Luciano de Samósata. Cómo Tiene Que Escribirse La Historia
Luciano de Samósata. Cómo Tiene Que Escribirse La Historia
Luciano de Samósata. Cómo Tiene Que Escribirse La Historia
LUCIANO DE SAMÓSATA
CÓMO HA DE ESCRIBIRSE
LA HISTORIA
Tomo II
Madrid 1889
https://books.google.es/books?
id=_SRHAAAAIAAJ&dq=Luciano+Obras+completas&hl=es&source=gbs_navlinks_s
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2. Si, como dicen, la comparación es lícita, la manía abderitana ha vuelto a apoderarse ahora
de muchos eruditos, no en el sentido de hacerles representar tragedias (el estar henchidos de yambos
ajenos y de bastante mérito fuera locura tolerable), sino en el de que, desde los sucesos últimos,
desde la guerra contra los bárbaros, digo, y desde el fracaso de Armenia4 y triunfos sucesivos, no
hay quien no escriba historia: todos son Tucídides, Heródotos y Jenofontes, lo cual confirma la
verdad del dicho5: «La guerra es madre de todo», como que de un golpe ha producido tantos
historiadores.
4. Así yo, amigo mío, para no ser el único mudo en tiempos tan gárrulos, ni comparsa teatral
que con tanta boca abierta no dice esta boca es mía, he creído que también debía hacer rodar mi
tinaja, aunque no para escribir historias ni relaciones de hechos. No soy tan atrevido, y nada temas
de mí por esta parte. Conozco el peligro de echar a rodar por los guijarros cosas débiles y
1 General de Alejandro, a quien se adjudicó la Tracia después de la batalla de Ipso, el año 301 antes Jesucristo.
Abdera era una de las ciudades marítimas más importantes de aquel reino.
2 No se tienen noticias de este amigo de Luciano.
3 Tragedia de Eurípides, de la cual sólo quedan escasos fragmentos.
4 La guerra a que se refiere Luciano se verificó el año 162 después de Jesucristo, segundo del imperio de Marco
Aurelio. Quedan de este suceso escasas noticias, debidas a Xifilino, compendiador de Dión Casio. El fracaso
mencionado fue la derrota del ejército romano de Severiano por Otirades, general de los Partos.
5 Se atribuye a Empédocles.
6 Gimnasio situado en una colina próxima a Corinto. Diógenes murió en él. [Según cuenta Diógenes Laercio.]
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quebradizas como mi tinajuela, pues el canto más pequeño que la diese, me obligaría recogerla,
hecha cascos.
Te diré mi intento, y cómo pienso tomar parte en la guerra, libre de sus riesgos, y desde sitio a
donde no alcancen las flechas. Me abstendré discretamente
… Del humo y de las olas,7
y de los cuidados anejos a todo historiógrafo; pero haré alguna advertencia y daré algunos preceptos
a los autores de historias, para coadyuvar a sus construcciones, sin que mi nombre se inscriba en el
edificio, pues sólo con la punta de un dedo habré tocado la argamasa.
5. La mayor parte creen, sin embargo, que esto es cosa tan poco necesitada de advertencias,
como de arte el andar, ver o comer: el escribir historia es, a su juicio, lo más fácil y asequible para
todo el que pueda expresar lo que piensa. Tú, compañero, por propia experiencia sabes que la
composición histórica no es de los trabajos que pueden hacerse sin dificultad y a la ligera: exige,
por el contrario, como ningún otro, profunda meditación, si ha de ser cosa imperecedera, como dice
Tucídides8. Sé que he de disuadir a pocos, y que he de parecer molesto a algunos, sobre todo a los
que hayan terminado su historia y la hayan dado al público. Locura sería, en efecto, si ban sido
aplaudidos ya por su auditorio, esperar que cambiasen o volviesen a escribir lo una vez aprobado y
archivado, como quien dice, en reales palacios. Con todo, no haré mal en dirigirme a ellos, para que
si estalla alguna otra guerra de los Celtas contra los Getas o de los Indios contra los Bactrios (pues
contra nosotros nadie se atreverá estando ya todo dominado), tengan cánones a que ajustar sus
escritos, y puedan. componer mejor, aplicando a sus obras las reglas que les dicto, si les parecen
aceptables; y si no, que las midan con mismo rasero que ahora, pues el médico no ha de llorar
porque todos los Abderitanos se obstinen en representar la Andrómeda.
6. Mi obra tiene dos objetos: enseña las cualidades que se han de buscar y los vicios de que se
ha de huir. Trataré primeramente de lo que el historiador debe evitar y rehuir con extremo cuidado:
después diré lo que ha de hacer para no apartarse de la línea recta, y seguir el verdadero camino, y
cómo ha de principiar, qué orden ha de seguir, a qué medida se ha de ajustar, qué ha de callar, en
qué ha de insistir, sobre qué ha de pasar con rapidez, cómo ha de expresarlo todo y cómo lo ha de
enlazar. Estos preceptos y otros semejantes vendrán en segundo lugar. Ahora tratemos ya de los
defectos propios de un mal historiador. Porque de los vicios comunes a toda clase de estilos, en la
elocución, en la composición, en los pensamientos, y de otros defectos semejantes, sería largo el
tratar aquí, y extraño a mi asunto además (pues la falta de lenguaje y de composición son, como he
dicho, comunes a todos los estilos).
7. Pero las faltas que se cometen en la historia echarás de ver, si te fijas, que son las mismas
observadas por mí en muchas lecturas, sobre todo si atiendes a las escritas ahora. No será
inoportuno citar aquí por vía de ejemplo algunas de estas obras. Examinemos en primer lugar su
principal defecto. La mayor parte de estos historiadores omiten la narración de los hechos y se
detienen en elogios de príncipes y generales, ensalzando a los suyos y deprimiendo sin medida a los
enemigos: ignoran que no un istmo estrecho, sino un inmenso muro separa la historia del elogio; o
como dicen los músicos, hay entre ellos dos octavas de intervalo: único cuidado del escritor de
elogios es alabar y agradar al encomiado, y el faltar a la verdad le importa poco, con tal de lograr su
objeto; pero la historia admite la mentira más pequeña con mayor dificultad que el conducto
llamado por los hijos de los médicos9 traquearteria admite lo que en él penetra.
