Porque La Lucha Por Un Hijo No Termina

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“Porque la lucha
por un hijo no termina…”

Testimonios de las madres


del Colectivo Familias de Desaparecidos
Orizaba-Córdoba

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Universidad Veracruzana

Sara Ladrón de Guevara


Rectora

María Magdalena Hernández Alarcón


Secretaria Académica

Salvador Tapia Spinoso


Secretario de Administración y Finanzas

Octavio Ochoa Contreras


Secretario de Desarrollo Institucional

Édgar García Valencia


Director Editorial

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“Porque la lucha
por un hijo no termina…”
Testimonios de las madres
del Colectivo Familias de Desaparecidos
Orizaba-Córdoba

Celia del Palacio


Editora

Fotografías de
Daniel GM

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Diseño de interiores de la serie: David Medina
Armado de forros e ilustración digital: Jorge Cerón Ruiz

Clasificación LC: HV6322.3.MX P67 2020


Clasif. Dewey: 362.87
Título: “Porque la lucha por un hijo no termina…” : testimonios de las
madres del Colectivo Familias de Desaparecidos Orizaba-Córdoba /
Celia del Palacio, editora literaria ; fotografías de Daniel GM.
Edición: Primera edición.
Pie de imprenta: Xalapa, Veracruz, México : Universidad Veracruzana, Dirección
Editorial, 2020.
Descripción física: 269 páginas, 30 páginas de láminas sin numerar : fotografías (algunas
en color) ; 23 cm.
Nota: Bibliografía: páginas 19-23.
ISBN: 9786075028538
Materias: Personas desaparecidas--México--Veracruz-Llave (Estado).
Víctimas de secuestro--México--Veracruz-Llave (Estado).
Víctimas del terrorismo de Estado--México--Veracruz-Llave (Estado).
Autor relacionado: Palacio, Celia del.

DGBUV 2020/25

Primera edición, 10 de octubre de 2020

D. R. © Universidad Veracruzana
Dirección Editorial
Nogueira núm. 7, Centro, cp 91000
Xalapa, Veracruz, México
Tels. 228 818 59 80; 228 818 13 88
direccioneditorial@uv.mx
https://www.uv.mx/editorial

ISBN: 978-607-502-853-8

DOI: 10.25009/uv.2435.1518

Este libro fue impreso gracias al apoyo financiero de la Fundación Heinrich Böll. Las opiniones
ver-tidas por los autores en las páginas siguientes no representan las que pudiera sustentar la
Fundación.

Impreso en México
Printed in Mexico

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“Porque la lucha por un hijo no termina
y una madre nunca olvida…” Los testimonios
de las madres del Colectivo Familias de
Desaparecidos Orizaba-Córdoba

Celia del Palacio

Los desaparecidos no desaparecen ni desaparecerán,


mientras estén vivos en la memoria
de quienes se reconocen en ellos.
Eduardo Galeano

Este libro es un ejercicio de memoria, un esfuerzo por visibilizar las


historias de vida de jóvenes cuyo paradero, en la mayor parte de los casos,
aún se ignora. Jóvenes que han sido criminalizados, estigmatizados o, como
el menor de los agravios, ignorados, tanto por las autoridades que debieron
encontrarlos como por una sociedad que teme involucrarse, que prefiere
mirar hacia otro lado. La desaparición forzada de personas y la desapari-
ción por particulares son crímenes que afectan no solo a la víctima directa.
Estas historias muestran las muchas maneras en que la desaparición de un
familiar destruye las vidas de los parientes cercanos y daña profundamente
el tejido social.
El libro es también un reconocimiento a los familiares –en su mayoría
madres– que no han claudicado en la búsqueda, ya no de justicia, porque
ellas saben que eso es inalcanzable en el país de la impunidad, sino de

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un vestigio, un fragmento, un indicio de sus seres queridos. Sus indagacio-
nes para encontrar “en vida, en muerte o en fosas clandestinas” no se han
detenido a lo largo de los años, ni siquiera en medio de la pandemia de
covid-19, con todo lo que ello ha implicado. Con gran valentía y entrega
reclaman su derecho a saber qué pasó, a conocer el paradero de sus fami-
liares y, al menos, en la peor de las circunstancias, el derecho a una tumba
digna para sus hijos.
El Grupo RECO de Tijuana, que acompaña a las familias de desapareci-
dos en el norte del país, en su nombre abrevia los tres procesos de memoria
relevantes para la sanación social: recordar, reconstruir y reconciliar. Estamos
muy lejos de los últimos dos, pero coincido en que un ejercicio constante de
memoria es fundamental para, algún día, reconstruir y reconciliar.
Este ejercicio de memoria debe servir para visibilizar a las personas que
han sido ignoradas, para escuchar las voces que no han sido tomadas en
cuenta; debe sobre todo dar reconocimiento a los testimonios de las perso-
nas –sobre todo mujeres– que han sufrido todo tipo de maltratos, el peor
de los cuales es el descaro con el que las autoridades desestiman sus casos,
revictimizan a sus hijos e ignoran sus demandas de justicia. Esas voces son
las que se plasman en este libro. Las voces de familiares que comprendieron
que solo unidos lograrían ser escuchados.
El Colectivo Familias de Desaparecidos Orizaba-Córdoba se formó en
2012 por la iniciativa de Aracely Salcedo Jiménez, quien, a raíz de la desa-
parición de su hija Fernanda Rubí, inició una lucha, al principio solitaria,
para encontrarla. Fue reuniendo a otras madres que estaban también en
busca de sus hijos desaparecidos y que tampoco hallaron apoyo en las au-
toridades. En 2020, este grupo está compuesto por más de 370 familias de
la región.
En el Colectivo, los familiares encuentran acompañamiento en ma-
teria legal y apoyo solidario y, cuando se requiere, incluso ayuda eco-
nómica. Se llevan a cabo búsquedas en fosas clandestinas –“campos de
exterminio”, como las ha llamado Aracely Salcedo, o “espacios dolientes”
(Aguirre, 2016)– para devolver a las víctimas la dignidad perdida; buscan
también en cárceles, en centros de rehabilitación y en refugios para indi-
gentes. El Colectivo lleva a cabo seguimiento legal e impulsa la visibiliza-
ción de los casos, realiza cursos, talleres y, en ocasiones, brinda atención
psicológica y cuidado emocional.

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Para sus integrantes, reunirse en el Colectivo ha significado una expe-
riencia de solidaridad importante, una posibilidad de acción colectiva, un
paso de la súplica a la exigencia, un paso de la rabia impotente a la posibi-
lidad de interceder y de generar un cambio para lograr el reconocimiento
de los derechos de sus familiares ausentes. Este grupo es una familia para
aquellos que han perdido la propia, es un espacio seguro donde se pueden
intercambiar testimonios y sentimientos de dolor que, fuera de ahí, no son
siempre bien recibidos o cabalmente comprendidos.
Sobre la importancia de los colectivos para la resistencia y la acción po-
lítica se han realizado algunos estudios académicos (Villarreal, 2004 y 2016;
Robledo, 2017; Iliná, 2019; Vecchioli y Rebollar, 2019) y algunos investiga-
dores se han involucrado en el tema específico de Veracruz (Villarreal, 2014;
Padilla, 2018). Sobre el Colectivo de Familiares Orizaba-Córdoba existe una
tesis que narra la historia de este grupo, la contextualiza debidamente y anali-
za sus acciones como comunidad de duelo (Soto, 2018).
Asimismo, la búsqueda en fosas clandestinas en Veracruz –fosas que, se-
gún la Fiscalía de Veracruz, sumaban 601 entre 2011 y 2018 (Holst, 2020)–
ha quedado plasmada en algunos artículos y libros académicos (Aguirre, 2016;
Huffschmidt, 2019) y en un número importante de crónicas y de reportajes
periodísticos, así como en varios videos (Huffschmidt y Hennies 2019; Elie,
2018; Animal Político, 2017; Guillén, Torres y Turati, 2018; Lozano, 2020;
Rompeviento TV, 2014). Sin embargo, aún quedan muchos aspectos que
analizar, como las formas y posibilidades de empoderamiento político de los
familiares, la producción de subjetividad a partir de la acción colectiva y
la búsqueda de respuestas a preguntas como las que se hace Jimeno: ¿qué
hacen las experiencias de la violencia al cuerpo de las personas, a la comu-
nidad, a la nación? (Jimeno 2008).
Los medios de comunicación han sido casi siempre aliados de los fami-
liares de desaparecidos, visibilizando sus casos y muchas veces haciendo un
seguimiento de estos.1 Periodistas veracruzanos como Noé Zavaleta, Oliver
Coronado, Miguel León, Ignacio Carvajal y Violeta Santiago han procura-
do acercarse a la parte más humana de esta tragedia, contando las historias

1 Tal solidaridad lamentablemente no es generalizada: ha habido ocasiones en que al-

gunos medios, en connivencia con ciertas autoridades, se han prestado a la difamación, en


particular de la fundadora del grupo, Aracely Salcedo (véase su testimonio en este libro).

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de dolor en innumerables artículos, crónicas e, incluso, en algunos libros
(Canseco y Zavaleta, 2018; Santiago, 2019).
Algunos reportajes y crónicas de periodistas han ayudado a hacer pa-
tente esta situación incluso mucho más allá de las fronteras del país (Siscar,
2014; García, 2014) y varias entrevistas concedidas por las madres, contenidas
en libros (Roitstein y Thompson, 2018) o trasmitidas en medios internacio-
nales, han sido fundamentales para dar a conocer la situación que se vive en
Veracruz en materia de desaparición forzada.2
En un sinnúmero de videos y de cortometrajes se han contado algunas
de las historias de estas familias veracruzanas tocadas por la tragedia y, en
particular, las historias de algunas de las familias del Colectivo Familias de
Desaparecidos Orizaba-Córdoba (Coronado, 2016; Rabasa, 2019; Cencos,
2018; Centro de Derechos Humanos Toaltepeyolo, 2016, 2019 y 2019a; El
Mundo de Córdoba, 2020; iteso, 2020; Serapaz, 2015).3 Finalmente, debo men-
cionar las denuncias por medio de la fotografía en reportajes periodísticos
(García, 2014) y en libros (Márquez, 2018).
Es importante señalar que, a diferencia de todos estos acercamientos a la
problemática que intentan comprender o hacer manifiesto el drama de la desa-
parición forzada, este libro no pretende hacer una análisis académico: pre-
senta testimonios directos de las familias. Queremos darles la oportunidad
de decir su verdad, en sus propias palabras. Es la primera vez, en Veracruz,
que las experiencias narradas de manera extensa por 20 personas afectadas
por la desaparición de sus familiares se reúnen en una sola publicación,
con el valor adicional que aportan a sus testimonios las notables fotografías
tomadas con una intención particular por el maestro Daniel GM, cuyo pro-
yecto artístico dio pie a la idea de este libro. Damos así rostro a la tragedia
narrada en estas páginas.

2 No me detengo en las innumerables entrevistas hechas a las fundadoras de otros colec-

tivos estatales (los más visibles ante la opinión pública han sido Solecito Veracruz y Colectivo
María Herrera de Poza Rica) ni en los artículos y reportajes sobre su labor. Quiero, sin em-
bargo, anotar las entrevistas hechas a Aracely Salcedo en Deutsche Welle (1 de abril de 2019)
y en Radio France (15 de febrero de 2018).
3 Acaba de hacerse pública una serie de entrevistas realizadas por el Instituto Mexicano

de Derechos Humanos y Democracia a los familiares de desaparecidos en Veracruz, las cuales


son accesibles en la página del proyecto Dignificando La Memoria.

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Contexto mínimo

Las cifras de desaparecidos en Veracruz varían de una fuente a otra. De


acuerdo con el Centro de Planeación, Análisis e Información para el Com-
bate a la Delincuencia (Cenapi),4 se registran 1 164 desaparecidos entre 2006
y 2018; el Registro Nacional de Personas Desaparecidas (rnpd)5 registra
726 casos entre diciembre de 2006 y enero de 2018; y el Registro Público
de Personas Desaparecidas (rppd)6 afirma que desaparecieron 2 433 perso-
nas entre enero de 2006 y diciembre de 2016 (Soto, 2018). Estas cifras son
constantemente cuestionadas por los 16 colectivos de familiares de víctimas
existentes en el estado, quienes calculan una cifra negra mucho más alta
(ceav-imdhd, 2019).
Las causas de esta cifra negra son varias: durante los años 2017 y 2018 la
Fiscalía no proporcionó datos de personas desaparecidas en Veracruz (Soto,
2018) y, por otro lado, también se considera el hecho de que muchas familias
han preferido no denunciar, por miedo no solo a los delincuentes, sino tam-
bién a ser criminalizados por las autoridades.7 Los testimonios que se plas-
man en este libro confirman el reiterado abuso de los operadores del sistema
de justicia, especialmente policías y agentes del ministerio público o fiscales.
En los municipios aledaños a las zonas urbanas de Córdoba y de Oriza-
ba, las mismas fuentes registran los casos siguientes: Cenapi-76; (ceav-imd-
hd, 2019); Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desapare-
cidas (rnped), fuero común-73; rnped, fuero federal-24 y rppd-261 (Soto,
2018), aunque esta información no coincide con los registros del Colectivo
Familias de Desaparecidos Orizaba-Córdoba, que a la fecha apoya a más
de 370 familias de la región. No en vano al territorio situado entre Córdo-
ba, Xalapa y Veracruz se le ha llamado “El Triángulo de los Bermúdez”, en
alusión al Triángulo de las Bermudas, zona mágica donde aviones y barcos
desaparecen. Tal denominación figurada fue motivada por el apellido del

4 Adscrito
a la extinta Procuraduría General de la República (pgr).
5 Adscrito
al Sistema Nacional de Seguridad Pública (snsp).
6 Adscrito a la Fiscalía General del estado de Veracruz (fge).
7 En una entrevista televisada, Aracely Salcedo afirmó que, en 2015, se calculaba que

solo se hacía una denuncia por cada seis desapariciones (Serapaz, 2015).

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entonces secretario de Seguridad Pública Estatal, Arturo Bermúdez Zurita
(Andrés Timoteo, citado por Siscar, 2014), señalado de ser responsable o
cómplice de muchos de los casos aquí reseñados.
Los casos no solo abarcan los municipios de Orizaba y Córdoba, sino
muchos de la zona de las Altas Montañas e, incluso, de la zona metropolitana
del Puerto de Veracruz. Esta región ha estado históricamente marcada por el
trasiego de mercancías legales e ilegales entre la costa y el centro del país. Es
también un paso obligado para los migrantes ilegales en su camino a Estados
Unidos. En los últimos años, las bandas criminales que se resguardan todavía
en las zonas montañosas y que operan en las fronteras entre Veracruz, Puebla
y Oaxaca han sido señaladas como responsables de asaltos a autotransportes,
huachicoleo y tráfico de armas, drogas y personas, así como de cobros de piso,
secuestros y extorsiones, entre otros delitos (Soto, 2018; Siscar, 2014). Este
ambiente criminal es una continuidad y extensión de la manera en que los
conflictos sociales y políticos en la región han sido dirimidos históricamente
en la región a través de la violencia. En efecto, la historia local está llena de
conflictos por la tierra y de enfrentamientos entre caciques en las zonas
cañeras de la región, así como de continuos pleitos intra e intersindicales en
la industria textil del Valle de Orizaba, hoy casi desaparecida. La presencia de
bandas criminales dedicadas al robo de mercancías y al tráfico de personas
tiene también antecedentes remotos (Olvera, Zavaleta y Andrade, 2013). La
impunidad de los delincuentes es ciertamente una lamentable característica
de la historia tanto regional como del estado de Veracruz.
Ante las acciones de resistencia de los primeros colectivos de víctimas en
el país, que surgen a partir de la histórica marcha del poeta Javier Sicilia
en 2011, el Estado respondió creando leyes e instituciones que, siguiendo la
tradición histórica, resultaron disfuncionales desde el principio. Se aprobó una
Ley General de Víctimas (2013, reformada en 2017) a nivel federal y una Ley
de Víctimas del Estado de Veracruz (emitida en 2014; después se emitió una
nueva en 2017). Esta última determinaba la creación de un Sistema Estatal
de Atención a Víctimas, que fue instalado formalmente hasta junio de 2019.
La Comisión Ejecutiva Estatal de Atención Integral a Víctimas (ceeaiv)
en el estado de Veracruz fue creada en 2017, envuelta en polémica. Como
afirma Aracely Salcedo en este libro, dicha Comisión apenas contaba con
los recursos para atender las necesidades más apremiantes. En 2017 fue emi-
tida la Ley en Materia de Desaparición Forzada de Personas, Desaparición

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Cometida por Particulares y del Sistema Nacional de Búsqueda de personas
–este último fue instalado recién en noviembre de 2018 y reconoce, en el
papel, una serie de derechos a las víctimas y a los familiares.
También en febrero de 2018 se establecieron las Fiscalía Especializada
en la Investigación de Delitos de Desaparición Forzada a nivel federal; pero,
a un año de su creación, la Fiscalía no había consignado ningún caso, es
decir, se mantuvo 100% de impunidad. En Veracruz, la Ley en Materia de
Desaparición de Personas fue promulgada en 2018. Dicha ley ordenaba
la creación de: la Comisión Estatal de Búsqueda, el Consejo Estatal Ciuda-
dano, el Fondo Estatal de Víctimas de Desaparición, la Fiscalía Especializada
en Desaparición y el Mecanismo de Acceso a Datos, todos los cuales se que-
daron en el papel.
Al asumir la gubernatura de Veracruz el 1 de diciembre de 2018, Cuitlá­
huac García tuvo el inusual gesto de declarar el estado de emergencia hu-
manitaria, reconociendo así la gravedad de la situación. De ahí se derivó
el Programa Emergente por Violaciones Graves de Derechos Humanos en
Materia de Desaparición de Personas, que supuestamente debería poner
en operación toda la legislación antes mencionada, dotando de recursos y
de personal a las nuevas instituciones creadas o por crearse.
Se establecieron el Consejo Estatal Ciudadano y la Comisión Estatal de
Búsqueda en febrero de 2019, pero esta última, hasta la fecha, la encabeza
una encargada de despacho después de la renuncia de su titular a dos me-
ses de tomar posesión. Se creó también en la misma fecha la Dirección de
Cultura de Paz y Derechos Humanos dentro de la Secretaría de Gobierno y
entró en vigor la Ley para la Declaración Especial de Ausencia por Desapa-
rición de Personas.8
Todas estas regulaciones e instituciones han sido claramente insuficien-
tes o definitivamente inoperantes, según los testimonios aquí contenidos, y
se han constituido en meras “administradoras del sufrimiento” de las vícti-
mas y de sus familiares (Estévez, 2017). Hasta la fecha, prevalecen las caren-
cias en el Sistema Estatal de Atención a Víctimas, las cuales impiden realizar
de manera adecuada el seguimiento de los casos.

8 Datos
recabados en entrevista de Alberto Olvera a la licenciada Anaís Palacios, realizada
en agosto de 2019.

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Esta situación crítica se está agravando aún más por los recortes al pre-
supuesto de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas, que están dejan-
do a las familias de las víctimas en una mayor indefensión.9

Este libro

Este libro de ninguna manera pretende constituir un informe exhaustivo,


ni siquiera estadísticamente representativo, ya que manifiesta las experien-
cias de apenas 5.4% de los integrantes del Colectivo. Debe considerarse
también que los integrantes de los 15 colectivos restantes en Veracruz po-
drían narrar experiencias igualmente dolorosas. Por tanto, esta obra debe
entenderse como una pequeña muestra –apenas la punta del iceberg– de la
tragedia humana que se vive en el estado.
Se trata, ante todo, de un seguimiento al proyecto propuesto por el fo-
tógrafo Daniel GM a los miembros del Colectivo Familias de Desaparecidos
Orizaba-Córdoba a principios de 2018. El objetivo de Daniel era mostrar el
dolor de las madres con hijos desaparecidos. Habiendo él mismo pasado
por ese trago amargo –al haber enfrentado la desaparición de su primo–, se
propuso mostrar imágenes diferentes de lo que cotidianamente vemos en
las fichas oficiales de las víctimas. En estas se exhiben fotografías de las per-
sonas desaparecidas que terminan no diciendo mucho y que incluso natura-
lizan las desapariciones. Daniel quería mostrar más: quería hacer entender a
otros lo que la ausencia de un ser querido provoca en los cercanos. ¿Cómo
expresar lo inexpresable? Pidió a las señoras que accedieron a participar en
el proyecto que tomaran en sus brazos una imagen de sus hijos y respondie-

9 Muestra de ello es la demanda de las familias de las víctimas del atentado al bar Caballo

Blanco, de Coatzacoalcos, en 2019. Una abuela desesperada reclamó al presidente Andrés


Manuel López Obrador, el 5 de junio de 2020, por el cese del apoyo que otorgaba la Co-
misión Ejecutiva de Atención a Víctimas (ceav) a sus nietos, el cual no recibieron en los
últimos dos meses. El gobernador Cuitláhuac García tampoco cumplió con la promesa de
facilitar el otorgamiento de la custodia legal de esos menores a los familiares de las víctimas y
de otorgar becas para los huérfanos. A la señora ya no le importa “que se haga justicia, sino
que los niños no queden en el desamparo” (Aviña, 2020).

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ran a la pregunta: “Si este 10 de mayo supieran algo de sus hijos o llegaran
sus hijos, ¿qué harían ustedes?” Muchas de esas respuestas se encuentran en
este libro.
El fotógrafo consiguió recursos a través de familiares y donadores solida-
rios para hacerse de los materiales necesarios. Lamentablemente no alcanzó
lo recaudado para incluir a todas las madres. El proceso para elegir a quie-
nes formarían parte de la exposición fue estrictamente aleatorio: la coordi-
nadora y fundadora del colectivo, Aracely Salcedo, avisó a todas las madres
y les pidió que aquellas que quisieran participar se inscribieran en una lista.
Las 25 primeras fueron las que integraron el proyecto. Posteriormente, por
circunstancias especiales, se añadieron cinco fotografías más, como lo narra
Daniel en la entrevista contenida en este libro. La exposición se presentó
por primera vez en la Galería Casa 243 de Orizaba, el 10 de mayo de 2018.
Desde entonces se ha mostrado en distintos espacios del estado de Veracruz
y ya hay planes para presentarla fuera del país.
Tuve la fortuna de estar presente en la inauguración de la exposición en
la Casa del Lago en septiembre de 2018 en Xalapa. Ahí le propuse a Aracely
Salcedo escribir los testimonios de las madres que aparecen en las foto-
grafías. Una vez que ella puso a consideración del Colectivo la idea y esta
fue aceptada, hice las entrevistas a profundidad en la ciudad de Orizaba,
entre octubre y noviembre de 2018, con 25 madres, hermanas, tías, esposa
y padre de los desaparecidos.
No me interesaba que contaran los pormenores de los expedientes ni
pensé en utilizar los datos para estadísticas de ningún tipo, consciente de
que no estaba construyendo una “muestra representativa” de una tragedia
social y de que, con frecuencia, por mejores que sean las intenciones, en los
trabajos académicos no deja de haber un componente de “extractivismo”
que no beneficia en nada a las víctimas. Este libro es fundamentalmente
un intento de darles voz a los familiares de los desaparecidos, de recoger
sus historias tal como ellos las han sistematizado después de años de lucha.
Por eso tampoco hay pretensiones de objetividad en el emprendimien-
to. Quise que contaran su experiencia, que hablaran de quiénes son sus
hijos, cómo eran en la infancia, cuáles eran sus ilusiones antes de que un
“rayo frío, un golpe helado, un hachazo invisible y homicida”, como es-
cribiera Miguel Hernández, truncara sus planes y destrozara la vida de sus
familiares.

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Por circunstancias ajenas a mi voluntad, el proyecto avanzó muy lenta-
mente en 2019, hasta que pude retomarlo en marzo de 2020. Las entrevistas
fueron transcritas puntualmente y con gran profesionalismo y empatía por
David Torres, entre noviembre de 2018 y febrero de 2019, y completadas en
tres casos excepcionales por Elisa Rifka y Aidée Orea, a finales de 2019 y
principios de 2020; a los tres agradezco cumplidamente.
Fueron editadas, reescritas por mí a lo largo del año, en los momentos
en que la quimio y la radioterapia para tratar un cáncer de mama agresivo
me lo permitieron. Pude concluir la labor en marzo de 2020. Entonces pro-
cedí a presentar esas versiones y a aclarar dudas con los familiares en entre-
vistas largas en Orizaba los días 13 y 14 de ese mismo mes. En los casos en
que los familiares no pudieron estar presentes, se enviaron las entrevistas a
Aracely Salcedo para que ella se las compartiera e hicieran las correcciones
pertinentes. No pude hacer una nueva visita a Orizaba debido a que la pande-
mia de covid-19 ya no lo permitió. La misma Aracely Salcedo me envió, en
mayo de 2020, algunas impresiones de las entrevistadas sobre la entrevista y
su participación en este libro.
Lo más desolador del reencuentro con los familiares fue constatar que los
procesos legales que me habían sido narrados en octubre y en noviembre de
2018 no registraban avance alguno en marzo de 2020. En lo que concierne al
ámbito legal, nada había cambiado. Respecto a la esfera de lo íntimo, en algu-
nos casos hubo pérdidas irreparables: madres que quise entrevistar en 2018 y
que pensé encontrar al fin en 2020 murieron sin conocer el paradero de sus
hijos; un abuelo que acompañaba la búsqueda también falleció y algunas
de las madres entrevistadas se retiraron del Colectivo por diversas razones.
Por todo lo anterior, la versión definitiva de este libro contiene 20 entrevistas.
También entrevisté para este libro a las personas que han colaborado
con este grupo de familias: Víctor Hugo Guzmán, del Centro de Derechos
Humanos Toaltepeyolo, A. C., que ha sido un constante sostén para los fa-
miliares que buscan a sus hijos en la región, y el artista gráfico Aldo Daniel
Hernández, Fise, autor de varios murales que representan los rostros de los
jóvenes desaparecidos. Ellos narran las dificultades y vicisitudes por las que
ha pasado este grupo de personas para visibilizar los casos de sus familiares.
Y, por supuesto, no podía faltar el testimonio de Daniel GM, en su doble
carácter: como primo de un desaparecido y como el fotógrafo autor de las
imágenes aquí presentadas.

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Entiéndase pues este libro como un artefacto de memoria que contiene
los testimonios de quienes son silenciados por los discursos oficiales o apa-
bullados por equívocas cifras que no dicen nada. Es un discurso alternativo
al institucional, para hacer frente a quienes aún ahora niegan la verdad,
quienes aún ahora criminalizan y revictimizan a los desaparecidos y a sus
familiares.
Los testimonios contenidos en estas páginas evidencian muchos elemen-
tos que aún quedan por analizar en otros espacios:

1. Los núcleos geográficos y las coyunturas específicas de la delincuen-


cia a partir de 2011 en esa región de Veracruz. A partir de esta pe-
queña muestra, podemos ver lugares y fechas específicos en donde se
agrupan las desapariciones, patrones más o menos sistemáticos que
un análisis de contexto cuidadoso podría develar claramente.
2. La cantidad escandalosa de víctimas de desaparición forzada o por par-
ticulares, en su mayoría jóvenes, y cuyos perpetradores son presuntos
miembros de la delincuencia organizada, miembros de las corporacio-
nes de seguridad o una mezcla de ambos.10
3. La precariedad extrema en que vive una gran cantidad de personas de
la zona y la descomposición social en la región.
4. La indolencia de todo el sistema de justicia y la criminalización y hos-
tigamiento a los familiares por parte de las autoridades de todos los
niveles, lo que resulta en una total impunidad. En las tres adminis-
traciones estatales y en las dos federales que han transcurrido entre
2011 y 2020, los familiares no han encontrado una solución a este
grave problema.11

10 Como un ejemplo de que esta colusión sigue vigente, muestro estas notas recientes: el
7 de junio de 2020, se publicó la detención, por parte de agentes ministeriales, de dos miembros
de unas llamadas Fuerzas Rurales, presuntamente ligadas a desapariciones, que se encontraban
resguardados en el cuartel militar Miguel Hidalgo, de Orizaba. Uno de ellos es Carlos N, lí-
der cañero del ingenio Central Motzorongo. A raíz de estas detenciones, se desataron protestas
de los cañeros en la zona (Al Calor Político, 7 de junio de 2020a y 7 de junio 2020b).
11 Si Javier Duarte ignoró las demandas del Colectivo, obligando a sus integrantes a inter-

pelarlo públicamente en varias ocasiones, y Miguel Ángel Yunes hizo promesas que olvidó
rápidamente, Cuitláhuac García, en una reunión pactada con los familiares en Orizaba, con-
dicionó la audiencia a que solo estuvieran presentes los familiares de siete desaparecidos en

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5. El empoderamiento y crecimiento personal de los familiares, quienes
de manera involuntaria han tenido que adoptar el papel de minis-
terios públicos o de fiscales, tomando a su cargo la investigación de
los casos. Han tenido que aprender sobre leyes, antropología forense,
tanatología y otros tantos temas, y se han visto forzados a hablar en
público y ante los medios de comunicación y a interpelar a funcio-
narios de todos los niveles, exigiendo el esclarecimiento de sus casos.

Este libro pretende sensibilizar a los lectores sobre un problema fundamen-


tal que se extiende no solo en el estado de Veracruz sino en todo el país.
Es un grito contra la impunidad, al que debemos sumarnos todos. Es, además,
un puente entre estas familias que han sufrido lo indecible y una sociedad
que no quiere saber, que no quiere escuchar, que piensa que la desgracia
no le llegará si se mantiene lo suficientemente lejos. Las historias contadas
por personas comunes y corrientes, que hablan de jóvenes normales, como
muchos otros, nos recuerdan que nadie está exento de la violencia criminal
y de la impunidad oficial: no hay un “ellos” y un “nosotros”. Los desapare-
cidos son de todos.

Palabras finales

Quiero agradecer infinitamente, en primer lugar, a todas las madres, herma-


nas, abuelas, esposa, tía, padre de las víctimas, iniciando por Aracely Salce-
do, por la confianza depositada en mí para la realización de este proyecto,
por permitirme ser la voz de su dolor. Y agradezco profundamente a Daniel
GM, por facilitarnos las fotografías que tanto han significado en su vida.
Extiendo mi agradecimiento también al Centro de Derechos Humanos
Toaltepeyolo, A. C., en cuyas instalaciones se llevaron a cabo las entrevistas;
a su coordinador, Víctor Hugo, y al artista gráfico Fise.

octubre de 2019, provocando el enojo de las familias de más de 50 víctimas que esperaban
fuera del hotel donde se hospedaba. El mandatario estatal terminó por escaparse por la puerta
trasera del recinto (Zavaleta, 2019 y testimonios personales de madres).

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Mi gratitud a Aidée Orea, Elisa Rifka y, con especial cariño y recono-
cimiento, a David Torres, por la transcripción puntual y cuidadosa de las
entrevistas y su acompañamiento solidario en todo momento.
Gracias también a la Fundación Heinrich Böll, por apoyar económica-
mente el proyecto, en particular a su coordinador de programas para Méxi-
co, Rodolfo Aguirre, y a Édgar García Valencia, director de la Editorial de
la Universidad Veracruzana, por su interés en realizar todos los trámites de la
edición de este libro.
En este sentido, va también mi reconocimiento a Silverio Sánchez por
su labor en la fina corrección del manuscrito, así como al extraordinario
equipo editorial de la Universidad Veracruzana. Un lugar especial merece
la rectora de esta casa de estudios, Sara Ladrón de Guevara, por poner un
interés personal en este libro de modo que pudiera llegar a más personas.
Su apoyo para la realización de este proyecto fue fundamental; de corazón,
gracias.
Un reconocimiento a Sergio Stern, que estuvo apoyando emocionalmen-
te este viaje y, como siempre, con todo mi amor, va mi gratitud a Alberto J.
Olvera, por el soporte emocional, sus valiosas contribuciones académicas y
sus acertados comentarios y correcciones a este texto.
Estoy convencida de que entre todos hemos constituido una comuni-
dad emocional (Jimeno, Varela y Castillo, 2019) que ha permitido compar-
tir el dolor y buscar conjuntamente un modo de visibilizar la impunidad ante
la violencia sufrida por estos jóvenes, cuyos sueños se vieron truncados, y
por sus familias.

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Salcedo”. https://www.youtube.com/watch?v=hvFEALa36CU
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La búsqueda que dio origen a un colectivo

Fernanda Rubí Salcedo Jiménez


Desapareció el 7 de septiembre de 2012

Aracely Salcedo,
madre de Fernanda Rubí

Soy originaria de Villa Ahumada, Chihuahua, pero gran parte de mi


vida la he vivido aquí, en Orizaba, porque mi padre, el señor Fernando, es
de acá. Mi mamá, la señora Josefina, es de allá. Pero, desde que mis papás se
separaron, mi familia regresó a Chihuahua. Yo tendría 13 años.
Antes de que Rubí desapareciera, habíamos estado de vacaciones allá
porque mi hija fue a bautizar a mi nieto, hijo de su hermano mayor; ella es
su madrina y lo bautizó el 7 de julio de 2012. Rubí se quedó por allá con mi
familia un tiempo más.
Cuando regresó, acababa de cumplir 21 años y quedó de reunirse con
unas amigas. Por unas declaraciones de esas muchachas supe que una sema-
na antes estuvieron en un antro y a mi hija le mandaron un ramillete. Me
dijeron que ella lo rechazó, no lo quiso. Y, por eso, según declararon otros
testigos después, a mi hija se la mandó a levantar, porque ella despreció
a un jefe de plaza. En ese tiempo prevalecía la negación, no tan solo en la
ciudad de Orizaba, sino en todo el estado. Se decía que aquí no pasaba
absolutamente nada.
El día 7 de septiembre del 2012 llovió mucho. En la tarde me habló mi
hija, me dijo que pensaba salir en la noche. Siempre me decía las cosas, por-

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que yo con Rubí tengo una muy buena relación. Ese día yo llegué a mi casa
cerca de 10:20, 10:25 de la noche, porque me quedé hasta tarde a trabajar
en la clínica y llovía mucho, mucho.
Cuando llegué a casa me recibió mi hijo el más pequeño y, así como si
nada, me dijo:
—Mami, mi hermanita se acaba de ir. Vino el taxi por ella porque llovía
mucho.
—¿Y se fue mojando? –le pregunté.
—No, se llevó un paraguas.
Efectivamente, entre las cosas personales que se quedaron en el antro
esa noche y que luego me regresaron, estaban la bolsa de mi hija, un para-
güitas, una chamarra, su cartera completa con su dinero, todas sus perte-
nencias. Lo único que ella llevaba en la mano era el teléfono celular, eso fue.
Yo le hablé ese día a las 10:30. Lo tengo muy presente: eran las 10:30
cuando yo le marqué a mi Rubí y le dije:
—Negra, ¿dónde estás?
—¡Ay, mamá! Ya te había yo dicho. Acabo de llegar, no me tardo, llego
temprano.
Siempre que me quería colgar el teléfono, me decía:
—¿Qué crees, mamá? –y ya sabía yo–: ¿Sabes que te amo? ¿Sabes que te
quiero? Besitos, besitos, bye, bye, chau, chau.
Luego me colgó. Esa fue la última vez que yo escuché a mi hija. Yo hu-
biera querido estar en ese momento con ella. Después, cuando supe que se
la habían llevado, yo decía:
—¿Cómo pude yo estar aquí en la casa, en pijama, acostada?
En ese mismo momento mi hija estaba siendo agredida, mi hija estaba
siendo llevada y yo estaba ahí en el confort de mi casa.
No hubo quien la auxiliara, solamente sé que llegaron, que iban tres,
cuatro personas. Iban dos hombres y dos mujeres en un auto Ibiza amarillo
con quemacocos, que se estacionó afuera del antro. El antro tenía cadena.
Obvio que a estas personas las dejaron entrar. El tipejo del antro, simple y
sencillamente me dijo, cuando yo le enseñé la foto de mi hija:
—¡Ah, sí! Era una niña muy bonita. Estaba sentada ahí y venía toda de
rosita. Pero no pudimos hacer nada.
Ahí empezó un camino largo en donde yo, sin tener el conocimiento
de todo lo que estaba pasando, me fui dando cuenta, en la medida en que

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me fui encontrando a las mismas personas en la Cruz Roja, en el Hospital
Regional, en el imss. Entonces me atreví a preguntarle a uno de ellos:
—Disculpe, a usted lo acabo de ver allá, ¿busca a alguien?
—Sí, a mi hijo.
En total, ese día hubo nueve personas desaparecidas de diferentes luga-
res. Del antro donde estaba Rubí, solo fue ella; a otras personas las sacaron
de diferentes lugares, incluyendo al hijo de un médico muy reconocido aquí
en Orizaba, estudiante también.
Yo empecé a recibir llamadas cerca de 11:30, casi las 12, de un número
de Nextel. Cuando contestaba, se oía bullicio, como choque de vasos, como
que brindaban. Las personas estas que hablaban, hoy en día sé que pudie-
ron estar superdrogados, porque hablaban balbuceando, no se les entendía
nada. Primero no me daban nombres, me llamaban y me colgaban, me lla-
maban y me colgaban, yo deduzco que me marcaban a casa porque Rubí tenía
el número en su celular, que ya era un teléfono inteligente. Debe haberlo te-
nido registrado como “Mami casa”, cosa que he aprendido que es un error.
Hoy en día sabemos de quién es ese Nextel: es de una persona que ha
estado vinculada a secuestros, desapariciones, relacionada al huachicoleo, al
robo de tráileres, pero es una persona que tenía acuerdos con los servidores
públicos de entonces. Él entraba y salía libremente de la región.
Al otro día, el sábado 8, cerca del mediodía, yo marqué nuevamente
el teléfono de mi Rubis. Hasta entonces no me lo habían contestado para
nada, pero en ese momento me contestó un hombre. Un tipo de voz fuerte,
de voz nada agradable, grosero, que me empezó a insultar, porque yo, en mi
ansiedad por saber de mi hija, le empecé a gritar:
—¿Por qué tienes el teléfono de Rubí? ¡Ese es el teléfono de mi hija!
—¿Qué? Yo no tengo a ninguna Rubí.
Y me empezó a agredir con palabras altisonantes. Lo más light para ellos
es “perra”. Y fue todo lo que me dijeron. Jamás, jamás, me volvieron a con-
testar el teléfono de mi hija.
Rubí es una niña bien linda. Ella quería ser chef. Rubí es una niña muy
amorosa, Rubí es una niña buena. Rubí es, hasta cierto punto, ingenua. Ella
apoyaba y daba su amistad, su corazón, sin medir, y yo creo que esa falta de
malicia pudo haberla perjudicado.
Rubí es la única niña entre tres hombres. El núcleo familiar está forma-
do por tres varones y ella. Es una niña que ama a sus hermanos. Mis padres

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se separaron desde que yo tenía trece, catorce años. Tengo tres hermanos
más, pero crecí lejos de ellos: crecí con mi papá, y mis hermanos crecieron
con mi mamá. Entonces yo siempre dije que cuando tuviera a mis hijos, ellos
se iban a llevar muy bien.
A mí como que me hicieron falta los hermanos; crecí aislada. Por eso,
cuando mis hijos nacieron, yo los enseñé a quererse. Claro, se peleaban como
cualquier hermano, pero al ratito ya estaban abrazados. Rubí ama a sus her-
manos, así como sus hermanos la aman a ella. Ellos le dicen “huerca”. Así
le dicen: “¡Ay mamá!, la huerca esta.” “Si la huerca estuviera aquí ahorita, te
regañaría.” “Si la huerca esto...”
Ella tenía un carácter muy particular. A tal grado de que el último cum-
pleaños que ella me festejó, me mandó a hacer un pastel de brujas y tenía
una bruja de vela, y mi casa estaba llena de telarañas. ¡Así me festejó mi cum-
pleaños! Y muchos han de haber dicho: “¡Ay! ¿Por qué trata así a su mamá?”
¡Así es ella!
En el Facebook me tenía como “madrastra”, porque cuando ellos eran
pequeñitos, yo les ponía los audios de “La mamá más mala del mundo”: la
mamá que te reprime, la mamá que te dice “No vayas”, la mamá que no
sé qué y, al fin y al cabo, cuando tú creces y eres padre o eres madre, dices:
“Yo quiero ser la mamá más mala del mundo”.
Nos poníamos todos en shorts, en chanclas y a cada quien le daba un
cepillito y nos poníamos a lavar los pisos de la casa, a limpiar. Los fines de
semana limpiaban los zapatos, los dejábamos abajo, los poníamos a orear y
luego los acomodábamos. Que ellos me ayudaran era parte de la mecánica,
porque yo tenía que trabajar y ellos colaboraban. Y Rubis me decía:
—¡Nooo! Es que tú no eres mamá, tú eres madrastra.
En un principio, cuando vieron eso de “madrastra” en Fiscalía pensa-
ban que yo y Rubí nos odiábamos. ¡No! ¡Claro que no era así!
Los hermanos de Rubí son unos chicos sanos, unos chicos a los que les
gusta el deporte.
Tuvieron que salir desplazados. A raíz de lo de Rubis, yo hablé con mis
hijos y les dije que yo no iba a cesar en la búsqueda, que yo necesitaba que
ellos me apoyaran en la cuestión de no darme problemas y de ser sensatos
en lo que hicieran, porque si no yo no iba a poder.
Les dije que no creyeran que yo no los amaba, al contrario, los amo de-
masiado, porque si a cualquiera de ellos le hubiera pasado, yo actuaría de la

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misma manera. Yo sé que también tengo hijos, pero ellos están aquí, ellos
me pueden hablar, se pueden enojar, se pueden divertir, se pueden reír,
tienen a su familia, y Rubí no tiene todo eso. Soy afortunada porque mis hijos
no me dan problemas, gracias a Dios.
Yo hubiese querido que mis hijos tuvieran otra vida de disfrute, pero nos
la quitaron. Uno de mis hijos tenía 16 años cuando pasó lo de su hermana.
Se la pasaba llorando día y noche por ella. Yo siempre que llegaba de Fiscalía
corría al cuarto de Rubí a ver si estaba, si había llegado, si habían movido
algo. Ese día yo llegué al cuarto de mi hija y, cuando abrí, ¡sorpresa!, estaba
mi hijo acostado con el muñeco de mi hija abrazado y yo, enardecida, le grité:
—¡Párate! ¿Por qué estás acostado en la cama de Rubí? ¿Por qué tienes
los muñecos de Rubí?
Yo empecé como loca y mi hijo, a pesar de su corta edad, joven y con su
dolor, se paró, me vio y me dijo:
—Yo también extraño a mi hermana, no nada más tú.
Agachó la cabeza y se salió. Me sentí peor que un perro por haberle dicho
eso a mi hijo, porque mi hijo no se merecía eso. Pero yo no entendía ese
sufrimiento, yo pensaba que quien sufría era solo yo, no alcanzaba a dimen-
sionar más allá de mis ojos. Estaba siendo egoísta, porque yo decía: “Rubí es
mía, mía”. Pero no: Rubí no nada más es mía, Rubí es parte de este núcleo
familiar. Yo no lo entendía en ese momento.
Mi hijo es un chico que tuvo que salir de aquí a un lugar lejos de casa.
Estaba con su hermano mayor, su cuñada y sus sobrinos, pero él no quería
estar allá. Lo mandé porque estábamos recibiendo muchas amenazas, por-
que iban sobre ellos, porque mi casa estaba vigilada. Lo tuve que desplazar.
Él solamente quería dormir, dormir y dormir, se sentía mal; me costó mu-
cho trabajo, porque él ya no quería nada.
En todo este camino mis hijos no solo perdieron una hermana, sino que
también perdieron a su mamá, porque su mamá no está. Su mamá en cierta
manera les cubría sus necesidades: de cariño, de comida, de aseo. Y esa mamá
los dejó. Esa mamá los abandonó. Mis hijos perdieron doble y, a pesar de
ello, son buenos chamacos. Ahora yo les pido a ellos lo que necesito o si se
le ofrece algo a otra mamá. Y ellos me apoyan, porque yo no hago otra cosa,
no tengo otro trabajo.
Con la desaparición de mi hija inicié un grave camino. Y digo grave por-
que yo me vi muy mal: caí enferma, me dio herpes en todo el cuerpo, me

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dio herpes en la cabeza. Yo tenía el cabello muy largo y soy china. ¡Se me
caían los manojos de cabello! Y tenía la piel llagada. Al poquito tiempo vino
el deterioro grave: el estrés, la angustia, tanto llorar, todo eso me empezó a
mermar la salud.
Para que mis hijos no me escucharan, me encerraba en el baño y agarra-
ba una almohada y gritaba de dolor, de impotencia. Aunque yo no quería
que me escucharan, ellos sabían qué pasaba. El más chico, el que más afec-
tado ha estado, se sentaba afuera de la puerta y preguntaba:
—Mami, ¿estás bien?
Según esto me iba a dormir, para que todo mundo estuviera tranquilo
y, cuando ya sentía que estaban dormidos, me bajaba a ver esa puerta, esa
puerta por donde mi hija salía, esa puerta en la que veía el taxi en el que se
fue o en el que habría de regresar. Tenía el alma en un hilo, pensando que
mi hija iba a regresar. Veía luces de carros y de patrullas, y yo me pasaba las
noches en vela. Bajé a todos los santos habidos y por haber, llegó un mo-
mento en el que me desesperé, quité todo, dije:
—Dios mío, ¡he rezado a santos que ni conozco!
Pero me decían “Encomiéndate a ellos”. Hice novenarios, hice misas,
hice de todo y no me funcionó. Le reproché a Dios, le reproché mucho a
Dios. Le preguntaba: ¿por qué mi hija?
En una ocasión llegué a la iglesia de El Carmen, aquí en Orizaba, y estuve
muchas horas. Me tiré al pie de la cruz y ahí estuve horas llorando, suplican-
do. Llegó una viejita y me dijo:
—Hija, ya no llores más. Vete a tu casa.
Y vi en sus ojos la tristeza. Entonces me levanté y caminé durante mu-
cho tiempo.
La Iglesia ha sido indolente con las familias de los desaparecidos: no
hay un compromiso de ellos hacia nuestros hijos e hijas. Hacen comenta-
rios como “Ya dejen de buscar, Dios les dará resignación”. También lle-
garon a decirme que si le habían quitado la vida a mi hija, no le habrían
quitado su alma, así que ya no llorara. ¿Cómo puede un servidor de Dios
decirnos eso, cuando ellos deberían darnos fe y esperanza? Dejé de ir a la
iglesia. Creo que Jesús no ponía condiciones, caminaba con sus discípulos
y sembraba fe.

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La búsqueda

Yo recuerdo en las primeras horas que fui a buscar a mi hija, fui a poner
una denuncia. No me la quisieron tomar, me dijeron que mi hija andaba
de fiesta tomando, que se había ido con algún novio o, en el mejor de los
casos, se había conseguido un hombre rico y se había ido con él. Esas fueron
sus palabras.
Y yo, llorando, le suplicaba ahí en la ventanilla a la oficial. Me hubiera
gustado haber tenido la pericia de haberle preguntado “¿Cómo te llamas?”
o de haberme fijado en su gafete. Pero en ese momento no piensas en nada,
vas con el dolor, con la angustia, con la incertidumbre y yo me di la vuelta,
llorando. Uno de mis hijos iba conmigo y, cuando me di la vuelta, me abra-
zó. Así empezamos la búsqueda de Rubis.
Comenzamos a volantear, a buscarla en hospitales, en la Cruz Roja, en
todos los servicios de salud posibles, tanto aquí en Orizaba como en Córdo-
ba ¡y en muchos lugares! Hasta que me pusieron un “estate quieto”. Me di-
jeron que no denunciara, que no hiciera absolutamente nada, que si no, no
iba yo a volver a saber de ella. Eso fue inmediatamente, como a las 27 horas.
Al día siguiente fue cuando yo marqué al teléfono de Rubí y me contestó
el tipo que me insultó y que me dijo que no la tenía. Hoy sé que teníamos
derecho a que se investigaran las sábanas de llamadas correctamente, a que
eso se mandara a servicios periciales con Inteligencia, a que fueran proporcio-
nados los videos de la C4 del antro. Pero nada de eso se hizo en ese momento.
Y yo tenía un desconocimiento total, porque no había quien me apoyara, no
existía el A, B, C de los desaparecidos, yo caminaba sola con mis hijos, porque
cuando te pasa algo así te quedas sola, sin familia, sin amigos. Había fami-
lias con desaparecidos, pero no habían salido a la luz.
Así empecé a recorrer ese camino. Contacté a una persona, sus dos her-
manos habían sido secuestrados. Me sugirió ir a la Marina. Y, para ir hasta
allá, me trasladaron como si fuera delincuente: agachada, completamente
tapada en un vehículo. Luego me cambiaron de vehículo, para sacarme de
aquí, porque me decían que me andaba siguiendo “la gente”.
—“La gente” sabe que te vas a mover –me decían.
En la Marina me revictimizaron al pedirme que volviera a exponer todo:
cómo había sido, minuto a minuto, qué había pasado, qué me habían di-

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cho. Volví a empezar y me hacían repetir las respuestas a sus preguntas una y
otra y otra vez. Y lo más terrible es que yo iba con el alma llena de esperanza
de que ellos me iban a ayudar.
¡Lejos de eso! No pasó absolutamente nada. Cuando escuchaba helicóp-
teros de la Marina, yo decía “¡Ya van a buscar a mi hija!”
Esa era mi esperanza. Una esperanza que se fue muriendo día con día,
mes con mes y año con año. Una esperanza que se desvaneció completamente
porque vi que no pasó absolutamente nada. A estas personas lo que menos
les importa son nuestros hijos. Yo creo que ellos nos han utilizado simple-
mente para que les proporcionemos nombres de los delincuentes, rutas de
cómo operan, centros o casas donde posiblemente pudieran estar operan-
do. A ellos lo que realmente les importa es ser quien agarre al mejor jefe de
plaza, quien desarticule la mejor banda criminal. Y nuestros hijos pasan a
ser daños colaterales.
Hice un recorrido muy feo. Estuve en Xalapa, en las oficinas de la pgr,
donde me atendió el licenciado Santiago Ceballos, coordinador del Ministe-
rio Público Federal, quien me envió a la Unidad Antisecuestro, en la calle
Xico núm. 8, fraccionamiento Pomona, en Xalapa. Ahí me turnaron con el
licenciado Jorge Pucheta, quien a su vez me envió con el director de la Poli-
cía Ministerial del Estado, la avi, que era el licenciado Mario Delfín Domín-
guez. Él me mandó a Córdoba, con el delegado de la avi, el licenciado Pablo
Miguel Rachet Cruz. A él le expuse de nuevo el caso de mi hija y él me turnó
con el subprocurador de justicia de Córdoba, el licenciado Ricardo Javier
Carrillo Almeida. Él levantó en ese momento una denuncia por privación
de libertad de mi hija ante el agente del ministerio público de Córdoba, el
licenciado Benito Carpinteyro Solano y el primer comandante de la avi,
Tomas Espinoza. Él tomó en sus manos la investigación ministerial de mi
hija con número 1371/2012/sector norte, en la agencia del ministerio
público investigador de la ciudad de Córdoba. Posteriormente, me tomaron
muestras de adn y me llamaron de Cedac, que es el programa de apoyo a
extraviados, y ahí me contactó el licenciado Héctor Carvallo E.
En todas partes me escucharon y me preguntaron, y en todas partes me
decían:
—Tiene que regresarse a Orizaba a denunciar.
Y yo les decía:
—No puedo ir ahí, en Orizaba están ellos y yo tengo familia.

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Luego me fui a Córdoba... ¡Una burla total! Cuando yo empecé a ha-
blarles, a darles el número de Nextel de donde me llamaron, se volteaban a
ver, porque ellos sabían perfectamente quiénes eran. Están bien coludidos
con toda esta mafia. La prueba es que enseguida los criminales se enteraron
de que yo había denunciado. Entonces recibí una llamada y me dijeron que
“por perra me iba yo a arrepentir, porque nunca me iban a regresar a mi
hija”. Me pesó. Mucho tiempo lo traje cargando. Pasaron los días, los meses
y empecé a sentir culpa. Me decía: “¿Yo por qué denuncié? Si me hubiera
esperado, si hubiera aguantado, pues a lo mejor mi vida sería otra cosa”.
Pero yo no me podía quedar de brazos cruzados, porque para mí no era
vida sentarme, acostarme y no saber qué pasaba con mi hija. Luego empecé
a conocer más gente y me han dicho: “Amiga, no te sientas mal: yo no fui a
denunciar y tampoco me lo dieron”. “Yo pagué y tampoco me lo dieron.”
“Eso no era algo que te garantizara que te iban a regresar a tu hija.”
Me costó mucho trabajo aprenderlo. Aún me pesa, pero ya no me acaba
como al principio. Fui muy criminalizada, y aun lo sigo siendo, aquí en Ori-
zaba. En octubre de 2018 salió una nota nuevamente, en contra de mi hija,
criminalizándola, acusándola de haber matado a su supuesta hija de tres años,
y acusándome a mí de golpearla. ¡Es un pinche hostigamiento! ¿Yo qué les
hago? Lo único que hago es que busco a los desaparecidos.
El mero 7 de septiembre que mi hija cumple años de desaparecida, yo
siempre le hago una misa. En el sexto aniversario, ese día, me llegó un correo:
“Yo la tengo y la prostituyo”. ¡Cuánta impotencia! Porque se investigó, sabemos
quiénes fueron y no ha pasado absolutamente nada con esas personas. Y eso
que fueron los de la Fiscalía los que los encontraron.
Cuando empecé con la búsqueda, me quitaban los volantes –porque yo
andaba volanteando–, los policías me los quitaban. Las motos iban atrás de
mí y los agentes me los quitaban, diciendo:
—Usted no ha pagado el permiso de volanteo.
Por más que yo les decía que no estaba vendiendo nada, que necesitaba
que me ayudaran a buscar a mi hija, me quitaron los volantes. También qui-
se poner unas lonas y fui aquí al Municipio, y me dijeron que sí me lo per-
mitían pero me cobraban mil pesos por lona. Así empezó el hostigamiento.
Luego me empezaron a llegar mensajes: “Hija de tu puta madre, bájale
de huevos, te vamos a chingar a otro de tus hijos. A tu hija ya se la cargó la
puta madre”. Una barbarie. Cuando fui con mi mp, me dijo:

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—¡Ay, señora!, pues ¿para qué los hace enojar? ¿Para qué va a la televi-
sión a decir que su hija está desaparecida? Usted los hizo enojar.
Ellos simple y sencillamente simularon una búsqueda, una falsa búsque-
da de mi hija Fernanda. Y no solo de Fernanda: de muchos más. A partir de
ahí, yo empecé a buscar a otras personas. Yo dije:
—¡Yo no puedo estar sola en esta situación!
Y empecé a buscar a otras personas que también tenían un hijo desa-
parecido y empecé a juntarlas. A la primera que localicé fue a mi compa-
ñera Alicia Noemí Mendoza Castillo. Ella es madre de Joshua Aldair, que
desapareció a los 14 años. Luego localicé a la familia de Yael, otro joven de
15 años, también desaparecido. Y por eso nos llamaban “Las mamás de los
desaparecidos de Orizaba”.
Empezamos con las acciones. Mandé cartas a Enrique Peña Nieto, que
en ese momento acababa de tomar posesión. Me las contestaron, pero nun-
ca dieron seguimiento. En enero del 2013 me fui a México. Le pedí ayuda
a una amiga de mi hija Rubí, porque ella es de México y sabe moverse allá,
porque yo no tenía idea de distancias o instituciones donde me pudieran
ayudar. Yo me había quedado sin trabajo, porque solamente me dieron un
mes y yo no quise regresar, ni siquiera a pelear un finiquito, un aguinaldo,
a lo que tenía derecho. Empecé a vender todo para moverme, porque en ese
lapso, si decían que encontraban a alguien en tal lado, ahí iba, me traslada-
ba a todas partes y era un gasto para el que no estaba preparada.
Me fui en enero a México, con Verónica, la amiga de mi hija. Llegamos
a los moteles más baratos imaginables, para ahorrar dinero. Unos moteles
de paso en la colonia Guerrero, cerca de la pgr, donde inhalabas el humo de
los que estaban drogándose, oías a las personas alcoholizadas, escuchabas a
chicas llorando. Y yo decía: “Puede ser mi Rubí”.
Fueron muchos días de andar de motel en motel y subsistí por las gor-
ditas de chicharrón. Afuera del motel, una señora en un puestecito vendía
gorditas de chicharrón. Era lo que yo desayunaba: una gordita de chicharrón
y un café o un atole, y en la tarde va de nuez, porque tenía yo que cuidar
los recursos, no sabíamos cuánto tiempo íbamos a estar. Vero fue –y sigue
siendo– de gran apoyo para mí, al igual que su amigo César.
Fueron días de andar de un lado para otro dejando oficios, y ahora me
da risa porque no eran oficios, eran cartas en que nada más relataba lo que
había pasado y las imprimía. Por aquellos días se creó la primera unidad de

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desaparecidos, la primera de búsqueda. Lía Limón, la titular, me recibió y
me mandó a Fevimtra (Fiscalía Especial para los Delitos contra las Mujeres
y la Trata de Personas) y ahí se inició el caso de mi hija con una excelente
licenciada: Fabiola Barajas.
Pero en ese momento la persona que estaba como titular no era la perso-
na correcta para estar ahí. Yo tuve un desafortunado evento con ellos porque
a mí se me avisó que había un cuerpo, que era mi hija. Me mandaron las
fotos y yo las vi en mi teléfono y dije: “Es mi hija”. De ahí me vino una
parálisis: se me subió el labio hasta la parte baja del ojo, se me hizo el ojo
pequeño. Tengo secuelas porque cuando lloro mucho o me pongo muy ner-
viosa, me empieza a brincar toda la cara.
Cuando la licenciada Fabiola se enteró, me dijo que toda la diligencia
estaba mal, que no habían hecho pruebas de adn. Ahí empecé yo a saber lo
que era el adn. Afortunadamente se hicieron todas las confrontas, todo, y
no era mi niña. ¡No era mi niña!
En ese camino, en los primeros meses del 2013, tuve la oportunidad de
entrar a una reunión con Murillo Karam. Yo me enteré porque, afuera de la
pgr, vi que había una manifestación de familiares de desaparecidos. Yo me
fui y me senté en una banquita desde donde veía a las familias. Me fui acer-
cando poquito a poquito y preguntando. Así me empecé a colar con ellos.
Lo único que sé es que en esa ocasión grité tan fuerte que me vieron cómo
transmitía mi angustia, mi dolor, y me permitieron entrar a una junta con
Murillo Karam.
No tenía derecho de hablar, pero le pedí a uno de ellos, de los que iban
a hablar, que me diera un minuto para entregarle un documento al procura-
dor y se compadeció de mí. Cuando me hizo la seña que habíamos acorda-
do, me paré como loca con mi documento y le pedí al procurador que me lo
recibiera. El señor lo tomó, lo abrió, lo empezó a leer y me dijo que mi caso
no tenía por qué estar ahí en Fevimtra, que mi caso se iba a una unidad de
seido (Subprocuraduría Especializada en Investigación de la Delincuencia
Organizada). Fue él quien me dio el servicio de escoltas, sabiendo que me
iban a chingar por todo lo que él estaba viendo en mensajes, en amenazas y
todo, y a partir de ahí se empezaron a hacer muchísimas gestiones.
La primera vez que enfrenté al ex gobernador de Veracruz, Javier Duarte,
fue un 5 de julio del 2013, en Córdoba, Veracruz. Y poquito después, otra vez
en Las Trancas, en un Día del Medio Ambiente. Yo ya preparada, con seis

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familias que éramos en ese momento, lo confrontamos. ¿Cómo burlamos
la seguridad? No lo sé. Como era un evento sobre del medio ambiente, una
amiga nos prestó unas blusas bordadas, de esas artesanales, y abajo cada compa-
ñera llevaba la playera con la foto de nuestros hijos. Cuando empezó todo,
vimos el acto protocolario y hasta aplaudimos y gritamos: “Bravo, bravo”.
Recuerdo, porque así le hicimos para que no se dieran cuenta.
Justo cuando se subió Duarte al estrado y empezó a hablar, nos para-
mos, nos quitamos la blusa y nos quedamos con la camiseta. Entonces él se
quedó sorprendido, volteó a ver a su gente, y sus escoltas corrieron a querer-
nos sacar. Nos jalonearon. Ahí yo le dije:
—Yo no me muevo y de aquí no me saca. Queremos que nos atienda.
Le empezamos a gritar y como había muchos medios, como que se con-
trolaron, y nos decían:
—Los van a atender ahorita, pero salgan.
No nos salimos, ahí nos quedamos. Duarte titubeaba cuando estaba dan-
do su discurso, porque veía que estábamos ahí. Lo que fue terrible para noso-
tros fue que la gente que estaba en el acto nos empezó a agredir: “¿Qué les
pasa? ¿Por qué vienen aquí a echarle a perder su gran trabajo? ¿Por qué no se
salen?”
Nos dio cita para el día 6 de julio en Xalapa y nos recibió con todo su
gabinete, ahí en Palacio de Gobierno. Tenemos una minuta firmada por él,
pero no pasó absolutamente nada. Nos dio ese momento para él pública-
mente decir: “Ya fueron atendidas las mamás de los desaparecidos”.
En 2013 conocí a muchas ong, conocí a otros colectivos, empecé a pedir
que me sumaran a todas esas actividades, sin detener la búsqueda de Rubí.
No cesaron las amenazas, el acoso, la persecución de la propia autoridad. Ya
no era solo la delincuencia, sino también era la autoridad la que me perse-
guía. Me vinieron a ofrecer dinero por parte del Estado para que dizque con
ese dinero yo pudiera seguir la búsqueda de mi hija, incluso pagar detectives
privados, darles a mis hijos una mejor vida fuera de aquí, donde no estuvie-
ran amenazados. Nunca acepté un solo peso. Yo les decía:
—No me dé el dinero, busque a mi hija. El día en que usted me regrese
a mi hija yo me largo de su estado y no vuelvo a hacer nada, pero regréseme a
mi hija.
No fue una sola vez, fueron varias ocasiones. En ese momento yo no
tenía nada, pero yo creo que lo único que no les gustó fue que yo marchaba,

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bloqueaba calles, hacía ese tipo de manifestaciones, seguía gritando. Eso les
incomodaba, temían que más gente fuera a ir saliendo, como sucedió.
En Orizaba, bloqueábamos la puerta del panteón. Desde ahí salíamos
marchando, bloqueábamos la calle. Después aprendí que no era la forma, por-
que en vez de ganarme a los ciudadanos me los echaba encima. Ellos se pre-
guntaban: “¿Por qué me afectas a mí como ciudadano que no te hice nada? Me
afectas porque bloqueas la calle y yo ya no llego temprano a mi trabajo, yo ya
no llevo a mis hijos a la escuela, o si tengo una emergencia ya no puedo llegar”.
Ese tipo de experiencias las aprendí en el camino. A mí en ese momen-
to me valía madre. En ese momento cerraba todo y se acababa, porque yo
también, con mi dolor, quería que todo mundo sufriera porque yo lloraba.
Yo quería que en el momento en que Rubí desapareció todo el mundo se
parara, que nadie escuchara música, que nadie riera, que nadie fuera feliz,
porque yo no lo era. Aprendí que yo también estaba siendo indolente con
las otras familias, que estaba en falta con ellos.
Es verdad que aquí hubo muchos servidores públicos involucrados, ade-
más de la delincuencia, otros muchos actores que permitieron que pasara
esto. Y digo permitieron porque, por ejemplo, en el antro, solo me dijeron:
—Se llevaron a tu hija y no pudimos hacer nada.
Yo tengo denuncia federal y denuncia estatal. La denuncia estatal nunca
la he quitado. Cuando estaba Luis Ángel Bravo, me mandó una notificación
para decirme que él se declaraba incompetente, que el estado de Veracruz
se declaraba incompetente en el caso de Rubí, y yo le dije:
—No, no, fiscal. Yo no se la acepto. Si usted se quiere declarar incom-
petente en el caso de mi hija, abandone el puesto, declárese incompetente
para todos los casos, porque esto pasó aquí y los actores principales están
aquí y ustedes tienen el deber y yo tengo el derecho de que me digan la ver-
dad de lo que pasó aquí.
En el ámbito federal hemos hecho diligencias hasta al extranjero, por-
que yo he recibido mensajes de que a mi hija la traían en trata, he recibido
mensajes de personas que me dijeron: “Yo estaba en tal lugar, en tal restau-
rant en el extranjero, cuando una chica me abordó así, así y asado, y ella me
dijo: ‘Dígale dos palabras a mi mamá y mi mamá le va a creer que soy yo’”.
Por eso nos fuimos a hacer una diligencia en ese ámbito, pero no pros-
peró, porque la instancia que debió haberla hecho no la hizo en su momen-
to con el fbi, con el ice de Estados Unidos. A mí me dijeron:

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—Señora, México no tiene un compromiso contra la trata, por eso a sus
hijas, a sus niñas, las sacan muy rápido del país.
Es sabido que en menos de 48 horas una de nuestras hijas puede ya no
estar en México. Hay una corrupción total, connivencia de la autoridad con
la delincuencia. Se sabe de los casos del Puerto de Veracruz. Casos que han
sido masivos, hasta 24, 25 chicas en una sola noche. Los papás han apunta-
do que esas niñas fueron llevadas en barcos de Fidel Herrera, transportados
para la trata en otros países. ¿Y qué ha pasado con esos servidores? Nada.
Lejos de hacerle algo al exgobernador, ahora resulta que tenemos que tener-
le consideración porque está en una silla de ruedas, cuando él debería de
ser juzgado por casos de lesa humanidad en contra de todas estas víctimas
de desaparición.
Porque esto empezó desde el gobierno de Fidel Herrera, cuando dejó
entrar a trabajar a los Zetas. Se habla de que, cuando él estaba en el poder,
había un departamento de secuestros: si a ti te secuestraban a alguien, tú
acudías a él y ellos hacían el pago, ellos te ayudaban con el pago. Pero no era
un pago, era un desvío de recursos encabronado. Era su forma de trabajar.
A Duarte se le fue de las manos, no supo controlarlo. Él se dedicó más a su
ambición de robar y de saquear el estado y los dejó hacer lo que se les pegara
su gana. Por eso hoy en día estamos así, porque no solamente es Rubí, son
miles de desaparecidos en el estado de Veracruz.
Nosotros estamos en una ruta encabronada de trata de personas: empe-
zamos desde Tlaxcala, seguimos con Puebla, Ciudad Mendoza, Nogales, Río
Blanco, Orizaba, Córdoba, hasta llegar a Tamaulipas. Tenemos un trampolín
y, desafortunadamente, el gobierno es un aliado de la delincuencia organi-
zada, con toda su corrupción.
Todo consta en la carpeta de investigación. Tengo declaraciones de perso-
nas que sabían desde el primer día quiénes se la iban a llevar y con nombres
y apellidos. Saben a quién la entregaron, dónde la entregaron, en qué lugar.
Yo solicité localizar y presentar a la persona que tenía toda la información y
me dijeron que no procedía jurídicamente una denuncia en contra de ella
porque, como pareja sentimental de un jefe de plaza, no estaba obligada
a dar a conocer los hechos. Y del jefe de plaza Daniel Oviedo M. alias el
Muerto no sabemos nada, solo que fue levantado a mediados de 2014 en
Xalapa por un comando. Dicen que eran marinos. Luego supimos que no,
porque lo último que se vio en su teléfono es que estaba en El Lencero: fue

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la Secretaría de Seguridad Pública de Veracruz. No sabemos realmente si
esté vivo o no.
Tengo líneas de investigación de una persona que fue rescatada de trata
y que señala que a mi hija la tuvieron en octubre de 2012 en una casa de
seguridad en Querétaro. Ella hace el señalamiento y dice: “Ella es Daniela.
Ella se llama Daniela porque así nos la presentaron a nosotros”. Y nos la
describió tal cual. Dijo todo lo que les hacen, cómo las golpean, las drogan,
las obligan a prostituirse, las amenazan con lo que les van a hacer si no ac-
ceden a lo que ellos quieren.
Aun sabiendo todos esos datos, las autoridades no han hecho nada.
Cuando hay diligencias en ciertos lugares, desgraciadamente ya no encuen-
tran nada. Entonces te entra la impotencia de que, si ahí la tuvieron, no hubo
quien la ayudara.

El trabajo en el Colectivo

Yo hago el trabajo en el Colectivo de manera honorífica: a mí no me pa-


gan. Incluso los desplazamientos para Córdoba, gasolina, casetas, yo no los
cobro: yo veo cómo le hago. Espero que eso, el día de mañana, valga un
poquito para que yo sepa de mi hija. Porque yo no vivo, sobrevivo, y a veces
siento que mi carga es muy pesada, siento que ya no puedo.
¿Cómo voy a ayudar a tantas mamás? ¿De dónde voy a sacar para que ellas
estén bien? He logrado bajar algunos programas para ayudarlas, se ha consegui-
do cirugías para alguna de ellas o para algún integrante de su familia, aparatos
auditivos, despensas, gastos funerarios, traslados o apoyos de otra índole.
Yo sigo en la búsqueda de Rubí gracias a las ong que nos ayudan. A lo
mejor se sabe que estoy en un taller o que me fui a prepararme en servicio
forense a Guatemala. Pero yo no gasto en eso: a mí me pagan los gastos para
que vaya a aprender. Y no nada más es aprender, porque tengo que venir y
compartir lo aprendido con mis familias. La búsqueda de un hijo es moral
y económicamente desgastante.
En lo que se refiere a la salud, la búsqueda te merma totalmente. Mu-
chas madres dejan de buscar a sus hijos, no porque no los quieran, sino por-

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que no tienen el dinero para viajar o porque no pueden buscar y cubrir sus
necesidades de salud. Por eso yo estoy agradecida con las ong, porque me
ayudan, porque me apoyan, porque han apoyado a mis compañeras.
Todos esos aprendizajes y todos esos talleres yo los he tenido gracias a
esas personas que han creído en mí y que han creído en el trabajo que he
hecho, en las búsquedas que hago en vida, en muerte y en fosas clandestinas,
en el seguimiento, en la búsqueda de verdad, memoria y justicia. Y también el
abogar por la no repetición, cosa que no lo hemos logrado, porque estamos
en la misma situación a pesar del tiempo que ha pasado.
Por parte del Colectivo, hemos regresado a personas con vida, pero tam-
bién hemos regresado a personas sin vida; hemos ayudado en casos de se-
cuestro y tenemos un gran trabajo que debe quedar plasmado, porque eso
es justo el rescate de toda la memoria y de toda la verdad que hemos venido
buscando y construyendo en este camino.
En este año 2020 estamos apoyando 16 nuevos casos y los agregamos
a las 350 familias en el Colectivo. No tenemos familias repetidas. Es una
de las reglas que ponemos: si quieres estar en el Colectivo Familias de Des-
aparecidos Orizaba-Córdoba, no debes pertenecer a ningún otro colectivo.
Porque yo respeto el trabajo de cada quien. Si tú quieres que se te ayude a
difundir la foto de tu familiar desaparecido, ok, colaboramos, te hacemos tu
ficha y la difundimos, pero el caso no lo podemos llevar. Tampoco nos gusta
aceptar compañeras que dejen otros colectivos. A lo mejor es algo muy feo,
pero no me gustan los problemas, no me gusta que se salgan de uno y que
se vayan a otro. Algunas venimos muy viciadas y contaminamos el grupo.
Es la realidad. Ha pasado muchas veces y se da uno cuenta. Yo he visto
cómo hay personas que se han salido de colectivos y despotrican en con-
tra de la gente; creo que eso es algo muy feo, eso no se debe dar, porque
ya bastante dolidas estamos, bastante lastimadas, como para todavía tener
problemas de esos. Yo los evito. Les he dicho a mis compañeras: “Si ustedes
en algún momento piensan que yo no les puedo satisfacer algo y en otro
colectivo sí, pues adelante. Ustedes se pueden subir y bajar cuando uste-
des lo deseen, porque yo no soy dueña de sus casos. Yo las puedo ayudar
en un asesoramiento, en un acompañamiento, en una búsqueda o en una
culminación. Si llegamos a localizar a su hijo, a su hija, pues culminamos el
proceso”. Aun así, al culminar el proceso, no se salen del Colectivo: siguen
caminando con nosotros.

