Libellus - Beato Jordan de Sajonia
Libellus - Beato Jordan de Sajonia
Libellus - Beato Jordan de Sajonia
LlBELLUS
DE PRINCIPIIS ORDINIS PRAEDICATORUM
ORIGENES DE LA ORDEN DE PREDICADORES
PRÓLOGO
Así, me ha parecido poner todo esto por orden, pues aunque no fui de los primeros frailes,
con ellos, sin embargo, traté y al mismo bienaventurado Domingo, no sólo antes de entrar
en la Orden, sino después, viviendo en ella, vi bastantes veces y alterné familiarmente
con él, con él me confesé, por su voluntad recibí el diaconado y vestí este hábito a los
cuatro años de haber fundado la Orden. He juzgado, pues, conveniente consignar por
escrito lo que personalmente vi y oí y lo que supe por relación de los primeros frailes de la
vida y milagros de nuestro bienaventurado Padre Domingo y de algunos otros frailes
según que las circunstancias me lo traigan a la memoria, no sea que los hijos que luego
nazcan y se levanten ignoren los orígenes de su Orden y quieran inútilmente conocerles
cuando no se halle, a causa del tiempo transcurrido, quien pueda relatarles nada cierto.
Por tanto, hermanos míos e hijos amadísimos en Cristo, recibid devotamente lo que voy a
referiros, recogido de cualquier modo, para vuestro consuelo y edificación, e inflamaos en
la caridad de nuestros primeros frailes.
Comienza la Vida del bienaventurado Domingo,
primer Padre de los frailes Predicadores
CAPITULOI
Andaba solícito indagando dónde pudiera encontrar hombres eximios en la virtud por la
honestidad de vida y costumbres, a fin atraerlos a sí y otorgarles algún beneficio en su
iglesia. A los súbitos suyos en quienes adivinaba una voluntad desidiosa, más inclinada al
mundo que a la virtud, persuadía con palabras e invitaba con ejemplos a una vida más
religiosa, a unas costumbres más laudables.
Luego, con reiterados avisos y solícitas exhortaciones, trató de persuadir a sus canónigos
que aceptasen la observancia de la vida canónica bajo la Regla de San Agustín.
Fue tanta su solicitud en esto, que aun cuando algunos canónigos se oponían, al fin los
inclinó a su parecer.
CAPITULOII
NACIMIENTO DE DOMINGO EN CALERUEGA
Desde la niñez fue educado por sus padres, y de un modo especial por un río suyo
arcipreste. Hiciéronle instruir primeramente en los usos de la Iglesia, a fin de que aquel a
quien Dios había escogido para sí, como vaso de elección , ya en la niñez, como vasija
nueva, se impregnase de fragancias de santidad y nunca más las perdiese.
CAPITULOIII
Después fue enviado a Palencia para instruirse en las artes liberales, cuyo estudio a la
sazón allí florecía.
Después que creyó haber asimilado lo suficiente estos conocimientos, dejando esta clase
de estudios, como si temiese emplear con menos fruto la brevedad del tiempo, se entregó
al estudio de la Teología y empezó con ardor a saborear las divinas enseñanzas, más
dulces a sus labios que panales de miel .
Cuatro años invirtió en este sagrado estudio. Durante ellos, el afán de abrevarse en los
arroyuelos de las Santas Escrituras hacíale esforzarse con tal tenacidad y constancia, que
la misma pasión por aprender le impulsaba a pasar las noches casi insomne y la verdad
que captara, grabada profundamente en su inteligencia, era retenida fijamente en su
prodigiosa memoria.
Doble debe ser la custodia de la palabra divina: una por la cual retenemos en la memoria
lo que nos entra por el oído y otra por la que llevamos a la práctica y manifestamos en las
obras lo que hemos escuchado. Nadie puede dudar que este linaje de custodia sea más
recomendable, del mismo modo que el grano de trigo, mejor se conserva soterrado en el
campo que guardado en un arca . En nada se descuidaba el bienaventurado siervo de
Dios: su memoria, como un prontuario, le ofrecía abundantes recursos para pasar de un
tema a otro; sus costumbres, sus obras exteriores, pregonaban clarísimamente el tesoro
escondido que llevaba en su sagrado pecho.
El Dios de las ciencias que premia esos santos anhelos, esos afectos de esposo
enamorado de la divina ley, le acrecentó su gracia con el fin de que no sólo fuese idóneo
para digerir el sorbo de leche , sino también para desentrañar con desembarazo los
misterios de los más intrincados problemas y masticar con incomparable facilidad los más
sólidos alimentos.
CAPITULOIV
Desde la cuna dio muestras de su excelente carácter, siendo su prodigiosa infancia como
un anticipo de las grandes empresas que había de llevar a cabo en su edad madura.
No se mezclaba en los juegos de los demás niños, ni era compañero de los que andaban
con bagatelas , sino que, a semejanza del plácido Jacob, evitaba las inciertas correrías de
Esaú , pegado al seno de la madre Iglesia, sin abandonar la santa quietud de la casa
doméstica.
Allí veríais a un joven a la vez anciano; delataban la juventud los escasos años; revelaban
la ancianidad la madurez de la conversación y la constancia de las buenas costumbres.
Desdeñador de los halagos del mundo lascivo, siguió el sendero inmaculado de la virtud ,
logrando conservar para el dueño de su amor, lozana hasta el fin de sus días, la flor de su
virginidad.
Decidió por entonces sustraer del vino a su cuerpo, no probando este licor durante diez
años.
CAPITULO V
CAPITULO VI
DE LA VENTA DE SUS LIBROS Y AJUAR PARA SOCORRER A LOS POBRES EN
TIEMPOS DE HAMBRE
Siendo estudiante en Palencia, hubo gran hambre en casi toda España. Conmovido a
causa de ello por la necesidad de los pobres y abrasado de afecto compasivo, resolvióse
a seguir los consejos divinos, aliviando, en la medida de sus fuerzas, la miseria de los que
estaban en peligro de perecer. Vendiendo los libros, aun los más necesarios, con todo su
ajuar estudiantil, reunió una considerable suma, que repartió entre los pobres .
Este ejemplo de magnanimidad y liberalidad movió de tal manera los corazones de sus
condiscípulos y maestros, que, sacudiendo su descuido y ruindad, distribuyeron desde
entonces copiosas limosnas.
CAPITULO VII
Desde el primer momento, cual estrella brillante, difundió su resplandor entre los
canónigos, profundísimo en la humildad, sublime en la santidad cual ninguno, hecho para
todos olor de vida para vivificar , como fragante incienso que sobre la ofrenda se consume
.
Se maravillan todos ante tan precoz y nunca vista cumbre de perfección, y convinieron en
nombrarle subprior, para que, colocado a mayor altura, iluminase a cuantos le
contemplasen, arrastrándolos con su ejemplo. Como olivo que retoña y como ciprés que
se alza hasta las nubes , se pasaba los días y las noches en el templo orando sin
interrupción; entregado al ocio de la contemplación, apenas se le veía fuera de las tapias
del monasterio regular.
Habíale otorgado Dios el don de llorar por los pecadores, por los desgraciados y por los
afligidos; sus miserias afectaban lo más íntimo de su alma y se manifestaban al exterior
en torrentes de lágrimas.
Hacía a Dios constantemente esta súplica especial. Pedíale se dignase darle la verdadera
caridad para cuidar y trabajar eficazmente en la salvación de los hombres, juzgando que
sólo sería miembro de Cristo cuando se consagrase por entero a la salvación de las
almas , a semejanza de Jesús nuestro Salvador, que se entregó totalmente por
redimirnos.
CAPITULOVIII
Leía cierto libro titulado Las Colaciones de los Padres, que trata de la perfección espiritual
y de los vicios que se le oponen.
Leyendo este libro y queriendo investigar en él las sendas de la salvación, trató con ánimo
esforzado de seguirlas. Con la gracia divina le aprovechó no poco, este libro para la
pureza de conciencia y para ilustrarse en la vida contemplativa.
CAPITULOIX
Estando así entregado a los abrazos de la hermosa Raquel, y no pudiendo Lía soportar
ser postergada, le comprometió a que le librase de su fealdad con prolífica descendencia
de obras de vida activa .