8. También, a juicio mío, ignoran que la poesía y los poemas tienen cánones y principios
propios, distintos de los de la historia. Allí hay libertad ilimitada, y la única ley es el capricho del
poeta: hállase éste lleno del espíritu divino y poseído de las Musas, y si le place enganchar a un
carro alados corceles, o echar a correr otro sobre el agua 10 o rodar sobre la raspa de las espigas,
nadie le censura; ni cuando su Júpiter levanta la tierra y el cielo colgados de una cadena 11, nadie
teme que se rompa y que el universo se destruya con la caída; ni si se proponen alabar a
Agamenón12, se opone nadie a que le den la cabeza y los ojos de Júpiter, el pecho del hermano de
Júpiter, Neptuno, y la cintura de Marte, y a que el hijo de Atreo y de Erope sea un compuesto de
todos lo dioses, porque ni Júpiter, ni Neptuno, ni Marte pueden dar aisladamente idea cabal de su
belleza. Pero si la historia admitiese este linaje de adulaciones, ¿qué sería sino una poesía pedestre
privada de la magnificencia del estilo, y una serie de invenciones cuya falsedad haría más visible la
falta de versificación? Es, pues, grande, o mejor dicho, grandísimo defecto el no saber separar lo
que conviene a la poesía de lo propio de la historia, y el de dar a ésta los adornos de aquélla, como
los encomios, las fábulas y sus peculiares exageraciones. Es como si a un atleta robustísimo, duro
como un roble, se le vistiese con el traje de púrpura y demás atavíos de una cortesana, y se le
refregase el rostro con albayalde y colorete: ¿no estaría ridículo, por Hércules, y afeado por los
mismos adornos?
11. El vulgo aplaudirá acaso tu obra; pero esos pocos que desdeñas se reirán a placer y con
toda su alma de tu composición absurda, incongruente y mal combinada. La hermosura, en efecto,
consiste en dar a cada cosa lo que le es propio; y si tú das a una lo que conviene a otra, seguramente
harás una obra fea. Y no digo que las lisonjas, gratas acaso a uno solo, a aquel a quien van dirigidas,
molestan a los demás, principalmente si son exageradas, como las de esos adocenados escritores
que, andando a caza del favor de los elogiados, no los dejan hasta que la adulación salta a la vista de
todos. No saben, en efecto, adular con arte y velar la lisonja, y lanzan impetuosamente y en crudo
las cosas más increíbles y estupendas.
12. Con lo cual no consiguen lo que tanto desean; porque los elogiados los aborrecen y los
rechazan por aduladores; en lo que hacen bien , sobre todo si son de ánimo esforzado, como ocurrió
a Aristóbulo, que habiendo descrito el singular combate de Alejandro con Poro, y estando leyendo
su trabajo al Macedonio, en la creencia de que le granjearían el favor del príncipe las mentiras que
había forjado para aumentar su gloria, y las exageraciones con que daba a lo ocurrido más realce, el
rey le arrancó el libro de las manos y lo arrojó al Hidaspes por donde entonces navegaban, diciendo:
«Lo mismo debía hacer contigo, Aristóbulo14, para que aprendas a sostener por mí tales peleas y a
matar con una flecha un elefante.» Natural era esta indignación en Alejandro, que no había tolerado
la audacia del arquitecto15 que le propuso tallar su estatua en el Atos, y convertir en simulacro del
rey esta montaña: comprendió al punto que aquel hombre era un adulador, y no le volvió a emplear
más en su servicio.
13. ¿Pueden, en efecto, tener algún atractivo estas lisonjas para quien no sea tan mentecato,
que guste de unos elogios cuya falsedad salta a la vista? ¿No sería equipararse esos hombres feos, o
más bien, a esas mujeres que recomiendan a los artistas que las pinten muy hermosas, creyendo que
serán más bellas si el pintor hace florecer el carmín de su cutis y mezcla mucho blanco en su paleta?
Así obran la mayor parte de nuestros historiadores, que se hacen esclavos del momento actual y de
su particular interés y del provecho que piensan obtener de la historia, siendo dignos de
aborrecimiento, como aduladores a vista de ojos e ignorantes respecto al presente, y respecto al
porvenir, y como testigos cuya exageración hace sospechosos los relatos. Si se cree, sin embargo,
indispensable de todo punto el amenizar la historia... se hará empleando aquellos adornos
compatibles con la verdad usados en otros escritos, de los cuales se desentiende el vulgo de nuestros
historiadores para dar cabida en sus obras a otros de flagrante inoportunidad.
14. Te referiré ya algunos rasgos que he oído últimamente en Jonia, y también en Acaya, a los
historiadores de la guerra actual. No dudéis, por las Gracias, de la veracidad de mis palabras: juraría
que eran ciertas, si en un escrito estuviese bien el jurar. Uno principió invocando a las Musas, para
que escribiesen con él la obra. ¡Exordio oportuno! ¿no es cierto? ¡Adecuadísimo a la historia, y
como anillo al dedo en este género de composición! Poco más adelante comparaba a nuestro jefe 16
con Aquiles, y al Rey de los Persas con Tersites, ignorando, sin duda, que Aquiles era más ilustre
como vencedor de Héctor que si hubiese matado a Tersites, y que cuando huye un valiente
guerrero17,
Es su perseguidor más valeroso.
14 La historia de Aristóbulo, citada por Arriano en el proemio de la de las Expediciones de Alejandro (V. nuestra
traducción en el tomo LVIII de la Biblioteca Clásica, pág. 5), se ha perdido, excepto algunos trozos conservados por
Ateneo, Arriano, Estrabón, Menandro y Plutarco. Parece que la escribió siendo ya de edad muy avanzada.
15 Se llamaba Dinócrates, según Vitruvio (De Arquitectura, pref. del libro II), y Estasícrates, según Plutarco (Vida de
Alejandro, LXXII).
16 Lucio Vero.
17 Homero, Ilíada, II, v. 216.
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Después ingería el escritor su propio panegírico, presentándose como digno de referir tan
brillantes acontecimientos. Un poco más adelante, elogiaba a Mileto, su patria, añadiendo que él
obraba mejor que Homero, que en ningún lugar había hecho mención de la suya. Por último, al pie
de su proemio ofrecía en términos claros y explícitos ensalzar todo lo posible nuestras cosas, hacer
la guerra a los bárbaros con toda su fuerza; principiando de este modo su historia y la exposición de
las causas de la guerra: «El perversísimo Vologoso, merecedor del más infamante suplicio, ha
principiado la guerra por esta causa.»