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Se han hecho intentos de unir a todos los grupos de desaparecidos en
Veracruz. Se quiso formar algo como el Movimiento Nacional por Nuestros
Desaparecidos que hay en México. Aquí está el Movimiento Veracruz, por
decirlo, que es donde estamos. Creo que eran 16 colectivos hasta fines del
2018. Ahora hay más.
Participamos en mesas de trabajo, con autoridades estatales para ver ru-
tas o plantear alguna estrategia. Pero, si ponerse de acuerdo entre dos es di-
fícil, ahora 16 colectivos que trabajamos de manera muy diferente, ¡todavía
más! Además, yo creo que los colectivos que tienen una o dos personas ni
siquiera son colectivos. Es mucha la diferencia, no puedes tener un colec-
tivo que tiene 370 familias y uno que tiene dos; ese último se la lleva bien
light. No es lo mismo.
Estoy convencida de que los colectivos ni siquiera deberíamos existir
porque no somos cadenas de Oxxo. Debería existir un movimiento, es más,
sin nombre; nada más “Los desaparecidos de Veracruz” y se acabó. Y debe-
ríamos caminar de manera armoniosa, todos al mismo paso. No me gusta
que haya casos federales y casos estatales, porque es como si unos fueran de
élite y otros no. Lejos de eso.
La autoridad usa eso para confrontarnos, porque quienes tienen sus casos
en instancias estatales dicen: “¿Por qué a ellas sí les dan apoyo y a nosotras no?”
No es nuestra culpa. Hay personas que nada más están en lo estatal y
nunca van a llegar al sistema federal, porque para que una instancia como
Fevimtra, como seido, como ueitmpo (Unidad Especializada en Investigación
de Tráfico de Menores, Personas y Órganos de la Subprocuraduría Especiali-
zada en Investigación de la Delincuencia Organizada) pueda tomar tu caso,
necesita estar comprobado al cien por ciento que es delincuencia organiza-
da; si no, no. Entre el 2015 y el 2018 no se tomaron casos, porque estaban
superrebasados. Pero en el 2019 hubo apertura y se logró colocar 10 casos
más en sistema federal
En el catálogo de delitos federales, si te clonan tu tarjeta es un delito fede-
ral. La desaparición de personas, sean del estatus que sean, es un delito grave,
debería ser considerado siempre como un delito federal. No puede pesar más
una tarjeta que la vida de una persona; pero, obvio, yo no voy a cambiar las
leyes. Vamos a tener que ponernos a meter iniciativas ¡o a ver qué carajos!
En el Colectivo solo tenemos 20 casos federales. Esos 20 casos federales
los apoyé yo. En enero del 2014 hicieron federal el caso de mi hija. Después

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me llevé a Alice, luego a Lili, más tarde nos llevamos a Elo. Poco a poco hicimos
federales sus casos. Eso es parte de lo que yo aprendí: si a mí me funciona
esto, tengo que compartirlo para que las demás lo repliquen.
A mí me costó mucho trabajo y no quería que mis compañeras vivieran
eso que yo viví. Por eso puede decirse que ahora es más fácil para todas
las que se van acercando, ya que hay más información, hay leyes sobre los
desparecidos y hay personas que te puedan asesorar, ya no la sufren como
la sufrí yo. De ahí vinieron muchas cosas, como que la ceav (Comisión
Ejecutiva de Atención a Víctimas, federal) tiene un presupuesto grande de
dinero para ayudar a las víctimas: a lo mejor te pagan los traslados, te pagan
alguna diligencia.
Y, en cambio, a nivel estatal, el presupuesto etiquetado a la ceeaiv (Co-
misión Especial Estatal de Atención Integral a Víctimas), que es la hermani-
ta de la ceav, sirve para pagar salarios y pagar la renta del edificio, además
de ayuda mensual a las compañeras que tienen registro y para algunos trasla-
dos. Entonces yo digo que son estrategias del gobierno para que las víctimas
también se peleen entre ellas. A mí me han llegado a decir:
—Oye, Chely, ¿qué? ¿El caso de ella vale más que el mío?
—¡No, mi vida! Pero es que no soy yo.
Muchas veces mis compañeras piensan que yo soy la que toma decisio-
nes; pero, a medida que alguien se va metiendo en esto, se da cuenta de que
en las tomas de decisiones yo ni siquiera participo. Es muy triste ver que a
veces mis compañeras no consideren esto.
Yo me dedico a buscar gente altruista, a buscar gente que nos apoya,
que hace diferentes tipos de donaciones. Por ejemplo, ahorita que desafor-
tunadamente estamos viviendo algo terrible como esta pandemia, si alguien
necesita medicina, los apoyo consiguiéndola; si alguien necesita una con-
sulta, pues los apoyo con eso, y que no se las cobren; se consiguió dinero
para despensas o en especie y a las compañeras no se les ha desamparado,
ya que muchas quedaron sin trabajo y tienen niños pequeños. Todo esto es
desgastante, porque estamos encerradas sin trabajar; y lo peor: sin buscar a
nuestros hijos desaparecidos. Estresadas y enfermando de tristeza.
Yo no me quedo con despensa, porque yo vivo sola en mi casa y sería
egoísta. ¿Yo para qué la quiero ahí guardada? Mejor se la doy a mis mamás
que sí lo necesitan. En Córdoba me dan cierto número fijo de despensas
mensuales para mis mamás y yo se las hago llegar. Es parte de algo que me

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gusta hacer y que me satisface. Luego le digo al de allá arriba: “¡Ya, Diosito!
Ve todo lo que hago y sin salario y sin nada. Nomás échame la mano, nada
más dame lo que quiero, eso es todo lo que pido, no pido más”.
Yo vivo en la búsqueda de mi hija y tengo que viajar, porque mi de-
nuncia más fuerte es ante una instancia federal. Si me invitan a un taller
en México, aprovecho también para ir a revisar mi expediente, ver si hay
adelantos. Oí decir en una ocasión que las ong usan a las víctimas para vivir.
Y yo me dije a mí misma: “¡Ay, güey! Pues que las ong no se enteren que yo
las uso a ellas, porque si no, ya no me van a ayudar”.
A mí me dicen: “De 9 a 3 hay taller y te vamos a pagar los viáticos para
que vengas al taller. Va a ser lunes, martes y miércoles”. “¡Va!”, digo yo. Me
apunto al taller. Voy y aprendo. Voy y me pagan mis pasajes. Tengo un com-
promiso de tres días con ellos, pero, saliendo de ahí, me voy en chinga con
mi fiscal. Voy a ver a ueitmpo, voy a ver acá, allá. Yo aprovecho. Así no he
dejado la búsqueda de mi hija, porque me han apoyado en ese aspecto. Pero
mi compromiso es cumplir. Por eso yo decía: “Si las ong se enteran que yo
las uso, ya no me van a invitar”.
Así es como yo busco a mi hija, gracias a esas ong que me ayudan y yo
puedo ir a aprender y a buscar a mi hija. Entonces eso lo replico con varias
compañeras. Tengo un grupo como de seis mamás que sí van a los talleres. Ten-
go un grupo de cinco personas que han hecho la Escuela de Paz, que promueve
Serapaz. Yo lo hice hace tres años. Dura todo un año, con sesiones cada dos
meses. Íbamos dos, tres días a Casa Xitla. En 2017 se graduaron otras dos ma-
más de aquí del Colectivo y en 2018 se graduaron otros dos compañeros.
Es parte del compromiso que ellas van adquiriendo. Yo siempre les he di-
cho: “Si nos vamos a meter a esto, culmínenlo, porque es muy feo que no lo
hagan y las ong gastan, y a lo mejor alguien que sí quiere ir a aprender no va
porque ya no alcanzó”.
También busqué los acompañamientos psicosociales por parte de la
pgr. Esos son nada más para casos federales, pero acordamos que se los die-
ran a todas las víctimas, porque son muy buenos. Una va ahí como mediando.
Y va una viendo de qué manera consigue aliados, de qué manera una puede
apoyar y de qué manera me apoyan a mí, para poder seguir con la búsqueda
de mi hija.
En cuanto al apoyo en la parte jurídica, tenemos a Idehas. Gracias a esa
organización tengo dos abogados. El licenciado Juan Carlos Gutiérrez me

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lleva todo ante la onu, en el comité de Desaparición Forzada, en Ginebra.
El caso de mi hija está abierto en esa instancia y la onu se ha pronunciado
a favor mío por todos los incidentes graves. El otro abogado es el que ve con
ueitmpo cómo va el avance en el caso de mi hija.
Por ese apoyo, yo he aprendido a caminar con esas organizaciones, que
han ayudado en todo este proceso tan grave. He aprendido muchísimo. Yo lo
he dicho: si Rubis me viera hoy hablar, expresarme, moverme, ella me diría:
“¡Guaaauuu! ¡Mi mamá!”
Porque yo fui una mamá muy sumisa. Ahora no soy nada de lo que era
antes y mis hijos dicen: “¡No manches, mamá, ahora estudias más que antes!”
Cuando empecé a ir reuniones en el 2013, cuando empecé a conocer
organizaciones, y yo veía cómo se expresaban, cómo movían los brazos las
licenciadas, las abogadas, las activistas de las ong, yo decía: “Esta palabra
no la entiendo” y la apuntaba. Ya cuando estaba en mi cuarto empezaba yo:
“¿Y esto qué significa? ¿Y esto cómo lo hilas con esto?” Así aprendí. Luego la
gente me dice: “¡No manches, Chely! ¿De dónde carajos sacas todo eso que
haces?” Estudiando, preguntando, investigando, pidiendo, haciendo vínculos
para construir.
Hoy fui a recoger unas despensas con unas licenciadas. Yo había pedi-
do apoyo con un oficio, pero apenas las conocí en persona. Y, platicando
con ellas, me dijeron:
—Señora, me llegaron dos casos de víctimas de desaparición, los esta-
mos manejando con la psicóloga.
—Pues, mire –le dije–, podemos hacer un puente, un vínculo, en que yo
las puedo ayudar a ustedes con esas personas a ver cómo vamos avanzando
en el caso de la carpeta.
Y sabiendo que la pgr venía a darnos el taller de acompañamiento, con
mucho gusto las invité:
—¿Qué les parece si van y ven cómo trabajamos y construimos?
La licenciada se me quedó viendo y me preguntó, incrédula:
—¿De veras nos invitaría?
—¡Claro! Se trata de avanzar, se trata de construir.
—Señora, de verdad que yo había escuchado cosas buenas de usted, pero
ahorita me acaba de sorprender.
Eso tengo que hacer. Nos guste o no, en todos los ámbitos hay personas
muy buenas, hay personas muy malas, pero yo creo que a esas personas ma-

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las hay que darles la vuelta e irnos por la construcción. Siempre nos vamos a
encontrar piedras, pero hay que empezar a brincarlas, a hacerlas a un ladito;
si no, no vamos a llegar a ningún lado.

Las autoridades

En cuestión de la autoridad local, estamos viviendo tiempos muy difíciles,


dado que la magnitud del problema se agravó más. Sabemos que en el esta-
do de Veracruz la coparticipación de la autoridad con la delincuencia se ha
venido generalizando, se ha comprobado. A eso le agregamos que en el ám-
bito local, en Orizaba, la colusión de las autoridades con los delincuentes
se ha dado desde hace mucho tiempo. Hablo de los alcaldes, de la persona
a la que le han dado el poder para representar a la corporación de policías.
Al ejecutar, en noviembre del 2018, a dos jóvenes y al violar los dere-
chos de muchos, muchos ciudadanos, la autoridad ya rebasó la tolerancia de
la sociedad. Llegó el hartazgo. Si a esto le agregamos las falsas detenciones
como pasó conmigo, sin argumento alguno, la cosa se complica más.
Ese día íbamos a Córdoba, yo tenía una cita en Fiscalía. Íbamos bien,
cuando de repente nos paró una patrulla sin argumento alguno. Uno de mis
escoltas le preguntó al oficial quiénes eran.
—Estoy trabajando –le respondió el policía–. Soy de pgr, de pgr de aquí.
No tienen ni la menor idea de cómo son las instancias. pgr no es local, ni
siquiera estatal. El agente le dijo que tenía que reportar a su mando y empezó
a hablar con otro policía que traía cámara. Si nosotros estábamos equivoca-
dos, así como lo declaró después el alcalde, ¿por qué no sacaron su video?
Ellos sabían que era una retención ilegal, porque me tuvieron más de
20 minutos sin argumento alguno, sin explicaciones. No cometimos falta
administrativa y ellos nunca comprobaron nada, nunca llegó su alto mando.
Después de los 20 minutos, me dejaron ir por órdenes de Herebia. Porque
yo ya había hablado al fiscal, le mandé mensaje, también mandé mensaje a
México y subí una foto a redes sociales. Fue una arbitrariedad.
No solo ha pasado conmigo: ha pasado con mi compañero Oliver, que
también colabora y trabaja con nosotros. Herebia lo retuvo y, cuando lo

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tenía en su oficina, le dio un mensaje para mí. Él me mandó decir que res-
petaba mi trabajo y que comprendía el dolor por el cual pasaba. Nada más.
Nos preguntamos: ¿qué pasa? ¿Es un mensaje de qué? De ellos podemos
esperar cualquier cosa.
Centeno, el jefe de la Policía Municipal de Orizaba en tiempos de Duar-
te, nos hizo un falso operativo, con más de ocho patrullas. Era un mundo
de policías, nos tenían rodeados, con armas largas apuntándonos, sin argu-
mento alguno. Al otro día, el Ayuntamiento sacó un comunicado diciendo
que la policía recibió una llamada diciendo que un vehículo blanco trans-
portaba gente armada, una camioneta y un Nissan donde yo viajaba. Luego
volvieron a reportar un vehículo blanco.
Ninguno de los tres concordaba con el vehículo que traíamos. Clara-
mente fue un hostigamiento, una forma de estar recordándonos: “Aquí es-
toy”. Lo único que les incomoda a ellos es que nosotros busquemos y que
los expongamos como las autoridades corruptas que son, autoridades que no
han servido absolutamente para nada. Podremos tener una ciudad bella,
pero ¿la seguridad de sus ciudadanos en dónde queda?
La última vez que tuve una reunión con el alcalde sobre el hostigamien-
to, él me dijo, delante de los agentes de Derechos Humanos y de abogados
y de todo:
—Pues a mí se me hace chistoso lo que pasó.
Al alcalde se le hizo muy chistoso lo que hizo Herebia con mi compañe-
ro y el hostigamiento policial.
—Discúlpeme, alcalde –le respondí–. Me da tristeza escuchar eso de us-
ted, porque usted está aquí para defender a sus ciudadanos, no para que se
le haga chistoso que hostiguen a alguien.
Entonces ni yo, ni el Colectivo, tenemos ningún apoyo con la autoridad
local. No tenemos coadyuvancia, ni una plática constructiva. He querido me-
ter la iniciativa de un panteón ministerial en la zona de Orizaba. Y el alcalde,
al día siguiente de que mataron a estos jóvenes, en noviembre de 2018, no
sé por qué, dio una declaración a los medios de comunicación diciendo que
Orizaba no iba a tener panteón ministerial. Ni venía al caso. Yo me dije: “¡Ah,
chirrión! ¡En vez de que se pronuncie sobre los jóvenes que asesinaron, saca
esta nota en contra del Panteón!”
—A Aracely Salcedo ya le dije que no va a haber panteón ministerial –de-
claró, así nomás.

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Estaba enojado por algo. No es mi problema.
Noviembre de 2018 fue de cambios en el Congreso del estado de Vera-
cruz y esperábamos que realmente el cambio al que mucha gente le apostó
se llegara a concretar. Aunque yo sé que, incluso antes de que empezaran a
ejercer, las autoridades cayeron de la gracia de mucha gente.
No se puede pensar que llegará el Mesías a cortar de tajo todo y a decir
que va a haber nuevos brotes. Deberían tener una estrategia real sobre el con-
texto de Veracruz, en diferentes temas: en lo social, la seguridad, educación,
servicios médicos, sector salud… y, conforme a esa estrategia, ir haciendo ru-
tas de trabajo hasta concretar. Si no, no se va a poder.
A nivel federal hemos tenido reuniones con Olga Sánchez Cordero y
con Alejandro Encinas, porque yo estoy en el Movimiento por Nuestros
Desaparecidos en México, soy del Grupo de Incidencia y soy la vocera ofi-
cial del Movimiento. Hemos tenido diferentes reuniones donde se les ha
planteado toda la situación de lo que estamos viviendo y se les explicó dón-
de realmente queremos que se hagan estrategias de trabajo, que realmente
se lleven a cabo.
Yo le dije a la doctora Olga Sánchez Cordero y al maestro Alejandro En-
cinas en alguna reunión que tuvimos:
—Yo creo que muchos de nosotros ya nos cansamos de dar insumos, yo
creo que ustedes son parte de esta sociedad dolida, ustedes saben las nece-
sidades que tenemos.
Yo sí lo creo. Más, porque muchos de ellos vienen de puestos políti-
cos. Creo que ellos no están cerrados de ojos, por eso realmente deben de
implementar algo para empezar a subsanar todo esto. No se va a llevar un
mes, no se va a llevar un año, no se van a llevar dos ni tres: esto va a tardar
muchos años. Yo creo que vamos a acabar el sexenio y todavía ni siquiera se
van a llegar a concretar cosas. Así lo veo, porque socialmente estamos muy
dañados, estamos muy deshumanizados. Ojalá realmente se haga un cambio,
que todos esos servidores públicos que nos deben ayudar a los ciudadanos
a implementar, a reformar, a meter iniciativas, que realmente se concreten.
Podemos tener mucho compromiso, muchas ganas de querer hacer algo,
pero de tener ganas a realmente hacerlo, estamos lejos.
Nosotros esperábamos que con el nuevo gobierno las cosas mejorarían
un poco, ya que en los discursos de campaña a nivel nacional, estatal y local
se decía que los desaparecidos eran prioridad. Pero una vez más nos enfren-

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tamos a que eran solo discursos bonitos de campaña que las familias que
buscamos a un ser querido queríamos escuchar, pero la realidad fue otra.
Fue una burla escuchar al presidente López Obrador decir que “perdón y
olvido”, “abrazos, no balazos” o, peor aún, que había que acusar a los
delincuentes “con su abuelita”. ¡¿Cómo le pide a una madre cuya hija o
hijo fue torturado que perdone?! ¡¿Cómo le pide a una madre cuyo hijo o hija
está desaparecido que olvide?! ¡Bien dicen que mientras los desaparecidos
no sean de tu familia no te van doler!
¡Ojalá la sociedad en general se sumara a esta causa, que no espere a
tener un desaparecido para entender el dolor que sufrimos de no saber dónde
están! ¡Ojalá que todos juntos alzáramos la voz exigiendo verdad, memo-
ria y justicia para todas las jóvenes que, como a mi Rubí, les arrebataron
sus sueños y su libertad! ¡Y también para todas aquellas a quienes les arreba-
taron la vida, como Vanessa, Kimberly, Estefanía, Karen, Mariluz y Karina,
que en gloria de Dios estén!
Hemos hecho mucho trabajo: en visibilización, y sensibilización. Lo que
hago, lo hago de corazón, porque creo que, a raíz de todas esas acciones,
que el ayudar alguien, me ayudará a mí; que valen mucho ante los ojos de
Dios para que yo pueda encontrar a Rubí. Y, primero Dios, así va a ser.
Una frase que yo le hice a Rubis y que repito siempre es: “Porque la lucha
por un hijo no termina y una madre nunca olvida”.

Palabras finales

Quiero agradecer a mi padre, el señor Fernando, por estar conmigo. A mis hijos
Irving, Giovanni y Alexiss, por haberme escogido como su madre. A mis nue-
ras: a Laura, que es mi segunda hija y que llora la ausencia de Rubí, porque
se quieren como hermanas, y a Fritzy. A mis hermosos nietos Joseph, Evans,
Santiago y Aithana, por mantener la memoria siempre en presente de su tía
Rubí. A nuestro ángel, Iker Santiago, quien nos protege desde el cielo y que
cuida a su mami día a día.
Quiero agradecer a Dios por poner en mi camino a mis ángeles sin alas
pero que caminan a diario en la búsqueda de mi hija, que me han ense-

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ñado a ser más fuerte y más segura. Sobre todo, hemos pasado momentos
muy tristes, momentos de peligros y, gracias a ellos, sigo viva: pertenecen a la
Policía Federal Ministerial adscrita al servicio de protección. Me refiero al
comandante licenciado Ernesto G. y a los oficiales licenciado Óscar Alejan-
dro C. y al licenciado Jorge Hermilo H.
Gracias a las compañeras del Colectivo Familias de Desaparecidos Ori-
zaba-Córdoba por seguir adelante como una familia, apoyándonos en la bús-
queda, dándonos fortaleza y ánimo cuando ya sentimos no tener fuerzas.
Gracias, amiga Celia, por todo tu apoyo, por enseñarnos que, a pesar
de que estemos en la peor tormenta, el amor todo lo puede, por esa fortaleza
que inspira a seguir adelante día a día con fe, por sumarte a esta causa de los
desaparecidos, por ser la voz de cada uno de ellos y porque, a través de tus
letras, quedará plasmada con más fuerza la exigencia de justicia.
Mi sentir cuando narraba cómo pasó la desaparición de mi hija Rubí
fue volver a vivir ese día de dolor, ese día donde mi vida quedó anclada, cuan-
do me arrebataron un pedazo de mi corazón, de mi vida. Reviví el dolor, la
impotencia y la rabia de no saber dónde está.
Pensé que a través de este libro quedará plasmado lo que las madres vivi-
mos en la búsqueda de nuestras hijas. Ahí estará la recuperación de memoria
de cada una de ellas. Algún día mi hija Rubí leerá todo lo que su familia ha
hecho por encontrarla.

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“¿Qué tal si me voy y él llega a venir
y no me encuentra?”

Alain Emilio Cortés Rodríguez


Desapareció el 31 de marzo de 2011

Guadalupe Rodríguez,
madre de Alain Emilio

Siempre me ha gustado ser una persona muy directa, muy sincera,


¿no? Y si yo hubiera visto que mi hijo andaba en malos pasos, se lo diría.
Pues yo creo que una como madre lo ve. Aunque a veces una necesite ha-
cerse un poquito así como que no, como que no sabe, ¡una se da cuenta!
Mucha, mucha gente que lo conoció siempre me habla muy bien de él.
Cuando pasó lo que pasó, igual, muchas personas me decían: “Bueno, pero
¿por qué?, ¿qué pasó?”
A veces no sabemos en realidad con quién estamos, ¿no?
Ese 31 de marzo de 2011, él estaba en la casa, con unos vecinos. Estaban
tomándose una cerveza, afuera de la puerta. Yo salí y le pedí que se metiera
y él me respondió:
—Mamá, ¿qué me va a pasar?, estoy aquí afuera.
No era la primera vez que él estaba ahí, ni él ni los otros jóvenes. “Bue-
no”, pensé, “¿qué le va a pasar –sinceramente– estando afuera de la casa?”
Tenían música; llegó otro vecino de junto que también está desaparecido.
Estaban tomando una cheve y se salieron como a la una y media de la ma-
ñana a comprar, porque nosotros vivimos cerca de un negocio que se llama

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Montosa, que es como un Oxxo. Estaba también un señor ya grande de edad
e iba a irse con ellos, pero llegó su hijo y le dijo:
—¿Dónde vas? Espérate, ellos son más jóvenes.
Se fueron así como andaban. Mi hijo con un pantalón de mezclilla, una
camisa de tirantitos, sus tenis. El vecino que también desapareció junto con
mi hijo iba de chanclas, de short y una camiseta. O sea, no tenían planes,
porque nada más llevaban la bolsita con el envase de cerveza y los centavos.
¿Cuánto pudieron haber juntado? ¡Ni cien pesos!, porque entre los que esta-
ban ahí, el señor y los vecinos... muy poco.
Fue todo.
Llevo desde el 2011 hasta ahorita con la esperanza de que algún día él va
a llegar y me va a hablar. Dos días después de haber desaparecido, me mar-
có. Muchas veces yo he cargado eso. Yo estaba en el trabajo. Sonó el teléfono
y, cuando contesté, él me gritó, angustiadísimo:
—¡Ma! ¡Ma!
No sé qué pasó, se cortó. A mí se me hizo fácil regresar la llamada. A lo
mejor ese fue mi error: yo regresar la llamada. Y me contestó un hombre.
Cuando mi hijo me marcó no se oía más que la voz de él, pero cuando ya
regresé esa llamada se oía mucho ruido, ¡pero mucho ruido! Entonces yo le
dije que yo quería hablar con el joven que me había marcado, pero ahí no
había nadie. ¡No había nadie! Y empezaron a oírse ruidos, mucha música,
¡pero fuertísima! Y el hombre comenzó a preguntarme que de dónde habla-
ba y yo quién era. Obvio, no le dije.
—Es que tengo una llamada…
A veces me arrepiento de haber regresado esa llamada, pero era la voz
de mi hijo. Y yo pensé que a lo mejor me iba a decir: “Mami, pues estoy
tomando”. A lo mejor. O no sé, no sé: “Estoy con unos amigos”. Aunque él
nunca era así de irse. Él no.
Fue la última vez que oí su voz.
Él era un joven tranquilo, iba a la escuela, estudiaba, trabajaba. En la es-
cuela nunca tuve problemas con él. Es un joven capaz de muchas cosas. En
el momento en que desapareció, tenía 18 años y muchas ilusiones. Él quería
trabajar porque la muchacha con la que se había juntado estaba embaraza-
da. Estaba ilusionadísimo con conocer a ese bebé, pero desafortunadamen-
te no se pudo, él se quedó con eso. Donde él esté ha de estar pensando en
su hija o en su hijo, porque él estaba con esa ilusión y muchas veces me dijo:

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—Mamá, va a nacer mi bebé, ¿qué vamos a hacer? Voy a entrar a trabajar
a otro lado.
Quería entrar a trabajar a la Comisión Federal de Electricidad; además
estaba estudiando la prepa. Como a los 15 días que desapareció, me entre-
garon su papel de que había acabado su prepa, porque la estaba estudiando
abierta.
Mi nieta tuvo problemas para nacer, porque la muchacha entró en mu-
cha depresión y la bebé nació de ocho meses. Estuvo entre que si se salvaba
y no, pero gracias a Dios sí, la niña se salvó y ahorita ya tiene siete años. Su
carita se parece mucho a la de mi hijo. La veo por fotos que me enseñan,
porque la muchacha se casó con otro y él no la deja que venga. Ya sé que está
bien, que es lo importante. Algún día va a crecer y a la mejor me va a buscar.
Yo vivía en Tijuana, con mi segundo esposo y mis hijos: Alain Emilio,
que es de mi primer matrimonio, y mis otros dos hijos ya adolescentes. Me
regresé porque es una zona horrible. Un día le dije a mi esposo:
—¿Sabes qué? Vámonos de acá, porque estamos trabajando, ganamos
pues… no bien, pero ahí la llevamos. Es que aquí está bien feo, la situación
está horrible, mejor me regreso a mi pueblo.
¿Cómo vas a adivinar que las cosas te vienen a suceder aquí, en donde
menos te lo imaginas? Y sí, a veces digo: “¡Asumecha!, no sé si fue mejor
venirme o no. ¿Qué tal si mejor me hubiera yo quedado allá y nada de esto
me hubiera pasado?”
El padre de Alain Emilio vive en México, pero él no… Nunca… Se enteró,
pero pues no... él nunca... él así no. Los que sí se pusieron muy malos, porque
me ayudaron mucho a criar a mi hijo, fueron sus abuelos paternos, hasta la
fecha. La señora se acabó mucho... Yo voy a la casa de la señora y me dice:
—Tú eres mi nuera, hay un lazo muy fuerte entre tú y yo. Los problemas
con mi hijo, si no se quiso hacer responsable nunca, ora sí como dicen: allá él.
Ellos me ayudaban. Sinceramente los señores me ayudaron mucho. A la
señora le agradezco, me enseñó a hacer muchas cosas, a cocinar; con eso pude
salir adelante. Una vez mi hijo le preguntó a mi papá:
—Abuelito, quiero que me digas una cosa. ¿Es cierto que mi mamá me
sacó adelante vendiendo tamales, gelatinas?
—Sí, ¿por qué? ¿Te avergüenzas de tu madre? –preguntó mi padre.
—No, abuelito, al contrario; admiro a mi mamá porque, aunque nunca
tuvo el apoyo de mi papá, a mí nunca me faltó nada.

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Yo trabajaba para mi hijo, siempre trabajé para él. Mi papá y sus abuelos
me apoyaban, a la mejor no mucho, a lo que ellos podían, pero yo siempre
trabajé para él. Si de algo no me puedo arrepentir, es de decir: “Pues lo
dejé”. Nunca. Y cuando me volví a juntar yo le dije a la persona:
—¿Sabes qué? ¿Me quieres? Si vas a vivir conmigo, llevo un hijo. Y no
creas que me vas a decir “Vente y déjalo”.
Él lo quería, lo estimaba. A él le dolió mucho cuando pasó lo de mi
hijo, y me dice:
—No, gorda, ten fe, vas a ver que lo vamos a encontrar, de una u otra
forma. Y cuando lo encuentres, ya también tú vas a estar tranquila.
Mis otros hijos también me apoyan. Ellos son los que me dicen:
—Mamá, échale ganas. Mi hermano, donde esté, va a estar bien, y a la
mejor un día regresa.
Fui, como todos, a poner mi denuncia y me hicieron esperar hasta las
72 horas, porque en el Ministerio Público y todo eso, nunca, nadie hace
caso de nada.
Luego fui muchas veces a preguntar y nunca saben nada. Dizque ha-
bían ido a preguntar, pero es pura mentira. Eso sí no creo, porque por lo
menos ya me hubieran dicho los vecinos: “Oye, anduvieron preguntando”.
Pero nunca… Eso no es cierto. Yo siempre fui a ver y a darme mis vueltas, y
que no, que en eso estaban, que sí habían hablado. ¡Mentira!
Lo primero que dicen es que “son jóvenes”, “a la mejor se fue a otro
lado a trabajar y después se comunica”. ¡Bueno fuera que se hubiera ido
a otro lado! Pero no. Se echan la bolita unos a otros, cuando ven que no
sabemos. Luego piden el expediente, por eso yo siempre andaba jalando las
copias, los papeles. Les daba el número de expediente, así es más fácil de
buscar. Pero pues no. Las autoridades aquí, no. Nada.
No me tomaron pruebas de adn sino hasta apenas en octubre de 2018,
que fue lo que hizo la señora Aracely. Yo tengo mis copias donde fui a meter
mi denuncia y todo, pero el caso nomás no camina. Desafortunadamente
es una ciudad bonita, pero hay muchísima gente desaparecida. Tampoco ha
aparecido el vecino que iba con mi hijo.
Tengo una hermana que vive en Cancún y me invita a irme para allá. Le
digo que no, porque ¿qué tal que yo me voy y mi hijo llega? No va a encon-
trar a nadie. ¿Qué tal si me voy y él llega a venir y no me encuentra? A veces
tengo la esperanza de que algún día lo voy a ver.

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Me quedan sus fotos, sus recuerdos... quedan los bellos recuerdos que
tenemos de nuestros hijos. Es muy duro. Yo, al principio, renegaba mucho.
Me preguntaba: “¿Por qué no mejor fue un accidente?” “¿Por qué no fue en
otras circunstancias donde yo supiera que aquí lo voy a dejar, y que aquí lo
voy a ver, dejarle una flor?” Yo cuando veía en la tele “Se busca un niño”,
decía yo “¡Asu!, ¡pobres padres, qué tristeza y qué dolor!” Pero nunca, ¡nun-
ca de los nuncas! me imaginé que yo iba a pasar por algo así.
Es algo que yo no se lo deseo a nadie, de veras, a nadie, ni a mi peor
enemigo, porque hay mucha gente que es mala, no tienen ni la mínima
idea de lo que es el llevar esta pena... Solo yo sé lo que siento. Uno como
padre, todos los que estamos aquí sabemos lo que sentimos y es algo que no
le deseamos a nadie; de veras, a nadie.
Mi hijo desapareció el 31 de marzo y, en una ocasión, el 10 de mayo,
llegó a mi teléfono un mensaje: “Felicidades”. Yo dije: “Ay, ¿pues quién se
acordó?” Se siente bonito cuando el 10, día de la madre, alguien se acuerda.
Cuando vi mi teléfono, se me heló la sangre: el mensaje seguía: “Feliz día
de la madre sin tu hijo”. Lo único que le contesté fue: “De corazón te deseo
que nunca pases algo similar, porque entonces vas a saber lo que es el dolor
de tener un hijo desaparecido”.

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“¿Por qué desaparecieron a mi hijo
si los problemas son conmigo?”

Ángel Josué Avelino Conde


Desapareció el 31 de julio de 2011

María del Carmen Conde,


madre de Ángel Josué

Ángel Josué era un niño hiperactivo, era muy sano. Le gustaba su-
birse a los árboles. Era muy celoso cuando chiquito: bastaba con que me chu-
learan para que agarrara piedras y se las aventara al imprudente galán. Pero
también era bondadoso: si veía niños más chiquitos les regalaba sus jugue-
tes. No era nada envidioso.
Pero no dejaba de ser travieso. Una vez, forcejeando con su hermano,
este le aventó la bicicleta y, como estaba más chiquito, se le enterró el pedal
en la mandíbula. Tuvieron que llevarlo a suturar al hospital; aquel incidente
le dejó una cicatriz. También era muy tímido y tenía un gran amor por mí.
Siempre me decía: “Ma, cuando yo crezca te voy a comprar un coche”. “Ma,
cuando yo crezca te voy a comprar todo lo que tú quieras.”
En una ocasión, cuando tuve un principio de neumonía por acomodar
carnes frías en los refrigeradores de la tienda donde trabajaba como depen-
dienta de salchichonería, ya estando él en la secundaria, de los dos herma-
nos, era él quien me decía: “¿Qué te duele? No te preocupes, ma”.
Y corría, y como él podía me hacía un té, me lo llevaba a la cama y se
acostaba junto a mí para confortarme. Era muy sensible y mucho más ma-

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duro que los otros chicos de su edad. Yo llegaba a pensar: “¿Cómo mi hijo
puede pensar eso si está chiquito?”
En julio de 2011, Ángel Josué tenía 19 años y cursaba el segundo semestre
en el telebachillerato de Santa Ana; yo lo llevaba y lo traía a diario. Seguía
siendo muy sano: no fumaba, no bebía. Al igual que yo y que su hermano
mayor, era selectivo y reservado con la gente. Por donde vivimos –atrás
de Puerta del Sol, que ya pertenece a Mariano Escobedo– no hacemos amis-
tad con las personas; solamente “Buenos días”, lo cordial. Mis hijos no eran
de los que andaban vagando o metiéndose a la casa tarde, ni siquiera a las
diez. Ángel Josué sí se llevaba con sus compañeros, pero vivían muy lejos.
También se llevaba con los sobrinos de su padrastro.
Mi hijo ya había empezado a trabajar en el oficio de albañilería, pero lo
que él realmente quería era ser chef. Incluso, los fines de semana iba con un
chico que llegó a Orizaba de Monterrey a poner un restaurant de carnes y le
estaba enseñando, hasta que el joven restaurantero se fue de la ciudad. A pe-
sar de todo, Ángel Josué insistía en estudiar para chef y comenzó a comprar
trastes: “Es que ahora necesito un esto, es que ahora necesito un lo otro…”
Y él era el que cocinaba en la casa. Hacía mucho que yo no lo hacía.
Ángel Josué es el segundo de los dos hijos que tuve. Me casé muy chi-
ca y mi marido me abandonó con los dos niños. Logré sacarlos adelante y
terminar mi carrera de auxiliar de educadora, asistente de guardería. Volví
a casarme con un hombre que al principio fue bueno conmigo y con mis
hijos. Juntos compramos un terreno y con gran esfuerzo construimos una
casa, la que sería patrimonio de mis hijos. Los niños recibieron el apoyo del
programa Sedesol, desde el kínder hasta la preparatoria, y con esas cantida-
des, además de mi trabajo, se podía invertir en la casa.
Pero las cosas cambiaron con el tiempo. El que había sido un marido
amoroso comenzó a golpearme, a agredirme, a pesar de ser discapacitado.
Yo sabía que él andaba en cosas chuecas y amenazó con involucrarme si decía
algo. Luego llegaron las demandas. Él arguyó violencia en su contra y aban-
donó el hogar, escriturando a nombre de otra persona la casa que habíamos
comprado juntos.
Ángel Josué se daba cuenta y siempre quiso defenderme. Él era quien
me daba apoyo moral y constituía mi más firme defensa. A pesar de sus
entonces 17 años, era muy maduro. Tuvo un hijo con una chica mayor que
él y, aunque la pareja decidió separarse, fue en buenos términos y él siem-

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pre sintió la responsabilidad de darle dinero a su hijo. También insistía en
trabajar para contratar a un abogado que arreglara el asunto de la casa de
la familia; le angustiaba la idea de que pudieran quitarnos nuestro único
patrimonio.
Otras veces me decía: “Ma, ya vámonos de esta casa, aunque nos quede-
mos sin nada”. Pero yo pensaba en todo lo que nos había costado levantarla
y que era el patrimonio de mis hijos.
Ese día, 31 de julio de 2011, me fui a trabajar en la guardería y dejé a mi
hijo en la casa, como muchas otras veces. Casi al medio día, Ángel Josué se
comunicó conmigo. Me dijo que estaba en Veracruz.
—¿Y qué haces en Veracruz? –le pregunté.
—Es que me vine a buscar trabajo.
—¡Regrésate!, ¿qué haces allá? –le dije, furiosa–. No te preocupes por la
casa.
Pero el muchacho no cedió. Al fin me dijo:
—No, ma. Cualquier cosa, este es mi número –era un número de Vera-
cruz.
Al parecer aquel viaje era algo que él ya había planeado. Y sabiendo cómo
era él, desconfiado y selectivo para las amistades, pienso que tuvo que haber
ido con alguien de confianza, porque él no se aventuraba solo.
Se fue sin dinero, con su credencial de elector, con cartilla militar, con
el curp y el acta de nacimiento: lo necesario para buscar un trabajo legal.
También se llevó su viejo celular barato. Apenas empezaba la moda de los
celulares; él traía un celular que no era moderno.
Cuando salí del trabajo, me enteré por mi hermana de que mi hijo
también le había notificado, a través de Facebook, que estaba en Veracruz.
Esa noche, cuando llamé al número que mi hijo me había dado, no recibí
respuesta. Desde ese momento se lo tragó la tierra. Pasó un día, dos, tres…
y él jamás se volvió a comunicar.
Acudí enseguida a las autoridades y me dijeron que tenía que pasar un
tiempo para que se considerara a mi hijo como desaparecido. Regresé en
septiembre a insistir sobre la denuncia y las autoridades finalmente accedie-
ron a aceptarla. Pero aquello fue un calvario: me empezaron a cuestionar y
a criminalizar a mi hijo. Comenzaron las preguntas:
—¿Su hijo llevaba dinero?
—¿Su hijo traía un buen celular?

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—¿Su hijo andaba con amistades de carro?
Y, aunque respondí que mi hijo no tenía dinero ni un buen celular, ni
las preguntas ni mis respuestas figuraron después en el acta de la denuncia.
Yo sé que mi hijo desapareció por tanta violencia que yo viví en la casa y por
su desesperación como adolescente de irse, para apoyarme con un abogado
y salvar nuestra casa.
Entonces declaré que, efectivamente, yo tenía problemas con el padras-
tro de mi hijo, que se había ido, y empezaron las investigaciones. Antes, en
ese año, todavía había judiciales –los llamados judiciales– pero, como se lleva-
ban con mi marido, después de irlo a ver a él, regresaron a decirme:
—¿Cómo cree usted que el señor pudo hacerle algo a su hijo si le falta
una pierna?
Nunca, nunca, me carearon con él, nunca me citaron con él, nunca nos
confrontaron ni nada.
Mi marido los mandó con una niña que supuestamente tuvo algo que
ver con mi hijo, una niña de 15 años. Yo a esa niña no la conozco. Y la niña
declaró a los judiciales que mi hijo vivió con ella 15 días, pero que estaba
embarazada de dos meses. No concordaban las fechas, nada.
Después de siete años, a mi fiscal yo le he estado insistiendo en esa de-
claración. He pedido que me presenten a la niña, ¿quién es? Nunca declaré
conocer a esa niña o que mi hijo tuviera algo que ver con ella.
En esa ocasión, nos preguntaron si teníamos una prueba de adn y, aun-
que hacía dos o tres años nos hicieron una, en mi expediente no había nada.
La fiscal no sabía tampoco y sugirió que, en todo caso, se hiciera de nuevo.
Nos la hicieron, pero la prueba resultó ser falsa.
Siete años después, apenas en octubre de 2018, volvieron a tomarme la
prueba de adn y a tomarme esta vez una declaración completa, tal y como
debería ser. Desde que Ángel Josué desapareció, jamás me habían sentado
a declarar tantas horas. Con eso confío en que ahora sí comenzarán las
investigaciones tal como deben ser.
Ahora estoy sola en la casa, estoy sola en esa casa. Es mucha casa para
mí, es rústica, toda la pared y el piso, pero ya no hay nadie, ya no está a
quien yo amaba, ya mi otro hijo tampoco está. A veces como que ya quiero
dejarle la casa a mi marido, pero otras veces pienso que ya no tengo edad
para volver a alzar otra y que me voy a quedar desamparada, porque en esta
vida y teniendo un desaparecido, empieza uno a perder familia, empieza

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uno a perder amigos, empieza uno a perder amistades porque dicen: “¡Ay,
mira esa!, ¿por qué se le desapareció su hijo?”
O mi mamá, que era de las personas que decía:
—¡Ya! Ya deja de buscarlo. Es que tu hijo a la mejor está muerto.
Y luego iba yo a la casa y me decía:
—¿Ves esa silla? Ahí se sentaba mi nieto…
Y en vez de ayudarme, salía yo más deprimida de la casa de mis papás.
Entonces dejé de frecuentarlos. Tampoco frecuento ya a las amistades que
me conocen, porque también me dicen:
—¿Todavía no aparece tu hijo? ¡Ay, mana! Pues ya déjaselo a Dios.
¡Dios! Hasta pierde uno la fe. Aunque mis papás son cristianos, nunca
me inculcaron ninguna religión. De pequeña daba catecismo, pero en
la iglesia sufrí acoso por parte de un sacerdote cuando era yo joven y me
salí. Después empecé a estudiar otra religión, pero en sí yo no profeso
ninguna.
Hasta el trabajo perdí por andar buscando a mi hijo. Me dijo mi patrón,
después de que le pedí permiso para ir a trámites, que mejor primero arre-
glara mis cosas y después volviera.
Hace cinco años, vinieron igual a hacer unas pruebas ahí en Norte 8, y me
encontré a las del Colectivo y me alcanzaron y me preguntaron:
—Oiga, ¿tiene usted un desaparecido?
—Sí, es mi hijo.
—Mire, únase al Colectivo, que va a tener más apoyo.
Y sí, parece nada, pero algunas veces cuando es uno de un colectivo,
como que se nos abren más las puertas, ¿no?, como que la autoridad dice:
“¡Ay, mira! ¡Ahí vienen! Esa pertenece al Colectivo”. Y como que así nos
hacen caso más rápido.

Palabras finales

Fue un desafío para mí, lo es día a día platicar esta pesadilla. Sin embargo,
me sirvió de mucho ejercitar mi memoria y no olvidar ningún detalle sobre
la desaparición de mi hijo Ángel Josué Avelino Conde, reconstruir cada se-

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gundo, algo que me ayude a encontrarlo. Miles de veces me pregunto por
qué a mí hijo lo desaparecieron, ¿por qué, si los problemas son conmigo?
Pensé que, al platicarlo, quien me escuchó no sentiría mi dolor, pero no fue
así: me sentí en confianza para contar y sentir que fui escuchada con interés.
Muy pocos escritores lo tienen en este tema.

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“Si no lo buscamos nosotros, ¿entonces quién?”

Miguel Ángel García Muñoz


Desapareció el 27 de agosto de 2012

María Elena Miriam Muñoz Flores,


Melissa García Muñoz,
tía y hermana de Miguel Ángel.
Su madre, Norma Muñoz, falleció el 18 de abril de 2016

Cuando Miguel Ángel desapareció, el 27 de agosto de 2012, tenía 28 años


y vivía con su pareja y sus dos hijos. El niño más grandecito tenía un año y
ocho meses y el pequeñito acababa de nacer en mayo: tenía tres meses y me-
dio. Él trabajaba en una empresa de banquetes, aquí en Orizaba, aunque
ellos vivían en Río Blanco. También estaba estudiando. Empezó a estudiar
su carrera de Derecho en la Universidad del Golfo de México, en Ciudad
Mendoza. El día que desapareció iba precisamente para la universidad. Ese
día empezaba el semestre, iba al curso de inducción.
Él salió ese día a las 2:30 de la tarde de su casa. Llamó un taxi porque
ya se le hacía tarde. Su mujer iba llegando con sus dos bebés, porque los
había llevado a vacunar. Como a él ya le ganaba la hora, pidió el taxi. De la
entrada de su casa hasta la calle, hay que recorrer un pasillo como de más
de media cuadra, está bien largo.
Su mujer entró con los niños y su mamá, y él ya iba de carrera. Ella lo iba
salir a dejar, pero él le dijo que no saliera porque los niños venían llorones
por la vacuna. Él se salió rápido, corriendo, porque ya estaba el taxi ahí para

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que lo llevara. Eso es todo lo que sabemos, hasta ahí tuvimos comunicación
con él.
Yo le llamaba todos los días, para saber cómo estaban los niños, y ese
día le llamé a las 2:50 de la tarde. Nunca me contestó. El teléfono sí llama-
ba, llamaba, pero nadie respondía. Le llamé y le llamé y no me contestó.
Yo pensé que estaba ocupado, pero le marqué como una hora después y
tampoco me contestó. Entonces ya me empecé a preocupar. No recuerdo
a las cuántas horas le comenté a mi hermzana, porque yo estaba trabajando,
y mi hermana, la mamá de él, igual trabajaba. Ella era contadora de una em-
presa. Le marqué a su mamá y le dije:
—Oye, le estoy hablando a Micky y no me contesta. Ya tiene rato, desde
como al 10 para las 3 le empecé a marcar, pero no me contesta y ya me entró
tentación.
—Deja, yo le marco –me dijo.
Igual, mi hermana le empezó a marcar y marcar; sonaba y sonaba, pero
nada. Ya nos entró la preocupación y le llamamos a su esposa.
—Con razón me extrañó, porque él siempre me marca a media tarde o a
la hora que puede, para preguntarme cómo están los niños –nos dijo.
Le marcaba a su mujer todos los días, si estaba ocupado o trabajando, lo
que sea, le marcaba para ver cómo estaban los niños y ese día no le marcó para
nada. Ella también pensó que estaba ocupado y que no había podido. Ya en-
tonces su mujer le empezó a marcar, pero lo mismo. No tuvimos comunicación.
Ese fue el inicio de nuestro calvario. Toda esa noche nos la pasamos en
vela, en la sala de la casa, todos sentados, su papá, su mamá; toda la familia
estábamos a la expectativa de que hubiera una llamada, alguien que nos
dijera. Nosotros no tenemos dinero, somos como cualquier persona común
y corriente, gente que trabaja y va al día, pero aun así dijimos:
—Pues a esperar, no sea que alguien nos llame.
Pero jamás hubo ninguna llamada. Él desapareció completamente.
Lo que más nos conmovía era su niño, el grandecito, el de un año ocho
meses. Lo quería muchísimo, esperaba a su papá todas las noches. Se la pasa-
ba paradito en la cama y que quería a su papá. Hay un ventanal que da al lar-
go pasillo de la salida y el niño ahí esperaba a su papá, veía hacia el pasillo,
a ver si entraba, y nunca lo vio entrar. Ya desesperado, abría el closet, sacaba
la ropa de su papá, sacaba un pantalón, una playera, formaba la silueta y ahí
se dormía, se acostaba en el suelo.

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Es lo que más me dolía a mí, a todos nos dolía, a mi hermana también.
Nos dolía ver al niño cómo formaba la silueta de su papá y cómo él encon-
traba consuelo en eso, en quedarse acostadito en el suelo. Ahí se dormía,
hasta que su mamá lo pasaba a su cama. Así pasaron varias noches que hizo
lo mismo. Hasta ahora guarda una colonia de su papá. El niño es muy inte-
ligente, tiene Asperger y es inteligentísimo, pero hace unos berrinches, que
¡ay, Dios mío!
Está en tratamiento, recibe terapia en el crio, así se llama ese centro
aquí en Orizaba. Su abuela, la mamá de su mamá, es la que se encarga de
ellos, porque la chica los tuvo muy jovencita. Se quedó en la secundaria
cuando se enamoró de mi sobrino y se embarazó, entonces ya no terminó
de estudiar. Ahora que pasó todo esto, ella decidió seguir preparándose por
sus hijos: terminó la secundaria, terminó la prepa y se metió a estudiar para
criminóloga.
Ella pensaba que, al estudiar esa carrera, tal vez podría encontrarlo. Aho-
rita, con el paso del tiempo, no le veo ya mucho interés por saber de èl. Pero
yo sí. Una vez se lo dije, que yo entiendo que ella tiene que rehacer su vida,
porque es muy joven, y que si no le interesa saber de Miguel Ángel, pues ni
modo, porque es el padre de sus hijos; pero a mí, a nosotros, sí: es nuestra
sangre y nos duele y vamos a seguir buscándolo. Ella se molestó un poquito
y nos dijo:
—Sí, de hecho, yo voy a rehacer mi vida.
La notamos como que cambió. Al principio sí estaba muy interesada en
saber de él, en buscarlo. Lloraba. Pero, al paso de los años, siguió su vida.
Pero si nosotros no lo buscamos, ¿quién? Yo voy a seguir en la lucha, yo voy
a seguir buscándolo, que sea lo que Dios quiera.
A veces pienso que ya no lo voy a encontrar con vida, pero por lo menos
queremos saber dónde está, dónde quedó, para llevárselo a mi hermana, que
mi hermana tenga a su hijo, porque lloraba mucho por él. ¡Cómo lo extra-
ñaba! Lloraba… Al principio, mi hermana le mandaba muchos mensajes a
quien lo tuviera, al teléfono de él, que siguió funcionando cerca de un año,
más o menos. Los primeros días sonaba, pero después como que se acabó la
carga y lo volvieron a cargar, pero nunca respondió nadie.
Mi hermana les mandaba unos mensajes desgarradores a las personas
que lo tenían. Les decía que él tenía hijos, que lo dejaran, que ellos también
tendrían mamá, esposa, hijas o hermanas y que se pusieran en su lugar. Que

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ella quería a su hijo y, sobre todo, él era papá de dos niños chiquitos que lo
necesitaban para sacarlos adelante, que se tocaran el corazón y que lo soltaran.
Les preguntaba qué querían, pero nunca se obtuvo ninguna respuesta.
Ahorita el niño grandecito tiene nueve años y el chiquito cumplirá pron-
to ocho. Tratamos de tener comunicación con ellos, más que nada para man-
tenerles vivo el recuerdo de mi sobrino. La abuelita es buena gente, el señor
igual y a la muchacha no la critico ni le digo nada: es joven y tiene que rehacer
su vida. A ellos ni los involucramos en esto porque no se prestan. A veces
Chely nos ha pedido papeles de los niños para poder lograr algún tipo de
beca, alguna ayuda o algo, por ser hijos de desaparecidos, pero como que
ellos no quieren, no les convence esto. No los obligamos tampoco. Nosotras
somos las que seguimos en la búsqueda.
Mi hermana era diabética. Cuando se embarazó de Melissa, 15 años des-
pués de que nació Micky, se hizo diabética prenatal. Le dijeron que se le iba
a quitar, cuando nació la niña, pero no se le quitó. Melissa tenía 14 años
cuando Micky desapareció y mi hermana se iba controlando la diabetes, pero
se le recrudecieron más los síntomas con la pena.
Ella se cuidaba. Siguió trabajando hasta casi el último día de su vida,
porque era contadora de una empresa de aquí de Orizaba y, aun así, con
su pena, ella iba a trabajar, no faltaba, estaba al pendiente de la empresa.
Poco a poco su salud fue decayendo. Ella le lloraba mucho, le decíamos que
tratara de darse ánimo, de salir adelante por Melissa, porque ella todavía la
necesitaba, pero mi hermana me decía:
—Si algún día me pasa algo a mí, no dejes a mi hija
—No, ¡cómo crees que la voy a dejar!, pero tú échale ganas, tú no dejes
de luchar.
—Es que yo no puedo vivir sin mi hijo.
—Sí, tienes razón, yo tampoco.
Yo los crie porque mi hermana toda la vida trabajó. Yo tengo tres hijos
varones y ella tuvo dos. Entonces yo crie a los cinco. Yo por eso le decía:
—Es que Micky también es mi hijo. Y yo lo siento, pero aun así tenemos
que luchar por salir adelante y tú más que nadie, por la niña que todavía
está chica.
—Sí, pero si algo me pasa, no me la dejes, no me la desampares.
Poco a poco fue decayendo. Le vino una infección gastrointestinal, le
empezó a agarrar diarrea y calentura. Fuimos al doctor, le mandó medica-

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mento, pero no se componía. Cuatro días tardó así enferma y terminamos
por internarla, porque llegó el momento en que me dijo que ya no veía. Me
espantó, porque según yo ese día ya la veía mejor, pero ella me pidió que la
internara, porque no veía nada. ¡Ay, Virgen santa!, yo sentí que me echaron
un balde de agua fría.
Mi hijo estuvo un tiempo de socorrista en la Cruz Roja y tiene amigui-
tos allí; pidió una ambulancia y llegó rapidísimo. Mi hermana todavía pudo
dar sus datos, le preguntaron en la ambulancia su edad, el año de nacimiento:
tenía 56 años.
Llegamos al hospital del Seguro Social. Todo fue rapidísimo, le empeza-
ron a hacer análisis y salió que tenía alta la urea y que se le estaba desarro-
llando una enfermedad en los riñones. La tuvieron en urgencias, se llama
sala de choque. Llegó su marido, llegaron mis hijos, y ya les dije lo que me
habían dicho, pero que no podía yo estar con ella porque es como si fuera
terapia intensiva y los pacientes deben estar solos, monitoreados y todo. Así
pasamos la noche y, como a las dos de la mañana, me llamaron, que estaba
teniendo problemas con su corazón y que tenían que intubarla, que si auto-
rizábamos. ¡Es una decisión tan difícil! Tenía una arritmia.
Les pregunté a mi cuñado y a mi hijo el mayor y dijeron que, si era para
salvarla, que lo hicieran, pero si era para hacerla sufrir, pues no. La intuba-
ron, pero no… Amaneciendo, como a las 8 de la mañana, le dio un infarto.
Todavía la sacaron adelante. Nos dijeron que esperaban que no le diera un
segundo infarto, porque entonces iba a ser más difícil.
Una hora después, volvieron a salir a decirnos que le había dado un se-
gundo infarto y que la habían estabilizado, pero que un tercero ya no lo iba
a aguantar, que entráramos a despedirnos de ella. Nos permitieron entrar a
todos a despedirnos. Estaba inconsciente, estaba intubada. Nos despedimos
de ella y falleció. No tardó ni 12 horas internada, se fue rapidísimo, el 18 de
abril de 2016, cuando mi sobrino ya tenía tres años desaparecido.
Desde entonces tengo a mi niña conmigo, ella se me quedó, ¡pues tanto
que me suplicaba mi hermana que no la dejara! Mis hijos la quieren mu-
cho y, gracias a Dios, me la dejó en la prepa. Ahorita ya se va a recibir de
Psicología.
Hemos ahondado más en la búsqueda desde que entramos al Colectivo.
Al principio, cuando él recién desapareció, uno de mis hijos se fue a meter
hasta por Acultzingo, a tratar de buscarlo, pero le dije:

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—No, así no, hijo, ¡no te vaya a pasar algo! ¡Vente! Están las cosas muy
feas como para que te vayas a meter por allá.
—Es que por aquí venía Micky, o luego andaba por Ciudad Mendoza.
—Sí, hijo, pero no sabemos por qué, qué fue lo que pasó, no te arries-
gues.
Por su desesperación, se fue a Acultzingo con un amigo que lo acom-
pañó. Se querían mucho ellos y por eso se fueron, anduvieron en terrenos
horribles, a ver si lo veían o lo encontraban.
Mi hermana nunca quiso poner una denuncia, por miedo. Decía que
no sabíamos por qué lo desaparecieron. Él trabajaba bien, hacía una vida
normal, honrada.
Y no sabemos por qué pasó lo que pasó. Pero mi hermana siempre tuvo
miedo. Decía que, si poníamos la denuncia, qué tal que recibíamos algún
tipo de amenaza. Yo no entendía por qué, si nada debíamos. Pero como ella
tuvo siempre ese miedo, fue hasta que ella falleció cuando nos armamos de
valor y nosotros pusimos la denuncia. Dije:
—¡En nombre sea de Dios! Hay que poner la denuncia. Nosotros no pe-
dimos culpables ya a estas alturas, ya nada más queremos saber dónde está
él, dónde quedó. No creo encontrarlo vivo, a menos que sea un milagro,
pero al menos para que estemos tranquilos.
Cuando pusimos la denuncia, allá nos encontramos a varias compañe-
ras del Colectivo que nos apapacharon, nos dieron valor, nos animaron a
denunciar y por eso se hizo. Luego vino la policía científica a hacer adns.
Fue Melissa, y la esposa de Micky llevó a uno de los niños, al grandecito,
y le hicieron el adn también al niño. Melissa se lo volvió a hacer en 2018,
cuando vinieron a un auditorio aquí en Orizaba. Por las dudas, para que
esté integrado a los expedientes.
No ha habido ninguna respuesta de las autoridades. Va uno y se echan
la bolita, que “no es acá, es en Xalapa” o que “el adn acá no, que en Xala-
pa, que no sé qué”. Puras evasivas. Yo de plano no creo que ellos hagan el
intento de buscar o que busquen. El fiscal ha sido buena persona con noso-
tros, pero ni para bien ni para mal. Por lo menos nos ha atendido y ha sido
amable, pero no para que nos diga “Ay, sí mire, ya investigamos acá”. No,
para nada.
Nosotros no pudimos investigar mucho más. No supimos a qué com-
pañía de taxis habló él ese día. En ese tiempo no tenían identificador de

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llamadas ahí en su casa y no sé si él llamó de su celular. Si hubiéramos
tenido por lo menos el número de taxi para recurrir al taxista y que nos di-
jera qué pasó, dónde lo dejó, dónde se bajó él, hubiera estado muy bien.
Pero ya había pasado mucho tiempo para pedir la sábana de llamadas
del celular, ya no era posible. Por medio de amistades tratamos de preguntar
que si alguien de pura casualidad ese día lo había visto o en la universidad.
Pero él ahí nunca llegó. Lo que le haya pasado fue en el trayecto de su casa
para la universidad: entre Río Blanco y Ciudad Mendoza, donde está muy
poblado todo. Un recorrido de veinte minutos.
Quisiéramos ser videntes, adivinos, para saber qué pasó con él. Trata-
mos de ver con amigos, pero nadie supo en ese momento. Lo habían visto
días antes o hacía tiempo que no lo veían. Nadie nos dijo algo útil o que pu-
diera uno intuir dónde quedó. Al principio deseábamos que alguien, aunque
fuera anónimamente, nos dijera lo agarraron por esto o fue fulano y está en
tal parte, o le hicieron algo y está en tal parte. Pero nada.
La tierra se lo tragó. Pasábamos las noches en la sala, en vela, esperando.
Y en el día esperábamos que el teléfono sonara, que tal vez alguien dijera o
nos pidieran algo. Pero absolutamente nada.
Micky fue un niño normal. Se crio con mis hijos porque vivimos en la
misma casa de mis papás. Mi hermana vivía adentro y yo al frente, y ahí está-
bamos. Como mi hermana siempre trabajó, sus hijos siempre estaban con
nosotros y se criaron muy unidos. Mis dos hijos mayores se criaron con Micky.
Él era muy juguetón, se llevaba muy bien con mis hijos. Hizo la preparatoria
abierta, porque empezó a trabajar en eso de los banquetes. Le gustaba mu-
cho porque se llevaba bien con los dueños.
Empezó acarreando las sillas, descargando las mesas y todo lo de la co-
mida. Él la llevaba. Después empezó a manejar una de las camionetas y ya
acarreaban ellos a donde iban a ser los banquetes. Se llevaba muy bien con
los hijos de estas personas. Luego empezó a estudiar derecho, pero después
lo dejó porque no le daba tiempo. No era muy de amigos. Tenía amigos en
su trabajo, en los banquetes sí se llevaba con los muchachos, con los mese-
ros. Pero eso de que tuviera amigos, no. Él no era así.
No fue muy noviero tampoco. Anduvo con una chica, ya después cono-
ció a la que fue su mujer, esta muchacha, que era una chica de secundaria.
Ya que se embarazó, le dijo a mi hermana, y los suegros dijeron que se fuera
a vivir allá y él siguió él trabajando en los banquetes. Era muy hogareño, le

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gustaba estar en la casa y hacer sincronizadas. Hacía sus inventos y luego nos
daba de cenar. Le gustaban las aceitunas.
Llegaba de trabajar y ya traía su tambache de cosas: queso de hebra, para
hacer las quesadillas, y agua de limón, su preferida. No era de fiestas, ni
de antros, mucho menos de tomar. Una sola vez se puso un cuete, un 15 de
septiembre. Con lo de los banquetes, les sirvieron tequila ahí, pero como él
no sabía tomar llegó rebotando. ¡Le ha dado un santo vómito! Al otro día
dijo que jamás en la vida volvía a tomar. Y lo cumplió.
Miguel quería mucho a mis hijos. A los más chicos cuando podía les
compraba algún juguete, algo. Siempre fue muy detallista con ellos, mien-
tras no tuvo a sus hijos. Ya cuando nacieron sus niños, tenía que procurar-
los a ellos.
Aun así, siempre fue muy detallista, siempre nos llevaba cosas o trataba
de estar presente. Siempre fue muy cariñoso con Melissa, con nosotros. Mi-
guel no tenía malicia en su corazón, siempre quiso mucho a su mamá y a
nosotros, siempre luchó por salir adelante para que su madre y su hermana
tuvieran una mejor vida. Ya que no tenían el apoyo del papá, que era un
poco despegado, él siempre trató de tomar ese papel para su hermana. Era
muy bueno con ella. Y no hay ningún mal recuerdo de él, más allá de las
peleas que tienen todos los hermanos. Pero, a pesar de que él le llevaba
muchos años, siempre trató de estar con ella. Era muy juguetón, les gustaba
jugar luchitas.
A pesar de que hizo su familia, nunca dejó a su mamá y a su herma-
na, siempre estuvo ahí. Nos llamaba, que cómo estábamos. Le daba dinero a
Melissa, a su mamá, y era recíproco. Tenían momentos buenos y momentos
malos, pero pues ahí iban. Fue un buen hombre. Queremos pensar que está
con vida, pero es muy difícil, por los años que han pasado. A pesar de todo
lo que han dicho, de que a lo mejor se fue con otra, porque eso fue lo que
dijo el fiscal, eso no lo creemos, porque él no era así. Él habría visto la ma-
nera de comunicarse con nosotros.
Nunca se alejaba más del tiempo permitido de su familia o, si llegaba
a salir fuera por alguna razón, nos comentaba a dónde iba y cuándo re-
gresaba, porque luego viajaba, por lo mismo de los banquetes; pero casi
nunca. Salió una o dos veces, pero siempre avisaba dónde andaba, siempre.
Así estamos acostumbrados todos: a avisar dónde está uno, por cualquier
cosa. Y más ahorita.

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Cuando nació su segundo niño, dijo que tenía que volver a estudiar y a
seguir trabajando para salir adelante. Mi hermana lo apoyó como pudo, con
despensa, para que pudiera volver a estudiar. Él adoraba a sus hijos, eso sí;
adoraba a sus hijos y él nunca se hubiera ido sin ellos. Si nunca regresó, es
porque algo le hicieron, pero no por su propia voluntad.
El niño grande ya sabe lo que le pasó a su papá y nosotros, cuando
íbamos a su casa, les hablábamos de él. Los niños nos preguntaban, más
el grandecito, que hacía más preguntas; era el que nos preguntaba a veces
cosas de su papá, que dónde estaba, que cuándo iba a regresar. Ahora ya
la imagen de él para sus hijos es muy borrosa. Ya ni se acuerdan de él y
para el chiquito es un extraño. Tenía tres meses, nunca lo conoció. No-
sotros somos los que seguimos con la imagen de él, tratamos de que siga
esa imagen viva porque, pues, si no lo recordamos nosotros, ¿quién lo va
a recordar?
El papá de Micky, el esposo de mi hermana, vive ahí donde vivimos
nosotros. Él no se fue ni nada, ayuda en lo que puede, pero no ha hecho
ningún intento por buscar a su hijo, porque su familia tiene otras ideas. Su
familia le aconsejaba que no lo buscáramos porque era bien peligroso, y que
no nos fuera a pasar algo. Le metieron miedo. Parte de la familia de él no
sabe que está desaparecido, porque tienen miedo de decirles. Su familia le
dice que nos vieron en las marchas y le aconseja que nos diga que no vaya-
mos, que es peligroso. Yo le digo:
—Mira, lo que te diga la gente me sale sobrando. Yo voy a seguir buscan-
do y vamos a seguir buscando mis hijos, Melissa y yo. No vamos a ceder a
no buscarlo. Le pido a Dios que me preste vida para encontrarlo y que mi
hermana esté tranquila.
Dios está con nosotros, nos encomendamos mucho a Dios y, primero
Dios, no pasa nada. Después de que ya tiene más de siete años de haber des-
aparecido, no creo que alguien intente algo contra nosotros. Él no fue un
perro para decir que ya se perdió y ya. Lo vamos a seguir buscando, porque
si no lo hacemos nosotros, ¿quién?

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Palabras finales

Sentí mucho dolor al contar esto, ya que, al narrar todo, volví a vivir lo que
sufrimos toda la familia y seguimos sufriendo, desde el momento de su des-
aparición. Me hizo pensar de nuevo en dónde podría estar mi sobrino, si
estaría sufriendo… De cualquier modo, estoy agradecida por haber sido to-
mada en cuenta para este proyecto que plasma el dolor de la familia después
de la desaparición de un ser querido.

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“Eso y más se hace por un hijo”

Yael Zuriel Monterrosa Jiménez


Desapareció el 1 de septiembre de 2012

Ana Lilia Jiménez,


madre de Yael Zuriel

Yael Zuriel Monterrosas Jiménez tenía 15 años y 10 meses el 1 de


septiembre de 2012. Ese día salió de la casa rumbo al centro de Orizaba. Es-
taba terminando su secundaria en el sistema abierto y me comentó que iba
a recoger libros para acabar de hacer sus exámenes y obtener su certificado.
Fue la última vez que estuve con él.
Ese sábado lo levanté para desayunar juntos, le preparé lo que le gusta-
ba. Cuando terminamos de desayunar, se levantó de la mesa, fue a su habi-
tación por una mochila y se despidió de mí. Me abrazó y me dijo: “Ya me
voy, gordita”. Le di dinero para el camión y, cuando iba saliendo, le pregun-
té si iba a ir a ver a su hermana, porque ella radicaba en Ciudad Mendoza,
y me dijo que no, porque no tenía dinero para el pasaje. Yo estaba entonces
con la plena conciencia de que iba a regresar a comer.
Como es muy alto (mide 1.85), se tuvo que agachar a abrazarme. En-
tonces oí que en la mochila le sonaba algo, así que hice que la abriera. Eran
unas latas de aerosol, porque a él le gusta mucho lo del grafiti, pero las latas
estaban vacías. No sé para qué las traía en la mochila, pero le dije que las de-
jara porque, si no, no iba a salir. Él, muy molesto, abrió la mochila y aventó
las latas a su cama. Me enseñó la mochila vacía y se fue.

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Eso fue lo último que vi de él, que hablé con él y que supe de él.
Se llegó la noche de ese sábado y no llegó a dormir. No teníamos cómo
contactarlo, porque en esos meses estaba muy precaria la situación econó-
mica en la casa y no había celulares. Esperé al otro día, que era domingo, y
fui a ver a mi hija. Cuando le pregunté por su hermano, me dijo:
—No, el niño no vino a dormir. Ha de estar con sus amigos. Algo le ha
de haber pasado donde no llegó ni a tu casa ni acá. Espéralo, tal vez llegue
acá. Ha de tener miedo de que lo regañes.
Esperé hasta la noche del domingo pero no llegó, así que me fui a mi
casa. El lunes me fui a trabajar y, cuando salí, me fui a Mendoza a ver si ya
había llegado mi hijo allá. Nada. Entonces la zozobra empezó más fuerte.
Fui a un cibercafé con mi nieta para ver si había algo en las redes socia-
les, pero no. Nada. Le mandé un mensaje por Messenger, pero nada. Cuan-
do llegué de regreso a la casa, por fin le dije a mi marido que mi hijo no
había llegado a dormir y me regañó:
—¿Cómo es que tu hijo no llegó a dormir? ¿Por qué hasta ahorita me
estás avisando? Desde el sábado no está tu hijo. ¡Ya podríamos haber hecho
algo!
Él no es el papá de mis hijos, pero ha sido mi pareja durante casi 13 años
y le ha tocado ver crecer a mis hijos y a mis nietos. Esa tarde nos abocamos
a buscarlo con la novia, ver que si alguien sabía algo, pero no se supo nada.
El martes seguí la misma rutina: me fui a trabajar y al salir del trabajo me
fui a casa de mi hija. Ese día también le tuve que decir a mi papá y con eso
se angustió toda la familia.
Pasé otra vez al ciber a revisar y ya tenía un mensaje de mi hijo. Me
decía que estaba bien, que no me preocupara, que estaba trabajando
como guardia de seguridad en Puebla, cosa que vi rara, porque a un
niño de 15 años, sin documento alguno, no le iban a dar un trabajo así.
Me dijo que con lo que iba a ganar ahí me podía comprar una casa o una
moto, porque sabe que soy fanática de las motos. Me escribió que me
quería mucho y que pronto se iba a comunicar conmigo o con la novia.
Eso fue todo.
Yo le contesté el mensaje. Le dije que a mí eso no me importaba, le
pregunté que cómo era posible que él tuviera ese tipo de trabajo. Le seguí
escribiendo, ya no sabía qué escribirle porque, al escribirle, yo lloraba. Y mi
nieta ahí viéndome llorar. ¡Fue algo muy difícil!

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Yo hacía de comer y simulaba que comía, por mi nieta. Era una niña de
siete años en ese entonces y su tío era su figura paterna. El no tenerlo ahí
con ella le generó una terrible angustia.
—¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? –me preguntaba–. ¿Por qué no comes? ¿Por
qué lloras? Mi tío está bien, va a regresar.
Y yo tenía que hacerme fuerte para ella. Mi hija estaba embarazada de
mi otra nieta y todo se nos juntó.
El miércoles volví a la misma rutina: ir al trabajo, irme a Mendoza, revisar
en el ciber la red social y ver que mi hijo me contestó diciendo que, cuando
bajara, se iba a contactar conmigo o con la novia. Que no me preocupara.
Le volví a escribir. Le respondí que yo veía que decía ahí, la leyenda
abajo, que él se conectaba desde un celular. Le dije que me diera el número
para llamarle. “Si tú no quieres regresar a la casa yo te voy a respetar –le
dije–, pero quiero saber dónde estás, quiero verte, llevarte ropa”.
Él nada más se salió con una playera puesta y su pantalón. Lo demás
lo dejó. Dejó incluso una gorra que amaba, un cinturón que adoraba. Yo
no sé qué le pasó. Hoy supongo que fue enganchado, pues esa fue la última
conexión que tuve con él. Luego le perdí la pista. 
Se fueron los días, los meses. Yo no puse una denuncia por desapari-
ción porque me daba miedo. Las mismas autoridades nos decían que de-
nunciar una desaparición implicaba que nuestro familiar estaba metido en
algo malo. En el 2012 estaba muy presente lo de los grupos delincuenciales:
sabíamos que había un grupo delincuencial aquí en la zona. Entonces las
autoridades etiquetaban con mucha facilidad: “Es que está metido en algo
malo”. “Pertenece a algún grupo.”
También nos decían que si denunciábamos nos iban a ubicar y nos
iban a hacer algo malo. Nos metieron la zozobra. Y como uno desconoce los
procedimientos, el mundo se vuelve negro. No hay más salidas.
A finales de octubre, en el periódico local salió una nota: habían abati-
do a cinco personas en un enfrentamiento. Ellos habían secuestrado al hijo
de un notario de Cosamaloapan. En la fotografía que se publicó, uno de los
cuerpos abatidos tiene mucha similitud con mi hijo. Mi hija, que estaba en
casa, pocos días antes de dar a luz, lo vio y se alteró muchísimo.
—¡Mamá! ¡Es mi hermano! –me dijo–. ¡Nos lo mataron!
—No, hija. No es tu hermano –le respondía yo, queriendo conservar la
ilusión de que él sigue con vida.

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—¡Haz algo, mamá! ¡Y si no vas tú voy yo!
Su embarazo era delicado y no podía yo exponerla. Yo necesitaba ver
cómo llegar a Cosamaloapan y preguntar por ese cuerpo. Y pensaba: “¿Si
me dicen que no? ¿Si me dicen que sí estaba relacionado?” No sabía qué era
peor.
A la mañana siguiente, mi hija me contó:
—Soñé con mi hermano. Dice que está muy frío ese lugar, que lo saque-
mos de ahí. Que tiene miedo de estar solito en esa plancha. ¡Vete por mi
hermano, mamá!
Le preguntamos aquí a un abogado qué se hacía en esos casos, porque
había que prever la cuestión legal, si efectivamente era mi hijo. Y sí, nos
orientaron.
Mientras junté dinero para poderme ir a Cosamaloapan, pensando en
lo que iba a enfrentar, se llegó el lunes. Avisé a la familia del papá de mis
hijos, aunque el papá se hizo a un lado desde el momento que supo de la
desaparición de mi hijo. No quiso saber más. Decía que mi hijo se lo había
buscado. La familia me decía que hiciera lo que tuviera yo que hacer, pero
nadie metió las manos. Por eso cuando fui a avisarles les advertí que, si en
efecto era el cuerpo de mi hijo, yo no los quería ver en el funeral; que si no
me habían ayudado, ¿para qué los quería allí?
Yo soy profesora de educación primaria, así que el lunes temprano le
avisé a mi director y él lo entendió muy bien. Dijo que él se iba a hacer cargo
del grupo.
El trayecto de Orizaba a Cosamaloapan se me hizo eterno. Fue puro
llorar, puro pensar: “Y si es mi hijo ¿cómo me lo voy a traer? ¿Qué pasó con
él? ¿Quién le hizo esto? ¿Quién lo enroló en esto?” Y mi marido me decía:
—Cálmate, primero vamos a llegar. Tú tranquila, vas a ver que no es él.
Y si es, ya lo vas a tener de regreso contigo, ya se va a acabar tu sufrimiento.
De ese lapso del 1 de septiembre a finales de octubre de 2012, yo bajé
10 kilos. Me consumí, aunque tenía que aparentar que estaba fuerte por mi
nieta y mi hija.
Llegué a Cosamaloapan con mi marido y preguntamos por el Ministe-
rio Público. Les explicamos a los ministeriales y me dejaron pasar. Uno de
ellos me dijo que tenía respaldadas en la computadora las fotos de los aba-
tidos, todavía en calidad de desconocidos. Eran cuatro jóvenes y un adulto.
Cuando las buscó, ya no las encontró.