Aconteció por aquel tiempo que el rey Alfonso de Castilla deseaba casar a su hijo
Fernando con una doncella noble de las Marcas. Con este motivo se dirigió al
mencionado obispo de Osma, rogándole hiciese de procurador en aquella gestión.
Accedió el prelado la demanda regia, y rodeándose de honrada compañía, según lo exigía
su gran virtud, tomó también consigo al varón de Dios Santo Domingo, subprior de su
iglesia, y emprendiendo el viaje, llegó a Tolosa.
En cuanto advirtió que los habitantes del país habían caído en la herejía, llenose de gran
compasión su pecho misericordioso, considerando las innumerables almas que vivían
miserablemente engañadas.
La misma noche en que llegaron a la ciudad, mantuvo el subprior una larga discusión con
el hospedero, hombre hereje, y habló con tal fuerza de persuasión y calor, que no
pudiendo aquél resistir al espíritu y sabiduría con que hablaba le redujo a la fe por la
misericordia de Dios.
CAPITULOX
Después que el obispo manifestó el éxito feliz de las gestiones y la aceptación de la joven,
ordenó el soberano que volvieran nuevamente con mayor boato y magnificencia y
condujesen con todo honor a la prometida de su hijo.
CAPITULOXI
El obispo, enviando un mensajero al rey, aprovechó la ocasión para visitar con sus
clérigos la Corte romana.
Confió también al Pontífice el íntimo propósito de su alma de consagrarse con todas sus
fuerzas a la conversión de los cumanos si se dignaba atender su petición.
No solo rehusó el Papa aceptar su renuncia, mas ni siquiera le permitió que para remisión
de sus pecados, y conservando su sede, entrase a predicar en territorio de los cumanos.
¡Ocultos juicios de Dios, que había ordenado los trabajos de tan santo varón para
cosechar ubérrimos frutos en otra espiritual sementera de salvación!
CAPITULOXII
De vuelta para su patria visitó de paso el Cister. Prendado del trato de tantos siervos de
Dios y atraído por la sublimidad de su Religión, recibió allí el hábito monacal, y tomando
consigo algunos monjes de quienes pensaba aprender la nueva forma de vida,
apresuraba su regreso a España, bien ajeno a los obstáculos que Dios iba a poner a su
impaciente prisa.
CAPITULOXIII
Por aquel tiempo el papa Inocencio había enviado doce abades de la Orden cisterciense
con un legado para predicar la verdadera fe contra los herejes albigenses. Celebraban
aquéllos una asamblea con los arzobispos, obispos y demás prelados de la región para
estudiar el método más apto para llevar a cabo el objeto de su misión con el mayor fruto.
En estas deliberaciones estaban, cuando acertó a pasar por Montpellier, donde se
celebraba la reunión, el obispo de Osma.
Sabedores de que el recién llegado era un santo varón, maduro e íntegro celador de la fe,
le recibieron con todos los honores y le pidieron consejo.
Él, como hombre circunspecto y conocedor de los caminos de Dios, indagó primero los
ritos y costumbres de los herejes, advirtiendo los manejos, exhortaciones y ejemplos de
santidad simulada con que solían halagar pérfidamente a los incautos para hacerles caer
en la herejía; y viendo, por el contrario, el grande y costoso aparato de caballos y vestidos
de los enviados, les dijo: "No es éste, hermanos, a mi juicio, no es éste el camino. Creo
imposible que vuelvan a la fe sólo con palabras estos hombres que se apoyan más bien
en los ejemplos. Ved los herejes, que, bajo el color de piedad, simulando ejemplos de
pobreza y austeridad evangélica, seducen a las almas sencillas. Con un espectáculo
contrario edificaréis poco, destruiréis mucho y no lograréis nada."
"Sacad un clavo con otro clavo, oponed la verdadera religión a una fingida santidad; sólo
con sincera humildad puede ser vencido el fausto engañador de los pseudoapóstoles. Así
Pablo se ve precisado a pasar por insensato , relatando sus virtudes, austeridades y
peligros por que ha pasado para vaciar la hinchazón de aquellos que se jactaban de sus
méritos."
Los legados le contestaron: "¿Y qué nos aconsejáis, buen Padre?" Él repuso: "Practicad
lo que me viereis practicar."
CAPITULOXIV
Este es fray Domingo, Fundador y fraile de la Orden de Predicadores, que desde este
tiempo comenzó a llamarse no el Subprior, sino fray Domingo, hombre verdaderamente
del Señor , preservado por el Señor, limpio de todo pecado, celador de sus preceptos.
Los abades, oído el consejo y animados por el ejemplo, determinaron hacer lo mismo;
remitieron todos los bagajes a sus procedencias y no conservaron para sí más que los
libros necesarios para el rezo, el estudio y la controversia. Tomando al obispo por superior
y cabeza de toda la obra, yendo a pie, sin dinero, en voluntaria pobreza, comenzaron a
predicar la fe.
Cuando advirtieron esto los herejes, empezaron ellos a su vez a predicar con más ahínco.
CAPITULOXV
Fue por entonces cuando en Fanjeaux tuvo lugar una célebre discusión a la que asistió
una gran muchedumbre de fieles y de herejes. Muchos católicos habían escrito diversas
memorias que contenían argumentos de razón y de autoridad en confirmación de la fe.
Habiéndolas comparado todas, resultó preferida y por unanimidad aprobada la que había
escrito el bienaventurado varón Domingo, y resolvieron oponerla al libelo que, por su
parte, habían redactado los herejes. Y se eligieron tres árbitros de común acuerdo para
decidir cuál fuese el partido que alegaba mejores razones, y cuya fe era, por consiguiente,
más sólida.
Después de gran discusión, no pudiendo avenirse los árbitros para tomar una decisión,
resolvieron echar ambas memorias a las llamas, y si una de las dos no se quemaba, sería
señal inequívoca de que contenía la verdadera doctrina. Encendieron, pues, una gran
hoguera: al punto es pasto del fuego la de los herejes; la otra, en cambio, que escribiera
el varón de Dios Domingo, no sólo quedó ilesa, sino que saltó lejos, repelida por las
llamas, en presencia de todos. Echada a la lumbre segunda y tercera vez, otras tantas fue
repelida, mostrando a las claras cuál era la verdadera fe y cuán grande era la santidad de
su autor.
En cuanto al obispo y siervo de Dios don Diego, era tan insigne el esplendor de sus
virtudes, que se conquistaba el afecto de todos cuantos le rodeaban, hasta de los mismos
herejes. Solían decir éstos: que era imposible que un hombre como él no estuviera
predestinado para la vida eterna, y que quizá por esto había ido a parar a aquellas tierras,
para aprender de ellos la disciplina de la fe verdadera.
CAPITULOXVI
Con objeto de recibir a algunas nobles mujeres, a quienes sus padres, venidos a menos
en fortuna, entregaban a los herejes, para que las educasen y mantuviesen, fundó un
monasterio situado entre Fanjeaux y Montreal, en el lugar llamado Prulla, en donde hasta
nuestros días las siervas de Cristo sirven a su Creador con grandes ejemplos de santidad
e incomparable inocencia, llevando una vida meritoria para sí mismas, ejemplar para los
hombres, jocunda a la vista de los ángeles y grata a los ojos de Dios.
CAPITULOXVII
En estos ejercicios de predicación permaneció el obispo Diego por espacio de dos años,
transcurridos los cuales, temiendo que pudiera ser argüido de negligente en el gobierno
de su iglesia oxomense si prolongaba su ausencia, determinó volver a España con el
propósito de, una vez visitada su diócesis, tomar consigo algún dinero y volver para
concluir el monasterio de religiosas y ordenar en aquella región, con asentimiento del
Papa, algunos varones idóneos para la predicación, que se dedicasen a confutar los
errores de los herejes y estar siempre prontos para defender la verdad de la fe.
A los que quedaron, los puso en lo espiritual bajo el gobierno de fray Domingo, como
varón lleno del Espíritu de Dios, y, en lo temporal, de Guillermo Claret, de Pamiers, de
forma que debía dar cuenta a fray Domingo de cuanto hiciese.
Despidiéndose luego de los compañeros, después de cruzar Castilla a pie, llegó a Osma,
donde a los pocos días, atacado de enfermedad que le llevó hasta el fin, terminó la
presente vida con gran santidad, recibiendo el fruto glorioso de sus trabajos y entrando a
través del sepulcro en opulento descanso .
