Francisco de Asís
Francisco de Asís
Francisco de Asís
Lo que voy a contarles sucedió hace mucho tiempo en Italia, en un pueblecito situado
en la ladera de una verde colina, con callecitas tan chuecas y torcidas como el lomo de
los gatos cuando se enojan.
Las casas tienen sus techos cubiertos de teja muy roja y sus muros pintados de blanco
brillante, cada una con un pequeño jardín y muchas macetas con flores en las ventanas.
Su nombre es Asís.
Una noche, había gran conmoción en la casa de don Pietro Bernardone, un rico
comerciante en telas. Don Pietro andaba de viaje y su joven esposa, una noble dama del
sur de Francia, estaba a punto de tener su primer bebé.
Pero el bebé no llegaba. El doctor, la comadrona, algunas amigas y todos los sirvientes
estaban muy preocupados, nada de lo que hacían parecía ayudar. De repente, alguien
tocó a la puerta de la rica casa. Cuando fueron a abrir, se encontraron con un anciano
vestido como peregrino, parado en la entrada. Y él les dijo: “Díganle a doña Pica que
debe dejar su hermosa recámara e ir al establo; el bebé sólo puede nacer allí”.
Pocos días más tarde, llevaron al bebé a la iglesia de San Rufino y lo bautizaron con el
nombre de Juan. Pero cuando don Pietro regresó, no le pareció el nombre de su hijo. El
sentía una gran admiración por Francia, sus viajes con frecuencia lo llevaban allá, pues
allí se tejían las mejores telas y sedas.
Y cada vez que llegaba a casa gritaba: “¡Madona Pica! Estoy nuevamente en casa.
¿Dónde está mi pequeño francés?”- preguntaba, y alzando al diminuto bebé lo sacudía
diciendo: “¡Oh, Francesco mío!”.
Una vez que don Pietro saludaba a todos en casa, se sentaba y empezaba a platicarles
una serie de relatos curiosos, de todo lo que había visto u oído en Francia. Y Francisco,
jugando a sus pies, devoraba los dulces con que su padre le llenaba las manitas.
En cierta ocasión, después de su regreso, don Pietro le platicaba a doña Pica de los
humildes hombres de Lyon. “ Es un grupo de monjes muy pobres” – decía- “ salen por
pares a predicar, visten túnicas de lana y sandalias de madera y ¡parecen estar
enamorados de la pobreza!” Bernardone echó un vistazo a su alrededor, observando las
riquezas que había en la habitación, pensando que la pobreza sería lo último que él
amaría. “ ¿Puedes creer eso, Pica? Cuando se detienen a predicar la gente los escucha
con gusto. Cada vez que voy a Francia encuentro más y más de éstas gentes en el
camino. ¡Gracias al cielo que nosotros no tenemos a ésas personas en Asís!” –
LA INFANCIA
Cuando Francisco tenía ocho años, era un travieso niño de pelo oscuro y ojos muy
alegres.
-“ ¡El pequeño Francisco es una amenaza!”- decía la gente – “ No hay manzano ni viñedo
que esté a salvo.”-
Había formado una pequeña pandilla para jugar a soldados y bandidos. Les gustaba
gritar y luchar con gran escándalo.
- “ Mi Francisco no es travieso, sólo juega” – decía su madre.- “ Algo sacó de mí.”- decía
con orgullo el padre.
La verdad es que ellos lo consentían mucho. Creció teniendo todos los lujos que puede
permitir el dinero. Su padre vendía las más hermosas telas de toda la región: sedas,
terciopelos, encajes, lanas, brocados. Del color de las uvas, del color de las aceitunas,
del color de los claveles. Al pequeño Francisco le gustaban todos los colores. Su padre le
decía: “Francisco, algún día serás mejor que yo. Serás más próspero y más poderoso.”
Un día su padre le compró un hermoso chaleco rojo, una elegante capa y unas botas
muy finas, las más finas de todo Asís. Al siguiente día Francisco no tenía capa, al
siguiente ya no tenía botas y al siguiente tampoco el chaleco.
-“ Francisco, ¿dónde está tu capa? “- preguntó su padre. - “¿Dónde están tus botas?” –
-“ Se han ido”- decía Francisco. “Sé más cuidadoso con tus cosas – decía su padre – uno
no va por allí perdiendo botas finas y capa nueva.” “ No las he perdido – contestaba
Francisco – las he regalado.” – “¿Pero a quién?” – preguntó su padre. – “ A mis amigos –
contestó Francisco – Pedro no tenía capa y Pablo no tenía zapatos.”
-“¡Pero Francisco! – gritó su padre – las cosas finas cuestan dinero. Yo no gasto dinero
para que tú le regales las cosas a tus amigos. Recuerda: un buen comerciante nunca
regala las cosas.”
Francisco y todos sus amigos querían ser caballeros. Hicieron sus propias espadas,
escudos y yelmos y los decoraron con hierbas y plumas de gallo. Tallaron arcos y flechas
y con Francisco como líder, salieron en busca de aventuras. Aventuras con perros ajenos,
aventuras con tendederos de ropa cercanos, aventuras con los niños de pueblos vecinos.
Todas las tardes regresaban a casa cansados y sucios. Y cada tarde, después que su
madre lo había bañado, Francisco le rogaba: “ Cuéntame un cuento.” Y su madre le
contaba cuentos de gigantes y bandidos, de dragones y magos, de hadas y de caballeros.
Una y otra vez, historias de caballeros. “Los caballeros son buenos y amables con toda la
gente, –decía su madre – son valientes, leales y obedientes con su rey. Protegen al
pobre, al débil y al enfermo. Y perdonan al enemigo cuando les pide clemencia.
Recuerda, Francisco, los caballeros son buenos con todos.”
-“También con los niños malos de los pueblos vecinos?”- preguntaba Francisco.