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—Me las quitaron de la computadora, pero acá las tengo en el celular
–nos dijo.
Buscó en su celular y me mostró la fotografía de cara, ya limpia. Era mi
hijo.
Le pasé el celular a mi marido, le pregunté:
—¿Es el niño?
—Sí. Es tu hijo, vamos por él.
Nos dijeron que teníamos que ir al Semefo a reclamar el cuerpo y nos
orientaron sobre los trámites que había que hacer. El Semefo está junto al
panteón municipal de Cosamaloapan, así que fuimos al Ministerio Público
que está a un costado. Cuando expliqué la situación, me dijeron que tenía que
reconocer el cuerpo y hacer el trámite. Pero, cuando llegó el de periciales
que estaba a cargo del Semefo y le expliqué la situación, me dijo:
—No, señora. No es su hijo.
—Pero es que vengo de tal Ministerio, me acaban de enseñar una foto,
su cara, todo. Sí es él.
—No, señora. Fueron cinco cuerpos –abrió su computadora y empezó
a ver los archivos–: Muerto número 1, fulano de tal. Muerto 2, muerto 3…
¡Ah! El muerto 3 es el que dice usted que es el del periódico. Se llama así,
del otro modo, tanta edad, tanta estatura. Y ya esos cuatro jóvenes fueron re-
clamados por sus familias. Aquí ya no están. El único que tengo es un adulto
de 45 años, apodado así, fue ex policía municipal y su familia no ha venido
por él.
Por más que le pregunté, él me siguió diciendo que no era mi hijo y que
ya había sido entregado a su familia. Regresé con cierta tranquilidad de que no
era mi hijo, que él sigue con vida. Pero la incertidumbre sigue presente al
paso de los años. He hecho trámites para lograr la exhumación de ese cuer-
po y que se le hagan pruebas, pero no se ha conseguido nada.
Me animé a poner la denuncia por desaparición a finales de enero del
2013, cuando vi en el periódico que un joven de Río Blanco, que es amigo
de mi hijo, también estaba desaparecido. Desapareció por las mismas fechas
que Yael. Entonces dije: “Aquí hay algo raro”. Hay un antecedente legal, que
generó una amenaza de muerte a mi hijo en enero de 2012, por una persona
del crimen organizado. Mi hijo andaba con la sobrina de ese sicario, aunque
en ese momento no estaba enterado de los lazos familiares de la chica. El
delincuente amenazó con que, si lo encontraba, lo entregaría en cachitos.

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Cuando vi la nota del otro muchacho desparecido, quien había estado al
tanto del noviazgo, dije: “Algo les hicieron, algo pasó ahí”.
Yo pensé que poner una denuncia era como decir: “Ahora sí van a bus-
car a mi hijo, lo que yo no pude hacer en meses, lo van a hacer ellos”. Pero
han pasado casi ocho años y la fiscal que lleva el caso de mi hijo actualmente
me dice: “No hay ninguna línea de investigación”.
Cuando puse la denuncia, las autoridades me preguntaron si mi hijo
salía de la casa, pero no. Si yo me iba a trabajar, sabía que mi hijo estaba
adentro, él no podía salir. Yo llegaba del trabajo a las 2, 3 de la tarde y mi
hijo estaba en la casa, bajo la vigilancia de mi marido.
Si iba a salir, pedía permiso. Y yo preguntaba: “¿A dónde vas? ¿Con quién?”
Y a la hora que quedábamos, regresaba. Si se retrasaba 10 minutos, era por
el tráfico, porque no había alcanzado el camión. Pero, si no, estaba todo el
tiempo en la casa, acostado, con los audífonos puestos, la lap, escuchando
música, dibujando. Ese era su mundo, pensando en el futuro. Pensábamos
que cuando terminara la secundaria en el sistema abierto lo íbamos a poder
meter en el sistema regular para bachillerato. Y hacíamos planes. Le gustaba
cocinar y dibujar.
—¡Pues entonces ahí está! –le decía–. Entre que seas chef o diseñador
gráfico, una de las dos, pero en algo vas a sobresalir.
Se inclinaba más por el diseño gráfico, era su ilusión estudiar eso. Pero
alguien nos lo arrebató.
Cuando puse la denuncia, mencioné el antecedente de la amenaza que
nos hizo el sicario. Mencioné a los involucrados: a la mamá de la niña, al
cuñado, pero nunca pudieron hacer nada, nunca los pudieron vincular. El
sicario murió en 2015 por cirrosis hepática. Pero la mamá yo sabía que tenía
un perfil falso de Facebook y desde ahí lanzó amenazas contra mí y contra
otras dos personas que tenemos familiares desaparecidos. Ahí escribía que
ya se los habían “fumado en una exhibición”.
Pregunté qué quería decir esa expresión y me dijeron que significaba que
los habían matado delante de ese grupo delincuencial, que no los íbamos
a encontrar. En nuestras denuncias lo mencionamos, pero jamás pudieron
vincular a esa mujer. Rastrearon esa cuenta de Facebook y no dieron con
ella. Yo sabía, por mi hijo, que esa mujer era la que tenía el perfil falso. Cuan-
do la citaron a declarar para mi caso, dijo una sarta de tonterías. A raíz de
eso yo me enfermé, me puse mal, empecé con taquicardias, me volví hiper-

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tensa; empezó mi cuadro de depresión y ansiedad, por no saber. En el 2016,
mi propio exesposo, el papá de mis hijos, lanzó una amenaza de muerte.
Nosotros empezamos a agruparnos en el Colectivo y nos mandaban a
talleres de lo que fuera, para aprender a buscar en fosas clandestinas. Se llegó
abril del 2016 y se inició la primera brigada de búsqueda de fosas clandes-
tinas aquí en Amatlán de los Reyes, y encontramos indicios. Encontramos
lugares donde habían sido ultimadas y carbonizadas personas. Fue una tarea
de 15 días de búsqueda con otros colectivos del país que nos fueron agru-
pando. En ese lapso llegó el papá de mis hijos a visitar a mi hija y le dijo que
me avisara que ya le parara yo a mi búsqueda, porque había una orden de
levantarme si yo seguía buscando.
Cuando me lo dijo mi hija, yo lo expuse con mi fiscal. Para esto, en el
2015, cuando yo señalé a esa mujer como presunta involucrada en la desa-
parición de mi hijo, a los tres días, supuestos ministeriales fueron a visitar a
mi exesposo, diciéndole que mi expediente se había perdido y que necesita-
ban información de esa mujer. El expediente no estaba perdido, porque yo
había ido el día anterior al Ministerio Público y ahí lo tenían.
Esperé hasta las 6 de la tarde a que abrieran y pedí ver mi expediente.
Claro que ahí estaba. Les conté lo que había pasado y les pedí que citaran a
mi exmarido para que hiciera los retratos hablados de las personas que fueron
a verlo. Pero como ya estaba todo en rezago, la que era titular del Ministerio
Público de rezagos me dijo que tenía mucho trabajo, que estaba rebasada.
Como ya se había creado la fiscalía de desaparecidos en Xalapa, enton-
ces hablé con la titular, María Aura Cortés. Le expliqué la situación y saca-
ron el expediente para mandarlo a Xalapa, en agosto del 2015. Entre 2013
y 2015 no habían hecho nada. Tardaron medio año en tomarme la muestra
de adn, y eso porque yo llegué a preguntar otra cosa. No me querían dar la
constancia de mi denuncia, porque estaba en el sistema anterior. Algo raro.
Peleé el adn de mi hijo, porque en 2014 se encontraron las fosas de Tres Va-
lles y yo pensé que, si ahí estaba mi hijo, ¡cómo iba yo a saber, entre tantos
cuerpos, si él estaba!
Me fui a Xalapa, a periciales, a buscar mi adn por mis propios medios.
Mis compañeras del Colectivo ya me habían enseñado a anotar todo en una
libretita: nombre del funcionario, número de oficio, fecha, las preguntas y
las respuestas, para llevar una cronología precisa. Cuando buscaron el nú-
mero de oficio, no lo encontraron, porque la gente de Orizaba me lo había

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dictado mal. Ya se los dije por teléfono y me informaron que lo habían man-
dado a Córdoba y que no tardaría en llegar a Orizaba. Eso fue en el 2013 y
la muestra la tuve hasta mayo del 2015, con todo y los muchos oficios que
metí con el director de periciales en ese entonces. También traspapelaron la
muestra de adn del papá de mis hijos, diciendo que, como iban los chicos
a hacer servicio social, seguro se les había traspapelado.
No hubo sábana de llamadas. La cuenta de Facebook de mi hijo desa-
pareció. Cuando yo lo quise etiquetar porque se cumplían años de su des-
aparición en 2015, ya no la encontré. El mp la rastreó, pero nada. Hizo la
solicitud a Facebook para que nos permitiera abrirla y rastrearla, pero Face-
book nos respondió que legalmente mi hijo ya era mayor de edad y que no
se podía. Se perdió toda esa información que nadie pudo procesar.
Así como esa, hubo muchas omisiones. La madre de la novia de mi hijo,
en una de sus declaraciones, entregó una laptop que contiene información.
Era de su cuñado, el sicario muerto. Ella declaró que sí sabía que su parien-
te pertenecía al crimen organizado pero que no decía nada por miedo. ¡Qué
va! Ella estaba también vinculada con ellos. De todos modos, entregó esa
lap. Después me informaron que esa lap tenía un listado de personas que
trabajaron o trabajan con esa célula, desde el 2012, año en que se desapa-
reció mi hijo, hasta el día de hoy. Pero no pueden procesarla por falta de
cable tomacorriente.
En 2017, el policía ministerial de Xalapa vino expresamente a eso; co-
nectó la lap y me mostró el listado. Son aproximadamente 90 nombres o
apodos, con ids, teléfonos celulares, de casa, puntos específicos. Me prome-
tió rastrear todo, hacer la sábana de llamadas. No estaba el nombre de mi
hijo, pero yo pensaba que, entre tantos, podría haber algún delincuente en
la cárcel que nos pudiera dar una pista; estoy hablando de julio de 2017.
Se llegó octubre y la fiscal de la agencia especializada en delitos contra la
mujer y los niños me dijo que iban a remitir el expediente a la Fiscalía especia-
lizada en desaparecidos en Córdoba, porque por edad ya no aplicaba que es-
tuviera ahí. Una de las tres fiscales de Córdoba se haría cargo del expediente.
Yo pude verlo por fin hasta febrero del 2018. No me notificaron por
escrito. Lo habían llevado a Córdoba en noviembre, pero ellos lo remitie-
ron a la Fiscalía de rezagos en Orizaba, aun sabiendo que el expediente no
debía entrar a esa ciudad. Omisión tras omisión. Y siguió dando vueltas: lo
regresaron a Xalapa y de ahí lo remitieron ya a Córdoba.

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Cuando fui a buscarlo, la fiscal me dijo que “todavía no lo había sacado
de la maleta”. Y sí, ahí estaban las cajas de huevo con los 18, 19 tomos de
que consta la investigación. Lo abrieron delante de mí. En una de esas cajas,
maltratadísima, estaba la famosa lap top, pero no la pudo prender porque
no traía el cable tomacorriente. También estaba el listado que yo vi en julio. No
habían hecho ningún otro procesamiento de la información. Ya después de
revisados los expedientes, hace dos meses me dijeron que se les habían acaba-
do las líneas de investigación.
En agosto, en una página muy conocida de Facebook que se llama Balace-
ras Orizaba, alguien puso una nota donde hacían el listado de las personas
que iban a ejecutar en próximas fechas. Así es como se anuncian los grupos
delincuenciales aquí. Ponen “Somos fulanos de tales y vamos por ustedes”, y
hacen el listado de personas. Entre los nombres, apareció el de la mamá de
la niña con la que tuvimos problemas. Se lo hice saber a la fiscal, pero no se
pudo hacer nada. No la llevaron a declarar, nada.
Como también tengo denuncia abierta en el sistema federal, se lo hice
saber también a ese fiscal, pero me respondió que lo que le interesaba en
ese momento era ir a campo, entrar a las fosas clandestinas y que a la mujer
la interrogarían después. Todo se terminó el 19 de septiembre, porque a la
mujer la balearon a la salida de su trabajo y a las pocas horas falleció. Se
cumplió la amenaza del comunicado, un mes después de que apareció en
Facebook. Ella se fue con la información de mi hijo, porque estoy segura
que ella sabía qué pasó con él.
Yo perdí total contacto con esa gente. No quise saber más de ellos, solo
me enteraba a través de lo que salía publicado; y oía a la gente decir que po-
bre mujer, maestra también de secundaria, víctima del crimen organizado,
cuando en realidad ella también era delincuente.
Desde el 2015 hemos recibido amenazas de muerte. A mi hija la quisie-
ron levantar con su niña. Ella salió desplazada del estado esa primera vez;
yo me quedé con sus dos hijas. Después vino por la pequeña, me quedé con
la grande. Regresó cuando ya estaban más tranquilas las cosas, pero desde el
2017 salió otra vez del estado.
Llegó el día último de agosto del 2017 y encontró su casa revuelta. Ya
no entró, nada más salió con lo que traía puesto. Me pidió que la sacara de
aquí y a esas horas buscamos quién la pudiera recibir en otra ciudad. Con lo
poquito que tenía yo de dinero y la poca ropa que tenía para mis nietos nos

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fuimos de aquí. Los medios de protección no sirven para nada, consisten en
rondines de la Policía Ministerial y lo único que me dicen es: “Si se siente
en peligro, nos habla”.
Se los demostré en enero del 2018. Estuvimos en un rancho para proce-
sar una fosa y, a los tres días, cuando salí de la casa para buscar algo de cenar,
al dar la vuelta, vi que se paró una motocicleta. No le di mucha importancia al
principio, pero luego vi que el fulano se bajó de la moto, se acercó a mí, se
me paró enfrente, me oprimió el cuello y me empezó a golpear en la cara.
Cuando sentí el primer golpe, nomás me quité los lentes, rápido, y cerré
los ojos. Fueron tres, cuatro puñetazos. No me dijo nada. Cuando yo ya no
sentí nada y ya no sentí la presión en el cuello, abrí los ojos. Él ya se había
dado la vuelta, se subió a su moto y se fue. Regresé a la casa por el teléfono,
le hablé al ministerial que está a mi cargo y le conté lo que acababa de pasar.
—¡Ay, maestra! Yo estoy hasta Cuitláhuac. No la puedo auxiliar. Ahorita
le mando a la Policía Municipal.
Llegó la Policía Municipal de Ixhuatlancillo, que era el municipio don-
de radicaba yo. Sí es cierto, llegaron rápido, pero para decirme que a lo me-
jor los golpes me los había dado mi marido, que yo lo había hecho enojar.
—Tengo medidas de protección por parte del estado, porque tengo a mi
hijo desaparecido –les dije.
—¡Ah…! Es que nosotros no tenemos conocimiento.
Claro, no se les da a conocer, porque también se sabe que las policías
municipales están coludidas con la delincuencia organizada.
—Efectivamente, no sabían ustedes –les dije–. Pero ahorita les pidieron
que me apoyaran.
—¿Y qué quiere que hagamos?
—Necesito que me lleven a la Fiscalía a declarar lo que me acaba de pasar.
—¡Uy...! No podemos llevarla hasta allá porque es otro municipio, lo
máximo que podemos hacer es acercarla y pedirle un taxi seguro para que
la lleve.
Yo, toda alterada, no sabía qué hacer. Nada más agarré mi chamarra, mi
identificación, el monedero.
—¡Llévenme! ¡Sáquenme de aquí!
En el camino le hablaron a un taxista; ya nos estaba esperando en un
punto y me subí. Cuando llegué a la Fiscalía, me tomaron la declaración.
Llegó el médico legista, me certificó la lesión, le avisé a Chely, mandó a otra

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compañera a que me auxiliara, pues ya los fiscales nos conocían por las me-
sas de trabajo que se estaban haciendo. Esa vez dormí como tres días en un
hotel: no quise regresar a mi casa. Cuando mi marido me habló, yo le pedí
que también se saliera de la casa, pero a él no le pasó nada.
Después de eso, me salí de mi casa. Cuando fui por mis cosas para ha-
cer la mudanza, los vecinos me dijeron que, cuando estuve fuera, estuvo una
patrulla de la Fuerza Civil tomándole fotos al carro de mi esposo y a mi casa.
Y el Ministerio Público me dijo después que no había ninguna solicitud de
colaboración con la Fuerza Civil. Estoy vigilada por la propia autoridad y
por el grupo delincuencial.
Pedí protección del Mecanismo Federal a pgr, por la denuncia federal
que tengo, pero la contestación fue que ya la tenía por parte del estado.
¿Para qué tener doble? Cuando tuve la agresión en enero, les demostré que
el estado no me cuida. Hicieron la solicitud federal, pero es la hora que no
ha ocurrido.
Cuando mataron a la mujer esa, se me ocurrió ir a ver al comandante
de la Policía Ministerial para saber cómo iba mi protección. Ellos ya sabían
que me había mudado, pero era otro comandante y le tuve que volver a
explicar todo. Me dijo que las medidas seguían activas, que no me preocu-
para. A las tres horas, revisé esas páginas en Facebook que son las que nos
informan de lo bueno y malo que pasa aquí y en los alrededores. Ahí vi un
comunicado donde mencionaban a ese comandante de la Policía Ministe-
rial, diciendo que tiene una deuda pendiente con la delincuencia organiza-
da: “Te dimos dinero y no has hecho lo que tenías que hacer”, decía.
Hice la captura de esa nota, se la envié al fiscal de desaparecidos. “Mire
–le puse–, ¿por estas gentes voy a ser cuidada?” Me dijo que me iba a cambiar
de ministerial, pero igual le tiene que rendir cuentas a su jefe, a ese coman-
dante. ¿Qué va a pasar conmigo? ¿Qué va a pasar con mi familia? ¿Qué va
a pasar con mi hijo? No lo sé. Lo único que he podido arreglar legalmente
son mis testamentos por parte del trabajo. Si algo me llegase a suceder, por
lo menos que mi hija no tenga problemas para reclamar lo que me puedan
dar por mi muerte. ¿Para dónde corremos? Le digo a mi padre que tengo
que salir a hacer mis cosas. ¿Voy a regresar? No lo sé.
Las amenazas vienen por buscar en las fosas. Aquí en nuestro Colectivo
varias las hemos recibido. La principal ha sido Aracely. Me ha tocado porque,
a final de cuentas, somos tres o cuatro personas las que hacemos la exigen-

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cia ante la autoridad, la hacemos pública. Somos las mismas que buscamos,
que damos la cara por los demás familiares.
Ni al gobierno ni a los grupos delincuenciales les conviene. Al encon-
trar un terreno donde hay restos, le quitamos su área de trabajo a los de-
lincuentes. Para ellos, fríamente, es su área de trabajo; para nosotros es un
lugar de dolor, de sufrimiento. Al quitárselos, eso les genera molestia. A las
autoridades les molesta que evidenciemos que no hacen su trabajo. Que
digamos que, si ellos quisieran, encontrarían a nuestros hijos.
No sé cuándo se termine esto porque diario hay otros. Lejos de dismi-
nuir, ha aumentado. En una semana nos enteramos de seis, siete casos. Dicen
las nuevas autoridades que ya no hay desaparición forzada, pero hay más de
16 casos de personas levantadas por policías en la zona. También por acom-
pañar esos casos hemos recibido amenazas.
Tengo una licencia médica en el trabajo, porque caí en una depresión
muy fuerte, no pude salir adelante. Tuve tres intentos de suicidio, ya no
pudo más mi cuerpo. Estuve dos veces internada en el área de salud mental
y eso me impide regresar a laborar.
En mi trabajo tuve problemas con los padres de familia por tantas in-
capacidades. Primero eran quincenales, luego semanales. Sí, los entiendo,
estaban cansados del cambio de maestros. Pero mi director no hizo nada
por apoyarme y tomó el lado de los padres. Ellos llegaron a decir que, si
yo regresaba a trabajar, iban a tomar la escuela para que ya no me dejaran
entrar. Eran padres de familia con los que yo no había trabajado. ¿Cómo
me reclamaban mi mal trabajo si ellos solo sabían lo que el director les dijo?
Entonces pedí que sancionaran al director porque ¡no se vale! ¡Él también
tiene una familia, tiene una hija! ¿Si a ellos les pasara esto? Yo no sé qué me
espere el día que se me acabe mi licencia médica con esos padres de familia.
Me dieron un año y luego otro. Ya se va a acabar.
Los padres de familia saben que yo qué más quisiera que regresar a tra-
bajar con mis niños. Pero la salud mental no me da. Vivo con tratamiento
psiquiátrico muy fuerte. Hay temporadas que no hacen efecto las pastillas
para dormir. Sigo teniendo esos periodos de insomnio, de falta de apetito.
Sigue la incertidumbre que se acelera cuando ve uno que se siguen encon-
trando más cuerpos en fosas. Uno mismo ha rascado la tierra para encontrar
a alguien, uno les hace el trabajo a los de periciales que han demostrado su
incompetencia, para que uno aún no tenga respuesta de quiénes son.

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Hace falta sensibilizar a la sociedad, que se den cuenta que no es fácil
vivir con un desaparecido. Cuesta. O trabajas o buscas o te cuidas o cuidas al
resto de tu familia. Es feo tener que cambiar constantemente de rutas, de
hábitos, no salir a fiestas, no convivir con gente… Y la gente te dice: “¿Por qué
no sales? Sí, sabemos que tienes un desaparecido, pero también tienes que ver
por ti”. Para que después le digan a uno: “Tú tienes un desaparecido, mejor
hazte para allá, porque me puede pasar algo a mí porque estoy junto a ti”.
Muy difícil. Además, económicamente nos ha costado. No puede uno
empeñar el alma porque ya no tiene uno ni eso. Tienes que buscar dinero
por si te dicen que tu familiar está en tal lado poder ir hasta allá. Que las
mantas, que las lonas, que hay que cooperar para esto, que hay que irnos
para allá. ¿Qué hace uno? La familia también sufre. Hoy mi hija me reclama
que no estoy con ella ni con sus hijos.
—Mamá, acuérdate de que tuviste dos hijos –me dice–. Yo no digo que
no busques a mi hermano, pero en este momento la que está aquí soy yo y
te estás perdiendo de ver crecer a tus nietos.
Y los escucho a diario decirme: “Abuela, ¿cuándo vienes para que me
hagas de comer? Abuela, ¿qué no piensas llevarme a la escuela? Abuela, te
quiero ver ahí cuando salga yo de la escuela. Abuela, se viene el festival de
tal cosa. Abuela, me duele mi pancita, ven hazme un té. Abuela, mi mamá
está llorando”.
A veces ellos vienen a escondidas, pero solo para estar como secues-
trados dentro de su propia ciudad. No pueden salir. Le pido a mi hija que
mejor la visiten sus amigas en la casa. Y si llevo a las niñas al centro, nomás
me la paso volteando de un lado para otro.
Mientras mis nietas estuvieron viviendo acá, la niña grande iba a la pri-
maria que estaba a dos cuadras de su casa. Pero tenía estrictamente prohi-
bido salirse de la escuela e irse sola a casa. Al director le dijimos que hubo
amenazas de muerte por el caso de mi hijo y que la niña no podía salir con
nadie. Le dimos un sobrecito con una palabra clave y él solo podía entregar
a la niña si el que la fuera a recoger sabía la palabra clave.
La tía abuela trabajaba en esa escuela y el abuelo nos había amenazado,
así que ni con su familia paterna podía salir. Y a mi nieta tuvimos que de-
cirle: “Así te digan que tu mamá se está muriendo, que a mí me pasó algo,
tú no te vas con nadie, así sea tu abuelo, así sea tu tía, del lado paterno, tú
no te vas”.

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Ella se quejaba porque sus compañeras se iban solas a su casa, querían ir
solas a la tienda, pero nunca las dejamos. Les tuve que decir a mis nietos que
ya no podían hacer lo que usualmente hacían, porque yo no sé en qué mo-
mento pueda pasar algo. Hoy donde están son más felices, son más libres,
con sus reservas. Al principio, a donde llegaron tenían vigilancia también y
las niñas, tan pequeñas, vivían con el temor de que los policías se fueran a
ir y las dejaran solas. Hoy están más tranquilas, ya se ambientaron.
Acá, a la grande le costó vivir toda esta tragedia. Ella iba a las marchas a
gritar por su tío, una niña de ocho años. Cargaba un megáfono y empezaba
a gritarle al gobernador de ese momento: “¿Dónde están nuestros desapare-
cidos?” Marcha que había, marcha que mi niña iba.
Psicológicamente también se afectó, llevó tratamiento, hasta que ella soli-
ta también entendió que ya no podía más. La psicóloga la dio de alta, porque
ella ya había entendido que su tío probablemente estuviera sin vida, que ya
lo iba a dejar descansar, que si no era así, que ella lo seguía esperando, pero
que ya no iba a caminar más, ya no iba a gritar más por él, hasta que él solo
regresara. Hoy todavía le llora de una manera desgarradora. Trata de hacer-
se fuerte por su madre, por sus hermanos, pero cuando llora por él, ¡llora!
Una no le hace entender lo que ella misma decía: que ya lo deje ir donde
quiera que él esté. Todavía le afecta el recuerdo. Hace unos meses le escribió
a su tío: “Tengo miedo de olvidarte, se me está olvidando cómo eres, ya no
recuerdo tu voz, yo era muy pequeña, pero yo caminaba y gritaba por ti, tío”.
La de en medio nada más sabe que tiene a un tío desaparecido y lo co-
noce por fotografías, porque ella estaba en el vientre de su madre cuando
pasó todo esto. Y el pequeño que tiene dos años, nada más sabe lo que las
hermanas le dicen: “Ese es tío, es el hermano de mamá”.
Es difícil hablarles a los pequeños de un desaparecido, yo lo veo con las
compañeras. Hay abuelitas que se quedaron con los nietos. ¿Cómo les ex-
plican a esos niños que su papá o su mamá no están? Esas abuelas se están
muriendo y yo me hice un compromiso con esas madres: si ellas no pueden
caminar, yo voy a caminar por ellas hasta donde pueda. Hoy me han rebasa-
do las fuerzas, no sé cuándo pueda recuperar mis actividades de lleno, pero
por el momento puse un poquito de pausa, era muy necesario.
Mi hija tampoco ha podido llevar un tratamiento psicológico como debe
ser, porque aquí en Mendoza la psicóloga no sabía cómo tratar el tema, fue
muy difícil. Allá donde está logró tener terapias hasta fin de año, porque

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luego se venía el cierre de año fiscal y ya no se pudo hacer más, ya no se las
volvieron a reprogramar. Está peleando con la burocracia.
Tengo un padre enfermo, que le ha costado ver mi sufrimiento. Tam-
bién tengo esa responsabilidad como hija, de cuidarlo en estos momentos
que él me necesita. A veces ya no sé ni para dónde correr, si correr con mi
hija, mis nietos, correr con mi padre o aislarme. Es difícil. A veces los demás
no nos entienden, nos toman a locos. Me han dicho: “Estás así porque tu
hijo estaba metido en algo malo”.
No es cierto. Y si así fuera, yo lo he dicho, que lo encuentren y que lo
procesen si es que estaba haciendo algo malo, pero díganme dónde está.
El acompañamiento psicosocial es fundamental. Hoy una de las exigen-
cias que hacemos es que esos acompañamientos se den en la localidad donde
están los familiares de desaparecidos. Que no les digan “Si vives en Orizaba,
tienes que ir a Córdoba, a una hora”. Y todavía le cobren a uno la terapia,
con psicólogas que no están capacitadas. Así pasa. En el dif le dicen a uno:
“Ya supérelo, ya su familiar está muerto, ya cierre su duelo”. Hacen falta
especialistas en salud capacitados en el tema.
Cuando empecé mis terapias en el imss, a la tercera sesión me dijo la
psicóloga: “Hazte a la idea de que tu hijo está muerto”. Yo le decía que los
recuerdos son terribles al ver la habitación de mi hijo, recordarlo, ver sus
cosas. Entonces me decía: “Quita todo, guárdalo, quémalo, para que cierres
tu ciclo. Las cosas, la ropa no son el recuerdo de tu hijo, son objetos”.
Yo no entendía que me dijeran eso. ¿Por qué voy a hacer a mi hijo muer-
to si no lo tengo? Si me dijeran: “Aquí está su cuerpo, sus restos, ahora sí ve
y entiérralos, según tu costumbre, tu cultura”, entonces sí. Pero me dicen:
“Espera al otro mes”.
No regresé. Me seguí meses sin terapia, pero yo entendía que necesitaba
ayuda. Me canalizaron con los psicólogos del dif de Orizaba y sí me ayu-
daron un poco. Estuve un poco más de año y medio en tratamiento, pero
por cambio de administración en julio me dijeron que tenían que hacer sus
cierres, sus informes y hasta el siguiente año, en enero, podía regresar para
canalizarme.
De julio a diciembre, por otra cuestión, me canalizaron otra vez al dif y
la psicóloga estaba muy molesta porque no me esperaba hasta enero. De la
oficina de atención a víctimas de Fiscalía les estuvieron hablando, hasta consi-
guieron el número personal de la directora del dif. Todo por mí, por mi culpa.

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Me trató mal y me dijo que regresara un semana después. No regresé. Pero sí
les dije lo que había pasado y me volví a quedar desprotegida esos meses.
Cuando se hizo una nueva reunión con la Comisión Ejecutiva Estatal
de Atención a Víctimas, les volví a comentar que sí necesitaba apoyo psico-
lógico y que no pensaba abandonar la terapia por unas malas prácticas. Me
mandaron al hospital de salud mental aquí en Orizaba. Primero me querían
cobrar, pero luego quedó claro que estamos exentas del pago. Esa sí es una
buena terapia, sí son profesionales en la materia. Gracias a ellos estoy en-
tendiendo mejor cómo seguir viviendo este proceso. Sé que mi hijo, donde
quiera que esté, él está bien y que el día de mañana él me tiene que ver bien
también. Me lo debo y se lo debo a mis hijos y a mis nietos.
Lo que peleamos para las demás familias es que tengan un apoyo psicoló-
gico profesional. Porque no es justo que las familias vengan de comunidades
que están a dos horas de aquí de Orizaba para que lleguen a oír barbarida-
des de una psicóloga. Eso no podemos permitirlo. Si ya sabemos el camino,
pues que otras familias no sufran tanto. Hacer el acompañamiento con las
familias es para evitarles ese sufrimiento que nosotros pasamos al inicio, de-
cirles que tienen que denunciar, qué deben decir, qué deben llevar.
Puedo decir que soy una de las primeras que conformaron el Colectivo.
Porque mi hijo desapareció el 1 de septiembre, su amigo el 7 de septiembre
y Rubí el 8 de septiembre. Chely es la que empezó aquí en la zona de Ori-
zaba a mover esto. En su cuenta personal de Facebook empezó a visibilizar
esto. Así es como mi hija la encontró y llegamos con ella.
Ahí ella vio que no nada más era su caso: había más. Pero por miedo no
se hacía nada, no sabíamos cómo actuar. Ella empezó a hacer caminatas, exi-
gencias, visibilizaciones. Cuando sabía que venía Duarte a la zona, ella nos
decía que teníamos que ir. Se metían de infiltradas; ya adentro, empezaban
a sacar sus lonas. Fueron tiempos muy duros.
Empezamos a ver cómo se trabajaba esto; ella nos contactó con otros
colectivos del país. Así nos fueron agrupando, enseñando leyes, asuntos pe-
riciales, de todo, para hacer lo que hoy hacemos. Hicimos mesas de trabajo
con las autoridades de ese entonces. Y me decían que, como yo “hablaba
bien”, que fuera por delante. No es que yo sepa hablar bien, sino que ellas
tenían miedo. Por eso nos visibilizamos más tres o cuatro personas dentro
de todo el Colectivo, que es grande. Somos las que dimos la cara en los mo-
mentos más fuertes, durante el sexenio de Javier Duarte.

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Ahora que vemos que el exfiscal y la exdirectora de Investigación Mi-
nisterial, Rosario Zamora, están tras las rejas, nos acordamos que teníamos
el contacto ¡así, tan cercano…! Rosario nos decía: “Ay sí, señora”, nos apa-
pachaba. El día que llevaron a la cárcel de Pacho Viejo al exfiscal Luis Án-
gel Bravo y lo pusieron a disposición, nos dijo Chely: “Vámonos, tenemos
que estar en esa audiencia”, y así lo hicimos.
Fue muy fuerte verlo con una playera naranja en las primeras notas del
periódico, después de haberlo visto impecable con su traje… pero ni un pelo
se le movía al hombre. No se me va a olvidar nunca la cara que puso cuando
entró a la sala de juicios, luciendo su traje impecable y zapatos nuevos que
le llevaron sus abogados. Estaba sorprendido de vernos ahí. Nos dijo “Bue-
nas tardes”, pero nadie le contestó el saludo. Estábamos atrás de él, como
sus verdugos. Por lo menos que supiera que estábamos ahí, aunque también
sabíamos que era un riesgo estar ahí, porque él no está solo, pero eso y más
se hace por un hijo.

Palabras finales

Gracias por permitirme participar en este maravilloso proyecto. Fue remo-


ver nuevamente todo para que la sociedad no siga criminalizando a nuestros
seres queridos desaparecidos. Parte fundamental para que realmente vean,
lean y se imaginen la vida de la persona que hoy no está, en este caso, mi
hijo. Sé que son pocas las personas que visibilizan este tema con tanto pro-
fesionalismo, y hoy se está concluyendo esta historia de vida en este libro.
Reitero mi agradecimiento por habernos permitido este espacio. Asimismo
agradezco a quien ha sido el pilar fundamental dentro del Colectivo Fami-
lias de Desaparecidos Orizaba-Córdoba: a Aracely Salcedo Jiménez, siempre
alentándonos a buscar verdad, memoria y justicia... ¡Porque la lucha por un
hijo no termina y una madre nunca olvida!

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“Es algo que no se le desea a nadie,
ni al peor enemigo”

Pedro Iván Ramos Molina


Desapareció el 3 de septiembre de 2012

María Eugenia Molina,


madre de Pedro Iván

Mi hijo era un niño bien lindo. Le decían Chino, porque ese pelo así chino
chino lo tenía. Cualquier gente a la que uno le pregunte por él le va a decir
que lo estimaba. Le gustaba mucho ayudar a las personas. ¡Cómo me acuer-
do! Un día estaba ya acostada durmiendo y me hablaron por teléfono, que
se estaban inundando las dos cuadras hacia abajo de donde vivimos. El río se
había metido a las casitas.
Él oyó, se paró rápido y se fue a ayudar a los policías de ahí de Orizaba
a sacar a las gentes. A las señoras las sacaba cargando, hasta lo vacilaban por-
que dicen que sacaba a las señoras en los brazos. Era muy caritativo, era muy
buena persona; para todo, vaya. Todo mundo lo conocía como un buen mu-
chacho. Era un niño sano. Por eso digo yo: no se vale que lo criminalicen, si
no lo conocían. Yo puedo meter las manos al fuego por mi hijo, porque yo
sí lo conocía. ¿Quién más que una como madre? Porque yo siempre he dicho:
los hijos se quieren y se quieren mucho, pero una debe de reconocer cuándo
el hijo la está regando. Y mi hijo no era de esos, ¡de veras! No era de esos.
Mi hijo a sus 25 años se encantaba jugando sus videojuegos, así era como
él descansaba. Llegaba del trabajo al otro día, se dormía un rato, desayunaba;

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al ratito se paraba a estar pegado frente al televisor. Esa era su vida. Si hu-
biera sido un mal chico no estaría en la casa, andaría en la calle. No, él era
de su casa.
Un día llegó todo sucio del trabajo, todo revolcado. Y ya me contó:
—Ves que a mí me gusta mucho lo de la lucha libre. A una patrulla le
tocó la ruta de Campo Chico... Y ¿tú crees?, hubo una bronca en una canti-
na. Y un tipo que estaba ahí, ¡que les saca el machete a los compañeros po-
licías! Pero ellos tenían miedo de acercársele, no sabían. Pues que me hablan
a mí y ahí voy, que lo agarro y que…
Ya me estuvo explicando todo lo que le hizo: las llaves, los candados…
Había una barranquita y se fueron rodando los dos.
—Por eso estoy todo revolcado. Por eso, donde hay peleas, me hablan a
mí, mamá, ¡porque los otros son remensos! Y a mí me gusta todo eso.
Así era, él todo eso aprendía y le encantaba todo eso, las luchas. Y veía
las clases que dan ahí en YouTube. Él solito se preparaba, para aprender a
defenderse. Por su trabajo, decía, él debía saber de eso.
Hice una misa, de limosnas, para mi hijo. Y las gentes me dieron a cual
más. “Por mi Chinito lo que sea”, me decían. Mucha gente lo quiere, mucha
gente lo quiso. La gente que lo conoció lo quería mucho, lo apreciaban por-
que era un buen niño.
Mi esposo tiene una carnicería y le decía cuando estaba más chamaco:
—No quisiste estudiar, vas a entrar a la carnicería.
Y Pedro Iván lo ayudó. Todo el tiempo que estuvo en la casa lo ayudó
un montón, pero se encontró un amigo que lo metió de policía. Primero,
entró a trabajar en Orizaba, pero se accidentó y lo despidieron de ahí. Su
moto se barrió, todo se raspó y se lastimó el cuello. En el hospital le dijeron
que tenía que tener reposo porque no sé qué le pasó a su cuello. Se fue a
hablar con su jefe en la policía de Orizaba. Le dijo que el doctor le había
mandado incapacidades, unos tres, cuatro días de incapacidades. Y su jefe
le dijo:
—Bueno, si quieres, pero sin sueldo.
Mi marido le dijo:
—Hijo, tú componte bien y ya después sigues, no hay problema. Tú no
te preocupes porque no vas a tener dinero, comida va a haber siempre.
Se tomó los cuatro días. Al quinto día le trajeron sus cosas y le manda-
ron a pedir sus uniformes, porque ahí son prestados. Mandaron a un policía

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a pedirle sus uniformes, las botas y todo. Por faltar cuatro días a pesar de
que tenía incapacidad médica y que se la había tomado sin sueldo. Ahí no
hay Seguro Social, nada.
Estuvo otro tiempo trabajando ahí en la carnicería, ayudando a mi espo-
so, pero ya después nos dijo que un amigo lo había apoyado para meterse a
la policía municipal de Ixtacxochitlán. Nosotros por más que le dijimos que
no, que porque ahí estaba muy feo, él nos decía que él se sabía cuidar. Todo
el tiempo estábamos comunicados. Todo el tiempo.
Pedro Iván salió a trabajar el lunes 3 de septiembre del 2012. Tenía que
regresar el martes 4. Ese día yo lo despedí, le di su bendición y nunca re-
gresó. Ese día se fue con ropa de civil, pero llevaba su uniforme doblado
porque cuando salía iba a ver a la novia y no le gustaba ir vestido de policía.
Hasta le planché su ropa y todo. Por eso sé qué ropa llevó. Se supone que
era un turno de 24 por 24, entraban hoy, salían mañana. Desde las nueve,
diez de la mañana que él tenía que haber llegado, yo ya lo andaba buscando.
Iba con otros cuatro policías en su turno. No regresó ninguno. Cuando
llegué a buscar a mi hijo a las oficinas de la policía, la camioneta estaba allá
en la inspección, cerrada con llave, con armas y todo adentro. No sé decir qué
pasó ahí. Yo fui y le suplique a su jefe. Que si algo le había pasado, pues que me
dijera “Señora, vaya a recogerlo, está allá tirado”.
—Y yo le juro por Dios que yo me lo traigo, yo lo único que quiero es a
mi hijo como esté, como sea –le aseguré.
Me dijeron que no, que no sabían qué le había pasado.
—Ustedes como institución tendrían que apoyarme… Apoyarme en pre-
guntar qué fue de ellos.
—Lo siento, señora, yo nada más le estoy informando que su hijo no está.
—Es que no puede ser, si usted era su superior, ¿cómo no va a saber qué
les pasó?
—Nadie sabe nada.
Todavía él me dijo:
—A lo mejor, ¿cómo ve usted?, se fueron de parranda, andaban tomando.
—Mire, señor, mi hijo no toma, él es diabético. A sus 25 años, tenía tres,
cuatro años de tener diabetes. Él anda cargando su medicamento, él no pue-
de tomar, así que eso no puede ser, en primera. En segundo lugar, si están
trabajando y usted es su superior, ¿usted iba a permitir eso?, ¿que “ahorita
vengo nos vamos de parranda”? ¡Claro que no, señor!

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Los policías traen radio, el jefe tenía manera de decir: “Oye, ¿dónde
andan?, ¿qué pasó?” Nada. Y simplemente me dijo:
—Yo hasta aquí la puedo ayudar.
—¿Ayudar? ¿En qué me ayudó?
—En informarle.
—¿Para usted eso ya es suficiente?
—Tiene que ser suficiente.
Yo había visto en las noticias y en el periódico que estaban entrando
mucho en ese entonces los marinos, así que le pregunté al jefe de mi hijo:
—¿No cree usted que a lo mejor…?
—¡Ah…! Pues puede ser, puede ser también otra opción. Aparte de la
parranda, otra opción es que a lo mejor se lo llevaron.
—Bueno –le respondí–, si usted cree que se lo llevaron, ustedes como
institución, usted puede agarrar el teléfono y decir: “Oiga, me faltan tales
elementos, ¿no los tienen ustedes?”
—No, señora, lo siento. Yo no, eso ya le corresponde a usted.
Salió igual que con la otra policía de Orizaba. Estos se lavaron las ma-
nos: era mi problema, lo que había pasado era mi problema, yo tenía que
buscarlo y yo tenía que solucionar mi problema.
¿Qué podía yo hacer ante eso? Nada. Lo único que hice fue salir de ahí,
tratar de localizar a los familiares de los demás. Pero nadie me dio razón.
El jefe mismo me comentó que de los demás nadie había puesto denuncia,
que era yo la única que andaba buscando a mi hijo. Los demás no, no sé
por qué. Traté de localizar a las personas. Nomás conseguí dos direcciones,
pero nada.
Cuando entré yo al Colectivo, se volvió a remover todo eso y la fiscal
mandó traer a la esposa de uno de ellos, y ella pidió que constara que ella
no estaba moviendo nada por su marido, que quedara claro que la que anda
moviendo soy yo. Ella no quiere ni cooperar ni participar.
En aquel entonces les pregunté también a los compañeros de mi hijo. Él
varias veces los llevaba a la casa y yo les daba de comer, por eso yo les decía:
—Por las veces que te atendí, que te di de comer, dime qué pasó con mi
hijo.
Yo les decía, llorando:
—Mira, hijo, tú me conoces qué clase de persona soy. Dime. O manda
un papel por abajo de la puerta y yo te juro por Dios que yo no voy a decir

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quién me lo dijo, pero dime dónde está, yo necesito siquiera ir por el cuerpo
de mi hijo. Díganme “Está en tal barranca” y yo voy por él y me lo traigo, y
no digo nada. Yo solo quiero a mi hijo, sea como sea, y esté como esté.
Y todos contestaban:
—Lo siento, señora, lo siento de veras, no sé.
Y se daban la vuelta y se iban. Eso me hacía pensar que algo le pasó...
algo le hicieron y ellos saben, pero nunca quisieron hablar. Nunca tuve res-
puesta de nadie.
Ahora hace poco me dijo la fiscal que había entrevistado a dos policías
que quedaban, compañeros de mi hijo de esa época. Todos los demás son pu-
ros nuevos. Hubo un tiempo que me enteré en el periódico que habían entra-
do y que se habían llevado a varios policías de ahí, pero ahorita sigue normal.
Su novia tampoco sabía nada. Tuvo que ir a declarar y la fiscal me dice
asombrada:
—Oiga, la novia no hizo más que hablar maravillas de él.
—Pues es que no tendría qué otra cosa decir. ¿Qué más iba a decir?
Fui a preguntarles a los marinos, pero me dijeron que no. Les dije:
—Si lo tienen detenido, díganme; si lo agarraron haciendo algo, dígan-
me, y yo me regreso a mi casa, pero tranquila, porque sé que mi hijo está
vivo; y, si cometió algún delito, que lo pague. Pero yo lo único que quiero
saber es que está vivo.
Que no. Nada. Fui a Fortín, ya que ahí estaba un retén. Nada. Ya de ahí
me fui a Boca del Río. Tampoco. Anduve preguntando si no estaba deteni-
do en las delegaciones de Nogales, Río Blanco, Mendoza. Nada.
Fue un peregrinar desde que eso pasó, preguntando en todas las institu-
ciones, hospitales, cárcel. Nadie me daba razón de mi hijo. Aparecía algún
cuerpo en el río, donde sea, ahí estaba yo buscando a mi hijo. Como fuera,
pero yo quería a mi hijo, de la manera en que lo encontrara.
Fui a Veracruz, a Xalapa, Boca del Río. Yo llevaba la foto de mi niño y les
preguntaba si no estaba detenido ahí. Me preguntaban en qué trabajaba y,
cuando les respondía que era policía, me arrojaban la foto al piso y me decían:
—No, señora, ya ni lo busque, ¿para qué lo busca? ¿Sabe qué?, mejor regré-
sese a su casita y, si tiene usted más hijos, cuídelos.
Eso era lo que me decían desde la entrada, ni me dejaban entrar. Yo me
les arrodillaba, preguntándoles si estaba ahí detenido. No, ni se tomaban la
molestia de preguntar, de ir a ver. Nada.

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Un día fui a Boca del Río y me dijeron que había aparecido un cuerpo
que dejaron tirado en la puerta del cuartel. Llegué a preguntar. No era mi
hijo. Luego pregunté por los detenidos, vi la lista en el pizarrón y, al final,
me dice el señor, con voz muy bajita:
—¿Sabe qué? Mejor váyase, porque luego pasan desgracias, luego matan
a toda la familia. Por su bien, mejor váyase. Yo sé lo que le digo.
¿En quién vamos a confiar si ellos son los que nos tienen que proteger,
ayudar? Hasta la fecha, la fiscal me dice que sí, que está trabajando, que está
trabajando en eso, pero nada más. También ella me hizo el comentario de
que “hay que irse con cuidadito”.
En la policía ¡está mal de veras!, una no cuenta con el apoyo de nadie
allí. Inclusive, cuando fui a Xalapa, allá me pidieron fotos, me tomaron da-
tos, me tomaron muestra de adn. Lo buscaron en la computadora para ver
si de veras estaba inscrito como policía y sí, vieron que sí. En ese entonces
mi hijo el más chico fue conmigo y me dijo que un licenciado que fue el
que me atendió, muy amable, se le acercó, cuando a mí me metieron en un
cuarto para tomarme la muestra de adn, y le dijo:
—Dile a tu mami que busque a un colectivo y se meta, porque solo así
le van a hacer caso.
Ese fue mi peregrinar hasta que encontré a Chely. Y, gracias a Dios, gra-
cias a ella, he tenido un poco más de apoyo. ¡Ya para que lo haya dicho ese
señor! Me pidieron fotos de mi hijo. Tuve que contar todo desde un princi-
pio. El Colectivo ha sido de un gran apoyo para todas nosotras, que somos
muchas, muchas, muchas. No tiene uno cómo pagar todo lo que Aracely
hace por nosotros, por nuestros hijos.
Hasta la propia familia la trata a una como apestada. No quieren que
les hable una porque piensan que van a sufrir una desgracia: viven junto a no-
sotros y cerraron con llave. Nos pidieron que no les habláramos por teléfono:
—¡Ni nos hablen! ¡Ni nos hablen! ¡No, ni vengan! ¡Ni se les ocurra venir
para acá!
A mis hijos les costó mucho trabajo porque estaban chicos. Ahora ya
están grandes, ya están trabajando cada quien, ya tienen su vida hecha, digo
yo, ya no les hago tanta falta. Luego me dicen ellos “No, mamá, cómo crees.
Siempre nos vas a hacer falta”. Aunque ahora me ayudan, quien me ha apo-
yado mucho es mi esposo, aunque no es el papá de mi hijo. Él, llorando,
me decía:

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—Ay, vieja, estamos solos en esto, no contamos con nadie. Pero no im-
porta, mientras estemos tú y yo, vamos a seguirlo buscando.
Ante el abandono de la familia, mi esposo lloraba, lloraba porque no lo
podía creer. No sé qué se imaginaban.
Hubo un tiempo que me puse tan mal y me mandaron con la psicólo-
ga, pero no pude ni ir ahí. Me dio depresión, me tiré en la cama, nada más
abrazando la foto de mi hijo, no me quería yo levantar, de veras mal. Creo
que sí le hace a uno falta la psicóloga, para que nos ayuden un poquito a so-
brellevar esta pena. Yo me sentí sola en todo esto, porque los demás chicos
estaban todavía chamacos, ¿en qué me podían ayudar?
Ya no pude seguir yendo a buscar los cuerpos, ya no pude. Hasta que
encontré a Chely y ya, sí... Y si aparece algún joven... es terrible... de veras.
Yo digo: “Bueno, gracias a Dios esa mamá ya sabe dónde está”. Desgraciada-
mente no es como uno los quisiera encontrar, ¿no? A lo mejor soy egoísta,
pero digo yo: “¡Ya siquiera! Ya saben dónde está”, no que uno sigue pensan-
do ¿cómo estará?, ¿comerá bien?, ¿estará bien? Eso es terrible, es algo que no
se le desea a nadie, ni al peor enemigo, ni a la persona más mala del mundo se
le desea este dolor que uno está pasando.
Por eso cada que nos necesita Chely o tenemos que hacer algún evento,
ahí estoy. La cosa es tener solución de algo, pero hasta ahorita nada... ¡Nada!
El trabajo con Chely y el grupo me ha ayudado bastante, bastante, bas-
tante, bastante. ¡Gracias a Dios! Porque ella fue un apoyo, porque yo estaba
sola, yo ni sabía qué hacer. Yo me moví lo poco que pude, pero yo digo que,
si en ese entonces ya hubiera estado Chely, pues otra cosa hubiera sido, hu-
biera yo tenido más apoyo, pues todo eso lo pasé sola. Una no sabe ni qué
hacer, ni cómo moverse, ni a dónde ir, ni nada.
Y ahora, después de estos años que han pasado... a veces me hago a la
idea y digo “Pues mi hijo está bien, cuando vea yo, yo lo voy a ver entrar
por la puerta”. Y eso me hace, por un lado, estar... Digo yo: “No, pues sí,
yo siento que está bien”. Pero hay veces que no, hay veces que de plano me
vengo para abajo, terrible de veras. Me entra así como que me deprimo, no
hago más que estar llorando. Pero hay veces que estoy bien.
Yo solo espero en Dios que toque los corazones de las personas que le
hicieron algún daño y se conmuevan de esta madre que está desesperada y
que me digan dónde está, dónde lo dejaron. Espero en Dios que así sea.

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“¿Si me muero y llegan?
Ya no voy a estar para ellos”

Marco Julio Gómez Mora


Desapareció el 14 de octubre de 2012

Laura Mora Castro,


madre de Marco Julio

Mi hijo desapareció el 14 de octubre del 2012. Pusimos la denuncia y


hasta ahí nada más. La verdad a veces Chely nos invita y así, pero a mí me da
para abajo todo esto porque, cada vez que empiezo a hablar del tema, es como
volver a ese momento. Aparentemente dice uno “Pues ya lo voy superando”,
pero no es cierto, es una herida que está ahí y que, en cuanto se toca, duele.
Yo creo que por eso es que no se ha oído mucho de él, de lo de mi hijo.
Nosotros éramos una familia de cinco integrantes: mi marido, tres hijos
y yo. Mi hijo estudiaba en la preparatoria abierta y estaba en la casa en la
semana. Su hermano tiene un local de tinta y tóner, y a veces lo iba a ayudar.
Era un muchacho alegre, le gustaba mucho el futbol, tenía muchos amigos.
Las personas me dicen ahora que sienten mucho lo que pasó porque él nun-
ca fue un muchacho grosero o que le faltara el respeto a nadie. Además de
ayudar a su hermano con lo de la tienda, a veces un señor que tenía como
un balneario lo iba a buscar para que le fuera a lavar las albercas.
Un día salió de la casa y se fue con un amigo que yo no conozco. Hasta
ahorita no lo conozco, al parecer era de la escuela. Y él se fue y me dijo:
—Luego regreso, mamá.

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Regresó como a las once de la noche a la casa, y ya se iba a acostar cuan-
do le llamaron por teléfono. Él no tenía teléfono, lo había perdido antes.
Entonces, ese día llegó a la casa y yo oí que sonó un teléfono y él lo contestó.
Y yo escuché que él dijo:
—Sí, ahorita voy.
Y, antes de salirse, lo único que me dijo fue:
—Mamá, ahorita regreso, no me tardo.
Y yo nunca imaginé lo que iba a pasar. Se fue y ya no regresó. Al otro
día era domingo y muy temprano lo fuimos a buscar: al hospital, a la cárcel,
con los amigos que uno conocía, y no lo encontramos. Seguimos pregun-
tando y preguntando y nada. Ya el lunes fuimos a poner la denuncia. Igual
uno no sabe cómo se manejan esas cosas; nos dijeron que nos teníamos
que esperar, y ya hasta el día 17 de octubre fue cuando nos recibieron la
denuncia. Así fue como ocurrió. No supimos en ese momento qué había
pasado con él.
Ya después su hermano el mayor, por medio de las redes sociales, em-
pezó a preguntar por su hermano con sus amigos. Yo en ese momento no
sabía lo que era el Facebook. A lo mejor yo lo escuchaba, pero no tenía yo
idea, nada. Mi hijo mayor se empezó a meter por las redes y se dio cuenta
que fue un amigo con el que había salido, que ese muchacho le prestó el
teléfono que llevaba mi hijo y que él fue el que le llamó para que le llevara
su teléfono. Según nos dicen, donde este muchacho llamó a mi hijo fue por
donde está Aurrerá, aquí en Orizaba. A la vuelta había un bar que se llama-
ba Cuarta Dimensión, algo así. Ahí afuera fue donde se perdió mi hijo y ya
no supimos nada.
Mi hijo mayor platicó con el muchacho del teléfono por medio de las
redes y el joven le dijo:
—Pues sí, yo lo llamé porque él se llevó mi teléfono y yo le dije que me
lo fuera a entregar; y fue y me lo entregó.
—¿Y luego qué pasó con mi hermano? –le preguntó mi hijo mayor.
—Pues, no sé. Yo estaba platicando con él, así; pero me di la vuelta, y
cuando volteé, tu hermano ya no estaba.
De la nada desapareció. Nosotros tenemos la idea de que él sabe algo,
él lo llamó para algo, porque el teléfono se lo podría haber dado al otro día.
Cuando pusimos la denuncia, supimos que al muchacho lo empezaron
a buscar y los agentes ministeriales platicaron con él, pero ni en calidad de

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presentado ni nada, nada más así como para saber qué pasó. Y el muchacho
cuenta eso. Dio direcciones falsas y, cuando los agentes lo fueron a buscar
donde dijo que vivía, resultó que ahí no vivía. La gente les dijo que no, que
no lo conocían.
El tío del muchacho tenía una papelería y lo fueron a buscar, pero tam-
bién él dio una dirección falsa. Seguimos en eso, en que ni al muchacho ni
al tío los han presentado para saber por qué daban direcciones falsas. Mi
hijo después en las redes ya no lo encontró, ya no supimos nada. Hasta aho-
rita son ya casi ocho años en que no sabemos nada de mi hijo. No sabemos
qué pasó en realidad.
Tengo otro hijo que no sé nada de él; se llama Luis Enrique. Él se fue
para Poza Rica a trabajar allá y teníamos contacto con él, pero tiene como
cuatro años que también perdimos la comunicación. Ya no supimos nada.
Él aquí tenía un taller de motos y se fue para allá porque le ofrecieron
trabajo. En lo mismo, en lo de las motos. Yo nunca pude ir a ver dónde vivía
ni nada, nada más nos comunicábamos y ya; pero no, nunca supe. En un
momento yo me acuerdo que él me dio una dirección y yo la apunté, pero
como uno no sabe lo que va a pasar, a veces no pone uno mucha atención
en esas cosas, la verdad.
Y ahí andaba la dirección para allá y para acá. Después ya no supimos
nada de él. Ya no encontré la dirección y, en realidad, no sé ni siquiera
dónde ir a buscarlo. Yo pienso que si a mi hijo que estaba aquí en Orizaba
conmigo no sé a dónde ir a buscarlo, allá en Poza Rica menos. ¿A dónde
voy? ¿Con quién acudo?
Hasta ahorita no sabemos nada. De él sí no puse denuncia, porque me
dicen que tengo que ir hasta Poza Rica Y, por falta de recursos, porque está
muy lejos, no hemos ido.
Entonces ya mi familia somos tres nada más: mi hijo el mayor, mi ma-
rido y yo. También tengo dos nietos, que son mi motor para salir adelante,
porque si no fuera por ellos yo creo que la vida se nos acaba. Nos quitaron
un pedazo de nosotros.
Tenemos la esperanza de un día saber de ellos. A la mejor, por el tiempo
que tiene, ya no como uno los espera, pero saber algo. Apenas me entrevis-
taron los de la Fiscalía y la fiscal me dijo:
—¿Y qué es lo que pide usted?
—Encontrar a mi hijo.

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Uno ya no tiene ganas de estar en Fiscalías buscando culpables, dicien-
do “¡Sí, él fue! ¡Que lo castiguen!” Yo no quiero saber ni quién fue ni por
qué ni para qué. Quiero que me digan dónde está mi hijo y terminar con
esta agonía, porque la verdad es algo muy… A veces nos ven en la calle y
nos ven sonriendo y nos ven… Pero el dolor ahí está. Mi madre falleció en
febrero del 2012 y mi hijo desapareció en octubre. Nosotros decimos que
nuestra madre es lo que más queremos y a mí me dolió mucho cuando fa-
lleció mi mamá, yo sentía que se me acababa el mundo. Pero cuando pasó lo
de mi hijo, yo supe que es el dolor más grande, más grande que puede uno
tener: la pérdida de un hijo.
Y más como pasa. Porque si se murió, si lo mataron, vamos... ya lo estoy
viendo y me duele y esto... Pero tener la incertidumbre de si está vivo, si está
encerrado, si comerá, si lo estarán golpeando… Vive uno con la angustia.
Va uno en la calle y ve uno una persona indigente y yo lo veo con compa-
sión... porque seguramente es hijo de alguien... ¿Y si mi hijo anda así en
otro estado, en otro lugar? Ve uno a su hijo en cualquier persona. Pasa un
muchacho, nada más de espaldas, y digo: “Es mi hijo”. No, no es, pero la
verdad es un dolor que no se le desea a nadie, a nadie.
Cuando mi hijo desapareció, el señor de las albercas me dijo que, si había
que ir a declarar, él podía ir a hablar a su favor, porque él era un muchacho
tranquilo.
Los policías dudan de todo. Cuando pusimos la denuncia, llegó un agen-
te investigador que preguntó:
—¿Cuántos pares de zapatos tenía? ¿Cuántos pantalones tenía y de qué
marca?
Y mi hijo, el más grande, una vez sí discutió con uno de ellos:
—A ver, ¿por qué la marca?
—Es que si no trabajaba no tenía por qué andar con zapatos Nike, Puma…
—Mire –le contestó mi hijo–, yo ando con esos zapatos y eso no quiere
decir que tengo dinero. A veces porque uno no tiene dinero se compra esos,
porque me van a durar mucho más que unos de trescientos o cuatrocientos
pesos.
Pero el agente seguía preguntando:
—¿Su hijo andaba con dinero? ¿Tenía dinero? ¿Quién se lo daba?
Yo sabía que el fin de semana traía doscientos, trescientos pesos. Para
mí no es mucho. Su papá le daba, su hermano le daba o se iba a lavar la

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alberca y ya tenía. Ellos dan a entender que si ya traía dinero es porque an-
daba en algo malo. Y no es así.
Mi hijo tenía 20 años, estaba lleno de vida. Muchos sueños truncados,
muchas ilusiones. Tenía muchísimas amigas. Ya después que yo empecé
a entrar en el internet, precisamente para saber más, enterarme de otras
cosas, ahí fue cuando yo vi sus comentarios con sus amigas: que las invita-
ba a salir o si iba con una, la otra le reclamaba: “Es que no me has venido
a ver”. Lo que yo entendí es que eran amigas-amigas, porque yo creo que
él ha de haber dicho: “Estoy muy chico todavía para tener una relación
seria”.
Allá en el barrio encuentro mucha gente que me dice:
—Tus hijos no eran malos, Laura. No sé qué les haya pasado, pero no
tenían por qué haber desaparecido, eran muy solidarios.
Y sí, eran muy bondadosos. Se quitaban la camisa por sus amigos, la
verdad.
Nunca recibimos llamadas de extorsión ni nada. Algunas pistas sí hemos
tenido. Tengo una hermana que vive en Vicente Guerrero, aquí saliendo de
Orizaba rumbo a Río Blanco, pasando los arcos, hacia dentro, hacia la vía,
hacia los cerros, y ella ha visto mucho de balaceras, de camionetas de los ma-
rinos que entran ahí; es una zona muy peligrosa. Cuando pasó lo de mi hijo,
yo no le dije a ninguna de mis hermanas, yo nada más dije:
—Pues no llegó.
Inclusive uno se enoja y dice: “Al rato que venga me va a oír y que esto
no se vuelva a repetir”.
Entonces eso se quedó entre mi marido, mi hijo el mayor y yo, porque
el otro estaba en Poza Rica. Fue hasta el lunes cuando yo le dije a mis her-
manas y empezaron las especulaciones:
—Oye, ¿no se habrá ido con alguna muchacha?
—Oye, ¿no se habrá ido a trabajar fuera?
—No, porque yo lo sabría.
—Pero, ¿si se fue con una muchacha y no te quiere decir?
—Está su hermano, está su papá. Y siempre entre hombres…
Y sí, le decía a su papá cuando le gustaba una muchacha o si andaba en
algún lado.
Cuando le avisé a mi hermana, la que vive en Río Blanco, al momento
me dijo:

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—Oye, fíjate que me platicó una señora que el domingo en la noche ve-
nía bien asustada porque vio una camioneta cerrada, y que de una casa iban
sacando un muchacho todo golpeado y que el muchacho no se detenía en
pie. Bien sangrado, golpeado, lo metieron a la camioneta.
Como a cuatro, cinco cuadras de donde vive mi hermana, hay una colo-
nia que se llama La Modelo. Ahí, según sabemos, está muy pesado.
—¿Y cómo era el muchacho? –le pregunté.
—¿Por qué no me dijiste antes lo de tu hijo? Era alto, era delgado, era…
Por las señas que me dio la señora, era Marco.
Yo me quedé con esta idea, que a lo mejor era mi hijo el que iba ahí,
hasta me imagino yo cómo lo llevaban. Le dije:
—Mira, para empezar no sabemos si era él.
—Dice la señora esa que, cuando ella los vio, se escondió, porque no
quería que la vieran.
—Pues yo siento que a lo mejor no era él pero, si hubiera sido él, no sé
qué podríamos hacer, qué hubiéramos hecho al momento. Yo te aseguro que
si tú hubieras sabido que es él, a lo mejor, por miedo, o no sé, te hubieras
quedado callada. Ya reacciona uno después.
Cuando yo fui a poner mi denuncia nos pidieron como 100 copias de
una fotografía para irlas a pegar en los hoteles, en los hospitales, en muchos
lados. Fui a sacar las copias, cerca del juzgado por donde está el cuartel, con
un señor que sacaba copias y que tenía su negocio abierto las 24 horas. Cuan-
do el señor vio la foto, me dijo:
—¿Está desaparecido? ¿Es su hijo? Yo le voy a decir algo, pero no le diga
a nadie, ni diga que yo se lo dije. Fíjese que aquí seguido traen jóvenes de-
tenidos y ya no aparecen. Precisamente el domingo trajeron a varios mu-
chachos. Los traen detenidos, esposados y los meten. No sé si después los
sacan, pero nosotros nos hemos dado cuenta porque hay personas que ven
cuando se los llevan. Yo veo que los está deteniendo un policía o algo y lue-
go, cuando vienen aquí a buscarlos sus familiares, salen y dicen: “No, aquí
no está”, por más que la gente les dice que aquí lo trajeron. Vino un taxista
porque a él le dijeron que a su hijo lo habían levantado y vino acá; igual
le dijeron que no estaba aquí, nomás que él dijo: “Aquí está porque vieron
que lo trajeron acá y acá está”. Yo creo que por eso se lo dieron; si no, no.
Eso me lo dijo hace ocho años. El señor ahorita ya no tiene su negocio
ahí. Yo me quedé muy asombrada, no sabe uno la verdad. La gente dice que

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se debe denunciar, pero si las mismas autoridades están metidas en eso y
uno habla... ¡Quién sabe! A mí, gracias a Dios, no me han llamado para ex-
torsionarme, para nada, pero yo he sabido de compañeras que las llaman y
les dicen que ya se callen, que ya no sigan buscando, que porque le va a ir
mal a su familia.
Aun así yo sí tengo miedo, por mi hijo el mayor. Luego lo platicamos
él y yo y él me cuenta: “Mamá, ¿supiste que levantaron a cierta persona?”
“Mamá, ¿supiste que se llevaron a fulanito?” La verdad yo tengo miedo.
—Sí, yo también tengo miedo, yo tengo miedo –le digo yo.
Ahorita como que ya no me pasa tanto, pero recién que pasó lo de mi
hijo, si daban las once de la noche y mi hijo el mayor no llegaba, yo empe-
zaba a temblar y empezaba yo a llorar y a llorar, y ya llegaba y le decía yo:
—¡Ya no te vayas!
—Tranquila, mamá –me decía él.
—No, ¡es que yo no puedo estar tranquila!
Él vivía conmigo entonces; ahorita él ya tiene su familia, pero yo tengo
miedo igual, porque él tiene un local, muy chiquito, donde recarga cartu-
chos; él tiene su moto que sacó en Elektra y que fue pagando; tiene un ca-
rrito que también está pagando; su mujer vende desayunos y se compró una
motoneta, y yo tengo miedo porque luego digo: la gente piensa que el andar
así es porque ya tiene mucho dinero. Tengo mucho miedo por él, mucho,
mucho miedo, y siempre que lo veo, lo abrazo y le digo:
—Te quiero mucho.
—Yo también, ma –me responde.
Es que a veces uno no dice todo eso porque no sabe lo que va a pasar.
Porque yo pienso: si yo hubiera sabido que mi hijo ya no iba a regresar, a
lo mejor ni lo hubiera yo dejado salir. A lo mejor no tuve tiempo de abra-
zarlo por última vez, de decirle que lo quiero mucho y por eso luego tengo
miedo de ir acá, de ir allá, porque yo siempre lo he dicho: si fuéramos nada
más yo y mi marido, si en una de esas me hacen algo, no importa, porque ya
no tiene uno nada. Pero desgraciadamente buscan dañar a otras personas:
los hijos de uno.
Tengo mucho miedo con mi otro hijo, de que lo detenga tránsito, de
que lo detenga la policía. Ya vive uno con ese miedo. Es bien triste saber
todos los días que se perdió una muchacha, que se perdió un muchacho,
¡no sé en qué mundo estamos viviendo, la verdad!

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Y sigue pasando todos los días y no se encuentran. Ahorita podemos
decir: los que tienen suerte, a los tres, cuatro, cinco días, un mes, dos meses,
ya lo encontraron; pero ¿de qué forma? Y si no, empieza a pasar el tiempo,
un año, dos, tres y nada. ¿Cómo es posible que un joven desaparezca así por-
que sí, la tierra se lo tragó y ya nadie sabe nada? ¡Nadie! Desgraciadamente
fue lo que nos tocó vivir.
Chely nos ha conseguido apoyos psicológicos, pero yo siento que no me
ayuda mucho, la verdad. Yo venía aquí al dif, pero la psicóloga nada más
me decía:
—A ver, dígame qué fue lo que pasó.
¡Y volver a revivir esa historia…! Y a la siguiente sesión:
—¿Cómo se siente usted? ¿Cómo ha estado?
¡Y volver a lo mismo!
Yo siento que a mí eso no me ayudaba porque yo venía a la psicóloga
y regresaba bien mal a mi casa. Ya no fui. Luego fuimos a un taller con los
tanatólogos, pero es difícil. Los tanatólogos nos dicen que debemos aprender
a soltar, a dejar ir. Dicen que no estamos hablando de un muerto, pero es
una ausencia lo que tenemos y debemos aprender a soltar. Y yo digo: ¿cómo
vamos a soltar algo que nosotros como Colectivo queremos encontrar, no
soltar? A lo mejor yo estoy mal porque no entiendo a los especialistas. Pero
no me ayudan en nada, la verdad.
Y tratar el asunto con los niños es mucho más difícil, porque los niños
no son nuestros; en mi caso son mis nietos, y yo no puedo hablar de algo
que su mamá no me permite; entonces ellos solo saben que mis hijos no
están, que no los encuentro, vamos. Por ejemplo, mi nieto. Su papá es mi
hijo el de Poza Rica, y él me pregunta. Una vez fuimos a ver la galería donde
estaban exhibidas las fotos de nuestros hijos y mi hijo vio la foto de su tío
y me dijo:
—Oye, abuela, yo vi a mi tío. Vamos a entrar.
Cuando entramos me preguntó:
—¿Por qué está aquí?
—Mira, hijo, todos esos muchachos, todos los que están en las fotos, no
los encuentra su familia, así como yo. Entonces los pusimos ahí para que si
alguien los ve y los conoce nos digan en dónde están.
—¿Y por qué la foto de mi papá no está ahí?
Yo no sabía qué decirle. Por fin le contesté:

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—Porque ese día que nos pidieron las fotos, nada más llevaba yo la de
tu tío Marco. Pero me dijeron que, como son hermanos, a lo mejor andan
juntos y que, cuando encuentren a uno, encuentran al otro.
Es bien triste ver que la mamá del niño ya tiene otra familia, ya él tiene
otro hermanito. Es triste escuchar eso. Mi nieto le dijo a mi otra nieta, la
hija de mi hijo mayor, un fin de semana que estaban los dos en mi casa:
—¿Por qué no te gusta estar con tu papá?
—Sí me gusta estar, pero me gusta más estar con mi abuela.
—Pues a mí me gustaría estar más con mi papá.
Cuando tocamos el tema, salió que ya su mamá vive con otro mucha-
cho. Cuando mi nieta le preguntó, él le dijo:
—Es el papá de mi hermano.
—Es el marido de tu tía –intervine yo, para explicarle a mi nieta.
—¡No!, no es su marido –respondió el niño, así, rápido.
—Y, entonces, ¿por qué vive en tu casa? –le preguntó mi nieta.
—No sé, porque es el papá de mi hermano. Yo tengo a mi papá original.
Abuela, ¿verdad que yo tengo a mi papá original?
Y yo le digo que sí y le enseño fotos con su papá original. Eso es lo que
más nos duele: una realidad que nosotros conocemos, pero que ¿cómo la
vivimos con los niños?, ¿cómo les explicamos a los niños?, y sobre todo: ¿cómo
decirles que no se salgan? Van para fuera y yo les grito:
—¡Métanse!
—Es que, abuela, ya hay unos niños jugando, ¿por qué no?
—¡Porque no!
Los tiene uno ahí encerraditos, que no salgan más que con nosotros y
todo eso como que nos acaba más.
Yo no llevé la foto de mi hijo el de Poza Rica ni presenté denuncia, ni
tengo ficha de él del Colectivo ni nada, porque no sé en realidad qué pasó
con él. Tengo miedo. Mi hijo ya tenía como dos años allá en Poza Rica; in-
cluso vino a Orizaba cuando falleció mi mamá, así de rapidito, y se volvió
a ir. Había un muchacho por mi casa que andaba en malos pasos. Era muy
amigo de mis hijos pero después, cuando empezó a andar trabajando así, se
volvió muy malo.
Tuvo un altercado con mi hijo. Él se lo encontró en una calle muy transi-
tada donde venden chilatoles, elotes, pambazos, todo eso, y este muchacho
llegó con otros tres; y mi hijo Marco, al fin amigos, se acerca y yo no sé qué

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le dijo, no sé si mi hijo lo ofendió o le dijo algo que lo ofendiera, y el amigo
sacó la pistola y le dio un cachazo a mi hijo, a Marco Julio.
Cuando Marco llegó a la casa, ahí estaba su hermano el mayor y le pla-
ticó. Luego él me contó:
—Yo lo único que le dije a Marco fue que ya no se saliera, que se que-
dara en la casa, porque ¿qué querías que hiciera yo, mamá?, ¿que yo fuera a
enfrentarlo a él? Sabemos con lo que él carga y son tres o cuatro, ¿a qué me
arriesgo, mamá?
Yo sabía que ese muchacho se llevaba mucho con mi hijo el de Poza Rica.
Ya después supe que él andaba también en Poza Rica, porque los cambian de
plaza. Yo tengo miedo, la verdad. Yo no puedo saber qué le pasó a mi otro hijo,
si en verdad estaba trabajando como él decía o si andaba en malos pasos, yo no
sé. Si vieran la foto de mi hijo de allá y si él andaba mal o si le hicieron algo los
de acá, y luego ven a su niño, y yo tengo miedo de que le vayan a hacer algo…
Yo trabajaba pero, no sé si debido a todo lo que estaba pasando, me
empecé a enfermar y a enfermar; seguido estaba yo en el hospital. Por una
gripa, yo iba a dar al hospital. Y al ratito me dio lo de la ciática o no sé qué, y
no me podía enderezar. Y así, sin moverme y sin moverme, pues dicen que
el cuerpo resiente todo eso. Entonces dejé de trabajar, aunque en la casa
vendo gelatinas, vendo jugos, vendo así cosillas, y vendo por catálogo, para
que entren algunos ingresos a la casa.
Ya nada más estamos mi esposo y yo, porque mi hijo el mayor ya tiene
su casa, su esposa, su hijo. Mi marido me ha aguantado mucho, porque mu-
chas veces lo he corrido. Ayer que estábamos en misa, de repente ¡me dieron
unas ganas de llorar! Y no me puedo contener, no lloro así, poquito, sino
que las lágrimas me escurren y me escurren y me enojo y ya me duermo.
Él me dice:
—Mira, yo te entiendo porque a mí me duele, pero pues no sé si soy más
fuerte o qué.
A mí de repente me puede ver contenta, con mis nietos y subo y bajo,
pero de repente estoy llorando y no quiero ni que me hable; si me dice algo
ya me molestó, y luego me dice:
—¡Es que estás loca, tú! ¡Me voy a ir!
—¡Pues vete! ¿Qué haces aquí? Yo prefiero estar sola.
Pero no es cierto, porque al rato se me pasa y analizo las cosas y digo: “¡No!,
porque estamos solos él y yo, y tenemos que enfrentar esto los dos juntos”.