15. Así éste. Pero otro, ciego imitador de Tucídides, alardeando de haberse formado en el
mismo molde que el ilustre Ateniense, se nombra como él al principio de su historia, exordio
elegante de veras y que huele a tomillo del Ática. Oyelo: «Crepereyo Calpurniano,
Pompeyopolitano, escribió la guerra que tuvieron los Partos y los Romanos, unos con otros,
comenzando desde el principio de ella.» Después de tal exordio ¿necesitaré hablar del resto, y
decirte que cuando se pronuncia un discurso en Armenia, sale a relucir el orador de los Corcirenses;
cuando se envía una peste a los Nisibenios, que no habían sido partidarios de Roma, se copia al pie
de la letra la descripción de Tucídides, salvo aquello del Pelásgico y de Largos-muros 18, en que
habitaban los entonces atacados? Por lo demás, dice de ella: «Había principiado en Etiopía, y
después descendió a Egipto y se extendió largamente por los dominios del gran rey» 19; y se detiene
allí y hace bien. Yo, sabiendo de antemano lo que seguiría, me retiré, dejándole en el acto de
sepultar en Nisibe a los desdichados Atenienses. Achaque frecuente es ahora, insistiendo en lo
mismo, el hacerse muchos historiadores la ilusión de que imitan Tucídides, sin más que emplear,
con pequeños cambios ciertas frasecillas y expresiones, que le son propias, como aquella de «estaba
a punto de omitir». El mismo escritor de quien hablaba adopta para las máquinas de guerra los
nombres de los Romanos, y dice, como ellos, un foso, un puente, y térmicos análogos. Dime ahora,
si es digno de la Historia y propio de Tucídides, el intercalar entre expresiones áticas nombres
latinos, como si fuesen fajas de púrpura capaces de realzar la hermosura de aquellas y de
añadírseles sin ningún esfuerzo.
16. Otro de la pandilla resume los sucesos en un relato desnudo, pedestre y rastrero como el
diario de un soldado, de un obrero o de un tabernero que siguiese al ejército. Este indocto escritor
es, sin embargo, más tolerable que los otros, porque al menos se manifiesta tal cual es, desde el
primer instante, y trabaja para otro más elegante y apto para el caso. Sólo le censuro el haber dado a
sus libros un título pomposo como de tragedia, y superior a su verdadero alcance: «Historias
Párticas de Calimorfo, médico de la sexta de Contóforos» 20, con su nombre al fin de cada libro. El
proemio de la obra, insulso a todas luces, tiene esta conclusión: «Es natural que un médico escriba
historia, siendo Esculapio hijo de Apolo, y Apolo director de las Musas, y maestro de todas las
ciencias.» Principia por escribir en dialecto jonio; luego, no sé por qué, usa de pronto el común,
diciendo primero ὶητρείην (medicina), πείρην (prueba), όκόσα (todo lo que) y νόυσοι
(enfermedades), y empleando luego las palabras más vulgares y de callejuela.
17. Ahora debo hacer mención de un sabio, cuyo nombre callaré, aunque hable del intento y
escritos que le oí en Corinto poca ha, y que exceden a cuanto pueda imaginarse. En su exordio, casi
en el primer periodo del proemio, acomete a sus lectores con una cuestión, y se esfuerza en
probarles con argumentación vigorosísima que sólo el sabio debe escribir la historia. En seguida
viene otro silogismo, y luego otro, y así todo el preámbulo en argumentaciones de variadas formas,
todo para adular baja y ridículamente, sin salirse de una cadena no interrumpida de argumentos
silogísticos. Pero lo más indecoroso, a mi ver, y lo más indigno de un sabio de larga barba canosa,
18 Barrios de Atenas.
19 Este trozo y los siguientes están copiados casi literalmente de Tucídides.
20 Armados de picas.
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es el decir en su exordio que nuestro emperador será notable porque los filósofos se dignaron
escribir sus hechos. Reflexión que, aunque fuese cierta, debía haber dejado que la hiciéramos, y no
escribirla.
18. No debo pasar en silencio el exordio de otra, que comienza: «Vengo a hablaros de
Romanos y de Persas»; y poco después: «Debía ocurrir una desgracia a los Persas»; y en fin: «Era
Osroes, que los Griegos llaman Oxiroes», y frases análogas 21. ¿Lo ves? Éste es como aquél. Sólo se
diferencia en que aquél copiaba a Tucídides, y éste saquea a Herodoto.
19. Otro insigne por su vigoroso estilo, igual o acaso algo mejor que el de Tucídides, después
de haber descrito perfectamente todas las ciudades, todos los montes y todos los llanos y ríos, acaba
con esta exclamación, enérgica a su juicio: «¡Que un dios protector vuelva todo esto sobre la cabeza
de nuestros enemigos!» ¿Habrá cosa más fría en las nieves del Caspio, o en los carámbanos
célticos? La descripción del escudo del emperador apenas cabe en un libro, con su Gorgona de ojos
verdes, blancos y negros en el centro, irisado el tahalí y los dragones retorcidos y rizados como los
cabellos22. Pues ¿y las bragas de Vologeso y el freno de su caballo? ¡cuántos miles de palabras no
exigen cada uno! ¿Y la cabellera de Osroes, al pasar el Tigris a nado? ¿Y el antro en que se refugió,
con sus yedras, mirtos y laureles, brindándole, estrechamente enlazados, impenetrable escondrijo?
¡Cosas indispensables en la historia, pues sin ellas, no podríamos comprender los sucesos!
20. Por debilidad de ingenio o por ignorancia de lo que importa decir, acuden estos escritores
a la descripción de grutas y países; y cuando han de referir hechos numerosos y trascendentales se
parecen a un esclavo recién enriquecido por la herencia de su señor, que ni sabe llevar el traje ni
conducirse bien en un banquete; pues a menudo, cuando sirven ave, o cerdo o liebre, se lanza sobre
algún salsucho o sobre alguna salazón, y se atraca de él hasta reventarse. El historiador de que se
trata inventa heridas increíbles y muertes peregrinas, como la del soldado que, herido en el dedo
grueso del pie muere instantáneamente, o la de veintisiete enemigos que caen exánimes a una sola
voz del general Prisco23. Pero donde sus mentiras se oponen principalmente a los partes de los
generales, es en la enumeración de de muertos. «Cerca de Europo24, pongo por caso, dice, murieron
setenta mil doscientos treinta y seis enemigos, y los Romanos sólo tuvieron nueve heridos y dos
muertos.» ¿Lo creerá quien esté en su sano juicio?
21. Tengo que delatar un no pequeño abuso. Su excesiva afición al aticismo y su nimia pureza
de lenguaje le induce frecuentemente a alterar los nombres romanos para traducirlos al griego, y
decir, por ejemplo, Κρόνιον (hijo de Saturno), en vez de Saturnino, Φρόντιν, por Frontón, y
Τιτάνιον por Ticiano, y otros cambios todavía más ridículos. Este mismo es el que acerca de la
muerte de Severiano sostiene que yerran cuantos creen que murió de una estocada, pues se dejó
morir de hambre, muerte que le pareció menos dolorosa; ignorando, sin duda, que Severiano había
estado sin comer sólo tres días, y que muchas personas han resistido el hambre hasta los siete; a no
ser que piense que Osroes estuvo esperando a que el general muriese de inanición, y que por lo
mismo no se murió hasta que los siete días trascurriesen.
