Em Ecé Ed I Tores Pri M Era Ed I Ci Ón - Buen Os Ai Res 1 9 9 9

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 298

EM ECÉ ED I TORES

PRI M ERA ED I CI ÓN – BUEN OS AI RES 1 9 9 9


Silvana Ocampo Cuentos Completos I

Silvina Ocam po ( 1903–1993) nació en Buenos Aires. Desde j oven est udió
dibuj o y pint ura; uno de sus m aest ros fue Giorgio De Chirico. Publicó por prim era
vez en 1937 ( Viaj e olvidado) . En 1940 se casa con Adolfo Bioy Casares y ese
m ism o año com pila con ést e y con Borges una Ant ología de la lit erat ura
fant ást ica. Sus poem as y cuent os aparecieron en la revist a Sur que dirigía su
herm ana Vict oria. Ent re m ás de veint e obras publicadas vale recordar:
Enum eración de la pat ria ( poem as) , Los que am an, odian ( novela policial en
colaboración con Bioy, Em ecé, 1945) y Los t raidores ( t eat ro, en colaboración con
J. R. Wilcock) . Recibió el Prem io Municipal de Poesía y el Prim er Prem io Nacional
de Poesía. Realizó num erosas t raducciones del inglés y el francés y, a su vez, fue
t raducida a varios idiom as.

***

" Com o el Dios del prim er versículo de la Biblia, cada escrit or crea un
m undo. Esa creación, a diferencia de la divina, no es ex nibilo; surge de la
m em oria, del olvido que es part e de la m em oria, de la lit erat ura ant erior, de los
hábit os de un lenguaj e y, esencialm ent e, de la im aginación y de la pasión. [ ...]
Silvina Ocam po nos propone una realidad en la que conviven lo quim érico y lo
casero, la crueldad m inuciosa de los niños y la recat ada t ernura, la ham aca
paraguaya de una quint a y la m it ología. [ ...] Le im port an los colores, los
m at ices, las form as, lo convexo, lo cóncavo, los m et ales, lo áspero, lo pulido, lo
opaco, lo t raslúcido, las piedras, las plant as, los anim ales, el sabor peculiar de
cada hora y de cada est ación, la m úsica, la no m enos m ist eriosa poesía y el peso
de las alm as, de que habla Hugo. De las palabras que podrían definirla, la m ás
precisa, creo, es genial."
Jorge Luis Borges

***

" Los personaj es de Silvina Ocam po callan con gust o [ ...] y cuando
escriben, es para crear ot ra oscuridad, para t ram ar una im post ura; m ás aún:
para confirm ar el caráct er de im post ura de t odo lo dem ás. Pero si la escrit ura
aport a m ás som bra que luz, es j ust am ent e por la conciencia que ella t iene de
est a som bra que cum ple con su m isión reveladora. [ ...] La fuerza de est a
ferocidad sut il reside en su t ranquilidad y su im pasibilidad m ism as, idént icas a
las de los niños, al punt o de no excluir una m irada lim pia y una sonrisa ligera.
Una ferocidad que j am ás se separa de la inocencia: inocencia m áscara de la
ferocidad, o ferocidad m áscara de la inocencia. [ ...] hay un m undo fem enino en
el cual Silvina Ocam po se desenvuelve com o en un cont inent e ocult o, un
laberint o de prisiones individuales que rodea y condiciona t odo lo que parece
sim ple y evident e en las relaciones hum anas, prisiones que el egoísm o edifica
alrededor de nosot ros m ism os.
I t alo Calvino

2
Silvana Ocampo Cuentos Completos I

Í N D I CE

Cielo de claraboyas
Esperanza en Flores
El vest ido verde aceit una
El Rem anso
El caballo m uert o
La enem ist ad de las cosas
Eladio Rada y la casa dorm ida
El pasaport e perdido
Florindo Flodiola
El ret rat o m al hecho
Paisaj e de t rapecios
Las dos casas de Olivos
Los funám bulos
La siest a en el cedro
La cabeza pegada al vidrio
El corredor ancho de sol
Noct urno
Ext raña visit a
La calle Sarandí
El vendedor de est at uas
Día de Sant o
Dioram a
El Pabellón de los Lagos
El m ar
Viaj e olvidado
La fam ilia Linio Milagro
Los Pies Desnudos
La casa de los t ranvías
Epit afio rom ano
La red
El im post or
Fragm ent os del libro invisible
Aut obiografía de I rene
La liebre dorada
La cont inuación
El m al
El vást ago
La casa de azúcar
La casa de los reloj es
Mim oso
El cuaderno
La sibila
El sót ano
Las fot ografías
Magush
La propiedad
Los obj et os
Nosot ros
La furia
Cart a perdida en un caj ón
El verdugo
3
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Azabache
La últ im a t arde
El vest ido de t erciopelo
Los sueños de Leopoldina
Las ondas
La boda
La pacient e y el m édico
Voz en el t eléfono
El cast igo
La oración
La creación
El asco
El goce y la penit encia
Los am igos
I nform e del Cielo y del I nfierno
La raza inext inguible
Tales eran sus rost ros
La hij a del t oro
Éxodo
Cart a baj o la cam a
La revelación
Am elia Cicut a
El alm acén negro
La escalera
La boda
El progreso de la ciencia
Visiones
El lecho
Anillo de hum o
Fuera de las j aulas
I sis
La venganza
El novio de Sibila
El Moro
El siniest ro del Ecuador
El m édico encant ador
El incest o A Juana I vulich
La cara en la palm a
Los am ant es
Las t erm as de Tirt e
La peluca
La expiación
El fant asm a
La gallina de m em brillo
Celest ina
I cera
El crim en perfect o
El lazo
Am or
El pecado m ort al
Rhadam ant hos
El hórreo
El árbol grabado
Cart a de despedida
4
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
La plum a m ágica
El diario de Porfiria Bernal
El diario de Porfiria
Las invit adas
La piedra
Los m ast ines del t em plo de Adrano

Cie lo de cla r a boya s

La rej a del ascensor t enía flores con cáliz dorado y follaj es rizados de
fierro negro, donde se enganchan los oj os cuando uno est á t rist e viendo
desenvolverse, hipnot izados por las grandes serpient es, los cables del ascensor.
Era la casa de m i t ía m ás viej a adonde m e llevaban los sábados de visit a.
Encim a del hall de esa casa con cielo de claraboyas había ot ra casa m ist eriosa en
donde se veía vivir a t ravés de los vidrios una fam ilia de pies aureolados com o
sant os. Leves som bras subían sobre el rest o de los cuerpos dueños de aquellos
pies, som bras achat adas com o las m anos vist as a t ravés del agua de un baño.
Había dos pies chiquit os, y t res pares de pies grandes, dos con t acos alt os y finos
de pasos cort os. Viaj aban baúles con ruido de t orm ent a, pero la fam ilia no
viaj aba nunca y seguía sent ada en el m ism o cuart o desnudo, desplegando diarios
con m úsicas que brot aban incesant es de una pianola que se at rancaba siem pre
en la m ism a not a. De t arde en t arde, había voces que rebot aban com o pelot as
sobre el piso de abaj o y se acallaban cont ra la alfom bra.
Una noche de invierno anunciaba las nueve en un reloj m uy alt o de
m adera, que crecía com o un árbol a la hora de acost arse; por ent re las rendij as
de las vent anas pesadas de cort inas, siem pre con olor a naft alina, ent raban
chiflones helados que m ovían la som bra t ropical de una plant a en form a de
palm era. La calle est aba llena de vendedores de diarios y de frut as, t rist es com o
despedidas en la noche. No había nadie ese día en la casa de arriba, salvo el
llant o pequeño de una chica ( a quien acababan de darle un beso para que se
durm iera,) que no quería dorm irse, y la som bra de una pollera disfrazada de t ía,
com o un diablo negro con los pies em bot inados de inst it ut riz perversa. Una voz
de cej as fruncidas y de pelo de alam bre que grit aba " ¡Celest ina, Celest ina! " ,
haciendo de aquel nom bre un abism o m uy oscuro. Y después que el llant o
dism inuyó despacit o... aparecieron dos piecit os desnudos salt ando a la cuerda, y
una risa y ot ra risa caían de los pies desnudos de Celest ina en cam isón, salt ando
con un caram elo guardado en la boca. Su cam isón t enía form a de nube sobre los
vidrios cuadriculados y verdes. La voz de los pies em bot inados crecía:
" ¡Celest ina, Celest ina! " . Las risas le cont est aban cada vez m ás claras, cada vez
m ás alt as. Los pies desnudos salt aban siem pre sobre la cuerda ovalada bailando
m ient ras cant aba una caj a de m úsica con una m uñeca encim a.
Se oyeron pasos endem oniados de bot ines m uy negros, at ados con
cordones que al desat arse provocan accesos m ort ales de rabia. La falda con alas
de dem onio volvió a revolot ear sobre los vidrios; los pies desnudos dej aron de
salt ar; los pies corrían en rondas sin alcanzarse; la falda corría det rás de los
piecit os desnudos, alargando los brazos con las garras abiert as, y un m echón de

5
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
pelo quedó suspendido, prendido de las m anos de la falda negra, y brot aban
grit os de pelo t ironeado.
El cordón de un zapat o negro se desat ó, y fue una zancadilla sobre ot ro
pie de la falda furiosa. Y de nuevo surgió una risa de pelo suelt o, y la voz negra
grit ó, haciendo un pozo oscuro sobre el suelo: " ¡Voy a m at art e! " . Y com o un
t rueno que rom pe un vidrio, se oyó el ruido de j arra de loza que se cae al suelo,
volcando t odo su cont enido, derram ándose densam ent e, lent am ent e, en silencio,
un silencio profundo, com o el que precede al llant o de un chico golpeado.
Despacit o fue dibuj ándose en el vidrio una cabeza part ida en dos, una
cabeza donde florecían rulos de sangre at ados con m oños. La m ancha se
agrandaba. De una rot ura del vidrio em pezaron a caer anchas y espesas got as
pet rificadas com o soldadit os de lluvia sobre las baldosas del pat io. Había un
silencio inm enso; parecía que la casa ent era se había t rasladado al cam po; los
sillones hacían ruedas de silencio alrededor de las visit as del día ant erior.
La falda volvió a volar en t orno de la cabeza m uert a: " ¡Celest ina,
Celest ina! " , y un fierro golpeaba con rit m o de salt ar a la cuerda.
Las puert as se abrían con largos quej idos y t odos los pies que ent raron se
t ransform aron en rodillas. La claraboya era de ese verde de los frascos de
colonia en donde nadaban las faldas abrazadas. Ya no se veía ningún pie y la
falda negra se había vuelt o sant a, m ás arrodillada que ninguna sobre el vidrio.
Celest ina cant aba Les Cloches de Corneville, corriendo con Leonor det rás
de los árboles de la plaza, alrededor de la est at ua de San Mart ín. Tenía un
vest ido m arinero y un m iedo horrible de m orirse al cruzar las calles.

Espe r a n za e n Flor e s

Uno, dos, t res, cuat ro, cinco, era ya m uy t arde. La lám para de kerosene
chist aba a la noche, aquiet ándola com o una m adre a un hij o que no quiere
dorm irse, y Esperanza se quedaba desvelada a las doce de la noche, después de
haber pasado el día durm iéndose en los rincones. Uno, dos, t res, cuat ro, cinco
habían sido los caballos negros at ados al coche fúnebre que llevaron a su m arido
cubiert o de flores hast a la Chacarit a, y desde ese día abundaban las visit as en la
casa. Sus am igas la habían querido llevar a pasear un dom ingo porque est aba
pálida. Uno, dos, t res, Esperanza se había hecho rogar, y después por fin había
salido hast a la plaza de Flores y allí se había sent ado en un banco con dos
señoras vecinas, herm anas del alm acenero. Uno, dos, t res, cuat ro, cinco, un
hom bre det rás de un árbol desabrochaba su pant alón y Esperanza m iraba el cielo
a t ravés de las ram as. " Esperanza, no podés seguir así. Esperanza, no podés
seguir así, t e vas a enferm ar. Hay que conform arse al dest ino" , le decían sus
am igas.
Uno, dos, t res, alguien golpeaba la puert a de ent rada. Esperanza est aba
en el punt o liso de su t ej ido y dij o: " ¿Quién es?" . Florián ent ró despacit o con los
oj os dorm idos " ¿Florián a est as horas?" Florián dorm ía en la cam a de su
herm ana, no hacía ni m edia hora, cuando la m adre lo despert ó sacándolo a
t irones: había visit as y no alcanzaban las cam as.
Salvo los dom ingos y días de fiest a era siem pre de noche cuando llegaban
las visit as: a esa hora la radio t ocaba una m úsica que las at raía, sin duda.
Esperanza no conocía de esa casa m ás que a Florián. Los chism es de las
vecinas caían sobre las herm anas y las m adres, que t enían t odas ondulaciones
perm anent e ( ¿croquiñol o perm anent e al aceit e?; una seria discusión se había
est ablecido ent re las herm anas del alm acenero) , t enían t odas barniz en las uñas
y no pagaban al panadero. Florián se hacía la rabona y pedía lim osna en la calle,
desviando un oj o. Pero, casi siem pre, con su cara original de ángel, ganaba m ás
lim osnas que con su oj o perdido. Esperanza no sabía ese t ej em anej e, creía en la
6
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
virt ud azul de los oj os de Florián, en sus diez años, en su t im idez, en su voz
quej osa ej ercit ada en pedir lim osnas. No hubiera adm it ido ni siquiera el
sufrim ient o o el ham bre de un chico que se hace la rabona pidiendo lim osna con
un oj o volunt ariam ent e t uert o. Hubiera vist o a ese chico desm enuzarse debaj o
de un óm nibus, m orirse de ham bre en una esquina, suicidarse con un cuchillo
sucio de cocina: no hubiera dado un paso por salvarlo. Sólo la virt ud inocent e de
los oj os de Florián, igual a los oj os de un Niño Jesús, le ganaba el corazón, hast a
hacerlo sent ar a veces sobre sus escasas faldas a las doce de la noche cuando
est aba sola. Ent onces, creyendo salvarlo de su fam ilia, le enseñaba oraciones
que venían escrit as det rás de las est am pas, con veint e, cuarent a, cincuent a días
de indulgencias.
El sueño ponía sus m anos sant as sobre los oj os de Florián, m ient ras
cont aba t odo lo que había t rabaj ado en la casa aquel día. Había ayudado a
Leonor a barrer el cuart o. Leonor t enía que planchar un cam isón nuevo, t enía
que arreglar las flores de papel en el florero de su cuart o sobre una carpet a de
m acram é. Y él había t enido que lim piar el excusado, había t enido que pelar las
papas, lim piar t odas las verduras para el alm uerzo.
” ¡Pobre angelit o! " –suspiraba Esperanza–. Después había llegado t arde al
colegio por culpa de su herm ana; la m aest ra le había pegado con un lát igo que
t enía escondido en un caj ón del pupit re. Le había dicho que no quería recibir
ningún vago en la escuela, ningún m uert o de ham bre, ningún hij o de put a.
Esperanza levant ó sus anchos brazos sacudidos de espant o: " ¿Es posible que la
m aest ra t e haya dicho esas cosas?" . Florián, m árt ir de su sueño, decía sí con la
cabeza.
El día quedaba m uy lej os det rás de la noche, y recordaba que había
recorrido las calles de m ás t ráfico t ort urándose los oj os, sin conseguir una
lim osna, y cuando volvía a su casa con su rost ro cot idiano, sin hacer ningún
esfuerzo para conm over a nadie, una señorit a le había dado un peso ent ero en
m onedas, averiguándole su nom bre. Había gast ado el peso en cinem at ógrafo,
m asit as y t ranvía; no quería volver a su casa con un solo cent avo en el bolsillo.
Sus herm anas lo desvalij aban, ellas que ganaban por lo m enos cuat ro pesos por
día. Todo eso no se lo podía cont ar a Esperanza; t am poco le podía cont ar que
había hecho pis cont ra un aut om óvil nuevo y que le había rot o la blusa a su
herm ana. " Hij o de put a" –le había dicho el hij o del frut ero–. “ Tu m adre no m e
paga pero yo le pago a ella. Tendrá que pagarm e el vidrio de m i vidriera que m e
has rot o, o bien los llevaré a t odos a la com isaría” . Pero al día siguient e,
Valent ini, el frut ero, llegaría a la casa com o siem pre, repart iendo sonrisas y
bom bones con versit os de alm acén, y al ent rar a la pieza de su herm ana le daría
una palm adit a en la cara, diciéndole: " Pícaro, pícaro" . Es que Valent ini se
olvidaba de t odo cuando est aba con sus herm anas; cuando llegaba a casa de
Florián no parecía ni siquiera un parient e lej ano del frut ero Valent ini de delant al
blanco, ofreciendo sus m ercaderías a t ravés de las vidrieras. ¿Qué virt ud t an
ext raordinaria t enían sus herm anas?
Esperanza guardó el t ej ido en una canast it a. Uno, dos, t res, cuat ro, cinco
punt os falt aban para t erm inar la fila, y eso la iba a desvelar. Volvió a t om ar el
t ej ido. Uno, dos, t res, cuat ro, cinco años falt aban para t erm inar de pagar la casa
por m ensualidades. Mient ras t ant o vendería sus t ej idos; era un m odo honrado de
ganarse la vida, y no com o est as m alas m uj eres, est as m uj eres de la calle.
Sin darse cuent a, hablaba en alt a voz. Florián, sonám bulo de sueño, se
ret iraba silenciosam ent e en dirección a la cam a de su herm ana, con la esperanza
de encont rar sit io para él.
" Mi hij it o, es la hora de dorm irse." Esperanza se dio vuelt a y se encont ró
sola frent e a la lám para de kerosene. No se oía m ás que el cant o de la luz que le
decía despacit o que se callara.
7
Silvana Ocampo Cuentos Completos I

El ve st ido ve r de a ce it u n a

Las vidrieras venían a su encuent ro. Había salido nada m ás que para hacer
com pras esa m añana. Miss Hilt on se sonroj aba fácilm ent e, t enía una piel
t ransparent e de papel m ant eca, com o los paquet es en los cuales se ve t odo lo
que viene envuelt o; pero dent ro de esas t ransparencias había capas
delgadísim as de m ist erio, det rás de las ram ificaciones de venas que crecían
com o un arbolit o sobre su frent e. No t enía ninguna edad y uno creía sorprender
en ella un gest o de infancia, j ust o en el m om ent o en que se acent uaban las
arrugas m ás profundas de la cara y la blancura de las t renzas. Ot ras veces uno
creía sorprender en ella una lisura de m uchacha j oven y un pelo m uy rubio, j ust o
en el m om ent o en que se acent uaban los gest os int erm it ent es de la vej ez.
Había viaj ado por t odo el m undo en un barco de carga, envuelt a en
m arineros y hum o negro. Conocía Am érica y casi t odo el Orient e. Soñaba
siem pre volver a Ceilán. Allí había conocido a un indio que vivía en un j ardín
rodeado de serpient es. Miss Hilt on se bañaba con un t raj e de baño largo y
grande com o un globo a la luz de la luna, en un m ar t ibio donde uno buscaba el
agua indefinidam ent e, sin encont rarla, porque era de la m ism a t em perat ura que
el aire. Se había com prado un som brero ancho de paj a con un pavo real pint ado
encim a, que llovía alas en ondas sobre su cara pensat iva. Le habían regalado
piedras y pulseras, le habían regalado chales y serpient es em balsam adas,
páj aros apolillados que guardaba en un baúl, en la casa de pensión. Toda su vida
est aba encerrada en aquel baúl, t oda su vida est aba consagrada a j unt ar
m odest as curiosidades a lo largo de sus viaj es, para después, en un gest o de
int im idad suprem a que la acercaba súbit am ent e a los seres, abrir el baúl y
m ost rar uno por uno sus recuerdos. Ent onces volvía a bañarse en las playas
t ibias de Ceilán, volvía a viaj ar por la China, donde un chino am enazó m at arla si
no se casaba con él. Volvía a viaj ar por España, donde se desm ayaba en las
corridas de t oros, debaj o de las alas de pavo real del som brero que t em blaba
anunciándole de ant em ano, com o un t erm óm et ro, su desm ayo. Volvía a viaj ar
por I t alia. En Venecia iba de dam a de com pañía de una argent ina. Había dorm ido
en un cuart o debaj o de un cielo pint ado donde descansaba sobre una parva de
past o una past ora vest ida de color rosa con una hoz en la m ano. Había visit ado
t odos los m useos. Le gust aban m ás que los canales las calles angost as, de
cem ent erio, de Venecia, donde sus piernas corrían y no se dorm ían com o en las
góndolas.
Se encont ró en la m ercería El Ancla, com prando alfileres y horquillas para
sost ener sus finas y largas t renzas enroscadas alrededor de la cabeza. Las
vidrieras de las m ercerías le gust aban por un ciert o aire com est ible que t ienen
las hileras de bot ones acaram elados, los cost ureros en form a de bom boneras y
las punt illas de papel. Las horquillas t enían que ser doradas. Su últ im a discípula,
que t enía el capricho de los peinados, le había rogado que se dej ase peinar un
día que, convalecient e de un resfrío, no la dej aban salir a cam inar. Miss Hilt on
había accedido porque no había nadie en la casa: se había dej ado peinar por las
m anos de cat orce años de su discípula, y desde ese día había adopt ado ese
peinado de t renzas que le hacía, vist a de adelant e y con sus propios oj os, una
cabeza griega; pero, vist a de espalda y con los oj os de los dem ás, un barullo de
pelos suelt os que llovían sobre la nuca arrugada. Desde aquel día, varios
pint ores la habían m irado con insist encia y uno de ellos le había pedido perm iso
para hacerle un ret rat o, por su ext raordinario parecido con Miss Edit h Cavell.
Los días que iba a posarle al pint or, Miss Hilt on se vest ía con un t raj e de
t erciopelo verde aceit una, que era espeso com o el t apizado de un reclinat orio
ant iguo. El est udio del pint or era brum oso de hum o, pero el som brero de paj a de
8
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Miss Hilt on la llevaba a regiones infinit as del sol, cerca de los alrededores de
Bom bay.
En las paredes colgaban cuadros de m uj eres desnudas, pero a ella le
gust aban los paisaj es con puest as de sol, y una t arde llevó a su discípula para
m ost rarle un cuadro donde se veía un rebaño de ovej as debaj o de un árbol
dorado en el at ardecer. Miss Hilt on buscaba desesperadam ent e el paisaj e,
m ient ras est aban las dos solas esperando al pint or. No había ningún paisaj e:
t odos los cuadros se habían convert ido en m uj eres desnudas, y el herm oso
peinado con t renzas lo t enía una m uj er desnuda en un cuadro recién hecho sobre
un caballet e. Delant e de su discípula, Miss Hilt on posó ese día m ás t iesa que
nunca, cont ra la vent ana, envuelt a en su vest ido de t erciopelo.
A la m añana siguient e, cuando fue a la casa de su discípula, no había
nadie; sobre la m esa del cuart o de est udio, la esperaba un sobre con el dinero de
m edio m es, que le debían, con una t arj et it a que decía en grandes let ras de
indignación, escrit as por la dueña de casa: " No querem os m aest ras que t engan
t an poco pudor" . Miss Hilt on no ent endió bien el sent ido de la frase; la palabra
pudor le nadaba en su cabeza vest ida de t erciopelo verde aceit una. Sint ió crecer
en ella una m uj er fácilm ent e fat al, y se fue de la casa con la cara abrasada,
com o si acabara de j ugar un part ido de t enis.
Al abrir la cart era para pagar las horquillas, se encont ró con la t arj et a
insult ant e que se asom aba t odavía por ent re los papeles, y la m iró furt ivam ent e
com o si se hubiera t rat ado de una fot ografía pornográfica.

