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familia Mumin, integrada por cuatro trols (animales que, como casi todos
los que salen en la obra, se ha inventado la autora), tiene por costumbre
permanecer aletargada durante los meses más fríos del año. Sin embargo, el
primogénito, por una razón misteriosa, despierta e, incapaz de conciliar de
nuevo el sueño, sale a descubrir el invierno, que no conocía. Cuando llegue
la primavera podrá contar a su familia el descubrimiento de otro mundo en el
que, sin protección alguna, ha tenido que ingeniárselas para sobrevivir y
ayudar a los demás.
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Tove Jansson
ePub r1.1
javinintendero 17.02.15
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Título original: Trollvinter
Tove Jansson, 1957
Traducción: Manuel Bartolomé
Ilustraciones: Tove Jansson
Diseño de cubierta: Mariana_Detri
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A Vivica
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CAPÍTULO I
El cielo estaba casi negro, pero, a la luz de la luna, la nieve tenía un brillante
resplandor azul.
El mar yacía dormido bajo el hielo y, entre las profundas raíces de la tierra, todos
los animalitos descansaban y soñaban con la primavera. Pero la primavera se
encontraba aún lo que se dice un poco lejos, porque apenas acababa de quedar atrás el
día de Año Nuevo.
En el punto donde el valle iniciaba su suave pendiente hacia las montañas, se
erguía una casa cubierta de nieve. Parecía muy solitaria. Muy cerca de ella se
formaba una curva del río, negro como el carbón entre filos de hielo.
Dentro de la vivienda, el ambiente era cálido y acogedor. En la caldera de la
calefacción central, en el sótano, la turba apilada ardía silenciosamente. A veces, la
luna se asomaba por la ventana del jalón, y su claridad caía sobre las blancas fundas
invernales de las sillas y sobre la araña de cristal, envuelta en su bolsa de gasa.
También en el salón, agrupados alrededor de la enorme estufa de porcelana, los
miembros de la familia Mumin dormían su largo sueño de invierno.
Permanecían dormidos desde noviembre hasta abril, porque esa era la costumbre
de sus antepasados, y los Mumin guardaban fidelidad a las tradiciones. Todos tenían
en el estómago una buena ración de hojas de abeto, lo mismo que la tuvieron sus
antecesores y, junto a la cama, estaban colocadas todas las cosas que probablemente
necesitarían al empezar la primavera: palas, lupas, celuloide, anemómetros, etcétera.
El silencio era profundo y expectante.
De vez en cuando, alguien suspiraba y se acurrucaba más bajo la ropa de la cama.
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Un rayo de luna fue de la mecedora a la mesa del salón, se deslizó por los remates
metálicos de la cabecera de la cama y proyectó directamente su brillo sobre la cara
del trol Mumin.
Y entonces ocurrió algo que hasta aquella noche no había sucedido nunca, desde
que el primer Mumin se recogió en su madriguera invernal: el trol se despertó y
comprobó que no podía volver a conciliar el sueño.
Observó el resplandor de la lima y los heléchos de hielo formados en la ventana.
Escuchó el zumbido que producía la caldera del sótano y cada vez fue sintiéndose
más desvelado y atónito. Por último, se levantó y anduvo hasta el lecho de mamá
Mumin.
Le tiró de la oreja con precaución, pero mamá Mumin no se despertó. Se limitó a
encogerse sobre sí misma, indiferente y hecha un ovillo.
“Si no se despierta ni siquiera mamá, es inútil probar con los otros”, pensó el trol
Mumin, y emprendió solo la ronda de la irreconocible y misteriosa casa. Todos los
relojes se habían parado siglos antes, y una delgada capa de polvo lo cubría todo.
Encima de la mesa del salón se encontraba aún la sopera con hojas de abeto, dejada
allí en noviembre. Y, en su envoltura de gasa, la araña de cristal tallado tintineaba
suavemente.
De súbito, el trol Mumin se asustó y se detuvo en seco, detrás del rayo de luna, en
medio de la cálida oscuridad. Se sentía terriblemente solo.
—¡Mamá! ¡Despierta! —gritó—. ¡Ha desaparecido todo el mundo!
Regresó hasta la cama de mamá Mumin y tiró de la colcha. Pero mamá Mumin no
se despertó. El trol Mumin se hizo un ovillo sobre la alfombra, y la larga noche de
invierno continuó.
Al amanecer, el cúmulo de nieve del tejado empezó a moverse. Resbaló un poco y
luego, resueltamente, se deslizó por el borde del alero y cayó con blando y sordo
ruido.
Todas las ventanas quedaron sepultadas, y sólo una tenue claridad grisácea
lograba penetrar en la casa. El salón parecía más irreal que nunca, como si estuviera
profundamente enterrado.
El trol Mumin erizó las orejas y aguzó el oído durante un buen rato. Después
encendió la lámpara de noche y se acercó en silencio a la cómoda para leer la carta de
primavera de Manrico. Estaba, como de costumbre, bajo el pequeño tranvía de
espuma de mar, y era muy parecida a otras cartas de primavera que Manrico había
dejado cuando, al llegar el mes de octubre, emprendía su anual viaje al Sur.
Empezaba con la frase ‘‘¡Hasta pronto!”, trazada con la grande y rotunda
caligrafía de Manrico. La carta era breve:
¡HASTA PRONTO!
Dormid a gusto y conservad el ánimo. El primer día de primavera me tendréis
aquí de nuevo. No empecéis sin mí la construcción del dique.
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MANRICO
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El trol Mumin leyó la carta varias veces y, de pronto, tuvo hambre.
Se fue a la cocina, que parecía desalentadoramente limpia y despoblada; La
misma desolación reinaba en la despensa. Mumin no encontró allí nada, salvo una
botella de zumo de frambuesa que había fermentado, y medio paquete de polvorientas
galletas.
El trol Mumin se puso cómodo bajo la mesa de la cocina y empezó a masticar.
Leyó otra vez la carta de Manrico.
Después, se tendió boca arriba y contempló los nudos rectangulares que había
bajo las esquinas de la mesa. La cocina estaba silenciosa.
—¡Hasta pronto! —susurró Mumin—. Dormid a gusto y conservad el ánimo —
prosiguió, en tono un poco más alto. Luego cantó a pleno pulmón—: ¡Me tendréis
aquí de nuevo! ¡Me tendréis aquí, la primavera flotará en el aire, el tiempo es bueno y
cálido, nosotros estaremos aquí, estaremos allí, todos los años igual…!
Se interrumpió en seco al ver que dos ojos minúsculos le miraban fulgurantes
desde debajo del fregadero.
Mumin devolvió la mirada, y la cocina se quedó tan silenciosa como antes.
Luego, los ojillos desaparecieron.
—¡Espera! —voceó el trol Mumin en tono angustiado. Se arrastró hacia el
fregadero, mientras rogaba suavemente—: Sal, ¿quieres? ¡No tengas miedo! Soy
bueno. Vuelve…
Pero quienquiera que habitase debajo del fregadero no salió. El trol Mumin echó
en el suelo una línea de migas de galleta y formo un charquito de zumo de frambuesa.
Cuando regresó al salón, los cristales que colgaban del techo le saludaron con
melancólico tintineo.
—Me voy —anunció Mumin de modo terminante, dirigiéndose a la araña—.
Estoy harto de todos vosotros y me voy al Sur para reunirme con Manrico.
Se acercó a la puerta principal e intentó abrirla, pero se había helado.
Mumin corrió quejumbroso de una ventana a otra y trató de abrirlas, pero todas
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estaban atascadas. De modo que el desamparado trol Mumin subió corriendo a la
buhardilla, forcejeó hasta abrir el escotillón del limpiachimeneas y salió al tejado.
Le recibió un ramalazo de aire frío.
Se quedó sin aliento, resbaló y rodó por el borde del tejado.
Y así fue como el trol Mumin, sin poderlo evitar, se vio lanzado a un mundo
desconocido y peligroso y se hundió hasta las orejas en el primer ventisquero de su
vida. Su piel aterciopelada experimentó una desagradable picazón, pero, al mismo
tiempo, su hocico percibió un nuevo efluvio que despertó a Mumin del todo y
estimuló su interés.
El valle estaba envuelto en una especie de crepúsculo gris. Ya no era verde, sino
blanco. Todo lo que antes se movía estaba ahora paralizado. No se producía ningún
sonido que revelase la existencia de vida. Las cosas con aristas y ángulos presentaban
bordes redondeados.
—Esto es la nieve —murmuró para sí el trol Mumin—. He oído hablar de ella a
mamá, y la llamaba nieve.
Sin que Mumin tuviera la más remota idea de tal cosa, su piel aterciopelada
decidió en aquel instante empezar a volverse lanuda, convirtiéndose poco a poco en
una piel de abrigo para el invierno. Eso llevaría algún tiempo, pero, al menos, la
decisión estaba tomada y eso resultaba muy práctico.
Mientras tanto, Mumin caminaba trabajosamente sobre la nieve. Descendió hasta
el río. Era el mismo río que solía deslizarse, alegre y transparente, a través del jardín
de Mumin. Ahora parecía muy distinto. Era negro y lánguido. También pertenecía a
aquel mundo nuevo, en el que Mumin no se consideraba en su casa.
Empezaba ya a acostumbrarse al olor del invierno y dejó de sentir curiosidad.
Contempló el arbusto de jazmín, una desordenada maraña de ramitas desnudas, y
pensó: “Está muerto. Se murieron todos mientras yo dormía. Este mundo pertenece a
alguien a quien no conozco. Tal vez a la Bu. No está hecho para múmines”.
El trol imprimó las primeras huellas en la nieve, sobre el puente y ladera arriba.
Eran unas pisadas muy pequeñas, pero resueltas. Avanzando entre los árboles, se
encaminaban directamente hacia el Sur.
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CAPÍTULO II
A bastante distancia, por el Oeste, cerca del mar, una ardilla joven saltaba sin
rumbo fijo por la nieve. Era una ardillita tonta de veras, a la que le gustaba pensar en
sí misma considerándose “la ardilla de la cola maravillosa”.
En realidad nunca pensaba en algo durante mucho tiempo. La mayor parte de las
veces, sólo intuía las cosas. Simples sensaciones. La última consistió en que el
colchón de su madriguera empezaba a apelmazarse, de modo que salió en busca de
uno nuevo.
De vez en cuando, murmuraba: “Un colchón”, para no olvidarse de lo que andaba
buscando. Olvidaba las cosas con mucha facilidad.
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Llegó a la cueva de la colina y penetró en ella de un brinco. Pero, ya en el interior
de la cueva, le fue imposible seguir concentrándose y, por lo tanto, se olvidó
completamente del colchón.
Detrás del gran montón de nieve situado en la entrada de la cueva, alguien había
esparcido paja sobre el suelo. Y encima de la paja descansaba una gran caja de
cartón, con la tapadera ligeramente levantada.
—¡Qué extraño! —comentó la ardilla en voz alta y con cierta sorpresa—. Esa
caja de cartón no estaba antes ahí.
Hurgó hasta levantar una esquina de la tapadera, e introdujo la cabeza en la caja.
El interior era cálido y parecía estar lleno de algo suave y agradable. La ardilla se
acordó repentinamente de su colchón. Los dientes pequeños y afilados se hundieron
en aquel blando relleno y sacaron una brizna de lana.
Continuó sacando briznas y pronto tuvo las patas llenas de lana. Siguió
excavando con las cuatro extremidades, extraordinariamente complacida y feliz.
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Pero la ardilla estaba tan desconcertada, que había vuelto a olvidarse del colchón.
Mía Diminuta soltó un bufido y salió de la caja de cartón. Cerró la tapadera sobre
su hermana, que aún dormía, se agachó y palpó la nieve con las manos.
—De modo que así es la nieve —dijo—. ¡Qué ideas más curiosas se hace la
gente!
Formó una bola de nieve y, con el primer tiro, alcanzó a la ardilla en la cabeza.
Luego, Mía Diminuta salió de la cueva para tomar posesión del invierno.
Lo primero que consiguió fue resbalar sobre la helada superficie del risco y darse
un buen porrazo en las posaderas.
—Comprendo —articuló Mía Diminuta en tono amenazador—. Creen que podrán
irse de rositas, que todo les va a salir bien.
Se le ocurrió pensar entonces en la facha de Mía yendo a parar al suelo y con las
piernas al aire. Estuvo un rato riendo entre dientes. Examinó el risco y la ladera de la
colina y meditó un poco. Luego dijo:
—Bueno, vamos allá.
Y, tras tomar impulso, dio un salto y se deslizó a lo largo de un buen trecho sobre
el hielo liso.
Repitió seis veces la operación, hasta darse cuenta de que aquello daba frío.
Mía Diminuta entró de nuevo en la cueva y sacó a su dormida hermana de la caja
de cartón. Mía nunca había visto un tobogán, pero eso no era óbice para que tuviese
la precisa sensación de que existían muchos modos razonables de utilizar una caja de
cartón.
En cuanto a la ardilla, estaba sentada en el bosque y su mirada iba distraídamente
de un árbol a otro.
Aunque le fuese en ello la cola, no podía recordar en qué árbol vivía, ni qué salió
a buscar.
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lo alto, la nieve relucía como una serie de colmillos que se recortasen contra el fondo
negro de la montaña: blanco y negro, y soledad por todas partes.
“En algún lugar, al otro lado de esa sierra, está Manrico —se dijo el trol Mumin
—. Sentado al sol, pela una naranja. Si supiese yo que Manrico está enterado de que
voy a trepar por esas montañas para reunirme con él, entonces podría conseguirlo.
Pero yo solo, sin más ni más, nunca lo conseguiré.” De modo que Mumin dio media
vuelta y volvió despacio sobre sus pasos.
“Adelantaré todos los relojes —pensó—. Quizá se logre con eso que la primavera
se presente un poquito antes. Y puede que alguien se despierte si rompo alguna cosa
grande.”
Pero en el fondo de sí mismo estaba convencido de que nadie se despertaría.
Entonces sucedió algo. Unas huellas chiquititas cruzaban la línea de las pisadas
de Mumin. El trol se detuvo en seco y contempló largo rato aquel rastro. Algo vivo
había pasado a través del bosque, quizá menos de media hora antes. No podía haberse
alejado mucho. Iba hacia el valle y sin duda era más pequeño que el propio Mumin.
Las huellas apenas estaban hundidas en la nieve.
El trol Mumin notó que le invadía una oleada de calor, desde el extremo de la
cola hasta las puntas de las orejas.
—¡Espera! —gritó—. ¡No me dejes solo!
Lloriqueó un poco mientras avanzaba por la nieve, tropezando una y otra vez. De
súbito, le asaltó un miedo terrible a las tinieblas y a la soledad. Su terror debía de
haber estado oculto en alguna parte de su ser, desde que se despertó en la casa
dormida, pero esa era la primera vez que Mumin se atrevía a sentir auténtico pánico.
Dejó de gritar, porque pensó en lo horrible que sería que nadie le contestara. Ni
siquiera se aventuraba a levantar su hocico del rastro, apenas visible de la oscuridad.
No hizo más que seguir adelante, arrastrándose, dando traspiés y gimiendo
suavemente para sí.
Y entonces vislumbró la luz.
Era muy pequeña y, sin embargo, llenaba toda la arboleda con un tenue
resplandor rojo.
El trol Mumin se tranquilizó. Olvidó la línea de huellas y continuó andando
despacio, con la vista fija en la luz. Hasta que por último comprobó que se trataba de
una vela corriente, puesta encima de la nieve. Alrededor de la vela había una casita en
forma de pan de azúcar, construida con bolas de nieve. Sus paredes eran traslúcidas,
de un tono amarillo naranja, como el de la pantalla de la lámpara de noche que tenía
Mumin en su casa.
Al otro lado de aquella especie de quinqué, alguien había excavado un cómodo
hoyo, alguien que estaba tendido, contemplando el sereno cielo invernal, y que
tarareaba muy bajito.
—¿Qué canción es esa? —preguntó el trol Mumin.
—Una que he compuesto yo misma —respondió alguien desde el hoyo—. Una
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canción de Tutiqui, que ha construido un farol de nieve, pero el estribillo habla de
otras cosas completamente distintas.
—Comprendo —dijo el trol Mumin, y se sentó en la nieve.