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No he tomado medicamentos porque siento que es como tenerme seda-
da, como dormida. Entonces yo solita trato de distraerme para no pensar.
A veces me pongo a tejer algo, aunque ya me salió mal. O me pongo a bor-
dar y ahí estoy. Trato de no pensar, porque mis hijos todos los días, desde
que me levanto hasta que me acuesto, están en mi mente y en mi corazón,
nada más pidiéndole a Dios que, donde quiera que estén, que estén bien.
Pero sí, nomás de repente, a lo mejor cada mes, o cada dos meses, es
cuando me entra la locura. Hay veces que no quiere una que le hable nadie,
quiere una estar sola, pensando. He discutido con él, inclusive, hasta por-
que estoy durmiendo, y en uno de esos sueños estoy soñando con mis hijos,
y de repente él me habla y me despierta y ya me enojé, y él me dice:
—¿Ahora qué te hice?
—Es que ¿por qué me despertaste? Estaba soñando a mis hijos, ¡pero te-
nías que llegar tú!
A veces, cuando estoy soñando con ellos, quisiera no despertar, seguir
ahí, porque es donde los veo, donde puedo platicar con ellos, que me digan
dónde están, qué les pasó.
Estoy sobreviviendo, gracias a Dios, porque pienso: “¿Si me muero y ellos
llegan? Ya no voy a estar para ellos”. Y por más que haga una, siempre volve-
mos a lo mismo: a mis hijos, a mis hijos, ellos son el centro de todo.

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“Estoy segura de que mi hijo está vivo”

Yair Déctor Pérez


Desapareció el 25 de febrero de 2013

Alejandra Pérez Rosas,


madre de Yair

Como madre soltera, me dejé del papá de Yair cuando mi niño tenía
año y medio, porque me golpeaba mucho y yo no quise que mi hijo creciera
con tanta violencia, con golpes, que aprendiera cosas malas de su papá. Así
que me retiré de él, lo dejé y me puse a trabajar. Él muchas veces me lo quiso
quitar, pero yo siempre luché por mi hijo.
Yair estudió su primaria, una parte de su secundaria y a los 18 años,
exactamente, se fue al ejército. Cuando cumplió el tiempo que tenía que cum-
plir, se dio de baja. Salió bien de ahí. Yo lo acompañé a que le dieran los
centavos que le tenían que dar. Además, salió con buenas recomendaciones
de la Sedena, de la Marina.
Regresó a Orizaba y entró a trabajar a la policía bancaria. En ese enton-
ces conoció una mujer y vivió 10 años con ella. Tuvo una niña y un niño.
El niño nació antes de tiempo, está enfermo. Tuvo muchos problemas con
la mujer, seguido se peleaban porque la mujer lo engañaba muchas veces.
Lo engañó mucho.
Mi hijo se salió de la policía bancaria, luego entró a la policía de Maria-
no Escobedo. De ahí salió porque hicieron cambio de presidente munici-
pal, así que se metió de comerciante. En otra ocasión, lo contrataron para

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cuando alguna persona necesitaba personal para un evento, como guardia
de seguridad.
Un miércoles, le hablé temprano y, cuando le pregunté que dónde esta-
ba, me dijo que en Río Blanco, echándose unas cervezas con unos amigos,
unos periodistas que yo no conozco. Yo le dije que se regresara a su casa, porque
estaban sus niños esperándolo; él me dijo que sí. El jueves se fue a trabajar
temprano después de tener una discusión con la mujer.
Yo le pregunté a ella qué habían arreglado, porque ya eran muchos pro-
blemas. Y ella muy contenta me dijo que ya no iba a haber más problemas,
que ella ya había tomado la decisión de que se iban a dejar y que él nunca
más le volvería a poner una mano encima, que esa sería la última vez que
le había pegado, porque ese día le había puesto dos cachetadas cuando ella le
fue a hacer un escándalo a donde él estaba tomando.
El viernes le tocó descanso a mi hijo y me dijo que iba a ir a vender pa-
pas a la francesa –porque ellos también tenían ese negocio–, que fuera yo
a comer. Pero ese día mi madre tuvo una discusión conmigo y me golpeó,
por eso no fui.
El viernes, mi hija se fue a vender ropa a Cerritos. Yo tenía un puesto
ahí. Allá se encontró a su hermano y le preguntó qué andaba haciendo. Mi
hija le dijo que había ido a vender ropa, pero que no había habido nada.
Luego Yair me marcó y me preguntó qué iba a cocinar. Le dije que estaba
haciendo un caldo de pescado con verduras.
—¡Qué rico! ¿Me invita a comer, mamá?
—Claro, mi amor, vente a comer.
Hice la comida y lo esperé hasta que llegó, unos 20 minutos tarde. Ya
estábamos todos sentados. Mi lugar siempre era en la cabecera de la mesa,
pero él ese día agarró y quitó mi plato de mi lugar, se lavó las manos y se
sentó. Le serví, comió, se lavó la boca, las manos, y se despidió de sus her-
manas diciéndoles que le echaran ganas al estudio porque hacía mucha falta
que estudiaran. Les dijo:
—Mamá las quiere mucho y las apoya.
Luego fue, me abrazó y me dijo:
—Écheme su bendición, madre.
Yo me quedé muy intrigada. ¿Por qué me pidió mi bendición? Y le pre-
gunté, pero él nomás me dijo:
—Solo écheme su bendición.

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Lo hice y él me dio un beso en la frente, luego se salió. El domingo se
llevó a sus hijos a la Alameda y les echó la bendición, se despidió de ellos.
Llegó luego con su suegra y le dijo que le cuidara mucho a Jesús y a Michell,
porque él iba a hacer un viaje muy largo. Doña Adriana le preguntó que por
qué, que a dónde iba, que qué le pasaba, que si alguien lo estaba amenazan-
do, o qué era lo que tenía, que si tenía problemas en el trabajo o qué era lo
que le pasaba.
Él solo le dijo que no y que si algún día le había faltado al respeto que
lo perdonara. Que le encargaba mucho a sus hijos y que, si veía que en dos,
tres días él no regresaba, que me dijera que no hiciera nada, que no moviera
nada, que por la seguridad de nosotros y la seguridad de sus hijos. Eso no
me lo dijo la señora de inmediato, sino como a los tres, cuatro meses me
vine a enterar de eso.
El lunes salió para su trabajo y ya no regresó. Yo lo busqué por todos
lados, mi nuera puso la denuncia porque yo me puse muy mala. Yo subí,
bajé, buscándolo en los hospitales, en los montes, en las inspecciones,
buscando de un lado a otro. Viajé hasta la frontera porque hay una foto
de un muchacho que se parece mucho, mucho, a mi hijo. Mi hija lo en-
contró en el internet al año 18 días, pero no dice nombres, solo habla de
delincuentes.
Yo viajé hacia allá. Estuvimos 12, 13 días botados en las calles, sin co-
mer, sin bañarnos. Solo nos comíamos un atún al día, unas dos, tres tos-
tadas, de bolsa. Dormíamos en el suelo, hasta que logramos encontrar a un
periodista de allá que se llamaba Alejandro no sé qué. Eso fue que nos ayu-
dó. Fuimos a Derechos Humanos, anduvimos buscando por allá, pero no
encontramos nada. Todo el mundo nos decía que lo traía gente mala, que
lo veían, que por acá, por allá. Decían que lo traían trabajando, pero hasta
la fecha no he sabido nada.
Hemos puesto denuncia, hemos pedido ayuda a varios lados, a Dere-
chos Humanos. Fui a México, mi hija se metió a una página de consulta
de detenidos y ahí mismo decía que si creíamos que era por delincuencia
organizada que marcáramos a tal número. Entonces fue que marcamos.
Yo le decía que no marcara, que mi hijo no podía estar detenido por
delincuencia organizada, pero mi hija me decía: “¿Qué más da? El gobierno
criminaliza a las personas sin que las conozca”. Y marcamos y nos contestó
una operadora y nos decía que diéramos el nombre, y lo dimos.

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—¿Es Yair Déctor Pérez, de Orizaba, Veracruz, de la edad de 33 años,
detenido por Policía Federal?
—Sí, es correcto –le dijimos.
—Sí, él estuvo aquí detenido en la Ciudad de México, pero por el tiem-
po que ya pasó ya no está detenido, ya está procesado en un penal federal,
por robo a casa habitación, robo de auto y delincuencia organizada.
—¿Está segura de lo que me está diciendo?
—Sí, estoy segura de lo que le estoy diciendo. Apunten los números de
atención a Coordinación Federal y ahí les van a decir en qué penal se en-
cuentra.
Nosotros nos pusimos muy alegres de saber que ya estaba localizado. En
cuanto colgamos, marcamos al número que nos dieron. De inmediato nos
dijeron que no estaba. Entonces volvimos a marcar otra vez al número ante-
rior, pero ya nos atendió un operador, y me pasaron con el fiscal del depar-
tamento de desaparecidos de la Ciudad de México. Cuando le dije lo que
nos había dicho la señorita, nos contesta:
—¿Por qué se lo dijeron así? Eso es confidencial.
—Pero yo solo quiero saber si es correcto, para ir allá directamente.
—Eso es incorrecto, es confidencial.
—¿Cómo va a ser incorrecto si me acaban de asegurar que sí está dete-
nido?
—¿Y quién es Dorian? –me preguntó–. ¿Por qué se robaron el carro? ¿Quié-
nes iban?
Dorian es un amigo, compañero de mi hijo, al que yo hasta ese momento
no había oído nombrar, que iba con Yair, según los testigos. Y no sabía de
qué carro me estaba hablando. El hombre me comenzó a dar datos persona-
les que solo nosotras sabíamos. ¿Cómo sabía él eso?
El día que agarraron a mi hijo, Dorian iba con él. Los testigos comen-
tan que iban los dos caminando por el Río de la Carbonera. Yo no entiendo
qué andaba haciendo allá entre Río Blanco y Nogales, si se supone que mi
hijo se había ido a trabajar. Pero supuestamente iban caminando los dos,
cuando de pronto les salió una patrulla por detrás y les comenzaron a hablar
por las bocinas y les prendieron la torreta. Les dijeron que pararan, que se
detuvieran. Les comenzaron a gritar.
Pero ellos se asustaron y Dorian jaló hacía el río por el puente y mi hijo
jaló a la izquierda. Es lo que comentan los testigos, yo no lo vi. Dicen que a

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Dorian le pusieron un balazo en la pierna derecha y cayó. Luego le dieron
otro en la misma pierna y él siguió arrastrándose. Más adelante le metieron
un balazo en el abdomen y cayó boca abajo. Dicen que un señor de ahí
junto salió, se quitó la camisa, la mojó y se la puso en el estómago. Pero los
federales lo agarraron y dicen que lo aventaron como si fuera un animal a
la camioneta. Lo subieron.
Mi hijo corrió. Corrió todavía como unas seis, ocho cuadras y junto a
un taller lo agarraron. Dicen que él se atajó atrás de un coche rojo y con la
señora que vende las frutas picadas. Los policías lo iban correteando con el
arma en la mano y aventaron de balazos. De hecho tenemos unas fotos de un
taller de laminación que hay ahí donde pegaron las balas. Dicen que ahí lo
agarraron. Y levantó sus manos repitiendo: “¿Qué pasó mi jefe? ¿Qué pasó
mi jefe?” Pero llegó el federal, lo agarró y le pegó. Le pegó en la pura cabeza.
Mi hijo se agarró de la defensa del carro y de ahí lo arrastraron. De hecho
hasta la defensa del carro se le arrancó.
El dueño del carro nos contactó y quería que le pagáramos los daños.
Yo le dije que sí, que se los iba a pagar, pero que lo quería como testigo. Él
no quiso. Dijo que no, porque a lo mejor eran delincuentes y que no se iba
a meter en problemas. Entonces yo tampoco le pagué los daños.
Todos los testigos aseguran que fueron federales del operativo Veracruz
Seguro. Que ellos se los llevaron. Mi hijo iba vivo y al otro no sabemos qué
le hicieron. Ese joven, Dorian, es norteamericano, pero su hermana ya no
quiso buscarlo, ya no quiso hacer nada.
Cuando fuimos a Fiscalía a Córdoba, ella solamente dijo que quería
dinero porque tenía dos hijas que mantener y tenía que pagar su renta. A mí
me preguntaron lo mismo, pero yo le dije a la fiscal que yo no quería dinero.
La vida de mi hijo no tiene precio.
La hermana de Dorian, Denisse, se cambió de casa porque los mi-
nisteriales la estaban localizando, no sé por qué. Además, tenemos una
duda porque, cuando nos amenazaron y los federales se paseaban mucho
por nuestra casa, nos tuvimos que ir de ahí. Un día regresamos a la casa por
unas cosas y, cuando mi hija iba llegando, dice que vio a Dorian, en la
mera esquina. Me asegura que lo vio, me asegura que era él. Ella dice que
Dorian no está muerto, que iba en una camioneta roja, sacando el brazo.
Hasta se detuvo, junto a otro carro y se quedó platicando con el que iba
en el coche.

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Yo les dije a los ministeriales, ahí en Fiscalía, y comenzaron a buscar
a Denisse, pero para nada se deja ver. Otras personas nos han dicho que a
Dorian lo vieron en Ojo de Agua. ¿Cómo es posible? El chamaco llevaba
dos balazos, uno en la barriga. ¿Y entonces mi hijo? ¿Qué fue lo que pasó
con mi hijo? ¿En dónde lo dejaron? ¿Acaso lo vendió o qué hizo con mi hijo?
¿A quién se lo dio? ¿Por qué él está ahí y por qué mi hijo no?
Pues el hombre con el que hablamos por teléfono no me quiso decir
nada, me negó toda la información que me había dado la señorita y terminó
diciendo que fuéramos a México a confirmar lo que nos habían dicho.
Fuimos a la pgr de acá de Orizaba y le comentamos a un licenciado lo
que estaba pasando. Él habló y dijeron que querían hablar con un familiar.
Pero nos volvieron a decir que eso era confidencial y que teníamos que ir a
México para aclarar eso. Como pudimos, fuimos a la Ciudad de México. De
limosna juntamos. Algunas compañeras de doña Chely nos ayudaron con
cincuenta, cien pesos. No fueron muchas, pero de verdad se los agradezco.
Nos fuimos, mi hija y yo, perdiéndonos, porque nunca habíamos viajado a
México, yo no conocía.
Una licenciada se puso en contacto con mi hija y ella nos ayudó. Nos es-
peró en la terminal y nos llevó. Nos anduvo trayendo en su coche para arri-
ba y para abajo, pa'cá y pa'llá. Ella nos invitó a desayunar, a comer. Fuimos
preguntando, pero no encontramos ningún resultado: todo nos lo negaron;
estoy segura que nos lo están negando. No se entiende, si la operadora que
nos contestó primero nos dijo que estaba por delincuencia organizada, por
robo a casa habitación y por robo de vehículos, ¿cómo va a ser incorrecto si
nos están diciendo de todo lo que lo están acusando? Pues nos lo negaron,
dijeron que no.
Desde entonces ya no tuvimos más datos, a pesar de que seguimos pre-
guntando. En México nos encontramos con el licenciado de Derechos Hu-
manos y pedimos que nos ayudara.
Yo he pedido mucha ayuda, también a la Sedena, porque él sabía hasta
armar y desarmar armas con los ojos cerrados. A lo mejor se lo llevaron para
trabajar. Les dije a los de la Sedena que iba a poner denuncia, para que ellos
tuvieran conocimiento. En el caso de que lo llegaran a encontrar haciendo
algo malo, que no me lo fueran a matar porque no era su culpa.
Pero no, no hemos sabido nada, por más que hemos buscado y lucha-
do. Cada día que pasa para mí es más difícil, porque cada día que pasa yo

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me pongo más enferma, más vieja. Tengo puras hijas y se han expuesto mu-
cho. Cuando al principio fuimos a buscar a las fosas, abusaron de mi hija la
más chica, de 14 años.
Tenemos un niño que ahorita está enfermo de un pulmón, y apenas lo
pudimos llevar a tratamiento. Yo también estoy medicada. Me dieron pasti-
llas para seis meses, pero suspendí los medicamentos porque duermo toda
la noche y todo el día. Me paro nomás por ratos y me ando cayendo. Siento que
eso no está bien para mí: no puedo hacer nada, no puedo ayudar a mis hijas
y ya no sé a dónde más buscar, a quién pedirle más ayuda, o cómo le hago.
¡Cómo quisiera encontrarlo!
Hemos pasado por muchas situaciones difíciles con enfermedades y tra-
bajo. Mis hijas están acabando de estudiar. Una de ellas terminó la prima-
ria, hizo la secundaria en sistema abierto y ahorita ya está estudiando en línea.
¡No sé cómo le hace para estudiar la pobre chamaca!
A la otra la tengo enferma, tiene seis de plaquetas y tiene el bebé tam-
bién enfermo. Al niño de mi hijo le hacen falta algunos estudios de su cabeci-
ta y no tenemos lo suficiente para hacer ese tipo de estudios. Ya no sabemos
qué hacer, a donde más pedir la ayuda. Yo ya no puedo. A mí no me gusta ir
al psicólogo, no me gusta venir a que me hagan preguntas porque no puedo,
me siento muy mal. A mí esto me tira, me acaba.
Cuando él entró al Ejército, lo primero que me compró fue una máqui-
na de coser y aprendí. Y con esa máquina ahora me dedico a poner cierres,
a hacer costuras. Pongo el letrero que mis hijas me ayudaron a hacer, porque
yo no sé leer ni escribir, y ahí me llegan las costuras. A veces hago unas dos,
tres costuras de 20 pesos y eso ya me servía para dos kilos de tortillas. Ahora
ya cuesta más trabajo, porque la tortilla está más cara. Cuando hacía yo cua-
tro trabajos de a 20, ya eran 80 y me servían para mi garrafón de agua, para
mis dos kilos de tortillas, para un pedacito de pollo para hacerles una sopa,
un arroz, un caldito, para los niños, para que ellos coman.
También compro y vendo ropa usada. A veces las personas me regalan;
pasan y me regalan una bolsita de ropa. Yo la lavo, la compongo y la vende-
mos en lo que se pueda: de a cinco, de a 10 pesos.
Hay veces, mi hija y yo, como ahorita, venimos sin desayunar. Porque
tenemos que guardar para los pasajes o tenemos que llevarles a los niños. Lo
que nos vamos a comer a la calle no nos lo comemos, para llevarles a ellos
y que ellos coman, aunque nosotros no comamos. Yo veo cómo le hago para

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mantener a mis niñas. Me las veo bien difíciles: a veces tenemos y a veces
no. Eso de sufrir de comida para nosotros ya no es novedad. Lo que quiero
es a mi hijo.
Él también me compró un juego de sala. Cuando se lo llevaron, yo estaba
arreglando un terreno; apenas estábamos tratando de comprarlo. Cuando
se lo llevaron, yo me desentendí de ese terreno, me desentendí de mis hijas:
ellas dejaron de ir a la escuela, porque yo me dediqué a buscarlo. Ahí fue
cuando violaron a mi niña. Aunque se puso la denuncia, el fiscal le dio un
amparo al hombre para que se pudiera ir. Ahorita ella está enferma.
Los niños también están en peligro. Últimamente los han estado amena-
zando. Los niños no están aquí, los tuvimos que sacar de la escuela y están es-
condidos. A mi consuegra le están pidiendo dinero, la están extorsionando.
Nosotros estamos con miedo también, siempre estamos con miedo.
Él era mi único hijo y era el mayor. Él se crio solo conmigo, él era un
niño muy alegre, le gustaba mucho jugar, estudiar. Era muy alegre, muy lleva-
dero, muy acomedido. Ayudaba a las personas. Quien necesitaba algo, él se
quitaba lo que tenía para darle a los demás. No le importaba si se quedaba
sin nada. Se llevaba muy bien con sus hermanas, siempre las andaba apapa-
chando, queriendo. Todo lo compartía con nosotros.
Cuando estaba en el Ejército me hablaba cada quincena, venía a verme
cada vez que le daban permiso. Siempre que llegaba me traía mariachis y me
cantaba.
—¡Ya vine, mi reina! ¡Ya vine, mi madre!
Él siempre me dijo:
—Nunca voy a dejarte sola, mamá. Siempre vas a estar conmigo. Primero
voy a morirme yo antes de que tú te mueras, porque yo no voy a soportar
que a ti te lleven, madre. No te voy a dejar solita.
—No, Yair. Nosotros los padres siempre nos vamos a ir primero, ustedes
los hijos se tienen que quedar –le decía yo–. Tú te vas a quedar para cuidar a
tus hermanas, porque eres el único hombre de la casa. Eres el mayor, tienes
que dejar que me vaya.
—No mamá, yo me voy a ir. Si tú te vas, si me dejas, yo me voy contigo.
Yo no voy a dejarte sola madre, te quiero mucho. Si te mueres, te voy a en-
cerrar en el cuarto, no voy a dejar que te saquen.
—¡Ya, Yair! –me reía yo–. Voy a estar bien apestosa, ¿para qué me quieres
ahí?

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—¡No me importa! Ahí te voy a tener.
¡Platicábamos tantas cosas! Tenía toda una vida por delante, él quería
vivir, él quería luchar para sus hijos, quería luchar para mí, que nadie me
faltara al respeto ni a sus hermanas.
Ya no lo dejaron.
Me dicen los testigos que los que se lo llevaron fueron federales del opera-
tivo Veracruz Seguro. Yo fui a verlos, les supliqué, les rogué de rodillas, que
me dijeran en donde lo tenían, que qué había hecho. Él no tenía anteceden-
tes penales, ¿por qué se lo llevaron? Les pedí que me dijeran si había hecho
algo malo. Que me dijeran si lo mataron, si se les había pasado la mano.
Que tuvieran los suficientes pantalones y me dijeran en donde lo habían
dejado tirado, que yo lo iba a ir a recoger.
Algunos chismosos dijeron que iba armado, pero él no tenía nada. No
llevaba ni su cinturón, no llevaba credencial, no llevaba cartera, no llevaba
nada más que sus monedas, como siempre, para sus pasajes. ¿De dónde puede
traer algún arma si él no trae armas?
Cuando Duarte vino aquí a Orizaba, yo lo agarré, me le colgué del bra-
zo y no dejé que se fuera, le supliqué. Y él me dijo:
—¿Y qué? ¿Es delincuente?
“Pues solamente que usted le haya dado el trabajo”, pensé. Porque los
superiores son los más delincuentes y se ponen a juzgar.
—¿Delincuente? No, no era delincuente –le respondí.
Le conté en qué trabajaba y lo que había pasado, y que por eso le pedía
que me ayudara.
—Sí, ahorita le hablo al fiscal general de Córdoba para que les atienda.
Así nos comenzaron a atender en Córdoba. Ahí llevé las fotos, una de
mi hijo y la que encontró mi hija en el internet, del muchacho que es muy
parecido a mi hijo. Yo estoy segura que es mi hijo.
Yo fui la primera que pasé cuando fuimos todo el grupo. Fuimos con
doña Aracely, y le pedí al fiscal que me ayudara a encontrar a mi hijo y que
él que sabía –porque yo soy una persona ignorante, yo no sé leer–, pero que él
que sabía de leyes y sabía distinguir las personas, que me dijera si en realidad
las dos fotos que yo llevaba, esta foto que habíamos encontrado, era mi hijo.
Él las agarró y las puso las dos de frente y me dijo:
—¿Y usted por qué llora, señora? Si este es su hijo, entonces este y este
son la misma persona. ¿En dónde encontró esa foto?

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Le contamos. Y le pedí, le supliqué que me ayudara a saber en qué cár-
cel lo metieron y si hizo algo malo que lo pague conforme a la ley, pero al
menos saber en dónde está.
Supuestamente lo buscaron, pero hasta la fecha no me han dado razón.
Yo digo que no buscaron, yo estoy segura que el fiscal no buscó nada.
Alguna gente me dice que ya no lo busque, que está muerto, que ciertas
personas se lo llevaron y lo mataron. Pero yo no lo creo, no quiero creerlo y
no lo voy a aceptar. Estoy segura que mi hijo está vivo. Estoy segura que está
incomunicado, que lo tienen guardado, que lo tienen escondido. Eso es lo
que me da fuerzas para seguir adelante.
Yo les pido a las autoridades –porque ellos saben en dónde los tienen
arraigados o escondidos, en esos calabozos, como ellos acostumbran– que
se tienten el alma, el corazón, y que lo saquen a la luz. No importan los años
que ya han pasado, yo no voy a poner denuncia o hacer algo en su contra.
Solo quiero saber en dónde está mi hijo.
A ellos se les olvidó que somos seres humanos, que Dios nos mandó a
la tierra para que nos quisiéramos unos a los otros y que se haga la justicia
como debe de ser, no que nos destruyamos unos a los otros.
Si las autoridades saben en dónde están todos esos jóvenes que se han
desaparecido, a los que se han llevado, que se comuniquen con las familias,
porque no saben ellos todo el sufrimiento que están dándonos a nosotros
como madres, como familia. Nosotros ya no tenemos cumpleaños, no tene-
mos una cena de navidad, ya no festejamos nada, solamente vivimos por la
esperanza de encontrar a nuestros hijos.
A un padre no le duele igual, un hombre no siente el dolor de una ma-
dre. Nosotras los llevamos nueve meses en nuestro vientre, luego día con día
los cuidamos, los bañamos, los enseñamos a caminar, a hablar. Cuando van
a la escuela y se caen, estamos ahí para levantarlos. Ahí estamos pendientes
de lo que les pase. ¡Para que alguien venga y se los lleve, nada más así, por-
que se le dio la gana! ¡Nadie tiene derecho de privarlos de su libertad! ¡De
llevárselos en contra de su voluntad!
A veces me pregunto ¿qué mal he hecho para que se haya cobrado así
la vida? ¿Qué hice, si a los que se acercan conmigo les ayudo? ¡La vida me
cobró con mi hijo! ¡Con lo único que yo tenía!
Acaso las autoridades piensan que toda la vida van a tener ese lugar que
tienen ahorita y que toda la vida van a estar bien, que nunca les va a pasar

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nada. Pero mejor que no se confíen, porque Dios existe y la justicia es divi-
na. Dios es justo. Todo lo que ahorita ellos nos están haciendo pasar, todo
este sufrimiento, lo han de pagar. ¿Por qué tienen a nuestros hijos incomu-
nicados? ¿Por qué no los sacan a la luz y los juzgan como debe ser?
Ellos tienen hijos, tienen familia y un día la vida se los va a cobrar. Así
como nosotros hemos estado llorando y sufriendo por nuestros hijos, así un
día ellos van a llorar también. Ojalá que no esperen a que la vida se los co-
bre. Si ellos saben algo de nuestros hijos, que nos lo hagan saber. Nada les
cuesta, nada les quitamos con eso.
Me han ofrecido dinero, pero yo no lo quiero. No quiero nada del go-
bierno. Solo que me ayuden a encontrar a mi hijo. Con eso voy a estar bien
pagada y bien servida. El resto de mi vida se los voy a agradecer. No tendré
con qué pagarles.
Esperamos en Dios que estas nuevas autoridades que se toquen el alma,
que recuerden que también tiene hijitos y que tienen nietos, que no toda
la vida vamos a ser eternos aquí en la tierra. Ojalá que aparezcan nuestros
hijos, que ya no sigamos llorando y dando tanta guerra, porque guerra da-
mos, de verdad.
Yo amo a mi hijo con todo mi corazón y espero que, donde quiera que
él esté, Dios me lo bendiga y lo cuide. Que sepa que aquí todavía tiene a su
madre, aunque cada día que pasa más canas me salen y más arrugas, más
vieja me hago. Pero hasta donde Dios me preste vida, aquí lo voy a estar espe-
rando junto con sus hermanas. Aquí estamos para esperarlo. A ver si Dios
me permite encontrar a mi hijo con vida. Y si ya no lo veo aquí en la tierra,
pues allá en el cielo nos encontraremos.

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“Nos dieron de a tiro en el alma”

Ramón Antonio Ponce Hubert


Desapareció el 3 de septiembre de 2013

Sara Hubert,
abuela de Ramón Antonio

Vivimos en Córdoba y de ahí desapareció mi niño. Una nota periodís-


tica dice que fue Amatlán, pero fue en Córdoba. Ramón Antonio salió el 3 de
septiembre de 2013 para ir a ver a una persona que iba a trabajar con él ese
día, un señor que pintaba carros. Pero ya no llegó allá. Me fue a avisar que
iba a salir al diez para las dos.
Me pidió permiso para poder ir a ver a este señor. Él estaba en el quinto
semestre de Mecatrónica en el cbtis, en Córdoba y, en las vacaciones o en
ratos que tenía, trabajaba. Es muy trabajador. Se cambió su ropita que traía,
tenía como 15 días que le había comprado unos tenis, corrientitos, y me dijo:
—Me los voy a quitar, amá, para que no los vaya yo a manchar de pintura.
Se quitó sus tenis, se puso unos zapatos viejitos y una ropita más viejita
que la que traía y me volteó a ver.
—Son diez para las dos. A ver si el señor ya raspó el carro para que lo
pintemos pronto.
También se despidió de mi esposo que estaba sentado en el patiecito de
afuera. Fue lo último que hablamos; ya desde ese momento hasta ahorita
no sabemos nada. No llevaba identificación porque no había recogido su
credencial. No tenía la de la escuela en ese momento y no traía celular.

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Para nosotros es un gran sufrimiento. Cuando una persona se muere dice
uno: “Ay, era muy bueno, era esto, era lo otro”. Pero en el caso de Ramón
Antonio, incluso cuando estaba aquí con nosotros, yo lo decía también,
porque él era muy bueno, era una persona que se preocupaba muchísimo por
nosotros, por mi esposo y por mí. El día del abuelo yo le decía:
—M'ijo, hoy es el día del abuelo, ¿no nos felicitas?
—Yo no tengo abuelos, yo tengo papás –me respondía.
Y siempre, en las vísperas del día de las madres, me llevaba mañanitas
con un grupito, porque él era del coro de la iglesia. Desde los doce, trece
años, ahí se fue yendo, se fue yendo. En la Semana Santa era apóstol de la
iglesia y, aunque ya estaba grandecito, iba con su túnica.
Yo tengo puros buenos recuerdos de él, porque nunca nos hizo una gro-
sería. Tengo hijos, tengo más nietos, pero él –yo siempre lo dije–, él era el
que más me quería. Yo soy costurera y, si no encontraba yo mi descosedora,
le decía y se salía. Y, cuando regresaba, ya me había comprado una. Cuando
llevé a su hermana a que se aliviara al hospital, dejamos a sus otras dos niñas
en la casa. Como nos fuimos así nomás, no había comida. Ramón Antonio,
al salir del trabajo, con los doce pesos que traía en la bolsa, se fue a una cocina
económica a comprar dos órdenes de sopa, para darles de comer a las niñas,
aunque él se quedó sin comer.
Siempre se preocupaba por nosotros. Hace años que vinieron las reli-
quias del Papa ahí a Córdoba. Fuimos, pero había un gentío y estaban unas
colas larguísimas. Mi esposo decía que ya no íbamos a pasar, que mejor nos
fuéramos, pero Ramón Antonio se quedó conmigo hasta las 3 de la mañana
que logramos pasar a la iglesia. Entramos a la catedral de Córdoba y tocamos
las reliquias del Papa. Compré unas estampitas para tallárselas a la urna, y
él me dijo que le diera unas, para ayudarme.
En la casa, cualquier desperfecto que había, ya sea de luz, de agua, ¡óra-
le!, él lo arreglaba. Me acuerdo un día que tuvimos un tiradero de agua en
el baño. Yo tenía que salir y dije: “¡Ahorita que regresemos va a estar la casa
anegada! Se va a venir toda el agua por la escalera”. Pero no. Cuando llega-
mos, ya estaba sequecito. Él secó todo el baño, él arregló la llave. ¡Solo Dios
sabe cómo le hizo! Tapó los tubos y los dejó bien. Era muy inteligente. Es
lo que me dice la gente. Un seminarista dijo: “No sé por qué pasó esto con
Toño”, y los del coro, dijeron: “Si él era noble, fiel y leal, ¿por qué tenía que
haber pasado eso?” ¡Solo Dios!

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Hasta un vecino de por ahí, un chamaco, le decía:
—¡Salvador, Salvador!
—No me llamo Salvador –le decía mi muchacho.
—No, pero es que tú siempre me salvas cuando me pegan.
Nos dejó un hueco bien grande. En el tiempo que él trabajó, me com-
pró una estufa grande de segunda mano, de seis quemadores. Ganaba 500 pe-
sos a la semana y de ahí fue apartando. Llegaba y me daba su dinero:
—Tenga, ma, gané tanto. Aquí está pa' los cigarros de mi papá, ¿me pue-
do quedar con esto? Ten, nada más me dejas para mis pasajes.
Con la misma señora de la estufa, me compró mi licuadora. Era una
persona buenísima. No me explico por qué pasó esto.
El señor con el que iba a ir a pintar el carro era un vecino que vivía a
varias cuadras. Le mandamos preguntar con otra vecina de por allá, porque
no sabíamos bien dónde vivía, que si Ramón Antonio había llegado con él.
Vino el señor y nos dijo que allá no llegó.
Se fue caminando, porque estaba solo a unas cuadras de donde vivía-
mos. Ya no volvimos a saber de él, no supimos de qué lado, si del lado bue-
no o del lado malo, ¡solo Dios! Se lo llevaron, porque no se pudo haber ido
solo. Era una persona que estaba preocupándose por nosotros, no era que
no le importáramos: le preocupaba mucho.
La niña de mi hija, su sobrinita, cuando entró al kínder tenía que decir
unas palabras, las efemérides. La niña tenía como cinco años y se las tenía
que aprender, pero nomás no podía. Y mi muchachito le dijo: “A ver, yo
me las voy aprender y te las voy a decir”. Él se las aprendió y la tuvo repasa,
repasa y repasa y el lunes la niña pudo decirlas bien, gracias a él, porque la
mamá no le hizo caso. Él así se preocupaba por todos.
Si mi esposo se enfermaba, él buscaba un taxi y lo ayudaba a subir. Un
día le di una medicina que ya la había tomado mucho tiempo, pero de mo-
mento se hizo alérgico. Tenía toda la cara hinchada y los ojos. Pues Ramón
Antonio paró un taxi, lo llevamos a la Cruz Roja y él, preocupado, iba voltea
y voltea, para ver si mi esposo estaba bien.
Un día su hermana lo encontró cargando una cajota. Cuando me aso-
mé, vi que la caja era de una vecina y él se la llevó hasta su casa. Otra vecina
que traía una perrita de esas que les ponen moñito le pidió ayuda, porque
andaba un perro molestándola. Ya mi hijo le cargó a la perrita y se la fue a
dejar hasta su casa. Así podía uno pedirle un favor y él se acomedía a hacerlo.

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Y sus amigos eran sanos, eran con los que iba a la cancha a jugar, compañe-
ros de la iglesia.
Ramón Antonio medía 1.85, estaba grandote, bien dadote, ¡chulo, mi
hijo! La vecina le decía “el guapo”. Era una criatura bien obediente. Cuan-
do iba subiendo las escaleras para irse ya acostar, yo desde la cama que está
abajo le decía:
—Te persignas… Cierras la ventana… Por ahí tapa los pájaros…
¡Pobrecito! Le iba yo haciendo un montón de recomendaciones y nunca
me dijo:
—¡Ay, deja de estar chocando! ¡Ya!
Para nada. Todo me contestaba de buen modo.
Y ahora ya nada más me quedan los recuerdos y los remordimientos.
Nos dieron de a tiro en el alma. Ya nos destruyeron. Yo empecé con psicóloga
y ahorita estoy con psiquiatra. De momento siento ganas de salir corriendo y
dar de gritos, porque con el alma quisiera yo volverlo a ver, y a la mejor, has-
ta pedirle perdón por no saber valorarlo más. Dicen que nadie sabe lo que
tiene hasta que lo ve perdido. Cuando se lo llevaron acababa de cumplir
18 años. Fue con mi esposo a sacar su credencial de elector, pero ya no la
pudo recoger: a los poquitos días se lo llevaron.
Así ya grande como estaba, seguía siendo igual un niño que se preocu-
paba por nosotros. Nosotros los criamos a él y a hermana porque su mamá
se fue para el otro lado y nos los dejó chicos. Y ella los mantiene. Nos man-
daba parejo para que todos comiéramos. Yo le digo:
—M'ija, tú te fuiste para lograr algo y no hemos hecho nada. Tienes mu-
chos años allá y ya no hicimos nada.
El muchacho con el que vivía se fue primero y luego se fue ella, pero llega-
ron a un lugar donde no hay trabajo, donde va a hacer limpieza a las casas un
día a la semana. Ellos allá igual pagan renta, luz, todo igual. Y como no tiene
papeles, no se puede ir a buscar por otros lados. Me dejó a los niños chiquitos,
aunque ya vivíamos todos juntos.
Mi hija se casó, su mamá de ellos se casó bien casada por la iglesia, por lo
civil, a los 17 años. El muchacho con el que vivía le pegaba muy feo. Entonces
se dejaron. Luego se juntó con el otro que se la llevó a Estados Unidos. Cuando
ella se fue, mi niño estaba chiquito. La niña también, pero ella está resentida
con su mamá, está molesta porque los dejó y se volvió rebelde, se salía a cada
rato de la prepa. Pero él no, él todo lo contrario, él lloraba y me decía, llorando:

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—Mi mamá ya no va a venir, ¿verdad? ¡Es que ya quiero verla!
Nunca la volvió a ver. Tiene 14 años que ella se fue. Dice que sí va a
regresar, pero si antes no vino, ahorita menos. Le digo a mi hija: “Y fuiste
nomás a que mi muchachito se fuera porque se quedó solo”.
Está como yo, andamos buscando un psicólogo que nos quite culpas,
porque los remordimientos son duros. Yo, porque a lo mejor no supe valo-
rar todo lo bueno que nos hizo mi muchachito, y ella por haberse ido.
Sí, hemos tenido para comer, pero no tenemos nada más. No tenemos
casa propia. Tenemos casa de Infonavit que estamos pagando a 30 años y,
haya trabajo o no, hay que pagar todos los gastos de una casa. Por eso le digo
a mi hija: “No, no tiene caso que te hayas ido”. Sí, es cierto que aquí no
se gana igual, pero está uno con la familia, juntos, que es lo que importa,
aunque no tenga uno ni qué comer, pero juntos.
Nosotros estamos en el Colectivo desde la primera vez que vinieron de
Guerrero; de muchos lados vinieron a la búsqueda en fosas. La hermana
de mi muchachito es la que ha ido a las búsquedas, con la señora Aracely,
con Lili, con Elo, con las personas encargadas de esto. Mi nieta es la que me
dice cuando hay juntas, marchas, misas, y venimos.
Tengo otros dos hijos que son traileros. Esos pobrecitos andan ahí a los
trancazos. Estoy criando también a los tres hijos de mi nieta. Porque ella se juntó
con un hombre, tuvieron tres hijos, pero él se fue y los dejó. Ella después
se buscó otra persona y nos dejó a los niños y trabaja con su pareja en la
albañilería. Yo le digo:
—M'ija, ¡si estudiaste! No tendrás mucho estudio, pero hiciste la prepa.
Un poco de prepa, porque no la terminó, pero ¿cómo se va con él a ayudar-
lo? ¿A andar ahí haciendo mezcla? ¿A andar sirviendo, a andar haciendo?
Y lo que sacan es para ellos, porque no es para sus hijos que están con nosotros.
Así que mi esposo y yo los criamos a los tres y, ahora que él murió, pues
yo solita. Ahora duermen conmigo. Mi esposo se encargaba de llevarlos a la
escuela, de los uniformes, de las tareas y, cuando Ramón Antonio estaba,
se preocupaba por eso, él los cuidaba. A ver hasta cuándo Dios me da fuerzas
para seguir viendo a las criaturas que van para arriba.
Desde hace años, cuando mi esposo se empezó a enfermar, le estoy pidien-
do a mi hija que se regresara para que nos echara una mano, en la cuestión de
cuidados, porque ya no podíamos con los tres niños. Ahora parece que sí se
va a regresar.

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Como que ya no es vida. Le pide uno a Dios amanecer, nomás para
seguir buscando y encontrar algo. A diario aparecen en el periódico perso-
nas desbaratadas, hechas de un modo, de otro. Cuando Ramón Antonio
recién desapareció, comprábamos el periódico y ahí estábamos buscándo-
le la cara, a ver si –Dios no lo quiera– alguno era mi niño. Pero gracias a
Dios no hemos encontrado nada de eso, aunque seguimos con la angustia de
dónde estará.
Presentamos una denuncia en 2016, pero no han encontrado nada. ¡Son
demasiados los desaparecidos! Me dice la gente que lo de mi niño fue hace
ya muchos años, y ya quién sabe dónde estará. Pero yo le contesto que de
todas maneras es un ser humano. Aunque el hijo hubiera sido malo, dice uno:
“Es mi hijo y tengo que ver”. Con más razón si fue una persona que se pre-
ocupó tanto por nosotros.
Es verdad que fuimos a ver a adivinas, pero nunca les dimos sesenta mil
pesos, como dijo la nota del periódico. Esa cantidad no la hemos visto nunca
junta. Nos pidieron veladoras y algunos no nos pidieron dinero, pero les dimos
algo por la molestia que se tomaron de estarnos oyendo. Alguien nos sugirió
que fuéramos a donde leen las cartas. Eso yo no lo había visto nunca, pero
con tal de que nos dijeran algo, allá fuimos. Luego fuimos a ver a otras,
pero hubo cosas que no nos gustaron. Vimos que tenían figuras de la Santa
Muerte y dijimos: “¡A dónde nos venimos a meter!” Como dice el padre:
“Esos son de dobleces”, estamos con esto o estamos con lo otro.
Pero nomás lo angustian a uno. A lo mejor sí son ciertas las cosas, pero
¡quién sabe! Me han dado muchas versiones:
—Le pegan mucho y lo tienen encerrado en un cuarto oscuro. Lo tienen
a pan y agua.
—Está como a cuatro horas de aquí. Pero, ¿pa' dónde será?
—Está a las puertas de una casa y está enfermo.
—Le dieron un golpe en la cabeza y perdió la memoria, él no tiene me-
moria.
Nos comentaron cosas que la ponen a uno peor, porque quisiera con
el alma encontrar ese lugar y rescatarlo y ayudarlo. Y nomás no sabe uno ni
por dónde, ni si es cierto o no. Nadie nos decía: “Está contento, está en un
lugar bien”. No. Todos, cuatro o cinco que fuimos a ver, nos contaban cosas
feas. Solo Dios, es el único que sabe en dónde está y cómo está.
Cuando vivía mi esposo, me ponía a platicar con Dios y le decía:

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—Yo sé que la fila de todos los que pedimos una cosa, otra, otra, es larguí-
sima. Yo soy la última de toda esa fila, pero espero que algún día voltees y me
veas que ahí estoy para que nos ayudes, porque los días están pasando y a mí las
fuerzas se me están acabando, a mí y a mi esposo. Siento que no lo vamos a ver.
¡Y mi esposo ya se fue! ¡Ya no lo vio!
Con las denuncias nos han tratado bien. Cuando hay junta que cam-
bian fiscal, nos llaman para presentarnos y para que empecemos otra vez con
esas personas. Nos han cambiado de fiscal como dos veces. A una persona
que apenas la detuvieron, estuvo de fiscal, pero era gente con la que sí podía
uno hablar. Estuvieron yendo a la casa a pedirnos datos. Dicen que pregun-
taron en la escuela, en el ine. Querían que les dieran ahí las huellas porque
ese fue el último lugar donde se las tomaron, pero que no se las daban hasta
que llevaran una orden.
Primeramente Dios, ¡que encuentre uno algo! Cuando encuentran osa-
menta, yo deseo que encuentren algo; ahí están las pruebas de adn, para
eso se hacen. Nos las han hecho como tres veces. En Amatlán, aquí en la
Fiscalía de Orizaba. Allá me la he hecho dos o tres veces y aquí en Orizaba
también. A su hermana y a mi marido igual.
Mi esposo y yo estuvimos enfermos desde hace mucho. A él le subía el
azúcar, por la diabetes y, al final, hace tres meses, le dio mucha fiebre, tos,
neumonía. Estuvo cuatro días internado en el hospital, pero no se pudo sal-
var. Y yo nada más fui bajando de peso, bajando de peso, bajando. Pesaba
yo 54 y después bajé a 40 y ya me quedé en 40. Dicen que es por el estrés.
Con la psicóloga me desahogué, allá en Córdoba. También me veía una
de Río Blanco, muy buena. Mi esposo, pobrecito, él no. Él nada más estaba
encerrado en la casa, igual que yo, con ese sufrimiento. Yo he padecido de
los nervios desde chica y ahora peor con esto. Estoy tomando pastillas para
tranquilizar porque, si no, no puedo estar. Le decía a mi esposo:
—¡Me siento mal! ¡Me siento mal! Siento ganas de salir corriendo.
—¡Contrólate! ¡Tómate tu pastilla y contrólate!
—Bueno, yo cuando menos tengo eso, ¿pero tú? También te hace falta
una desahogada de lo que tú sientes.
El pobrecillo tuvo que aguantarse todo, porque él no vio psicólogo ni
nada. Él era el que me cargaba cuando yo me desmayaba, él me cuidaba. Y es
importante sacar, dijera mi hija, que nos quiten culpas, porque tenemos mu-
chas culpas. Es lo que andamos buscando.

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Trabajo en la casa, en el quehacer, y una que otra costurita que hago ahí
y los niños. Con eso tengo. Mi esposo ya no trabajaba: fue trailero más de
40 años. Nos acompañábamos, con el mismo sufrimiento.
La niña más grande ¡cómo se acuerda de mi muchachito! Un día me
oyó llorar. Estábamos las dos solitas y subió a decirme:
—¡No llores, ma! ¡No llores! Piensa algo bonito: en las princesas, en los
cuentos.
Así me decía la inocente, abrazándome. Y dije: “Sí, es cierto, tengo que
darme ánimo, porque ¿cómo una niña de cinco años me está dando áni-
mos?”
Cuando ha sacado un 10, sube corriendo y me dice:
—¿Le puedo enseñar a Toño que saqué 10? ¿Le puedo ir a enseñar a Toño
que pasé año?
Como tenemos su foto ahí en un altarcito, le enseña su calificación y
le habla:
—Mira, Toño, me saqué un 10 porque tú me ayudabas en la escuela.
Mi hijo, el trailero, me reclama:
—Mamá, ¡estás volviendo locas a las chamacas! ¡Y tú también!
Es que yo subo y veo su foto y le digo a dónde voy, si regreso, todo. Ya
platiqué con un psicólogo de Xalapa, vino a la Fiscalía. Una señora que aca-
baba de salir le dijo al psicólogo que ella no quería saber nada de ropa, de
cosas de su hijo.
—¿Entonces yo estoy mal? –le pregunté al psicólogo–. Porque yo subo y
platico con él. Yo sé que él no está, no sé si me oye, pero yo subo y me pon-
go a platicar con él, como si me estuviera oyendo, porque cuando estaba
en la casa, él sí me oía, él sí me tenía paciencia. Él me daba consejos y me
consolaba.
—Si usted así es feliz, si se siente bien, pues hágalo –me dijo el psicólogo.
Mi hijo, el trailero, el que luego en vacaciones se lo llevaba a varios viajes,
un día me dijo, llorando:
—Amá, ahí venía Toño sentado conmigo. Yo le dije: “Toño, aquí es-
tás, aquí vienes”, y dijo: “No, yo no estoy aquí”, y se me desapareció al
momento.
Es que también mi hijo el más chico lo quería mucho. Se veían como
hermanos.
Como ven que yo le hablo a la fotografía, las niñas hacen igual.

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Él las quería mucho. Cuando ellas estaban chiquitas e iban subiendo,
yo le decía:
—M'ijo, cierra tu cuarto, las niñas van para allá.
—¡Ay, amá!, ¿cómo lo voy a cerrar?
—Es que te hacen desastre en tus cosas, te tiran tus juguetes.
—Ahí luego las compongo, luego las levanto.
Y así siempre...
Ahora, cada día de Reyes le ponemos un carrito en su cama, porque así
lo hacíamos siempre, aunque él ya estaba grande. Aunque ya era un mucha-
cho, bajaba y me decía:
—¡Mira, ma, lo que me dejaron los reyes!
Él sabía de sobra que no eran los reyes. Me enseñaba, sabiendo que yo
era la que lo había subido en la noche cuando estaba dormido, y yo se lo
ponía para cuando él despertara.
Pero ya era un muchacho que tenía hasta novia y andaba ahí con amigas
que llevaba a presentar. Cuando trabajaba en la Farmacia de Dios, en Cór-
doba, llegaba y me decía:
—Amá, mira, una compañera del trabajo.
Tenía novia, eran compañeros del cbtis. La niña iba un semestre abajo.
La mamá de la muchachita andaba molesta porque no quería que anduvie-
ra con mi hijo y un día le dijo que, si quería seguir de novia con él, que se
fuera. La corrió de la casa. Llegó mi niño y me dijo:
—Amá, corrieron a Michelle de su casa porque somos novios y no tiene
dónde quedarse.
Bien sanos los dos. La muchachita andaba hasta con su uniforme. Yo
le dije que en la casa no se podía quedar y fuimos a buscar a una niña que
había sido compañera de ella en la prepa. Pero la amiguita se hizo sangrona
y dijo que allí en su casa no se podía quedar. Entonces se regresó con noso-
tros y le dije:
—Que se quede por esta noche. Pero mañana vamos a buscar dónde se
va. Porque mira lo que pasó con la esposa de tu tío Ramón: llegó a la casa
diciendo que la había corrido su mamá, que se habían peleado el papá y la
mamá, y ella llorando se salió de ahí y se fue con nosotros. Tu tío Ramón
igual me pidió que se quedara, aunque él ya tenía novia por otro lado y no
se entendía con esa muchachita. Hace veintitantos años de eso y ya no se
fue; ahí se quedó, aunque nunca se han entendido. Se enojaban y ella se iba

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con sus papás y luego se regresaba. Él tenía, como trailero, una novia por
acá, otra por allá. No vaya a pasar aquí lo mismo, m'ijo.
—¡No, amá! ¡Cómo crees!
La muchachita al otro día ya no se fue. Ahí estaba, pero ella dormía en
el cuarto de él y mi muchachito dormía con mi esposo, en otra cama abajo.
Yo le decía a mi marido:
—No podemos estar así, porque yo estoy con la tentación de que están
los dos.
La chamaca estaba becada, bien inteligente, bien buena gente. No era
grosera, no era malhablada. Era bien calmada, no se veía loquita. Cuando
yo le servía frijoles, patitas de pollo, lo que fuera, le decía yo:
—¿Quieres más?
—No, señora, ya está bien, gracias.
Y se comía lo que le diera uno, no era sangrona. Y eso que la chamaca
era de mejor posición que nosotros. Estaba bonita: morenita, china y bien
estudiosa. Se preocupaba por que mi niño siguiera estudiando. Decía:
—Señora, él tiene que ir a recursamiento, tiene que ir a esto, tiene que
ir a lo otro.
Pasaban los días y ni su mamá hacía porque se fuera ni ella hacía por
irse. Un día me dijo mi hijo:
—Amá, no tiene dónde irse, que se quede aquí. Vamos a trabajar y a estu-
diar los dos.
Él tenía 17 años y ella 16.
—No, m'ijo –le dije–. Mira a tu hermana, le fue mal con el hombre ese.
Él ya tiene por aquí una, por aquí otra, ya agarra camino, no se han enten-
dido, han sido puras cosas feas. No te eches compromiso.
Así que fuimos otra vez con la mamá:
—Señora, ¿qué cosa vamos a hacer con su hija?
—Voy a recogerla.
Se la llevó. Pero nunca hubo diferencias entre ellos. No andaban mal
ni vivían como pareja. Nos consta que era bien respetuosa la chamaca y él
nada de encajoso, bien respetuosos los dos. Cuando terminó el semestre,
su mamá la mandó a Villahermosa con una tía. Esa es otra cosa que a mí
me está acabando, porque él la fue a dejar al ado, con su maletota de ropa.
Ahora pienso en el dolor de mi niño, de haber ido a dejar a la chamaca al
ado y no volverse a ver. Me decía:

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—Amá, Michelle era bien buena gente, no era grosera. Si yo la empujaba
jugando, ella se quedaba quieta. Si yo empujo a otra jugando, ¡me da otro
empujón que me anda tumbando!
—Algún día la vas a ver, m'ijo, algún día.
Mi marido le aconsejaba:
—Júntate unos centavos, m'ijo, y cuando vayan tus tíos para allá, que te
den el raid.
“¿Cuándo va a juntar dinero?”, me preguntaba yo.
Nunca tomé en cuenta el mal que le estaba haciendo al muchacho de 17
años, que quería mucho a esa chamaca y no la volvió a ver. Encontré su libreta.
A él le gustaban esas que les dicen bombas, con dibujos y las letras garigoleadas.
En una le puso: “Michelle te amo”. La mandé a enmarcar, está bien bonita.
La chamaquita se comunicaba con su mamá, se veían, se hablaban por
el whats, y yo les dije que me comunicaran con ella, para decirle que me
perdone por lo que le hice, porque ella quería mucho a mi hijo y él también.
Y ya no se volvieron a ver. Ella estaba en Veracruz con el papá. Estudió in-
geniería mecánica.
Quise verla, pero ella me dijo que estaba haciendo sus prácticas y que me
avisaba cuándo podría verla. Desde entonces bloqueó todos los números y ya
no volvimos a tener comunicación con ella. A veces pienso que tiene razón.
Está molesta conmigo. Lo que no sabe es que yo quería pedirle perdón. Si yo
los hubiera dejado que se juntaran, a lo mejor él estaría aquí, a lo mejor no le
hubiera pasado. A lo mejor por mi culpa le pasó esto. Tal vez ya no estarían
juntos porque estaban rechamacos pero, como mi marido me decía:
—Sí estarían juntos, porque él era bien noble, él no era de andar vacilan-
do muchachas, él era una cosa seria.
Ese es un remordimiento que tengo: que no lo dejé ser feliz. Dicen que
uno es el arquitecto de su propio destino. A este se lo forjé yo, yo le destruí
su vida, yo no lo dejé ser feliz. Como veía que pasaban muchas cosas feas a
nuestro alrededor, yo le decía:
—M'ijo, si algún día tú sales y ya no regresas, yo me voy a morir.
—No, amá –me contestaba–. Cuando a uno le toca, le toca. Si me toca,
pues ya ni modo.
¡Que Dios nos permita saber algo de él algún día! Mi esposo ya falleció
y a mí ya no me queda mucho tiempo. Día con día que nos estamos yendo y
no vemos nada.

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Palabras finales

Al participar en este ejercicio, sentí mucha emoción. Nunca pensé que el


dolor que nos tocó vivir algún día quedaría registrado para cuando volva-
mos a ver a nuestros hijos. Yo quería decir todo lo que siento, que todos
supieran que nos estamos muriendo sin nuestros hijos, que estos años han
sido los más duros. Qué bueno que escucharon y registraron mis palabras.

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“Mire, ma, por ahí estoy. ¡Y hace mucho frío!”

Filiberto Márquez Morales


Desapareció el 14 de octubre de 2013

Margarita Morales,
madre de Filiberto

Mi hijo estaba separado de su mujer. Primero se fue sola y después se


fue con otro. Ya vivía con otra persona cuando él desapareció. Cuando los
hijos se dieron cuenta, se enojaron mucho con ella. La relación de mi hijo
con su pareja era mala: siempre tenían problemas.
Ellos trabajaron siempre juntos. Al principio trabajaron en una cocina,
luego tuvieron una tienda; pero él era muy luchón y pusieron un bar. Ahí
empezaron a tener muchos problemas. Yo no estaba de acuerdo en que tra-
bajaran juntos ahí, pero era decisión de ellos y no me metí.
Les empezó a ir muy bien en el negocio, que era un centro nocturno y
en el día un bar. Trabajaban mucho los dos, noche y día. Los domingos él
jugaba beisbol; andaban en familia, salían a comer a algún restaurante. En
ocasiones me invitaban, pero cada quien estaba en su casa. Ella constante-
mente tenía a alguien de su familia con ellos; incluso era su hermana la que
hacía la limpieza de la casa.
A veces, entre semana, él decía: “Me voy a cotorrear”. Entonces tenía
problemas con la esposa, porque ella era la que siempre manejó el dinero.
Él tenía que pedirle: “Dame, dame, negrita. Dame, m'ija, para irme a coto-
rrear”. Y ahí empezaba el pleito. Llevaban una relación muy difícil. Ella se

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enojaba y a él no le importaban los reclamos y se salía. Un día se gritaban
y peleaban, y al otro ya estaban felices. Ambos siempre tenían alhajas. En
ese entonces él usaba oro: tenía su esclava, sus anillos y, si ella no le daba
dinero, él se iba, se emborrachaba –cotorreaba, como decía él– y empeñaba
todo. Al otro día ella misma le daba para que fueran los empleados a sacar
lo que empeñaba.
Llevaban una vida bastante holgada, porque ganaban bien. A pesar de
eso, él traía un coche viejo para transportar a su familia, una camioneta.
Tenía muchos empleados y también mujeres que llegaban a trabajar en el
centro nocturno. Él traía un coche viejo, pero su hija tenía una camioneta
de agencia; el hijo traía coche también de agencia. Ellos fueron a escuelas de
paga. Mi nieta, incluso, se fue a estudiar a Veracruz, a la Universidad Villa
Rica, porque dicen que es una de las mejores allá en el Puerto. Ahí mi nieta
estudió medicina, era el orgullo de su padre.
Los problemas de mi hijo con su mujer eran porque ella era muy ce-
losa. No me hago tonta, sí, mi hijo era ojo alegre, pero ella también exage-
raba. De la nada peleaban, y peleaban feo. Ellos discutían mucho y hacían
uso de un lenguaje muy fuerte a la hora de pelear. Pero a mí ella siempre
me decía que era él. Yo siempre estuve de parte de ella. Tristemente ahora me
doy cuenta y son las cosas que duelen, porque yo siempre la traté como a
una hija.
Un día ella me habló por teléfono, que se estaban peleando, y le dije
que llamara a la patrulla para que se lo llevara, porque supuestamente él
estaba tomado. Cuando yo llegué, él ya no estaba. Entonces yo le dije que,
si de verdad ella ya no quería nada con él, como yo en ese entonces tenía
mi negocio, la apoyaría y a los niños no les iba a hacer falta nada. Ellos aún
iban a la primaria y él no los iba a dejar desamparados. Ella se podía quedar
en su casa y cambiaríamos las chapas para que él no pudiera entrar.
—Si es verdad lo que tú dices que él te hace…
Porque yo ya empezaba a dudar de que fuera cierto todo lo que ella me
decía. Me contaba que él le pegaba, que le pegaba a los niños. ¡Y mentiras!
Él como padre daba la vida por sus hijos.
Al otro día llegué con mi yerno dizque a cambiar las chapas y la encon-
tramos ¡dándole de comer a mi hijo en la boca! Ese día fue cuando rebasa-
ron mi límite y les dije:
—¡Váyanse a la fregada!

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Y mi hijo se reía de mí y me decía:
—Mire, mamá, esta nomás es teatrera. ¡Está loca!
Siempre me decía eso. Y ahora me doy cuenta que mi hijo tenía razón.
Entonces yo le dije a ella:
—¡Hasta aquí! Yo ya no quiero meterme en la vida de ustedes. ¡Arréglen-
selas! No me vuelvas a involucrar.
Y ella me volvía a meter tiempo después en la discusión de ambos.
—Es que él anda con otra –me decía.
Y yo lo regañaba:
—Hijo, es que no está bien; si comes por allá, si te embarras de suciedad,
pues límpiate y no…
—¡No! ¡Es que no es cierto!
Él siempre me dijo que no era cierto pero, honestamente, como madre,
debo decir que sí, mi hijo era ojo alegre.
Una vez fue mi nieta a decirme:
—Mi papá tiene mensajes en el teléfono… Mi mamá sufre y usted ya no
se quiere meter.
—No, ya no me quiero meter porque son problemas de ellos, hija. Ya
tu mamá y tu papá son adultos, ya estuvo bueno de que me usen. Además,
mira, cuando la miel se les derrama, no agarran siquiera y le hacen así con
el dedo a la miel y me dicen a mí: “¡Pruebe qué rica está la miel! ¡Qué dul-
ce!” Pero cuando tienen problemas, entonces sí vienen a fregarme. No a
convidarme.
Eso le dije a mi nieta, porque en realidad ellos en ese punto ya se habían
alejado mucho. No me visitaban y, si lo hacían, era la nieta la que pedía que
fueran a verme. Mi nieta se enojó mucho, pero pasó. Pasó el tiempo y yo ya
no me volví a meter. Ella siguió estudiando, yo me retiré totalmente. Por eso
yo no me di cuenta cómo estuvieron las cosas al final, porque ellos vivían en
su casa, yo vivía en la mía. Me iban a visitar de vez en cuando y ella siempre
me hacia el favor de rogarle a mi hijo que fuera a verme, según ella. Eso era
mentira: él en todo momento andaba con ella o con sus hijos.
Cuando ellos se separaron, mi hijo empezó a ir mucho a buscar a sus her-
manas y a buscarme a mí. Porque se le desapareció el dinero que tenía en el
banco. Antes él me había comentado que ellos ya tenían suficientes ahorros.
—Ya me harté, mamá, de que mi mujer y yo estemos siempre peleando.
La bronca son los negocios. Bueno, ¡pues ya! ¡Vamos a cerrar los negocios!

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Además, los tiempos están muy difíciles. Mire, ahorita para despistar al ene-
migo voy a vender chicles en la entrada de mi casa, pero nosotros ya tenemos
nuestra casa donde vivir y tenemos departamentos. Con esos departamen-
tos ya nos la llevamos light. Hay unos centavos en el banco. Yo ya me voy
a comprar un cochecito porque ya me lo merezco. Me voy a comprar un
deportivo de los clásicos, porque siempre ha sido mi sueño. Y a mis hijos
les voy a comprar un buen carro. Mi hijo quiere una Hummer, pero eso es
como decirle a la gente: “Ahí va el dinero”. No, le voy a comprar un carrito
austero a mi hijo.
De su trabajo habían hecho dos casas, bonitas, todas terminadas, boni-
to por dentro, hasta con jacuzzi. Él nos contaba todo eso, pero resulta que,
cuando él se acercó a nosotros después de separarse de su mujer, fue porque se
le perdió el dinero del banco. Nosotros le preguntábamos que cómo podía
ser, pero él no sabía cómo se había perdido. Entonces fue cuando mi nieta
se empezó a enfermar. De los nervios, supuestamente, porque estaba muy
presionada con los últimos exámenes. Parecía que andaba drogada. Y mi
nieta nunca usó nada de eso. Como que se le iba la cabeza y hablaba cosas,
como si estuviera perdiendo la razón.
Con eso, mi hijo se fue hasta el suelo. No podía entender que se hu-
biera quedado sin dinero y que su hija estuviera en ese estado. Entonces él
empezó a pedirle dinero prestado a sus hermanas. Por esa época, mi nieta
se casó, todavía así, media mal, no estaba del todo recuperada. Y mi hijo
decía: “Pues a ver si casándose se compone”. Y sí, ya con su esposo ella se
empezó a recuperar.
Cuando se quedó sin dinero, él buscó mucho el apoyo de sus herma-
nas y mío. Sus hermanas le prestaron dinero y a mí me pidió prestado un
terreno para hipotecarlo y poner un negocio. Iba ser un bar muy elegante,
mucho mejor que los negocios que había tenido antes. Y sí lo puso. Invirtió
en la remodelación, pero las autoridades y los vecinos no lo dejaron abrirlo.
Así se quedó: con los muebles elegantes, lleno de licor, listo para funcionar.
Él desapareció ese mismo año. Yo no tuve cabeza para otra cosa más que
buscarlo, y el terreno, que era mi seguro para la vejez, se perdió y yo me
quedé en la calle. Tuve que vender mi casa para poder pagarle a mis hijas las
deudas de él. Una de ellas tenía un negocio y su marido sabía que le había
prestado; entonces yo tenía que responder. Le vendí mi casa a esa hija y con
eso le pagué. Ahorita vivo en la casa que fue mía, de arrimada.

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A mí me duele mucho, porque mi hijo, cuando yo iba a visitarlo y él
trataba de que su mujer no se enojara para nada, él le decía a ella:
—Dale a mi mamá para su refresco, negrita.
Y ella sacaba cien, doscientos pesos.
—¡No seas canija! –le reclamaba él– ¡Dale! ¡Nos fue rebién, m'ija!
—Es que ya no traigo, es que ya pagué –decía ella.
—No pasa nada, hijo –le decía yo–. Tú tranquilo.
Nunca le exigí, porque yo siempre trabajé, y ellos vivían vida de ricos.
Pero, cuando mi hijo se fue para abajo, sus hermanas siempre estuvieron con
él. Como dos meses antes de que desapareciera, llegó un día, cabizbajo, y
me dijo:
—Me da tristeza, mamá, porque, cuando yo tuve, nunca les di. Y ahorita
voy con mi hermana y me da de comer, voy con mi otra hermana y como
tacos, voy con mi otra hermana y, como vende comida, me como la comida
corrida. ¡Fíjese qué chistoso! ¡Me duele tanto! ¡Mire cómo ellas me están
apoyando!
—Para eso es la familia –le respondí–. Somos tu familia y te amamos, hijo.
—Pero yo le prometo que me voy a levantar y que todo va a cambiar.
Él se lamentaba de que él siempre confió en su mujer para que maneja-
ra el dinero, de que él nunca trajo un peso en la bolsa. Ella era la que pagaba
los empleados, ella era la que depositaba en el banco. Por eso cuando se per-
dió el dinero del banco fue muy raro. A ella no le hubiera costado ningún
trabajo hacer la transferencia.
Mi hijo ya no tenía dinero y empezó a trabajar vendiendo publicidad en
el periódico El Buen Tono. También se puso a vender carnitas en la entrada
de su casa cuando su esposa se fue. Mi nieto más chico se quedó con él. En
ese entonces tenía como 16 años, estaba en primero de prepa y no dejó de ir
a la escuela de paga. A mi hijo le urgía pagar la colegiatura. El trabajo en la
venta de publicidad y la venta de carnitas no fueron suficientes. Como no
pudo abrir el negocio en el que había invertido tanto y debía mucho dinero,
me dijo que iba a trabajar de taxista. Cuando me lo dijo, no sé por qué yo
sentí que mi corazón se estremecía.
—¡No, hijo, eso no! Están pasando muchas cosas feas –le dije. Porque en
esos días había habido varios taxistas desaparecidos.
—Mamá, pero yo no tengo enemigos, usted sabe que yo más que tener
enemigos tengo amigos. No me va a pasar nada. Usted tranquila.

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Ya no lo volví a ver. A los doce, catorce días que él se había subido al
taxi, desapareció. Fue en Córdoba. El salió a trabajar el 14 de octubre de
2013 y todavía como a las 9 de la noche le llamó a su hijo, porque él siempre
estaba comunicado con ellos, sobre todo con el chamaco chico, porque era
el que tenía a su cargo. Ya la doctora estaba casada, ya el otro estaba casado, el
que trabajaba en las grúas. Al chamaco que vivía con él le hacía de comer,
él le planchaba su ropa, lo iba a dejar, lo iba a traer y estaban en constante
comunicación.
Él siempre andaba con los hijos. Cuando no traía uno, traía al otro o a
los dos. Ahí en el carrito se montaban. Y como el vochito convertible que
traía era solo para dos personas, si venían los dos, uno andaba colgado en
el estribo. Nunca andaba solo pero, al subirse al taxi, quedaba vulnerable.
Ahí lo agarraron. Él desapareció con todo y taxi, jamás volvimos a saber qué
pasó. Yo creo que mi hijo estuvo en el lugar equivocado, que lo confundie-
ron, pues él era muy conocido, muy apreciado.
Cuando desapareció, yo empecé a pedir dinero prestado para buscarlo,
para ir de un lugar a otro. Pegaba avisos como desesperada. Mi hija y mi yerno
me llevaban de un lado a otro, a pesar de que mi yerno estaba convaleciente
de un asalto en el que le desprendieron las cervicales.
Ahora sabemos que su mujer se fue con otro, uno que iba a comer en
la cocinita que puso en la cochera de su casa, cuando se perdió el dinero
del banco. A sus hijos les dio mucho coraje cuando ella se juntó con ese
hombre. Ella estaba enfurecida y decía: “¿Cómo es posible? Yo siempre sufrí
sus infidelidades y ahora mis hijos me repudian a mí”.
Todo apunta a que ella se quedó con el dinero, pero no lo podemos com-
probar. Ese es el problema. Incluso mi nieta, en México, fue y puso la de-
nuncia, diciendo que quería que se investigara a la pareja de su mamá. Y, al
investigar a la pareja de su mamá, pues a ella también. Prácticamente estaba
señalando a su madre.
Pero ella dizque venía a ver a su hijo y, cada vez que venía, se peleaban.
Nunca entendí por qué venía ella a la casa y se peleaban. Cuando mi hijo
desapareció, ella no estaba, pero los hijos le avisaron y ella vino. Ella caminó
siempre con nosotros buscando a mi hijo. Yo tenía la esperanza que iba a
aparecer, pero no apareció jamás. Un día la encaré:
—Tú debes saber qué le pasó a mi hijo, porque ustedes siempre anduvie-
ron juntos. ¿Él tenía enemigos? ¡Cuéntame! ¿O tú lo desapareciste?