El Re m a n so

La est ancia El Rem anso quedaba a cuat ro horas de t ren, en el oest e de


Buenos Aires. Era un cam po t an llano que el horizont e subía sobre el cielo por los
cuat ro lados, en form a de palangana. Había varios m ont es de paraísos color de
ciruela en el verano y color de oro en el ot oño; había una laguna donde flot aban
grit os de páj aros ext raños; había grupos de casuarinas que parecían recién
llegados de un viaj e en t ren, y sin em bargo cont enían en sus hoj as de alfileres
una sonoridad m uy lim pia, bañada por el m ar; había una infalt able calle de
eucalipt os que llevaba hast a la casa. Y en esa casa, t an sólo de un lado no se
veía el horizont e, pero no era ni del lado en que se acost aba el sol ni del lado en
que se levant aba. Est aba rodeada de corredores donde se reflej aban lust rosas
las puest as de sol y donde se est iraba el m ugido de la hacienda.
Era una m añana radiant e cuando Venancio Medina había llegado a la
est ancia, en un vagón que le había prest ado el alm acenero, cargado con un baúl
rot o, un ropero sin espej o, cuat ro at ados de ropa, un perrit o blanco enrulado, su
m uj er y sus dos hij as. Le habían indicado la casit a blanca de dos cuart os donde
iban a vivir él y su fam ilia. Venancio Medina había exam inado desde el prim er
inst ant e los corredores de la casa grande, donde est aban sent ados en ruedas de
m edias lunas los dueños de casa. Había m edia docena de chicos. La fam ilia se
com ponía de varias fam ilias j unt as, y Venancio creyó al principio que la m ayor
part e eran visit as.
La fam ilia, inm ovilizada sobre escalones progresivos de sueño, pareció
conm overse al ver desem barcar del vagón a Venancio Medina con su chica m ás
chiquit a en los brazos. Más que una chica, parecía un m onit o vest ido de roj o. En
seguida corrió part e de la fam ilia inm ovilizada, m ovilizada en busca de la chica.
Venancio Medina sint ió sobre su brazo las polleras em papadas de la hij a que
acababa de hacerse pis, pero no pudo ret enerla de las m anos que se la llevaban
hast a el com edor de su casa, donde la pusieron sobre la m esa com o un post re,
cont em plándole por t odos lados su llant o inart iculado. Venancio m iraba desde la

9
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
puert a, absort o, y el nom bre de su hij a revolot eaba por t oda la casa, com o en su
casa el nom bre del perrit o enrulado.
De eso hacía ya m ás de diez años. Venancio había ent rado a la est ancia en
calidad de casero, pero sus act ividades m últ iples lo llevaron desde m ucam o de
com edor, cuando los sirvient es abandonaban la casa, hast a j ardinero cuando el
j ardinero llegaba a falt ar. Fue después cuando eligió definit ivam ent e el puest o de
cochero. Y era evident e que había nacido para ser cochero, con sus grandes
bigot es y un chasquido inim it able de lengua cont ra el paladar, que hacía t rot ar
cualquier caballo sobre el barro m ás pesado. Los chicos, sent ados sobre el
pescant e del break, t rat aban de im it ar ese ruido opulent o y m ágico que
avent aj aba el lát igo para poner en m ovim ient o las ancas de los caballos.
Mient ras t ant o, la m uj er de Venancio se ocupaba de la casa; era ella la
que hacía el t rabaj o de los dos, siem pre rezongando y pegando a sus hij as;
siem pre furiosa de t rabaj o, con la cabeza list a a esconderse dent ro del cuerpo
com o la cabeza de una t ort uga, en cuant o alguien se le acercaba.
Sus dos hij as crecían perezosas y lánguidas com o flores de invernáculo.
Siem pre los ot ros chicos las llam aban para j ugar en el j ardín, j ust o en el
m om ent o en que la m adre las perseguía con una escoba para que barrieran. Y se
iban llenas de risas por ent re los árboles, Libia y Cándida, adonde las esperaban
ent re nubes de m osquit os las confidencias asom brosas de esa fam ilia de chicos
de t odas las edades y de t odos los sexos. Se habían vuelt o im prescindibles. Si no
est aban Libia y Cándida, no había bast ant es árboles para j ugar a Las Esquinit as;
si no est aban Libia y Cándida, no había bast ant es vigilant es para j ugar a Los
Vigilant es y Ladrones; si no est aban Libia y Cándida, no había bast ant es
nom bres de frut as para j ugar a Mart ín Pescador. Y a lo largo del día, j ugaban
escapándose de las siest as en los cuart os dorm idos. Sent ían un delicioso placer
que las arrancaba de sus padres. Presenciaban los odios m ort ales que dividían a
los chicos en bandadas de insult os que se grit aban de un ext rem o al ot ro del
parque, sent ados en los bancos con aire de m edit ación. ( A veces, no les
alcanzaban los nom bres de anim ales para insult arse; t enían que recurrir al
diccionario.)
Libia y Cándida t enían los libros de m isa llenos de ret rat os de sus am igas.
Sent ían el desarraigo de no poder preferir a ninguna, de m iedo a que se
resint ieran las ot ras. Y se pasaban los inviernos en la est ancia vacía, esperando
cart as prom et idas que no llegaban. Y a m edida que iban creciendo, dism inuía
levem ent e alrededor de ellas ese cariño que era del color del sol que las unía en
verano. Los vest idos que les regalaban les quedaban j ust os, no había que solt ar
ningún dobladillo, no había que deshacer ninguna m anga. Libia y Cándida
ent raban com o ladronas a la casa grande, cuando la fam ilia no est aba, para
m irarse en los alt os espej os. Est aban acost um bradas a verse con un oj o t orcido y
con la boca hinchada en un espej o rot o, y el vest ido invariablem ent e quedaba en
t inieblas; pero en la casa grande abrían las persianas y se quedaban en
adoración delant e de sí m ism as, y creían ver en esos espej os a las niñas de la
casa.
Cándida, un día, se acercó t ant o al espej o que llegó a darse un beso, pero
al encont rarse con la superficie lisa y helada donde los besos no pueden ent rar,
se dio cuent a de que sus am igas la abandonaban de igual m anera. El cariño que
ant es le enviaban, a veces en form a de t arj et a post al, ahora se lo enviaban en
form a de vest ido y de sonrisa helada cuando est aban cerca. Ya no había
palabras, ya no había gest os, si no era el abrazo de las m angas vacías de los
vest idos envuelt os que venían de regalo. Cándida huyó ant e su im agen y en el
m ovim ient o pat ét ico de su huida, que le ret enía los oj os en el espej o, creyó ver
un parent esco lej ano con una est rella de cine que había vist o un día en un film ,
donde la heroína se escapaba de su casa.
10
Silvana Ocampo Cuentos Completos I

Llegaba el verano, llegaba el invierno y volvía el verano; eran grandes; los


dueños de la est ancia apenas las llam aban los dom ingos para llevarlas a m isa. El
odio crecía en ellas por el padre sat isfecho y la m adre furiosa.
Venancio Medina era cada vez m ás dueño de la est ancia. Cuando iba hast a
la est ación a buscar las visit as, ant e las exclam aciones de adm iración de los
viaj eros, sacudía la cabeza y decía con m odest ia: " ¡Qué va a ser lindo! ¡No t iene
nada de lindo! ¡Hay ot ras est ancias m ás lindas! "
Las hij as de Venancio pensaban que ninguna est ancia podía ser linda,
det est aban el cant o t ranquilo de las palom as a m ediodía, det est aban las puest as
de sol que dej aban m anchas m uy sucias de frut a en el cielo, det est aban, sobre
t odos los horrores hum anos, el silencio. Libia se casó con el prim er hom bre que
le ofreció llevársela a vivir cerca del m acadam ; gast aron t odos los ahorros en
m uebles que no cabían en la casa dem asiado chiquit a. Así vivió en un
am ont onam ient o de chicos recién nacidos, de m uebles sucios, de carpet as
bordadas y alm ohadones en que nunca t enía t iem po de sent arse a descansar.
Cándida, el m ism o día, sin decir adiós a sus padres, t om ó un t ren que iba
a Buenos Aires, con un at ado de vest idos, donde llevaba los brazos vacíos de sus
am igas.

El ca ba llo m u e r t o

Sent ían que llevaban corazones bordados de nervaduras com o las hoj as,
t odas iguales y sin em bargo dist int as en las lám inas del libro de Ciencias
Nat urales. Las t res corrían j unt as en el fondo del j ardín; de t arde t enían el pelo
desat ado en ondas que se levant aban det rás de ellas; corrían hast a el alam brado
que daba sobre el cam ino de t ierra. Se olía de t ant o en t ant o pasar la respiración
acalorada del t ren, que provocaba la nost algia de un viaj e sobre la suprem a
felicidad de la cam a de arriba, en un cam arot e lleno de valij as y de vidrios que
t iem blan.
Eran las cinco de la t arde en la som bra de las ham acas abandonadas,
ham acadas por el vient o, cuando veían pasar t odos los días un chico a caballo,
con los pies desnudos. Desde el día en que habían vist o ese caballo obscuro con
un chico encim a, una presencia m ilagrosa las llevaba j unt as, en rem olinos de
corridas por t odo el j ardín. Nunca habían podido ser am igas, siem pre había una
de las dos herm anas que se iba sola, cam inando con un cielo de t orm ent a en la
frent e, y la ot ra con el brazo anudado al brazo de su am iga. Y ahora andaban las
t res j unt as, desde la m añana hast a la noche. Miss Harringt on ya no t enía ningún
poder sobre ellas; era inút il que t ragara el j ardín con sus pasos enorm es,
llam ándolas con una voz que le quedaba chica. La pobre Miss Harringt on lloraba
de noche, en su cuart o, lágrim as im percept ibles. Había llegado a esa casa una
t arde de Navidad. Los chicos escondieron abundant es risas det rás de la puert a
por donde la veían llegar. Los largos pasos de sus piernas involunt arias, hacían
de ella una inst it ut riz insensible y severa. En ese m om ent o, Miss Harringt on se
sint ió m ás chica que sus discípulos: no sabía nada de geografía, no podía
acordarse de ningún dat o hist órico; desam parada ant e la largura de sus pasos,
subió la escalera de un int erm inable suplicio, que la llevó hast a el cuart o de la
dueña de casa.
Hacía cuat ro años que est aba en la casa y vivía recogiendo los náufragos
de las peleas. Ahora no había peleas para preservarla de su soledad: los varones
est aban ese año en un colegio, las t res chicas est aban dem asiado unidas para oír
a ningún llam ado. Asom braba en la casa ese t rípt ico enlazado que ant es vivía de
rasguños y t irones de pelo. Est aban t an quiet as que parecía que posaban para un
fot ógrafo invisible, y era que se sent ían crecer, y a una de ellas le ent rist ecía, a
11
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
las ot ras dos les gust aba. Por eso est aban a veces at ent as y m udas, com o si las
est uvieran peinando para ir a una fiest a.
A las cinco de la t arde, por el cam ino de t ierra pasaba a caballo el chico
del guardabarrera, que las llevaba, corriendo por el deseo de verlo, hast a el
alam brado. Le regalaban m onedas y est am pas, pero el chico les decía cosas
at roces.
De noche, ant es de dorm irse, las t res cont aban las palabras que les había
dicho, las cont aban m il veces, de m iedo de haber perdido algunas en el
t ranscurso del día, y se dorm ían t arde.
Un día que había t ort a pascualina para el alm uerzo, y t reint a grados en el
t erm óm et ro del corredor –apenas parpadeaban las som bras de los árboles a las
cinco de la t arde–, ya no galopaba m ás el caballo sobre el cam ino: est aba
m uriéndose en el suelo y el chico le pegaba con un lát igo, con sus grit os y con
sus m iradas. El caballo ya no se m ovía, t enía los oj os grandes, abiert os, y en
ellos ent raba el cielo y se det enían los golpes. Est aba m uert o com o un cabrón
sobre la t ierra.
Y m ás t arde, subía la noche llenando el j ardín de olor a caballo m uert o.
Volaban las pant allas de las m oscas por t oda la casa.
El cant o de los grillos era t an com pact o que no se oía. Una de las dos
herm anas iba sola cam inando.
Miss Harringt on, que est aba recogiendo dat os hist óricos, se sonrió por
encim a de su libro al verlas llegar.

La e n e m ist a d de la s cosa s

Arqueó su boca al baj ar los oj os sobre la t ricot a azul que llevaba puest a.
Desde hacía días, una aprensión inm ensa crecía insospechadam ent e por t odas
las cosas que lo rodeaban. A veces era una corbat a, a veces era una t ricot a o un
t raj e que le parecía que provocaba su desgracia. Había j urado analizar los
hechos y las coincidencias para poner fin a sus dudas.
Desde esa m añana de invierno en que había salido de Buenos Aires, no
hacía ni t res días, dej aba abiert a para las t raiciones una ext ensión que llegaba
hast a el día de su nacim ient o. Aquella ausencia pesaba sobre él varios m eses
at rás, com o una fat alidad im previsible; t enía que ir a revisar el cam po; no podía
escapar a su dest ino, y dócilm ent e se había ido en un t ren que lo m at aba de una
est ación a ot ra.

Pasó la m ano por su frent e, y al sent irse despeinado, supo que est aba en
el cam po. Había est ado hast a ent onces sordo al silencio que hacían los árboles
en t orno de la casa, sordo a la claridad del cielo, sordo a t odo, salvo a la
t urbación que lo habit aba. Ya no se acordaba m ás: cuando era chico, en esa
est ancia le gust aba t ener que cruzar la noche alum brada por una lám para de
kerosene o por la luna, para llegar desde el com edor hast a el cuart o de dorm ir, y
esa felicidad lo había llevado siem pre de la m ano al cruzar el pat io. No había sido
nunca chico aquel día.
Súbit am ent e, se daba cuent a de que vivía rodeado de la enem ist ad de las
cosas. Se daba cuent a que el día que había est renado esa t ricot a azul con
dibuj os grises ( que su m adre le había m andado hacer) , su novia había est ado
dist ant e paseando sus oj os inalcanzables por épocas m ist eriosas y escondidas de
su vida, que la hacían sonreír una sonrisa t ierna, que a él le result aba dura com o
de piedra donde caían de rodillas las súplicas, " ¿En qué piensas?" ; y ella había
t enido un gest o de im paciencia, y esa im paciencia había crecido con resort e al
cont act o de sus gest os, al cont act o de sus palabras. En ese m om ent o ya no sabía
cam inar sin t ropezar, no sabía t ragar sin hacer un ruido ext raordinario y su voz
12
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
se había desbocado en los m om ent os que requerían m ás silencio. El odio o la
indiferencia que había levant ado aquel día est aban ahí delant e de él palpables y
sólidos com o una pared de piedra.

Más t arde, cuando volvió a su casa, recordó que al desvest irse había
sent ido com o una liberación. Llam ó el t eléfono, y la t ernura de su novia era para
él solo: una cam a donde uno se duerm e cuant o uno est á m uy cansado.

Ela dio Ra da y la ca sa dor m ida

La casa era de varios pisos. Era una casa de cam po con t rechos inm ensos
de playas desiert as, donde se asom aban los árboles y los ladrones. En los t echos
crecían cada día nuevas t elarañas que enardecían el plum ero m ás alt o de la
casa; y brot aba de los m uebles y de las sábanas guardadas com o plant as de un
invernáculo obscuro, olor a choclo recién cort ado.
Hacía frío de invierno en la casa vacía, pero a Eladio Rada, el casero, las
est aciones no se le anunciaban ni por el frío ni por el calor. Nunca m iraba el
cielo. La llegada o la ausencia de la fam ilia era el único cam bio de est ación que él
conocía. Cuando em pezaba a oír su nom bre cercándolo a grit os por t odos lados,
voces grandes, voces chicas llam ándolo: " Eladio" , " Eladio" , sabía que llegaba el
buen t iem po y que la fam ilia pront o vendría a invadir la casa; sabía que ent onces
las cam as t odas las noches se llenarían de m osquit eros, habría que quit ar los
forros blancos de los m uebles, habría que encerar los pisos para que los niños
pat inaran encim a, rayándolos con resplandores opacos.
Y ent onces, sólo ent onces, oía cant ar las chicharras del j ardín y ya no se
anim aba a m irar la est at ua desnuda del hall.
Pero ahora vivía en la m it ad del invierno, la casa era de él solo y de los
cuat ro perros que debía cuidar. Él m ism o t enía que hacerse la com ida, en un
calent ador Prim us, que susurraba en el silencio de m ediodía y de la noche.
Hubiera t enido t iem po para dorm ir la siest a y para pensar en la m uj er con quien
quería casarse, si no hubiera sido por el m iedo a los ladrones.
Había lugares inexplorados de la casa, en donde se oían ruidos, de noche,
que lo despert aban; ent onces se levant aba con la escopet a que le habían dado
los pat rones, revisaba las persianas, pero nunca llegaba hast a ese lugar lej ano y
m ist erioso por donde ent ran los ruidos de la noche que hacen ladrar a los perros.
Por eso Eladio Rada se dorm ía de día en los bancos del j ardín y los chicos se
burlaban de su cara de idiot a.
En un caj ón lleno de clavos, recort es de diarios y alam bres viej os, Eladio
t enía guardada la fot ografía de su novia. Sabía lavar bien y cocinar m ej or, era
t rabaj adora. Habían salido a pasear unas cuant as veces y era el único recuerdo
de su vida. Eladio no sabía cóm o hacer para pedirle que se casara con él, y cada
vez que int ent aba decírselo, ponía cara de perro enoj ado, dándole em puj ones al
cruzar las calles; pero Angelina no se daba cuent a de nada, ni siquiera le dolían
los em puj ones y se despedía en las esquinas de las calles, riéndose con los
j ardineros.
Eladio se pasaba las horas de invierno con los oj os sum idos en las
baldosas del corredor. Angelina había desaparecido. No sabía si había soñado
una novia con quien se fot ografió en el Jardín Zoológico, un día m em orable que
fue a pasear a Buenos Aires. Angelina se había apoyado ese día sobre su brazo
porque est aba cansada; llevaba un t raj e nuevo. No t enía ot ro recuerdo. Y cuando
cruzaba el hall se det enía, m irando para ot ro lado, j unt o a la est at ua desnuda.
¿Así sería el cuerpo de una m uj er? Angelina debía de ser t res veces m ás linda,
t res veces m ás gorda, cuando se bañaba t al vez desnuda por las m añanas.