—No, no lo entiendes —replicó Tutiqui afablemente, al tiempo que se
incorporaba lo bastante para mostrar su jersey de rayas blancas y rojas—. Porque el
estribillo trata de cosas que uno no puede entender. Estoy pensando en la aurora
boreal. Uno no puede afirmar si existe de veras o si sólo parece que existe. Todas las
cosas son así de inciertas, y eso es precisamente lo que hace que me sienta más
tranquila.
Volvió a echarse sobre la nieve y continuó mirando el cielo, que estaba ahora
completamente negro.
El trol Mumin levantó también su hocico y contempló los puntos luminosos que
centelleaban por el Norte, lucecitas que Mumin probablemente veía por vez primera.
Eran blancas, azules y un poco verdes, y adornaban el cielo formando visillos
alargados y aleteantes.
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Búes hicieron sentándose en el suelo.
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Y por el suelo se deslizaron andando dos calcetines de lana, que se inmovilizaron
ante Mumin.
Al mismo tiempo, se encendió el fuego en la estufa de tres patas del rincón del
fondo y alguien empezó a tocar la flauta cautelosamente debajo de la mesa.
—Es tímida —explicó Tutiqui—. Por eso toca debajo de la mesa.
—Pero ¿por qué no se deja ver? —preguntó el trol Mumin.
—Son tan tímidas que se han hecho invisibles —repuso Tutiqui—. Son ocho
musarañas pequeñísimas que comparten esta casa conmigo.
—Esta es la caseta de baño de mi padre —dijo Mumin.
Tutiqui le dirigió una mirada grave.
—Puede que tengas razón y puede que estés equivocado —manifestó—. En el
verano pertenece a tu padre. En el invierno pertenece a Tutiqui.
Una olla empezó a hervir encima de la estufa. Se levantó la tapadera y una
cuchara dio vueltas a la sopa. Otra cuchara vertió en el recipiente un poco de sal y
luego se volvió ordenadamente a colocarse en el alféizar de la ventana.
Afuera, el frío se frotaba contra la noche, mientras los verdes y rojos cristales de
las ventanas reflejaban la luz de la luna.
—Habíame de la nieve —pidió el trol Mumin, y se sentó en la silla del jardín de
papá Mumin, blanqueada por el sol—. No la entiendo.
—Yo tampoco —confesó Tutiqui—. Uno cree que es fría, pero si construye una
casa de nieve, resulta que es caliente. Uno cree que es blanca, pero unas veces parece
rosada y otras, azul. Puede ser más blanda que cualquier otra cosa y, luego, más dura
que la piedra. Nada es seguro.
Un plato de sopa de pescado surcó el aire con suavidad y fue a posarse encima de
la mesa, ante el trol Mumin.
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—¿Dónde aprendieron las musarañas a volar? —preguntó Mumin.
—Bueno… —dijo Tutiqui—; es mejor no preguntar a la gente acerca de todo.
Puede que les guste guardar los secretos para sí. No hay que preocuparse por las
musarañas, ni tampoco por la nieve.
Mumin se tomó la sopa.
Miró el armario, que estaba en un rincón, y pensó en lo estupendo que sería saber
que su viejo albornoz colgaba allí dentro. Que en medio de tantos acontecimientos
nuevos e inquietantes, algo se mantenía invariable, seguro y grato. Recordaba que el
albornoz era azul, que faltaba el colgador y que probablemente habría un par de gafas
de sol en el bolsillo izquierdo.
Al cabo de un rato, dijo:
—Ahí es donde solíamos guardar nuestros albornoces. El de mi madre está
colgado en la parte más alejada de la puerta.
Tutiqui alargó la mano y cogió un bocadillo.
—Gracias —dijo—. No debes abrir ese armario. Tendrás que prometérmelo.
—No pienso prometerte nada —replicó el rol Mumin con hosquedad, fija la
mirada en el plato de sopa.
Comprendió de pronto que lo más importante del mundo era abrir aquella puerta
y comprobar con sus propios ojos si el albornoz continuaba allí.
El fuego seguía agradablemente encendido. Rugía en la chimenea de la estufa.
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Dentro de la caseta de baño, la atmósfera era cálida y placentera y, debajo de la mesa,
la flauta continuó con su remota melodía.
Manos invisibles retiraron los platos. La vela se consumió y el pabilo se ahogó en
un lago de sebo fundido. La única luz que subsistía era la que irradiaba el ojo
colorado de la estufa y la de los rectángulos verdes y rojos que la lima filtraba a
través de los cristales, hasta el suelo.
—Voy a dormir en casa esta noche —anunció el trol Mumin con decisión.
—Estupendo —articuló Tutiqui—. La luna aún no se ha ocultado, de modo que
encontrarás fácilmente el camino.
La puerta se abrió sola y Mumin salió a las tablas cubiertas de nieve.
—No importa —dijo—. De todas formas, mi albornoz azul está en ese armario.
Gracias por la sopa.
La puerta se cerró, deslizándose sin que nadie la tocase, y alrededor del trol
Mumin no hubo más que silencio y claridad de luna.
Lanzó una rápida mirada sobre el hielo y creyó vislumbrar a la enorme y torpona
Bu, que arrastraba los pies por algún punto próximo al horizonte.
Se la imaginó esperándole detrás de los peñascos de la orilla del mar. Y al pasar
por el bosque, Mumin presintió también la sombra de la Bu deslizándose en silencio
por detrás de cada tronco de árbol. La Bu apagaba todas las luces y borraba todos los
colores.
Por fin, el trol Mumin llegó a su casa dormida. Trepó despacio por el enorme
ventisquero del lado Norte y gateó hasta el escotillón del tejado.
En el interior de la casa el aire era cálido y estaba saturado de efluvios de los
Mumin. La araña de cristal reconoció a Mumin y le saludó tintineando, cuando el sol
entró en el salón. Mumin cogió el colchón de su cama y lo puso encima de la
alfombra de mamá Mumin, que suspiró en sueños y murmuró algo que el trol no
pudo entender. Luego mamá Mumin rió para sí y se acurrucó un poco más cerca de la
pared.
“Este lugar ya no me corresponde —pensó el trol Mumin—. Ni tampoco mi sitio
está en el otro. Ni siquiera sé qué es estar despierto y qué estar soñando.”
Y entonces, en cuestión de segundos, se quedó dormido y las lilas estivales le
cubrían con su verde sombra amistosa.
Mía Diminuta se sentía humilladísima, acostada dentro de su roto saco de dormir.
Se había levantado un viento nocturno que penetraba directamente en la cueva. La
mojada caja de cartón estaba reventada por tres sitios distintos, y la mayor parte de la
lana se veía impulsada confusamente por el aire, de un rincón a otro de la cueva.
—¡Eh, vieja hermana! —gritó Mía Diminuta, al tiempo que golpeaba a Mimbla
en la espalda.
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Pero Mimbla dormía. Ni siquiera se movió.
—Empiezo a ponerme furiosa —dijo Mía Diminuta—. ¿Cuándo, aunque sólo sea
por una vez, le va a servir de algo a una tener una hermana?
Salió del interior del saco de dormir. Después se arrastró hasta la entrada y
contempló con cierto placer la gélida noche.
—Os daré una lección a todos —murmuró Mía Diminuta torvamente, y se deslizó
cuesta abajo.
La orilla del mar estaba más solitaria que el fin del mundo (si verdaderamente
alguien ha estado allí) y reinaba la oscuridad, porque la luna se había ocultado.
—¡Allá vamos! —dijo Mía Diminuta.
Extendió sus faldas contra el malvado viento del Norte. Empezó a resbalar entre
los puntos nevados, desviándose a derecha e izquierda, separando las piernas con la
seguridad equilibrada y el porte elegante que tendríais vosotros si fueseis una Mía.
Hacía mucho tiempo que la vela se había consumido en la caseta de baño, cuando
Mía Diminuta pasó por allí. Sólo pudo distinguir el puntiagudo tejado recortando su
silueta contra el cielo nocturno. Pero ni por un segundo pensó: “Ahí está nuestra vieja
caseta de baño”. Venteó los agudos y peligrosos olores del invierno e hizo un alto
cerca de la playa, para escuchar. A lo lejos, aullaban los lobos en la remota distancia
de las montañas Solitarias.
—A una se le hiela la sangre en las venas —murmuró Mía Diminuta, mientras
sonreía para sí en la oscuridad.
Su olfato la informó de que allí había una senda que llevaba al valle de Mumin y
a la casa donde podría encontrar algunas mantas de abrigo y tal vez,, incluso, un
nuevo saco de dormir. Dejó atrás la ribera y se aventuró a través del bosque.
Era tan minúscula que sus pies no dejaban huella alguna en la nieve.
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CAPÍTULO III
El Gran Frío
Todos los relojes volvían a funcionar. Después de haberles dado cuerda, el trol
Mumin se sintió menos solo. Como el tiempo se había extraviado, los puso a horas
distintas. Pensó que acaso alguno de ellos fuese bien.
Se oían sus campanadas a intervalos y, de vez en cuando, sonaba el timbre del
despertador. Eso reconfortaba a Mumin. Pero no podía quitarse de la cabeza una cosa
terrible: que el sol no volvería a salir. Sí, era cierto; mañana tras mañana se producía
una especie de alborada gris que no tardaba en desaparecer, para fundirse de nuevo en
la larga noche invernal. Y el sol no aparecía nunca. Sencillamente, se había perdido;
tal vez se alejó por el espacio y no le era posible volver. Al principio, el trol Mumin
se negó a creerlo. Aguardó largo tiempo.
Todos los días iba a la playa y se sentaba a esperar allí, con el hocico encarado
hacia el Sureste. Pero nada sucedía. Luego regresaba a casa, cerraba el escotillón del
tejado y encendía una fila de velas en la repisa de la chimenea.
El Inquilino del Fregadero aún no había salido a comer, pero probablemente
llevaba una vida secreta e importante.
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La Bu deambulaba por el hielo, sumida en profundos pensamientos que nadie
conocería jamás, y en el armario de la caseta de baño algo peligroso acechaba entre
los albornoces. Pero ¿qué podía hacer uno ante tales cosas?
Tales cosas están ahí, aunque uno nunca sabe por qué y se siente
desesperadamente apartado.
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Cuando el trol Mumin salió al gris crepúsculo, se tropezó con un extraño caballo
blanco erguido cerca de la galería, que le miraba con ojos luminosos. Mumin se le
acercó cautelosamente y le saludó, pero el caballo no hizo ningún movimiento.
Mumin se percató entonces de que estaba hecho de nieve. Su cola era la escoba
de la leñera y sus ojos, pequeños trozos de espejo. Mumin vio allí reflejada su propia
imagen y eso le asustó un poco. De modo que dio un rodeo y pasó junto a los
desnudos arbustos de jazmín.
“¡Si hubiese aquí una sola criatura a la que conociese desde hace tiempo! —pensó
el tro! Mumin—. Alguien, que no fuera misterioso, sólo corriente y normal. Alguien
que también se hubiese despertado y no se sintiera en casa. Entonces, uno podría
decir: ‘¡Hola! Yaya frío más espantoso, ¿verdad? La nieve es una cosa tonta, ¿no?
¿Has visto los arbustos de jazmín? ¿Te acuerdas del verano pasado, cuando…?’ O
frases parecidas.”
Tutiqui estaba sentada en el pretil del puente. Cantaba:
—Me llamo Tutiqui y he creado un caballo.
Un blanco caballo salvaje que corre al galope, a través del hielo se pierde en la noche,
más allá del río.
Un blanco y solemne caballo que corre al galope, y se lleva montado en el lomo al
mustio Gran Frío.
Seguía el estribillo.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó el trol Mumin.
—Quiero decir que esta noche verteremos encima de él agua del río —explicó
Tutiqui—. La congelará durante la noche y se convertirá totalmente en hielo. Y
cuando llegue el Gran Río, saldrá disparado al galope y no volverá nunca más.
Mumin guardó silencio. Después informó:
—Alguien se está llevando cosas de la casa de mi padre.
—Eso es estupendo, ¿verdad? —replicó Tutiqui alegremente—. Tienes
demasiadas cosas que te preocupan. Cosas que recuerdas y cosas en las que sueñas.
Y atacó la segunda estrofa.
Mumin le dio la espalda y se alejó. ‘'No quiere entenderme”, se dijo. Tras él,
proseguía la jubilosa tonada.
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—Canta todo lo que gustes —murmuró el trol Mumin, furioso hasta el punto de
casi echarse a llorar—. ¡Canta sobre tu horrible invierno con negro hielo y antipáticos
caballos de nieve, sobre seres que no se dejan ver, sino que se esconden y son
excéntricos!
Anduvo ladera arriba, pateó la nieve, heladas las lágrimas en su hocico, y de
pronto comenzó a entonar su propia canción.
Cantaba a grito pelado, para que Tutiqui pudiera oírle y se incomodase.
Ésta fue la enojada canción de verano del trol Mumin:
Escuchad, criaturas invernales que al sol habéis raptado, que ocultas en la sombra
mantenéis todo el valle grisáceo y apagado:
¡Me siento abandonado, de cansancio estoy muerto, harto de ventisqueros, de tristeza
y lamentos!
¡Quiero mirar de nuevo el resplandor del mar y la terraza añil, y gritaros a todos que
vuestro invierno no es para mí!
—Esperad a que mi sol vuelva a salir y, cuando os mire, tendréis una facha
ridicula de veras —vociferó el trol Mumin, sin preocuparse ya de rimas.
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Porque entonces bailaré sobre el disco de un girasol, apoyaré el estómago en la arena
caliente, tendré abierta la ventana todo el día sobre el jardín y los abejorros, y bajo el
cielo azul cielo y mi grande, amarillo y anaranjado ¡SOL!
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—Pero ahora estamos en invierno —le interrumpió Mía Diminuta, y alargó la
mano para sacar la bandeja de plata de entre la nieve—. Hemos dado un buen salto,
¿verdad?
Aquella misma tarde, Tutiqui notó en la nariz que el Gran Frío se encontraba ya
en camino. Se apresuró a verter agua del río sobre el caballo y acarreó leña a la caseta
de baño.
—No salgáis de casa, porque ya se acerca —advirtió Tutiqui.
Las invisibles musarañas asintieron con la cabeza, y en el armario se produjo un
rumor de aquiescencia. Tutiqui salió a avisar a los demás.
—Hay que tomárselo con calma —dijo Mía Diminuta—. Me recogeré en cuanto
note el pinchazo en la punta de los pies. Siempre tendré tiempo de echar un poco de
paja encima de Mimbla.
Mía Diminuta condujo su bandeja de plata por encima del hielo.
Tutiqui continuó hacia el valle. Se encontró en el sendero con la ardilla de la cola
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maravillosa.
—Quédate en casa esta noche, porque el Gran Frío viene ya —aconsejó Tutiqui.
—Sí —repuso la ardilla—. ¿No has visto una pina de abeto que he dejado por
aquí, en alguna parte?
—No, no la he visto —contestó Tutiqui—. Pero prométeme que no olvidarás lo
que acabo de decirte. No salgas de casa después del crepúsculo. Es importante.
La ardilla asintió distraídamente.
Tutiqui llegó a la casa de Mumin y subió por la escalera de cuerda que el trol
Mumin tenía colgada por fuera. Tutiqui abrió la trampilla del tejado y llamó a
Mumin.
El trol estaba zurciendo con hilo rojo los trajes de baño de la familia.
—Sólo he venido a advertirte que el Gran Frío se acerca ya —manifestó Tutiqui.
—¿Es mayor que otros? —preguntó el trol Mumin—. ¿Qué proporciones pueden
alcanzar?
—Esta es la más peligrosa —aclaró Tutiqui—. Y se presentará al atardecer,
cuando el cielo se torna verde. Llegará desde el mar.
—Entonces ¿se trata de una mujer? —inquirió Mumin.
—Sí, y muy hermosa —dijo Tutiqui—. Pero si la miras a la cara, quedarás
convertido en hielo. Duro como una galleta, y ni siquiera te desmigajarás. Por eso
tienes que permanecer en casa esta noche.
Tutiqui volvió a marcharse por el escotillón del tejado. El trol Mumin bajó al
sótano y echó más turba a la caldera de la calefacción central. Extendió también unas
mantas adicionales encima de los dormidos miembros de la familia.
Luego dio cuerda a los relojes y salió de la casa. Deseaba estar acompañado
cuando la Dama del Frío hiciera su visita.
