Escritos Sobre Literatura, 1
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Escritos Sobre Literatura, 1
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Hermann Hesse
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Título original: Schriften zur Literatur - 1
Hermann Hesse, 1970
Traducción: Genoveva Dieterich & Anton Dieterich
Retoque de cubierta: JeSsE
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SOBRE SU PROPIA OBRA
Opiniones y materiales
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Prólogo de un escritor a sus obras escogidas
(1921)
Prólogo
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A título de prueba inicié el primero, tomando las obras de narradores acreditados
como punto de referencia. De los novelistas de la primera y máxima categoría —
inútil decirlo— prescindí; no podía pensar ni en el momento más ambicioso,
compararme con Cervantes, Sterne, Dostoievski, Swift o Balzac. Pero pensé que tenía
que ser posible una comparación humilde, respetuosa con otros, con maestros
venerados, de la siguiente categoría todavía altísima: aunque me sobrepasaban cien
veces, me pareció que podría constatarse alguna relación entre ellos y el que se
esforzaba en seguirles. Y pensé entonces en narradores venerados y queridos como
Dickens, Turgeniev, Keller. Pero tampoco encontré aquí un punto de contacto. Aparte
de que estos maestros también se hallaban demasiado por encima de mí, había aún
algo que hacía imposible encontrar un criterio o una medida de valores.
Siempre que intentaba establecer una comparación entre uno de mis libros y una
de aquellas obras admiradas de los grandes, sentía que mis libros no tenían nada que
ver con aquéllas. Comprendí que trataba de relacionar magnitudes inconmensurables.
Faltaba una medida, faltaba un denominador común. Y a partir de ahí encontré muy
pronto mi verdad, una verdad profundamente humillante, por cierto.
Aparentemente mis novelas podían compararse con las obras de aquellos autores
anteriores. Lo que tenían en común era el título genérico de «novela» o «cuento».
Pero en realidad, según descubrí entonces con profundo enfriamiento y súbita
claridad, en realidad, mis novelas no eran novelas, mis novelas cortas no eran novelas
cortas. Yo no era un narrador, no lo era en absoluto. Y el hecho de que a pesar de todo
hubiese escrito cosas, que tenían todo el aspecto de narraciones, era mi gran culpa y
debilidad. Desde niño había amado y leído mucho a aquellos magníficos maestros de
la narrativa y de ahí había surgido una imitación de la que al principio no fui en
absoluto consciente y más tarde sólo de manera imprecisa. La plena conciencia no la
adquirí hasta aquel momento.
Cierto que no estaba sólo con mi diletantismo y mi imitación. La literatura
alemana moderna de los últimos cien años está llena de novelas que no lo son, y de
autores que pretenden ser narradores sin serlo. Entre ellos hay grandes, magníficos
escritores, cuyas supuestas novelas cortas amo, no obstante, fervorosamente; sólo
necesito nombrar a Eichendorff. Yo me sentía cerca de esos escritores aunque sólo en
lo que se refería a mi debilidad. La narración como poesía encubierta, la novela como
etiqueta prestada para las tentativas de naturalezas poéticas, la expresión del
sentimiento del yo y del mundo, eran un empeño específicamente alemán y
romántico, aquí me sentía afín y culpable. Y a esto se añadía algo más. Poetas como
Eichendorff y otros muchos no hubiesen tenido, según creo, necesidad de introducir
subrepticiamente poesía en el mundo bajo la falsa bandera de la novela; sabían hacer
poesía auténtica, excelente, no encubierta, y gracias a Dios, la hicieron. Pero la poesía
no es solamente construir versos; la poesía es sobre todo hacer música. Y que la prosa
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alemana es un instrumento maravilloso y seductor para hacer música lo supieron
muchos poetas que se entregaron a ese placer exquisito con frenesí. Pero pocos, muy
pocos fueron lo bastante fuertes o sensibles para ver las ventajas que surgían del uso
prestado de la forma narrativa (y entre estas ventajas, la de un público más numeroso)
y para poner en el mundo su música-prosa con tanto orgullo como Hölderlin su
«Hyperion» o Nietzsche su «Zarathustra». Y así yo también había interpretado,
burlador burlado, inconscientemente, el papel de narrador. Que estuviese en
compañía muy numerosa y en parte incluso buena, no me disculpa. De mis
narraciones, de eso no cabía ya la menor duda, ninguna era, como obra de arte, lo
bastante pura para ser citada. ¡Apaga la luz, y vete! Desde ese punto de vista la idea
de aquella selección de mis obras estaba juzgada y rechazada.
Humillado por este descubrimiento, emprendí el segundo camino. Era posible que
mis libros fuesen impuros como obras de arte, que en su intento de compaginar
géneros incompatibles fuesen bárbaros y un fracaso desde el principio, pero
conservaban su valor temporal subjetivo como intentos de expresión de un espíritu
que sentía, sufría y buscaba en nuestro tiempo. Para la «selección» de mis obras
interesaba, por lo tanto, solamente qué obras eran las más auténticas, las menos
mentirosas, en cuáles se expresaba mi sentir de manera más rotunda, en cuáles se
había sacrificado a la imitación de una forma no auténtica, el mínimo de verdad y
expresión.
Comencé de nuevo, y pasaron las semanas mientras volvía a leer a menudo
asombrado y sorprendido, a menudo avergonzado y descontento, casi todas mis
antiguas obras. Algunas las había casi olvidado, pero todas habían permanecido en mi
memoria de manera distinta a como se me aparecían ahora al releerlas. Mucho de lo
que antes, hace años, me parecía bonito o acertado, ahora me resultaba ridículo e
indigno. Y todas aquellas narraciones trataban de mí, reflejaban mi propio camino,
mis sueños y deseos ocultos, mis propias amargas miserias. También los libros, en los
que entonces, con la mejor fe, había creído representar destinos y conflictos ajenos y
externos, cantaban la misma canción, respiraban el mismo aire, interpretaban el
mismo destino: el mío.
Ninguna de aquellas narraciones entraba en consideración para la selección. No
había ahí nada que seleccionar. Obras en las que había estilizado, disfrazado y
mentido (naturalmente de manera inconsciente) con más empeño, me gritaban —a
pesar de que ahora las encontraba feas y malogradas— con más fuerza la verdad, me
ponían sin piedad al descubierto, al leerlas con un ojo más crítico. Y precisamente en
las obras, que con la voluntad más amarga había escrito como testimonio puro,
encontraba ahora rodeos, subterfugios y embellecimientos extraños, y en parte ya
incomprensibles. No, entre aquellos libros no había ninguno que no fuese testimonio
y deseo vivo de expresar mi más profundo ser, pero tampoco había ninguno en el que
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el testimonio fuese completo y puro, en el que la expresión hubiese alcanzado la
liberación.
Si pienso en la suma de esfuerzos, renuncias, sufrimientos y sacrificios que
significó a lo largo de muchos años la realización dé estos libros y la comparo con los
resultados que hoy veo, podría considerar mi vida equivocada y desperdiciada. Sin
embargo, analizadas con rigor, pocas vidas correrán una suerte diferente; ninguna
vida, ninguna obra soporta la comparación con sus exigencias ideales. A nadie
incumbe determinar el valor o la inutilidad de todo su ser y todos sus actos.
Publicar las «obras escogidas» carece ya de sentido. Antes de iniciar este trabajo
me gustaba la idea y en sueños veía ante mí los cuatro o cinco bonitos tomos de mi
antología. Pero de esos tomos solamente ha quedado este prólogo.
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Fragmentos de cartas
Todas mis obras han surgido sin intenciones, sin tendencias. Pero si busco a
posteriori en ellas una idea común, la encuentro evidentemente: desde «Camenzind»
hasta «Der Steppenwolf» («El lobo estepario») y «Josef Knecht» pueden interpretarse
todas como una defensa (a ratos también como un grito de socorro) de la persona, del
individuo. El ser humano singular, único con sus herencias y posibilidades, sus
cualidades e inclinaciones, es un ser frágil y delicado, que puede necesitar un
defensor. Y del mismo modo que todas las grandes fuerzas están en contra suya —el
Estado, la escuela, las Iglesias, las colectividades de todo tipo, los patriotas, los
ortodoxos y católicos de todos los campos, sin olvidar los comunistas o fascistas—,
yo, y mis libros, hemos tenido siempre a todas estas fuerzas en contra y hemos
sufrido sus métodos de lucha, los correctos y los brutales y ruines. He podido
constatar mil veces lo amenazado, indefenso y perseguido que está en el mundo el
individuo, el independiente, y la necesidad que tiene de protección, aliento y amor.
Pero al mismo tiempo he comprendido, a través de mis experiencias, que en todos los
campos y en todas las comunidades, desde las cristianas hasta las comunistas y
fascistas, existen muchos que a pesar de las ventajas y comodidades, no se conforman
con integrarse y sufren bajo la ortodoxia. Y así, se enfrentan al rechazo y a los
ataques masivos de las colectividades miles de preguntas y confesiones más o menos
desconcertadas de individuos a los que mis libros (y naturalmente no sólo los míos)
dan algo de calor, alivio y consuelo. Pero los individuos no siempre se sienten
fortalecidos y animados, sino a menudo seducidos y confundidos, porque están
acostumbrados al lenguaje de las Iglesias y los Estados, al lenguaje de las ortodoxias,
de los catecismos, de los programas, a un lenguaje que no conoce la duda y que no
espera ni tolera otra respuesta que la de la fe y la obediencia. Hay entre mis lectores
muchos jóvenes que tras un breve entusiasmo por «Demian», por «Steppenwolf» o
«Goldmund», desean volver a su catecismo o a su Marx, Lenin o Hitler. Y luego
están aquellos que tras leer esos mismos libros creen que deben sustraerse a todas las
afinidades y ataduras, y al hacerlo se apoyan en mí. Pero confío que habrá también
otros muchos que asimilarán de nuestras obras lo que les permita su naturaleza, que
aceptarán a un autor como yo, como a un defensor del individuo, del alma y de la
conciencia, sin someterse a él como a un catecismo, una ortodoxia, una orden de
marcha, y sin tirar por la borda los altos valores de la comunidad y de la convivencia.
Porque esos lectores comprenden que no me interesa ni romper los órdenes y los
lazos, sin los que es imposible una convivencia humana, ni la exaltación del
individuo, sino una vida, en la que reinen amor, belleza y orden, una convivencia en
la que el hombre no se convierta en un animal de rebaño, sino que pueda conservar la
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dignidad, la belleza y tragedia del carácter único de su vida. No dudo de que a veces
me he equivocado y he cometido errores, que a veces he sido demasiado apasionado
y habré desconcertado y puesto en peligro con mis palabras a algún lector joven. Pero
si Usted contempla las fuerzas que en el mundo actual se oponen a que el individuo
evolucione hacia la personalidad, hacia el ser total, si contempla al ser humano
carente de fantasía, poco sensible, totalmente adaptado, obediente, integrado, que es
el ideal de las grandes colectividades y sobre todo del Estado, no le resultará difícil
tener comprensión y tolerancia con los ademanes combativos del pequeño Don
Quijote contra los molinos de viento. La lucha parece inútil y absurda. A muchos
hace reír. Y sin embargo, hay que luchar, y Don Quijote no tiene menos razón que los
molinos de viento.
(Carta, 1954)
Igualmente me alegra que Usted haya encontrado que, a pesar de todo, ambas
narraciones (a las que al fin y al cabo separan 14 años) congenian bien. Muchos
lectores han opinado lo contrario, y hay también un número considerable que nunca
ha perdonado que el autor del «Camenzind» y del «Knulp» haya degenerado en el
«Demian» y el «Steppenwolf». Y yo mismo tampoco he sentido siempre la unidad de
«Camenzind» y «Demian», de «Verlobung» («Compromiso») y «Klein und Wagner»
(«Klein y Wagner»), y me he rebelado interiormente contra el hecho de que no fuese
posible volver del «Demian» a las inocentes narraciones suabias de mi juventud, y
que hubiese tenido que sacrificar una cierta comodidad y un calor hogareño para
alcanzar las etapas posteriores.
(Carta, 1951)
Dice Usted que ha leído «casi todos mis libros» y, sin embargo, en su carta hace
como si yo hubiese escrito sólo el «Demian», «Steppenwolf» y «Goldmund», libros
en los que el individuo se rebela contra el peso gigantesco del deber, y donde la
naturaleza trata de salvaguardar sus derechos frente al espíritu. Pero también en estos
libros aparece intacto el espíritu, está la exigencia de que el hombre haga lo máximo
de sí mismo o que, al menos, respete ese mundo espiritual. Frente al «Steppenwolf»
se hallan «Traktat» y «Lehre vom Geist und von den Unsterblichen» («La teoría del
espíritu y de los inmortales»), frente a Goldmund, Narciso.
(Carta, 1954)
A lo largo de los siglos han existido mil «ideologías», partidos y programas, mil
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revoluciones, que han transformado el mundo y quizás lo han hecho progresar. Pero
ninguno de sus programas, ninguno de sus dogmas ha sobrevivido a su tiempo. Los
cuadros y las palabras de algunos verdaderos artistas, y también las palabras de
algunos auténticos sabios y de aquellos que aman y se sacrifican, han sobrevivido a
los tiempos y mil veces una palabra de Jesucristo o de un poeta griego ha alcanzado y
despertado a las personas, aún al cabo de los siglos, y les ha abierto los ojos para el
sufrimiento y el milagro de la humanidad. Ser en esta fila de amantes y testigos uno
pequeño, uno entre miles, sería mi deseo y ambición, no que se me considerase
«genial» o algo parecido.
(Carta, 1937)
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Prosa temprana
Las palabras están hechas como de metal y se leen despacio y con dificultad… Sin embargo, el libro es muy
poco literario. En sus mejores pasajes es necesario y singular. Su devoción es auténtica y profunda.
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pero espero que ya con la presentación llame la atención y compense así el nombre
desconocido del autor».
De las pocas críticas que obtuvo mi librito tras su publicación, sólo dos tuvieron
un cierto peso, la una de Wilhelm von Scholz, la otra de Rilke. El éxito comercial fue
realmente escaso, en el primer año se vendieron 53 ejemplares. Algunos años más
tarde, cuando yo ya era conocido por otros libros, la pequeña edición se agotó
rápidamente. Pero mientras tanto había cambiado mi propia actitud con respecto al
libro y propuse al editor que no hiciese una nueva edición, lo que hasta hoy no ha
sucedido.
En cuanto al título de mi primer libro en prosa, su significado estaba claro para
mí, pero no para la mayoría de los lectores. Yo quería aludir al reino en que yo vivía,
al país de ensueño de mis horas y días poéticos que se encontraban misteriosamente
en algún lugar entre el tiempo y el espacio, y en principio debía llamarse «Eine Meile
hinter Mitternacht» («Una milla detrás de medianoche»), pero ese título me recordaba
demasiado las «Drei Meilen hinter Weihnachten» («Tres millas detrás de
Navidades»), del cuento. Así llegué a «Eine Stunde hinter Mitternacht».
Que el libro desapareciese más tarde de la lista de mis libros y permaneciese
durante años oculto, tuvo sus razones biográficas. En los estudios en prosa de «Eine
Stunde hinter Mitternacht» yo había creado un reino ensoñado de artista, una isla de
belleza, su poesía era una huida de las tormentas y los abismos del mundo cotidiano
hacia la noche, el sueño y la hermosa soledad. No le faltaban al libro rasgos
esteticistas. Wilhelm Scholz opinaba en su ensayo que el libro estaba muy
influenciado por Maeterlinck y Stefan George. En lo que se refiere al primero tenía
razón, yo había leído «Le trésor des humbles» y «Tintagiles». De George, por el
contrario, no conocía todavía una línea cuando sé publicó mi libro, sus primeros
versos —los poemas pastorales— no los llegué a conocer hasta unos meses más tarde
en Basilea. Y si en aquellos poemas tempranos de Maeterlinck, a pesar de lo mucho
que entonces me gustaban —un cierto crepúsculo artificial, una forma de introversión
ligeramente enfermiza, enamorada de sí misma—, me inspiraban a veces
desconfianza, pues ese peligro existía precisamente también para mí y mi poesía,
conocí poco después en el incipiente culto a George otra clase, aún más fatal, de
esteticismo: el cultivo de un «pathos» conspirador, de un esoterismo arrogante de
«dique», que rechacé instintivamente desde el principio. Algunas cosas que dice
Hermann Lauscher en la narración «Lulu», escrita pocos meses después de publicarse
«Eine Stunde hinter Mitternacht», informan al respecto. «Lauscher» fue un intento de
conquistarme una parcela de mundo y de realidad, y de escapar de los peligros de una
soledad en parte arrogante, en parte temerosa del mundo. El paso siguiente en este
camino, un paso que destacaba casi excesivamente lo sano, natural e ingenuo, fue
«Peter Camenzind», en el que encontré realmente una especie de liberación, pero que
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debido a su éxito amplio e inesperadamente rápido, me perjudicó enormemente.
Hoy «Eine Stunde hinter Mitternacht» me parece, para el lector interesado en
comprender mi camino, por lo menos igual de importante que «Lauscher» y
«Camenzind». Este libro desaparecido no se ofrece en esta nueva edición a la gran
masa de lectores, para los que su contenido y sus problemas, como cuando se publicó
por primera vez, carecen de interés. Con esta nueva edición limitada, pretendemos
ponerlo al alcance del pequeño círculo de amigos y críticos.
Por deseo de algunos amigos, pero sobre todo, siguiendo la invitación de Wilhelm
Schäfer, va a desenterrarse al difunto Hermann Lauscher y se le va a mandar de
nuevo entre la gente. Así que debo una explicación, al menos bibliográfica.
«Hinterlassene Schriften und Gedichte von Hermann Lauscher» («Escritos y
poemas póstumos de Hermann Lauscher») era el título de una pequeña obra, que
publiqué en Basilea a finales de 1900, y en la que bajo seudónimo hacía el balance de
mis sueños de adolescente, que por entonces habían desembocado en una crisis.
Pensaba meter en un ataúd y enterrar junto con «Lauscher», que yo había inventado y
dejado morir, mis propios sueños, en la medida en que me parecían concluidos. El
librito se publicó en una edición muy pequeña y apenas ha llegado a conocerse más
allá de mi círculo de amigos. Algunos que conocían mis libros posteriores, se
interesaron después por el pequeño escrito y vieron en él una especie de curiosidad
literaria.
Nunca pensé en una nueva edición, hasta que en el último tiempo unos amigos la
reclamaron vivamente, y llegó finalmente la proposición de Wilhelm Schäfer. Como
no veo ninguna razón para negar parte de mi juventud y como, aún hoy, estoy
dispuesto a defender estilísticamente a «Lauscher», cedí.
La cuestión era en qué forma iba a resucitar el pecado de mi juventud. Pensé en
una refundición, pero comprendí inmediatamente que las ideas y los estados de ánimo
de un joven de veinte años no pueden, después de diez años, ser retocados por él
mismo, ya que su único valor relativo es la expresión, el ritmo, el ademán. Y tachar o
mejorar algo me parecía ilícito.
El texto siguió, por lo tanto, siendo el mismo, también donde hoy me resulta
extraño y hasta antipático. En cambio me pareció oportuno redondear el librito,
fragmentario y poco voluminoso. Añadir algo nuevo no hubiese tenido sentido y
hubiese perjudicado al conjunto. Pero poseía aún dos pequeños poemas de aquella
época «Lulu» y «Schlaflose Nächte» («Noches de insomnio»). El primero ha sido
publicado únicamente en una revista suiza, el segundo es inédito. Ambos guardan una
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íntima relación con «Lauscher» y fueron escritos en la misma época que éste. Añadí,
pues, estos dos poemas.
Ahora tengo el libro delante de mí, mirándome con un aire poco feliz:
documentos de una juventud hermosa y entrañable, pero nada fácil. Lo que yo quería
entonces, no lo he conseguido; lo que he conseguido, llegó casi sin querer, y no me
pesa mucho. En cambio, en estos intentos poéticos tempranos escucho ahora
consternado y sorprendido unos tonos y veo abrirse unos caminos que me resultan
otra vez vitales y dignos de ser tomados en serio, e ignoro cómo pudieron serme
extraños durante años y llegar casi a perderse. En estos intentos hay mucho que me
hace dudar de los caminos que he emprendido desde entonces, y que me obliga a
amargas conclusiones.
Pero las conclusiones amargas son mejor que nada y el que ha iniciado una vez la
peligrosa senda de la autoobservación y de las confesiones tiene que soportar las
consecuencias con serenidad, aunque sean inesperadas y penosas.
No me inquieta, que vengan ahora algunos a reprocharme mis pecados de
entonces, como si fueran de hoy, y que otros piensen que hubiese hecho mejor en
trabajar en algo nuevo, en lugar de volver a desenterrar tentativas juveniles. No
saben, ni intuyen, lo penosa que me ha resultado esta nueva edición y no comprenden
que la haya hecho precisamente por eso, y que haya aligerado con ello mi conciencia.
Por lo demás, tanto el «Lauscher» actual como el antiguo, no pretenden ser otra cosa,
que una confesión para mí y mis amigos.
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«Peter Camenzind»
Recuerdo el «Camenzind» lejanamente como algo frío; papel lleno de color otoñal y sobriedad.
Bertolt Brecht
Fue para mí una gran alegría que Usted acogiese con tanta simpatía mi mezcla un
poco agria de muchacho campesino y poeta. La única alegría profunda y el único
enriquecimiento que puede obtener un autor de una publicación, son precisamente
esas tres o cuatro cartas de amigos comprensivos…
Usted ha estudiado el carácter peculiar de Peter Camenzind con claridad y
sutileza extraordinarias. Me reprochan que mi descripción de las impresiones de la
infancia de Peter sea tan poco infantil, y me alegra que Usted no lo haya dicho
también. Pues el relato de estas impresiones está escrito por Peter, hombre ya adulto y
hecho. Para todos nosotros la infancia no es lo que quizás fue en realidad, sino lo que
entendemos por tal como adultos, una imagen del recuerdo mezclada con
revelaciones posteriores y nostalgia.
Y poco importa lo que sea de Peter al final. No se trataba de hacer que llegase a
ser algo, sino de desarrollar hasta donde él pudiese sus aptitudes personales en el
fuego de la vida.
Pero basta ya de hablar de él. Ahora queda en manos de la crítica oficial que ya lo
analizará y desplumará. Para mí el éxito del libro significa mucho. Espero que,
aunque no tenga éxito comercial, eleve un poco mi nombre y mi crédito literario, para
que mi existencia gane solidez e impulso.
(Carta, 1904)
Ustedes, jóvenes compañeros, han encontrado entre los temas que les presenta
esta vez el programa de la «agrégation», el tema «H. Hesse, le romancier, en
particulier: Peter Camenzind». Esto les llevará a muchos a leer por primera vez
«Peter Camenzind» y a pensar sobre él.
Constatarán que es sobre todo una obra temprana, de juventud, mi primera
novela, escrita en Basilea en los primeros años de este siglo y publicada en 1903 por
vez primera. Procede por lo tanto de un tiempo ya legendario, anterior a las grandes
guerras y a los cambios profundos de la época, de la atmósfera de paz y
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despreocupación, de la que tal vez hayan oído hablar a sus padres o abuelos. Sin
embargo, no respira contento ni satisfacción, porque es la obra y el testimonio de un
joven, y el contento y la satisfacción no son rasgos de la juventud.
El descontento y la nostalgia de Peter Camenzind no se refieren a las
circunstancias políticas sino, en parte, a su propia persona, de la que exige más de lo
que probablemente podrá dar, y en parte a la sociedad, a la que critica de manera
juvenil. El mundo y la humanidad, a los que todavía ha tenido poca ocasión de
conocer, le resultan demasiado hartos, demasiado autosatisfechos, demasiado
escurridizos y normalizados; él quisiera vivir con más libertad, con más nobleza, con
mayor intensidad y belleza, que ese mundo al que desde el principio se siente
opuesto, sin darse cuenta de lo mucho que le seduce y atrae.