13
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
En esos m om ent os en que la cabeza de Eladio se surcaba de corredores
por donde paseaba Angelina, su novia perdida, invariablem ent e oía ruidos de
ladrones invisibles que hacían ladrar los perros, y salía por la casa desiert a a
revisar las persianas que se m ult iplicaban alrededor de la casa.
Un día Eladio Rada se m oriría y en el m om ent o de m orirse desfallecido en
la cam a del hospit al, con los oj os perdidos en las regiones del t echo, se
levant aría a revisar las persianas y las puert as de la casa, donde se asom arán los
ángeles.

El pa sa por t e pe r dido

" Cert ifico que Da. Claude Vildrac, de est ado solt era, de profesión..., que sí
lee y escribe, y cuya fot ografía, im presión digit opulgar derecha y firm a figuran al
dorso, es nacida... 15 de abril de 1922... en el pueblo... Cap. Federal, Buenos
Aires, Rep. Argent ina... t iene 1m 40 cm de alt ura, el cut is de color blanco,
cabello rubio, nariz de dorso rect o, boca m ed. y orej as m ed." ...
Claude seguía las huellas de su cara con las dos m anos y m irando el
pasaport e pensaba: " No t engo que perder est e pasaport e. Soy Claude Vildrac y
t engo 14 años. No t engo que olvidarm e; si pierdo est e pasaport e ya nadie m e
reconocería, ni yo m ism a. No t engo que perder est e pasaport e. Si llegara a
perderlo, seguiría et ernam ent e en est e barco hast a que los años lo usaran y
prepararan para un naufragio. Los barcos viej os t ienen t odos que naufragar, y
ent onces t endría que m orirm e ahogada y con el pelo suelt o y m oj ado,
fot ografiada en los diarios: La chica que perdió su pasaport e" .
" Tengo que llegar a Liverpool, en donde m e espera m i t ía con el som brero
en la punt a de la cabeza. Mi t ía Mabel t iene una casa grande con cinco perros,
t res daneses y dos galgos. Un galgo blanco que llegó fot ografiado en una de las
cart as breves de Mabel: 'This is m y beaut iful Light ning', nom bre difícil para un
perro, a quien hay que llam ar m uchas veces. Mi t ía Mabel t iene un j ardín con
flores y una fábrica de t ej idos. No quiero llegar dem asiado pront o a Liverpool,
porque los días a bordo son t odos días de fiest a, y quiero t ener m uchos días de
fiest as corriendo por la cubiert a, sola, sola, sola, sin que nadie m e cuide."
" Alguien m e pregunt ó si est aba t rist e, porque anoche apoyaba m is m anos
sobre m is oj os de sueño. No, no est aba t rist e; m i padre m e recom endó al
com isario de a bordo y a una fam ilia de nom bre ext raño que se m e olvida t odo el
t iem po. El día que salía del barco las cam panas t ocaban com o en la elevación, y
el com edor est aba lleno de olor a flores y los abrazos m e hundieron t ant o el
som brero que no veía m ás que los pies despedirse con pasos de baile. Mi padre
m e quit ó el som brero para verm e los oj os, y en ese m om ent o vi que había
m ont ones de oj os a m i alrededor que lloraban. Sent í que ése era un m om ent o de
la vida en que había que llorar. Refregué m is oj os y guardé m i pañuelo en la
m ano com o un signo de llant o hast a el final de la despedida.
" Cuando m e dieron el últ im o abrazo, las cam panas sonaban com o las
cam panillas de los helados en la calle." La sirena hacía t em blar el barco, com o si
se fuera a rom per t res veces, y después el silencio del agua se llenó de luces y
de t res cam panadas en el reloj de los ingleses. Buenos Aires ya est aba lej os. " Así
son los viaj es" , pensaba Claude Vildrac, " t an dist int os de lo que uno ha previst o."

Sent ada sobre la cam a del cam arot e, leía su pasaport e com o un libro de
m isa. Hacía ya una sem ana que se había em barcado a bordo del Transvaal,
t ransat lánt ico flam ant e de banderit as y de est rellas. Ant es de em barcarse habían
visit ado el barco ella y su m adre, habían elegido el cam arot e, habían buscado
corriendo el bot e de salvam ent o correspondient e a un caso de naufragio. El
t error le puso a Claude el rost ro que t enía en el pasaport e, los oj os se le habían
14
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
ensanchado profundam ent e con las olas de las t orm ent as que hacen naufragar
los barcos. Su m adre se había reído, y a Claude le pareció un presagio funest o.
Recordó que ese día habían alm orzado en un rest aurant e que se llam a La
Sonám bula. En cada plat o había una sonám bula chiquit it a, de cabello suelt o, con
los brazos t endidos, cruzando un puent e; esa sonám bula era m ás bien una m uj er
recién desem barcada de un naufragio, que perdió su pasaport e a los cat orce
años, su casa y su fam ilia.
Se asom ó por el oj o de buey: el m ar est aba azul m arino, de t int a m uy
azul; el barco cruj ía suavem ent e de un lado al ot ro. Era increíble lo dist int o que
podía ser el m ar de los baños de m ar, el m ar de las playas, del m ar de a bordo,
t an duro, t an im penet rable com o las m esas de m árm ol vet eadas de verde.
Claude t enía el cabello húm edo de un baño de pilet a, que había durado m ás de
dos horas. Elvia la había ret ado. ¿Quién era Elvia? No sabía su apellido, no sabía
quién era su padre ni su m adre, y, sin em bargo, Elvia era la persona a quien ella
seguía a bordo t odo el día; era la persona a quien daría su salvavidas el día del
naufragio. Guardaba preciosam ent e un pedazo de cint a, con la cual Elvia se
había at ado el cabello el día de cruzar la línea. El com edor est aba lleno de luces
aquella noche, la m úsica de circo se había vuelt o sent im ent al. Las m esas
t am bién est aban vest idas de baile, y los crackers eran de un verde de aguas
m arinas, con anchas m ariposas y caballos de carrera y bailarinas y cazadores
pint ados encim a. Pero Elvia no est aba vest ida de baile; llevaba un vest ido que
lloraba de soledad en el brillo de la noche; los cinco frascos de perfum e con que
se había perfum ado hacían com o un j ardín alrededor de ella, que la guardaba
encerrada.
¿Quién era Elvia? " Una guaranga" , decían " algunos" . " Una m uj er de la
vida" , había dicho un viej o, t apándose la boca, com o si t osiera, al ver el cabello
suelt o y las piernas rasguñadas de Claude. " Una m uj er de la vida" debería t ener
un t raj e negro de t rabaj adora, con grandes rem iendos y zapat os gast ados de
cam inar por la vida. Así veía Claude a " las m uj eres de la vida" , con la boca
despint ada y una gran bolsa en las espaldas, com o los linyeras, cam inando de
est ancia en est ancia.

Claude recordaba una m añana en que, corriendo por el deckt ennis, se


había caído al suelo. Elvia la había recogido con un gest o m at ernal y le había
vendado la rodilla last im ada con un pañuelo fino. Después, cuando se encont ró
sola, vio que la esquinit a del pañuelo llevaba un nom bre bordado: Elvia. Así
había conocido a Elvia.
Recost ó su cabeza cont ra la frescura blanda de la alm ohada; las
alm ohadas eran caracoles blancos donde se oye de noche el ruido del m ar, sin
necesidad de est ar em barcada.
Lo que m ás le gust aba de a bordo eran los desayunos por las m añanas, la
m úsica de circo, el m iedo de los naufragios y Elvia.
Pero de pront o un pez redondo, de alet as fest oneadas por las grandes
profundidades del m ar, con un pico largo de m edio m et ro, ent ró por la puert a
volando; prim ero em pezó a picar las peonías de un cuadro y después las
bom bit as de luz. El cuart o quedó en t inieblas, envuelt o ent re los t ules rayados
del m ar. La angust ia se apoderó de Claude: la angust ia de haber perdido el
espect áculo del naufragio. ¿El barco se habría hundido hacía ya cuánt o t iem po?
Y, de repent e, de una bom bit a rot a, surgió una llam a im percept ible, que fue
creciendo y derram ándose por el suelo y sobre las sillas. El barco ent ero se iba a
incendiar de ese m odo. " ¡I ncendio, incendio! " , t odas las puert as de los
cam arot es se abrían a grit os. Claude salió corriendo, repit iendo el núm ero del
bot e de salvam ent o 55, com o una let anía. Subió las escaleras. Los bot es est aban
t odos llenos de gent e en cam isón. Est aban t odos los pasaj eros: los que com ían
15
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
en el com edor grande y los que com ían en el com edor chico; est aban los m ozos
y los dos peluqueros, est aban los oficiales y los m arineros, los m úsicos, los
cocineros y las m ucam as. Est aban t odos, m enos Elvia. Elvia venía cam inando
lej os, lej os, por el puent e, y no llegaba nunca. Elvia, t ransform ada en la
sonám bula del plat o, no llegaba nunca, nunca. Claude corría det rás de ella con el
salvavidas en los brazos. El barco se hundía para siem pre, llevándose su nom bre
y su rost ro sin copia al fondo del m ar.

Flor in do Flodiola

Sabía por qué calle lo habían llevado hast a esa puert a con cort init as roj as
que hacían una apuest a de sol const ant e, det rás del zaguán silencioso. Todo el
m undo hablaba en secret o cuando ent ró por la puert a. Llevaba una galera
guardada para el día de su casam ient o y unos calzoncillos dem asiado largos.
La ent rada de la casa era angost a con plant as alt as, que crecían sobre una
carpet a t ej ida al crochet debaj o de una m acet a negra donde se dorm ían los
m ayorales.
Había m illones de alm ohadones de seda pint ados con borlas que sonaban
com o cam panillit as cada vez que ent raba alguien. Había una m uj er m ucho m ás
alt a que las ot ras, con un vest ido de t arlat án am arillo, adornado con est alact it as
de caram elo, y t odas t enían el pelo cort o y largas t renzas que les colgaban
debaj o de las polleras levant adas en form a de cort inas de t eat ro. Hablaban con
voces de sirena.
Tenía perm iso de cant ar en t odos los t eat ros y un día cant ó en la
peluquería, pero no podía rebaj arse a cant ar en una peluquería. La guit arra era
dem asiado alt a, había que subir por una escalera de cuerdas para alcanzar las
not as, y ahora t odas las m uj eres en esa casa color de incendio lo perseguían.
Todas lo llam aban adent ro de las piezas para que cant ara en un t eat ro lleno de
cort inados roj os.
Por fin ent ró a una pieza t oda cubiert a de enredaderas y de flores con
cint as desplegadas; la cam a era de m adera negra con incrust raciones brillant es
verdes y anaranj adas; había una sola silla que daba vuelt as por el cuart o, en
cuant o uno quería sent arse.
La m uj er vest ida de t arlat án am arillo lo abrazó.

Taralat án, t aralat án, t aralat án cant aban las sirenas...

Al levant ar los oj os al t echo, est aba lleno de gent e que lo m iraba, vio su
galera com o un reloj lum inoso en la obscuridad del cuart o, y se fue corriendo por
los corredores con los brazos en form a de grit os.

El r e t r a t o m a l h e ch o

A los chicos les debía de gust ar sent arse sobre las am plias faldas de
Eponina porque t enía vest idos com o sillones de brazos redondos. Pero Eponina,
encerrada en las aguas negras de su vest ido de m oiré, era lej ana y m ist eriosa;
una m it ad del rost ro se le había borrado pero conservaba m ovim ient os sobrios
de est at ua en m iniat ura. Raras veces los chicos se le habían sent ado sobre las
faldas, por culpa de la desaparición de las rodillas y de los brazos que con
frecuencia involunt aria dej aba caer.
Det est aba los chicos, había det est ado a sus hij os uno por uno a m edida
que iban naciendo, com o ladrones de su adolescencia que nadie lleva presos, a
no ser los brazos que los hacen dorm ir. Los brazos de Ana, la sirvient a, eran
com o cunas para sus hij os t raviesos.
16
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
La vida era un larguísim o cansancio de descansar dem asiado; la vida era
m uchas señoras que conversan sin oírse en las salas de las casas donde de t arde
en t arde se espera una fiest a com o un alivio. Y así, a fuerza de vivir en post ura
de ret rat o m al hecho, la im paciencia de Eponina se volvió pacient e y
com prim ida, e idént ica a las rosas de papel que crecen debaj o de los fanales.
La m ucam a la dist raía con sus cant os por la m añana, cuando arreglaba los
dorm it orios. Ana t enía los oj os est irados y dorm idos sobre un cuerpo m uy
despiert o, y m ant enía una inm ovilidad ext át ica de ruedit as dent ro de su
act ividad. Era incansablem ent e la prim era que se levant aba y la últ im a que se
acost aba. Era ella quien repart ía por t oda la casa los desayunos y la ropa lim pia,
la que dist ribuía las com pot as, la que hacía y deshacía las cam as, la que servía la
m esa.
Fue el 5 de abril de 1890, a la hora del alm uerzo; los chicos j ugaban en el
fondo del j ardín; Eponina leía en La Moda Elegant e: " Se borda est a t ira sobre
pana de color bronce obscuro" o bien: " Traj e de visit a para señora j oven, vest ido
verde m irt o" , o bien: " punt o de cadenet a, punt o de espiga, punt o anudado,
punt o lanzado y pasado" . Los chicos grit aban en el fondo del j ardín. Eponina
seguía leyendo: " Las hoj as se hacen con seda color de aceit una" o bien: " los
enrej ados son de color de rosa y azules" , o bien: " la flor grande es de color
encarnado" , o bien: " las venas y los t allos color albaricoque" .
Ana no llegaba para servir la m esa; t oda la fam ilia, com puest a de t ías,
m aridos, prim as en abundancia, la buscaba por t odos los rincones de la casa. No
quedaba m ás que el alt illo por explorar. Eponina dej ó el periódico sobre la m esa,
no sabía lo que quería decir albaricoque: " Las venas y los t allos color
albaricoque" . Subió al alt illo y em puj ó la puert a hast a que cayó el m ueble que la
at rancaba. Un vuelo de m urciélagos ciegos envolvía el t echo rot o. Ent re un
am ont onam ient o de sillas desvencij adas y palanganas viej as, Ana est aba con la
cint ura suelt a de náufraga, sent ada sobre el baúl; su delant al, siem pre lim pio,
ahora est aba m anchado de sangre. Eponina le t om ó la m ano, la levant ó. Ana,
indicando el baúl, cont est ó al silencio: " Lo he m at ado" .
Eponina abrió el baúl y vio a su hij o m uert o, al que m ás había
am bicionado subir sobre sus faldas: ahora est aba dorm ido sobre el pecho de uno
de sus vest idos m ás viej os, en busca de su corazón.
La fam ilia enm udecida de horror en el um bral de la puert a, se desgarraba
con grit os int erm it ent es clam ando por la policía. Habían oído t odo, habían vist o
t odo; los que no se desm ayaban, est aban arrebat ados de odio y de horror.
Eponina se abrazó largam ent e a Ana con un gest o inusit ado de t ernura.
Los labios de Eponina se m ovían en una lent a ebullición: " Niño de cuat ro años
vest ido de raso de algodón color encarnado. Esclavina cubiert a de un plegado
que figura com o olas ribet eadas con un encaj e blanco. Las venas y los t allos son
de color m arrón dorados, verde m irt o o carm ín" .

Pa isa j e de t r a pe cios

Charlot t e dej ó caer su m irada sobre sus pechos; el vest ido era de lana
gruesa bordada con flores, las m angas est aban m al pegadas y le daban en t odo
el cuerpo una sensación t ironeada, de ahogo, sem ej ant e a la del encierro en los
ascensores de m adera det enidos en un ent repiso. El desayuno est aba list o sobre
la m esa; siem pre t om aba el desayuno levant ada y ya vest ida en los cuart os de
los hot eles por las m añanas. Y ent onces, a esa hora desnuda de cant os en la
ciudad, abría la puert a del cuart o vecino, donde dorm ía Plinio. Plinio ent raba
anunciándole la m añana con una corrida balanceada de piernas t orcidas, com o si
de cada lado de sus brazos llevara colgado el cansancio de m uchas personas, de
m uchos baldes de agua o de m uchos canast os de frut as. Sus oj os eran t rist es de
17
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
m alicia y de im it ación. Charlot t e lo sent aba sobre sus faldas desnudas y le daba
t errones de azúcar t odas las m añanas de su vida. A veces se pregunt aba si no
era realm ent e gracias a él com o había ent rado a su com pañía de circo o bien si
era gracias a ella m ism a y a sus núm eros de acrobacia. Pero las exclam aciones
de adm iración la perseguían a lo largo de los viaj es, en los barcos, en los
andenes, en las vent anillas de los t renes hast a donde le llegaban las voces
asom bradas de " ¡Oh, m iren la chica con un m ono! " ; t odo eso no iba dirigido a
ella ni a su gorro de lana roj o, ni a sus anchas espaldas. Que un m ono fuera
capaz de andar en biciclet a asom braba al público, que un m ono hiciera equilibrio
sobre una silla era un prodigio y Plinio sabía hacer t odas esas cosas. Es ciert o
que Charlot t e había desplegado t oda su paciencia: con las m anos pegaj osas de
t errones de azúcar se había pasado horas enseñándole pruebas. Y sin em bargo,
durant e las represent aciones los aplausos llovían sobre Plinio, y ella, en cam bio,
con sus núm eros de acrobacia, con las piernas hinchadas envuelt as en m allas
rosas, con los brazos t rem endam ent e desnudos, t enía que ant icipar los aplausos
después de cada prueba, t enía que forzar los aplausos con una corrida de gran
art ist a, dist ribuyendo besos de cada lado de las gradas.
Un vast o silencio aum ent aba la sala. Charlot t e había sufrido en los
prim eros t iem pos los salt os m ort ales de su corazón com o el t am bor que anuncia
las pruebas peligrosas; los pechos se le hinchaban en form a de sem illas debaj o
de un cuello roj o at ravesado de venas sinuosas... y cuando t erm inaba la
represent ación, se dej aba caer sobre la cam a de algún cuart o desm ant elado.
Sent ía los lat idos de su corazón recorrerla en punt os rot os a lo largo de la m alla.
La salud le robaba la com pasión de los dem ás; podía t ener el cuerpo desgarrado
de cansancio, pero sus m ej illas perm anecían rosadas.
La com pañía del circo Edna había pasado los años yendo de un pueblo a
ot ro y se m ant enía gracias a la m edia docena de elefant es que sabían cam inar
con una pat a en el aire, que sabían hacer gárgaras de arena con ruido de
t rom pet as, que sabían sent arse en ruedas furiosas sobre barriles, y cam inar
encim a del enano, delicadam ent e, com o bailarinas, sin aplast arlo. Gracias a
Plinio, que levant aba lluvias com pact as de aplausos y a un m alabarist a j aponés.
Pero Charlot t e t rabaj aba desde los diez años; había crecido ent re paisaj es
de t rapecios y redes girat orias, ent re pat as rugosas de elefant es am aest rados.
Nunca había vivido en el cam po. No conocía ot ros anim ales que los que vienen
encerrados en j aulas.
Un día, hacía poco t iem po, la habían invit ado a un pic–nic en el Tigre;
después de andar en lancha de excursión baj aron ella y sus com pañeros a un
Recreo llam ado Las Violet as. Charlot t e se durm ió debaj o de una palm era.
Cuando se despert ó vio la pat a rugosa de un elefant e apoyada cont ra su cuerpo,
sus oj os subieron por la pat a del elefant e hast a que llegaron a la alt ura de las
palm as verdes, el aire no est aba t am izado de aserrín y de arena, y acont eció la
cosa m ás increíble de su vida: un día de cam po.
Nada ext raordinario había sucedido en su vida, vivía en una soledad de
desiert o sin cielo. Se dorm ía en los bancos, esperando su t urno, con los oj os
ribet eados de un fuego int enso de sueño ( por eso sus com pañeros la llam aban
" la Dorm ilona" ) ... Plinio la despert aba, le t iraba de la pollera, le sacudía los
brazos m ient ras el público pasaba en los ent react os a visit ar los anim ales. Y
ent re t oda esa gent e, un día, fue así, en esa post ura de sueño, que algodona los
brazos, que agranda los párpados list os a caerse com o dos enorm es lágrim as,
que ent reabre la boca y pint a las m ej illas de roj o, est am pando el apoyo de un
bordado, de una est rellit a o de una m ano abiert a, fue así com o un hom bre se
había enam orado de ella. Para él apenas en ese inst ant e se hicieron reales los
m ovim ient os acrobát icos incandescent es de esa m uj er dorm ida; cada brazo,
cada pierna era un envolt orio de m úsculos dorm idos y blandos com o un abrazo.
18
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Ese hom bre en su infancia había vist o serafines rubios disfrazados de
acróbat as en el circo, por eso quizá se det uvo y m iró largam ent e a la pruebist a
resucit ada de su infancia. Y ella, t apiada det rás del sueño, lo vio lej os, lej os, en
las gradas m ás alt as, guiñándole el oj o det rás de dos bigot es de cej as rarísim as
que llevaba sobre la frent e. La int ensidad de la m irada debió de ser m uy grande,
t an grande que Charlot t e se despert ó, pero no vio a nadie. " ¿Plinio, quién era ese
hom bre?" Plinio se asom ó a espiar por las cort inas y volvió t am baleando sin
respuest a.
Hast a ese día había vivido en una soledad de desiert o sin cielo, luego ese
cielo ausent e se cubrió de alas de m ariposas coleccionadas en Río, que aquel
desconocido le m andó de regalo –fue Plinio el que recibió los besos de
agradecim ient o–. Por ent re los t rapecios y las sillas apiladas, las grandes m anos
redondas de Charlot t e rezaban de alegría, una sem ana después, cuando un
hom bre alt o, de t raj e azul violáceo, se acercó a saludarla.
Después de ese breve encuent ro se vieron t odos los días en un t axi, donde
Charlot t e descubrió que el am or era una especie de m at ch de Cat ch As Cat ch
Can. Enseguida el novio quiso llevarla a una am ueblada, pero no consiguió
llevarla sino a un Bar Alem án con vuelt as de Danubio Azul, desafinado, que los
induj o al noviazgo definit ivo.
Ella t enía que int errum pir punt ualm ent e sus ent revist as para ir hast a la
pieza del hot el y darle de com er a Plinio; era una ocupación sagrada que
m ant uvo aun el día de su com prom iso. Su novio, encarcelado est a vez dent ro de
un t raj e a rayas, ensom brecía su frent e diciendo: " Voy a concluir por ponerm e
celoso" . " ¿De quién?" pregunt ó Charlot t e. " De Plinio." Una risa breve los envolvió
dent ro del baile. Hacía frío afuera esa noche, y el int erior del Bar Alem án
abrigaba con olores espesos a gent e, a cerveza, a frit uras. En el m edio de las
m esas había florerit os de m et al angost ísim os y alt os con t res flores m uert as.