Cuando el trol Mumin llegó a la caseta de baño, el cielo estaba más claro y
verdoso que nunca. El viento se había ido a descansar y los juncos muertos asomaban
inmóviles por el hielo de la orilla.
Aguzó el oído y creyó percibir en el propio silencio un zumbido tenue, profundo
y suave. Tal vez procediera del hielo que cada vez se estaba descongelando más y
más abajo, en el mar.
Dentro de la caseta de baño, el ambiente era agradable y cálido. Encima de la
mesa estaba la tetera azul de mamá Mumin.
El trol se sentó en la silla de jardín y preguntó:
—¿Cuándo va a llegar?
—Pronto —repuso Tutiqui—, no te preocupes.
—Bueno, la Dama del Frío no me preocupa en absoluto —aseguró Mumin—. Me
preocupan los otros. Esos de los que no sé nada. Como el Inquilino del Fregadero. Y
el que está en el armario. O la Bu, que sólo le mira a uno y nunca pronuncia una
palabra.
Tutiqui se frotó la nariz y reflexionó.
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—Verás, las cosas son así —explicó—. Hay gran cantidad de seres que no tienen
sitio en verano ni en otoño ni en primavera. Son criaturas tímidas y un poco
singulares. Algunas clases de animales nocturnos y de personas no encajan bien con
los demás, y nadie confía realmente en ellos. Se mantienen al margen todo el año. Y
luego, cuando todo está blanco y tranquilo, cuando las noches son largas y casi todo
el mundo duerme…, entonces aparecen.
Los conoces tú? —preguntó Mumin.
—A algunos. Al Inquilino del Fregadero, por ejemplo, le conozco muy bien. Pero
me parece que quiere llevar una vida secreta, de modo que no puedo presentaros.
El trol Mumin dio un puntapié a la pata de la mesa y suspiró.
—Comprendo, me hago cargo —repuso—. Pero yo no quiero llevar una vida
secreta. Aquí se tropieza uno con algo completamente nuevo y desconocido y no hay
alma que le pregunte a uno siquiera en qué clase de mundo ha vivido hasta ahora. Ni
Mía Diminuta desea hablar del mundo real.
—¿Y cómo puede uno determinar cuál es el mundo real? —indagó Tutiqui, con la
nariz pegada a un cristal de la ventana—. Aquí viene.
Se abrió de golpe la puerta, y Mía Diminuta deslizó la bandeja de plata
ruidosamente a lo largo del piso de la caseta de baño.
—La vela no está mal —dijo la recién llegada—. Pero lo que de veras me hace
falta ahora es un manguito. El calentador de huevos de tu madre no servirá, haga los
agujeros donde los haga. Tiene un aspecto tan astroso que ni siquiera me atrevería a
regalárselo a un erizo desahuciado[1].
—Ya lo veo —replicó el trol Mumin, tras lanzar una triste mirada al calentador de
huevos.
Mía Diminuta lo arrojó al suelo, y las manos invisibles de una musaraña lo
lanzaron de inmediato dentro de la estufa.
—Bueno, ¿viene ya? —preguntó Mía Diminuta,
—Creo que sí —repuso Tutiqui quedamente—. Vayamos a echar un vistazo.
Salieron del embarcadero y olfatearon el aire, de cara al mar. El cielo del
anochecer era una continuidad verde, y el mundo entero parecía hecho de fino cristal.
Todo estaba silencioso, nada se movía y remotas estrellas minúsculas brillaban por
doquier y centelleaban en el hielo. Hacía un frío terrible.
—Sí, está en camino —confirmó Tutiqui—. Será mejor que entremos.
A lo lejos, sobre el hielo, se deslizaba la Dama del Frío. Era inmaculadamente
blanca, como las velas, pero si uno la miraba a través del cristal de la derecha, se
teñía de rojo, y vista a través del cristal de la izquierda, su color era verde claro.
El trol Mumin notó de pronto que el cristal de la ventana estaba tan frío que hacía
daño, y retiró el hocico, sobresaltado.
Se sentaron alrededor de la estufa y esperaron.
—¡Eh! ¡Alguien está trepando por mi regazo! —exclamó Mía Diminuta en tono
sorprendido, y bajó la mirada hacia su vacía falda.
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—Son mis musarañas —aclaró Tutiqui—. Están asustadas. Quédate quieta y no
tardarán en marcharse.
La Dama del Frío pasaba en aquel momento por delante de la caseta de baño.
Quizá proyectó su mirada a través de la ventana, porque una corriente gélida barrió
súbitamente la estancia y, durante unos segundos, oscureció la estufa al rojo vivo.
Después, todo volvió a ser como antes. Sintiéndose un poco violentas, las invisibles
musarañas saltaron del halda de Mía Diminuta, y todos se precipitaron a mirar por la
ventana.
La Dama del Frío se encontraba cerca de los juncos. Estaba de espaldas e
inclinaba el cuerpo sobre la nieve.
—Es la ardilla —dijo Tutiqui—. Ha olvidado que debía quedarse en casa.
La Dama del Frío volvió su bonito rostro hacia la ardilla y le rascó distraídamente
detrás de una oreja. Hechizada, la ardilla miró directamente al fondo de las gélidas
pupilas azules de la Dama del Frío, que sonrió y continuó su camino.
Pero dejó tendida en el suelo a la imprudente ardillita, rígida y entumecida, con
las cuatro patas levantadas en el aire.
—¡Malo! —articuló Tutiqui, torvo, y se bajó la gorra sobre las orejas.
Abrió la puerta, y una nube de blanca bruma de nieve penetró turbulenta en la
estancia. Tutiqui salió corriendo y, al cabo de unos instantes, estuvo de regreso y
depositó la ardilla encima de la mesa.
Las musarañas invisibles llevaron a toda prisa agua caiféEte y envolvieron a la
ardilla en una toalla tibia. Pero las patitas siguieron envaradas, lastimosamente rígidas
en el aire, y el animal no movió un pelo.
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—Está completamente muerta —manifestó Mía Diminuta, sin ninguna emoción
en el tono.
—Al menos ha visto algo hermoso antes de morir —observó el trol Mumin con
voz temblorosa.
—¡Ah, vaya! —comentó Mía Diminuta—. De cualquier modo, a estas horas ya lo
habrá olvidado.
Y me voy a hacer un manguito precioso con su cola.
—¡No puedes hacer eso! —protestó el trol Mumin, alteradísimo—. Debe
conservar la cola en la tumba. Porque vamos a enterrarla, ¿no es así, Tutiqui?
—Hummm —replicó Tutiqui—. Sería muy difícil saber si, después de muerta, a
la gente le proporciona algún placer la cola.
—Por favor —rogó Mumin—. No habléis continuamente de la ardilla,
considerándola muerta. ¡Es tan triste!
—Cuando uno muere, muerto está —sentenció Tutiqui amablemente—. A su
debido tiempo, esta ardilla se convertirá en tierra. Y, después, de esa tierra brotarán y
se desarrollarán árboles alrededor de los cuales corretearán y brincarán nuevas
ardillas. ¿Te parece que eso es muy triste?[2]
—Quizá no —convino el trol Mumin, y se sonó el hocico—. Pero, de todas
formas, la enterraremos mañana, con su cola, y celebraremos un bonito y apropiado
funeral.
Al día siguiente, el frío era muy intenso en la caseta de baño. La estufa seguía
encendida, pero era evidente que las invisibles musarañas estaban cansadas. La
cafetera que el trol Mumin había llevado de su casa tenía una delgada capa de hielo
debajo de la tapa.
En consideración a la ardilla muerta, Mumin no hubiera tomado café.
—Tendrás que darme mi albornoz —dijo solemnemente—. Mi madre dice que
los funerales son siempre fríos.
—Ponte de espaldas y cuenta hasta diez, —aleccionó Tutiqui.
El trol Mumin se volvió hacia la ventana y empezó a contar. Cuando iba por el
ocho, Tutiqui cerró la puerta del armario y le entregó el albornoz azul.
—¡Ah, te acordaste de que el mío era el azul! —dijo el trol Mumin, feliz.
Se apresuró a hundir las manos en los bolsillos, pero no encontró allí las gafas de
sol; sólo un poco de arena y un guijarro blanco, liso y perfectamente redondeado.
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Cerró la mano en torno al guijarro. Su redondez conservaba toda la seguridad del
verano. Mumin llegó inckíSfe a imaginarse que en la piedrecita quedaba todavía un
poco del calor que recibió mientras estuvo al sol.
—Parece como si te hubieses equivocado de reunión —comentó Mía Diminuta.
El trol Mumin no la miró.
—¿Vais a asistir al funeral o no? —preguntó, en actitud digna.
—Pues claro que vamos —dijo Tutiqui—. A su modo, era una ardilla estupenda.
—En especial la cola —añadió Mía Diminuta.
Envolvieron a la ardilla en un viejo gorro de baño y salieron de la caseta. El frío
era crudísimo.
La nieve crujía bajo sus pies y el aliento se transformaba en nubecillas de humo
blanco. El trol Mumin notó que el hocico se le acartonaba, hasta el punto de que le
fue imposible arrugarlo.
—Una marcha dura, ésta —comentó Mía Diminuta alegremente, y patinó a lo
largo de la helada ribera.
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Registró todos los cajones. Buscó por todas partes, pero no dio con lo que
necesitaba.
Se acercó a la cama de su madre y susurró una pregunta en el oído de ésta. Mamá
Mumin exhaló un suspiro y se dio media vuelta. El trol Mumin repitió la pregunta.
Mamá Mumin respondió entonces, desde las profundidades de su femenino
entendimiento de todo lo que conserva la tradición:
—Cintas negras… Están en mi armario…, en el estante de arriba…, a la derecha.
Y volvió a sumergirse en su sueño invernal.
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estoy furiosa con la Dama del Frío, puede que le muerda una pierna en algún
momento. Y quizás entonces tenga mucho cuidado antes de rascar a otras ardillitas
detrás de la oreja, sólo porque son suaves y vellosas.
—No deja de haber cierta lógica en eso —dictaminó Tutiqui—, pero el trol
Mumin también tiene razón, aunque lo otro sea posible. ¿Y qué vamos a hacer ahora?
—Ahora voy a cavar un hoyo en el suelo —dijo Mumin—. Este es un buen sitio,
en el verano crecen aquí montones de margaritas,
—Pero, querido —advirtió Tutiqui, apesadumbrado—, el suelo está helado y duro
como piedra. No podrías enterrar ni a un saltamontes.
El trol Myxnin la miró desesperanzado, sin contestar. Nadie dijo una palabra. Y
en aquel momento, el caballo de nieve agachó la cabeza y olíateó precavidamente a la
ardilla. Los espejitos de sus ojos miraron al trol Mumin con expresión interrogadora y
la escoba que constituía el rabo se agitó ligeramente.
Al mismo tiempo, la musaraña invisible empezó a tocar con la flauta una melodía
triste. El trol Mumin inclinó la cabeza agradecido.
Entonces, el caballo de nieve cogió a la ardilla, cola y gorro de baño incluidos, y
se la puso al lomo. Todos emprendieron el regreso hacía la orilla del mar.
Y Tutiqui entonó esta canción alusiva a la ardilla:
Cuando el caballo notó bajo sus cascos la dureza del hielo, alzó la cabeza y sus
ojos relampaguearon; ejecutó una súbita cabriola y se lanzó al galope.
La musaraña invisible empezó entonces a tocar otra pieza, más rápida y vivaz. El
caballo de nieve continuó alejándose a galope tendido, con la ardilla en su espalda.
Por último, no fue más que un puntito en el horizonte.
—Me pregunto si esto habrá salido bien —reflexionó el trol Mumin, preocupado.
—No podía haber salido mejor —dijo Tutiqui.
—Bueno, claro que sí pudo salir mejor —intervino Mía Diminuta—. Si hubiese
conseguido esa estupenda cola para hacerme un manguito…
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CAPÍTULO IV
Lo solitario y lo extraño
Unos cuantos días después del funeral de la ardilla, el trol Mumin se dio cuenta
de que alguien había robado turba de la carbonera.
Había un rastro ancho en la nieve, como si hubieran arrastrado por allí pesados
sacos.
“No puede ser Mía” —pensó el trol Mumin—. Es demasiado pequeña. Y Tutiqui
sólo coge lo que necesita. Sin duda se trata de la Bu.”
Siguió aquel rastro, erizados los pelos de la nuca. No había nadie más que pudiese
vigilar el combustible de la familia y, por lo tanto, aquella era una cuestión de honor.
La pista terminaba en lo alto de la colina, detrás de la cueva.
Había allí sacos de turba. Estaban amontonados para constituir parte de una
hoguera, y encima de ellos se encontraba el sofá del jardín de los Mumin, que había
perdido una pata en el mes de agosto.
—Ese sofá va a presentar un aspecto estupendo —dijo Tutiqui, saliendo detrás de
la hoguera—. Es viejo y está tan seco como polvoriento.
—Desde luego —dijo el trol Mumin—. Mi familia lo ha tenido durante mucho
tiempo. Podíamos haberlo reparado.
—O hacer uno nuevo —repuso Tutiqui—. ¿Te gustaría escuchar la canción acerca
de Tutiqui, que preparó una gran fogata de invierno?
—¡Claro! —repuso Mumin bonachonamente.
Y Tutiqui empezó al instante a patear despacio la nieve, mientras cantaba lo
siguiente:
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Aquí viene el estupor,
lo apacible y lo feroz,
lo solitario y lo extraño.
Sordo repica el tambor.
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Se presentó Mía Diminuta, arrastrando su caja de cartón por la nieve.
—Ya no me hace falta —declaró—. La bandeja de plata es mucho mejor. Y
parece que a mi hermana le gusta dormir encima de la alfombra del salón. ¿Cuándo
vamos a prender fuego a la hoguera?
—Al salir la luna —dijo Tutiqui.
El trol Mumin se sentía extraordinariamente excitado aquella noche. Iba de una
habitación a otra y encendió más velas de lo normal. De vez en cuando, se quedaba
completamente inmóvil y escuchaba la respiración regular de los durmientes y los
leves chasquidos que se producían en las paredes cuando el frío se agudizaba.
Tenía la absoluta certeza de que todos los seres misteriosos saldrían aquella noche
de sus agujeros y madrigueras, todas las criaturas irreales y tímidas a la luz de las que
Tutiqui había hablado. Se aproximarían a la gran fogata que todos los animalitos
encenderían para hacer que la oscuridad y el frío se marchasen. Y entonces él los
vería.
El trol Mumin encendió una lámpara de petróleo y subió a la buhardilla.
Abrió el escotillón. Aún no había salido la luna, pero el valle estaba tenuemente
iluminado por la aurora boreal. Por la parte del puente avanzaba una hilera de
antorchas, en torno a las cuales se vislumbraban sombras en movimiento. Iban
camino de la orilla del mar y de la cumbre de la colina.
El trol Mumin descendió precavidamente, con la encendida lámpara de petróleo
en una mano. El jardín y la arboleda aparecían saturados de susurros y luces
parpadeantes. Y todas las plantas llevaban hacia la colina.
Cuando llegó a la playa, estaba ya bastante alta sobre el hielo la luna, de color
azul yeso y terriblemente remota. Algo se movió junto al trol Mumin, que bajó la
mirada para tropezarse con los ojos de Mía Diminuta, que brillaban ferozmente.
—¡Va a ser toda una hoguera! —manifestó Mía riendo—. Pondrá en ridículo la
claridad de la luna.
Alzaron la mirada al mismo tiempo hacia la cumbre de la colina, y vieron
entonces una llamarada amarilla que ascendía y se recortaba contra el cielo. Tutiqui
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había encendido la fogata.
La hoguera quedó automáticamente envuelta en sus propias llamas, desde el suelo
hasta lo más alto, emitió un rugido de león y lanzó sus reflejos sobre el negro hielo
extendido abajo. Una melodía aislada pasó velozmente junto al trol Mumin,
adelantándole: era la invisible musaraña, que llegaba tarde al rito "invernal.
Sombras grandes y pequeñas saltaban solemnemente alrededor de la fogata de la
cumbre del monte. Las colas empezaban a golpear los tambores.
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—Despídete de tu sofá del jardín —dijo Mía Diminuta.
