WL ElMundoNoESAbsurdo
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MUNDO NO ES ABSURDO
y otros artículos
EDICIONES ASIR
MONTEVIDEO
COPYRIGHT BY WASHINGTON LOCKHART
MONTEVIDEO-URUGUAY
Los artículos que componen este volumen pro
vienen de ocasiones y predisposiciones distintas,
sin que haya presidido su reunión ningún pro
pósito deliberado. "Hacia la Bomba Total" y "A
cincuenta años de «Bohemia»" fueron publicados
&n "Asir" en 1954 y 1959 respectivamente, "Re
nard, o el paroxismo de la literatura" en "Mar
cha", en 1960, y "El mundo no es absurdo", ver
sión de una conferencia dictada en 1959 en el Li
ceo de Dolores, en el diario "Acción" de Merce
des. Todos estos artículos se publican ahora con
algunas modificaciones y agregados. Los restan
tes trabajos son inéditos, inclusive "Los foraste
ros", producto de un concurso organizado en 1960
por la Comisión Municipal de Cultura de So-
riano.
EL MUNDO NO ES ABSURDO
10 —
de esos proyectos puede ser desbaratado en cualquier mo
mento por la muerte, toda realización se convierte en obra
del azar y todo plan en una construcción en el vacío. Por
que la muerte no sólo sobreviene sin dar razón alguna,
sino que viene para colmo a interrumpir nuestras razo
nes. ¿Para qué preocuparnos por nada si en cualquier
momento nos podemos morir?” Y desde que nuestro im-
pulso vital no puede resignarse a darse en ningún mo
mento por concluso, no encuentra en sí mismo posibili
dades de conciliación y de paz ante esa amenaza de la
muerte contra un mañana necesario.
Menos espectacular, casi adventicio, nos acecha en
tercer lugar el absurdo de las cosas. De este absurdo no
se tiene, en general, conciencia tan clara y continuada.
La imposición de un habito atareado en manejar sus uten
silios, nos instala como una cosa más entre las cosas, y
nos acostumbra en consecuencia a su presencia conmina,
toria, a la impertinencia descarada de su estar ahí. Pero
basta que alivianemos un poco nuestra hipnosis ante el
múñelo para que, desligados de las cosas, advirtamos su
extrañeza, el hecho totalmente arbitrario de que estén en
donde están, sin causa ni razón, que tropecemos con ellas
según un azar incalculable. Y que todas estén sumergidas
en el tiempo, y que el tiempo pase sin atender razones,
desgastando, destruyendo, envejeciendo todo cuanto inte
gra nuestro mundo en apariencia indispensable, estado
"pastoso” que nos produce "náuseas”, ante un mundo que
se repliega en su inalcanzable ajenidad. Atinamos, sola
mente,, a manejarlo, a rozarlo con nuestras preocupacio
nes más inmediatas, ensimismados en las dificultades de
nuestro laboreo. Y de esta suerte resulta nuevamente de
fraudado nuestro anhelo de permanencia y unidad.
Y llegamos, en cuarto término, al absurdo que el pue
blo sufre con más continuidad, el absurdo moral, "la in
justicia del destino”. Con el agravante de los grandes crí
menes cometidos, ya no por el azar, sino y expresamente
por los hombres, los cinco millones de judíos calcinados
en los hornos consabidos, los doscientos mil ancianos, mu
jeres y niños masacrados, quemados y pulverizados en Hi
roshima y Nagasakí "para acortar en unos días la dura-
— 11
ción de la guerra”. La razón humana, o inhumana, desem
bocando en tales sinrazones, en tales inmoralidades, hizo
que el descreimiento abarcara no sólo el mundo y su trans
currir, sino también al hombre y sus empresas. El bien
y el mal quedaron desprestigiados, reducidos a palabras
huecas; las mejores palabras, "libertad”, "democracia”,
"fraternidad”, sirvieron para consumar y justificar los más
abominables de los crímenes. La vieja contradicción entre
el Bien y la necesidad, entre el Valor y el determinismo
causal, se transformó en grieta insalvable por donde aso
mó las máscara diabólica del absurdo. Y tenemos así ca
racterizados los cuatro absurdos, los cuatro tembladerales
en que sentimos desfallecer nuestra confianza en un or
den a prueba de excepciones.
Debemos, sin embargo, reconocerlo: no todos sufren
con igual intensidad la agresión de lo absurdo. Muchos,
los más, porque han logrado estabilizar su egoísmo en una
dormidera inveterada. Pero no bien se pretende pisar en
tierra firme y darle consistencia a nuestra vida, la angus
tia —y eso le pasa a cualquiera— nos asalta. Sin ella, el
hombre no es cabalmente un hombre, sino un pagaré sin
fondos, una desvalida certidumbre. Aunque la moral exi-
tista que predomina en los poderosos países adscritos a los
manes de Calvino pretenda equiparar tales estados a fra
caso o a inadaptación, angustiarse es una etapa indispen
sable, purificadora. El peligro reside en desesperar, en
reiterarnos en un estado negativo. Y es a fin de evitarlo
que conviene considerar por qué caminos nos metimos en
este callejón que, visto desde afuera, parece no tener sa
lida.
No es que creamos de efectos infalibles compararnos
con el hombre de otras épocas, esa construcción hipotética
y revocable. Pero acaso resulte ilustrativo confrontar al
hombre actual con cierta imagen del hombre medioeval,
hombre que parecía más defendido que nosotros, que creía
saber el lugar que ocupaba en un mundo prolijamente
ordenado, y confirmado además por un trasmundo que le
servía, para su mayor edificación, de fe de erratas. Poste
riormente, en el llamado siglo de las "luces”, se llegó
a creer en el poder ilimitado de la Razón y se pensó que
12 —
el individuo era el feliz depositario de tan eficaz divi
nidad. Se afirmó en consecuencia la confianza en el sufra
gio universal, confianza en que la suma aritmética de las
voluntades individuales produjera como por encanto la
verdad y la felicidad de tan bienaventurados sumandos. Se
creyó en el progreso indefinido y en una ciencia todopo
derosa. Dios se fue volviendo por lo tanto innecesario; su
nombre se siguió usando para etiquetar (en el sentido,
también, de barnizar de “ética”) la parte cada vez más
chica de nuestras ignorancias. Hasta que alguien creyó
pertinente proclamarlo: "Dios ha muerto”. Y su lugar
fue ocupado por el hombre. Pero el hombre se proclamó
Dios cuando todavía no merecía siquiera ser llamado hom
bre. Porque desde que Dios muriera ya no estuvo todo
permitido, como lo afirmara Dostoyevski con lógica su
maria, sino que desde entonces no se contó con permiso
para nada. Y así fue que a la era de las luces vino a suce- ■
der esta era de los apagones.
Como Dios que creía ser, el hombre se puso a .crear
y a creer— un mundo. Pero para ello tuvo que empezar
por crear la técnica correspondiente, y ésa fue su manera
de perderlo. Porque el deseo y el temor, padres de la téc
nica, hacen que el hombre prefiera tener en vez de ser,
rodearse de bienes, amueblar su mundo vacío, sacarle lus
tre al coche pero dejar opaca su alma. El hombre deja de
ser hombre cabal y degenera en productor y consumidor
enajenado. Los más hábiles, los más inescrupulosos, apro
vechando tan propicia coyuntura, se instalan en los luga
res estratégicos y empiezan a servirse de los otros hom
bres, a fabricar hombres útiles para sus designios. Cuen
tan para ello, en primer lugar, con la alfabetización uni
versal, con esa instrucción al barrer que había nacido de
la confianza en un hombre genérico y en una razón apta
para todo servicio; desarrollan en consecuencia las técni
cas de la sugestión, de la propaganda, el envilecimiento,
el adormecimiento y la falsificación paciente y cotidiana;
nos van fabricando así una sensibilidad adaptada a los
grandes intereses de que dependen. El hombre se vuelve
dócil teclado, consumidor obediente de cosas, opinipnes
y pasiones. Sus sentimientos, paralelamente, se vuelven ca-
— 13
da vez más groseros; necesitamos cada vez más del escán
dalo, de lo sensacional. El hombre se aleja de su natura
leza real, de sus relaciones sencillas y verdaderas con el
mundo para el cual ha sido creado; se convierte en cifra,
se une en sociedades lo más anónimas posibles, en sindi
catos, Estados y partidos cómodamente manejables; el ma
trimonio se vuelve "sociedad conyugal”; la amistad se re
baja a camaradería; la casa habitación se convierte en
alvéolo de colmena, en rebanada horizontal de rascacielo
impersonal; hasta el rancho pierde su alma humilde y
verdadera y se convierte en hacinamiento de hombres-ra
tas. El hombre se queda sin alma. Un día cualquiera se
restriega los ojos y no ve más rostros, ni siquiera el suyo
propio, sino máscaras. Pobre de él si despierta. Pero si
no despierta, pobre de él.
A esta altura el hombre ya no puede confiar razona
blemente en la razón. La razón encuentra absurdo el mun
do, y tiene razón. Pero no tiene nada más que razón, y
por lo tanto no puede entrar a considerar la esencia de
la vida. Porque la vida es irracional, es trágica, y el pen
samiento sólo puede enfrentarla desde fuera, como a un es
pectáculo. El pensamiento jamás podrá comprender lo
que el dolor tiene de doloroso y la angustia de angustiosa,
así como un ciego no puede entender cómo es el rojo o
el azul. A la vida sólo se la puede comprender con la
emoción, y no con el intelecto. Debemos primero aden
trarnos en la experiencia, sufrir su tragedia, su dolor, sin
disfraces ni cortapisas, sin tratar de emborracharnos con
distracciones. La esperanza debe dialogar con el absurdo,
reconocer y padecer sus desvíos y fracasos. Y no sólo com
putarlos, como se reduce a hacerlo un pensamiento desen
carnado del tipo del que hoy tiende a prevalecer entre
nosotros, a base de relevamientos, estadísticas y división,
en "sectores” de la sociedad. En esa pendiente, el inte
lectual termina, como en algún momento le pasó a Camus,
odiando la vida; y así fue que dijo la máxima blasfemia:
"Odio a un mundo que provoca tanta desesperación entre
los hombres”. De esa desesperación y de ese odio sólo
podremos resarcirnos mediante la acción, poniendo en jue
go nuestras virtudes comunes y corrientes, ese repertorio
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de sepultas posibilidades que sólo podremos exhumar y
concretar mediante un acto gratuito de confianza. No va
mos a discriminar aquí los grados y calidades que vuelven
reconocible una acción de tal modo reveladora. Sírvanos
empero de aclaración preparatoria una obra que aborda
con rara lucidez ese magno problema, "Piloto de guerra”,
novela que Saint-Exupéry escribiera hace ya unos cuan
tos años, pero que conserva sin mengua una advertencia
que hoy más que nunca merece ser oída. En ese simple
relato de un vuelo se nos enseña en efecto el camino que
va desde la desesperación a la esperanza, desde el absur
do a una conciencia luminosa de la armonía universal.
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alguno quede con vida para trasmitirlas, no habrá nadie
para recibirlas. La nación está deshecha, y no alrededor,
¿ino dentro de cada uno de sus habitantes. La misión, asi,
se vuelve absurda. .,
Levantan vuelo. En la torrecilla del avión, un ser ex
traño: el artillero. Separados por la conciencia de su mu
tua inutilidad, arrebatados a cada paso por el mal mynoi,
por la incomprensión. Y el avión parte asi en pleno absur
do, sin fe, como un rodaje más de la sinrazón universal.
Llega un momento, sin embargo, puesta la atención
en las agujas indicadoras y en los peligros exteriores, en
que "el tiempo deja de correr en el vacío”. El piloto se
siente de pronto instalado en su función; desde ese mo
mento, cada minuto lo alimenta con su contenido. Aho
ra —piensa— soy algo tan poco angustiado como una
fruta que madura”. Actúa, experimenta el placer físico de
ejecutar actos que tienen un sentido, que se bastan a si
mismos. No siente ya ni el peligro ni el deber. Ya no
mira su empresa desde fuera, sino que la vive, y su yo
parece recuperar entonces su identidad. Ahora sabe lo que
hace, porque participa en lo que hace. Los ruidos que lle
gaban del mundo confundidos, dementes, ahora, en plena
acción, recobran un sentido. Y siente ahora, la evidencia
de que algo pasa a través de ellos y los gobierna, de que
hay una verdad más alta que los enunciados de la inteli
gencia; y en esa verdad es que piloto y artillero se sienten
unidos, reconocen su hermandad primordial a través de
la débil vibración de los teléfonos.
El avión atraviesa una terrible cortina de fuego an
tiaéreo. La muerte estalla junto, delante, detrás del avión
que zigzaguea y se encabrita huyéndole a las balas. Sin
embargo, cosa extraña: el piloto no tiene tiempo de sen
tir miedo, apenas una contracción física, la conmoción del
estallido, y luego el alivio, el júbilo. Como si la vida le
fuera dada a cada instante. "Vivo. Estoy vivo. Todavía
estoy vivo. No soy más que una fuente de vida. La ebrie
dad de la vida se posesiona de mí... Los que tiran desde
abajo ¿saben acaso que nos están forjando?”
Y he aquí que el cuerpo, esa vieja ilusión, se desva
nece. Ese cuerpo del que tanto se había ocupado, al que
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había vestido tanto, lavado, cuidado, alimentado, al que
había llevado a casa del médico, del sastre, con -el que
había gritado, amado y sufrido, ese cuerpo que había lle
gado a confundir con su mismo yo, descubre ahora que
no tiene importancia, que apenas si es un oscuro acom
pañante en su redescubrimiento jubiloso de la vida.
Al regresar a la base, Saint-Exupéry se siente otro.
Es un grupo el que vuelve, una comunidad, en la que
todos se comprenden. El peligro compartido, el trance
extremo de la muerte, el absorbente desempeño de la fun
ción asignada, les ha despertado la conciencia de su uni
dad. Y no necesitan decirlo, expresarlo; una secreta red
de relaciones vivas los funde en un grupo indisoluble. Per
tenecen a un grupo; eso es todo.
Y vuelven a un país que tiene un significado. Las
cosas, los hombres, todo significa algo ahora. Y cada uno
existe, se siente existir; y sabe que pertenece a su grupo,
y a su nación. Y esa multitud que se desplaza por los
caminos es ahora un pueblo y no ratas desalojadas por
el pánico. Es un pueblo. Porque una multitud desorde
nada, si hay una conciencia que los une, ya no está des
ordenada. Y aquellos que vuelven dentro de aquella inco
herencia se sienten sin embargo como vencedores. Cada
uno trae ese vencedor dentro de sí. Al partir, cada uno
se aferraba a la letra muerta de un deber cuyo espíritu
se había oscurecido. Ahora vuelven en cambio unidos ín
timamente por la conciencia de una comunidad esencial,
por un amor silencioso y sosegado, pero profundo. En un
mundo que dejó de ser absurdo. En un mundo que era
absurdo para una razón desencarnada, para una inteligen
cia que quería explicarse todo desde fuera, y que sólo
podía ver en consecuencia desunión y desorden.
Sobreviviendo a un sacrificio que en realidad no es
tal, pues, al darlo todo, todo lo reconquista, el mundo
recupera su sentido y el hombre recupera su fe. El mundo
no es absurdo. ¿Cómo habría de serlo, por lo demás, si
no hay otro? Lo absurdo es calificarlo, suponerlo absur
do, o racional. Desde que es único, el mundo simplemen
te es. Pero sólo tomando conciencia de nuestras necesida
des reales podremos recuperar nuestra familiaridad con el
— 17
mundo. Y sobre ella, solamente, podremos levantar una
confianza inquebrantable en la realidad de nuestra vida
v en su valor incuestionable.
Y así regresamos, conducidos magistralmente por
Saint-Exupéry, de ese vuelo a través del absurdo Y asi
termina la novela, ese monologo obsesionante de alguien
que parecía condenado a morir desterrado de si mismo,
pero que obtuvo sin embargo la revelación de su vida
más auténtica. .
Años después, ya en plena paz, Saint-Exupery partía
en un vuelo de rutina. Jamás regresaría de ese vuelo que,
ése sí habría de ser su vuelo hacia la muerte. Pero era
la muerte de un vencedor, de un viviente. De un vence
dor de sí mismo y de su descreimiento. Porque el enemigo
no reside en las contingencias exteriores, sino, como nos
advierte en la última frase de "Piloto de guerra , el ene
migo debemos buscarlo dentro de nosotros”.
18 —
HACIA LA BOMBA TOTAL
- 19
No puede pensarse que esos acendrados belicistas ig
noren de qué clase de guerra están hablando. La elocuen
cia de las últimas experiencias atómicas tiene que haber
iluminado las más reacias inocencias. Tampoco puede pen
sarse que se prevea una coyuntura tal que una mitad del
mundo —la geográficamente nuestra, por supuesto— lo
gre destrozar a la otra mitad, consiga dejarla sin resuello,
antes de que ésta, a su vez, pueda provocar parecidos, de
sastres. Aun admitiendo esa casi demostrable imposibili
dad, no podemos admitir que se crea necesario, para de
fender la llamada causa occidental, pulverizar millones de
niños y de madres, por bárbaros y bárbaras que se imagi
nen a unos y a otras. No creemos estar recurriendo a un
patetismo de mala ley; el hecho entra en cualquier cálcu
lo objetivo de probabilidades y hay que contar con él
como con una inminencia inevitable.
Vivimos una hora singular, única. Como siempre, la
flagrante irracionalidad de los hechos se desacompasa con
nuestra razón conservadora y parsimoniosa, excede su ma
gra capacidad de adaptación. Nos asaltan hechos —la Bom
ba H, la perspectiva de una destrucción total— radical
mente, brutalmente nuevos; pero nuestra percepción glo
bal del presente no admite mutaciones súbitas; toda com
prensión vital debe gestarse primero, lenta y trabajosa,
en los entresijos menos transitados de nuestra alma; toda
concepción viva necesita de sus nueve meses; la vida re
quiere plazos que en vano se querrían acelerar con arti
ficios; de ahí que entremos en dichos sucesos como sonám
bulos, soberbiamente inconcientes; nuestra conciencia usual
no puede desprenderse fácilmente de su sistema de preo
cupaciones habituales; considerará con el rabo del ojo
la magnitud del hecho nuevo, pero las motivaciones esen
ciales continúan inalteradas, presas en la red pertinaz de
sus ya connaturales categorías mentales y morales.
No intentaremos nosotros, soportadores de nuestro
correspondiente lote de inconciencia, proponer de inme
diato un sistema explicativo; humildemente ■—¡qué otro
remedio!— renutíciamos a una comprensión que preten
da abarcarlo todo; sólo aspiramos a ir delimitando mejor
nuestra ignorancia, a darle más firme asidero a nuestro
20 —
asombro; y quizás, a lo sumo, arrojar algún cabo suelto
hacia la orilla nocturna del misterio. Que ese misterio sea
impensable, no nos exime de la obligación —nunca de
masiado humana— de tratar de localizar su meollo irre
ductible, de asediar su costado más vulnerable, no olvi
dando que, al procurarnos una versión mediocremente ra
zonable, corremos el riesgo que supone rebajar ese mis
terio a la categoría de problema. Aunque provisoriamen
te indecisos, no podemos abdicar de la decisión central
que nos constituye; nos basta para ello que nuestra más
auténtica capacidad de afirmación se traduzca, camino an
dando, en modos condignos de ignorar y de asombrarnos.
Pero vayamos a los hechos; es decir, no exactamente
a los hechos —ese misterio— sino a sus manifestaciones
exteriores más verificables. Las últimas experiencias, me
ses atrás, revelaron que el hombre puede hoy liberar ener
gías, en una fracción de segundo, veinte veces mayores que
hace un año, doscientas veces mayores que hace diez, cien
mil veces mayores que hace quince, según una progresión
pavorosamente creciente; si la representamos mediante una
gráfica en coordenadas cartesianas, vemos entonces como
la curva, primero casi horizontal, levanta vuelo con la in
vención de la pólvora y va aumentando gradualmente su
inclinación hasta convertirse en estos años en una línea
casi vertical. Y aquí es donde nos encandila la primera
deducción, rigurosamente respaldada por los hechos: o esa
curva se detiene enseguida (en un plazo de pocos años),
o, al seguir aumentando su pendiente en la proporción
que lo ha hecho ininterrumpidamente hasta hoy, apare
jará, con certidumbre matemática, la destrucción o el en
venenamiento total de la humanidad. O una cosa o la
otra; no hay escapatoria posible. Tanto una como otra
salida —¡y vaya que la segunda lo es!— significarían un
acontecimiento rigurosamente extraordinario, absoluta
mente inédito. La humanidad no ha cesado jamás, en efec
to, de ir incrementando la energía utilizable, así como no
ha dejado jamás de utilizarla, y siempre, en primera ins
tancia, con propósitos destructivos. No la detuvo nunca
ninguna consideración, ni humanitaria ni utilitaria; pién
sese que las primeras armas de fuego debieron producir
r- 21
una mayor sensación de vulnerabilidad que cualquier otro
progreso posterior, lo que no obstó para su uso; recuérde
se la aparición de las V-l, V-2 y V-3, antes de saberse
siquiera que existían; recuérdese finalmente Hiroshima y
Nagasaki, bombardeadas también con febril impaciencia
—cuando Japón gestionaba ya su capitulación— con bom
bas recién salidas del laboratorio, como si se hubiera sen
tido temor que se escapara la oportunidad de usarlas. Su
poner pues que el hombre detenga sus investigaciones y
sus "progresos” en ese terreno, o suponer que, en el caso
de proseguirlos, no los aplique a fines bélicos, sería supo
ner un hecho como jamás aconteciera, sería suponer una
excepción rigurosamente improbable.
En resumen: estamos viviendo un momento excepcio-
nalísimo, el momento en que, pasajeros de un vehículo
cada vez más acelerado, con un chofer que ignora su ma
nejo, descubrimos, de pronto, que unos metros delante se
abre un insondable abismo. Y de que estamos ya al bor
de mismo del abismo, la insidiosa gráfica no nos permite
dudar; pocos años más al mismo ritmo, y la bomba que
estalle, apenas satisfaga las exigencias de dicha progresión,
destruirá o volverá inhabitable toda la superficie de la
Tierra. Para ahorrarnos alguna esperanza recalcitrante so
ha demostrado que, si escapara algún grupo de sobrevi
vientes, sus genes afectados le procurarían una descenden
cia —siempre que les quedaran ganas1 de tenerla-— mons
truosa e imprevisible. Hasta se dan cifras; según declara
ciones del sabio francés, doctor Pierre Bertrand, "doscien
tas Bombas H bastarían para engendrar la cantidad de car
bono necesaria para determinar entre los hombres un cre
cido número de monstruos”. El Papa mismo, en una decla
ración sin precedentes —por cuanto no recurrió a ningún
argumento religioso— atestiguó la real dimensión de ese
peligro. No se trata, pues, de fantasías; es un hecho bru
talmente cierto; y es precisamente por brutal y por cierto
que nadie ha podido aún cobrar conciencia de su alcan
ce; de acuerdo a la frase de Bernanos, "el último día de
este mundo, si debe venir pronto, merecerá ser llamado
la Jornada de los Engañados”. La humanidad vive, en efec
to, distraída de esa pavorosa alternativa. Se está produ
22 —
ciendo un milagro —uno u otro, la destrucción universal
o la detención del "progreso”, no hay otra alternativa—
y salvo algún pánico, también inadecuado, los hombres
siguen sintiendo bajo sus pies la misma tierra sólida y ga-
rantizable, los mismos prejuicios de perfectibilidad o de
orgullosa autonomía. Es en base a estos sobreentendidos
que se sigue haciendo propaganda por la guerra.
Hay optimistas insolventes que pronostican una dila
ción "in eternum” de ese desenlace. Pero, como les con
testaba Bernanos, "ese tiempo ya ha venido. Está en jvos-
otros. Se forma en vosotros”. Basta, en verdad, mirar en
torno nuestro, esos rostros cejijuntos, ese delirio mac-car-
thiano, esa irrupción de elementos prelógicos en la men
talidad general, y que, como lo expresa Michel Fran^ois,
componen un "alma en la cual una transformación profun
da de concepciones fundamentales llega a pasar inadver
tida”; y entre ellas, principalmente, la de libertad, afec
tada por restricciones que la tergiversan de raíz. Así se
consideran hoy delitos, y graves, simples omisiones que
años atrás ni siquiera se advertían, pecados virtuales co
metidos por el solo hecho de no demostrar nuestro deseo
de no cometerlos. Mientras no demostremos lo contrario,
todos somos culpables en potencia, culpables natos, en un
mundo cada vez más parecido a una novela de Kafkji.
