo. Los diccionarios son, en general, de una pudibundez
atroz. Y ello me recuerda una anécdota curiosa: Dirigiose una dama a un
lexicólogo y le dijo: —Le felicito porque en su diccionario no figuran
palabras obscenas.
—Señal de que las ha buscado —dijo el sabio. No es que se busquen, es
que se encuentran en los textos latinos y, salvo excepciones, dignas
excepciones que, como he dicho, no figuran en los diccionarios al uso.
Y vamos con otra palabreja: «cesárea» o «apertura quirúrgica del
vientre de la madre para extraer la criatura». Según opinión muy extendida,
la palabra deriva del hecho de que Julio César llegó al mundo gracias a esta
operación. Nada dice la historia de ello. La palabra deriva de caesura,
«corte, incisión», y de caesus, a, un, a su vez de caedo. Significa «cortado,
inciso», etimología más lógica que la de la leyenda.
La palabra «César» me lleva a plantear una pregunta: ¿cómo
pronunciaban «César» los antiguos romanos? Durante el Concilio Vaticano
II surgió un problema curioso: todos los obispos hablaban en latín, pero a
veces no se entendían. ¿Por qué? Muy sencillamente, porque lo
pronunciaban diferentemente unos de otros; cada uno según la fonética de
su país. Así un castellano pronunciaría «Zésar»; un catalán, «Sésar»; un
francés «Seság»; un italiano, «Chésar», y así sucesivamente. Imaginen mis
lectores si en una sencilla palabra hay tantas diversas pronunciaciones, el
lío que se debía de armar. Pero ¿cuál es la verdadera pronunciación? ¿Cómo
se ha podido llegar a averiguarlo? Pues muy sencillo y complicado a la vez.
Intentaré simplificar la explicación.
Los arqueólogos descubrieron que en muchos grafitti, inscripciones
murales, la palabra «César» estaba escrita con K:
—Kesar o Kaesar—, lo que significaba que el sonido de la C era fuerte.
Cuando se vio que Cicero, «Cicerón o garbanzo», estaba escrito Kikero se
convencieron de la suposición. Así, poco a poco, fueron analizándose
inscripciones hasta llegar a descubrir la pronunciación correcta, que ahora
se llama «clásica» y que es la que se enseña en las universidades. Y ello en
multitud de palabras. Ayudó a ello el análisis de las composiciones en verso
que por su ritmo daban cuenta de los acentos; por ejemplo Kíkero y no
Kikero, etc.[3]
De la palabra Caesar deriva el alemán Kaiser, de pronunciación muy
parecida a la latina y el ruso Czar o Zar, como generalmente se escribe, que
se aplicaba a los emperadores de Alemania en el primer caso y al
emperador de Rusia y al rey de Bulgaria en el segundo.
Y ya que estamos metidos en pronunciaciones, me parece justo recordar
una pronunciación equivocada que ha tomado carta de naturaleza. Al
referirnos al jefe de los ismailitas, hablamos del Aga Kan, cuando debería
decirse el Aga Kan. ¿A qué es debido este error? A la ortografía inglesa de
la palabra. En inglés no existe el sonido de la j española o árabe, pero si el
de la h aspirada, que le es muy afín. Para aumentar el fonema colocaron
ante la h una k y escribieron «Khan», con lo que llegaron a un sonido
cercano a la j castellana. Deberíamos pronunciar, pues, Aga «Jan», pero el
sonido «Kan» es tan popular que me parece que predominará el uso sobre la
corrección.
ANECDOTARIO (X)
Hay quien comprende tan rápidamente las cosas que no las aprende
jamás.
Luis el Gordo o el Craso de Francia prohibió que vagaran cerdos por las
calles de París porque su hijo Felipe, que compartía con él el trono y a
quien había hecho coronar en Reims, había muerto junto a Saint Germainle-
Auxerrois de una caída de caballo que le ocasionara un cerdo enredándose
en los pies de su cabalgadura. Más de aquella prohibición fueron
exceptuados los cerdos de la abadía de Saint-Antoine porque las religiosas
del convento habían protestado de que sus cerdos fuesen identificados con
los cerdos de la demás gente.