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—¡Ay, no! ¡Cómo cree! –me respondió–. Él sería muy mal marido con-
migo, pero como padre él era excelente y nomás por eso él no se merecía
que se le hiciera nada malo.
En ese momento me tranquilizó, pero en verdad todo apunta a ella. Mi
miedo ha sido declarar directamente contra ella, porque el marido supues-
tamente es un delincuente.
Mi nieto fue el primero en poner la denuncia y yo pensaba que ellos
estaban yendo periódicamente a checar el caso, pero como a los cuatro me-
ses me di cuenta que ellos no estaban yendo a dar seguimiento. Pusieron la
denuncia, pero hasta ahí, nada más. Entonces yo tomé el caso y empecé a
ver todas las anomalías. Desgraciadamente nuestras autoridades no hacen
nada y yo tampoco me puedo poner con Sansón a las patadas, porque tengo
más hijos y me da miedo. Me da miedo que les puedan hacer algo a ellos.
Cuando tomé el caso, exigí que fueran a declarar ellos: mi nieto, la ex-
mujer de mi hijo, el marido de ella, allá en Córdoba. Mandaron como tres
citatorios para que se presentara mi nieto y, cuando se presentó, dijo que a
él ya no le interesaba buscar a su papá, que él tenía muchas ocupaciones y
no tenía ningún interés en seguirlo buscando. Y peor: tristemente, en ese
mismo año, en 2017, mataron a mi nieto.
A mí me dolió muchísimo, pero yo intuía que mi nieto sabía algo. El
mismo año en que mi hijo desapareció, mi nieto llamó a mi hija una noche
que se había peleado con su mamá porque ella le sacó las cosas de la casa,
sin importar que tenía su esposa y tres niños. Muy enojado, le dijo:
—Tía, ponga denuncia contra mi mamá porque fue la que desapareció
a mi papá, junto con el canijo ese que tiene.
—A ver, m'ijo –le dijo mi hija–. ¿Por qué no pones la denuncia tú? Tú
eres el hijo. A nosotras como hermanas no nos van a hacer el mismo caso
que a ti.
Por eso yo exigí que mi nieto fuera a denunciar, pero nunca lo hizo. Yo
intuía que él sabía mucho más de lo que aparentaba, pero no fue. Y en ese
mismo año lo mataron. Yo creo en Dios, yo todo lo he puesto en las manos
de Dios y siento que Dios ha tomado en sus manos mi defensa.
En ese momento yo pensé que esa muerte venía de ahí mismo, de esa
mujer. Eso está como moneda al aire, porque a mi nieto lo mataron y mi
nieto era el único que sabía mucho. Aunque, por otro lado, él se metió a
trabajar en Grúas AB, allá en Córdoba. Ellos a veces eran prepotentes con

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la gente. A mí me lo contó su madre, hace poco. No sé por qué me lo contó,
ella es muy astuta. Me dijo:
—¡Pobrecito de mi hijo, se sentía orgulloso porque los de las grúas y José
Avella de El Buen Tono se peleaban por tenerlo. ¡Y claro! Lo usaban, porque
mi hijo les daba a ganar dinero.
Como a cualquiera le ponían las arañas, ella cree que lo mataron por
eso. Ha de haber sido alguien de la delincuencia, y en un bar. Él estaba en
su casa y lo llamaron, le dijeron que fuera al bar porque ahí estaban unos
compañeros de él, uno de tránsito con los que estaban coludidos; pura co-
rrupción. Llegó mi nieto y al poco rato se hicieron de palabras. Él se salió
con los que se pelearon. Al rato nada más regresaron a matarlos. Mataron
a tres: uno de tránsito, a otro chofer de las grúas, compañero de mi nieto,
y a él, Julio César Márquez Razo. La noticia salió en los periódicos.1 Yo no
me acerqué a ellos, no fui al velorio, porque tenía temor de que hubiera
sido ella.
Tres o cuatro meses antes de que mi hijo desapareciera, ella lo deman-
dó. Porque ella quería una casa. Y entonces él le dijo:
—No, no te voy a dar nada. Dijimos que lo que hiciéramos era para nues-
tra vejez y, cuando nosotros muriéramos, eso se quedaba para nuestros hi-
jos. Ahí está tu casa, regrésate, yo no te corrí.
Eso se lo dijo mi hijo, bien inteligente, delante de un abogado. Enton-
ces ella lo demandó, lo acusó de que, una ocasión en que ella había ido a
ver a su hijo a la casa de los dos, él había tratado de violarla. El abogado que
conocía muy bien a mi hijo, desde chiquito, le contestó:
—Sí, está bien. Todo lo que tu digas está bien y si él es culpable lo vas a
meter al tambo. Pero una cosa te digo: fíjate bien lo que dijiste, porque todo
esto se va a investigar y, si algo de esto no es cierto, puede ser que resulte al
revés.
—Esta me la ganaste, ¡pero de mí te acuerdas! ¡Te vas a acordar de mí!
–le gritó ella a mi hijo, delante del abogado y de mi otra hija.
La licenciada de ella estaba como fiera sobre mi hijo pero, después de
eso, hablaron entre ellas y retiró la demanda. Mi nieta también peleó con su

1 https://www.alcalorpolitico.com/informacion/agente-de-transito-gerente-y-operador-

de-gruas-los-asesinados-en-bar-de-cordoba-239516.html#.XnpMMYgzbBU. https://www.pres-
sreader.com/mexico/el-mundo-de-orizaba/20170725/281479276480856

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mamá por su papá; le dijo: “No perjudiques a mi padre”. Entonces, por un
lado, la presión que hizo mi nieta y, por otro, la presión que hizo el licencia-
do la obligaron a retirar la demanda.
Nosotros no teníamos relación con la exmujer de mi hijo ni con mis
nietos. Dejé de frecuentarlos desde que, al terminar una misa que mandó
celebrar mi nieta a los pocos meses de que mi hijo desapareció, cuando me
quise acercar, una de las nietas de la señora, hija de mi nieto, venía hacia mí
queriendo acercarse, pero la señora caminó rápido y levantó a la niña y me
dio la espalda. Y entonces yo dije: “No quieres nada conmigo, tienes razón,
son tus hijos, son tus nietos”. Ahí entendí su lenguaje y me retiré definitiva-
mente. Cuando hablaba con mi nieta yo le preguntaba:
—Oye, hija, ¿qué sabes de tu papá?
—Nada, mamá, pues yo ya estoy trabajando.
Cuando mi hijo desapareció, en octubre de 2013, mi nieta ya estaba em-
barazada y no se había dado cuenta. Tuvo una niña. Empezó a trabajar en
un dispensario médico y no buscaba a su papá; así como yo lo buscaba, no.
Pasó el tiempo y un día mi nieta me mandó llamar. Que estaba mal, inter-
nada en un hospital de Orizaba. Yo hasta pensé: “Dios mío, vaya a ser una
trampa que me están poniendo, que quieran que yo vaya para…”
Como yo siempre ando solita, pensé dos veces antes de venir. Pero no,
sí estaba enferma. Tenía cáncer en los pulmones y se dieron cuenta dema-
siado tarde. Cuando la vi, me dio mucho dolor, porque era mi nieta, toda
una profesionista, con una niña hermosa, con un esposo enamorado y ella
igual. Estuve con ella el día que me llamó y platicamos muchas cosas. Ella
me volvió a pedir:
—¡Búsquelo! ¡Búsquelo, caiga quien caiga! Y, si es mi madre, ¡que caiga!
A los tres meses, el 2 de julio de 2019, falleció. Dejó una niña de 5 años.
Por eso digo que el Señor ha tomado en sus manos mi caso, porque yo
perdí un hijo y, si fue su exesposa –y todo apunta que ella fue la que lo per-
judicó, la que lo desapareció–, ella ya va perdiendo dos y no creo que no
le duela porque, para mí, ha sido dolor sobre dolor: la desaparición de mi
hijo, aunada a la muerte de mis dos nietos. No sé qué clase de mujer es,
pero yo siento que perder un hijo es lo más doloroso. Por lo menos ella sabe
dónde están sus hijos muertos. Yo no sé dónde está el mío.
El problema es que yo no me atrevo a seguirlo buscando, es decir, a bus-
carlo abiertamente, porque tengo miedo. Ya me quitaron uno, no aguanto

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la idea de… Si me quitan la vida a mí, ¡bendito sea mi Dios!, porque me van
a quitar de este dolor, pero tengo miedo que le hagan algo a alguno de mis
nietos que están tan vulnerables o a alguna de mis hijas. Una de mis hijas
trabaja en plena calle, vende ahí, en una esquina. Está vulnerable. Aracely me
dice que no tenga miedo pero, a veces, como los carros viejos, cascabeleo.
De todas maneras ellos nos conocen a todos. Yo ni siquiera los conoz-
co a ellos. Ella tiene un familión y ahora me vengo a enterar qué clase de
familia es. Ahora se dice que el papá siempre fue fumador de marihuana.
Cuando mi hijo andaba de novio con ella, una persona me dijo y yo le dije
que yo no podía obligar a mi hijo. Finalmente yo tengo que respetar sus deci-
siones. Desde que él estaba muy joven, yo le decía a mi hijo:
—El día que te enamores, ¡fíjate bien! Así sea tuerta, coja, fea que espan-
te, yo te la voy a respetar. Nada más que fíjate bien, porque no eres animal.
Los perritos dejan los hijos regados porque son animales, no razonan, pero
tú no, hijo. Y yo no soy perro, yo quiero que el día que tú embaraces a una
mujer, que esa sea para siempre tu mujer.
Y ella fue la que lo dejó.
A veces digo que ya no quiero seguirlo buscando. Es una guerra inte-
rior. Yo no debería, ya no. El dolor, la impotencia y el coraje son muy fuer-
tes. Tengo la esperanza de sepultarlo, la esperanza de encontrar sus restos.
Cuando mi hijo tenía como tres meses desaparecido, yo soñé que veníamos
bajando Las Cumbres. Veníamos en un convertible blanco y él venía mane-
jando. La esposa venía a su lado y yo venía atrás, porque ella siempre andaba
con él: ella era su sombra. En el sueño ¡yo iba tan contenta! Iba abrazando el
asiento, lo venía tocando a él. En eso él me señaló una hondonada, donde
hay unos cerros y me dijo:
—Mire, ma, por ahí estoy. ¡Y hace mucho frío!
Y es que él era muy friolento. Eso es lo que a mí me puede. A veces digo:
—¿Será que mi hijo quiere que yo encuentre sus restos?
Por eso, cuando buscan por aquí, yo me lleno de esperanza pensando
que van a encontrar los restos de mi hijo.
Mi hijo, cuando tuvo a su primera hija, la doctora, él le preparaba bibe-
rones, cargaba a la niña, la bañaba. Cuando tuvieron el negocio de la coci-
na, él calentaba tortillas, él servía, él atendía, él lo mismo se ponía a pasar
jerga que a planchar su ropa. Cuando se casó, los dos trabajaban y él veía a
su niña y ayudaba en los quehaceres de la casa.

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Mi hijo hasta tortillitas de mano sabe hacer, porque yo trabajé siempre
y mis hijos tenían que hacerse ellos mismos sus tortillas, ya que en mis tiempos
no había máquinas de tortilla. El molino estaba cerca, como a una cuadra.
Entonces mis hijos iban y molían su nixtamalito o, si no, ponía yo el nixtamal,
compraban masa y se hacían sus tortillas. Eran tres mis hijos. Él, aunque
fuera varón, hacía sus tortillas y se lavaba su ropa y se la planchaba.
La ilusión de mi hijo era hacer un patrimonio para que sus hijos no su-
frieran carencias, porque yo fui muy pobre. Mis hijos sí sufrieron carencias
y, sobre todo, yo tenía que salirme a trabajar. Vivíamos en dos cuartos; en
uno estaban las camas: la cama de mi hijo, una división de un ropero de él
y un ropero mío y ahí estaba la cama de mi hijo.
Yo me iba tempranito. Él tenía que pasar jerga todos días. Ese era su tra-
bajo: tender su cama y pasar jerga. Mi otra hija tendía la cama. Yo les dejaba
guisado, ellos nada más tenían que hacerse sus tortillitas. Y, si a mí no me
daba tiempo de guisar o no tenía dinero, le decía a mi hija:
—Ahí se hacen nada más unos huevitos y frijoles.
En la noche, cuando yo llegaba, la casa debía estar limpia y ordenada
porque, si no, les iba como en feria. Fui muy dura como madre. Cuando él
era niño, hubo un episodio que lo marcó para siempre y que a mí me duele
recordar porque, como madre, yo quise hacer lo mejor para mis hijos.
Cuando él tenía seis o siete añitos, en la esquina de donde vivíamos había
un terreno baldío y ahí, una mata de chayotes grandota. Los chayotes caían
hasta abajo, a la calle. Un día mi hijo cortó uno.
—Ma, me encontré un chayote –me dijo.
—¿Te lo encontraste o lo cortaste? A ver, mírame a los ojos. ¿Lo cortaste,
verdad? A mí aquí el chayote me está diciendo que lo acabas de cortar, aquí
tiene agüita de que lo cortaste.
—Sí, mamá, lo corté.
—Pues vas y devuelves ese chayote donde estaba.
—No, mamá, no se va a poder –me respondió.
Yo cortaba unas de esas varitas que les dicen de escobilla, porque con
esa hacen escobas para barrer y, cuando le pegan a uno con ellas, arde la
piel.
—Sí se va a poder, porque ahorita te voy a dar en las manitas para que
no andes agarrando lo que no es tuyo. Ahora vas y le vas a decir a la señora
dueña del chayote que por favor te disculpe y se lo entregas. Porque yo te

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pregunto: ¿el chayote lo sembré yo? ¿Está en tu terreno? ¿Está en el terreno
de mi mamá? El chayote es ajeno y esa mata de chayotes no es nuestra.
—Pero no voy a saber.
—Pero supiste cortar el chayote, así es que ¡órale! ¡Córrele! Ahorita, por-
que ahí va la varita.
Ese día traía un shortcito, era tiempo de calor, y le di en las piernitas. Él
salió corriendo y ahí voy yo con la señora.
—¡Ay, cómo cree! ¡Por un chayote! –me dijo la señora.
—No, señora, discúlpeme, yo le agradezco que usted no se lo tome a mal,
pero yo a mi hijo lo educo a mi manera, y yo quiero que mi hijo el día de
mañana sea un hombre honrado.
Y mi hijo, ya grande, siempre me decía:
—Madre, yo siempre he trabajado con honradez. ¡Si usted supiera lo que
ese pinche chayote me marcó en la vida…!
A mis hijos los eduqué así. Y fui muy dura, aunque fui madre soltera.
Mi hijo se llevó sus buenos azotes. Le daba yo duro porque yo decía que yo
quería un hijo bueno. Era buen muchachito. Por eso sé que mi hijo no hizo
nada malo. Por eso me da rabia, porque si mi hijo hubiera sido un delincuen-
te, si yo supiera que mi hijo andaba haciendo cosas malas, ni lo buscaría ni
haría nada, porque me ardería la cara de vergüenza. Un día le dije a mi hijo:
—El día que tú caigas a la cárcel porque te peleaste con alguien, a lo
mejor te voy a sacar, pero ¡Dios te libre que caigas a la cárcel por marihuano
o por ratero! Allá te quedas, papacito. Yo no te voy a ir sacar, porque no voy
a ir a pasar la vergüenza de que me digan: “Ah, ya vino usted por su mari-
huano o por su ratero”. No.
Con las averiguaciones no ha pasado nada. A la fiscal le di declaracio-
nes de cosas muy íntimas. Incluso le llevé fotografías, porque la familia de
ella anda en malos pasos y por ahí puede haber alguna punta suelta, pero
yo me siento atada de manos y a la vez tengo miedo, porque puse toda esa
información y ella no hace nada. Yo, la verdad, tengo miedo. Por eso dejé
de pelear con la fiscal. Yo quisiera que de México vinieran e investigaran,
porque aquí no hacen nada, no les interesa y pienso que la investigación de
México pudiera ser más efectiva, ya que esa denuncia la puso mi nieta la
doctora, señalando a la pareja de su madre y a su madre misma.
Yo le pido a Dios que conmueva el corazón de quienes hicieron este
daño, porque mi única ilusión es encontrarlo. No quiero castigo para quie-

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nes hicieron esto, yo solo quiero saber en dónde lo dejaron. Una señora me
dijo:
—Ya quítate eso de la cabeza, tu hijo ya no es nada. Si ahora lo encuen-
tras, ¿qué va a ser? ¿Polvo?
Me dolió muchísimo, pero tiene razón, aunque fue una manera muy
cruel de decírmelo. Tengo la ilusión de encontrarlo, de saber. Yo estoy al
límite, tal vez sea una de las últimas veces que participo, porque mi salud
se ha deteriorado por el dolor de vivir todo esto. Tal vez ya no quede nada
de él, pero aquí estoy. Mientras Dios me dé vida, seguiré con la esperanza
de encontrarlo.
¡Mi dolor es tan grande! Mi hijo no era delincuente: buen hermano, buen
padre de familia, buen hijo, buscaba no darme mortificaciones. Desgracia-
damente yo me involucraba en sus problemas, porque su esposa era la que
me metía. Tal vez si yo hubiera decidido seguir frecuentándolos, no habría
tanta información de mi hijo que desconocemos y que podría ser relevante
para la investigación.

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“Quien se lo llevó no supo todo el daño
que nos hizo a todos, no nada más a él”

Christian Orlando Pérez Hernández


Desapareció el 20 de julio de 2014

Laura Hernández,
madre de Christian Orlando

Mi hijo estaba trabajando en Tijuana. Él tenía contratos temporales de


tres, seis meses. Trabajaba para una empresa de colocaciones. A veces traba-
jaba en el almacén de algún hotel. Trabajaba en funerarias arreglando, embalsa-
mando cuerpos, porque desde chico aprendió el oficio. Los hijos del dueño
de una funeraria eran sus amigos y, por curiosidad, empezó a meterse ahí.
A mí no me gustaba, me daba miedo. Luego llegaba con un olor horrible,
cuando iban a levantar cuerpos descompuestos y se le quedaba el olor en
la ropa.
Él tenía el don de caerle bien a la gente; donde quiera era aceptado, por-
que era muy amiguero, muy alegre. Mi hijo no fuma, no toma, no le hacía
daño a nadie; al contrario, él siempre se quitaba las cosas para dárselas a
otra gente. Allá en Tijuana su último trabajo fue de policía de vigilancia en
un hospital del imss, pero se enfermó y se vino acá a Orizaba. Pidió permi-
so, le dieron incapacidad y aprovechó para venir a bautizar a su niña, que
tenía seis meses. Vino acá y decidió esperar su cumpleaños aquí. Quería
que le hiciéramos pozole. Ese fue el problema, porque le vendían una estufa
usada, muy buena, y quería comprarla, junto con las cosas para el pozole.

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Se fue el día 20 y ya no regresó. Cuatro días después era su cumpleaños.
Cumplía 36. Siempre fue una persona muy amable. Como en Tijuana vivía
con mi otro hijo, le pregunté:
—¿Christian salía, andaba o tenía amigos?
—No, madre. Nosotros salimos a trabajar a las cinco y media de la maña-
na. Entramos a las siete, pero es un trayecto largo de donde vivimos a donde
nos recoge la camioneta. Salimos a las siete de la noche y venimos llegando
a la casa a las nueve.
Él todas las noches me hablaba cuando llegaba. Me decía: “Estamos en
la casa, acabamos de llegar”; me preguntaba: “¿Qué vas a hacer de cenar allá?
Aquí no vamos a cenar, estamos bien cansados”. Me decía: “Me voy a bañar
y me voy a dormir”. Y le hablaba a su niña que estaba chiquita, tenía tres
años. Le decía “mi pequeña Wendolyn”. Eso era todos los días.
Me quitaron la mitad de mi vida, porque la otra mitad son mis otros
hijos, pero él era el que siempre estuvo con nosotros. La que más sufre es su
niña. Ahorita tiene nueve años, y me decía: “Abuelita, mi papá no me habla,
¿por qué?” Yo le respondía: “Está trabajando muy lejos”. Y ella sabía: “No es
cierto, mi papá estaba lejos y me hablaba todos los días”. Me llegó a decir:
“¿Tiene otros hijos? ¿Tiene otra familia, por eso ya no me quiere a mí?” Le
decía yo que no.
La niña llegó a tal grado que me dijo: “Te voy a contar un secreto, pero
no le digas a nadie, ni a mi mamá: mi papá todas las noches me viene a ver
y me dijo que me va a llevar con él, para que ya no lo extrañé”. Le tuve que
decir: “Si vuelve a venir tu papá, dile que no te lleve, que te siga viniendo a
ver pero que no te lleve, porque a mí me haces falta”.
Ha sido una situación muy difícil, porque la niña se aisló mucho,
se volvió rebelde. Cambió mucho, porque ella quería ver a su papá. Mi
nuera se tuvo que ir con su familia porque no podíamos con todo. Nos
cambiamos de casa y regalamos, malbaratamos todo para caber donde
nos fuimos.
Cuando mi nieta venía de visita, llegaba corriendo y preguntaba: “Abue-
lita, ¿me tienes una sorpresa?” Y luego, desilusionada, decía: “Yo pensé que
ya estaba mi papito aquí”. Siempre llegaba con la esperanza de ver a su pa-
pito. Las plantas eran un gusto de mi hijo, los animales, y la niña me decía:
“Estas plantas son de mi papá, yo te voy a ayudar a cuidarlas”. Está yendo al
psicólogo porque está muy afectada.

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Todas las cosas de él las tengo conmigo: ropa, zapatos, perfumes. Aún
conservo la última camisa que se puso. No la lavé, a veces la saco y la huelo
pensando que es él, pensando que mi hijo está conmigo. Quien se lo llevó
no supo todo el daño que nos hizo a todos, no nada más a él. La niña pe-
queña tenía meses de nacida y ha ido perdiendo la memoria de quién era
su papá.
A mi hija se le adelantó el parto, le dio preclampsia por lo mismo, y fue
un batallar cuando lo buscamos porque nos mandaron a muchos lados a en-
tregar documentos, nos pidieron copias y copias y que las fuéramos a entregar
nosotros a todas las dependencias, porque ellos no podían.
Mi hijo se fue a Orizaba a comprar la estufa; nosotros vivimos en Ixtac-
zoquitlán. Él salió de la casa ese domingo a las 7:30 de la mañana, lo vieron
cerca de ese lugar donde iba a comprar a las 8:15, era el tiempo que se hacía
el autobús de la casa para el lugar a donde iba a ir. Una chica que vende por
ahí dice que lo vio porque le pidió un café. Ella se agachó pero, cuando le
quiso preguntar si quería azúcar, ya no estaba. Dijo que caminó hasta la es-
quina, pero ya no lo encontró. Ni siquiera un coche al que se podría haber
subido vio.
Empecé a buscarlo y a preguntar, hospitales y todos los lugares posibles.
Iba con una bermuda, ropa deportiva, y llevaba solamente 500 pesos para la
estufa. Iba a cambiarla por la que teníamos, y 100 pesos que le dimos para
el flete. Luego se iba por la carne y el maíz. Le marqué y vi que eran 9:30 y
no me contestó. Cuando volví a marcar, me mandó a buzón. Le enviamos
mensajes mi hija y yo, pero nunca contestó.
Fuimos a donde iba a comprar la estufa. Le pregunté a la persona esa
y me dijo que nunca lo vio. Siguió negándolo incluso cuando le dije que le
había pedido café a la chica de la esquina. Cuando hice mi denuncia, cita-
ron al hombre a declarar. No iba y no iba, hasta que lograron encontrarlo y
lo obligaron a ir. Cuando leí lo que dijo, no lo podía creer:
Él declaró que lo había visto ahí parado cerca de su casa, pero que lo vio
como desde 7:30 de la mañana y que él salió a misa con su familia y que él
seguía parado ahí. No pudo ser cierto porque él salió de la casa a las 7:30 y la
chica lo vio a las 8:15. Ahí supe que el hombre sabe algo o vio algo y no dice.
Dijeron que lo iban a llamar para otra declaración, porque no estuve
conforme con lo que dijo y nunca lo llamaron. Dijeron que iban a investi-
gar también a los policías que andaban en ese tiempo, pero nunca llegó la

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hoja de autorización. Pedí una sábana de llamadas cuando todavía era tiempo
y tampoco la hicieron: dijeron que la compañía telefónica no autorizaba y
que volverían a solicitar. Pedí que pusieran a Christian en el programa de
recompensas y tampoco lo pusieron. Dijo la Fiscalía que eso se llevaba un
tiempo, que iban a meter la solicitud. Nunca lo hicieron. Ahorita ya perdí
la esperanza, porque ya son seis años.
Los nuevos funcionarios nos tienen también así, en lista de espera. A ellos
se les hace tan fácil decir: “Es un desaparecido más”. Lo primero que hacen es
preguntar: “¿Qué amigos tenía? ¿No vio si llevaba mucho dinero últimamen-
te? ¿Llevaba alhajas? ¿Compraba cosas?” Pero no, vivíamos al día, todos en
la casa trabajábamos. Yo ganaba poquito pero, con lo que él mandaba, se
pagaba renta, luz, gas. Nosotros metíamos dinero para comida y lo demás.
Las autoridades son insensibles, porque no les ha tocado, no les preocupa,
no les importa el dolor de los demás. Somos un nombre más en sus listas.
Yo pienso que a lo mejor están coludidos. Ha habido casos donde están
los policías involucrados y no pasa nada o uno se entera de que los detienen
y después salen. Hay personas que trabajan con la gente mala y dicen: “Hi-
cimos esto, hicimos aquello”, se llevan con los policías y las autoridades no
dicen nada, no hacen nada.
En lo federal ya no hicimos nada, pues nos dijeron que, si ya habíamos
puesto denuncia aquí estatal, que ya no podíamos poner denuncia federal.
Cuando vinieron de México nos pidieron documentos para ver si podían
ayudarnos, pero nunca recibimos respuesta. Yo no pido ni que me den
nada, solamente que me ayuden a seguir buscando, es lo único. Y que, si
encuentran al culpable, que solo me diga dónde lo dejaron, porque si mi
hijo ya no vive, con el castigo ya no me lo van a regresar. Ya pasó mucho
tiempo.
Siempre me pregunté: “¿Por qué a él? ¿A quién le pudo haber hecho tanto
daño como para que le hicieran esto? ¿Qué pudo haber hecho él, si siempre
ayudaba?” Él no tomaba porque desde chico tuvo un problema hepático: si
llegaba a tomarse una cerveza se hinchaba, una mano se le ponía horrible y
se ponía todo feo. Y empezaba el dolor. Le dijeron que, si llegaba a tomar,
haciendo poco caso de que se hinchara, le podía dar una cirrosis sin ser alco-
hólico. Por eso se cuidaba mucho. Odiaba el cigarro; decía: “¿Cómo pueden
fumar si apesta tan feo y hace daño?” Me preguntaban si se drogaba, pero
¡si no fumaba y no tomaba!

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Para ser drogadicto hay que tener dinero y él trabajaba, como decía: “como
burro”, para darnos lo poquito que podía. Él pensaba siempre en sus hijas;
primero, la grande y, después cuando nació la otra, ya tenía sus dos prince-
sas. Y yo siempre fui “su madrecita”, siempre. Me trataba como una amiga.
Siempre cariñoso, siempre bromista, como un chiquillo.
Recogía gatos que encontraba en la calle, atorados, abandonados, le da-
ban lástima. Un día llegó con un gato gris, que estaba atorado en una barda.
Se brincó por él, y ese gato se volvió tremendo. Le puso Bruno, lo adoraba.
Ese gato no quería a nadie, solamente a él no le hacía nada. Le dieron un
perro al que también maltrataban y lo traía con él. “Christian, tú eres San
Martín de Porres porque andas recogiendo todos los animales”, le decía.
Siempre fue así desde chiquito.
Eso es lo más difícil: saber que su vida fue siempre así y que nos lo hayan
quitado. No es por desear nada malo a nadie, porque estoy en esta situación
y no se lo deseo a nadie, pero hay gente que ni tiene familia o no le importa
su familia y andan haciendo daño. Y hay personas que tienen familia, que
tienen gente que los quiere, les hacen esto, ¿por qué?
Mi hijo es alto y es robusto. Por eso mi hija estaba con la idea de que se
lo hubieran llevado a trabajar. Dice: “¿Y si investigaron lo que él sabía hacer y
se lo llevaron para trabajar con esa gente?”, porque él sabía preparar cuerpos
y sabía sacar todos los órganos. Yo ya no sé qué pensar, la verdad, la verdad.
¿Qué pudo haber sido? ¿Quién pudo haber sido? ¿Por qué? Él no iba bien
vestido, como para que dijeran: “Le vamos a robar”. ¿Qué le podían robar?
Mi hijo se fue a Tijuana con su esposa desde el 2010, y mi nuera se regre-
só porque extrañaba a su familia y porque nació mi nieta en el 2011. Ya se
quedó en la casa conmigo y él se regresó solo. Él iba y venía, a veces cada
seis, ocho meses, dependiendo de su trabajo. Él juntaba dinero y se venía en
un autobús que sale desde Tijuana y que se sigue hasta Chiapas. Se venía
en ese porque solo pagaba 600 pesos. Tardaba tres días, pero no le impor-
taba. Llegaba hinchado de los pies, adolorido de tantas horas y luego sin
comer, porque la comida le hacía daño. Se traía sus tortas, pero en el retén
les tiraban la fruta, todo.
Eran sus travesías de cuando venía. Ya sabíamos que venía cansado y,
para irse, igual. A veces mi otro hijo, que ya tiene casi 20 años allá y no vie-
ne, le cooperaba para el viaje. Y, pobrecillo, traía lo que el otro mandaba. Se
cooperaban para que Christian pudiera venir.

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Mi otro hijo se culpaba mucho, estuvo a punto de suicidarse. Me habló
para despedirse de mí, entró en depresión porque se sentía culpable: “Si yo
no le hubiera prestado para que se fuera, no se hubiera ido, estaría acá y no
le hubiera pasado nada”. Me mandó un mensaje, que rezara yo mucho por
él y que recordara que me quería mucho. Cuando le marqué, igual me dijo:
“Estoy bien, madre, no se preocupe, pero acuérdese que la quiero mucho,
aunque estemos lejos. Siempre recuérdeme como era yo”. Le respondí: “No
vayas a hacer tonterías, por favor. Perdí uno, no quiero perder otro, ¡por favor,
no!” Me dijo: “No se preocupe, piense que la quiero mucho”. Y me colgó.
Le estuve mandando mensajes, diciéndole que él era mi pilar y que su
hermana también lo necesitaba y que, si mi hijo aparecía, él lo tendría que
apoyar; que pensara en eso, que a su hermano no le gustaría que fuera co-
barde, porque él nunca fue cobarde. Ya después me marcó y me dijo: “No se
preocupe, madre, ya estoy más tranquilo, no quiero que se me enferme, no
quiero que se preocupe ahora también por mí. Me voy a trabajar”. Le insistí
en que me marcara diario, para saber cómo estaba. Su esposa me marcaba y
me reportaba que estaba bien.
En ese tiempo tenía su esposa, con ellos vivía mi hijo. Christian vivía
con ellos cuando estaba allá, por eso mi otro hijo me aseguraba que no an-
daba en nada malo, porque vivían todos juntos. Sufrió mucho y se quejaba,
ya se quería regresar.
Mi hija también ha sufrido por el estrés. Y a veces se deprime, pero no
llora, se encierra a llorar, para que nadie más la vea. Mi nieta se da cuenta
de todo. Cuando me ve, dice: “Estás triste, abuelita”. Ella no conoció a su
tío, pero ve su fotografía y me dice: “Este es mi tío Christian, yo lo quiero
mucho, ya lo quiero conocer, ya va a venir”.
En la casa, tenemos la foto al subir la escalera. Siempre que pasa la niña,
si se mueve con el viento, lo acomoda. “Adiós, tío Christian”, le dice, y baja:
“Hola, tío Christian”. No lo conoció, pero para ella es su tío y lo pelea mu-
cho. Yo pienso que es porque hablamos mucho de él, no dejamos de hablar
de él: en la casa todos los días se habla de él porque yo no quiero que se ol-
vide. Ahí tengo sus cosas, tal y como me las mandaron. Están en un velicito.
Una psicóloga me dijo que me deshiciera de las cosas de mi hijo. Quedé
muy decepcionada. Y le contesté que no podía hacerlo.
—Es que es una herida que nunca va a sanar, señora. La ropa ¿ya para qué?
Si su hijo regresa, esa ropa ya no va a estar de moda y, si no, ahí la va a tener.

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—Yo tengo la esperanza que mi hijo regrese –le respondí–. Si él regresa y
ve sus cosas le va a dar gusto y, si ya no las encuentra, me va a decir: “¿Qué?
¿Esperabas que ya no regresara? ¿Creías que estaba muerto?” ¡No!, cuando
él regrese, si ya no está de moda esa ropa, que él decida si la regala, si la tira,
si se la va a poner. Y si las cosas se evaporan, se echan a perder, igual ahí se
van a quedar. Es lo único que me queda de él.
¿Qué clase de psicóloga dice eso? Mi hija estudió psicología también y,
cuando le conté, me dijo:
—¿Qué tipo de ética tiene esta persona para decirte eso? No se le puede
decir a un paciente “Deshágase de eso”. Eso se puede decir cuando ya sabe-
mos que la persona murió, porque sí tenemos que deshacernos de las cosas.
Pero en tu caso no, en tu caso no se puede decir eso.
A raíz de todo esto me volví hipertensa; apenas tuve un problema serio
de presión muy alta que llegaron a detectarme a tiempo, un coágulo que se
me subió al cerebro. Empecé a sentirme muy mareada, con náuseas. No podía
respirar y tenía dolor de cabeza y en el brazo. Cuando fui al doctor, me dijo
que estaba muy mal. Tenía una bolita en la cabeza y, si me apretaba, me dolía
hasta el ojo. Me dijo que los vasos sanguíneos de mi cerebro se habían obs-
truido. Me dio vasodilatadores para las arterias y algo para respirar. Ahorita
medio ando, pero no me dejan salir sola, siempre anda mi hija conmigo. Mi
nieta también ya es del Colectivo, porque anda con nosotros en todos lados.
El papá de Christian se fue cuando él estaba pequeño. Nos separamos y,
cuando mi hijo tenía cinco años, conocí a otra persona, que es el papá de mi
hija y de mi otro hijo. Él siempre, desde un principio, lo reconoció como
su hijo, cambió sus apellidos. Fuimos a juicio para cambiar el apellido, fui-
mos a la iglesia para cambiar el apellido en la fe de bautizo. Fue un señor
que siempre quiso a mi hijo, nunca le dijo: “Yo no soy tu papá”.
Él hizo su vida con otra persona, ya no estaba con nosotros y no estaba
acá cuando mi hijo desapareció. Cuando regresó a la ciudad y se enteró, él
también fue a buscarlo, también él fue a Derechos Humanos, anduvo tam-
bién tocando puertas para que nos ayudaran a buscarlo, pero el adn no se
lo podía hacer porque no era su papá biológico. No tengo otro familiar que
pueda dar su adn, solamente yo. Pero él se preocupó mucho. Él no dice
“Christian”, dice “mi hijo”. Para él es su hijo.
Su verdadero papá no sé si se enteró. Me encontré un día a su hermana,
cuando Christian tenía dos años de desaparecido. Ya le platiqué y se puso a

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llorar. Me dijo que iba a tratar de localizar al padre de mi hijo para decirle,
pero ya no la volví a ver. No sé si se enteró o no se enteró. Nos tocó a mi hija
y a mí. Ella es la que está al pendiente de todo.
Yo trabajaba haciendo comida en un restaurante, hasta que fueron a in-
timidarme ahí los ministeriales. Ahora nada más voy a apoyar dos veces por
semana a un señor que tiene un bar; le voy a hacer su botana nada más y ya.
Es muy difícil, porque si uno tiene un desaparecido lo etiquetan, le cierran
las puertas. Desgraciadamente la sociedad está mal. Mi patrón me llegó a decir:
—¿Ya para qué lo buscas? Mándale a hacer misas cada mes y ya. Mi sobri-
no también desapareció y eso hacen…
—Aquí es mi hijo y yo lo voy a buscar –le dije.
Nadie buscó al otro muchacho. Ellos se hicieron a la idea de que lo mata-
ron y ya no lo van a buscar. Mi patrón me dijo:
—No te puedo dar permiso de que faltes, de que tengas que ir acá, allá.
Nos perjudicaron de todo a todo. La gente que no pasa por situaciones
así no se imagina que los demás tienen esa insensibilidad para todo esto.
Al principio sí teníamos miedo, pero después me di valor y dije: “No
tengo que tener miedo, porque con miedo nunca lo voy a encontrar, nunca
voy a saber qué pasó”. Por eso seguimos así.
La cara de mi hijo no es de malo. En las fotos se ve serio, menos en esta,
15 días antes de que desapareciera, en el bautizo de su hija. Nunca se reía,
era serio, pero en esa foto se está riendo, es la única. Ese día estaban sus
suegros, sus cuñados, todos. Estaban como en escalerita, porque él era más
alto que los cuñados y se estaban riendo porque dijeron que parecían Blanca
Nieves y los siete enanos. Es mi hijo y yo no lo veo con cara de malo. A veces
tenemos que reconocer cuando sabemos que andan mal. Si yo hubiera sabi-
do algo, hubiera dicho: “Sí, tenía malos amigos o agarró un rumbo equivo-
cado”. Pero no, no era el caso.
Nos han tratado muy mal en la Fiscalía; las autoridades prepotentes, abu-
sivas. ¡Querían que aceptara que mi hijo medía 1.40! Cuando le hice saber a
la fiscal que había un error, me dijo:
—Mire, cuando nosotros morimos, nos encogemos. Ese no es problema.
—Para mí sí es problema porque mi hijo mide 1.71, ¿cómo pudo haber
encogido 31 centímetros? Además, no creo encontrarlo muerto.
Cuando fui, como a los tres meses, me dijo el secretario de la fiscal:
—¡Ay, señora! Ya son tres meses. Su hijo ya no está vivo.

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¿Cómo es posible que me dijera eso? Quisiera que estuvieran de este lado
para que sintieran lo que se siente, porque no es justo que le digan eso a
uno. Desde ahí dejé de asistir a la Fiscalía. ¿Qué clase de apoyo encuentra uno
con ellos si se supone que están para ayudarnos?
Después, la Policía Ministerial nos estuvo hostigando, a mi nuera, a mi
hija, a mí en mi trabajo. Yo perdí mi trabajo porque ellos me llamaban, me
decían que querían ir a mi casa. Cuando les decía que estaba trabajando,
me fueron a buscar allá. Me decían:
—Nosotros estuvimos en Antisecuestros y podemos movernos, pero ne-
cesitamos…
Yo les dije que no quería perder mi trabajo, porque mi hijo ya no estaba
y tenía que trabajar para mantener a la familia.
—Entonces que vaya su hija –pidieron.
Cuando le dije que ella trabaja y estudia, me respondió uno:
—Pero en la noche, que vaya a mi oficina, quiero platicar con ella.
Entonces yo me pregunté: “¡Momento! ¿Qué pasa aquí?” Luego el se-
cretario fue a pedirle dinero a mi hija porque iba a llevar los documentos a
otro lugar. Y yo me molesté y le dije:
—Si te vuelve a ir a buscar o a llamar, le dices que si él me dijo a los tres
meses que ya para qué lo buscaba yo, que estaba muerto, ¿para qué le vamos
a dar dinero?
Ya no volvió. Fue un acoso espantoso.
A la esposa de mi hijo, que trabajaba en un casa de empeño, le dijeron:
—Nosotros podemos buscarlo, pero necesitamos… ahí se puede desapa-
recer un anillito, una cosa así, ¿no harías eso para encontrar a tu esposo?
Para ti es fácil; además, tú has de ganar bien.
Nos toman en momentos de dolor y no pensamos ni en grabarlos. Ella
se tuvo que salir de su trabajo, porque le llamaron pidiéndole dinero. Le de-
cían que tenían a mi hijo y que necesitaban dinero, si no, lo iban a mandar
en pedazos. Quince minutos después de la llamada, entraron los ministeria-
les a la tienda, viendo todo lo que había ahí. No se acercaron ni nada. Luego
se salieron. La camioneta siempre estaba afuera. Tuvo que salirse de trabajar.
Hasta que nos acercamos a la señora Aracely, fue cuando empezó a cam-
biar la situación, porque ya hubo un poquito de más respeto hacia nosotros.
Cuando entré al Colectivo, ya empezaron a hacer investigaciones y a calmar-
se las cosas.

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Donde nosotras vivíamos, ahí vivía mi nuera, mis nietas, y la gente no
sabía realmente lo que nos estaba pasando, porque mi hijo trabajaba fuera.
Entonces empezaron a hostigarnos y nos tuvimos que cambiar de casa. Vi-
víamos con constante temor. Todavía nos habla gente diciendo que tienen
a mi hijo, que quieren dinero. Muchas, muchas veces, yo creí que de veras
era cierto, y caía yo en sus juegos. Pero después reaccionaba:
—Bueno, si lo tienes dile ¿cómo me decía él?
Porque él no me decía mamá, me decía apodos.
—No puede hablar, está muy mal –me respondían.
—Que te haga señas, ¿cómo me decía?
Empezamos a notar que la policía tenía algo que ver, porque me habla-
ban y me daban las señas de él, pero su error era que me decían que tenía
dos hijos, y eso no es verdad. Fue una situación muy difícil.
Ahora todo paró porque nos cambiaron, quitaron al secretario, quita-
ron a los ministeriales. Iban a abrir nuevas líneas de investigación: querían
investigar a la esposa de mi hijo, que a la mejor tenía una pareja y esa pareja
lo había mandado desaparecer, o que a la mejor mi hijo se vino huyendo de
Tijuana, porque algún marido lo halló con la esposa y lo vino a matar hasta
acá. ¡Yo confiando en las autoridades y las autoridades diciéndome eso! No
es por nada, pero yo meto las manos por mi nuera, porque es una persona
muy muy tranquila. Y nosotros sabíamos a qué hora entraba y a qué hora
salía de trabajar, y los domingos venía su familia a verla a la casa o nosotras
íbamos a ver a su familia. Pero no salía sola. Después de lo de mi hijo, me-
nos salía sola con las niñas.
El Colectivo ha sido un apoyo moral muy importante, porque estamos
personas que vivimos lo mismo, pasamos por situaciones difíciles, de desa-
pariciones, de muerte. Aquí hay un poquito de entendimiento, porque otras
personas son insensibles. Dejé de ver a algunas amistades porque me decían
“¿Qué pasó? ¿Has sabido algo de tu hijo?”, con una actitud muy burlona.
Y cuando les decía que no, que nada, respondían: “Es que te ves muy
bien, yo pensé que ya lo habías encontrado”. Entonces uno lo que hace
es que, cuando ve que esa persona se va acercando, mejor camina uno por
otro lado.
Y otras personas le llegan a decir a uno: “Resígnate, mejor pídele a Dios
que, si ya lo tiene ahí, que esté bien”. Pocas personas le dicen a uno: “Sigue
con tu fe, que verás que el día que menos pienses, va a aparecer”.

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Pocas personas me lo dicen. La gente es así. A mi nieta le decían sus
primos:
—Tu papá está muerto, a tu papá lo mataron.
Ahorita que la niña ya entiende, hablamos con ella. Nos dijo la psicólo-
ga que se le explicara, así que le dije:
—Mira, tu papá salió a comprar, personas malas se lo llevaron. Tú has
visto que secuestran, así le pasó a tu papá.
Ella pregunta:
—¿Verdad que está vivo?
—No sabemos, hija, pero tenemos que estarlo esperando, buscando. Yo
lo sigo buscando.
Me mantengo con esa idea: de buscarlo. Mi único deseo es encontrarlo
como sea. Yo no me quiero morir sin saber qué pasó con él. Por eso me levan-
to otra vez, porque no me dejo. Si no lo busco yo, ¿quién?
Pues nos tocó. Nos tocó a nosotros…

Palabras finales

Al participar en este proyecto, me sentí bien al ver que aún hay gente que se
interesa en esa parte humana, ese dolor que ahoga, por el que atravesamos.
Muy poca gente nos entiende y, lejos de sentirnos apoyados, somos silencia-
dos, señalados, y muy pocas personas en verdad nos apoyan. No teníamos
idea de qué se trataba cuando llegamos, pero siempre vamos con la mente
abierta, porque estamos tan expuestos a tantas cosas, que es difícil asirse a
una sola idea. Me gustó el proyecto, de tener la posibilidad de recordar a nues-
tros hijos, de que ellos y sus familias sean conocidos desde nuestra propia
voz. Que se sepa que vivimos siempre con la angustia de volverlos a ver. Ellos
tienen familia, tienen sueños, metas. Y se los arrancaron. Queremos ser escucha-
das y es muy importante haber tenido la oportunidad.

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“Si yo hubiera sabido que era la última vez
que lo iba a ver, lo hubiera abrazado muy fuerte…”

Randy Jesús Mendoza Campos


Desapareció el 2 de agosto de 2014

Eloísa Campos Castillo,


madre de Randy Jesús

Mi hijo Randy Jesús Mendoza desapareció el 2 de agosto del 2014, a la


edad de 22 años. Desde ahí inició mi calvario.
Él siempre fue un jovencito muy tranquilo, lleno de un gran optimismo,
con muchas ganas de seguir adelante. Quería seguir estudiando, porque a
esa edad ya era papá: papá soltero, porque no se entendió con la persona
con la que vivía. Él tenía a su niña y su niña era su adoración. Siempre pre-
ocupado por lo que le hiciera falta. Fue muy responsable mientras estuvo.
Desde que supo que iba a ser papá, empezó a comprar las cosas para su niña.
Empezó a llenar la casa con cosas para la bebé.
Él trabajaba, aunque no terminó de estudiar la prepa: le faltaba un semes-
tre por concluir. En ese tiempo su papá se enfermó, estaba internado y no
teníamos a nadie que nos apoyara, y Randy se quedaba a cuidarlo. Lógica-
mente perdió clases, perdió exámenes y no pudo concluir su prepa. No fue
que hubiera dejado la escuela porque sí.
Yo fui a hablar con la directora para que le dieran una oportunidad, pero
me dijeron que no se podía, que tenía que ir a Xalapa a ver si ahí me ayu-
daban. Por eso él se quedó sin terminar, quería seguir estudiando, porque

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quería que la niña, cuando estuviera más grandecita, se sintiera orgullosa de
él; que dijera: “¡Ah! Mi papá siguió estudiando a pesar de que yo ya estaba!”
Era su sueño.
Tuve cuatro hijos: dos mujeres y dos varones. Mi hija mayor vive fuera
de aquí y los otros tres estaban aquí conmigo. Ahorita nomás me quedé con
mi otro hijo y mi hija menor. Randy fue el tercero de los hijos. Después tuve
al más chico y ellos crecieron juntos.
Randy era especial porque yo ya tenía mis dos niñas, y ya estaban gran-
decitas cuando mi esposo y yo platicamos y decidimos que me embarazara
de nuevo. Lo planeamos. El papá de mis hijos era de octubre y quería que su
primer hijo varón también naciera en octubre; y sí, nació una semana des-
pués del cumpleaños de su papá.
Cuando Randy se separó de su pareja, empezó a jugar futbol rápido. Al
salir del trabajo se iba a una cancha por donde estaba la Fiscalía, frente al
cuartel. Siempre se comunicaba y me iba diciendo por dónde iba, si iba a
jugar o no.
Ese día 2 de agosto de 2014, él salió como todos los días. Trabajaba en la
óptica de un muchacho de su confianza, aquí en Orizaba. Ya había trabaja-
do antes con él. Se iban a Córdoba, adelante de Paso del Macho, a vender
las armazones y a hacer las graduaciones. Ya después el muchacho estableció
aquí su óptica y dejó a mi hijo de encargado. Randy no faltaba, entraba a
las nueve de la mañana, salía a las tres de la tarde, regresaba a las cinco y
cerraban a las nueve y media de la noche.
Ese día 2 de agosto, él salió como todos los días y yo también, a trabajar.
Cuando llegué a medio día vi que no había llegado a comer y me pregunté
dónde podría estar. Se estaba bañando, porque había ido a la peluquería y
le picaban los cabellos.
—¡Te vas a gastar! –bromeé.
Nos reímos. Comimos juntos y luego se fue al trabajo con mucha prisa.
Más tarde yo salí rumbo al centro con mi otro niño y se me ocurrió marcar-
le. No me contestó.
—¡Ay, mamá! –me dijo mi otro hijo–. A lo mejor no trajo el teléfono, lo
tiene apagado o algo así. Pero ahorita pasamos.
Fuimos a verlo. No me había contestado porque no tenía pila en el telé-
fono. Él siempre se reportaba conmigo. Me daba no sé qué que siempre me
decía: “Voy por el cuartel, ya voy a dos cuadras del cuartel”. Siempre estaba

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diciéndome por dónde iba porque, cuando ya venía cerca, le calentaba la
cena. Esa noche llegamos a la óptica como a las ocho y media de la noche.
En ese momento él me abrazó, me dio un beso y me dijo:
—Mamá, ¿te hago de una vez el examen de la vista? Ya hablé con mi jefe
y le dije que quiero tus lentes.
—Sí, mi amor, pero cuando él esté. No quiero que piense que es un
abuso, aunque hayas hablado con él.
—Está bien, como tú quieras.
No me neceó y me abrazó.
Si yo hubiera sabido que era la última vez que lo iba a ver, lo hubiera
abrazado muy fuerte, pero nos abrazamos como siempre. Me dio un beso
en la frente y me dijo:
—Al ratito llego.
Le pregunté si no quería que lo esperáramos, pero nos dijo que no y que
no lo esperáramos a cenar, porque iba a jugar. Me pidió que le guardáramos
la cena. Pasamos a comprar unas garnachitas que a mi otro hijo se le habían
antojado. Cené temprano y mi otro hijo prometió esperar a su hermano y
cenar con él.
—Yo te despierto cuando llegue –prometió.
Yo me acosté, segura de que mi hijo iba a llegar. Por ahí de las 3:30 de
la mañana me desperté y vi que mi hijo todavía estaba en la sala. Randy no
había llegado. Le empezamos a marcar y nos mandaba a buzón. Mi hijo trató
de tranquilizarme:
—Vete a acostar, sigue durmiendo. A lo mejor alguien lo invitó a tomar
unas cervezas y, como sabe que a ti eso no te gusta, no quiere que lo veas. Ve
a acostarte otro rato. Tú sabes que nunca falta a la casa, va a llegar.
Me volví a acostar otro rato y me desperté otra vez como a las cinco y
media de la mañana. Pero Randy no había llegado. Le seguimos marcando.
No nos contestaba.
—No te aflijas, mami –me decía mi otro hijo–. A lo mejor se le pasaron
las copas y no quiere que lo veas así, para que no te enojes.
Pero eso nunca había pasado antes. En una ocasión, cuando cumplió
18 años, unos amigos lo invitaron, pero él no era de tomar, pues era muy
simple, muy tranquilo. Yo le puse una hora de llegada y, como no llegó, yo
ya estaba muy enojada, pero también con mucha preocupación. Cuando llegó,
la verdad lo regañé muy duro. Fue la única vez. Él no acostumbraba irse y

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que yo no supiera dónde estaba, a pesar de ya ser papá y todo. Siempre me
avisaba.
Mi mamá tenía siete meses de haber fallecido y yo, todavía con el dolor
de su partida, me iba al panteón los domingos temprano. Ese día mi otro
hijo me animó a que nos fuéramos para allá, a ver si mientras regresaba su
hermano, por si no quería que yo lo viera pasado de copas. Nos fuimos, regre-
samos y nada. Entonces ahí sí yo, la verdad, me empecé a preocupar y llamé
a mis sobrinos que también iban a jugar futbol. Les marqué a todos, pero
nadie lo había visto. No llegó ni a jugar.
Fui a buscarlo a la Cruz Roja, al hospital, a la cárcel, recorrí Orizaba,
Río Blanco, Nogales, Mendoza, Córdoba. Y nada. Ya era como la una de la
tarde cuando yo, ya bien desesperada, le hablé a uno de mis hermanos.
—¡Pero si él nunca hace eso! –me dijo.
Ya lo conocían.
Llegó a la casa y otra vez volvimos a recorrer los mismos lugares, inclusi-
ve nos fuimos a los antros, a las cantinas, todo eso anduvimos viendo, aunque
él no era de eso, pero lo anduvimos buscando ahí, por si se hubiera queda-
do dormido. Pero no.
Ese día yo ya no dormí: me quedé sentada en el sillón toda la noche
viendo a la calle a ver si lo veía llegar. Y me anocheció, se estaba acabando
el domingo y él no llegaba. Yo ya estaba muy desesperada. Para el lunes tem-
prano, ya nada más esperé a que amaneciera y me fui a la Fiscalía a poner
la queja.
Empezaron con que querían tantas fotos y que querían no sé cuántas
copias y los protocolos que siguen ellos. Reuní lo que me pidieron y me quedé
ahí casi todo el día. Entre la denuncia y todo lo que hicieron se fue otro día.
Me dieron los oficios para irlos a repartir a todos los municipios. Así se llegó
la noche y yo ya había repartido la mayoría de los oficios. Me faltaba uno,
que mandaron a donde estaba el Mando Único.
No pude entrar porque cuando llegué había mucha gente. Había mu-
chas familias ahí que habían tapado la carretera porque al Mando Único
les habían encontrado muchas prendas de ropa. El Mando Único también
tuvo algo que ver con desapariciones. Los manifestantes habían hecho un
muñeco con todas las ropas que encontraron ahí. Una señora había reco-
nocido los tenis de su hijo y lloraba y gritaba. A mí ya ni me dejaron bajar
del carro.

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De ahí en adelante me dediqué a buscar a mi hijo. Subí, bajé, además
seguía trabajando, pues el único sostén de la casa era yo. Trabajaba en una
tienda naturista, donde horneaba comida a base de soya. Cuando salía de la
tienda, me iba a la Fiscalía a preguntar. Todos los días era lo mismo y siempre
me decían lo mismo: que no había nada. Me decía el licenciado:
—Mire cuántas llamadas tengo que le he hecho a su hijo.
—¿Y eso de qué me sirve? –le decía yo–. Si yo le llamo también, pero no
me contesta.
Ese era mi caminar todos los días. Iba a la Fiscalía, no había nada. De ahí,
me salía a deambular, buscándolo por todos lados, a ver si lograba encontrar-
lo. En dos o tres ocasiones me hablaron y me dijeron que habían visto a alguien
muy parecido a él, que andaba así como ido. Entonces yo decía: “A lo mejor
lo golpearon”. ¡Miles de pensamientos que yo tenía! Nunca logré encon-
trarlo; no sé si lo confundían, pero el chiste es que nunca di con él.
Hubo muchas veces que me dijeron: “En tal parte vimos a alguien pare-
cido a él” y yo ahí iba. No era. Yo lloraba amargamente, porque no lograba
encontrarlo. Un día alguien me contactó y me dijo que tenía información
de mi hijo. Era una mujer.
Me dijo que necesitaba sacarla de donde era su lugar de trabajo, pero te-
nía que pagar para que pudiera salir, porque era una casa de citas. La saqué
de ahí y obviamente me costó que me diera información.
Ella me dio las señas de un hombre que se jactaba de haberse llevado a
mi hijo. No supo el nombre, pero dijo que era como el novio de la dueña
de la casa donde ella trabajaba. Él había llegado tomado y había dicho: “Si
supieran dónde lo tengo” y aventó la foto de mi hijo sobre una mesa. Las
chicas habían escuchado todo, pero también tenían mucho miedo.
Al lugar donde ella trabajaba iba de todo: soldados, los del Mando Úni-
co, policías… toda la gente involucrada en eso. Ella tenía mucho miedo y
me decía:
—Sí, yo denuncio, pero no aquí. En otro lado. Donde sea, menos acá,
porque tengo una niña.
Hablamos varias veces, pero llegó un momento en que yo ya no pude
verla, porque decía que el hombre ya no las dejaba salir a sus casas como
antes. Las tenían ahí casi las 24 horas del día. Y yo, con mis nervios y con
todo el dolor, perdí el teléfono donde tenía el contacto de ella. No lo pude
recuperar. Ahí se me fue información importante.

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Esa misma muchacha me contó que el hombre aquel tenía un bar y que
ahí en un anexo tenía uno o dos cuartos, que a lo mejor ahí tenían a mi
hijo. Me fui a meter allá. Yo que casi nunca me maquillo, en esa ocasión
me tuve que pintar más de la cuenta y ponerme una falda corta para poder
irme a meter a un lugar así.
Logré entrar, pero no pude ver nada. Llegué dizque buscando trabajo,
hablando fuerte para que mi hijo me oyera. Pensaba que si mi hijo estaba
ahí, me iba a escuchar y que iba a gritar. No sé ni siquiera qué era todo
lo que yo pensaba, arriesgándome a irme a meter ahí, porque se ve que
estaba peligroso. Yo veía salir carros, puros Tsurus blancos, sin placas, con
ropa ahí adentro de los carros, como si la llevaran a lavar. Pilas de ropa
doblada.
—Aquí no hay trabajo, vete por ahí, no andes merodeando –me dijeron
al verme.
Me sacaron. Anduve por ahí varios días, a ver si veía yo algo, pero lo
único que veía eran esos carros con la ropa. Dejé de ir porque ya empezaba
yo a despertar sospechas: me habían visto seguido. Otra persona me dijo que
ellos tenían a mi hijo, que lo habían secuestrado y que yo tenía que depo-
sitarles una cantidad. Yo estaba bien tonta en ese aspecto y pensaba: “No
tengo dinero. ¿De dónde lo voy a sacar?”
En Fiscalía jamás hicieron nada por encontrar a mi hijo. Cuando me
chantajearon, yo le di al licenciado el número de teléfono del cual me habla-
ban y no hicieron nada. Ni cuando le di uno de los váuchers del depósito.
Fueron como veinte mil pesos. Eran los pocos ahorros que tenía y lo que
saqué de vender dos que tres cositas. Da uno hasta la vida por un hijo y yo
hubiera querido en ese momento intercambiar mi vida por la de él. Pero no
pude lograr nada. Lo que pasa es que, cuando mi hijo desapareció, yo man-
dé a hacer muchos volantes en donde iba su foto y los números de teléfono.
Pienso que de ahí vino la extorsión.
Mi esposo falleció a los dos meses que desapareció mi niño. Eso fue te-
rrible, todo se me juntó. Yo parecía loca en ese momento y le gritaba: “¡¿Por
qué te fuiste?! ¡¿Por qué me dejaste sola con este dolor?! Tú no aguantaste.
¿Tú crees que yo soy más fuerte que tú?” En lugar de pedirle a Dios que le
diera descanso, que ya se fuera tranquilo, él estaba en su caja y yo le gritaba.
Fue muy duro. Él ya tenía muchos problemas de salud porque un tiempeci-
to atrás le había dado por tomar y se fue dañando el organismo, hasta que

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ya no aguantó. Ya había dejado de tomar, pero ya estaba muy dañado y eso,
aunando al dolor de su hijo, lo mató.
Él también sufrió mucho de no saber nada. Y también se andaba arries-
gando a meterse a lugares donde le dijeron que había un jefe de plaza. Se fue a
meter con los de la delincuencia para pedirles que, si sabían algo de su hijo,
que le dijeran, arriesgándose a que le hicieran algo. Cuando yo le decía que
no se fuera a meter ahí, me contestaba: “No importa, yo ya no voy a durar
mucho. Pero quiero saber de mi hijo”. Se fue sin saber nada.
¡Pobrecito! Con su desesperación pensaba que llegando ahí le iban a de-
cir: “Sí, nosotros...” Pero es difícil que alguien acepte que sí lo hizo o que
por órdenes de fulano se lo hubiera llevado. El dolor nos hace no medir el
peligro, con tal de encontrarlo. Porque así como él se arriesgó, yo también.
Cuando mi esposo falleció, me quedé sola con todo esto porque, aun-
que tengo mucha familia y al momento estuvieron ahí conmigo y me apoya-
ron, con el paso del tiempo todo el mundo vuelve a sus actividades. Las que
no volvemos a la normalidad somos nosotras: nunca más podemos volver a
estar bien y ni podemos estar igual que antes, porque estamos incompletas.
En mi mesa hay una silla vacía, siempre hace falta alguien. En la casa no
se volvieron a hacer fiestas ni reuniones. Lo único que sí le hice a la niña,
con todo y mi dolor, fue su fiesta de tres años, porque ese era el sueño de
mi hijo: que la vistiera de la princesa Sofía, hacerle sus tres años en grande.
A los siete meses de la desaparición de mi hijo me integré al Colectivo
de Aracely y ahí fue donde empecé a tomar cursos. Yo quería aprender cómo
buscarlo y ahí empezó mi peregrinar en los talleres. Fui a la Escuela de Paz y
otros. Me volví buscadora en vida, en muerte, en fosas clandestinas, me he ido
a caravanas donde vamos a buscar en la cárcel. Son situaciones que va uno
viviendo poco a poco junto con el dolor, porque el dolor siempre está vivo.
Cuando yo pasaba a la Fiscalía a preguntar y me decían que no había
nada, yo llegaba a la casa y lo primero que hacía era aventar mi bolsa e irme
al cuarto de mi hijo. Lloraba, pataleaba, golpeaba la pared con mis puños
hasta hacerme daño; no me importaba, era más fuerte el dolor de la ausen-
cia de mi hijo que el golpearme. Terminaba hincada en el piso, implorándo-
le a Dios, ofreciéndole mi vida a cambio de la de mi hijo. Yo solita me mar-
tirizaba de esa manera. Necesitaba sacar mi impotencia al no encontrarlo.
La mamá de mi nieta se desapareció un año dos meses. Una semana
después de que la chica se fue, llegó la mamá de ella, la otra abuela de mi

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nieta, y me dijo que me la iba a dejar, porque ella no tenía para leche ni
pañales. Desde entonces me la dejó y hasta la fecha la niña está conmigo.
Ellos sí la ven de repente; en alguna ocasión se la llevan a Córdoba un fin
de semana. Por la escuela no puede ir más tiempo. En vacaciones se la llevan
unos días, pero en realidad la niña está conmigo.
La niña tenía dos años dos meses cuando su papá desapareció. Ahora ya
está en la primaria. Todo ese tiempo yo soy la que la ha cuidado, la que ha
luchado porque ella tenga una atención psicológica. Ella preguntaba mucho
por su papá y me imagino que su mamá o su familia en Córdoba le han de
haber dicho que él se había ido a trabajar. Yo no sabía qué decirle. Cada vez
que me preguntaba yo sentía un nudo en la garganta y ella me veía llorar. Sa-
bía que yo lloraba por su papá, lo intuía. Pero yo no sabía cómo explicarle.
La traje un año acá a la psicóloga. Yo necesitaba que me ayudaran a pre-
pararla para que ella supiera que su papá está desaparecido. Pero, en todo
ese año que estuvo, nunca le pudieron decir nada. Y la niña seguía con el
problema.
Un día me agarró la mano, me llevó al teléfono y me dijo:
—Llámale a mi papá, por favor, yo quiero hablar con él. Dile que no me
compre nada, pero ya quiero que venga.
—Hija, es que donde está tu papá no tiene teléfono –le dije.
—¡Mi papá me abandonó!
Ahí fue cuando me di valor para explicarle. Ella tenía un muñequito
de esos que les llaman Casimeritos; yo le traje dos de México. Y los quería
muchísimo. Un día no supo dónde perdió uno y lloraba y se angustiaba bus-
cándolo. Entonces le dije:
—No, mi amor, tu papá no te abandonó. ¿Sabes qué pasó, hija? ¿Ves qué
te pasó a ti con tu Casimerito? Lo perdiste y no sabes dónde está, ¿verdad?
Pues me pasó lo mismo con mi hijo, con tu papá: no sé dónde está. Y así
como tú buscas a tu Casimerito, yo busco a tu papá.
Se puso a llorar, se le escurrieron las lagrimitas y me dijo:
—¡Es que yo quiero que ya venga mi papá! Cuándo yo esté más grande,
¿me vas a dejar que te ayude a buscarlo? Te voy a ayudar porque ya no quiero
que tú tampoco llores por él.
Se me partió el alma.
—Sí, mi amor. Si tú quieres ayudarme, ¡claro que te voy a dejar! Lo va-
mos a buscar y lo vamos a encontrar.

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La niña ya está aprendiendo a escribir. Ese era mi temor, porque tengo
lonas, carteles que nos dan en México de “¿Lo has visto?” o los de recompen-
sa y yo decía: “Un día mi niña va a ver esto y me va a reclamar: ¿Por qué no
me dijiste?” Cuando empezó a conocer las letras, le hizo a su papá un cartel que
dice: “Papi, que Diosito te cuide, te amo”. Poco a poquito está aceptando
que su papá no está.
Mi otro hijo es cinco años menor que Randy. Él, al igual que yo, ha su-
frido mucho. No lo veo llorar tan fácilmente, pero sí ha llorado la ausencia
de su hermano. Cuando nos hicieron un documental y yo lo llevé a la casa,
él se soltó a llorar como un niño. Lloró y lloró, hasta que se cansó, y ahí se
pudo desahogar tantito, porque como varones no se dan esa oportunidad:
sienten que los van a juzgar. Siempre me ha dicho: “Me duele mucho la ausen-
cia de mi hermano”, porque, aunque había diferencia de edad, se llevaban
bien; muy pocas veces peleaban, echaban relajo entre los dos.
Randy se sorprendía mucho de su hermano porque mi otro niño seguía
estudiando y se ponía a hacer sus tareas de la escuela. Un día lo vio hacer
unas cartulinas en que iba a exponer la tarea. Él investigando ahí en el in-
ternet hizo sus trabajos y me acuerdo que Randy estaba muy sorprendido,
porque le dijo: “Pero y eso ¿cómo lo sacaste?” Él le daba todas las explicacio-
nes y Randy se quedaba sorprendido, decía:
—¡Ay, ma! Mi hermano es bien inteligente, mira cómo todo se aprende.
—Tú también eres inteligente, no nada más él –le decía yo–, tú también
aprendiste muchas cosas.
—Sí, mamá, pero mi hermano me sorprendió, porque él es muy dedica-
do, yo lo veo cómo hace sus trabajos.
Él quiso entrar a la Facultad de Medicina, pero no lo logró. No pasó
el examen. De ahí como que se desmoralizó un poco. En la Cruz Roja es-
tudió para paramédico y luego siguió haciendo muchos cursos en los que
ha ido escalando. Se ha ido preparando poco a poco y ahorita ya trabaja
en Protección Civil, pero sigue estudiando en línea, porque no se quiere
quedar así.
Fuera de la extorsión que sufrí en un principio, del dinero que depo-
sité, no he recibido ninguna amenaza. Cuando me extorsionaron, sí tenía
miedo, porque me dijeron que me estaban vigilando, que si iba yo con la
policía, que sabían que tenía yo más hijos, y cosas así. Por eso a mi hijo lo
mantenía al margen de todo esto. Nunca le decía yo a dónde iba. Aunque

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dejaba hechas mis bitácoras de lo que iba a hacer por si un día no regresaba,
mínimo que supieran a dónde había ido la última vez.
Siempre he dicho que a lo mejor alguien confundió a mi hijo o que se lo
llevaron porque en ese momento estaba con la persona equivocada o que tu-
viera algún problema con aquellas personas. No sé. Pero él no tenía proble-
mas con nadie. Hay mucha gente, maestras, que lo conocieron y que hablan
bien de él. Su maestra de kínder, que ya está grande, se acuerda mucho de
él. ¡Cómo le llora a mi niño!
—¡Tan noble, mi Randy! ¡Tan buen chamaco! –me dice siempre.
Ahora que estuvimos en las tomas del adn, llegó un joven que trabaja
en la prepa donde estuvo mi hijo. ¡Qué bonito habló de mi hijo! Y para mí
es un orgullo. En las redes sociales, cuando compartimos las fotos de nues-
tros hijos, hay veces que la gente hace malos comentarios del tipo: “Su hijo
andaba en malos pasos” o cosas así. Pero desde que yo comparto la foto de
mi hijo, nunca nadie ha hecho un mal comentario de él, siempre decían:
“Randy, un muchacho bien a todo dar”. Y yo siento bonito. Cuando cum-
plió cuatro años de desaparecido, yo mandé a hacer una misa y ahí llegaron
las que fueron sus compañeras. Se me acercaron y me dijeron puras cosas
muy bonitas. ¡Ay, Dios mío! Yo me solté a llorar. Le digo a Dios:
—Tú sabes que mi niño es bueno, tú sabes que mi niño nunca le hizo
mal a nadie. En donde quiera que esté, cuídamelo, protégemelo, porque él
no andaba en cosas malas, es un buen muchacho y tú lo sabes, Señor. A ti
nadie te puede engañar.
Mi hijo era muy noble, de verdad. Él desde chiquito demostró que era
muy noble. Cuando yo lo regañaba, si yo estaba siendo injusta, se agachaba
y me hacía un movimiento especial con la cabeza. Pero si yo tenía razón, nada
más se agachaba y no movía la cabeza.
Era muy caritativo con la gente. Aunque él no tuviera, él quería ayudar.
Ya de grande, en los últimos meses antes de su desaparición, un día entró
a la casa y descolgó una chamarra. Cuando le pregunté para qué hacía eso,
me respondió:
—Es que allá afuera está un señor, está borrachito, pero está temblando
de frío.
En otra ocasión, se había caído otro borrachito por ahí. Pasaban mucho
por esa calle. El señor se cayó y se había golpeado. Y mi hijo lo fue a curar y
lo fue a encaminar a su casa.

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Como papá, ni se diga: muy buen papá. Él no quería que yo me levanta-
ra en las noches a ver a la niña si lloraba. Yo le decía que ella podía dormir
conmigo y él me contestaba:
—No, mamá, ¡cómo crees! Tú te levantas temprano, trabajas mucho como
para que yo te moleste con la niña.
Luego yo oía que lloraba la niña y me despertaba para ir a verla o pre-
pararle algo, y me daba cuenta que andaba él en la cocina, con su niña en
brazos y preparando el biberón. Todos esos recuerdos, de esas cosas tan boni-
tas, son las que me hacen aguantar de pie, porque hay momentos en los que
yo ya no quisiera saber: quisiera aventar la toalla. Pero luego digo: “Si yo no
busco a mi hijo, ¿quién lo va a buscar?”
Hasta el momento no hay novedades. Dijeron que había varias líneas
de investigación, pero nunca se han logrado concretar. Yo pedía, casi exigía,
que investigaran a la mamá de mi nieta y a su pareja. Antes de que mi hijo
desapareciera, él había discutido con ella para que le prestara a la niña y ella
no quiso, pensando que él andaba con otra. La pareja de ella amenazó a mi
hijo por teléfono: que dejara de molestarlos porque, si no, se las vería con él.
Después, hubo un momento en el que la mamá de ella me decía que estaban
en un rancho por Veracruz y la chica jura y perjura que estuvieron aquí por
Puebla. Yo quiero saber dónde estuvieron realmente.
La verdad es que sí duda una, porque fue en ese tiempo cuando encon-
traron restos en el Rancho Limón. Y como la mamá de la chica me habló y
me dijo que estaban en un rancho aquí por Veracruz, eso me hace pensar
mal. ¡Que Dios me perdone! Porque a veces uno adelanta juicios. Yo no la
acuso de nada, porque no sé. No puedo asegurar algo que no me consta.
Simplemente quiero que sea investigada, nada más.
Por otro lado, al parecer había un hombre con el que mi hijo se comu-
nicó. Fue la última llamada que tuvo en su teléfono. Cuando me dieron las
sábanas de llamadas aparece ahí una persona. Lo busqué en las redes sociales.
Mi Randy fue el que me enseñó, me abrió mi cuenta de Facebook; después
va uno aprendiendo más por la necesidad de encontrarlos, por la ansia de
saber algo de ellos.
Días después ese hombre puso en el Facebook: “Qué bien se siente eli-
minar a alguien y que no te agarre la policía”. Las autoridades lo buscaron
para investigar si tuvo algo que ver, para saber para qué le habló a mi hijo,
pero ya no lo encontraron. Ese número de teléfono ya lo tenía otra perso-

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na, que dio detalles de quién le había vendido el teléfono, pero luego se
arrepintió de dar informes. Siguen investigando, pero hasta ahorita no han
encontrado nada.
Durante siete meses anduve yo sola, trabajando y yendo diario a la Fis-
calía, hasta que llegó un momento que dije: “Ya ni caso tiene que vaya”. Dejé
de ir unos días y, cuando regresé, estaba una fiscal nueva que fue la que em-
pezó a trabajar en el caso de mi hijo, fue la que hizo cosas que el otro ni
siquiera. En ese tiempo me hicieron una entrevista en el periódico y luego
luego me habló un comandante y me dijo que necesitaba hablar conmigo.
Llegó y me dijo muy prepotente: “¿Qué dice usted? ¿Que no hacen nada
en el caso de su hijo?” Yo aprendí a sacar las uñas. Le respondí: “Mire, coman-
dante, si usted me demuestra lo contrario, yo me trago mis palabras”. Mandó
a traer el expediente de mi hijo y eran como tres hojas. ¿Después de siete
meses? ¡Por favor! Le dije: “A ver, ¿quién tiene la razón?” Y me dio la razón,
claro. Yo la tenía, porque no habían hecho nada. Fue la fiscal que se quedó
con el caso de mi hijo, fue ella la que empezó a hacer, a girar oficios, a pedir
las sábanas de llamadas, a trabajar, porque no había absolutamente nada.
En el estado de Veracruz estamos mal con las autoridades. No hacen
nada, son muy indolentes ante nuestra situación. A ellos no les importa que
nosotros estemos sufriendo porque a ellos no les ha tocado, ellos no han
pasado por una situación así. Hay mucha apatía. No les interesa, ni siquiera
hacen su trabajo. ¡Pura simulación! Y nosotros tenemos que aprender a exigir.
Estábamos avanzando bien con las mesas de trabajo en la administración
anterior, para que hubiera más atención en nuestros casos, pero ya nada.
Todos quisiéramos que fuera pronto. Yo quisiera que no nomás mi niño,
sino que todos los jovencitos aparecieran. Para mí es muy duro cuando veo
que ya desapareció otro jovencito. Revivo lo mío, porque pienso en todo
lo que esa pobre madre está pasando, lo que está sufriendo.
A veces creo que mis ojos ya están cansados de tanto llorar. Ya no sé qué
más hacer para encontrar a mi hijo, pero no pienso desistir. En este caminar
comienza uno con enfermedades. A mí se me desarrolló la diabetes. Yo que
nunca padecí de la presión, ahora ya tengo la presión bien baja. Al prin-
cipio me pasaba muchas horas sin dormir y me tomaba hasta 20 tazas de
café al día, si no es que más, y eso me mantenía. Siempre estaba yo con los
ojotes bien abiertos, esperando verlo llegar y, como no pasaba eso, llegó un
momento en el que me enfermé de los nervios. Entonces caí en cama. Fue

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algo devastador: primero pierdo a mi madre, a los siete meses mi hijo desa-
pareció y a los dos meses murió su papá. Gracias a Dios salí de ese asunto y
a seguirle a la vida, a seguir buscando a mi hijo. Trato de cuidarme, porque
digo: “Me pongo malita ¿y luego? ¿Quién lo va a hacer por mí?”
Cuando mi hijo desapareció, muchas de las cosas que a él le gustaba
comer las dejé de hacer en la casa. El único detalle ahí es que a su hermano
también le gustan mucho. Desde chiquitos les encanta la barbacoa a mi ni-
ños. Pero, desde que él no está, yo no voy a comprar barbacoa para mi otro
hijo, porque la primera vez que me acerqué ahí, me di la media vuelta, con
mis lagrimotas hasta acá. No pude.
También a él le encantan las papas a la francesa, pero nunca volví a hacer
papas a la francesa en la casa, porque no puedo. Tan solo de pensar que…
si a mí se me atora… se me atora la comida todavía. Ahí en el comedorcito
tengo la foto de mi hijo. Si estoy solita y estoy guisando, ahí es cuando estoy
hablando con él. Si alguien entrara en ese momento diría: “Esta señora está
loca”. No estoy loca, hablo con él porque lo veo ahí y yo quisiera… Aunque
sea en sueños…
Como que a veces empiezo a perder la esperanza. Le digo a mi hijo:
“¿Dónde estás? ¡Indícame dónde encontrarte! Yo te quiero encontrar”. To-
dos los días me levanto y le digo a Dios: “Señor, donde quiera que esté mi
hijo cuídalo, protégelo, si está con vida, no lo abandones y si no fuera así,
muéstrame el camino para llegar a él y encontrarlo. Es duro aceptarlo, pero
son tus designios”. Es difícil.
Con el Colectivo hemos aprendido a defendernos, a saber cómo actuar
en la Fiscalía y a exigir. Nos vamos empoderando. Y, cuando llega alguien
nuevo y podemos darle apoyo y acompañamiento, lo hacemos con gusto,
porque en su momento nosotros estuvimos solos, sin tener quién nos apo-
yara, sin saber qué hacer, a dónde ir. Anda uno perdido. Hubiera querido
que alguien me dijera.
Ha sido algo terrible, pero aquí estoy de pie y sigo luchando. Hasta mi
último aliento voy a seguir buscando a mi hijo. Mientras que Dios me preste
la vida, lo he de buscar. Me duele mucho decir esto, pero lo quiero encon-
trar como Dios me lo ponga, como Dios me lo muestre. No me gustaría
irme de este mundo sin saber nada de mi hijo. Por eso lo he buscado hasta
por debajo de las piedras y lo seguiré buscando hasta que Dios me lo permi-
ta. Y, si lo encontrara pronto, pues ¡qué mejor!, ¿verdad?

