Jose de La Cuadra - Repisas
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Repisas
José de la Cuadra
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Texto núm. 7294
Título: Repisas
Autor: José de la Cuadra
Etiquetas: Cuentos, colección
Edita textos.info
Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España
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Glosa del título
Buena parte —la mejor, acaso,— de, mi infancia dorada, se la comió el
tiempo mientras habitaba yo en un ruinoso caserón porteño de ésos que
virtualmente, ha desplazado ya la construcción moderna de hormigón o de
cemento armado.
Miré mis manos. El orín de la llave había dejado en ellas manchas que
ocurriérase de sangre. Evoqué medroso el cuento de Barba Azul. Pero, no;
el agua modesta del lavabo fué para las manchas de mis manos
violadoras, agua lustral que limpió y purificó.
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...Y fué en mi alma así la primera desilusión: la primera que me daba esta
vida mía que luego se ha empeñado, tan absurdamente generosa, en
ofrecérmelas sin número.
Colmar las repisas del armario vacío, fué sueño mío de muchas noches y
obsesión de muchos días. Si alguna imaginación creadora tengo
desarrollada, débola, a todo entender, a la necesidad que hube de inventar
con qué llenar la soledad del mueble aquél, al cual llegué a amar con raro
modo.
José de la Cuadra.
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Del iluso dominio
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Mal Amor
A Jorge Pérez Concha.
«Querida Nelly:
Por casa, todos buenos. Espero que por allá también lo estéis. No tardes
en contestarme, y cuenta siempre con el cariño de tu primita que te abraza
y te besa efusivamente,
Loló.
«Querida, Nelly:
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Recibí tu cable. ¡Qué amable eres! ¡Qué buena primita! ¡Tantos años
como no nos vemos, y jamás te olvidas de mí! Me tienes muy obligada.
Por lo que a mí personalmente atañe, la única novedad —¡y vaya que para
mí es grande!,— es la de mis quince años... quince años floridos, como
diría Raúl.
Jamás sentí un dolor tan grande como al verlo así. Acudí a él y lo conduje
a mi dormitorio, y lo hice acostar en mi propio lecho. Con una taza de café
cargado que le di a tomar, reaccionó un poco. Entonces le increpé su
conducta, y lo aconsejé como si fuera un hermanito. Y es que así lo quiero:
como a un hermano menor. A pesar dé que tiene ya treinta y cinco años,
me parece un muchacho, un muchacho loco que no sabe lo que se hace.
¿Te supones con lo que me salió? Pues, que no había venido porque en el
periódico se negaron a darle un suplido que él necesitaba para comprarme
un regalito... ¡Qué tonto! ¿No te parece? Y me dijo, después, que se había
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embriagado, fiando la bebida, de pena... Como yo lo juzgo, es una criatura
nuestro Raúl...
Y tú, linda Nelly, ¿qué me cuentas? ¿Qué tal de amores? ¿Cómo sigues
con tu Harry?
«Querida Nelly:
Cree que me alegro mucho porque tu regreso al país natal sea a tiempo
para que concurras a mi boda, que se celebrará después de tres semanas
cuando más.
Papá llegó a decirme el otro día que no debo desperdiciar la ocasión: que
Amadeo es un partido ideal y que yo, con mis veintidós años y mi carita
poco agraciada —así se expresó—no habré de toparme con otro que lo
iguale ni en las pisadas. ¿Qué tal, primita mía? No sabes cuánto he llorado.
Cierto que Amadeo es guapo, rico, joven, linajudo, cuanto quieras; pero,
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se me antoja frívolo, banal, tonto, engreído... ¡muy poco hombre!
Lola».
—.....................
—¿Mamá? Sí; con Dolores. No; no pasa nada. ¿Y qué podría pasar?
Llamaba para preguntar si está todavía en la casa Nelly. ¿Sí? Pues, te
ruego que la hagas acercar al aparato. Gracias.
—.....................
—.....................
—.....................
—.....................
—.....................
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—Te contaré. El automóvil que nos trajo desde la casa hasta esta quinta
donde Amadeo y yo pasaremos la luna de miel, se detuvo justamente
frente a la puerta. Al ir yo a franquearla, he tropezado con un hombre
tendido en el suelo al pié de la cancela, y casi me he caído. ¿Sabes quién
era ese hombre? Raúl...Estaba borracho perdido... No sé por qué maldita
casualidad ha venido en dormirse aquí en esta ocasión...
—.....................
—.....................
—¡Quién lo sabe! Acaso por su extremada pobreza... Acaso, por los veinte
años que, como a menudo decía, iba él vida adelante... Y, sin embargo...
¡Ola! ¡Ola! ¡Perdón, Nelly! No hablemos más; no puedo... Mi marido, mi
señor marido, viene...
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Camino de Perfección
Ante los ojos —azules— de aquella muchachita, Arturo Nilmes —el
simpatiquísimo y elegante Nilmes, campeón de tennis, primera copa de
automovilismo 1925, —se sintió cohibido, como dominado por una
misteriosa atracción, tal ocurre a los que miran largamente los ojos de
Budha el silencioso.
—Es que esa muchachita —dijo— lleva en sus ojos el alma de la madre,
de la singular Magdalena, gloria y prez de nuestra tierra, modelo de su
sexo.
...La había conocido desde muy joven, cuando él, aunque un poco menos,
también lo era. Tendría Magdalena, entonces, una veintena de años y
trabajaba en una casa de modas con una francesa de Lyon.
Venida de las más bajas capas sociales porteñas, logró interesar con su
belleza a todos los chiquillos bien de la urbe, que acudían en bandadas, a
las horas de salida, para seguir, entre un fuego granado de piropos más o
menos colorados, a la encantadora obrerita hasta su humilde vivienda del
arrabal, en las proximidades del Estero Salado.
Sofronio Redal nos dijo que él contaba entre los perseguidores y que
—acaso por su aspecto de más seriedad,— por el prestigio de su calva
iniciada, conforme al burlesco comentario mío, —fué él, el único favorecido
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con sonrisas prometedoras; pero, no le creímos esta aseveración barata,
porque, según calculamos, Redal, por aquella época, debía haber estado
en España... si es que ese cuento suyo del viaje a la península fué verdad.
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Desilusionada, un tanto, ya sin peligro llamó al amor.
—Sírvete, Redal, dejar de lado las alusiones clásicas. Grecia está demodé.
—Una excentricidad.
—¡Silencio!
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—Sí... Whorehouses...
—Pero...
—Va de prisa a los sesenta, que, como veis, es edad un tantico avanzada
para una mujer, como ésta no sea reencarnación de aquélla que en los
albores del siglo XVIII se llamara Ana María de la Tremoille...
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Aquella carta
Yo la leí.
Decía la carta:
“Alina:
“Alina, me voy... Como esos barcos que izan velas para el viento
favorable, me he preparado para partir. Listo estoy. Pisoteé mis creencias.
Derrumbé mis convicciones. Mi fe, legado único pero inapreciable que mi
madre —¿la recuerdas?— me dejó; la manché. ¡Yo soy un hombre que ha
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manchado su fe! Y había que oír cómo lloraba mi alma cuando la
ahorcaba... Porque antes que al cuerpo, he matado a mi alma...
“Mi alma... mi alma, que formó mi madre, quien lo fue tuya también. ¿No te
dio mi madre a beber —como a mí— su sangre hecha néctar en sus senos
gene..............”
Miré a Alina.
—Alina.
Asentí.
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acompañarla.
—¿A qué?
—A lo de la carta.
Alina me miró.
Y añadió, risueña:
Luego tuvo un gesto piadoso que yo —por tí, Roquita, humilde Roquita,—
agradecí. Tomó del ojal de mi levita una violeta que poco antes ella misma
colocara allí, y la echó al ataúd aún abierto.
—Nos vamos, Efrén, ¿eh? Que papá se las arregle con su muerto... En el
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auto te iré contando algo de la vida de Roquita, ¿quieres?, su historia, su
muerte... Fué esto una cosa imprevista. Papá, que detesta el escándalo,
consiguió que se lo enterrara sin mucho preámbulo, ¿ves? Así, así, como
si hubiera fallecido de muerte natural.
***
Pero tu amor a ella fué tan grande, Roquita, tan grande; que al lado de él
no he osado poner el mío.
Por otra parte, Alina tiene ahora algo más de treinta años, y ha perdido
mucho de su belleza desde cuando tú la dejaste —en la vida— mi
desdichado, compadecido rival... Seguramente, ningún otro hombre se
acercará ya a ella, como tú y yo nos acercamos,— pobre, loco, infortunado
Roquita...
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Loto-en-Flor
Cuando el «San Esteban», bergantín de la matrícula de Guayaquil, echó
anclas en aquel encantador y pequeñito —tan pequeñito como
encantador— puerto peruano del norte, cuyo nombre no hace al caso; el
capitán hízome ver la conveniencia de que tomara pasaje en otro barco,
pues el «San Esteban» necesitaba urgentes reparaciones antes de tornar
a hacerse a la mar, con lo cual se retardaría el viaje algo más de tres
semanas.
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manera de su raza; pero, en realidad, había sido bautizada en la iglesia
católica y tenía un nombre tan feo y tan extravagante, que sólo a persona
como a su padre —que no entendía bien el castellano y no cogía el hondo
concepto de cada vocablo,— podía ocurrírsele. Así, mejor no lo diré. Para
siempre ella, en mi recuerdo y para quienes lean estas letras, se llamará
Loto-en-flor.