La posibilidad, extendida a todo el mundo, de fabri
car explosivos de fuerza incalculable, habrá de obligar a
una fiscalización, a una sutilización de la policía a cuyo
control no podrá escapar nada so pena de autodestruc-
cíón. La dictadura administrativa a que se va orientando
el Estado moderno, degenera fatalmente en una dictadura
policial. El ciudadano, como decía Bernanos, dentro de
poco no podrá cruzar la calle sin quitarse dos veces los
pantalones ante un policía que desea saber si no lleva ni
un miligramo de algún explosivo universal; La eficacia
estatal, el triunfo de la libertad, conseguido por una de
mocracia obligada a una vigilancia exhaustiva, vendrá así
a coincidir con la pérdida de esa libertad que se dice
defender.
Pero —insistirá nuestro "optimista”— la amenaza ac
tual de la Bomba Total es pasajera, producto circunstan
cial de una erupción de odios sin precedentes. Frágil ar
gumento. Basta considerar los destinatarios de esos odios,
la U.R.S.S. para unos, los E.E.U.U. para los otros, dos
países que han incorporado a sus principios el sosteni
miento de la paz, en claro contraste con el espíritu beli
coso de que dio muestras, sin ir mas lejos, la Alemania
nazi. Tendría que convenirse que, lejos de ser la nuestra
una época óptima, desde el punto de vista ideológico,, para
el cultivo del espíritu bélico, aparece, por el contrario,
como una de las más propensas al arreglo pacifico. Es
cierto que uno y otro coloso atribuyen a la conducta del
contrario una agresividad en desacuerdo con sus princi
pios; pero esa atribución, precisamente, hecha a sabiendas
de que con ella no se consigue otra cosa que excitar los
ánimos y conducir al uso “necesario” de la Bomba lotal,
demuestra que hoy la pendiente es tan fácil de subir como
siempre, y que obstan muy poco para ello las probabili
dades de destrucción que puedan desencadenarse. El peli
gro, aunque conocido y presente con toda la fuerza de un
horror recién descubierto, parece exacerbarlas, como si la
conciencia de poseer un arma decisiva, fomentara, junto
a una oscura necesidad de usarla, la fabricación de los pre
textos necesarios. Y por si todavía fuera poco, la propa
ganda actual, arrebatada por esa tentación, sugiere velada-
mente la convicción de que la guerra exige el uso de esa
bestial carta de triunfo; la experiencia de Corea, torpe y
fatigosa, contribuye a fundar la exaltación de ese recurso
“táctico”; se habla de "eficacia”, de “radio de acción”, de
“superficie” devastada, cuidando mencionar que esa efi
cacia se mide con cadáveres. Los propagandistas, fascina
dos por su infernal e inempleado juguete, se cuidan muy
bien de rozar la sensibilidad de nadie; se difunde un vo
cabulario técnico, descarnado; “eficacia”, “operación X”,
donde debería decirse, sencillamente, asesinato a mansalva.
Lo que se persigue es que la gente termine por matar co
mo quien resuelve una ecuación, o como quien limpia de
hormigas el jardín. Hasta se exalta la belleza del “espec
táculo”, como lo ilustra una elocuente fotografía difun
dida por nuestra prensa el 19 de abril del año 1954; apa
rece en ella un congresista de California que presenció la
24 —
explosión de la última Bomba H, su rostro extático, los
labios ligeramente entreabiertos, sus dos manos en ade
mán de abarcar unciosamente un globo terráqueo, la mira
da perdida en el horizonte; junto a él, una foto de gran
tamaño de la explosión, en lujoso marco, completa la vi
sión paradisial. Entre el impulso de matar, así suscitado y
disfrazado, y el horror de la muerte que habrá de produ
cirse, se va eliminando minuciosamente todo sentimiento
piadoso; el recurso del "sentimentalismo”, adversario en
clenque de tan magníficas liberaciones de energía, cae
abrumado bajo la doble ridiculez de su desdeñable "cur
silería” y de su tonta ineficacia. Se ha logrado despojar
a la propaganda antibélica de sus más legítimos, de sus
más impresionantes recursos. Se nos niega la dignidad
sobrecogedora de la muerte; en la vorágine del frente al
que tácitamente pertenecemos, somos solamente un suman
do insignificante para las estadísticas de la victoria.
La consecuencia más deplorable, en una primera apre
ciación, de la inminencia de la Bomba Total, es el refuer
zo que aporta a las distintas técnicas de envilecimiento
mental hoy en boga; el terrorismo franco o solapado que
así puede respaldarse, tiende a reducir aún más la posibi
lidad de un pensamiento independiente; más, tiende a vol
ver menos factible su mismo surgimiento, desde que esa
atmósfera de fiscalización y compulsión, cada vez más
espesa, va alejando al ciudadano presuntamente libre de
las fuentes vivas de su libertad. Y esa pérdida de libertad
interior acontece precisamente cuando ésta sería más ne
cesaria.
Echemos un vistazo a algunas de las posiciones ideoló
gicas hoy dominantes, en relación con el hecho que nos
ocupa, teniendo bien en cuenta, como lo señalaba certe
ramente un articulista, que semejante hecho "tiene un
sentido en sí que supera las divisiones ideológicas; es, en
cierto modo, algo autónomo, un fenómeno extrahumano”.
Ante él, teorías y consignas deben, en general, reyer sus
actitudes.
Ni el optimismo idealista de Hegel, ni el materialis
ta de Marx, parecen concillarse muy cómodamente con
este modo brutal de quemar etapas dialécticas. El mate-
— 25
tialismo histórico no muerde en la situación actual; cuan
do Marx descubría que la violencia era la partera de las
sociedades, no preveía esta clase de partos a la inversa,
no preveía que el dominio técnico de la naturaleza podu
conducir, mediante un simple juego de llaves, a la aniqui
lación de la especie triunfadora; falta de objeto y d s
jeto? es la dialéctica misma, esa dialéctica que pretendía
englobarlo todo, la que resulta a su vez aniquilada.
g Lo más grave de esa inminencia, digámoslo de paso,
es que nunca más dejará de pender sobre nosotros. La téc
nica tiene esa característica: es inolvidable e irreversible,
no da nunca un paso atrás, acumula inagotablemente sus
conquistas; si hoy somos capaces de destruir el mundo,
siempre* lo seremos; cualquier minuto de los que adven
gan puede ser, desde hoy, el de nuestra definitiva des
trucción; el tiempo, desde hoy y para siempre, no podra
desalojar ya esa permanente posibilidad. Formamos un
especie nueva: la especie que es capaz de destruirse a si
misma, y que lo sabe, o que va en camino de saberlo. ,
Si las tríadas ascendentes de la dialéctica parecen in
capaces de salvar este escollo inesperado, no así la concep
ción cristiana del tiempo. La actitud cristiana soporta me
jor esa catástrofe, por cuanto puede soslayaría por vías
trascendentes, o acaso, como lo expresa Marcel, median e
el expediente de una nueva arca de la Alianza, de cuya
índole no pueden adelantarse precisiones Kierkegaard pre
vio también semejantes contingencias; el desarrollo do
mi pensamiento no tiene por base un algo llamado obje
tivo? un algo que no es mío propio, sino que se fundaría
sobre algo fuertemente ligado a la raíz profunda de mi
existencia, por lo cual, si así puede decirse, estoy unido
a lo divino, aunque el mundo caiga hecho escombros .
Mounier, años antes de morir, precisaba con lucidez la
actitud cristiana para lo que llamaba "una época apoca
líptica”: "para el cristiano apocalíptico, la idea del fin
de los tiempos no es la idea de una aniquilación, sino .a
espera de una continuidad y de su cumplimiento”. Lejos
de subestimar el peligro que nos acecha, Mouniersubraya
la necesidad de alertar, no de aterrar, las conciencias. He
aquí que un poder único nos es concedido, el poder de
26 —
hacer saltar este planeta y la humanidad que lo contiene
y su poder mismo de crear poderes, instante solemne:
Hasta hoy no podía decirse que la humanidad fuera dueña
de su porvenir, porque estaba todavía condenada a un
porvenir, en tanto que cada hombre, individualmente, po
día, si así lo quería, meterse una bala en la cabeza. Ahora,
la humanidad como tal va a tener que elegirse y le será
necesario, con toda evidencia, un esfuerzo heroico para
no elegir la facilidad, el suicidio. Se puede decir que su
madurez comienza ahora”.
En cuanto a los "filósofos de lo absurdo”, la palabra
alarma no puede provocarles ninguna resonancia. Desde
que, para ellos, el mundo es insignificante en todo momen
to y para toda conciencia, todo, para ellos, está demás, y
nada puede importarles su desaparición. El hecho de que
la fisión del núcleo del plutonio se haya descubierto en
un momento de nihilismo moral, acentúa, para Bernanos,
la gravedad de la amenaza. Sobre todo porque no se trata
de un nihilismo que anuncie el ascenso de una nueva ins
piración, sino, como lo expresa Mounier, de un movi
miento que ni siquiera es destructor, que quiere única
mente que a la nada se le llame nada y que luego se pase
al capítulo siguiente. Y ese nihilismo está armado; y de
qué manera.
El pánico, sin embargo, es una debilidad a la que
no debemos autorizar con argumentos. Al espanto pasca-
liano ante los espacios infinitos, sucede hoy, en efecto, un
espanto bastardo (desde que nace de saber algo como
científicos y de ignorarlo como hombres) ante las poten
cias infinitesimales: átomos, virus, ondas. La pasión cien
tífica por la construcción abstracta parece la compañera
ideal de la pasión de lo horrible, de un sádico impulso de
aplicar esas fórmulas encantadas y voraces; una especie
de horrible fascinación, de furiosa desesperación, asedia
al hombre que maneja abstracciones y que tropieza de
pronto con hombres que no se someten a esas abstraccio
nes. Ese principio de autodesttucción de que nos hablaban,
como de un fantasma sepulto, Dostoyevski, Baudelaire,
Freud, cobra hoy inusitada vigencia ante el acicate con
que lo tientan esos medios superpoderosos. Subsiste, sin
— 27
embargo, más como un hábito que como una convicción,
la creencia en que un instinto de prudencia, una razón
meticulosa nos preservará contra la locura de un suicidio
colectivo. Se delega entonces nuestra responsabilidad en
construcciones edificadas sobre un vacío deliberado, for
mas distintas de la evasión y el conformismo, optimismo
humanitario, confianza en que el mundo recobrara su
inocencia apenas se logre estabilizar alguna clase de or
denación del tipo de la Sociedad de las Naciones. Ese
amor a la paz del avestruz, "amor de debilidad como lo
llama Mounier, es la preparación más infalible para la
propaganda y para la guerra. Paz para los hombres de
buena voluntad, significa, visto al trasluz, guerra para
los hombres de mala voluntad. Tal actitud de paz es asi,
por definición, una actitud de guerra. Todo sistema que
no coincida con el nuestro se convierte en una amenaza
contra la cual todos los medios son buenos, aunque la
adopción de tales medios contradiga los postulados del
sistema que se afirma sostener. Estilo de guerra que se
trasluce en cualquier artículo de la prensa encargada de
preservarnos contra "el peligro comunista . Leo, por ejem
plo, hoy (17 de agosto): "Es una organización subversiva
de criminales en potencia, que ensangrentaran sus cuchi
llos no bien logren el poder”. Uno piensa si, por un azar,
los aludidos no son lo que se dice, ¿que garantías po
demos tener de que no les vengan ganas de serlo? Porque
si no tuvieran esa culpa ——aunque puedan pensárseles otras,
menos atroces— ¿cómo podría intentarse una concilia
ción? ¡qué digo! Ñi siquiera la simple convivencia. Por
eso fue más consecuente ese Jefe del Estado Mayor del
Ejército norteamericano, quien declarara ayer (16 de agos
to) : "El único comunista bueno es el que está muerto”.
Y a otra cosa.
A esos denodados campeones de "la causa occidental”,
las convicciones se les han convertido en bíceps y en ganas
de utilizarlos. Se han propuesto minuciosa, sañudamente,
destruir desde la raíz toda posibilidad de diálogo. La me
nor discrepancia, el más mínimo conato de salvedad, es
juzgado, implacablemente, como un diabólico atentado
contra la seguridad de "todos”, como una debilidad intrín
28 —
secamente subversiva. A los dialoguistas impenitentes, se
les relega a un limbo que aspira a convertirse en infierno,
a una "tercería” ominosa y degradante. Entre el Bien y
el Mal en que se han empecinado, despavoridos, en seccio
nar el mundo, se ha inventado ese Mal a la segunda po
tencia que es el "tercerista”, porque hace el Mal por gusto
y a conciencia. Como lo observaba Malraux, la táctica con
siste en "deshonrar al adversario para volver imposible la
discusión: atacarlo en el plano moral”. Esa difícil hones
tidad "tercerista”, esa militancia que se cuida de no decaer
dentro de las legiones monolíticas, esa activa decisión que,
por lo menos, tiene el mérito de su insospechable incon
veniencia, es considerada como una deserción; y no como
una deserción banal e inocente, sino como un "cretinismo
útil” y liberticida. En homenaje a la eficacia, la fiscaliza
ción de las consciencias se torna implacable y total. Como
siempre, la voluntad de eficacia se convierte en voluntad
de dominación y la voluntad de dominación se reduce, en
último término, a voluntad de muerte.
El terrorismo norteamericano no trepida en recurrir
a los más inescrupulosos chantajes. Hace pocos meses, las
agencias distribuían en diarios de todas la capitales sud
americanas —el mismo día, exactamente, en todas— un
mapa en el que aparecían (Montevideo, Buenos Aires, etc.)
rodeados de círculos concéntricos, ilustrando en forma da
29
teniente en claro”. Digamos, de paso, que un espíritu pro
fundo y ponderable como Marcel, advierte en dicho libro
toda la magnitud de la catástrofe técnica que nos acecha:
“Lo importante es que el hombre en tanto especie, no
puede hoy dejar de aparecer como dotado, si así lo quiere,
del poder de poner fin a su existencia terrestre. Estoy de
acuerdo, la catástrofe es quizás inminente. Pero un plan
general no permitirá conjurarla. El hecho de que esta po
sibilidad exista entre nosotros constituye por si sólo un
dato que seguramente es de una naturaleza como para
suscitar —hasta diría como para imponer— el más trágico
de los exámenes de conciencia”. Otros, como Max P.icard,
autor de "L’Homme du Néant”, abrigan convicciones más
contundentes: "Estoy convencido —le decía sin perder
su calma a Marcel— que llegamos al término de la histo
ria. Es posible que muchos de nosotros sean testigos del
acontecimiento apocalíptico que señalará el desenlace”.
Cita Marcel también las palabras de Harold Hurey, uno
de los inventores de la Bomba: "Yo escribo para daros
miedo. Yo mismo soy un hombre que tiene miedo. Todos
los sabios que conozco tienen miedo”. Pero ya se sabe qué
tratamiento se les da a los sabios que, como Einstein,
Oppenheimer, etc., pretenden extraer de dicho miedo pro
pósitos de abstención.
Lo repetimos: no tratamos aquí de diseminar un pesi
mismo gratuito, de procurarnos una coartada ante una
proyectada deserción. Por el contrario —usando las pala
bras fervorosas de Bernanos— creemos que nueve veces
sobre diez, el optimismo es una forma solapada del egoís
mo, una manera de desinteresarse en la desgracia del pró
jimo. Ninguna forma de optimismo ha preservado jamás
de un temblor de tierra, y el más grande optimista del
mundo, si se pone al alcance de una ametralladora —lo
que hoy puede sucederle a cualquiera— está seguro de
salir agujereado como una espumadera.
La vecindad de la muerte prometida, no ya la muerte
de cada hombre, sino la de todos y de todo, esa comunión
en la muerte a la que todo parece conducirnos, puede pro
curar, paradojalmente, en esta confusa inanidad en que
nos debatimos, una regeneración dé la vida, un enfren
30 —
tamiento más veraz con nuestra condición. Nuestra vida
es tan honda como la muerte que llevamos adentro, y el
saber que esa muerte ya no es asumida solitariamente por
cada uno de nosotros, puede reabrir, en esta incomunica
ción que nos asola, vías inéditas de comunión. De cual
quier manera, esa posible salvación de nuestra individua
lidad en un profundo reconocimiento de un destino com
partido, al no halagar, por los modos en que se anuncia,
nuestros deleznables anhelos de comodidad, nos impide
toda actitud de egoísta aquietamiento. Esa salvación debe
ser conquistada, y en medio del mayor peligro. Sólo el
peligro, la asunción de nuestra fragilidad, puede procu
rarnos una auténtica fortaleza. El hombre de hoy, ese
hombre "insípido y proliferante que no se atreve a mo
rir por miedo de no ser más nada, probablemente no es
nada”, decía D. H. Lawrence con palabras de renovada
actualidad. Ese hombre desasido que vive al nivel de sus
gestos y de sus apetitos, reencontrará quizás, apenas la
conciencia de su muerte fecunde la inconciencia de su
vida, un camino hacia el prójimo, camino que obstruye
hoy la abonada maleza de sus deseos descentrados.
La propaganda, tonante y vocinglera, adoptando todas
las máscaras, hasta las de nuestras necesidades, constituye
el proveedor incansable de nuestra capacidad de odiar y
de desear, nos convierte en combatientes, abiertos o sola
pados, en deseadores de cosas, a costa de quienes, indu
cidos también a desearlas, no están en iguales condicio
nes de alcanzarlas. La propaganda es criminal, es el fruto
pestilente de la competencia desencadenada, la necesidad
de encaramarse sobre el otro, de desplazarlo, de odiarlo;
su ideal es convertir cada centímetro de nuestra piel en
un vivero de deseos falaces, cada órgano vital en una boca
ávida e incondicional, en un sexo enajenado e insaciable.
Las tácticas inescrupulosas de la oferta, suscitan las tác
ticas igualmente inescrupulosas de la demanda. El hom
bre llega a creer en esos deseos inventados; y esos deseos
no son un agregado inofensivo; incompatibles con todo
impulso generoso, nos separan cada vez más de los otros
deseadores; podrá disimularse ese divorcio bajo el aparato
externo de una cortesía convencional, o bajo la máscara
— 31
prescripta de una sonrisa comercial, pero en el fondo
conservamos, irreductible, un afán de poseer para nos
otros, de volvernos capaces de esa adquisición, de ese auto,
de esa refrigeradora; y el dinero que necesitamos, tendre
mos que conseguirlo —no hay otro—■ del bolsillo de los
otros. Esa guerra subterránea es el resultado del radical
desprecio que supone hacia el hombre toda técnica psi
cológica por la que un sistema económico tiende a con
vertir a cada persona en un comprador vocacional de co
sas. Llegado el caso, cuando esa confusa beligerancia ame
naza perturbar el funcionamiento del sistema, se inculca,
furiosa, falazmente heroico, algún odio grande que pueda
distraer al ciudadano de sus odios pequeños, eventual-
mente insoportables.
Y son precisamente esos interesados inventores de
"causas” más o menos occidentales, quienes detentan en
sus manos los más letales productos de la técnica. De_ ese
modo, no sólo el repertorio de nuestros deseos prefabri
cados, sino nuestra misma supervivencia, depende direc
tamente de lo que dispongan conductores de la especie
de Foster Dulles, quien llegara a declarar, muy suelto
de cuerpo y alma, que durante su gestión se estuvo tres
veces al borde del estallido de una guerra atómica. No
hay manera ya de situarse "au-dessus de la mélée”. Com
prometidos por gusto o a disgusto —y no solo implica
dos, como lo pretendía Lawrence— no podemos resig
narnos a soportar las consecuencias de lo que decidan po
líticos que están notoriamente por debajo de tamaña res
ponsabilidad, ni de lo que impongan estructuras econó
micas y sociales que, traicionando las mas altas esperanzas
de una auténtica democracia, "denuncian —como dice
Mounier— cada día su anacronismo, su impotencia, el
absurdo de su persistencia”.
Desde que "la política de hoy —tal como lo expresa
M. Ponty— es el dominio de los problemas mal plantea
dos”, quedamos eximidos de enrolarnos en ninguno de
los apremiantes ejércitos de la hora. Nuestra dignidad de
hombres libres nos impone, como única militancia inelu-
rible, escrutar y contribuir a corregir el desorden en que
vivimos; "nuestros días —dice Mounier— serán entonces
32
más fecundos y nuestros sueños menos turbados por el
hombre-con-el-cuchillo-entre-los-dientes”.
— 33
esas humildes, tiernas experiencias de la existencia coti
diana, de modo que en ese universalismo puedan cobi
jarse sin escrúpulos los hombres de todas las ideas. Y el
enemigo mortal del diálogo es la intimidación, la opinión
compulsiva. No sólo hay que dejar que todos hablen,
sino, principalmente, que no teman por las consecuen
cias de sus palabras; tenemos para eso que desarmar, por
dentro, desde nuestras almas, esa policía internacional
puesta al servicio del dinero, ese poder insidioso y enar-
decedor que, armando solapadamente nuestros deseos des
orientados, convierten la historia actual, al impedirnos
saber siquiera quienes somos, en un cuento policial con
tado por un idiota.
Ya nunca más dejará de pender sobre nosotros la so-
brecogedora espada de Damocles de la Bomba Total. Ate
rrarnos, valdría ahora tanto como desterrarnos. Vivimos
y moriremos en nuestra Tierra, según designios de los que
cada uno escrutará, como pueda, sus fuentes misteriosas.
Decía estos días un general de nuestro ejercito, aludiendo
al peligro de la Bomba y a las medidas cuya adopción se
recomienda: "La palabra de orden de iiuestro tiempo es
dispersión”. Dicho estratega supo hallar, sin quererlo, la
fórmula exacta del tipo de destierro que se nos proyecta.
Contra esa terrible palabra de orden, es necesario, gritar
otra, ennoblecida por la esperanza: unión, comunión., una
ardiente cadena de brazos y de almas que sepan que el
verdadero peligro no reside en la Bomba, sino en el es
píritu enajenado que hace posible su inminencia.
54 -
ticidas, sin que valgan de mucho las advertencias de los
hombres de ciencia, cuya voz de alarma ha perdido hasta
el ascendiente de la novedad. El 27 de diciembre de 1960,.
el científico inglés C. P. Snow afirmaba en la reunión
de la Asociación Norteamericana por el Adelanto de la
Ciencia que dentro de cinco años una docena de naciones
dispondrá de la Bomba, y que "dentro de diez años, a
lo sumo, algunas de esas bombas serán detonadas. Y esto
lo digo —agregó— con la mayor responsabilidad. Es una
certidumbre. Ya sea por accidente, o locura, o irrespon
sabilidad; los motivos no interesan, pero serán detonadas”.
Todos los cálculos estadísticos de probabilidades corrobo
ran esa certidumbre. El plazo se cierra. Sería ocioso y
pretencioso darle a escritos como éste un carácter de ad
vertencia. No hay nada que advertir y todo está dispuesto
por otra parte entre nosotros para que cada voz resuene
con un alcance previamente calculado.
Sin embargo, no estaría escribiendo sobre ello si no
creyera que una conducta, o, mejor, una disposición que
condicione una conducta, resulta todavía aconsejable.
Mientras en diez o quince países la guerra continúa, con
la Bomba guardada en el estante, mientras en el nuestro
parecen desvanecerse las aprensiones que el asombro ini
cial había despertado, nos queda una sola opción: la de
distraernos de toda consigna que pretenda militarizar
nuestra conciencia, la de fortificarnos en un equilibrio
interior a prueba de halagos e intimidaciones, la de .cons
truirnos una vida que se justifique por sí misma, sin que
nos apremie la comezón de convertirla en militancia. El
desaforado, en cambio, cuyo nombre es hoy legión, nece
sita vigilar, afanarse; desprendido de sí, su pasión queda
vacante y no puede descansar hasta imponer a las cpsas
(hombres inclusive) una figura cualquiera. Todo político
tiene siempre algo de ese furor enajenado, de esa pasión
conminatoria de poder, de esa necesidad de infligir a los
otros una pena y hasta una felicidad obligatorias. Divor
ciados de su conciencia primordial, necesitan fraguarse
una conciencia supletoria; y el . otro, en ese trance, es el
enemigo. necesario. Necesitan su holocausto, el incienso
de su adulación y el opio de su conformismo. Acechan
- 35
en los demás la actitud servil, obsecuente; y hasta cuando
creen que quieren su “prosperidad”, lo que quieren es
disecarlos, destruirlos como personas. Aún quienes, como
Marx, sonaron con liberar al hombre de su esclavitud eco
nómica, traicionaron tales ideales al supeditarlos a una
movilización de clases demasiado supra-personales y al
imaginar ingenuamente sociedades donde el hombre, en
el apogeo de Ja organización estatal, accediera como por
encanto a desorganizarse. Y por no tener lo bastante en
cuenta que el hombre, a esa escala, padece afanes de do
minación y hostilidad que forman parte de su naturaleza,
es que hoy, tanto marxistas como "liberales”, proyectan
edificar la felicidad del género humano almacenando cien
mil bombas. La fraternidad, concebida como "tarea” a
cumplir, termina en el Terror.
