Padre Pietro Magliozzi Sentido Del Sufrimiento Humano

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Padre Pietro Magliozzi

Sacerdote de la Orden religiosa “Ministros de los Enfermos” (Camilianos)


Titulado en Medicina y Cirugía
Capellán del Hospital Parroquial de San Bernardo
Académico de la Facultad de Medicina de la Universidad Católica de Chile,
Colaborador en el Programa de Estudios Humanísticos de la universidad.

Padre Pietro Magliozzi:


Sentido del sufrimiento humano

Como decía el Dr. Serani, yo también soy un bicho raro, porque de la medicina pasé a la
filosofía, a la teología, después a la psicología y finalmente llegué hasta la antropología
médica. Y esto es como mi perspectiva.

Es un honor para mí como religioso camiliano el poder hablar de un tema como este, el
sufrimiento en los cuidados paliativos perinatales. Porque como capellán camiliano, puedo
decir que San Camilo hizo esto cuatrocientos años atrás. Hace cuatro siglos comenzó
hablando de lo prioritario que es la compañía de la persona que muere, prioridad sobre
todas las otras prioridades. En tanto que a nivel mundial, sobre todo a nivel
latinoamericano, los camilianos han sido llamados los “padres de la buena muerte”.
Entonces, estoy como “en mi salsa” hablando de una cosa que mis antepasados hablaban, o
más bien, han hecho, no es solo una cosa teórica.

El tema que vamos a tratar hoy es un tema de sentido, el sentido del sufrimiento. Ustedes
cuando escuchan esta palabra sentido probablemente piensan en dar un significado, un por
qué con palabras, verbal. Yo creo que el sentido de un sufrimiento como esto, de un niño
que muere neonato no tiene palabras. Yo cuántas veces allá en Italia como capellán
intentaba consolar a los padres que se les moría el hijo chico neonato y recibía respuestas
muy agresivas, porque no hay palabras, no hay filosofía que tenga que pueda darle un
sentido verbal a esto de dentro.

Entonces, yo quiero empezar primero por entregar el sentido religioso. De cómo la religión
te puede dar un sentido, te puede hacer entrar en esto distinto a tu visión. Después, la
división afectiva y solo por último un poco de la división racional. Es decir, cómo las
palabras, las preguntas, las respuestas que pueden ir dando un sentido a estos eventos de la
muerte neonatal.

Primero entonces, el sentido religioso lo voy a tomar de una oración. Una oración que está
en Vadémécum, un libro escrito por José Alvear, que trabaja en Roberto del Río.
Leamos juntos esta oración, para entrar en cómo acompañar a un niño que muere:

“Señor Jesucristo, la muerte de nuestro hijo nos impacta y nos pone ante grandes
interrogantes. Sobre todo nos preguntamos: ¿cómo puede permitir esto el Padre
divino? No sabemos la respuesta, porque es un enigma, es un misterio que solo Dios
comprende.

Un niño es un símbolo de inocencia y transparencia. No hay maldad en él, es puro


reflejo de tu amor. Esta muerte nos hace pensar en una semilla llamada a germinar.
Recién comenzada, ya llega a plenitud. Ahora vive junto a ti y a tu Padre divino, en
el cielo, el lugar de los bienaventurados. Se ha juntado con el coro de los santos y
ángeles.

En cambio para nosotros su muerte significa dolor, pena y tristeza por la separación.
Pero nos consuela que nuestro hijo haya llegado al destino feliz y de claridad, e
introducido a la gloria eterna, además tenemos a este hijo como intercesor nuestro
junto a nuestro Dios.

La Muerte de este hijo ha sido un paso a la inmortalidad, nuestro hijo ya ha dado


ahora este paso, ha iniciado ya su pascua definitiva. Amén”.

¿Cómo explicar una oración así? ¿Qué sentido está en una oración así? Hecha en el
Hospital Roberto del Río, donde los niños mueren todos los días, donde los agentes de
pastoral tienen que acompañar a padres todos los días en este acto de la muerte de un niño.
Yo creo que se ve en tres dimensiones, la primera es la dimensión de separación, de la
pérdida, del sinsentido. Esta dimensión en cuanto uno vive la muerte en la dimensión
espacio-temporal. Si yo estoy en esta perspectiva, todo es espacial, material, todo es
temporal, en un tiempo cronológico; naturalmente es pérdida, es absurdo, es algo que no se
puede aceptar; es un misterio incomprensible.

Si yo entro en otra dimensión, la dimensión del cielo, de la trascendencia, de la gloria, de la


felicidad eterna, prácticamente puedo ver esta muerte de otra forma, puedo darle un sentido,
que es el sentido religioso. El sentido religioso entonces es como esta pascua, pascua
significa pasaje. Este pasaje de un paradigma a otro paradigma. Del paradigma donde
habitamos espacio-tiempo al paradigma de un dios que puede ser personal o apersonal, un
paradigma de horizontes de infinito, de eterno, un paradigma de realidad última, un
paradigma que va más allá.

Cuando entro en este paradigma yo estoy entrando en el sentido religioso de la muerte de


un niño. Y esto no necesita palabras, estar en un paradigma, estar en una dimensión, vivir
algo que va más allá de mi razonamiento, de mis palabras, de mis afectos, de todo. Mi dolor
entra a un paradigma distinto.

El segundo sentido. Como capellán en este último año he tenido la ocasión de acompañar a
tres madres a la muerte de su hijo. Vamos a leer uno y a esbozar los otros dos. Esta es la
primera carta que me escribió esta mamá que me contaba su dolor.

“Me llamo Lorena, soy casada hace 7 años y quiero contar una historia que me
ocurrió hace más o menos uno 5 años atrás. Una vez que nos casamos con José Luis
decidimos tener nuestro primer hijo, llamado José Ignacio. Luego de dos años
quisimos tener el segundo hijo, el cual se dio y estábamos felices como familia.
Luego de unos controles normales de un embarazo, al cuarto mes el médico me dice
que mi hijo viene con problemas. Nos preocupamos y nos dio pena, al principio
pensábamos que el niño venía con síndrome de Down, con algún dedito menos o
con alguna enfermedad grave para tratarla después de nacido, pero nunca
pensábamos que se me fuera a morir. Al quinto mes entre tantos exámenes me
dijeron que mi hija tenía síndrome de Potter, una enfermedad no compatible con la
vida, o sea, mi hija al momento de nacer se moriría.

En ese momento se nos vino el mundo encima, lloramos mucho, pensábamos ¿qué
hicimos mal? ¿Por qué a nosotros? Que no nos merecíamos este dolor. En ese
momento tuvimos bastante apoyo de la familia y amigos pero nada de eso nos
consolaba. Mientras tanto, tenía que seguir yendo a los controles a los cuales no
quería ir, no quería que me midieran mi guatita, que me pesaran, ni menos sentir los
latidos de su corazón, cada vez que iba al hospital era con pena y desilusión. Yo le
decía a la matrona ¿por qué? ¿Para qué me mide mi guata o escucha los latidos de
su corazón si mi guagüita se va a morir?

Le preguntaba al médico si me la podía sacar o hacerme un aborto; estaba


desesperada, y él me decía que no se podía hacer eso. No veía ninguna luz en el
camino, hasta que mi hermana me llevó a un grupo de oración de la iglesia católica.
Ellos me recibieron muy bien y oraron mucho para mí y mi hija y de a poquito fui
pensando diferente y aceptando la voluntad de Dios. Fueron tan importantes para mí
todas esas oraciones que comencé a ir a los controles contenta con ganas de saber de
mi hija, de escuchar su corazón y de saber que seguía con vida. Comencé a disfrutar
a mi hija le conversaba, le entregaba todo mi amor y le decía que la amaba, era tanto
así que no quería que llegará nunca el momento del parto, porque en este instante ya
ella no estaría más conmigo, pero era algo imposible.

Bueno, llegó el día del parto que de hecho sufrí mucho y nació mi hija. Después de
dos horas pedí verla, me la llevaron en una incubadora, estaba mi marido presente
en todo momento. La tomé en los brazos le puse agua bendita y la bauticé como
Trinidad del Carmen y le di la bendición. Luego de seis horas de nacida, falleció.

Desde este momento comencé a vivir diferente, con más amor, a valorar pequeñas
cosas y agradeciéndole a Dios cada día que vivo y con la esperanza que algún día
volveré a ver a mi Trini. Luego de dos años Dios me bendijo con otro varoncito
llamado Diego Alonso.

Creo que si en el momento del diagnóstico hubiera estado la ley del aborto yo
habría hecho el más gran error de mi vida y me habría arrepentido el resto de mis
días, pues fue algo hermoso lo que viví y pienso realmente que fui una elegida del
Señor”.

El segundo caso, Michael, de la semana pasada. Un niño que nació a las 23 semanas, vivió
diez días. Lo bautizamos, se rezaba todos los días por él y después murió. La mamá me
decía en este momento en que murió el niño: “Estoy contenta, lo he tenido por diez días,
ayer lo vine a ver con el hermanito mayor de ocho años, y por primera vez abrió los ojos
(nunca lo había hecho antes) y nos miró a todos, a mí, al papá y al hermanito mayor. Y nos
deja con este recuerdo, con este regalo, su mirada”. Y esto lo decía conmovida.

Ella dijo que cuando nació el niño, lloró mucho, lo amó mucho, pero no podía separarse de
él al comienzo. A los nueve días le dijo: “Ahora sí, ahora te entrego a Dios. Dios, puedes
llevártelo, no por mí, porque yo lo voy a amar así como sea, pero te ruego por él, haz lo
mejor por su vida. Gracias por este regalo de haber tenido a mi hijo por diez días”.

Tercera y última historia. Joanna sabía que su hija iba a durar treinta minutos de vida, y así
fue. Ella la bautizó y me contó que fueron treinta minutos de amor, de abrazos, de lágrimas.
Dijo: “Esos treinta minutos han sido los más intensos de toda mi vida”. El amor es más
fuerte, esto lo experimentó en realidad. Dice: “De todo el sufrimiento que hemos tenido por
esperar esta niña que sabemos que va a morir, todo lo que pasó, valía la pena, valía la pena
por esos treinta minutos de amor fuerte”. Amor significativo, vida en plenitud; treinta
minutos.

¿Qué aprendemos de estas tres historias? A mirar desde el valor afectivo, desde el sentido
afectivo de un sufrimiento de un niño que muere.

Yo creo que podemos aprender algo muy importante, que está en contacto entre el discurso
entre fe y razón. Tenemos aquí un pasaje entre una primera fase, la fase de lucha, donde
los padres se sienten como en una arena movediza, casi se sienten como leprosos, se sienten
abandonados por todos, incluso por Dios, se sienten agresivos, nadie los puede consolar.
Todos pasan por esta fase, es normal, es fisiológica. Pero después se pasa a una segunda
fase, la hemos visto un poco en la dimensión religiosa, pero también en la dimensión
afectiva. La afectividad como aceptación. Cuando la persona activa su resiliencia, empieza
a perdonar a Dios, a personarse a sí mismo, a reactivar un camino biográfico de relación
con ese niño. Se va a morir, pero yo lo voy a amar igual. Puedo vivir igual con él todo un
camino de amor, de afectividad. Y es como fundarse sobre algo que es más estable, antes
era solo “voy a perder un hijo o una hija”, después, es algo mucho más fundamental, mucho
más esencial, es fundar la casa sobre la roca, es algo más eterno, es una afectividad que
tiene otra dimensión y otros valores.

¿Cuál es esta dimensión afectiva sobre la cual se fundan estas tres mamás que han aceptado
la muerte del hijo y lo han transformado en una vocación de crecimiento? Yo lo veo como
un “resetearse espiritual”. Todos saben qué significa ese término en el lenguaje de la
computación, cuando se complica la cosa, yo parto desde cero. Existe esto también a nivel
mental, a nivel afectivo, a nivel espiritual. Ha sido estudiado esto en los traumas, es un
estudio muy reciente de neurofisiología, para personas que han vivido traumas de todo tipo,
desde una catástrofe, una violación, la muerte de un hijo, etc. En estos estudios del 2006 en
adelante, ¿qué pasa?

Se ha visto que la memoria traumática se queda aislada en el hemisferio derecho del


cerebro, el cerebro primitivo y no puede llegar al hemisferio izquierdo, que es el cerebro
más racional, que sabe elaborar, hacer operaciones lógicas, racionalizar la cosa. Se queda
entonces en el hemisferio derecho, sobre todo en la zona subcortical, en el cerebro
mamífero, en el cerebro reptil. Esto de que se quede aislada la información de la memoria
traumática, prácticamente no permite el hacer filosofía. De poder decir: “razonamos sobre
la muerte de este niño, sobre esta catástrofe, sobre este trauma que te ha pasado en la vida,
en tu infancia.” Y la memoria sigue, repitiéndose, con flashbacks, con pesadillas, con
recuerdos, con las reacciones psicosomáticas de todo tipo, a veces por toda la vida. Por toda
la vida, ¿por qué? Porque no llega al cerebro izquierdo, porque no llega a la neocortex.

Entonces, ¿cuál es la única posibilidad de poder elaborar, de poder solucionar el trauma?


Los neurofisiólogos lo dicen y los maestros del espíritu también lo dicen, es una sola:
“resetear”, o sea, llegar a cero. Con la espiritualidad, llegar a cero significa entrar en un
momento de silencio, digo, un largo retiro de un mes donde uno de nuevo llega a cero por
el silencio, por la comunión solo con Dios. Y prácticamente, ¿cómo empezar desde cero
todo este sistema que se ha desequilibrado, que se ha desintegrado? Hay una parte que no
está integrada con la otra y yo tengo que recrear la integración.
Los neurofisiólogos tienen esta teoría moderna, la teoría sensoriomotriz, que dice: cuando
la mente no puede funcionar, partimos del cuerpo. Con técnicas, permitimos al cuerpo
integrar todo esto de nuevo. Arriba y abajo, derecha e izquierda del cerebro.

Esto es la resiliencia, es reactivar la integración, la palabra clave, afectivamente hablando,


es la reintegración. Cómo puedo reintegrar afectividad y razón, la lógica, todas las
dimensiones, las emociones, la voluntad, etc.

Tercero: Sentido del dolor, de un dolor extremo, como un dolor de la muerte de un niño. El
sentido racional, y aquí pasamos a las palabras. Generalmente, cuando muere una persona,
cuando muere un niño se dice ¿por qué? Hay tres por qué.

1. Un por qué racionalístico: uno quiere la respuesta, quiere una respuesta a lo que está
pasando.
2. Un por qué de rabia: “estoy enojado”.
3. Un por qué de impotencia.

Ninguno de estos tres por qué sirve acá en la respuesta al sentido del sufrimiento. Les dejo
un ejemplo, todos ustedes habrán visto la película de Diego Portales. No sé si era verdad o
no era verdad, pero nos ayuda reflexionar sobre el por qué.

A Diego Portales se le murió la niña de un año. Entonces, así cuentan en la película, se


acercó el sacerdote, que pensaba consolarlo, con la clásica frase, frase hecha de sacerdote.
Entonces, le dice a Diego Portales, al cual se le había recién muerto su hija: “La muerte de
tu hija es una bendición, a través de esta muerte ella llegó a la resurrección”. Y Diego
Portales se enfureció.

Se puso enojado, lleno de rabia contra Dios, y hablándole no al sacerdote, sino a Dios, le
dijo: “¿Por qué me castigas así? ¿Qué te he hecho de malo? Tú estás siempre mudo y lejano
de mí, entonces desde ahora, yo mismo voy a estar duro e impío toda mi vida y jamás
volveré a pronunciar tu nombre”.

Entonces, la frase que parecía una frase de consuelo, se transformó en una frase que lo hizo
enojar aún más.

Francamente, el contestar a un por qué de rabia, de impotencia, hace enojar aún más a la
persona, no sirve. Lo que aconsejo mejor, cuando una persona frente a la muerte dice por
qué, es callarse. Y no contestar, porque cualquier respuesta va a hacer más daño que ayuda.

Lo mismo con Dostoyevski, Dostoyevski en “Los Hermanos Karamasov” habla de la


muerte de un ser querido, de los niños y al final dice que no hay razones. Dice: “yo no
quiero pagar la entrada a este mundo, a esta vida, es demasiado cara esta entrada. Prefiero
quedarme fuera de esta ley, donde los niños mueren, los niños inocentes”. Entonces,
Dostoyevski estaba razonando en términos racionales.
No se puede de repente buscar el por qué. El por qué que es algo teórico no entra en la
realidad práctica de lo que está pasando. El por qué se puede buscar para los problemas
materiales, pero no para los misterios. Y aquí estamos muchas veces frente a un gran
misterio: la muerte de un niño inocente.

El por qué es cuando hay una causa eliminable o controlable, pero aquí, el niño tiene que
morir, no se puede controlar y no se puede eliminar. El por qué no soluciona los problemas,
no lo interpreta, no lo acompaña. Entonces, es mejor no ponerse como pregunta el por qué.
Entonces, ¿qué pregunta hacerse?

Tenemos tres tipos de personas: la persona que no cree, la que cree en Dios y la que cree en
el Dios de Jesucristo; los cristianos. Vamos a ver cuál es el sentido racional para esos tres
grupos rápidamente.

Primera categoría: La persona que no cree. Yo tengo que ayudar a darle un sentido a la
muerte de un hijo a uno que no cree, entonces no puedo usar ni Dios, ni Cristo, ni nada de
fe, solo la razón.

Tenemos seis preguntas que le podemos hacer a esta persona que no cree para ayudarlo a
reflexionar y encontrarle un sentido. Si la persona entra en diálogo, más se encuentra el
sentido. Pero si la persona está descompensada emocionalmente y afectivamente, ya no se
puede naturalmente buscar ese sentido. Pero si la persona es capaz de dialogar, o a distancia
es capaz de dialogar, están estas seis preguntas.

Para las personas afectivas, yo les puedo preguntar con quién está viviendo este dolor, este
sufrimiento. El quién, el sujeto. ¿Lo está viviendo solo o lo está viviendo acompañado?,
¿Tiene alguien que lo acompañe?, ¿Alguien con quién pueda compartir algo así?

O desde dónde lo está viviendo; ¿Lo está viviendo desde dentro o desde fuera? Desde
dentro significa que está entrando en esta oscuridad, en este túnel, para pasar a través de
esta oscuridad. O lo está viviendo desde fuera, como magia, o sea, quiere eliminarlo
mágicamente.

Segundo tipo de personalidad: Personalidad activa, de la acción, de la producción. Le


puedo preguntar, ¿con qué actitud lo estás viviendo? Tú no puedes elegir el dolor, el niño se
va a morir, el dolor es inevitable. Pero puedes elegir la actitud con que vives este dolor.

En eso tú eres libre, puedes hacer algo. Es decir, toda la teoría de Víctor Frank, que buscaba
la actitud con que vivir en un campo de concentración. La actitud que te permitía sobrevivir
y la que te hacía suicidarte. Entonces, transformar el dolor en una tarea, la tarea de cambiar
la actitud.

O ¿contra qué causa lucho? No puedo luchar contra la muerte, la muerte es inevitable, pero
puedo luchar contra otras causas y otros problemas. Entonces puedo hacer algo, puedo
volverme desde ahora una persona que adopta niños, que ayuda niños en la escuela, que
enseña o que hace caridad. ¿Cómo buscar otras causas contra las cuales puedo luchar?

Para la persona intelectiva, la persona más racional, puedo dialogar con ella sobre en qué
horizonte estoy mirando este dolor. Cómo decíamos antes, una cosa es estar solo en el
horizonte material y otra cosa es cuando estoy en el horizonte de la cosa infinita, eterna.
Entonces, ¿en qué horizonte me pongo? Esto lo puedo hacer yo, o ¿cuál es el paradigma de
este dolor? El dolor es algo negativo, pero tiene una finalidad positiva. Yo voy a aprender
algo, voy a crecer, voy a mejorar. Algo bueno puede nacer de este dolor. En los tres casos
que hemos analizado han sido algo bueno, las tres personas han aprendido algo que antes
no conocían y que nunca habían vivenciado. Entonces, ¿qué bueno puede nacer de este
dolor?

Estas tres preguntas con personas no creyentes, pueden funcionar para buscar un punto de
sentido de esta muerte.

Si la persona es una persona de fe, cree en Dios pero no en Cristo, una persona religiosa. A
esta persona puedo ayudarla a encontrar el sentido a través de la historia de Job. Job es una
persona que llora, que le grita a Dios después de un primer comienzo en que lo acepta, pero
después no lo acepta más. Le grita, le implora a Dios, desafía a Dios y hasta a la justicia de
Dios. Expresa todo el dolor, toda la rabia que puede. Prácticamente Job está dándole
sentido al dolor transformando el dolor en una narración. Está transformando el dolor de un
dolor anónimo, que le pasa a él, a su familia, a su salud, en un dolor biográfico. De la
biología a la biografía. Este es el gran paso que hace Job dándole sentido al dolor, y Dios al
final lo premia, por haber hecho esto, por haber transformado un dolor en un dolor
biográfico.

¿El dolor de Job al creyente de qué le sirve? Le sirve a cambiar, como dice Gutiérrez en su
libro. A cambiar de una fe interesada, “yo soy justo, yo no puedo sufrir, si sufro
injustamente acuso a Dios de injusticia”. Al comienzo Job protestaba más en esa posición,
por esto atacaba a Dios. “¿Por qué yo, que nunca te he hecho nada de malo, ahora estoy
sufriendo más que los demás? ¡No es justo! Tienes que quitarme mi mal”. Él vivía una fe
interesada.

Pero a través de toda la reflexión y después de la palabra de Dios, ahora pensó, justamente,
llega a la fe gratuita. Dios es Dios, Dios es libre de decidir que yo tenga éxito o fracaso,
que esté bien, que esté mal, que yo esté vivo, que yo esté muerto, que muera el hijo o que
viva el hijo, Dios está más allá de mi yo, de mi tiempo y espacio, de mi vida, esquemas,
ideas, instituciones teológicas y filosofías. Dios está más allá.

Cuando él entiende esto, obviamente ha entendido el sentido de lo que le había pasado. Job
se sana, regresa a ser más feliz que antes. Esto del dolor, es ir más allá que todo. Lo mismo
que le pasó a San Francisco de Asís. ¿Han leído el libro de Éloi Leclerc?
Prácticamente se ve como San Francisco de Asís pasó por una crisis esencial muy fuerte,
depresión infinita. Casi no quería vivir más, hasta que descubre esta gran verdad: Dios es
Dios, no puedo poner a Dios en mi proyecto, en mi congregación o mis fracasos. El
misterio, él ya llega al sentido religioso de la persona que cree en Dios.

Lo último. Si uno cree en Jesucristo tiene todo el sentido de visión del no creyente, tiene
todo el sentido de la visión de la persona que cree en Dios, que es religiosa y además, tiene
un sentido extra. Entonces, no es que tenemos algo que otro no lo tiene. Lo tenemos todo, y
además tenemos el sentido de la salvifici doloris, escrita por Juan Pablo II después del
atentado en que conoció personalmente el dolor. En esta carta apostólica, él concentra el
sentido del dolor, también en los casos más trágicos, como en la muerte de un hijo, en saber
sufrir “como Cristo, sufrir con Cristo, por y en Cristo”. O sea, ¿cómo Cristo vivió su
sufrimiento? ¿Cómo aceptó su sufrimiento inocente? Lo mismo que un niño inocente,
¿cómo se puede aceptar la pérdida de un hijo así como hizo Cristo?

¿Cristo cómo lo hizo? Con una oferta de su vida y sabiendo que esta muerte se
transformaba en salvación. Todas estas formas de salvación.

Con una actitud particular, Cristo lo vivió desde adentro. Con un fin de salvación, ya no es
más desde afuera haciendo milagros, sanando enfermos, con el poder, no. Cristo estaba
viviendo este dolor desde dentro, con un fin de salvación sabía que este dolor no era fin en
sí mismo, sino que tenía el objetivo de la salvación, y lo vivió desde abajo, con mucha
humildad, con mucha fe, mucho sentido del límite. Todo esto es teología que ustedes
pueden escuchar en otros lugares.

Entonces, así termina el libro 31 Juan Pablo Segundo en su carta en la lucha entre la fuerza
del bien y del mal. ¿Esto no es lo que pasa en la muerte de un bebé? No. Parece que el mal
está ganando sobre el bien, está matando a un niño inocente, venza vuestro sufrimiento en
la unión con la cruz de Cristo. El verdadero enemigo del hombre no es la muerte, tampoco
la muerte de un niño. El verdadero enemigo del hombre es el mal, es el pecado. Lo
importante es la victoria sobre este mal y uno con Cristo llega a esa victoria.

Entonces, ¿qué sentido tiene, para concluir, la muerte de un niño inocente, para los padres
que lo están sufriendo a nivel espiritual, a nivel afectivo, a nivel racional, en todos los
niveles? Tiene el mismo sentido que tiene la muerte de Jesús sobre la cruz para sus
discípulos.

¿Cómo aceptaron esta muerte los discípulos, una muerte inocente?, ¿Una muerte que
parecía la destrucción de todo su gran proyecto? Al pie de la cruz uno puede como creyente
encontrar ese sentido, puede dar sentido a esta pérdida, entrar en la respuesta última del
dolor, el dolor de Dios.

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