Para ella los días eran cort ísim os; para él, en cam bio, eran infinit os. Y de
pront o, en la obscuridad de una ausencia brillaron los oj os culpables de Plinio. El
novio pensó descorazonadam ent e en la inut ilidad de dism inuir su voz hast a
m odularla com o la de un cura diciendo m isa para sant ificar las proposiciones de
llevar a su novia a una am ueblada. Le pareció que por falt a de t iem po sus frases
no eran convincent es. Y Plinio era el culpable. Era él quien le robaba su novia, a
él le dedicaba ella su t iem po enseñándole im púdicam ent e, en cam isón, a andar
en biciclet a, y para darle de com er salía t odos los días, corriendo, de t odas
part es.

En los diarios de Buenos Aires, est aba anunciada la despedida de la


com pañía del circo Edna, pero t odas eran funciones de despedida. Charlot t e salió
t em prano del hot el esa m añana para hacer com pras después de t erm inar su
desayuno y volvió j ust o a las doce para darle de com er a Plinio. En el zaguán del
hot el t uvo el gest o de ret ener los lat idos de su corazón, com o si t ragara una
píldora m uy grande sin agua. Ent ró al dorm it orio, abrió la puert a que
com unicaba con el cuart o de al lado: un desorden com plicadísim o rodeaba las
sillas cálidas y Plinio, en el suelo, com o un m uert o, parecía que había perdido el
uso de la palabra; él, que nunca había hablado, ahora que est aba m uert o
necesit aba hablar. Charlot t e lo acarició y en su m ano quedaron im presas got as
anchas de sangre. Llevaba una herida grande en el pecho. Alguien lo había
asesinado, sin duda. Charlot t e abrió la puert a y grit ó t res veces. Llegó su novio,
venía a buscarla; pero ella no vio la sonrisa nueva que t raía com o un ram o de
flores en el rost ro; llevaba una m ano vendada y se asom ó sobre Plinio m uert o,
incrédulam ent e, com o se había asom ado en el circo sobre sus pruebas m ás
difíciles, m iró a su novia y no la reconoció. Ya no era el ángel disfrazado de
19
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
acróbat a, ya no era la chica con el m ono deslum brant e; sent ada en el suelo con
la m irada inm óvil, redact aba un aviso para los diarios, reclam ando al m alhechor
el precio de la vida de Plinio.

La s dos ca sa s de Olivos

En las barrancas de Olivos había una casa m uy grande de t res pisos, en


donde no vivían m ás que cinco personas: el dueño de casa, su hij a de diez años,
una niñera, una cocinera, y un m ucam o ( sin cont ar el j ardinero que vivía en el
fondo de la quint a) . Había cuart os inhabilit ados, enorm es cuart os con persianas
siem pre cerradas de hum edad, cuart os llenos de m iniat uras de ant epasados y
cuadros ovalados en las paredes. El j ardín era espacioso con árboles alt ísim os.
Sólo una cosa preocupaba al dueño de casa y era la im probabilidad de conseguir
fram buesas; en ese j ardín crecían flores, árboles frut ales, había hast a frut illas,
pero las fram buesas no podían conseguirse.
En el baj o de las barrancas de Olivos, en una casit a de lat a de una sola
pieza vivían cuat ro personas: el dueño de casa y sus t res niet as; la m ayor t enía
diez años y cocinaba siem pre que hubiera alguna cosa para cocinar.
Y sucedió que esas dos chicas se hicieron am igas a t ravés de la rej a que
rodeaba el j ardín. " Mi casa es fea" , dij o una. " t iene diez cuart os en donde no se
puede nunca ent rar; el j ardín no t iene fram buesas y por esa razón m i padre est á
siem pre enoj ado." " Mi casa es fea" , dij o la ot ra. " Es t oda de lat as, en la orilla del
río, donde suben las m areas; en invierno hacem os fogat as para no t ener t ant o
frío." " ¡Qué lindo! " cont est ó la ot ra. " En casa no m e dej an encender la
chim enea." Y cada una se fue soñando con la casa de la ot ra.
Al día siguient e volvieron a encont rarse en el cerco y era ext raño ver que
esas dos chicas se iban pareciendo cada vez m ás; los oj os eran idént icos, el
cabello era del m ism o color; se m idieron la alt ura en los alam bres del cerco y
eran de la m ism a alt ura, pero había solam ent e dos cosas dist int as en ellas: los
pies y las m anos. La chica de la casa grande se quit ó las m edias y los zapat os;
t enía los pies m ás blancos y m ás chiquit os que su com pañera; sus m anos eran
t am bién m ás blancas y m ás lisas. Tuvo las m anos durant e varios días en
palanganas de agua y lavandina, lavando pañuelos, hast a que se le pusieron
roj as y paspadas; cam inó varios días descalza haciendo equilibrio sobre las
piedras; ya nada las diferenciaba, ni siquiera el deseo que t enían de cam biar de
casa. Hast a que un día, a escondidas en el om bú del cerco que servía de puent e,
se cam biaron la ropa y los nom bres. Una chica le dio a la ot ra sus pies descalzos,
y la ot ra le dio los zapat os. Una chica le dio a la ot ra sus guant es de hilo blanco y
la ot ra le dio sus m anos raspadas... ¡Pero se olvidaron de cam biar de Ángeles
Guardianes!

Era la hora de la siest a; los Ángeles dorm ían en el past o. Las dos chicas
cruzaron por encim a de la rej a; la que est aba en el j ardín grande cruzó la calle,
la que est aba en la calle cruzó al j ardín. Se dij eron adiós. " No t e pierdas; m i
cuart o de dorm ir queda al fondo del corredor a la derecha." Y la ot ra cont est ó:
" No t e pierdas, hay que seguir cam inando hast a el fondo del callej ón" ( el
j ardinero, que est aba cerca, pensó que el eco se había vuelt o sordo porque
cam biaba el final de la frase que grit aba la niña) . Y se fueron corriendo cada una
a casa de la ot ra.
Nadie se dio cuent a del cam bio y ellas, que creían conocer sus casas,
em pezaban a reconocerlas según los cuent os que se cont aban diariam ent e a
t ravés del cerco; hacían descubrim ient os que las asom braban.
Pero los Ángeles Guardianes dorm ían la siest a a la hora de las confidencias
y seguían ignorando t odo.
20
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Fue al principio del ot oño, un día caluroso; el cielo est aba negro y m uy
cerca de la t ierra pesaban nubes grises de plom o; era la hora en que las chicas
se encont raban en el cerco, pero ninguna de las dos llegaba.
En la casit a de lat as no se podía respirar esa t arde; el abuelo y las t res
niet as cam inaban descalzos en el río t om ando fresco. La chica de diez años se
acordó de que en el j ardín de la casa grande, com o de cost um bre, su am iga
debía de est ar esperándola; había ya pasado la hora, pero no im port aba, iría de
t odas m aneras. Vio un caballo blanco m uy desnudo, le puso un bocado que
encont ró en el suelo, se t repó encim a y salió al galope cast igándolo con una
ram a de paraíso. La t orm ent a se acercaba, los árboles colum piaban grandes
ham acas cont ra el vient o, filam ent os com o los que había en las bom bit as de luz
eléct rica de las casas grandes llenaban el cielo, y prim ero un t rueno y después
ot ro rom pían la t arde. El Ángel de la Guarda est aba despiert o, pero,
acost um brado a las t orm ent as que cruzaba siem pre la chica sin resfriarse, t uvo
cuidado solam ent e de preservarla de los rayos. " Los caballos blancos at raen los
rayos" , pensaba el Ángel. " Hay que t ener cuidado. Hay que t ener cuidado."
Las dos chicas se encont raron en el cerco y t uvieron apenas t iem po de
decirse adiós; llovía con t ant a fuerza que la lluvia ponía ent re ellas una cort ina
espesa, im posible de levant ar.
Se oyó lej os, lej os, el galope de un caballo ent re la t orm ent a y un rayo y
ot ro rayo hicieron last im aduras de relám pagos, duras incisiones de fuego.

La chica se baj ó del caballo y se desm ayó en la puert a de la casit a de lat a.


La m area subía m uy cerca; en ese inst ant e oyó un rayo sobre el anim al que,
disparando con un relincho de crines deshilachadas, quedó t endido en el suelo
negro. En el j ardín el ot ro rayo cayó sobre la ot ra chica, m ient ras el Ángel la
prot egía de los resfríos confiadam ent e, pensando que la casa t enía pararrayos
desde t iem po inm em orial.
En la puert a de la casit a de lat a la ot ra chica no pudo resist ir el frío y se
fue al cielo después de la t orm ent a...

Había m ucho cant o de páj aros y de arroyos a la m añana siguient e cuando


subidas las dos chicas sobre el caballo blanco llegaron al cielo. No había casas ni
grandes ni pequeñas, ni de lat a ni de ladrillos; el cielo era un gran cuart o azul
sem brado de fram buesas y de ot ras frut as. Las dos chicas se int ernaron adent ro
y m ás adent ro del cielo, hast a que no se las alcanzó a ver m ás.

Los fu n á m bu los
Vivían en la obscuridad de corredores fríos donde se est ablecen corrient es
de aire producidas por las plant as de los pat ios. Tenían alm as de funám bulos
j ugando con los arcos en los pat ios consecut ivos de la casa. No sent ían esa
pasión desesperada de t odos los chicos por t irar piedras y por recoger huevos
celest es de urraca en los árboles. Cipriano y Valerio –Cipriano y Valerio los
llam aba sin oírlos la planchadora sorda, que rom pía la m esa de planchar con sus
golpes–. Cipriano y Valerio eran sus hij os, y cada vez se volvían m ás
desconocidos para ella; t enían designios obscuros que habían nacido en un libro
de cuent os de salt im banquis, regalado por los dueños de casa.
Cipriano salt aba a t ravés de los arcos con galope de caballo blanco, y
Valerio de vez en cuando hacía equilibrio sobre una silla rot a y escondía
cuidadosam ent e su afición por las m uñecas. No com prendía por qué los varones
no t enían que j ugar con m uñecas. No había sabido que era una cosa prohibida
hast a el día en que se había abrazado de una m uñeca rot a en el borde de la
vereda y la había recogido y cuidado en sus brazos con un m ovim ient o de
canción. En ese m om ent o lo at ravesaron cinco risas de chicas que pasaban –y su
21
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
m adre lo llam ó, y con el m ism o gest o de t irar la basura le arrancó la m uñeca.
Cipriano había aum ent ado am pliam ent e su vergüenza con sus lágrim as.
La planchadora Clodom ira rociaba la ropa blanca con su m ano en flor de
regadera y de vez en cuando se asom aba sobre el pat io para ver j ugar a los
m uchachos que ost ent aban post uras ext raordinarias en los m arcos de las
vent anas. Nunca sabía de qué est aban hablando y cuando int errogaba los labios
una inm ovilidad de cera se im plant aba en las bocas m ovibles de sus hij os. Era
una adm irable planchadora; los plegados de las cam isas se abrían com o grandes
flores blancas en las canast as de ropa recién planchada, y planchaba sin m irar la
ropa, m irando las bocas de sus hij os. Det rás de las cabezas se elaboraba algún
ext raño proyect o que largam ent e t rat ó de adivinar en el m ovim ient o de los
labios, hast a que acabó por acost um brarse un poco a esa puert a cerrada que
había ent re ella y sus hij os. Por las m añanas los dos chicos iban al colegio, pero
las t ardes est aban llenas de j uegos en el pat io, de lect uras en los rincones del
cuart o de plancha, de pruebas en im aginarios t rapecios que la m adre em pezaba
a adm irar.
Cipriano había ido al circo un día con su m adre. Durant e el ent react o
fueron a visit ar los anim ales. Cuando volvieron, al cruzar delant e de la pist a
Cipriano sint ió el vért igo de alt ura que había sent ido en la azot ea de la casa
adonde raras veces lo habían dej ado subir. Solt ó la m ano de su m adre y corrió
hacia adent ro del picadero, dio vuelt as de caballo furioso, dio vuelt as de carnero
de pruebist a, se colgó de un alam bre de t rapecist a, se dio golpes de clown. Y
t odo eso con una rapidez vert iginosa en m edio de una lluvia de aplausos. Todo el
público lo aplaudía. Cipriano, deslum brado en las est rellas de sus golpes, era el
caballo blanco de la bailarina, el pruebist a de salt os m ort ales con diez pruebist as
encim a de su cabeza, el t rapecist a de puros brazos con alas que at raviesan el
aire para luego caer en la red elást ica sobre un colchón enorm e, donde duerm en
los t rapecist as. Su m adre lo llam aba por ent re el t um ult o de aplausos: ¡Cipriano,
Cipriano! y se creyó m uda, con su hij o perdido para siem pre. Hast a que un
acom odador se lo t raj o lleno de m oret ones y bañado en sudor. El público sonreía
por t odas part es y Clodom ira sint ió su t error furioso t ransform arse súbit am ent e
en adm iración que la hizo t em er un poco a su hij o com o a un ser desconocido y
privilegiado.
Cuando llegaron de vuelt a a la casa, Valerio, que est aba enferm o con la
cabeza t apada dent ro de las sábanas, asom ó los oj os y vio t odo el espect áculo
glorioso del circo desenrollarse com o una alfom bra en los cuent os de Cipriano.
Cipriano llevaba un nim bo alrededor de su cara del color de la arena de la pist a,
sus m oret ones adquirían form as ext rañas de t at uaj es sobre sus brazos.
Cipriano vivió desde ese día para volver al circo, Valerio para que Cipriano
volviera al circo. Era a t ravés de su herm ano que Valerio gozaba t odas las cosas,
salvo su afición por las m uñecas.

El fervor acrobát ico sin cesar crecía en el cuerpo de Cipriano; llegaron a


invent ar un t raj e de salt im banqui hecho con m edias de m uj er y cam iset as viej as
del port ero.
Un día no sent ían ya el frío de la t arde sobre los brazos desnudos. Parados
en el borde de una vent ana del t ercer piso, dieron un salt o glorioso y envuelt os
en un saludo cayeron aplast ados cont ra las baldosas del pat io. Clodom ira, que
est aba planchando en el cuart o de al lado, vio el gest o m aravilloso y sint ió, con
una sonrisa, que de t odas las vent anas se asom aban m illones de grit os y de
brazos aplaudiendo, pero siguió planchando. Se acordó de su prim era angust ia
en el circo. Ahora est aba acost um brada a esas cosas.

La sie st a e n e l ce dr o
22
Silvana Ocampo Cuentos Completos I

Ham am elis Virginica, Agua Dest ilada 86% y una m uj er corría con dos
ram as en las m anos, una m uj er redonda sobre un fondo am arillo de t orm ent a.
Elena m irando la im agen hum edecía el algodón en la Maravilla Curat iva para
luego ponérsela en las rodillas: dos hilit os de sangre corrían at ándole la rodilla.
Se había caído a propósit o, necesit aba ese dolor para poder llorar. Ham acándose
fuert e, fuert e, hast a la alt ura de las ram as m ás alt as y luego arrast rando los pies
para frenar se había agachado t ant o y había solt ado t an de golpe los brazos que,
finalm ent e, logró caerse. Nadie la había oído, las persianas de la casa dorm ían a
la hora de la siest a. Lloró cont ra el suelo m ordiendo las piedras, lágrim as
perdidas –t oda lágrim a no com part ida le parecía perdida com o una penit encia–.
Y se había golpeado para que alguien la sint iera sufrir dent ro de las rodillas
last im adas, com o si llevara dos corazones chiquit os, doloridos y arrodillados.
Cecilia y Est er, sus m ej ores am igas, eran m ellizas, delgadas y descalzas;
eran las hij as del j ardinero y vivían en una casa m odest a, cubiert a de
enredaderas de m adreselva y de m alvas, con pequeños cant eros de flores.
Un día oyó decir al chauffeur: " Cecilia est á t ísica. Van t res que m ueren en
la casa de esa m ism a enferm edad" . En seguida corrió y se lo dij o a la niñera,
después a su herm ana. No sé qué volupt uosidad dorm ía en esa palabra de color
m arfil. " No t e acerques m ucho a ella, por las dudas" , le dij eron y agregaron
despacit o: " Fíj at e bien si t ose" : la palabra cam bió de color, se puso negra, del
color de un secret o horrible, que m at a.
Cecilia llegó para j ugar con ella, al día siguient e con los oj os hundidos;
sólo ent onces la oyó t oser cada cinco m inut os, y era cada vez com o si el m undo
se abriera en dos para t ragarla. " No t e acerques dem asiado" , oía que le decían
por t odos los rincones; " No t om es agua en el m ism o vaso" , pero ávidam ent e
bebió agua en el m ism o vaso.

Cuando Cecilia se fue sola a las cinco de la t arde por los cam inos de
árboles, Elena corrió al cuart o de su m adre y dij o: " Cecilia est á t ísica" : esa
not icia hizo un cerco asom broso alrededor de ella y una vez llegada a los oídos
de su m adre acabó de encerrarla.
Desde aquel día vivió escondida det rás de las puert as, oía voces crecer,
dism inuir y desaparecer adent ro de los cuart os: " Es peligroso" decían, " No t ienen
que j ugar j unt as. Cecilia no vendrá m ás a est a casa" . Así, poco a poco, le
prohibieron hablar con Cecilia, indirect am ent e, por det rás de las puert as.
Y pasaron los días de verano con pesadez de m ano blanda y sudada, con
cant os de m osquit os finos com o alfileres. A la hora de la siest a m iraba el j ardín
dorm ido ent re las rendij as de las persianas. Las chicharras cant aban sonidos de
est rellas: era en los oídos com o en los oj os cuando se ha m irado m ucho al sol,
de frent e; m anchas roj as de sol. Veía llegar a Cecilia desde el port ón j unt ando
bellot as que parecían pequeñísim as pipas con las cuales fingía fum ar
int ercam biándolas, com o hom bres cuando t om an m at e. Sint ió que era para ella
para quien las est aba j unt ando, esas bellot as verdes y lisas que cont enían una
carne blanca de alm endra.

Después de alzar la cabeza insist ent em ent e com o si la persiana fuese de


vidrio, se acercó corriendo hast a la puert a y t ocó el t im bre; alguien le abrió y
dij o palabras que no se oían. Le ent regaban paquet es de dulces y j uguet es ant es
de cerrar la puert a y decirle que Elena no est aba, que Elena t enía dolor de
cabeza o est aba resfriada. Pero volvía t odos los días j unt ando coquit os y
bellot as, m irando la persiana cerrada det rás de la cual se asom aban los oj os de
su am iga. Hast a el día en que no volvió m ás.

23
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Elena perm anecía det rás de las persianas a la hora de la siest a. El
j ardinero est aba vest ido de negro. Elena est a vez huía de los secret os det rás de
las puert as, corría por los corredores, hablaba fuert e, cant aba fuert e, golpeaba
sillas y m esas al ent rar a los cuart os, para no poder oír secret os. Pero fue t odo
inút il; por encim a de las sillas golpeadas y de las m esas, por encim a de los grit os
y de los cant os, Cecilia se había m uert o. Cecilia descalza corriendo por el borde
del río se había resfriado, hacía dos sem anas, y se había m uert o. Elena guardó el
vaso en que bebían el agua prohibida.