Para ser justos digamos también que los cerdos en la calle eran
espectáculo corriente en todas las ciudades de la Europa de la época,
incluidas las nuestras.
Allá en Talavera, en las calendas de abril, llegadas son las cartas del
arzobispo don Gil, en las quales venia el mandado non vil, tal que si plugó
a uno, pesó más que a dos mil.
Linares Rivas, el célebre autor teatral, era sordo como una campana. Un día
dijo:
—Soy tan sordo que no oigo ni lo que me conviene.
Pues bien, un día decidió comprar una trompetilla acústica, y uno de sus
amigos le comentó:
—Ahora, don Manuel, oirá usted mucho mejor. —No, hijo; ahora oigo
tan mal como antes. Los que salen ganando son ustedes, que tendrán que
gritar menos.
Fontenelle decía:
—Dadme cuatro personas que a mediodía estén de buena fe,
persuadidas de que es de noche, y yo me encargo de persuadir de ello a dos
millones de hombres.
Hubo una vez en España una fiebre maligna que enfermó a un caballero
y su mujer le decía:
—¡Ay! Yo había rogado tanto a Dios que os guardara de todo mal.
—Pues mira: se conoce que te oyó porque me lo ha guardado del más
fuerte.
El Odeón. Varios teatros y cines del mundo entero llevan este nombre, que
como el de Capitolio o Capítol tienen un origen clásico. Odeón es una
palabra griega que significa canto. En un principio el Odeón servía para
ensayar los músicos y divertir al público cantando odas e igualmente para
concursos musicales en los que la votación popular decidía el ganador.
También se enseñaban en el Odeón las piezas dramáticas antes de
representarlas en el gran teatro. No se olvide que el recitado griego incluía
en muchas de sus partes lo que hoy llamaríamos música de fondo y que el
coro salmodiaba sus intervenciones.
El primer edificio al que se le dio el nombre de Odeón fue uno circular
que había en el Cerámico de Atenas, al lado del teatro de Baco, edificado
por Pericles. Al parecer estaba recubierto por velas de barco sostenidas por
mástiles, lo que le debía semejar a una carpa de circo. Este edificio fue
incendiado y destruido durante la guerra contra Mitrídates por los mismos
atenientes, temerosos de que el material sirviese para atacar la Acrópolis o
ciudadela de Atenas. Más adelante fue reedificado.
En Roma se edificaron por los emperadores Domiciano y Adriano
sendos teatros que se llamaron también Odeón y eran una especie de salas
de espectáculo secundario. En algunos momentos de la Edad Media se
llamó Odeón a los pulpitos que la Iglesia señaló a los cantos sagrados.
LOS CLIENTES. Dice el diccionario que cliente es «la persona que está
bajo la protección o tutela ajena y también se dice, respecto del que ejerce
una profesión, persona que utiliza sus servicios». Esta última acepción es la
más corriente hoy en día, pero la primera es la original. Es nombre de
origen latino y se debe a la división que había en Roma entre los patricios y
los plebeyos. Los primeros tienen su origen en Rómulo, que separó los
ciudadanos pobres de los distinguidos por sus riquezas y dio a estos últimos
el nombre de paires, nombre que tomaron también los senadores. Los
descendientes se llamaron patricios y formaron la nobleza romana; los
paires majorum eran los descendientes de los senadores nombrados por
Rómulo; en un principio eran catorce. Otros treinta y ocho eran los paires
minorum, descendientes de los senadores nombrados por Tarquino. Para
unir los lazos de los patricios con los plebeyos se obligó a los primeros a
servir de protectores de los segundos, que tenían libertad de escoger su
protector. Los protegidos se llamaban clientes, y los protectores, patrones.
