La Vida Que Sonamos - Kerry Lonsdale

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Título original: Everything We Keep

Publicado originalmente por Lake Union, Estados Unidos, 2016

Edición en español publicada por:


Amazon Crossing, Amazon Media EU Sàrl
38, avenue John F. Kennedy, L-1855, Luxembourg
Julio, 2019

Copyright © Edición original 2016 por Kerry Lonsdale


Todos los derechos están reservados.

Copyright © Edición en español 2019 traducida por Pilar de la Peña Minguell


Diseño de cubierta por lookatcia.com
Imagen de cubierta © Anne Koch / Getty Images

Primera edición digital 2019

ISBN Edición tapa blanda: 9782919804276


www.apub.com
SOBRE LA AUTORA

Kerry Lonsdale piensa que la vida es más emocionante con altibajos y


quizá por eso le gusta situar a sus personajes en escenarios inesperados y en
lugares exóticos. Se graduó en la California Polytechnic State University, en
San Luis Obispo, y es fundadora de la Women’s Fiction Writers Association,
una comunidad online de autoras de todo el planeta. Reside en el norte de
California con su marido, sus dos hijos y un golden retriever entrado en años
que se sigue creyendo un cachorro. La vida que soñamos es su primera
novela. Más información en www.kerrylonsdale.com.
A Henry, que viajó ocho mil kilómetros para encontrarme. Te
quiero
Índice

PRIMERA PARTE
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
SEGUNDA PARTE
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Epílogo
Agradecimientos
PRIMERA PARTE
GEM CITY OF THE FOOTHILLS
LOS GATOS, CALIFORNIA
Capítulo 1
JULIO

El día de nuestra boda, mi prometido, James, llegó a la iglesia en un


féretro.
Llevaba años soñando con que me esperara en el altar, con esa sonrisa
que reservaba solo para mí y que siempre me revolvía por dentro, pero, en
lugar de enfilar el pasillo hacia mi mejor amigo, mi primer y único amor,
asistía a su funeral.
Estaba sentada al lado de mis padres en el templo repleto de amigos y
parientes que tendrían que haber sido los invitados a nuestra boda y, en
cambio, habían ido a presentar sus respetos a un hombre que había muerto
demasiado joven y demasiado pronto. Acababa de cumplir veintinueve.
Y se había ido. Para siempre.
Me corría una lágrima por la mejilla. La atrapé con el pañuelo hecho
trizas que llevaba en la mano.
—Toma, Aimee —me dijo mamá, dándome uno limpio.
Lo estrujé.
—Gggggracias —le contesté entre sollozos.
—¿Es ella? —oí murmurar una voz a mi espalda, y me tensé.
—Sí, la prometida de James —le respondió otra voz en un susurro.
—Pobrecita. Con lo joven que parece. ¿Cuánto tiempo llevaban
prometidos?
—No estoy segura, pero se conocían desde niños.
Un aspaviento.
—Novios de la infancia… ¡Qué tragedia!
—Se ve que han tardado semanas en encontrar el cadáver. ¿Te lo
imaginas, tanto tiempo sin saber…?
Gemí. Empezó a temblarme el labio descontroladamente.
—¡Eh! Un poco de respeto, por favor… —susurró papá a las señoras
que teníamos detrás. Luego se levantó, pasó por delante de nosotras,
rozándonos las rodillas, y se sentó a mi otro lado, haciéndome un sándwich
con mamá. Me arrimó a su cuerpo y se convirtió en mi refugio frente a los
chismorreos y las miradas curiosas.
Empezó a sonar el órgano con gran estruendo y dio comienzo el funeral.
Todo el mundo se puso en pie. Yo me levanté despacio porque me dolía el
cuerpo entero, súbitamente envejecido, y me agarré al banco de delante para
no volver a caerme sentada. Todas las cabezas se volvieron hacia el fondo de
la iglesia, donde unos hombres llevaban a hombros el féretro de James.
Mientras los veía avanzar en procesión detrás del sacerdote, no pude evitar
pensar que portaban algo más que los restos de James, cuyo cadáver estaba
demasiado descompuesto para exponerlo en un féretro abierto. Nuestras
esperanzas y nuestros sueños, el futuro que habíamos trazado en un mapa, iba
también sobre esos hombros. La idea de James de abrir una galería de arte en
el centro después de dejar el negocio familiar. Mi sueño de montar mi propio
restaurante cuando mis padres se jubilaran y cerraran el suyo. El niño que
imaginaba de pie entre James y yo, con sus manitas agarraditas de las
nuestras.
Lo enterraríamos todo ese día.
Otro sollozo se me escapó de los pulmones y resonó en las paredes de la
iglesia más fuerte que las notas marchitas del órgano.
—No puedo con esto —gemí en un susurro ronco.
Perder a James. Sentir todas las miradas de pena clavadas en la espalda
mientras ocupaba el segundo banco. El aire asfixiante, la mezcla rancia de
olor a sudor y a incienso envuelta en el aroma dulzón y empalagoso de los
ramos de orquídeas dispuestos artísticamente por toda la iglesia de estilo
colonial. Las flores se habían comprado para nuestra boda, pero Claire
Donato, la madre de James, había pedido que las llevaran al funeral. La
misma iglesia. Las mismas flores. Otra ceremonia.
Se me revolvió el estómago. Me tapé la boca e hice ademán de rodear a
papá para salir al pasillo. Mamá me cogió la mano y me la apretó. Me tomó
del brazo y yo apoyé la cabeza en su hombro.
—Tranquila, tranquila —me dijo. Empecé a llorar desconsoladamente.
Los portadores depositaron el féretro en una plataforma metálica y
ocuparon sus sitios. Thomas, el hermano de James, se sentó en el primer
banco, al lado de Claire, que llevaba un traje de chaqueta negro y el pelo
plateado recogido en una coleta tan tiesa como su postura. Phil, el primo de
James, se acercó al banco para situarse a su otro lado. Se volvió y me miró e
inclinó la cabeza a modo de saludo. Tragué saliva y me eché hacia atrás todo
lo que pude hasta topar con las pantorrillas en la madera.
Claire se volvió también.
—Aimee…
La miré sobresaltada.
—Claire… —murmuré.
Desde que habíamos sabido lo de James, apenas habíamos hablado. Me
había dejado muy claro que mi presencia le recordaba demasiado lo que había
perdido, a su hijo más pequeño. Por el bien de las dos, yo había mantenido la
distancia.
El funeral se desarrolló con el programa habitual de rituales e himnos.
Escuché a medias la homilía y apenas oí las lecturas. Cuando terminó la
ceremonia, me escapé por la puerta lateral antes de que nadie pudiera
detenerme. Había oído condolencias de sobra para dos vidas.
Los invitados empezaron a salir al jardín. Vi el coche fúnebre cuando
enfilaba el pasadizo techado con la esperanza de poder escapar sin ser vista.
Miré por encima del hombro y mis ojos se encontraron con los de Thomas.
Recorrió el corredor cubierto y me envolvió en sus brazos. Me dio un abrazo
fuerte. El tejido áspero de su traje me arañó la mejilla. Se parecía a James:
pelo y ojos oscuros, piel aceitunada. Una versión mayor de espaldas más
anchas, pero la sensación no era la misma.
—Me alegro de que hayas venido —dijo, y su aliento se coló en mi
pelo.
—He estado a punto de no hacerlo.
—Lo sé.
Me alejó de la muchedumbre que se agolpaba a nuestro alrededor hasta
que nos detuvimos debajo de la enredadera de trompetas en flor que había al
borde del pasadizo. La brisa vespertina de julio mecía la lavanda. La bruma
que había cubierto Los Gatos en las primeras horas del día se había levantado
con el sol. Hacía ya demasiado calor.
Thomas me llevó a un aparte y me agarro de los brazos.
—¿Cómo lo llevas?
Meneé la cabeza y pegué la lengua al paladar para contener el sollozo
que amenazaba con oírse. Me zafé de Thomas.
—Tengo que irme.
—Nos vamos todos. Vente en mi coche. Yo te llevo al entierro y a la
recepción de después.
Meneé la cabeza de nuevo. Él había ido a la iglesia con Claire y Phil.
—No vienes —dijo Thomas con un fuerte suspiro.
—Solo al entierro —contesté, toqueteándome el cinto del vestido
cruzado. Había ido hasta allí en el coche de mis padres y pensaba marcharme
con ellos—. La recepción es cosa de tu madre. Sus parientes y sus amigos.
—También eran amigos vuestros.
—Lo sé, pero…
—Lo entiendo. —Se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta
y sacó un papel doblado—. No sé cuándo volveré a verte.
—No me voy a ninguna parte. Que James haya… —Tragué saliva y me
miré los zapatos de cuña negros. No los de tacón alto y color blanco satén
con la punta abierta que debería haber llevado ese día—. Me puedes llamar.
O venir a verme —le ofrecí.
—Voy a estar viajando mucho.
Levanté la cabeza.
—¿Sí…?
—Toma. Es para ti.
Desdoblé el papel que me daba e hice un aspaviento. Era un cheque
personal de Thomas. De una cuantía importante.
—¿Qué…?
Me temblaron los dedos mientras digería la cantidad: 227.000 dólares.
—James iba a modificar el testamento cuando os casarais, pero… —Se
frotó la mandíbula y bajó la mano—. Sigo siendo yo el beneficiario. Aún no
he recibido los fondos de su cuenta bancaria, pero esto es lo que te habría
correspondido, menos su parte de Donato Enterprises, que no habría podido
incluir en el testamento.
—No puedo aceptar tu dinero —dije, alargándole el cheque.
Se metió las manos en los bolsillos.
—Sí, sí puedes. Os ibais a casar hoy, así que habría sido tuyo. —Volví a
estudiar el cheque. Era muchísimo dinero—. Tus padres se jubilan pronto,
¿no? Cómprales el restaurante y abre el tuyo. James me dijo que era lo que
querías hacer.
—Aún no lo he decidido.
—Pues viaja, conoce mundo. ¿Qué tienes, veintiséis? Te queda toda la
vida por delante. Haz lo que te haga feliz. —Forzó una sonrisa y miró por
encima de mis hombros, fijamente, al fondo del jardín—. Tengo que irme.
Cuídate, ¿vale? —Y me dio un beso en la mejilla.
Noté el roce suave de sus labios, pero apenas registré sus palabras. Cada
vez había más alboroto en el jardín y mis pensamientos estaban muy lejos de
allí. «Haz lo que te haga feliz.» No tenía ni idea de lo que era eso. Ya no.
Levanté la vista para despedirme de Thomas, pero ya se había ido. Al
volverme, lo vi al fondo del jardín con su madre y su primo. Como si notara
que lo observaba, Phil ladeó la cabeza y me miró a los ojos. Enarcó las cejas
como queriendo decirme algo. Tragué saliva. Le habló al oído a Claire, luego
vino hacia mí.
El aire chisporroteaba como aceite en una sartén ardiendo. Oí la voz de
James. Un eco lejano. «Larguémonos de aquí.»
Guardé el cheque en el bolsito y me escabullí hacia el aparcamiento. Me
alejé de mi pasado, con un futuro incierto y sin saber cómo iba a escapar. No
tenía coche.
Al llegar a la acera me detuve, pensando en volver al jardín a por mis
padres. Entonces se me acercó una mujer mayor de pelo rubio corto.
—¿Señorita Tierney? —La despaché con un manotazo al aire. No me
apetecía oír ni un solo pésame más—. Por favor, es importante.
Su extraño tono de voz me hizo vacilar.
—¿La conozco?
—Soy una amiga.
—¿Amiga de James?
—Suya. Me llamo Lacy —dijo, tendiéndome la mano.
Me quedé mirando el brazo suspendido entre las dos, luego la miré a la
cara.
—Perdone, ¿nos han presentado?
—He venido por James. —Bajó el brazo y miró por encima de su
hombro—. Tengo información sobre el accidente.
Se me formó una lágrima en el rabillo del ojo. Inspiré hondo. Respiraba
entrecortadamente, de tanto llorar en las últimas semanas. James me había
dicho que serían solo cuatro días, un viaje de negocios rápido. Volar a
México, llevar a pescar a un cliente, negociar unos contratos en una cena y
volver a casa. Según el capitán del barco, James había tirado la caña, él había
ido a echar un vistazo al motor y, cuando había vuelto, ya no estaba. Así, tal
cual. Se había evaporado.
De eso hacía ya dos meses.
James había estado semanas desaparecido y al final lo habían dado por
muerto. Luego, según Thomas, las olas habían arrastrado el cadáver a la
orilla. Lacy no debía de saber que el cuerpo había aparecido. Caso cerrado.
—Llega tarde. James…
—Está vivo. James está vivo.
Me la quedé mirando, pasmada. ¿Quién se creía que era aquella mujer?
—¡Mire! —espeté, señalando el coche fúnebre.
Lo hizo. Vimos al conductor cerrar de un golpe el portón trasero y
rodear el vehículo para ocupar su sitio. Una vez dentro, arrancó y salió del
aparcamiento en dirección al cementerio.
La observé con una satisfacción contenida, pero ella, sin apartar la vista
del sedán negro, me habló en voz baja, fascinada.
—Me pregunto qué habrá dentro de ese féretro.

—¡Espere! —Lacy me seguía mientras yo serpenteaba por el


aparcamiento—. ¡Espere, por favor!
—¡Váyase! —le dije con los ojos llenos de lágrimas y la lengua babosa.
Tenía que vomitar y Lacy no me dejaba en paz. Miré hacia la calle. Mi
casa estaba a algo más de un kilómetro. A lo mejor podía ir andando.
La bilis me subió rápidamente a la boca.
«¡Ay, Dios mío!»
—Déjeme que se lo explique —me suplicó Lacy.
—No. Ahora, no.
Me tapé la boca con la mano y me agaché detrás de una furgoneta
grande. Noté un súbito sofoco. Me sudaban las axilas y el pliegue de los
pechos. Se me revolvió del todo el estómago. Me dio una fuerte arcada.
Todo lo que había estado reteniendo salió disparado y llenó de vómito
la acera bañada por el sol. El mensaje que James no llegó a dejarme en el
buzón de voz. Las noches en soledad esperando a que me dijeran que estaba
vivo. La llamada de Thomas, esa que tanto había temido recibir. James ya no
estaba.
Luego, la insistencia de Claire en que el funeral se celebrara el día de
nuestra boda. Ella ya había reservado la iglesia y sus invitados los viajes.
¿Por qué iban a cancelarlos o cambiar de planes?
Otro escalofrío me recorrió el cuerpo. Vomité hasta que me dolió el
corazón y se me vació el estómago. Después lloré. Me asaltó un llanto
convulsivo. Cayeron al asfalto unas lágrimas gruesas que salpicaron en el
vómito ácido.
En algún rincón remoto de mi pensamiento, supe que había llegado al
límite. Ojalá me hubiera derrumbado en casa, abrazada a la almohada de
James, no allí, en el aparcamiento, con una multitud de personas a solo treinta
metros de mí y aquella desconocida rondándome.
Me escurrí por la furgoneta y me senté en el parachoques. Lacy me
ofreció una botella de agua.
—Está sin abrir.
—Gracias.
Como me temblaban las manos, no conseguía quitarle el tapón, así que
la recuperó y me la destapó. Me bebí un tercio sin respirar.
Lacy sacó varios pañuelos de su bolso.
—Tome —me dijo y, recolocándose la bandolera del bolso, observó
cómo me limpiaba los labios y me sonaba la nariz—. ¿Mejor?
—No.
Me incorporé, deseando irme a casa.
Lacy volvió a hundir la mano en el bolso y sacó una tarjeta de visita.
—Tengo que hablar con usted.
—No me interesa lo que vende.
Me miró muy ofendida.
—No vendo nada. Hay algo que… —Calló y echó un vistazo al
aparcamiento, a nuestra espalda. Parpadeé, admirada ante la intensidad de sus
ojos de color lavanda. Tuve una corazonada: aquella mujer sabía algo—. No
vendo nada y siento mucho haberle dicho lo que le he dicho de ese modo,
pero es la verdad. Venga a verme en cuanto pueda —añadió y, cogiéndome la
mano libre, me puso en ella la tarjeta, luego se retiró y desapareció por detrás
de la furgoneta.
Oí unos pasos, el clic-clac de unos tacones corriendo por la acera.
—¡Ah, estás aquí! —jadeó Nadia, sin aliento—. No te encontrábamos
por ninguna parte. Tus padres te están buscando.
Las ondas de pelo cobrizo le caían por los hombros. Se le había
deshecho el recogido, probablemente al venir corriendo a por mí.
Kristen se detuvo a su lado, agitada. Llevaba una carrera en las medias,
por el lateral de la pantorrilla.
Ellas tendrían que haber sido mis damas de honor.
—¿Qué haces aquí? —me preguntó Kristen con voz de pito por el
sofoco.
—Estaba…
No terminé la frase porque no quería que supieran que me estaba
escondiendo, que una desconocida me había perseguido por todo el
aparcamiento y que después yo había vomitado en los zapatos.
—¿Estabas, qué? —quiso saber. Nadia le dio un codazo y señaló el
suelo. Kristen puso cara de asco al ver la prueba de lo ocurrido esparcida por
la acera como si se hubiera volcado un bote de pintura—. Ay, Aimee —
gimió.
Me puse colorada y agaché la cabeza. Leí la tarjeta que llevaba en la
mano.

Lacy Saunders
Asesora e investigadora psíquica
Asesinatos, desaparecidos y misterios sin resolver
Le ayudo a encontrar las respuestas que busca.

Sentí un escalofrío. Miré hacia donde se había ido Lacy. Ya no estaba.


—¿Qué es eso? —me preguntó Nadia.
Le di la tarjeta y puso los ojos en blanco.
—Puf, ya empiezan a darte la lata los chiflados…
—¿Quién? —preguntó Kristen, asomándose por encima del hombro de
Nadia.
Nadia dobló la tarjeta enseguida y se le guardó en el bolso.
—No seas ingenua, Aimee. La gente se aprovechará de ti.
—¿Quién? —insistió Kristen—. ¿Qué pone en esa tarjeta?
—Nada con lo que Aimee deba perder el tiempo.
Me dije que Nadie tenía razón. Lacy era una chiflada. Qué descaro,
abordarme así. Seguramente se plantaba en todos los funerales que
encontraba en la sección de necrológicas del periódico.
Kristen me tomó del brazo.
—Ven, cielo. Te llevamos al cementerio. Vamos a buscar a tus padres
para decirles que vienes con nosotras. Nick está esperando junto al coche.
Nick. El marido de Kristen. El mejor amigo de James. James.
Dejé que Kristen tirara de mí.
—Me iba a ir andando a casa.
Me miró los zapatos con alza de diez centímetros y frunció el ceño.
—Sí, claro.

Después del entierro, Nick nos dejó a las tres en mi casa. Kristen y
Nadia me siguieron dentro. Me detuve en el umbral de la puerta, entre la
entrada y el salón de nuestro chalé de tres dormitorios y miré alrededor. Allí
estaban los silloncitos de piel de color caramelo y el sofá tapizado de chenilla
marrón topo. Un televisor de pantalla plana encajado en el armario de nogal,
las puertas entornadas desde la última vez que lo había usado, fuera cuando
fuese. Tres pinturas enmarcadas de James adornaban la pared de encima del
aparador que había junto a la puerta de la calle.
Todo estaba en su sitio salvo el hombre que vivía allí.
Solté las llaves y el bolsito en el aparador.
Nadia cruzó el salón hasta la cocina y sus tacones resonaron en el
parqué.
—¿Te apetece beber algo?
—Té, por favor —dije, y me quité los zapatos y estiré los dedos de los
pies.
Nadia sacó la batidora. Agarró unos cuantos hielos de la bandeja del
congelador y los echó en el vaso. Los hielos chascaron al contacto con la
superficie más caliente del vaso.
—¿Qué tal algo más potente?
Me encogí de hombros.
—Claro. Lo que sea.
Sorprendida, Kristen levantó la vista de los zapatos que acababa de
quitarse junto a la mesita de centro. Se sentó en el silloncito más próximo a la
chimenea, con los pies debajo de las piernas. Cuando me retiré a mi
dormitorio, noté que me miraba.
Fui directa al armario que James y yo compartíamos y abrí las puertas
biseladas. Mi ropa estaba colgada al lado de sus trajes. Todos gris marengo,
negro y azul marino. Algunos con raya diplomática, pero la mayoría lisos.
«Trajes de poder», como los llamaba él. Tan distintos de las camisas a
cuadros y los vaqueros que llevaba por casa.
Cualquiera que viese su guardarropa pensaría que las prendas eran de
dos personas distintas. A mí a veces me parecía que vivía con dos hombres
diferentes. El que trabajaba para Donato Enterprises era serio y educado
comparado con el artista de espíritu libre, camisa remangada y manchas de
pintura en los antebrazos.
Yo los quería a los dos.
Pegué la nariz a la manga de su camisa azul favorita y la olí. Sándalo y
ámbar intensos, su colonia, y cierto tufo al aguarrás con el que limpiaba los
pinceles. Se había puesto esa camisa la última vez que había pintado y, al
cerrar los ojos, lo vi blandiendo el pincel, tensando los músculos de los
hombros bajo el algodón azul descolorido.
—¿Quieres hablar? —me preguntó Kristen en voz baja, a mi espalda.
Negué con la cabeza, me solté el cinto y me quité el vestido. Se deslizó
de mi cuerpo y se amontonó a mis pies. Saqué del armario la camisa de
James y mis pantalones de chándal, que tenía desde el instituto, y me vestí.
Al ponerme la camisa, noté su calor. El tacto del tejido en mi espalda me hizo
sentir como si James me abrazara.
«Nunca te olvidaré, Aimee.»
Se me partió el corazón un poco más. Contuve un sollozo.
A mi espalda, crujió el parqué y protestó la cama. Cerré las puertas del
armario y me volví a mirar a Kristen. Se había recostado en el cabecero
panelado y estaba abrazada a una almohada. La de James.
—Lo echo de menos —dije, encorvándome.
—Lo sé —respondió, y dio una palmadita en la cama, a su lado.
Repté por el colchón y apoyé la cabeza en su hombro. Ella descansó la
mejilla en mi coronilla. Nos habíamos sentado así desde que yo tenía cinco
años, acurrucadas una contra la otra mientras nos susurrábamos secretos.
También nos habíamos sentado mucho así en los dos últimos meses. Kristen
era dos años mayor que yo y había ocupado el lugar de esa hermana que,
siendo hija única, nunca había tenido. Me pasó el brazo por los hombros.
—Con el tiempo será más fácil. Te lo prometo.
Empecé a llorar otra vez. Buscó unos pañuelos en la mesilla. Tomé
varios y me soné. Me apartó los rizos mojados de la sien, tomó un pañuelo
ella también y se dio unos toquecitos en los lagrimales.
—Somos un desastre, ¿no? —dijo, soltando un bufido lloroso y
sonriendo.
No tardamos en reunirnos con Nadia en la cocina y, mientras nos
tomábamos unos margaritas, compartimos anécdotas de nuestra infancia con
James. Varias horas y demasiados cócteles después, Nadia se derrumbó en el
sofá y empezó a roncar en cuestión de segundos. Kristen ya dormía en mi
cama. Me sentí aislada en aquella casa a oscuras cuya única luz procedía de
las velas que Kristen había encendido antes. Me hice un hueco en el sofá,
levantándole los pies a Nadia y poniéndomelos después en el regazo. Eran las
diez y yo tendría que haber estado en brazos de James, en nuestro banquete
de boda, dejándome llevar suavemente por la pista al ritmo de nuestra
canción, «Two of Us».
Nadia gruñó, se revolvió. Se levantó del sofá y se fue al cuarto de
invitados, arrastrando los pies y llevándose consigo la mantita.
Ocupé el sitio que había dejado y dejé deambular mi pensamiento.
Pensé en James y en por qué habría ido a México cuando lo hizo. ¿Por qué no
había esperado o había dejado que Thomas se encargara de ese cliente?
Thomas era el presidente de Donato Enterprises y supervisar las operaciones
de importación y exportación de muebles era su trabajo. Como ejecutivo
financiero, la responsabilidad de James era llevar las cuentas, no las
negociaciones. Pero había insistido en que era el único que sabía manejarlo.
Se fue al día siguiente de que yo enviara nuestras invitaciones de boda.
Empezaron a pesarme los párpados y me entró sueño, un sueño que
trastocó mis pensamientos. Soñé con la mujer del aparcamiento. Iba vestida
de negro, de la cabeza a los pies, y sus ojos despedían un brillo iridiscente.
Alzaba los brazos sobre una figura postrada y movía los labios. El sonido
melodioso de su ensalmo hacía vibrar el aire de su entorno y el cadáver que
descansaba a sus pies. Un cadáver que de pronto se movía. Fue entonces
cuando caí en la cuenta de que no era un cadáver cualquiera. Era James. Y
Lacy lo estaba resucitando de entre los muertos.
Capítulo 2

—¿Qué haces aquí?


La voz de barítono de papá me resonó en los oídos. Sobresaltada, lo
miré fijamente. Y él a mí, con los brazos salpicados de pecas pegados a
ambos lados de su pecho fuerte. La puerta que separaba la cocina del
comedor de The Old Irish Goat se batió a su espalda; las bisagras chirriaban
cada vez que pasaba alguien.
Era lunes, dos días después del funeral de James, y como todas las
mañanas desde que había empezado a trabajar en el pub de mis padres, me
había despertado a las cinco y, como todas las mañanas desde la desaparición
de James, me había levantado de la cama y había ido arrastrándome hasta el
baño, luego me había servido un café que no recordaba haber hecho la noche
anterior, había salido cansina al coche, un New Beetle naranja, y había
conducido hasta The Old Irish Goat, el pub exclusivo que mis padres habían
comprado antes de que yo naciera. Yo me había criado en aquel restaurante,
fregando suelos y reponiendo estanterías. Después pasé a la cocina y empecé
a trabajar con mi madre, la chef, y Dale, su pinche. Dale me había formado
para que pudiese ser repostera. Los panes eran mi especialidad. Tras
graduarme en la escuela de cocina de San Francisco, me convertí en pinche
de mamá cuando Dale aceptó el puesto de chef en uno de los restaurantes
más antiguos de Cambridge, Massachusetts. Una oportunidad única en la
vida, me dijo en una ocasión.
Mirando alrededor, reparé en el interior de The Goat, en los hornos y
cocinas industriales de acero inoxidable, en la cámara frigorífica y en el
congelador contiguo, en las ollas y en los platos que tenía al alcance, y me
sentí como si despertara por segunda vez ese día.
Los fluorescentes zumbaban en el techo como un enjambre de abejas.
En una radio cercana, con el volumen bajo, se oía el murmullo del programa
matinal de la emisora local. Apenas distinguía lo que decía el presentador,
pero la cadencia de su voz era suave y sonora. Todo me resultaba familiar.
Una mañana típica que no era típica en absoluto.
Papá me miró con recelo, cansado de mi silencio. Yo estaba de pie en la
zona de repostería, rodeada de hogazas de masa subiendo, con los puños
metidos en un montículo de aquella sustancia fresca espolvoreada de harina.
El polvo blanco cubría toda la encimera.
—¿Qué hora es? —grazné.
Papá entró un poco más en la cocina.
—Las nueve.
Hacía tres horas que había salido de casa.
Me vinieron imágenes a la cabeza. De haber aparcado, haber
desactivado la alarma del restaurante, haber reunido los ingredientes,
haberlos combinado. Esos recuerdos podían ser de cualquiera de un millar de
mañanas.
Con un fuerte sonido de succión, saqué las manos de la masa. Se me
quedaron trozos de masa pringosa adheridos a los dedos y metidos por las
uñas. Froté las manos, pero aquella porquería no se iba.
Por lo general, agradecía aquellas mañanas de soledad —las anhelaba,
de hecho—, amasando el pan del día. Era una distracción rítmica que conocía
desde niña, cuando mamá me había enseñado a hacer pan en la cocina de
casa. Aquellas tareas repetitivas me permitían meditar, planear el día,
planificar el futuro, analizar el pasado. Pero ese día no. La masa se me
pegaba como un chicle a la suela del zapato. Irritante. Tan desagradable como
recordar todas las horas que había pasado planificando en vano mi futuro. Un
futuro que ya no existía.
Froté más fuerte, hasta rasqué con las uñas, para arrancarme la masa.
Papá se plantó a mi lado con un paño húmedo y empezó a limpiarme las
manos. Lo hizo suavemente y con preocupación paternal. Procuró no
irritarme más la piel, dando golpecitos suaves en las marcas rojas que yo me
había dejado ya. Su ternura me encendió aún más. No quería que me trataran
como si fuera a derrumbarme en cualquier momento. Me zafé de sus manos,
le arrebaté el paño y seguí frotándome con fuerza.
—Vete a casa, Aimee.
—¿Y qué hago allí? —repliqué, tirando el paño a la encimera.
Papá no dijo nada más. Me observó mientras enrollaba la masa y añadió
varias hogazas a la enorme bandeja metálica. Yo las deslicé por las guías del
carrito y lo hice rodar a un lado para hornear las barras y los bollos más tarde.
Mamá entró despacio en la cocina cargada con dos bolsas marrones de
compra. Llevaba el pelo corto y canoso de punta pero elegante, que dejaba
ver los pendientes de plata en forma de espiral que le colgaban de los lóbulos.
Primero miró a papá, luego me sonrió a mí.
—He visto tu coche fuera. ¿Qué haces aquí?
—Pan. Lo mismo que todas las mañanas, cinco días a la semana —
repliqué con un retintín que no me gustó.
—Ya le he dicho yo que se vaya a casa —terció papá.
—Tu padre tiene razón. Necesitas descansar.
—Necesito trabajar —contesté, agarrando una cuchara de palo—.
Vosotros necesitáis mi ayuda y nos hace falta pan para la comida y la cena de
hoy. —Se miraron—. ¿Qué? —pregunté.
—He llamado a Margie —me dijo mamá con una sonrisa que dejó al
descubierto toda su dentadura, superior e inferior.
Recurría a Margie solo en situaciones desesperadas, como cuando yo
estaba enferma o nos encargaban la organización de una gran fiesta privada.
Margie era la propietaria de la panadería de la esquina y suministraba pan a
muchos restaurantes de la zona.
Inspiré e inhalé el aroma cálido y húmedo a pan recién horneado. Un
pan que yo no había hecho. Fijé la vista en las bolsas de papel que traía
mamá. Margie’s Bakery & Artisan Breads.
—A nuestros clientes les encantan mis panes —protesté—. No podéis
sustituirlos. ¡Ni a mí!
—No te estamos… sustituyendo —tartamudeó papá.
Resoplé y me di con la cuchara de madera en el muslo. No pretendía
decir eso último en voz alta.
Mamá vino corriendo a mi lado.
—No es eso. Hemos recurrido a Margie porque pensábamos que
necesitabas tomarte un tiempo.
—Pero no necesito tomarme un tiempo. —Mamá mostró su desacuerdo
frunciendo los labios y yo protesté—. ¿Cuánto?
Se lanzaron otra miradita.
—Lo que te haga falta —me dijo mamá, frotándome el brazo.
—Va a haber algunos cambios…
—Ahora no, Hugh —lo interrumpió ella.
—¿Qué cambios? —Miré a papá. Se rascó la mejilla y agachó la cabeza
—. ¿Qué me estáis ocultando?
—Nada, cariño —contestó mamá.
—Díselo, Cathy. Se va a enterar tarde o temprano.
Ella lo miró fijamente.
—Tu padre y yo nos jubilamos.
Apreté la cuchara.
—¿Os jubiláis? ¿Ya? —pregunté espantada—. ¡Si acabo de enterrar a
James! Ahora no puedo compraros el negocio. No puedo encargarme de The
Goat yo sola.
—No tienes que hacerlo. Lo hemos vendido —dijo papá.
La cuchara cayó al suelo con gran estruendo.
—¿Que habéis hecho qué?
Mamá gruñó y me miró como disculpándose.
—El trato debería cerrarse en noventa días —añadió papá.
—¡Hugh! —exclamó mamá, dándose una palmada en la frente.
—¿Qué he dicho?
—¿Qué no has dicho? Quedamos en que le daríamos la noticia poco a
poco.
Miré a uno y al otro alternativamente esperando que uno de los dos me
dijese que era una broma. Ellos me miraron a mí con una mezcla de
remordimiento y preocupación.
—¿Por qué no lo habéis hablado conmigo? —pregunté.
Mamá suspiró.
—Ya sabes que hace tiempo que el negocio no va bien. Vino un
comprador y nos lo quitaba de las manos. Tiene grandes planes para este
sitio.
—Yo tenía grandes planes para este sitio. ¿Por qué no…? ¡Joder! —Me
masajeé las sienes—. ¿Por qué no me habéis dejado que os lo comprara?
—¿Y cargarte a ti con nuestra deuda? No podíamos hacer eso —dijo
mamá, meneando la cabeza.
—Tampoco será para tanto. Habría podido con ella.
Se me amontonaban los pensamientos. Yo apenas tenía ahorros y la
única cuenta conjunta que teníamos James y yo era la que usábamos para
pagar la hipoteca y las facturas. Sus aportaciones a esa cuenta habían cesado
cuando se le había declarado muerto. El efectivo de sus cuentas personales
había terminado en manos de Thomas, que me lo había dado todo en un
cheque el día del funeral. Un cheque que yo no tenía estómago para cobrar.
No me parecía bien gastarme ese dinero.
A lo mejor podía refinanciar la hipoteca de la casa. O venderla y
mudarme a casa de mis padres una temporada.
—The Goat ya no tiene salvación posible. —Mis pensamientos se
detuvieron en seco con la confesión de papá. Agachó la cabeza, inspiró
hondo. Pensé que se sentía decepcionado hasta que levantó la cabeza y vi que
estaba avergonzado—. No te llegaría ni para pagar la harina con la que hacer
el pan. Lo último que queremos tu madre y yo es verte en bancarrota.
—¿Bancarrota? —repetí extrañada.
Mamá asintió con la cabeza. Se le empañaron los ojos.
—Hipotecamos este edificio y rehipotecamos la casa, y ni con eso
hemos podido salvar el negocio. Además, debemos dinero a algunos
proveedores. Han sido lo bastante generosos como para no cobrarnos
intereses, pero hay que pagarles igual. El nuevo propietario ha accedido a
asumir esas deudas, menos la hipoteca de la casa.
—No tenía ni idea de que os fuera tan mal —dije.
Papá le pasó el brazo por el hombro a mamá.
—Desde que remodelaron el centro comercial de enfrente y abrieron
esos dos restaurantes de franquicia, todos hemos visto cómo nos robaban los
clientes.
—Yo tenía ideas para recuperarlos. Iba a ampliar la carta de cenas, a
iluminar un poco el comedor, a ofrecer música en directo los jueves y los
sábados por la noche…
—Ya hemos contemplado todas esas ideas, pero no bastan para
devolver los préstamos y obtener beneficios.
Estrujé el delantal. Era muy posible que el comprador fuese alguna
promotora que pensara demoler el edificio. Debía haber algún modo de
conservar The Goat. Ya había perdido a James. No quería perder eso
también. Aquellas paredes albergaban demasiados recuerdos, enredados en el
aroma a patatas asadas con romero y a ternera en conserva glaseada al
whisky.
—Ojalá me lo hubierais dicho antes. Podría haberos ayudado.
—Pensábamos decirte algo, pero… —Papá se rascó la cabeza—.
Bueno, murió James y nunca parecía un buen momento para contártelo.
Ningún padre quiere ser una carga para sus hijos. Tú ya estabas… eh…
bueno…
Lo bastante deprimida.
Solté el delantal y estiré el tejido arrugado con pasadas largas y
templadas. Me notaba nerviosa, sin rumbo y sin propósito. Me sentía perdida.
—¿Y qué voy a hacer yo ahora? The Goat es lo único que conozco.
El miedo a lo desconocido me pesaba en la voz.
Mamá me cogió las manos enseguida.
—Plantéatelo como una oportunidad nueva y emocionante. Puedes
probar algo distinto.
—¿Cómo qué? —dije, zafándome de ella y quitándome furiosa el
delantal.
Empezaba a digerir la noticia.
Mamá miró de reojo a papá.
—Bueno, tu padre y yo pensamos que este es el momento perfecto para
que descubras quién eres y qué es lo que quieres.
Abrí mucho los ojos.
—¿Cómo que «el momento perfecto»? ¿Porque habéis vendido The
Goat o porque James ha muerto?
Papá se aclaró la garganta.
—Un poco por ambas cosas. —Me dejó de piedra—. James y tú
llevabais juntos desde… ¿cuándo, los ocho años? Erais inseparables.
—¿Me estás acusando de depender demasiado de él?
—No, no es eso —se excusó papá.
—Sí —contestó mamá sin más. Me los quedé mirando—. Aimee, hija,
todos lo echamos mucho de menos. Para nosotros es como si hubiéramos
perdido un hijo. Pero, por primera vez en tu vida de adulta, estás sola.
Cuentas con la educación y la experiencia necesarias para hacer lo que
quieras. Abre tu propio restaurante si de verdad quieres tener uno.
¿Cómo iba a pensar en montar un restaurante cuando apenas podía
digerir la venta de The Goat? Hice un fardo con el delantal y lo tiré a la
encimera. Se levantó una nube de harina. Los copos blancos salpicaron el
suelo. Agarré el bolso y las llaves.
Papá me miró sorprendido.
—¿Adónde vas?
—A la calle. A casa. —Meneé la cabeza—. Adonde sea.
Estaba confusa. No podía pensar con claridad. Me notaba una opresión
fuerte en el pecho y me dolía respirar. Comencé a sentir claustrofobia. Salí de
la cocina.
Mamá me siguió al aparcamiento. Manoseé las llaves. Se me cayeron al
suelo y bajé la barbilla al pecho. Inspiré entrecortadamente y espiré. Me
temblaban los hombros, tenía el pecho tenso de contener el llanto.
Me agarró por la cintura. Me arrimó a su pecho. Enterré la cara en el
hueco de su cuello y lloré. Le arañé la espalda, resistiéndome, pero terminé
abrazándola. Me meció suavemente y me acarició la cabeza, instándome en
tono suave a que me desahogara. A que lo superara.
—No sé cómo.
—Encontrarás el modo —me dijo.
—No sé qué hacer.
—Ya se te ocurrirá algo.
—Estoy completamente sola.
Se apartó, me cogió la cara y me limpió las lágrimas con los pulgares.
—No estás sola. Nos tienes a nosotros, cielo. Llámanos. Te
ayudaremos, ya sea para recomendarte en un nuevo trabajo o para llorar en
nuestro hombro.
Agradecí su ofrecimiento, pero no era lo que esperaba oír. Aún no.

Tenía ocho años cuando conocí a James. Se había mudado de Nueva


York a Los Gatos y era el nuevo vecino de Nick, a dos manzanas del bungaló
en el que yo vivía con mis padres, Catherine y Hugh Tierney. Un sábado por
la mañana en pleno verano, Nick y Kristen trajeron a James para
presentarnos. Recuerdo los detalles de ese día con mayor claridad que
cualquier otro de esa época, desde el momento en que James remató su
saludo con una sonrisa, dejando claro que estaba tan nervioso por conocerme
como ansioso por hacer amigos. Llevaba el pelo más largo que los niños de
mi colegio y yo no podía dejar de mirar las gruesas ondas de color castaño
que se curvaban alrededor de sus lóbulos por debajo de su gorra de los New
York Jets. Se peinaba con los dedos como si quisiera alisarse los mechones
rebeldes.
Como casi todos los sábados en nuestro vecindario, el aire olía
muchísimo a césped recién cortado. Sonaban de fondo los aspersores de los
vecinos. Oía su suave murmullo cada vez que papá apagaba el motor del
cortacésped. Y como muchos sábados de verano, yo había montado un puesto
de limonada para recaudar dinero. Estaba ahorrando para comprarme una
bolsita de polvos mágicos para la memoria en la tienda de juguetes del
centro. El dependiente me había dicho que, si me echaba una pizca por la
cabeza todas las noches antes de irme a dormir, no se me olvidaría dónde
había dejado los zapatos ni que tenía que hacer los deberes. En cuanto lo oí,
me dije que tenía que comprarme una bolsita.
Pero aquel sábado por la mañana en concreto fue distinto de todos los
demás y no porque vinieran Nick y Kristen con su nuevo amigo. Robbie, el
niño de enfrente, y su primo Frankie me habían visto montar el puesto. De
por sí Robbie ya era bastante macarra, pero, cuando se juntaban los dos,
siempre terminaban tirándome del pelo, insultándome, rompiéndome algún
juguete o haciéndome llorar de rabia.
Cuando llegaron Kristen y Nick, me acababan de sacar con trampas un
vaso de limonada, ofreciéndome unos resplandecientes cuartos de dólar que
yo deseaba más que librarme de ellos.
—Hola, Aimee —dijo Kristen—. Él es James —añadió, señalando al
chico nuevo que iba al lado de Nick.
Le serví a Robbie su limonada y sonreí a James.
—Hola.
Él sonrió también y me saludó brevemente con la mano.
—Mira quién está aquí —provocó Robbie—: Nicky el Asqueroso y la
Nenaza. ¿Esa es tu nueva novia? —dijo señalando a James.
James se agarrotó. Nick avanzó amenazador hacia Robbie.
—¡Pírate, pringado!
—¡Puaj! —gimió Frankie, tirando el vaso. Se llevó ambas manos al
cuello y zigzagueó—. Me ha envenenado. Me estoy muriendo.
—¡Deja de hacer el imbécil!
Miré a James, muerta de vergüenza. Él le lanzó una mirada asesina a
Frankie.
—Espera que la pruebe. —Robbie se bebió su limonada de un trago y el
vaso salió disparado de su mano—. ¡Ay, no! ¡Es verdad que está envenenada!
—Se dejó caer sobre la mesa. Los vasos de plástico cayeron y mojaron el
suelo—. Nos ha matado, Frankie.
—¡No es cierto! —Le di un empujón a Robbie. Ni se inmutó—.
¡Lárgate!
—¡Marchaos! —dijo Kristen, agarrando del brazo a Robbie.
—Adiós, mundo cruel.
Robbie rodó de lado, arrastrando a Kristen. Ella cayó de golpe a la acera
y se echó a llorar. Cuando intentaba levantarse, Frankie volvió a empujarla.
Nick le dio un puñetazo al aire a cinco centímetros de la nariz de
Frankie.
—¡Piérdete!
Frankie, con los ojos como platos, cruzó corriendo la calle y entró por la
puerta abierta del garaje de Robbie.
La mesa se derrumbó con el peso de Robbie. Él se agarró a mi camiseta,
retorciéndola mientras tiraba, hasta que aterrizó encima de mí. Me ardían las
costillas y me dolía muchísimo la espalda. James me lo quitó de encima de
golpe y Robbie se levantó con los puños en alto, le dio un puñetazo en la
boca a James y le partió el labio. Quejándose de dolor, James le soltó un
izquierdazo en el ojo derecho a Robbie, que rompió a llorar y se fue
corriendo a su casa.
Con la ayuda de James, me levanté despacio y me sacudí la ropa. Me
miró de arriba abajo.
—Tienes un buen gancho de izquierda —oí a papá a mi espalda—.
Dudo que Robbie y la comadreja de su primo vengan por aquí en un tiempo.
Entonces vi el desastre de la acera y me desinflé. Kristen se limpió la
nariz y sorbió. Tenía las rodillas arañadas y le corría la sangre por una
espinilla.
—Siento lo del puesto de limonada —se lamentó.
—Ya no voy a poder comprar los polvos mágicos para la memoria —
dije yo con la barbilla temblona.
James me miró raro.
—Kristen, entra a que la señora Tierney te cure las rodillas —le dijo
papá.
—Me quiero ir a casa —lloriqueó ella, tocándose con cuidado la herida
en carne viva.
—Yo la llevo. —Nick agarró a Kristen del codo—. Nos vemos luego —
le dijo a James.
Cuando se fueron, papá miró a James.
—¿Cómo te llamas, hijo?
—James, señor. —Se limpió las palmas en la camisa y le tendió la mano
—. James Donato.
Papá lo saludó.
—Encantado de conocerte, James. Ven adentro para que podamos
curarte.
James me miró de reojo.
—Sí, señor.
—Aimee, ve con él a la cocina. Ahora le digo a tu madre que os lleve
tiritas.
Cuando mamá sacó las vendas y el ungüento, a James ya no le sangraba
el labio. Tenía la boca hinchada, así que se sentó en el taburete de la cocina, a
mi lado, con un paquete de guisantes congelados en la cara.
Lo acribillé a preguntas. Quería saberlo todo de él. Sí, iría al mismo
colegio que yo. Sí, le encantaba jugar al fútbol. No, nunca le había dado un
puñetazo a otro niño antes. Sí, le dolía la mano.
Cuando le pregunté la edad, levantó cinco dedos dos veces y luego uno
solo para decirme que tenía once años.
—¿Tienes hermanas? —Negó con la cabeza—. ¿Hermanos?
Levantó dos dedos, pero enseguida meneó la cabeza y los cambió por
uno.
Yo reí.
—Robbie te ha debido de dar muy fuerte si no te acuerdas de cuántos
hermanos tienes.
Me miró ceñudo.
—Tengo un hermano. Y Robbie pega como un bebé.
Reí aún más y me tapé la boca con ambas manos por miedo a que
pensara que me burlaba de él y de que había contado mal y no de la cara que
había puesto Robbie cuando lo había tumbado. Nunca lo había visto correr
tan rápido a su casa.
Echó un vistazo a la cocina. La tarta de manzana de mamá para su
partida de bunco se estaba horneando. Sonaba música clásica en la radio que
papá había sacado fuera. James se revolvió en el asiento.
—Me gusta tu casa.
—A mí me gustaría ver la tuya.
Confiaba en que quisiera ser mi amigo porque me caía muy bien. Tenía
una sonrisa bonita y era muy valiente. Le había dado un puñetazo a Robbie,
algo que yo llevaba mucho tiempo queriendo hacer, aunque nunca me había
atrevido porque era mucho más grande que yo.
—La tuya es mejor. —Volvió a mirarme—. ¿Qué son los polvos
mágicos para la memoria? Suena guay.
Se me encendieron las mejillas al recordar la cara que había puesto
James cuando yo había lloriqueado por los polvos antes. Apoyados en la
encimera, le hablé de ellos, escondiendo la cara. Me encantaba lo oscura que
tenía la piel de los antebrazos al lado de la mía. Me encogí de hombros por lo
de los polvos.
—Ahora ya da igual. Mi puesto de limonada está destrozado y nunca
conseguiré reunir el dinero que necesito.
James alargó la mano y se acercó el cuenco del azúcar. Cogió un
pellizco y me puso la mano encima de la cabeza.
—¿Qué haces? —dije, mirando hacia arriba.
—Cierra los ojos.
—¿Por qué?
—Confía en mí. Cierra los ojos.
Lo hice y oí un frufrú encima de mi cabeza, como un crujido en el pelo
y un hormigueo en el cuero cabelludo. Empezó a picarme la nariz y sentí
como gotas de lluvia en las mejillas, pero no las tenía mojadas. Parpadeé y
miré hacia arriba. Me cayeron cristalitos de azúcar en la cara.
—¿Qué ha sido eso? —le pregunté cuando terminó y se limpió las
manos.
—Los polvos mágicos para la memoria de James. —Sonrió levantando
solo el lado no amoratado de la boca—. Así ya nunca te olvidarás de que nos
hemos conocido.
Abrí mucho los ojos y él se puso colorado. Se pegó de nuevo los
guisantes al labio y puso cara de dolor.
—Nunca te olvidaré —le prometí, haciéndome una cruz en el pecho.
Con los años, James también me hizo promesas. Que siempre
estaríamos juntos, que nunca habría otra… Todo eso nos queríamos.
Crecimos juntos y nos prometimos envejecer juntos.
No podía imaginar querer otra cosa que la vida que habíamos planeado.
Capítulo 3

Cuando llegué a casa después de salir del restaurante, Nadia y Kristen


estaban allí. Kristen se acercó corriendo.
—Hemos entrado con la llave de repuesto. Nos ha llamado tu madre y
nos ha dicho que te vendría bien un poco de compañía. —Hizo una pausa
para coger aire—. Nos ha contado lo de The Goat. Lo siento mucho.
Asentí, sin abrir la boca, y tiré las llaves y el monedero al aparador.
—¿Lo vas a llevar bien? —preguntó preocupada
Me encogí de hombros. Al salir de The Goat, había estado dando
vueltas sin rumbo en el coche por la ciudad, pensando en el restaurante, y
luego me había acordado de James. En vez de ir a casa, había ido al
cementerio a visitar su tumba. Lo habían enterrado en el panteón familiar,
junto a su padre, Edgar Donato, que había muerto de cáncer de pulmón ese
mismo año. Una sencilla lápida de granito señalaba el nicho de James: JAMES
CHARLES DONATO. Bajo su nombre, las fechas de nacimiento y defunción. Thomas y Claire no sabían
el día exacto de su muerte, pero, como el forense calculaba que habría sido entre dos y cinco días
después de su marcha, habían optado por el 20 de mayo. Una cifra bonita y redonda.
Había pasado una hora tirada en la hierba húmeda, con la mejilla pegada
a la lápida, pensando en los días anteriores a su viaje. Estaba muy empeñado
en ir a México. Tenía que ser él y no Thomas. Yo no quería que fuera.
Faltaba muy poco para la boda. Había mucho que planificar y preparar. Pero,
con palabras y con besos, me convenció de que volvería pronto. A su regreso,
dejaría Donato Enterprises y se dedicaría al arte. Pintar era su pasión, así que
me ablandé. Ahora que lo pienso, tendría que haberme empeñado tanto como
él, haber insistido en que se quedara en casa. De ese modo no habría muerto.
Estaríamos casados y de luna de miel en San Bartolomé.
Empecé a pensar en los días que había estado desaparecido. Yo había
ido a ver a Claire con la esperanza de pasar tiempo con alguien a quien le
doliera la desaparición de James tanto como a mí. Debería haber supuesto
que era pedirle demasiado. A Claire le preocupaban más las invitaciones de
boda que ya se habían enviado por correo que la posibilidad de que nuestros
peores temores se hicieran realidad. Quería que comunicara a nuestros
invitados que el enlace podría suspenderse.
Palidecí, sentada enfrente de ella en el sofá del elegante salón de los
Donato. Yo no tenía la más mínima intención de renunciar a James ni a
nuestro futuro. A través de la falda, notaba en los muslos, fría y tiesa, la
tapicería de seda del sofá. Los muebles modernos de la estancia se habían
adquirido a través del negocio familiar de importación y exportación, Donato
Enterprises. Todos ellos tenían ángulos rectos y afilados, como los huesos del
rostro de Claire. No había nada suave en ninguno de ellos.
—No se lo puedo decir a la gente. Aún no.
No podía decirles a nuestros invitados que a lo mejor la boda se
posponía o, peor, se cancelaba. Eso habría hecho la desgracia de James
demasiado real.
Claire se agarrotó.
—Pero tienes que…
Me distraje al detectar movimiento en el umbral de la puerta. Entró Phil,
con los ojos clavados en mí, como un cazador que controla a su presa por la
mira telescópica. Sin hacer ruido, se sentó al lado de su tía. Le pasó un brazo
por los hombros, demasiado relajado, teniendo en cuenta que podía haber
perdido a su primo.
Claire le dio una palmadita en el muslo. Dejó la mano allí mientras lo
besaba en la mejilla. Se me revolvió el estómago.
—Aimee… —Me saludó agachando la cabeza.
Me moví nerviosa en el sofá. No lo había visto desde el verano anterior
y no sabía que estuviera de visita.
—¿Qué haría yo sin Phil? —dijo Claire, frotándole el muslo—. Ha sido
un año terrible para nuestra familia. Le agradezco que se haya mudado aquí
para hacerme compañía. Gracias a él, voy saliendo adelante.
Miré sorprendida hacia Claire. ¿Phil estaba viviendo allí? Clavé las uñas
en el cojín. Empezaron a temblarme las piernas y tuve que juntarlas, pero la
vibración me sacudió el torso y se propagó por mis brazos como una onda en
el agua.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó Claire, extrañada
Me levanté como un resorte.
—Perdona, me tengo que ir.
Se levantó ella también.
—Si te vas, espera un segundo, que tengo algo para ti —dijo,
dejándome a solas con Phil.
Phil no se molestó en levantarse, pero noté que me recorría el cuerpo
entero con la mirada.
—¡Cuánto tiempo, Aimee! ¿Me has echado de menos? —Aunque su
voz era poco más que un susurro, oí cada una de sus palabras como si me las
gritara al oído. Miré al infinito. Suspiró—. Yo sí te he echado de menos. Te
veo bien, teniendo en cuenta… —Se revolvió en el asiento, haciendo sonar la
tapicería con el roce. «No te levantes. Por favor, no te levantes.»—. Una
lástima lo de James. —Casi parecía que le importara. Le lancé una mirada
asesina. Rio—. Ahí está. Añoraba ese fuego.
Cruzó las piernas y extendió ambos brazos por el respaldo del sofá,
dejando al descubierto la blanquísima camisa que llevaba debajo de la
chaqueta del traje. Su modo de mirarme me hacía sentir vulnerable. Por
suerte una mirada no podía escaldar porque, de lo contrario, me habrían
salido ampollas.
—Comprende que Claire se distraiga con trivialidades como vuestra
boda. Se preocupa por los invitados porque preocuparse por James le resulta
muy doloroso.
—Lo es para todos nosotros.
Se frotó el labio superior.
—Sí, bueno… Imagino que sí. Lo lamento. —Me dejó helada por
dentro. Lo miré desde arriba—. Lo de James —aclaró.
Sentí una rabia inmensa.
—Tienes muchas más cosas que lamentar —le dije.
Resonaron los tacones de Claire en el pasillo. Entró en el salón con una
carpeta de color vainilla y me hizo una seña para que la cogiera.
—¿Qué es eso? —quise saber.
—Números de teléfono y correos electrónicos —contestó, agitando la
carpeta.
—¿De quién? —pregunté extrañada.
—De los invitados a la boda. Ya tienes sus direcciones. Ahora los
puedes llamar o mandarles un correo para contarles lo que está pasando. Será
más rápido que enviarles otra carta.
¿Iba en serio? Me dieron ganas de negarme, pero, cuanto más me
quedara, más estaría atrapada allí. Dudaba que Phil tuviera pensado
marcharse, menos aún estando yo presente.
—Los llamaré —prometí, cogí la carpeta y me despedí.
Phil se levantó.
—Te acompaño a la puerta.
—No —espeté.
Claire se sorprendió. Phil siempre había sido su favorito, más incluso
que sus propios hijos. Y ella era una obsesa de los buenos modales.
—No, gracias —dije en el tono más educado de que fui capaz—. Sé
salir sola.
Me fui antes de que ninguno de los dos pudiera oponerse.

Kristen me masajeó el brazo y me devolvió al presente. La miré


sorprendida.
—Ven, siéntate, que te pongo algo de beber.
La seguí a la cocina y me dejé caer en una silla.
—Hemos traído víveres y algo para almorzar —dijo Nadia, y fue
dejando la compra en la barra que separaba la cocina del salón.
Kristen me sirvió una limonada y me pasó el vaso. Me la bebí deprisa y,
después de limpiarme la boca, me eché a llorar.
Se quedaron las dos pasmadas, mirándome fijamente. Le costó un
segundo, pero Kristen fue la primera en reaccionar. Dejó la jarra en la
encimera, se sentó enfrente de mí y me pasó una servilleta para que me
sonase.
—Esto ha sido un palo para ti, Aimee. Habla con nosotras, dinos cómo
podemos ayudarte. ¿Algo te ha recordado a James? ¿Qué te tiene tan triste?
«Todo», pensé. Lo de James. Lo del restaurante. Lo de mi futuro
profesional o su ausencia a partir de esa mañana.
Nadia sacó platos del armario y se puso a preparar una ensalada.
—Tienes que comer algo. Estás pálida.
Se me escapó un bufido entre las lágrimas.
—Muchas gracias —dije, riendo en la servilleta.
Sonrió.
—Eso está mejor.
—Por favor, habla con nosotras —volvió a suplicarme Kristen,
masajeándome de nuevo el brazo.
Gruñí a la servilleta, asintiendo con la cabeza. Tenía que contárselo,
pero no todo. Secándome los ojos, que ya tenía irritados, les confesé algo
muy distinto.
—Es que me siento culpable, nada más.
—¿Y eso? —preguntó Nadia mientras traía las ensaladas a la mesa.
—Porque pienso en James y me arrepiento de no haberle insistido más
para que se quedase en casa. —Toqueteé la ensalada con el tenedor—. Ahora
mismo estaríamos de luna de miel.
Kristen puso cara de pena y siguió masajeándome el brazo.
—Tienes la mala costumbre de no contar las cosas. No deberías hacer
eso. Y tampoco deberías culparte. Ya sabes lo cabezota que podía ser James.
Por mucho que hubieras insistido, habría ido a México igual, así que no sirve
de nada que te culpes.
—¿Por qué no? —objetó Nadia—. Un poco de remordimiento no está
de más.
—¿Cómo demonios justificas eso? —le preguntó Kristen, espantada.
Nadia se encogió de hombros y se llenó la boca de rúcula.
—Forma parte del duelo —contestó después de tragar—. Eso le permite
superarlo poco a poco.
—Si apenas ha tenido tiempo de llorarlo —me defendió Kristen—.
Hace solo dos días que lo enterraron.
—Chicas, sigo aquí —dije, saludando con la mano—. Podéis hablarme
a mí.
—En realidad, lleva muerto casi dos meses —señaló Nadia.
—¡Madre mía, lo tuyo no es normal! —exclamó Kristen con un
aspaviento.
Se levantó y llevó su plato al fregadero, murmurando algo entre dientes.
Nadia puso los ojos en blanco y me dedicó una mirada de complicidad.
—Yo hice lo mismo cuando se marchó mi padre. Me eché la culpa. —
Tenía trece años cuando su padre abandonó a su madre—. Fue justo después
de que descubriera mi alijo de maquillaje, ¿os acordáis? Me castigó y me
mandó a mi cuarto. Cuando salí a cenar, ya se había ido. Había vuelto a
desobedecerle y pensé que era por eso. Mamá me contó después que papá
tenía una aventura y yo creo que me castigó para que no estuviera delante
mientras mamá y él celebraban uno de sus campeonatos de gritos.
—¿Por qué no me lo contaste antes?
—Por lo mismo que tú. Me sentía culpable y me lo guardé para mí. No
supe lo de la aventura de papá hasta después de graduarme en el instituto. Me
estuve culpando durante cinco años. —Alargó la mano y me apretó los dedos
—. Es normal que te sientas culpable, pero no te aferres a eso tanto tiempo
como yo. Solo conseguirás deprimirte y no puedes hacer absolutamente nada
para cambiar el pasado.
Eso era muy fácil decirlo.
—¿Y qué se supone que debo hacer ahora? —pregunté.
—¿Con lo de James?
—No, con el trabajo. Necesito encontrar trabajo.
Necesitaba cocinar y hornear… crear. En eso James y yo nos
parecíamos. Él pintaba para aliviar el estrés o rumiar un problema; yo hacía
pan. Mucho. Estaba deseando sacar los ingredientes de los armarios. Preparar
una masa mejor que la de aquella mañana. Absorta en mis pensamientos,
había añadido demasiada agua y me había quedado muy viscosa, pegajosa.
—Puedes buscar trabajo. O… ¡viajar! —añadió con una pausa de
efecto.
—Eso fue lo que me sugirió Thomas.
Como nos íbamos a ir de luna de miel, tenía pasaporte, pero yo jamás
había ido a ninguna parte sin James. Se me haría raro viajar sola. Él era el
espontáneo, el que siempre se desviaba de lo acordado para probar opciones
nuevas. «Nunca sabes lo que te puedes encontrar», me dijo en una ocasión.
Nadia sonrió.
—Me gusta cómo piensa.
—Nada de viajes —dije, negando con la cabeza—. Aún no.
—Pues abre un restaurante.
—¿Te ha pedido mi padre que me digas eso?
Rio.
—No, pero me parece una idea estupenda.
—A James también. Quería que abriese una cafetería. Decía que hago
un café formidable.
—Yo me lo plantearía.
Me angustiaba un poco la idea de montar un restaurante yo sola, sin el
apoyo de James. Miré a Kristen por encima del hombro.
—¿Qué piensas tú?
—¡Yo soy del equipo Aimee! —contestó, levantando los brazos—. Lo
que a ti te haga feliz.
James y The Goat me hacían feliz.
Nadia llevó su plato al fregadero. Kristen se asomó a la nevera y abrió
los armarios. Yo las miré a las dos y caí en la cuenta de que era lunes.
—¿No deberíais estar en el trabajo?
—A mí hoy me sustituye la becaria, así que estoy a tu disposición todo
el día.
Kristen era profesora de primaria y daba clases todo el año. Solo tenía
libres unas semanas en verano, justo antes de que empezara el curso. Nick y
ella se habían casado el año anterior. Querían tener familia pronto y habíamos
previsto criar a nuestros hijos juntos.
De eso ya me podía olvidar.
Nadia metió el plato en el lavavajillas y se secó las manos.
—Yo solo tengo hasta las dos.
—Me habías dicho que tenías todo el día —protestó Kristen,
asomándose desde detrás de la puerta de un armarito.
—Cuando venía hacia aquí, me han llamado para que me pase por ese
local comercial del centro. El nuevo arrendatario ha aceptado mi propuesta y
quiere verme cuanto antes.
—¿El de North Santa Cruz Avenue? —pregunté—. ¿Entre el estudio de
danza y la vinoteca?
Era el único inmueble disponible que yo conocía. Y solo lo sabía por
James.
—Ese mismo. Va a ser una galería de arte.
Me dejó de piedra.
—¿Bromeas?
Nadia me miró raro.
—Eh… no. ¿Qué pasa?
—Vas a diseñar una galería en el mismo sitio que James tenía pensado
alquilar para la suya.
—Lo siento —dijo, visiblemente afectada.
—No es culpa tuya —repuse, quitándole importancia.
Kristen volvió a asomar la cabeza a la nevera.
—¿Dónde has metido el vino, Nadia?
—¿No iba una botella con la comida? —Kristen negó—. Nos la
habremos dejado en la tienda —añadió Nadia, encogiéndose de hombros.
—Tiene que haber botellas en la nevera del garaje —les dije, aún muy
afectada. No podía dejar de pensar en ese local del centro. El que se hubiera
alquilado era la confirmación de que ese sueño jamás se haría realidad.
Kristen me miró con recelo y entró en el garaje, cerrando de un portazo.
Volvió al poco con una botella de chardonnay.
—¿Cuándo has limpiado el garaje?
—¿A ti te parece que he limpiado? —dije, señalando el salón comedor.
El correo sin contestar se amontonaba en la encimera. En el suelo había torres
de periódicos sin leer. En los rincones, se multiplicaban las pelusas.
—Da igual. —Descorchó el vino y sirvió tres copas—. El garaje está
bien.
Bebimos y hablamos del nuevo proyecto de Nadia. Al rato le sonó la
alarma del móvil para recordarle la cita.
—Tengo que irme —dijo, mirando la pantalla—. Te llamo mañana.
Me dio un beso en la mejilla y agarró su bolso tipo hobo. La correa se
enganchó en el respaldo de la silla y volcó. Cayeron por el suelo de porcelana
un lápiz de labios, bolígrafos, pastillitas de menta y documentos.
Maldijo y yo me agaché a ayudarla.
—Ya está, déjalo. —Me apartó las manos y recogió todas sus cosas—.
Tengo que irme volando —añadió, y corrió hacia la puerta.
Le dije adiós y puse una lista de canciones en el equipo de música,
preguntándome cuánto se quedaría Kristen. Sirvió otra ronda de vinos. Bien:
no pensaba irse enseguida.
Bailamos y hablamos y vimos una peli de chicas en la televisión de
pago. Sonó el timbre hacia las diez de la noche. Nick venía a buscar a su
mujer.
—Te llamo mañana —dijo Kristen, levantándose del sofá.
La acompañé a la puerta. Me dio un abrazo fuerte.
—Buenas noches, cielo.
Nick la agarró de la cintura, se la arrimó al costado. Eran la pareja
perfecta. Lo vi apartarle a su mujer los mechones de pelo rubio de la cara. Le
dio un beso en la frente, cerrando un instante los ojos. Sus caricias eran
íntimas. Se me encogió el corazón. Yo había perdido la oportunidad de tener
eso con James.
—¿Seguro que no te importa pasar la noche sola? —me preguntó Nick.
¡Qué remedio!
—Sí, no os preocupéis.
—Llama si necesitas algo.
—Gracias.
Cerré y eché la llave en cuanto se despidieron. Oí alejarse el coche de
Nick. Pegada a la puerta, me escurrí al suelo y cerré los ojos. El vino me
hacía sentir como si flotara. Los sonidos y los olores penetraban en mi mente
neblinosa: el tictac del reloj de la repisa de la chimenea, el zumbido del aire
acondicionado, el aroma a limoncillo y coco de las velas encendidas…
Abrí los ojos de golpe. ¡Tenía que apagar las velas!
Al levantarme despacio, vi un papelito debajo de una de las sillas de la
cocina. Estaba doblado por la mitad y se sostenía de pie como una tienda de
campaña en miniatura. Me agaché a cogerlo, escudriñé el texto.
«Lacy Saunders.»
La vidente del funeral de James. Casi me había olvidado de ella. Nadia
no debía de haber visto la tarjeta cuando se le había caído al suelo todo lo que
llevaba en el bolso. La miré fijamente.
«James está vivo.»
Las palabras de Lacy me resonaron como un susurro en la cabeza.
Menuda chiflada. Tiré la tarjeta a la encimera y recorrí la casa soplando
velas, echando la llave a las puertas y apagando luces. Eché un vistazo al
garaje y, como suponía, Kristen se había dejado encendida la única luz del
techo. La apagué, pero volví a encenderla enseguida.
Detrás de mi VW Beetle había un enorme espacio vacío donde tendría
que haber habido ocho cajas llenas de lienzos de James envueltos en papel de
burbujas. Habían desaparecido.
Rodeé el coche y me quedé mirando como una boba el suelo de
cemento desierto. Solo quedaba una caja. ¿Dónde habían ido a parar las
otras? ¿Cuánto hacía que no estaban? Había estado tan decaída en los últimos
meses que las cajas podrían haber desaparecido en cualquier momento. A lo
mejor James había querido hacer hueco en el garaje y se había llevado las
pinturas al almacén de la empresa.
Puede que Thomas supiera dónde estaban. Tendría que llamarlo.
«Mañana», me dije, bostezando.
Capítulo 4
OCTUBRE

Pasaron los días, uno detrás de otro, sin que apenas me diera cuenta.
Noches interminables por ahí con Nadia, cenas con Kristen y su marido e
innumerables noches sola, viendo películas en el sofá. Cuando no había nada
interesante que ver, hacía pan.
De vez en cuando, cogía el coche e iba a The Goat a hacer mi turno,
pero la certeza de que no tardaría en cerrar solo me servía de recordatorio de
que debía decidir qué rumbo dar a mi vida. Así que dejé de hacerlo.
El correo siguió amontonándose. La torre de periódicos siguió
creciendo. Los platos se acumulaban en el fregadero. Había vasos sucios por
todas las superficies de la casa. En la mesa de la cocina, guisos, pasteles y
galletas sin tocar. Solo usaba la lavadora y la secadora cuando mi situación
era desesperada. Por ejemplo, cuando me quedaba sin ropa interior.
Ocupaba al máximo mis días y mis noches hasta que me derrumbaba.
Al despertar, como no podía con mi alma ni con mi cuerpo, me ponía creativa
con el café. Mezclaba cafés exóticos y siropes para mantenerme despierta, y
luego hacía un poco más de pan. Mi casa era un desastre. Mi vida era un
desastre. Yo era una ruina.
Hasta el día en que desperté de verdad.
Fue con un cortacésped. Me asomé por las rendijas de la persiana y vi a
Nick recorriendo mi jardín de un lado a otro. Se abrió la puerta de la calle y
Kristen me miró espantada.
—¿Estás despierta?
—He decidido volver al mundo de los vivos. Tiene que dejar de hacer
eso —le dije, señalando afuera con el pulgar.
Kristen cerró la puerta.
—Quiere ayudar y me parece que a él también le viene bien.
—¿Y eso? —pregunté, plegando una caja de pañuelos vacía.
—Echa de menos a James.
—Como todos. —Recogí los vasos sucios que me fui encontrando por
el salón—. El jardín está precioso, pero lleva ya once semanas. No me puede
cortar el césped el resto de su vida.
—Dijo la que acababa de volver al mundo de los vivos. —Kristen me
siguió a la cocina—. Le diré que has contratado a un jardinero.
—Perfecto.
Olisqueó el aire. Impregnaba la estancia un aroma a canela y a sirope de
arce.
—¿Pastel de café? —preguntó. Me acerqué a los platillos y bandejas de
guisos que poblaban la mesa de la cocina y Kristen me miró asustada—.
¿Tienes pensado comerte todo esto?
—He estado dando de comer al vecindario —confesé avergonzada.
Aunque mi vecina de al lado y su marido me agradecían los platos
calientes que les llevaba para la cena y a sus tres niños les encantaban los
dulces que les hacía, me habían pedido que dejara de alimentar a su familia.
Me estaba gastando demasiado dinero en ellos. Un dinero que no tenía en el
banco, porque aún no me había decidido a cobrar el cheque de Thomas.
Aunque su tarjeta de crédito temblaba por la cantidad de comida que había
ido comprando, terminaría donando los resultados de mi más reciente ataque
de cocina al comedor social de San Antonio, en el que su madre trabajaba
como voluntaria.
Kristen se sirvió un trozo de pastel.
—Guau, vaya, esta no es la receta de tu madre —gimió—. Es mejor.
—Le he añadido nata. Cambia la textura. Lo hace más ligero y más
tierno.
Se zampó el último trozo y se puso otro pedazo en el plato.
—¿Y a qué se debe este atracón de cocinar?
—Ya me conoces. Tengo que estar ocupada. Para no pensar en… cosas.
Esbozó una sonrisa.
—James no era el único artista de la casa.
Se dibujó una en mis labios también.
—Sí, éramos tal para cual.
Me acerqué a la pila y enjuagué los platos. Kristen se terminó el pastel
de café, luego organizó varios meses de correspondencia apilados en la
encimera. Uno de los montones volcó y cayó al suelo una cascada de sobres.
Los recogió.
—Guau. ¿Qué es esto?
Miré lo que tenía en la mano. El cheque de Thomas. Enterrado e
ignorado junto con el resto del correo.
—Es de Thomas.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Era el beneficiario de James. Decidió que yo tenía derecho a disfrutar
de ese dinero porque James y yo estábamos a punto de casarnos.
—Qué detalle por su parte. Madre mía —añadió agitando el cheque—,
«detalle» se queda corto. ¡Esto es inmenso! Con todo este dinero, puedes
montar tu restaurante.
—Sí, bueno, si al final decido hacerlo.
Miró fijamente el cheque.
—Lleva la fecha del día de tu bo… Perdona, del funeral de James.
Me sequé las manos y le quité el cheque.
—Fue cuando me lo dio Thomas, justo antes de que me abordara Lacy.
—¿Quién es Lacy? ¿Esa mujer con la que hablabas en el aparcamiento?
Asentí.
—Es vidente.
Kristen soltó una carcajada.
—¿Que es qué?
—Asesora vidente.
—¿Una especie de adivina?
—Más bien médium investigadora, me parece.
—No me extraña que Nadia te quitara la tarjeta. A mí también me
preocuparía que se me acercara alguien así. ¿Qué te dijo?
—Que James sigue vivo.
Se quedó pasmada. El reloj del salón hizo tictac, luego otra vez. Kristen
inspiró con dificultad.
—Qué miedito. No la creerás, ¿no? —Le di vueltas al anillo de
compromiso. Me había preguntado «y si» en numerosas ocasiones—.
¿Aimee…? —me dijo, entornando los ojos.
—No. No la creo.
Soltó un suspiro de alivio.
—Bien. Por un segundo, me has preocupado. —Se miró el reloj—. Me
tengo que marchar. Tengo clase dentro de treinta minutos. Ah, casi se me
olvidaba. —Se metió la mano en el monedero—. Esto es para ti.
Otra tarjeta de visita. GRACE PETERSON. DOCTORA EN PSICOLOGÍA
CLÍNICA. ASESORA EN PROCESOS DE DUELO.
—Me alegra que por fin hayas salido de tu escondite, pero tengo la
sensación de que aún te guardas algo dentro. Por si te apetece hablar con una
terapeuta. Alguien que te asesore de verdad. —Le dio la vuelta a la tarjeta y
me señaló lo que había escrito a mano en el dorso—. Te he pedido cita. Hoy
a las once. Puedes cambiarla por otro día u otra hora. Cancelarla si quieres.
Lo dejo en tus manos.
—Gracias —dije, sin tener claro si iría. Tiré la tarjeta a la encimera, al
lado de la de Lacy.
—Te llamo cuando salga del trabajo.
Me dio un beso en la mejilla y se fue.
Cuando terminé de limpiar, ducharme y vestirme con unos vaqueros, un
suéter fino y zapato plano, ya eran casi las once. Todo estaba como los
chorros del oro, incluida yo, pero no llegaba a tiempo a la cita que me había
pedido Kristen. Me pregunté si me habría demorado intencionadamente.
Desde la encimera, además de la tarjeta de Grace Peterson, me llamaba
la de Lacy, doblada por la mitad. Mientras la miraba sin parar, empecé a
ponerme cada vez más furiosa. Sentí de pronto mucha rabia. Me fastidiaba
que hubiera venido a buscarme al funeral de James para decirme que estaba
vivo. Era una crueldad. Pensé en el cheque de Thomas y me pregunté si
sabría lo del dinero. Puede que solo quisiera aprovecharse de mí.
Pero había una palabra en la tarjeta que veía más grande y más resaltada
cuanto más la miraba. DESAPARECIDOS. Impresa justo encima del eslogan LE
AYUDO A ENCONTRAR LAS RESPUESTAS QUE BUSCA.
Más le valía aclarar mis dudas, como por qué había tenido el descaro de
abordarme. Agarré la tarjeta y las llaves, lamentando de inmediato
plantearme siquiera ir a verla.
La dirección de la tarjeta correspondía a una casa de un distrito
residencial en la frontera entre Los Gatos y Campbell. Me acerqué a la acera
de su bungaló de una sola planta. En el césped había clavado un cartel.