—Nunca lo he necesitado —replicó el trol Mumin con impaciencia.
Dio un traspié en la helada cuesta. Resplandecía el hielo bajo la luz de las llamas.
El calor fundía la nieve y Mumin notó que el agua tibia humedecía sus patas.
“El sol regresará —pensó el trol Mumin, presa de gran emoción—. Se acabará la
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soledad; no habrá más oscuridad. Volveré a tomar el sol, sentado en la terraza, y
sentiré cómo se me calienta la espalda…”
Estaba ya en la cima. El aire era caluroso en torno a la hoguera. La musaraña
invisible tocaba otra canción, más alegre.
Pero las sombras danzantes se alejaban ya, y los tambores resonaban en el otro
lado de la fogata.
—¿Por qué se marchan? —preguntó el trol Mumin.
Tutiqui le miró con sus ojos azules y tranquilos. Sin embargo, Mumin no estuvo
seguro de que le viese. Tutiqui miraba su propio mundo invernal, que había seguido
sus reglas particulares año tras año, mientras el trol dormía en la cálida casa de la
familia Mumin.
—¿Dónde está el que vive en el armario de la caseta de baño? —preguntó el trol
Mumin.
—¿Qué dices? —inquirió Tutiqui distraído.
—¡Me gustaría conocer al que vive en el armario de la caseta de baño! —repitió
Mumin.
—¡Oh!, pero si a ese no se le ha permitido salir —dijo Tutiqui—. A uno le resulta
imposible adivinar qué puede ocurrírsele hacer a esa criatura.
Un grupo de pequeños seres zanquivanos llegaba zumbando, como una nubecilla
de humo que se deslizase sobre el hielo. Alguien de cuernos plateados pasó de largo
junto a Mumin y, por encima de la fogata, algo negro onduló en el aire, agitó sus
enormes alas y desapareció en dirección Norte. Pero todo sucedió con excesiva
rapidez, y el trol Mumin no tuvo tiempo para presentarse.
—Por favor, Tutiqui —rogó, tirándole del jersey.
—Está bien —concedió Tutiqui en tono amable—. Ahí tienes el Inquilino del
Fregadero.
Era más bien pequeño, de pobladas cejas. Estaba sentado en el suelo y
contemplaba la hoguera.
El trol Mumin fue a sentarse junto a él y trató de pegar la hebra:
—Confío en que aquellas galletas no estuviesen pasadas.
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El animalito le miró, pero no dijo nada.
—¿Puedo felicitarte por tus cejas extraordinariamente pobladas? —continuó el
trol Mumin cortésmente.
El bichito de las densas cejas contestó a eso:
—Chadaf umu.
—¿Cómo? —se sorprendió el trol Mumin.
—Rédense —adujo el animalito, displicente.
—Habla un lenguaje exclusivamente suyo y cree que le has ofendido —explicó
Tutiqui.
—¡Pero en absoluto fue esa mi intención! —protestó Mumin, lleno de ansiedad.
Añadió en tono implorante—: Rédense, rédense.
Eso pareció poner fuera de sí a la criatura de las cejas. Se levantó
precipitadamente y desapareció.
—¡Caracoles! ¿Qué voy a hacer? —dijo el trol Mumin—. Ahora vivirá durante
todo un año debajo de nuestro fregadero, sin saber que yo sólo deseaba ser amigo
suyo.
—Son cosas que pasan —concluyó Tutiqui.
El sofá del jardín se desmoronó, convertido en una lluvia de chispas.
Las llamas casi se habían apagado ya del todo, pero enormes rescoldos mantenían
su incandescencia, y el agua burbujeaba en las grietas. Pero la musaraña dejó
bruscamente de tocar y todo el mundo miró hacia el hielo.
La Bu estaba sentada allí. Sus ojillos redondos reflejaban el resplandor del fuego,
pero, aparte eso, era una informe masa grisácea. Había crecido mucho desde el mes
de agosto.
Los tambores interrumpieron su redoble, mientras la Bu echaba a andar,
arrastrando los pies, colina arriba. Se encaminó a la fogata en línea recta. Y, sin
pronunciar una sola palabra, se sentó encima.
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Un agudo rumor sibilante llenó el aire, y la cumbre de la colina quedó envuelta en
vapor. Cuando se disolvió aquella neblina, ya no pudo verse ascua alguna. Sólo se vio
allí a una Bu enorme y gris, que soplaba la bruma de nieve que la envolvía.
El trol Mumin había huido precipitadamente hacia la playa, lo mismo que muchos
otros. Al encontrar a Tutiqui, que también estaba en la ribera, Mumin gritó:
—¿Qué ocurrirá ahora? ¿Ha conseguido la Bu que el sol se quede donde está?
—Tómatelo con calma —replicó Tutiqui—. La Bu no ha venido a apagar la
fogata, ¿comprendes?, sólo quería calentarse, pobrecilla. Pero todo lo caliente se
enfría en cuanto ella se sienta encima. Ahora está desilusionada una vez más.
El trol Mumin vio que la Bu se incorporaba y se ponía a husmear los carbones
escarchados. La Bu se acercó después a la lámpara de Mumin, que aún estaba
encendida sobre la nieve. El quinqué se apagó.
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nadie pudiera entender lo que el Inquilino del Fregadero decía.
Tutiqui estaba sentado debajo del hielo, con su caña de pescar. A Tutiqui le
gustaba la costumbre que tenía el mar de hundirse un poco de vez en cuando. En tales
ocasiones, Tutiqui podía colarse por un agujero practicado en el hielo, junto al
muelle, y sentarse encima de un peñasco para pescar. Uno tenía entonces un bonito
techo verde sobre la cabeza y el mar a los pies.
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para que pueda salir.
Tutiqui subió a la superficie y se sentó en los escalones de la entrada de la caseta
de baño. Olfateó el aire y aguzó el oído. Luego dijo:
—Pronto aparecerá. Siéntate y espera.
Mía Diminuta llegó patinando sobre el hielo y se sentó junto a ellos. Había atado
a las suelas de sus zapatos unas tapas de hojalata para deslizarse con más rapidez.
—De forma que aquí estamos esperando a que algo maravilloso se repita —dijo
—. No puedo negar que me gustaría ver un poco de claridad diurna.
Dos viejos grajos salieron del bosque, se acercaron aleteando y fueron a posarse
en el tejado de la caseta de baño. Transcurrieron los minutos.
De súbito, la pelusa de la espalda de Mumin se erizó y, emocionado de veras, el
trol vio una luz rojiza que se encontraba en el cielo polvoriento, encima mismo del
horizonte. Fue cobrando cuerpo hasta convertirse en una grieta de fuego colorado que
despedía rojos rayos de luz a lo largo del hielo.
—¡Ahí está! —gritó el trol Mumin.
Cogió en brazos a Mía Diminuta, la levantó y le dio un sonoro beso en la nariz.
—¡Vaya alboroto que armas, caramba! —protestó Mía Diminuta—. ¿Qué tiene
eso de particular para que organices tanto ruido?
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Tutiqui recogió sus cuatro peces, y la pequeña franja roja volvió a ocultarse bajo el
horizonte.
—¿Ha cambiado de idea? —preguntó el trol Mumin, horrorizado.
—No me extraña que lo haya hecho, después de haberte visto —dijo Mía
Diminuta, y se marchó patinando con sus tapas de hojalata.
—Volverá mañana —tranquilizó Tutiqui—. Y entonces se asomará un poquito
más, será como un trozo de corteza de queso. Ten paciencia.
Y descendió por la abertura del hielo para llenar su olla con agua de mar y
hacerse la sopa.
Naturalmente, tenía razón. El sol no podía aparecer por completo en el cielo en un
abrir y cerrar de ojos. Pero uno no iba a sentirse menos decepcionado sólo porque
otra persona tiene razón y uno está equivocado.
El trol Mumin permaneció sentado, con la vista fija en el hielo y, de súbito, notó
que se estaba irritando. El sentimiento de rabia nació en el fondo de su barriga, como
todas las sensaciones fuertes. Tuvo la impresión de que alguien le había timado.
Y consideró que había hecho el ridículo al armar tanto ruido y al ponerse cintas
de oro en las orejas. Eso aumentó su enojo.
Por último, llegó a la conclusión de que, para calmarse, tendría que hacer algo
realmente terrible y prohibido. Y hacerlo en seguida.
Se puso en pie, corrió por el embarcadero y entró en la caseta de baño. Se dirigió
al armario y lo abrió de par en par.
Allí estaban colgados los albornoces. Allí estaba el jemulen de goma, algo fofo
por la pérdida de aire. Todo tal como quedó al concluir el verano anterior. Pero,
sentada en el suelo y mirándole fijamente, estaba también una pequeña criatura de
color gris, muy gris, vellosa y hocicuda.
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La criatura cobró vida de pronto, pasó como una exhalación junto a Mumin y
desapareció. El trol Mumin vio deslizarse el rabo por el resquicio de la puerta de la
caseta de baño, como un trozo de bramante negro. El mechón que remataba la cola se
atascó momentáneamente, pero se soltó al instante y el animalito se perdió de vista.
Entró Tutiqui, con la olla en las manos, y observó:
—De modo que no pudiste resistir la tentación de abrir el armario, ¿eh?
—No había más que una especie de rata vieja —replicó Mumin, hosco.
—No es ninguna rata —dijo Tutiqui—. Es un trol. Un trol de la clase a la que
pertenecías tú antes de convertirte en un Mumin. Ese es el aspecto que tenías hace
mil años.
A Mumin no se le ocurrió ninguna respuesta. Se marchó a casa y se sentó en el
salón a meditar.
Al cabo de un rato se presentó Mía Diminuta para pedir prestadas unas cuantas
velas y un poco de azúcar.
—Me han dicho cosas terribles acerca de ti —manifestó satisfechísima—. Dicen
que has dejado salir del armario a tu propio antepasado. Os parecéis mucho, según he
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oído.
—Por favor, cállate —dijo el trol Mumin.
Subió a la buhardilla y buscó el álbum familiar.
Página tras página de Múmines dignos, casi siempre representados de pie ante
estufas de porcelana o galerías celadas. Ni uno solo de ellos se parecía al trol del
armario.
“Debe de tratarse de un error —pensó el trol Mumin—. No es posible que tenga
parentesco alguno conmigo.”
Bajó de nuevo y contempló a su padre dormido. Sólo el hocico guardaba cierta
semejanza con el del trol. Claro que, posiblemente, mil años atrás…
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expresaba en un lenguaje desconocido, como el animalito de las cejas? ¿Y si se
enojaba y decía “rédense” o algo por el estilo? En cuyo caso, quizá ya nunca fueran
amigos.
—¡Chissst! —murmuró el trol Mumin—. No digas nada.
Tal vez estuviesen emparentados, después de todo. Y los familiares que van de
visita a veces se quedan largo tiempo o a lo mejor un antepasado se queda para
siempre. ¿Quién sabe? Si uno no se anda con cuidado, puede crear un malentendido y
provocar el enojo de alguien. Y entonces la familia tendría que convivir toda su vida
con un antepasado enfurecido.
—¡Chisst! —repitió el trol Mumin—. ¡Calla!
El antecesor hizo tintinear levemente los prismas, pero no dijo nada.
“Le enseñaré la casa —pensó el trol Mumin—. Eso es lo que habría hecho mamá,
si viniera a visitarnos un pariente.”
Tomó el quinqué y lo levantó para que iluminase un precioso cuadro que tenía el
título de “Filiyonk en la ventana”. El trol miró la pintura y se encogió de hombros.
Mumin continuó con el sofá de felpa. Mostró al trol todas las sillas, una por una,
el espejo del salón, el tranvía de espuma de mar, y cuanto de bonito y de valioso
poseía la familia Mumin.
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El trol lo miró todo con suma atención, pero era evidente que no comprendía la
función práctica de las cosas. Por último, Mumin suspiró y dejó la lámpara en la
repisa de la chimenea. Que fue lo que despertó con más fuerza el interés del trol.
Descendió de la araña y, como un pequeño bulto de trapos grises, se deslizó en
torno a la estufa de porcelana. Introdujo la cabeza por el hueco de la trampilla y
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olfateó las cenizas. Manifestó gran curiosidad por el cordón del regulador de tiro y
husmeó largo rato en la grieta que quedaba entre la estufa y la pared.
“Debe de ser cierto, pues —pensó alteradamente el trol Mumin—. Estamos
emparentados. Porque mamá me ha dicho siempre que nuestros antecesores vivían
detrás de las estufas…”
El timbre del despertador empezó a sonar en aquel momento. Mumin lo ponía
para que tocase al anochecer, porque era cuando más echaba de menos la compañía.
El trol se puso visiblemente rígido y se precipitó dentro de la estufa, provocando
una nube de cenizas. Segundos después, empezó a sacudir el regulador de tiro, de un
modo no muy amistoso, que digamos.
Mumin detuvo el repiqueteo del despertador y escuchó, con el corazón latiéndole
aceleradamente. Pero ya no se oía nada.
Unas cuantas motas de hollín cayeron chimenea abajo, y el cordón del regulador
de tiro se balanceaba.
Mumin salió al tejado para tranquilizarse.
—Bueno, ¿qué te parece el abuelo? —gritó Mía Diminuta desde su deslizador.
—Una persona excelente —replicó el trol Mumin con dignidad—. En una familia
de antiguo abolengo como la nuestra, las personas saben cómo comportarse.
Se sintió de pronto muy orgulloso de tener un antepasado. Y le animó mucho
pensar que Mía Diminuta no contaba con genealogía alguna, sino que más bien vino
al mundo por casualidad.
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Aquella noche, el ascendiente del trol Mumin ordenó de nuevo la casa, sin
alborotar demasiado, pero con sorprendente energía.
Por la mañana, había colocado el sofá de cara a la estufa de porcelana y colgado
todos los cuadros de nuevo. Los que no le gustaban, los había puesto al revés (o
quizás eran los mejores, en su opinión, ¿quién sabe?)
Ni un solo mueble ocupaba el mismo sitio de antes, y el despertador yacía en el
fondo de la cubeta de agua sucia. El antecesor había bajado de la buhardilla una
buena cantidad de trastos viejos, que estaban amontonados alrededor de la estufa,
alcanzando bastante altura.
Tutiqui acudió a echar un vistazo.
—Creo que lo ha hecho para sentirse a gusto aquí —manifestó Tutiqui, al tiempo
que se frotaba la nariz—. Ha tratado de levantar una estupenda espesura en torno a su
casa. Para que le dejen en paz.
—¿Pero qué va a decir mi madre? —manifestó el trol Mumin, temeroso.
Tutiqui se encogió de hombros.
—Bueno, ¿y por qué tuviste que dejarle salir? —comentó—. De cualquier modo,
este trol no come. Muy práctico para él y para vosotros. Supongo que puede pensarse
que todo esto resulta muy divertido.
El trol Mumin asintió. Reflexionó unos minutos, y después se arrastró al interior
del cerco formado por sillas rotas, cajas vacías, redes de pesca, tubos de cartón,
cestos viejos y herramientas de jardinería. Pronto comprobó que era un sitio muy
agradable.
Decidió dormir aquella noche en un cesto de lana que había debajo de una
mecedora inservible.
A decir verdad, nunca se sintió realmente seguro en el penumbroso, salón con las
ventanas vacías.
Y contemplar los dormidos miembros de su familia le ponía melancólico.
Pero allí, en aquel reducido espacio, entre un cajón de embalaje, la mecedora y el
respaldo del sofá, se sentía a gusto y nada solitario.
Veía una pequeña parte de la negrura interior de la estufa, pero tuvo buen cuidado
en no molestar a su antecesor, y levantó las paredes circundantes de su nido lo más
silenciosamente que le fue posible.
Por la noche, llevó la lámpara consigo y permaneció un rato allí, a la escucha de
los ruidillos que producía su antepasado al moverse en la chimenea.
“Tal vez yo vivía también así hace un millar de años”, pensó Mumin
dichosamente.
Medio tentado estuvo de gritar algo chimenea arriba. Sólo una palabra de
concordia secreta. Pero luego lo pensó mejor, apagó el quinqué y se arrebujó en el
fondo del cesto de lana.
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CAPÍTULO V
Cada nuevo día, el sol se asomaba por el cielo un poco más que la semana
anterior. Por último, se elevó lo bastante como para provocar sobre el valle unos
cuantos rayos precavidos. Aquel fue un día de lo más importante. Notable también
porque un forastero llegó al valle poco después del mediodía.