Como es poeta, se vuelve, en su deseo irrealizado e irrealizable, hacia la
naturaleza, la ama con la pasión y devoción del artista, encuentra temporalmente en
ella, en su entrega al paisaje, a la atmósfera y a las estaciones, un refugio, un lugar de
veneración, meditación y exaltación.
En este sentido, como Ustedes saben, es un típico hijo de su época, la época
alrededor de 1900, la época de los «Wandervögel» y de los movimientos juveniles.
Trata de alejarse del mundo y la sociedad y volver a la naturaleza, repite a pequeña
escala la rebelión, entre valiente y sentimental, de Rousseau, y por ese camino se
convierte en poeta.
Sin embargo, y éste es el rasgo que caracteriza este libro juvenil, Peter no
pertenece a los «Wandervögel» y a las asociaciones juveniles, al contrario, en
ninguna parte se integraría peor que en esos grupos tan convencionales e ingenuos
como arrogantes y ruidosos, que tocan la guitarra en torno a los fuegos de
campamento o se pasan las noches discutiendo. Su meta, su ideal no es ser hermano
en un grupo, cómplice en una conjura, voz en un coro. En lugar de comunidad,
camaradería e integración, busca lo contrario; no quiere recorrer el camino de
muchos, sino seguir obstinado su propio camino, no quiere marchar con los demás y
adaptarse, sino reflejar y vivir en su propia alma la naturaleza y el mundo en nuevas
imágenes. No está hecho para la vida en colectividad, es un rey solitario en un reino
de sueños, que él mismo ha creado.
Creo que tenemos aquí la idea dominante que está presente en toda mi obra. Es
verdad que no me he quedado en la peculiar actitud de ermitaño de Camenzind; en el
curso de mi evolución no he eludido los problemas actuales y nunca he vivido, como
creen mis críticos políticos, en una torre de marfil —pero mi primer y más acuciante
problema no fue nunca el Estado, la Sociedad o la Iglesia, sino el ser humano, la
persona, el individuo único sin normalizar—. En este sentido se puede tomar
perfectamente el «Camenzind», por insignificante que pueda ser, como punto de
partida para un estudio y un análisis de toda mi vida.
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Muchas cosas de este librito les resultarán curiosas, anticuadas y extravagantes.
Peter Camenzind simplifica a menudo demasiado cuando piensa y formula, tiende a
sobrevalorar demasiado lo natural y lo primitivo, lo ingenuo y lo intuitivo, frente al
mundo del intelecto y la cultura.
Con una sonrisa le sorprenderán a veces haciendo alardes y fantaseando como en
la historia inventada de su estancia en París.
No tengan miramientos con mi Peter, analícenlo bien con los medios de su
ciencia. Mientras tanto se ha hecho viejo y ha perdido en su largo camino ya parte de
su susceptibilidad y de sus manías.
(Carta, 1951)
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«Bajo las ruedas»
Sobre la novela «Bajo las ruedas» H. H. escribió en 1953 en su carta circular «Begegnungen mit
Vergangenem» («Encuentro con el pasado»), volumen 10, página 352/353. El volumen del legado de H. H.:
«Kindheit und Jugend vor Neunzehnhundert, Hermann Hesse in Briefen und Lebenszeugnissen 1877/1895»
(«Infancia y adolescencia antes de mil novecientos, Hermann Hesse en cartas y testimonios de su vida
1877/1895») puede leerse como acompañamiento biográfico de «Bajo las ruedas».
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«Rosshalde»
Pensaba encontrar una especie de «pastiche» refinado. Pero no fue así. El libro
me gustó y salió airoso de la prueba; sólo hay algunas frases que hoy tacharía o
cambiaría y, en cambio, hay muchas cosas que hoy ya no sería capaz de escribir. Con
este libro alcancé el máximo nivel de oficio y técnica del que era capaz y, en este
sentido, no he progresado más. A pesar de todo, fue positivo que la guerra me sacase
violentamente de esa evolución y que, en lugar de dejar que me convirtiese en un
maestro de buenas formas, me introdujese en una problemática ante la cual no podía
mantenerse la pura estética.
(Carta, 1942)
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«Knulp»
Los hermosos volúmenes de novelas cortas de aquellos años de transición, sin duda, pertenecen a la prosa
narrativa más pura, y el «Knulp», este fruto tardío solitario de un mundo romántico, me parece una estampa
indeleble de la pequeña Alemania, un cuadro de Spitzweg y al mismo tiempo música pura, como una canción
popular.
Stefan Zweig
El escritor describe lo que le atrae, y personajes como Knulp son muy atractivos
para mí. No son «útiles» pero hacen muy poco daño, mucho menos que algunos
útiles, y juzgarlos no es asunto mío.
Más bien creo que si seres con talento y sensibilidad como Knulp no encuentran
un sitio en el mundo que les rodea, éste es tan culpable como el propio Knulp.
(Carta, 1935)
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«Demian»
Siendo «alemán», no es provinciano. Inolvidable el efecto electrizante que tuvo inmediatamente después de la
Primera Guerra Mundial el «Demian» de aquel misterioso Sinclair, una obra que con impresionante precisión dio
en el nervio de la época y arrastró a un entusiasmo agradecido a toda una juventud, que creía que de sus filas
había surgido un portavoz de su sentir más profundo (y era un hombre de ya 42 años el que le daba lo que
necesitaba).
Thomas Mann
«Demian[3]»
(1919)
De todas partes me piden que explique por qué no publiqué el «Demian» con mi
propio nombre, y por qué elegí precisamente el seudónimo Sinclair.
Como algunos periodistas han averiguado mi paternidad literaria y han
destruido mi pequeño secreto, confieso ser el autor de la obra. Pero no puedo ni
satisfacer ni aceptar los deseos de revelación y explicación sicológica sobre el origen
del «Demian» y las razones de su seudonimidad. La crítica tiene el derecho de
analizar al escritor hasta donde pueda, también tiene el derecho de tildar de tontería
y llevar a la luz de la discusión pública lo que para el escritor es importante y
sagrado. Pero ahí se agotan sus derechos. Sobre los secretos, hasta los que no llega
la crítica, el poeta sigue teniendo su propio derecho, que sólo él conoce, su pequeño
y bien guardado secreto.
Como desgraciadamente se ha roto el velo, he devuelto el premio Fontane, que
fue concedido al «Demian» y he pedido a mi editor que ponga mi nombre de autor en
las futuras ediciones del libro. Considero satisfechas así mis obligaciones. Y para la
próxima vez, ya sé, después de esta experiencia, un buen camino, completamente
seguro, para quedar en la sombra, si volviese a tener en la vida un secreto sagrado.
Pero no se lo revelaré a nadie.
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signo de «Sinclair» se halla para mí, aún hoy, aquella época candente, la agonía de un
mundo hermoso e irrecuperable, el despertar, en un principio doloroso, después
aceptado plenamente, a una nueva comprensión del mundo y de la realidad, el
descubrimiento súbito de la unidad bajo el signo de la polaridad, de la coincidencia
de los antagonismos, tal como los maestros del ZEN la trataron de traducir a fórmulas
mágicas hace miles de años en China.
Si no fuésemos algo más que seres únicos, sería fácil hacernos desaparecer del
mundo con una bala de escopeta y no tendría ya sentido contar historias. Pero cada
hombre no es solamente él; también es el punto único y especial, en cualquier caso
importante y curioso, donde, una vez y nunca más, se cruzan los fenómenos del
mundo de una manera singular. Por eso la historia de cada hombre es importante,
eterna, divina, por eso cada persona, mientras vive y cumple la voluntad de la
naturaleza, es maravillosa y digna de toda atención. En cada uno se ha encarnado el
espíritu, en cada uno sufre la criatura, en cada uno es crucificado un salvador.
Pocos saben hoy qué es el hombre. Muchos lo intuyen y por eso mueren más
tranquilos, como yo moriré cuando haya terminado de escribir esta historia.
Mi historia no es agradable, no es dulce y armoniosa como las historias
inventadas, sabe a disparate y confusión, a locura y sueño, como la vida de todos los
hombres que ya no quieren seguir engañándose a sí mismos.
La vida de cada hombre es un camino hacia sí mismo, el intento de un camino, el
esbozo de un sendero. Podemos entendernos los unos a los otros; pero sólo nosotros
nos podemos interpretar.
De la infancia:
A veces sabía que mi meta en la vida era ser como mis padres, tan claro y puro,
tan superior y ordenado; pero el camino era largo, y para llegar a la meta había que
pasar por el colegio y estudiar, sufrir pruebas y exámenes; y el camino iba siempre
bordeando el otro mundo más oscuro, a veces lo atravesaba y no era del todo
imposible quedarse y hundirse en él. Había historias de hijos perdidos a los que había
sucedido eso, y yo las leía con verdadera pasión. El retorno al hogar paterno y al bien
era siempre liberador y grandioso, y yo sentía que aquello era lo único bueno y
deseable; pero la parte de la historia que se desarrollaba entre los malos y perdidos
siempre resultaba más atractiva y, si se hubiera podido decir o confesar, daba casi
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pena que el hijo pródigo se arrepintiese y volviera. Pero aquello no se decía, ni se
pensaba; existía de alguna manera como presentimiento y posibilidad en el fondo del
corazón.
La historia del estigma de Caín: el estigma fue lo que existió en un principio, y en
él se basó la historia. Hubo un hombre con algo en el rostro que daba miedo a los
demás. Nadie se atrevía a tocarle; él y sus hijos impresionaban. Quizás no se trataba
de una auténtica señal sobre la frente, de algo como un matasellos de correos, las
cosas no suelen ser tan burdas en la vida. Probablemente fuera algo apenas
perceptible, inquietante: un poco más de inteligencia y audacia en la mirada, a las que
la gente no estaba acostumbrada. Aquel hombre tenía poder, aquel hombre inspiraba
temor. Llevaba una «señal». Ésta no se explicaba como lo que era, es decir como una
distinción, sino como todo lo contrario. La gente dijo que aquellos tipos con la
«señal» eran siniestros; y la verdad, lo eran. Los hombres con valor y carácter
siempre resultan siniestros a los demás.
Cuando los trabajadores asesinan a los fabricantes o los rusos y los alemanes
disparan los unos contra los otros, sólo se intercambian los años. Pero no será en
vano. Pondrá de manifiesto la futilidad de los ideales actuales, provocará una
liquidación de dioses arcaicos. Este mundo, así como es ahora, quiere morir, quiere
perecer, y perecerá.
Lo que vendrá después es inimaginable. El alma de Europa es un animal que ha
estado muchísimo tiempo encadenado. Cuando esté libre, sus primeros impulsos no
serán muy agradables. Pero los caminos y rodeos carecen de importancia, si a cambio
sale a la luz la verdadera miseria del alma, que desde hace tanto tiempo es ocultada y
aturdida una y otra vez con mentiras. Entonces será nuestro día, nos necesitarán no
como jefes, sino como voluntarios, como seres que están dispuestos a estar donde les
llama el destino. Mira, todas las personas están dispuestas a realizar lo increíble
cuando sus ideales están amenazados. Pero ninguno está dispuesto cuando llama un
nuevo ideal, un nuevo impulso de crecimiento, quizás peligroso e inquietante.
En la profundidad estaba gestándose algo. Algo así como una nueva humanidad.
Yo vi a muchos, y alguno murió en el frente a mi lado, que de manera intuitiva
descubrieron que el odio y la ira, el asesinato y la destrucción, no estaban ligados a
las cosas. No, las cosas y las metas eran completamente casuales. Los sentimientos
primarios, también los más salvajes, no estaban dirigidos contra el enemigo, su obra
sangrienta era solamente un reflejo del interior, del alma dividida, que quería
desatarse y matar y morir para volver a nacer.
Lo que en algunas ocasiones he dicho sobre el cristianismo, no aspira a la
exactitud objetiva absoluta; ésta sólo existe dentro de la ortodoxia y en ella no he
estado nunca. No recuerdo exactamente lo que dije sobre este tema en el «Demian»,
hace más de 35 años que lo escribí. Respeto todas las religiones, pero no la pretensión
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de validez única de los ortodoxos.
El nombre «Demian» no fue inventado ni elegido por mí, lo conocí en un sueño y
me gustó tanto que lo puse como título de mi libro. Más tarde cuando éste ya había
sido publicado, me enteré de que existe también como apellido, también en la forma
italiana Demiani.
Aún otra cosa: claro que el muchacho Kromer vive también lo que pugna por salir
de él. Lo hace a un nivel inferior y si no consigue elevarse, terminará como director
de banco o presidiario. Al menos sus humillaciones y sus infamias dan ocasión al
atormentado Sinclair para evoluciones valiosas.
Su última pregunta la considero fútil. Se puede preguntar por todo lo que figura
en un libro y que a uno le parece importante, pero no por lo que no está escrito en él.
Sino no se acabaría nunca. A mí me pareció muy importante lo que sucedía entre
Demian y Sinclair. No veo lo que podría haber sucedido de provechoso entre Demian
y Kromer.
(Carta, 1955)
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«Zarathustras Wiederkehr»
(«El regreso de Zarathustra»)
«Klingsors letzter Sommer»
(«El último verano de Klingsor»)
Estoy leyendo «Klingsors letzter Sommer» de H. Hesse. Esta novela corta es muy bonita, tiene algo de
Edschmid, pero es mucho mejor. Hay un personaje que al final sólo bebe vino y se arruina y que contempla las
estaciones del año y deja que salga la luna, ¡ésa es su ocupación!
Bertolt Brecht
«Klingsors letzter Sommer», obra que considero conscientemente una de las más importantes de la nueva
prosa.
Stefan Zweig
De un diario
(1920)
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paralización, siento crecer dentro de mí una raíz oculta que se llama fe: fe en
«Siddhartha» sobre todo, al que durante algunos meses había considerado perdido,
pero también fe en mí y en la vida. A menudo parece enfermiza y absurda tanta
meditación, esa interminable espera, ese afán de educarse y estar dispuesto, ese
cúmulo de imágenes que uno no puede pintar. Pero sí tiene sentido. He pasado por
cosas más graves y estúpidas que esto, y en general los períodos graves y estúpidos
me han sentado mejor que los sensatos y aparentemente fecundos. Tengo que tener
paciencia, no sensatez. Tengo que profundizar las raíces, no sacudir las ramas.
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escrito firmado con mi nombre no sería leído por el sector más vivo de la juventud,
me pareció seguro. Ésa fue la razón para quedar en el anonimato.
Y ahora la segunda pregunta: ¿por qué me apoyé en Nietzsche, por qué imité el
tono de «Zarathustra»?
Creo que mi escrito recordará el «Zarathustra» a un lector con un sentido del
idioma sutil, pero pienso que éste descubrirá también inmediatamente que no
pretende en absoluto una imitación del estilo. Mi escrito recuerda, evoca, pero no
imita. Un imitador del «Zarathustra» habría utilizado una serie de rasgos estilísticos
que yo omití por completo.
Además tengo que reconocer que hace casi diez años que no he tenido el
«Zarathustra» de Nietzsche en las manos.
No; el título y el estilo de mi pequeño escrito no surgieron por la necesidad de
una máscara o por el deseo de hacer un experimento estilístico. Por otro lado el que
rechace el espíritu de este escrito, debe intuir —eso creo— la gran presión bajo la que
fue escrito. Fui percibiendo las reminiscencias de Nietzsche y la evocación del
espíritu de su «Zarathustra» en el mismo acto de escribir, casi inconsciente y
completamente explosivo. Pero desde hacía ya meses, incluso desde hacía ya años, se
había formado en mí otra opinión sobre Nietzsche. No sobre su pensamiento, sobre su
obra. Pero sí sobre Nietzsche, la persona, el hombre. Desde el penoso fracaso de
nuestra intelectualidad alemana durante la guerra, me parecía más y más el último
representante solitario de un espíritu alemán, de una valentía, de una virilidad
alemanas que parecían haberse extinguido precisamente entre los intelectuales de
nuestro pueblo. ¿Acaso no le había enseñado su aislamiento entre colegas llenos de
irresponsable ambición, la seriedad de su «misión»? ¿Acaso su indignación ante el
espantoso declive cultural de Alemania durante la época guillermina no le había
convertido finalmente en un antialemán? ¿Y acaso no fue Nietzsche el enconado
despreciador del delirio imperial alemán, el último sacerdote ferviente de un espíritu
alemán aparentemente moribundo? ¿No fue él, el inoportuno y aislado, el que habló a
la juventud alemana con más fuerza que nadie?
Aunque no le comprendiesen y le interpretasen mal. ¿No sentían todos que su
amor hacia Nietzsche, su primer entusiasmo por el autor del «Zarathustra» era lo más
valioso y sagrado que podía experimentar su juventud? ¿Dónde está el poeta alemán,
el sabio alemán, el dirigente intelectual alemán que desde 1870 haya contado con la
confianza de la juventud como Nietzsche, que haya exhortado a lo más sagrado y
espiritual? No existe ninguno.
A este espíritu, cuyo último profeta me parece ser Nietzsche, quería y tenía yo
que apelar. Si existía aún una Alemania espiritual, podía agruparse bajo este signo. Y
desde las entusiastas, sagradas noches de lectura de mi época de adolescente, me
llegaba la voz, mientras escribía mi llamada a la juventud. No surgió de la reflexión,
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ni del experimento. Surgió sola sin que yo la llamase.
Ante los ataques sufridos no considero necesaria una justificación de mi escrito,
ni una polémica con interpretaciones erróneas. Sobre mi escrito de «Zarathustra»
figuran como lema unas palabras de Nietzsche. Si mi escrito consigue que, en el caos
actual de Alemania, mil o cien jóvenes hagan suyas con toda su alma estas palabras
de Nietzsche, he conseguido todo lo que jamás podría esperar de él.
Usted mismo ha notado que también como literato he cambiado y mudado de piel
en los últimos años. No sé todavía hasta qué extremo me inclinaré hacia el lado de los
expresionistas, pero en todo caso, he cambiado de rumbo desde la guerra,
aproximadamente desde 1915. Escribí de manera anónima el «Zarathustra» para no
espantar a la juventud con el nombre conocido de un viejo pariente. He escrito el
«Demian» (en 1917) con seudónimo, pero sobre esto deberá guardar todavía secreto
absoluto. Uno y otro, así como mis últimos cuentos, han sido tentativas de una
liberación que ya considero próxima.
(Carta, 1919)
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nosotros se nos habían arrebatado precisamente los años más importantes, más
decisivos y que ahora era demasiado tarde para volver a empezar y competir con los
más jóvenes, que tampoco eran de envidiar, pero que al menos, tenían la ventaja de
haber despertado a la vida en un mundo duro y realista, ni sentimental ni idealista,
mientras que nosotros, los viejos, proveníamos de épocas y conocíamos imágenes del
mundo, que habían sido para nosotros los máximos valores y que ahora eran
curiosidades del pasado, un poco ridículas. Los períodos de tiempo se habían vuelto
extraordinariamente cortos; los más jóvenes ya no contaban por generaciones o
siquiera lustros, sino por quintas, y los de 1903 se sentían separados de los de 1904
por un gran abismo. Ahora todo era cuestionable y eso resultaba inquietante y a
menudo angustioso. Pero en un mundo tan problemático parecía, en los buenos
momentos, que todo era posible y eso abría horizontes amplios. A mí, por ejemplo, al
escritor degradado y ultrajado, que volvía ahora a la vida privada, me parecía a ratos,
que las cosas más inverosímiles eran posibles, como por ejemplo que el mundo
regresase a la razón y a la fraternidad, que se produjese un redescubrimiento del
alma, una nueva aceptación de la belleza, una nueva llamada de los dioses, en los que
habíamos creído hasta el derrumbamiento de nuestro mundo pasado. En todo caso, yo
no veía otro camino, que volver a la literatura, la necesitase o no el mundo. Si pude
levantarme una vez más y dar un sentido a mi existencia después de las conmociones
y pérdidas de los años de guerra, que habían arruinado casi por completo mi vida,
sólo fue posible gracias a una toma de conciencia y a un giro radicales, gracias a la
despedida del pasado y al intento de enfrentarme al Ángel.
Cuando por fin, en la primavera de 1919, el servicio de asistencia para prisioneros
de guerra, donde yo estaba destinado, me licenció, la libertad me encontró solo en
una casa vacía y abandonada, sin luz y calefacción desde hacia un año. De mi antigua
existencia quedaba muy poco, así que la di por concluida, recogí mis libros, mi ropa y
mi mesa de escribir, cerré la casa desolada y busqué un lugar donde comenzar de
nuevo, solo y en completo silencio. El lugar que encontré, y en el que todavía sigo
viviendo desde hace muchos años, se llamaba Montagnola, un pueblo en el Tesino.
Tres circunstancias coincidieron para convertir aquel verano en una experiencia
extraordinaria y única: la fecha 1919, mi vuelta de la guerra a la vida, del yugo a la
libertad —fue lo más importante[4]—; pero además la atmósfera, el clima y el idioma
meridionales, y como regalo del cielo, un verano, como he vivido muy pocos, de una
fuerza y un calor, de una fascinación y un fulgor, que me exaltaba y penetraba como
vino fuerte.
Ése fue el verano de Klingsor. En los días calurosos recorría los pueblos y los
bosques de castaños; sentado en una silla plegable trataba de retener con acuarelas
algo de la magia fluctuante; en las noches cálidas, me quedaba hasta altas horas en el
palacete de Klingsor con las puertas y las ventanas abiertas y algo más experto y
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prudente que con el pincel, trataba de cantar con palabras la canción de aquel verano
insólito. Así surgió la historia del pintor Klingsor.
Cuando se pase el jaleo pasajero se considerará «Klingsor» junto a «Demian» mi
mejor libro.
(Tarjeta postal, 1920)
De una reseña[5]
(1921)
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«Siddhartha»
Este libro extraordinario es, por el gran mensaje que encierra, mi libro favorito.
Henry Miller
Tras las sombrías melancolías, los purpúreos desgarramientos del libro «Klingsor», la inquietud logra una
especie de descanso: parece haberse alcanzado una etapa desde la que se ofrece una visión lejana del mundo.
Pero se presiente que todavía no es la última.
Stefan Zweig
De un diario
(1920)
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humildad y que ahora la descubre como obstáculo en su camino hacia el Bien
supremo. Cuando acabé con «Siddhartha», el paciente y asceta, con «Siddhartha», el
luchador y sufriente, y quise escribir sobre Siddhartha el vencedor, el afirmador, el
dominador, no pude. Sin embargo, un día volveré a él, el día de días, tarde o
temprano, y será por fin un vencedor.
Creo que tiene Usted toda la razón en sus objeciones contra la evolución de
«Siddhartha», si ve en mi historia algo paradigmático y pedagógico, una especie de
guía de la sabiduría y la vida ejemplar. Pero ésa no es mi historia. Si hubiese querido
describir a un Siddhartha que alcanza el nirvana o la perfección, hubiese tenido que
imaginarme algo que sólo conozco a través de los libros o de mis intuiciones, pero no
por mi propia experiencia. Pero no quería ni podía; yo sólo pretendía describir en mi
leyenda india las evoluciones y situaciones que conocía y había vivido realmente. No
soy ni un líder, ni un maestro, sino un ser que da testimonio, que se afana y busca,
que no tiene otra cosa que dar, que el testimonio más auténtico de lo que ha sucedido
y ha adquirido importancia para él en su vida.
Cuando escribí «Siddhartha», en una época seria e intensa de mi vida, mi
profundo deseo era que el pequeño libro fuese leído y juzgado también en la India.
Han pasado treinta años antes de que se cumpliese mi deseo[6].
(Carta, 1953)
Esta historia fue escrita hace casi cuarenta años. Es el testimonio de un hombre de
origen y educación cristianos que abandonó pronto la Iglesia y se esforzó mucho en
comprender otras religiones, especialmente las formas de fe indias y chinas. Yo traté
de averiguar la relación que existe entre todas las religiones y todas las formas de fe
humanas, lo que está por encima de todas las diferencias nacionales, lo que puede ser
creído y venerado por cada raza y cada individuo.
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«Kurgast»
(«Forastero»)
«Nürnberger Reise»
(«Viaje a Nuremberg»)
(Epílogo 1946[7])
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«Der Steppenwolf»
(«El lobo estepario»)
¿Es preciso decir que «Der Steppenwolf» es una novela que en cuanto a audacia experimental puede
igualarse al «Ulysses» y los «Faux Monnayeurs»?
Thomas Mann
Hemos aullado con los lobos, que deberíamos haber despedazado. Nos hubiese ido mejor a todos, si
hubiésemos aullado con el Lobo estepario.
Rudolf Hagelstange
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Yo desde luego no quiero ni puedo prescribir a los lectores cómo deben entender
mi historia. Que cada uno haga con ella lo que le parezca conveniente y le resulte útil.
Pero me gustaría, que muchos se diesen cuenta de que la historia del «Steppenwolf»
relata una enfermedad y una crisis, pero no una enfermedad que conduce a la muerte,
no un desastre, sino lo contrario: una curación.
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De la «Neue Rundschau»
(1926)
«Der Steppenwolf»
Fragmento de un diario en versos
DESALIENTO
VELADA MALOGRADA
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Y como un maleducado me fui corriendo después de la cena,
Dijeron que lo sentían,
Pero se veía que era mentira.
Me fui triste de allí,
A comprar en algún sitio una muchachita
Que no tocase el piano y no se interesase por el arte,
Pero no encontré ninguna y empecé a beber de nuevo
Aunque hacía un rato había presumido
De que lo iba a dejar para siempre.
Decidme ¿estáis todos tan terriblemente solos,
O soy el único que tiene que estar
Tan solo, furioso y triste en este hermoso mundo?
¿Por qué os invitáis los unos a los otros?
¿Por qué colgáis esas bobadas en vuestras paredes?
¿Por qué no ponéis un fin rápido y digno
A esta vida de perros
Que a nadie puede satisfacer,
En lugar de tocar el piano y hablar de Thomas Mann?
No puedo comprenderlo,
Tanto coñac no es sano,
Se arruina uno la salud,
Pero ¿no es más noble sucumbir?
NOCHE ALEGRE
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Floreciente todavía el perfume de Gisela en todos los sentidos,
Canturreo el «Shimmy», pienso en Emmy, y no me importaría
Volver a empezar esa noche.
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Querida, no debes reñirme ni reírte,
La milanesa parecía un sueño,
Sus ojos y su boca tienen un trazo tan claro,
Durante dos horas estuve enamorado de ella,
Y no le pedí más
De lo que cada mujer entrega voluntariamente a cualquier hombre.
Ahora vuelvo la mirada a la noche de fiesta,
Que me trajo algo así como felicidad,
Y sueño con tu pelo negro,
¡Alma querida, si estuvieses aquí!
Mi deseo sólo está dirigido a ti,
Nunca iré a Milán,
Aunque lo prometí sin pensarlo mucho,
La mañana del domingo se asoma a mi habitación,
Sólo he dormido un instante y en sueños vi
Fundirse a la milanesa contigo.
Mujer y serpiente debajo del árbol de la vida,
Abrazándome con la fuerza y el ardor
Que sentía antaño en mis sueños de juventud,
Que ninguna realidad desilusiona ni enfría.
El paraíso estaba en llamas
Y vosotras dos apretabais mi corazón
Con tan dulce y mortal amor
Que me consumí en el dolor de un placer frenético.
¿Dónde fue a parar?
Estoy tumbado, desde hace horas esperando el sueño,
Cansado, cansado, pero un poco contento todavía.
Lo sé, no seguirá así mucho tiempo.
CADA NOCHE
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Deseo el fin de este tormento,
En almohadas deshechas hundo
Mis mejillas ardientes, mis manos húmedas,
Dejo correr el whisky por la garganta,
Y en los abismos perdidos
Llora el alma ahogada.
De algún lugar infernal
Viene despacio la mañana,
Y el día con terribles
Ojos se queda mirando mis pecados.
LOBO ESTEPARIO
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Hasta con un conejo me contentaría,
Dulce sabe su carne caliente en la noche,
¿Es que se ha alejado de mí
Todo lo que alegra un poco la vida?
En mi rabo el pelo ya está gris,
Tampoco puedo ver ya claramente,
Ya hace años murió mi querida esposa.
Y ahora camino y sueño con ciervos,
Camino y sueño con conejos,
Oigo al viento soplar en la noche de invierno,
Refresco mi garganta ardiente con la nieve,
Llevo al diablo mi pobre alma.
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En alguna parte donde corra el vino y el coñac.
ANTE EL ESPEJO
FIEBRE
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Mañana por la mañana me daré un baño caliente
De unos sesenta grados,
Pero si ya no tengo remedio,
Tendré que morirme,
Pero antes quisiera escribir,
Lo que aún creo que tengo que decir,
Y no me importa si alegra o interesa todavía
A mis amigos o enemigos.
A mi amada le beso
Los ojos, la boca, el cuello, las rodillas, los pies,
La he querido más de lo que ella imagina
Y me hizo sufrir más
De lo que jamás había sufrido en este mundo.
Sus bellos dedos, su pie, su grácil andar
Merecen devoción, gratitud y elogio.
Amigos míos, queridos compañeros,
Estáis invitados a una copa de despedida,
Os invito a una ronda de cien botellas de vino de Borgoña.
Hablad de mí como queráis,
¡Pero hacedlo con vino, con la risa en los labios!
Os doy las gracias en esta hora de angustia;
De todo lo que me dieron los seres humanos,
Lo mejor fue vuestra amistad,
Una y otra vez perseguí el amor,
Una y otra vez leí agradecido en vuestros ojos,
Que para mí también florece la flor de la vida,
Que para mí también arde la llamita del amor.
¡Ay, vientos, montañas, mundo multicolor de imágenes,
Dejad que os abrace y estreche una vez más,
Lagos azules, nubes espumosas que me fascinaron
Y alegraron tantos días de verano!
¡También de ti me despido y te doy las gracias,
Dulce música, juego divino,
Bosque de tonos, arabescos de melodías!
¡A ninguna otra diosa debo
Tantas alegrías reconfortantes, dolorosas, profundas!
Pero más que todas vosotras, queridas espumas,
La oscura hermana silenciosa,
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Es más entrañable para mí que el amor, más querida
que todos los sueños,
Sé bienvenida muerte, deseada profundamente.
Corro hacia ti, a través del dolor y la fiebre;
Mi corazón te desea hace tiempo
Ante ti me consumo en amor risueño:
¡Tómame! ¡Apágame! He vivido bastante.
LIBERTINO
PRESAGIOS
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A veces siento haber comenzado
Esta vida de lobo estepario demasiado tarde.
Si me hubiese dedicado a ella más joven,
Hubiese sido una fuente de muchos placeres.
A veces presiento detrás de toda esta confusión,
Detrás de las máscaras que aún tienen que caer,
Un placer de libertad sin límites,
El saludo lejano de un futuro refrescante:
Me veo atravesar con una risa la pared
Que me separa del espacio estrellado,
Y pasar a donde están los grandes
Pecadores, cuyos hechos no nombra ya ninguna palabra,
Me veo clavado por el pueblo a la cruz,
Coronado de espinas sobresalir entre la masa desconocida,
Veo acercarse el sol y las estrellas,
Me siento transportado al espacio.
Pero esos espacios estrellados helados,
Esos escalofríos del infinito,
¡Son por desgracia sólo sueños queridos!
Nunca me he liberado de verdad,
Nunca he abandonado en serio a los
Habitantes de estas tristes callejuelas,
¡Sólo he probado la bebida de los dioses!
Por eso me encuentro tañías veces sumido en el espeso polvo,
Arrodillado y desgarrado por el dolor,
Ocupo el banquillo de los pobres pecadores,
Escucho aterrado mi conciencia,
En cuya voz ya no creo.
POETA BORRACHO
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Una tras otra, todas las velas vacilantes:
Vela del amor, lucecita de la infancia,
Llama de la poesía, del hada maravillosa,
Antorcha del placer y de la ceguera dichosa
¡Ay, que tenga que veros vacilar y apagaros todas!
Pronto cuando esté otra vez borracho,
Llegará un automóvil a toda velocidad,
Dentro irá algún rico panadero,
Me conducirá con mano segura a la muerte.
Ojalá se parta él también la cabeza,
Ese católico feliz,
Dueño de casa, fábrica y jardín,
Al que esperan dos hijos y una esposa,
Y que hubiese ganado aún más dinero
y hubiese engendrado más hijos
Si un poeta borracho
No se hubiese cruzado delante de los faros de su coche.
Ante la muerte hasta el panadero se inclina.
Pero por él murió el Redentor en la cruz,
Yo, en cambio, no significo nada…
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Trenzo también la flor del desprecio
Entre las rosas sangrientas de mi corona de espinas.
Hipócrita, camino por el mundo de la apariencia,
Odioso para mí como para vosotros,
un espanto para cualquier niño,
Y sin embargo, yo sé que todos los actos, los vuestros y los míos,
Pesan menos ante Dios que el polvo en el viento,
Y sin embargo, yo sé que en esta senda pecadora sin gloria
Me llega el aliento divino, debo soportarlo,
Debo seguir, endeudarme aún más profundamente
En el delirio del placer, fascinado por la maldad.
No sé cuál es el sentido de esta vida,
Con las manos manchadas, depravadas,
Me quito el polvo y la sangre del rostro
Y sólo sé que tengo que llegar al final de este camino.
AL FINAL
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Todo me parece bien,
¡Déjanos seguir caminando!
Las cosas han seguido su curso,
Nada se puede cambiar ya.
Mira, soy una casa vacía,
Abiertas la puerta y las ventanas,
Los espíritus entran y salen dando traspiés,
Todos están borrachos.
Tú, en cambio, tienes aún dinero.
Paga una copa,
El mundo está lleno de alegrías, es una pena que huelan mal.
Otros poetas beben también,
Pero escriben sobrios,
Yo suelo hacerlo al revés,
Sobrio soy tímido.
Pero llegando la décima copa
Se esfuma la lógica,
Entonces me divierte hacer poesías.
Sin sonrojarme,
Elogio el tiempo que nos toca vivir,
Alabo sin reservas,
Un especialista de la afirmación,
Como quieren los burgueses.
El que conozca los placeres de la vida,
Puede relamerse
Además tenemos derecho
A reventar mañana.
ESQUIZOFRÉNICO
Se acabó la canción,
Haga el favor de volverse,
Aflójese el cinturón
¡Como si estuviese en su casa!
Deje a un lado su estimable personalidad
Y elija como traje de noche
Cualquier encarnación,
Don Juan o el Hijo Pródigo,
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O la Gran Prostituta de Babilonia,
Sólo es para un mejor engaño,
El vestuario está a su completa disposición.
¿Conoció quizás a mis padres?
Formaban parte de los silenciosos del país,
Pero también ellos estaban perseguidos por el pecado original,
Si no, no me hubiesen puesto en el mundo,
Claro que esto carece aquí de importancia,
Para la procreación me sirvo del bulbo,
Es la máxima dicha de la tierra,
Y también puede accionarse eléctricamente.
Así que permita que nos fecundemos amablemente,
Como debe ser entre padre e hijo:
Usted podría ocuparse del gramófono
Mientras yo pago en la sala de Juntas
Los impuestos oficiales de fecundación.
Sin embargo, el problema del hombre que envejece, la célebre tragicomedia del
hombre de cincuenta años, no es en absoluto el único tema de estos versos. No sólo
se trata de la reaparición de sus impulsos vitales, sino más bien de una de esas etapas
de la vida, en las que el espíritu se cansa de sí mismo, se autodestrona y cede el sitio a
la naturaleza, al caos, a lo animal. En mi vida han alternado siempre períodos de
sublimación febril, de ascetismo dirigido hacia una espiritualización, con tiempos en
que me entregaba a una sensualidad ingenua, infantil, insensata, o a la locura y al
peligro… Yo entendía lo espiritual, en el sentido más amplio, mejor que lo sensual; a
la hora de pensar o escribir podía competir con un cierto número de contemporáneos
prestigiosos, en cambio bailando el «shimmy» y en las artes del vividor era un
bárbaro, aunque sabía que estas artes también son valiosas y forman parte de la
cultura.
Con los años, y ahora que en realidad ya no me hace ilusión escribir cosas
bonitas, y que sólo me impulsa a escribir un cierto amor apasionado y tardío por el
conocimiento de mi propio yo y por la sinceridad, había que sacar a la luz de la
conciencia y de la forma esta mitad de la vida oculta hasta ahora. No me fue fácil…
Muchos de mis amigos me dijeron con toda claridad que mis últimos intentos en la
vida y en la poesía eran desvaríos irresponsables… Pero no se trata aquí de opiniones
y actitudes; ¡para mí se trata de necesidades!
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El lobo[8]
Nunca había hecho un invierno tan frío y tan largo en las montañas francesas.
Desde hacía semanas el aire era claro, áspero y frío. Durante el día las amplias
laderas nevadas se extendían interminables con su blancura mate bajo el
deslumbrante cielo azul, de noche la luna pasaba por encima, clara y pequeña, una
luna terrible, de helada, de brillo amarillo, cuya fuerte luz se volvía azul y sombría
sobre la nieve y parecía la helada misma. Las gentes evitaban todos los caminos y
especialmente las alturas; apáticas y malhumoradas permanecían en las cabañas del
pueblo, cuyas ventanas rojas parecían por la noche turbias de humo a la luz azul de la
luna y se apagaban pronto.
Fue aquél un tiempo difícil para los animales de la región. Los más pequeños se
helaron en gran número, también los pájaros sucumbieron a las heladas, y los
consumidos cadáveres fueron el botín de halcones y lobos. Pero éstos también
sufrieron terriblemente con la helada y el hambre. Vivían allí sólo algunas familias de
lobos, y la necesidad les empujó a formar grupos más unidos. De día salían solos.
Aquí y allá vagaba alguno por la nieve, delgado, hambriento y alerta, silencioso y
huidizo como un fantasma. Su delgada sombra se deslizaba junto a él sobre la
superficie nevada. Husmeando volvía el morro afilado al viento y emitía de vez en
cuando un aullido seco, atormentado. Por la noche salían todos y se agrupaban con
aullidos roncos alrededor de los pueblos. Allí el ganado y las aves estaban bien
guardados y detrás de sólidas contraventanas esperaban las escopetas. Sólo de vez en
cuando caía una presa pequeña, quizás un perro, y dos de la jauría ya habían muerto a
tiros.
Las heladas continuaron. A menudo los lobos permanecían tumbados en silencio,
pensativos, calentándose los unos a los otros, escuchando angustiados la mortal
soledad, hasta que uno, atormentado por los crueles sufrimientos del hambre, se
levantaba de pronto con un bramido espantoso. Entonces los demás volvían su morro
hacia él y temblando prorrumpían en aullidos terribles, amenazadores y lastimeros.
Por fin la parte más pequeña de la manada decidió emigrar. A primeras horas de
la mañana abandonaron sus guaridas, se reunieron y olfatearon excitados y asustados
el aire helado. Luego echaron a andar deprisa y ordenadamente. Los que se quedaron
atrás los miraron con grandes ojos vidriosos, caminaron unos cuantos pasos tras ellos,
se detuvieron indecisos y perplejos y volvieron despacio a sus cuevas vacías.
Los emigrantes se separaron a mediodía. Tres de ellos se dirigieron hacia el Este,
hacia el Jura Suizo, los otros siguieron hacia el Sur. Los tres eran animales hermosos,
fuertes, pero terriblemente demacrados. El vientre claro, hundido, era delgado como
una correa, en el pecho destacaban penosamente las costillas, las fauces estaban secas
y los ojos abiertos y desesperados. Los tres juntos penetraron profundamente en el
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Jura, capturaron al segundo día un carnero, al tercero un perro y un potro y por todas
partes fueron perseguidos por el campesinado furioso. En la región, rica en pueblos y
pequeñas ciudades, cundió el miedo y la alarma ante los desacostumbrados intrusos.
Los trineos del correo fueron armados, nadie iba de un pueblo a otro sin escopeta. En
aquella región desconocida, los tres animales se sentían, después de haber hecho tan
buenas presas, temerosos y a gusto; se volvieron más audaces de lo que habían sido
en sus territorios e irrumpieron de día en el establo de una granja. Mugidos de vacas,
crepitar de vallas de madera que se astillan, ruido de cascos y un aliento caliente,
ávido, llenaron el estrecho y cálido espacio. Pero esta vez se interpusieron los
hombres. Se había puesto precio a los lobos, eso multiplicó el valor de los
campesinos. Y mataron a dos lobos; a uno le pasó un tiro de escopeta por el cuello, al
otro le dieron muerte con un hacha. El tercero escapó y corrió hasta que cayó medio
muerto en la nieve. Era el más joven y hermoso, un animal soberbio de enorme fuerza
y formas ágiles. Largo tiempo permaneció tendido jadeando. Delante de sus ojos
giraban círculos rojos de sangre y a ratos lanzaba un gemido silbante y dolorido. Un
hachazo le había dado en el lomo. Pero se recuperó y pudo levantarse de nuevo.
Entonces vio cuánto había corrido. Por ninguna parte se veían personas o casas.
Cerca se erguía una gran montaña nevada. Era el Chasseral. Decidió rodearlo. Como
le atormentaba la sed, comió pequeños trozos de la costra helada de la nieve.
Al otro lado de la montaña se encontró en seguida con un pueblo. Estaba
anocheciendo. Esperó en un bosque espeso de abetos. Luego caminó sigiloso
alrededor de las vallas de los jardines siguiendo el olor de los establos calientes. No
había nadie en la calle. Temeroso y ansioso miró entre las casas. Entonces sonó un
disparo. Levantó la cabeza e intentó correr cuando sonó el segundo. Estaba herido. Su
bajo vientre blanquecino estaba manchado en un lado de sangre que caía espesa en
gruesas gotas. A pesar de todo logró escapar con grandes zancadas y alcanzar el
bosque lejano. Allí esperó escuchando un momento y oyó voces y pasos que venían
de dos lados. Lleno de miedo contempló la montaña. Era pendiente, con bosque,
difícil de subir. Pero no tenía otra salida. Con respiración jadeante trepó por la ladera
pendiente, mientras abajo se extendía un tumulto de blasfemias, órdenes y luces de
linternas. Temblando, el lobo herido fue trepando por el bosque semioscuro de
abetos, mientras la sangre caía lentamente de su costado.
El frío había disminuido. El cielo del oeste estaba cubierto de neblina y parecía
prometer una nevada.
Por fin el agotado animal alcanzó la cima. Se encontraba sobre un gran campo de
nieve, ligeramente inclinado, cerca de Mont Crosin, encima del pueblo del que había
escapado. No sentía hambre, pero sí un dolor turbio y atenazador procedente de la
herida. Un aullido débil, enfermo, salió de su boca abierta, su corazón dolorido latía
pesadamente y sentía la mano de la muerte como una carga inmensamente pesada.
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Un abeto solitario de anchas ramas lo atrajo, allí se sentó y se quedó mirando con
ojos tristes la noche gris de nieve. Transcurrió media hora. Ahora caía una tenue luz
roja sobre la nieve, extraña y suave. El lobo se levantó con un gemido y dirigió su
hermosa cabeza hacia la luz. Era la luna que salía por el sudeste, gigantesca y roja
como la sangre, elevándose lentamente en el cielo turbio. Hacía muchas semanas que
no había sido tan roja y tan grande. Con tristeza el animal moribundo contempló el
disco lunar, y de nuevo un gemido débil salió a la noche, doloroso y apagado.
Se acercaron luces y pasos. Campesinos con gruesos abrigos, cazadores y
muchachos jóvenes con gorras de piel y toscas polainas avanzaban por la nieve.
Sonaron gritos de júbilo. Habían descubierto el lobo moribundo, hicieron dos
disparos y ambos fallaron. Vieron que ya estaba muñéndose y se lanzaron sobre él
con palos y estacas. Ya no sintió nada.
Con los miembros rotos lo bajaron hasta St. Immer. Reían, alardeaban, esperaban
gozosos el aguardiente y el café, cantaban, blasfemaban. Ninguno vio la belleza del
bosque nevado, ni el brillo de la altiplanicie, ni la luna roja sobre el Chasseral cuya
luz débil se quebraba en los cañones de sus escopetas, en la nieve, y en los ojos
vidriosos del lobo muerto[9].
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«Steppenwolf». Pero lo que sucede es que no ha sabido encontrarla allí. El
«Steppenwolf» está construido con tanto rigor como un canon o una fuga, y le he
dado forma hasta donde me ha sido posible. Juega e incluso baila. Pero la alegría con
la que lo hace tiene sus fuentes de energía en un grado de frialdad y desesperación
que Usted no conoce. No hay forma sin fe, y no hay fe sin desesperación previa, sin
conocer antes (y también después) el caos.
(Carta, 1932)
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He seguido el dudoso camino de la confesión, hasta «Morgenlandfahrt»; en casi
todos mis libros he dado testimonio más de mis debilidades y dificultades que de la fe
que a pesar de aquéllas ha hecho posible y fortalecido mi vida.
Si Usted pudiese emanciparse de sí mismo por una hora comprendería por
ejemplo, que el «Steppenwolf» no trata únicamente de Haller, sino en la misma
medida de Mozart y de los Inmortables. Y descubriría en mis relatos anteriores, en el
«Knulp», en «Siddhartha», etc., una fe no formulada dogmáticamente, pero de todos
modos una fe. He intentado formularla por primera vez poéticamente en
«Morgenlandfahrt» y, de manera directa, en la poesía que figura al final de mi librito
de poesías de la editorial Insel[10]. Desde hace casi cuatro años estoy meditando un
plan que me ha de conducir más lejos y que constituirá un testimonio más claro.
(Carta, 1935)
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«Narziss und Goldmund»
(«Narciso y Goldmund[11]»)
La relación de este lírico e idílico suabio con la esfera de la «sicología profunda» erotológica vienesa, tal
como se manifiesta por ejemplo en «Narziss und Goldmund», novela única por su pureza e interés, constituye una
paradoja espiritual del mayor atractivo.
Thomas Mann
La tarde del sábado era importante para mí, aquella semana había perdido varias
tardes, dos dedicadas a la música, una a los amigos, otra por una enfermedad, y en mi
trabajo la pérdida de una tarde significa generalmente, la pérdida de un día, ya que
cuando mejor trabajo es durante las últimas horas del día. Una obra importante, con
la que vivo desde hace casi dos años, ha entrado últimamente en la fase en la que se
decide lo esencial de un libro. Recuerdo hace algunos años (fue en la misma época
del año) cuando el «Steppenwolf» se encontraba precisamente en esta fase peligrosa
y emocionante. En la clase de literatura que yo hago no existe apenas un verdadero
trabajo racional, que dependa de la voluntad y que pueda realizarse con la constancia.
Para mí una nueva obra nace en el instante en que vislumbro un personaje, que
durante un tiempo puede convertirse en símbolo y en portador de mi experiencia, mis
ideas, mis problemas. La aparición de ese personaje mítico (Peter Camenzind, Knulp,
Demian, Siddhartha, Harry Haller, etc.) es el instante creativo del que nace todo. Casi
todas las obras en prosa que he escrito, son biografías del alma, ninguna trata en el
fondo de historias, intrigas y tensiones, sino de monólogos en los que se contempla a
una sola persona, precisamente esa figura mítica, en sus relaciones con el mundo y su
yo. Estas obras las llaman «novelas». En realidad no son novelas, igual que tampoco
lo son sus grandes modelos, sagrados para mí desde mi época de adolescente, como
«Heinrich von Ofterdingen» de Novalis o «Hyperion» de Hölderlin.
Estoy viviendo de nuevo el tiempo breve, hermoso, difícil y excitante, en el que
una obra atraviesa su crisis, momento en el que todos los pensamientos y los
sentimientos vitales que tienen de algún modo relación con la figura «mítica»
aparecen ante mí con la máxima nitidez, claridad y fuerza. Todo el material, toda la
masa de experiencias y de reflexiones que el libro incipiente trata de reducir a una
fórmula, se encuentran en ese momento (¡que no dura mucho!), en un estado de
fluidez, de licuación —ahora o nunca es cuando hay que coger el material y darle
forma, si no, es demasiado tarde—. En todos mis libros ha habido ese momento,
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incluso en los que nunca llegué a terminar ni publicar. En éstos dejé pasar la hora de
la cosecha y, de repente, llegó el momento en el que el personaje y el problema de mi
obra empezaron a alejarse y a perder urgencia e importancia, del mismo modo que
hoy ya no tienen actualidad para mí «Camenzind», «Knulp» o «Demian». Varias
veces he perdido y tenido que desechar así el trabajo de muchos meses.
Así que aquella tarde del sábado me pertenecía a mí y a mi trabajo y había
dedicado la mayor parte del día en prepararme para él. Hacia las ocho fui a la fresca
habitación contigua a buscar mi cena, un tarrito de yogurt y un plátano, luego me
senté junto a la pequeña lámpara de trabajo y cogí la pluma.
Por necesario que fuera no tenía ganas de escribir. Aquellas horas de trabajo las
había estado esperando desde anteayer no con alegría, sino con temor. Mi relato
(trataba de Goldmund) estaba en un punto delicado, casi el único del libro, en el que
los acontecimientos mismos tienen la palabra, donde hay emoción. Y yo tengo
verdadera aversión a las situaciones «emocionantes», sobre todo en mis libros, en los
que siempre he tratado de evitarlas. Pero aquélla no la podía evitar: la experiencia que
yo tenía que contar de Goldmund no era inventada, ni superflua, sino que formaba
parte de las primeras y más importantes ideas de las que había surgido el personaje:
formaban parte de su sustancia.
Estuve sentado tres horas detrás de mi mesa de trabajo luchando con la página
«emocionante», tratando de formularla de la manera más objetiva y breve y menos
emocionante posible, y no sé si lo conseguí. Generalmente eso no se descubre hasta
mucho más tarde. Luego me quedé agotado y triste mucho tiempo delante de la hoja
de papel escrita, perseguido por ideas bien conocidas y poco agradables. ¿Aquel
trabajo vespertino, aquella creación lenta de un personaje que se me había aparecido
como en una visión hacía dos años, aquel esfuerzo desesperado, estimulante y
extenuante tenía realmente sentido y era necesario? ¿Era necesario que a Camenzind,
Knulp, Veraguth, Klingsor y al Lobo estepario siguiese ahora otro personaje, una
nueva encarnación en la palabra de mi propio ser, combinada y diferenciada de una
manera un poco distinta?
Lo que yo hacía y lo que yo había hecho toda mi vida se llamaba en tiempos
pasados poesía y nadie dudaba que tuviese al menos el mismo valor y sentido que
viajar por África o jugar al tenis. Pero hoy se llama «romanticismo» y además con un
acusado desprecio. ¿Por qué es el romanticismo algo de poco valor? ¿Acaso no era
romanticismo lo que hacían los mejores espíritus de Alemania, Novalis, Hölderlin,
Brentano, Mörike y todos los demás alemanes desde Beethoven pasando por
Schubert hasta Hugo Wolf? Algunos críticos modernos emplean para aquello que
antes se llamaba poesía y luego romanticismo, el nombre estúpido, pero dicho con
intención irónica, de «Biedermeier». Con este nombre se refieren a algo «burgués» y
anticuado, a una extravagancia sentimental, algo que en medio del espléndido mundo
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actual resulta estúpido y caprichoso y ridículo. Así hablan de todas las
manifestaciones del espíritu y del alma, que van más allá de lo cotidiano. ¡Como si la
vida intelectual alemana y europea de un siglo, como si la esperanza y la visión de
Schlegel, Schopenhauer y Nietzsche, el sueño de Schumann y Weber, la poesía de
Eichendorff y Stifter hubiesen sido una moda de nuestros abuelos, fugaz, ridícula y
ya afortunadamente periclitada! Pero ese sueño no tenía nada que ver con modas,
melosidades y bagatelas estilísticas, era una polémica con dos mil años de
cristianismo, con mil años de cultura alemana; trataba del Humanismo. ¿Por qué esto
se respetaba hoy tan poco, por qué era considerado ridículo por las clases dirigentes
de nuestro pueblo? ¿Por qué se gastaban millones en el «fortalecimiento» de nuestros
cuerpos y bastantes también en la rutinización de nuestra inteligencia y sólo había
impaciencia o risas para cualquier esfuerzo dedicado a cultivar nuestra alma?
¿Realmente se había desechado, superado, sustituido, liquidado y convertido en
algo ridículo el espíritu que había dicho?: «¿De qué te valdría conquistar todo el
mundo, si tu alma sufre daños?». ¿Ese espíritu era verdaderamente romanticismo o
«Biedermeier»? ¿Era realmente la «vida actual» en las fábricas, en las Bolsas, en los
campos de deporte y las oficinas de apuestas, los bares y los salones de baile, era esa
vida realmente mejor, más madura, más inteligente, más deseable que la de las
personas que habían creado el Bhagavad-Gita o las catedrales góticas? Es cierto que
la vida y la moda actuales tienen también su razón de ser, son buenas, son un cambio
y un intento de algo nuevo ¿Pero, es justo y necesario considerar estúpido, anticuado,
superado y digno de burla todo lo anterior, desde Jesucristo hasta Schubert o Corot?
Ese odio violento, salvaje y suicida de un tiempo moderno hacia todo lo anterior ¿es
realmente una prueba de su fuerza? ¿No son acaso los débiles, los profundamente
amenazados, los temerosos los que tienden a esas exageradas medidas defensivas?
Y mientras me dejaba invadir nuevamente durante las horas nocturnas por todas
esas preguntas —no para contestarlas, pues conozco la respuesta desde que vivo—
sino para dejar entrar en mí su dolor, para probar una vez más su sabor amargo, veía a
Knulp, Siddhartha, al Lobo estepario y a Goldmund, hermanos, parientes próximos y,
sin embargo distintos, todos ellos seres que preguntan y sufren y para mí lo mejor que
me ha dado la vida. Los saludé y acepté, y supe, una vez más, que el carácter
problemático de mis actos no me impediría nunca realizarlos. Supe de nuevo que toda
la dicha de los dichosos, todos los «récords» y toda la salud de los deportistas, todo el
dinero de los ricos, toda la fama de los boxeadores, no significaban nada para mí, si a
cambio tuviese que dar lo más mínimo de mi obstinación y mi pasión. Supe también
que carecían de importancia todas las justificaciones históricas e intelectuales del
valor de mis afanes «románticos» y que yo me dedicaría a mis juegos y crearía mis
personajes, aunque tuviese en contra a la razón, la moral y la sabiduría.
Con esa certidumbre me fui a la cama, fuerte como un gigante.
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Para mí, Knulp y Demian, Siddhartha, Klingsor y el Lobo estepario o Goldmund
son hermanos, cada uno una variación de mi tema. No tengo la culpa de que haya
lectores que solamente encuentran en el «Steppenwolf» datos sobre el «jazz» y los
bailongos, y no vean ni el teatro mágico, ni a Mozart, ni a los «Inmortales», que
constituyen el verdadero contenido del libro; que otros lectores sólo adviertan a
Narciso en «Goldmund» o parezcan haber leído únicamente las escenas de amor. Y
hacia los libros que la mayoría aprueba con tanto entusiasmo, a costa de mis otros
libros, siento la mayor desconfianza.
(Carta, 1930)
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guerra y de la «escasez de papel», porque aparecía en él una judía que hablaba de un
pogrom. Si yo hubiese accedido a suprimir esa página, se habría imprimido aún
alguna edición.
(Carta sin fecha)
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«Die Morgenlandfahrt»
(«El viaje a Oriente»)
André Gide
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también a convertir en objeto de meditación esas mismas dificultades, a encontrar a
través de ellas nuevos símbolos y nuevas orientaciones, en este sentido creo haber
avanzado un paso.
La atmósfera de «Morgenlandfahrt» y de «Bund» («Unión») —esa comunión con
un mundo espiritual intemporal, esa convivencia con ideas y conceptos de muchos
tiempos y culturas, de muchos países, de muchos poetas y pensadores— es acogida
con extrañeza por algunos lectores que la interpretan como el juego de un ermitaño,
en cierto modo, del que vive retirado y sustituye el mundo por su biblioteca. Es
posible que fuesen innecesarias algunas de las alusiones a libros y obras de arte. Pero
en realidad esa posibilidad de vivir en un reino intemporal no me parece en absoluto
una debilidad, sino más bien una fuerza, quizás la única del hombre actual. Lo que
nos falta por la ausencia de una cultura todavía pujante y floreciente, nos es
compensado en parte, por la posibilidad de convertir en nuestra atmósfera vital la
humanidad, por encima de las culturas, lo eterno, por encima del hoy. Del mundo
intemporal de las religiones, las filosofías y las artes no se vuelve debilitado a los
problemas cotidianos, aunque sean prácticos y políticos, sino templado, armado de
paciencia, con humor, con una nueva voluntad para entender, con un nuevo amor
hacia la vida, sus dificultades y errores.
De los juicios que he oído sobre mi cuento sólo me ha desconcertado y
entristecido uno. Algunos lectores se preguntaban y me preguntaban, si realmente iba
en serio o si por el contrario todo aquello sólo era un juego agradable de la fantasía y
en el fondo una ligera burla de los lectores. El hecho de que este malentendido haya
sido posible me parece un verdadero argumento contra mi obra. Nunca tuve una
intención más seria que al escribirla.
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«Das Glasperlenspiel»
(«El juego de abalorios»[13])
Esta obra pura y audaz, soñadora y al mismo tiempo altamente intelectual, rebosa tradición, fraternidad,
recuerdos, intimidad, sin dejar de ser original. Eleva lo entrañable a un nuevo nivel espiritual, incluso
revolucionario; no en un sentido directo político o social, sino en un sentido sentimental, poético: de una manera
auténtica y fiel es profética y sensible al futuro.
Thomas Mann
Desde que escribí el prólogo le he añadido algunos detalles, como la versión del
lema en latín que, naturalmente, es una ficción. Encontré a la persona que me tradujo
a un latín elegante y correcto el lema de un autor imaginario inventado por mí; es un
compañero del colegio, y en 1890 éramos los dos los mejores latinistas de clase y
nuestro latín tenía un nivel considerable. Hoy sólo él lo domina, yo he olvidado
nueve décimas partes.
(Carta, 1933)
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están escritas dos pequeñas partes. El trabajo avanza esta vez muy despacio, con
pausas de medio año y de un año. He realizado algunos estudios para alimentar mi
proyecto que me ocupa y preocupa desde que terminé el «Morgenlandfahrt»;
precisaba mucha lectura del siglo XVIII del que me gustó sobre todo el pietista suabio
Oetinger, también estudios sobre música clásica, en los que me ayudó mi sobrino que
es organista y conocedor y coleccionista de música antigua. Estuvo aquí unas
semanas y durante ese tiempo tuve un pianito alquilado en casa que aparte de esto es
una casa corriente y moliente.
(Carta, 1934)
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El autor del «Glasperlenspiel» era un hombre maduro y al concluir el trabajo de
muchos años, un hombre ya viejo. Cuanto más viejo se hace un autor, mayor es su
necesidad de ser exacto y escrupuloso y de hablar solamente de cosas que realmente
conoce. Las mujeres son una parte de la vida que se aleja y se vuelve misteriosa para
el hombre que está envejeciendo y para el viejo, aunque antes la haya conocido bien,
y de la que no pretende ni se atreve a saber nada verdadero. En cambio, los juegos de
los hombres, en la medida en que son de tipo espiritual, los conoce perfectamente y le
resultan familiares.
Un lector con fantasía introducirá e imaginará en mi Castalia a todas las mujeres
inteligentes y espiritualmente superiores desde Aspasia hasta hoy.
(Carta, 1945)
Sin duda ha encontrado Usted en mi libro cosas de las que yo mismo no sé nada.
Por otro lado, y de acuerdo con su edad, no ha entendido seguramente otras, por
ejemplo, el sacrificio final de Josef Knecht. A pesar de su enfermedad hubiera podido
soslayar con inteligencia y astucia el salto al torrente. Sin embargo, da el salto,
porque en él hay algo más fuerte que la inteligencia, porque no puede defraudar a ese
muchacho tan difícil de conquistar, y deja atrás a Tito para el que la muerte de un
hombre tan superior a él será toda la vida una advertencia y una guía y le enseñará
más que todos los sermones de los sabios.
Confío en que con el tiempo Usted también lo entienda.
Pero, en definitiva, no es tan importante que llegue a entenderlo, quiero decir:
comprender y aceptar con la razón la muerte de Knecht. Pues esta muerte ya ha hecho
su efecto sobre Usted. Le ha dejado, como a Tito, un aguijón, un aviso que ya no
puede olvidar, ha despertado o confirmado en Usted un deseo y una conciencia
espiritual que seguirán actuando, aunque llegue el día en que olvide mi libro y su
carta. Escuche sólo esa voz que ahora ya no habla desde un libro, sino desde su
propio interior; ella le guiará.
(Carta, 1947)
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defensores del «non ens», a aquellos que lo acercaron a la «facultas nascendi»,
perteneció también mi sobrino y amigo Carlo Isenberg, el Ferromonte de mi libro.
Carlo era musicólogo, tocaba el cémbalo y el clavicordio y era organista, dirigía un
coro y estudió en el Sur y Sudeste de Europa los restos de la música más antigua.
Desapareció al final de la guerra y si vive aún, está prisionero en Rusia.
Por lo que a mí se refiere, no he vivido en Castalia, soy ermitaño y no he
pertenecido nunca a una comunidad, excepto a aquélla de los viajeros a Oriente, un
grupo de fieles cuya forma de existencia es muy parecida a la de Castalia. Pero desde
hace doce años, desde que aquí y allá se conocieron partes de mi libro sobre Josef
Knecht, me han alegrado a menudo los saludos, las llamadas y preguntas de personas
que trabajan y piensan silenciosamente en alguna parte y para las que lo que yo he
llamado «juego de abalorios» existía como para mí. Esas personas lo aceptan con su
alma, lo han sabido e intuido mucho antes de que apareciese mi libro, lo han vivido
como exigencia intelectual y moral y empiezan a descubrir su fuerza creadora de
comunidad. Continúan lo que he esbozado en mi libro ¡paululum appropinquant! Y
me parece que Usted también pertenece a ellos y que vive más cerca de Castalia de lo
que creía.
(Carta, 1947)
Su pregunta estética sobre Josef Knecht tendría que ponerme en un aprieto, pues
no soy tan afortunado como Usted de dedicarme a estudios tan bonitos y castálicos.
Desde su publicación hace siete años no he vuelto a leer el «Glasperlenspiel» porque
cada día me trae más trabajo inmediato del que puedo realizar.
No obstante le debo una contestación, porque entre las preguntas de mis lectores
sobre Castalia y Knecht, que siempre se repiten y a menudo son de un nivel
espantosamente bajo, la suya destaca por su agudeza y su bella precisión, tanto que
por un momento se convirtió también para mí en una pregunta.
A la hora de contestar tengo que fiarme de mi memoria, pero con la ayuda de mi
mujer he estudiado los pasajes a los que alude y que en cierto modo cuestiona.
Su opinión es que el biógrafo de Josef Knecht habría tratado de «dar a los lectores
su descripción de la vida desde la perspectiva de Knecht, es decir, de narrar sólo
aquello que tiene su origen en la esfera vivencial y perceptiva de Knecht». Y esa
perspectiva Usted la encuentra rota en los pasajes que cita porque éstos aluden a
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hechos, palabras o pensamientos de otros, que Knecht no podía conocer.
Es posible, desde luego que mi libro, escrito a lo largo de once años (¡y qué
años!), tenga a pesar de toda la concentración y todo el esmero, semejantes errores de
construcción. Pero la «perspectiva» según la que Usted considera escrito el libro no
fue la mía. Más bien mi perspectiva cambió ligeramente varias veces durante los tres
primeros años. En un principio me interesaba casi exclusivamente describir Castalia,
el Estado de sabios, el convento ideal profano, una idea, o como piensan los críticos,
una utopía, que existió y actuó, al menos desde la época de la academia platónica,
uno de esos ideales que estuvieron presentes como modelos eficaces a lo largo de
toda nuestra historia espiritual. Entonces comprendí que la realidad interna de
Castalia sólo podía mostrarse de manera convincente a través de una persona
dominante, de un personaje heroico y paciente, y así es como Knecht pasó a ocupar el
centro del relato; ejemplar único y no tanto como castalio ideal y perfecto, pues de
éstos existen algunos, sino porque a la larga Knecht no se contenta con Castalia y su
perfección ajena al mundo.
El biógrafo que imaginé era un alumno avanzado o auxiliar de Waldzell, que por
amor a la figura del gran renegado se dispuso a escribir la novela de su vida para un
círculo de amigos y admiradores de Knecht. El biógrafo dispone de todo lo que posee
Castalia, la tradición oral y escrita, los archivos y naturalmente también la propia
capacidad imaginativa e intuitiva. De estas fuentes bebe, y creo que no escribió nada
que fuese imposible dentro de ese marco. La última parte de su biografía, cuyo
entorno y cuyos detalles no son controlables desde Castalia, la titula expresamente la
«leyenda» del desaparecido magister ludi, como pervive entre sus discípulos y en la
tradición de Waldzell.
Algunos personajes del libro han recibido su rostro individual de personajes
reales, algunos fueron reconocidos por lectores atentos, otros constituyen mi secreto.
Sobre todo fue reconocido el personaje del pater Jakobus, que es un homenaje a mi
querido Jakob Burckhardt. Me permití incluso poner una frase suya en la boca del
pater. El pertenece con su realismo resignado a los antagonistas del espíritu castálico.
(Carta, 1949/1950)
Me invita Usted a que imite a Josef Knecht y pase de Castalia al gran mundo. Me
quiere cazar con mi propio lazo. Pero olvida por completo que Josef Knecht no sale
al mundo a mejorarlo y reformarlo, sino a aprender y a educar, al principio incluso a
educar a un solo discípulo, a un discípulo valioso y amenazado. Hace lo que yo he
intentado hacer también mientras he podido ejercer mi oficio; pone su talento, su
personalidad, su energía, al servicio del individuo, al contrario que su amigo
Designori, que como político, se ha dedicado a los programas y a influir sobre las
masas y que en esa empresa pierde la confianza de su único hijo.
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(Carta, 1950)
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Sobre los poemas
«Besinnung» («Reflexión»)
y
«Stufen» («Etapas»)
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Las religiones y los mitos son como la poesía, el intento de la humanidad de expresar
en imágenes esos misterios indescriptibles que vosotros tratáis inútilmente de traducir
a un racionalismo plano.
(Carta, 1957)
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ENSAYOS
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Romanticismo y neorromanticismo
(1900)
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mente sobre todo el concepto de novela («Román»), desde luego con un recuerdo
evocador de «romántico» («novelesco»).
«La novela» era el «Wilhelm Meister» de Goethe cuya primera parte, la más
importante, acababa de publicarse. Era la primera novela alemana en el sentido
moderno y el gran acontecimiento de aquellos años. Ningún otro libro alemán ha
influido tanto sobre la literatura de su tiempo como éste. Con «W. Meister» apareció
la novela como expresión de una serie de cosas hasta entonces indecibles. Lo nuevo,
maravilloso, profundo y audaz, fue para los Schlegel, especialmente para Friedrich,
en el fondo su aspecto «romántico». F. Schlegel y Tieck aplicaron entonces el término
a sus propios libros como subtítulo y de este modo dejó pronto de expresar algo
concreto. En lugar de «romántico» podían haber dicho también «a la manera de
Wilhelm-Meister», y de hecho, todas las obras en prosa importantes de aquellos años,
el «Titán» tanto como «Sternbald» y «Lucinde» son imitaciones directas y
conscientes de aquel gran modelo.
Esto no quiere decir que el término «romántico» no significase ya entonces tanto
como no-clásico, e incluso anticlásico, porque Goethe aún no estaba rodeado de la
fría aureola del clásico. Lo que en la historia de la pintura es el interés exclusivo por
la luz y el aire, en la historia de la literatura es paso consciente de la estilización a lo
irregular, del verso a la prosa rítmica, del ensayo acabado, al «fragmento». No se
buscaba ya forma y perfil, sino aroma y ambiente. No se tendía a pasar de lo
universal a lo individual artísticamente delimitado, sino que se intentaba volver a la
fuente, a la unidad primigenia de las cosas y las artes. Se acompañaba a
Schleiermacher en su contemplación del universo.
Vamos a estudiar ahora el contenido en lugar de la palabra. Inmediatamente salta
a la vista que existen dos clases de romanticismo, una profunda y una superficial, una
auténtica y una que solamente es máscara. En el gusto del público triunfó en su día la
última, la falsa. Novalis cayó pronto en el olvido, mientras que el novelero Fouqué
alcanzaba éxito tras éxito. Así es como el primer romanticismo pereció internamente
y luego también de una manera manifiesta, desapareciendo de la escena entre pitos y
silbidos. En realidad ya estaba muerto cuando Fouqué escribió sus primeras cosas.
Floreció y murió con Novalis. Es cierto que el postromanticismo mostró en
Eichendorff un plácido talento lírico y en Hoffmann un profundo talento demoníaco,
pero éstas son manifestaciones que sólo guardan con el antiguo principio romántico
una relación suelta. El auténtico romanticismo debe buscarse únicamente en Novalis,
pues los Schlegel, a pesar de sus profundos conocimientos y sublimes percepciones,
eran impotentes como poetas.
Novalis murió a los 28 años. En el recuerdo de sus amigos pervive admirado en
irresistible belleza juvenil: el amado insustituible, sobre cuya obra inacabada flota un
perfume único de encanto secreto. De los oropeles y disfraces que necesitaron sus
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seguidores no encontramos ni rastro en él, a no ser aquella apología juvenil del
catolicismo que figura en un extraño ensayo, y que suena en boca de aquel pensador
profundamente protestante como una paradoja desafortunada. Pero se me puede
objetar que su obra principal se desarrolla en la Edad Media, en aquella célebre Edad
Media del romanticismo. No puedo aceptarlo. El «Ofterdingen» es intemporal, se
desarrolla hoy, nunca y siempre, es la historia no de un alma, sino del alma en
general. Como obra literaria es muy discutible. A excepción de la magnífica primera
parte es incompleta y la continuación esbozada discurre por perspectivas imposibles.
Como idea, como proyecto, como acierto creativo, el «Ofterdingen» tiene un valor
incalculable, no es la obra de un adolescente, sino una reflexión soñadora del alma
humana, la elevación desde la miseria y la oscuridad hacia las alturas de la idea, de la
eternidad, de la liberación.
De manera más palpable que a través de aquel sueño poético, se nos revela la idea
romántica fundamental, a través de los ensayos y aforismos de Novalis que significan
mucho más que paráfrasis sobre la filosofía de Fichte. Su lema y su resultado es
profundización por interiorización. Que más allá de los límites del tiempo y espacio
rigen leyes eternas; que el espíritu de estas leyes eternas dormita en cada alma; que
toda la formación y la profundización del hombre se basa en conocer ese espíritu en
su propio microcosmos, en adquirir conciencia de sí mismo y en extraer de sí la
medida para todo nuevo conocimiento; ésa es en breves palabras la doctrina de
Novalis. No es nada raro que esta idea fundamental se fuese perdiendo más y más en
el romanticismo posterior hasta extinguirse. No servía a los escritores de moda, ni a
los virtuosos de la forma, era en principio una doctrina sin relación literaria. No es la
culpa del romanticismo que la literatura de aquellas décadas permaneciese ajena a la
vida, que viviese en un desdichado aislamiento. Esto que ya afectó a la creación de
los grandes de Weimar, estaba fundamentado en el espíritu del tiempo. Se comprende
que Novalis fuese un fenómeno excepcional. Pero la pregunta era: ¿qué actitud
adoptará la literatura de una época nueva, distinta, ante su doctrina?