Y es a ese Terror a donde conduce la militancia ac
tual, tanto la del hombre que organiza su hambre en sin
dicatos, como la del hombre que organiza su codicia en
elencos directores. Tanto unos como otros —aunque el
hambre con más justificación, claro está, que la codicia—
terminan por instaurar la violencia contra los otros y
contra los propios compañeros. Prevención inactual, sin
embargo, habrá de parecer, la de prescindir de tales orga
nizaciones, como la de no esperarlo todo, ni lo más impor
tante, de los amparos sociales y de las instituciones que los
garantizan. Tales reticencias suenan a conformismo, a in
diferencia ante el dolor ajeno y a solución del que ya
encontró la suya. Sin embargo, sólo gracias a tal rejega-
miento de técnicas exteriores e interiores puede dejársele
libre el paso a una real solicitud. No es que creamos im
procedente la asistencia que puedan prestarnos las cien
cias sociales y económicas, asistencia que nos permitirá
curarnos de las criminales cegueras de quienes, concientes
o no de las consecuencias de su actitud, refrendan con su
inercia iletrada la tortura material y moral infligida a
los humildes por la voracidad de los desaforados. Bien
venidas, pues, esas doctas advertencias; pero a condición
de no cargar el acento de la esperanza en la eficacia de
las maniobras tácticas que se les derivan. Lo importante,
en efecto, es que dicha asistencia tenga por destinatario
36 —
el hombre, y no el proletario o el consumidor; lo impor
tante es no dejarnos absorber por la impersonalidad le
galizada de la "redistribución racional de los bienes de
consumo” o de expedientes parecidos; porque, a esa al
tura, la moral se vuelve estorbo, hasta "anti-económica”
en algunos casos; pues se nos exige entonces solamente
una corrección exterior, salvar las apariencias; y el mundo
empieza entonces a recompensar a quien incurre en alguna
clase de deserción a sus principios; porque la vieja "vir
tud” no calza en tan ajustadas cibernéticas, y sólo reditúa
ventajas la "viveza”, la adaptación inescrupulosa a un
mecanismo social capaz de registrar, pero no de juzgar.
La llamada "lucha por la existencia”, en ese vasto campo
de enfrentamientos anónimos, desemboca así en la ine
xistencia, tanto de los vencedores como de los vencidos,
desconectados tanto unos como otros de esos círculos don
de podrían vincularse con autenticidad. La socialización
impuesta desde fuera, cristalizada en instituciones, deja
casi sin ocasiones a los deseos de mutuo reconocimiento,
así como a esos riesgos, fracasos y victorias compartidas
que cementan con calor humano las solidaridades verda
deras.
Pero a los profesionales de la política no les interesa
esa clase de vinculaciones; o les interesan solamente para
vulnerarlas, en tanto núcleos inasimilables a su afán de
hegemonía. Encuentran más viable y productivo inculcar
nos exaltaciones exóticas, importadas por las mismas vías
por donde lo fueron todas esas ideas sociales, políticas y
filosóficas de que se atiborraran las élites que jalonaron un
largo siglo de entregamiento nacional y que han conver
tido así la historia de nuestras ideas en una historia de
los modos con que, so pretexto de esas ideas, fue desoída
nuestra modesta verdad de puebJos incipientes. No resulta
fácil, en realidad, desprenderse de esas ideas y exaltacio
nes que se nos inculca con tanta saña y tanta alevosía.
Porque vivimos en un país demasiado expuesto a vientos,
a olas e iracundias, y donde conmociones que en su origen
pueden haber nacido de razones insoslayables, entre nos
otros. carentes de un fondo cultural constátente comó para
absorberlas, terminan por convertirse én agitación des
controlada. Creemos así estar actuando deliberadamente,
cuando no estamos sino desentumeciendo nuestra afecti
vidad vacante, dispuesta siempre a cualquier aventura que
no nos comprometa demasiado; y que resuelva, de paso,
las ecuaciones que nos plantea el hambre o la codicia.
Nuestra "inquietud” oscila así al ritmo que le imponen
esos importadores oficiosos de novedades, apostados al
efecto en bichaderos estratégicos. Se continúa de ese modo
una ya secular fatalidad, ya que, desde la época de los
charrúas, en efecto, nuestra más permanente ocupación
debió cumplirse en esos bichaderos; con una diferencia:
que mientras los charrúas lo hacían para preservar su in
tegridad, nosotros lo hacemos por ver el modo de co
rromper la nuestra. Y así nos adscribimos a toda mani
festación de la cultura occidental o de los intereses im
periales, y así nos convertimos en dóciles espectadores de
cines, de teorías y de iracundias, de pasiones pro-Fidel
y anti-Fidel, satélites resignados de corrientes de fuerza
administradas y distribuidas por guardavías extranjeros.
Y por guardavías nacionales también, en tanto nos im
ponen campeonatos uruguayos, elecciones generales y otros
barullos que, hasta en los pueblos más apartados del in
terior, ocupan hoy el lugar de aquellas tenidas de bochas
y aquellas elecciones de alcaides en las que, hace algunas
décadas, se desfogaba nuestra más genuina y local idio-
sincracia. Entre tantos runrunes de radio, noviazgos de
actrices y princesas, asaltos a bancos, mezcolanzas de Laos
y Lumumba y tejemanejes partidarios, de tanto tragarlo
todo sin mascar ni digerir, nuestra alma se va convir
tiendo en una arquitectura de fibromas, de formaciones
sólo aptas para los intercambios más convencionales, a
espaldas de un yo que rememoramos entonces como un
mito inconvertible. De un yo del que guardamos empero
nostalgias invencibles y que más de una vez creimos
poder recuperar a bajo precio, dejándonos llevar por la
más remansada corriente de los; días. Porque demasiado
veíamos (y creíamos así fácil empresa), de qué manera
su go.ce quedaba al alcance de las almas más sencillas,
antes -de toda complejidad y todo problema, en ese mila
gro casero que tantos hombres y mujeres (más éstas, en
38 —
años no lejanos) cumplían en sus tareas cotidianas. Veía
mos en efecto cómo esas almas abiertas, incapaces de tor
tuosidades y maniobras, de arrebozarse en disimulos y
de empecinarse en el resentimiento, gozaban la pura ale
gría de vivir, aunque la vida no les escatimara sus ofen
sas. Milagros de bondad sin ciencia ni conciencia, viva
ilustración de aquella profunda afirmación de Kierke-
gaard, de que la verdad ética aparece cuando querer y
deber son una sola cosa, no cuando se reconoce y se acep
ta un deber exterior, sino cuando la tarea de vivir coin
cide con la de descubrirnos algunos objetivos inmedia
tos, objetivos, y no fines (expresión, en el caso, preten
ciosa) que no se necesita por otra parte formular, pues
vienen enredados con la trama del vivir y se acendran
en el humilde trabajo cotidiano, en la más pedestre de
las luchas por la subsistencia. Porque esa moral inmacu
lada de tantas mujeres de su casa no ha podido nacer
sino del trabajo diario con que debieron solucionar sus
preocupaciones materiales, en ese dorar y redorar el pan
de cada día, oscura faena doméstica de limpieza y cocina
y cuidado de los niños y atención de los grandes, incom
parable cura de toda vanidad y de toda ambición des
mesurada. Porque esas almas sencillas se acostumbraron,
a fuerza de tragarse sus propios rezongos, a prescindir
del reconocimiento ajeno; porque no fueron ni soñaron
ser nunca un espectáculo para nadie y su quehacer se fue
convirtiendo así en la forja de un alma de inexpugnable
fortaleza, que sabe lo que puede y lo que quiere, y que
no se inclina ante nadie, pues ha tomado contacto con
su más genuina posibilidad, curadas de espanto y de va
nas pretenciones, y que viven, en su convicta pobreza,
con una riqueza inalienable. Que no desdeñan por cierto
la dádiva eventual, pensión, asignación o lo que venga,
y hasta juegan a soñar con ellas; pero que no se ena
jenan suspirando por ellas; y son asi como ese hombre
que mencionaba Kiergegaard, que deseaba tener una va
rita mágica con que pudiera conseguirlo todo, y que,des
pués de conseguida no la usara sino para limpiar su pipa.
A ese primitivismo nos remitíamos, nostálgicos del "buen
salvaje” de Rousseau, en cuya búsqueda partierañ, sigúien-
- 39
do distintas direcciones, Baudelaire, Gauguin, Picasso,
Gide y tantos otros entre los más refinados de los artis
tas, decepcionados de una complejidad cultural que lo
adulteraba todo.
Pero esa sencillez, que en nosotros era deliberada, se
nos fue revelando como una cosa complicada. Como decía
Chesterton, no conviene querer ser más natural de lo que
es natural que seamos, y lo sensato es resignarnos sen
cillamente a nuestra ya natural complicación. Tal tenta
ción de primitivismo virginal, además, nos amenaza con
ruinas incurables. Pues si cedemos a esos cantos de sirena,
a esas añoranzas de una paz casi fetal, renunciamos al mis
mo tiempo a la verificación actual y actuante de nuestro
yo. Construirse un yo, en efecto, redescubrir nuestra re
lación con el mundo, supone una tensa vigilancia, una
constante faena de elaboración por sobre los residuos in
nominados que se van acumulando en la conciencia. Con
tra las fuerzas de disolución y dispersión que desde fuera
y desde dentro constituyen el enemigo necesario, un de
ber primordial nos compromete a defender ese Valor su
premo que puede, sólo él, justificar nuestra existencia.
Somos así una conquista permanente. Somos nuestra obra,
nunca conclusa. De la nada, de la caída, del absurdo y
de la desesperación, tenemos todos los días que salvarnos.
Y el día que no podamos hacerlo será un día de muerte
para nosotros, inmersos hasta la asfixia en la pertinaz ilu
sión de un mundo despedazado por el deseo de cosas ad-
quiribles. Desde que la existencia verdadera es para el
hombre significación, y no patencia inmediata, requiere
así un proceso reflexivo, un obstinado regreso del sujeto
a su presencia original. Nuestra realidad más aparente
debe ser así justificada y para ello es necesario consumar
ese apartamiento con que la conciencia se considera y
reabsorbe sus momentos en una unidad de significación.
Primero, desapegarnos de lo inmediato y evidente, des
prendernos del imperio de la necesidad y reconquistar de
ese modo nuestra libertad. Segundo, sobre esa provisoria
soledad, y soslayando la angustia de nuestro desamparo,
asumir el Valor de un mundo al que debemos suscri
birnos en un acto de fe incondicionado, so pena de des
40
Tierro, con miras a una reconciliación esencial con nos
otros mismos, con los otros y con la naturaleza. Y es
para reconquistar esa identidad esencial que debemos cen
trar nuestra experiencia en esos círculos —sea dicho con
frase de Aristóteles— "que se pueden abarcar con la mi
rada”.
Desde Aristóteles hasta hoy (hasta Halbwachs, We-
ber, Huxley, Simone Weil, Buber, Fromm y tantos otros)
son incontables los pensadores que han centrado su afán
en esa deshumanización que se produce en las sociedades
demasiado extensas. Tal preocupación, no obstante, nunca
pudo ocupar un primer plano en el orden de las reali
zaciones efectivas, plano reservado a los acontecimientos
que afectan directamente a tales sociedades. Lo más real,
de tal modo, pasa desapercibido; no es "nota” apetecible.
Y no es tampoco terreno favorable para el cultivo y la
expansión de las grandes ambiciones, que son las que,
al fin de cuentas, determinan la parte registrable de la
historia. ¿Para qué le sirven al político de gran estilo,
en efecto, los sentimientos vecinales, las diversiones fa
miliares, el chocolate en rueda, los goces de la amistad,
el truco de a cuatro o las conversaciones en el café? Ta
les peripecias no le resultan manejables, ni legislables;
no ofrecen asideros a su demagogia. Son, o le resultan
ser, de una total, y además molesta, inutilidad. Lo vuel
ven innecesario o poco menos, distraen de ese asentimien
to multitudinario que constituye la raíz de su poder. E
igual que el político opina el gran empresario de espec
táculos, el gran comerciante; necesitan estadios y super
mercados, afluencias masivas, sentimientos impresos a gran
tiraje. Y como la voz cantante (la prensa, la radio y
demás medios de difusión) necesita también de ese pre
texto a gran escala, de una excitación colectiva que pue
da procurarle el público que la sostenga, tenemos, en su
ma, que los tres poderes esenciales, la política, el dinero
y la propaganda, se confabulan naturalmente contra todo
sentimiento humano que no sirva para llenar plazas, tien
das, estadios, desfiles militares o carnavalescos y, en cier
tos días muy elaborados, urnas electorales. Tal aberración,
pensándolo bien, es descorazonadora. Lo mejor de lo que
41
somos, lo más vivo, lo más nuestro, resulta de ese modo
desamparado por la sociedad actual. No es que llegue a
morir, al menos en gran parte de los casos, pues esa ne
cesidad de un prójimo inmediato está inscrita muy hondo
en el sencillo corazón de todo ser humano. Pero todo
conspira para distraernos de esa vida verdadera. Todo nos
llama a decorar las grandes falsedades, las más cultivadas
borracheras colectivas. Monumentos, himnos, campeona
tos, principios ideales y super-carreteras, nos proponen e
imponen un ámbito de ilusoria vastedad. En él tenemos
que movernos, porque a políticos, comerciantes y profe
sionales de la propaganda les va en ello lo que son. Y
es un milagro que todavía se junten dos personas a con
versar de sus humildes eventos cotidianos. Pero ese mi
lagro existe, aunque no sea "nota”, ni lo quiera ser. Por
eso, artículos como éste, demasiado lo sé, son un radical
contrasentido. Porque se evaden, precisamente, de esos
círculos restrictos a los que quieren salvar, porque aspiran
a alcanzar un auditorio algo más vasto. Y sería irrazo
nable presunción (y flagrante paradoja, por añadidura),
esperar alguna clase de éxito hablándoles a muchos para
convencerlos de que lo mejor es hablarles a pocos. Pues
si fuera consecuente no me pondría a escribirlo sino a
hablar con el vecino por sobre la pared medianera. Con
fieso que me obsesiona pensar en ese tremendo porcen
taje de verdades a las que se deja perecer por no ser
"nota”, obsesión que se agrava al pensar que mi obse
sión tampoco es "nota”, y que, en resumen, intentos como
el mío son de una triste ineficacia. Y que sólo sirven
para que alguno se forme eso que se llama una "opi
nión”. Porque como hoy nadie es capaz de "saber”, des
concertados por una realidad demasiado inabarcable y
fragmentada, todos se limitan a "opinar”. Con ese opi
nar se intenta sustituir un saber al cual nadie puede pre
tender, para mantener así la ilusión de que seguimos in
fluyendo en los acontecimientos. Porque tampoco se cal
cula ya; se especula, entendiendo aquí por especulación
un cálculo casi siempre soez de probabilidades que per
mite colonizar lo ^incalculable, convertir la imposibilidad
de.control y¡ valoración moral en provechos inmediatos. La
42
especulación, a su vez, necesita de la propaganda, de la
fabricación inescrupulosa de opiniones y deseos, de la co
rrupción, de la ficción. Ese vórtice de fuerzas necesita
por su parte de una burocracia que vele por su aplica
ción: y como el Estado es naturalmente el centro director
de tales burocracias, todo converge por lo tanto en acen
tuar su poder. El poder del Estado moderno nace así de
aquel no saber fundamental, origen, sucesivamente, de la
opinión, de la propaganda y de las élites burocratizantes.
Y aquí es donde debo retomar el tema de este ar
tículo; porque desde que el Estado es poder, poder a se
cas, necesita afirmarse como tal y debe siempre vivir al
borde de la guerra. La necesita, de hecho, o como inmis ■
nencia que justifique su prepotencia más o menos desca
rada, con esa "insultante seguridad —según escribía Ca-
mus— que hoy en día le proporcionan los medios me
cánicos y psicológicos de represión”, aplicados bajo la ya
increíble excusa de tener que defender los "intereses ge
nerales”. Y son los Estados de los países chicos, ya al
borde del reino de la paradoja, los que menos pueden
prescindir de esa tendencia a la absorción universal, pues
su penuria es doble, pues ni saben ni pueden, poderes
subordinados a otro poder del que extraen el suyo, a otro
Estado que les dicta sus consignas. Y de ahí que las cla
ses dirigentes de Estados como el nuestro marchen a la
vanguardia en cuanto a disposiciones belicistas.
Interesa aquí considera de paso la afirmación de que
prédicas del tipo de las de ChicoTazo sirvieron para abrir
les los ojos a nuestros campesinos, semi-verdad que nece
sita aclaraciones, pues lo que hizo ChicoTazo en pri
mer lugar fue excitar su avidez. Sí; la clase rural existe
ahora como "poder”, cosa que antes yacía bajo el opio
de las ficciones partidarias. Ahora "mandan fuerza”, pero
ahora son menos campesinos que nunca; pues en lugar
de ese valor humano del trabajo, de esa relación creadora
que los unía a la tierra (aún estando ésta enajenada),
se ha despertado su afán de especulación. Ya no esperan
obtener su provecho de los elementos naturales que cons
tituyen su ámbito, sino de la cotización de Ja moneda
y de los avatares de una política tendenciosa. Justo es
— 43
recordar aquí que fue la radío lo que hizo posible tal
hazaña. Porque esos medios poderosos no pueden cum
plir otra clase de hazañas, están destinados naturalmente
a ellas. La razón, la mesura y la claridad no se compa
ginan con esos métodos masivos de difusión. El totali
tarismo es así una consecuencia irremediable de medios
de difusión totalizadores.
Debe concluirse entonces que todo esfuerzo de des
centralización resulta impotente ante un poder que cuen
ta con medios semejantes. Y aún en los casos en que
tal centralización se concibe y realiza bajo los auspicios
de un ideal elevado (y pensamos ahora en Cuba), la con
centración de recursos que esa empresa requiere, las de
bilidades humanas que va cosechando al paso, la nece
sidad de precaverse contra toda disidencia paralizadora,
el burocratismo rígido en que debe sistematizarse, la ne
cesidad de concentrar en un hombre un comando eficaz
y la consiguiente pérdida de contacto con las necesidades
humildes de los hombres que sufren ese despotismo ilus
trado, conducen finalmente a los mismos resultados: a la
absorción del hombre por la sociedad y al desconocimien
to de sus virtualidades más entrañables. Y sin contar la
influencia coadyuvante de los totalitarismos externos, dis
frazados o no de democracias, con un asedio insidioso
que obliga a esos regímenes originalmente libertarios a
convertirse en totalitarios. De lo cual no debe deducirse
culpa imperdonable, pues en un universo concentraciona-
rio (como lo designara Roussel) adoptar la libertad vie
ne a ser una forma del suicidio.
La sociedad totalitaria conduce así a la Bomba to
talitaria como a su conclusión natural, como a la. sín
tesis perfecta de sus tendencias más profundas. Pensa
dores como Simone Weil anunciaban ya en 1934, sin
mencionar una Bomba que aún no se conocía, esa ten
dencia de la sociedad actual a concentrar sus poderes y
a llegar al extremo límite de sus posibilidades. Com
prender su fatalidad, en grueso y en detalle, parece con
dición previa e indispensable para seguir gozando de
cierto grado . de libertad espiritual. No importa tanto
nuestra impotencia, efectivamente, en tanto podamos
44 —
aprovechar las escasas ocasiones de ejercer nuestro albe
drío en los intersticios que deja el sistema, abandonando
toda utopía de renovación total. Siempre queda algún
juego entre engranajes que no ajustan nunca bien, y
entre ellos puede desarrollarse, aunque desmedrada y
provisoria, alguna actividad a la medida del hombre. A
la gravedad inevitable que uniformiza todo en un des
censo vertical, el espíritu puede siempre imponerle al
gún sutil clinamen. Esa pequeña desviación será la me
dida de nuestra esperanza, curada de ambiciones mesiá-
nicas. Y si alguien objeta que esta conclusión es dema
siado tímida y demasiado ineficaz, habría que contestar
le que es contra toda precisión y "eficacia” que hoy con
viene prevenirse; y que contra tantas "cosas” que se le
ofrecen a nuestra deseabilidad y entre tantas "opiniones”
con que se embarulla nuestro discernimiento, no está mal
hacerse un poco el distraído y pasar provisoriamente co
mo alguien que no sabe lo que hacer. El lenguaje de la
precisión y de la eficacia sólo le viene bien a los cohetes
teledirigidos.
Tristes épocas le esperan al pensador independiente.
Qué digo: tristes épocas le esperan al viviente, al que
quiera vivir, sencillamente, su propia vida. A la admi
nistración central —y todo, hoy, desemboca en ella—, le
molesta cada vez más todo rodaje independiente que
amenace perturbar la marcha del sistema. Hoy aquí, ma
ñana allá, buscará eliminar o subordinar esas molestias.
Y se dejará subsistir, en apariencia, la libertad; pero la
dejarán sin medios ni ocasiones. Y hasta sin auditorio,
a poco que se extienda la eficacia de esa Neo-Habla que
mencionaba Orwell y en la que se tergiversan todos los sig
nificados. Cada uno sabrá, si puede y conserva todavía ga
nas de quererlo, cómo reaccionar contra la prepotencia de
esa actualidad prefabricada. Cada uno sabrá por dónde y
cómo sacar la cabeza y afirmar el pie en ese tembladeral
en que nos debatimos. Sólo cabe entretanto una precau
ción elemental: desatender toda apelación que exceda de
tres o cuatro cuadras, provenga de Partidos, Ideas, Cam
peonatos y Causas, acostumbrarse a mirar lo que pasa en
un inmediato alrededor, curarnos de nuestras presbicias
sentimentales. Querer lo que tenemos de más cerca, y que
rerlo cerca, y no envolverlo de slogans y banderas. El cam
po de nuestra lucha es nuestro barrio, nuestro prójimo.
Hay todo un mundo que reconquistar al alcance de la
mano. En este viraje de la cultura occidental que nos ha
tocado en suerte, se necesitan Faustos a la inversa, afa
nosos de cercanías; y para eso se requiere cultivar el libre
juego de nuestros afectos de corto alcance, único remedio
seguro contra esos odios que llenan continentes.
46
VAZ FERREIRA O EL DRAMA
DE LA RAZON
— 47
"una ignorancia con posibilidades trascendentes”, es decir,
al fin de cuentas, en la promesa de una razón que pueda
seguir irradiando más allá de su ámbito reconocido. Ese
"quedar abierto a lo desconocido” (inspirado en Guyau)
no es así sino la réplica de una disposición racional a la
que V. F. no podía de ningún modo renunciar; esa buena
manera de ignorar no sería sino una prolongación más o
menos conciente de una buena manera de razonar, un
"sentimiento solemne de ignorancia” que, gracias a las
"posibilidades que encierra la incomprensión”, nos habrá
de permitir, como la actitud más loable, la de ese "buen
escepticismo que no inhibe la acción, sino que la suaviza”,
modesto lubricante de nuestra insalvable imperfección.
La máxima dignidad alcanzable por el hombre sería
entonces el heroico fracaso de un "quijotismo sin ilusio
nes de la razón”. V. F. no renuncia expresamente, es cier
to, a toda esperanza religiosa, pero sólo puede aceptarla
en tanto “realidad psicológica”. Como lo reitera en di
versas ocasiones y de diversos modos, "la religiosidad con
siste en un psiqueo vivo (yo subrayo) que nos atrae ha
cia los problemas trascendentales que accionan sobre nos
otros desde más allá de la ciencia”. Porque —positivismo
a un lado— V. F. reconoce la existencia de una trascen
dencia, pero "desde ese más allá —asegura con injustifi
cable convicción— nadie ha vuelto”, al menos con una
constancia publicable bajo el brazo. Reconocimiento que
no le impide admitir la factibilidad de ciertos "saltos”
hacia el misterio (pues al fin y al cabo "sin religión la
vida no tiene sentido”), pero sólo después del correspon
diente "cálculo de probabilidades”. Saltar, sí (si es que
a saltar con regla de cálculo puede llamársele saltar), pero
cuidando de "no forzar nunca la creencia”, admitiendo
la creencia como un mero subproducto de esa razón de
cuya "severidad”, aprendida escrupulosamente en Stuart
Mili, no pudo llegar nunca a desinteresarse en el grado
en que tal vez hubiera sido menester.