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Palabras finales

Tuve emociones encontradas al participar en este ejercicio de memoria pero,


a la vez, satisfacción por ser escuchada y saber que se va a trasmitir el dolor
que vivimos a raíz de la desaparición de mi hijo, porque es muy importante
visibilizar el problema que estamos viviendo.

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“Si denuncio le puede pasar algo,
lo pueden matar, pensé”

José Jaime Aparicio Trujillo


Desapareció el 6 de septiembre de 2014

Enriqueta Aparicio,
hermana de José Jaime

Mi hermano desapareció el día 6 de septiembre del 2014. Fue el úl-


timo día que yo lo vi, que estuvo en mi casa. Me fue a ver. Estábamos apu-
rándonos porque ya iba a ser el aniversario de fallecimiento de mi mamá y
ya estábamos haciendo los preparativos. Al día siguiente íbamos a ver
a nuestro compadre para ver lo del aniversario luctuoso. Mi mamá murió
el 1 de noviembre, pero queríamos hacer todos los preparativos con mucha
anticipación. Era su primer año de fallecida.
Quedamos de acuerdo para ir al día siguiente muy temprano con el
compadre. Pero llegó el domingo y mi hermano ni en cuenta. Él ya vivía
solo, porque con su pareja ya se habían dejado, aunque yo sabía que tenía
otra persona a su lado y que a veces se quedaba con ella. Por eso yo estaba
confiada en que él se podía haber quedado ahí y resulta que el lunes me
avisaron que no lo encontraban.
Él se dedicaba a la construcción y un familiar mío le habló para eso. Lo
llamó y ni razón de él. De ahí procedimos a buscarlo, preguntar ahora sí a
todos sus amigos si lo vieron. Nadie supo dar razón de él. Hasta ahorita no
se sabe nada. ¡Nada! ¡Está perdido! Sin que sepamos qué pasó.

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Lo único que se supo antes de los ocho días fue que subieron una foto
en la Estación 33, que era un antro que estaba aquí en Orizaba, en la calle
Sur 33, entre Oriente 6 y la vía del tren. Luego lo cerraron porque era un
centro donde habían sucedido otras cosas más, anteriormente. Al final los
dueños lo cerraron. En esa foto aparece él con otros amigos, conocidos de
nuestro pueblo. De ahí empezamos a indagar. Los familiares le preguntaron
a esas personas y simplemente ellos dijeron: “No sabemos nada”. “No estuvi-
mos con él.” “Nada.” Pero se tiene conocimiento que ellos salieron con él y
estuvieron conviviendo con él, como consta en la foto publicada por el antro.
La persona con la que andaba mi hermano fue a preguntarles, a pedir-
les que si sabían algo le dijeran. Fue a hablar con otros conocidos de ese
mismo antro y se enteró de que sí estuvo con ellos, que pagó la cuenta y
todo. Así de fácil desapareció después. Él se vino del pueblo en su camio-
neta; la encontré a un costado del antro, cerrada, todo, con las llaves de su
casa, intacta. ¡No puede ser posible que no hayan sabido nada!
El pueblo donde vivimos está por el rumbo de Córdoba. De ahí está un
camino que va para allá. Está un poco solo. Por ahí encontraron una fosa
clandestina, está muy retirado. La gente se dedica al corte de caña, café, las
labores del campo.
Mi hermano fue precandidato a alcalde por su partido. Era muy aficio-
nado a la política y siempre anduvo en esos asuntos. Cuando estuvo en el
periodo de las precampañas internas, como un año antes de que desapare-
ciera, él fue sustraído de su casa, lo amenazaron para que ya no siguiera en
la contienda. Así se lo dijeron.
Él supuestamente supo quién fue, pero nunca lo comentó, nunca lo dijo,
simplemente declaró: “Me retiro por mi familia”, porque en ese entonces
todavía vivía con su esposa. A partir de entonces ya se quedó todo tranqui-
lo. No denunció, dijo que se iba a retirar y hasta ahí.
En el periódico se dijo que mi hermano se había peleado con el ex alcal-
de del pueblo, pero él nunca tuvo un conflicto con el señor. Y fue más que
todo porque mi hermano era muy pacífico, muy confiado; también ese fue
el detalle, de que no le gustaban las peleas. Si salía a tomar, siempre andaba
con alguna persona que fuera su chofer, o si él se iba solo, luego me llamaba:
—Dile a tu esposo que me vaya a traer, estoy en tal lugar.
No se arriesgaba, no era una persona conflictiva, mucha gente lo cono-
cía en el pueblo y también en el municipio de Ixtaczoquitlán.

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Esa noche iba con los vecinos. Son vecinos, hasta eso. Son vecinos de
nuestro pueblo. ¡Son vecinos! Entonces uno se pregunta: ¿pues, qué pasó?
Los llamaron a declarar ya tres veces y simplemente ellos dicen que no
estuvieron con él, que se salieron antes del antro, que ellos no saben nada, y
hasta ahí. No los han obligado a más, pero se sabe que ellos salieron con él.
Mi hermano tiene un niño de quince años. Pero como ya se había se-
parado de su esposa, lo veía poco, aunque él lo quería mucho y estaba al
pendiente del muchacho. Lo iba a visitar, pero como que él estaba más ape-
gado a su mamá.
Yo no puse denuncia al momento con la esperanza de que lo hubieran
secuestrado y fueran a llamar. Se queda uno con el pendiente: “Si denuncio le
puede pasar algo, lo pueden matar”. Y la incertidumbre de no saber quién fue.
Yo denuncié hasta los dos meses, pero nunca recibí ninguna llamada. Nada.
Después de las denuncias sentí miedo, ante todo miedo, porque uno
se enfrenta a otra circunstancia. Como era yo sola, pues no le hacen caso
a una. Por eso le pedí apoyo al que era alcalde en ese momento y me dijo:
—Pues no hay nada que hacer, simplemente espera.
Así de fácil.
Mi hermano se dedicaba a la construcción, en ese tiempo él tenía obra
en el Municipio y el alcalde era su conocido, se llevaba con él, estuvo traba-
jando con él. ¡Y eso fue lo único que me pudo decir!
De sus trabajadores no dudamos, pues son gente a la que él le daba em-
pleo. Son gente de nuestro rancho, les daba empleo y estaban a gusto con él.
Era constructor, pero no era una persona prepotente sino todo lo contrario:
los sobrellevaba, les compraba cosas. Es un trabajo en el que te quitan mate-
rial, pero nunca, nunca les dijo nada, siempre los sobrellevó bien. Entonces
no creemos que haya sido alguien de la gente de ahí, alguien de ellos que
lo haya puesto.
Yo pienso que los amigos con los que estaba son los que saben qué fue
lo que pasó realmente. Está en ellos, ellos saben todo lo que pasó. Yo me
llevaba con algunos de ellos, los saludaba yo. Y ese lunes, después de lo que
pasó y antes de que supiéramos que mi hermano había desaparecido el do-
mingo, me encontré a una de esas personas que estuvo con él en el antro
y me vio, me saludó y no me contó nada. ¡Nada! Me saludó como si nada.
Ahora ya no trabajo. Además de atender a mi familia, me dedico a bus-
carlo. A veces dice mi esposo: “Te arriesgas, por tus hijos”. Pero ya no tengo

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papá, mi mamá también está fallecida, él es mi único hermano; entonces
¿quién lo va a buscar si no yo?
Estoy así buscando, siguiendo a doña Aracely para que nos apoye.
Mi hermano era muy dócil, muy amiguero, a cualquiera saludaba. Si
alguien le pedía una ayuda, poquito o mucho, él les daba. Es una persona
muy tranquila, no tomaba, no se drogaba, no andaba cargando armas, nada.
Para todo estaba ahí cuando se necesitaba. Eso sí, le gustaba la política. Cuan-
do le pasó la situación de que lo amenazaron, le dije:
—Retírate, eso no es nada bueno.
—Pero es que hay que cambiar al Municipio, hay que ver por la gente
que necesita, la gente que lo apoya uno…
—Pues sí, pero sabes que en eso se manejan muchos intereses. Para algu-
nos es perjudicial. Tú sí quieres trabajar, pero hay otros que manejan otros
intereses. Retírate, ya no te metas en eso, ya. Dedícate a tu familia y olvídate
de la política.
Pero no se fue. De algún modo él seguía participando. En el pan siem-
pre. Siempre fue militante de su partido. Se quedó ahí desde que empezó
como miembro activo. Se iba a todas las reuniones que había del pan a
Xalapa, a México. Andaba por donde sea, ese era su gusto.
Y el alcalde al que le pedí ayuda era del pri. Pero mi hermano lo apoyó
en su candidatura, porque veía que en ese tiempo en las campañas electora-
les había mucha corrupción.
Y mi hermano me decía:
—No, no puede ser posible que vengan a fregar a la gente otra vuelta.
Por la inseguridad, y por eso decía:
—¡Hay que apoyar a esta persona! Si no, ¡imagínate! La delincuencia va
a estar peor todavía.
No tengo idea si lo desaparecieron por su actividad política, ya que en el
tiempo que le pasó eso pues ya no había campañas, ya no había nada. Todo
estaba tranquilo. Entonces ni idea de qué haya sido, quién haya sido o por
qué haya sido eso.
Avances no ha habido, la verdad, ninguno. Pero en el Colectivo nos
apoyan. Algunas personas han encontrado a desaparecidos, porque con el
grupo como que te hacen más caso que solo. Hay acompañamiento. Ya en-
tre varios, las autoridades se prestan a mostrarte las cosas, porque si va uno
solo, la verdad, no.

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He ido a buscar y hacer trámites a Xalapa y doña Aracely nos apoya
en otros lugares donde a veces no puede uno ir. La Fiscalía metió a mi
hermano en el programa de recompensas, pero hasta ahorita igual, nada.
Nada. Con el nuevo gobierno tampoco hay avances. Nadie ha venido a
hablar con nosotros, no hay apoyos, no hay personal, no hay herramientas
para buscar.
Tengo familia pero, pues, en el momento en que pasa la situación se
alejan. Mis primos, por ejemplo, simplemente decían:
—Nos vamos a arriesgar, tenemos familia, no nos vamos a exponer. Tú
eres la hermana, tú enfréntate. Tú eres la que lo puede buscar.
Al menos mi esposo me deja venir a las reuniones, a preguntar, a salir
si es que hay algo. Él me apoya. Y a mis hijos yo les digo:
—Si no lo busco yo, ¿quién lo va a buscar? Nada más soy yo, y yo lo tengo
que encontrar. Hasta donde yo pueda y Dios me dé fuerzas.
Y ellos me dicen:
—Búscalo.
Con los hijos toma uno más precauciones. A veces siento como que
exagero. Tengo un hijo que dice:
—¡Es que es mucho!, ¡te posesionas tanto en decir las cosas! “Ten cui-
dado”, que “No salgas”, que “Ya es noche”, que “Si vas a la escuela, cuí-
date”.
A veces, para ellos, es difícil reconocer eso que uno ya sabe. Uno está
con la idea, otra idea… Yo lo sigo esperando y espero algún día poder
tener noticias de él. Tengo la esperanza de que algún día lo pueda yo en-
contrar. El tiempo pasa y ya son casi seis años sin tener noticias. A veces
piensa uno lo peor, pero hay que tener la esperanza de que lo logremos
encontrar con vida.

Palabras finales

Es difícil expresar lo que sentí al participar en este proyecto. Fue volver a re-
cordar los momentos en los que empezó nuestro peregrinar en la búsqueda
de mi hermano y revivir la incertidumbre de no saber de él. Volver a pensar

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en tanta maldad que existe y seguirse cuestionando ¿dónde está? Pero sé que
este es un medio de apoyo más en la difusión para encontrar a mi hermano
y una manera de sensibilizar a la gente. Por eso se agradece el tiempo que se
dedicó a escuchar. Ojalá que encontráramos más gente interesada que brin-
dara su apoyo.

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“Estar con él era todo el tiempo reír y reír”

Zito Ángel Zanatta Vidaurri


Desapareció el 18 de octubre de 2014

Delia María Cadó,


pareja de Zito Ángel

Yo conocí a Zito Ángel cuando tenía como trece, catorce años. Lo


conocí en una Semana Santa en la iglesia, un sábado de gloria. Fue a través
de dos primos míos, porque él también es mi primo de tercera, cuarta gene-
ración. Mis hijas dicen que siempre le agrego una generación más para dis-
culparme, pero no. Ahí él empezó a pretenderme, aunque sabía que éramos
parientes y su papá era mi tío. De hecho mis hijas llevan el mismo apellido
de mi suegro.
Ya cuando cumplí 16 años y él 20, comenzamos a ser novios. Él se de-
dicaba al ganado, a la caña, al hule. Iba y venía del rancho de su papá. Los
sábados llegaba a Orizaba y se regresaba los lunes o martes a trabajar. En un
principio, hace 30 años, esperábamos a comunicarnos hasta que él llegaba
aquí a Orizaba, porque no había teléfono allá en el rancho, mucho menos
celulares.
El rancho pertenece a Puebla, pero se entra por Cuitláhuac; por Tezo-
napa se baja uno. Así fue nuestra relación durante muchos años. Yo estudié
en la universidad y él iba a verme allá también. Era un hombre muy alegre,
muy amiguero. Estar con él era todo el tiempo reír y reír. Muy rara vez se
enojaba. No le gustaba estar enojado y mucho menos conmigo.

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Ya después de muchos años decidimos iniciar una vida juntos. Nunca
nos casamos, solamente empezamos a vivir juntos. Yo me embaracé y tuve
una niña. Él estuvo presente en el parto, ¡casi se desmayó! Después de la
niña, tuvimos una diferencia de opiniones y nos separamos un par de meses;
pero reanudamos la relación. A los dos años y medio me volví a embarazar
de otra niña.
Así fue siempre nuestra vida: él se iba al rancho, yo me quedaba en Ori-
zaba, cuidando ahora a las niñas. Después, él compró un rancho cercano al
otro. Porque ese donde él trabajaba pertenece a su mamá y a sus hermanas.
A él le gustaba su trabajo, le gustaban las áreas abiertas, la naturaleza. Por
eso compró un rancho, para que yo fuera a pasar allá las vacaciones: Semana
Santa, Navidad… Y allá nos las pasábamos con las niñas. Íbamos al río, las
llevaba a montar.
La casa donde vivimos él la quiso hacer grande, demasiado para mi gusto.
Yo le decía que algo pequeño, pero él está acostumbrado a las áreas grandes,
abiertas. Así vivimos mucho tiempo, con altas y bajas, consintiendo a las
niñas, porque era muy consentidor con ellas: no las quería regañar para
nada. Yo era la ogra ahí. Nos llevábamos muy bien, convivíamos mucho los
cuatro.
Él era muy de recibir amigos en casa, en el rancho. Le encantaba que
nos fueran a visitar al rancho y se pasaran allá el fin de semana o toda la
semana con nosotros. ¡Hacía unas comilonas! Toda la vida quería estar con-
viviendo. Probablemente eso fue lo que lo llevó a esta desgracia, porque
siempre quería estar rodeado de gente.
Esa noche pasó a ver a un primo y le dijo que se fueran a cenar. Se
fueron a cenar ahí en Fortín. El primo es divorciado y tiene un hijo; él
se quedó con los hijos. El niño iba a la secundaria, ahorita creo que ya está
en la prepa. Por los niños, el primo se retira temprano. Era un viernes, y el
sábado mi primo tenía que trabajar, pero mi esposo, como trabajaba por su
cuenta, pues se podía tomar los días que quisiera.
El primo se fue y Zito Ángel se quedó. No era tan tarde, eran como las
11:30, 12 de la noche. Para estar en un bar, no era tan tarde y, para una
persona económicamente independiente, de 47 años, las 11-12 de la noche
para nada que es tarde; entonces Zito Ángel decidió quedarse otro rato.
Ya por fin, cuando se retiró de ahí, se trasladó a Orizaba. Ya venía para la
casa y no sé qué pasó.

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Él sabía perfectamente que a esos lugares no podía entrar. No es que no
pudiera, más bien no debía entrar, porque ahí están las personas que sólo
se dedican a ver qué mal le producen a alguien más. En eso están: perjudi-
cando gente, y él lo sabía. Era del dominio público. Todos sabemos que en
tal bar venden droga o esto o lo otro. Y evita uno entrar. Si yo no consumo
drogas, pues no tengo nada que estar haciendo ahí. Y él sabía perfectamente
que no debía estar ahí. Lo agarraron.
Era un hombre muy inteligente, la verdad. Yo le tenía, le tengo mucha
admiración, aparte de todo lo que lo amo y lo quiero. Siempre se lo decía:
“Te admiro mucho”. Es una persona muy fácil para negociar. No sé qué le
pasó, se atontó. Pero terriblemente. Nunca lo había visto atontarse tanto, al
grado de poner en riesgo su integridad física. Pasó por ahí y lo detuvieron.
Zito Ángel siempre, desde jovencito, vistió de bota vaquera, pantalón
vaquero, el cinturón pitiado, camisa vaquera y sombrero. Es un hombre muy
alto, 1.85, no gordo, un hombre de mucha personalidad.
Dicen los que saben, porque yo la verdad no estoy enterada de ese tipo
de situaciones, que a esa hora, entre las dos, tres de la mañana, ya los jefes de
los cárteles pasan a tomarse una copa para revisar. Cuando Zito Ángel llegó
a ese lugar estaba puro halcón, puro chamaco entre 17 y 20 años, y ellos se
sorprendieron mucho al ver a mi esposo. Al verlo, estos como que se apani-
caron. No quiero decir que tuvieron miedo, pero como que sintieron algo y
se la empezaron a hacer de pleito.
Él no era un hombre de pleito, pero al parecer lo empezaron a provocar
para sacarlo, porque lo querían catear. Todos sabemos también que los poli-
cías están en nexos con ellos por una módica cantidad y al poco rato llegaron
cuatro patrullas de doble cabina para atender una riña ahí. Horas antes había
habido una riña con los Zetas y dicen que llegaron muchisísimas patrullas.
Teníamos por costumbre entre amigas avisarnos si sabíamos de alguna
balacera. Nos preguntábamos por dónde andábamos y nos preveníamos. Pero
como mis amigas ya sabían que yo no salía –desde hace mucho tiempo dejé
de salir– nadie me avisó nada. Normalmente yo le hablaba a él y le avisaba:
—Oye, si vienes para acá, pasa esto, ten cuidado, corta vuelta.
Pero ese día nadie me avisó. Como que los planetas andaban todos locos.
Llegaron cuatro patrullas, con dos policías cada patrulla, y se lo llevaron
detenido. Dicen que se lo llevaron en la cabina, no en la batea. También se
llevaron al tipo que lo provocó, con el que tuvo la riña, ese sí en la batea.

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Eran puros chiquillos, de esos niños que crecen en la calle y que por una
u otra cosa caen en la delincuencia. Y Zito Ángel, como me dijo alguien,
es un hombre bien alimentado, de mucho trabajo, un hombre fuerte. Lo
quisieron atacar y él, de muy rápida reacción, se defendió.
Ya en la cárcel hicieron sus respectivas llamadas. No le quitaron el ce-
lular, no le quitaron el cinturón, ni el reloj. No le quitaron nada para dete-
nerlo, así lo metieron a una celda. Ellos mismos dicen que no lo tuvieron
detenido ni 10 minutos después de que él hizo su llamada. El hermano de
Zito Ángel fue delegado de tránsito de Orizaba y de otros municipios, en-
tonces todavía tenían contactos políticos. Por eso lo soltaron.
Cuando lo dejaron ir, dicen que ya había un auto que había estado dan-
do varias vueltas alrededor del camellón. En los videos se ve que se bajaron
dos personas y lo subieron a un Jetta rojo. Ese Jetta era del tipo que en ese
momento estaba al mando de los Zetas, aunque él ya está preso y dice que
no fue él y que no fue. Total que se lo llevaron. Yo no he visto los videos, la
verdad, todavía no me siento lista para verlos.
Al otro día yo lo empecé a buscar. Empecé a hacer llamadas. Yo ya pre-
sentía algo y empecé a hacer llamadas, pero no. Nadie y nadie. Le hablé a sus
hermanos, pero se presentaron hasta el lunes. Había llovido mucho y no po-
dían salir del rancho. Lo empezaron a buscar, pero no estaba en ningún lado,
nadie sabía de él. Fueron a hablar con el que estaba de presidente municipal
en ese momento, y él le dio la orden al comandante, el que luego estuvo en
Gobernación. Y él dijo que no. Lo mandó al carajo, así; prácticamente lo
mandó al carajo el presidente municipal, lo trató como un pendejo.
Yo no fui, porque desgraciadamente –o afortunadamente– no tengo una
buena relación con la familia de él. Mi cuñada y mi cuñado fueron los que
estuvieron en la búsqueda en ese momento. Fueron a hablar con el coman-
dante y él les dijo que él ya los había soltado y que seguramente Zito Ángel
se había ido con el gay con el que había tenido la discusión y que en una
semana, probablemente, ya estaría de regreso.
Eso no es verdad. Todos los que conocemos a Zito Ángel sabemos que
no es cierto. Él podrá tener muchos defectos, pero no. Ni siquiera es homo-
fóbico, como para decir que oculta su inclinación. Teníamos amigos gays y
siempre muy bien, con mucho respeto y todo.
Se hizo la denuncia, pero a mí de buena fuente me dijeron que nadie
lo buscó. Nadie, ningún policía lo buscó. No lo buscaron en ningún lado,

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ni los del estado, ni los federales, ni los municipales. La denuncia no tiene
ningún avance. Es una carpeta que ha de medir, no sé, como 60 centímetros
de alto, de tanto papel que tiene. Pero, de todos esos papeles, ni uno solo ha
servido. A mí, por lo menos, no me ha servido de nada.
No tenemos ni apoyo psicológico ni nada. Yo no tengo nada. Mi suegra
se quedó con todas las propiedades que él había generado para mí, para sus
hijas y para él. Se quedaron con todo y ahorita hay que tramitar el juicio.
Sí voy a poder tomar posesión de todo el ganado y predios para mis hijas,
como albacea, pero hasta que salga lo del juicio de presunta desaparición y
luego la presunta muerte. Grosso modo, eso es lo que vivimos y lo que pasó
con Zito Ángel. No sabemos dónde está.
Tal vez fue una venganza política, porque el jefe de Gobernación cono-
cía bien a mi cuñado y cuando él era director de tránsito le gastaba bromas.
Tanto mi esposo como mis cuñados tienen un humor muy negro, muy
sarcástico. Son unas personas agradables, que difícilmente caían mal. Pero
el jefe de Gobernación es una persona corrientita. Tiene muchísimo dine-
ro, pero el dinero no le quita al final de cuentas lo corriente y lo ignorante.
Y no hay nada peor que un naco con dinero. Un pendejo con iniciativa y
un naco con dinero es lo peor que se puede uno encontrar en el mundo.
La verdad, yo estoy segurísima que él dio la orden cuando supo que
tenían a Zito Ángel detenido. A lo mejor por algo que mi cuñado, que ya
falleció, le ha de haber hecho. Porque mi cuñado era mula, la verdad era
una mula. Yo soy igual, tengo el humor muy negro y soy muy sarcástica para
hablar también. Y si me ponen de mal humor, los mando a chingar a su
madre, pero rapidito. Por eso, hoy que no tengo quién me defienda ya no lo
hago. He tenido que evitarlo. Antes me valía madre, porque siempre venía
él y sacaba la cara por mí, pero ahora mejor ya no.
Era un cabrón mi cuñado, y algo le ha de haber hecho a Herebia. En
ese momento Herebia se había comprado unas grúas y me imagino que mi
cuñado lo ha de haber bloqueado con sus grúas. Y el otro se daba unas en-
canijadas pero sabrosas. Porque la gente entre más tiene más quiere. Y ahí
encontró su venganza.
Ni siquiera le hizo el daño a la familia de su hermano; me lo hizo di-
rectamente a mí, y a su mamá. Sus hermanas y su hermano y la viuda de su
otro hermano, al final de cuentas, siguen su vida. Su mamá y yo somos las
mujeres que más lo amamos. Y mis hijas también; pero ellas van a seguir su

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vida, se van a casar, van a tener sus propios hijos y, al final de cuentas, Zito
Ángel y yo vamos a pasar a la historia. Rapidito. ¡Como es ley de la vida!
Los hijos son pésimos, y lo digo como hija, no lo digo como madre. Yo
he sido una persona muy despegada de mi familia. Amo a mis hijas y amo a
Zito Ángel y yo vivía nada más para ellos. No sé si estuvo bien o estuvo mal,
porque ahorita me siento como perdida. Él era mi todo, él y mis hijas, mi
casa, yo. A él le gustaba que yo fuera al gimnasio y yo iba al gimnasio; a él
le gustaba que yo no saliera y yo no salía, y así estuvimos siempre. Ahorita
estoy sola con mis hijas, trabajando.
Me extorsionaron, porque subimos mi número celular a Facebook y lo
captaron en una cárcel e inmediatamente me empezaron a hablar. Y por el
aspecto físico de Zito Ángel, se ve que no es papanatas, un pelagatos cual-
quiera, y que traía buena ropa. Por eso me pidieron cuatrocientos mil pesos.
Les pedí una prueba de vida y me contestaron puras estupideces. No sé qué
esperaban, que yo temblara de miedo. Pero desde un principio yo me dije
que con miedo, enferma, debajo de la cama, no lo iba yo a encontrar: tenía que
mantenerme fuerte. Yo les dije que sí, que les daba el dinero.
—Pásamelo –les pedí.
—No lo tengo aquí cerca.
—Ok, pregúntale cómo me llamo por favor.
—Es que no lo tengo cerca.
—Por eso, pero debes de tener un celular o un radio. No sé cómo te estés
comunicando, pero es alguien que te va a generar dinero, no puede ser po-
sible que no tengas comunicación con quien lo está cuidando.
—Ok, aguántame, ahorita te regreso la llamada.
Fue mi hermana la que subió el celular al Facebook, con su nombre y
todo, pero este imbécil me regresó la llamada y me dice:
—Gloria. Dice que te llamas Gloria.
Y mi hermana no se llama Gloria tampoco.
—No me llamo Gloria. Pregúntale de qué color tengo los ojos, no sé,
otra cosa. Cómo es él, dime algo, algo que convenza para que yo te deposite.
—Ahorita te regreso la llamada.
—Que tienes los ojos bichos –dijo cuando volvió a marcar.
—No, no tengo los ojos bichos. Dile que te diga mi nombre, no sé, algo,
algo que a mí me convenza.
—¡Ya le corté la lengua!

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—Entonces que escriba, porque sabe escribir.
Ahí se siguió con puras ofensas;
—Hija de tu puta madre, vete a la verga, y aquí los huevos no son al gusto…
Yo tenía ganas de mandarlo a rechingar a su madre, pero me dijeron: “No
lo puedes ofender porque qué tal si sí lo tiene”. Y yo decía: “Güey, no lo tiene,
no lo tiene, yo sé que no lo tiene”. Y, efectivamente, no lo tenía. Ya después
vimos que era un número de Hidalgo, no sé si haya por allá una cárcel.
Y pues sí ha sido muy difícil todo esto desde que él no está. A pesar de
que veo las noticias de tantos tráilers y tantos muertos día con día y fosas
y fosas, la verdad que tengo la esperanza de volverlo a ver. Y tengo muchas
ganas de volverlo a ver. Él, repito, es un hombre muy inteligente, sabe de
muchas cosas, sabe de campo, de ganado, de mecánica. Él desbarataba un
tractor y lo volvía a armar. Yo le decía: “Güey, no mames, yo le saco las pilas
al control y ya no se las puedo meter”. No sé si era porque lo amaba tanto,
lo amo tanto, que lo admiraba también, o es que de verdad se lo merecía.
Mis hijas están enojadísimas, porque tenían una vida bastante cómoda.
Tenían una mamá que era cien por ciento para ellas, por lo menos de lunes
a viernes, y ahora, por más que me esfuerzo, no puedo estar. ¡Lo extraño
mucho! Ellas tuvieron que cambiar su vida completamente, salir de escuelas
particulares, dejar de ir a gimnasia, dejar todo, todo lo que tenían, dejar de
salir, vivir con angustia, viendo cómo me derrumbo día con día, y están muy
enojadas.
Conmigo y con él. Conmigo, porque dicen que yo debía ser más dura
con él, más celosa. Pero a mí no me gusta ser así, a mí no me gusta que me
celen y que se quieran posesionar de mí. Entonces ¿yo cómo iba a ser así con
él? Mi cuñada también me lo dijo: “Tú tienes la culpa, porque lo dejaste que
hiciera lo que quisiera al güey”. No tenía tres años como para decirle: “Deja
eso”. Tenía 47 y no todo eran malas decisiones con él. Tenía muy buenas
decisiones también y, desde mi punto de vista, tenía todo el derecho del
mundo de irse a tomar una maldita copa, porque no se la estaba pidiendo
a nadie, él estaba pagando con su dinero de su trabajo. Por eso no le decía
nada, porque él era libre.
Por eso están enojadas, porque yo se lo consentía todo. Si él quería to-
mar, yo lo acompañaba. Si quería invitar amigos, yo le recibía a los amigos,
a la familia, y no había ningún problema. Ahí está ese enojo de todos: “¿Por
qué, si tú todo le aguantabas, tenía que irse a un bar? ¿Por qué, si él sabía

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cómo estaba la situación, tenía que irse a un bar? ¡No tenía nada que estar
haciendo ahí!”
He estado buscando en todas partes con el Colectivo, menos en fosas,
porque tengo que tomar cursos y, como me dedico a las niñas, no puedo ir.
Además, tengo que trabajar, porque él era nuestro sostén cien por ciento, de
todo a todo, y ahora yo soy la que mantiene la casa. Yo nunca había trabaja-
do. Soy licenciada en química agrícola, pero nunca he ejercido.
Cuando él desapareció, mi cuñado entró a hacer el quite un poquito,
pero muchas cosas se tuvieron que ir. Me empezó a dar un préstamo, una
cantidad, que no es ni el 50% de lo que Zito Ángel me daba, y en calidad
de préstamo. No hay problema, pues, al final de cuentas, cada quien trabaja
para sí mismo. Me ayudó a conseguir un empleo y en eso estamos trabajan-
do las tres.
Solamente he estado preguntando, de boca a boca. Los policías están
detenidos, pero a mí no me permiten ir a verlos; ni pgr ni mi cuñado me
permite, porque me dice que puede ser peligroso que me conozcan. A mí no
me conocen. Como a Zito Ángel no le gustaba que yo saliera, yo no salía; en-
tonces muy poca gente me conoce, aunque soy de Orizaba. De por sí, todos
estamos en riesgo, pero, nosotras que tenemos desaparecidos, un poquito
más, porque ya estamos adentro. Entonces no me dejan ir.
Estamos esperando la sentencia de los policías, porque aún son “pre-
suntos”, no se han declarado culpables.
He estado hablando con una persona de México, que supuestamente
estuvo en el interrogatorio y todo, pero no avanza nada. Estamos en ceros,
con todo y los cambios de gobierno. El caso es federal, ya la carpeta va en
un metro de alto, pero igual los fiscales están rebasados: hay miles de casos.
No hay apoyos de nada. Lo que yo pienso: ¿por qué chingados no se aga-
rran 10 desaparecidos y que no paren hasta encontrarlos? Y luego otros 10,
¡órale! Y aunque sea un diente, chingao. “Sí, este es de Zito Ángel, órale ya,
sácate de acá”. Y que le sigan. Si encontraran una prueba, ahora sí, ya estaría
convencida: está muerto, ya no va a regresar. Al menos ya le podré… La ver-
dad, ese es otro detalle: tampoco quiero que me digan que ya está muerto.
Él ya tiene más de cinco años desaparecido y, la verdad, temo tocar fon-
do, porque sé que en algún momento tiene que suceder y no sé si pueda
levantarme. Por eso prefiero hacerme pendeja sola. Porque esa es la verdad.
Prefiero esperarlo, prefiero pensar todos los días que hoy sí va a regresar, que

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hoy sí va a ser el día. Me paso noches enteras sin dormir todavía y también
pienso: “Ojalá hoy sí me hablen para decirme que ya lo encontraron”. Vivo,
obviamente. Sé que existe el 1% de probabilidades de que aparezca, pero no
importa. Prefiero vivir con eso. Prefiero vivir con esa idea de que en algún
momento nos vamos a volver a ver y vamos a estar juntos.
Realmente a la gente no le interesa. Una persona, pues no tan cercana,
pariente, a su esposo lo secuestraron. Lo secuestraron en el rancho. La mu-
jer vive aquí en Orizaba. El marido, igual que Zito Ángel, iba y venía para acá.
Lo secuestraron y yo nunca la fui a ver. La relación no es cercana; alguna
vez fue cercana, pero como que yo noté que le caía mal y dije: “¿Pues qué
chingados hago aquí?” Me abrí. Luego secuestraron a su esposo y nunca la
fui a ver. Yo en ese momento tenía cuatro mil pesos y se los di. Le pidieron
cinco millones de pesos en aquel entonces, así que no creo que le haya servi-
do mucho.
¿Cómo puedo pedir empatía si yo en su momento no fui empática? Ni
siquiera fui, no sé, a llevarles tortillas a lo mejor. Cuando se está en esta si-
tuación, en verdad es terrible, no dan ganas de nada, cocinar, comer… Solo
quiere una estar pegada a la puerta esperando a ver a qué horas va a regresar.
Y por los demás tiene uno que seguir. Por mi mamá, por mis hermanos, por
mis hijas. Todo el mundo te dice: “Es que por tus hijas”. ¡Coño! No quiero,
ya no quiero. Porque a lo mejor ellas van a estar mejor sin mí.
Cuando él desapareció, tenían 16 y 12 años. Se enojan mucho de que
yo lloro. No puedo llorar delante de ellas, tengo que controlarme, aguantar-
me y aguantarme. Y, la verdad, no está padre.
No quiero apoyo psicológico. Lo ofrecieron, pero nunca llegó. Mi hija
mayor ya se está pagando ella su psicólogo, porque ha tenido un par de pro-
blemitas de agresividad. Dice que esa no es ella, pero también entiende que
está enojada. Está muy enojada por esto que le está tocando vivir, que defi-
nitivamente no tenía por qué. Hay muchísima gente que conocimos ahora,
gente nefasta, y que no tenía nada que hacer en nuestras vidas, porque para
empezar no aportó nada.
Dicen que por algo se te atraviesan en la vida; pues será solamente para
no voltear a ver pendejos porque ¡en serio! Esa parte es la más difícil: en-
contrarse con gente que solo nos ha venido a tratar de hacer mierda. Mi hija
andaba con un pendejo que sí tiene mucho dinero, pero yo nunca se lo pedí,
ni ella tampoco. Y un día él le gritó que era una muerta de hambre. ¡Y sabien-

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do! ¡Sabiendo por la situación que estamos pasando! Se supone que tenían
una relación de noviazgo, era para que la tratara como su princesa.
Nos cambió la vida, pero estamos trabajando mucho las tres, emocio-
nalmente, anímicamente. Me gustaría, me encantaría recuperarles un poco
de la situación económica, la estabilidad. No me importa dejar el alma en
eso y la estoy dejando. Porque yo sé que la estabilidad emocional ya no se
va a regresar. Estos cuatro años que han pasado sin él han sido muy feos. Y el
hecho de que ellas me vean sufrir, a ellas les duele. Un día mi hija mayor,
me dijo: “Lo que sí está claro es que amas más a ese hombre que a tus hijas”.
¡Claro que no! Solo que él no está y no sé dónde está. Porque, si él me
hubiera dejado, a lo mejor lo estaría odiando o ya iría en el veinteavo ma-
trimonio. He recibido algunas proposiciones matrimoniales en este lapso,
que obviamente no pienso aceptar. Pero si hubiera sido un divorcio, una sepa-
ración, pues por lo que sea, por ardida, por puta, por lo que quieras, ya me
hubiera revolcado con cuanto cabrón. Pero no sé dónde está, ¡no me dejó!
¡Él no me dejó! ¡Él no me hubiera dejado! Definitivamente no me hubiera
dejado. Y eso les duele a ellas: el ver que una decisión estúpida nos cambió
la vida.
Es que hay que cuidarse. Yo una vez leí que el ser humano no ama su
libertad, que se pone constantemente en riesgo, que hace muchas estupide-
ces. Yo sí amo mi libertad, me encanta mi libertad, y por eso no salgo de
noche, y por eso no hago estupideces y no hago imprudencias, porque me
encanta ser libre. Y a él le encantaba ser libre, pero no sé qué pasó. El chiste
es que no está y no sé si va a volver. ¡No sé si va a volver!

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“Nunca digas: A mí no me va a pasar”

Hugo Trujillo Hernández


Desapareció el 11 de diciembre de 2015

Isabel Trujillo Hernández,


Catalina Hernández Enríquez,
hermana y madre de Hugo

Hugo desapareció el día 11 de diciembre de 2015, entre las cinco y las


seis de la tarde. Decimos –y por ahí hubo un testigo– que lo agarró una pa-
trulla de los estatales. Tenemos la placa, el número de la patrulla, tenemos
el nombre de los policías. En ese tiempo estaban al mando de Bermúdez
Zurita, que ahora ya está fuera de la cárcel. Los policías también están en la
cárcel, pero nuestro fiscal nos dijo que ya los fue a ver y que les enseñó la foto
y dicen que no lo han visto, que no saben nada. Solo eso nos dijo. No se
puede creer eso. ¿Qué tal si ni fueron? Eso es lo que dicen ellos pero, ¿qué
tal si de veras ni fueron y ni se entrevistaron con los policías?
¡Qué van a decir que sí lo tuvieron o que lo mataron! Mi mamá dice que,
si ya lo mataron, que digan dónde lo tiraron, dónde dejaron el cuerpo, dónde
dejaron los huesos, para que ella los vea. Ella siente que, si no se encuentra
nada, existe la posibilidad de que esté vivo, aunque ella sabe que la mayor po-
sibilidad es de que esté muerto. Mi mamá lo entiende y lo comprende: ella lo
único que quiere es ver su cuerpo, ver sus huesos o un pedazo de él para estar
tranquila, porque no está tranquila desde que desapareció. Va a hacer tres
años este 11 de diciembre. Ese día a mi hermano se le descompuso su coche,
porque él era taxista, es taxista, y como son lugares que están muy lejanos, él

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se dedicaba a llevar gente a Cuitláhuac y a dónde le dijeran. Paraba el taxi en
la casa y ahí mismo le llegaban los viajes o le hablaban por teléfono. Ese día
se le descompuso su coche y lo llevó al taller. El taller estaba en La Amplia-
ción. El mecánico le dijo que le hacía falta una pieza y él dijo que iba a ir a
traerla a la siguiente comunidad, que se llama Cerritos.
Se fue caminando porque Cerritos está cerca, sabiendo que si se encon-
traba un raid pues ahí se iba. Llegó al entronque hasta la calle por donde se
va para Cerritos. Más adelante por ese camino había un cañal, y ahí estaba
la patrulla de los estatales esperándolo. Y que lo agarran y que lo suben.
Hubo testigos, de los cortadores de caña que estaban ahí, y ellos vieron
de lejos lo que pasó. Uno de ellos declaró que vio cómo lo subieron a la
patrulla y se lo llevaron.
Fuimos luego a Cerritos a buscar a esa persona, pero ahorita ya no vive
ahí. ¿Lo amenazarían? ¡Quién sabe por qué! Nadie sabe nada y nadie dijo
nada. Al principio, cuando pasó todo, un policía, con engaños lo llevó a la
comandancia y lo hizo declarar; pero ya después de eso se desapareció, no
se supo nada de él. Eso fue lo que pasó.
Dicen que eran entre las cinco y las seis de la tarde, fue el 11 de diciem-
bre. A las doce de la noche son las mañanitas a la Virgen, y todos sabemos
que iba a haber misa. Él tenía esposa y dos hijos, y le dijo a mi mamá:
—Te llevas a la mujer y yo los alcanzo allá.
—Sí, m'ijo, te apuras –le dijo ella.
Nunca llegó.
Todavía tenían la esperanza de que al otro día llegara. “A lo mejor –di-
jera mi mamá– se fue a tomar o algo”.
Pero temprano, al día siguiente, fueron a avisar. El del taller fue a decir
que mi hermano nunca llegó con la pieza y que ya no lo había visto. En-
tonces nos empezamos a mover. Me hablaron a mí, porque yo no vivo con
ellos, yo vivo por Yanga, y ya yo me fui a verlos y nos fuimos a buscarlo a los
cañales, a los pozos que hay por ahí cerca.
Lo buscamos en el cañal donde nos dijeron y encontramos su cinturón.
Estaba roto, no tenía la hebilla, nada más su cinturón. A lo mejor al subirlo
a la patrulla lo forzaron o algo y ahí lo dejó tirado.
Hubo otra persona que lo vio en Matatenatito. Por ahí pasó la patrulla
de los estatales y dicen que arriba llevaban a un muchacho gordo, pelón,
que se parecía a mi hermano, porque el señor que lo vio era su amigo o su

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compadre, no sé. Entonces él les dijo a todos que parecía que ahí llevaban a
su compadre. Estaba tardeando, eran como las siete de la noche y esa fue la
última vez que lo vieron, hasta ahorita.
Lo buscamos, subimos al internet su foto, preguntamos, fuimos a los
pueblos cercanos. Yo fui con mi papá. Nos decían que encontraban un cuerpo
e íbamos. Nos fuimos hasta Soledad de Doblado y a otros muchos lugares,
buscándolo. Una deja muchas cosas: a los hijos, al marido… Pasan muchas
cosas en la vida que no puede una salvar, que no sabe cómo manejar.
Otras personas no saben manejar ese dolor como una. Yo aprendí a no
llorar, a quedarme callada, a no llorar para que mi mamá no me viera. Apren-
dí a ser fuerte por ella. Desde el día que mi hermano desapareció mi mamá
no duerme, dejó de comer, se le olvidan las cosas, incluso hasta quiso morir-
se. Se tomó unas pastillas para ya no vivir, para ya no sentir ese dolor. Tardó
dormida tres días y no podíamos revivirla, no podíamos ver qué le pasaba.
Después nos dijo que se había tomado las pastillas que le había receta-
do el psiquiatra para poder dormir. Los doctores dijeron que a la mejor le
habían dado las dosis muy fuertes, por eso había tardado dormida. Pero no:
ella se tomó muchas pastillas porque se quería morir. Vive porque tiene que
vivir pero, si por ella fuera, ya no viviría.
En la familia somos dos hermanas y mi hermano, y nosotras le dijimos
que por qué, si todavía nos tenía a nosotras. Yo soy la más grande y mi
hermana es la más chica; mi hermano era el de en medio. Cuando desapa-
reció tenía 36 años. Ahorita en este diciembre que viene cumpliría treinta
y nueve.
La mujer de mi hermano la primera semana sí andaba con nosotros,
preocupada por su marido, y mi mamá le dijo:
—Si quieres vete donde está tu mamá, te distraes y después vienes.
Y ella decía que se iba a quedar con nosotros hasta que él apareciera,
pero solo se quedó como dos o tres semanas; luego se fue a donde está su
mamá y ya nunca regresó. Se llevó a los hijos y nunca volvió.
Ya no dejó que mi mamá viera a sus nietos; ese fue todavía otro dolor
más: ya no ver a sus nietos. Mi papá la demandó para que los dejara ver a
los niños. Hasta abrieron una cuenta para que mi papá le pasara dinero a la
señora, pero aun así no nos deja verlos. Les hemos dicho a licenciados que
hagan el intento, pero ella es una persona cerrada, una persona ignorante
que no entiende razones y no nos los deja ver.

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No entiendo por qué es así, porque los hijos no son solo de ella, también
son de mi hermano. Son un pedacito de mi hermano. Y mi mamá y mi papá
tienen derecho a verlos, después de ese dolor tan grande que han pasado, ¡te-
nían derecho a verlos! Mi mamá nunca la trató mal. A veces le decía esas cosas
que las suegras dicen: “No le pegues al niño”, que esto, que lo otro. Pero de
ahí no pasó. Ningún licenciado puede hacer que vean mis papás a los niños
y nosotros queremos, no sé, que hagan algo para que ellos puedan acercarse.
También queremos saber si los policías están en la cárcel. ¿Cómo voy a
creer que no hablan? ¡Tienen que obligarlos a hablar! Si ellos se los llevaron,
hay testigos, hay quienes vieron cómo pasó y ellos dicen que no. ¿Cómo van
a decir que no? Si ya lo mataron, ya nada más que digan dónde lo dejaron,
dónde lo tiraron, para saber.
Hay muchas cosas que se pueden hacer: recabar la sábana de llamadas
de los policías, ¡y no lo hacen! No sé por qué. Hasta nos habíamos hecho la
prueba de adn y después resultó que no era cierto, que nada más fingieron
que nos habían tomado la muestra del adn a todos los colectivos. Nada más
nos dan atole con el dedo y no hacen nada, y la familia se desintegra.
Nos quedamos nosotros solitos: mi papá, mi mamá, mi hermana y yo,
porque los demás se hicieron a un lado. Te apoyan al principio y te dicen
que están contigo, pero después ya se olvidan. Solo nosotros no lo olvidamos.
Yo hago lo posible por venir a cosas del Colectivo, a ayudar a mi mamá,
porque ella vive en la colonia Primero de Mayo, municipio de Tierra Blanca.
Y ahí vivía mi hermano también.
El taller del taxi está en el siguiente pueblito, que es Ampliación, pero
también los policías fueron a espantar al señor del taller; luego él le fue a
reclamar bien enojado a mi papá que lo habían ido a espantar con sus pis-
tolotas, y dice mi papá:
—¿Y yo qué tengo que ver? Mi hijo nada más dejo ahí el coche, yo no
tengo nada que ver; ahí dejó el coche y se fue. El dueño del taller fue la última
persona que lo vio, pero de ahí no pasa.
De hecho, el señor nos ayudó a buscarlo, iba con nosotros cuando lo
íbamos a buscar.
Es un dolor muy grande tener un desaparecido. No encuentras respues-
tas a tantas preguntas: ¿por qué a mí?, ¿por qué a él? No sabes dónde estará,
qué hará, si está vivo, si está muerto. No sabes. Ahorita en Veracruz mucha
gente ya tiene un desaparecido. Yo creo que de 10 familias, seis o siete tie-

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nen un desaparecido, y cada vez más y más. Nosotros en el Colectivo llega-
mos a ser 50, y ahorita ya somos más de 100, 150, 200. Y éramos poquitas
cuando nosotros ingresamos hace tres años. Hace dos años y medio éramos
50, y ahorita ya somos más de trescientos cincuenta.
Conocimos a la señora Aracely por el Facebook, donde salió la foto
de la señora que le había gritado a Duarte, y después en el Face salió que
Aracely Salcedo, que el Colectivo Familias de Desaparecidos, y luego salió
que en Amatlán iban a ir a salir a buscar fosas clandestinas. Así supimos que
estaban en Amatlán y allá fuimos, mi mamá y yo, temprano, y encontramos
a dos señoras del Colectivo. A ellas les dejamos los datos y la foto de mi
hermano y nos integramos a él.
Luego vinieron a hacer pruebas a Amatlán y ahí nos hicieron el adn.
Y después lo hicieron en Orizaba y allá nos fuimos. Ya mis papás ya se lo
habían hecho tres veces en Tierra Blanca, por parte de la Fiscalía del lugar.
A mí también me lo hicieron, pero hasta ahorita nada se ha encontrado.
Hemos visto fotos de lo que está en el Semefo: de cuerpos, de huesos…, pero
no, ninguna señal de nuestro desaparecido.
Hemos ido a las cárceles. Mi hermana fue, pero no la dejaron entrar.
Le dicen a doña Aracely que le van a dar permiso de ir y todo, pero no sé si
saquen a todos los reos. A lo mejor esconden a unos, ¡tantas cosas que hace
la justicia por esconder sus fechorías! Como los tráilers que encontraron en
Guadalajara: ya sabían y no tenían donde meter los cuerpos y hasta allá los
llevaron. Creo que unas compañeras del Colectivo andan allá, porque a mí
me pidieron mis datos, que en qué fecha había desaparecido mi hermano,
pero pues tu desaparecido puede estar en cualquier lugar; incluso en otro
país, y tú nunca vas a saber.
Yo siento feo por mis papás, porque de un tiempo para acá se pusieron
más viejitos. Ellos estaban llenos de vida, fuertes, sanos. Mi mamá de por
sí padecía de la presión, siempre toma su pastilla porque se siente mal. Mi
papá no tiene ninguna enfermedad, pero pues ya está viejito, cansado. Él es
un señor medio enojón, no expresa sus sentimientos, pero cuando le llega
la nostalgia llora amargamente. Y qué feo que una hija como yo vea llorar a
sus padres así, que no pueda hacer nada para que ya no lloren, para calmar-
les su dolor. No puedo hacer nada. ¡Yo qué más quisiera! Decirles que ya lo
encontraron. Pero no, y se siente muy feo verlos llorar. Hay que aguantarse,
hacerte la fuerte, para que no te vean llorar.

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En la familia pasaron muchas cosas. Mientras yo andaba buscando a mi
hermano con mi mamá, mi marido se aprovechaba y andaba con una mujer
y, a últimas, me dejó. Me dejó por otra mujer. Me fui, pero andaba con mi
mamá buscando a mi hermano, mientras él se aprovechaba para verse con
su amante. Y son cosas que una no tiene contempladas por más que quiera.
Y me hizo mucho daño, porque a veces las mujeres cambian a los hombres:
él me llegó a pegar.
Casi me mochan mi dedo, porque me lo lastimó, y todo porque lo ca-
ché con ella y me pegó. Las cosas que una viene arrastrando por todo eso…
Tengo cuatro hijos, dos casados. Uno se dejó de su mujer y vive conmigo.
Mis dos hijas ya están grandes. Una tiene 20 y la otra, 17. La muchacha de
20 está estudiando para enfermería, nada más le falta un año y ya se recibe,
y la otra va a salir de la prepa, ya nada más le falta este año.
Yo aguanté a su papá y lo perdoné por ellas. Dije: “Ya nada más les falta
un año, ya que salgan de la escuela y lo corro”. Pero no aguanté. Lo encon-
tré con la mujer en su parcela y le dije que se fuera de la casa. Y ahora yo
tengo que trabajar, me tuve que buscar un trabajo. Después de que estuve
26 años casada con él y nunca trabajé, ahorita lo tengo que hacer.
Trabajo en una casa haciendo el quehacer y cuidando niños de lunes a
sábado, de siete de la mañana a tres o cuatro de la tarde. Cuando salgo de
ahí, me dedico a vender cosas por catálogo y en las noches espero a mi hija,
porque sale a las ocho de la noche de la escuela y agarra el pasaje a las 8:20.
Yo la espero en Yanga, donde vivimos. La espero en la carretera y nos vamos
caminando a la casa, porque está lejitos y no alcanzamos el carro que llega
hasta allá. Vamos llegando a la casa como 9:20 de la noche. Y eso es todos
los días.
Mi hermana también ha sufrido. Ella estaba en el norte y se regresó
para acá. Se vino con mi mamá y dejó a su marido. Su marido se divorció
de ella, en Estados Unidos. Él tiene un hijo y ella tiene un hijo, así que se
regresó acá con su hijo. Se buscó otro marido, pero le daba mala vida y tam-
bién tenía mucho que ver eso. Hasta que reaccionó, ya se quedó calmada.
Después se encontró a un buen muchacho y se embarazó y ahorita ya tuvo
a la bebé y ella es la que anima un poco a mi mamá.
Mi papá siempre ha sido abarrotero, siempre ha tenido tienda allá don-
de viven. Viene dos veces a la semana a Córdoba a surtirse de mercancía. Se
viene tempranito, sale de allá a seis de la mañana y a las tres o cuatro de la

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tarde va llegando allá, bien cargado. Son cosas cansadas: hay que bajar cajas,
bultos, refrescos, hay que acomodar los refrescos. Todo eso, a eso se dedica
mi mamá. Así no le da tiempo de pensar tanto.
Además, están construyendo una iglesia chiquita, una galerita, ahí en
la casa de mi mamá. Ella se dedica a poner los manteles, a lavarlos, a poner
el micrófono, todo eso, que cuando va a la hora santa –que es cuando va a
haber misa– eso también la distrae un poco. Ni tiempo le da de agarrar el
celular, más que cuando ya está acostada.
Eso sí, se acuestan temprano. A las nueve o nueve y media ya están acosta-
dos, pero mi mamá luego son las 11 y todavía no se duerme. Aun así, aunque
esté muy cansada, no duerme. Había días que no dormía, y dice que a veces
lloraba en las noches y a veces, cuando ya estaba muy desesperada, lloraba y
gritaba. Se iba a su patio y gritaba: “¡Hugo! ¿Dónde estás?”, gritaba llorando
de la desesperación.
No sé cómo las autoridades, cuando va uno, le dicen que su familiar se
dedicaba a algo malo, que era huachicolero, que vendía drogas. ¿Ellos cómo
saben? ¿Cómo los etiquetan? ¿Cómo pueden decir eso? ¿Cómo pueden de-
cir que eran delincuentes si no lo saben? Él era taxista, él se dedicaba a su
taxi. Toda la gente lo sabe. Si le preguntaran a los vecinos, dirían que a eso
se dedicaba. Los desaparecidos son personas, son seres humanos. No son
bultos, no son animales, ni un número, ni nada, para que digan así.
—Mi hijo era un ser humano y no se merecía lo que le hicieron –dice
mi mamá.
No se sabe de dónde eran los policías, porque son los que traía Bermú-
dez, y decían que ni policías eran. Nada más los agarraban, los disfrazaban
de policías y ya. Todo eso salió en las noticias, todo eso salió a la luz. ¡Y quién
sabe si estén todos en la cárcel!
Hay más desaparecidos en la zona; los cinco de Tierra Blanca, por ejem-
plo. Pero ellos desaparecieron el 11 de enero de 2016 y mi hermano desa-
pareció el 11 de diciembre de 2015. Mi hermano, como nada más era uno
solito, pues no le hicieron caso, no lo pelaron. Y estos, como eran cinco,
todo el mundo hablaba de ellos: “los cinco de Tierra Blanca”. Y mi herma-
no, como había sido un mes antes, nadie decía: “el de Tierra Blanca”.
¿Cómo no hablaron así? En 2018 estuvimos en la Fiscalía con los papás
de los cinco. Hasta dormimos con ellos allí para que nos hicieran caso tam-
bién. Muchas cosas hemos hecho. Ese día nos entrevistaron. Allá había un

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reportero, le hizo la entrevista a mi mamá también. Hemos hecho esas cosas
y hemos andado buscando. Yo siempre ando jalando la foto de su ficha y del
trofeo de futbol. También tenemos lonas de él.
Mi mamá decía que estaba en el rancho El Limón, donde encontraron
los restos de los otros. Incluso le dijo a doña Aracely que fuera, pero ya no
se supo nada de los restos, ya nunca fueron a El Limón. ¡Ya no se supo nada!
Mi mamá tenía esa corazonada de que a lo mejor estaba ahí y pues no…
Mi hermano también estuvo en el norte y se regresó. Tuvo una esposa
allá. Tuvo un hijo con una morena también y después se juntó con ella.
Se vino del norte y la dejó. La primera mujer se llama Julie. Acá llegó mi
hermano y conoció a la que es ahorita su mujer y se casaron, de blanco y
todo, por la iglesia. Con Julie no, solo vivieron juntos. Hasta ahorita, ella
llora por él.
Lo sabemos porque tenemos contacto con ella. También le pregunta-
mos si no andaba por allá, si no lo vio. Ella también nos ayudó en Estados
Unidos. La mamá del otro niño no se sabe, no sé qué le diría ella a mi
mamá. Le dijo que investigara, pero creo que le dijo que no y ella ya estaba
con otra persona y ya no se supo nada del niño, pero ella todavía lo ama.
¡Qué más quisiera que dar mi testimonio! Dar a conocer, que la gente
se sensibilice para que vean que este es un dolor muy grande, que no puedes
controlar ni saber. Que no se burlen, que uno no nace para tener este dolor
y a cualquiera le puede pasar. Nunca digas: a mí no me va a pasar. Del Co-
lectivo hay un cortometraje y pues doña Aracely ahí anda, hace el intento
por hacer que la gente vea. Hasta ahí en las marchas hemos andado. Está
invitado el Colectivo pero, como se anda en eso del adn, creo que no vamos
a ir. Mi mamá quería venir pero, como mi hermana está en la cuarentena,
no puede.
¡Yo qué más quisiera que encontraran a mi hermano! Un hueso tan
siquiera, un rastro, algo, para que yo le diga a mi mamá que ya lo encontra-
ron, que ya descanse, que ya viva bien, que ya duerma bien, que ya no se
enferme. Ojalá Dios quiera que se encuentre algo en los cuerpos de Guada-
lajara y ya nos digan algo, para que yo le pueda decir a mi mamá. Yo sé que
va a ser un dolor, pero al fin va a descansar.

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“La justicia humana no existe, no la espero.
Lo único que quiero es encontrar a mi hija”

Sayra Anaíd Aguilar Arce


Desapareció el 1 de febrero de 2016

Víctor Manuel Aguilar Vargas,


padre de Sayra Anaíd

Mi calvario comenzó el 1 de febrero de 2016, cuando mi hija Sayra


desapareció en las instalaciones de la Policía Federal, en el Puerto de Ve-
racruz. Nunca podré olvidarla, siempre estará aquí en mi corazón y en mi
mente. He de tratar de encontrar como sea a mi hija.
Ella fue una buena estudiante desde primero de primaria. Luego en la
secundaria, siempre con buenas calificaciones, siempre sacando lo mejor de
ella. Ya cuando se tituló de abogada, ella pensaba que las leyes eran para apli-
carse como tenía que ser, de manera debida, nunca con injusticias, siempre
conforme a derecho, diría ella. Todo conforme a derecho tenía que ser. Y así
se fue.
Yo entiendo su profesión. Aparte de licenciada en Derecho, ella se recibió
también de Criminalística. Estudió la carrera y siguió desempeñándose bien
en ella. Cuando la llevaron a una prueba a Veracruz, al Semefo, se tomó una
foto con todas sus compañeras. Y, ahora, ¡qué duro tener que volver ahí a
buscarla! Para mí es cruel buscarla en esos lugares. Es durísimo, de verdad.
Al momento de recordar todas esas cosas, me siento impotente, me sien-
to mal, porque no puedo encontrarla. Siempre lo he dicho: ¡tengo que en-

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contrarla! ¡Tengo que encontrarla! Y creo yo que, si hay un Dios, no me está
dando ninguna respuesta. ¿Y en qué me apoyo?
El 1 de febrero, día de fiesta en el puerto de Veracruz, ella estaba aquí
en la casa, y me habló por teléfono a mi negocio, porque siempre teníamos
una comunicación constante:
—Papá, me habló mi compañero Giovanni –se trataba de Giovanni Gerar-
do Sol Guevara–. Me dice que si lo puedo acompañar al puerto de Veracruz.
—Seguro vas a alguna fiesta, porque hoy es 1 de febrero, no trabajan en
las oficinas –le dije yo.
—No, papá, es una cosa importante, según él me dice. Y él ahorita no
tiene la credencial que lo acredita como licenciado, por eso quiere que yo
lo acompañe.
—¿Pero de qué se trata? –le pregunté yo, inquieto.
—Al regreso te lo digo.
Ya le dije que fuera y todavía me atreví a pedirle que me trajera vainilla.
En la noche, llegó la mamá del licenciado Giovanni:
—Mi hijo no contesta el teléfono.
—Seguramente están ocupados o algo –le dije, al verla tan desesperada–.
No se ponga así.
—Es que no contesta, y mi hijo tiene que andar siempre en comunica-
ción con alguien.
Le hablamos a otro licenciado, Israel, que por su cuenta iba al mismo
caso, pero tampoco nos respondió. A mí eso me empezó a inquietar más, y
ya fue cuando me pude enterar bien de lo que estaba pasando. La mamá de
Giovanni me empezó a platicar de la situación en la que estaba su hijo. Los
tres iban a hablar con un detenido en las instalaciones de la Policía Federal.
Fue cuando ya me empecé a preocupar en serio.
Inmediatamente fui a la Fiscalía, levanté mi denuncia y pasé por todo
ese largo proceso: que la media filiación, que cómo iba vestida, que aquí la
vamos a buscar. Después, al tercer día, fuimos ya al puerto de Veracruz y ahí
nos encontramos a los familiares de Israel. Ya ahí nos identificamos, íbamos
al mismo caso.
Y se empieza a ver el desastre. Desapareció también la familia del dete-
nido: madre y padre, un chofer. En total fueron seis personas las desapareci-
das. Así porque sí. Encontramos la camioneta de Israel en la Policía Federal;
el Ford K color arena que era de Giovanni no estaba por ningún lado.

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He estado pensando que tiene que haber dos líneas de investigación:
una estatal y otra federal. En el ámbito federal porque intervienen policías
federales, que dicen que no saben nada. Aunque sí conocían al detenido.
Mi hija no se presentó como defensora, iba acompañando a Giovanni
y los policías la vieron, la identificaron, saben que efectivamente estuvo ahí.
La recuerdan porque ella empezó a alegar que quería entrar, seguro se refi-
rió a las violaciones al debido proceso del detenido. En los registros de las
firmas en la pfp no está ella, porque no la dejaron entrar, pero las sábanas
de llamadas así lo prueban. Ellos dicen que sí salió de ahí, aunque no hay
manera de consultar las cámaras de video, porque en la Policía les dicen que
no hay, que no las usan. ¿Cómo se pudieron haber ido si la camioneta esta-
ba ahí estacionada adentro? ¿Cómo? Eso es lo que no me explico.
En cuanto al ámbito estatal, cuando llegamos a Fiscalía del estado, nos
hicieron una serie de cosas horribles. Primero nos avisaron que ya tenían
los datos del licenciado Israel. Nosotros teníamos información de que en la
tienda Aurrerá, que está muy cerca de la pfp, se había suscitado una bala-
cera y que habían levantado a unas personas. Lo había dicho una locutora,
Maruchi Bravo. Y que ahí estaban los abogados, que ahí estaba el Ford K y
que desaparecieron. Con esa certeza, llegamos con el fiscal.
—No, no puede ser. Nosotros no tenemos ninguna información, pudo
haber sido un caso aislado –nos contestó.
Tanto insistimos, que el fiscal regional nos citó y nos pasó unas imáge-
nes en la computadora.
—Efectivamente hubo una balacera –nos dijo–, pero fue algo que nada
tuvo que ver con el caso.
En las imágenes ahí en la pantalla pudimos ver un zapato embalado
y gotas de sangre no identificadas que habían levantado en la escena. Nos
preguntaron si era de alguno de nuestros hijos. Pero el fiscal no nos dijo por
qué, ni nos dio mayores detalles.
Posteriormente, el fiscal Luis Ángel Bravo nos mandó llamar. Con mucha
amabilidad, con mucha inteligencia, nos decía que nos iba a resolver el caso. Tu-
vimos muchas entrevistas con él, y siempre nos decía que ya tenían pruebas.
Mandaba a investigar al fiscal regional, le peguntaba qué más se necesitaba,
porque él conoce muy bien su profesión y sabía cómo se movían esas cosas.
Nosotros le preguntamos por qué no iban a ver al detenido, ya que su
padre y su madre también estaban desaparecidos. Siempre nos contestaba

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que eso también se tenía que investigar. Pero ¿lo hicieron? ¡Nunca lo hicie-
ron! Nunca aparece esa diligencia en el expediente. Nunca consta que hayan
ido a hablar con él, qué le dijeron o qué preguntas le hicieron. Nada.
Nosotros hicimos denuncia en todas partes. Fuimos a la Procuraduría,
a Derechos Humanos, hablamos con el famoso Campa, cuando vino ahí
al World Trade Center. Ahí yo le entregué todo lo que nosotros habíamos
investigado, lo vio. A su lado estaba Luis Ángel Bravo Mena, el fiscal.
Por eso yo le entregué el expediente a Campa con temor –y era un temor
fundado, luego habría de comprobarlo–. Ese día un compañero de Poza Rica
que estaba junto a mí, así, cerquita, le gritó a Bravo:
—Lo que ustedes tienen que hacer es buscar. Yo ya sé quién es la persona
que se llevó a mi hija, sé todo. Y ustedes no lo buscan.
¿Qué pasó con ese compañero de un colectivo de Poza Rica? ¡Lo mataron!
Allá en Poza Rica, al cuarto día, lo mataron. Por eso yo entregué todo con te-
mor fundado, porque sé en lo que estoy, porque no sé ni quién es mi enemigo,
ni quién es el enemigo de mi familia. De lo que sí estoy totalmente seguro es de
que no fueron delincuentes comunes, fueron delincuentes de cuello blanco,
esos que ordenan, esos que tienen el alma podrida por siempre y para siempre.
Los responsables de todo lo que ha pasado en nuestro estado de Veracruz.
En abril de 2016, la compañera del Colectivo nos invitó a Coatza-
coalcos, a un foro de desaparecidos durante la campaña de Yunes Linares.
Ahí, el candidato a gobernador pronunció unas palabras tan hermosas para
todos los desaparecidos, que me llenaron de fe y de esperanza. Dijo que, en
cuanto tomara posesión, iba a aparecer a todos los desaparecidos, a todos
y cada uno les iba a dar seguimiento. Pero, al final de su gestión como go-
bernador, vi con tristeza que se abocó más a sus enemigos políticos que a lo
que nos había prometido.
La Fiscalía estatal, desde el 1 de marzo de 2017, se declaró incompeten-
te, diciendo que mandarían el caso a la pgr. La diligencia esperó mucho
tiempo antes de tener la firma necesaria de las autoridades estatales. Y a mí
me trajeron a las vueltas. A fines del 2018 me hablaron de la Comisión Eje-
cutiva de Atención a Víctimas. Me dijeron que ya iban a traer de regreso mi
caso, del ámbito federal al estatal, que porque no habían encontrado eviden-
cias claras. Yo me pregunto cuáles fueron las investigaciones que ellos hicie-
ron, porque nosotros les llevamos un paquete con todo. Todo se lo hicimos
a la Fiscalía y el fiscal del estado fue el que mandó el paquete.

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Nosotros siempre dijimos que era una desaparición forzada y ellos siem-
pre dijeron que no, que no había tal, que no tenían elementos. Después, el
caso regresó al ámbito federal, gracias a la intervención del Colectivo. Se han
mandado más de 150 oficios, a la Sedena, a la cndh, hasta a la onu. Pero ya
han pasado cuatro años y no pasa nada. La mamá de Giovanni está enferma
y no tienen recursos económicos. Por andar en la búsqueda, nunca se operó
un tumor cerebral; tampoco puede ofrecer dinero en la ficha de búsqueda.
Hasta ahorita no he tenido ninguna amenaza. Vigilancia, sí. Hubo un
tiempo que mi teléfono tenía interferencias, creo que estaba intervenido,
pero hasta ahí. También ha habido intentos de extorsión. Al principio me
llamaron diciendo que mi hija estaba en el norte y que necesitaba dinero
para comprar el pasaje de regreso. Y le mandé una cantidad porque, cuando
uno está en esta situación, no puede ni pensar. Luego me llamaron otra vez
y ahí ya dije que mejor yo iba a ir a recogerla. Me colgaron.
Estamos viviendo una situación de miedo. Ya no podemos decir “con
que yo me proteja”, no. No sabemos cuándo nos vaya a tocar una situación
así. Pero tenemos que vivir hasta que el Creador diga.
La ausencia de mi hija nos destruyó a todos. A mi esposa a veces no la
dejo venir a las actividades del Colectivo porque sé que más se agravaría su
pena. Ella procura no demostrar lo que le duele, pero siempre la encuentro
llorando, siempre pidiéndole a Dios que mi hija regrese. A raíz de lo que
pasó, yo tuve diabetes; pero hay que seguir adelante, trabajar. Soy comer-
ciante en carnes y tengo que seguir trabajando. Tuve tres hijas. La menor
tiene 18 años, la otra ya es casada y vive aparte; mi hija mayor es comercian-
te también. Sayra Anaíd se dedicó más al estudio, a la preparación. Nunca la
encontraba uno viendo la tele, ella lo único que hacía era leer libros.
La lectura a mí también me hace bien. Ahorita estoy leyendo un libro,
El alquimista de Paulo Coelho. Estoy leyendo ese libro que es de ella, era
su tesoro. También tenía entre sus libros El diario de Ana Frank; lo empezó
a leer en la secundaria. Ella siempre leía ese tipo de libros, del Holocausto
y todo eso. Luego nos daba unas pláticas que eran muy brillantes, llenas
de información. A diferencia de sus hermanas, si había un temblor Sayra
Anaíd se ponía a temblar también, se preocupaba por los demás. Mi hija la
mayor podía decir: “Si tiembla o no, con que tenga yo comida me basta”.
Pero Anaíd se preocupaba por los otros, por su familia. No había momen-
to en que no me estuviera marcando al teléfono cuando había algún riesgo.

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Mi hija no le hacía mal a nadie. Dejó una hija. Una niña que ahorita
tiene ocho años. Con su esposo no se entendía bien y Anaíd y su hija vivían
con nosotros. Ahora la niña vive con su papá, él se hace cargo, es buen pa-
dre y vemos que su familia quiere mucho a mi nieta. Ya cuando crezca, que
sea mayor de edad, ella puede decidir. Nos visita con mucha frecuencia, se
acuerda de su cuarto, donde tengo fotografías de mi hija.
Ella sabe que su mamá no está, su papá le ha dicho siempre que ella es
una estrella, que está en el firmamento, que desde ahí la ve. Nosotros no
tocamos el tema con ella, solo le hablamos de Anaíd como una mujer viva,
como alguien que tal vez algún día regrese, porque esa es mi esperanza. ¡Solo
Dios!
Yo veo a mis compañeras del Colectivo, con sus casos también muy du-
ros, pero tenemos que darnos valor, tenemos que darnos fortaleza en la fe;
y debemos dirigirnos a nuestro Dios interior, al que le debemos todo, y pe-
dírselo con fuerza. La justicia humana no existe, no la espero, lo único que
quiero es encontrar a mi hija.

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“Somos gente de fe y Dios nos ha sostenido”

Orlando González López


Desapareció el 21 de junio de 2016

Tayde González López


y Leonor López Castro,
hermana y madre de Orlando

Orlando y sus otros dos hermanos tenían un taller de pintura. No


era un taller normal, porque ellos desde muy jovencitos se especializaron
en pinturas exóticas, a hacer algo parecido a lo que hacen en Estados Uni-
dos, repintados muy especiales. Ellos eran muy conocidos en la ciudad,
muy trabajadores, tenían muchos clientes. Sus clientes eran de buena po-
sición económica, porque esos trabajos de pintura eran muy especiales y
también eran caros.
Así ganaron fama en la ciudad: organizaban eventos de carros, expo-
siciones, a beneficio de fundaciones o ellos mismos hacían sus eventos.
Venían personas de Guadalajara, de México, de Puebla, y ellos también
acudían a los eventos para exhibir.
Hicieron su club, llevaba el nombre del taller, Depredador. Así se llama-
ba: Depredador Repintado Automotriz. Incluso tenían una página de inter-
net, pero ahorita ya no se ha alimentado más. Ahí mostraban los trabajos
especiales que ellos hacían. Siempre tenían abiertas las puertas, porque era
un taller de servicio. Desafortunadamente ese día nos tocó la mala suerte de
que la persona a la que iban persiguiendo fue a meterse al taller.