Consulta de videncia de Lacy


Tarot y quiromancia
Sin cita previa
El cartel daba una imagen muy distinta a la de Lacy, la médium
investigadora. No parecía mejor que una adivina de feria.
¡Qué boba había sido! Nadia me había advertido que no fuese tan
ingenua.
Por la ventanilla del copiloto la vi mirarme desde su cocina. Me recorrió
un escalofrío, volví la cara y miré de frente, por el parabrisas.
«Baja del coche, Aimee.»
Me noté sus ojos encima mientras me convencía de que debía bajar del
coche. ¿O era ella quién me hablaba desde mi interior?
Deshaciéndome de esa sensación, bajé y cerré la puerta.
—Hola, Aimee. —Lacy estaba en la acera. Di un respingo y la miré
fijamente. No la había visto salir—. ¿Quiere entrar? —me preguntó con una
sonrisa sincera.
—Yo…
Movía la boca, pero no salía ninguna palabra. Lacy me observó
impaciente hasta que mascullé una excusa y busqué a tientas la manilla de la
puerta, a mi espalda. Tenía la extraña sensación de que de verdad sabía algo
de James, algo que no sabía ni yo, y eso me asustaba.
Me instalé al volante y metí la llave en el contacto.
Tocó con los nudillos en la ventanilla del copiloto. Di un bote en el
asiento.
—¿Adónde va? —me preguntó.
—Lo siento. Venir aquí ha sido un error.
Arranqué el motor y ella se apartó de un salto. Pisé el acelerador con
más fuerza de la que pretendía. El coche dio un acelerón y salí disparada.
Volví a casa por el camino largo, por callejuelas en lugar de autopistas,
regañándome todo el rato por haber sido tan estúpida. «¡Por Dios, qué tonta
soy!» Cuando llegué a casa, Lacy estaba sentada en mi porche.
Titubeé junto a la valla de madera que bordeaba mi jardín y ella se
levantó.
—No se preocupe, no me voy a quedar —dijo, acercándose despacio a
mí—. Me he encontrado esto en la calle —añadió, alargándome mi cartera.
Miré como ausente la cartera verde oliva de Gucci que James me había
regalado hacía dos años por mi cumpleaños. Parecía fuera de lugar en sus
manos.
Sonrió. La sonrisa le suavizó el rostro y la hizo parecer más joven de los
cuarenta y muchos años que yo le había echado.
—Sigue todo dentro —me dijo cuando cogí la cartera—. Solo he
mirado el carné de conducir para ver la dirección. Bonita foto.
Me metí la cartera en el bolso.
—¿No ha podido adivinarlo usted sola?
La acritud de mi comentario la sorprendió.
—No, lo siento. No funciona así. Aunque le puedo decir que, en
realidad, no ha venido hasta mi casa para averiguar si soy una estafadora
profesional. Ha venido en busca de respuestas sobre James. Tuvo dudas
cuando desapareció. Las sigue teniendo. —Sentí un escalofrío y miré a otro
lado—. Está furiosa conmigo.
—Creo que debería irse —le dije, porque me incomodaba.
Dudó un momento, abrió y cerró la boca como si no supiera bien si
decir algo más. No lo hizo. Se limitó a hacer un gesto con la cabeza y se fue a
su coche. La vi marcharse y me sorprendí preguntándome si volvería a verla.
Capítulo 5

Me rugió el estómago. Oí a James reír en medio del estrépito de un


motor lejano. En la suave brisa que azotaba mi ropa, su voz me susurró al
oído: «Vamos a Joe’s».
En Joe’s pasábamos los domingos por la mañana. Parecía que hacía una
eternidad que James se había ido. Echaba de menos su risa y el timbre grave
y sedoso de su voz. Nunca volvería a oírlo decir «te quiero» y me resistía a
hacer nada que contribuyera a su desaparición permanente, como guardar sus
cosas en cajas, cancelar sus suscripciones a revistas o sentarme sola en
nuestra mesa de Joe’s. Pero, por primera vez en medio año, sentí la necesidad
de ir allí, de disfrutar de un cuenco de sopa de tomate casera y una ensalada
de cítricos. La comida de la cafetería era maravillosa, pero Joe jamás había
sabido hacer un café decente. James solía decirme en broma que tendríamos
que llevarnos las bebidas de casa, preparadas por mí, y pagarle a Joe un tanto
por taza, como en esos sitios donde llevas tu propio vino. El café amargo de
Joe’s no tenía nada que ver con el elixir que yo preparaba.
En lugar de volver a una casa vacía donde la comida se estaba
estropeando, caminé cuatro manzanas hasta Joe’s y, con el eco de mis
zapatos en la acera, imaginé que James iba a mi lado. Habíamos hecho ese
trayecto muchas veces y me costaba creer que no fuéramos juntos esa vez, de
la mano. Cerré los puños, con las palmas frías y vacías.
Llegué a Joe’s, pasé la puerta de la calle y fui directa a la de cristal.
«¡Ay!» Me llevé las manos a la cara enseguida, llorosa. Me ardía la nariz.
Empecé a dar pisotones en círculos, maldiciendo mientras me frotaba la piel
delicada.
Me pellizqué el puente y sacudí el pomo. Estaba cerrado. ¿Un viernes?
Pegué la frente al cristal y miré adentro. La cafetería estaba a oscuras y
no había nadie. Ni nada en los expositores: ni magdalenas, ni carnes, ni
ensaladas, ni bebidas embotelladas. En la esquina del ventanal derecho había
un cartel.

SE ALQUILA

Me quedé mirándolo un buen rato. Joe’s Coffee House había cerrado.


Desaparecido para siempre.
Pensé en las mañanas que James y yo habíamos ido a desayunar allí. El
aroma familiar a café tostado, a bollitos recién horneados y a frittatas había
sido lo que me había llevado hasta allí esa mañana. Era nuestro sitio. Era mi
sitio.
Me aparté bruscamente del ventanal.
—Este podría ser mi sitio —le dije a mi reflejo.
En ese momento, supe exactamente lo que quería hacer, lo que tenía que
hacer. Abrir mi propio restaurante, allí mismo, en el antiguo local de Joe’s.
Era lo que James habría querido. Lo haría por él.
La emoción me recorría el cuerpo entero como un chute de cafeína.
Antes de arrepentirme, tecleé el nombre y el número de la inmobiliaria en mi
móvil y guardé el contacto.
Bullía de ilusión. Miré alrededor, fijándome en los escaparates de las
dos manzanas más próximas. A lo mejor Nadia estaba en la obra de la galería
de arte. Aún estaba de reformas. Me fui de Joe’s y la llamé.

—Ve tú. Dime qué te parece —me animó.


—La galería aún no está abierta al público. No puedo entrar.
—Claro que puedes. Wendy está colgando cuadros para la gran
inauguración.
—No sé…
Confiaba en que Nadia estuviera allí y poder contarle mi idea sobre
Joe’s. Volvió a rugirme el estómago.
Chascó la lengua.
—Dile que te he mandado yo. No le importará que eches un vistazo.
—De acuerdo. Voy a asomarme.
Me detuve en la esquina. Un coche pasó a toda velocidad y me aparté
sobresaltada de la calzada.
—Tengo que prepararme para una videoconferencia. Me paso por tu
casa esta noche después del trabajo. Quiero que me cuentes qué te parecen la
paleta de colores y el diseño.
—De acuerdo.
—Hasta esta noche —dijo, y colgó.
Estuve a punto de pasar de largo. Nadia había transformado la fachada
entera. Se había reformado todo. Ventanales más grandes, inmensas puertas
dobles de cristal, luces en el techo escondidas debajo de un toldo enmarcado
en madera. Tiestos de madreselva que trepaba hasta el cielo a ambos lados
del escaparate. El rótulo grabado en el cristal con un tipo de letra elegante.

GALERÍA WENDY V. YEE

DONDE EL FOTÓGRAFO LOCAL SE CONVIERTE EN


INTERNACIONAL

Fotografías, no pinturas.
Nadia había estado trabajando en un tipo de galería distinto al que yo
esperaba y había creado un espacio precioso para que Wendy expusiera el
talento fotográfico de sus artistas.
Apoyada en el ancho alféizar del ventanal había una foto arrebatadora
de un cielo naranja lavanda que besaba unas aguas verde mar. La imagen era
mágica y se titulaba Amanecer en Belice, sin más. Me sentí atrapada por la
fotografía, sentada en la arena viendo cómo la luz de la mañana jugaba con la
marea. Con una brisa salobre y húmeda acariciándome la piel. Me dieron
ganas de ir allí.
Según el nombre que aparecía debajo del título, el fotógrafo era Ian
Collins y, a juzgar por lo cautivadora que era la luz de Amanecer en Belice,
debía de ser un artista extraordinario.
La doble puerta de cristal de la galería estaba abierta de par en par.
Dentro, el suelo antiguo se había reemplazado por una tarima clara de
láminas anchas. El color más claro haría que uno mantuviera los ojos
centrados en el arte y no en el suelo. Las paredes encaladas, aún desnudas de
obras de arte, estaban divididas en tres zonas de exposición separadas por
particiones de ladrillo. Se veía la pared del fondo, pero las particiones
dividían el espacio, dándole a la galería un ambiente más íntimo, pese a lo
diáfano de la distribución. A James le habría encantado lo que había hecho
Nadia.
Mis zapatos resonaron por la sala. Oí voces procedentes de detrás de
una de las particiones, luego un martillo, seguido de un golpe seco y un
gruñido, y después una retahíla de improperios.
—Ya está bien, Ian. Déjame que llame al contratista y que lo haga él.
—Suelta el teléfono. Nos lo va a cobrar. Yo te salgo gratis.
—A este paso, te lo vas a gastar en primeros auxilios. No hace falta que
te destroces los pulgares, lo puede hacer Bruce.
—Esta es la última escarpia. —Más martillazos—. Voilà, fini! —
anunció el hombre del martillo con un francés horrible. Se me escapó una
risita y me tapé la boca con la mano.
—Gracias, Ian, pero no dejes tu otro trabajo para dedicarte a esto.
—No tengo otro trabajo.
Ian rodeó la partición. Se detuvo en seco al verme y me miró a los ojos.
Me sentí atraída por la intensidad de su mirada ambarina. El pelo rubio le
caía por la frente y sentí el impulso inesperado de pasarle los dedos por las
ondas.
Me ruboricé. ¿De dónde había salido semejante pensamiento?
Su mandíbula recta se contrajo y se dibujó en sus labios una sonrisa.
—¡Hola!
Me lo quedé mirando como una boba. La sonrisa se hizo mayor. Guau.
—¿Ian? —lo llamaron. Tras unos pasitos ligeros apareció una mujer—.
¡Ay! No sabía que tuviéramos visita. ¿En qué puedo ayudarte?
Me volví de pronto hacia ella. Era esbelta y menuda, e iba vestida de
negro. Una melena brillante de color ébano le caía por los hombros. En los
labios, un amago de sonrisa.
Le tendí la mano enseguida.
—Soy Aimee Tierney. La amiga de Nadia.
Me estrechó la mano.
—Wendy Yee. Te presento a Ian Collins —dijo, ladeando la cabeza
hacia él—, uno de los fotógrafos con los que trabajo.
—He visto la fotografía del escaparate. Es preciosa.
—Gracias —dijo él y me agarró la mano—. Encantado de conocerte,
Aimee.
—Siento molestar —le dije a Wendy—. Solo quería ver el diseño de
Nadia.
—No hay problema. Puedes venir cuando quieras. La inauguración es la
semana que viene, por si te interesa.
—Tienes que venir —terció Ian.
—No sé nada de fotografía —dije, mirando a uno y a otro
alternativamente.
—Solo hay que saber disfrutarla —repuso él, sonriendo—. Nadia estará
aquí.
—Espera, que te doy una invitación.
Wendy se acercó al mostrador del rincón más apartado de la galería.
Me negué a mirar a Ian, pero noté que él me miraba a mí.
Volvió Wendy y me dio un sobre abierto con una cartulina blanca
dentro.
—El jueves que viene, a las ocho.
—Gracias.
Me guardé la invitación en el bolso de bandolera.
—Me muero de hambre —dijo Ian, frotándose el estómago—. Vamos a
comer, Wendy.
—Ve tú. Yo tengo que terminar esto —espetó, y lo despachó con la
mano.
—Te traigo algo.
—Gracias.
Wendy le quitó el martillo y desapareció detrás de la partición.
Ian me miró.
—¿Almorzamos? —Di un paso atrás sin querer—. Si dos mujeres me
rechazan en menos de sesenta segundos, voy a tener que pensar que he
perdido mi encanto —dijo con una sonrisa pícara. Cruzó los brazos y se
olfateó la axila—. O que se me ha olvidado echarme desodorante.
Solté una carcajada.
—Gracias por el ofrecimiento, pero no.
—No soy tan mala compañía. Vamos a comer algo.
Mi estómago decidió ir por libre y recordarme por qué había ido al
centro. Soltó un rugido sonoro y prolongado.
Ian enarcó una ceja y me señaló la puerta.
—Hay una pizzería en la esquina. Podemos comer fuera.
Rugido.
—Pues que sea una pizza. —Lo seguí afuera—. ¿Viajas mucho? —
pregunté señalado la fotografía del escaparate.
—Cada cuatro o seis meses hago excursiones cortas. Cada equis años
hago un viaje largo. Tengo prevista una expedición fotográfica en breve —
dijo mientras caminábamos.
—Debe de ser estupendo ir a sitios exóticos.
—Tiene sus incentivos. —Me miró—. ¿Tú has viajado mucho?
Negué con la cabeza.
—Por carretera. Sin salir del país.
—Si pudieras ir a cualquier sitio, ¿adónde irías?
Solté lo primero que se me pasó por la cabeza.
—A la playa de tu foto.
—Es un sitio precioso. Te lo recomiendo.
—Ojalá. Demasiado caro.
Frunció los ojos.
—Sí, el dinero siempre es un problema.
Paramos en una esquina y esperamos a que cambiara el semáforo.
—No había visto tu trabajo antes. ¿Expones en algún sitio más? —le
pregunté cuando cruzamos la calle.
—¿Aparte de en internet? Solo en la galería que tiene Wendy en Laguna
Beach. Le gusta promocionar a los artistas locales.
—¿Vives en el sur de California?
—Antes sí. Me crie en Idaho, luego me mudé al sur de California. Solo
llevo unos años en Los Gatos. He tardado todo ese tiempo en convencer a
Wendy para que abriera una galería aquí. Últimamente he pasado mucho
tiempo en carretera.
—¿Siempre en busca de la siguiente gran instantánea? —Al ver que
asentía, le pregunté—: ¿También disparas a seres humanos?
—Juro que jamás he matado a nadie. Palabra de explorador —dijo,
levantando dos dedos juntos a modo de juramento.
Me puse como un tomate.
—Ah, no, no, me… me refería a disparos fotográficos. ¿Haces fotos de
personas, tipo retrato?
Se le oscureció el semblante.
—Lo mío son los paisajes.
Nos apartamos para dejar pasar a una mujer con una sillita de bebé.
—¿Y tú a qué te dedicas? —me preguntó.
—Soy pinche de cocina o gerente de un negocio de restauración,
dependiendo del día. —En las últimas dos semanas, no había sido casi
ninguna de las dos cosas—. ¿Has estado alguna vez en The Old Irish Goat?
Negó con la cabeza.
—He oído hablar de él.
—Mis padres eran los dueños del restaurante.
—¿Eran?
—Sí —dije, algo abatida—, lo han vendido. A partir de la semana que
viene, The Goat tendrá nuevos dueños.
—O sea, que estás buscando trabajo —dedujo.
—Eso parece.
Cuando llegamos al restaurante, me sostuvo la puerta. La encargada nos
sentó en la terraza lateral que daba a la calle. Nos dio las cartas y nos tomó
nota de las bebidas, agua para Ian y té helado para mí.
En cuanto se fue, Ian apoyó los codos en la mesa y la barbilla en las
manos cruzadas.
—Bueno, ¿qué te ha pasado?
Lo miré extrañada.
Me señaló a la cara.
—En la nariz. ¿Qué te ha pasado?
Me tapé enseguida mientras, con la mano libre, buscaba en el bolso un
espejo.
Ian rio.
—No es para tanto —dijo, tocándome la muñeca—. Solo la tienes un
poco roja e hinchada.
—Muchas gracias.
Rio de nuevo, luego su expresión se suavizó.
—¿Te duele?
—Un poco. Intento no pensarlo.
Pero que Ian me mirara fijamente no ayudaba. Me estaban dando ganas
de meterme debajo de la mesa y no salir.
—A ver, déjame ver. —Me apartó y palpó con cuidado el tejido y el
cartílago. Siseé de dolor—. ¿Duele ahí? —Asentí con la cabeza—. ¿Te ha
sangrado la nariz?
—No.
Pestañeé deprisa. El contacto con su piel me relajaba. Me inquietaba,
pero en el buen sentido.
—Puede que tengas la nariz despigmentada e irritada unos días.
—Fotógrafo y médico. Eres un hombre de múltiples talentos.
—Ojalá, pero no he tenido esa suerte. Solo soy un fotógrafo que sabe de
golpes y de magulladuras por experiencia propia.
—¿Lo que sea por conseguir la mejor foto?
—Algo así. —Se recostó en el asiento—. Volverás a estar preciosa para
la inauguración de la galería.
—¿Ahora no estoy guapa?
No pude resistir la tentación de provocarlo. Sonrió y me recorrió un
escalofrío.
Llegaron las bebidas y pedimos una pizza personalizada para cada uno.
—¿Conoces Joe’s Coffee House? —le pregunté.
—¿El café de la esquina? Lo han cerrado, ¿no?
—No lo sabía. Me he estampado contra la puerta cerrada.
Ian hizo una pausa, con el vaso a medio camino de la boca. Torció los
labios como si intentara contener la risa.
—Si tan desesperada estabas por tomar un café, podría haberte
preparado uno.
Le sonreí.
—Nadie hace un café mejor que el mío.
—¿Ni siquiera Joe?
—Sobre todo Joe —contesté, recordando su amargo café con regusto a
quemado.
—Eso suena a desafío. Un día de estos… tú y yo —dijo, señalándonos
—, veremos cuál de los dos hace el mejor café.
—¿Preparas cafés especiales? —Se dibujó en mi rostro una sonrisa—.
Acepto el reto —dije, estrechándole la mano para sellar el trato.
—Deberías abrir una cafetería en el antiguo local de Joe, sobre todo si
cocinas tan bien como aseguras que haces el café —me dijo con una sonrisa
torcida que me removió algo por dentro—. Lo que sirven en esas cadenas es
una mierda, con perdón.
—Lo que no te perdono es tu francés —repliqué, imitando el Voilà, fini!
que le había oído antes.
—Te propongo algo —dijo acercándose—, yo dejo de hablar francés si
tú montas tu cafetería.
Doblé la servilleta que tenía en el regazo y agaché la cabeza para
disimular una sonrisa. Eso era exactamente lo que había estado planeando
hacía una hora.
Llegó nuestra pizza e Ian pidió una para llevársela a Wendy. La comida
se me pasó volando y, cuando la camarera trajo la cuenta, saqué la cartera.
Ian se sacó la suya del bolsillo de atrás del pantalón.
—Esto lo pago yo.
—No tienes por qué invitarme.
Entornó los ojos. Parecía divertido.
—Eres una clienta en potencia, porque vendrás el jueves, ¿verdad?
—Sí, pero…
—Vas a querer una de mis fotos. Te hará falta el dinero la semana que
viene.
Lo miré directamente.
—¿Tan seguro estás de que voy a comprar una?
—De ilusión también se vive.
Dejó en la mesa una tarjeta de crédito y yo cerré la cremallera de mi
cartera. Los dientes metálicos se engancharon en algo. Tiré del papel que
había atascado el cierre y noté que palidecía. Era una tarjeta de visita de Casa
del Sol, un complejo turístico de Oaxaca, México. Sin nombre ni cargo, solo
la dirección del establecimiento, el teléfono y la página web. Me la habría
metido ahí Lacy.
—¿Te encuentras bien?
Miré a Ian.
—Sí, perfectamente.
—¿He dicho algo que te haya ofendido? Si quieres pagar tú…
Negué con la cabeza.
—No, no, no pasa nada.
Ian bajó la vista y me vio manipular la cartera. Se apagó su mirada y
noté que se distanciaba. Me habría gustado explicarle que mi cambio de
humor no era culpa suya, pero entonces habría tenido que contarle lo que me
preocupaba. Decirle que una vidente me había metido una tarjeta de visita
misteriosa en la cartera le iba a parecer muy raro. «Por cierto, cree que mi
difunto marido no está muerto.»
Pagó la cuenta, volvimos a la galería y nos detuvimos a la puerta, que
estaba cerrada. Le tendí la mano.
—Gracias por la comida.
Me miró con recelo, pero sonrió y me la estrechó.
—De nada.
—Encantada de conocerte —dije y di media vuelta, pero lo oí llamarme.
—¿Hasta el jueves?
Sonrió, de nuevo cariñoso. Le devolví la sonrisa y asentí.
—Hasta el jueves.
Capítulo 6

Nadia llamó para cancelar nuestra velada. Tenía en marcha un nuevo


proyecto y el cliente le había pedido que cenaran juntos para comentar los
planos antes de marcharse de la ciudad.
—Wendy me ha dicho que te ha invitado a la inauguración del jueves.
¿Vas?
—Probablemente.
Pensé en Ian. Quería ver más fotos suyas.
—Puedes venir conmigo. Nos hacemos de acompañantes.
—Mientras no me des un beso de buenas noches.
Soltó un bufido.
—Hecho. Bueno, ¿qué te pareció Ian?
—Me encantó… —El diseño del espacio. O eso era lo que tenía
pensado decir hasta que caí en la cuenta de lo que me había preguntado.
Rio.
—Es guapísimo, ¿verdad?
—Tu diseño es guapísimo.
—¿Te gusta?
—Me gusta el trabajo que has hecho en la galería.
—Aimee… —dijo, alargando mi nombre.
—Vale. Me gusta. Parece muy majo.
—Pídele salir.
—¿Qué! —Nunca le había pedido salir a nadie. Nunca había salido con
chicos, James no contaba. Él y yo siempre habíamos sido pareja—. No
puedo. Es demasiado pronto.
—James murió hace casi cinco meses. Tienes toda la vida por delante.
—No estoy preparada.
Suspiró.
—De acuerdo. Bien. No te presiono. Pero algún día estarás preparada.
El alma humana es asombrosamente resistente y el cuerpo humano es
asombrosamente libidinoso. —Rio y yo puse los ojos en blanco—. Vamos de
compras la semana que viene y te buscamos algo sexi.
—Claro —dije, más para callarla que porque estuviera de acuerdo.
—Tengo que arreglarme. Luego hablamos.
Se despidió y colgó.
Varias horas después me sorprendí mirando la tarjeta que Lacy me
había metido en la cartera. Me senté al ordenador del cuarto que habíamos
usado como estudio de James. Sus materiales de pintura aún estaban
esparcidos por todo el cuarto. Un lienzo inacabado esperaba en el caballete.
Encendí el monitor y abrí la página web del complejo turístico. Casa del Sol.
Los tejados a dos aguas cubrían los soportales tipo hacienda que se alzaban
sobre Playa Zicatela. El hotel se hallaba en la localidad de Puerto Escondido,
en la Costa Esmeralda de Oaxaca, México.
Jugueteé con la esquina de la tarjeta de visita. No tenía sentido. James
no había estado ni siquiera cerca de Puerto Escondido, que, según la
aplicación de mapas de mi móvil, se encontraba a casi dos mil kilómetros de
donde en teoría había ido él. James había volado a Cancún y tenía previsto
cenar en Playa del Carmen después de pasar el día pescando a orillas de
Cozumel. Thomas había ido a Cancún a recuperar su cadáver. O eso me había
dicho.
«Llama a Thomas, Aimee.»
Sentí más que oír esas palabras en mi interior.
«¿James?»
«No te vuelvas», me dije. No iba a estar allí.
En cuanto a Thomas, hacía más de un mes de su última visita. Se había
pasado por casa para ver cómo estaba y había terminado quedándose a cenar.
Lo llamé.
—Hola, Aimee —respondió con voz ronca.
Oí un frufrú al otro lado de la línea telefónica, luego un zumbido grave
y constante de fondo, como si hubiera salido o se hubiera asomado a una
ventana.
—¿Dónde estás?
Más frufrú. Se aclaró la garganta.
—Al otro lado del charco.
¿En Europa? Sería de madrugada. Debía de estar cansado.
—Perdona, ¿te he despertado? Te llamo luego.
—No, no pasa nada. —Gruñó. Lo imaginé frotándose la frente—. ¿Qué
pasa?
—¿Tú…?
No terminé la frase. Preguntarle a Thomas si había recogido el cadáver
de James en Cancún y no en algún otro sitio como Oaxaca no parecía lógico
ni meditado. Tampoco «¿Seguro que repatriaste el cadáver correcto y no te
trajiste el de un desconocido?», que habría sido mi siguiente pregunta.
No tenía otra prueba de que James no había muerto que una tarjeta de
visita y la palabra de una vidente.
—¿Sigues ahí? —dijo, interrumpiendo mis pensamientos.
—Sí. Perdona que te moleste. Es que… —Cerré los ojos e inspiré
hondo.
—Yo también lo echo de menos —confesó al cabo de un momento.
—Lo sé, gracias. Te dejo en paz. Buenas noches, Thomas.
—Cuídate, Aimee.
Puse el teléfono en el escritorio, al lado del cheque de Thomas. Lo miré
fijamente, pensando en el cartel de alquiler del local del centro.
«Hazlo, Aimee.»
Agarré el teléfono y llamé a papá. Era tarde. Me saltó el buzón de voz.
«Hola, papá. Eh… —Cogí el cheque—. Te llamaba para decirte que…
Bueno, que ya sé lo que quiero hacer. Que no tenéis que preocuparos por mí.
Me va a ir bien. No… ¡ya me va bien! Solo eso. Te quiero. Y a mamá
también. Adiós.»
Le di la vuelta al cheque y se me revolvió el estómago. Era graduada de
una escuela de cocina y podía organizar una comida de cinco platos para
cientos de comensales, pero me abrumaba la idea de preparar café y hornear
unas magdalenas para un cliente de mi establecimiento. Y, al mismo tiempo,
me liberaba.
«Aimee’s Café.»
James me había propuesto el nombre. Hasta me había esbozado un logo
la noche anterior a su viaje. Si él se proponía dar rienda suelta a su pasión y
abrir una galería, quería que yo hiciese lo mismo. Que dejara The Goat y
montara mi propio restaurante. Que cocinara lo que quisiera, no lo que
exigiera el tipo de negocio. ¿Acaso quería preparar comida típica de pub
irlandés el resto de mi vida?
Le di vueltas al anillo de compromiso de platino. El diamante brillaba
con la luz del monitor. Aun con James a mi lado, la idea me intimidaba. Pero
había llegado el momento de dar un paso adelante. Nadia diría que estaba
entrando en la siguiente fase del duelo. Hacia delante y hacia arriba.
Endosé el cheque, luego llamé a la inmobiliaria y les dejé un mensaje.
Al colgar, volví a la realidad. Mi cumpleaños era a la semana siguiente.
Cumpliría veintisiete y ya estaría camino de convertirme en la orgullosa y
cándida propietaria de un negocio sin plan de negocio, sin empleados y sin
producto.

Brenda Wakely se reunió conmigo delante de Joe’s Coffee House el


lunes a las diez de la mañana. Era alta y delgada y llevaba una blusa de seda
blanca por dentro de una falda de color azul eléctrico y tacones a juego. El
pelo corto, blanco con mechones platino, se le enroscaba por detrás de las
orejas.
Carraspeó y se presentó mientras abría la puerta cerrada con llave. La
alarma inició una advertencia de cuenta atrás.
—Eche un vistazo mientras desactivo esto —dijo, y enfiló a toda prisa
el pasillo, más allá de los baños, en dirección a la trastienda.
Joe no había retirado nada desde el cierre. La sala estaba atestada de
mesas de formica. Las sillas de plástico se encontraban apiladas contra la
pared del fondo. El suelo de linóleo tenía manchas y estaba levantado por las
zonas de mayor trasiego. El aire olía a rancio. Un leve hedor a granos de café
quemados y grasa de beicon me llenó los pulmones y me trajo recuerdos.
Puse los ojos en la mesa del rincón. ¿Cuántos domingos por la mañana
nos habríamos sentado James y yo junto a aquel ventanal, viendo pasar a la
gente mientras nos bebíamos aquel café amargo y comíamos tortillas
francesas bañadas en salsa de Tabasco?
Girando lentamente, eché un vistazo al comedor. Aunque el mundo que
rodeaba a Joe’s había cambiado, el local seguía siendo el mismo. Decoraban
la pared del fondo fotografías en blanco y negro de hacía cincuenta años. Las
cartas de plástico apiladas junto a la caja registradora listaban los mismos
platos que llevaba ofreciendo desde que yo había empezado a comer allí
hacía veinte años.
—¿Qué le parece? —me preguntó Brenda.
—Me encantaba Joe’s. Echo de menos este sitio.
—A mí también, pero todos esos locales de moda le hacían demasiado
la competencia. Aunque me encanta pedir desde el coche, así que no me
quejo.
Pasé detrás del mostrador.
—Habría que actualizar los electrodomésticos —me dijo, señalando los
fogones industriales llenos de grasa a través del ventanuco de la cocina—. Lo
cierto es que habría que vaciar el local entero y hacerle un buen lavado a
presión. —Apartó las manos de la superficie pringosa de la barra—. ¿Qué
negocio me dijo que quería montar aquí?
—Una cafetería. —Pulsé las teclas de la antigua caja registradora. El
dos se atascaba—. Bueno, más bien un café boutique con restaurante
gourmet.
Esbozó una sonrisa burlona.
—Otra cafetería. Un negocio arriesgado, si me lo permite. El propietario
quiere que el inquilino firme un contrato de arrendamiento a largo plazo, de
entre quince y veinte años —dijo, dando unos golpecitos en la carpeta de piel
que llevaba.
Eso era mucho tiempo. Inspeccioné los armaritos.
—¿Quién es el dueño del edificio?
—Joseph Russo.
—¿Joe es el dueño?
Debería haberlo supuesto. Igual podía llamarlo, llegar a un acuerdo con
él.
—¿Lo conoce personalmente?
—Mis padres eran los propietarios de The Old Irish Goat. Hace mucho
que conocen a Joe, por la Cámara de Comercio y otras asociaciones. ¿Ha
solicitado ya alguien este alquiler?
—Tengo otras dos personas interesadas. El inmueble va a volar. Joe
quiere tomar la decisión antes del jueves.
Tres días para decidir. Me pareció poco, pero lo podía perder.
¿Entonces, qué? Yo quería mi cafetería en el centro. La ubicación en la
esquina era ideal, pero, sobre todo, allí sentía una conexión con James.
Le di vueltas al anillo.
—¿Cuánto es el alquiler mensual?
Brenda me recitó de carrerilla una cifra, por encima de lo que esperaba.
Razón de más para llamar a Joe.
Debía planificarlo bien y no tomar decisiones precipitadas, pero no
quería perder aquel local.
—Me interesa —le dije sonriente.
—Estupendo.
Abrió la carpeta y me entregó varios impresos. Hablamos un poco más
de las condiciones y, mientras rellenaba la solicitud de alquiler y el informe
crediticio, ella se fue al lado opuesto del restaurante y se sentó a teclear
enérgicamente en el móvil.
Cuando terminé, me dio las gracias.
—Pasaré su informe crediticio y, si lo aprueban, comprobaré sus
referencias. —Me estrechó la mano—. Espero que todo le salga bien.
Una vez fuera, Brenda cerró con llave y se despidió. Yo volví a casa
mareada. En los días siguientes, investigué, planifiqué, solicité la licencia de
apertura y puse en orden mis finanzas. Por primera vez en cinco meses, me
ilusionaba algo.

Nadia me despertó a última hora del jueves por la mañana. Salí a abrir
arrastrándome. Me había quedado hasta tarde trazando planes de negocio y
de márquetin.
—¡Madre mía, no pensarás ir de compras así! —me dijo con cara de
asco al verme el pantalón de pijama y la camisa arrugada, y entró dándome
un empujón.
—Buenos días a ti también. —Bostecé y cerré la puerta—. ¿Qué hora
es?
—Hora de que te vistas. Tenemos menos de dos horas antes de mi
comida de negocios para encontrarte algo que ponerte para la fiesta de
inauguración de esta noche.
—Ya me pongo algo de lo que tengo —repuse, y volví al dormitorio.
Me siguió.
—¿Como qué?
Me encogí de hombros.
Abrió de par en par las puertas del armario y se quedó quieta. Resopló y
miró el lado de James. Su ropa seguía ahí, intacta. Cerró el armario.
—Vístete. Te hace falta algo nuevo. Vamos a Santana Row.
—Me tengo que duchar.
—No hay tiempo. Perfúmate. Y péinate —añadió, haciendo revolotear
los dedos alrededor de mi cabeza.
Veinticinco minutos después, vestida con vaqueros, una camiseta,
deportivas y mis rizos alborotados recogidos en una coleta alta, me
encontraba al lado de Nadia mientras ella repasaba un perchero lleno de
prendas. Iba apartando bruscamente las perchas, inspeccionando con rapidez
todos los vestidos de mi talla. Se colgó tres de los brazos y me arrastró a los
probadores.
—Sigo sin entender qué tiene de especial esta noche —dije, quitándome
las deportivas con los pies.
—¿Hola? Ian estará allí.
—No me interesa.
—Sí, sí, claro.
—Nadia… —le advertí.
Me quité los vaqueros y la camiseta. Un sujetador normalito y unas
braguitas aburridas me miraron desde el espejo de cuerpo entero.
—Pues olvídate de Ian. Hazlo por ti. Ya es hora de que le des un
empujón a tu vida social. Tienes que empezar a salir con hombres.
—Yo no salgo con hombres —dije con frialdad, y descolgué el primer
vestido de la percha.
—Lo que tú digas, pero date prisa, que nos queda poco tiempo.
Me subí la cremallera del vestido de mezcla de seda sin mangas color
cobalto, con cuerpo entallado y falda recta hasta la rodilla, y me volví hacia el
espejo. ¿Le parecería a Ian demasiado pretenciosa? El vestido era precioso,
pero muy vistoso para una exposición de arte. Excesivo para Ian.
A James le habría encantado ese vestido.
Me desabroché la cremallera y, cuando el vestido cayó al suelo, le lancé
una mirada asesina.
¿Por qué me preocupaba siquiera lo que pudiera pensar cualquiera de
los dos?
El siguiente era un vestido negro de línea trapezoide con falda abierta,
cuerpo entallado y mangas ajustadas hasta los codos. Mis zapatos de tacón de
charol negro irían de maravilla con aquel vestido. Aquel vestido sería
perfecto para esa noche.
Me sonó el móvil. Me aparté enseguida de mi reflejo y saqué la
distracción del bolso de bandolera.
—¿Diga?
—¿Aimee? Soy Brenda Wakely. Perdone el retraso.
—No pasa nada —dije, logrando sonar desenfadada, pese a que el
corazón me iba a mil.
—He estudiado su solicitud. Tiene fondos suficientes en sus cuentas
bancarias, pero hay algunos problemas con su tarjeta de crédito. Los últimos
pagos de su hipoteca se han demorado y, por desgracia, su calificación
crediticia se ha resentido.
Me encogí.
—Deje que se lo explique…
—Confiaba en que su solicitud saliera adelante, sobre todo porque es
usted amiga de Joe, pero no puedo recomendarle a él su solicitud y ahora son
tres los solicitantes cualificados.
Me derrumbé en la silla del probador.
—¿Hay algo que pueda hacer?
—¿Podría conseguir un avalista, alguien con mejor calificación
crediticia?
Pensé en mis padres, a pesar de que quería hacer aquello yo sola. Luego
me acordé de su cuestionable historial crediticio. Habían tenido problemas
para pagar a algunos proveedores.
—No estoy segura. Necesitaría más tiempo.
—Me temo que no dispongo de mucho. Seguramente se le conceda el
alquiler a otro solicitante esta tarde o, a lo sumo, mañana por la mañana.
Suerte con la búsqueda de local. Que tenga un buen fin de semana.
Colgó. Solté un largo suspiro y miré al techo.
Nadia me aporreó la puerta y di un respingo.
—Bueno, ¿qué? ¿Ya estás?
—Dame un segundo.
Me quité el vestido y me puse la camiseta.
—¿Ya has elegido uno? —Le pasé el trapezoide por encima de la puerta
—. ¡Genial! —ronroneó—. Me encanta.
Mientras salía de los probadores me pareció oírla decir que a Ian
también le iba a gustar.
Capítulo 7

Nadia me recogió a las ocho para la inauguración de la galería. Iba


imponente con un vestido de tubo de un color terroso que recordaba a la
lavanda seca. El pelo cobrizo, con la raya en medio, le caía por los hombros.
Un perfilador difuminado le enmarcaba los ojos esmeralda y un brillo claro le
resaltaba los labios gruesos.
Me hizo un gesto a modo de giro con el dedo índice y yo di unas vueltas
y la falda del vestido se me despegó de las piernas. Me había recogido los
rizos en un moño alto y me había dejado unos mechones sueltos a ambos
lados de la cara. No me había arreglado tanto desde el funeral de James.
Nadia sonrió.
—Igual me equivoco, pero ¿a que te sientes fenomenal? Estás
impresionante.
—Estoy nerviosa —dije, enroscándome en el dedo uno de los rizos
sueltos.
Me dio un manotazo y me retocó el peinado.
—Solo te pido una cosa…
—¿Qué?
—Diviértete.
Suspiré.
—Lo intentaré.
Resopló y puso los ojos en blanco.
—No estaría de más que sonrieras un poco. —Se apartó, me miró de la
cabeza a los zapatos de salón—. Estás preciosa. —Esbocé una sonrisa de
medio lado—. ¡Mucho mejor! —exclamó.
Aparcamos a dos manzanas de la galería. Hacía fresco esa noche y me
recoloqué el chal que llevaba por los hombros. Manaba luz de las ventanas y
por la puerta escapaban notas de jazz suave. Amanecer en Belice seguía
ocupando el puesto de honor en el escaparate. La etiqueta del precio, 2.750 $,
era nueva.
Me quedé pasmada.
Nadia me miró raro.
—¿Qué?
Toqué el cristal del escaparate por encima de la etiqueta.
—Debe de ser buenísimo.
—Lo es. Ya verás sus otras obras. ¿Vienes? —dijo, sosteniéndome la
puerta.
La galería estaba abarrotada de invitados. Los camareros zigzagueaban
con cuidado entre los admiradores de Ian, manteniendo en equilibrio las
bandejas repletas de copas de champán y de canapés.
Detecté inmediatamente a Ian, que estaba en un rincón de la estancia
principal. Se metió despacio las manos en los bolsillos de los pantalones
oscuros e inclinó la cabeza hacia la mujer que tenía al lado. Un mechón de
pelo lustroso le cayó sobre la frente. Vi cómo levantaba la mano despacio
para apartárselo de la cara al tiempo que asentía a lo que aquella mujer le
estuviera contando. Me dio un vuelco el corazón y mi reacción me
sorprendió.
—No te olvides de sonreír —me dijo Nadia, dándome un codazo en las
costillas.
Forcé una sonrisa.
Wendy cruzó la sala.
—Nadia, te estaba buscando.
—Hola, Wendy. —Ladeó la cabeza para recibir los besos al aire de
Wendy, luego me tocó el hombro—. ¿Te acuerdas de mi amiga Aimee?
Wendy me estrechó la mano.
—Me alegro de que al final hayas venido. Diviértete, por favor, tómate
una copa de champán —dijo, y me señaló a un camarero que pasaba por
delante, luego se volvió hacia Nadia—. A un buen amigo mío le encanta lo
que has hecho con mi galería. Es agente inmobiliario, especializado en
locales comerciales, y quiere conocerte.
—¿Te importa? —me preguntó Nadia.
—En absoluto. Adelante.
—Para disfrutar más de la exposición, empieza por aquí —me dijo
Wendy, dirigiéndome a la izquierda—. He organizado las fotos de Ian de
forma que salga el sol en las primeras y se ponga en las últimas. Su obra es
impresionante. Búscame si quieres comprar algo.
Agarró de la cintura a Nadia y desaparecieron las dos detrás del primer
juego de particiones.
Me quité el chal, me colgué la prenda en el brazo y deambulé por la
galería. Todas las imágenes eran de amaneceres o atardeceres en lugares
exóticos y lejanos. Ian había jugado con la luz, y los colores reflejados en la
ladera de una montaña, en la superficie de un lago o entre los altísimos abetos
de un bosque tenían un no sé qué mágico, surrealista.
Me detuve delante de una imagen, un sol intenso en una fuerte
pendiente sobre unas dunas de arena de Oriente Medio. La fotografía estaba
hecha en Dubái, según la etiqueta de la pared. En la cresta de una duna, había
tres camellos inmóviles, cuyas sombras parecían dedos largos que se
extendían por las arenas de vivo naranja y dorado.
—¿Qué te parece?
Asomó a mis labios una sonrisa.
—Tienes un talento extraordinario para captar la luz del sol —dije,
levantando la vista a Ian.
Nuestros ojos se encontraron.
—Me alegro de que hayas venido.
—Yo también.
Arrugó la frente.
—¿Puedo hacerte una pregunta personal?
Me pasé el chal al otro brazo.
—Adelante.
Retiró el chal y me dejó a la vista la mano izquierda, luego ladeó el
anular para que las luces del techo hicieran brillar mi anillo de compromiso.
—¿Por qué no me dijiste que estabas casada?
—Porque… —titubeé, me humedecí los labios— no lo estoy.
Dejó el chal como estaba.
—¿Prometida? —Negué con la cabeza—. Siento que no saliera bien —
dijo entonces sin alterarse.
Me zafé de su mano y me volví hacia la fotografía para que no me viese
los ojos llenos de lágrimas. No buscaba su compasión, pero noté que me
estudiaba mientras yo admiraba su trabajo.
—¿Cuándo hiciste esta fotografía?
Rio.
—Hace dos años.
Lo miré de reojo.
—¿De qué te ríes? —Agachó la cabeza y disimuló la sonrisa—.
Apuesto a que tienes una historia para cada foto.
Se frotó la mandíbula.
—Sí, así es.
Esperé una explicación. Se limitó a mirarme con una sonrisa
disimulada. Crucé los brazos.
—Un día de estos me contarás esa historia.
—Eso espero —dijo, entornando los ojos.
Echó un vistazo a la galería abarrotada. El nivel de ruido había subido,
el bullicio era mayor con tanto champán gratis. Vi a Wendy tecleando a toda
prisa en la pantalla de una tableta lo que supuse que sería un pedido.
—¿Hay algo que te apetezca llevarte a casa? —me dijo Ian al oído.
«A ti.»
La idea irrumpió en mi cabeza y me trajo una imagen de Ian
besándome. Me puse colorada y él enarcó una ceja. Parpadeé deprisa y me
aclaré la garganta.
—Ya sabes cuál me gusta.
—Amanecer en Belice —dijo, esbozando una sonrisa.
—Perdona, pero no llevo tanto suelto.
—¡Feliz cumpleaños, Aimee! —anunció Nadia a mi lado.
Me volví hacia ella.
Ian se apartó para dejarle hueco. Nadia me ofreció champán. Yo le
acepté la copa con una protesta. Le dio otra a Ian.
—¿Hoy es tu cumpleaños? —me preguntó él.
—Mañana, en realidad. Esperaba que se te olvidara —le dije a Nadia
con una mirada asesina.
Cogió otra copa de la bandeja de un camarero que pasaba por su lado.
—Un brindis por la cumpleañera.
—¡Para!
—Déjame que me divierta —se quejó.
—¡Felicidades! —dijo Ian, brindando conmigo.
—Gracias.
Bebió sin dejar de mirarme por encima de la copa. Con una sonrisita
disimulada, Nadia tarareó a su copa, observándonos a Ian y a mí
alternativamente.
Se acercó Wendy.
—Siento interrumpir, pero vengo a robaros al protagonista de la noche.
Ian dejó la copa en una mesa alta que había cerca.
—No te vayas sin despedirte —me dijo, y Wendy se lo llevó.
Nadia los siguió con la mirada.
—Madre mía, qué bien está. Lástima que solo tenga ojos para ti.
Pegados a ti. Me he sentido como la tercera rueda de mi bicicleta.
—Tu bici solo tiene dos ruedas.
—¿Ves lo que te digo?
Señaló con la barbilla al fondo de la sala. Me volví y lo vi rodeado por
un grupito de admiradores, mirándome a mí. Esbozó una sonrisa y atendió al
hombre que tenía al lado.

Al final de la velada, Nadia me encontró admirando Amanecer en


Belice.
—Precioso —murmuró—. Oye, don Agente Inmobiliario y yo vamos a
comer algo. Vente.
—¿Y convertirme en la tercera rueda de tu bicicleta? Ni hablar.
Rio.
—No vamos de eso.
—Sí, sí, claro. Me voy a casa andando.
—No seas boba. Yo te acerco.
—Te acompaño yo —sonó la voz de Ian por encima de mí.
Nadia sonrió.
—Mejor aún.
—¿Te importa? —me preguntó él.
—Si no te va mal…
Negó con la cabeza y se ahuecó el cuello de la camisa.
—Necesito aire fresco.
—Arreglado, pues. Me largo. —Nadia me abrazó y le dio la mano a Ian
—. Una exposición estupenda.
—Dame un minuto —dijo Ian cuando se fue Nadia—. Voy a decirle a
Wendy que me marcho.
Mientras esperaba, eché un último vistazo detenido a mi obra favorita.
Alguien había vuelto la foto hacia el interior de la galería. En lugar de la
etiqueta del precio había un cartelito que rezaba VENDIDO en letras negras y
gruesas.
Volvió Ian.
—Pareces desilusionada. ¿Por qué estás tan triste?
Señalé la fotografía.
—Me alegro de que la hayas vendido, pero mentiría si te dijera que no
me deprime un poco.
Escudriñó el cartelito.
—Mmm, interesante —murmuró mientras me instaba a salir
empujándome suavemente de la parte baja de la espalda—. ¿Hacia dónde
vamos?
—A ocho manzanas en esa dirección —dije, señalando a nuestra
izquierda, y me eché el chal por los hombros.
—¿Algún plan para tu gran día de mañana? —preguntó mientras
andábamos.
Negué con la cabeza.
—Quedarme en casa. Cenar con mis amigas, quizá.
—Yo pasé mi vigésimo noveno cumpleaños escondiéndome de los
cocodrilos en los Everglades de Florida.
Reí.
—No es eso lo que yo entiendo por pasarlo bien.
—Pero hice unas fotos alucinantes. Déjame pensar… —Se rascó la
barbilla—. El trigésimo lo pasé a lomos de una mula en los Andes peruanos.
—A ver si lo adivino… ¿estuviste toda la noche sentado en un cubo de
hielo?
—No, pero casi. —Rio—. Me dolió el trasero una semana.
Cruzamos la calle y recorrimos otra manzana.
—¿Otro cumpleaños del que quieras hablarme? ¿O terminan a los
treinta?
—De momento, eso es todo.
Me llevó hasta un portal escasamente iluminado.
—¿Qué haces?
—Celebrar tu cumpleaños. —Me sostuvo la puerta y me siguió adentro.
Estábamos en La Petite Maison, un restaurante francés—. Dos para tomar
café y postre —le dijo a la encargada, levantando dos dedos.
La encargada nos condujo a una mesa pequeña junto al ventanal
cubierto por visillos con cenefa. Ian me acercó la silla, luego le susurró algo a
la encargada antes de que nos diera las cartas y se fuera.
Miré las mesas con manteles blancos y los farolillos de cristal que
colgaban con delicadeza del techo.
—No sé por qué, no te imagino comiendo aquí a menudo.
—No he venido nunca. —Se volvió en la silla y echó un vistazo
alrededor. Cuando me miró de nuevo, lo hizo con una sonrisa pícara—. No
era mi primera opción, pero está abierto. —Se miró el reloj—. Son casi las
once.
Al poco llegó el camarero con nuestros cafés.
—Huele bien —dije, entornando los ojos mientras inhalaba el cálido
aroma a tostado.
Ian dio un sorbo y se encogió de hombros.
—No está mal.
—¿No satisface tus expectativas? No, espera… —añadí, levantando la
mano para callarlo—. Tú lo puedes hacer mejor. —Meneé la cabeza—. No
sé, Ian. Todo de boquilla.
Se le iluminaron los ojos.
—La apuesta sigue en pie —me recordó.
—En realidad… —dije, pasando la mano por el mantel—. Ha habido
algunos progresos por mi parte.
Me miró sorprendido.
—La idea de la cafetería ha ido… cuajando —dije tras una pausa de
efecto.
—¡Genial! —Sonrió—. ¿Vas a alquilar el local de Joe?
—Puede.
Me mordisqueé el labio. Desde que me había llamado Brenda, había
estado dando vueltas a la idea de pedirle a Thomas que me avalara o, si
Thomas no quería, a Nadia y a Kristen. Si Joe me había rechazado, otros
arrendatarios también lo harían.
—Te deseo muchísima suerte, Aimee. Avísame cuando estés preparada
para averiguar cuál de los dos es el auténtico maestro cafetero.
«¿En serio cree que puede hacer mejor café que yo?», pensé,
recordando la conversación que habíamos tenido en la pizzería hacía unos
días.
—Desde luego —accedí.
Regresó nuestra camarera con un cupcake de terciopelo rojo. Llevaba
una sola vela encendida en el centro.
—¿Y esto? —pregunté.
—Por tu cumpleaños. Pide un deseo.
Sonreí y cerré los ojos e imaginé mi cafetería con el logo pintado en el
rótulo de encima de la puerta. Luego abrí los ojos y, justo antes de soplar la
vela, me vinieron a la cabeza James y las palabras de la vidente: «Está vivo».
Espurreé y tosí.
Ian sacó la vela del cupcake.
—Oye, ya se te notan los años.
Un rato después, me acompañó a casa y, al llegar al porche, le di las
gracias por la invitación.
La luz del porche le daba un aire misterioso y resaltaba su rostro
anguloso. Una barba de un día le oscurecía la mandíbula.
—Lo he pasado bien esta noche. Y… —me sonrió de pronto— creo que
te voy a echar de menos.
Agachó la cabeza, como si la confesión lo hubiera pillado con la guardia
baja.
—¿En serio? ¿Por qué?
—Me voy de expedición fotográfica dentro de unos días.
—¿Cuánto vas a estar fuera? —pregunté en voz baja, agitando las
llaves.
—Diez días.
Torcí el gesto.
—Eso es muchísimo tiempo.
—Una eternidad —bromeó. Se acercó a mí—. Espero verte a la vuelta.
—Estaría bien. Me he divertido hoy.
—Y yo. —Me acarició la mejilla—. A lo mejor, cuando vuelva, Joe’s
Coffee House está a punto de convertirse en Aimee’s.
Noté que se me encendía la mejilla donde me había tocado.
—A lo mejor.
Me miró los labios, deteniéndose en ellos un instante. Se me escapó un
jadeo. Rio en voz baja.
—Buenas noches, Aimee.
—Buenas noches, Ian.
Lo vi cruzar la calle corriendo. Cuando giró en dirección al centro, me
toqué la boca. Ian había querido besarme.
Capítulo 8

James y yo habíamos sido uña y carne, como siameses, desde ese


primer sábado por la mañana. Después de que le congeláramos el labio y él
nos ayudara a recoger el estropicio que Robbie y Frankie habían hecho de mi
puesto de limonada, James pasó el resto del día conmigo y casi todos los
sábados posteriores. Éramos de esos amigos íntimos que tan pronto se
cuentan sus sueños como se disparan balines de gomaespuma el uno al otro.
—Nos casaremos en cuanto terminemos la universidad y tendremos tres
hijos —anunció un día mientras jugábamos con Kristen y Nick a dispararnos
en el parque natural que había detrás de la casa de James.
Luego me dijo que quería ser un artista famoso mientras yo me quedaba
en casa horneando postres. Y más postres y más postres y más postres hasta
que se me ensancharan tanto las caderas que no pudiera pasar por la puerta.
—¿Cómo dices? —le respondí espantada, y lo ataqué. Cayó al suelo y
rio, agarrándose la tripa—. Tú te pondrás tan gordo como yo —repuse—. Si
nos casamos, tendrás que comerte todo lo que cocine.
Entonces me alcé sobre él, apunté y disparé. Le di en toda la frente.
Después salí corriendo, me escondí detrás de un árbol talado y me eché a reír.
Por más que lo intentaba, no me lo imaginaba gordo.
Mis tardes favoritas eran las de los sábados lluviosos. James venía a
casa después de sus partidos de fútbol y se desplomaba, agotado, en el sofá.
Hojeaba los cómics mientras yo leía libros, cada uno con la cabeza apoyada
en un extremo. No nos movíamos hasta que las delicias que preparaba mamá
nos llevaban a la cocina entre rugidos de estómago.
Cuando James cumplió doce años, ya hacía casi un año que lo conocía y
aún no me había invitado a su casa. No le dejaban llevar a chicas hasta que
estuviera en el instituto. Una norma estúpida de la que él se quejaba a
menudo pero que respetaba. Había visto lo colorado que le habían puesto el
trasero a su hermano mayor. Thomas había invitado a casa a una compañera
de clase para estudiar un examen. Su padre, Edgar Donato, había llegado
pronto y no había dudado en zurrarle con el cinturón después de despachar a
su amiga. Las chicas y las aficiones eran distracciones. Los estudios y los
deportes eran el germen de las aptitudes que precisaban para dejar huella en
el mundo. Les tenían la vida completamente planificada.
Había elegido el regalo perfecto para James, algo que sabía que quería
pero que no se le ocurriría pedirles a sus padres, y lo envolví con esmero. El
papel crujió mientras llamaba con los nudillos a la puerta de su casa. Ese día
era su fiesta. Solo habían invitado a chicos, pero yo quería darle mi regalo.
Estaba deseando que lo viera.
Abrió la puerta un chico al que yo no conocía. Era más alto que James y
mayor que Thomas, pero tenía la misma tez. Pelo y ojos oscuros, piel
aceitunada, indicio de la misma herencia italiana. Debía de ser Phil, su primo.
James me había dicho que iba a verlos a menudo, normalmente cuando el
padre de Phil, tío de James y hermano de la señora Donato, viajaba por
trabajo. El tío Grant siempre estaba volando a otros países.
James nunca era feliz cuando Phil estaba en la ciudad. Pasaba esos días
en mi casa y muchas veces volvía a la suya bastante después de que
encendieran las farolas. Pero Phil me sonrió, parecía amable.
—Eres la amiga de James, Aimee, ¿verdad? —preguntó.
Asentí con la cabeza.
—¿Está en casa?
—¡James! ¡Tienes visita! —gritó al interior de la vivienda, luego volvió
—. Siento que no puedas sumarte a la fiesta. El padre de James tiene esa
estúpida norma de «nada de chicas». Él tenía muchas ganas de invitarte.
Lo miré extrañada.
—¿El señor Donato?
Rio.
—No, boba. James. Yo soy Phil, por cierto.
—¡Hola!
Me balanceé sobre los talones, impaciente por ver a James.
Se oyeron pasos fuertes en el pasillo y James asomó entre Phil y la
puerta.
—¡Hola, Aimee! —me saludó antes de que Phil le hiciera una llave de
cabeza y le diese un coscorrón.
—Felicidades, pequeño retrasado —le dijo con voz de teleñeco. Sonaba
como la rana Gustavo y me dio la risa.
James se zafó de Phil y le dio un empujón.
—¡Tú sí que eres retrasado, retrasado!
Phil se mostró dolido por un momento. Me pregunté por qué le había
molestado el comentario si él acaba de decir lo mismo, pero entonces James
me vio el regalo en las manos.
Sonreí y le alargué el paquete envuelto.
—Es para ti.
—Guay. Dile a mamá que ahora vuelvo —le dijo a Phil, y saltó del
porche.
Me dispuse a seguirlo, pero antes me volví hacia Phil.
—Encantada de conocerte.
—Y yo a ti.
Phil gruñó y cerró la puerta.
—¡Date prisa! —me gritó James—. Solo faltan treinta y cinco minutos
para que empiece la fiesta.
Corrió por el jardín trasero y saltó la cancela de media altura que
separaba su casa del parque natural.
—Tu primo parece majo —le dije mientras me ayudaba a saltar.
—No lo es —comentó, y se adentró en el bosque antes de que pudiera
preguntarle si Phil se había portado mal con él alguna vez.
¿Lo acosaba? A lo mejor por eso James pegaba tan bien.
—¡Espérame! —resoplé, persiguiéndolo.
El contenido de la caja del regalo traqueteó, resonando por el
bosquecillo de robles.
Aminoró la marcha y trotó a mi lado.
—Trae, que lo llevo yo —dijo, e hizo ademán de quitármelo.
La aparté bruscamente.
—¡No! Es tu regalo.
—¿Qué me has comprado? —Saltó por encima de un tronco pequeño—.
¿Un balón de fútbol?
—Ya tienes uno.
Trotó marcha atrás.
—¿Una camiseta de Steve Young?
—¡Qué va!
Lo adelanté, rozándolo al pasar.
—¡Déjame verlo!
—No. Espérate.
Teníamos un sitio, un pequeño círculo hecho con troncos donde
solíamos quedar con Kristen y Nick para maquinar nuestras próximas
aventuras.
Se plantó delante de mí de un salto y me arrebató el regalo de las
manos.
—¡Devuélvemelo! —Levantó la caja por encima de su cabeza—. No lo
puedes abrir aún.
—¿Y qué pasa si lo abro? Es mi regalo.
Despegó con la uña un trocito de celo.
—Genial. Adelante.
Crucé los brazos y fingí que me daba igual.
—¿En serio? —me dijo con escepticismo.
Me había estado tomando el pelo.
Pero tampoco yo podía esperar más. Me moría de ganas de ver su
reacción desde que había encontrado el artículo en la tienda de bellas artes.
Me acerqué. Las hojas secas crujieron bajo mis pies.
—Sí, en serio.
Arrancó el papel y se quedó mirando la caja de madera que tenía en las
manos.
—¿Qué es?
—Ábrela.
Se arrodilló, dejó la caja en el suelo y retiró los cierres de latón. La tapa
se levantó con un chirrido. James abrió mucho los ojos y la boca. Acarició
con los dedos los pelos de los pinceles y le dio vueltas en la palma de la mano
a uno de los tubos de pintura, Siena tostado.
—¿Me has comprado una caja de pintor?
Me estiré las mangas del suéter. A lo mejor tendría que haberle
comprado la gorra de los San Francisco 49ers que papá me había sugerido.
—Me dijiste que tus padres no querían comprarte pinturas, pero eso no
significa que yo no pueda regalártelas. Además, ¿cómo esperas ser un pintor
famoso si no tienes con qué pintar?
Sonrió.
—Es guay. Gracias.
Se me hinchó el pecho y asomó a mi rostro una sonrisa, sin nervios ya.
No me había equivocado con el regalo.
Inspeccionó rápidamente la caja y luego volcó el contenido. Los
pinceles, los tubos de pintura y las espátulas cayeron sobre un lecho de agujas
de pino. Convirtió la caja en un caballete y apoyó en él la tabilla forrada de
lienzo que venía dentro.
—¿Qué haces? —pregunté al verlo echar un pegote azul en la paleta.
—Te voy a hacer un cuadro.
—¿Ahora?
No contestó, miraba con atención a un ruidoso arrendajo azul que
protegía su nido de una ardilla colgada del tronco del árbol. Pintó la escena y
sus pinceladas inexpertas me parecieron prometedoras. Mientras lo
observaba, me embelesó su pintura tanto como a él. En ese instante, no
importaba otra cosa que la obra de arte de James, hasta que una voz distante
perturbó nuestro mundo. Levanté enseguida la cabeza en la dirección de
donde venía.
—Tu madre te está llamando.
James se quedó inmóvil, con la punta del pincel flotando sobre el
lienzo. Palideció. Nos habíamos olvidado de la hora.
Apartó el lienzo aún sin secar y recogimos corriendo las pinturas y los
pinceles esparcidos por el suelo, metiéndolos en la caja de cualquier manera.
Bajó la tapa y echó los cierres.
—Extiende los brazos. —Lo hice y me colocó despacio el lienzo en los
antebrazos—. Ten cuidado, la pintura no está seca.
Recoloqué las palmas debajo para que la superficie fuera más plana.
—Es para ti —dijo, y me dio un beso largo en la mejilla.
Tomé un poco de aire, sorprendida de que el contacto de sus labios en
mi piel fuese tan agradable como inesperado. Me hizo sentir un revoloteo en
la tripa.
Sonrió.
—Vamos.
Volví con él hasta su casa. Fuimos lo más rápido que pudimos sin
arriesgarnos a estropear su primera pintura. La señora Donato nos esperaba
en la terraza de atrás. Escudriñó a James y reparó en algo que yo no había
visto hasta entonces. Las salpicaduras de pintura de los antebrazos y de la
camisa. Las rodillas sucias. Luego miró la caja de madera.
—¿Qué es eso que llevas en la mano?
James me miró un segundo. Intentó esconder la caja detrás de las
piernas.
—Pinturas —reconoció.
—Pinturas —repitió su madre, apretando los labios—. Las pinturas
ensucian y son infantiles. Son una distracción, una pérdida de tiempo. —Le
dio un tirón de la camisa por el cuello, donde tenía una huella de pintura azul
—. Veo que ya has estado perdiendo el tiempo. Más vale que entiendas
ahora, James, que no hay sitio en tu futuro para frivolidades. —Me miró a mí
—. Deduzco que las pinturas se las has regalado tú…
Asentí con la cabeza, demasiado intimidada para no hacerlo.
—Es un detalle bonito, querida, pero no puede aceptar tu regalo. James,
por favor, devuélveselo o me veré obligada a hacértelo tirar a la basura.
—Pero…
—¿Me vas a replicar?
Se miró los pies.
—No, señora.
Le cogí la caja a James. No quería que su madre la tirara a la basura.
La señora Donato se dirigió a la puerta.
—Ven adentro a limpiarte. Y a cambiarte de ropa. La llevas sucia.
¡Deprisa! —bramó al ver que James se quedaba clavado en el suelo,
lanzándome una mirada de disculpa—. Tus invitados llegarán en cinco
minutos.
James entró corriendo en casa. Su desilusión me partía el alma. De
verdad quería la caja de pinturas.
—Vete a casa, Aimee. Ya verás a James mañana.
—Sí, señora Donato —respondí con tristeza. Se me llenaron los ojos de
lágrimas y me las limpié antes de que cayeran.
Caminé despacio hacia la cancela lateral, con la caja en la mano y
sosteniendo en equilibrio lo que pensé que podría ser la única pintura de
James. Su pasión apagada antes de que le diera tiempo de brillar. Traté de
abrir el pestillo de la cancela, golpeándola con la caja en el intento. Se abrió
la caja y cayó al suelo su contenido.
Me arrodillé y empecé a recoger los pinceles y las pinturas. Un par de
mocasines se detuvieron junto a mis manos. Phil se arrodilló también. Metió
una espátula en el estuche.
—Siento lo de mi madre.
Levanté la cabeza.
—¿Tu madre?
Agachó la cabeza.
—Quiero decir Claire. Es como si fuera mi madre, no tengo otra cosa.
—¿No tienes padre?
—Sí, pero no lo veo mucho. Trabaja demasiado. En cualquier caso, por
si no te has dado cuenta, Claire quiere que James y Thomas trabajen en la
empresa de mi padre cuando sean mayores. Que James pinte cuadros no
forma parte del plan.
Contemplé las pinturas y los pinceles esparcidos por el suelo, el dinero
que había malgastado. Tendría que haberle comprado la gorra.
—¿Y qué hago ahora con esto?
Phil estudió la escena del pájaro y la ardilla que James había pintado.
—Es muy bueno. Igual podrías guardar estas cosas en tu casa y que
pinte allí. Claire y Edgar no tienen por qué enterarse. —Se echó la cremallera
a la boca y tiró la llave imaginaria—. Si tú no se lo dices, yo tampoco.
Me gustó la idea.
Nos dimos la mano y terminamos de recoger. Phil me dio la caja.
—Así, en horizontal —dijo, y puso la pintura encima—. Así no se cae.
Me levanté despacio.
—Gracias.
—Ahora entiendo por qué le gustas a James. Eres un encanto.
Bajé la cabeza, ruborizada.
Me abrió la cancela.
—A lo mejor nos vemos mañana —dijo.
Me caía bien Phil. No me parecía el matón del que hablaba James.
—A lo mejor —le contesté.
Pero no lo vi al día siguiente, ni ningún otro día en varios años. James y
yo siempre quedábamos en mi casa, más aún desde que yo le guardaba las
pinturas en mi cuarto. A medida que fueron mejorando sus aptitudes y fue
adquiriendo más útiles de pintura, mis padres le hicieron un hueco en el
solárium de al lado de la cocina. Durante años, mientras yo ayudaba a mamá
a idear nuevas recetas para el restaurante, James pintaba, y su talento y
nuestra amistad florecieron.
Capítulo 9