-“ Entonces debemos ser buenos con los pescados y con las flores también – decía
Francisco – sino, no sería justo.”“Entonces ve y sé bueno con todo lo que vive y crece y
ha sido creado por Dios.”- dijo su madre, dándole un beso en la frente.
LAS DIVERSIONES
Francisco podía cantar y chiflar fuertísimo. Podía correr tan rápido como el viento. Era
el más veloz cuando lo llamaban sus amigos. A veces hasta dejaba de comer. “¡Detente,
Francisco! – decía su madre – Come tu sopa primero.” Pero Francisco ya había bajado las
escaleras y salido de la casa. “¡Esto no se hace! – le diría su madre por la tarde – echar a
correr a media comida no es correcto.” Entonces Francisco empezaba a hablar y hablar
tratando de explicar por qué era tan importante para él salir corriendo a media comida.
“ No puedo dejar a mis amigos cuando ellos necesitan de mí, mamá, ¿es que no lo
entiendes?”- “ ¡Ay, Francisco! ¿Pero es que hablas con las manos y los pies? ¿Podrías
sentarte tan sólo cinco minutos?” – decía su madre.
Por lo general, Francisco no podía permanecer sentado por más de cinco minutos.
Pero lo hacía cuando observaba muy quieto a la alondra. Las alondras de cresta eran
cafés como la tierra y tenían una curiosa corona de plumas. Volaban muy alto en el cielo
azul y cantaban dulces melodías.
-“Los peces no escuchan a los cantantes.” – dijo su madre. “ Bueno, quizá nadie lo ha
intentado y el pobre pececillo está ahí esperando.”
LA JUVENTUD
Francisco creció como un verdadero problema. Vestía como un arcoíris. Andaba por
todo el pueblo de Asís con sus amigos cantando, bebiendo y pasándola bien. Francisco
creció teniendo todos los lujos que puede permitir el dinero. Don Pietro Bernardone era
de buena, pero no de noble cuna y su vanidad crecía al ver a su hijo entre los jóvenes
nobles de Asís y especialmente al saberlo bien recibido en casas como la de Bernard de
Quintavalle un rico y culto caballero del lugar.
Francisco creció con su figura pequeña y frágil, pero su padre lo vestía elegante como
nadie, con enjoyados anillos, cadenas y cinturones. Su bolsillo siempre estaba lleno.
Quintavalle mismo no dormía en una cama tan suave como la de Francisco y cuando
invitaba a sus amigos, la mesa estaba siempre colmada de deliciosos y delicados
manjares, servidos en platos de oro. Sus fiestas eran siempre las más alegres y
escandalosas. Demasiado escandalosas para un pueblo tan pequeño.
Francisco era, como siempre, el líder. Sus amigos pensaban que él tenía siempre las
mejores ideas. Aún ahora, que habían crecido y se habían convertido en verdaderos
caballeros. Ahora sus yelmos estaban decorados con oro y plata y sus espadas tenían
cortantes y relucientes filos.
Cuando la luna brillaba sobre las montañas, los jóvenes recorrían las torcidas callejuelas
de Asís cantando y armando alboroto. Muchas veces la buena gente del pueblo era
despertada en la madrugada por el sonido de un laúd o la música de una guitarra.
Despertaban a las muchachas, a los papás y a las mamás, a los sirvientes, a los perros, a
los gatos y hasta las gallinas. Mirando a través de sus ventanas, alcanzaban a ver un
sombrero con una larga pluma roja. Entonces decían: “ ¡Pero por supuesto! Es Francisco
otra vez. ¿Pero, es que nunca duerme? ¡Cree que puede hacer todo lo que le plazca!”
LAS GUERRAS
Eran tiempos de guerra y luchas en todo el país. Un pueblo luchaba contra otro y cada
uno quería ser más poderoso que sus vecinos. También el pequeño pueblo de Asís había
formado su propio ejército.
Cierto día, Francisco iba caminando por la calle, entre la multitud. A su alrededor la
gente comentaba de la guerra con la vecina ciudad de Perugia. Repentinamente, un
mendigo lo detuvo. Se quitó su andrajoso manto y lo extendió en el piso, como si
Francisco fuera un príncipe y su manto una alfombra para que él pisara. “ No tengo
dinero.” – dijo despectivamente Francisco. “ No te pido nada, - contestó el mendigo – lo
hago en tu honor porque pronto harás grandes cosas, de las que se hablará hasta el
último rincón de la tierra.” Y Francisco continuó su camino, sin tomar en cuenta las
palabras del mendigo.
Francisco y sus amigos amaban tanto la diversión como las batallas, así que en la
primera oportunidad se enlistaron alegremente en la guerra contra Perugia.
“¡Finalmente seremos héroes!”- gritaron cuando partieron, suntuosamente equipados,
hacia la batalla.
Pero fueron capturados y hechos prisioneros durante doce meses. Cuando la contienda
por fin terminó, sus familiares tuvieron que pagar un gran rescate para liberarlos.
Durante estos largos y tediosos meses, Francisco tuvo muchos sueños que lo
inquietaban. En uno de ellos, se veía a sí mismo entre paredes derruidas, con muchas
personas armadas que hacían la señal de la cruz. De repente escuchaba una voz:
“Francisco, todos éstos son tus soldados.” Entonces Francisco se despertaba y se sentaba
para analizar su sueño: “¿Qué significaban ésas armas y quiénes eran sus soldados?”
Cuando finalmente se alivió, llegaron a Asís noticias de una gran guerra, esta vez entre
Asís y Apulia. Don Pietro equipó a Francisco con un traje de armadura y le regaló un fino
caballo. Ahora sí podría realizar su sueño de verlo convertido en todo un caballero. Pero
antes de llegar al lugar de la batalla, Francisco cayó nuevamente enfermo, regaló
caballo y armadura y en su delirio volvió a tener sueños donde escuchaba una voz del
cielo que decía: “ Francisco, ¿quién es más digno de ser seguido, el amo o el sirviente?”
