Matar A Nuestros Dioses
Matar A Nuestros Dioses
Matar A Nuestros Dioses
La imagen de Dios tiene una importancia esencial en la vida de la fe cristiana. Dado que a Dios
nadie lo ha visto nunca (Juan 1, 18), siempre funcionamos, inevitablemente, con imágenes y
representaciones suyas que nos lo hacen accesible a la experiencia humana. Estas imágenes
hacen de mediadoras de su presencia viva en nosotros. Unas imágenes forjadas a lo largo de los
siglos mediante la lectura de la Escritura, la enseñanza corriente, la práctica religiosa, la moral
cristiana. Estas imágenes son la forma como los creyentes han llegado a conocer y relacionarse
con Dios, ya sean niños o adultos.
Vamos descubriendo que la tarea del creyente es permitir a Dios ser Dios. Al final, las figuras
opresoras de Dios son una creación humana. Las ataduras y fardos proceden del corazón
humano, de la educación recibida, de las imágenes fabricadas en un proceso que se pierde en el
tiempo y que se van transmitiendo de padres a hijos, de maestros a discípulos, de amigos a
amigos, de la impregnación del medio ambiente cultural y religioso. Junto con el sentimiento
religioso y la apertura a una trascendencia, siempre misteriosa y fascinante, se deslizan ideas y
representaciones de Dios que son idólatras.
El problema de la imagen de Dios es de ideas, de sentimientos, de representaciones y de
vivencias. Es una madeja no siempre fácil de desenmarañar.
Hay que cambiar nuestras imágenes de Dios. Siempre habría que estar distinguiendo entre lo que
es nuestra idea y representación de Dios y lo que es Dios. Frecuentemente ni lo hacemos ni nos
ayudan a hacerlo en la Iglesia. Los que hablamos de Dios -y alguna vez casi todos lo hacemos-, a
menudo hablamos con poco respeto o distancia entre lo que son nuestras palabras e imágenes
de Dios y lo que es el misterio de Dios. A Dios nadie le ha visto, pero nosotros nos comportamos
como si desayunáramos con él, como dice la expresión borgiana. Tendríamos que recordar
continuamente el aviso que uno de los más grandes teólogos del siglo VEINTE, Karl Barth, nos
hacía respecto a su hablar de Dios: no olvidéis que esto lo dice un hombre de Dios. Siempre
hablamos hombres y mujeres, seres humanos, en lenguaje humano, con los condicionamientos
humanos. Se nos olvida a menudo. Benedicto XVI, cuando era teólogo en Tubinga, decía algo
parecido referido al lenguaje sobre Dios.
Recuerdo la impresión que me causó, en uno de nuestros seminarios de filosofía de la religión, un
joven colega que había estado algún tiempo estudiando y viviendo en la India, cuando expresó
espontáneamente el malestar que le producía nuestro hablar tan distendido y seguro sobre Dios y
sus atributos. Es un hablar con poco respeto del misterio de Dios, nos dijo. Y tenía razón.
Hablamos con demasiada alegría y seguridad de Dios, de su Misterio. Quizá una de las
consecuencias no queridas,, perversas,, de este empeño de la cultura occidental, cristiana, de
aclarar, reflexionar y razonar acerca de todo, es que le perdemos el respeto al Misterio. Peor, que
algunas de las afirmaciones y representaciones hechas con cierta alegría sobre Dios, dentro de la
Iglesia, se toman como verdades inconcusas. No guardan la distancia respecto al Misterio. No
saben ni avisan de que son hombres, por muy excelsos, santos e inteligentes que sean, que
hablan del misterio de Dios. A lo mejor debiéramos poner un aviso generalizado en todas las
parroquias, iglesias, salas de conferencias, catequesis y seminarios intelectuales del mundo:
Recuerden: aquí hablan seres humanos, hombres y mujeres, de Dios. A lo mejor ayudábamos
algo a no confundir a Dios con nuestro hablar y nuestras representaciones sobre él.