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Era Julio César Sánchez, ex alcalde de Tezonapa, con su esposa y su so-
brino. Ahí se fueron a meter. El único que estaba en el taller en ese momen-
to trabajando, porque estaba terminando un carro, era César, el hermano
de Orlando. Él perdió la vida ahí, porque entraron las personas que iban
persiguiendo a Julio César Sánchez, y ahí los acribillaron. La señora alcanzó
a meterse a la oficina del taller, pensando que ahí se iba a resguardar con su
sobrino, pero hasta allá entraron a matarlos.
Orlando estaba en la calle, en la banqueta, como a unos 20 metros de la
entrada principal, porque estaban poniendo una cortina. Iban a abrir otro
negocito y la estaban probando. La cerraron porque ya iban a dar las seis de
la tarde y Orlando le dijo al albañil: “Ya así deja, deja, ya mañana termina-
mos bien de componerla”, porque le faltaba nivelarle algo. El albañil bajó la
cortina y Orlando se quedó en la calle con un ayudante que tenía.
Cuento esto y pareciera que fue mucho tiempo, pero todo ocurrió en
unos segundos. El muchacho que trabajaba ahí con ellos nos contó que
llegaron unas personas, se bajaron del carro y les dijeron que se tiraran al
piso y que no levantaran la cabeza. Quién sabe en qué momento, si él se dio
cuenta o no, de que llegó otro a meterse. Eran tres o cuatro carros los que
llegaron atrás de Julio César Sánchez.
Y Orlando, al oír los balazos, se levantó, porque sabía que el único que
estaba ahí adentro era su hermano César. Se levantó para preguntarle a los
que llegaron que qué pasaba, que qué querían. Entonces lo agarraron y lo
subieron a un carro. Se llevaron a Orlando y mataron ahí a César y a las
otras tres personas.
El otro hermano, Omar Lázaro, estaba dentro del nuevo local donde
estaban poniendo la cortina, pintando un tanque que iban a utilizar. Al oír
la balacera, salió corriendo y alcanzó a abrir el portón. Cuando los agresores
lo vieron, también le dispararon. Él aventó la puerta, pero sí le alcanzaron
tres balas: en el brazo, en el costado y en la pierna. Ahí quedó tirado y sin
saber lo que había pasado con sus hermanos.
Mi madre cuenta su versión así:
“Yo abrí la puerta cuando la balacera y me fui a meter allá. Llevaba yo a
los delincuentes adelante. Lo que hice fue regresarme y cerrar la puerta. Ni
siquiera se dieron cuenta que iba yo detrás de ellos, lo que hice fue irme al
altar y decirle a mi señor: ‘¿Por qué te fuiste? ¿Por qué no estabas aquí en este
momento? ¿Por qué nos dejaste? Si tú hubieras estado, no hubiera pasado

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esto’. Yo estaba ahí, reclamándole y después pensé: ‘¡Mira, Dios mío, lo que
estoy haciendo! Te entrego sus almas, porque ya me mataron a todos mis
hijos’. Yo pensé que eran los tres los que estaban ahí. Y mi perrito se daba
de vueltas alrededor de mí y pelaba los ojotes, y yo lo abracé y le dije: ‘Vente,
vamos a sentarnos aquí para ver a qué hora se abre la puerta y nos acaban a
nosotros’. Y ahí me senté con mi perro. Ya cuando terminó la balacera, abrí
la puerta y fui a ver el tendedero de gente. Pero yo sin una lágrima, como
que estaba yo ida, no sé, no me sentía yo misma. No sentía nada en ese
momento. Cuando salí a la calle, vi todo desierto: ni una persona. Luego vi
venir a mi hijo y lo regañé:
—¿Dónde andas? ¡Mira a tus hermanos!
—Nada más es uno.
—¿Y por qué están dos ahí?
—Este es el que entró y este otro es tu hijo.
”Estaba tiradito, con dos hoyotes así negros en su espalda, y entonces
fue cuando empecé a llorar. Luego llegaron los de la policía estatal y salí a
gritarles que ellos habían sido:
—¡Ustedes fueron! Porque los hombres que entraron aquí venían vesti-
dos como ustedes.
”No me contestaron nada. Yo seguí gritando:
—¡Mátenme a mí también! ¡Mátenme! ¿Ya para qué estoy aquí? ¡Ahhh,
pero así como me ven a mí, así los van a ver un día a ustedes! ¡Malditos! Sus
hijos van a comer con sangre. Así se los van a entregar un día, estas lágrimas
que ven en mí las van a recoger ustedes, porque sepan que yo soy mujer de
oración y todos somos creyentes.
”Cuando levanté la cara, vi el montón de gente. Toda la colonia estaba
ahí y me dio pena, pensé el ridículo que hice: grité lo que no debí de haber
gritado. Fui a ver a mi hijo, estaban mis vecinas ahí conmigo, les dije:
—Háblenle al padre, díganle que me haga una oración, porque me aca-
ban de matar a mis hijos, díganle que no venga, que no venga, que desde
allá haga oración por nosotros.
”Pero cuando acordé, él ya estaba ahí, los fue a bendecir. Yo lo único
que alcancé fue a darle la bendición hasta al que no era mi hijo. Luego me
senté en mi sillón y entré en shock. Cuando llegaron los de la Cruz Roja,
me dijo la señora:
—Está usted al borde de un infarto, ¡vámonos!

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—¿Por qué me voy a ir? ¿Qué no ve lo que tengo ahí tirado? Yo no me
retiro de aquí. ¿Trae ahí una pastilla, una inyección, algo? ¿No? ¿Entonces
qué quiere? ¡Váyase! ¿Para qué la quiero aquí?
”Y sí se fue, pero ya en ese momento ya había llegado mi hija. También
se puso muy mal, también se la querían llevar, pero no nos fuimos. Porque
los estatales se querían llevar los cuerpos y ella les dijo que no, que ellos no.
Les habló a los marinos. Yo no me había dado cuenta que mi otro hijo esta-
ba lleno de sangre, estaba todo lleno de sangre y así andaba. Dijo que fue a
seguir a los hombres para saber por dónde se habían ido cuando se llevaron
a su hermano. Los de la Cruz Roja se lo querían llevar al doctor, pero yo no
los dejé. Llegaron unos amigos y ellos se llevaron a Omar al doctor”.
Mi madre siempre dijo que eran los estatales, pero no lo sabemos a cien-
cia cierta. No lo podemos afirmar, porque no tenemos la evidencia. Si tuviéra-
mos la evidencia, sería otra cosa. No sabemos realmente quiénes fueron. El
porqué sí lo sabemos: por el señor Julio César, a quien venían persiguiendo.
Tal vez tomaron a mi hermano para llevárselo porque los había visto. No
sabemos qué pasó.
Ahí se acabó la historia. No solo acabaron con la vida de César, acabaron
con la vida de todos, porque ha sido un proceso no nada más de dolor, sino
también de sacar adelante a las familias que se quedaron. Los tres estaban
casados, tenían hijos. César, al que mataron ahí, dejó tres hijos: la más gran-
decita tiene nueve años, tiene un niño de ocho años y el otro ya tiene tres.
Orlando, el que está desaparecido, tiene dos hijos; ayer, precisamente,
su hijo cumplió 15 años. Tiene otro hermanito que tiene 10 años. Y su esposa
se quedó embarazada ¡y él no lo supo! Tuvo gemelas, con toda la cara de los
dos hermanos. Las gemelas van a cumplir apenas dos años. Cuando él desa-
pareció, exactamente al mes, ella se dio cuenta de que estaba embarazada y
pensaba que se sentía mal por lo mismo, porque el doctor ya les había dicho
que no iban a tener más hijos.
Desde que su hijo tenía cuatro años, el doctor les dijo que ya no iban a
tener más hijos, porque tenía problemas hormonales. Que ya había termi-
nado de ovular, a pesar de que tenía 28 años, que era como si estuviera ya
en la menopausia. Pero cuando fue al doctor, resultó que estaba embarazada
y que serían gemelos.
Tuvimos sentimientos encontrados de alegría, tristeza y preocupación,
porque hay que sacarlos adelante, y además ella se había puesto muy mal

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con los otros dos niños; gravísima. Y si con uno se veía mal, ¡ahora con dos!
No fue un embarazo fácil.
Aparte, los ministeriales no nos dejaban. Iban a casa de la muchacha.
Hasta que tuvimos que hablar para que no la molestaran, que vieran cual-
quier cosa con nosotros, porque ella no estaba en condiciones. Le dio preclamp-
sia, porque la fue a ver un ministerial. Cuando el policía fue con nosotros,
le dijo mi madre:
—¿Por qué fue a ver a mi nuera? ¿Ve usted que está enferma? Está emba-
razada y ahorita está en cama, todo a raíz de que usted la fue a visitar, pues
ella está con la esperanza de que le lleve una noticia y ¡usted con sus pregun-
tas! Qué, ¿usted no tiene mamá? ¿No tiene sentimientos? ¿No es usted papá?
Yo creo que debe de haber una ley que ampare a la mujer, porque ella es
muy delicada y ya la pusieron en cama. Está bien hinchada. Yo sí me voy a
quejar si le pasa algo, porque usted no tenía por qué ir allá. Aquí pasó todo,
y aquí tiene usted que arreglar las cosas. ¿Qué es lo que busca? Nosotros no
debemos nada. Yo estaba aquí en el momento, aquí está mi tienda y del otro
lado el taller. Si fuéramos delincuentes ellos me habrían dado aunque sea
una pistola, porque ya sabrían en lo que andaban.
Omar tiene una hija y ahí vamos levantando. Tardamos en levantar el
taller otra vez, teníamos un proyecto entre los cuatro hermanos, porque
siempre hemos sido unidos, fuimos unidos: lo mío es de ellos y lo de ellos era
mío. Yo les daba o ellos me daban y ahí estábamos. Logramos abrir un ne-
gocito hace un año y ahí vamos, luchando para poder sacar a estos niños
adelante, porque ahorita es lo que nos interesa más.
Decidimos ya no continuar con las exigencias porque hay muchas cues-
tiones ahí detrás de todo esto, lo hemos vivido. Los hechos de violencia que
ocurrieron aquí en Orizaba en estos días son el reflejo de lo que está pasan-
do. No hay más. Por eso opta uno por guardar silencio, se conforma uno
con que le dejen la vida para poder seguir luchando por los que se quedan.
Porque no nada más es luchar por él: es una incertidumbre que se tiene de
día, de noche, despertar y preguntar.
Ayer le hicimos una convivencia al hijo de Orlando por su cumpleaños,
y no es una alegría completa: a ellos le cambió la vida. Mis hermanos siem-
pre fueron hombres muy dedicados a su casa, a su familia, siempre traba-
jando. Sus amigos les decían: “Mejor nosotros venimos a buscarlos porque
ellos nunca tienen tiempo”. Y el taller siempre estaba lleno. Gracias a Dios

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ese día se acababan de ir unos muchachos, porque cuando no llegaban unos
con el desayuno, otros llegaban con comida. Siempre estaba lleno de mu-
chachos que los iban a visitar.
Yo siempre les decía “¡Ay, hermanos!”, porque daba la una, daban las
dos de la mañana y ahí seguían trabajando. El taller está al lado de la casa
donde vivimos, y yo oía las risas en el taller. Yo les decía:
—Mmmmh, si ustedes cobraran por entretener a la gente, serían ya mi-
llonarios.
O le decía yo a mi mamá:
—¡Óyelos!, ahorita están a las risas y luego en la noche es la una o dos
de la mañana y apenas van terminando de trabajar, porque se sentaron a
platicar.
Ahí en ese taller siempre había risas, siempre. Por eso yo digo: no tene-
mos por qué agachar la cabeza, y cuando nos iban a ver los de la policía para
preguntar –porque querían que nosotros les dijéramos cosas– yo les decía:
—Si nosotros supiéramos que ellos debían algo, en ese mismo instante
nos hubiéramos ido todos. Pero aquí estamos, porque no le debemos nada
a nadie; al contrario, muy al contrario.
Hace un tiempo hubo un evento en la Volkswagen, en Córdoba, y uno
de los clientes anotó su coche y contó su historia. Escogieron su carro para
exhibirlo y él dijo que era en honor a ellos, por el trabajo que siempre han
hecho.
Los cuatro nos hemos caracterizado por nuestro trabajo, por nuestro
servicio. Yo he sido servidora pública muchos años y donde quiera me co-
nocen. Por eso nos preguntamos: ¿por qué a nosotros, si hemos sido gente
de bien? Hemos dado más de lo que hemos recibido.
Lo que vivimos es algo que no tiene nombre, porque el único pecado
que cometieron mis hermanos fue haber tenido abierto el lugar. ¿Cómo le
hace uno con los talleres y lugares que dan servicio? Si tiene uno cerrado,
piensan mal: “¿Por qué trabajan a puerta cerrada?”
Los talleres no tienen garantía, puede llegar quien sea. Uno no puede
estar investigando a sus clientes o a la gente que llega. Aun así, ellos tenían
ahí su hoja de servicio, tomaban datos y siempre tenían precaución, che-
caban los carros que llegaban, para saber. Tenemos todo el archivo de los
clientes, no hay nada que esconder. Por eso nos preguntamos: ¿dónde y por
qué se lo llevaron? ¿Por qué nos lo quitaron? No sabemos nada. Eso es lo

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peor, pues llega uno a agradecer cuando los dejan por ahí tirados, en vez
de estar con esta incertidumbre todos los días, a cada rato, a cada momento.
Y de las investigaciones no ha salido nada. Y si los primeros días no
hicieron nada, después ya es muy difícil saber. Ellos nos preguntaban dónde
estaba mi hermano pero, si supiéramos dónde está, a lo mejor hubiéramos
hecho algo, sin esperarlos a ellos. Fue ponernos al acecho, porque las pri-
meras versiones que se manejaban en las redes eran que ahí teníamos se-
cuestrada a una persona y que por eso había sido la balacera. Pero todo fue
porque el señor se metió al taller. Mucha gente nos ha dicho que lo venían
persiguiendo, y sí, porque la camioneta quedó parada en la esquina y ahí la
fueron a rafaguear. Nosotros imaginamos que él se paró atrás de mi herma-
no, por la posición en la que quedaron los cuerpos.
Ya nos tomaron muestras de adn. Fui dos veces porque nos dijeron que
la primera vez nada más había sido una farsa. La esperanza es que estén por
ahí en algún lugar. Yo me imagino que lo tengan ahí por ahí trabajando, y
que algún día nos lo regresen. Tenía 36 años.
Yo siempre permanezco con mi teléfono prendido de día y de noche,
siempre con la esperanza, porque mi número tiene muchísimos años y ellos
se lo sabían. Aunque no conozca los números, yo siempre contesto, por
tener la esperanza de que algún día él aparezca. Y esas personas, sin duda al-
guna, creo que están al tanto de nosotros, saben que somos gente de trabajo
y no hay más. Con las denuncias, nosotros no pedimos nada, lo único que
queremos es que nos regresen a Orlando.
Somos parte del Colectivo de la señora Aracely y vamos a las activida-
des. No hemos ido a buscar en las fosas porque se tiene que tener una ca-
pacitación. Yo, que soy su hermana, soy la que voy cuando hay algo, porque
luego mi madre, por su salud, no puede; su esposa tampoco, por las niñas.
Si hay que ir, voy yo con la señora Aracely a Xalapa, luego a Córdoba.
Hacemos lo que podemos, porque ¿dónde buscamos? ¿Qué hacemos? ¿En
dónde?
Uno confía en que las autoridades deben hacer su trabajo, pero tam-
bién sé que ya somos tantos, que medio siguen un caso y siguen otro, y ya
aparecieron más, y ya no se dan abasto, ya no hay seguimiento.
Nosotros no hemos tenido terapia. Nosotros siempre hemos sido gente
de fe, hemos participado los cuatro en la iglesia católica desde chicos. Inclu-
so Orlando era adorador nocturno, le tocaba a las dos de la mañana. De dos

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a tres hacía su oración en el Sagrario. Creo que esa fe es la que nos ha sosteni-
do, la que nos ha permitido sobrellevar el dolor, ir sanando interiormente.
Mis hermanos se llevaban con muchos sacerdotes. Una vez cerraron el
taller casi por tres meses, porque anduvieron trayendo las reliquias de mon-
señor Guízar y Valencia. El padre les pidió que lo acompañaran a Xalapa y
allá se las entregaron. Recorrieron con las reliquias toda la diócesis de Cór-
doba, incluidas las faldas del volcán. Se iban a las dos, tres de la mañana,
cuando les tocaba subir al volcán.
Mi madre tiene más de 33 años de ser catequista, dar pláticas de todo
tipo en la iglesia. Fue ministro de la eucaristía, visitando enfermos, y perso-
nas, a veces, como nosotros, a las que les pasan cosas. El padre le dijo:
—Te tocaba, porque tú ya viviste la experiencia y tú pareces un roble: fuerte.
—No crea –le respondía mi madre–, por dentro a veces me muero, pues
mis hijos eran mi vida.
Pero ahí se va, mi madre, a visitar a las personas, a darles consuelo, a ani-
marlos y a rezar con ellos. Todo eso nos ha dado fuerza para seguir adelante,
viendo también a los niños, haciéndonos fuertes delante de ellos, aconse-
jándolos, para que ellos no se pierdan, porque vemos que también para ellos
es difícil, porque a veces abrazan a mi madre y le dicen:
—Abuelita, ¿y tú no extrañas a mi papá?
—¡Ay, hijo!, cómo crees que no. Mira, tú pídele a Dios que te dé mucha
fuerza, porque Dios nos la da. Sufre, pero confórmate y vive tu fe, y ten la
esperanza en que tu papá un día va a llegar, un día va a llegar y, si no, si no
llega, entrégaselo a Dios, dile que lo pones en sus manos, pero a la vez que
te dé fuerza para entender las cosas. Y tú juega, estudia y trata de ser bueno,
porque ustedes serán el orgullo de tu papá.
Orlando llevaba medalla de excelencia en su escuela y César también
sacaba siempre los primeros lugares. Orlando siempre se desvivía por su estu-
dio. A las cinco de la mañana estaba en un rancho sembrando flores, regán-
dolas, arreglándolo bonito. Ese lugar es muy hermoso. Tenía un lago con
peces, criaba carpas Koi, y así empezaron a hacer lagos ornamentales. Le
crecían mucho los pecesotes, ¡hasta tiburones tenía! A las nueve, diez de la
mañana, salía de ahí y se venía para el taller.
—Y todo ese esfuerzo era por ustedes –les dice mi mamá–. Así que ustedes
tienen que salir adelante, siempre portándose bien y siendo buenos estudian-
tes, porque eso a él le gustaba, por eso él se esforzaba en trabajar por ustedes.

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Los muchachos llevaban a mi madre a surtir su tiendita de ropa a Mé-
xico cada dos o tres meses y, si ella le veía a Orlando su carterita, que casi
siempre andaba vacía, le decía:
—Ten, hijo, échale a tu cartera, mira cómo anda, vacía.
—No, mami, eso lo trabajas tú y es para ti.
Le daba unos doscientos, trescientos pesos.
—Porque vas a las reuniones y, si a ti te tocan los refrescos, ¿cómo vas a
decir “no traigo”? Ten, pero eso es para ti; tráetelo ahí en tu cartera. Si no
lo gastas, ahí tráetelo.
La tiendita de mi madre estaba bien llena, pero ahora está vacía, ya no
tiene quién la lleve; el otro hijo no se da abasto, trabaja duro también para
ayudarle, y entre los dos ahí van sacándola adelante.
Yo soy bióloga y trabajo, tiene tiempo ya; 26 años trabajando en Medio
Ambiente. Y a mis hermanos también les gustaba mucho la naturaleza, mi
hermano todavía cultiva peces. Ellos eran de irse al monte, al campo. Luego
cada año colectaban cobijas o ropa de frío y se iban al volcán a entregar las
prendas o buscaban dulces. O luego la misma gente les decía: “Ustedes
que les gusta subir y llevar, les voy a traer esto”. Y traían dulces o ropa,
cobijas, y se iban con las motos a entregar las cosas a la sierra, allá al volcán,
y tomaban fotos y se las daban a la gente que ayudaban para que vieran que
entregaban las cosas.
Entonces, uno se pregunta ¿por qué?, si su vida fue de hacer el bien. Mi
hermano Orlando presentó examen al Tecnológico de Orizaba y a la Uni-
versidad Veracruzana para Ingeniería Mecánica. Pasó el examen en los dos
lados pero, como veía las necesidades de la casa, no se inscribió en ninguno.
Decidió que iba a trabajar y decidió con Omar poner el tallercito. Fueron a
Estados Unidos a tomar cursos. Entre ellos armaron el taller, porque todo
lo hacían ellos mismos: hacían las puertas, echaban el piso, se ahorraban la
mano de obra. Únicamente compraban los materiales.
César, el que murió, estudió Derecho, pero nunca ejerció su carrera, se
quedó ahí trabajando con ellos en el taller. Su vida fue muy buena, yo puedo
decir que todo el mundo los recuerda, todos los vecinos de ahí de la colonia
dicen: “Se acabó la alegría”, porque ellos siempre participaban en todo, te-
nían que ver en todas las cosas. Si les iban a pedir ayuda, ellos los ayudaban.
Hubo cosas que nosotros ni nos enteramos que ellos hacían por los demás,
hasta que faltaron; entonces la gente llegó a contarnos. Por ejemplo, cuando

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había una fiesta de niños y no había diversión, ellos se vestían de payasos y
hacían el show.
Siempre estuvieron pendientes de nuestra madre. Como trabajan ahí
junto, a cada ratito iban a preguntar:
—Madre, ¿cómo estás?
—Aquí estoy apurándome para que coman.
—No dejes sola la tienda, te van a robar.
—¡Ah! ¿Qué tanto se pueden llevar? Que se lleven una camisa o un sué-
ter, pero tengo que hacer de comer.
—¿Por qué no buscas quien te ayude?
—No, porque se va el dinero.
Y corría ella a la tienda y a hacer de comer y así andaba, de allá para
acá. Cuando ellos querían comer, ella cerraba y entraban a comer. Siempre,
aunque estaban casados, comieron ahí con mi madre. Las esposas también.
Una de las tres se fue para allá con mi madre. Llegaba temprano y decía:
—Es que a su hijo no le gusta cómo le hago de comer.
—Pues dile que se aguante, ¿para qué se quiere casar?
—No, mejor me vengo para acá con usted, para que aprenda yo cómo
hace usted de comer.
Y ya ahí se estaba con ella. Se iba hasta en la noche, hasta en la tarde.
Siempre estuvimos ahí y sin problema, siempre unidos.
Ahora ellas ahí están con sus hijos. Sin duda alguna, la que quedó
ya sola, algún día tiene que rehacer su vida, es una muchacha joven y ella
sabrá qué va a hacer. Nosotros ahí no podemos opinar más, solo decir que
estaremos, como siempre le hemos dicho, siempre pendientes de los niños,
porque son de nosotros, nos duelen. Siempre le digo: “A nadie le van a do-
ler más esos niños que a nosotros”. Porque en ellos vemos a mis hermanos,
ahí están ellos siempre, recordándonos su presencia.
Creo que, sin duda alguna, en medio de todas las cosas, Dios nos ha
sostenido, porque no hemos ido al psicólogo, aunque nos lo han ofrecido.
Siento que no lo hemos necesitado porque, en medio de nuestro dolor, nos
sostenemos.
Los psicólogos sí han ayudado a los niños en la escuela, porque a uno
de ellos le ha costado mucho. Su papá es el que no aparece y siempre se cues-
tiona. Sí lo asimila, pero trae este dolor adentro. Cuando es Día del Padre,
ellos se sienten mal, porque hacen un evento en la escuela y van los papás, y

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los papás de ellos no pueden ir. Entonces no quieren ir, aunque les decimos que
nosotros vamos con ellos. Cada cumpleaños o el día de Reyes, les piden que les
traigan a su papá. Ellos van a escuela religiosa y se preguntan:
—Tú me dices que Dios me oye, ¿entonces por qué no me responde?
Son preguntas difíciles de contestar.

Palabras finales

Al participar en este proyecto, sentimos algo muy especial, ya que la memo-


ria de Orlando, parte de lo que es como persona, lo conocerán quienes lean
este libro, ya que es muy importante que se enteren que él es un persona
de bien, que jamás pensó en hacer daño a nadie, y sentimos orgullo de po-
der compartir nuestro sentir, nuestro dolor y también esperanza. Deseamos
que algún día él pueda leer este libro, que sepa que en ningún momento
de nuestra vida hemos dejado de pensar en él, que lo amamos y lo espera-
mos. Pensamos que es una oportunidad de decir nuestra verdad, por lo que
agradecemos profundamente la dedicación y el tiempo para escucharnos.
Agradecemos las lágrimas derramadas con cada uno de nosotros, al cono-
cer nuestras historia. A través de nosotros, más personas conocerán a los
nuestros, a quienes día y noche viven en nuestro pensamiento. Gracias por
sumarse a nuestro dolor y hacerlo visible a los demás.

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“Fue el dolor más grande del mundo”

Antonio de Jesús Martínez Mora


Desapareció el 19 de enero de 2017

María del Carmen Mora Oseguera,


madre de Antonio de Jesús

Fue el dolor más grande del mundo y lo sigue siendo. Me mataron en


vida al quitarme a mi hijo. El dolor más grande del mundo sería enterrar
un cuerpo que ya ni reconozco, porque no es posible. Lo que más se ama es
un hijo, por eso yo le pido a Dios que me permita vivir hasta encontrarlo.
Así como amo a mi hijo, me duele ver el dolor de tantas madres, me
duele ver todo lo que está haciendo el ser humano que no debería ser: aca-
bar con personas tan buenas, con niños chiquitos, que nada más se iban
a trabajar y ya no regresan. Me duele ver a las madres llorando, buscando
hasta debajo de las piedras y no hay quien le ayude a uno a encontrarlos ni
a buscarlos.
En ese momento todas las puertas se cierran, las únicas puertas que he-
mos visto abiertas son las de Aracely. De ahí en fuera, todas están cerradas.
La Fiscalía hasta el día de hoy no ha dicho una sola verdad. Fue hace más de
tres años, pero para mí son siglos, y el fiscal sigue diciendo: “Espérese”. Vi
a Yunes, el gobernador de entonces, dos veces, y prometió mucho: que
iba a mandar helicópteros y todo. Nunca mandaron nada. Yo no tengo abo-
gado, no tengo a nadie que me ayude, solo Aracely, que anda a las vueltas
para allá y para acá conmigo. Y mi Dios, porque él no me deja y confío en

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que cubra a mi hijo con sus alas preciosas de ángel y pueda regresar vivo y
pueda decir quién le hizo esto.
Me he consumido poco a poco. Prefiero buscar a mi hijo que ir a buscar
un plato de comida y comer. Todos me dicen: “Te vas a morir”. Sí, me voy
a morir, pero antes de morirme voy a encontrarlo, para volverlo a abrazar y,
si él me puede hablar, que me diga como me decía: “Lolita”. Él me decía así
porque le gustaba cómo cantaba Lola Beltrán. Ahora quiero volver a oír esa
voz que me diga: “Mi Lolita, aquí está tu niño, mi Lolita”.
Él es mi niño y yo soy su mamá. Él y mi niña son los únicos hijos que
tengo. Fui madre y padre para ellos. Él dejó un bebé; en ese tiempo tenía
11 meses, ahorita tiene cuatro años. Yo, a mis 62 años, trabajo para poder
seguir buscando a mi hijo y ayudando en lo que pueda a mi nuera, para
poder ver a mi bebé y no dejarlo nunca.
Yo vivía con mi hijo, su esposa y su niño, en un cuartito. Cuando a él se
lo llevaron, estuvimos viviendo juntas la muchacha y yo todavía tres meses,
pero la mamá la convenció de irse con ella. Le dije que se llevara lo que ha-
bía. Nomás me quise quedar con la cama y me compré una estufa de mesa
para poder quedarme. Me quedaban recuerdos muy grandes, por eso no me
quería ir, porque pensaba que mi hijo ahí iba a regresar. A veces mi nuera
iba y se quedaba hasta una semana conmigo, y mi hija estaba al pendiente
de mí como podía. Ahora ya me cambié a otro lugar más cerca de mi hija.
Mi hijo no quería que yo trabajara, porque tengo una osteoporosis muy
fuerte. Pero tuve que volver a hacerlo, para ayudar a mi nuera con despensa
y pagar un cuartito y sobrevivir. Porque esto ya es sobrevivir, con este dolor
que traigo. Llorar a diario porque una ya no tiene ganas de vivir. Vive una
con la ilusión de encontrarlos nada más, de ver a los hijos que le quedan
vivos y de volver a verlos a ellos, los que desaparecieron, vivos también.
Tengo diploma de Enfermería, pongo un suerito de vez en cuando, in-
yecto de vez en cuando porque, a mi edad, ya no me dan trabajo. Con eso
levanté a mis hijos, poniendo sueros e inyectando, cuidando enfermos. Con
eso ayudé a mi hijo en lo poquito que podía con su niño, porque le pagaban
una miseria allá arriba y ¡encima exponer su vida todavía! Y así me ganaba
siquiera 200 o 300 pesos para aportar un poco más a la casa.
Pero, desde el día que él se perdió, ya no tengo deseos de hacer nada.
A veces me llaman las señoras a lavar o a poner un suero y les digo:
—No tengo ganas. Si desean, voy mañana o pasado mañana.

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A veces me acuesto a dormir y no me levanto en todo el día, de la depre-
sión tan fuerte que traigo. También trabajo haciendo labores de casa para
poderme ayudar. La osteoporosis que tengo ya es muy fuerte; a veces ya no
puedo trabajar, se me empiezan a hinchar las articulaciones. Pero todo lo
hago por mi hijo. Así le hablo:
—Tú lucha por levantarte, así voy a luchar por encontrarte a ti, por se-
guir viendo a tu hermanita y a tus sobrinas.
Mi hijo fue secuestrado junto con tres policías. Él era el más chico de
todos. Subieron a la comunidad de Loma Grande, donde supuestamente
había un atropellado. Les mintieron, eran dos que habían matado. Ellos iban
apenas a acordonar la zona cuando unas camionetas blancas les rodearon
los carros; los agarraron a golpes y se los llevaron. Dicen unos que se los lle-
varon, otros dicen que no, que los mataron. No se sabe en realidad. Hay
testigos que dicen que se los llevaron a punta de cachazos. Yo pienso que
todo eso es verdad, porque en la patrulla de Protección Civil había un ba-
lazo en la puerta y sangre en el asiento del conductor. Estaban sus papeles
con gotas de sangre, sus lentes rotos, su plato de comida tirado, batido. No
se sabe de qué grupo eran.
Nosotras empezamos a ir a buscarlo, las señoras y yo allá arriba. Noso-
tras subimos muchas veces. Ahora voy yo solita. Dizque solita, pero me cu-
bre Dios. He llegado a cuevas que nadie ha llegado, he levantado cosas que
deja la gente guardadas en lugares ocultos buscando a mi hijo. Y yo le digo:
—Si te llego a encontrar, aunque sea tus huesos, ¡qué bueno que alguien
te analizara para abrazarte y quedarme abrazada ahí ya! Ya no tendría caso
salir de aquí, pero sé que tu hermanita me necesita, tu niño, tu bebé.
Quien vea bien su rostro, que me diga si cree que él puede hacerle daño
a alguien. Él fue a salvar una vida. Por salvar esa vida ya no regresó, ni él ni
los policías. Las esposas, las madres de ellos también están en el Colectivo,
pero no vienen, porque todas viven lejos y no siempre tienen recursos, las
pobrecitas. Yo vivo más cerca y a todo lo que me dice la señora Chely, yo
voy.
Al principio nunca me amenazó nadie. Sí me han llamado pero, cuan-
do contesto, no hablan, me cuelgan. Me tomaban muchas fotos, de frente.
Me seguían y, a donde me encontraran, me sacaban el celular y ahí está la
foto. Hasta que me hartaron. Les dije:
—¿Qué? ¿Soy muy fotogénica? ¿No te sirvió esa? Tómame otra.

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¡Salían hasta corriendo! A veces me seguía una pareja, un señor, otras
veces dos muchachos.
Ahí arriba se dicen cosas de cómo fue que los agarraron a ellos. Dicen
que hace tres años tenían agarrado a el Delta, un señor que era el director
de Protección Civil y comandante de policía, y a un hijo y un sobrino del
entonces presidente municipal de Mariano Escobedo. Dicen que, para de-
jarlos libres, les deben haber pedido que alguien se quedara en su lugar
y ellos se cambiaron por los policías y mi hijo. Por eso se los llevaron. ¿Por
qué ellos, si no le fueron a hacer mal a nadie?
A el Delta no lo habían interrogado que porque tenía una embolia. Des-
pués de un tiempo, lo trajeron a declarar a la Fiscalía. Y cuando lo vi, me
pregunté: ¿cuándo se ha visto a un policía con una embolia en esas condi-
ciones? Me quiso dar la mano y le pregunté:
—¿Usted quién es?
—Yo soy Aurelio Avendaño, apodado el Delta, el director de Protección
Civil y comandante de policía, ¿Nunca le habló Toñito de mí?
—¿Él qué tenía que hablar conmigo de usted? Ese era su trabajo, él y yo
de usted jamás hablamos.
Cuando me dijo que tenía una embolia y por eso no había ido a decla-
rar, le dije:
—¿Cómo una embolia? Con una embolia a la gente se le va la boca chue-
ca, los ojos chuecos, no puede caminar…
Él estaba con el ojo morado, la boca rota, las costillas lastimadas y eso
no es una embolia.
—Para mí que usted hizo un intercambio: mi hijo y los señores por usted
y ¡quién sabe cuántos más!
Se me quedó viendo, hasta cambió de color. Me dijo:
—Señora, no haga eso.
—¿Lo está oyendo, señor fiscal? –dije–. Está viendo los síntomas del señor,
yo estoy viendo los síntomas, lo que ustedes no hayan visto lo estoy viendo yo.
Mi hijo sí me había hablado de el Delta. El día que se lo llevaron, me lla-
mó por teléfono y me dijo que no había comido porque había estado en un
servicio. Tuvo que colgar, porque la operadora de Protección Civil reportó
un accidente en Loma Grande.
—Pero ¿en qué vamos? la ambulancia está toda quemada, huele muy feo,
está echando humo –oí decir a mi hijo.

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Se fueron en una patrulla. Yo le dije que comiera antes y él me respondió:
—No, mamita, porque si hacemos eso y no vamos rápido, el Delta nos
va a correr, porque es canijo, tiene su carácter. Nos dice: “Ustedes fallan en
algo y los corro. Un día que no vayan a trabajar y les quito una quincena”.
El día que conocí a el Delta, el fiscal le dijo que se quedara a declarar,
porque no habían notado lo que yo les hice ver. ¡Qué coraje me agarró a mí
ese hombre! Estaba más claro que el agua.
Un día estábamos en Mariano Escobedo y, como a las tres de la tarde,
vimos cómo iban subiendo los convoys de la Marina. Ya me habían dicho
que iban a tardar en subir, que iban a regresar como a las seis o siete. Enton-
ces llegó el Delta y se puso a platicar con ellos. La subida hasta Loma Grande
desde Mariano Escobedo toma una hora de ida y otra hora de vuelta. Pues
en 10 minutos subieron y bajaron. Cuando el Delta agarró su camioneta para
irse, yo me les paré a media calle y les dije:
—Es una hora, porque yo he ido con todas las señoras. No una, ¡miles
de veces!, y es una hora de subida y una hora de bajada.
—¿Caminando? –me preguntó él.
—No, en camión. Porque si nos vamos caminando no llegamos en todo
el día; así que, señores, a mí no me engañan.
—Entonces, ¿usted qué quiere? ¿Qué busca? ¿Dinero?
—No, yo quiero a mi hijo. Ni todo el oro del mundo pagaría la vida de
mi hijo.
Ya desde antes le había rechazado dinero al presidente municipal de Ma-
riano Escobedo, cuando nos ofreció quince mil pesos para que dejáramos
de hacer marchas frente al Palacio de Gobierno.
Y a los de la Marina les dije:
—¿Ustedes también me van a cuentear? Nos hemos ido en camión y
demoramos una hora para llegar nada más a Loma Grande. No nada más
yo he ido ahí, nos hemos ido todas hasta Paso Carreta, Paso Ganado, toda
la salida hasta Puebla. Así qué díganme si nos pueden cuentear.
Me dijeron que ya habían subido hasta La Perla, pero que había muchos
hombres en la entrada y que no los dejaron subir más arriba. Y a La Perla
sí son 10 minutos. Ni siquiera llegaron a donde se sube a Loma Grande.
La última vez que subí, hablé con la señora que está ahí en la Conasupo
y me dijo que, cuando se perdió su papá, agarró el teléfono de su mamá y le
marcó a su papá y le contestó un fulano. Una de las señoras, más joven, le

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quitó el teléfono y empezó a hablar ella; se hizo pasar por otra cosa, le man-
dó una foto equis y le pidió una foto a él. Empezó a enamorarlo y a sacarle
información. Era un huachicolero que andaba con drogas y alcohol. Él le
mandó una foto en una camioneta blanca con dos botes de huachicol a los
lados. En la foto se ve un patio grandote y atrás un portón gris.
Yo así había soñado a mi hijo: en un patio grandote con un portón. Es-
taba amarrado, encadenado de una pierna hasta acá y la cadena en la pierna
y en la cintura. Soñé que pasaba un fulano y le daba una patada y pasaba
otro y le jalaba el pelo y él se persignaba y empezaba a rezar, porque es muy
cristiano, siempre andaba buscando a Dios.
Nunca se supo dónde fue eso porque, cuando fueron a declarar a Cór-
doba, le quitaron el teléfono a la señora. Ya no la dejaron hablar a ella,
pusieron a una mujer policía a que hablara. Claro que el hombre oyó otra
voz y ya no volvió a hablar. Lo hicieron con alevosía y ventaja para poderles
dar chance que se fueran. Ahora ese fulano que habló anda perdido. Se ve
que lo sacaron del grupo, porque yo lo he visto, anda perdido: se cae en las
banquetas, todo drogado, todo borracho. Tenían que sacar un acta para que
lo fueran a levantar y hacerlo hablar. Fui a Córdoba, hasta el regidor fue a
hablar conmigo. Sale con que “mamita”.
—A mí no me haga el cuento de que “mamita”. Quiero hechos, no pala-
bras. Las palabras no me engordan, ya hasta me enflacaron más. Les cueste
lo que les cueste, porque si yo, siendo mujer y sin traer una pistola, me he
ido a meter a donde ustedes no saben, es por eso que si les digo que el fula-
no está ahí, es porque está el fulano ahí, el que habló la primera vez.
—Pero, ¿ya para qué lo queremos si anda así?
—Pues tráiganlo, desintoxíquenlo y háganlo que hable. Es la única per-
sona que puede hablar, así que háganlo o voy a tener que hablar con sus
jefes. A ver qué hacen con ustedes que no sirven para nada.
Se levantó el acta, dijeron que lo iban a recoger y meter al hospital, pero
tampoco lo hicieron. Me dijeron que ya lo habían agarrado y que lo tenían
en un hospital de Río Blanco. Pero, cuando fui ahí, me enteré que nunca
estuvo internado.
Al terminar la prepa, mi hijo me dijo:
—Me fui a apuntar al ejército, pero sin tu permiso no puedo. Tienes que
firmar.
—No, no te dejo. ¡Cómo crees! –le respondí.

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—Por favor, mamita, te lo pido por favor. Quiero ser doctor y no puedes
pagarme la escuela. Me voy allá porque me van a ayudar para ser doctor
y te prometo que voy a regresar y te voy a llevar a vivir conmigo a ti y a mi
hermanita.
Demoró seis años, pero regresó.
—Mira, mamita, lo que te prometí. No fui doctor, pero traigo el certifi-
cado de paramédico.
No había ejercido su profesión. Trabajó en Veracruz, en Panamericana;
después se regresó conmigo porque hubo bajas en la empresa. Cuando se
vino para acá, me decía:
—Mamita, cuando yo pueda voy a entrar para doctor, porque yo quiero
ser doctor. Vas a sentir más orgullo de tu niño. Así tenga yo doble trabajo,
el que tenga, hasta de albañil, pero voy a pagarme el estudio para que no
suframos y, cuando yo me case, voy a darle lo mejor que pueda a mis bebés
y voy a adorar a mis bebés, así como tú me adoras a mi hermanita y a mí.
Luego conoció a esta muchachita, se unieron y tuvieron al bebé. Y sí,
adoraba a su hijo, lo cargaba bien orgulloso. Se parece mucho a él. “El mu-
ñeco”, así le decía:
—¡Mira cómo te quiere tu muñeco! ¡Mira cómo te quiere tu pelón!
Y el otro parecía que le pagaban por estar besando al papá, beso y beso.
Mi hijo lo abrazaba, lo cargaba en hombros y el bebé lo agarraba de las orejas.
Ya aquí, él no encontraba trabajo. Empezó a trabajar en una cafetería,
después en una joyería, pero no alcanzaba el dinero. Entonces vio el anuncio
de Protección Civil en el periódico y fue. Lo agarraron de paramédico, llevó
sus papeles originales del Ejército, su cartilla. ¡Pues cómo no lo iban a aga-
rrar! Pero no era un buen trabajo. La muchacha estaba embarazada y siempre
la teníamos que estar llevando a la Farmacia del Ahorro a consulta, porque
ni siquiera eso les dieron. Les daban 2 200 quincenales, por eso nos tuvimos
que ir a vivir por allá, en un cuarto cerca, para no pagar tantos pasajes.
En los cinco años que él estuvo en el Ejército, vino tres o cuatro veces a ver-
me. Yo fui tres o cuatro veces a verlo a Jalisco. Él, muy contento, me abrazaba
por toda la calle y yo a él. Su hermanita, él y yo salíamos abrazados. Ahora que
a unos fulanos se les ocurrió quitármelo nomás por quitármelo, me duermo y
le digo a Dios: “¡Es una pesadilla que mañana va a pasar!” Pero tiene más de
tres años que no pasa esta pesadilla, que al contrario: se hace más grande cada
día. ¡Es imposible encontrarlo!

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Las averiguaciones están en las mismas. No sabía que tenían que pasar
cuatro horas de entrevista para que me dejaran ver el libro de desaparecidos.
¡Cuánto tiempo perdieron ellos! El fiscal y el ministerial que nos tocó ni pa'
atrás ni pa' adelante. Un año después llegó otro fiscal de Córdoba que dio la
orden para que yo pasara cuatro horas de entrevista, llevara fotos y todo de
él, porque los otros nunca me dijeron qué tenía que hacer. Me decían que
no se sabía nada, que iban a ver eso. Ese fue siempre el cuento. Ya llevamos
cuatro fiscales distintos y nada.
Luego pude ver el libro donde están las fotografías de las personas no
identificadas. Que no identifican porque no quieren, porque adn tienen.
Los adn que nos hicieron al principio se les perdieron, por eso Aracely nos
tiene que seguir haciendo pruebas de adn. Por eso, la verdad, a la única que
le agradezco es a ella.
Hay que ver las narcomantas, lo que dicen en los periódicos de las nar-
comantas. Yo los compro y se los llevo a los fiscales. Ellos dicen que no hay
nada, pero ¿cómo no va a haber nada? Yo siempre ando comprando los pe-
riódicos y se los llevo de frente y les digo: “Pasa esto y están las cosas así y por
eso no se mueve ninguno de ustedes, ¿qué se creen? ¿Que a mí edad estoy
ciega?” En las narcomantas “se queman”. Una dice: “Perro, me prometiste
que me ibas a dar la mercancía del tráiler con zapatos, te di 600 mil pesos
y no me diste nada, te voy a matar a todas tus perras. Me quitaron el tráiler y
tú te llenaste los bolsillos’’.
—Mire lo que dice de usted esa narcomanta, ¿ya la vio? Cuando el río
suena es porque piedras trae, señores. Y el Delta se llevó a mi hijo porque él
tenía que salir libre y ustedes lo saben.
Ese Delta estuvo en la cárcel por robo, y secuestró a gente para hacerla
trabajar y matar. En mayo de 2017, a mi hijo y a los policías les dieron su
baja. Nos dejaron de pagar su sueldo, aunque les dijimos que ellos no ha-
bían renunciado. Les trajimos las bajas al fiscal que todavía era Leo Chaga.
¡Qué raro que el Delta lo mandó saludar! ¿Le llenó los bolsillos de dinero,
por eso lo mandó saludar? ¿Por qué lo mandó saludar? ¡Hasta dónde llegan
las cosas! Ellos, sabiendo, no metieron una mano. El fiscal, por cobarde, pidió
su baja pero, en vez de dársela, lo mandaron de fiscal a Zongolica.
El Delta es un expresidiario y el que era el presidente municipal de Ma-
riano Escobedo lo sacó para que estuviera como funcionario ahí con él, que
trabajara como director de Protección Civil y como director de la policía.

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Lo mataron en abril de 2019, cuando ya estaba en Santa Ana Aztacán. Lo
mataron frente a la casa de sus padres.
A mí me dijeron que un tal Luis Ángel, al que le dicen el Donas, sabía
algo. Le dije al ministerial que me tocaba que fueran en la patrulla y lo aga-
rraran. Hasta se los señalé. Y hasta el día de hoy el chamaco sigue ahí. Una
vez fui y me le paré enfrente:
—Oye, ¿tú eres el Donas?
—Sí, señora, ¿por qué?
—Por nada, muchacho, ¡qué bueno que estás tranquilo!
Me dijeron que ese muchachito estaba involucrado con los que agarraron
a mi hijo. Él le dijo a alguien dónde estaba mi hijo. Le dijo muchas cosas
más, muchos detalles:
—He tenido que darle su cadenazo porque se pone muy pesado, se quie-
re soltar para irse. He tenido que darle su puñetazo para desmayarlo y que no
trate de soltarse, porque se quiere soltar y no quiere hacer las cosas que le
dicen. Lo quieren sacar a trabajar y él no quiere. Dice que prefiere que lo ma-
ten a ensuciar sus manos con sangre inocente y no lo va a hacer, que Cristo
le dice que no lo haga, que su madre le enseñó una buena religión, a ser un
buen ser humano y un buen ciudadano y no lo va a hacer. Prefiere que lo
maten. Cuando le pregunté “A ver, ¿dónde está tu dios?”, él me dijo: “Us-
tedes no lo ven, yo no lo veo y Él está viendo a todos. Si ustedes me tienen
encadenado aquí, les va a ir peor”.
Así me dijo esta persona, con estas palabras, así dice ese estúpido. El
Donas se lo contó a uno, él se lo contó a otra y ya ella me lo contó a mí. Fui
y se lo dije al ministerial, y él me hizo ir con él a dar la vuelta como locos en
la patrulla, para que yo le enseñara quién fue y qué hizo. Nunca nada. Pero
estoy segura que lo fue a sobornar, a sacarle unos buenos billetes y le ha de
haber dicho: “Tal persona te anda viendo y no te dejes’’.
Un día iba yo a Veracruz, para dejar la orden que me había dado la
Fiscalía a la Marina y a la Sedena y vi a el Donas ese día. Pensé: “¿Por qué me
seguirá este chamaco?” Se paró enfrente de mí en la cola del autobús. Llegó
corriendo otro y le dio el boleto. Los dos se subieron en el mismo carro que
yo. Llegamos a Córdoba y yo sentí temor. Yo sentía como escalofríos, como
si algo me fuera a pasar, y yo los veía y ellos me veían.
Bajé al baño y, cuando volví a subir, vi vacíos los lugares donde estaban
pero, cuando volteé, vi que el chamaco se había sentado al fondo y el otro

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estaba sentado atrás y se me quedó mirando. Sentí escalofríos, pero no por
mí: si me llegan a agarrar me iban a matar enfrente de mi hijo y lo iban a
obligar a hacer cosas. Me bajé rápido con mi maleta y mi fólder de papeles.
Rápido tomé un taxi a Orizaba.
Todo esto se lo estaba guardando al nuevo gobierno. Cuitláhuac dijo
que él iba a mover mar y tierra. “Yo sí los voy a ayudar”, dijo. Pero hasta aho-
ra no hemos visto nada. Nadie ha venido a hablar con nosotros. Cuitláhuac
se nos esconde. Para nada ha servido.
Y siguen pasando cosas horribles, y la gente desesperada quiere linchar
a los delincuentes. Yo digo: “¡Dejen que los linchen! ¿Para qué los quieren
en la cárcel? Al rato vienen más y hacen cosas peores. Ojo por ojo y diente
por diente, a mi gusto. ¡Dios mío, perdóname! Pero me quitaron la mitad
de mi vida. Suelo ser la más frágil en el dolor, pero la más dura del mundo.
Me dan compasión los ancianos, los niños que sufren, las personas que veo
llorar como yo. Pero a quienes hacen esas cosas no les tengo compasión. ¡No
merecen la compasión de Dios!

Palabras finales

Al participar en este proyecto, se me vino a la mente una vez más todo lo


que pasó con mi hijo, pero comprendo que es necesario, porque ayudará a
recordar a mi hijo y a todas las personas desaparecidas y que su memoria no
se pierda. Al recordar de nuevo, pensé en todo el dolor que tenemos que
pasar por culpa de unas personas malvadas que les hicieron mucho daño
a nuestros hijos. Revivir todo otra vez, paso a paso, duele mucho, pero es
necesario contar las historias de nuestros hijos para que ellos vean que están
presentes siempre en nuestra vidas.

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“Lo volví a abrazar, pero yo sentí
que era la última vez que lo veía”

Brian Atilano Ramos


Desapareció el 10 de febrero de 2017

Patricia Rachel Ramos Campos,


madre de Brian

Brian tenía 19 años, 19 y medio. Todos decimos que lo que le pasó es


porque era demasiado confiado y demasiado bueno, buen amigo. Él era
un chico muy amiguero, muy noble, pensamos que le faltó malicia. Y, como
todos los chamacos, decía:
—Ay, tranquila, no pasa nada.
Bien confiado.
Era muy cariñoso y siempre platicábamos. Cuando yo estaba viviendo
en Veracruz, él estaba viviendo aquí en Orizaba con mis papás. Estuvo un
tiempo viviendo allá conmigo, pero los amigos estaban aquí, la novia… En-
tonces dijo: “Mejor me regreso”. Porque yo trabajaba todo el día. Veracruz
en ese entonces era ¡pff…! ¡“Veracruz inseguro”! Y yo dije: “Va a estar más
seguro allá, yo trabajo todo el día”.
Yo trabajaba en crédito y cobranza, y entraba a trabajar ocho y media y a
veces salía hasta las ocho de la noche. Todo el día me la pasaba afuera, y
hasta yo le decía: “Mejor regrésate, pues aquí...” Sentía yo feo que estuviera
todo el día solito. Iba a la escuela, y todo el día solo. El caso es que se regresó
y dije: “Va a estar mejor”, pensando que aquí iba a estar más seguro.

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Él era muy amiguero, era muy cariñoso, en serio. Era de los que por sus
amigos se quitaba el pan de la boca, literal. Los invitaba a la casa, los invi-
taba a dormir, no discriminaba por clases sociales. Yo creo que a él lo que
le hizo falta fue un hermano, por eso es que sus amigos eran sus hermanos.
Y los quería mucho, los arropaba, los protegía. Por eso muchos de ellos me
decían, “¿Cómo crees?, ¡va a regresar!” “Pues es Brian, vas a ver que todo va
a estar bien, va a regresar”.
Él no tenía enemigos.
El 10 de febrero de 2017 me habló mi mamá.
—Brian no está, creo que no regresó a dormir.
Me extrañó mucho y pensé: “¿Cómo me habla mi mamá al medio día al
trabajo?” Siempre me hablaba a la hora de la comida.
—Es que iba a salir con un amigo, vive a dos cuadras y media de la casa.
Ese día mi tía tuvo una infección de estómago y estaba muy mal, enton-
ces se la llevaron al Seguro Social y mi mamá estaba allá con ella. Brian le
llamó poco antes de la una de la mañana.
—Oye, abuelita, ¿me das permiso de ir a casa del Pony?
—No, hijo, ya es tarde.
— Ándale, abuelita, está aquí a dos cuadras.
—Pero es que ya es tarde, no te vayas.
—¡Ay, ándale!
—Bueno, pero, por favor, estate pendiente del teléfono.
—No me tardo, vas a ver que en una hora regreso.
Ese chico, el Pony, le estuvo llamando, insistiéndole que fuera. Estaba
con unos amigos, que si no iba a ir, que ya lo había dejado plantado, y Brian
le decía “¿Por qué no vienes tú mejor a la casa?” Pero el otro lo convenció.
Su última conexión de Facebook fue a esa hora.
Y al otro día que mi mamá me habló me dijo:
—Creo que no llegó a dormir.
—Pues checa la cama.
—Es que está igual.
—Pues a lo mejor ya salió.
Porque ya era tardezón, mi mamá me habló a las dos de la tarde, por
eso le dije:
—A lo mejor salió en la mañana y no ha llegado.
—Es que no me contesta.

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—Bueno, pues a lo mejor estaba con los amigos, se desvelaron y no se
ha parado. Tranquila.
Eso que quieres tranquilizarte, a pesar de que Brian nunca había faltado a
la casa y nunca salía de noche; de hecho, hasta cuando venía en el camión se
venía reportando con mi mamá. Pero uno nunca piensa que puede ser lo peor.
—Su teléfono dice que está fuera del área.
Yo le estuve marcando luego y me daba línea, pero no me contestaba.
Ese día, saliendo del trabajo, me vine a Orizaba y lo anduve buscando: que
vas a la Alameda, a bares, que recorres la ciudad buscándolo. Fuimos a buscar
a su amigo.
—Es que no llegó –nos dijo–. Yo le hablé y ya ni me contestó.
Al otro día, a seguir buscándolo. Buscamos a su novia, y ella nos acom-
pañó. Tenían ya como un año de novios y andaba con él de aquí a allá,
conocía a sus amigos. Pero nada: ellos nos mandaban con su novia, o que
Brian a lo mejor se había ido a Veracruz a visitarme.
Él desapareció un jueves en la noche y se iba a ir conmigo el fin de
semana, me iba ir a ver, pero eso ya no pasó. Yo le mandaba mensajes: “Por
favor, contéstame, si no regresas vamos a poner la denuncia”, dándole a en-
tender que ya iba a pasar a otro nivel. Pero pues no. Él traía una aplicación
con la que podía leer los mensajes sin abrir el teléfono, por eso yo empecé
a mandar otros mensajes: “Si alguien trae el teléfono, yo sé que puedes leer
los mensajes, repórtate”. “Si alguien encontró el teléfono, repórtense. Estoy
buscando a mi hijo.” Pero nadie contestó.
Pusimos la denuncia y no se avanzó nada con las autoridades. Ellos no
trabajan y quieren que les hagas el trabajo. No sabían actuar, no sabían hacer
las cosas, uno les tenía que decir cómo, uno les da todas las pautas: “Ve in-
vestiga a este, ve ahí”. El lunes fue la policía investigadora y fuimos a buscar
al amigo, y él insistió en que no lo había visto. Nos enseñó el WhatsApp
y todo.
Mientras los dos policías entrevistaban al chico, mi mamá y yo nos pa-
ramos en la acera de enfrente, en el portón de una casa que está vacía. Em-
pezó a oler a marihuana, tanto, que el policía dijo: “Están tronando aquí”.
Eso fue a los cuatro días de la desaparición y es relevante porque ese es el
terreno donde encontraron a mi hijo mucho después.
Nosotros queríamos que entraran a investigar a la casa del chavo. Nun-
ca he dicho que este chico tiene la culpa ni nada pero, si hay dudas, hay que

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entrar a buscarlo, hacer más. Les pedí checar las cámaras de seguridad, pero
nos dijeron del C4 que no servían en ese entonces: estaban desconectadas.
“Pero están las cámaras de los negocios, vayan y pregunten”, les dije. “Sí, se
va a pedir, se va a pedir”. “Se va a pedir…” Ahí se quedó el “Se va a pedir”.
Mi hijo siempre jalaba para una tienda llamada 7/24 que está a la otra
cuadra, y fuimos a preguntar; de hecho fuimos con la policía y nos dijeron:
“Sí, sí vino el chico”, porque era habitual que él fuera a comprar ahí. “Sí, sí
vino, pero pues ya tiene unos días que no ha venido. Pero sí, sí vino ese día”.
Las cámaras de ahí podían haber ayudado.
¿Por qué carambas no piden? ¿Por qué no hacen más? No sé si se hacen
tontos por miedo, que es entendible, porque no saben con quién se van a
topar, porque también tienen una familia. Yo siempre he tratado de discul-
parlos, pero sí deberían de actuar muy diferente, porque podrían salvar a
mucha gente, o podrían enterarse. Igual y ya no importa, porque yo no sé
cuándo falleció mi hijo. Pero podrían hacer más y no quieren hacerlo, no
tienen compromiso con su trabajo.
En la Fiscalía estuve pidiendo muchísimas veces la sábana de llamadas. La
fiscal Teresa, que era la que estaba en ese entonces, me decía: “Sí, la voy a man-
dar a hacer”. Su “mandarla a hacer” tardó tres meses. Hasta que fuimos a la
otra Fiscalía, de Córdoba, que mandó a otros a reunirse con ella, a checarla.
Se disculpó, pero igual, habíamos pedido la sábana de llamadas de mi
hijo y la de su amigo y de otros números y nos salió con que “Pedí nada
más la de tu hijo, porque las otras se me olvidó”. Pasó el tiempo, yo tenía
entendido que las compañías de telecomunicaciones guardan las llamadas
hasta seis meses y el tiempo siguió corriendo.
Yo me enteré de lo de mi hijo por internet: “Se encuentra un cuerpo en
tal lugar”. Como a las 11 de la noche, me habló el papá de mi hijo. Estaba
bien nervioso y me dijo:
—Encontraron a una persona, me llama mucho la atención por la ubi-
cación. Vamos a verlo.
Pasó por mí y fuimos a la funeraria a donde llevan todos los cuerpos.
Cuando nos describieron lo que habían encontrado, yo dije: “Pues sí, sí es”.
Era 30 de octubre y se venía el día de muertos, día primero… Se juntaban
esos días de que no trabajaban.
Fuimos ese día en la noche y el fiscal, que ya era el fiscal primero, que
es el que había ido al levantamiento, nos dijo que teníamos que hablar con

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la perito, pero ella al otro día estaba de guardia, no iba a estar. Luego venía
el día 2 que no trabajaban y te tenías que esperar hasta el día 3. Fueron unos
días de espera y llevar las cosas que uno tuviera para ver si coincidían con
las pruebas que habían encontrado, y llegar con la perito y pedirle que por
favor checara.
Yo ya estaba con la idea de que era mi hijo, pero te sacan las pruebas y te
sacan una bolsa en donde vienen varias bolsas, donde tienen varias pruebas.
Pero ni siquiera archivadas con número, nada. Ahí lo tienen nomás.
Uno quisiera decirles: “Es tu chamba. Ok, saliste ese día. Ok, sé que
trabajas, yo he trabajado. Sé que necesitas descansar, pero llegas y te pones
al corriente y dices: a ver, esto pasó, te pones al corriente en tu trabajo”.
Pero es gente muy irresponsable, a la que no le importa:
—¿Podría hacer el movimiento para pedir que se hicieran las diligencias
correspondientes para checar si era el cuerpo de mi hijo?
Pero me decían:
—Es que el cuerpo está muy deteriorado, está en un estado en el que no
puedes recabar una prueba.
Es terrible llegar con la autoridad y encontrarlo comiendo pepitas en su
oficina que olía a borracho, para que te diga:
—No sé cómo tienes esa información, no sé por qué dices que se encon-
tró, yo no sé esto.
Yo sé que ellos a lo mejor no comprometen la información porque no
saben si realmente sea o no, pero uno no comprende esa actitud, cuando
uno está con la desesperación, el sentimiento… No puede uno entender que
sea un patán. Es horrible que te contesten: “Pues no sé” y, casi casi: “Hazle
como quieras”. “Ve, chécale, pero no se pueden sacar pruebas”. Y yo dicien-
do: “¡Es que es mi hijo!”
Cuando llegué con la otra fiscal, también me dijo: “No sé cómo tienes
esas pruebas, esa información de que se encontró así, no sé por qué la
tengas. No deberías tenerla. Es más, ¿quién te dio la información? Vamos
a tener que levantar un acta contra ellos, porque no tienen por qué dar la
información”.
Pero uno ¿qué hace? Uno no sabe de los protocolos. Y siguieron insis-
tiendo en que no se podía tomar una muestra de la persona que habían en-
contrado. Ahí contacté a Aracely y, cuando le conté el caso y le pedí apoyo,
me respondió: “Sí, m'ija, no te preocupes”.

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Realmente, si no fuera por Aracely, mi hijo seguiría allá sin identifi-
car. Aracely fue la que se movió, habló con la maestra Martha en Córdo-
ba, habló con la gente que ella conoce. Yo le insistía: “¡Es mi hijo! ¡Debe
ser él!”
Cuando llegué al día siguiente, ya hubo una actitud diferente. Como
que de “te voy a hacer caso”. Me dijo la funcionaria: “¡Ah!, eres tú, la que
fue a hablar a Córdoba, ¿verdad?” Era Aracely la que se había movido en
Córdoba. “Sí, ya se va a ver cómo se hacen las diligencias, pero antes de eso
hay otros dos casos; entonces, te vas a tener que esperar”.
Nosotros íbamos todos los días y me decían:
—Por mí puedes venir todos los días, pero no hay avances.
—No quiero venir a molestarte. Tú dime cuándo vengo, ¿en una semana?
Si no hubiera sido por Aracely esto no hubiera avanzado. Como seis días
después, ya nos estaban llamando porque ya se iban a llevar la muestra y nos
tenían que sacar la prueba de adn. Mandaron a traer gente de México, de
la pgr, para llevarse los restos para hacer las pruebas. Yo decía: “Si van a
venir a otras diligencias, ¿por qué no de una vez se llevan todo?” Ellos han
de tener sus razones, pero uno se desespera.
Nos citaron como quince días después, a su papá y a mí, para sacarnos
sangre, ¿no?, que es un piquetito en el dedo y ya es tu prueba de adn. Eso
fue en noviembre, y yo decía: “Que no lleguen los resultados en diciembre,
no quiero tener un entierro en diciembre, no quiero. Ni siquiera voy a ha-
blar, porque no quiero que me digan. No quiero marcar estas fechas. Quiero
recordarlo como él era”.
Pasó noviembre, pasó diciembre. Llegó enero. Un día Aracely me man-
dó mensaje: “Oye, m'ija, ¿no te han hablado? Ya tienen resultados, ¿cómo es
que no te han hablado?”
Yo iba a salir el otro día de viaje, pero ella me dijo que no me fuera, que
al día siguiente nos viéramos en la Fiscalía, para hacer presión. Y, sí, ahí el
fiscal primero me dijo: “Pues ya ahí está el resultado, léalo, porque yo de eso
no sé”. Yo no sabía si reír o llorar.
Lo leí nerviosa y se lo di al papá de mi hijo para que lo leyera. Sí, sí era.
Pues coincidía con el adn. Cuando quieren la prueba de un varón es reco-
mendable que sea del papá, hombre con hombre, y, si es mujer, que sea de
la mamá. Eso fue en la mañana, y a las 4 de la tarde ya nos estaban entre-
gando el cuerpo. No dijeron nada más.

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Los peritos aquí no trabajan. Yo pasaba por el lugar por donde se en-
contró el cuerpo, por la casa, y decía “¿Cómo es posible? ¡Ni siquiera está
clausurado!” Y luego iba a reclamarles a los peritos:
—Vayan, chequen, busquen más o algo.
—Es que está prohibido el paso a esa propiedad.
¡No es cierto! ¡Mentira! No les interesa trabajar. Yo regresé a la Fiscalía
para ver qué adelantos, a ver si ya se había entrevistado a otras personas que
tenían que ir a entrevistar y me decía el mismo fiscal:
—No, todavía no las llamo. Es que no he tenido tiempo de leer el expe-
diente.
Como antes lo tenía el fiscal segundo y ya como homicidio pasó al fiscal
primero, no estaba enterado.
—Ni siquiera sé por qué me pasaron el expediente a mí. No he tenido
tiempo para revisarlo. Ven mañana o mejor en una semana.
Regresé a la semana y no lo había revisado. Me pidió que volviera en tres
días. Es desesperante, regresé y regresé, pero andaban en diligencias o estaban
de guardias o no trabajaron ese día. Son vueltas y vueltas y vueltas, casi estar
yendo todos los días para que te digan: “No lo he checado, no he podido,
es que no he tenido tiempo”. O llegar y ver que le están boleando los zapatos.
Para ir, hay que cargarse de pilas, sabiendo que va uno a llegar y le van a
decir: “No sé”. Cada vez que iba, al otro día me la pasaba chillando o en la
cama, sin ganas de nada. Desde que iba en el camino ya me iba preparando
y me iba superenojando, porque ya sabía que me iba a decir: “No”.
Se topa uno con gente que no sabe hacer un oficio. Los fiscales no saben
hacer un oficio. ¿Qué pasó con las sábanas de llamadas? Yo fui en diciem-
bre, antes de encontrar a mi hijo, queriendo saber eso, y me dijeron que no
había llegado. A finales de enero, cuando ya había enterrado a mi hijo, me
enteré que la sábana que faltaba había llegado en diciembre.
Iban en la carpeta que le habían pasado a otro fiscal. Yo pedí que no
la perforaran de orilla, porque ahí trae información, pero les vale madres.
Cuando llegué, vi que la sábana está perforada, dentro de un sobre de pa-
quetería que nadie había abierto. Decían que venía vacío, que ya le habían
pasado los papeles a otra fiscal; la otra decía que no. Cuando yo revisé y abrí
el sobre, claro que ahí estaba todo.
Ya la última vez, ¡llegué con una frustración!, ¡un enojo! Imaginándome
qué me iba a decir, y de hecho me dijo:

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—¡Asoooo! No he podido.
—Entonces, ¿no puede? –le dije–. Es un incompetente que no puede y
no tiene tiempo.
—La verdad, no. Mejor pide que se lo lleven a Córdoba, ¿no?
Fui con la jefa del fiscal.
—¿Ah, sí? ¿Eso te dijo? ¿Que se fuera la carpeta a Córdoba?
Lo mandó traer, le llamó la atención:
—Me lees ahorita esa carpeta y le das una solución a la señora –le dijo,
tronándole los dedos.
Se fue con la cola entre las patas y le dije:
—¿A qué hora regreso?
—Regresa a las tres y media.
Me dieron como las cinco.
—No encuentro nada.
Es una persona huevona que no quiere trabajar.
—Te voy a hacer un oficio para que lo lleves a los policías, que son los
que tienen que investigar.
No regresé, le llevé el oficio a la policía y ya no regresé. ¿Para qué regre-
so? Me dicen que vaya con los federales, pero uno queda tan desanimado…
Son pocos los casos que tienen los federales, no sé cómo se manejan. Tengo
entendido que cuando tienes la denuncia acá, ya no la puedes cambiar, por-
que no se pueden abrir dos carpetas por el mismo delito.
Las autoridades locales no quieren trabajar, por eso no regresé ni me
interesa ver a ese hombre, no tiene caso. A veces siento que le fallo a mi hijo
por no hacerlo, porque debería hacer más. Hasta la fecha, no ha habido nin-
gún avance. Uno encuentra al personal menor, pero no a los encargados, y
no dan razón.
Cuando estuvo desaparecido, puse un anuncio en Facebook y compré
un chip especial para el teléfono y que me marcaran ahí, pero solo recibi-
mos extorsiones, llamadas en la madrugada con los gritos de un joven, gente
que según esto lo había visto en otro lado, adivinas y videntes que pedían
dinero para cirios… Pero si Dios no pudo o no quiso, el Mal, menos. Ahora
ya no contestamos el teléfono y el celular lo tengo en silencio. Así es más
tranquilo.
Yo siempre pensé que, a lo mejor, salió con sus amigos, hubo un acci-
dente y no supieron qué hacer. Eso es lo que yo pienso, y entiendo si fue así.

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Lo entiendo porque son chamacos, que pueden decir: “¡No mames! ¿Ahora
qué hacemos?”
Cuando mi hijo desapareció, yo soñaba con él. Muchas veces me decía:
“Mamá, no te preocupes, estoy bien, yo voy a regresar”. Muchas veces soñé
que lo tenían encerrado a dos cuadras y media de la casa, pero nunca me
imaginé que en una casa que estuviera tan visible, porque está muy a la
vista. Ni me imaginé que ese portón ni en esa casa, entonces abandonada,
escondían el cuerpo de mi hijo. Cuando se encontró el cuerpo se ve que
estaba violado el portón. ¡Me daba una impotencia! Yo había estado ahí días
después de su desaparición y a lo mejor ahí estaba mi hijo y no pude hacer
nada. Esa es la mayor impotencia, porque yo estuve ahí afuerita.
Yo soñaba con él. Cuando encontramos su cuerpo, en noviembre, el pri-
mero de noviembre, soñé que estaba acostada de lado y sentí que se acer-
caba y me agarraba la mano y me dio un beso. Yo nomás reaccioné y dije:
—Sí, mi amor, está bien, te amo, está bien.
Dejé de soñar con él mucho tiempo, meses. Yo digo que fue como
la despedida porque soy de sueño ligero y sí sentí cómo fue y me agarró la
mano y me dio un beso. Él y yo éramos muy unidos. A veces, podía sentir
que él tenía algo, porque lo conocía. Aunque no estuviéramos cerca, sen-
tía que le pasaba algo, cosas así. Y era muy cariñoso conmigo, era una
buena persona. No era perfecto, era un chamaco, pero fue muy confiado,
y creía demasiado en sus amigos. Yo sé que no eran horas para que saliera,
pero era un chamaco.
Era de los que se acostaba y me abrazaba, desde chiquito, y siempre esta-
ba ahí conmigo. Nos llevábamos muy bien; realmente era un buen chamaco
y muy cariñoso. Era muy buen amigo, tenía muchos amigos, pero eran con-
tados los que había adoptado como sus hermanos.
Una de sus amigas nos cuenta anécdotas de él. Un día llegó a decirnos
que se le cayó el celular en el camión. Pero la verdad era que había empeña-
do el celular porque la amiga debía una materia. Le pagó el examen o le dio
una lana al maestro, no sé. Se quitaba lo suyo por sus amigos y uno sabe lo
que significa un celular para un chamaco.
Me hace mucha falta, lo extraño demasiado. Y mi mamá también. Ella
recuerda que Brian le decía que era su “compañerita”. Ella hubiera querido
que le dijera “mamá”. El día que lo hizo, ella no cabía en sí de gusto. Hasta
la fecha ella sigue hablando con él, aunque no le responda. Hasta la fecha,

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sigue con la ilusión de que algún día va a regresar, que va a entrar o que, si
suena el teléfono, va a ser él.
Mi hijo era muy bromista también. Cuando veo sus fotos, recuerdo
que me decía: “Mamá, ¿verdad que yo fui tu regalo de cumpleaños?” Y yo
ahora le respondo: “Pues no me duraste mucho, no me fuiste eterno, mien-
tras yo viviera, pero fuiste el mejor regalo”. Yo estaba muy chava cuando lo
tuve, pero fue un niño deseado. Tenía 18 cuando nació. No fue un error,
no. Fue un niño muy deseado, muy amado, yo creo que por eso también
él era así.
Yo siento que cuando te pasa algo así, se muere esa parte de saber amar,
como que se acaba. Cuando desaparece alguien que amas y que es tan cer-
cano, es real que sientes como si te quitaran una parte de ti, te sientes
incompleta, sientes eso. Pero trato de estar bien, porque yo sé que él me
quiere y que, si me ve mal, va a estar triste. Él quería lo mejor para mí, en
serio, yo sé que yo era su adoración. A veces sentía que no lo queríamos o se
sentía incomprendido, porque así son los chamacos, pero era la adoración
de nosotras.
Él era todo… Yo siempre le decía “Mi amor, te amo, tú eres mi vida”.
Era mi vida, yo vivía para él, por él, para él, literal yo vivía para él. Hubo un
tiempo en el que sentí que ya no tenía por qué vivir. Pero luego pienso que
hay que echarle ganas, salir adelante. Yo sé que a todo se acostumbra uno.
También a esto. No deja de doler, pero no te queda de otra.
La última vez que lo vi, acababa de fallecer mi abuelita y yo estuve aquí
el fin de semana y se atravesó el 5 de febrero. Me fui por ahí del 7. Y, cuando
me despedí de él y lo abracé, sentí que era el último abrazo que le daba. Fue
horrible. Le dije: “Mi amor, cuídate, te amo”. Pero, cuando lo solté, en la
cabeza yo pensaba: “Pinche Pati, ¡deja de estar pensando pendejadas!” Así
me lo dije. Y lo volví a abrazar, pero yo sentí que era la última vez que lo
veía. Cuando desapareció, yo le decía a todos: “¡Yo sabía que era la última
vez! ¡Ya no lo voy a volver a ver!”
A pesar de todo, trato de vivir en paz, porque con él estaba yo en paz.