22. ¿Dónde pondré, mi querido Filón, a los que les da por usar expresiones poéticas en la
historia? Esos dicen: «Rechinó la máquina, y al hundirse el muro tronó espantosamente», y de
nuevo en otra parte de su brillante historia: «Retumbaba ya Edesa con el estrépito de las armas, el
fragor y el tumulto resonaban por doquiera» y «el general revuelve en su mente los medios de
avecinarse al muro.» Y entre estos primores, muchas frases bajas y triviales, y propias de mendigos
sin decoro. Ejemplos: «El jefe del ejército ha mandado una carta al amo.» «Los soldados mercaban
lo que les cumplía.» «Después de lavarse las patas, volvían a ellos», y otras por el estilo. En fin,
como un actor trágico con un pie calzado del alto coturno y el otro de una sandalia.
23. Hay otros que escriben proemios brillantes, sublimes y larguísimos, que hacen esperar
maravillas sin cuento en el resto de la obra, y luego el cuerpo de la historia lo hacen tan encanijado
y mezquino que parece un rapazuelo divirtiéndose, como Cupido, en esconder la cabeza en una
máscara de Titán o de Hércules. «El Parto de los montes», suelen decir en seguida los oyentes. Esto
no es bueno, a mi juicio: las diferentes partes de una obra deben tener cierta semejanza, cierta
coloración parecida, y la necesaria proporción entre la cabeza y el cuerpo, de suerte que no sea el
casco de oro, y la coraza de harapos o de cueros podridos cosidos ridículamente, el escudo de
mimbre y las grebas de piel de cerdo. Hay, en efecto, muchos escritores que ponen la cabeza del
coloso de Rodas sobre el cuerpecillo de un enano; y otros, a la inversa, forman cuerpos acéfalos, y
se lanzan sin exordio a la narración de sucesos. Creen imitar con esto a Jenofonte, que principia
«Darío y Parisates tenían dos hijos»25, o a otros autores antiguos. Pues ignoran que hay cosas
equivalentes a prólogos, aunque se oculten a la generalidad, como en otro sitio diremos.
24. Mas estos defectos de estilo y de composición todavía son tolerables; pero el mentir
respecto a los lugares, no sólo en unas cuantas parasangas, sino en jornadas enteras, ¿a qué cosa
buena se parece? Porque uno de estos historiadores ha compuesto su historia con tal indolencia, que
no habiendo hablado jamás con un natural de Siria, ni habiendo oído hablar de este país ni en las
barberías, como suele decirse, dice respecto a Europo lo siguiente: «Europo se halla en la
Mesopotamia, a dos jornadas del Eufrates: fue fundada por los Edesios.» Y aun no le basta, pues el
famoso narrador levanta en el mismo libro a Samósata, mi patria, con la ciudadela y las
fortificaciones, y se la lleva a Mesopotamia, y me la pone entre los dos ríos que corren a cada lado
de su recinto, casi lamiendo las murallas. ¿No sería chistoso, amigo Filón, que tuviera que sostener
ante ti que no soy de Partia ni de Mesopotamia, a donde me ha llevado ese escritor admirable?
25. Tampoco puede ponerse en duda lo que el mismo autor dice respecto a la muerte de
Severiano, puesto que jura haberlo oído a uno de los que huyeron del combate. El general, según él,
no quiso matarse atravesándose con una espada, ni tomando un veneno, ni ahorcándose con un lazo,
sino con muerte trágica y de novedad peregrina. Tenía casualmente bellísimas copas de cristal, de
gran tamaño, y cuando determinó suicidarse, quebró la mayor, y se mató con uno de los trozos
rasgándose la garganta. El general no halló, pues, dardo ni puñal con que darse varonil y heroica
muerte.
26. En seguida, como Tucídides26 pronunció cierta oración fúnebre de los primeros que
murieron en la guerra, nuestro historiador se cree en el deber de hacer lo mismo respecto a
Severiano; pues todos estos escritores tratan de competir con Tucídides, aunque en éste no se halle
la causa de los desastres armenios. Luego, pues, de haber sepultado magníficamente a Severiano,
pone junto al sepulcro a cierto Afranio Silón, centurión, émulo de Pericles, que dice tantas y tales
cosas, que me hicieron llorar de risa, sobre todo cuando el orador Afranio, hacia el fin del discurso,
recuerda con lágrimas y sollozos aquellas suntuosas cenas y bebidas, y acaba, plagiando el Áyax,
esgrimiendo la espada generosa, como no podía menos de ser la de Afranio, y matándose sobre el
sepulcro, en presencia de todos. Merecía, sin embargo, por tan bello discurso, haber perecido antes.
«Esto, dice el historiador, admiró a los presentes, que aplaudieron extraordinariamente a Afranio.»
Yo no le perdono que no hablase casi de otra cosa que de guisos y de platos, y que llorase al
recordar los pasteles, pero sobre todo que, antes de morir, no hubiese tenido la precaución de matar
al autor de semejante farsa.
27. Pudiera, amigo mio, continuar enumerando otros autores semejantes; pero, mencionados
estos pocos, pasaré ya a tratar del otro punto prometido, o sea del consejo para escribir mejor la
historia. Hay algunos que omiten los hechos notables y dignos de recuerdo, o pasan rápidamente
sobre ellos, y que por ignorancia, o por falta de gusto, o por desconocimiento de lo que se ha de
callar y de lo que se ha de decir relatan con exactitud y prolijidad los sucesos más menudos, como
quien, no percibiendo las múltiples y grandes bellezas del Júpiter Olímpico, dejase de elogiarlas y
de hacerlas comprender a los que no las han visto, y se admirase sólo de la regularidad y pulimento
del pedestal, de las buenas proporciones del zócalo, empleando en describirlos todo su esmero.
28. Yo he oído a uno que contaba rápidamente, en siete líneas no cabales, la batalla de
Europo, y gastaba veinte o más medidas de agua 27, en la narración glacial e inoportuna de las
aventuras de un jinete moro llamado Mausacas. Acosado por la sed y perdido entre montes, topó
con ciertos campesinos de Siria, los cuales, estando disponiéndose a comer, se espantaron al pronto,
pero después le invitaron a acompañarles cuando lo reconocieron por amigo, pues casualmente uno
de ellos había viajado por Mauritania con ocasión de ser un hermano suyo soldado en aquella tierra.