Se trataba de un perrillo delgado, con un andrajoso gorro de lana que se calaba
hasta tapar las orejas. Dijo que se llamaba Lastimero y que en los valles del Norte no
quedaba absolutamente nada de comida. Desde que pasó por ellos la Dama del Frío,
la gente casi se quedó sin alimentos. Se rumoreaba que un jemulen desesperado se
había engullido su propia colección de escarabajos, aunque probablemente eso no era
verdad. Sí era posible, no obstante, que se hubiese zampado la colección de otro
jemulen. Sea como fuere, multitud de criaturas se encontraban ya en camino, rumbo
al valle de Mumin.
Alguien había dicho a todo el mundo que en el valle de Mumin podían
encontrarse serbas y una despensa llena de mermelada. Claro que lo de la despensa de
mermelada sin duda era otro rumor…
Lastimero se sentó en la nieve, sobre su delgada cola. Tenía el rostro surcado por
innumerables arrugas de preocupación.
—Aquí subsistimos a base de sopa de pescado —dijo Tutiqui—. Es la primera
noticia que tengo acerca de una despensa de mermelada.
El trol Mumin lanzó una súbita mirada al redondeado montón de nieve que había
detrás de la leñera.
—¡Ahí está! —exclamó Mía Diminuta—. Hay tal cantidad de mermelada ahí que
sólo de pensarlo le dan a una mareos, y todos los tarros llevan su fecha y están atados
con bramante rojo.
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—Yo soy de los que cuidan de las cosas de la familia, mientras duerme —dijo el
tról Mumin, y se ruborizó un poco.
—Ya —murmuró Lastimero en tono resignado.
Mumin miró hacia la derecha y luego observó el semblante arrugado de
Lastimero.
—¿Te gusta la mermelada? —preguntó de mala gana.
—No lo sé —repuso Lastimero humildemente,
Mumin suspiró y dijo:
—Está bien. Recuerda que se ha de empezar por los tarros más antiguos.
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acurrucaron en alfombras y manteles, y los más pequeños se acostaron en gorros,
zapatillas y cosas así.
Muchos de ellos estaban resfriados y algunos tenían nostalgia.
“Es terrible —pensó el trol Mumin—. La despensa de mermelada no tardará en
estar vacía. ¿Y qué voy a decir cuando llegue la primavera, se despierte la familia y
todos los cuadros estén mal colgados y la casa rebose de gente?”
Recorrió el túnel a gatas, hacia afuera, para comprobar si alguien había quedado
al raso.
La luna era azul. Lastimero estaba sentado sobre la nieve, solo, aullando.
Levantaba su hocico en el aire y lanzaba un aullido prolongado y melancólico.
—¿Por qué no te vas a dormir? —le preguntó Mumin.
Lastimero le miró con unos ojos en los que se reflejaba el tono verde que les
confería la claridad lunar. Una oreja estaba erguida, mientras la otra escuchaba
lateralmente. Todo el rostro de Lastimero parecía estar a la escucha.
Oyeron, muy débil, el alarido de unos lobos que estaban de cacería. Lastimero
inclinó la cabeza tristemente y volvió a encasquetarse el gorro de lana.
—Son mis hermanos, grandes y fuertes —susurró—. ¡Cómo me gustaría estar
con ellos!
—¿No te asustan? preguntó el trol Mumin.
—Claro que sí —confesó Lastimero—. Esa es la parte amarga.
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El trol Mumin regresó al salón.
El espejo había asustado a una eripita, la cual sollozaba sentada en el tranvía de
espuma de mar.
Aparte de eso, reinaba el silencio.
“Cuántas calamidades sufre la gente —pensó el trol Mumin—. Quizá lo de la
mermelada no sea un asunto tan terrible, al fin y al cabo. Y siempre puedo apartar el
tarro de los domingos. El de fresa. De momento.”
Al amanecer del día siguiente, el valle fue despertado por las notas claras y
penetrantes de una corneta. Mía se sentó inmediatamente, de un salto, en su cueva, y
empezó a marcar el ritmo con los pies. Tutiqui levantó las orejas, y Lastimero se
metió rápidamente debajo de uno de los bancos, con el rabo entre las piernas.
El antepasado del trol Mumin agitó ruidosamente el regulador de tiro, y la
mayoría de los huéspedes se despertaron.
Mumin se precipitó por la ventana y se arrastró por el túnel excavado bajo la
nieve.
El pálido sol invernal brillaba sobre un gran jemulen, que descendía con sus
esquíes por la ladera más próxima. Sostenía una reluciente trompa, aplicada la
boquilla al hocico, y parecía estar pasándolo bomba.
“Ese sí que va a consumir ingentes cantidades de mermelada —pensó Mumin—.
¿Y qué serán esos artilugios que lleva en los pies?”
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El jemulen dejó su instrumento encima del tejado de la leñera y se quitó los
esquíes.
—Buenos descensos tenéis por estos andurriales —comentó—. ¿Hay aquí algún
slalom?
—Lo preguntaré —dijo Mumin.
Anduvo a gatas hasta el salón e inquirió:
—¿Hay aquí alguien que se llame Slalom?
—Mi nombre es Salomé —murmuró la cripita a la que había asustado el espejo.
El trol Mumin regresó junto al jemulen y le comunicó:
—Casi, pero no del todo. Aquí hay una Salomé.
Pero el jemulen estaba husmeando por el campo de tabaco de papá Mumin y no le
escuchó.
—Este es el sitio adecuado para una vivienda —dijo—. Construiremos aquí un
iglú.
—Puedes alojarte en mi casa —brindó Mumin, no muy convencido.
—Gracias; de eso, nada —declinó el jemulen—. Demasiado sofocante y poco
saludable. Quiero aire libre a todo pasto. No perdamos más tiempo, empecemos en
seguida.
Los invitados del trol Mumin empezaban a salir arrastrándose. Se detenían y
contemplaban la escena.
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—¿No va a tocar un poco más? —preguntó Salomé, la cripita.
—Cada cosa a su tiempo, damisela —repuso el jemulen vivamente—. Este es el
momento oportuno para trabajar.
Al cabo de un rato, los huéspedes estaban atareados construyendo un iglú en el
tabacal de papá Mumin. El jemulen, por su parte, disfrutaba lo suyo nadando en el
río, contemplado por dos espectadores: una pareja de ateridos cripes.
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Cuando volvían, encontraron a Mía Diminuta, radiante de excitación.
—¿Habéis visto lo que tiene? —chilló—. ¡Lo llaman esquíes! ¡Voy a agenciarme
en seguida un par exactamente igual!
El iglú comenzaba ya a tomar forma. Los huéspedes trabajaban como esclavos
con todo su entusiasmo, al tiempo que lanzaban miradas anhelantes hacia la despensa
de mermelada. El jemulen practicaba ejercicios gimnásticos en la orilla del río.
—¿No es maravilloso el frío? —dijo—. En invierno es cuando me encuentro en
mejor forma física. ¿No queréis daros un chapuzón antes del desayuno?
El trol Mumin clavó la vista en el jersey del jemulen. Era negro, amarillo limón y
zigzagueante. Mumin se preguntó, levemente turbado, por qué no acababa de
parecerle jovial y simpática una persona como aquel jemulen, a pesar de que durante
mucho tiempo suspiró por tener cerca a alguien que no fuese reservado y distante,
sino alegre y tangible, precisamente como el jemulen.
Y ahora se sentía más extraño respecto al jemulen que respecto al colérico e
incomprensible animalito que habitaba debajo del fregadero.
Dirigió a Tutiqui una mirada de impotencia. Ella fruncía el labio inferior y
contemplaba sus mitones, enarcadas las cejas. El trol Mumin dedujo de ello que a
Tutiqui tampoco le caía bien el jemulen. Mumin volvió la cara hacia éste y, con toda
la amabilidad de una conciencia culpable, manifestó:
—Tiene que ser maravilloso que a uno le guste el agua fría.
—La adoro —replicó el jemulen, al tiempo que le obsequiaba con una sonrisa
luminosa—. Pone coto a todas las fantasías y pensamientos innecesarios. Créeme: no
hay nada más peligroso en la vida que convertirse en un calientasillas que no sale de
casa.
—¿Ah, sí? —articuló Mumin.
—Sí —confirmó el jemulen—. Eso mete en la cabeza de uno toda clase de ideas.
¿A qué hora se desayuna aquí?
—Cuando pesco algún pez —repuso Tutiqui, de mal talante.
—Yo no como pescado —dijo el jemulen—. Sólo bayas y hortalizas.
—¿Y mermelada de arándano? —preguntó el trol Mumin, ilusionado.
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El gran tarro de arándanos agrios aplastados nunca había sido muy popular. Pero
el jemulen replicó:
—No. Prefiero las fresas.
Después del desayuno, el jemulen se puso los esquíes y subió a la más alta de las
laderas próximas, la que empezaba en la cumbre y sobrepasaba la cueva. En el fondo
del valle, todos los invitados miraban hacia lo alto. No sabían qué pensar. Paseaban
por la nieve, pisando fuerte, y se limpiaban la nariz de vez en cuando, porque aquella
mañana hacía mucho frío.
El jemulen comenzó entonces a descender como un rayo. Parecía algo aterrador.
A mitad de la ladera, se desvió bruscamente, originando un torbellino de centelleante
polvo de nieve, y continuó en otra dirección. Luego soltó un grito y volvió a
desviarse de pronto. Ora avanzaba en un sentido, ora se precipitaba en otro, y su
jersey negro y amarillo hacía lagrimear los ojos.
El trol Mumin cerró los, párpados y pensó: “¡Qué gentes más distintas son!”
Mía Diminuta se encontraba erguida ya en lo alto del monte y gritaba de alegría y
admiración. Había roto un barril y tenía atadas dos duelas bajo las botas.
—¡Allá voy! —anunció a pleno pulmón.
Sin vacilar un segundo, Mía Diminuta se lanzó colina abajo. El trol Mumin la
miraba con un ojo y se pacato en seguida de que Mía iba a conseguirlo. La expresión
feroz de su carita llevaba la impronta de su dichosa confianza, y las piernas estaban
tan rígidas como estaquillas.
Mumin se sintió de pronto muy orgulloso. Mía Diminuta no titubeaba, pasó a
velocidad de vértigo casi rozando un pino, se tambaleó un poco, volvió a recobrar el
equilibrio y, al tiempo que estallaba en una sonora carcajada, se tiró sobre la nieve,
junto a Mumin.
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—Es una de mis amistades más antiguas —explicó el trol al filiyonk.
—Te creo —replicó el filiyonk agriamente—. ¿A qué hora se almuerza aquí?
El jemulen se les acercó despacio. Se había quitado los esquíes y su hocico
relucía de afecto y amistad cálida.
—Ahora enseñaremos a Mumin a esquiar —dijo.
—Preferiría que no os molestaseis, gracias —murmuró el trol, y se encogió hacia
atrás.
Volvió la cabeza y buscó a Tutiqui con la vista, pero ésta se había ido. Quizás a
pescar otra olla de peces.
—Lo principal es conservar la sangre fría, pase lo que pase —aleccionaba el
jemulen, alentador, mientras aseguraba los esquíes a los pies del trol Mumin.
—Pero si yo no quiero… —murmuró Mumin lastimosamente.
Mía Diminuta le estaba mirando con las cejas arqueadas.
—Vamos, vamos —dijo sin compasión—. Pero no desde muy arriba de la colina.
—No, no; sólo el declive del puente —dijo el jemulen—. Dobla las rodillas.
Inclínate hacia adelante. No dejes que los esquíes se separen. Mantén recta la espalda.
Los brazos cerca del cuerpo. ¿Recuerdas todo lo que te he dicho?
—No —respondió el trol Mumin.
Notó un empujón en la espalda, cerró los ojos y partió. Primero los esquíes se
separaron uno de otro todo lo que les fue posible. Después volvieron a juntarse y se
enrevesaron con los palos. Encima de todo aquel revoltijo quedó caído el trol Mumin,
en una postura de lo más extraño.
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La alegría cundió entre los invitados.
—La paciencia es muy necesaria —animó el jemulen—. Arriba los corazones y a
probar de nuevo.
—Tengo las piernas un poco débiles —murmuró el trol Mumin.
Aquello era casi peor que la soledad del invierno. Hasta el sol, que tanto había
anhelado, proyectaba sus rayos directamente sobre el valle, para presenciar la
humillación de Mumin.
El puente se precipitaba ahora hacia él, colina arriba. El trol Mumin separó una
pierna para conservar el equilibrio. La otra continuó deslizándose. Los invitados
prorrumpieron en aclamaciones y algunos empezaron de nuevo a encontrar algo
divertido en la vida.
Nada estaba ya de pie y nada estaba abajo. Nada existía, salvo nieve, desdicha y
desastre por doquier.
Finalmente, el trol Mumin se encontró caído encima de los arbustos de sauce que
crecían junto al río. Tenía la punta de la cola sumergida en el agua helada, y el agua
estaba llena de esquíes, palos y nuevas y hostiles perspectivas.
—No te desanimes —dijo el jemulen bondadosamente—. ¡La próxima vez lo
conseguirás!
Pero no habría próxima vez, porque el trol Mumin se desanimó. Sí, perdió
totalmente el ánimo, aunque luego, mucho después, soñó con frecuencia en lo que
hubiera experimentado al culminar aquella tercera y triunfal intentona. Habría
maniobrado con destreza, trazando una amplia curva en dirección al puente, para
detenerse y girar en redondo hacia los espectadores, a los que miraría sonriente. Y
todos le habrían aclamado, llenos de admiración. Pero, de momento, las cosas no
salieron así, ni mucho menos.
Y en vez de lanzarse a la tercera tentativa, el trol Mumin dijo:
—Me voy a casa. Esquía todo lo que te plazca, pero yo me voy a casa.
Y, sin mirar a nadie, se metió en el túnel de nieve, lo recorrió hasta la ventana,
entró en el salón y fue a refugiarse en su nido de debajo de la mecedora.
A sus oídos llegaron los gritos jubilosos que soltaba el jemulen en la colina. El
trol Mumin introdujo la cabeza en la estufa y susurró:
—Tampoco a mí me cae simpático.
El antepasado envió desde la chimenea una mota de hollín, acaso para dar fe de
su solidaridad. El trol Mumin cogió un trozo de carbón y se dispuso a trazar un dibujo
en el respaldo del sofá.
Representó un jemulen cabeza abajo encima de un ventisquero. Y dentro de la
estufa descansaba, guardado, un gran tarro de mermelada de fresa.
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huéspedes que no simpatizaban con el jemulen. Dentro de la casa de Mumin, luego,
se reunían todos aquellos a quienes les tenía sin cuidado y los que no eran capaces de
protestar o no se atrevían a hacerlo.
Todas las mañanas, muy temprano, el jemulen solía asomar la cabeza y una
antorcha encendida por el hueco de la ventana rota. Le gustaban las antorchas y las
fogatas de campamento —¿y a quién no?—, pero siempre las encendía en el lugar
más inoportuno, por así decirlo.
A los huéspedes les encantaban sus largas y un tanto despreocupadas tertulias
matinales, cuando el nuevo día empezaba tarde. En el curso de esas reuniones todo el
mundo hablaba de los sueños de la noche anterior, y se escuchaba al trol Mumin, que
preparaba café en la cocina.
El jemulen lo interrumpía todo. Siempre empezaba diciendo que el salón estaba
mal ventilado, y describía la magnífica y limpia atmósfera exterior.
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me superarás en mi propio juego.
—Exactamente esa es la intención que tengo —replicaba Mía Diminuta con
sinceridad.
Pero en cuanto estuvo perfectamente adiestrada, se marchó a sus propias colinas,
que nadie conocía, y prescindió por completo del jemulen.
A medida que transcurría el tiempo fue aumentando el número de invitados
convertidos en pescadores bajo el hielo, hasta que, por último, el jersey negro y
amarillo del jemulen era la única burbuja de color que animaba la ladera de la colina.
A los huéspedes no les seducía en absoluto la idea de verse complicados en
nuevas y fastidiosas actividades. Les gustaba reunirse y charlar sentados acerca de los
viejos tiempos, de la época anterior a la llegada de la Dama del Frío, después de cuya
visita se quedaron sin alimentos. Se contaban unos a otros cómo tenían amuebladas
sus casas, con quién se relacionaban y a quién solían visitar, y lo terrible que fue el
paso del Gran Frío, cuando todo cambió.
Se turnaban junto a la estufa, se escuchaban recíprocamente y cada uno aguardaba
con paciencia su turno para hacer uso de la palabra.
El trol Mumin observó que el jemulen se quedaba cada vez más solo. “He de
ingeniármelas para que se vaya antes de que se dé cuenta de que los demás le rehuyen
y se sienta dolido —pensó el trol Mumin—. Y antes de que se acabe toda la
mermelada.”
Pero no era sencillo encontrar un pretexto que fuese a la vez diplomático y
verosímil.
En ocasiones, el jemulen bajaba esquiando hasta la orilla del mar y trataba de
convencer a Lastimero para que saliese de la caseta de baño. Pero ni el trineo de
perros ni los saltos de esquí podían interesar a Lastimero. Acostumbraba a pasarse
toda la noche sentado al raso, aullando a la luna, y durante el día estaba soñoliento, y
lo único que quería era que le dejasen en paz.
Por último, una mañana, el jemulen clavó los palos en la nieve y dijo en tono
implorante:
—¿No comprendes que adoro frenéticamente a los perritos? Siempre me ha
ilusionado tener algún día un perro propio que también me aprecie. ¿Por qué no
quieres jugar conmigo?
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—La verdad es que no lo sé —murmuró Lastimero, poniéndose colorado.
Y aprovechó la primera ocasión para volver furtivamente a la caseta de baño,
donde continuó soñando con los lobos.
Con quien quería jugar era con los lobos. Pensaba que constituiría una felicidad
ilimitada salir de caza con ellos, seguirlos a todas partes, hacer todo lo que ellos
hacían y obedecerlos en todo. Luego, poco a poco, él, Lastimero, se transformaría en
un ser tan libre y salvaje como ellos.
Todas las noches, cuando la luz de la luna rielaba en los helechos de hielo de las
ventanas, Lastimero se despertaba en la caseta de baño y se incorporaba, atento el
oído. Todas las noches se calaba el gorro de lana, tapándose bien las orejas, y salía sin
hacer ruido.
Tomaba siempre la misma senda, a través de la ondulante ribera y bosque adentro.
Continuaba su camino hasta que la arboleda aclaraba y le era posible ver las
montañas Solitarias. Allí, Lastimero se sentaba en la nieve y esperaba a que se
produjese el aullido de los lobos. Unas veces llegaba de muy lejos, y otras se oía más
cerca. Pero lo escuchaba todas las noches.
Y cada vez que los oía, Lastimero levantaba el hocico y respondía.
Al aproximarse la mañana, regresaba a la caseta de baño y se echaba a dormir en
el armario.
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Tutiqui le miró una vez y dijo:
—Así no los olvidarás nunca.
—No quiero olvidarlos —replicó Lastimero—. Quiero pensar siempre en ellos.
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—Esto no puede seguir así —decía la voz de Tutiqui en la oscuridad—.
Sencillamente, hemos de recuperar un poco de paz. Desde que empezó con su
charanga de trompa, mi musaraña musical se ha negado a tocar la flauta. La mayor
parte de mis amigos invisibles se han marchado. Los huéspedes padecen ya
hipertensión y muchos están resfriados, a causa de pasarse todo el santo día bajo el
hielo. Y Lastimero se refugia en el armario y sólo sale al caer la noche. Alguien tiene
que decirle que se vaya.
—Yo no tengo valor para eso —repuso el trol Mumin—. ¡Está tan convencido de
que todos le apreciamos!
—Entonces habrá que engañarle —dijo Tutiqui—. Persuadirle de que las colinas
de las montañas Solitarias son mucho más altas y mejores que las nuestras.
—En las montañas Solitarias no hay pistas para esquiar —observó el trol Mumin
—. Sólo abismos, riscos afilados y desfiladeros. Ni siquiera hay nieve.
La cripita Salomé se estremeció y sus ojos se llenaron de lágrimas súbitamente.
—Los jemulen siempre saben arreglárselas —replicó Tutiqui—. ¿Crees que es
mejor tenerle aquí, cuando su presencia no nos gusta? Piénsalo.
—¿No puedes encargarte tú de ello? —preguntó Mumin, desazonado.
—Vive en tu jardín, ¿no? —dijo Tutiqui—. Haz acopio de valor. Después, todo el
mundo se sentirá mejor. Y él también.
Luego todo fue silencio. Tutiqui se había escabullido a través de la ventana.
La cripita Salomé permaneció despierta, perdida la vista en la oscuridad.
Deseaban echar al jemulen y su trompa. Deseaban que se precipitase por los abismos.
Sólo había una cosa que hacer. Era cuestión de poner en guardia al jemulen contra las
montañas Solitarias. Pero con tacto. De forma que no se diera cuenta de que la gente
quería desembarazarse de él.
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La cripita Salomé estuvo desvelada toda la noche, meditando. Su pequeña cabeza
no estaba acostumbrada a pensamientos importantes como aquellos y, hacia el
amanecer, se quedó dormida. Durmió toda la mañana, saltándose el café matinal y el
almuerzo del mediodía, sin que nadie se acordara siquiera de su existencia.
Después del desayuno, el trol Mumin subió a la colina convertida en pista de
esquí.
—¡Hola! —saludó el jemulen—. ¡Qué alegría verte por aquí! ¿Me dejas que te
enseñe un giro que es muy fácil y ni tanto así de peligroso?
—Gracias, hoy no —declinó el trol Mumin, sintiéndose un gran animal—. Sólo
me acerqué a echar una parrafada.
—Eso es formidable —dijo el jemulen—. Ya he notado que no sois muy
parlanchines ninguno de vosotros. Siempre parecéis tener prisa por ir a un sitio o a
otro.
El trol Mumin le dirigió una mirada rápida, pero el jemulen daba la impresión de
estar simplemente interesado. Sonreía tan radiante como de costumbre. El trol Mumin
respiró hondo y dijo:
—Me he enterado de que en las montañas Solitarias hay algunas colinas
realmente maravillosas.
—¿De veras lo son? —preguntó el jemulen.
—¡Oh, sí! ¡Enormes! —continuó el trol Mumin nerviosamente—. Tienen los
ascensos y descensos más colosales.
—Tendré que ir a probarlos —manifestó el jemulen—. Pero eso está muy lejos. Si
me voy a las montañas Solitarias, puede que no volvamos a vernos a este lado de la
primavera. Y sería una lástima, ¿verdad?
—Naturalmente —repuso el trol Mumin con hipocresía y poniéndose como la
grana.
—Pero la verdad es que se trata de una idea fantástica —reflexionó el jemulen—.
¡Eso sí que sería auténtica vida al aire libre! ¡La fogata de troncos por la noche y
nuevas cumbres de montaña por conquistar todas las mañanas! Largas faldas de
barrancos, nieve intacta, crujiente y rumorosa bajo los esquíes deslizantes…
El jemulen empezó a soñar despierto.
—Eres realmente un camarada espléndido; lo demuestras al tomarte tanto interés
por mi esquí —declaró en tono agradecido, al cabo de un momento.
El trol Mumin se le quedó mirando. Y luego estalló:
—¡Pero son unos montes peligrosos!
—No para mí —repuso el jemulen tranquilamente—. Es un bonito detalle ese de
avisarme, pero adoro las colinas. Cuanto más altas e imponentes, mejor.
—¡Pero es que esos montes son imposibles! —gritó Mumin, loco ya de inquietud
—. ¡Sólo se trata de precipicios cortados a pico, en los que ni siquiera se aguanta la
nieve! |Te digo que estás equivocado, te lo aseguro! ¡Ahora me acuerdo de que
alguien me dijo que es completamente imposible esquiar allí!
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—¿Estás seguro de eso? —preguntó el jemulen, dubitativo.
—Créeme —imploró el trol Mumin—. Por favor, ¿por qué no te quedas con
nosotros? Además, he pensado tomar en serio el aprendizaje del esquí…
—Bueno, en ese caso… —dijo el jemulen—. Si de veras quieres que me quede…
Tras su conversación con el jemulen, Mumin se sintió excesivamente turbado
para ir a casa. Decidió, en cambio, tomar el camino de la orilla del mar y paseó a lo
largo de la ribera. Dio un amplio rodeo en torno a la caseta de baño.
Se notó cada vez más aliviado, a medida que caminaba. Al final, casi había
alcanzado el optimismo. Empezó a silbar y propinó un puntapié a un pedazo de hielo,
que después llevó con gran habilidad senda adelante. Y entonces se puso a nevar
despacio.
Era la primera nevada que caía desde antes de Año Nuevo, y el trol Mumin se
sorprendió mucho.
Copo tras copo, se posaban en su cálido hocico y se fundían. Cogió unos cuantos
en la mano, para admirarlos durante un fugaz momento, levantó la mirada al cielo y
los vio descender sobre él, en número creciente, más suaves y livianos que plumón de
los pájaros.
“Oh, llega así —pensó el trol Mumin—. Y yo creía que se formaba de alguna
manera en el suelo y nada más.”
El aire era más templado. No se veía nada, salvo nieve descendente, y el trol
Mumin se vio dominado por la misma clase de emoción que a veces experimentaba al
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entrar en el agua, dispuesto a nadar un poco. Se quitó el albornoz y se arrojó de
cabeza a un ventisquero.
“¡De modo que esto también es el invierno! —pensó—. ¡Hasta puede gustarle a
uno!”
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uno de los peñascos próximos a la orilla del mar.
Inquietas ráfagas de viento empezaron a recorrer de un lado a otro la superficie de
hielo y a susurrar entre los árboles cercanos a la ribera. La muralla azul oscuro se
elevó más, y las ráfagas ventosas aumentaron en potencia.
De pronto, como si una puerta inmensa se acabara de abrir bruscamente, la
oscuridad bostezó y todo se llenó de nieve húmeda y volandera.
Esta vez no llegaba desde las alturas, se deslizaba rauda a lo largo del suelo y
aullaba y empujaba como algo dotado de vida.
El trol Mumin perdió el equilibrio y se llevó un gran susto. En cuestión de
segundos, sus orejas estuvieron repletas de nieve, mientras el miedo se apoderaba de
su ánimo.
El tiempo y el mundo entero se eclipsaron. Todo lo que Mumin podía ver y tocar
fue borrado de un soplo, y sólo quedó un embrujado torbellino de oscuridad húmeda
y danzante.
Cualquier persona razonable hubiera podido decirle que en aquel preciso
momento era cuando nacía la larga primavera.
Pero daba la casualidad de que no había ninguna persona razonable en la orilla
del mar; sólo un desconcertado Mumin, que avanzaba a cuatro patas, en una dirección
completamente equivocada.
Anduvo y anduvo a gatas, y la nieve le tapaba los ojos y formaba un montoncito
en su hocico.
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Mumin estuvo cada vez más convencido de que aquello era una trampa que el
invierno había decidido tenderle, con la intención de demostrarle que, sencillamente,
era incapaz de superar las pruebas.
Primero le sedujo con aquella hermosa cortina de copos de nieve que descendían
lentamente, y después le arrojó a la cara toda aquella preciosa nieve, en el instante en
que él comenzaba a creer que el invierno iba a gustarle.
Luego, el trol Mumin fue indignándose poco a poco.
Irguió el cuerpo y trató de vociferarle a la tempestad. Asestó golpes a la nieve y
también gimió un poco, ya que no había nadie que pudiera oírle.
Después se cansó.
Dio la espalda a la ventisca y dejó de luchar contra ella.
Hasta entonces no se había dado cuenta el trol Mumin de que el aire daba cierta
sensación de calor. Le arrastraba entre la remolineante nieve, le hacía sentirse ligero,
casi como si volara.
“No soy más que aire y viento, formo parte de la ventisca —pensó Mumin,
mientras se dejaba llevar—. Esto se parece mucho a lo del verano pasado. Uno
empieza luchando con las olas, luego se da media vuelta y aprovecha sin más el
impulso del oleaje, que entre pequeños arcoiris de espuma le lleva como si fuera un
corcho y le deposita en la arena. Y uno se ríe y está un poco asustado.”
El trol Mumin extendió los brazos y voló.
“Asústame si puedes —pensó alegremente—. Ahora conozco tu juego. Te he
calado. Y una vez se sabe cómo eres, no resultas peor que cualquier otra cosa. Ya no
estás en condiciones de tomarme más el pelo.”
Y el invierno le desplazó por la blanqueada orilla del mar, hasta que tropezó con
el nevado embarcadero y trazó un surco con el hocico en un montón de nieve. Al
levantar la cabeza, vislumbró una luz tenue y cálida. Era la ventana de la caseta de
baño.
“Oh, estoy salvado —dijo el trol Mumin para sí, un poco alicaído—. Es una pena
que las cosas emocionantes dejen de suceder cuando uno ya no las teme y le gustaría
divertirse un poco con ellas.”
Cuando abrió la puerta, un jirón de caliente vapor de aire fue a perderse en la
ventisca, y el trol Mumin observó de modo nebuloso que la caseta de baño estaba
rebosante de gente.
—¡Aquí está uno de ellos! —gritó alguien.
—¿Hay otros? —preguntó el trol Mumin, al tiempo que se secaba el rostro.
—La cripita Salomé se ha perdido en la ventisca —manifestó Tutiqui en tono
grave.
Un vaso de jarabe caliente surcó el aire.
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—Gracias —dijo el trol Mumin a la invisible musaraña. Luego añadió—: Pero es
la primera noticia que tengo de que la cripita Salomé abandonara la casa.
—Nosotros tampoco lo entendemos —aseguró el más viejo de los guómperes—.
Y, hasta que amaine la ventisca, es inútil salir a buscarla. Puede estar en cualquier
sitio y lo más probable es que la nieve la haya cubierto.
—¿Dónde está el jemulen? —preguntó el trol Mumin.
—Ha ido a explorar, de todas formas —dijo Tutiqui. Esbozó una ligera sonrisa al
añadir—: Parece que le hablaste de las montañas Solitarias.
—Bueno, ¿y qué? —replicó Mumin con vehemencia.
La sonrisa de Tutiqui se ensanchó.
—Tienes grandes dotes de persuasión —dijo—. El jemulen nos ha contado que el
terreno de las montañas Solitarias es sencillamente infame para la práctica del esquí.
Y que se sentía muy feliz por el gran afecto que le tenemos todos.
—Sólo quise decirle que… —empezó Mumin.
—No te preocupes —le cortó Tutiqui—. Hasta es posible que el jemulen empiece
a gustarnos.
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percibir el débil efluvio de la crip más pequeña que había visto en toda su vida.
De camino, el jemulen echó una mirada a su iglú y captó allí ese efluvio.
“Vaya, el bichito vino aquí a buscarme —pensó el jemulen bonachonamente—.
Me pregunto qué…”
De pronto, el jemulen recordó borrosamente a la cripita Salomé que, en algún
momento, trataba de decirle algo, aunque era demasiado tímida para expresarse
apropiadamente.
Mientras seguía caminando bajo la ventisca, el jemulen fue revisando una serie de
imágenes que aparecían en su mente. La cripita aguardándole al pie de la colina… La
cripita corriendo por los surcos dejados por los esquíes… La cripita husmeando la
trompa… Y el jemulen pensó, estupefacto: “Me parece que he sido grosero con ella”.
No experimentó ningún remordimiento de conciencia, porque los jemúlenes rara vez
sienten eso. Pero aumentó un poco más su interés en encontrar a la cripita Salomé.
El jemulen se arrodilló para no perder el rastro de Salomé. La emanación
zigzagueaba y daba vueltas, tal como los animalitos se deslizan cuando están
aturdidos por el miedo. La cripita incluso había pasado una vez por el puente,
acercándose peligrosamente al borde. Después, el efluvio regresaba y, tras ascender
un poco por la colina, desaparecía de súbito.
El jemulen se detuvo y pensó un poco, lo cual no era chiquito esfuerzo.
Se dispuso a excavar. Lo hizo durante un buen rato. Y, por último, tropezó con
algo cálido y muy pequeño.
—No temas —dijo el jemulen—. Sólo soy yo.
Acomodó a la cripita entre la camisa y la camiseta de felpa, se puso en pie y
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emprendió el regreso hacia la caseta de baño.
Lo cierto es que, durante el trayecto de vuelta, casi se olvidó por completo de la
cripita Salomé, pensando sólo en un vaso de agua y jarabe caliente.
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—Pero ya te dije que… —empezó el trol Mumin, en tono cargado de ansiedad.
—Ya lo sé, ya lo sé —le interrumpió el jemulen—. Y tienes toda la razón. Pero
después de esta ventisca, los montes deben de ser algo espléndido de veras. ¡E
imagina cuánto más límpido tiene que ser añí el aire!
El trol Mumin miró a Tutiqui.
Ésta inclinó la cabeza. Significaba: “Déjale marchar. Todo está arreglado ya y las
cosas no pueden ir mejor”.
El trol Mumin entro en la casa y abrió los postigos de la estufa de porcelana.
Avisó suavemente a su antepasado con una señal baja, algo como: “Ti-yuuu, ti-yuuu”.
El antepasado no respondió.
“Le he dejado desatendido —pensó Mumin—. Pero las cosas que suceden ahora
son más interesantes que las que sucedían hace un millar de años.” Sacó el tarro
grande de mermelada de fresa. Luego cogió un trozo de carbón y escribió en el papel
de la tapadera: “A mi buen amigo el jemulen”.
Aquella noche, Lastimero tuvo que bregar durante una hora sobre la nieve hasta
llegar por fin al hoyo desde donde emitía sus lamentos. Cada vez que se sentaba allí
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con su anhelo nostálgico, el foso de las lamentaciones era un poco mayor, pero esa
vez se encontraba bastante hundido en un ventisquero.
Las montañas Solitarias aparecían totalmente cubiertas de nieve y brillaban con
espléndida blancura frente a Lastimero. No había luna, pero centelleaban las estrellas
con inusitada luminosidad. Llegó de la lejanía el sordo estruendo de un alud.
Lastimero se sentó a esperar a los lobos.
Aquella noche, la espera fue larga.
Lastimero se imaginó a los lobos mientras corrían por campos nevados, grises,
gigantescos y fuertes…, y entonces interrumpirían de pronto su carrera, al oír desde
el borde del bosque el aullido con que Lastimero les llamaba.
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toda la manada apareciese en el monte más próximo. Se le acercaban corriendo…,
movían la cola… Lastimero recordó entonces que los auténticos lobos nunca movían
la cola.
Pero eso carecía de importancia. Llegaban a la carrera, le conocían de antes… Ya
habían decidido llevarle con ellos…
Lastimero estaba dominado por su vivido ensueño. Levantó el hocico hacia las
estrellas y soltó un aullido.
Y los lobos le contestaron.
Se hallaban tan cerca que Lastimero se asustó. Intentó torpemente excavar una
madriguera en la nieve. Brillantes ojos le rodearon por todas partes.
Los lobos volvían a guardar silencio. Formaron un círculo alrededor de Lastimero
y cerraban despacio sobre él.
Lastimero meneó la cola y emitió un gemido, pero nadie le contestó. Se quitó el
gorro de lana y lo lanzó al aire para demostrar que le gustaría jugar. El gesto era
completamente inofensivo.
Pero los lobos no se molestaron siquiera en mirar el gorro. Y, de súbito, Lastimero
comprendió que había cometido un error. Aquellos animales no eran de su especie, y
ninguna diversión iba a encontrar con ellos.
Uno sólo podía esperar que le devorasen y, todo lo más, disponer del tiempo justo
para lamentar haberse comportado como un estúpido. Detuvo el movimiento de la
cola, que aún seguía agitándose impulsada por la costumbre, y pensó: “¡Qué lástima!
Pude haber dormido todas esas noches, en vez de estar sentado aquí, anhelante como
un tonto…”
Los lobos continuaban acercándosele.
Y en aquel preciso instante resonó en toda la arboleda el nítido trompetazo de un
instrumento de metal. El toque estruendoso de una trompa, que sacudió ingentes
cantidades de nieve de los árboles e hizo parpadear a los ojos amarillentos. En
cuestión de un segundo, el peligro hubo pasado y Lastimero se encontró nuevamente
solo junto a su gorro de lana. Colina arriba, con sus enormes raquetas sobre la nieve,
llegó el jemulen arrastrando los pies.
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—¿Aquí sentado, perrito? —saludó a Lastimero—. ¿Llevas mucho tiempo
esperándome?
—No —repuso Lastimero, sin faltar a la verdad.
—Esta noche se habrá formado una estupenda corteza de nieve —dijo el jemulen
muy contento—. Y cuando hayamos llegado a lo alto de las montañas Solitarias,
compartiremos la soberbia leche caliente que llevo en mis termos.
El jemulen siguió adelante, arrastrando los pies, sin mirar una sola vez por encima
del hombro.
Lastimero echó a andar tras él, sin hacer ruido. Evidentemente, era lo mejor que
podía hacer.
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CAPÍTULO VI
La llegada de la primavera
Soy Tutiqui,
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¡y del revés mi gorra ya he vuelto!
Soy Tutiqui.
¡Mi olfato percibe los cálidos vientos!
¡Enormes aludes rugen a lo lejos!
¡Volando se acercan inmensas ventiscas!
La tierra se altera, el suelo se agita,
la gente abandona su ropa de invierno;
todo se transforma durante estos días.
Una noche, cuando el trol Mumin volvía a casa desde la caseta de baño, se detuvo
en mitad del sendero y aguzó el oído.
Era una noche cálida, cuajada de nubes y de movimientos. Los árboles se habían
sacudido la nieve tiempo atrás, y Mumin pudo oír cómo agitaban las ramas en la
oscuridad.
De la lejanía del Sur llegaba un fuerte ramalazo de viento. Lo oyó susurrar a
través del bosque y lo notó cuando pasó junto a él, camino del valle.
Una pequeña rociada de gotas de agua cayó de los árboles a la sombría nieve, y el
trol Mumin alzó el hocico para olfatear el aire.
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Verdaderamente, aquello pudo haber sido un tenue soplo de tierra. Continuó la
marcha y comprendió que Tutiqui tenía razón. La primavera estaba realmente en
camino.
Por primera vez en muchas semanas, Mumin contempló cuidadosamente a sus
padres dormidos. Mantuvo también la lámpara sobre Esnorquita y la observó con
expresión pensativa. La luz del quinqué arrancaba un precioso reflejo al flequillo de
Esnorquita. Era una criatura muy dulce. En cuanto se despertara, correría al armario
en busca de su verde sombrero de primavera.
El trol Mumin dejó la lámpara en la repisa de la chimenea y lanzó una mirada
circular por el salón. Un panorama espantoso, a decir verdad.
Faltaba la mayor parte de las cosas: unas las tomaron prestadas y otras se las
habían llevado olvidadizos huéspedes.
Las restantes constituían una indescriptible mescolanza. Una cantidad enorme de
platos sucios se amontonaba en el fregadero de la cocina. El fuego de la caldera de la
calefacción central, en el sótano, pronto se consumiría del todo, al no haber más
turba. La despensa de mermelada estaba vacía. Y el cristal de una ventana se
encontraba hecho añicos.
El trol Mumin reflexionó. Oía el rumor de la nieve húmeda al deslizarse por el
tejado. Cayó con golpe sordo y, de pronto, Mumin pudo ver un trozo de encapotado
cielo nocturno a través de la parte superior de la ventana del Sur.
El trol Mumin se acercó a la puerta de la fachada y trató de abrirla. ¿No cedía un
poco? Hundió las manos en la alfombra y usó toda su fuerza.
Despacio, muy despacio, la hoja de madera fue abriéndose, empujando delante de
ella una gran masa de nieve.
El trol Mumin no abandonó su esfuerzo hasta que la puerta quedó de par en par
frente a la noche.
El viento entraba ahora en el salón. Sacudió el polvo de la gasa que envolvía la
araña y esparció las cenizas de la estufa de porcelana. Agitó los cromos pegados en
las paredes. Uno de ellos se desprendió y fue arrastrado por el aire.
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La habitación se llenó de olores a noche y a abetos, y el trol Mumin pensó:
“Estupendo. Una familia necesita a veces ventilación”. Se llegó a los escalones de la
entrada y miró la húmeda oscuridad.
“Ahora lo he experimentado todo —se dijo el trol Mumin—. El año completo. El
invierno también. Soy el primer Mumin que ha vivido despierto un año entero.”
La verdad es que esta historia de invierno tendría que acabar exactamente en este
punto. La primera noche de primavera, con el viento penetrando en el salón y todo
eso, representa un final magnífico. Y cada uno podría pensar lo que gustase acerca de
lo que sucedió después. Pero eso no estaría bien.
Porque uno no podría estar absolutamente seguro de lo que mamá Mumin dijo
cuando se despertó. Ni sabría a ciencia cierta si al antepasado se le permitió instalarse
definitivamente en la estufa de porcelana. Ni si Manrico regresó antes de que la
historia terminase. Ni cómo se las arregló Bimbla sin su caja de cartón. Ni a dónde se
trasladaría Tutiqui cuando la caseta de baño volviera a ser caseta de baño. Ni un
sinfín de otras cosas.
Supongo que es mejor continuar.
Sobre todo, si se tiene en cuenta que la ruptura del hielo es un acontecimiento
muy importante y demasiado espectacular para saltárselo sin más ni más.
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hojalata por dos cuchillos de cocina que consiguió ajustar perfectamente a la suela de
sus botas.
De vez en cuando, el trol Mumin pasaba junto a algún ocho trazado en el hielo
por Mía Diminuta, pero casi nunca la veía a ella. Mía Diminuta poseía el don de
saber divertirse por su cuenta y, pensara lo que pensase acerca de la primavera, no
sentía necesidad de participárselo a nadie.
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¿No te dabas cuenta de que me sentía melancólico?
Tutiqui se encogió de hombros.
—Uno tiene que descubrir las cosas por sí mismo —repuso—. Y superarlas solo.
De un día para otro, el sol era más ardiente.
Horadaba agujeros y canales en el hielo y podía observarse que, debajo, el mar se
tornaba inquieto.
Más allá del horizonte, enormes borrascas se agitaban de un lado para otro.
El trol Mumin se pasaba las noches en blanco, escuchando los chirridos y
chasquidos que se producían en las paredes de la dormida casa.
El antepasado se mantenía tranquilo y silencioso. Había cerrado por dentro los
postigos y quizá se retiró a su antigüedad de mil años antes. El cordón del regulador
de tiro había desaparee ido en la grieta existente entre la estufa y la pared, con sus
borlas, sus recamados y todo lo demás.
“Le gusta”, pensó el trol Mumin, que se había mudado del cesto de lana y se
acostaba otra vez en su cama. Por las mañanas, la luminosidad del sol se aventuraba
más y más por el salón para contemplar concierto embarazo las telarañas y las bolas
de pelusa y polvo. Mumin solía sacar a la terraza las de mayor tamaño, pero las
pequeñas gozaban de plena libertad para rodar a su gusto de un lado a otro.
Bajo la ventana que daba al Sur, la tierra estaba cada vez más caliente. El suelo se
abombaba ligeramente, a causa de los pardos bulbos y de las numerosas y pequeñas
raíces que absorbían con avidez la nieve fundida.
Y luego, un día ventoso, poco antes del crepúsculo vespertino, de la lejanía
marina llegó un sonoro, sordo y majestuoso rumor.
—Bueno —dijo Tutiqui, al tiempo que posaba su taza de té—. Empieza el
cañoneo de la primavera.
El hielo se estremeció y tronaron nuevos rumores sordos.
El trol Mumin salió corriendo de la caseta de baño para escuchar el cálido viento.
—Mira, el mar se acerca ya —observó Tutiqui, detrás de Mumin.
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Una blanca orla de olas silbaba a lo lejos, un oleaje furioso y hambriento que
hincaba sus dientes líquidos a los trozos de hielo invernal que iban poniéndosele por
delante.
Una fisura negra se disparó a lo largo de la capa de hielo, se ramificó, entrelazó
sus grietas y desapareció. El mar volvió a la carga y se formaron nuevas hendiduras,
que se ensancharon.
—Sé de alguien que haría muy bien en apresurarse en volver a casa —dijo
Tutiqui.
Mía Diminuta, naturalmente, había notado que algo iba a suceder. Pero no le era
posible retirarse. Tenía que echar un vistazo, allí donde el mar se había liberado. De
modo que dibujó con los patines un ocho soberbio en el mismo borde del hielo, ante
el mar.
Después dio media vuelta y se deslizó a toda velocidad sobre la helada pista en
pleno resquebrajamiento. Al principio, las fisuras eran delgadas. “Peligro”, escribían
en la superficie del hielo, en todo lo que alcanzaba la vista de Mía Diminuta.
El hielo se arqueó, se elevó y volvió a hundirse. De vez en cuando, resonaba el
tonante cañonazo de saludo, anunciador de regocijo y destrucción, lo que remitía
deliciosos escalofríos a lo largo de la menuda espalda de Mía Diminuta.
“Espero que a esos mastuerzos no se les ocurra acudir cojeando a salvarme —
pensó Mía—. Eso lo estropearía todo.”
Siguió adelante a toda velocidad, casi doblada del todo sobre sus cuchillos de
cocina. La costa no parecía acercarse ni tanto así.
Algunas grietas se ampliaron hasta convertirse en pasos por los que circulaba el
agua. Una ola pequeña pero furiosa lanzó un latigazo.
Y entonces, de súbito, el mar estuvo sembrado de islas de hielo que se
balanceaban y chocaban entre sí, en medio de una gran confusión. Encima de uno de
aquellas islotes quedó Mía Diminuta. Observó el agua que la rodeaba y se dijo, sin
sentir ninguna alarma especial: “Bueno, esto se va al garete”.
El trol Mumin ya había salido a rescatarla. Tutiqui contempló la escena durante
unos minutos y luego entró en la caseta de baño y puso una olla de agua en la estufa.
“Ya estamos otra vez —pensó, al tiempo que suspiraba—. Siempre le ocurre lo
mismo en sus aventuras. Salvar y ser salvado. Me gustaría que alguien escribiese
alguna vez un relato sobre la gente que cuida y calienta luego a los héroes.”
Mientras corría, el trol Mumin iba mirando una pequeña grieta que iba
desplazándose paralela a él. Se mantenía a la misma altura que Mumin.
El oleaje impulsó el hielo hacia arriba y, de pronto, el hielo se quebró y empezó a
bambolearse violentamente bajo los pies de Mumin.
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Mía Diminuta estaba inmóvil, de pie en su témpano, contemplando al agitado
Mumin. Éste parecía exactamente una pelota de goma que estuviese botando,
desorbitados los ojos a causa de la emoción y la tensión. Sus saltos le llevaron por fin
junto a Mía Diminuta. Esta alzó los brazos y dijo:
—Ponme encima de tu cabeza, ¿quieres?, para que pueda escabullirme si las
cosas se ponen feas.
Se agarró con fuerza a las orejas del trol Mumin y grito:
—¡Primera compañía, hacia la costa! ¡Adelante!
El trol Mumin dirigió una rápida ojeada a la caseta de baño. Salía humo de la
chimenea, pero en el embarcadero no se veía a nadie retorciéndose las manos a
impulsos de la preocupación. Vaciló, y la decepción puso pesadez de plomo en sus
piernas.
—¡En marcha ya! —ordenó Mía Diminuta.
Y el trol Mumin obedeció. Saltó y saltó, apretados los dientes y temblorosas las
piernas. Cada vez que aterrizaba en un nuevo témpano, una rociada de agua bañaba
su barriga.
Toda la extensión helada se había fragmentado ya, y las olas bailaban en aquella
pista líquida que se prolongaba hasta la orilla.
—¡Conserva el paso! —gritaba Mía Diminuta—. Ahí viene otro… Lo notarás
debajo… ¡Salta!
Y el trol Mumin saltaba, en el momento preciso en que el oleaje empujaba
suavemente un témpano hasta colocarlo al alcance de las piernas del trol.
—Uno, dos, tres; uno, dos tres —Mía Diminuta contaba los compases del vals—.
Uno, dos tres, espera… Uno, dos, tres… ¡Salta!