Tenía diez y ocho años y había, nacido en Kyoto la Santa. Contaba dos
lustros cuando la trajeron a América.
Esto que supe fué lo único que pudo decirme cierta vez en que —hurtando
el celo de sus progenitores— hablamos a solas.
Loto-en-flor...
Y nada más.
Nada más.
—Zarpamos, ¿eh?
Loto-en-flor no se movía.
—Quiero seguirte, amito —me dijo,— porque te adoro. He huido por venir
tras de tí. ¿No me rechazas?
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Asombrado y todo, no me resolvía a negarme. Era un bocado
extraordinario que mi próvido destino me deparaba. Y con aquel clásico
ademán protector que ha hecho que en Quito nos llamen un poco
burlonamente a los Santelices, los Caballeros del Gesto Magno, le dije a la
japonesita:
Joan —el negro brasilero que traje del Amazonas,— hizo buenas migas
con la japonesita. Ingenuos ambos, —por lo menos así lo creía yo,—
durante mis ausencias de casa en el día, se entretenían contándose
truculentas historias, en las que ponían toda la fantasía de que son
capaces sus razas respectivas. Varias veces los sorprendí cantando...o,
sin saber yo porqué, mudos y pensativos. Confieso que en ocasiones, un
deseo canalla de unirlos, por un prurito de cruzamiento —sabréis que soy
criador de perros,— me dominó; pero, supo contenerme mi celo de macho.
Así mismo, había dado instrucciones a Joao para que no abriera, delante
de la japonesita, ciertos cajones en los que guardaba reliquias de mis
andanzas sentimentales.
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Una tarde, el negro Joao se presentó en mi oficina.
—¿Qué ocurro?
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Si el pasado volviera...
(Cuento de Año Nuevo).
Casi tumbado sobre una poltrona baja de marroquín, montada una pierna
sobre la otra, había tomado un cigarro de cierta mesita próxima y fumaba.
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Doña Elena posiblemente le igualaba en edad; pero, aún podía
considerarse digna de ser mirada, conservando rasgos de pasada belleza,
como momificados en el rostro; y, la armonía de su cuerpo no estaba
perdida del todo.
—Usted busca como yo, doctor, los lugares solitarios. Está malo eso;
porque el apartarse es uno de los síntomas inconfundibles de la vejez.
—¡Ah, los hijos! Son los supremos ladrones. Le quitan la belleza a las
madres; la fuerza, a los padres. Son parásitos que medran a costa de los
troncos. Como la palmera de los mitos griegos, nacen de entre las cenizas.
Es decir, reformando el símil: es preciso la destrucción de la palmera
progenitora para que la nueva palmera brote de entre sus desechos... O,
como los alacranes de la vulgar creencia, que, al decir, se comen a las
madres...
Callaron, pensativos.
¡Ah! ¿Oía él? Ese valse...ese viejo valse que ahora tocaban...
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—No se imagina, usted, doctor, lo que ese valse me recuerda. ¡Mi postrer
aventura de amor! ¡Mi postrimera ilusión! Fué hace quince años, en Quito,
en un baile que diera la Legación del Brasil...
Rieron.
—Sí; ellos...
—Sí, doctor —dijo la viuda;— hay que dejarlos. Que se amen. Que se
casen, si es que en gana les viene devorar su pobre amor. Después de
todo, acaso ellos realizarán lo que a nosotros dos no nos fué dable.
Se sorprendió él. ¿Qué quería ella significar? ¿Qué era aquello que no
alcanzaba a entender del todo?
La dama se estremeció.
— Hoy, día de Ano Nuevo —inició ella con voz trémula,— día en que
según el pensar ingenuo de la gente más o menos vulgar, comienza vida
nueva, quiero descargarme de un gran peso; hacerle a usted, y sólo a
usted, la confesión do una locura cordial de mi juventud. No pensé
decírselo jamás; no se lo habría dicho jamás... Pero, no sé, ahora, por qué
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voy a hacerlo... La oportunidad, este ambiente, la fecha, quizás; acaso, la
pretensión banal de que entre usted y yo se ate un lazo que, por unirnos
en un bello recuerdo, sea a fortalecer el que ojalá estrecharan su Ernestina
y mi Luis Felipe... No sé.
Hablaba ella:
Consultó el reloj.
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—La una de la madrugada del primero de año... Me voy. Es justamente la
hora de los resfríos; y, a mi edad, si pesco un romadizo me sería fatal.
Atravesó los salones repletos de gente alegre que vivaba la fecha y el club
social que ofrecía aquel suntuoso baile de Año Nuevo.
—Ahora es tarde ya... ¡Si lo hubiera sabido antes! Mas, quién sabe si,
como ella dijo, de haberle yo revelado que la amaba, me habría
despreciado... Mejor, mejor así: saberlo cuando ya no puede ser...
Se inquietó aún.
—¡Y pudo ser, sin embargo! ¡Ah, si el Año Nuevo fuera, como la gente
asegura, vida nueva! Pero es igual, desastrosamente igual, la vida.
Se contuvo.
—Ahora es ridículo pensar en esas cosas... por mucho que la ilusión que
proporciona a cada quien el Año Nuevo autorice a soñar en la posibilidad
de lo imposible... Ella, vieja; viejo, yo...
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Pero, todavía:
—¡Ah, si el Año Nuevo obrara un milagro! ¡Si la vida diera vuelta atrás! ¡Si
el pasado volviera!
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El derecho al amor
Igual que se corre el borrador sobre una pizarra escrita, Enrique Loy
pasóse la mano por la frente, con un vago ánimo de alejar, con este
movimiento, la idea fija que jamás lo abandonaba... Era la quinta o sexta
vez en el transcurso de ese día, que rememoraba aquel episodio doloroso
de su vida, cuyo recuerdo era tenaz como un tornillo que quiere penetrar.
Ambulaba por una de aquellas rúas comerciales en las que parece que
fuera más de prisa el agua corriente del humano vivir. Delante de él
marchaba una señora basta y gorda, viuda a todas las trazas, que
conducía de la mano a una niñita como de diez años.
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—La más cruda visión de la pornografía que caracteriza a las
manifestaciones de la moda actual, la dan las niñitas —sentenció—. Y, en
conexión con esto, como dicen los periodistas, yo, de ser gobernante,
entre las publicaciones cuya importación prohibiría, estarían, además de
Gamiani y otras de la laya, La mode a demain y Pictorial Review.
Entre la media y el borde del traje, corría la blancura de las piernas. Y tuvo
el observador una frase de arquitecto:
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En el primer salón entró.
II
Fumo
por amor al humo...
......................
Y surge, de pronto, en las espirales
del humo
que fumo,
su noble, silueta....
—¡Oh, era demasiado buena! ¡Más buena de lo que se debe ser en este
mundo malo y ruin! ¡Más buena de lo que se puede ser! Y, como el
chiquitín de Galilea, contagiaba su bondad a los seres y a las cosas que la
rodeaban... No obstante eso, y quizás por eso mismo, me hizo un daño
irremediable, del que no se dió cuenta... y que hasta juzgó quizás un bien...
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que las vuelve morenas. Ojos verdes eran los suyos; magníficos ojos
verde mar, esmeraldas de todas aguas, en cuyo fondo titilaban puntitos de
oro como estrellas. Y sobre el milagro moreno de la cabeza, caía el pelo
rizoso, flavo, color de miel...
Aceptó por no dejar la invitación que hiciérale el amigo para dar unas
vueltas en auto.
—Ya se fué...
—Se fue al pasado... ¿Es que uno no puedo irse para donde le venga en
gana?
Hugo Cantos esbozó una sonrisa burlona para las excentricidades del
amigo. Enrique, mientras tanto, musitaba otra vez, como queriendo afirmar
en él mismo una
III
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Pasaban por frente a la casa de las Altar de Loy, primas de Enrique, y
fingió éste recordar que tenía una cita con las parientas para llevarlas al
cine.
En el recibo grifó:
—La pobre va peor. Día por día progresa la parálisis. Y, digo yo, será así
hasta que le llegue al corazón y la mate... ¡Oh, mi hijita, tan bonita como
era la infeliz!
Rara, la enfermedad de Nela, en verdad. Hasta, los quince años fué una
muchacha guapa y alegre, con esa belleza y ese buen humor de la salud;
robusta y sanguínea. Panuda esa edad comenzó a adelgazar, a perder los
colores de la cara, a ponerse triste, con una honda tristeza fisiológica que
no reconocía causa alguna espiritual. Y un mal día la parálisis hizo su
aparición. Primero fueron las piernas que se inmovilizaron; pusiéronse
después fofas, y se secaron luego, al punto de que, propiamente, la piel se
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pegó a los huesos encorvados, hinchados en tumores duros... ¡Oh, era un
extraño maleficio irreparable! Antojárase que un demonio envidioso de la
lozanía de su cuerpo, íbalo consumiendo poco a poco, absorbiéndolo,
dejándolo bagazo después de haberle succionado el jugo como a una
fruta...
—¿Quieres ver a Nela, Enrique? Ella siempre te recuerda. Dice que eres
ingrato al no venir.
—¡Me huye!
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—No; es imposible eso que ahora dices, Nela.
—Es muy cierto. Ya sabes que éramos íntimas, casi como hermanas, y me
lo confesó... Que no te amaba; que hasta le eras fastidioso...
Él se desesperó.
—No quiero creerte, Nela. ¿Por qué ella no me lo dijo a mí? ¡Ah, cómo
mentía entonces cuando me llamaba su bebé, su múñequito! ¡Cómo fingía
entonces, cuando inventó toda una historia para reñir! Pero... ¡no quiero
creerte, Nela! Di que todo es una broma mala que tú me haces. Dilo.
Porque eso, aunque lo sea, no puede ser la verdad...
IV
—¡Ah, cómo le gustaba a ella vestir de verde mar, para que el traje
armonizara con sus ojos!
—¡Y qué aires de reina tenía ella con el más sencillo indumento!
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La madre acudió, solícita.
José Luís comía, frente por frente con él, en el lado opuesto de la mesa.
Era un mozo guapo y fornido, algo menor que Enrique; ocioso a toda
prueba, tenía empero dos profesiones atareadas: hacer el oso a cualquier
chiquilla ojilinda y jugar a la espada sable con mamá y las hermanitas,
cuyos ahorrillos reconocían en él un enemigo formidable.
Rió burlonainente.
Enrique, coloreó hasta el pelo, como suele decirse, y quiso variar el giro de
la conversación. ¡Oh, ahora, cómo le era interesante esa humilde hormiga
loca que corría por el mantel blanquísimo como por un campo ártico!
La madre intervino.
—¿Pero, oh cierto eso, Enrique? ¿Has reñido con María del Socorro?
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Se levantó a los postres sin haber pronunciado una palabra más.
Comprendía: hasta la madre lamentaba íntimamente la pérdida de María
del Socorro, con lo difícil que es el que las suegras, y más las presuntas,
simpaticen con las nueras.
Ah, pero con María del Socorro era distinto; porque María del Socorro era
un ángel...
—¡Oh, esta flor marchita cómo huele a cadáver! ¡Qué pobre olor a muerte
tiene la única cosa que ella me dió!
Su corazón era así como un ánfora llena de ella, y el olvidarla habría sido
como derramar el líquido del ánfora, dejándola vacía.
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En la hora propicia, sintiéndose seguro en el ambiente familiar,
inexpugnable al ridículo, tuvo un gesto lírico y cursi:
VI
¡Sus ojos!
VII
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Despertó bruscamente. Había tenido pesadilla.
Seguidamente pensó:
Y con esa facilidad que él tenía para adecuarse a las ilusiones y vivirlas,
se sintió como si el retrato estuviese ya, y, ante él, hincado, lo adorase.
—Te invocaría con tu propio nombre santo y mago, María del Socorro, pan
sobresubstancial, ofrenda limpia, trigo de los predestinados... Rezaría,
para tí, la letanía, del Sacramento. O, mejor, la de la Virgen.
—María del Socorro... ¡Ave María, gratia plena! Maris stella... Turris
ebúrnea...
Y continuó así, a media voz, haciendo ésta más opaca, hasta que sólo
quedó en un castañeteo imperceptible...
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VIII
Como quien por delante de un escenario echa una cortina que puede
descorrerse. Oculta, sí; pero, detrás, está la misma escena, lista a
reaparecer. Siempre. Lamentablemente siempre.
Sin embargo, Enrique Loy se satisfizo con este engaño que a sí mismo,
conscientemente, se daba; y, se refociló en él y con él.
Más tarde habría de arrepentirse, sin duda; porque son terribles las
resurrecciones del recuerdo; porque, cuando con él el pasado vuelve,
vuelve armado de eternidad. Y la eternidad confunde y anonada la
humana pequeñez.
IX
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Enrique Loy recordó los versos de aquel poeta, monje a medias, que
acaso equivocara la ruta...
Hacía cuatro meses que María del Socorro fuérase al Perú, y desde
entonces la única noticia que tuvo de ella, la supo por una crónica social
de Clovis, quien la citaba, como concurrente a una fiesta en la legación del
Ecuador.
Añadió:
—¿Qué hará?
Y se contestó:
—Si deseara en verdad saberlo, iría a casa de Nela, con quien presumo
que se carteará. ¡Pero no! Además de repugnarme, sin acertar con el por
qué, hablar con la... inválida ésa; he de considerar que he cerrado cou
chapa Yale el cajón de mi cerebro donde se guarda la memoria de ella...
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ocurrirían! Habría que ir a visitar el manicomio sólo por oírme...¡Ah, si yo
fuera franca, declarada, inteligentemente loco!
***
Rememoró:
—No hace cinco años, los bailes eran por la noche y comenzaban con
Lanceros Chilenos.
43
Expuso su pretensión al director de orquesta, el cual accedió a ella.
En efecto; luego del fox yanqui, se vino encima un boston de última edición
—Amor—, obra de un joven compositor porteño que, así mismo, gastaba
su inspiración en tangos. Después tocóse una marcha morisca nacional, y
en seguida un romantic and sweet fox, también nacional, que tenía un
sugestivo nombre: Esto es amor.
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Seguidamente venía la protesta de ella, igual a todas las protestas de ellas.
Enrique Loy dejó pesar esta frase de gruesa factura, pero que en su
estado de ánimo él encontró sutil:
—Ella tiene razón, sin duda. Ya no ama a ese Juan Manuel que motiva
silenciosamente, desde el fondo de amenaza del pasado, los celos
retrospectivos del amante actual. Lo quiere, sinceramente, a éste, ahora...
Pero, ¿lo querrá siempre? Es la vieja historia... La vieja historia rehecha y
repetida, que cansa como un enrevesado folletón interminable... Después
de un amante, viene otro; caído un trono, en el dominio cordial de Fémina
—que no ha leído ni leerá a los enciclopedistas—, surge un trono nuevo,
con una sucesión sálica correctísima. La mujer no ama a Isaías, ni a
Samuel, ni a Jacobo como tales Isaías, Samuel o Jacobo: ama la idea de
Hombre, el substractum —diría puesto en filósofo barato— de la
masculinidad... Al primero, al que la despertó, lo ama más; en los otros, o
para los otros, el cariño —que es el mismo— sigue un orden descendente.
¡El amor de la mujer es una escalera! ¿Cómo? Grotesco, pero cierto...
Cuando una viuda afirma, por ejemplo, que no será de otro hombre, no
miente sino en cantidad; del primero fue enteramente, como no será del
segundo, ni del tercero, ni de los que a éste sigan. Pero, lo tal no depende
de ella —valga decir, no es un producto de una consciente reflexión, ni es
mérito, ni vale loarse: es un fenómeno natural de cansancio, de fatiga...
Recuerdo que una vez cierta chiquilla, transcurridos escasos meses de la
riña con un amante, y teniendo ya otro, me decía: «Es que yo a nadie he
querido. Lo reconozco, aun con el baldoncillo que me cae por lo de haber
mentido amor a otros. Es a Antuco (el actual) al que quiero. Es a él al
único a quien verdaderamente he querido. Lo demás... ¡puah!... humo de
pajas. Era al decir estas frases cuando mentía —claro que no
propositadamente— por lo que a los otros hacía referencia. Desde su
punto de vista, decía la verdad. Ya no recordaba que amó a los anteriores,
y —justamente— le parecía que no los había amado jamás... Y se
engañaba de buena fe. Que es cosa ésta muy femenina de mentir sin
intención y de hacer mal sin malicia. Eva lo que ha sabido bien siempre a
más de entrar en compincherías con la serpiente paradisíaca, —es ser
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madre, o poetisa—, que es una suerte de maternidad... En lo demás,
concluye cuaternaria... Cuanto a su amor, resulta éste a la manera de un
reflector que puede ir de aquí para allá, enfocando un lugar u otro. Pero,
es la verdad que el tal reflector se va opacando tiempo adelante, y como
alumbró el primer sitio, no puede alumbrar ya los demás...
—¿Y si a mí, ahora, me está pasando lo mismo con María del Socorro?
¿Qué número será el mío entre sus amantes?; ¿qué escalón ocuparé?
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“Principal,—dep. 17.—J. G. Ebara, señora e hijas”.
—Hay cosas que piensa uno, y que luego quisiera no haber pensado...
—No la amo.
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—¡Hola, Enrique! ¡Mire usted que se presenta a saludar a las amigas a los
tres días de llegadas! Tardía bienvenida.
Sin embargo, cuando supo que el resto de la familia Ebara había salido a
rever la ciudad esa mañana, y que María del Socorro lo recibía sola
“porque eso no tenía nada de particular, ya que él era casi un amigo de
confianza”; acometió con osadía en la frase:
—Cada día, más guapa ¿eh? Como para que la adoren más. En razón
directa...
Esto era una vulgaridad; pero, Enrique no estaba como para gentilezas, y
peor que peor, para alambicamientos.
Queriendo hacer una broma “de estilo”; pero, con la íntima seguridad de
que vendría un “no” rotundo, aventuró:
—De veras que las noticias vuelan... Tienen alas... Yo creía que usted no
lo sabría....Pero, mire.
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curiosidad pudo mucho en él.
—¿Cómo son los paraguayos? ¿Es cierto que hablan sólo guaraní?
Luego, usted debe hablar... ¡Ah, pero será, una lengua muy difípil!
Y acaso la tenía.
—Había un oculto motivo para que yo sintiera, antipatía por Nela. No así
por gusto el instinto advierte.
XI
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En plena calle, se sintió arrastrado por la multitud; y, un poco de su alma
atrozmente sensitiva en ese rato, se fué en la marea del tráfico, con los
demás, allá, a perderse.
Pero, ¿por qué, señor gendarme, da usted de sable a un ebrio infeliz? ¡Es
una injusticia! ¿No ve usted que él se emborrachó con aguardiente que
paga impuesto? Si, el estado vive, en mucho, del vicio, ¿a qué título hace
moral? Recuerde usted que, a pesar de su crasa ignorancia, de su
insignificancia personal, la voz de usted, en este minuto, señor gendarme,
es la voz del estado!
—¡Oh, es el viejo odio policial contra la pobre gente, qué aprovecha estos
zafarranchos de combate para lucir...! Sí; pegue usted, señor empleado,
en las espaldas del pueblo sufrído y aguantón; rocín suyo es ahora. Pero,
más adelante, usted caerá —caerá, no; se levantará—, y será pueblo... La
historia es así: encima y debajo; yunque y martillo. Su turno es. Golpée,
señor empleado. Otra vez. Otra más... ¿Por qué cesa? ¡Ah, es que se ha
cansado! ¡Es que la mano se cansa de golpear! Hasta eso fatiga a la
endeble humanidad.
Se controló.
Y recordó.
Rebosó al fin.
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Dió al piloto del vehículo la dirección, y tres minutos después deteníase el
auto frente a, la casa de las Altar de Loy.
Cuando Enrique pudo estar a solas con Nela, tuvo una ráfaga de
vacilación.
Mas fue esa impedida quien pudo arrebatarle a su María del Socorro. No;
había que vengarse en ella del mal inmenso e irreparable...
—He sabido, Nela, cuanto tú hiciste para provocar una ruptura mía con
María del Socorro. Hablé ahora con ella, y si bien no me lo dijo claro, no
era preciso mucho esfuerzo para comprender. Su proceder fué noble;
mientras que el tuyo...
La miró.
Prosiguió, burlón:
—Con tu pobre cuerpo inválido, tú estás fuera del amor, Nela seguía muda
y serena.
Tornó a mirarla.
La gran colcha tapaba sus piernas ñoñas y horribles. Y surgía de entre los
pliegues de aquélla, su busto nubil de virgen. Y flameaba su fina cabecita
high life
51
, hecha para lucir en salones, arrebujada, estuchada como una joya en
pieles de animales extraordinarios.
Se conmovió él apenas.
—Nelita...
—¡Responde!
—¿Que por qué te he amado?; ¿que por qué hice aquello? No lo sé. Ni
explicarlo para que tú lo comprendas, sabría nadie. Hablas, Enrique, como
macho fuerte y sano que eres; no sientes con tu corazón sino con tu
salud... Yo soy enferma; y humildemente, sin rencor alguno, lo he cedido
todo... Mas en la vida hay un derecho inalienable que no estuvo en mí el
ceder...¡El derecho al amor!
52
—¡El derecho al amor!
53
Para un suave —acaso triste— sonreír
Algunas de las narraciones que siguen, todas quizás, resultarán para el
lector como una absurda mezcla de protóxido de nitrógeno (el "gas
hilarante") y de nitrógeno trihídrico (el vulgarísimo amoniaco). Hiciéronse
así propositadamente. Puede ser que la mezcla expuesta a los rayos de
sol de la crítica (¡upa, valbuenitas!), tórnese explosiva... Pero, y ya es
bastante, se garantiza que para el lector los efectos serán anodinos,
cualquiera sea la lata interpretación que se le dé a esta palabra...
54
El Poema perdido
Aquel ilustre poeta que, con sus hermosos versos de sabor romántico,
conmovió hasta el llanto a las mujeres de las tres Américas, escribió cierta
noche, de un tirón, un poema que reputó y reputa como el mejor que salir
pudiera de su estro.
Las cuartillas en que estaba escrito el poema que su autor juzgaba por
maravilloso, quedaron desparramadas sobre el escritorio, y el viento que
se filtraba por los visillos se dió en el juego de distribuirlas asimétricamente
por el suelo.
Cada vez que podía, y podía siempre, hablaba en marcha fúnebre del
desgraciado acaecido.
55
—¿Rehacerlo? —respondía el vate— ¡Cómo no! Se advierte, amigo, que
no entiende usted de estos fregados de la literatura. La inspiración, por así
decirlo, no es fuego que quema dos veces el mismo pabilo. Por supuesto,
no quiero decir que, de intentarlo, no podría...¡Claro que sí! Ah, pero ya no
sería ése, ese mismo, el de aquella noche en que mi cerebro vibró en la
flama de Apolo .... Convénzase, amigo, que “El singular coloquio de las
altas cimas andinas”, se ha perdido para siempre... Y no sé, ocúrreseme
que esto de perder los escritores sus mejores producciones —a Dante
Gabriel Rossetti, a Edmond Rostand, a Oscar Wilde, creo, les pasó lo
propio,— no es cosa natural... Me imagino, a veces, que es un gesto de
defensa de la Inmortalidad, virgen reacia que no quiere dejarse poseer así
como así; o quizá, una venganza del anónimo inconsciente, como es una
venganza del inconsciente mineral aquello de mandar fino polvillo de arena
que, en las alas de Eolo, cunde devastador por sobre los rósales
florecidos...
Pocos días después, el crítico se topó con el poeta en el salón mayor del
Ateneo, y oyó cómo refería la historia de la invaluable pérdida.
56
¡También él ha muerto!
Y fué así como el poema de aquel ilustre poeta que hizo llorar de emoción
a las mujeres de las tres Américas, se perdió para siempre...
57
El Anónimo
En el salón de la viuda del doctor Urniza, se encontraron Esther de
Gaizariaín y María de Medrano, y pudieron charlar a solas y a sus anchas.
¡Tanto como tenían que contarse!
Ah, pero aquí, en el salón de la viuda del doctor Urniza, cambiaban las
cosas... Aquí sí podían ser la una para la otra como lo fueron siempre,
como jamás dejaron de serlo, no obstante las apariencias respetabilísimas
que había que conservar.
58
Esthercita, una completa pero encantadora burguesita, expresábale sus
asombrosa Maruja, que revivía el tipo —raro ya— de una diabólica de
Barbey D’Aurevilly...
No hay para qué detenerse en aclarar cuáles eran “las cosas” de Maruja.
Cualquiera comprende. Un amante cada invierno, y cada verano... otro.
—Revélamelo, Maruja.
—Ah, con que ésas teníamos, palomita sin hiel, ¿no? Pues, me lo hubieras
avisado antes. Con darte la fórmula...
59
llegué a trazar un plan.... uno de esos planes locos que forjan las mujeres
celosas. Después, reflexioné por mi propia cuenta y atendí al consejo de
una amiga querida que sabía dónde les aprieta el calzado a los maridos.
¿Conclusión? Pues que me eché un amante a cuestas, como si dijéramos.
¿Su nombre? Nada importa; como no importan tampoco los detalles,
puesto que no es mi intención narrarte un cuentecillo verde claro,
¿verdad? Me salió mal el primero... Y, lógicamente, mi venganza no
satisfecha del todo, pidió un segundo amante... un tercero, luego... La
eterna historia que se repite.
—Lo malo fue que mi marido estuvo en un triz de descubrir mis enredillos;
y, como yo no soy de las que aman la tragedia sino el vodevil, resolví
buscar un modo seguro de despistarlo completamente y de una vez por
todas. Lo encontré, verás. Aprovechando de su última conquista femenina,
le di cada escena de celos que ni un Otelo con faldas... Lloraba a lágrima
viva; no comía, por lo menos delante de él; pretendía —¿que te parece?—
suicidarme. Él se lo creyó todo a pies juntillas. Claro, se diría el pobre,
como Marujita me quiere, sufre... Y hasta quién sabe si no se hizo a sí
mismo propósito de enmienda. ¿Qué tal, eh? En estas circunstancias,
juzgué oportuno dar el golpe do efecto que tenía preparado de antemano.
Una noche, en el comedor, de sobre mesa —apenas si yo había probado
bocado y tenía los ojos hinchados de llorar,— le pregunté a mi maridó si la
palabra hipócrita, se escribía con h o sin h y si la palabra avieso se
escribía con s o con z. Sin darle mayor importancia a la pregunta, aunque
permitiéndose una broma sobre la mala enseñanza de las religiosas de la
Inmaculada, me dió la forma correcta de escritura de las aludidas
palabras... Horas después, tomé de su escritorio una hoja de papel
timbrado, al cual arranqué el membrete, y un sobre en blanco. Y, en su
máquina Undenwood,cuyo tipiaje le era muy conocido, escribí en el papel
que había cogido, un anónimo horroroso contra mi propia persona. En el
tal anónimo, que hacía aparecer como que un amigo endilgaba a mi
marido, se decía que yo tenía un amante, que era una mujer hipócrita, y
que mi proceder era avieso... Por supuesto, con ortografía correcta las
palabrejas... Cuando concluí de redactarlo, lo metí en el sobre nemado
para mi marido y lo guardé hasta la mañana siguiente en que,
personalmente, lo eché al buzón de correos.
60
—¡Eres admirable, Maruja!, —no pudo menos de exclamar Esthercita do
Gaizariaín—. Casi se me figura el resto.
—¡Qué bobos son los hombres, y en especial, los maridos! —dijeron casi a
una voz las dos amigas.
61
pecado...
62
La Muerte Rebelde
Tenía veinticinco años de juventud; lo cual quiere decir, sin requilorios, que
andaba por ahí cerca de los nueve lustros, no enteros del todo.
63
sólo comparable a las siderales. ¡Ah!, si todos los que desearan acabar
pusiesen en práctica su deseo, os posible que el mundo estaría
convertido, muchos siglos ha, en un sueño realizado de Malthus.
Los mil sucres de renta mensual, no daban como para un viaje de muerte
al Extremo Oriente; por lo que, don Ramón casi llegó a descuidar su
propósito de exterminarse, al ver las dificultades con que topaba para
realizarlo. Y anduvo atajándose el fúnebre afán.
Pero, era tan grande su aburrimiento, que por mucho que lo llamara
elegantemente, en inglés, spleen, para halagarlo un poco, siempre lo traía
desazonado.
Mas, ¿cómo?
No estaba don Ramón, queda dicho, por un suicidio ostensible. Él, además
de ser una persona decente, era católico, y quería conservar las
apariencias aún más allá del umbral de la tumba. Comulgaba con aquello
de que pecado oculto es menos pecado. Ah, si pudiera engañar a los
demás, hacerles creer que el suyo se trataba de un vulgar deceso, para
que, encima, le mandaran decir misas y le rezaran oraciones...
64
Batió palmas. ¡Eureka! Eso, eso era lo que él quería... Lo difícil estaba
ahora en conseguirse la impresión, una impresión auténtica, capaz de
romperle el corazón instantáneamente.
65
la rebelde víscera...
II
—Shakespeare, ibidem.
Así que tomó el té, infusión de que no gustaba, pero que invariablemente
trasegaba cada tarde a las cinco, por lo elegante que juzgaba esa
costumbre; don Ramón despidió a su cocinera y a su sirviente, a quienes
dijo que no comería en casa y que, por lo tanto, podrían aprovechar la
tarde para pasearse. Advirtiólos de que no debían regresar antes de las
once de la noche, porque él no volvería sino después de esa hora. Por lo
demás, la advertencia obviaba.
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dispuso que le mandaran el de uno ochenta.
—Sí; no hace una hora. De un ataque cardiaco. Está hablando usted con
un familiar...
Aquello de «buen sujeto», primer elogio post mortem que recibía, le hizo
maldita la gracia... ¿Conque él no había sido más que un «buen sujeto»?
Decididamente el juicio de la posteridad peca de severo...
Idos que fueron los de la empresa de pompas fúnebres, don Ramón corrió
el pestillo de la puerta zaguanera; encendió los cirios, y se aprestó a
meterse en el ataúd.
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Cerró entonces apretadamente los ojos, contuvo la respiración, e hizo un
llamamiento con todas las fuerzas de su espíritu al de la muerte.
Parecía como que ésta se hacía reacia en venir. Medio asfixiado, don
Ramón hubo de meterse aire a pulmón lleno a los dos minutos de haber
contenido la respiración.
Al cabo de las tres horas, sintió una inaplazable necesidad física que lo
obligó a dejar a las volandas el tétrico lecho para ir a seguro lugar do
satisfacerla, corno lo hizo.
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contempló por un instante el rostro de su patrón.
Y fue entonces que sucedió lo inesperado: don Ramón abrió los ojos...
Sólo había estado dormido, como ya lo estuviera diciendo su rostro.
Era de ver, entre eso de las once de la mañana, cómo la calle se llenaba
de gente vestida de riguroso duelo: los amigos de don Ramón que estaban
noticiados de su muerte por las invitaciones de los diarios, y que no
conocían el resto...
69
Iconoclastia
(Página de un Diario)
—¡Amada!
¡Ah, su voz, que yo sé bien cómo es suave, se musicalizó más para loar
Su belleza!
70
Y yo saborée la venganza:
—Te engañas. Todo eso es una farsa torpe. Él era feo; Él desentonaba en
la armonía galilea; Él sólo era bueno. Su belleza era interior. San Cirilo de
Alejandría, el propio Tertuliano, y muchos doctores de la iglesia, creen que
Su fealdad era horripilante y extraordinaria. Isaías lo deja presentir...
Acaso yo, con mis pobres rasgos decadentes, sea más bello que Él lo fué
nunca...
Luego ha reído mucho por cada cosa que ocurría. Sólo a la tarde, en el
jardín, mientras paseábamos por entre nuestros rosales, me ha dicho
inopinadamente:
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De cómo entró un rico en el Reino de los Cielos
(A Joaquín Gallegos Lara)
Entonces Jesús dijo a sus discípulos: “De cierto os digo que un rico
dificilmente entrará en el Reino de los Cielos. Mas os digo, que más liviano
trabajo es pasar un camello por el ojo de una
aguja, que entrar un rico en el Reino de Dios". Mas sus discípulos, oyendo
estas cosas, se espantaron en gran manera, diciendo: “¿Quián, pues,
podrá ser salvo?"— Y mirándolos Jesús, les dijo: “Para con los hombres
imposible es esto, mas para con Dios todo es posible".
—Evangelio según San Mateo, capítulo XIX, versículos XXIII, XXIV, XXV y
XXVI.
72
¿Habéis oído hablar de Mr. Douglas N. Tuppermill? Pienso que sí.
No podría ser de otro modo. Las revistas yanquis son las que tienen —y
tampoco podría ser de otro modo— mayor circulación en el mundo. ¿Y
cuál la revista yanqui que no traiga, ya que no una foto del rey del yute en
su hobby patentado, una interview, o siquiera, una alusión a él?
Baste decir que, ignoro porqué —Mr. Tuppermill nada tenía de militar ni de
cosa por el estilo, y hasta creo que perteneció a una comisión permanente
para el financiamiento de la paz mundial;— el gobierno de la República
Francesa llamó con el nombre de Fuerte Tuppermill a uno de sus puestos
avanzados en el Sahara...
73
¿Habría hecho en la tierra todo el bien que pudo? El creía que sí; pero...
El serafín que hacía el papel de fiscal, recordó, por su parte, con lujo de
detalles, los primeros capítulos do la vida de Mr. Tuppermill que tenían un
asombroso parecido —casi eran un plagio— con los de la Vida del Buscón
, que escribiera don Francisco Gómez de Quevedo...
El rey del yute pensó que bien podía él contratar los servicios de un doctor
más avisado que este jovenzuelo imberbe —¿no estaban en el cielo por
ventura San Agustín y el de Aquino?;— pero, a tiempo cayó en la cuenta
de que todos sus dineros se los había dejado allá —¿dónde es allá?— en
la tierra y que a esta hora, con la rapidez que caracteriza a sus paisanos,
ya se los habrían repartido entre herederos y legatarios...¡Ah, si él hubiera
podido poner un radiograma!
74
a Vuestra Eternidad para alegarlo.
—Habla —dijo.
—En verdad te digo, hombre —sentenció Nuestro Señor,— que eres salvo.
Sonrió.
75
Con perfume viejo
Si no hubiéramos leyendas, acaso habría que inventarlas.
Metafóricamente, un pueblo sin pasado mítio, es como un hombre que
jamás ha sido niño.
Acaso pensó esto mismo, antes que yo, nuestro historiador (?) el Padre
Juan de Velasco. Pero, es lo cierto que a ése se le soltó el potro...
76
La Cruz en el Agua
En mis frecuentes viajes por nuestros grandes ríos —en noches de luna o
en oscuras noches de viento y lluvia, pero siempre cuando en derredor la
naturaleza propiciaba el alma a la comunión con el misterio;— he oído
relatar la historia de la cruz que flotaba a la deriva sobre las aguas...
Felipe —al igual que su madre— fué católico. Leal en esto como en todo lo
suyo.
En aquel hogar donde madre e hijo ritmaban sus vidas a un ritmo mismo,
se sentía alentar de veras la paz de Dios. Nada turbaba la placidez de
aquellas existencias unánimes. Nada. Como si una bendición dulcemente
77
pesara sobre ellos mismos, sobre la casa, sobre la hacienda...
Mandó trabajar una cruz de fino tallado, alta de un metro, con un flotador
en el extremo inferior del brazo largo; de suerte que pudiera mantenerse
erguida sobre el agua... y la lanzó al río.
Pensaba que algún día pasaría por sobre el cadáver de su hijo, que
estaría, acaso, asentado en quién sabe cuál lugar del fondo.
Quienes solían trajinar por aquella zona, y hasta los cuales, un poco
desfigurada, había llegado la rara historia, al ver la cruz ir y venir al
capricho de las mareas, la rodearon de un fantástico halo de superstición.
78
Aseguraban unos haberla visto navegar contra corriente; afirmaban otros
que tenía don de ubicuidad y que tan pronto estaba en la desembocadura
del mar como en las altas fuentes de los nacimientos fluviales.
Cierta ocasión la cruz salvó a una mujer que estaba ahogándose y para la
cual fue propicio y desesperado asidero. Y esto —que bien pudo atribuirse
a la casualidad— dió margen para que las gentes crédulas de las riberas
tuvieran como dogma de fe el que la cruz aparecía milagrosamente
siempre que alguien estaba en trance de perecer en las aguas.
79
El Hombre de quien se burló la Muerte
San Feliú (Gonzalo Jaime), coronel de artillería, era sin duda, un excelente
narrador. Cuidadoso de sus frases, ducho en producir exactamente el
efecto deseado, su crédito de ameno conversador lo merecía plenamente.
La narración que ahora transcribo, no es, por cierto, de aquéllas sobre las
cuales pesan siglos; y, así, no era de las que más agradaban a San Feliú;
pero, en cambio, su intensidad de vida hace que, entre las que pienso
reproducir
80
de quien se burló la Muerte.
“El medio civilizado en que vivía, dulcificó un tanto la hiel heredada; pero
no lo suficiente para hacer de él un hombre como, más o menos, son los
demás, es decir, con un porcentaje bastante reducido de la vieja maldad
—maldad de
81
“La madre —una San Feliú,— viuda a poco de tenerlo, lo envió desde
pequeñín a Europa. Graduado en no sé cuál ciencia germánica (porque
hay ciencias nacionalmente germánicas), regresó a la patria hecho ya todo
un hombre.
“Teresita San Feliú era bella y honesta. Joven y rica, además, nadie se
explicaba cómo pudo corresponder de amores a su execrable pariente y
consintió en ser su compañera en el tálamo nupcial. Hablóse, por
entonces, de imposiciones familiares; díjose, quizá con mayores
fundamentos, que Fernando Acevedo, durante una visita de las San Feliú
a una de sus haciendas, hizo suya, manu militarí, a la linda Teresita.
¡Quién lo sabe! Lo cierto es que casó con él.
82
Prevalido de su amistad con el coronel, el ingeniero Savrales subrayó con
una ligera tos la última frase de aquél.
“Una vez más aquello —sabe Dios qué— que se mofaba constantemente
del infeliz Acevedo, ganaba la partida.
“El suicidio le ofrecía fácil remedio. Durante tres días meditó sobre la forma
y manera cómo llevaría a término su resolución, desechando uno a uno los
medios que se le ocurrían. A la postre creyó encontrar el que le
acomodaba. Había oído hablar por ahí de la muerte dulce de los
ahorcados, y optó por ahorcarse. Al efecto, cierta tarde se encaminó a una
quinta abandonada que poseía en las afueras de la ciudad, y se preparó al
83
suicidio.
“Escogió para su objeto una de las habitaciones del viejo edificio, y en una
de las gruesas vigas del techo ató un extremo de la cuerda cuyo otro
extremo había enlazado a su propio cuello. Practicada esta primera
operación trepó encima de unos cajones superpuestos, acortó la cuerda lo
suficiente para el menester, se ajustó bien el lazo al cuello, y empujando
con los pies la columna de cajones sobre la cual estaba subido, se dejó
colgar en el vacío...
—¿No os parece —concluyó el coronel San Feliú— que este Acevedo fue
un hombre de quien la Muerte, lo más serio que hay, se burló?...
84
Las pequeñas tragedias
Las pequeñas tragedias... ¡Y cuánto más dolor en ellas, silenciosamente!
Dolor que es mudez y que es vulgaridad cotidiana, repetición paupérrima.
Y, sin embargo... ¡Gloria y loa a él, por menos espectacular y por más
verdadero! Justamente por eso... Que hay mayor dolor, acaso —dolor
trascendente—, en la tragedia de la mosquita que perdió sus alas en un
mal vuelo y se arrastra, ahí, hurtando su asqueroso cuerpecillo vermiforme
de las mandíbulas voraces de las hormigas; que en la del monarca que
perdió la corona en un torpe juego de Estado, y va, ahí, huyendo de sus
súbditos convertidos en sus juzgadores, metido en la vergüenza de un
disfraz ridículo... Dolor que es silencio. Humilde dolor. ¡Ah, las pequeñas
tragedias!
85
Miedo
MARGIT.—Afortunadamente se ha ido. Cuando está a mi lado, mi corazón
cesa de latir, como si lo adormeciera un frío mortal... Es mi marido; soy su
mujer. ¿Cuántos años dura la vida humana? ¿Cincuenta años tal vez?
¡Dios mío! ¡Y sólo cuenta mi vida veintitrés primaveras!...
Por ello, cuando Mateo Alvarado nos hizo esa enfebrecida apología de las
delicias hogareñas, de las alegrías del hombre casado, Santos Frías,
anheloso de una nueva confidencia, nos lanzó de sopetón la pregunta:
Cada quien auspiciaba una solución. Por esto. Por lo otro. Por lo de más
allá.
86
En vísperas de la confidencia, Santos Frías negaba con rotundos
ademanes de cabeza, fortalecidos con un sonoro no. Evocaba en cierto
modo la escena de Tartarín de Tarascón
Así que saliera de la cárcel —desde la cual había mantenido una frecuente
correspondencia con Olga,— fué a ver a ésta.
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—Sí; no veo inconveniente. Creo que eres honrado. La cuestión está en
que busques un empleo que, satisfaciendo tus aspiraciones, nos dé lo
bastante para vivir así, así, medianamente, sin lujos, pero tampoco con
angustias.
Mateo Alvarado nos dijo en voz baja que este Santos Frías calzaba
holgadas calzas de majadero. Quiero creer que no fue la suya la opinión
más generalizada entre los que escuchamos su confidencia triste y
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melancólicamente vulgar...
89
¿Castigo?
Al doctor J. M. García Moreno, que sabe cómo esta fábula, se arrancó
angustiosamente a una realidad que, por ventura, se frustró...
Se creía que andaban todo lo bien que podían andar dada la diferencia de
edad entre marido y mujer: cincuenta años, él; veinte, escasos y lindos,
ella.
Se creía —sobre todo— que el rosado muñeco que les naciera a los diez
meses de casados y que frisaba ahora con el lustro, había contribuido
decisivamente a que reinara la paz, ya que no la dicha, entre los cónyuges.
Pero, lo cierto era que el hogar de los Martínez merecía ser llamado un
ménage a trois. La mujer se había echado encima un amante al segundo
año de casada.
Cuando Pedro Martínez, agente viajero de una fábrica de jabón, íbase por
los mercados rurales en propaganda de los productos de la casa, el doctor
Valle visitaba (y por supuesto que no en ejercicio de su profesión) a
Manonga.
90
Al chico —Felipe— lo dejaba la madre en la sala, jugando. Cuando estuvo
más crecidito, lo mandaba, al portal o al patio. Ahora permitía que
correteara por frente al chalet; pero, eso sí, sin que saliera a las veredas
del bulevar. Habíale enseñado a que, oportunamente, negara el que su
madre estuviera en casa.
—Taba jugando con otros chicos y salió corriendo p’allá, p’al Salado. No lo
podimo alcanzar. Mande que lo tregan. Como hay peligros...
Manonga se desesperó.
—¡Mi hijo! ¡Mi hijo! ¡Que puede caerse al agua! ¡Que puede aplastarlo un
carro!
91
El doctor Valle se vistió reposadamente. Después, por los traspatios,
siguiendo su ruta habitual, llegó hasta su automóvil y montó en él.
Pensó que era una pobre mujer y que a él no le importaba gastar un poco
de gasolina y otro de tiempo en corretear por las calles buscando al chico.
Horramente, pero en algo al fin, retribuía el placer que ella le daba sin
limitaciones, generosa de sí como un horizonte... Recordó, no sabía cómo,
que Felipillo le sonreía siempre que lo veía y que antes, cuando era más
pequeño, cuando recién balbuceaba las palabras fáciles, lo llamó alguna
vez, sonriendo ampliamente con la boca desdentada: “Papá”... Esto acabó
de decidirlo.
92
—¡Era mi hijo! ¡Mi hijo! ¡Y me lo has matado tú!
—¡Noooo!
Seguía la mujer
—¡Tú!
93
El fin de la Teresita
Narraba el viejo marino su corta pero emocionante historia, con un tono
patético que si bien no convenía al ambiente, —un rincón del club no muy
apartado de los salones donde la muchachería bailoteaba al compás de un
charleston interminable— convenía sí a lo que él contaba.
94
interesa", dijo. Era algo inusitado que el comandante violara el severo
reglamento de las naves de guerra, que terminante prohíbe que un civil
suba a ellas, o se aproxime más de la cuenta, sin superior permiso o salvo
casos de fuerza mayor, peor aún encontrándose la unidad en alta mar;
pero, el aspecto del hombre del bongo no era como para infundir
sospechas, y, además, la República gozaba, por ventura, de completa paz
interior y exterior: fue dos años más tarde el conflicto con el Perú.
95
sus cuadernas y la hundiría... Mis nietos, ¿sabe?, quieren que le meta
hacha, que la venda como madera vieja; que venda el palo mayor que
como ése sí es nuevo, puede servir para otra embarcación, que venda la
lona de las velas para otras balandras... Yo no quiero eso, mi comandante;
yo no quiero eso. Mi "Teresita" no merece esa muerte. Ella se tiene
ganada otra distinta. A usted, mi comandante, pongo por caso, ¿le
gustaría, con lo que ha navegado, con lo que ha peleado, morirse un mal
día en su cama, de fiebre? ¿Verdad que no? Pues... lo mismo, más o
menos... Y es por esto que yo quiero pedirle a usted un favor: que haga
que los muchachos, los guardiamarinas ecuatorianos, disparen contra mi
"Teresita" para que se hunda en el mar herida de bala; para que así
muera, para que así acabe... ¿Cómo diría?, de una manera digna...".
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capacidad de su casco, desapareció bajo el agua la obra muerta,
quedando tan sólo a la vista el velamen. Inclinóse a babor; inclinóse luego
a estribor; hizo juegos de balance de popa a proa, mostrando en uno de
los tales la parte posterior de la quilla; y hundiendo primero el bauprés,
como una espadilla que se clavara en el lomo de una bestia y alzando al
aire la popa, la "Teresita" se perdió en el abismo... Por un momento, la
lona del foque, desprendida seguramente de la escota, flotó sobre la
superficie y se movió sobre ella como un pañuelo que se agitara en
ademán de despedida... Acodado sobre la borda del "Bolívar", el viejo
cholo, fijos los ojos en el sitio donde quedaba sepultada la "Teresita",
lloraba y reía, todo a una... lloraba y reía... Créanme ustedes que era un
espectáculo capaz de poner angustia en el espíritu...
97
Chumbote
A Manuel Benjamín Carrión
—¡Muy natural que sea una bestia el muchacho éste! Es cambujo, y de los
cambujos no cabe esperar otra cosa. La ciencia lo afirma.
98
recibido en amor, bajo el toldo de zaraza colorada de su talanquera, a muy
pocos hombres además del suyo propio, Baldomero Viejó, "que se la sacó
niña".
Doña Feliciana lo recibió con una sonrisa que —hablando en oro— fue la
única que para él dibujó. Pero, así que le oyó decir que se llamaba
Federico, la sonrisa se convirtió en mueca.
—¡Cómo, atrevido! ¡Federico! ¿No sabes que ese es el nombre del señor?
Para sus adentros, añadió algo más, que su carita atezada no reveló.
Fue un mal comienzo. Doña Feliciana armó un lío horroroso con lo del
nombre del chico.
—¡Federico! ¡Como tú! ¡Nada menos que como tú! —increpó al marido
cuando éste llegó para la merienda—. A lo mejor es hijo tuyo... Sí; hijo
tuyo, sin duda... Un hijo que le habrás hecho a alguna de esas montuvias
volantusas de la hacienda, y que ahora tienes el atrevimiento, osadía
espantosa de traerlo a tu casa, ¡a tu hogar que es sagrado!, para que se
hombree de igual a igual con tu otro hijo, con el legítimo, con el verdadero,
¡con el de mis entrañas! ¡Canalla!
Después de esta escena, don Federico Pinto comprendió que para que su
mujer se convenciera de que Chumbote no era "su sangre", lo más
consejado resultaba tratarlo como a un perro odioso. Esa misma noche lo
apaleó. Un nimio pretexto bastó para la pisa.
99
entendió su marido.
100
—¡Animal! ¡Que no me dejas dormir la siesta!
Lo dejaba entonces.
Como de costumbre, una tarde —las cuatro serían, y aún no había vuelto
de la escuela el niño Jacinto—, Chumbote distraía sus cortos ocios en la
azotea.
101
—¡Zape, niño Toribio!
Pero, con los correteos habíase armado estrépito; y, como siempre, doña
Feliciana apareció látigo en mano.
—¡Vas a ver!
Fue tan grande el dolor, que Chumbote —por la primera vez desde que
servía en la casa— pretendió hurtar su cuerpecillo del tormento, y corrió.
102
Chumbote esperó.
Fue un instante.
—¡Niña! ¡Niñita!
Estaba doña Feliciana tendida allá abajo, en el patio... Había caído sobre
un montón de piedras de aristas finas. Estaría muerta, quizás. Acaso, no.
Chumbote no entendía de eso. Aguzando el oído, alcanzó a percibir uno
como quejumbroso gruñido que salía de la garganta de la patrona.
Sin quitar la mirada de los muslos de su patrona, sentado ahí al borde del
hueco, comenzó una nueva masturbación, que venía a ser la cuarta en
103
ese día.
104
Maruja: rosa, fruta, canción...
A Abel Romeo Castillo y Castillo.
—Pero, dicen...
—Abusión, comadre.
—Ojalá.
—Farta un bajío.
—Ya sé.
—No sabe.
—¿Qué, entonce?
105
—Humm...
—¡Comadre!
—¿Negará, compadre?
—¿Er qué?
—¡Sinvergüenza!
106
Maruja: rosa...
Naciste en los suburbios porteños del oeste, en tierra regada con agua
salada de mar y abonada con abono cholo. No tienes —gracias a Dios—
mezcla blanca, fina sangre colonche. Aún eres botón a medio abrir. Botón
de rosa que marchitará este sol de castigo, quizás antes de que llegue a
plenitud. Pero, no importa; porque tienes ya prestigios de rosa. Hueles
hondamente a no sé qué. Acaso, tu olor podría llamarse, simplemente, olor
de feminidad criolla. Bailando contigo, percibiendo el vaho tibio de tu axila,
he comprendido un poco las nobilísimas narices de las damas de Bizancio,
que gustaban del almizcle.
Maruja: fruta...
Maruja: canción...
—Y esta noche.
107
—¿Dónde?
—Quema el aire.
—Bailaremos... ¿en?
—¿Tutivén es peón?
—No; sembrador.
—Aparcero.
—Vamos.
108
4
Me han dicho:
109
Se fué...
Al despedirse, dijo:
Volvió a la madrugada.
Bajamos con luces. Era un cuadro horripilante. Tenía una pierna menos,
seccionado el muslo en el tercio superior, cerca de los glúteos, y sangraba
copiosamente. Jamás nos explicamos cómo pudo llegar arrastrándose.
110
Cerró los ojos apretadamente (sin duda para ver cómo se moría, porque
después los abrió, claros y acuosos), y en seguida murió.
—¡Desgraciao! Er trabajo que tendrá para encontrar sus hueso er día que
suene la Trompa...
Pasó por nuestras imaginaciones una escena del Juicio Final, más
escalofriante aún que las del cuadro famoso del Michelangelo: este
hombre buscando su pierna devorada en las aguas turbias del gran río.
—Sí, niño; ¿no sabía? Él la empreñó. Es que se faja ella; pero, botará el
chico pa salidas de agua.
Ahora que sé que hay en tí una mujer que va ser madre, es decir,
santamente dos veces mujer; eres para mí más lo que eres, Maruja: rosa,
fruta, canción.
Héctor me ha dicho:
—Para que el hijo pueda buscarle la pierna al padre, es preciso que muera
ángel, ¿verdad?
—Sí.
111
Con todo, temo algo tenebroso de estas viejas ignaras y supersticiosas.
Serás tú una buena madrecita, Maruja. Dejarás de ser rosa; dejarás de ser
fruta; nadie impedirá que sigas siendo una canción...
Para tu hijito que —según está calculado por la ciencia paisana— nacerá
para salidas de aguas, serás una dulcísima canción: una canción de cuna.
112
El Desertor
Sol en el orto. Bellos tintes —ocre, mora, púrpura, cobalto,— ostentaba el
cielo la mañana aquella. Y en medio de la pandemoniaca mezcla de
colores, la bola roja del sol era como coágulo de sangre sobre carne
lacerada.
El lugar del trabajo —un potrero en resiembra—, caía lejos. Prieto avivaba
con sus voces el andar cansino de los peones.
El guía habíase encariñado con Benito. Era hasta su pariente. Pero, Prieto
no sabía qué a ciencia cierta; porque, la verdad, no era precisamente su
fuerte aquello de agnados y cognados.
113
las mujeres como a las culebras; apriende. De no, lo mandan a, uno. Vos
sólo estás metido onde la Carmen, y cuando te llama tenés de ir inso fasto
... ¡Caray, la juventú de ahora! En mi tiempo la mujer era pa un rato, y
dispué... ¡a gozar uno, a diveltirse por otro lao! Vos, no: como er cuchucho.
Ni trabajar podés. ¿O es que querés quedarte así pa siempre, con la
mesma paga?
¿Que él no tenía ideales?; ¿que no aspiraba nada más que a peón? Muy
engañado, su pariente. A los dieciocho años, ¿cuál que no tenga siquiera
ilusiones? Benito anhelaba superarse en lo futuro, ser “otra cosa”,
sobresalir. Y si hasta entonces no lo había procurado, era por ella, por la
ñata Carmen.
114
El camino atravesaba ilimitados sartenejales. En la todavía lejana meta
—el potrero a resembrar,— esperaba el pesado espeque y las plantas
sacadas fuera, que languidecían por tornar presto al seno maternal de la
tierra.
***
Y añadió, nostalgioso:
—¡En mi tiempo...!
—Voy.
—¿De de veras?
115
—Hasta Cocha te podés ir por agua; dende Cocha, por tierra, hasta las
Cruces. Allí está Ruiz. Si no lo encontráis, pregunta; cualquierita te da
razón.
—¿Tenes pena?
La respuesta se negaba.
—¿Tenes pena?
—¿Y si no güervo?
—Pero...
—Anoche.
—¿Y?
—¿Le pasará?
116
—Seguro; las mujeres son como la luna: tienen menguantes y crecientes.
No hay qué hacerles caso, pué. Ahora, ándate ya.
—¡Adiós, pué!
—¡Adiós!
—No es miedo. ¡Es que tengo pena, tiniente; es que tengo pena!
—¡Adiós!
Pensó en su pariente.
117
***
¡La montonera! ¡El miedo inmenso a los montoneros que suelen tornarse
en pesadilla de los hacendados y horror de las vírgenes! Y luego, para
colmo, “la remonta”, saqueo oficial, y el robo descarado.
Seis meses de tal vida dejaron exhaustos los ánimos. Nadie quería
sembrar los campos, temiendo imposible destrozo; nadie, tampoco, tenía
voluntad para hacerlo: una enorme fatiga —esa fatiga que al fin produce la
continuada tensión nerviosa,— pesaba, sobre los seres. Hasta los más
entusiastas por la lucha, los que más de cerca seguían sus incidentes,
deseaban ya la paz fecunda y bienhechora.
Hacía mucho tiempo que los hombres de los campos habíanse convencido
de esta cruel verdad de la política paisana: un jefe de partido les prometía
encantados paraísos; los enganchaba en sus filas; aprovechábase del
tesoro de sus arrestos y su sangre; triunfaba .... ; y, luego, ellos, los
vencedores de veras, a curar sus heridas, a explotar la caridad extraña,
con la exhibición de sus lástimas físicas, a vegetar de nuevo —en las
rústicas soledades— rumiando recuerdos...
118
¡Seis meses! Ríos de sangre corrieron; colinas hubiéranse podido levantar
con los cadáveres. Y esto, ¿con qué objeto? Con uno solo, acaso: que en
los decretos ejecutivos, inconsultos cuando no innecesarios, una firma
sustituyera a otra.
—Ya es teniente ¿no ven? —dijo entonces Prieto a los peones—. Y los de
acá, flojos, pollerudos, que no quisieron d’ir...
—¡Claro! O a lo meno...
119
—¿Vos ayudaste?
Por las mejillas moreno-ceniza de Gervasio, pasó algo que quiso ser rubor.
—Sí —confesó.
— Verdá. Pero como estaba ausentao... Goyo era amigo de ér, también.
En los dientes apretados del guía se detuvo el calificativo que iba a escupir
al rostro a Gervasio.
—¡Rocen más ese lao! —ordenó a los peones, por variar de asunto—.
Quedan sus yerbas.
***
120
—¿Que ha llegao?
—¿Por qué?
—Ha desertao.
Prieto subió. En el cuarto que servía de sala, tendido en una hamaca que
casi se arrastraba sobre el piso de cañas, estaba Benito.
121
—¿Y qué vas a hacer?
—De costumbre.
—Entonces, ya mesmo.
—Ya mesmo.
El guía se inquietó.
122
—Pero se va a casar.
Prieto, sabedor por si propio de cómo eran de tercos en sus pasiones los
hombres de los campos, lo siguió en silencio; Benito iba adelante, a prisa.
Recorrieron así el corto trecho que los separaba de la casa de Goyo; pero,
poco antes de llegar al pie del ramadón, el viejo teniente se detuvo.
—¡Goyo! ¡Goyo! ¡Sar si eres hombre! ¡Tú y yo, acá ajuera! Trae machete
no má...
—¿Qué se ofrece?
123
Y esgrimió, amenazador, el machete que espejeó ni sol.
Quería echar abajo la puerta. Sabía que iban a apresarlo y que, de seguro,
le aplicarían a su vez la “ley de fuga”, cuyo peso en tantas ocasiones hizo
él sentir a los desertores y a los prisioneros; sabía esto, más no lo temía.
Lo que temía, lo que lamentaba con toda su alma, era que le impedirían
tomarse el desquite.
—¡Apunten!... ¡Fuego...!
124
—¡Raaaas!
125
Venganza
Esa madrugada, como otras tantas, Juan regresó a su humilde casuca del
arrabal occidental de Guayayaquil, borracho como una cuba.
Juan se encolerizó.
—¡Silencio!
—¡Negrita!
—¡Toma, so p.....!
126
—¡Pa que veas!
Se horrorizó cuando, luego de pasarse las manos por la cara, advirtió que
era sangre.
Púsose de pies.
Corrió.
127
floja idea de castigo, de desquite, de venganza... contra no sabía quién
que tuviera la culpa...
Él debía matarse. Era lo mejor. Frente a él las verdes aguas del Salado, le
ofrecían una tumba.
Seguía pensando.
¿Por qué había matado? Porque estuvo boracho. Pero, ¿cómo es que
otros borrachos no matan?; ¿cómo era que él mismo no había matado en
otras ocasiones?
Entonces, se lo ocurrió que “le habían hecho daño” para que matara, que
el pulpero le había compuesto el aguardiente que había trasegado.
—¿Qué?
128
daga del bolsillo y le dió una tremenda cuchillada al italiano en el vientre
enorme, fofo, que se abrió en sangre y grasa, —como el de la difunta que,
allá en su cama, en el cuartucho oscuro, estaba tendida...
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El Sacristán
A Colón Serrano
130
Cuando el viento glacial de la noche, bajando desde las lejanas cimas
nevadas, se metía, por las callejuelas de Zhiquir; encontraba casi siempre
a Blas Toalombo, sentado a la puerta de su huaci de tierra, alumbrándose
con sus propios ojos, cuando Quilla no estaba en el cielo... remendando
alguna alpargata vieja, un zapatón a veces...
Eran buenos amigos el viento frío y Blas Toalombo. Tenía también éste
otros amigos: los grandes sapos chucchumamas que desde la acequia
pestilente le ofrecían su música:
Ocurría alguna vez que el varayo iba de buen humor, y contestaba al indio:
131
allá... todos... Y cuando se ajumaba más de la cuenta, soltaba la cosa a
boca llena, en la chingana del Purificación Rosillo —“El Trompezón”,— que
se abría sobre la plazoleta única del poblado.
—¡Ele, runa bestia! —decíale—. ¿Cris vos que todos dizque somos
iguales? ¿Quiersde? Da pus vos firmando uficios como el teniente político
a ver si te los reciben... Da pus vos sacrificando a ver si es lo miso...¿Y
quiersde tenís plata vos como el Juan de Dios Quijo, que ha hecho un
entierro de treinta sucres? ¡Mapa huaccha! ¿No decís vos que yo y tú y
todos somos iguales?
Pero a breve andar, en la tiendita del Purificación Rosillo, con tres lapos
adentro como estuviera, ya peroraba fundamentalmente: Que todos somos
iguales; que él era lo mismo que el teniente político, aun cuando no firmara
oficios, y que el cura, aun cuando no dijera misa... y hasta un poco más
que el Juan de Dios Quijo —cañarejo peludo!— aun cuando no guardara
plata enterrada... Decía, a la postre, que no tardaría en dejar Zhiquir y
bajarse a las llanadas de la costa.
Pero, él —el Blas— no iría vendido. Solito iría... Mas que en la yunca se lo
tragara vivo algún fiero animal colebra, como quizá le habría pasado al
ñaño huahuíto.
132
acabando; y, de largarse el Blas, no era fácil hallar otro que gratuitamente
lo reemplazara en la abandonada sacristanía.
Dióle pié el azar —su paternidad habría dicho que la Providencia; pero, es
lo cierto que la Providencia no se preocupaba para nada de Zhiquir;—
dióle pié el azar a taita cura, para intentar, y creía que con éxito, la vuelta
definitiva del Blas al hondo y suave seno de la Iglesia.
—¿Quiersde la doña?
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—Taita Diosito se la llevó...
—¿Donde’stá la mamita?
Erguíase tremendo.
—Como no dijiste anoche donde t’ibas, creió que habías fugado a la costa.
Sufría del shungu la doña, y se murió aurita no más, esta tarsde, de pena...
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varayos, ¡asinino!
—Te perdonaré —le dijo— donde te portes bien como sacristán. Donde te
portes mal, te entriego yo miso a los varayos.
La mama del Blas estaba extendida en una tabla colocada sobre dos
cajones vacíos en media nave. Cuatro velas de cebo, plantadas en el
suelo, elevaban hasta el cadáver una claridad mustia. Pero, no hacía falta
la luz artificial. Por una claraboya practicada en el techo, penetraba un haz
de rayos de luna que le daban de lleno en el rostro a la muerta. Y era
como un votivo homenaje de Mama Quilla a la descendiente humildísima
de los que otrora fueran sus poderosos adoradores.
135
El cura apagó las velas y salió tras ellos, cerrando con llave la endeble
puerta de la iglesia.
Despertó aterrorizado.
Llegó al fin del pueblo y siguió corriendo por el sendero de cabras que se
hundía entre los flancos de los altos cerros.
136
No atendía a sus amigos chucchumamas que, inquietados, le
preguntaban, a dónde iba...
Las zorras asustadizas lo aguaitaron desde sus cuevas de los riscos rudos.
HUACI.—Casa.
QUILLA.—La luna.
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CHINGANA.—Taberna.
QUIERSDE.—Dónde. Cuándo.
HUACCHA.-Pobre. Horro.
LARCA.—Acequia.
SHUNGU.—Corazón.
CHUCHAQUE
138
.—El estado que sigue a la alcoholización aguda.
CAMA.—Alma. Anima.
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José de la Cuadra
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