El pensamiento de V. F. tiende asi —en tanto se
ejerce— a desvincularse de ese asombro, de esa inquietud
que debemos suponer en el origen de todo filosofar. Pien
sa, luego no es ya, ni es todavía. Ni querría ser —él mis-
48 —
mo lo expresa— si ese ser tuviera como precio su pensar.
Pues piensa con un pensamiento demasiado absorto en sus
propias condiciones y en sus consecuencias concretas, lo
que amenaza secarle las raíces de la existencia. De tal
modo, sus preocupaciones tienden a desviarse de ese can
dente fluir de la existencia que constituye el oculto in
centivo de todo buen filosofar, para distraerse en una ar
dua acumulación de argumentos probatorios y de anda
miajes racionales. El presentimiento de una razón vital,
es decir, la emoción, principalmente estética, ante la mis
teriosa evidencia de la existencia concreta y ante los sen
timientos que forman la urdimbre cotidiana de nuestro
devenir, sufrió entonces postergaciones penosamente rei
teradas, producto de las crecientes exigencias de su con
ciencia crítica. Y V. F. sintió con profundo dolor ese
relegamiento; con un dolor que no fue capaz de reab
sorber, porque su actitud de pensador le imponía insal
vables restricciones. Así, aquel asombro filosófico, aque
lla intuición sentimental que se supone origen y motor
de toda actitud reflexiva, aparece recién en todo su vigor
al final del proceso, como doloroso reconocimiento de su
no poder saberlo todo.
De ese divorcio de hecho —ya que nunca esencial—
entre su pensamiento y su vida, tan visible para nosotros
gracias a la incontaminada honestidad con que registraba
todos sus procesos, proviene su replegamiento, su tenden
cia a refugiarse dentro de una problemática restricta, su
resistencia a enfrentar los máximos misterios. Y en
especial —signo inconfundible— su invencible pavor
ante la muerte. Porque desde que V. F. no pudo
centrar su filosofía en la existencia, de poco habría de
valerle un pensamiento que no podía renunciar a su
mendicante ministerio. Tal divorcio, tal contrasentido, V.
F. se resignó, o más bien se dispuso a purgarlo con dolor.
Porque sufrió sus ideas, y llegó hasta a sentir la virtud
liberadora de ese sufrimiento, solicitado con hondo apre
mio por esa vida concreta a la que nunca se resignara a
desoír y a la que en vano superpusiera su empecinado
pensamiento. El sufrimiento fue así para él como una pe
nitencia, un modo de purgar esa propensión intelectual
— 49
que le impedía afianzarse en su más íntimo ser y coin
cidir con su más cálido presentimiento de la vida.
Resulta difícil establecer las relaciones y dependencias
que le dan un tono tan particular a ese doble compromiso
de V. F. con la existencia y con el pensamiento. Su ac
titud, desgarrado por una fidelidad de tal modo desdo
blada, tenía que aparecer teñida de sentimiento y de pa
sión, desde que sólo podía aspirar a rescatar mediante el
sueño toda esa parte esencial de su existencia que no se
sometía al pensamiento. Arrastrado por una capciosa iner
cia de su tendencia razonante, había dejado ahondar el
abismo, sólo salvable por el sueño, entre su experiencia
vital y su manera de conceptualizarla. Pero atinó a deli
mitar su sueño, a evitarle objetivos desmesurados, y a en
cerrar su tendencia idealizadora dentro de motivos y rea
lidades inmediatas. La realidad se convirtió entonces para
V. F. en un buen pretexto para soñarla, el único pretexto
que podía paliar su nostalgia vital. Cumplía así con su
sed de existir y con su necesidad de meditar la existencia
al mismo tiempo. Y de ahí ese estilo tan peculiar de su
especulación, donde el rigor racional aparece traspasado
de sentimiento, ese apelar más al buen sentido, a la com
prensión simpática, que al mero asentimiento intelectual;
y que no pudiera pensar sino conversando, o como si con
versara, expresión integral de un hombre que, más fue
con razones, argumenta con devociones.
Su pensamiento, en efecto, no podía menos que es
tremecerse ante el vislúmbre de su penuria incurable. Es
taba siempre a punto de reconocer que ese pensamiento,
en el último fondo, no servía para nada. Pero comó no
podía renunciar a sus exigencias, le quedaba el recurso
de aplicarlo a problemas restringidos, pues podía allí sa
tisfacer los reclamos de su conciencia de existente, sin
menoscabo de un pensamiento que, renunciando a las má
ximas empresas, podía entonces dar razón de sus razones.
Sistemas de enseñanza, parques escolares, institutos de es
tudios superiores, eran así ocasiones en las que poder ocu
par un pensamiento minado por la angustia de su ina
decuación vital; pensamiento que, digámoslo de páso, sólo
parecía "abstracto” ante el pensamiento (o no-pensamieñ-
50 —-
to) de quienes habían dejado decaer y solidificar sus par
ticulares abstracciones. "Nadie con seguridad ha sufrido
tanto como yo por sus ideas”, proclama V. F. Y es que
le asignaba a las ideas la misión excesiva de rescatar su
vida desoída. Si sufría no era así, según pudiera enten
derse, por defender sus ideas como tales, por defender
racionalmente proyectos de alcance tan circunstancial. Al
contrario. El mismo nos lo aclara: "lo intelectual ha sido
siempre secundario para mí”; "por temperamento”. Y no
es por mera coquetería de "viviente” que lo dice, por
que detrás de la deliberada paciencia con que su pensa
miento busca apuntalar la pasión que lo promueve, de
trás de esa atareada, afanosa especulación —Htio tan pa
ciente, en verdad, como se cree— alienta un sentimiento
vivo —esa "llama” a la que tanto alude— de su peripecia
concreta. Educar fue así para V. F. "fervor”, hacer bien;
pero por sobre todo "impedir el mal”, patética confesión
de un Quijote a la defensiva, que no quiere tanto que
Sus ideas venzan, cuanto que su vida no resulta vencida.
Desdeñando por consiguiente todo arranque genial, toda
generalización audaz, todo elevarse demasiado por encima
de su sensibilidad. "Quieren hacerme pasar por un águi
la —le decía a un amigo— y no soy más que una galli-
nita”. Porque, es cierto, quería actuar, hacer historia; pero,
en el fondo, para preservar solamente aquello que no suele
pasar a la historia, esa vigencia imponderable e inefable
de cada existencia singular, esa especie de música o me
lodía que todos llevamos dentro, inexpresada, misteriosa,
y que sentía amenazada por la inminencia irrazonable de
la muerte.
Y es en ése su desvalimiento ante la amenaza de la
muerte donde podremos investigar la clave de su actitud
dramáticamente defensiva, el más revelador significado de
su pensamiento y de su vida.
La historia —afirma con amargura V. F.— sólo re
coge los actos, y no (según él mismo subraya) lo mejor
de los actos, que son los sentimientos. Los que quedan
son los hombres de acciones e ideales unilaterales, en tanto
tienden a eliminarse "los hombres que sienten todos los
sentimientos”, "lo más elevado que dio la humanidad”
51
El principal afán de V. F., desmedido afán, en verdad,
es el de inmortalizar esa vida interior tan absurdamente
amenazada; su tragedia, "morir con tantas cosas adentro”.
Así como no soportaba que en su jardín se podase o cor
tase planta alguna, acogía también y daba audiencia a
todas las ideas, a todas compulsaba y mantenía, por lo
menos para "tenerlas en cuenta” cuando llegara la ocasión.
“¡Qué grandeza la del que siente todos esos ideales!” Con
cibe al hombre superior como un titán de saber y sentir
acumulable, cuantitativo, que "aunque no tiene cada sen
timiento en el grado superior, los tiene todos”. Nada "en
lugar de nada, sino además de todo”; tal es su lema. "(La
aventura humana) es un conjunto de aventuras emprendi
das todas juntas”. "Todo eso; junto!”: he ahí su obsesión,
su conservadorismo, diríamos casi su avaricia ideológica,
una sed insaciable de infinito actual, remedo intelectual
de la riqueza infinita de la vida. Su aparente mesura, sus
minuciosos recuentos, sus infatigables precauciones, no
eran sino la afanosa precaución de quien teme dejar es
capar algo de tan múltiple y fugaz riqueza. No podía
aceptar otra verdad que aquella en que se conjugaran "to
adas” las ideas; "todas”. De ahí su horror a la simetría,
al esquema, a todo expediente que obligara a sacrificar
algunas en beneficio de otras. Y no tanto por lo que cada
idea podía aportar racionalmente, sino por la vida que
entonces se amenazaba mutilar.
De ahí la intensidad con que V. F. sufría el drama
tremendo de la incomunicación entre los hombres. Su "ló
gica viva”, en el fondo, no es otra cosa que el intento de
establecer un sistema fiel de vertederos, vertederos que
permitan trasegar todas esas experiencias, todas, de un
alma a otra; poder convencer, discutir, entre tanta dureza
mental, entre tanta exigencia meramente verbal como las
que adulteran comunmente nuestro comercio con los hom
bres y las cosas. Para llegar, a través de un diálogo depura
do, a restablecer un principio de acuerdo entre los hombres.
Tal preocupación justifica el tono polémico con que V. F.
debió enfrentar la oposición a sus ideas. V. F., en efecto,
no exponía, discutía. Porque más que la bondad de sus
ideas debía cuidar la eficacia con que esas ideas eran ex-
52 —
presadas, el análisis psicológico, el "psiqueo”, un análisis
singularmente cauteloso, acostumbrado a la objeción, obse
sionado por ella, temeroso por ese reducto que tan traba
josamente alzara contra la Nada que lo abruma con su
inminencia, inminencia que lo abruma, precisamente, por
su carácter de indiscutible. De ahí su constante preocu
pación por el modo con que el pensamiento se acompasa
con la vida y de ahí sus afanes pedagógicos, su insisten
cia en la idea de penetrabilidad, en los modos con que
nuestro espíritu se va impregnando de conocimientos que
en un principio lo rebasan pero ante los cuales sus po
tencias se excitan y fermentan, con un optimismo dramá
tico acerca de las virtudes de la pedagogía y de la persua
sión. En el extremo de esa actitud, el sentido hiper-lógico.
ese superior "buen sentido” en el que tanto confía, no
es más que la conciencia profunda de lo que une a los
hombres, esas viejas razones del corazón que la razón no
entiende, pero que la razón de V. F. no puede dejar sin
su asistencia y su ratificación.
La lógica no era así para V. F. sino un medio de
purificar, de acendrar el conocimiento entre los hombres,
de limpiar las vías de acceso, de resistirnos a las peores
tentaciones mentales y sentimentales, de rehuir los hala
gos seductores del egoísmo y la facilidad de la simplifi*
cación conceptual. V. F. sabe que ese camino es infinito,
pero se empecina en su imposible optimismo ("pensamos
más cosas y pensamos mejor”; las falacias verbo-ideológi
cas —sostiene— van siendo progresivamente eliminadas),
aunque nadie haya vuelto de aquellos que se han aven
turado fuera del témpano, medianamente sólido, en el que
cree que nos asentamos. Optimismo trágico, condenado a
la inquietud devoradora de quien desconfía perpetuamen
te de sus propios hallazgos, que los corrige una y otra
vez, incansablemente, que vuelve sobre sus pasos, que exa
mina sus propias huellas, y eso durante veinte, durante
treinta, durante cincuenta años; inquietud disimulada tras
la serena máscara de una decisión inquebrantable, de un
pensamiento que fluye trabajoso y fluido a la vez, bus
cando preservar a toda costa su libertad interior, escapan
do a nuestra insidiosa tendencia a sustituirnos por una
posición, por una presuposición, sabiendo que toda verdad
es verdad en cierto grado y hasta cierto punto y con refe
rencia a algo, que el pensamiento está condenado a reha
cerse de continuo, renunciando a falaces sosiegos, haciendo
de cada hallazgo una etapa hacia nuevas investigaciones,
en un peregrinaje infinito de una razón eminentemente
relativa. Porque V. F. había perdido contacto con el Ser,
,y era demasiado honrado y sufría demasiado su enajena
miento como para permitirse el sosiego de una solución
intelectual definitiva. Ese fue tal vez su mayor milagro:
divorciado intelectualmente de la evidencia de su vida
,(y de su muerte) no se hizo una sola trampa, no le per
mitió a la razón que domesticara a la esperanza.
54 —.
había sido avasallada y todo pronunciamiento resultaba
ya trágicamente inútil. Esos siete días de V. F. miden la
distancia entre lo que quería ser y lo que era en realidad.
Su innato sentido de la justicia resultaba en efecto con
tradictorio con su afán de recopilación exhaustiva, así
como con su concepto de la injusticia como "lógica vul
nerada”. Sí; eran problemas "de hacer” —como él los lla
maba— pero de hacer pronto; la vida exige a veces deci
siones inmediatas; es sólo exteriormente que el buen sen
tido se confunde entonces con la impremeditación; y V. F,.
en ese aspecto, se había comprometido demasiado con la
razón como para arriesgar un error cuyas consecuencias
temía luego tener que soportar. Porque el remordimiento
—decía V. F.— no lo sienten los malos, sino los buenos;
y V. F. temía el error, no tanto por un respeto descolo
cado a los derechos de la razón, sino por el dolor que
causaba, por el mal irreparable que introducía entre los
hombres. Y porque sabía (o presentía) que al Bien no
se llegaba jamás por esa vía que había tenido que elegir.
V. F. nunca está seguro en efecto de estar haciendo
el bien ("completamente bien sólo puede procederse en
ciertos casos”) pero confía siempre en estar impidiendo
el mal. En ese plano, pese a sus aparentes indecisiones, a
las aparentes fluctuaciones con que se encamina a sus ob
jetivos, su fuerza de convicción tiene algo de desesperada.
Cuando V. F. cree, necesita creer con toda el alma, con
esa alma postergada a la que su intelecto debió copiar su
frenesí. Está lejos de ser un escéptico, o un ecléctico, ac
titudes que tanto desdeñaba; no hay más que releer algu
nas de sus páginas, por ejemplo su defensa de los parques
escolares. Pero su fervor se exacerbaba sobre todo cuando
combatía el mal, el error; toda su obra es en efecto una
larga fe de erratas, de falsos razonamientos, de falsos sen
timientos; y no sólo las erratas de los otros, sino las erra
tas propias, que corregía y volvía a corregir en una ince
sante revisión de su obra. Actitud que podrá esterilizar
mucho impulso —él no podía menos que negarlo— que
podrá abogar de raíz mucha, aventura impostergable, pero
que le da a su d<?ambu|%r ent£e las? ideas un aire de inco
rruptible dignidad. Por eso, cuando proyectaba alguna
— 55
mejora, cuando se aventuraba (que lo hizo, pese a todo,
y no pocas veces), su aventura resultaba doblemente he
roica. Como él mismo lo decía: "quien, en estos medios,
se resuelve a actuar, con la imperfección propia de estos
medios, si lo comprende, si lo reconoce, puede llegar a ser
un héroe”. Y es que cuando V. F. afirma algo, o proyecta
algo, rodeado como está de un ejército de objeciones na
cidas tanto de los otros como de su propia probidad, su
decisión no puede ser más parecida a ese salto al vacío que
impugnaba. Lo sentimos entonces viviendo y padeciendo
ese "quijotismo de la razón” que reivindicaba ante Una-
muno. Porque no hay una duda que se ahorre, un obstácu
lo del que se desentienda; juega siempre a cartas limpias;
su resolución no pasa así sobre los cadáveres de sus adver
sarios, sino que es, o pretende ser, una conjunción armo
niosa de sus presencias vivas; sus convicciones no buscan
ahogar las dudas que lo asedian, sino que trata de incor
porárselas, extrayendo de cada una de ellas su parte de
verdad y su influencia fermental, incitante. Pero —convie
ne aclarar— no tan fermental para los otros, pese a, sus
propósitos expresos; pues duda demasiado por nosotros,
y determina con demasiada precisión los caminos que, pue
den convenirnos; y así, lejos de facilitar la aventura es
piritual del lector, lo agobia de sobreentendidos y no lo
deja dudar ni afirmar con la necesaria autonomía.
Señalemos de paso la inexactitud en que incurren al
gunos de los exégetas de V. F. (Alejandro C. Arias, por
ejemplo) al confundir una razón judicativa que tantea
penosamente sus caminos y sus oportunidades de aplicarse,
con la razón existencial o vitalista que caracteriza el pen
samiento de un James o de un Simmel. La razón, la vieja
razón aristotélica, conserva en V. F. toda su rigidez, así
como también toda su autonomía. El sentimiento vendrá
después, en la compulsa y ajuste de sus resultados; nada
más opuesto al modo con que opera la razón en un Simmel,
afectada en su misma esencia por la necesidad de ajustarse
simpáticamente a la fluencia de la vida. En V. F. la aven
tura ante lo irracional es además un proceso posterior, un
complemento a la tarea de la razón, pues ésta no está
para él inficionada de ningún modo por ninguna irracio-
56 —
nalidad intrínseca, y no pierde por lo tanto nada de su
valor como instrumento de conocimiento. El "buen escep
ticismo” de V. F. no es así el de quien cuestiona al razón
mismo como instrumento de saber, sino simplemente una
desconfianza en la suficiencia de las premisas adoptadas
y en la corrección con que ponemos en práctica un poder
deductivo que está fuera de cuestión. Su escepticismo nace
así de la complejidad de los problemas que se presentan,
no de la inadecuación de la razón a esos problemas. Como
V. F. lo dice expresamente, hay grados "en que se hace
imposible pensar claro”, y cuando la razón no alcanza
habrá que creer "en el grado en que se debe creer”, "gra
duar nuestro asentimiento con la justeza que esté a nues
tro alcance”, es decir, según la parte de razón clara que
contiene. De otro modo: la dosis de razón y nada más
que de razón, presente totalmente o en un porcentaje dado,
determinará, en el mismo porcentaje, nuestra certeza y el
sentido de nuestra acción. Nada más lejos de una razón
existencial de validez fluctuante e indecisa; toda "razón”
de esta clase sería para V. F. un modo de "s’abetir”, de
"forzar la creencia”, de aumentar nuestras posibilidades
de "error”, entendido este error como una transgresión
lisa y llana de la silogística clásica. Cuando arremete con
tra los paralogismos, V. F. está tratando precisamente de
depurar y hacer resplandecer esa lógica clásica que los
malos oficiantes infestan de confusiones y de ripios.
— 57
se produce es, para V. F., inevitable. Cada vez que hace
mos algo, que incorporamos algo a la corriente de la vi
da, estamos dejando morir mil posibilidades, y desde que
no le reconocía a la existencia, en su expresión inmediata,
una validez incondicional, V. F. tenía que sentir la con
goja de lo que creía lamentable sacrificio. He ahí su ma
yor dolor: querer abarcarlo todo y tener que limitarse
al filo perentorio de una decisión cuya plenitud no re
conocía.
V. F. creía en efecto que la vida era un conflicto ine
vitable, que la alternativa entre el hecho y la posibilidad
era un escándalo insoluble. La vida, al filo de esa con
ducta forzosamente híbrida con que la asumía, tenía que
ser así para él ocasión continua de dolor. Apenas si le
queda un lugar a la esperanza, "lo más serio del alma”
Y son muy pocos —agrega V. F.— los que tienen bas
tante sentimiento como para darle calor a ese dolor y a
esa esperanza. Pero ese sentimiento, acostumbrado en V. F.
a un "menor mal” más o menos graduable y previsible,
no admite componendas con la idea inconmovible de la
muerte. La muerte "se lo lleva todo”, y ésa —dice V. F.—■
es una de las causas de que sea horrible que haya muerte.
Desde que no podía reconocerle realidad ontológica, la
existencia, para V. F., obedecía solamente a necesidades
psicológicas. Sólo la intensidad de la sensación y de la
idea lo separan entonces de la nada. Vive para no morir,
para sentirse vivir. Pero en vano recurre a una razón a la
que busca darle flexibilidad de cosa viva. Se refugia en
tonces en la música, porque la música borra las cosas
demasiado perecederas y pone en su lugar una resonancia
apasionada. En vano adereza y retoca afanosamente, bus
cando supervivencias laboriosas, sus viejas ideas, como el
atavío de una novia que habrá de desposarse con la muer
te. V. F. no pudo con su muerte. No supo incorporar la
idea de la muerte a su conciencia de la vida. Creyó en-
toncesque era indispensable anestesiar ese "pedazo de ce
rebro” con que el hombre sabe que tiene que morir, con
58 —
el que a veces, simplemente, algunos hombres saben mo
rir, sin ninguna clase de anestesia. V. F. dejó de percibir
la belleza mortal de toda cosa, la belleza mortal de la
existencia; que la muerte, precisamente, constituye en toda
cosa y en todo hombre su esencia más inapelable. No llegó
a comprender (o a sentir) que vida y muerte son insepa
rables, y que el horror que sentía se debía a que no vivía
en plenitud su propia vida por no incluir en ella una
conciencia de la muerte, que no es su antítesis, sino su
complemento necesario, la última nota que, resonando ya
en nuestra anticipación, ahonda y completa la melodía de
la vida. Gran sentidor de los bienes particulares de la
vida. V. F. se replegó ante el misterio de la muerte, ante
lo que creyó injustificable anonadamiento. No fue capaz
de ese gozo mortal, de ese radical desprendimiento que
convierte cada instante, no en un episodio de nuestra des
trucción, sino en la presencia pormenorizada de la eter
nidad. Esa fue su tragedia, lo que no pudo enseñarnos,
por su honradez insobornable, porque no lo había apren
dido con su vida. Y porque en vano pretendió recuperar
el ritmo de la vida sensibilizando la razón. Confió' para
ello demasiado en la técnica del pensamiento, sin reparar
en que toda técnica debe presuponer la inexistencia de
la muerte. Desde que su pensamiento soslayó la Nada
——presente no obstante a su sentimiento como horror
puro— no pudo salir de disyuntivas, de relatividades, de
acumulaciones; no vive la angustia de la decisión radical,
sino la angustia muy menor de la posibilidad; no se arro
ja en las tinieblas sino "por probabilidades”; es incapaz
de transfigurar su existencia en un acto, asentir radical
mente a si y al mundo y ceder sin prevenciones a la atrac
ción misteriosa del amor. Porque lo más angustioso no es
perder "esta” existencia, sino "la” existencia. Y V. F. sin
tió demasiado apego al vivir inmediato, a las vinculacio
nes en tanto tales, en tanto "haber” o "tener”, como para
integrarlas con su contenido mortal, con esa calidad de
ser mortal que constituye su máxima dignidad. V. F; sin-
~ 59
tió la trascendencia como un "más allá”, pero no presin
tió su presencia en este mundo. Por eso su pensamiento
avanza como si tuviera una eternidad por delante; por
eso su estilo no aparece afectado por la precariedad de
la vida; porque el técnico necesita creer que la ciencia lo
conduce a la inmortalidad, y la muerte no aparece enton
ces sino como un absurdo horrible. La tragedia de V. F.
fue pretender estabilizar el gozo esencialmente peregrino
de la vida, su calidad estrictamente temporaria. Esa razón
a la que no podía renunciar ("a ese precio —dice— yo
no podría comprar posibilidades trascendentes”) iba ro
deando su vida de cadáveres, la iba convirtiendo literal
mente en una constante mortificación. De ahí su extrañeza
porque en la psicología de los hombres "mas reflexivos”
la idea de muerte no destruyera el goce, la pasión, la
actividad, la esperanza; y de ahí que otras veces afirme
unlversalizando su experiencia, haber "observado en mí
y en todos (?) los hombres el horror por la cesación de
la vida conciente y el deseo vivísimo de una conciencia
ulterior”. En vano exacerbaba entonces su razón; cuando
V. F. piensa un problema, en el fondo es a sí mismo a
quien se piensa, temeroso de traicionar su secreta fidelidad
a la vida, a esa "plenitud de vida” de la cual llegó a re
negar expresamente, pero que constituyó su invencible
nostalgia. Por eso desconfiaba íntimamente de esa razón
a la que tanto se atenía, lo que, paradojalmente, requería
una vigilancia, un ejercicio suplementario de la razón;
círculo vicioso que no podía cerrarse nunca, espiral infi
nito, asedio sin esperanzas de una totalidad que en vano
procuraba pormenorizar, contabilizando las probabilida
des, o evocando e imitando la melodía de la vida con ese
estilo entrecortado, elíptico, que ejemplificó en algunas
páginas de "Fermentarlo”; pentagrama vacío que señala
la nostalgia de una música reveladora, allí donde la razón
debe dejar en blanco los renglones. Pues mientras en la
melodía vital todo alude a la muerte, todo adquiere sen
tido y relieve gracias a su esencial precariedad, el balbu-
60 —
ceo racional con que V. F. pretende remedarla, exige,
para su cumplimiento, procesos infinitos. La razón no
puede, en efecto, resolver ningún problema, ni siquiera
los problemas estrictamente intelectuales; puede, a lo su
mo, contribuir a disolverlos. Y aquí es donde V. F., que
presintió eso, se siente obligado a dar el salto. Porque
en ultimo termino —sostiene— el factor decisivo es un
afinamiento de la sensibilidad moral. En todo caso, y al
fin de tantas vueltas —piensa—, conviene que la aplica
ción del Bien quede a cargo de la médula espinal, como
el abrochar botones y el llevar la comida a la boca; los
buenos, cuanto menos lo sepan, serán cada vez más bue
nos; acaso —pensamos nosotros— no vivan entonces a la
buena de Dios, pero vivirán, por lo menos, a la buena
de la médula espinal; aunque, aún así —y ahora es la in-
derogable razón vazferreiriana la que retoma la palabra—,
"completamente bien, sólo puede procederse en ciertos
casos...”
Pero, a esta altura, a V. F. ya no le caben dudas: "el
estado psicológico verdadero vale más que la creencia
lógica verdadera”; lo importante no es la certidumbre ra
cional, sino ese asentimiento íntimo, esa especie de gracia
que nos inclina, con todo el peso de nuestra personalidad,
hacia una actitud determinada. Conmovedora contradic
ción, ésa que V. F., lejos de disimular, coloca casi desafian
te sobre las ruinas de sus más cultivadas esperanzas. Por
que lo que está reconociendo entonces es que solamente
somos veraces cuando somos por entero; que la razón no
es más que una parte de nuestro yo, y una parte endeble,
desvalida; y que la palabra decisiva la pronuncia un poder
indefinible, un sentimiento en el que se resume, no sólo
lo que somos, sino lo que fue y lo que es la humanidad.
La preocupación final de V. F. es entonces querer desci
frar esa voz interior en la que el hombre real pronuncia
cu palabra verdadera; y es entonces cuando V. F. afirma
su fe más coherente: su confianza —ciega de tanto haber
mirado en vano— en las soluciones de piedad y libertad.
Confianza en que el hombre, libre, íntimamente libre,
será capaz de reencontrarse a sí mismo, de recuperar su
inocencia mancillada, su sentido sagrado de la realidad
— 61
y de su situación entre las cosas. Y que en ese reencuentro
habrá de consumarse su reconciliación con la humanidad,
porque cada hombre es el hombre, y es a través de la pro
pia verdad como podremos finalmente comulgar con la
verdad de todos. Pasando, para ello, por el mundo, como
esos Cristos oscuros de quienes V. F. habla y a los cuales
él mismo tanto se parece, Cristos que no pasan a la his
toria porque se dan a todos los ideales y los sufren todos
en su conciencia dolorida. Cristos que todo lo padecen y
que a nada pueden renunciar, sumidos, como lo dice la
bella y expresiva frase popular, en un mar de confusio
nes, pero alentando, con más arraigada firmeza que la
que aparentan los mal llamados hombres de acción o de
carácter, un sentido moral acendrado y vigilante.
Reconocido esto, resulta casi irrelevante seguir obje
tándole a V. F. sus eventuales debilidades de pensador.
Porque podríamos reprocharle sus reticencias ante las so
licitaciones del amor, su temor a esa liberación sin límites
que desborda las medidas graduadas del sentimiento; pudo
haber temido V. F. la disolución consiguiente de su yo, de
un yo tal vez demasiado resguardado y confinado dentro
de la seguridad y del goce inmediato de su condición bur
guesa; pudo haberse encerrado en un apego familiar de
masiado estricto y haber sacrificado así la disponibilidad
de su yo más incondicionado; poco importan tales cir
cunstancias ante la lúcida nobleza con que supo superar
sus limitaciones; porque, aún quebrantado por el horror
de su imperfección, supo V. F. guardar una fidelidad
ejemplar a su más profunda conciencia de lo humano. Con
ciencia que se revelaba con rara transparencia en respues
tas como la que le diera a uno de sus discípulos que le
preguntaba cuál era la esencia del Bien; "tratar bien a la
sirvienta”, contestó. En vano se le pidieron más explica
ciones; con esa frase V. F. ya lo decía todo: el Bien no,
tiene otro fundamento que el Bien mismo; el Bien hay
que hacerlo porque es el Bien; son las otras cosas las que
se fundamentan en el Bien; pero el Bien no puede justi
ficarse, no puede argumentarse; pretender hacerlo sería
suponerlo inferior a los conceptos que entonces se utili
62
zaran. De ahí que al Bien se llegue como por gracia di
vina. Un día, sin saber cómo ni por qué, se está en el
Bien. Y eso se siente, es un sentimiento, no un conoci
miento. Pero V. F. era más un predicador que un filósofo,
y no podía por lo tanto explicarlo a sus discípulos; sólo
podía decirles y repetirles que tuviesen confianza en las
soluciones de piedad”, que tuviesen fe. No podía decir
mas, y, en verdad, con eso decía todo lo que tenía que
decir. Esa fue, después de todo, su mayor sabiduría: decir
finalmente todo y nada mas que lo que podía y tenía que
decir. Darle por fin la palabra a su más profunda concien
cia de la vida.
— 63
CARRIEGO Y SU SENTIDO
DE LA SOLEDAD
— 65
aleares de la Galia / con manos de Giocondas poéticas de
Itafia”; "me creo en florido jardín de Veraniles / ace
chando un coro de lindas marquesas”; estocadas de ga
llardos mosqueteros / y amador noble y rendido de su
reina, / algún Buckingham lujoso y altanero ), de his
terias”, "hastíos” y "neuróticos” a discreción, con su se
cuela de "pupilas glaucas”, "ojeras lilas”, "ruiseñores luná
ticos” y “sonrisas ledas”, ante damas de severa aristo
cracia”, con "sus donaires flamencos” y ''sus flotantes mu
selinas” y "la guillotina de sus nobles dedos ; todo con
el correspondiente fondo de "músicas heráldicas . Hasta
al vulgar arroz con leche no lo podía pasar entonces sino
"espolvoreado de una cálida gloria de canela”. Y en cuan
to a la humilde costurerita que luego habría de dar aquel
mal paso, la pintaba entonces como a "una marquesita
sin blasones” (y lo peor de todo, sin necesidad). ,
Ese primer Carriego era, sin embargo, el autentico
poeta "del” pueblo, ya que no todavía "para” el pueblo.
Y digo "del” porque del pueblo brota, natural y corriente,
ese gusto por los artículos suntuarios (aunque los reco'
nozca como "fantasías”), por la abstracción simbólica,
por los tres mosqueteros y por las veleidades a la Pom-
padour, por los cisnes en el cuadro del comedor y por
las marquesas hasta en las máquinas de coser. Pero a-
rriego cansóse al fin de tan repujada alegoría; y por allí
andaba, además, un Almafuerte, quien hacía resonar por
es^ entonces el do de pecho de sus exaltaciones declama
torias y proféticas. Y todo ese estrago hizo bien, porque
permitió que renaciera el gusto por una sencillez mas
acorde con la vulgaridad a que querían referirse. Y asi
Carriego empezó a limpiar su estilo de oropeles, a descas
carar su sentimentalidad y a hablarle a la gente vulgar e
su drama vulgar con versos despojados y vulgares.
En un principio entreveró procedimientos,, como en
"A Colombina” (ya mal rumbeada desde el título), en
cuyo "sensual donaire guarango” aparece una pollera exal
tada a "honra y prez de los percales”; "donaire” y "honra
y prez” traspapelados de su anterior estilo y que se com
paginaban mal con la "muchacha conventillera” que allí
se pretendía describir. Pero pronto tiró Carriego por la
66 —
borda esos últimos refinamientos; y corrió entonces el
peligro de recaer en pura prosa, a tal punto su poesía
había dependido de aditamentos y pelucas empolvadas;
pero acertó finalmente a enternecerla de emoción, y logró
así contenerse al borde de una cursilería tanguera en la
que parecía destinado a hundirse de cabeza. No le tuvo
miedo (porque tal vez no tuvo otros a la vista) a los
temas y personajes más convencionales: la tísica que es
cupe sangre, la que llora una traición o prolonga amus
tiadas solterías, el borracho que ahoga o anega sus penas,
el hermanito que murió y la viejita que aguanta su dolor
y que muy pronto, y sin falta, morirá. Y el barrio, y sus
organitos, y la luna en el pretil. Tanto como había sido
antes de retórico, ahora lo fue de sensiblero; pero aún
así —tal como lo señalara Borges— acertó a descubrir con
verdad (aunque con una verdad muy en primer instancia)
ese mundito pobre del barrio suburbano.
Pero tuvo, además, otra virtud, y es la que quiero
destacar aquí, tanto por lo que fue como por lo que, las
timosamente, no pudo concretar. Pues supo realzar y darle
consistencia a esa dolorida, casi lacrimosa evocación del
dolor de los humildes, sumergiendo ese dolor sin consuelo
ni recriminaciones en un silencio donde resulta acrecido
su poder de apelación. Ese silencio es el gran tema de Ca
rriego, su recurso maestro. Casi no escribió poesía donde
no dé con él la nota culminante. Con ligeras variantes,
sus poesías recorren, en efecto, tres etapas: a) A quería
tanto a B; b) B ya no existe; c) A se ha quedado solo
y en silencio. Así se llega, en "La viejecita”, a una "amar
ga protesta muda”; en "El amasijo”, "y se cura llorando
los moretones / mientras escucha sola, desesperada, / co
mo gritan las otras...”; en "La que se quedó para vestir
santos” (título que le viene bien a casi todas sus poesías),
al final no queda "nada, nada; solamente / húmedas las
puntas de tu delantal”; en "Te vas”, "lloras / cuando na
die te mira, y tu tristeza / silenciosa..y en otras, "la
han sorprendido tan pensativa / en el descanso de la es
calera”, "calla y escucha”, "evoca en silencio”, "lloraban
los ojos del ciego”, "carino antiguo y silencioso”, "y aque
llas otras que desaparecen / poco a poco, en silencio, /
- 67
las que se van del barrio o de la vida / sin despedirse ,
"¡Qué cara tenía la costurerita, / qué ojos más extraños,
esa tardecita / que dejo la casa para no volver!... , Nun
ca / se te ha ocurrido pensar / en el silencio que dejan /
aquellos que se nos van?
Tal fue su leit motiv. Y ninguno, por cierto, mas
eficaz para expresar la más socorrida angustia del hombre
del pueblo: el contraste que forman la alegría y la efusión
cariñosa de los días felices, con el silencio incomprensible
que queda cuando se nos van, esa "vieja silla desocupada^,
esos vecinos que "no nos daran mas los buenos días .
Porque ese dolor solo puede cumplirse en el silencio, des
tino final, para ese pueblo menesteroso, de la soledad in
curable de los hombres. Pena lacerante, estados recatados.
Silencios tercos, de incomprensión estabilizada, silencios
donde no se encuentran a sí mismos, sino donde están per
didos, alelados, detrás de añoranzas y fantasmas que no
atinan a transfigurar; silencio que no sabe articular su
desamparo, silencio que no es más que un lamento reve
nido, pero no superado, lamento a la inversa, palabra o
grito informulado, deshecho en jirones, protesta muda de
quien no sabe acomodarse con su soledad, incapacidad de
interpelar al mundo y de plantearle su problema, cegue
ra ante su grao Razón, tiniebla en la que se deja sumer
gir, amurallado en un dolor sin salida, anegado en un
desvalido inconformismo. Silencio, en fin, sin espiritua
lidad. Pero silencio que no incurre ostensiblemente en el
Mal, que se limita a mojar puntas de tohallas y a refu
giarse en descansos de escalera, de esos pobres que "po
quito a poco se van / y se van tan despacito / que ni los
sienten”; resignación, puramente exterior, a su desampa
ro; porque la protesta subsiste, y la llevan a la tumba,
o la mantienen en suspenso en esos descansos de escalera.
Y es allí donde se infiltra el Mal; pues el mundo aparece
entonces condenado, porque no se acepta la desaparición,
y el poeta se empecina en dejarlo establecido: "también
por nuestro lado nos iremos / quién sabe dónde, silen
68 —
ciosamente, / como se fueron ellos...” Sin acusar a nadie,
pero sin perdonar tampoco; voto en blanco que, en este
caso, equivale tácitamente a un voto en contra.
Al dolor de Carriego, en ese silencio sin ira pero con
rencor, le falta así asistencia espiritual. Es dolor animal,
de apego defraudado, por lo que se ha perdido y que se
cree es para siempre. Centrada la vida en el sentimiento,
ese hombre necesita a muerte del otro, como blanco y
desahogo para su afectividad; descentrada la conciencia
personal, se convierte en un solitario en potencia, pues
al no conseguir la permanencia que necesita, se va rodean
do de muertos, ensimismado en su dolor anti-heroico; el
Universo se le vuelve ofensa continuada, lugar donde se
pierden cosas y hombres de continuo. La soledad va en
venenando así a esos seres que no cuentan más que con
la presencia diaria y sin espesor de los seres queridos, con
ese repertorio de ternuras concretas, demasiado "termi
nantes”, demasiado decisivas. La desgracia (la muerte, la
desaparición) se acepta exteriormente, pero queda un
esencial resentimiento. La herida queda abierta, las lágri
mas siguen corriendo, la vida se repliega, sufre su limi
tación y no sale ya de su dolor. De ahí al mal hay sólo
un paso. Porque abandonarse al dolor puede ser fuente
de fuerzas invencibles, la soledad puede ser aleccionante
aprendizaje, pero con una condición: que sobre esa ins
tancia reconozcamos otras, que no creamos que el mundo
está de duelo por nosotros, que no hagamos de nuestro
sufrimiento un templo inabordable, un huerto cerrado.
No hay recetas para escapar de esa prisión. Pero endilgar
nos, como Carriego, ese espectáculo de gente prisionera
de su soledad, es señal que el espíritu no ha aligerado de
poesía verdadera esos versos lastimeros; porque la poesía
puede estar amasada con dolor, y tal vez siempre lo esté;
pero no puede omitir, aún como insinuada premonición, el
júbilo primario de vivir, un asentimiento que sólo reconoce
restricciones y atenuantes, pero nunca su total derogación.
Porque el poeta nace de sufrir, pero nace, ante todo, de
— 69
una alegría primordial. Y no es otra cosa lo que nos quie
re trasmitir, aún cuando nos deje oir amargas quejas. Y
es por eso que el máximo acierto de Carriego, esa parti
cipación en la pena chica del pueblo abandonado, señala
al mismo tiempo su máxima orfandad: ese dolor suspen
dido en el vacío, ese asombro que adoptó como actitud
definitiva y que le cerró de ese modo todo acceso a una
visión realmente poética de la realidad.
70 —
A CINCUENTA AÑOS DE BOHEMIA
— 71
un Montevideo que había dejado enfriar sus ideales ro
mánticos y aquella firmeza vital de que participaran déca
das atrás tanto los "doctores” como los caudillos, venía
aleccionada por la aún reciente Torre de los Panoramas,
clausurada en 1907, así como por el Consistorio del Gay
Saber, bastiones libertarios donde Julio Herrera y Quiro-
ga habían atrincherado sus afanes creadores unos pocos
metros por encima del nivel del suelo. Refugios de un
altivo individualismo donde resonaban ecos desvaídos de
Nietzsche y Kropotkine, antítesis de ese otro individua
lismo prosaico y absorto que encerraba al provinciano
burgués en el desvalido reducto de sus prejuicios.
Ser joven significaba entonces una magnífica posibi
lidad. Los jóvenes, en efecto, abandonados en aquel páramo
informe, se sentían portadores de inauditos correctivos.
Y los redactores de Bohemia, apenas mayores de veinte
años, asumieron sin escrúpulos esa representación. El an
daluz Lasso de la Vega era allí el único veterano, pero
no el menos esforzado en achaques de bohemia; era, sim
plemente, un joven un poco más antiguo, según ocurren
cia con que se definiera por entonces, de paso por Monte
video, Ramón del Valle Inclán; era Lasso "un arremete
dor de molinos católicos”, como lo adjetivara Zum Felde,
"el gemelo de la libertad”, como se designara a si mismo;
de una libertad —corresponde aclarar— que aludía enton
ces a contenidos harto indeterminados, culminación de
una actitud que se esmeraba en no comprometerse con las
circunstancias sociales de la época. El problema social,
en efecto, era aludido apenas, con fogosidad y desparpajo,
sí, pero con una imprecisión cómoda e irresponsable, lo
indispensable como para no ceder la vanguardia a los
románticos anarquistas que organizaban su euforia en el
Instituto de Estudios Sociales, o la desorganizaban en el
Polo Bamba; lo suficiente como para que no se les sos
pechara de incurrir, ni siquiera en ese plano, en alguna
clase de consentimiento burgués. De ahí que Angel Falco
se sintiera obligado a anunciar que se vivían "tiempos de
72 —
transición y de combate”, "tiempos de lucha y no de ro
manticismos estériles”, que "soplaban vientos de tragedia”,
y que "soplos de redención corrían por el mundo”. La
violencia, estrictamente verbal, llegaba así hasta sus últi
mos extremos: "Debes abrirte paso —aconsejaba Angel
Falco— destruyendo y matando como una tempestad”; a
ese simplismo módicamente mortífero conducía, por falta
de sazón, una confusión estético-social que hacía que tan
to "Germen” de Buenos Aires, como "Apolo” de Monte
video, como "Alba Roja” de Salto, se subtitularan por
entonces, "revistas de arte y sociología”. Los poetas, los
jóvenes, tenían que ser, naturalmente, los voceros más en
cumbrados de aquellas vagas reivindicaciones; "cantando
—escribía Lista por su parte— el himno rojo de la Revo
lución”; "rebeldes, soñadores, individualistas”. Y bien po
dían decirlo entonces, gritarlo impunemente, "sacudir sus
guedejas flotantes (...) por encima de las multitudes”;
podían buenamente hacerlo en aquella época en la cual
una burguesía segura de sus privilegios se divertía, más
que se escandalizaba, ante arrebatos que sabía insolventes,
erupciones juveniles de una tranquilizadora inocuidad. Y
sin embargo, no faltarían razones para lamentar la pérdi
da de aquel desenfado, la difusa imposibilidad que hoy
aplaca, atenúa y desvirtúa todas las rebeldías, este enmas
caramiento, ya tan común que hasta pasa inadvertido, a
que hoy se ve forzado el planteo de los problemas gene
rales, producto de una intimidación firme y calculada
mente administrada. Entonces, por lo menos, la rebeldía
podía pregonarse abiertamente, sin que nadie pensara en
descalificar al atrevido; pero tal facilidad no era sino el
precio de su indefinición, de su nebulosidad doctrinaria;
"no predicamos nada”, "nos sentimos artistas”, se apresu
raban a aclarar. Ideólogos imprecisos e improvisados, ne
bulosos por cálculo, se conformaban con divulgar sus des
ahogos sobre la "vulgaridad enfatuada”, contra "el con
vencionalismo parsimonioso”; no querían vencer, ni poner
el dedo en la llaga, ni averiguar dónde estaba esa llaga;
— 73
llaga que, por lo demás, preferían disimular bajo "los finos
desprecios de la ironía” (Belén Zárraga de Perrero); si
algo querían era exhibirse, para admiración de vecinos, y
para escándalo, en lo posible, de los mas timoratos, y enun
ciar, más que demostrar con hechos, un amor desmesura
do a la "Belleza”, a la "vida intensa y expansiva” asumien
do el papel ciranesco de "sublimes apóstatas del sentido
común” (A. Falco), hermandados, según enunciado de
Lasso, en "un admirable enamoramiento de las cinco ma
ravillas del mundo: las estrellas, las flores, los pájaros, los
versos y las mujeres”. Prolongaban asi un romanticismo
que, con Herrera y Reissig, cantaba todavía a Lamartine;
y que los hacía reverenciar, no tanto el placer, como podía
suponerse ante tan nietzcheanas, o a las veces spenceria-
ñas y hasta d’annunzianas apologías de la Vida, sino el
Dolor, único templo ante el cual Lasso confiesa pos temar
se, ese "Dolor que, golpeando las almas, las modela, las
fortifica y las dinamiza”. Revolución social, arte y reli
gión podían así conjugarse sin discordia en los versos de
Falco: "Yo soy el nuevo Cristo de la Revolución”; "nada
más santo que el Dolor”. Pero esa adoración, primordial
mente estética, del Dolor, no les impedía exaltar "un que
rer formidable”, "un soñar sempiterno”, para llegar, "al
tivos, fértiles, generosos”, "hasta el placer del sacrificio”.
Un repertorio manido de símbolos importados —Be
lleza, Quimera, laúdes, ruiseñores, Arte, Quijote— les ser
vía de venero inagotable para elaborar sus expensiones
sentimentales. Los bohemios son —decía Lista los que
cantan, los que aman, los que perfuman”. Sus patrones
expresos son Musset, Espronceda, Gorki, Poe, Sánchez.
Forman una hermandad ("¡Salud, bohemios!”) de la que
hacen alarde, si es posible, con superabundancias capilares
e indumentarias mosqueteriles. Pero, en el fondo, debajo
de esa costra frágil y brillante, aún los "bohemios” más
representativos, como Ernesto Herrera, conferenciante de
deliberada tricota negra, seguían añorando "las frugales
cenas familiares, al calor de la lumbre”. Y la vida de He-
74
rrerita, si la muerte no la hubiera tronchado tan tempra
no, lo llevaba ya a ese destino sedentario, cumplida aque
lla travesura, más forzosa que elegida, a que se redujo su
bohemia.
Demás está decir que apenas si ninguno de ellos pa
recía conocer, por lo menos en tanto literato, la realidad
en que vivía. Esa realidad —y el mismo Rodó debió sos
tenerlo entonces— era demasiado impropicia para sus afa
nes. De ahí que se limitaran a entreverla a través de una
red de poetizaciones convencionales, de exaltaciones pre
concebidas y de sentimientos recalentados. Abundaban los
ruiseñores, la nieve, los castillos ojivales. Por los versos
de un Silva Valdés aún inédito, desfilaban las ya presti
giosas "panteras nubias” y un "príncipe azul” tañía rube-
nianamente su laúd.
Le cantaban a Sevilla, a Egipto, a los dioses hindúes.
Detalle sintomático: una de las pocas fotos que publican
en sus páginas es la del castillo del Parque Rodó. Sus
viñetas prodigan guirnaldas, flores, mariposas, doncellas
irreales. Vivían en un limbo prefabricado. Pero debe acla
rarse: vivían en ese limbo solamente cuando "pulsaban
la lira”; en su vida corriente (y la correspondencia man
tenida con los lectores es elocuente a ese respecto) se
complacían en un prosaísmo chacotón, de una flagrante
indelicadeza ("No me J”, le contestaban a un correspon
sal; "Es cosa de burros”, le dicen, en varios tonos, a otros),
juguetón, juvenil, antipoético por definición, insolente, y,
después de todo, de seductora franqueza.
Si queremos llegar a comprenderlos, debemos empe
zar por considerar con atención ese contrasentido entre
lo que eran y lo que querían —o creían— ser. Tanta in
vocación a la Belleza, al infinito, no era sino una equi
vocación, un error cómodamente consentido. No hay en
ellos ni el menor atisbo de un mundo esencialmente miste
rioso, de ese trasfondo, de esa super-realidad que toda ver
dadera poesía trata de abordar y revelar; ni la menor in
tención de redimir aquella mancillada realidad en que
vivían. Poesía era para ellos, en el mejor de los casos, la
expresión habilidosa, o ingeniosa, de sentimientos que,
— 75
pese a sus rebuscas, no dejaban de ser comunes, aunque
elegidos cuidadosamente entre los menos utilitarios, en
tre los más gratuitos. No podían elegir por lo tanto otros
temas que los que ya traían un indiscutible prestigio poé
tico; ni hablar, por ejemplo, del fútbol, tema que le pro
pone un colaborador; "la poesía y las patadas son incom
patibles”. El "fu-fu” de los autos ejemplifica, entre lo
entonces actual, lo prosaico en sí, con el cual no conciben
comercio literario. El lunfardo les merece, asimismo, in
vencibles prevenciones. La Belleza tenía, para ellos, una
geografía precisa. Y requería ademas, un aderezo minu
cioso. El soneto era, ni qué hablar, el género más propicio.
Se llamaban a sí mismos "rimadores”. La razón más ale
gada para rechazar colaboraciones eran los versos mal me
didos o las rimas incorrectas. No admitían tampoco "os
curidades”; "me revienta el decadentismo —decía Lista—
prefiero el modernismo”; ellos, los grandes liberadores,
solían burlarse con inepta inverecundia de toda adjetiva
ción inusual. Parecían no haberse ni siquiera iniciado en
la decepción que provoca la irresonancia de los acopla
mientos rutinarios. Su endeble experiencia del lenguaje
les impedía cuestionar sus formas más banales.
Parece innecesario decir que el plagio estaba en el
aire. Desde el momento en que se comulgaba en un estado
espiritual común, dentro del cual lo individual no impo
nía sino inapreciables variaciones —debidas sobre todo a
las diferencias de talento, o a una temática más o menos
coincidente— cada poesía podía ser obra de cualquiera.
El descubrimiento de un plagio cometido por Antonio
Mascaró, dió así lugar a una andanada de sonetos con que
la cofradía abrumó a quien, con tan inquietante torpeza,
había puesto en evidencia una tentación que a todos esco
cía. Jóvenes inmerecidos, apenas liberados de autoridades
paternales entonces imponentes, incapaces, por otra parte,
de recuperar una conciencia verdaderamente comunitaria,
el "cenáculo”, sociedad de mutua asistencia, ya que no de
real solidaridad, había pretendido dar fe de su pretendida
consistencia individual y colectiva, dándole reciedumbre
a sus agresiones y desparpajo a sus descalificaciones; pero
la radical desolación que era el lote inconfeso de cada uno
76 —
estallaba a cada paso en rivalidades que desintegraban
esos frágiles ayuntamientos; y en la flaqueza del otro se
delataba, con miedo rabioso, la propia flaqueza. El brulo
te sólo podía justificarse entonces como un expediente
higiénico para aliviar una virilidad sin ocasiones. Rama
lazos de odio que pretendían equilibrar con una exaltada
apología del amor. Pero ese amor, como reacción a las
severas inhibiciones que entonces los bloqueaban, debía
descender verticalmente a una salaz sexualidad. La mu
jer era invocada con una tensión proporcional al cuadrado
de la distancia a que la mantenían las rígidas convencio
nes sociales de la época. Como lógica consecuencia, acu
mulaban un desprecio agresivo contra la religión, en tanto
impedimento moral del comercio carnal, y reivindicaban,
para un sensualismo despojado de toda reticencia, la su
prema dignidad de un acontecimiento estético. Desde que
Roberto de las Carreras había importado aparatosamente
de Francia la doctrina del “amor libre”, aquella aprove
chable facilidad entró en todas las producciones literarias,
ya que no en sus vidas reales, tan difícilmente aventureras
entonces. Una poesía de Lasplaces subtitulada "Invitación
a pecar” no era en verdad otra cosa; como la comentaba
uno de ellos llanamente —entre pocas burlas y muchas
veras— era una “incitación a la vida... airada”. Tesitura
que explícita en una narración Mateo Magariños Solsona
al afirmar que el amor “cumple el objeto para el que ha
sido creado (...) por sobre los convencionalismos socia
les”. Relatos hay que, en esa pendiente, llegan a incurrir
en las más indefendibles pornografías; pero aún cuando
extremaran sus audacias, no podían despojarse de cierta
timidez adolescente, producto en parte de una conciencia
no muy limpia.
De cualquier modo, en esa dirección, le abrieron a la
expresión literaria vías hasta entonces obstruidas. Y por
ella se adelantaron algunas “valientes” (el adjetivo es de
ellos) poetisas, y se registró entre ellas la “Explosión”
de Delmira Agustíni. Cosa curiosa: leída en su contexto,
entre tanta bohemia desaforada, esa poesía, como otras
donde de verdad hay poesía, lejos de desentonar, se inte
gra sin visible disonancia. Resuenan en ella, es cierto,
— 77
notas que la distinguen, una inserción más conmovida en
la realidad, un sentido trágico de mejor ley; pero no deja
de participar, en su repertorio más visible, de los mismos
sentimientos y de la misma afectación que el resto de la
cofradía, los mismos alardes de libertad y rebeldía, la
misma complacencia en el goce sensual, o, más exacta
mente, en su mención fruitiva, en su meritoria ostentación.
Dos años después, por 1910, tan repetidas explosio
nes habían terminado por desinflar el globo de aquella
vanagloriosa bohemia. Por lo menos le había hecho per
der sus arrestos, su insistencia tan febril como ingenua.
El elenco inicial se dispersó: Lista anduvo algún mes por
el interior haciendo suscriptores entre lo que antes llamara
"el vulgo y la canalla”; Herrera deambuló por el Para
guay, luego por España y Suiza, en busca de aires puros;
Lasso enfermó de algún cuidado; Edmundo Bianchi quedó
un tiempo al frente, sucediéndole Lista, que volvía de una
larga incursión por Buenos Aires. La revista perdió homo
geneidad, incluyó colaboraciones extranjeras, traduccio
nes, notas sociales; buscó seducir al lector halagando sus
más recurridas apetencias. Ya hasta el nombre "Bohemia”
disonaba y se resolvió cambiarlo, tras una encuesta, por
el de "Vida Nueva”. Se había saciado ya aquella sed ado
lescente de ostentación y publicidad; la sociedad no era
ya una enemiga a fulminar, sino suscriptores a conquistar.
Y aunque no se renegó de las actitudes iniciales, el saram
pión había pasado casi sin dejar huellas. Se buscaba ya otro
género de complicidad social, una conveniencia más remu-
neradora. Así es que mientras en 1908 una foto de la rambla
de Pocitos se acompañaba de una nota en la que se escar
necía la vida social vacua y convencional de las damas dis
tinguidas ("allí sólo tienen cabida la vanidad, la exhibi
ción, la vaciedad”; "el pueblo gime en sus mazmorras obre
ras, sucio, esclavo, estúpido (sic), y las bellas playas son
patrimonio de una clase rica y hueca, que pasa indife
rente y fría ante la Natura, preocupada en el tanto por
ciento o en el biógrafo”), en 1910, en cambio, una foto
análoga se acompaña de una nota en la que se ensalza
el "desfile de belleza” en el que "se reconcentra toda la
78 —
vida social de Montevideo”. Ahora denominan "timbre
de orgullo de nuestra ciudad”, lo que años antes era mo
tivo de indignación y escarnio. Y juntamente se insertan
.páginas de modas y fotos de damas de la crema, y la re
vista se convierte así en un displicente magazine, con su
abundante cuota de misceláneas, de chistes sobre suegras
tiránicas y médicos falibles, y de recetas para hacer puré
de porotos. r
“Bohemia” —y de ahí nuestro interés en considerar
la— ilustra con insuperable fidelidad las más obsesionan
tes tendencias de su época. Con rara pureza, con indudable
nitidez, concretó una escapatoria (que al fin y al cabo
vuelve, como en esos laberintos mal resueltos, al punto de
partida) a una juventud que quería no sabía bien qué
cosa, pero seguramente algo inhallable en el desvalido pue
blo en que vivía. Ese vago impulso desbordó impremedi
tadamente, sin cálculos j se conformo demasiado con arti
cular su negación, su desdén pretendidamente olímpico,
adoptando la "actitud” de la negación, sin respaldarla con
la correspondiente afirmación, sin acusar rectamente a na
da ni a nadie, aunque dejando en evidencia, casi sin que
rerlo, la existencia de un vacio, de una defraudación de
necesidades no bien definidas todavía. En el camino hacia
una posible afirmación (pre-anunciada por anarquistas,
nietzscheanos, etc.) esa promoción juvenil siguió —y no
por cálculo, sino por inercia, por impotencia— el atajo
cómodo, rápidamente remunerador (en prestigio, en nom
bradla momentánea) de un chisporroteo idealista de ade
rezada efervescencia; aquellas melenas y aquellos despei
nados lucían tan cuidados como sus sonetos. Para ser re
belión, conservaba esa actitud demasiados resabios burgue
ses, una improlijidad demasiado prolija. No buscaban den
tro de sí con la necesaria perplejidad. Desdeñaron infor
marse, estudiar; no tuvieron conciencia de su situación,
de sus deudas, ni mucho menos de sus créditos, de todo lo
que podían y debían reclamar a la sociedad y a la vida.
Se contentaron con desencajonar y afilar un instrumental
lujosamente inadecuado. Escatimaron, embridaron y pin
tarrajearon su rebelión. Desdeñaron al hombre conven-
— 79
dona! de la época, pero propusieron en su lugar un fan
toche emplumado. No supieron, no quisieron o no nece
sitaron extraer de sí su verdad, el repertorio autentico de
sus posibilidades. No fue ninguno de ellos, en suma, no
podía serlo, el poeta que la realidad redamaba. Ninguno
de ellos quiso ver esa realidad sino a través de velos que
la volvieron propicia a sus recursos aprendidos. Y ningu
no se quiso ver a sí mismo en lo que era: no un nave
gante de infinitos, sino un náufrago desamparado por una
cultura enfermiza y desorientada. No es que quisieran ser
demasiado, sino que se conformaron demasiado con fin
girlo, ingenuamente, hasta —¿por qué no? con nobleza,
extraviados en su propia verbosidad, despistados de su yo,
declamadores de su inflamada inexistencia. Quemaron asi
su juventud en un simulacro consentido. Alguno de ellos
no pudo ya desprenderse más de ese ardor adolescente a
flor de piel. Otros buscaron hacer pie en nativismos o pan
teísmos menos delicuescentes. No pocos cedieron a la
atracción de cargos presupuestados, so capa de un batllis-
mo que supo entonces asimilarse —y desvirilizar mucha
de esa indiferenciada rebeldía. Pero todos carecieron, has
ta el empecinamiento, de lucidez. Vistos a la distancia,
una cosa sigue provocándonos asombro: cómo pudo simu
larse tanta vida, tanta fuerza y tanta determinación, como
pudieron hacerse un ideal de lo que mas carecían.
Al afirmar que una revista como "Bohemia” puede
servir como fiel exponente de su época, no estamos olvi
dando su endeblez desde el punto de vista estrictamente
literario. Pero esa misma falta de conciencia de sus inte
grantes, en cuanto a los orígenes y a la trayectoria de las
tendencias que encarnaban, nos permite apreciarlos sin
mezclas ni alteraciones desconcertantes. En "Bohemia”,
aunque dentro de un conjunto íntimamente invertebrado,
las tendencias no se disfrazan, no se atenúan con el decoro
que hubiera exigido una conciencia mas despierta; están
satisfechos de lo que son, y por lo tanto son. Su misma
falsedad, su artificiosidad, es auténtica; eran sinceramente
insinceros; quiero decir que su insinceridad era constitu
80 —
cional, producto de un desarraigo y de una circunstancia
social que volvía casi inevitable tales desarraigos.
Los mejores —porque los hubo— escritores de esa
época, pueden explicarse —aparte su irreductible ecua
ción personal— a partir de ese desborde que "Bohemia”
ejemplifica. Aún en la figura máxima, Rodó, es posible
discernir, con toda la aproximación exigible, el modo co
mo aquellas tendencias asumieron color y calor particular,
cómo lograron un modo trabajoso de salvarse, de escapar
a la total disolución que afectó a gran parte de aquellos
bohemios inconsistentes. Es relativamente fácil advertir
así las maneras con que Rodó aprovecha el descenso de
aquellos impulsos, como logra devolverle coherencia y sen
tido a la surgente que se dispersa y debilita en el momen
to final de esos descensos, y cómo se aplica a darle reno
vada estructura. Aún dentro de la abigarrada mezcolanza
ideológica con que intentó armonizar clasicismo, cristia
nismo y racionalismo, aún por debajo de ese aluvión de
"resultados” y posturas espirituales que exhumó masiva
mente de enciclopedias y tratados, no es difícil rastrear el
repertorio de motivaciones típicas de la época en que
vivía. Hallamos así la misma pasión indefinida de reno
vación interior, el mismo aristocratismo estético, la misma
aspiración de redención tan universal como inconcreta de
los "bohemios”; y, en el momento de expresarse, el mismo
empeñoso cultivo de la apariencia, de la corrección formal.
Es sobre esa base común de la cual sólo insinúo aquí, sin
caraterizarlas con precisión, sus líneas más visibles, que
adquiere su auténtico relieve aquel sentido genuino de lo
que Rodó llamaba "la dignidad del ser racional”, una dis
posición magistral que justifica la unción indeclinable de
su estilo y explica esa especie de persuasión sentimental
con que el lector, a poco que se desentienda de tantas
ideas más o menos impugnables que le sirvieran de pre
texto, accede a esa conciencia reverencial, auténticamente
religiosa, del mundo y de los hombres.
De ahí la utilidad de estudiar movimientos en apa
riencia secundarios, pero primarios en tanto síntomas lim
pios a partir de los cuales es posible abordar, con más
—- 81
sentido de las importancias relativas (Angel Rama, con
parecida intención, aconsejaba hace poco confrontar a
Sánchez con la colección de "El Fogón”), ponderando con
más justeza temas y comportamientos mentales que gra
vitaron en su labor y determinaron la coyuntura de su
esfuerzo.
Este estudio, forzosamente limitado, no aspira a deter
minar o señalar los movimientos en ese sentido más su
gestivos. "Bohemia” fue uno de ellos, pero pueden tal vez
localizarse otros y hasta más fecundos. La prensa de la
época, por ejemplo, puede procurarnos una visión pano
rámica de esa constelación espiritual o seudo-espiritual, de
esa dinámica de época frente a la cual, usándola o reaccio
nando contra ella, los más altos artistas recuperan su
verdadero relieve y asumen su más cabal significado. Es
te escrito no es más que una incitación —inspirada en
convincentes experiencias— en ese sentido.
82 —
En el concurso organizado en 1911, el primer premio
noesfa°S|ahÍt °torgado a V. Salaverry, compartiendo el de
poesía Sabat Ercasty y Fernandez Ríos.
„■> sn*/inonabl-e “Bohemia” perduró en 44 números, hasta
el 30 de setiembre de 1910; con el nombre de “Vida Nue
va llego al numero 67, en julio de 1912.
De Rodó sólo aparece en el N’ 3 (octubre de 1908)
hX? pnV®iS°rb0raS10 « tííulada “Para Bohemia”, recogida
lue0o en Motivos de Proteo”. Defiende en ella a los “ió-
dtíferíSmí^'Bohem^ “íurgués.espeso V acorazado
un exeZST “e1eT dXXW
las cosas bellas, y las cosas raras, y las acciones generosas”-
dS eS% “embruiamiento” y de esas “irreverencias”
aUn en Jos casas ea que son desatinadas e injustas
de Sa^uventuí’ld° SimpáticaS) P°rque llevan el perfumé
ARCHIVOS
— 83
RENARD O EL PAROXISMO
DE LA LITERATURA
— 85
a mí; porque esa primera impresión va dando paso a un
irresistible encantamiento. Un profundo conocimiento del
alma humana, afinado por una desconfianza y una since
ridad que se aplica sobre todo a delatar sus propias de
bilidades, todo ello expresado a través de un álgebra ver
bal sin desperdicios, componen en suma un mundo lite
rario que nos hechiza con su mágica unidad. Pero su
valor va todavía más allá. Porque leyendo a Renard, rele
yéndolo, más bien, podemos llegar a descubrir algunas
propensiones esenciales de la literatura, esa fatalidad de la
escritura que devora la vida del verdadero creador y don
de se juega el drama lancinante de su salvación o su extra
vío. Tal es la virtud más admirable de Renard: haber
llegado a pülsar la esencia de lo literario y haberse entre
gado con rara integridad a la pasión de recrear el univer
so y a sí mismo mediante la palabra.
Pocas veces, en efecto, obtuvo la literatura tan radical
autonomía. Todo, en el Diario, existe en función de ella.
Puede engañarnos en un principio el egotismo que Re
nard se afana por exhibir y subrayar; pero si algo busca
con ello, es precisamente desacreditarse como autor, a fin
de que le sobreviva, limpia y sin mezcla, su obra litera
ria. Pregonar su naturaleza egoísta, es, mies, su manera
de sacrificarse. Extrae de La Bruyére y de La Rochefou-
cauld su cínico desparpajo; pero lo vuelve contra sí, para
mayor gloria de su obra. Obra que no busca, como el Dia
rio de Gide, testimoniar al minuto la vida creadora de
quien la escribe, sino obra que prevalece sobre su autor,
quien busca descalificarse hasta reducirse a un pelele des
preciable, y no mintiendo, sino cumpliendo sucesivas proe
zas de sinceridad, a fin de que subsista ante el lector ese
testimonio, no de un hombre, sino de su literatura. En
ese sentido, Renard es un ejemplo casi único. No busca,
en efecto, salvarse, sino en y por su literatura, y fue, en
esa empresa, de insobornable consecuencia.
Por eso es que»su Diario nos suministra, sobre todo
a los americanos, no acostumbrados a tales exigencias, una
ocasión inmejorable para considerar esa trágica antinomia
en que se debate todo artista, esa mortal contradicción
con la que debe entenderse apenas lleva sus afanes hasta
86 —
sus últimas consecuencias. Su plenitud y, junto con ella,
sus limitaciones, nos ilustran con patética evidencia acer
ca de la plenitud y las limitaciones de la literatura. Ven
ce o fracasa cuando la literatura, en cuanto arte de recur
sos insólitos y excelsos, debe vencer o fracasar. Y por eso
nos sirve de inigualada ilustración y nos enseña hasta dón
de y por dónde puede el arte consumar su máxima aven
tura.
Toda obra de arte, en efecto, o mejor aún, toda obra
literaria, es un equilibrio —amenazado, inestable— entre
una intimidad que tiende a desplegarse, a exaltarse, a des
medirse, y la necesidad paralela de reconcentrarse, de re
asumirse dentro de una forma. El afán demasiado humano
de expansión ilimitada, necesita de una contención que
le permita modelar una figura. El artista se aplica así a
una faena equívoca; pues si bien se siente atraído, e in
venciblemente, por entrevistas plenitudes, debe acercar
se a ellas a través de muy cautelosos disimulos, reteniendo
aquí y allá, con su saber forzosamente limitado, la excesi
va urgencia de un saber que lo comprenda todo. Su obra
fluctúa así entre lo mucho que espera y sus humildes ra
zones para desesperar. Sin que pueda reposarse jamás en
ninguna de ambas actitudes. Pues conseguida, en efecto,
la forma apaciguadora, pronto viene a sonsacarlo la nos
talgia de lo absoluto. Pero ha de valerse, por apremiante
que sea su arrebato, de nuevas ordenaciones, del sosiego
de otra forma perentoria. Sólo renunciando a alguna de
esas dos necesidades fundamentales podría otorgarse algún
descanso; descanso que, por otra parte, equivale a su muer
te, pues o bien cae entonces en la inanición, absorbido por
una forma agotadora, o bien se dispersa en la desmesura,
arrebatado por el vértigo de un anhelo sin reposo.
De esas dos instancias del quehacer poético, presen
tes ambas en su obra con desusado vigor, Renard sólo pa
rece confiar en el aquietamiento que procura la forma,
suplicio de Tántalo, fijación inconcretable con la que tal
vez creyó llegar a satisfacer su sed devoradora dé absoluto,
encerrando su afán en la palabra como en su cifra exacta.
Pero cada vez que cree conseguir tal fijación, siente si
multáneamente —porque indudablemente es un poeta—
— 87
el frío de la muerte, "la literatura congelando la vida”.
Por esa vía, bien lo ve, no puede llegar a ser jamás lo
que en el fondo seguía ambicionando: un viviente. Y así
como llegó a afirmar en un momento de euforia que "la
literatura es siempre más bella que la vida”, confesará
después, devuelto a su más inmediata conciencia de lo
real, que "todo hombre vale más que su manera de expre
sarse”. Sueña con establecer, en y mediante la palabra, la
armonía universal, la Justicia, el Bien y la Verdad (aun
que jamás se permitiera la debilidad de llamarlos por sus
nombres); pero cada vez que cree conseguirlo, reconoce
enseguida el sinsentido de su logro, se descubre habitante
de sucesivos espejismos, inferior a su vida, única ocasión
en que puede cumplir sus esperanzas. El arte, todo arte,
en ese plano de esperanzas supremas, sería así un error;
pero su inolvidable excusa es que, en ese mismo error,
resulta exaltada la más eminente virtud de nuestra incu
rable imperfección.
La tragedia nace así del hecho banal de que el escri
tor sobreviva a su obra a cada instante. Tiene, ante sí,
su obra; pero tiene, dentro de sí, su vida. Y su vida le
reclama otra obra nueva, en un proceso sin término a la
vista. Sólo un yo social, limitado, es quien puede dar por
conclusa alguna obra. Porque su yo más profundo tiene
que sentirse entonces fatalmente insatisfecho; porque lo
que quiere no es "una obra”, sino el Universo, y someti
do a ía palabra. No puede resignarse a una salvación que
resida en el afán sucesivo de salvarse, en un logro que
esté implícito en la búsqueda. Sabe, o presiente, que si
acierta a dar la nota justa, el mundo se le habrá de rendir
en cierto modo, que el poeta es aquel que "designa”, o
que "nombra”; que "los hombres de genio —como decía
Niestzche— son los nombradores”; pues entonces la rea
lidad, sorprendido su secreto, depone toda resistencia y
el poeta puede, al fin, equipararse a Dios.
Aquí es donde Renard sufre. su más admirable, su
más devastadora frustración. Su gesta paciente de la for
ma, de una forma esencial que rehúsa toda excrecencia,
toda elocuencia, y hasta toda originalidad más o menos
ostentosa, es, por cierto, una hazaña memorable en la his
88 —
toria de la literatura. Y es gracias a su mismo afán de lim
pieza que podemos percibir con claridad la razón de su
“fracaso”, los límites con que chocó en esa desmedida pre
tensión de construir la suprema claridad con claridades
accesorias. Mallarmé, más sutil y, en cierto plano, más
profundo, había adoptado la penetrante prudencia, años
atrás, de recurrir al subterfugio, a la bruma deliberada y
estratégica. Sabía que el secreto no se rinde a fuerza de
transparencias, sino a lo sumo combinando, cautamente,
opacidades. El paralelo, entre creadores tan desemejantes,
resulta singularmente sugestivo. Mallarmé, en efecto, quie
re también —y cómo no quererlo— claridad; pero sólo
se atreve a construirla con tinieblas. Aprovecha el descen
so, la pesantez de la palabra, la desvincula de sus asocia
ciones más usuales, le procura luego un pretexto para
organizarse y, con todos esos aquietamientos, construye
una ascensión. Su salvación es así una elaboración de su
caída. Renard, en cambio, parte de la muy francesa con
vicción de que el mundo sólo cobra un sentida para el
hombre cuando es "designado” o "nombrado” en forma
clara, incontrastable, "como para despertar a un muerto”.
Una expresión justa nos procuraría el mundo que soña
mos, del mismo modo con que el hombre primitivo creía
poseer las cosas por la sola virtud de la palabra que las
nombra. Fe que no pudo tener nunca Mallarmé, para
quien, al contrario, la misión del poeta no podía ser otra
que "darle un sentido más puro a la palabra de la tribu”,
a esas palabras vulgares de magia opaca y desgastada. Am
bos podían afirmar, junto a Confucio, que "el buen orden
del mundo depende enteramente de la corrección del len
guaje”. Pero mientras Mallarmé perseguía una corrección
evanescente, de armonías subterráneas, Renard se dejó
apresar por un lenguaje demasiado explícito y entero,
lenguaje tanto más opresor cuanto más extremada es su
elaboración. Pues cuando más intentó agotar sus posibi
lidades exteriores a favor del sentido más usual de las
palabras, con más rapidez su obra se convierte en "desen
lace” y se vuelve así enemiga de su mismo afán creador,
en cárcel donde la vida debe deponer su impulso de evo
lución interminable.
Sujeto ya a esa dirección, se atuvo demasiado estric
tamente al objeto ("¿para qué suponerle alma al vino
—decía sugestivamente refiriéndose a Baudelaire— cuan
do lo pasa tan bien sin ella?”); reverenciaba la aparien
cia inmediata, se mantenía al nivel de las cosas, pero
-^síntoma del destierro al que se estaba condenando—
no podía hacerlo en el momento en que las percibía, sino
amansadas en el recuerdo, convertidas ya en literatura.