En Asís, sus jóvenes y ricos amigos lo esperaban ansiosos. Pero Francisco ya no sentía
el mismo gusto de estar con ellos. Sus viejos pasatiempos ya no lo divertían; los
banquetes eran demasiado largos, las canciones muy aburridas y sus amigos muy
escandalosos. En las noches que tenía que asistir a alguna fiesta con Bernard de
Quintavalle, dejaba a sus amigos cantando y bebiendo en la mesa y se inclinaba en la
ventana a observar las estrellas. “ ¡Miren a Francisco, el observador de estrellas! – reían
y se burlaban sus amigos - ¿Acaso sueñas con tu novia? – bromeaban - ¿ves la cara de tu
amada en el cielo?”- se carcajeaban.
-“Veo en el cielo – decía Francisco – el rostro más bello del amor que jamás nadie pudo
imaginar.” Y se alejaba de la fiesta entre las burlas de sus amigos.
Doña Pica estaba muy preocupada por su hijo; en cambio don Pietro, estaba
enojadísimo, en lo que a él concernía, Francisco se estaba volviendo loco. Y Francisco
estaba realmente sorprendido de sí mismo. “¿Qué es lo que pasa conmigo?”
Francisco ensilló su caballo y cabalgó a través de los viñedos. Lejos de las murallas de
la ciudad, a la sombra de unos castaños, estaba el hospital de los leprosos. Los leprosos
no tenían permiso de entrar a la ciudad porque su enfermedad era contagiosa y mortal.
Les salían unas repugnantes llagas sobre la piel, que después se reventaban, sangraban y
olían muy mal. A algunos, pies y manos se les iban pudriendo, cayéndoseles a pedazos.
Otros se quedaban ciegos.
Vivían juntos, ayudándose unos a otros lo mejor que podían. Los que aún podían
caminar, guiaban a los ciegos. Los que todavía tenían manos, alimentaban a los que ya
no las tenían.
Francisco siempre había enviado dinero y comida a los enfermos. Siempre se había
compadecido de ellos, pero si cabalgando pasaba frente al hospital, se tapaba la naríz y
volteaba a otro lado. ¡ Lo enfermaba tanto sufrimiento!
Pero ésta vez no puso atención hacia dónde cabalgaba. De repente, oyó un quejido,
levantó su cabeza y … lo vió : allí estaba el hospital y sentado frente a la puerta un
leproso pidiendo limosna. – “Ten piedad joven hombre, socórreme con algo.”- Francisco
le arrojó su bolso de monedas. El bolso cayó entre el polvo, frente al leproso.
“¡Gracias!- gritó éste – eres muy bondadoso. Dios te recompensará mil veces.” Y se
estiró para recoger el bolso, pero no lo alcanzó. Entonces se arrastró sobre sus podridas
piernas y Francisco pudo ver que no tenía pies.
-“Siento miedo al hospital – pensaba Francisco – miedo a las heridas y al hedor.” Pero
cargó mantas, vendajes y comida en su caballo y se dirigió al hospital. Todo el día
trabajó con los leprosos. Y cuando por la tarde cabalgó hacia el bosque se sentía
cansado.
SAN DAMIANO
El lugar estaba en muy mal estado, pero dentro, se sentía una gran paz. Reinaba un
gran silencio y oscuridad, no había suficiente luz para iluminar una cruz pintada en la
pared, pero Francisco podía ver a Jesús pintado sobre la cruz. Lo miró y pensó: “¿A quién
debo tener más compasión; a los enfermos que no tienen pies ni manos, o al hombre en
la cruz, a quien le han clavado pies y manos?”
Francisco recordó que Jesús había dicho: “Todo lo que hagas a tus semejantes, será
como si me lo hicieras a mí”.
Un día, Francisco llegó a San Damiano, se arrodilló y comenzó a rezar como siempre.
“Señor, - dijo - ¿qué es lo que quieres de mí?” Y desde el Cristo en la cruz, la voz de sus
sueños le habló nuevamente. “ Francisco, reconstruye mi casa, se está cayendo.”
Francisco no había tenido aún la visión de la gran Iglesia de Dios, que no tiene paredes ni
techos y cuyo altar permanece erguido en las almas de los hombres. Él sólo vió la
pequeña iglesia en ruinas y sintió la necesidad urgente de restaurarla por requerimiento
de Dios. Para hacerlo, ¿acaso no contaba con que su padre siempre le daba todo lo que
él deseaba?
Esa noche, su madre se sintió feliz cuando escuchó a Francisco tocar la lira en su
cuarto. “Finalmente, - se dijo – algo le está dando alegría de nuevo.”
“ Está un poco loco, - decían – hospital y bosque, bosque y hospital, ¡No sabe otra
cosa!” “ Francisco, ven con nosotros, - gritaban – te necesitamos en nuestro banquete.”
“ Oye, Francisco, ¿acaso eres sordo? ¿no oyes que te estamos hablando?” Y Francisco les
respondía: “ ¡Claro que oigo, pero mis amigos enfermos me llaman más fuerte que
ustedes.” “ ¿Te llaman? Pero si nosotros no oímos nada, - le respondían – aparentemente
tus oídos se han vuelto muy finos, ¡ ja,ja,ja!” Y se burlaban de él, pero Francisco no se
molestaba. “ Es verdad, - pensaba – mis oídos se han vuelto muy finos. Me llaman de
todas partes: me llama el bosque, me llama la soledad, me llaman los pobres, me llaman
los animales y me llama Jesús en la cruz.”