Comienza así la historia de un «neorromanticismo». La época nueva, distinta ha
llegado. La literatura fue derribada del trono del que no era digna hacía tiempo, junto
con la filosofía cuyo destino había compartido fielmente durante medio siglo. Y al
igual que ésta, se volvió revolucionaria, democrática y mordaz. El movimiento
«junges Deutschland», cuyo único gran talento fue Heine, enterró con bombo y
platillo a la vieja generación y su literatura. Exceptuando un par de hermosos versos y
algunos chistes buenos de Heine, aquella «joven Alemania» no nos dejó muchas
cosas positivas. Por eso no es extraño que el romanticismo recién dado por muerto
volviese a resucitar —claro que no el auténtico—, sino aquella máscara funesta a lo
Fouqué. En una época en la que en Alemania todo lo que tenía que ver con
romanticismo estaba desprestigiado, se producía y vendía continuamente bajo toda
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clase de etiquetas el romanticismo más barato. Hasta el propio Heine debía muchos
admiradores al viejo manto con que se arropaba de vez en cuando. Pero no todo se
debía al manto. Precisamente él, el profanador del templo, el irónico genial, conocía
bien y añoraba secretamente la «Flor Azul», y lo mejor que escribió como poeta tiene
resonancias del «Ofterdingen».
Pero primero tuvo que desaparecer el romanticismo de Heine. No tuvo seguidores
dignos de mención. El siguiente gran movimiento literario barrió todas las huellas del
pasado. El naturalismo ejerció un dominio severo e introdujo de repente escuela y
disciplina en una literatura a la deriva. No necesitamos detenernos en él, todos saben
la influencia tan radicalmente educativa que ejerció sobre el lenguaje y la poética. Y
ahora que ha hecho su obra, no necesitamos, los jóvenes, matarlo, ni despreciarlo.
Como a un maestro severo que se ha hecho viejo, le vemos acercarse a su fin, sin
lágrimas, pero llenos de agradecimiento y dispuestos a guardar de él un buen
recuerdo. Como herencia nos deja una manera de observar, una sicología y un
lenguaje refinados y bien desarrollados. Nos deja muy pocas obras extraordinarias y
asombrosas por su grandeza, pero en cambio enormes cantidades de estudios, intentos
y trabajos preliminares valiosos. ¿Qué actitud ha adoptado frente a él el elemento
romántico de la generación más joven surgida de su escuela?
No me gusta elegir ejemplos de la literatura alemana actual. Pero tampoco es
necesario, pues como exponentes típicos de la evolución seguida por la literatura
neorromántica tenemos a dos grandes autores extranjeros sobre los que puede
hablarse con más objetividad que sobre coetáneos. Uno murió prematuramente y ya
por su trágico destino suscita nuestra simpatía. Es el danés Jacobsen. En él
encontramos el ejemplo más temprano y noble de un escritor que conjugó con una
enorme fantasía y una sensibilidad suave y soñadora todo el refinamiento del
realismo más desarrollado. Encuentra palabras llenas de plasticidad concisa para cada
fenómeno de la naturaleza, para cada tallo de hierba que crece junto al camino, para
cada belleza visible. Y trata de trasladar en un oscuro impulso esa poderosa capacidad
descriptiva, esa técnica refinadísima de la expresión a la vida espiritual. No como
sicólogo realista, sino como soñador y descubridor en el mar sin caminos del
inconsciente. Con un afán conmovedor se sumerge en todas las profundidades del
alma femenina (Marie Grubbe). Y en Niels Lyhne emprende a tientas y con
sensibilidad, el descubrimiento del alma infantil. Keller ya lo había hecho en su
inmortal «Grüner Heinrich». Pero Jacobsen posee una técnica nueva: renuncia
consciente o inconscientemente a toda síntesis y estilización, y construye lenta y
penosamente su relato con minúsculos detalles. Y es el primero que logra ser siempre
poeta, que elige en lo que es aparentemente más insignificante siempre lo importante,
característico y que da a su trabajo de filigrana la solidez y el estilo de una obra
planteada con unidad y armonía. Sus dos obras más importantes son auténticamente
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románticas. En ambas un alma individual, débil, es el centro de toda la acción y
portadora de todas las soluciones. Y en los dos casos no describe con análisis
riguroso una vida individual, sino que conquista un terreno neutral sobre el que
resuena poderosamente todo lo humano. Pronto se comprendió que no eran estudios
de un investigador; el misterioso velo de la poesía auténtica flotaba sobre ellos como
un aroma inexplicable pero poderoso. En Jacobsen, el realista se había convertido en
poeta sin renunciar a las conquistas de su escuela. Su ejemplo tuvo una influencia
extraordinaria sobre el surgimiento de un neorromanticismo alemán.
Estudiemos por último a un romántico de hoy, todavía joven que creció ya al
margen del credo naturalista y en la actualidad puede ser considerado un típico
neorromántico. Me refiero a M. Maeterlinck. En él no encontramos ya aparentemente
ningún vestigio de naturalismo. Estiliza, compone, adorna sus obras aparentemente
con la libertad de un Brentano o un Hoffmann. Pero sólo aparentemente. También él
ha aprendido a ver y describir de manera realista, pero no se nota inmediatamente
porque habla casi exclusivamente de cosas invisibles. Con la euforia del innovador
inició su camino como soñador y ermitaño apartado del mundo. Pero luego irrumpió
en el tiempo y la vida. Maeterlinck es el primero en seguir impertérrito la doctrina de
Novalis. Para él todos los acontecimientos importantes se desarrollan en el interior, él
descubrió la «tragedia de lo cotidiano». Ve que el alma vive escondida y asustada en
cada ser humano, y la invita a salir con palabras delicadas y comprensivas, le da
ánimos y trata de devolverle el poder perdido.
No es necesario estudiar aquí en detalle sus obras. Desde hace años Alemania lo
conoce tanto como su país natal. Aludiré solamente a uno de sus libros, el más
singular. Demuestra que tanto Maeterlinck como Jacobsen rinden culto a la
naturaleza y la simple verdad. Se trata de su «Vie des abeilles». Una descripción
cuidadosa científicamente impecable de la vida de las abejas, objetiva, sencilla y
rigurosa como un manual, y sin embargo, en cada frase la obra de un poeta. Aquí, y
no en el disfraz de sus cuentos, es donde hay que buscar el verdadero
neorromanticismo. Ignoro si a Novalis le hubiera gustado la «Princesse Maleine»,
pero estoy seguro que le hubiese entusiasmado la «Vie des abeilles». Tratar un trozo
de la naturaleza, pequeño y limitado con el amor del investigador y descubrir con
asombro jubiloso dentro de este círculo estrecho el universo, eso es religiosidad
romántica. Descubrir en una colmena las leyes profundas de la vida y el espejo de la
eternidad, ése es el espíritu de Novalis.
He aquí el misterio y el sentido profundo del nuevo espíritu romántico. No se
trata de escribir unos cuantos poemas bonitos, sino de buscar una profundización de
la vida y del conocimiento en todos los terrenos. El hecho de que un libro como «Vie
des abeilles» haya sido posible constituye un avance, no sólo en la obra de
Maeterlinck. Es de esperar que la gran masa de lectores comprenda también poco a
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poco que un libro no puede ser nunca «romántico» por su tema y su lenguaje, sino
únicamente por ese espíritu. Los autores de novelas de la Edad Media, de dramas
fabulosos y de lírica juglaresca no están ni un paso más cerca del espíritu del
romanticismo que Zola o Dostoievski. Pero que sea bienvenido todo poeta que tenga
algo del alma del «Ofterdingen».
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La corona de flores de San Francisco de Asís
(1905)
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que seguir con entrega total. Quiere saborear lo más profundo y noble de la vida y
cuando descubre el camino no conoce la duda. Pero posee el don inapreciable de la
alegría indestructible, algo de la naturaleza del pájaro cantor; siempre con una
sonrisa, una canción, una palabra cariñosa. Esos dos rasgos —la búsqueda apasionada
de la perfección y al mismo tiempo la inocencia y la gracia del niño— explican todo
su ser y su vida.
Cuando todavía no había cumplido los veinte años, Francisco tomó parte en la
lucha defensiva contra Perusa. Tras la caída del duque de Spoleto, administrador
imperial de Asís, se produjeron en la ciudad levantamientos cada vez más
amenazadores del pueblo contra la nobleza, y ante el peligro algunos barones
cometieron la traición de pedir ayuda a la poderosa Perusa. Ésta acudió a la llamada y
tras una rápida batalla derrotó por completo a las tropas de la ciudad vecina más
débil. Francisco que había luchado con entusiasmo fue hecho prisionero y llevado
con muchos otros a Perusa. Allí permaneció en prisión un año entero, por cierto junto
con los nobles gracias a sus modos educados y distinguidos. Pero el largo cautiverio
no le doblegó en absoluto, por el contrario, él era el más animoso y alegre, trataba de
consolar por todos los medios a sus compañeros de infortunio y hablaba
constantemente de su esperanza de convertirse pronto en un soldado y caballero
ejemplar.
Puesto en libertad en 1203 y de vuelta a Asís, volvió rápidamente a su antigua
vida alegre, fue el primero en el juego y en los festines y derrochó su dinero como un
aristócrata; uno de sus biógrafos más antiguos le llama princeps juventutis. Una
enfermedad grave, a la que creyó sucumbir, le obligó a hacer un examen de
conciencia lleno de remordimientos y a intentar un cambio. Pero sus buenos
propósitos no duraron mucho. Al poco tiempo volvió a arder poderosamente su
pasión por una vida mundana de gloria y esplendor. El anhelado camino hacia las
aventuras y proezas, hacia el prestigio y el honor parecía abrirse por fin.
En el Sur de Italia Walter de Brienne, el famoso general y caballero al servicio del
Papa, preparaba un ejército y de todas partes acudían voluntarios de los mejores
estamentos. También en Asís varios jóvenes y hombres distinguidos decidieron
incorporarse a ese ejército y en cuanto Francisco lo supo, se unió a ellos. Una euforia
febril e impetuosa se apoderó de él, se vistió y armó con más riqueza y abundancia
que ninguno y a todos hablaba de sus planes y de sus esperanzas. Ebrio de
expectación ardiente y de deseos de actuar, se veía ya en el camino hacia la
realización de sus sueños juveniles de ambición desbordante, y aseguraba que
volvería como príncipe y vencedor coronado. Sobre un espléndido caballo se unió a
sus compañeros el día de la partida y con su magnífico equipo suscitó la envidia de
sus camaradas y el asombro de los que quedaron atrás.
Dos días después Francisco volvía solo a Asís, transformado, derrotado, humilde.
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Había regalado su armadura a un hidalgo pobre. No se sabe exactamente lo que le
llevó a regresar; quizás, sus compañeros le castigaron por su actitud arrogante, quizás
le debilitó una súbita enfermedad. En todo caso pasó por un trance en que su alma
luchó con la muerte, en el que Dios tocó su corazón y en aquel instante misterioso la
ambición y la sed de aventuras se desprendieron de él como un caparazón, una
envoltura vacía. Regresó a casa donde fue recibido con burla y asombro. Poco le
importó; algo más profundo le atormentaba. Su ideal, sus esperanzas, sus planes
habían perdido su valor y estaban destruidos. ¿Qué iba a hacer ahora? Necesitaba un
ideal nuevo, una forma nueva en la que verter su sentimiento ardiente de la vida, un
nuevo Dios y una nueva fe y en ese deseo y esa búsqueda apasionada se consumió
durante mucho tiempo. No prestó oídos a las invitaciones que volvieron a hacerle
pronto sus antiguos amigos, pero un día los invitó inesperadamente a un banquete.
Estuvieron comiendo y bebiendo hasta la noche, luego los invitados se levantaron
alegremente para ir a alborotar y a cantar por las calles. Francisco se alejó solo,
sumido en profundos pensamientos, porque aquella noche había tenido una primera
intuición de su nuevo ideal. Sus camaradas le encontraron, le rodearon con risas y le
preguntaron lo que urdía, que si estaba pensando en tomar esposa. Entonces él dijo
que había encontrado una novia más noble y hermosa de lo que podían imaginar.
Riéndose se alejaron creyendo que sólo estaba bebido. Aquél fue su último banquete
y el última día de su antigua vida.
Ésa es la historia de la juventud del Santo; tiene un encanto novelesco casi
seductor. Pero aquellos atractivos rasgos del joven, su buen humor dispuesto siempre
al canto y a la broma, su alegría ante la belleza, su caballerosidad unas veces
entusiasta otras frágilmente juguetona, no le abandonaron nunca. Sobre la base de
una seriedad vital, generosa, poderosa, y sencilla, adquirieron una hermosura nueva,
más alta, más espiritual y rodearon la figura del santo con un aire de inocencia y de
encanto, siempre joven, que conquistó a miles de corazones.
Francisco comenzó su nueva vida en la soledad y el rezo, en el trato con los
necesitados y pobres. Los afanes religiosos insatisfechos, sedientos de todo aquel
tiempo, los vivió sumido en una inquietud atormentada que le impulsó a realizar una
peregrinación a Roma. Allí no encontró lo que buscaba. Pero pronto, después de su
regreso, empezó a amanecer en él y encontró el camino sencillo hacia Dios que las
almas angustiadas buscaban por todas partes en vano y que a él y a sus innumerables
seguidores les ofreció la salvación. Su proeza consistió en que —volviendo al texto
original del evangelio latino— decidió seguir al pie de la letra las palabras con las
que Jesús había enviado a sus apóstoles al mundo. Es cierto que muchos lo habían
intentado antes que él, pero se habían convertido en ascetas, ermitaños, locos.
Francisco interpretó las palabras de Jesús con su manera ingenua dirigida siempre a la
vida presente y activa, sin ningún intento de exégesis dogmatizante, acentuando la
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importancia que tenían para la vida cotidiana, práctica.
Y así, con una visión instintiva de lo fundamental, volvió al precepto de la
pobreza apostólica. En la absoluta carencia de propiedad vio la única posibilidad de
libertad interior, y sin pensarlo mucho se desprendió de todos sus bienes. Del mismo
modo instintivo, por el camino de la conversación en la calle y de la charla amistosa,
se convirtió con el tiempo en orador popular. Fue decisivo que no predicase ninguna
amonestación y ningún precepto que no cumpliese él mismo a diario, de manera que
su ejemplo llevaba y apoyaba su doctrina. Pero más importante todavía fue que no
apareciese con el hábito lúgubre del predicador de cuaresma presto a condenar, ni con
la actitud de mártir del asceta, sino alegre y humilde, sin amenazar ni fulminar,
atrayendo a sus oyentes con toda su encantadora alegría. Joculatores Domini, juglares
de Dios, se llamaba a sí mismo y a sus primeros discípulos; no trataba de aterrorizar a
sus oyentes con el infierno, sino que les enseñaba a amar el mundo y el cielo como
cantor y apóstol entusiasta al servicio de Dios.
Las dificultades y las penurias fueron enormes. Muchos lectores de las biografías
de Francisco pensarán, a pesar de toda su admiración, que si alguien intentase hacer
hoy lo que él hizo, estaría loco. Pero tampoco entonces era más fácil. En un tiempo
en que, con el fortalecimiento de las ciudades y el comercio, el dinero poseía un
poder considerable, el evangelio de la pobreza no era algo corriente ni atractivo. Y
Francisco no era el hijo de un campesino o de un pobre diablo, sino un ciudadano hijo
de comerciante adinerado y compañero de juego de la juventud distinguida. Cuando
vendió su caballo y dio el dinero al cura de San Damián, cuando se puso a tratar con
mendigos y miserables, y abandonó sus costumbres de joven patricio, no sólo le
abandonaron todos los amigos. Su padre lo maltrató en público y le encerró, luego lo
llevó ante los tribunales, lo repudió y desheredó vergonzosamente. Su hermano se
burlaba y avergonzaba de él, y toda la población arremetió en contra suya con burla y
desprecio. Se había convertido en el hazmerreír de la ciudad. Pero él no cedió. Sin ira
soportó las afrentas e iba vestido con un sayal que un criado del obispo le había
regalado por compasión. La idea de fundar una comunidad le era lejana y como no
quería estar ocioso, sino trabajar en honor de Dios, se puso él solo a restaurar una
capilla abandonada. Siempre que lo necesitaba iba a la ciudad y pedía a todos con los
que se encontraba un donativo, piedras para la construcción o aceite para la lámpara
sagrada. Y poco a poco su constancia impertérrita y su carácter cordial y humilde le
fueron granjeando un respeto que fue creciendo lentamente. En aquellas visitas a la
ciudad, entre humillaciones sin número, hablando con la gente, se fue convirtiendo
sin darse cuenta en un gran orador. Pronto acudió su primer discípulo, un joven rico
que le pidió consejo en materia espiritual. «Da tu fortuna a los pobres, no guardes
nada y vive como un hermano conmigo», le aconsejó Francisco, y el joven rico
regaló todo y fue durante toda su vida uno de los seguidores más fieles del
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«poverello», ése fue el nombre cariñoso que el pueblo dio poco después al Santo.
En 1210, cuando Francisco ya tenía un pequeño número de discípulos, fue a
Roma y pidió al Papa que diese su aprobación a la joven comunidad. Después de
muchas demoras obtuvo a regañadientes la aprobación y así la Iglesia ganaba al
predicador más grande del siglo. Su orden fue durante siglos la fuente y el hogar del
sermón popular auténtico y uno de los pilares más seguros y poderosos de la Iglesia
romana.
Con el rápido crecimiento de la nueva orden, cuyo número de discípulos alcanzó
pronto los cientos y los miles, pasa la vida personal del fundador a un segundo plano.
La dirección de un círculo tan grande, el control y la responsabilidad, la creación de
una regla para la orden, todo eso le fue creando cada vez más preocupaciones y
cargas y también alguna desilusión. Con redoblado cariño se sentía unido ahora a los
pocos compañeros de los primeros años y con las cargas y las dificultades creció en él
la necesidad de buscar en el silencio y en el campo la tranquilidad y de descansar
junto a aquella profunda fuente de su ser que nunca se agotaba y a la que debemos su
maravilloso «Canto del sol», las laudes creaturarum. En ese profundo sentido de la
naturaleza reside el misterioso encanto que tiene Francisco todavía hoy, incluso para
personas indiferentes a la religión. El sentido alegre y agradecido de la vida con que
saluda y ama a todas las fuerzas y criaturas del mundo como seres hermanos y afines,
está libre de cualquier simbolismo de tinte eclesiástico y constituye con su
humanismo y su belleza intemporal uno de los fenómenos más extraordinarios y
nobles de todo aquel mundo de la Baja Edad Media.
Sobre la vida de los hermanos, sobre la orden de religiosas que estaba creándose y
sobre los últimos años de la vida de Francisco, su estigmatización y su muerte, nos
informa ampliamente la «Corona de flores»; aquí daremos únicamente los datos. En
1224 realizó el famoso viaje al Alverno, ya enfermo y presintiendo la muerte, y allí
fue donde vivió precisamente el misterio de la estigmatización. El 3 de octubre de
1226 murió después de grandes sufrimientos y ninguna vita sanctorum relata una
muerte más conmovedora y hermosa que la suya. Sobre ella hay también en la
«Corona de flores» un relato. Cuando aún no habían transcurrido dos años desde su
muerte, en julio de 1228, se produjo su beatificación por Gregorio IX, y al mismo
tiempo la colocación de la primera piedra de la Iglesia de San Francisco de Asís, que
en cierto modo puede considerarse la cuna del gran arte italiano. Sobre la relación
existente entre las artes plásticas y San Francisco y su enorme importancia cultural
para los siglos posteriores, ha escrito Henry Thode en su famosa obra sobre el Santo
una de las monografías del arte más penetrantes e importantes de los últimos tiempos.
Cuando aún vivía San Francisco circulaban ya entre el pueblo algunas anécdotas
y relatos legendarios sobre su vida. Después de su muerte, como los datos sobre su
vida y su personalidad se transmitían por tradición oral, creció el número de esas
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leyendas, recreativas y edificantes que iban de boca en boca en los conventos y las
casas, en la Corte y en las calles. Estas historias casi siempre populares e ingenuas,
frescas y vitales, fueron recogidas por primera vez en Umbria en el siglo catorce y
llamadas «Fioretti di San Francesco». La colección fue aumentando poco a poco con
un número de relatos biográficos y anecdóticos de la época de los primeros hermanos
franciscanos y ya antes de la imprenta fue lo que es todavía en la actualidad: el libro
popular favorito de Italia. Las «Fioretti», un precursor de la novela italiana, a pesar
del contenido piadoso, constituyen el monumento más hermoso e imperecedero que
haya podido encontrar jamás un ser humano grande en la literatura de su pueblo. No
son testimonios históricos sobre la vida, las obras y las palabras de San Francisco,
pero hasta en sus más mínimos detalles están llenos del candor y la seriedad de su
personalidad y representan al Santo como vivió durante siglos y hoy sigue viviendo
en el recuerdo piadoso del pueblo.
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El trato con los libros
(1907)
No hay ninguna lista de libros que sea imprescindible leer y sin la cual no existan
salvación y cultura. Pero para cada uno hay un número considerable de libros en los
que puede hallar satisfacción y placer. Encontrar esos libros poco a poco, establecer
con ellos una relación duradera, asimilarlos gradualmente, si es posible como una
propiedad externa e interna, constituye para el individuo un esfuerzo propio,
personal, que no puede descuidar sin reducir de manera fundamental el círculo de su
cultura y de sus placeres, y con ello, el valor de su existencia.
Igual que no se llegan a conocer a través de un libro de botánica el árbol o la flor
que se ama especialmente, no se conocerán ni encontrarán los libros favoritos propios
en una historia de la literatura o en un estudio teórico. El que se ha acostumbrado a
ser consciente del verdadero sentido de cada acto de la vida cotidiana (y ésa es la
base de toda formación), aprenderá muy pronto a aplicar también a la lectura las leyes
y las diferenciaciones esenciales, aunque en un principio sólo lea revistas y
periódicos.
El valor que puede tener para mí un libro, no depende de su fama y popularidad.
Los libros no están para ser leídos durante algún tiempo por todo el mundo y
constituir un tema fácil de conversación y ser olvidados después como la última
noticia deportiva o el último asesinato: quieren ser disfrutados y amados en silencio y
con seriedad. Sólo entonces revelan su belleza y su fuerza más profundas.
Sorprendentemente el efecto de muchos libros aumenta cuando son leídos en voz
alta. Pero eso sólo es válido para poesías, relatos breves, ensayos cortos de forma
depurada y obras parecidas. Leyendo bien en voz alta se puede aprender mucho,
sobre todo se agudiza el sentido del ritmo secreto de la prosa, base de todo estilo
personal.
El libro que ha sido leído una vez con placer, debe comprarse sin falta aunque no
sea barato.
El que disponga de escasos recursos hará bien en comprar únicamente aquellas
obras que le hayan recomendado encarecidamente sus amigos más íntimos, o las que
ya conozca y aprecie, y que sepa que volverá a leer alguna vez.
El que tenga con algún libro una relación íntima, el que pueda leerlo una y otra
vez y encuentre siempre nueva alegría y satisfacción, debe confiar tranquilamente en
su intuición y no dejar que ninguna crítica estropee su placer. Hay quien prefiere más
que nada leer libros de cuentos y quien aleja a sus hijos de esa clase de lectura. La
razón la tiene el que no sigue una norma ni un esquema fijos sino su sensibilidad y las
necesidades de su corazón.
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Sobre los grandes (como Shakespeare, Goethe, Schiller) debe leerse poco o nada,
al menos hasta conocerlos a través de sus propias obras. Cuando se leen demasiadas
monografías y descripciones de la vida, es fácil estropearse el maravilloso placer de
descubrir la personalidad de un autor a través de sus obras, de crear uno mismo su
imagen. Y junto a las obras no debe perderse uno las cartas, los diarios, las
conversaciones, por ejemplo las de Goethe. Cuando las fuentes están tan cerca y son
tan fácilmente accesibles no hay que contentarse con regalos de segunda mano. En
todo caso deberían leerse solamente las mejores biografías; el número de los
mediocres es legión.
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Leer y poseer libros
(1908)
Es muy habitual entre nosotros considerar cada trozo de papel impreso como un
valor, y que todo lo impreso es fruto de un trabajo intelectual y merece respeto. De
vez en cuando se puede encontrar uno junto al mar o en las montañas a alguna
persona aislada cuya vida no ha sido alcanzada todavía por la marea de papel y para
la que un calendario, un folleto o incluso un periódico son bienes valiosos y dignos
de ser conservados. Estamos acostumbrados a recibir en casa gratuitamente grandes
cantidades de papel, y el chino que piensa que todo papel escrito o impreso es
sagrado nos hace sonreír.
A pesar de todo se ha conservado el respeto al libro. Aunque últimamente se
distribuyen gratuitamente y empiezan a convertirse aquí y allá en material de saldo.
Por lo demás, parece que precisamente en Alemania, está creciendo el afán de poseer
libros.
Claro que todavía no se sabe lo que significa realmente poseer libros. Muchos se
niegan a gastar en libros ni la décima parte de lo que dedican a cerveza y otras
banalidades. Para otros, más anticuados, el libro es algo sagrado que acumula polvo
en la sala de estar sobre un mantelito de terciopelo.
En el fondo, todo lector auténtico es también amigo de los libros. Porque el que
sabe acoger y amar un libro con el corazón, quiere que sea suyo a ser posible, quiere
volverlo a leer, poseerlo y saber que siempre está cerca y a su alcance. Tomar un libro
prestado, leerlo y devolverlo, es una cosa sencilla; en general lo que se ha leído así se
olvida tan pronto como el libro desaparece de casa. Hay lectores, especialmente las
mujeres desocupadas, que son capaces de devorar un libro cada día, y para éstos la
biblioteca pública es al fin la fuente adecuada, ya que de todos modos no quieren
coleccionar tesoros, hacer amigos y enriquecer su vida, sino satisfacer un capricho. A
esa especie de lectores, que Gottfried Keller supo retratar tan bien en una ocasión,
hay que dejarla con su vicio.
Para el buen lector, leer un libro significa aprender a conocer la manera de ser y
pensar de una persona extraña, tratar de comprenderla y quizás ganarla como amigo.
Cuando leemos a los poetas, no conocemos solamente un pequeño círculo de
personas y hechos, sino sobre todo al escritor, su manera de vivir y ver, su
temperamento, su aspecto interior, finalmente su caligrafía, sus recursos artísticos, el
ritmo de sus pensamientos y de su lenguaje. El que quedó cautivado un día por un
libro, el que empieza a conocer y entender al autor, el que logró establecer una
relación con él, para ése empieza a surtir verdaderamente efecto el libro. Por eso no
se desprenderá de él, no lo olvidará, sino que lo conservará, es decir, lo comprará,
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para leer y vivir en sus páginas cuando lo desee. El que compra así, el que siempre
adquiere únicamente aquellos libros que le han llegado al corazón por su tono y por
su espíritu, dejará pronto de devorar lectura a ciegas, y con el tiempo, reunirá a su
alrededor un círculo de obras queridas, valiosas en el que hallará alegría y sabiduría,
y que siempre será más valioso que una lectura desordenada, casual, de todo lo que
cae en sus manos.
No existen los mil o cien «mejores libros»; para cada individuo existe una
selección especial de los que le son afines y comprensibles, queridos y valiosos. Por
eso no se puede crear una biblioteca por encargo, cada uno tiene que seguir sus
necesidades y su amor y adquirir lentamente una colección de libros como adquiere a
sus amigos. Entonces una pequeña colección puede significar un mundo para él. Los
mejores lectores han sido siempre precisamente los que limitaban sus necesidades a
muy pocos libros, y más de una campesina que solamente posee y conoce la Biblia ha
sacado de ella más sabiduría, consuelo y alegría que los que logre extraer jamás
cualquier rico mimado de su valiosa biblioteca.
El efecto de los libros es algo misterioso. Todos los padres y educadores han
hecho la experiencia de creer que daban a un niño o a un adolescente un libro
excelente y escogido en el momento adecuado y luego han visto que había sido un
error. Cada cual, joven o viejo, tiene que encontrar su propio camino hacia el mundo
de los libros, aunque el consejo y la amable tutela de los amigos puede ayudar
mucho. Algunos se sienten pronto a gusto entre los escritores y otros necesitan largos
años hasta comprender lo dulce y maravilloso que es leer. Se puede comenzar con
Homero y acabar con Dostoievski o al revés; se puede ir creciendo con los poetas y
pasar al final a los filósofos o al revés; hay cien caminos. Pero sólo existe una ley y
un camino para cultivarse y crecer intelectualmente con los libros, y es el respeto a lo
que se está leyendo, la paciencia de querer comprender, la humildad de tolerar,
escuchar. El que solamente lee como pasatiempo, por mucho y bueno que sea lo que
lea, leerá y olvidará y luego será tan pobre como antes. Pero al que lee como se
escucha a los amigos, los libros le revelarán sus riquezas y serán suyos. Lo que lea no
resbalará, ni se perderá, sino que se quedará con él y le pertenecerá y consolará, como
sólo los amigos son capaces de hacerlo.
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Sobre el escritor
(1909)
El que por uno de los mil azares de la vida tiene que vivir o puede vivir de un
talento literario innato, tendrá que tratar de conformarse con un dudoso «oficio», que
no es tal. La actividad del llamado escritor libre es actualmente lo que nunca fue en la
historia universal, un «oficio», probablemente porque lo ejercen profesionalmente
muchos que no tienen ninguna vocación. En realidad, escribir de vez en cuando y
espontáneamente cosas bonitas, que en su conjunto se llaman literatura, no me parece
que sea el trabajo de una vida, ni que merezca el nombre de oficio en el sentido
habitual. El escritor «libre», en la medida en que es una persona honesta y un artista,
no tiene oficio, por el contrario, es un ser ocioso, un particular que sólo produce de
vez en cuando y según el humor y la inspiración del momento.
A cualquier escritor libre le resulta bien difícil aceptar su posición ambigua entre
individuo particular y escritor no libre, es decir periodista. Tener un oficio que no lo
es, no es siempre divertido. Algunos, por necesidad de actividad continua aumentan
su producción más allá de los límites de su talento natural y escriben demasiado. A
otros la libertad y el ocio les conducen a la comodidad, porque un hombre sin oficio
se echa fácilmente a perder. Y todos ellos, los trabajadores y los vagos, padecen la
neurastenia y la hipersensibilidad de las personas insuficientemente ocupadas y
demasiado dependientes de ellas mismas.
Pero no quería hablar de esto, cada cual ha de resolver su caso personalmente. La
interpretación que los propios escritores dan a su oficio es cosa suya. Algo
completamente distinto a las ideas tan a menudo mezcladas con amarga autoironía
que tienen los poetas y literatos de su trabajo, es el concepto de la opinión pública
sobre el oficio de escritor.
La opinión pública, la prensa, el pueblo, las asociaciones, en una palabra, todos
los que no son escritores, consideran que el oficio y el círculo de obligaciones de
éstos son mucho más sencillos. Y de esta manera el literato, igual que cualquier
médico o juez o funcionario, descubre la esencia y el carácter de su oficio a través de
las exigencias que se le hacen desde fuera. Cualquier escritor medianamente famoso
aprende a diario por el correo lo que quiere y piensa de él el público, los editores, la
prensa y los colegas.
El público y los editores suelen estar completamente de acuerdo y suelen ser muy
modestos en sus exigencias. Del autor de una comedia que ha tenido éxito esperan
nuevas comedias que tengan éxito, del escritor de una novela rústica, nuevas novelas
rústicas, del autor de un libro sobre Goethe, más libros sobre Goethe. A veces el
propio autor no piensa ni desea otra cosa, entonces reina para siempre la unanimidad
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y la satisfacción recíproca. El creador del «Muchacho tirolés» continúa con la
«Muchacha tirolesa», el autor de las «escenas de soldados» con las «escenas de
cuarteles», y a «Goethe en su cuarto de trabajo» siguen «Goethe en la Corte» y
«Goethe en la calle».
Los autores que escriben así tienen realmente un oficio, ejercen realmente una
profesión. Explotan sus recursos y poseen el atributo y el signo secreto del gremio de
los verdaderos «escritores»: la «ilustre pluma».
La «ilustre pluma» es un invento de aquel redactor desgraciadamente anónimo
que hace varias décadas descubrió en el llamado «elemento personal» el mal
cancerígeno del periodismo. Como es sabido, en lugar de la personalidad colocó el
«nombre» y concedió a cada «nombre» una «ilustre pluma», de la que respetando la
vanidad del autor sabía obtener después encargos. Esta técnica domina hoy todo el
folletón periodístico cuando no rinde tributo al culto de lo impersonal bajo la forma
más noble del anonimato absoluto.
Así sucede, por ejemplo, que al autor de una novela con éxito le sorprenda el
siguiente telegrama de un periódico de circulación mundial: «Ruego envíe de su
ilustre pluma charla sobre, probable evolución técnica aérea; honorarios máximos
garantizados». Para el redactor los autores medianamente conocidos sólo cuentan
como nombre y calcula de la siguiente manera: los lectores desean titulares
interesantes y actuales, además desean nombres famosos, de modo que
combinaremos ambos. Lo que dice luego el artículo encargado es lo de menos:
cuando se tiene una «pluma ilustre» se puede iniciar una charla sobre Gerhart
Hauptmann con una decorativa frase de introducción sobre Zeppelin. Existen plumas
sumamente ilustres que viven cómodamente de este trajín fraudulento.
Así se caracterizan más o menos las exigencias de la prensa respecto de los
escritores libres. Hay que añadir aún las «encuestas», en las que como en una fiesta
de máscaras, los profesores hablan de teatro, los actores de política, los poetas de
economía, los ginecólogos de la conservación de monumentos. En total, una
actividad inocente y divertida que nadie toma en serio y hace poco daño. Peores son
las exigencias de la prensa que cuentan con la vanidad y la necesidad de publicidad
de los literatos bajo el lema «manus manum lavat». Entre estas cosas tan poco
elegantes cuento también los pequeños artículos de publicidad y autobiografías
adornados con fotos en muchos periódicos y suplementos dominicales.
El escritor enfrentado a estas ofertas e invitaciones comprende poco a poco su
oficio, y si de momento no tiene nada que hacer, puede ocupar al menos su vida
atendiendo a toda esta correspondencia en el fondo inútil. Luego llegarán aún muchas
e inesperadas cartas privadas aumentando y variando con los años. No voy a decir
nada de las cartas que solicitan favores, todo el mundo las recibe. Pero en una ocasión
me sorprendió que un preso recién puesto en libertad con 35 condenas anteriores, me
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ofreciese la historia de su vida para que la utilizase a mi gusto a cambio de una
compensación única de mil marcos. Que cada pequeña biblioteca y algunos
estudiantes sin medios supongan que un autor disfruta regalando sus libros por
docenas es ya menos divertido. También es extraño que cada año todos los clubs de
Alemania y todos los alumnos del último curso de bachillerato quieran para sus
aniversarios y para sus fiestas de fin de estudios, colaboraciones literarias de todos
los escritores alemanes. Comparado con esto, poco importan los deseos de los
coleccionistas de autógrafos, aunque obliguen a contestar enviando el franqueo de
vuelta.
Pero todos los editores, redacciones, estudiantes de bachillerato, adolescentes y
clubs del mundo juntos no dan a un escritor tanto trabajo como sus colegas, desde el
escolar de dieciséis años que envía para que sean sometidos a examen y a
enjuiciamiento rigurosos varios centenares de poemas difícilmente legibles, hasta el
viejo literato con rutina, que pide con toda amabilidad una crítica favorable de su
último libro y que al mismo tiempo da a entender de manera clara y prudente que
tanto en caso positivo como negativo no dejará de devolver el favor. Se puede
conservar la tranquilidad y el humor frente a los editores y los periódicos, los
pedigüeños y los ingenuos pero, a menudo, el afán comercial y la insistencia egoísta
de los plumíferos superfluos no suscitan más que asco y disgusto. El joven
superamable que hoy envía sus poemas con una carta enfática llena de adulación y
que quiere someterse por completo a mi juicio y consejo, puede contestar pasado
mañana a mi carta ponderada, amable pero negativa, con un artículo furibundo lleno
de injurias en el semanario local. He conocido personalmente y he sido amigo de un
gran número de escritores a los que estimo mucho, y todos han hecho las mismas
experiencias y ninguno de nosotros ha seguido nunca ese camino del pedigüeño y del
chantajista. Por lo tanto se puede deducir que esos indestructibles colegas de la
especie de los aduladores y pedigüeños, son realmente mediocres y seguramente no
cometeremos ninguna injusticia contra ningún hombre de honor, ni contra ningún
genio, si hacemos caso omiso de esa multitud de impertinencias que se renuevan a
diario, arrojándolas al mismo cesto en que terminan las cartas de peticiones no
literarias.
Y al final del ciclo se ve que lo que parece un oficio y un empleo consiste para el
escritor en un conjunto de necedades y palabras inútiles, mientras que su verdadero
trabajo, a pesar de todas las opiniones opuestas, no puede regularse ni convertirse en
oficio. Nuestro oficio es estar callado, abrir los ojos y esperar a que llegue el
momento favorable, y entonces, aunque el trabajo exija sudor y noches en vela, es
delicioso y deja de ser «trabajo».
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Relatos excéntricos
(1909)
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infiabilidad de nuestra percepción sensitiva. Únicamente estos excéntricos
filosóficos, son, a pesar de todas sus ambigüedades, interiormente consecuentes, y
sólo ellos crean a veces imágenes y mitos afines a la esencia de los mitos populares.
Los otros, quizás tomándoselo con la misma seriedad, construyen historias
interesantes con espuma de jabón. A éstos pertenecen todos los técnicos, todos los
Verne y Wells, e incluso cuando producen cosas asombrosas y positivas, no son más
que literatos de entretenimiento, aveces muy divertidos. Su ingenuidad y su origen no
filosóficos se manifiestan a menudo en optimismos audaces, como en todos los
utopistas, como en Wells en su último libro «In the days of the Comet» («El año del
cometa») donde la perversa humanidad es mejorada y purificada por completo
gracias a un cambio de la atmósfera. El mismo optimismo muestran los técnicos
como Julio Verne, cuyos inventos sólo son interesantes mientras se quedan en lo
puramente técnico. Todos ellos sueñan con transformaciones y mejoras que han de
llegar con sus nuevas máquinas, pólvoras y motores. El lector se cansa y piensa: si la
técnica puede mejorar el mundo ¿por qué no notamos nada? Un aparato volador y un
cohete a la luna son sin duda cosas divertidas y maravillosas, pero no podemos creer
a la vista de la historia universal que con ellas se puedan cambiar de manera
fundamental los seres humanos y sus relaciones. Todos los escritores de esta especie
inofensiva pertenecen a su época y desaparecen con ella, pues se ocupan de cosas
temporales y casuales.
Los otros, los excéntricos filosóficos, ofrecen un interés mucho más profundo y
son casi siempre personajes trágicos. No porque sean a menudo seres enfermos, la
enfermedad no es nada trágico. Sino porque dedican su espíritu y su pasión a algo
que en última instancia es imposible. Comprender y crear, ser pensador y artista, son
contradicciones que se excluyen. Predicar el idealismo puro, negar la realidad de lo
visible y ser al mismo tiempo artista, es decir, tener que contar con la realidad de lo
visible, son contradicciones amargas. Para el artista creador, la realidad de lo que
perciben los sentidos, el tiempo, el espacio y la causalidad tienen que estar fuera de
duda como algo esencial, ya que para él son los únicos medios de expresarse, de
convencer. El escritor repite y potencia el mismo proceso, por el que todos
percibimos el mundo exterior a nosotros, y el lenguaje es, en la medida en que lo
utiliza el escritor, no tanto medio de expresión de conocimientos como de conceptos.
¿Cómo voy a describir y representar a un perrito gris si estoy convencido de que no
es un perro, de que sólo es un producto dudoso y engañoso de mi razón debido a un
estímulo de la retina? Al hablar de perros, de gris y negro, de cerca y lejos, me muevo
ya en medio del reino de las ilusiones y sin todo eso no se puede escribir. El arte es
una afirmación de esas ilusiones; cuando las quiere negar se contradice a sí mismo.
En este sentido, aquellos escritores son sin excepción personajes trágicos y, sin
embargo, sus obras interesan, cautivan y conmueven como el vuelo audaz de Icaro al
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país de lo imposible.
La opinión de que escribir y pensar es casi lo mismo y que la misión de la
literatura es exponer ideas sobre el mundo no es más que un error. Para el escritor el
pensamiento abstracto es un peligro; el más grave, incluso, porque en su
consecuencia niega y mata la creación artística. Eso no impide que un poeta tenga su
visión del mundo y que en sus pensamientos sea un filósofo idealista. Pero en el
instante en que los conocimientos abstractos se convierten para él en lo principal,
dejará de ser un artista. Las obras más hermosas y conmovedoras de todos los
tiempos son aquéllas en las que la resignación del pensador condujo al creador a la
contemplación serena, desapasionada de la vida, y en las que el escritor se sumerge
en la contemplación pura prescindiendo de juicios de valor y de cuestiones filosóficas
fundamentales.
Precisamente esto es lo que no consiguen los excéntricos. En ellos el interés por sí
mismos, el sufrimiento personal debido a conflictos de ideas es demasiado fuerte para
que puedan llegar jamás a una contemplación «objetiva» pura. Semejan a los
extáticos fascinados por las visiones, aunque según todos los documentos el último,
verdadero encuentro de los místicos con Dios es siempre abstracto. El camino del
artista conduce a las imágenes, el del pensador místico a la abstracción, el que intenta
recorrer ambos caminos a la vez se enreda forzosamente en una contradicción interna.
Existen, sin embargo, muchos grados intermedios. Pero todos conducen fuera del
círculo del arte, su forma es casual y deficiente. Así las novelas ocultistas son
literariamente flojas. Es característico de los ocultistas que no puedan abandonar su
reducido terreno sin caer en el mal gusto; del mismo modo las manifestaciones de los
espíritus que conjuran los espiritistas son por desgracia casi siempre terriblemente
pueriles. Entre los libros y pensamientos conceptuados como «ocultistas», hay
muchas cosas maravillosas, y es lamentable que alrededor de este terreno se alce un
muro de presunción y fraude.
Una auténtica novela ocultista con acusados tintes teosóficos es «Flita» de Mabel
Collins. Este extraño libro sólo es legible para aquellos que al menos conocen los
conceptos fundamentales y principales de la doctrina teosófica. En este sentido la
lectura es interesante y realmente aleccionadora; claro que no es una novela, o en
todo caso, como tal, de muy escaso valor. Los ocultistas no tienen todavía escritores.
Mientras sus obras no superen artísticamente el nivel de «Flita» es preferible disfrutar
de la extraordinaria doctrina hindú de la reencarnación y del karma en los auténticos
mitos antiguos de los que estos intentos modernos son copias débiles y lamentables.
Con todo lo magnífica que es la teoría de la reencarnación (el hermoso recurso mítico
ante la incapacidad de comprender el tiempo como no esencial, como una forma del
conocimiento) en los antiguos documentos sagrados, y a pesar de que aún hoy puede
ser para muchos un puente y un apoyo, los escritores teosóficos no saben comprender
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su encanto profundo.
Entre los escritores contemporáneos de la especie excéntrica se podrían citar
algunos, incluso muchos intentos y arranques, pero pocos logros y resultados válidos.
Los dos talentos más acusados son sin duda Paul Scheerbart y Gustav Meyrinck,
aunque poco tienen en común. Si Scheerbart es más poeta, Meyrinck posee la
inteligencia más fuerte y es un artista más sereno, más seguro de sus medios.
Scheerbart ama los sueños orientales y las fantasías cósmicas, odia el
sentimentalismo europeo y se burla de él y tiene más afición a lo grande y
desmesurado que casi ningún otro escritor actual. En cambio se desmanda a menudo
y siente un amor absolutamente desgraciado por lo grotesco, cuya esencia desconoce
y en la que nunca acierta. Sus leones azules que hacen restallar sus rabos, comen
enormes cantidades de ensalada de pepino y se ríen a menudo sin medida, y por
desgracia también sin razón, son invenciones débiles y molestan en sus mejores
libros. Scheerbart no es un humorista grotesco como cree a ratos, sino un humorista
serio, y sus capítulos más bonitos son los serios, melancólicos, únicamente
amortiguados por extraños drapeados. En «Thod der Barmekiden» («Muerte de los
Barmekidas») el pasaje en que el califa cena en la terraza con su víctima y ofrece
vino y manjares al que ha de morir una hora después, es grandioso y hermoso. El
librito más bonito de Scheerbart que nadie conoce, «Seeschlange» («Serpiente de
mar») está lleno de melancolía y desesperación, y contiene una conversación sobre
politeísmo que rebosa intuiciones profundas y destellos de verdad.
Al lado de Scheerbart, Gustav Meyrinck parece frío y moderado. Aunque es sin
duda un ocultista y procede de la filosofía india, parece haber descubierto el escollo
ante el que naufragan todos los escritores ocultistas, y alude sólo superficialmente a
lo esencial mientras coloca en primer plano sus intenciones satíricas. Algunos de sus
relatos breves que están trabajados con sumo cuidado y agudeza, tienen esa ligera
distorsión de las líneas en la que el lector que piensa puede ver una ironización del
mundo visible, es decir, de la fe habitual en su realidad. Pero eso queda oculto, y
como núcleo y meta de las novelas cortas se revela una intención irónica, polémica
dirigida contra toda nuestra manera de pensar y nuestra cultura científica europea,
contra la arrogancia y las ínfulas de ciertas castas, contra la dignidad caciquil militar
y académica. Este seguidor inteligente de la doctrina del Veda sabe perfectamente que
con «pathos» y ademanes sacerdotales se consigue poco, en lugar de eso afila dardos,
implacablemente agudos y dispara magistralmente. Y luego tiene, como Poe, una
lógica glacial al fantasear, intenta lo más salvaje y audaz pero nunca sin calcular
exactamente los medios, nunca como un sonámbulo o un soñador, sino siempre con
concreción y agudeza. Su burla tiene la ferocidad cruel del vengador que apunta
oculto y casi nunca falla.
Entre los escritores excéntricos, como entre los otros, los hay grandes y pequeños,
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honestos y tramposos, artistas y artesanos. Debemos tener siempre en cuenta a esos
pocos que no significan un desbarre sino una conquista y unos horizontes nuevos.
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El escritor joven
Una carta dirigida a muchos
(1910)
Querido señor:
Le doy las gracias por su hermosa carta y el envío de sus poemas y ensayos en
prosa que he hojeado con interés y en los que he encontrado algunas huellas perdidas
de mis propios comienzos literarios. Su amable carta y el envío de sus poemas me
muestran una confianza que me avergüenza, ya que desgraciadamente tengo que
decepcionarle.
Usted me presenta lo que ha escrito hasta ahora, sus versos y otras tentativas
literarias, y me pide que después de la lectura de estas páginas le diga lo que opino de
su talento literario. La pregunta parece sencilla e inofensiva, teniendo en cuenta que
no quiere oír ningún cumplido sino la estricta verdad. Nada me gustaría tanto como
poder contestar de manera escueta a su pregunta escueta, si pudiese. La «verdad» no
es tan fácil de hallar. Creo incluso que es completamente imposible aventurar algún
juicio sobre el talento de un principiante al que no se conoce muy bien personalmente
a través de la lectura de sus intentos literarios. Por sus versos puedo ver si ha leído a
Nietzsche o a Baudelaire, si Liliencron o Hoffmannsthal son sus favoritos, quizás
también si tiene ya un gusto formado conscientemente por el arte y por la naturaleza,
pero eso no tiene que ver lo más mínimo con el talento literario. En el mejor de los
casos (y eso hablaría en favor de sus versos) puedo descubrir huellas de sus vivencias
y tratar de hacerme una idea de su carácter. Más es imposible; y el que le prometa
valorar su talento literario a través de sus manuscritos de principiante como un
grafólogo juzga el carácter de un lector en la sección de cartas del periódico, es un
hombre bastante superficial o un farsante.
No es muy difícil declarar que Goethe es un escritor importante después de leer
«Wilhelm Meister» y «Fausto». Pero se podría reunir perfectamente un cuadernito de
poemas de sus años de principiante del que nadie sería capaz de decir sino que el
joven autor había leído afanosamente a Gellert y a otros modelos, y que tenía
habilidad para hacer rimas. Cuando Goethe ya había escrito «Werther» y «Götz» se le
atribuyeron durante mucho tiempo algunos escritos del poeta Lenz y viceversa. Es
decir que, incluso en los escritores más grandes, la letra de los primeros intentos no es
siempre verdaderamente característica ni claramente original. En los poemas
juveniles de Schiller pueden encontrarse incluso convencionalismos y banalidades
sorprendentes.
De modo que es imposible enjuiciar los talentos jóvenes aunque a Usted le
parezca sencillo. Como no le conozco bien, no sé en qué nivel se halla de su
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desarrollo personal. Sus poemas pueden contener ingenuidades que dentro de medio
año ya habrá superado, pero del mismo modo, puede cometer todavía dentro de diez
años los mismos errores. Hay poetas jóvenes que a los veinte años escriben versos de
extraordinaria belleza, y a los treinta ya no escriben o, lo que es más grave, continúan
escribiendo los mismos versos. Y hay talentos que no despiertan hasta que tienen
treinta o cuarenta años.
En una palabra, la pregunta que me hace sobre las probabilidades de alcanzar en
el futuro fama como poeta es como si una madre preguntase si su hijo de cinco años
será algún día grande y esbelto o pequeño. El chico puede ser hasta los catorce o
quince años un pequeñajo y dar de repente un estirón.
Me ha parecido agradable que no me haya hecho cargar, como hacen muchos de
sus estimados colegas, con la responsabilidad de su futuro poético. Muchos que
acuden a un escritor con experiencia con la misma pregunta que Usted hacen, no sin
afectada solemnidad, depender de su decisión y respuesta, el que vuelvan a escribir
jamás un verso. De esta manera llegaría uno a pasarse la vida con la sensación de
haber privado a la literatura alemana quizás por un pequeño error, de Faustos y
Cantares de los Nibelungos.
Con esto quedaría contestada su carta. Me ha pedido un favor que
desgraciadamente no puedo hacerle porque está más allá de lo posible. Pero no
quisiera despedirme con una sentencia que no le satisfaga y que en el fondo
interpretará como una negativa sutilmente disfrazada. Permítame por eso todavía
unas palabras amistosas.
No puedo saber si Usted será un poeta importante dentro de cinco o diez años.
Pero que lo llegue a ser no depende en absoluto de los versos que escribe hoy.
Y por último: ¿es preciso que sea escritor? Para muchos jóvenes con talento ser
escritor es un ideal, porque en el escritor ven al ser humano original, de corazón puro,
sensible, con sentidos refinados y una vida sentimental purificada. Todas estas
virtudes se pueden tener sin ser escritor; y es mejor tenerlas que tener en su lugar el
dudoso talento literario. Pero el que sólo se interesa por la carrera de escritor para
llegar a la fama, es mejor que se haga actor.
El hecho de que actualmente tenga la necesidad de escribir versos no es en sí ni
un honor ni una vergüenza. La costumbre de aclarar en su conciencia las experiencias
de su vida y de retenerlas en una forma concisa puede favorecerle y ayudarle a
convertirse en un hombre cabal. Pero escribir también le puede perjudicar, y
perjudica a muchos al inducirles a dejar rápidamente atrás y a archivar las
experiencias, en lugar de saborearlas puramente. Algunos escritores jóvenes se
acostumbran a enjuiciar sus experiencias según su aspecto literario y se convierten así
en decoradores sentimentales, que al final sólo viven para escribir sobre ello.
Mientras tenga la sensación de que sus intentos poéticos le son provechosos y que
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le ayudan a alcanzar una mayor claridad sobre sí mismo y el mundo, a aumentar su
vitalidad, a agudizar su conciencia, continúe con ellos. Sea o no sea escritor Usted
será un hombre útil, despierto y perspicaz. Si ésta es su meta, como espero, y si al
disfrutar con la literatura poética o al producirla siente la más mínima dificultad y la
más mínima tentación de seguir las sendas de la falsedad y de la vanidad y tema que
se debilite su sentido ingenuo de la vida, deshágase de toda la literatura, la suya y la
nuestra.
Le saluda con buenos deseos su
H. H.
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Sobre la lectura
(1911)
La mayoría de las personas no sabe leer, y la mayoría no sabe bien por qué lee.
Los unos ven en la lectura un camino difícil aunque ineludible hacia la «cultura». Los
otros consideran la lectura una diversión fácil, con la que matar el tiempo y en el
fondo les es indiferente lo que leen con tal de que no les aburra.
Herr Müller lee el «Egmont» de Goethe o las memorias de la margravina de
Bayreuth, porque espera hacerse así más culto y colmar una de las muchas lagunas
que presiente en sus conocimientos. Ya el hecho de que sienta y controle con tanto
temor esas lagunas es un síntoma de que sabe abordar la cultura desde fuera y que la
considera como algo que hay que adquirir con trabajo, es decir que por mucho que
estudie, toda la cultura permanecerá en él muerta y estéril.
Herr Meier lee «por diversión», es decir por aburrimiento. Tiene tiempo, es
rentista, tiene incluso mucho más tiempo del que es capaz de ocupar con sus propias
fuerzas. Así que los escritores le tienen que ayudar a matar su largo día. Lee a Balzac
como fuma un buen cigarro, y lee a Lenau como lee el periódico.
Sin embargo estos mismos Herr Müller y Herr Meier, igual que sus mujeres e
hijos, no son tan arbitrarios y tan poco independientes en otros asuntos. No compran
ni venden valores del Estado sin tener buenas razones, han comprobado que las
comidas pesadas sientan mal por la noche y no realizan más esfuerzo físico que el
que les parece absolutamente necesario para adquirir y conservar la salud. Algunos de
ellos hacen incluso deporte y tienen una ligera idea del secreto de este curioso
pasatiempo por el que una persona inteligente no sólo se puede distraer, sino también
rejuvenecer y fortalecer.
Pues bien, igual que Herr Müller hace gimnasia o rema debería leer.
No debería esperar de las horas que dedica a su lectura menos ganancias que de
aquéllas en las que atiende a sus negocios y no debería dejarse impresionar por
ningún libro que no le enriquezca con un nuevo conocimiento vivido, que no le haga
un poco más sano y un día más joven. Debería preocuparse de la cultura tan poco
como se preocupa por conseguir una cátedra y debería avergonzarse del trato con
ladrones y rufianes de novela como se avergonzaría del trato con indeseables reales.
Pero el lector no piensa de una manera tan sencilla; o ve el mundo de la letra impresa
como un mundo absolutamente superior donde no rigen el bien y el mal, o lo
desprecia en su fuero interno como un mundo irreal, inventado por especuladores, en
el que se adentra por aburrimiento y del que sale con la sensación de haber pasado un
par de horas relativamente agradables.
A pesar de este enjuiciamiento erróneo y negativo de la literatura, tanto Herr
No hay duda: desde hace algunos años existe una nueva literatura de lengua
alemana, o al menos se está gestando y anunciando. Aparece con la audacia y la
seguridad propia de la juventud y apenas se molesta en hacer la revolución contra la
literatura tradicional; la poesía que era válida hasta hoy, no es atacada sino rechazada
con indiferencia despreciativa. No se le reprocha sólo que carezca de hombres
importantes, sino sobre todo que se dedique de una manera estéril y profesional a la
producción de obras poéticas cómodas en lugar de crear con la fuerza volcánica
primigenia y el respeto sagrado que caracterizan verdaderamente al poeta… Poco se
puede replicar a esto, y sería un error completo confrontar a los más jóvenes con sus
propios versos y ensayos y demostrarles que, en gran parte, son también imitación y
escuela, rutina y fábrica. Porque lo importante no es lo que han hecho estos jóvenes
hasta ahora, lo decisivo es el nuevo sentimiento, la nueva voluntad, la ruptura con el
ayer. Sería demasiado fácil escoger entre las obras de esta juventud ejemplos por los
que el pequeño burgués (y no sólo él) les considerase perfectos idiotas o anarquistas
absurdos y destructivos. Sería un error y una injusticia, sería también una tontería,
porque a nosotros los mayores lo que nos importa, no es rebatir o rechazar a la nueva
juventud, sino comprenderla y, en la medida en que podamos, aprender a quererla
entendiéndola.
Lo inmediato sería buscar los nombres que ya conocemos y que los innovadores
reconocen como sus jefes y padres. Para ello tomaré, de una manera un poco sumaria,
como órgano y expresión de las tendencias más recientes las «Weisse Blätter»
publicadas en Leipzig, y de las que poseo los primeros números, y no me detendré en
personas ni en opiniones aisladas, buscando un término medio, una línea media, una
atmósfera general más o menos válida para todos. Sin embargo, lo que primero llama
la atención es el reducido número de autores ya conocidos por nosotros que colaboran
o están admitidos en las «Blätter» de los jóvenes. La juventud, a pesar de lo que suele
quejarse del espíritu de cuerpo y de los monopolios de los consagrados, suele, como
es sabido, tener una actitud intolerante, exclusiva y puritana. Por eso encontramos
muy pocos nombres familiares en las «Blätter» de los nuevos, y no son los mejores
sino los que hacia afuera son más destacados, más llamativos, los que más se apartan
de la norma. Quizás el célebre Herbert Eulenberg sea el mejor. Además de él la
juventud admira por sus divertidas artes de disfraz a algunos artistas que nosotros, los
mayores, consideramos ya estrellas pálidas de un mundo moribundo, y con asombro
vemos como nuestros sucesores consideran que Hauptmann es por completo vieja
escuela, Dehmel casi por completo y Wedekind en parte, y en cambio aceptan a
La carencia más importante, el barro terrenal más pegadizo, bajo los que sufre el
escritor, es el lenguaje. A veces puede llegar a odiarlo, condenarlo y maldecirlo, o
más bien quizá se maldiga a sí mismo por haber nacido para trabajar con tan
miserable instrumento. Con envidia pensará en el pintor cuyo idioma —el color—
habla de manera comprensible a todo el mundo desde el Polo Norte hasta África, o en
la música cuyos tonos también hablan cualquier idioma humano y al que desde la
melodía unísona hasta la orquesta de cien voces, desde el cuerno hasta el clarinete,
desde el violín hasta el arpa, tienen que obedecer tantos idiomas nuevos, individuales,
delicadamente diferenciados.
Pero hay algo por lo que el escritor envidia a diario y profundamente al músico:
que posea su idioma para él solo, exclusivamente para hacer música. El escritor en
cambio, tiene que utilizar el mismo idioma con el que se enseña en la escuela y se
hacen negocios, con el que se telegrafía y llevan procesos. Es tan pobre que no
dispone para su arte de un instrumento propio, de una vivienda propia, de un jardín
propio, de una ventana propia para contemplar la luna; tiene que compartirlo todo con
la vida cotidiana. Si dice «corazón» refiriéndose a lo más vivo y palpitante que hay
en el ser humano, a su capacidad y debilidad más íntimas, la palabra significa al
mismo tiempo un músculo. Si dice «fuerza» tiene que luchar con el ingeniero y el
físico por el sentido de su palabra, si habla de «bienaventuranza» aparece en la
expresión de su idea un matiz teológico. No puede utilizar una sola palabra que no
mire al mismo tiempo hacia otro lado, que no recuerde en el mismo instante ideas
extrañas, molestas, hostiles, que no contenga inhibiciones y limitaciones y que no se
estrelle contra sí misma como contra paredes demasiado estrechas, de las que vuelve
la voz, ahogada y sin resonancia.
Si realmente es un bellaco el que da más de lo que tiene, un escritor no es nunca
un bellaco. Pues no da ni la décima, ni la centésima parte de lo que quisiera dar, y
estará satisfecho si el que le escucha le entiende superficialmente, desde lejos, de
pasada, y por lo menos no le interpreta demasiado mal en lo que es más importante.
Generalmente no consigue más. Y por todas partes donde un escritor cosecha aplauso
o crítica, donde causa algún efecto o es objeto de burla, donde se le quiere o condena,
no se habla de sus ideas y sueños, sino sólo de la centésima parte que pudo pasar por
el estrecho canal del idioma y el no más amplio del entendimiento del lector.
Por eso la gente se rebela con tanta vehemencia, tan a vida o muerte, cuando un
artista o toda una juventud de artistas, prueban nuevas expresiones y lenguajes y
tratan de romper sus penosas cadenas. Para el ciudadano, el lenguaje (todo lenguaje
Cuando los pintores examinan un cuadro, no sólo lo colocan bajo una buena luz,
se aproximan y alejan y lo observan desde distintos ángulos, sino que muchos giran el
cuadro, lo cuelgan al revés, con el cielo hacia abajo y sólo están satisfechos cuando el
cuadro soporta esta prueba, cuando también entonces sus colores vibran y se
relacionan mágicamente los unos con los otros.
Eso es lo que he hecho siempre con las verdades, de las que soy un gran amigo.
Una verdad buena, auténtica, tiene, así me parece, que resistir que se la vuelva del
revés. De aquello que es verdad tiene que ser también verdad lo contrario. Porque
toda verdad es la fórmula breve de una visión del mundo expresada desde un
determinado polo y no existe un polo sin polo opuesto.
Un escritor al que tengo mucho aprecio, Wilhelm Schäfer, me dijo hace algunos
años una frase sobre la misión del escritor que él había descubierto y que más tarde
expuso en uno de sus libros. La frase me impresionó, era sin duda buena y cierta, y
estaba muy bien formulada, algo en lo que Schäfer es un maestro. Durante mucho
tiempo su frase sobre el escritor estuvo resonando en mí, en realidad nunca la he
olvidado, siempre resurgía. Las verdades con las que estamos absoluta y totalmente
de acuerdo nunca lo hacen. Ésas se tragan y se digieren rápidamente.
La frase decía: «La misión del escritor no es decir lo sencillo de manera
importante, sino decir lo importante de manera sencilla».
Durante mucho tiempo, y a menudo, he pensado por qué no terminaba de
comprender la famosa frase (que aún admiro hoy); ¿por qué dejaba en mí un resto de
vacío y contradicción? Más de cien veces la he analizado en el curso de mis
reflexiones. Lo primero que hallé fue una leve disonancia, un error insignificante, una
grieta diminuta en el cristal claro de esta fórmula expresada con tanta pureza. «Decir
lo importante de manera sencilla —no lo sencillo de manera importante—» parecía
un paralelismo impecable y, sin embargo, no lo era del todo. Porque el sentido de la
palabra «importante» no era exactamente el mismo en las dos mitades de la frase. Lo
«importante» que debe decir el escritor, tenía un sentido directo y unívoco;
«importante» significaba aproximadamente tanto como «categóricamente valioso».
En cambio el otro «importante», tenía un fondo de desprecio. Si un escritor expresa
lo «sencillo», lo que es evidentemente insignificante, de «manera importante»,
comete en el sentido de aquella frase, un error y la «manera importante» con que se
define su manera de actuar es en realidad vana y tiene un sentido irónico.
Es curioso que tardé en hacer la prueba sencilla de aproximarme al problema
invirtiendo la frase a modo de ensayo. Ésta decía entonces: «La misión del escritor no
Hace poco tuve que someter de nuevo mis libros a examen. Forzado por
circunstancias externas tuve que desprenderme de una parte de mi biblioteca. Así que
me vi delante de las estanterías recorriendo paso a paso las filas de libros mientras
pensaba: ¿Necesitas este libro? ¿Le quieres? ¿Estás seguro de que volverás a leerlo?
¿Sentirías mucho perderlo?». Como soy una de esas personas que no han podido
aprender nunca el «pensamiento histórico», tampoco en las épocas en que éste era
preferido con mucho al pensamiento humano, comencé por los libros históricos y
sentí pocos escrúpulos. Bellas ediciones de memorias, biografías italianas y
francesas, historias cortesanas, diarios de políticos, ¡fuera con ellos! ¿Acaso los
políticos han tenido alguna vez razón? ¿No tenía para mí un verso de Hölderlin más
valor que toda la sabiduría de los poderosos? ¡Fuera con ellos!
Les siguió la historia del arte. Bonitas obras especializadas sobre pintura italiana,
holandesa, belga, inglesa, el Vasari. Colecciones de cartas de artistas, no me dolió
mucho. ¡Fuera!
Llegó el turno de los filósofos. ¿Necesitaba el diccionario de Mauthner? No.
¿Volvería a leer alguna vez a Eduard v. Hartmann? Oh no. ¿Pero Kant? Ahí dudé.
Nunca se sabe. Y lo dejé en su sitio. ¿Nietzsche? Imprescindible, sus cartas incluidas.
¿Fechner? Sería una pena; se queda. ¿Emerson? Dejemos que se vaya. ¿Kierkegaard?
No, lo retendremos todavía. Schopenhauer también, desde luego. Las antologías y
recopilaciones tenían buen aspecto «Deutsche Seele» («Alma alemana»),
«Gespensterbuch» («Libro de fantasmas»), «Ghettobuch» («Libro del ghetto»), «Der
Deutsche im Spiegel der Karikatur» («El alemán en el espejo de la caricatura»), ¿eran
necesarias? ¡Fuera! ¡Fuera con ellas!
Ahora los escritores. De los más modernos no quiero hablar. Pero ¿y la
correspondencia de Goethe? Una parte fue condenada. ¿Qué hacer con todos los
volúmenes de Grillparzer? ¿Son necesarios? No; no lo son. ¿Y toda la obra de
Arnim? Creo que lo sentiría. Se queda. Lo mismo Tieck y Wieland. Herder quedó
bastante esquilmado. Ante Balzac me invadió la duda, pero luego se quedó en su
sitio. Anatole France me hizo pensar. Con los enemigos hay que ser caballeroso; se
salvó. ¿Stendhal? Muchos volúmenes pero imprescindibles. Montaigne también. En
cambio Maeterlinck quedó diezmado ¡Cuatro ediciones del Decamerón de
Boccaccio! Solamente me quedé con una. Luego la estantería con los escritores de
Asia oriental. Despido algunos volúmenes de Lafcadio Hearn, todos los demás se
quedan.
Ante los ingleses surgieron algunas dudas. ¿Tantos volúmenes de Shaw? Algunos
KEBES: No, Teófilo ¡hoy no te escapas! Bastante tiempo me has rehuido y tenido
en suspenso. Así que ahora explícate. Quiero saber de una vez lo que significan todas
esas innovaciones y esos jóvenes en la literatura que de repente lo hacen todo de
manera distinta que antaño y si hay que tomarlos en serio o no.
TEÓFILO: Siempre preguntas con la misma gracia, querido Kebes. Siempre me
pides recetas que te conviertan en un ciudadano impecable, en un papagayo sabio.
Estás dispuesto a aprender todo, oh iluso, a soportar y aventurar todo, sólo tienes
miedo a una cosa: ser Kebes. Mi obligación es, ya que me he encargado de tu
persona, conducirte por el único camino en que creo: el camino hacia ti mismo. Pero
tú, Kebes, me pides a diario nuevos rodeos alrededor de tu persona.
KEBES: ¿qué tiene eso que ver con mi pregunta? No te estoy preguntando sobre
mí, ni sobre mi vida, sino sobre los jóvenes poetas.
TEÓFILO: No. Lo que tú quieres saber es la actitud que debes adoptar frente a
ellos. Si les debes tomar en serio. Pero ¿qué me importa a mí? Se pueden tomar en
serio o en broma todas las cosas de este mundo. Tú, por ejemplo amigo, tiendes a
tomar todo muy en serio, excepto a ti mismo y por eso siempre tienes miedo a que los
otros no te tomen suficientemente en serio. Pero recapacita ¿qué sería de nosotros, si
te tomáramos en serio? Pero ¡adelante! ¡Habla, dime! Recibo de Kebes un sueldo
mensual, vivo de Kebes, que a mí y a mis hermanos que estuvimos en la guerra nos
robó lo nuestro y multiplicó tanto lo suyo. Estoy a tu servicio, así que dispón de mí,
estimado Kebes.
KEBES: No consigues irritarme, Teófilo. En primer lugar, sólo quieres que eche a
correr y que no tengas que hacer el trabajo por el que te pago. En segundo lugar, no
soy ciego a tus virtudes y confieso que, desde un punto de vista puramente
intelectual, estás algunos peldaños por encima de mí y que, por lo tanto, tienes
derecho a burlarte de cuando en cuando. No, no me pienso enfadar, entre otras cosas
para no darte esa satisfacción. ¡Pero adelante de una vez! Sabes que en parte me
dedico a cultivarme sólo por razones burguesas, para resultar agradable a otros
burgueses cultos, para entender mejor sus conversaciones, para quizás poder hablar
en el mismo Parlamento. No obstante, y tú lo sabes, siento también un amor
auténtico, innato y desinteresado por la belleza, aunque tú te burles. Cuando era un
muchacho devoraba con verdadero furor las poesías de Schiller y hace poco, cuando
estuve enfermo, leí en mis ratos de ocio una serie de poemas del maravilloso
Es una necesidad innata de nuestro espíritu establecer tipos y dividir según ellos a
la humanidad. Desde los «caracteres» de Teofrasto y los cuatro temperamentos de
nuestros abuelos, hasta la más moderna sicología se percibe esa necesidad de ordenar
al ser humano por tipos. También de manera inconsciente cada ser humano clasifica a
las personas que le rodean por tipos, por analogías, con aquellos caracteres que
fueron importantes en su infancia. A pesar de lo positivas e interesantes que son estas
clasificaciones, indiferentemente de que partan de una experiencia puramente
personal o que pretendan crear tipos científicos, a veces es muy bueno y fructífero
hacer el corte transversal por el reino de la experiencia de manera diferente y
comprobar que cada persona lleva rasgos de todos los tipos y que los diversos
caracteres y temperamentos también se pueden encontrar como estados que alternan
dentro de una personalidad individual.
Al establecer ahora tres tipos, o mejor dicho, tres grados de lectura de libros, no
pretendo que el mundo de los lectores se divida en tres órdenes y que uno pertenece a
éste y el otro a aquél. Sino que cada uno de nosotros pertenece temporalmente a uno
u otro grupo.
Tomemos primero al lector ingenuo. Todos leemos a ratos de manera ingenua. El
lector ingenuo toma un libro como el que come una comida, es sólo un receptor,
come y se llena, como hace el muchacho con el libro de indios, la criada con la
novela rosa o el estudiante con Schopenhauer. El lector no se relaciona con el libro
como con una persona, sino como el caballo con el pesebre o como el caballo con el
cochero: el libro guía, el lector sigue. La trama se toma objetivamente, se acepta
como realidad. ¡Pero no sólo la trama! Existen lectores muy cultos, incluso refinados,
sobre todo de literatura, que pertenecen sin duda a la clase de los ingenuos. Éstos no
se detienen en la trama, no juzgan una novela por ejemplo, por las muertes o los
casamientos que se producen en ella, pero toman al autor, toman el aspecto estético
del libro de manera completamente objetiva, disfrutan con las vibraciones del autor,
se identifican por completo con su actitud frente al mundo y asumen totalmente las
interpretaciones que éste da a sus invenciones. Lo que para los espíritus sencillos es
la trama, el ambiente y la acción, para estos lectores cultivados, es el arte, el lenguaje,
la cultura del autor, su intelecto, lo toman como algo objetivo, como último y
supremo valor de una obra literaria, igual que el joven lector acepta las proezas de
«Old Shatterhand» de Karl May como valores objetivos reales, como realidad.
En su relación con la lectura el lector ingenuo no es en absoluto persona, no es él
En nuestro tiempo el escritor, como expresión más pura del hombre espiritual, se
encuentra empujado por el mundo de las máquinas y el mundo del ajetreo intelectual
a un espacio sin aire, condenado a la asfixia. Porque el escritor es precisamente el
representante y defensor de esas fuerzas y necesidades del hombre a las que nuestro
tiempo ha declarado fanáticamente la guerra.
Echarle la culpa a nuestro tiempo sería una necedad. Este tiempo no es mejor ni
peor que otros. Es el cielo para el que puede compartir sus metas e ideales, y el
infierno para el que tiene que luchar contra ellos. Es decir, que para nosotros los
escritores, es un infierno. Si el escritor quiere ser fiel a su origen y a su vocación, no
debe sumarse ni al mundo triunfalista del dominio sobre la vida a través de la
industria y la organización, ni al mundo de espiritualidad racionalizada que impera
hoy en nuestras universidades. Y como la única misión del escritor es ser siervo,
defensor y caballero del alma, en el momento actual se ve condenado a una soledad y
a un sufrimiento que no todo el mundo es capaz de soportar. Europa tiene
actualmente muy pocos escritores y todos ellos tienen algo trágico, incluso
quijotesco. En cambio, abundan esos «escritores» que el lector burgués ama y que
con talento y buen gusto glorifican siempre los ideales y las metas que figuran en el
programa del burgués: hoy la guerra, mañana el pacifismo, etc.
Sin embargo, muchos de los que pueden llamarse realmente «escritores» perecen
en silencio en el vacío de este infierno. Otros asumen el infortunio, lo aceptan, se
someten al destino y no se rebelan contra él cuando ven que la corona que otros
tiempos reservaban al escritor se ha convertido en corona de espinas. Mi amor está
con esos escritores, los admiro y amo, quiero ser su hermano. Sufrimos, pero no para
protestar y denostar. Nos ahogamos en el aire irrespirable del mundo de las máquinas
y de la miseria bárbara que nos rodea, pero no nos aislamos del conjunto, aceptamos
la asfixia y el sufrimiento, como nuestra parte en el destino del mundo, como nuestra
misión, como nuestra prueba. No creemos en ningún ideal de este tiempo, ni en el de
los generales, ni en el de los bolcheviques, ni en el de los profesores, ni en el de los
fabricantes. Pero creemos que el ser humano es inmortal y que su imagen puede
recuperarse de cualquier deformación, que puede resurgir purificada de cualquier
infierno. No pretendemos explicar nuestro tiempo ni mejorarlo, ni adoctrinarlo;
tratamos de abrirlo una y otra vez al mundo de las imágenes y del alma, descubriendo
nuestra propia miseria y nuestros sueños. Los sueños son a veces terribles pesadillas,
las imágenes son a veces visiones espantosas, no debemos embellecerlas, ni taparlas
con mentiras. Eso ya lo hacen los «escritores» amenos de los burgueses. No
Escritor: Insisto: la crítica tuvo en Alemania en ciertas épocas un nivel más alto.
Crítico: Por favor, déme un ejemplo.
Escritor: Está bien. Citaré el ensayo de Solger sobre las «Wahlverwandschaften»
y la crítica de Wilhelm Grimm sobre «Berthold» de Arnim. Éstos son hermosos
ejemplos de crítica creativa. El espíritu del que proceden es difícil de encontrar hoy.
Crítico: ¿Qué espíritu?
Escritor: El espíritu del respeto profundo. Diga sinceramente: ¿cree que hoy son
posibles entre nosotros críticas del nivel de aquellas dos?
Crítico: No sé. Los tiempos han cambiado. Una pregunta: ¿cree que hoy son
posibles entre nosotros obras de la categoría de las «Wahlverwandschaften» o de las
obras de Arnim?
Se suele decir que el artista no debe huir de la vida para refugiarse en el arte.
¿Qué quiere decir esto? ¿Por qué no debe hacerlo el artista?
¿Acaso desde el punto de vista del artista, el arte no es otra cosa que un intento de
La «huida al pasado»
Ya se sabe que los atavismos más crasos son los que tienen la necesidad más
vehemente de disfrazarse de modernos y de progresistas. Así la corriente de crítica
literaria más barbárica y más hostil al espíritu se oculta hoy bajo la armadura del
sicoanálisis.
Hace poco leí una novela, obra de un autor de talento que tiene un cierto nombre,
una obra bonita, juvenil que me interesó y gustó en algunos momentos, aunque
trataba de personas y cosas que en realidad me interesan poco. Trataba de personas
que viven en las grandes ciudades y que se dedican apasionadamente a llenar su vida
con «experiencias», diversiones y sensaciones, porque si no su vida carecería de valor
y no merecería la pena ser vivida ni contada. Existen muchas novelas como ésta y a
veces leo una, porque a mí, que vivo retirado y en el campo, me gusta de vez en
cuando informarme sobre la vida de mis contemporáneos, especialmente sobre la
vida de aquéllos de los que me siento separado por grandes distancias, que me son
muy extraños, cuyas pasiones y opiniones tienen por lo tanto para mí el encanto de lo
singular, exótico e incomprensible: en una palabra, la vida de los habitantes de las
grandes ciudades y de los ávidos de placer. Por la vida de esta clase de individuos
siento no sólo el interés que siente el europeo por los elefantes y cocodrilos, sino
también un interés muy fundamentado y legítimo: porque no ignoro que aunque uno
esté viviendo tan tranquilo en su terruño bucólico, su vida y su destino están influidos
por aquellas grandes ciudades y a menudo ¡cuánto y cuán intensamente! Porque allí,
en aquel hormiguero, en aquella atmósfera de vida agitada, dirigida por los instintos,
y por eso, imprevisible, allí se decide la guerra y la paz, el mercado y los valores, no
por personas, sino por la moda, por la bolsa, por estados de ánimo, por la «calle». Lo
que el habitante de las grandes ciudades llama vida, se desarrolla casi exclusivamente
en aquella capa y, aparte de la política, entiende por ello los negocios y la sociedad, y
por sociedad entiende a su vez, casi exclusivamente esa parte de su vida, que está
dedicada a la búsqueda de sensaciones y placeres. Esa gran ciudad cuya vida no
comparto y que me es extraña decide sobre algunas cosas que tienen también en mi
vida una cierta importancia. Tampoco ignoro que los lectores de mis libros son en su
mayor parte habitantes de grandes ciudades, aunque yo no escribo en absoluto, ni soy
capaz de escribir, para habitantes de grandes ciudades, ya que sólo les conozco muy
de lejos y lo poco que veo del lado externo de su vida lo tomo más o menos tan en
serio como mi monedero o la actual forma de gobierno: es decir, sólo un poco.
No pronuncio con ello un juicio de valor, ni sobre la gran ciudad, ni sobre las
novelas que tratan de ella. Me resultaría más simpático y afín leer obras que tratasen
de personas más serias y ejemplares. Pero yo mismo soy escritor y sé desde hace
tiempo que los escritores que «eligen» sus temas, no son escritores y que nunca vale
la pena leerles, es decir que el tema de una obra no puede ser nunca objeto de un
juicio de valor. Una obra puede utilizar el tema más maravilloso del mundo y carecer
Naturalmente que existe una gran cantidad de libros buenos y hermosos a los que
deseo una gran difusión. Pero no existen libros de cuya influencia se pueda esperar
una mejora de la situación y una configuración más amable del futuro. La crisis que
sufre nuestro mundo será, me temo, muy semejante a un ocaso y aunque no llegue a
serlo por completo, en él desaparecerán para siempre, además de otras muchas y
queridas cosas, también innumerables libros. Lo que ayer era todavía sagrado, lo que
hoy es todavía respetable y tiene autoridad para un pequeño círculo de hombres del
espíritu, estará pasado mañana socavado y olvidado del todo, a excepción de ese resto
que es indestructible y que constituye la levadura de cada nueva creación. Nunca
desaparecerá mientras existan seres humanos, es lo único «eterno» que posee el
hombre.
Este patrimonio supremo de la humanidad se encuentra depositado en diversas
formas y lenguas. La Biblia y los libros sagrados de la China antigua, el «Vedanta»
hindú y algunos libros y colecciones de libros más, son recipientes en los que ha
encontrado forma lo poco que hasta hoy se ha descubierto. Esta forma no es unívoca
y estos libros no son eternos, pero contienen la herencia espiritual de nuestra historia.
Toda la literatura ha partido de ellos y no existiría sin ellos: la literatura cristiana
hasta Dante y hasta hoy es una emanación del Nuevo Testamento y si desapareciese
toda esa literatura pero se conservase el Nuevo Testamento, podrían surgir de él
siempre nuevas literaturas. Únicamente los pocos «libros sagrados» de la humanidad
tienen esa fuerza generativa y sólo ellos sobreviven a los siglos y a las crisis
mundiales. Es un consuelo que no importe su difusión. No necesitan ser millones, ni
cientos de miles los que toman internamente posesión de este o aquel libro sagrado
—o más bien son tomados en posesión por éstos—, bastan unos pocos.
Es una buena y agradable noticia que en el futuro una revista para la poesía
acompañe a la revista ilustrada. Le damos la bienvenida y le deseamos una larga vida.
La lengua y la literatura alemanas tienen una extraña vida. Por su riqueza de
vocabulario, sus formas gramaticales y posibilidades artísticas de expresión, se
encuentran con todo derecho junto a las lenguas más nobles del mundo, comparten
plenamente su orgullo y su modestia, su utilidad y su obstinación; han sido probadas,
desarrolladas, enriquecidas y refinadas por poetas y pensadores del más alto rango.
Pero a diferencia del ruso, del inglés y de la mayoría de las lenguas románicas, no
tiene detrás a un pueblo de aficionados, críticos, conocedores y entusiastas, su pueblo
y su espacio de acción no son propicios, su cuidado, su culto, sus posibilidades de
influencia más diferenciadas y delicadas, están limitadas a una delgada capa cultivada
que, por cierto, no es necesariamente siempre la más valiosa del pueblo. En los países
de habla alemana se puede llegar no sólo a alcalde y ministro, sino también a
maestro, profesor y escritor, sin saber alemán, es decir sin tener una relación
auténtica, natural, alegre y segura con el propio idioma. Tanto más necesario y
deseable es por lo tanto para los que pertenecemos a esa delgada capa, cualquier
refugio que se nos conceda, cualquier apoyo que se nos brinde.
Sobre la revista patrocinada por «DU» no se podrá formular un juicio hasta que
haya superado un cierto período de prueba. Lo que ya me gusta hoy, antes de haberla
visto, es sobre todo su nombre. Se llama «Das Wort» («La palabra»). Así inscribe una
de las palabras más antiguas y respetables, auténticas y cargadas de significado del
idioma alemán sobre su primera página. Porque las palabras no son iguales las unas a
las otras por su contenido, peso, antigüedad, sentido y fuerza, sino que existen
palabras buenas, fuertes, profundamente enraizadas y palabras jóvenes, no probadas,
dudosas, flojas que nacen y mueren con la moda. A la palabra que constituye el
nombre de esta nueva publicación, dedicó el diccionario de Grimm más de 75
columnas. Desde tiempos inmemoriales pertenece a todas las lenguas germánicas,
escandinavas y anglosajonas y tiene más significados que la mayoría de las palabras
de nuestro idioma. Tiene incluso una riqueza rara y peculiar, dos plurales. Y sus
significados van desde la esfera sacral («en el principio era el verbo» o «la palabra,
que no la toquen») hasta el otro extremo, donde el idioma, en una fase tardía se
refleja a sí mismo, se critica y censura («palabras vanas» - «palabrero» - «palabrería»
- etc.).
Vamos a interpretar esta hermosa cabecera como en las expresiones «empeñar su
palabra», «cumplir su palabra», «comprometerse con la palabra dada», como una
En la noche del último abril murió, inesperadamente para todos, el editor Albert
Langen en Munich a la edad de cuarenta años. Como editor y fundador del
«Simplizissimus» era bien conocido y los periódicos publican ahora artículos y
necrológicas, vuelven a decir lo que todos ya sabemos y recalientan cosas pasadas.
Volvemos a oír que Langen era el yerno de Björnson, que durante algunos años vivió
perseguido en el extranjero por ofensas a la Corona, que tenía buenas relaciones con
París, etc. Algunos enemigos aprovechan la ocasión para reprocharle de nuevo haber
publicado una edición francesa del «Simplizissimus» y de haber vendido los defectos
secretos de Alemania a su «eterno enemigo». En realidad, se distribuyeron durante
unos años semanalmente, por deseo sobre todo de los artistas parisinos, las cuatro
páginas principales del «Simplizissimus» con una traducción francesa de los chistes,
en algunos centenares de ejemplares, lo que produjo seguramente más gastos que
ganancias. Así sucede con todas las leyendas y sin duda podrían minimizarse los
méritos de Langen atribuyéndolos en gran parte a la suerte y la casualidad. Pero la
suerte y la casualidad no acuden a cualquiera y no todos saben hacer algo con ellas, y
más de un joven editor alemán ha hecho lo imposible por crear algo realmente nuevo
y audaz sin que de sus esfuerzos saliese un «Simplizissimus».
He oído decir muchas cosas de Albert Langen, algunas exageradamente buenas,
otras exageradamente malas y no voy a discutirlas ahora. Durante algunos años he
tratado mucho con él, personalmente y a través de cartas, y he llegado a conocer a un
hombre completamente distinto a todo lo que había oído de él. Ahora que se ha ido y
que pienso en él y trato de recordar los encuentros que tuvimos, todo se reduce a unos
cuantos momentos, a unos cuantos ademanes. Recuerdo unas veladas en la casa de
Langen en Munich, unos viajes en automóvil, unas entrevistas en su oficina y,
curiosamente, recuerdo perfectamente el día en que vi a Langen por primera vez.
Vino desde Constanza con una lancha motora un día que diluviaba y estuvo una hora
conmigo y al pensar en él vuelvo a verle exactamente como era entonces, activo y
dinámico, de una alegría casi infantil y al mismo tiempo obediente y hasta dócil en la
conversación. Este hombre de fácil entusiasmo y ágil espíritu de empresa, estaba
hecho para vivir entre personas creativas con talento, para estimular y realizar, para
empujar y ser empujado. Llevaba a cabo sus negocios con el afán impulsivo del
deportista, tenaz o tranquilo, interesado o juguetón, como lo hacen las personas
nerviosas, pero en todo caso con sinceridad y entrega. Hoy podía abandonar un
proyecto de ayer, pero el que conseguía retenerle e interesarle personalmente, podía
trabajar con él maravillosamente. Dos veces intentamos ser diplomáticos cuando
No creo que mi editor y yo tengamos muchos rasgos parecidos. Sería además una
pena. Tenemos funciones tan distintas. Pero algo sí tengo en común con él: la
tenacidad, la meticulosidad, el no sentirme en seguida satisfecho, el buscar cinco pies
al gato. A eso se añade el cumplir la palabra, la formalidad en los acuerdos y de este
modo he tenido durante 25 años no sólo una relación agradable con mi editor, sino
que también he aprendido a quererle y admirarle.
Recuerdo de S. Fischer
(1934)
Querido amigo:
Cuando hace poco estuviste en Baden y Zurich y volvimos a hablar un par de
veces, ya me habían encargado algunos amigos comunes que añadiese a nuestro
regalo de cumpleaños una felicitación, y sentí este encargo, como cualquier encargo
semejante, como un peso agobiante. Porque si bien es cierto que me gusta desear a
mis amigos toda clase de parabienes y de estrecharles la mano o invitarles a un vaso
de vino cuando se presenta la ocasión, también es verdad que no me gusta hacerlo
pública y oficialmente: entonces me siento siempre un poco disfrazado y ridículo y
desearía mandar al diablo toda la comedia de la fiesta y de las felicitaciones. A eso se
añade que cada vez me cuesta más trabajo escribir en parte por los achaques propios
de la edad, en parte por un resto de vanidad de autor; el que en su día utilizó con
gusto y placer de artista el lenguaje y la pluma pero ha perdido la alegría de hacerlo y
ha experimentado el peso cada vez más grande del carácter dudoso de esta actividad
no se sube ya sin sensación de angustia y vértigo a la cuerda floja y así me tienes
sentado detrás de mi mesa de trabajo, apurado por este encargo que me atosiga desde
hace unas semanas como unas anginas y trato de averiguar lo que en realidad debo
decirte.
Lo humano y privado entre tú y yo, el hecho de que seamos amigos, que nos
apreciemos y nos deseemos la felicidad es algo que se sobreentiende. Es, como dicen
los filósofos, un hecho y habría que ser más joven, más ligero, tener más talento que
yo, para expresar esto de una manera más amplia y decorativa que con un apretón de
manos. Amistades entre hombres, especialmente aquellas que han surgido entre
hombres de edad avanzada son tanto más secas y lacónicas cuanto más cordiales son,
y hay parejas de amigos de sesenta, setenta y más años cuyos sentimientos no
necesitan otra expresión que un «En fin…» o un «Bueno, a tu salud…». También
para nosotros sería suficiente, y sobre todo en un acto solemne, un aniversario, un
ensayo general para la corona de laurel y la necrológica. Suponiendo incluso que
alguna vez nos diésemos el gusto de expresarnos mutuamente nuestra simpatía y
amistad, no se lo daríamos a los otros, a los testigos, oyentes y espectadores que
asistirían divertidos, emocionados o también asqueados al intercambio de
Amigo Peter
(1959)
Desde hace algunos años Alemania y la prensa alemana se han vuelto tan
literarias que es moda tomar terriblemente en serio y analizar con el mayor
detenimiento las «corrientes» más recientes de nuestra literatura y tomarle el pulso a
todas horas como a un enfermo grave. Como si se tratara de movimientos bursátiles
se observa y describe cualquier pequeño movimiento que vaya del realismo al
neorromanticismo, del esteticismo a la «nueva fe», de Nietzsche a Häckel. Podría
pensarse que nuestros poetas trabajan divididos rigurosamente en «escuelas» y que
para el individuo es de infinita importancia la corriente a la que se ha adherido.
En la realidad las cosas son afortunadamente distintas. Los escritores, en la
medida en que valen algo, no se preocupan —hoy tan poco como ayer— de las
corrientes y los grupos. Los dirigentes y portavoces de las nuevas sectas literarias no
suelen ser escritores, sino empresarios, y su empeño es que se hable de ellos durante
un par de meses o años.
Viejos y sólidos autores, como el maestro Wilhelm Raabe y otros, vivieron toda
su vida tranquilamente al margen, veían nacer y desaparecer de la escena una escuela
sacrosanta tras otra, y seguían creando sus excelentes obras sin inmutarse. Y entre los
artistas plásticos, entre los que florece un espíritu sectario parecido, se han retirado
aún más enérgica y decididamente los mejores. Al fin y al cabo cuando me encuentro
con una persona trato de leer en su mirada, en su manera de hablar, en su expresión y
sus gestos, su verdadero ser, su temperamento, su espíritu y carácter y no pregunto
primero por su religión, su opinión política, por el club al que pertenece etc. ¿Por qué
habríamos de actuar de otra manera con los escritores y sus libros? Lo que les
distingue y hace valiosos no es precisamente la «corriente» y la manera que tienen en
común con tantos otros, sino la novedad, originalidad y personalidad. ¿De qué me
sirve saber que éste o aquél es un simbolista, un naturalista, un alumno de
Maeterlinck o un amigo de Stefan George? Quiero saber si tiene una manera propia
de vivir y ver, si es un artista o solamente un virtuoso, si crea seres vivos o pompas de
jabón, si su lenguaje tiene un perfume y un ritmo personales. Quiero saber si tiene
algo que decirme, si su libro puede ser un amigo y un consuelo o solamente un
pasatiempo, si tiene sangre y alma o si sólo es un libro.
Dejemos entonces para los parisinos y berlineses la clasificación según etiquetas
de moda, y también la multitud de hábiles virtuosos y especialistas, cuyo arte consiste
en pesar las palabras como polvo de oro y verter vino mediocre en recipientes
valiosos. No renunciamos por ello a la ordenación y a la comparación, tampoco a la
Tesoros desconocidos
(1907)
Libros baratos
(1908)
Traducciones
(1908)
Lectura de vacaciones
(1910)
Sin duda nadie se va de veraneo para leer libros. No obstante hay muchas
personas que sólo en esta época tienen tiempo para una lectura tranquila, y el que no
tenía intención de leer se ve obligado a hacerlo por los días de lluvia y otras
circunstancias. Según mi experiencia, no hay para las vacaciones propósito mejor que
no leer ni una sola línea y luego nada más agradable que apartarse de ese propósito
con un libro interesante cuando se presenta una buena ocasión.
Los señores que viajan con niños, mujeres y sirvientes al mar o a las montañas,
suelen pensar bien lo que han de llevar consigo. No suele suceder que una dama no se
dé cuenta hasta Ostende de que le falta su nuevo vestido de noche, y desde la maleta
de cuero hasta los polvos dentífricos, se prevé meticulosamente todo lo necesario.
También se busca compañía y se prefiere viajar al mismo lugar de descanso con un
primo o amigo que con un enemigo mortal. Luego se elige con cuidado el hotel y con
todo esmero una habitación, y pronto se sabe dónde se sirve el mejor café y el
Pilsener más frío.
Tales precauciones me parecen perfectas. Pero la misma dama que desde el
sombrero hasta los botines ha sopesado bien lo que lleva, que es tan prudente a la
hora de elegir a sus amigos y que no se conformaría en absoluto con ventanas de
orientación norte, esa misma dama pasa sus días de lluvia bostezando con libros
malos porque, naturalmente, no ha llevado libros consigo y depende de los que le
ofrezca el librero local. Pero éste no se somete a las fatigas del trabajo de temporada
con fines didácticos, y de todos modos no dispone de un stock demasiado grande. Su
K. Tucholsky
La verdadera cultura no es una cultura con un fin determinado, sino que como
todo deseo de perfección, tiene su sentido en sí misma. Así como el deseo de fuerza
física, habilidad y belleza no tiene ningún objetivo final, por ejemplo, hacernos ricos,
famosos y poderosos, sino que lleva su recompensa dentro de sí al potenciar nuestra
vitalidad y nuestra confianza en nosotros, al hacernos más alegres y felices y al
darnos una mayor sensación de seguridad y salud, del mismo modo el deseo de
«cultura», es decir, de perfección intelectual y espiritual no es un camino penoso
hacia una meta limitada, sino una ampliación gratificadora y fortalecedora de nuestra
conciencia, un enriquecimiento de nuestras posibilidades de vida y felicidad. Por eso
la verdadera cultura, igual que el verdadero deporte, es realización y estímulo al
mismo tiempo, siempre está en la meta y sin embargo no se detiene nunca, es un
caminar por el infinito, un vibrar con el universo y participar en lo intemporal. Su
meta no es potenciar determinadas capacidades y energías, sino ayudarnos a dar un
sentido a nuestra vida, a interpretar el pasado, a enfrentarnos al futuro sin miedo.
De los caminos que conducen a la cultura, uno de los más importantes es el
estudio de la literatura universal, el llegar a familiarizarse poco a poco con el inmenso
tesoro de pensamientos, experiencias, símbolos, fantasías e ideales que nos ha dejado
el pasado en las obras de los poetas y pensadores de muchos pueblos. El camino es
infinito, nadie puede recorrerlo hasta el final, nadie podría estudiar y conocer por
completo la literatura de un solo gran pueblo civilizado y mucho menos de toda la
Humanidad. En cambio, la incursión inteligente en la obra de un pensador o de un
poeta importantes es una satisfacción, una experiencia gratificadora, no de saber
muerto, sino de conciencia y conocimiento vivos. Lo fundamental no es haber leído y
conocer el mayor número de libros, sino alcanzar a través de una selección personal y
libre de obras maestras, a las que nos entregamos por completo en horas de asueto,
una idea de la amplitud y riqueza de lo que el hombre ha pensado y deseado y
establecer con la propia totalidad, con la vida y el pulso de la Humanidad, una
relación vivificadora y armoniosa. Ése es en fin de cuentas el sentido de toda vida en
la medida en que no está al servicio de la necesidad desnuda. La lectura no debe
«distraernos», sino más bien concentrarnos, no ayudar a evadirnos de una vida sin
sentido y aturdimos con un falso consuelo, sino por el contrario, ayudar a dar a
nuestra vida un sentido cada vez más elevado y completo.
La selección a través de la cual conocemos la literatura universal, será distinta
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