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“Hoy vivimos solo del recuerdo”

Kimberly Kristel Jalil Rosete


Desapareció el 29 de noviembre de 2017

María Elena Rosete,


madre de Kimberly Kristel

Kimberly iba en tercer semestre de la prepa pública. Quería ser nu-


trióloga y a veces me decía que quería también estudiar comunicación. Te-
nía muchos sueños, pero todos sus sueños un día se los cortaron. Era muy
amiguera, muy alegre. Siempre andaba bailando. Le gustaba mucho bailar:
bailaba con aros, ¡hasta tres aros bailaba! Le gustaba mucho salir a fiestas,
como todas las niñas de su edad.
Ese día llegué a mi casa a las cinco de la tarde y, cuando vi que Kimberly
no estaba, le mandé un mensaje.
—Estoy en un café… –me contestó–. Ya voy.
—Ya te quiero aquí –le escribí yo–. ¿Ya te vienes?
—Sí, ya, ya voy para allá –me dijo.
Creo imaginar que en ese lapso fue cuando la agarraron. Ya la venían
siguiendo. ¡Era muy temprano! Pero para los delincuentes que sea tarde, tem-
prano, noche, no importa.
Mi hija fue secuestrada el día 29 de noviembre de 2017, entre las seis
y media y las siete de la noche. Primero, los secuestradores le mandaron un
mensaje a mi esposo; a las siete con trece minutos querían ya negociar con
él, pero él no participó. Luego me mandaron mensaje a mí y me dijeron que

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me iban a llamar. Y, en efecto, me llamaron. Comenzaron a negociar con-
migo: querían seiscientos mil pesos por la niña y que no diéramos parte a
la policía. Lo de siempre.
No supimos bien dónde la secuestraron. Me dijeron que la habían ba-
jado de un taxi.
Fueron tres días de negociación. Me pidieron que fuera yo a Veracruz a
entregar allá el dinero. Yo no lo alcancé a completar, pero me fui a Veracruz
con una parte del dinero. Me dijeron que me fuera yo en el au y que ahí
me iban a ir dizque cuidando con mensajes. Me iban siguiendo. Yo tenía
mucho miedo, la verdad.
Me fui a Veracruz y me dijeron que la niña ya estaba en el parque, que la
tomara y me la llevara. Me dijeron que dejara el dinero ahí, a un lado. Que
no hiciera nada, ni que me ganara el llanto. Pero, cuando llegué al parque
y dejé el dinero, la niña no estaba. Me regresé muy mal, ya en la noche. No
me volvieron a hablar. Perdí toda comunicación.
Cuando regresé, ya venía yo muy mal, por los tres días que no dormía
ni comía. Sentí que me estaba dando un paro cardiaco. Desde que iba ha-
cia Veracruz, les dije que me dolía mucho el brazo, que me sentía muy mal.
Cuando llegué de regreso a Orizaba, a la terminal, llegó mi familia con una
enfermera y me checó y me dijo que me estaba hipertensando, que me te-
nían que ingresar al hospital. Me ingresaron y ahí estuve más de quince días,
en la sección de salud mental, con puro sedante.
Cuando me dieron de alta, llegué a mi casa y me volvió a dar una em-
bolia. Me tuve que regresar al hospital. Fue de tanta angustia. Mi presión se
descontroló de no ver a mi hija. Regresé al hospital y me volvieron a poner
tranquilizantes. Así me pasé otros 10 días, hasta que me quisieron ingresar
al hospital de La Concha, el psiquiátrico.
Mi hermana me dijo que no lo hiciera, no dejó que me ingresaran. Les
pidió a los médicos que mejor me dieran medicamento y que, a lo mejor, en
un determinado tiempo podría yo curarme. Me hablaron mucho; llegó una
psicóloga, luego el psiquiatra. Empezaron a platicar conmigo, pero yo estaba
en un estado terrible. Me envolvía un miedo espantoso.
Llegó enero y yo ya había bajado como 10 kilos. Me llevaron a la iglesia
y ahí es cuando me encontré a una señora del Colectivo, porque ese día era
la misa del Colectivo, el primer sábado del mes. Entonces ahí le platiqué lo
que había pasado y ella me indicó lo que se necesitaba para ingresar y em-

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pezar la búsqueda de Kimberly. Es cuando empezaron a buscarla en redes
sociales, en periódicos, y metieron la información a más de diez colectivos a
nivel nacional, a las televisoras, a la de Reporteros Sin Fronteras…
Hasta que un 30 de enero me hablaron de la Fiscalía y me dijeron que ha-
bían encontrado a Kimberly en una fosa clandestina aquí en Ixtac. Apenas
hizo dos años de esa pérdida. Los de la Fiscalía agarraron a unas personas
y ellos les dijeron dónde estaba la fosa clandestina, y fue cuando ellos me
hablaron para el reconocimiento del cuerpo. La reconocí porque ella tenía
un corazón chiquito en su tobillo.
Los delincuentes ahorita están en proceso de dos años para ver si son
culpables o no, porque ellos igual tienen derechos. Están reuniendo prue-
bas, aunque por lo menos uno de ellos confesó el lugar donde estaba la
niña. Yo ya no he querido saber más. Yo sé que jamás me van a devolver a
mi hija. Ellos comen, desayunan y cenan, y mi hija ya no está. Así les den
cien años de cárcel, ese dolor nadie me lo va a quitar.
Tengo otro hijo más chico que está muy afectado, porque Kimberly lo
cuidaba. Ahora también está recibiendo atención con el psicólogo y el psi-
quiatra. Yo me he ido quitando los medicamentos que me daban para estar
tranquila. Sigo en el Colectivo porque el acompañamiento me ha ayudado
mucho. Vienen psicólogas y tenemos terapias grupales. Viene una tanatólo-
ga, a ayudarnos con cursos para el dolor, para la tristeza. Esos profesionales
tocan todos esos temas: la muina, el coraje, todo eso.
No se me hace justo cómo es que le quitan la vida a gente inocente. ¿Por
qué así, de esa manera? ¿Por qué morir de esa manera? ¿Por qué nos hacen
tanto daño? Emocionalmente destruyen a una familia que ya jamás va a vol-
ver a ser igual. Nos destruyeron. Hoy mi esposo no se puede recuperar, hoy
vivimos con esa incertidumbre, con ese miedo. Él es hipertenso y diabético.
Le quitaron una parte del corazón.
Kimberly iba a clases de ballet y ahora mi esposo nomás vive así, con esa
imagen de ella. Ya la tiene en su mente y en su corazón. Cada tercer día va-
mos a la sepultura, porque nada nos llena. A veces son tres días a la semana,
es lo que nos llena: cubrirla de rosas, de flores.
Le hicimos su sepulcro y hoy es muy visitada aquí por muchas amigas,
muchas amistades. Ese día que fue el funeral fue muchísima gente. ¡Muchí-
sima gente! Y llevábamos ese coraje. Echamos muchas palomitas al aire
y globos, una muestra de la paz, de esa paz que buscamos, que queremos

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para ella. Solamente me queda su féretro, ahí está su foto… Fue un caso muy
mencionado, toda la semana era de muchísima gente.
Desgraciadamente ya está con Dios. Y hoy vivimos así solo del recuerdo.
Dios nos hizo libres y no es posible que venga alguien y nos quite la vida
nada más porque ellos quieren. Yo sí tengo ese dolor.
Ahora solo nos queda la búsqueda de la memoria, la justicia y la verdad.
Eso es lo que nos queda.

Palabras finales

Participar en este ejercicio, para mí fue plasmar mi historia llena de mucho


dolor, fue revivir cada momento, como lo haré el resto de mi vida. Esa an-
gustia, ese miedo, esa impotencia. Esta pérdida es morir en vida. Pensé en
ese momento: ¿dónde le habrán arrebatado la vida a mi pequeña? ¿Y qué
gente será esa, sin valores? Para los delincuentes es muy fácil quitar la vida y
no sentir nada. Hoy ya no busco, hoy pido justicia, memoria y verdad.

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LOS COLABORADORES

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Sensibilizar a la sociedad para que dejen
de criminalizar a los desaparecidos y a sus familias

Daniel GM,
fotógrafo

Este proyecto nació por dos razones principales. La primera es mi


gusto por la fotografía. Soy licenciado en Diseño y Comunicación Visual por
la Universidad del Golfo de México. Luego hice un diplomado en fotografía
digital y fue ahí donde me empezó a llamar mucho la atención esta área: la
fotografía documental o la fotografía con causa, porque hoy en día estamos
invadidos de mucha fotografía de paisajismo, de panoramas muy bonitos,
pero hay muy poca fotografía que nos logre transmitir algo. Por eso quise
hacer algo con causa.
La segunda razón es que mi primo está desaparecido desde el 27 de agos-
to del 2012. Hasta la fecha no sabemos nada de él.
Tuve la idea en noviembre de 2017. Yo quería transmitir a la sociedad el
dolor que tiene una mamá al no saber nada de su hijo, pero me costó mu-
cho trabajo darle forma al proyecto. Y, sobre todo, tener el valor de hacerlo.
Es un tema muy delicado, y uno puede llegar a ser muy incómodo para
muchas personas. Pero yo siempre lo he dicho: es una exposición que no
quiero que señale a nadie. La finalidad de la exposición es sensibilizar a la
sociedad para que dejen de criminalizar a los desaparecidos y a sus familias.
Hoy en día hay muchísimas fotografías de desaparecidos y muchas foto-
grafías que ya son hasta familiares, de tanto estarlas viendo en plataformas
digitales, pero nunca tenemos la curiosidad de preguntar, de saber quién
está atrás.

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Así nació la idea. Mi modelo de prueba fue mi mamá con la foto de mi
primo. Un domingo le dije:
—Siéntate ahí y te voy a tomar unas fotos. ¿Qué piensas de Micky? –le
pregunté cuando la estaba fotografiando.
Ella me empezó a platicar, se soltó a contarme desde que él era peque-
ño, hasta las últimas cosas que él hacía, y pude captar unas expresiones
muy naturales. Entonces dije: “¡Este es el proyecto! ¡Esta es la idea que yo
necesito!”
Pasaron unos meses antes de que le pudiera compartir la idea a la se-
ñora Aracely. En enero de 2018, llegué a platicar con ella y a mostrarle las
pruebas de las fotografías que tenía, y ella me dijo que sí, que estaba bueno
el proyecto, pero que lo iba a consultar con la gente del Colectivo. Las se-
ñoras aceptaron y me pidieron que la exposición fuera para el 10 de mayo.
Me avisaron el 28 de abril y, sinceramente, por la premura, estuve a punto
de decir que no, que no me iba a dar tiempo. Pero pudieron más las ganas.
Fueron 11 días. Muy apresurado todo, porque las fotografías deben llevar
cierta edición, el preparado para que se imprima, para que todas salgan de
los mismos tonos, que no salgan grises, que el fondo salga negro. Parecía una
misión imposible.
Al principio eran 20 fotografías. Yo cubrí los costos, porque no quería
cobrar ni un solo peso a las mamás. Ya tienen demasiados problemas como
para que yo llegara y les cobrara. Cuando haces algo, lo haces de corazón.
Ese tiempo también me sirvió para que juntara los materiales. Al estar en
eso, un familiar me dijo:
—Yo te coopero con cinco fotografías más. Tal vez sea poca la ayuda, pero
es de corazón.
Así llegamos a las 25. La señora Aracely lanzó la convocatoria en el
grupo y los lugares serían para las primeras que respondieran. Porque son
muchísimas mamás las que están en el Colectivo. Los 25 lugares se llena-
ron en cosa de diez, quince minutos. Al día siguiente empezamos con las
primeras doce.
Yo no medí el grado de dificultad que iba a tener ese proyecto. Me pa-
reció posible porque tengo la experiencia de una persona desaparecida, mi
primo, al que yo siempre consideré mi hermano, porque toda la vida vivi-
mos juntos, hasta que se fue a vivir con su pareja los últimos tres, dos años.
Yo dije: “Sí puedo”.

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Un amigo me acompañó a cargar, a montar el equipo y me pidió per-
miso de documentar el proceso en video, pero él acabó destrozado. Al escu-
char a las doce primeras mamás, de plano me dijo que no aguantaba, que
no podía seguir. Es que desde que yo les entregaba el cuadro con la imagen
de sus hijos, ellas se soltaban a llorar.
Yo tenía que hacer una pregunta que consideré necesaria para el pro-
yecto: “Si este 10 de mayo supieran algo de su hijo o llegara su hijo, ¿qué
harían ustedes?” Es una pregunta muy fuerte. En algún momento pensé que
me iban a terminar odiando, pero creo que hasta la fecha es algo que ha
ayudado a concientizar a la sociedad, porque gracias a esa pregunta ellas se
expresaron de una forma más natural.
Tomé un promedio de 30 fotografías de cada mamá y solo una fue la
seleccionada. Solo con una mamá no se pudo. Nada más tomé cuatro foto-
grafías de ella y ya no pudo: se soltó a llorar al grado de que me preocupó,
porque empezó a hacer movimientos muy extraños. La sacamos a que le pegara
un poquito el aire. Ya después ofreció una disculpa, que se salió de control y
que no era nada en contra mía, pero que simplemente se desbarató en cuanto
yo le di la foto.
Manejé encuadres básicos de la fotografía, pero ellas solitas fueron to-
mando las posturas. Yo les sugería cosas como “la mano de este lado para
que no me tape la luz”. Pero ellas decidieron cuándo y cómo abrazaban la
fotografía enmarcada de sus hijos; luego lloraban y yo trataba de disparar en
el que pensaba que era el momento ideal, mientras escuchaba las doce his-
torias de cómo extrañan a sus seres queridos. Yo estaba con un nudo en la
garganta, no medí la cantidad de emociones que se iban a mover. Sí me cos-
tó mucho, sinceramente. Emocionalmente me causó mucho dolor, estrés.
A los tres días, llegaron las otras trece mamás y lo mismo. Mi amigo ya
no fue a la segunda sesión. A mí me hubiera gustado que se documentara
en video pero, por la premura, ya no se pudo. Se hizo la exposición así, con
los 25 casos, que fueron muy dramáticos. Se movió mucha energía, fue muy
fuerte.
Cuando agradecí a la última mamá, a la número 25, puse la fotogra-
fía enmarcada de su hijo a la mitad de la mesa para salir a despedirla. Era
el mismo marco para todas las fotos, ya que quería que se vieran iguales,
del mismo tamaño; nomás cambiaba la foto con cada mamá. Y de momen-
to ¡fum! ¡Se cayó el cuadro y se desbarató! ¡No aguantó tanta presión! No

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escuché cuando se cayó, nada más oí el golpe y, cuando llegué, el cuadro
estaba deshecho.
El cuadro de Brian en la foto que se tomó después ya no es el mismo,
porque el otro se había roto. No me da miedo, entendí que no había aguan-
tado la energía. Yo estaba igual por dentro, como que… destrozado. Pero
no lo demostré porque, si no, me iba yo a quebrar ahí. Yo seguí y traté de
aguantar. Pero sí fue muy fuerte.
La edición de las fotografías fue también pesada, pero valió la pena la
desvelada y todo el trabajo que se hizo porque, como lo estoy viendo ahora,
se ha logrado mucho con la sociedad. Hay gente que yo equivocadamente
pensé que no se iba a solidarizar con este tema y sí lo hizo, se acercaron.
Aunque también hubo algunos, incluso amigos o conocidos, que se distan-
ciaron de mí por publicar esas cosas. No lo dijeron directamente, pero yo vi
cómo empezaron a alejarse.
Yo soy docente en la universidad y siempre les he dicho que hagan algo
con causa, usando los recursos artísticos que prefieran y que tengan a su al-
cance. Yo sé que este comentario tal vez puede sonar un poquito egocéntrico,
pero no es así: yo les digo que quiero ser una inspiración, un ejemplo, para
que logren hacer cosas buenas para la sociedad. Que tomen el ejemplo de
esas fotos como método de impresión en diseño y, al mismo tiempo, como
una buena causa. Les digo: “Vean lo que pueden lograr, saquen ideas de
esto”. Me gusta estarlos motivando mucho a que vean la problemática social.
Yo siempre he querido ser el maestro que nunca tuve, el maestro que
siempre me hubiera gustado tener. Mis maestros eran de los que de plano
se sentaban. Mis clases de fotografía de licenciatura nomás eran de “aquí
está la cámara y vayan a tomar fotos”. No nos enseñaban encuadres, nada.
Lo que sé de fotografía ha sido por el diplomado de fotografía que tomé una
vez egresado, ya con un fotógrafo, una persona con experiencia.
Luego conocí a Alan Morgado, un fotógrafo de la zona que estudió en
la uv. Él fue mi maestro en un taller libre de fotografía ahí en la universidad.
Él me motivó a lo documental, porque yo estaba todavía en eso de las fotos
bonitas. El trabajo documental de Alan me inspiró mucho. Así empecé a
investigar sobre fotógrafos: Rubén Espinosa, Félix Márquez… Me gustaría espe-
cializarme, porque quiero seguir con esta área de la foto.
Estamos saturados de imágenes bonitas, de paisajes. No estoy en contra
de ello, pero llega el momento en que uno dice: “Hay que hacer algo con la

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fotografía”. Y creo que este proyecto es novedoso, pues me puse a investigar
y no hay alguien que se haya interesado en hacer algo así, al menos en la
zona. Por eso me daba miedo, porque es un tema delicado. Pero todas las
mañanas al salir de mi casa repito: “Dios conmigo y ¿quién contra mí?” Me
quedo con esa frase siempre. Y el proyecto ha dado buenos resultados.
Después, se agregó la fotografía de Brian Atilano, pues la señora Paty
también sufrió el dolor de la desaparición de su hijo por unos meses y luego
lo encontró; lamentablemente no como hubiera querido, pero por lo menos
ahora tiene un lugar donde sabe que está su hijo. Por eso quisimos hacer
la mención de Brian Atilano y Kimberly, que también fue encontrada sin
vida. También incluí la fotografía de mi tía con mi primo. Ella falleció a los
cuatro años de no saber de su hijo, por la angustia, la desesperación. Por eso
yo quise hacer esa fotografía, igual como una mención especial.
En los últimos tiempos se agregaron otras cinco fotografías, incluidas
por ser casos especiales: una segunda mamá fallecida, una madre que encon-
tró a su hijo en las fosas clandestinas de los Arenales, en Río Blanco… El
proyecto se pretende agrandar con el mismo nombre, pero ahora con imá-
genes de mamás de otros colectivos a nivel nacional.
La exposición se presentó el 10 de mayo de 2018, aquí en Orizaba, en
una galería que se llama Casa 243, de Octavio Sánchez Oropeza. Él no lo
pensó dos veces; yo le platiqué la idea y él luego luego dijo que sí. Cuando
le platiqué la idea a Alan Morgado, él me dijo:
—¡Lanza la idea! ¡Échala a andar! Es muy buena. Yo te apoyo, te aconse-
jo, lo que tú quieras.
Siempre que me lo encontraba en la calle me preguntaba cómo iba el
proyecto, me insistía en que lo lanzara. Eso me motivó mucho. Él fue quien
me habló del espacio en Casa 243 y Octavio Sánchez Oropeza fue quien
sugirió que se presentara el 10 de mayo. Luego, a principios de junio, se pre-
sentó en la usbi de Ixtaczoquitlán y estuvo casi un mes. Después se presentó
en el Exconvento de San José de Gracia y en Teatro Llave, de Orizaba. En
el Teatro se inauguró el 2 de agosto, y el plan era dejarla hasta el día veinte.
Pero comenzamos a tener problemas. Yo asistía a la galería todos los
días, a los horarios que podía porque, por la escuela, nada más podía estar
dos horas. Pero, cuando llegaba, la exposición estaba tapada, estaba cerrada.
Nos pusieron muchos pretextos: que no tenían el banner, o si yo lo ponía
en la entrada, cuando regresaba, estaba en una esquina. Si lo volvía a aco-

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modar al frente y me iba a comprar algo de comer, llegaba a la media hora
y ya estaba otra vez en la esquina. Parecía cosa de niños chiquitos. Fue muy
muy incómodo.
Cuando se lo platiqué a la señora Aracely, ella lanzó un comunicado
que les incomodó a los encargados. Contestaron que yo ni siquiera me pre-
sentaba, que yo desde el día de la inauguración jamás me había vuelto a
parar. Eso sí me ofendió mucho y les fui a reclamar. Quisieron mentirme
diciendo que ellos no habían dicho eso, pero yo tenía el video. No supieron
qué decir. Nomás nos pidieron que la quitáramos el día 12, no el día 20. En
el oficio de autorización no estaba especificado el periodo y ellos pusieron
con lápiz: del 2 al 12. Ni cómo pelearles.
No se esperaban el impacto que tuvo: mucha gente quería ir a verla. No
pensaron en que iba a ser en temporada de vacaciones, por lo que, en la
libreta de los comentarios, escribió gente de Cancún, gente de Chiapas, ¡de
muchísimos lados! Y fue padre, porque comentaban que nunca habían vis-
to un trabajo así. Hay un comentario de una niña de seis años que me llegó
mucho. Con su letrita infantil dice que no es justo que haya tantos desapa-
recidos, que la gente no debería de desaparecer. Entonces yo me dije: “Seis
años y ya está consciente de lo que está pasando”. Es algo impresionante.
También tuve una mala experiencia. Estaba yo en la galería y llegó un
señor de esos muy hiperactivos.
—¡Ese, ese, ese! –dijo, señalando las fotografías–. ¿Ves la cara de delin-
cuentes que tienen?
Yo me quedé pasmado. No creo que él supiera que yo tenía relación con
la exposición, ni se lo dije. No le contesté, me quedé tragándome el coraje,
porque sé que debo tener mi lado profesional. No podía contestar.
—Conozco a uno que ahora está desaparecido –siguió diciendo–. Anda-
ba con un montón de lujos. ¡Hasta crees que es por su trabajo!
—Yo creo que cada persona tiene una idea distinta ante este tema –le
contesté por fin–. Pero hay que respetar.
—Ah, yo entiendo. Pero, como tú dices, cada quien tiene una opinión
de esto.
Yo quería aventarle lo primero que tuviera ahí.
—Yo tengo a mi hijo –siguió diciendo–. Y a mi hijo yo le compro todo,
por eso no sale. Tiene 22 años, tiene su Xbox, su tele, ¡tiene todo! Para que
no salga.

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Yo entre mí dije: “Quiero ver a ese joven el día de mañana, cuando su
padre –Dios no lo quiera– no esté. ¿Qué va a hacer? No va a saber qué es un
trabajo, cómo se gana el dinero…” Fue una mala experiencia.
Pues tuve que quitar la exposición el 12 de agosto y todo septiembre de
2018 estuvo en la Casa del Lago, en Xalapa. Y en octubre estuvo en el Teatro
del Estado, en Xalapa, durante el Festival Nacional de Teatro, gracias al maestro
Arturo Meseguer, entonces director de Difusión Cultural de la Universidad
Veracruzana.
También la hemos puesto en otros lugares. En Orizaba, además de los
lugares donde estuvo al principio, también fue exhibida en la Universidad
del Golfo de México-Norte y en la Policía Municipal-C5. En Ciudad Men-
doza estuvo exhibida en la Universidad del Golfo de México-Centro y en
la Casa de San Rafael Guízar y Valencia. Y en el Puerto de Veracruz, en la
Casa Múcara. Cuando se han hecho conversatorios en universidades esta-
tales y nacionales, llevamos como muestra algunas piezas. Próximamente la
llevaremos a Yucatán, y ya ha sido solicitada fuera del país.
No he publicado las fotografías en los medios y ya registré los derechos
de autor, porque no quiero una sorpresa pues, con tal de molestar, pueden
hacer algo.
Gracias a Dios no he recibido ninguna amenaza. Sí hay comentarios en
plataformas digitales, críticas a la exposición, pero nada más. Estoy consciente
de que algo puede pasar, claro. Por eso le dije a mi mamá:
—Te voy a decir algo. Y no te lo digo porque presienta nada o porque me
haya pasado algo. Te lo voy a decir porque me voy a sentir más tranquilo. Si
a mí me llegara a pasar algo con esto que estoy haciendo, quiero que estés
tranquila, porque estoy haciendo algo que me gusta, algo que me ha ayuda-
do profesionalmente y lo estoy haciendo por una causa. Esto no es nada más
para mí o para nuestra familia: no solo estoy ayudando a que la sociedad
vea el caso de Miguel, sino que también estoy ayudando a las 26 mamás que
están en este proyecto. Incluso a otras mamás que sufren por este motivo,
porque la gente siente el impacto de una fotografía y, si un día llegan a saber
de una persona que está pasando por esa situación, van a entender mejor el
grado de sufrimiento que tiene una mamá.
Estoy consciente de lo que puede llegar a pasar, nosotros lo vemos a
diario. Saliendo de la casa, saliendo del trabajo, estando en el trabajo. Pero
yo repito todos los días mi oración antes de salir de casa. Soy católico y me

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persigno y me voy a hacer mis actividades. Yo sé que no todos tenemos la
seguridad de si vamos a volver o no, pero sé que estoy haciendo algo bien.
Sé que la exposición no está señalando a nadie, su objetivo es simplemente
dar a conocer ante la sociedad el dolor de una mamá, conmover a la gente.
Sí hay días en los que se me mete el miedo, aunque puedo hacer estas
cosas porque no tengo una familia, soy soltero. Yo creo que si tuviera un
hijo o una esposa, tal vez me costaría un poquito más, porque ya dependería
alguien de mí. Claro, mi familia igual depende de mí en algunas cosas, pero
el estar soltero ayuda.
Sí me dan nervios. Por ejemplo, el día de la inauguración en la Casa
del Lago estaba supernervioso, porque no conozco a la gente de allá y, para
acabarla de amolar, cuando íbamos llegando a la galería pasó un muchacho
con el flash activado, como grabando. Tal vez estaba fingiendo una llamada
o sí estaba grabando, no sé. Pero no quise profundizar en eso, porque me
iba a bloquear. Como mi mamá se dio cuenta, le dije:
—A lo mejor se le activó sola la grabadora. Vamos a hacer de cuenta que
no vimos esto.
Al momento sí da miedo. El 10 de mayo, cuando se inauguró la exposi-
ción en Orizaba, hicimos una caminata, de una iglesia a un parque y de ahí
a la galería que está a media cuadra. Ese día, cuando desperté, tenía miedo.
Ya no quería, como niño chiquito. Pero me calmé. Puse música y dije: “No te
puedes echar para atrás, las fotos ya están montadas, ya está todo”. Y no pasó
nada.
Siempre soñé con tener una exposición fotográfica, pero no sabía de qué.
Nunca vi una exposición con un tema tan fuerte como es el de los desapare-
cidos. Ahorita se está cumpliendo un sueño. Porque, al final de cuentas, es
un sueño, algo que siempre quise hacer: tener una exposición y que esté ayu-
dando a gente, sin fines de lucro. Pero sí es costoso en términos económicos
y emocionales.
Esperemos que no sea el último proyecto.

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“… si se puede ayudar en la difusión a través
del video, pues adelante. Es lo que yo sé hacer,
lo que me gusta hacer”

Víctor Hugo Guzmán


Centro de Derechos Humanos
Toaltepeyolo, A. C.

Somos un Centro de Derechos Humanos, una asociación civil, que nos


constituimos a finales de 2009 y comenzamos a trabajar en 2010, con per-
sonas de algunas comunidades de la Sierra de Zongolica, de comunidades
indígenas nahuas del Valle de Tuxpango, Ixhuatlancillo, en cuestiones re-
lacionadas con tierra y territorio, acceso a la salud, acceso a la educación.
Comenzamos haciendo talleres de introducción a los Derechos Humanos
con grupos de mujeres. Nos vinculamos también con la Universidad Vera-
cruzana Intercultural, y, a partir de ahí, con alumnas y alumnos de comuni-
dades de la Sierra de Zongolica.
Ellos nos invitaban a conocer la problemática relacionada con Derechos
Humanos. Entonces íbamos, platicábamos con las personas y les decíamos
en qué podíamos nosotros apoyar y, si estaban de acuerdo, comenzábamos
a trabajar.
Actualmente estamos trabajando en Ixhuatlancillo, donde hay un pro-
blema importante de drogadicción con solventes. Hay una enorme cantidad
de suicidios entre personas jóvenes, niños, niñas. ¡Terrible! En las tardes, en
cada esquina hay un grupo de chavitos con solventes, que es lo más econó-
mico. Hay gente que les vende la bolsita con estopas ya remojadas a cinco
pesos. Y la policía a dos cuadras. ¿Dónde chingados están?

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Nosotros estamos trabajando con un grupo de jóvenes, chicos y chicas, de
secundaria y de bachillerato, como promotores de comunicación en video.
Desde el 2017 tenemos un proyecto sobre el patrimonio cultural de Ixhuatlan-
cillo a través de la pintura, la fotografía y el video. Había dos chicos de se-
cundaria que jamás se habían sentado frente a una computadora. Eso sigue
pasando a 10 kilómetros de una ciudad, pero con el programa de edición,
en dos horas ya estaban editando. ¡Con una facilidad y una creatividad! Lo
mismo pasó con el uso de la cámara y de la pintura: una sensibilidad increí-
ble. Estamos muy contentos con eso.
Nos fuimos acercando a trabajar más con el Colectivo por la situación
de violencia en el estado. Esa fue la razón más importante para vincularnos
y colaborar con ellas.
Nosotros sabíamos de la existencia del Colectivo más o menos desde fi-
nales del 2014 o principios del 2015. El 10 de mayo del 2015 hicieron la
marcha que siempre realizan para conmemorar el día de la madre y visibi-
lizar que ellas no tienen nada que festejar en esa fecha. Fue la primera vez
que las vimos.
Cuando nos enteramos un poco más de qué era el Colectivo, qué era
lo que están haciendo, nos presentamos. En 2016, busqué a Aracely, pues
sabía que ella era la coordinadora del Colectivo y le dije:
—Somos un centro de Derechos Humanos, podemos hacer tales cosas
para apoyarles.
Eran cuestiones muy puntuales: quizá apoyarles en la documentación
de las actividades que realizaban en esa época, pero también teníamos la
ida de hacer un proyecto de video documental. En nuestro Centro, una parte
importante de nuestro trabajo es la visibilización de algunos derechos vulne-
rados, a través del video. Por eso le ofrecimos esa opción. Platicamos también
de otras ideas que ellas tenían, como hacer algunos murales, fotografías, ya
desde aquel entonces.
—Pues conocemos también a algunas personas que hacen grafiti, que pue-
den apoyar con los murales de los rostros.
Nos pusimos de acuerdo y quedamos de grabar en julio-agosto de 2016.
Hablamos de cómo iba a ser, qué queríamos de ese documental, y ya nos
vimos en la cafetería que tenemos como Centro. Allí grabamos los testimo-
nios de algunas de ellas, de las mamás y de un papá. A partir de ese mo-
mento, la colaboración fue siendo más estrecha, de mayor confianza. Nos

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invitaban a las actividades que tenían, les apoyábamos con cosas ya no tan
puntuales y empezó a crecer la relación, no solamente con Aracely, sino con
varias mamás en el Colectivo.
Por ejemplo, si tenían que realizar algún trámite o la redacción, la im-
presión de algún documento, venían y nosotros les apoyábamos. Algunas
veces a una de ellas la acompañábamos a entregar el documento, al dif o
a la Fiscalía. También nos invitaron a documentar con video y fotografía
cuando iban a realizar acciones de búsqueda en campo, en fosas clandesti-
nas. Había que registrar cuando llegan al punto qué es lo que hacen, porque
en un inicio no iban autoridades, iban ellas solas, con todo el riesgo que eso
implicaba.
Después ya hacían la diligencia con autoridades. Todavía a la fecha, algu-
na fiscal o algún fiscal, policía ministerial y de servicios periciales son quie-
nes han estado haciendo ese trabajo y eso ha dificultado un poco la labor
de documentación, porque de repente dicen: “Ya, no más fotos”, y ya no se
puede documentar y no sabemos si ellos lo realicen bien.
Las compañeras ya tienen muchísima experiencia en la búsqueda de
fosas clandestinas. Algunas tomaron cursos de antropología forense, ya son
las expertas peritas forenses para la búsqueda en campo. Saben más que las
personas de servicios periciales. Ha habido ocasiones en que los de servicios
periciales les han pedido su herramienta para trabajar: palas, picos, vari-
llas… Eso habla de las deficiencias que hay, hasta en el material que tienen
para trabajar aquí.
No hemos sufrido amenazas desde que estamos en el Colectivo. Espero
que no ocurra. Cuando trabajábamos cuestiones de tierra y territorio, sí.
Construyeron una hidroeléctrica en la Sierra de Zongolica y nosotros estába-
mos en las comunidades de la zona que ha sido afectada por la presa; compar-
tíamos información, que era pública, pero que no les habían dado a ellos
ni la empresa ni el personal de los municipios. La Sierra de Zongolica tiene
una particularidad: todavía hay un control político muy fuerte por parte del
pri. Al menos en esa época, hace tres años, era bastante notorio aún. Ese
control incluye mucha vigilancia, hay personas viendo quién va y qué hacen
y qué dicen. Hubo ciertas amenazas, de un grupo de por allá que es parte
de ese aparato de control.
Nosotros íbamos y, para poder reunirnos con una cantidad grande de
gente, nos prestaban una escuela o a veces algunos párrocos facilitaban un

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espacio de la iglesia. Y esos grupos sacaban comunicados como: “Grupos
extraños de quién sabe qué ideología vienen a medianoche a reunirse a la
iglesia”. Muy melodramático, pero con cierta nota de amenaza. Afortunada-
mente en eso se quedó, no hubo algún incidente que nos pusiera en riesgo.
Y ya ahora, con el acompañamiento y colaboración con el Colectivo,
hacemos acciones de bajo perfil, aunque acompañar una búsqueda en fosa
no es tan bajo perfil, pero bueno.
En el Colectivo Toaltepeyolo somos cinco actualmente: cuatro compa-
ñeras y yo. Hay una abogada, dos psicólogas y una socióloga. Comenzamos
un proyecto de apoyo al estado de derecho financiado por la Agencia de
Cooperación Alemana. Ya tienen varios años en México y en colaboración
con el gobierno mexicano. Hace un par de años empezaron a trabajar con
organizaciones de la sociedad civil, porque dicen que no veían los impactos
cuando daban capacitación a funcionarios de la pgr: venían, capacitaban y,
al regresar, seis meses después, no veían ningún impacto.
Por eso decidieron colaborar con organizaciones de la sociedad civil. Eli-
gieron Jalisco, Veracruz y Tamaulipas. Nosotros estamos trabajando algunos
proyectos relacionados con el programa que ellos vienen a cumplir. Uno de
los proyectos está relacionado con la reparación integral.
La idea es completar las acciones jurídicas necesarias para llevar un caso
a la ceav, al llamado Comité Interdisciplinario Evaluador. Ese comité es el
que decide si hay reparación o no hay reparación del daño o qué es lo que
se repara. Y las vías para lograr esto son dos: a través de una recomendación
de un organismo de Derechos Humanos o de una sentencia.
Llegar a una sentencia está muy complicado, porque las investigaciones
están muy rezagadas. Hubo cosas que no se hicieron desde hace cuatro, cinco
años y que ahora no se pueden hacer. Hay investigaciones viciadas o cam-
bios constantes de fiscales. Por eso no hay avances en las investigación.
Por ello optamos por la vía de los Derechos Humanos. Hay una com-
pañera que tiene una recomendación y esa es la punta de lanza. Es un pro-
yecto piloto y ahí integramos a otras compañeras. Pensamos que, si sale bien,
retomaremos las cosas que tuvieron éxito, hacerlo con un mayor número de
integrantes del Colectivo.
Hay una compañera que ya tiene su recomendación desde abril de 2018
y estamos con todas las baterías enfocadas a ese caso; sin desatender, claro,
los demás casos que entraron en este grupo piloto. Ha sido muy desgastante,

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porque este proceso requiere mucha incidencia con autoridades, cosa que
nosotros no hacíamos. Nuestro trabajo era acompañar acciones de las co-
munidades o acciones del Colectivo, no hacer incidencia con autoridades.
Pero las circunstancias económicas de las personas que colaboramos en el
Centro requerían de algún financiamiento para poder hacer el trabajo por-
que, si no, nos tendríamos que dedicar a otra cosa y el trabajo del Centro se
vería reducido, si no le podemos dedicar más tiempo. Gracias a ese proyecto
han salido cosas muy interesantes: se han movido las investigaciones. Por-
que todas las personas del grupo que está en el proyecto ya habían abierto
una queja en la Comisión Estatal de Derechos Humanos, que estaban archi-
vadas desde la administración anterior.
En esas quejas se reconocía que sí había habido una violación a los Dere-
chos Humanos pero, como la Fiscalía ya no estaba investigando, ellos tampo-
co. ¡Algo absurdo! Así que este trabajo sirvió para reactivar las quejas, que se
empezaran a mover las cosas. Y la Comisión Estatal de Derechos Humanos
posterior trabajó mucho mejor que las anteriores. Tuvimos una buena rela-
ción con Namiko Matzumoto –la titular– y con el personal a su cargo.
Nosotros, en junio de 2018, planteamos un trabajo de colaboración con
la Comisión. Por la cercanía podíamos hacer cosas para que ellos no se trasla-
daran hasta acá o que las compañeras fueran allá. Cosas como hacer alguna
entrevista con los lineamientos que tiene la Comisión Estatal, apoyarles para
hacer valoraciones psicosociales con las compañeras psicólogas, de tal ma-
nera que pudieran robustecer la posible recomendación que la Comisión
pudiera emitir.
Sí hay impactos psicosociales y hay que determinar cuáles son esos im-
pactos, cuáles son derivados del hecho victimizante, como le llaman a la
desaparición de su familiar, y, a partir de eso, qué es lo que puede recomen-
dar la Comisión con base en esos impactos negativos que han tenido las
familias.
Las dos compañeras psicólogas son las que están acompañándonos en
estas tareas, pues este proyecto implica que las familias, las mamás, cuenten
de nuevo qué es lo que sucedió. Entonces lo tratamos de hacer de manera
que no sea revictimizante para ellas. Aun así, se mueven cosas. Ese acom-
pañamiento no es como esas clásicas sesiones de terapia con psicólogo, de
terapia clínica, sino más bien se trata de compartirles herramientas para que
ellas puedan afrontar de mejor manera los impactos que están recibiendo o

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que se están creando y puedan seguir con sus labores de búsqueda. Ese es el
objetivo de este acompañamiento psicosocial.
Las compañeras han comentado que están contentas con esa parte del
proyecto, les ha servido. Por eso para nosotros es importante y satisfactorio.
Hay un montón de cosas por hacer, se necesita mucho tiempo, se necesitan
más personas que puedan colaborar, pero es lo que tenemos, es lo que po-
demos ofrecerles. Y creo que ha salido bien. Hay cosas que no han salido
tan bien, pero creo que la balanza se va un poco más a lo que ha salido bien.
Para realizar todo esto, nosotros también hemos buscado acompaña-
miento psicosocial. Hay una asociación civil que se llama Aluna Acom-
pañamiento Psicosocial. El nombre está basado en un mito de un pueblo
indígena colombiano. La directora, Clemencia Correa, es de Colombia, y
ella hizo mucho trabajo durante la dictadura de Pinochet. Tuvo que salir a
México exiliada y ha hecho mucho trabajo psicosocial con personas y orga-
nizaciones aquí en México. La organización tiene un proyecto de acompa-
ñamiento para defensoras y defensores de Derechos Humanos y periodistas
que están en situación de riesgo.
Hemos hecho un grupo de apoyo entre nosotros. Para platicarnos qué
sentimos, cómo estamos, qué hemos hecho para que todos estos sentimien-
tos que se generan no nos afecten tanto. Con Aluna están las sesiones una
vez al mes. Nos vamos a donde podamos estar sin distracciones.
El proyecto pretende fortalecer capacidades o habilidades referentes al
trabajo que la institución, el Centro de Derechos Humanos o los periodis-
tas realizan, y también se ocupan de fortalecer los trabajos que hacemos con
las compañeras, de brindar herramientas para que se puedan afrontar los
impactos negativos, de tal manera que puedan seguir haciendo el trabajo que
hacen, estar lo mejor que puedan, psico-emocionalmente. También propor-
cionan herramientas de seguridad, de autocuidado, porque a veces uno está
en la chamba y está tan apasionado, tan metido, que comes una vez al día,
por ejemplo. Esas técnicas de autocuidado deberían de ser básicas.
También apoyan con protocolos de seguridad de la organización: qué
hacer, cómo tener respuestas rápidas, efectivas, frente a alguna situación
que se pueda presentar. Ese es el trabajo que ellos realizan con varias orga-
nizaciones en el país y con periodistas que viven esta situación. Su trabajo
es muy necesario, bien interesante. Lo hacen con una metodología de aten-
ción psicosocial que han ido construyendo con base en las experiencias de

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las dictaduras en Sudamérica y las guerras en Centroamérica: El Salvador,
Guatemala, Honduras. Una de sus bases es la psicología de la liberación y
de ahí retoman varios elementos para ir construyendo esta metodología de
atención.
Grabamos el video en 2016. Habíamos pensado que para diciembre
de ese año o enero-febrero de 2017 podía estar terminado un documental de
45 minutos o una hora. En agosto nos dijo Aracely que iba a ir a Nueva York,
a la onu, y que se quería llevar algo, así que nos pusimos en friega a trabajar
duro, a hacer transcripciones de los testimonios, a localizar las partes que
nosotros queríamos poner, a sincronizar audio, video. Usamos tres cámaras
y teníamos que sincronizarlas con los audios. Trabajamos tres hermanos ahí:
las primeras secuencias, el primer corte, otro de mis hermanos hizo la edi-
ción y parte de la posproducción de un corto de 17 minutos que salió para
que se lo llevara Aracely. Se llama A mí no me va a pasar. Está en YouTube, en
el sitio de Aristegui Noticias; lo subieron desde ahí. Está también en Vimeo,
en el canal de En la Línea, que es el nombre de la productora.
Esos dos meses fueron de mucho trabajo para poder hacer el corto.
Creo que quedó bien. Son puras tomas cerradas, muy, muy cerradas, donde
se ve un rostro, la boca, o un ojo, los dos ojos, las manos; por eso es muy im-
pactante, porque te permite meterte a la gesticulación que realiza la persona
y escuchas lo que está diciendo. Resulta muy impactante. Y el proceso de
hacer el video más largo se quedó en stand by. En 2018 se estaba terminando
de hacer el primer corte; va como una hora y media.
Son los mismos testimonios porque la situación no ha cambiado. Lo que
se dice en relación con las autoridades de hace años, desafortunadamente
es lo mismo. Sigue habiendo desapariciones. Los cambios de gobierno que
pudieron haber dado cierta esperanza, con el paso del tiempo se ve que las
cosas no cambiaron. Sigue habiendo retrasos en las investigaciones, omisio-
nes e indolencia de parte de las autoridades. La impunidad sigue permean-
do. Si bien el gobierno de Miguel Ángel Yunes ha detenido a funcionarios
involucrados con la desaparición, no atacó las causas de la desaparición. Y lo
más importante es que no aparecieron los desaparecidos.
Es responsabilidad del gobierno corregir, atender esa situación. El trato
en las instituciones cambió un poco también, hubo un poco más de sensi-
bilidad por parte de algunos funcionarios y funcionarias, pero la estructura
siguió siendo la misma. Así, llegaba un momento donde se atoraba todo y no

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pasaba nada. Hubo acciones bastante mal intencionadas de algunos funcio-
narios, para dar “mejoralitos” y ya. De fondo no se soluciona nada y esos
mejoralitos siembran esperanza en el actuar de las autoridades pero, a fin de
cuentas, la gente se termina topando con la pared.
Eso sigue siendo muy complicado. Con el cambio de gobierno de la 4T se
renovó la esperanza de gran parte de la sociedad. Pero, mientras siga habien-
do la impunidad que existe, van a seguir pasando las cosas: delitos y violacio-
nes a los derechos humanos. Es necesario que el nuevo gobierno rompa con
la impunidad porque, si no, los mismos grupos se van a quedar incrustados
en las instituciones. Puede llegar gente nueva, pero esa gente se va a adaptar
a como se trabaja y van a reproducir los vicios que hay actualmente.
Yo estudié Comunicación Social en la uam-Xochimilco, en la Ciudad
de México. Comencé a hacer videorreportajes, por ahí en 2007, con una
revista que se llama Contralínea. Cuando decidieron tener un canal de tele-
visión por internet, mi hermano y yo estuvimos trabajando en los primeros
reportajes en video. En 2009 se terminó la relación laboral, porque les qui-
taron la publicidad; entonces, sin publicidad, pues…
Seguí haciendo trabajo audiovisual, y mi compañera y yo nos venimos
a Orizaba en 2010. Ahí empezamos con el Centro de Derechos Humanos.
Hicimos algunos videos documentales de los casos que acompañamos, para
apoyar en la difusión de la problemática. Queríamos que se viera lo que las
personas dicen, que se escuchara, porque es bien complicado. Hay muchas
problemáticas que no conocemos y, si se puede ayudar en la difusión a tra-
vés del video, pues adelante. Es lo que yo sé hacer, lo que me gusta hacer.
El Centro de Derechos Humanos Toaltepeyolo forma parte de la Red
Nacional Todos los Derechos para Todos y Todas, que es una red que agrupa
a 85 organizaciones de derechos humanos en todo el país. Esa red también
tiene sus canales de difusión para los trabajos que realizan las organizacio-
nes que pertenecen a ella, por eso es una plataforma importante para que
se den a conocer los problemas más allá del ámbito local. También tenemos
relación con algunas organizaciones internacionales, que nos ayudan en la
difusión. Además de la red que hay con amigos, amigas, colaboradores, que
con el paso del tiempo se ha ido fortaleciendo.
La idea de la cafetería Cafenatlan es también un proyecto del Centro
de Derechos Humanos. Iniciamos porque varios compañeros de las comu-
nidades de la Sierra de Zongolica producen café. En los 70-80, 80-90 hubo

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un boom cafetalero e Inmecafé compraba todo. Había muchísimos apoyos.
Esto favoreció mucho la producción de café en la región; pero, de repente,
¡pum! Se acabó.
El café se sigue produciendo mucho en el país, en la región, y la gente
venía a venderlo aquí a Orizaba y se los compraban baratísimo. Nos organi-
zamos y vimos que podíamos poner una cafetería. Cuando estudié, trabajé
muchos años en una cafetería, y aprendí bien. Después allá en México se
volvió negocio familiar, y dije:
—Yo sé hacer esto, sé cómo funciona, sé qué se necesita. Si nos organi-
zamos, lo hacemos.
Y lo hicimos. Este es el tercer lugar en el que estamos. Yo espero que
aquí nos quedemos por mucho tiempo. Iniciamos vendiendo el café que dos
familias extensas producen. Lo pagamos al precio más justo posible, que
convenga tanto a ellos que producen como a la cafetería. Luego lo tostamos
y lo vendemos.
La idea es vender productos de la región, aunque eso se ha vuelto más
difícil, la verdad. Comprábamos jitomate con unas señoras que dejaron de
producirlo porque se la ven muy difícil, y así se ha ido complicando. No
tenemos fines de lucro: queremos pagarles su salario a las compañeras que
trabajan aquí y, si hay alguna ganancia, que sea para el Centro de Derechos
Humanos, que sirva para las copias, para el material de papelería, para algu-
nos traslados de las compañeras que aquí trabajan. Queremos no depender
de externos, sino que el asunto sea autogestivo. La ganancia es muy poca y
se va en mantener la cafetería: sale para pagar la renta, la luz, el teléfono,
que ya es un aliviane.
También queremos que no sea solamente una cafetería: queremos que
pueda haber apoyo para el Colectivo de Desaparecidos, que se puedan ha-
cer proyecciones de documentales o de ficción. Por ejemplo, vinieron del
Festival Ambulante a proyectar aquí también.
Es bien importante visibilizar por todos los medios la problemática de
los desaparecidos en Veracruz, porque en el estado aún hay personas que
viven en una burbuja, en la negación, pensando que no pasa nada, que todos
son chismes y mentiras; o que, si hay desaparecidos, es “porque se lo busca-
ron”. Lo que abone a una visibilización de la problemática, a que la gente
tome conciencia de cómo estamos viviendo, es importante.

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“En ellas vi el valor que tienen al realizar
este tipo de trabajo, que me pareció
algo admirable en una mujer”

Aldo Daniel Hernández, Fise

Nací en Michoacán, pero mi familia es de aquí y toda mi vida la he


vivido aquí, en Rafael Delgado, muy cerca de Orizaba. Mi mamá habla muy
bien el náhuatl y mi abuelita. Yo nada más le entiendo un poco, pues mi
mamá nunca nos enseñó, y lo poco que sé es por mis amigos, pues la ma-
yoría habla la lengua. Mi abuelita es de un pueblo de la sierra que se llama
Zozocolco y en toda la región se habla el náhuatl. Mi abuelito, en paz des-
canse, también lo hablaba muy bien. Mi papá lo entiende, pero no lo habla
al cien por ciento. Tengo tías allá en Rafael Delgado que usan la vestimenta
todavía, el traje típico, y hablan el náhuatl perfectamente.
Por todo eso decidí trabajar cuestiones de revalorización de la identidad
en los murales. Todo comenzó porque en la primaria me hacían bullying por-
que yo era de una zona indígena; me decían de muchas formas, me hacían
llorar. En ese entonces no comprendía por qué, pero después ya no me im-
portó. Me da orgullo ser de una zona nahua y eso me motivó a seguir refle-
jando los rasgos indígenas en un mural.
Yo trabajé haciendo de todo. Por la necesidad, trabajé en el campo con
mi abuelo, sembrando maíz, azucena, gladiola. Trabajé de albañil, de mecá-
nico, de carpintero. Con mi papá, que era balconero; él me ponía a pintar
y a mí me chocaba pintar las puertas porque siempre terminaba manchado.
Una vez me acuerdo que me puse a llorar porque no se me quitaba la pintu-
ra, estaba yo bien chamaco. Nunca me gustó su trabajo.

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A pesar de que trabajaba en otros lados, siempre dibujaba, desde que
tengo uso de razón. Pero, como siempre, a la gente no la tienes conforme
con nada: si haces esto ¿por qué lo haces?, si no lo haces ¿por qué no lo
haces? Siempre me criticaron de que andaba pintando las paredes. Desde
muy chico siempre he pintado, pero, cuando entré a la secundaria, la época
de la rebeldía, pertenecí a una pandilla. Antes el grafiti era más como de
pandillas, andar poniendo que el barrio de aquí, que el barrio de allá.
Peleábamos por tonterías, porque éramos de un barrio y ellos de aquí
del otro; dizque no nos llevábamos. Después comprendí que era una tonte-
ría andar peleando por eso. Cuando yo me empecé a involucrar mucho en
el grafiti, se formaban grupos de puro grafitero nada más, que les llamaban
crew –un grupo– y le ponían un nombre.
Cuando tenía yo como 19 años, me quise ir a Estados Unidos “por un
mejor futuro”. Uno de mis primos estaba allá. Como yo no tenía hermanos
varones y él era el único con el que convivía y era un poquito más grande
que yo, cuando se fue, pues sí sentí feo.
Yo me quería ir con él pero, por el hecho de que pintaba grafiti, mi tío
le dijo que no me llevara porque lo iba a meter en problemas en Estados
Unidos, porque iba a andar rayando paredes. Si me hubiera ido en ese en-
tonces, no estuviera yo aquí dándole a esto y las cosas pasan por algo.
Yo siempre he pertenecido a un crew: aquí en Orizaba los conocen
como ink, y con ellos empecé a jalar, y ellos me empezaron a mostrar mu-
chas facetas del grafiti que yo desconocía. Empecé a conocer más los mate-
riales, válvulas, tipos de aerosoles. Conocí más grafiti de otros estados, en
revistas que desconocía. Me dediqué a pintar grafiti aquí en Orizaba y me
alejé mucho de la problemática que mi pueblo siempre ha sufrido: la dro-
gadicción y el pandillerismo. Yo era parte del problema también, porque
andaba haciéndoles daño a otras personas.
Luego empecé a conocer más gente al salir de viaje. Fui a pintar a expos
de grafiti a otros estados y eso me abrió más puertas. Hubo un boom de gra-
fiti de repente, y nos empezaron a contratar para hacer murales por aquí y
por allá. Los amigos que se dedican a la gestión cultural empezaron a bajar
recursos y, poco a poco, fue creciendo más nuestro grafiti, se fue haciendo
más estético. Hacíamos muros en escalas muy grandes. Fue cuando se volvió
un trabajo. También he trabajado en los tatuajes pero, más que nada, el mural
es lo que he hecho desde un tiempo para acá.

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Me empecé a enfocar mucho en lo que hacía, en pintar, en pintar, en
pintar, en pintar, hasta que llegué a esto. Siento que para mí fue mejor, pues
lo que hice lo trato de remendar con el tiempo. Me siento bien, a gusto de
estar haciendo lo que hago.
Así conocí a quien ahora va a ser mi esposa. Conocí a mucha gente, a
Hugo en la cafetería, a las señoras, y siempre soy bienvenido donde quiera
que voy, pues la gente te trata bien, por una u otra cuestión.
Todo comenzó cuando conocí a doña Aracely, gracias a una amiga que
trabaja en el café del Centro de Derechos Humanos Toaltepeyolo, que apo-
ya al Colectivo. Me preguntaron si podía hacer un trabajo para ellas. Que-
rían que dibujara unos rostros. Como yo me dedico a esto del mural, vine a
verlos, pero yo no sabía qué era lo que querían hacer, ni siquiera sabía que
existía un Colectivo. En el medio en el que yo me desenvuelvo, no sabía-
mos. Yo pintaba sobre la identidad; pertenezco a un pueblo indígena y por
eso hacemos una revalorización de la identidad.
Cuando llegué, le estaban haciendo unas entrevistas a las señoras. Al
momento sí me sacó de onda porque vi las cámaras y dije ¿de qué se trata?
Yo no las conocía. Entonces llegó doña Aracely y me dijo que me esperara
tantito en lo que ellas hacían sus entrevistas, pero yo todavía desconocía del
tema. Cuando yo me quedé sentado ahí, escuché los testimonios de algunas
señoras y de doña Aracely también y ahí fue cuando me di cuenta de lo que
estaba pasando.
Entendí la situación en la que ellas estaban y por lo que venía yo. Pe-
dían mi apoyo y el de algunos amigos. Me preguntaron lo que necesitaba.
Entonces yo no sabía cómo iba a cambiar mi perspectiva, la visión de tra-
bajo que tenía. Esto me cambió la vida. Empecé a ver la problemática, lo
que en realidad estaba pasando y lo pensé un poco, porque dije: “Me voy a
meter en algo que desconozco y que me puede afectar a futuro”. Pero decidí
hacerlo porque, de un tiempo para acá, he sido de la idea de que, si no nos
ayudamos entre nosotros, ¿quién nos va a ayudar?
Yo también estaba involucrado en muchos movimientos a favor de la
identidad, del medio ambiente, de todo eso. Poco a poco con ellas fui cono-
ciendo más a fondo sus casos, me fui involucrando más con cada una de las
señoras; bueno, con las que más convivía, que eran las que todos los días
estaban ahí conmigo en las pintas. Ellas, en lo que yo pintaba, se dedicaban
a pedir cooperación en la calle para juntar para más aerosoles, porque yo le

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expliqué a doña Aracely que el trabajo que realizo sale caro, por el material que
se ocupa: se requieren ciertas cantidades para poder realizar un buen muro.
Cada aerosol sale en alrededor de 50 pesos y, para hacer un muro con
tantos rostros como los que hicimos, se han de llevar como unas 20 cajas:
cada caja trae 12 aerosoles. Aparte se compran las válvulas: cuestan 10
pesos cada una. Compramos de cien a doscientas válvulas para que tuviéra-
mos material. Además, están los fondos. La pintura también sale cara. Las
cubetas de 19 litros salen como en mil y cacho; rodillos, brochas, escaleras…
También se requiere la herramienta de trabajo: tiralíneas, flexómetro.
Cuando estuve pintando, vino a apoyarme un amigo del df, y también
el Colectivo cubrió sus gastos de transporte, porque no cobró nada extra.
Ellas vieron cómo le hicieron y buscaron apoyos: se ponían a pedir di-
nero en la calle y la gente cooperaba. Lo único que yo les pedía era que me
hicieran el paro con las comidas y los pasajes, para que me regresara yo a
donde estaba, y con eso fue con lo que empezamos a trabajar. Me daban de
comer, se iban turnando. Yo tampoco soy especial: como de todo.
Fue algo muy importante en mi vida, porque me llena completamente
el apoyar a las personas sin pedir nada a cambio. Yo siento que así debe ser.
Además, estaba uno arriesgándose junto con ellas. En ellas vi el valor que
tienen al realizar este tipo de trabajo, que me pareció algo admirable en una
mujer. Se dice que ellas son el sexo débil pero, al contrario, yo creo que ellas
son las que siempre andan peleando, por una u otra cosa. En las familias
de ideas muy cerradas nos educaron a ser machistas, a que el hombre debe de
mandar y todo eso; por eso reaccionamos mal. Pero ver a las señoras cómo
peleaban por algo que aman me enseñó a abrir un poco más mis posibilida-
des y me motivó a seguir ayudándolas.
Me fui involucrando más con ellas, tanto que ahorita les digo tías. Don-
de quiera que voy, me preguntan y yo les comento que, para mí, su trabajo
es algo admirable y que es para mí un honor haber trabajado con ellas. Ade-
más, me sentí muy identificado, porque hubo una parte donde dibujé dos
rostros de dos chicos que eran grafiteros igual que yo. Yo no conocía mucho
a sus mamás, pero ese día me preguntaron: “Tú que eres grafitero ¿no sabes
de él? ¿No lo has visto?” La verdad, yo no los conocía.
A lo mejor ellos trataron de pintar, pero nunca me los llegué a encon-
trar en la calle o en un evento de grafiti. Yo sentía feo porque ellas tenían
una esperanza en que yo, a lo mejor, los llegara a ver, o si me enteraba que

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por ahí andaban o algo así. Una de ellas llegó y se puso a llorar junto a mí
cuando estaba pintando, pero yo no sabía si llorar o qué decirle, porque no
tenía palabras para explicarle lo que estaba pasando. Yo creo que ella me
veía pintar y veía a su hijo ahí, se identificaba un poco.
Llegué a conocer a muchas personas, como a Hugo, el de la ong, y a su
esposa, a muchas personas que están apoyando el movimiento de desapa-
recidos. Para mí es muy importante que lo hagan y que más gente se sume
a este proyecto, que apoyen, porque el trabajo que se realiza es caro y las
señoras hacen lo posible por mantenerlo y por tener viva la esperanza de
encontrar a sus seres queridos: a sus hijos, a sus sobrinos, hermanos, papás.
El tema es muy delicado, por eso mucha gente no se arriesga a apoyar-
los, porque piensan que les va a pasar algo; pero, al contrario, esto se está
haciendo para que ya no siga pasando y, por eso mismo, es admirable su
trabajo.
Ahorita, de hecho, tenemos que pintar más espacios y espero que todo
marche bien y pronto empezar a poner otra vez el granito de arena junto con
las señoras. En el mural que se hizo, fueron 25 rostros. El plan era pintar
como cuarenta y tantos. Pero, por equis razón, por falta de dinero, ya no se
concluyó el proyecto de Miradas en nuestra memoria. También se requiere de
tiempo para estar ahí. Es que es un esfuerzo muy grande, porque también
tiene uno que trabajar, y también estar ahí es una responsabilidad. Hay que
dividir los tiempos. Como ahorita, yo ya tengo una responsabilidad con ellas,
y también ahorita tengo que trabajar de todos modos.
Las primeras bardas que se pintaron fueron aquí en Orizaba, en la parte
lateral de la Plaza de Toros La Concordia, por atrás. Ese muro lleva como
14 rostros. De ahí nos pasamos a unas paredes que están aquí atrás del ado,
pero ya las borraron. Duraron ahí un rato, como un año y cachito. Es una
escuela y el director nos había dado permiso pero, de repente, un día me
avisaron que ya los estaban borrando, que dizque los padres de familia lo
habían pedido.
El gobierno municipal les había donado la pintura, pero en esos días
hubo un problema entre las autoridades y el Colectivo. Fue cuando los po-
licías se llevaron a Oliver, un periodista que jalaba con el Colectivo. Hubo
demandas y todo. Después, a la semana o un poquito más, fue cuando em-
pezaron a borrar esos murales. Se ve que el gobierno tuvo que ver y conven-
cieron a los padres de familia. Lo único que dejaron fue una paloma que

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había dibujado de un lado. Los murales del Toreo todavía siguen, porque
esa barda es privada, es de un muchacho que apoya al Colectivo.
Ahorita estamos en plan de seguir pintando más. Fuimos a una escuela
donde ya nos habían dado permiso y, a la mera hora, nos mandaron a volar.
Llegamos con todo el material y salió la directora a decir que no iba a dar
permiso porque el que nos había dado permiso era el turno de la tarde y que
ella era de la mañana y que no sabía. Ahí fue cuando se paró el proyecto y
ya no pintamos.
Yo viajo mucho por cuestiones de trabajo, por los murales, y no coinci-
díamos. Hace poco fui a decorarles sus oficinas. También, en una ocasión
que fuimos a pintar a la Ciudad de México, cuando hubo una marcha de
colectivos. Ahí pinté el rostro de un muchacho desaparecido; yo no lo cono-
cía, pero me lo dieron a pintar y lo pinté.
He pasado muchas cosas junto con las señoras, tanto que ya se volvie-
ron parte de una familia. En eso se van convirtiendo quienes luchan juntos.
Su movimiento es muy importante, pues lo están haciendo por todos, no
nada más por sus hijos. Yo he escuchado muchos comentarios sobre ellas:
gente que dice que están locas, que sus hijos estaban metidos en algo. Pero
no se trata de criminalizarlos, son personas y no están. Para ellas es un dolor
terrible. Yo no lo puedo entender, porque no he pasado por algo así. Pero
las veo.
En una ocasión yo llegué del df y nos pusimos a pintar. Llegó una de
las señoras del Colectivo y yo la vi rara, como mareada, y le pregunté qué le
había pasado, le pregunté si sentía bien. Me dijo que sí y se puso a pintar,
a fondear la barda.
Otra de las señoras me dijo:
—Lo que pasa es que ayer fuimos a reconocimiento y vieron unas foto-
grafías de varias personas en estados feos y había una que tenía un tatua-
je. Ella pensó que era su hijo, porque él tenía un tatuaje parecido. Ya se
imagina la impresión. La señora se puso mal y la tuvieron que hospitalizar,
pero ella tenía el compromiso de venir. A ella le tocaba estar en las bardas
y vino.
Y sí, toda dopada, ahí estaba. Me sorprendió mucho verla así. No le im-
portaba su estado, lo que ella quería es estar apoyando, porque ese era su
trabajo. Hubo muchas situaciones como esas. Otra señora ya grande estaba
pidiendo cooperaciones en la calle y se cayó pero, aun así, siguió. Es algo

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sorprendente y admirable, porque ya no están haciéndolo por ellas, sino
que están peleando por una causa, que para mí es bien importante: la segu-
ridad de las familias, para que otros no pasen por esta situación.
Hasta ahorita nunca recibí ninguna amenaza. Al principio tuve un poco
de delirio de persecución, porque no comprendía todavía. Siempre tuve pre-
caución en esas cuestiones: no me movía por el mismo lugar, agarraba dife-
rentes camiones, a veces me venía hasta el centro y me movía caminando o
a veces agarraba un camión que me daba toda la vuelta…
Yo vivo en una esquina, y la ventana del cuarto da a la calle, y a veces no
podía dormir porque escuchaba que un carro se paraba de repente a la una
o dos de la mañana, y me asomaba por la ventana, despacio. Llegué a tener
la tonta idea de comprarme un arma y, en mi viaje personal, decía: “Sí, me
van a llevar, pero no me iban a llevar vivo, así, sacándome de mi casa con
mi familia o a mi familia”. No llegué a concretar la idea por miedo. Hubo
un amigo que me apoyaba mucho, que le dicen el Ardilla. Ese canijo siempre
estuvo conmigo ahí; hasta se fue a vivir a mi casa un rato y me dijo: “Si te
van a llevar, me van a llevar junto a ti”. Y estaba ahí conmigo en la casa, y
venía a ayudarme. Él no sabe dibujar, pero me ayudaba a fondear.
Eso me dio fuerza para ya no estar pensando y dije: “Bueno, pues lo
que tenga que pasar va a pasar y, si me llega a pasar algo, yo me voy con la
cabeza en alto, porque no estoy haciendo nada malo, al contrario”. Eso me
motivaba, además de la gente con la que convivía. Yo veía a las señoras y me
decía que si ellas están más expuestas y están enfrentando todo, yo también
puedo. Lo único que no me gustaría es que se metieran con mi familia. Ya
el destino va a decir lo demás.
Yo jalo con un colectivo a nivel nacional. Se llama X Familia, y ellos
saben lo que estamos haciendo. Ellos hacen su labor en su estado. Somos
13 jóvenes de ocho estados de la república y un francés. Hacemos muros de
protesta. El último está en Tlatelolco, en el edificio Veracruz, un edificio
de 21 pisos. En una parte se habló sobre el mestizaje en México y del otro
lado se habló sobre el 2 de octubre.
Siempre hemos trabajado murales que tengan algo que decir y cada uno
en su estado defiende lo suyo. Les platiqué de esto y me dijeron que, si ha-
bía posibilidades de ayudar, también ellos podrían venir. Hay mucha flota
de varios estados que se dedica a apoyar. El problema es el dinero, porque
se tienen que pagar transportes. Hay unos que vienen de San Luis Potosí,

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de Zacatecas… Y ellos nada más piden los viáticos y el material de trabajo,
que sí es caro.
Lo mío son los murales de protesta, así llegué a estar ahorita con ellos.
Y estoy dispuesto a lo que venga. Nada más es cuestión de organizarnos bien
con el Colectivo y empezar a pintar otra vez.

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Nigan Tonogue. Aquí estamos1

Nigan Tonogue. Aquí estamos,


somos las herederas de quienes
desde los tiempos antiguos,
desde antes del conquistador,
caminábamos sobre las aguas de la luna
y ordenábamos en el telar los hilos del destino.

Nigan Tonogue. Aquí estamos.


Nos derrumban y nos ponemos de pie
buscando huesos-árboles que dan frutos amargos.
Gritamos en las plazas, lloramos en las noches
para que nadie escuche.
Esperamos en la oscuridad
por si acaso al que se llevaron hace años
logra regresar y no encuentra la llave.

Nigan Tonogue. Aquí estamos.


Pintamos bardas, pedimos dinero a los transeúntes,
pegamos anuncios de “se busca” que ellos quitan.
Nos desesperamos. Nos decepcionamos.
La enésima vez que el gobierno pierde el expediente.
Nos tiramos a morir. Y alguien viene a levantarnos,
a sacarnos a la calle otra vez.

Aquí estamos, amiga. Compartiendo la esperanza.


Aquí vamos a estar. Hasta encontrarlos.

Celia del Palacio

1 Publicadooriginalmente en la antología bilingüe Resistir, París: PEN Club Internacio-


nal, 2019, coordinada por Rocío Durán-Barba.

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I. Aracely Salcedo, madre de Fernanda Rubí Salcedo Jiménez, desaparecida
el 7 de septiembre de 2012.

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II. Guadalupe Rodríguez, madre de Alain Emilio Cortés Rodríguez, desaparecido
el 31 de marzo de 2011.

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III. María del Carmen Conde, madre de Ángel Josué Avelino Conde, desaparecido el 31 de julio de 2011.

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IV. Norma Muñoz, fallecida el 18 de abril de 2016, madre de Miguel Ángel García
Muñoz, desaparecido el 27 de agosto de 2012.

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IV.1 María Elena Miriam Muñoz Flores, tía de Miguel Ángel García Muñoz, desa-
parecido el 27 de agosto de 2012.

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V. Ana Lilia Jiménez, madre de Yael Zuriel Monterrosa Jiménez, desaparecido el 1 de septiembre de 2012.

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VI. María Eugenia Molina, madre de Pedro Iván Ramos Molina, desaparecido el 3 de septiembre de 2012.

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VII. Laura Mora Castro, madre de Marco Julio Gómez Mora, desaparecido el 14 de octubre de 2012.

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VIII. Alejandra Pérez Rosas, madre de Yair Déctor Pérez, desaparecido el 25 de febrero de 2013.

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IX. Sara Hubert, abuela de Ramón Antonio Ponce Hubert, desaparecido el 3 de septiembre de 2013.

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X. Margarita Morales, madre de Filiberto Márquez Morales, desaparecido
el 14 de octubre de 2013.

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XI. Laura Hernández, madre de Christian Orlando Pérez Hernández, desaparecido el 20 de julio de 2014.

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XII. Eloísa Campos Castillo, madre de Randy Jesús Mendoza Campos, desaparecido el 2 de agosto de 2014.

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XIII. Enriqueta Aparicio, hermana de José Jaime Aparicio Trujillo, desapareció el 6 de septiembre de 2014.

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XIV. Delia María Cadó, pareja de Zito Ángel Zanatta Vidaurri, desaparecido el 18 de octubre de 2014.

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XV. Catalina Hernández Enríquez, madre de Hugo Trujillo Hernández,
desaparecido el 11 de diciembre de 2015.

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XVI. Víctor Manuel Aguilar Vargas, padre de Sayra Anaíd Aguilar Arce, desaparecida
el 1 de febrero de 2016.

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XVII. Leonor López Castro, madre de Orlando González López, desaparecido el 21 de junio de 2016.

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XVIII. María del Carmen Mora Oseguera, madre de Antonio de Jesús Martínez
Mora, desaparecido el 19 de enero de 2017

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XIX. Patricia Ramos Campos, madre de Brian Atilano Ramos, desaparecido el 10 de febrero de 2017.

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XX. María Elena Rosete, madre de Kimberly Kristel Jalil Rosete, desaparecida el 29 de noviembre de 2017.

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XXI. Mujeres del Colectivo Familias de Desaparecidos Orizaba-Córdoba.

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XXII. Antes de pintar.

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XXIII. Preparando la barda.

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XXIV. La señora Elo pintando.

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XXV. Barda de Oriente 8.

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XXVI. Barda completa, Oriente 5.

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XXVII. Ofrenda.

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XXVIIII. Sus miradas en nuestra memoria.

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XXVIX. Rubí, Aracely y Fise.

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XXX. Fernanda Rubí. 

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Índice

“Porque la lucha por un hijo no termina y una madre


nunca olvida…” Los testimonios de las madres del Colectivo
Familias de Desaparecidos Orizaba-Córdoba . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
Celia del Palacio
La búsqueda que dio origen a un colectivo. Fernanda
Rubí Salcedo Jiménez. Desapareció el 7 de septiembre de 2012 . . . . . . . 25
Aracely Salcedo
“¿Qué tal si me voy y él llega a venir y no me encuentra?”
Alain Emilio Cortés Rodríguez. Desapareció
el 31 de marzo de 2011 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51
Guadalupe Rodríguez
“¿Por qué desaparecieron a mi hijo si los problemas son conmigo?”
Ángel Josué Avelino Conde. Desapareció el 31 de julio de 2011 . . . . . . 57
María del Carmen Conde
“Si no lo buscamos nosotros, ¿entonces quién?” Miguel Ángel
García Muñoz. Desapareció el 27 de agosto de 2012 . . . . . . . . . . . . . . . 63
María Elena Miriam Muñoz Flores y Melissa García Muñoz
“Eso y más se hace por un hijo”. Yael Zuriel Monterrosa Jiménez.
Desapareció el 1 de septiembre de 2012 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73
Ana Lilia Jiménez
“Es algo que no se le desea a nadie, ni al peor enemigo”.
Pedro Iván Ramos Molina. Desapareció el 3 de septiembre
de 2012 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91
María Eugenia Molina
“¿Si me muero y llegan? Ya no voy a estar para ellos”.
Marco Julio Gómez Mora. Desapareció el 14 de octubre de 2012 . . . . . 99
Laura Mora Castro

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“Estoy segura de que mi hijo está vivo”. Yair Déctor Pérez.
Desapareció el 25 de febrero de 2013. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111
Alejandra Pérez Rosas
“Nos dieron de a tiro en el alma”. Ramón Antonio Ponce Hubert.
Desapareció el 3 de septiembre de 2013 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123
Sara Hubert
“Mire, ma, por ahí estoy. ¡Y hace mucho frío!” Filiberto Márquez
Morales. Desapareció el 14 de octubre de 2013 . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135
Margarita Morales
“Quien se lo llevó no supo todo el daño que nos hizo a todos,
no nada más a él”. Christian Orlando Pérez Hernández.
Desapareció el 20 de julio de 2014 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 149
Laura Hernández
“Si yo hubiera sabido que era la última vez que lo iba a ver,
lo hubiera abrazado muy fuerte…” Randy Jesús Mendoza Campos.
Desapareció el 2 de agosto de 2014 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 161
Eloísa Campos Castillo
“Si denuncio le puede pasar algo, lo pueden matar, pensé”.
José Jaime Aparicio Trujillo. Desapareció el 6 de septiembre
de 2014 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 175
Enriqueta Aparicio
“Estar con él era todo el tiempo reír y reír”. Zito Ángel Zanatta
Vidaurri. Desapareció el 18 de octubre de 2014 . . . . . . . . . . . . . . . . . . 181
Delia María Cadó
“Nunca digas: A mí no me va a pasar”. Hugo Trujillo Hernández.
Desapareció el 11 de diciembre de 2015 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191
Isabel Trujillo Hernández y Catalina Hernández Enríquez
“La justicia humana no existe, no la espero. Lo único que quiero
es encontrar a mi hija”. Sayra Anaíd Aguilar Arce.
Desapareció el 1 de febrero de 2016 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 199
Víctor Manuel Aguilar Vargas
“Somos gente de fe y Dios nos ha sostenido”. Orlando González
López. Desapareció el 21 de junio de 2016 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 205
Tayde González López y Leonor López Castro

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“Fue el dolor más grande del mundo”. Antonio de Jesús Martínez
Mora. Desapareció el 19 de enero de 2017 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 217
María del Carmen Mora Oseguera
“Lo volví a abrazar, pero yo sentí que era la última vez que
lo veía”. Brian Atilano Ramos. Desapareció el 10 de
febrero de 2017 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 227
Patricia Rachel Ramos Campos
“Hoy vivimos solo del recuerdo”. Kimberly Kristel Jalil Rosete.
Desapareció el 29 de noviembre de 2017 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 237
María Elena Rosete

Los colaboradores
Sensibilizar a la sociedad para que dejen de criminalizar
a los desaparecidos y a sus familias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 243
Daniel GM
“… si se puede ayudar en la difusión a través del video,
pues adelante. Es lo que yo sé hacer, lo que me gusta hacer” . . . . . . . . 251
Víctor Hugo Guzmán
“En ellas vi el valor que tienen al realizar este tipo de trabajo,
que me pareció algo admirable en una mujer” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 261
Aldo Daniel Hernández
Nigan Tonogue. Aquí estamos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 269
Celia del Palacio

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Siendo rectora de la Universidad Veracruzana
la doctora Sara Ladrón de Guevara,
“Porque la lucha por un hijo no termina…”
Testimonios de las madres del Colectivo Familias de Desaparecidos
Orizaba-Córdoba de Celia del Palacio (editora)
se terminó de imprimir en octubre de 2020
en Lectorum, S. A. de C. V., Belisario Domínguez núm. 17,
loc. B, col. Villa Coyoacán, cp 04000,
Ciudad de México, tel. 55813202.
En la edición, impresa en papel cultural de 90 g
y papel couche mate de 135 g,
se usaron tipos Goudy Old Style de 18:28, 11:14 y 9:11 puntos.

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