Al día siguiente me puse unos vaqueros ajustados, una blusa fina de


tirantes y tacones para la celebración de mi cumpleaños. Kristen y Nadia me
iban a llevar a cenar a un chino. Cuando llegaron a casa, Nadia me saludó con
un abrazo.
—Tendría que haberme ido con vosotros anoche.
—¿Don Agente Inmobiliario no ha pasado la inspección?
—Un desastre —contestó con cara de fastidio—. Me tiró los tejos.
Reí.
—¿Y eso no es bueno?
—¿Besa fatal? —preguntó Kristen a la vez que entraba en el salón y se
plantaba junto a la mesa del comedor.
Nadia puso los ojos en blanco.
—No y no —nos dijo—. Besa bien, demasiado bien. Está casado.
—¡Vaya! —exclamó Kristen, levantando la cabeza.
—¿No llevaba alianza? —dije yo, dándole vueltas a mi anillo de
compromiso.
—No —respondió ceñuda.
Kristen estudió el papel que tenía en la mano.
—¿Y cómo lo has sabido?
—He desayunado con Wendy esta mañana. ¡Madre mía! —gruñó—.
Como no paraba de hablar de él, me lo ha dicho. —Se dejó caer en uno de los
silloncitos de piel y cruzó los tobillos sobre la otomana—. Me pidió que le
presentara una oferta por el local comercial que tiene en San José, cerca del
estadio.
—¿Antes o después de tirarte los tejos? —preguntó Kristen, soltó el
papel que tenía en la mano y cogió otro lleno de anotaciones a lápiz.
—Antes. Creo que voy a pasar de él. De la oferta, digo —añadió con
desdén.
—Seguramente tampoco será de fiar. ¿Cómo se llama? —pregunté por
curiosidad.
—Mark Everson. Alto, rubio y guapísimo. —Dio una palmada con
ambas manos en los brazos del silloncito—. Sé que suena a puñetero cliché,
pero es cierto. Es mayor que yo, treinta y tantos. A Wendy le ha sorprendido
cuando se lo he contado. Piensa que a lo mejor tiene problemas con su mujer.
Solté un bufido.
—¿Tú crees?
—Perdonadme que cambie de tema, pero ¿vas a abrir un restaurante? —
dijo Kristen, agitando el papel que tenía en la mano.
Me había dejado en la mesa de la cocina los documentos fruto de mi
investigación, los impresos del negocio y los presupuestos de los proveedores
con los que había trabajado en The Goat.
—Eso tengo pensado —contesté, acercándome a ella.
Al menos eso esperaba, suponiendo que encontrase un avalista para el
alquiler. Pero quería tener las cifras claras antes de abordar a Thomas. Solo
tendría una oportunidad de lanzarle mi idea.
—¡Ay, Dios mío! —chilló Kristen—. ¿Lo dices en serio? Me encanta lo
que he visto en tus anotaciones. Tus ideas son fabulosas.
Nadia se levantó y cruzó la estancia. Extendió los papeles y cogió una
lista de opciones para la carta. Había estado jugando con combinaciones de
recetas, fusionando diversos gustos para crear sabores exóticos. Mi selección
de cafés parecía la carta de vinos de un restaurante. Tenía que recortar las
opciones, preparar, quizá, varias cartas de temporada.
—¿En serio lo vas a hacer? —dijo, agitando el papel—. ¿De cero?
—Sí, en serio.
Me miró fijamente.
—Bueno, desde luego es mejor que el estofado de cordero con patatas
rojas.
Cogí los listados y junté los papeles, cuadrándolos con unos golpes en la
mesa.
—Si mis padres me hubieran vendido a mí The Goat, no habría tenido
mucho margen para inventarme platos nuevos. La nueva cocina de fusión no
pegaría mucho en un pub irlandés.
—Así me gusta —dijo Kristen, dándome una palmadita en el hombro
—. Me alegro de que des este paso. Estás pasando página.
Nadia miró alrededor y posó la vista en las fotos enmarcadas de James y
yo que plagaban la repisa de la chimenea.
—Dinos cómo te podemos ayudar. Podemos llevarnos las cosas de
James si te cuesta mucho hacerlo sola. Hay oenegés muy buenas a las que
donar su ropa. Podemos buscar una buena causa. Yo te puedo ayudar también
con el diseño del restaurante y recomendarte un buen contratista.
Apreté fuerte el papel, arrugando los bordes.
—Gracias por el ofrecimiento, pero primero tengo que buscar un local.
Se le iluminó la cara.
—También te puedo ayudar con eso, sin cobrarte.
Había pensado pedirle ayuda con el diseño del restaurante, incluso que
me avalará en el alquiler si Thomas no quería, pero no esperaba que fuera a
hacerlo gratuitamente. Su ofrecimiento era inmenso.
—Me encantaría que me ayudarais, pero no os preocupéis por las cosas
de James. Ya me ocupo yo.
Más adelante, cuando esa tarjeta de visita que Lacy me había metido en
la cartera dejara de atormentarme a todas horas.
—¡Genial! —espetó Kristen ilusionada—. Pues parece que esta noche
vamos a celebrar algo más que tu cumpleaños. ¿Quién quiere empezar la
fiesta ya?

Después de la cena, fuimos al Blue Sky Lounge, en el centro de San


José. La música electrónica retumbaba, haciendo vibrar el aire. La gente
bailaba en la pista, abrazados a sus parejas. Nadia nos condujo a un grupo de
silloncitos que rodeaban una mesa baja y pidió una jarra de sangría y una
ronda de chupitos de champán con fruta de la pasión. Mientras ella daba
buena cuenta de la sangría, se aseguró de que nos iban trayendo chupitos a
Kristen y a mí.
Al terminar la primera jarra, Kristen me agarró de las muñecas.
—¡Ven, cumpleañera! Baila conmigo.
Me arrastró a la pista de baile. Los cuerpos acalorados se pegaban a los
nuestros. Kristen me dio un caderazo y yo reí.
—¡Se te ve contenta! —me gritó al oído.
—Estoy contenta —le grité yo.
Estaba reconstruyendo mi vida y me estaba reconstruyendo yo, y eso
me sentaba bien.
Varias canciones después, empecé a abanicarme la cara con la mano.
Me corría el sudor por el canalillo.
—¡Agua! —grité por encima de la música.
Volvimos a nuestro sitio justo cuando llegaba la camarera con otra jarra
de sangría y una ronda más de chupitos, que Kristen y yo nos bebimos
deprisa. Me moría de sueño. Me froté la cara para despejarme.
—¿Qué te pareció la exposición de Ian anoche?
—Sus fotos son increíbles —contesté, mirándola con recelo.
—Ian es increíble. —Una sonrisa tontorrona me ahuecó las mejillas—.
Lo sabía —dijo Nadia, chascando los dedos hacia donde estaba yo.
Mi sonrisa se tornó pensativa.
—Se va de expedición fotográfica.
—¿Quedarás con él cuando vuelva? —preguntó Kristen.
Me encogí de hombros.
—Puede.
Fruncí el ceño y apreté los labios. Ian me había comentado que me
echaría de menos, pero no me había pedido el teléfono. Me derrumbé en el
asiento.
—No sé cómo ponerme en contacto con él.
Nadia me rellenó la copa.
—Wendy tiene su número. Se lo pido.
De pronto aliviada, me erguí en el asiento.
—Ian es divertido. Lo pasé bien con él —añadí, sonriendo como una
boba por la mezcla de emoción y alcohol, y Nadia rio.
—Ya lo veo —respondió, guiñándome un ojo.
Bajé la vista a la bebida y observé cómo se mecían los hielos en el vaso.
Flotaban como islas diminutas y me hicieron pensar en el cadáver de James,
suspendido en el agua. El cadáver que Thomas había repatriado y no me
había dejado ver. Ese cheque sustancioso que me había dado oportunamente
en el funeral. Luego estaban las pinturas desaparecidas. Seguí mirando los
hielos medio derretidos, con el ceño de pronto fruncido. Había algo raro en
todo aquello.
Levanté la cabeza de golpe. Kristen y Nadia estaban hablando de uno de
los casos de Nick. Era abogado, especializado en litigios mercantiles, y a
Kristen la tranquilizaba que ese caso se hubiera resuelto. Nick podía
descansar por fin. Podían planificar las vacaciones que habían pospuesto
durante ocho meses. Bostecé y me puse a mirar a la gente que bailaba en la
pista. O que lo intentaba. Se me nubló la vista y la pista se ladeó hacia la
izquierda o a lo mejor fui yo la que se inclinó.
Las parejas se contoneaban a un ritmo frenético. En medio de la ola
turbulenta de caderas y extremidades que se bamboleaban, vi a una mujer
rubia cuyos ojos lavanda se clavaban en los míos. Lacy.
Parpadeé y desapareció. Me deslicé hacia el borde de mi asiento y pude
vislumbrar un pelo rubio y una falda verde. Se iba. Me levanté como pude y
volqué la copa de Kristen. Cayeron al suelo el líquido rojo y los hielos. Ella
hizo un aspaviento y se apartó de un salto. Murmuré una disculpa y rodeé los
sillones.
—¿Adónde vas? —me gritó Nadia.
—¡Al baño! —contesté.
Debía dar alcance a Lacy antes de que se me escapara.
Crucé la pista de baile a empujones, pisando a la gente y topándome con
cuerpos sudados. Me siguió una retahíla de maldiciones. No conseguí
localizarla, hasta que vi la puerta del baño de señoras abierta. Había entrado
allí.
La puerta se cerró de golpe a mi espalda. Por los altavoces sonaba la
música remezclada. Dos mujeres, maquilladísimas, con el pelo alborotado y
tatuajes en la piel, se retocaban delante de los espejos de los lavabos. Otra
mujer se lavaba las manos. Me lanzó una mirada asesina por el espejo y se
fue.
Me quedé plantada en el espacio que había entre los lavabos y los
cubículos. El baño estaba prácticamente vacío y eso me extrañó, porque
siempre había cola para entrar. Lacy no estaba allí. Se me había escapado.
Escudriñé los servicios y me metí en uno de los cubículos. Cuando terminé,
fui a lavarme las manos y vi a Lacy reflejada en el espejo. Se me puso la
carne de gallina.
Me miraba fijamente a los ojos. Yo no podía mirar a otro lado ni darme
la vuelta. Movió los labios y yo oí el susurro de sus palabras en mi interior.
«James está vivo.»
Sacudí con fuerza la cabeza.
«Sigue vivo.»
—Demuéstralo.
«No está muerto. Si lo estuviera, lo sabrías. Lo notarías. ¿No sientes aún
su presencia?»
Sí. Su voz en mi interior. Sus caricias en la brisa. Su risa en las hojas
secas esparcidas por el suelo. Pero eso no demostraba nada.
En el espejo, Lacy permanecía inmóvil, inmutable. Me mareé y me
agarré a la encimera para no caerme. Tenía las manos húmedas y me sudaba
el labio superior. Eché un vistazo a la puerta, deseando que entrara alguien.
Alguien que me dijera que estaba alucinando, que Lacy no estaba realmente
allí, que no me tenía en trance, como clavada al suelo.
Las mujeres que se estaban retocando al otro lado del baño guardaron el
maquillaje y se fueron sin mirarme siquiera. Se cerró la puerta y se hizo el
silencio en la estancia, como si se hubieran llevado consigo todo el ruido. Por
un instante, Lacy y yo parecíamos separadas del resto del mundo, flotando en
el vacío. Sin sonido alguno. De pronto volvió el ruido, irrumpió de nuevo en
el baño. Los conductos de ventilación zumbaban, sonaba la música, corría el
agua del grifo que tenía delante. Tuve además la sensación de que algo se me
había metido dentro cuando aquellas mujeres se habían ido, que se me había
colado a la fuerza en forma de pensamiento.
«No es James el desaparecido, sino tú.»
—Me han mandado a buscarte —me dijo Lacy.
Eché la cabeza hacia atrás. Los focos del techo me atravesaron las
pupilas y parpadeé varias veces. Me pasó por la cabeza una sucesión rápida
de imágenes, como una colección de diapositivas. James bajo el agua, las
balas pasándole cerca. James procurando mantenerse a flote en el mar
revuelto. James tirado en una playa, con la cara destrozada y magullada, y
una mujer alzándose sobre él, con el pelo negro envolviéndole la cara y los
ojos de color café llenos de preocupación. Abrió la boca, le preguntó su
nombre. Él no lo sabía.
«James —quise gritarle—. Te llamas James.»
Me mareé y me caí al suelo, y me di un golpe fuerte en la cabeza. Vi
estrellitas, que luego se esfumaron.
Lo último que se me pasó por la mente antes de perder el conocimiento
fue que había bebido demasiada sangría.

—¡Aimee, despierta! —Me escocía la mejilla y me ardía la cabeza—.


¡Hola! Despieeerta…
Bofetón.
Noté como alfilerazos en el pómulo.
—¿Qué le ha pasado? —dijo una voz que yo no conocía.
—¿Se encuentra bien? —oí decir a otra.
—Que ha bebido más de la cuenta. —Esa era Nadia. Sonreí—. Me
parece que está volviendo en sí —dijo.
—Es su cumpleaños —terció Kristen.
A nuestro alrededor, murmullos de complicidad, pasos que se alejaban,
el taconeo de zapatos en las baldosas de porcelana. Oí que se cerraban
puertas, que se tiraba de la cadena. Volví a la realidad.
Ay, mierda. Estaba en el baño de señoras. Desmayada en el suelo. Puaj.
Parpadeé y, deslumbrada por los focos del techo, vi cuatro pares de ojos
mirándome.
—¿Qué ha pasado? —gruñí.
—Confiábamos en que nos lo contaras tú —dijo Nadia.
Meneé la cabeza, mis recuerdos eran vagos.
—No nos habrán puesto glutamato en la comida… —sugirió Kristen.
Habíamos cenado en un chino. Yo era alérgica al glutamato
monosódico. Me daba mareos, pero nunca me había desmayado.
—En la carta ponía «sin GMS añadido» —me informó Nadia.
—He bebido demasiado. —Me estallaba la cabeza. Del alcohol o del
golpe que me había dado, no lo sabía—. Ayudadme a levantarme —dije,
subiendo los brazos.
Me pusieron de pie entre las dos, susurrándome que me moviera
despacio y con tranquilidad. Las dos desconocidas que andaban por ahí se
apartaron. Me apoyé en la encimera del lavabo y miré alrededor. El baño
estaba abarrotado y había cola fuera. Como debía de haber estado antes. Lacy
se había ido. ¿Había estado allí de verdad?
Me dolía muchísimo la cabeza. Me apreté el chichón y puse cara de
dolor.
Nadia me miró preocupada.
—¿Crees que has sufrido una conmoción cerebral?
—Se me pasará —espeté, apretando los dientes. No quería pasar mi
cumpleaños en un hospital. Quería meterme en la cama—. ¿Me podéis llevar
a casa?
—Me quedo contigo esta noche, por si acaso —respondió, y me dio el
bolso.
Salimos del baño y cruzamos la sala. Sentí un escalofrío que me erizó el
vello de la nuca. Miré por encima del hombro. No vi a nadie, pero tuve la
sensación de que Lacy me vigilaba de cerca.
Capítulo 10

Como había prometido, Nadia se quedó conmigo toda la noche,


tumbada a mi lado en la cama. Me estuvo despertando cada hora hasta que le
pegué con una almohada a las cinco de la madrugada y me fui a dormir otras
cuatro horas del tirón al sofá. A la mañana siguiente éramos como zombis,
ella por falta de sueño y yo por la resaca. Se fue a primera hora de la tarde,
después de hacerme prometer que la llamaría si seguía doliéndome la cabeza.
Me llevaría a rastras a la clínica. Accedí a relajarme durante el fin de semana,
entreteniéndome con películas antiguas y planes de negocio. Me distrajeron
del extraño incidente del baño.
Mi yo cuerdo sabía que lo de Lacy había sido una alucinación
provocada por mi profundo deseo de que James siguiera con vida. Aun así,
aquellas imágenes de él al borde de la muerte, casi ahogándose, me
atormentaban. Tenía demasiada sangre en la cara y arena metida en los cortes
profundos de la mejilla. Yo no paraba de decirme que eran un delirio. Tenían
que ser un delirio. Me dolía pensar que fueran otra cosa.
Repasé los apuntes que tenía en la mesa de la cocina y admiré el logo de
mi cafetería. El contorno de una taza de café caliente cuya espiral de humo
era un corazón con las palabras Aimee’s Café en su interior. La última obra
de arte de James. Imaginé la paleta de colores del local. Calabaza, caoba y
berenjena. El Amanecer en Belice de Ian quedaría perfecto en una de sus
paredes. Me pregunté quién habría comprado la fotografía y luego me
pregunté por Ian. ¿Dónde estaría? ¿Se acordaría de mí? ¿Haría otra foto como
esa que a mí me encantaba?
Estudié de nuevo el boceto y taché con el lápiz la palabra «café» para
que pusiera solamente «Aimee’s». Ian lo había llamado así.
Lo dije en voz alta para ver qué tal sonaba: Aimee’s.
—Vamos a comer algo en Aimee’s —espeté contenta—. En Aimee’s
sirven el mejor café.
Sonreí. Me gustaba cómo sonaba. Sencillo y fácil de recordar.
Llamaron al timbre y di un respingo en la silla. Camino de la puerta,
miré de refilón por la ventana. Había un taxi aparcado a la puerta e Ian
esperaba en el porche. Al verme por la ventana, me saludó con la mano.
Me subió el calor del pecho al cuello hasta que se me encendieron las
mejillas. Maldije y, con una mueca, me llevé las manos a la cabeza, pensando
en cómo debía de llevar el pelo, tan limpio y aseado como el pijama hecho un
higo que no me había quitado desde que había llegado a casa la noche
anterior apestando a alcohol.
Miré con anhelo hacia mi habitación. No me daba tiempo a cambiarme,
ni podía esconderme porque Ian ya me había visto. Menos mal que me había
lavado los dientes, claro que lo había hecho solo para quitarme el sabor a
vómito de la boca.
Abrí la puerta una rendija, asomé la cabeza y fruncí los ojos ante el
resplandor del sol que se ponía sobre los tejados del otro lado de la calle.
—¿Lo pasaste bien anoche?
Gruñí.
—¿Qué haces aquí?
Se revolvió nervioso, se masajeó la nuca y señaló al taxi.
—Voy camino del aeropuerto. Último vuelo a Nueva Zelanda y se me
olvidó… —dijo, rascándose la frente. Enarqué una ceja—. Se me olvidó…
—Resopló y sacó el móvil del bolsillo de atrás, esbozando una sonrisa
tontorrona—. ¿Me das tu número?
Se me aceleró el pulso. Lo primero que pensé fue que le iba a ahorrar
una llamada a Nadia y la vergüenza a mí misma: ya no tendría que sonsacarle
a Wendy el teléfono de Ian. Abrí un poco más la puerta y alargué la mano
para coger su móvil. Ya tenía abierto un nuevo contacto en la agenda y se
quedó mirando como añadía mi nombre y mi número. Antes de achantarme,
introduje también mi correo electrónico y mi domicilio.
Su sonrisa de medio lado se convirtió en una sonrisa de oreja a oreja
cuando le devolví el teléfono. Dio un toque con el dedo en la pantalla y se
llevó el terminal al oído. Sonó el mío en la mesa del comedor, donde lo había
dejado.
—No lo cojas —me susurró, llevándose un dedo a los labios, y tomó
aire—. Hola, Aimee, soy Ian. Lo pasé muy bien contigo en la inauguración y
mucho mejor aún después. Me marcho a Nueva Zelanda esta noche, pero
volveré pronto. ¿Te puedo llamar cuando vuelva?
Entonces me miró inquisitivo. Hizo un movimiento con la cabeza, como
invitándome a contestar y yo me sorprendí asintiendo con la cabeza.
Se le iluminaron los ojos.
—Genial. Nos vemos entonces. —Colgó—. Ahora ya tienes mi número.
Reí.
Guardó el móvil y me dio un beso rápido en la mejilla. Hice un pequeño
aspaviento, sobresaltada.
—Nos vemos dentro de diez días.
Bajó las escaleras del porche en dirección al taxi y se despidió con la
mano antes de instalarse en el asiento de atrás.
Le devolví el saludo cuando el taxi se marchaba a toda prisa y asomó a
mis labios una leve sonrisa mientras volvía dentro de casa, sin aliento. El
torbellino que era Ian había hecho que me diera vueltas la cabeza, y no de la
resaca. Me senté en la silla donde estaba antes y sonreí aún más mientras
repasaba la documentación.

El lunes por la mañana los dolores de cabeza habían desaparecido y


había relegado a Lacy a un segundo plano. Tenía la semana entera llena de
reuniones con proveedores. Había concertado citas para echar un vistazo a
posibles locales, pese a que aún tenía el corazón puesto en el de Joe. Y
todavía debía llamar a Thomas. Con suerte, pedirle que me avalara tampoco
sería demasiado.
Cuando estaba recogiendo la documentación y las llaves, llamaron al
timbre otra vez. Por la mirilla vi a un hombre mayor de pelo blanco y gran
corpulencia. Vestía camisa de manga corta y pantalones de pinzas. Mientras
contemplaba el jardín, se metió las manos en los bolsillos.
Abrí la puerta y sonrió, dejando al descubierto una fila de dientes
manchados por el tabaco. Lo reconocí enseguida.
—¿Qué hace aquí, Joe?
—¡Cuánto tiempo, Aimee! —Me tendió la mano grande y, cuando yo
fui a estrechársela, me la envolvió, cariñoso, con la otra—. ¿Cómo estás?
—Estoy… bien.
Asintió con la cabeza.
—Me han dicho que vas a abrir un restaurante.
—En realidad, es un café boutique y restaurante gourmet. Pero aún no
he encontrado un local que alquilar.
El hecho de que su agente inmobiliario no me hubiera recomendado
quedó flotando, incómodo, entre los dos.
—¿Puedo pasar?
—Sí, claro, perdone.
Me aparté y abrí la puerta del todo.
Joe cruzó el umbral anadeando y su figura contundente llenó la pequeña
estancia. Cerré la puerta y lo vi echar un vistazo alrededor, deteniendo la
mirada en todos los rincones. Antes de mirarme a mí, contempló los cuadros
de James colgados de las paredes, las fotografías enmarcadas del aparador y
la foto del compromiso que había en la repisa de la chimenea.
—Tus padres me han contado lo que ocurrió. Lo siento. —Inspiré
hondo y agradecí sus condolencias con un gesto—. James era un buen chico.
Le tenía aprecio.
—Gracias.
Cogió una fotografía nuestra hecha el día en que se me había declarado,
hacía casi un año. Yo enseñaba el anillo de compromiso. Joe frunció el ceño
y se me hizo un nudo en la garganta. Me pregunté si habría reparado en los
cortes de la mejilla y en los cardenales de la barbilla que disimulaba con
montones de maquillaje en la foto.
Le dio la vuelta al marco y ajustó el pie para que la foto no volcara.
Volvió a meterse las manos en los bolsillos y me miró.
—Mi mujer murió hace cinco años.
—Lo recuerdo.
Joe se había tomado unos días de descanso. El servicio de su local se
había resentido y luego no había podido recuperar el éxito que había tenido
en otro tiempo. Perdió muchos clientes, que encontraron restaurantes y
cafeterías con servicio rápido para quienes compraban desde el coche. Habían
preferido la comodidad a la nostalgia.
—Me llevó mucho tiempo recuperar una mínima normalidad. —Se
encogió de hombros—. Aún la echo de menos.
Me solidaricé con él. Sabía perfectamente cómo se sentía: vacío e
incompleto. La pérdida me había dejado un boquete en el pecho.
Carraspeé y procuré contener las lágrimas.
—¿Le apetece un café?
Suspiró.
—Sí, por favor.
—Póngase cómodo mientras lo preparo —le dije, señalando el sofá.
Me retiré rápidamente a la cocina y, agarrándome al borde de la
encimera, inspiré hondo varias veces hasta que disminuyó el picor de ojos y
de garganta que me había producido el dolor de la soledad. Molí una mezcla
de granos, muestras que había recibido de proveedores a los que estaba
considerando comprar sus productos. Configuré la cafetera a mi gusto.
Cuando volví al salón, Joe estaba hojeando un ejemplar antiguo de una
de las revistas de James, Runner’s World. Al verme, tiró la revista a la mesa.
—El médico me ha dicho que tengo que hacer ejercicio.
Le di la taza. Despedía un vapor aromático, a avellana tostada.
—Caminar va bien —coincidí.
—He venido andando desde el centro. —Dio un sorbo al café. Abrió
mucho los ojos—. ¡Qué rico! —Volvió a beber—. Riquísimo, de verdad.
—Gracias. Es una mezcla propia —confesé tímidamente.
—Acuérdate de incluirla en la carta de tu local —dijo, levantando la
taza a modo de brindis—. Lo pediré cada vez que vaya.
Sonreí. Después de pasar años comiendo en Joe’s Coffee House, quizá
ahora él fuese cliente mío.
—Me acordaré.
Se terminó el café y dejó la taza en la mesita; luego, frotándose los
muslos, se puso cómodo en el sofá.
—Cerré mi establecimiento porque no podía con la competencia. Esas
condenadas cadenas, con esa mierda que sirven… —carraspeó, tapándose la
boca con un puño—, perdón, me robaron la clientela. ¿Por qué estás tan
segura de que a ti no te va a pasar lo mismo?
—No estoy segura —dije con sinceridad—, pero no tengo intención de
competir con ellas.
Meneó la cabeza.
—Quebrarás en unos meses.
—Espero que no. Me propongo ofrecer algo distinto, una especie de
experiencia para los muy cafeteros.
Esbozó una sonrisa de medio lado.
—¿Una experiencia para los muy cafeteros?
—Para las personas que saben apreciar los cafés especiales. El mío será
artesano y preparado lentamente, como el que acabo de hacerle —dije,
señalando su taza vacía.
Rio.
—Estaba muy bueno.
—Gracias. —Sonreí—. Aún tengo que preparar la carta completa,
confirmar proveedores y lo que es más importante —agaché la cabeza, me
miré las manos juntas en el regazo—, encontrar un local.
—Conozco a tus padres, Aimee. Los conozco desde hace mucho. Son
buenas personas y muy buenos empresarios. Me sorprendió que vendieran.
Pensé que tú heredarías su restaurante o se lo comprarías.
Y yo, pero no le iba a hablar de los problemas económicos de mis
padres.
—Montar mi propio restaurante es mejor para mí. Necesito hacerlo.
Era lo que James quería que hiciese. Pero, además, tenía que
demostrarme a mí misma que podía hacerlo yo sola.
—Sé que has solicitado el alquiler de mi local.
—Sí, pero…
Levantó una mano para callarme.
—Mi agente no ha podido recomendarte por tus problemas de
solvencia. Sí, estoy al tanto de eso. También entiendo lo que has pasado este
año. Entiendo que las cosas se desmoronan, que las facturas no se pagan y
que la vida se detiene. Yo también lo he sufrido. Escucha —me dijo,
inclinándose hacia delante—, ahora te toca recomponerte.
—Eso es lo que he estado haciendo, señor.
—Yo no pude, y he perdido algo más que a mi mujer. —Se aclaró la
garganta—. Voy a aceptar tu solicitud. Mi local es tuyo.
Me quedé de piedra.
—¿Y mis problemas de solvencia?
—Nada, olvídate de eso —dijo, dando un manotazo al aire—. Has
metido un poco la pata. Yo quiero a alguien en quien poder confiar. Te
conozco y conozco a tus padres. Pretendía alquilarlo por quince años, pero te
daré cinco. Si el negocio fracasa, no tendrás que seguir pagando el alquiler el
resto del tiempo. Si, pasados esos cinco años, quieres renovar el contrato,
podemos renegociar las condiciones, pero prometo no cobrarte nunca un
alquiler mayor, aunque suban los precios del mercado. —Se frotó un lado de
la nariz—. Es costumbre conceder al nuevo inquilino entre uno y tres meses
de alquiler gratuito durante las obras. Te daré todo el tiempo que necesites,
sin cargos, hasta el día de la apertura, aunque tardes un año en remodelarlo.
Parpadeé maravillada mientras intentaba procesar lo que me ofrecía.
—¿Por qué hace esto por mí?
Sonrió.
—Digamos que hay gente que cuida de ti —contestó con un brillo en
los ojos.
Me erguí.
—¿Se lo han pedido mis padres?
—Esto no tiene nada que ver con tus padres, es algo entre tú y yo.
Necesito un inquilino y tú un local. Bueno, ¿qué te parece? ¿Hay trato?
Qué locura. La propuesta me parecía surrealista. Me lo quedé mirando
mientras sonreía, con la mano tendida, esperando.
Me dieron ganas de arrojarme a sus brazos, pero me contuve. En
cambio, sonreí y le di la mano.
—Por supuesto que hay trato.
Joe se levantó y yo lo seguí a la puerta. Me sentía la persona más
afortunada del mundo y se lo dije.
—Estupendo, vas a necesitar toda la suerte que puedas conseguir. Mi
local se cae a pedazos. Va a hacer falta mucho trabajo.
Capítulo 11

—¡Madre mía, aquí hay muchísimo que hacer! —exclamó Nadia,


pasando el dedo por la barra y enseñándonos después la yema cubierta por
una capa de polvo grasiento—. Es asqueroso —dijo con una mueca.
—Es encantador. Una especie de salto en el tiempo, como viajar a los
60 —dijo Kristen y me hizo una seña con los pulgares hacia arriba.
Papá miró los techos altos. Faltaban algunas placas por las que se veían
los cables. Otras estaban rajadas o manchadas de humedades.
—Tiene potencial.
—¿Ves? ¡Eso mismo! —coincidí.
Nadia se retiró a la cocina.
—¿Has pensado en alquilarlo?
—Ya he firmado el contrato.
Se detuvo a medio camino.
—¿Qué? ¿Cuándo?
—La semana pasada.
Joe y yo habíamos dedicado varios días a retocar las condiciones y el
viernes por fin habíamos llegado a un acuerdo. Yo pasaría a buscar las llaves
al martes siguiente. Era ya sábado, el primer día que había podido conseguir
que Nadia, Kristen y papá vinieran conmigo. Mamá estaba en The Goat,
supervisando la recogida de los muebles que papá y ella iban a donar. Papá se
reuniría con ella luego. Miré el reloj. Con suerte, Nadia y Kristen no se
quedarían mucho rato después de que él se fuera.
—Este sitio es un tugurio —dijo papá, haciéndose eco de las palabras de
Nadia—, pero tiene el tamaño perfecto para tu proyecto. Solo hace falta
ponerle un poco de cariño.
—Y un mazo. —Nadia volvió al comedor—. ¿Inspeccionaste el
inmueble antes de firmar los papeles?
—Eché un vistazo.
—¿Echaste un vistazo? —Nadia dijo una palabrota—. No me
malinterpretes, me alegro mucho por ti. Tu restaurante será genial, pero, con
este tipo de negocio, el riesgo de fracaso es muy elevado. —Miró a mi padre
como disculpándose y él le hizo un gesto como quitándole importancia, luego
Nadia se volvió hacia mí—. No se pueden tomar decisiones precipitadas —
añadió, y señaló las manchas de humedad de los paneles de madera—. ¿Has
preguntado a qué se debió la fuga?
—No. —Resoplé nerviosa—. Joe ya me dijo que necesitaba mucha
obra.
—¡No me digas! Este sitio lo que hay que hacer es destriparlo para
saber qué se esconderá detrás de esas paredes. —Sus ojos saltaban de un
punto a otro, descubriendo detalles que los míos, inexpertos, no habían
detectado—. Tendrías que haberme llamado. Te habría hecho un informe
para que tuvieras idea de dónde te estabas metiendo. Las remodelaciones son
muy costosas y, antes de que te des cuenta, se te ha ido de presupuesto o,
peor aún, te has quedado sin dinero. ¿Has mirado otros locales para
comparar?
—¿Por qué? Aquí no tengo que pagar alquiler.
Nadia se quedó pasmada.
—¿Qué!
Papá dio un silbido.
—Vaya, chica —masculló Kristen, que había estado jugando con la caja
registradora y la había hecho sonar.
—¿Por cuánto tiempo? —preguntó Nadia, recelosa.
—Todo el que tarde en remodelarlo. No pago nada hasta el día de la
apertura. —La dejé boquiabierta—. Es un trato muy interesante. Me gusta
este sitio.
Estaba lleno de recuerdos. Papá sonrió. Sabía que el local era especial
para mí. Por los ventanales vi lo mismo que James y yo veíamos siempre que
veníamos a comer: mamás empujando las sillitas de sus bebés, coches pasar,
algún que otro ciclista esquivando el tráfico… En ese momento llovía a
mares, la primera tormenta de la temporada. Volví a mirar el reloj.
Nadia encendió su tableta y se sentó en la silla más próxima. Hizo unas
anotaciones con el teclado virtual.
—¿Sabes lo que quieres hacer con este local?
Kristen me miró expectante y se sentó al lado de Nadia. Papá se acercó.
Sonreí.
—Tengo montones de ideas, como postres increíbles para acompañar
mis cafés personalizados.
—¿Cómo lo vas a llamar? —preguntó Kristen.
—Aimee’s —anuncié y saqué de mi carpeta el boceto del logo. Lo puse
en la mesa. Los tres se inclinaron a mirarlo.
—Cafés bien hechos y comida exquisita. Sabes que me encanta —dijo
Kristen, y me dio una palmadita en el hombro.
Nadia siguió tomando notas.
—Así, a bote pronto, te puedo decir que la reforma no será barata. Con
la obra, los permisos, el seguro, el mobiliario, los sueldos de los empleados y
tus gastos…
—Tranquila. No te preocupes —intervine, y empecé a masajearle los
hombros a Nadia—. Gastaré con prudencia.
—Bien. Pues empieza por mí. Como te prometí, no te voy a cobrar y te
conseguiré los mejores precios que pueda obtener con mis contactos para
todo lo demás.
—Tienes que dejarme que te pague algo.
Rio.
—No te he dicho que te vaya a salir gratis, nena —dijo, y se dibujó en
su rostro una enorme sonrisa.
—Casi me da miedo preguntar —mascullé.
Se retorció en el asiento y me tendió la mano.
—Quiero café gratis y tus bollitos de limón de por vida.
Reí a carcajadas y le estreché la mano.
—Hecho. Bueno, ¿cuánto tiempo nos llevará la transformación?
Frunció los labios y tarareó.
—Considérate afortunada si consigues abrir dentro de ocho meses.
Silbé.
—Eso es mucho tiempo. —Estaba impaciente por innovar.
Inconscientemente, volví a mirar el reloj.
—¿Tienes que ir a algún sitio? —me preguntó Kristen, dándome un
codazo y señalándome el reloj con la cabeza.
—No, espero a alguien.
—¿A quién?
Me puse colorada.
—A Ian.
Había vuelto a casa el día anterior y me había llamado esa mañana. Le
había propuesto que nos viéramos allí, en territorio neutral. Después de
pensármelo mucho durante dos semanas, aún no estaba segura de qué quería
de Ian. Era evidente que él quería de mí algo más que una amistad.
Kristen me miró sonriente, ajena a mi tormento interior.
—Ian viene para aquí —les dijo a papá y a Nadia. Papá me miró
extrañado.
Nadia se levantó y me sonrió con picardía.
—Supongo que es hora de que nos vayamos.

Estaba midiendo el espacio disponible para el mostrador cuando llegó


Ian, poco después de que se fueran los otros. Se sacudió el agua de la
chaqueta y del pelo.
—¡Madre mía, la que está cayendo! —dijo con un resoplido, y sonrió
—. Hola, Aims.
Se me aceleró el pulso al verlo. Tenía buen aspecto. Muy buen aspecto.
A lo rudo, como un perrillo mojado.
—Estás empapado. Dame eso —dije, pidiéndolo la chaqueta.
—Gracias. —Se la quitó—. He venido corriendo desde casa.
—¿Dónde vives? —le pregunté mientras la colgaba del respaldo de una
silla.
—A siete manzanas hacia allí —dijo, señalando en la dirección opuesta
a la que yo tomaba para volver a la mía—. Somos vecinos.
Reí.
—Si para ti vivir a un kilómetro es ser vecinos… ¿Qué tal el viaje?
—¡Genial! He hecho algunas fotos increíbles. —Me dejó en la mesa
una bolsa de papel, evitando ponerla encima de los papeles de mi proyecto
que había estado enseñándole a Nadia para no mojarlos. Me dio un codazo
suave en el hombro—. Yo tenía razón, por cierto.
—¿En qué?
—Te he echado de menos. —Lo miré sorprendida y él rio, echando un
vistazo alrededor—. Así que has alquilado el antiguo local de Joe…
—Eh, sí… lo he alquilado —tartamudeé, aún atascada en la confesión
de «Te he echado de menos».
—Estoy impaciente por ver qué cómo lo dejas —dijo, dando unos
golpecitos con los nudillos en el mostrador de formica—. ¿Ya has
investigado las cafeteras exprés?
Desde que Ian había salido del país, apenas me había dado tiempo a
terminar mi plan de negocio. Crucé los brazos y apoyé una cadera en el canto
del mostrador.
—Aún no. ¿Por qué?
Imitó mi postura.
—Sería un honor para mí recomendarte una o dos marcas —dijo, con
una mano en el pecho.
Torcí la boca.
—¿Eres experto? —pregunté con genuino interés a pesar de su tono
jocoso.
Aparte de la fotografía y de que viajaba a menudo, no sabía nada de él.
—Después de graduarme en la universidad, pasé varios meses en
Provenza. Salí con una barista y ella me enseñó… —Se interrumpió,
sonrojándose. Yo enarqué una ceja. Él esbozó una sonrisa de medio lado—.
Me enseñó mucho.
—Apuesto a que sí —dije, mirándolo con los ojos entornados.
—Eh, no te pongas celosa —canturreó, irguiéndose, y se me puso la
cara más colorada que a él—. Ven, te he traído una cosa.
Sacó una botella de la bolsa de papel.
—¿Qué es? —pregunté.
—Sidra.
—Me has traído un zumo.
Rio.
—Zumo de mayores. Sidra natural. He sobrevivido con esto todo el
viaje.
Se palpó los bolsillos de la pechera y de los vaqueros como si buscara
algo. Vio su chaqueta y hurgó en los bolsillos laterales. Sacó dos vasos de
chupito.
—Nunca he tomado un chupito de sidra.
Puso los ojos en blanco.
—Esto se bebe a sorbitos. He cogido esos vasos porque eran los únicos
que me cabían en los bolsillos. —Destapó la botella con un abridor que se
sacó del otro bolsillo y sirvió la sidra—. Se suele beber a temperatura
ambiente, pero hace tanto frío que igual está un poco fresca. Pero está buena
—dijo, y me dio un vaso.
La olfateé. Me vinieron a la cabeza pasteles y tartas de manzana.
—Kia ora —dijo, levantando el vaso entre los dos.
—¿Kia, qué?
—Es un saludo maorí. Los maoríes son los indígenas de Nueva Zelanda.
Traducido libremente significa algo así como «buena salud». Me gusta pensar
que es como nuestro «chinchín».
—Chinchín —repetí y di un sorbo a la sidra. Tenía un sabor afrutado y
seco, delicioso.
Ian se sentó en la silla donde tenía colgada la chaqueta y yo me senté
enfrente. Estiró las piernas por debajo de la mesa y se recostó en el asiento,
dándome golpecitos en el tobillo con los zapatos. Aquel leve contacto me
subió por la pierna directo a las entrañas. Me miraba fijamente y yo me
revolví en el asiento.
—¿Tu madre no te enseñó que no se debe mirar fijamente?
Se apagó su mirada un instante, luego volvió a iluminarse.
—Si no lo hiciera, no sabría por qué me fascinas aún más que antes.
Frunció los ojos y se arrugó su piel bronceada. Aunque pretendía sonar
desenfadado, sabía que lo que había dicho era muy fuerte. Me humedecí los
labios y apoyé los antebrazos en la mesa, sujetando con los dedos el vasito.
—¿Has perdido alguna vez a un ser querido? —le pregunté muy seria.
Se ensombreció su semblante.
—Sí.
A pesar de mi reticencia a hablarle a nadie de mis encuentros con Lacy,
me había planteado cuánto podía contarle a Ian sobre James. Había enterrado
a mi prometido y aún lloraba su pérdida. Lo echaba de menos una barbaridad
y esa añoranza no hacía más que alimentar la sombra de duda que Lacy había
plantado en mí. Hasta que esa sombra desapareciera, no era justo dejar que
Ian diera por sentado que yo quería algo más que su amistad.
—Cuando nos conocimos —empecé, pensando bien lo que iba a decir
porque, aunque no buscaba su compasión, necesitaba que entendiera mi
estado de ánimo—, me preguntaste si estaba prometida. Lo estuve, durante
casi un año. Mi prometido murió en mayo. En realidad, desapareció después
de caer por la borda mientras pescaba en México. Al final encontraron su
cadáver y lo enterré el día de nuestra boda. Eso fue en julio. —Me bebí el
resto de la sidra de un trago y me limpié la boca con el dorso de la mano—.
Creo que me voy a tomar unos cuantos chupitos de sidra —comenté en tono
socarrón.
Ian se quedó de piedra, helado. Al poco, sacudió la cabeza como si
quisiera librarse de la conmoción.
—Mierda, Aimee. Lo siento —dijo, y me cogió ambas manos,
acariciándome los nudillos con el pulgar.
—No llegué a ver el cadáver. No tuve ocasión de despedirme.
Masculló algo sin sentido. Me apretó más las manos. De no haber
tenido la mesa entre los dos, seguro que me habría arrimado a su pecho y me
habría estrechado entre sus brazos protectores.
Estudié nuestros dedos entrelazados. Tenía las manos calientes, fuertes;
las caricias de su pulgar eran relajantes. Me ardía en el pecho un profundo
anhelo de compañía, cuyo calor se propagó a mis extremidades. Lo miré y vi
algo alentador en sus ojos. Mi mundo disparatado y dislocado encajó de
pronto en su sitio con un sonoro clic.
—Sé que vas a ser un buen amigo, Ian.
Hizo un sonido gutural.
—Amigo, ¿no?
La decepción le nubló el semblante.
—Lo siento. Es que… —Me zafé de sus manos y dejé las mías en el
regazo—. Nunca he estado con nadie más. Siempre hemos sido James y yo.
—¿James? Ah —dijo, redondeando la boca—, tu prometido. —Apoyó
el codo en la mesa y se frotó la mejilla, rascándose la barba de varios días que
le oscurecía la mandíbula—. ¿Te pone nerviosa estar con otra persona? —me
preguntó en voz baja.
—No, nerviosa no. —Enarcó una ceja—. Bueno, a lo mejor un poco.
No estoy preparada para una relación seria. Aún no.
Tenía que pensar en mi negocio. Y en James. Su cuerpo llevaba bajo
tierra menos de un año, si es que había un cuerpo bajo tierra, y ese era el quid
de la cuestión. La incertidumbre me impedía renunciar a lo que habíamos
tenido juntos.
—Mis padres piensan que dependía demasiado de James —reconocí, a
modo de ocurrencia tardía.
Ian soltó un bufido.
—Lo que quieres hacer con este lugar —dijo, señalando con el brazo a
su alrededor— no es propio de una mujer dependiente, sino de una decidida a
hacer algo con su vida.
Sonrió. Me rellenó el vaso de chupito y levantó el suyo.
—Te propongo un trato. Yo brindo por que seamos amigos si tú me
prometes que me avisarás cuando quieras algo más conmigo.
Lo miré extrañada, luego solté una carcajada por la forma en que lo
había expresado: «cuando», no «si».
—Eres el colmo —le dije.
—No, solo soy optimista.
—De acuerdo —accedí, levantando el vaso—. Trato hecho.
Capítulo 12

El verano antes de empezar el instituto, hacía seis años que conocía a


James y ya no quería ser su amiga. Estaba deseando ser algo más.
No había sido un cambio repentino de opinión, sino más bien una
transformación lenta a lo largo del último año de colegio, como una mariposa
que, tras salir del capullo, va despegando las alas despacio y echa a volar.
Empecé a notar cosas de él en las que no había reparado antes, como su
aroma. No olía a sudor de vestuario como los chicos de mi clase. Su colonia
combinaba muy bien con su propio olor y hacía que se me removieran las
entrañas cuando lo tenía cerca. «¡Qué subidón!» Me dejaba aturdida y
confusa y, en más de una ocasión, tuve que contenerme para no pegarle la
nariz al pecho. Se habría reído y me habría apartado de un empujón.
Pero, a pesar de mi potencial vergüenza, lo conocía mejor que nadie. Su
empeño constante en mejorar sus pinturas, lo mucho que lo frustraba el que
su padres lo obligaran a emprender una trayectoria profesional que no quería
y lo mucho que lo deprimía no poder enseñarle a nadie su trabajo aparte de a
mi familia, por si la suya se enteraba y le prohibían volver a verme, me tenían
angustiada. Me estaba enamorando de mi mejor amigo y lo echaba
muchísimo de menos.
Habían empezado los entrenamientos de fútbol y tenía un montón de
actividades más que lo mantenían ocupado. Ese verano no lo había visto
mucho, pero una tarde de agosto me hizo una visita sorpresa. Yo estaba
haciendo galletas para el cumpleaños de Kristen y acababa de sacar la
bandeja del horno. Cuando me erguí y me di la vuelta, me lo encontré
apoyado en el marco de la puerta de la cocina, observándome.
Llevaba pantalones de color pizarra y una camisa blanca de vestir con el
cuello desabrochado, una vestimenta adecuada para ir a la iglesia los
domingos, no para un jueves caluroso y seco. Y menos aún para jugar al
fútbol.
A sus dieciséis años, James no era flaco y desgarbado como casi todos
los chicos de su edad. De tanto jugar al fútbol, estaba en plena forma. Su
mata de pelo moreno, tostada por el sol, estaba algo revuelta. Se había estado
pasando las manos por la cabeza. Algo lo inquietaba.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté, sorprendida de encontrármelo en
casa. Aunque no era de extrañar porque papá, harto de tener que salir a abrirle
la puerta cada vez que venía, y antes del verano era muy a menudo, le había
dado una llave—. ¿No tenías entrenamiento?
Se encogió de hombros.
—Me he tomado la tarde libre.
Lo miré intrigada.
—¿Y a tus padres les parece bien?
Resopló, ladeó la cabeza y arrugó la frente, mirándome con los ojos
como platos. Sus padres no tenían ni idea de que estaba allí.
—Papá trabaja hasta tarde y mamá está en una función benéfica —me
explicó.
—¿Así que estás haciendo novillos? —dije, dejando la bandeja de las
galletas en la encimera de granito.
Me dedicó una sonrisa inmensa, de oreja a oreja, que me encogió el
corazón. Me sonrojé. Agaché la cabeza para ocultar el rubor y me puse a
trasladar las galletas al estante de enfriado.
—¿Has venido a pintar? —le pregunté cuando lo oí acercarse.
—Y a verte.
No puede evitar que se me dibujara una amplia sonrisa en la cara.
Se apoyó en la encimera y me robó una galleta. Lo agarré de la muñeca
cuando la tenía a dos centímetros de la boca. Enarcó una ceja. Yo entorné los
ojos.
—Son para Kristen. Es su cumpleaños. —Se metió la galleta en la boca
—. ¡James! —protesté.
Le miré los labios y mis pensamientos cambiaron de rumbo. ¿A cuántas
chicas habrían besado esos labios? ¿Habría querido alguna vez besarme a mí?
Me puse como un tomate. Él rio con picardía, yo lancé una mirada
furibunda, le solté la muñeca y seguí a lo mío.
—No cojas más —le advertí. Si lo dejaba, se iba a comer la bandeja
entera y no porque el entrenamiento le hubiera abierto el apetito precisamente
—. No me da tiempo a hacer otra bandeja.
—¿Solo una? —me dijo, haciendo un puchero.
—Vale —contesté, no se la pude negar. Le metí una galleta en la boca.
Protestó—. ¿Por qué vas así vestido? —le dije, señalándole la ropa.
—¿Qué tiene de malo cómo voy vestido? —preguntó desconcertado.
—¡Nada! —jadeé—. Estás muy bien… Tu ropa está muy bien, quiero
decir, solo eso —farfullé. Tenía que ir tan bien vestido por algo—. ¿Adónde
vas?
—De dónde vengo, querrás decir. —Bajó la cabeza y se miró la ropa
como si hubiera olvidado lo que llevaba puesto. Torció el gesto—. Es la
última gran idea de mamá para prepararnos para una vida de juntas de
accionistas y cenas de gala —se quejó.
Me froté las manos para limpiarme las migas.
—¿Qué os tiene haciendo ahora a Thomas y a ti?
Sonrió de medio lado.
—Estás muy mona con ese delantal —dijo, estirándome el extremo
arrugado—. ¿De dónde lo has sacado?
—Estás eludiendo la pregunta.
Y distrayéndome. Le aparté la mano.
—Y tú —dijo, y me cogió la mano y entrelazó sus dedos con los míos.
Inspiré hondo. Nos miramos las manos cogidas y acto seguido a la cara.
Vi la sorpresa en sus ojos pardos antes de que una sonrisa perversa se
perfilara en su boca. Levantó nuestras manos y con el otro brazo me agarró
de la cintura y me arrimó a su pecho.
El súbito contacto me hizo soltar un aspaviento. Nunca había estado tan
cerca de él de esa manera.
—¿Qué haces?
—Enseñándote.
—¿Enseñándome el qué? —grazné, subiendo de pronto la voz.
James rio.
—Enseñándote lo que he estado haciendo. Sígueme. Lleva la cuenta
conmigo —me susurró al oído. Me estrechó contra su cuerpo, echándome
hacia atrás. Tropecé y me agarró más fuerte. Apoyó la barbilla en mi cabeza.
Se me agarrotó el cuerpo entero.
Noté que él sonreía a mi pelo.
—Estás muy tensa. Soy solo yo.
Solo James. Abrazándome. El calor de su piel me atravesaba la
camiseta. Hice una mueca. Esa observación no le vino nada bien a mi
imaginación cándida y desbordada, aunque sentí que el corazón le iba tan
rápido como a mí.
Comenzamos a movernos y él empezó a contar, susurrándomelo al oído.
Tras unos cuantos tropezones y varios pisotones, consiguió que nos
moviéramos suavemente por la cocina. Bailábamos, y no uno de esos bailes
de brincos que hacíamos en el colegio, sino de los elegantes, de los de
adultos.
—Estás yendo a clases de baile.
Murmuró un sí. Noté cómo me vibraban los dedos de los pies.
—Estamos bailando un vals.
Me aparté un poco y lo miré mientras intentaba centrarse en los pasos.
—¿Qué tiene que ver el vals con las juntas de accionistas y las cenas de
gala?
Me miró contrariado.
—Negociaciones. Por lo visto, mamá quiere que Thomas y yo estemos
preparados para cerrar un trato en cualquier sitio.
Imaginé a James trajeado bailando con una hermosa mujer con blusa de
seda y falda de tubo.
—¿Bailas en el trabajo?
No tenía ni idea de que eso fuera lo que hacía la gente cuando iba a
trabajar.
Soltó una carcajada.
—No, loca. Mi chica loca —me susurró al pelo y me besó la cabeza,
produciéndome chispas de emoción por todo el cuerpo. Me había llamado su
chica.
—Papá asiste a muchas fiestas después del trabajo y ha cerrado algunos
tratos importantes en ellas.
El trabajo de sus padres en Donato Enterprises era muy distinto del de
los míos en el restaurante. Imaginé su vida glamurosa. Mujeres de largo y
hombres con esmoquin sorbiendo champán en copas de cristal tallado
mientras sonaba de fondo una orquesta de veinte músicos.
Mientras James me llevaba dando vueltas alrededor de la isla de la
cocina, volví a la realidad, al olor a galletas con pepitas de chocolate recién
horneadas y a la proximidad de su cuerpo, mayor que nunca.
—Se te da muy bien esto.
Como se le daba bien todo lo que hacía, desde la ejecución de jugadas
de precisión en el campo de fútbol hasta las técnicas de pintura aprendidas
por su cuenta. Sus acrílicos eran impresionantes.
—Tú haces que parezca que se me da bien —me piropeó, y añadió—: y
aprendes rápido.
Su aliento me alborotó el pelo. Bailábamos a un suspiro del otro y eso
hizo que se me colara en la cabeza una idea, suavemente, al ritmo de un-dos-
tres.
—¿Bailas así de pegado con las chicas de tu clase? —le susurré.
James guardó silencio un buen rato. Yo agaché la cabeza y me sentí
estúpida y avergonzada por haberle hecho esa pregunta, pero me ponía mala
pensar que abrazara así a otras.
¿Desde cuándo me preocupaba con quién y dónde pasaba su tiempo?
Desde que me había confesado que yo era su mejor amiga en el mundo
entero. Desde que me había abrazado mientras lloraba porque Roxanne
Livingston me había robado la ropa interior en la clase de gimnasia y la había
lanzado al techo como si fuera un tirachinas, donde se había enganchado en
el detector de incendios y se había quedado allí colgada para que la viera todo
el colegio. James deseó darle una paliza a Roxanne y yo lo deseé más tiempo
del que me atrevía a confesar.
—No —contestó por fin—. Así no. Contigo es distinto. —Levanté de
golpe la cabeza. Se puso serio—. He querido bailar contigo desde que
empecé las clases.
¿En serio?
James bajó el tempo y empezamos a mecernos de lado a lado y luego
dejamos de movernos del todo.
—Hay algo más que hace tiempo que quiero hacer.
—¿El qué?
—Besarte. —Y lo hizo.
Se me pusieron los ojos como platos. Le apreté el brazo. Nuestros labios
se tocaron, una vez, dos, y otra más. Me recorrió el borde de la boca con la
lengua y yo jadeé. La introdujo dentro. Luego la sacó antes de que me diera
tiempo a digerir el hecho de que James me había besado. ¡Mi James!
Lo miré espantada.
Él me sonrió tímidamente.
—Hola.
Parpadeé.
—Eh… hola.
Ladeó la cabeza y empezó a mirarme con recelo.
—¿Estás bien?
—Mmm… sí. Creo que sí.
—¿Crees que sí?
Rio nervioso.
Me pasé la lengua por los labios. Me ardían. Me ardía todo. Sensaciones
nuevas, espléndidas y espectaculares. Sentí que la mariposa volaba por
primera vez.
—¿Por qué me has besado? —espeté.
—¿No lo sabes? —me preguntó, y yo negué con la cabeza.
Me había mencionado que yo era su mejor amiga, pero ya está. Solo
amiga.
—Eres mi mejor amiga, Aimee —dijo, como haciéndose eco de mis
pensamientos. Decepcionada, me encorvé y él me levantó la barbilla con un
dedo—. En realidad, eres más que eso para mí. —Bajó la voz, cortado—. Ya
te lo he dicho antes, me conoces mejor que nadie. He llegado a apreciarte
mucho.
—Ah —susurré, redondeando mucho los labios.
Se dibujó en su rostro una enorme sonrisa más luminosa que el sol de
agosto. Me dio un abrazo fuerte, levantándome por los aires.
—¡Dios, cómo me alegro de que volvamos a estar en el mismo colegio!
Podremos vernos más.
—Como no nos vemos ya lo suficiente… —bromeé.
—Este verano casi no nos hemos visto. —Me bajó al suelo, pero no me
soltó—. Oye, podrás volver a pasarme notitas entre clases. —Me puse
colorada—. Me gustan tus notitas. Las he echado de menos.
Sonreí tímidamente.
—Entonces procuraré escribirte más.
James me soltó y se metió otra galleta en la boca.
—¡Eh! Deja de comerte las galletas de Kristen.
—Pues deja de hacerlas tan ricas. —Me agarró la cara, envolviéndome
las mejillas con las manos. Inspiré hondo, me había pillado desprevenida. Me
miró fijamente, como admirado—. Madre mía, tus ojos son preciosos de
cerca. Tan azules. Como el Caribe. ¿Te puedo besar otra vez?
—Sí, por favor —susurré.
Todo aquello era muy nuevo para mí y ansiaba más. La mariposa de mi
estómago aleteó, preparada para alzar el vuelo otra vez. James sonrió, y yo le
devolví la sonrisa, y de pronto estábamos los dos riendo y besándonos.
—¿Seguro que no pasa nada porque estés aquí? —le pregunté al rato,
pensando en lo mucho que se disgustarían sus padres cuando se enteraran de
que James se había saltado el entrenamiento de fútbol.
—No te preocupes por mí. No se van a enterar. Llegaré a casa antes que
ellos.
Me dio un beso en la nariz para calmarme.
Sonó el teléfono de casa y me aparté de James sobresaltada. Rio.
—Es el teléfono, Aimee. No es que hayan venido tus padres y nos
hayan pillado.
—Ja, ja —dije, fastidiada, con las mejillas más encendidas que la
resistencia de un horno.
Cogí el teléfono mientras veía a James remangarse y vaciarse los
bolsillos: la cartera, un recibo, dinero suelto y las llaves del BMW 323ci que
sus padres le habían regalado por su decimosexto cumpleaños. Luego se
metió en el solárium, en cuyo rincón habíamos montado su taller de pintura.
Escuché a Thomas al otro lado de la línea, preguntando por James.
Mientras Thomas hablaba, se me esfumó la sonrisa y, cuando terminó, colgué
y noté que James me había estado observando.
—¿Estás bien? —preguntó preocupado.
—Tienes que irte. Tu madre va camino de casa. Phil está con ella.
Maldijo. No se llevaba bien con su primo. Una vez lo había pillado
husmeando en su escritorio. Yo sabía que James guardaba todas las fruslerías
y las tarjetas que yo le había dado en el último cajón. Guardaba también las
notitas y las cartas que le había escrito. ¿Las habría leído Phil? James no
estaba seguro, pero sí me había comentado que le había desaparecido una
foto nuestra en la que nos estábamos comiendo un polo y él me pasaba el
brazo con desenfado por los hombros. Yo tenía doce años entonces y llevaba
mi primer biquini, había convencido a mamá para que me lo comprara a
condición de que papá nunca me lo viera puesto. Ver a su pequeña con tan
poca ropa habría sido demasiado para él. Así que, cuando la madre de Kristen
me dio la foto para mi álbum de recortes, yo se la regalé a James. No quería
que papá la viera, algo que ya no me preocupaba tanto como pensar que la
tuviera Phil.
James echó un vistazo por la cocina, frotándose los antebrazos,
pensando.
—Debería irme.
—James, tu padre…
Me miró de repente.
—¿Qué pasa con él?
—Está en casa. Y está preguntando por ti. —Se puso blanco—. ¿James?
—Tengo que irme corriendo. Luego te llamo.
Agarró las llaves de la encimera y salió disparado hacia la puerta.
—¡James! ¡La cartera!
Se cerró de golpe la puerta de la calle. Agarré la cartera, donde llevaba
el carné de conducir. Lo iba a necesitar si quería ir a algún lado que estuviera
a más de las dos manzanas que separaban nuestras casas.
Salí corriendo a tiempo para pillarlo volviendo la esquina en su BMW.
Corrí a su casa con la esperanza de darle alcance antes de que entrara. Lo
pillé en la pasarela que llevaba al porche.
—¡James! —dije, resoplando.
Se volvió, sorprendido al ver que me detenía en seco en la acera, junto a
su coche. Yo me doblé, con las manos apoyadas en las rodillas, y tomé aire.
Luego levanté la cabeza y alargué el brazo.
—Tu cartera.
Extrañado, se llevó ambas manos a los bolsillos traseros del pantalón y
descubrió que los llevaba vacíos. Se acercó y cogió la cartera.
—Gracias —dijo, siguiendo con la mirada un coche a mi espalda.
Miré por encima del hombro y vi a la señora Donato entrando en el
recinto. Phil iba sentado en el asiento del copiloto, con los ojos clavados en
mí.
—Vete a casa, Aimee —me ordenó James.
Ya me iba cuando me di la vuelta otra vez y vi a Edgar Donato plantado
en el porche, con la boca cerrada, apretando mucho los labios. Tenía la puerta
abierta, esperando a James.
James miró por encima del hombro.
—Vete a casa —me dijo otra vez, irritado—. Por favor —añadió al ver
que no me movía.
Yo lo miraba a él, luego a Edgar, después a él otra vez.
Su expresión se suavizó. Me cogió la cara, me pasó el pulgar por la
mejilla.
—No pasa nada. Vete a casa. Te llamo esta noche.
—Vale.
Lo vi entrar en su casa, muy derecho, muy digno. Edgar me lanzó una
mirada asesina y siguió a James dentro, quitándose el cinturón de piel.
Hice un aspaviento al recordar lo que James me había contado de los
ronchones de Thomas. «¡Ay, James!»
—Hola, Aimee. —Me sobresalté y miré angustiada a Phil, que estaba a
un paso de mí. Sonrió—. ¡Cuánto tiempo!
Mi angustia, que yo atribuía más al aprieto en que se había metido
James que a la súbita aparición de Phil a mi lado, disminuyó con su sonrisa.
Había cambiado desde la última vez que nos habíamos visto, hacía cinco
años. Me parecía curiosísimo que no hubiéramos coincidido desde entonces,
teniendo en cuenta lo a menudo que visitaba a su tía.
Phil seguía siendo más delgado y más alto que James o Thomas, y los
pantalones y la camisa a medida que llevaba sumaban años a sus diecinueve.
Le daban un aire refinado y afectado. Era mucho mayor que yo y su mundo
no tenía nada que ver con el mío. No comprendía la vida que llevaban los
Donato, de ropas y coches caros, de cenas de gala y actos sociales. Un estilo
de vida que la gente como yo solo veía en la tele. Intimidaba. Phil intimidaba.
Miré a la casa, retorciéndome los dedos.
—No le pasará nada a James, ¿verdad?
Phil se encogió de hombros.
—Edgar parecía enfadado. ¿Qué ha hecho?
—Se ha saltado el entrenamiento de fútbol.
En cuanto dije las palabras me dio un vuelco el corazón. Aquello no era
asunto de Phil.
Rio.
—Así que el niño bonito no es tan bonito después de todo. ¿Te
acompaño a casa? —preguntó, señalando hacia mi domicilio.
—Eh… vale —acepté sin pensarlo.
Caminamos despacio, nada que ver con la carrera que había hecho hacía
un rato. Aún jadeaba y me corría el sudor por el cuello. Me estiré la blusa y
me abaniqué el pecho. Por el rabillo del ojo, vi que Phil observaba todos mis
movimientos. Dejé de toquetearme la ropa, de pronto avergonzada de los
pechitos que por fin me habían salido ese año.
—Has crecido desde la última vez que te vi —comentó Phil.
Se me encendieron las mejillas, ya coloradas y sudadas de la carrera.
Bajé la cabeza y me quedé pasmada: aún llevaba el delantal con volantes que
me había puesto para hacer las galletas. Me lo quité enseguida.
—Estás muy mona. Te favorece.
Hice un gurruño con el delantal y crucé los brazos para esconderlo y
taparme de paso el pecho.
—¿Cuánto tiempo te quedas? —pregunté, desviando la conversación de
la inspección descarada que Phil me estaba haciendo, y apreté el paso para
llegar antes a mi casa.
—No mucho. Unos días.
—¿Tu padre está de viaje otra vez?
Sonrió de medio lado. Se estaba burlando de mí. No necesitaba niñera
mientras su padre estaba de viaje, no como cuando yo lo había conocido. Era
universitario. ¡Por favor, qué pregunta más tonta!
Phil se puso serio, casi preocupado. ¿Estaría pensando en James? A mí
también me preocupaba. No podía dejar de pensar en el señor Donato
quitándose el cinturón, con las mejillas coloradas de rabia, unas mejillas que
le rebosaban por encima del cuello de la camisa demasiado apretado. Había
engordado mucho en los últimos dos años.
—No le pasará nada a James, ¿verdad? —volví a preguntarle porque
necesitaba que me tranquilizara—. El señor Donato parecía muy furioso.
—No le pasará nada. Edgar está estresado, eso es todo.
¿Y lo iba a pagar con James? Lo miré aterrada.
Se rascó la barbilla.
—Verás, Aimee, mi padre está enfermo. Edgar tiene que ocuparse de
Donato Enterprises hasta que yo sea lo bastante mayor como para ponerme al
mando. Aún me quedan dos años de universidad.
Me sorprendieron dos cosas de su explicación. Que no fuera James
quien lo preocupara y que su padre se estuviera muriendo. Madre mía, ¿cómo
podía haber sido yo tan egoísta? El beso de James y su inminente castigo me
tenían alterada.
—Siento lo de tu padre, pero es un detalle que te ceda la empresa. Así
no tendrás que buscar trabajo ni nada cuando te gradúes.
—Esa es la idea. Papá me dijo hace mucho, cuando era un crío, que
quería que yo me ocupara de la empresa algún día.
Se detuvo. Habíamos llegado a mi casa.
—Gracias por acompañarme —le dije.
—De nada. —Me despedí con la mano mientras caminaba de espaldas
hacia el porche—. Y gracias a ti —añadió— por lo de mi padre. Te lo
agradezco mucho. ¡Oye! —me gritó cuando llegué a la puerta—. ¿Aún pinta
James en tu casa?
Me quedé pasmada, con la mano en el pomo de la puerta. ¿Cómo sabía
que James pintaba? Él había sido quien me había propuesto que yo le
guardara las pinturas, pero yo nunca se lo había contado. Dudaba que lo
hubiera hecho James. Aparte de mis padres, Kristen y Nick eran los únicos
que conocían el taller de James en nuestro solárium, y ninguno de los dos se
habría arriesgado a contárselo a Thomas o a Phil por si se enteraban los
padres de James.
Entonces me acordé de mis notitas, que James guardaba en su escritorio.
En más de una ocasión, le había escrito a James preguntándole si tenía
pensado venir a pintar después de clase y le había entregado la notita con
disimulo en los pasillos del colegio. Phil debía de haberlas leído.
Se me cayó el alma a los pies y la expresión de mi rostro debió de
desvelarle la respuesta porque Phil esbozó una enorme sonrisa de «conozco
vuestro secreto». Pensé que me iba a desmayar.
—No te preocupes —dijo, meneando la cabeza—. El secreto de James
está a salvo conmigo. Pero me encantaría ver su trabajo —añadió,
acercándose a mí.
Tragué saliva. Giré el pomo y se abrió la puerta con un chasquido.
—No puedo invitar a desconocidos cuando mis padres no están en casa.
—Pero yo no soy un desconocido. De hecho, si lo tuyo con James no
funciona —dijo, deteniéndose en las escaleras del porche—, me encantaría
salir contigo.
Retrocedí. ¿Lo decía en serio? Phil era mucho mayor que yo.
—Perdona, pero no puedo dejar entrar a nadie. Adiós, Phil.
Me colé en casa. Quería poner la puerta de por medio cuanto antes.
—Medítalo, Aimee. He pensado mucho en ti estos años. Sería divertido.
Se despidió tirándome un beso con dos dedos, luego desapareció de mi
vista. La puerta de la calle se había cerrado.
Eché el cerrojo, me apoyé en la puerta y me escurrí por ella hasta el
suelo, tapándome la cara con las manos. Uf. Phil me había pedido que saliera
con él. Sabía lo de las pinturas de James y era culpa mía. No debería haberlo
mencionado en mis notitas. Claro que James tampoco tenía que haberlas
conservado. Pero James era así, y no podía reprochárselo. Era un sentimental.
Un artista de mucho talento y gran corazón.
Pasarían otros dos años hasta que volviera a ver a Phil, y después solo
ocasionalmente, como en las cenas que organizaban Claire y Edgar los
domingos, a las que Phil iba de vez en cuando. Por suerte, no me volvió a
preguntar por las pinturas de James.
En cuanto a James, nuestro beso de ese día fue el principio. Con él
cruzamos el puente de la amistad hacia una relación más profunda que fue
haciéndose más íntima con el paso del tiempo. James nunca me confesó que
su padre lo había castigado pegándole con el cinturón, pero siseaba y se
escabullía cuando le rozaba sin querer la zona lumbar. Me decía que tenía un
tirón muscular del entrenamiento de fútbol, así que no le pregunté si esa era
la verdadera causa de su dolor. No quería que se sintiera más incómodo de lo
que ya se sentía. Se le notaba que se avergonzaba de haber desobedecido a su
padre. Se propuso no volver a perderse ningún entrenamiento en lo que le
quedara de instituto.
Capítulo 13
JULIO

Un año después del funeral de James, Aimee’s estaba listo para su


apertura al público. Nunca pensé que llegaría tan lejos ni conseguiría tanto.
Nunca pensé que mi vida sería la de propietaria soltera e independiente de un
negocio. Claro que tampoco había imaginado una vida sin James.
Pero lo había logrado y me sentía asombrosamente feliz y satisfecha, a
pesar del caos que había sido la obra y de mis dudas. Dudas sobre mis
aptitudes y dudas en torno a la muerte de James. Esos pensamientos me los
guardaba para mí. Bien escondidos. Salvo la tarjeta de un complejo turístico
en México, no disponía de pruebas convincentes de que James siguiera vivo.
Tenía que encontrar un modo de empezar a investigar sin que mis padres,
Thomas y mis amigas creyeran que estaba perdiendo el juicio, que me
tragaba las patrañas de una vidente aun habiendo sido testigo del entierro de
James. A veces pensaba que me estaba volviendo loca y que por eso tenía
alucinaciones en baños públicos.
Los últimos nueve meses habían pasado volando con tanta actividad.
Mis padres venían a menudo a ver cómo iba Aimee’s. Ian también se
acercaba con frecuencia, cuando hacía un descanso en la edición de sus fotos.
Prestaba especial atención a la obra porque decía que no quería que los
obreros se aprovecharan de mí, que usaran materiales más baratos o me
hiciesen alguna chapuza. Yo le contestaba que para eso tenía a Nadia, que a
ella nadie le tomaba el pelo, pero sabía que lo hacía para poder estar
conmigo, así que lo dejaba inspeccionar. Me gustaba tenerlo cerca.
Cuando llegó julio, ya había contratado y formado a los empleados, y el
producto estaba colocado en las estanterías. El hedor fuerte a pintura y a yeso
se disipó y lo reemplazaron los aromas intensos a frutos secos de los cafés y
los dulces. Todo estaba en su sitio.
Era sábado por la tarde a última hora, la víspera de la preinauguración
de Aimee’s en la que la familia y los amigos probarían la carta y mi personal
pondría en práctica lo aprendido en su formación. Hasta entonces no había
habido problemas importantes que pudieran retrasar la gran inauguración de
la semana siguiente. Hasta entonces. Gina, la encargada y barista principal, se
despidió. Una amiga la había invitado a compartir piso en Londres. Se iba a
la mañana siguiente.
A menos de veinticuatro horas de la preinauguración estaba sin baristas
experimentados. A Ryan y a Jilly los había formado Gina.
Me paseé nerviosa junto al mostrador. Aimee’s era un establecimiento
en el que se servían cafés personalizados. Podía pasar sin un barista jefe para
la preinauguración, pero antes de la apertura oficial necesitaba a alguien que
supiera mezclar granos, siropes y especias. Necesitaba a alguien que
conociera las máquinas y sus rarezas. ¿Y si algo iba mal?
Sonó la campanilla que colgaba sobre la puerta y entró Ian. ¡Ian!
Salvada por la campana. Literalmente.
Me acerqué corriendo.
—Necesito tu ayuda.
Me agarró de los hombros.
—¿Qué pasa? ¿Estás bien? —preguntó mirándome de arriba abajo.
—Gina se acaba de despedir —le expliqué—. Y mañana es la
preinauguración —añadí, como si él no lo supiera.
Me sonrió satisfecho.
—Necesitas mi ayuda. Para que prepare café, supongo.
—No te pongas tan chulo. —Cruzó los brazos y yo resoplé—. Sí, Ian.
Necesito tu ayuda. Ahora es cuando puedes demostrar tu excelencia al otro
lado del mostrador.
—Mujer de poca fe…
Se acercó a la cafetera exprés como si el local fuera suyo y puso los ojos
en blanco. Repasó las filas de latas de café en grano, los siropes y las tazas.
Ian había pasado mucho tiempo en mi casa desde que nos habíamos
conocido. Veíamos películas o hablábamos. Yo experimentaba con nuevas
recetas —guisos, tartas, panes— y él las probaba. En una ocasión, lo vi
hojear mi archivador de bebidas. Le dije en broma que no hacía falta que
fingiera interés. Al día siguiente apareció con varias recetas de café propias,
que añadí a mi selección después de burlarme de su paladar de aficionado.
Cuando las preparé, me parecieron condenadamente buenas.
—¿Has olvidado nuestro trato? —me dijo desafiante junto a la cafetera.
Yo hice una mueca al recordar lo que habíamos hablado el día en que
nos conocimos. A juzgar por las recetas que había añadido a mi archivador,
era muy posible que preparara mejores cafés que yo.
Había llegado el momento de tragarme el orgullo.
—No, no lo he olvidado —dije, entornando los ojos. Le iba a hacer
perder—. Muy bien, perfecto, pero quiero que prepares este café especial.
Inclinándome sobre el mostrador, cogí mi archivador y pasé las fichas
hasta el Pangi Hazelnut Latte, que llevaba el nombre de una región de la
India donde se producía la avellana. Era la receta más difícil y requería una
mezcla exclusiva de café y especias importados. A Gina le había costado
bastante replicarla. Si las especias no estaban perfectamente compensadas, no
se lograba el mismo sabor exquisito.
Ian leyó las instrucciones. Se frotó las manos.
—Mira y aprende, cariño.
Solté un bufido y me apoyé en el mostrador. Se movió por su espacio,
seleccionando y moliendo café, preparando el expreso. Un líquido denso y
oscuro fue cayendo a la taza previamente calentada. Inhalé aquel aroma
embriagador y se disipó mi angustia.
Ian calentó y espumó la leche y la vertió en el expreso meneando la
jarra. Sonrió y me dio la taza. Había dibujado un corazón con la espuma.
Exactamente igual que el corazón humeante que aparecía sobre la taza de
café del logo de Aimee’s.
—Sabes preparar cafés artísticos —mascullé—. Me ha enamorado.
Le brillaron los ojos.
—Pruébalo.
Me acerqué la taza a la nariz. Avellana, canela y algo más.
—Has cambiado la receta.
—Bebe antes de juzgar.
Lo hice y me derretí por dentro.
—Jengibre y… —Me miró expectante—. Cardamomo. —Asintió con la
cabeza—. Está rico… —Di otro sorbo—. Riquísimo… ¡Madre mía, está de
morirse! —Bebí más—. Contratado.
—Estupendo. ¿Cuándo empiezo?
Lo miré, intentando averiguar si lo decía en serio.
Dobló el paño y rodeó el mostrador.
—Necesitas un encargado que sepa lo que hace y yo necesito un
empleo.
—¿Y tus fotografías?
—No voy a dejar de viajar ni de exponer mi trabajo. No es por dinero.
Me gusta estar ocupado entre viajes. ¿Por qué crees que ando haciendo el
tonto por aquí todo el día?
—¿Porque te aburres? —pregunté, desinflada—. Pensaba que era
porque te gustaba estar conmigo.
—No te lo tomes así —me dijo, acariciándome la mejilla con un dedo
—. Me gusta estar contigo. Mucho. —Me acaloré. Él sonrió—. No tengo
pensado hacer ningún viaje largo por un tiempo. De momento, solo pequeñas
excursiones, unos días aquí o allá. Formaré al personal para que me
sustituyan cuando no esté. ¿Qué dices? —preguntó, tendiéndome la mano.
¿Que qué decía? Que su ofrecimiento me salvaba la vida y que así lo
vería todos los días. Claro que ya lo estaba viendo todos los días desde que
nos conocíamos. Le estreché la mano.
—Hecho. Espera, que voy a por los impresos de contratación. Vuelvo
enseguida.
Mientras Ian rellenaba los impresos, terminé de colgar los cuadros de
James, que era lo que estaba haciendo antes de que me llamara Gina. De las
ocho cajas grandes de lienzos que tenía en el garaje, solo me habían quedado
doce pinturas que poder colgar, sin contar con las que tenía en las paredes de
casa. El capataz del almacén de Thomas no había sido capaz de encontrar las
obras de James. La policía tampoco había podido hacer mucho. Yo había
puesto una denuncia meses después de descubrir que habían desaparecido y
no estaba del todo convencida de que me las hubieran robado. No había
indicios de que hubieran forzado la puerta y la policía tampoco encontró
huellas, no había desaparecido nada más del garaje.
Ian cruzó la sala y me agarró la escalera.
—No había visto estas. Son increíbles.
Bajé en cuanto colgué la pintura.
—Estaban en el garaje. Tenía más, pero no las encuentro.
—¿Han desaparecido sin más? —preguntó, haciendo un gesto con los
dedos, como de algo que se esfumaba, acompañado de un «¡Paf!».
—Más o menos. Las he buscado. Incluso he puesto una denuncia.
Ian me escudriñó.
—Lo siento. Tenía mucho talento.
—Sí, lo tenía. Esa de allí espera impaciente tus obras maestras —le dije,
señalando la pared de al lado.
—¿Vas a estar en casa esta noche? —preguntó—. Te llevo algunas —
añadió al verme asentir—. Así puedes elegir las que te gusten y colgarlas a
primera hora de la mañana.
—Solo si me prometes que no vas a decir nada en francés.
Ian llegó poco antes de las ocho, cuando acababa de glasear un bizcocho
de limón con arándanos. Se quedó plantado en el porche, vestido con
vaqueros y una camisa negra. Me dedicó una sonrisa de medio lado. Abrí más
la puerta y metió dentro un enorme portalienzos plano.
—Tengo más en el coche. ¿Dónde puedo dejar este? —Señalé la mesa
del comedor y él dejó la bolsa encima con cuidado y abrió la cremallera—.
Aquí llevo tres. Dos las puedes exponer. Si las vendes, te daré un porcentaje.
La otra foto es tuya.
—¿Mía? —dije, y me coloqué detrás de él.
Sacó el lienzo más grande y se volvió hacia mí. Amanecer en Belice.
Hice un aspaviento y me volví hacia Ian enseguida.
—Para ti —me dijo, ofreciéndomela.
—¿Ian…? —conseguí decir—. Pensaba que la habías vendido.
Negó con la cabeza.
—La retiré del mercado para ti. Es un regalo.
La había estado guardando casi un año, esperando el momento perfecto
para dármela.
Se me revolvió el estómago. Le di vueltas al anillo de James antes de
acariciar la moldura, que tenía el aspecto de las tablas desgastadas de un
muelle. Pensé en el precio de venta.
—No puedo aceptarla.
Miró las paredes forradas de cuadros de James.
—Si no tienes sitio aquí, cuélgala en la cafetería.
—Ah, no, no es por eso. Es demasiado cara.
Pero mis dedos ansiaban quitársela de las manos.
—Sabes que la quieres —dijo, meciendo el marco.
—Sí, la quiero. —Y para Ian era muy importante que yo la tuviera. No
podía negarle esa satisfacción—. Muchas gracias.
—De nada —respondió, y apoyó la foto en una silla.
—Estaba pensando en esta foto cuando elegí la paleta de colores de mi
local —reconocí. Pareció sorprenderle, y le acaricié el brazo—. Me encanta
tu trabajo.
Se le empañaron los ojos. Apretó la mandíbula.
—Gracias.
Sentí de pronto un extraño deseo y aparté la mirada de él.
—¿Te apetece una cerveza? —le pregunté con voz de pito.
Ian inspiró hondo, se llevó las manos a la cadera.
—Sí.
Saqué dos botellines de la nevera, los abrí y le pasé uno. Vi cómo le
subía y le bajaba la nuez con cada trago y, sin quererlo, tragué saliva.
—¿A qué huele? —Olisqueó. Miró a la encimera—. ¿Eso es un
bizcocho?
—Un bizcocho de limón y arándanos.
—¿Necesitas que alguien lo pruebe? —me dijo con una sonrisa pícara.
—¿Bizcocho con cerveza? —pregunté con cara de asco.
—Claro. ¿Por qué no? —repuso al tiempo que hurgaba en los cajones
de la cocina. Encontró el cortabizcochos—. ¡Bingo! —Saqué dos platos del
armario mientras él lo cortaba. El relleno empezó a rezumar del centro—.
¿Qué lleva?
—Arándanos. Frescos, no de lata. —Gimió y puso una rebanada en el
plato que tenía más cerca—. El glaseado de crema de queso está hecho con
crema inglesa de limón, zumo y ralladura. Pruébalo.
Sin pensarlo, pasé un dedo por el glaseado y se lo llevé a la boca. Le
brillaron los ojos dos segundos, luego envolvió con los labios la yema de mi
dedo. Noté cómo me lamía el glaseado con la lengua y sentí una corriente
eléctrica directa a las entrañas. Abrí mucho los ojos. ¡Madre mía! Aquello
había estado demasiado bien.
Saqué el dedo de su boca herméticamente cerrada y resonó por toda la
cocina como si hubiera descorchado una botella. Ian rio, una carcajada grave
y sexi. Me ardían las mejillas, pero no tanto como me ardía todo por dentro
en esos momentos.
Me observó y estudió mi reacción. Despacio, le dio un mordisco al
bizcocho empapado de arándano. De nuevo, el movimiento de su garganta
me embobó y se me secó la mía.
—Todo un éxito —murmuró, lamiéndose el glaseado de los labios.
Lo tenía demasiado cerca. Junté las rodillas para no caerme encima de
él. A menudo me preguntaba cómo sería estar en sus brazos, que su lengua
paseara por la mía como lo había hecho con el glaseado de mi dedo. Sabía
que sería distinto a cualquier cosa que hubiera sentido antes. Que sería
distinto a James. Puede que incluso mejor.
Pero Ian era un amigo y yo le había dejado claro desde el principio que
no era más que eso para mí, a pesar de lo mucho que me atraía.
Parpadeé y miré a otro lado.
—Bueno, ¿qué más me has traído?
Dejó el plato y sacó otras dos fotografías enmarcadas y las apoyó en el
respaldo del sofá. Mañana brumosa, una foto de una alameda que me dijo
que había hecho en Sierra Nevada, California, y Arenas al anochecer.
—La foto de Dubái —dije con una sonrisa traviesa.
—¿Qué? —preguntó desconcertado.
—Me prometiste una historia. ¿Qué fue lo que pasó con esta foto?
—Que odio los camellos —dijo con una mueca.
—¿Y ya está?
Cruzó los brazos.
—Ellos también me odian a mí. Bueno, al menos ese. —Señaló al
último camello de la fila. Cogió la cerveza y se dejó caer en el sofá, luego dio
una palmadita en el cojín, a su lado. Me senté, con las piernas dobladas por
debajo. Él estiró los brazos por el respaldo del sofá—. No me entusiasma
montar en animales.
—Ah, sí, las mulas de Perú.
—Pues eso. —Bebió cerveza—. Fue un trayecto largo en busca de la
duna perfecta para la foto. En todas las dunas que pasamos antes de la de la
foto, esa mala bestia me tiró. Cuanto más pronunciada era la pendiente, mejor
para él porque me hacía rodar y luego tenía que volver a subir. Al final del
día era un saco de arena ambulante. Tenía arena en el pelo, en la ropa y… —
sonrió con la boca pegada a la botella—. Bueno, ya te haces una idea. Mi
equipo fotográfico tampoco salió muy bien parado.
—¡Ay, Dios mío!
—Ya te digo. Me salió caro el viaje. No pienso repetirlo en breve.
—¿Y con los álamos, qué pasó?
Dejó la botella medio llena en la mesita de centro y se volvió hacia mí.
—Otra historia para otro día.
De pronto me miró los labios y la piel se me tersó. Se hizo el silencio,
salvo por el zumbido del aire acondicionado, algún coche que pasaba y
nuestras respiraciones. Volví a sentir entre los dos esa electricidad que había
sentido antes en la cocina. Era como un imán que nos atraía el uno al otro. Se
inclinó despacio, casi con cautela. Cerré los ojos y abrí la boca.
—No —le susurré cuando acercó sus labios a los míos. —Se detuvo,
pero no se apartó—. Me gustas mucho, Ian —reconocí sin pensarlo.
Soltó una carcajada. Casi pude palpar su sonrisa en la sutil perturbación
del aire que nos separaba.
—Eso está bien —susurró.
—También me atraes mucho —añadí, humedeciéndome los labios—.
Pero…
—¿Pero? —preguntó al verme vacilar.
Noté que se me agarrotaba la espalda. Tragué saliva. Como no decía
nada, se apartó. Frunció el ceño y se frotó despacio el labio inferior.
Dejé mi cerveza junto a la suya y, acercándome a la chimenea, me puse
debajo del retrato de compromiso. Necesitaba distancia para decirle lo que le
quería decir.
—Quiero que sepas que… —Me ruboricé. Tragué saliva—. Te deseo.
Noto que hay química entre nosotros. —Dejó de frotarse el labio. Se le
iluminaron los ojos. Yo negué con la cabeza cuando quiso tocarme—. No,
no. Escúchame. No puedo dejarme llevar. En realidad, no voy a hacerlo. No
mientras…
Titubeé e inspiré hondo para reunir valor. Ian había llegado a ser tan
buen amigo como Nadia y Kristen, con la posibilidad de ser mucho más.
Confiaba en él y me costaba muy poco hablar con él de casi cualquier cosa.
De todo menos de mis dudas sobre la muerte de James.
Ian sabía que James y yo habíamos estado saliendo mucho tiempo y lo
duro que se me había hecho encontrarme sola de pronto. Todos nuestros
sueños y nuestros planes se habían hecho pedazos en un instante, como el
parabrisas de un coche en un accidente de tráfico. De forma imparable y
estrepitosa. Mientras yo me recomponía, Ian había reído a mi lado con
algunas de las cosas que le había contado de mis años con James. En otras
ocasiones, me había ofrecido su pecho ancho y fuerte para que llorara en él.
Si alguien merecía saber qué me atormentaba de verdad, era Ian.
—Si te enteraras de que alguien a quien has perdido sigue vivo, pero no
supieras dónde está, ¿qué harías?
Frunció el gesto. Inspiró hondo e hizo una pausa antes de contestar.
—Lo buscaría por todos los rincones del planeta.
Apreté los labios y asentí despacio. A lo mejor eso era lo que necesitaba
oír, y empezaría por Puerto Escondido, México.
Ian ladeó la cabeza y me miró.
—¿Qué ocurre?
—Tengo motivos para creer que James sigue vivo —espeté.
Ian enarcó mucho las cejas. Sacudió un poco la cabeza.
—¿Qué?
—Que creo que James sigue vivo —susurré.
—¿Cómo? ¿Por qué? —balbució—. ¿No lo enterraste?
—Sí, pero no llegué a ver el cadáver.
—Eso no significa… —Se interrumpió y se frotó la cara con ambas
manos. Inclinándose hacia delante, apoyó los codos en las rodillas—. ¿Por
qué crees que…? —Trazó círculos con la mano en el aire, incapaz de decir
las palabras.
—¿Que por qué creo que está vivo? —dije, dándole vueltas al anillo de
compromiso—. Es una historia un tanto descabellada.
—Piensas que no te voy a creer. Por eso no me lo has contado. —Asentí
—. ¿Se lo has dicho a alguien? —Negué, dándole vueltas más rápidas al
anillo. Nos miramos durante unos momentos tensos hasta que suspiró con
fuerza y alargó el brazo hacia mí—. Ven aquí. Cuéntamelo todo.
Lo agarré de los dedos y dejé que me sentara en el sillón. No me soltó la
mano, apoyó nuestros dedos entrelazados en su muslo mientras nos
mirábamos. Estiró el otro brazo por el respaldo del sofá. Antes de
arrepentirme, le conté lo de la vidente en el funeral de James, que había ido a
su casa en coche y se me había caído la cartera en la calle al salir
precipitadamente de allí y que, cuando me la devolvió, me había metido
dentro una tarjeta de visita de Casa del Sol.
—¿Piensas que James está viviendo en ese hotel?
—La verdad es que no sé qué pensar —le dije, levantando un hombro.
Pero le expliqué que cuando pensaba en las advertencias de Lacy, en las
extrañas visiones que había tenido en los baños de la discoteca, en que los
cuadros de James habían desaparecido y en que, además, yo no había visto el
cadáver que supuestamente Thomas había repatriado desde México, me
surgían interrogantes. Aunque quería que Ian comprendiera por qué no podía
ser más que un amigo para mí hasta que disipara mis dudas, una parte de mí
necesitaba que me dijera que mis dudas eran justificadas.
Estuvo callado unos segundos y yo me revolví inquieta en el asiento.
—Crees que estoy loca por creer a esa vidente.
—¿La crees? Mira, Aimee —empezó antes de que pudiera responderle,
acercándose más en el sofá hasta que nuestras rodillas estuvieron pegadas—.
No me parece descabellado creer lo que un desconocido te dice sobre
personas en las que confías, sobre todo cuando eres vulnerable y aún estás
afectada por la pérdida. Es algo muy humano. Verás, te voy a contar una
cosa. —Se sentó más adentro y me arrimó aún más a él—. Durante mis
viajes, veo cosas rarísimas, cosas que aun ahora me cuesta creer. Pasan cosas
que no podemos explicar. Aún no entiendo cómo me encontró la vidente que
mi padre contrató para que me buscase.
—¿En serio? ¿Qué pasó?
Jugó con el pelo que me caía por el hombro.
—Mi madre no estaba muy bien de aquí arriba —dijo, señalándose la
sien con el dedo índice—. Solía desaparecer temporadas largas. Papá
tampoco estaba mucho en casa. Pero una vez, a mis nueve años, cuando aún
vivíamos en Idaho, fui yo el que desapareció. Llevaba desaparecido cinco
días cuando papá me encontró. La investigación policial no progresaba, así
que contrató a una vidente para que ayudara. Ella me dijo que la magia le
había dicho dónde me escondía. Nunca olvidaré su aspecto, aquel pelo rubio
tan largo y tan claro que era casi blanco. Tenía los ojos de un color rarísimo.
Pensé que era un ángel.
—Un ángel —repetí.
Rubia y etérea como Lacy. Se me erizó el vello de la nuca.
—Oye —dijo, meneando la cabeza y mirándome de reojo—. Esto no se
lo he contado nunca a nadie —añadió con una sonrisa de medio lado.
Me alegré de que me lo contara. Me hizo sentir mejor sobre lo mío,
menos loca.
Me acarició la mejilla con el dorso de la mano y miró el retrato de
compromiso.
—James y tú estuvisteis juntos mucho tiempo. Entiendo lo difícil que
debe de ser para ti olvidarte de él. Solo prométeme que no estás usando a la
vidente como excusa para no volver a enamorarte. —Me miró fijamente—.
Porque yo ya me he enamorado de ti.
Capítulo 14

Cuando llegué a mi local a las cinco de la mañana del día siguiente, Ian
estaba esperándome en la puerta. Colgó él mismo sus fotografías y yo admiré
su trabajo, satisfecha de haber acertado: Amanecer en Belice encajaba
perfectamente con la decoración.
Bajó de la escalera.
—¿Por qué sonríes?
—Sabía que tu foto quedaría genial aquí.
Tiró el martillo a la caja de herramientas.
—Mis fotos siempre quedan genial —replicó y yo le pegué de broma en
el hombro.
Cuando llegó el personal, les informé de lo de Gina y les presenté a Ian
como sustituto. Aparte de mi chef, Mandy, con quien había trabajado en The
Goat, y mis baristas, Ryan y Jilly, tenía cuatro camareras y un camarero. Solo
dos trabajaban en la preinauguración, Emily y Faith. Unos dos minutos antes
de abrir, los reuní a todos. Ese día era de prueba. Para evaluar el flujo de
trabajo, probar la carta y solucionar posibles problemas. Solo habíamos
convocado a familiares y amigos y la casa invitaba a todo.
Estaba orgullosa del diseño y de la decoración de mi establecimiento,
satisfecha con la carta que Mandy y yo habíamos creado y entusiasmada con
la amplísima selección de cafés. Entonces vi a mis padres fuera, delante de
los ventanales, y se me cerró la garganta de los nervios.
—Mírame —me dijo Ian al oído. Lo miré y me acarició cariñoso la
mejilla—. Todo va a salir bien. Lo vas a hacer genial.
Asentí deprisa con la cabeza.
Se miró el reloj y sonrió.
—Ya es la hora.
—Muy bien —dije, apretando los labios.
Se dispuso a abrir las puertas y yo me quedé paralizada.
—¡Espera!
Me miró sorprendido y yo me limpié las palmas de las manos en los
muslos. James tendría que haber estado allí. Habría querido verlo. En el
fondo, no parecía justo que fuera Ian quien estuviera a mi lado, pero yo no lo
quería en ningún otro sitio más que allí. A mi lado. Me aferré a su mano.
—Tranquila —dijo, apretándome los dedos—. No me voy a separar de
ti.
Eso era precisamente lo que necesitaba oír. Inspiré hondo, abrí las
puertas y di la bienvenida a mi familia y a mis amigos. Una ráfaga de aire me
azotó la cara y me trajo la voz de James.
«Lo has conseguido, Aimee.»

La preinauguración no pudo ir mejor. Ian era un genio detrás del


mostrador de café, preparándolos tan rápido como se los pedían. Ryan y Jilly
casi no podían seguirle el ritmo, pero estaban aprendiendo. Sirvió unas
muestras personalizadas para que Emily y Faith las distribuyeran, lo que
encarecía aún más mi carta ya de por sí cara. Los buñuelos de calabacín y el
panini de pollo Thai con verduras de Mandy estaban sensacionales.
Vi a Emily sirviendo a mis padres y se me aceleró el corazón.
—Relájate —me susurró Ian por detrás.
Suspiré. Olía a sándalo y a jabón, con un toque de canela.
—Se han pasado la vida en el mundo de la restauración.
—Y tú también. —Me masajeó los hombros—. Deja de estrujarte el
delantal.
Solté la tela que agarraba con los puños.
—¿Y si no les gusta la comida? ¿Y si Emily les tira el agua encima? ¿Y
si…?
—Son tus padres. Ve a hablar con ellos.
Volví a suspirar.
—Tienes razón. —Sin pensarlo, me puse de puntillas y le di un pico.
Me pareció lo más natural, pero nos sorprendió a los dos. Nos miramos un
instante, perplejos. Ian se recuperó primero. Me tocó el labio inferior con el
pulgar y luego bajó la mano—. Lo siento —le dije, dándole vueltas al anillo.
—No lo sientas. —Miré a mis padres. Ian me empujó hacia ellos—. Ve.
Agarré una silla de una mesa libre y eché un ojo a Ian por encima del
hombro. Él me dedicó una sonrisa con la que me dio un vuelco el corazón,
luego se volvió hacia la cafetera exprés. Me senté entre mamá y papá.
—Bueno… —dije inspirando hondo—. ¿Qué os parece?
Papá tenía los ojos empañados y los míos se llenaron de lágrimas
enseguida.
—¡Qué orgulloso estoy de ti!
—Estos buñuelos están deliciosos —dijo mamá después de dar un
bocado a uno—. Díselo a Mandy.
—¿Sí? ¿Os gusta? —Me recosté en la silla—. Menos mal. Estaba muy
nerviosa.
—Gracias por contratar a Mandy —me dijo mamá, cortándose otro
pedazo de buñuelo—. Me quedé preocupada cuando tuvimos que despedir a
todo el mundo. Muchos de ellos llevaban años con nosotros. Eran como
familia. Tu local es precioso —añadió, acariciándome el brazo.
—Ha costado mucho trabajo —contesté, cubriéndole la mano con la
mía.
—Lo has llevado todo de maravilla. —Se le ablandó la mirada—. Al
ver cómo te hundías después de lo del año pasado, tu padre y yo… —Se
interrumpió, se frotó los ojos y miró a papá.
—Sabíamos que lo conseguirías, cariño —acabó él la frase.
Mamá bebió un sorbo de agua.
—¿Qué hace Ian detrás del mostrador?
—Gina se despidió ayer.
—¡Qué bien te ha venido! —ronroneó mirando a Ian.
Papá me dio una palmada en la espalda.
—Gajes de tener un negocio propio. Ve acostumbrándote. Gina no será
la última empleada que se despida sin previo aviso.
Ian debió de notar que lo mirábamos. Levantó la cabeza y saludó.
No tardó en llegar Nadia con Mark, el agente inmobiliario al que había
conocido en la exposición. El casado. Enarqué una ceja al verlos juntos.
—Negocios —me confesó.
—¿En domingo?
—Quiere abrir un restaurante y le voy a enseñar el trabajo que he hecho
aquí.
—Lo que tú digas —espeté, y levanté las manos como disculpándome.
—No estamos saliendo —insistió—. Se acaba de separar de su mujer.
Miré a Mark, que hablaba con Nick pero no dejaba de mirar a Nadia con
cara de adoración. Era evidente que estaba interesado en ella y así se lo dije.
Quería que también ella fuera un poco feliz.
Nadia lo miró y esbozó una sonrisa cuando le estrechó la mano a Nick.
—Igual tampoco es tan mala idea que salgas con Mark —la animé—.
Cuando se haya divorciado, claro.
Kristen se entretuvo haciendo fotos.
—Luego te las mando por correo electrónico. Úsalas para tu página o
imprímelas y cuélgalas en el tablón de anuncios. Porque tienes tablón de
anuncios, ¿verdad? —dijo, mirando alrededor.
—Supongo que tendré hacerme con uno —contesté, garabateando una
nota rápida en la libretita que llevaba en el delantal. Mi lista de cosas que
hacer para la semana siguiente cada vez era más larga.
Un par de horas después, cuando deambulaba por el comedor,
deteniéndome en cada mesa para preguntar qué tal la comida y el servicio, vi
a Thomas sentado solo en una mesita del rincón, la misma donde James y yo
solíamos sentarnos en Joe’s Coffee House. Me senté enfrente de él. Estaba
ojeroso, mirando los cuadros de James.
—Tenía mucho talento. Le habría encantado verte compartir su arte.
—Ojalá tuviera más.
Aquellos cuadros no eran sus mejores obras.
—Ojalá te los hubiera encontrado.
Me vino a la cabeza una pregunta y, mientras le daba forma, me
asombró que no se me hubiera ocurrido hacérsela antes.
—Thomas —empecé con cautela—, no habrá cogido los cuadros tu
madre, ¿verdad?
A lo mejor había querido tener un recuerdo suyo o, peor aún, había
pedido que los destruyeran. Podía haberlos robado Phil. ¿Y Thomas? ¿Se los
habría llevado él y le daba vergüenza reconocer que había cogido las cajas de
mi garaje? Yo estaba desolada, casi aullaba de dolor cuando le pedí por
primera vez que los buscara.
—Lo dudo. A ella nunca le ha interesado su obra artística.
Solté la respiración que había estado conteniendo. Aunque me aliviaba
pensar que seguramente no estaban en su poder, seguía sintiéndome
decepcionada. Por lo menos habría sabido adónde habían ido a parar.
—¿Te importaría preguntarle?
Negó con la cabeza, apuró el café. Solo, sin crema. Luego sonrió con
tristeza.
—Has avanzado mucho en un año.
Eché un vistazo al local, reparando en el ruido. El estrépito metálico de
los cacharros en la cocina. Mandy gritando las comandas. Ian moliendo el
café. El silbido y el vapor de la cafetera exprés. Me miré las manos y vi
moverse mis dedos, como quitándose de las uñas una pintura imaginaria.
—Aún siento su presencia, aquí dentro —dije, apretándome el pecho—.
Y eso hace que me cueste creer que está muerto. Aún me siento así, incluso
después de un año. ¿Tú crees…? —empecé vacilante, mirándolo
tímidamente. Inspiré hondo y solté la pregunta antes de perder el valor—.
¿Tú crees que el cadáver que enterramos podría ser de otra persona?
Thomas se sobresaltó. Entornó los ojos un segundo hasta que la tensión
remitió, como el mar antes de un tsunami.
—No —contestó casi demasiado sereno—. Es el de James.
Mi pregunta lo había inquietado y eso no me tranquilizaba nada.
—Perdona, olvida que te lo he preguntado.
Meneó la cabeza.
—A mí me pasa igual, Aimee. —Apreté los labios con fuerza y cabeceé
—. Gracias por el café —dijo, apartando la taza—. Estaba rico. —Se levantó,
se estiró las arrugas del pantalón—. Me alegro de que Joe reconsiderara tu
solicitud. Yo sabía que harías un gran trabajo con este local.
Lo miré extrañada mientras me ponía de pie. ¿Cómo se había enterado
de que me había dado una segunda oportunidad? Yo no le había contado que
había rechazado mi solicitud inicial. Se lo había pensado mejor antes de que a
mí me diera tiempo siquiera de pedirle a Thomas que me avalara.
Miró por encima de mi hombro y se puso muy serio. Le seguí la mirada,
pero no vi nada fuera de lo corriente, solo personas haciendo cola para pedir
y la puerta cerrándose a la espalda de alguien que acababa de salir. Cuando
me volví a mirarlo otra vez, estaba colorado.
—¿Te encuentras bien?
—Perfectamente —espetó—. Me ha parecido ver a alguien que
conozco.
Colocó la silla en su sitio y, después de despedirse con prisas, se
marchó.
Recogí su mesa. Emily me interceptó cuando iba camino de la cocina.
—La mujer de la mesa 8 me ha pedido que te dé esto —dijo, y me
entregó una postal y se fue corriendo a servir a otra mesa.
La mesa 8 estaba vacía. Su ocupante se había ido. Miré la postal y mi
mundo se tambaleó. Era una tarjeta promocional de una galería de arte en
México, «El estudio del pintor». Por delante había un gráfico de un pincel,
con la punta untada del azul Caribe que James solía usar para su firma, y
debajo una imagen de uno de sus cuadros desaparecidos. «¿Pero qué…?»
Se oyó un gran estruendo en la cocina. Todo el mundo levantó la cabeza
y miró en esa dirección. Las manos me temblaban muchísimo cuando me
agaché al suelo para ayudar a Mandy con los platos rotos. Se me cayeron más
trozos al suelo de los que puede tirar a la basura.
Mandy me despachó nerviosa y yo me excusé y fui al baño. Me
derrumbé contra la puerta cerrada con pestillo, respirando con dificultad,
presa de la conmoción. Con dedos temblorosos, me saqué despacio la postal
del bolsillo y la miré fijamente. Empezó a brotarme el sudor en la línea del
pelo. ¿Cómo podía ser?
—¡Aimee! —llamó Emily a la puerta—. ¿Estás ahí?
Di un respingo.
—Sí. Dame un segundo.
—Mandy te necesita en la cocina.
—Dile que enseguida voy —le grité.
Volví a guardarme la postal en el delantal y escondí la enormidad de lo
que aquello significaba al fondo de mi pensamiento. Por el momento. Debía
centrarme en pasar el día.

En el televisor de plasma de 75 pulgadas de la biblioteca de los Donato,


el lanzador de los New York Mets cargó el brazo sobre el montículo del
AT&T Park de San Francisco. Era la segunda parte de la novena entrada
contra los Giants y las bases estaban llenas. Los Mets llevaban tres carreras
de ventaja. El lanzador tiró hacia home la pelota, que cortó el aire a ciento
cincuenta kilómetros por hora y conectó de lleno con el bate de Barry Bonds.
¡Crac! La pelota voló sobre el campo y cayó en el guante de cuero de un
aficionado sentado en la segunda fila de las gradas. ¡Home run!
James y Thomas se levantaron de golpe de sus asientos. Gritaron y
vocearon, y chocaron ambas manos en el aire.
—¡Fin del partido! —dijo Thomas dando una palmada—. Toca cobrar.
Edgar Donato maldijo. Se ladeó en el silloncito de piel y se sacó la
cartera del bolsillo. Extrajo de ella dos billetes de cien dólares.
—¿Te he dicho ya, Aimee, lo mucho que me decepciona que ninguno
de mis dos hijos se haya mantenido fiel a los Mets?
—Sí, me lo ha dicho, señor. Más de una vez.
Nos sonreímos. Cuando los Donato se habían mudado de Nueva York a
Los Gatos, tanto Thomas como James enseguida se habían hecho seguidores
de los San Francisco 49ers y de los Giants.
Edgar le dio un billete a cada uno de sus hijos y Thomas y James
chocaron puños. James se agachó, me cogió la cara con ambas manos y me
dio un sonoro beso en la boca.
—Este fin de semana te invito a cenar, nena.
—Parece que tenemos plan —sonreí, aún pegada a su boca.
James se irguió y se metió el dinero en el bolsillo de delante.
—Tendrás que venir a Palo Alto. Esta semana tengo exámenes y no
podré volver aquí.
Edgar se encendió un puro y el cigarro se iluminó de un naranja intenso
mientras él cebaba la llama con inhalaciones cortas.
—Dime una cosa, Aimee —dijo, exhalando una gran bocanada de humo
—, ¿has pensado ya qué vas a hacer después del instituto?
—Sí, señor, ya lo he pensado. —Me revolví en mi extremo del sofá para
mirarlo a él, que estaba sentado en el silloncito, a mi lado—. Ya sabe que
estaré en la Universidad de De Anza los próximos dos años para poder seguir
ayudando a mis padres con The Goat, pero después tengo pensado pedir plaza
en la Escuela de Cocina de San Francisco y terminar mi grado allí.
—Bien pensado —contestó Edgar, asintiendo, con los puños apoyados
en las rodillas. El humo del puro formó una espiral ascendente que creó una
cortina entre los dos—. Así podrás ocuparte del local cuando tus padres se
jubilen.
James puso los ojos en blanco. Era algo que obsesionaba a Edgar. Los
padres tenían la responsabilidad de dejar un legado a su progenie y la
progenie tenía la responsabilidad de estar preparada para ocuparse de ese
legado.
—Supongo que esa es la idea —coincidí.
—Yo creo que debería abrir su propio restaurante cuando se gradúe.
James cogió mi vaso vacío y se dirigió al bar. A mi espalda, oí el
chasquido y el burbujeo cuando me abrió otra lata de Coca-Cola y me la
sirvió.
—No sé —dije, encogiéndome de brazos—. A lo mejor monto mi
propio establecimiento un día, pero primero me necesitan mis padres.
Thomas siguió a James al bar y se sirvió otro whisky.
—Si abres un restaurante, comeré allí todos los días.
Reí y miré a Thomas por encima del hombro.
—Engordarás.
Thomas le enseñó la botella de whisky a Edgar, que asintió.
—A mí me gusta la comida de tus padres en The Goat —dijo Edgar.
—¿Ha comido allí? —pregunté atónita.
—Varias veces.
Mis padres nunca me habían comentado que los de James hubieran
estado allí. Tenía la sensación de que el pub estaba por debajo de los gustos
de los Donato.
Entró Claire en la sala.
—Marie tendrá la cena lista en un momento —anunció.
—Bien —dijo Thomas, mirándose el reloj—. Aún tengo que llegar a
casa y preparar una propuesta para la cuenta de Chahaya Teak. Vuelo a
Indonesia el martes.
Thomas se había graduado hacía poco en la Universidad de Stanford. A
los veintidós años, ya llevaba varias de las cuentas más importantes de
Donato Enterprises.
Se oyeron pasos por el pasillo.
—¡Phil, cariño! No esperaba verte —exclamó Claire, contentísima—.
¿Te quedas a cenar con nosotros?
Todos nos volvimos a mirar a Phil, que acababa de entrar. Abrazó a
Claire y le susurró algo al oído. Exploró la estancia con la mirada y se detuvo
en el señor Donato.
—Tengo que hablar un momento contigo, Edgar —dijo, zafándose del
abrazo de Claire.
Edgar se levantó y se estiró las arrugas del pantalón.
—Después de la cena.
—Has echado abajo el contrato de Costas —lo acusó Phil, ignorando la
petición de su tío—. ¿Por qué?
El señor Donato se puso colorado. Miró furioso a Phil.
—Hoy es domingo. Ya te he dicho que lo hablamos luego.
—¡No! Lo hablamos ahora —estalló Phil.
Yo di un repullo en mi asiento. James se agarrotó, se puso muy tieso.
Thomas frunció los ojos.
Phil avanzó y se detuvo detrás del sofá, alzándose por encima de mí.
—Has ignorado mis llamadas toda la semana.
Su voz me reventaba los oídos. Me levanté de un salto y me acerqué al
bar. James y yo nos miramos con recelo.
—El de Costas era un contrato lucrativo. Donato habría obtenido
grandes beneficios.
—¿A costa de qué? —replicó Edgar, igualando su tono—. Hacen
muebles con nogales brasileños. Todos nuestros estudios e indagaciones
prueban que su madera no proviene de bosques sostenibles. Se obtiene de
forma ilegal.
—Eso son chorradas. Habla con ellos. Te pongo con su presidente.
—No pierdas el tiempo. Donato solo se asocia con fabricantes de
muebles respetuosos con el medio ambiente. Costas no lo es. Fin de la
discusión.
Edgar apagó con brusquedad el puro en el cenicero y cogió el vaso de
whisky que Thomas le había rellenado. Luego se dirigió a la puerta y dejó a
Phil plantado en medio del salón.
—¡No me dejes con la palabra en la boca! —bramó Phil antes de que su
tío saliera por la puerta—. ¡No he terminado!
Miré a James, que estaba de pie, rígido, a mi lado. Me dio la sensación
de que aquella discusión era por algo más que una cuenta cancelada.
—No tenías derecho a quitar el tapón sin consultármelo primero —le
dijo Phil a Edgar, amenazándolo con el dedo.
—¡Como presidente ejecutivo, tengo todo el derecho!
—Me has hecho quedar como un imbécil.
Edgar rio.
—Eso ya lo haces tú solo. ¿Quieres que los empleados te tomen en
serio? ¿Quieres que te considere para el puesto de presidente? Pues deja de
hacer las cosas sin pensar. Deja de firmar contratos arriesgados. Entonces
hablaremos. No te voy a permitir que hundas la empresa con tus cagadas
porque, si no,…
—¿Si no, qué? —replicó Phil con desdén—. ¿Pondrás la empresa en
manos de tu querido Tommy? Él no tiene carácter para ser presidente.
Nuestros clientes se lo comerán con patatas. Donato necesita un líder con
agallas para firmar esos contratos arriesgados si queremos que esta empresa
suba de nivel. Y tampoco nos vale Jimbo —dijo, señalando a James—.
Prefiere pasar el tiempo pintando floripondios y follándose a su zorra.
Me quedé de piedra, muerta de vergüenza. James aplastó la lata de
refresco que llevaba en la mano. Nunca lo había visto tan enfadado.
Phil miró alrededor, furioso, agitado, y reparó en nuestra cara de
sorpresa. Posó los ojos en James, que estaba rabioso.
—¿Aún no lo saben? —le dijo con cara de incredulidad—. ¿Se lo has
estado ocultando todos estos años? —Soltó una risa grave y ronca—.
Asombroso. Se te da mejor guardar secretos de lo que yo pensaba. Bravo,
Jimbo —añadió, aplaudiendo exageradamente.
—Phil, no… —empecé yo.
—Lo que significa —dijo, volviéndose hacia mí— que ella aún no sabe
lo nuestro —espetó, señalando a James, a Thomas y clavándose después el
dedo en su propio esternón.
—Cierra. La puta. Boca —le advirtió James.
—James, ¿de qué habla? —preguntó Claire, pálida—. ¿Qué quiere decir
con que estás pintando?
—Pues que tu hijo no quiere tener absolutamente nada que ver con
Donato Enterprises —respondió Phil por James—. Quiere pintar cuadritos y
lo ha estado haciendo desde el día en que lo obligaste a devolverle a Aimee
su regalo. —Cruzó los brazos sobre el pecho—. Se le da muy bien, la verdad.
Lo de pintar, quiero decir. No tengo ni idea de qué tal se le da follarse a su
novia.
Sentí que se me bajaba la sangre a los pies y me quedaba clavada en el
sitio. ¿Por qué estaba siendo tan cruel y tan duro? ¿Y cómo demonios sabía
que James tenía talento? ¿Había visto sus pinturas? Hice memoria,
preguntándome si habría estado en casa de mis padres. No recordaba que me
hubieran dicho que se había pasado por allí.
Sin embargo, a pesar de lo mucho que me habían conmocionado sus
atroces palabras, vi lo que había detrás de ellas. Estaba furioso y dolido y lo
estaba pagando con nosotros.
Me miró ladeando burlón la cabeza.
—A lo mejor podrías iluminarnos sobre tu vida sexual…
—¡Phil! —exclamó Claire, perpleja.
James se abalanzó sobre él, pero Thomas lo agarró por la cintura y lo
contuvo.
—No merece la pena. Nunca la ha merecido.
—¡Sal de mi puta casa! —le exigió Edgar.
Phil se volvió hacia él.
—¡Donato tendría que haber sido mía! —le gritó, escupiendo saliva—.
Era mi patrimonio. ¡Mío!
Salió airado y cerró las puertas de la biblioteca con tanta fuerza que
volvieron a abrirse.
—¡Phil! —Claire lo siguió.
James estaba furioso. Se quitó de encima a Thomas de un empujón. Me
sentí fatal por él. Sus pinturas rivalizaban con las grandes obras de arte que
decoraban las paredes de la casa de sus padres, y que se desvelara de forma
tan cruda un talento que él tenía en tanta estima lo hirió profundamente.
James jamás perdonaría a Phil.
Edgar se acercó nervioso a la ventana y, metiéndose las manos en los
bolsillos, miró al fondo del jardín.
—¿Así que eres un artista?
James frunció los labios y se tensó su rostro.
—Sus pinturas son dignas de una galería, señor Donato —observé yo al
ver que James no decía nada. Se volvió bruscamente hacia mí, con los ojos
encendidos—. Es cierto, James —susurré con vehemencia.
—¿A eso quieres dedicar tu vida? —le preguntó Edgar a su hijo,
derrotado.
—No sé qué coño quiero —espetó, y salió airado.
—A lo mejor deberíamos haberlo dejado pintar —murmuró Edgar a su
reflejo en el cristal. Encogió un hombro y me miró a mí—. A Claire nunca le
ha entusiasmado la idea. No quería que los niños tuvieran aficiones que
pudiesen generarles aspiraciones profesionales que los apartaran de Donato.
Y yo accedí a apoyarla, tanto si los chicos querían trabajar allí como si no. Su
bisabuelo fundó la compañía. Desde entonces, todos los varones de la familia
han trabajado en ella. Sus hijos también lo harían. —Se volvió de nuevo
hacia la ventana—. Otro remordimiento con el que tengo que vivir.
Thomas se me acercó, me acarició el brazo.
—¿Estás bien? —Lo miré, luego al pasillo que había al otro lado del
umbral de la puerta de la biblioteca, después de nuevo a él—. Phil es un
capullo —dijo, y me explicó que su primo se había visto sometido a mucha
presión para estar a la altura—. Los dos somos candidatos al cargo de
presidente que mi padre dejó vacante después de que falleciera tío Grant, ya
sabes, el padre de Phil. Como has visto, Phil no ha tomado decisiones
comerciales muy inteligentes últimamente.
Asentí, pese a que no estaba prestando mucha atención a lo que me
decía.
—Debería ir a ver cómo está James.
Me excusé y fui a buscarlo. Lo encontré en su coche, con el motor en
marcha. Me senté en el asiento del copiloto. James metió la marcha en cuanto
cerré la puerta. Salió disparado, quemando rueda. Me puse como pude el
cinturón de seguridad.
Condujo por vías secundarias, cuesta arriba hacia Skyline Boulevard,
donde estaba nuestro prado, aquel sitio especial al que íbamos para poder
estar solos.
La violencia con la que cambiaba de marcha emanaba rabia. Iba
tomando las curvas cerradas a una velocidad cada vez mayor. Me así con
fuerza a la manilla de la puerta.
—No tiene sentido que nos vayamos a retozar a un prado si nos
estrellamos antes de llegar.
James redujo la marcha. Esbozó una sonrisa de medio lado y acto
seguido empezó a despotricar.
—¿Cómo coño se ha enterado? —dijo, dando un puñetazo en el volante.
—¿Quién, Phil? Me parece que ha sido por nuestras notitas.
—¿Nuestras qué?
—Las notitas que nos pasábamos en clase. ¿No te acuerdas de que una
vez te lo encontraste revolviendo en tu escritorio? Creo que las leyó, como tú
sospechabas.
Volví a contarle lo de aquella vez que Phil me había acompañado a casa
hacía varios años.
Me miró de reojo.
—Eso no me lo habías contado —me acusó.
Se detuvo en el cruce de Skyline y miró por el retrovisor. Otro coche
paró detrás del nuestro, con las luces largas encendidas.
—Claro que te lo conté. Me soltaste que Phil era un imbécil y que no te
apetecía hablar de él. Nunca has querido hablar de él. Además, estabas más
interesado en meterme mano. ¿No te acuerdas? Fue justo después de nuestro
primer beso.
Sonrió y me dedicó una mirada apasionada.
—De eso me acuerdo.
Me ruboricé.
—El caso es que, para empezar, aunque yo no le confirmé que pintabas,
Phil prometió guardar el secreto.
—Está claro que no sabe tener la boca cerrada. —Giró hacia Skyline
Boulevard—. La próxima vez que lo vea le voy a dar una paliza.
El coche que iba detrás hizo lo mismo y sus luces largas iluminaron el
interior del vehículo de James como un faro en el mar. James maldijo,
mirando de pronto por el retrovisor.
—Ese imbécil de los cojones ya se podía arreglar los faros.
Miré por mi espejo. El coche nos iba siguiendo, a apenas otro vehículo
de distancia.
—Lo que no entiendo es cómo sabe Phil que eres bueno de verdad.
—¿Habrá visto mis pinturas?
Negué con la cabeza.
—Nunca ha entrado en mi casa. Al menos estando yo allí. Mis padres
tampoco me lo han comentado. Claro que tampoco me han dicho nunca que
tu padre había comido en The Goat. Me he enterado hoy.
James suspiró.
—Bueno, el caso es que ahora mis padres ya lo saben.
Alargué la mano y le masajeé el muslo.
—Ya no tienes quince años. No te pueden impedir que pintes.
—Lo sé. Es que… —Se frotó el antebrazo—. No quería que se
enteraran así.
Eso era nuevo.
—¿Tenías pensado contárselo?
Se encogió de hombros.
—Me había imaginado invitándolos a una exposición y
sorprendiéndolos cuando vieran que era yo quien exponía. Incluso que
compraran algún cuadro y lo colgaran en la biblioteca. Hasta les habría
regalado uno, joder.
Ay, James. Me dio pena. Quería algo más que reconocimiento por su
trabajo. Quería que sus padres aceptaran que el arte era más que un
entretenimiento pasajero.
—Una estupidez.
—Pues a mí me parece una idea genial.
—Ya es tarde para eso —protestó.
Pasó de largo del desvío de nuestro prado.
—Te has pasado el desvío —dije, mirando por encima del hombro.
—Lo sé —contestó, mirando alternativamente al frente y por el
retrovisor.
Condujo unos cientos de metros más y paró de pronto en el arcén,
dejando que el coche que nos seguía nos adelantara.
—¡Ese es el coche de Phil! —exclamé espantada.
Esperó a que el vehículo desapareciera a la vuelta e hizo un cambio de
sentido no permitido para enfilar de nuevo el camino hacia nuestro prado.
Tomó una carretera secundaria y apagó las luces.
—Por si acaso.
—Madre mía, sí que está furioso por algo si ha decidido seguirnos.
—No sé quién era, pero no voy a arriesgarme. No quiero que nadie sepa
que estamos aquí.
—¿Qué ha querido decir antes con eso de vosotros tres? —le pregunté,
refiriéndome a lo que había mencionado sobre Thomas, Phil y él. En la
oscuridad, noté que James se ponía tenso a mi lado—. Da igual, no hace falta
que me lo cuentes.
Apagó el motor.
—No es nada importante. No te preocupes.
Intentaba quitarle importancia, pero lo noté muy rabioso, y algo más
que yo no era capaz de discernir. Era evidente que estaba preocupado, aunque
me dijera a mí que no lo estuviera. Me dije que ya me lo contaría cuando él
quisiera.
Abrió la puerta y se iluminó el interior. Parpadeé para acostumbrarme.
Sonrió.
—Venga. A mis padres les entristecerá que no cenemos con ellos, pero
yo tengo que volver a Stanford esta noche y estudiar. Vamos a divertirnos un
rato —dijo con una sonrisa pícara.
Agarró unas mantas, su altavoz Jawbone y su iPod. Yo bajé del coche y
salté una valla baja detrás de él. Anduvimos por el bosque hasta llegar a un
claro donde se veía el cielo estrellado. Nuestro sitio favorito era una cresta
con vistas a los montes de Santa Cruz. No había ni una sola nube en el cielo
aquella noche fresca de primavera.
James puso música en el iPod: «The Way You Move», de OutKast.
—Curiosa elección —dije, sorprendida—. Estás peleón esta noche, ¿no?
Hizo girar los hombros, despacio, sensual. Se me agitó el estómago.
—Ven aquí, nena —dijo, me estrechó en sus brazos y se inclinó para
besarme.
Pero antes de que sus labios tocaran los míos, se le tensó el cuerpo
entero. Levantó la cabeza y clavó los ojos en algo por encima de mi hombro.
Se me puso la carne de gallina.
—¿Qué?
Entornó los ojos, luego negó con la cabeza y volvió a mirarme.
—Me ha parecido oír algo.
—¿Un animal? —pregunté, asomándome por encima de mi hombro,
pero solo vi sombras, congeladas de forma espeluznante bajo la luz de la
luna.
—Puede —contestó James. Me besó la nariz—. Estás preciosa.
Sonreí, me zafé de sus brazos y me quité el suéter. Lo dejé caer al suelo.
James soltó una risita, hasta que el sonido de la cremallera de mi falda
rompió el silencio nocturno. Su semblante se tornó serio y recorrió con la
mirada la falda que yo había dejado resbalar hasta mis pies. Me quité los
zapatos bajos y salí del cerco de la falda.
Una suave brisa perfumada de pino húmedo y leña quemada me acarició
el cuerpo, erizándome la piel. Apreté los puños.
—Hace frío aquí.
—Qué bonita eres.
James salvó la distancia que nos separaba y ancló con fuerza su boca a
la mía. Sus manos me rodearon la cintura, sus dedos se colaron por debajo
del elástico de mis braguitas. Me las bajó despacio, se hincó de rodillas y me
besó el muslo. Yo inspiré hondo, temblando por el aire y por sus besos,
ambos húmedos.
Tiró mis braguitas al montón de ropa y me instó a que bajara al suelo.
Me desabrochó el sujetador y me besó la piel de pronto al descubierto, luego
me tumbó en la manta y me tapó con la otra para que no tuviese frío. Se
desnudó deprisa, se metió debajo y me arrimó a su cuerpo.
—Te quiero —me susurró en la boca, y me besó.
—Yo también te quiero.
Se subió encima de mí y oí que abría un paquetito. Se revolvió, se
recolocó y me penetró, y enseguida lo noté moviéndose dentro. Enrosqué los
brazos a su cuello y las piernas a su cintura, y seguí el ritmo que me marcaba.
—No me sueltes —me susurró al oído empujando con fuerza, con
frenesí.
—Nunca.
Capítulo 15