Y habría que avisar también que incluso el habla de los libros sagrados, la Escritura con
mayúscula, la Biblia, los evangelios, el Corán, las Upanishads, etc., son libros donde Dios habla a
los hombres con palabras humanas. Es decir, como sugiere J L Sicre, para nosotros, los
católicos, en nuestras misas habría que decir, tras la lectura y proclamación de la Escritura, no
solo Palabra de Dios, sino Palabra de Dios y palabra humana. Se nos olvida con frecuencia que
la comunicación de Dios con el hombre se efectúa a través de palabras humanas. Este sencillo
dato, hoy elemental para cualquiera, se olvida, y de ahí nacen presuntos literalismos y
cabezonerías -esto lo dice la Biblia, el Evangelio, etc. - que están en el origen de neo-
fundamentalismos o de posturas cerradas. No tendríamos posturas tan firmes ni seguras, tan
dogmáticas -en el peor sentido de la palabra-, si recordáramos este sencillo hecho: lo dicho en la
Escritura es comunicación de Dios hecha a los hombres en palabras humanas, condicionadas por
esta tremenda limitación del deslizamiento y la ambigüedad del lenguaje humano. Siempre
necesitadas, por tanto, de ser bien entendidas, de ser interpretadas. En el mundo intelectual se
suele decir, recordando que nuestro conocimiento siempre pasa por el lenguaje y tiene que ser
debidamente entendido, es decir, interpretado, que conocer es interpretar. Esto vale también para
nuestro saber y entender de la Palabra de Dios: siempre es interpretada, siempre la
interpretamos.
Nuestras imágenes de Dios nacen de nuestras interpretaciones acerca de Dios o,
frecuentemente, de interpretaciones de otros, o de interpretaciones de otra época histórica que no
fue consciente de sus limitaciones, que nos llegan y asumimos sin mucha o ninguna reflexión.
Son malas interpretaciones o interpretaciones que descubrimos que se han deslizado por una
mala senda acerca de lo que se dice en los libros sagrados sobre Dios.
Hay que sanar nuestras imágenes de Dios. Me parece mejor esta expresión que la de corregir
nuestras imágenes de Dios, que suena a más intelectual o puramente mental. Ya vamos viendo
que en las imágenes de Dios se reúnen ideas, representaciones y vivencias en un todo. Es un
conglomerado de sentimientos, imaginaciones y pensamientos. Nuestro modo de conocer
siempre incluye algún modo de representación. Esto sucede incluso con lo ausente o no presente
y a mano, como es el caso de Dios. Y algunas representaciones, como muestra la experiencia de
muchos creyentes, y no creyentes, son negativas y perniciosas. Necesitamos curarlas, sanarlas.
Tener malas imágenes de Dios es una enfermedad. Daña el espíritu. Ya lo decía Sócrates
respecto a las malas ideas, que hacían daño al alma, no solo a la mente. Cuánto más una mala
imagen de Dios es dañina para nuestra vida y para nuestro espíritu.
Al calor de esta época que ha generalizado la atención a los sentimientos y enfermedades
interiores ha surgido una atención a los aspectos psicológicos y psico-espirituales que están en el
fondo de muchos de nuestros problemas. Desde una psicología clásica hasta la enorme
proliferación de libros de autoayuda; hasta una psicología con calado y formación espiritual se ha
extendido el reconocimiento de que la religión está en el fondo de muchos de nuestros problemas
interiores. Hay que sanar la interioridad para hacer que la persona viva mejor y sea más persona.
Esto vale cada vez más para las representaciones enfermas de Dios que contaminan la
interioridad y dañan la salud del espíritu.
Tenemos que esforzarnos por una buena representación de Dios. Nos va en ello el respeto al
honor de Dios y nuestra propia salud espiritual. De lo contrario caeremos bajo el sarcasmo de
Voltaire, el filósofo francés de la Ilustración, que decía con mordacidad que si Dios creó al hombre
a su imagen y semejanza, este le devolvió con creces la moneda.
Y nos jugamos la salud de la colectividad. Estamos asistiendo, tristemente, a un tremendo
espectáculo: en nombre de Dios se mata y se autoinmola matando y pensando en que se hace un
servicio a Dios. En este inicio de milenio vemos que ciertas concepciones religiosas e imágenes
de Dios son perversas: conducen al fanatismo, a la locura. El tema de Dios se ha vuelto peligroso.
Vemos cómo puede desvariar y conducir a algunos creyentes hasta el suicidio y el crimen. No es
extraño que en muchos hombres y mujeres de buena voluntad surjan rechazos y se piense que lo
mejor es olvidarse de Dios. Se cumple así la dura expresión paulina: Por vuestra causa es
blasfemado el nombre de Dios entre las gentes (Romanos 2, 24).
No hay duda de que la religión posee algo que puede afectar profundamente a la interioridad, la
mente y los sentimientos del ser humano y llegar a trastornarlo. Estamos viendo cómo ciertas
ideas religiosas y de Dios son fácilmente manipulables y utilizables por ideologías para sus fines.
No hay más remedio que defenderse mediante una vigilancia crítica. Tomamos conciencia de la
peligrosidad social y política de las representaciones religiosas, a través de su capacidad
movilizadora y del entusiasmo y entrega que producen. Necesitamos encauzar bien estas fuerzas
si queremos tener una sociedad sana y unas relaciones entre sociedades, culturas y civilizaciones
que superen la violencia y el enfrentamiento mortífero. Para ello es preciso tener una idea
adecuada de Dios. Esto exige una buena formación e interpretación de Dios. Y un rechazo y
liquidación de las imágenes peligrosas, perversas e idólatras de Dios.
Tras nuestras imágenes de Dios se juega la aceptación o no de Dios por otros. Dios se hace
dependiente de nosotros, de la forma en que le presentamos. De ahí la importancia de esta
presentación. Frecuentemente, lo que no se acepta no es Dios mismo, sino las representaciones
e imágenes que nos hacemos de él. Acabamos de escuchar a Pablo. El Concilio Vaticano II
reconoce también que el ateísmo o no creencia de muchos está causado por las malas imágenes
que ofrecemos de Dios. Se rechaza a Dios por causa de las imágenes inaceptables de Dios,
infantiles, sádicas, irracionales o demasiado antropomórficas y pegadas a nuestra pequeña
experiencia.
Una buena pastoral, catequesis o educación religiosa necesita cuidar las imágenes que vierte
sobre Dios. De ello depende una aceptación posterior de Dios, una vivencia positiva y sana de la
religión. En definitiva, una religión y un Dios presentables en la plaza pública.
En el mundo que se avecina, la cuestión de Dios estará cada vez más en el candelero. Nos
encontramos ante un pluralismo religioso donde proliferan diversas imágenes de Dios o del
Absoluto. La cuestión central no será si se cree o no en Dios, sino en qué Dios se cree. Los
cristianos tendremos que presentar nuestra imagen de Dios y deberemos dar razón de ella ante
las alternativas que se presenten. Incluso cabe sospechar que muchas de las imágenes de Dios
que se exhiben hoy en nuestra sociedad como contrapuestas a la cristiana son, en realidad,
reacciones ante los excesos o distorsiones impresentables del Dios de Jesucristo. Una imagen
del Dios de Jesús acorde con los rasgos evangélicos tendría mucho más atractivo y no
despertaría los rechazos que se le atribuyen.
Hablar del Dios cristiano, de sus imágenes o representaciones, quiere decir hablar del Dios de
nuestro Señor Jesucristo. Tratamos de ver cómo es ese Dios que se manifiesta y revela en Jesús.
Esta es nuestra clave de lectura y confrontación. Nuestras imágenes de Dios siempre tienen que
confrontarse con la del Hijo. De qué Dios es Hijo Jesús?
Sucede a menudo, también para los cristianos, que damos por sentado que partimos de una
imagen determinada de Dios. Procedemos como si ya supiéramos quién es Dios. Normalmente
tenemos en la cabeza una idea, muy extendida, de una especie de filosofía o metafísica griega
muy elemental, pero muy arraigada. Dios es, desde este punto de vista, el omni-todo: el
omnipotente, el omnisciente... Una imagen de Dios vinculada al imaginario del Poder, del Ser, de
la Fuerza, de la Imposición, de lo Maravilloso. Ya tenemos revelado el misterio de Dios. No
dejamos sitio a la novedad del Dios de los evangelios, del Dios de Jesús.
Cuando llega el Dios de Jesús y se nos va manifestando ligado al abajamiento, la limitación e
impotencia, la vulnerabilidad y el sufrimiento, la pobreza, la oferta no impositiva, la compasión y el
perdón, no le reconocemos. El Dios de Jesús encuentra su sitio suplantado por el Dios pagano.
Nuestra tarea, por tanto, es ardua, costosa: tenemos que matar a nuestros dioses. Tenemos que
volver a colocar en nuestra mente y corazón la imagen escandalosa del Dios de Jesús. Pero el
esfuerzo merece la pena, nos va en ello nuestro ser cristiano y el honor de Dios.