CAPITULO XVIII
Conocida la noticia de la muerte del varón de Dios don Diego, todos los que habían
quedado en aquellas tierras tolosanas regresaron a sus casas. Fray Domingo quedó solo
allí en la brega de la predicación.
Algunos le siguieron por algún tiempo, sin estarle sometidos por deber de obediencia.
Entre estos seguidores suyos estaban el citado Guillermo Claret y un cierto fray Domingo
Español, que más tarde fue en España prior de Madrid.
CAPITULOXIX
Esta represión del poder secular habíala el Obispo Diego predicho, aún en vida, como
iluminado de espíritu profético.
Pues como refutase en cierta ocasión, de modo público y evidente, la errónea posición de
los herejes ante muchos nobles, y estos sonriendo, defendiesen heresiarcas con razones
sacrílegas, levantó, indignado, las manos al cielo y dijo: “Señor, extiende tu mano y
hiérelos” .
Los que oyeron estas palabras las tuvieron por inspiradas cuando el castigo vino a
esclarecerlas.
CAPÌTULOXX
Durante el tiempo que estuvieron allí los cruzados hasta la muerte del conde de Montfort,
fue fray Domingo el predicador afanoso de la Palabra de Dios.
¡Cuántas injurias sufrió en aquellos días de parte de los malvados! ¡Cuántas celadas hubo
de soportar!
Cuando, en cierta ocasión, le amenazaron de muerte, contestó impertérrito: “No soy digno
de la gloria del martirio; aún no he merecido esta muerte”.
Cruzando después por un lugar en que sospechaba le habrían puesto asechanzas, pasó
gozoso cantando.
Quedaron asombrados ante estas palabras los enemigos de la verdad y no pusieron más
asechanzas a la vida del justo , para quien la muerte era más un obsequio que un
perjuicio. Él se afanaba con todas sus fuerzas por conquistar almas para Cristo y sentía
en su corazón una emulación casi increíble por la salvación de todos.
CAPITULOXXI
Crecía en santidad y fama el siervo de Dios Domingo, por lo que envidiábanle los herejes.
Cuanto mejor era él, tanto menos podía resistir aquella claridad la malicia de aquellos ojos
emponzoñados. Se mofaban de él y, acercándosele, le escarnecían , sacando mal del
malvado tesoro de su corazón , pero mientras crecía la malquerencia de los infieles, le
congratulaba la devoción de los fieles y era venerado de todos los católicos con mucho
afecto, de suerte que la suavidad de su vida santa y la hermosura de sus costumbres
llegó a ganarse el corazón de los mismos magnates. Los arzobispos, obispos y demás
prelados de aquellas tierras teníanle por digno de todo honor.
CAPITULOXXII
Tenía además Santo Domingo la iglesia de Fanjeaux y algunas otras, con lo que podía
proveer de sustento a sí y a los suyos.
Lo que podían ahorrar de los réditos, después de alimentados, lo daban a las monjas del
monasterio de Prulla.
La Orden de Predicadores aun no había sido instituida; sólo se había tratado de fundarla,
y entretanto el varón de Dios estaba con todas sus fuerzas consagrado a la predicación.
Ni estaba en vigor aquella constitución posterior que prohibía recibir posesiones o
conservar las recibidas.
Desde la muerte del obispo de Osma hasta el concilio de Letrán transcurrieron unos diez
años, en cuyo tiempo estuvo el Santo casi solo.
CAPITULOXXIII
CAPITULOXXIV
CAPITULOXXV
Entonces juntose al obispo fray Domingo para ir al concilio de Letrán y pedir en común al
papa Inocencio que confirmase para fray Domingo y sus compañeros una Orden que se
llamase y fuese de Predicadores, e igualmente que ratificase los réditos asignados a los
frailes por el obispo y por el conde.
El obispo de Tolosa, con asentimiento del cabildo, les cedió tres iglesias: una dentro de la
ciudad, otra en la villa de Pamiers y la tercera entre Soréze y Puy-Laurens, Santa María
de Lescure. En cada una de ellas debía haber casa prioral.
CAPITULO XXVI
DE LA PRIMERA IGLESIA ENTREGADA A LOS FRAILES EN TOLOSA
Durante el verano del año 1216 se cedió a los frailes la primera iglesia en la ciudad de
Tolosa, que fue dedicada a San Román.
En las otras dos iglesias nunca habitaron los frailes. Mas junto a la iglesia de San Román
pronto se levantó un claustro, con celdas bien dispuestas para poder estudiar y dormir.
CAPITULO XXVII
En el entretanto, el papa Inocencio acabó sus días, y le sucedió Honorio, a quien visitó en
seguida fray Domingo, obteniendo de él la confirmación de la Orden, con todas las cosas
que pretendía, plena y absolutamente, según se había proyectado y organizado de
antemano.
CAPITULO XXVIII
MUERTE DEL CONDE DE MONTFORT, PREVISTA POR SANTO DOMINGO
Entendió aquél hombre lleno del espíritu de Dios a través de la visión que el conde de
Montfort, príncipe sublime y tutor de muchos desvalidos iba a morir en breve. Invocando al
Espíritu Santo, reunió a los frailes y les manifestó que, aunque eran pocos, había resuelto
enviarlos por el mundo y que no habitasen más tiempo allí reunidos.
Se admiraron todos que hubiese dispuesto tan prematura dispersión; mas como
reconocían en él una fuerza de santidad tan manifiesta, accedieron al punto, con la
esperanza de que todo redundaría en bien.
Juzgó conveniente que eligiesen entre ellos un abad, como cabeza que los gobernase,
reservándose él el derecho de corregirle.
Y resultó elegido canónicamente fray Mateo, primero y último abad de la Orden, pues en
adelante dispusieron los frailes que el que hubiera de gobernarlos no se llamase abad,
sino Maestro de la Orden en señal de humildad.
CAPITULOXXIX
Cuatro frailes salieron destinados para España: fray Pedro de Madrid, fray Gómez , fray
Miguel de Ucero y fray Domingo .
Estos dos últimos, a su regreso de España, fueron enviados por el Maestro Domingo
desde Roma a Bolonia, y allí quedaron. No habían podido cosechar en España fruto,
según deseaban, mientras los otros dos sembraban la palabra de Dios la recogían
abundante.
Fue ese mencionado, fray Domingo, varón de profunda humildad, menguado en ciencia,
pero magnífico en virtud, del cual no será inútil referir algunos hechos.
CAPITULOXXX
Tramaron en cierta ocasión unos malvados, enemigos quizás de este religioso, que una
mujerzuela, desvergonzada meretriz, instrumento de Satanás, escollo de castidad,
hoguera de vicios, se acercase a él con pretexto de confesarse. Se le presentó, pues, y le
dijo: “vivo en perpetua angustia, consumida y abrasada por un hombre. Mas, ¡ay de mí! él
no me comprende; y, si lo supiera, es posible que no quisiera corresponder al amor que
hirió irreparablemente mi corazón. Dame un consejo; tú, que puedes, préstame remedio
antes que perezca.”
Después de intentar con estas virulentas y seductoras razones aquella mala mujer
empañar su inocencia, no pudiendo doblegar la acendrada virtud del fraile, preguntándole
éste por la persona y causa del peligro, le declaró ella ser él mismo aquel fuego
devorador.
"Vete ahora –le dijo– vuelve más tarde y tendré preparado un lugar a propósito. Y,
entrando en la habitación, dispuso dos hogueras próximas una de otra, y en llegando la
mujerzuela se echa él en medio, invitándole a hacer otro tanto. “Este –le dice– es el lugar
digno de tal hazaña; ven y acuéstate si quieres”.
Horrorizada ella viendo aquel hombre impertérrito entre las llamas que lo envolvían, huyó
dando gritos de arrepentimiento.
El fraile se levantó intacto, sin haber sido víctima por un momento ni del incendio material
ni del fuego de la concupiscencia.
CAPITULOXXXI
DE LOS SIETE PRIMEROS FRAILES ENVIADOS
A PARIS
A París fueron enviados fray Mateo, elegido abad con fray Bertrán, que más tarde fue
prior provincial de la Provenza, varón de gran santidad y de un rigor inexorable para
consigo, acérrimo mortificador de su carne, que había copiado en muchas cosas la vida
ejemplar de su Maestro Santo Domingo, compañero suyo en algunos viajes. Estos fueron
destinados a París, con cartas del Sumo Pontífice, para establecer allí la Orden.