De aquí interminables fábulas y narraciones de cómo anduvo de caza en el país de los moros y vio
muchos elefantes paciendo juntos, de cómo estuvo a punto de ser devorado por un león, y de los
grandísimos peces que compró en Cesarea. El admirable historiador, sin cuidarse de las terribles
matanzas que había cerca de Europo, ni de los encuentros, ni de las treguas forzosas, ni de las
guardias de ambos ejércitos, se aleja hasta la noche para ver cómo el sirio Malquión compra casi de
balde en Cesarea magníficos escaros; y si la noche no se le hubiera echado encima, quizá se hubiera
quedado a cenar con él, pues dejó los peces preparados. Si el autor no nos los hubiera referido
cuidadosamente en su historia, ignoraríamos estos sucesos importantes, y daño intolerable para
Roma hubiera sido el que el sediento moro Mausacas regresase al campamento sin beber ni probar
bocado. ¡Cuántas otras cosas necesarias me callo de intento! Que una flautista vino expresamente
de la aldea próxima; que se hicieron mutuos regalos, dando el Moro su lanza a Malquión y éste un
broche a Mausacas, y otros muchos detalles parecidos sobre la batalla de Europo, aunque los
indicados son los más importantes. Con razón podría decirse que tales hombres son de los que no
ven las rosas, pero examinan atentísimamente las espinas próximas a las raíces.
29. Otro historiador estupendamente ridículo, que jamás puso el pie fuera de Corinto, ni llegó
hasta Cencres28, y mucho menos vio la Siria o la Armenia, principia así, pues bien lo recuerdo: «Los
oídos son menos fidedignos que los ojos: escribo, pues, lo que he visto, no lo que me han contado.»
Y tan bien lo había visto todo, que al hablar de los dragones de los Partos, enseñas militares que
guían entre ellos, cada una, si no me equivoco, mil soldados, dice que son enormes serpientes vivas
que se crían en Persia un poco más arriba de Iberia. Al principio las llevan atadas a grandes perchas
y levantadas en alto, para aterrar desde lejos, cuando se dirigen al combate; y una vez trabado éste
las sueltan contra los enemigos, y así fueron devorados muchos de los nuestros, y otros ahogados y
triturados por los inmensos anillos de los dragones. Todo esto lo vio él de cerca, aunque con
seguridad, desde la copa de un altísimo árbol. Hizo bien, a fe mía, en no habérselas de cerca con los
monstruos, pues no tendríamos un escritor tan admirable, autor, asimismo, en esta guerra de grandes
y brillantísimas hazañas; pues ha corrido efectivamente muchos riesgos, y fue herido cerca de Sura,
27 Alusión a la clepsidra, vaso provisto en su fondo de un agujerito, por el cual salía lentamente el agua en un tiempo
determinado. Se usaba para las alegaciones forenses.
28 Aldea a unos doce kilómetros de Corinto.
11
probablemente al pasear de Lerna29 al Cranio30. Sin embargo, leyó todo esto a los Corintios,
perfectamente enterados de que no había visto la guerra ni pintada en un muro. Por lo mismo, no
conoce ni las armas, ni las máquinas, ni la táctica, ni las voces de mando de los ejércitos, y le
importa poco llamar oblicua a la falange derecha, y decir marcha sobre el flanco, en vez de marcha
de frente.
30. Hay otro, excelente de veras, que resume en quinientos renglones, no cabales, todo lo
acontecido en Armenia, Siria, Mesopotamia, y sobre el Tigris y en Media, y luego dice que ha
escrito una historia, y le pone este título, casi tan largo como la obra: «Noticia de los hechos
contemporáneos de Roma en Armenia, Mesopotamia y Media por Antioquiano, vencedor en los
juegos sagrados de Apolo.» Creo que de joven había ganado en ellos un premio en la carrera.
31. He oído a otro que ha escrito su historia en forma de profecía, prediciendo la cautividad de
Vologeso, y la muerte de Osroes entregado a los leones, y sobre todo el codiciadísimo triunfo, y así,
como arrastrado por sibilítico furor, corre al fin de su libro. Antes, sin embargo, funda en
Mesopotamia una ciudad grande de toda grandeza y hermosa de toda hermosura; pregúntase aún y
reflexiona si la llamará Nicea (Victoria), Homonea (Concordia) o Irenea (Pacífica)31, y al fin nada
resuelve, dejando sin nombre aquella ciudad bellísima, llena de delirios y de necedades históricas.
Ha prometido escribir todo lo que nos habrá de suceder en la India, y en la circunnavegación del
mar externo: y no es sólo promesa, pues ya ha compuesto el preámbulo de su Índica, y la tercera
legión, los Celtas, y una pequeña parte de los Moros con Casio 32, han atravesado ya el Indo: lo que
harán después, y cómo resistirán la acometida de los elefantes, nos lo escribirá pronto desde
Musiris33, o desde los Oxídracas34, este historiador portentoso.
32. En tales desvaríos incurren por ignorancia los historiadores que no ven lo digno de verse,
o si lo ven, no aciertan a expresarlo como es debido, fingiendo y arreglando todo lo que, según dice
el refrán, se le ocurre a una lengua inoportuna. Procuran darse importancia con el número de sus
libros, y sobre todo con los títulos que les ponen; pero los hay ridículos del todo. Vaya una muestra:
De las Victorias Párticas, tantos libros; y luego otra vez: De las Párticas. Libro Primero, y
segundo, en fin como el autor35 de la Átida. Otro es mucho más ingenioso (lo he leído): Las
Partonícicas de Demetrio Salagasense. No hago estas citas sólo por gusto de censurar y poner en
ridículo tan bellas historias, sino con fin más útil; pues quien sepa evitar estos y otros defectos
semejantes, tendrá andada ya mucha parte del camino para escribir bien la historia, o por mejor
decir, le faltará muy poco para conseguirlo, si es verdad el principio dialéctico de que cuando no
hay medio entre dos cosas, el apartarse de una lleva necesariamente a la otra.
33. Limpio del todo está el campo, dirá alguno; desbrozado ya de abrojos y de espinas; libre
de escombros y liso y llano, desaparecidas las asperezas de su suelo; por tanto edifica algo en él,
para que se diga que tu talento arquitectónico no sólo consiste en demoler las obras de otros, sino en
erigir obra tan perfecta, que ni el mismo Momo pueda hallarle pero36.
34. Digo, pues, que el buen escritor de historia ha de tener dos condiciones esenciales, a
saber: grande inteligencia política y vigorosa elocución. La primera no se aprende, es un don
natural; la segunda puede adquirirse con mucho ejercicio, asiduo trabajo y gran deseo de imitar a
los escritores de la antigüedad. No pueden ser suplidas por el arte, ni necesitan de mis consejos: mi
libro no ha prometido hacer agudos y sagaces a los que no le sean por don natural; de tanto y tan
inestimable valor sería este secreto, como el de poder cambiar y rehacer las cosas, hasta el punto de
hacer oro del plomo, plata del estaño, un Titormo37 de un Conón, y un Milón38 de un Leotrófides39.
35. ¿Dónde está, pues, la utilidad de tu arte y tu consejo? No en crear lo que debe existir, sino
en prescribir cómo ha de usarse. Es como si Ico, Heródico, Geón o cualquier maestro de gimnasio,
tomase a su cargo a Perdicas, no al que se enamoró de su madrastra y fue víctima de su pasión, pues
esta historia es la del hijo de Seleuco, Antioco y de la bella Estratónice, para hacer de él, no un
vencedor de los juegos olímpicos, rival de Teágenes de Tracia o de Polidamas de Escotusa, sino un
hombre robusto, prometiendo mejorar por medio de su arte y desarrollar la fuerzas concedidas por
la Naturaleza a su discípulo. Así nosotros nada presuntuoso prometemos al decir que hemos hallado
un arte aplicable a tan grande y dificultoso objeto: con esto no queremos decir que podemos coger
cualquiera y hacer de él un historiador, sino que, al inteligente por naturaleza, ingenioso y de
elocución excelente, le podemos indicar ciertos caminos derechos por los cuales, en caso de que así
le parezcan y los siga, llegará con mayor prontitud y facilidad al fin propuesto.
36. Tampoco dirás que un hombre inteligente no necesita arte ni lecciones para las cosas que
ignora: pues de ser así, tañería la cítara o la flauta sin haberla aprendido y sabría todas las cosas. Sin
aprendizaje nada hará, pero con el auxilio de un maestro aprenderá fácilmente y se perfeccionará en
el arte.
37. Entréguesenos, pues, un discípulo pronto en entender y expresarse; agudo de vista y capaz
de dirigir la administración pública; con inteligencia militar unida a la ciencia civil; perito por
práctica en estrategia; un hombre por vida mía, que haya estado alguna vez en los campamentos,
que haya visto los ejercicios y la instrucción de las tropas, que conozca los armamentos y máquinas,
que sepa lo que son flancos, frentes, batallones y escuadrones, maniobras y evoluciones; y, en una
palabra, no queremos un discípulo que jamás haya salido de su casa, y que todo lo sepa por ajeno
testimonio.
38. Pero ante todo y sobre todo sea libre en sus opiniones y a nadie tema ni de nadie espere,
pues de otro modo sería como esos jueces malos que, por dinero, sentencian inspirándose en el
favor o en el odio. No le importe el que a Filipo le dejase tuerto 40 en Olinto la flecha de Aster,
arquero Anfipolitano, y píntelo tal cual era; no le pese el haber descrito con vivos colores la muerte
que Alejandro dio a Clito en un banquete41; no tema a aquel Cleón42, soberano de la asamblea y jefe
de la tribuna, si dice que era violento y peligroso; ni a toda la república Ateniense, si refiere la rota
de Sicilia, el cautiverio de Demóstenes, la muerte de Nicias 43 y cómo los soldados tuvieron sed, y
bebieron, y mientras bebían fueron muertos la mayor parte. Pensará, como es justo, que ninguna
persona de juicio le censurará porque cuente tal cual se verificó una empresa infeliz o mal
37 Sansón helénico. Entre los varios hechos que demostraban su fuerza, citaremos el de haber sujetado por una pata a
dos toros furiosos, que en vano trataron de huir.
38 Atleta célebre por su fuerza extraordinaria.
39 Mal poeta ateniense, de proverbial delgadez. Aristófanes se burla de él en Las Aves, v. 1.405. (V. nuestra
traducción, tomo XXXIV, pág. 292.)
40 Diodoro de Sicilia, lib. VII, dice que esto ocurrió en el sitio de Metona.
41 Vid. Quinto Curcio, VIII, cap. I y siguientes, y Arriano, Anábasis, IV, páginas 8 y 9.
42 V. nuestra traducción de Los Caballeros, de Aristófanes, tomo XXVII de la Biblioteca Clásica, pág. 119.
43 Tucídides, VII, cap. 82 y siguientes.
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dispuesta. El historiador no inventa como poeta los hechos, sino que los refiere. Así pues, cuando
los Atenienses son vencidos en un combate naval, no es él quien echa a pique los navíos; y cuando
huyen, no es él quien los persigue. Todo lo más podrá recriminársele si no hizo votos en ocasión
propicia. Porque si al historiador le fuese lícito callar los sucesos desgraciados o corregirlos a su
gusto, facilísimo le hubiese sido a Tucídides, con una leve plumada demoler las fortificaciones de
Epípolis, sumergir la trirreme de Hermócrates y atravesar de parte a parte al infame Gilipo cuando
cortaba las comunicaciones y caminos; y encerrar, por último, a los Siracusanos en las canteras, y
hacer circunnavegar a los Atenienses por las costas de Italia y de Sicilia, conforme al proyecto
primitivo de Alcibíades44. Pero los hechos, una vez consumados, ni Cloto puede volverlos a
devanar, ni a hilarlos Átropos.
39. El único deber del historiador es narrar con veracidad los hechos. Pero no podrá cumplirlo
si teme a Artajerjes, de quien es médico45, o espera una túnica de púrpura, un collar de oro o un
caballo de Nisea en premio de las lisonjas de su escrito. No harán esto Jenofonte, historiador
imparcial, ni Tucídides. Si tiene enemistades particulares, las pospondrá al interés común, y la
verdad vencerá al odio, y las faltas se dirán, aunque sean de un amigo. El decir la verdad, repito, es
el único deber del historiador, a ella debe posponerse todo cuando de historia se escribe, y única
regla, en fin, y única medida exacta es no mirar sólo a los que actualmente nos escuchan, sino a los
que, en lo sucesivo, leerán nuestras obras.
40. Pues si alguno lisonjea al presente, con justicia se le incluye en aquella grey de
aduladores, ha tiempo detestados por la historia no menos que por la gimnasia los adornos. Cítase
una frase de Alejandro a Onesícrito: «Con placer resucitaría poco después de mi muerte, le dijo,
para oír cómo juzgan los hombres de entonces el relato de mis hechos. No me admiro de que los
elogien y ensalcen ahora, pues cada cual espera pescar mi benevolencia con semejante cebo.»