Hacía catorce meses ya del viaje de James a México y un año de su


entierro. En algunos aspectos, yo había seguido adelante con mi vida. En
otros, no mucho. Su ropa seguía colgada de nuestro armario. Sus útiles de
pintura se empolvaban en el estudio.
Estaba sentada a mi escritorio, echando un vistazo a las fotos de la
inauguración de esa mañana que Kristen me había mandado por correo
electrónico. Las escudriñé todas, confiando en encontrarme en alguna de ellas
a la mujer a la que pensaba que jamás volvería a ver. Había fotografías de
familiares y de amigos, de vecinos, de empleados. Instantáneas de los baristas
y de Mandy en la cocina. De Ian delante de la cafetera exprés. Ian con mis
padres. Ian con Nadia. Ian al lado de sus fotografías enmarcadas y colgadas
de la pared. Seguí viendo fotos. Ian, otra vez. Condenada Kristen, la de fotos
que le había hecho. Y condenado Ian, por ser tan atractivo.
Pasé a la siguiente y exhalé de pronto. Allí estaba, sentada a la mesa 8,
en el rincón, donde confluían las paredes de las que colgaban los cuadros de
James y las fotos de Ian. Lacy. Tenía en la mano la postal que le había dado a
Emily, mi camarera, y miraba directamente a la cámara de Kristen, con
aquellos ojos sobrecogedores de color azul lavanda, brillantes y muy abiertos.
No esperaba que Kristen fuera a hacerle una foto.
¿Por qué se había ido tan deprisa después de entregar la postal? ¿Y por
qué no me la había dado a mí? ¿La habrían asustado Kristen y su cámara?
¿La habría asustado otra cosa u otra persona? ¿Thomas? Él había visto a
alguien salir del local, alguien a quien creía conocer. Le había cambiado la
actitud por completo. Lo había notado molesto. A lo mejor había sido a Lacy
a quien había visto.
Me saqué la fotografía de la galería de arte del bolsillo de atrás del
pantalón. «El estudio del pintor» estaba en Puerto Escondido, México. La
tarjeta era pequeña, de ocho por trece, y la miniatura de la pintura acrílica aún
más pequeña. Estudié el cuadro, dándome golpecitos con los nudillos en los
dientes. Lo había visto hacía años en el solárium de mis padres, sobre el
caballete de James. «Imposible.» La postal era una réplica exacta del acrílico
de James titulado Robles marchitos, una pintura de los árboles del parque
natural de detrás de la casa de sus padres.
Le di la vuelta a la postal. La galería estaba en la misma población que
Casa del Sol, el hotel de la tarjeta que me había encontrado en la cartera hacía
casi un año. Abrí de golpe el cajón de en medio de mi mesa y busqué entre
los papelotes hasta que di con la tarjeta de visita que Lacy me había hecho
llegar.
En una ventana nueva del navegador abrí la página web de Casa del Sol.
No había cambiado desde la última vez que la había mirado. No encontré
nada inusual en aquel complejo turístico. Entonces busqué «El estudio del
pintor». Nada. No había enlaces a ninguna página o sitio web. Probé suerte
con otros motores de búsqueda. Ninguno de ellos logró encontrar la galería
de arte «El estudio del pintor» en Puerto Escondido, México, así que hice una
búsqueda de la dirección. Me apareció una imagen de la fachada de un
establecimiento y pinché en el enlace. En la fotografía, que estaba en la
página de una inmobiliaria, el edificio parecía viejo, con la pintura agrietada
y el estuco picado. No había rótulos. El anuncio era de hacía por lo menos
dos años e indicaba que el local se había vendido. Quienquiera que hubiese
comprado el inmueble, había abierto recientemente el estudio, en algún
momento de los últimos veinticuatro meses.
¿Por qué querría Lacy que fuera a Puerto Escondido? James había
volado a Cancún. Se había registrado en un hotel de Playa del Carmen y
había estado pescando cerca de las costas de Cozumel. Thomas me dijo que
había recuperado el cadáver de James en el estado mexicano de Quintana
Roo. No en Oaxaca.
Si no había sido así, ¿por qué iba a mentirme James sobre sus planes de
viaje? A lo mejor era Thomas quien mentía, lo que significaba que Lacy era
la única que me había estado diciendo la verdad todo el tiempo.
James seguía con vida.
El corazón me aporreaba el pecho. Llamé a Kristen.
—¿Puedo pasarme por tu casa?
Kristen y Nick Garner vivían en Saratoga, a diez minutos en coche de
mi casa. Kristen me abrió la puerta vestida con pantalones cortos de deporte y
una camiseta de Hello Kitty. Con una coleta alta que le bailaba de un lado a
otro, me hizo pasar.
—Nick está en la cocina. ¿Te importa que nos acompañe?
Negué con la cabeza.
—Él conoce a Thomas mejor que ninguna de nosotras.
—Lo suponía. Aimee… —dijo, y se detuvo en el pasillo para mirarme
—. No lo tengo claro. Todo eso que me has contado por teléfono parece…
—Un disparate, lo sé. —Me recoloqué la correa del bolso. Me
temblaban los dedos—. Pero tengo que averiguar qué está pasando.
Me agarró el brazo con suavidad.
—¿Por eso no has salido con nadie desde que James… desapareció?
—No me lo quito de la cabeza.
Dio una pequeña cabezada de asentimiento.
—A ver qué dice Nick.
Nick estaba de pie junto a la encimera gruesa de madera maciza,
sirviéndose una cerveza tostada en un vaso helado. Iba vestido con camiseta y
pantalón corto de deporte y tenía el pelo mojado. Jugaba al fútbol en la liga
de adultos del polideportivo municipal. Parecía que acabase de llegar de un
partido.
Me ofreció una cerveza y la rechacé.
—Enhorabuena por la inauguración de hoy —dijo.
—Gracias. ¿Qué has pedido?
—La tortilla mediterránea. Mi nueva favorita —dijo, dándose una
palmadita en el estómago.
Sonreí. La tortilla, rebosante de queso de cabra, aceitunas aliñadas y
eneldo e hinojo, había tenido mucho éxito.
—Espero volver a verte por allí.
—Sin la menor duda. —Dio un trago a la cerveza, luego se frotó las
manos—. Bueno, ¿qué tenemos?
Saqué del bolso la postal de la galería y la tarjeta de visita y las coloqué
en la encimera.
—Lacy me metió la tarjeta del hotel en la cartera. —Nick me miró
extrañado—. Es largo de contar —dije—. Esta mañana le ha pedido a Emily,
una de mis camareras, que me diese esto —añadí, señalando la postal de la
galería.
Nick levantó la cabeza de pronto.
—¿Ha estado en tu establecimiento?
—Eso parece.
—Aimee dice que le he hecho una foto —explicó Kristen.
Nick se irguió y se acercó un poco a su mujer.
—¿Te ha dicho algo?
Negó con la cabeza.
—Había mucha gente. Yo no la conocía, así que no sé quién era.
—Mira la foto.
Desbloqueé el móvil y busqué la imagen de Lacy en el carrete.
—La recuerdo —dijo Kristen—. Creo que la he espantado cuando le he
hecho la foto, porque se ha marchado corriendo justo después.
—Se llama Lacy Saunders y yo creo que se ha ido al ver a Thomas. Es
vidente investigadora especializada en misterios sin resolver y en personas
desparecidas —les expliqué, sobre todo por Nick.
Él miro con atención la foto.
—Kristen me ha contado que conociste a esa mujer en el funeral de
James.
—Yo no lo diría así —reconocí.
—Lacy la persiguió por el aparcamiento de la iglesia —aclaró Kristen
—. Le dijo a Aimee que James seguía vivo. A Nadia le pareció una
estafadora, y creo que estoy de acuerdo con ella.
—Y yo también, hasta que descubrí que casi todas las pinturas de James
habían desaparecido y luego me llegó esto —dije, dando unos golpecitos en
la postal—. Me temo que Lacy me ha estado diciendo la verdad.
Nick se frotó el hombro derecho.
—No saques conclusiones precipitadas, al menos de momento —me
aconsejó—. ¿Qué te dijo la policía cuando denunciaste el robo?
Le había contado a Kristen que había denunciado la desaparición de las
pinturas en cuanto lo había descubierto. Debería habérselo comentado a Nick
también.
—Que no podían hacer gran cosa. Que las únicas huellas que había en
el garaje eran mías y de James. Que no habían forzado la entrada, con lo que
ni siquiera había constancia de que realmente las hubieran robado. Que lo
mejor que podía hacer era presentar la denuncia porque, si aparece algo en
subastas o en el mercado negro, la descripción podría venirles bien.
—Ahora mismo podrían estar en cualquier parte —conjeturó Kristen.
—¿En México? —sugerí.
Nick se encogió de hombros.
—En Europa, en Asia. En el pueblo de al lado. En el salón de tu vecino.
Si esto es de James —dijo, dando un golpecito con un dedo en la postal—, es
posible que el propietario de la galería haya adquirido el lienzo de alguna
fuente poco fiable. Quiero saber más de la mujer que te lo ha dado. No me
hace gracia que ninguna de las dos os relacionéis con ella. Es sospechosa.
—No sé mucho más, salvo que vive en Campbell. En su césped hay un
poste con un cartel donde anuncia sus servicios de asesoramiento como
vidente. También anuncia que… —Me interrumpí y los miré a los dos.
—¿Anuncia qué? —quiso saber Nick.
—Que lee las manos y echa las cartas.
—¿Has ido a su casa? —preguntó, chascando la lengua, de pronto muy
serio.
—No he entrado —me defendí enseguida—. Me dio miedo.
—Procura no acercarte mucho a ella —propuso.
—Salvo por esa vez, siempre ha sido ella la que me ha abordado, no al
revés. Para contarme disparates sobre James o lo que yo creía que eran
disparates.
Nick dio otro trago a la cerveza.
—Tiene pinta de ser una chiflada.
—¿Y por qué está siendo tan misteriosa? —preguntó Kristen.
Yo me preguntaba lo mismo.
—Me lo podía haber contado todo sin más.
—Podría no haberlo hecho por múltiples razones —dijo Nick—. Por
ejemplo, que alguien la haya contratado para que te haga llegar la
información o para atraerte. Sea lo que sea, esa persona quiere mantener en
secreto su identidad, pero esa es la explicación menos probable.
—¿Y la más? —dije.
—Que esa mujer sea una estafadora. Te tira el anzuelo —dijo Nick,
agitando la postal—, se gana tu confianza e insinúa que dispone de más
información. Entonces te empieza a cobrar. ¿Se pone en contacto contigo a
menudo?
Negué con la cabeza.
—Nunca me ha pedido dinero.
—Aún no está en condiciones de hacerlo. Si la ignoras, terminará
desapareciendo.
—¿Y si continúa molestando a Aimee?
—Pues pides una orden de alejamiento.
Me mordí el labio.
—¿Y sí… —insistí, dando pataditas suaves con el zapato en el armarito
— está diciendo la verdad?
Me miró muy serio.
—Yo te entiendo, Aimee, de verdad. La muerte de James ha sido muy
dura para todos nosotros, en especial para Thomas. Adoraba a su hermano y
era muy protector con él. Crecer con esos padres no debió de ser fácil.
—Lo sé —contesté, pensando en todos los sacrificios que tanto James
como Thomas habían hecho a lo largo de los años.
—Thomas heredó una compañía desastrosa que no sé si quería y sacarla
adelante le está robando la vida —prosiguió Nick—. La verdad, me ha
sorprendido verlo en tu inauguración esta mañana. Apenas tiene tiempo para
comer. Es un hombre bueno y honrado que no se quedaría quieto si hubiera la
más mínima duda sobre la muerte de James, sino que sería el primero en
volar a México a averiguar qué ocurre. —Exhaló, su gesto se suavizó y apoyó
los antebrazos en la encimera—. Me cuesta mucho creer que James no esté
muerto. ¿Por qué iba a abandonar a su familia? ¿Por qué te iba a abandonar a
ti? Lo siento, Aimee. James está muerto.
Se me saltaban las lágrimas y parpadeé para evitarlo. Nick me hizo las
mismas preguntas que yo me hacía constantemente. Aunque mi opinión de
Thomas no era tan buena como la suya. Ya no. En cuanto a Lacy, seguía
siendo un misterio. Recogí las tarjetas y me las guardé en el bolso.
—Si te sirve de algo —me dijo, cubriéndome la mano con la suya—,
tengo un investigador privado que me ha hecho algún trabajo en casos civiles.
Se llama Ray Miles y es un poco… —Se interrumpió—. Bueno, no hay
forma de decirlo más que a las claras. Es turbio… pero condenadamente
bueno. Tampoco es barato. Te paso sus datos en un mensaje. Llámalo. Puede
investigar los antecedentes de Lacy, echarle un vistazo a la galería, quizá
averiguar el nombre del autor de la pintura y dónde se compró.
Nick tecleó en su teléfono y unos segundos después sonó el mío.
Charlamos un poco más y luego me fui. Tenía que madrugar para
prepararme para la apertura oficial de Aimee’s.
A última hora de la mañana del día siguiente, me escapé al despacho de
mi local y llamé a Ray. Hablamos brevemente de mi situación, de que quería
pruebas de que Lacy era quien decía y lo que decía ser, saber si James había
viajado de verdad a Cancún y de dónde había sacado aquella pintura la
galería de Puerto Escondido. Ray me hizo un presupuesto y Nick tenía razón:
su investigador privado era carísimo y los fondos que quedaban en mis arcas
iban disminuyendo rápidamente y aún debía hacer los últimos pagos al
contratista y a los obreros. Como mi problema no iba de un día ni de dos,
sino que era más bien curiosidad, Ray accedió a ocuparse de mi caso cuando
yo tuviese el dinero. Además, estaba trabajando en otros y no podría
ayudarme hasta dentro de ocho o diez semanas. Lo suficiente para que yo
reuniese sus honorarios.
No volví a ver a Lacy. Fue como si nunca hubiera aparecido. Había
entrado y salido de mi vida antes de que yo pudiese entender por qué se
habían cruzado nuestros caminos. Durante el primer mes de existencia de
Aimee’s, Thomas pasó por el local a tomar café varias veces a la semana,
hasta que sus visitas fueron disminuyendo y dejó de venir regularmente.
Cuando lo veía, lo encontraba cada vez más consumido, con la cara enjuta y
el cuerpo flaco. Donato Enterprises le estaba pasando factura. Edgar Donato
había engordado y Thomas se estaba quedado esquelético.
A mediados de octubre, justo después de mi vigésimo octavo
cumpleaños, tenía dinero de sobra para contratar a Ray. Por lo menos, sus
hallazgos me ayudarían a cerrar aquel capítulo de mi vida. Podría seguir
adelante de verdad, en cuerpo, mente y alma. Ray me confirmó que me
enviaría un informe en un par de semanas y que entonces yo podría decidir
cómo proceder.
Cuando hubimos decidido los pormenores, me senté en el sofá de
chenilla, en el salón. Para sorpresa mía, fue Ian quien irrumpió en mi
pensamiento. Su apoyo incondicional durante el último año y su amistad cada
vez mayor. Aquella sonrisa que me revolvía algo muy dentro y el calor de su
piel cuando lo tenía cerca. Con la ayuda de Ray, podría por fin ofrecerle a Ian
lo que quería. ¿Buscaba yo lo mismo de él?
«¡Sí!»
Pero ¿y si Ray encontraba a James?
Me volví a mirar el retrato de compromiso, a James y a mí abrazados
bajo un cielo pintado, el sol poniente un telón de intensos naranjas y rojos, y
empecé a temblar. Me temblaban los dedos y las rodillas. No de ilusión, sino
de miedo. Que James estuviera vivo significaba que había estado pasando
algo gordo a mi alrededor que yo había sido demasiado ingenua para ver.
Capítulo 16
NOVIEMBRE

Ray por fin se puso en contacto conmigo un martes de la segunda


semana de noviembre. Su correo electrónico me llegó de madrugada, mucho
después de que yo me hubiera ido a la cama. Lo leí antes de irme a Aimee’s y
volví a leerlo diecisiete veces más después.
Fue ese correo electrónico la razón por la que hice caso omiso de las
atenciones de Alan Cassidy, tampoco era que me interesara salir con él.
—Aquí tienes, Alan, lo de siempre: un latte vainilla con triple de café,
leche desnatada y sin crema con dos chorritos de avellana. ¿Alguna otra
cosa? —pregunté, sonando más irritada e impaciente de lo que pretendía.
Él sonrió de todos modos.
—Me maravillas, Aimee. —Se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta
de su traje a medida y sacó dos entradas, que agitó en el aire—. Para el
partido de los Sharks de esta noche. ¿Vienes conmigo?
Miré de reojo las entradas. No era la primera vez que me lo pedía y,
conociéndolo, seguro que eran asientos de tribuna. Negué con la cabeza.
—Lo siento, Alan. Gracias por preguntar, de todas formas.
Su cara de ilusión se esfumó y las entradas desaparecieron igual de
rápido, se las guardó en el bolsillo de la chaqueta.
—Un día de estos encontraré algún sitio donde llevarte al que no te
puedas resistir —dijo, se despidió levantando el vaso de café para llevar a
modo de saludo y salió despacio por la puerta.
Ian gruñó a mi espalda y me pareció oírlo mascullar.
—¡Vaya por Dios!
Cuando fui a por otra jarra de café, mezcla de la casa, sorprendí a Ian y
a Emily pasándose dinero. Ian dobló un billete de cinco y se lo metió en el
bolsillo de atrás del pantalón, luego me sonrió.
—¿Qué estáis haciendo? —espeté.
Ian abrió mucho los ojos y se disculpó.
—Me acabas de costar cinco pavos —me dijo Emily, dándome un
puñetazo cariñoso en el brazo. Luego pasó por delante de mí a toda prisa,
agarró un barreño de plástico y empezó a recoger las mesas desocupadas de
los desayunos.
Miré a Ian con recelo. Me dio la espalda y, con el trapo húmedo que
llevaba colgado de la presilla del cinturón, se puso a limpiar la cafetera
exprés. Empezó a silbar. Yo fruncí los labios. Su silbido tenía cierto aire de
victoria.
—¿Ian…? —lo exhorté.
—Alan te lo pide por lo menos una vez a la semana —dijo, señalando
con la barbilla a la puerta—. Emily está convencida de que cualquier día de
estos cederás.
—¿Cómo que cederé? —pregunté, cruzando los brazos.
—Que saldrás con ese pobre idiota.
Rio como si la idea le pareciera absurda.
—Alan no es idiota. Es muy majo. Es…
—¿Difícil de complacer? —terminó la frase Ian.
Fruncí el ceño y él me miró fijamente, con picardía.
—¡Cállate! —protesté.
¿Y qué si Alan pedía cafés de chica? Eso no era asunto mío. Abrí un
paquete de café en grano y el aroma me levantó el ánimo. Inhalé hondo, cerré
del todo los ojos. Mis músculos, contraídos de estar cinco horas de pie, se
relajaron.
—¿Ya te estás rajando? —Abrí de golpe los ojos y los clavé en la cara
de complacencia de Ian. La barba de dos días que le salpicaba la mandíbula
no ayudaba a disimular lo satisfecho que estaba de sí mismo, ni impedía que
yo siguiera encontrando tan irresistible su sonrisa. Llevaba la camisa
remangada, los antebrazos al descubierto, salvo por la pelusilla dorada que
los cubría, del mismo color que las ondas rebeldes de su cabeza. Levantó un
hombro—. Ahora da igual. Ya he ganado la apuesta.
Eché los granos en el filtro.
—¿No me crees capaz de salir con él?
—En absoluto —dijo, mirando mi anillo de compromiso—. No vas a
salir con nadie. Ni conmigo ni con ningún otro.
Giré el anillo con el pulgar y escondí el diamante en la palma.
—Claro que sí. —«Con el tiempo.»
Ian cruzó los brazos.
—Demuéstralo. Sal conmigo.
Se me cortó la respiración. En todos los meses que hacía que lo conocía,
esa era la primera vez que me lo pedía directamente.
—Ian, sabes que no puedo. —Aún no. Además, todavía estaba
alucinando con el correo de Ray.
—Querrás decir que no quieres —replicó, y se volvió hacia la cafetera.
—Tiene razón, ¿sabes? —oí a Nadia a mi espalda.
Se apoyó en la vitrina, repleta de hojaldres y ensaladas, y saludó con los
dedos. Kristen estaba a su lado. Las dos iban vestidas de deporte y tenían las
mejillas coloradísimas después de su carrera matinal.
Me froté las manos para deshacerme de los granos de café que tenía
pegados.
—¿Así que piensas que debería salir con alguien?
—Te aprecia mucho —dijo, ladeando la cabeza hacia Ian, que estaba
atendiendo a otro cliente.
Eso ya lo sabía. Ian me había confesado sus sentimientos en más de una
ocasión. Era yo el impedimento.
—Es mi amigo, además de mi empleado.
—Si tú lo dices.
Hice una mueca. Incluso yo sabía que la excusa era mala.
—Vete. Hoy no hay café para ti —le dije, me volví hacia el fregadero y
abrí el grifo. Había que lavar las tazas sucias.
—Enseguida te pongo lo de siempre, Nadia.
—Gracias, Ian —contestó ella, y se apartó del mostrador.
—Traidor —le dije solo con los labios, y él rio.
Nadia agarró un periódico del estante de lectura gratuita. Exploró las
columnas de la portada mientras recorría el comedor.
Kristen se coló enseguida detrás del mostrador y se apoyó en el
fregadero.
—Nadia solo se preocupa por ti. Como lo hacemos todos. —Me
observó mientras lavaba una taza sucísima, manchada de café rancio. En el
borde había una huella de lápiz de labios de un rosa inusualmente intenso.
Froté la mancha un poco más fuerte con la parte áspera del estropajo—. ¿Qué
pasa? Te noto agitada —me preguntó al ver que no decía nada.
Resoplé.
—He recibido un correo electrónico de Ray esta mañana.
—¿El investigador privado? ¿Qué te ha dicho?
Sacudí la taza para quitarle el agua sobrante, se me escapó de la mano y
se hizo añicos en la pila. Maldije y Ian se acercó enseguida.
—¿Estás bien?
—Perfectamente —bramé. Se frotó la frente y me miró un momento—.
Estoy bien, gracias —lo tranquilicé en un tono más suave. Esperó un poco
antes de seguir preparando café—. Lo siento —le susurré a Kristen, y limpié
el fregadero. Me ayudó a recoger los pedazos de loza—. Ray me ha
confirmado que James, en efecto, voló a Cancún —dije en voz baja para que
no me oyera Ian—. Se registró en su hotel de Playa del Carmen. Los artículos
de la prensa local sobre la desaparición de un hombre estadounidense que
había caído por la borda, lo poco que le apetecía hacer esa excursión en
barco, su certificado de defunción… todo es auténtico. Ray ha hablado con el
turoperador y todo coincide con lo que Thomas me había contado.
Se me escapó un rizo de la pinza de pelo y me lo aparté de la cara. Me
temblaron los labios.
—Llevas casi dos años poniendo en duda la muerte de James —me dijo,
frotándome la espalda—. Me alegro de que Ray te haya sido de ayuda, que te
permita pasar página.
—Tampoco ha encontrado nada de Lacy. No hay registros. Ha
desaparecido también. Se ha mudado. La casa es propiedad de un tal Douglas
Chin. La tenía alquilada. Aparte de la tarjeta de visita, la postal y la foto de
Lacy, no pude darle nada más para que investigara.
»Qué imbécil soy. Estoy tan triste… No, me siento… Me siento
decepcionada, de mí misma. Me había hecho ilusiones, pensando que su
desaparición y su funeral no eran más que teatro.
—¿Y la pintura de la postal? —preguntó Kristen.
—El artista es el dueño de «El estudio del pintor». Asegura que la obra
es suya y que cualquier parecido con el estilo de otro es mera coincidencia.
Salvo que vaya yo misma a esa galería, tengo que creerme lo que me diga
Ray porque no puedo permitirme mandarlo a México.
—¿Y qué vas a hacer ahora?
«Lo que debería haber hecho hace meses.»
—Pasar página.
—Bueno, yo creo que lo estás haciendo de maravilla. Has abierto un
restaurante que es un éxito —me animó—. Y, cuando estés preparada para
salir, conozco a un tío estupendo que está muy interesado —dijo, ladeando la
cabeza en dirección a Ian.
Sonreí satisfecha.
—Ja, ja.
Ian terminó de coronar el moca de Kristen con nata montada y le dio la
taza.
—Dile a Nadia que enseguida le llevo su café —dije, señalando con el
brazo al comedor—. Casi lo tengo listo.
Kristen rio.
—¿Al final se lo vas a servir?
Agarré una taza del estante que tenía encima de la cabeza.
—Si no lo hago, va a venir a servírselo ella misma. Ignorarla es inútil.

Era tarde cuando llegué a casa esa noche. Había pasado horas fregando
el suelo del restaurante, las encimeras y los armaritos, confiando en poder
deshacerme así de mi abatimiento. No funcionó. Seguía deprimida.
En algún momento del día me habían traído un paquete. Lo habían
dejado en el felpudo. Me lo metí debajo del brazo, entré en casa y solté el
bolso y las llaves donde siempre. Luego fui a la cocina y lo examiné. No
llevaba remitente, solo mi domicilio y un franqueo internacional. ¡De
México! En el texto que cruzaba por encima de los sellos podía leerse:
«Oaxaca, MX».
Se me vino el corazón a la boca. Abrí enseguida el paquete, rasgando el
papel. En su interior, envuelta en papel de burbuja, había una pintura. Claro
en el prado, una versión más pequeña del acrílico que tenía colgado en casa,
detrás de la mesa del comedor. El lienzo que tenía en las manos era el
original. Yo había convencido a James para que pintase nuestro prado a
mayor escala porque me encantaban los colores, la forma en que la hierba alta
reflejaba la luz de primera hora de la mañana. En la esquina inferior derecha,
en el mismo azul Caribe que James había creado a imagen y semejanza de
mis ojos, el color que usaba siempre para su firma, estaban sus iniciales:
JCD.
Empezaron a temblarme las manos. Le di la vuelta al lienzo. Había una
nota pegada detrás, escrita a mano en un trocito de papel con el logo del hotel
impreso: Casa del Sol.
Querida Aimee:
Aquí tienes la prueba. El peligro ha pasado por fin y
James está a salvo. Me han pedido que te localice. Es
hora de que él sepa la verdad. Ven a Oaxaca.
Lacy

¿James estaba vivo? ¡Ay, Dios mío, James estaba vivo!


Empecé a temblar descontroladamente, tanto que casi se me cayó la
pintura de las manos. El sudor me salpicaba el labio inferior y la frente. La
bilis se revolvía en mi vientre.
¿Qué coño estaba pasando?

No hay pruebas contundentes de que James siga con


vida.

Eso decía el correo de Ray.

No pierda el tiempo ni malgaste el dinero. No hay razón


para que yo siga investigando. Le aconsejo que
abandone la búsqueda.

Los datos que Ray había obtenido coincidían con la documentación y


los registros de James. Su muerte había ocurrido exactamente como Thomas
me había comunicado.
Entonces, ¿qué demonios hacía la pintura de James en México?
Me limpié las lágrimas que de pronto me caían a raudales por la cara y
cogí el teléfono. Llamé a la única persona que me iba a entender.
—¿Diga? —contestó con voz de sueño.
—Kristen. James está vivo.

Después de reservar una habitación de hotel en Puerto Escondido, me


pasé el resto de la noche mirando al techo o paseándome nerviosa por mi
cuarto. No podía dormir. James andaba por ahí.
Nadia me despertó a las cuatro de la madrugada, aporreando la puerta.
Recorrí la casa dando traspiés, medio grogui de haber dormido solo dos
horas.
—¡Ya era hora! —me soltó cuando le abrí la puerta. Entró dejándome
atrás—. Apuesto a que no esperabas verme a horas tan intempestivas.
Se detuvo en medio del salón, entre los silloncitos. Me miró furiosa,
vestida con un deslumbrante chándal Juicy y una bufanda de lana enroscada
en el cuello.
Cerré la puerta.
—Te lo ha contado Kristen.
—Me ha llamado hace un par de horas. No conseguía conciliar el sueño,
pensando en que pudieras hacer alguna tontería —dijo, mirando el bolso de
viaje que tenía preparado junto a la puerta de la calle—, como volar a México
tú sola.
—No me lo puedes impedir —repliqué, muy digna.
—¿A Oaxaca, México? No es el sitio más seguro al que viajar.
—Eso es como decir que todo el estado de California es inseguro.
Meneé la cabeza y entré en la cocina. Más me valía preparar café. Ya no
iba a poder dormir antes del vuelo.
Nadia me siguió.
—Kristen está muy preocupada. No quiere que vayas.
—Y te ha mandado a ti para que me hagas cambiar de opinión…
—Sabe que a ella no le vas a hacer caso.
—A ti tampoco te lo estoy haciendo. —Eché un poco de café en grano y
puse la cafetera—. Mi vuelo sale esta tarde. Me da igual lo que me digáis
cualquiera de las dos, me voy.
Me dirigí al dormitorio.
—Estupendo.
Me detuve.
—¿Qué?
Se acercó y clavó en mí sus ojos sin maquillar.
—He dicho que estupendo. Quiero que vayas.
—¿Por qué?
Se irguió.
—Has estado atascada en el barro desde que murió James.
—No he estado atascada…
—¡Mírate! —estalló. Me estremecí como si me hubiera pegado. No era
fácil enfurecer a Nadia y era evidente que estaba disgustada conmigo—.
James está por todas partes: su ropa sigue en tu armario, sus pinturas en todas
las putas paredes… Tienes que pasar página.
—Lo he intentado…
—No lo suficiente.
—El restaurante…
—Vale, has abierto un restaurante —dijo con desdén—. Bien por ti. Un
gran avance por tu parte. Pero aquí dentro —añadió, clavándome el dedo en
el esternón— estás atascada. Tu duelo es de manual. Has pasado por todas las
fases menos por una. La gente se muere, Aimee. No puedes hacer nada, más
que recomponerte y seguir adelante. ¿Por qué no puedes aceptar que James
está muerto?
—¡No está muerto! —objeté con vehemencia.
Se hincó los puños en las caderas y cerró los ojos. Le vi las pestañas
húmedas.
—Mira, entiendo por qué haces esto. Cuando mi padre abandonó a mi
madre, lo pasé fatal hasta que conseguí aceptar que se había ido. Nos había
abandonado. Así que me olvidé de él. Por completo. Lo saqué de mi vida —
dijo, como cortando con la mano el aire que nos separaba—. Pero ¿sabes cuál
fue el problema? —Negué despacio con la cabeza, vacilante, sin saber
adónde quería llegar—. Que luego no me costaba nada quitarme de en medio
a cualquier tío que intentara acercarse a mí. No me fiaba de ellos. Pensaba
que también me dejarían. A lo mejor no ese día, ni en un mes, pero
terminarían haciéndolo. Se cansarían de mí y se buscarían otra, con lo que lo
hacía yo antes de que pudieran hacerlo ellos. —Inspiró entrecortadamente—.
¿Y sabes qué es lo que no mola nada de eso?
—¿Qué?
Cruzó los brazos con fuerza sobre el pecho.
—Que me siento sola. Eso. Lo reconozco. Me siento muy sola. Y sé que
tú también. Y no dejarás de sentirte así hasta que consigas olvidarte de James.
Miré fijamente al suelo, parpadeando rápido. Me sentía sola, pero mi
situación no era como la suya.
—En innumerables ocasiones he estado a punto de empaquetar la ropa
de James, sus útiles de pintura… Están llenos de polvo, del tiempo que hace
que no los toco —dije, señalando al cuarto que James usaba de estudio y que
ahora era mi despacho—. Cada vez que intento deshacerme de sus cosas,
algo me lo impide, ya sea la corazonada de que sigue vivo o la esperanza de
que cualquier día se plante en mi puerta, no lo sé. Pero esa sensación está ahí
y no puedo ignorarla.
»Así que, no, lo nuestro no es lo mismo. Tú sabías que tu padre no iba a
volver. James, en cambio, es muy posible que ande por ahí, en algún lugar. Y
tengo que averiguar dónde. Tengo que saberlo con certeza.
—Por eso quiero que vayas a México —dijo, amenazándome con un
dedo—. Quiero que veas que esa zorra de la vidente te ha manipulado. A lo
mejor entonces, cuando entiendas que te ha tomado el pelo, que te ha mentido
sobre James, podrás completar tu duelo. Y pasar página de una puta vez.
Me quedé inmóvil. Era muy posible que Nadia tuviera razón, que Lacy
me estuviera manipulando.
—¿Y si lo encuentro?
—¿En serio? —Enarcó una ceja, atónita. Yo crucé los brazos. Ella se
puso seria—. Suponiendo que estuviera vivo, ¿te has preguntado alguna vez
por qué no ha vuelto contigo? —Asentí con la cabeza. «A todas horas.»—.
¿Qué te propones?
Mirando por encima de su hombro, posé los ojos en Claro en el prado,
la pintura que James había hecho de «nuestro rincón». La escena entera se
había reproducido con distintos tonos de verde, capturando nuestro prado en
una mañana despejada, cuando el invierno había dado paso a la primavera.
Era suave, cálido y tentador. Prístino, como yo quería recordarlo. No
mancillado, como lo dejamos.
El día en que James se me declaró, yo descolgué el cuadro. Se puso
furioso e insistió en que lo dejara donde estaba. Seguimos fingiendo que no
había pasado nada en nuestro prado, que Phil no había estado a punto de
destrozar nuestros sueños. Por James, el cuadro seguía colgado de la pared.
Me preguntaba si Lacy lo sabía de algún modo cuando me había enviado el
original más pequeño.
—Me propongo decirle a James lo mucho que lo quiero. Que lo echo de
menos y que quiero que vuelva a casa.
—¿Y si no quiere volver? —Agaché la cabeza. Ella inspiró con
dificultad—. ¿No estarás pensando en quedarte allí? ¿Y tu local? Con lo
mucho que te has esforzado por llegar adonde estás, ¿vas a renunciar a todo
sin más?
—¡No! Yo… —No sabía qué hacer. Adoraba mi restaurante y la nueva
vida que me había construido, y no podía abandonarla, pero tampoco podía
abandonar a James. Aún no. Debía encontrarlo y averiguar por qué se había
marchado—. Tengo que ir a México.
Nadia me estudió un buen rato. Resopló, puso los brazos en jarras y
meneó la cabeza, luego me envolvió en un abrazo. Apoyó la cabeza en mi
hombro.
—Sé que tienes que irte, pero no te vayas sola. Espera aquí. —Cruzó el
salón y, abriendo la puerta de la calle, le hizo una seña a alguien que estaba
fuera. Entró Ian, cargado con un bolso de viaje y la bolsa de la cámara. Los
dejó en el suelo, junto a mi equipaje, y me miró con cautela. Nadia cerró la
puerta y se puso a su lado—. Ha hecho las maletas y está dispuesto a
marcharse, pero necesita la información de tu vuelo y de tu hotel. —La miré
ceñuda y ella levantó las manos a la defensiva—. Ha sido idea suya, no mía.
Se ha ofrecido a viajar contigo.
Gruñí. Aquel arreglo era absurdo.
—Tranquila —dijo Ian, levantando ambas manos—. Lo he arreglado
todo en el restaurante. Trish va a ocupar mi puesto, ya está allí ahora. Mandy
echará una mano también.
Trish era mi encargada suplente, pero nunca la había dejado al mando.
Ian iba a ser mi reemplazo cuando yo no pudiera estar en el local. ¿Cómo iba
a dejar el establecimiento en manos de Ian si él venía conmigo?
—Kristen y yo ayudaremos a abrir y a cerrar, y con cualquier otra cosa
que surja —ofreció Nadia. Rio, nerviosa—. Con suerte no habrá demasiados
fuegos que apagar.
Me mordisqueé el labio inferior. Miré a uno y al otro alternativamente
mientras ellos me miraban a mí con fijeza. Ian se metió las manos en los
bolsillos de los vaqueros y se acercó.
—Vamos a buscarlo —me susurró al oído.
Me extrañó el abatimiento de su voz. El anhelo de estar conmigo que
había vislumbrado alguna vez en su rostro había desaparecido. Ansiaba
volver a verlo. Una sensación de soledad me recorrió el pecho y los brazos.
«Ir a buscar a James es un error.»
Pitó la cafetera y di un respingo. Lo que fuera que estaba pensando se
esfumó.
—Bueno, pues… espero que te hayas traído el pasaporte.
—Nunca salgo de casa sin él —dijo, sacándose el pasaporte del bolsillo
de atrás del pantalón más rápido de lo que un mago se saca cartas de la
manga.
SEGUNDA PARTE
COSTA ESMERALDA
PUERTO ESCONDIDO, MÉXICO
Capítulo 17

Después de un vuelo de diecinueve horas con dos escalas, me registré


en Casa del Sol, un complejo turístico exquisito con vistas a Playa Zicatela,
en Puerto Escondido, y esperé en el vestíbulo a que llegara el vuelo de Ian.
Era jueves por la tarde a última hora, dos días antes del Campeonato
Internacional de Surf, algo que yo no sabía cuando había hecho la reserva
precipitadamente. El campeonato era uno de los actos que tenían lugar
durante las Fiestas de Noviembre, todo un mes de festejos en el que se
celebraban la cultura y las tradiciones de la zona.
El vestíbulo abierto rebosaba de turistas y surfistas, que tenían las tablas
apoyadas en las paredes o en el suelo junto con el resto de su equipaje.
Rodaban las maletas por las baldosas de adobe y las carcajadas resonaban en
el aire cargado de sal. A lo lejos, más allá de las entradas abovedadas, rugían
las olas. El aroma a mar se colaba en el vestíbulo y chocaba con el
desagradable hedor corporal de los huéspedes cansados del viaje y
embadurnados de protector solar. Todo eso quedó en un segundo plano en
cuanto me planté a cierta distancia de la multitud.
Tenía los nervios alterados. Me había sentido inquieta desde que me
había subido al avión en San José y empecé a sentir náuseas y sudores fríos
en cuanto el taxi entró en el aparcamiento del hotel. Aunque quería encontrar
a James, temía hacerlo. Su muerte y su funeral habían sido un montaje.
Thomas me había mentido durante meses y James había estado
escondiéndose. Habían dejado que yo y todos los demás creyéramos que
había muerto.
Después de tanto tiempo, y de tantas mentiras, ¿querría yo volver con
él?
No lo sabía.
Mareada, me apoyé en una columna y seguí esperando a Ian, que había
cogido otro vuelo porque el mío estaba completo. Según el último mensaje
que me había enviado, iba en un taxi camino del hotel.
Se me acercó una mujer de ojos color café y pómulos prominentes, cuyo
pelo castaño muy oscuro le caía en ondas brillantes por los hombros
delgados, rozando los bordes de la chapita de directora prendida de la solapa
que indicaba que su nombre era Imelda Rodríguez, y me dio un vaso de agua.
—Hola, señorita. Bienvenida a Casa del Sol. ¿Se encuentra bien? —
preguntó preocupada.
Acepté amable el agua y bebí con avidez.
—Sí, ahora ya estoy mejor. Gracias.
—La humedad es como un espíritu maligno por esta zona. Te sigue de
cerca. Hay que hidratarse bien —dijo, sonriendo, y me miró de arriba abajo
—. ¿Ha venido al campeonato?
—¿Cómo? —pregunté perpleja—. Ah, no. No hago surf. Nunca lo he
practicado. Vivo cerca del mar, pero hace tiempo que no voy a la playa.
Desde…
Desde la muerte de James. Enterré la cara en el vaso y lo apuré,
resistiendo la tentación de enseñarle una foto. Me rondaba la cabeza todo el
tiempo la advertencia de peligro de Lacy.
Imelda cogió el vaso vacío.
—¿Qué la trae a Puerto Escondido, entonces?
—El arte.
—Ah, qué bien —dijo en un inglés limpio y claro con sabor hispano—.
Oaxaca tiene mucho que ofrecer. El nuestro es un pueblo ideal para la pesca y
el surf, pero tenemos unas cuantas galerías de arte.
—¿Podría indicarme dónde está esta?
Hurgué en el bolso en busca de la postal de Lacy y se la enseñé a
Imelda.
—Esa es buena. Y está muy cerca. Puede ir andando desde aquí. —
Señaló la calle que había al otro lado de la arcada del vestíbulo principal, más
allá del recinto del hotel—. Déjeme que se lo indique. Un momento. —
Levantó un dedo y yo la seguí al expositor de folletos que había junto al
mostrador de recepción. Abrió un plano de Puerto Escondido y marcó un
punto entre Playa Marinero y Playa Zicatela—. Estamos aquí y la galería está
aquí. Se encuentra en el Adoquín, una calle que gusta mucho a los turistas. —
Dio otro golpecito en el plano, en un lugar diferente—. Este es nuestro
ayuntamiento. Hoy habrá música allí, por si le interesa, y baile y un desfile en
unos días, si tiene previsto quedarse hasta entonces. Las fiestas son
divertidas.
Cogí el plano y memoricé la ruta y las calles adyacentes antes de
plegarlo.
—Esta es la tarjeta promocional del estudio —añadió, cogiendo del
expositor una postal satinada, mayor que la que Lacy me había enviado—. El
trabajo de Carlos es excepcional.
No había foto de J. Carlos Domínguez, el propietario de «El estudio del
pintor», aunque sí varias de las pinturas acrílicas de la galería. No eran los
lienzos desaparecidos de James, pero el estilo era muy similar.
—¿Expone Carlos la obra de otros artistas en su galería? —pregunté.
—Un escultor local la usa también, pero casi todo son obras de Carlos,
acrílicos y óleos. Varios de nuestros artistas se han hecho bastante famosos
dentro de la comunidad oaxaqueña. ¿Busca a alguien en particular?
—A un viejo amigo.
Flaqueó la sonrisa de Imelda.
Se oyó vocear en el vestíbulo y eso la distrajo. Los huéspedes recién
llegados manifestaban su descontento con los alojamientos. Habían reservado
un bungaló, no una suite junior.
Imelda se volvió hacia mí.
—Que tenga buena suerte en la búsqueda de su amigo y disfrute de su
estancia. Discúlpeme, por favor.
Se fue antes de pudiera darle las gracias.
Me entró un mensaje de texto. Ian había llegado. Salí a recibirlo a la
puerta del vestíbulo. Llevaba la ropa arrugada e iba sin afeitar. El vuelo
completo, incluidas las escalas y las demoras, le había llevado veintidós
horas. Parecía que un camión lo hubiera arrastrado por el suelo varias
manzanas. Me hizo una seña cuando me vio y en su rostro cansado se dibujó
una enorme sonrisa.
Sonreí y lo saludé también.
Pagó al taxista y se colgó la bolsa de la cámara pasándose la bandolera
por la cabeza y cruzándosela por el pecho a la vez que cogía el bolso de viaje.
—¿Qué tal tu vuelo? —me preguntó cuando llegó adonde yo estaba.
—Largo —contesté, quejumbrosa.
—A mí me lo vas a decir —protestó—. Voy a registrarme —dijo,
señalando el mostrador de recepción—. Vigílame las bolsas —añadió, y las
dejó a mis pies.
Varios minutos después volvió con la tarjeta de la habitación en la
mano.
—Necesito una cerveza.
—Lo que necesitas es una ducha —repuse, arrugando la nariz—. El café
de la terraza da al mar. Ve a asearte. Te espero allí.
Tiró de la pechera de la camisa para abanicarse el pecho.
—Buena idea.
Veinte minutos más tarde, estaba sentada a una mesa con vistas a la
playa que había debajo. Unas olas enormes rompían en la arena blanca que se
extendía a ambos lados del complejo turístico. La brisa agitaba las palmeras
que punteaban el perímetro del café. Mi té helado llegó a la vez que Ian.
—¿En serio? —dijo, torciendo el gesto al ver mi bebida—. Dos
cervezas —le dijo en español al camarero, levantando dos dedos.
—Sí, señor.
El camarero dejó los posavasos en la mesa y volvió a la barra con la
comanda.
Ian se había puesto unos pantalones cortos de lino, una camisa arrugada
y chanclas. El pelo se le enroscaba alrededor de las orejas, todavía húmedo de
la ducha. Se sentó enfrente de mí, dejó la bolsa de la cámara en la silla que
había entre los dos e inhaló fuerte.
—¡Dios, me encanta México!
Inhalé yo también, pero solo pude oler a Ian. La excitación, intensa y
pura, me produjo un sofoco. Miré a otro lado, sobresaltada, y clavé los ojos
en el recinto de la piscina.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, estupendamente —contesté y me levanté el pelo de la nuca, un
gesto que no contribuyó a aplacar mi sofoco precisamente.
Volvió el camarero con nuestras cervezas. Aparté la mía y, cuando Ian
levantó su botella, yo alcé mi vaso de té.
—No pienso brindar con té —me dijo, ceñudo.
—No quiero que me huela el aliento a alcohol cuando vea a James.
—Si lo ves.
Le dio un buen trago a su botella y me escudriñó.
Mi expresión se tornó recelosa cuando reconocí lo evidente. Ian me
deseaba tanto como yo deseaba encontrar a James. Y debía encontrarlo o,
como mínimo, encontrar explicación a las dudas que tenía sobre su muerte.
Era la única forma que se me ocurría de pasar página.
Le enseñé a Ian la nueva postal. Enarcó una ceja.
—¿Este es el estudio?
Asentí con la cabeza.
—¿No te parecen de James esas pinturas?
—¿En serio crees que James ha estado en México todo este tiempo,
pintando? —Analizó la postal y se encogió de hombros—. El estilo se
asemeja, pero es difícil saberlo porque las fotos son demasiado pequeñas.
Miré atentamente la postal.
—Yo sí lo sé.
Le dio otro trago a la cerveza.
—A mí todas las pinturas me parecen iguales.
—¿Todas tus fotos son iguales que las de todos los demás fotógrafos?
Dejó de nuevo la botella en la mesa e hizo una mueca.
—Touché.
Volví a acercarle la postal.
—James me dijo una vez que todos los pintores tienen algo
característico en su estilo. Van Gogh pintaba con manchurrones de color.
Monet deshacía los colores para generar la sensación de que había luz dentro
de la pintura. Las luces pintadas por Kinkade son tan auténticas que sus obras
parecen tener luz propia. James también tenía su peculiaridad.
Ian se inclinó sobre la mesa.
—¿Y qué estoy buscando, entonces?
—Los acrílicos eran su material preferido. Se secan antes que el óleo.
En los proyectos grandes, mezclaba una gran cantidad de pintura para
asegurarse de que el color era uniforme. Uno de los colores que solía mezclar
era un verde azulado. Lo llamaba Les bleus de mon bébé…
—¿El azul de mi niña? —dijo Ian con un bufido.
Hice un gesto con la mano, como quitándole importancia.
—Era el color de mis ojos. —Ian puso los suyos en blanco. Lo ignoré
—. James lo usaba para firmar todas sus obras. Como este artista —añadí,
dando un golpecito sobre un manchurrón de azul Caribe de una de las
imágenes.
Ian se acercó para verlo mejor y nuestras frentes casi se tocaron
mientras inspeccionábamos la postal que había quedado entre los dos. Se
apartó y suspiró.
—¿Seguro que no te estás empeñando en ver algo? Yo no lo distingo.
—Mira, te enseño uno de los cuadros de James —le dije, y rebusqué
entre las fotos que llevaba en el móvil hasta llegar a una de la pintura del
Valle de Napa en la que la firma de James resaltaba sobre los campos de
color mostaza. Le di el móvil.
Palideció y me miró enseguida.
—¿Dónde has hecho la foto? ¿En tu local?
Me ruboricé.
—Esa pintura no la has visto. La tengo en mi dormitorio.
—Esto no es una pintura.
Me enseñó rápidamente la pantalla. Vislumbré un pelo rubio.
—Ay, perdona. —Debía de haberse pasado la foto sin querer—. Déjame
que te la busque.
—¿Quién es esta mujer? —preguntó, enseñándome la pantalla otra vez.
Era la foto que Kristen le había hecho a Lacy en la preinauguración de
mi establecimiento.
—Es la vidente asesora que me habló de James. Se llama Lacy.
—Querrás decir Laney. ¿Cuándo estuvo en tu restaurante?
—En la preinauguración. Kristen le hizo esa foto.
Ian se tapó la boca con la mano. Miró fijamente la foto, frunciendo los
ojos.
—No puedo creer que no la viera.
—No estuvo mucho rato —dije, y lo miré con recelo—. Pero se llama
Lacy Saunders.
Negó con la cabeza.
—Laney. Elaine Saunders. Es la vidente a la que contrató mi padre.
Llevo años intentando localizarla.
Hice un aspaviento.
—Ella es tu ángel. ¿Y por qué se ha cambiado el nombre?
—Sencillo: porque no quiere que la encuentren. —Me devolvió el
teléfono—. ¿Me mandas la foto?
Asentí y toqué unos iconos en la pantalla.
—Al menos ya sabemos una cosa de ella.
—¿El qué? —preguntó. Sonó su móvil cuando le entró el mensaje.
—Lacy ha estado aquí. Su nota estaba escrita en papel con el membrete
de este hotel. Alguien de aquí ha tenido que verla. A lo mejor el hotel tiene su
dirección.
—Puede —dijo, distante, y levantó la cara al horizonte, absorto en sus
pensamientos.
La botella de cerveza sin tocar sudaba al lado del té helado que apenas
había tocado. ¡Qué demonios! Agarré la botella.
—¡Brindemos!
Me devolvió su atención.
—¿Por quién?
—Por nosotros y por que los dos encontremos lo que buscamos.
Ian me miró con detenimiento y por su semblante deduje que él no
quería que yo encontrase lo que buscaba porque entonces él perdería la
oportunidad de tener algo más conmigo. Tragué saliva, incómoda. Se terminó
la cerveza, se levantó y dejó unos billetes mexicanos en la mesa.
—Muy bien, vamos a buscar a tu pintor.
Capítulo 18

El Adoquín, la zona peatonal de la avenida Alfonso Pérez Gasga, corría


paralela a Playa Principal. Salpicaban la calle un montón de vistosos
escaparates y en lo alto ondeaban los banderines de las fiestas. Se
entrecruzaban en el paseo empedrado. En las esquinas había artistas
callejeros que aporreaban tambores de acero. Íbamos avanzando entre los
turistas y yo apretando el paso cada vez más.
—¿Qué prisa tienes? —me preguntó Ian, e hizo una fotografía a un
edificio de color turquesa rayado por las sombras alargadas que arrojaba en él
el sol poniente.
—Se hace tarde.
Hice un gesto brusco con la cabeza para que me siguiera y continué
andando. El campeonato del fin de semana había atraído a aficionados al surf
de todo el planeta. Acentos sudafricanos mezclados con australianos. Turistas
congregados en la calle. Comían, reían, bailaban. Y se interponían en mi
camino.
Ian me agarró del brazo y me hizo retroceder. Nos desvió de una
aglomeración y se detuvo un instante para tomar unas instantáneas de dos
ancianos que fumaban puros a la entrada de un estanco. Tenían unas barrigas
grandes que les asomaban por el bajo de las camisetas manchadas de sudor.
Carecían de atractivo y posiblemente olieran fatal.
¿Qué le fascinaba tanto de ellos y por qué se molestó en hacerles una
foto? Esas fotografías jamás las mostraría en una de sus exposiciones.
Ian me soltó el brazo y aminoró la marcha.
—Respira un poco. Mira alrededor, hay mucho que ver.
—No he venido aquí a hacer turismo —protesté.
Se cubrió la cara con la cámara y pulsó un botón. Un destelló de luz me
cegó. Vi estrellitas.
—Mierda —dijo, y cambió los ajustes de la cámara—. No pretendía
hacer eso. Ha sido un error propio de un principiante. —Comprobó la imagen
y rio, luego volvió la cámara para que yo la viera—. Bonita cara de ciervo
deslumbrado. Te sienta bien.
—Deja de hacer fotos —espeté.
El estudio estaba a dos manzanas, según el plano que Imelda me había
enseñado, y quería llegar allí cuanto antes.
—¿Por qué? La luz de última hora de la tarde es perfecta. —Resoplé
nerviosa y él se colgó la cámara del cuello—. Relájate, Aims. Estás más tensa
que un rollo de película. —Me masajeó el hombro—. Es muy probable que el
estudio ya esté cerrado —dijo, señalando al sol que se ponía—. Creo que voy
a cambiar mis planes de viaje. Mi próxima exposición tiene que ser sobre
Puerto Escondido, México. Tengo que hacer fotos en el campeonato de surf
de este fin de semana. Además, quiero hacer algunas de monumentos y
elementos culturales destacados de la zona.
—Pero tú nunca expones imágenes de personas.
—Igual esta vez no me queda otro remedio —dijo, como si lo
inquietara.
Tenía previsto invertir sus ahorros en viajar a la selva tropical de Costa
Rica. En cambio, había sacrificado su viaje para venir conmigo a México.
«Porque le importo.»
Le di unas cuantas vueltas a esa idea.
Me froté la cara y suspiré en mis manos.
—Lo siento.
—No lo sientas. Pero prométeme que vas a disfrutar del viaje, aunque
no encuentres a James. Necesito saber que he invertido bien mi dinero.
Asentí, abatida. Ian tenía razón. Que las pinturas de James estuvieran
allí no significaba que él también.
Siguiendo su consejo, inspiré hondo, inhalando el humo de los puros y
el aroma a pescado a la parrilla de los puestos de tacos que había al otro lado
de la calle. Tomé nota mental de añadirle cierto aire mexicano al menú de
primavera de Aimee’s y dejé que mi cuerpo se moviera al ritmo de los
tambores. Se dibujó en mi rostro una pequeña sonrisa.
—Eso está mejor. —Me sonrió él también e inmortalizó el instante con
un clic de su cámara. Esa vez no saltó el flash—. Vamos a centrarnos. El
objetivo de hoy es encontrar el estudio. Ya abordarás a Carlos mañana,
cuando hayas descansado como es debido. Así no estarás tan…
—¿Tensa?
—Sí —dijo, agachando la cabeza y mirando la cámara que llevaba en
las manos para ocultar una sonrisa traviesa.
Fruncí el ceño.
—No crees que lo vaya a encontrar, ¿verdad?
Levantó la vista.
—Yo no he dicho eso.
—Todo esto te parece una broma inmensa.
—Eh, un momento —dijo a la defensiva—. No saques conclu…
—Tú no quieres que lo encuentre.
Suspiró hondo y miró calle abajo antes de volverse hacia mí.
—Yo ya no sé lo que quiero. Yo…
Apretó los labios.
—¿Tú, qué?
Se hundió los dedos en el pelo. Seguí mirándolo furiosa y encogió un
hombro.
—Yo solo quiero verte feliz. Quiero que disfrutes del momento y que
sonrías espontáneamente. Se te ilumina la cara entera. Es precioso.
Me quedé atónita. Sus palabras me dejaron sin aliento.
—Ya estás poniendo otra vez cara de ciervo deslumbrado —masculló, y
empezó a caminar en dirección al estudio.
Lo seguí con la mirada, perpleja. A los pocos pasos, se detuvo y se
volvió.
—¿Vienes?
—Eh… sí.
Ian fue haciendo fotos según avanzábamos. Caminé a su ritmo,
deteniéndome cuando él se detenía, y me esforcé por fijarme en lo que me
rodeaba. Preparó la cámara y apuntó a un edificio antiguo. No entendía qué
podía interesarle de un adobe agrietado, así que se lo pregunté. En respuesta,
me hizo una foto a mí.
—¡Para! —le chillé, e intenté agarrar la correa de la cámara.
Él se apartó retorciéndose, riendo.
—No he parado desde el día en que empecé. ¿Qué te hace pensar que
voy a hacerlo ahora?
Cruzó la calle con la vista puesta en algún objeto y yo crucé con él.
—¿Cómo empezaste?
Una vez me había dicho que le había interesado la fotografía desde que
tenía uso de razón.
—Mi padre era fotógrafo deportivo. Le cogí la cámara sin permiso.
Hice fotos de bichos del jardín. —Me miró tímidamente—. Hice muchas.
Esto era antes de que todo el mundo tuviera cámaras digitales, así que,
cuando reveló el carrete, la mitad era de bichos. Yo esperaba el peor de los
castigos. En cambio, me regaló su cámara.
—¿Te regaló su cámara? —Me imaginé una de esas cámaras carísimas
que había visto usar a los fotógrafos deportivos, con esos teleobjetivos
inmensos que necesitan un soporte para que la cámara no se venza—.
¿Cuántos años tenías?
—Ocho. Y sí, me regaló su cámara. Así tenía una excusa para
comprarse una nueva a la que ya le había echado el ojo —me explicó. Luego
se detuvo—. Hemos llegado —dijo, señalando el rótulo pintado en el edificio
que teníamos al lado.
Estudié mi reflejo en el escaparate de «El estudio del pintor». El interior
estaba a oscuras. Como Ian había sospechado, la galería estaba cerrada.
Empezaron a temblarme las piernas y, sin pensarlo, me agarré a él.
Sus ojos se encontraron con los míos en el cristal y me apretó la mano.
—No pasa nada, Aims. No me voy a separar de ti. —Estiró el cuello
para asomarse a la vuelta de la esquina—. Creo que la entrada es por el patio.
Tiró de mí y descorrió el pestillo de una puerta de hierro forjado.
Chirriaron las bisagras desgastadas. Llenaban el pequeño patio tiestos de
plantas y flores tropicales. La buganvilla trepaba por las paredes; la
enredadera, salpicada de delicadas flores de color magenta, buscaba el sol. De
una fuente de cerámica vidriada caía un chorro de agua que ahogaba el ruido
de la calle.
Otros dos establecimientos compartían el patio: un taller exclusivo de
alfarería y cerámica y una agencia inmobiliaria que tenía la puerta abierta.
—¿Qué dice aquí? —pregunté, dando unos golpecitos en el cartel que
había pegado del otro lado de la puerta de cristal del estudio.
—«Hoy estoy inspirado. He ido a pescar, a pintar o a correr. Vuelvo
pronto, pero probablemente más tarde.» Me cae bien este tío —gruñó Ian.
Pegué la nariz al cristal como un crío al escaparate de una tienda de
golosinas, curvando las manos alrededor de los ojos para evitar el resplandor.
El estudio no era ni la mitad de grande que la galería de Wendy, pero las
obras allí expuestas eran arrebatadoras.
—Las pinturas son preciosas —suspiré contra la puerta, empañando el
cristal.
Forraban las dos paredes lienzos de distintos tipos: óleos, acrílicos,
acuarelas… Marinas, puestas de sol y lo que supuse que serían lugares de
interés locales. Entre ellos había algunos retratos. Desde donde estaba, no
veía lo que había en la pared de mi lado y el ventanal que daba a la avenida
principal ocupaba toda la fachada. Dominaban el resto de la galería unas
esculturas dispuestas sobre pedestales de madera manchados.
Al fondo, en un rincón, había una mesita de madera repleta de tubos de
pintura, pinceles y láminas. Encima había un caballete pequeño. Me recordó a
la mesa de manualidades que yo tenía de niña en mi cuarto. Detrás de un
escritorio atestado de cosas, las torres de periódicos y de libros trepaban por
la pared del fondo.
—Me pregunto si Carlos volverá hoy —dije sin apartarme de la puerta,
empañando de nuevo el cristal. Limpié la superficie con el antebrazo.
Ian echó un vistazo por el patio.
—Espera, que voy a preguntar —dijo, y se metió en la inmobiliaria.
Yo seguí mirando dentro de la galería y estudié las pinturas. Aunque los
materiales eran variados, el estilo era similar. Eran obra del mismo artista.
Desde donde yo estaba, no podía leer la firma del autor en los lienzos.
Me aparté de la puerta y me froté el cuello sudado, de los nervios y de la
humedad. Por el ventanal de la inmobiliaria vi a Ian charlar con la agente de
turno, pero la fuente del patio acallaba sus voces. Quería saber cuándo
volvería Carlos y el nombre del autor de aquellas pinturas. Sobre todo quería
ver de cerca el tono del pigmento azul de la firma de la obra que figuraba en
el panfleto de la galería.
Volví al escaparate de la fachada y estudié las piezas expuestas en él.
Había una escultura de una gaviota lanzándose en picado hacia una ola, una
acuarela enmarcada que el artista había firmado en el mismo tono de gris que
el sol saliente pintado en la lámina de papel texturizado y un acrílico con la
firma en azul. Miré detenidamente las pinceladas. Pese a lo mucho que
deseaba que fuera obra de James, no estaba segura. Había similitudes, pero
también diferencias importantes. Al contrario que las pinturas que tenía en
casa, en las que la técnica era comedida y discreta, las pinceladas de aquel
lienzo eran desiguales y despreocupadas. «Liberadas» era la palabra que me
venía a la cabeza, pero el resultado final era una creación tan extraordinaria
como las que colgaban de las paredes de mi casa. Luego estaba la firma, tan
desigual como el estilo. O el pigmento azul tenía demasiado verde o el cristal
alteraba el color. Necesitaba entrar para verlo mejor.
Ian volvió la esquina y me empezó a contar mientras cruzábamos la
puerta de hierro forjado.
—La de la inmobiliaria me ha dicho que Carlos suele cerrar pronto. Se
está preparando para una maratón. Celine, la agente, lo ha visto salir vestido
con unos pantaloncitos de esos cortísimos que se usan para correr. —Levantó
las manos, estiró los dedos y exprimió el aire como si estuviera amasando
bollos de pan. Lo miré espantada. Se aclaró la garganta—. Lo ha hecho ella,
no yo. Solo lo estoy reproduciendo. —Puse los ojos en blanco—. Celine no
cree que vuelva hoy, así que probaremos suerte mañana. Temprano. ¿De
acuerdo? Según el cartel de la puerta, abre «hacia las diez» —dijo, dibujando
unas comillas en el aire.
Hice un mohín y asentí distraída. Lo entristeció mi falta de entusiasmo.
—Venga, Aims, tendrías que estar contenta —protestó, tirándome de la
manga derecha—. Estás un paso más cerca de resolver «el caso de mi
prometido desaparecido». —Lo miré exasperada—. Lo que sí he averiguado
es que esta es la galería —añadió, señalando el ventanal con el pulgar—. El
estudio de Carlos es el apartamento de encima. Allí arriba da clases de arte.
—Noté que Ian me observaba, pero no podía apartar la vista de la pintura
acrílica del escaparate, como si esperara que, mirándola lo suficiente, el color
fuese a cambiar. ¿Era por la luz o yo me estaba empeñando en ver algo que
no había?—. ¿Qué pasa? —me preguntó inquieto.
—Los azules no coinciden —contesté, dando un golpecito en la esquina
inferior del cristal—. Esperaba que…
No terminé la frase. ¿Qué esperaba? ¿Encontrarme a James pintando
como un poseso, agradecido de que lo hubiera encontrado, y llevármelo
enseguida a casa?
Menuda quimera.
Me desplomé en el banco de madera que había debajo del escaparate.
Ian se sentó despacio a mi lado y me pasó el brazo por los hombros.
—Pronto tendrás respuestas. —Se miró el reloj—. Vamos a por algo de
comer y unas cervezas —propuso, señalando hacia el mercado que había a
media manzana de allí—. Nos lo llevamos a la playa y vemos la puesta de
sol.
Me sorprendí sonriendo.
—¿Más fotos?
Me devolvió la sonrisa.
—Por supuesto.
—Ve tú a por la comida, yo te espero aquí.
No estaba preparada para irme. Me recosté en el cristal y me cubrí los
ojos con las gafas de sol que llevaba en la cabeza.
—Vuelvo enseguida —contestó, dándome una palmadita en el muslo.
Se levantó y se fue, pero, cuando estaba cruzando la calle, retrocedió
corriendo—. ¡No hagas ninguna tontería! —me gritó.
Lo despaché con un manotazo al aire y, al abrigo de las gafas de sol,
observé a los transeúntes. Me entró un mensaje en el móvil, uno más para la
lista de mensajes de texto y de voz que había dejado sin contestar en las
últimas veinticuatro horas. Saqué el teléfono del bolso de bandolera. Otro de
Kristen.

¡Llámame!

Repasé la lista de notificaciones pendientes. Casi todos los mensajes del


buzón de voz eran de ella. Tenía que escucharlos. Debería haberle hecho caso
y no haber venido. ¿Me había embarcado en la decepción definitiva?
Eché un vistazo a sus mensajes de texto y miré los más recientes.

No me puedo creer que te hayas ido a México.

¿Has llegado bien?

¿Dónde te alojas?

¿Qué tal está Puerto Escondido?

¿Has averiguado algo ya?

¿Lo has encontrado?

Tenía un mensaje de mamá en el buzón de voz. «¿A México, por qué,


Aimee? James está muerto. Persigues fantasmas. Nos tienes preocupados. Por
favor, vuelve a casa.»
Llamé a Kristen. Lo cogió al segundo tono.
—¡Madre de Dios! ¡No me puedo creer que al final te hayas ido, joder!
¿En qué demonios estabas pensando? Mierda, tus clientes me están mirando
raro. Espera, que me voy a tu despacho.
Oí el frufrú de su ropa mientras entraba en el despacho y cerraba la
puerta.
—Hola a ti también —le dije cuando reanudó la conversación.
Inspiró hondo.
—Me cabrea que no le hayas hecho caso a Nadia. Te fías demasiado de
Lacy. Por Dios, si apenas la conoces. ¿Y si es una asesina? Tú podrías ser su
próxima víctima. ¿Por qué has ido?
—Sabes que tenía que hacerlo. Además, a Nadia le parecía bien.
—¿Qué? —Maldijo—. Se supone que tenía que convencerte para que
no te fueras…
—¿No te lo ha dicho?
—¡No! Ha omitido ese pequeño detalle cuando me ha comentado que
teníamos que echar una mano en Aimee’s. —Hizo una pausa y yo la imaginé
pellizcándose el puente de la nariz como hacía siempre mientras pensaba—.
Madre mía, ¿estás bien?
—Estupendamente.
—¿Dónde estás ahora?
—Sentada en un banco delante de «El estudio del pintor».
—¿Y…?
—Y nada. La galería está cerrada. Tenemos que volver mañana por la
mañana. Ian ha ido a por algo para cenar y lo estoy esperando. ¿Qué tal
Aimee’s?
—¡Abarrotado! Mucho trabajo, eso es bueno, ¿no?
—Es genial —dije, añorando mi rutina.
—¿Me llamarás mañana? No, espera, te llamo yo. Seguimos en
contacto, ¿vale? Me tienes preocupada.
Nos despedimos y guardé el teléfono. Observé a la gente que pasaba por
allí tranquilamente y se detenía en el escaparate de la galería para mirar
dentro. Otros avanzaban deprisa, con la cabeza gacha, ignorando la energía
festiva que los rodeaba.
«Relájate. Mira alrededor. Hay mucho que ver, mucho que absorber.»
Ian tenía razón. Iba tan obsesionada con la meta que no estaba
disfrutando de la carrera. ¿Cuánto tiempo había malgastado buscando a
James?
La postal y la pintura no probaban que estuviera vivo, por eso me había
empeñado en buscar una explicación en sitios en los que probablemente no
iba a encontrarla. Como en el pigmento azul de la firma y en las pinturas
cuyo estilo se asemejaba al de James. Todo era un poco raro.
Como el tipo que venía corriendo hacia mí. Según se acercaba, al trote
después y finalmente a paso ligero, le encontré cierto parecido con James. Se
miró el reloj deportivo. El sudor le empapaba la camiseta de tirantes y el
tejido se le pegaba al pecho. Llevaba un iPod sujeto a la parte superior del
brazo y el cable de los auriculares de botón colgando por la espalda.
Al verlo venir, me puse de pie, con las piernas temblando.
—Hola —me dijo, sonriendo al pasar. Lo miré fijamente, boquiabierta.
Se detuvo y, de un tirón, se quitó el auricular de la oreja derecha—. ¿Está
usted bien? —preguntó en español. No contesté. Me limité a mirarlo. Él me
recorrió de arriba abajo con los ojos—. ¿Americana? —preguntó en inglés
con un fuerte acento—. ¿Se encuentra bien? Parece que hubiera visto un
fantasma.
«Persigues fantasmas.»
Me retumbaba el corazón en los oídos. La sangre de la cara se me bajó a
los pies. Me mareé, me tambaleé un poco.
Se acercó más, se inclinó un poco para mirarme a los ojos a través de
los cristales de las gafas de sol deportivas que llevaba.
—¿Puedo ayudarla en algo? —Sus palabras sonaban afectuosas,
exóticas. Le resbalaban de la lengua.
¡Qué locura! Había estado allí mismo. Todo ese tiempo. En todo
momento. Durante diecinueve putos meses.
Un torbellino de dudas se me levantó dentro, pero solo pude decir su
nombre.
—James.
Se irguió, del todo, un metro noventa y ocho exactamente. Una sonrisa
enorme que me era muy familiar se dibujó en su rostro.
—Ya veo. El fantasma soy yo. Me llamo Carlos —dijo, y me tendió la
mano, brillante de sudor.
Capítulo 19

Me derrumbé en el banco.
—¿Por qué te fuiste? —lloré—. ¡Joder, James, te he enterrado!
Me debatía entre abofetearlo y abrazarlo.
Se quedó a al menos un metro de mí, mirando alrededor, como
buscando a alguien. Perplejo, se limpió el sudor de la frente con el dorso de la
mano.
—¿Ppppor qué me mira así? —preguntó, escudriñándome como si no
me hubiera visto nunca.
«Tócame.»
Hipé.
«Abrázame.»
Volví a hipar; se me estaba cerrando la garganta. Tomé aire, una y otra
vez. Respiraciones cortas, entrecortadas que me agotaban los pulmones. No
podía exhalar.
«¡Ay, Dios mío, no puedo respirar!»
Me aporreé el pecho.
Se acuclilló. Sus labios se movían, pero yo no distinguía las palabras.
Me agarré con fuerza a sus hombros.
«¡Tócame, James!»
Lo hizo, agarrándome de las muñecas. Volvió a mover los labios.
«¿Qué?»
—Cálmese —me dijo. Me centré en sus labios, aquellos labios tan
bonitos—. Por favor, señorita, cálmese.
Noté una mano en la nuca que me obligaba a meter la cabeza entre las
rodillas. Empecé a ver estrellitas. Mis pulmones de pronto volvieron a
funcionar. Inhalé la brisa marina. Y su aroma. Madre mía, su aroma. Mi
James.
Retiró despacio la mano de mi nuca. Se levantó las gafas de sol y se me
cortó la respiración. Los ojos de James se clavaron en los míos.
—Eso es. Céntrese. —Sonrió. Con la sonrisa de James.
—James —susurré. Me llené de alegría—. Te he encontrado.
Negó con la cabeza, pero sin dejar de sonreír.
—Céntrese en mí. Escuche mi voz. Inspire —dijo, e inspiró, separando
las aletas de la nariz, y yo lo imité—. Bien. Ahora espire, despacio —añadió,
masajeándome con el pulgar la cara interna de la muñeca derecha,
directamente sobre la vena cubital. Aquella suave caricia me derritió el brazo
—. Cierre los ojos y escuche mi respiración —me ordenó, y yo los cerré.
El mundo se quedó a oscuras y los sonidos de la calle se desvanecieron.
Solo estábamos los dos, como había sido siempre. La mano fuerte que me
agarraba la mía tenía el mismo tacto que la de James. Su respiración sonaba
como la de James, con ese ritmo constante y relajado, como cuando
despertaba a mi lado por las mañanas.
Pero no sonaba como James cuando me pidió que abriera los ojos. Su
voz era suave y grave, pero el tono irritaba mis nervios ya alterados. Bajo el
fuerte acento, el sonido era más profundo, más áspero. Con más años.
Llevaba el pelo castaño oscuro recogido con una goma. Una cicatriz rosada
que le empezaba en la ceja izquierda le cruzaba la mejilla. Estaba más flaco,
pero sus gestos parecían iguales, como la forma en que ladeaba la cabeza para
buscarme la cara.
Tragué saliva.
—¿James?
Sonrió.
—No, lo siento.
Me tembló el labio.
—Soy yo, James, Aimee. ¿No me reconoces?
—Ojalá. No es alguien de quien me olvidaría fácilmente. —Rio.
Ceñuda, me levanté las gafas de sol.
—Maldita sea, James, mírame. —Lo hizo. Vi en sus ojos un segundo de
confusión que luego se esfumó, no porque me reconociera, sino por
preocupación—. ¿James? —lloriqueé.
—Me llamo Carlos. Creo que me confunde con otro hombre.
Miré espantada al hombre que tenía arrodillado delante y él me miró
también, inexpresivo. No sentía nada por mí. No me conocía.
Se me escapó una lágrima y Carlos me la limpió enseguida, paseando
suavemente el pulgar por el hueco de mi mejilla. La caricia me repugnó.
Aquel hombre era un desconocido.
—Esta es mi galería —dijo, señalando con la cabeza el estudio que tenía
a la espalda—. ¿Necesita un vaso de agua o algo? ¿Un teléfono?
Lo que necesitaba era largarme de allí. Tenía que recomponerme,
pensar en qué iba a hacer a continuación.
«Vete a casa.»
Se me cayó el alma al suelo.
—¿Ha venido con alguien?
—No —respondí sin pensarlo. Luego asentí—. Con mi amigo, Ian —
dije, señalando al mercado—. Está comprando.
Se levantó y me tendió la mano.
—¿Quiere que la acompañe al mercado?
—No, gracias —contesté, y me levanté sin su ayuda.
—¿Se encuentra bien? —preguntó, recorriéndome con la mirada.
No le respondí porque no sabía qué responderle. Derrotada, perdida y
confundida, me alejé de James. O de Carlos. O de quienquiera que fuese.

Ian me encontró en los puestos de alimentación. Me miró como si le


extrañara verme y sin saber muy bien qué hacía allí. Yo llevaba una fresa en
cada mano y les daba vueltas con los dedos. Sus ojos saltaron de mis manos a
mi cara. La preocupación le nubló la mirada.
—¿Qué pasa, Aimee? —Hice un puchero. Él se pasó la cesta de la
comida a la otra mano—. ¿Qué ha ocurrido?
Me tembló el labio inferior y bajé las manos, derrotada. La fruta se
desplomó al suelo y yo me derrumbé.
Ian soltó la cesta y me estrechó en sus brazos. Sollocé en su pecho. No
quería que me soltara.

En Playa Marinero, tumbados en una manta de lana que Ian le había


comprado a un vendedor callejero, vimos ponerse el sol. La esfera de fuego
fue ocultándose en el horizonte sobre el telón de tonos anaranjados y rosados
que pintaba el cielo. Las olas besaban suavemente la orilla.
Ian devoró sus tacos de pescado, mascullando a cada mordisco el
hambre que tenía. Entre tacos, cogió la cámara e hizo fotos de la intensa
escena que tenía lugar delante de nosotros. Yo picoteé mi ensalada, apartando
los frijoles y el aguacate porque hacía rato que había perdido el apetito.
—Estos tacos son increíbles. Hay que meter algo así en el menú de
Aimee’s. Creo que es por la salsa. El chipotle les da potencia —dijo, con la
boca llena de tortilla y pescado. Frunció el ceño al ver que yo volvía a tapar
mi recipiente de comida para llevar—. ¿No vas a comer nada?
—Luego, a lo mejor.
Apoyé la barbilla en las rodillas dobladas y estiré los pies en la arena.
Los granos, calientes en la superficie, estaban más frescos unos centímetros
más abajo. Me hacían cosquillas cuando se me colaban entre los dedos de los
pies. Intenté sentir las caricias de James en el roce de la arena u oír su voz en
la brisa. Por primera vez desde que lo había enterrado, no noté nada. Jamás
me había sentido tan sola.
—Las olas no están mal aquí —dijo Ian, señalando el mar con la
barbilla—. ¿Qué crees tú: treinta centímetros, medio metro? Más allá, en
Zicatela, junto a nuestro hotel, donde será el campeonato mañana, he leído
que las olas pueden alcanzar entre nueve y doce metros. —Se metió un tercio
del taco en la boca y masculló—. Muy fuerte.
—Ajá.
Cerré los ojos y disfruté de los últimos rayos de calor del día porque
tenía el corazón helado.
Noté que me ponía el brazo delante, haciéndome sombra en la cara.
—En aquella playa de allá, Playa Principal, ¿ves todas esas barcas de
pesca? Pues me ha dicho una mujer en el mercado que allí se puede comprar
el pescado recién cogido, ver cómo te lo limpian los hombres y seguirlos al
restaurante donde te hacen la cena. Eso sí que es fresco. Tenemos que ir antes
de volver a casa.
«A casa. Sin James.»
Se comió el último taco en silencio, mientras yo reproducía
mentalmente los acontecimientos del día. Cuando terminó, lo oí limpiarse las
manos y dejar a un lado el recipiente. Luego noté que me miraba.
—¿Estás segura de que era James? —me preguntó por enésima vez.
—Sí. —«No.» Me encogí de hombros—. No lo sé —murmuré entre mis
rodillas—. Carlos se le parece. Bueno… más o menos. Tiene una cicatriz en
la cara —dije, cruzándome con el dedo la mejilla desde la sien.
Ian apuntó con la cámara a la franja radiante visible donde confluían el
océano negro y el cielo casi oscuro. Apretó el disparador.
—Si fuera James, te habría reconocido. Habría reaccionado de algún
modo.
—Eso habría sido lo lógico —dije desanimada—. A lo mejor tiene
amnesia.
—En ese caso, habría sentido más curiosidad. Se habría preguntado si tú
eras alguien de su pasado.
—Se ha comportado como si no hubiera perdido la memoria en
absoluto. Como una persona completamente distinta.
Ian se quedó inmóvil, atravesándome con la mirada.
Me aparté.
—¿Qué?
—Nada —dijo, meneando la cabeza.
Se volvió de nuevo hacia el horizonte y se pegó la cámara a la cara,
pero no hizo fotografías. Parecía absorto en sus pensamientos, a miles de
kilómetros de las playas de Puerto Escondido.
Capítulo 20

Aún faltaban dos horas para que abriera «El estudio del pintor», pero yo
me había pasado los últimos veinte minutos estudiando a Carlos como podría
haber estudiado sus pinturas. Estaba al otro lado de la calle, observándolo por
el ventanal de la fachada de la galería. Recolocaba cuadros en la pared. De
cuando en cuando, se detenía a inspeccionar los cambios, cruzando las manos
en la nuca o frotándose distraído los antebrazos. Como James.
Luego se retiró a la trastienda y yo me apoyé en una farola y esperé a
que abriera la galería. Los turistas se dirigían en masa a la playa, cargados
con toallas y oliendo a protector solar. Yo fingí que leía una novela de
bolsillo.
Pasaron otros veinte minutos sin que Carlos volviera a aparecer. Yo
había llegado a la última de las 285 páginas que había «leído» a la velocidad
de la luz. También se había agotado mi paciencia. Me guardé el libro y crucé
a la galería.
El cartel de Cerrado que Ian me había traducido el día anterior aún
seguía en el cristal de la puerta, pero entré de todos modos. Sonó la
campanilla que había sobre la puerta y contuve la respiración, esperando a
Carlos. No apareció, así que me di un paseo por la sala. ¿Encontraría las
obras robadas de James?
Me detuve delante de un acrílico de la pared de enfrente y estudié las
iniciales del artista: JCD. La puesta de sol de la pintura me recordaba a Bahía
de la media luna de James, pero la firma no era exactamente como la suya.
Las iniciales estaban demasiado inclinadas.
Acabé de recorrer la sala y terminé en el escritorio del fondo. En la torre
de libros apilados junto a la pared había cosas de muy diversos géneros y
épocas, desde Stephen King a Shakespeare, novelas con títulos en español y
manuales de arte en inglés. En tres torres distintas había ejemplares de
Runner’s World, Outside y Sport Fishing.
Esparcidos por la mesa había impresos de pedido, varios ejemplares del
periódico local y una colección de tazas de café sucias. En un folleto estaban
todos los talleres que impartía Carlos, desde los de técnicas para principiantes
hasta los de pintura avanzada.
—Aún no está abierto —oí una voz a mi espalda.
Al volverme bruscamente, vi a Carlos.
Él se quedó paralizado en el umbral de la puerta de la trastienda.
Despacio, fue esbozando una sonrisa.
—Hola, señorita —me dijo en español—. Me preguntaba si volvería a
verla. Aimee, ¿verdad? —añadió ya en mi idioma.
Asentí y me guardé con disimulo el folleto en el bolsillo de atrás.
El olor a aguarrás y a óleo impregnaba el aire, procedente del paño
sucio que Carlos tenía en la mano y con el que se estaba quitando la pintura
seca de los dedos. Llevaba unos vaqueros holgados caídos, una camiseta
estampada del campeonato de surf del año anterior e iba descalzo.
«Descalzo, bronceado y sexi.»
Sentí un sofoco que me fue del pecho al cuello y se propagó más rápido
que un incendio forestal.
Me había pasado los últimos cuarenta y cinco minutos espiándolo, pero
no me había preparado para tenerlo delante de mí, desde las ondas de su pelo
hasta la curva de sus cejas y el puente de su nariz. Se había roto el tabique
alguna vez y no lo tenía del todo recto.
—¿Aún piensa que soy su James? —preguntó con desenfado.
Me sorprendió.
—Lo siento. Se le parece muchísimo.
—Pues debe de ser muy guapo —dijo con ojos chispeantes.
—Lo era, digo, lo es.
Me miró con recelo.
—¿Cómo se encuentra hoy?
—Mejor, gracias. Tiene mucho talento —comenté, señalando a la
galería—. ¿Dónde ha estudiado?
—Casi todo lo he aprendido por mi cuenta. Hace un tiempo hice unos
cursos en una escuela que hay al norte de aquí.
—¿Cuánto lleva abierta su galería?
—Un par de años —contestó, frotándose con fuerza la mancha de
pintura de la mano derecha, que se le resistía. «¡Mírame! ¡Acuérdate de
mí!»—. ¿Cuánto tiempo va a estar en Puerto Escondido? —me preguntó él.
—Varios días.
—¿Qué la ha traído por aquí?
—He venido en busca de un amigo. Perdimos el contacto.
Se colgó el paño de la presilla del pantalón.
—¿Y lo ha encontrado?
Esa misma pregunta me había estado haciendo yo toda la noche. Apenas
había dormido.
—No, aún no.
Me sonrió.
—Espero que lo encuentre.
«Espero que me recuerde.»
—Yo también.
Por encima del hombro de Carlos vislumbré una pintura que se parecía
a una que James no había terminado. Una mujer muy feliz al borde del mar.
La escena de Carlos era luminosa y colorida comparada con la de la pintura
que yo tenía en casa. El acrílico de James estaba hecho en tonos grises y
marrones, y la mujer parecía inundada de desesperación.
—¿Puedo enseñarle algo?
Hurgué en el bolso de bandolera en busca de mi teléfono. Quería
enseñarle una foto de una pintura de James y comparar su estilo con el de
Carlos. Repasé las que tenía en el carrete y aterricé en la de nuestro retrato de
compromiso. Titubeé y mantuve la imagen en pantalla un momento.
—¿Qué es? —dijo Carlos, asomándose por encima de mi hombro.
«¿Qué demonios?» Le enseñé la pantalla.
—James. ¿Ve lo mucho que se parecen?
Sorprendido, me cogió la mano para acercarse el móvil. Estudió la
imagen de la pantalla y yo lo estudié a él, a la espera de una reacción. Un
ceño fruncido, una ceja enarcada, una leve dilatación de las pupilas.
Cualquier cosa que me indicara que lo había pillado ocultando algo.
No reveló nada.
«Ay, James, ¿qué te ha pasado?»
Levantó la vista del móvil y me sonrió con tristeza.
—James era importante para usted. —Asentí, con un nudo en la
garganta—. Es cierto que nos parecemos, ¿verdad? Aunque tenemos la nariz
distinta. Y yo tengo la frente más ancha. —Frunció los ojos—. O a lo mejor
es por las entradas.
Miré la foto y luego a Carlos y después la foto otra vez. Tenía razón. Su
nariz era más fina, a pesar de la posible fractura. Salvo por la nariz, las
entradas y las cicatrices, Carlos y James eran idénticos.
—Tengo que terminar de enmarcar —dijo, señalando bruscamente con
la cabeza hacia la trastienda—. Tengo pedidos pendientes. Así que, salvo que
le apetezca ver algunas otras obras mías,… —Se interrumpió y frunció el
ceño—. ¿Volveré a verla?
Más le valía. Quería verlo trabajar, como solía ver a James, con lo que
necesitaba una excusa para volver a pasarme por allí.
«¡Sus talleres!» La idea me vino de pronto a la cabeza y saqué el folleto
que me había guardado en el bolsillo.
—Me encantaría asistir a una de sus clases de arte.
—¿En serio? —dijo él, esbozando una sonrisa.
—Parecen interesantes.
—¿Ha pintado alguna vez?
Me mordí el labio inferior.
—¿Pintarse las uñas cuenta?
Rio.
—No, no cuenta. Además, mis talleres son entre semana. Mañana es
sábado y usted misma me ha dicho que solo va a estar aquí unos días.
Se me descolgaron los hombros y empecé a pensar. Necesitaba una
excusa para volver a verlo, algo creíble y que no resultara absurdo. Algo que
no me hiciera parecer una chiflada que acosaba al doble de su prometido
muerto.
Carlos tiró del paño que se había colgado de la presilla del cinturón y
enroscó los bordes con los dedos.
—Le propongo una cosa: venga mañana a las diez. Le daré el taller de
Fundamentos si me promete que luego almorzará conmigo. ¿Le parece bien?
Sonreí.
—Me parece fenomenal.
Me inundó una intensa sensación de bienestar. Al día siguiente, a la
hora del almuerzo, sabría si Carlos era James.

Exploré la multitud apiñada en el café-terraza del hotel. Ian me había


dicho que nos veríamos allí, pero no lo encontraba. Me entró un mensaje de
texto.
A tu espalda.

Me volví y lo vi saludarme desde una mesa para dos al borde de la


terraza.
—Has pasado por delante de mí —me dijo cuando me senté enfrente.
Me puse cómoda y eché un vistazo alrededor. La playa, abajo, estaba
atestada, sobre todo cerca de la orilla, donde los amantes del sol
contemplaban el espectáculo de los valientes que surcaban con sus tablas la
Mexican Pipeline, como se conocían las olas grandes y perfectas que se
formaban en aquellas costas.
—No tenía ni idea de que íbamos a llegar en medio de semejante caos.
—Yo tampoco. ¿No es genial?
—¿Cómo demonios puedes hacer nada aquí? —dije, señalando con la
cabeza el portátil que tenía en la mesa.
—Tengo una capacidad de abstracción asombrosa. Mira… —Pulsó unas
cuantas teclas y giró el portátil para que yo viera la pantalla. En ella había una
imagen de una ola enorme enroscándose por encima de un surfista que
escapaba por los pelos del túnel de agua a punto de cerrarse. Ian había
editado la foto para que resaltaran los colores. La luz del sol brillaba en los
turquesas vivos del agua—. La he titulado Mexican Pipeline, por razones
obvias.
—Es increíble. ¿Cuándo la has hecho?
—Esta mañana, antes de que el sol pegara tan fuerte. Tendrías que
haber visto el agua, Aims. Esas olas son una locura. De cuatro o seis metros
de altura, calculo yo. Y los túneles son profundos, con lo que a veces es
dificilísimo surfearlos —me contó, gesticulando mucho, con los ojos muy
abiertos. Me hizo una demostración del movimiento de las olas y de cómo
rompían en la orilla. Giró de nuevo el portátil y sus dedos volaron por el
teclado—. He estado retocando fotos, viendo cuáles voy a usar en la próxima
exposición.
Le robé una patata frita fría de su plato. Me miró por encima de la
pantalla.
—¿Qué has estado haciendo tú? No me lo digas —me instó, y levantó
una mano para callarme—. Has encontrado a Carlos y has conseguido que
confiese que es James.
—Ja, ja. No tiene gracia, pero, sí, he estado con él —contesté, y le robé
otra patata frita.
Me acercó el plato.
—Habérmelo dicho. Quería acompañarte.
Cuando yo me había despertado esa mañana, él ya se había ido a la
playa. Había desayunado y, al ver que no volvía, me había impacientado y
había ido andando sola al estudio.
—No he corrido ningún peligro.
Me miró ceñudo.
—¿Cómo estás tan segura? Anoche reconociste que no tenías claro que
Carlos fuera James. Podría ser un asesino en serie.
Puse los ojos en blanco.
—Si fuera por Kristen y por ti, mañana por la mañana estaría muerta ya.
—Como sigas corriendo al encuentro de desconocidos…
—Ian…
—No me voy a disculpar por ser prudente —dijo, levantando las manos
—. Prométeme que tendrás cuidado. Al menos, avísame cuando te vayas…
Por si acaso.
—De acuerdo —dije, masticando una patata revenida.
—Gracias. —Suspiró aliviado—. Bueno, cuéntame qué ha pasado.
—Lo he estado espiando cuarenta y cinco minutos desde la acera de
enfrente, hasta que he decidido entrar y hablar con él.
—¿Y…?
—Y nada. No lo tengo claro. Carlos es más delgado y está más moreno.
Incluso su pelo es más claro que el de James.
—Eso tiene una explicación sencilla: el sol y la edad.
—Cierto. Su acento me resulta familiar y algunos de sus gestos son
idénticos. Su cara es distinta, la nariz es más fina; los pómulos, más enjutos.
—Casi como si llevara una máscara—. En cualquier caso —dije,
encogiéndome de hombros—, aún me quedan unos días, así que voy a pasar
más tiempo con él, para conocerlo mejor. Me he apuntado a un taller de
pintura.
Ian soltó un bufido.
—¿Qué pasa?
—Tú. Pintando. —Rio, toqueteando el teclado.
—Cállate —protesté y me comí otra patata—. Si Carlos es James, tiene
que haber otra razón para que no me reconozca, ¿no crees? Tendrá amnesia.
¿Qué otra cosa puede ser? Me da la sensación de que…
—¿Tienes hambre? —me preguntó de pronto y le hizo una seña a la
camarera, que se detuvo al pasar por nuestra mesa.
—Una hamburguesa, por favor —dijo señalándome—. Con muchas
patatas.
Sonreí a Ian.
—¿Y de beber? —preguntó agobiada, anotando la comanda en la
libreta.
—Tomará una cerveza —respondió Ian.
—Tomaré un mai tai.
Ian silbó y dio un golpe con la mano en la mesa.
—Que sean dos.
—¿Algo más para usted? —le preguntó la camarera a él, asomándose a
su portátil, luego señaló con la punta del lápiz la pantalla—. ¿Esa es Lucy?
Ian se quedó pasmado y me miró, después miró a nuestra camarera,
Angelina, según la chapa que llevaba en la pechera.
—¿La conoce? —dijo Ian, irguiéndose en el asiento.
—Me recuerda a la amiga de Imelda Rodríguez. La señora Rodríguez es
la directora del hotel —aclaró al ver que Ian la miraba extrañado—. Lucy se
alojó aquí hace varias semanas y la mujer de la fotografía se le parece. Viene
mucho por aquí. —Se oyó un grito desde la barra. Angelina miró por encima
del hombro—. Enseguida les traigo las bebidas.
—¿De qué estabais hablando? —pregunté después de que ella se fuera.
Ian me enseñó la pantalla del portátil. En ella estaba abierta la foto que
yo le había mandado. Había editado la imagen, resaltando a Lucy, a Laney o
a como se llamara. Por lo visto, no solo había estado retocando las fotos de
surfistas. Me miró con fijeza.
—Sigue fiándote de lo que te digan tus entrañas.
Me rugió el estómago, como haciéndose eco de las palabras de Ian.
Capítulo 21

Después de comer bajé a la playa mientras Ian buscaba a Imelda. Quería


información de Lacy e insistió en reunirse con ella a solas. No quiso
explicarme por qué necesitaba localizar a Lacy, a la que él llamaba Laney,
solo me dijo que ella podía ayudarlo a encontrar algo que había perdido. Me
había prometido que, si averiguaba su paradero, me facilitaría sus datos.
Quería preguntarle de dónde había sacado el Claro en el prado de James y
quién le había pedido que viniera a mí.
Cuando me acercaba, una pareja joven dejó las tumbonas. Estaban de
luna de miel. El diamante del anillo de la mujer resplandecía a la luz del sol.
Sonrió al pasar por delante de mí, agarrada a la cintura del hombre. Los vi
alejarse, consciente de que había estado dándole vueltas a mi anillo de
compromiso. Con el jabón y con el tiempo, el metal precioso había perdido
su brillo.
Solté la bolsa de la playa y otra toalla en la tumbona libre para cuando
viniera Ian más tarde, luego recoloqué la sombrilla para que me diera el sol
en las piernas, pero no en la cara. Noviembre era un mes frío en California y
el sol vespertino de México resultaba agradable y tentador.
Había una multitud presenciando el campeonato de surf, un poco más
allá. Cada poco se oían avisos por megafonía y de fondo sonaban los Red Hot
Chili Peppers. Ninguna de las dos cosas conseguía acallar el violento romper
de las olas en la orilla. Retumbaban como truenos.
Se me puso delante un camarero, tapándome el Pacífico. Pedí una jarra
de agua con hielo y dos vasos y otro mai tai. Acomodándome en la tumbona,
leí un poco para pasar el rato. La reunión de Ian terminaría pronto y yo no
volvería a ver a Carlos hasta la mañana siguiente.
Regresó el camarero con el agua y el cóctel, y colocó las bebidas en la
mesita de madera que había entre las dos tumbonas. Mientras firmaba la
cuenta para que cargaran las consumiciones a mi habitación, me pitó el móvil
notificándome que tenía un mensaje de texto nuevo.
—Gracias, señorita —dijo en español cuando le devolví la cuenta y,
avanzando con dificultad por la arena abrasadora, se dirigió a otro huésped
del hotel que tomaba el sol cerca.
Le di un sorbo al mai tai y miré el móvil. Otro mensaje de Kristen.

¡Acuérdate de llamarme o me planto en México! Me pillo el


billete en 3, 2…

La llamé. Respondió al primer tono.


—Gracias a Dios que aún estás viva.
—Vivita y coleando. ¿Mi local sigue en pie?
—Por supuesto. ¿Por qué no iba a…? —Resopló—. Todo va
estupendamente. Yo estoy de maravilla. Nadia también. Así que todo bien,
incluido Alan.
Don Cafés de chica. Me froté la frente.
—¿Qué pasa con él?
—Ha venido esta mañana a tomar lo de siempre y se ha llevado una
desilusión al ver que no estabas. Le gustas mucho.
—Estupendo —dije sin ganas—. Lástima que él a mí no.
—¿Podría ser porque a ti te gusta Ian? Y… ¡madre mía! —Hizo un
aspaviento—. Si viaja contigo. ¡Imagina!
—Kristen… —le advertí.
—Él besa el suelo que pisas y tú no paras de fingir que no te das
cuenta…
—Me doy cuenta —espeté a la defensiva.
—Ah, ¿sí? Pues haz algo al respecto.
—No puedo. James…
Kristen soltó un gruñido exagerado.
—Mira, Aimee, rarezas aparte, estoy convencida de que Lacy miente.
Vuelve a casa. Que te mandara la pintura de James desde México no significa
que él esté ahí.
—Pero está. Lo he encontrado.
—¿Qué! —graznó.
—Bueno, creo que lo he encontrado. Es Carlos, el dueño de la galería,
pero está algo distinto.
—Lo que dices no tiene sentido.
—Por eso necesito más tiempo. Unos días más.
Kristen enmudeció. Vi cómo los surfistas perseguían una ola esquiva y
terminaban subiéndose de nuevo a las tablas para volver a intentarlo.
—¿Cuándo vuelves a casa? —preguntó.
—Mi vuelo sale el lunes por la mañana.
Me pregunté si James vendría en el avión conmigo. ¿Podríamos retomar
nuestra vida por dónde la habíamos dejado? Lo dudaba. En el fondo, sabía
que lo mío con James ya nunca volvería a ser lo mismo y eso me entristecía
casi tanto como su muerte.
—¡Cuídate! —me dijo Kristen.
Suspiré.
—Lo haré.
—Ah, casi se me olvidaba —exclamó antes de colgar—: Thomas ha
venido esta mañana. Ha preguntado por ti. Le he dicho que estabas en Puerto
Escondido.
Me tensé. Me incorporé bruscamente y levanté los pies de la tumbona,
dándome mentalmente un golpe en la frente. Tendría que haberles pedido que
no le contaran nada.
—¿Le has dicho por qué?
—Solo que necesitabas unas vacaciones. Ha reaccionado de forma
extraña, ha empezado a hacerme un montón de preguntas. Quería saber por
qué habías ido a ese sitio precisamente y si lo tenías previsto o había sido una
decisión de última hora.
—¿Crees que era solo por curiosidad?
—Puede ser, pero ya conoces a Thomas. Últimamente está muy raro.
Se acercó Ian y sonrió al verme hablando por teléfono. Le hice una seña
para que se sentara y él apartó mi toalla y se tendió en la tumbona contigua.
—Acaba de llegar Ian. Tengo que colgar —le dije a Kristen y, cuando
me lo pidió, le prometí que la llamaría antes de coger el vuelo de vuelta.
El sol se hundía más en el horizonte, el calor era sofocante. Miré a Ian
con los ojos entornados.
—¿Ha habido suerte con Imelda?
Negó con la cabeza y se sirvió agua en el otro vaso. Por fuera de la jarra
se había formado condensación y goteaba a la arena.
Quería preguntarle por Lacy y por lo que había perdido. Quería
apoyarlo como él me había estado apoyando a mí, y quería su confianza. Yo
guardaría sus secretos más íntimos y personales en lo más hondo de mi
corazón.
¡Deseaba a aquel hombre!
El aire me silbaba en los pulmones. ¿Por qué me sentía así de repente?
¿Qué demonios me pasaba? Era a James a quien quería. Había ido hasta allí
por él.
—Imelda no tenía tiempo para verme —me estaba diciendo Ian—, así
que he quedado con ella mañana por la mañana a última hora. —Se bebió
medio vaso de agua de dos tragos largos—. Pero me ha preguntado por ti.
—¿Por mí? —pregunté sorprendida
—Quería saber qué te ha parecido la galería de Carlos.
—¿Cómo sabe que tú estás conmigo? —Me hice un moño como pude
—. Nos habrá visto juntos…
Ian se encogió de hombros.
—Pregúntaselo a ella. Se ha ofrecido a invitarte a comer mañana.
—Mañana como con Carlos.
Me lanzó una mirada asesina.
—Pues tómate una copa con ella después.
—Qué propuesta tan rara… —Me limpié el sudor de la frente con una
esquina de la toalla—. Si ayer apenas hablé con ella…
—Es la directora del hotel. A lo mejor solo pretende ser buena
anfitriona.
Me lo quedé mirando.
—No creerás eso, ¿verdad?
—Ni por un instante —contestó sin vacilar.
Nos miramos el uno al otro. Tuve la impresión de que Ian quería
decirme algo, pero no lo hizo. Al poco, yo recoloqué la sombrilla y él
encendió el portátil. Para investigar, me dijo. Continué leyendo.
Unos treinta minutos después empezó a quejarse del sol y limpiarse el
sudor del cuello.
—Como el mar es demasiado peligroso, me voy a la piscina —protestó,
y se levantó para doblar su toalla—. Mira, hasta los profesionales necesitan
que los remolquen a la orilla —dijo, señalando las olas.
Me cubrí los ojos con la mano y vi las motos de agua con remolque de
rescate, amontonadas más allá de donde rompían las olas, mar adentro. Se
dirigían a los surfistas que esperaban a que los llevaran a la orilla.
Ian cerró el portátil y lo metió en la bolsa. Se echó la toalla al hombro.
—¿Vienes a la piscina?
—En un ratito.
Cuando se fue, me puse protector solar en las piernas. Llegó el
camarero con otra jarra de agua y le pedí otro mai tai. Me acomodé en la
tumbona y cerré los ojos, dejándome el libro abierto en el muslo.
—Aimee.
Abrí los ojos de golpe, luego los entorné para protegerme del sol intenso
y contemplé la silueta plantada a los pies de mi tumbona. Un tejido áspero me
rozó las piernas.
—Tiene la piel quemada.
Carlos.
Se inclinó, tapándome el sol, y recolocó la toalla de la otra tumbona,
que me había echado por encima.
Me incorporé y puse las piernas a la sombra. Carlos se volvió y les gritó
en español a tres hombres que estaban en la orilla. Les hizo una seña para que
siguieran sin él. Ellos se despidieron con la mano y siguieron caminando por
la playa hacia el pueblo.
—Pedro prepara unos mai tais estupendos —dijo, señalando la mesita
—. ¿Qué tal está el suyo?
La bebida que había pedido estaba en la mesa, en medio de un charco de
agua. Fruncí el ceño. ¿Cuánto rato había estado dormida? Lo suficiente para
freírme. Me ardían las espinillas.
—Pedro es el barman del hotel —aclaró, malinterpretando mi silencio
—. ¿Puedo? —dijo, señalando el borde de mi tumbona.
—Claro.
Me recoloqué cuando se sentó, manteniendo el equilibrio para no
deslizarme hacia el hoyo que se hacía en el centro y compensar así su peso.
Sonrió y se inclinó para recoger mi libro del suelo. Se me había caído
mientras dormía. Le sacudió la arena, señaló la página y lo dejó en la mesita.
La multitud se había dispersado, el campeonato había terminado por ese
día. Carlos aún llevaba la camiseta del campeonato del año anterior, pero se
había cambiado los vaqueros por unos pantalones cortos de surf. Le brillaba
la frente del sol.
—¿Ha participado en el campeonato? —le pregunté.
—Un poquito. Los concursantes de este año son buenos.
—¿Practica el surf?
—En los dos últimos años, no. Me hice un buen destrozo —dijo,
señalándose la cara cerca de la cicatriz que le bordeaba el ojo izquierdo—.
Tuvieron que reconstruirme los pómulos y la nariz. La sanidad en esta zona
sigue anclada en el siglo pasado. Me costó recuperarme —añadió con una
sonrisa de medio lado.
Me quedé boquiabierta. ¡Madre de Dios! Tuvo que darse un buen golpe
en la cabeza para perder la memoria así. Bloqueo total. El accidente y la
cirugía facial explicaban por qué sus rasgos faciales eran algo distintos a los
de James, pero no la pérdida de memoria. ¿No habría intentado averiguar
quién era? ¿Por qué no había vuelto a casa? Parecía completamente ajeno a
su identidad previa al accidente.
Estaba a punto de preguntarle cuando se acercó Ian. Había cambiado el
portátil por la cámara. Carlos se levantó al ver que Ian se detenía junto a mi
tumbona. El muslo de Ian me rozó el brazo y yo tuve que contenerme para no
apoyarme en él.
—Siento interrumpir —dijo.
—No pasa nada. Yo me tengo que ir —contestó Carlos, señalando hacia
donde se habían ido sus amigos.
—Soy Ian, por cierto —se presentó Ian, tendiéndole la mano a Carlos.
—Sí, Ian, el amigo —respondió Carlos en español, estrechándole la
mano—. Carlos.
—Encantado de conocerte. —Ian me miró de reojo antes de decirle—:
He visto los folletos de tu galería. Tus pinturas son buenas.
—Gracias —contestó de nuevo en español.
—¿Es todo tuyo?
—Solo las pinturas —respondió Carlos, metiéndose las manos en los
bolsillos—. Las esculturas son de mi amigo Joaquín.
Ian cruzó los brazos.
—Me llama la atención que firmes tus obras como JCD. ¿De dónde sale
la J?
—Ian…
Carlos esbozó una sonrisa de medio lado.
—Una pregunta comprensible. Mi nombre completo es Jaime Carlos
Domínguez.
Tomé una bocanada grande de aire. «James Charles Donato.» El pulso
me empezó a retumbar con fuerza en los oídos. Las iniciales eran demasiada
coincidencia para que no significaran nada.
Carlos me sonrió.
—¿Mañana a las diez?
Asentí, pasmada. Risueño, corrió detrás de sus amigos.
—¿Estás bien? —me preguntó Ian, luego frunció el ceño—. Vámonos a
la sombra. Te veo pálida.
Lo miré sin comprender.
—Estoy bien.
Me levanté para ponerme el pareo y me tambaleé.
—Siéntate —me dijo Ian, empujándome del hombro—. Bebe un poco
de agua. —Me llenó el vaso, preocupado—. Despacio —me dijo, al verme
tragar deprisa el líquido que el sol había calentado.
Mientras esperaba a que se me pasara el mareo, dobló mis toallas y lo
guardó todo en la bolsa de la playa. Cuando nos dirigíamos al hotel, me
agarró por la cintura.
—Casi es la hora del almuerzo y tienes que alimentarte. Vamos a
arreglarnos y a comer. Yo invito.
Si me hubiera ofrecido llevarme a la luna, habría aceptado igual. Entre
lo de Carlos y el sol, tenía la cabeza a punto de estallar. Me apoyé en él y él
me sostuvo hasta que llegamos al hotel.
Capítulo 22

Cuando Ian llegó a mi habitación, yo ya me había puesto un vestido


fresco de color azul que sabía que le gustaba.
Me temblaban las manos cuando me abroché los diminutos botones del
corpiño. Me dejé los dos primeros sueltos, luego decidí desabrocharme uno
más. Me miré en el espejo por última vez y me maravilló lo serena que
parecía a pesar de lo rápido que me iba el corazón. Aunque el sol vespertino
me había dejado atontada, no pude evitar pensar que la cena de esa noche
parecía una cita. La primera cita de mi vida. James y yo ya estábamos muy a
gusto el uno con el otro cuando me llevó al cine como novios. Hacía años que
nos conocíamos y habíamos ido juntos muchas veces.
Ian llamó con los nudillos y, sobresaltada, me volví enseguida hacia la
puerta. Agarré el pomo y abrí de golpe. La puerta se estampó en la pared.
—¡Hala!
La retuvo con la mano para evitar que, al rebotar, me golpeara en el
trasero. Llevaba una camiseta negra ajustada con cuello de pico, pantalones
de pinzas y chanclas. Y olía fenomenal. A recién duchado y a playa.
Sonrió, de medio lado. Estaba demasiado sexi para que nuestra cena
fuese solo una velada informal entre amigos.
La correa de la cámara que le cruzaba el pecho me llamó la atención. La
llevaba retorcida. Se la enderecé con dedos temblorosos.
—Relájate —me dijo, llevándose mi mano al pecho.
—No puedo.
La habitación empezó a darme vueltas. Le miré el pecho y me recosté
en él.
—Mírame —me dijo con voz ronca. Nos miramos—. Olvidémonos de
Aimee’s y de la siguiente exposición. Olvidémonos de Laney-Lacy y de por
qué estamos aquí. Esta noche es solo para nosotros, para nadie más.
¿Podemos hacer eso?
Asentí, incapaz de quitarle los ojos de encima. Había algo en su voz, en
la suave cadencia de sus palabras que me hizo pensar en algo más que en que
me besara, y me pregunté cómo sería tenerlo encima de mí, desnudo, en cuál
sería el tacto de la piel que se escondía debajo de aquella camiseta. Enrosqué
los dedos en el algodón de la prenda.
Madre mía, debía de haberme dado una insolación para que estuviera
pensando en esas cosas.
Ian entrelazó sus dedos con los míos y me sacó al pasillo.
—Te veo sofocada. Vamos a meter algo de comida en ese cuerpo.
Había reservado una mesa en la terraza de la segunda planta del
restaurante del hotel. Daba a la piscina. Pedimos y, cuando se fue la
camarera, nos quedamos callados. Lo vi toquetear los cubiertos, apretando los
tenedores contra la servilleta y comprobando el filo del cuchillo. Estaba tan
nervioso como yo y eso me pareció asombroso. Sabía que yo le importaba
muchísimo y, aun así, me seguía a la otra punta del mundo mientras yo
perseguía a otro hombre.
«Lo buscaría por todos los rincones del planeta.»
Las palabras de Ian me resonaron en la cabeza. O era muy estúpido o
estaba muy enamorado. De mí.
Miré a otro lado.
—¿En qué piensas? —me preguntó en voz baja.
Me ruboricé. Carraspeé.
—Pienso en ti. En nosotros. En por qué estás aquí —reconocí sin más
—. ¿Por qué has venido conmigo?
Me observó durante lo que me pareció una eternidad.
—Perdí a una persona muy querida para mí por no ir detrás de ella.
Estaba rabioso y dolido, y la dejé marchar. Pero, en cuanto la rabia remitió,
me di cuenta de que no era culpa suya que yo estuviera dolido. Ella no podía
evitar ser como era. Para entonces ya era demasiado tarde. Hacía tiempo que
se había ido y yo no tenía ni idea de adónde.
Se volvió a mirar el mar y la brisa le alborotó el pelo. No se me ocurrió
sentir celos de aquella mujer que le había robado el corazón. Su dolor parecía
hondo y antiguo. En cambio, estaba deseando pasarle los dedos por las ondas
de la cabeza, para tranquilizarlo.
—¿Quién era?
—Mi madre —contestó, inclinándose hacia delante—. Gracias a ella,
aprendí a no dejar escapar a las personas que quiero en mi vida. A mis
amigos, a los que me importan —continuó, acariciándome los dedos con el
pulgar—. Tú me importas, Aimee. Más de lo que imaginas.
Sus palabras me impactaron mucho. Empezó a acariciarme también el
brazo. Se me electrizó la piel.
—Me alegro de que hayas venido. Y me alegro de que me hayas
invitado a cenar. Esto es precioso.
Me enroscó un rizo suelto detrás de la oreja.
—Apuesto lo que quieras a que la comida no es comparable a la tuya,
pero me alegro de estar aquí contigo.
—Aún no nos han traído la cena y ya la estás criticando.
Rio.
—Como mucho fuera cuando viajo, pero estos últimos meses tú me has
dado una comida para llevarme a casa todas las tardes. Cuesta probar algo
nuevo cuando ya tienes lo mejor. —Se oscureció su semblante, un reflejo
triste bajo el suave resplandor de la vela—. Sería una pena que no volvieras a
Aimee’s. Tienes demasiado talento como para desaprovecharlo. Hay que
exhibirlo.
—¿Como tus fotos?
Asintió.
—Tus recetas tienen magia. Creo que has logrado lo que te proponías.
Has creado una experiencia culinaria única y tus clientes repiten porque tu
comida y tus cafés les hacen sentir bien. Es como Amanecer en Belice y las
ganas que te dan de ir allí cuando lo ves. Los artistas de verdad provocan
emociones con su obra. Tú, Aims, eres una artista.
Me ruboricé y agaché la cabeza. El piropo de Ian me dio muchas ganas
de bailar y cantar, pero su inquietud me preocupaba.
—No voy a abandonar mi proyecto.
—¿Y Carlos? —me preguntó—. Es muy probable que sea James. ¿Y si
no se quiere marchar de México? ¿Te quedarás con él?
No disimuló su temor. Estaba ahí, en su expresión, en la tensión de sus
hombros. Tenía miedo de perderme.
—Espero no verme en esa tesitura.
Pero sabía que, al final, tendría que tomar una decisión.
Llegó la camarera con nuestra comida y, cuando terminamos, Ian pagó
la cuenta, inspeccionó su cámara e hizo algunos ajustes. Observé la
ondulación de la luz de la luna en el mar, con los clics y los pitidos de la
cámara de fondo. Se dibujó en mis labios una leve sonrisa. Siempre asociaría
esos sonidos con él. Esa noche habíamos acordado no hablar de mi
restaurante ni de su fotografía, pero, aun así, hablamos de trabajo, y no me
molestó. Me encantaba la pasión que ponía en el suyo. Me encantaba…
Ian me hizo una foto. La luz del flash dispersó mis pensamientos.
—¿Por qué has hecho eso? —pregunté, parpadeando.
—Estás preciosa. —Estudió la imagen digital—. Estabas contemplando
el mar y me gustaba tu expresión. Era serena.
—Ah —dije, doblando la servilleta que tenía en el regazo.
—No te había visto nunca esa cara y quería capturarla.
Me enseñó la imagen. La vi de refilón antes de que apartara la cámara y
me sentí como si mirara a una extraña.
—¿Cómo van tus fotos?
No había hecho muchas de paisajes, más bien de la cultura y las
actividades de la zona. Fotos de personas.
—No tan mal como creía.
—Eso es porque eres buenísimo.
Encogió un hombro.
—No siempre me ha gustado mi trabajo.
En su rostro vi una mezcla de emociones. La inquietud le acentuó las
patas de gallo. Le acaricié los dedos con el pulgar.
—Yo creo que a tu trabajo le gustas tú. Encuentras belleza donde otros
no la ven o, mejor dicho, prefieren ignorarla. Tienes un don.
Volvió a tapar el objetivo.
—Algunas personas de aquí han accedido a que les hiciera fotos y a que
las exponga después. ¿Te importa si expongo las que te he hecho a ti?
Me aparté.
—¿A mí?
—No las vendería. No puedo venderte —dijo, casi como si cayera de
pronto en la cuenta. Dejó la cámara en la mesa—. Le pediré a Wendy que te
mande un impreso de cesión de imagen cuando volvamos a casa. ¿Has
terminado? —preguntó señalando el plato vacío. —Asentí—. Bien. Pues
vamos a liarla por ahí —dijo con una picardía que me hizo reír.
Fuimos al salón a tomar una copa. Un mariachi tocaba en un pequeño
escenario abierto al recinto de la piscina y cubierto por un toldo de lucecitas
blancas.
Ian me agarró del brazo y me arrastró a la pista de baile mientras yo
chillaba.
—Es demasiado tarde para que me digas que no te gusta bailar —me
gritó por encima del estruendo de trompetas.
—Yo no he dicho que no me guste bailar —le chillé yo al oído—. Me
encanta. Es por la música, que es muy… muy…
—¿Vivaracha?
—¡Muy tipo polca!
Levantó los brazos y empezó a dar palmas por encima del hombro
izquierdo, luego del derecho, con movimientos exagerados. Riendo como una
boba, lo imité, di vueltas en círculo, con los brazos en alto. La falda del
vestido se me levantó de los muslos. Me hizo una foto mientras bailaba.
—¡Para ya! —lo reprendí e intenté arrebatarle la cámara. Se apartó de
mí. Me hinqué los puños en las caderas—. Teníamos un acuerdo. Guarda eso.
—No te muevas de aquí —me dijo, y se retiró a la barra donde charló
con el barman, al que le entregó la cámara y algo de dinero. El barman
guardó la cámara y se metió el dinero en el bolsillo.
Empezó a sonar una música más suave. Las trompas de latón emitieron
notas seductoras. Las cuerdas de las guitarras pulsaron un ritmo que me
instaba a mecer las caderas. Ian se acercó y nuestros ojos se encontraron
desde extremos opuestos de la pista. Separé los labios. La intensidad y
determinación de su mirada me dejó clavada al suelo. Salvó la distancia que
nos separaba y me estrechó en sus brazos. Me recorrió un escalofrío y me
invadió una especie de hambre. Me arrimé más.
Recorrió mi cuerpo con sus manos, muy despacio, y me cogió la cara.
Paseó el pulgar por mis labios y me besó. Fue un beso apasionado,
desesperado y tierno, todo a la vez.
Nos movimos por la pista, sincronizados. La música se volvió más
fuerte, nuestros labios más descarados, nuestras lenguas se entrelazaron.
Entonces recordé dónde estábamos y lo que hacía yo allí.
—¿Qué estamos haciendo? —le jadeé en la boca—. ¿Qué me estás
haciendo?
Casi no podía controlar mis pensamientos.
—Besarte —me susurró él en los labios—. Quererte.
Me besó como ningún otro hombre lo había hecho y, hasta entonces,
solo me había besado otro hombre que me importara, pero eso había sido
hacía mucho tiempo y ya casi ni me acordaba de cómo sabían aquellos besos.
Estaba hecha un lío. Confundida con lo que Ian me estaba haciendo.
Confundida con lo que yo sentía por él. Y confundida con él. Tendría que
estar apartándolo de mí. En cambio, me abrazaba a él.
Me acarició la espalda, con frenesí. Empezó a besarme por todas partes:
la mandíbula, la barbilla, el cuello… Me pasó la lengua por el punto del pulso
y me hizo hiperconsciente de cada centímetro de mi piel. Demasiado. Me
aparté bruscamente.
—¿Por qué haces esto? —jadeé—. ¿Por qué ahora?
Sus labios se pasearon despacio por mi mejilla. Me mordisqueó la oreja.
—No podía competir con un muerto. Tú lo adorabas.
—Para no olvidarme de él —grité, desesperada. Estaba descontrolada.
Ian me hincó los dedos en el pelo y yo lo fulminé con la mirada.
—Está vivo, Aimee. Es de carne y hueso. Con eso sí que puedo
competir.
—Esto no es un concurso, Ian. Yo no soy un trofeo.
Me miró con dureza.
—Tú jamás podrías ser un trofeo. Eres mucho más que eso para mí. Te
mereces muchísimo más de lo que te quieres conceder.
Me encontraba bien. Estaba dispuesta a reventar solo con las
sensaciones que su mirada me despertaba, por no hablar de la forma en que
me acariciaba, del modo en que sus labios se enredaban con los míos. ¿Qué
me estaba pasando?
«Apártate de él. Céntrate en el motivo de tu viaje.»
—Trabajas para mí —le dije, por decir algo.
—Pues me despido.
Ancló su boca con fuerza a la mía. Gimió. ¿O fui yo?
Le acaricié el pecho y noté que caía, que me olvidaba. De todo lo que
me era conocido y me daba seguridad. «Madre mía, he venido aquí por
James.» Lo aparté de un empujón, interrumpiendo nuestro beso.
Su mirada, oscura y tormentosa, se clavó en la mía. Me lo enseñó todo.
—Ian…
—Te quiero.
—… no.
—Quiéreme, Aimee.
Mi mundo se derrumbó.
—No puedo —dije, echándome a llorar, y hui del salón.
Encontré un rincón oscuro en el vestíbulo y me dejé caer en un sillón de
mimbre. Me iba el corazón a mil y el pulso me retumbaba en los oídos. Ian
no había agrietado la coraza con la que yo me había protegido, la había
dinamitado. La había hecho pedazos. Me había obligado a verlo.
Detecté movimiento en el vestíbulo. Ian se dirigía a los ascensores,
desolado. Subía a su habitación y se había olvidado de la cámara.
Me levanté de un brinco y volví al bar, convencida de que el barman me
la daría. Regresé a mi rincón del vestíbulo, incapaz de resistir la tentación de
curiosear en las fotos que había hecho. Eran fenomenales, milésimas de
segundo de vida capturadas en colores brillantes. Cada imagen tenía algo que
contar, hasta las mías.
Me quedé mirando la fotografía que Ian me había hecho durante la cena
y vi a alguien a quien no reconocía. De hecho, a alguien a quien hacía mucho
tiempo que no veía. A mí. Relajada. Desprotegida. Enamorada.
Solté un suspiro. Se me tensó el estómago. Meneé la cabeza, no quería
creerlo, pero la verdad me miraba desde aquella imagen. Cuando me había
hecho la foto, yo estaba pensando en lo mucho que me gustaba la pasión que
ponía en su trabajo. En lo mucho que me gustaba él.
«Ay, Ian.»
Apagué la cámara, fui corriendo a su habitación y llamé con fuerza a la
puerta. Abrió de golpe y se me cortó la respiración. Me miraba furioso, con el
torso descubierto, el pantalón del pijama descolgado por las caderas. Estaba
perdida.
—¿Puedo pasar? —dije, enseñándole la cámara. Abrió un poco más la
puerta y la dejó abierta después de que yo entrara. Me descolgué la cámara
del cuello, pero no se la di. Aún no—. He mirado tus fotos —confesé.
Se oyeron unas carcajadas fuertes por el pasillo. Los trasnochadores que
volvían a sus habitaciones. Ian dejó que se cerrara la puerta y cruzó los
brazos, tensando los músculos del cuello. No estaba contento.
Tragué saliva.
—Lo siento, pero una vez he empezado no podía parar. Sé que no te
gusta exponer retratos. Hay algo en ellos que te incomoda. Lo entiendo. Pero
tu obra es asombrosa. Más que brillante. —Me humedecí los labios y me
atreví a acercarme un poco más—. Me conmueve. —Hizo ademán de coger
la cámara. Yo di otro paso adelante—. Tú me conmueves.
—Aims —gruñó—. No puedo seguir con esto. No puedo empezar y que
luego me rechaces. Prefiero que sigamos siendo amigos si tú no me quieres
de ese modo. Dame la cámara.
La dejé en una silla.
—No te voy a rechazar.
Nos miramos. Se le tensó la mandíbula. Fue la única advertencia que
me dio. Estaba de pie junto a la puerta y de pronto lo tenía completamente
pegado a mí, con los dedos enterrados en mi pelo, la boca anclada a la mía.
La tormenta que había despertado en él hacía un momento se apoderó de su
ser.
Le acaricié el pecho y enrosqué las manos en su cuello, en su cabeza.
Las suyas me recorrieron los hombros y descendieron por mi espalda. Me
desabrochó el vestido. La prenda cayó al suelo y él la siguió, y me bajó las
braguitas. Luego se irguió delante de mí y yo no podía dejar de tocarlo. Su
pecho terso, la marcada curva de su espalda. Estaba duro donde yo estaba
blanda, era fuerte donde yo era débil. Era mi amigo y yo no podía evitar
enamorarme de él.
Me cogió los pechos y yo hice un aspaviento, luego me empujó a la
cama hasta que me tuvo sentada al borde. Se hincó de rodillas y, apoyando
las manos en mis muslos, me separó las piernas. Estaba abierta a él, expuesta,
y nuestras miradas se encontraron. Última oportunidad para parar. Última
oportunidad para decirle que aquello no era lo que quería. Que no era él a
quien quería.
Pero sí lo quería. Lo quería todo de él.
Asentí. Gimió, con un gruñido primitivo, y bajó la cabeza. Grité al
contacto de su lengua, con las caricias de su boca. Le agarré con fuerza la
cabeza, arrimándolo a mí, y sucumbí. De pronto desapareció.
Abrí los ojos de golpe y me lo encontré delante, bajándose los
pantalones. No cabía duda de lo mucho que me deseaba.
Se subió a la cama, me arrastró hasta las almohadas, y se instaló encima
de mí. Alargó la mano a la mesilla y abrió el cajón.
—¡Ian! —grité.
—Estoy aquí, nena —me susurró al oído. Lo oí romper un precinto. Se
revolvió, se recolocó y me penetró hasta el fondo—. Te quiero —me dijo, y
empezó a moverse. Me aferré a él, casi incapaz de digerir las sensaciones que
se propagaban por mi cuerpo, por mi interior—. Ríndete a mí, Aimee. Te
estoy esperando. —Empujó más fuerte y yo lo dejé que me tocara el alma—.
Déjate llevar, nena.
Y lo hice, me deje llevar, estremecida, y él me estaba esperando.
Abrí los ojos despacio y exploré la habitación. La de Ian. Yo estaba
tumbada bocabajo, escuchando su respiración. El ritmo uniforme me
resultaba reconfortante e imaginé despertar a su lado todas las mañanas. Se
dibujó en mis labios una sonrisa.
Era temprano, solo una pizca de luz se colaba por el balcón entreabierto
y yo estaba completamente despierta. Había dormido profundamente, mejor
que en muchos meses. Ian me había hecho el amor hasta bien entrada la
noche, le había hecho cosas a mi cuerpo que jamás había creído posibles y
cosas a mi corazón que jamás había soñado. Al recordarlas, el cuerpo entero
se me azoraba bajo las sábanas.
Entonces entró en la habitación la realidad, y la euforia del sexo de la
noche anterior se evaporó como agua en una parrilla caliente. Había
traicionado lo que sentía por James. Me había traicionado a mí misma.
Empezaron a rodarme las lágrimas por las mejillas y salí de la cama
procurando no sacudir el colchón. No me atrevía a mirar a Ian. No me atrevía
a ver lo guapo que imaginaba que estaría por las mañanas, con el pelo
revuelto y sexi. Vulnerable.
Me vestí con sigilo, cogí mis sandalias y salí de la habitación. Pero
antes de que se cerrara la puerta, lo miré de reojo. Él me miró desconcertado
y a mí se me partió el corazón en dos. Una parte era de James, la otra se la
dejé a Ian.
Capítulo 23

Llegué a «El estudio del pintor» quince minutos antes de la clase porque
estaba cansada de deambular por la playa. Me había marchado del hotel antes
de que Ian pudiera venir a buscarme. Le había hecho daño y no estaba
preparada para enfrentarme a lo de la noche anterior.
Sin embargo, todo me recordaba lo que habíamos hecho. La falda del
vestido me rozaba las zonas donde él me había tocado, aún sensibles. El aire
salobre me sabía a su piel y la caricia de la brisa en mi cuello era como sus
besos.
Ian me había hecho alcanzar cimas a las que yo no me había atrevido a
subir con nadie más. Entonces me había dejado llevar como me pedía y lo
había invitado a entrar en mi corazón.
Aunque yo supiera que lo habría dejado entrar mucho antes de viajar a
México, ese no era su sitio. Se suponía que debía reservar mi corazón para
James. Él era la razón por la que yo estaba allí.
Una mujer joven me saludó cuando entré en la galería. Levantó sus ojos
de color café y soltó la novela de bolsillo que estaba leyendo.
—¡Hola! ¿Qué tal? —me dijo en español.
—Muy bien, gracias —le contesté yo en su idioma con una sonrisa de
disculpa—. Perdone, pero no hablo español —seguí en el mío.
Abrió mucho los ojos.
—Usted es la bonita americana de la que Carlos me ha hablado.
—¿Yo? —dije, sorprendida, señalándome el pecho.
Soltó una risita.
—¡Sí! A lo mejor no debería haberle dicho nada, pero Carlos me ha
mencionado más de una vez que venía usted esta mañana. —Rodeó el
escritorio y me estrechó la mano—. Soy Pía. Trabajo aquí los sábados porque
él nunca viene a la galería en fin de semana —me comentó, haciendo
hincapié en «nunca» con las manos—. Sí, debe de ser usted importante para
él.
Interesante.
—¿Por qué lo cree?
Me pasé el bolso al otro brazo. Me temblaban los dedos. Estaba
nerviosa e impaciente por ver a Carlos.
—Los sábados son para pintar y para correr —dijo, arrugando la nariz
—. Corre. Mucho.
—¿Se está preparando para un maratón?
—¿Se lo ha contado? —me preguntó sorprendida, luego me miró de la
cabeza a las sandalias—. Carlos no la entiende a usted: quiere que él le dé
clases, pero no le gusta pintar. Yo creo que no la entiende porque no se la
quita de la cabeza —dijo, dándose golpecitos con un dedo en la sien—.
¿Cómo es eso?
La miré con cara de circunstancias.
—¿No sé a qué se refiere?
Entornó los ojos.
—¿Por qué quiere pintar? Le gusta Carlos, ¿verdad?
—Es un pintor extraordinario. —Y me gustaba, sí. No, lo quería.
Tendría que haber dejado la cámara de Ian en el bar, así no habría ido a
su habitación. «¡Madre mía!» Aún llevaba el anillo de compromiso de James.
—Carlos es un pintor extraordinario —repitió Pía—, pero no los
sábados. Sí, le gusta usted. Me alegro mucho por él. Ha estado muy triste
desde que perdió… —Se dio una palmada en la frente—. Uy, uy, uy, que
estoy hablando más de la cuenta, como de costumbre, pero me cae usted bien,
así que me voy a callar. Carlos está arriba. Vuelva a salir al patio —dijo,
señalando la salida— y suba las escaleras que hay nada más cruzar la puerta
de la izquierda.
—Gracias —dije—. Encantada de conocerla.
—¡Diviértase! —me gritó al tiempo que la puerta se cerraba a mi
espalda.
Entré en el portal que me había indicado y subí la escalera estrecha, que
desembocaba en una estancia bañada de luz natural. El techo estaba salpicado
de claraboyas. Había, además, ventanales que daban a la calle de abajo y por
los que el mar azul se veía como una línea fina encima de los tejados.
Decoraban las paredes pinturas hechas con materiales diversos: pastel, óleo,
acrílico, tinta y carboncillo. La sala estaba llena de filas de caballetes,
alineados como pupitres y presididos por otro, el de Carlos.
Lo llamé. No contestó. ¿Dónde estaba?
No sabía bien qué esperar. No me gustaba pintar, pero quería pasar
tiempo con él. Para observarlo y verlo trabajar. ¿Sería zurdo también?
¿Organizaría sus pinceles por tamaño y tipo de pelo? James lo hacía así.
Al fondo había tres puertas, la primera completamente abierta, donde se
veía una especie de armario almacén repleto de tubos de pigmentos, pinceles,
latas de aguarrás y lienzos en blanco. Probé a abrir la puerta del centro, pero
estaba cerrada. Sintiéndome como Ricitos de Oro, en busca de «la puerta
correcta» de la habitación en la que estaba Carlos, probé con la tercera. Se
abrió. La estancia era aún más luminosa que la sala principal y entorné los
ojos hasta acostumbrarme.
En el centro había un caballete, junto a una mesa cargada de tubos de
pintura y paños sucios. En latas, tarros y tazas había pinceles y espátulas.
Apoyados en la pared más próxima, un montón de lienzos, algunos
terminados, otros con escenas abandonadas a medio hacer. El estilo me
recordaba mucho al de James. Supe enseguida que los había pintado Carlos.
Aquel era su estudio particular.
Me adentré más en la sala y me detuve en seco. Un súbito frío me heló
las entrañas, que me ardieron como te arde el esófago cuando te tragas un
montón de pastillitas de menta. Apoyadas en la pared del fondo, detrás de la
mesa e imposibles de ver desde la puerta, estaban las pinturas robadas de
James.
«¡Madre mía!»
¿Cómo habían llegado allí? ¿Cuándo habían llegado allí?
Nerviosa, eché un vistazo alrededor. Salvo por las pinturas más
recientes de Carlos, todas las demás eran de James. Todo menos la mujer
pintada en el lienzo del rincón más retirado de la sala, que me atraía con sus
ojos de color azul Caribe.
¡Mis ojos!
Habría una decena de pinturas de esa mujer, ninguna de ellas visible,
salvo que entrases hasta el fondo de la sala. Dudaba que Carlos invitara a
nadie a su estudio. No quería que vieran esas obras.
Estudié detenidamente a la mujer en el primer lienzo. Los ojos
almendrados y las cejas bien perfiladas me recordaban a mí, pero el azul de
los iris no era del todo correcto. Pasé al siguiente. Estaba pintada desde un
ángulo distinto, como si Carlos la viera desde arriba. El pelo y las sombras de
los ojos seguían recordándome a mí.
Revisé los lienzos como si fueran carpetas de un archivo. El color de los
ojos de la modelo se iba alejando del mío cuanto más al fondo del montón
estaba el lienzo y más antigua era la pintura. En cada una la había hecho
distinta, como si la hubiera visualizado pero no lograra el color perfecto en el
lienzo. Eran réplicas defectuosas de mí. Igual que su firma no era del mismo
azul exacto que la de James.
¿Por qué me había estado pintando Carlos si no me recordaba? ¿Por qué
negaba que era James?
Empezó a sudarme todo el cuerpo. Se me pegaban a la nuca los
mechones de pelo empapados. Con la cabeza hecha un lío, mirando a todas
partes, reparé de pronto en el lienzo sujeto al caballete. Era otra versión de
mí. Esa tenía los ojos idénticos, en forma y color, a los míos.
¡Porque Carlos me los había visto!
Y yo había creído que su confusión del otro día, cuando me había
levantado las gafas de sol y le había suplicado que me recordara, había sido
fruto de mi imaginación.
En la mesa vi un bote de plástico con una mezcla personalizada de
pintura. Desenrosqué la tapa y se me escapó un sollozo. Carlos por fin lo
había logrado: el azul Caribe de James.
«¡Ay, James! Te he encontrado.»
Observé algunas otras cosas por la sala. Tubos de pintura apretados por
el centro como si fueran de pasta de dientes. Pinceles limpios ordenados por
tamaño y tipo de pelo. Los útiles y los materiales colocados a la izquierda del
caballete porque era zurdo. Exactamente igual que James.
Oí que corría agua en la habitación de al lado, la de la puerta cerrada. Se
movió el picaporte, crujió la puerta y apareció Carlos. Titubeó, sorprendido.
—¿Te importaría explicarme esto? —le dije, señalando el caballete.
Apretó la mandíbula y miró el bote de pintura que yo tenía en la mano.
Seguramente no dejaba entrar a sus alumnos en su estudio y mi presencia allí
lo había pillado por sorpresa, pero la puerta abierta me había invitado a pasar
y me había permitido ver la imagen que lo atormentaba de una vida que no
recordaba o que había decidido olvidar.
Se me agarrotaron los dedos de la mano con la que sostenía el bote. ¿Y
si James no había querido casarse conmigo? ¿Y si había preferido el arte a
mí? ¿Y si las exigencias de su familia con la empresa lo habían obligado a
renunciar a todo, también a mí? Había robado sus propias pinturas, fingido su
muerte y se había mudado. Empezado de cero.
Sabía que, en el fondo, mis pensamientos no se sostenían. No tenían
sentido, salvo uno: que James no me había querido.
Al caer en la cuenta, abrí mucho los ojos y diecinueve meses de
lágrimas reprimidas empezaron a rodar por mis mejillas, lágrimas grandes,
gruesas.
Carlos se frotó la cara con ambas manos. Recorrió con la mirada la
estancia y posó los ojos en mí.
—¿Qué pasa?
—Nada. —Maldije profusamente—. ¡Todo! Estoy confundida. —Me
limpié como puede las lágrimas en los hombros—. Me alegro de haberte
encontrado y me entristece que te fueras. ¡Joder! —Lo miré ceñuda—. ¿Qué
demonios haces aquí, James?
Se agarrotó.
—No soy James.
—Entonces explícame esto —dije, señalando mi imagen en el caballete
—. Y esto —dije, refiriéndome a los lienzos de James apoyados en la pared
—. ¿Puedes decirme por qué ninguna de estas escenas es de sitios de
México? ¿Sabías que son de California? ¿No te parece raro?
Me miró furioso.
—Para empezar, este es mi estudio. Es privado. En segundo lugar, estas
pinturas no son asunto tuyo, maldita sea.
—¡Lo son si me estás pintando a mí! —estallé.
—¡Esa no eres tú! —me replicó indignado—. No te conocía hasta hace
dos días. Es… —Maldijo, rodeó el caballete y señaló el lienzo—. Sueño con
esa mujer casi todas las noches. Es el mismo condenado sueño una y otra
vez… —Se le quebró la voz y miró a otro lado. Se sentía incómodo, quizá
avergonzado. Puede que incluso furioso consigo mismo al recordar que nada
de aquello era asunto mío—. No le he hablado a nadie de ella. Ni siquiera…
—Calló y negó con la cabeza.
—¿Te has preguntado por qué sueñas con ella? —le dije.
—Constantemente.
—¿Has intentado encontrarla?
—No existe —dijo, y se le inflaron las aletas de la nariz.
—¡Claro que existe! ¡La tienes aquí! —exclamé, golpeándome el pecho.
Su mirada se endureció. Noté que, bajo su exterior duro, se estaban
produciendo turbulencias, rabia por que yo hubiera entrado en su dominio
particular, trenzada de incertidumbre. Me aferré a ese sentimiento y seguí su
mirada hasta donde tenía clavados los ojos: la pintura del caballete. La mujer
lo dejaba perplejo.
—Mezclaste este color por primera vez en Stanford —dije, sosteniendo
en alto el bote de pintura azul, una réplica exacta del de mis ojos—. Querías
que hubiera algo en todos tus cuadros que te recordara a mí. Igual te parece
una cursilada, pero nunca nos habíamos separado más de unos días. Nos
costaba mucho estar lejos mientras tú estudiabas en la universidad. Usabas
este color en la firma de tus obras, como has hecho con las pinturas de abajo.
Este es el color que has estado intentando conseguir —dije, agitando el bote,
y la mezcla pastosa chapoteó en el interior—. La única razón por la que has
logrado este azul es que por fin, como Carlos, me has visto los ojos.
Me miró como si me viera por primera vez. Recorrió con la vista cada
centímetro de mi cuerpo hasta llegar a mi rostro. No dijo nada. Dejé el bote
de pintura en la mesa.
Carlos tragó saliva.
—¿Qué le pasó? —me preguntó.
Rasqué con la uña la mesa de madera e inspiré hondo.
—James fue a Cancún de viaje de negocios para llevar a pescar a un
cliente. Hubo un accidente con el barco y él desapareció. Su hermano repatrió
sus restos cuando por fin encontraron el cadáver. El funeral se celebró el día
de nuestra boda, hace diecisiete meses.
Me volví hacia la ventana y me quedé mirando al mar, más allá de las
azoteas.
—¿Por qué sigues intentando averiguar si está muerto? —me preguntó
Carlos a mi espalda—. ¿Y por qué aquí, si murió en la otra punta del país?
—Tenía motivos para creer que no habías muerto y alguien… me dijo
que… estabas aquí. —Me volví hacia él—. No sé exactamente qué te pasó en
la cara para que estés diferente, ni a tu memoria para que me hayas olvidado,
pero te he encontrado. He localizado las obras desaparecidas y he visto tus
pinturas de mí. Eres James. Solo que no sé cómo ayudarte a reencontrarte con
tu verdadero yo. ¿No recuerdas nada de nosotros? ¿Nada en absoluto? —
Negó con la cabeza—. Entonces, ¿volverás a casa conmigo? A lo mejor un
entorno familiar te ayude a recordar, a recobrar la memoria…
Guardó silencio, con los labios muy apretados. Pero yo sabía que su
cabeza estaba haciendo horas extra. ¿Intentaba recordar? ¿Buscaba algo en
mí que le resultara familiar?
—Di algo, por favor —le supliqué.
Cerró los ojos un momento, borrando la incertidumbre y las dudas que
yo había visto reflejadas en ellos.
—Lamento tu pérdida, pero yo no soy James. No puede ser. Tengo una
vida aquí, amigos. Familia. Mi hermana Imelda…
Hice un aspaviento.
—¿Imelda Rodríguez?
—¿La conoces?
—Sé quién es —gruñí, sorprendida de que todo encajara.
¿Qué estaba pasando?
«Piensa, piensa, piensa.» Me froté las sienes.
Carlos cruzó los brazos sobre el pecho e inspiró hondo.
—Creo que deberías irte.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Tienes que irte. Ya —me ordenó.
Me mantuve firme dos minutos. Él ni se inmutó, ni cambió de opinión,
tozudo como lo había sido siempre. Al ver que no decía nada más, crucé la
estancia y me detuve en la puerta.
—No sé lo que te habrá contado Imelda, pero no es tu hermana. Tú
tienes un hermano y se llama Thomas. Y también tienes una prometida.
—Te equivocas.
—Esta vez tengo toda la razón.
Hui de él y corrí a la playa. Necesitaba aclararme las ideas. Hundida en
la arena, volví la cara hacia el viento, con la esperanza de que la brisa se
llevara mi dolor. El dolor del rechazo, de la traición y de todo lo que
habíamos perdido.
Capítulo 24

Poco después, volví al hotel y pedí un mai tai y dos chupitos de tequila
en el bar de la playa. Me los bebí de golpe y me derrumbé en una tumbona,
cerca de la orilla, donde esperé a que me hicieran efecto. La había cagado con
Carlos y había jodido a Ian de forma espectacular. Carlos no quería volver a
verme y con toda seguridad Ian andaba buscándome, preocupadísimo.
Dormir me apetecía mucho más que encarar el desastre que había montado.
Me volví bocabajo y acaricié la arena con los dedos, ahondando más
para llegar a la parte fresca. La amasé con los nudillos como cuando hacía
pan y mi mente imbuida de alcohol me trasladó a la cocina de Aimee’s. Yo
estaba al lado de Mandy, riendo, planificando el menú del día mientras
preparábamos la masa de los productos de la mañana. El aire salobre de la
playa me recordó la sal marina con la que solíamos espolvorear los hojaldres;
la arena entre mis dedos era tan suave como la textura sedosa de la masa que
se deslizaba bajo las palmas de mis manos. Como la masa que mamá me
había enseñado a hacer. Y al pensar en mamá, mi mente se retrotrajo aún
más. Volví a su cocina, donde el aroma a pastel de manzana recién hecho
impregnaba el aire y yo estaba sentada en un taburete al lado de un chico al
que conocí. Él me regaba la cabeza de cristalitos de azúcar. Polvos mágicos
para la memoria. Me dijo que yo jamás lo olvidaría.
«Ojalá valiera también para él.»
Lloré, apretando fuerte los puños, haciendo que la arena desbordara
entre mis dedos como si fuera masa. Al poco, mis sollozos remitieron, el
atontamiento se apoderó de mí y mi cuerpo sucumbió al sueño.
Cuando desperté, grogui y desorientada, subí sin fuerzas los escalones
del hotel con la intención de seguir durmiendo unas horas más en mi
habitación. No podía pensar con claridad y, de momento, eludir mis
problemas me parecía mejor plan.
Atajé por la piscina en dirección al vestíbulo principal.
—¡Aimee!
Me sobresalté. Ian cruzaba el recinto a toda prisa. Apreté el paso. Me
adelantó corriendo y se interpuso en mi camino.
—Te has ido.
Le miré el pecho.
—Lo de anoche no debería haber ocurrido.
—¡Chorradas! —Se pasó ambas manos por el pelo y bajó la voz—.
Mírame. Por favor.
Levanté la cara. El rechazo enmascaraba su rostro y lloré por dentro. Yo
le había hecho eso. Estuve a punto de acariciarlo, pero no lo hice.
—Ha sido un error, Ian. Lo siento. Olvídate de que ha ocurrido.
—Ha sido la mejor noche… —Tragó saliva y miró por encima de mi
hombro. Infló las aletas de la nariz antes de volver a mirarme. Las arrugas de
su rostro se acentuaron—. Nunca lo olvidaré.
Yo tampoco. Pero tenía que terminar lo que había empezado.
Necesitaba respuestas sobre lo de James.
—¿Has estado con él?
—No puedo hacer esto ahora, Ian —dije, señalándonos a los dos—. He
venido aquí por James. Siempre ha sido por James.
—¿Cuándo será por Aimee? —Apreté los dientes. También era por mí
—. Ven un momento, quiero enseñarte algo.
Me agarró de la mano y me llevó hasta una mesa bajo una sombrilla.
Tenía el portátil abierto. Me ofreció una silla para que me sentara y se sentó
en la de al lado. Apartó el portátil y giró la silla para mirarme.
—He encontrado las obras desaparecidas de James —espeté. Tomó una
bocanada de aire, sorprendido—. Estaban en la planta de arriba, en el estudio
particular de Carlos. —Rasqué con la uña la pintura desconchada del brazo
de la silla—. Él no se acuerda de mí y se comporta como si no hubiera
perdido la memoria. Me he ofrecido a ayudarle y me ha pedido que me fuera.
Además, me ha dicho que Imelda es su hermana. No entiendo qué le pasa.
Ian se frotó la barbilla.
—¿Qué te he contado yo de mi madre?
Me aparté.
—¿Qué tiene que ver ella con James? —Me miró fijamente. Yo me
escurrí aún más en la silla—. No mucho. Solo que tenía problemas
psiquiátricos.
—Tenía TID, trastorno de identidad disociativo, lo que antes se conocía
como personalidad múltiple. Mamá tenía dos. Sarah, su identidad dominante,
era mi madre. Luego estaba Jackie. —Se pasó las manos por los pantalones y
se recolocó en el asiento—. Me daba un miedo terrible. En cierto sentido, era
una especie de Jekyll y Hyde. Nunca sabía con cuál me encontraría al volver
del colegio.
—¿Jackie te hizo daño alguna vez?
—Daño físico, no, pero me odiaba a mí y odiaba a mi padre. No se
consideraba casada, así que se iba de casa a menudo, varios días, con algunas
crisis. Yo tenía que aprender a apañármelas solo si papá estaba de viaje por
trabajo.
—Tu madre debía de sentirse fatal abandonándote así.
—Así era, cuando le contaba lo que había hecho o le enseñaba sus fotos.
—¿No se acordaba? —pregunté extrañada.
—Sarah no tenía recuerdos de los momentos en que Jackie era la
personalidad dominante y Jackie no sabía absolutamente nada de Sarah.
Lapsus totales, ambas. En pocas palabras, eran dos personas distintas. Incluso
hablaban de forma diferente.
Le agarré la mano.
—Eso tuvo que ser horrible para ti.
Me dedicó una sonrisa agridulce.
—Mi madre es la razón por la que no hago retratos. Me pedía que le
hiciera fotos cuando aparecía Jackie. Quería saber qué aspecto tenía su álter
ego, cómo vestía y cómo se peinaba. Qué hacía.
»Mis fotos siempre pillaban a Jackie en sus peores momentos. Mamá
las odiaba y yo odiaba a la persona que veía en ellas. Se ven muchos más
detalles en una imagen ampliada y colgada en la pared que en una miniatura.
Incluidas las mierdas que la gente intenta ocultar. Lo reflejan sus ojos.
—¿Qué le ocurrió?
—No lo sé. —Miró por encima de mi hombro, abstraído—. El día que
Laney me encontró llevaba una semana solo. Mamá y yo habíamos estado de
compras. Por entonces vivíamos en Idaho. Allí coges el coche y no ves nada
más que campo en kilómetros. En una rotonda, en medio de la nada, Sarah se
fue y apareció Jackie. Me miró por el retrovisor y pronunció tres palabras:
«Baja del coche». No hizo falta que dijera más. Me bajé tan rápido que ni se
me ocurrió pensar que no tenía forma de volver a casa. Solo quería alejarme
de ella.
»Laney estaba en la cafetería donde se habían reunido mi padre y los
policías que me buscaban para estudiar un mapa de la zona. Trataban de ver
dónde les quedaba por mirar. Ella estaba allí con su familia y se ofreció a
ayudar. Los policías se rieron cuando les dijo que era vidente, pero papá
estaba dispuesto a aceptar toda la ayuda que pudiera conseguir. Ella los
condujo directamente a mí. Me encontraron sucio y muerto de hambre porque
había estado escondido en una cuneta. No quería que Jackie me encontrara.
Mamá volvió a casa dos días después que yo.
»Papá buscó un especialista con la esperanza de acabar con Jackie. El
médico le contó que mamá había sido víctima de abusos graves de niña y que
pensaba que eran la causa de su TID. A nivel emocional, se había distanciado
de su trauma. Jackie llegó a los pocos meses de que yo naciera. Con los años,
su alternancia entre personalidades fue haciéndose cada vez más frecuente. El
médico le dijo a papá que criar a un niño le generaba demasiado estrés.
Mamá debía abandonarnos si quería recuperarse. No he vuelto a verla desde
entonces.
—Por eso buscas a Lacy, o sea, a Laney —dije—. Quieres que ella te
ayude a encontrar a tu madre.
Asintió con la cabeza.
—La echo de menos.
—Espero que la encuentres —dije, apretándole la mano.
—Algún día —dijo, retirándola y tamborileando con los dedos en la
mesa—. El caso es que he estado pensando en lo que me dijiste el otro día de
que Carlos no parece consciente de haber perdido la memoria. Me recordó a
mi madre. No creo que él tenga amnesia —dijo, y se acercó el portátil.
—¿Crees que tiene… cómo lo has llamado… identidad disociativa…?
—No…
—Entonces, ¿qué demonios le pasa? —pregunté impaciente—. Tiene
que ser amnesia. No se acuerda de mí.
—Ni de su verdadero nombre, ni de nada de su vida anterior. Amigos,
familia, nada. Apuesto a que Carlos no sabe absolutamente nada de James, ¿a
que no?
—Me parece que no.
Siguió tamborileando, esa vez en el portátil.
—Creo que sufre una fuga disociativa.
—¿Una qué? No…
—Escúchame —dijo, levantando una mano para callarme—. No puedo
demostrar que sea eso lo que le pasa, es solo una conjetura. Tendrías que
preguntarle a un especialista, o quizá al propio Carlos, pero a mí me parece
que es una fuga. La disociación se produce como consecuencia de un trauma
grave. A James le pasó algo cuando vino a México. Fuera lo que fuese, su
mente se cerró y lo borró todo. Más o menos como lo que le pasa a un
ordenador cuando falla y se borra toda la información del disco duro —
añadió, dando unos toquecitos a su portátil.
—¿Y cómo lo voy a ayudar?
—Dudo que puedas —dijo, y su mirada se ablandó.
Pensé en la propuesta que le había hecho a Carlos.
—El entorno familiar ayudaría, ¿no?
—Con la fuga, no hay garantías de recuperación. Los que la sufren
suelen recobrar la memoria a las pocas horas de perderla. A veces tardan días
y los recuerdos vuelven tan de repente como se habían ido —dijo, chascando
los dedos.
—Pero él lleva así casi dos años.
—Hay casos en los que la disociación dura años. Incluso casos
extremos en los que los síntomas perduran… bueno, por tiempo indefinido.
Lo siento, Aimee.
Me acercó su portátil. Vi fundirse en negro la pantalla cuando el equipo
entró en reposo.
—¿Puede que jamás recobre la memoria?
Suspiró.
—Creo que deberías prepararte para la posibilidad de que James se haya
ido indefinidamente. —Negué rotundamente con la cabeza—. Con el TID,
existen dos o más personalidades, pero se van alternando —me explicó—. No
es el caso de la fuga. La identidad anterior se pierde y se crea una nueva.
Salvo que alguien le diga a esa persona lo que pasa, la nueva identidad no
tiene ni idea de que es un reemplazo. Eso explicaría por qué James, o sea,
Carlos, no ha intentado recobrar la memoria. No sabe que es James y me da
la impresión de que nadie se lo ha dicho. Aimee —dijo, poniéndome una
mano suavemente en la rodilla—, es muy probable que James ya no exista.
En cierto sentido, está muerto.
Me zafé de su mano. Estiró los dedos y se apoyó en la mesa. Tenía
sentimientos encontrados, se lo notaba en cómo apretaba los puños y luego
inspiraba hondo varias veces. Se debatía entre acariciarme y mantener la
distancia. Yo necesitaba esa distancia para pensar con claridad.
Me froté la frente.
—¿Cómo puede haber desaparecido James si hay restos de él en Carlos?
Le conté lo de la pintura de la firma y le hablé de las visiones que
Carlos tenía. Llevaba meses intentando pintarme.
—No soy un especialista. No te puedo contestar.
Su teoría me sonaba demasiado surrealista y trágica. No estaba
preparada para resignarme.
—¿Y si consigue recobrar la memoria?
—Ahí es donde se complican las cosas. Si la recobra, cosa que parece
bastante improbable porque lleva mucho tiempo así, se sentirá
tremendamente confundido, sobre todo por el lapso temporal.
—¿Qué lapso temporal?
—El que se producirá cuando vuelva James. Al hacerlo, Carlos
desaparecerá, junto con todos sus recuerdos.
—¿No recordará nada de su vida en México? —pregunté espantada.
—Para él será como si te hubiera dejado ayer. No sé qué más decirte,
pero esto es algo que deberías estudiar, investigar. Te he dejado unas páginas
abiertas —dijo, despertando el portátil del reposo—. Y Aimee… —Levanté
la vista del monitor. Ian miró con recelo hacia el vestíbulo del hotel—.
Ándate con sumo cuidado. La fuga es un recurso de la mente para protegerse
de algo que no es capaz de procesar o que le resulta muy doloroso. A James
lo han dejado aquí, lejos de su familia y de sus amigos, por alguna razón. A
alguien no le interesa que recobre la memoria, pero me parece que él ya está
indagando.
—¿A qué te refieres?
—Mi reunión con Imelda se ha interrumpido de pronto. Carlos está con
ella.

Ian se levantó de la silla y se despidió.


Yo me puse de pie como un resorte.
—¿Adónde vas?
—Al vestíbulo —dijo, señalando con el pulgar—. Puede que consiga
pillar a Imelda cuando Carlos termine de hablar con ella.
—Voy contigo —le dije, y agarré el bolso.
Se plantó delante de mí.
—No creo que sea buena idea.
—¿Por qué no?
Me agarró de los brazos. Me sentí como si me atacara.
—Te acabo de soltar muchísima información. Tómate tiempo para
procesarla.
—Quiero hablar un momento con Imelda.
—No seas impulsiva. Ahora mismo estás demasiado afectada.
—¡Chorradas! ¡Ella ha abusado de él!
Me miró espantado, sorprendido por mi arrebato. Me importaba una
mierda. Ella le había robado a James casi dos años de su vida, de nuestra vida
juntos.
Ian me apretó aún más fuerte.
—No tienes la certeza de que eso haya sido así.
—¡Ni tú de que no! —grité, forcejeando con él.
—No estás siendo razonable. Piensa, Aimee. Dudo que Imelda sea la
única persona que haya jodido a James.
Apreté mucho los labios.
—Thomas.
Tenía que estar implicado y habría apostado mi restaurante a que había
estado al tanto del paradero de James y de sus pinturas todo ese tiempo.
Ian me miró con franqueza. Estaba pensando lo mismo que yo.
Me dio un subidón de adrenalina. Me tembló el cuerpo entero.
Necesitaba respuestas.
—Tengo que hablar con Imelda. Ahora.
—No te arriesgues a espantarla. Habla con ella cuando estés tranquila.
Me clavó los dedos en los hombros y un torbellino de emociones le afeó
el rostro. Percibí su necesidad de estrecharme fuerte contra su pecho y
sacarme inmediatamente de allí. Alejarme del hombre que me apartaba de él.
Consiguió mantener la distancia, con los codos pegados al cuerpo, pero
lo notaba a kilómetros de mí. Ya se estaba resignando.
—Sé que te cuesta, pero deja que Carlos hable tranquilamente con ella
—me dijo—. Hasta que has aparecido tú, probablemente nunca haya tenido
motivo para sospechar que lo había engañado. Aprovecha este tiempo para
comprender mejor a lo que te enfrentas. Lee artículos. Prepara una lista de
preguntas que quieras hacerle a Imelda. Piensa en lo que vas a decirle a
Thomas cuando vuelvas a verlo.
Yo daba vueltas en un círculo pequeño. Él me miraba con recelo.
—¿Quieres un poco de agua? Voy a buscarte un vaso.
—No. No quiero agua.
Miré a regañadientes su portátil. Mi mitad sensata comprendía que
debía hacer lo que él me proponía: serenarme, leer y hacer preguntas después.
—Muy bien. Pues… —Se pasó enérgicamente los dedos por el cuero
cabelludo. El pelo, aclarado por el sol, se le puso de punta—. Ven a buscarme
cuando estés preparada. Te acompañaré al despacho de Imelda.
Lo vi entrar en el vestíbulo y tuve que refrenarme para no salir
corriendo detrás de él. Sentí una súbita necesidad de ahogarme en la
compasión que me ofrecía desinteresadamente, de protegerme de la locura de
la situación de James. También me apetecía ir a buscar iracunda a Imelda y
exigirle que me explicara qué demonios le había hecho a mi prometido.
Pero con eso no iba a conseguir nada, como habían demostrado mis
actos de esa mañana. Atendiendo a la sugerencia de Ian, procuraría no ser
impulsiva. Ya me había plantado en México sin investigar nada primero, y
eso era precisamente lo que debía hacer en ese momento. Debía entenderlo
todo antes de hablar con Imelda y plantarle cara a Thomas. Sobre todo quería
estar preparada antes de abordar a Carlos o me despacharía otra vez.
Me senté en la silla, desperté el portátil de Ian y me quedé pasmada.
Tenía más ventanas del navegador abiertas de las que yo podía contar,
apiladas unas sobre otras como tortitas.
Por lo que me había contado, la pérdida de memoria de James no era el
resultado de un traumatismo. Era psicológica, debida a algo tan insoportable
que no había podido superar. Su mente lo había sacado de la situación
borrándolo todo. Luego, como un disco duro vacío, había ido almacenando
datos nuevos en forma de nueva identidad.
La de Carlos.
O, para ser exactos, la de Jaime Carlos Domínguez.
Alguien tenía que haberle creado esa vida. Sus iniciales no eran
coincidencia. Pensé en Imelda y en lo que le podía haber contado a James
mientras se había sentido perdido y confundido y su mente tan vacía había
absorbido toda la información que le habían proporcionado. Pensé en
Thomas. ¿Por qué habría hecho algo tan ruin como fingir la muerte de su
hermano?
«¿Qué te pasó, James?»
Exploré los artículos, digiriendo la información tan rápido como mis
ojos podían devorar las palabras. Hice clic en enlaces, abriendo más páginas
mientras guardaba otras en mis favoritos. Le pediría a Ian que me enviase los
enlaces por correo electrónico y luego me lo volvería a leer todo.
Leí también lo que Ian me había explicado sobre el estado de fuga, que
James sufriría una amnesia absoluta durante el periodo de fuga y, cuando
recobrara la memoria, olvidaría todo lo que había vivido como Carlos.
Si la recobraba.
Leí que algunos pacientes que habían sufrido fugas de años trabajaban
constantemente por recuperar su identidad original. Era conscientes de su
trastorno. James no.
O al menos no lo había sido hasta que había aparecido yo.
Nadie le había revelado su verdadera identidad. Yo suponía que le
habían dicho que era ciudadano mexicano, que tenía una vida en Puerto
Escondido y que había sufrido lesiones graves.
Como un accidente haciendo surf.
¿Por qué lo habían engañado? ¿Y cómo había terminado a kilómetros de
dónde debería haber estado? Los registros de su viaje confirmaban que había
hecho noche en Playa del Carmen, justo al sur de Cancún.
Debieron de falsificarlos, de ese modo su familia y amigos creyeron que
había muerto en viaje de negocios, lejos de donde aún vivía. Nadie lo
encontraría.
Se abrió una ventanita que me advirtió de que a la batería le quedaba
solo un diez por ciento de carga. Al rato, la pantalla se puso en negro. Cerré
el portátil de golpe y me dirigí al vestíbulo del hotel. Ian debía de estar aún
con Imelda. No lo vi. La recepcionista me ofreció un plano del complejo y
me rodeó con un círculo el ala donde se encontraban los despachos de
dirección.
Al final del pasillo del vestíbulo principal, lo encontré. Estaba al lado de
Imelda, que lloraba. Lo vi mover los labios, pero no pude discernir lo que
decía con el llanto desconsolado de Imelda. Carlos estaba a un lado, solo.
Con la cabeza gacha y el brazo doblado, apoyado en la pared, parecía intentar
no perder el equilibrio en un mundo que se le había puesto patas arriba.
Fui corriendo hasta él. Levantó de pronto la cabeza y me detuve,
incapaz de enfrentarme a la rabia que emanaba de su rostro. Fue como un
puñetazo en el estómago.
—¿James?
—No me llamo así —espetó con desdén.
Se irguió y pasó por delante de mí, dándome un empujón en el hombro.
Lo seguí.
—¡Perdona! Carlos, escúchame…
Unos dedos me agarraron del codo y me hicieron recular.
—Aimee, no…
Me volví bruscamente y forcejeé.
—¿Qué haces, Ian? ¡Suéltame!
—Ahora no. —Me agarró también del otro codo—. Ahora no es buen
momento —dijo, señalando con la cabeza a Imelda, acurrucada contra la
pared—. Se lo ha contado todo a Carlos.
—¿Todo? —¿Qué demonios era «todo»? Lancé una mirada asesina a
Imelda—. Dime qué le has hecho. —Intenté zafarme de Ian—. ¡Maldita sea,
Ian! ¡Apártate!
Me encontraba al borde de un precipicio, dispuesta a saltar y agarrarla
por el cuello. Mis dedos arañaron el aire. En el fondo, sabía que estaba
perdiendo la cabeza. James, Imelda, Thomas, Lacy… las pinturas
desaparecidas de James, su muerte fingida… haberme acostado con Ian,
haberme sincerado con él… Todo aquello era demasiado.
Ian no me soltó, sus uñas romas se me clavaban en la piel blanda de la
cara interna de los brazos. Grité de frustración.
Imelda reculó, mirando a la pared.
—¡Cálmate! —me chilló Ian. Me hizo callar, intentando apaciguarme.
—¡Que te den! No he venido hasta aquí para sentarme a esperar a que
todo el mundo se calme —voceé—. Ya ha pasado el momento de ser
civilizados. Esa mujer ha tenido tiempo de sobra para contárselo a James,
¡diecinueve putos meses! Quiero saber qué demonios está pasando. —
Forcejeé, me retorcí. Ian empezó a arrastrarme por el pasillo, lejos de Imelda
—. Maldita sea, Ian, ¡SUÉL-TA-ME!
—Ella tiene razón.
Dejamos de forcejear. Miramos boquiabiertos a Imelda. Ian aflojó la
mano y yo me solté y me froté la piel enrojecida para calmar el escozor.
Imelda se apartó de la pared.
—Se lo tenía que haber contado hace meses. Lo he destrozado, lo está
pasando fatal. Me odia. —Miró a Ian, que me tenía agarrada por un hombro,
preparado para retenerme. Yo aún sentía el impulso de abalanzarme sobre
ella—. No pasa nada —le dijo a él—. Ella tiene que saberlo. Además —
añadió, mirándonos a Ian y a mí alternativamente—, esperaba su llegada.
—¿Qué? —dijimos los dos a la vez.
Ian bajó la mano y yo me aparté de él. Imelda me miró con tristeza.
—Ven conmigo.
Pasó por mi lado y yo le devolví a Ian su portátil, soltándoselo con
fuerza en el pecho, en pago por las marcas que él me había dejado en los
brazos.
—Se ha muerto la batería —gruñí, y me fui detrás de Imelda.
—Aimee… —me dijo con una vehemencia serena. Yo me detuve, pero
no me volví—. Si me necesitas, estaré en el café de la playa.
Asentí brevemente sin mirarlo y me fui.
Capítulo 25

Imelda me condujo a la playa. La seguí entre la masa de espectadores,


haciendo todo lo posible por no perderla de vista. Una vez pasada la zona del
campeonato de surf, me acerqué y caminé a su lado. Seguimos por Playa
Zicatela y ya empezaba a preguntarme si se proponía llevarme hasta La
Punta, el promontorio donde se terminaba la playa, cuando de pronto se
detuvo y miró al mar.
—Aquí fue donde lo encontré.
Seguí su mirada, más allá de las olas encrespadas.
—¿En el agua?
—No, aquí —dijo, señalando la arena que pisaba, y su acento exótico
sonó henchido de emoción—. Me topé con él durante mi paseo nocturno.
Estaba empapado y deambulando por la playa. Aturdido y desorientado,
agotado. —Me miró angustiada—. Tenía cortes y arañazos por todo el
cuerpo, la cara hinchada y ensangrentada como si le hubieran dado una
paliza. Dudo que fuera eso lo que pasó.
—No había estado haciendo surf, ¿verdad?
Negó con la cabeza.
—Las olas de Zicatela te pueden partir la tabla o la espalda. Son
poderosas. Aquí hay que tenerle mucho respeto al mar —dijo, señalando a La
Punta—. Creo que la corriente lo arrastró contra aquellas rocas desde
dondequiera que viniese nadando.
Me estremecí. Me imaginé a James zarandeado por las olas, arrojado
repetidas veces contra las rocas mientras se esforzaba por llegar a la orilla.
Entonces recordé aquellas extrañas visiones que había tenido antes de
desmayarme en el baño de la discoteca, justo después de ver a Lacy.
¿Habrían sido realidad?
—¿Qué le pasó? —pregunté.
—No sé —me contestó en español con un mohín—. No sé —repitió
después en mi idioma.
Se volvió hacia el hotel.
—El solar había sido de la familia de mi difunto marido durante muchas
generaciones. Él heredó los terrenos cuando nos casamos y empezó a
planificar la construcción del hotel. El complejo era su sueño y se convirtió
en el mío también. Pasamos tres años consiguiendo préstamos y ahorrando
para este hotel. Era tan bonito. Magnífico —dijo en español. Esbozó una
sonrisa temblona, luego su mirada se tornó triste—. A mi marido le dio un
infarto seis meses después de que abriéramos. Murió en mis brazos. Yo lo
heredé todo: un hotel que no sabía cómo llevar y a los acreedores que no me
dejaban ni respirar.
Cruzó los brazos y se frotó los codos.
—Cuatro meses después de su muerte, tuve que tomar una decisión:
vender el hotel o seguir adelante. Así que vine aquí a pensar. Estaba dispuesta
a renunciar a nuestros sueños. El hotel era lo único que me quedaba de mi
difunto marido. Fue entonces cuando me topé con Carlos.
—¿Qué te dijo cuando lo encontraste?
—No sabía cómo se llamaba, ni de dónde era, ni cómo había llegado a
la playa. Hace muchos meses me dijo que su primer recuerdo era haberme
visto a mí.
»Me lo llevé a nuestra clínica. Tenía la nariz y el pómulo rotos.
Necesitaba una cirugía facial completa y nuestros médicos no estaban
capacitados para intervenirlo. Tampoco sabían qué hacer con él porque no
tenía recuerdos.
—Pero se había denunciado su desaparición —dije—. Alguien debió de
imaginarse quién era.
Bajó la mirada al suelo. Nerviosa, se dibujó círculos en los codos.
—Habían denunciado su desaparición en la costa de Cozumel, así que
nadie relacionaba al hombre que teníamos en la clínica con el que había
desaparecido a más de dos mil kilómetros de distancia. Cuando se denunció
su desaparición, a la clínica y a mí ya nos habían sobornado para que
guardásemos silencio.
—¿Quién os sobornó? —pregunté, pese a que ya tenía mis sospechas.
Se humedeció los labios.
—A las pocas horas de que yo me encargara de Carlos, llegó un
americano. Me dijo que era amigo suyo, pero a mí me pareció un pariente.
Tenían los mismos ojos.
No me sorprendió, pero me eché a temblar igual.
—Thomas.
—Me hizo una oferta que no pude rechazar.
Me derrumbé en la arena. Igual que a Imelda, Thomas me había
sobornado para que siguiera adelante con mi vida alegremente. «Cobra el
cheque —me dijo en más de una ocasión—. Abre un restaurante —me instó.»
Y yo lo había hecho. Y eso me había mantenido distraída de la verdad que
me ocultaba.
Imelda se sentó a mi lado.
—Esto ha debido de ser muy doloroso para ti. Os ibais a casar, ¿verdad?
—Su funeral se celebró el día de nuestra boda.
—Lo siento —masculló en español, como disculpándose. Yo me limité
a mirar fijamente al suelo—. Al principio, Thomas me pidió que me ocupara
de Carlos —prosiguió—. Debía tenerlo a salvo e informarlo a él de cualquier
cosa sospechosa.
Levanté la cabeza.
—¿Como qué? Estaba de viaje de negocios.
—Su vida corría peligro. Alguien había querido matarlo.
Se me aceleró el corazón. Lacy me había mencionado algo de peligro en
su nota, pero me había parecido un disparate. James había llevado una vida
muy normal.
—¿Quién andaba tras él?
—No sé. Parte del trato que hice con Thomas consistía en no hacer
preguntas.
—¿Por qué aceptaste un trato así de un desconocido? —Le temblaron
los labios y yo hice un aspaviento—. Te pagó el hotel, ¿verdad? ¿Ha
merecido la pena? ¿La vida de mi prometido a cambio de una sin deudas para
ti?
—Yo le he ofrecido una nueva —se defendió—. Una mejor.
—¿Eso fue lo que te dijo Thomas? Lástima que no le puedas preguntar
a James su opinión. ¡Tenía una vida plena! —le grité—. Una vida hermosa.
—Aquí es libre. No tiene que guardar secretos.
—¿Qué secretos? James no tenía secretos.
Me miró con determinación.
—¿Estás completamente segura?
Contemplé el océano, con la mente tan revuelta como el oleaje. La
semilla de la duda me brotó en la boca del estómago y de sus tallos nacieron
espinas que se me clavaron en los huesos. No, no estaba segura. Ya no. Si a
James le costaba hablar de Phil y la noche de nuestro compromiso, seguro
que había otras cosas que no contaba.
—Mi amigo Ian piensa que James sufre una fuga disociativa —dije.
Enarcó las cejas, impresionada.
—Y está en lo cierto. Los médicos creen que la pérdida de memoria es
psicológica. Thomas quería asegurarse de que Carlos no recordaba nada de su
vida anterior, así que nos inventamos una nueva. Trajo especialistas. Le
reconstruyeron la cara. Nadie lo reconocería. Ofreció a todo el mundo una
buena compensación económica por guardar silencio. Por aquí todo se puede
comprar con dinero, sobre todo si son dólares estadounidenses.
»Mientras yo cuidaba de Carlos en mi casa, Thomas le inventó una
vida. Ya tenía los documentos, la partida de nacimiento, el carné de
identidad… —Me miró un instante—. Sus pinturas antiguas traídas de su
país. Hizo que pareciera que Carlos acababa de llegar a la ciudad para montar
su galería de arte. Era mi hermano adoptivo desaparecido hacía tiempo. A
ojos del mundo, Carlos era ciudadano mexicano.
»Thomas estaba convencido de que cuanto más sólida fuese la vida que
creáramos para él menos probabilidades habría de que recobrara la memoria.
Sí, nuestra historia tenía fallos, pero, como Carlos acababa de reencontrarse
conmigo, su hermana adoptiva, yo no tenía que contestar a sus preguntas
porque no disponía de esos datos. Habíamos empezado a conocernos de
nuevo justo antes de su accidente de surf.
Espetó las tres últimas palabras como si detestara las mentiras que había
contado.
Procuré digerir aquella red de engaños. No podía imaginarme fingiendo
ser alguien que no era.
—¿Cómo has podido mentirle tanto tiempo?
Apretó mucho los labios.
—Al principio me costó mucho. Siempre pensaba que Carlos me
calaría, pero los cheques de Thomas seguían llegando. —Me miró de reojo,
luego miró la arena que pisaban sus pies—. Siguen llegando.
Me froté la cara. ¡Madre mía! Thomas seguía pagándole.
—¿Has intentado alguna vez contarle la verdad a James?
Se ruborizó y se miró las manos. Reconocí ese gesto.
—¡Te has enamorado de él!
—¡Solo como una hermana se enamora de su hermano! Por favor, ten
en cuenta que yo no tenía a nadie —se defendió, suplicando con las manos
abiertas—. Mi marido había muerto. Mis padres habían fallecido un año antes
que él y yo había perdido a mi hermano adoptivo cuando era un niño. Estaba
sola y por fin tenía a alguien. Por eso le puse el nombre de mi hermano:
Carlos Domínguez. Carlos significa «hombre libre». Pensé que el nombre le
iba bien. Thomas insistió en que su primer nombre empezara por J, por las
pinturas. Mi padre se llamaba Jaime.
—¿Por qué querría Thomas esconder a James de su pasado, hacer todo
esto?
Thomas tenía que explicarme muchas cosas. Si no lo asesinaba primero.
—No te enfades con él. Solo protegía a su hermano. —Se levantó, se
colocó de espaldas al mar. Una ráfaga de viento le puso el pelo por la cara.
Los mechones le azotaron la piel tostada. Se los apartó, enroscándoselos en la
palma de la mano—. Cuida de Carlos. Está muy enfadado conmigo. Necesita
a alguien. Le he dicho quién eres y que tú eres tan víctima como él.
Recordé la última vez que lo había visto, cómo me había mirado en el
pasillo cuando lo había llamado James.
—Dudo que quiera verme a mí tampoco.
—Dale tiempo. Puedes quedarte en el hotel sin cargo el tiempo que
quieras. Es lo mínimo que puedo hacer para expiar mis pecados.
—Me has dicho que me esperabas —le recordé cuando empezó a
alejarse.
Se detuvo y me miró.
—Soy una mujer cristiana y he pecado mucho. Temo por mi alma, pero
temo aún más las represalias de Thomas. Mi hotel está escriturado a su
nombre y no quiero que me lo arrebate, pero me sentía mal por engañar a
Carlos, así que le pedí a Lucy que buscara a alguien a quien Carlos conociera
de antes.
—¿A Lucy? —pregunté, ceñuda. Entonces recordé: Lacy.
—Confiaba en que pudiera convencer a algún amigo o familiar de que
Carlos estaba vivo sin implicarme a mí. No quería que Thomas se enterara.
Se encogió y se apartó de mí.
—¿Quién es Lacy, o sea, Lucy?
Se le iluminaron los ojos. Habló con una mano en el pecho.
—Se aloja con frecuencia en Casa del Sol y parece que viene a vernos
siempre cuando más la necesito, a veces incluso antes de que yo sea
consciente de que preciso de su sabiduría. Es mi amiga.
Al ver que no decía nada más, le solté las preguntas que se me
amontonaban en la cabeza.
—¿De dónde es? ¿Cómo puedo encontrarla?
Ian querría saberlo. Yo quería saberlo.
—Es… ¿Cómo se dice en inglés? ¿Un enigma? Sí, eso es. —Imelda
empezó a caminar de espaldas hacia La Punta. Una sonrisa llorosa se dibujó
en su rostro, una de esas que aparecen cuando tienes toda una vida de
confesiones que hacer y ninguna esperanza de poder enmendar tus errores—.
Lucy es una criatura misteriosa, ¿verdad?
Dio media vuelta y me dejó sola en la playa.
El trayecto de regreso al hotel se me hizo más largo. Iba arrastrando los
pies por la arena. Vi que Ian me observaba desde su mesa de la terraza,
apenado. Se me encogió el corazón. Una parte de mí quería ir con él y dejar
atrás el lío que Thomas había montado, pero no podía abandonar a James,
menos aún después de lo que había averiguado. Desvié la mirada y pasé de
largo el café.
Cuando entré en mi habitación, el teléfono estaba sonando. Rodeé la
cama y levanté con torpeza el auricular de la mesilla.
—¿Diga?
—¡Por fin! Llevo toda la tarde llamándote.
—¿Kristen?
—¿Quién iba a ser si no? —dijo con sorna—. ¿Por qué no coges el
móvil?
Lo saqué. Cuatro llamadas perdidas.
—Lo siento. Lo he puesto en silencio.
Kristen rio.
—¿Tan bien ha ido la clase de pintura? Cuéntame, ¿Carlos es…?
—¿James? —terminé la frase por ella—. Sí, es él. Thomas es el
responsable.
Inspiró hondo y maldijo. Yo sujeté el móvil con el hombro y me froté
los brazos. Se me había puesto la carne de gallina. Pensé en las veces que
Thomas me había llamado o había venido a tomar café a mi local. En cómo
me había preguntado qué tal el día. En las conversaciones ideales, normales
que habíamos tenido, cuando todo ese tiempo había estado mintiéndonos a
todos, incluido James. Se me hizo un nudo de bilis en el estómago.
—Me dejas sin habla —dijo Kristen—. No me extraña que Thomas
haya estado tan cotilla.
—Imelda me ha dicho…
—¿Quién es Imelda? Empieza por el principio —dijo, chascando la
lengua—. Cuéntamelo todo.
Y eso hice.
—¿Cómo le ha sentado todo esto a Ian? —me preguntó cuando terminé.
Me mordí la uña del pulgar—. ¿Qué me estás ocultando?
—Me he acostado con él.
—¿Con quién? —preguntó espantada—. ¿Con Ian? —Al ver que no
contestaba tan rápido como esperaba, rio, soltó una carcajada grave y
perversa—. Menuda cagada.
—Dime algo que no sepa —repuse, mordiéndome otra uña.
—Es un tío estupendo. Le importas mucho y me apuesto lo que sea a
que además te quiere.
—Me quiere —reconocí.
—¿Te lo ha dicho? —preguntó, asombrada—. No le hagas daño.
—Demasiado tarde para eso.
Hizo un ruidito como de decepción.
—¿Te puedo dar un consejo?
—Me lo vas a dar igual.
—En serio, Aimee, escúchame —me imploró—. Sé que has puesto el
alma en encontrar a James, pero puede que Ian tenga razón. Es posible que
James jamás recobre la memoria. Tienes que prepararte para lo peor.
—¿Se supone que tengo que renunciar a él? Lo acabo de encontrar.
Tengo que ayudarlo a recordar.
—Tu vuelo sale dentro de dos días. ¿Cómo piensas ayudarlo en
cuarenta y ocho horas? —Me mordí el labio inferior y ella maldijo con mi
silencio—. No tendrás pensado quedarte allí, ¿verdad? ¿Y tu restaurante? ¿Tu
familia? ¡Yo! —exclamó—. Estamos todos aquí.
—James está aquí. —Me tiré del pelo y me enrosqué los rizos en los
dedos. Ahora que sabía que había sido víctima de un plan bien orquestado, no
podía dejarlo solo. Debía ayudar—. Imelda me ha ofrecido una habitación
todo el tiempo que la necesite.
—Aimee… —me suplicó Kristen—. ¿De verdad es eso lo que quieres
hacer?
—Si pensaras que Nick ha muerto y de pronto descubrieras que está
vivo pero no recuerda ni un solo minuto de vuestra vida en común, ¿lo
abandonarías?
—Probablemente no —dijo al cabo de un momento—. No, no podría.
—¿Entiendes entonces por qué tengo que quedarme e intentar ayudarlo?
—Creo que entiendo por qué quieres hacerlo, pero no puedes obligar a
Carlos a ser alguien que no es. No le hagas lo que le hicieron a James sus
padres toda la vida. James y tú deberíais estar juntos, pero Carlos y tú sois
otra cosa muy distinta. Piensa bien en lo que quieres antes de abordarlo —me
aconsejó—. Es posible que no desee renunciar a su vida en México. Así que,
mientras intentas convencerlo de que estaría mucho mejor en California, te
arriesgas a perder a un hombre que te quiere.
Empezaba a hacerme a la idea de que ya había perdido a Ian. Quería
estar con él y con James, pero James me necesitaba más.
Me despedí de Kristen y colgué. Llamaron a la puerta y me tensé. Ian.
Quería hablar y no era justo que siguiera evitándolo.
Fui a abrir la puerta asomándome primero por la mirilla y solté
bruscamente el pomo como si me abrasara la piel. No era Ian quien estaba al
otro lado. Era Carlos.
Capítulo 26

«¿Qué hace aquí?»


Tomé dos bocanadas de aire para tranquilizarme, me estiré la falda y
abrí la puerta.
Carlos estaba solo en el pasillo. Levantó la cabeza y la luz del techo le
iluminó los músculos tensos de la mandíbula. Se aclaró la garganta y miró de
reojo al pasillo.
—Lo siento. Lo de antes.
Noté que se me empañaban los ojos. Carlos irradiaba dolor. Lo habían
traicionado de la peor forma posible.
—Eh… No te preocupes. —Se frotó el cuello. Le temblaba el brazo—.
Dime cómo puedo ayudarte. —Salí al pasillo, la puerta se cerró a mi espalda
—. Por favor, quiero ayudar.
Se metió las manos en los bolsillos, con los puños apretados, y los
hombros le subieron hasta las orejas. Aún llevaba los vaqueros desgastados,
la camisa de lino ajustada y las chanclas que vestía esa mañana. Yo tampoco
me había cambiado la blusa y la falda que me había puesto después de
ducharme y dejar a Ian.
Aparté ese pensamiento y traté de controlar mi expresión.
—Puedes confiar en mí —dije, acercándome. —Le vibró un músculo de
la mejilla. Parecía a punto de estallar—. Confía en mí —le repetí y, con
delicadeza, le toqué la muñeca.
Siguió mi mano con la mirada, entornando los ojos. Relajó la
mandíbula.
A lo mejor Imelda tenía razón. Carlos entendía que los dos habíamos
sido víctimas. Thomas había jugado con nosotros como si fuéramos piezas de
un tablero de ajedrez y me temía que la partida había terminado hacía tiempo.
Debía recuperar a James convenciendo a Carlos de que su vida estaba a mi
lado.
Se apartó, retiró la mirada de la mía. Yo me clavé las uñas en las palmas
de las manos. Él tragó saliva.
—Se supone que te iba a llevar a comer.
—¡Ah! —Me enderecé—. No te…
—Quiero llevarte a cenar.
—Ah. Vale. Pues… —Me revolví, nerviosa—. Espera, que voy a por el
bolso.
Manoseé el pomo de la puerta. Mierda. No podía abrirla.
—Voy a recepción a por una llave —se ofreció.
—¡No! —exclamé espantada—. No, no pasa nada. Ya la pido luego. —
No quería que se fuera. ¿Y si cambiaba de opinión sobre la cena?—. Mañana
te lo pago.
Esbozó una sonrisa de medio lado, pero sin afecto alguno.
—No te preocupes. Ya te invito yo.
Empezó a caminar, luego se volvió y me ofreció la mano. Enrosqué los
dedos en sus manos grandes y me dieron ganas de llorar. Hacía una eternidad
que no caminábamos así, el uno al lado del otro.
En el ascensor, Carlos pulsó el botón del vestíbulo. Se apoyó en la
pared, cruzó los brazos y me miró. Yo me refugié en el rincón opuesto y lo
observé. Zumbaba el aire entre nosotros con una carga mezcla de palabras no
pronunciadas y preguntas no planteadas. Crucé las manos, incómoda con su
descarada inspección. Rezumaba una rabia contenida que le bullía por dentro.
Aunque yo no era la destinataria de sus emociones, me inquieté y retorcí con
los dedos el bajo de la blusa cuando habría preferido retorcerle el cuello a
Thomas.
—¿Adónde vamos a cenar? —le pregunté con pretendido desenfado.
—Había pensado que podíamos coger el coche e ir a comer a la
Rinconada, pero ahora… —Hizo una pausa y se frotó los antebrazos—.
Mejor vamos a un sitio que esté más cerca. —Frunció mucho el ceño y abrió
la boca. No dijo nada. Se miró los pies, que tenía cruzados—. Bueno,
supongo que podemos cenar en Playa Principal. Se puede ir andando desde
aquí.
Sonó el timbre que anunciaba la llegada del ascensor a su destino y se
abrieron despacio las puertas. Carlos se apartó de la pared y yo lo seguí por el
vestíbulo hacia la playa. La brisa de última hora de la tarde se había calmado
y el sol estaba ya bajo en el horizonte, con lo que el cielo resplandecía de
color.
—Es precioso.
—Mi momento favorito del día —comentó a mi lado.
Caminaba igual que James, con zancadas largas, resueltas a la vez que
despreocupadas. Cuando hablaba, en cambio, era todo Carlos: un inglés con
acento cantarín salpicado de palabras en español. Me explicó cómo
trabajaban los pescadores. Dejaban amarradas las barcas cerca de la costa
toda la noche y echaban los anzuelos por la borda para recoger la pesca a la
mañana siguiente. Sus mujeres limpiaban y preparaban el pescado para los
restaurantes y los mercados de la zona allí mismo, en la playa, bajo las
palmeras. Señaló la línea de palmeras con los troncos arqueados sobre la
arena.
Habló animadamente de todo menos de nosotros y de lo que había
averiguado esa tarde. Cuando hablaba, gesticulaba con naturalidad. Me
sorprendí de nuevo comparándolo con James, algo que me costaba no hacer.
Todo en Carlos, su forma de moverse o el modo en que me tocaba el brazo
para enfatizar algo que me había contado, era James. Cuando me dijo lo
mucho que amaba Puerto Escondido y que no se imaginaba viviendo en
ningún otro sitio, me pregunté si era posible sentirse triste y feliz al mismo
tiempo.
—¿He dicho algo que te haya ofendido? —me preguntó.
Me volví hacia la luz cada vez más escasa y me limpié una lágrima que
se me había escapado.
—No, no es por nada que hayas dicho. Es que… —Maldije—. Es que
todo esto…
—¿Te supera?
Solté una risita llorosa.
—Sí, eso exactamente.
Sonrió y yo me asombré de su autocontrol. Allí estaba, llevando a cenar
a una mujer que había sido su prometida aunque él no recordara habérsele
declarado. Desquiciante. ¿No tenía preguntas? ¿No estaba disgustado? Le
habían mentido y lo habían manipulado las personas en las que más confiaba
durante casi dos años.
—No puedo ni imaginarme lo mal que lo debes de estar pasando —dije.
—Intento que no sea así —reconoció—. Por lo menos ahora mismo.
El restaurante era una plataforma de madera sobre la arena. Las
palmeras próximas estaban forradas de cable de luces, enroscado en espiral
por los troncos, y de arriba colgaban lámparas de luz clara. Unas sombrillas
cubrían las mesas dispuestas en círculo alrededor de un espacio reservado
para bailar. A un lado tocaba un cuarteto de jazz latino.
Carlos debía de ser cliente habitual, porque la encargada nos sentó
enseguida, ignorando la cola de personas que esperaban mesa. Le ofreció una
amplia sonrisa y nos condujo a una del borde desde la que teníamos vistas de
la puesta de sol. Carlos me retiró una silla para que me sentara, luego se sentó
en la de al lado. Estábamos de frente al mar y allí las aguas eran mucho
menos bravas que en Playa Zicatela.
La encargada nos entregó las cartas y se excusó. Miré alrededor. El
restaurante estaba muy animado. Las voces exóticas y coloridas se fundían
con la música en directo. Inhalé el aire cálido de la noche, una mezcla
tropical de marisco a la plancha, mango y brisa marina. El ritmo fácil de la
música me hizo sonreír. Mis hombros se mecieron.
—Este sitio es maravilloso. Precioso, también.
—He pensado que te gustaría —respondió, luego frunció el ceño.
Dejé de moverme.
—¿Qué pasa? —Me miró fijamente y yo me toqueteé el pelo nerviosa,
enroscándome los rizos en los dedos—. ¿En qué piensas? —pregunté al ver
que no decía nada.
Se revolvió en su asiento, pasándose las manos por los muslos.
—Supongo que imaginas que tengo muchas preguntas.
—Claro. Pregúntame lo que sea. Quiero ayudarte —volví a ofrecerle.
Lo que fuera por lo nuestro.
—Gracias —dijo en español. Se volvió a mirar el mar, donde el sol
parecía una franja de naranja neón derritiéndose en el horizonte—. Tenía
pensado hablar esta noche, pero ahora no quiero. ¡Dios! —gruñó, y se cruzó
las manos en la nuca como solía hacerlo James cuando estaba pensativo. Miré
a otro lado. Tenía que dejar de compararlo con el hombre que era antes—.
Esto es una puta locura. Todo lo que me ha contado Imelda… —Calló y se
frotó la frente con un dedo—. Lo siento.
No sabía si se disculpaba por la palabrota o por haber dado por supuesto
que yo querría pasar la noche hablando de nosotros.
Quería, pero sobre todo quería estar con él. Sentada a su lado, viendo
cómo el sol a punto de ocultarse jugaba con los ángulos afilados de su rostro.
Casi podía fingir que la vida era sencilla. Normal. Solo nosotros dos.
—Entonces, ¿qué quieres?
Mis dedos ansiaban tocarlo, sentir la cálida tersura de su piel. Pero no
podía. Éramos desconocidos. En lugar de eso, tracé con la mirada la línea de
su mandíbula, la curva pronunciada de sus pómulos. Las líneas eran nuevas,
los ángulos no del todo iguales, pero seguía pareciéndome guapo.
Frunció los labios, pensativo.
—Solo quiero cenar contigo. ¿Te importa que hablemos de esto
mañana? Necesito… eh… tiempo… para pensar.
—De acuerdo —accedí. Sus preguntas podían esperar. Teníamos toda la
vida por delante.
Llegó la camarera y pedimos las bebidas y la comida. Mientras
comíamos, Carlos me habló de su vida en Puerto Escondido, de su pasión por
la pintura, de cómo había reaprendido a pintar por su cuenta después del
accidente. Le encantaba enseñar a otros más jóvenes. Yo le hablé de mi vida,
de la que no tenía nada que ver con él, desde Aimee’s hasta mis padres y mis
amigos. Que me encantaba hacer panes y repostería y que me había hecho un
hueco en el sector con mis cafés personalizados. Él no me preguntó qué me
había llevado a aquel pueblo ni qué hacía allí. Yo no le pregunté qué le había
pasado ni cómo tenía pensado recuperarse. A todos los efectos, aquella era
nuestra primera cita. Intercambiamos anécdotas, sonreímos y reímos.
La banda empezó a tocar otro tema. El saxofonista atacó con una nota
sostenida y el percusionista aporreó rápidamente con las manos el cuero tenso
de su instrumento. Su cuerpo se mecía a un ritmo que aumentaba con el
tempo. Las parejas migraron a la pista y bailaron. Yo daba golpecitos con las
manos y los pies, sonriendo a Carlos como una boba.
Me observó, agitando su cóctel.
—Te encanta bailar.
—Sí, ¿y a ti?
Miró a la banda y apretó mucho los labios.
—Yo no bailo.
«¡Claro que bailas!»
—Baila conmigo —espeté sin pensarlo.
Se volvió bruscamente a mirarme.
—¿Qué?
—Venga, baila conmigo —dije, levantándome y alargándole la mano a
modo de invitación.
Se quedó mirando mi brazo tendido. Al ver que no aceptaba, empezaron
a temblarme los dedos. Sus ojos treparon por mi brazo hasta encontrarse con
los míos.
—Te he dicho que no bailo. Ya no.
Me quedé quieta un buen rato. Miró a otro lado, de nuevo al mar. Le
vibraba la mandíbula y agarraba con fuerza los brazos de la silla. Bajé el
brazo y me dejé caer en mi asiento. Algo se me revolvió dentro y, por
primera vez, lo vi como el hombre que realmente era: Carlos.
La camarera nos trajo la cuenta y Carlos pagó en efectivo, tirando los
billetes a la mesa. Se levantó, haciendo rechinar las patas de la silla en el
suelo de madera.
—Te acompaño al hotel.
Capítulo 27

Caminamos por Playa Marinero hacia Casa del Sol. Carlos se metió los
pulgares en los bolsillos delanteros del pantalón y observó cómo la arena
endurecida por el agua se amoldaba a sus pies. Se rascaba distraído los
vaqueros con los dedos, ceñudo.
Yo me enrosqué un rizo en el dedo y lo miré de reojo. ¿Qué había
pasado en el restaurante? Lo estábamos pasando bien. Pensaba que habíamos
conectado. En un momento en que James se habría levantado de un brinco de
la silla y habría empezado a bailar conmigo por toda la pista, Carlos se había
retraído. Estuve a punto de preguntarle por qué, pero me había prometido
disfrutar de esa noche.
Absorto en sus pensamientos, no había dicho una palabra desde que
habíamos dejado el restaurante. Se detuvo de pronto y miró a nuestra espalda.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Me he dejado el Jeep en el estudio. —Se rascó la barbilla y miró
alrededor—. Te llevo al hotel primero.
Reanudó la marcha y, al ver que no lo seguía, se detuvo y me miró
extrañado.
—Te acompaño —le dije, señalando con el pulgar por encima de mi
hombro—. Así no tienes que hacer el mismo camino dos veces.
Titubeó.
—¿Estás segura?
—Pues claro. Hace una noche preciosa.
Además, no me apetecía irme a mi habitación y pasar la noche sola
sabiendo que no iba a pegar ojo otra vez. No tenía ni idea de lo que pasaría al
día siguiente cuando Carlos resolviera sus dudas. ¿Me quedaría con él en
México o volvería a casa? ¿Querría Ian seguir siendo mi amigo? Lo había
apartado de mi lado a pesar de haberle prometido que no lo haría.
El Jeep Wrangler de Carlos estaba aparcado en un callejón detrás de la
galería. Me ayudó a subir, sujetándome la puerta mientras me instalaba en el
asiento del copiloto, luego subió él por su lado. Condujo de vuelta a Casa del
Sol y se detuvo lentamente junto a la acera a la entrada del hotel. Se acercó
un aparcacoches y Carlos lo despachó con un manotazo al aire. Dejó el motor
encendido y se agarró con fuerza al volante.
Yo no quería bajarme del Jeep y Carlos no me había pedido que me
fuera. Lo miré de soslayo.
—He oído que hay fiestas en el pueblo. —Asintió, moviendo nervioso
la rodilla—. Hace buen tiempo —añadí, mirando al cielo. Las luces
deslumbrantes del complejo atenuaban el brillo de las estrellas—. Adoro las
noches cálidas como esta.
Asintió de nuevo.
—Sí, yo también.
Me pregunté adónde iría después si yo no le pedía que me acompañara a
las fiestas del pueblo.
—¿Vives cerca? —le pregunté.
—A menos de dos kilómetros por Zicatela —contestó, señalando al sur.
Estudié su perfil, el ascenso y el descenso uniformes de su pecho. De
pronto, no quise pasar la noche sola, ni en unas fiestas atestadas de gente,
escuchando música atronadora.
—Me encantaría acompañarte a casa —le dije.
Me miró, escudriñándome, y arrancó el Jeep.
Enfilamos la calle del Morro, la avenida paralela a Playa Zicatela,
dejando atrás restaurantes, tiendas de surf, discotecas, hoteles, hasta llegar a
un barrio de casas en primera línea de playa. Carlos tomó el desvío hacia el
acceso a una de las fincas y se detuvo delante de una verja de hierro forjado.
Pulsó el mando que tenía colgado del retrovisor y la verja se abrió despacio.
En cuanto hubo hueco suficiente para colarse, entró y paró al lado de una
casa estrecha de tres plantas, más alta que ancha. Me quedé pasmada,
estudiando con interés el último piso.
Carlos apagó el motor.
—La tercera planta es una azotea con terraza. Desde allí arriba, las
vistas de la montaña y de la playa son excelentes, sobre todo en días
despejados.
El mar bramaba al otro lado de las palmeras que bordeaban su finca.
—Vives en la playa —gruñí, celosa.
Se dibujó en sus labios una sonrisa lenta.
—Ven, que te la enseño —dijo, bajando del Jeep.
Cruzamos un césped bien cortado rociado de arena, dejando atrás una
piscina pequeña, y pasamos por una abertura en el murete de adobe que
separaba su jardín de la playa pública. Se volvió y me agarró de las caderas.
Inspiré hondo. Rio y me subió al murete, luego se sentó a mi lado. Nuestros
brazos se rozaron.
—Vale, lo reconozco: me das envidia —dije, señalando la vista
espectacular y resistiendo la tentación de apoyarme en él.
—No me imagino vivir en ningún otro sitio. —Soltó una bocanada larga
de aire, inflando los carrillos—. Al menos antes de esta tarde. Ahora ya no sé
qué pensar.
Contemplé el mar agitado y el cielo estrellado, y deseé que el abismo
que nos separaba no fuera mayor que el océano Pacífico. Al menos allí podía
ver el horizonte. No tenía ni idea de si había uno para James. ¿Se recuperaría
de la fuga?
—No lo pienses —le rogué—. Aún no.
—Ese es el problema. —Se irguió—. No puedo parar. Todo es muy
confuso. Yo estoy confundido. —Me cogió la mano izquierda y me miró el
anillo de compromiso—. Imelda me ha dicho que eres… eh, eras… mi
prometida.
—Me regalaste este anillo cuando te declaraste.
Me miró con escepticismo.
—¿No debería acordarme de eso?
—La fuga te impide…
—Debería sentir algo por ti. —Guardó silencio un momento, luego se
mordió los labios hacia dentro—. No. No siento nada.
Se me partió el corazón.
—Yo te puedo ayudar. Déjame que te ayude a recordar —le ofrecí,
aterrada. ¿Acaso no quería recordarme?
—No es solo por la pérdida de memoria, Aimee. Ese tío al que querías
no soy yo. Ya no está.
—Calla —le dije con una vehemencia contenida—. No digas eso. Por
favor, no… —Lo cogí de la mano—. ¿Y los sueños? Has soñado conmigo.
—Encontré un antiguo retrato tuyo en mi estudio. Eso pudo haber
provocado los sueños.
—No te creo. —Creció la rabia en mi interior—. Con todo lo que has
sabido hoy, ¿cómo puedes ser tan frío? ¿No sientes nada?
Rio amargamente.
—Sí, claro que siento. Siento una rabia de cojones hacia mi hermano…
Thomas, ¿no? Y hacia Imelda. —Meneó la cabeza—. Me dijo que era mi
hermana y yo la creí. La creí, joder. Pero tú… —Me miró detenidamente—.
Tú no me inspiras más que curiosidad. Lo siento.
Me zafé de sus manos y me puse de pie, tambaleándome. De espaldas a
él.
—Mis recuerdos se remontan a los últimos diecinueve meses. Ya está.
Lo guardo todo. Revistas, libros. Enmarco todas las fotos. Si vuelvo a perder
la memoria, tendré algo de mi pasado.
Recordé la galería, las torres de revistas y de libros. Las pinturas
inacabadas a la espera de una firma o un último retoque. La firmadas que
jamás había expuesto. Lo había guardado todo. Todo lo de Carlos. Pero yo
tenía todo lo de James.
—Tienes un pasado y yo puedo enseñarte fotografías. Tengo tu ropa y
más pinturas. Tu estudio sigue allí, en nuestra casa. Tenemos un hogar.
—Mi hogar está aquí.
Me envolví el torso con los brazos y me alejé tambaleándome. Me
detuve cuando me llamó por mi nombre.
—No sé si quiero recordar el pasado.
Sentí que me moría un poco por dentro.
—¿No puedes intentarlo por lo menos?
—¿Por qué? Me arriesgaría a perder todo lo que conozco. A las
personas a las que quiero.
Cerré los ojos con fuerza. Él comprendía la lógica retorcida de su
enfermedad.
—Comparas diecinueve meses con veintinueve años. ¿Qué derecho
tienes a arrebatarme a James? Ese cuerpo no te pertenece. Tú no eres él.
Se estremeció.
—Sí, tienes razón. Yo no soy él. Ya no. Pero nada de lo que digas me
va a convencer de que lo deje todo. No voy a marcharme contigo. No te
conozco.
Me volví bruscamente hacia él.
—No me recuerdas. No es lo mismo.
Apretó los puños sobre los muslos.
—No puedo irme. Aquí me necesitan.
—Puedes pintar en cualquier parte. ¿Qué te retiene aquí? —dije,
extendiendo los brazos, como abarcándolo todo—. Imelda, lo dudo. Ella no
es tu hermana. Tu familia está en California. Yo estoy en California. ¿Qué
demonios te queda por aquí? —Apretó la mandíbula y miró a mi espalda—.
¿El mar? —pregunté incrédula. Al ver que no contestaba, me puse delante y
le tapé la vista—. A lo mejor yo no te inspiro nada, pero tú a mí me lo
inspiras todo. No eres el único que está viviendo un infierno —lloré, ronca—.
La peor sensación del mundo es que no te recuerde la única persona a la que
no puedes olvidar, el único hombre del que no sabes prescindir.
Se me quebró la voz. Tenía la garganta seca y empecé a toser, fuerte,
con una tos perruna. El ataque no se me pasaba y me doblé hacia delante.
Noté que un brazo me rodeaba la espalda.
—Necesitas agua. Vamos dentro —propuso y me instó a acompañarlo.
Crucé detrás de él la puerta corredera de la cocina y parpadeé con las
potentes luces fluorescentes que encendió. Con la tos, me costaba respirar.
De pronto consciente de mi desaliño, de las mejillas empapadas de lágrimas,
le pregunté.
—¿Dónde está el baño?
—Al final del pasillo, a la izquierda —me contestó por encima del
hombro mientras sacaba unos vasos del armarito.
Enfilé el pasillo oscuro hacia donde Carlos me había indicado y me
encerré en el baño. Encendí la luz, abrí el grifo y me lavé la cara con agua
abundante, procurando limpiarme bien el rímel que se me había corrido por
las mejillas. Busqué a tientas una toalla, me sequé y me miré en el espejo. En
él vi unos ojos irritados que me miraban furiosos desde un semblante pálido.
¿Cómo podía creer Carlos que diecinueve meses de su vida eran más
importantes que los veintinueve años de la de James? Le estaba robando la
vida a mi prometido, privándolo de los años que podría pasar conmigo, y el
más afectado no podía oponerse. James no podía defenderse. Era yo quien
debía convencer a Carlos de que les diera una oportunidad a los recuerdos de
James.
Doblé la toalla, estirando bien las arrugas, y me dispuse a colocarla en
la encimera del lavabo, al lado de un libro infantil ilustrado. Me quedé
inmóvil y algo se me retorció en el pecho. Me volví de pronto y vi un estante
lleno de libros infantiles junto al váter y juguetes de bebé en la bañera.
Gemí, la toalla y el libro se me cayeron al suelo, y salí corriendo del
baño. Tambaleándome, me vi en el pasillo profusamente iluminado. Las
paredes estaban forradas de fotos enmarcadas, a modo de tablero de ajedrez.
Decenas de imágenes llenaban las librerías del salón. Fotos de Carlos, Imelda
y personas a las que yo no conocía, incluida una mujer morena de tez
bermeja. Parecía feliz, acurrucada junto a Carlos, que le pasaba el brazo por
los hombros.
Casi todas las fotos eran de dos niños, uno pequeño y el otro un bebé.
En una de las fotos, Carlos sostenía al recién nacido. En otra, el mayor
pintaba en una mesa de dibujo infantil, la misma que yo había visto en la
galería. Había montones de fotos de los niños juntos y otras del niño mayor
en brazos de sus padres. Carlos con las cicatrices de la cara aún muy
recientes, de un rojo furioso, y la mujer misteriosa embarazada y a punto de
dar a luz.
Me volví de pronto y, enterrando los dedos de ambas manos en mi pelo,
tiré con fuerza. Me ardía el cuero cabelludo, pero el dolor no era en absoluto
comparable con el que me perforaba las entrañas. Agarré una de las fotos
enmarcadas, un retrato escolar. El niño no se parecía en nada a James cuando
tenía su edad. ¿Quién era aquel niño y por qué había fotografías suyas por
todas partes?
—Tiene cinco años y le encanta pescar —dijo a mi espalda—. Es mi
hijo.
—¿Cómo puede ser si has estado ausente menos de dos años?
Lo oí revolverse nervioso.
—Es adoptado.
Me temblaron las manos.
—¿Y el bebé? —pregunté con un graznido que fue poco más que un
susurro.
—Es mío.
Caló entonces, de verdad, en lo más hondo de mi ser el significado de
aquellos niños, de todo.
«Aquí me necesitan.»
—¿Dónde está su madre?
—Raquel, mi mujer, está… —Se interrumpió y maldijo.
Me rodó una lágrima por la nariz. Me la limpié enseguida.
—Murió al dar a luz a Marcus —dijo al cabo de un rato—. Fue algo…
repentino. Un aneurisma. Los médicos no pudieron hacer nada.
Me volví despacio hacia él. Estaba en medio del salón con dos vasos de
agua en la mano, el rostro desencajado. Seguro que el mío había tenido el
mismo aspecto en los días posteriores al funeral de James.
—La querías —dije sin entusiasmo.
—Muchísimo.
Me humedecí los labios secos.
—¿Dónde están tus hijos ahora?
—Con unos amigos. Son buenos chicos.
—Seguro que sí.
Devolví la foto al estante y me paseé nerviosa por la pequeña estancia,
dándole vueltas al anillo de compromiso alrededor del dedo. Me temblaban
las manos descontroladamente y los temblores se propagaron, me invadieron
las extremidades.
—Lo siento —dijo Carlos en un tono crudo y seco. Tragó saliva y
parpadeó rápido. Tenía los ojos empañados—. No pensé… No sabía cómo…
—Se aclaró la garganta y dejó los vasos en la mesita de centro—. Ver a mis
hijos ha debido de resultarte muy raro.
—¿Quién es ella? ¿Cómo la conociste? ¿Cuándo…? —Apreté los
labios, detestando la desesperación de mi voz.
—Era mi fisioterapeuta. Adopté a Julian cuando nos casamos. Marcus
llegó poco después… —Hizo una pausa y se frotó la nuca—. Raquel y yo no
estuvimos casados mucho tiempo, pero… —Apartó la mirada. Cuando volvió
a mirarme de nuevo, lo hizo muy serio—. No puedo bailar con nadie más.
Era su pasión. Me cuesta muchísimo… ¡Dios! —gruñó, angustiado—. Si
alguna vez sentí por ti lo que siento por Raquel, entonces entiendo tu
infierno. La pérdida es… insoportable.
Se me escapó otro sollozo. Le di vueltas al anillo con frenesí,
irritándome la piel. Carlos me miró las manos, luego el anillo.
—Yo me quité la alianza hace meses —murmuró.
—Yo no puedo. —Lloré, derrotada.
Se acercó con cautela.
—¿O no quieres?
Negué rotundamente con la cabeza. La habitación se hacía más
pequeña, las paredes estaban cada vez más cerca. Carlos se acercó más.
Apoyó suavemente la mano en la mía y detuvo el movimiento descontrolado
del anillo.
—Yo quería muchísimo a Raquel. Ha sido… difícil… vivir sin ella,
pero tenía que seguir adelante. No me quedaba elección. Dos niños preciosos
y ruidosos me necesitaban.
Me tembló el labio inferior.
—Pero tú estás aquí, James. No has muerto. Sigues vivo. Te necesito.
Carlos negó con tristeza.
—James ya no está. Tienes que olvidarte de él, Aimee.
«Déjate llevar, nena. Déjate llevar.» Las palabras de Ian me resonaron
en la cabeza.
Carlos me llevó al sofá y me tiró de las manos hasta que me instalé al
borde del asiento. Se acercó una silla, se sentó enfrente de mí y me envolvió
las manos con las suyas.
—James tuvo mucha suerte de tener a una mujer que lo amaba tan
apasionadamente. Háblame de él. Dime por qué lo necesitas tanto.
—¿Y si empiezas a recordar?
Sus ojos se llenaron de remordimiento.
—No habrá «empezar». Los dos sabemos que el cambio será repentino.
Si es que sucede. Yo no lo creo.
No me convencía. James seguía entre nosotros, en algún lugar de su
interior. Estudié nuestras manos cruzadas, los dedos entrelazados, el contacto
de la piel caliente. ¿Sería yo lo bastante fuerte para irme a casa sin él?
¿Podría pasar página sabiendo que aún vivía, lejos y sin mí?
Suspiré abatida. Luego, con triste resignación, le conté nuestra historia.
Capítulo 28

Desde el día en que James había desaparecido, yo lo había conservado


todo igual: su estudio en casa, los cuadros de las paredes, la ropa de nuestro
armario… Como me había dicho Nadia antes de que me fuera a México, las
pinturas de James estaban por todas partes.
Y yo me había aferrado a todo. A los sueños de un futuro con él a mi
lado. A la esperanza de que siguiera vivo y volviera pronto a casa. A los
recuerdos de nuestra vida en común, incluido uno que había jurado que jamás
le contaría a nadie.
Había sido una promesa difícil de mantener, pero lo había hecho por
James. Cuando él estuviera preparado, ahondaríamos en el trauma y lo
superaríamos juntos. Hasta entonces, se resistía a hablar de la experiencia, o
como yo empezaba a sospechar, le daba pánico hacerlo.
Después del funeral, me pregunté si llegaría un día en que no tuviera
que sufrir sola en silencio. «Sigues guardándotelo todo dentro», me había
dicho Kristen hacía meses. Si ella supiera el secreto que había enterrado.
Había anhelado tener una última ocasión de decirle a James cómo me
sentía. Cómo me había hecho sentir ese día en el prado. Sola y asustada. Y de
pronto lo tenía allí —aunque, en el fondo, no lo tuviera—, sentado delante de
mí y dispuesto a escuchar.
Carlos me cogía las manos y el contacto me serenaba mientras le
contaba cómo nos habíamos conocido. Se me hacía raro revivir recuerdos en
los que James había desempeñado un papel y que él no recordara ni un solo
instante. Le expliqué que había sido mi familia y no la suya la que había
alimentado su talento. Le conté la historia de nuestro primer beso y nuestro
primer baile. Sonreí al recordar cuando venía a verme de la universidad.
Hacíamos el amor bajo las estrellas, en nuestro prado. Luego recordé cuando
James me había pedido que me casara con él.
Miré fijamente nuestras manos cogidas y me zafé de las suyas.
—Hay algo más, ¿verdad?
Asentí, tirándome del anillo de compromiso.
—¿Qué te pasó? —me preguntó con delicadeza.
Los recuerdos afloraron, salieron reptando del agujero negro donde los
había dejado.
—Estábamos en nuestro prado del monte, en nuestro sitio especial —
dije al cabo de un rato—. James había extendido una manta en la hierba.
Vimos ponerse el sol por detrás de la cima de la montaña y se me declaró.

—Pintaré la puesta de sol para ti y muchas más, si llevas esto —me


dijo, con un estuche de terciopelo negro abierto en la palma de la mano y en
cuyo interior había un anillo de platino con un diamante tallado.
—¡Ay! —lloré—. ¡Es precioso!
Extendí los dedos y James me besó el hueco entre el primer y el
segundo nudillo. Me calzó el anillo. Me quedaba perfecto. Éramos la pareja
perfecta.
—Cásate conmigo, Aimee Tierney. Sé mi esposa.
—¡Sí! —Se me empañaron los ojos. Me lancé a sus brazos—. ¡Mil
veces sí!
—¡Gracias a Dios! —dijo, riendo, y giró conmigo en volandas. Yo
chillé.
—¿Acaso tenías dudas? —bromeé, mareada cuando me dejó en el
suelo, temblando entera al deslizarme por su cuerpo.
—Ninguna —dijo, y me besó—. Llevo champán en el coche. Espérame
aquí.
Lo vi correr al coche y desaparecer en el bosquecillo. Oí abrir el
maletero y un ruido de cristales rotos.
—¿Va todo bien? —le grité.
—Todo bien —me llegó la respuesta angustiada—. Enseguida voy.
Me levanté, ladeé el diamante a la luz del sol. La joya resplandeció.
—Es perfecto, James —le dije al oír pasos a mi espalda, entonces me
volví y me topé con Phil.
Sonrió sin ganas.
—Hola, Aimee.
Di un paso atrás, espantada.
—¿Qué haces tú aquí?
—Celebrarlo con vosotros.
—No entiendo. ¿Y James? —pregunté, mirando por encima de su
hombro.
—Está… ocupado.
De repente, alargó la mano y me agarró de la mandíbula, apretándome
con el pulgar en la mejilla, para que no me moviera.
El pánico se propagó por mi interior como un aceite derramado, denso y
lento.
—¿Qué haces?
No tenía buen aspecto. Le vi los ojos vidriosos y la frente perlada de
sudor. Me arrimó a su pecho, clavándome los dedos en la cara. Apestaba a
alcohol.
—Qué guapa eres.
—Phil, me haces daño —gimoteé.
—Lo siento —dijo, y me selló la boca con la suya. Sabía a ginebra.
Me eché a llorar y el miedo me hizo un nudo en la garganta. Me zafé
bruscamente de él y retrocedí tambaleándome.
—¡James! —grité.
—¡Que se joda James! —espetó Phil, con la cara amoratada de rabia. Se
abalanzó sobre mí, me tiró al suelo bocabajo y me retuvo con su cuerpo. Me
costaba respirar—. Tu novio y su puto hermano me lo han quitado todo. Todo
—bramó en mi oído—. Donato es mi empresa. ¡Mía! —Me envolvió el
cráneo con la mano y me hincó la nariz en el barro. No podía gritar. No podía
respirar. Arañé el suelo con los dedos—. Ya me he encargado de Thomas. Es
tan gilipollas… No tiene ni idea de lo que he estado haciendo con sus
valiosos productos —dijo, rematando sus palabras con el sonido de una
cremallera. Ancló los pies en la cara interna de mis tobillos y me abrió las
piernas—. Ahora le toca a James. A él Donato le importa una mierda, pero
tú… ¡Tú lo eres todo para él, joder! —exclamó, resoplándome en el oído,
salpicándome la cara de saliva. Me subió con violencia la falda y me apartó
las bragas. El elástico se me clavó en la piel—. Él me ha quitado lo mío y yo
le voy a quitar lo suyo.
Me metió los dedos por la fuerza, una invasión gruesa y seca. Me
escoció. Me ardían los pulmones. La tierra del suelo se me clavaba en la
mejilla mientras intentaba tomar aire. La presión que notaba en la espalda, la
presión enfermiza que me invadía y aquella sensación de angustia que se me
enredaba en los pulmones fueron demasiado. Se me nubló la vista, se me
oscureció por los bordes, luego toda la presión se desvaneció.
Tomé aire con dificultad, en respiraciones cortas y rápidas. Me puse a
cuatro patas, tosiendo. De la boca me caían babas mezcladas con tierra.
—Aimee. —James se hincó de rodillas delante de mí—. Cariño —me
dijo abatido. Me acarició, estirándome la ropa, apartándome el pelo
empapado de sudor de la cara—. Estoy aquí.
Furiosa, lo aparté de un empujón y me alejé reptando. Me dio una
arcada y lo vomité todo, todo menos las viles caricias de Phil. No podía dejar
de sentir sus manos.
James vino a mi lado, me ayudó a levantarme. Le temblaban las manos
con violencia.
—Ven, vámonos de aquí.
Miré más allá de James. Phil estaba postrado en la hierba alta, inmóvil.
—¿Está…?
—Está vivo. No mires.
Recogió la manta y fuimos aprisa hacia el coche.
—¿Lo vas a dejar ahí?
—Sí, claro que sí.
Me ayudó a sentarme en el asiento del copiloto y cerró la puerta de
golpe. Corrió a su sitio y arrancó el coche antes de cerrar la puerta. El
vehículo salió disparado del prado con un chirrido de neumáticos y descendió
por el monte a toda velocidad.
Me estremecí y las pequeñas vibraciones fueron convirtiéndose en un
temblor de todo el cuerpo.
—Ya ha pasado, Aimee.
Tenía hierba seca y ramitas pegadas a la falda, tierra debajo de las uñas.
Intenté limpiármelas.
—Estoy sucia. Estoy muy sucia. Tenemos que ir a casa. Llévame a casa.
Sentí náuseas.
—No podemos… ¡joder! —Dio un puñetazo en el volante—. Mis
padres nos esperan. Si no vamos, me harán preguntas, sobre todo mamá.
Quiero llegar a casa antes de que lo haga Phil.
Me dio una arcada.
—¿Él va a estar allí?
—Más le vale no estar, pero no quiero correr riesgos. Nos acercamos un
momento a casa de tus padres. Le he prometido a tu padre que me pasaría por
allí después de declararme.
Me miré en el espejito del parasol y gimoteé. Llevaba hojas y hierba
seca pegadas al pelo. Tenía arañazos en la mejilla y la mandíbula derechas.
Me estaba saliendo un cardenal en la barbilla. Se me había corrido el
maquillaje. Busqué nerviosa el rímel e intenté aplicármelo. Me lo extendí sin
querer por la mejilla.
James aparcó un momento en el arcén y sacó una toalla de su bolsa del
gimnasio. Con manos temblorosas, vertió agua en ella.
—Mírame. —Me limpió con delicadeza la cara—. No puedes contarle a
nadie lo de Phil. Ni a tus padres, ni a mi familia, ni a nuestros amigos. Nadie
puede saber lo que ha pasado. ¿Me entiendes? —Me limpió la tierra de un
rasguño en carne viva que tenía en la mandíbula. Di un repullo y él me pidió
que me calmara—. Están pasando cosas turbias en Donato y Phil está
implicado. —Agarró mi bolso y sacó el corrector. Me dio unos toques con la
esponjita en la mejilla para que el maquillaje se adhiriera a mi piel—. Yo me
encargo de Phil. No volverá a hacerte daño. —Destapó el tubo del rímel—.
Mira arriba. —Lo hice y, con su pulso firme de pintor, me aplicó el rímel—.
Es mi deber protegerte. Conmigo siempre estarás a salvo. ¿Me oyes? —Me
mordí el labio inferior y asentí con la cabeza—. Mírame, cariño. —Nos
miramos y la intensidad de su rabia me asustó: sus ojos, duros como el
cristal; su rostro, rígido como el acero—. Me aseguraré de que Phil no se te
acerque. No volverá a ponerte una mano encima.
Le caía sangre por la sien.
—Estás herido —lloriqueé. Le toqué el chichón que tenía en la cabeza y
puso cara de dolor.
—No es grave. Solo un corte.
Le quité la toalla y eché más agua. Mientras le daba unos toquecitos en
la cara, vi cómo el líquido oscuro se volvía rosa en la toalla blanca.
—Te quiero.
—Lo sé —contestó él, y cerró un instante los ojos—. Dios, siento
decirte esto, pero tenemos que irnos. Tus padres nos esperan. Si llegamos
tarde, también ellos se extrañarán y empezarán a hacer preguntas.
—Pero yo tengo preguntas —lloré—. Phil ha hecho esto para
fastidiarte. Eso es lo que me ha dicho. ¿Por qué, James? ¿Qué está pasando
entre vosotros?
James me hizo callar. Me cogió la cara y pegó la frente a la mía.
—Contestaré a todas tus preguntas cuando pueda. Te lo contaré todo, te
lo prometo —me dijo, conteniendo las ganas de llorar—. Hasta entonces,
tienes que confiar en que yo te voy a mantener a salvo. Sé lo que hago. Por
favor, por favor, confía en mí.
—De acuerdo —accedí, y procuré quitarme lo de Phil de la cabeza y
esconderlo en un rincón inalcanzable de mi alma.
Fuimos a casa de mis padres y nos esforzamos por sonreír. Brindamos
con champán y nos bebimos una botella entre los cuatro. Cuanto más bebía,
menos me costaba olvidar lo que había ocurrido en nuestro prado.
Luego fuimos andando a casa de los padres de James e hicimos
exactamente lo mismo otra vez. La casa estaba en silencio cuando llegamos.
—¿Hay alguien en casa? —preguntó James cuando entramos en el
salón.
En el aparador, se enfriaba el champán en un cubo de plata de ley. Por
lo menos nos esperaban.
La preocupación ensombreció el rostro de James. Echó un vistazo por
estancia. El señor Donato había estado enfermo. Lo cogí de la mano.
—Vamos a buscar a tus padres.
En ese instante, Claire volvió la esquina con los brazos abiertos.
—¡Enhorabuena! —canturreó, y abrazó a James. Después se volvió
hacia mí. Me cogió las manos—. Bienvenida a la familia. Nos hace mucha
ilusión que haya una Donato más. —Me esforcé por sonreír, pero el dolor de
mandíbula me provocó un mohín—. Porque tendrás pensado llevar nuestro
apellido, ¿no? —preguntó, malinterpretando mi reacción—. Dios te libre de
conservar el tuyo de soltera o, peor aún, de agregar el nuestro con un guion.
—Bueno, yo… —Me interrumpí y miré a James.
Él frunció el ceño y fue a descorchar el champán. ¡Pum! El ruido rasgó
el aire gélido. Yo hice un aspaviento y Claire dio un respingo. Miró muy
digna a James.
—Será un honor llevar su apellido —me apresuré a decir—. Quiero a
James.
—Pues claro que sí, cielo.
James sirvió champán en dos copas.
—¿Dónde está papá?
—Está en su habitación. No se encuentra muy bien esta noche —dijo
Claire, dedicándome una sonrisa de disculpa—. Sus pulmones están
caprichosos hoy.
James echó un vistazo a su madre mientras servía otra copa.
—¿Cuándo es la próxima exploración?
—Ya conoces a tu padre. Es más tozudo que Thomas y tú juntos. —
James meneó la cabeza, negándose a entrar en una discusión con su madre.
En cambio, le ofreció una copa de champán. Ella encogió un hombro con
delicadeza—. Si se niega a dejar de fumar puros, tampoco volverá al médico.
Pospondrá las visitas hasta el último momento. Ya ha cancelado dos citas que
le había cerrado la enfermera.
James no parecía contento. Frunció el ceño y me ofreció la copa.
—¿Cuándo será la boda? —preguntó Claire.
—Aún no tenemos fecha. ¿El verano que viene, quizá? ¿Julio? —dije, y
miré a James para que lo confirmara.
—Qué maravilla, tenéis que casaros en nuestra iglesia.
—Eso pensábamos hacer. —James me cogió de la mano y me arrimó a
él—. También hemos pensado hacer el banquete en The Old Irish Goat.
Claire torció el gesto.
—Ah, no, ahí no la podéis hacer. Ese restaurante es demasiado pequeño.
—«Ese restaurante» es de los padres de Aimee. Y ellos se han ofrecido
amablemente a organizarlo.
—Estará espantosamente atestado con todos nuestros invitados. ¿Dónde
vais a sentar a todo el mundo?
Sujeté nerviosa el tallo de la copa.
—En realidad, James y yo queremos una boda pequeña, con amigos
íntimos y familia. —Familia que no incluía a su primo Phil. Se me encogió el
estómago.
Se cerró de golpe la puerta de la calle. Me agarroté y, con los ojos como
platos, miré a James.
—¿Suenan campanas de boda? —oímos decir a voces desde el
vestíbulo.
Apareció Thomas por la puerta. Solté un suspiro de alivio. James me
apretó los dedos.
Thomas se nos acercó. Me dio un abrazo y un beso en la mejilla.
—Enhorabuena. Bienvenida a la familia, hermanita.
Me dio un tironcito de broma de la barbilla, arañándome sin querer las
heridas disimuladas por el maquillaje. Inspiré hondo, apretando los dientes.
James le apartó la mano a Thomas de un puñetazo. Thomas lo empujó de
broma en el hombro y luego lo atrajo hacia sí para darle un abrazo de
hombre. En cuestión de segundos, James se lo quitó de encima; su paciencia
con la familia había llegado al límite.
—Aimee me estaba contando sus planes de boda —le explicó Claire a
Thomas, ofreciéndole una copa de champán—. James, creo que deberías
pensar en Phil como uno de tus padrinos.
Sentí que palidecía.
Thomas me miró de pronto y James apretó la mandíbula.
—No quiero que venga a la boda.
—Es de la familia, James.
—Ya hablaremos de la boda más adelante, mamá —dijo, cortante.
Thomas dejó en el aparador la copa que apenas había tocado.
—Bueno, entonces, Aimee, te dejo para que hables de los detalles con
mamá. —Le hizo una seña a James—. ¿Tienes un segundo? Tenemos que
hablar.
El rostro de James se tensó.
—Sí, desde luego.
Me besó en la frente y me preguntó si iba a estar bien. Cuando asentí,
me susurró que volvía enseguida y luego nos iríamos.
Claire dejó su copa junto a la de Thomas y me pasó las uñas de
manicura por la melena, repeinándome las gruesas ondas. Me sacó del pelo
una hoja seca y enarcó una ceja, sorprendida.
—Creo que serás una novia preciosa cuando te arreglemos este pelo
rebelde —murmuró, meneando la cabeza—. Llevas demasiado maquillaje —
dijo chascando la lengua.
Después de veinte minutos agotadores, logré librarme de Claire y de sus
planes de boda con la excusa de que necesitaba ir al baño. Por suerte, sonó el
fijo de la casa y Claire tuvo que atender la llamada.
Fui a buscar a James. Su voz se oía por el pasillo, procedente del
despacho. La luz se derramaba por debajo de la doble puerta, igual que el
susurro furioso de Thomas.
—No puedo despedir a Phil. Lo prohíbe el estatuto —me advirtió.
A través de las puertas entreabiertas, puede ver a James de pie a un
lado, con la cara desencajada de rabia. Thomas paseaba nervioso por la sala.
—Ya me encargo yo de Phil —dijo entonces James.
—No es responsabilidad tuya.
—Escucha, tengo un plan.
Bajaron la voz. Contuve la respiración y agucé el oído. Solo oí
murmullos.
—Como metas a la DEA en esto, vamos todos detrás —replicó Thomas
cuando James terminó su explicación.
—Pues entonces déjame que me encargue yo. Mi plan funcionará.
—¡Chorradas! —estalló Thomas—. Tu plan es una mierda. Phil está
demasiado inestable. Conseguirás que te mate.
Hice un aspaviento y me tapé la boca con la mano.
—¡Madre mía, baja la voz! —dijo James, mirando enseguida hacia la
entrada del despacho.
Me aparté de la puerta. ¿Qué estaba pasando?
—Dame un año para poner fin a todas las operaciones de Phil —le
imploró Thomas—. Dos a lo sumo para quitárnoslo de en medio.
—No, lo de Phil lo arreglamos ahora. Estoy harto de esperar —espetó
James—. Y de volver la cabeza como todos los demás de esta familia cada
vez que exporta productos comprados con dinero sucio. Todas esas mierdas
ilegales se van a terminar ya, o me voy.
Thomas se frotó la cara.
—Necesito tiempo, James. No me lo estás poniendo…
Una mano ancha se ancló firmemente a mi hombro. Di un brinco y me
volví. Edgar Donato me atravesaba con su mirada acerada. Entonces se llevó
el dedo índice a los labios y sonrió, casi contento.
—Ven conmigo.
Entre el champán y lo que había oído, estaba aturdida. Miré a James y a
su padre alterativamente.
Tremendamente obeso, Edgar enfiló el pasillo apoyándose en un bastón
y arrastrando una bombona de oxígeno en un carrito cuyas ruedas rechinaban
por las baldosas de mármol.
Me asomé una última vez por la ranura de la puerta y luego lo seguí. Ya
le preguntaría a James después a qué se refería Thomas. Una cosa tenía clara:
quería que James saliera del negocio familiar tanto como él mismo.
Edgar me llevó a la biblioteca y fue directo al mueble bar. Descorchó un
decantador de cristal lleno de un líquido ambarino. Sirvió dos dedos en un
vaso y cuatro en otro.
—¿Le conviene beber? —pregunté cuando me ofreció el menos lleno.
—Querida mía —empezó, aclarándose una garganta llena de flemas—,
mi salud hace tiempo que es irrecuperable. Poco puedo hacer ya salvo
empujarla por el camino que ha tomado. —Se llevó el vaso a los labios y rio
—. ¡Salud! —Se bebió medio vaso del primer trago y añadió—: Bienvenida a
la familia.
Olisqueé la bebida y, vacilante, le di un sorbito. Edgar empujó el fondo
de mi vaso, levantándolo más contra mi boca. Tragué deprisa. El whisky me
abrasó la garganta y me hizo un agujero en el estómago. Hice un aspaviento.
Edgar rio, moviendo mucho los hombros.
—Vas a necesitar más como ese si quieres sobrevivir en esta familia en
la que acabas de meterte. Más vale que vayas empezando.
Con el trago de whisky después del champán de antes, me empezó a dar
vueltas la cabeza y me mareé. Se me revolvió el estómago.
Edgar se retiró a un sillón orejero y se instaló en él. Recolocó el bastón
y la bombona. Le dio un fuerte ataque de tos, inundada de flemas. Todo su
cuerpo se estremeció.
—No te preocupes —dijo, ahogándose, agotado—. Ya te
acostumbrarás. Cuanto más bebas, mejor te sabrá. Puede que algún día —dijo
señalando el whisky con el bastón— Johnnie Walker sea lo único que te
mantenga cuerda en esta familia.
Miré con disimulo la puerta. Tragué saliva, estaba inquieta. En todos los
años que hacía que conocía a James, nunca había estado a solas con su padre.
Hasta esa noche, Edgar y yo apenas habíamos hablado.
—Ven, ven, siéntate —dijo, dando unas palmadas en la silla que tenía al
lado.
Me senté y me aventuré a darle otro trago al fuego que tenía en el vaso.
El último, me prometí.
—Me caes bien, Aimee. Siempre ha sido así. Tus padres también son
buenas personas. —Me dejó atónita—. A James le vienes bien. Te necesita.
—Sonrió y su mirada se tornó triste—. Thomas se parece mucho a su madre.
Posee una determinación imparable rayana en la crueldad. Piensa que puede
ocuparse del mundo entero él solo. James, en cambio, me recuerda a mi
hermano pequeño. Fogoso. Un soñador.
—Yo jamás me interpondría en sus sueños. No podría obligarlo a ser
alguien que no es…
Me callé al recordar con quién hablaba: con el hombre que había
impedido que James llevara la vida que quería. Me aclaré la garganta y miré
fijamente el vaso.
—Un consejo que me habría venido bien hace años. Me temo que…
Se interrumpió y miró al infinito.
Me sorprendió su franqueza. Quizá fuera una reacción a su medicación.
Eso explicaría su inesperada sinceridad. Entonces caí en la cuenta. Aquella
mirada distraída y la silenciosa aceptación de su enfermedad. La docilidad
que llega en los últimos años de vida cuando uno reflexiona sobre una
existencia repleta de remordimientos.
Edgar Donato estaba solo y se sentía solo en un mundo que yo
empezaba a entender que James me había estado ocultando.
Al ver que permanecía callado, le pregunté.
—¿De qué tiene miedo, señor Donato?
Levantó de pronto la cabeza.
—¿Eh? Ah, de nada.
Se tosió en el puño y carraspeó. El ataque vino después y la tos
empeoró.
Me acerqué al mueble bar y le serví un vaso de agua. Mientras se
recuperaba, exploré la estancia y descubrí el blasón enmarcado de los Donato
en la pared de enfrente.
—Me acuerdo del día en que James llevó a clase el blasón de su familia
para hablarnos de él —dije, por darle conversación—. Fue hace años. Me
explicó lo del águila.
—¿Qué águila? —preguntó Edgar, medio ahogado.
—La de ahí arriba. La del blasón de su familia.
Edgar se revolvió en el asiento y miró hacia arriba. Soltó una carcajada.
—Ese no es el blasón de mi familia. Es el de la de Claire —dijo, luego
apuró su vaso de whiskey.
Su respuesta me dejó atónita.
—¿Aimee? ¿Nos vamos?
Me volví en la silla. James me hablaba desde el umbral de la puerta.
Capítulo 29

—Aimee, ¿te encuentras bien?


Miré extrañada a Carlos. Estaba sentado, muy tieso, en su silla, al otro
lado de la habitación, con la cara pálida. Eché un vistazo alrededor, aturdida.
Debía de haber estado paseándome nerviosa mientras hablaba. Me agarraba
con fuerza el anillo de compromiso.
—¿Aimee…? —me dijo en un tono más firme.
Procesé todo lo que me rodeaba: las paredes pintadas de naranja oscuro,
los suelos de caoba, los muebles atrevidos y los cojines decorativos —un
toque femenino—, los juguetes apilados en un rincón, recogidos por ese día,
y numerosas fotografías que retrataban a una familia una vez completa que
había perdido a uno de sus miembros. A Carlos lo necesitaban más allí de lo
que yo necesitaba a James.
Lo entendí entonces. Al repasar nuestra relación, aunque yo lo había
querido muchísimo, también veía nuestros fallos. A James se le daba muy
bien posponer las cosas que lo incomodaban y yo era demasiado
condescendiente. Tendría que haberle contado a su familia lo de Phil.
Mientras Carlos me miraba fijamente, pasmado, caí en la cuenta de que
casarme con James seguramente no habría sido lo mejor para mí. En los
diecinueve meses transcurridos desde que se había ido a México, a pesar de
lo difíciles que habían sido esos meses, yo me había vuelto una persona más
fuerte, más segura de sí misma. Y no quería perder la vida que me había
construido.
Una voz me susurró por dentro, una que hacía tiempo que no oía. «No
pasa nada por que lo olvides, Aimee.»
Abrí mucho los ojos. Nunca había sido James quien me hablaba en el
viento, acariciándome con una lágrima. Era yo, la parte lo bastante valiente
como para seguir adelante, la que sabía que era capaz de hacerlo sola.
Carlos cruzó la estancia en dirección a mí. Me quité el anillo del dedo
por primera vez desde que James me lo había puesto. Me había quedado
perfecto, pero la perfección puede ser una ilusión. Me miré el dedo desnudo,
la franja de piel más clara, rosada y tierna. Le levanté la mano a Carlos y le
puse el anillo en la palma.
—¿Qué haces? —dijo, cerrando la mano con el anillo dentro.
—Lo que tendría que haber hecho hace mucho tiempo. Una vez le
prometí a James que jamás me interpondría en sus sueños. De hecho, me
fastidiaba que se doblegara ante sus padres. Quería que se marchara de
Donato Enterprises, abriera una galería y pintara. Habría llevado una vida
plena, más satisfactoria. Iba a hacerlo, justo cuando… —Tragué saliva e
inspiré muy hondo—. Justo cuando murió. —Levanté la vista a Carlos y por
fin encontré a James—. Pero mírate, lo has conseguido. Estás viviendo la
vida que ansiabas vivir. No te la voy a arrebatar. No te voy a obligar a ser
alguien que no eres. Yo jamás te presionaría como lo hicieron tus padres.
—Aimee…
—No, no, no pasa nada. Tú querías tener tu propia familia porque la
familia con la que te habías criado era…
—¿Disfuncional? —propuso Carlos.
—Por decirlo suavemente. —Le dediqué una sonrisa cómplice—. Tus
chicos te necesitan.
Y a mí me necesitaban en casa. Echaba de menos mi restaurante, el café
recién hecho y el aroma de las especias calientes. El olor dulzón de la
repostería y la bollería. La campanilla de la puerta cuando se abría para un
cliente nuevo o uno de los habituales. Echaba de menos a mi chef, Mandy, las
maquinaciones de Emily, siempre buscando el modo de sacarse un pavo extra
con sus apuestas. Pero sobre todo echaba de menos a Ian. Aimee’s no sería lo
que era sin él. Yo no estaría donde estoy sin él, ni emocional ni físicamente,
ni ninguna otra cosa intermedia. No quería perderlo.
—Dios, Aimee… con todo lo que me has contado… —Carlos maldijo
de nuevo, frotándose la nuca—. ¿Estarás bien? —Frunció el ceño, nada
convencido cuando yo asentí con la cabeza. Había pasado horas
compartiendo recuerdos con él, algunos más negros que otros—. ¿Estás
segura?
Miré a mi interior. Una vez exorcizada la oscuridad, acepté con
serenidad mi situación. Llevaba ahí un tiempo, esperando pacientemente a
que me asiera a ella. Nadia se quedaría impresionada. Por fin iba a pasar
página.
—Por una vez, estoy convencida de que me va a ir bien. Mejor que
bien.

Eran las tres y media de la madrugada cuando Carlos me dejó en Casa


del Sol. Me quedé sola en el sendero mientras él se iba, esperando a que los
faros de su coche se perdieran a lo lejos. No tenía ni idea de cuándo volvería
a verlo, de si volvería a verlo. El fin de nuestra relación me pareció más
terminante en aquel momento que cuando lo había enterrado.
Imelda me interceptó cuando cruzaba cansina el vestíbulo. Llevaba la
ropa arrugada, el pelo revuelto. Parecía agotada.
—Thomas está aquí —me advirtió.
La miré a los ojos de repente.
—¿Dónde?
—En el bar.
Me asomé por la amplia entrada del salón del hotel. Bajo las luces
tenues, el barman limpiaba metódicamente la barra. El lugar estaba vacío
salvo por un hombre solitario sentado a una mesa junto a la pared del fondo.
Una botella y un vaso le hacían compañía.
El barman me miró cuando entré y me siguió a la mesa de Thomas.
Dejó un vaso limpio en la superficie de madera como si hubiera estado
esperando mi llegada, luego se retiró detrás de la barra.
Me senté en la silla de enfrente y Thomas levantó despacio la cabeza.
Con el cuello de la camisa desabrochado, la corbata aflojada y el traje
arrugado, parecía años mayor que la última vez que lo había visto, hacía dos
semanas, cuando había ido a tomar café a mi local. Las arrugas de la cara
eran más profundas. Me sirvió varios dedos de bebida en el vaso vacío. El
líquido ambarino chapoteó en el fondo del vaso.
—Él te quería mucho. Los tres hermanos siempre te hemos apreciado, a
nuestra manera —dijo con sorna, y suspiró—. Se acabaron los secretos —
espetó, meneando despacio la cabeza.
«Ese no es el blasón de mi familia. Es el de la de Claire.»
Algo me hizo clic por dentro y de pronto lo entendí todo.
—Phil es tu hermano.
—Hijo de tío Grant y de mamá. Su hermano y ella estaban muy unidos
antes de que Grant contratara a papá y mamá se enamorara de él. Cuando se
casaron, papá se puso el apellido de ella. Convenía más a su cargo como
presidente de Donato.
No era de extrañar que James me ocultara tantas cosas sobre su familia.
Debía de darle vergüenza que su madre hubiera tenido relaciones con su
propio hermano. Y Phil era fruto de esa unión. Los Donato habían escondido
bien ese secreto.
Bajé la mirada a la mesa, estudié el vaso de whisky y volví a mirar a
Thomas. Tenía razón. Se acabaron los secretos.
—Dudo muchísimo que yo le importara a Phil. Me violó el día en que
James se me declaró.
Thomas se echó hacia atrás.
—Joder, Aimee, no lo sabía. —Apartó la mirada y la fijó en el rincón—.
Así todo tiene sentido. Ese empeño de James en deshacerse de él…
—¿Dónde está?
—¿Phil? —dijo, mirándome de nuevo—. No volverá a molestarte.
Sonó definitivo.
—¿Qué le pasó a James? ¿Por qué nos has mentido?
Volqué en aquellas preguntas diecinueve meses de pena y de
sufrimiento. Los ojos se me llenaron de lágrimas.
—Lo estaba protegiendo de Phil, que estaba blanqueando dinero
mediante operaciones comerciales, usando Donato Enterprises como
tapadera. Había comprado nuestros muebles con fondos procedentes del
narcotráfico y se disponía a exportarlos a México. Así el cartel vendía los
muebles por pesos mexicanos y el dinero volvía a entrar en el sistema
bancario —me explicó muy serio—. Phil quería arruinarnos. Tío Grant le
había dejado Donato a mi padre y mi padre a mí, no a él, que se creía con
derecho a heredar el negocio.
«Me lo han quitado todo.» Recordé de pronto las palabras de Phil. En su
momento, pensé que se había vuelto loco.
—Papá y yo estábamos colaborando con la DEA, que iba detrás de un
pez más gordo que Phil. Debíamos fingir que no sabíamos lo que estaba
haciendo para que siguiera adelante con sus operaciones hasta que la DEA
tuviera lo que buscaba y a quien buscaba. Las personas para las que trabajaba
no habrían dudado en matar a cualquiera que averiguase lo que estaba
haciendo.
Recordé entonces la discusión entre James y Thomas. James quería
informar a la DEA, pero Thomas ya estaba colaborando con ellos.
—James no sabía que la DEA ya estaba al tanto —supuse.
Thomas negó con la cabeza.
—Papá y yo acordamos que cuanta menos gente supiera lo que estaba
pasando menor sería el riesgo para nosotros y para la empresa. Ahora veo
claro que tendría que habérselo contado a James. Es muy inteligente. Llevaba
nuestras finanzas y no tardó en descubrir lo que Phil estaba haciendo.
—Y, cuando James te lo dijo, no hiciste nada al respecto —deduje.
—No podía. Ya había un plan en marcha. Pero mi falta de acción y de
interés impacientó a James. Se fue a México por su cuenta y le plantó cara a
Phil. Ahora que sé lo que te hizo, entiendo que James llevara dentro tanta
rabia.
Así era. James se había puesto como un basilisco cuando yo había
querido descolgar el cuadro de nuestro prado. «No vamos a dejar que ese
cabrón enfermo controle nuestra vida», me dijo.
—No tengo ni idea de qué pasó cuando se encontraron —dijo Thomas
— y, salvo que él lo recuerde, puede que nunca lo sepamos. Phil nos contó
que fueron a pescar y James se cayó por la borda, así que yo usé esa misma
historia. Creo que intentó matarlo.
No me salían las palabras. Era demasiado. Todos los problemas
familiares con los que James había estado lidiando mientras intentaba
protegerme.
—Debido a la investigación de la DEA, tuve que dejar que todos
pensarais que James había muerto. Necesitaban que Phil siguiera
desarrollando sus actividades, no que saliera en busca de James si descubría
que seguía vivo. James quizá no habría sobrevivido a otro ataque. Y si el
cartel mexicano hubiera prescindido de Phil, la investigación de la DEA se
habría ido al garete. Mantuve escondido a James para protegerlo —dijo,
señalándose el pecho con el pulgar.
—Pero lo abandonaste aquí —lloré.
—Se suponía que solo estaría escondido unas semanas, tres meses a lo
sumo, pero fueron pasando los días hasta que transcurrió un año. La DEA
tardó más de lo previsto en hacer lo que tenía que hacer. Para entonces,
James ya estaba completamente instalado en su nueva vida como Carlos.
—Había conocido a su mujer.
—Se había casado ya y el bebé estaba en camino. Se enamoró
perdidamente de Raquel.
Como yo no había tocado mi whisky, Thomas se lo bebió de un trago,
luego miró el vaso vacío.
—Estaba convencido de que lo averiguarías antes. Tu investigador
privado casi me dejó seco. Amenazaba con contarte dónde estaba James.
Tuve que sobornarlo para que guardara silencio.
Como había sobornado a Imelda. Como me había sobornado a mí.
Todo aquello era difícil de digerir. Además, ya había oído bastante.
Había llegado el momento de volver a casa. Me levanté y me estiré la falda.
Thomas alzó de pronto la cabeza. Me agarró de la muñeca.
—Lo siento, Aimee.
Mis ojos se deslizaron despacio de los dedos con los que me agarraba la
muñeca a su rostro.
—No es conmigo con quien tienes que disculparte.
—¿Cómo está James? ¿Vuelve a casa?
—No, lo necesitan aquí. Pero tiene preguntas. Ve a verlo antes de
marcharte.
—¿Y tú? ¿Vuelves a casa?
—Mi sitio está allí. Mi restaurante…
Me apretó la muñeca.
—Sabía que lo conseguirías. Se lo dije a Joe… —Me agarroté y
Thomas sonrió—. Sí, fui yo. Yo estuve pagando tu alquiler durante la obra.
Fue el único modo que encontré de convencerlo… —Me zafé de él—.
Bueno, lo hice por ayudar… —Se levantó con dificultad, fue dando tumbos
hasta la barra y se derrumbó en un taburete.
Di media vuelta para marcharme, pero me detuve.
—¿Fue James a Cancún en realidad?
Thomas meneó la cabeza.
—Quería que pensáramos que estaba allí y no persiguiendo a Phil.
—¿Y el féretro? ¿Qué había dentro? —Me miró sin entender—. En el
funeral de James —le expliqué—. ¿Qué había dentro del féretro?
—Sacos de arena —contestó, encogiéndose de hombros como si aquello
careciera de importancia.
Aparté la mirada y cerré un instante los ojos. Cuando volví a mirarlo,
Thomas estaba sentado a la barra, con la cabeza apoyada en las manos.
Sin volver la vista atrás ni despedirme, salí del bar y de la vida de los
Donato.
Capítulo 30

—¡Ábreme, Aimee! —oí el alarido apagado de Ian, que aporreaba la


puerta.
Tiré la blusa encima de la maleta abierta y corrí a abrir antes de que
despertase a otros huéspedes. No eran más que las cinco y media de la
mañana.
Abrí de golpe y él miró adentro, encendido.
—¡Joder! Llevo toda la noche llamándote. ¿Dónde has estado?
—Con Carlos.
Tragó saliva visiblemente.
—Habérmelo dicho. Estaba preocupado.
—Me he dejado aquí el móvil sin querer. No pensaba estar fuera toda la
noche. Lo siento.
—Entonces, ¿has hablado con Imelda?
Asentí.
—Y con Carlos. Vino a buscarme a la habitación y fuimos a cenar.
Luego…
—¿Te has acostado con él? —preguntó con voz de pito.
—¡No! No ha pasado nada. —Me acerqué y él se apartó. Me detuve—.
Hemos estado hablando. Nada más.
—¿Vuelve a casa contigo?
Meneé la cabeza. Por costumbre, fui a darle vueltas al anillo de
compromiso hasta que recordé que ya no lo llevaba. El gesto le llamó la
atención. Me miró la mano, luego a la cara.
—¿Y el anillo?
—Se lo he devuelto.
Ian se recolocó para poder mirarme directamente a la cara. Sus ojos me
recorrieron de arriba abajo. Procuré relajarme, incluso sonreír un poco.
—¿Cómo lo llevas? —me preguntó, ceñudo.
—Lo llevo… bien —contesté con una sonrisa. Habría preferido que
dijera algo de «lo nuestro»—. Entonces, tú y yo… ¿bien? —dije, señalando
entre los dos.
Reparó en mi maleta. Enarcó una ceja.
—¿Te vas?
—No hay razón para que me quede.
Me acerqué a la cómoda.
—¿Ninguna? —preguntó amargamente.
—No. Ya es hora de que pase página. —Cogí un montón de ropa sucia
—. Si recoges rápido, nos da tiempo a pillar el primer vuelo de hoy.
No se movió mientras yo metía la ropa sucia en la maleta. Entré en el
baño y reuní mis cosas de aseo y mis cosméticos. Después de echar un
vistazo rápido, volví a la habitación. Ian estaba junto al balcón, con las manos
en las caderas. Contemplaba el cielo de primera hora de la mañana.
—¿No vas a ir a hacer la maleta? —dije, mirándolo a él y luego mi
equipaje.
Negó con la cabeza.
—Imelda me ha prometido que me va a ayudar a encontrar a Laney.
Volveré a casa mañana, como habíamos previsto.
Inspiré rápidamente por la nariz, mordiéndome el labio inferior. Había
olvidado su interés en Laney-Lacy. Solté las cosas de aseo en la maleta y me
tiré del dedo anular desnudo.
—¿Quieres que te ayude?
Me observó un buen rato, luego meneó la cabeza.
Sentí una opresión en el pecho.
—Ah… Vale. ¿Te veo el miércoles en mi restaurante, entonces?
Me miró a los ojos.
—Me despedí, ¿recuerdas?
—Ah, sí. Es cierto —dije, abatida—. Pues buena suerte. Espero que
encuentres a tu madre. Si te puedo ayudar en algo… Bueno, dímelo, ¿vale?
Asintió despacio y se volvió de nuevo hacia el balcón. Apenas movió la
cabeza, pero el gesto abrió un abismo entre los dos. No quería que me
quedara con él, así que resistí la tentación de preguntarle por lo nuestro. Él no
me había dicho nada, con lo que probablemente fuera demasiado tarde para
reparar el daño que le había hecho a nuestra amistad. Me había abierto su
corazón y yo lo había abandonado, lo había dejado solo en su cama. Después
le había dicho que lo que había ocurrido entre nosotros jamás tendría que
haber pasado. Era lo peor que podía haber hecho. Ian solo pretendía
ayudarme porque me quería.
Terminé de hacer la maleta y la cerré, maldiciendo cuando la cremallera
se me enganchó en la ropa.
—Espera, déjame a mí. —Me apartó las manos con delicadeza,
desatascó la cremallera y terminó de cerrar la maleta, luego se volvió hacia
mí y me acarició la mejilla con el dorso de los dedos. Suspiré—. Te
acompaño al taxi —me dijo, agarrando la maleta de la cama.
A la entrada del hotel me dio un abrazo de despedida. No hubo besos, ni
la promesa de reencontrarnos. Le pagó la carrera al taxista y, en cuanto me
senté, cerró la puerta. Bajé la ventanilla.
—Ian —lo llamé angustiada al verlo alejarse—. ¿Cuándo volveré a
verte?
—Ya sabes dónde encontrarme —contestó comedido, pasándose con
dureza los dedos por el pelo revuelto.
En la galería de Wendy, en su próxima exposición, donde los dos
seríamos educados y profesionales el uno con el otro, me dije con tristeza.
El taxista arrancó y yo, asomada a la ventanilla, observé a Ian hasta que
volvimos la calle y desapareció de mi vista. Al llegar al aeropuerto, caí de
pronto en la cuenta de que no solo había renunciado a James. También a Ian.

Diecinueve horas y dos escalas después, aterrizamos en San José, a


última hora de la noche. Mientras esperaba a que saliera mi equipaje, la
terminal estaba prácticamente vacía. Temblé, me cerré aún más el abrigo
sobre el vestido de verano y contemplé los ventanales empapados de lluvia.
La cinta empezó a girar y al poco salió mi maleta, que cayó de cabeza por la
rampa. La agarré y me topé con Nadia.
Ella gruñó y me cogió por los hombros.
—Bienvenida a casa.
—¿Cómo has sabido…?
—Me ha llamado Ian —dijo, agarrándome de la cintura—. Ven, que te
llevo a casa. Estás hecha una mierda.
—Ay, gracias —dije y la seguí al aparcamiento.
Mientras conducía, le hablé de la enfermedad de James, de la confesión
de Thomas, de que Ian se me había declarado y de que los había dejado allí a
los tres.
—¡Madre mía! —dijo, mirándome de reojo, sin apartar la vista de la
carretera—. Menudo fin de semana has pasado. Entonces, ¿James se ha ido
del todo? ¿No queda nada de él? ¡Vaya viaje!
—Carlos tiene su propia vida, con sus hijos y su carrera. Me ha llevado
un par de días aceptar que James ya no es James. En el fondo, notaba que
había algo distinto en él. Sus caricias ya no me gustaban. Es el cuerpo de
James, pero James ya no está ahí dentro, no sé si me explico.
Enarcó mucho las cejas.
—Es raro, pero creo que sí. Qué locura, chica. ¿Te apañarás sin él?
—Aunque haya perdido a su esposa, él es feliz en México —contesté,
apretándole la mano—. Me ha costado menos de lo que pensaba decirle
adiós.
Me dedicó una sonrisa de amiga.
—Creo que ya has pasado esa página que querías pasar. Prométeme que
me llamarás si necesitas hablar. Que te conozco: te vas a poner a darles
vueltas y vueltas a los últimos días. No lo entierres. Háblalo. Me tienes aquí.
—Te lo prometo —dije, y volví a apretarle la mano. Lo de enterrar mi
pasado se había terminado.
Nadia paró delante de mi casa, sin apagar el motor, mientras yo sacaba
el equipaje del asiento de atrás.
—¿Qué vas a hacer con Ian?
Hice un mohín.
—Nada. Le he hecho daño. Ya no le intereso.
—Ese hombre está más que interesado, créeme. Lo he notado muy
preocupado cuando me ha llamado y no hace falta ser muy listo para ver que
está locamente enamorado de ti. Ya te ha dicho que te quiere. Tú
precisamente deberías saber que uno no se desenamora de repente —dijo,
chascando los dedos—. No te acostumbres a rendirte demasiado pronto. Dale
otra oportunidad al pobre.
—Ya veremos.
Me encogí de hombros y cerré la puerta.
Nadia se fue en cuanto me metí en casa. Una casa que no había
cambiado ni se había actualizado desde que se había marchado James, hacía
ya casi dos años. Arrastré la maleta al dormitorio y abrí las puertas biseladas
del armario. Me encontré con su ropa. Pasé los dedos por las prendas y
levanté una manga. Me la pegué a la cara y olí el tejido. Me picó la nariz.
Polvo, nada más.
Agarré un puñado de perchas, saqué la ropa de James del armario, me la
llevé al cuarto de invitados y la extendí en la cama. Al día siguiente lo
empaquetaría todo para que se lo llevara Thomas. Ya decidiría él qué hacer
con las cosas de su hermano.
Cuando volvía a mi cuarto, me detuve al ver las fotos enmarcadas del
aparador. Había cuatro de James. Las cogí una por una y las puse con el
montón de ropa. Thomas podía enviárselas a Carlos.
Pasé la siguiente hora llevando las cosas de James al cuarto de
invitados. Pinturas, materiales, ropa y fotos. Solo me quedé con una pequeña,
una instantánea de los dos apoyados en el viejo BMW de James, que dejaría
en mi escritorio.
Cuando lo hube trasladado todo, me derrumbé en el sofá de chenilla que
James y yo habíamos comprado juntos. Mientras acariciaba las fibras
desgastadas, decidí que también me desprendería del sofá. Algún día.
Enseguida empezaron a pesarme los párpados y me tumbé de lado,
metiéndome un cojín debajo de la cabeza. Me quedé dormida. Y soñé.

Varias semanas después, al final de la jornada, estaba limpiando las


huellas de dedos de las vitrinas de mi establecimiento cuando sonó la
campanilla de la puerta y se coló dentro una ráfaga de aire frío. Oí unos pasos
a mi espalda.
—Ya hemos cerrado —dije sin mirar.
—Soy yo —dijo Nadia.
Me volví, con el trapo y el limpiador en la mano. Llevaba un vestido de
cóctel de color burdeos debajo del abrigo de paño, el pelo recogido en un
moño desenfadado, los labios pintados y las mejillas coloradas del aire
gélido.
—¿Adónde vas esta noche?
—Tengo una cita con Mark —dijo, sonriente.
—¿En serio? —Froté distraída una mancha rebelde del cristal—. ¿Qué
te ha hecho cambiar de opinión sobre él?
—Tú —me contestó. Me erguí y ella se acercó y se apoyó en el
mostrador—. Tengo tendencia a dejar escapar a los hombres demasiado
pronto. Mark es un tío muy cariñoso y ya no tiene relación con su exmujer.
He decidido darle otra oportunidad.
La miré extrañada.
—Te gusta de verdad.
—Sí.
Doblé el paño sucio.
—¿Adónde vais?
—A cenar y luego a la exposición de Ian —contestó, sacándose una
postal del bolsito y dejándomela en el mostrador para que la viera.
Miré la postal con el nombre de Ian bien visible debajo del logo de
Wendy. En el anverso había dos imágenes de su colección que yo no había
visto, aunque estaba presente cuando había hecho las fotografías. Eran de
Puerto Escondido. Paseé los dedos por una de dos hombres fumándose un
puro delante de una tienda.
—Hay personas en estas fotos —murmuré para mí.
—Deberías ir. Darle otra oportunidad. —Meneé la cabeza—. ¿Has
vuelto a verlo desde que te fuiste de México?
—No.
—¿Lo has llamado?
—Él tampoco me ha llamado a mí.
—Ya sabes lo que siente. ¿Le has dicho ya que lo quieres?
—Aún no —contesté sin pensar.
Nadia esbozó una sonrisa.
—Sabía que lo querías. —Me humedecí los labios y estudié la postal—.
Tengo que irme. ¿Nos vemos en la galería? Kristen y Nick también van.
—No sé… —Callé y me guardé la postal en el bolsillo del delantal—.
Tengo que reponer las estanterías.
Se abotonó el abrigo.
—Las estanterías siempre van a estar ahí.
«Pero puede que cierta persona no.»
Lo dejó en el aire, luego me dio un beso en la mejilla.
—Te veo esta noche —me gritó desde la puerta, y se dibujó en sus
labios brillantes una enorme sonrisa.
Eché el cierre cuando salió y seguí limpiando. Fregué con ímpetu el
mostrador, volví a poner el lavaplatos y abrí varias cajas de productos. Hasta
que no me puse a recolocar los periódicos y las revistas del estante de lectura
gratuita, no me di cuenta de que estaba buscando excusas para no marcharme.
Volví a mirar la postal. Las imágenes eran preciosas y quería verlas.
¿Qué le habría hecho cambiar de opinión sobre sus fotos?
También quería verlo a él. Lo echaba de menos.
Entonces, ¿a qué esperaba?
Llevaba la ropa arrugada y el pelo hecho un desastre, pero si iba a casa
a cambiarme y arreglarme, tendría una excusa para no salir. Así que apagué
las luces, activé la alarma, salí del local y recorrí a pie las dos manzanas que
me separaban de la galería de Wendy.
Como en sus anteriores exposiciones, estaba abarrotada. Reconocí
muchas caras. De sus admiradores incondicionales. A diferencia de otras
veces, no había una mezcla de fotos de distintas expediciones: todas las
imágenes expuestas eran de Puerto Escondido.
Las contemplé extasiada, avanzando despacio por la sala principal.
Retratos inmensos, reflejo de un nanosegundo de vida, cubrían las paredes de
arriba abajo. Surfistas surcando espeluznantes túneles de agua. Parejas
abrazándose, siluetas recortadas sobre la puesta de sol. Carlos apoyado en
una palmera, mirando al mar.
Carlos.
Me llevé la mano al vientre. No sentí nervios ni angustia. Ni ilusión, ni
tristeza. Me miré los pies y volví a mirar la fotografía. Esbocé una sonrisa al
caer en la cuenta de que era a Carlos a quien veía en la imagen, no a James.
Todas las fotografías eran impresionantes y hacían que la sala
resplandeciera con todo un abanico de colores. No se parecía a nada que
hubiera visto de Ian.
—Curioso, ¿verdad? —me dijo Nick, de pronto a mi lado—. Veo a
James, pero los ojos son distintos. Entonces dejo de verlo y veo a otra
persona.
Pensé en Ian y en lo que me había contado de las fotos que le hacía a su
madre cuando Jackie era la personalidad dominante.
—Se llama Carlos —susurré—. Jaime Carlos Domínguez.
—¿Puedo ir a verlo?
—No te conocería —contesté, volviéndome a mirarlo.
Su semblante se ensombreció.
—Thomas nos tenía a todos engañados. Siento lo de Ray —dijo
entonces, entre palabrotas—. No consigo localizar a ese cabrón.
—Dudo que vuelvas a saber de él —repuse con una sonrisita.
Gracias a Thomas, Ray, el investigador privado que Nick me había
recomendado que contratara para encontrar a James, seguramente estaría en
una islita, bebiendo margaritas y disfrutando de una pequeña fortuna.
Al fondo, una pequeña multitud se apiñaba en torno a una foto. Por
encima de sus cabezas asomaban sombras de amarillo y dorado. Me disculpé
con Nick y me acerqué, abriéndome paso entre la concurrencia. Entonces me
quedé pasmada. Era un retrato mío y lo miré como si fuera la primera vez que
me veía.
Ian me había sacado bailando en Casa del Sol, dejándome llevar,
sintiendo la música.
Me había resaltado los ojos de azul Caribe enmarcados en pestañas muy
negras de tal forma que era imposible no perderse en ellos. Una masa de rizos
morenos me coronaba la cabeza y parecía danzar a la luz titilante. Chispeaban
como luciérnagas y polvo dorado.
¿Era así como me veía Ian? El retrato tenía vida, lo había hecho un
artista que no solo quería a la mujer retratada en su obra, sino que estaba
enamorado de ella. Me dieron ganas de llorar.
Noté a Ian a mi lado antes de que me rozara el brazo.
—Es preciosa —susurró para que solo lo oyera yo.
—Ian… —empecé.
—Eres preciosa —me dijo al oído, acelerándome—. Te he echado de
menos.
Me escocían los ojos.
—Tus fotos son… —Meneé la cabeza, incapaz de encontrar palabras
que describieran lo magnífica que era la obra que exponía allí—. Hay
personas en ellas.
Se revolvió a mi lado.
—Alguien me dijo una vez que tengo un don. Por lo visto se me da bien
captar el lado bueno de las personas. Supongo que tuve que aceptar que no
todo el mundo tiene algo feo que esconder. —Noté que me miraba—. Te
asustaba decirle adiós a James, pero lo hiciste, y apuesto a que ahora eres más
fuerte. Fui a México contigo temiendo perderte por él. Nunca sabrías lo
mucho que te quería. Aún… —Guardó silencio. Le cogí la mano a ciegas.
Entrelazó sus dedos con los míos—. Ven conmigo —me dijo y me llevó a un
rincón, lejos de la multitud.
—Te he echado de menos —le dije en cuanto nos quedamos a solas—.
Siento no haberme quedado contigo en México.
Me estrechó en sus brazos.
—Lo entiendo, Aims. Necesitabas distancia después de todo lo que
habías pasado y yo te concedí ese espacio con la esperanza de que volvieras a
mí.
Su voz me acarició el oído. Sus labios me rozaron la piel sensible del
lóbulo. Sentí un cosquilleo por todo el cuerpo.
—¿Y Laney? ¿La encontraste? —pregunté, usando el nombre por el que
Ian conocía a Lacy—. ¿Has sabido algo de tu madre?
—No.
—Lo siento —dije con tristeza.
—No lo sientas. Si está viva, la encontraré. Algún día.
—Te quiero, Ian. —No pude retener las palabras en mi interior más
tiempo—. Tendría que habértelo dicho antes… —Me besó—. Te quiero —le
susurré en la boca—. Pero tengo una pregunta.
Interrumpió el beso.
—¿Cuál? —preguntó con cautela.
—¿Quieres cenar conmigo?
Esbozó una sonrisa, lenta y sexi.
—¿Me estás pidiendo una cita?
—Pues sí, te la estoy pidiendo —contesté, sonriente.
—Bueno, en ese caso, es un sí. Ceno y desayuno contigo —me
prometió, acariciándome los labios con los suyos—. Y todas las mañanas.
Me besó con fuerza, ofreciéndome un atisbo del futuro que nos
esperaba. El futuro que yo quería.
Epílogo
CINCO AÑOS DESPUÉS

Volvió a soñar con ella. Ojos de un azul tan intenso y tan potente que le
marcaban el alma. Las ondas de rizos morenos le acariciaban el pecho
mientras se movía encima de él, besando su piel acalorada. Se casarían en dos
meses. Estaba deseando despertar a su lado todas las mañanas y amarla como
esposa, exactamente igual que ella lo amaba entonces.
Tenía algo importante que decirle. Algo urgente que hacer. Lo que fuera
permanecía esquivo en los límites borrosos de su pensamiento. Procuró
centrarse, apresar la idea antes de que…
¡Protegerla!
Debía proteger a su prometida. Su hermano la había violado y volvería a
hacerle daño.
Había visto a su hermano, su cara de determinación, rayana en la locura.
Estaban en un barco. El otro iba armado y lo amenazaba. Lo apuntaba con un
arma y no dudaría en disparar, así que se tiró al agua. El mar estaba revuelto
y lo arrastraba al fondo. Notó que se hundía. Las balas entraban salpicando en
el agua y le pasaban rozando la cabeza y el torso, no alcanzándole por poco.
Nadó tan rápido como pudo, aunque le ardieran los pulmones,
impulsado por el miedo más horrible que había sentido jamás. Tenía que
protegerla.
Unas olas grandes y poderosas lo arrojaron contra el promontorio
rocoso. Sintió un dolor insoportable en la cara y en las extremidades. El
océano lo reclamaba, pero su voluntad de proteger al amor de su vida era
mayor. Debía llegar a ella antes de que su hermano le pusiera una mano
encima. La corriente lo arrastró al fondo. Flotó, a la deriva. De un lado a otro,
de arriba abajo. Luego se hizo la oscuridad.
—¡Papá, papá! —oyó chillar una vocecilla. Abrió los ojos de golpe. Un
niño pequeño saltaba encima de él, revolviéndole las sábanas. Miró al niño,
que reía mientras saltaba por la cama—. ¡Despierta, papá, que tengo hambre!
El niño hablaba español. Se devanó los sesos, intentando recordar el que
había aprendido en la universidad. El niño tenía hambre y lo había llamado
«papá».
¿Dónde demonios estaba?
Se incorporó de golpe y reculó en la cama hasta chocar con el cabecero.
Estaba en un dormitorio rodeado de fotos enmarcadas. Se vio en muchas,
pero no recordaba habérselas hecho. A la derecha, un balcón con vistas al
mar. «¿Pero qué coño…?»
Sintió que palidecía. Se notó de pronto un sudor frío. El niño saltaba
más cerca, girando en el aire.
—¡Quiero el desayuno! ¡Quiero el desayuno! —canturreaba.
—¡Deja de saltar! —graznó, levantando las manos para evitar que el
crío se le acercara demasiado. Estaba desorientado. Sentía un pánico que le
cerraba la garganta—. ¡Para! —le gritó.
El niño paró en seco. Atónito, lo miró dos segundos, bajó de la cama
como una bala y salió disparado de la habitación.
Cerró los ojos con fuerza y contó hasta diez. Cuando los abriera, todo
volvería a ser normal. Estaba estresado: el trabajo, la boda, lidiar con sus
hermanos… Tenía que ser por eso. Aquello era solo un sueño.
Abrió los ojos. Nada había cambiado. Respiraba con dificultad. Aquello
no era un sueño. Era una pesadilla y la estaba viviendo.
En la mesilla encontró un teléfono móvil. Lo cogió y lo activó. Le dio
un vuelco el corazón cuando vio la fecha. Tenían que estar en mayo, ¿cómo
podían estar en diciembre… seis años y medio después de la fecha de su
boda?
Oyó un ruido en la puerta y levantó bruscamente la cabeza. En el
umbral había otro niño, mayor, con el rostro moreno de pronto pálido.
—¿Papá?
Se irguió aún más.
—¿Quién eres tú? ¿Dónde estoy? ¿Qué sitio es este?
Sus preguntas parecieron asustarlo, pero el niño no se fue de la
habitación, sino que acercó una silla al armario. Se subió en ella y cogió del
último estante una caja metálica. Le acercó la caja y pulsó un código de
cuatro cifras en el teclado. Se abrió el cierre de seguridad. El crío levantó la
tapa y salió de la habitación de espaldas, despacio, con la cara llena de
lágrimas.
Dentro de la caja había documentos legales: pasaportes, partidas de
nacimiento, un certificado de matrimonio con una tal Raquel Celina
Domínguez… Al fondo había lápices de memoria y varios discos duros, y un
anillo de compromiso. Conocía el anillo. Era el de ella. Lo sostuvo a la luz y
lo miró fijamente, sin comprender. ¿Por qué no lo llevaba puesto?
Volvió a meterlo en la caja y le llamó la atención un sobre. Iba dirigido
a él. A James. Lo abrió, rasgándolo, y sacó una carta.

Escribo esto sabiendo que vivo de prestado. Temo que se acerca el


día en que recordaré quién era y olvidaré quién soy. Me llamo
Jaime Carlos Domínguez. Hubo un tiempo en que era James
Charles Donato. Si estoy leyendo esta nota y no recuerdo haberla
escrito, solo hay una cosa que debo saber: SOMOS LA MISMA
PERSONA.
Agradecimientos

Mi viaje como escritora, igual que el de Aimee en La vida que soñamos,


ha estado lleno de altibajos. Ha sido una aventura increíble, emocionante que
ha traído a mi vida a algunas personas asombrosas. Gracias a su entusiasmo y
a su profesionalidad, y al apoyo constante de mi familia y mis amigos, he
tenido el privilegio de compartir la historia de Aimee con mis lectores.
Estoy muy agradecida a mi agente, Gordon Warnock, de Fuse Literary
Agency, por tomarse la molestia de escucharme, por su ánimo y por no
rendirse nunca. Sobre todo le agradezco que le encontrara un hogar a La vida
que soñamos. También agradezco a Jen Karsbaek que rescatara mi
manuscrito del montón de los descartados. Gracias por entusiasmarte con la
historia de Aimee tanto como yo.
Todo el equipo editorial de Lake Union Publishing ha sido
extraordinario, en especial Danielle Marshall y mi editora, Kelli Martin.
Gracias por todo lo que habéis hecho para que este libro brille. Os estoy
inmensamente agradecida. Trabajar con vosotros es una maravilla.
La vida que soñamos no sería lo que es sin la colaboración de mis
primeras lectoras —Elizabeth Allen, Bonnie Dodge, Vicky Gresham,
Addison James y Orly Konig-Lopez—, que fueron leyendo pacientemente
todas las revisiones. Vuestra opinión sincera me ha ayudado a ser mejor
narradora y escritora. Además, mientras escribía, a alguien se le ocurrió la
locura de montar una asociación. Vosotras, cofundadoras de la Women’s
Fiction Writers Association, sois mi inspiración. Además de escribir novelas,
sabemos montar organizaciones de ámbito nacional, ¿no es genial?
Tengo que dar las gracias a mis padres, Bill y Phyllis Hall. Ellos han
sido mis mayores defensores desde el principio, cuando hace un montón de
años dije que quería escribir un libro. Gracias por enseñarle a una niña a
soñar a lo grande.
A mis hijos, Evan y Brenna, gracias por preguntarme siempre por mis
libros. No perdáis nunca la curiosidad. Me encanta escribir, pero me gusta
aún más ser vuestra madre.
Por último, a mi mejor amigo y pacientísimo y cariñosísimo marido,
Henry, tengo que darle las gracias por todo lo que hace. Gracias por ser tú.

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