Proyecto Docente Sociología. M. Martinez-20-39

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Gén es i s hi st óri ca d e la s oci ologí a I:1

“La Modernidad tiene un «concepto» emancipador racional que afirma-


remos, que subsumiremos. Pero, al mismo tiempo desarrolla un «mito»
irracional, de justificación de la violencia, que deberemos negar, superar.”

Enrique D USSEL. 1992. 1492. El encubrimiento del Otro.

“¿Cuál es el estado general físico, espiritual y moral de los obreros y obre-


ras que se dedican a su profesión?”

Karl M ARX. 1880. Encuesta a los trabajadores.

L
a sociología se define convencionalmente como “ciencia de la socie-
dad”. Esta simple definición puede servir como entrada terminoló-
gica de un diccionario, pero para nosotros significa sólo una aper-
tura a toda una problemática intelectual cuyo primer estadio lo puede mar-
car, precisamente, la propia polisemia que encierran las ideas de ‘ciencia’ y
de ‘sociedad’.
En principio, la pregunta «¿qué es ciencia?» nos reconduce a los
problemas epistemológicos que acechan a toda ciencia: ¿qué se puede cono-
cer? ¿qué conclusiones y validez podemos obtener? ¿qué utilidad social
tiene ese conocimiento? etc. A su vez, la pregunta «¿qué es la sociedad?»
nos obliga a interrogarnos acerca de la teoría particular que adoptamos
para individualizar los componentes inteligibles de la sociedad, sus proce-
sos relevantes, su lugar en la naturaleza, etc. Algo semejante ocurre, pues,
en las disputas de otras ciencias preguntándose sobre la entidad de su pro-
pio objeto de estudio, sobre los lindes de la parcela de realidad estudiada y
sobre el método de conocimiento más adecuado.
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En el caso de la sociología y de otras ciencias sociales (historia, eco-


nomía, antropología, etc.) caben varios enfoques ante esos conjuntos de
problemas. Por ejemplo, desde una concepción realista (lo que es en su ma-
nifestación empírica) se podría definir la sociología como un conjunto de
discursos (representando y justificando nuestro conocimiento) y de prácti-
cas (lo que hacemos en vistas a conocer la realidad o a la vez que la cono-
cemos de hecho). Más controvertido resulta el dilucidar si esos discursos y
prácticas se dirigen a conocer aspectos de la sociedad considerados proble-
máticos o conflictivos (las dimensiones o estructura de la sociedad, los pro-
cesos o historia que sedimenta, etc.) por una parte de ella (con frecuencia,
los propios sociólogos o sus clientes), o si están sustancialmente al servicio
de grupos sociales, de relaciones de poder, de intereses económicos o de
rituales culturales que poco tienen que ver con el conocimiento científico.
Pero también sería posible adoptar una concepción idealista (relativa
a lo que debería ser la sociología) y juzgar nuestra disciplina únicamente a
partir de los preceptos procedentes de nuestras particulares opciones epis-
temológicas o teóricas. No son de menor peso ahí las opciones metodológi-
cas que condicionarán nuestro hacer, nuestra intervención social e incluso
la información que emanará de ella.
Ahora bien, con independencia de la opción por la que nos incline-
mos, deberíamos tener también en consideración el conocimiento socioló-
gico no producido corporativa ni exclusivamente por quienes ostentan los
títulos oficiales dispensados para ello: ya sea el proveniente de otras ramas
del conocimiento no albergadas bajo la etiqueta de ‘sociología’ (la historia,
la economía, etc.), ya sea el debido ocasionalmente a algunas obras artísti-
cas (literarias o cinematográficas, por ejemplo), a informes periodísticos o
judiciales, o a cualquier otro intercambio comunicativo relevante en la so-
ciedad.
Como se ve, los primeros pasos a dar para entender en profundidad
lo que significa el estudio científico de la sociedad no nos presentan una
empresa con un diáfano horizonte. En el presente capítulo, en consecuen-
cia, avanzaremos en la tarea de perfilar el sentido de la sociología intentan-
do comprender los contextos espaciales e históricos a partir de los cuales
fue posible ejercer efectivamente la investigación sociológica.

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INTRODUCCIÓN: PASOS HACIA UNA HISTORIA


DE LAS CIENCIAS SOCIALES

Se conjeturará que el origen histórico de la sociología no se puede desagre-


gar del origen del conjunto de ciencias sociales. Al mismo tiempo, sosten-
dremos que, en la medida en que se pretenda dotar de un rango científico
al conocimiento sociológico, sus principios y su posterior crecimiento de-
berán entenderse ligados a la historia de todas las ciencias y, de forma pro-
minente, a los principios epistemológicos seguidos por las ciencias natura-
les.
Mi hipótesis más específica a este respecto, en esencia ya planteada
por muchos otros autores, se puede enunciar en tres pasos.
En primer lugar, el ritmo de los cambios sociales de largo alcance
(desde las formas de producción, intercambio y consumo, hasta las dimen-
siones de las contiendas bélicas) se ha ido incrementando en los últimos
dos siglos y tanto las revoluciones sociales de toda índole como la trans-
formación y adaptación de las diversas instituciones sociales (familia, edu-
cación, religión, política, etc.) se convirtieron en motivo y campo de análi-
sis preferente para los especialistas en la sociología, proporcionándoles, así,
reconocimiento social y, a veces, medios para probar la utilidad de sus co-
nocimientos. El temor a la desestabilización social que provocaban las re-
voluciones, en el caso de Comte, o el proyecto de un conocimiento social
completamente al servicio de la promoción revolucionaria, en el caso de
Marx, fueron influyentes condiciones genuinas de la sociología que orien-
tarán todo su despliegue posterior en la última mitad del siglo XIX y du-
rante todo el siglo XX.

Representación del Asalto a los Inválidos en la Revo-


lución Francesa de 1789 (Lallemand el Joven)

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En segundo lugar, la burguesía liberal que salió políticamente victo-


riosa de la revolución francesa (1789) y que extendió desde Inglaterra la
organización capitalista del trabajo con un sistema industrial sostenido a
escala internacional (con las importaciones de materias primas desde las
colonias, por ejemplo), impulsó progresivamente a las instituciones que
estimulaban las nuevas ciencias sociales. Con ellas podían obtener discur-
sos y técnicas que conservasen y justificasen su primacía (el control demo-
gráfico y penal, la previsión de crisis económicas, la formación de cuadros
políticos, etc.). Será, así, de esencial relevancia para la formación de la so-
ciología, la expansión de las llamadas tecnologías disciplinarias (encuestas,
exámenes, etc.) que, ya desde el primer capitalismo mercantil, servían de
medios de conocimiento social y, a la vez, de medios de normalización y
control de las poblaciones.
En tercer lugar, creo que la versión mecanicista de las ciencias natu-
rales, ejemplarizada en el éxito de la teoría física de Newton a partir del
siglo XVIII, sirvió como modelo básico para la sociología nacida en los
albores del siglo XIX. Aunque se asumirá que resultó saludable esa admi-
ración inicial por los procedimientos y revelaciones de las ciencias más
avanzadas de la época, sugeriremos que la imitación fue más bien deficien-
te, parcial e idealizada. La propia evolución de la sociología divergirá, a
menudo, en cuanto a la acumulación de sus generalizaciones, con respecto
a lo ofrecido por otras disciplinas de las llamadas ciencias duras. Además,
aún respetando ampliamente a las ciencias naturales como prototipo de
cientificidad, los debates teóricos y epistemológicos acerca de la especifici-
dad de la sociología han sustituido con frecuencia al seguimiento o a la
proximidad fructífera con los desarrollos conceptuales de las primeras.
En los siguientes epígrafes se examinan con más detenimiento esas
tres propuestas. En apoyo a la argumentación se ofrecerán referencias a
estudios que sostienen tesis similares o que aportan pruebas a favor. Em-
pero, con la amplitud de la materia tratada no podemos pretender aquí si-
no sucintas aproximaciones históricas que nos garanticen el acercamiento
a una explicación contextualizada del sentido de la sociología como cien-
cia. Dejamos de lado, pues, otras tentativas –también interesantes, pero
que nos obligarían a un rodeo más extenso del que podemos permitirnos
aquí- orientadas a entroncar el origen de las ciencias sociales con la filoso-
fía política en general (de Thomas Hobbes o Adam Smith, por ejemplo:
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DUPUY, 1992) o con la constitución del pensamiento moderno en los ini-


cios de las grandes conquistas transcontinentales (desde 1492 en adelante,
sobre todo: DUSSEL, 1992).

1.1 Q UETELET , C OMTE Y LOS SOCIALISTAS ANTE LA ACELERACIÓN DE


LOS CAMBIOS SOCIALES

La primera formulación que inspeccionaré aquí es la que establece un vín-


culo entre el nacimiento de la sociología y las revoluciones de los siglos
XVIII y XIX. De forma opuesta a las presentaciones del origen de la so-
ciología que la reducen a la fecha en que Comte enunció las virtudes de esa
ciencia o que trazan una rápida flecha entre ese autor y sólo una vertiente
de sus continuadores (Spencer, Tönnies, Durkheim, etc.), nuestro propósi-
to en este punto es mostrar que las revoluciones políticas liberales y obre-
ras, por una parte, y los rápidos cambios culturales y económicos, por la
otra, constituyeron el primer caldo de cultivo fructífero para que se fuese
configurando una sociología tanto teórica como empírica. Y en ese contex-
to fueron de especial relevancia: a) la formalización filosófica del positivis-
mo por Comte; b) las estrategias de Quetelet por afinar las herramientas
estadísticas para su uso sociológico y en vistas a racionalizar la gestión de
las políticas públicas; y c) las estrategias políticas de los pensadores socia-
listas por contribuir a la emancipación de la clase obrera.
Ante todo, se debería precisar que no hay dos revoluciones iguales
(la industrial y la científica, por ejemplo) y entre las que más se parecen
entre sí (pongamos por ejemplo, entre las políticas, la revolución francesa
de 1789 en comparación con la revolución inglesa de 1647, o, por otra par-
te, las revoluciones obreras de 1830 y 1848) las particularidades son tan
prolijas que nos dificultaría en exceso hallar un nexo causal entre todas
ellas y la sociología (otra cuestión distinta es el intento de autores como
Barrington Moore o Theda Skocpol de comparar sistemáticamente los
fenómenos revolucionarios). Sería más acertado, pues, postular que ese
conjunto de experiencias históricas revolucionarias constituyó suficiente
acicate por su propia naturaleza (novedad, rapidez, intensidad y apariencia
visible de los cambios) como para generar inquietudes intelectuales de or-

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den sociológico en algunos pensadores de la época.


De hecho, no han faltado tanto las tentativas de identificar el men-
cionado nexo, como, ahondando más, las propuestas explicando que han
sido precisamente las revoluciones uno de los primeros y principales objetos
de conocimiento de la sociología:

“La sociología nace de la revolución. Su objeto lo constituyen las transformaciones


sociales, los movimientos, las crisis, las luchas de clases. (...) Antes de la Revolu-
ción francesa no había sociólogos. Las sociedades estables de los modos de pro-
ducción precapitalistas no necesitan analizar el cambio. En la China imperial los
mandarines letrados acumulan trabajos de historia institucional con el fin de for-
talecer la imagen de la estabilidad. (...) Mientras la industria ponía a prueba sucesi-
vamente los métodos de organización científica del trabajo, las técnicas de las re-
laciones humanas... las iglesias, garantes de la ideología de la continuidad y de la
armonía, habían de esperar las crisis de estos últimos decenios para seguir de cer-
ca las ciencias sociales.” [LAPASSADE y LOURAU, 1971: 12]

La argumentación de estos autores arranca de los siglos XVI y


XVII, cuando se habrían producido simultáneamente, según ellos, una teo-
ría, una práctica y una técnica, precursoras de la venidera sociología:
1) La teoría se habría conformado con la recuperación de las teo-
rías de la sociedad propias de los pensadores políticos de la Grecia antigua
(Platón y Aristóteles, sobre todo).
2) La práctica derivaría de la actividad de los nuevos pensadores
y grupos reformistas, tanto en el ámbito de la política como en el de la reli-
gión (Lutero y Calvino).
3) La técnica que se desarrolló como más apropiada a las ciencias
sociales fue la estadística o ciencia del Estado, a partir de los trabajos pio-
neros de Petty con la llamada ‘aritmética política’ destinada al recuento
(censo) de soldados y de contribuyentes fiscales.
Por lo tanto, la aceleración de los cambios sociales, cuyo exponente
máximo son los acontecimientos revolucionarios, deberá ponerse en rela-
ción con los desarrollos en técnicas de conocimiento social como la estadís-
tica. Los historiadores de la estadística han puesto de relieve cómo ya an-
tes de la abolición de las monarquías absolutas y de la obtención de dere-
chos electorales, se habían aplicado técnicas estadísticas (a veces en forma

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de rudimentaria contabilidad censal) que llevaban en su seno una nueva


concepción de la sociedad por la que se reconocía una cierta “igualdad”,
“homogeneidad” o “equivalencia” entre todos, o una buena parte, de sus
componentes ante los ojos y las leyes del Estado (de ahí la etimología de
‘estadística’ como “ciencia del Estado”).

“Una historia social de la creación de equivalencias debe dirigir su mirada a la


figura del juez y, detrás de él, a la figura del más alto juez, el rey. Si el rey tiene
que arbitrar los conflictos entre sus súbditos, debe hacerlo en orden a ser capaz de
sumar sus fuerzas a las suyas propias, unificarlas en torno a él mediante la creación
de ejércitos e impuestos. Para ello el rey tiene que registrar los nacimientos, los
matrimonios y las defunciones y realizar un censo periódico de la población. La
aritmética política (Graunt, Petty) fue consecuencia de los trabajos de codificación
administrativa que se llevaron a cabo para realizar los registros demográficos y
para realizar las primeras cuentas nacionales regulares. La contabilización de de-
funciones permitió construir tablas de mortalidad por edades que a su vez fueron la
base para la determinación de los índices técnicos de los seguros de vida: la distri-
bución probabilística de los riesgos de mortalidad en el seno de una población o
entre períodos de la vida de una sola persona fue ocasión propicia para el estable-
cimiento de muchas convenciones de equivalencia y, en última instancia, de totaliza-
ciones numéricas.” [DESROSIÈRES, 1990]

Durante los siglos XVIII y XIX coincidirán, pues, la revolución in-


dustrial, la expansión del capitalismo y la experimentación que se fue
haciendo con técnicas de análisis sociológico y filosofías sociales que diesen
respuestas a los sustanciales cambios de esa época. Pero eran sólo la conti-
nuación de trascendentes revoluciones científicas (con Copérnico, Kepler,
Galileo y Newton, por ejemplo), filosóficas (con los teóricos ilustrados y
republicanos, por ejemplo) y políticas (la independencia de Estados Unidos
en 1776, por ejemplo).
Tal vez pueda convenirse, pues, en ese contexto, que fue Saint-
Simon la figura en la que coinciden la primera concepción de la sociología
y del socialismo. Por la primera entendía, ya en 1813, “la explicación de las
causas de la crisis en que se encuentra inmersa la especie humana” (cit. en FER-
NÁNDEZ ENGUITA, 1998: 21). Y de ella derivaba la necesidad de indicar
“los medios a disposición de los sabios para abreviar la duración” de las crisis
(FERNÁNDEZ ENGUITA, 1998: 25). No obstante, veremos que el afán de
Comte por continuar esa tarea de fundación de la sociología, le llevó a una
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posición casi opuesta al socialismo y alentando un mayor control social


ante los temores de nuevas perturbaciones sociales y políticas. En el otro
extremo, los demás socialistas y, sobre todo, Marx, no concebirán de for-
ma alguna la posibilidad de separación entre las ciencias sociales y los pro-
yectos políticos por una revolución socialista (hasta tal punto que desapa-
recería la necesidad de las primeras con el advenimiento de una nueva so-
ciedad comunista: COHEN,1978: 369). En un punto intermedio, por último,
se podría situar el positivismo estadístico de Quetelet y su decidida apuesta
por el uso reformador de su “física social” en línea con el proyecto ilustra-
do y liberal.

Quetelet (1796-1874) y Comte (1798-1857): estadística y positivismo

La revolución francesa había unido, momentáneamente, a las clases popu-


lares con la burguesía frente a la nobleza y el clero. De ese proceso surgie-
ron distintas corrientes intelectuales, una de las cuales tenía un claro cariz
reaccionario con la pretensión de conservar los valores tradicionales, rege-
nerar la religión, reforzar la policía y el Estado y, en definitiva, estabilizar
el perturbado orden social. Sobre esas premisas se gestó el pensamiento de
Auguste Comte, aunque con unas particularidades que merece la pena te-
ner en cuenta (VERDENAL, 1973). La primera de ellas es que Comte defen-
día el orden tanto como el progreso, pero había visto en las agitaciones
políticas un peligro para ambos y en la ciencia una solución, un tanto pla-
tónica, a los problemas de gobernabilidad (e incluso de moralidad) del
mundo occidental.

“La tendencia correspondiente a los hombres de Estado, de impedir hoy, en cuanto


es posible, todo gran movimiento político, se encuentra espontáneamente confor-
me con las exigencias fundamentales de una situación que no admitirá más que
instituciones provisionales, mientras una verdadera filosofía general no haya uni-
do suficientemente las inteligencias. (...) La razón pública debe encontrarse implí-
citamente dispuesta a acoger hoy el espíritu positivo como la única base posible de
una resolución verdadera de la honda anarquía intelectual y moral que caracteriza
sobre todo a la gran crisis moderna. (...) Para la nueva filosofía, el orden constitu-
ye siempre la condición fundamental del progreso; y, recíprocamente, el progreso
se convierte en el fin necesario del orden. (...) La escuela positiva tiende, por un
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lado, a consolidar todos los poderes actuales en manos de sus poseedores, cuales-
quiera que sean y, por otro, a imponerles obligaciones morales cada vez más con-
formes a las verdaderas necesidades de los pueblos.” [COMTE, 1844: 73-75, 101]

A Comte se le considera el primer teórico (aunque, de filiación, ma-


temático y filósofo) que designó la sociología con ese mismo término que
ha perdurado hasta la actualidad, aunque con el mismo sentido positivista
que le había conferido, casi a un tiempo, Quetelet (otro matemático) a su
“física social”. La sociología sería para él una de esas ciencias positivas que
deberían constituir la guía moral y política de unas sociedades sometidas a
numerosas turbulencias políticas y en las que, aún después de la revolución
liberal, persistían ideas teológicas y metafísicas impregnando los asuntos
humanos. La filosofía positiva tenía por finalidad promover la ciencia y,
sobre todo, un tipo de ciencia que elaborase leyes generales y predictivas,
semejantes a las de la gravitación propuestas por Newton. Más allá del
simple empirismo, al que acusaba de acumular observaciones sin ninguna
sistematización ni orientación teórica, el positivismo se caracterizaría por
encontrar explicaciones últimas a los fenómenos observados. Y ello se apli-
caría, lógicamente, también a la sociedad.

“El verdadero espíritu positivo consiste, ante todo, en ver para prever, en estudiar
lo que es, a fin de concluir de ello lo que será, según el dogma general de la inva-
riabilidad de las leyes naturales. (...) La reorganización total que, únicamente, pue-
de terminar la gran crisis moderna consiste, en efecto, en el aspecto mental, que
debe primero prevalecer, en constituir una teoría sociológica apta para explicar
convenientemente la totalidad del pasado humano. (...) El espíritu positivo es di-
rectamente social. (...) El hombre propiamente dicho no existe, no puede existir
más que la Humanidad, puesto que todo nuestro desarrollo se debe a la socie-
dad.” [COMTE, 1844: 32, 79, 94]

Queda manifiesto así que, aún exigiéndole a la sociología un puesto


equivalente a las demás ciencias positivas y en coordinación directa con
ellas, tendría también la ingente tarea de “explicar la totalidad del pasado
humano”. Es decir, explicar la historia, determinar sus leyes de evolución
necesarias: un ideal con el que coincidió, grosso modo, el marxismo.
Comte, al contrario de lo preconizado por su antecesor Saint-Simon
(del que fue su secretario), opinaba que el proletariado, más que los empre-

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sarios, estarían dispuestos a aceptar la filosofía positiva debido a que “sus


trabajos ofrecen un carácter más sencillo” y tienen “un fin más netamente deter-
minado”. Junto a ese prejuicio se podía apreciar cómo concebía una estruc-
tura social ya claramente dividida en clases aunque, para él, con un desea-
ble equilibrio y una necesaria armonía de fondo. Para conseguirla en un
futuro, el proletariado debería desistir de la lucha política y dedicarse fun-
damentalmente al trabajo y a cultivar el espíritu científico.

Auguste Comte

“Desde que la acción real de la Humanidad sobre el mundo exterior ha comenza-


do, entre los modernos, a organizarse espontáneamente, exige la combinación
continua de dos clases distintas, muy desiguales en número, pero de igual modo
indispensables: por una parte, los empresarios propiamente dichos, siempre poco
numerosos, que poseyendo los diversos materiales convenientes, incluso el dinero
y el crédito, dirigen el conjunto de cada operación, asumiendo desde ese momento
la principal responsabilidad de los resultados, sean cualesquiera; por otra parte,
los operarios directos, que viven de un salario periódico y forman la inmensa ma-
yoría de los trabajadores, que ejecutan, en una especie de intención abstracta, cada
uno de los actos elementales, sin preocuparse especialmente de su concurso final.
Sólo estos últimos tienen que habérselas inmediatamente con la naturaleza, mien-
tras que los primeros tienen que ver sobre todo con la sociedad. (...) Es entre los
proletarios donde el carácter continuo de un estudio semejante podrá llegar a ser
más puramente especulativo, porque se encontrará allí más exento de aquellas
miras interesadas que llevan a él, más o menos directamente, las clases superiores,
preocupadas casi siempre de cálculos ávidos o ambiciosos. (...) El pueblo no ha
intervenido aún más que como mero auxiliar de las principales luchas políticas.
(...) Todas las disputas habituales han quedado concentradas, esencialmente, entre
las diversas clases superiores o medias, porque se referían sobre todo a la posesión
del poder. Ahora bien, el pueblo no podía interesarse directamente mucho tiempo
por tales conflictos, puesto que la naturaleza de nuestra civilización impide evi-
dentemente a los proletarios esperar, e incluso desear, ninguna participación im-
portante en el poder político propiamente dicho. (...) El pueblo no puede interesar-
se esencialmente más que por el uso efectivo del poder, sean cualesquiera las ma-
nos en las que resida, y no por su conquista especial” [COMTE, 1844: 109-114]
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Como se ve, el conservadurismo político de Comte contenía también


posiciones liberales promoviendo la función democrática de control social
a los gobernantes ejercida por el pueblo (en semejanza a lo propugnado
por Tocqueville) y la divulgación popular de todas las ciencias entre las
que debía constar, en pareja importancia, la sociología. En ese sentido, se-
ría excesivamente simplificador atribuirle a ese autor su concepción de la
sociología como una reacción directa contra los movimientos de emancipa-
ción obrera de la época. Más bien, formuló una nítida escisión entre ciencia
y política que le llevaría a planteamientos casi platónicos al modo de un
gobierno de sabios sin distorsiones ideológicas.

“«Al público sólo le corresponde señalar el fin, porque si él no sabe siempre lo que necesita,
sí conoce perfectamente lo que quiere, y nadie puede pretender querer por él. Pero en lo que
respecta a los medios, corresponde exclusivamente a los sabios en política ocuparse de
ellos.» (Comte, Separación general entre las opiniones y los deseos) Comte propone una
comunidad sin poder y unos gestores políticos sin objetivos propios. (...) Si existe
un problema de ajuste entre las aspiraciones sociales y la práctica política, resulta
evidente que la sociedad necesita instituciones que medien. (...) La mediación so-
ciológica consiste en recomponer la acción social disociada; la función del sociólo-
go será de cara a la sociedad, racionalizar la sumisión; y de cara al poder, eliminar
la arbitrariedad de la acción social.” [MARTÍN SERRANO, 1976: 24-25]

Algo ligeramente distinto ocurrió con la sociología inaugurada por


Quetelet en la que, además, de forma mucho más empírica que lo aceptado
o practicado por Comte, se incorporaba la información estadística como un
instrumento básico de conocimiento. En Francia, junto a los influyentes
teóricos de la Ilustración (Montesquieu, Rousseau, Voltaire, etc.) que de-
fienden como único poder absoluto el de la razón científica y tecnológica y el
del ‘contrato social’ (BUNGE, 2000: 207), sobresalió la aplicación de la esta-
dística que hizo Quetelet a fenómenos sociales percibidos ya entonces co-
mo regulares: los suicidios, los delitos y los matrimonios.
Durante todo el siglo XIX, en Inglaterra y en Francia se llevan a
cabo las primeras encuestas sociales entre distintos tipos de familias obreras
(por Villermé en 1840, por Le Play en 1879 y por Booth en 1889). El pro-
pio Marx intentó, en sus afanes por estimular el levantamiento revolucio-
nario del proletariado mediante una mayor ‘conciencia de clase’ y de sus
condiciones de trabajo, la aplicación, en 1880, de una encuesta a los traba-

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jadores, de la que se imprimieron 25.000 cuestionarios, aunque apenas se


obtuvieron respuestas (KARSUNKE ET AL., 1973).
Quetelet publicó su primera obra sociológica (la Física Social, tal
como se denominó abreviadamente en su reedición de 1860) cinco años
después de que tuviese lugar la revolución belga de 1830: “esta revolución no
sólo modificó las bases de su país (independencia de los Países Bajos) sino que
estuvo a punto de modificar las suyas propias, de carácter profesional, al hacer que
casi fracasara su proyecto de observatorio astronómico” (SÁNCHEZ CARRIÓN,
2000: 56).
Quetelet, además, fue uno de los primeros científicos que buscó la
explicación de las regularidades sociales recurriendo a otros hechos socia-
les, al tiempo que abrazaba la posibilidad positivista de establecer leyes uni-
versales de funcionamiento de la sociedad. Para ello concibió por primera
vez la aplicación de la media estadística a la distribución normal de los fenó-
menos sociales, mostrando una tendencia subyacente (invisible) en la socie-
dad: un prototipo de “hombre medio” cuyo comportamiento está social-
mente determinado.

“En una Europa convulsionada por los cambios introducidos tras la Revolución
Francesa, la idea de que los fenómenos sociales están sometidos a regularidades,
que se pueden descubrir y que, además, se ajustan a fórmulas numéricas, era muy
importante porque permitía albergar la esperanza de encontrar leyes científicas
que legitimasen un orden subyacente al aparente caos de la vida social. Si Quetelet
tenía razón en su forma de pensar, ello quería decir que los fenómenos sociales no
son impredecibles (no todo vale), sino que obedecen a leyes que, una vez conocidas
por los científicos, pueden permitir a los gobernantes hacerse con el control de la
situación. Para ello se habrían de establecer otro tipo de leyes, de naturaleza polí-
tica, que quedarían legitimadas en la medida que estuvieran (supuestamente) basa-
das en los descubrimientos de una ciencia que ya entonces tenía connotaciones de
neutra y productora de verdad.” [SÁNCHEZ CARRIÓN, 2000: 66]

Quetelet propone, asimismo, el uso de la estadística social en la ad-


ministración del Estado. Se ha argumentado, en este sentido, que esta
identificación de la sociología con la estadística y con su uso favorable a la
reforma social, respondía al cambio cultural y político de primer orden
operado por la revolución francesa y que, entre sus numerosos efectos, le
habría dado alas a las ideas socialistas: la difusión de los derechos de ciuda-

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danía entre las distintas clases sociales. Ese hecho social es el que habría
permitido a Quetelet tratar de forma equivalente opiniones y comporta-
mientos individuales, agregarlos y componer perfiles medios como mode-
los sociales ocultos al simple escrutinio o a la reflexión política.

Adolphe Quetelet

“¿Cómo combinar los comportamientos o las opiniones sobre cualquier tema de un


noble con las de su siervo, o los de un hombre con los de una mujer del siglo pasa-
do, para componer un comportamiento o una valoración medios, si se trata de
personas que no son comparables (equivalentes) entre sí? ¡Sólo de pensar en com-
binar / mezclar sus opiniones con las de sus siervos, a los nobles les daba miedo
hasta de contagiarse! Ni la combinación es posible (nadie la aceptaría) ni tiene
ningún sentido hacerla porque carece de operatividad (...). Para que tal combina-
ción / mezcla fuera posible tenía que construirse la categoría (clase de equivalen-
cia) de ciudadano, respaldada legalmente mediante las constituciones que atribu-
yen igualdad formal (derechos jurídicos, políticos y sociales) a todos los habitantes
de un país.” [SÁNCHEZ CARRIÓN, 2000: 62]

Por el contrario, se podría afirmar que el escaso entusiasmo de Com-


te con el republicanismo democrático sería el responsable de que este autor
no mostrase diligencia alguna en trasladar los cálculos estadísticos de pro-
babilidades, con los que sin duda estaba familiarizado, al conocimiento
concreto de la sociedad.

Aproximación binominal a una distribución


normal (Quetelet, 1846)

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Socialistas utópicos y científicos: utilidad revolucionaria


de la sociología

En el otro extremo intelectual afín también al nacimiento de la sociología,


por lo tanto, se situaría el socialismo reformista (también denominado
“utópico” por los socialistas revolucionarios o “científicos”) de Saint-
Simon, Owen, Cabet o Fourier. Algunos de ellos, como Saint-Simon, depo-
sitaron sus esperanzas en la industria o en los industriales para racionali-
zar la administración pública y superar de forma progresiva las desigual-
dades de clase (RICOEUR, 1986: 306). Otros, como Fourier y Owen, se en-
tregaron a crear islas de comunismo en el interior de la sociedad capitalis-
ta -como los falansterios y otro tipo de pequeñas comunidades que prolife-
raron, sobre todo, en el continente americano-, de forma tal que en ellas
fuese posible sustraerse a la represión dominante en las instituciones fami-
liares o educativas escasamente alteradas por la revolución francesa o la
industrial (CHOAY, 1965: 111-132).
Para todos era preciso describir, explicar y valorar las cualidades
más positivas y las más problemáticas de la sociedad que les tocó vivir,
aunque, al igual que en Comte, sus prédicas sociológicas solían tener un ca-
rácter más filosófico y especulativo que empírico (una defensa de la validez
teórica y metodológica del uso pionero en la sociología de la “utopía” y de
la “validación histórica” por parte de Comte, puede verse en: MARTÍN SE-
RRANO, 1976; también es de interés la recuperación de Comte que hace
ELIAS, 1970: 37-57).
No obstante, para entender las diferencias con Comte y Quetelet, es
necesario descubrir la operación de “sospecha” que todas las ramas del so-
cialismo ejercían con respecto a la democracia liberal implantada. Era co-
mún, en ese sentido, que los socialistas pusieran en cuarentena la formali-
dad de los derechos declarados. En consecuencia, se hacía necesario investi-
gar (sociológicamente) qué desigualdades reales se ocultaban detrás de la
igualdad formal ante la ley y qué opresiones reales se conservaban bajo el
reconocimiento de libertades públicas y privadas. Los interrogantes que
plantearon nos han sido legados casi en estado puro hasta nuestros días:
¿existe libertad individual para firmar un contrato de trabajo cuando se
carece de alternativas de subsistencia? ¿existe libertad de expresión cuan-

34
Gén es i s hi st óri ca d e la s oci ologí a I:1

do no se poseen medios materiales para hacer públicas las propias ideas?


¿existe igualdad entre quien puede costearse una defensa jurídica cualifica-
da y quien debe acudir a una “de oficio”?
El conocimiento sociológico, por lo tanto, debía adquirirse en fun-
ción de su utilidad para desvelar conflictos sociales como los mencionados.
La ciencia social, desde la perspectiva de aquellos primeros socialistas, es-
taría comprometida en poner de relieve la necesidad de cambios sociales
(incluso proponiendo auténticas utopías) de mayor o menor calado, depen-
diendo de las circunstancias de cada contexto. Será Marx, como veremos,
quien mejor condense todas esas aspiraciones, aunque exigirá, para ello,
distinguir radicalmente el socialismo utópico anterior del científico por ve-
nir.
Es debido a esos planteamientos que se ha postulado que, ya en esas
primeras décadas del siglo XIX, se produjo una escisión originaria entre la
sociología (saber para conservar el orden social) y el socialismo (saber para
transformar el orden social) (LAPASSADE y LOURAU, 1973: 27-43). Pero ni
toda la sociología ha sido conservadora (o positivista en el sentido de que
las leyes sociales que se descubran no podrán alterarse voluntariamente),
ni todo el socialismo ha precisado de una sociología para su afirmación. En
realidad, puede usarse la sociología más rigurosa (digamos, para no entrar
ahora en mayores precisiones, el conocimiento de la situación presente y la
comparación con otras situaciones pasadas o coetáneas) para pensar las
posibilidades de cambio social. Y, por otra parte, tampoco debemos olvidar
que una importante tendencia dentro del socialismo del siglo XX (la orto-
doxia de tipo “estalinista”, por un lado, y parte de la “nueva izquierda”, por
otro) proscribió cualquier intromisión de la ciencia social a la hora de dilu-
cidar qué valores y propuestas orientarían su línea política.
En el denominado ‘socialismo científico’, en contraste, se ha preten-
dido alcanzar un conocimiento social positivo, pero restringiendo su fun-
damento al principio dogmático de que la verdad sólo puede emanar del
proletariado (o del pueblo) y del partido político (único) que lo represente
(IBÁÑEZ, 1979: 69-72). Esa perspectiva, como es obvio, ha mermado nota-
blemente el alcance de los conocimientos sociológicos posibles desde una
perspectiva socialista al homogeneizar forzadamente todas las formas so-
ciales de trabajo y de acción política a investigar o desde las que investi-
gar. Un semejante encorsetamiento para el socialismo (y para la sociología
35
I:1 P royec t o Doc ent e · Mi gu el Martín ez Lóp ez

socialista, si se nos permite la expresión, que lleva implícita) ha sido el ce-


ñirse a un modelo único de transformación o de revolución social.
Los teóricos socialistas eran herederos de la Ilustración al igual que
lo eran los primeros sociólogos positivistas como Quetelet y Comte. La
diferencia estriba en que los primeros sostenían un principio de racionali-
dad crítica frente a la sociedad generada por la revolución francesa y la
democracia liberal, mientras que los segundos (sobre todo Comte y sus
acólitos) recelaban de cualquier contaminación de proyectos políticos en la
actividad científica, inclusive en la ciencia social. Lo que resulta de interés
subrayar es que fueron numerosos los teóricos socialistas de aquella época
(desde finales del siglo XVIII hasta finales del XIX) que acogieron con
entusiasmo el reto de edificar una ciencia de la sociedad y contribuyeron
notablemente a su desarrollo.
Se puede explicar tal afinidad mediante el hecho de que muchos de
esos socialistas participaban intensamente en el movimiento obrero y sus
observaciones sobre la sociedad, más o menos sistemáticas según los casos,
incrementaban los debates en su seno. Numerosos historiadores han mos-
trado la intensidad de aquellas luchas obreras y la difícil distinción de los
escritos publicados por los socialistas (tanto los utópico-libertarios como
los científicos-marxistas) ya que oscilaban entre el análisis sociológico del
sistema socioeconómico imperante y su interés por crear conciencia de
clase entre el proletariado, orientar su formación cultural y animar su or-
ganización política. Esto ocurrió inicialmente para legitimar la formación
de sindicatos y cooperativas obreras, con teóricos como Owen a la cabeza
(quien, desde la economía política, se aproximó también a una suerte de
sociología económica).

Representación del Falansterio de Fourier

36
Gén es i s hi st óri ca d e la s oci ologí a I:1

“El escaso nivel cultural de los trabajadores en esta primera fase de la industriali-
zación, su humillación moral por la necesidad, para conservar la propia vida, de
vender a precios cada vez menores no sólo su propia energía laboral, sino también
la de sus mujeres e hijos y el verse obligados a enviar a éstos a la fábrica en lugar
de la escuela, perpetuando así la propia falta de cultura, hacen comprensible la
violenta reacción en el primer estadio de la industrialización. (...) Las teorías de
Robert Owen y William King contribuyeron a dar estabilidad al movimiento, que,
socialmente, pudo apoyarse en los obreros cualificados y, por consiguiente, mejor
pagados e instruidos, necesarios en la nueva época de la industrialización. Al am-
paro de estas luchas entre la burguesía y los grandes propietarios en torno a la
reforma electoral, los movimientos gremial y sindical pudieron desenvolverse en
común. (...) En la obra Report to the Country of Lanark (1820), había desarrollado
Owen sus sistemas de mercancías al precio de las horas de trabajo, destinadas a
posibilitar el intercambio de mercancías al precio de las horas de trabajo realiza-
das en las cooperativas de producción. Owen quería establecer esta nueva sociedad
económica junto al orden económico capitalista existente e imponerla contra éste
paulatinamente.” [ABENDROTH, 1965: 16, 21]

Pero fueron Marx y Engels quienes mayor coherencia le habrían


conferido a esa relación entre teorización sociológica y activismo socialista
revolucionario. Por un lado, con certeros análisis de sociología política,
económica y urbana: como las obras de Marx consideradas más
“historiográficas” que se publicaron al poco de las agitaciones obreras de
1848; o como los análisis de Engels considerados más “sociológicos” sobre
los barrios obreros ingleses pocos años antes.

“El decreto de 21 de junio de 1848, que excluía a los obreros solteros de los talle-
res nacionales, fue la señal para un levantamiento espontáneo de los obreros de
París. Los cinco días de lucha fueron decisivos para la revolución no sólo francesa,
sino también europea: la burguesía liberal de todos los países europeos buscó la
paz con la reacción feudal y celebró la matanza de más de tres mil obreros prisio-
neros por obra del general Cavignac. Karl Marx describió en 1850 en Las Luchas
de clases en Francia el desarrollo de este primer impulso del movimiento obrero
francés. En El 18 Brumario de Luis Napoleón Bonaparte (1852) analizó las conse-
cuencias de esta derrota y la renuncia al poder político de la burguesía liberal,
aparentemente victoriosa, a favor del epigonal Napoleón y su banda decembri-
na.” [ABENDROTH, 1965: 29]

“En La situación de la clase obrera en Inglaterra he hecho una descripción del Man-
chester de 1843 y 1844. Posteriormente, las líneas de ferrocarril que pasan a tra-
vés de la ciudad, la construcción de nuevas calles y la erección de grandes edificios
37
I:1 P royec t o Doc ent e · Mi gu el Martín ez Lóp ez

públicos y privados han hecho que algunos de los peores barrios que mencionaba
hayan sido cruzados, aireados y mejorados; otros fueron enteramente derribados;
pero todavía hay muchos que se encuentran en el mismo estado de decrepitud, si
no peor, que antes, a pesar de la vigilancia de la inspección sanitaria, que se ha
hecho más estricta. (...) Todos estos focos de epidemia, esos agujeros y sótanos
inmundos, en los cuales el modo de producción capitalista encierra a nuestros
obreros noche tras noche, no son liquidados, sino solamente... desplazados. La
misma necesidad económica que los había hecho nacer en un lugar los reproduce
más allá; y mientras exista el modo de producción capitalista, será absurdo querer
resolver aisladamente la cuestión de la vivienda o cualquier otra cuestión que afec-
te a la suerte del obrero. La solución reside únicamente en la abolición del modo
de producción capitalista, en la apropiación por la clase obrera misma de todos los
medios de subsistencia y de trabajo.” [ENGELS, 1872: 639, 641]

Por otro lado, fruto de poner sus análisis sociológicos y económicos


al servicio de la primera Asociación Internacional de Trabajadores (AIT),
entre otras organizaciones obreras, resultó la difusión del Manifiesto Comu-
nista desde 1848 que “en un lenguaje penetrante y claro, contiene la teoría del
materialismo histórico, una precisa exposición de las tendencias del desarrollo de
la sociedad industrial capitalista” (ABENDROTH, 1965: 31).

“La burguesía ha desempeñado en la historia un papel altamente revolucionario.


Dondequiera que ha conquistado el poder, la burguesía ha destruido las relaciones
feudales, patriarcales, idílicas. Las abigarradas ligaduras feudales que ataban al
hombre a sus «superiores naturales» las ha desgarrado sin piedad para no dejar
subsistir otro vínculo con los hombres que el frío interés, el cruel pago al contado.
Ha ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, el entusiasmo caballeresco y el
sentimentalismo del pequeño burgués en las aguas heladas del cálculo egoísta. Ha
hecho de la dignidad personal un simple valor de cambio. Ha sustituido las nume-
rosas libertades escrituradas y adquiridas por la única y desalmada libertad de
comercio. En una palabra, en lugar de la explotación velada por alusiones religio-
sas y políticas, ha establecido una explotación abierta, descarada, directa y brutal.
(...) La burguesía no puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente
los instrumentos de producción y, por consiguiente, las relaciones de producción,
y con ello todas las relaciones sociales.” [MARX y ENGELS, 1848; cit. en PRIETO,
1989: 444]

Es en esa obra en la que reconocían compartir los ideales comunis-


tas con los socialistas utópicos pero donde también les acusaban a éstos, de
forma injusta, de renunciar a un análisis objetivo de la realidad social
(NAIR, 1973: 154). Una herencia de aquel socialismo utópico, y no menos
38
Gén es i s hi st óri ca d e la s oci ologí a I:1

cientifista que el marxista como lo ilustra la siguiente cita, fue la represen-


tada por el movimiento obrero de cariz anarquista, escisión a raíz de la
cual se desintegró la original AIT. Aunque anecdótico, resulta significati-
vo notar que muchas publicaciones anarquistas en España llevaban el títu-
lo o subtítulo de ‘sociología’ (como la Revista Blanca. Publicación quincenal
de sociología, ciencias y artes, editada desde 1898; GÓMEZ Y PANIAGUA,
1991: 40), síntoma de las connotaciones políticas que tuvo esta ciencia para
todo el socialismo-comunismo hasta bien entrado el siglo XX. El siguiente
extracto, en consecuencia, da cuenta de esa conjunción posible entre socia-
lismo, libertad y sociología.

“Pero he aquí que apareció Proudhon. Hijo de un campesino, y por naturaleza y


por instinto cien veces más revolucionario que todos los socialistas doctrinarios y
burgueses, se armó de una crítica tan profunda y penetrante como despiadada,
para destruir todos sus sistemas. Oponiendo la libertad a la autoridad contra esos
socialistas de Estado, se declaró ardientemente anarquista y, en las barbas de su
deísmo o de su panteísmo, tuvo el valor de proclamarse sencillamente ateo o, más
bien, con Augusto Comte, positivista. Su socialismo, fundado en la libertad tanto
individual como colectiva, en la acción espontánea de las asociaciones libres, no
obedeciendo a otras leyes que a las generales de la economía social, descubiertas o
a descubrir por la ciencia, al margen de toda reglamentación gubernamental y de
toda protección de Estado, subordinando, por otra parte, la política a los intereses
económicos, intelectuales y morales de la sociedad, debía más tarde, y por una
consecuencia necesaria, llegar al federalismo. Tal era el estado de la ciencia social
antes de 1848. La polémica de los periódicos, de las hojas volantes y de los folletos
socialistas, llevó una masa de nuevas ideas al seno de las clases obreras; éstas se
saturaron de esas nuevas ideas y, cuando estalló la revolución de 1848, el socialis-
mo se manifestó como una potencia.” [BAKUNIN, 1867: 66]

1.2 LA INVENCIÓN DE LO SOCIAL , LAS TECNOLOGÍAS


DISCIPLINARIAS Y EL INDIVIDUALISMO

Con acierto se nos ha advertido de lo estéril que resulta el buscar un


exclusivo “padre fundador” o una única “corriente intelectual” como
orígenes de la sociología (RODRÍGUEZ ZÚÑIGA, 1985: 21). Ante todo,
existió un contexto intelectual de múltiples corrientes e intercambios
entre ciencias y letras que, arrancando del Renacimiento, propició el
nacimiento de las distintas teorías sociológicas, la preocupación por
39
I:1 P royec t o Doc ent e · Mi gu el Martín ez Lóp ez

distintos problemas sociales y la idea de la ‘sociedad’ como un ente


autónomo.

“En la producción de esa autonomización de la sociedad civil son varias las


corrientes intelectuales que coadyuvaron. La concepción de la razón humana como
algo que puede innovar y la concepción del saber como descubrimiento y no como
repetición; el carácter artificial, en el sentido de no natural, que las teorías del
contrato social encuentran en las formas de organización del poder; el esfuerzo
por conceptualizar lo otro, lo diferente, que los relatos de los exploradores y
descubridores refieren; la crítica al monopolio de la verdad que detentaban los
administradores del dogma religioso; la consideración de la historia no como azar
o como inescrutable, sino como algo que debe obedecer a algún principio accesible
a la razón humana.” [RODRÍGUEZ ZÚÑIGA, 1985: 21]

Aunque el interés científico por la sociedad, racionalizando observa-


ciones fácticas, se puede remontar infinitamente en la historia, el contexto
de la revolución industrial y la consolidación institucional de las ciencias
señalan dos importantes momentos de inflexión para la sociología. En afi-
nidad con lo argumentado hasta el momento, pero enfatizando el carácter
rupturista de esas circunstancias históricas, se ha llegado a interpretar el el
nacimiento de la sociología en el sentido de que se inventó su objeto de es-
tudio (la sociedad, en particular, o lo social, de forma más ambigua y gene-
ral).
Aunque la sociedad siempre ha estado ahí, no es sino en un momen-
to histórico preciso en el que se piensa y objetiva su realidad de acuerdo
con los modelos conceptuales usados para observar otros fenómenos de la
realidad natural. Esa invención de lo social habría sido coherente con una
filosofía emergente acerca de lo humano y de lo social: extremando cre-
cientemente los pormenores de su representación (finita) y definiendo las
leyes para entender su existencia invisible, su trascendentalidad (infinita)
(FOUCAULT, 1966).
A ello habrían contribuido las nuevas ciencias humanas –la filología,
la biología y la economía- constituidas formalmente desde finales del siglo
XVIII y a lo largo de todo el XIX, y que vinieron a sustituir a los anterio-
res conocimientos fragmentarios o esencialistas sobre esas materias. Ade-
más, proporcionaron modos nuevos de representar el lenguaje, la vida y el
trabajo.
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