LA RENUNCIA
Por ésos días, todo lo que hacía Francisco, molestaba a su padre. “ Francisco,¡ eres
un tonto! – gritaba su padre - ¡Ven aquí, debo hablar contigo! ¡Mírate! Pareces un
albañil, tus ropas están sucias de cemento.” “ La pequeña capilla de San Damiano se
está cayendo – contestó Francisco – y yo la estoy reconstruyendo.” “¿ Acaso eres un
pobre sirviente ? ¿O un rico comerciante? – preguntó su padre – Ayer vendiste tu ropa más
cara, ¿Dónde está el dinero?” - “Aún lo tengo, - dijo Francisco – pero me gustaría dárselo
a los pobres.” - “ ¿Estás loco? – preguntó su padre - ¿Para qué crees que gano dinero?
¿Para regalarlo?” - Francisco devolvió el dinero a su padre. -“Padre, el dinero no nos
pertenece, tenemos suficiente para vivir. Demos el dinero a quienes tienen menos que
nosotros.” - “¡Pero qué ideas más tontas!” - le dijo su padre. Y lo dejó castigado en
casa.
Don Pietro tuvo que ausentarse de casa por motivos de trabajo. Francisco aprovechó
la ocasión y cargó su caballo con las mejores sedas que su padre guardaba en unos
armarios. Se dirigió a la ciudad de Foligno y allí vendió telas y caballo. El dinero que
recibió de la venta lo llevó al padre de la iglesia de San Damiano; pero éste al ver la
gran suma de dinero se asustó y pensó que quizá don Pietro no estuviera enterado;
temiendo su cólera, le devolvió el dinero a Francisco y éste lo escondió en un rinconcito
de la iglesia.
Cuando su padre regreso de viaje y se enteró de lo que Francisco había hecho montó
en cólera y salió en su busca. Cuando Francisco se enteró que su padre lo andaba
buscando, tuvo mucho miedo y decidió huir al bosque. Al no encontrarlo, don Pietro se
puso mucho más enojado.
Durante un mes entero, Francisco anduvo errante por el bosque, pasando frío y
comiendo lo que podía encontrar. Cuando por fin se llenó de valor, decidió ir a hablar
con su padre. Así ,que regresó a la ciudad. Sus ropas estaban desgarradas y sucias, su
barba crecida y su aspecto era el de un mendigo. Apenas había cruzado las puertas de la
ciudad, cuando unos niños le salieron al paso gritándole: “¡Un pazzo, un pazzo!” (un
loco) y comenzaron a arrojarle piedras y lodo. Pero Francisco, lo toleró sin defenderse
siquiera.
Llegó ante su padre con aspecto lamentable, lo cual enfureció mucho más a don
Pietro que se le fue encima a golpes. Francisco casi no pudo pronunciar palabra cuando
su padre lo encerró en una pequeña celda y guardó la llave en su bolsa. Su madre
llorosa, trato de interceder por él, pero don Pietro le dijo: “ Siempre lo has protegido y
mimado. Lo que él necesita es una educación dura. ¡Se quedará allí hasta mañana que
yo regrese!” Pero doña Pica sabía que había un segundo juego de llaves y con ellas fue a
sacar a Francisco.
Doña Pica vió en los ojos de Francisco que su voluntad era inquebrantable y
prometió hablar con su padre. Esa misma noche, Francisco dejó la casa de su padre y se
fue a vivir a la iglesia de San Damiano.
Don Pietro fue en busca del magistrado. - “Vengo a acusar a Francisco Bernardone de
robo, pido a la ley que lo obligue a regresarme el dinero que me robó.”- Los oficiales de
la corte salieron en busca de Francisco para traerlo ante el juez. A su llegada, el juez le
preguntó: -“¿Qué tienes que decir, ante la acusación de tu padre?” - “Que ahora soy
sirviente de Dios, - contestó Francisco – y que estoy fuera de la ley de los hombres.” - El
juez le aconsejó a don Pietro apelar ante el obispo y fue en el Palacio del Obispo de Asís,
donde Francisco se encontró con su padre por última vez.
Morado de rabia, don Pietro gritaba: - “ Mi hijo Francisco, a quién he dado todo,
casa, comida, las más finas ropas, ¡no quiere obedecerme más! Y encima, ¡me ha
robado! Demando que me devuelva el oro que me robó. Demando además que renuncie
a nuestro parentesco. ¡Desconozco a Francisco Bernardone como hijo mío!”-
Francisco se puso de pie y dijo: “Señor, he traído el dinero conmigo, aquí está. Pero
no sólo le devolveré el dinero a mi padre, sino también todo lo que él me ha dado.” Y
sin importarle el frío, ni la nieve que caía, Francisco empezó a desnudarse, haciendo un
montón con su ropa, colocó encima la bolsa con dinero, diciendo: “Le devuelvo a Pietro
Bernardone todo lo que le pertenece, hasta hoy lo he llamado padre, pero de ahora en
adelante, sólo llamaré padre al Señor que está en el cielo.”
LA RECONSTRUCCIÓN
Pero antes de emprender esa gran labor, su corazón y sus manos debían conocer el
trabajo del mundo. Aprendió a amar la rudeza del invierno tanto como la comodidad del
verano. Aprendió a preferir la ropa áspera en lugar de las sedas a las que estaba
acostumbrado. Y al llegar a un monasterio, pedía trabajar en la cocina; y él, que había
sido atendido por muchos sirvientes, se convirtió en un simple ayudante de cocina.
Trabajaba sólo para conseguir ropa, la cual regalaba al primer necesitado que
encontraba en el camino. Iba por todas partes sin evitar penalidades, cuidándose de no
enfermar, pero cuidando a los enfermos.
De éste modo, Francisco aprendió a amar la pobreza, yendo de un lugar a otro. Pero
ningún lugar agradaba tanto a su corazón como Asís. Entonces, decidió regresar a su
pueblo. Después de todo allí estaba la iglesia de San Damiano, esperando que la
reconstruyera. Pero,¿cómo podría comprar piedras, cemento y herramientas?, ¿qué podía
hacer? ¡ El sólo sabía cantar! ¡Pues cantaría por piedras!
Algunos se reían de él. Pero muchos, conmovidos por el cambio que el amor a Dios
había ejercido en él, empezaron a regalarle piedras y cemento. Una por una, acarreó
sobre sus hombros grandes piedras y las fue colocando en el lugar apropiado. La gente
que antes lo había despreciado, ahora se acercaba para saber qué es lo que estaba
haciendo. Con ayuda de viejas herramientas comenzó a reconstruir San Damiano con sus
propias manos, tal como el Señor se lo había pedido.
Muy pronto, la iglesia de San Damiano quedó reparada. Pero Francisco no paró ahí.
Reparó también la vieja iglesia de San Pedro y finalmente la pequeña capilla de Santa
María de los Ángeles, que estaba situada al pie de un monte en Asís, a la que llamaban
Portíúncula. Francisco amaba Portiúncula. Cuando hubo terminado el trabajo, pidió
permiso para vivir allí. El permiso le fue concedido. Así que allí construyó su casa.
Una mañana, durante la misa, Francisco escuchó éstas palabras: “No te proveas de
oro ni plata para llenar tus bolsillos. No cargues por el camino. Deja tu abrigo, zapatos y
bastón. El trabajador encuentra su sustento.” Francisco se quitó sus zapatos, arrojó su
bastón y el manto que lo abrigaba. Se quitó el cinturón y tomó un trozo de cuerda que
amarró a su cintura. Y se fue a Asís a cantar lo maravilloso del amor a Dios. Estaba tan
felíz que comenzó a bailar. Y bailó y bailó. Esta vez la gente no se burló de él, sino que
se contagiaron de su gozo. “¿Está loco?” – preguntaban algunos. - “ ¡Estoy loco por Dios!”
– contestaba él.- “Es Francisco, el hijo de Bernardone.” – decía otro. -“ ¡Soy Francisco,
el pobre hombre de Asís!” – decía él.
SUS HERMANOS
Cuando un hombre da todo lo que posee por amor a Dios, a cada momento
encuentra regalos que Dios le envía.
Dios le dio a Francisco, un árbol que le daba sombra junto al polvoso camino, donde
él podía sentarse a descansar.
Dios le dio a Francisco, una cueva en el bosque, para dormir, pensar y orar. Francisco
sabía que eran regalos de Dios.
Dios le dio a Francisco, el sol, la luna y las estrellas; la fresca lluvia del cielo, los
fríos vientos de las montañas, el agua clara del arroyo, uvas, flores, aceitunas y ¡hasta
las hermosas piedras! Francisco lo entendía y se maravillaba: ¡Eran tantos regalos!
Dios también le dio a Francisco, animales, gente, amigos y muchos hermanos que
deseaban vivir como él.
No pasó mucho tiempo antes de que las palabras de Francisco fueran escuchadas
por mucha gente. El pobre hombre que predicaba al aire libre, que cantaba y bailaba de
gozo por Dios, el que no poseía nada y el que a todos saludaba con las palabras: - “ La
paz del Señor, sea contigo.”
-“Hermanos míos, - dijo Francisco – ésta será nuestra vida y éstas nuestras reglas. Para
nosotros y para todo el que desee vivir como nosotros. Ahora, vayan y hagan lo que han
escuchado.”
Bernardo y Pietro se fueron a vender todo lo que poseían y el dinero que obtuvieron
lo repartieron entre las viudas, los huérfanos, peregrinos, prisioneros, hospitales y
monasterios. Después, se pusieron toscos hábitos y amarraron un cordón a su cintura.
Francisco estaba muy contento. Llevó a sus hermanos a Portíuncula, donde construyeron
una pequeña choza, junto a la pequeña iglesia. Allí dormían por la noche y oraban en el
día. Se llamaban unos a otros hermanos, mendigaban por su comida y a todo el que
encontraban le hablaban de la alegría de Dios.
LA BENDICIÓN
Pronto, llegaron más hermanos y Portiúncula fue demasiado pequeña para todos.
Entonces tuvieron que mudarse a un lugar llamado Rivo Torto. El invierno fue muy frío y
algunas veces los hermanos no tenían que comer. Cuando todos estaban más
hambrientos, el Hermano Francisco comenzaba a cantar y a bailar llenando a todos con
la alegría de Dios y entonces el hambre parecía desaparecer.
Cierto día, Francisco reunió a sus hermanos y les dijo: “ Ya somos doce, debemos ir a
Roma y pedir la bendición del Papa por nuestra forma de vida.”
Ya en Roma, entre el esplendor de los Obispos, los Cardenales y del mismo Papa,
Francisco y sus hermanos parecían realmente pequeños e insignificantes. Cuando
llamaron a Francisco al frente para leer sus reglas, lo hizo con voz clara y firme: “
Nosotros, seremos llamados ”Los últimos de todos los Hermanos”; ninguno de nosotros
deberá poseer nada; todos deberemos mendigar por nuestra comida y siempre viviremos
en la más completa pobreza.”
El silencio cubrió el enorme salón. Entonces el Papa Inocente III habló con voz grave:
“ Querido hijo, tus reglas me parecen demasiado severas. Yo no dudo que tú puedas vivir
así, pero piensa en aquellos que vendrán después de ti, ellos quizá no tengan la misma
fuerza y valor.”- “ Querido Padre, - dijo Francisco - nosotros dependemos del Señor,
seguramente que Él no nos negará lo que necesitemos para sobrevivir en la tierra.”
– “Lo que dices es verdad, - dijo el Papa - pero el hombre es frágil. Ahora ve y reza,
que eso es lo que Dios quiere de ti.”
