La Vida Que Sonamos - Kerry Lonsdale
La Vida Que Sonamos - Kerry Lonsdale
La Vida Que Sonamos - Kerry Lonsdale
PRIMERA PARTE
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
SEGUNDA PARTE
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Epílogo
Agradecimientos
PRIMERA PARTE
GEM CITY OF THE FOOTHILLS
LOS GATOS, CALIFORNIA
Capítulo 1
JULIO
Lacy Saunders
Asesora e investigadora psíquica
Asesinatos, desaparecidos y misterios sin resolver
Le ayudo a encontrar las respuestas que busca.
Después del entierro, Nick nos dejó a las tres en mi casa. Kristen y
Nadia me siguieron dentro. Me detuve en el umbral de la puerta, entre la
entrada y el salón de nuestro chalé de tres dormitorios y miré alrededor. Allí
estaban los silloncitos de piel de color caramelo y el sofá tapizado de chenilla
marrón topo. Un televisor de pantalla plana encajado en el armario de nogal,
las puertas entornadas desde la última vez que lo había usado, fuera cuando
fuese. Tres pinturas enmarcadas de James adornaban la pared de encima del
aparador que había junto a la puerta de la calle.
Todo estaba en su sitio salvo el hombre que vivía allí.
Solté las llaves y el bolsito en el aparador.
Nadia cruzó el salón hasta la cocina y sus tacones resonaron en el
parqué.
—¿Te apetece beber algo?
—Té, por favor —dije, y me quité los zapatos y estiré los dedos de los
pies.
Nadia sacó la batidora. Agarró unos cuantos hielos de la bandeja del
congelador y los echó en el vaso. Los hielos chascaron al contacto con la
superficie más caliente del vaso.
—¿Qué tal algo más potente?
Me encogí de hombros.
—Claro. Lo que sea.
Sorprendida, Kristen levantó la vista de los zapatos que acababa de
quitarse junto a la mesita de centro. Se sentó en el silloncito más próximo a la
chimenea, con los pies debajo de las piernas. Cuando me retiré a mi
dormitorio, noté que me miraba.
Fui directa al armario que James y yo compartíamos y abrí las puertas
biseladas. Mi ropa estaba colgada al lado de sus trajes. Todos gris marengo,
negro y azul marino. Algunos con raya diplomática, pero la mayoría lisos.
«Trajes de poder», como los llamaba él. Tan distintos de las camisas a
cuadros y los vaqueros que llevaba por casa.
Cualquiera que viese su guardarropa pensaría que las prendas eran de
dos personas distintas. A mí a veces me parecía que vivía con dos hombres
diferentes. El que trabajaba para Donato Enterprises era serio y educado
comparado con el artista de espíritu libre, camisa remangada y manchas de
pintura en los antebrazos.
Yo los quería a los dos.
Pegué la nariz a la manga de su camisa azul favorita y la olí. Sándalo y
ámbar intensos, su colonia, y cierto tufo al aguarrás con el que limpiaba los
pinceles. Se había puesto esa camisa la última vez que había pintado y, al
cerrar los ojos, lo vi blandiendo el pincel, tensando los músculos de los
hombros bajo el algodón azul descolorido.
—¿Quieres hablar? —me preguntó Kristen en voz baja, a mi espalda.
Negué con la cabeza, me solté el cinto y me quité el vestido. Se deslizó
de mi cuerpo y se amontonó a mis pies. Saqué del armario la camisa de
James y mis pantalones de chándal, que tenía desde el instituto, y me vestí.
Al ponerme la camisa, noté su calor. El tacto del tejido en mi espalda me hizo
sentir como si James me abrazara.
«Nunca te olvidaré, Aimee.»
Se me partió el corazón un poco más. Contuve un sollozo.
A mi espalda, crujió el parqué y protestó la cama. Cerré las puertas del
armario y me volví a mirar a Kristen. Se había recostado en el cabecero
panelado y estaba abrazada a una almohada. La de James.
—Lo echo de menos —dije, encorvándome.
—Lo sé —respondió, y dio una palmadita en la cama, a su lado.
Repté por el colchón y apoyé la cabeza en su hombro. Ella descansó la
mejilla en mi coronilla. Nos habíamos sentado así desde que yo tenía cinco
años, acurrucadas una contra la otra mientras nos susurrábamos secretos.
También nos habíamos sentado mucho así en los dos últimos meses. Kristen
era dos años mayor que yo y había ocupado el lugar de esa hermana que,
siendo hija única, nunca había tenido. Me pasó el brazo por los hombros.
—Con el tiempo será más fácil. Te lo prometo.
Empecé a llorar otra vez. Buscó unos pañuelos en la mesilla. Tomé
varios y me soné. Me apartó los rizos mojados de la sien, tomó un pañuelo
ella también y se dio unos toquecitos en los lagrimales.
—Somos un desastre, ¿no? —dijo, soltando un bufido lloroso y
sonriendo.
No tardamos en reunirnos con Nadia en la cocina y, mientras nos
tomábamos unos margaritas, compartimos anécdotas de nuestra infancia con
James. Varias horas y demasiados cócteles después, Nadia se derrumbó en el
sofá y empezó a roncar en cuestión de segundos. Kristen ya dormía en mi
cama. Me sentí aislada en aquella casa a oscuras cuya única luz procedía de
las velas que Kristen había encendido antes. Me hice un hueco en el sofá,
levantándole los pies a Nadia y poniéndomelos después en el regazo. Eran las
diez y yo tendría que haber estado en brazos de James, en nuestro banquete
de boda, dejándome llevar suavemente por la pista al ritmo de nuestra
canción, «Two of Us».
Nadia gruñó, se revolvió. Se levantó del sofá y se fue al cuarto de
invitados, arrastrando los pies y llevándose consigo la mantita.
Ocupé el sitio que había dejado y dejé deambular mi pensamiento.
Pensé en James y en por qué habría ido a México cuando lo hizo. ¿Por qué no
había esperado o había dejado que Thomas se encargara de ese cliente?
Thomas era el presidente de Donato Enterprises y supervisar las operaciones
de importación y exportación de muebles era su trabajo. Como ejecutivo
financiero, la responsabilidad de James era llevar las cuentas, no las
negociaciones. Pero había insistido en que era el único que sabía manejarlo.
Se fue al día siguiente de que yo enviara nuestras invitaciones de boda.
Empezaron a pesarme los párpados y me entró sueño, un sueño que
trastocó mis pensamientos. Soñé con la mujer del aparcamiento. Iba vestida
de negro, de la cabeza a los pies, y sus ojos despedían un brillo iridiscente.
Alzaba los brazos sobre una figura postrada y movía los labios. El sonido
melodioso de su ensalmo hacía vibrar el aire de su entorno y el cadáver que
descansaba a sus pies. Un cadáver que de pronto se movía. Fue entonces
cuando caí en la cuenta de que no era un cadáver cualquiera. Era James. Y
Lacy lo estaba resucitando de entre los muertos.
Capítulo 2
Pasaron los días, uno detrás de otro, sin que apenas me diera cuenta.
Noches interminables por ahí con Nadia, cenas con Kristen y su marido e
innumerables noches sola, viendo películas en el sofá. Cuando no había nada
interesante que ver, hacía pan.
De vez en cuando, cogía el coche e iba a The Goat a hacer mi turno,
pero la certeza de que no tardaría en cerrar solo me servía de recordatorio de
que debía decidir qué rumbo dar a mi vida. Así que dejé de hacerlo.
El correo siguió amontonándose. La torre de periódicos siguió
creciendo. Los platos se acumulaban en el fregadero. Había vasos sucios por
todas las superficies de la casa. En la mesa de la cocina, guisos, pasteles y
galletas sin tocar. Solo usaba la lavadora y la secadora cuando mi situación
era desesperada. Por ejemplo, cuando me quedaba sin ropa interior.
Ocupaba al máximo mis días y mis noches hasta que me derrumbaba.
Al despertar, como no podía con mi alma ni con mi cuerpo, me ponía creativa
con el café. Mezclaba cafés exóticos y siropes para mantenerme despierta, y
luego hacía un poco más de pan. Mi casa era un desastre. Mi vida era un
desastre. Yo era una ruina.
Hasta el día en que desperté de verdad.
Fue con un cortacésped. Me asomé por las rendijas de la persiana y vi a
Nick recorriendo mi jardín de un lado a otro. Se abrió la puerta de la calle y
Kristen me miró espantada.
—¿Estás despierta?
—He decidido volver al mundo de los vivos. Tiene que dejar de hacer
eso —le dije, señalando afuera con el pulgar.
Kristen cerró la puerta.
—Quiere ayudar y me parece que a él también le viene bien.
—¿Y eso? —pregunté, plegando una caja de pañuelos vacía.
—Echa de menos a James.
—Como todos. —Recogí los vasos sucios que me fui encontrando por
el salón—. El jardín está precioso, pero lleva ya once semanas. No me puede
cortar el césped el resto de su vida.
—Dijo la que acababa de volver al mundo de los vivos. —Kristen me
siguió a la cocina—. Le diré que has contratado a un jardinero.
—Perfecto.
Olisqueó el aire. Impregnaba la estancia un aroma a canela y a sirope de
arce.
—¿Pastel de café? —preguntó. Me acerqué a los platillos y bandejas de
guisos que poblaban la mesa de la cocina y Kristen me miró asustada—.
¿Tienes pensado comerte todo esto?
—He estado dando de comer al vecindario —confesé avergonzada.
Aunque mi vecina de al lado y su marido me agradecían los platos
calientes que les llevaba para la cena y a sus tres niños les encantaban los
dulces que les hacía, me habían pedido que dejara de alimentar a su familia.
Me estaba gastando demasiado dinero en ellos. Un dinero que no tenía en el
banco, porque aún no me había decidido a cobrar el cheque de Thomas.
Aunque su tarjeta de crédito temblaba por la cantidad de comida que había
ido comprando, terminaría donando los resultados de mi más reciente ataque
de cocina al comedor social de San Antonio, en el que su madre trabajaba
como voluntaria.
Kristen se sirvió un trozo de pastel.
—Guau, vaya, esta no es la receta de tu madre —gimió—. Es mejor.
—Le he añadido nata. Cambia la textura. Lo hace más ligero y más
tierno.
Se zampó el último trozo y se puso otro pedazo en el plato.
—¿Y a qué se debe este atracón de cocinar?
—Ya me conoces. Tengo que estar ocupada. Para no pensar en… cosas.
Esbozó una sonrisa.
—James no era el único artista de la casa.
Se dibujó una en mis labios también.
—Sí, éramos tal para cual.
Me acerqué a la pila y enjuagué los platos. Kristen se terminó el pastel
de café, luego organizó varios meses de correspondencia apilados en la
encimera. Uno de los montones volcó y cayó al suelo una cascada de sobres.
Los recogió.
—Guau. ¿Qué es esto?
Miré lo que tenía en la mano. El cheque de Thomas. Enterrado e
ignorado junto con el resto del correo.
—Es de Thomas.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Era el beneficiario de James. Decidió que yo tenía derecho a disfrutar
de ese dinero porque James y yo estábamos a punto de casarnos.
—Qué detalle por su parte. Madre mía —añadió agitando el cheque—,
«detalle» se queda corto. ¡Esto es inmenso! Con todo este dinero, puedes
montar tu restaurante.
—Sí, bueno, si al final decido hacerlo.
Miró fijamente el cheque.
—Lleva la fecha del día de tu bo… Perdona, del funeral de James.
Me sequé las manos y le quité el cheque.
—Fue cuando me lo dio Thomas, justo antes de que me abordara Lacy.
—¿Quién es Lacy? ¿Esa mujer con la que hablabas en el aparcamiento?
Asentí.
—Es vidente.
Kristen soltó una carcajada.
—¿Que es qué?
—Asesora vidente.
—¿Una especie de adivina?
—Más bien médium investigadora, me parece.
—No me extraña que Nadia te quitara la tarjeta. A mí también me
preocuparía que se me acercara alguien así. ¿Qué te dijo?
—Que James sigue vivo.
Se quedó pasmada. El reloj del salón hizo tictac, luego otra vez. Kristen
inspiró con dificultad.
—Qué miedito. No la creerás, ¿no? —Le di vueltas al anillo de
compromiso. Me había preguntado «y si» en numerosas ocasiones—.
¿Aimee…? —me dijo, entornando los ojos.
—No. No la creo.
Soltó un suspiro de alivio.