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Las piernas del trol Mumin eran poco firmes y tenía el estómago frío como el
hielo. Un ocaso rojizo asomó por el encapotado cielo y el resplandor de las olas
lastimó los ojos del trol. Notaba calor en la espalda, pero el estómago no podía estar
más gélido, y todo aquel mundo cruel giraba vertiginosamente ante sus ojos.
Tutiqui había presenciado los acontecimientos a través de la ventana de la caseta
de baño, y vio entonces que las cosas no se desarrollaban muy bien.
“Estúpida de mí —pensó—. Naturalmente, no sabe que he estado mirándole todo
el rato.”
Salió al embarcadero y gritó:
—¡Oh, muy bien hecho, señor!
Pero ya era demasiado tarde.
El último salto a la desesperada, fue algo excesivo para el trol Mumin, que se
encontró flotando en el mar, con el agua a la altura de las orejas y un brioso témpano
empeñado en propinarle golpes y más golpes en el cogote.
Mía Diminuta había abandonado la cabeza de Mumin y, después de un último y
largo salto, llegó a tierra firme. Resulta extraordinaria la habilidad con que las
criaturas como las mías saben arreglárselas en la vida.
—Agárrate fuerte —aconsejó Tutiqui, al tiempo que alargaba su firme brazo.
Estaba tendida boca abajo, con el vientre sobre la tabla de lavar de mamá Mumin,
y miraba directamente a los turbados ojos del trol Mumin.
—Vamos; ¡así…!
Poco a poco, el trol Mumin fue remolcado por encima del borde del hielo y luego
se arrastró despacio hacia los peñascos próximos al agua.
—Ni siquiera te molestaste en observar si las cosas iban bien.
—Estuve mirando por la ventana todo el rato —replicó Tutiqui en tono
preocupado—. Lo mejor que puedes hacer ahora es entrar y calentarte.
—No; me voy a casa —dijo el trol Mumin.
Se puso en pie y echó a andar con paso vacilante.
—¡Jarabe caliente! —le gritó Tutiqui—. ¡No olvides beber algo caliente!
El sendero estaba húmedo por la nieve que se fundía, y el trol Mumin notó bajo
sus pies la forma sólida de raíces y agujas de pino. Pero temblaba de frío y le fallaban
las piernas, que las sentía como de goma.
Apenas volvió la cabeza, una ardillita cruzó de un salto la senda, delante de él.
—¡Feliz primavera! —saludó la ardilla distraídamente.
—Muchas gracias —contestó el trol Mumin, y siguió su camino.
Pero se detuvo en seco casi en seguida y clavó una mirada en la ardilla. El
animalito tenía una cola grande y tupida, a la que el sol arrancaba reflejos rojizos.
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—¿Te llaman la ardilla de la cola maravillosa? —pregunto Mumin despacio.
—Naturalmente —repuso la ardilla.
—¿Eres tú? —exclamó el trol Mumin—. ¿La que se tropezó con la Dama del
Frío?
—No me acuerdo de eso —dijo la ardilla—. Es que, ¿sabes?, no se me da muy
bien recordar cosas.
—Pero, por favor, inténtalo —suplicó el trol Mumin—. ¿Tampoco te acuerdas del
colchón que estaba relleno de lana?
La ardilla se rascó la oreja izquierda.
—Me acuerdo de un montón de colchones —contestó—. Rellenos de lana y de
otras cosas. Los de lana son los más agradables.
Y la ardilla se alejó saltando entre los árboles.
“Tendré que averiguarlo más adelante —pensó el trol Mumin—. Ahora tengo
demasiado frío. He de ir a casa…”
Y estornudó, porque, por vez primera en su vida, se había resfriado.
El fuego de la calefacción central se había apagado, y en el salón reinaba una
temperatura gélida.
Con mano trémula, Mumin se echó varias alfombras encima del estómago, pero
no consiguieron hacerle entrar en calor. Le dolían las piernas y notaba pinchazos en la
garganta. De golpe, su vida se tornó triste y le pareció que el hocico era extraño y
enorme. Trató de enrollar la cola, fría como el hielo, y volvió a estornudar.
En ese punto, se despertó su madre.
Mamá Mumin no había oído el estruendo del hielo al quebrantarse, y ni una sola
vez los aullidos de la ventisca. Su casa estuvo repleta de inquietos invitados, pero ni
los huéspedes ni el despertador lograron interrumpir el sueño de mamá Mumin.
Ahora abrió los ojos y, completamente despierta, contempló el techo.
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Después se incorporó en la cama y observó:
—Te has resfriado, Mumin.
—Mamá —articuló el trol Mumin, mientras los dientes le castañeteaban—, si
pudiese estar seguro de que se trata de la misma ardilla y no de otra…
Mamá Mumin se apresuró a ir a la cocina para calentar un poco de jarabe.
—Nadie fregó los platos —gritó el trol Mumin en tono lastimoso.
—Oh, claro que no —dijo mamá Mumin—. Todo se arreglará.
Encontró unas cuantas astillas detrás del cubo del agua. Tomó un frasco de jarabe
de grosella que guardaba en el armario secreto, unos polvos y una bufanda.
Cuando el agua empezó a hervir, mamá Mumin preparó una eficaz medicina
contra la gripe, a base de azúcar, jengibre y un limón que solía estar detrás del
cubreteteras, en el penúltimo estante de arriba.
No había cubreteteras ahora, ni tampoco tetera.
Pero mamá Mumin no reparó en ello. Para mayor seguridad murmuró un breve
ensalmo sobre la medicina contra la gripe. Era algo que le había enseñado su abuela.
Luego regresó ai salón y dijo a Mumin:
—Bébete esto todo lo caliente que puedas aguantar.
El trol Mumin obedeció y notó que una corriente cálida fluía por todo su
estómago.
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—Mamá —dijo—, tengo que darte un sinfín de explicaciones que…
—Lo primero que has de hacer es descabezar un sueñecito —repuso mamá
Mumin, y envolvió la bufanda de franela en torno al cuello de Mumin.
—Sólo te pido una cosa —murmuró Mumin, soñoliento—. Prométeme que no
encenderás fuego en la estufa de porcelana… Es que allí vive ahora nuestro
antepasado.
—Claro que no —dijo mamá Mumin.
Al instante, el trol Mumin se sintió caliente, tranquilo y libre de
responsabilidades. Dejó escapar un suspiro y hundió el hocico en la almohada.
Después se quedó completamente dormido, al margen de todo.
Mamá Mumin estaba sentada en la galería y quemaba una cinta de película con
una lupa. El celuloide humeaba y refulgía, y un olor acre y agradable cosquilleaba el
hocico de mamá Mumin.
El sol enviaba tanto calor, que los escalones de la terraza despedían nubecillas
vaporosas, pero a la sombra hacía frío.
—La verdad es que una debería levantarse un poco antes en primavera —
comentó mamá Mumin.
—Tiene usted mucha razón —convino Tutiqui—. ¿Continúa durmiendo?
Mamá Mumin asintió.
—¡Tendría que haberle visto saltar de un témpano a otro! —manifestó
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orgullosamente Mía Diminuta—. Y se pasó la mitad del invierno sentado y pegando
cromos en las paredes.
—Ya los he visto. Tuvo que sentirse muy solo.
—Luego encontró una especie de antiguo antepasado de ustedes —prosiguió Mía
Diminuta.
—Deja que sea él quien cuente la historia cuando se despierte —pidió mamá
Mumin—. Me hago cargo de que sucedieron una infinidad de cosas mientras yo
dormía.
Al terminar con la película, mamá Mumin consiguió quemar el piso de la galería:
un agujerito negro y redondo.
—La primavera próxima tendré que levantarme un poco antes que los demás —
dijo mamá Mumin—. Es estupendo disponer de un poco de tiempo para una, no tener
que estar pendiente de los demás y hacer lo que una desee.
Cuando el trol Mumin se despertó por fin, ya no le dolía la garganta.
Observó que mamá Mumin había quitado la gasa que envolvía la araña y
colocado los visillos en las ventanas. Los muebles ocupaban sus respectivos lugares
de costumbre, y el cristal roto se había sustituido por un rectángulo de cartón. Ni una
bola de pelusa a la vista.
Sólo continuaba igual el montón de trastos que el antepasado puso delante de la
estufa de porcelana. Mamá Mumin había colocado encima un pulcro letrero:
NO MOLESTEN
De la cocina llegaban los agradables ruidos que se producían al fregar los platos.
“¿Debo hablarle del Inquilino del Fregadero? —pensó el trol Mumin—. Tal vez
sea mejor que no le diga nada…’
Siguió un rato acostado, mientras se preguntaba si continuaría enfermo un poco
más y que mamá Mumin le cuidase. Pero luego decidió que sería aún más estupendo
que él cuidara de mamá Mumin. Fue a la cocina y propuso:
—¡Permíteme que te enseñe la nieve!
Mamá Mumin dejó inmediatamente de fregar platos y salieron juntos de la casa, a
la luz del sol.
—Ya no queda mucha nieve —explicó el trol Mumin—. ¡Pero tenías que haberlo
visto en el invierno! ¡Los ventisqueros llegaban hasta el tejado! ¡Uno no podía dar un
paso sin hundirse en la nieve hasta el hocico! ¿Sabes?, cuando la nieve cae del cielo
es como una multitud de estrellas muy pequeñas y muy frías. Y arriba, en las altas
negruras, uno ve aleteos azules y cortinas verdes.
—Eso parece muy bonito —repuso mamá Mumin.
—Sí, y aunque uno no pueda caminar por la nieve, puede deslizarse sobre ella —
continuó el trol Mumin—. A eso lo llaman esquiar. Uno avanza muy de prisa, como
un relámpago, en medio de un remolino de nieve, y ha de tener una vista muy aguda.
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—No me digas —manifestó mamá Mumin—. ¿Las bandejas las utilizabais para
eso?
—No; son mejores para el hielo —contestó su hijo, pillado de improviso.
—Claro, claro —silabeó mamá Mumin, entornando los párpados frente al sol.
Debo confesar que la vida es encantadora. Aquí está una convencida durante toda su
existencia de que las bandejas sólo se utilizan para una cosa, y entonces va y resulta
que son todavía mejores para otro fin completamente distinto. Y todos los años la
gente venga a decirme que me tomaba demasiadas molestias preparando tarros de
mermelada…, y ahora, de pronto, ¡la despensa está vacía!
El trol Mumin se sonrojó.
—¿Te ha contado Mía Diminuta que…?
—Sí —dijo mamá Mumin—. Y doy gracias porque te has cuidado de tantos seres,
para que la vergüenza no cayera sobre mí.
¿Y quieres que te diga una cosa? Creo de verdad que la casa ganará mucho en
espacio y demás sin tantas alfombras y cacharros. Además, será mucho más sencillo
hacer la limpieza.
Mamá Mumin cogió un puñado de nieve y formó una bola. La lanzó torpemente,
como suele ocurrir con las madres, y la bola de nieve cayó en el suelo, a escasa
distancia.
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Mamá Mumin se sentó en el pretil del puente y dijo:
—Y ahora me gustaría escuchar algo acerca de nuestro antepasado.
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Junto a Tutiqui estaba sentada Mía Diminuta, medio orgullosa y medio violenta,
porque había intentado arreglar con sus propias manos el cubrehuevos y fregar con
arena la bandeja. Ninguno de los dos objetos salió bien librado de aquellos intentos,
pero es muy probable que las intenciones tengan más importancia que los resultados.
Apareció a cierta distancia la soñolienta Mimbla, que se aproximaba tirando de la
alfombra sobre la que durmió durante todo el invierno.
Aquel día, la primavera había decidido no manifestarse poética, sino simplemente
alegre. Dispersó por el cielo pequeñas bandadas de nubes ligeras, barrió de los
tejados los últimos vestigios de nieve y formó nuevos arroyuelos por todas partes,
para que jugasen en abril lo mejor que pudieran.
—¡Estoy despierta! —exclamó Esnorquita, expectante.
Amablemente, el trol Mumin frotó su hocico contra el de ella.
—¡Feliz primavera! —deseó.
Al mismo tiempo, se preguntaba si sería capaz de explicarle cómo era el invierno,
de forma que Esnorquita lo entendiese.
Mumin la vio dirigirse corriendo al armario para coger su verde cofia de
primavera.
Vio también a su padre recoger presurosamente el anemómetro y la pala y salir a
la terraza.
Durante todo ese espacio de tiempo, el organillo de Tutiqui continuó tocando, y
los rayos solares siguieron derramándose sobre el valle, como si los elementos
lamentasen haber permitido a sus súbditos mostrarse tan poco amistosos en el pasado.
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“Manrico llegará hoy —pensó el trol Mumin—. Es exactamente la clase de día
apropiado para que llegue.”
Desde la terraza, Mumin contempló a sus familiares. Brincaban por el terreno del
jardín, pasmados de puro júbilo, como todas las primaveras.
Captó la mirada de Tutiqui. Esta puso punto final al vals, se echó a reír y dijo:
—¡La caseta de baño vuelve a estar desocupada!
—Opino que, después de esto, la única persona que puede vivir en la caseta de
baño es Tutiqui —dijo mamá Mumin—. La verdad es que tener caseta de baño
representa una comodidad algo excesiva. Lo mismo puede arreglarse uno con unos
simples baúles colocados en la orilla del mar.
—Gracias —repuso Tutiqui—. Lo pensaré.
Y se alejó valle abajo, para despertar con su organillo a todos los demás cripes y
animalitos dormidos.
FIN Y PRINCIPIO
voluntad y sin darle tiempo siquiera para que cogiese el cepillo de dientes. (N. de la
A.)<<
Los libros de Los Mumin (del sueco Mumintroll) son historias para niños
protagonizadas por una familia de troles escandinavos cubiertos de suave pelo
blanco, con aspecto redondo, grandes hocicos y una cola terminada en un mechón
que les hacen asemejarse remotamente a hipopótamos.
Los Mumin son seres dulces y delicados caracterizados por sus buenas maneras y
su lenguaje cortés y educado. Para ellos el menor gesto, el hecho más nimio, es un
acontecimiento capaz de desencadenar la aventura, una aventura siempre ingenua y
fantástica.
Habitan en el Valle Mumin, un lugar idílico y tranquilo, donde viven en armonía
con la naturaleza. Su hogar está cerca del mar y rodeado de montañas. En invierno
todo se cubre de nieve para estallar en colores cuando llega la primavera. Su casa es
azul y redonda, con forma de chimenea y numerosas ampliaciones para alojar a las
numerosas visitas.
Además de la familia Mumin, también hay varios amigos suyos que son
diferentes en aspecto, algunos humanos: Los ordenados Hemulens, los intrépidos
husmeones, los Snorks, el Enorme Edward, los pegapatas, los goumpers y muchas
otras pequeñas criaturas como las musarañas invisibles o los homsa.
Aunque son dibujos y relatos hechos para niños, en el transfondo la autora refleja
su propia filosofía de vida: La defensa de la convivencia pacífica, la amistad y la
familia, la necesidad de pocas cosas materiales, la educación, el respeto y cuidado por
el medio ambiente, por cualquier forma de vida, y dentro de la individualidad de cada
uno, el respeto por las formas de ser por muy extrañas o extravagantes que en
principio pudieran parecer.
El estilo de los libros de Los Mumin fue cambiando con el paso del tiempo. Así,
los primeros son historias de aventuras con inundaciones, cometas y otros eventos
Mamá Mumin es una madre tranquila y serena que nunca pierde los
nervios por tonterías. Consigue que la casa Mumin sea siempre un
lugar seguro y lleno de amor tanto para su familia como para los
visitantes. Educa a su familia con tanta habilidad que apenas notan
que están siendo educados. Desea que todos sean felices y valora a
cada uno por sí mismo, interviene siempre si alguien le hace daño a otro. No se
preocupa por las payasadas de los demás porque cree que todos aprendemos mucho
de nuestros errores. Siempre está dispuesta para ayudar y consolar, nadie puede estar
triste si ella está a su lado. Los habitantes del valle de Mumin confían en ella porque
nunca revela los secretos que le confían. Gracias a ella todo va como una seda en la
casa de los Mumin. Consigue solucionar incluso los problemas más difíciles y
siempre ve el lado bueno de las cosas.
Lleva un delantal y un enorme bolso negro lleno con todo tipo de cosas
importantes para los casos de emergencia como alambre, pastillas para dolor de
estómago y caramelos. Aparece en casi todos los libros de los Mumin.
Otros personajes: