Beca - Color, Significado, Origen

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EL COLOR DE LAS BECAS,

ACERCA DE SUS SIGNIFICADOS


Y SU ORIGEN

Desde que en 1088 se fundara en Bolonia la primera universidad no solo el mundo fue
visto de otro modo a través de la ciencia y del saber, sino que desde entonces símbolos,
emblemas, protocolos y ritos fueron apareciendo en el seno de una institución que
habría de ser universal, buscando siempre expresar y guardar su identidad. Y, aunque
fueron muchas las universidades creadas por la Iglesia – de ahí su influencia en la
organización y desarrollo de las ceremonias académicas –, no hay que olvidar las
disposiciones de reyes, concejos y nobles que hicieron posible el nacimiento de muchos
de estos centros de estudios superiores. A pesar de unos orígenes tan diversos no resulta
extraño que, en una época en la que el poder de lo religioso llegaba a todos los rincones
de la sociedad, el ritual eclesiástico imprimiera una parte importante del fascinante y
bello ritual que la universidad conserva y mantiene todavía, independientemente de los
cambios y progresos que siempre han afectado a una institución en permanente
evolución.
Conviene recordar, no obstante, que todo grupo humano y cualquier institución en todas
las civilizaciones y culturas crearon una serie de usos, costumbres y hábitos sociales que
derivaron en la formación de un ceremonial público, es decir, un ritual que podría ser
sencillo o complejo, más o menos flexible, según las circunstancias o la naturaleza de
los actos, pero siempre orientado a la realización de unas manifestaciones públicas, en
las que la participación de cada individuo estaba subordinada a unas normas
reglamentadas bien por la tradición o por la rigidez de una codificación escrita. Podrían
buscarse en la más remota antigüedad, en tiempos más recientes o en la época actual
ejemplos de ceremonias rodeadas de símbolos y muchos signos de ostentación: desde el
fasto en torno a los faraones egipcios, la procesión de las panateneas en Atenas, la
presentación de los emperadores romanos, los rituales de Teotihuacan, la coronación de
los monarcas franceses en la catedral de Reims, el boato en los ceremoniales
eclesiásticos hasta llegar a la magnificencia en la apertura anual del parlamento inglés y
en otros acontecimientos que se pueden contemplar en la actualidad.
Un rasgo general en todos los rituales es la voluntad de permanencia de unos signos y
símbolos que entroncan con el mismo origen y con la historia de la institución que los
conserva a través del tiempo.
La misma repetición del rito con cierta periodicidad confiere al ceremonial un valor que
trasciende el transcurso de los años. Incluso, se acumulan otros elementos que son
producto de nuevos significados que se han ido añadiendo como consecuencia de la
evolución y de los cambios sociales e históricos. Por eso, la demostración de estos ritos
no ha de contemplarse únicamente como una apelación nostálgica hacia los orígenes,
sino que ha de entenderse también que la regulación ceremonial que hoy día viene a
solemnizar los actos y, sobre todo, “pone orden y belleza, dignidad y perfección en su
celebración y desarrollo”, en palabras de Sabino Fernández Campo. No es solo la
vistosidad del rito lo que justifica su recuperación o permanencia, sino el sentido de la
historia que toda institución ha de tener y que aprovecha algunos de los signos de su
pasado para mostrarlos ante la sociedad y celebrar su vitalidad.
Es de sobra conocido que la Universidad, junto con el Ejército y la Iglesia han sido
quizás las instituciones que mejor han expresado a través de signos bien visibles todo un
rito ceremonial en el que el cortejo, la música y el vestuario han configurado el
desarrollo de unos actos presididos por el boato y la riqueza de detalles, cuyos
significados a veces se nos escapan pero a los que estamos habituados por su
contemplación periódica. Fenómeno que se acrecienta ante el poder en la sociedad de la
imagen, pues ofrece notable relevancia a toda representación pública, porque símbolos,
ceremonias y rituales parecen necesarios en el mundo moderno.
Un análisis exhaustivo del ceremonial universitario obligaría al tratamiento
pormenorizado de los numerosos elementos que lo integran. Un largo proceso histórico
ha ido transformando, enriqueciendo unas veces, simplificando otras los componentes
de un ritual que habitualmente se recogía en las constituciones fundacionales de las
Universidades. Cabe destacar que, desde el mismo momento de su creación en los siglos
del medievo, las antiguas Universidades empezaron a configurar sus propios rasgos
distintivos, que con ligeras variantes se fueron manteniendo con el transcurso del
tiempo y fueron asumidos por los nuevos centros docentes fundados en la edad
moderna, con una voluntad clara por preservar aquellos símbolos que habían sido
transmitidos a través de una inveterada tradición. Tal fenómeno explica que no se dieran
notables diferencias en cuanto a estos elementos de identidad en esas instituciones. Si a
ello se añade lo apuntado más arriba en cuanto a la influencia de la Iglesia en la
creación de las Universidades, se podrá entender la semejanza existente en muchos de
sus elementos.
Cualquier ritual tiene como signo destacado la indumentaria y, en este sentido, el traje
académico posiblemente sea uno de los signos de identidad más sobresalientes de la
Universidad, por lo que tiene de fasto externo, vistoso y colorista, que siempre llama la
atención, tanto en el deambular cadencioso del cortejo como en el desarrollo de las
ceremonias claustrales de los paraninfos. La vestimenta actual constituye el eslabón
final de una larga tradición que arranca de la cultura romana, después recogida por la
Iglesia que arropó precisamente a todas aquellas instituciones que nacieron a su amparo.
Sería prolijo enumerar las descripciones del atuendo académico que aparecen en
diversas constituciones Universitarias y otros documentos antiguos, en los que se
especifican sus detalles, calidad, medidas o normas de uso.
Así, han llegado a nosotros togas, mucetas, birretes, puñetas y guantes, cuya
configuración definitiva cristalizó a partir de 1850, por medio de unos Reales Decretos
firmados por Isabel II, coincidiendo con una época en la que el sistema educativo en
general y las universidades en particular eran objeto de importantes transformaciones. A
través de estas normas se reguló en España gran parte de lo que venía siendo habitual
desde siglos anteriores y esa tradición se ha seguido manteniendo en la legislación
posterior, con la introducción de ciertas variaciones, hasta la actualidad. En esa
uniformización dictada por el Estado se revelan algunas de las características del
atuendo y su uso. En primer lugar se destaca la prenda común de todos los trajes
académicos: la toga, también denominado “traje talar”, porque llegaba hasta los talones.
Su origen arranca de la época romana y del traje eclesiástico, ya que los clérigos
formaron inicialmente el profesorado de las universidades. En el Decreto de 6 de marzo
de 1850 se puede leer lo siguiente: “El traje académico para todos los actos solemnes
de las Universidades literarias e Institutos de segunda enseñanza será desde hoy en
adelante el de la toga profesional...” (art. 1); y se especifica que “La toga profesional
será enteramente igual a la que usan los abogados, con manga abierta doblada y asida
por un botón al brazo... Debajo de la toga se llevará traje enteramente negro; pero en
los actos solemnes se usará de la corbata blanca.” (art. 2). Esta prenda, que
prácticamente ha permanecido inalterable desde su regulación en 1850, constituye la
base de la indumentaria académica y se complementa con los vuelillos o puñetas que,
de ser unas piezas para evitar el deterioro de las bocamangas de las togas, pasaron a
significar rango y autoridad.
Un decreto posterior al que se ha mencionado, fechado el 2 de octubre del mismo año
de 1850, indica en su art. 3 que “El Ministro, Director y Consejeros de Instrucción
Pública y los Rectores de las Universidades usarán además, de vuelillos o puños de
encaje blanco sobre un vivo encarnado rosa, ajustados a la muñeca por botones de
oro”. Más adelante, en 1859 se dispuso que también los profesores de las universidades
habrían de llevar puñetas sobre fondo del color de su Facultad con botones de plata.
Estos vuelillos de encaje han sufrido algunas variaciones, al desaparecer por evidente
sentido práctico sus botonaduras y sujetarse a las bocamangas con medios más sencillos
y económicos. La Universidad de Murcia ha conferido un valor simbólico a las puñetas
o vuelillos ya que en la solemne ceremonia de la apertura del curso académico son
impuestos por el rector en la de investidura de aquellos doctores que se han integrado en
los cuerpos docentes.
El traje académico se enriquece visiblemente con la muceta. En su origen fue una
especie de capa corta para guarecerse de las inclemencias del tiempo, cuyo origen puede
rastrearse en mosaicos y relieves tardorromanos. Esta capellina se convirtió después en
una prenda que habría de distinguir a ciertas jerarquías y dignidades eclesiásticas, tal
como la vemos hoy. Tampoco puede obviarse que este tipo de capa corta marcaba el
rango en Bizancio y otros imperios orientales. Si se acude al Diccionario de
Autoridades (1726) muceta aparece descrita como “ornamento de prelados, a modo de
esclavina, dando a entender por ella la peregrinación en respeto de ir a sembrar la
palabra de Dios y el Santo Evangelio”. Es decir, lo que en un principio fue una simple
prenda con un uso funcional determinado pasó al terreno de los símbolos y en el mundo
académico se convirtió en una distinción de la misión de enseñar y de protección por la
mejora de la Ciencia. Por eso la legislación de 1850 ordena en el Decreto del 6 de
marzo que “Los doctores usarán sobre la toga una muceta en forma de esclavina de
terciopelo del color de la Facultad, prendida al cuello con broches de oro y también
con cogulla” (art. 4). Meses después se modificó la calidad de la prenda pues “La
muceta, que debe cubrir el codo, será de raso del color de la Facultad, forrada de seda
negra, con gran cogulla y abotonada por delante”. La máxima distinción quedó
reservada para el traje rectoral con muceta de terciopelo negro. Se han dado diversas
explicaciones sobre la finalidad que antaño pudo tener la cogulla: bien como capucha
para cubrirse de la lluvia, bien como portapergaminos. Lo cierto es que se trata de una
pieza que ha perdido su función original y que se esconde dentro de la muceta.
Cuando en 1967 se regularon las normas sobre la indumentaria académica de las
Escuelas Técnicas Superiores de Arquitectura e Ingeniería se estableció que la muceta
“Tendrá la forma tradicional, pero no será doble, carecerá de la antigua capucha o
embudo portatítulos y será abierta por delante (con botonadura figurada del mismo
color de la muceta) unida a la toga mediante botones no vistos en la parte superior.
Será confeccionada en raso de seda...”. Con esta disposición se simplificó tan
significativa prenda de la vestimenta universitaria pero al mismo tiempo se quiso
imprimir a estos centros docentes el prestigio de unos ropajes históricos y dotarlos del
mismo ceremonial de centenaria tradición.
Acaso la pieza más relevante de la indumentaria académica sea el birrete, por el
simbolismo que se le ha atribuido y la destacada presencia que tiene en el rito de
investidura del grado de doctor o en las solemnidades que se celebran, cuando se otorga
el doctorado honoris causa. Es sabido que en cualquier vestimenta y atavío de gala
siempre ha existido una consideración especial en torno a la prenda que cubre la cabeza,
que va mucho más allá de razones prácticas, funcionales o de seguridad. Su tratamiento
ornamental, a veces de gran lujo, ha servido para jerarquizar e indicar el rango o
actividad del personaje, hasta el punto que los escudos heráldicos aparecen timbrados
por piezas de este tipo. La culminación de semejante boato la ostentan precisamente los
cascos o cimeras, mitras, capelos, tiaras y coronas, de cuyo simbolismo no se puede
dudar. El birrete universitario ha ido evolucionando con el transcurso de los siglos,
según es posible observar en algunos textos y representaciones pictóricas. El primero de
los decretos de 1850 ya especificaba que “La gorra será también igual a la que usan los
abogados, de seis lados y seis ángulos.” (art. 2) y añadía que “La borla del birrete será
de torzal de seda... de una tercia de largo y suelta.” (art. 4). En esos años, en los que se
fijaban las características del atuendo académico, se introdujeron cambios en la
configuración del birrete y en 1859, en el Reglamento de las Universidades que
desarrollaba la conocida Ley Moyano de 1857, se estableció que la borla del bonete de
los doctores será “de seda que lo cubra enteramente, del mismo color que la muceta”
(art. 224), reservándose como siempre el negro para el del rector. Aún habrían de surgir
cambios en algunos detalles del birrete y de su borla en la legislación del siglo XX,
según las disposiciones fechadas en enero de 1931, julio de 1944 y noviembre de 1967.

A través de estas normas se determina la forma octogonal del birrete de doctor (el de
seis lados queda para los licenciados), forrado en seda negra, rematado por borla
compacta en la parte superior, flecos largos cayendo desde las aristas del octógono
sobre las ocho caras laterales y con un cordón de seda entre la base de la borla y el
origen de los flecos. La prosa legal y el cuidado puesto en la configuración del birrete
patentizan la superior significación que dicha prenda académica posee y la distinción
que otorga a quien la porta sobre su cabeza, lo que aparece explícitamente en las
fórmulas rituales utilizadas. Por ejemplo, cuando en la festividad de Santo Tomás de
Aquino la Universidad de Murcia efectúa la investidura de doctores, el rector pronuncia
las siguientes palabras: “Recibe el birrete laureado, antiquísimo y venerado distintivo
del magisterio. Llévalo sobre tu cabeza como la corona de tus estudios y
merecimientos”. No parece que sean necesarios más comentarios en cuanto a su
significado y, sobre todo, a la facultad de enseñar que recibe quien ha superado el más
alto grado académico en su largo aprendizaje, a través del camino del saber y de la
ciencia. Incluso, las referencias a la cultura clásica y a toda una tradición que hunde sus
raíces en la historia europea se hacen evidentes en la fórmula empleada en la ceremonia
de investidura de doctor “honoris causa”: “Accipe capitis decorem apice..., quo non
solum splendore ceteros praecellas, sed quo etiam tamquam Minervae casside ad
certamen munitior sis.”
Ese mismo ceremonial alude en otro momento a los honores, libertades, privilegios y
exenciones de las que pueden gozar los doctores, consecuencia del reconocimiento que
en su momento recibieron. Cabe recordar que en las Cortes de Monzón (1553) se
concedió el fuero de nobleza a los doctores, en una práctica similar que ya ocurría en
otros reinos de España: “por razón de los grandes trabajos y gastos que han sostenido
en poder obtener tal grado, y muchos se aficionan a tal profesión; por ende Su Alteza
estaueçe y ordena que el que fuere graduado de Doctor en Cánones o en Leyes en
cualquier Universidad aprobada por los Reynos de Su Magestad, puedan ser
promovidos, conforme a fuero, a Cavallero...”. De ahí que pueda entenderse en toda su
extensión alegórica el sentido de las palabras por las que comienza un solemne acto
académico -“Doctores, sentaos y cubríos”-, emanadas de la autoridad regia, como se
comprobará a continuación. Cuando Felipe III, en una visita a la ciudad de Zaragoza en
1599, tuvo ocasión de presenciar una investidura de doctor, ordenó al rector y doctores
no solo que se sentaran sino que se cubrieran con el birrete.
Con semejante actitud el rey otorgaba a los doctores el privilegio de estar cubiertos ante
él, la misma prerrogativa que poseían los grandes de España. Por eso el ceremonial
académico indica que los doctores han de permanecer cubiertos durante el desarrollo del
acto, excepto en los momentos de juramento o del canto del Gaudeamus.
Una vez que se ha hecho mención de las prendas más significativas del traje académico
conviene citar otros distintivos, también privativos de los doctores, como los guantes
blancos y la medalla. En cuanto a los primeros, símbolos de la pureza y ecuanimidad
en el trabajo y en la escritura, tuvieron la misma regulación que el resto de las piezas
que ya se han aludido. La medalla, sin embargo, constituye un distintivo especial como
símbolo del servicio a la ciencia. Como tal fue creada en los decretos de 1850, cuando
se fijó la medalla rectoral, de esmalte blanco sobre oro, con las armas reales en el
anverso y un sol radiante, con la cabeza de Apolo, como dios de la luz y protector de las
artes, circundado por la leyenda Perfundet omnia luce, en el reverso. Años después, en
1893, una Real Orden de la Reina Regente María Cristina autorizaba “a los Doctores de
todas las Facultades universitarias para el uso de una Medalla como distintivo
especial, que será de oro, sin ningún esmalte”, según el modelo preparado por la
Academia de San Fernando. La venera doctoral, que aparece rematada por corona y
orlada de palmas, ostenta en el anverso el escudo de España y en el reverso la leyenda
Claustro extraordinario universitario.
La medalla pende de un cordón que será de hilo de seda del color de la Facultad para los
doctores, seda con hilo de plata para los vicedecanos, seda con hilo de oro para los
decanos, seda negra con hilo de plata para los vicerrectores y seda negra con hilo de oro
para el rector. No obstante, se han establecido más variaciones en el diseño de la
medalla, al introducir en algunos casos el escudo de la universidad en su anverso e,
incluso, al modificar la leyenda del reverso. En cuanto al uso de este distintivo existen
ciertos reglamentos elaborados por algunas universidades regulando el uso, categoría y
concesión de las medallas.
Ya se ha señalado el aspecto vistoso y rico del ritual académico y, posiblemente,
semejante aparatosidad sea la consecuencia de una de las características más notables de
la indumentaria universitaria. Se trata de la riqueza colorista que singulariza como
ninguna otra el boato del traje y el sorprendente ceremonial que la tradición ha legado y
cuidado en sus múltiples aspectos.

Es evidente que la variedad de colores, por su simbolismo, llegó a convertirse en un


ingrediente fundamental de cualquier celebración festiva. Habría que remontarse
nuevamente a las ceremonias religiosas o a otras manifestaciones similares, en las que la
puesta en escena adquiere un tratamiento excepcional a través de unos colores elegidos
en función del significado que se les ha conferido. En este sentido el esplendor
universitario adquiere su máxima dimensión por medio de los colores de mucetas,
birretes y vuelillos. Según Darias Príncipe, “la adjudicación de colores como distintivo
para los distintos estudios universitarios es tan antiguo como la misma universidad”. Es
cuestión de contemplar algunas pinturas de los siglos XV al XVII con escenas de la vida
académica para observar esta clasificación cromática. Esos colores tradicionales fueron
recogidos en la normativa legal del siglo XIX tantas veces comentada. En el primero de
los Decretos de 1850 se especificaba que “Los colores de las Facultades serán:
Teología, blanco; Jurisprudencia, rojo; Medicina, amarillo; Farmacia, violado;
Ciencias, verde; Letras, azul.” (art. 14). En 1859 se modificó el color de ciencias que
pasó a ser azul turquí. La evolución de los estudios universitarios con el incremento de
titulaciones, la creación de nuevas facultades y de las universidades politécnicas
obligaron a la elección de nuevos colores distintivos que fueron apareciendo en los
Decretos del 7 de julio de 1944 y en las Órdenes de 30 de noviembre de 1967, a los que
habría que añadir otras normativas ulteriores, algunas muy específicas o emanadas de
disposiciones adoptadas por los mismos centros docentes.
En la actualidad la clasificación cromática más generalizada sería:

Derecho: Rojo.

Filosofía y Letras, Humanidades, Geografía e Historia, Filología, Ciencias de la


Educación: Azul Celeste.

Ciencias, Física, Geología, Matemáticas, Química, Biología e Informática: Azul


Turquí.

Medicina: Amarillo Oro.

Farmacia, Turismo, Ing. Agrónomos: Morado.

Veterinaria y Zootecnia: Verde.

Ciencias Políticas, Sociología, Económicas y Empresariales, Negocios: Anaranjado o


Anaranjado con Raya Negra.

Psicología: Violeta.

Ingeniería Técnica (Peritos): Rojo con Raya Negra o Rojo con Negro.

Arquitectura Técnica (Aparejadores): Morado con Blanco.

Bellas Artes: Blanco.

Tuna Provinciana o Universitaria o de Distrito: De 2 Colores.


Ciencias de la Comunicación / Ing. Industrial: Gris Azulado.

Odontología: Fucsia.

Ciencias del Deporte, Otras Empresariales: Verde Claro.

Escuelas Técnicas Superiores de Arquitectura e Ingeniería: Marrón.

Magisterio: Rojo y Blanco.

Enfermería: Gris Medio.

Pardillo Recién Becado: Colores de su Facultad con una “L” que significa “Ladilla”.

En unos casos se han mantenido los colores históricos, aunque convendría recordar que
existe cierta confusión en cuanto a las nuevas titulaciones, donde debería atenderse
sobre todo a la uniformidad para que la distinción cromática sirviera para subrayar los
rasgos de identidad y su riqueza simbólica. Como ha explicado Galino Nieto, “La
función que cumplen los colores del traje académico es la de poner de manifiesto la
especificidad de los estudios realizados, que se identifican a través de este distintivo y
convierten el color en un concepto intelectual”. Esta diversidad colorista que afecta a
algunas de las prendas más emblemáticas del traje académico, ya que condiciona por
igual al birrete, cordón de la medalla, muceta y puñetas o vuelillos, es la que dentro del
marco general de la indumentaria diferencia unos centros de otros dentro de la
Universidad e identifica los diversos saberes y disciplinas, alcanzando su máxima
expresión en la comitiva académica y en el Paraninfo.
Una indumentaria que, al reflejar las funciones internas del mundo académico,
singulariza también la de su máxima jerarquía, con la presencia sobresaliente del color
negro en todo su atuendo, a excepción del fondo de las puñetas en rosa y la medalla y su
cordón, mas el bastón de mando. Esa misma preeminencia se completa con el
tratamiento que recibe, cuyo origen sigue siendo hoy por hoy desconocido. Se sabe que
Alfonso X el Sabio en Las Partidas ya señalaba que “En la universidad pueden
establecer de si mesmos un mayoral sobre todos a que llaman en latín rector que quier
tanto decir como regidor del estudio...”.

Por documentos antiguos se conoce que los rectores recibían el título de señoría, pero
también cabe mencionar que existen otros textos del siglo XVIII en los que se añade a la
denominación de rector el adjetivo de magnífico. No se puede olvidar, por su parte, que
el tratamiento de “muy magnífico señor” era habitual desde el siglo XV para dirigirse a
los reyes y a diferentes personalidades. Claro es que estamos hablando de una época en
la que la cuestión de los tratamientos no estaba de ninguna manera regulada, lo que no
se efectuó hasta bien entrado el siglo XIX.
No ha de extrañar que semejante denominación aparezca en muchas ocasiones como
una designación laudatoria relacionada con personalidades de la nobleza, de la Iglesia y
del ejército, hasta que en el siglo XVIII quedara casi exclusivamente reservada a la
máxima jerarquía académica. El hecho ofrece aún más trascendencia cuando se
comprueba que los rectores de las universidades españolas y del mundo hispánico son
los únicos que han mantenido el apelativo de magnífico, tanto en el ámbito docente
occidental como en el marco más amplio de los tratamientos honoríficos. La normativa
legal recogió esa tradición en un Real Decreto del Ministerio de Instrucción Pública,
fechado el 10 de enero de 1931: “Los Rectores de las Universidades del Reino tendrán
mientras desempeñen el cargo en propiedad, exclusivamente, tratamiento de Magnífico,
como en lo antiguo y en las Universidades de otras naciones de Europa.” (art. 6). Hay
que recordar que semejante disposición coincidía con las obras de la ciudad
universitaria madrileña, bajo la iniciativa de Alfonso XIII, como una de las
realizaciones más significativas de su reinado. La singularidad del tratamiento, que el
legislador en esa ocasión atribuía exclusivamente a los rectores, nuevamente sancionaba
una enraizada tradición y, lo que parece más importante, reconocía que “El tratamiento
de Magnificencia se entenderá así propio y privativo de la Universidad...”. Esto quiere
decir que la institución académica en su totalidad y, por tanto, su máximo representante,
se convierten en los depositarios del “magnificus” latino al brillar con luz propia en el
camino de la ciencia y en la transmisión de saberes. En 1943, a través de una nueva ley
de ordenación universitaria, el Estado volvía a reconocer semejante distinción, ya que
no se conformaba con el título de excelencia, instituido hacía bastante tiempo y
utilizado por el rector de la Universidad Central desde 1845, sino que corroboraba una
vez más que “El Rector tendrá los tratamientos de Magnífico y Excelentísimo...”.

A través de los datos expuestos, que no agotan los numerosos matices del ceremonial
académico y que requeriría una investigación mucho más rigurosa, es posible
comprobar cómo la indumentaria y sus colores, los gestos, los tratamientos y el ritual
son parte de una serie tradiciones - que el transcurso del tiempo ha ido definiendo hasta
convertirse en uno de los legados más queridos de la institución académica -, que
adquiere todo su sentido con la interpretación del Gaudeamus Igitur que cierra
solemnemente la celebración de vniversitatis splendore.

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