Poco a poco se fue extendiendo los dos nombres a todos aquellos que
podían proteger a otros, y así personajes que no eran de la nobleza, pero que
eran ricos, tenían sus clientes, que cada mañana iban a pedirles sea dinero,
sea comida, sea una recomendación o cualquier otro favor.
Hoy en día las cosas han variado mucho. Por una parte, el cliente exige
al vendedor que se convierte así en servidor y no en protector. Por otra
parte, los que hemos vivido los tiempos difíciles de la guerra y la posguerra
recordamos aquellos momentos en que los clientes se humillaban ante quien
les podía proporcionar comida u otra mercancía necesaria, como
antiguamente los clientes romanos se humillaban ante su protector que
frecuentemente abusaba de su prepotencia. Se ve que en los momentos
difíciles la máscara de la civilización cae y volvemos a los tiempos
primitivos.
ANECDOTARIO (XII)
Cuando Ana de Austria se sintió encinta del que más adelante fue Luis XIV,
dijo que se le removía en el vientre, y un cortesano, Guemené, replicó:
—Ya tendrá a quien parecerse, si empieza dando coces a su madre.
Moraleja:
De un libro del siglo pasado cuento este chiste que nos explica en pocas
palabras una situación moral que hoy nos hace sonreír.
—¿Hay algo curioso que ver en ese pueblo?
—Sí, señor. Ahora mismo va a salir una diligencia, y aún puede ver a
las mujeres con miriñaque subirse al imperial.
Un profesor distinguido
le preguntó a un escolar:
—Diga: ¿qué tiempo es amar?
—¿Amar? Es tiempo perdido…
Los italianos dicen que el amor hace pasar el tiempo y el tiempo hace
pasar el amor. No estoy conforme. Jamás he concebido el amor como un
pasatiempo. Quien lo hace no pone en el amor más que el cuerpo, pero no el
alma, y el amor es algo más que un simple coito.
Las mujeres callan algunas veces, pero nunca cuando no tienen nada
que decir.
DE CÓMICOS
Mi amiga Mari Santpere me refirió hace años, por allá los cincuenta, un
episodio que le sucedió en cierta capital castellana cuyo nombre recuerdo,
pero no quiero escribir. Y el caso fue que, llegada su compañía a dicha
capital, en el hotel de primera en que había reservado habitación, la
directora del mismo le dijo que no aceptaba ni toreros ni cómicos. Mari no
dijo nada, pero al terminar la función de aquella noche se dirigió al público
en estos o parecidos términos:
—Señoras y señores, esta compañía tenía previsto dar más
representaciones de nuestra obra en esta capital, pero la señora Tal,
directora del hotel Cual, me ha negado el alojamiento, diciendo que en el
hotel que dirige no se admitían ni cómicos ni toreros. Por lo cual sigo esta
noche hacia X, en donde descansaré hasta el día que me toque dar las
representaciones anunciadas.
El revuelo que se armó fue considerable, intervino el gobernador civil,
que dio orden, so pena de sanción, de que se albergase a la «cómica» y que
desde aquel momento no hubiese nunca discriminación de personas por su
profesión.
Esta señora debía de ser contemporánea de Fernando VII y debía de
ignorar que un grande de España llamado Fernando Díaz de Mendoza,
conde de Balazote y de Lalaing, marqués de Fontanar, con derecho a
cubrirse ante el rey y a sentarse en el Senado, ejerció con gran éxito y
aplauso la noble, bella y honrosa profesión de cómico.
He dicho que la citada directora era contemporánea de Fernando VII,
porque en 1832, y reinando aquel monarca, acaeció un hecho que don
Ramón de Mesonero Romanos narra en su libro Memorias de un setentón.
«… Y aconteció una noche de baile (creo que era la del domingo de
carnaval) que, estando en lo más animado de él, con la concurrencia de todo
lo más distinguido de la Corte, empezando por los infantes don Francisco
de Paula y doña Luisa Carlota, grandes títulos y cortesanos, con toda la
brillante juventud de la clase media, rivalizando todos en el lujo de los
disfraces, en lo animado de los chistes y bromas y en el clasicismo de la
danza (porque entonces se bailaba de verdad), acertóse a presentar en la
sala, vestido de frac y con la cara descubierta, el actor Valero, el mimo que
aún hoy[4] ostenta sobre su frente artística tan preciados laureles. Todo el
mundo sabe el injusto desdén o menosprecio en que hasta estos últimos
tiempos se tuvo la profesión escénica y lo que entonces quería decir
“cómico” a quien se le negaba hasta el mezquino “don”. Pues bien, en esta
sociedad, compuesta, como queda dicho, de palaciegos y personajes,
provocó la arrogancia del actor un bisbiseo general, que, pasando a
manifestaciones descorteses, y después a verdadera agresión contra el
cómico que así se atrevió a hombrearse con aquella sociedad, le fueron
acosando con sus indirectas, nada benévolas, y empujándole hacia la puerta,
hasta que le obligaron a salir del salón. Indignado, como es natural, el actor
ultrajado, corrió, según se dijo, al teatro del Príncipe, donde a la sazón se
hallaban el rey y la reina y, penetrando hasta su presencia, quejose
amargamente del insulto que acababa de sufrir en una sociedad compuesta
en su mayor parte de personajes de la Corte. Fernando, que en esta, como
en otras ocasiones, no escrupulizaba en declararse en contra de sus propios
servidores, habló al corregidor Barrafón a fin de que arreglase este asunto a
satisfacción del actor, y he aquí la razón por la cual, hallándome yo
durmiendo sosegadamente, a eso de las diez de la mañana del día siguiente,
me hallé con una cita del señor corregidor en que se me mandaba
presentarme a su señoría inmediatamente. Hícelo así y el corregidor
Barrafón, que desde la publicación reciente del Manual de Madrid, me
había tomado afecto, me dijo que, siendo el único de los que componían la
junta del baile de Solís, a quien conocía, me llamaba para averiguar qué era
lo que la noche antes había sucedido con el actor Valero y sobre quién debía
recaer la responsabilidad de aquel desmán.
»Yo le manifesté lo poco que me era conocido, y que no podía designar
persona o personas que fuesen los iniciadores del atropello; sólo, sí, que
individuos de la junta lo habíamos sentido en extremo, y que la
concurrencia estaba formada en su parte de magnates de la Corte, oficiales
de la guardia real, etc. “Pues bien, a pesar de esto —dijo Barrafón—, yo
tengo orden expresa de su majestad, para arreglarlo (y entonces me contó la
queja producida por Valero ante la real presencia) y, en su consecuencia,
prevengo a usted, para que lo ponga en conocimiento de la junta, a fin de
que el insultado reciba una justa satisfacción, que es la voluntad de su
majestad que para el baile de mañana la junta invite oficialmente a Valero,
remitiéndole un billete personal, y usted me dará cuenta de haberlo
verificado en los términos que expresa esta comunicación”.
»Cuando regresé a la junta, que tenía sus reuniones en la casa del
Conservatorio de Artes, calle del Turco, y puse en su conocimiento la orden
terminante de la autoridad, se armó “una de mil demonios” entre sus
individuos, pues los había de cabeza caliente; pero todo fue inútil. Su
majestad lo manda, y aquí traigo la orden del corregidor; conque no hay
más remedio que cumplirla y remitir a Valero su billete, con el
correspondiente oficio.
»Hízose así, y llegada que fue la noche, se presentó Valero en la sala, de
frac, como la anterior; paseó dos o tres veces el salón en distintas
direcciones y todo el mundo calló, sin decir esta boca es mía».
¡Qué lejos estamos hoy de aquellos tiempos! Vemos cómo en las fiestas
de la jet-set y en las páginas de las revistas del corazón se codean los
aristócratas y millonarios con los toreros y con los o las artistas de la
canción y del tronío. Por lo menos mientras dura el éxito de los últimos o
mientras su situación económica les permite asistir a las fiestas. Pero esto
pasa con todas las profesiones.
LA BANDERA ESPAÑOLA