"La literatura viene después”, solía repetir. Pero desde
que no se permitía libertades con el objeto —aún mane
jado como recuerdo— su exigencia literaria debió cen
trarse en sí misma, en su sofocante autonomía. La pa
labra, por la sola magia de una ordenación perfecta, de
bía dar cuenta de una realidad con la que no se permitía,
en cambio, libertades, ni agregados, ni conceptualizacio-
nes, ni siquiera imágenes, esa impotencia de la percep
ción. La literatura, así exacerbada, apurando sus recursos
en ominosa soledad, tenía que desconectarlo de la vida.
De ahí los terribles desalientos que padeció en sus últi
mos años: "¿Habremos, realmente, nacido para vivir?”
Cuanto más perfecta era la obra que lograba, más claro
se le hacía que dejaba afuera su blanco esencial, que era
la vida; esa vida de la cual mantuvo siempre, intensa
mente, una intuición original, previa a toda elaboración,
y que reaparecía ahora, como una intrusa, a perturbar
esa misma obra con la que había pretendido reemplazarla.
Las últimas páginas de su Diario son, a este respecto, un
testimonio emocionante. Quiso, en efecto, presenciar el
desenlace de su vida desde fuera, ir anotando el proceso
de su destrucción. Usó entonces de la palabra con su más
aséptica sobriedad, impasible como un Dios. Pero la voz
le tiembla, porque estaba ya minado por una indisimula-
ble decepción: la del literato que se quiso "puro”, y que
lo fue, a su modo, pero a costa de la vida, de esa armonía
infusa y natural del animal acordado con su medio, de
esa armonía que no pudo rescatar literariamente y que
lo asedió hasta el fin con su nostalgia. Y aquí sí tenía
que coincidir con Mallarmé, quien ya había afirmado,
con palabras que bien pudo pronunciar Renard, que "la
literatura existe, y, si se quiere, sola, como excepción de
90 —
todo”. Porque ambos creyeron posible —y qué poeta no
lo cree— reasumir la originalidad del Ser, recrear, me
diante la palabra, las articulaciones y el movimiento con
creto e ideal de las relaciones reales; o, más brevemente,
convertir la realidad en canto. Con medios opuestos, eso
téricos en Mallarmé, diáfanos y usuarios en Renard, pero
sabiendo ambos que sólo podían ser "entendidos por la
minoría”, destino final de todo esperanto demasiado pre
tencioso, creado con vistas a la universalidad y reducido
finalmente a lengua de un sector estrictamente limitado.
Pero no sólo se vio así comprometida su vida, sino
que hasta las cosas, sus instrumentos necesarios, fueron
perdiendo su virtualidad, su carácter entero y unitario.
En esa empresa tantálica de hallar la palabra exacta, en
efecto, ésta se le convirtió a Renard en un frío cristal
que lo separa de las cosas. Su afán lo mineraliza todo.
El mundo ya no puede casi existir a través de una ver
sión que resulta demasiado literaria. Las cosas se reducen
entonces a un pretexto para hablar de las cosas. En esa
especie de enajenamiento, la letra está al comienzo y al
final. Todo intenta salvarse en ella y para ella. Y es en
tonces cuando Renard recae en su debilidad más sensible:
el modo con que disgrega, con que fragmenta las cosas:
y, lo que es peor, a los hombres. No puede ver ya las
cosas, ni a los hombres, en su flamante integridad. Debe
dejar que pasen, perdida la capacidad de enfrentarse con
ellas y con ellos, la capacidad elemental de la réplica in
mediata y cordial. Qué suplicio —nos dice— chapalear
en el barro de lo actual. Renard se condena así a ver so
lamente aspectos, no puede escribir sino por "bouffées”.
Las cosas y los seres sólo existen para ser relatados en un
interminable anecdotario, disueltas en el encanto letal de
sus accidentes, en una fuga de mil salidas hacia una ver
sión pormenorizada de la perfección, para extraer de esas
cosas, íntimamente desvirtuadas, des-almadas, alguna rela
ción aprovechable. Caza de lo pintoresco que Renard,
confusamente consciente del crimen que comete, busca en
las cosas y en el prójimo, pero que teme —según confie
sa— "descubrir en sí mismo”, pues sabe que entonces
se estaría desvirtuando a sí mismo como persona. En esa
— 91
pendiente es que viene a nacer la "greguería”, género que
Gómez de la Serna, precisamente en 1910, año en que
muere Renard, empezara a cultivar con singular semejan
za de procedimientos, aunque con más volatinera desa
prensión. Lo más importante llega a ser, para Renard,
no lo que se dice, sino cómo se dice. La realidad no in
teresa sino en tanto permite ser reconstruida en el plano
del lenguaje. Renard se propone, por un lado, escribir
a "pequeños saltos” ("petits bonds”) atenerse a lo fugaz,
a la ocurrencia, hasta a la que parece involuntaria; pero
sabe que ése puede ser su modo de perderse. El Diario
a veces lo divierte, pero —confiesa— lo "esteriliza”. Y
reconoce también que su "Pelo de Zanahoria”, escrita
por "bouffées”, no es la obra cabal y completa que de
biera. Porque Renard, aunque extraviado tantas veces por
su complacencia en la minucia, no dejó nunca de alentar
la máxima aspiración de todo poeta, esa sed de armonía
y universalidad transfundida en la sustancia misma del
vivir, y en la que espera refundir finalmente sus disper
sos hallazgos. El agua de esos arroyuelos -—dice— "lle
gará al mar”; porque tales devaneos no son un artificio
gratuito, arbitrario, como son casi siempre los de Gómez
de la Serna, sino que aspiran a remedar y a recomponer,
en belleza y dignidad, el orden ejemplar del universo.
"¡Paciencia! —se aconseja a sí mismo— el agua de mi
pequeño arroyo llegará al mar.” Al mar.
Faltaría —entre tantas otras cosas— discriminar to
davía cómo el desamor de Renard, consecuencia de su ac
titud disolvente, desmenuzadora, afectó e hirió de muerte
sus relaciones con sus amigos, con el pueblo, con su ma
dre, con su padre, con sus hijos y con su esposa, a la que
sólo reconocía "amar” bajo determinadas condiciones. Em
pero está lelos de creerse esencialmente "innoble”: hasta
reivindica, entre atroces confesiones de egoísmo, un "arrie-
re-gout” de santidad, un invulnerable sentido de la jus
ticia. Contraste señalable con sus maestros moralistas del
siglo XVII, así como con el desparpajo insultante de un
D’Aurevilly y con el escepticismo anodino de sus contem
poráneos: Guitrv, Aliáis, Capus. Pero su bondad —se con
fiesa consternado— es "un claro de luna cjüe no calienta”.
92 —
El sinsentido de todo. la tristeza de las cosas y la mortal
alegría de rescatarlas artísticamente, componen, en suma,
una filosofía singularmente honesta, contradictoria, deno
dada. Su desesperación no agota su esperanza. Pero —y
esa es la prueba maestra de su tacto— nunca pronuncia
esta palabra, ni la echa por delante como coartada para
sus extravíos. El misterio, finalmente, conserva intacto su
carácter de tal. Y ésa ha sido tal vez su virtud más esti
mable. Pues de la lectura de Renard, o mejor, de su re
lectura, salimos, pese a todo, con una visión más depu
rada de nuestras relaciones con el mundo, con el camino
en cierto modo desbrozado y, lo que es más importan re,
sin encontrar atestada de osadías o de escombros la zona
del misterio.
— 93
LOS FORASTEROS
— 95
de gente procedente de otros lados. Al contrario, no fal
tan en ningún caso quienes buscan facilitar las cosas, pro
digando atenciones, eliminando obstáculos y procurando
apresurar materialmente nuestra adaptación a la ciudad.
Es cierto que aún en esta aceptación no podemos dejar
de percibir, en matices que nos sería difícil determinar,
una velada contención, el comienzo de una reserva que no
se atreve a confesarse; ya sea una mirada que se sostiene
un poco más de lo necesario, una pausa que se prolonga
algún segundo injustificado, y hasta la precipitación con
que algunos, por corregir ese silencio, se apresuran a de
mostrar una afabilidad de circunstancias. En todos esos
casos, se nota que algo queda postergado, que algo se
tratará "más adelante”. Nos es impuesta, entre tanto, una
muy disimulada cuarentena, quedamos sometidos a una
discretísima vigilancia. Todo ello sin tener clara concien
cia. La situación es tácita: nosotros somos el "extranjero”,
y nada bueno, en el fondo, puede esperarse de quien viene
sostenido por otras experiencias, con intenciones que, dí
gase lo que se diga, no pueden coincidir con el interés
de una ciudad a la que aún no se conoce.
Cualquier explicación parece obvia. Una ciudad pe
queña, en efecto, se compone de algo más que de un
amanzanamiento de casas y de instituciones. Nacer en ella,
crecer en ella, significa haberse incorporado a una serie
infinita de pequeños hechos, ya sea vividos, o, en todo
caso, conocidos tan cercana y detalladamente, que es como
si se hubieran vivido, haber establecido una complicidad
irrenunciable, en la que todos cargan, en cierto modo,
el peso de las culpas de todos, y en la que cada uno siente
que cada desliz cometido por los otros es una posibilidad
propia concretada en una vida que, al fin de cuentas,
no es tan ajena, desde que se desarrolló en base a expe
riencias virtualmente comunes. La maledicencia, el "chis
me” que corre de casa en casa, que se cierne sobre el
infractor de cualquiera de sus reglas, ese juicio sumario
con que se cierra la consideración minuciosa de los hechos
en cuestión, desarrolla en sus portadores una conciencia
unitaria indisoluble, una base emocional, una experiencia
fundamental sobre la cual tendrán después que ordenarse
96
sus experiencias sucesivas. Quien ignore el historial de
fulano, lo sucedido a mengano, el trasfondo activo de
cada uno de los vecinos, ignorará por consiguiente la ra
zón oculta de sus estilos de vida, de sus actitudes, así como
también de sus excentricidades. Quien no abarque con una
visión global ese sistema invisible de relaciones y depen
dencias que constituyen el carácter intransferible de una
ciudad, en vano pretenderá acompasarse al ritmo de su
vida, en vano querrá vivir con una naturalidad que exi
giría el conocimiento particularizado de aquellas personas
con quienes debe establecer alguna clase de contacto. Tal
imposibilidad puede muy bien disimularse, sobre todo si
el forastero es de ánimo abierto, de intuición rápida, y
de un sentido humano complaciente, despojado de exi
gencias egotistas y de mayores necesidades de reserva.
Puede así prolongarse un período de aparente compren
sión, de entendimiento mutuo, una congruencia que ad
mite hasta el desborde efusivo, la solidaridad inequívoca.
Ese período llegará a ser a veces, en efecto, prolongado.
Pero no deja de ser, y desde el principio, una frágil ilu
sión. Pues aun cuando el hombre natural de la ciudad
y el forastero parecen estar comunicándose sin visibles
restricciones, no es de lo mismo, en el fondo, de lo que
están hablando. El tema puede ser el mismo, el punto
de vista, las opiniones, en particular, pueden resultar coin
cidentes, o confrontables por lo menos en un plano co
mún. Pero de algún modo y en algún momento, momen
to que,. si el trato se prolonga, llega indefectiblemente a
producirse, aflora un invencible desentendimiento; la con
versación padece de pronto un rarísimo enfriamiento» que
nada parecía anunciar ni justificar; pero es que ambos
interlocutores llegan a palpar, por el modo quizá con
que el giro de la charla es manejado por el otro, que
no era el mismo interés el que los mantenía unidos; que,
en última instancia, mientras uno de ellos se orientaba
hacia consideraciones que estaban, de una manera u otra,
directamente vinculadas a circunstancias locales, el otro
estaba refiriéndose, o dirigiéndose, a circunstancias más
generales, o vinculadas a la zona material o afectiva don
de transcurriera su pasado propio. El desinterés indísimu-
— 97
lable del forastero por las circunstancias locales no es un
acontecimiento baladí; muy al contrario, es, para el na
tural de la ciudad, una agresión mortal a su pasado, casi
se diría un crimen, desde que ese desinterés condena vir
tualmente a muerte aquella vida que él vivió y de la cual
no puede de ningún modo desentenderse. La rapidez, la
desaprensión con que el forastero roza esos temas locales,
o el modo como se los saltea, la flojedad de su atención
cuando el lugareño incurre en él y la facilidad con que
desvía luego la conversación hacia otro tema, afectan al
hombre que nació y vivió en esa ciudad con la mortal
sensación de una soledad irremediable; el hombre nacido
en la ciudad se siente solo, pleno de una experiencia que
al otro no interesa, se siente con su vida como con algo
injustificable, como con una anécdota ridiculamente par
ticular y limitada; aquello que, únicamente, se había in
corporado vitalmente a sus sentimientos, aquello que com
ponía la urdimbre viva de sus actos, la carne misma de
su carne, es desconsiderada por el otro, es tácitamente
despreciada; el entendimiento —descubre ahora— se ha
bía establecido solamente al amparo de circunstancias ex
teriores, de cosas que le pueden pasar a cualquiera, im
personales. Años enteros de trato cotidiano pueden man
tenerse en esa zona neutral, a condición de no detenerse
en esos momentos de desencuentro, de vacío, en que am
bos se sienten fatalmente separados. Toda una vida puede
así transcurrir sin advertirlo, si el forastero se acostum
bra gradualmente a renunciar a su más entrañada sus
tancia. Pero, por poca insistencia que ponga en develar
su propia conciencia, le es imposible renunciar entera
mente a esa constelación de recuerdos y ataduras senti
mentales que nos constituyen inevitablemente. Pertenece
mos, en parte esencial, a nuestra infancia. Podremos luego
amoldarnos, sí, a toda clase de sociedades. Pero sólo vi
braremos con nuestra más acendrada emoción, cuando es
temos reviviendo de algún modo aquellos años en que
la vida se nos ofrecía como un milagro día a día reno
vado. El hombre de la ciudad lo siente de inmediato,
y siente al mismo tiempo que nada puede remediarlo.
Una extrafíeza incurable se interpone entre ambos, una
98
imposibilidad radical de participar sin reservas en una
misma situación espiritual. Y sólo por un milagro, gracias
a una verdadera hazaña de delicadeza personal, puede evi
tarse que ese desentendimiento se transforme en alguna
forma larvada de encono, en una agresividad subterránea
que, por lo mismo que no ha traspasado el umbral de
la conciencia, resulta más hiriente, más mortal.
Razón fundamental de esa difusa adversión que siente
nacer en si el hombre natural de la ciudad, es el temor
de que el forastero, procediendo sin ataduras, sin vincu
laciones sentimentales ni precedentes que lo inhíban,
adopte actitudes que le resulten perturbadoras, por cuanto
afectan esos lazos carnales que le son irrenunciables. Tal
objetividad del forastero, en sí misma una virtud, se con
vierte en una amenaza que se cierne contra la más vital
urdimbre de la sociedad en que vive. Con el forastero,
además, no valen hábitos ni precedentes, no es posible
dejarse deslizar por la pendiente de los actos mil veces
realizados y de los sentimientos mil veces experimentados;
se debe, por el contrario, actuar de acuerdo a normas más
o menos abstractas, generales, se hace necesario someter
nuestra volición a cánones impersonales, aplicables a entes
indiferenciados, tortura china de violentar y modelar su
vida mediante ajustes en los que debe dejarse a un mar
gen ese cumulo de reacciones instintivas que han termi
nado por incorporarse a su conducta. Dolorosa renuncia
ésta que debe hacerse a las prerrogativas y facilidades de
la vida espontánea; suplicio de sujetarlas a un esquema,
de aplicar una ética conciente donde antes se dejaba lle
var por un infuso sentido de la moral.
Para colmo de males, tal proceso contiene una ma-
lignidad que tiende a alimentarse de sí misma. En efecto:
el hecho de que el forastero conozca imperfectamente al
natural de la ciudad, por desconocer elementos de juicio
indispensables, antecedentes, la especial subordinación que
le imponen las normas locales, etc., determina una con
ducta recíproca que no puede dejar de ser “desleal”, me
chada de ocultamientos y salvedades. De tal equívoco
comportamiento, cada uno extrae a su vez un conocimien
to parcial e inadecuado del otro, lo que provoca por su
— 99
parte un comportamiento reciproco necesariamente falso,
y así sucesivamente; circulo vicioso del que no pueden
escapar de ningún modo. Dentro de ese proceso circular,
la ocultación, que comienza por ser una fatalidad, termina
convirtiéndose en una maniobra necesaria, deber elemental
de discreción, cuyos límites, desgraciadamente, dejan tras
lucir cada vez menos la auténtica personalidad de cada
uno.
Algún caso engañoso, tal como la atracción caracte
rística que siente por el forastero la muchacha de pueblo,
procede principalmente de esa explicable fascinación que
produce la irrupción de lo extraño, esa vaga promesa de
anexarnos cualidades nuevas e inauditas, virtualidades has
ta entonces desconocidas, en una ampliación que se anun
cia incomparable de la experiencia personal. En casi todos
los casos, disuelto el hechizo inicial, no tardan sin em
bargo en reaparecer las profundas divergencias que deri
van de un origen desigual. Aquel encantado mensajero,
redentor en potencia de quién sabe qué oscuras frustra
ciones, vuelve a ser entonces el extranjero, sin su misterio,
pero con su irreductibilidad. En ningún caso puede así
el forastero integrarse como persona a la ciudad. Desco
nocido esencialmente, debe contentarse con ser "presen
tado”, y el hombre que es "presentado” no pierde nunca
su carácter fortuito, revocable, ave de paso, aunque su
paso dure años, que hace contraste con los coterráneos,
en cierto modo irrevocables, ligados indestructiblemente
ya sea en el odio como en el amor. Y así como el hom
bre del lugar no puede interesarse hondamente en sus con
flictos, el forastero por su parte nunca podrá interesarse
profundamente en los sucesos locales; le resultarán siem
pre algo agregado, injertos que algún día, que tendrá que
llegar, se disolverán en la nada
XpQ
necer latente sin que se manifieste con evidencia más o
meaos señalable. En cuántas circunstancias, sin embargo,
en reuniones o tareas compartidas, es posible observar al
gún comportamiento significativo, revelador de esa dife
rencia radical en la manera de reaccionar forasteros y na
turales del lugar. Así el modo con que los hombres na
cidos en la misma ciudad establecen sus vínculos, enten
diéndose con medias palabras, festejando al unísono y sin
restricciones ocurrencias que se amoldan sin desperdicio
al género de espectativa que cada uno estaba habituado
a sostener. La comodidad con que se regularizan sus in
tercambios y el modo de relegar insensiblemente al fo
rastero, aún a pesar de la mejor disposición para acogerlo
que dicta un sentido superior de la hospitalidad; la flui
dez con que transcurre su conversación, sin treguas que
la encalmen ni ex-abruptos que la paralicen; en una pa
labra, la sincronía total con que todos dejan desenvolver
el flujo de sus conciencias. En cambio, cuando algún fo
rastero, aún con muchos años de residencia, se inmiscuye
en esos círculos cerrados, cuántas veces, y con qué for
zada diligencia, se hace preciso reordenar la conversación
y recuperar el interés; cuántas ocurrencias que caen en
el vacío, cuántas aclaraciones que intercalan su frigidez
e impiden la cálida continuidad de una comunicación or
gánica, cuántas incongruencias; y con qué facilidad, ines
peradamente, se disuelven tales grupos, como respondien
do a tendencias más fuertes que el deseo conciente que
entonces los reúne. Y si las relaciones, por una causa
cualquiera, se vuelven en algún momento ofensivas, con
qué facilidad, como si estuviera latente a flor de concien
cia, surge la imputación que se considera decisiva, la de
no pertenecer a la ciudad y de no sentir por lo tanto
sus problemas; no es raro así que se trate de "recién ve
nido” a un residente con quince o veinte años de estadía,
o se emplee alguna manera más o menos velada de ha
cerle sentir al forastero su carácter de intruso, de "ex
comulgarlo”, en el sentido cabal de la palabra, es decir,
de segregarlo de la comunión indisoluble que forman
los que han nacido en la ciudad.
No estamos aquí, claro está, juzgando a nadie. Es
— 101
tamos solamente comprobando un hecho y tratando de
especificar sus más relevantes características. Nadie, por
otra parte, es culpable, y todos esos sentimientos se jus
tifican ampliamente. Hasta es bueno, quizá, que eso su
ceda. Pues esa sensación de soledad, terrible en sí, quién
sabe a qué zonas de verdad interior nos introducen, quién
sabe qué depuración nos facilita ese pasaje temporal por
el desierto, pasaje que se ha reconocido siempre como
etapa indispensable para el mejor conocimiento de nues
tra condición. Ese desierto interior, por lo demás, es ine
vitable entre los hombres. Hay una separación, también,
en otro plano más profundo, ajena ya a circunstancias de
nacimiento o residencia, consustancial con la naturaleza
humana, separación y soledad que sufren aún quienes
participan de experiencias comunes en el mayor grado
posible. La separación que ahora nos ocupa no es sino
una variante, agudizada por la carencia de una infancia
común, de aquella radical separación entre los hombres.
Algo esencial nos une; algo esencial también nos separa.
Estamos, por ello, condenados igualmente al odio y al
amor. Saberlo, es quitarle armas al odio, facilitar el aza
roso camino del amor. No puede haber verdadera comu
nión si se ignora qué cosas nos separan. La esperanza
queda entonces a salvo de sorpresas. Y ya no quedan
tantas razones ■—por lo menos razones— para desesperar.
102 —
realidad en que se encuentra; así, su carácter de intruso
se atenúa, se convierte virtualmente en "invitado”; su con
dición se impone desde un principio, se le acepta como
pintoresco representante de una especie distinta, como
condimento que permite gozar mejor, por contraste, las
ventajas que se atribuyen a la vida sedentaria. El caso
extremo de este tipo lo constituyen los gitanos; pero el
hecho de que permanezcan a un margen de la ciudad,
formando un núcleo con existencia propia, convierte su
presencia, reducida por lo demás a unas pocas semanas,
en un hecho aparte, a considerar desde ángulos distintos.
El bohemio propiamente dicho incluye en su carácter
una necesidad difícilmente postergable de renovación. El
lugar donde no está le promete siempre una incalculable
reserva de experiencias. Su vida necesita de esa excita
ción externa. Incapaz de formalizarse en un equilibrio,
incapaz de satisfacer sus impulsos vitales en un paciente
comercio con cosas y personas conocidas, necesita renovar
esas cosas y personas, cambiar de horizonte y reencontrar
incentivos en alguna fuente de sensaciones siempre nue
vas. Incentivos, demás está decirlo, que duran lo que un
lirio y que lo obligan a un peregrinaje interminable, a
una infidelidad de la cual no podríamos culparlo, pues
emana de su índole más irrenunciable; desde su punto
de vista, en efecto, bien puede considerarse estable y con
secuente, fiel a su infidelidad, lo que equivale a decir
a su mejor posibilidad de lucidez y de disponibilidad es
piritual.
Mercedes —como toda otra ciudad, por otra parte—
registra en su historia con ejemplos incontables de esa
especie tan ubicua. Nos parece oportuno terminar este
trabajo evocando algunos de ellos, digresión que, aun
que nos aparta un poco del sentido general que había
mos abordado, sirve sin embargo de ilustración para al
gunas de las consideraciones precedentes. Por no exten
dernos demasiado nos detendremos solamente en algunos
de aquellos que, por razón de la fama que rodea sus nom
bres, ofrecen para nosotros un interés suplementario.
Tres, principalmente, son esos bohemios de alta al
curnia que residieron en Mercedes: Florencio Sánchez,
103
desde junio a noviembre de 1898; Leoncio Lasso de la
Vega, desde octubre de 1899 a mayo de 1904, y Ernesto
Herrera, desde mayo a diciembre de 1916.
104 —
lo hubiera hecho. A la noche siguiente, no bien pisó el
vestíbulo del Politeama, debió soportar una andanada de
insultos y apenas si escapó a una agresión de hecho. Re
latando lo sucedido, Florencio advirtió a sus agresores que
sabría hacerse respetar y lamenta, de paso, que, en la
noche anterior, el único policía que hubiera podido in
tervenir estaba durmiendo la mona en la zanja de una
calle vecina. El tono de sus artículos, por lo demás, era
medido y respetuoso; y en alguna polémica que se insi
nuó con Eduardo Ferrería, director de "El Diario” ("ilus
trado director”, le dice Florencio), se mantuvo dentro
de una cortesía que lindaba con la humildad. Su vida,
en resumen, transcurrió con poca gloria y mucha pena,
desde que debió habitar un cuartucho en el que sólo la
quemazón de montones de diarios viejos le permitía pa
liar la crudeza del invierno; frío que también combatió
pasando buenos ratos en los bares, donde quedó el borroso
recuerdo de un tapecito desgreñado y de más que mo
desta catadura. Finalmente, rompió con el Partido, se fue
a la Rosario argentina, y pocos meses después iniciaba
allí su meteórica carrera teatral. Mercedes, pueblo enton
ces ensimismado en su casi total inanición,, io había de
jado pasar sin casi dejar huellas. De su despedida quedó
una anécdota, producto tal vez de la imaginación popu
lar: ya en el barco que lo llevaba de Mercedes, habría
dicho Florencio: "Ahora no viene nadie a despedirme,
pero ya van a querer rendirle homenajes a mi nombre”.
— 105
a formar parte de la mitología ciudadana. Su estadía,
aunque larga, fue empero marginal, indigerible para una
sociedad que sólo como aditamento lujoso, como deco
ración pintoresca, podía admitir la intrusión de tan per-
sonalísimo artista. Bajo el tupido emparrado de la Fonda
Suiza, su verba frondosa volvía interminables las sobre
mesas de los asombrados comensales. Y de allí, al café,
con la infaltable escolta de "Don Procopio”, como Lasso
lo apodara, un estanciero fascinado por su charla, que
lo acompañaba con el caballo de la rienda, caballo que
solía verse maneado todavía a la salida del cafe cuando
ya estaba empezando a amanecer. Colaboro Lasso en nues
tra prensa, en "El Diario” sobre todo, y dejó, entre tan
tos otros, un artículo de amargo humorismo en el que
se quejaba de la absoluta imposibilidad con que tropezaba
apenas pretendía abordar algún tema local; trabado por
susceptibilidades que no admitían ningún rozamiento, "el
problema —escribía Lasso— es hablar de algo sin hablar
de nada; encontrar un asunto que no sea negro ni blanco,
ni en pro ni en contra, ni dulce ni amargo, ni frío ni
caliente, ya que por culpa de los pecados de no sé quién,
estamos aplastados por una pirámide de respetos, consi
deraciones, distingos, recatos y meticulosidades, aunque
por dentro ande la procesión revuelta, confusa y hecha
un pandemónium que haría escapar al mismo Satanás”. Asi
es como, requerido para dar una conferencia por el aris
tocrático Club Progreso, no pudo dar con otro tema más
inocuo que con "Las grandezas y miserias de la antigua
Roma”. Y asimismo, su polémica con el ilustre profesor
Fernando Beltramo, sobre cosmografía, le permitió des
arrollar una erudición para la que resultaban chicas las
páginas de los periódicos de entonces. La pudibunda Mer
cedes de esos años se le cerró a la banda, y, más de una
vez, hubo de vérsele, caído de bruces, imposible de ebrie
dad, tirado ominosamente al borde de una acera. Y luego,
a dormir la mona en el minúsculo altillo que compartía
con Francisco Eregoytía, periodista que en más de una
ocasión acudiera en su socorro. En vano sus amigos Cao,
Martens, Ghiraldo lo mandaban buscar desde Buenos
Aires; en vano su madre le mandó recursos para que vol
itó —
viera a Sevilla. Lasso devolvió dicho giro con una breve
y sentida carta, en la que decía que vivía en Mercedes
''sus mejores días”, apenas cicatrizada la herida que le
provocara la muerte de sus dos pequeñas hijas, fruto del
fugaz y desgraciado matrimonio que contrajera en Bue
nos Aires. Las modestas entradas que le procuraban sus
colaboraciones para "Caras y Caretas” y "P. B. T.” no le
permitían mantener» con el decoro que hubiera sido me
nester, su romántico empaque. Pero no faltaron amista
des dilectas que lo sacaran de apuros; y entre ellas, en
primera fila, Francisco Gómez Haedo, en cuya estancia
pasó alguna temporada, Pedro Blanes Víale, junto al
cual se le ve en una fotografía, Virgilio Sampognaro, que
ocupaba por entonces un cargo en una oficina de Dolores,
y Roberto Mendoza, aquel joven poeta que años después
matara de un pistoletazo en plena plaza al Jefe Político
Bernardino Chans. Recién en 1904, iniciada la revolución,
Lasso dejó nuestra ciudad. Su recalcitrante bohemia no
le había impedido mantener una larga estadía de cinco
años en Mercedes. Viviendo siempre, es cierto, en un
mundo en cierto modo separado, pero dejando sin em
bargo en algunos viejos mercedarios la experiencia inol
vidable de su prestancia, de su facundia, y de la abierta
franqueza con que sabía teñir de amabilidad la calidad
superior de su espíritu.
107
Al revés de Florencio, Herrerita venía, aunque joven
también, en lo que habría de ser el final de su carrera,
cansado de su peregrinaje por Europa, Argentina, Para
guay. "Quiero hacer mi vida normal; me aburguesaré un
poco, me casaré... hasta por la Iglesia sí es preciso”.
Aquel bohemio de gorkiana tricota negra que habían co
nocido los parroquianos del Polo Bamba, venía ahora a
buscar dentro de sí ese burgués que todos tienen más
o menos oculto y en reserva. Su prometida, Acacia
Schultze, vivía en Durazno, adonde fuera a visitarla desde
Mercedes en más de una ocasión. Su clase de literatura
en el Liceo le reportaba una suma que no llegaba a treinta
pesos por mes. Hacía vida retraída. Se le veía poco, con
su sombrero negro de alas anchas, su corbata Lavalliere
negra, saco azul muy cerrado, pantalones negros ajusta
dos, y en los días fríos, una amplia capa oscura. Y pi
tando su infaltable cigarrillo en hondas y trabajosas bo
canadas. Afable y cordial con los estudiantes, gustaba de
partir con ellos largos ratos a la salida de la clase; luego
de los exámenes, trataba de justificarse ante las víctimas
de los sañudos examinadores montevideanos: —"Qué voy
a hacer, muchachos; tenemos que preguntar una vez cada
uno”. Se hicieron recordar, entre otras, sus clases sobre
la Biblia, tema que lo ocupó durante varias lecciones.
Una redacción en que debía desarrollarse el tema "El Al
filer”, colocó en verdaderos aprietos a los estudiantes. A
requerimiento de una Compañía dramática española sin
repertorio, escribió de apuro “La bella Pinguito”, obra
cuyo original se encuentra actualmente en la Biblioteca
Nacional. Fueron muchas las tardes en que se le vio en
la isla, tomando un vaso de leche al pie de la vaca. Y
alguna otra vez, discretamente sentado en un banco, pre
senciando a la distancia un acto socialista que se reali
zaba en la plaza. Tales fueron las escasas imágenes que
quedaron de Herrerita, dispuesto demasiado tardíamente
a recomponer una vida que estaba ya minada sin reme
dio. Terminados los cursos, abrumado por su afección a
la garganta, casi sin voz, debió internarse en el Fermín
Ferreira. A fines de febrero, un día de carnaval, se mo-
108 —•
ría Herrerita, cuando apenas contaba treinta y un años
de edad.
— 109
subsidiaria con que se manifiesta en nuestros actos, pa
rece condenada a pasar desapercibida, cuando es en ella,
casi seguramente, donde se genera y desarrolla nuestra
más fecunda ocasión de regeneración espiritual y donde
la ciudad parece renovar y superar, cierto es que en modo
harto tenue y gradual, su más efectivo sentido de las cosas.
Porque un Lasso de la Vega, como un Herrerita, como
algunos otros forasteros más o menos fugaces, pero de
tan irrenunciable personalidad y cuño tan auténtico, no
han podido pasar totalmente en vano. El recuerdo vivaz
que han dejado en muchos de quienes los trataron, la
experiencia insustituible de la manera refinada y superior
con que se enfrentaban a la vida, esa sorpresa, todo lo
apacible que se quiera, que provoca la presencia incon
fundible del espíritu, ha prendido de tal modo en ciertas
almas, ha introducido en ellas, como sin quererlo, una
referencia tan insobornable, tan indesplazable, que tales
personas ya no pueden ser las mismas que eran antes.
Sienten ya —-y no importa que no sean claramente con-
cientes de su deuda— que al mundo en que vivían se
ha agregado una nueva dimensión: sus juicios, sus valo
raciones, incluyen ahora elementos que los inflexionan,
que los ablandan o que los elevan, y ya no pueden con
denar con igual rigidez ciertas manifestaciones que esas
nuevas experiencias habían tendido a rehabilitar. Sin darse
mucha cuenta, el mundo en que vivían ha quedado desde
entonces enriquecido con matices nuevos, y ese afina
miento de la sensibilidad, cuyas proyecciones parecen al
punto débiles e inconsistentes, se prolongan e irradian de
modo incalculable, y quién sabe cuándo y de qué modo,
aquí y allá, un alma más sensible las recoge, se alimenta
de ellas, y se abre a posibilidades espirituales con una
intensidad que parece desproporcionada con la causa tan
particular y lejana que al fin de cuentas las provoca.
Es difícil, repetimos, precisar los modos con que se ejer
ce y se trasmite ese género sutil y subterráneo de influen
cias. Sin embargo, a muchos años de distancia, a través
de casi dos generaciones, no resulta imposible rastrear,
en algún joven actual, un eco no siempre desvaído de
aquellas lejanas experiencias, una curiosidad literaria que
110 —
se despierta, una admiración que parece brotar de la nada
y, paralelamente, y como dando razón de esas tendencias,
el conocimiento más o menos nebuloso de tales preceden
tes. Pero como resonancias ya no tan raras —como sin
duda lo son las anteriores— sino diluidas en una zona que
vuelve imposible toda localización precisa, flotan modali
dades espirituales en las que es posible reconocer confu
samente esos orígenes, casi desvanecidos —es cierto— en
la mayoría, decaídos en tópicos, o perdida su primitiva
frescura y sazón, pero germen al fin que, al calor y am
paro de nuevas experiencias, abre siempre una posibili
dad a la irrupción imprevisible del espíritu. Así es como
en ciudades como Mercedes, en las que, a juzgar por
su apariencia más visible, aquellas inquietudes forasteras
parecen haberse extinguido totalmente, sofocadas por
preocupaciones inesenciales, sobreviven, como latente pre
disposición, zonas sensibilizadas, incorporadas al giro co
rriente del gesto o de la frase, a las maneras habituales
de sentir y de juzgar, sepultas, claro está, bajo un aluvión
de residuos propios y de naderías importadas, pero ca
paces, no obstante, de rescatarse, de recuperar su fulgor
original, no bien algún incentivo o estímulo llega a ex
citar esa virtual presencia. Una ciudad vive así una do
ble vida. Aquélla, aparente, en la que se combinan y re
gulan las potencias más disponibles, las servidumbres del
hábito y, por sobre todo, el sentimentalismo pegadizo y
esquemático que los medios modernos de difusión incul
can con penetrante y cotidiana persistencia. Pero debajo
de esa vida exterior, computable y hacedera, yace la veta
adormecida, ese estrato profundo en el que han quedado
inscritas las huellas de antiguas presencias espirituales.
Y son estas inciertas tinieblas las que, llegada la ocasión,
pueden volverse fulgor creador, afán limpio y trascenden
te, superación de nuestra circunstancia, revelación impre
visible, en suma, del espíritu.
— 111
SOBRE EL CINE Y SUS POSIBILIDADES
114 —
imagen y de su renovación vertiginosa, ocupa a ese res
pecto una posición privilegiada.
La imagen, en efecto —y ésa es la evidencia que el
hábito nos hace a veces olvidar—, sobrepuesta a la si
tuación dramática que pretende ilustrar, la limita, la es,
pecifica, le impone un cuerpo y nos impide derivar y di
vagar entre las resonancias que constituyen la esencia viva
de dicha situación. Anula así nuestra capacidad de aso
ciación y nos impone un modo incuestionable de concre
tar la peripecia subyacente. Reduce a dos dimensiones una
realidad que se nutre, o debería nutrirse, de infinitas.
Nuestra tendencia a la pereza se siente alentada al en
frentar una idea reducida a afiche ilustrativo, y al ah»
rrarnos, por lo tanto, el trabajo de articular interiormente
el discurso, discurso que se nos sirve ya interpretado por
intermedio del actor, o, peor aún, por intermedio de la
imagen de un actor Sólo en un caso puede la palabra
hablada conservar su magia (ya que no su riqueza de
contenido intelectual), y es cuando esa palabra es pro
nunciada por el mismo que la crea y en el momento en
que la crea. La imagen física puede confirmar y reforzar
en ese caso la expresión verbal que emana de ella misma,
estableciéndose una armonía entre palabra y gesto que en
vano intentaría remedar el más consumado de los actores,
en el cine menos aún que en el teatro; los intérpretes
mejor dotados no consiguen en efecto proponernos sino
su propia alma, enriquecida todo lo que se quiera por sus
propias experiencias. Así, por ejemplo, frente a un Law-
rence Olivier, como ante una Katherine Hepburn, es por
sobre todo la aceptación de sus respectivas personalidades
lo que nos introduce en un mundo de relativa coheren
cia. Pero ni el orador, ni el actor, ni mucho menos su
imagen, con las diferentes modalidades de deformación
y compulsión que suponen, pueden suscitar la plena acti
vidad de nuestro yo; el acceso al mundo interior, así como
el recabamiento y la movilización de nuestras reservas
propias, recuerdos, sentimientos y experiencias, exigen si
lencio y concentración, sufren irreparable trastorno y pa
rálisis ante toda ilustración o parodia exterior, y sólo to
lera, en el orden material, ese movimiento que insinúan
— 115
nuestros labios cuando leemos un escrito, esa iniciación
motriz latente con que nos introducimos en su contenido»
sin la interposición de oficiantes que perturben esa deli
cada tarea de compenetración.
El cine» en tanto pretende suscitar nuestro asenti
miento, incurre así, inevitablemente, en una irrespetuosa
violación de nuestro fuero íntimo; sus recursos son ya, de
por sí, tan petulantes como compulsivos. Resulta por lo
tanto un error el reprocharle a "Hiroshima”, como a cual
quier otra película, que "proponga a medias”; el cine no
puede proponer de ningún modo, sino a lo sumo expo
ner; e imponer, demasía que le es consustancial. Y "ex
poner” no quiere decir aquí "narrar” o "relatar”, ni me
nos, todavía, contener ninguna clase de "mensaje”, como
lo cree otro crítico que le reprocha a "Hiroshima” el no
tenerlo y que la califica entonces de "charada”, defrau
dado por no encontrar en ella un orden que no puede ser
jamás el tipo de orden que puede conseguir el cine con
alguna validez. Está demás, pues, recriminar a "Hiroshima”
por carecer de "significaciones relevantes”; es el cine por
entero, en todo caso, el que merecería ese reproche, por
que no entra en su naturaleza el ser "significativo”, aun
que bien pudiera ser que en "Hiroshima” —cuestión que
aquí no interesa deslindar— se incurra con más alevosía
en el manido error de querer aplicar afanes de trascen
dencia que son contradictorios con las disponibilidades
del cine en cuanto forma de expresión.
Resnais. en sus declaraciones al respecto, revela sa
ber mejor qué es lo que se le debe pedir a un olmo. Lo
que quiere —dice— es "dar con un tono lírico”. Concibe
el cine como una experiencia de valor esencialmente mu
sical. Quiere obtener movimientos como los de un cuar
teto, estructuras, decrescendos, "formas de embudo”. Cier
to es que se preocupa demasiado, en cambio, por explicar
psicológicamente sus personajes. Y cae así en alguna ex
traña aberración, como la de preocuparse, por ejemplo,
por lo que podrán hacer los personajes "después de ter
minada la película”. Como si la palabra "fin” no debiera
cerrar de manera inapelable un todo autosuficiente; como
si una película fuera un fragmento de vida y no una
116 —
obra de arte. Pero Resnais atina, sin embargo, a impug
nar la excesiva importancia que suele concedérsele a los
pretendidos "contenidos anecdóticos”. Una película —di
ce— no es una "historia”; la acción no avanza con la
lógica del "relato”, sino que se organiza como una forma
de valor propio, encadenando imágenes y sonidos de modo
que produzcan un impacto directo sobre la sensibilidad
del espectador, impacto que escapa a nuestra ordinaria
capacidad de análisis. Ingmar Bergman, por citar otro di
rector eminente, llega a conclusiones parecidas: una pe
lícula no es "una historia real”, sino una secuencia de
ritmos, de tensiones y de tonos que se organizan como
una partitura musical. Lo esencial —afirma— es el mon
taje, la relación entre las imágenes. El guión es a tal res
pecto una base muy precaria, es la parte concedida a la
conciencia literaria, en este caso bastante improcedente.
Pues la película incide directamente sobre nuestras emo
ciones, jugando con las armónicas subconcientes que las
excitan, y no tiene por qué pasar por esa etapa inicial
de alusión significativa o conceptual que corresponde al
uso de la palabra escrita. Esta sí se lee, se entiende, y
luego, a veces luego de una cuidadosa relectura, suscita
el orbe poético correspondiente. El cine, en cambio, opera
a espaldas de nuestra voluntad, nos rodea de un aura su
gestiva donde la emoción nace y se ahonda sin recurrir
al signo conceptual que la alude o refiere explícitamente.
De ahí lo inmediato de su efecto. Y de ahí también su
inferioridad, su manera parcial, mutilada, de interesar
nos y de elevarnos por sobre nuestra penuria cotidiana.
Inferioridad estética que no llega a ser disimulada por el
aparato brillante y seductor de los recursos de que dis
pone: elección de ángulos y de distancias, fragmentación
del tiempo y del espacio, atajos y facilidades que le ofre
ce a nuestra percepción, distorsionada sin saberlo, pro
fanada así en su esencia más irreductible. Pues, como di
jera Kafka, las imágenes cinematográficas se apoderan de
la mirada, desarreglan la visión, nos obligan a una "sobre
visión” tan constante como falsa. Hacen que el ojo vista
uniforme, que pierda su natural limpieza, su poder de
captación original.
117
Para colmo, ese poder compulsivo, hignagógico, del
cine, no sólo nos disimula en tanto intérpretes, en tanto
creadores en segunda instancia, sino que —detalle impor
tante— nos rehúsa hasta la posibilidad, que el teatro, por
ejemplo, nos concede, de hacer conocer al actor de algún
modo nuestra reacción. Y no sólo no nos implica en su
gestión, sino que hace ostentación de ello. Nos vuelve
serviles y, por añadidura, nos impone silencio. Cualquie
ra, sin embargo, "se siente” filósofo en el cine. Pites el
cine mima nuestro pensamiento y nos hace creer que es
nuestro. El actor "nos hace” creer que él es nosotros, hace
pantalla a la intención del autor y, desde que es nosotros,
se nos vuelve moralmente inexpugnable. Desde que eles-
pectador se identifica con el personaje, nuestra capacidad
de juicio sólo puede aplicarse a posterior!, y eso, aún, si
nos sometemos a un particular entrenamiento.
Y ni siquiera sentimientos nos propone el cine, sino
que se limita a removerlos, a aprovecharse de ellos. Actúa
a la manera de un masaje psíquico, a veces cosquilleo, o
punción. Atentado que en algunos casos, como en el "Van
Gogh” del mismo Resnaís, llega a convertirse en un ma
noseo irrespetuoso de la sensibilidad de un artista tanto
como de la del público, al que se le golpea la retina con
• las imágenes sucesivas, usadas a modo de maza, de aquel
• trágico alucinado.
Podrían reforzarse tales consideraciones encarando
otros aspectos importantes. El hecho, por ejemplo, de que
mientras el teatro, recluido en un espacio definido y es
table, debe ahondar hacia adentro del alma humana, la
pantalla del cine se continúa virtualmente (y bien que
nos lo hace sentir) en todas direcciones. Característica
también atentatoria contra nuestra libertad, pues debemos
permanecer servilmente atentos a los desplazamientos que
se van eligiendo, pendientes de los cambios de escenario
que amenazan a cada paso producirse. Seguimos así al
operador, en el espacio y en el tiempo, como un perro
a su dueño. Y aún atando, al acertar el director con nues
tra especfativa, parece estar recurriendo a nuestra volun<
tad, no está recurriendo entonces sino a nuestra "buena”
voluntad. / * '
118 —
El cine, en resumen, nos ignora en tanto personas
que deliberan y deciden. Y lo peor es que lo disimula tan
bien, que hasta aparenta incrementarnos como tales, re
galarnos vida y experiencia, hacernos creer que somos
todo eso que vemos. Terrorífica desaprensión, ésta del
cine, que convierte a los espectadores en una multitud
de solitarios que se ignoran.
— 119
cine luego de extraerle lo que lo hace cine, como si se
juzgara una partitura musical suprimiéndose sus pausas,
o, como imaginó alguien, una poesía de Neruda supri
miendo sus silencios. "Con Hamlet pasa lo mismo”, pudo
contestar atinadamente otro crítico. Y con cualquier obra r
de arte, por supuesto. Tales errores son en parte gajes
de la costumbre, tan extendida entre nosotros, de acen
tuar lo que en el cine es accesorio, subordinado. La re
cepción, en el cine, es en efecto fundamentalmente sen
sorial; no sólo nos ahorra el pensamiento, sino también
esa capacidad de comprensión psicológica directa que uti- v
lizamos en la vida diaria. El pensamiento podrá desatarse
"después”, como lo hizo, y por oleadas, después de "Hiros
hima”, con la facilidad que supone operar sobre materia
tan desvitalizada. Porque, conviene distinguir: en el mis
mo grado en que facilita la especulación a posteriori, el
cine inhibe la verdadera reflexión; nos dificulta la com
pulsa profunda de sus contenidos, pero nos deja libres, en
cambio, para especular sobre un material que nos hace
creer que nace de nosotros. El cine, por lo demás, no
muestra almas, sino rostros (vemos caras, cabe aquí decir,
no corazones); menos aún: imágenes de rostros. Imáge
nes tales que nos hacen creer que anda un alma por ahí,
y que es la nuestra. Al enceguecernos interiormente, el
cine permite así que proliferen nuestras disposiciones más ,
serviciales. Nos vuelve de ese modo íntimamente irres
ponsables. Y de ahí la obligada conclusión de que es un
arte para épocas de tecnocracia y conformismo, un "arte
de ilotas”, como dijera Duhamel, arte para un hombre
virtualmente entregado, polo opuesto de aquel lector mo
roso y concienzudo de Gazetas de no hace más de un siglo.
Ante la pantalla del cine, sumidos en esa oscuridad
interior y exterior que lo posibilita, sólo una actitud pa- t
rece pues inofensiva: la de contentarnos con las delicias
somnolientas de una imaginación dirigida, la de compla
cernos en las armonías estrictamente musicales, que son
las únicas que nos puede procurar con validez el cine. Por
que el cine no puede ser jamás una imagen de la vida,
sino, a lo sumo, una imagen "a propósito” de la vida. Y v
así resulta un error llegar a considerar "testimonio subje-
120
tivo” a lo que no es más que una resonancia armónica,
una glosa desligada. Como la música, en efecto, el cine
sólo puede parafrasear nuestros estados más profundos,
ofrecernos un halo emotivo o intelectual, una atmósfera
dentro de la cual cada uno, si quiere perder así su tiem
po, podrá extraer más tarde "significados”, encontrar una
"interpretación”, esa superfluidad. Porque el cine, como
la música, no tiene en sí mismo un "significado”. Decir
que es "profundo”, o que es "sutil”, es aplicarle una ad
jetivación inadecuada, es inferirle inhibiciones para-lite-
rarias, "situaciones dramáticas”, temas y propósitos extra
ños a su peculiar modalidad. La creación cinematográfica
no se realiza a partir de ellas ni en vista de ellas. Pero
es fácil confundirla con ellas, a poco que nos descuide
mos de descuidarnos, es decir, a poco que nos pongamos
a desmenuzar con una atención de índole intelectual lo
que debe absorberse en abierta y desaprensiva recepción.
En suma, y compartiendo admoniciones como la de
Malraux ("el cine es una potencia de distracción y di
versión”), cabe pensar que no hay películas más temi
bles que aquellas que, tal vez como "Hiroshima”, recu
rren a los temas y valores más elevados y, por ende, más
traicionables. Es innegable, como decía Epstein, que la
capacidad de trasposición o distorsión del cine puede ha
cernos sentir (nada más que "sentir”) todo lo relativo
jr angustioso de nuestra experiencia en este mundo. Pero
qué peligroso se vuelve cuando nos hace creer que esta
mos pensando y viviendo a la par de él, redescubriéndo
nos en él.
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