Pocos días después, Francisco y sus Hermanos fueron llamados por el Papa. El Santo
Padre había tenido un sueño. Y en éste, vio como la Iglesia comenzaba a voltearse, de
repente, apareció un pobre hombre vestido como campesino con un cordón amarrado a
su cintura que se recargaba en las tambaleantes paredes y con un fuerte empujón
lograba enderezar la Iglesia salvándola de la caída. Cuando el pequeño hombre volteó,
el Papa vió en su sueño que era Francisco. ¡Estaba decidido! El Papa abrazó a Francisco,
lo bendijo y también a sus Hermanos. “Vayan con Dios, - les dijo – tienen mi bendición.
Ojalá y lleguen a ser muchos!”
Con gran alegría, Francisco y sus hermanos regresaron a Asís cantando y bailando por
todo el camino. Cuando por fin llegaron, más seguidores se unieron a ellos. La casa de
Rivo Torto era demasiado pequeña. Francisco seguía pensando en su amada capilla de
Portiúncula, era el lugar perfecto para que vivieran todos. Fue un glorioso día, cuando
los monjes de Monte Subasio, que eran los dueños de Portiúncula, dieron a los Hermanos
el privilegio de usarla por siempre. Francisco recordó a sus Hermanos que sus reglas les
impedían ser propietarios de algo. Entonces, entre todos decidieron enviar cada año una
enorme canasta de pescado a los monjes como pago de renta. Y los Hermanos
comenzaron a construir sencillas chozas con techos de paja a un lado de la capilla. Una
alta barda de piedra fue la pared perfecta para el pequeño convento. La tierra era a la
vez, mesa y sillas y dormían sobre sacos rellenos de paja.
Cada día llegaban nuevos hermanos y cada día los hermanos iban a predicar la gloria
de Dios. –“ No lo olviden, - decía Francisco – no sólo somos los Hermanos pobres, sino los
más pequeños. Los últimos de todos. Nos llamaremos los Frailes Menores.” Y así,
finalmente, la Hermandad tuvo un nombre.
EL GRAN SOLDADO
Francisco veía que la fe Cristiana iba creciendo como torrente en el Oeste y pensó
en dirigir su corazón hacia el Oriente. Escogiendo a doce de sus hermanos, tal como
Cristo escogió a sus doce apóstoles, se embarcó y cruzó el océano para convertir a
Melek-el-Kamid, el gran soldado guardián de Babilonia.
Cuando llegó allá, pudo ver cómo los cruzados luchaban contra los ejércitos del
Sultán y pensó: -“Debo hablarles a todos de Dios, a nuestros caballeros y a los
sarracenos. Pero yo no pelearé con una espada.” Francisco manejó la situación de tal
suerte que fuera capturado y como ése era su único fin, se dejó capturar fácilmente
junto con sus compañeros, pues sabía que así los llevarían ante Melek-el-Kamid.
Descalzo y desarmado, pidió a los soldados que lo llevaran ante su jefe. Los soldados
llevaron ante el Sultán a aquel extraño hombre del otro lado del mar, que no traía armas
y tampoco tenía miedo.
- “ Sultán, – dijo Francisco – Dios nos ama a todos por igual, libres y completos.
El no nos queda a deber su amor, lo da a sus hijos sin condiciones y no
debemos ser egoístas con él. Debemos compartirlo en paz.”
Luego, ordenó a uno de sus soldados, traer oro y regalos para Francisco y sus
hermanos, pensando que un hombre tan pobre como él, se regocijaría al recibirlos.
Grande fue su sorpresa, cuando Francisco rechazó los presentes.
CLARA
Francisco la esperaba en Portiúncula. Clara cambió sus ropajes de seda por el áspero
hábito de lana que usaban sus hermanos. Se quitó su cinturón adornado con piedras
preciosas y se amarró una cuerda a la cintura. Tomando sus bordadas zapatillas, calzó
duras sandalias de madera en sus delicados pies descalzos. Y soltando su largo y dorado
cabello, inclinó la cabeza, para que Francisco se lo cortara con unas tijeras. Cuando
todo su hermoso cabello, quedó esparcido en el piso, Clara tomó un velo de monja y
cubrió su cabeza. Abrazando a la Hermana Pobreza, Clara prometió obediencia a las
reglas de la Hermandad y al Hermano Francisco como su superior.
Esa misma noche, Francisco llevó a Clara con las Hermanas Benedictinas, en el
Convento de San Paolo, donde permanecería por un corto tiempo. El padre de Clara,
Favorino Scifi, era conocido por su violento temperamento. Cuando se enteró de lo que
había sucedido, reunió a todos sus parientes varones y se dirigieron al convento para
traer a Clara de regreso. Cuando trataron de llevarse a Clara por la fuerza, ella se aferró
al altar y jalándose el negro velo, descubrió su rapada cabeza. Don Favorino supo que no
había nada más que hacer. La señorita Clara Scifi se había convertido en la Hermana
Clara.
Dieciséis días después de que Clara ingresara al convento, Agnes, su hermana menor,
dejó la casa de su padre y llegó al Convento de Santo Angelo, donde se encontraba ahora
Clara. Ella también deseaba llevar la misma vida que Francisco. El señor Scifi, no cabía
en sí de furia. –“ ¿Qué locura se había apoderado de sus hijas?” – Y en un arranque de
cólera, ordenó a su hermano Monaldo, llevar doce hombres armados y traer a Agnes de
regreso a casa. Las hermanas de Santo Angelo se llenaron de terror a la vista de las
armas y dejaron a la pobre Agnes enfrentarse sola con los hombres. Usando toda su
fuerza, comenzaron a arrastrar a Agnes para sacarla del convento. –“¡Clara, Clara,
ayúdame, por favor! – gritaba Agnes. Y Clara, hincada, rezaba a Dios pidiendo ayuda. De
repente, de manera inexplicable, los doce forzudos hombres no podían mover a Agnes ni
un centímetro, era como si pesara demasiado. Monaldo estaba tan enojado que levantó
el puño para golpear la cabeza de la joven, pero entonces ocurrió otro milagro: Monaldo
se quedó con el brazo levantado, como si estuviera congelado, sin poder moverse. Los
hombres comprendieron que no vencerían y la familia no hizo más intentos por regresar
a las jóvenes a casa.
A Clara, Agnes y a otras hermanas que las siguieron, les fue entregado el pequeño
convento junto a San Damiano. Las Hermanas Pobres, como se llamaban, llevaban la
misma vida que Francisco y sus hermanos. Algunas trabajaban en el convento, otras
salían a mendigar comida; pero todas llevaban una vida de completa pobreza.
Pronto, Clara y Agnes fueron seguidas por su hermana más pequeña, Beatrice. Y cuando
murió su padre, su madre Ortolana, también ingreso al convento.
La hermana Clara pasaba muchas noches orando ante la cruz en la cual Jesús le
había hablado al hermano Francisco. Ella era siempre la primera en levantarse, tocando
la campana para llamar a misa y encendiendo todas las lámparas. A pesar de tener el
puesto de Abadesa, era ella quién servía a todas sus hermanas, las cuidaba cuando
enfermaban y les servía en la mesa. Cuando regresaban de mendigar, era ella la que
lavaba sus pies.
Un día de fiesta, el Papa llegó de visita a San Damiano y quiso compartir los
alimentos con las hermanas pobres.
Cuando Francisco escuchó esto, se puso de pie rápidamente y olvidando sus pies
cansados, dijo: - “Entonces yo quiero hacer lo que me ha sido encomendado. Una y otra
vez le hablaré a la gente y a los animales del buen Dios y de todos los regalos que tiene
para nosotros.” – Y llevándose al hermano Angelo y al hermano Masseo, se puso en
camino inmediatamente.
Por el sendero, Francisco observó algunos árboles llenos de pájaros de todo tipo y
una gran cantidad de ellos comiendo sobre el suelo. –“ Espérenme aquí, - dijo Francisco
– voy a predicar a mis hermanos los pájaros.”
Cierto día, Francisco encontró en el campo un conejo que había caído en una
trampa. Lo liberó y lo tomó en sus manos para acariciarlo.
– “Hermano conejo, - le dijo – ¿cómo te dejaste atrapar?, tienes que tener los ojos bien
abiertos y fijarte por dónde corres. Tienes que prometérmelo. Anda regresa a tu casa.”
– Pero el conejo no quería dejar a Francisco. Por dondequiera que él iba, el conejo
saltaba a su lado. – “Hermano conejo, - insistía Francisco – esto no puede seguir así.
Mira, ahora voy al pueblo, donde hay gente y perros y a todos, les encantaría cenar
conejo. En el bosque tienes tu madriguera y a toda tu familia. Sé bueno y regresa.” – El
conejo saltó lentamente a través del prado con las orejas caídas. –“¡Hey! Hermano
conejo, - gritó Francisco – te ves tan triste con las orejas gachas. Un buen conejo jamás
debe colgar las orejas porque la tristeza puede atraparlo. ¡Sé felíz, hermano conejo, por
ti y por los otros conejos!” – El conejo se enderezó rápidamente, levantó sus orejas y
olfateó el aire. – “ ¡Así está mejor!” – dijo Francisco. El conejo se dio vuelta y saltando
se alejó hacia el bosque.
EL LOBO DE GUBBIO
Durante varios años, el hermano lobo fue de casa en casa siendo alimentado por la
buena gente de Gubbio. No volvió a dañar a nadie por su cuenta y después de muchos
años murió de viejo y la gente lo echó mucho de menos.
JACOPA
En uno de sus viajes a Roma, el hermano Francisco conoció a una de sus más
fervientes seguidoras. Su nombre era Jacopa de Settesoli. Ella provenía de una
acaudalada familia y aunque se había casado con un hombre muy rico, vivía una vida de
sencillez y pobreza. Cuando Francisco fue a visitarla, esperaba encontrar una casa llena
de riquezas, pero no fue así. Jacopa le mostró a Francisco su habitación, era como el
cuarto de un monje, con paredes de piedra vista, una mesa de madera, dos sillas y como
cama un saco lleno de paja. La única cosa que adornaba la pared, era una sencilla cruz
de madera. En lugar de ricos manjares y vino, Jacopa le ofreció a Francisco, pan y agua.
Francisco estaba tan lleno de amor a Dios, que empezó a saludar a todas sus
creaciones dondequiera que las encontraba. Saludaba al hermano Fuego, al hermano Sol,
a la hermana Luna, a la hermana Agua, al hermano Árbol. Se sentía hermanado con
todas las cosas que existían sobre la tierra. Especialmente sentía un gran amor por la
hermana Oveja. Él no podía permitir que una de éstas criaturas fuera llevada al
matadero y siempre hacía cualquier cosa por evitarlo. Una vez convenció a un
comerciante que le diera la oveja que estaba vendiendo y como se dirigía a visitar al
Obispo, se llevó a la oveja con él. En otra ocasión, entregó su abrigo a cambio de dos
corderitos que un campesino llevaba al matadero. La oveja que rescató, la llevó a
Portiúncula, y allí seguía Francisco por todas partes. Otra vez que fue a Roma la llevó
consigo para regalársela al hermano Jacopa. Por mucho tiempo vivió con Jacopa, la
acompañaba a misa todas las mañanas. Y algunas veces cuando Jacopa se quedaba
dormida, la oveja le daba topecitos para despertarla. Jacopa la trasquilaba y con su lana
tejía fina ropa. – “Algún día, - le decía – con tu lana tejeré una túnica nueva para el
hermano Francisco.
LA NAVIDAD
Una Navidad, Francisco y sus hermanos se hallaban en las montañas boscosas cerca
del pueblo de Greccio, visitando a su amigo Giovanni Velita. Poco antes de Nochebuena,
Francisco llamó a su amigo y le dijo: -“Quiero celebrar la misa de Navidad contigo y con
nuestro amigos de una manera diferente este año. Hay una cueva en el bosque, trae un
pesebre y llénalo con paja, yo conseguiré un buey y un asno, tal como en Belén, la
noche que nació Jesús. Quiero celebrar la llegada de Jesús de una manera más real,
para que todos podamos ver lo pobre y humilde que él fue por nosotros.”
Aún hoy, mucha gente hace lo que hizo Francisco ese día. Ponen un pesebre el día de
Navidad con un buey y un asno, ponen paja y linternas y todos juntos entonan villancicos
para el niño Jesús.
Hacía algún tiempo que la hermana Clara no había visto al hermano Francisco. Le
envió un recado en el que le decía que le gustaría tener el honor de comer con él y con
los hermanos de Portiúncula. Seis veces se lo pidió y seis veces Francisco dijo: “ No.” La
hermana Clara lo trataba como a un santo y eso a él no le gustaba.
Los otro hermanos pensaron que era una pena. –“Es por tu causa que la hermana
Clara escogió esta vida de pobreza.” – le dijeron. Finalmente, Francisco accedió a verla.
Al amanecer, algunos hermanos fueron por la hermana Clara. Ahora que sabía que
ella venía en camino, Francisco se sentía contento. Ahora, él la saludaría como si ella
fuera una santa. Cuando la vió, besó su hábito y tomo su mano oscura y áspera por el
duro trabajo. La llevó a la pequeña capilla donde años antes le había cortado el pelo.
Después se dirigieron al salón de invitados donde se había servido un verdadero
banquete: queso, pan y leche fresca de oveja. Clara y la hermana que la acompañaba se
sentaron y todos los hermanos lo hicieron también. Se sirvió caldo en tazones de madera
y el hermano Francisco dió gracias al Señor por ésos alimentos. Repentinamente y a
causa del espíritu tan puro de Clara, Francisco empezó a hablar tan fervientemente de
Dios, que todos los presentes se sintieron inflamados con su amor.
A lo lejos, sobre las colinas, algunos pastores que cuidaban ovejas vieron un
resplandor que iluminaba el cielo, - “Mira, - dijeron – Portiúncula y los pequeños
hermanos se están incendiando.” – Más tarde supieron que era sólo el resplandor de las
almas buenas de Francisco y Clara hablando de Dios.
Francisco comenzó a sentirse mal de salud, tampoco veía bien, los ojos se le
irritaban a causa de una enfermedad que contrajo durante su viaje a Tierra Santa. Su
pobre cuerpo estaba tan delgado y débil por tanto ayuno y la vida de pobreza que
llevaba. Pero a pesar de ello, Francisco decidió ir a las montañas de Auverna para orar. Y
sería allí, donde él ,que tanto amaba a Jesús, tuvo una maravillosa experiencia.
Éste era su lugar favorito para orar porque podía estar sólo. El hermano Francisco le
dijo a los hermanos que no deseaba ver a nadie. Tan sólo el hermano Leo podía llevarle
agua de vez en cuando. Pero nadie más podría acercarse. Francisco se dirigió a una
cueva, al otro lado de un profundo abismo. Le pidió al hermano Leo que le dejara el pan
a la entrada del puente y lo llamara. Si Francisco contestaba, el hermano Leo podía
acercarse y orar con él, pero si no contestaba, Leo debía alejarse y dejarlo sólo.
Era el día de la Santa Cruz y Francisco estaba orando fuera de la caverna. Empezaba
a amanecer y las estrellas aún brillaban en el cielo. De repente, una deslumbrante luz
apareció ante él y en el centro una ardiente figura con seis alas clavadas a una cruz de
fuego. Las heridas en las manos, en los pies y en el costado, brillaban como joyas. Su
cara era el rostro de Jesús. Y Jesús habló. En ése momento, fuertes rayos de luz salieron
de cada una de las heridas de Jesús y atravesaron las manos, los pies y el costado de
Francisco. Lanzando un fuerte grito de amor y de dolor, el Hermano Francisco cayó a
tierra desmayado. Ahora, en su propio cuerpo llevaba, las mismas heridas que Jesús.
Sólo muy pocos de sus amigos más queridos vieron las heridas de Francisco, y
ninguno quiso hacer preguntas. Tampoco Francisco quería hablar de eso, era un secreto
entre él y Jesús. Clara lo comprendió así y guardó silencio. Pero le hizo un par de suaves
zapatos de lana y cuero, para que pudiera caminar con sus lastimados pies.
El hermano Jacopa vino a verlo trayéndole sus pastelillos favoritos y una fina túnica
de lana, tejida por ella misma, con la lana de la oveja que Francisco le regalara hacía
años.
Uno por uno, los hermanos vinieron a recibir su bendición. Los Pequeños Hermanos y
los Frailes Menores, andaban ahora predicando por todo el mundo y las Hermanas Pobres
tenían muchos miembros también. Los hermanos se reunieron con Francisco. –“ Canten
mis hermanos, - les pidió Francisco - canten el Cántico al Sol.” – Una canción que
Francisco compuso cuando ya no podía ver. La dulce canción llenó el aire de Portiúncula.
– “ Cántenla otra vez, - les pidió – y ésta vez daremos la bienvenida a la Hermana
Muerte.”
Note: This service is not intended for secure transactions such as banking, social media, email, or purchasing. Use at your own risk. We assume no liability whatsoever for broken pages.
Alternative Proxies: