4ta - Serie - Historias de La Historia

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—Un desnudo polémico. —Del uso de los coches.

—Cuándo
empezaron a usarse. —Algunas curiosidades de la ciencia. —El
patrono de los bibliófilos. —Leyendas de don Rodrigo y la Cava. —
Abelardo y Eloísa: su historia de amor. —Del carnaval y las
verbenas. —El tributo de las cien doncellas. —El principado de
Asturias. —El separatista conde Fernán González. —El galán don
Enrique el Doliente. —Proceso, tormento y muerte de don Rodrigo
Calderón. —Brillat-Savarin, espejo de gastrónomos. —Semmelweis.
—El rey de la mano horadada. —La campana de Huesca. —Ninon
de Lénclos, catedrática de amor. —Una historia de amor y la
medicina psicosomática. —Algo sobre moda femenina. —Historias
de Pedro el Cruel o el Justiciero. —Los naipes. —La brújula. —La
viruela y su vacuna. —El chocolate. —Los huevos de Pascua. —
Cuando Carlos IV quiso crear la Commonwealth hispánica. —
Historia de la bandera española…
Y docenas de anécdotas, epigramas y curiosidades históricos
recogidos de centenares de libros y miles de papeles.
Carlos Fisas
Historias de la Historia
Cuarta serie

ePub r1.1
Arnaut 24.04.15
Carlos Fisas, 1986
Diseño de portada: Redna G. sobre detalle de «Le Déjeuner sur l'herbe» de Manet

Editor digital: Arnaut


ePub base r1.0
A

RAFAEL BORRAS BETRIU,


gran amigo que me obligó a escribir,

y al
AMOUR TRÉSOR DE SOUVENIRS
PRÓLOGO PEDANTE Y GALEATO
CON PALINODIA INCLUIDA

«Historia vero est testis temporum, lux veritatis, vita memoriae, magistra
vitae, nuntia vetustatis».

Cicerón
(De Oratore, li, II, cap. 9, 36)

Prólogo (del lat. prologus, y éste del gr. prologos, de pro, antes, y logos,
discurso), m. Discurso antepuesto al cuerpo de la obra en un libro de
cualquier clase, para dar noticias al lector del fin de la misma obra o para
hacerle alguna otra advertencia. (Diccionario de la Real Academia
Española, edición 1984, tomo II, p. 1031, col. II).
«La historia es verdaderamente testigo de los tiempos, luz de la verdad,
vida de la memoria, maestra de la vida y heraldo de la antigüedad». Estas
célebres frases de Cicerón las he colocado al frente de este libro por ser tan
conocidas y tan creídas por la mayor parte de la gente, pero no creo que
respondan por completo a la verdad.
La historia puede ser «testimonio de los tiempos», pero a condición de
saber interpretar este testimonio, lo cual a menudo no es cosa fácil.
«Luz de la verdad». Más problemático también es este aserto. No hace
mucho me encontraba con un amigo con el que rememoré un episodio
acaecido durante nuestra guerra civil en el que los dos participamos. Pues
bien, su versión difería notablemente de la mía no sólo en pequeños
detalles, sino en la percepción del conjunto. ¿Quién tenía razón?
Probablemente los dos; lo que había sucedido es que, tras cincuenta años de
acaecido el hecho, habíamos idealizado o mejor dicho novelado nuestro
comportamiento, y de ello surgieron dos versiones distintas aunque no
antagónicas del suceso. Imagine el lector lo que puede suceder cuando se
interpreta o simplemente se relata un acontecimiento con varios siglos de
existencia encima.
«Vida de la memoria». ¿De la memoria de quién? ¿De quien lo escribió
contemporáneo de los hechos, tal vez falseados por opiniones políticas,
económicas, sociales, religiosas? ¿Acaso la falsedad estará en quien a
décadas, a siglos tal vez de distancia, interpreta aquellos actos o episodios
con similares o diferentes prejuicios?
«Maestra de la vida». O la historia es una mala maestra o la humanidad
es una mala discípula, pues nada ha aprendido de lo sucedido
anteriormente. Se dice que los pueblos felices, como los hombres felices, no
tienen historia. Desgraciadamente la nuestra es abundante en hechos que
han trastornado nuestra vida colectiva y particular. Algunos buenos, otros,
los más, trágicos y dolorosos. Recordar la historia debería hacer meditar
sobre las causas u origen de nuestras desventuras, pero la experiencia nos
anuncia que tal meditación no sirve para nada. La humanidad vuelve a
tropezar y caer en las mismas trampas que durante siglos la han acechado.
Bien es verdad que nunca las situaciones han sido idénticas. Los que
hicimos nuestra guerra, la nuestra para nosotros, vemos que nuestros hijos
la consideran como la guerra de las Galias y que la batalla del Ebro es para
ellos tan lejana como la de las Termopilas. Cosa parecida sucedió con
nosotros cuando nuestros padres o abuelos nos hablaban de las guerras
carlistas o la de Cuba. Por suerte nuestros hijos no viven atormentados por
el recuerdo indeleble de nuestra tragedia, pero me temo que para nuestros
nietos nuestro inmediato pasado sea tan lejano que vuelvan a caer en él.
Sólo la esperanza de su ansia de paz, el ver que la juventud en su mayoría
rechaza la idea de lucha y de guerra, me reconforta y me anima.
«Heraldo de la antigüedad». He traducido la palabra nuntia por
«heraldo», aunque bien pensado podría traducirse por «nuncio» en el
sentido que damos hoy a la palabra en frases como nuncio apostólico por
ejemplo; es decir, representante de la antigüedad ante nuestro tiempo. Ello
quiere decir que hemos de ponernos en el lugar del representado sin sacarlo
de su contexto histórico. «No hay ningún gran hombre para su ayuda de
cámara». Esta frase, atribuida por unos al príncipe de Condé y por otros a
Madame de Sevigné, es la que me ha servido de pauta en muchas ocasiones
para narrar episodios que creo interesantes. No dejo nunca, o procuro no
dejar nunca, de ver o intentar situarme en la época que narro; claro está que
si algún comentario hago está hecho desde el punto de vista de la actualidad
en que vivo. Huyo siempre que puedo de la exaltación de personajes
históricos por simpáticos e importantes que éstos sean, y ello me ha
producido más de una crítica de la que en otro lado hablaré.
Pedante (del ital. pedante, y éste de un der. del gr., pais, paidos, niño),
adj. Aplícase al que por ridículo engreimiento se complace en hacer
inoportuno y vano alarde de erudición, téngala o no en realidad. U.t.c.s.
(Diccionario de la Real Academia Española, tomo II, p. 1031, col. II).
Éste no es un libro de historia, sino de historias, o si quieren ustedes, de
historietas. Como pueden suponer, no invento nada sino que recojo de mis
lecturas aquello que por su curiosidad pueda interesar al gran público. Los
especialistas eruditos no creo que encuentren nada importante en él, pues lo
único que intento es distraer al lector en forma amena y divertida,
recordando la frase de Chesterton, por mí tantas veces repetida, de que
«divertido es lo contrario de aburrido y no de serio». Pero por si alguien
pudiese creer que este libro no tiene ningún mérito, cosa en la cual no
andará muy descaminado, le citaré la frase de Bayle que «la exactitud en el
citar es un talento mucho más raro de lo que se piensa», aunque deberé
añadir también, como Marcial decía de sus epigramas, que «algunos son
buenos, otros mediocres y la mayor parte malos». Continuando con
pedantescas citas recordemos al viejo Horacio, que en su Arte poética,
versos 343 y 344, dicen: «obtiene la general aprobación quien une lo útil a
lo dulce deleitando e instruyendo a la vez al lector». Un poeta italiano,
Giuseppe Giusti, dejó escrito en una de sus poesías que:

Il fare un libro é meno che niente


Se il libro fatto non rifa la gente.

Es decir, hacer un libro es menos que nada si el libro hecho no modifica


a la gente. Creo modestamente que algo de ello debe haber en mis obras,
cuando muchos lectores se me han dirigido por carta, o personalmente,
pidiéndome que les recomendase libros más importantes que los míos para
ampliar su sed de conocimientos despertado por la lectura de algunas
páginas de mis Historias de la Historia. Por otro lado, Plinio el Joven dice,
en la epístola V de su libro III, que «no hay libro tan malo que no contenga
algo bueno», y al citar a Plinio me uno a Cervantes, que también lo hace.
«Incluso los pequeños libros tienen su destino», dice Terenciano Mauro;
pero yo deseo que el destino de mis obras sea, como hasta ahora,
satisfactorio. Al escribir estas líneas, mis Historias de la Historia llevan dos
años en la lista de los libros más vendidos en España que publica cada
semana el periódico ABC. Dije en otra ocasión que el libro no debe
prestarse, pues, según la sabiduría popular.

Libro prestado,
perdido o estropeado,

y a quien pide prestado un libro se le podría responder con las palabras


evangélicas «ite ad vendentes»; es decir, id a los vendedores, a los libreros,
que todos tenemos que ganarnos la vida.
Y basta de pedanterías por hoy, que ya es bastante.

GALEATO (del lat. galeatus, p.p. de gateare, cubrir o defender con un


casco o celada), adj. Aplícase al prólogo o proemio de una obra en que se la
defiende de los reparos y objeciones que se la han puesto o se la pueden
poner. (Diccionario de la Real Academia Española, tomo I, p. 671, vol. III, y
672, col. I.)
Después de tres series de Historias de la Historia es justo, equitativo y
saludable que haya habido críticas para todos los gustos. Sin pecar de
inmodesto puedo decir que la mayor parte de ellas han sido positivas y unas
cuantas, muy pocas, negativas, y debo confesar que, en buena medida,
cargadas de razón o por lo menos de razones. Se me ha criticado, por
ejemplo, el hecho de fraccionar en demasía las historias de una determinada
persona o de un determinado episodio, cuando no el dividir en capitulillos
temas que podían ser redactados y juntados en un capítulo mayor. Ello es
cierto, pero debo añadir en mi descargo que precisamente este defecto de
mis libros, que efectivamente lo es, ha sido alabado por multitud de lectores
que encontraban más ameno y descansado saltar de una cosa a otra o abrir
el libro por donde les pluguiera. Ambas opiniones merecen mi respeto.
También se me ha dicho que hablo a veces con excesivo desparpajo de
personas que, al parecer del crítico, merecían más respeto y que muestro
una indulgencia extraordinaria para con personajes más bien criticables,
cuando no ejemplos de vicio que no de virtud. Creo que en cada hombre
anida un ángel y un demonio y, como dijo Pascal, sin ser lo uno ni lo otro.
Estoy convencido que, desde el hombre de Cro-Magnon hasta nuestros días,
la humanidad ha dado ejemplos de albergar en su seno santos y criminales,
asesinos y almas caritativas. Siento una indulgencia especial para todos los
pecados, excepto uno. El orgulloso disfruta de sentirse superior a los demás,
el iracundo descarga su adrenalina, el lujurioso se regodea en el placer
carnal, el perezoso descansa de no hacer nada y su pereza le impide cometer
otros pecados. Sólo el envidioso no goza, pues la envidia es el único pecado
que no proporciona placer. No lo comprendo.
Me esfuerzo en huir de la hagiografía al uso con que se trata a héroes o
santos. San Francisco de Asís debía de ser hombre vanidoso y dado al fácil
placer, y por ello al vencer sus instintos fue santo. Consúltese al respecto los
tres primeros capítulos de la vida de san Francisco por Tomás de Celano, la
primera biografía del santo que se conoce. Sólo quien tenía propensión a
gozar de todo lo creado podría escribir el Canto de las Criaturas en
alabanza al Señor, expresión inolvidable e inimitable de humildad y de
amor a todo lo creado. Por cierto que muchas veces se cita este himno como
Canto a las Criaturas como si fuese un anticipo de cualquier sociedad
protectora de animales y plantas o de un movimiento ecologista actual. No
es un canto a las criaturas, sino un himno de alabanza de las criaturas a
Dios. La palabra Señor se repite diez veces y la palabra Altísimo cuatro. Se
puede creer o no creer en Dios, pero no se puede olvidar que Francisco
creía en Él, que todo debe interpretarse a través de esta creencia, si no, no
se comprenderá nunca al santo de Asís.
Véase por ello en mis comentarios o mis relatos de cosas y gentes del
pasado un gran intento de comprensión hacia las personas a las que
considero semejantes a mí y, por tanto, capaces de todos los vicios y todas
las virtudes y que, según se tercien, pueden ser santos o criminales.
Si digo que Carlos II, por ejemplo, fue un memo es porque lo fue en
realidad, pero no deje de verse en esta expresión un sentimiento de piedad y
de conmiseración hacia un ser que es tan humano como yo.

PALINODIA (del lat. palinodia, y éste del gr. palinodia), f. Retracción


pública de lo que se había dicho. U.m. en la frase cantar la palinodia, que
significa retractarse públicamente, y por ext., reconocer el yerro propio
aunque sea en privado. (Diccionario de la Real Academia Española, tomo II,
p. 999, col. I.)
Se cuenta que un día viajaba don Jacinto Benavente en un tren y su
compañero de compartimiento, que se presentó como vendedor de libros a
domicilio, le dijo:
—Usted, que parece hombre instruido, debería leer las obras de
Benavente. ¿No ha leído usted las obras de Benavente?
—No —contestó don Jacinto—, no las he leído; me he contentado con
haberlas escrito.
Creo que esta anécdota, como tantas y tantas, es apócrifa, pero sirve
para mi disculpa al confesar que no leo mis libros. Soy un perezoso
incorregible y confío en los correctores de pruebas. De todos modos, debo
decir que en la primera serie de estas historias, en la página 242, línea 34,
aparece la palabra falangista donde debiera decir falangita, lo cual
desvirtúa el sentido de la frase y su posible gracia, si es que tiene alguna.
Asimismo, en la página 82, línea 3, empezando por abajo, de la segunda
serie se lee eres en vez de es y et, errata que cualquier estudiante de latín
habrá corregido por sí mismo.
Pero la errata grave, que no es tal sino gravísimo error histórico, se
encuentra en la página 43, línea 5, de la segunda serie de estas historias, en
la que se lee «Egmont y Nassau serán decapitados en la gran plaza de
Bruselas» y «Aún hoy placas conmemorativas figuran en la fachada del
ayuntamiento…».
No comprendo cómo incurrí en tamaño dislate, pues desde muy niño, en
mis años de bachillerato, sabía que los ejecutados eran el conde de Egmont
y el conde de Hoorn, lo que es fácil de recordar por la asonancia de los
nombres.
El error me fue advertido por el señor Raymond Duys, de Amberes, al
que considero amigo desde el mismo instante en que tuvo la amabilidad de
corregirme. El amigo Duys añade unos datos que copio literalmente:
«Las dos cabezas que cayeron en 1568 fueron las:
»—del conde de Egmont (Lamoral, 1522).
»—del conde de Hoorn (Felipe, 1522).
»La tercera “cabeza” al frente de los insurrectos de Flandes (y Holanda)
fue Guillermo de Nassau el Taciturno, príncipe de Orange (1533-1584).
»Éste huyó a Alemania y después intentó liberar Holanda del yugo de
España. Murió en la holandesa ciudad de Delft por el plomo de una pistola
mercenaria. Nassau fue asesinado, pues, dieciséis años después de sus
ilustres compañeros».[1]
«La placa conmemorativa no se encuentra en el ayuntamiento, sino en
la fachada de un edificio frente al ayuntamiento, al otro lado de la plaza
mayor: la “Broodhuis” (casa del pan), antes propiedad del gremio de los
panaderos. Hoy es museo de la historia de Bruselas y allí se conserva
además el garderobe (los vestidos y uniformes) de Manneke Pis, el
hombrecillo que, como sabe usted, es el símbolo de la capital belga». Añade
el amigo Duys las dos anécdotas siguientes: «El primero de los condes que
fue ajusticiado era Egmont. Al subir al patíbulo Hoorn vio el cadáver de su
compañero y dijo: “¿Eres tú, hermano mío?”.
»Cuando los tres “líderes” se reunieron por última vez, al despedirse, el
conde de Egmont le dijo al Taciturno:
»—¡Adiós, príncipe sin país!
»A lo que Guillermo contestó:
»—¡Adiós, conde sin cabeza!
»La palabra española hincón o noray (para amarrar las embarcaciones
en el puerto) se traduce en neerlandés (o flamenco, que es lo mismo) por
meerpaal, pero en Flandes y especialmente en Amberes se dice dukdalf
(que viene de “duque de Alba”), es decir: constante, firme, inflexible e
inquebrantable. Y… se dice también de personas».
Recuérdese que el duque de Alba fue partidario de la mano dura contra
los flamencos en contra de la opinión de la regenta Margarita de Parma y
demás representantes de la corona.
Y basta de prólogo. Perdonen mis lectores su longitud desmesurada,
pero como dice Pascal en su decimosexta carta a un Provincial «no he
tenido tiempo de hacerlo más corto».
UN DESNUDO POLÉMICO

1862. Segundo Imperio francés. Napoleón III, cuya vida sexual era muy
intensa y variada, reina en Francia. Su esposa la emperatriz Eugenia cierra
los ojos ante las aventuras de su marido. La frivolidad y el desenfreno de las
clases altas y de la burguesía, que había accedido al poder a consecuencia
de la Revolución francesa, daban un espectáculo de libertinaje
maravillosamente narrado por Émile Zola en su saga de los Rougon-
Macquart. Como contraste, la pudibundez, la pacatería, el puritanismo
reinaban por doquier. Quizá nunca se ha dado un contraste tan grande entre
las costumbres privadas y las manifestaciones públicas dictadas por un falso
sentido de la respetabilidad.
Se va a inaugurar el Salón de Pintura. Édouard Manet presenta un
cuadro que titula El descanso de la modelo, hoy conocido como El
desayuno sobre la hierba. El jurado de admisión rechaza el cuadro, lo
considera mal pintado y provocativo. Manet tiene que recoger la pintura y
llevarla a su casa; pero poco después, con varios amigos pintores que
habían visto cómo sus obras no eran admitidas por el jurado del salón,
deciden abrir una exposición paralela con el nombre de Salón de los
rechazados.
El cuadro de Manet es expuesto allí y causa un gran escándalo.
—Este cuadro es inmoral, además está mal pintado…
—Pues yo encuentro que es un avance en el camino de la pintura.
—Pero no me negará usted que este desnudo…
—Este desnudo está muy bien; por otra parte, el emperador ha
comprado El baño turco de Ingres, en el que hay más desnudos que en éste.
—Sí, pero la emperatriz lo ha hecho devolver al pintor.
—Y La fuente también de Ingres…
—Éste es un desnudo casto. Lo peor de este cuadro es que la mujer esté
desnuda en el campo y rodeada de hombres vestidos. Como comprenderá,
no tiene ni siquiera la excusa de una alusión mitológica o histórica.
—Así cree usted que para pintar un desnudo es necesario tener un
pretexto. Un cuerpo desnudo puede ser tan bello como un cuerpo vestido y
a veces mucho más.
—Lo que pasa es que usted es un inmoral.
—Y usted es un puritano que, como todos los puritanos, ve porquería en
todas partes, porque sus ojos están llenos de porquería.
Las discusiones eran constantes. Poco a poco se iban separando de lo
puramente artístico para pasar a lo estrictamente moral. Se toleraba el
desnudo a condición de que tuviese una excusa o que por su naturaleza
careciese de lo que los puritanos llamaban provocación. Una estatua de
Venus, de Cupido, de amorcillos o de ninfas podían exhibirse, pero era
mejor que fuesen más o menos cubiertas.
Los más exaltados querían romper el cuadro rasgándolo con un bastón;
se tuvo que poner guardias para protegerlo.
Hoy este cuadro, esta gran obra de arte, se exhibe en el museo de los
Impresionistas —que cuando esto escribo se está trasladando del Museo del
Jeu de Paume al nuevo museo de la Gare d'Orsay—, y no causa escándalo
alguno y está considerado como una de las obras maestras de la pintura
mundial.
Algo parecido le pasó a Juan Bautista Carpeaux con su grupo
escultórico titulado La Danza, que debió ser colocado frente a la Ópera de
París y que al final se colocó en la fachada de dicho edificio. Los burgueses
puritanos se escandalizaron de que en plena calle hubiera mujeres desnudas
danzando aunque fuesen de mármol. El grupo escultórico, pese a las
protestas, se colocó gracias al tesón de Garnier, el arquitecto de la Ópera de
París, quien tenía gran ascendiente en la corte desde el día en que
enseñando los planos del edificio a la emperatriz Eugenia ésta le dijo:
—Pero este edificio no es de ningún estilo conocido. No es ni de Luis
XV, ni de Luis XVI… —Majestad, es estilo Napoleón III.
La respuesta halagó a la emperatriz, y ello hizo que consintiese en que
se colocase no sólo el grupo en la fachada, sino que alrededor del edificio
los candelabros estuviesen sostenidos por bellas jóvenes desnudas en
bronce.
Esta historia recuerda la de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. El papa
Clemente VII le encargó la decoración del muro principal justamente detrás
del altar y le sugirió el tema del Juicio Final, con la caída de los ángeles
rebeldes y los condenados y la salvación de los santos y almas puras. El
proyecto no le pareció atractivo a Miguel Ángel, dio largas al asunto, pero
cuando Pablo III subió al trono pontificio renovó la petición y el artista
consintió finalmente en pintar el Juicio Final.
La pintura que hoy puede admirarse y que está considerada como una
de las más altas cúspides del arte mundial de todos los tiempos representa el
Juicio según el espíritu del Apocalipsis. Generalmente, en las
representaciones del Juicio Final se subraya la salvación de los buenos,
quedando en segundo término la condenación de los malvados. Cristo es
representado siempre como el Salvador Misericordioso. Aquí, por el
contrario, Cristo, que centra la enorme pintura, aparta con gesto airado y
decidido a los condenados. E1 maestro de ceremonias del papa, Biagio de
Cesena, puso una serie de reparos al cuadro. Miguel Ángel se vengó de él
retratándole en el grupo de los condenados.
Seis años tardó el artista en concluir su obra. Cuando fue abierta la
Capilla Sixtina al público, muchos eclesiásticos se indignaron, pues todas
las figuras aparecieron desnudas. Al oír los reproches, Miguel Ángel
contestaba:
—¿Es que creéis que en el día del Juicio los vestidos van a resucitar?
Incluso un autor tan audaz y pornográfico como el Aretino acusa de
impudicia a Miguel Ángel, «cuando los escultores de la antigüedad
labraban una estatua, fuese de Venus o de una Diana cazadora, se las
arreglaban de tal modo que una de las manos de la figura tapase sus partes
sexuales, las cuales nunca se mostraban al público. Dejando por separado el
arte y la fe, es necesario reconocer que no es correcto representar así las
vergüenzas de los mártires y de las vírgenes; como mínimo deberían
tapárselas con las manos. Su arte es más propio para una casa de baños que
para una iglesia».
Se desarrolla una campaña contra la obra de Miguel Ángel. Se hace
alusión a sus amistades, según se dice demasiado íntimas, con algunos
bellos jóvenes, y en el Vaticano aumentan las críticas, que insinúan y a
veces exigen la destrucción de la magnífica obra de arte. Pablo III no cede.
Como verdadero papa del Renacimiento, quizá el último, conserva un gran
respeto por el cuerpo humano, que considera no tan malo cuando está
destinado a la resurrección final. Pero cuando Giampietro Caraffa, gran
inquisidor, sube al solio con el nombre de Pablo IV, se preocupa del asunto
y decide destruir el fresco. Pero aún quedaban en Roma gentes amantes del
arte que, horrorizados del hecho, hacen que el papa vuelva a considerar su
decisión, buscando una solución intermedia que consistió en encargar al
pintor Danielle Volterra la tarea de cubrir con velos o ropas las desnudas
anatomías pintadas por Miguel Ángel. Se ha de confesar que cumplió el
encargo con gran discreción respetando al máximo la obra de su maestro, lo
que no impidió que desde entonces fuese llamado il Braghettone, que
podría traducirse poco más o menos como «el taparrabero».
No fue éste el último caso de pudibundez que sufrieron las obras de
Miguel Ángel. El más triste de ellos fue el sufrido por el cuadro Leda y el
Cisne, que había pintado para el duque de Ferrara, el cual lo regaló al rey
Francisco I de Francia creyendo que en poder del alegre y licencioso rey
estaría a salvo de persecuciones. Pero el puritanismo se había extendido ya
por Europa. El cuadro de Miguel Ángel fue arrinconado en un desván,
donde permaneció oculto hasta que un ministro de Luis XIII, al
contemplarlo, se escandalizó y mandó quemarlo.
Cualquier gran museo del mundo estaría orgulloso hoy de poseerlo.
Ya que hemos empezado con Manet, he aquí otras anécdotas del gran
pintor.
Se había casado con una muchacha rolliza y que con el tiempo llegó a
obesa. Cierto día cerca de su casa, Manet empezó a seguir a una muchacha
joven, grácil y estilizada, cuando tropezó con su esposa:
—¿Qué haces siguiendo a esa muchacha tan delgada?
—Perdona, mujer, es que creía que eras tú.
Manet, gran pintor, no valía lo mismo como crítico. Un día, viendo
pintar a Renoir, le dijo a Claude Monet:
—Oye, Claude: tú que eres amigo de Renoir, ¿por qué no le dices que
deje de pintar? Se ve a la legua que no sirve para ello.
Y por fin una anécdota póstuma. Cuenta Ambroise Vollard en sus
Memorias de un marchante de cuadros que un día organizó una exposición
de cuadros de Manet. Se presentó un día un joven crítico de un determinado
periódico:
—Señor Vollard, creo que si Manet regalase un cuadrito al director de
mi periódico éste autorizaría la publicación de un gran artículo sobre su
obra.
Vollard no respondió.
—Ya supongo que esta gestión quizá le moleste hacerla, pero si usted
me da la dirección del pintor yo mismo me encargaré de decírselo.
—Pues diríjase al cementerio del Pére Lachaise.
—¡Ahí! ¿Está muerto?
—Sí, desde hace diez años.
—¡Ah, bueno, no lo sabía! Es que yo sólo hace tres años que soy crítico
de arte.
ANECDOTARIO (I)

El príncipe de Metternich pidió al gran escritor francés Jules Janin un


autógrafo. Janin cogió un papel y escribió:
«Vale por cien botellas de vino de Johamiberg, que se me llevarán a
casa. Jules Janin». El príncipe se las envió.

El director de orquesta José Lasalle cayó enfermo. Los médicos le


prohibieron dirigir.
—Maestro, puede tener un ataque y quedar muerto en el acto.
—¡Qué hermosura! ¡Morir en el Palacio de la Música dirigiendo a
Beethoven y ante el público madrileño…!

Salvador Granés dio un libro al maestro Rubio, que tenía fama de copiar
la mayor parte de la música que firmaba. Cuando oyó la partitura de la obra,
preguntó el compositor a Granés:
—¿Qué te parece? Yo creo que gustará.
—¡Hombre, siempre ha gustado! —fue la irónica respuesta.

Granés era muy amigo de Mariano Pina Domínguez, autor muy


conocido en su época, que traducía comedias francesas y, a veces, las
adaptaba haciéndolas pasar por suyas. Al verle, Granés le dijo:
—¿Cómo no vas de luto?
—¿Yo? ¿Por quién?
—Por Meilhac. ¿No era a quien copiabas últimamente?
—Sí, pero…
—Pues ha fallecido tu talento.
Henri Meilhac fue un autor francés célebre durante el Segundo Imperio
y autor de la mayoría de las operetas que musicaba Offenbach.

Que no lo tome a mal el editor de este libro, pero Granés siempre que
tenía ocasión afirmaba:
—Pídele mil pesetas a tu editor; no se las pagues nunca y todavía gana.
Tan convencido estaba de ello que un día le escribió al suyo la siguiente
carta:
«Mi conocido editor: le ruego que entregue a la dadora doscientas
cincuenta pesetas de las mil que le debo».
Y aseguraba Granés que el editor se las envió.

Lord Chesterfield, poco antes de morir, fue a dar un paseo en coche. A


su vuelta le preguntaron:
—Milord, ¿venís de tomar el aire?
—No, pero como pronto me van a enterrar he querido ensayar el
trayecto.
Efectivamente, había ido hasta el cementerio.

En 1608 el invierno fue muy crudo. Enrique IV de Francia dijo un día al


levantarse que en la cama se le había helado el bigote.
—¡Claro —dijo Saint-Croix—, como que ha dormido con su mujer!

El vicealmirante Antequera, ministro de Marina varias veces con


Cánovas, fue nombrado embajador de España en cierta república
sudamericana cuyo nombre no me ha sido posible averiguar. Al llegar a la
capital de la república le indicaron que el presidente de la misma era
hombre de carácter atrabiliario y de poquísima educación. Antequera
solicitó audiencia y fue introducido en el despacho presidencial. El
presidente se hallaba en mangas de camisa, tumbado en un diván y fumando
un puro y no hizo el menor gesto de saludo ni ademán de levantarse.
Antequera no se inmutó. Con gesto de absoluta indiferencia se quitó la
levita, el chaleco y exclamó:
—Tiene usted toda la razón, señor presidente. Este calor no hay quien lo
aguante.
Y se sentó en el sillón más cercano y esperó bien repantigado la
reacción presidencial, que no se hizo esperar. El presidente se levantó y
abrazó al ministro español, del que se hizo amigo.

Que se ha ganado en la política española no hay duda. Extracto del


Anecdotario político, de M. Fernández Núñez, lo que sigue:
Ocupaba la cartera de Gracia y Justicia un político muy hábil y, por lo
que de él cuenta, asaz desaprensivo. No dice su nombre. Cierto día el
ministro tomó un coche de punto, no eran tiempos motorizados, y se hizo
llevar al ministerio. Al llegar se dio cuenta de que no llevaba dinero y le
dijo al portero:
—Oye, Fulano…, ¿tienes dos pesetas para el cochero?
—Tengo cinco duros, excelencia.
—Dámelos.
El ministro pagó al cochero y se guardó el cambio en el bolsillo.
Pasaron unas semanas y el ministro no devolvía los cinco duros, que en
aquel tiempo eran una cantidad considerable. El portero por fin se decidió y
un día en que el ministro se hallaba solo en su despacho entró y le dijo:
—Perdón, excelencia, pero uno es pobre y…
—Sí, claro, uno es pobre y ¿qué?
—Pues, señor ministro, su excelencia recordará…
—¡Ah, sí! Claro, los cinco duros…
—Exacto, señor ministro, los cinco duros. En casa somos pobres…
El ministro cortó el diálogo:
—Vamos a ver: ¿qué quieres?, ¿los cinco duros o un ascenso?
—Su excelencia decidirá… Yo, claro…
—Pues, nada, nada, ya estás ascendido.

Y el ministro firmó el ascenso y se quedó con los cinco duros.


Ya he dicho que eso ahora no pasa. No puede pasar. Entre otras cosas
porque los ministros no van al ministerio en coche de punto o taxi, sino en
un coche oficial PMM que pagamos todos los contribuyentes.

Una gran señora llamada La Suze se hizo católica porque su marido era
protestante y la reina Cristina de Suecia comentó:
—Ahora se separarán y ella logrará lo que desea, que es no ver a su
marido ni en este mundo ni en el otro.

El político lord North, del siglo XVIII, fue solicitado para que diese un
óbolo para un concierto benéfico, a lo que él se negó.
—Pues vuestro hermano, el obispo, ha dado una buena suma —le
dijeron.
—¡Vaya una gracia! Si yo fuera sordo como mi hermano también
asistiría a su concierto.

El que ama de verdad no es aquel que enciende el fuego sino el que lo


conserva.

Decían en una reunión:


—El ingenio es cosa que puede tener todo el mundo.
—Eso es un rumor que hacen correr los necios —replicó Sophie
Arnould.

El historiador Pelisson estaba escribiendo la historia de Luis XIV y le


dijo éste:
—¿Y pensáis hablar de mis amores con la Montespan?
—Señor —replicó el historiador—, si los lectores han de creer lo que
dice la historia, es preciso que contenga algo del hombre.

Un político de comienzos de siglo, hombre de poca importancia y, como


es natural, de muchas ínfulas, fue mordido por un perro. En el periódico El
Correo se publicó la noticia así:
«El conocido político don Fulano de Tal fue ayer mordido por un perro
rabioso en la calle del Mesón de Paredes. Muy sinceramente lamentamos el
percance».
El político, indignado, leyó el suelto, se presentó en la redacción y
exigió, con malos modos, al director que rectificara. Aquello podía
ocasionarle grandes disgustos, entre ellos que sus electores creyesen que les
podía inocular la hidrofobia, cosa que era imposible, pues el perro no estaba
rabioso… El hombre gritaba y gritaba hasta que el director le prometió que
rectificaría. Al día siguiente se publicó:
«Mejor informados del suceso ocurrido ayer en la calle del Mesón de
Paredes, podemos afirmar que no fue don Fulano de Tal mordido por un
perro rabioso, sino que el perro fue mordido por don Fulano de Tal. Se nos
ruega la rectificación y la hacemos gustosísimos».

Un cura de los alrededores de París invitó al célebre artista Levassor a


tomar parte en una función benéfica el domingo de Pascua. Su fama atrajo
gran concurrencia, y el sacerdote, agradecido, tomó dos monedas de oro y
las metió en un huevo de Pascua, que entregó al actor. Éste lo tomó y,
partiéndolo, vio las monedas.
—Gran idea, señor cura; a mí me gustan con delirio los huevos.
—Me alegro —dijo el sacerdote.
—Pero como sólo me como las claras, dejaremos la yema para los
pobres —y devolvió generosamente las monedas.

Lord Kitchener revistaba un regimiento durante la guerra de 1914-1918


y se fijó en un caballo:
—¿Cuál es el mejor caballo de este regimiento?
—El número cuarenta, mi general.
—¿A quién pertenece?
—A Tom Jones, mi general.
—¿Y quién es Tom Jones?
—El mejor sargento del ejército, mi general.
—Señálamelo.
—Soy yo, mi general.

El único amor puro es aquel que no se hace.


DE RE GASTRONÓMICA

A mis amigos Josep M. Freixa y Dori, que en su restaurante El Racó


d'en Freixa me han preparado felices digestiones.

Ha existido desde siempre una batalla sorda entre la mesa y la cama.


Los grandes comedores y aficionados a tragonías inmensas saben que,
después de un exceso en la mesa, deben pasear o descansar, pero no son
aptos para los placeres de Venus y, por el contrario, los que a estos últimos
se dan con afición conocen perfectamente el hecho de que es menester
reponer fuerzas con alimentos nutritivos pero ligeros.
Algunos platos han sido objeto de creencias más o menos acertadas a
este respecto. Desde el antiguo Egipto, las habas tenían fama de indigestas,
pero también de afrodisíacas; en Grecia, Pitágoras prohibió a sus discípulos
que las comiesen por ser el símbolo de la generación, y hasta el siglo XVIII
esta reputación se conservó casi intacta, hasta el punto que, hacia 1750, el
obispo de Niza prohibía que se sirviesen habas en los conventos, por creer
que producían deseos libidinosos. No obstante todo ello, las habas,
legumbre humilde, han sido el alimento popular de las clases menesterosas.
Esto ha cambiado, las habas, como el bacalao, que eran platos de figón
barato, ahora se han puesto por las nubes. En Cataluña, la esqueixada de
bacallá o el bacallá a la llauna se han convertido en un refinamiento que
afecta al bolsillo.
Se dice que el papa Adriano VI era despreciado por los romanos porque,
como buen holandés, gustaba del bacalao. La ciudad de Bergen, que más
tarde formó parte de la Liga Hanseática, debió su fama y su prosperidad a la
pesca del bacalao, que está documentada desde el siglo XIII. Los
escandinavos encontraron sus competidores en los vascos y los ingleses, y
hacia 1540 por los franceses. Ahora, que tanto se habla de problemas
pesqueros en el banco de Terranova, es conveniente saber que franceses,
ingleses y españoles se empezaron a disputar por este motivo a partir del
siglo XVII, y no olvidemos que en Holanda en los siglos XIV y XV hubo una
guerra en que los partidarios de Margarita de Baviera, llamados «bacalaos»,
lucharon contra el hijo de ésta, cuyos partidarios fueron llamados
«anzuelos».
El bacalao es el plato nacional de Portugal. Poseo un libro, editado en
Lisboa, titulado 365 recetas de bacalao para cada día del año y una más
para los años bisiestos.

LAS BOTELLAS. Desde la más alta antigüedad se han usado botellas


primero de barro y luego de vidrio para contener líquidos. Griegos, asirios y
etruscos utilizaban también botellas de metal. Las ánforas, al fin y al cabo,
son botellas de una forma característica y en la Edad Media se fabricaban
barriles de metal altos y estrechos divididos en compartimentos cada uno de
los cuales contenía un líquido distinto. De todos son conocidos las botas u
odres hechos con pieles de animales. Los cántaros son unas botellas de
forma especial de uso más bien doméstico.
En la Edad Media, las botellas y las garrafas no se colocaban sobre la
mesa, sino en un aparador, y el servidor que se ocupaba de ellas procuraba
que los vasos de los comensales estuviesen siempre llenos. Cada vez que se
abría una botella el catador probaba un poco de líquido, pero no como ahora
para conocer si el vino está en buenas condiciones para servirlo, sino para
comprobar si estaba envenenado. Como pueden ver mis lectores, el oficio
de catador o sommelier no era precisamente una ganga. Las botellas eran,
una vez vacías, vueltas a llenar directamente del tonel y se fabricaban
artesanalmente con vidrio soplado. Las primeras botellas industriales fueron
fabricadas en Burdeos en 1726, y unos pocos años después se empezó a
usar el tapón de corcho, pues antes eran de cáñamo recubiertos con cera o
lacre. Es curioso saber que los romanos usaban el corcho para tapar sus
odres.
El etiquetado de las botellas es antiquísimo. En Grecia, las ánforas
llevaban el nombre de procedencia del vino, y entre los romanos se añadió a
él el nombre del cónsul y el año de la cosecha. Así, las botellas llevaban
etiquetas parecidas a ésta «Vino de Samos. III año del consulado de Lucio
Pacovio»; era necesario, pues, estar enterado del vaivén de la política para
saber el año exacto de la cosecha. A veces, en los toneles se aplicaban
placas metálicas que, para los grandes vinos, eran de plata indicando
procedencia y año. Las etiquetas de papel pueden datarse desde comienzos
del siglo XVI.

LA BALLENA. Hace unos años, en tiempo de las restricciones


alimenticias en España, se intentó persuadir a la población para que
comiese carne de ballena. No sé si mis lectores se acordarán de ello. La
probé y no me disgustó en absoluto. La ballena es el mayor de los
mamíferos; su sangre es caliente, respira por pulmones, lo que hace que no
pueda estar más de un cuarto de hora bajo el agua. Repito lo que me han
dicho porque no he visto ninguna ballena de cerca. Al parecer la ballena no
tiene más que una mama en medio del pecho, y el ballenato al nacer da un
golpe en la mama de la madre que expulsa la leche que es bebida por el
pequeño, junto con agua; esta última es expulsada y el ballenato se queda
con la leche.
Los griegos pescaban ballenas, pero no para alimentarse, sino para usar
la grasa para el alumbrado, aunque ello no quiere decir que la carne no
fuese aprovechada por los pobres que, como en todos los tiempos,
aprovechan lo que pueden. En la Edad Media se planteó el problema de
saber si la ballena era carne o pescado. Su grasa era llamada tocino de
cuaresma y al final fue aceptada su carne para los días de abstinencia.
Consta que en 1262 los vascos ya se dedicaban a la pesca de la ballena, a la
que se atribuía, cómo no, virtudes afrodisíacas. Del gran animal, el trozo
considerado más apetitoso era la lengua, que, como no la he probado, no
puedo decir si es sabrosa o no. La carne es roja, sanguinolenta y muy
gustosa.

BARBACOA. ¡Valiente invento moderno! La barbacoa es tan antigua


como la antigüedad. En cuanto descubrió el fuego, el hombre inventó el
asado que, como es natural, era al aire libre o tal vez realizado en cuevas en
donde el fuego y el humo servían también para calentarse. El hombre
actual, metido en estos cajones que se llaman pisos de estas cómodas
urbanas que se llaman casas, descubre la barbacoa, que nos viene de
América, como los refrescos de cola que han sustituido a la zarzaparrilla
europea.
La verdadera barbacoa debería hacerse tal como era costumbre hacerla
en las tribus primitivas de América del Norte o de Tahití y que consistía en
calentar al máximo unas piedras y, sobre ellas, colocar la carne que se
quería asar, lo que encuentro muy en su punto si se quiere volver a la vida
en plena naturaleza. El secreto de la barbacoa está en la leña o en el carbón
que usa —carbón de leña claro está— y es, actualmente, un expediente un
poco caro para prescindir del gas, el horno eléctrico, las sartenes y las
cazuelas. Casi todo puede asarse en la barbacoa, excepto el pescado magro
y la ternera lechal, que pierden agua y sabor. Como dice André Castelot, «si
vuestro plato exige ser puesto sobre el carbón, como los asados, tened
cuidado en las gotas de grasa que caen sobre la brasa, lo que aviva el fuego
y las llamas pueden quemar parte del asado».
Los turcos poseen un plato maravilloso que es el kebab. En Istambul lo
he probado en plena calle, en donde a medida que se va asando va siendo
cortada la carne en pequeñas lonchas. La excelente calidad de la carne y el
aroma de las hierbas y especias con que está condimentada hacen del kebab
un plato exquisito.
DEL USO DE LOS COCHES

Hace unos años se puso de moda la frase de que los españoles nos habíamos
convertido de peatones en seatones. No se puede negar que el Seat, el coche
más popular de España, ha cambiado nuestra manera de ser. Hoy la
posesión de un coche no significa gran cosa y es un lujo que está dejando de
serlo para convertirse en una necesidad. Claro está que Hacienda no lo
considera así y continúa gravando este artículo necesario.
En el varias veces citado libro El Trivio y el Cuadrivio de Joaquim
Bastus, publicado en 1862, se dice lo siguiente, que copio por su gran
curiosidad:
«Desde que el príncipe don Juan de Austria solía ir a visitar a Nuestra
Señora de Regla en Andalucía con la duquesa de Medina en una carreta de
bueyes; desde que Enrique IV de Francia se excusaba con Sully de no haber
podido ir a verle, porque la reina su esposa había tomado el coche, ¿qué de
cambios, cuántos adelantos en la útil invención de ser transportados cómoda
y prontamente de uno a otro lugar?».
Entramos ahora en el mundo en coche y en coche nos sacan también de
él. Se toma un carruaje al llegar, nos apeamos en la estación de la vida, y
luego otro carruaje preparado al efecto nos conduce a otra estación…, la de
la eternidad.
Significativa alegoría del rápido tránsito de esta vida, hecho con
prontitud, con lujo, y si se quiere con comodidad.
El coche es un carro cubierto y adornado, de cuatro ruedas, del que tiran
caballos o mulas. Algunos quieren, dice Covarrubias, que se haya dicho
coche, quasi carroche, como carroza de carro.
A otros les parece haber tomado el nombre del verbo francés coucher,
por ir dentro del coche como echado en su cama. Y también los hay que
dicen se deriva de una población de Hungría en la que suponen fueron
inventados, o de la voz alemana gutsche, lecho de reposo.
La invención no data más allá del siglo XVI. Antes de esta época, y aun
mucho después de ella, las gentes distinguidas viajaban en litera o andas, y
por las ciudades en silla de mano o a caballo, por lo común en mulas,
particularmente los médicos.
Gonzalo Fernández de Oviedo dice que la princesa Margarita, cuando
vino a casar con el príncipe don Juan, trajo el uso de los coches de cuatro
ruedas y que, habiéndose vuelto viuda a Flandes, cesaron tales carros y
quedaron las literas que antes se usaban.
El primer coche que se vio en la Península fue por los años de 1546,
según lo expresa Mendes Silva en su Catálogo real de España.
Sin embargo, Vanderkamen, historiador de don Juan de Austria, supone
que el primer coche que anduvo por estos reinos fue el que trajo en 1554
Carlos Pubest, criado del emperador Carlos V.
El día 23 de febrero de 1559 hizo su apoteósica entrada en Barcelona el
lugarteniente general don García de Toledo con su esposa doña Victoria
Colonna, en un magnífico coche, que las crónicas de aquellos tiempos
calificaban de —«carro tot daurat de dins i de fora a la italiana»—, carro o
coche enteramente dorado por dentro y por fuera a la italiana. Éste sería sin
duda el primer coche que se vio en Barcelona.
En Francia no eran en aquel entonces más abundantes los coches.
Enrique IV se excusaba con Sully, como hemos dicho, de no haber podido
ir a verle porque su mujer había tomado su coche.
En tiempo de Francisco I no había todavía en París más que tres
carrozas o coches: el de la reina, el de Diana de Poitiers, hija natural de
Enrique II, y el tercero pertenecía a René o Renato de Laval, que no podía ir
a caballo ni andar, por ser tan grueso.
Después de referir el mencionado Vanderkamen que el príncipe don
Juan solía ir a visitar a Nuestra Señora de Regla en Andalucía, en una
carreta de bueyes, con la duquesa de Medina, añade: «Pero dentro de pocos
años (1567) fue necesario prohibir los coches por pragmática. Tan
introducido se hallaba ya ese vicio infernal que tanto daño ha causado en
Castilla».
Consecuente a esto, sin duda fue que en 1578, accediendo Felipe II a la
petición de las Cortes, prohibió tener coches y carrozas sino con cuatro
caballos, propios del dueño del carruaje, cuya disposición se amplió en
1593 a los carricoches y carros largos.
Más adelante, en 2 de junio de 1600, Felipe III, teniendo en
consideración lo que le expusieron los procuradores de Cortes, permitió
traer dos caballos en los coches y carrozas sin embargo lo dispuesto en las
leyes «interiores».
El mismo monarca, en 8 de junio de 1619, autorizó para andar en
coches de dos mulas a los labradores de veinticinco fanegas de tierra, cuya
disposición fue revocada por la pragmática de Felipe IV de 11 de febrero de
1628, y puesta nuevamente en observancia por el mismo rey, atendidas las
razones de los procuradores de Cortes en 1632.
Carlos II, por bando de 16 de julio de 1678, prohibió usar mulas y
machos en coches, estufas, calesas y demás portes de rúa; luego, Felipe V
prohibió, en 1723 y 1729, el uso de seis mulas o caballos en los coches,
dentro de la corte, etc., hasta que Carlos III, en 1785, prohibió más de dos
mulas o caballos en los coches, berlinas y demás carruajes de rúa.
Felipe II prohibió en 11 de octubre de 1579 las carrozas con seda y
guarniciones de oro y plata.
Felipe III, por pragmática dada en San Lorenzo a 2 de enero de 1600, y
luego por otras publicadas en Madrid a 3 de enero y 7 de abril de 1611,
prohibió los forros, cubiertas y bordados de oro, plata y seda en las sillas de
manos, coches y literas.
Felipe V, en 5 de noviembre de 1723, dispuso el adorno que debían
tener los coches y sillas de mano, con arreglo a lo mandado en la ley
precedente.
Felipe III, por pragmática de 1604, y por otra de 1611, prohibió usar los
hombres de sillas de manos.
El mismo monarca, en 3 de enero del referido año de 1611, limitó el uso
del coche a determinadas personas, en cuya pragmática se leen las
disposiciones siguientes: «Que persona alguna de cualquier estado, calidad
y condición, pueda hacer ni mandar hacer coche de nuevo sin licencia del
presidente del Consejo.
»Que nadie pueda andar en coche de rúa en ninguna ciudad, villa o
lugar de estos reinos, sin licencia de S. M. Pero permitimos —continúa la
pragmática— que las mujeres puedan andar en coche, yendo en ellos
destapadas y descubiertas, de manera que se puedan ver y conocer; con que
los coches con que anduvieran sean propios y de cuatro caballos y no de
menos: y permitimos que las dichas mujeres puedan llevar en sus coches a
sus maridos, padres, hijos y abuelos, y las mujeres que quisieren, yendo
destapadas, y yendo las dueñas del coche con ellas; y entiéndase que en los
de sus amas puedan ir las hijas, deudas o criadas de aquella familia, aunque
ellas no vayan dentro, y también permitimos que los hombres que tuvieron
licencia nuestra para andar en coche puedan llevar en ellos a los que
quisieren yendo ellos dentro.
»Otro si mandamos que las personas que tuvieran coche no le puedan
prestar, etcétera.
»Que ninguna persona pueda ruar en coche alquilado en la corte —y
concluía mandando—: que ninguna mujer que públicamente fuere mala de
su cuerpo y ganare por ello, pueda andar en coche, ni en carroza, ni en
litera, ni en silla en esta corte, ni en otro algún lugar de estos nuestros
reinos, so pena de cuatro años de destierro de ella con las cinco leguas y de
cualquier otro lugar y su jurisdicción adonde anduviere en coche, carroza,
litera o silla, por la primera vez, y por la segunda vez traída a la vergüenza
públicamente y condenada en el dicho destierro».
En la aclaración de esta ley, que se publicó en 4 de abril del mismo año,
se estableció, entre otras cosas menos importantes, que la prohibición de
ruar en coche se entienda en todas las ciudades, villas y lugares de España;
que en cuanto se permite a los hombres que tienen licencia para andar en
coche, que puedan llevar en él a los que quisieren llevando hombres, mas
siendo mujeres, sea solamente a sus mujeres propias, madres, abuelas, hijas,
suegras y nueras; y que los hijos de los que tuvieran licencia para andar en
coche, puedan andar en ellos, aunque los padres no vayan dentro, hasta la
edad de diez años y no más.
Según nuestras leyes recopiladas, estaba prohibido el uso del coche u
otro carruaje en la corte los tres días últimos de la Semana Santa; esto es,
durante el jueves, viernes y sábado, bajo una determinada pena, salvo con
licencia del alcalde del cuartel dada por escrito, etcétera.
La etimología de carroza se deriva del italiano carroccio, que significa
un carro de cuatro ruedas, sobre el cual llevaban antiguamente los italianos
sus estandartes al ir a la guerra; al paso que otros se inclinan a creer que
viene del latín carruca, nombre de una especie de carro para conducir
gente.
El carruaje dicho berlina se llama así porque fue inventado en Berlín,
capital de la Prusia. Felipe Chiese, primer arquitecto de Federico Guillermo,
elector de Brandeburgo, fue el inventor de ella.
Otros quieren que el honor de su invención se deba a los italianos, y que
este nombre se derive de berlina, nombre que ellos dan a una especie de
catafalco en que hacen subir a los reos que exponen a la vergüenza pública.
La especie de coches de alquiler llamados fiacres y también simones,
tomaron el nombre de la posada Saint-Fiacre, de París, en la calle de Saint
Martin, en la cual residía su inventor, llamado Suvage, en tiempo de Luis
XIV, y de su primer conductor, que se llamaba Simón.
Los carabás eran una especie de carruajes ómnibus, que principiaron a
usarse para ir de París a Versalles y a Saint Germain.
Usáronse también unos coches llamados birrotones, porque sólo tenían
dos ruedas, y fueron de los primeros que se generalizaron en Madrid cuando
la Invención de los coches.
El nombre de los llamados media fortuna aludía a que eran coches de
menos capacidad y tirados por sólo una caballería.
Los volantes se llamaron así por su ligereza y por la rapidez con que
marchaban.
Los carruajes conocidos con el nombre de mensajerías, diligencias, etc.,
fueron establecidos por primera vez en Francia a cuenta de las
universidades literarias, para la conducción y transporte de los estudiantes
en ellas. Los conductores eran responsables del comportamiento de los
escolares durante el viaje.
En 1595 Enrique III de Francia estableció mensajerías reales,
concediendo desde entonces a la Universidad de París cierto derecho sobre
ellas por vía de indemnización, que cobró hasta el año 1719.
Muy luego el público comenzó a encargarles algunas cartas y la
conducción de ciertas mercancías, tomando el mayor desarrollo.
En 1818 se establecieron en Barcelona.
En 1825 se crearon en París, luego en Londres, y sucesivamente en
Barcelona, una especie de mensajerías para el transporte de personas y
efectos de un cuartel de ciudad a otro, a cuyos carruajes por su gran
capacidad se les dio el nombre de ómnibus.
¡Cuánto va de ayer a hoy! Recuerdo las polvorientas carreteras de mi
infancia con escasos coches circulando por ellas, de vez en cuando un carro,
el polvo se amontonaba en las cunetas, lo que hacía mis delicias cuando lo
cogía. Cuando llovía aquel magnífico polvo blanco se convertía en un barro
repugnante. Por las carreteras se veían las boñigas de los bueyes que
arrastraban carretas, los montones de estiércol de los caballos. Las llantas
metálicas de los carros destrozaban el piso y, de vez en cuando, un peón
caminero echaba unos pequeños capazos de arena y piedrecitas. Los coches
pasaban a 60 u 80 km por hora y nos parecían centellas. Los autobuses
traqueteantes y asmáticos llevaban en la baca un banco de madera, allí se
apelotonaban, mezclados con los paquetes y bultos, los viajeros que menos
pagaban. ¡Cuán lejos está aquello!
CIENCIA Y TÉCNICA (I)

Debo confesar mi ignorancia más total sobre estos dos temas. Recuerdo que
en el bachillerato de mi adolescencia estudié aritmética, geometría, álgebra,
trigonometría, física, química y alguna cosa más. Tuve buenas notas debido
a mi memoria, pues me aprendía los teoremas, los axiomas, las leyes, los
corolarios de memoria y los recitaba como un loro sin comprender nada de
lo que decía. En un examen me tocó el teorema de Pitágoras, salí a la
pizarra y lo desarrollé tan bien que me dieron sobresaliente; pero en verdad
ni entonces ni ahora me ha interesado la vida privada de las hipotenusas y
de los catetos, y me tiene sin cuidado los cuadrados respectivos. Me parece
que fue Newton quien imaginó un binomio en el que entran una A, una B,
unos cuadrados y alguna cosa más. Ya no me acuerdo de ello.
Sé que existe un principio de Arquímedes sobre los cuerpos sumergidos
en el agua que cuando el sabio griego lo descubrió salió a la calle desnudo
gritando: «Eureka, eureka» («Lo encontré, lo encontré»). Yo sólo sé que los
cuerpos sumergidos en un líquido se mojan, excepto en el mercurio, en el
que es difícil sumergirlo, y confieso paladinamente que cuando me ducho
mi preocupación mayor es la que no me entre jabón en los ojos. Sé que el
aire pesa porque me lo han dicho personas que me merecen crédito y
porque Galileo hizo el experimento de llenar de aire una vejiga de vaca,
pesándola antes y después del experimento; como pesaba más después,
dedujo que el aire pesaba. Hasta aquí llegan mis entendederas, pero no
mucho más lejos.
En cuanto a la técnica mi máxima habilidad consiste en enroscar y
desenroscar bombillas. Una vez me atreví a arreglar un enchufe y fundí
todos los plomos no de mi piso, sino de toda la casa. No sé conducir coche,
y cuando me hablan de cilindros, embragues, carburadores y otras cosas por
el estilo debo recurrir al diccionario para saber de qué se trata. A lo máximo
que he llegado ha sido ir en bicicleta y tuve que dejarlo porque cuando
saltaba la cadena no sabía cómo arreglarlo. En fin, que soy una calamidad.
Y ahora preguntarán ustedes, si confieso que no entiendo nada de ciencia ni
de técnica, si todo aparato en el que entren más de dos tornillos o funciona a
base de electricidad es un misterio para mí, que coloco en el estante inferior
al de la Santísima Trinidad, ¿por qué diablos me pongo a hablar de ciencia
y de técnica? Pues, muy sencillo, porque a lo largo de la historia hay
muchos lances pintorescos o curiosos que me han interesado y que me gusta
explicar.
He aquí uno de ellos.
Una vez el rey Tolomeo, por allá el año 300 antes de Jesucristo,
preguntó a Euclides si para aprender geometría había un camino más corto
que el de sus Elementos. Euclides le respondió:
—En la geometría no hay un camino especial para los reyes. Un sabio
chino del siglo IV antes de Cristo respondió a un hombre que le preguntó si
la ciencia era provechosa para el hombre y si no era un sueño creer medir
las fuerzas de la naturaleza. Chang Tsu, que éste era el nombre del sabio,
respondió con una fábula:
—Una vez soñé que era una mariposa que revoloteaba por todas partes.
Me daba cuenta de que seguía mis fantasías y mis deseos de mariposa
mientras ignoraba mi cualidad de hombre.
»De improviso me desperté, volviendo a ser yo mismo, y desde
entonces ya no sé si antes era un hombre que soñaba ser mariposa o ahora
soy una mariposa que sueña con ser hombre.
No sé exactamente qué tiene que ver esto con la ciencia, pero, en fin, la
anécdota es bonita y ahí queda.
Demócrito de Abdera es el más moderno de los filósofos antiguos.
Sostuvo que la materia está compuesta de átomos —del griego a, que
significa «negación», y tomos, que significa «cortar», es decir, que no puede
ser dividido— tan pequeños que no se pueden ver, los cuales forman figuras
varias y de diferente magnitud, que se mueven y chocan en el vacío y que,
uniéndose, forman las cosas. Pensaba también que el mundo existe en
infinitos mundos que nacen y mueren como los hombres. Hoy se sabe que
el mundo es finito y que los átomos pueden dividirse, pero no hay ningún
género de duda que Demócrito de Abdera, y siglos después Lucrecio en su
De rerum natura, adivinaron la existencia de los átomos, idea que fue
abandonada después.
Entre los antiguos griegos se tenía a la ciencia en alta consideración, no
así a la técnica o artes mecánicas, por una razón muy comprensible para
quien como el pueblo griego esté enamorado de la belleza: trabajar ensucia.
Jenofonte dice: «Lo que nosotros llamamos artes mecánicas son justamente
consideradas deshonrosas en nuestras ciudades porque estas artes
perjudican los cuerpos de los que las practican, obligándoles a una vida
sedentaria y encerrándolos en sus talleres a veces obligándoles a pasar todo
el día al lado del fuego. Este gasto físico lleva indefectiblemente a un
deterioramiento del espíritu. Por otra parte, los que se dedican a estos
trabajos no tienen tiempo de pensar en otras cosas y son considerados
amigos tibios y malos patriotas, y en algunas ciudades, sobre todo en las
guerreras, está prohibido por la ley que un ciudadano libre tenga una
profesión mecánica». Como dice Sagredo, seudónimo del historiador de la
ciencia Rinaldo de Benedetti, no es extraño que con tales prejuicios la
ingeniería griega no haya sabido sacar gran cosa de la ciencia matemática y
física de su tiempo y que los griegos, ingeniosísimos descubridores de
teoremas y de verdades abstractas, no nos hayan dejado invenciones
importantes.
En el capítulo XX del Timeo de Platón se habla de los triángulos
rectángulos y más exactamente de los triángulos rectángulos escalenos, y el
Timeo afirma: «De todos los triángulos, hay uno que es el más hermoso:
aquel que repetido forma un tercer triángulo, que es el equilátero». Ahora
bien, el triángulo rectángulo que repetido forma el triángulo equilátero es
aquel que tiene un ángulo de 60°, el otro, por consecuencia de 30°, aquel en
el cual el cateto menor es la mitad de la hipotenusa. «Decir por qué es el
más hermoso —continúa el Timeo— sería demasiado largo, pero a quien
contradice esto, y encuentre que no es así, como premio le reservamos
nuestra amistad», como verán mis lectores la belleza de los triángulos era
más importante para Platón que su utilidad.
No se crea que la idea de belleza desapareciese en la matemática con la
desaparición de los griegos. Hacia el año 650 de nuestra era en el libro indio
Brahmagupta se proponen problemas como éste: «Cariñosa y amable
Lilivati, de ojos semejantes a una joven gacela, dime: ¿Cuál es el resultado
de multiplicar 135 por 12?». Como se comprenderá, la cariñosa Lilivati, si
es que su novio le proponía un problema semejante, debería contestar algo
así como: «déjate de problemitas y bésame, que eso me gusta más».
En el mismo libro se encuentra este problema que copio íntegramente
para que sirva de rompecabezas a mis lectores: «Hermosa muchacha de
luminosos ojos, dime: ¿cuál es el número que multiplicado por 3,
aumentado los 3/4 del producto, dividido por 7, disminuido en un tercio del
cociente, multiplicado por sí mismo, restándole 52, mediante la extracción
de la raíz cuadrada, sumándole 8 y dividiéndole por 10, el resultado es 2?».
Naturalmente, si la Lilivati en cuestión era una muchacha normal, a mitad
del problema habría dejado a su novio en la estacada y buscado otro con
menos aficiones a la matemática y más a la anatomía comparada. Aunque
hay quien asegura que la Lilivati en cuestión, la cariñosa y bella muchacha
de los luminosos ojos, la mujer fascinadora, era en este caso personificación
de la matemática. Debo declarar que ni con personificaciones semejantes
los números y las operaciones conseguirían interesarme.

En otro campo y saltándonos años y temas, Marco Polo explica, en su


relato de viajes Il milione, que los chinos «cavan en las montañas unas
ciertas piedras negras que se encuentran en forma de yacimientos. Cuando
se las enciende queman como el carbón de leña y aguanta el fuego mejor
que la leña de tal manera que se mantiene durante toda la noche y a la
mañana siguiente se las puede encontrar todavía encendidas. Estas piedras
no dan llama, excepto en el momento de ser encendidas, pero desprenden
gran calor». Naturalmente se trata de la hulla, que en aquellos años, 1295,
no era conocida todavía en Europa. Descripciones como ésta lucieron que
se creyese a Marco Polo como un mentiroso excepcional. Pero en 1458,
cuando Eneas Silvio Piccolomini, el que fue papa Pío II, visitó Inglaterra,
anotó en su diario que en aquel país a los pobres que mendigaban a la
puerta de las iglesias se les daba piedras como limosna. «Hemos visto
mendigar en los templos gente casi desnuda, la cual cuando recibía la
limosna de piedras se iba muy contenta. Aquella especie de piedra, que
debe contener azufre u otra materia rica, se quema en vez de leña, que
abunda poco en este país». Es uno de los primeros documentos del empleo
en Europa del carbón fósil.
EPIGRAMAS (I)

Se ha perdido, en gran parte, el arte epigramático. No conozco ahora más


que algunos de Ussía, de Romero y alguno más. Se pueden contar con los
dedos de una mano. En catalán, después de Carles Fages de Climent, mi
gran amigo y gran poeta, que sufre la conspiración del silencio, queda
alguno como Martí Farreras y paren ustedes de contar. No conozco
epigramas en gallego, que sin duda los habrá y agradecería que alguien me
los hiciera conocer, ni en euskera porque, desgraciadamente, ignoro esta
lengua.
Los franceses continúan la tradición, pero también en la lengua gala el
donoso epigrama se encuentra en decadencia.
Por ello la cosecha que ofrezco al lector es añeja, aunque ello significa
que, con los años, muchas composiciones que, en su tiempo, parecieran
ingeniosas, han sufrido el paso del tiempo y han fallecido. Reproduzco,
pues, algunos epigramas que a mi juicio pueden ser amenos para mis
lectores.

En una pendencia Juan


tan fuerte golpe sufrió,
que un ojo se le saltó,
y gritaba con afán:
—¡Por Dios! ¡Señor cirujano!
¿Llegaré el ojo a perder?
—Muchacho, no puede ser,
porque lo tengo en la mano.
Esta ingenuidad de ayer, hoy nos parece casi sosa. Es anónimo. He aquí
uno de S. J. Polo, con resabios de lecturas clásicas.

A una vieja que ignoraba


quince lustros que tenía,
y un mondadientes llevaba
(aunque sin ellos estaba),
un galán le dijo un día:
—Deja los impertinentes
modos de engañar las gentes,
con que mientes desengaños,
Clenarda, porque tus años
son el mejor mondadientes.

J. Ruiz de Alarcón colocaba epigramas en sus comedias. Lean el


siguiente:

En Madrid estuve yo
en corro de tal tijera,
que la pegaba cualquiera
al padre que le engendró;
Y si alguno se partía
del corro, los que quedaban
mucho peor de él hablaban
que él de otros hablado había.
Yo, que conocí sus modos,
a sus lenguas tuve miedo.
Y ¿qué hago? Estóime quedo
hasta que se fueron todos.
Pero no me valió el arte;
que ausentándome de allí,
sólo a murmurar de mí
hicieron un corro aparte.
A veces el epigrama era en extremo punzante

Casóse anoche Carrillo;


de novio pasó a novillo.

Este Carrillo, ¿existió de verdad o sólo fue la fuerza del consonante? Lo


firma G. Geminard, y he aquí uno de A. Caula que no pierde actualidad:

Un quídam juzgando un día


a diversos escritores, dijo:
—A los malos autores
al mar los arrojaría.
Aun bien no acabó de hablar
exclamó Pedro del Río:
—Bueno será, amigo mío,
que usted aprenda a nadar.

¿Quiénes serán G. Geminard y Caula? Confieso que no lo sé. Como


también ignoro quién fue Anitua que firma el siguiente:

Le dije un día a Dolores,


que es linda como una estrella:
—Muchacha, siendo tan bella,
gustarás mucho de flores.
Siempre creí sonrojarla,
pero respondió la tuna:
—¡Ay, Pepito…! Tuve una,
¡y no supe conservarla!

Los epigramas del siglo pasado, y éste es uno de ellos, oscilaban entre la
ingenuidad y una inocente picardía. Como se ve por el que sigue:

En aquellos tiempos rancios


de tontillos y de moños,
peinaba a una señorita
un peluquero algo tonto.
Y al sacudirle la brocha,
le dijo llena de encono:
—Me tiene usted fastidiada
con echarme tantos polvos.

Va firmado por J. M. Palacios. Para el origen de la frase sobre los


polvos véase la página 82 de la segunda serie de estas Historias de la
Historia.
El célebre Wenceslao Ayguals de Izco, autor de la famosa novela María
o la hija de un jornalero, una de las pocas obras de ficción españolas que
mereció un lugar en el viejo Index librorum prohibitorum, es el autor del
epigrama siguiente:

Era Gilito propenso


a pensar, mas de tal modo,
que si le hablaban, a todo
contestaba: —Pienso… pienso…
Preguntó un quídam al tal:
—¿Qué comes tú? —Pienso… dijo.
Y el otro replicó: —Es fijo
que el chico es un animal.

Y Ramón Taboada escribe:

A su amigote Simón
preguntábale Guillén:
—¿Qué tal tu mujer? —Muy bien,
siempre a tu disposición.

Los vascos, llamados vizcaínos en nuestras letras clásicas, tenían fama


de fuertes y obcecados, lo que hizo que Manuel Fernández y González, el
gran novelista de folletines históricos tan importantes como El cocinero de
Su Majestad, Men Rodríguez de Sanabria o Los Monfíes de las Alpujarras.

Un tozudo vizcaíno,
yendo por una calleja,
tropezó con una reja
atajándole el camino.
—¿Párasme, reja?, exclamó.
Pues lo que puedes verás.
Y la dura testa, ¡zas!
entre los hierros metió.
Acudieron a las quejas
que daba, al verse en prisiones,
y cuando a puros tirones
le sacaron sin orejas,
exclamó muy sobre sí:
—¿Quién os llamó? ¡Mal pecado!
Ya estuviera al otro lado
si no tirarais de mí.

La esposa de Disraeli tenía una confianza total en su marido, tanta que


un día en que se hablaba de política en su casa una señora dijo:
—Hemos de tener confianza en Aquel que está arriba. Y ella respondió:
—No está arriba, ahora está en el ministerio.

Pues bien, con la firma de Guerao, del que también ignoro todo lo que a
él se refiere, he aquí un epigrama publicado a mediados del siglo pasado:
Una viuda que lloraba
por la muerte de su Blas:
—¡El de arriba!… y nadie más,
me consolará…, exclamaba.
En efecto, era verdad:
mas aun que al cielo miraba,
no estaba allí el que buscaba,
que estaba en la vecindad.

Otro de A. G. Tejero, de inocente picardía:

Un listo banderillero
le dijo a su tabernera:
—¿Quieres mi bien, ser torera?
Y responde con salero:
—Los toros, señor Pulido,
son terribles animales;
lleve usted a mi marido
que estará entre sus iguales.

A veces para lograr un juego de palabras se buscan algunas que se ven


forzadas por el consonante. Por ejemplo, en este epigrama de J. M.
Villergas:

Viendo un entierro el caribe


de un centinela inesperto,
dijo a lo lejos: —¿Quién vive?
Y contestaron: —Un muerto.

¿Por qué diablos se ha de llamar «caribe» a un centinela? ¿Por qué


«inesperto»? Pues para rimar con «vive» y con «muerto», y esto es todo.
Y para terminar uno que juega precisamente con el consonante y no lo
oculta:

Cierto coplero famoso


(pero no de los modernos)
a su mujer, cariñoso,
pidió un consonante a «Tiernos»,
y ella, que amaba al esposo,
le puso al momento «Cuernos».
Es de Wenceslao Ayguals de Izco, anteriormente citado.
LA LEYENDA DE SAN KILLIAN,
PATRONO DE LOS BIBLIÓFILOS

Aquí comienza la historia del señor san Killian, que fue monje en la Irlanda
y fue amador de libros y gustaba de leerlos y escribirlos y fue varón justo,
santo y bueno y encontró misericordia y gloria ante Nuestro Señor Dios,
que manda en el cielo y sobre la tierra.
Y fue san Killian monje en un monasterio, pues sus padres eran
temerosos del Señor y a Él lo habían consagrado. Y entró como lego en el
escritorio, y como hacía bien las letras y los dibujos, cuando fue monje no
lo sacaron de allí, sino que le dejaron como maestro de los demás. Y había
empezado sus días en la religión con el libro de los libros comenzando a
escribir la creación del mundo y del hombre como se cuenta en el Génesis,
In principio creavit Deus coelum et terram, y fue sacerdote del Señor y
ofrecía el santo sacrificio de la misa con gran devoción y de todos era
amado y admirado.
Pero cuando pasaron los años y los de su trabajo ya se contaban por
decenas, el maligno quiso tentarle y Dios lo permitió.
Y entró el diablo en el monasterio y le dijo:
—Hace muchos años que trabajas en este libro y en verdad has hecho
obra asaz bella, pero cuando la hayas terminado no la tendrás ni podrás
gozar mirándola, por cuanto será vendida y con los dineros de la venta se
comprarán tierras y ganados para el monasterio y otros gozarán de lo que tú
has hecho.
Cuando el señor san Killian oyó esto cayó en gran aflicción y rogó al
Santísimo Señor Dios, porque está escrito que el Santo de los Santos ayuda
a quien reza para apartarlo de la tentación y librarlo de la soberbia. Ut
avertat hominem ab his, quae facit, et liberem eum de superbia.
Y el Señor Dios quiso escucharle y sacó de su alma la tentación del
maligno, y san Killian hacía ya cincuenta años que trabajaba en el libro y
escribía las palabras del Apocalipsis del glorioso apóstol Juan:
«Bienaventurado el que lee y escucha las palabras de esta profecía y
guarda las cosas escritas en ella porque el tiempo está cerca».
Y él sentía que su tiempo se acercaba. Y escribía las palabras del
apóstol y su alma sentía dolor y lo ofrecía al Señor y sus ojos miraban la
obra ya hecha y ofrecía las lágrimas al Señor y daba órdenes a los que
estaban bajo su mando y enseñaba a su sucesor porque sabía que sus días
estaban contados y la hora de su muerte marcada en el libro del Señor.
—sucedió que cuando el buen monje daba fin a su admirable obra vio
que Dios Nuestro Señor también la daba a su vida y se sintió morir cuando
escribía las palabras que el Espíritu Santo dictó a Juan:
Et si quis diminuerit de verbis libri prophtiaes hujus, auferet Deus
partem ejus de libro vitae, et de civilitate sancta, et de his, quae scripta sunt
in libro isto.
Dicit qui testimonium perhib et istorium. Etiam venio cito. Amen. Veni
Domini Jesu.
Gratia Domini nostri Jesu Christi cum Omnibus vobis. Amen.
Eso escribió y dio grandes voces tres veces, diciendo:
Etiam venio cito. Veni Domini Jesu.
—Ciertamente vengo presto. Ven, Señor.-Y murió.
Y cuando entregó su alma al Señor Dios tenía en la mano el libro que
escribió y no pudieron lograr que lo soltara. Y así le dejaron pensando que
al siguiente día lo conseguirían. Y a punta de alba lo intentaron y tampoco
pudieron porque lo tenía asido muy fuerte y todos comprendieron que era
voluntad de Dios. Y el abad se revistió con su capa y cogió el báculo y,
dirigiéndose al padre san Killian, le conminó pon santa obediencia a que
soltara el libro. Y el padre san Killian, ya muerto, abrió la mano y soltó el
libro. El abad, viendo la obediencia de la que había sido ejemplo en vida y
muerte el padre san Killian, prometió ante el Señor Dios que el libro no
sería vendido ni cambiado por tierras o ganados, sino conservado siempre
en el monasterio. Y el abad y los monjes, los legos y todo el pueblo que
estaba reunido allí, vieron que el rostro del padre san Killian sonreía
dulcemente. Y así está aún y hace muchos años.
Ésta es la vida del glorioso san Killian, abogado de los amantes de los
libros y de los que gozan leyéndolos, y en ellos aprenden la sabiduría del
hombre que fue hecho a imagen y semejanza de Dios.
Hic liber est scriptus, qui scripsi sit benedictus Finito libros reddatur
gratias Christo.
Esta leyenda de san Killian fue escrita imitando el catalán del siglo XXV,
en 1949 y editada por la S. A. Horta de Impresiones y Ediciones como
felicitación de Navidad del año 1950. Se hizo una tirada de doscientos
ejemplares en papel de hilo ornamentada con una litografía de Julio Boleda
a semejanza de las miniaturas de la época.
¿CERVANTES MÉDICO?

Es común que cuando un español escribe un libro de erudición —aunque


sea tan leve y de segunda, y aun tercera mano, como el mío— dedique por
lo menos un capítulo a las relaciones que unen a Cervantes con el tema en
cuestión. Otros hacen más, y en vez de un capítulo le dedican una obra
entera, y así existen libros para demostrar la Pericia geográfica de D.
Miguel de Cervantes, el Andalucismo y Cordobesismo de M. de C. y tratan
de Cervantes administrador militar, Cervantes educador, Cervantes marino,
Cervantes teólogo. Cervantes viajero, Cervantes ateo, religioso, vascófilo,
aliadófilo, germanófilo, jurisconsulto, etc. (Vid. el Catálogo de la Colección
Cervantina de la Biblioteca de Cataluña). Y claro está que no podía faltar a
la cita libresca algún o algunos libros que traten de las relaciones que unen
a Cervantes con la Medicina.
Ante mí tengo uno de ellos. Es un folleto de 68 páginas, titulado
Cervantes en Medicina. Del estudio de El Quijote, ¿se desprende que su
autor tenía conocimientos médicos?, compuesto por Francisco González y
Martínez, a cuyo nombre siguen nueve líneas de títulos académicos, uno de
los cuales nos dice que era «Médico titulado de Socuéllamos» (y premiado
con una pluma de oro y un diploma por el Liceo Artístico y Literario de
Granada, etc.).
Abro el libro al azar y leo en la página 18: Conocimientos de fisiología,
cap. 18, I parte. Sigue el diálogo, que termina con la frase de que «más se ha
de estimar un diente que un diamante» y lo comenta de la siguiente manera:
«Este pasaje demuestra el conocimiento que tenía Cervantes del papel
fisiológico que desempeña la dentadura en la digestión, pues una buena
masticación de los alimentos evita muchas enfermedades del estómago».
Pero ¡hombre de Dios!, para saber esto no es necesario ser un genio; lo sabe
y lo sabía entonces cualquier palurdo y campesino zafio e ignorante que no
hubiera oído en su vida la menor lección de higiene.
Sigamos: Conocimientos de higiene, cap. II, I parte. Sancho Panza dice a
don Quijote: «Bien puede vuestra merced acomodarse desde luego a donde
ha de pasar esta noche, que el trabajo que estos buenos hombres tienen todo
el día no permite que pasen las noches cantando». «Ya te entiendo, Sancho
—le respondió don Quijote—, que bien se me trasluce que las visitas del
zaque piden más recompensa de sueño que de música. O lo que es lo
mismo: has sido intemperante con el vino y te produce sueño». ¡Ah,
caramba! ¿Qué te parece, amigo lector? ¿No es de admirar los profundos
estudios e indescriptibles desvelos de Cervantes (don Miguel), que llegó por
la sola potencia de su genio a descubrir que el vino llamaba a Morfeo?
Indiscutiblemente, quien niegue conocimientos médicos al insigne manco
de Lepanto demostrará ser zote y modorro y merecedor de cien palos, amén
de varios años de galeras. Claro que el individuo no genial se zampa un litro
de tintorro de Valdepeñas y descubre el mismo fenómeno. Pero,
naturalmente, no es método científico.
No desorbitemos las cosas. Creo que el Quijote es la novela más genial
que han producido los siglos y que se encuentra a mil codos por encima de
su inmediata seguidora. Creo que Cervantes fue un literato genial, pero eso
solamente, literato, que ya es bastante. Lo que consiguen quienes quieren
hacerle pasar por la Enciclopedia Espasa del siglo XVII no hacen más que
desprestigiar a su ídolo. A veces llegan a hacérmelo antipático y ya formo
en la legión de los seguidores de don Miguel de Unamuno, que de puro
anticervantismo conceden más existencia histórica a don Quijote y a
Sancho que al propio don Miguel, que los parió entre congojas y dolores.
Prosigamos con el librito de marras, página 24: Conocimientos de
Cirugía, cap. II, I parte: «… y viendo uno de los cabreros la herida (de don
Quijote), le dijo que no tuviese pena, que él pondría remedio con que
fácilmente se sanase, y tomando algunas hojas de romero de mucho que por
allí había, las mascó y las mezcló con un poco de sal, y aplicándoselas a la
oreja se la vendó muy bien, asegurándole que no había de menester otra
medicina». Y comenta el doctor Martínez: «Y así fue la verdad». ¡Hombre,
doctor! Así fue la verdad porque así le complugo a Cervantes, que si él
hubiese querido que la herida se infectase, el remedio no hubiese dado
resultado, a no ser que crea usted en la rebelión de los personajes tan cara a
Unamuno y Pirandello. Además, indicar que Cervantes poseía
conocimientos de cirugía basándose en frases como la que antecede, que se
reduce a indicar un método empírico de uso vulgar, es de una ingenuidad de
ursulina.
No niego, con todo, que Cervantes poseyera algún conocimiento; era
hombre instruido y, por lo tanto, es probable que tuviese buenas ideas
generales del tema y algunas más de las corrientes en particularidades
médicas. Tanto más cuanto Cervantes fue hijo de un médico cirujano,
probable director de hospitales, y en su familia se dieron galenos famosos:
maestre Juan Sánchez, médico que llevó Cristóbal Colón en su primer viaje
a Indias; el bachiller Juan Díaz de Torreblanca y Luis Martínez (maese
Luis), todos ellos reputadísimos en Córdoba. Él, por su parte, cultivó la
amistad de doctores eminentes en su tiempo, como los famosos Francisco
Díaz y Juan de Vergara; y su padre fue muy amigo del no menos célebre
Cristóbal de Vega, eminente comentarista de Hipócrates. De éste pudo leer,
pues lo cita en el Quijote, su libro: In aphorismus Hipocratis. Menciona
asimismo el doctor Andrés Laguna, cuya traducción de la Materia
medicinal de Dioscórides quizá conociera. Se ha escrito si le sería familiar
la obra de Areteo: De acutorum ac dutumorum morborum causis et signis,
pero no hay pruebas. (Astrana Marín en el prólogo de Vallejo-Nágera, p.
XI).
Otra cosa distinta, a los tales comentarios, es analizar los tipos
cervánticos, especialmente don Quijote y Sancho, a la luz de los
conocimientos psiquiátricos actuales. Cervantes pintó a un anormal que
convence a otro individuo que tenía «poca sal en la mollera», nos habla del
sevillano que hinchaba perros; del cordobés del podenco; del licenciado en
Cánones que discute con Júpiter, los tres en el Quijote de Tomás Rodaja o
licenciado Vidriera; de Felipe Cañizales, el celoso extremeño; de Cardenio,
semisalvaje de Sierra Morena, y del enamorado Basilio, estos dos últimos
también en el Quijote y los otros dos en las Novelas ejemplares. Quizá
olvido alguno en esta rápida cita de memoria, pero bastan para indicar que
si un novelista pinta a un loco y especialmente a un loco genial como es don
Quijote, quienes de anormales traten es justo que de él se preocupen y
analicen su locura. Véase, si ello interesa, los magníficos estudios de
Vallejo-Nágera (en Literatura y psiquiatría) y Goyanes (en Tipología de El
Quijote), por ejemplo, y se verá la diferencia que existe entre ellos y las
tonterías más arriba copiadas.
ANECDOTARIO (II)

Tayllerand era hombre que conservaba la impasibilidad en todos los


momentos de su vida. Murat decía de él:
—Es un hombre que si hablando con vos recibiese una patada en el
culo, por la cara no os daríais cuenta.
En presencia de Luis XIII de Francia dijo un cortesano al duque de
Retz:
—Veo que lleváis el pelo muy rizado. ¿Os lo riza una amante?
—No —replicó el duque—; es que tengo naturalmente el pelo rizado.
—¿De veras? —preguntó el rey—. ¿Sin necesidad de peluquero tenéis
el pelo así? —No, señor.
—Entonces, ¿por qué se lo dices a ése? —Porque a vuestra majestad le
debo la verdad y a ése puedo decirle lo que me dé la gana.

Cuando Espartero se retiró de la política, se despidió de la reina Isabel


II con gran violencia:
—¡Ahí queda eso, señora! Cuando la revolución llegue a las puertas de
palacio no me llame vuestra majestad, porque no he de venir más en vuestro
socorro.

Viendo Federico el Grande a la multitud agrupada para leer un pasquín


colocado en un sitio muy alto, mandó que lo colocaran más abajo.
—Es que es un pasquín contra vuestra majestad. —Ya lo sé; pero si
decís que yo he dado orden de que lo colocaran en un sitio para que se
pudiese leer más cómodamente, ello aumentará mi popularidad.
Un día preguntaron a Romero Robledo cómo veía él el arte de gobernar
y contestó con un cuento:
—Dice la historia anecdótica del pueblo hebreo que cuando Moisés se
presentó con las tablas de la ley, los israelitas que en grupo compacto le
aguardaban clamaron a una voz:
»—¡Muestre, muestre, patriarca, las tablas!
»Moisés obedeció; mostró las tablas y el pueblo quedó asombrado al
notar que en aquellas tablas no había precepto alguno. Efectivamente, el
Decálogo aparecía inscrito en diez números, que nosotros convertimos en
diez signos de numeración romana.
»—¡Que se explique eso! —gritaban.
»Y Moisés comenzó la enumeración de los mandamientos».
»—El primero —exclamó—: amar a Dios sobre todas las cosas.
»—¡Muy bien! —manifestó el pueblo de Israel».
»—El segundo —continuó Moisés—: no jurar su santo nombre en vano.
»—¡Magnífico, se aprueba! —Y así sucesivamente. Pero he aquí que al
llegar al sexto, el pueblo prorrumpió en ruidosas protestas:
»—¡Fuera, fuera! ¡Eso no, de ningún modo! Nada, que se retire.
»Moisés, en efecto, se retiró al monte y transmitió al Señor la protesta.
El Señor insistió:
»—Desciende, Moisés, e impón mi ley al pueblo escogido. »Bajó
Moisés, se presentó al pueblo y repitióse el coro. Al llegar al sexto, las
protestas airadas se reprodujeron en tales términos, que Moisés,
desesperado, rompió las tablas.
»Arrepentido, compareció de nuevo ante el Señor, se le entregaron otras
tablas, las mostró, dio lectura al sexto mandamiento y el pueblo clamó:
»—¡Fuera, fuera! ¡No se aprueba ese artículo!
»Moisés inició entonces un signo para imponer silencio.
»—Nada de fuera… ¡porque habrá manga ancha!

Perrin el autor, con Palacios, de multitud de comedias, era también muy


gracioso en la vida corriente.
Un día almorzaba en un restaurante con un amigo. Uno de los platos
que sirvieron fue de sesos, y cuando terminaron de comerlos el amigo, que
no bebía vino, se dispuso a beber un buen trago de agua.
Perrin, al verlo, le dijo:
—No bebas agua, que sobre los sesos es una ducha y no te sentaría bien
a mitad de comida.

La ópera española no ha tenido éxito. Músicos célebres han intentado


escribirlas, pero el fracaso ha coronado sus intentonas. El maestro Bretón
estrenó una con el título de Raquel. Había escrito no sólo la música sino
también la letra. En el segundo acto se cantaba:

¡Judías para rato hay en Toledo!

En la representación siguiente se cambió «judías» por «hebreas», tal


había sido la carcajada general con la que el público había premiado la
frase.

De la Raquel del maestro Bretón han quedado dos acotaciones curiosas


de su libreto.
«Acto primero. Un jardín. A la izquierda, un cenador femenino.
»Acto segundo. Entra Raquel, se arrodilla ante el rey, se abraza a su
pierna izquierda y así cantan el dúo».

Desconfía de toda idea, sensación, pasión u opinión que no soporte la


prueba sutil de la ironía.

Cuando Franklin fue a ver al rey de Prusia, creyendo que le


proporcionaría recursos para la revolución norteamericana que terminó con
la independencia del país, el rey le preguntó:
—Decidme, doctor, ¿en qué pensáis emplear mi dinero?
—En alcanzar la libertad, que es el privilegio natural del hombre.
Y el rey Federico le replicó:
—Yo he nacido de familia real, soy rey y no debo echar a perder el
oficio. He nacido para mandar y los pueblos para obedecer.
Y no le ayudó. Quien ayudó a los norteamericanos en su lucha por la
independencia fue el gobierno español. Nos lo agradecieron en 1898.

Copio del libro Mil y una anécdotas de Asenjo y Torres del Alamo lo
que sigue:
Los dueños del Palacio de la Música pensaron primeramente en llamarle
Avenida Palace.
Lo supo el maestro Lasalle y se opuso a ello diciendo que debía titularse
Palacio de la Música.
Como los dueños del edificio no lo aceptaron, a los pocos días se
presentó el célebre director de orquesta diciendo:
—Ya saben en Madrid que esto se va a llamar Avenida Palace y
pregunta la gente si los palcos tienen cuarto de baño.
Esta chirigota decidió la aceptación del nombre que hoy lleva el edificio
de la avenida de Pi y Margall.
Esta anécdota tiene su complemento. El Palacio de la Música está
situado en la Gran Vía madrileña. El libro citado se publicó en 1940 por
Ediciones Españolas, cuando la avenida se llamaba de José Antonio, lo que
quiere decir que fue escrito unos años antes. Lo extraño es que la censura,
tan rígida por aquellas calendas, no se diera cuenta del nombrecito.

Humberto I de Italia era muy generoso y conocía muy bien a sus


compatriotas y sus gustos por las distinciones. Acostumbraba decir:
—Una condecoración y un cigarro no se niegan a nadie.

El mariscal Hindenburg decía:


—Me basta un botón de menos o una mancha en la guerrera para
conocer lo que da de sí un oficial. En las cosas importantes todo el mundo
acude al disimulo mientras suelen olvidarse los detalles pequeños.

Cuando Alejandro Dumas, padre, vivía en Saint-Germain, un


almacenero de hielo le guardaba siempre una cantidad, pues era gran
admirador suyo, mientras la negaba a los demás compradores.
Un día un ricacho de la villa, deseoso, en pleno verano, de refrescar
unas botellas de champaña, se valió de la estratagema de pedir hielo al
almacenero de parte de Alejandro Dumas. Le dieron la cantidad que pedía.
—¿Cuánto es? —dijo el comprador sacando una moneda de oro.
—¡Ah, bribón! —exclamó el almacenista—. Suelta el hielo. Tú no
vienes de parte del grande hombre porque… ¡él no paga nunca!

Si un hombre no comprende por qué una mujer lleva un pronunciado


escote, la mujer haría mejor en llevar otra cosa.

Todavía alcancé a ver a una de las Macarronas, célebres bailaoras


gitanas, que trabajaba, si no recuerdo mal, en la compañía de Concha
Piquer, quizá me equivoque y era la compañía de Lola Flores y Manolo
Caracol. Era por los años 40, pero lo que voy a contar sucedió a principios
de siglo. Embarcaron para Mallorca dos hermanas Macarronas y su madre.
El viaje no fue precisamente pacífico, pues el barco empezó a bailar.
La madre, que ocupaba con sus hijas un camarote con tres literas y
estaba acostada en la inferior, empezó a gritar:
—¡Ay, Maresita de mi arma! ¿Qué va ser de mí? Er Señor der gran Poé
me vargal ¡Juana de mi vía! ¿Qué hasé que no socorre a tu mare que está
dando las boqueas?
A lo que Juana, que ocupaba la litera superior, contestó llorando:
—Pero, mare de mi corasón, ¿cómo quiere osté que la ayúe si estoy en
er úrtimo cajón de la cómoda?

Y ya que hablamos de gitanos.


Había un cantaor andaluz que fue a dar el pésame a una familia amiga
por el fallecimiento de un deudo que todavía estaba de cuerpo presente.
Durante el velatorio el cantaor, sin darse cuenta, empezó a «apuntarse» una
soleá, por lo que los familiares del muerto le llamaron la atención. Tres o
cuatro veces, inadvertidamente, intentó hacer una «salida» por alegrías,
tientos o malagueñas, y otras tantas le tuvieron que llamar al orden.
Entonces el Niño de la Vereda se levantó, salió dando un portazo y
diciendo:
—¡Pos no le han tomao poco cariño ar defunto!

Al saber que Miguel Ángel, que le estaba haciendo una estatua, tenía el
propósito de ponerle un libro en la mano, le llamó el papa Julio II:
—No soy hombre de letras. Dejaos de libros y poned una espada en esa
mano.

Hay gente cuya única virtud consiste en su severidad para con los vicios
de los demás.
LA CUEVA DE HÉRCULES

Don Rodrigo Jiménez de Rada, en su Historia gótica, editada en 1603 en


Toledo, explica, dándola como cierta, la leyenda siguiente. Cuando
Hércules estuvo en España —ya empezamos bien— edificó un palacio
sobre una cueva que, según la misma leyenda, fue excavada por Túbal,
nieto de Noé. El legendario semidiós griego usaba la cueva para sus artes
mágicas y en ella colocó unos lienzos y figuras que pronosticaban el
porvenir de España. Desapareció el palacio en el correr de los tiempos y la
cueva no fue descubierta hasta los tiempos de don Rodrigo, el último rey
godo, quien quiso penetrar en ella a pesar de las advertencias de sus
cortesanos, que se lo desaconsejaban. Sigue la leyenda indicando que a
pocos pasos de la entrada de la caverna se encontraba una puerta de hierro,
llena de candados, en la que, en letras griegas, estaba grabada la
inscripción: «El rey que abriere esta cueva y pudiera descubrir las
maravillas que tiene dentro descubrirá bienes y males». Don Rodrigo,
atento más a los bienes que a los males que pudieran acaecer, mandó picar
la tapa de hierro y descerrajar y arrancar los candados. Llegó a una
habitación y en medio de ella había una estatua de bronce de formidable
estatura con una maza en las manos que movía acompasadamente causando
espantoso ruido. A un lado de la estatua estaba un arca cerrada que encima
de la tapa tenía un letrero que decía: «Quien esta arca abriere maravillas
hallará». El rey, confiado en encontrar un tesoro, abrió el arca y encontró un
lienzo arrollado que al abrirlo vio pintadas en él figuras de árabes, unos a
pie y otros a caballo, al pie de las cuales se encontraba una inscripción
diciendo: «Quien aquí llegare y esta arca abriere perderá a España y será
vencido de semejantes gentes». Salió el rey de la cueva espantado e hizo
cegar la puerta de la misma para que nadie más pudiese ver lo que él había
visto.
Como se puede suponer, todo esto no es más que leyenda, pero, según
Cristóbal Lozano, en 1546 el cardenal Juan Martínez Silíceo hizo
investigaciones, y dice el citado autor que en los sótanos de la iglesia de
San Ginés encontró la entrada de una cueva por la que entró él y algunos
acompañantes, y a cosa de media legua —«que yo digo que sería algo
menos, pues el miedo hace las leguas muy largas», dice Lozano— halló
unas estatuas de bronce puestas sobre una mesa como altar que cayeron
causando a los excavadores tan grande miedo que enfermaron todos y
murieron muchos de ellos.
Ésta es la tradición de la cueva de Hércules en Toledo, que en otras
versiones se encuentra más adornada de prodigios y maravillas. Creo que
con las narradas hay más que suficiente. No se olvide que Cristóbal Lozano
escribió sus obras en el siglo XVII; es decir, cien años después de la aventura
que cuenta del cardenal Silíceo y que en aquella época las leyendas
maravillosas estaban en boga y se creían a pie juntillas.
DON RODRIGO Y FLORINDA LA
CAVA

Lo que sigue es tradición que va pareja con la anterior. Según ella, el conde
don Julián, gobernador de Ceuta, había enviado a su hija a la corte de
Toledo y de ella se enamoró el rey don Rodrigo. ¿Cómo se produjo el
enamoramiento? Según unos romances, Florinda, que así la llaman los
escritores del Siglo de Oro, pero que es nombre inventado, estaba
«sacándole aradores con un alfiler de oro». Sabido es que el arador no es
más que el sarcoptes seabiei; es decir, el ácaro productor de la sarna, lo cual
nos da una idea muy clara de la higiene de la época, cuando incluso los
reyes estaban sujetos a tal enfermedad. Otra versión dice que don Rodrigo
vio a Florinda bañándose desnuda, según unos en el río Tajo y según otros
en una alberca de palacio. El caso es que se enamoró de ella y la violó.
Florinda escribió a su padre el relato de su desgracia y el conde don Julián
juró venganza. Para ello se presentó en Toledo como si nada supiese y se
puso en contacto con los sobrinos de Witiza, el rey que había sido depuesto
por don Rodrigo, y concertaron una acción de guerra para destronar al rey.
Don Julián volvió a Ceuta y se puso en contacto con árabes que habían
invadido el norte de África y les propuso una acción guerrera en España
contra Rodrigo. No pensaba que su venganza ocasionara la invasión
musulmana que duró ocho siglos; creía solamente en una expedición de
castigo en la que derrotaría al rey. Durante varios meses don Julián estuvo
preparando su venganza. Una primera expedición exploratoria tuvo lugar
con buen resultado, por lo que se decidió a dar el paso definitivo y las
tropas musulmanas atravesaron el estrecho y se presentaron en Andalucía.
Don Rodrigo acudió al lugar del combate con todo su ejército, cuyas alas
estaban mandadas por los hijos de Witiza; en el centro con el rey estaba el
obispo don Opas, que también se había unido a los conjurados. La batalla
tuvo lugar según unos autores a orillas del río Guadalete, según otros junto
a la laguna de la Janda y otros, en fin, han indicado otros lugares, como
Barbate, probables para el desarrollo de la contienda. Según la tradición, el
ejército de los invasores no pasaba de once mil hombres, mientras que el
ejército visigodo era varias veces superior. Se trabó la batalla un 2 de
septiembre, que, según parece, era domingo y duró la pelea no sólo todo el
día, sino toda la semana siguiente, y el último día, domingo también, los
hijos de Witiza se pasaron con sus tropas a los invasores, y lo mismo hizo el
obispo don Opas, que mandaba una parte del ejército de don Rodrigo. Ello
significó el fin de la batalla porque, descorazonados los visigodos, huyeron
abandonando a su rey.
No se sabe qué sucedió con él; desapareció por completo, pues no se
halló más que su caballo a orillas del río y las insignias reales, la púrpura y
la corona en la arena del río. Cuenta la tradición que el rey huyó
refugiándose en un monasterio o una ermita de Portugal, confesando sus
culpas a un ermitaño a la que la tradición da el nombre de Romano. Éste
condenó a don Rodrigo a vivir en un pozo lleno de alimañas que le
mordían, haciéndole exclamar unas palabras que han pasado al acervo
popular: «Ya me comen, ya me comen por do más pecado había». No se
dice cuándo murió.
Un día el poeta José Zorrilla apostó con unos amigos a que en el plazo
de veinticuatro horas escribiría una pieza en un acto basada en un hecho de
la historia de España. Introdujo una tarjeta en un tomo de la Historia de
España del padre Mariana precisamente en la página que narra el episodio
de la penitencia de don Rodrigo. Basándose en él escribió en una noche su
famosa obra El puñal del Godo.
Añadamos que si a la hija del conde don Julián los autores del Siglo de
Oro le adjudicaron el nombre de Florinda, los historiadores musulmanes la
llamaron La Cava, con el cual ha pasado también a la historia y a la
literatura. Cava es la deformación del vocablo árabe kahba —con h
aspirada—, que significa mujer prostituta de alta clase o que se entrega a un
hombre pero no por dinero.
Modernos autores, como Claudio Sánchez-Albornoz, afirman que según
las crónicas árabes la batalla se dio a orillas del río Wadalakka, que
identifican con el Guadalete de la tradición más corriente y no se libró en
septiembre, sino el 19 de julio del 711. Por otra parte, la desaparición de
don Rodrigo dio lugar a múltiples opiniones: «pereció en la batalla de
Guadalete», «murió ahogado en el río, del que no pudo salir por el peso de
su armadura», «los hijos de Witiza le dieron muerte y presentaron su cabeza
a Tarik», «fue muerto por el conde don Julián, que vengó la violación de su
hija», etc. Dos siglos más tarde, en un convento de Viseu, en Portugal, se
encontró un sepulcro que llevaba la inscripción Hic requiescit Ruduricus,
ultimus rex gothorum (Aquí descansa Rodrigo, último rey de los godos).
ABELARDO Y ELOÍSA

Cuando comienza esta historia corre el año 1117. En la Universidad de


París enseña un profesor audaz y combativo y quizá por ello adorado por
sus alumnos. Muy cerca de la universidad habita el canónigo Fulberto,
acompañado de su sobrina Eloísa. Fulberto es un hombre curioso y dado al
estudio, afición que contagia a su sobrina, a la que, en vez de someterla a la
clásica educación femenina de la época, consistente en bordar, cocinar,
coser y contar lo suficiente para no ser engañada en el mercado, le hace
aprender a leer y escribir en latín y la inicia en la filosofía. ¿Qué más puede
hacer? Le busca el mejor filósofo de la época; es decir, Abelardo y, para
estar seguro de que las clases serán continuas, le invita a vivir en su casa.
Le recomienda que sea severo con su alumna y que no dude en usar el
bastón si ella se muestra desaplicada o remisa en aprender.
Abelardo encuentra en Eloísa una alumna que le honra; tiene dieciséis
años, Abelardo treinta y ocho; lo cual es casi el umbral de la vejez en
aquella época. Abelardo es un seudónimo, pues su nombre auténtico es
Pierre Berenguer. Eloísa ve en él no sólo el filósofo, sino el hombre célebre
y admirado por todo el mundo, a pesar de que Abelardo es un vanidoso
extraordinario. Después de su tragedia escribirá un libro, Historia
Calamitatum, en que pinta, con los mejores colores que pueda encontrar su
vanidad, el éxito de sus clases: «el entusiasmo multiplicaba el número de
oyentes de mis dos cursos; la gloria que les proporcionaban los beneficios,
ya la sabéis; mi fama debió de llegar hasta vos».
Eloísa quedó embrujada por el aura que envuelve a su maestro, que ya
se ha fijado en las cualidades no sólo morales e intelectuales sino también
físicas de su alumna: «físicamente no estaba mal, pero, por la extensión de
su saber, se distinguía entre todas». Abelardo es hombre que no puede vivir
sin mujeres y decide conquistarla: «viéndola, pues, adornada de todos los
encantos que atraen a los amantes, pensé en unirme a ella y creí que nada
me sería más fácil que conseguirlo. Tenía tal reputación, tal gracia de
juventud y de belleza que jamás pensé que nadie pudiese rechazarme, fuera
cual fuese la mujer que yo honrase con mi amor». Mayor vanidad y mayor
orgullo son difíciles de encontrar: «vivimos primeramente reunidos bajo el
mismo techo, después unidos por el corazón. Los libros continuaban
abiertos mientras, entre nosotros, brotaban más palabras de amor que de
filosofía, más besos que explicaciones».
Lo que no debía suceder sucedió: Eloísa queda embarazada. Abelardo,
queriendo evitar que Fulberto en un momento de furor asesinase a su
sobrina, la rapta y la envía a Bretaña, a casa de una hermana suya. Eloísa da
a luz un niño al que le dan el nombre de Astrolabio.
Según el diccionario, astrolabio es «el instrumento que sirve para
observar la altura de los astros y resolver por métodos gráficos los
problemas corrientes de la astronomía y la navegación». ¡Vaya nombre para
un niño!
Fulberto, como es natural, se indigna y Abelardo ofrece una reparación:
se casará con Eloísa, pero a condición de que el matrimonio sea secreto,
pues de ser público perjudicaría su carrera. Fulberto acepta, pero Eloísa se
niega a ello; no quiere perjudicar el porvenir de su carrera. Abelardo está
destinado a ser una lumbrera de la Iglesia: «qué perjuicio causaríamos a tan
santa institución, cuántas lágrimas costaría a la filosofía; sería
inconveniente y deplorable ver a un hombre a quien la naturaleza ha creado
para el mundo entero sujeto a una mujer y aplastado por un yugo
deshonroso». Para convencer a Abelardo, Eloísa cita a san Jerónimo, a san
Pablo, a Sócrates, a Platón y a todos los filósofos y padres de la Iglesia
habidos y por haber. Abelardo no está convencido; Eloísa continúa
negándose a casarse con él: «en verdad, el nombre de esposa parece más
sagrado y más sólido, pero siempre he creído mejor el de amante, y te pido
perdón por decirlo, el de concubina o de prostituta, pues cuanto más me
humillo por ti más espero comprensión y esta humillación no quiere
empañar ni un ápice el esplendor de tu gloria». Todo es en vano; Abelardo
quiere casarse y se celebra la ceremonia en secreto. Fulberto lo rompe
intentando desprestigiar a Abelardo; quiere humillar también a Eloísa, y
para evitarlo Abelardo la conduce a la abadía d'Argenteuil, en donde se
viste con hábitos monjiles. Fulberto cree entonces que Abelardo quiere
deshacerse de su esposa y una noche unos sicarios pagados por él se
introducen en la habitación de Abelardo, y sujetándole fuertemente, le
castran.
Cuando Eloísa se entera del suceso cree morir de dolor, no tiene
vocación religiosa y no vive más que para amar a Abelardo, que desaparece
sin dar señales de vida durante más de doce años. Se ha escondido en un
monasterio bretón, donde escribe su ya citada Historia Calamitatum.
Eloísa, enamorada le escribe: «por fin sé de ti. Me perteneces por un lazo
sagrado y todo el mundo sabe que te he amado siempre con un amor
inmortal, pues mi alma no estaba en mí, sino contigo y si ahora no está
contigo no está en ninguna parte del mundo». Abelardo le responde con una
carta llena de expresiones espirituales; el tiempo y, tal vez, la castración han
eliminado sus deseos.
Eloísa es nombrada abadesa del convento del Paráclito y Abelardo va a
predicar allí. Él quería pasar el resto de su vida en este lugar discreto y
tranquilo, pero ¿qué haría un hombre, aun eunuco, en un convento de
monjas? Todo el mundo se escandalizaría. Juzga inconveniente el proyecto
y parte hacia París.
La correspondencia entre Abelardo y Eloísa continúa: por un lado, las
exaltaciones de amor; por otro, consejos espirituales.
Poco a poco el tiempo va calmando los ánimos; el amor continúa y
Abelardo recibe autorización para volver a enseñar. En Champagne abre
una escuela que llega a reunir tres mil estudiantes. Por sus teorías entra en
conflicto con la Iglesia, que reconoce su gran valía, pero también ve en él
un elemento peligroso para la ortodoxia. Al final de sus días Abelardo es un
simple hermano en un convento y Eloísa le sobrevive veinte años. Cuando
muere nadie se acuerda de lo sucedido y, convertida en una madre abadesa
respetada y querida, entrega su alma a Dios.
La Historia Calamitatum y la correspondencia entre Abelardo y Eloísa
han ofrecido dudas sobre su autenticidad. Los más de los historiadores
creen en ella, aunque admiten interpolaciones posteriores. Los cuerpos de
los dos amantes permanecieron enterrados hasta la Revolución francesa,
que perturbó su reposo. Más tarde sus restos, o lo que se cree que son sus
restos, fueron sepultados en el cementerio del Pére Lachaise de París.
ANECDOTARIO (III)

El célebre gramático francés Vaugelas (1585-1650) tenía muchas deudas y


poco antes de morir, después de disponer todos sus bienes en favor de sus
acreedores, hizo la siguiente manda en su testamento:
«Como el producto de la venta de cuanto poseo quizá no alcance a
pagar lo que debo, es mi voluntad que, si ello fuere así, mi cuerpo sea
vendido al mayor precio posible a los cirujanos y que se aplique su
producto al pago de lo que debo, a fin de ser algo útil en muerte, ya que no
lo ha podido ser en vida».
Su deseo no se cumplió, pues sus amigos pagaron las deudas pendientes
y su cuerpo fue enterrado dignamente a cargo de la Academia Francesa, a la
que pertenecía.

Dos famosos pelotaris vascos de comienzos de este siglo, Beorlegui y


Thantho fueron contratados por un empresario de Pamplona para jugar unos
partidos en la capital navarra. Llegados a ella fueron a pasear y al pasar
junto a la catedral Thantho preguntó a Beorlegui:
—Oye: ¿qué es eso?
—Pues la catedral.
—Claro, ¡hombre!, no me acordaba. ¿No es la catedral de Burgos?

El ministro francés Lefevre quería organizar una lotería internacional


con premios millonarios, pero tropezó con la oposición de Inglaterra,
representada por su ministro del Exterior Lloyd George, quien adujo
argumentos bíblicos contra el proyecto. Lefevre solía comentar el hecho
haciendo al mismo tiempo una reflexión sobre la hipocresía británica.
—Al enterarse del proyecto, los ingleses consultaron la Biblia y
encontraron unos versículos que condenaban la lotería y los pastores y
obispos estuvieron de acuerdo en que no podía permitirse. Claro es que si el
proyecto hubiera beneficiado a Inglaterra, los mismos políticos, los mismos
pastores y los mismos obispos hubieran encontrado versículos y capítulos
enteros a favor de la lotería.

La felicidad consiste en creer en ella.

El barón Bifield solicitó que le nombrasen académico de número en la


Academia de Ciencias de Berlín, fundándose en que había descubierto un
cometa que al cabo de poco tiempo chocaría contra la tierra, destrozándola
y haciéndola añicos. El presidente de la Academia le felicitó por su
descubrimiento y le comunicó que ello era razón para no nombrarle
académico, porque si su descubrimiento era falso no tendría nunca razón
para la distinción solicitada, y si era exacto la Academia desaparecería y no
valía la pena ser académico.

En unas elecciones a diputados a Cortes el gran escritor José Echegaray


fue derrotado en Oviedo y Murcia. Cristino Martos tuvo un gran disgusto
por ello y fue a visitar personalmente a Echegaray, solicitándole que se
volviese a presentar por otros distritos. Echegaray miró la lista de vacantes
y le dijo:
—Me presentaré por Quintanar de la Orden.
—¿Por qué?
—Porque allí me conocen. Hace dos años que me patearon una obra y
los actores debieron salir protegidos por la Guardia Civil. Estoy seguro que
me recuerdan.
En efecto, José Echegaray fue elegido diputado por Quintanar de la
Orden.
Hay gente predestinada a no ser desgraciada, por ello no llegarán nunca
a ser felices.

Cuando De Harley fue nombrado primer presidente del Parlamento de


Francia, el cuerpo de procuradores fue a pedirle su protección y él les dijo:
—Lo que es mi protección nunca la tendrán los delincuentes y las
personas honradas no la necesitan para nada.

Durante una de las guerras carlistas, el pretendiente don Carlos viajaba


por tierras de Navarra. En una hostería pidió para comer un par de huevos
fritos. Al terminar pidió la cuenta.
—Veinte reales —dijo el posadero.
Don Carlos pagó el duro y dijo:
—Aquí parece que van escasas las gallinas.
—No señor —respondió el ventero—; aquí lo que escasean son los
reyes.

El célebre navegante francés Bougainville tenía un loro que le


acompañaba en todos sus viajes. Un mal día el bajel que mandaba
Bougainville tuvo que sostener una gran batalla contra una escuadra
enemiga. Terminada la contienda, se buscó en todas partes el loro sin
encontrarlo, hasta al cabo de unas horas escondido entre un rollo de cables.
—¡Bum, bum! —repetía el loro.
Y por más que hicieron los marineros y el propio Bougainville no
consiguieron que dijera otras palabras.
En toda su vida no dijo más que «¡Bum, bum!» y murió agitando las
alas y gritando:
—¡Bum, bum!

Hay una edad en que las mujeres se vuelven rubias.

El poeta francés Daurat se casó muy viejo con una muchacha muy
joven. El rey Carlos IX le dijo:
—Tu casamiento es un disparate. Está fuera de las reglas…
—Señor, ha sido una licencia poética —replicó Daurat.

Una mujer muy hermosa preguntó a Voltaire si creía en el misterio de la


Trinidad, y el poeta salió del paso enviándole unos versos que, traducidos
por Roberto Robert, dicen:

Siempre en mí, rara beldad,


tuvo la fe poco imperio:
jamás creí en el misterio
de la Santa Trinidad;
Mas hoy, con mejor fortuna,
que en vos se fundieron veo
todas tres gracias en una,
y el misterio adoro y creo.

Dijo un día Sófocles que tres versos suyos le habían costado tres días de
trabajo.
—¡Tres días! —exclamó un mal poeta—. ¡En tres días yo hubiera hecho
ciento!
—Sí, pero no durarían más que tres días.

Cuando Carlos I se retiró al monasterio de Yuste tomó muy en serio la


rigidez de la vida conventual. Una mañana le tocó despertar a los religiosos
y sacudió rudamente a un lego que tenía el sueño más pesado que los
demás, quien le dijo de mal humor:
—¡Ea, no os bastaba haber sacudido tanto tiempo a los que andaban por
el mundo que aún venís a molestar a los que nos hemos retirado de él!

En 1753 el abate Voisenon hizo representar en el Teatro de los Italianos


de París una pieza en un acto tan pesada que el público la recibió con
silbidos. Le preguntó un amigo cómo se había atrevido a presentar al
público parisiense una obra tan plúmbea.
—Mira, amigo —le replicó el autor—, hace tiempo que todos mis
amigos y cada uno por su parte me dan la lata sin parar y he querido
vengarme fastidiándoles a todos en una noche.
ENSALADA

EL HABEAS CORPUS. Una ley de Inglaterra redactada en latín, con cuyas


palabras principia, que equivalen a que tenga asegurado el cuerpo o la
persona, decretada el día 23 de mayo de 1679 por el Parlamento, que se vio
precisado a convocar el rey Carlos II, la cual concede a un preso el derecho
de ser puesto en libertad por medio de caución.
En cuanto un inglés es arrestado, cuando no lo es por delito de pena
capital, envía una copia del mittimus al canciller o a uno de los jueces del
Echiquier, el cual está obligado, sin pasar adelante, a concederle
inmediatamente el habeas corpus.
En virtud de este acto el reo es conducido delante del tribunal, al cual va
dirigido el habeas corpus, y los jueces declaran si hay o no lugar a ponerle
en libertad por medio de caución. Si no se halla en el caso de concederla, es
conducido nuevamente a la cárcel; y si tiene el derecho de hacerlo, es
puesto en libertad bajo fianza.
La práctica de esta ley, una de las más apreciadas por los ingleses, que
tiene por objeto las prisiones arbitrarias y los golpes de autoridad, sería muy
perjudicial en ciertos casos; por lo que se ha suspendido alguna vez: entre
otras lo fue por todo un año en el de 1722, cuando se temía una
conspiración contra el rey Jorge I y contra el Estado.