—Bien. Por un segundo, me has preocupado. —Se miró el reloj—. Me
tengo que marchar. Tengo clase dentro de treinta minutos. Ah, casi se me
olvidaba. —Se metió la mano en el monedero—. Esto es para ti.
Otra tarjeta de visita. GRACE PETERSON. DOCTORA EN PSICOLOGÍA
CLÍNICA. ASESORA EN PROCESOS DE DUELO.
—Me alegra que por fin hayas salido de tu escondite, pero tengo la
sensación de que aún te guardas algo dentro. Por si te apetece hablar con una
terapeuta. Alguien que te asesore de verdad. —Le dio la vuelta a la tarjeta y
me señaló lo que había escrito a mano en el dorso—. Te he pedido cita. Hoy
a las once. Puedes cambiarla por otro día u otra hora. Cancelarla si quieres.
Lo dejo en tus manos.
—Gracias —dije, sin tener claro si iría. Tiré la tarjeta a la encimera, al
lado de la de Lacy.
—Te llamo cuando salga del trabajo.
Me dio un beso en la mejilla y se fue.
Cuando terminé de limpiar, ducharme y vestirme con unos vaqueros, un
suéter fino y zapato plano, ya eran casi las once. Todo estaba como los
chorros del oro, incluida yo, pero no llegaba a tiempo a la cita que me había
pedido Kristen. Me pregunté si me habría demorado intencionadamente.
Desde la encimera, además de la tarjeta de Grace Peterson, me llamaba
la de Lacy, doblada por la mitad. Mientras la miraba sin parar, empecé a
ponerme cada vez más furiosa. Sentí de pronto mucha rabia. Me fastidiaba
que hubiera venido a buscarme al funeral de James para decirme que estaba
vivo. Era una crueldad. Pensé en el cheque de Thomas y me pregunté si
sabría lo del dinero. Puede que solo quisiera aprovecharse de mí.
Pero había una palabra en la tarjeta que veía más grande y más resaltada
cuanto más la miraba. DESAPARECIDOS. Impresa justo encima del eslogan LE
AYUDO A ENCONTRAR LAS RESPUESTAS QUE BUSCA.
Más le valía aclarar mis dudas, como por qué había tenido el descaro de
abordarme. Agarré la tarjeta y las llaves, lamentando de inmediato
plantearme siquiera ir a verla.
La dirección de la tarjeta correspondía a una casa de un distrito
residencial en la frontera entre Los Gatos y Campbell. Me acerqué a la acera
de su bungaló de una sola planta. En el césped había clavado un cartel.
SE ALQUILA
Fotografías, no pinturas.
Nadia había estado trabajando en un tipo de galería distinto al que yo
esperaba y había creado un espacio precioso para que Wendy expusiera el
talento fotográfico de sus artistas.
Apoyada en el ancho alféizar del ventanal había una foto arrebatadora
de un cielo naranja lavanda que besaba unas aguas verde mar. La imagen era
mágica y se titulaba Amanecer en Belice, sin más. Me sentí atrapada por la
fotografía, sentada en la arena viendo cómo la luz de la mañana jugaba con la
marea. Con una brisa salobre y húmeda acariciándome la piel. Me dieron
ganas de ir allí.
Según el nombre que aparecía debajo del título, el fotógrafo era Ian
Collins y, a juzgar por lo cautivadora que era la luz de Amanecer en Belice,
debía de ser un artista extraordinario.
La doble puerta de cristal de la galería estaba abierta de par en par.
Dentro, el suelo antiguo se había reemplazado por una tarima clara de
láminas anchas. El color más claro haría que uno mantuviera los ojos
centrados en el arte y no en el suelo. Las paredes encaladas, aún desnudas de
obras de arte, estaban divididas en tres zonas de exposición separadas por
particiones de ladrillo. Se veía la pared del fondo, pero las particiones
dividían el espacio, dándole a la galería un ambiente más íntimo, pese a lo
diáfano de la distribución. A James le habría encantado lo que había hecho
Nadia.
Mis zapatos resonaron por la sala. Oí voces procedentes de detrás de
una de las particiones, luego un martillo, seguido de un golpe seco y un
gruñido, y después una retahíla de improperios.
—Ya está bien, Ian. Déjame que llame al contratista y que lo haga él.
—Suelta el teléfono. Nos lo va a cobrar. Yo te salgo gratis.
—A este paso, te lo vas a gastar en primeros auxilios. No hace falta que
te destroces los pulgares, lo puede hacer Bruce.
—Esta es la última escarpia. —Más martillazos—. Voilà, fini! —
anunció el hombre del martillo con un francés horrible. Se me escapó una
risita y me tapé la boca con la mano.
—Gracias, Ian, pero no dejes tu otro trabajo para dedicarte a esto.
—No tengo otro trabajo.
Ian rodeó la partición. Se detuvo en seco al verme y me miró a los ojos.
Me sentí atraída por la intensidad de su mirada ambarina. El pelo rubio le
caía por la frente y sentí el impulso inesperado de pasarle los dedos por las
ondas.
Me ruboricé. ¿De dónde había salido semejante pensamiento?
Su mandíbula recta se contrajo y se dibujó en sus labios una sonrisa.
—¡Hola!
Me lo quedé mirando como una boba. La sonrisa se hizo mayor. Guau.
—¿Ian? —lo llamaron. Tras unos pasitos ligeros apareció una mujer—.
¡Ay! No sabía que tuviéramos visita. ¿En qué puedo ayudarte?
Me volví de pronto hacia ella. Era esbelta y menuda, e iba vestida de
negro. Una melena brillante de color ébano le caía por los hombros. En los
labios, un amago de sonrisa.
Le tendí la mano enseguida.
—Soy Aimee Tierney. La amiga de Nadia.
Me estrechó la mano.
—Wendy Yee. Te presento a Ian Collins —dijo, ladeando la cabeza
hacia él—, uno de los fotógrafos con los que trabajo.
—He visto la fotografía del escaparate. Es preciosa.
—Gracias —dijo él y me agarró la mano—. Encantado de conocerte,
Aimee.
—Siento molestar —le dije a Wendy—. Solo quería ver el diseño de
Nadia.
—No hay problema. Puedes venir cuando quieras. La inauguración es la
semana que viene, por si te interesa.
—Tienes que venir —terció Ian.
—No sé nada de fotografía —dije, mirando a uno y a otro
alternativamente.
—Solo hay que saber disfrutarla —repuso él, sonriendo—. Nadia estará
aquí.
—Espera, que te doy una invitación.
Wendy se acercó al mostrador del rincón más apartado de la galería.
Me negué a mirar a Ian, pero noté que él me miraba a mí.
Volvió Wendy y me dio un sobre abierto con una cartulina blanca
dentro.
—El jueves que viene, a las ocho.
—Gracias.
Me guardé la invitación en el bolso de bandolera.
—Me muero de hambre —dijo Ian, frotándose el estómago—. Vamos a
comer, Wendy.
—Ve tú. Yo tengo que terminar esto —espetó, y lo despachó con la
mano.
—Te traigo algo.
—Gracias.
Wendy le quitó el martillo y desapareció detrás de la partición.
Ian me miró.
—¿Almorzamos? —Di un paso atrás sin querer—. Si dos mujeres me
rechazan en menos de sesenta segundos, voy a tener que pensar que he
perdido mi encanto —dijo con una sonrisa pícara. Cruzó los brazos y se
olfateó la axila—. O que se me ha olvidado echarme desodorante.
Solté una carcajada.
—Gracias por el ofrecimiento, pero no.
—No soy tan mala compañía. Vamos a comer algo.
Mi estómago decidió ir por libre y recordarme por qué había ido al
centro. Soltó un rugido sonoro y prolongado.
Ian enarcó una ceja y me señaló la puerta.
—Hay una pizzería en la esquina. Podemos comer fuera.
Rugido.
—Pues que sea una pizza. —Lo seguí afuera—. ¿Viajas mucho? —
pregunté señalado la fotografía del escaparate.
—Cada cuatro o seis meses hago excursiones cortas. Cada equis años
hago un viaje largo. Tengo prevista una expedición fotográfica en breve —
dijo mientras caminábamos.
—Debe de ser estupendo ir a sitios exóticos.
—Tiene sus incentivos. —Me miró—. ¿Tú has viajado mucho?
Negué con la cabeza.
—Por carretera. Sin salir del país.
—Si pudieras ir a cualquier sitio, ¿adónde irías?
Solté lo primero que se me pasó por la cabeza.
—A la playa de tu foto.
—Es un sitio precioso. Te lo recomiendo.
—Ojalá. Demasiado caro.
Frunció los ojos.
—Sí, el dinero siempre es un problema.
Paramos en una esquina y esperamos a que cambiara el semáforo.
—No había visto tu trabajo antes. ¿Expones en algún sitio más? —le
pregunté cuando cruzamos la calle.
—¿Aparte de en internet? Solo en la galería que tiene Wendy en Laguna
Beach. Le gusta promocionar a los artistas locales.
—¿Vives en el sur de California?
—Antes sí. Me crie en Idaho, luego me mudé al sur de California. Solo
llevo unos años en Los Gatos. He tardado todo ese tiempo en convencer a
Wendy para que abriera una galería aquí. Últimamente he pasado mucho
tiempo en carretera.
—¿Siempre en busca de la siguiente gran instantánea? —Al ver que
asentía, le pregunté—: ¿También disparas a seres humanos?
—Juro que jamás he matado a nadie. Palabra de explorador —dijo,
levantando dos dedos juntos a modo de juramento.
Me puse como un tomate.
—Ah, no, no, me… me refería a disparos fotográficos. ¿Haces fotos de
personas, tipo retrato?
Se le oscureció el semblante.
—Lo mío son los paisajes.
Nos apartamos para dejar pasar a una mujer con una sillita de bebé.
—¿Y tú a qué te dedicas? —me preguntó.
—Soy pinche de cocina o gerente de un negocio de restauración,
dependiendo del día. —En las últimas dos semanas, no había sido casi
ninguna de las dos cosas—. ¿Has estado alguna vez en The Old Irish Goat?
Negó con la cabeza.
—He oído hablar de él.
—Mis padres eran los dueños del restaurante.
—¿Eran?
—Sí —dije, algo abatida—, lo han vendido. A partir de la semana que
viene, The Goat tendrá nuevos dueños.
—O sea, que estás buscando trabajo —dedujo.
—Eso parece.
Cuando llegamos al restaurante, me sostuvo la puerta. La encargada nos
sentó en la terraza lateral que daba a la calle. Nos dio las cartas y nos tomó
nota de las bebidas, agua para Ian y té helado para mí.
En cuanto se fue, Ian apoyó los codos en la mesa y la barbilla en las
manos cruzadas.
—Bueno, ¿qué te ha pasado?
Lo miré extrañada.
Me señaló a la cara.
—En la nariz. ¿Qué te ha pasado?
Me tapé enseguida mientras, con la mano libre, buscaba en el bolso un
espejo.
Ian rio.
—No es para tanto —dijo, tocándome la muñeca—. Solo la tienes un
poco roja e hinchada.
—Muchas gracias.
Rio de nuevo, luego su expresión se suavizó.
—¿Te duele?
—Un poco. Intento no pensarlo.
Pero que Ian me mirara fijamente no ayudaba. Me estaban dando ganas
de meterme debajo de la mesa y no salir.
—A ver, déjame ver. —Me apartó y palpó con cuidado el tejido y el
cartílago. Siseé de dolor—. ¿Duele ahí? —Asentí con la cabeza—. ¿Te ha
sangrado la nariz?
—No.
Pestañeé deprisa. El contacto con su piel me relajaba. Me inquietaba,
pero en el buen sentido.
—Puede que tengas la nariz despigmentada e irritada unos días.
—Fotógrafo y médico. Eres un hombre de múltiples talentos.
—Ojalá, pero no he tenido esa suerte. Solo soy un fotógrafo que sabe de
golpes y de magulladuras por experiencia propia.
—¿Lo que sea por conseguir la mejor foto?
—Algo así. —Se recostó en el asiento—. Volverás a estar preciosa para
la inauguración de la galería.
—¿Ahora no estoy guapa?
No pude resistir la tentación de provocarlo. Sonrió y me recorrió un
escalofrío.
Llegaron las bebidas y pedimos una pizza personalizada para cada uno.
—¿Conoces Joe’s Coffee House? —le pregunté.
—¿El café de la esquina? Lo han cerrado, ¿no?
—No lo sabía. Me he estampado contra la puerta cerrada.
Ian hizo una pausa, con el vaso a medio camino de la boca. Torció los
labios como si intentara contener la risa.
—Si tan desesperada estabas por tomar un café, podría haberte
preparado uno.
Le sonreí.
—Nadie hace un café mejor que el mío.
—¿Ni siquiera Joe?
—Sobre todo Joe —contesté, recordando su amargo café con regusto a
quemado.
—Eso suena a desafío. Un día de estos… tú y yo —dijo, señalándonos
—, veremos cuál de los dos hace el mejor café.
—¿Preparas cafés especiales? —Se dibujó en mi rostro una sonrisa—.
Acepto el reto —dije, estrechándole la mano para sellar el trato.
—Deberías abrir una cafetería en el antiguo local de Joe, sobre todo si
cocinas tan bien como aseguras que haces el café —me dijo con una sonrisa
torcida que me removió algo por dentro—. Lo que sirven en esas cadenas es
una mierda, con perdón.
—Lo que no te perdono es tu francés —repliqué, imitando el Voilà, fini!
que le había oído antes.
—Te propongo algo —dijo acercándose—, yo dejo de hablar francés si
tú montas tu cafetería.
Doblé la servilleta que tenía en el regazo y agaché la cabeza para
disimular una sonrisa. Eso era exactamente lo que había estado planeando
hacía una hora.
Llegó nuestra pizza e Ian pidió una para llevársela a Wendy. La comida
se me pasó volando y, cuando la camarera trajo la cuenta, saqué la cartera.
Ian se sacó la suya del bolsillo de atrás del pantalón.
—Esto lo pago yo.
—No tienes por qué invitarme.
Entornó los ojos. Parecía divertido.
—Eres una clienta en potencia, porque vendrás el jueves, ¿verdad?
—Sí, pero…
—Vas a querer una de mis fotos. Te hará falta el dinero la semana que
viene.
Lo miré directamente.
—¿Tan seguro estás de que voy a comprar una?
—De ilusión también se vive.
Dejó en la mesa una tarjeta de crédito y yo cerré la cremallera de mi
cartera. Los dientes metálicos se engancharon en algo. Tiré del papel que
había atascado el cierre y noté que palidecía. Era una tarjeta de visita de Casa
del Sol, un complejo turístico de Oaxaca, México. Sin nombre ni cargo, solo
la dirección del establecimiento, el teléfono y la página web. Me la habría
metido ahí Lacy.
—¿Te encuentras bien?
Miré a Ian.
—Sí, perfectamente.
—¿He dicho algo que te haya ofendido? Si quieres pagar tú…
Negué con la cabeza.
—No, no, no pasa nada.
Ian bajó la vista y me vio manipular la cartera. Se apagó su mirada y
noté que se distanciaba. Me habría gustado explicarle que mi cambio de
humor no era culpa suya, pero entonces habría tenido que contarle lo que me
preocupaba. Decirle que una vidente me había metido una tarjeta de visita
misteriosa en la cartera le iba a parecer muy raro. «Por cierto, cree que mi
difunto marido no está muerto.»
Pagó la cuenta, volvimos a la galería y nos detuvimos a la puerta, que
estaba cerrada. Le tendí la mano.
—Gracias por la comida.
Me miró con recelo, pero sonrió y me la estrechó.
—De nada.
—Encantada de conocerte —dije y di media vuelta, pero lo oí llamarme.
—¿Hasta el jueves?
Sonrió, de nuevo cariñoso. Le devolví la sonrisa y asentí.
—Hasta el jueves.
Capítulo 6
Nadia me despertó a última hora del jueves por la mañana. Salí a abrir
arrastrándome. Me había quedado hasta tarde trazando planes de negocio y
de márquetin.
—¡Madre mía, no pensarás ir de compras así! —me dijo con cara de
asco al verme el pantalón de pijama y la camisa arrugada, y entró dándome
un empujón.
—Buenos días a ti también. —Bostecé y cerré la puerta—. ¿Qué hora
es?
—Hora de que te vistas. Tenemos menos de dos horas antes de mi
comida de negocios para encontrarte algo que ponerte para la fiesta de
inauguración de esta noche.
—Ya me pongo algo de lo que tengo —repuse, y volví al dormitorio.
Me siguió.
—¿Como qué?
Me encogí de hombros.
Abrió de par en par las puertas del armario y se quedó quieta. Resopló y
miró el lado de James. Su ropa seguía ahí, intacta. Cerró el armario.
—Vístete. Te hace falta algo nuevo. Vamos a Santana Row.
—Me tengo que duchar.
—No hay tiempo. Perfúmate. Y péinate —añadió, haciendo revolotear
los dedos alrededor de mi cabeza.
Veinticinco minutos después, vestida con vaqueros, una camiseta,
deportivas y mis rizos alborotados recogidos en una coleta alta, me
encontraba al lado de Nadia mientras ella repasaba un perchero lleno de
prendas. Iba apartando bruscamente las perchas, inspeccionando con rapidez
todos los vestidos de mi talla. Se colgó tres de los brazos y me arrastró a los
probadores.
—Sigo sin entender qué tiene de especial esta noche —dije, quitándome
las deportivas con los pies.
—¿Hola? Ian estará allí.
—No me interesa.
—Sí, sí, claro.
—Nadia… —le advertí.
Me quité los vaqueros y la camiseta. Un sujetador normalito y unas
braguitas aburridas me miraron desde el espejo de cuerpo entero.
—Pues olvídate de Ian. Hazlo por ti. Ya es hora de que le des un
empujón a tu vida social. Tienes que empezar a salir con hombres.
—Yo no salgo con hombres —dije con frialdad, y descolgué el primer
vestido de la percha.
—Lo que tú digas, pero date prisa, que nos queda poco tiempo.
Me subí la cremallera del vestido de mezcla de seda sin mangas color
cobalto, con cuerpo entallado y falda recta hasta la rodilla, y me volví hacia el
espejo. ¿Le parecería a Ian demasiado pretenciosa? El vestido era precioso,
pero muy vistoso para una exposición de arte. Excesivo para Ian.
A James le habría encantado ese vestido.
Me desabroché la cremallera y, cuando el vestido cayó al suelo, le lancé
una mirada asesina.
¿Por qué me preocupaba siquiera lo que pudiera pensar cualquiera de
los dos?
El siguiente era un vestido negro de línea trapezoide con falda abierta,
cuerpo entallado y mangas ajustadas hasta los codos. Mis zapatos de tacón de
charol negro irían de maravilla con aquel vestido. Aquel vestido sería
perfecto para esa noche.
Me sonó el móvil. Me aparté enseguida de mi reflejo y saqué la
distracción del bolso de bandolera.
—¿Diga?
—¿Aimee? Soy Brenda Wakely. Perdone el retraso.
—No pasa nada —dije, logrando sonar desenfadada, pese a que el
corazón me iba a mil.
—He estudiado su solicitud. Tiene fondos suficientes en sus cuentas
bancarias, pero hay algunos problemas con su tarjeta de crédito. Los últimos
pagos de su hipoteca se han demorado y, por desgracia, su calificación
crediticia se ha resentido.
Me encogí.
—Deje que se lo explique…
—Confiaba en que su solicitud saliera adelante, sobre todo porque es
usted amiga de Joe, pero no puedo recomendarle a él su solicitud y ahora son
tres los solicitantes cualificados.
Me derrumbé en la silla del probador.
—¿Hay algo que pueda hacer?
—¿Podría conseguir un avalista, alguien con mejor calificación
crediticia?
Pensé en mis padres, a pesar de que quería hacer aquello yo sola. Luego
me acordé de su cuestionable historial crediticio. Habían tenido problemas
para pagar a algunos proveedores.
—No estoy segura. Necesitaría más tiempo.
—Me temo que no dispongo de mucho. Seguramente se le conceda el
alquiler a otro solicitante esta tarde o, a lo sumo, mañana por la mañana.
Suerte con la búsqueda de local. Que tenga un buen fin de semana.
Colgó. Solté un largo suspiro y miré al techo.
Nadia me aporreó la puerta y di un respingo.
—Bueno, ¿qué? ¿Ya estás?
—Dame un segundo.
Me quité el vestido y me puse la camiseta.
—¿Ya has elegido uno? —Le pasé el trapezoide por encima de la puerta
—. ¡Genial! —ronroneó—. Me encanta.
Mientras salía de los probadores me pareció oírla decir que a Ian
también le iba a gustar.
Capítulo 7
Cuando llegué a mi local a las cinco de la mañana del día siguiente, Ian
estaba esperándome en la puerta. Colgó él mismo sus fotografías y yo admiré
su trabajo, satisfecha de haber acertado: Amanecer en Belice encajaba
perfectamente con la decoración.
Bajó de la escalera.
—¿Por qué sonríes?
—Sabía que tu foto quedaría genial aquí.
Tiró el martillo a la caja de herramientas.
—Mis fotos siempre quedan genial —replicó y yo le pegué de broma en
el hombro.
Cuando llegó el personal, les informé de lo de Gina y les presenté a Ian
como sustituto. Aparte de mi chef, Mandy, con quien había trabajado en The
Goat, y mis baristas, Ryan y Jilly, tenía cuatro camareras y un camarero. Solo
dos trabajaban en la preinauguración, Emily y Faith. Unos dos minutos antes
de abrir, los reuní a todos. Ese día era de prueba. Para evaluar el flujo de
trabajo, probar la carta y solucionar posibles problemas. Solo habíamos
convocado a familiares y amigos y la casa invitaba a todo.
Estaba orgullosa del diseño y de la decoración de mi establecimiento,
satisfecha con la carta que Mandy y yo habíamos creado y entusiasmada con
la amplísima selección de cafés. Entonces vi a mis padres fuera, delante de
los ventanales, y se me cerró la garganta de los nervios.
—Mírame —me dijo Ian al oído. Lo miré y me acarició cariñoso la
mejilla—. Todo va a salir bien. Lo vas a hacer genial.
Asentí deprisa con la cabeza.
Se miró el reloj y sonrió.
—Ya es la hora.
—Muy bien —dije, apretando los labios.
Se dispuso a abrir las puertas y yo me quedé paralizada.
—¡Espera!
Me miró sorprendido y yo me limpié las palmas de las manos en los
muslos. James tendría que haber estado allí. Habría querido verlo. En el
fondo, no parecía justo que fuera Ian quien estuviera a mi lado, pero yo no lo
quería en ningún otro sitio más que allí. A mi lado. Me aferré a su mano.
—Tranquila —dijo, apretándome los dedos—. No me voy a separar de
ti.
Eso era precisamente lo que necesitaba oír. Inspiré hondo, abrí las
puertas y di la bienvenida a mi familia y a mis amigos. Una ráfaga de aire me
azotó la cara y me trajo la voz de James.
«Lo has conseguido, Aimee.»
Era tarde cuando llegué a casa esa noche. Había pasado horas fregando
el suelo del restaurante, las encimeras y los armaritos, confiando en poder
deshacerme así de mi abatimiento. No funcionó. Seguía deprimida.
En algún momento del día me habían traído un paquete. Lo habían
dejado en el felpudo. Me lo metí debajo del brazo, entré en casa y solté el
bolso y las llaves donde siempre. Luego fui a la cocina y lo examiné. No
llevaba remitente, solo mi domicilio y un franqueo internacional. ¡De
México! En el texto que cruzaba por encima de los sellos podía leerse:
«Oaxaca, MX».
Se me vino el corazón a la boca. Abrí enseguida el paquete, rasgando el
papel. En su interior, envuelta en papel de burbuja, había una pintura. Claro
en el prado, una versión más pequeña del acrílico que tenía colgado en casa,
detrás de la mesa del comedor. El lienzo que tenía en las manos era el
original. Yo había convencido a James para que pintase nuestro prado a
mayor escala porque me encantaban los colores, la forma en que la hierba alta
reflejaba la luz de primera hora de la mañana. En la esquina inferior derecha,
en el mismo azul Caribe que James había creado a imagen y semejanza de
mis ojos, el color que usaba siempre para su firma, estaban sus iniciales:
JCD.
Empezaron a temblarme las manos. Le di la vuelta al lienzo. Había una
nota pegada detrás, escrita a mano en un trocito de papel con el logo del hotel
impreso: Casa del Sol.
Querida Aimee:
Aquí tienes la prueba. El peligro ha pasado por fin y
James está a salvo. Me han pedido que te localice. Es
hora de que él sepa la verdad. Ven a Oaxaca.
Lacy
¡Llámame!
¿Dónde te alojas?
Me derrumbé en el banco.
—¿Por qué te fuiste? —lloré—. ¡Joder, James, te he enterrado!
Me debatía entre abofetearlo y abrazarlo.
Se quedó a al menos un metro de mí, mirando alrededor, como
buscando a alguien. Perplejo, se limpió el sudor de la frente con el dorso de la
mano.
—¿Ppppor qué me mira así? —preguntó, escudriñándome como si no
me hubiera visto nunca.
«Tócame.»
Hipé.
«Abrázame.»
Volví a hipar; se me estaba cerrando la garganta. Tomé aire, una y otra
vez. Respiraciones cortas, entrecortadas que me agotaban los pulmones. No
podía exhalar.
«¡Ay, Dios mío, no puedo respirar!»
Me aporreé el pecho.
Se acuclilló. Sus labios se movían, pero yo no distinguía las palabras.
Me agarré con fuerza a sus hombros.
«¡Tócame, James!»
Lo hizo, agarrándome de las muñecas. Volvió a mover los labios.
«¿Qué?»
—Cálmese —me dijo. Me centré en sus labios, aquellos labios tan
bonitos—. Por favor, señorita, cálmese.
Noté una mano en la nuca que me obligaba a meter la cabeza entre las
rodillas. Empecé a ver estrellitas. Mis pulmones de pronto volvieron a
funcionar. Inhalé la brisa marina. Y su aroma. Madre mía, su aroma. Mi
James.
Retiró despacio la mano de mi nuca. Se levantó las gafas de sol y se me
cortó la respiración. Los ojos de James se clavaron en los míos.
—Eso es. Céntrese. —Sonrió. Con la sonrisa de James.
—James —susurré. Me llené de alegría—. Te he encontrado.
Negó con la cabeza, pero sin dejar de sonreír.
—Céntrese en mí. Escuche mi voz. Inspire —dijo, e inspiró, separando
las aletas de la nariz, y yo lo imité—. Bien. Ahora espire, despacio —añadió,
masajeándome con el pulgar la cara interna de la muñeca derecha,
directamente sobre la vena cubital. Aquella suave caricia me derritió el brazo
—. Cierre los ojos y escuche mi respiración —me ordenó, y yo los cerré.
El mundo se quedó a oscuras y los sonidos de la calle se desvanecieron.
Solo estábamos los dos, como había sido siempre. La mano fuerte que me
agarraba la mía tenía el mismo tacto que la de James. Su respiración sonaba
como la de James, con ese ritmo constante y relajado, como cuando
despertaba a mi lado por las mañanas.
Pero no sonaba como James cuando me pidió que abriera los ojos. Su
voz era suave y grave, pero el tono irritaba mis nervios ya alterados. Bajo el
fuerte acento, el sonido era más profundo, más áspero. Con más años.
Llevaba el pelo castaño oscuro recogido con una goma. Una cicatriz rosada
que le empezaba en la ceja izquierda le cruzaba la mejilla. Estaba más flaco,
pero sus gestos parecían iguales, como la forma en que ladeaba la cabeza para
buscarme la cara.
Tragué saliva.
—¿James?
Sonrió.
—No, lo siento.
Me tembló el labio.
—Soy yo, James, Aimee. ¿No me reconoces?
—Ojalá. No es alguien de quien me olvidaría fácilmente. —Rio.
Ceñuda, me levanté las gafas de sol.
—Maldita sea, James, mírame. —Lo hizo. Vi en sus ojos un segundo de
confusión que luego se esfumó, no porque me reconociera, sino por
preocupación—. ¿James? —lloriqueé.
—Me llamo Carlos. Creo que me confunde con otro hombre.
Miré espantada al hombre que tenía arrodillado delante y él me miró
también, inexpresivo. No sentía nada por mí. No me conocía.
Se me escapó una lágrima y Carlos me la limpió enseguida, paseando
suavemente el pulgar por el hueco de mi mejilla. La caricia me repugnó.
Aquel hombre era un desconocido.
—Esta es mi galería —dijo, señalando con la cabeza el estudio que tenía
a la espalda—. ¿Necesita un vaso de agua o algo? ¿Un teléfono?
Lo que necesitaba era largarme de allí. Tenía que recomponerme,
pensar en qué iba a hacer a continuación.
«Vete a casa.»
Se me cayó el alma al suelo.
—¿Ha venido con alguien?
—No —respondí sin pensarlo. Luego asentí—. Con mi amigo, Ian —
dije, señalando al mercado—. Está comprando.
Se levantó y me tendió la mano.
—¿Quiere que la acompañe al mercado?
—No, gracias —contesté, y me levanté sin su ayuda.
—¿Se encuentra bien? —preguntó, recorriéndome con la mirada.
No le respondí porque no sabía qué responderle. Derrotada, perdida y
confundida, me alejé de James. O de Carlos. O de quienquiera que fuese.
Aún faltaban dos horas para que abriera «El estudio del pintor», pero yo
me había pasado los últimos veinte minutos estudiando a Carlos como podría
haber estudiado sus pinturas. Estaba al otro lado de la calle, observándolo por
el ventanal de la fachada de la galería. Recolocaba cuadros en la pared. De
cuando en cuando, se detenía a inspeccionar los cambios, cruzando las manos
en la nuca o frotándose distraído los antebrazos. Como James.
Luego se retiró a la trastienda y yo me apoyé en una farola y esperé a
que abriera la galería. Los turistas se dirigían en masa a la playa, cargados
con toallas y oliendo a protector solar. Yo fingí que leía una novela de
bolsillo.
Pasaron otros veinte minutos sin que Carlos volviera a aparecer. Yo
había llegado a la última de las 285 páginas que había «leído» a la velocidad
de la luz. También se había agotado mi paciencia. Me guardé el libro y crucé
a la galería.
El cartel de Cerrado que Ian me había traducido el día anterior aún
seguía en el cristal de la puerta, pero entré de todos modos. Sonó la
campanilla que había sobre la puerta y contuve la respiración, esperando a
Carlos. No apareció, así que me di un paseo por la sala. ¿Encontraría las
obras robadas de James?
Me detuve delante de un acrílico de la pared de enfrente y estudié las
iniciales del artista: JCD. La puesta de sol de la pintura me recordaba a Bahía
de la media luna de James, pero la firma no era exactamente como la suya.
Las iniciales estaban demasiado inclinadas.
Acabé de recorrer la sala y terminé en el escritorio del fondo. En la torre
de libros apilados junto a la pared había cosas de muy diversos géneros y
épocas, desde Stephen King a Shakespeare, novelas con títulos en español y
manuales de arte en inglés. En tres torres distintas había ejemplares de
Runner’s World, Outside y Sport Fishing.
Esparcidos por la mesa había impresos de pedido, varios ejemplares del
periódico local y una colección de tazas de café sucias. En un folleto estaban
todos los talleres que impartía Carlos, desde los de técnicas para principiantes
hasta los de pintura avanzada.
—Aún no está abierto —oí una voz a mi espalda.
Al volverme bruscamente, vi a Carlos.
Él se quedó paralizado en el umbral de la puerta de la trastienda.
Despacio, fue esbozando una sonrisa.
—Hola, señorita —me dijo en español—. Me preguntaba si volvería a
verla. Aimee, ¿verdad? —añadió ya en mi idioma.
Asentí y me guardé con disimulo el folleto en el bolsillo de atrás.
El olor a aguarrás y a óleo impregnaba el aire, procedente del paño
sucio que Carlos tenía en la mano y con el que se estaba quitando la pintura
seca de los dedos. Llevaba unos vaqueros holgados caídos, una camiseta
estampada del campeonato de surf del año anterior e iba descalzo.
«Descalzo, bronceado y sexi.»
Sentí un sofoco que me fue del pecho al cuello y se propagó más rápido
que un incendio forestal.
Me había pasado los últimos cuarenta y cinco minutos espiándolo, pero
no me había preparado para tenerlo delante de mí, desde las ondas de su pelo
hasta la curva de sus cejas y el puente de su nariz. Se había roto el tabique
alguna vez y no lo tenía del todo recto.
—¿Aún piensa que soy su James? —preguntó con desenfado.
Me sorprendió.
—Lo siento. Se le parece muchísimo.
—Pues debe de ser muy guapo —dijo con ojos chispeantes.
—Lo era, digo, lo es.
Me miró con recelo.
—¿Cómo se encuentra hoy?
—Mejor, gracias. Tiene mucho talento —comenté, señalando a la
galería—. ¿Dónde ha estudiado?
—Casi todo lo he aprendido por mi cuenta. Hace un tiempo hice unos
cursos en una escuela que hay al norte de aquí.
—¿Cuánto lleva abierta su galería?
—Un par de años —contestó, frotándose con fuerza la mancha de
pintura de la mano derecha, que se le resistía. «¡Mírame! ¡Acuérdate de
mí!»—. ¿Cuánto tiempo va a estar en Puerto Escondido? —me preguntó él.
—Varios días.
—¿Qué la ha traído por aquí?
—He venido en busca de un amigo. Perdimos el contacto.
Se colgó el paño de la presilla del pantalón.
—¿Y lo ha encontrado?
Esa misma pregunta me había estado haciendo yo toda la noche. Apenas
había dormido.
—No, aún no.
Me sonrió.
—Espero que lo encuentre.
«Espero que me recuerde.»
—Yo también.
Por encima del hombro de Carlos vislumbré una pintura que se parecía
a una que James no había terminado. Una mujer muy feliz al borde del mar.
La escena de Carlos era luminosa y colorida comparada con la de la pintura
que yo tenía en casa. El acrílico de James estaba hecho en tonos grises y
marrones, y la mujer parecía inundada de desesperación.
—¿Puedo enseñarle algo?
Hurgué en el bolso de bandolera en busca de mi teléfono. Quería
enseñarle una foto de una pintura de James y comparar su estilo con el de
Carlos. Repasé las que tenía en el carrete y aterricé en la de nuestro retrato de
compromiso. Titubeé y mantuve la imagen en pantalla un momento.
—¿Qué es? —dijo Carlos, asomándose por encima de mi hombro.
«¿Qué demonios?» Le enseñé la pantalla.
—James. ¿Ve lo mucho que se parecen?
Sorprendido, me cogió la mano para acercarse el móvil. Estudió la
imagen de la pantalla y yo lo estudié a él, a la espera de una reacción. Un
ceño fruncido, una ceja enarcada, una leve dilatación de las pupilas.
Cualquier cosa que me indicara que lo había pillado ocultando algo.
No reveló nada.
«Ay, James, ¿qué te ha pasado?»
Levantó la vista del móvil y me sonrió con tristeza.
—James era importante para usted. —Asentí, con un nudo en la
garganta—. Es cierto que nos parecemos, ¿verdad? Aunque tenemos la nariz
distinta. Y yo tengo la frente más ancha. —Frunció los ojos—. O a lo mejor
es por las entradas.
Miré la foto y luego a Carlos y después la foto otra vez. Tenía razón. Su
nariz era más fina, a pesar de la posible fractura. Salvo por la nariz, las
entradas y las cicatrices, Carlos y James eran idénticos.
—Tengo que terminar de enmarcar —dijo, señalando bruscamente con
la cabeza hacia la trastienda—. Tengo pedidos pendientes. Así que, salvo que
le apetezca ver algunas otras obras mías,… —Se interrumpió y frunció el
ceño—. ¿Volveré a verla?
Más le valía. Quería verlo trabajar, como solía ver a James, con lo que
necesitaba una excusa para volver a pasarme por allí.
«¡Sus talleres!» La idea me vino de pronto a la cabeza y saqué el folleto
que me había guardado en el bolsillo.
—Me encantaría asistir a una de sus clases de arte.
—¿En serio? —dijo él, esbozando una sonrisa.
—Parecen interesantes.
—¿Ha pintado alguna vez?
Me mordí el labio inferior.
—¿Pintarse las uñas cuenta?
Rio.
—No, no cuenta. Además, mis talleres son entre semana. Mañana es
sábado y usted misma me ha dicho que solo va a estar aquí unos días.
Se me descolgaron los hombros y empecé a pensar. Necesitaba una
excusa para volver a verlo, algo creíble y que no resultara absurdo. Algo que
no me hiciera parecer una chiflada que acosaba al doble de su prometido
muerto.
Carlos tiró del paño que se había colgado de la presilla del cinturón y
enroscó los bordes con los dedos.
—Le propongo una cosa: venga mañana a las diez. Le daré el taller de
Fundamentos si me promete que luego almorzará conmigo. ¿Le parece bien?
Sonreí.
—Me parece fenomenal.
Me inundó una intensa sensación de bienestar. Al día siguiente, a la
hora del almuerzo, sabría si Carlos era James.
Llegué a «El estudio del pintor» quince minutos antes de la clase porque
estaba cansada de deambular por la playa. Me había marchado del hotel antes
de que Ian pudiera venir a buscarme. Le había hecho daño y no estaba
preparada para enfrentarme a lo de la noche anterior.
Sin embargo, todo me recordaba lo que habíamos hecho. La falda del
vestido me rozaba las zonas donde él me había tocado, aún sensibles. El aire
salobre me sabía a su piel y la caricia de la brisa en mi cuello era como sus
besos.
Ian me había hecho alcanzar cimas a las que yo no me había atrevido a
subir con nadie más. Entonces me había dejado llevar como me pedía y lo
había invitado a entrar en mi corazón.
Aunque yo supiera que lo habría dejado entrar mucho antes de viajar a
México, ese no era su sitio. Se suponía que debía reservar mi corazón para
James. Él era la razón por la que yo estaba allí.
Una mujer joven me saludó cuando entré en la galería. Levantó sus ojos
de color café y soltó la novela de bolsillo que estaba leyendo.
—¡Hola! ¿Qué tal? —me dijo en español.
—Muy bien, gracias —le contesté yo en su idioma con una sonrisa de
disculpa—. Perdone, pero no hablo español —seguí en el mío.
Abrió mucho los ojos.
—Usted es la bonita americana de la que Carlos me ha hablado.
—¿Yo? —dije, sorprendida, señalándome el pecho.
Soltó una risita.
—¡Sí! A lo mejor no debería haberle dicho nada, pero Carlos me ha
mencionado más de una vez que venía usted esta mañana. —Rodeó el
escritorio y me estrechó la mano—. Soy Pía. Trabajo aquí los sábados porque
él nunca viene a la galería en fin de semana —me comentó, haciendo
hincapié en «nunca» con las manos—. Sí, debe de ser usted importante para
él.
Interesante.
—¿Por qué lo cree?
Me pasé el bolso al otro brazo. Me temblaban los dedos. Estaba
nerviosa e impaciente por ver a Carlos.
—Los sábados son para pintar y para correr —dijo, arrugando la nariz
—. Corre. Mucho.
—¿Se está preparando para un maratón?
—¿Se lo ha contado? —me preguntó sorprendida, luego me miró de la
cabeza a las sandalias—. Carlos no la entiende a usted: quiere que él le dé
clases, pero no le gusta pintar. Yo creo que no la entiende porque no se la
quita de la cabeza —dijo, dándose golpecitos con un dedo en la sien—.
¿Cómo es eso?
La miré con cara de circunstancias.
—¿No sé a qué se refiere?
Entornó los ojos.
—¿Por qué quiere pintar? Le gusta Carlos, ¿verdad?
—Es un pintor extraordinario. —Y me gustaba, sí. No, lo quería.
Tendría que haber dejado la cámara de Ian en el bar, así no habría ido a
su habitación. «¡Madre mía!» Aún llevaba el anillo de compromiso de James.
—Carlos es un pintor extraordinario —repitió Pía—, pero no los
sábados. Sí, le gusta usted. Me alegro mucho por él. Ha estado muy triste
desde que perdió… —Se dio una palmada en la frente—. Uy, uy, uy, que
estoy hablando más de la cuenta, como de costumbre, pero me cae usted bien,
así que me voy a callar. Carlos está arriba. Vuelva a salir al patio —dijo,
señalando la salida— y suba las escaleras que hay nada más cruzar la puerta
de la izquierda.
—Gracias —dije—. Encantada de conocerla.
—¡Diviértase! —me gritó al tiempo que la puerta se cerraba a mi
espalda.
Entré en el portal que me había indicado y subí la escalera estrecha, que
desembocaba en una estancia bañada de luz natural. El techo estaba salpicado
de claraboyas. Había, además, ventanales que daban a la calle de abajo y por
los que el mar azul se veía como una línea fina encima de los tejados.
Decoraban las paredes pinturas hechas con materiales diversos: pastel, óleo,
acrílico, tinta y carboncillo. La sala estaba llena de filas de caballetes,
alineados como pupitres y presididos por otro, el de Carlos.
Lo llamé. No contestó. ¿Dónde estaba?
No sabía bien qué esperar. No me gustaba pintar, pero quería pasar
tiempo con él. Para observarlo y verlo trabajar. ¿Sería zurdo también?
¿Organizaría sus pinceles por tamaño y tipo de pelo? James lo hacía así.
Al fondo había tres puertas, la primera completamente abierta, donde se
veía una especie de armario almacén repleto de tubos de pigmentos, pinceles,
latas de aguarrás y lienzos en blanco. Probé a abrir la puerta del centro, pero
estaba cerrada. Sintiéndome como Ricitos de Oro, en busca de «la puerta
correcta» de la habitación en la que estaba Carlos, probé con la tercera. Se
abrió. La estancia era aún más luminosa que la sala principal y entorné los
ojos hasta acostumbrarme.
En el centro había un caballete, junto a una mesa cargada de tubos de
pintura y paños sucios. En latas, tarros y tazas había pinceles y espátulas.
Apoyados en la pared más próxima, un montón de lienzos, algunos
terminados, otros con escenas abandonadas a medio hacer. El estilo me
recordaba mucho al de James. Supe enseguida que los había pintado Carlos.
Aquel era su estudio particular.
Me adentré más en la sala y me detuve en seco. Un súbito frío me heló
las entrañas, que me ardieron como te arde el esófago cuando te tragas un
montón de pastillitas de menta. Apoyadas en la pared del fondo, detrás de la
mesa e imposibles de ver desde la puerta, estaban las pinturas robadas de
James.
«¡Madre mía!»
¿Cómo habían llegado allí? ¿Cuándo habían llegado allí?
Nerviosa, eché un vistazo alrededor. Salvo por las pinturas más
recientes de Carlos, todas las demás eran de James. Todo menos la mujer
pintada en el lienzo del rincón más retirado de la sala, que me atraía con sus
ojos de color azul Caribe.
¡Mis ojos!
Habría una decena de pinturas de esa mujer, ninguna de ellas visible,
salvo que entrases hasta el fondo de la sala. Dudaba que Carlos invitara a
nadie a su estudio. No quería que vieran esas obras.
Estudié detenidamente a la mujer en el primer lienzo. Los ojos
almendrados y las cejas bien perfiladas me recordaban a mí, pero el azul de
los iris no era del todo correcto. Pasé al siguiente. Estaba pintada desde un
ángulo distinto, como si Carlos la viera desde arriba. El pelo y las sombras de
los ojos seguían recordándome a mí.
Revisé los lienzos como si fueran carpetas de un archivo. El color de los
ojos de la modelo se iba alejando del mío cuanto más al fondo del montón
estaba el lienzo y más antigua era la pintura. En cada una la había hecho
distinta, como si la hubiera visualizado pero no lograra el color perfecto en el
lienzo. Eran réplicas defectuosas de mí. Igual que su firma no era del mismo
azul exacto que la de James.
¿Por qué me había estado pintando Carlos si no me recordaba? ¿Por qué
negaba que era James?
Empezó a sudarme todo el cuerpo. Se me pegaban a la nuca los
mechones de pelo empapados. Con la cabeza hecha un lío, mirando a todas
partes, reparé de pronto en el lienzo sujeto al caballete. Era otra versión de
mí. Esa tenía los ojos idénticos, en forma y color, a los míos.
¡Porque Carlos me los había visto!
Y yo había creído que su confusión del otro día, cuando me había
levantado las gafas de sol y le había suplicado que me recordara, había sido
fruto de mi imaginación.
En la mesa vi un bote de plástico con una mezcla personalizada de
pintura. Desenrosqué la tapa y se me escapó un sollozo. Carlos por fin lo
había logrado: el azul Caribe de James.
«¡Ay, James! Te he encontrado.»
Observé algunas otras cosas por la sala. Tubos de pintura apretados por
el centro como si fueran de pasta de dientes. Pinceles limpios ordenados por
tamaño y tipo de pelo. Los útiles y los materiales colocados a la izquierda del
caballete porque era zurdo. Exactamente igual que James.
Oí que corría agua en la habitación de al lado, la de la puerta cerrada. Se
movió el picaporte, crujió la puerta y apareció Carlos. Titubeó, sorprendido.
—¿Te importaría explicarme esto? —le dije, señalando el caballete.
Apretó la mandíbula y miró el bote de pintura que yo tenía en la mano.
Seguramente no dejaba entrar a sus alumnos en su estudio y mi presencia allí
lo había pillado por sorpresa, pero la puerta abierta me había invitado a pasar
y me había permitido ver la imagen que lo atormentaba de una vida que no
recordaba o que había decidido olvidar.
Se me agarrotaron los dedos de la mano con la que sostenía el bote. ¿Y
si James no había querido casarse conmigo? ¿Y si había preferido el arte a
mí? ¿Y si las exigencias de su familia con la empresa lo habían obligado a
renunciar a todo, también a mí? Había robado sus propias pinturas, fingido su
muerte y se había mudado. Empezado de cero.
Sabía que, en el fondo, mis pensamientos no se sostenían. No tenían
sentido, salvo uno: que James no me había querido.
Al caer en la cuenta, abrí mucho los ojos y diecinueve meses de
lágrimas reprimidas empezaron a rodar por mis mejillas, lágrimas grandes,
gruesas.
Carlos se frotó la cara con ambas manos. Recorrió con la mirada la
estancia y posó los ojos en mí.
—¿Qué pasa?
—Nada. —Maldije profusamente—. ¡Todo! Estoy confundida. —Me
limpié como puede las lágrimas en los hombros—. Me alegro de haberte
encontrado y me entristece que te fueras. ¡Joder! —Lo miré ceñuda—. ¿Qué
demonios haces aquí, James?
Se agarrotó.
—No soy James.
—Entonces explícame esto —dije, señalando mi imagen en el caballete
—. Y esto —dije, refiriéndome a los lienzos de James apoyados en la pared
—. ¿Puedes decirme por qué ninguna de estas escenas es de sitios de
México? ¿Sabías que son de California? ¿No te parece raro?
Me miró furioso.
—Para empezar, este es mi estudio. Es privado. En segundo lugar, estas
pinturas no son asunto tuyo, maldita sea.
—¡Lo son si me estás pintando a mí! —estallé.
—¡Esa no eres tú! —me replicó indignado—. No te conocía hasta hace
dos días. Es… —Maldijo, rodeó el caballete y señaló el lienzo—. Sueño con
esa mujer casi todas las noches. Es el mismo condenado sueño una y otra
vez… —Se le quebró la voz y miró a otro lado. Se sentía incómodo, quizá
avergonzado. Puede que incluso furioso consigo mismo al recordar que nada
de aquello era asunto mío—. No le he hablado a nadie de ella. Ni siquiera…
—Calló y negó con la cabeza.
—¿Te has preguntado por qué sueñas con ella? —le dije.
—Constantemente.
—¿Has intentado encontrarla?
—No existe —dijo, y se le inflaron las aletas de la nariz.
—¡Claro que existe! ¡La tienes aquí! —exclamé, golpeándome el pecho.
Su mirada se endureció. Noté que, bajo su exterior duro, se estaban
produciendo turbulencias, rabia por que yo hubiera entrado en su dominio
particular, trenzada de incertidumbre. Me aferré a ese sentimiento y seguí su
mirada hasta donde tenía clavados los ojos: la pintura del caballete. La mujer
lo dejaba perplejo.
—Mezclaste este color por primera vez en Stanford —dije, sosteniendo
en alto el bote de pintura azul, una réplica exacta del de mis ojos—. Querías
que hubiera algo en todos tus cuadros que te recordara a mí. Igual te parece
una cursilada, pero nunca nos habíamos separado más de unos días. Nos
costaba mucho estar lejos mientras tú estudiabas en la universidad. Usabas
este color en la firma de tus obras, como has hecho con las pinturas de abajo.
Este es el color que has estado intentando conseguir —dije, agitando el bote,
y la mezcla pastosa chapoteó en el interior—. La única razón por la que has
logrado este azul es que por fin, como Carlos, me has visto los ojos.
Me miró como si me viera por primera vez. Recorrió con la vista cada
centímetro de mi cuerpo hasta llegar a mi rostro. No dijo nada. Dejé el bote
de pintura en la mesa.
Carlos tragó saliva.
—¿Qué le pasó? —me preguntó.
Rasqué con la uña la mesa de madera e inspiré hondo.
—James fue a Cancún de viaje de negocios para llevar a pescar a un
cliente. Hubo un accidente con el barco y él desapareció. Su hermano repatrió
sus restos cuando por fin encontraron el cadáver. El funeral se celebró el día
de nuestra boda, hace diecisiete meses.
Me volví hacia la ventana y me quedé mirando al mar, más allá de las
azoteas.
—¿Por qué sigues intentando averiguar si está muerto? —me preguntó
Carlos a mi espalda—. ¿Y por qué aquí, si murió en la otra punta del país?
—Tenía motivos para creer que no habías muerto y alguien… me dijo
que… estabas aquí. —Me volví hacia él—. No sé exactamente qué te pasó en
la cara para que estés diferente, ni a tu memoria para que me hayas olvidado,
pero te he encontrado. He localizado las obras desaparecidas y he visto tus
pinturas de mí. Eres James. Solo que no sé cómo ayudarte a reencontrarte con
tu verdadero yo. ¿No recuerdas nada de nosotros? ¿Nada en absoluto? —
Negó con la cabeza—. Entonces, ¿volverás a casa conmigo? A lo mejor un
entorno familiar te ayude a recordar, a recobrar la memoria…
Guardó silencio, con los labios muy apretados. Pero yo sabía que su
cabeza estaba haciendo horas extra. ¿Intentaba recordar? ¿Buscaba algo en
mí que le resultara familiar?
—Di algo, por favor —le supliqué.
Cerró los ojos un momento, borrando la incertidumbre y las dudas que
yo había visto reflejadas en ellos.
—Lamento tu pérdida, pero yo no soy James. No puede ser. Tengo una
vida aquí, amigos. Familia. Mi hermana Imelda…
Hice un aspaviento.
—¿Imelda Rodríguez?
—¿La conoces?
—Sé quién es —gruñí, sorprendida de que todo encajara.
¿Qué estaba pasando?
«Piensa, piensa, piensa.» Me froté las sienes.
Carlos cruzó los brazos sobre el pecho e inspiró hondo.
—Creo que deberías irte.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Tienes que irte. Ya —me ordenó.
Me mantuve firme dos minutos. Él ni se inmutó, ni cambió de opinión,
tozudo como lo había sido siempre. Al ver que no decía nada más, crucé la
estancia y me detuve en la puerta.
—No sé lo que te habrá contado Imelda, pero no es tu hermana. Tú
tienes un hermano y se llama Thomas. Y también tienes una prometida.
—Te equivocas.
—Esta vez tengo toda la razón.
Hui de él y corrí a la playa. Necesitaba aclararme las ideas. Hundida en
la arena, volví la cara hacia el viento, con la esperanza de que la brisa se
llevara mi dolor. El dolor del rechazo, de la traición y de todo lo que
habíamos perdido.
Capítulo 24
Poco después, volví al hotel y pedí un mai tai y dos chupitos de tequila
en el bar de la playa. Me los bebí de golpe y me derrumbé en una tumbona,
cerca de la orilla, donde esperé a que me hicieran efecto. La había cagado con
Carlos y había jodido a Ian de forma espectacular. Carlos no quería volver a
verme y con toda seguridad Ian andaba buscándome, preocupadísimo.
Dormir me apetecía mucho más que encarar el desastre que había montado.
Me volví bocabajo y acaricié la arena con los dedos, ahondando más
para llegar a la parte fresca. La amasé con los nudillos como cuando hacía
pan y mi mente imbuida de alcohol me trasladó a la cocina de Aimee’s. Yo
estaba al lado de Mandy, riendo, planificando el menú del día mientras
preparábamos la masa de los productos de la mañana. El aire salobre de la
playa me recordó la sal marina con la que solíamos espolvorear los hojaldres;
la arena entre mis dedos era tan suave como la textura sedosa de la masa que
se deslizaba bajo las palmas de mis manos. Como la masa que mamá me
había enseñado a hacer. Y al pensar en mamá, mi mente se retrotrajo aún
más. Volví a su cocina, donde el aroma a pastel de manzana recién hecho
impregnaba el aire y yo estaba sentada en un taburete al lado de un chico al
que conocí. Él me regaba la cabeza de cristalitos de azúcar. Polvos mágicos
para la memoria. Me dijo que yo jamás lo olvidaría.
«Ojalá valiera también para él.»
Lloré, apretando fuerte los puños, haciendo que la arena desbordara
entre mis dedos como si fuera masa. Al poco, mis sollozos remitieron, el
atontamiento se apoderó de mí y mi cuerpo sucumbió al sueño.
Cuando desperté, grogui y desorientada, subí sin fuerzas los escalones
del hotel con la intención de seguir durmiendo unas horas más en mi
habitación. No podía pensar con claridad y, de momento, eludir mis
problemas me parecía mejor plan.
Atajé por la piscina en dirección al vestíbulo principal.
—¡Aimee!
Me sobresalté. Ian cruzaba el recinto a toda prisa. Apreté el paso. Me
adelantó corriendo y se interpuso en mi camino.
—Te has ido.
Le miré el pecho.
—Lo de anoche no debería haber ocurrido.
—¡Chorradas! —Se pasó ambas manos por el pelo y bajó la voz—.
Mírame. Por favor.
Levanté la cara. El rechazo enmascaraba su rostro y lloré por dentro. Yo
le había hecho eso. Estuve a punto de acariciarlo, pero no lo hice.
—Ha sido un error, Ian. Lo siento. Olvídate de que ha ocurrido.
—Ha sido la mejor noche… —Tragó saliva y miró por encima de mi
hombro. Infló las aletas de la nariz antes de volver a mirarme. Las arrugas de
su rostro se acentuaron—. Nunca lo olvidaré.
Yo tampoco. Pero tenía que terminar lo que había empezado.
Necesitaba respuestas sobre lo de James.
—¿Has estado con él?
—No puedo hacer esto ahora, Ian —dije, señalándonos a los dos—. He
venido aquí por James. Siempre ha sido por James.
—¿Cuándo será por Aimee? —Apreté los dientes. También era por mí
—. Ven un momento, quiero enseñarte algo.
Me agarró de la mano y me llevó hasta una mesa bajo una sombrilla.
Tenía el portátil abierto. Me ofreció una silla para que me sentara y se sentó
en la de al lado. Apartó el portátil y giró la silla para mirarme.
—He encontrado las obras desaparecidas de James —espeté. Tomó una
bocanada de aire, sorprendido—. Estaban en la planta de arriba, en el estudio
particular de Carlos. —Rasqué con la uña la pintura desconchada del brazo
de la silla—. Él no se acuerda de mí y se comporta como si no hubiera
perdido la memoria. Me he ofrecido a ayudarle y me ha pedido que me fuera.
Además, me ha dicho que Imelda es su hermana. No entiendo qué le pasa.
Ian se frotó la barbilla.
—¿Qué te he contado yo de mi madre?
Me aparté.
—¿Qué tiene que ver ella con James? —Me miró fijamente. Yo me
escurrí aún más en la silla—. No mucho. Solo que tenía problemas
psiquiátricos.
—Tenía TID, trastorno de identidad disociativo, lo que antes se conocía
como personalidad múltiple. Mamá tenía dos. Sarah, su identidad dominante,
era mi madre. Luego estaba Jackie. —Se pasó las manos por los pantalones y
se recolocó en el asiento—. Me daba un miedo terrible. En cierto sentido, era
una especie de Jekyll y Hyde. Nunca sabía con cuál me encontraría al volver
del colegio.
—¿Jackie te hizo daño alguna vez?
—Daño físico, no, pero me odiaba a mí y odiaba a mi padre. No se
consideraba casada, así que se iba de casa a menudo, varios días, con algunas
crisis. Yo tenía que aprender a apañármelas solo si papá estaba de viaje por
trabajo.
—Tu madre debía de sentirse fatal abandonándote así.
—Así era, cuando le contaba lo que había hecho o le enseñaba sus fotos.
—¿No se acordaba? —pregunté extrañada.
—Sarah no tenía recuerdos de los momentos en que Jackie era la
personalidad dominante y Jackie no sabía absolutamente nada de Sarah.
Lapsus totales, ambas. En pocas palabras, eran dos personas distintas. Incluso
hablaban de forma diferente.
Le agarré la mano.
—Eso tuvo que ser horrible para ti.
Me dedicó una sonrisa agridulce.
—Mi madre es la razón por la que no hago retratos. Me pedía que le
hiciera fotos cuando aparecía Jackie. Quería saber qué aspecto tenía su álter
ego, cómo vestía y cómo se peinaba. Qué hacía.
»Mis fotos siempre pillaban a Jackie en sus peores momentos. Mamá
las odiaba y yo odiaba a la persona que veía en ellas. Se ven muchos más
detalles en una imagen ampliada y colgada en la pared que en una miniatura.
Incluidas las mierdas que la gente intenta ocultar. Lo reflejan sus ojos.
—¿Qué le ocurrió?
—No lo sé. —Miró por encima de mi hombro, abstraído—. El día que
Laney me encontró llevaba una semana solo. Mamá y yo habíamos estado de
compras. Por entonces vivíamos en Idaho. Allí coges el coche y no ves nada
más que campo en kilómetros. En una rotonda, en medio de la nada, Sarah se
fue y apareció Jackie. Me miró por el retrovisor y pronunció tres palabras:
«Baja del coche». No hizo falta que dijera más. Me bajé tan rápido que ni se
me ocurrió pensar que no tenía forma de volver a casa. Solo quería alejarme
de ella.
»Laney estaba en la cafetería donde se habían reunido mi padre y los
policías que me buscaban para estudiar un mapa de la zona. Trataban de ver
dónde les quedaba por mirar. Ella estaba allí con su familia y se ofreció a
ayudar. Los policías se rieron cuando les dijo que era vidente, pero papá
estaba dispuesto a aceptar toda la ayuda que pudiera conseguir. Ella los
condujo directamente a mí. Me encontraron sucio y muerto de hambre porque
había estado escondido en una cuneta. No quería que Jackie me encontrara.
Mamá volvió a casa dos días después que yo.
»Papá buscó un especialista con la esperanza de acabar con Jackie. El
médico le contó que mamá había sido víctima de abusos graves de niña y que
pensaba que eran la causa de su TID. A nivel emocional, se había distanciado
de su trauma. Jackie llegó a los pocos meses de que yo naciera. Con los años,
su alternancia entre personalidades fue haciéndose cada vez más frecuente. El
médico le dijo a papá que criar a un niño le generaba demasiado estrés.
Mamá debía abandonarnos si quería recuperarse. No he vuelto a verla desde
entonces.
—Por eso buscas a Lacy, o sea, a Laney —dije—. Quieres que ella te
ayude a encontrar a tu madre.
Asintió con la cabeza.
—La echo de menos.
—Espero que la encuentres —dije, apretándole la mano.
—Algún día —dijo, retirándola y tamborileando con los dedos en la
mesa—. El caso es que he estado pensando en lo que me dijiste el otro día de
que Carlos no parece consciente de haber perdido la memoria. Me recordó a
mi madre. No creo que él tenga amnesia —dijo, y se acercó el portátil.
—¿Crees que tiene… cómo lo has llamado… identidad disociativa…?
—No…
—Entonces, ¿qué demonios le pasa? —pregunté impaciente—. Tiene
que ser amnesia. No se acuerda de mí.
—Ni de su verdadero nombre, ni de nada de su vida anterior. Amigos,
familia, nada. Apuesto a que Carlos no sabe absolutamente nada de James, ¿a
que no?
—Me parece que no.
Siguió tamborileando, esa vez en el portátil.
—Creo que sufre una fuga disociativa.
—¿Una qué? No…
—Escúchame —dijo, levantando una mano para callarme—. No puedo
demostrar que sea eso lo que le pasa, es solo una conjetura. Tendrías que
preguntarle a un especialista, o quizá al propio Carlos, pero a mí me parece
que es una fuga. La disociación se produce como consecuencia de un trauma
grave. A James le pasó algo cuando vino a México. Fuera lo que fuese, su
mente se cerró y lo borró todo. Más o menos como lo que le pasa a un
ordenador cuando falla y se borra toda la información del disco duro —
añadió, dando unos toquecitos a su portátil.
—¿Y cómo lo voy a ayudar?
—Dudo que puedas —dijo, y su mirada se ablandó.
Pensé en la propuesta que le había hecho a Carlos.
—El entorno familiar ayudaría, ¿no?
—Con la fuga, no hay garantías de recuperación. Los que la sufren
suelen recobrar la memoria a las pocas horas de perderla. A veces tardan días
y los recuerdos vuelven tan de repente como se habían ido —dijo, chascando
los dedos.
—Pero él lleva así casi dos años.
—Hay casos en los que la disociación dura años. Incluso casos
extremos en los que los síntomas perduran… bueno, por tiempo indefinido.
Lo siento, Aimee.
Me acercó su portátil. Vi fundirse en negro la pantalla cuando el equipo
entró en reposo.
—¿Puede que jamás recobre la memoria?
Suspiró.
—Creo que deberías prepararte para la posibilidad de que James se haya
ido indefinidamente. —Negué rotundamente con la cabeza—. Con el TID,
existen dos o más personalidades, pero se van alternando —me explicó—. No
es el caso de la fuga. La identidad anterior se pierde y se crea una nueva.
Salvo que alguien le diga a esa persona lo que pasa, la nueva identidad no
tiene ni idea de que es un reemplazo. Eso explicaría por qué James, o sea,
Carlos, no ha intentado recobrar la memoria. No sabe que es James y me da
la impresión de que nadie se lo ha dicho. Aimee —dijo, poniéndome una
mano suavemente en la rodilla—, es muy probable que James ya no exista.
En cierto sentido, está muerto.
Me zafé de su mano. Estiró los dedos y se apoyó en la mesa. Tenía
sentimientos encontrados, se lo notaba en cómo apretaba los puños y luego
inspiraba hondo varias veces. Se debatía entre acariciarme y mantener la
distancia. Yo necesitaba esa distancia para pensar con claridad.
Me froté la frente.
—¿Cómo puede haber desaparecido James si hay restos de él en Carlos?
Le conté lo de la pintura de la firma y le hablé de las visiones que
Carlos tenía. Llevaba meses intentando pintarme.
—No soy un especialista. No te puedo contestar.
Su teoría me sonaba demasiado surrealista y trágica. No estaba
preparada para resignarme.
—¿Y si consigue recobrar la memoria?
—Ahí es donde se complican las cosas. Si la recobra, cosa que parece
bastante improbable porque lleva mucho tiempo así, se sentirá
tremendamente confundido, sobre todo por el lapso temporal.
—¿Qué lapso temporal?
—El que se producirá cuando vuelva James. Al hacerlo, Carlos
desaparecerá, junto con todos sus recuerdos.
—¿No recordará nada de su vida en México? —pregunté espantada.
—Para él será como si te hubiera dejado ayer. No sé qué más decirte,
pero esto es algo que deberías estudiar, investigar. Te he dejado unas páginas
abiertas —dijo, despertando el portátil del reposo—. Y Aimee… —Levanté
la vista del monitor. Ian miró con recelo hacia el vestíbulo del hotel—.
Ándate con sumo cuidado. La fuga es un recurso de la mente para protegerse
de algo que no es capaz de procesar o que le resulta muy doloroso. A James
lo han dejado aquí, lejos de su familia y de sus amigos, por alguna razón. A
alguien no le interesa que recobre la memoria, pero me parece que él ya está
indagando.
—¿A qué te refieres?
—Mi reunión con Imelda se ha interrumpido de pronto. Carlos está con
ella.
Caminamos por Playa Marinero hacia Casa del Sol. Carlos se metió los
pulgares en los bolsillos delanteros del pantalón y observó cómo la arena
endurecida por el agua se amoldaba a sus pies. Se rascaba distraído los
vaqueros con los dedos, ceñudo.
Yo me enrosqué un rizo en el dedo y lo miré de reojo. ¿Qué había
pasado en el restaurante? Lo estábamos pasando bien. Pensaba que habíamos
conectado. En un momento en que James se habría levantado de un brinco de
la silla y habría empezado a bailar conmigo por toda la pista, Carlos se había
retraído. Estuve a punto de preguntarle por qué, pero me había prometido
disfrutar de esa noche.
Absorto en sus pensamientos, no había dicho una palabra desde que
habíamos dejado el restaurante. Se detuvo de pronto y miró a nuestra espalda.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Me he dejado el Jeep en el estudio. —Se rascó la barbilla y miró
alrededor—. Te llevo al hotel primero.
Reanudó la marcha y, al ver que no lo seguía, se detuvo y me miró
extrañado.
—Te acompaño —le dije, señalando con el pulgar por encima de mi
hombro—. Así no tienes que hacer el mismo camino dos veces.
Titubeó.
—¿Estás segura?
—Pues claro. Hace una noche preciosa.
Además, no me apetecía irme a mi habitación y pasar la noche sola
sabiendo que no iba a pegar ojo otra vez. No tenía ni idea de lo que pasaría al
día siguiente cuando Carlos resolviera sus dudas. ¿Me quedaría con él en
México o volvería a casa? ¿Querría Ian seguir siendo mi amigo? Lo había
apartado de mi lado a pesar de haberle prometido que no lo haría.
El Jeep Wrangler de Carlos estaba aparcado en un callejón detrás de la
galería. Me ayudó a subir, sujetándome la puerta mientras me instalaba en el
asiento del copiloto, luego subió él por su lado. Condujo de vuelta a Casa del
Sol y se detuvo lentamente junto a la acera a la entrada del hotel. Se acercó
un aparcacoches y Carlos lo despachó con un manotazo al aire. Dejó el motor
encendido y se agarró con fuerza al volante.
Yo no quería bajarme del Jeep y Carlos no me había pedido que me
fuera. Lo miré de soslayo.
—He oído que hay fiestas en el pueblo. —Asintió, moviendo nervioso
la rodilla—. Hace buen tiempo —añadí, mirando al cielo. Las luces
deslumbrantes del complejo atenuaban el brillo de las estrellas—. Adoro las
noches cálidas como esta.
Asintió de nuevo.
—Sí, yo también.
Me pregunté adónde iría después si yo no le pedía que me acompañara a
las fiestas del pueblo.
—¿Vives cerca? —le pregunté.
—A menos de dos kilómetros por Zicatela —contestó, señalando al sur.
Estudié su perfil, el ascenso y el descenso uniformes de su pecho. De
pronto, no quise pasar la noche sola, ni en unas fiestas atestadas de gente,
escuchando música atronadora.
—Me encantaría acompañarte a casa —le dije.
Me miró, escudriñándome, y arrancó el Jeep.
Enfilamos la calle del Morro, la avenida paralela a Playa Zicatela,
dejando atrás restaurantes, tiendas de surf, discotecas, hoteles, hasta llegar a
un barrio de casas en primera línea de playa. Carlos tomó el desvío hacia el
acceso a una de las fincas y se detuvo delante de una verja de hierro forjado.
Pulsó el mando que tenía colgado del retrovisor y la verja se abrió despacio.
En cuanto hubo hueco suficiente para colarse, entró y paró al lado de una
casa estrecha de tres plantas, más alta que ancha. Me quedé pasmada,
estudiando con interés el último piso.
Carlos apagó el motor.
—La tercera planta es una azotea con terraza. Desde allí arriba, las
vistas de la montaña y de la playa son excelentes, sobre todo en días
despejados.
El mar bramaba al otro lado de las palmeras que bordeaban su finca.
—Vives en la playa —gruñí, celosa.
Se dibujó en sus labios una sonrisa lenta.
—Ven, que te la enseño —dijo, bajando del Jeep.
Cruzamos un césped bien cortado rociado de arena, dejando atrás una
piscina pequeña, y pasamos por una abertura en el murete de adobe que
separaba su jardín de la playa pública. Se volvió y me agarró de las caderas.
Inspiré hondo. Rio y me subió al murete, luego se sentó a mi lado. Nuestros
brazos se rozaron.
—Vale, lo reconozco: me das envidia —dije, señalando la vista
espectacular y resistiendo la tentación de apoyarme en él.
—No me imagino vivir en ningún otro sitio. —Soltó una bocanada larga
de aire, inflando los carrillos—. Al menos antes de esta tarde. Ahora ya no sé
qué pensar.
Contemplé el mar agitado y el cielo estrellado, y deseé que el abismo
que nos separaba no fuera mayor que el océano Pacífico. Al menos allí podía
ver el horizonte. No tenía ni idea de si había uno para James. ¿Se recuperaría
de la fuga?
—No lo pienses —le rogué—. Aún no.
—Ese es el problema. —Se irguió—. No puedo parar. Todo es muy
confuso. Yo estoy confundido. —Me cogió la mano izquierda y me miró el
anillo de compromiso—. Imelda me ha dicho que eres… eh, eras… mi
prometida.
—Me regalaste este anillo cuando te declaraste.
Me miró con escepticismo.
—¿No debería acordarme de eso?
—La fuga te impide…
—Debería sentir algo por ti. —Guardó silencio un momento, luego se
mordió los labios hacia dentro—. No. No siento nada.
Se me partió el corazón.
—Yo te puedo ayudar. Déjame que te ayude a recordar —le ofrecí,
aterrada. ¿Acaso no quería recordarme?
—No es solo por la pérdida de memoria, Aimee. Ese tío al que querías
no soy yo. Ya no está.
—Calla —le dije con una vehemencia contenida—. No digas eso. Por
favor, no… —Lo cogí de la mano—. ¿Y los sueños? Has soñado conmigo.
—Encontré un antiguo retrato tuyo en mi estudio. Eso pudo haber
provocado los sueños.
—No te creo. —Creció la rabia en mi interior—. Con todo lo que has
sabido hoy, ¿cómo puedes ser tan frío? ¿No sientes nada?
Rio amargamente.
—Sí, claro que siento. Siento una rabia de cojones hacia mi hermano…
Thomas, ¿no? Y hacia Imelda. —Meneó la cabeza—. Me dijo que era mi
hermana y yo la creí. La creí, joder. Pero tú… —Me miró detenidamente—.
Tú no me inspiras más que curiosidad. Lo siento.
Me zafé de sus manos y me puse de pie, tambaleándome. De espaldas a
él.
—Mis recuerdos se remontan a los últimos diecinueve meses. Ya está.
Lo guardo todo. Revistas, libros. Enmarco todas las fotos. Si vuelvo a perder
la memoria, tendré algo de mi pasado.
Recordé la galería, las torres de revistas y de libros. Las pinturas
inacabadas a la espera de una firma o un último retoque. La firmadas que
jamás había expuesto. Lo había guardado todo. Todo lo de Carlos. Pero yo
tenía todo lo de James.
—Tienes un pasado y yo puedo enseñarte fotografías. Tengo tu ropa y
más pinturas. Tu estudio sigue allí, en nuestra casa. Tenemos un hogar.
—Mi hogar está aquí.
Me envolví el torso con los brazos y me alejé tambaleándome. Me
detuve cuando me llamó por mi nombre.
—No sé si quiero recordar el pasado.
Sentí que me moría un poco por dentro.
—¿No puedes intentarlo por lo menos?
—¿Por qué? Me arriesgaría a perder todo lo que conozco. A las
personas a las que quiero.
Cerré los ojos con fuerza. Él comprendía la lógica retorcida de su
enfermedad.
—Comparas diecinueve meses con veintinueve años. ¿Qué derecho
tienes a arrebatarme a James? Ese cuerpo no te pertenece. Tú no eres él.
Se estremeció.
—Sí, tienes razón. Yo no soy él. Ya no. Pero nada de lo que digas me
va a convencer de que lo deje todo. No voy a marcharme contigo. No te
conozco.
Me volví bruscamente hacia él.
—No me recuerdas. No es lo mismo.
Apretó los puños sobre los muslos.
—No puedo irme. Aquí me necesitan.
—Puedes pintar en cualquier parte. ¿Qué te retiene aquí? —dije,
extendiendo los brazos, como abarcándolo todo—. Imelda, lo dudo. Ella no
es tu hermana. Tu familia está en California. Yo estoy en California. ¿Qué
demonios te queda por aquí? —Apretó la mandíbula y miró a mi espalda—.
¿El mar? —pregunté incrédula. Al ver que no contestaba, me puse delante y
le tapé la vista—. A lo mejor yo no te inspiro nada, pero tú a mí me lo
inspiras todo. No eres el único que está viviendo un infierno —lloré, ronca—.
La peor sensación del mundo es que no te recuerde la única persona a la que
no puedes olvidar, el único hombre del que no sabes prescindir.
Se me quebró la voz. Tenía la garganta seca y empecé a toser, fuerte,
con una tos perruna. El ataque no se me pasaba y me doblé hacia delante.
Noté que un brazo me rodeaba la espalda.
—Necesitas agua. Vamos dentro —propuso y me instó a acompañarlo.
Crucé detrás de él la puerta corredera de la cocina y parpadeé con las
potentes luces fluorescentes que encendió. Con la tos, me costaba respirar.
De pronto consciente de mi desaliño, de las mejillas empapadas de lágrimas,
le pregunté.
—¿Dónde está el baño?
—Al final del pasillo, a la izquierda —me contestó por encima del
hombro mientras sacaba unos vasos del armarito.
Enfilé el pasillo oscuro hacia donde Carlos me había indicado y me
encerré en el baño. Encendí la luz, abrí el grifo y me lavé la cara con agua
abundante, procurando limpiarme bien el rímel que se me había corrido por
las mejillas. Busqué a tientas una toalla, me sequé y me miré en el espejo. En
él vi unos ojos irritados que me miraban furiosos desde un semblante pálido.
¿Cómo podía creer Carlos que diecinueve meses de su vida eran más
importantes que los veintinueve años de la de James? Le estaba robando la
vida a mi prometido, privándolo de los años que podría pasar conmigo, y el
más afectado no podía oponerse. James no podía defenderse. Era yo quien
debía convencer a Carlos de que les diera una oportunidad a los recuerdos de
James.
Doblé la toalla, estirando bien las arrugas, y me dispuse a colocarla en
la encimera del lavabo, al lado de un libro infantil ilustrado. Me quedé
inmóvil y algo se me retorció en el pecho. Me volví de pronto y vi un estante
lleno de libros infantiles junto al váter y juguetes de bebé en la bañera.
Gemí, la toalla y el libro se me cayeron al suelo, y salí corriendo del
baño. Tambaleándome, me vi en el pasillo profusamente iluminado. Las
paredes estaban forradas de fotos enmarcadas, a modo de tablero de ajedrez.
Decenas de imágenes llenaban las librerías del salón. Fotos de Carlos, Imelda
y personas a las que yo no conocía, incluida una mujer morena de tez
bermeja. Parecía feliz, acurrucada junto a Carlos, que le pasaba el brazo por
los hombros.
Casi todas las fotos eran de dos niños, uno pequeño y el otro un bebé.
En una de las fotos, Carlos sostenía al recién nacido. En otra, el mayor
pintaba en una mesa de dibujo infantil, la misma que yo había visto en la
galería. Había montones de fotos de los niños juntos y otras del niño mayor
en brazos de sus padres. Carlos con las cicatrices de la cara aún muy
recientes, de un rojo furioso, y la mujer misteriosa embarazada y a punto de
dar a luz.
Me volví de pronto y, enterrando los dedos de ambas manos en mi pelo,
tiré con fuerza. Me ardía el cuero cabelludo, pero el dolor no era en absoluto
comparable con el que me perforaba las entrañas. Agarré una de las fotos
enmarcadas, un retrato escolar. El niño no se parecía en nada a James cuando
tenía su edad. ¿Quién era aquel niño y por qué había fotografías suyas por
todas partes?
—Tiene cinco años y le encanta pescar —dijo a mi espalda—. Es mi
hijo.
—¿Cómo puede ser si has estado ausente menos de dos años?
Lo oí revolverse nervioso.
—Es adoptado.
Me temblaron las manos.
—¿Y el bebé? —pregunté con un graznido que fue poco más que un
susurro.
—Es mío.
Caló entonces, de verdad, en lo más hondo de mi ser el significado de
aquellos niños, de todo.
«Aquí me necesitan.»
—¿Dónde está su madre?
—Raquel, mi mujer, está… —Se interrumpió y maldijo.
Me rodó una lágrima por la nariz. Me la limpié enseguida.
—Murió al dar a luz a Marcus —dijo al cabo de un rato—. Fue algo…
repentino. Un aneurisma. Los médicos no pudieron hacer nada.
Me volví despacio hacia él. Estaba en medio del salón con dos vasos de
agua en la mano, el rostro desencajado. Seguro que el mío había tenido el
mismo aspecto en los días posteriores al funeral de James.
—La querías —dije sin entusiasmo.
—Muchísimo.
Me humedecí los labios secos.
—¿Dónde están tus hijos ahora?
—Con unos amigos. Son buenos chicos.
—Seguro que sí.
Devolví la foto al estante y me paseé nerviosa por la pequeña estancia,
dándole vueltas al anillo de compromiso alrededor del dedo. Me temblaban
las manos descontroladamente y los temblores se propagaron, me invadieron
las extremidades.
—Lo siento —dijo Carlos en un tono crudo y seco. Tragó saliva y
parpadeó rápido. Tenía los ojos empañados—. No pensé… No sabía cómo…
—Se aclaró la garganta y dejó los vasos en la mesita de centro—. Ver a mis
hijos ha debido de resultarte muy raro.
—¿Quién es ella? ¿Cómo la conociste? ¿Cuándo…? —Apreté los
labios, detestando la desesperación de mi voz.
—Era mi fisioterapeuta. Adopté a Julian cuando nos casamos. Marcus
llegó poco después… —Hizo una pausa y se frotó la nuca—. Raquel y yo no
estuvimos casados mucho tiempo, pero… —Apartó la mirada. Cuando volvió
a mirarme de nuevo, lo hizo muy serio—. No puedo bailar con nadie más.
Era su pasión. Me cuesta muchísimo… ¡Dios! —gruñó, angustiado—. Si
alguna vez sentí por ti lo que siento por Raquel, entonces entiendo tu
infierno. La pérdida es… insoportable.
Se me escapó otro sollozo. Le di vueltas al anillo con frenesí,
irritándome la piel. Carlos me miró las manos, luego el anillo.
—Yo me quité la alianza hace meses —murmuró.
—Yo no puedo. —Lloré, derrotada.
Se acercó con cautela.
—¿O no quieres?
Negué rotundamente con la cabeza. La habitación se hacía más
pequeña, las paredes estaban cada vez más cerca. Carlos se acercó más.
Apoyó suavemente la mano en la mía y detuvo el movimiento descontrolado
del anillo.
—Yo quería muchísimo a Raquel. Ha sido… difícil… vivir sin ella,
pero tenía que seguir adelante. No me quedaba elección. Dos niños preciosos
y ruidosos me necesitaban.
Me tembló el labio inferior.
—Pero tú estás aquí, James. No has muerto. Sigues vivo. Te necesito.
Carlos negó con tristeza.
—James ya no está. Tienes que olvidarte de él, Aimee.
«Déjate llevar, nena. Déjate llevar.» Las palabras de Ian me resonaron
en la cabeza.
Carlos me llevó al sofá y me tiró de las manos hasta que me instalé al
borde del asiento. Se acercó una silla, se sentó enfrente de mí y me envolvió
las manos con las suyas.
—James tuvo mucha suerte de tener a una mujer que lo amaba tan
apasionadamente. Háblame de él. Dime por qué lo necesitas tanto.
—¿Y si empiezas a recordar?
Sus ojos se llenaron de remordimiento.
—No habrá «empezar». Los dos sabemos que el cambio será repentino.
Si es que sucede. Yo no lo creo.
No me convencía. James seguía entre nosotros, en algún lugar de su
interior. Estudié nuestras manos cruzadas, los dedos entrelazados, el contacto
de la piel caliente. ¿Sería yo lo bastante fuerte para irme a casa sin él?
¿Podría pasar página sabiendo que aún vivía, lejos y sin mí?
Suspiré abatida. Luego, con triste resignación, le conté nuestra historia.
Capítulo 28
Volvió a soñar con ella. Ojos de un azul tan intenso y tan potente que le
marcaban el alma. Las ondas de rizos morenos le acariciaban el pecho
mientras se movía encima de él, besando su piel acalorada. Se casarían en dos
meses. Estaba deseando despertar a su lado todas las mañanas y amarla como
esposa, exactamente igual que ella lo amaba entonces.
Tenía algo importante que decirle. Algo urgente que hacer. Lo que fuera
permanecía esquivo en los límites borrosos de su pensamiento. Procuró
centrarse, apresar la idea antes de que…
¡Protegerla!
Debía proteger a su prometida. Su hermano la había violado y volvería a
hacerle daño.
Había visto a su hermano, su cara de determinación, rayana en la locura.
Estaban en un barco. El otro iba armado y lo amenazaba. Lo apuntaba con un
arma y no dudaría en disparar, así que se tiró al agua. El mar estaba revuelto
y lo arrastraba al fondo. Notó que se hundía. Las balas entraban salpicando en
el agua y le pasaban rozando la cabeza y el torso, no alcanzándole por poco.
Nadó tan rápido como pudo, aunque le ardieran los pulmones,
impulsado por el miedo más horrible que había sentido jamás. Tenía que
protegerla.
Unas olas grandes y poderosas lo arrojaron contra el promontorio
rocoso. Sintió un dolor insoportable en la cara y en las extremidades. El
océano lo reclamaba, pero su voluntad de proteger al amor de su vida era
mayor. Debía llegar a ella antes de que su hermano le pusiera una mano
encima. La corriente lo arrastró al fondo. Flotó, a la deriva. De un lado a otro,
de arriba abajo. Luego se hizo la oscuridad.
—¡Papá, papá! —oyó chillar una vocecilla. Abrió los ojos de golpe. Un
niño pequeño saltaba encima de él, revolviéndole las sábanas. Miró al niño,
que reía mientras saltaba por la cama—. ¡Despierta, papá, que tengo hambre!
El niño hablaba español. Se devanó los sesos, intentando recordar el que
había aprendido en la universidad. El niño tenía hambre y lo había llamado
«papá».
¿Dónde demonios estaba?
Se incorporó de golpe y reculó en la cama hasta chocar con el cabecero.
Estaba en un dormitorio rodeado de fotos enmarcadas. Se vio en muchas,
pero no recordaba habérselas hecho. A la derecha, un balcón con vistas al
mar. «¿Pero qué coño…?»
Sintió que palidecía. Se notó de pronto un sudor frío. El niño saltaba
más cerca, girando en el aire.
—¡Quiero el desayuno! ¡Quiero el desayuno! —canturreaba.
—¡Deja de saltar! —graznó, levantando las manos para evitar que el
crío se le acercara demasiado. Estaba desorientado. Sentía un pánico que le
cerraba la garganta—. ¡Para! —le gritó.
El niño paró en seco. Atónito, lo miró dos segundos, bajó de la cama
como una bala y salió disparado de la habitación.
Cerró los ojos con fuerza y contó hasta diez. Cuando los abriera, todo
volvería a ser normal. Estaba estresado: el trabajo, la boda, lidiar con sus
hermanos… Tenía que ser por eso. Aquello era solo un sueño.
Abrió los ojos. Nada había cambiado. Respiraba con dificultad. Aquello
no era un sueño. Era una pesadilla y la estaba viviendo.
En la mesilla encontró un teléfono móvil. Lo cogió y lo activó. Le dio
un vuelco el corazón cuando vio la fecha. Tenían que estar en mayo, ¿cómo
podían estar en diciembre… seis años y medio después de la fecha de su
boda?
Oyó un ruido en la puerta y levantó bruscamente la cabeza. En el
umbral había otro niño, mayor, con el rostro moreno de pronto pálido.
—¿Papá?
Se irguió aún más.
—¿Quién eres tú? ¿Dónde estoy? ¿Qué sitio es este?
Sus preguntas parecieron asustarlo, pero el niño no se fue de la
habitación, sino que acercó una silla al armario. Se subió en ella y cogió del
último estante una caja metálica. Le acercó la caja y pulsó un código de
cuatro cifras en el teclado. Se abrió el cierre de seguridad. El crío levantó la
tapa y salió de la habitación de espaldas, despacio, con la cara llena de
lágrimas.
Dentro de la caja había documentos legales: pasaportes, partidas de
nacimiento, un certificado de matrimonio con una tal Raquel Celina
Domínguez… Al fondo había lápices de memoria y varios discos duros, y un
anillo de compromiso. Conocía el anillo. Era el de ella. Lo sostuvo a la luz y
lo miró fijamente, sin comprender. ¿Por qué no lo llevaba puesto?
Volvió a meterlo en la caja y le llamó la atención un sobre. Iba dirigido
a él. A James. Lo abrió, rasgándolo, y sacó una carta.