Los acompañaron otros dos frailes para estudiar en la Universidad, fray Juan de Navarra y
fray Lorenzo de Inglaterra, al cual, antes de entrar en la ciudad, reveló el Señor muchas
noticias acerca de la fundación, lugar del convento y multiplicación de vocaciones que
tuvieron después realidad.
Aparte de este grupo, marcharon también a París fray Mamés hermano de madre de
Santo Domingo, y fray Miguel, español en compañía de un fraile converso normando
llamado Oderico.
Todos éstos fueron destinados a París, pero los tres últimos, marchando más presurosos,
llegaron antes, haciendo su entrada en la ciudad el 12 de septiembre , tres semanas
antes de que llegaran los compañeros. Alquilaron una casa junto al hospital de la Virgen
María, frente al palacio del obispo de París
CAPITULOXXXII
El año del Señor 1218 fue cedida a los frailes la casa de Santiago, aunque no de un modo
definitivo.
CAPITULOXXXIII
El mismo año fueron enviados a Orleáns algunos frailes jóvenes y sencillos, pequeña
semilla de la futura gran cosecha.
CAPITULOXXXIV
En los comienzos del año 1218 fueron enviados por el Maestro Santo Domingo, de Roma
a Bolonia, fray Juan de Navarra, un tal fray Bertrán y, después de algún tiempo, fray
Cristián, con un fraile converso, quienes para hacer la fundación sufrieron grandes
estrecheces a causa de la pobreza.
CAPITULOXXXV
El mismo año, estando en Roma Santo Domingo, llegó allí el Maestro Reginaldo, deán de
San Aniano, de Orleáns, con intención de embarcarse . Varón de gran fama, docto,
célebre por su dignidad por haber regentado durante cinco años en París la cátedra de
Derecho canónico.
Fue ciertamente librado de aquella mortal dolencia y trance peligrosísimo, mas no sin la
intervención milagrosa de Dios.
En medio de los ardores de la calentura, la Reina del cielo y Madre de misericordia
siempre Virgen María, se le apareció visiblemente, y ungiendo sus ojos, oídos, narices,
boca, pecho, manos y pies con cierto bálsamo que traía, dijo estas palabras: "Unjo tus
pies con óleo santo como preparación del Evangelio de la paz" y le mostró el hábito
completo de la Orden.
Al punto quedó sano, y tan repentinamente recuperó las fuerzas corporales, que los
médicos, que habían casi desesperado de su curación, testigos ahora de los claros
síntomas de salud, estaban maravillados.
Contó este insigne prodigio Santo Domingo a muchos que aún viven, estando yo presente
en una ocasión en que lo refirió en París ante muchas personas.
CAPITULO XXXVI
CAPITULO XXXVII
El mismo año partió el Maestro Domingo para España, y fundadas allí dos casas, una en
Madrid, que ahora es de monjas, y otra, en Segovia, la primera de frailes que hubo en
España, regresando de allí, pasó por París el año 1219, donde encontró una treintena de
frailes reunidos.
Permaneciendo allí poco tiempo, se encaminó a Bolonia, hallando en San Nicolás una
numerosa comunidad, que apacentaba fray Reginaldo en la disciplina de Cristo con gran
cuidado y diligencia. Todos recibieron con gozo al viajero, reverenciándole como a padre.
Estableciendo allí su residencia, cuidaba aquella nueva plantación, tierna todavía, con
espirituales amonestaciones y ejemplos.
CAPITULO XXXVIII
Trasladó entonces a París al Maestro Reginaldo, no sin gran desolación de los hijos que
con su palabra evangélica había engendrado para Cristo y lloraban al verse tan pronto
arrancados de sus pechos maternales.
Mas estas cosas se realizaban por voluntad divina. Era algo maravilloso que al enviar el
siervo de Dios Santo Domingo sus frailes a una y otra parte de la Iglesia de Dios, según
hemos referido, obraba en todo con tal confianza, tan lejos de vacilación, contra la
opinión, con frecuencia, de los demás, que parecía tener conocimiento cierto de cuanto
había de suceder, cual si el Espíritu Santo se lo hubiera revelado. ¿Y quién se atreverá a
ponerlo en duda?
Tenía en un principio pocos frailes, los más poco letrados, sencillos, y los enviaba
diseminados por las iglesias, de suerte que los hijos de este siglo, juzgando según su
prudencia, creían que, más que realizar grandes empresas, iba a destruir lo comenzado .
Ayudaba a los enviados con el sufragio de sus oraciones, y la virtud del Señor se
encargaba de multiplicarlos.
CAPITULOXXXIX
Así que llegó a París fray Reginaldo, de santa memoria, impelido por su incansable fervor
de espíritu, comenzó a predicar con la palabra y con el ejemplo a Jesucristo, y a éste,
crucificado . Más pronto se lo llevó Dios de este mundo, consumiendo así en breve sus
días, mas llenando con sus obras una larga vida . Atacado al poco tiempo de mortal
enfermedad, se durmió en el Señor, partiendo a recibir las inestimables riquezas de la
casa de Dios aquel que en esta vida se había mostrado generoso amigo de la pobreza y
de la humildad.
Fue sepultado en la iglesia de Santa María del Campo, porque los frailes carecían aún de
cementerio.
No puedo menos de recordar que, estando en vida fray Mateo, que le había conocido en
el mundo vanidoso y delicado, preguntóle, como admirado, en cierta ocasión: “¿Estáis
triste, Maestro, de haber tomado este hábito?”. A lo que respondió él con rostro humilde:
“Creo que en la Orden no hago mérito alguno, pues siempre me gustó demasiado.”
CAPITULOXL
La misma noche que el espíritu del santo varón voló al Señor, yo, que no había cornada
aún el hábito religioso, aunque sí había hecho voto en sus manos de tomarlo, veía a los
frailes en una nave que se deslizaba entre las aguas. Sumergióse la nave que los llevaba,
mas ellos salieron incólumes de las ondas. No dudo que esta nave era el mismo fray
Reginaldo, apoyo entonces y sostén de los frailes.
CAPITULOXLI
CAPITULOXLII
DÓNDE Y CÓMO FUE EDUCADO FRAY ENRIQUE
Fray Enrique, canónigo de la Iglesia de Utrecht, nacido de buena familia, fue educado
desde la infancia por un santo y religiosísimo varón, canónigo de aquella iglesia, en toda
virtud y temor de Dios . Pues como este varón justo y bueno, crucificando su carne,
despreciase las seducciones de este siglo corrompido y fuese pródigo en muchas obras
de piedad, imbuía el tierno espíritu del adolescente en toda práctica virtuosa, haciéndole
lavar los pies de los pobres, frecuentar los templos, aborrecer los vicios, despreciar el lujo,
amar la pureza.
Al correr de los años fue a París, donde se consagró al estudio de la Teología, mostrando
gran agudeza de ingenio y una razón sumamente disciplinada. Vino a parar junto a mí en
la posada, y la convivencia nos estrechó en una suave y entrañable unión de corazones.
Rehusábalo él, mas no por eso dejaba yo de insistirle con mayor tesón.
Cada mañana despierta mis oídos, para que oiga como a un Maestro. El Señor me ha
abierto los oídos, y yo no me resisto, no me echo atrás” . Mientras le interpretaba estas
palabras proféticas, que respondían con tanta propiedad a su intención, como si viniesen
del cielo –era él de palabra elocuentísima– exhortábale a someter su juventud al yugo de
la obediencia. Advertimos al poco rato aquello que sigue: “Permanezcamos juntos” , como
un aviso de que nunca debía separarse el uno del otro en tan santa compañía.
Viviendo más tarde en Bolonia, me escribió él desde Colonia refiriéndose a ese texto:
“¿Dónde está ahora el permanezcamos juntos, vos en Bolonia y yo en Colonia?”.
A lo que respondí: “¿Qué cosa más rica en méritos, qué corona más gloriosa que
participar de la pobreza que Cristo quiso para sí y abrazaron los apóstoles, seguidores
suyos, despreciar todo este mundo por amor suyo?”