LA MIEL. Durante toda la Antigüedad y la Edad Media la miel sirvió


para endulzar la vida de los habitantes de Europa. Antes de su
industrialización, los buenos degustadores de miel sabían distinguir no sólo
el aroma de las flores de donde había sido libada por las abejas, sino
también el lugar casi exacto de su origen. Algo así como los catadores de
buen vino. En la antigua Grecia, Pitágoras, que vivió hasta los noventa
años, atribuía a la miel su longevidad y recomendaba a sus discípulos el uso
continuo de este alimento. Demócrito, otro filósofo griego, aconsejaba
«untar el cuerpo con miel por dentro y con aceite por fuera»; pero no se
debe hacer mucho caso de sus consejos gastronómicos porque era hombre
sin ningún apetito y su ideal era el ayuno, hasta el punto de que cada día
limitaba un poco más su alimento. Claro está que ello hizo que estuviese
aquejado de inanición cuando llegaron las fiestas en honor de Ceres. Los
que le rodeaban le suplicaron que comiese algo, por lo menos hasta
terminar las fiestas, para poderlas celebrar a gusto. Demócrito consintió en
ello y pidió un tarro de miel, pero no comió de ella, contentándose con
olerla, lo que le permitió aguantar tres días, al cabo de los cuales murió y
sus discípulos se llevaron el tarro de miel.
Los antiguos, como Plinio y Teofrasto, distinguían tres clases de miel: la
primera era la miel de las flores o miel ordinaria; la segunda, una especie de
rocío o maná que caía de los árboles y, según se aseguraba, existía en
abundancia en el Líbano, y la tercera, que sin duda sería nuestro azúcar
natural, que procedía de los juncos, probablemente la caña. Esta última
miel, convertida ya en azúcar un poco mal refinado, fue llamada miel india
y fue poco a poco sustituyendo a la auténtica miel. Naturalmente, y como
no podía ser menos, se le atribuyeron propiedades afrodisíacas. ¡Hay que
ver la obsesión de la humanidad por este tema! El ansia de conservar la
juventud ha sido, es y será una constante en todas las épocas.

EL NÉCTAR Y LA AMBROSÍA. Ya que he hablado de la miel como


alimento humano tan considerado en la Grecia antigua, digamos que la
ambrosía era el manjar que se servía en la mesa a los dioses y el néctar se
bebía. Algunos creían que el néctar también se comía y Júpiter se lo hacía
servir por Ganimedes, un joven muy bello por el que Júpiter sentía ciertas
apetencias que hoy llamaríamos gays. Por eso se llaman ganimedes a los
devotos de la homosexualidad, que así tienen un pagano patrono.
CARNAVAL, CARNESTOLENDAS Y ANTRUEJO. La palabra
«carnaval» deriva del antiguo carnelevare, compuesto de «carne» y
«levare», que quiere decir «quitar», por ser el comienzo de la abstinencia de
Cuaresma. Parecida es la etimología de carnestolendas derivado de «carne»
y «tollere» con el mismo significado de quitar; era, como es lógico, alusión
a la citada abstinencia que entonces, en la Edad Media y comienzos de la
Moderna, era muy rigurosa. La palabra «antruejo» deriva, por el contrario,
de entroido y éste del latín introitus, es decir, entrada. Si el carnaval
significaba el final de la época en la que el consumo de carne estaba
autorizado, el antruejo indicaba el inicio de un tiempo en que estaba
prohibido. La Cuaresma era seguida por todo el mundo, ricos y pobres,
nobles y villanos, pero mientras los últimos iniciaban un período de
sacrificio los primeros veían la ocasión de saciar su apetito, y tal vez su
gula, con los más exquisitos pescados del mar o de agua dulce. Sólo les
faltaba que hubiese sirenas para poder pecar de pescado.
Las verbenas. Se llama «verbena» a una planta, me parece de la familia
de las vulnerarias, que los antiguos llamaban hierba sagrada porque la
usaban en los sacrificios y con ella hacían lustraciones o purificaciones de
las personas o de las casas. Los druidas, celtas y galos, la consideraban tan
maravillosa como el muérdago; es decir, como un remedio universal. Ahora
bien, como según dicen existen unas veinte variedades de verbena, lo lógico
es que cuando querían usarla como curalotodo no diera resultado por no
acertar con la variedad que era necesaria en aquel caso.
La verbena que más prodigiosa reputación tenía era la cogida al alba del
día 24 de junio, fiesta de San Juan, y que casi corresponde al solsticio de
verano. Esta costumbre pagana fue cristianizada ya en los comienzos de
nuestra era, como lo fueron las hogueras y tantas y tantas tradiciones o ritos
paganos. En España, durante la Edad Media, era común entre cristianos y
moros la fiesta que con motivo de ir a coger la verbena celebraban el día de
San Juan. En su vida del escudero Marcos de Obregón describe Vicente
Espinel las fiestas de los moros en Argel el día de San Juan, y dice «E los
moros llaman esta fiesta en arábigo alantara, é hónranla mucjo porque
según creen ellos que Zacarías é Sant Juan su fijo fueron moros, etc.», y en
un romance antiguo se lee:

Vanse días, vienen días,


venido era el de Sant Juan,
donde cristianos y moros
hacen gran solemnidad;
los cristianos echan juncia
y los moros arrayán.

Los judíos echan eneas


por las fiestas más honrar, etc.

Con el pretexto de coger la verbena al alba del día 24, las fiestas, que
habían empezado por la noche del 23, se prolongaban hasta la madrugada
del día siguiente, lo que dio lugar a excesos de toda clase, entre los cuales el
más celebrado lo fue por el refrán «la que verbenea, marcea». Hoy con la
píldora se corre menos peligro.
El nombre de verbena con que se conoció la noche de San Juan pasó
después a otras festividades nocturnas celebradas durante el verano, y ahora
a cualquier otra reunión, especialmente danzante, que se celebre por la
noche. De todos modos, las verbenas están en decadencia, ya que la
proliferación de boites, discotecas y demás instituciones que abren sus
puertas todas las noches del año hacen innecesario la celebración saltuaria
de las verbenas.
CAJÓN DE SASTRE

El tributo de las cien doncellas. Una patraña histórica conocida es la de que,


con el objeto de asegurar Mauregato, que reinaba hacia el año 786, la
tranquilidad de su reino y que no fuese atacado por los moros, prometió a
éstos enviarles cada año cincuenta doncellas nobles y cincuenta plebeyas
para sus harenes. Se dice también que Alfonso II el Casto rechazó pagar tal
tributo que ya para entonces la leyenda cifraba en trescientas doncellas en
vez de ciento, y se añade que el año 844 Abderramán, rey moro de
Córdoba, reclamó nuevamente a Ramiro I el cumplimiento del tributo
negándose este último en pagarlo, iniciando con ello una guerra que
terminó con el triunfo de los cristianos en la batalla de Clavijo, gracias a la
ayuda del apóstol Santiago, que se apareció en aquella ocasión montado en
un caballo blanco.
Como puede suponerse, todo ello no es más que fruto de la
imaginación, ya que el primero que habla de este pretendido tributo es el
arzobispo don Rodrigo, cuatrocientos años después del tiempo en que se le
supone. Fue una de tantas fábulas inventadas en aquellos tiempos para
conservar y fomentar la aversión y el odio a los musulmanes.
Se dice también que Mauregato no hizo más que permitir el matrimonio
entre mujeres cristianas con musulmanes y de aquí podría venir la leyenda
del fantástico tributo. Además, uno se pregunta ¿de dónde iban a sacar
tantas doncellas?

¿POR QUÉ SE DICE QUE UNA COSA ESTA CERRADA


HERMÉTICAMENTE? Hermes Trimegisto fue un personaje, tal vez
fabuloso, que, según algunos, los egipcios consideraban como el padre de
todas las ciencias, el legislador y bienhechor de Egipto. Se le suponía que
había vivido veinte siglos antes de Jesucristo y se le atribuyeron multitud de
obras relativas a la religión, las ciencias ocultas y las no ocultas. Aún hoy
en día se publican tales obras. Por ser su doctrina muy difícil de entender se
llamó hermética toda filosofía obtusa y reservada a unos pocos iniciados.
También se llamó ciencia hermética a la alquimia, encaminada a encontrar
la transmutación de los metales y al hallazgo de la panacea o medicina
universal. Entonces se llamó sello hermético al que tapaba una vasija de
modo que nada pudiese entrar o salir de ella, lo que solía verificarse
ablandando o fundiendo el cuello de la botella o vaso y doblando o
retorciendo la pasta del vidrio, metal o lo que fuese con unas tenazas o
pinzas. A este sistema se le llamaba cerrar herméticamente. Hermes es
también el nombre griego de Mercurio.
De dónde viene el nombre ateneo. Una de las más importantes
divinidades de la religión griega es Atenea, que en la mitología latina se
llamó Minerva. Diosa de la inteligencia, protege la paz y las obras
femeninas que los griegos llamaban obras de Atenea. También protegía la
fecundidad del matrimonio, los partos y la educación de los niños;
asimismo es diosa de la agricultura y de la industria. En el Ática se le
atribuía el origen del cultivo del olivo y era también la diosa de las bellas
artes y de la artesanía, tanto ejercitada por mujeres como por hombres. Se
adjudicaban a Atenea la lucidez y el ingenio, la prudencia, la astucia, la
profundidad del intelecto y era considerada natural protectora de los
filósofos y científicos. De aquí que se dé el nombre de Ateneo a los centros
culturales privados o públicos, así como a algunas universidades. Pero
también se dice que el nombre de Ateneo deriva del erudito Ateneo de
Naucrates, que vivió entre el 180 y el 220 de nuestra era. Es autor de una
obra titulada Deipnosofistai o banquete de los sofistas, obra importante
porque en ella se nos presentan fragmentos de obras literarias, filosóficas y
científicas de la antigüedad griega y latina hoy perdidas. La obra describe
un banquete que ofrece el rico romano Laurentius a varios amigos y durante
el cual se habla de todo, desde filosofía y leyes hasta gastronomía. Tal vez
por ello pudiera llamarse Ateneo a una reunión de carácter más o menos
intelectual en la que se discute de todo lo humano y lo divino.
Los ateneos tienen su origen en el siglo XIX. En el siglo XVII los
escritores o intelectuales en general eran considerados poco más que como
criados de los grandes. Recuérdese a este respecto las humillantes
dedicatorias que personajes como Cervantes, Lope de Vega o Calderón
ponen al frente de sus obras. El siglo XVIII fue el siglo de las academias,
que, a imitación de la francesa, creada en el siglo anterior por Richelieu,
pulularon por todo Europa. En ellas los intelectuales que conseguían entrar
eran tratados en pie de igualdad por los nobles y personalidades
importantes. En el siglo XIX la accesión de la burguesía al poder
democratizó las sociedades culturales y se crearon los Ateneos, que cada
vez van perdiendo, los que subsisten, su carácter selectivo para convertirse
en refugio de estudiantes y jubilados. Sólo escapan a esta regla algunos
ateneos que por su riqueza bibliográfica ofrecen al estudioso archivos y
bibliotecas de gran valor.
El año 135 el emperador Adriano concibió la creación de un edificio
público destinado a reuniones poéticas, jurídicas o similares, al que dio el
nombre de Ateneo. Fue erigido frente al Capitolio, donde ahora está la
Iglesia de Ara Caeli, pero con la caída del imperio romano desapareció este
primitivo Ateneo para no reaparecer hasta muchos siglos después.
¿Por qué el heredero del trono de España se llama príncipe de Asturias? El
erudito Joaquín Bastús explica el hecho de la siguiente forma en un libro
publicado en 1862. «Acordóse por primera vez dar el título de príncipe de
Asturias, una de las provincias de España más adictas y decididas por sus
monarcas, a los primogénitos, inmediatos sucesores de los reyes, en las
negociaciones secretas entabladas en Bayona entre el rey de Castilla don
Juan I y el duque de Lancaster —Alencastre— cuando se trataba de casar al
infante don Enrique con doña Catalina, hija del duque y de doña Constanza
de Castilla; y esto se propuso por el inglés Alencastre a imitación de lo que
pasaba ya en Inglaterra, en donde el primogénito del rey llevaba ya, como
lleva ahora, el título de príncipe de Gales.
»Este acuerdo de que se titulase príncipe de Asturias el infante don
Enrique, y sucesivamente los demás primogénitos, presuntivos herederos
del trono de Castilla, fue confirmado luego en las Cortes que celebró su
padre don Juan I en la villa de Briviesca a principios del año 1388.
»El primer infante de España, por consiguiente, que llevó el dictado de
príncipe de Asturias fue el referido don Enrique, proclamado a la corta edad
de nueve años, quien reinó más adelante con el nombre de Enrique III.
»Hasta entonces todos los hijos e hijas de los reyes de España solían
llamarse indistintamente infantes e infantas; desde esta época en que el
primogénito tomó el título de príncipe de Asturias, sólo los demás hijos e
hijas conservaron el de infantes.
»Sin embargo, este titulo de honor que ahora se da a los hijos e hijas de
los reyes de España y Portugal, aunque dicen que data ya del reinado de
Bermudo III en el siglo XI, creemos con algún fundamento que no pasó a ser
propio y exclusivo de los hijos del rey hasta después del casamiento de
Leonor de Inglaterra con don Fernando II de Castilla por los años 1170, que
lo dio oficialmente a su hijo Sancho.
»La ceremonia de conferir la investidura de príncipe de Asturias al
infante don Enrique se practicó del modo siguiente:
»El rey, su padre, ante un numeroso concurso, hizo sentar a su hijo en
un trono magnífico, vistióle un manto real de púrpura y cubrió luego su
cabeza con el sombrero. Colocó en seguida en la mano del príncipe una
vara de oro, y dándole paz en el rostro; es decir, un ósculo en la cara, le
saludó delante de toda la corte con el dictado de príncipe de Asturias.
»Don Fernán Álvarez de Oropesa, que por su oficio debía en la jura de
don Enrique tener el estoque real desnudo, cedió esta prerrogativa, por
disposición del rey para más honrar al príncipe, a Fernán Yáñez de
Saavedra, camarero que era del mismo don Enrique.
»Ya hemos dicho que el príncipe heredero en Inglaterra lleva el título de
príncipe de Gales, y esto desde el año 1282, en que fue incorporado a la
corona dicho principado.
»En Francia, durante el antiguo régimen, el hijo primogénito del rey
llevaba el título de Delfín, costumbre que pasó a ser constante desde 1440,
cuando Carlos VII donó la provincia del Delfinado a su hijo primogénito.
»El príncipe heredero en Portugal suele llevar el título de duque de
Oporto; el de los Países Bajos, el de príncipe de Orange; el de Nápoles,
duque de Calabria, etc.».
El príncipe de Asturias ostenta o debe ostentar los títulos de príncipe de
Gerona, erigido primeramente como ducado en 1351 por Pedro III de
Cataluña y IV de Aragón en favor de su hijo primogénito, Juan, después
Juan I, y elevado a principado en 1416 en favor del primogénito Alfonso,
título que fue usado por los herederos del trono de España hasta el
advenimiento de los Borbones.
También le corresponde el título de conde de Montblanc, creado en
1387 por Juan I en favor de su hermano Martín, luego Martín I. Este título
dejó de ser usado al llegar los Borbones a España.
Y por último tiene derecho al principado de Viana, creado en 1423 por
Carlos III de Navarra en favor del heredero de la Corona, su nieto Carlos de
Aragón, hijo primogénito de su hija la infanta Blanca.
¿HISTORIA? ¿LEYENDA? (I)

Un separatista o el caballo y el azor. Los separatistas, cuando tienen éxito,


son héroes y si fracasan son traidores. Hoy, en nuestras calles españolas, se
ven monumentos y lápidas conmemorativas de Bolívar, San Martín, Rizal y
otros personajes de la independencia de sus países frente a España.
En el siglo X Castilla se veía gobernada por condes dependientes del rey
de León. Uno de ellos fue el conde Fernán González.
El rey de León era Sancho el Craso que pidió ayuda al conde de Castilla
para que luchase contra súbditos rebeldes y contra los moros que le
apoyaban. Salió airoso Fernán González del empeño, pero Sancho el Craso
se mostró renuente en darle las gracias, hasta el punto de no recibirle en
palacio temeroso de que el conde pasase la factura. No andaba descaminado
el rey, pues Fernán González tenía ambiciones que hoy llamaríamos
autonómicas. Pasó el tiempo y cuando Sancho creyó que no había peligro
para ello llamó a Fernán González a su corte. Éste se presentó montado en
un soberbio caballo y llevando en la mano un no menos soberbio azor que
usaba para la caza de cetrería. Las ambiciones autonómicas de Fernán
González con el tiempo se habían convertido en independentistas. Si el rey
hubiese hecho caso a los primeros deseos del conde, muy otro hubiese sido
el desenlace de esta historia.
Fernán González llegó al palacio o castillo del rey leonés y éste le dijo:
—No he olvidado lo mucho que por mí hicisteis. Es hora de cumplir
con vos. Pedidme lo que queráis.
Gran sorpresa se llevó el rey al ver que Fernán González no presentaba
ninguna reclamación territorial, pues se contentó con palabras de respeto y
nada más. Juntos salieron al patio del castillo y el rey contempló asombrado
y con ojos de envidia el caballo del conde y el azor que un servidor llevaba
en la mano. Durante largo rato estuvo elogiando a los dos animales sin que
por su parte Fernán González dijese frase alguna para ofrecérselos. Al cabo
de un rato el rey Sancho preguntó al conde:
—¿Apreciáis en mucho esos animales?
—Sí, mucho.
—¿Seríais capaz de venderlos?
—Señor, todo tiene precio en este mundo.
—Así, ¿puedo comprarlos?
—Si me dais el precio que pido, sí, señor.
—¿Cuánto pedís?
—Decid vos mismo el precio.
—Os ofrezco mil monedas de oro por los dos animales, pero como no
tengo dinero ahora lo pagaré dentro de un año.
—Conforme, señor, pero si no pagáis dentro de un año por cada día que
pase se duplicará el precio.
Aceptó el rey el pacto, que se mandó poner por escrito y fue firmado
por el rey y por el conde. Los cortesanos del primero hicieron ver a Sancho
que se había comprometido imprudentemente, pero como las deudas
aplazadas parece que no son deudas, el rey no les hizo caso, y pasado un
año ya ni se acordaba del pacto y del pago. Transcurrieron otros cuatro
años, y un día Fernán González marchó a la corte para exigir del monarca el
cumplimiento de la deuda. La cuenta ascendía a tan astronómica cantidad
que no había bastante dinero en todo el reino para pagarlo. Pero había un
documento firmado y, de acuerdo con la regla del derecho pacta sunt
servanda —es decir, los pactos se han de cumplir—, no le quedaba más
remedio al rey que aceptar todo lo que el conde le pidió.
Y el conde pidió la independencia de Castilla, que el rey de León a
regañadientes tuvo que aceptar. Castilla se convirtió en reino y, como dice
un autor —Roberto de Ausona—, Fernán González había conseguido
astutamente lo que por la fuerza habría costado ríos de sangre.
Esto no es más que una leyenda; observe el lector la similitud del pacto
con el trato que el supuesto inventor del ajedrez, Sissa, hizo con el rey indio
que narré en la primera serie de estas Historias de la Historia.

¿TIENEN ALMA LAS MUJERES? En algunas historias se lee que un


concilio se discutió sobre si las mujeres tenían o no tenían alma. Algunos
historiadores (?) afirman que el concilio tuvo lugar en Macón y
precisamente el año 585. Nada menos fiel. En Macón nunca se celebró
ningún concilio, en el año 585 no hubo ni siquiera una reunión episcopal.
Fue en el año siguiente, 586, cuando en Macón se celebró un sínodo
provincial del que se conservan las actas y en las que no aparece para nada
la pregunta citada. ¿A qué se debe, pues, este disparate histórico? El
culpable es Gregorio de Tours, que explica que en este sínodo de Macón un
obispo declaró que la mujer no tenía porque ser denominada hombre. Se le
replicó que en latín la palabra homo significa cualquier ser perteneciente al
género humano. Así, por ejemplo, cuando se dice que Jesucristo redimió a
todos los hombres, se incluye también a las mujeres. El obispo insistió para
que se forzase un término que distinguiese el hombre de la mujer. Era,
como se ve, un precursor de las feministas de hoy en día. Se le dijo también
al obispo en cuestión que precisamente en el capítulo segundo, versículo 23
del Génesis, según la traducción de san Jerónimo, comúnmente llamada
Vulgata, aparecen las frases siguientes: «Hoc nunc, os ex ossibus meis. Et
caro de carne mea: haec vacabitur Virago, quoniam de viro sumpta est.»
En las traducciones castellanas generalmente se traduce Virago por varona
del mismo modo que la palabra latina vir se traduce por varón.
Nadie citó este falso concilio hasta la Revolución francesa, durante la
cual el convencional Charlier, hablando en defensa de las mujeres, dijo que
ya no estábamos en los tiempos del antiguo concilio en que se decretó que
las mujeres no formaban parte del género humano. El 22 de marzo de 1848
una ciudadana llamada Bourgeois, a la cabeza de un comité creado en
defensa de los derechos de la mujer, habló de un concilio en el que se
discutió si la mujer tenía alma o no. Desde entonces, este disparate se
encuentra en algunos libros falsamente llamados históricos.
EL GABÁN DE DON ENRIQUE «EL DOLIENTE». El rey de Castilla
Enrique III sucedió a su padre Juan I a la edad de once años. Por ser tan
niño se formó un consejo de regencia y gobernó en su nombre hasta que el
rey cumplió los catorce años de edad. Ello hizo que muchos nobles
abusasen de su poder y, aprovechando las circunstancias y la mala salud del
rey, gobernasen más que el mismo monarca. Cuenta Gil González Dávila,
en su historia de la vida y hechos de Enrique III y lo reproduce ampliándolo
el padre Mariana en su Historia de España, un hecho que probablemente es
histórico, pero que creo adornado con algunos argumentos novelescos.
Se dice que cierto día el rey Enrique III se vio obligado a empeñar su
gabán para poder comprar un poco de carne porque los tenderos se habían
cansado de venderle al fiado. La cosa no es de extrañar porque también dice
la tradición que cuando el monarca salía de caza guardaba las codornices
que cazaba para que uno de sus fieles criados las vendiese en el mercado.
Así pues, el día en que el rey empeñó su gabán el criado que se había
encargado de hacerlo se encontró en la calle con uno de los pajes del
gobernador de Toledo, el cual le explicó los preparativos que se hacían para
una gran cena que se había de celebrar aquella noche en el palacio de su
amo en el que se reunirían la mayoría de los señores del reino.
Cuando el servidor de Enrique se encontró frente al monarca le explicó
lo que su amigo le había contado, y el rey manifestó sus deseos de
contemplar el banquete. Para ello se disfrazó el rey y en compañía de su
criado y, con la complicidad del paje del gobernador de Toledo, penetró en
la sala contigua a aquella en la que se celebraba la cena. Gracias a ello pudo
ver el gran festín con que se regalaban los nobles, mientras él pasaba
hambre, pero lo peor fue oír las burlas y el escarnio con que en su
conversación le trataban, e, indignado, pensó en darles un escarmiento.
Hizo correr la voz de que se encontraba enfermo y quería hacer
testamento, y con este pretexto reunió en palacio a todos los nobles que
habían participado el día anterior en la cena. La sorpresa de éstos al ver que
no se les hacía pasar a la alcoba real, sino a un salón rodeado por los
guardias personales del rey, y más sorprendidos quedaron cuando vieron
que éste aparecía sano, revestido de su armadura y con la espada desnuda
en la mano. Sin saludarles siquiera se sentó en el trono y preguntó al
primero de los nobles que allí se encontraban:
—¿Cuántos reyes de Castilla has conocido?
—Tres, señor.
—Y tú, ¿cuántos reyes has conocido?
—Dos, señor.
—Y tu, ¿cuántos reyes de Castilla has conocido?
—Cinco, señor.
Éste fue el que había conocido más reyes, pero todos los demás habían
conocido, dos, tres o cuatro.
—Pues yo, con todo y ser el más joven de todos, he conocido cerca de
veinte reyes: el rey gobernador de Toledo, el rey arzobispo de Burgos, el
rey marqués de Villena…
Y así continuó enumerando a todos los nobles que allí se encontraban.
—Y por Dios y por el apóstol Santiago, ya es tiempo de que haya un
solo rey en Castilla.
Y descorriendo una cortina apareció el verdugo apoyado en un hacha.
Temblaron todos y de rodillas pidieron misericordia al rey. Temerosos y
acobardados los que antes eran orgullosos y altaneros pedían con insistencia
misericordia.
—Ayer tuve que empeñar mi gabán para poder comer, mientras vosotros
celebrabais un gran festín. Aunque merecéis la muerte, por esta vez os
perdono, pero no saldréis de aquí hasta que devolváis parte de vuestras
tierras y vuestros bienes a la corona.
Los nobles estuvieron presos hasta que fue cumplida la voluntad real.
¡Lástima que el rey muriese muy joven: a los veintisiete años de edad!
DON RODRIGO CALDERÓN,
MARQUÉS DE SIETEIGLESIAS

Hacia el año 1570 nacía en Amberes Rodrigo Calderón, hijo de don


Francisco Calderón, capitán de los tercios de Flandes, y de doña María de
Aranda Sandelín. Pocos días después se casaban los padres, legitimando así
el fruto de su amor.
A los cinco años murió la madre, al parecer de peste bubónica, y el
viudo decidió volver a España e instalarse en Valladolid, de donde era hijo.
Allí casó por segunda vez, y el pequeño Rodrigo no se avino con el carácter
de su madrastra. Entró de paje del vicecanciller de Aragón, pasando luego
al servicio de don Francisco de Rojas, marqués de Denia, más tarde duque
de Lerma, privado que fue de don Felipe III, y en su nombre gobernante
absoluto de las Españas y sus Indias.
Poco a poco fue subiendo Rodrigo en el escalafón de servidores,
llegando a ser limosnero y, a poco, el duque le hizo ayuda de cámara del
rey. Ya tenía una posición segura, y como era joven y enamoradizo casó en
Extremadura con una dama principal llamada Inés de Vargas, natural de
Cáceres y señora de la Oliva. Poseía esta señora un discreto pasar y también
entregó a su marido, además de dinero, unos magníficos cuernos, cuya
autoría se atribuyó al duque de Lerma. Será murmuración o no, pero es el
caso que a partir de su casamiento empezaron a lloverle al nuevo marido el
hábito de Santiago, la encomienda de Ocaña, además fue nombrado conde
de Oliva, marqués de Sieteiglesias y capitán de la guardia alemana del rey.
Y no bastándole esto, fue nombrado secretario de Estado, cargo en el que
sucedió al conde de Villalonga, con lo que culminó su carrera política, ya
que por encima de él no había más que el rey y su valido el duque de
Lerma, con menos dignidad éste pero con más poder.
Todo ello le hizo vanidoso y altanero, al propio tiempo que vendía
cargos y mercedes al mejor postor, por lo que el rey tuvo que redactar una
real cédula en la que le proclama buen ministro y le absolvía de cuanto
pudiera haber hecho en el pasado. En dicha real cédula se podía leer:
«Resultó decirse públicamente por algunas personas, notando a don
Rodrigo Calderón, de mi Cámara, que con ocasión de mi servicio, y de la
mano que había tenido en los papeles y cosas que están a cargo del duque
de Lerma y de que trata, había excedido en ventas y conciertos de
beneficios y oficios eclesiásticos y seglares y en manifestar y revelar
secretos de mi servicio por dineros o por otros fines suyos particulares, y
que había vendido audiencias y descubierto consultas comunicándolas a las
partes y detenido y mudado otras y algunos pliegos y despacho de mi
servicio, recibiendo dineros, joyas y preseas por ilícitas y reprobadas
causas, y que en el Oficio de la Cruzada y en otras mercedes que se habían
hecho había cometido diversos fraudes entendiéndose con algunos hombres
de negocios, dándoles aviso en daño de mi real servicio». Después de todo
ello, Felipe III reafirmaba su confianza en don Rodrigo Calderón debido a
la inexistencia de pruebas.
A todas las mercedes que había recibido, su apetencia añadió la alcaldía
de Consuegra, el hábito de San Juan, la prebenda de comendador mayor de
Aragón y el hábito de Santiago, que cedió a su padre, nuevamente viudo.
Ello demostraría un gran cariño filial si no fuese que poco después
quiso hacer correr la especie de que no era hijo de su padre, sino bastardo
del duque de Alba, don Fadrique, pareciéndole al deshonrar a su padre y a
su madre que ennoblecía su prosapia.
Se cuenta que, a pesar de ser orgulloso, soberbio y vanidoso, era
también capaz de grandes virtudes y muy limosnero, y a tal efecto se narra
que, una vez saliendo de su casa para ir a fornicar con una dama de la corte,
un anciano le paró por el camino y le dijo:
—Señor, soy hombre de bien, hidalgo, y estoy pasando hambre; tengo
una hija de diecinueve años, honrada y cabal. Los dos llevamos varios días
sin comer. No me queda otro remedio que prostituirla para poder
alimentarnos. Si vuestra merced quiere comprarme la honra de mi hija,
estoy dispuesto a vendérsela, pero si vuestra merced es tan caballero que
pudiese ayudarme sin que mi hija y yo cayésemos en la deshonra, Dios os
lo pagará si no en esta vida, sí en la otra.
Don Rodrigo le dio un bolsón de dinero al mendigo y le dijo:
—Tomad, buen hombre, que no se diga que por dineros he comprado la
honra de una mujer, bien se me dan por amor o por capricho.
—Gracias. Dios os lo pague. Estoy seguro de que os ayudará en la hora
de vuestra muerte.
Enemiga de don Rodrigo era la reina doña Margarita, que no perdonaba
al valido duque de Lerma, y mucho menos a su secretario, la influencia que
tenía sobre su marido. La reina era piadosa y devota y no gustaba tampoco
de la cínica frialdad que Rodrigo Calderón mostraba hacia su esposa, a la
que sólo visitaba de tarde en tarde, pues él se había aposentado en palacio.
La reina doña Margarita de Austria era hija del archiduque Carlos de
Estiria y de su esposa María de Baviera, que era al propio tiempo su
sobrina. Los matrimonios consanguíneos eran corrientes en las casas reales,
y ello produjo la degeneración de las dinastías, cuyo ejemplo más palpable
lo tuvimos después los españoles con el pobre e infeliz monicaco llamado
Carlos II de salud nada buena la reina murió a poco y en forma tan oportuna
que los murmuradores echaron al vuelo la especie de que el fallecimiento se
debía a envenenamiento proporcionado por don Rodrigo Calderón a
instancias del duque de Lerma. De momento nada sucedió, pero un nuevo
personaje iba a entrar en escena: se trataba del hijo del duque de Lerma, el
duque de Uceda, que en compañía de su amigo Gaspar de Guzmán, conde
de Olivares, intentó sustituir a su padre en el valimiento del rey, llegando a
atacar a su progenitor con calumnias, mentiras y alguna que otra verdad. El
resultado fue la destitución del duque de Lerma de su cargo de primer
ministro del rey.
Viendo las cosas perdidas, el de Lerma acudió al amparo eclesiástico, y
gracias a sus amistades, y a un que otro pariente que tenía en la corte
romana, consiguió el capelo de cardenal, lo que hizo decir al pueblo que:

El ladrón más afamado,


por no morir degollado,
se vistió de colorado.

Efectivamente, poco después el rey Felipe III hizo llamar al prior de El


Escorial y le dijo:
—Iréis al duque y le diréis que, atendido lo mucho que he estimado
siempre su casa y persona, he venido en otorgarle lo que tantas veces y con
tanto encarecimiento me ha pedido para su quietud y descanso y que así
podrá retirarse a Lerma o a Valladolid cuando quisiere.
El duque, con gran dignidad y entereza, oyó las palabras de despido y
solicitó permiso al rey para saludarle por última vez.
—De trece años, señor —dijo—, entré en este palacio, y hoy se
cumplen cincuenta y tres empleados en este designio, pocos para mi deseo,
muchos para los que permite el desengaño a que debemos ofrecer, ya que
no todo, siquiera alguna parte de la vida.
Desaparecido el duque, quedaba en Madrid el marqués de Sieteiglesias,
que se retiró a Valladolid, donde el 20 de febrero de 1619, a la una de la
noche, fue la justicia a prenderle en nombre del rey. Empezaba entonces el
cautiverio, que sólo terminaría con su muerte.
ANECDOTARIO (IV)

Don Emilio Castelar dio su apellido al adjetivo «castelarino» significando


un tipo de elocuencia altisonante y barroca que hoy nos haría reír. Basta con
leer sus discursos para convencernos de que en los tiempos actuales no
habría quien los resistiese más de diez minutos. Era don Emilio, por
añadidura, hombre de acusado egocentrismo, lo cual era objeto de críticas y
comentarios. Un día en el Congreso, después de un discurso, acendrado
como todos los suyos, se levantó Cristino Martos para contestarle. La
oración de Castelar había hecho mella en los diputados y Martos, desde el
primer momento, se decidió a borrar esta impresión y, apoyándose en el
abuso del «yo» que había hecho Castelar, empezó diciendo:
—El señor Castelar es tan egotista, que en una boda quisiera ser el
novio, en un bautizo el recién nacido y en un entierro el difunto.
La Cámara se puso a reír y el impacto del discurso de Castelar quedó
eliminado. El gran tribuno no perdonó a Martos la citada frase y, durante
mucho tiempo, no hizo más que atacarle.

Estando a punto de morir el poeta francés Pirón, fue el cura de Saint-


Roch, su parroquia, a confesarle y le reprochó sus escritos escandalosos.
Pirón le dijo:
—Sí, ya sé que he compuesto poesías libres, pero creo que he expiado
esta falta escribiendo mí De profundis y otras composiciones.
—Yo —dijo el cura— no conozco este De profundis ni otros versos
suyos.
—Entonces diga usted que no ha hecho más que revolver la basura de
mi casa.
Esta anécdota me recuerda un episodio vivido por mí múltiples veces
cuando vivía en París. Era frecuente que me visitaran o me encontrase con
turistas españoles en la capital francesa. Y era también corriente que, en
aquellas épocas de absurda y estúpida censura en España, me dijeran:
—Hay que ver qué espectáculos se ven aquí. ¡Es un escándalo tantas
mujeres desnudas y escenas pornográficas!
—Perdone —decía yo—. ¿Esto lo ha visto en Notre Dame?
—No, claro está; lo hemos visto en Pigalle.
—Entonces, si destapan solamente los cubos de basura, ¿por qué
extrañarse de encontrar basura?

Durante el reinado de Luis XVI de Francia se enriquecieron muchos


negociantes, algunos de los cuales eran de baja extracción. Un día
Bourvalais y Thesenin discutían, y el segundo dijo al primero:
—Parece que no te acuerdes de haber sido lacayo mío. —Sí, me
acuerdo, y tú en mi lugar todavía lo serías.

No estoy tan bien como pudiera estarlo si estuviera mejor.

Un célebre político español, cuyo nombre prefiero no recordar,


atravesaba un período de euforia económica. Durante un tiempo se dedicó a
invitar a sus amigos, muchos de los cuales vivían como podían a causa de
una obligatoria bohemia. Un día el tal político se encontró con uno de ellos,
que le contó sus cuitas.
—No te apures: te invito, pero con una condición, que has de tomar lo
mismo que yo. —De acuerdo.
Van a un bar y el anfitrión pide:
—Dos vermuts; el mío con aceitunas. ¿Y el tuyo?
—A mí, lo mismo, ¡qué remedio!, pero con un panecillo.

No sé si a los versos siguientes se los puede considerar anécdota, pero el


caso es tan frecuente que, si no por la poesía, sí por la situación debe haber
sido anecdótico para mucha gente.

El que tiene mujer moza y hermosa


¿qué busca en casa de mujer ajena?
la suya ¿es menos blanca?, ¿es más morena?,
¿es fría?, ¿es floja, flaca? No hay tal cosa.
¿Es desgraciada? No, sino graciosa,
¿es mala? No por cierto, sino buena,
es una Venus, es una sirena,
un fresco lirio y una blanca rosa.
¿Pues qué busca?, ¿do va?, ¿de dónde viene?,
¿mejor que la que tiene piensa hallarla?,
¿ha de ser un buscar un infinito?
No busca él mujer que ya la tiene;
busca el trabajo dulce de buscarla,
que es el que enciende del hombre el apetito.

No diré que mis amigos lectores se encuentren en este caso, pero ¿a que
buscando entre sus amistades lo hallarán?

Jonathan Swift, autor de Gulliver, era, además del primer genio satírico
de su tiempo, capellán predicador. Pero no abandonaba su talante satírico e
irónico jamás, ni siquiera cuando subía al púlpito. Un día empezó un
sermón diciendo:
—Hermanos míos, hay tres clases de orgullo: el orgullo del nacimiento,
el orgullo de la riqueza y el orgullo del talento. De este último no diré nada,
pues entre nosotros no hay nadie a quien, racionalmente, pueda echarse en
cara este vicio.

En una visita que el rey Alfonso XIII realizó a una villa cuyo nombre no
figura en la historia, alabó los festejos y el engalanamiento de las calles. El
alcalde le comentó:
—Señor, hemos hecho lo que debíamos…, y debemos lo que hemos
hecho.

El hombre que piensa que todas las mujeres se parecen es el que se casa.

A comienzos de siglo figuraba como senador por la provincia de Lugo


don Mariano Martín Fernández, del que no conozco más que la anécdota
siguiente. Militaba en las filas de Santiago Alba, quien le recomendó que
visitara cierto pueblo de la provincia con motivo de sus fiestas patronales de
la Magdalena.
—Pero, ve con mucho cuidado. Allí la gente es muy religiosa y el cura
tiene mucho ascendiente. Tú tienes fama de ateo y eso te puede perjudicar.
—No pase cuidado, don Santiago. Quedaré bien. Al final de la comida
que le ofreció el ayuntamiento y al dar las gracias a las autoridades que la
presidían y entre las cuales se encontraba el párroco, evocó los sentimientos
religiosos del país y el profundo respeto que, a fuer de liberal, guardaba a
todas las creencias, para terminar diciendo:
—Y ahora, señor cura, quisiera dirigiros un ruego… que ese ramo de
flores que preside nuestra mesa lo mandarais poner a los pies de la Virgen
de la Magdalena, como homenaje de mis creencias…
Debía de ser la primera vez que a la Magdalena se la trataba de virgen.
El caso es que el sacerdote se levantó y puso a Martín Fernández como
chupa de dómine.

Estaba para presentarse en la Cámara de los Lores de Inglaterra un


proyecto de ley muy importante. Walpole, que tenía gran interés en verlo
aprobado, recelaba que los veintiún obispos, pares del reino, se unieran y
votaran en contra, arrastrando consigo una gran mayoría.
En este conflicto y estando seguro de la amistad del arzobispo de
Canterbury, le suplicó que se fingiera enfermo. Hízolo así el arzobispo;
cundió la voz de que estaba muy malo y se empezó a cavilar sobre quién le
sucedería en un arzobispado tan rico y el más importante de Inglaterra por
su dignidad. Como el nombramiento dependía del soberano, y éste lo
decidía a propuesta del gobierno, comenzaron todos los días a hacer la corte
al ministro Walpole.
Llegó el día de votarse el proyecto de ley; todos los obispos lo
aprobaron y su ejemplo lo hizo aprobar por gran mayoría. Aquella misma
noche el arzobispo de Canterbury se levantó de la cama y fue a cenar con
Walpole.

En la plaza de San Sebastián toreaba Joaquín Bellsolá Relance, autor


del libro El toro de lidia. A la hora de banderillear empuñó los garapullos y
se fue hacia el toro. Avanzó éste y Relance, en vez de quebrar, se quedó
quieto y recibió una tarascada que puso al público de pie con un grito de
angustia.
Don Guillermo Elio acudió a la enfermería.
—¿Qué tal te hallas?
—Bien, del golpe estoy bien. No ha sido más que un susto.
—¿Entonces?
—¡Lo único que siento es si me ha visto alguien!
Hay gente que reconoce sus errores en forma tan abyecta que se cree
dispensada de repararlos.
BRILLAT-SAVARIN (I)

A mi querido amigo el poeta Rafael Tamarit Crespo, que en su restaurante


La Querencia prepara la mejor bullabesa de esta galaxia.

La hermana de este célebre gastrónomo tenía noventa años y estaba


bebiendo un vaso de vino al final de una comida, cuando se encontró mal y
dijo:
—Me parece que esto se acaba: traedme el postre.
Y murió sin haber podido tomar el café.
Con familiares así se comprende que Anthelme Brillat tuviese las
aficiones que tuvo. El apellido Savarin lo añadió al suyo por encargo de su
tía Savarin, que le legó su fortuna a cambio de ello. Y aunque parezca
mentira, también la tía murió mientras saboreaba un vino de su cosecha.
Brillat-Savarin nació en 1755 de una familia de magistrados, y él mismo
ejerció esta profesión, aunque su fama se debe a su libro La fisiología del
gusto, que fue publicado en 1825, el mismo año de su muerte. Amante de la
buena comida, el baile y la música, discreto violinista, se dedicó muy joven
a la política. Tomó parte en la formación de los Estados Generales de la
Asamblea Constituyente, en donde se declaró partidario de la pena de
muerte.
André Castelot nos cuenta un episodio curiosísimo de la vida de Brillat-
Savarin bajo el Terror. Sospechoso de federalismo, porque se declaró en
contra de la prisión y la muerte de los girondinos, fue denunciado en Dóle
al representante Proust, que pasaba por hombre cruel. A pesar del peligro,
decidió presentarse personalmente ante el representante para justificarse y
pedirle un salvoconducto. Montó a caballo y se dirigió hacia Dóle, pero
cuando llegó la hora del almuerzo, que entonces era a las once de la
mañana, se paró en una venta de Montsous-Vaudrey, ya que el miedo no le
hizo perder el apetito. Un magnifico espectáculo se ofreció ante sus ojos.
Nos lo describe él mismo, todavía entusiasmado por el recuerdo: «Ante un
fuego vivo y brillante, daba vueltas un asador adornado de codornices
gordas y relucientes, que goteaban sobre un inmenso asado debido a un
buen cazador, y a su vera se veía un par de liebres de buen ver, tales como
los parisienses no conocen y cuyo aroma llenaría una iglesia. Entre mí dije
que la Providencia no me abandonaba del todo y me decidí a recoger esta
flor que me salió al paso pensando que ya habría tiempo para morir».
Pero esa comida no era para él: estaba destinada a unos alguaciles que
acababan de terminar un asunto a una dama muy rica. Brillat-Savarin
solicitó entonces el honor de tomar parte en el ágape, el cual estaba
dispuesto a participar en el gasto. Se tardó en admitirle hasta que, contentos
de su aspecto y al ver cómo vigilaba la cocina, se le admitió como
comensal. Ya lo dice el propio Brillat-Savarin: un gastrónomo se nota por la
fisonomía.
Años después aún recordaba con regodeo el banquete celebrado. Aparte
de lo mencionado, dedicó mención honorífica a una pepitoria de pollo con
trufas y a un asado que se sirvió luego. Como postre, crema de vainilla,
quesos escogidos, fruta excelente. Todo ello acompañado de vino del
Hermitage y licores.
Había olvidado por completo el peligro, y al día siguiente, en casa de
Proust, sedujo a la mujer de éste tocando el violto.
—Ciudadano, cuando se cultivan las bellas artes como lo hacéis vos se
es incapaz de traicionar el país.
Y al día siguiente tenía el salvoconducto que necesitaba.
Brillat-Savarin marchó a Alemania y luego a Estados Unidos. En su
Fisiología del gusto habla de una cacería de pavos salvajes que hace venir
agua a la boca. De vuelta a Francia después del Terror, consiguió un cargo
en la intendencia del estado mayor del ejército y después fue nombrado juez
de la Cour de Cassation, cargo que conservó hasta su muerte. Había
recuperado parte de sus bienes confiscados cuando la Revolución y se
dedicó a su placer favorito, que era la mesa, sin desdeñar por eso el que
podía proporcionarle el bello sexo. Permaneció soltero toda su vida. Era
hombre de gran apetito, de habla difícil y tarda que no dejaba entrever la
agilidad mental que desarrolló en su citado libro. Cuando murió, en 1826,
hacía cuatro meses que se había publicado y sus amigos quedaron
sorprendidos por su contenido. Como dice Néstor Luján en su prólogo a la
Fisiología del gusto, «es el libro más inteligente e ingenioso que haya
producido la gastronomía. Júzguese la sorpresa al saberse que era de
Brillat-Savarin, de aquel magistrado enorme y bovino, dormilón y de paso
vacilante». Brillat era a la vez un gourmet y un gourmand. Aunque en sus
últimos años comía mucho y hablaba poco. En su juventud, y aun más
adelante, comía mucho más, según se desprende de la lectura de su libro,
del cual entresaco algunas anécdotas.
El libro va precedido por veinte aforismos, de los cuales los más
célebres son los siguientes:
«I. El Universo no es nada sin la vida, y cuanto vive se alimenta.
»II. Los animales pacen, el hombre come, pero el hombre inteligente
sabe comer.
»IV. Dime lo que comes y te diré quién eres.
»VII. El placer de la mesa es propio de cualquier edad, clase, nación y
época; puede combinarse con todos los demás placeres y subsiste hasta lo
último para consolarnos de la pérdida de los otros.
»IX. Más contribuye a la felicidad del género humano la invención de
un plato nuevo que el descubrimiento de un astro.
»X. Los que tienen digestiones o los que se emborrachan no saben ni
comer ni beber.
»XIV. Postres sin queso son como una hermosa a la que le falte un ojo.
»XVI. La cualidad indispensable de un cocinero es la exactitud; también
la tendrá el convidado.
»XVII. Esperar demasiado al convidado que tarda es falta de
consideración para los demás que han sido puntuales.
»XX. Convidar a alguien equivale a encargarse de su felicidad mientras
esté con nosotros».
No hay género de duda de que estos aforismos son valederos hoy como
ayer.
Y vamos con las anécdotas.
«En cierto día intentó el príncipe de Soubise celebrar una fiesta que
debía terminar con una cena, para la cual reclamó la correspondiente lista.
»Al levantarse entró el jefe de cocina con un hermoso papelón dibujado,
siendo el primer artículo donde fijó la vista el príncipe el siguiente:
“Cincuenta jamones”.
»—Mira, Bertrand —exclamó—: creo que desatinas: ¡cincuenta
jamones! ¿Piensas obsequiar a todo mi regimiento?
»—No, señor príncipe; en la mesa sólo aparecerá uno; pero los restantes
son también indispensables para varios destinos, como la salsa española, los
guarnecidos, rellenos…
»—¡Bertrand, esto es un robo y tal artículo no pasará!
—¡Ay, señor príncipe! —replicó el artista, que apenas podía reprimir su
cólera—. Su alteza no conoce cuáles son nuestros recursos. Dé su alteza la
orden y haré entrar en un frasco de cristal del tamaño de mi dedo todos esos
cincuenta jamones que tanto le ofuscan.
»¿Qué podía contestarse a tan positiva afirmación? El príncipe sonrió,
bajó la cabeza y aprobó la partida».
Y ahora unos ejemplos de ejemplares tragonías:
«Hace aproximadamente cuarenta años estuve de paso a visitar al cura
de Bregnier, hombre de gran estatura, con un apetito que tenía fama en toda
la comarca.
»Apenas dieron las doce, ya lo encontré en la mesa. Habían servido la
sopa y el cocido, y después de esos dos platos de rúbrica, trajeron una
pierna de carnero a la real, un capón bastante hermoso y ensalada
abundante.
»Así que me vio entrar, pidió un cubierto para mí, que no acepté, e hice
muy bien, porque, solo y sin ayuda de nadie, se comió con la mayor
serenidad todo cuanto tenía delante; la pierna de carnero hasta el hueso, el
capón hasta la osamenta y la ensalada hasta el fondo de la fuente.
»Entraron en seguida un queso blanco bastante grande, donde abrió una
brecha angular de noventa grados, y todo lo humedeció con una botella de
vino, más un botijo de agua, y así que terminó se puso a descansar.
»Lo que más me agradó durante toda esta operación, que ocupó tres
cuartos de hora, era ver el venerable cura sin que pareciese ni siquiera
levemente atareado. Los grandes trozos que llegaban a su profunda boca no
eran impedimento para hablar ni reír, despachando cuanto le sirvieron con
la misma indiferencia que tres alondras.
»Asimismo, cuando el general Visson bebía sus ocho botellas de vino
en el almuerzo, estaba como si no probase una sola gota. El vaso que usaba
era mayor que los demás, vaciándolo incesantemente, pero se diría que no
prestaba atención alguna y el que sorbiera de este modo ocho litros de
líquido no era obstáculo para verle de broma y transmitir sus órdenes.
»El segundo hecho que voy a referir que recuerda al valiente general
Prosper Sibuet, paisano mío, que fue por mucho tiempo ayudante de campo
del general Masséna y murió en 1813, al pasar el Bober, sobre el campo de
honor.
»Tenía Prosper dieciocho años, con uno de esos dichosos apetitos,
anunciador que la naturaleza emplea cuando intenta desarrollar
completamente al hombre bien formado. Se presentó una tarde en la cocina
del posadero Genin, donde los ancianos de Belley acostumbraban reunirse
para comer castañas y beber vino blanco nuevo, o sea mosto.
»Acababan de retirar del asador un pavo magnífico, hermoso, bien
preparado, dorado, asado a punto y con un husmillo delicioso capaz de
hacer caer en tentación a un santo.
»Los viejos, que ya estaban sin hambre, apenas lo notaron, mas las
facultades digestivas del joven Prosper conmoviéronse hondamente, y
haciéndosele la boca agua, exclamó: “Acabo de levantarme de la mesa y,
sin embargo, apuesto a que yo solo soy capaz de comerme ese gran pavo”.
»Bouvier de Bouchet, labrador de gran corpulencia, que estaba presente,
respondió en el dialecto del país: “Pago si usted se lo come; pero si deja
algo, usted pagará y yo me comeré lo que quede”.
»Acto continuo fue aceptada la apuesta. El joven atleta arrancó
primorosamente un alón, que tragó en dos bocados; en seguida limpiándose
los dientes, royendo el pescuezo del ave, y acompañando un vaso de vino
por vía de entreacto.
»En breve dio ataque a una pierna, comiéndosela con igual sangre fría,
y despachó el vaso de vino, a fin de preparar las vías para tragar el resto que
quedaba.
»Seguidamente el segundo alón bajó por el mismo camino,
desapareciendo al momento, y el operador, cada vez más animado, se
apoderaba de la última extremidad, cuando el desgraciado labrador exclamó
con voz doliente: “¡Ay de mí!, veo que se acabó esto; pero, señor Sibuet,
puesto que yo tengo que pagar, al menos déjeme usted comer un pedazo”.
»Prosper, tan amable entonces como buen militar ha llegado a ser
después, accedió a la súplica de su contrincante, al cual tocó la osamenta,
todavía bastante óptima, del pájaro en cuestión, y acto continuo pagó el
mismo Prosper con galantería generosa el gasto principal y los accesorios
anejos».
SEMMELWEIS

He aquí el caso de un médico que murió loco por exceso de conciencia.


Lavarse las manos es un gesto habitual, un gesto tan normal que si se
piensa que gracias a él se han salvado miles de madres nos parece
inverosímil y, no obstante, es así.
Antes de Semmelweis, un 20 por ciento de las madres morían al dar a
luz; en tiempos de epidemia, esta cifra llegó a subir hasta el 96 por ciento.
La causa, la fiebre puerperal.
En 1818 nacía en Buda, capital de Hungría, Ignaz Fülóp Semmelweis.
Estudió medicina con gran aprovechamiento e ingresó como ayudante del
profesor Klin en uno de los dos pabellones de maternidad del Hospital de
Viena, capital entonces del imperio austrohúngaro. Dos pabellones había
destinados a la maternidad; uno, el dirigido por el profesor Klin; otro,
dirigido por el profesor Bartch. Semmelweis, entusiasta de su oficio,
consistente según sus palabras a ayudar al fenómeno más bello de la vida
que es la maternidad, se desolaba al ver que la fiebre puerperal causaba tan
grande mortandad entre las parturientas. Un día comparó los libros de la
maternidad de Bartch y la maternidad de Klin y vio con sorpresa que la
mortandad en la primera de ellas era notablemente inferior a la de la
segunda, en la que él mismo trabajaba, y ello, actuando sobre su curiosidad
científica, le llevó a examinar los diversos sistemas de partos que podían
efectuarse. No encontró más que una sola diferencia: en la maternidad
Bartch los partos eran efectuados por comadronas; en la de Klin, por
internos y estudiantes de medicina. Pretextando una reorganización de la
maternidad, hizo que las comadronas pasasen de una a otra y, cosa extraña,
la mortandad descendió allí donde actuaban las comadronas. Es decir, que
las muertes eran más frecuentes en los partos ayudados por médicos o
estudiantes aventajados que normalmente usaban métodos más científicos
que no los empíricos usados por las comadronas.
Semmelweis hizo conocer estos resultados a los directores de ambas
maternidades, los cuales se encogieron de hombros indicando que tal vez
ello se debía a la brusquedad propia de los estudiantes, que procedían con
menos delicadeza que las comadronas; pero el profesor Klin, visto que su
sala era en la que se producía más mortandad, consintió en que la mitad de
los estudiantes fuesen sustituidos por comadronas, y la mortandad
descendió, pero no se le dio mayor importancia. Se decía que la fiebre
puerperal era el tributo que las mujeres del pueblo debían pagar por la
maternidad, barbaridad ésta que sería incomprensible hoy en día.
Semmelweis hizo notar que las mujeres de la nobleza o simplemente
acomodadas que parían en sus casas no eran víctimas de una mortandad tan
grande. Para él estas consideraciones eran como una pesadilla.
«El sonido de la campanilla anunciando el viático ha entrado para
siempre en mí turbando la paz de mi alma. Todos los horrores de los que
cada día soy impotente testigo me hacen la vida insoportable. No puedo
continuar en este estado, en donde todo lo veo oscuro excepto el número
implacable de muertes».
En el año 1847, cuando un sabio anatomista de Viena, el profesor
Kolletchka, procediendo a la disección de un cadáver se hirió en una mano,
murió víctima de una fiebre repentina. Charlando con los colegas,
Semmelweis se dio cuenta de que ciertas manifestaciones de la fiebre
causante de la muerte de Kolletchka eran similares a las de la fiebre
puerperal. Aquello le hizo meditar y de pronto, como un relámpago, todo se
iluminó. Los estudiantes que ayudaban en los partos procedían de los cursos
de anatomía en donde se efectuaban las disecciones. Eran ellos los que
llevaban en sus manos el origen de la muerte de las parturientas y entre
ellos estaba el mismo Semmelweis, que varias y frecuentes veces pasaba de
una sala a otra. Él, que quería ayudar la vida, era el causante de muchas
muertes, de tantas y tantas muertes que en sueños le habían atormentado y
despierto le habían afligido. Sin quererlo él era un asesino.
Al día siguiente hizo instalar lavabos en la entrada de la sala de partos.
Todos los estudiantes fueron obligados a lavarse las manos con una
solución de cloruro de cal. En pocos días la mortalidad por fiebre puerperal
descendió a menos del uno por ciento. El milagro se había producido: todo
consistía en lavarse las manos. Pasteur no había todavía dado a conocer el
mundo de los microbios ni Jenner había descubierto la asepsia, pero
Semmelweis, intuitivamente, la había puesto en práctica.
¿Cree el lector que ello fue el triunfo de Semmelweis? Pues está
equivocado. Los estudiantes encontraron molesto, e incluso ofensivo, el
hecho de tener que lavarse las manos, y profesores y alumnos estuvieron
acorde que el descenso de la mortalidad era pura coincidencia. Uno de los
que se sublevó contra la orden fue el profesor Klin, y Semmelweis le cortó
el paso a la sala de partos; indignado el profesor, le expulsó del hospital,
con gran escándalo en el cuerpo médico de Viena, que impidió a
Semmelweis ejercer la medicina.
Ello alteró sus facultades mentales, se le vio errar alrededor del hospital
cada día más sombrío y de peor humor. Empezó a sufrir de manía
persecutoria, hasta cierto punto justificada. Se veía rodeado de enemigos
por todas partes, gritaba, apostrofaba a los transeúntes, hasta que un día
empezó a correr por las calles gritando, hasta que llegó al hospital. Allí se
dirigió corriendo hasta la sala de disección donde los alumnos estaban
disecando un cadáver. Semmelweis se apoderó de un escalpelo, apartó a
empujones a alumnos y profesores y empezó a cortar el cadáver y después a
sí mismo, mezclando sus heridas con la infección cadavérica. Los asistentes
reaccionaron, pero demasiado tarde, la herida que se había producido era
muy profunda. La infección ganó terreno, su fiebre era similar a la fiebre
puerperal que él había inoculado inconscientemente a tantas y tantas
madres. Su infección era mortal.
Pocos días después moría en el manicomio.
Hoy en Buda, en la casa donde nació, situada en la calle que lleva hasta
el Baluarte de los Pescadores, se conserva la casa en donde nació
Semmelweis, hoy convertida en pequeño museo. Una discreta lápida
recuerda que allí vio por primera vez la luz el hombre que descubrió el
sistema de salvar a muchas madres.
¿HISTORIA? ¿LEYENDA? (II)

El rey de la mano horadada. Cuando Fernando I de Castilla y León murió,


dividió sus estados entre sus hijos. A Alfonso le correspondió León; a
García, Galicia, y a Sancho, Castilla. A sus dos hijas, Urraca y Elvira, les
dejó Zamora y Toro, respectivamente. Los reyes en aquellos tiempos
consideraban sus reinos como propiedad particular y hacían con ellos
repartos como si de las sucursales de un negocio se tratara.
Sancho, rey de Castilla, atacó a su hermano Alfonso para apoderarse de
León y le derrotó dos veces, haciéndole prisionero y encerrándole en el
castillo de Burgos, del que se escapó refugiándose en Toledo, donde reinaba
Ali Mamun, un rey musulmán. El desterrado y el rey moro se hicieron muy
amigos, hasta el punto de que el segundo trataba al primero como un hijo,
regalándole una propiedad junto al río Tajo.
Un día Alfonso se hallaba dormitando bajo un árbol cuando, sin verle,
Ali Mamun y algunos de sus ministros hablaban de la inexpugnabilidad de
Toledo. Todos convenían en ello menos el rey, que dijo que cercando a
Toledo por el lado en que está unida a tierra firme, ya que el resto está
rodeado por el Tajo, se podría rendir a la ciudad por hambre.
Repararon entonces el rey y sus ministros en la presencia de Alfonso y
temieron que, habiendo oído la conversación, pudiese aprovecharse de ella
en un próximo futuro. Para averiguar si estaba dormido o no, uno de los
cortesanos trajo una vasija con plomo derretido, y derramó unas gotas sobre
la mano de Alfonso, el cual continuó haciéndose el dormido, a pesar del
dolor. La fantasía de esta leyenda es patente, pues no hay ningún dormido
que no se despierte al sentir el dolor de una quemadura. La leyenda añade
que el plomo derretido horadó la mano de Alfonso, y por eso se le llamó el
rey de la mano horadada. En realidad, el sobrenombre le viene de su
generosidad y prodigalidad que demostró más adelante, cuando, con el
nombre de Alfonso VI, ocupó el trono de León.
La amistad entre el rey musulmán y el rey cristiano fue tan grande que
Alfonso VI prometió al rey toledano que jamás haría nada contra él ni
contra su hijo, puesto que amaba al primero como un padre y al segundo
como un hermano. En éstas llegó a Toledo la noticia de la muerte de don
Sancho a manos de Bellido Dolfos cuando sitiaba Zamora, y ello permitió
al rey cristiano volver a recuperar el trono. Antes de irse, renovó al rey su
promesa de fidelidad y amistad. Ello sucedió el año 1073.
Dos años después el rey musulmán de Sevilla Al Mutamid decidió
invadir las tierras toledanas. Cuando Alfonso VI se enteró de ello, acudió en
auxilio de su amigo, venciendo a las tropas sevillanas. Un día entró a
caballo solo en Toledo para visitar a Ali Mamun, quien correspondió a la
fineza visitando a su vez sin acompañamiento alguno el campamento
cristiano. El rey Alfonso le recibió con grandes muestras de afecto, pero
cuando su visitante se despedía le dijo:
—Ahora estás en mi poder. Quiero que me releves del juramento que
hice en Toledo de no tomar nunca las armas contra ti ni contra tu hijo.
Se asombró Ali Mamum de la petición, o mejor dicho de la exigencia,
pero como no podía hacer otra cosa le dispensó del juramento, y Alfonso le
respondió:
—Ahora que estoy libre del juramento que te hice cuando estaba en tu
poder, lo renuevo libremente. No quiero que nadie pueda decir que lo que
hice en Toledo fue por temor, sino que ahora, libre de toda traba, continúo
haciendo honor a mi palabra que, aunque alguien pudiera pensar lo
contrario, lo hice de todo corazón.
Y así fue. Alfonso VI conquistó Toledo, pero fue después de la muerte
de su amigo y del hijo de éste.

LA CAMPANA DE HUESCA. En 1134 moría en una batalla en Fraga


el rey de Aragón Alfonso el Batallador. En su testamento había dispuesto
que el reino pasase a poder de las órdenes militares, pero los nobles no
aceptaron esta disposición y decidieron nombrar un rey. Primero se pensó
en un bisnieto de Ramiro I, llamado Pedro de Atares, pero como éste era
hombre de mal genio y peores costumbres se rechazó su persona. Se pensó
entonces en un hermano del fallecido rey llamado Ramiro, a la sazón monje
en el convento de Saint Paul de Thomiers, cerca de Narbona. En un
principio se resistió, pues no tenía vocación de rey, sino de monje, pero al
fin fueron tantas las presiones que los nobles ejercieron que aceptó
abandonar el convento y ser proclamado rey.
Los nobles navarros no estuvieron conformes con el nombramiento del
«rey Cogulla», como le llamaban por creer que lo que ellos necesitaban era
un guerrero y no un monje, por lo que se retiraron a Pamplona y eligieron
monarca en la persona de García Ramírez, hijo de don Ramiro y nieto del
Cid Campeador.
Por su parte, don Ramiro se encontró con el problema de su estado
religioso, por lo que tuvo que pedir a Roma la dispensa de sus votos y el
permiso de casarse, cosa que hizo con doña Inés, hija del conde de Poitiers.
Empezó en esto una guerra entre Aragón y Navarra, y Ramiro se alió con el
rey de Castilla, quien se aprovechó de la situación ocupando buena parte del
territorio aragonés. Don Ramiro fingió sumisión y lo mismo hizo con el rey
de Navarra. Para tener seguros a los nobles que le habían proclamado rey
les entregó gran cantidad de castillos y fortalezas, con lo cual ellos llegaron
a creerse más importantes que el propio rey. La cosa llegó a tal extremo que
don Ramiro no sabía ya qué hacer y decidió pedir consejo al que había sido
su superior en la abadía que había abandonado. Un día llamó a un
mensajero y le dijo:
—Ve a Narbona lo más de prisa que puedas. En el monasterio de Saint
Paul de Thomiers visita al abad y entrégale este pliego. Y vuelve con su
respuesta.
El mensajero cumplió las órdenes y se presentó ante el abad, que leyó el
pergamino que le enviaba Ramiro y que, sin decir palabra, fue con él al
jardín del monasterio y, cogiendo unas tijeras, se dirigió a un seto que allí
estaba. Empezó a cortar todas aquellas ramas que sobresalían un poco y
cuando hubo terminado dijo al enviado:
—Vuelve a Huesca y explica al rey lo que has visto. Entendió Ramiro el
consejo y, reuniendo a sus nobles, les dijo que pensaba hacer una campana
cuyo sonido llegaría hasta el rincón más lejano de su reino. Todos rieron y
vieron en sus palabras una expresión más de su débil fantasía. Pero un día
Ramiro llamó a los nobles más turbulentos, y de uno en uno les hizo pasar a
una cripta en donde un verdugo les cortaba la cabeza. Cuando sólo faltaba
uno, que al parecer era el obispo de la diócesis, y el más caracterizado de
todos ellos, bajó con él al lugar donde las cabezas pendían de un garfio y le
dijo:
—¿Qué te parece la campana que he imaginado? ¿Llegará su sonido a
todo el reino?
—Señor, sí, pero falta el badajo.
—Ya lo sé, para él he pensado en tu cabeza.
Y le hizo decapitar. Desde entonces no hubo más turbulencias en el
reino de Aragón.
Poco tiempo después casó a su hija Petronila, que contaba dos años de
edad, con el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV, uniendo así, en una
misma persona, el reino de Aragón con el condado de Barcelona,
manteniendo ambos sus leyes, sus costumbres, sus monedas y su
independencia.
La historia del sabio que corta las ramas sobresalientes de un seto es de
origen griego o indio, pues aparece en narraciones de aquellos países. En
Huesca se enseña todavía una cripta del siglo XII de cuya bóveda se asegura
que colgaban las cabezas de los nobles decapitados. Se halla en los locales
de la antigua universidad, que, cuando yo la visité, estaba convertida, si no
recuerdo mal, en instituto de segunda enseñanza.
NINON DE LENCLOS, CATEDRÁTICA
DE AMOR (I)

Algunos biógrafos sitúan el nacimiento de Ninon de l'Enclos en 1615; otros,


en 1626, y otros, en fin, en 1620; sea como sea, entre estas dos fechas
límites debe situarse. El padre de Ninon era un epicúreo bon vivant; la
madre, por el contrarío, era una mujer piadosa que quería que su hija
entrase en religión. Ganó el padre.
Ninon no era precisamente una belleza, pero tenía una gracia y un
encanto que, unidos a un ingenio superior, hizo de ella la más deseada de
las mujeres de Francia. Quedó huérfana a los quince años, con la fortuna
suficiente para vivir de renta; pero para ella lo superfluo era más
indispensable que lo necesario. No vivió con un gran lujo, pero sí siempre
con refinamiento: una criada, un mayordomo, un lacayo, un cochero y un
cocinero constituían todo su servicio, cosa que, para aquel entonces, era
casi ridículo; no se olvide que familias de la clase media tenían de veinte a
veinticinco servidores y los nobles los contaban muchas veces por
centenares.
La vida amorosa de Ninon empezó muy pronto: parece ser que a los
dieciséis años, y la lista de sus amantes es interminable, a pesar de que,
siguiendo el consejo de su padre, se fijaba más en la calidad de ellos que en
su número. Todos ellos personas de gran fortuna, de gran talento o de gran
elevación intelectual. Un autor ha dicho que ella «constituye el primer
ejemplo de un amor libre presentado sistemáticamente y debemos
inclinarnos ante una franqueza que no se paró en consideraciones morales o
de otra clase extrañas a las leyes del corazón o de los sentidos». Estas
palabras de Nina Epton pueden unirse a las de Saint-Évremont, que fue uno
de sus primeros amantes: «siempre he sabido cuando Ninon había hecho
una nueva conquista: sus ojos brillaban entonces más de lo acostumbrado».
Sus amores no eran de larga duración; al marqués de Rambouillet le
escribe: «Creo que te amaré tres meses, que para mí es el infinito».
De uno de estos amores quedó embarazada. El abate D'Effiat y el
mariscal D'Estrées se disputan la paternidad: cada uno quiere ser el padre de
quien debe nacer, y al final se lo juegan a los dados. Gana el mariscal y el
hijo llegará a ser capitán de navío con el nombre de señor de La Boissiére.
De otro de sus amantes tiene un hijo, que se queda su padre: señor de
Gergay. El hijo ignora quién es su madre, y con el nombre de Caballero de
Villiers hace su entrada en el gran mundo y entonces sucede un episodio
que, narrado en un serial televisivo, haría sonreír por su inverosimilitud.
Ninon había recibido a ese hijo en su casa como recibía a los jóvenes de
alta cuna, presentados la mayor parte de las veces por sus propios padres,
que querían que sus vástagos sacasen provechosas lecciones del ingenio que
se derramaba en aquellas reuniones. Ninon recibió al Caballero de Villiers
con más cordialidad de la natural, como era lógico, y el muchacho pasó de
la admiración a otro sentimiento más fuerte que no osaba expresar. Sin
darse cuenta, Ninon atizaba este fuego que ella desconocía por sus muchas
atenciones y un trato preferente. Había prometido al señor de Gergay no
revelar nunca su maternidad, pero, sin darse cuenta, sea por sus miradas sea
por sus atenciones, el Caballero de Villiers se equivocó de intenciones y en
un momento de audacia le declaró su pasión.
Ninon, alarmada por este amor, quiso desviarlo tratándole con más rigor
e incluso con ausencias; pero todo fue inútil: el Caballero de Villiers
prometió no verla más o soportar su desdén. Ninon se engañó: creyó en lo
que le decía el muchacho, que insensiblemente dejó de cumplir con lo
prometido y cada vez asediaba con más pretensiones a la bella mujer. Un
día entró con el muchacho en un saloncito y le dijo:
—Mirad: este reloj estuvo en mi casa cuando yo nací hace sesenta y
cinco años. ¿Creéis que a mi edad se puede amar y desear ser amada?
Reflexionad y ved lo ridículo de vuestros deseos.
Nada de ello hizo mella en el espíritu de Villiers, que cuando vio que
Ninon empezaba a llorar creyó que se rendía. En vano Ninon le rechazaba,
en vano hizo mil esfuerzos para convencer al enamorado de que su amor era
imposible.
—No confundáis, caballero, la amistad con el amor. Una amistad de la
que yo os creía digno. Mis lágrimas son de decepción y os han engañado.
No creáis que me habéis inspirado amor; perded toda esperanza. Si así
continuáis, podría llegar a odiaros.
Todo ello no hizo mella en el ánimo de Villiers, y Ninon se vio obligada
a pedir al señor de Gergay el permiso para revelar el secreto de su
maternidad. Gergay lo otorgó, convencido de que era el último recurso.
Así pues, un día Ninon escribió a Villiers que tal día a tal hora quería
hablarle en una casita que poseía en el barrio Saint-Antoine. Allí se
presentó el muchacho, lleno de esperanzas, y cuando se encontró frente a
Ninon quiso abrazarla apasionadamente.
—Desgraciado, no sabes lo que estás intentando. Por desgracia, este
amor es imposible. Me es difícil decirlo, pero tengo que revelaros un
espantoso secreto. No puedo ser vuestra amante porque soy vuestra madre.
Ninon, llorando, se abrazó a su hijo, que, pálido y tembloroso, iba
repitiendo:
—Mi madre, mi madre…
Y escapó corriendo hacia un pequeño bosquecillo que rodeaba la casa.
Ninon, suponiendo lo peor, salió corriendo tras él, pero lo peor ya se había
producido: se había atravesado el corazón con su espada.
Después dirán de los folletinistas.
Este drama conmovió profundamente a Ninon, que durante un tiempo se
separó de la sociedad en que vivía, pero sus amigos la visitaban
asiduamente y poco a poco volvió a su vida normal.
Pero Ninon no podía vivir sin amor o, mejor dicho, sin amantes, que
ella dividía en tres clases: los paganos, que no le preocupaban y que
abandonó en seguida, que podía prescindir de ellos; los mártires, que en
vano suplicaban sus favores, y los favoritos. Le gustaban los hombres
rubios, pero eran mejor amantes los morenos.
El gran Condé fue uno de sus amantes de un día o mejor dicho de una
noche. Guerrero ilustre y muy peludo, Ninon le acogió de acuerdo con el
proverbio latino: Pilosus aut fortis, aut libidinosus (el hombre peludo es
forzudo o libidinoso). De cómo fueron las cosas lo explica el como a la
mañana siguiente despidió Ninon a Condé:
—Monseñor, debéis ser muy forzudo.
La reina Ana de Austria le ordenó una vez que se retirase a un convento,
dejando en blanco en el papel el nombre del mismo, para que Ninon
escogiese el que quisiera. Escogió un convento de Capuchinos que estaba
cerca de su casa, y la reina no pudo menos que sonreír ante este rasgo.
La casa de Ninon era el punto de cita de la corte y lo más escogido de la
intelectualidad de París. Las madres más puritanas intentaban que sus hijos,
para entrar en lo que hoy se llamaría jet set, fuesen admitidos en su casa
para poder entrar en ella. El abate Gedoyn, que después se hizo célebre en
los salones parisienses, empezó por visitar la casa de Ninon y frecuentar sus
salones.
Por cierto que a este abate le sucedió una cosa curiosa: como no podía
ser de otra manera, se enamoró de Ninon, y ella le rechazaba día tras día,
hasta que una noche cedió:
—¿Por qué has tardado tanto en concederme tus favores?
—Por pura coquetería. Es que hoy he cumplido ochenta años.
Que a los ochenta años fuese capaz todavía de trastornar corazones
anima a cualquiera. Fueron amantes de Ninon tres generaciones de Villiers,
el abuelo, el padre y el nieto, y los tres salieron satisfechos de la aventura.
Cuando ésta duraba demasiado, Ninon las terminaba diciendo que las
mejores bromas son las que duran poco.
Uno de sus amantes fue el señor de Gourville, que tuvo que salir de
París para engrosar el ejército del gran Condé. Tenía veinte mil escudos que
no sabía a quién confiar. Decidió dividirlos entre su amante y el gran
limosnero de la Corte, célebre por su moral severa y rígida. Ninon sintió su
partida y recibió los diez mil escudos que le entregó Gourville, sin que ni
ella ni el limosnero le firmasen ningún recibo. Pasaron los meses y de
vuelta a París, Gourville fue a ver al limosnero a reclamar su dinero, el cual
declaró que ignoraba de qué se trataba, que él no recibía más dinero que el
que iba destinado a los pobres, entre los que distribuía según su parecer. En
vano el acreedor se quejó, protestó, se enfadó hasta el punto de que el
limosnero le ordenó que cesase en su reclamación porque, si no, llamaría a
los guardias del rey. Gourville se dirigió entonces a casa de Ninon con el
corazón encogido, pensando lo peor. Al verle, Ninon exclamó:
—Gourville, amigo mío, me ha sucedido una gran desgracia que
deberás compartir conmigo.
El pobre hombre vio ya encima suyo la segunda edición de lo pasado
con el limosnero.
—Sí, una gran desgracia. Figúrate que durante tu ausencia te he dejado
de amar. Si quieres continuaremos siendo amigos, pero no amantes. De
todos modos, no he perdido la memoria y tengo a tu disposición los diez mil
escudos que me dejaste.
Ni que decir tiene que Gourville dejó de ser amante para convertirse en
entusiasta amigo.
Ninon, que decía que cada noche daba gracias a Dios por conservarle su
ingenio y que cada mañana le rogaba que la preservase de las tonterías del
corazón, que aseguraba, con madame de Sévigné, que las mujeres tienen
autorización para ser débiles y se sirven sin escrúpulo de este privilegio,
murió el 17 de octubre de 1706, habiendo conservado su ingenio, todos los
encantos de la juventud y su corazón, toda la bondad y la ternura que son
deseables a los verdaderos amigos.
En su testamento dejaba una pequeña suma para que el hijo de su
notario pudiese comprar libros. Supo adivinar en aquel joven llamado
Arouet la inteligencia que le haría célebre con el seudónimo de Voltaire.
DON RODRIGO CALDERÓN, PRISIÓN
Y TORMENTO

Ángel Ossorio y Gallardo, en su libro Los hombres de toga en el proceso de


don Rodrigo Calderón, se pregunta por qué se le procesó; «la respuesta que
la historia ofrece es una nueva decepción. No actuaron el espíritu de justicia
y el ansia de purificación. No se ve la fuerza de la autoridad ni la explosión
del sentimiento. Todo es oscuridad e intriga, flaqueza en los reyes, torcida
codicia en los políticos, desorientación en la masa».
En efecto, ¿cómo es posible que el rey creyese culpable a un hombre al
que había otorgado el condado de Oliva, el hábito de Santiago, le había
nombrado comendador de Ocaña, capitán de la guardia alemana, alguacil
mayor de Valladolid, embajador extraordinario en Flandes, marqués de
Sieteiglesias con derecho a cubrirse delante de su majestad, contador
general de Sevilla, etc., y a quien había encargado una misión reservada en
París para recuperar los papeles secretos que el célebre ministro de Felipe
II, Antonio Pérez, poseía contra el rey?
El odio contra Rodrigo Calderón debe buscarse en Uceda y en Olivares
y fomentado por el carácter insolente de don Rodrigo. El ya citado Ossorio
y Gallardo dice que «un escritor francés afirma que el verdadero gobierno
de su patria no es la república ni la monarquía, la autocracia ni la
demagogia: es la correspondencia. En España, el positivo sistema de
gobierno es la conversación. No se exige al ministro preparación específica,
ni cultura vasta, ni laboriosidad, ni formalidad, ni elemental conciencia del
deber. Sólo se le pide que hable. Que hable a todo el mundo y a todas horas,
que reciba con puerta abierta, que derroche promesas, sonrisas y palmadas,
que sazone un expediente con un chascarrillo, que a todo diga sí, que sea
campechano, barbián, muy corriente… Si los visitantes al salir de su
despacho dicen, alegres, que es un tipo notable, tiene asegurada la
tranquilidad. Si, guiñando un ojo, afirman que es un punto, puede estimarse
como hombre definitivo e insustituible. Las raíces de esta escuela crítica
llegan, por lo visto, a los tiempos del marqués de Sieteiglesias, decapitado
quizá, no por cohechar mucho, sino por sonreír poco».
Desde Valladolid don Rodrigo Calderón fue trasladado a Medina del
Campo, en donde fue encerrado en el castillo de la Mota, pasando frío y
hambre. Otra vez fue trasladado, esta vez al castillo de Montánchez, en
Extremadura, en donde se enteró de que le habían sido confiscados todos
sus bienes y de que a su esposa y a sus hijos les habían puesto de patitas en
la calle, debiendo vivir de la caridad de los amigos. Se le acusó de
doscientos cuarenta y cuatro delitos, entre ellos prevaricación, hechizos,
asesinato de un plebeyo llamado Juara, envenenamiento de la reina doña
Margarita y varios asesinatos más.
Trasladado a Madrid, empezó el proceso que puede leerse en el archivo
de Simancas y a consecuencia del cual fue sometido a tormento. Esta
práctica inhumana y bestial era entonces corriente en todos los juicios de
todas las naciones del mundo. No fue hasta fines del siglo XVIII en que,
gracias al marqués Cesare Beccaria, con su libro Dei delitti e delle pene, se
empezó a considerar el tormento como práctica cruel e innecesaria.
He aquí transcrito a la letra según lo reproduce Federico Carlos Sainz de
Robles en su libro Madrid, autor teatral y cuentista en las páginas 47 y
siguientes:
«Y visto por los dichos señores del concejo, jueces de la dicha causa,
que el dicho marqués de Sieteiglesias no quiere decir verdad, mandaron que
el ministro de la Justicia, que se llama Pedro de Soria, desnudase al dicho
marqués, el cual estándolo ya, se le apercibió diga la verdad de lo que se le
ha preguntado con apercibimiento de que si por no decirla en el tormento,
que se le ha de dar muriese, pierna o brazo que se quebrase, u otra lesión o
daño recibiese, sea por su culpa y cargo, y no de sus mercedes, lo cual yo, el
escribano de Cámara, notifiqué al dicho marqués una y dos y tres veces, de
que doy fe, y el dicho marqués, estando desnudo, dijo que no tiene nada
más que decir que lo que ha dicho y declarado. Y luego los dichos señores
mandaron asentar al dicho marqués desnudo en cueros y en el potro, y
estándolo, el dicho verdugo le ató y ligó un brazo con el otro, y le ató un
cordel a ellos, y habiéndole atado se le mandó dar una vuelta a los cordeles
con que se han atado los brazos; y le fue dada; y el dicho marqués dijo:
»—¡Sea por amor de Dios!
»Y luego se les dio otra vuelta a los dichos cordeles y el dicho marqués
dijo:
»—¡Ay Dios! ¡Sed muy justo que más merezco!
»Y luego se les dio otra vuelta a los dichos cordeles, y dijo dicho
marqués que le martirizaban sin culpa. Y luego se les dio otra vuelta a los
cordeles con que están ligados y atados ambos brazos, y el dicho marqués
dio voces llamando a Dios Nuestro Señor para que tuviera misericordia de
él. Y luego los dichos señores del concejo mandaron que se le aten los
cordeles al muslo de la pierna izquierda y se le dé una vuelta a ellos, y
estándosela dando dijo que no tiene culpa sino en la muerte de Francisco de
Xuara en todo cuanto se le tiene preguntado. Y los dichos señores del
concejo mandaron que el dicho marqués declare la causa de la muerte de
Francisco Xuara, y dijo que dice lo que tiene dicho. Y visto que no quiere
decir la verdad el dicho marqués, mandaron se les dé otra vuelta a los
cordeles del muslo izquierdo, y estándosela dando, dijo que le muestren un
Cristo que tiene a la cabecera de su cama. Y los dichos señores del concejo
mandaron que el dicho marqués diga la verdad de los hechizos que se le han
preguntado y si ha usado de ellos contra el rey, y cómo y dónde y cuándo; y
el dicho marqués jura a Dios que S. M. no está hechizado, no sabe que lo
esté, y que es tan buen vasallo de S. M. que si lo supiera lo declararía en
cosa tan importante al mundo. Y visto por los dichos señores, mandaron se
les dé otra vuelta a los cordeles del muslo derecho, y estándosela dando dijo
que no tiene que decir más, y aunque fuera contra el Espíritu Santo diría la
verdad. Y visto por los dichos señores mandaron dar otra vuelta a los
cordeles del muslo izquierdo, y se le apercibió al dicho marqués diga la
verdad, con apercibimiento de que si pierna o brazo se le quebrase, o
muriese en el tormento, u otra lesión le viniere, sea por su culpa y cargo…
Y luego mandaron los dichos señores que al dicho marqués se le dé otra
vuelta a los cordeles y se mandó diga la verdad de lo que se le ha
preguntado en razón de la muerte de la reina y la del alguacil Agustín de
Ávila… Y luego se les dio otra vuelta a los cordeles del muslo izquierdo, y
el dicho marqués gimió que muere sin culpa. Y luego los señores del dicho
concejo mandaron desligar al dicho marqués los cordeles de piernas y
brazos, y que sea echado en el potro, y se le liguen y aten los cordeles a
dichas piernas y brazos, se le aperciba diga verdad de lo que se le ha
preguntado, así de lo que ha pasado, en razón de la muerte de la reina y
hechizos que se le han preguntado, y de las causas y delitos porque pidió la
cédula real, y de la causa que hubo por la muerte que ha hecho de Francisco
de Xuara, y de lo que hubo en razón de la causa y muerte del alguacil Ávila,
y en la de don Alfonso de Rojas y en la de don Eugenio de Olivera, con
apercibimiento que no declarándolo se proseguirá el tormento; y que la
misma declaración haga en razón de los cómplices que hubo para cometer
dichos delitos y muertes, y por cuya autoridad se hicieron y cometieron; y
el dicho marqués dijo que no tiene nada que decir, y que esto lo padece por
otros pecados y que se cumpla la misericordia de Dios, y gritó:
»—¿Y es cierto que estáis en el cielo vos, la reina doña Margarita, y no
me ayudáis?
»Y visto por los dichos señores, mandáronse se vuelva a hacer el mismo
apercibimiento, y habiéndoselo hecho al dicho marqués, dijo que si no es en
la muerte de Xuara, otra culpa ninguna en todas las demás cosas que se le
han preguntado no tiene, y que quisiera tener más culpas para confesarlas, y
lo mismo saber quién las tiene para decirlo y declararlo. Y luego los dichos
señores mandaron se dé una vuelta al garrote de la pierna izquierda; y se le
dio; y se le apercibió diga la verdad y dijo que le matan sin culpa. Y luego
los dichos señores mandaron echar al dicho marqués un cuartillo de agua de
golpe, en la boca abierta, y se le echó y apercibió que diga la verdad. Y
luego los dichos señores mandaron dar otra vuelta al otro garrote de la
pierna derecha, y se le apercibió diga la verdad; y dijo que ya la tiene dicha.
Y luego los dichos señores mandaron echar otro jarrillo de agua al dicho
marqués y le fue echado, y se le apercibió diga la verdad, y dijo que ya la
hubiera dicho si la supiera. Y luego se mandó dar otra vuelta a los garrotes
de la espinilla de la pierna derecha y estándosela dando pidió misericordia a
Dios; y luego se le mandó echar otro cuartillo de agua, y se le apercibió
diga la verdad y dijo que dice lo que dicho tiene. Y en este estado los
señores mandaron cesar en el dicho tormento por ahora, protestando de
reiterarle siempre que convenga, y que el dicho marqués sea quitado y
desligado de los dichos garrotes y cordeles y potro; y así se hizo; y fue
quitado y desligado, y se le llevó a curar a su cama; y el dicho marqués no
firmó porque dijo no poder, y los dichos señores lo lubricaron y señalaron.
Después de lo susodicho, en la Audiencia de Madrid, a nueve días del mes
de enero del año 1620, a la hora de las once de la mañana, los dichos
señores del concejo, jueces de las causas del marqués de Sieteiglesias,
mandaron se lea al dicho marqués la declaración y declaraciones que hizo
ante sus mercedes el martes pasado siete de este, mes, así antes que se le
diese tormento, como estando en él, para que se ratifique en ellas, y
habiéndose leído ambas declaraciones de verbo ad verbum y por él oídas y
entendidas, debajo del juramento que desde antes tiene hecho, y haciéndole
ahora como lo hizo en forma de derecho, dijo: que lo que está escrito en las
declaraciones que se le han leído, así en las que hizo antes de darle
tormento estando el potro dentro de su aposento, como las que hizo en el
tormento, son la verdad, y en ella se afirma y ratifica, y afirmó y ratificó, y,
si es necesario lo dice ahora de nuevo, y es la verdad para el juramento que
hizo, y no lo firmó porque dijo no poder firmar con la mano por el tormento
que se le dio; y aunque se llegó con la pluma a que procurase firmar, probó
a hacerlo, y según digo, tornó a decir que no podía firmar de ninguna
manera, y los dichos señores lo rubricaron. Ante mí, Lázaro de Ríos».
La cita ha sido larga, sin duda alguna, pero creo que es más expresiva de
una época y de unos sistemas que lo podrían ser mis explicaciones o
comentarios. Todo el horror y la crueldad que de las palabras transcritas se
desprende no impresionaban a las gentes contemporáneas, puesto que por
jueces e incluso por reos se aceptaba el tormento como algo lógico y
natural. Ni unos ni otros podían comprender un interrogatorio sin ser
seguido de tormento. Los afectados por él se quejaban del dolor, pero no del
sistema. Después dirán que todo pasado fue mejor.
EPIGRAMAS (II)

El marido engañado, la cornamenta resultante del engaño, son temas


clásicos de la literatura festiva universal. Conocida es la historia de aquel
señor que fue a ver a un médico:
—Doctor, mi mujer me engaña.
—Bueno, y ¿qué quiere usted que yo le haga?
—Pues que mi mujer me engaña con otro.
—De acuerdo, pero yo soy médico, y eso no es de mi incumbencia.
—Doctor, es que mi mujer me engaña y, mire, no me han salido
cuernos.
—Hombre, claro: eso de los cuernos es sólo una frase convencional, no
una realidad, los cuernos son ficticios, no salen.
—Menos mal, doctor, creí que era falta de cal.
Éste es un viejo cuento, muy conocido, pero he aquí un epigrama
anónimo de un libro del siglo XIX:

La vieja doña Dolores


en sus discursos prolijos
cuenta que tiene tres hijos,
y los tres a cuál mejores.
Uno despunta en belleza,
otro, en valor extremado;
y el otro, que ya es casado,
despunta por la cabeza.
A veces el epigrama es grave, desengañado, escéptico:

Amigos, ya no hay amigos;


el más amigo la pega;
no hay más amigo que Dios
y un duro en la faltriquera.

Ya me dirán qué se hace hoy en día con un duro. Pero en aquella


época… En Barcelona, el barrio de San Gervasio o el del Putxet estaban
llenos de pequeños chalés, «torres» se llaman en mi ciudad, que eran
propiedad de los llamados «americanos»; es decir, de aquellos que «habían
hecho las Américas», los que habían ido a trabajar a Cuba o Puerto Rico y
volvían «ricos». Tenían el dinero suficiente para construir la casita —con un
jardincillo, al fondo cascada de falsa piedra y tres arbolillos— y vivir con la
fabulosa renta de un duro diario. Para toda la familia, claro está.
He aquí, en cambio, un epigrama anónimo que no ha perdido
actualidad:

La diosa Venus preñada,


viendo que el parto se acerca,
las tres Parcas consultó
sobre el suceso que espera.
Lachesis le respondió
que nacería una piedra;
Cloto le dijo que un tigre,
y Atropos que una centella.
Al fin la diosa parió,
y entre tanta diferencia
nació el Amor: con que fueron
verdaderas las respuestas.

Y otro que se relaciona con el inicio de este capitulillo:


Por inclinarse a coger
cierta alhaja con presteza,
dan cabeza con cabeza
un marido y su mujer.
Ansioso éste de saber
si fue el golpe en ella igual:
—Mujer —dijo—, ¿te he hecho mal?
Ella respondió que no,
y él al punto replicó:
—Ésa no es mala señal.

A veces, muchas, lo que se hace es poner en verso un cuentecillo


antiguo como éste, que ya era viejo en tiempos de Timoneda y quizá de
Esopo:

Iba el pobre Marcelino


por vino con dos botellas,
que estaba barato el vino;
y como eran grandes ellas,
rompió la una en el camino.
Y era su amo un baladí,
que armó una marimorena:
¿Cómo la rompiste, di?
—¿Cómo he de romperla: así?
Y arrojó al suelo la buena.

¿Conocen ustedes el que sigue? Así como del anterior no he podido


averiguar el nombre del autor, éste es de J. M. Villergas. Estaba en un libro
de mis primeros años de bachillerato.

Varias personas cenaban


con afán desordenado,
y a una tajada miraban,
que habiendo sola quedado,
por cortedad respetaban.
Uno la luz apagó
para atraparla con modos.
Su mano al plato llevó,
y halló… las manos de todos.
Pero la tajada no.

Este otro de Ventura Ruiz Aguilera es de actualidad, aunque hace más


de un siglo que fue escrito:

Aceptando una cartera,


el político don Luis
jura que hace un sacrificio.
Y es verdad…, el del país.

Se ve que la política ha sido siempre igual, pues el epigrama data de


1857.
El escritor catalán Frederic Soler, más conocido por su seudónimo de
Serafí Pitarra, escribió también en castellano, como este epigrama:

Acusaba a Inés don Juan


de infiel a su amor sagrado.
Y al poco rato irritado
le dijo así con afán:
—Con él te han visto ya varios.
—Lo extraño —ella contestó—.
Pues con él me encuentro yo
siempre en sitios solitarios.

De vez en cuando el epigrama deja de ser satírico y es dulce, lírico,


como un cantar, como este de Constantino Gil:

Tres niñas he visto ayer


y por las tres estoy loco.
Y de las tres el amor
al mismo tiempo ambiciono;
una contesta a mis ruegos
con el silencio tan sólo;
y las otras dos me miran,
y nada dicen tampoco:
¡Una eres tú, y son las otras
las dos niñas de tus ojos!

Y otras veces su gracia se basa en la sorpresa final:


Cuando brillan los Cándidos luceros
y la luna argentada
sobre las linfas del dormido lago
vierte su luz de plata;
cuando amorosa la nocturna brisa
mece las flores gayas
suspirando en sus pétalos de oro…
¡Qué bien se está en la cama!

Anónimo éste. Por lo menos, como tal lo he leído.


He aquí otro que, como tantos del pasado siglo, es de una ingenua
picardía:

Muy furiosa una manóla


a otra salada mujer
decía en la plaza ayer:
—¡Si yo te cogiera sola!
Un buen mozo que la oyó,
sonriéndose conmigo,
exclamó con sorna: —¡Digo!
¿Y si la cogiera yo?
Y, para finalizar, este que dedico a un individuo que conozco que
siempre llama «hijo de p…» a todo el mundo, tal vez porque se lo ha oído
decir a sus padres en su casa y no da importancia a estas palabras que, en
boca de otro, serían insulto y en la suya sólo son ordinariez:

Dos cosas tiene Pascual


que nadie le contradice.
¿Qué son? De todo mal dice,
y todo lo dice mal.

Lo firma R. J. Crespo.
LA MEDICINA HOMEOPÁTICA

Christian Hahnemann era un hombre raro y curioso. Vestido de cualquier


manera, con una camisa de piqué y un cuello que le llegaba hasta la barbilla
y le boqueaba por todos los lados, resultaba un personaje pintoresco en la
ciudad donde vivía, Brutenthal, en la Transilvania. Pero si era raro en su
manera de vestir, más lo era todavía por su forma de practicar la medicina,
pues antes de dar los remedios a los enfermos los probaba él mismo.
Había empezado su carrera estudiando química, después se lanzó por
los caminos de la mineralogía y por fin se dedicó a la farmacia, colocándose
como hombre de botica en casa de un farmacéutico. Éste tenía una hija que
se enamoró de Hahnemann, que, aunque no era hombre dado a
enamoramiento, se casó con ella. La pobre muchacha tuvo que seguir a su
marido en peregrinaciones constantes de un hospital a otro, viéndolo cómo
se dedicaba a cuidar enfermos, murmurando por lo bajo contra los sistemas
de sangrías, purgas y lavativas, que eran los remedios más frecuentes y casi
nunca efectivos. Un buen día decide dejar la medicina, pero se arrepiente
pronto de su decisión, pensando que algún sistema ha de existir que revele
el arte de curar. Pasa un tiempo, unos cuantos años, y se encuentra con once
hijos, con miseria y con su casa convertida en un hospital.
Para ganarse la vida traduce libros de medicina, y en uno de ellos
encuentra una descripción de la quina, planta originaria del Perú, llamada
también chinchonia, del nombre de la condesa de Chinchón, esposa del
virrey del Perú, que la popularizó en España y de allí a toda Europa.
Descubre que la quinina que se emplea para combatir la fiebre, según se
afirma en el libro, también la produce. Hahnemann inmediatamente aplica
su sistema y se toma una dosis de quinina y, efectivamente, le sobreviene un
ataque de fiebre. Para él se ha hecho la luz y escribe: «Las sustancias que
provocan fiebre curan diversas variedades de fiebre intermitente». Desde
esta frase se puede decir que se inicia la medicina homeopática, que se
emplea aún en nuestros días.
Hahnemann continúa sus experimentos sobre él mismo. Un día toma
una infusión de digital; a la semana siguiente experimenta con la belladona;
más tarde con el mercurio y nota que cada una de estas sustancias producen
los mismos efectos que las enfermedades que cura.
Llama a su método homeopatía, que, según el diccionario, es el sistema
curativo que aplica a las enfermedades dosis mínimas de las mismas
sustancias que, en mayores cantidades, producirían al hombre sano
síntomas iguales o parecidos a los que se trata de combatir.
Pero quien combate al innovador es el cuerpo médico. Los
farmacéuticos intentan un proceso contra él por entender que se inmiscuye
en terrenos propios de su profesión, pero pronto se ve rodeado por
discípulos que, contagiados por su fe en la nueva doctrina, se vuelven tan
fanáticos como él.
En realidad, su método es un poco curioso de explicar, según sus
propias palabras: «Se toman dos gotas de acónito y se mezcla con 98 gotas
de alcohol. Se toman en seguida 29 frascos más, cada uno de los cuales
contiene 99 gotas de alcohol, y sucesivamente se va diluyendo una gota del
líquido del frasco anterior hasta llegar el último. Tres gotas de esta última
disolución son suficientes para curar al enfermo». Claro está que esta dosis
debe repetirse unas cuantas veces.
Para Hahnemann la enfermedad es la expresión de una determinada
persona y el problema consiste en hallar el remedio personal
correspondiente.
Durante toda su vida, Hahnemann se vio combatido y enzarzado, cosa
que le importaba poco porque, convencido de la bondad de su doctrina,
estaba plenamente seguro de que al fin triunfaría.
Tenía Hahnemann ochenta años cuando un día recibió la visita de
Melania d'Hervilly. Enferma desde hacía un tiempo, había leído uno de los
libros del maestro y le visitaba para ser tratada homeopáticamente por el
propio Hahnemann. La joven parisiense curó, pero enfermó del alma, pues
se enamoró de su médico. Tras días y días de diálogos sobre filosofía y
sobre medicina, ella se le declaró. Se casaron y el amor debía de ser muy
vivo, cuando, a la muerte de Hahnemann, pocos años después, Melania hizo
embalsamar el cuerpo y lo conservó en casa durante más de una semana.
ANECDOTARIO (V)

Francisco I de Francia era hombre dado a bromas, algunas de ellas de


grueso calibre. Un día, queriendo jugar una treta a su ministro Duprat, que
era sacerdote, arzobispo y cardenal, le dijo de pronto que el papa acababa
de morir.
—Señor —dijo Duprat—, es menester que el trono pontificio sea
ocupado por alguien fiel a vuestra majestad.
—Ya he pensado en ello, y creo que esta persona podrías ser tú; pero ya
sabes lo que son estas cosas: se necesita mucho dinero y yo no lo tengo.
Duprat comprendió las palabras del rey, y aquel mismo día le envió dos
toneles llenos de oro.
—Con esto y lo que yo puedo poner —le dijo el rey—, creo que
tendremos bastante.
Pero llegaron despachos de Roma diciendo que el papa gozaba de buena
salud y Duprat le pidió al rey que le devolviera el oro.
—No te precipites —le dijo Francisco I—; ten calma, que si el papa no
ha muerto un día u otro ha de morir.
Y se quedó con el dinero.

En China era costumbre —no sé si lo será ahora con el régimen actual


— contestar con humildes expresiones a las preguntas de cortesía. Así, por
ejemplo, si se elogia —o elogiaba— una casa, el dueño de ella solía decir:
«Mi despreciable pocilga no tiene otro valor que el de tu augusta
presencia», o cosa similar.
Cuando a comienzos de siglo un corresponsal del Times en Pekín, el
conocido periodista Morrison, fue a Londres a despachar con sus jefes,
entre ellos el director del diario que le invitó a una cena. Durante ella y ante
los demás invitados le preguntó:
—Morrison, ¿qué tal es el director del Diario de Pekín?
—Muy simpático y muy curioso. Empezó preguntándome cuánto
ganaba en nuestro diario.
—Y usted, ¿qué le contestó?
—¿Qué le había de contestar? Le dije: mi miserable sueldo es
demasiado insignificante para ser mencionado ante vuestra augusta
presencia.
El director del Times ignoraba estas fórmulas chinas de cortesía, y
cuando se fueron los invitados retuvo a Morrison y le preguntó:
—Vamos a ver, Morrison: ¿cuánto cobra usted?
Morrison le dio la cifra y el director se apresuró a decirle:
—La verdad, no es gran cosa; desde este mes le aumento el sueldo.

La experiencia es una panoplia en la que colocamos todas las armas que


nos han herido.

Mandaba como coronel de un regimiento el después general Felipe


Enciso, quien había preparado una manada de pavos para celebrar la
Navidad con los soldados. El coronel cada día visitaba el corral, viendo
cómo iban creciendo y engordando las aves. Un día el oficial de semana al
darle el parte le dijo:
—Mi coronel, el caballo Sopero ha dado una coz a un pavo y lo ha
matado.
Disgusto del militar, que se aumentó cuando al cabo de un tiempo el
mismo oficial le comunicó la muerte de otro pavo a consecuencia de otra
coz. La cosa se repitió varias veces, hasta que el coronel descubrió que
cuando aquel oficial estaba de servicio él y otros compañeros suyos se
daban unos grandes banquetes a base de pavo. Enciso hizo llamar al oficial.
—Esos caballos se han propuesto acabar con los pavos.
—Es verdad, es una desgracia.
—Pues mire usted —dijo en tono amable el coronel—: diga a los
caballos que si vuelven a matar a un pavo tendré muchos oficiales
indigestos.
Ni que decir tiene que, desde aquel entonces, los pavos gozaron de
perfecta salud hasta Navidad.

Un predicador no sabía más que un sermón y lo colocaba dondequiera


que le llamaran. Predicó en cierta ocasión en un pueblo y el sermón gustó
tanto que le pagaron para que predicase al día siguiente.
Discurrió toda la noche y no sabía cómo salir del apuro; pero llegado el
momento subió al púlpito y dijo:
—Hijos míos, sé que algunos malévolos, todos forasteros por supuesto,
tuvieron ayer la audacia de decir en público que yo había vertido en mi
sermón conceptos y afirmaciones heréticas y contrarias al dogma. Para que
se vea patente su falsedad, voy a repetir palabra por palabra lo que dije ayer.
Prestadme mucha atención y si cambio una sola letra que el cielo me
castigue.
Y les endilgó el único sermón que sabía.

Luis XVIII de Francia hizo un borrador de Constitución y se lo leyó a


Talleyrand. Éste le dijo:
—Señor, aquí echo de menos una cosa importante.
—¿Cuál?
—El sueldo de los diputados.
—Yo creo que sus servicios han de ser gratuitos. Su cargo debe ser
honorífico.
—Señor, si han de ser gratuitos nos saldrán muy caros.
Desde entonces diputados y senadores cobran sueldos… y continúan
saliéndonos muy caros.

Conquistar la felicidad es importante; pero lo difícil es ser feliz cuando


se la ha conquistado.
En Burgos vivía cierto señor llamado Ángel Conde, muy conocido por
sus folletos, que al parecer no tenían gran importancia, pero con los que
bombardeaba todas las redacciones de periódicos y revistas, a la espera de
críticas elogiosas que nunca llegaban.
En cierta ocasión, hallándose en Madrid, visitó la redacción de la revista
Nuevo Mundo, de la que era director José María Carretero Novillo, más
conocido por su seudónimo de El Caballero Audaz. Estaba éste con dos
redactores: uno gráfico, que era Campúa, y otro literario, que era Verdugo
Landi. Conde insistió en visitar al director, a pesar de que el conserje le dijo
que estaba reunido, pero el visitante insistió tanto que al fin le preguntó el
empleado:
—¿A quién anuncio?
—Al señor Conde, de Burgos, para un asunto importante.
Impresionado el conserje, le hizo pasar y Carretero, al tenerle presente,
le preguntó:
—¿Es usted el excelentísimo Conde de Burgos?
—Sí, señor. Soy Conde de apellido y de Burgos, pero no tengo aún el
tratamiento de excelencia.
El Caballero Audaz le miró y le dijo señalando a Verdugo:
—Pues entiéndase con este señor: es el señor Verdugo… de Sevilla.

Cuando el general Suvarov fue derrotado por el rey Federico de Prusia


hizo pública una proclama a sus tropas llena de jactancias y amenazas.
Federico comentó:
—Suvarov es como un tambor: hace ruido cuando le pegan.

Un noble ateniense con muchas ínfulas encontró a Diógenes en el


cementerio. Le miró con altivez y desprecio y dijo:
—¿Qué haces aquí?
—Buscaba los huesos de tu padre entre los de la gente humilde, pero
todo está aquí tan revuelto que no puedo dar con ellos.
Se examinaba Alejandro Lerroux, ya conocido como político y jefe del
Partido Radical. Quiso aprobar la carrera de derecho, lo que consiguió creo
que en la Universidad de Murcia. Uno de los catedráticos para ponerle en
un aprieto le preguntó:
—¿De qué color eran las zapatillas de Mahoma?
—Verdes.
—No, eran azules.
—Tenía dos pares: me consta —dijo Lerroux.

Los castillos en el aire son fáciles de construir. ¡Pero qué difíciles de


destruir resultan!
UNA HISTORIA DE AMOR Y
MEDICINA PSICOSOMÁTICA

Cuenta Plutarco que Seleuco, rey de Siria, tenía un hijo llamado Antíoco
que se enamoró de la segunda esposa de su padre, al que había ya dado un
hijo. Se llamaba Estratónice y era muy joven y bella, por demás. Antíoco se
enamoró tan fuertemente que era imposible vencer su pasión y se fue
debilitando tanto que parecía que se condenase a muerte él mismo, porque
sentía que su deseo era deplorable, su pasión incurable y perdía la razón.
Decidió abandonar la vida y dejarse morir absteniéndose de beber y de
comer, fingiendo que sufría de alguna enfermedad interior y secreta en su
cuerpo a la que no se encontraba remedio.
Se llamó al célebre médico Erasístrato, quien, después de varios
exámenes, se convenció de que el mal del príncipe era mal de amores; lo
difícil era averiguar de quién estaba enamorado. Para lograrlo no se movía
día y noche de la habitación del joven, y cuando entraba alguna bella joven
o algún joven apuesto, que todo podía ser, miraba atentamente la cara de
Antíoco y observaba cuidadosamente todas las partes del cuerpo y los
movimientos externos, que acostumbran responder a las pasiones y afectos
secretos del alma.
Cuando varias veces hubo notado que no reaccionaba ante ninguna
visita sino cuando Estratónice entraba sola o en compañía de su esposo
Seleuco y se daban en él los signos que Safo atribuye a los enamorados —a
saber, que se debilitaba la voz y la palabra—, enrojecían sus mejillas, sus
ojos se abrían, empezaba a sudar, el pulso parecía más fuerte y más rápido y
que finalmente después caía en postración, quedando como persona
transportada fuera del mundo, con acentuada palidez, se dio cuenta de quién
estaba enamorado Antíoco y que no queriéndolo confesar se preocupaba de
acallar sus sentimientos y disimularlos hasta la muerte. Erasístrato decidió
hablar con Seleuco, pero no sabía cómo hacerlo por temor a la reacción del
marido, superior tal vez a la del padre. Un día se decidió por fin y le dijo:
—La enfermedad de tu hijo, ¡oh rey!, es incurable.
—¿No hay remedio? ¿Qué tiene? Fuere cual fuere el costo de la
medicina, la haré llegar desde el fin del mundo.
—Tu hijo está enamorado; lo que es peor, es que está enamorado de mi
mujer.
—¿De tu mujer? ¿Y tú que eres el más querido de mis amigos no eres
capaz de sacrificarte para la salud de mi hijo? Repudia a tu mujer, dala en
matrimonio a mi hijo. Yo te recompensaré y salvarás la vida de Antíoco,
que es lo que más amo en este mundo.
—Es fácil decirlo, pero ¿qué pasaría si la mujer de quien está
enamorado tu hijo fuese la tuya?
—Quisieran los dioses que así fuere, pues con gusto cedería yo mi
esposa con tal de salvar la vida de mi hijo.
Viendo Erasístrato que Seleuco, con lágrimas en los ojos, estaba
dispuesto a cualquier sacrificio le confesó la verdad:
—Rey, tu hijo está enamorado de Estratónice. Eres padre, marido y rey;
puedes ser ahora médico. Tú solo puedes salvar a tu hijo.
Seleuco hizo reunir al pueblo y ante todos declaró que había decidido
coronar a su hijo rey de las mejores provincias de Asia y que le daba a
Estratónice como esposa para que reinasen juntos y que estaba seguro de su
hijo, que hasta entonces se había mostrado obediente a la voluntad de su
padre, no dejaría de aceptar este matrimonio. Por su parte, Estratónice
cambió, al parecer con gusto, de marido, dando a entender que lo que
parecía un incesto era algo decidido por el rey para el bien de la monarquía
y bienestar del pueblo.
He aquí el primer caso que conozco de medicina psicosomática; es
decir, de aquella que cree que muchos males del cuerpo derivan de una
enfermedad del espíritu y no al revés, como creía Hipócrates.
Este último, conocedor solamente de las partes externas de la anatomía
humana, ignoraba la psicología y fundaba todas sus observaciones en dos
principios: primero, que la naturaleza es el mayor de los amigos y, segundo,
que es necesario ayudarla y no combatirla. Según él, el cuerpo comprende
cuatro humores: el caliente, el frío, el seco y el húmedo, ligados a cuatro
elementos, el aire, la tierra, el fuego y el agua, y engendran cuatro
temperamentos: el sanguíneo, el nervioso o melancólico, el bilioso y el
linfático. De acuerdo con estas opiniones, expresadas hacia el año 460 a.
J.C., la medicina occidental se desarrolló durante casi dos mil años
olvidando Erasístrato, que había descubierto doscientos años después de
Hipócrates, que muchos males del cuerpo proceden del espíritu. Por ello es
corriente decir ahora que no es la úlcera de estómago la que produce el mal
humor, sino que el mal humor es la causa de la úlcera. Aviso a los coléricos
y mal educados: pueden enfermar.
UN ASPECTO HISTÓRICO DE LA
MODA FEMENINA

Dice el Génesis que cuando nuestros primeros padres fueron expulsados del
paraíso se cubrieron con hojas de higuera. Estoy seguro de que una vez que
Eva hubo escogido tres hojas para cubrirse por delante y otra para cubrirse
por detrás, le dijo pizpireta a Adán:
—¿Qué te parece este modelito? ¡Lástima que no tengamos amigas,
porque se morirían de envidia!
A lo que Adán, como buen marido, debió de responder como todos:
—Me gustabas más antes. Acabarás poniéndote hasta hojas de parra.
Esas serpientes inventan cada cosa…
Y en realidad serán las serpientes, los o las modistas —escribo siempre
los modistas y no los modistos, del mismo modo que escribo electricistas,
ebanistas o anarquistas en vez de electricistos, ebanistos o anarquistos—,
los que inventen modas que, en su momento, parecen estupendas y luego
hacen exclamar a las mujeres:
—Parece mentira que me pusiera esto.
Y lo peor del caso es que cuando sale una nueva moda exclaman:
—¡Qué moda tan fea! Eso no se lo pondrá nadie.
Y acaban poniéndoselo.
En el siglo pasado se usaban los miriñaques, modificación de aquellas
terribles faldas que se habían llevado en los pasados siglos. Se estaba en la
creencia de que estos voluminosos trajes se habían inventado en Valladolid
a últimos del siglo XV, según se desprende de un opúsculo que publicó fray
Hernando de Talavera titulado Contra la demasía de vestir y de calzar, en el
cual se dice que «este traje maldito y muy deshonesto en la villa de
Valladolid ovo comienzo».
A este traje se le llamaba verdugado, falda a modo de campana, todo de
arriba abajo guarnecida con irnos ribetes que por ser redondos, como los
verdugos de los árboles o tal vez por el color verde que se puso de moda,
dieron nombre al traje, según afirma Covarrubias.
También se las llamó caderas, por lo mucho que las abultaban, y
asimismo tontillo, que equivale a redondo y vacío, a modo de media
naranja, como dice el citado Covarrubias. Por la semejanza con las canastas
invertidas en que se crían los polluelos se las llamó polleras, nombre que
aún conservan las faldas en algunos países americanos.
Se les dio después el nombre de guardainfantes por dos opuestas
razones: una, la más acertada, porque protegía al futuro niño de posibles
golpes y otra porque avisaba del peligro que podía sufrir el infante, porque
dicen que era causa de muchos abortos por su peso. Un autor del siglo
pasado dice que «era traje feo por lo ancho y grueso que hacía a las mujeres
desabrigado hueco e indecente porque se veían con facilidad las piernas,
pues entonces el traje de las mujeres era mucho más corto que ahora». No
sé qué diría el buen señor ante las modas de hoy en día y el Top-less.
El mismo fray Hernando, en el citado folleto, añade que el obispo de
Valladolid ordenó: «So pena de excomunión, no trajesen los varones ni las
mujeres cierto traje deshonesto; los varones camisones con cabezones
labrados, ni las mujeres grandes ni pequeñas, casadas ni doncellas, hiciesen
verdugos de nuevo, ni trajesen aquella demasía que agora usan de caderas,
y a los sastres que no lo hiciesen dende adelante, so esa misma pena».
Y para que se forme una idea de los miriñaques de entonces,
recordemos lo que dice también Alonso de Carranza en el Discurso contra
los malos trages, impreso por los años de 1630. En él deplora como sumo e
intolerable el gasto de almidón que se hacía en los guardainfantes y enaguas
de las mujeres, pudiendo el trigo que en esto se pierde servir para el
sustento de muchos necesitados.
El festivo Quevedo escribió hablando de los miriñaques de entonces el
siguiente.
SONETO

Si eres campana, ¿dónde está el badajo?


Si pirámide andante, vete a Egipto;
Si peonza al revés, trae sobre escrito;
Si pan de azúcar, en Motril te encajo;
Si chapitel, ¿qué haces acá abajo?
Si de disciplinante mal contrito
eres el cucurucho y el delito,
llámente los cipreses arrentajo.
Si eres punzón, ¿por qué el estuche dejas?
Si cubilete, saca el testimonio.
Si eres coroza, encájate en las viejas.
Si burda visión, de san Antonio,
llámate doña embudo con guedejas;
si mujer, da esas faldas al demonio.

Opinase, como hemos dicho, que de España pasó esta moda a Francia,
en donde, a pesar de que se declamó igualmente mucho contra de ella, se
propagó extraordinariamente a principios del siglo último.
Llamábanse también a los verdugados, vertugadins en francés, cuyo
nombre cambiaron después por el de paniers, por parecerse mucho a las
canastas en forma de polleras.
Había diferentes especies de paniers, a la gourgandina, a la boute-en-
train, a la culbute, etc.
Publicáronse varias críticas ridiculizando esta moda, y entre ellas una
estampa en 1735, figurando un puesto o tienda al aire libre en el que está
vendiendo y alquilando paniers una supuesta Margot; y dice que las
primeras que acudieron a usarlos y a propagar esta moda fueron las
aguadoras o conductoras de agua, las vendedoras de tisanas y otras tales.
En tiempo de nuestro Felipe V, por pregón hecho en Madrid en 13 de
abril de 1639, se dispuso que:
«Ninguna mujer de cualquier estado y calidad que sea, pueda traer ni
traiga guardainfante, ni otro instrumento o traje semejante, excepto las
mujeres que con licencia de las justicias públicamente son malas de sus
personas, y ganan por ello; a las cuales solamente se les permite el uso de
los guardainfantes, para que los puedan traer libremente y sin pena alguna;
prohibiéndolos, como se prohíben, a todas las demás para que no les puedan
traer».
Y luego continúa:
«Y así mismo, se ordena y manda que ninguna basquina pueda exceder
de ocho varas de seda, y al respecto de las que no fueran de seda, no tener
más que cuatro varas de ruedo».
Sempere y Guerino, hablando de las leyes suntuarias de España en su
Historia del lujo, cita este auto acordado y dice que entonces se permitió
traer verdugados, pero con la precisa condición de que no podían exceder
de cuatro varas, o sea, dieciséis palmos de ruedo.
En todo tiempo las mujeres han exagerado la moda ora ampliando el
volumen de sus faldas ora reduciéndolas a límites insospechados e
inverosímiles. Se cuenta que en la época de la minifalda impuesta por Mary
Quant se escuchaba el siguiente diálogo:
—¿Ya has comprado aquella minifalda que vimos en el escaparate?
—No, resulta que era un cinturón.
En otro extremo, ya las matronas romanas habían adoptado una
amplitud extraordinaria en las pallas que llevaban sobre las stolas cuando
iban por las calles de la ciudad. Horacio, en uno de sus versos, da a
entender que las mujeres distinguidas del tiempo de Augusto usaban trajes
ahuecados como los de tiempos mucho más modernos. Y es curioso hacer
notar que el mismo Horacio, al criticar los vestidos ahuecados, por lo que él
llama empalizada y dice que eran un excelente medio para inflamar la
imaginación de los libertinos de Roma, cansados ya de no hallar ilusión en
los trajes transparentes que modelaban con exceso las formas de las mujeres
romanas.
Llegaremos a un momento en que en los cabarets y salas porno se
anunciará para excitar al público: «Gran espectáculo sexy: treinta mujeres
vestidas».
Pero, por el momento, prefiero la libertad de hoy, en que cada mujer va
vestida como le da la gana.
CIENCIA Y TÉCNICA (II)

A veces es difícil comprender cómo ciertos descubrimientos no se han


realizado con anterioridad; por ejemplo, la circulación de la sangre. No digo
antes, pero, por lo menos, en tiempos del Imperio romano, cuando los
cirujanos practicaban sangrías a manta, cuando los emperadores mandaban
un pretoriano a un patricio con la orden de que se abriese las venas, éste
llamaba a un cirujano, al que hacía abrir la vena del pulso y se suicidaba.
No digo que el patricio en cuestión se preguntase en aquel momento si la
sangre circulaba o no, pero por lo menos los cirujanos o sangradores parece
que podían haberlo adivinado. En aquellas épocas, y en otras posteriores, en
que se sacrificaba a muchos hombres en medio de terribles tormentos,
cuando se los descuartizaba por un quítame allá esas pajas, parece
imposible que no se tuviesen más conocimientos anatómicos de los que se
tenían.
El arquitecto León Bautista Alberti, que era hombre de ciencia y de
agudo ingenio, vio la descomposición de la luz y no la descubrió, aunque
parezca imposible. En un apólogo que publicó se lee: «Un día el sol,
atravesando un vaso de cristal lleno de agua, pintó un arco iris sobre el altar.
El agua se vanagloriaba diciendo que era obra suya; por el contrario, el vaso
afirmaba: si yo no fuese transparente y lucidísimo esto no sucedería. Por su
parte, el altar se alegraba pensando que todo era obra suya». Es decir,
Alberti vio la descomposición de la luz y de ella sacó un apólogo y no un
descubrimiento científico. Se tuvo que esperar a Newton para ello.
Brunetto Latini, en el libro V de su Tesoro, afirma que la salamandra
vive dentro del fuego sin ningún dolor y sin ningún daño para su cuerpo,
incluso apaga el fuego naturalmente. Benvenuto Cellini afirma en su Vida:
«Cuando tenía alrededor de cinco años Giovanni —que era su padre—
tocaba una viola y cantaba junto al fuego. Hacía mucho frío y mirando al
fuego vio, en medio de las llamas, un animalito como una salamandra que
disfrutaba en medio de ellas. Dándose cuenta de lo que era nos llamó a mi
hermano y a mí; nos la enseñó y a mí me dio una gran bofetada con la cual
me puse a llorar. Y él, muy cariñosamente, me dijo: “Querido hijo mío, no
te he dado la bofetada para hacerte daño, sino para que te acuerdes de que
aquella lagartija de que ves en el fuego es una salamandra, cosa que nadie
acostumbra a ver y para que te acuerdes te he abofeteado”. Después de lo
cual me besó y me dio algunas monedas».
Marco Polo no creía que las salamandras pudiesen vivir en el fuego, y
en su Milione nos informa del posible origen de la fábula: la palabra persa
diz a mandar indica el amianto y, pasando de una lengua a otra, se convirtió
en salamandra. Ahora bien, como sabía Marco Polo y todos sabemos hoy,
el amianto «se hila» y con él se hace paño que tiene un color algo oscuro.
Poniendo el paño en el fuego se vuelve blanco, y cada vez que están sucios
se vuelven a meter en el fuego y la suciedad se quema y los paños quedan
limpios. Éstos son las salamandras y lo demás son fábulas.
La similitud entre la palabra persa y la griega salamandra hace pensar
que la teoría de Marco Polo es cierta. Por su parte, Plinio afirma que la
salamandra es fría como el hielo y que apaga el fuego con su contacto, pero
no dice que viva entre las llamas, como se creía en la Edad Media.
En la Edad Media, exactamente a mediados del siglo XIII, apareció un
curioso y ameno libro italiano llamado Il Novellino, en el cual, en un
apólogo, se critica la divulgación considerándola poco digna e inadecuada.
Dice así:
«Hubo un filósofo al que le gustaba vulgarizar la ciencia ante los
grandes señores y la vulgar gente, y sucedió que una noche soñó que la
diosa de la Ciencia estaba en un burdel con otras bellas mujeres. El filósofo
se asombró de ello y le preguntó:
»—Pero ¿qué es eso? ¿No eres la diosa de la Ciencia?
»Y ella respondió:
»—Ciertamente lo soy.
»—Y ¿cómo es que estás en un burdel?
»Y ella respondió:
»—Estoy aquí porque eres tú quien me ha traído.
»Despertó el filósofo y pensó que vulgarizar la ciencia es irrespetuoso
para con la deidad y, pensándolo bien, se arrepintió de ello porque no todas
las cosas son lícitas y buenas para todas las personas».
Leopardi, en su Ensayo sobre los errores populares de la Antigüedad,
dice que los pocos filósofos de aquella época que creyeron en la existencia
de los antípodas fueron considerados por sus contemporáneos como
individuos locos y extravagantes. Demónates, filósofo de Chipre, habiendo
escuchado un día a un físico hablar de los antípodas, se levantó y lo llevó
hacia un pozo en donde le preguntó, mostrándole su sombra en el agua:
«¿Es que esto son tus antípodas, tal vez?». Teón, según Plutarco, exclama
que es un absurdo decir que todos los cuerpos tienden hacia un centro
porque de ello se seguiría que la Tierra es un globo cuando se ve que tiene
grandes alturas, profundidades y desigualdades y no se puede pensar que
sea habitada por antípodas que, a guisa de carcomas, estén pegados al suelo
con el cuerpo hacia abajo, como sería absurdo pensar que estamos situados
en dirección vertical, pero oblicuamente, e inclinados como borrachos.
Lactancio negaba que pudiesen existir antípodas porque los hombres no
podrían caminar con los pies al aire y la cabeza en el suelo, ni la lluvia, la
nieve, ni el granizo, podrían ascender en vez de caer. Los filósofos
respondían a esto que siendo ley de la naturaleza que todos los cuerpos
tienden al centro de la tierra desde todos los puntos de su superficie, serían
como radios que desde varios puntos de la periferia de la rueda van a
reunirse en su centro, pero Lactancio dice que no está para bromas y se
maravilla seriamente de que los filósofos se atrevan a razonar de esta forma,
sospechando que lo hacen por broma y que se dedican a sostener falsedades
para ejercitar su ingenio a costa de los que los escuchan.
Cuenta Petronio en su Satiricón que hubo un artífice que una vez
fabricó una taza de vidrio que no se podía romper. Admitido a presencia del
césar se la ofreció y la volvió a pedir. Una vez el césar la hubo tenido en sus
manos, inmediatamente la tiró al suelo con toda su fuerza. Se puede
imaginar la turbación del emperador ante este acto, pero el artífice,
recogiendo tranquilamente la taza del suelo, mostró que solamente había
recibido una pequeña abolladura y, sacando de su túnica un pequeño
martillo, la devolvió a su primer estado, después de lo cual el buen hombre
creyó llegada su hora de triunfo y fortuna, especialmente cuando césar le
preguntó:
—¿Sólo tú conoces el secreto de la fabricación de este vidrio?
El otro afirmó que efectivamente era así, que sólo lo sabía él. Entonces
el césar, que era Tiberio, le hizo cortar la cabeza, suponiendo que si este
descubrimiento se divulgase el precio del oro habría caído verticalmente.
Ahora, con la era de los plásticos, se ha demostrado la falsedad de la
superstición del emperador.
A la mayor parte de los teoremas se les añade un corolario, que es en
realidad un nuevo teorema que se deduce del teorema anterior. Pero ¿por
qué se llama corolario? Resulta que esta palabra nació en los espectáculos
circenses antes de llegar a los libros de geometría. Indicó en un principio
una pequeña corona o corola hecha con láminas de metal recubierta de oro
o plata, que Augusto se dignaba regalar a los actores más eminentes y
populares. Era, pues, un suplemento a los otros premios que se daban a los
histriones, una especie de propina. Mas la palabra «corolario» tiene un
nombre bonito y fue adoptado por los geómetras y matemáticos que por una
vez demostraron tener buen gusto, porque hay que ver a veces qué palabras
usan. Recuérdese también que corola es también la cubierta interior de la
flor completa, generalmente olorosa y de vistosos colores, que protege los
órganos de la reproducción.
En el libro I, capítulo 31, de sus Cuestiones naturales, Séneca dice que
el rayo no sólo funde las monedas de la bolsa, dejándola intacta o el hierro
de la jabalina sin quemar la madera —cosas hasta aquí naturales—, sino
que, por ejemplo, dice que si cae sobre una ánfora llena de vino rompe el
recipiente y congela el vino, el cual queda intacto en el sitio donde estaba
conservando la forma del ánfora, mientras los trozos de ésta están
esparcidos por el suelo, y en esta forma es capaz de conservarse tres días.
Del rayo se explican otras maravillas: por ejemplo, que los animales y los
hombres alcanzados por él presentan la cabeza vuelta hacia donde procede
y la misma dirección adoptan las ramas del árbol que ha fulminado el rayo,
destruye el veneno de las serpientes, pero la cosa que choca más a nuestro
filósofo es lo del vino, que por tres veces viene citado en pocas páginas:
«Lo extraordinario es que el vino congelado por el rayo, cuando vuelve a su
estado primitivo, si se bebe o mata o vuelve loco al bebedor. Se me pide por
qué sucede esto; pues bien, sucede porque en el rayo hay una vis
pestífera….» Lo cual, como es lógico, le lleva a una serie de
consideraciones unas más extravagantes que otras y que, naturalmente, no
explican nada.
¿HISTORIA? ¿LEYENDA? (III)

La vieja del candil y la cabeza de piedra. Reinaba entonces en España Pedro


I, llamado el Cruel, aunque años después Felipe II mandó que en las
historias se llamase el Justiciero. Con ambos motes se le puede apodar al
rey, ya que si en crueldad dio ejemplos bastantes para merecer el
calificativo, también como Justiciero dio ejemplos memorables.
Solía Pedro I morar en Sevilla, ciudad maravillosa, sea por su situación
como por el carácter de sus habitantes. Después de Venecia, es una de las
ciudades que más me ha llegado al corazón. Enrique de Trastámara,
hermano bastardo de Pedro, habíale ya declarado la guerra, y en Sevilla la
familia de los Guzmán había tomado partido por el pretendiente, aunque lo
disimulaba por miedo al rey. Don Pedro, que no lo ignoraba, recibió
noticias de que los Guzmán propagaban insidias sobre él, calumniándole
vergonzosamente. No podía el rey castigar oficialmente a sus difamadores,
puesto que no había pruebas del delito, pero personalmente quiso vengar su
honra y, como era valiente, cierta noche esperó a uno de los Guzmán en una
calle solitaria, que se llamaba entonces de los Cuatro Cantillos. En cuanto
vio a Guzmán, don Pedro desenvainó la espada y le retó a combate.
El ruido del chocar de las espadas y tal vez algún grito de los
contendientes despertaron a una vieja que dormía en la casa ante la cual se
desarrollaba la pelea. Intrigada, se asomó a una ventana, provista de un
candil para iluminar la escena. Al ver lo que sucedió dejó caer espantada el
candil, al tiempo que veía que el rey atravesaba de una estocada el cuerpo
de su enemigo, que quedó a sus pies muerto instantáneamente.
Oyó también el huir del matador que hacía un ruido especial con sus
choquezuelas o rótulas característico de los artríticos, como lo era el rey
don Pedro, acentuado, según decían, por una caída de caballo cuando era
joven.
Al reconocer al rey le entró a la vieja un gran espanto, que comunicó a
su hijo Juan, de oficio carbonero, que vivía con ella. Sabedor éste de que el
rey era sin duda alguna el asesino de Guzmán, decidió guardar silencio,
pero la muerte de un Guzmán no podía quedar impune y, ante los
requerimientos de la familia, el rey tuvo que prometer justicia y que el
matador sería preso y castigado como merecía.
Para ello prometió cien monedas de oro al que proporcionase una pista
para descubrir al asesino y, al saberlo, el carbonero se dispuso a cobrarlas, a
pesar del riesgo que ello comportaba, pero, fiado en su ingenio y en su
buena suerte, pidió audiencia al rey.
Cuando estuvo frente a él, le confió que se sabía quién era el matador de
Guzmán, pero que sólo se lo diría en gran secreto a solas. Mandó el rey salir
a todos los cortesanos de su presencia y al quedar solos los dos el carbonero
le dijo:
—Señor, mirad por esta ventana y veréis quién mató a Guzmán.
Y al decir esto mostró un espejo a don Pedro. Estuvo el rey mirándose
un largo rato, que a Juan le pareció una eternidad.
—¿Cómo lo has sabido?
—Señor, mi madre se asomó a la ventana con un candil y vio todo lo
que sucedía. Si yo me he atrevido a decíroslo es porque las cien monedas de
oro me serán muy útiles. De mí haced lo que queráis, pero dad en todo caso
las monedas a mi madre, que le aliviarán su vejez.
—Tenéis razón. El hombre que he visto por esa ventana es quien mató a
Guzmán. Id en paz y no digáis nada de lo que me habéis dicho so pena de la
vida.
Llamó el rey a su corte y en voz alta para que oyeran todos dijo:
—Este buen hombre me ha denunciado quién era el asesino de Guzmán,
pero como es persona de alta calidad y su ejecución sería tal vez objeto de
disturbios en mi reino, la justicia será secreta. Mañana mismo será puesta
en la calle donde murió Guzmán la cabeza del asesino.
Aquietáronse con esto los ánimos de los Guzmán, quienes al día
siguiente estaban en el lugar de la muerte esperando la ejecución de la
sentencia. Llegó en esto un carro con una caja y el pregonero de la justicia,
quien, dirigiéndose en alta voz a la concurrencia, pregonó:
—El muy alto, magnífico y poderoso rey don Pedro manda que la
cabeza del matador de don Guzmán, hijo del conde de Niebla, sea colocada
en la pared de la casa frente a la que se cometió el homicidio, pero como se
trata de persona muy alta y principal y el conocimiento de la misma sería
causa de turbulencias en la ciudad ordena el rey que la cabeza se coloque
dentro de este cajón sin que nadie se atreva a abrirlo bajo pena de muerte. Y
para major protección ordena, que se coloquen fuertes rejas de hierro para
que nadie se atreva a robarlo.
Dicho esto, los ejecutores de la justicia colocaron el cajón y la reja, y
todo el mundo quedó intrigado sin saber qué pensar ni decir.
Pasó el tiempo, Enrique de Trastámara asesinó a don Pedro en el Campo
de Montiel y ocupó el trono. Don Tello de Guzmán fue nombrado
gobernador de Sevilla, y una de las primeras cosas que hizo fue mandar
quitar la reja del matador de su hijo para conocer quién había sido. Con
gran sorpresa vieron que correspondía a una estatua del rey don Pedro, que
éste había mandado decapitar. A pesar de su odio y su rencor, respetuoso
don Tello con la realeza, no quiso tocar la cabeza de don Pedro de donde
estaba y, según la tradición, allí continúa todavía. En Sevilla, en recuerdo de
esta leyenda o de esta historia, una calle se llama del Candilejo y la otra
calle de la Cabeza del rey don Pedro.

EL ZAPATERO Y EL REY. Otra leyenda relacionada con la estancia


del rey don Pedro en Sevilla es la que se refiere relativa a un arcediano y al
hijo de un zapatero.
Un arcediano de la catedral de Sevilla, hombre iracundo por demás,
tuvo cierto día una discusión con un zapatero en el curso de la cual el
eclesiástico, lleno de furor, sacando un puñal, le atravesó el corazón de
parte a parte.
Amparándose en su poder y autoridad, el cabildo de la catedral
hispalense se reunió y acordó sentenciar al arcediano con la prohibición de
decir misa durante un año.
Al hijo del zapatero le pareció demasiado benigna la sentencia y,
decidido a obtener justicia, se la pidió al rey. Éste le preguntó:
—Y el arcediano, ¿no ha sido castigado?
—Sí, señor; le han condenado a no decir misa durante un año.
—Y tú, ¿te crees capaz de matar al arcediano?
—Sí, señor, en cuanto pueda.
—Pues hazlo.
Pocos días después se celebraba una procesión que se interrumpió
cuando el zapatero se abalanzó sobre el arcediano, al que dejó seco de una
puñalada. Se arremolinaron los circustantes, que sujetaron al asesino, y se
disponían a llevarlo a la cárcel cuando el rey, que asistía a la procesión, los
interrumpió ordenando que llevasen al matador ante su presencia.
—¿Por qué has matado al arcediano?
—Porque él mató a mi padre de una puñalada y he querido pagarle en la
misma moneda.
El rey se dirigió a los eclesiásticos y les preguntó:
—¿Cómo no fue castigado el arcediano por este crimen?
—Sí, señor; lo fue: fue condenado a no decir misa durante un año.
Y entonces el rey se dirigió al zapatero y le dijo:
—Anda, vete: yo te condeno a no hacer zapatos durante un año.
Y esta fue la justicia del rey don Pedro.
Quien quiera saber historias de este tipo, lea el libro Tradiciones y
leyendas sevillanas, de José María de Mena —editado por Plaza y Janés—
quien, con más galana pluma que la mía, narra noventa historias tan
interesantes como las que aquí quedan narradas.
DON RODRIGO CALDERÓN, SU
EJECUCIÓN Y MUERTE

Como se comprenderá, después del tormento que le habían dado, don


Rodrigo Calderón tuvo que quedarse más de un mes en cama entre ayes y
gemidos. Había sufrido con resignación el bárbaro suplicio que le habían
aplicado.
En un principio parece que se le sentenciaba a una leve pena, pero las
insidias del duque de Uceda hicieron que se revisase este proceso y en el
segundo que se le incoó se le condenó a muerte. La sentencia finaliza con
las siguientes palabras:
«… damos las dichas acusaciones por bien probadas; y por las culpas
que de ellas resultan contra el dicho don Rodrigo Calderón, le debemos
condenar y condenamos, a que de la prisión donde está sea sacado sobre
una mula ensillada, a la que preceda un pregonero que publique a voz en
grito sus pecados, y sea llevado por las calles públicas y acostumbradas de
esta villa, donde para el efecto esté levantado un cadalso y en él sea
degollado por la garganta hasta que muera; y más, le condenamos a perder
la mitad de sus bienes, que aplicamos a la Real Hacienda; y por esta nuestra
sentencia, definitivamente juzgada, así lo pronunciamos y mandamos».
Don Rodrigo Calderón, a quien se le leyó la sentencia, la escuchó con
gran serenidad y, dirigiéndose al crucifijo, exclamó:
—¡Bendito seáis, mi Dios! ¡Cúmplase vuestra voluntad!
Recurrió la sentencia, pero el recurso no fue aceptado y recibió esta
noticia con el mismo valor y serenidad con que había recibido la sentencia.
Se le proporcionó una cama, pero él prefirió dormir en un colchón sobre el
suelo y de la comida que le servían probaba sólo algo y mandaba que lo
demás lo diesen a los pobres. Hacía grandísimas penitencias leyendo libros
piadosos, especialmente de santa Teresa de Jesús, a la que profesaba gran
devoción, y la vida del santo del día. Muchas noches las pasaba de rodillas
pidiendo perdón a Dios de sus pecados y aumentó las asperezas de su
penitencia colocándose un áspero cilicio.
El 19 de octubre de 1621 fray Pedro de la Concepción le indicó que
comulgase al día siguiente, pues se le ejecutaría por la mañana del 21. El
buen religioso le habló de la miseria de la vida humana, que dejaría pronto
para gozar de la vida celestial y eterna, a lo que don Rodrigo replicó:
—Padre, no una, sino mil vidas daría por la vida y salvación de mis
enemigos.
Reprochóle el sacerdote de que en tal trance hablase de enemigos, a lo
que don Rodrigo contestó que reconocía que había dicho mal puesto que en
vísperas de la muerte no podía considerar a los demás hombres más que
como hermanos y repitió muchas veces:
—Señor, hágase vuestra voluntad.
El rey le otorgó dos mil ducados para que los testase en beneficio de su
alma, y así lo dispuso el reo mandando también que se le enterrase
pobremente en una iglesia de carmelitas descalzos.
El día 20 de octubre, a las dos de la tarde, se empezó a construir el
cadalso en la plaza mayor de la Villa y Corte, debiendo estar terminado a
las dos de la mañana. No se dijo a nadie para quién se levantaba, y así llegó
la noche del día 20, en la que don Rodrigo pidió recado de escribir para
dirigir una carta a su padre:

«Padre y señor de mi alma:


»No discurro que la triste noticia que por ésta os doy a V.S. le asustará,
según lo que le tengo comunicado en mis antecedentes. Triunfó la
emulación, pero con tan siniestro designio que, habiendo sido su fin el
perderme, pues me han asegurado lo principal, que es mi salvación, según
la confianza que tengo en la divina misericordia. En la revista se me ha
confirmado la sentencia de muerte que padeceré mañana, tan gustoso que
deseo por instantes llegue el de entregar la garganta al cuchillo, y derramar
mi sangre por la voluntad de mi Señor Jesucristo en decuento de mis
pecados, pues el mismo Señor por mí derramó tan libremente la suya, y por
también así place a la recta justicia del rey mi señor.
»Mucho me dilato y el tiempo es corto para lo que tengo que suplicar a
V.S. Lo primero es que este quebranto lo sacrifique y ofrezca V.S. a Dios
para que me sirva de gloria, o alivio de él en el purgatorio; que me
encomiende V.S. a Dios y me eche, luego que lea ésta, su santa bendición, y
reciba en su benigna protección a su hija y a sus nietos, mi mujer e hijos,
amadas prendas de mi corazón, pues ya no les queda otro padre; que todo lo
confío así de su paternal amor; y ya que en este lance me veo sin el
consuelo de V.S., bien podré decir:
Pater meus ut quid dereliquisti me? El mismo Señor que dijo estas
palabras en el árbol de la Cruz, me conceda ver a V.S. en la gloria, y en esta
vida (ya que la mía es tan corta) me guarde a V.S. muchos años, en suma
gracia y le libre de émulos, para amparo de sus nietos… y ¡adiós! ¡Adiós,
padre mío!
»Madrid y octubre, 20 de 1621.
»Rodrigo».

Llegó el día de la ejecución. La plaza mayor se había llenado de gente,


pues había corrido ya por Madrid la calidad del reo. Éste había pedido ya el
vestido con el que iba a ser ejecutado. Con gran serenidad cortó el cuello
del mismo para facilitar el trabajo del verdugo. Sobre el vestido puso su
capa del hábito de Santiago. Los que le rodeaban lloraban y tuvo que
consolarlos don Rodrigo:
—Señores, no es tiempo ahora de llorar, pues voy a ver a Dios
cumpliendo su santísima voluntad.
En la puerta de su prisión aguardaban cien ministros de Corte y los
diversos componentes de las diversas cofradías de ajusticiados. Bajó el reo
y con gran desembarazo montó en la mula que le había sido asignada,
teniéndole un pie el verdugo, mientras él ponía el otro en el estribo. Se le
ató y don Rodrigo le dijo:
—No me ates. ¿Crees que voy a escapar? Ya sé que voy a morir.
—Sosiéguese vuestra excelencia; es una orden que me han dado.
—Si es así, ata fuerte, amigo mío.
Eran las once de la mañana. El cortejo apenas podía avanzar por la
muchedumbre que invadía el trayecto. El pueblo le gritaba:
—¡Que Dios se apiade de ti!
—¡Que Dios te perdone!
—¡Que Dios te dé valor!
Él, sin mirar a nadie, iba respondiendo:
—Amén, amén.
Su impavidez era tal que en un momento dado dijo a su confesor:
—Padre, ¿y no será pecado este no temer a la muerte? Frente a su casa,
don Rodrigo hubo de escuchar la lectura del pregón:
—Ésta es la justicia que manda hacer el rey, nuestro señor, en este
hombre, porque hizo matar a otro alevosamente, por la culpa que tuvo en
otro asesinato, y por las demás que fue juzgado.
»Y el rey, nuestro señor, le manda degollar. Quien tal hizo, que tal
pague.
Por tres veces se repitió el pregón y cada vez el reo repetía:
—Bendita sea la voluntad de Dios. —Y dirigiéndose al confesor le dijo
—: Padre mío, esto no es ya ir afrentado, esto no es ir siguiendo a mi señor
Jesucristo, pues a él le iban blasfemando y escupiendo, y a mí me
encomiendan a Dios.
Al llegar al cadalso, sin dejar el crucifijo que llevaba en la mano, subió
con agilidad la escalera que a él conducía, pero al ver que el cadalso no
llevaba paños de luto, como era costumbre hacerlo cuando se ejecutaba
algún noble, preguntó si querían degollarle por detrás, como a un traidor.
Pero le respondieron que el estar el cadalso sin ornamentos de luto era cosa
corriente y que no era conveniente que cayese en aquel momento en el
orgullo de la nobleza. Sentose el reo en la silla sobre la que le iban a
degollar y dijo el verdugo:
—Perdone vuestra excelencia, pero bien se sabe que soy hombre
mandado.
—Que Dios te perdone, como ruego que me perdone a mí. El confesor
le dijo que estuviese animoso y valiente, pues había llegado al último
momento de la batalla de la vida.
—Nunca he estado más contento ni más animoso. El verdugo le ató los
pies.
—¿Qué haces, amigo mío?
—Es la costumbre, excelencia.
—Pues cumple tu oficio.
Ya todo presto, el condenado dijo «Jesús» por tres veces y el verdugo
cumplió con su tarea.
Se alzó un gran clamor. Todo el pueblo, que días antes había
despotricado contra el ministro, se puso, veleta al fin, al lado del hombre. Si
es verdad que un buen morir honra toda una vida, no hay duda que la
muerte de don Rodrigo Calderón, marqués de Sieteiglesias y conde de
Oliva, borró por su entereza y dignidad todo lo malo que en la vida hubiera
hecho.
De esta muerte surgió la frase «Tener más orgullo que don Rodrigo en la
horca», aunque, como queda dicho, no fue ahorcado sino degollado.
La ejecución de don Rodrigo Calderón pasó a la poesía popular de los
romances de ciego. Todos sin excepción en alabanza del, en otro tiempo,
odiado poderoso. Sólo un epigrama destacó por su ironía:
Aquí yace Calderón. Caminante, el paso ten, que en robar y morir bien
se parece al buen ladrón.
EPIGRAMAS (III)

Un hombre yo he conocido
que con vista nada ve.
—¿Es verdad?
—Sí.
—Pues ya sé,
el tal hombre es un marido.

Otro toque al tema sempiterno. Menos mal que este asunto de maridos
engañados, mujeres adúlteras y cuernos respectivos está fijándose en sus
límites adecuados —véanse las páginas 197 ss. de la primera serie de estas
Historias—. Del mismo estilo, aunque indirecto es el epigrama siguiente:

A Ramón pregunté ayer:


—¿Tienes hijos? Y él me dijo:
—Pregúntalo a mi mujer,
que lo sabe más de fijo.

Tomás de Iriarte pintó en un soneto la vida diaria de un petimetre del


siglo XVIII. Digamos de paso que la palabra «petimetre», que nos parece tan
castiza, es un galicismo en su origen. Deriva de «petit maitre»,
sobrenombre con que eran conocidos desde 1617 y hasta el siglo XIX los
jóvenes elegantes de ademanes amanerados y pretenciosos.

Levántome a las mil, como quien soy:


Me lavo. Que me vengan a afeitar,
traigan el chocolate, y a peinar.
Un libro… Ya leí… Basta por hoy.
Si me buscan, que digan que no estoy…
Polvos… Venga el vestido verdemar…
¿Si estará ya la misa en el altar?
¿Han puesto la berlina?… Pues me voy.
Hice ya tres visitas; a comer…
Traigan barajas: ya jugué. Perdí…
Pongan el tiro. Al campo y a correr…
Ya doña Eulalia esperará por mí…
Dio la una. A cenar y a recoger,
¿Y es éste un racional?… Dicen que si.

Y ahora uno «pícaro», y lo pongo entre comillas porque esta picardía


está muy descafeinada.

Entró de doncella en casa


de una marquesa elegante,
cediendo a su suerte escasa,
la hija de un pobre cesante,
la preciosa Nicolasa.
—Sufre el rigor de tu estrella
—su madre le repetía.
Pero contestaba ella:
—No sufro más, madre mía.
Yo no quiero ser doncella.

Hoy en día, una doncella —del servicio doméstico— está muy bien
pagada y dejar de ser doncella —en el otro sentido— es fácil y corriente.
Las opiniones sobre ello son libres. He aquí otro epigrama pícaro. Tanto
éste como el anterior son anónimos.

De valiente Inés blasona


y exclama: —Creer no puedo
que haya en el mundo persona
que logre meterme miedo.
Y Juan, que es un buen amigo,
la contestó muy discreto:
—Si a solas quedas conmigo,
¿qué va a que yo te lo meto?

Y éste sí que hoy es difícil de aplicar:

—¿Ves esa niña con tanto rizo,


color purpúreo, gran cabellera,
pecho turgente y alta cadera?
Pues mira, Fabio, todo es postizo.

Ya sé que hay pechos postizos y otras desilusiones, pero con los bikinis,
los monokinis y los sinkinis, usar de estos aditamentos es cada vez más
difícil. Por otro lado, siempre me he preguntado cómo lo hacen las
jovencitas para cambiar de anatomía de acuerdo con la moda. Cuando
apareció en el firmamento cinematográfico una bestezuela erótica como fue
Brigitte Bardot, salieron como por encanto pechos desarrollados, hociquitos
tentadores y delgadas piernas; pasó la moda y desaparecieron los
volúmenes como por ensalmo. Surgieron las grandes «estrellas de la Vía
Láctea» como Sofía Loren, Gina Lollobrigida o Silvana Pampanini y
volvieron las curvas a aparecer. No lo entiendo.

—Ha dado en decir la gente


que con la bella Leonor
casa vuestro hijo menor. ¿Es verdad?
—Es evidente.
—Pues le falta todavía
algún juicio. —¡Voto a tal!
Si le tuviera cabal,
¿pensáis que se casaría?
Las críticas al matrimonio son constantes. Se dice que el patrimonio es
el conjunto de bienes y el matrimonio es el conjunto de males, que el
matrimonio es una cadena tan pesada que se necesitan dos para llevarla… y
a veces tres, añadió Alejandro Dumas, según creo.
Y el reconocimiento que se debe al mérito y que se ve postergado por el
dinero también es fuente de críticas. He aquí la de J. M. Lasarte:

Perico, de estudiar
diez años, nada ha sacado.
Roque es todo un hacendado,
aunque apenas sabe hablar.
Y el mundo, sobrado necio,
dispone en muy breve espacio:
para Roque un gran palacio,
para Pedro un gran desprecio.

Ya se sabe que un rico tonto es un rico y un pobre tonto es un tonto.


Y ya que hemos hablado de A. Dumas, hijo, he aquí un epigrama
anónimo basado en la famosa respuesta suya:

Tiempo es que tomes mujer


—dice su padre a Ventura—.
No hay para tu travesura
otro remedio, a mi ver.
—El remedio bueno está
—responde Ventura al punto—.
Pero decidme, os pregunto:
¿la de quién tomo, papá?

Y he aquí unos versos de Serafín Pitarra:

Al irse a casar Andrés,


gente que siempre murmura
dio en decir que su futura
tuvo enredillos con tres.
A su suegra lo explicó,
y ella dijo: —No le aflija;
le aseguro a usted que mi hija
es tan pura como yo.

¿No les recuerda nada esta comparación? Mi amigo segoviano Valentín


Frutos, que se sabe el Quijote de memoria, les recitaría aquella frase del
mismo en que se habla de aquellas mujeres que pasaban por mil aventuras,
«quedando tan doncellas como la madre que las había parido».[2]
En cambio, el epigrama que sigue está lleno de realismo:

—¡Padre!, con sus pesadeces.


No obstante, mis altiveces,
me persigue; me sonsaca,
y, como la carne es flaca…
—Vaya. Bueno. ¿Cuántas veces?

A este respecto recuerdo la respuesta que un sacerdote dio a una señora


que le preguntaba:
—¿Debe de ser muy interesante el oficio de confesor? —No crea,
señora; son siempre las mismas disculpas y las mismas vanaglorias.

Y he aquí otro epigrama de la serie de los cornudos que me sale en el


fichero:

—Vayan —dijo Pondo— al mar,


los cornudos sin más ver.
Y respondió su mujer:
—Marido, ¿sabes nadar?

Dios quiera que el epigrama que sigue no se aplique a este libro:


—Desprecio la sociedad
que me silba mientras vivo;
porque, señores, yo escribo
para la posteridad.
Y a fe no comete error
don Carmelo al decir esto;
pues sus obras pasan presto
a la parte «posterior».

De J. de Iriarte es el que sigue:

Es Amor un sustantivo,
en cuya declinación
sólo hay dos casos que son:
el Genitivo y Dativo.

Lo del genitivo, ahora, con los anticonceptivos es más problemático;


pero el dativo es necesario. Amar es dar y no poseer. Con lo cual está dicho
que no creo en los versos siguientes:

Un profesor distinguido
le preguntó a un escolar:
—Diga: ¿qué tiempo es «Amar»?
—«Amar» es tiempo perdido.

Creo que el tiempo perdido es aquel que se ha pasado sin amar.


ANECDOTARIO (VI)

Con ocasión de las reformas introducidas en uno de los más populares cafés
madrileños —esto sucedía cuando había cafés—, el dueño del mismo hizo
adornar las paredes con grandes pinturas de no muy buena factura, pero que
correspondían a su gusto. Uno de los habituales clientes entró el día antes
de la inauguración en el local en el que todavía se veían obreros.
—¿Qué le parece?
—Bien, bien. Pero le diré: este fresco no me gusta mucho…, este
fresco…
—No se apure usted —replicó el dueño—. ¿No ve que habrá una buena
calefacción?

Rossini, el célebre autor de El barbero de Sevilla y de tantas óperas


más, sufría el acoso de cierto joven con pretensiones de músico que
continuamente le molestaba pidiéndole que corrigiera sus partituras, que,
dicho sea de paso, eran malísimas. Un día Rossini fue nombrado presidente
de un jurado que había de otorgar un premio a la mejor obra o a quien más
hubiera hecho en favor del arte musical.
El compositor (?) que perseguía al maestro se le presentó, desolado:
—¡Oh, maestro! Estoy desesperado. Debajo de mi casa se ha instalado
un café con orquesta que se pasa toda la noche tocando música de baile y no
me deja escribir ni una nota. ¡Figúrese, maestro: yo que pensaba
presentarme al concurso!
—Y ¿dice usted que por culpa de la orquesta no puede escribir música?
—Ya le digo, ni una nota.
—Entonces ya sé a quién debemos dar el premio: a la orquesta del café
de su casa.

No creo que existan libros malos, lo que hay son malos lectores.
Según frase de Girardin, el periodismo conduce a todo a condición de
salirse de él. Delcassé, el gran político francés, había sido periodista, cosa
que recordaba a menudo cuando, siendo ministro, los informadores le
interviuaban. Ello hacía que algunas veces se excediesen en su celo
haciéndole preguntas impertinentes sobre graves problemas del Estado.
Delcassé decía entonces:
—No contesto a lo que se me pregunta; ahora que soy diplomático, ya
no soy periodista; pero les recuerdo que cuando era periodista ya era
diplomático.
Que aprendan los aprendices de periodistas que con demasiada
frecuencia confunden la audacia con la impertinencia.

La anécdota que sigue la he visto atribuida a varios personajes célebres;


que cada lector ponga como protagonista a quien mejor le agrade.
Cierto personaje fue a comer cierto día a un restaurante en el que el
precio del yantar no correspondía, ni con mucho, a la calidad de la comida y
del servicio. Al recibir la exorbitante cuenta pidió hablar con el director:
—Usted no sabe quién soy yo, ¿verdad?
—No tengo el gusto, señor.
—Pues soy colega de usted. Vea la cuenta y…
—¡Ah, si es así, le haré el cincuenta por ciento de descuento!
—Gracias.
Pagó y se dispuso a irse.
—Perdone, pero no me ha dicho el restaurante que tiene.
—¡Pero si yo no tengo ningún restaurante!
—Pero ¿no ha dicho que era usted colega mío?
El protagonista de la historia se acercó al oído del propietario y le dijo
confidencialmente:
—Es que yo también soy ladrón.
Al regreso de las tropas de Napoleón de una campaña en Egipto, el
general Augereau visitó a su amigo militar Larrey y le preguntó, entre otras
cosas, si había traído algún recuerdo del país de los faraones.
—Sí, he traído una momia.
—Enséñamela.
Así lo hizo Larrey y Augereau la miró, la tocó y exclamó:
—¡Pero si esta momia está muerta!
Ello me recuerda una anécdota que me explicó mi amigo el académico
Martín de Riquer: uno de sus alumnos escribió en un examen: «Los
habitantes del antiguo Egipto se llamaban momias».

Cuando decimos: «De este hombre sí que no se puede decir nada…», es


que no podemos decir nada malo de él.

Luis XII de Francia supo que un gentilhombre de su corte había


maltratado a un labrador y en castigo mandó que sólo le dieran carne y
vino.
Se quejó el gentilhombre al rey, quien le preguntó:
—¿No te basta lo que te sirven en la mesa?
—No, señor; me falta el pan, que es alimento necesario.
—¿Pan? Lo siento, pero no te lo puedo dar porque te lo proporcionaba
el labrador a quien maltrataste. Si tan necesario te era, debías haber sido
más considerado con el que te lo pone en la mano.

Don Serafín Baroja era hombre desaliñado en el vestir y un día salió de


paseo por los alrededores de Pamplona. Una pareja de la Guardia Civil le
tomó por un vagabundo.
—¿Adónde va usted?
—Pues me paseo.
—¡La documentación!
—No la llevo.
—Pues entonces… eche usted p'alante.
Don Serafín, sin replicar, volvió a Pamplona custodiado por la pareja.
Al entrar en la ciudad se tropezó con el coronel de la Benemérita que era
amigo suyo y con el juez de instrucción.
—Pero ¿dónde va usted así, don Serafín? ¿Qué pasa?
—No lo sé. Estos señores me encontraron, me dijeron que echara
p'alante y aquí estoy.
La cosa, ni qué decir tiene, terminó bien.

En los primeros tiempos de la entrada de Italia en la primera llamada


guerra europea y luego primera guerra mundial, el generalísimo de las
tropas italianas era el general Cadorna. Era hombre, como muchos italianos,
dado a la lírica que redactaba partes en los que se decía:
«La nieve en las altas cimas y la niebla en los húmedos valles dificultan
nuestras operaciones».
Antes del desastre de Caporetto los partes eran, como es natural,
optimistas y triunfalistas, tanto que muchos italianos imponían a sus
vástagos recién nacidos el nombre de «Firmato». ¿Por qué? Porque los
partes terminaban indefectiblemente «Firmato Cadorna» (Firmado
Cadorna).
Y las gentes sencillas creían que el general se llamaba Firmato de
nombre de pila.

Hay sentimientos tan secretos que sólo pueden expresarse con el


silencio.
LOS NAIPES

No se sabe exactamente cuál es el origen de los naipes. En un principio se


creyó que eran de origen oriental, después cada nación ha querido tener el
orgullo, si de ello se puede sacar orgullo, de haber sido la cuna de esta
invención. En Francia se dice que se inventaron en el año 1391 para
diversión del rey Carlos VI, de resultas de hallarse atacado de una fatal
melancolía, pero se dice también que en Italia eran conocidos hacia 1299, al
tiempo que se popularizó el grabado en madera. Según esta teoría, también
pudiera ser que los griegos fugitivos de Constantinopla diesen a conocer los
naipes en Venecia y en Florencia, pero ello sería a tenor de los muchos
disturbios que hubo en esa ciudad o bien que los diesen a conocer cuando se
intentó en Roma buscar la unión entre las Iglesias ortodoxa oriental y la
católica occidental.
En España se ha sostenido que habían sido inventados en 1330 por un
tal Nicolás Pepín o Papin, pero resulta que por esta época, o poco después,
se cita en Italia los naibi como cosa corriente y ordinaria y en algunos
estatutos de comunidades religiosas se ve ya prohibido el uso de los naipes
o cartas de juego bajo el nombre de paginae.
En su origen, las cartas estaban solamente divididas en dos secciones,
una negra y otra encarnada, pero luego se hicieron multitud de
combinaciones, aunque desde el comienzo se emplearon las figuras. Se
puede decir que los naipes se desarrollaron con la invención de la xilografía
o grabado en madera, que permitió el abaratamiento de los naipes. A los
impresores de estos juegos se los llamó grabadores de formas, y a los
encargados de iluminar las cartas negras se los llamaba pintores de cartas.
Se ha dicho que junto con la Biblia Pauperum y otras obras por el estilo, los
naipes están en los orígenes de la invención de la imprenta.
Al parecer, la primera indicación que se halla de los naipes o cartas de
jugar impresas es un decreto expedido por el Senado de Venecia en 1441,
en el cual se dice que, habiendo decaído mucho la fabricación de las cartas
y de las figuras impresas con motivo del gran número de las que se
introducían de fuera, se prohíbe el uso de los naipes que no estuviesen
impresos en la ciudad del Adriático. De ello se deduce que la invención
debía de tener ya cierta edad por cuanto se había popularizado.
De todos modos, en España se conoció desde tiempos anteriores, lo que
ha hecho suponer a algunos historiadores que probablemente fueron los
musulmanes quienes introdujeron su uso en la península, lo que no sería de
extrañar si, efectivamente, los naipes tuviesen un origen oriental y que,
como tantas cosas, pasasen al Occidente europeo a través de Córdoba y
Sevilla. En los estatutos de la Orden de caballería de la Banda, fundada en
1331 por don Alfonso XI de Castilla, se prohíbe a los caballeros de ella
jugar a los naipes, y Juan I, también de Castilla, prohibió también el juego
de naipes y dados en el año 1387.
Covarrubias es partidario de creer que los naipes fueron inventados en
España por el ya citado Nicolás Papin y que la palabra «naipe» se forjó de
las dos letras n y p iniciales del nombre y apellido de su inventor.
En una obra del siglo pasado se dice que entre los jugadores de
Andalucía corría una especie de tradición que suponía que los naipes fueron
inventados por un tal Vilhan, acerca del cual andaban tres opiniones. Unos
decían que era francés, porque los primeros naipes vinieron de Francia a
España; otros que era flamenco, fundados acaso en que las damas de
aquella provincia inventaron el juego de los cientos; y otros, que era natural
de Madrid, y también lo hicieron barcelonés algunos; y con este motivo
contaban la vida y hechos de este supuesto padre e inventor de los naipes
según las apócrifas memorias de los tahúres.
Todo esto está muy bien. Pero ¿qué dicen los autores modernos? El
benemérito Corominas, en su monumental e insustituible Diccionario
crítico etimológico de la lengua castellana, dedica más de cuatro páginas a
analizar el origen de la palabra naipes y al propio tiempo es una mina de
conocimientos sobre el tema.
Según él, las citadas prohibiciones de las ordenanzas de la Orden de la
Banda no es justa por cuanto cree que la palabra «naipes» está interpolada
en una copia posterior. También duda del origen árabe de los naipes, por
cuanto muchos de los nombres con que en países musulmanes se conocen
las cartas son de origen romance; así, por ejemplo, los nombres turcos oria,
«oros», kupa «copas» y spadi «espadas». Subraya también el autor que la
ausencia de toda alusión a los naipes en Las mil y una noches se ha
considerado prueba de que por entonces no estaban en uso en el mundo
árabe de los siglos XIV y XV, aunque igual conclusión se ha sacado del
silencio de Dante y Boccaccio referente al mundo latino de principios del
siglo XIV. Cita también Corominas un inventario del duque de Orleans de
1408 que menciona naipes sarracenos junto a los lombardos, y Jaume Thos,
notario catalán, cita en 1460 «jochs de nayp plans» (catalanes), opuestos a
«altres jochs moreschs». Pero en realidad esto sólo prueba que en el siglo
XV (no en el XIV) el juego de naipes estaba arraigado en la Morería como en
la Romania; y teniendo en cuenta el hábito romance de achacar a los moros
todo lo que es antiguo e inexplicable, nada de esto constituiría, en caso
alguno, prueba concluyente ni permitiría de ninguna manera suplir el
silencio de las fuentes musulmanas, mucho más autorizadas en semejante
controversia. Una autoridad arabista como la de Engelmann estaba
convencida del origen europeo de los naipes y Dozy, todavía más sabio en
esos temas, se adhiere tácitamente a su opinión al refundir su glosario. En
realidad seguimos a oscuras.
Si eso lo dice Corominas, ¿qué voy a decir yo?
Se dice que hay tres modos de arruinarse: las mujeres, el juego y los
negocios. El primero es el más agradable; el segundo, el más rápido, y el
tercero, el más seguro. Ustedes escojan.
BRILLAT-SAVARIN (II)

Es curioso comprobar cómo Brillat-Savarin, que a lo largo de su libro


Fisiología del gusto, da pruebas de refinamiento excepcional: en cuanto
refiere anécdotas se lanza por el camino del relatar tragonías y papuzadas
de grueso calibre. He aquí una de ellas:
«Estaba yo en Versalles el año 1789, como comisario del Directorio, y
tenía frecuentes comunicaciones con el señor Laperte, escribano del
tribunal provincial, apasionadísimo por las ostras y que se quejaba de que
nunca había comido cantidad suficiente para saciarse.
»Resolví darle este gusto, y al efecto le invité a comer en mi casa para
el día siguiente.
»No faltó. Acompañole hasta la tercera docena y después le dejé
comerlas solo; continuó hasta consumir treinta y seis docenas; esto es,
durante más de una hora, porque el abridor no era muy listo.
»Sin embargo, yo permanecía inactivo, estado verdaderamente penoso
en la mesa y, deteniendo a mi convidado, que seguía siempre con grandes
ánimos, le dije:
»—Querido, hoy no es el día destinado para que usted tome la cantidad
suficiente que le satisfaga. Vamos a comer.
»Comimos, en efecto, y demostró tanto vigor y firmeza como hombre
en ayunas».
¡Ahí es nada! ¿Han calculado cuántas ostras se comió el señor Laperte?
Pues 432. Soy muy aficionado a las ostras, y he llegado a un máximo de 84,
y dicho sea en confianza, me pareció que cometía una barrabasada.
Las ostras y el pescado son analizados profundamente por Brillat-
Savarin:
«Objeto de indagación en gastronomía analítica ha sido el examen de
los efectos sobre la economía animal, del régimen ictiófago, y unánimes
observaciones han demostrado que obra fuertemente sobre los órganos
genitales, y que en ambos sexos exalta el instinto de la reproducción.
»Conocidos tales efectos, se descubrieron primero dos causas
inmediatas que estaban al alcance de todo el mundo. A saber: primera,
diversas recetas para preparar pescados, cuyos condimentos son
evidentemente irritantes, tales como el caviar, los arenques curados, el atún
escabechado, el bacalao, el pejepalo y otros análogos; segunda, los
diferentes jugos de que está empapado el pescado, que son eminentemente
inflamables y que se oxidan y se enrancian por la digestión.
»Cierto análisis más profundo ha descubierto una tercera causa todavía
más activa. A saber: la presencia del fósforo que se encuentra
completamente formado en las lechecillas de los pescados y que no tarda en
descomponerse.
»Sin duda alguna ignoraban estas verdades físicas los legisladores
eclesiásticos, que prescribieron la dieta cuadragesimal para diversas
comunidades de frailes, como los cartujos, los recoletos, los trapenses y los
carmelitas descalzos reformados por santa Teresa; porque no se puede
suponer que su objeto fuera hacer todavía más difícil la observancia del
voto de castidad, tan opuesto en sí a los principios sociales».
Como buen gourmet y buen solterón, estaba preocupado por los
manjares que podían ser afrodisíacos y quiso hacer la prueba de si las
trufas, que son llamadas también turmas de tierra, producían los efectos
esperados que se les atribuían. He aquí cómo cuenta sus experiencias:
«Primero me dirigí a las señoras, porque tienen golpe de vista
penetrante y tacto delicado; mas percibíme pronto que debí haber empezado
esta indagación cuarenta años ha, porque sólo recibí contestaciones irónicas
o evasivas, únicamente una me habló sin malicia, y pondré aquí sus
palabras. Es mujer de talento sin pretensiones, virtudes sin ridiculeces, que
ya no considera el amor más que como recuerdo agradable.
»Ha de saber usted —me dijo— que en la época cuando todavía se
cenaba, cierto día estaban a mi mesa mi marido y un amigo suyo. Verseuil
(así se llamaba el amigo) era un muchacho guapo que no carecía de talento
y que me visitaba a menudo; pero jamás pronunció palabra alguna por la
que pudiese calificarse de amante mío, y si me hacía la corte, era tan
encubiertamente que sólo una tonta podría enfadarse. En aquel día pareció
destinado a acompañarme lo que estaba de hora de tertulia, porque mi
marido iba a una cita sobre negocios, y nos dejaba pronto. Nuestra cena, no
muy grande por cierto, tenía por base, sin embargo, un ave trufada. Procedía
del subdelegado de Périgueux, y entonces era un regalo cuya perfección se
da a entender recordando su origen. Sobre todo, las trufas eran deliciosas, y
ya sabe usted que me gustan mucho; pero me contuve, y tampoco bebí más
que una copa de champaña. Yo tenía un presentimiento vago de que aquella
noche debía sobrevenir algún acontecimiento. En breve se fue mi marido,
dejándome sola con Verseuil, puesto que no le daba mi esposo la más leve
importancia. Giró la conversación, primero, sobre asuntos indiferentes, pero
no tardó mucho en tomar un sesgo íntimo e interesante. Verseuil estuvo
sucesivamente lisonjero, expansivo, afectuoso, cariñoso y, viendo que yo
tomaba a broma tantas cosas bonitas, se mostró tan insistente, que no pude
equivocarme acerca del objeto de sus pretensiones. Desperté entonces como
de un sueño y me defendí desahogadamente, porque mi corazón no se
interesaba por él. Persistía con un movimiento que pudo llegar a ser
completamente ofensivo. Me costó mucho trabajo apaciguarle, y con
vergüenza confieso que sólo pude conseguirlo valiéndome de artificio para
que creyese que no debía perder la esperanza. Al fin se fue y me acosté para
dormir tranquilamente. Pero el siguiente fue el día del juicio y examiné mi
conducta de la víspera, que encontré reprensible. Debí haber interrumpido a
Verseuil desde las primeras palabras y no oír una conversación que nada
bueno presagiaba. Debió mi orgullo haberse despertado antes, revestirse de
severidad mi mirada; debí haber tirado de la campanilla, gritar,
incomodarme y por último debí haber practicado todo lo que no ejecuté.
Pero ¿qué quiere usted que le diga, amigo mío? Toda la culpa la echo a las
trufas, y estoy realmente persuadida que me dieron predisposiciones
peligrosas. Si no renuncio a ellas por completo (que hubiera sido demasiada
severidad), al menos nunca las como sin que el placer que recibo no vaya
acompañado de cierta desconfianza».
El buen Brillat-Savarin continúa buscando la fuente de los placeres en la
comida no sólo por ella en sí misma, sino también por los resultados que le
puede proporcionar en el campo galante; así preconiza el uso del chocolate
con ámbar. Se refiere naturalmente al ámbar gris y no al amarillo. Este
último es una resina fósil que se encuentra en los países nórdicos; el
primero, en cambio, es un producto que se encuentra frecuentemente en
Madagascar o Java y que es expulsado por el cachalote al mismo tiempo
que la materia fecal. En un kilo de chocolate se mezclan 25 g de ámbar y,
según Brillat, los resultados son espectaculares. Dice que lo ha
experimentado y que se enorgullece de dar el resultado a sus lectores y
añade: «He sabido que el mariscal Richelieu, de gloriosa memoria, mascaba
habitualmente pastillas de ámbar».
Cuando se sabe que el mariscal duque de Richelieu blasonaba, a sus
setenta años, de su potencia amorosa, puede creerse tal vez en el resultado
de las pastillas, pero no se debe olvidar que el mismo mariscal, a los
ochenta y tantos años, se casó con una joven muchacha y su hijo le
preguntó:
—Padre, ¿cómo vais a salir de esto?
—No es precisamente el salir lo que me preocupa.
Afirma nuestro autor que «el agua es la única bebida que apaga la sed y
por este motivo sólo puede beberse en cantidades muy pequeñas. La mayor
parte de los otros líquidos que toma el hombre no son más que paliativos, y
si éste se contentase únicamente con agua nunca hubiera podido decirse que
uno de los privilegios humanos era beber sin tener sed». De ello dio buena
muestra a lo largo de su vida nuestro espejo de gastrónomos, cuyo libro
Fisiología del gusto o meditaciones de gastronomía trascendente abrió el
camino a todos los escritores que, desde entonces hasta hoy y hoy son
muchos, escriben sobre temas gastronómicos. Rindo homenaje entre otros
muchos a mis buenos amigos Néstor Luján, Juan Perucho y Manuel
Vázquez Montalbán.
Las citas del libro de Brillat-Savarin están tomadas de la traducción del
conde de Rodalquilar, publicada por editorial Bruguera.
CIENCIA Y TÉCNICA (III)

La aparición de una estrella nueva, de un cometa o la presencia de estrellas


fugaces en el cielo ha dado lugar, a lo largo de la historia, a múltiples
intentos de explicación. Unas veces se creía que presagiaban desgracias,
otras que anunciaban venturas; todo dependía si el rey estaba enfermo o la
reina estaba en cinta. En 1504 apareció una estrella nueva y se iniciaron las
discusiones correspondientes. Se le preguntó a Copérnico cuál era su
interpretación del caso y él escribió: «En primer lugar esta estrella presagia
mucha excitación y muchas ganancias a los libreros, porque todos los
teólogos, filósofos, médicos, matemáticos o cualquier otra persona que no
trabaje y busque su placer en el estudio, pensará sobre ello y querrá publicar
sus pensamientos, mientras otros, doctos o no, querrán conocer el
significado de la aparición y comprarán las obras de los autores que quieren
explicarlo».
El nombre «brújula», que generalmente han adoptado todas las naciones
para expresar la aguja de marear, viene de la antigua palabra italiana
bossola, que significa caja, tomando el continente por el contenido.
Se llama también rosa náutica y rosa amalfitana, porque
verdaderamente parece una rosa la indicación de los varios rumbos y
vientos, y con relación al objeto de este instrumento y a la ciudad de
Amalfi, en que se inventó o perfeccionó.
Los persas y turcos llaman chebleh noma o kebleh numa, una brújula
pequeña en la que está señalada la posición en que cae la Kaaba, el templo
cuadrado de La Meca, para volverse hacia él al hacer sus oraciones, como
les está mandado.
Antes del descubrimiento de la brújula, la observación del vuelo de las
aves era muy importante para los marinos; y por eso, en las navegaciones
largas y peligrosas, embarcaban siempre aves, principalmente cuervos, que
soltaban cuando se precisaba para reconocer si estaban cerca de tierra.
Encerrado Noé dentro del arca y deseoso de saber el estado de las aguas
del diluvio, soltó primero un cuervo y después una paloma. Queriendo los
argonautas asegurarse de su ruta en medio de las rocas Cyaneas, soltaron un
palomo. Las antiguas crónicas escandinavas suponen que el navegante
sueco Floke dirigió su rumbo hacia Islandia siguiendo la dirección de tres
cuervos que tenía a bordo, y que sucesivamente soltó a medida que iba
navegando. Los cuervos de Odin, llamados Kuggiun o Thoight —es decir,
pensamiento— y munnin, memoria, son muy célebres en las antiguas leyes
del Norte.
El descubrimiento de la brújula o aguja de marear, de este instrumento
tan interesante para la navegación, es algo incierto.
Aunque algunos suponen que los egipcios, los fenicios y los
cartagineses conocieron el uso de ella, y que la usaron lo mismo que los
griegos en sus viajes marítimos, cuyo secreto, añaden, se perdió luego, no
tenemos datos positivos para afirmarlo; lo mismo que lo que dicen el padre
Kicher y el padre Pineda de que Salomón conocía la virtud de la aguja
imantada, de cuya propiedad se servían sus marinos para ir a la tierra de
Ofir.
El pasaje que algunos reproducen de Plauto tampoco es un testimonio
justificativo de su mayor antigüedad.
Los franceses pretenden que su poeta provenzal Gayart, o Guiot, que
floreció a principios del siglo XIII, ya hablaba de la brújula con el nombre de
Marinette.
Otros que Marco Polo o Paulo Véneto trajo este descubrimiento de la
China por los años de 1295, en donde suponía que era antiquísimo su uso.
Los chinos atribuyen la invención de la brújula a uno de sus antiguos
emperadores; bien que otros dan este honor a uno de sus famosos
astrónomos, llamado Cheu-Kong, que vivía más de mil años antes de
Jesucristo.
Lo más fundado parece ser que Juan de Goys, que otros llaman Flavio
Goya, Gioja, o Givia, natural de Positano, cerca de Amalfi, en el reino de
Nápoles, la descubrió, inventó o perfeccionó por los años 1300 o 1302:
aunque hay mucha probabilidad para pensar que sólo unos cien años
después se empezó a usar la brújula en las embarcaciones.
Su inventor, para hacer la corte o adular al duque de Anjou, entonces
rey de Nápoles, puso en la punta de la aguja la flor de lis, que constituía las
armas de este príncipe.
En su origen, esta invención era como todas, muy imperfecta. No se
hacía más que poner la aguja tocada al imán en un vaso lleno de agua, en
donde, sostenida por una pajita, tenía el movimiento libre para señalar el
Norte.
Se asegura que los chinos se servían todavía de esta especie de brújulas,
y en sus navegaciones le rendían una especie de culto religioso, quemando
continuamente en honor suyo, y delante de ellas, unas pastillas olorosas.
También acostumbraban echar de cuando en cuando al mar una especie de
medallas de papel dorado, y a veces unas pequeñas góndolas hechas del
mismo papel, con el objeto de tener propicio a aquel elemento.
Este importante descubrimiento ensanchó sobremanera los límites de la
antigua y reducida navegación de los pueblos y les abrió nuevos caminos
por en medio de los mares, ora para sus empresas mercantiles, ora para los
descubrimientos geográficos.
Cristóbal Colón fue el primero que observó la declinación de la brújula
en 1492.
Todo esto que he copiado de un viejo libro es muy bonito, pero es
conveniente añadir una aclaración. Rinaldo de Benedetti, en su libro
Aneddotica delle scienze, dice: «Lástima que Flavio Gioja, al cual algunos
autores se esfuerzan en atribuirle por lo menos la gloria de haber
perfeccionado el instrumento, no sea en realidad más que una mala
interpretación de un texto latino. He aquí como: “el historiador Falvio
Biondo da Forli (1392-1463), en su Storia d'ltalia, informa que los
amalfitanos creían que el uso de la brújula había sido descubierto en su
ciudad y de ello se glorificaban. Más tarde, en el 1511, un doctor boloñés,
Giovan Batista Pió, en su comentario a Lucrecio, refiriéndose al texto de
Biondo, escribió: 'Amalphi in Campania veteri magnetis usus inventus a
Flavio traditus'. Que debe traducirse por: 'Dijo Flavio (Biondo) que el uso
de la brújula fue inventado en Amalfi en la vieja Campania', pero que
alguien tradujo mal leyendo: 'Se dice que el uso de la brújula fue
encontrado por Flavio en Amalfi en la vieja Campania'. Esta segunda
versión prevaleció sobre la auténtica. No se sabe cómo alguien añadió al
nombre Flavio el apellido Gioja, y así nació Flavio Gioja inventor de la
brújula”.».
De todos modos, en Amalfi hay una estatua de Flavio Gioja presidiendo
una plaza y que no les hablen a los amalfitanos de la no existencia de dicho
señor.

Leonardo da Vinci era un hombre polifacético que quería saberlo todo y


resolverlo todo. En uno de sus apuntes escribe lo siguiente sobre los
elefantes: «El gran elefante tiene por naturaleza aquello que raramente se
encuentra en los hombres; esto es, probidad, prudencia, equidad y
observancia de la religión; por ello, cuando hay luna llena, van al río y allí,
purgándose, solemnemente se lavan, y así, saludado el planeta, vuelven a la
selva. Y cuando están enfermos, se ponen de espaldas sobre la hierba
mirando el cielo, como si se quisieran purificar». El escrito continúa
enumerando otras nobles particularidades del paquidermo; por ejemplo:
«teme y huye de las huellas de los hombres, pero si encuentra un hombre
perdido en la selva lo acompaña hasta el camino, no combate nunca contra
las mujeres ni asalta animales que sean menos potentes que él, deja pasar
los rebaños y sólo parece que odie a los cerdos, los ratones y los dragones,
pero su bondad es tanta que ni siquiera daña a éstos si no es provocado», lo
que, naturalmente, sucede sólo con el dragón.
De todas estas virtudes del elefante, la más curiosa y sugestiva es,
indiscutiblemente, la que se refiere a la religión. Leonardo debió de copiar
esta noticia de los escritores antiguos, quizá de Plinio, que habla
extensivamente de los elefantes en su Historia natural, en donde dice: «La
inteligencia de los elefantes es tan grande que llega al punto de comprender
una religión diferente a la suya; cuando deben atravesar el mar, se niegan a
subir a las naves si los marineros no juran que los volverán a su país».
Copiar a los autores antiguos es cosa curiosa y amena, pero si no se
comprueban las noticias que dan se arriesga a no dar noticias exactas. Por
mi parte, procuro hacerlo así. Si alguna cosa se me escapa, espero que me la
perdonarán mis lectores. Como dije en el prólogo de este libro, estoy
dispuesto a cantar la Palinodia siempre que sea necesario. Ya, desde ahora,
doy las gracias a quien me corrija y haga más exacto y útil éste o los otros
libros que publique.
LA VIRUELA Y SU VACUNA

Dice el diccionario: viruela: enfermedad infecciosa padecida por las vacas,


que se caracteriza por una erupción pustulosa en las ubres. De sus pústulas
se extrae un humor o linfa que inoculado al hombre le preserva de la
viruela. // Humor o linfa de esta enfermedad que se emplea para su
inoculación. // Cualquier virus o principio orgánico que, inoculado en
persona o animal, los preserva de una enfermedad determinada.
Como puede verse, la palabra «vacuna» deriva de vaca y fue gracias a la
enfermedad del ganado vacuno como se descubrió, en 1796, la vacuna
contra la viruela, primera en la historia de la medicina.
En el año 1718 una epidemia de viruela invadió Inglaterra, y lady
Montagu, esposa del embajador de Inglaterra en Turquía, enviaba una carta
a una de sus amigas de Londres en la que le explicaba que en aquel país la
viruela era casi desconocida gracias a un sistema un poco raro y extraño:
unas viejas curanderas picaban a las personas con agujas llenas de pus seco
procedente de un enfermo varioloso. Cosa extraña: pocos días después, los
enfermos presentaban los primeros síntomas de la enfermedad, pero ésta, en
vez de desarrollarse, desaparecía milagrosamente. La fiebre no duraba más
que una semana como máximo; añadía la embajadora que las circasianas,
célebres por su belleza, muy apreciada en los mercados de esclavas de
Samarcanda, eran inoculadas con este pus para preservar su cuerpo de las
feas huellas que afeaban el cuerpo de las que habían sufrido la viruela.
Por su parte, el embajador de Francia, decía: «Aquí se toma la viruela
como en Francia se toman las aguas». Al parecer, las damas de
Constantinopla o Estambul se reunían en casa de las curanderas como las
damas de París se reunían para tomar el té. La curandera preguntaba
amablemente en qué parte del cuerpo quería ser inoculada porque se sabía
que la operación dejaba una pequeña huella. Se corrían riesgos; por
ejemplo, el de contagiarse con otra enfermedad que sufriese el primer
paciente o donador. Hoy sabemos de los riesgos de contraer una hepatitis
usando jeringuillas u otros instrumentos empleados anteriormente por un
individuo atacado de esta enfermedad.
A su regreso a Londres, lady Montagu mostró a las damas de la corte la
pequeña cicatriz que había dejado la inoculación y explicó que había hecho
lo mismo con sus hijos, que así quedaban inmunes a la viruela. La nuera del
rey quiso ser la primera paciente en ser inoculada, pero antes se ensayó el
método en seis condenados a muerte y en algunos niños inoculados. Todos
quedaron inmunes.
Eduardo Jenner era un médico del Gloucestershire que había observado
que las campesinas que ordeñaban las vacas enfermas se contagiaban a
veces de la enfermedad debido a alguna pequeña herida en las manos y que
con ello quedaban inmunes a la viruela. Jenner se preguntó si sería esta
enfermedad de las vacas la misma que la viruela de los humanos.
La viruela había costado la vida a doscientos mil ingleses en un siglo, a
catorce mil parisienses en un año y de los cincuenta mil irlandeses que
comprendían la población total de la isla habían muerto dieciocho mil.
Jenner quiso comprobar si era cierto que quien hubiese sufrido la fiebre
vacuna era inmune a la viruela y se decidió a dar un paso transcendental
que podía costarle la carrera. Cogió el pus de una vaca enferma y lo inoculó
a un niño. Al cabo de siete días el pequeño se quejó de fiebre, dolor de
cabeza y temblores: exactamente como un enfermo de viruela. Jenner
estaba espantado. ¿Habría acaso cometido un crimen? Pero dos días
después el niño se había restablecido. Su nombre ha pasado a la historia: se
llamaba James Phipps. Cuando el niño estuvo curado Jenner continuó su
experimento e inoculó a James pus de viruela humana. De ello se siguió una
pequeña inflamación y nada más. Dos meses más tarde Jenner inoculó otra
vez pus de viruela humana sin que se produjese efecto alguno. La vacuna
estaba descubierta.
Entusiasmado, Jenner redactó una memoria sobre sus experimentos y la
envió a la Academia Real de Medicina, la cual se la devolvió, no viendo en
el texto más que absurdas tonterías.
Se decidió entonces a imprimirla por su cuenta, pero las invectivas y los
sarcasmos empezaron. Se le acusó de querer envenenar a la población, se le
tachó de loco y los más benévolos le creían un visionario. Pero poco tiempo
después Napoleón se hizo vacunar y ordenó la vacuna obligatoria para todo
su ejército y haciendo vacunar a su propio hijo. La hermana de Napoleón,
Elisa, gran duquesa de Lucca y de Piombino, fue la primera soberana que
hizo obligatoria la vacunación en su Estado.
Su ejemplo fue seguido poco a poco. La vacuna antivariólica fue de
aplicación obligada en todo el mundo hasta que hace poco dejó de serlo,
pues la viruela había desaparecido en todo el planeta.
ANECDOTARIO (VII)

Al gran torero aragonés Nicanor Villalta le perseguía un revistero taurino


sin escrúpulos que le venía dando bombos y más bombos, esperando una
gratificación que no venía. Al cabo de un tiempo y en ocasión de las ferias
de Valencia, el hombre se destapó y pidió dinero al torero. Éste le dio
quinientas pesetas, que en aquellos tiempos era cantidad apreciable, pero
que no fue apreciada por el pedigüeño.
Al día siguiente, tras un triunfo de Villalta en sus toros, el revistero
escribió:
«Villalta ha estado bien en las corridas de feria. Ha puesto mucho calor
en ellas. Pero se ve a la legua que es un torero de pocos recursos…».

La anécdota que sigue la he encontrado en el Anecdotario de Alfredo R.


Antigüedad y en otros libros de anécdotas. En el primero se sitúa la acción
en Madrid, en los otros, en Londres.
Había en la capital que el lector elija dos charcuteros o salchicheros que
tenían la tienda una frente a otra y que rivalizaban con saña entre sí. Un día
uno de ellos colocó un letrero que decía:
«Proveedor de su majestad el rey».
El otro colocó también un letrero con sólo cuatro palabras: «Dios salve
al rey».

Cuando Fenelon fue nombrado arzobispo de Cambray hizo renuncia de


una abadía para conformarse, dijo, con la antigua ley de la Iglesia que no
permitía más que un beneficio a cada ministro.
Lo supo el obispo de Reims, que gozaba de muchos beneficios y rentas,
y dijo:
—Estoy escandalizado con la conducta de Fenelon, que, para salvarse,
es capaz de perdernos a todos.

Refiere Abu-Alfaida que una vieja preguntó a Mahoma lo que debía


hacer para alcanzar el paraíso.
—El paraíso no se hizo para las viejas —dijo el profeta.
La vieja echó a llorar amargamente y Mahoma añadió:
—Consuélate que si no hay viejas en el paraíso es porque toda mujer se
rejuvenece al entrar en él.
—¡Alabado sea Dios y su Profeta! —gritó la vieja y corrió contentísima
sin querer más.

El hombre hace, generalmente, turismo amoroso: visita todas las


ciudades que puede; pero vuelve siempre con alegría a su domicilio
habitual.

Cuando murió la reina Catalina de Médicis, mujer ambiciosa, lujuriosa


y cruel, un predicador, al anunciar el suceso a sus feligreses, dijo:
—La reina Catalina ha muerto; no sabemos todavía si la Iglesia católica
debe rezar por ella. No obstante, si por caridad, vosotros queréis arriesgar
un padrenuestro y una avemaría, no hay inconveniente, valdrán o no
valdrán.

El conde de Piñofiel decía que, residiendo en Cartagena, pudo advertir


que en aquella población los objetos tenían dos precios: uno para el público
en general y otro para él, el comandante del Apostadero y demás
autoridades, y añadía que, entrando en un comercio a comprar un cepillo de
dientes, le enseñaron un cartón lleno de ellos con un letrero: «De una a tres
pesetas».
Escogió Piñofiel uno que le pareció bien y que por su discreta situación
parecía tener un precio medio.
—Ése es el de tres pesetas —dijo el dependiente apresurándose a
envolverlo en un papel.
Por el precio del cepillo y por otras cosas puede conjeturarse que la
anécdota pertenece a comienzos de siglo y en época aún no de precios fijos.

El autor francés Lucien Guitry se veía acosado por un admirador que,


quieras o no, pretendía invitarle a almorzar. Un día, en su camerino, le
asedió el individuo en cuestión, y harto, Guitry le dijo:
—Nada, hombre, convenido. Mañana a las doce en punto en el
restaurante Magloire.
El hombre se retira satisfecho y Guitry se vuelve a su secretario y le
dice:
—Mañana telefonea al imbécil este y le dices cualquier cosa…, que un
asunto urgente me impide asistir al almuerzo…
Mientras habla por medio del espejo ve que el solicitante ha vuelto a
entrar en el camerino a recoger el sombrero que había olvidado y que se
queda de piedra al oír al actor, que serenamente prosigue:
—Dirás al idiota ese que no puedo ir mañana porque almuerzo —y
señaló al otro— con este señor…

El ministro Leopoldo Matos era hombre de ingenio y de agudas


observaciones. Tenía un sobrino que, en cambio, decía las cosas sin
pensarlas y con evidente y a veces molesta sinceridad. Un día alguien fue a
quejarse a Matos:
—Su secretario y sobrino Pepe Peña acaba de tratarme de imbécil.
—Ha hecho mal y le reñiré por ello…, y muy fuertemente. Poco
después llamó a solas a su sobrino: —Mira, hijo: no siempre es conveniente
llamar a las cosas por sus nombres. Y eso fue todo.

El vicio es una cuestión de educación; la naturaleza lo ignora.

Quizá ningún compositor ha tenido, en vida, el éxito de Rossini. Fue tal


que un día se decidió erigirle un monumento, para lo cual se nombró una
comisión. Inútil es decir que al nombrar una comisión no se llegó a hacer.
Pero un día el presidente de la misma fue a visitar el compositor:
—Maestro, hemos abierto una suscripción para levantarle un
monumento.
—¿Han recogido algún dinero?
—Sesenta mil francos, pero esperamos llegar a los cien mil. —Pues
mire usted, cuando llegue a los cien mil me lo dice: lo más acertado será
que me den los francos a mí y yo iré todos los días a ponerme un rato sobre
el pedestal.
Ya he dicho que el monumento no llegó a erigirse. Es natural. Cuando
se nombra una comisión para hacer algo, lo lógico es que no se haga.

El famoso autor Ramos Carrión había escrito un sainete en un acto. Era


su primera obra y fue a presentarla a don Emilio Mario, que entonces
cortaba el bacalao en la escena española. Mario no leyó la obra y cada día
que Ramos Carrión le visitaba le decía que estaba bien, pero que no podía
representarse si no se modificaba alguna escena. El autor se dio cuenta de
que Mario no se había leído el sainete y un buen día Leh preguntó:
—Esta escena que hay que corregir, ¿es la de los carneros? —Pues sí,
ésa es.
—Pues sepa usted, don Emilio, que no hay tales carneros. A Mario le
hizo gracia la cosa; leyó la obra, la estrenó, tuvo éxito, el primero de Ramos
Carrión y la frase se hizo popular.

Cuando Fenelon era obispo de Amiens recibió la visita de un caballero


que al ver su jardín le dijo:
—Veo, monseñor, que aquí habéis preferido lo útil a lo agradable.
—Es que para mí no hay nada más agradable que lo útil.
Tengo para mí que el gran obispo y escritor francés no estaba en lo
cierto, pues nada me es tan agradable como lo inútil. Si pasas necesidad, lo
útil te será agradable porque te ayuda a vivir o a sobrevivir. ¡Pero lo
superfluo me es tan necesario!…
Los amigos de Pompeyo le echaron en cara, en una batalla, que se
pusiera en los lugares de más peligro, con lo que exponía su vida.
—Aquí no se trata de vivir, sino de vencer —repuso.

La perversión empieza cuando ya no se puede controlar el placer.


EL CHOCOLATE

En 1502 Cristóbal Colón llega a una isla que bautiza con el nombre de
Pinos. Los indígenas salen a recibirle y, en trueque a sus presentes, le
ofrecen unas habas de color marrón. Poco podía pensar el gran descubridor
que acababa de recibir uno de los presentes más valiosos que el mundo ha
recibido de América.
El jefe indígena ofrece también a Colón una bebida hecha a base de las
citadas habas, brebaje que Cristóbal Colón y sus compañeros encontraron
amargo y desagradable. Los indígenas dijeron que las habas se llamaban
cacault y la bebida chocolatl. El descubrimiento no hubiese tenido
demasiada importancia si no hubiera sido por dos cosas: la primera era que
la tal bebida estaba reservada, en el continente americano, a los
emperadores y a la más alta nobleza, lo cual le daba un prestigio que no
podía por menos que impresionar a los conquistadores; la segunda fue la
idea que tuvo alguien, hoy desconocido, de añadirle azúcar. Llegadas que
fueron a España las semillas del cacao, fueron examinadas por los médicos,
los cuales dictaminaron que era bueno para determinadas afecciones,
especialmente la llamada debilidad orgánica.
Ello representaba un gran paso. Aceptado el cacao como medicina, se
procuró mezclarlo con otros aromas, entre ellos la vainilla y la canela, y con
ello la medicina se convirtió en golosina. España se vuelve chocolatera y la
nobleza empieza a servir chocolate en sus reuniones. Se presenta entonces
un problema que no es médico ni gastronómico ni social, sino teológico:
¿quebranta el ayuno el chocolate? Según una regla de teología moral
liquidum non frangit ieiunium. Por tanto, ¿debía el chocolate considerarse
bebida o alimento? En 1671, la marquesa de Sévigné escribe: «Ayer tomé
chocolate para nutrirme y poder ayunar hasta la noche. Me hizo los efectos
que yo quería, y he aquí que lo encuentro agradable, pues actúa según la
intención». Es un caso de casuística digno de la época.
Pero durante mucho tiempo los moralistas discutirán todavía sobre el
asunto sin llegar a una conclusión definitiva. Por supuesto, si el chocolate
se desleía en leche era alimento, pero ¿qué pasaba si se desleía en agua? Y
más adelante, cuando el chocolate se vendía en tabletas, ¿cómo negar que el
alimento era sólido? ¿Perdía su calidad de sólido si se desleía en agua?,
preguntas que hoy nos parecen absurdas y capciosas, pero que en aquel
entonces provocaban discusiones apasionadas.
En 1606 un italiano, Antonio Carletti, introduce el chocolate en Italia;
unos cuarenta años después un alemán, Volckammer, lo introduce en
Alemania. Era médico y atribuyó al chocolate virtudes afrodisíacas. Según
él, una o dos tazas de chocolate antes de acostarse producían efectos
maravillosos. Naturalmente, hubo quien aumentó la dosis, pero se ha de
convenir que sin resultado. La edad no perdona y el chocolate no hace
milagros.
En 1697 entra el chocolate en Suiza; poco podía pensarse en aquel
momento que llegaría a ser una de las mayores industrias del país.
Martine Jolly, en su obra El libro del amante del chocolate —José J. de
Olañeta, editor; Palma de Mallorca, 1985—, libro que recomiendo
vivamente a todos los aficionados al chocolate en particular y a la
gastronomía en general, dice:
«El chocolate entra en Francia por la puerta grande. El 25 de octubre de
1615, Luis XIII se casa con una pequeña infanta española, Ana de Austria,
hija de Felipe II. A éste le encanta el chocolate, y lo transporta en su
equipaje con todo lo necesario para prepararlo. Para granjearse su simpatía,
los cortesanos adoptan esta nueva bebida… y le cogen gusto,
extraordinariamente. El hermano de Richelieu, el cardenal de Lyon, es un
ferviente adepto.
»Lo bebe a menudo “para modificar los vapores de su bazo y luchar
contra la ira y el mal humor”. Mazarino hace ir de Italia a su propio
chocolatero, que le prepara un chocolate italiano, mejor, para él, que el
chocolate a la francesa. Durante la regencia, Felipe de Orleans se aficiona a
él hasta el punto de que desayuna cada día una taza de chocolate e invita a
sus cortesanos a esta ceremonia. Al salir de su habitación, va a beberlo a
una gran habitación a la que van a saludarle; es lo que se llama “ser
admitido al chocolate”.
»Este gusto por el chocolate gana la corte. Las fábricas de porcelana y
los orfebres comienzan a fabricar encantadores juegos para chocolate, y las
hermosas damas parlotean en los salones, con su taza de chocolate en la
mano. En 1661, Luis XIV se casa con María Teresa de Austria. De ella se
dice que tiene dos pasiones: el rey y el chocolate. Desde 1659 el Gran Rey,
consciente de las ganancias que el chocolate podía proporcionarle, había
concedido a David Chaillo, por real despacho y por un período de
veintinueve años, el privilegio exclusivo de “vender y suministrar cierta
composición que se llama chocolate…, ya sea líquido, en pastillas o
bocaditos o de cualquier otro modo que quiera”.».
Se discutió mucho si el chocolate debió servirse a la española —es
decir, espeso y desleído en agua—, o a la francesa, claro y con leche. La
discusión sigue todavía. En España se dice «las cosas claras y el chocolate
espeso», y cualquiera que haya viajado por Francia sabrá cómo se sirve en
el vecino país: con leche y clarito.

Karl Linneo clasificó al cacao con el nombre de Theobroma cacao, que


es el que conserva en la clasificación actual. Theobroma es una palabra
compuesta de dos vocablos griegos: Theos, que significa Dios, y bromos,
que significa alimento: es decir, que el nombre científico equivale a
alimento de los dioses.

Contaba Emilio Carrere, el bohemio madrileño y funcionario del Estado


que nunca «he sabido si era bohemio por necesidad, por vocación o por
pose», que uno de sus compañeros de bohemia, cuando le preguntaban cuál
era su oficio, respondía:
—Antes.
Y ante la estupefacción del preguntón, ante tan insólita respuesta,
aclaraba:
—¿Usted no ha visto nunca el anuncio de los chocolates Matías López?
En un lado se ve a un individuo esquelético y escuchimizado; al otro, el
mismo individuo orondo y satisfecho, debajo hay un letrero que dice «antes
y después de tomar el chocolate Matías López».
—Pues bien, yo soy el antes.

El chocolate ha sido objeto de muchas adulteraciones. Creo que el


campeonato de ellas se las lleva aquel fabricante que anunciaba su producto
diciendo:
—Éste es chocolate puro sin mezcla de cacao, azúcar y otras porquerías
que les ponen los demás.

Como no podía ser menos y sucedía y aún sucede con todo brebaje
nuevo, se atribuyó al chocolate virtudes salutíferas y aun afrodisíacas.
Durante mucho tiempo se vendía en las boticas como purgante, pectoral y
afrodisíaco. Brillat-Savarin recomendaba el chocolate para tomarlo después
de las comidas y decía: «Toda persona que haya bebido demasiados tragos
seguidos en la copa de la voluptuosidad, todo hombre de ingenio que en un
momento dado se encuentre atontado, todo aquel que encuentre el tiempo
largo y la atmósfera pesada, deberá reconfortarse con un chocolate al
ámbar», al que nombra chocolate de los afligidos o desgraciados.
Hoy en día el chocolate no se recomienda como purgante, sino todo lo
contrario, y se cree que produce ardores de estómago.
Si quiere obtener un buen chocolate, hágalo con un día de anticipación,
y si se ha vuelto demasiado espeso, añádale un poco de agua o de leche
caliente, según esté hecho, en el momento de servirlo.
EPIGRAMAS (IV)

Cuentan que a un ministerio de nuestro país, o de otro que ello poco


importa y no vale la pena de que se moleste nadie, fue a visitar al ministro o
al subsecretario una cierta dama, bella e insinuante.
—Soy la esposa de Fulano de Tal y quería conocerle.
La mujer era, como he dicho, atractiva por demás, y como parecía de
fácil acoso, puede el lector imaginar lo que quería. El caso es que al cabo de
una semana, cuando el mandamás ya no podía negarle nada, la señora dijo:
—Podrías ascender a mi marido, porque ya ves que no tengo qué
ponerme…
El mandamás aflojó la pasta y ascendió al marido.
Pasado un tiempo, el susodicho jefe fue a otro ministerio a consultar
algo a un colega y en la antesala se cruzó con la dama que salía del gabinete
del importante de turno.
—¿Conoces a esa mujer? —le dijo el primero al segundo.
—Claro que la conozco —dijo el último, y con sonrisa picaresca añadió
—: y muy muy íntimamente. Es la esposa de uno de los funcionarios de este
ministerio.
—¡Cómo de tu ministerio, del mío querrás decir!
—No, no, del mío.
Al fin se aclaró el asunto. La tal dama no era tal dama. Ni esposa de
Fulano ni Zutano. Era una profesional que, haciéndose pasar por la legítima
oíslo del empleado que la pagaba, obtenía uno o más ascensos para él.
Aparte, claro está, lo que por agradecimiento le regalaron los jefazos.
Por ello viene a cuento el siguiente epigrama de A. Ribot:
—La solicitud que hiciste
te despacharon, Tadeo.
Y ella te logró el empleo
que afanoso pretendiste.
¡Y yo la mía he de ver
sin despachar todavía,
por más que hago! —Es que la mía,
la presentó mi mujer.

Cuando allá por los años nunca llevaban las mujeres seis refajos y
veintidós basquiñas podrá ser «alegre» el epigrama:

Llena de dijes y anillos,


ancha blonda, alta basquina,
salió a la calle una niña
con tres o cuatro perrillos.
Movióse un viento importuno
que la basquina le alzó;
hubo quien carne le vio,
pero camisa, ninguno.

¿Camisa? Pero ¿eso qué es? Preguntarán los hombres de hoy.

Después de angustias mortales


Bartolillo se casó
con Lucia, que parió
a los seis meses cabales.
Y andaba con gran placer
diciendo: —¡Si tú la vieses!
Lo que otra hace en nueve meses,
hace en cinco mi mujer.
Ése sí que no ha perdido vigencia. ¡La de casamientos por penalti que
hay cada día! Y es que según J. de Iriarte:

Mujer hermosa no espero


encontrar sin tacha humana,
Eva tuvo su «manzana»,
las demás tienen su «pero».

He aquí uno de C. Navarro, que tiene su miga:

Dije ayer al padre Arenas:


—¿Do vais tan ligero, dónde?
Y veis aquí que responde:
—A oír pláticas obscenas.
Pues he de ver con quién tratas.
Díjeme para mi adentro:
Con que lo busqué, y lo encuentro
confesando a las beatas.

Y es que

Mostrando algún sobresalto


me dijo la bella Justa:
—¿Qué es lo que a usted más le gusta:
juego de damas o asalto?
Yo, que no ando por las ramas,
por temor de una caída,
respondí al punto: —Querida,
el asalto de las damas.

Y ello tiene sus arrepentimientos, ¿o no? Otro también, ¡ay!, con


vigencia extrema:

—¡Triunfó la patria! —decía


Mejía al darle un empleo
tras una revuelta impía.
¿Triunfó la patria? Yo creo
que quien triunfó fue Mejía.

Y cambiemos de tema.

—Cierta vieja, que creía


en duendes y apariciones,
fuese a mirar cierto día
en el espejo sus dones.
Se aproximó… y no hizo más
la buena de doña Clara.
Luego exclamó: —¡Satanás,
huye!… —y hablaba a su cara.

Lo firma V. Martínez.
Otro también vigente antes, vigente ahora y vigente siempre:

La generación actual
no se escapa del dilema
de ser, con vergüenza pobre,
o ser rica, sin vergüenza.

Y volvemos al eterno tema femenino, claro es que en clave machista,


como ha sido tradicional hasta ahora.

Una gata sensible suspiraba


por un hermoso gato a quien amaba;
mas al ver su desvío, con enojos,
de una «caricia» le sacó los ojos.
De ser galante trata,
que en amor la mujer es cual la gata.
¿Por qué el anónimo autor de este último epigrama ha de comparar las
mujeres con gatos? ¿Por qué diablos este encono perenne contra las
mujeres? Creo que, aparte el ambiente social machista, muchas de estas
reacciones han sido consecuencia de eróticos fracasos. Y, claro, quien ha
fallado no pierde ocasión de culpar al otro de su derrota.
Baltasar del Alcázar, el gran autor de la Cena jocosa, el que escribió
aquello:

Si es o no invención moderna,
vive Dios que no lo sé,
pero delicada fue
la invención de la taberna,
porque allí llego sediento,
pido vino de lo nuevo;
mídenlo, dénmelo, bebo,
págolo y voyme contento,

y que también dijo que acompañaba su comida

Con dos tragos del que suelo


llamar yo néctar divino
y a quien otros llaman vino
porque nos vino del cielo.

Baltasar de Alcázar, dijo, escribió:

En un muladar un día
cierta vieja sevillana,
buscando trapos y lana,
su ordinaria granjeria,
por acaso vino hallarse
un pedazo de un espejo.
Y con un trapillo viejo
lo limpió para mirarse.
Viendo en él aquellas feas
quijadas, de desconsuelo,
dando con él en el suelo,
le dijo: —Maldito seas.

Este autor tenía, por lo menos, mejor humor y talante que el anónimo
que publicó

—Dígame usted, y no mienta:


los tontos que cría Dios.
Nacen al minuto ochenta
y mueren al año dos;
conque ajuste usted la cuenta.
LOS HUEVOS DE PASCUA

El huevo ha sido considerado por los pueblos más antiguos como símbolo
de la creación y como un símil divino que no tiene principio ni fin. De un
huevo se decía que habían salido todos los seres. Un huevo representaba el
mundo o más bien al autor del mundo y era un emblema de Mitra, Isis y
Orfeo. Plutarco dice que los fenicios veneraban un Ser Supremo al que
representaban en forma de un huevo. Lo mismo sucedía con los caldeos,
celtas, hindúes y chinos.
Según dice Bastús, autor al que acudo con mucha frecuencia porque sus
obras son un resumen enciclopédico del saber de mediados del siglo pasado
y era hombre como yo dado a curiosidades de usos y costumbres:
Los druidas buscaban con gran cuidado y con una superstición
extremada los llamados huevos de serpiente. Decían que eran de un tamaño
poco mayor que los de gallina y que estaban llenos de una infinidad de
pequeñas serpientes. Con estos huevos suponían podía conseguirse cuanto
uno desease, y sobre esto contaban mil fábulas absurdas. Algunos
historiadores modernos suponen que los druidas llevaban en sus insignias la
figura de uno de los creídos huevos de serpiente.
Los griegos y los romanos ofrecían huevos a los dioses cuando querían
purificarse. Los servían igualmente en los banquetes fúnebres para purificar
las almas de los muertos.
Cuando entre los primitivos cristianos se observaba la Cuaresma con
toda la rigidez de la antigua disciplina eclesiástica, estaba prohibido comer
no sólo carne y lacticinios, sino que también era vedado el uso de los
huevos. De esta abstinencia había de resultar un gran acopio de ellos, al
concluirse aquel período de mortificación. Entonces se introdujo la
costumbre de mandarlos bendecir el Sábado santo y, llegada la Pascua,
regalarse mutuamente gran cantidad de ellos entre las familias más íntimas
y allegadas.
La moda introdujo también luego el uso de teñir los huevos de varios
colores, de azul, amarillo y colorado, y las gentes más pudientes los
mandaban platear y dorar, formando con ellos vistosas pirámides, con las
cuales, a manera de ramilletes, se obsequiaba a personas distinguidas.
Los cristianos los tomaron como símbolo de la resurrección de la cual
Jesucristo les había dado el ejemplo y el precepto: y entre los varios colores
que los teñían, el color rojo era en memoria de la efusión de su sangre en la
cruz.
Restos de las referidas costumbres son los roscones adornados con dos o
más huevos que se regalan por el día de Pascua. En Cataluña se los llama
moties, ya que, según parece, en su centro se colocaba una figura de mono.
Otros vea en estas costumbres un origen más antiguo. Entre los
orientales, como ya he dicho, el huevo es la representación de la creación
que ha desarrollado el germen de todas las cosas. Con el inicio del año, que
en varias naciones comenzaba en el equinoccio de primavera, era costumbre
hacerse presentes mutuamente y regalar como símbolo de la eternidad uno o
más huevos bellamente decorados.
Y para terminar digamos que los primeros relojes de bolsillo fueron
llamados huevos de Nuremberg por su figura redonda parecida a un huevo y
por haberse inventado en aquella ciudad por el relojero Peter Bell.
ENSALADA

LA MÚSICA EN LAS IGLESIAS. Se cuenta que cierto día el músico Lully


se encontraba en una función religiosa que se celebraba en París, cuando
oyó que el órgano de la iglesia tocaba un bailable de su composición. Lully
se arrodilló y dijo:
—Señor, perdóname, pero no lo hice para ti.
En el siglo pasado se usaba tocar en las iglesias fragmentos de óperas,
de zarzuela, por lo que no era extraño oír durante la consagración un
fragmento de La Traviata o de cualquier ópera no precisamente eclesiástica
o devota. El día 27 de enero de 1939 se celebró en Barcelona la primera
misa pública desde que había estallado la guerra, y la banda del regimiento
nacional que había liberado la Ciudad Condal, u ocupado según el parte del
día anterior, interpretó durante la celebración del rito fragmentos de Luisa
Fernanda.
El problema de la música religiosa viene de muy antiguo. Habiendo
resuelto el papa Marcelo II, durante la celebración del Concilio de Trento,
entre otras reformas que se había propuesto, expedir un decreto
suprimiendo la música en las iglesias, por los abusos con que la habían
bastardeado los profesores de aquella época, el célebre compositor y
maestro de capilla del Vaticano Juan Bautista Pedro Aloisi, más conocido
con el nombre de Palestrina —la antigua Prenesta—, por haber nacido en
dicha ciudad, suplicó a Su Santidad que antes de tomar una resolución tan
decisiva tuviese a bien oír una misa de su composición con arreglo al
verdadero carácter eclesiástico.
Accedió Su Santidad, y esta misa de estilo grave y verdaderamente
religiosa, tan diferente del que los maestros contemporáneos habían
introducido en la música sagrada, impidió que el pontífice tomara una
medida que tan fatal hubiera sido al arte musical.
En efecto, por la fiesta de Pascua inmediata se cantó la referida misa a
seis voces, titulada: Missa Papae Marcelli, la cual, como hemos dicho,
mereció la aprobación del papa, y de resultas abandonó aquella su anterior y
funesta resolución.
Imprimióse luego esta composición musical y fue dedicada a su sucesor
el papa Paulo IV, quien nombró al maestro Palestrina compositor de la
capilla pontificia.
Entre las varias obras musicales que dejó escritas es célebre el Miserere
que solía cantarse el Viernes santo en la Capilla Sixtina.
Murió Palestrina en Roma el 2 de febrero de 1594, a los sesenta y cinco
años de edad, y se le hicieron magníficos funerales, a los que asistieron
todos los músicos de Roma, y cantaron a tres coros y a cinco voces un
Libere me Domine de su composición.
Fue enterrado en la basílica de San Pedro, delante del altar de los santos
Simón y Judas, y en una lámina de plomo se grabó la inscripción siguiente:

Joannes Petrus Aloysius Praenestinus Musicae Princeps.

Las líneas que anteceden están copiadas del libro de Bastús El Trivio y
el Cuadrivio, publicado hace ciento veinte años. Por aquel entonces ya la
música operística y zarzuelera había invadido las iglesias de España y del
mundo entero. Era inútil que compositores de todas clases, buenos, malos o
peores, escribiesen misas y motetes intentando sustituir la música profana,
cayendo muchas veces en el mismo error de componer sobre textos
eclesiásticos música que por sus características participaba del aire
operístico reinante. Claro está que los grandes compositores, como Mozart
o Beethoven, por ejemplo, crearon música religiosa de calidad insuperable,
pero a juicio de las autoridades eclesiásticas no infundían en el pueblo la
devoción necesaria por quedar dominados por la maravillosa partitura de
los grandes maestros.
El 22 de noviembre de 1903 el papa Pío X, después proclamado santo,
publicó un motu proprio por el que se prohibía toda interpretación de
música profana en las iglesias y se daba instrucciones para que la música
sacra siguiese el camino que había trazado Palestrina. Si bien la primera
parte del proyecto se realizó, no se consiguió que la música tuviese calidad
como para ser recordada. El inefable monseñor Perosi produjo, una tras
otra, misas para el consumo de las iglesias de todo el mundo, pero justo es
reconocer que, en mi opinión, ninguna de ellas pasará a la historia. Creo
que una misa de Mozart o de Caldara o de otro gran maestro, es un
homenaje del Arte al Señor y prefiero esta música a otra que, escrita sin
duda con muy buena fe, no llega a convencer el oído ni a conmover el alma.
Hoy en día se oyen misas de todo tipo y calibre: misa flamenca, criolla,
bantú, etc. Muy curiosas desde el punto de vista folklórico, pero que
interesarán como curiosidad solamente a los ajenos a la música folklórica
de cada país sin conseguir ser católicas; es decir, universales. Se oyen misas
con guitarras eléctricas, gritos descompasados, tam-tam, bongos, timbales y
bandurrias, música más de discoteca que de iglesia.
Si la música no es mejor que el silencio, dejadme el silencio.
LA ESCUADRA INVENCIBLE

Invencible se llamaba
invencible se llamó,
sin ser vencida acabara
sin ser vencida acabó.

Así principiaba una lastimosa cantata popular, compuesta con motivo de


la desastrosa pérdida de la Invencible.
Felipe II dio el nombre de Invencible a una poderosa escuadra que
mandó aprestar en el año 1688 para ir contra Inglaterra y Holanda, erigida
ya en república. Constaba esta armada, mandada por el duque de Medina
Sidonia, de ciento cincuenta naves mayores, y montaba dos mil seiscientas
cincuenta piezas de artillería, ocho mil marineros, veinte mil soldados y
toda la flor y nata de la nobleza española.
Toda esta flota tenía que haber sido mandada por el marqués de Santa
Cruz, gran marino y gran guerrero, pero su muerte hizo que el mando se
encomendase al duque de Medina Sidonia, no se sabe bien por qué, pues se
mareaba simplemente contemplando una ola. Se supone que fue por
cuestión de prestigio nobiliario.
La poderosa escuadra salió del puerto de Lisboa, y al llegar cerca de
Galicia empezaron las naves a sufrir el embate de las tempestades. Las que
pudieron proseguir su ruta llegaron cerca de los puertos de Inglaterra, en
donde otra tempestad, cortísima esta vez, destruyó la mayor parte de la
armada. Los buques tuvieron que capear la tempestad, separándose unos de
otros y perdiendo todo contacto y cohesión. Doce navíos arrojados contra
las costas de Inglaterra cayeron en poder de la escuadra inglesa, compuesta
de cien navíos. Cincuenta naves españolas fueron arrojadas contra las costas
de Francia, Escocia, Irlanda, Holanda y Dinamarca. En una reciente visita a
Irlanda, el rey Juan Carlos rindió homenaje a los marinos españoles que
hace cuatro siglos fueron arrojados contra las costas de la Verde Erín.
Esta aventura costó a España veinte mil hombres, cuarenta millones de
ducados y cien navíos.
Cuando dieron la noticia a Felipe II, que se hallaba en El Escorial, del
desastre de la armada a la que se había llamado Invencible contestó sin
inmutarse: «Yo la había enviado a combatir contra los ingleses y no contra
los elementos. Cúmplase la voluntad del Señor».
Contestación que unos consideran como muestra de la resignación
cristiana, otros creen ver en ella un estoicismo a toda prueba y otros una
soberana indiferencia a los males o desastres de los súbditos y de la patria.
Creo que hay un tercio de cada cosa.
Sir Richard Bingham, gobernador británico de Connaugth, en la Irlanda
Occidental inglesa, del siglo XVII, dirigió un parte a Londres concebido en
los siguientes términos: «Doce galeras españolas han quedado destrozadas
ante nuestras costas. De los tres mil quinientos hombres de su tripulación se
ahogaron dos mil. El resto que pudo llegar a nado a tierra fue pasado a
cuchillo, después de incautarlos de cuanto llevaban consigo». Muy inglés.
Leo este dato en el interesantísimo y documentadísimo libro Hijos de la
Gran Bretaña, de Ricardo Conejero Urrutia, que me fue enviado por su
autor. El ejemplar que poseo no contiene pie editorial, pero por el colofón
se desprende que fue impreso en Murcia en 1983.
EPIGRAMAS (V)

Cuentan que un día estaban haciendo antesala para ser recibidos por el papa
el general de los dominicos y el de los jesuitas. Sabido es que
tradicionalmente se asigna a los primeros —«domini canes»— el papel de
rígidos intérpretes de la moral, mientras los segundos representan, al decir
de muchos, una visión más laxa de la misma. En un momento dado el
dominico pregunta al jesuita:
—Y vuestra reverencia ¿viene a ver al papa para algún problema de
disciplina?
—Sí, supongo que el mismo que vuestra paternidad. Se trata del vicio
de fumar mientras se reza.
—Exactamente lo mismo que yo —dice el dominico, que de inmediato
es invitado a entrar en el despacho pontificio. Al cabo de un rato sale y dice
al jesuita:
—No es necesario que vuestra reverencia se preocupe del problema. El
papa se ha mostrado tajante en la prohibición.
El jesuita no contesta y entra a su vez a ser recibido por el papa.
El dominico piensa: «Estos jesuitas son capaces de cualquier cosa; me
quedo a ver cómo se las compone».
Y al poco rato sale el jesuita de la entrevista papal y al parecer muy
contento.
—Ya está: todo arreglado a completa satisfacción.
—¿Cómo puede ser si a mí me ha negado todo arreglo?
—Verá; ¿qué ha pedido vuestra paternidad al pontífice?
—Si podíamos fumar mientras rezábamos.
—¡Ah, claro! Así se comprende. Yo le he pedido permiso para rezar
mientras fumábamos.
Este cuentecillo viene como anillo al dedo para el siguiente epigrama de
J. Iriarte:

Con un jesuita altercando


un dominicano, cuenta
le dijo: —Nuestras doctrinas,
padre mío, son diversas.
Manga estrecha tiene usted,
y muy ancha la conciencia;
y yo, al contrario, la manga ancha,
pero la conciencia estrecha.

Saltemos a otro tema, que de todo hay en botica:

Divirtiéndose un marido
en cierta tertulia estaba,
y un criado fue y le dijo:
—Señor, se ha hundido la casa.
—Y bien —preguntóle el amo
con admirable cachaza—:
Vamos, y ¿qué ha sucedido?
Cuéntamelo todo, acaba.
¿Ha cogido el hundimiento
por casualidad al ama?
—No, señor; que por fortuna,
fuera su merced se hallaba.
Al oír estas razones,
el pobre marido exclama:
—¡Vaya por Dios, siempre vienen
reunidas las desgracias!
Este epigrama anónimo puede ser completado con otro también de autor
desconocido, al menos para mí, que describe perfectamente la situación de
los militares en la primera mitad del siglo pasado:

Tres fincas tengo en Madrid,


siendo un pobre militar:
la cárcel, el cementerio
y también el hospital.

Con estos pobres militares y los pobres cesantes se comprenden muchas


de las bullangas, muchos motines del siglo XIX. El cesante era aquel
funcionario que sólo lo era cuando gobernaba su partido y que quedaba sin
trabajo cuando subía un partido contrario al poder. Entonces, el funcionario
público no era inamovible: de ello se resentía no sólo la economía particular
de los pobres empleados del Estado, sino también la administración del
mismo.
Y dejémonos de historias, aunque éste sea un libro de ellas, y pasemos a
un epigrama cuya gracia está en el juego de palabras:

Te han dicho que he dicho un dicho,


dicho, que no he dicho yo,
que si yo lo hubiera dicho,
no hubiera dicho que no.

A veces el epigrama no es tal. Ejemplo éste que figura como cantar


popular en algunas antologías y que Amancio Peratoner reproduce en su
Museo Epigramático.

Un pajarillo alegre
picó en tu boca,
pensando que tus labios
eran dos rosas.
Es delicioso.
Y vaya un epigrama de los que pueden publicarse en la actualidad
porque siguen vivitos y coleando:

Antón declara que el vicio


de fumar ha desechado.
Pero siempre que le encuentro
me dice: —Dame un cigarro.
De lo que yo he deducido,
que lo que Antón ha dejado
no es el vicio de fumar,
sino el de comprar tabaco.

Otro sobre el matrimonio y las mujeres:

Una vieja se moría,


y el marido, de ayes harto,
entrar a verla en el cuarto
a viva fuerza quería.
Y viéndose detener
por amigos, clama al cielo:
—¡Dejad, que siempre es consuelo
ver morir a su mujer!

Y ¿por qué no volvemos al tema de los cesantes, tan vivo hace siglo y
medio?

—No le pondré a usté en olvido


para cuando esté vacante
la plaza que me ha pedido.
Dijo un ministro a un cesante…
¡Y la había suprimido!
Uno «picaresco» de Serafí Pitarra:

Inés, infiel como todas,


olvidó a Pedro por Pablo,
y aquél dijo: —¡Voto al diablo!
Lo que es la noche de bodas.
He de hacer que oyendo ruidos
nunca duerman. Mas pensó,
y exclamó al punto: —No, no.
Es mejor que estén dormidos.

Y, para terminar, uno de J. Rico, que enlaza con un cuento popular:

Un zapatero bebió
más de lo que es menester,
y de un palo a su mujer
tuerta y sin dientes dejó.
Díjole el juez: —Es preciso
que se modere otra vez.
Y él contestó: —Señor juez,
ha sido sólo un aviso.

Y el cuento es el que sigue:


Se había casado un labriego y llevaba a su mujer de la iglesia a la casa
donde moraba en medio del campo. La mula en la que ella montaba dio un
traspié y el labriego dijo:
—¡Va una!
Siguieron el camino y por segunda vez tropieza la mula. El labriego
exclama:
—¡Van dos!
Continúa el trayecto y nuevo traspié. El labriego dice:
—¡Van tres!
Y sacando una pistola mata a la mula de un tiro.
La pobre mujer, asustada, le reprende airada:
—¡Parece mentira lo que has hecho! ¡Una mula tan buena y tan fuerte!
¡Eres un tonto! ¡Más animal que ella!
El hombre la deja explayarse, y cuando termina mira a su mujer y dice
simplemente:
—¡Va una!
EPITAFIOS

El epitafio es una inscripción que se graba sobre una tumba, mausoleo,


sarcófago u otro monumento funerario, para conservar la memoria del
difunto.
El nombre «epitafio» es compuesto de dos voces griegas: epi, sobre, y
taphos, tumba; es decir, inscripción puesta sobre una tumba, inscripción
sepulcral.
El origen de los epitafios es antiquísimo. Los primeros epitafios entre
los griegos se reducían al nombre solo del muerto, con el sencillo epíteto de
hombre de bien, o buena mujer.
Los atenienses, después de poner sencillamente el nombre del difunto,
añadían el de su padre y el de la tribu a que pertenecía.
En Lacedemonia no se ponían epitafios sino a los que habían muerto
por la patria. Estos epitafios contenían un corto elogio del difunto, tal como
el que grabaron sobre una columna en honor de los trescientos espartanos
que, capitaneados por Leónidas, se sacrificaron en el paso de las
Termopilas: «Pasajero, ve a decir a Esparta que hemos muerto aquí en
defensa de sus leyes».
Algunas veces los epitafios contenían una especie de sátira o una
reflexión moral, como por ejemplo el que pusieron sobre la tumba de
Alejandro:
«Basta esta tumba, para el que no bastaba el orbe». He aquí el epitafio
que grabaron sobre el sepulcro de Platón: «Esta tierra cubre el cuerpo de
Platón. El cielo contiene su alma. Hombre, seas quien fueres, respeta sus
virtudes si eres honrado».
Cuando Epaminondas, después de haber ganado la batalla de Leutres, se
hallaba entre los jueces y le advirtieron que iban éstos a pronunciar su
sentencia de muerte por haber conservado el mando del ejército tebano por
un poco más de tiempo del que estaba fijado por la ley, se volvió a los que
le rodeaban y dijo:
—Ruego a mis compatriotas que graben sobre la lápida que ha de cubrir
mi sepulcro esta inscripción: Perdió la vida por haber salvado la república.
Reproche que avergonzó de tal manera a sus jueces, que le absolvieron
de su pretendido delito, y le devolvieron el mando del ejército.
Simónides y Temístocles pusieron este epitafio a un tal Timacrearon de
Atenas, el cual era atleta, poeta muy mordaz y satírico, en venganza de
haberles denigrado en sus versos:
«Pasé mi vida comiendo, bebiendo y diciendo mal de todo el mundo».
El filósofo Arístipo dispuso que sobre su lápida sepulcral se grabara un
libro, un compás y unas flores, con esta inscripción:
«Aquí yace quien os aguarda».
El epitafio que había sobre el sepulcro de Ciro estaba concebido en
estos términos:
«Yo soy Ciro, hijo de Cambises, fundador del imperio de los persas, y
dueño y señor del Asia. No me envidies este monumento en que mis huesos
reposan».
Los términos sta viator —párate, viajero—, abi viator —aléjate, viajero
—, etc., que se encuentran en un gran número de epitafios, hacen alusión a
la costumbre que tenían los romanos de enterrar los muertos junto a los
caminos, algunos de los cuales tomaron el nombre de ciertas familias cuyos
sepulcros estaban en la inmediación de las vías públicas.
Cicerón puso sobre el sepulcro de su hija querida esta lacónica
inscripción: «Tuliola, filióla». (Pequeña Tulia, hijita).
El más bello elogio que creían poder hacer los romanos a una mujer era
poner sobre su losa sepulcral el siguiente epitafio: «Conjugi univiros». «A
la mujer que no ha tenido más que un esposo»; es decir, que no ha pasado a
segundas nupcias.
En los epitafios romanos se solía leer la fórmula: «Sií tibi térra levis».
Séate la tierra ligera, que se expresaba con las solas iniciales: S.T.T.L.,
las cuales han sido sustituidas por el cristianismo con las R.I.P.
—Requiescat in pace: Que descanse en paz.
Sobre el sepulcro de Cristóbal Colón que se halla en la catedral de Santo
Domingo, se lee la inscripción siguiente: «A Castilla y a León, nuevo
Mundo dio Colón».
Pero tras estos epitafios solemnes, pueden ir seguidos otros que lo son
menos. Por ejemplo el que pusieron en la tumba de un ahorcado por la
justicia:

Del que aquí yace


dos palabras te dirán la suerte:
una Parca hiló su vida
y un cordelero hiló su muerte.

O el de Sardanápalo, el rey asirio, célebre por sus orgías:

No he hecho más que comer, beber y darme al placer;


todo lo demás me ha parecido nada.

El caballero de Éon —que no se supo si era hombre o mujer hasta


después de su muerte, era hombre— compuso su propio epitafio:

Desnudo del cielo descendí


y desnudo estoy bajo esta piedra
por haber vivido en esta tierra
ni gané, no obstante, ni perdí.

El anticuario Caylus se hizo incinerar y colocar sus cenizas en una


antigua ánfora. El epitafio decía:

Aquí yace un anticuario


de mal carácter y manera brusca
¡qué bien alojado está
en esta jarra etrusca!

Célebre es el epitafio del cardenal Portocarrero en la catedral de Toledo:

Hic iacet pulvis cinis et nihil.


(Aquí yace polvo, ceniza y nada).

Estas pocas palabras han hecho correr ríos de tinta. Para un observador
imparcial son la expresión de humildad cristiana. Polvo, cenizas y nada.
Portocarrero, que había sido personaje importante en los últimos años del
reinado de Carlos II y en los primeros de Felipe V, él, que había sido uno de
los artífices de la llegada a España de la Casa de Borbón, indica al lector de
su epitafio que las vanidades del mundo son de tan poca importancia como
la ceniza o el polvo; es decir, nada. Pero hubo quien interpretó, sin tener en
cuenta las creencias y la vida religiosa del cardenal, que lo que aseguraba el
difunto era que no había nada después de la muerte, como un ateo que, a
última hora, se desenmascara ante el mundo. Eso es no tener en cuenta que
las autoridades eclesiásticas de la época no hubieran dejado poner una frase
que, ni aun remotamente, podría interpretarse en disconformidad con la fe
católica, dejando aparte, claro está, el ejemplo de ortodoxia del cardenal a
lo largo de su vida.
De todos modos, no estoy muy conforme con este desprecio del cuerpo
que me parece poco cristiano y algo herético, maraqueo o cátaro. El cuerpo
no es tan despreciable como generalmente se nos dice y se nos predica. Está
destinado a la resurrección y a la vida eterna. Cuando oigo a los curas en los
entierros —que con las bodas son las únicas ocasiones en que pueden
predicar ante los no practicantes o los no creyentes— denostar al cuerpo y
hablar sólo del alma, me entran ganas de interrumpir. La esposa, el padre o
la madre de aquel cuerpo difunto lo acaban de perder. Aquel cuerpo que han
amado y que continúan amando. Aquel cuerpo que han acariciado y que
saben que no verán más. No lo verán en este mundo pero sí en el otro; la
materia resucitará, no sabemos cómo, pero está destinada a la vida eterna.
Una materia que gozará, con el alma, de la presencia y la contemplación de
Dios. Y ello por toda la eternidad. No es, pues, tan despreciable. Es, ahora,
polvo y ceniza, pero no es nada. Es algo y algo importante y, al final, será
inmortal. No, no es tan despreciable.
Perdonen la digresión y continuemos con los epitafios.
Terminemos este capitulillo con el de Benjamín Franklin redactado por
él mismo:
Aquí descansa entregado a los gusanos el cuerpo de. Benjamín Franklin,
impresor. Como la cubierta de un viejo libro al que le han arrancado las
hojas, cuyos dorado y título se han borrado pero no por esto la obra se habrá
perdido, pues reaparecerá cual lo creía en una nueva y mejor edición
revisada y corregida por el autor.
ANECDOTARIO (VIII)

Cuando don Eduardo Dato era presidente del Consejo de Ministros español
en los días aciagos de la guerra del 14 al 18, reunió una vez al dicho
Consejo para tratar de asuntos importantes frente a la situación
internacional. Se reunieron los periodistas para que en su despacho Dato les
diera la información que pudiera. Dato empezó hablando de unas cosas y
otras sin abordar en ningún momento el tema de la guerra. Al final los
periodistas le dijeron:
—Quisiéramos saber, don Eduardo, qué acuerdos han tomado en el
Consejo relativos a la situación de España ante el conflicto.
Dato vaciló un momento:
—Señores, ¿son ustedes capaces de guardar un secreto?
—Sí —respondieron todos a coro.
—Pues yo también. Y eso fue todo.

En tiempos de la dictadura de Primo de Rivera se nombraron unos


delegados gubernativos que entre otras cosas debían controlar y vigilar las
escuelas para comprobar si los maestros cumplían con los deberes de su
profesión. En Orense se quejaron de que el delegado había encomendado a
la Guardia Civil el visitar las escuelas y que, para mayor inri, imponía a los
maestros usar un librito que había editado con el título de Consejos a los
niños para que sean buenos. De cómo sería aquel libro basta copiar esta
sentencia:

El niño bueno procura


no jugar con la basura.
Debes ser muy aplicado,
pues lo manda el delegado.

El rey Luis XIV de Francia preguntó un día al historiador Mézeray:


—¿Quién os mandó pintar a Luis XI como un tirano?
—Y a él, ¿quién le mandaba serlo? —respondió el honesto autor.

El cardenal Duprat cayó en desgracia y fue encarcelado. Para recobrar


la libertad fingió tener una retención de orina y bebía todo lo que orinaba.
Los médicos, alarmados, avisaron al rey, quien a trueque de conservar la
vida de su ministro le devolvió la libertad.

Hay gente que cree ser inmoral y no pasa de ser amoral. La amoralidad
es la inmoralidad con asepsia y esterilización y en cuestiones amorosas la
esterilización siempre ha dado mal resultado.

Don José Francos Rodríguez tenía un gran interés en que fuese


nombrado gobernador civil en la etapa de Canalejas, un ex diputado
alicantino que se había arruinado a causa de las luchas políticas. A
Canalejas le decía:
—Piense, don José, que es un hombre honrado a carta cabal, que es
inteligente y está tan a las últimas que ha jugado su último dinero a la
lotería para ver si sale del atolladero.
—¿Dice usted que es inteligente y ha jugado a la lotería? Ese protegido
suyo es tonto y no le hago gobernador.

Un soldado del mariscal Turena se hacía también llamar Turena por sus
camaradas. Súpolo el jefe y le mandó llamar:
—Me han dicho que te haces llamar Turena, como yo. ¿Con qué
derecho?
—Mi general, yo siempre tuve pasión por los grandes nombres. Si
hubiera en el mundo otro más excelso que el vuestro, me lo pondría sin
ningún escrúpulo.
El mariscal sonrió y le mandó que, en adelante, se llamase «Turena
dos».

Manuel Semprún era un gran militante del partido de Romanones, que


le había prometido un gobierno civil cuando llegase al poder. Ello sucedió
al cabo de poco tiempo y Semprún miró en la Gaceta convencido de que
sería poncio de alguna provincia. En la lista de gobiernos de primera clase
no aparecía su nombre, tampoco en los de segunda y ni siquiera en los de
tercera.
Furioso, fue a ver al conde.
—No hay derecho: usted me prometió un gobierno y…
Romanones no le dejó acabar:
—Está usted nombrado, ya se lo dije.
—Pero mi nombre no figura en la Gaceta.
Y Romanones, pícaro, contestó:
—¡Huy! No sabe usted lo que miente la Gaceta.
Al día siguiente figuraba el nombramiento.
En una de sus obras, Voltaire decía que «los cristianos franceses al
llegar a Jerusalén durante las Cruzadas obsequiaron con un baile a las
damas infieles».
Velly, que había estudiado el tema y estaba escribiendo una historia de
las Cruzadas precisamente, le preguntó de dónde había tomado tal noticia.
—De ninguna parte —respondió Voltaire—; pero siendo franceses es
imposible que procedieran de otro modo. Y así escribía la historia el
solitario de Ferney.

Como no es posible vivir según se sueña, es menester soñar según se


vive.

Un tribunal de Texas había condenado a muerte a un individuo llamado


John Jolin por asesinato, y el juez le dirigió lo que sigue:
—El tribunal os condena a muerte y quisiera conservaros la vida hasta
la primavera próxima; pero va haciendo mucho frío y nuestra cárcel se
encuentra en el estado más deplorable. No queda un cristal en las ventanas,
ni las chimeneas funcionan bien; además, el número de presos es tal que no
podemos comprar mantas para todos. Por todos estos motivos y para
abreviar en lo posible vuestros padecimientos, hemos determinado
ahorcaros mañana por la mañana, advirtiendo que podéis desayunar primero
y poneros de acuerdo con el sheriff, para escoger la hora que a entrambos os
sea más agradable y conveniente.

En unas oposiciones, Canalejas fue derrotado por Menéndez y Pelayo.


El primero en reconocer la justicia de la decisión fue el propio Canalejas,
que volvió a presentarse en las oposiciones siguientes, en la que ganó
Sánchez Noguel. El que decidió con su voto la contienda fue don Ramón de
Campoamor, quien consoló al perdedor diciéndole:
—¡Pero, hombre de Dios…! Si va usted en camino de ser ministro, ¿por
qué diablos quiere ser catedrático?

Lady Cartwrigt, esposa del virrey de Irlanda, dijo un día a Swift:


—Los aires que aquí se respiran valen un tesoro.
—¡Por piedad! —exclamó Swift, poniéndose de rodillas—. No se lo
digáis a nadie en Inglaterra o nos van a echar contribución sobre el clima.
A tanto no hemos llegado todavía en España, pero todo se andará. Y si
no, al tiempo.

Marcelino Menéndez y Pelayo tenía no sólo una memoria prodigiosa,


sino que se jactaba de ella, diciendo que sabía al dedillo el nombre del
autor, el título del libro y el nombre del editor de cualquier libro que se
publicara en España.
Rodríguez Correa se complacía en poner a prueba tal memorión,
saliendo siempre perdedor. Un día le dijo:
—Don Marcelino, he encontrado un libro utilísimo que quizá usted no
conoce. —¿Cuál es?
—Uno editado por Ridaura, de Alcoy. —¿Ridaura? ¿Alcoy?
Menéndez y Pelayo pasó días torturando su memoria y, al fin, se dio por
vencido. Entonces Rodríguez Correa sacó de un bolsillo un librillo de papel
de fumar, diciéndole:
—¡No me negará que es utilísimo… para los fumadores! Por poco
Menéndez y Pelayo no se lía a bofetadas con su interlocutor.
Cuando el lazo conyugal se afloja se convierte en cadena.
¿HISTORIA? ¿LEYENDA? (IV)

De cómo Jaime I el Conquistador le cortó la lengua al obispo de Gerona.


Cuenta el padre Mariana en su Historia de España —libro XII, cap. VIII—
que Jaime I el Conquistador tuvo dada palabra de casamiento a una dama
llamada Teresa Vildaura y que, dadas las circunstancias de la época, en que
la palabra de casamiento equivalía a una promesa casi sacramental, quiso
liberarse de ella negando en público lo que había prometido en privado,
para así poder casarse con Violante de Hungría, de la que no sé si estaba
enamorado pero cuyo enlace era conveniente para sus designios políticos.
Cuando Teresa Vildaura reclamó del rey el cumplimiento de la palabra dada
éste no sólo lo negó, sino que hizo proclamar la noticia del próximo enlace
con Violante, pero en confesión manifestó al obispo de Gerona la verdad
del hecho. El obispo, ya fuese celoso de la conciencia del rey, ya compasivo
del agravio que se hacía a doña Teresa, quebrantó el sigilo de la confesión y,
pareciéndole que hacía una obra de misericordia, escribió, en cifra, una
carta al papa Inocencio IV dándole cuenta del hecho. Al enterarse en Roma
de esta circunstancia empezaron a poner dificultades en el proyectado
enlace, y Jaime I supo, por confidencia de gente de su confianza, que el
culpable de la demora era el obispo de Gerona, y juzgando que ello era
cierto, por no haberse descubierto a otra persona alguna, hizo llamar al
obispo a la corte y apenas le tuvo presente en su presencia mandó a un
verdugo que le cortase la lengua. En cuanto la noticia llegó a Roma y supo
el pontífice el atroz delito, declaró excomulgado al rey y todo el reino de
Aragón. Don Jaime reconoció su yerro, y mostrando arrepentimiento, pidió
absolución al santo padre, quien envió al obispo de Valencia para que
absolviese al rey y alzase la excomunión al reino. Dicen que la penitencia
fue la de edificar a su costa un monasterio en los Montes de Tortosa,
dotándolo con rentas suficientes.
¿Qué hay de verdad en todo este caso? Lo cierto es que el obispo de
Gerona, llamado Berenguer de Castellbisbal, reveló al papa un secreto que
le había confiado el rey. ¿Fue en confesión o fuera de ella? No se sabe. ¿Era
en realidad el anuncio de su promesa de matrimonio con Teresa Gil de
Vildaura, que es como se llamaba la dama? Ninguno de los documentos que
hablan del hecho lo explican circunstanciadamente. Algunos historiadores
creen que se trataba de un secreto de Estado, otros que el secreto era el
reparto de dominios del conde rey entre sus hijos. El obispo de Valencia —
que en aquel momento lo era de Lyon—, llamado Andreu d'Albalat, fue
quien trató del asunto con Jaime I, el 5 de agosto de 1246. El Conquistador
otorgó en Valencia el documento por el cual prometía al papa hacer
penitencia. El día 12 de septiembre del mismo año el papa autorizaba la
absolución del rey con la condición de dotar diversas obras pías, entre las
cuales había el monasterio de Benifagá, y el día 20 de octubre el obispo
Felipe y el fraile Desiderio absolvieron solemnemente a Jaime I en nombre
del papa y le ordenaron que en adelante, fuera de los casos fijados por el
derecho, no osase levantar mano contra los clérigos.

REINAR DESPUÉS DE MORIR. En 1691 se publicó en Madrid el


libro de Cristóbal Lozano David perseguido, al que siguió otra serie de
libros religiosos, o por lo menos devotos, en los cuales, entre reflexiones
morales, van intercaladas leyendas y tradiciones de varias épocas y países.
En 1943 Joaquín de Entrambasaguas publicó en la benemérita colección
Clásicos Castellanos dos tomos titulados Historias y leyendas, selección de
las más bellas contenidas en los libros de Lozano. La historia que sigue está
entresacada del David perseguido ya citado, tomo I, capítulo 13. Y
entrecomillado van párrafos y frases de dicho autor.
Entre 1325 y 1357 reinó en Portugal el rey Alfonso IV, apellidado el
Bravo por su valentía y que participó, junto con los reyes de Castilla y el
rey de Aragón y conde de Barcelona, en la batalla del Salado. El hijo del
rey, llamado don Pedro, llegó a edad de contraer matrimonio y se convino
con la infanta de Castilla, doña Constanza, a pesar de que el rey de Castilla
Alfonso XI se opuso a ello, «todo celos y envidia de que no gozase su
cuñado prenda que él había apetecido y deseado casar con ella. Son pocos
los cuñados que desean bien unos a otros».
«Quiso el infante don Pedro a doña Constanza con obligaciones de
marido no con caricias de amante», pues se había enamorado de una dama
de la propia infanta llamada Inés de Castro, «milagro de hermosura en aquel
siglo».
En 1345 murió doña Constanza y don Pedro hizo regularizar su
situación con doña Inés, que ya le había dado cuatro hijos, pero no contó
con la enemiga de su padre el rey Alfonso, que se opuso rotundamente a
ello, pues era muy mirado en materia de liviandades. Dice Lozano que «fue
cual otro Alfonso el Casto, que, aunque casó y tuvo hijos, no se lee de él
que los tuviese fuera de su matrimonio, que es cosa particular», ello da idea
de las costumbres de la época, pues Lozano encuentra particular y digno de
ser señalado el hecho de que un rey no tuviese hijos bastardos.
Don Alfonso pensó en casar a su hijo con otra princesa, a poder ser
castellana; pero don Pedro no sólo desobedeció a su padre, sino que se casó
secretamente con doña Inés, aunque el secreto no fue tanto por cuanto
pronto se supo en la corte y en todo el reino.
Irritado don Alfonso por todo ello, no vaciló en decretar la muerte de la
esposa de su hijo y encargó a tres cortesanos suyos, llamados Pedro Coello,
Diego López y Álvaro González, para que fuesen a Coimbra, donde residía
doña Inés, y la asesinasen. Así lo hicieron en presencia de los hijos de la
infortunada. La reacción de don Pedro fue terrible: se sublevó contra su
padre y el reino se dividió entre partidarios de uno y de otro. La lucha no
cesó hasta que murió don Alfonso. Con su muerte sucediole el infante en la
corona y lo primero que hizo fue buscar a los asesinos de su esposa, que
habían huido a Castilla, en donde reinaba entonces don Pedro, llamado el
Cruel o Justiciero, quien comprendió tanto más la cólera de don Pedro
cuanto que él mismo entonces estaba enamorado de doña María de Padilla.
A cambio de unos enemigos del rey de Castilla, éste entregó al rey
portugués a Pedro Coello y Álvaro González, no pudiendo hacer lo mismo
con Diego López, pues éste, temeroso de lo que podía pasar, se había puesto
a las órdenes del hermano bastardo de don Pedro el Cruel, Enrique de
Trastámara.
Los dos prisioneros «vengó don Pedro su saña con un castigo horrendo,
pues estando vivos les hizo sacar los corazones al uno por los pechos y al
otro por las espaldas y después mandó quemarlos.
»No contento con eso, hizo desenterrar a doña Inés y sentó su cadáver
en un trono junto al suyo y mandó que todos los cortesanos le besasen la
mano como a reina. El cadáver fue trasladado de Coimbra a Lisboa, en
donde se efectuó el acto, y de Lisboa a Alcobaga, en cuyo monasterio hizo
labrar don Pedro dos tumbas: una para él y la otra para doña Inés. Las
tumbas están encaradas una frente a la otra de tal forma que, como dijo don
Pedro, “el día del juicio final, cuando resuciten los cuerpos y se incorporen,
lo primero que verán los ojos de ambos será el rostro del ser amado”.
Reinó don Pedro diez años, durante los cuales no se le conoció ningún
amorío y murió a los cuarenta y siete años de edad.
INRI

Cuentan de una señora que visitando un museo dijo:


—Lo que más me choca es este pintor llamado Inri que no hace más que
pintar crucifixiones.
Naturalmente, esa buena señora no sabía que la palabra INRI no es más
que la abreviación de la inscripción de la cruz que Pilato hizo poner sobre la
cabeza del crucificado y que significa Iesus Nazarenus Rex Iudeorum, que
quiere decir Jesús Nazareno rey de los judíos. «Este rótulo lo leyeron
muchos de los judíos porque el lugar en que fue crucificado Jesús estaba
contiguo a la ciudad y el título estaba escrito en hebreo, griego y en latín.
Los pontífices de los judíos, al leerlo, dijeron a Pilato: no has de escribir rey
de los judíos, sino que él ha dicho: “Yo soy el rey de los judíos”. A lo que
respondió Pilato: “Lo escrito, escrito está”.».
Es probable que, siguiendo la legislación criminal romana, Jesús llevase
pendiente del cuello este cartel durante el camino hasta el Calvario.
Según la tradición, esta inscripción fue enterrada con la cruz en el
Calvario. Santa Elena, al descubrir la cruz del Señor, encontró también
estos rótulos, parte de cuya tabla se conservaba en Roma. También según la
tradición, piadosa tradición, santa Elena descubrió tres cruces; es decir, la
de Cristo y la de los dos ladrones, y para saber cuál era la de Jesús se colocó
un cadáver sobre cada una de ellas, resucitando el que estaba en contacto
con la cruz del Señor. Esta tradición tiene un origen medieval.
Según algunos autores, la inscripción estaba escrita en arameo y, cosa
que puede interesar a los artistas, quien escribió el texto lo hizo en hebreo
de derecha a izquierda, como se escribe este idioma, y probablemente la
traducción al griego y al latín también se puso al revés de lo habitualmente
usado. Ello no extrañaría a los judíos griegos y romanos, que estaban
acostumbrados a ver documentos e inscripciones de sus respectivos idiomas
escritos de una forma inversa del hebreo.
Cuando Napoleón fue a coronarse rey de Italia, entre otras inscripciones
alegóricas que le pusieron, una de ellas fue INRI, que alarmó al emperador
hasta que fue descifrada diciendo que significaba Imperator Napoleón Rex
Italiae, lo que recuerda la inscripción «VERDI» que usaban los partidarios
de la unificación de Italia y que, a la par del nombre del compositor,
significaba también Vittorio Emmanuele Re d'Italia o la que usaban los
monárquicos españoles durante la segunda república, VERDE, que
significaba Viva el rey de España.
CUANDO CARLOS IV QUISO CREAR
LA COMMONWEALTH HISPÁNICA

Según el diccionario, «Commonwealt. Voz inglesa que significa el bien


público, o el conjunto de ciudadanos que constituyen una comunidad
organizada, o también un cuerpo político o un Estado o conjunto de Estados
unidos por algún pacto o convenio bajo una forma de gobierno y sistema de
leyes. Geog. Hist. y Polít. Nombre que suele darse corrientemente a la
Comunidad Británica de Naciones (British Commonwealth of Nations),
constituida por el Reino Unido y por los países que habiendo formado parte
del imperio británico y alcanzado su plena soberanía, siguen aún asociados
o ligados de algún modo al Reino Unido».
Carlos IV tuvo en 1806 la idea de dividir América en varios reinos o
señoríos unidos a España por lazos de familia o amistad. Con fecha 6 de
octubre dirigió una carta al doctor Amat, arzobispo de Palmira y abad de
San Ildefonso, residente entonces en Segovia, la carta siguiente, que
transcribo incluso con sus faltas de ortografía:

«Habiéndose visto por la experiencia que las Américas estaban


sumamente expuestas, y aun en algunos puntos imposibles de defenderse,
por ser una inmensidad de costa, he reflexionado que seria muy político, y
caso seguro el establecer en diferentes puntos de ellas a mis dos hijos
menores, a mi hermano, a mi sobrino el infante don Pedro, y al príncipe de
la Paz en una soberanía feudal de la España, con títulos de virreyes
perpetuos y hereditaria, en su línea directa, u en caso de faltar ésta,
rebersiva a la Corona, con ciertas obligaciones de pagar cierta cantidad para
reconocimiento de vasallaje, y de acudir con tropas y navíos donde se les
señale, me parece que además de lo político, voy a hacer un gran bien a
aquellos naturales, así en lo económico como principalmente en la religión;
pero siendo una cosa que tanto grava mi conciencia, no he querido tomar
resolución, sin oír antes vuestro dictamen, estando muy cerciorado de
vuestro talento, christiandad y celo pastoral de las almas que gobernáis, y
del amor a mi persona, y así espero que a la mayor brevedad respondáis a
esta carta, que por la importancia del secreto va toda de mi puño, así lo
espero del acreditado amor que tenéis al servicio de Dios y amor a mi
persona y os pido me encomedéis a Dios para que me ilumine y me dé su
santa gloria.
»San Lorenzo y octubre, 6 de 1806.
»Yo el Rey».

No sé si la idea fue del rey o del príncipe de la Paz, Manuel Godoy, que
se vería beneficiado con un reino a su medida. ¡Ahí es nada: de hidalgüelo
extremeño a rey en las Américas! Pero la idea no era mala y así lo
consideró el arzobispo, que en su contestación decía:
«La religión nada perderá seguramente en la península y ganará
muchísimo en los vastos continentes e islas de la América si se establecen
en ellas algunas casas soberanas animadas de la religiosa piedad que
caracteriza la real familia de vuestra majestad…».
Pasando a temas más materiales, el arzobispo, con gran visión, afirma:
«Así mismo, en todas las regiones de América han de ser muy
considerables los progresos de la agricultura, de las artes y de la población
con las mutaciones consiguientes a la de estar a la vista de su propio
soberano y sin las limitaciones y la dependencia que exige en las colonias el
bien de la metrópoli».
Sigue reflexionando el doctor Amat sobre los peligros que sufriría la
hacienda española al faltarle los recursos que de las colonias venían, pero
considera muy justamente que «las ventajas que ha sacado la España de las
colonias de América han sido muchas veces más aparentes que reales y han
ocasionado notables perjuicios a la población y a la verdadera riqueza de las
provincias de la metrópoli. Consideraba también que, establecidas en
América algunas soberanías feudales de España, aunque comerciasen con
ellas más directamente que ahora las demás naciones, subsistían siempre a
favor de los españoles la mayor facilidad de proporción que nacen de la
uniformidad de idioma y de religión y de la semejanza de legislación y
costumbres y de la relación de parentesco de los virreyes soberanos que allí
se establezcan con vuestra majestad y con vuestros augustos sucesores». De
ello deduce que «la ideada mutación del gobierno de la América española
causaría pocos o ningunos perjuicios a la riqueza de España».
No se le escapa al arzobispo la mutación que a finales del anterior siglo
habían sufrido las tierras americanas, empezando por la independencia de
Estados Unidos, y conocía también los aires de autonomía o independencia
que empezaban a circular por las colonias españolas, «bien se consideren
las mismas Américas españolas o bien los Estados de aquella parte del
mundo o bien se fije la atención en el actual estado de la Europa y en las
extrañas revoluciones que en ellas se han visto se debe tener por imposible
que la España conserve por mucho tiempo sus dilatadas colonias en aquel
grado de dependencia y de exclusión de las demás naciones que es preciso
para sacar de ellas ventajas que compensen los gastos y cuidados de su
conservación; y supuesta la imposibilidad de la defensa útil de aquellas
colonias que me parece cierta por las noticias públicas de América y de
Europa y mucho más por verla confirmada en las primeras líneas de la carta
de vuestra majestad, no tengo duda que es muy justo y muy prudente el
medio de la soberanía feudales para asegurar a la corona de España todo el
esplendor y a sus pueblos toda prosperidad que pueden esperarse de la
América».
¡Qué lástima que este sueño no se hubiera realizado! La caída de
Godoy, que tal vez no era ajeno al proyecto, la invasión napoleónica en
España y todos los sucesos que de ellos se derivaron, impidieron la
realización de un ideal de comunidades hispanas que hubiera dado ciento y
raya a la Commonwealth británica.
ANECDOTARIO (IX)

Se cuenta de Isabel I de Inglaterra que un día encontró a uno de sus


cortesanos con quien no había cumplido ciertos ofrecimientos, le vio
abstraído y le preguntó de pronto:
—¿En qué piensa un hombre cuando no piensa en nada?
—En promesas de mujer —respondió el otro. La reina bajó la cabeza y
se fue diciéndole en voz baja:
—El despecho puede inspirar respuestas ingeniosas; pero también
puede condenar a pobreza perpetua.

A comienzos de siglo visitó Joaquín Costa un pueblo andaluz. Las


fuerzas vivas de la localidad le invitaron a que visitase el casino. Costa
accedió por cortesía. Tomando café, se animó y empezó a hablar de los
grandes problemas sociales que aquejaban a España y en especial a
Andalucía. Su alma de apóstol se fue exaltando mientras poco a poco iban
desfilando los contertulios hasta que quedaron dos o tres oyendo sus
palabras por pura educación. El alcalde, viendo lo violento de la situación,
invitó a Costa a jugar una partida de tresillo, y don Joaquín se desató en
improperios contra el juego, ya que, según él, era perder el tiempo
lastimosamente jugándose un dinero que hacía falta al pueblo andaluz. El
médico de la localidad no pudo aguantar más y dictaminó:
—Este hombre está loco.
Y desde entonces los «casineros» quedaron convencidos de que Joaquín
Costa era un orate.
Las tropas de Luis XIV de Francia acababan de ganar una batalla y el
duque de Maine, hijo bastardo del rey, le dijo:
—Señor, yo seré un ignorante toda la vida porque a cada batalla que
ganáis el preceptor me hace suspender las lecciones.
No sé si el duque del Maine fue un ignorante o no, lo que es cierto es
que muy pronto había aprendido la asignatura de la adulación.

Había en la redacción de un periódico madrileño de los años diez un


redactor que todo lo hacía bien menos los títulos de las noticias. No podía
con ellos. Un día vio cómo del andamio se caía un obrero a la calle
matándose en el acto. El hombre redactó la noticia, pero no acertaba el
título. «Accidente» le parecía vulgar, «Desgracia», poco interesante,
«Muerte», poco expresivo.
Al fin la noticia salió con el siguiente título: «Andamio».

El peor tormento: cuando el hombre que desprecias te dice: «Porque los


hombres como usted y yo…».

Al sucesor del duque de Vendóme en el gobierno de cierta provincia


francesa por mera ceremonia le presentaron, según costumbre, una bolsa
con mil monedas de oro, al tiempo que le decían:
—Vuestro ilustre antecesor no quiso admitirla.
—¡Oh! El duque de Vendóme era un hombre inimitable. Y se embolsó
el dinero.

Cuando la reina Victoria Eugenia, esposa de Alfonso XIII, dio a luz a su


segundo hijo, el infante don Jaime, padre del actual duque de Cádiz don
Alfonso de Borbón, un periódico dio la noticia diciendo:
«Su majestad la reina ha dado a luz a su segundo primogénito…».

De cómo eran tratados los cómicos en otros tiempos da cuenta la


anécdota que sigue. En París los teatros, como por otra parte de España,
dependían de los hospitales y casas de beneficencia que vivían de ellos,
pero despreciaban a autores y actores. El cómico Dancourt fue encargado de
ir a presentar a los administradores del Hospital de París la contribución que
los teatros debían pagar.
Dancourt en aquel acto pronunció un breve discurso para demostrar que
los cómicos, por las limosnas que proporcionaban a los pobres, merecían
verse libres de la excomunión que pesaba sobre todos los de su oficio, pero
su elocuencia no produjo ningún efecto positivo.
El arzobispo de París, presidente de la administración del hospital, le
miró y ni siquiera le contestó, y el presidente del Parlamento, Harlay, otro
de los administradores, se limitó a decirle:
—Dancourt, tenemos oídos para escucharos; tenemos manos para
recoger vuestras limosnas, pero no tenemos lengua para responderos.

El que fue en un tiempo célebre autor, Marcos Zapata, era un deplorable


estudiante que llegaba a final de curso sin haber abierto los libros de texto;
los últimos días se aprendía unas cuantas lecciones y se presentaba con la
esperanza de tener suerte. Una de las veces que fue a examinarse le salió
una lección que desconocía por completo y Zapata, sin inmutarse, empezó a
hablar de todo lo humano y lo divino, aludiendo de vez en cuando, y sólo de
pasada, al tema del examen.
El catedrático le llamó al orden:
—Señor Zapata, está usted dando una en el clavo y ciento en la
herradura.
Y Marcos Zapata, impertérrito:
—Yo no tengo la culpa… ¡Si estuviera usted quieto…!
Fue suspendido, claro está.

La historia es una novela que no tenemos que imaginar.

Pasó un día revista a sus guardias el rey Luis XIV de Francia y parte de
sus tropas penetró en un campo labrado. Llegó el dueño del campo, violo
todo echado a perder y comenzó a gritar:
—¡Milagro, milagro!
Quisieron imponerle silencio, pero él no cesaba de gritar:
—¡Milagro, milagro!
Tantas y tan fuertes fueron sus voces, que llegaron a oídos del rey, quien
mandó que llevaran al labrador a su presencia:
—¿Qué milagro es ése? —le preguntó.
—Señor, en esa tierra, que es mía, había yo sembrado guisantes y me
han salido soldados que sin duda venderé a buen precio.
Entendió el rey la indirecta e hizo que le abonaran los perjuicios
causados.
Esta anécdota explica la prepotencia y tiranía de los reyes absolutos. De
no ser por el rasgo de ingenio del labrador y del estado de humor del rey, al
que el primero encontró en un buen día, los perjuicios causados por las
tropas reales a un súbdito no hubieran tenido compensación alguna. El
pueblo no tenía ningún derecho.

Don Pedro Muñoz Seca, el gran autor teatral, asesinado en Madrid poco
más o menos cuando lo era en Granada García Lorca, iba todas las mañanas
al madrileño café de Levante, donde pedía café con media tostada. Al entrar
compraba el ABC, leyéndolo mientras desayunaba. En el momento de
marcharse llegaba siempre una buena mujer, a la que Muñoz Seca le daba la
tostada y el periódico para que lo vendiera por la «perra chica» que
entonces costaba. Esto se repitió durante más de un año, hasta que un día la
vieja dejó de presentarse.
Una semana después dos pobres mujeres fueron a ver a don Pedro:
—Perdón, señor: sin duda encontrará usted a faltar a la mujer que venía
todas las mañanas.
—Pues, sí. ¿Le ha pasado algo?
—Se ha muerto… y ha hecho testamento.
—¿Testamento? Pero ¿tenía algunos bienes?
—No, señor; pero a ésta le deja la media tostada y a mí el ABC.
Muñoz Seca cumplió la última voluntad de la difunta y siguió
entregando a las herederas el periódico y la tostada.
El príncipe de Conti era feo por demás y no brillaba precisamente por su
ingenio. Un día en que salía de viaje le dijo a su esposa:
—Cuidado, no me seas infiel durante mi viaje.
—Parte tranquilo: esta tentación no la tengo más que cuando te veo en
casa.

Soporto mejor mis defectos que los de los demás.


DE LOS TESTÍCULOS, LOS HUEBOS Y
OTRAS ETIMOLOGÍAS

Estoy seguro que todos mis lectores habrán oído de labios de algún amigo
esta frase que quiere ser graciosa y que tal vez lo sea la primera vez que se
oye:
—Yo soy «testículo» de tal hecho.
Digo que puede ser graciosa; la gracia la encontrarán los que la oyen
por primera vez, pero a la dos mil cuatrocientas cuatro da pena y ganas de
echarse a llorar.
Pues bien, quien tal dice no está, probablemente, lejos de tener razón.
La palabra «testículo» viene del latín testículos, diminutivo del vocablo
testes, que quiere decir «testigo». Se llamaban testiculus los atributos viriles
del recién nacido que demostraban que era varón y que, por tanto,
continuaba la gens o familia romana, que, como en otras partes, se
prolongaba por línea masculina, ya que las mujeres al casarse pasaban a
pertenecer a la gens o familia del marido. Éste es el origen de la palabra;
quien dice que ha sido «testículo» de un suceso expresa que ha sido un
pequeño testigo, importante si se quiere, pero pequeño, de un suceso
cualquiera.
Y pasemos a otra cosa.
Hace algún tiempo en un juzgado, creo que del Levante español, un
abogado presentó a magistratura un documento en el que pedía cierta cosa
«por huebos», así, con b que no con v. El juez que recibió el papel creyó
que además de una falta de ortografía había una ofensa a la magistratura en
general y a él en particular y empapeló al abogado.
Éste respondió con un pliego de descargo diciendo que la palabra «por
huebos», con b, se encontraba en el Diccionario de la Real Academia
Española, edición de 1984, vol. II, p. 478, columna 2.ª, y que, según el
mismo, significaba y significa «necesidad, cosa necesaria».
No sé cómo terminó el asunto, pues los periódicos que publicaron el
inicio del mismo no publicaron su desenlace. Me gustaría saberlo.
De modo que si ustedes piden una cosa por «huebos», con b, solicitan
algo que les es necesario. Si lo piden con v, cometen una grosería.
Y para terminar este párrafo, digamos que «huebos», con b, deriva
etimológicamente del latín opus, n. indeclinable que significa «cosa
necesaria, precisa, debida, conveniente», como se ve en la frase de Tito
Livio: «Dux nobis opus esti (Nos hace falta un jefe), o la de Plinio: Puero
opus est cibum» (El niño necesita alimento).
Otra etimología curiosa es la de Labacolla o Lavacolla, localidad en la
que se encuentra situado el aeropuerto de Santiago de Compostela. Algunos
guías y algunas guías impresas indican que allí es donde los peregrinos
medievales se lavaban antes de entrar en la ciudad del Apóstol. Como se
lavaban el cuello, de ello deriva Lavacolla. Nada menos cierto. El lugar se
llamaba antes «Lavaméntula», y méntula es palabra latina que significa
«pene» o miembro viril. Los peregrinos se lavaban, cuando se lavaban,
porque al llegar al templo olían tan mal que se tuvo que inventar el
botafumeiro para perfumar un poco el enrarecido ambiente —digo que se
lavaban por entero y en ello iba incluida la higiene de las partes pudendas
—. Bien por lavaméntula. Pero este «colla» ¿de dónde viene? Pues muy
probablemente de coleo, que significa testículo, con lo que queda explicada
la transformación de Lavaméntula en Labacolla. Es inútil que mis lectores
busquen en su habitual diccionario de latín la palabra coleo. Es muy
probable que no la encuentren, como tampoco méntula, cunnus, irrumire,
fricatrices y muchos otros que se leen en las obras de los clásicos como
Marcial, por ejemplo. Los diccionarios son, en general, de una pudibundez
atroz. Y ello me recuerda una anécdota curiosa: Dirigiose una dama a un
lexicólogo y le dijo: —Le felicito porque en su diccionario no figuran
palabras obscenas.
—Señal de que las ha buscado —dijo el sabio. No es que se busquen, es
que se encuentran en los textos latinos y, salvo excepciones, dignas
excepciones que, como he dicho, no figuran en los diccionarios al uso.
Y vamos con otra palabreja: «cesárea» o «apertura quirúrgica del
vientre de la madre para extraer la criatura». Según opinión muy extendida,
la palabra deriva del hecho de que Julio César llegó al mundo gracias a esta
operación. Nada dice la historia de ello. La palabra deriva de caesura,
«corte, incisión», y de caesus, a, un, a su vez de caedo. Significa «cortado,
inciso», etimología más lógica que la de la leyenda.
La palabra «César» me lleva a plantear una pregunta: ¿cómo
pronunciaban «César» los antiguos romanos? Durante el Concilio Vaticano
II surgió un problema curioso: todos los obispos hablaban en latín, pero a
veces no se entendían. ¿Por qué? Muy sencillamente, porque lo
pronunciaban diferentemente unos de otros; cada uno según la fonética de
su país. Así un castellano pronunciaría «Zésar»; un catalán, «Sésar»; un
francés «Seság»; un italiano, «Chésar», y así sucesivamente. Imaginen mis
lectores si en una sencilla palabra hay tantas diversas pronunciaciones, el
lío que se debía de armar. Pero ¿cuál es la verdadera pronunciación? ¿Cómo
se ha podido llegar a averiguarlo? Pues muy sencillo y complicado a la vez.
Intentaré simplificar la explicación.
Los arqueólogos descubrieron que en muchos grafitti, inscripciones
murales, la palabra «César» estaba escrita con K:
—Kesar o Kaesar—, lo que significaba que el sonido de la C era fuerte.
Cuando se vio que Cicero, «Cicerón o garbanzo», estaba escrito Kikero se
convencieron de la suposición. Así, poco a poco, fueron analizándose
inscripciones hasta llegar a descubrir la pronunciación correcta, que ahora
se llama «clásica» y que es la que se enseña en las universidades. Y ello en
multitud de palabras. Ayudó a ello el análisis de las composiciones en verso
que por su ritmo daban cuenta de los acentos; por ejemplo Kíkero y no
Kikero, etc.[3]
De la palabra Caesar deriva el alemán Kaiser, de pronunciación muy
parecida a la latina y el ruso Czar o Zar, como generalmente se escribe, que
se aplicaba a los emperadores de Alemania en el primer caso y al
emperador de Rusia y al rey de Bulgaria en el segundo.
Y ya que estamos metidos en pronunciaciones, me parece justo recordar
una pronunciación equivocada que ha tomado carta de naturaleza. Al
referirnos al jefe de los ismailitas, hablamos del Aga Kan, cuando debería
decirse el Aga Kan. ¿A qué es debido este error? A la ortografía inglesa de
la palabra. En inglés no existe el sonido de la j española o árabe, pero si el
de la h aspirada, que le es muy afín. Para aumentar el fonema colocaron
ante la h una k y escribieron «Khan», con lo que llegaron a un sonido
cercano a la j castellana. Deberíamos pronunciar, pues, Aga «Jan», pero el
sonido «Kan» es tan popular que me parece que predominará el uso sobre la
corrección.
ANECDOTARIO (X)

De cómo se preparaban las elecciones a diputados en pasados tiempos —no


sé si ahora pasará lo mismo— lo demuestra la anécdota siguiente:
Don Ramón de Campoamor, el autor de las Humoradas y El tren
expreso, no tenía ambiciones políticas, pero su amigo Romero Robledo,
gran muñidor electoral, quiso hacerle diputado encasillándole en uno de los
distritos en los que entonces se dividía España a estos efectos. Don Ramón
no se preocupó de saber por dónde había sido elegido, y cuando alguien le
preguntaba por qué distrito era diputado contestaba:
—Por Romero Robledo.
Un cortesano francés acababa de morir y el duque de Grammont fue a
dar el pésame a la viuda, ignorando que los dos esposos no se llevaban bien.
La que debía ser desconsolada mujer dijo:
—¿Qué quiere que le diga? Yo creo que ha hecho muy bien en morirse.
—¡Ah! —dijo Grammont—. Si lo tomáis así os puedo decir que me
importa un bledo que esté vivo como que esté muerto.

En el siglo XVIII abundaban en Inglaterra, como ahora en Estados


Unidos, individuos que se decían enviados de Dios para predicar la buena
nueva. Uno de estos profetas, llamado Atkins, fue mandado prender por el
entonces célebre juez Holt.
Un fanático, partidario del preso, se dirigió a casa del lord-juez diciendo
que tenía que hablarle y le contestaron que no podía recibir a nadie porque
estaba enfermo.
—Decidle —replicó— que vengo de parte de Dios.
Hiciéronle entrar en la alcoba y dijo al juez:
—El Señor me envía a ti para decirte que pongas en libertad a John
Atkins, su fiel servidor, a quien tienes encarcelado.
—Eres un grandísimo embustero —dijo Holt—, porque si el Señor te
hubiese dado este encargo te habría dicho que yo no puedo poner en
libertad a ningún preso. Lo que sí puedo hacer es dar una orden de prisión
para que hagas compañía a John Atkins y en prueba de ello ahí va.
Y le puso también preso.

Cuando en Turquía imperaba, en el siglo pasado, el Imperio otomano,


era tal la corrupción de los medios administrativos que hasta el sultán
recibía propinas por sus firmas. Un ministro francés no quería creer en ello
y avisó a su embajador en Estambul que no intentara sobornar a nadie y
menos al sultán, que bastaba un obsequio cualquiera, un libro, por ejemplo.
El día de la audiencia el ministro llegó ante el sultán con un estuche en
el que figuraban los nombres de «Victor Duruy. Historia de Turquía», lo
que no sabía el ministro es que en el interior no había ningún libro, sino un
fajo de billetes. Llegado ante el sultán, el ministro cogió el estuche y lo
entregó al soberano. Éste lo abrió y dijo solamente:
—Le advierto que la historia de Duruy tiene dos tomos.
Al salir de palacio el ministro, indignado, reprendió al embajador:
—¡Ignorar que el libro de Duruy tiene dos tomos! ¡Qué pensará el
sultán!
El embajador tuvo que explicar lo sucedido y, al día siguiente, se
enviaba al sultán el «segundo tomo» de la historia, esta vez sin encuadernar.
Ni que decir tiene que la gestión del ministro francés fue un éxito.

Hay quien comprende tan rápidamente las cosas que no las aprende
jamás.

La anécdota anterior me recuerda otra que se ha visto atribuida a


multitud de soberanos y escritores. Doy la versión española.
El rey Amadeo I de España pidió un día a Manuel del Palacio su
producción literaria desperdigada en periódicos y revistas. El escritor montó
en un libro una serie de recortes y los hizo encuadernar bajo el título de
Obras completas de Manuel del Palacio, remitiéndolas al soberano.
Don Amadeo correspondió con otro cuaderno cuyas hojas eran billetes
de banco y llevaban la siguiente dedicatoria:
«A mi admirado amigo Manuel del Palacio, por sus obras completas».
El escritor quedó tan entusiasmado que se apresuró a enviar al rey otro
cuaderno con más recortes, titulándolo:
Obras completas de Manuel del Palacio (segunda edición).
El rey se apresuró a remitirle otro cuaderno de billetes con la
dedicatoria:
«A Manuel del Palacio por la segunda, última y definitiva edición de
sus obras completas».

Guillaume Budé, el célebre filólogo francés, se hallaba trabajando en su


habitación cuando entró un criado gritando:
—¡Señor! ¡Está ardiendo la casa!
Y Budé, malhumorado y sin dejar de trabajar:
—¿La casa? Las cosas de la casa contádselas a mi mujer, yo no me
ocupo de asuntos domésticos.

William Miller, el que fue alcalde de Londres, recibió la nota de gastos


del entierro de su esposa.
—¿Cómo? ¿Seiscientas libras esterlinas?
—Es lo justo, señor. Magníficas libreas, seis carruajes, doce caballos,
diez llorones… Hoy día todo está caro… no podemos rebajar ni un
céntimo…
—Bueno, bueno, que quede así. Al fin y al cabo, mi mujer hubiera
pagado el doble para que me enterrasen a mí… No quiero quedar mal.
Y pagó.
Cuando en 1789 los desórdenes en París estaban a la orden del día, en
un teatro lanzaron frutas contra los palcos de la nobleza. La duquesa de
Biron envió al día siguiente una manzana al general La Fayette con un
billete que decía:
«Permitidme que os ofrezca el primer fruto de la revolución que ha
llegado a mis manos».
A este fruto siguieron otros no tan dulces.

Si se hacen tantos elogios de la virginidad es porque todo el mundo ha


empezado por aquí.

Debutaba en la plaza de toros de Madrid, hace de ello muchos años, un


novillero sevillano ídolo de la afición de aquella ciudad. Un cronista taurino
de la Villa y Corte se encargó de telegrafiar el resultado de la corrida que
fue un éxito. Al dar la estocada final al último toro, el revistero se ausentó
de la plaza para telegrafiar a Sevilla.
«Ultimo toro. Estocada formidable, sacado en hombros». Cuando salía
de telégrafos se enteró de la noticia: el toro agonizante había sacado fuerzas
de flaqueza y, en un derrote, había corneado al torero dejándole malherido.
¿Qué hacer? Tuvo una idea luminosa. Volvió a telégrafos y envió el
siguiente mensaje que parecía continuación del primero:
«Sacado en hombros por los subalternos para llevarle al hospital con
grave herida causada por toro derrotó agonizando».

Luis el Gordo o el Craso de Francia prohibió que vagaran cerdos por las
calles de París porque su hijo Felipe, que compartía con él el trono y a
quien había hecho coronar en Reims, había muerto junto a Saint Germainle-
Auxerrois de una caída de caballo que le ocasionara un cerdo enredándose
en los pies de su cabalgadura. Más de aquella prohibición fueron
exceptuados los cerdos de la abadía de Saint-Antoine porque las religiosas
del convento habían protestado de que sus cerdos fuesen identificados con
los cerdos de la demás gente.
Para ser justos digamos también que los cerdos en la calle eran
espectáculo corriente en todas las ciudades de la Europa de la época,
incluidas las nuestras.

Se atribuye a Juan Belmonte la anécdota siguiente: le invitaron a cenar


en un restaurante de postín, y toda la cena se la pasó el diestro leyendo los
enrevesados nombres de los platos. Al final el anfitrión le preguntó:
—¿Qué, te ha gustado el menú?
—Pues es precisamente el plato que no nos han servido, y esto que está
escrito aquí en letras grandes.
No sé si esta anécdota es cierta o no, lo que es seguro es que Belmonte
fue el primer torero, exceptuando a Mazzantini, que no vistió de corto y que
alardeaba de ser lector de Ortega y Gasset.

El poeta francés Bautru quiso un día divertir al cardenal Richelieu en su


visita a un pueblo e interrumpió el discurso del alcalde diciéndole:
—¿A qué precio están los asnos en este pueblo? El alcalde le miró y le
dijo:
—Los de vuestra alzada y corpulencia a diez escudos. Y siguió su
discurso.
No se puede decir nada que valga la pena de un individuo que no vale la
pena.
DE LAS CONCUBINAS Y DEL
CONCUBINATO

Se confunde generalmente el concubinato con el amancebamiento, pero


mientras el primero es la unión entre dos personas que no tienen
impedimento para casarse, el segundo es la relación carnal entre dos
personas que por lo menos una de ellas es casada o pertenece al orden
eclesiástico.
El concubinato tiene raíces históricas. La concubina era en general una
mujer de estatuto judicial y social que estaba reconocida por la ley. Ella,
junto con sus hijos, estaban bajo el dominio del «esposo» y padre respectivo
y a veces también bajo el de la esposa principal. Ello se explica por el
interés de aumentar la familia, especialmente cuando no se habían formado
las sociedades civiles y cada familia era como un pequeño estado. Así
vemos que las mismas esposas de los patriarcas del Antiguo Testamento
pedían a sus maridos que procreasen hijos de algunas esclavas judías.
El deseo de tener mucha prole inducía a los jefes de familia a tomar
muchas mujeres a un tiempo, lo que era considerado como una honra y
señal de riqueza. Según la Biblia, Roboam tenía dieciocho mujeres y
sesenta concubinas y Salomón setecientas mujeres y trescientas concubinas.
En este caso se estimó que el buen señor se había pasado de la raya y su
conducta fue reprobada. Uno se pregunta cómo debía hacerlo para cumplir
con mil mujeres a un tiempo.
Entre los griegos era permitido el concubinato, y los hijos procedentes
de él no tenían nada de deshonrosos, sólo que no heredaban los bienes de
sus padres habiendo hijos legítimos y tenían que contentarse con lo que
éstos querían darles.
Entre los romanos primitivos, sin condenar el concubinato, no estaba
del todo autorizado, pero Julio César dejó a cada uno la libertad de tomar
las mujeres que quisiera. Existía un concubinato especial, llamado militar,
que permitía a los soldados vivir con una compañera que al cabo de unos
cuantos años de convivencia se transformaba en esposa. Éste fue el caso de
Constancia Cloro y la que fue después santa Elena, que había sido sirvienta
de una taberna.
En los primeros siglos de la Iglesia, y aun muchos después, se llamaron
concubinas las esposas o mujeres unidas al hombre con verdadero
matrimonio, pero sin gozar de todos los derechos o consideraciones civiles
de las de primer orden, ya por ser de baja condición que por otras causas.
Tales han sido muchas de mujeres de reyes y grandes señores, resultando de
esto que no siempre el concubinato significó exceso o vicio, sino un
matrimonio menos solemne llamado, en algunos países, de la mano
izquierda, morganàtico y oculto o clandestino.
El amancebamiento de clérigos era cosa corriente en la Edad Media.
Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, al final de su Libro de Buen Amor, nos da
una donosa pintura de los clérigos de su tiempo en su cántiga de los
clérigos de Talavera:

Allá en Talavera, en las calendas de abril, llegadas son las cartas del
arzobispo don Gil, en las quales venia el mandado non vil, tal que si plugó
a uno, pesó más que a dos mil.

Mandó juntar cabildo; a prisa fue juntado.

Llorando de sus ojos comentó esta ragón; diz:


«El papa nos enbía esta constitución; evóslo a dezir, que quiera o que
non, maguer que vos lo digo con ravia de mi corazón: que clérigo nin
casado de toda Talavera, que non toviese mangeba, casada ni soltera:
cualquier que la toviese descomulgado era. Con aquestas razones, que la
carta dezía, fincó muy quebrantada toda la clerizia».

Para aver su acuerdo juntáronse otro día.

Levantóse el deán a mostrar su manzilla, diz:


«Amigos, yo querría que toda esta quadrilla, apellásemos del papa ante
el rey de Castilla.
»Que maguer que somos clérigos, somos sus naturales: servírnosle muy
bien, fuémosle siempre leales; demás que sabe el rey que todos somos
carnales.
»¿Que yo dexe a Orabuena, la que cobré antaño? En dexar yo a ella
resgibiera yo grand daño: dile luego de mano doge varas de paño, e aún,
¡para la mi corona!, anoche fue al baño.
»Ante renungiaría toda la mi prebenda, e desí la dignidad e toda la mi
renda, que la mi Orabuena tal escatima prenda: creo que otros muchos
seguirán esta senda».

Fabló en pos de aqueste luego el tesorero, que era d'esta orden


confrade derechero, diz:
«Amigos, si este son á de ser verdadero, si malo lo esperades, yo peor
lo espero; e del mal de vosostros a mi mucho me pesa, otro sí de lo mío e
del mal de Teresa; pero dexaré a Talavera e irme a Oropesa ante que la
partir de toda la mi mesa».

Fabló en post aqueste el chantre Sancho Muñoz, diz:


«Aqueste arzobispo non sé qué se á con nós: él quiere acalañarnos lo
que perdonó Dios, por ende yo apello en este escrito: abivadvos…».

Si los clérigos de Talavera pensaban así y querían apelar al rey de


quienes eran «naturales» —es decir, súbditos—, quiere decir que la
barragania de los clérigos era cosa corriente y normal. Mucho hicieron los
concilios y los sínodos episcopales para enmendar esta lacra, pero no lo
consiguieron fácilmente. Se ha de consignar que el pecado de la carne, que
es más grave en los clérigos que en los laicos, se ha dado, se da y se dará
porque la carne es flaca y las tentaciones muchas. Pero aquí no se trata de
esto, sino de la barragania o amancebamiento.
Hoy en día esta situación es corriente. Todos sabemos de personas y
personalidades que viven en concubinato o amancebados. Ahora se le llama
a esto «estar unidos sentimentalmente», y de ello se hacen eco las revistas
del corazón de todos los países. La moral no ha cambiado, pero sí las
costumbres, y como «moral» viene de «mores», que en latín quiere decir
«costumbre», no sé exactamente qué es lo que va a remolque de qué.
Los hijos naturales —como si los hubiese artificiales— eran antaño,
como ahora, cosa corriente. En la Edad Media y en mucho tiempo de la
Edad Moderna casi no constituía un desdoro. Los grandes señores, los reyes
y otras personalidades tenían hijos bastardos de los que no se avergonzaban
ni tampoco éstos se ruborizaban de serlo. Reyes como Felipe IV, nobles
como el conde-duque de Olivares, personajes como Lope de Vega tienen
hijos bastardos y no los escondían. Por el contrario, Felipe IV ennobleció a
Juan José de Austria, que había tenido de sus relaciones con la Calderona, y
el conde-duque ennobleció reconociéndole a Julianillo Valcárcel, fruto de
adulterinos amores.
¿HISTORIA? ¿LEYENDA? (V)

Un duelo judiciario. Cuenta Bernat Desclot, en los capítulos 7 a 10 de su


Crónica, que en Alemania, en el siglo XII, había un emperador que casó con
la hija del rey de Bohemia, mujer hermosa y de agradable trato. Y sucedió
que la emperatriz se enamoró de un caballero joven y de buen parecer y
unos cortesanos informaron del caso al emperador, quien, llamando a su
esposa, le dijo:
—He sabido que eres amada por tal caballero y tu honra o tu deshonra
recaen no sólo sobre tu persona, sino también sobre la mía, de modo que,
según costumbre del imperio, debes designar un campeón de tu inocencia
que la defienda en singular combate.
—Como lo que te han dicho no es cierto y como jamás he traicionado ni
mi honor ni el tuyo, estoy segura de que encontraré un caballero honrado y
leal que defenderá mi honor ante quienes me acusan.
La emperatriz fue recluida en su habitación y se hizo público que en el
plazo de tres meses se presentase ante el emperador quien estuviese
dispuesto a luchar por la inocencia de la emperatriz contra sus acusadores.
Era por entonces conde de Barcelona Ramón Berenguer III, llamado el
Grande, y un día se presentó ante él un juglar que le dijo:
—Señor, soy juglar y desde muy lejanas tierras he venido atraído por la
gran fama que tenéis en todo el mundo. Mi señora la emperatriz de
Alemania ha sido acusada de adulterio y no encuentra caballero que la
defienda y he venido ante vos para pediros que seáis su campeón.
—¿Y es verdad que es inocente?
—Señor, que pierda mi cabeza si no lo es.
El conde mandó reunir a sus cortesanos y les explicó cómo había sido
escogido entre todos los nobles de Europa para defender la inocencia de la
emperatriz alemana, y todos estuvieron acordes en que, como buen
caballero, debía defender el honor de una dama injustamente acusada.
Acompañado de un caballero llamado Beltrán de Rocabruna, salió,
pues, el conde hacia Alemania, llegando a Colonia cuando sólo faltaban tres
días para que se cumpliese el plazo fijado por el emperador. Después de
reposar un día, sin darse a conocer, se presentó al emperador diciendo que
estaba dispuesto a defender el honor de la emperatriz, con la que habló
dándose a conocer diciendo:
—Soy el primer conde de España, llamado el conde de Barcelona.
Cuando la emperatriz supo que era el conde de Barcelona, del cual
había oído hablar ponderando siempre su gran nobleza, lloró de contento,
sabiendo que su honor estaba en buenas manos. Pero al día siguiente el
conde supo que el compañero que había traído desde Barcelona había huido
dejándole sola. Entonces se dirigió al emperador y le dijo:
—Señor, como mi compañero ha huido yo combatiré contra los dos
caballeros que están designados para el duelo, pero como no es justo que yo
combata contra los dos a un tiempo lo haré primero con uno y después con
otro.
Así se hizo, y el conde de Barcelona venció a los dos, los cuales antes
de morir confesaron su calumnia.
Según otra versión, Bertrán de Rocabruna no huyó, sino que luchó
contra el caballero que le había tocado en suerte, venciendo también.
También se dice que los culpables no murieron en la liza, sino que sufrieron
heridas graves y fueron decapitados al día siguiente. Sea como fuere, el
caso es que el conde libró de la muerte a la emperatriz de Alemania y en
todo el país se celebró la victoria obtenida por el campeón de la inocencia.
¿Qué hay de verdad en todo ello? Lo más probable es que todo sea
fantasía. Por aquellos tiempos no figura ningún emperador de Alemania que
se llamase Enrique, como le nombran algunas leyendas, ni ninguna
emperatriz llamada Matilde, como indican las mismas fuentes. Desclot, en
su crónica, no cita para nada a Ramón Berenguer el Grande, sino que alude
a «un buen conde de Barcelona». Ferrán Soldevila indica que el primer
texto conocido que atribuye la leyenda a Ramón Berenguer III es el
manuscrito catalán de la Biblioteca Nacional de París titulado Flos mundi,
escrito a comienzos del siglo XV. Las leyendas añaden que el emperador de
Alemania, agradecido, donó la Provenza a Ramón Berenguer, lo cual es
totalmente falso.

NI QUITO NI PONGO REY. Enrique de Trastámara, hermano bastardo


de Pedro I el Cruel, disputaba el trono apoyado por las tropas francesas
mandadas por el aventurero Beltrán Duguesclín y llamadas las Compañías
Blancas porque, para reconocerse en la batalla, llevaban una camisa blanca
sobre la armadura. Por su parte, don Pedro estaba ayudado por el príncipe
de Gales, llamado el Príncipe Negro por el color de su armadura. Bastardo
e hijo legítimo, blancos y negros, se enfrentaron en Nájera, donde las tropas
de Pedro I ganaron la batalla, escapándose don Enrique de la muerte, a uña
de caballo huyendo a Francia. Reorganizó allí sus tropas y, atravesando
Navarra, cuyo rey Carlos le había dado autorización, consiguió llegar hasta
Burgos, mientras don Pedro estaba ocupado en Andalucía, en donde
Córdoba y otras ciudades se habían declarado a favor de Enrique. El
príncipe de Gales volvió a su país disconforme con la forma de reinar de
don Pedro, y con ello éste quedó solo con menos tropas que don Enrique
para combatir. Confiaba en que Portugal le ayudaría, pues estaba concertada
su boda con una princesa portuguesa, pero el rey portugués se volvió atrás
en su palabra viendo el incremento que iba tomando el poder de don
Enrique.
Don Pedro tuvo que pedir ayuda al rey moro de Granada, levantando el
asedio de Córdoba para no ser derrotado completamente. Por otra parte,
Enrique de Trastámara asediaba Toledo y hacia allí se dirigió don Pedro
dispuesto a darle batalla, pero, como muchas de las ciudades y pueblos del
camino estaban en favor de don Enrique, dio un rodeo dirigiéndose hacia
Montiel. Un espía reveló al de Trastámara el itinerario de don Pedro, el
cual, con las Compañías Blancas, se dirigió hacia la ciudad manchega.
Sitiado en Montiel don Pedro, quiso seguir el consejo de su fiel capitán
Men Rodríguez de Sanabria e intentó sobornar a Beltrán Duguesclín
(Manuel Fernández y González escribió una magnífica novela titulada
precisamente Men Rodríguez de Sanabria, de la que sólo conozco en el
mercado una edición muy abreviada). Bertrán Duguesclín está considerado
por los franceses como un héroe nacional, aunque en su historial se
encuentran acciones no muy acordes con el honor, aunque sí con el espíritu
de su época.
Así pues, se propuso a Duguesclín entregarle las villas de Soria,
Almazán, Monteagudo, Atienza, Serón y Deza, pero el francés declinó la
oferta y se la comunicó a don Enrique; éste le dijo:
—Avisad a Men Rodríguez de Sanabria que lo habéis pensado mejor y
que estáis dispuesto a aceptar la proposición.
Así lo hizo Duguesclín y convino una entrevista con don Pedro. En la
noche del 22 al 23 de marzo de 1369 don Pedro salió del castillo para
dirigirse a la tienda de Bertrán de Duguesclín, que encontró vacía. Se oyó
un ruido de armas y don Pedro vio que las tropas de su hermanastro habían
rodeado la tienda y estaba prisionero. Varios soldados se abalanzaron sobre
él y le desarmaron, y en este momento entró en la tienda don Enrique.
Desembarazándose de los guardias que le retenían, don Pedro se abalanzó
sobre su hermanastro, que, aunque iba armado, cayó al suelo debido a la
mayor fuerza de don Pedro. La pelea se inclinaba por este último cuando
Duguesclín ayudó a don Enrique a ponerse sobre don Pedro, diciendo:
—Ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor.
De una puñalada, Enrique de Trastámara acabó con la vida de don
Pedro.
Siempre que voy a Sevilla y visito la urna que contiene los restos de don
Pedro, conservados en la cripta de la capilla de la Virgen de los Reyes, en la
catedral, pienso que fue un francés quien ayudó a un bastardo contra el rey
al que muchos llaman el Cruel, y yo prefiero llamar el Justiciero, según
dispuso Felipe II que se le llamase.
BATIBURRILLO

El trivio y el cuadrivio. En esta época de especialidades, en que cada vez se


sabe más sobre menos cosas, hasta que se llegara a saberlo todo sobre nada,
es curioso echar una ojeada atrás para ver cómo estudiaban los alumnos de
las universidades en tiempos antiguos.
En la Edad Media se había dividido la enseñanza de las escuelas, que
así se llamaban las universidades, en dos grandes secciones: a la primera de
las cuales llamaron trivium y a la segunda cuadrivium; en estas tres o cuatro
vías de los conocimientos humanos se condensaban todas las materias que
constituían la sabiduría de la Edad Media.
El trivio comprendía la gramática, la dialéctica y la retórica, y el
cuadrivio, la aritmética, la geometría, la astronomía y la música.
¿Y la medicina, la farmacia y el derecho? Éstas eran ya materias para
estudios muy superiores. El derecho se dividía en derecho canónico y
derecho civil, y el que poseía los dos conocimientos se le llamaba doctor en
ambos derechos o en latín, como se estudiaba entonces, in troque iure. La
medicina se estudiaba según los textos de médicos latinos y griegos,
especialmente de Hipócrates y Galeno, junto con los de Dioscórides, que
constituía la base de la farmacopea medieval y aun de gran parte de la Edad
Moderna. Los dentistas no existían; en su lugar paseaban por las ciudades e
iban de pueblo en pueblo los sacamuelas, que en algunos sitios se hacían
acompañar por individuos que tocaban la trompeta y el tambor con todas
sus fuerzas para apagar los alaridos de los pacientes a los que se les
arrancaba alguna pieza dental. En un cuento medieval se explica de un
sacamuelas que prometía arrancar el diente o la muela enferma sin dolor
alguno a condición de que el paciente fuese persona que no hubiese
engañado nunca a su cónyuge o fuese virgen. Naturalmente, todo el mundo
se quejaba, pero muchos lo hacían hacia dentro para no despertar sospechas.
Los barberos eran los que efectuaban operaciones quirúrgicas bajo la
dirección de los médicos y efectuaban sangrías o ponían sanguijuelas y
sajaban abscesos; es decir, todo lo referente a la cirugía menor.
Las clases se daban en latín y los estudiantes podían recibir castigos
corporales si no eran aplicados. En el libro de García Mercadal Estudiantes,
sopistas y picaros, publicado en la colección Austral, pueden encontrarse
detalles muy curiosos sobre la vida estudiantil en el Siglo de Oro y, por
supuesto, de forma caricaturesca, y no por ello menos real, en algunos
libros como el Buscón de Quevedo, en el que las peripecias del protagonista
en la pensión del Dómine Cabra o las bromas que sus compañeros de curso
le hacen dan una visión, al parecer sólo ligeramente exagerada, de lo que
era la vida estudiantil en aquella época.

EL HIMNO DE RIEGO. Este himno, que fue el oficial de España


durante la Segunda República y conocido por sus enemigos como la polca
del hambre, debido a las consecuencias de nuestra última guerra civil, era
conocido en España desde que en 1820 acompañó el grito con que el
ejército destinado a América, estacionado en la isla de León y costas de
Andalucía, proclamó la constitución del año 12, llamada vulgarmente «la
Pepa» por haber sido aprobada el día 19 de marzo de dicho año, festividad
de San José.
Su letra fue compuesta por el primer duque de San Miguel, entonces
capitán de artillería, y la música por don Francisco Sánchez, músico del
regimiento de Valencia. Según se dice, aunque no está confirmado, fue el
propio general Rafael de Riego, entonces capitán, quien encargó el himno.
Pero existe otra versión que afirma que la música fue tomada de una
contradanza que, poco antes de aquel pronunciamiento, había compuesto en
Barcelona un aficionado a la música llamado José de Reart. Sea como
fuere, no es precisamente uno de los mejores himnos que se conocen, pues
su música es bastante ratonera y ramplona.
DEL INCONVENIENTE DE LLAMARSE URRACA. La hija segunda
de Alfonso VIII de Castilla y de Leonor de Inglaterra dejó de ser reina de
Francia sólo porque sonó muy mal a los embajadores franceses el nombre
de Urraca que tenía la infanta. Felipe Augusto de Francia les había dado
plenos poderes para escoger esposa de su hijo Luis a la hija del rey de
Castilla que considerasen más conveniente para dicho enlace, y, aunque
Urraca era más linda que su hermana menor llamada Blanca, prefirieron
ésta a aquélla sólo por razón del nombre y a esta sola circunstancia, a lo mal
sonante o áspero del nombre Urraca que llevaba su hermana, doña Blanca
pasó a ser esposa del que fue Luis VIII de Francia y madre de san Luis.
En la historia de España figuran grandes señoras con el nombre de
Urraca, como la hermana del rey don Sancho, el que murió en el cerco de
Zamora. Su nombre parece que viene de Ulrica, a su vez derivado de
Udalrrico, Udarico o Ulrico, nombre de origen godo que equivale a hombre
rico y poderoso y que en el santoral está representado por un abad cuya
fiesta se celebra el 1 de enero y un beato obispo con celebración el 29 de
octubre, amén de dos Uldaricos con festividad el 19 de abril y el 4 de junio.

LA ORDEN DE LA JARRETERA. No hace mucho una revista, de las


que comúnmente se llaman del corazón, pero generalmente apuntan más
abajo, publicaba un amplio reportaje con fotografías sobre la reunión anual
que, presidida por la reina de Inglaterra, celebraba la Orden de Garter.
Naturalmente quien redactó el reportaje ignoraba que Garter en inglés
significa portaligas y que la orden en cuestión era la de la Jarretera,
galicismo derivado del francés Jarretière y que en castellano significa liga,
con su hebilla para atar la media o el calzón por el jarrete, y también orden
militar instituida en 1348 por Eduardo III de Inglaterra, Según se afirma, un
día de ese año, aunque algunos lo sitúan en 1345, el rey Eduardo III bailaba
con la condesa Alicia de Salisbury, de la que al parecer andaba
enamoriscado. A la condesa se le cayó una liga azul, que Eduardo levantó
prontamente, y para manifestar la pureza de sus intenciones con aquella
acción, de la que los cortesanos empezaban a murmurar, fundó la orden de
la Jarretera, dándole por divisa la misma liga y por lema la frase Honni soit
qui mal y pense, es decir, «deshonrado sea quien piense mal», añadiendo
que muchos nobles se sentirían muy honrados de lucir en sus pantorrillas
una liga como la de la condesa de Salisbury. Efectivamente, esta
condecoración se lleva en la pantorrilla izquierda en las ceremonias de gran
solemnidad, en la que los caballeros deben vestir con calzón corto.
Cierto día, en la Real Academia Española se discutía la definición de la
palabra liga y Juan Eugenio Harzembusch propuso la siguiente: «Pedazo de
cinta con el que las mujeres se atan la media por debajo de la rodilla», a lo
que don Antonio Cánovas del Castillo, replicó:
—¡Por Dios, don Eugenio! ¡Con qué clase de mujeres acostumbra a
salir usted!
Bajo la rodilla la llevaron las mujeres del Siglo de Oro, las cuales
hacían ostentación y gala de ellas al subir y bajar las escaleras, al tomar y
dejar la litera, el palanquín o el coche, en ciertos bailes y danzas,
levantándose con aparente descuido y coquetería sus ricos briales y lujosas
saboyanas para dejar ver parte de la pierna y las historiadas ligas.
Las ligas recibían diferentes nombres, según en donde se colocaban:
cenojiles o genojiles si se colocaban sobre las rodillas; ligagambas, o sea
atapiernas, si se colocaban sobre la pan-torrilla, y también apretaderas.
Como dice el poeta Iglesias:

Soltó Inés con mano breve


las finas apretaderas
para descubrir la nieve
de sus piernas hechiceras.

En nuestros días de culto al sol, las piernas de nieve no causarían mella


en el ánimo de los espectadores masculinos, habituados a contemplar
piernas morenas y en toda su extensión.
ANECDOTARIO (XI)

Linares Rivas, el célebre autor teatral, era sordo como una campana. Un día
dijo:
—Soy tan sordo que no oigo ni lo que me conviene.

Pues bien, un día decidió comprar una trompetilla acústica, y uno de sus
amigos le comentó:
—Ahora, don Manuel, oirá usted mucho mejor. —No, hijo; ahora oigo
tan mal como antes. Los que salen ganando son ustedes, que tendrán que
gritar menos.

Fontenelle decía:
—Dadme cuatro personas que a mediodía estén de buena fe,
persuadidas de que es de noche, y yo me encargo de persuadir de ello a dos
millones de hombres.

Dumas hijo le reprochaba a su padre la gran cantidad de colaboradores


que tenia:
—Hijo mío —dijo Dumas padre—; todas las grandes obras se han
hecho en colaboración; por ejemplo, tú.

Regresaba a Granada el célebre padre Manjón, gran apóstol y pedagogo,


después de haber intervenido brillantemente en un congreso catequístico en
Valladolid. En el departamento del tren que ocupaba un viajero comentaba
elogiosamente las palabras de Manjón que reproducía un periódico:
—¡Vaya discurso! Hasta los periódicos liberales lo elogian. Este padre
Manjón es un genio.
El padre Manjón comentó simplemente:
—¡Pchs!
Y el viajero, al ver la indiferencia con que eran acogidas sus palabras, se
dirigió a quien estaba a su lado:
—Estos curas de pueblo ¡qué saben de estas cosas, pobrecillos!

Una gran dama perdió a su marido con el que no congeniaba ni poco ni


mucho y, comentándole un amigo suyo su cara de Pascuas, respondió:
—Es que estoy en la luna de miel de la viudez.

Un economista explicaba a sus alumnos lo que era el fenómeno de la


oferta y la demanda con la siguiente historia:
En una ciudad sitiada, un aguador iba por las calles con dos grandes
botijos llenos de agua, pregonando:
—A seis cuartos el cántaro, a seis cuartos… Un trozo de metralla le
rompió uno de los cántaros y el aguador, mirándolo, prosiguió:
—A doce cuartos el cántaro, a doce cuartos…

Sagasta, el célebre político liberal, tenía su casa abierta a todo el mundo.


Los visitantes entraban en su domicilio colándose incluso en el dormitorio.
Un día llegó un señor y, dirigiéndose al secretario del político, le tomó por
Sagasta y le endilgó un discurso. Al saberlo el jefe liberal, exclamó:
—Hasta hoy habían venido a verme muchos a quienes yo no conocía.
Pero por lo visto ahora vienen incluso los que no me conocen a mí.

La frase es muy conocida y atribuida a muchos. Recojo la versión que


me parece más antigua:
Echábanle un día en cara a Henri Murger su gran pereza, y el gran autor
de Escenas de la vida de bohemia, dijo:
—Qué queréis, amigos; hay años en que uno no está para trabajar.
Saliendo del viejo Senado, don Alejandro Pidal observó que estaba
lloviznando.
—Está orballando —dijo.
—¿Qué quiere decir esto? —le dijo otro senador.
—Que cae lluvia menuda.
—¡Ah! Aquí en Madrid le llamamos calabobos.
—Bueno, pero es que en Asturias no hay bobos.

El general Ramón María de Narváez estaba en su lecho de muerte y el


confesor le acompañaba en sus últimos instantes, exhortándole a bien morir.
En un momento dado le dijo:
—Hijo mío, ¿perdonas a tus enemigos?
Narváez hizo un gesto negativo y el confesor insistió:
—Tienes que perdonar a los enemigos, hijo mío.
Haciendo un esfuerzo Narváez exclamó:
—Es que no tengo: los he fusilado a todos.

Hubo una vez en España una fiebre maligna que enfermó a un caballero
y su mujer le decía:
—¡Ay! Yo había rogado tanto a Dios que os guardara de todo mal.
—Pues mira: se conoce que te oyó porque me lo ha guardado del más
fuerte.

Explica Alfredo R. Antigüedad en su Anecdotario que Ricardo Zamora,


el famoso guardameta catalán, estuvo una vez descalificado por la
Federación Catalana de Fútbol después de su fichaje por el R. C. D.
Español de Barcelona. Zamora era un personaje mítico, pero no podía jugar
ningún partido, a pesar de lo cual se le invitaba indefectiblemente a cuantas
fiestas se celebraban en Cataluña. Zamora acudía, pero cada vez advertía a
los organizadores del acto que no podía jugar por habérselo prohibido la
federación. El pueblo se sentía defraudado, se encrespaban los ánimos y las
autoridades, por orden gubernativa, obligaban a Zamora a jugar por razones
de orden público. Y Zamora se «sacrificaba» y jugaba pasándose por alto
los decretos de la federación.

Regresando en cierta ocasión a París desde Versalles el rey Luis XV de


Francia, le aclamaron unos cuantos soldados y gente pagada para ello,
mientras la muchedumbre quedaba silenciosa. El embajador de Nápoles,
sorprendido, preguntó la causa de ello y le respondieron:

—Es natural: a rey sordo, pueblo mudo.


Siendo Ángel Ossorio y Gallardo gobernador de Barcelona en el año
1909, se celebraron las fiestas de carnaval. Se temían disturbios callejeros,
pues la situación no estaba muy segura. Recuérdese que en julio de aquel
mismo año se produjo la llamada Semana Trágica, y dispuso que agentes de
policía convenientemente disfrazados se mezclaran con la multitud.
¡Cuál no sería el asombro de Ossorio cuando por la mañana, al salir de
su residencia del palacio del gobernador civil, veía espaciados en poco
trecho y de dos en dos unas máscaras uniformadas con sendos capuchones
que, deambulando con aire cansino, se cuadraban militarmente saludando al
gobernador!

La vida se ha de tomar con amor y con humor. Con amor para


comprenderla y con humor para soportarla.

El káiser Guillermo II visitó un día Suiza con ocasión de unas


maniobras militares. Felicitó a los soldados por su puntería y en un
momento dado preguntó a sus acompañantes:
—¿De cuántos soldados se compone el ejército suizo?
—De cien mil, majestad.
—Y ¿qué pasaría si doscientos mil soldados alemanes invadiesen
Suiza?
—Pues que cada soldado suizo debería disparar dos veces.
NINON DE LENCLOS, CATEDRÁTICA
DE AMOR (II)

El marqués de Sévigné era uno de los asiduos contertulios de los salones de


Ninon de l'Enclos y se había enamorado perdidamente de una viuda que no
le hacía caso. Pidió consejo a Ninon escribiéndole una larga carta y
solicitando consejo. Se conservan las respuestas de Ninon, pero
desconozco, si es que se han publicado, las cartas del marqués de Sévigné.
De todos modos, con las cartas de la encantadora mujer se pueden seguir
paso a paso las andanzas amorosas del marqués. En una de las primeras
epístolas, Ninon declara que si tiene las apariencias de mujer es hombre en
el corazón y en el alma, lo cual le permite ponerse simultáneamente en el
lugar del amante y de la cortejada.
«Amar es cumplir con la naturaleza, es satisfacer una necesidad, pero, si
es posible, haced de manera que en vos el amor no llegue hasta la pasión. A
vuestra edad, no pudiendo comprometeros seriamente, no se tiene necesidad
de encontrar un amigo en una mujer, no se debe buscar más que una amable
amante».
Que conste que el marqués de Sévigné andaba entonces por los
veinticinco años.
«Los hombres no tenéis necesidad de nuestras virtudes, sino de nuestras
debilidades. ¿Queréis que os diga lo que hace peligroso al amor? Es la idea
sublime que de él nos formamos, pero, en honor a la verdad, el amor
considerado como pasión no es más que un instinto ciego que es necesario
apreciar en lo que vale, un apetito que os inclina hacia un objeto más que
hacia otro, sin que se pueda dar razón del porqué. […] Si fuese la razón o el
entusiasmo quienes dirigiesen los asuntos del corazón, el amor sería
insípido o frenético».
Ninon creía que la fuerza de la mujer está en sus defectos. Su siglo era
eminentemente machista y ella, que dijo una vez que no pudiendo ser una
mujer honesta sería un hombre cabal, juzgaba a las mujeres desde un punto
de vista masculino, sin que por ello perdiese un átomo de su feminidad.
«Una mujer estimable en todos sus puntos os sujeta demasiado, os
humilla demasiado para que la améis mucho tiempo. Obligado a estimarla y
al mismo tiempo admirarla muchas veces, no podéis evitar que un día dejéis
de amarla. Demasiadas virtudes son un reproche demasiado fuerte, una
crítica demasiado importuna de vuestras intenciones que al fin herirán
vuestro orgullo, y adiós al amor cuando se le martiriza. Los hombres en
amor aspiran a la distracción, y creo ser una autoridad en esta cuestión, ya
que he obrado siempre así. No hay sentimiento más frío y que dure menos
que la admiración.
»Desgraciada mujer la que se muestra siempre igual en su carácter: la
uniformidad debilita y disgusta. Es siempre la misma estatua, es tan buena,
tan dulce que quita a los hombres hasta la libertad de discutir y pelearse, y
esta libertad muchas veces es un gran placer. Nunca el amor es más fuerte
que cuando se le cree próximo a romperse en una discusión. El amor vive
entre tempestades, sin ellas languidece y muere».
El marqués de Sévigné se quejaba de la frialdad de su amada, que le
reprochaba su desmesurado entusiasmo. Ninon le advierte:
«Siempre he pensado que quien se sabe contener dentro de unos justos
límites está mediocremente enamorado».
La amada del marqués de Sévigné debe ausentarse durante un tiempo de
París. Ninon comenta:
«La ausencia es un remedio al cual ninguna pasión, por viva que sea,
puede resistir; insensiblemente se debilita hasta apagarse del todo».
El marqués protesta, cree en el proverbio que dice que el amor con la
ausencia crece más, pero Ninon le desengaña: mira las pasiones y los
afectos desde el punto de vista masculino, que para ella es sinónimo de
egoísta:
«No quiero destruir vuestra pasión, hacerlo sería matarla y no debemos
suicidarnos. A las pasiones no se las debe eliminar sino encaminarlas».
¿Qué opinión tiene Ninon de las mujeres? Las ve desde el punto
masculino de su época:
«¿Cuál es el papel de las mujeres? No es otro que el de gustar, y sólo los
encantos de su aspecto, las gracias de su persona, en una palabra todas las
cualidades amables y brillantes, son las únicas posibilidades de lograrlo.
Todas las mujeres las poseen en grado sumo. Inútil es que las tratéis de
frívolas; no lo son, puesto que su destino es el de haceros feliz. Hay gran
diferencia entre disfrutar simplemente de la felicidad o saborear el placer de
este disfrute. La posición de todo lo necesario no contenta al hombre; es lo
superfluo lo que le hace sentirse rico y satisfecho. No olvidéis que las
grandes virtudes son como las monedas de oro, de las cuales se hace menos
uso que de las de cobre».
La correspondencia de Ninon de l'Enclos ocupa doscientas veintisiete
páginas en la edición de Garnier. Constituyen un verdadero breviario de
amor para uso de amantes apasionados que ponen la pasión por encima del
amor. El caso es que, siguiendo los consejos de Ninon, el marqués
conquistó a su viuda y, según parece, el romance, dicho sea en lenguaje de
hoy, duró poco.
Ninon de Lénclos, catedrática de amor, lo era únicamente de la
superficial pasión. No sintió nunca un verdadero amor, sino sólo el que
procede de los sentidos y no del alma. Ser un buen amante es una cosa, ser
un verdadero enamorado es otra.
ENSALADILLA

El Odeón. Varios teatros y cines del mundo entero llevan este nombre, que
como el de Capitolio o Capítol tienen un origen clásico. Odeón es una
palabra griega que significa canto. En un principio el Odeón servía para
ensayar los músicos y divertir al público cantando odas e igualmente para
concursos musicales en los que la votación popular decidía el ganador.
También se enseñaban en el Odeón las piezas dramáticas antes de
representarlas en el gran teatro. No se olvide que el recitado griego incluía
en muchas de sus partes lo que hoy llamaríamos música de fondo y que el
coro salmodiaba sus intervenciones.
El primer edificio al que se le dio el nombre de Odeón fue uno circular
que había en el Cerámico de Atenas, al lado del teatro de Baco, edificado
por Pericles. Al parecer estaba recubierto por velas de barco sostenidas por
mástiles, lo que le debía semejar a una carpa de circo. Este edificio fue
incendiado y destruido durante la guerra contra Mitrídates por los mismos
atenientes, temerosos de que el material sirviese para atacar la Acrópolis o
ciudadela de Atenas. Más adelante fue reedificado.
En Roma se edificaron por los emperadores Domiciano y Adriano
sendos teatros que se llamaron también Odeón y eran una especie de salas
de espectáculo secundario. En algunos momentos de la Edad Media se
llamó Odeón a los pulpitos que la Iglesia señaló a los cantos sagrados.

EL TRAJE DE LA VIRGEN DE LOS DOLORES. Varias veces me han


preguntado por qué las imágenes de la Virgen de los Dolores, de la Soledad
o de las Angustias van vestidas de monja. En realidad no llevan traje
monjil, sino el que correspondía a las damas castellanas viudas del siglo
XVI. El origen es el siguiente: la reina Isabel, tercera esposa de Felipe II,
trajo de Francia a Madrid una tabla que representaba a Nuestra Señora de
las Angustias y dispuso que se labrase a su imitación otra imagen de culto,
o mejor dicho, la cabeza y manos solamente. Este trabajo se encargó a
Gaspar de Becerra, célebre escultor, pintor y arquitecto, condiscípulo de
Juan Bautista de Toledo, autor de la planta de El Escorial. Según la
tradición, Becerra labró en ciertas misteriosas circunstancias la cabeza de
un tronco de roble, quemado en parte. De esta quemadura se conserva
todavía una señal que a propósito dejó el artífice en lo alto de la cabeza.
Como sólo se habían esculpido la cabeza y las manos, era cuestión de vestir
la imagen, y la condesa viuda de Ureña, camarera mayor de la reina, se
empeñó en que se la vistiera del traje de viuda con manto y tocas que era el
que ella llevaba, y el primer vestido que se le puso fue uno que la condesa
regaló.
La costumbre de poner o figurar un corazón delante del pecho de María
atravesado por siete espadas data también del siglo XVI, en que dominaba el
gusto de los emblemas y divisas.

LOS CLIENTES. Dice el diccionario que cliente es «la persona que está
bajo la protección o tutela ajena y también se dice, respecto del que ejerce
una profesión, persona que utiliza sus servicios». Esta última acepción es la
más corriente hoy en día, pero la primera es la original. Es nombre de
origen latino y se debe a la división que había en Roma entre los patricios y
los plebeyos. Los primeros tienen su origen en Rómulo, que separó los
ciudadanos pobres de los distinguidos por sus riquezas y dio a estos últimos
el nombre de paires, nombre que tomaron también los senadores. Los
descendientes se llamaron patricios y formaron la nobleza romana; los
paires majorum eran los descendientes de los senadores nombrados por
Rómulo; en un principio eran catorce. Otros treinta y ocho eran los paires
minorum, descendientes de los senadores nombrados por Tarquino. Para
unir los lazos de los patricios con los plebeyos se obligó a los primeros a
servir de protectores de los segundos, que tenían libertad de escoger su
protector. Los protegidos se llamaban clientes, y los protectores, patrones.
Poco a poco se fue extendiendo los dos nombres a todos aquellos que
podían proteger a otros, y así personajes que no eran de la nobleza, pero que
eran ricos, tenían sus clientes, que cada mañana iban a pedirles sea dinero,
sea comida, sea una recomendación o cualquier otro favor.
Hoy en día las cosas han variado mucho. Por una parte, el cliente exige
al vendedor que se convierte así en servidor y no en protector. Por otra
parte, los que hemos vivido los tiempos difíciles de la guerra y la posguerra
recordamos aquellos momentos en que los clientes se humillaban ante quien
les podía proporcionar comida u otra mercancía necesaria, como
antiguamente los clientes romanos se humillaban ante su protector que
frecuentemente abusaba de su prepotencia. Se ve que en los momentos
difíciles la máscara de la civilización cae y volvemos a los tiempos
primitivos.
ANECDOTARIO (XII)

Cuando Ana de Austria se sintió encinta del que más adelante fue Luis XIV,
dijo que se le removía en el vientre, y un cortesano, Guemené, replicó:
—Ya tendrá a quien parecerse, si empieza dando coces a su madre.

Era Canalejas presidente del Consejo de Ministros cuando el de


Gobernación, Fernando Merino, le llevó un proyecto de ley aumentando los
sueldos de los policías.
—¡Hombre, Fernando —dijo Canalejas—, precisamente ahora en que la
policía tiene varios asuntos que no resuelve ni a tiros! Si todo el mundo está
tirando contra ella.
—Pues precisamente por eso.
—¡Hombre, y por qué!
—Porque es necesario resarcir en dinero el prestigio que van perdiendo.
Que conste que esto sucedió a finales del pasado siglo o a comienzos de
éste, no lo sé muy bien, y no ahora en que la policía sabe que si detiene a un
delincuente no será liberado a las pocas horas, en que el terrorismo está
prácticamente erradicado, en que no hay atracos, en que la seguridad
ciudadana es total…, y si ustedes no lo creen es que no leen las
declaraciones de los ministros.

Clemente VIII no quería recibir las cartas de Enrique IV de Francia,


que, por medio de sus ministros, andaba negociando su absolución por la
corte de Roma.
El auditor de la Sacra Rota, que favorecía a Enrique, dijo un día al papa
Clemente:
—Al fin y al cabo, aunque fuese el mismo diablo, si tratase de
convertirse, vuestra santidad no podría desairarle.
Y se arregló el asunto.

Se hablaba un día delante de don Jacinto Benavente de don Ramón del


Valle-Inclán:
—Gran estilista, gran escritor, gran poeta, gran dramaturgo…
—Le advierto, don Jacinto —interrumpió un contertulio—, que don
Ramón no dice lo mismo de usted.
—Es posible que los dos estemos equivocados —apostilló Benavente.

Una frase de la Francia de 1848 que mutatis mutandis se puede aplicar a


los políticos de hoy en día:
—Yo os daré apretones de manos republicanamente, pero ha de ser con
la condición de que me dejéis poner guantes.
Sustituyan mis lectores la palabra «republicanamente» por la que más le
agrade.

Sacado de una revista norteamericana.


Antes, en los viajes, se llevaba a la secretaria haciéndola pasar por
esposa. Ahora, con los gastos de representación, se lleva a la esposa
haciéndola pasar por la secretaria.

Era pastor de un pueblo del Oeste americano el reverendo Jones, que


por su mal carácter no era muy apreciado por sus feligreses. Un mal día
enfermó, y, como en una pequeña localidad el pastor es siempre un
personaje importante, se fijó en la puerta de la iglesia un parte que decía:
«Nueve noche. El pastor Jones está grave».
Una hora después:
«Diez noche. El pastor Jones ha entrado en la agonía».
«Doce noche. El pastor Jones ha subido al cielo».
Cuál no sería la sorpresa de todos cuando a la mañana siguiente leyeron
un parte redactado, sin duda, por un bromista concebido en estos términos:
«Cielo —siete de la mañana—, reina consternación general. El pastor
Jones no ha llegado».

La anécdota que sigue la he visto atribuida a varios personajes.


Se dice que en los albores de la grafología, Balzac se preciaba de
conocer perfectamente los caracteres de las personas por sus rasgos
caligráficos. Una señora, amiga suya, le rogó un día que examinara un
cuaderno de un hijo suyo para conocer su carácter. Balzac miró y remiró el
manuscrito, y cuando terminó dijo:
—Lo siento, señora; pero debo decirle la verdad. Su hijo es un
muchacho vulgar. Ni tiene talento ni ganas de trabajar, no tiene porvenir
alguno.
La dama sonrió y, tomando el cuaderno, dijo solamente:
—¿Sabe, señor Balzac, de quién es este manuscrito? De usted cuando
era niño.

No sé de quién son estos versos que valen por una anécdota.

El secretario inepto de un alcalde


a la alcaldesa enamoró y no en balde;
mas el alcalde, descubriendo el cisma,
al secretario le rompió la crisma.

Moraleja:

Suele causar muy graves sentimientos


ignorar la ley de ayuntamientos.

De un libro del siglo pasado cuento este chiste que nos explica en pocas
palabras una situación moral que hoy nos hace sonreír.
—¿Hay algo curioso que ver en ese pueblo?
—Sí, señor. Ahora mismo va a salir una diligencia, y aún puede ver a
las mujeres con miriñaque subirse al imperial.

O témpora o mores, que quiere decir ¡Oh tiempos, oh costumbres!, y no


en tiempo de los moros, como dijo un diputado… de comienzos de siglo; no
piensen mis lectores mal.

Un individuo políticamente honrado, aunque se había vendido


repetidamente, continuaba en venta.

Un hombre que conocía mucho a las mujeres, cuando quería romper un


lazo amoroso escribía a su amante:
—Nuestra unión se ha roto; lo he sabido todo, y no volverás a verme…
Y como ese todo podía referirse a tantas cosas, las desairadas lo
interpretaban cada una a su manera…, y le disculpaban un poco.

Un rey de Dinamarca, allá por el siglo XVIII, pasó por Holanda, en


donde un seudonoble le presentó un árbol genealógico del cual resultaba ser
su pariente.
—Querido primo —dijo el rey—, estoy aquí de incógnito. Haz tú lo
mismo.

Un día don Antonio Maura informaba ante un tribunal cuando se dio


cuenta de que el presidente del mismo se había dormido. Elevó la voz, y
nada: el hombre no despertaba. Entonces Maura calló de repente y el
presidente despertó al no oír la voz que le adormecía y, pensando que el
abogado había terminado, pronunció la frase ritual:
—¡Visto!
A lo que Maura, indignado, protestó:
—¡Ni visto ni oído, señor presidente!
Esta anécdota la he visto tal cual en varios anecdotarios, pero me parece
improbable. Maura era un gran abogado, hasta el punto que sus colegas, si
no tenían otra vista, acudían a oírle: tal era su ciencia jurídica. Además,
hablaba muy bien. Sus oraciones jurídicas andan recopiladas en libros.
¿Creen, mis lectores, que un presidente del tribunal se dormiría durante sus
alegatos? Yo, no.

La princesa de Conti se quejaba al embajador de Marruecos en París de


que los mahometanos pudiesen tener tantas mujeres y concubinas, y el
galante africano respondió:
—¡Ay, señora, aun con tener tantas, no encontramos en ellas las gracias
que aquí se hallan reunidas en una sola mujer!
El embajador era galante con la princesa, pero no con las mujeres de su
país.

Siempre se es más dichoso de lo que se piensa, del mismo modo que


siempre se duerme mejor de lo que se dice.

La historia que sigue figura en varios anecdotarios. Ignoro si es cierta


porque, estando en Bilbao, pregunté si se conocían los protagonistas del
lance y nadie me supo dar razón.
El caso es que se cuenta que poco antes del sitio de Bilbao por los
carlistas, allá en el pasado siglo, un comerciante bilbaíno pidió a Inglaterra
una partida de 400 o 500 kg de bacalao. En la carta, las cantidades estaban
expresadas con cifras, y por falta de acento en la conjunción o los ingleses
leyeron 4 000 500 kg.
«Salen mañana los cinco primeros barcos; el resto saldrá en la próxima
semana».
¿Cómo liquidar tan fabulosa partida de bacalao? El bilbaíno se veía ya
arruinado cuando vino el sitio de Bilbao, y ello hizo, con la escasez de
víveres, la fortuna del norteño. Fortuna que dice un anecdotario que se
conserva vinculada a una distinguida familia de la capital vizcaína. ¿Cuál?
No lo sé.

Un profesor distinguido
le preguntó a un escolar:
—Diga: ¿qué tiempo es amar?
—¿Amar? Es tiempo perdido…
Los italianos dicen que el amor hace pasar el tiempo y el tiempo hace
pasar el amor. No estoy conforme. Jamás he concebido el amor como un
pasatiempo. Quien lo hace no pone en el amor más que el cuerpo, pero no el
alma, y el amor es algo más que un simple coito.

El médico Bernadino Ramazzini (1633-1714) está considerado como el


fundador de la medicina del trabajo, sobre la que escribió un famoso tratado
De Morbis Artificum, y en él narra cómo empezó a interesarse por estos
estudios. Sucedió que un día se encontraba en Módena y vio cómo unos
obreros limpiaban un pozo negro, observando los esfuerzos que hacían para
terminar pronto.
—¿Por qué vais tan aprisa?
—Se ve que no sabe lo que se sufre aquí dentro. No se puede pasar de
cuatro horas.
Ramazzini comprendió que desde entonces a cada enfermo que visitaba
le tenía que preguntar:
—¿Cuál es su oficio?
Y de ello sacar las consecuencias necesarias para el tratamiento.

Emilio Arrieta, el autor de Marina, pocas horas antes de morir, fue


visitado por un amigo:
—¿Qué tal te encuentras?
—Mal, muy mal…; tan mal que si mañana por la mañana me dicen que
he fallecido no me chocará nada.
Murió aquella noche.

La anatomía femenina nos acucia no cuando se la ve, sino cuando se la


descubre.
No sé quién fue, pero un editor madrileño, al parecer muy conocido,
compró una vez una serie de letras capitales que no conseguía estrenar, la
más hermosa y complicada de todas era la F. No encontrando libro alguno
en el que pudiera usar los tipos comprados se decidió a reeditar una historia
sagrada, que empezó así:
«Francamente, Dios creó el mundo en siete días…».

No he visto nunca el libro en cuestión, ignoro el nombre del citado


editor, pero si algún lector puede aliviar mi ignorancia se lo agradeceré.

El célebre explorador noruego Nordenskjold, de regreso de una


expedición al Polo Sur, dio una conferencia en el más célebre club de
Buenos Aires, conocido por ser el lugar en donde se jugaba más al póquer.
Asistía a la conferencia Crispín Idoyaza Molina, el más conocido poquerista
de la capital porteña. En un momento dado Nordenskjold dijo:
—Y entonces no encontré más signos de vida que dos focas y tres
pingüinos.
—¡Ful de pingüinos! —exclamó Idoyaza sin poderse contener.

Cuenta Montaigne en uno de sus Ensayos que el poeta Hermodoro hizo


unos versos a Antígono en los que le llamaba hijo del sol.
—¡Bah! —dijo Antígono—. El que vierte mi vaso de noche sabe que no
es verdad.

Cristina de Suecia admiraba un día la estatua La Verdad, de Bernini, y


un cardenal que la acompañaba le dijo:
—Vuestra majestad es la única entre los soberanos a quien le gusta La
Verdad.
—¡Oh, señor cardenal! Es que no todas las verdades son de mármol.

La duquesa de Longueville se aburría soberanamente en tierras de


Lombardía, en donde acompañaba a su marido.
—¿Queréis cazar?
—le dijeron.
—No me gusta la caza.
—¿Queréis pasar el tiempo bordando?
—No me gustan las labores.
—¿Queréis pasear, jugar a algún juego…?
—No me gusta nada de eso.
—¿Pues qué os gustaría?
—No sé, pero no me gustan los placeres inocentes.

El mundo moderno, aunque parezca mentira, está contra el placer. Éste


es enemigo de la velocidad y la industrialización.

Un político prestigioso —y hablo de antes de la dictadura de Primo de


Rivera— fue a Canarias a promover la campaña electoral de un candidato
cimero al que le dijo:
—Como siempre en estos casos, se ha de deshacer en elogios de la
tierra; lo corriente es decir que es lo mejor de España, el florón de la corona
y cosas así… Luego hable de los hijos ilustres de Canarias y no olvide citar
a Nicolás Estévanez, que fue ministro de la República —la primera claro
está—, cosa importante porque su hermano Patricio dirige un periódico en
Tenerife.

Se celebró un mitin y el candidato empezó a hablar.


—Canarias, que cuenta con hombres ilustres como don Nicolás
Estévanez, aquel, aquel…
No sabiendo cómo continuar, un amigo le apuntó:
—… aquel gran patricio…
A lo que, indignado, el candidato, creyendo ser objeto de una burla, le
replicó:
—Cállese… Patricio es el hermano…, el que dirige un periódico en
Tenerife.

En tiempos de Luis XV de Francia predicó ante el rey, y durante la


cuaresma, el abate de Beauvais, que tronó enérgicamente contra las
costumbres disolutas de la Corte. Asistía a uno de estos sermones el rey,
quien, al finalizar, se dirigió al duque de Richelieu, conocido por sus
aventuras galantes:
—Me parece que el predicador ha tirado piedras contra vuestro tejado.
—Sí, majestad —contestó el duque—, y muchas de ellas han llegado
hasta Versalles.
Conociendo la vida licenciosa de Luis XV, no es de extrañar la
respuesta.

Se atribuye a Benjamín Franklin la siguiente anécdota, referida a


personajes franceses en libros de aquel país:
Un día se encontró en un café con un individuo que olía mal y le dijo:
—¿Puede usted retirarse un poco?
—¿Por qué?
—Porque huele mal.
—¡Esto es un insulto grave! Le enviaré mis padrinos.
—No es necesario porque no acepto el duelo. Es muy sencillo: si me
mata usted, continuará oliendo mal, y si le mato yo, olerá peor…

Madame de Maintenon, la que fue después esposa morganática de Luis


XIV de Francia en su primer matrimonio con Scribe, célebre escritor y
comediógrafo, daba reuniones y cenas en su casa. Como era pobre, las
cenas eran bastante escasas, pero la amenidad de su trato compensaba la
falta de comida.
Un día tenía invitados, y un criado suyo, muy listo, se le acercó y con
disimulo le dijo:
—Señora, cuente un par de cuentos más y nadie caerá en la cuenta de
que falta asado.

Las mujeres callan algunas veces, pero nunca cuando no tienen nada
que decir.
DE CÓMICOS

Mi amiga Mari Santpere me refirió hace años, por allá los cincuenta, un
episodio que le sucedió en cierta capital castellana cuyo nombre recuerdo,
pero no quiero escribir. Y el caso fue que, llegada su compañía a dicha
capital, en el hotel de primera en que había reservado habitación, la
directora del mismo le dijo que no aceptaba ni toreros ni cómicos. Mari no
dijo nada, pero al terminar la función de aquella noche se dirigió al público
en estos o parecidos términos:
—Señoras y señores, esta compañía tenía previsto dar más
representaciones de nuestra obra en esta capital, pero la señora Tal,
directora del hotel Cual, me ha negado el alojamiento, diciendo que en el
hotel que dirige no se admitían ni cómicos ni toreros. Por lo cual sigo esta
noche hacia X, en donde descansaré hasta el día que me toque dar las
representaciones anunciadas.
El revuelo que se armó fue considerable, intervino el gobernador civil,
que dio orden, so pena de sanción, de que se albergase a la «cómica» y que
desde aquel momento no hubiese nunca discriminación de personas por su
profesión.
Esta señora debía de ser contemporánea de Fernando VII y debía de
ignorar que un grande de España llamado Fernando Díaz de Mendoza,
conde de Balazote y de Lalaing, marqués de Fontanar, con derecho a
cubrirse ante el rey y a sentarse en el Senado, ejerció con gran éxito y
aplauso la noble, bella y honrosa profesión de cómico.
He dicho que la citada directora era contemporánea de Fernando VII,
porque en 1832, y reinando aquel monarca, acaeció un hecho que don
Ramón de Mesonero Romanos narra en su libro Memorias de un setentón.
«… Y aconteció una noche de baile (creo que era la del domingo de
carnaval) que, estando en lo más animado de él, con la concurrencia de todo
lo más distinguido de la Corte, empezando por los infantes don Francisco
de Paula y doña Luisa Carlota, grandes títulos y cortesanos, con toda la
brillante juventud de la clase media, rivalizando todos en el lujo de los
disfraces, en lo animado de los chistes y bromas y en el clasicismo de la
danza (porque entonces se bailaba de verdad), acertóse a presentar en la
sala, vestido de frac y con la cara descubierta, el actor Valero, el mimo que
aún hoy[4] ostenta sobre su frente artística tan preciados laureles. Todo el
mundo sabe el injusto desdén o menosprecio en que hasta estos últimos
tiempos se tuvo la profesión escénica y lo que entonces quería decir
“cómico” a quien se le negaba hasta el mezquino “don”. Pues bien, en esta
sociedad, compuesta, como queda dicho, de palaciegos y personajes,
provocó la arrogancia del actor un bisbiseo general, que, pasando a
manifestaciones descorteses, y después a verdadera agresión contra el
cómico que así se atrevió a hombrearse con aquella sociedad, le fueron
acosando con sus indirectas, nada benévolas, y empujándole hacia la puerta,
hasta que le obligaron a salir del salón. Indignado, como es natural, el actor
ultrajado, corrió, según se dijo, al teatro del Príncipe, donde a la sazón se
hallaban el rey y la reina y, penetrando hasta su presencia, quejose
amargamente del insulto que acababa de sufrir en una sociedad compuesta
en su mayor parte de personajes de la Corte. Fernando, que en esta, como
en otras ocasiones, no escrupulizaba en declararse en contra de sus propios
servidores, habló al corregidor Barrafón a fin de que arreglase este asunto a
satisfacción del actor, y he aquí la razón por la cual, hallándome yo
durmiendo sosegadamente, a eso de las diez de la mañana del día siguiente,
me hallé con una cita del señor corregidor en que se me mandaba
presentarme a su señoría inmediatamente. Hícelo así y el corregidor
Barrafón, que desde la publicación reciente del Manual de Madrid, me
había tomado afecto, me dijo que, siendo el único de los que componían la
junta del baile de Solís, a quien conocía, me llamaba para averiguar qué era
lo que la noche antes había sucedido con el actor Valero y sobre quién debía
recaer la responsabilidad de aquel desmán.
»Yo le manifesté lo poco que me era conocido, y que no podía designar
persona o personas que fuesen los iniciadores del atropello; sólo, sí, que
individuos de la junta lo habíamos sentido en extremo, y que la
concurrencia estaba formada en su parte de magnates de la Corte, oficiales
de la guardia real, etc. “Pues bien, a pesar de esto —dijo Barrafón—, yo
tengo orden expresa de su majestad, para arreglarlo (y entonces me contó la
queja producida por Valero ante la real presencia) y, en su consecuencia,
prevengo a usted, para que lo ponga en conocimiento de la junta, a fin de
que el insultado reciba una justa satisfacción, que es la voluntad de su
majestad que para el baile de mañana la junta invite oficialmente a Valero,
remitiéndole un billete personal, y usted me dará cuenta de haberlo
verificado en los términos que expresa esta comunicación”.
»Cuando regresé a la junta, que tenía sus reuniones en la casa del
Conservatorio de Artes, calle del Turco, y puse en su conocimiento la orden
terminante de la autoridad, se armó “una de mil demonios” entre sus
individuos, pues los había de cabeza caliente; pero todo fue inútil. Su
majestad lo manda, y aquí traigo la orden del corregidor; conque no hay
más remedio que cumplirla y remitir a Valero su billete, con el
correspondiente oficio.
»Hízose así, y llegada que fue la noche, se presentó Valero en la sala, de
frac, como la anterior; paseó dos o tres veces el salón en distintas
direcciones y todo el mundo calló, sin decir esta boca es mía».
¡Qué lejos estamos hoy de aquellos tiempos! Vemos cómo en las fiestas
de la jet-set y en las páginas de las revistas del corazón se codean los
aristócratas y millonarios con los toreros y con los o las artistas de la
canción y del tronío. Por lo menos mientras dura el éxito de los últimos o
mientras su situación económica les permite asistir a las fiestas. Pero esto
pasa con todas las profesiones.
LA BANDERA ESPAÑOLA

El 28 de mayo de 1985 se celebró en España el bicentenario de la bandera


española actual. Creo que la fecha no es la adecuada, sino que el segundo
centenario debería celebrarse el 13 de octubre del año 2043. Veamos por
qué.
En el siglo XVIII las banderas de Francia, España, Nápoles, Toscana,
Parma y Sicilia eran blancas, color de la casa de Borbón. Ello producía gran
confusión no sólo en los ejércitos, sino, lo que era más importante, en el
mar, en el que los navíos de las diversas potencias citadas podían ser
confundidos fácilmente.
Carlos III tomó la decisión de disponer que se buscase una bandera
distinta a la de los demás países y que fuera fácilmente distinguida en pleno
mar, y promovió un concurso de diseños. En el Museo Naval de Madrid
pueden verse los doce dibujos que fueron presentados al rey; ninguno de
ellos corresponde exactamente a la bandera española actual. El rey, con
buen acierto y gusto, modificó un poco uno de los proyectos presentados,
que fue el que se adoptó el 28 de mayo de 1785 como bandera de la marina
española, y sólo de la de guerra, pues la enseña de los navíos mercantes
tenía que tener cinco bandas —tres amarillas y dos rojas— para que se
distinguiesen fácilmente unos barcos de otros.
Así pues, el segundo centenario celebrado no es el de la bandera
española, sino el de la marina de guerra. Fue el 13 de octubre de 1843
cuando el gobierno provisional de España erigió esta bandera como la
peculiar de todo el Estado. El texto del preámbulo de la ley, o, mejor dicho,
del real decreto, dice textualmente:
«Siendo la bandera nacional el verdadero símbolo de la monarquía
española, ha llamado la atención del gobierno la diferencia que existe entre
aquélla y las particulares de los cuerpos del Ejército: tan notable diferencia
trae su origen del que tuvo cada uno de esos mismos cuerpos, porque,
formados bajo la denominación e influjo de los diversos reinos, provincias
o pueblos en que estaba antiguamente dividida España, cada cual adoptó los
colores o blasones de aquel que le daba nombre».
En esta bandera se colocó el escudo con las armas reales, que fue
modificado cuando la revolución de 1868, en que aparecieron los cuarteles
de Castilla, León, Aragón y Navarra, con el de Granada entre las columnas
de Hércules y bajo corona mural. Las flores de lis pertenecientes a la
familia Borbón fueron suprimidas.
Bajo el reinado de Amadeo de Saboya se modificó solamente el escudo,
sustituyendo las flores de lis borbónicas por la cruz blanca de la monarquía
saboyana, y el 11 de febrero de 1873, la Primera República se limita a
suprimir el escudo real y la corona sustituyéndola por una corona mural.
Cuando la restauración de Alfonso XII volvieron a aparecer en el escudo la
corona real y la corona de lis.
La Segunda República, del 14 de abril de 1931, modificó la bandera
sustituyendo la franja inferior de color rojo por otra de color morado y
unificando la anchura de las tres franjas. En el escudo desaparecieron otra
vez la corona real, sustituida por una corona mural y las flores de lis. En la
primera serie de estas Historias de la Historia ya hablé del color morado
falsamente atribuido al pendón de Castilla. Remito al lector a la página 266
de dicha primera serie.
El Alzamiento Nacional de 1936 se produjo al grito de «¡Viva la
República!», y fue el general Mola el que, presionado al parecer por los
monárquicos tradicionalistas navarros, impuso la bandera bicolor cuarenta
días después del 18 de julio. El escudo sigue siendo el de la República hasta
el 2 de febrero de 1938, en que aparece el águila de san Juan. Este escudo y
esta bandera serán los oficiales durante toda la época franquista.
Por la Constitución española de 1978, en su artículo IV, apartado I, se
proclama que «la bandera de España está formada por tres franjas
horizontales roja, amarilla y roja, siendo la amarilla de doble anchura que
cada una de las rojas». No habla para nada del escudo, por lo que es un
error considerar anticonstitucionales, como muchas veces se escribe, a las
banderas españolas que llevan el anterior escudo. En todo caso, serán no
oficiales, pero no anticonstitucionales. Serán no constitucionales, en
cambio, la bandera republicana o cualquier otra que no se ajuste a lo
indicado en el párrafo y artículo citados anteriormente de la Constitución
actual.
CARLOS FISAS (Barcelona 1919-2010). Desde niño se dedicó ávidamente
a la lectura hasta convertirla en vicio. Apasionado por la Historia, desarrolló
una brillante carrera de conferenciante por universidades y centros
culturales de toda Europa, y se especializó en el estudio de las
manifestaciones amorosas, religiosas e ideológicas del occidente europeo a
lo largo de la Historia.
Entró en el mundo de la radio de la mano de Luis del Olmo, con quien
trabajó en RNE, entre muchas otras emisoras, siempre bajo la rúbrica de
«Historias de la Historia», que dio título a sus libros. Todos ellos han
encabezado regularmente listas de bestsellers y se han reeditado en multitud
de ocasiones.
Notas
[1]En el edificio de Delft, añado yo, en que fue asesinado hay una placa que
atribuye a Felipe II el criminal acto. Pudiera ser, aunque no sería extraño
que fuese uno de tantos desmanes que realizaron los fanáticos de uno y otro
lado durante las guerras de religión. El fanatismo siempre, y aún ahora, sea
religioso o político, conduce al desmán más condenable. <<
[2]Para el que no recuerde el Quijote le diré que el párrafo en cuestión se
encuentra en el capítulo IX de la primera parte y dice textualmente: «…
doncellas de aquellas que andaban con sus azotes y sus palafrenes y con
toda su virginidad a cuestas, de monte en monte, y de valle en valle; que, si
no era algún follón o algún villano de hacha y capellina, o algún
descomunal gigante, las forzaba, doncella hubo en los pasados tiempos que
al cabo de ochenta años, que en todos ellos no durmió un día debajo de
tejado, se fue tan entera a la sepultura como la madre que la había parido».
<<
[3] El nombre latino de Barcelona, Barcino, debe pronunciarse Bárkino. <<
[4] Esto se publicó en 1881. <<

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