Aunque Homero haya contado muchas fábulas respecto a Aquiles, algunos se inclinan, sin embargo,
a creerlas, convencidos de su veracidad por el argumento poderoso de que, no habiendo escrito de
un vivo, no había motivo para que mintiera.
42. Con razón, pues, adoptó Tucídides por ley este precepto, y distinguió la buena de la mala
historia, viendo la admiración a Heródoto, llevada hasta el extremo de dar a sus libros los nombres
de las Musas. Su obra, dice46, está escrita para siempre, no para placer del momento: no busca lo
fabuloso, sino dejar a la posteridad un relato de hechos verídicos; y añade que, para toda persona
sensata, la utilidad es el único fin de la historia, pues ha de escribirse con la mira de que si en el
porvenir sobrevienen acontecimientos parecidos, se pueda, viendo los pasados, proceder con acierto
en los presentes.
43. Dadme un historiador que piense de esta manera. Tocante al estilo y a la fuerza de la
expresión no ha de haber en la historia vehemencia, ni rudeza, ni continuidad de períodos, ni
capciosos argumentos, ni artificio alguno retórico inconveniente, sino tranquilidad y nobleza. El
sentido conciso y sustancioso, la dicción clara y urbana, y perfectamente expresiva de los hechos.
44. Porque así como hemos dicho que la franqueza y la verdad han de ser el fin a donde el
ánimo del historiador se enderece, así el único blanco de su estilo será la exposición clara y
luminosa del asunto, sin reticencias, sin dicciones desusadas, pero tampoco recogidas en plazas y
tabernas; tales, en fin, que las entienda el vulgo y las aplaudan los instruidos. Permítese el adorno de
las figuras, pero oportunas y no rebuscadas, pues de otra suerte, el escrito parece a un manjar que
por exceso de condimentos desagrada.
45. El pensamiento del historiador participe de la poesía y acérquese a ella en lo que tiene de
magnífico y grandilocuente, sobre todo cuando describa formaciones de ejércitos y batallas
terrestres y navales. Para esto hace falta cierto soplo poético que hinche las velas de la nave y la
haga deslizarse con suavidad sobre la cima de las olas. La dicción, sin embargo, no ha de levantarse
de la tierra: elévese con la hermosura y la magnificencia del asunto, у equipárese a él en lo posible,
pero sin salirse de su terreno, ni incurrir en entusiasmo inoportuno; porque se pondría en grave
peligro de perder la razón y de precipitarse en desatinado furor poético. Conviene, pues, obedecer al
freno, procurar la sobriedad y tener presente que la fogosidad es tan funesta en los discursos como
en los caballos. Lo mejor será que la expresión, para no quedarse atrás en el suelo, corra a pie,
sujeta a la silla del corcel en que cabalgue el pensamiento.
47. Los hechos no se han de reunir como quiera, sino con esmero detenido y muchas veces
penoso, previa severa crítica. El historiador, sobre todo, ha de haber sido testigo presencial de ellos;
si no sólo se fiará de quienes los relaten con fidelidad incorruptible, y no den motivo alguno a
sospechas de que por odio o amistad quiten o añadan algo a los sucesos. Para esto el autor necesita
discernimiento agudo, y gran tacto para admitir los hechos más probables.
48. Luego que los haya recogido todos o la mayor parte, los reunirá primero en una especie de
memoria, formando un cuerpo informe, sin la debida proporción en sus miembros, y lo ordenará y
hermoseará después con el colorido de la dicción, el adorno de figuras y la armonía de los períodos.
49. En una palabra, a la manera del Júpiter Homérico, que ora dirige la vista a los Tracios
hábiles domadores de corceles, ora a los Misios47, el historiador considerará aparte, ora nuestros
movimientos que referirá tal cual los vea desde su atalaya, ora los de los Persas, y en seguida los de
ambos, si llegan a atacarse. En un mismo ejército no ha de mirar a una sola parte, ni a un infante, ni
a un jinete, como no sea un Brásidas saltando a la orilla, un Demóstenes 48 rechazando al enemigo,
sino lo primero a los generales; y si dan una orden, oírla y saber cómo, por qué y con qué objeto la
han dado. Cuando se libra el combate, el historiador lo verá en conjunto, y pesará los sucesos como
con una balanza, y huirá, en fin, con los fugitivos y perseguirá con los perseguidores.
50. Todo con medida, evitando la saciedad, sin exceder de lo justo, ni relatar puerilmente, sino
con expedición y soltura; fijados los hechos en un punto conveniente, pase, si urge a los otros;
vuelva, tratados éstos, a donde los primeros le reclaman; camine rápidamente en todo; avance en
cuanto sea posible sobre los pasos del tiempo; vuele de la Armenia a la Media, y de un solo aletazo
acuda a Iberia y a Italia, sin permitir que nada se le adelante.
47 Ilíada, XIII, v. 4.
48 Tucídides, lib. IV, 11 y 12.
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51. Pero sobre todo sea su pensamiento como un espejo brillante, sin mancha, perfectamente
centrado, y reproduzca tal cual en él se refleja, la forma de los hechos, sin deformarla, sin añadirle
colores, ni figuras extrañas. El historiador, en efecto, no escribe como los oradores, pues se limita a
expresar hechos ya sucedidos, reduciéndose su misión a ponerlos en orden y contarlos. No necesita,
pues, buscar lo que debe decir, sino cómo ha de decirlo. En una palabra, el autor de historias debe
considerarse semejante a Fidias, a Praxíteles, a Alcámenes o a cualquier otro artista de esta clase.
Estos no fabricaban el oro, la plata, el marfil o las otras materias que empleaban; sino que las tenían
a su disposición, suministradas por Elios, Argivos o Atenienses; limitábanse a darles forma, a serrar
el marfil, a pulirlo, a pegarlo, a ajustarlo y a realzarlo engastándolo en oro. Su arte consistía en
disponer convenientemente la materia; y el trabajo del historiador consiste, de igual modo, en
disponer los hechos bellamente, y en darlos a luz con la mayor brillantez posible. Cuando el que los
oye, cree que los ha visto realmente y aplaude, puede decirse que el trabajo es una obra maestra, y
que merece el elogio tributado al Fidias de la historia.
52. Preparados ya todos los materiales, puede a veces comenzarse la narración sin
preámbulos, sobre todo si la naturaleza del asunto no lo exige, aunque entonces la misma fuerza de
la exposición ilustra a manera de proemio lo que habrá de decirse.
53. Cuando se empiece por un exordio se le dividirá sólo en dos partes, no en tres como los
oradores, omitiendo la relativa a la benevolencia, para procurarse la atención y la docilidad de los
oyentes. Atenderán éstos si comprenden que se les va a hablar de hechos importantes, necesarios,
interesantes o útiles. Lo siguiente se hará inteligible y claro, si se comienza por exponer las causas
de los hechos y un resumen de los sucesos capitales.
54. Los mejores historiadores han empleado esta clase de exordios. Heródoto para que «el
tiempo no desvanezca hechos tan grandiosos y admirables», refiriéndose a las victorias de los
griegos y a las derrotas de los bárbaros. Tucídides porque piensa que la guerra del Peloponeso será
más grande y más digna de memoria que las anteriores; pues ocurrieron en ella terribles desgracias.
55. Después del exordio, breve o largo a proporción de los sucesos, se pasará con arte y
facilidad a la narración; porque todo el cuerpo de la historia no es más que una narración extensa.
Deberá, pues, ir adornada con todas las cualidades que le son propias y caminar con paso suave,
regular y uniforme, sin prominencias ni concavidades. Florecerá en la dicción esa claridad
producida, como he dicho, por la buena encadenación de los hechos, la cual dará soltura y
perfección a todo. Un trozo bien tratado traerá otro que se le unirá como el anillo a la cadena y no
habrá disgregación alguna, ni varias relaciones superpuestas, sino que el segundo se enlazará al
primero, no sólo por la simple yuxtaposición, sino por la comunidad y fusión completa de sus
extremos.
56. La brevedad, útil siempre, lo es mucho más cuando no hay poco que decir; pero ha de
procurarse no tanto en palabras y frases, cuanto en los hechos; por lo cual se tocarán
superficialmente los faltos de interés y se insistirá lo preciso en los importantes, y habrá muchos
que se deberán omitir. Pues si hechos tus preparativos, das a tus amigos un banquete, no irás, entre
pasteles, aves, jabalíes, liebres, vientres de cerdo y platos exquisitos a servirles, porque también
estén preparados, guisado o sardinas, sino que suprimirás este manjar ordinario.
57. La sobriedad es sobre todo necesaria en la descripción de montes, ríos y murallas, para no
dar a entender que uno se complace torpemente en alardear de elocuencia , y en hacer sus propios
negocios sin pensar en la historia. Se tocarán, pues, superficialmente estos pormenores, cuando la
claridad lo exija, y se pasará de largo para evitar su atractivo que sujeta como liga. Así lo hace el
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sublime Homero; aunque tan gran poeta pasa rápidamente por Tántalo, Ixión, Ticio y los otros 49;
pero si Partenio50, Euforión o Calimaco, hubiesen tratado estos asuntos, ¿cuántos versos crees que
hubieran necesitado para llevar el agua a los labios de Tántalo? ¿Cuántos para mover la rueda de
Ixión? Hay más. El propio Tucídides usó poquísimo la descripción: nota la rapidez con que procede,
bien al explicar una máquina, bien la forma de un asedio, diciendo sólo lo útil y preciso, sea que
describa la figura de la Epípolis51, o el puerto de Siracusa. Si acaso su descripción de la peste te
parece larga, considera la naturaleza del suceso, y verás que en realidad camina apresurado, pues
aunque va como huyendo, las numerosas circunstancias del hecho le detienen.
58. Si acaso es necesario hacer hablar a algún personaje, sus palabras serán adecuadas a su
carácter y a los acontecimientos, y además sumamente claras. En esto, sin embargo, podrás lucir tu
elocuencia y tus dotes oratorias.
59. Los elogios y las censuras deben ser moderados, circunspectos, expresivos, breves y
oportunos, pues de otra suerte no son justos, e incurrirías en el mismo defecto que Teopompo, el
cual, por cierta propensión al odio, acusa a casi todas las personas de que habla, y de tal modo se
excede, que más parece un acusador que autor de historias.
60. Si en la narración se interpone alguna fábula, puedes decirla, pero sin darle crédito: déjala
intacta, para que el lector la juzgue conforme a su criterio: tú estás seguro sin inclinarte a un lado ni
a otro.
61. En suma, acuérdate (muchas veces te diré lo mismo) de que no debes escribir sólo para el
momento actual y por conseguir aplausos y honores de tus contemporáneos, sino poner tu mira en
los siglos futuros, escribir para la posteridad y esperar de ella la recompensa de tus trabajos y que
digan de ti: «Fue un hombre independiente, lleno de franqueza, sin adulación ni servilismo y la pura
verdad en todo.» Esto es lo que toda persona de buen criterio antepone a las efímeras esperanzas del
presente.
62. ¿Ves lo que hizo aquel arquitecto Cnidiense? Había construido la grande y maravillosa
torre de Faro, desde lo alto de la cual una hoguera iluminaba a los navegantes muy adentro del mar,
para que no se dejasen arrastrar a las rompientes de la costa impracticable y llena de escollos del
Paretonium. Terminada la obra grabó su nombre profundamente en las piedras de la misma, y lo
cubrió con una capa de cal sobre la que inscribió el nombre del monarca reinante, previendo que,
como así fue en efecto, al cabo de algunos años, caería la cal con las letras, aparecería esta
inscripción: «El Cnidiense Sóstrato, hijo de Dexifanes, a los dioses salvadores, por los navegantes.»
Así, este arquitecto, no miró sólo el momento presente, ni a lo breve de su vida, sino al tiempo
actual y al futuro, mientras con la torre subsista la obra de su ingenio.
63. Así debe escribirse la historia. Es preferible, diciendo la verdad, ganar el aprecio de los
tiempos futuros, a obtener el aplauso de los contemporáneos, con los atractivos de la adulación. Esta
es la regla, esta la balanza reguladora de la historia imparcial. Si se ajustan a ellas los autores, tanto
mejor, no habré trabajado sin fruto; si no, habré hecho rodar mi tinaja por el Cranio.
CLÁSICOS DE HISTORIA
http://clasicoshistoria.blogspot.com.es/
407 Vasco de Quiroga, Información en derecho sobre algunas Provisiones del Consejo de Indias
406 Julián Garcés, Bernardino de Minaya y Paulo III, La condición de los indios
405 Napoleón Colajanni, Raza y delito
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398 Sebastián de Miñano, Lamentos políticos de un pobrecito holgazán
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395 Los españoles pintados por sí mismos (3 tomos)
394 Ramón de Mesonero Romanos, Memorias de un setentón natural y vecino de Madrid
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385 Gaspar Núñez de Arce, Estado de las aspiraciones del regionalismo
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