CAPITULOXLIII
Mas como le pareciese que nada adelantaba orando, ya que sentía la misma dureza de
corazón, comenzó a compadecerse de sí mismo y a preparar la retirada, diciéndose: “Bien
veo, Virgen bienaventurada, que no soy digno que me escuches, no hay lugar para mí
entre los pobres de Cristo.”
CAPITULOXLIV
Cierto día, en visión, creyendo hallarse ante el tribunal de Cristo, veía la inmensa multitud
de los que iban a ser jueces con Cristo y de los que iban a ser juzgados. Él, entre los
reos, no teniendo conciencia de pecado alguno, pensaba seguro salir inocente, cuando
uno que estaba al lado del Juez, extendiendo el brazo hacia él, le dice: “Tú, que estás ahí,
di, ¿qué has abandonado por el Señor?”.
Espantóse por aquella pregunta de tan severo examen, pues no supo qué contestar. Y
desapareció la visión. A raíz de este aviso anhelaba con mayor ansiedad el ideal de la
pobreza evangélica, que aun retardaba la natural molicie de la voluntad.
CAPITULOXLV
Al llegar el día en que con la imposición de la ceniza se recuerda a los fieles su origen y
su retorno al polvo, determinamos nosotros, como digno principio de penitencia, cumplir lo
que habíamos prometido al Señor. Nada sabían aún nuestros compañeros de hospedaje.
Saliendo, pues, fray Enrique de la posada, preguntóle uno de los compañeros: “¿Adónde
vais, don Enrique?”. “Voy a Betania”, contestó. Nada entendió entonces aquél de lo que
con esta palabra quería dar a entender; comprendióle con la explicación del suceso al
conocer su entrada en el convento, pues Betania significa casa de obediencia.
Llegando los tres juntos al convento de Santiago mientras caminaban los frailes
Immutemur habitu, nos colocamos en medio de ellos de improviso, pero con oportunidad,
y despojándonos del hombre viejo, vestimos allí el nuevo para que lo que ellos cantaban
fuese en nosotros una realidad.
CAPITULOXLVI
Aquel santo varón que había educado a Enrique y otros dos virtuosos y espirituales
varones de la misma Iglesia, que le profesaban grande amor, sufrieron gravísima
contradicción al conocer su entrada en una Orden nueva e inaudita y desconocida por
ellos. Contando como perdido un joven de tan grandes esperanzas, casi habían resuelto
que uno o dos de ellos, marchando a París, lo apartasen y retrajesen de aquella, según
creían, indiscreta resolución. Mas uno de ellos dijo: “No obremos con tanta precipitación;
pasemos juntos esta noche en oración, rogando al Señor se digne manifestamos su
voluntad.”
Llegada la noche puestos en oración, escuchó uno de ellos una voz de lo alto que decía:
“El Señor es quien ha hecho esta obra; no podrá alterarse.”
CAPITULOXLVII
Muchas y muy diversas gracias había acumulado Dios en este vaso de elección .
Mostrabase siempre pronto a obedecer, inquebrantable en la paciencia, sereno en su
mansedumbre, atractivo por su alegría, efusivo en su caridad; brillaban en él la honestidad
de las costumbres, la sencillez de corazón y, en su cuerpo, la integridad virginal. Jamás
miró ni tocó mujer alguna con intención impura.
Con tal facilidad ejercía su influencia sobre los corazones de los demás y tan afable se
mostraba con todos, que al poco rato de conversar te creyeras ser su amigo predilecto. Y
necesariamente debía ser amado por todos, aquel a quien Dios había colmado de tal
suerte con su gracia. Y sobrepujando a todos en cuanto se ha dicho, pareciendo
destacarse de un modo especial en cada una de estas gracias, no se jactaba por ello,
antes había aprendido de Cristo a ser manso y humilde de corazón .
CAPITULOXLVIII
Fue destinado con el oficio de prior a Colonia. Cuán opulento manojo de almas ganara
para Cristo mediante la predicación entre las doncellas, viudas y verdaderos penitentes;
cuán diligentemente llevó a muchos corazones y nutrió la llama de aquel fuego que el
Señor trajo a la tierra , pregónalo todavía Colonia entera.
CAPITULOXLIX
DE SU MUERTE
CAPITULOL
Hubo en la ciudad de Colonia una venerable matrona que amó a fray Enrique en vida con
extraordinaria devoción. Rogóle cierto día le prometiese que se le aparecería después de
su muerte si fallecía él primero. Accedió a los ruegos de la señora mientras no se
opusiera al beneplácito divino.
Habiendo muerto, aguardaba ella y ardía en deseos de ver realizada la promesa. Habíase
acostumbrado a agitarse bajo el impulso de la tentación, padeciendo graves inquietudes
acerca de la fe de parte del adversario sobre si las almas de los difuntos seguían viviendo
o eran aniquiladas con la muerte. Después de esperar y desear por mucho tiempo, nada
se le apareció. Con ello crecía: grandemente la tentación y decíase ella para sí: “Si algo
de verdad hubiera en la vida futura que nos predican, aquel a quien tanto amé me habría
cerciorado de ello.”
Al tiempo que le decía estas cosas, notó aquel buen hombre que llevaba una piedra
preciosa en el pecho, sobremanera luminosa y radiante, y una especie de muro enjoyado
ante su rostro, en el que se regalaba su mirada. Y le preguntó: ¿Qué significa, señor mío,
esta gema tan brillante en vuestro pecho y este muro precioso?". A lo que respondió: "La
piedra preciosa es un indicio de la limpieza de mi corazón, que guardé en el siglo, y
cuando la miro, me inundo de consuelo. Este muro es aquella parte del edificio del Señor
que con mis consejos, predicaciones y confesiones levanté.”
Pero más dulcemente la consolaba lo que más tarde experimentó ella misma. Estando un
día reclinada sobre un arca en su aposento, repasando con piadosa delectación una
antigua carta de fray Enrique, llegó a un pasaje que decía: “Recostaos y extinguid la sed
de vuestra alma sobre el dulce pecho de Jesús.” Enardecida al recordar estas palabras,
como si las escuchase de boca de uno que vive y está presente, fue arrebatada en
espíritu y se vio a un lado del Corazón de Cristo; al otro estaba fray Enrique. Gustó en el
arrobamiento tan profunda y maravillosa consolación divina, que, embriagada
completamente por aquel torrente de espiritual dulcedumbre, no se dio cuenta de las
voces de las criadas, que la llamaban a la mesa, donde su marido la esperaba. Por fin,
volviendo en sí de aquella meliflua embriaguez del espíritu, recuperó los sentidos.
CAPITULOLI
DEL PRIMER CAPITULO CELEBRADO EN BOLONIA
El año del Señor 1220 se celebró en Bolonia el primer Capítulo general de la Orden, al
que asistí personalmente, enviado de París con otros tres frailes. Porque el Maestro Santo
Domingo en sus letras había ordenado que fueran enviados cuatro frailes de París al
Capítulo de Bolonia. Cuando recibí el mandato de asistir, aún no llevaba dos meses en la
Orden.
En aquel Capítulo, por común acuerdo de los frailes, se estableció que los Capítulos
generales se celebrasen un año en Bolonia y otro en París, quedando en que el año
siguiente se celebrara en Bolonia.
CAPITULOLII
CAPITULOLIII
Ingresó entonces en París fray Everardo, arcediano de Langres, varón muy virtuoso,
decidido y prudente. Como era muy conocido y famoso en el siglo a causa de su gran
autoridad, tanto más edificó con su ejemplo al abrazar la pobreza.
De su feliz muerte fue para mí saludable indicio que al expirar, temiendo ser invadido por
el dolor y la turbación, fui, por el contrario, henchido de tan grata devoción y gozo, que mi
conciencia no permitía más llorar al que había partido para los goces eternos.
CAPITULOLIV
Estando en el lecho del dolor, llamó a doce de los frailes más discretos y empezó a
exhortarles al fervor, al celo por la Orden y a la perseverancia en la santidad
inculcándoles que evitasen todo trato que pudiera parecer sospechoso con mujeres, sobre
todo jóvenes.
Porque es siempre halagador y muy a propósito para seducir a las almas todavía no
purificadas . “A mí –añadió– hasta esta hora, la misericordia divina me ha conservado en
la incorrupción de la carne. Confieso, sin embargo, no haberme librado de la imperfección
de haberme agradado más conversar con las jóvenes que con las mujeres de mucha
edad.”
Antes de su muerte aseguró confiado a los frailes que les sería más útil después de
muerto. Sabía a quién había confiado el depósito de sus trabajos y de su fecunda
existencia, no dudando que le estaba preparada la corona de justicia , alcanzada la cual
sería tanto más poderoso en obtener gracias cuanto más seguro entrase en los dominios
del Señor.
CAPITULOLV
Cristo, el Señor, y su santísima Madre iban tirando poco a poco las escalas, hasta que
llegó a la cumbre el que en la parte inferior fuera colocado. Así fue recibido en el cielo,
con inmenso esplendor y cantos angélicos. Se cerró aquella abertura deslumbrante del
cielo y desapareció toda la visión.
El fraile que tuvo esta aparición, como se hallase muy débil y enfermo, recuperó al
instante las fuerzas, partió inmediatamente para Bolonia, donde pudo comprobar que el
mismo día y a la misma hora había muerto el siervo de Cristo Domingo, según lo oímos
de sus mismos labios.
CAPITULOLVI
Por los días en que ocurrió su muerte hacía de legado pontificio en Lombardía el
venerable cardenal obispo de Ostia, hoy Romano Pontífice Gregorio, que había venido a
Bolonia. Con este motivo, muchos señores poderosos y prelados de la Iglesia se hallaban
también presentes.
Al saber la muerte del Maestro Domingo, a quien había tratado familiarmente y amado
con grandísimo afecto, conocedor de su virtud y santidad, se presentó y quiso celebrar él
mismo el oficio de la sepultura, estando allí presentes muchos que supieron su dichoso
tránsito y eran testigos de la santidad de su vida. Todos ellos estaban convencidos que
había recibido ya la estola de la inmortalidad .
Desprecio del mundo predicaba en aquellas exequias el ver cuán seguro es para
conseguir una muerte preciosa y un descanso eterno en la sublime mansión desdeñar la
vileza de este mundo.
Esto despertó la devoción del vulgo y la reverencia de los pueblos. Muchos atribulados de
diversas enfermedades y dolencias acudían a su sepulcro, permaneciendo allí día y
noche hasta alcanzar el remedio de sus males. Entonces testificaban sus curaciones
suspendiendo en el sepulcro del Santo exvotos de cera en forma de ojos, manos, pies y
de otros miembros, según hubieran sido las enfermedades o la salud devuelta de tan
diversas maneras.
En medio de estos prodigios, apenas hubo un fraile que supiera agradecer estos favores
divinos. Muchos creyeron que no debían aceptarse los milagros, no fuese que bajo manto
de piedad cobrasen fama de interesados.
De esta suerte, guardando su fama con una santidad indiscreta, postergaron el común
provecho de la Iglesia y sepultaron la gloria divina.
Consta que en vida resplandeció en virtudes y brilló en milagros, acerca de los cuales
hemos oído contar muchas cosas, pero, por la discrepancia de los narradores, no han
sido consignados aún por escrito, no sea que por contar una cosa sin plena certidumbre
engendrase la duda en los lectores.
Séanos lícito referir algunos de los que con mayor certeza llegaron a nosotros.
CAPITULOLVII
Cuando más crecía la angustia alrededor del difunto, se presentó el Maestro Domingo con
fray Tancredo, varón bueno y fervoroso, prior en la misma ciudad de Roma y autor de
esta relación. Díjole fray Tancredo: “¿Por qué disimulas?, ¿por qué no interpelas al
Señor?, ¿dónde está tu compasión por el prójimo?, ¿dónde tu confianza en Dios?”.
Conmovido por la exhortación del fraile y vencido por su compasión abrasadora,
encerrado con el joven en una habitación, por virtud de sus oraciones le volvió a la vida,
mostrándole sano y salvo a todos.
CAPITULOLVIII
Me contó también fray Bertrán, de quien hicimos mención al referir su traslado a París,
que viajando con él, en cierta ocasión, se desencadenó sobre ellos una gran tempestad y
la lluvia inundaba ya los caminos, cuando el Maestro Domingo, haciendo la señal de la
cruz, contuvo ante sí el aguacero, de tal manera que al andar tenían siempre a tres codos
de distancia una densa cortina de agua, sin que una sola gota salpicara la extremidad de
sus vestidos.
CAPITULO LIX
Por lo demás, lo que es de mayor esplendor y magnificencia que los milagros, estaba
adornado de costumbres tan limpias, dominado por tal ímpetu de fervor divino, que
revelaban plenamente en él un vaso de honor y de gracia, un vaso guarnecido de toda
suerte de piedras preciosas .
Tal constancia mostraba en aquellas cosas que entendía ser del agrado divino, que, una
vez deliberada y dada una orden, apenas se conocerá un caso en que la retractase.
Por la noche, nadie tan asiduo a las vigilias y a la oración. En las Vísperas demoraba el
llanto, y en los Maitines, la alegría . Dedicaba el día a los prójimos; la noche, a Dios;
sabiendo que en el día manda el Señor su misericordia, y en la noche, su cántico .
Lloraba abundantemente con mucha frecuencia, siendo las lágrimas su pan de día y de
noche ; de día principalmente cuando celebraba la santa misa, y de noche, cuando se
entregaba más que nadie a sus incansables vigilias.
Era costumbre tan arraigada en él la de pernoctar en la iglesia, que parece haber tenido
muy rara vez lecho fijo para descansar. Pasaba, pues, la noche en oración, perseverando
en las vigilias todo el tiempo que podía resistir su frágil cuerpo. Y cuando venía el
desfallecimiento y el espíritu cansado reclamaba el sueño, entonces descansaba un poco,
reclinando la cabeza delante del altar o en algún otro sitio, o sobre una piedra, como el
patriarca Jacob , para volver de nuevo al fervor del espíritu en la oración. Todos los
hombres cabían en la inmensa caridad de su corazón, y, amándolos a todos, de todos era
amado.
Consideraba ser un deber suyo alegrarse con los que se alegran y llorar con los que lloran
, y, llevado de su piedad, se dedicaba al cuidado de los pobres y desgraciados.
Otra cosa le hacía también amabilísimo a todos: que, procediendo siempre por la vía de la
sencillez, ni en sus palabras ni en sus obras se observaba el menor vestigio de ficción o
de doblez.
¿Quién será capaz de imitar en todo la virtud de este hombre? Podemos admirarla, y a su
vista considerar la desidia de nuestros días: poder lo que él pudo fruto es no ya de virtud
humana sino de una gracia singular de Dios, que podrá reproducir en algún otro esa
cumbre acabada de perfección. Mas para tan alta empresa, ¿quién será idóneo?.
CAPITULO LX
Terminado el relato de aquellas cosas que debía recordar acaecidas en los días del
Maestro Domingo, quedan por referir algunos hechos ocurridos después. Habiendo
fallecido en Lausanne, según dijimos, fray Everardo, proseguí el viaje hasta entrar en
Lombardía para desempeñar el cargo que me habían impuesto en aquella Provincia.
Había entonces allí un tal fray Bernardo de Bolonia atormentado por un cruel espíritu,
hasta el punto que de día y de noche se agitaba violentamente, causando gran disturbio
entre los frailes. No hay duda que esta tribulación venía dispuesta por la misericordia
divina para ejercitar la paciencia de sus siervos.
Pero voy a contar cómo vino esta prueba a dicho fraile. Después de su entrada en la
Orden, estimulado por el dolor de sus pecados, deseaba a menudo que el Señor le
infligiese alguna prueba purgativa. Representábasele con frecuencia a su ánimo si quería
ser afligido con la posesión diabólica. Horrorizábase con ello y no podía consentir. Por fin,
después de mucho deliberarlo, sintiéndose en cierra ocasión más indignado por sus
pecados, consintió en su ánimo que su cuerpo, para purificarse, fuese entregado al
demonio, según él me lo refirió. Y al punto, lo que había concebido en su corazón, se
verificó, por permisión divina, en realidad.
Muchas cosas admirables por labios suyos profirió el demonio. Algunas veces, el poseso,
que no era muy perito en Teología y en conocimientos escriturísticos, decía tan profundas
sentencias acerca de los mismos, que aun pronunciadas por San Agustín se juzgarían
dignas de encomio.
Gloriábase muchísimo, llevado de la soberbia, de que alguno prestase oído a sus pláticas.
CAPITULOLXI
Como hiciese lo mismo conmigo, desconfiando de mis méritos, andaba yo muy perplejo
dudando en aquella incertidumbre hacia dónde dirigiría mis pasos, envuelto siempre en
aquella penetrante fragancia. Apenas me atrevía a sacar las manos, temeroso de perder
aquella suavidad cuya naturaleza aún desconocía. Si llevaba el cáliz, como suele llevarse
el Cuerpo del Señor, percibía tal suavidad y olor maravilloso saliendo de la copa, que la
grandeza de tanta dulzura era capaz de transmutarme enteramente.
Mas no permitió el Espíritu de la Verdad que durasen mucho tiempo las añagazas del
espíritu del mal, pues cierto día, antes de celebrar la misa, mientras rezaba atentamente
el salmo “Iudica, Domine, nocentes me” eficaz para rechazar las tentaciones, al meditar el
verso “Todos mis huesos dirán, ¿quién hay, Señor, semejante a Ti?” , repentinamente se
derramó sobre mí la inmensidad de aquella dulcísima fragancia que parecía inundar las
mismas médulas de mis huesos.
CAPITULOLXII
Esta vejación tan cruel de fray Bernardo fue la causa que nos movió a ordenar en Bolonia
se cantase después de Completas la antífona Salve Regina. De esta casa comenzó a
propagarse por toda la provincia de Lombardía y al fin en toda la Orden triunfó la piadosa
y saludable costumbre. ¿Cuántas lágrimas de devoción no arrancó esta santa alabanza
de la santísima Madre de Cristo? ¿Cuántos afectos no conmovió al cantarla o al
escucharla, qué dureza no ablandó y a quiénes no excitó piadosos deseos en sus
corazones?. ¿O no creemos que la Madre de nuestro Redentor gusta de tales alabanzas
y se recrea con estos elogios?.
Contóme un varón religioso y fidedigno haber visto con frecuencia en espíritu mientras los
frailes cantaban “Ea, pues, abogada nuestra”, que la Madre de Dios se postraba ante la
presencia de su Hijo rogándole por la conservación de toda la Orden.
He querido recordar esto para excitar más en adelante hacia la Virgen la devoción de los
frailes que esto lean.
CAPITULOLXIII
Cuando se hizo la traslación de los restos del bienaventurado Domingo, apenas roto el
duro cemento con palas de hierro y se hubo levantado con gran dificultad la losa que
cubría el sepulcro, salió un perfume tan intenso, que superaba todos los aromas y no se
parecía a ningún olor natural. Brotaba no sólo de los huesos, cenizas y caja, sino también
de las manos de cuantos habían tocado esto, durando por muchos días .
CAPITULO LXIV
“A los amados frailes de la Orden de Predicadores, en el dilecto Hijo de Dios, fray Jordán,
humilde Maestro y siervo de la misma Orden, salud y gozo sempiternas.
En su inescrutable sabiduría suele la bondad divina diferir muchas veces el bien, no para
privar de él, sino para que esperando se logre con más abundancia en tiempo
conveniente. Fuere que Dios quería proveer más piadosamente a su Iglesia, fuere que en
todas las cosas ha de haber distintas opiniones, llevados de una simplicidad sin
prudencia, afirmaban que bastaba fuese conocida de Dios la inmortal memoria del siervo
del Altísimo Santo Domingo, Fundador de la Orden de Predicadores, y no debía
preocupar que llegase al conocimiento de los hombres.
Una cierta niebla encubría de tal suerte los corazones de los frailes, que apenas se
hallaba quien correspondiera con gratitud condigna al favor de la divina gracia.
Excitada después de la muerte del varón de Dios la devoción de los pueblos,
concurriendo muchos que andaban afligidos por diversas enfermedades y dolencias y
permaneciendo allí día y noche, confesaban haber recibido el remedio de la salud. Y así
traían los testimonios de sus curaciones en diversos exvotos de cera representando ojos,
manos, pies y otros miembros, según había sido su enfermedad corporal o la múltiple
salud recuperada, y los suspendían del sepulcro del bienaventurado varón. Ciertamente,
manifestaba con milagros en el mundo la vida gloriosa que poseía en el cielo.
Pareció a muchos que no debían recibirse estos milagros por no incurrir en la nota de
ambiciosos debajo de aquel pretexto.
Descolgaban, pues, y destruían las imágenes ofrecidas, y mientras con una santidad
indiscreta eran celosos de su propia opinión, no tuvieron en cuenta el común provecho de
la Iglesia, oscureciendo la gloria divina. Otros pensaban de distinto modo, pero batidos
por espíritu de pusilanimidad, no se oponían a ello.
Y así permaneció como adormecida y sin ninguna veneración de santidad, casi por
espacio de doce años, la gloria del bienaventurado Padre Santo Domingo.
Estaba, pues, escondido el tesoro sin prestar utilidad y sustraía los beneficios el supremo
Dador de las gracias. La equidad de la justicia exigía que se negasen los favores a
quienes se esforzaban en ocultar las gracias y la gloria de Dios. Porque el grano no
llegará a cuajar en fruto si cuando brota es pisoteado muchas veces .
Brotaba muchas veces la virtud de Domingo; pero la sofocaba la negligencia de sus hijos.
Él, paciente y muy misericordioso, aguardaba con paciencia; pero, no oyéndose voz ni
sentimiento que promoviese el culto debido al varón de Dios Santo Domingo, dio el Señor
ocasión que excitase la desidia de los frailes.
Creciendo en Bolonia el número de los religiosos, fue necesario ampliar casa e iglesia.
Para las nuevas edificaciones se derribaron las antiguas, y el cuerpo del siervo de Dios
quedó expuesto a la intemperie. ¿Quién, capaz de razonar, juzgaría digno que el espejo
de pureza, vaso de castidad, sagrario virginal, órgano del Espíritu Santo, el cuerpo de
aquel que en toda su vida, como declaró en su última confesión delante de doce frailes,
no arrojó del hospicio de su alma al dulce Huésped con culpa mortal, permaneciese así
cubierto en tan humilde sepulcro?. Vueltos, pues, en sí algunos frailes, trataban de
trasladarlo a un lugar más decoroso; pero ni esto querían hacer sin licencia del Romano
Pontífice. Verdaderamente, en muchas cosas se comprueba que la virtud de la humidad
se hace acreedora de la mayor exaltación. Podían ciertamente enterrar por sí a su Padre
los que eran a un tiempo hermanos e hijos; pero, al buscar para esto mayor autoridad,
obtuvieron un bien mejor; pues así esta traslación gloriosa no fue una traslación simple,
sino canónica.
Con todo, pasó algún tiempo mientras los frailes preparaban urna decente y otros fueron
al sumo pontífice Gregorio para solicitar su permiso. Más él, como varón de gran celo y fe,
los reprendió muy duramente por no haber tratado a tan gran Padre con el honor que se
debía. Y añadió: “Conocí a este varón, perfecto imitador de toda Regla apostólica, el cual
no dudo esté asociado en la gloria con los santos apóstoles.” Escribió luego al arzobispo
de Rávena que, por cuanto Su Santidad, embargado por muchos negocios, no podía
asistir personalmente, asistiese él con sus obispos sufragáneos.
Quiso así Dios todopoderoso, con la autoridad del Pastor de la Iglesia universal, poner de
manifiesto las nieblas del descuido; y él mismo abrió su mano desde lo alto y tronó con el
fragor de los milagros, para dar a entender de modo manifiesto que toda aquella corre de
la celestial Jerusalén se regocijaba con inmensa alegría y se congratulaba de que la gloria
de su gran conciudadano fuese revelada a los hombres. Pues los santos, excluido ya el
principio de la envidia y unidos íntimamente al amor divino, quieren extender a todos la
abundancia de su bendición, Alcanzan vista los ciegos, movimiento los cojos, salud los
paralíticos, hablan los mudos, se impera la fuga a los demonios, ceden las fiebres y
quedan desterradas diversas enfermedades y se muestra con claridad a todos la santidad
de Domingo, el elegido de Dios. A Nicolás, inglés, de mucho tiempo paralítico, vimosle
saltar del lecho en esta solemnidad. La enfermedad de un lobanillo incurable cedió al
hacer un voto. Sanan los apostemas y resplandecen clarísimamente otros muchos
milagros, leídos y expuestos en su canonización delante del Sumo Pontífice y los señores
cardenales. Ni es de maravillar que pudiera hacer estas cosas reinando con Dios quien,
vestido de carne mortal, sacó ileso de las llamas el libro de la fe; conoció proféticamente
que la Virgen Madre asistía a un fraile enfermo; contuvo la lluvia con la señal de la cruz;
encendió con su oración una candela en el bosque; libró a un novicio de los ardores con
que le abrasaba el vestido seglar; ahuyentó el demonio con la cruz; anunció a dos la
muerte del cuerpo y a otros dos la del alma; en Roma resucitó a dos muertos; en la hora
de la muerte vio a Cristo que le llamaba; a un discípulo que estaba diciendo misa se le
apareció coronado, y a otro fue mostrado en un trono de gloria que subían en dos escalas
blancas María Santísima y su Hijo. La bula de su canonización que despachó nuestro
señor el papa Gregario testifica otros muchos insignes milagros suyos y los fastigios
gloriosos de su virtuosa vida. Llegó, pues el célebre día de la traslación de este Doctor
eximio: concurre el venerable arzobispo de Rávena y una multitud de obispos y prelados;
afluye la devoción de una muchedumbre incontable de diversas regiones, vienen tropas
armadas de los ciudadanos de Bolonia para evitar que les quiten el santísimo cuerpo. Los
frailes están angustiados, pálidos, y oran tímidos, temiendo, dónde no había que temer ,
que el cuerpo de Santo Domingo, que tanto tiempo había estado expuesto a la
inclemencia de las lluvias y de los calores enterrado en un vulgar sepulcro, como un
cadáver cualquiera, al descubrirse apareciese lleno de gusanos, despidiendo repulsivo
hedor, y así se oscureciese la devoción a tan gran santo. No sabiendo qué hacer, no les
quedó otro consuelo que encomendarse enteramente a Dios.
Llegase la piadosa devoción de los obispos, lléganse otros con los instrumentos idóneos,
levantase la piedra, unida con fuerte argamasa al sepulcro, bajo la cual había una caja de
madera embutida en el mismo suelo como el venerable pontífice Gregorio la había
colocado siendo obispo de Ostia.
Había en la parte superior del arca un pequeño agujero, y apenas se levantó la losa,
comenzó a exhalarse por él un perfume maravilloso, cuya fragancia pasmó a todos los
presentes sin conocer su origen. Mandaron levantar la cubierta de la caja, y al punto
parece haberse abierto una apoteca de ungüentos, un paraíso de aromas, un jardín de
rosas, un campo de azucenas y violetas, una suavidad que superaba la de todas las
flores. Es víctima en otros tiempos Bolonia de un hedor intolerable, debido a los carros
que entran, pero cuando se abre el sepulcro del glorioso Santo Domingo, aquel olor, que
excede la suavidad de todos los perfumes, lo purifica todo. Pásmanse los circunstantes y
estupefactos caen en tierra. De aquí se originan llantos dulcísimos, mézclanse también
los gozos, el temor y la esperanza, y, sintiendo la suavidad del perfume maravilloso,
hacen el alma campo de batalla donde se empeñan en dulcísimos combates.
Sentimos también nosotros la dulcedumbre de esta fragancia, y damos testimonio de lo
que vimos y experimentamos. Porque nunca podíamos saciamos de este dulce olor,
aunque estuvimos mucho tiempo junto al cuerpo del heraldo de la palabra divina, Santo
Domingo. Aquella suavidad alejaba el fastidio, infundía devoción, suscitaba milagros. Si
se tocaba el cuerpo con la mano, con algún cordón o con otra cosa, quedaba impreso el
olor por mucho tiempo. Convenía ciertamente que aquel cuerpo que de modo tan
perspicuo había en vida conservado inmaculada su virginidad por la gracia de Dios, diese
testimonio de ella después de muerto para gloria y honra del Creador; que donde no se
había exhalado hedor de liviandad, emanase ahora suavidad de fragancia, y que quien
viviendo sobre la tierra fue órgano odorífero del Espíritu Santo por su limpieza virginal y la
posesión de todas las virtudes, ahora debajo de la tierra se convirtiese en alabastro de
olorosos ungüentos y que un perfume correspondiese al otro.
¡Oh aroma suavísimo! ¡Olor inefable, cuya suavidad, si hubiese olfateado el antiguo
patriarca Isaac, se alegrara en verdad y dijera: “He aquí el olor de mi hijo como el olor de
un campo al que Dios ha bendecido” . ¿Por ventura no bendijo el Señor a aquel de quien
testifica la palabra divina: “Este recibirá la bendición del Señor y la misericordia?” . ¿O es
que no le bendijo en verdad el Señor cuando le previno con tantas bendiciones, unas de
lo alto por la abundancia de las virtudes celestiales con que resplandeció en vida, otras
del abismo por la fragancia que después de muerto brotó del sepulcro? Por eso su
memoria persevera en bendición.
Era tan fuerte y tan admirable aquel olor, que por su inusitada suave olencia superaba a
todos los aromas y no se parecía a ningún aroma de cosa natural. No sólo estaba
adherido a los huesos, polvos y urna del sagrado cuerpo, sino que se comunicaba a
cualquier cosa que se les juntase, de suerte que llevado el objeto a lejanas regiones,
conservaba largo tiempo el aroma. En las manos de los frailes que tocaron las
sacrosantas reliquias de tal manera se pegó, que por mucho que se lavasen y frotasen
durante muchos días, conservaban las huellas de la fragancia.
Diferentes personas de la ciudad recibieron el beneficio de varias curaciones al contacto
de los polvos sagrados. Tan prudente y suavemente dispuso las cosas la sabiduría del
Redentor, que sirvió para vivificar los cuerpos muertos el cuerpo de aquel cuya lengua
feliz cuando vivía fue medicina saludable de las almas enfermas, y fuese tenida entre los
mortales por digna de toda veneración, debido a aquellos resplandecientes milagros,
aquella carne santísima que por la gloria de la virginidad había sido hermana de los
ángeles. ¿Qué extraño es que guardase virtudes espirituales el polvo de aquel cuerpo en
que el Espíritu de Dios, distribuidor de todas las virtudes, había morado tanto tiempo?.
Fue llevado el cuerpo a un sepulcro de mármol para sepultarlo allí con sus propios
aromas. Salía del santo cuerpo un olor maravilloso que pregonaba a todos de modo
evidente ser olor de Cristo el Santo.
Celebró la misa solemne el arzobispo, y siendo el tercer día de Pentecostés, entonó el
coro el Introito “Recibid el gozo de vuestra gloria, dando gracias a Dios, que os llamó a los
reinos celestiales”, voces que los frailes escucharon en medio de su regocijo como salidas
del cielo. Suenan las trompetas, y los pueblos encienden una multitud innumerable de
antorchas, celébranse decorosas procesiones y en todas partes se bendice el nombre de
Cristo.
Fueron dadas estas letras en la ciudad de Bolonia, a 24 de mayo del año del Señor 1233,
indicción VI, ocupando la Sede romana Gregorio IX y gobernando el Imperio Federico II, a
honra y gloria de Nuestro Señor Jesucristo y de Su siervo fidelísimo el bienaventurado
Domingo.”
CAPITULOLXV
PLEGARIA AL BIENAVENTURADO PADRE DOMINGO
Alcánzame todo esto, ¡oh maestro!, alcánzamelo; ¡que todo sea así, te suplico, caudillo
egregio, Padre Santo, bienaventurado Domingo!. Socórreme, te ruego y a todos los que te
invocan; sé para nosotros verdadero Domingo, esto es, custodio vigilante del rebaño del
Señor. Vela siempre por nosotros y gobierna a los que están encomendados. Corrígenos,
y corregidos, reconcílianos con Dios; y después de este destierro preséntanos gozoso al
Señor y a nuestro salvador Jesucristo, Hijo muy amado y altísimo de Dios, cuyo honor,
alabanza, gloria, gozo inefable y eterna felicidad, con la gloriosa Virgen María y toda la
corte de moradores celestiales, permanece sin fin por los siglos de los siglos.
Así sea.