Pocos días después Micaela, la niñera, la llevó a escondidas de visit a a


casa del j ardinero. Elena t rat ó de reproducir su rost ro m ás t rist e, sus
m ovim ient os m ás inm óviles; la nerviosidad le robaba t oda t rist eza, t rat aba en
vano de llegar al est ado de sufrim ient o ant erior para no int errum pir el dolor
num eroso. Pero cuando llegaron a la casa, la fam ilia hablaba de m ant eles
bordados, cuellos t ej idos, la m ej or m anera de ganarse la vida, casam ient os, t odo
int errum pido de risas. Nada parecía haber sucedido dent ro de esa casa. Micaela
escuchaba con severidad, com o si alguien la hubiera engañado. Esa visit a no
podía t erm inar así; ella no había ido para hablar de m ant eles ni casam ient os,
había ido para reconfort ar a los deudos y apiadarse de ellos. Trat aba de ent rar
una frase t rist e en la conversación, com o los chicos cuando ent ran a salt ar a la
cuerda. Al fin pudo: pregunt ó si no conservaban ningún ret rat o de la finada.
Hast a ese inst ant e la fam ilia ent era parecía esperar la llegada de Cecilia de
un m om ent o a ot ro; esperaban que llegara del alm acén, que llegara del río, o de
las quint as vecinas. I nm ediat am ent e hubo un revuelo de accident e, en los
cuart os, adent ro de los arm arios y de los caj ones, en busca de ret rat os com o de
m edicam ent os. Luego un silencio en el que Elena oyó unos pasos: los pasos
descalzos de Cecilia. No, no había ningún ret rat o, salvo la fot ografía de la cédula
de ident idad.
Una nube oscurísim a se cernía sobre la casa; la m adre t raj o la fot ografía
que ya est aba m edio borrada, sólo se veía claram ent e el dibuj o de la boca. Est er
era lo único que quedaba de ella, habían nacido j unt as pero no se parecían nada.
Est er, sent ada en una silla, se reía; la m adre le grit ó: " Andá, lavát e la cara" –y
volvió con urgencia la conversación de los m ant eles–. La m adre pasó la m ano
por sus oj os al despedirse. Micaela la m iró int ensam ent e buscándole lágrim as.
Abrió la pequeña puert a y se quedó parada en la vereda con la m anos cruzadas
sobre el delant al gris, sonriendo.

Ham am elis Virginica, Agua Dest ilada 86% , la m uj er corría enloquecida


sobre la caj a de cart ón. Elena se levant ó y se asom ó por la persiana, el j ardinero
vest ido de negro se reía con el ot ro j ardinero. Nadie sabía que Cecilia, com o ella,
se había m uert o, y al fin y al cabo, quién sabe si esperándola m ucho en la
persiana no llegaría un día j unt ando bellot as; ent onces Elena baj aría corriendo
con una cuchara de sopa y un frasco de j arabe para la t os, y se irían corriendo
lej os, hast a el cedro donde vivían en una especie de cueva, ent re las ram as, a la
hora de la siest a, para siem pre.

La ca be za pe ga da a l vidr io

Desde hacía quince años Mlle. Dargére t enía a su cargo una colonia de
niños débiles que había sido fundada por una de sus abuelas. La casa est aba
sit uada a la orilla del m ar y ella desde su j uvent ud había vivido en la part e lat eral
del asilo, en el últ im o piso de la t orre.
En los prim eros t iem pos vivía en el prim er piso, pero de noche en los
vidrios de la vent ana se le aparecía la cabeza de un hom bre en llam as. Una
24
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
cabeza espant osam ent e roj a, pegada al vidrio com o las pint uras de los vit raux.
Se m udó al segundo piso: la m ism a cabeza la perseguía. Se m udó al t ercer piso:
la m ism a cabeza la perseguía; se m udó de t odos los cuart os de la casa con el
m ism o result ado.
Mlle. Dargére era ext rem adam ent e bonit a y los chicos la querían, pero una
preocupación const ant e se le inst aló en el ent recej o en form a de arrugas
vert icales que est ropeaban un poco su belleza. Sus noches se llenaban de
insom nios y en sus desvelos oía los coros de los sueños de los niños subir, con
blancura de cam isón, de los dorm it orios de veint e cam as en donde deposit aba
besos cot idianos.
Las m añanas eran diáfanas a la orilla del m ar; los chicos salían t odos
vest idos con t raj es de baño dem asiado largos que se enredaban en las olas. No
era la culpa de los t raj es, pensaba Mlle. Dargére apoyada cont ra la balaust rada
de la t erraza; los chicos no podían usar sino t raj es hechos a m edida, para no
quedar ridículos. Tenían un bañero negro que los m ort ificaba diariam ent e con
una zam bullida dolorosa, que lo resguardaba a él sólo, cuidadosam ent e, de las
olas. Pero ella no podía oír llorar a los chicos y se acordaba del suplicio de los
baños con bañeros en su infancia, que habían llenado su vida de sueños et ernos
de m arem ot os.
Se bañaba de t arde con el agua a la alt ura de las rodillas, cuando la playa
est aba desiert a; ent onces llevaba a veces un libro que no leía y se acost aba
sobre la arena después del baño; era el único m om ent o del día en que
descansaba. Era la m adre de cient o cincuent a chicos pálidos a pesar del sol,
flacos a pesar de la alim ent ación est udiada por los m édicos, hist éricos a pesar de
la vida sana que llevaban.
Mlle. Dargére derram aba su prest igio de belleza sobre ellos. Su proxim idad
los serenaba un poco y los engordaba m ás que los alim ent os est udiados por los
m ej ores m édicos, pero la cabeza del hom bre en llam as seguía de noche en la
vent ana hast a que llegó a ser una horrible cosa necesaria que se busca det rás de
las cort inas.
Una noche no durm ió un solo m inut o; la cabeza est aba ausent e, la buscó
det rás de las cort inas, y la desveló est a vez la posibilidad de poder dorm ir
t ranquila: la cabeza parecía haberse perdido para siem pre.

A la m añana siguient e, en los dorm it orios, una ext raña exasperación


ret enía a los chicos al borde de las lágrim as. Llant os cont enidos se am ont onaban
en las bocas. Mlle. Dargére creyó ver un asilo de ancianos en t raj e de baño azul
m arino desfilando hacia la playa. Carolina, su preferida, la única que t enía un
cuerpo capaz de rellenar el t raj e de baño, se escapó de ent re sus brazos.
La playa esa m añana se llenó de llant os obscuros y at orados dent ro de las
olas.
Mlle. Dargére, después de apoyar su m elancolía sobre la balaust rada, que
fue com o una despedida a la belleza, subió corriendo hast a el espej o de su
cuart o. La cabeza del hom bre en llam as se le apareció del ot ro lado; vist a de t an
cerca era una cabeza picada de viruela y t enía la m ism a em ot ividad de los flanes
bien hechos. Mlle. Dargére at ribuyó el arrebat o de su cara a las quem aduras del
sol que se derram an en líquidos hirvient es sobre las pieles finas. Se puso
com presas de óleo calcáreo, pero la im agen de la cabeza en llam as se había
radicado en el espej o.

El cor r e dor a n ch o de sol

25
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Se sint ió enferm a el día de su convalecencia. Ya no oía los ruidos
inusit ados del alba: el carrit o del lechero, las cort inas m et álicas de las t iendas,
los t ranvías solit arios que no se det ienen a esa hora en las esquinas.
El día est aba ya viej o en las vent anas de su cuart o cuando se despert aba
y oía los ruidos de la m añana. La casa donde vivía quedaba sobre la pendient e
de una calle em pedrada que aceleraba los aut os con cam bios de velocidad, y
esos cam bios de velocidad le recordaban un hot el de Francia sit uado al pie de
una m ont aña en donde había pasado prot est ando los días que ahora le parecían
m ás felices de su vida. El hot el est aba rodeado de lam bercianas y las piñas
am ont onadas en las ram as eran redondas y grises com o m uchos páj aros
j unt it os. Era un paisaj e parecido a los paisaj es de la provincia de aquí, pero
donde las plant as eran m enos fragant es y sin espinas, com o los pescados
preparados por un cocinero hábil. En las provincias exist ían plant as de olores
ext raordinarios: recordaba una plant a con olor a sart én venenosa, ot ra con olor a
piso recién encerado, ot ra con olor a guaranga.
Est aba sent ada cont ra la vent ana, con la frent e apoyada sobre el vidrio
que t em blaba m asaj es eléct ricos cada vez que pasaba por la calle un carro de
t res o cuat ro caballos. No podía hacer el gest o de cam biar de post ura, porque
ent re cada post ura había que hacer un salt o m ort al que ponía en m ovim ient o
girat orio de t errem ot o t odos los m uebles y cuadros del cuart o... Su cuerpo se
había dist anciado de ella y sus oj os se disolvían com o si fueran de azúcar, en un
punt o fij o indefinidam ent e vago y rodeado com o un cielo de est rellas.
La aliviaba pensar en un corredor m uy ancho de sol, donde una vez se
había est irado en un sillón de m im bre blanco. Era una casa rosada en form a de
herradura. Tres corredores rodeaban un pat io de past o lleno de flores de
agapant o m uy azules o m uy violet as, según el color de la pared cont ra la cual se
apoyaban ent re los arcos de un croquet abandonado. Ella sent ía que había
nacido en esa casa replet a de silencio donde andaba por el cam po en una
am ericana con un caballo em pacado y enfurecido de galopes en las vuelt as de
los cam inos. Había nacido en esa casa, aunque solam ent e la hubieran invit ado
por un día. Conocía la casa de m em oria ant es de haber ent rado en ella, la
hubiera podido dibuj ar con la m ism a facilidad con la cual había dibuj ado, un día,
en un cuaderno la cara de su novio ant es de conocerlo. Recordaba com o un
recuerdo ant erior a su vida, que en m edio de una inm ensa inconsciencia había
t enido que at ravesar días de angust ias ant es de llegar hast a ese rost ro donde
había encerrado su cariño, hast a ese corredor t an ancho de sol. Volvió a pensar
en el hot el de Francia, porque el linoleum del cuart o de baño del hot el era igual
al de aquella casa de cam po. Movió blandam ent e sus grandes brazos de
nadadora, y sus m anos buscaban un libro sobre la m esa. Hubiera podido nadar,
porque nadando se va acost ado sobre colchones espesos de agua, y el sol la
hubiera sanado, pero los árboles est aban desnudos cont ra el cielo gris y los
t oldos de las vent anas volaban el vient o. Era inút il que sus m anos t om aran el
libro. Por la puert a ent reabiert a se oyeron cant os de cucharas y plat os que
anunciaban la llegada de una sopa de t apioca en una bandej a con est rellit as y
con gust o a infancia.

N oct u r n o

Juan Pack duerm e. Todas las noches al despedirse de su novia y ant es de


irse de la casa inspeccionaba el enorm e arm ario del dorm it orio, en busca de
ladrones. Nunca se quedaba t ranquilo, siem pre había el m ism o ruido inusit ado
det rás de las puert as en las persianas m al cerradas. Las cañerías de la casa
hacían gárgaras y sonidos de t ripas gigant es en los pisos alt os. Los t renes
cercanos desparram aban dist ancias líquidas, j adeant es, y se int erponían com o
26
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
puert as t ranslúcidas delant e de los ot ros ruidos. Juan Pack duerm e con una
invisible raquet a en la m ano. Un part ido de t ennis lum inoso dividía en dos el
t ranscurso del día obscuro de oficina, bañándolo ahora de un sueño blando de
infancia. Los sábados eran días de j ugar al t ennis, las noches del sábado eran
noches de dorm ir com o un niño.
La novia de Pack duerm e en una casa alt a de ocho pisos, rodeada de un
m ar de ruidos crecient es en la noche con ese arm ario grande en el dorm it orio,
donde se reunían vest idos, abrigos de invierno y verano, grandes som breros
azules de paj a con cint as blancas y roj as. No hay ningún ladrón dent ro del
arm ario, las anchas espaldas de las perchas en filas apret adas desfilaban de día
y de noche. Sólo un vest ido es dist int o de los ot ros, dist int o de m edida y de
form a; es blanco con nidos de abej a en el ruedo, en los puños, en las m angas.
Era el vest ido cosido para una fiest a por Eulalia, era el vest ido cosido y cort ado
por Eulalia hace diez años, cuando la novia de Pack pesaba quince kilos m enos,
t enía dieciséis años y no t enía ningún novio. Un anillo ancho ceñía su dedo
izquierdo, un anillo sacado de una t ort a de boda o en un cracker el día del
casam ient o de una de sus prim as.
Ent onces recordaba que había t enido que cruzar por casam ient os com o
por m uert es; prim ero fueron las herm anas, después las am igas, que dej aban las
casas vacías al irse. No había creído nunca que llevaría ot ro t raj e de novia, a no
ser el que le hacía el t ul del m osquit ero, t an lindo al levant arse por las m añanas,
sobre su cabeza, en el espej o. Relegada bien al fondo de su infancia, veía
t odavía pasar los coches ilum inados, con dos novios m ellizos y t iesos expuest os
en vidriera: un ram o de flores blancas en la m ano com o florero inm óvil sobre
una m esa. Se oía t odavía grit ar: " Mat ilde" , " Mat ilde" , t irando el velo de novia de
su herm ana m ayor el día del casam ient o. Pero Mat ilde, dist ant e y fría aunque
bañada en lágrim as, abrazaba parient es y am igas con las m ej illas est am padas de
bocas roj as; resist ía los t irones del velo com o si se hubiera enganchado en una
puert a y no en las m anos suplicant es de su herm ana. Y sin em bargo t odas las
noches habían dorm ido de la m ano y con las cam as j unt as.
Vivían ent onces en Lom as de Zam ora, una casa con corredores lust rosos y
sillas t renzadas de paj a, m acizos de am apolas y cent auras m uy azules rodeaban
el j ardín. Eulalia era cost urera, am a de llaves, de m uchas llaves, y t enía t iem po a
veces de regar las flores y el past o. Sobrevino la vent a de la casa; había que
inst alarse en un depart am ent o en el cent ro; nadie en la fam ilia deseaba m udarse
pero obedecieron com o a un m andat o invisible. " Lom as de Zam ora queda m uy
dist ant e para las chicas, ahora que em piezan a ser grandes" , repet ían el padre y
la m adre, despidiéndose de la casa. La m udanza fue penosa. Seis carros no
alcanzaron para llevar los m uebles; los dem ás se vendieron en rem at e.
Al pasar por la casa poco después vieron enarbolar un cart el que decía:
" Edificio para el Colegio de la I nm aculada Concepción" , lo leyeron de reoj o, con
m iedo de que, vist o de frent e, les last im ara la vist a. Pero Lucía salvaba su
vest ido blanco adornado con nidos de abej a: en los pliegues era seguro que
llevaba las am apolas del j ardín, las sillit as verdes de fierro, las cuat ro palm eras y
las siest as est iradas en los cuart os húm edos de la casa viej a.
Lucía Trem ing sueña dent ro del arm ario vest ida hace diez años con el
vest ido blanco; abre las vent anas de la casa de Lom as de Zam ora; a t ravés de la
rej a pasa un m uchacho alt o: es Juan Pack, pero no se conocen, pasa el lím it e de
la rej a sin darse vuelt a y ella, sint iéndose aném ica, se sient a en las sillit as
verdes de fierro y espera que vuelva a pasar ese m uchacho alt o y desconocido
que t oda la vida le prodigará sonrisas; la hij a de Eulalia corre por el j ardín, con
una red de cazar m ariposas aprisiona la cabeza de Lucía y la encierra sin luz
debaj o de la red; su novio la llam a desde lej os sin verla –no se conocen, se
m iran siem pre de lej os.
27
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Pack sueña en el j ardín m uy grande de su casa de cam po; hay una cancha
de t ennis recién regada, sin red; llam a al j ardinero: " ¿Dónde est á la red del
t ennis?"
–" Señor, la red se ha perdido, pero hay una brom elia det rás del m ot or de
ochent a y cinco caballos" ; ent ra en la oficina, busca la red en los caj ones del
escrit orio, no la encuent ra; ent ra al cuart o de Lucía que est á durm iendo, abre el
enorm e arm ario, por ent re los vest idos se abre paso y cam ina, cam ina. No hay
vest idos ni cint as ni som breros, una enorm e red de t ennis t ej ida con t elarañas se
pega en sus m anos desplegándose infinit am ent e
" Lucía, Lucía, t us vest idos se han perdido t odos. Mis vest idos suelt os
corren y corren por el cuart o."
Dent ro de ese arm ario hay un m ist erio perm anent e que Pack t rat a de
dilucidar: es el cuart it o de guardar plum eros donde se escondían de chicos
j ugando " a la operación de apendicit is" , " al cuart o obscuro" .
El m iedo, cuidadosam ent e guardado, se asom a con cara de ladrón, lo
agarra de la m ano, le sonríe grande y adult o com o un m onst ruo.

Ex t r a ñ a visit a

Ant es alm orzaba en una m esit a chica en el ant ecom edor y ahora t enía
perm iso de alm orzar en la m esa grande. Por ent re las conversaciones los oj os de
Leonor se abrían paso hast a las vent anas en busca de un pedazo de cielo azul
ent eram ent e cubiert o, ahora, por las nubes. I ba a llover y hacía m ucho t iem po
que esperaba aquel día, porque le habrían prom et ido llevarla de visit a a una casa
que est aba en las afueras, adonde la habían llevado una sola vez. Allí vivía un
señor m uy alt o com o aislado del m undo por su alt ura. Era un am igo del padre de
Leonor, que t enía una hij a, dos m ucam as y un j ardinero viviendo en una casa
chiquit a, con una escalera de caracol. En el j ardín había una fuent e en m iniat ura
con dos t rit ones anudados que echaban agua por la boca, una palm era achat ada
cont ra la pared de la casa de al lado y cuat ro rosales en filas dobles de cada lado
del cam ino. Elena t enía el pelo increíblem ent e negro, pero la cara t an
t ransparent e que se le había borrado; no quedaba m ás que el m oño blanco, m uy
bien hecho, de su pelo y el vest ido con cinco alforzas ent re las cuales se
enganchaban los oj os de Leonor.
Habían explorado la casa y lo único que abundaba eran los recovecos.
Habían subido hast a la azot ea desde la que se veían vivir las casas vecinas en
cort ej os de ropas t endidas al sol. Se habían escondido debaj o de la escalera y se
habían cansado de que nadie las buscara. Se habían asom ado a la vent ana del
escrit orio del piso baj o en donde dos señores hablaban, dos señores con las
caras severas de sus padres, dos señores ahogados en seriedad de cuello duro y
olor a cigarro. Leonor, cont eniendo su risa, apret aba la nariz cont ra el vidrio frío
y sus oj os t enían que at ravesar el paisaj e de una cort ina blanca y de una Diana
Cazadora para llegar hast a su padre que est aba sent ado en un sofá de cuero
m arrón. Leonor vio que del bolsillo sacó el ancho pañuelo con que se secaba la
frent e los días de m ucho calor, pero hacía frío en ese cuart o. Su padre no se
había quit ado el sobret odo, y sin em bargo, con el m ism o gest o de secarse la
frent e los días de m ucho calor, se pasaba el pañuelo hast a llegar a la alt ura de
los oj os, en donde se det uvo com o alguien que llora.
Un ruido de m áquina de coser envolvía la casa haciéndole un ruedo de
silencio y se oía apenas el quej ido que deben de hacer las lágrim as para
at ravesar los oj os cerrados. El padre de Elena se levant ó y corrió el st ore de la
vent ana. Después de un rat o volvieron a crecer las voces com o ant es. Elena
t om ó la m ano de Leonor, que t enía m iedo, y cam inaron hast a el cuart o de
j uguet es com o si t uviesen la orden de j ugar; pero no j ugaron. Elena le regaló
28
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
una m edallit a que se le perdió t res veces en el suelo al sacarla del caj ón. Se
despidieron sin m irarse, con un beso que buscaba m ej illas al lado de las m ej illas,
sobre el aire.
En el aut om óvil, de vuelt a, su padre la ret ó dos veces, y Leonor ya no
creyó que hubiera llorado. Por el cost ado de los oj os había vist o la dureza de la
frent e arrugada y no podía conciliar las dos im ágenes, una vist a a t ravés del
paisaj e lej ano de la cort ina, la ot ra t an cerca y en una región rem ot a adonde lo
llevaba su m al hum or, sent ado en el asient o de un aut om óvil.
Leonor pensaba en Elena. La m esa se llenaba de risa a la hora del post re.
El cielo est aba cada vez m ás negro, y caía una lluvia finit a de azúcar en polvo.
Leonor vio que su padre sacudía la cabeza pensando que no irían a la casa de
Elena ese día, y sent ía que un océano grande com o el que le enseñaban en los
m apas la t enía alej ada del rost ro que quería alcanzar, y que se le había borrado,
de Elena.

La ca lle Sa r a n dí

No t engo el recuerdo de ot ras t ardes m ás que de esas t ardes de ot oño que


han quedado presas t apándom e las ot ras. Los j ardines y las casas adquirían
aspect os de m udanza, había invisibles baúles flot ando en el aire y presencias de
forros blancos em pezaban ya a nacer sobre los m uebles obscuros de los cuart os.
Solam ent e las casas m ás m odest as se salvaban de las despedidas invernales.
Eran t ardes frescas y los últ im os rayos del sol am arillo, de est e m ism o rosado–
am arillo, envolvían los árboles de la calle Sarandí, cuando yo era chica y m e
m andaban al alm acén a com prar arroz, azúcar o sal.
El m iedo de perder algo m e cerraba las m anos herm ét icam ent e sobre las
hoj as que arrancaba de los cercos; al cabo de un rat o creía llevar un m ensaj e
m ist erioso, una fort una en esa hoj a arrugada y con olor a past o dent ro del calor
de m i m ano. En la m it ad del t rayect o, de la casa donde vivíam os al alm acén, un
hom bre se asom aba, siem pre en m angas de cam isa y decía palabras pegaj osas,
persiguiendo m is piernas desnudas con una ram it a de sauce, de espant ar
m osquit os. Ese hom bre form aba part e de las casas, est aba siem pre allí com o un
escalón o com o una rej a. A veces yo doblaba por ot ro cam ino dando una vuelt a
larguísim a por el borde del río, pero las crecient es m e im pedían m uchas veces
pasar, y el cam ino direct o se volvía inevit able. Mis herm anas eran seis, algunas
se fueron casando, ot ras se fueron m uriendo de ext rañas enferm edades.
Después de vivir varios m eses en cam a se levant aban com o si fuera de un largo
viaj e ent re bosques de espinas; volvían dem acradas y cubiert as de m oret ones
m uy azules. Mi salud m e llenaba de obligaciones hacia ellas y hacia la casa.
Los árboles de la calle Sarandí se cubrían de oleaj es con el vient o. El
hom bre asom ado a la puert a de su casa escondía en el rost ro t orcido un invisible
cuchillo que m e hacía sonreírle de m iedo y que m e obligaba a pasar por la m ism a
vereda de su casa con lent it ud de pesadilla.
Una t arde m ás obscura y m ás ent rada en invierno que las ot ras, el hom bre
ya no est aba en el cam ino. De una de las vent anas surgió una voz enm ascarada
por la dist ancia, persiguiéndom e, no m e di vuelt a pero sent í que alguien m e
corría y que m e agarraban del cuello dirigiendo m is pasos inm óviles adent ro de
una casa envuelt a en hum o y en t elarañas grises. Había una cam a de fierro en
m edio del cuart o y un despert ador que m arcaba las cinco y m edia. El hom bre
est aba det rás de m í, la som bra que proyect aba se agrandaba sobre el piso, subía
hast a el t echo y t erm inaba en una cabeza chiquit a envuelt a en t elarañas. No
quise ver m ás nada y m e encerré en el cuart it o obscuro de m is dos m anos, hast a
que llam ó el despert ador.

29
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Las horas habían pasado en punt as de pie. Una respiración blanda de
sueño invadía el silencio; en t orno de la lám para de kerosene caían lent as got as
de m ariposas m uert as cuando por las vent anas de m is dedos vi la quiet ud del
cuart o y los anchos zapat os desabrochados sobre el borde de la cam a. Me
quedaba el horror de la calle para at ravesar. Salí corriendo desanudando m is
m anos; volt eé una silla t renzada del color del alba. Nadie m e oyó.

Desde aquel día no volví a ver m ás a aquel hom bre, la casa se t ransform ó
en una reloj ería con un vendedor que t enía un oj o de vidrio. Mis herm anas se
fueron yendo o desapareciendo j unt o con m i m adre. A fuerza de lavar el piso y la
ropa, a fuerza de rem endar las m edias, el dest ino se apoderó de m i casa sin que
yo m e diera cuent a, llevándoselo t odo, m enos el hij o de m i herm ana m ayor. No
quedaba nada de ellas, salvo algunas m edias y cam isones rem endados y una
fot ografía de m i padre, rodeado de una fam ilia enana y desconocida.
Ahora en est e espej o rot o reconozco t odavía la form a de las t renzas que
aprendí a hacerm e de chica, gruesa arriba y finit a abaj o com o los t roncos de los
palos borrachos. La cabeza de m i infancia fue siem pre una cabeza blanca de
viej it a. Mi frent e de ahora est á cruzada por surcos, com o un cam ino por donde
han pasado m uchas ruedas, t ant as fueron las m uecas que le hice al sol.
Reconozco est a frent e nunca lisa, pero ya no conozco al chico de m i
herm ana, era t ierno y lo creí para siem pre un recién nacido cuando m e lo dieron
t odo envuelt o en una pañolet a de franela celest e porque era un varón. Me
despert aba por las m añanas con una risa de globit os bañada de aguas m uy
claras y su llant o m e bendecía las noches.
Pero la ropa que m e ent regaban algunas fam ilias para lavar o para coser,
las vainillas de los m ant eles, las cost uras, invadían m is días m ient ras que el
chico de m i herm ana gat eaba, aprendía a cam inar e iba a la escuela. No m e di
cuent a de que su voz se había desbarrancado de una m anera vert iginosa a los
dieciséis años, com o la voz de ese com pañero de colegio que le ayudaba a hacer
los deberes. No m e di cuent a hast a el día en que pronunció un discurso
ensayándose para una fiest a en el colegio; hast a ent onces había creído que esa
voz obscura salía de la radio de al lado.

Cuánt as vainillas habré hecho, vainillas de m ant eles y vainillas de


bizcochuelo ( pues no puedo desperdiciar la oport unidad de cocinar algunos
bizcochuelos o dulces para vender de vez en cuando) , cuánt os ruedos y
dobladillos habré cosido, cuánt a espum a blanca habré bat ido lavando la ropa y
los pisos. No quiero ver m ás nada. Est e hij o que fue casi m ío, t iene la voz
desconocida que brot a de una radio. Est oy encerrada en el cuart it o obscuro de
m is m anos y por la vent ana de m is dedos veo los zapat os de un hom bre en el
borde de la cam a. Ese hij o fue casi m ío, esa voz recit ando un discurso polít ico
debe de ser, en la radio vecina, el hom bre con la ram a de sauce de espant ar
m osquit os. Y esa cuna vacía, t ej ida de fierro...
Cierro las vent anas, apriet o m is oj os y veo azul, verde, roj o, am arillo,
violet a, blanco, blanco. La espum a blanca, el azul. Así será la m uert e cuando m e
arranque del cuart it o de m is m anos.

El ve n de dor de e st a t u a s

Para llegar hast a el com edor, había que at ravesar hileras de puert as que
daban sobre un corredor est rechísim o y frío, con paredes recubiert as de algunas
plant as verdes que encuadraban la puert a del excusado.
En el com edor había m ant eles m uy m anchados y sillas de Viena donde se
habían sent ado m uchas m uj eres y profesores gordos.
30
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Mm e. Renard, la dueña de la pensión, recorría el corredor golpeando las
m anos y cont em plaba a los pensionist as a la hora de las com idas. Había un
profesor de griego que m iraba fij am ent e, con m iedo de caerse, el cent ro de la
m esa; había un j ugador de aj edrez; un ciclist a; había t am bién un vendedor de
est at uas y una com isionist a de punt illas, acariciando siem pre con m anos de
ciega las punt as del m ant el. Un chico de siet e años corría de m esa en m esa,
hast a que se det uvo en la del vendedor de est at uas. No era un chico t ravieso, y
sin em bargo una secret a enem ist ad los unía. Para el vendedor de est at uas aun el
beso de un chico era una t ravesura peligrosa; les t enía el m ism o m iedo que se
les t iene a los payasos y a las m ascarit as.
En un corralón de al lado el vendedor de est at uas t enía su t aller. Grandes
let ras anunciaban sobre la puert a de ent rada: " Oct aviano Crivellini. Copias de
est at uas de j ardines europeos, de cem ent erios y de salones" ; y ahí est aba un
bat allón de est at uas t em ibles para los com pradores que no sabían elegir. Había
m andado const ruir una pequeña habit ación para poder vivir confort ablem ent e.
Mient ras t ant o vivía en la casa de pensión de al lado y ant es de dorm irse les
decía disim uladam ent e buenas noches a las est at uas.
Sent ado en la m esa del com edor Oct aviano Crivellini era un hom bre
devorado de angust ias. Est aba delant e de los fiam bres desganado y t rist e,
repit iendo: " No t engo que preocuparm e por est as cosas" , " No t engo que
preocuparm e por est as cosas" .
El chico de siet e años se aloj aba det rás de la silla y con perversidad
m alabarist a le daba pequeñas pat adas invisibles, y est a escena se repet ía
diariam ent e; pero eso no era t odo. Las pat adas invisibles a la hora de las
com idas, las hubiera podido soport ar com o picaduras de m osquit os de ot oño,
t erribles y t olerables porque exist e el descanso del m osquit ero por la noche, las
piezas sin luz y el alam bre t ej ido en las vent anas, pero las diversas m olest ias
que ocasionaba Tirso, el chico de siet e años, eran const ant es y sin descanso. No
había adónde acudir para librarse de él. Debía de t ener una m adre anónim a, un
padre at errorizado que nadie se at revía a int erpelar.

Hacía ya una sem ana de aquella noche en que se había escapado de la


casa det rás de él. Sin duda lo había vist o repart ir besos con un m ovim ient o
habit ual de lim pieza sobre las cabezas de yeso que se m ovían en la noche con
frialdad de est rella. Tirso se rió dest em pladam ent e y cabalgó sobre un león con
m elena suelt a y abult ada. La luna hacía de la t ierra un lago relleno de som bras
donde lloraban ángeles de cem ent erio, alguna Venus de oj os vacíos, alguna
Diana Cazadora corriendo cont ra el vient o, algún bust o de Sócrat es. Oct aviano,
al ver a Tirso cabalgando sobre uno de sus leones preferidos, abrevió
rápidam ent e su despedida noct urna y se fue abrum ado de vergüenza y t error.
Tirso, creyendo que el vendedor inm óvil de est at uas no lo había vist o,
sint ió que t enía un poder prodigioso de invisibilidad, y volvió a acost arse en
punt as de pie con la sensación de haber presenciado un m ilagro. Desde ese día
t odas las noches lo había seguido hast a el corralón, se había fam iliarizado con las
est at uas, con las m anos y los pies de yeso guardados en los arm arios, con los
perros blancos. Oct aviano en cam bio se había dist anciado de sus est at uas, las
lim piaba ahora con escasas caricias delant e del chico.
Tirso em pezó a cansarse de ese don de invisibilidad del que gozaba desde
hacía poco t iem po. El j ugador de aj edrez le había hablado dos o t res veces. El
ciclist a le había dado un caram elo. La com isionist a le había probado un cuello de
punt illas, confundiéndolo con una chica, un día que llevaba un delant al, pero el
vendedor de est at uas no le hablaba.
Cuando t erm inaron de com er, Oct aviano se levant ó com o un chico en
penit encia, sin post re –él, que hubiera deseado que Tirso se quedara sin post re.
31
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Se at ó un pañuelo alrededor del pescuezo y salió com o de cost um bre. Tirso lo
siguió. Em pezaba a grabar su nom bre con t iza colorada en las est at uas y
Oct aviano creía enloquecer de pena. Tirso lo desaloj aba, le robaba su
t ranquilidad, lo asesinaba subt erráneam ent e, y Tirso era inconm ovible e
independient e com o lo son raras veces los grandes crim inales. Cuando volvió a
acost arse, al querer cerrar la puert a de su cuart o sint ió una fuerza gigant e que la
ret enía; hizo t ent at ivas inút iles por cerrarla, hast a que de pront o,
inesperadam ent e, se le vino encim a, aplast ándole casi el brazo. Pocos m inut os
después la puert a volvió a abrirse. No era necesario ver quién abría la puert a con
esa fuerza, no podía ser sino Tirso; y est a escena, com o las ot ras, se repit ió
t odas las noches.
Las prim eras veces t rat ó de j unt ar t oda su fuerza en los oj os al clavarlos
sobre Tirso, pero los oj os de Tirso eran duros com o paredes m et álicas. Tenía
unos oj os que nunca debían de haber llorado, y solam ent e m at ándolo se lo podía
quizás last im ar un poco.
En el fondo del corralón había un gran arm ario donde el hom bre
desesperado se refugió una noche. Tirso, al ver que no est aba allí el vendedor de
est at uas, se fue decepcionado. Pero persist ió en sus cabalgat as noct urnas.
Em pezó a not ar que sus act os eran t an invisibles com o su cuerpo: los nom bres
que había grabado en las est at uas, no los encont raba nunca la noche siguient e;
por eso sacó su cort aplum as para grabarlos, com o en los árboles de una m anera
m ás segura.
Una noche llena de perros que ladraban a la luna, el vendedor de est at uas
se ret iró m ás t em prano que de cost um bre en el refugio del arm ario. Tirso no se
resolvía a baj arse de encim a del león, pero al fin em pezó a t rot ar en círculos y
sem icírculos enloquecidos, arrast rando un ruido de fierros oxidados por el suelo.
El vendedor de est at uas después de un rat o no oyó m ás nada; el silencio y el
bienest ar habían ent rado de nuevo en la noche circundant e. I ba a salirse del
arm ario cuando oyó dar a la llave dos vuelt as que lo encerraban.
Quedaba poco aire respirable, quizás alcanzaría para unas horas de vida;
sint ió desfilar t odas las est at uas que había vendido y que no había vendido a lo
largo de su exist encia. Un ángel de cem ent erio est aba cerca de él y le indicaba el
cam ino al cielo. Llevaba un nom bre grabado sobre la frent e. Tuvo m iedo: sacó el
pañuelo y borró largam ent e el nom bre en la obscuridad del arm ario donde se
acababan las últ im as got as de aire y de luz que t odavía le perm it ían vivir.

D ía de Sa n t o

Era el día de su sant o y era un día com o t odos los dem ás. Un vals brot aba
en ondas, de la casa de al lado; no era la radio, debía de ser alguien que
est udiaba piano siguiendo las not as sobre una m úsica salpicada de indecisiones.
Y era cada día ese m ism o vals nunca aprendido que se asom aba por las
persianas y se filt raba por las paredes de la casa vecina. Esa m úsica se ext endía
m uy lej os desde el día de su nacim ient o y se repet ía cada año en un día de sant o
huérfano de regalos. El m es pasado Fulgencia la había invit ado para su
cum pleaños; había regalos t an abundant es que hubieran podido llenar la vidriera
de una j uguet ería. Celinit a est aba con bot ines nuevos; ext rañaba sus pies
desnudos de t odos los días que corrían com o palom as sobre las baldosas
floreadas, dos palom as asust adas resbaladizas sobre el piso encerado de los
cuart os.
Había m uchas visit as, m uchas prim as, m uchas señoras sent adas en las
sillas viendo j ugar las chicas com o en un t eat ro, pero Fulgencia prefería j ugar
sola y sin j uguet es con Celinit a, porque ella sola llevaba en la frent e un nim bo
lacio de pobreza, porque sabía subirse sobre los árboles m ej or que nadie, y
32
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
porque vivía en una casa viej a y despint ada, con plant as verdes en el t echo. Las
personas grandes habían conspirado ese día para hacer llorar a las chicas si no
j ugaban con bast ant e ent usiasm o o si est aban avergonzadas.
Fulgencia hubiera im aginado una fiest a dist int a, j ugando com o con nieve
con el barro del Tigre, haciendo m oldes de pescados o de m agdalenas
polvoreadas con t ierra seca. Solam ent e en el Tigre podía realizarse ese sueño;
allí en esa quint a llam ada Las Glicinas Porque llovían cascadas de glicinas en los
em barcaderos. En esa quint a había nacido. La casa t enía cuart os de baño
decorados con paisaj es, enorm es bañaderas t apizadas de m adera, com o
confesionarios, donde se escondían de noche las arañas. Vent anit as con vidrios
irisados, donde el agua color elefant e del Tigre se t ornaba del color del m ar. Las
m areas aprisionaban frecuent em ent e la casa.

Esos días no llegaban ni m aest ras ni visit as, eran días seguros y largos,
llenos de figuras ilum inadas con lápices de colores. Los dragones azules, con las
bocas abiert as para j ugar al sapo, nadaban en el j ardín.
Habían ido j unt as una sola vez a Las Glicinas. Por culpa de las m areas
m uchas veces, de la dist ancia ot ras veces, se volvían t an t em ibles y apreciados
esos paseos al Tigre durant e los m eses de invierno.
Fulgencia era única hij a, por eso sus padres la m at aban de cuidados que
t ransform ados en penit encias involunt arias despert aban venganzas aviesas. Un
día se había escondido det rás de un bot e que navegaba la m ayor part e del
t iem po sobre el past o cont ra una plant a de bam bú. Llevaba en los bolsillos una
provisión de t errones de azúcar y gallet it as I ris. La m adre, la niñera y el
j ardinero la buscaban por el j ardín y por la casa. La m adre lloraba m irando las
aguas m arrones del Tigre: " ¡Dónde est á m i hij a! " " ¡Dónde est á m i hij a! " …
Escondida det rás del bot e, Fulgencia oía t odo. Su m adre se arrodillaba sobre el
past o llorando, veía m uert a a su hij a flot ando ent re las frut as de los canales, con
el pelo enredado de yuyos; la veía robada por un lanchero excursionist a de los
dom ingos; la veía secuest rada en un recreo bebiendo agua de los canales,
m uriéndose de t ifus sin la ayuda de los t erm óm et ros y de los m édicos.
Fulgencia apret aba los rem os del bot e, cóm plice de su risa que iba
dism inuyendo. Ya no se at revía a resucit ar ant e los oj os asom brados de su
m adre. La noche sobrevenía con cant o de lanchas sobre el agua, con cant o de
grillos y de rem os sobre el agua. Crecía un olor t rist e a barro m ezclado con
plant as húm edas y pescados: era el olor de la obscuridad, sonora de bagres,
quizás, o de sapos que florecen a la hora de los m osquit eros.
Ella sabía que su m adre a esa hora soñaba con un paseo rem ot o en
Venecia. Era la hora en que hablaba, con las visit as de San Giorgio, de la
Ca'D'oro, de Sant a María Dell'Ort o. Pero Venecia se hundía en la noche,
devorada por las aguas negras del Tigre. Fulgencia se creyó perdida y después
m uert a en sus lágrim as; hizo m ovim ient os ahogados ent re las ram as de bam bú
hast a que la descubrió el j ardinero.
Celinit a desde ese día había t rat ado en vano de reproducir la m ism a
escena en su casa. Nadie la buscaba. Adem ás la casa donde vivía era dem asiado
pequeña para perm it irle esconderse y t enía dem asiados herm anos para que se
dieran cuent a de que ella falt aba.
Pero est a vez cum plía siet e años, no se había querido esconder y sin
em bargo est aba perdida en su propia casa; nadie la veía, nadie la buscaba.
Fulgencia se había olvidado de m andarla llam ar para j ugar con ella. Era el día de
Sant a Cecilia, y Sant a Celina debía de ser una sant a anónim a que no figuraba en
los libros de m isa ni en el calendario. La m adre rem endaba un delant al a cuadros
cuando corriendo por los corredores le llegó el nom bre de su hij a desde el
zaguán. Suspiró de alivio; venían a buscarla para que j ugara con Fulgencia.
33
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Celinit a salió corriendo. La ot ra casa quedaba a m edia cuadra.
Lo prim ero que dij o cuando llegó fue: " Hoy es m i cum pleaños" , y
Fulgencia, subiendo los escalones que llevaban al cuart o de j uguet es, cont est ó:
" Baj em os al sót ano, no hay nadie. ¿Es t u cum pleaños o t u sant o? Si es t u sant o,
ent onces no vale" . Celinit a no sabía, y se resignó a perder su cum pleaños para
quedarse con la soledad del sant o.

Baj aron al sót ano; las vent anas daban sobre paisaj es m ist eriosos de
cables de ascensor, enrej ados, plum eros y bot ellas rot as, baúles llenos de
grandes polleras, de cort inas gigant es. Crecía una veget ación obscura y sin cielo
de candelabros viej os, alam bres t ej idos y bolsas de leña com o en los
invernáculos abandonados del Tigre. Ent re los pliegues de una cort ina
encont raron una m uñeca sin oj os, una m uñeca definit ivam ent e nueva a fuerza
de ser viej a, t iznada de golpes y dest eñiduras, que se llevaron repart iéndosela
en los brazos.
Al apagar la luz, el sót ano se cubrió de un firm am ent o de pizarrón negro.
Dos pupilas brillaban: las pupilas suelt as de la m uñeca ciega volaban en busca
de sus oj os. Fulgencia reconoció su m uñeca preferida, la que t enía el pelo
arrancado a fuerza de rulos y de lavados, la sonám bula de las noches que baj aba
en el ascensor hast a el sót ano y paseaba sus oj os por las vent anas vacías...

D ior a m a

Anudaba la últ im a vuelt a de su corbat a delant e del espej o, con la vent ana
abiert a. Las voces de los chicos subían de la calle sum ergidas dent ro del m ar de
una playa lej ana. Había m añanas en las cuales el m ar se esperaba en la vuelt a
de los cam inos det rás de las casas m odernas con olor a casilla de baño. El
ascensor baj aba m ás lent am ent e que de cost um bre y la puert a daba lugar a
quej as porque los port azos la incit aban a abrirse de nuevo.
En la puert a de la calle, esa gran chapa lo llenaba de asom bro; esa chapa
que llevaba un nom bre desconocido: Afranio Márm ol, Médico. No se
acost um braba t odavía a ver ese nom bre, así expuest o, com o un cart el insist ent e
de alquiler. Hast a hacía dos m eses había sido un m édico anónim o sin
consult orio; ahora su casa se había convert ido en una sala de espera con olor a
vendas, con est at uas de bronce, m illares de revist as viej as, alm ohadones
bordados con past ores y m ariposas sobre un fondo negro at ravesado de hilos de
oro, floreros con penachos de flores m onst ruosas. Había soñado con un
consult orio m oderno y claro, pero la fat alidad había int ervenido; t odo lo que
sobraba en casa de su m adre habían ido m andándoselo com o a un caj ón de
basura. Así habían ido apilándose los m uebles inservibles y viej os en las salas
donde esperaban los enferm os envuelt os en t inieblas de im paciencia, elaborando
enferm edades. Esa sala de espera lo hubiera asust ado de chico com o las salas de
los dent ist as. Los m édicos lo habían perseguido durant e su infancia, los m édicos
arm ados de t erm óm et ros, los m édicos que t osen cuando firm an las recet as, los
m édicos que golpean los dedos com o t am bores sobre las barrigas. Ahora eran los
enferm os quienes lo perseguían; las hoj as de los árboles m ovidas por el vient o
eran m anos de pacient es at ravesadas de venas; las m uj eres que se cruzaban
con él por la calle eran figuras descarnadas y lum inosas, en donde había
est udiado anat om ía; m apas at ravesados de pulm ones azules y venas
ram ificadas, cent ros nerviosos roj os, recorridos de relám pagos delgados.

La m añana est aba t ranslúcida com o en el borde del m ar; brot aba de las
plazas olor a past o recién cort ado, pero no respiraba sino el aire con olor a

34
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
cloroform o de los hospit ales y de la m orgue det rás de vidrios violet as y de
frascos roj os, ent re sonoridades de t apones y t enazas.
A veces evocaba el cam po sem brado de anchos pot reros de alfalfa: era en
la est ancia de unos parient es de su m adre, donde había ido a descansar hacía
diez años. A lo largo de su vida había cruzado por t úneles obscuros de t rist eza,
con ideas fugit ivas de suicidio que habían desem bocado en ese cam po con
pot reros de alfalfa. Recordaba m añanas felices com o ninguna, sin ot ro m ot ivo de
ser feliz que la t ransparencia del cielo. Recordó durant e m ucho t iem po su
soledad de ent onces com o una novia de quien se evoca el recuerdo, en el disco
de un fonógrafo o en un perfum e. Una novia con olor a past o recién cort ado,
cubiert a de horizont e y de cant os.
Se creyó curado, allí en esa est ancia, gracias al zum bido de las abej as y
de los insect os que t ej ían sobre la copa m ás alt a de los árboles, enrej ados azules
y sedant es, j unt o con las palom as t orcazas. Pero en cuant o volvió a la ciudad las
ideas suicidas se inst alaron de nuevo en su cuerpo. Fue ent onces cuando se
dedicó a la m edicina y fueron los enferm os los que lo salvaron.

Volvía de las consult as de los hospit ales com o de un baño de sol.


Había cam inado t res cuadras, llam ó un t axím et ro. Pensaba que su m uj er
le recom endaba cam inar. Ese " No haces ej ercicio" , " No haces ej ercicio" con el
cual lo despedía t odas las m añanas, le había quedado en el oído com o el
fast idioso vuelo de una m osca que lo cansaba de ant em ano. Subió al t axím et ro,
t enía que est ar a las doce en casa del pacient e de la calle Tacuarí. Lo habían
llam ado por t eléfono hacía cinco días, le habían pedido que fuese a casa del
enferm o; un golpe en la rodilla le im pedía m overse. Ese hom bre lo había cit ado a
las seis de la t arde hacía cinco días.
Cuando llegó a la casa el port ero lo hizo pasar al vest íbulo y le dij o
cerem oniosam ent e: " El señor no puede at enderlo, est á con una señora y
t enem os orden de no int errum pirlo" . Tuvo que insist ir y hast a que ext raj o su
t arj et a com o un revólver el port ero se m ant uvo inconm ovible. De uno de los
cuart os llegaba la voz alt ísim a de un hom bre, pero la ot ra voz quizás hablaba en
secret o porque no se oía. El port ero golpeó la puert a ladeando la cabeza at ent a a
escuchar. Las palabras se dispersaron.
La puert a se abrió, volvió a cerrarse, después de un inst ant e volvió a
abrirse para dej arlo pasar delant e del brazo est irado del m ucam o.

El dorm it orio no t enía facciones, parecía un dorm it orio de vidriera. El


dueño de casa, delgado, alt o, de oj os hundidos, le t endió la m ano. Se quej aba de
un dolor en el cost ado izquierdo. Se est iró sobre la cam a, en m angas de cam isa
rayada y los dedos de Afranio Márm ol em pezaron a t ocar el t am bor sobre la
barriga, el est óm ago y la espalda de aquel hom bre pálido. Todavía no podía dar
su diagnóst ico; el hígado est aba inflam ado, pero no era para alarm arse.
Ent onces, desviándose de las enferm edades cayeron en las confidencias. Esa
m uj er que est aba poco ant es en el cuart o era su querida –lo venía a visit ar t odas
las t ardes desde hacía m ucho t iem po–, no podía vivir con ella por razones
sociales, pero venía a verlo t odos los días, lo cuidaba m at ernalm ent e, le ponía
cat aplasm as; en ese m om ent o seguram ent e los est aba espiando por la puert a de
vidrio; levant aba despacit o la cort ina: " Doct or, m ire, dése vuelt a" . Afranio
Márm ol se daba vuelt a y no veía nada. " Es ella que ha arreglado las flores en ese
florero" , decía el hom bre pálido levant ándose de la cam a y poniéndose el saco. Y
así t erm inó la consult a aquel día.
El t axi llegaba a la calle Tacuarí, y el port ero de t res días ant es sonreía en
la puert a un aire cóm plice de visit as clandest inas. Esa vez lo hicieron pasar en
seguida. Las persianas cerradas pesaban en t orno de ese cuart o ilum inado con
35
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
luz eléct rica a las doce del día; no parecía el m ism o cuart o de la vez ant erior; el
papel floreado que cubría las paredes se había oscurecido de m anchas, los
m uebles de vidriera no est aban t an flam ant es. Un olor fuert ísim o a encerrado y a
m anchas de hum edad le hacían insensiblem ent e m irar el t echo en busca de
got eras. El pacient e est aba en segundo plano, había que sanar prim ero el cuart o
para después cuidarlo a él: " Señor, ¿por qué no abre las vent anas?" se sint ió
fast idioso com o cuando a él le decían: " Tenés que hacer ej ercicio" . El enferm o le
cont est ó: " Doct or, es que le m olest a el sol" . " ¿A quién le m olest a el sol?" " A
ella."
El hígado est aba descongest ionado, pero los dolores seguían; se habló de
radiografías, de aplicaciones eléct ricas, para luego caer en las inevit ables
confidencias. Se t rat aba de una m uj er casada. Los dom ingos y los sábados eran
días dedicados a pasear con el m arido, eran días m ort ales. Pero hoy, ¿qué día
era? " No sé en qué día vivo" , dij o Afranio Márm ol. El enferm o frunció las cej as:
eran m alos precedent es para un m édico. Pero la m uj er cant aba
m aravillosam ent e: " ¿No la oye, doct or? ¿No encuent ra que t iene una voz
privilegiada?" El silencio dobladillaba la casa, no pasaban coches por la calle. " No
oigo nada" , dij o Afranio Márm ol. " Ha est udiado en un conservat orio y ahora
cant a en las iglesias de cam po, los dom ingos. Escuche las not as alt as." El silencio
hacía cruj ir los m uebles. Pasaron al escrit orio, y est a vez el m édico, recobrando
su t os de m édico, sent ado frent e a una m esa levant ó la cabeza del águila del
t int ero, t om ó la plum a y escribió lent am ent e la recet a. En ese m om ent o el dueño
de casa dio un grit o: " Venga, doct or, m i m uj er no se sient e bien" , y corriendo lo
hizo ent rar a ot ro cuart o t apizado de roj o. La cam a era grande y labrada con una
espesa colcha verde. El hom bre se arrodilló m irando ávidam ent e la alm ohada
vacía, y después incorporándose le dij o: " Doct or, est o no será nada, ¿verdad?
Hágam e el favor de auscult arla" . Afranio Márm ol pasó las m anos sobre la cam a y
cont est ó: " No, no es nada, no se aflij a, no es nada" . I nclinó la cabeza sobre la
alm ohada buscando el corazón de la m uj er hast a que el hom bre se quedara
t ranquilo.

El Pa be llón de los La gos

Debía de ser en el principio del verano, cuando los paseos se hacían m ás


densos y m ás largos. Aquel día t enía una am iga nueva de la m ism a edad que
ella; se habían hecho am igas a t ravés de las risas que aum ent aban en
circunferencias cada vez m ayores, com o sobre el agua las cincunferencias
provocadas por las piedrit as que t iraban en el lago de Palerm o. Cat alinit a t enía
una niñera buenísim a porque le gust aba conversar con las ot ras niñeras; las
desobediencias pasaban sin not arse a t ravés de largas conversaciones que le
hacían m over los oj os de derecha a izquierda vert iginosam ent e y que no le
dej aban ver nada, salvo el placer de sus conversaciones; saboreaba sus palabras
con un ruidit o de lengua cont ra el paladar. Cuando concluía de conversar parecía
que acababa de com er algún plat o delicioso. Cat alinit a insensiblem ent e buscaba
el paquet e de caram elos que seguram ent e llevaba el bolsillo de su niñera.
Cat alinit a j ugaba frent e al Pabellón de los Lagos. Era un pabellón
m ilagroso adonde la llevaban cuando se había port ado excepcionalm ent e bien, y
ent raba siem pre com o a una iglesia, con ganas de persignarse. Dent ro de una
caj a de vidrio había una equilibrist a rubia que bailaba sobre una cuerda floj a.
Bast aba poner diez cent avos y la m úsica era t an irresist ible que la m uñeca
em pezaba a bailar; est aba vest ida con un vest ido de t ul blanco salpicado de
espej it os que t em blaban en cada uno de sus m ovim ient os. Había t am bién una
gallina de oro que por veint e cent avos ponía huevos floreados llenos de confit es
que nunca se com ían.
36
Silvana Ocampo Cuentos Completos I

Cuando Teresa, la nueva am iga, conoció por prim era vez el Pabellón de los
Lagos Cat alinit a t am bién lo conoció, doblem ent e, por prim era vez; sus oj os se
llenaron del asom bro de Teresa delant e de la equilibrist a que bailaba m ej or que
nunca. Tres veces la hicieron bailar, hast a que se acabaron las m onedas de diez
cent avos; quedaba una de veint e para la gallina de oro. Cat alinit a adoraba t ant o
los zapat it os y el pelo suelt o y lacio de Teresa, que le regaló el huevo divino,
sint iendo crecer en ella la cara de una sant a.
Y ese día salieron del Pabellón de los Lagos con las dos cabezas vuelt as
hacia at rás, m irando en el fondo de los vidrios a la equilibrist a desaparecida para
siem pre.
El lago era encant ado en la época en que exist ía el Pabellón de los Lagos,
t an encant ado que en las orillas del agua debaj o de una palm era encont raron un
caracol o una piedra preciosa. Cat alinit a dio un grit o y las dos se sent aron en el
suelo con los oj os en la m aravilla del descubrim ient o; se habían olvidado de la
inalcanzable felicidad de los paseos en bot e. El agua que llenaba el lago venía
ent onces de un m ar lej ano y desconocido, com o el que hay en las playas de
Biarrit z; de t ant o cam inar, el agua se había em barrado los pies, pero no se había
olvidado de t raer piedras preciosas o caracoles verdes del color del m ar.
Cat alinit a apret ó la piedra verde ent re sus m anos y se cort ó la palm a de la m ano
con el vidrio; got it as de sangre redondit as com o vaquit as de San José brot aban y
se aplast aban cont ra el vest ido blanco alm idonado. Puso el caracol cont ra su
orej a y oyó cant ar el m ar.

El m a r

Era en un barrio de pescadores cerca del puert o; el caserío de lat as grises


brillaba en la t arde, cuando una m uj er con la m ano puest a com o una visera
sobre sus oj os resguardándolos del sol, m iraba lej os sobre la ext ensión vacía de
la playa. La playa en aquel lugar se asem ej aba al m ar; era undosa y reflej aba
con t rasparencias de agua los cam bios del cielo. Los t am ariscos se encam inaban
perpet uam ent e hacia el m ar com o lent as procesiones de bichos quem adores
verdes.
La m uj er m ordía sus labios paspados. La playa, hast a donde llegaban sus
oj os, est aba desiert a. El cencerro de las vacas lecheras cruzaba el cam ino; era la
vaca blanca la que llevaba el cencerro. La m uj er dej ó de m order sus labios; en el
horizont e aparecieron dos dim inut os punt os negros que aum ent aban despacit o;
dos hom bres venían cam inando.
La m uj er sabía quiénes eran esos hom bres, sabía cóm o est aban vest idos,
sabía de m em oria cuál era el bot ón descosido de la cam isa de su herm ano y el
rem iendo del pant alón de su m arido; los veía venir desde m uy lej os, el color de
las bufandas flam eaba det rás de ellos com o banderit as en el vient o.
Después de inclinar la cabeza a un lado y a ot ro, dos o t res veces, com o si
ese m ovim ient o at est iguara el regreso de los dos hom bres, ent ró en la casa. Esa
casa se diferenciaba de las ot ras porque t enía un j ardincit o m uy pequeño, con
cant eros de flores rodeados de piedras y caracoles y un colum pio colgado ent re
dos post es gruesos de m adera.
Todos los chicos de las casas vecinas se colum piaban en ese j ardín y por
eso la llam aban " La Casa de las Ham acas" .
La cocina est aba llena de hum o, las paredes chorreaban negrura de
carbón, pero t odo est aba en perfect o orden com o en un cuart o recién
blanqueado, m ient ras la m uj er cocinaba.
Por el cam ino de t ierra venían acercándose los dos hom bres; el m ás alt o
era de t ez m ás obscura, con los oj os asim ét ricos, el ot ro t enía los oj os grises
37
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
m uy hundidos; a uno lo había obscurecido el sol, al ot ro lo había ilum inado com o
a un cam po de t rigo.
La puert a perm anecía ent reabiert a; ent raron derecho a la cocina; la m esa
est aba puest a. Después de quit arse los abrigos se sent aron frent e a la m esa; la
m uj er iba y venía, ret iraba la olla del fuego, buscaba sal en los est ant es, hast a
que t odo est uvo list o y t raj o la fuent e, la deposit ó sobre la m esa y se sent ó ent re
los dos hom bres. No hablaban, se oía solam ent e el ruido de los cubiert os cont ra
los plat os, ruido de m andíbulas y dient es en el silencio.
Después de un rat o el hom bre obscuro habló: hablaba de las lanchas
pescadoras; nom bres de pescados plat eados relum braban sobre la m esa. La
m uj er prot est ó: no t raían nunca nada, ninguna brót ola, ninguna corvina negra,
t odo lo vendían, y los pescados que sobraban los t iraban siem pre al m ar. El
hom bre rubio se reía: el pescado era com ida para gat os; en cuant o a él, prefería
m orirse de ham bre ant es de probar un calam ar o un langost ín. El ot ro hom bre
escupió cont ra el suelo: a él le era lo m ism o con t al de com er algo, lo m ism o la
perdiz que el pej errey, la carne de vaca o el caballo. Sobrevino el silencio,
abrieron la puert a y vieron que era una noche sin luna.
Después de lavar los plat os, la m uj er cansada se desvest ía sent ada sobre
la cam a, los hom bres la m iraban sin verla por la abert ura de la puert a. Ella oía
ent re sueños las voces de los hom bres que la llevaban por un cam ino larguísim o,
al final del que se quedaba dorm ida, m eciendo la cuna del hij o.
Los dos hom bres seguían sent ados en la cocina. Fue recién a la una de la
noche cuando salieron de la casa; llevaban un revólver, un farol, y un m anoj o de
llaves. Elegían un m es ant es la casa adonde ent raban a robar. Rondaban varios
días por los barrios, viendo a qué horas apagaban las luces, cóm o eran las
cerraduras, t rat aban de am igarse con los perros, y pedían algunas veces perm iso
al j ardinero para beber agua en las canillas. Y después, sigilosam ent e elegían la
noche m ás obscura.

Los dos hom bres se pusieron los abrigos; esa noche se int ernaban por los
cam inos de las lom as que se alej aban del m ar. Había que cam inar m ás de
cincuent a cuadras; las casas est aban sin luz; no había ningún vient o; los
hom bres cam inaban despacio. Cam inaban ent re m at orrales cort ando cam ino;
t ardaron m ás de una hora en llegar, la m aleza subía en grandes olas y se rom pía
a la alt ura de las rodillas; de vez en cuando encendían el farol. Cuando
est uvieron a unos veint e m et ros, el perro em pezó a ladrar; salt aron por encim a
de la rej a; el perro seguía ladrando; se acercaron hast a que los reconoció y se
quedó quiet o, acurrucado, desperezándose y m oviendo la cola. Era una casa
grande. Revisaron las persianas que daban sobre el corredor: est aban t odas
cerradas. En las part es lat erales no había corredores; los dos hom bres iban
deslizándose pegados cont ra el m uro y vieron que una de las persianas est aba
abiert a, una pequeña luz brillaba a t ravés de la cort ina, la vent ana est aba
t am bién abiert a de par en par. Se t reparon despacio sobre un t anque de agua
llovida por donde pudieron asom arse al cuart o. La luz est aba encendida. Frent e a
un espej o una m uj er se probaba un t raj e de baño, se acercaba, se ret iraba y se
acercaba de nuevo al espej o com o si ej ecut ara un baile m ist erioso. Se m iraba de
frent e y de perfil. Uno de los dos hom bres cerró los oj os.
La m uj er se quit ó el t raj e, t om ó el cam isón que est aba est irado sobre la
cam a y se lo puso, después dobló el t raj e de baño y lo dej ó sobre la silla cont ra
la vent ana. Los dos hom bres cont enían sus respiraciones, no se m ovieron
durant e quizás m edia hora, hast a que la m uj er se durm ió.
Ent onces uno de los hom bres, agrandando el silencio, ext endió el brazo y
robó el t raj e de baño y una caj a de cart ón que est aba sobre la silla. Salieron
corriendo; habían oído golpear una puert a. Cam inaron largam ent e en las lom as,
38
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
volvían desandando cam inos defraudados por aquel robo en que no había
int ervenido la ganzúa ni el farol, en que no habían penet rado en el com edor
eligiendo la plat ería, con el revólver apunt ando a las puert as. Los dos sent ían el
perfum e que em anaba del t raj e de baño, iban arrancando las hoj as de los cercos
hast a que llegaron a la casa.
Ent raron golpeando las puert as y vieron de pront o, por prim era vez, a la
m uj er durm iendo en el cuart o vecino; un hom bro desnudo se asom aba por
encim a de la sábana.
Se durm ieron con el cant o de los páj aros.

Al día siguient e, cuando volvió la m uj er del t am bo, le m ost raron el t raj e de


baño y el vest ido celest e que habían encont rado en la caj a de cart ón. La m uj er
levant ó los brazos: ¡para eso habían salido a la una de la noche y no la habían
dej ado dorm ir t ranquila! Exam inó el género del vest ido sacudiendo la cabeza: no
alcanzaba ni para hacerle una bom bacha al hij o; t odavía el t raj e de baño era un
poco m ás abrigado. Los hom bres le cont est aron que t enía que ponerse el t raj e,
ya que se lo habían t raído; la llevarían hast a la playa a bañarse; ellos se
bañaban siem pre los días de m ucho calor. ¿Por qué no se bañaba ella t am bién?
La m uj er sacudió de nuevo la cabeza: el m ar no había sido nunca un placer sino
m ás bien un aparat o de t ort ura incansable. La vecina le aconsej aba bañarse;
cuando t enía libres las m añanas iba a la playa vest ida con un t raj e de seda, viej o
y negro; se bañaba en la orilla y volvía cubiert a de caracoles chiquit os, piedrit as
y algas enredadas ent re los dedos de los pies. Decía que era bueno para los
huesos.
Los hom bres insist ieron hast a que la m uj er accedió creyendo que se
habían vuelt o locos. Salió vest ida com o est aba con un pañuelo sobre la cabeza;
los hom bres iban de cada lado, cam inando apuradam ent e.
La m añana est aba m uy quiet a, era dom ingo. Llegaron a la playa, la m uj er
t ras una larga consideración se desvist ió j unt o al bot e. A esos hom bres que
nunca la llevaban con ellos, que nunca se ocupaban de ella sino para pedirle
com ida o alguna ot ra cosa, ¿qué era lo que les pasaba?
La m uj er se olvidó de la vergüenza del t raj e de baño y el m iedo de las
olas: una irresist ible alegría la llevaba hacia al m ar. Se hum edeció prim ero los
pies despacit o, los hom bres le t endieron la m ano para que no se cayera. A esa
m uj er t an fuert e le crecían piernas de algodón en el agua; la m iraron
asom brados. Esa m uj er que nunca se había puest o un t raj e de baño se
asem ej aba bast ant e a la bañist a del espej o. Sint ió el m ar por prim era vez sobre
sus pechos, salt aba sobre esa agua que de lej os la había at orm ent ado con sus
olas grandes, con sus olas chicas, con su m ar de fondo, salt ando las escolleras,
haciendo naufragar barcos; sent ía que ya nunca t endría m iedo, ya que no le
t enía m iedo al m ar.
Cuando regresaron, el llant o del chico los esperaba desde lej os; la m uj er
lo acunó en sus brazos. Los hom bres no se m ovieron de la casa ese día.
Discusiones oblicuas se est ablecían ent re ellos; un odio obscuro em pezó a
envolverlos; subía, subía com o la m area alt a. Vivieron en una m adej a int rincada
de adem anes, palabras, silencios desconocidos.

Mucho t iem po después se creyó que el dem onio se había apoderado de La


Casa de las Ham acas. Las ham acas se colum piaban solas. Una noche los vecinos
oyeron grit os y golpes y luego, después de un silencio bast ant e largo, creyeron
ver la som bra de una m uj er que corría con un niño en los brazos y un at ado de
ropa. No se supo nada m ás. Al día siguient e, com o de cost um bre, al alba salieron
los dos hom bres con la red de pescar. Cam inaron uno det rás del ot ro, uno det rás
del ot ro, sin hablarse.
39
Silvana Ocampo Cuentos Completos I

Via j e olvida do

Quería acordarse del día en que había nacido y fruncía t ant o las cej as que
a cada inst ant e las personas grandes la int errum pían para que desarrugara la
frent e. Por eso no podía nunca llegar hast a el recuerdo de su nacim ient o.
Los chicos ant es de nacer est aban alm acenados en una gran t ienda en
París, las m adres los encargaban, y a veces iban ellas m ism as a com prarlos.
Hubiera deseado ver desenvolver el paquet e, y abrir la caj a donde venían
envuelt os los bebés, pero nunca la habían llam ado a t iem po en las casas de los
recién nacidos. Llegaban t odos achicharrados del viaj e, no podían respirar bien
dent ro de la caj a, y por eso est aban t an colorados y lloraban incesant em ent e,
enrulando los dedos de los pies.
Pero ella había nacido una m añana en Palerm o haciendo nidos para los
páj aros. No recordaba haber salido de su casa aquel día, t enía la sensación de
haber hecho un viaj e sin aut om óvil ni coche, un viaj e lleno de som bras
m ist eriosas y de haberse despert ado en un cam ino de árboles con olor a
casuarinas donde se encont ró de repent e haciendo nidos para los páj aros. Los
oj os de Micaela, su niñera, la seguían com o dos guardianes. La const rucción de
los nidos no era fácil; eran de varios cuart os: t enía que haber dorm it orio y
cocina.
Al día siguient e, cuando volvió a Palerm o, buscaba los nidos en el cam ino
de casuarinas. No quedaba ninguno. Est aba a punt o de llorar cuando la niñera le
dij o: " Los paj arit os se han llevado los nidos sobre los árboles, por eso est án t an
cont ent os est a m añana" . Pero su herm ana, que t enía cruelm ent e t res años m ás
que ella, se rió, le señaló con su guant e de hilo el j ardinero de Palerm o que t enía
un oj o t uert o y que barría la calle con una escoba de ram as grises. Junt o con las
hoj as m uert as barría el últ im o nido. Y ella, en ese m om ent o sint ió ganas de
lanzar, com o si oyera el ruido de las ham acas del j ardín de su casa.
Y después, el t iem po había pasado desde aquel día alej ándola
desesperadam ent e de su nacim ient o. Cada recuerdo era ot ra chiquit a dist int a,
pero que llevaba su m ism o rost ro. Cada año que cum plía est iraba la ronda de
chicas que no se alcanzaban las m anos alrededor de ella.
Hast a que un día j ugando en el cuart o de est udio, la hij a del chauffeur
francés le dij o con palabras at roces, llenas de sangre: " Los chicos que nacen no
vienen de París" y m irando a t odos lados para ver si las puert as escuchaban dij o
despacit o, m ás fuert e que si hubiera sido fuert e: " Los chicos est án dent ro de las
barrigas de las m adres y cuando nacen salen del om bligo" , y no sé qué ot ras
palabras oscuras com o pecados habían brot ado de la boca de Germ aine, que ni
siquiera palideció al decirlas.
Ent onces em pezaron a nacer chicos por t odas part es. Nunca habían nacido
t ant os chicos en la fam ilia. Las m uj eres llevaban enorm es globos en las barrigas
y cada vez que las personas grandes hablaban de algún bebit o recién nacido, un
fuego int enso se le derram aba por t oda la cara, y le hacía agachar la cabeza
buscando algo en el suelo, un anillo, un pañuelo que no se había caído. Y t odos
los oj os se t ornaban hacia ella com o faroles ilum inando su vergüenza.
Una m añana, recién salida del baño, m irando la flor del desagüe m ient ras
la niñera la secaba envolviéndola en la t oalla, le confió a Micaela su horrible
secret o, riéndose. La niñera se enoj ó m ucho y volvió a asegurarle que los bebes
venían de París. Sint ió un pequeño alivio.
Pero cuando la noche llegaba, una angust ia m ezclada con los ruidos de la
calle subía por t odo su cuerpo. No podía dorm irse de noche aunque su m adre la
besara m uchas veces ant es de irse al t eat ro. Los besos se habían desvirt uado.

40
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Y fue después de m uchos días y de m uchas horas largas y negras en el
reloj enorm e de la cocina, en los corredores desiert os de la casa, det rás de las
puert as llenas de personas grandes secret eándose, cuando su m adre la sent ó
sobre sus faldas en su cuart o de vest ir y le dij o que los chicos no venían de París.
Le habló de flores, le habló de páj aros; y t odo eso se m ezclaba a los secret os
horribles de Germ aine. Pero ella sost uvo desesperadam ent e que los chicos
venían de París.
Un m om ent o después, cuando su m adre dij o que iba a abrir la vent ana y
la abrió, el rost ro de su m adre había cam biado t ot alm ent e debaj o del som brero
con plum as: era una señora que est aba de visit a en su casa. La vent ana quedaba
m ás cerrada que ant es, y cuando dij o su m adre que el sol est aba lindísim o, vio el
cielo negro de la noche donde no cant aba un solo páj aro.

La fa m ilia Lin io M ila gr o

La noche ponía un papel m uy azul de calcar sobre las vent anas, cuando la
fam ilia Linio Milagro se reunía alrededor de la est ufa de kerosene en aquel cuart o
del piso alt o. Es ciert o que el hall era frío, con guirnaldas de luces sost enidas por
una est at ua de m árm ol; la sala t am bién fría, inexplorada, llena de reverencias de
alm ohadones redondos. El ascensor era el lent o refugio, de olor a com ida,
rodeado de escaleras de m adera obscura por donde subían pasos invisibles. Esas
regiones frías de los cuart os del piso baj o est aban vedadas y se ilum inaban
solam ent e en días de fiest as, de cum pleaños o de casam ient os im probables.
Reunirse alrededor de una est ufa de kerosene era t an indispensable para la
fam ilia Linio Milagro com o el alm uerzo de m ediodía.
Las seis herm anas llevaban t ricot as verdes de diferent es t onos, verde
veronés, verde esm eralda, verde nilo, verde aceit una, verde alm endra y verde
m irt o; las seis recogían alabanzas por haber t ej ido las t ricot as ellas m ism as, las
seis llevaban el m ism o peinado, las seis hablaban al m ism o t iem po de la últ im a
adquisición de un som brero adornado con cint as pespunt eadas de vidrio, hast a
que se fueron levant ando de las sillas y dej aron el cuart o vacío frent e al ret rat o
de un ant epasado vest ido de cazador con un fusil en la m ano y con un perro
sent ado a los pies.
La com pra de un t erreno alt eraba de vez en cuando la t ranquilidad de esa
fam ilia que no paseaba m ás que en paisaj es de film s, coloreados, et ernam ent e
t rist es: colores azules y verdes se est iraban sobre cielos de cam panarios
am arillos de un sol ponient e em balsam ado.
Aurelia no había t ej ido ninguna t ricot a; era ella la herm ana que provocaba
secret os, grit os cont enidos dent ro de los cuart os cerrados, discusiones t erribles a
la hora de las com idas, siest as larguísim as en invierno; era ella la causant e de
los sueños at rasados. ¿Desde cuándo? Desde que em pezaba el recuerdo de esas
seis herm anas. Aurelia envuelt a en gasas de aut om ovilist a ant igua baj aba las
escaleras a las cuat ro de la m añana, encendía t odas las luces de la sala y t ocaba
el piano perpendicular, con los pedales incesant es arrast rando las not as.
Espaciosos m ist erios cubrían esa m úsica noct urna que se despert aba en el sueño
de Aurelia y en los desvelos de sus herm anas. Un día, después de un largo
conciliábulo de fam ilia donde crecieron herm anas víct im as de furiosos insom nios,
resolvieron cerrar el piano con llave. Esa noche, a las cuat ro de la m añana
oyeron golpes de m uebles y vidrios rot os. Cuando llegaron a la sala, Aurelia
est aba t endida en el suelo con las m anos ensangrent adas de espej os rot os, los
oj os cerrados. Cinco herm anas at errorizadas abrieron el piano y perdieron
expresam ent e la llave debaj o de un m ueble. De est o hacía ocho años silenciosos
sin prot est as por la cuest ión del piano.

41
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Concluida la hora de la com ida subían las voces con sonoridad cot idiana de
m erengue.

Todas se acost aron t em prano esa noche.


Las horas m ás dist ant es est aban cerca en los sueños y cam inaban
abrazadas. Ant es de cerrar los oj os sint ieron que Aurelia ya est aba en el piano.
Pero no. La noche era m uda. Un ext raño olor a papeles quem ados se int roducía
en los cuart os ribet eando de fuego el silencio. La casa se envolvía en hum o
negro.
La fam ilia ent era salt ó de las cam as y se precipit ó a ext raer abrigos,
calzones y zapat os de los arm arios. Eran las cuat ro de la m añana, Aurelia se
adelant aba hacia al piano; t uvieron que arrast rarla hast a la puert a de calle. Las
llam as crecían, los vecinos llam aron a los bom beros. Todo el m undo se asom aba
por las vent anas para ver el incendio, pero los oj os de Aurelia nadaban
rem ont ando corrient es rem ot as de m úsica.
La fam ilia Linio Milagro, acurrucada en un rincón de la calle m iraba el
espant o de las llam as. Nadie se dio cuent a de que Aurelia falt aba. Las llam as
subían con int ención de lam er el cielo, las paredes se derrum baban, y de pront o
se oyó el piano, la m úsica de siem pre, im pert urbable en la noche. " ¡Aurelia! " ,
" ¡Aurelia! "
La casa est aba asegurada, la casa era viej a, nadie la había querido
alquilar: una t ím ida esperanza de un incendio provechoso surgía en las cabezas.
" ¡Aurelia! " , " ¡Aurelia! " Aurelia no est aba en ninguna part e, sólo el piano se oía,
apagándose con el fuego crecient e.
Aurelia no se salvó del incendio. Envuelt a en sus gasas de aut om ovilist a
ant igua, m urió com o Juana de Arco, oyendo voces. La fam ilia Linio Milagro,
perseguida por el piano de las cuat ro de la m añana, se m udó infinit as veces de
casa.

Los Pie s D e sn u dos

Esas peleas servidas com o fiam bres del día ant erior son las peores, nos
at an a un m alest ar hecho de nudos dobles, im posibles de deshacer, t ienen la
consist encia pegaj osa de las cat aplasm as, pensaba Crist ián Navedo, m ient ras
agravaba el desorden de su escrit orio apilando libros y papeles nuevos, cuya
presencia agrandaba las cordilleras que crecían sin cesar sobre la m esa. Tenía el
t em or const ant e de m orir asfixiado debaj o de los papeles perdidos para siem pre
en el desorden, papeles que se buscan y no se encuent ran nunca, porque nadan
en una zona indefinida de ot ros papeles det rás de los est ant es, enredados para
siem pre en la obscuridad de los rincones em polvados de t ierra. Y sin em bargo, le
habían enseñado de chico a ser ordenado, a doblar la ropa sobre una silla al
acost arse, a guardar los cuadernos y los lápices en el caj ón del pupit re, y m ás de
una vez lo habían dej ado sin post re. Pero t odo eso no había hecho sino agravar
su desorden, t odo eso no había servido m ás que para enseñarle a ordenar su
desorden, fervorosam ent e.
Crist ián guardaba t odo, hast a algunos de los cuadernos de su infancia, y
sin em bargo vivía en una perpet ua angust ia de haber perdido t odo. Det rás de
ese regim ient o indisciplinado de cosas había t oda una vida frondosa que se
ext endía en profundidades insondables; guardaba t odo, hast a las peleas
abort adas el día ant erior; pero eran lo único que volvía a encont rar; no se le
perdían nunca: las peleas, siem pre las peleas con Alcira ( las t enía t odas
regist radas, com o en un libro de cuent as) .
Se conocían desde hacía poco t iem po, pero ese t iem po parecía haber
nacido j unt o con ellos, t an herm anos se sent ían. Y de pront o, com o asesinos
42
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
lent os que ent ran de noche a una casa, las peleas se habían int roducido dent ro
de los días, t raicioneram ent e. A m edida que iba creciendo en ellos el am or,
crecía la desconfianza y esa desconsideración prolij a que t rae consigo el am or:
com o los pliegues de un t raj e m al planchado que no se borran con nada, se
int ercalaban los pliegues del m al m odo de los grit os y del silencio; t odo equivalía
a un I nsult o. Así se había inst alado ent re ellos un m ut uo desacuerdo que
dism inuía en form a de resent im ient o m udo a la espera de ot ra rabia.
Crist ián ext rañaba secret am ent e sus am ores confiados, dist ant es y
dist int os. Era t an fácil confiar en lo que no le im port aba dem asiado. Esos am ores
de confit erías, de esquinas de alm acenes, de playas, que no le robaban nada, ni
sus paseos por las m añanas al sol, ni sus horas vacías, ni la soledad que lo
llevaba a t ient as al lado de los dem ás seres, ni las visit as a casa de sus prim as,
ni la generosidad divina del t iem po, ni su desgracia de est ar siem pre solo.
Se acordaba de Et hel Buyingt on y de la relación inconsist ent e que los
había unido durant e un m es. Qué sensación de irrealidad le había dado esa
inglesa t ransparent e que le confió su vida la prim era t arde sent ados en el banco
de una plaza. Le había cont ado su infancia en un colegio de Londres. En casa de
sus padres no vivía m ás que cuat ro o cinco m eses, durant e las vacaciones. Había
escrit o una novela a los cat orce años y debaj o de su cam a t enía una caj a que
cont enía t odos sus t esoros: una m uñeca, un m useo que consist ía en una caj it a
con m uchas divisiones donde coleccionaba t oda clase de curiosidades: una
m ariposa, las punt adas de una operación de apendicit is, una piedra anaranj ada,
un caracol, un dient e de leche, los oj os de una m uñeca, y después la novela y
después dieciocho poem as dedicados a su m uñeca.
Et hel t erm inó los est udios m ás ignorant e que ant es y se fue a viaj ar por
las cost as de África con una fam ilia francesa. Durant e su ausencia se le m urió la
m adre; las herm anas vendieron los m uebles y la casa donde habían vivido.
Recibió la not icia un m es después; sus t esoros se perdieron en la m udanza.
Cuando volvió a I nglat erra no encont ró en ninguna part e su cuart it o cubiert o de
vuelos de páj aros y de flores; habían vendido hast a las cret onas. No encont ró en
ninguna part e el m useo de caj as debaj o de la cam a. Ya no t enía cat orce años ni
en sus ret rat os de ant es, ya no podía escribir ni sent ir com o ent onces. Se hizo
bailarina y bailaba con los pies desnudos para no t ener que depender de los
zapat os de baile que se pierden en los viaj es debaj o de las cam as de los hot eles.
Et hel t enía razón.
Pero él, Crist ián ¡necesit aba t al equipaj e! ¡Tal regim ient o de libros, de
cuadernos y papeles para hacer cualquier cosa, t al regim ient o de zapat os para
usar al fin y al cabo siem pre los m ism os y no bailar con ellos!
¡Oh! , la felicidad de los bailarines cont orsionist as y pruebist as que no
necesit an llevar sino su cuerpo! Pero Alcira, pensaba Crist ián...

La ca sa de los t r a n vía s

El m ayoral del t ranvía núm ero 15, com o un dueño de calesit as est aba
recost ado sobre el parapet o esperando que se llenara de gent e su t ranvía para
salir. La casa donde duerm en los t ranvías es obscura y m ist eriosa para quienes
la conocen; a veces se oye la m úsica de un violín sobre los rieles desiert os,
cuando se det ienen las ruedas, a veces se oye pat adas obscuras en las
caballerizas: son las alm as de los caballos abandonados por los t ranvías.
El m ayoral del núm ero 15 t enía los m ism os bigot es de un m aniquí en una
t ienda de Flores –allí había nacido y crecido m uy alt o en el segundo piso de la
t ienda, hast a que llegó a ser conduct or de t ranvía.
Todos los días cuando el t ranvía se llenaba de gent e, a últ im o m om ent o,
llegaba corriendo una m uchacha cargada de paquet es ent re los cuales se veía
43
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
colgar, indefensa, una cart era. La m uchacha durant e el viaj e no hablaba con
nadie ni m iraba el paisaj e, leía at ent am ent e los diarios que envolvían sus
paquet es. Un día, prot egido por los em puj ones de la gent e, el m ayoral sint ió sus
m anos robar la cart era indefensa, y se quedó lleno de asom bro. Había sido
siem pre un hom bre honrado: t am poco era caso de clept om anía ¿qué es lo que lo
había inducido a robar una cart era?
Esa t arde durant e la t rayect oria del t ranvía, el m ayoral se dio varias veces
vuelt a para m irar a la dueña de la cart era –nunca sus oj os habían llegado ni m ás
arriba ni m ás abaj o de los paquet es que la cubrían– y se dio cuent a de que t enía
una cara preciosa com o las figuras que llevan algunas caj as de fósforos.

A m edida que se acercaba el fin del t rayect o los oj os de la m uchacha iban


poniéndose colorados. El m ayoral se t apaba los oídos cuando el t ranvía daba
vuelt as en las esquinas, no podía oír el ruido finit o y penet rant e de los rieles que
lo llevaban cada vez con m ás precisión al t érm ino del viaj e. Cuando el t ranvía se
quedó vacío, el m ayoral, después de m irar largam ent e la desaparición de la
m uchacha, oyó un nom bre con el que alguien la llam aba agit ando un pañuelo. En
la esquina de la vereda unas fam ilias com plicadísim as de hij as m ás viej as que las
m adres, llam aban: ¡Agust ina! ¡Agust ina! –y ella volvió corriendo a recoger su
nom bre inclinada sobre los besos que la rodeaban. Agust ina le quedaba bien.
Agust ina era un nom bre rubio. El m ayoral sint ió que una int im idad m uy grande
había crecido con la posesión de su nom bre.
Más t arde, cuando abrió la cart era, encont ró un alfiler de gancho, una
polvera con un perrit o pint ado encim a, y diez pesos arrugados. Desde ese día la
cart era dorm ía debaj o de la alm ohada y las noches fueron angust iosas, llenas de
sueños de rieles venenosos enroscados alrededor de su pescuezo en el Parque
Japonés. Hast a que se le ocurrió la m ilagrosa idea de com prar un regalo de diez
pesos. En uno de sus sueños profét icos había vist o una m uj er que llevaba un
prendedor dorado con una golondrina de alas desplegadas: fue ese el regalo que
buscó a lo largo de las t iendas, y com o t enía que ser de diez pesos, t ardó
bast ant e en encont rarlo.

El Mayoral llevaba sus brazos t endidos en invisibles gest os de regalo,


sent ía que solam ent e de ese m odo iba a librarse de su dolor. ¡Pero el día no
llegaba! El paquet it o perm anecía guardado en el bolsillo del uniform e. Los
t ranvías se vaciaban y se llenaban sin que llegara la oport unidad deseada.
Agust ina era la últ im a en subir y la prim era en baj ar. Ese gest o requería la
soledad de un claust ro a m edianoche, y esa soledad no sobrevenía nunca.
Cuando el t ranvía se quedaba vacío era siem pre sin Agust ina; hast a que llegó un
día en que no apareció m ás; t oda la gent e subía com o de cost um bre, pero ella
no llegaba nunca. Y j unt o con su ausencia em pezaron a llenarse las calles de
Agust inas im previst as. El m ayoral, cuando ponía el t ranvía en m archa, creía
verla aparecer en t odas las esquinas, y recogía sus esperanzas m uert as en esa
especie de red m et álica y curva con carencia de hilos horizont ales, esa red de
pescar accident es que llevan los t ranvías.

Era un día en que los pasos en el m acadam se volvían pegaj osos com o
caram elos elást icos. En una esquina bañada de t ráfico, det rás del vidrio de un
aut om óvil, los oj os de Agust ina sonreían. El m ayoral puso su m ano de llam ador
de puert a sobre su corazón y det uvo el t ranvía. Baj ó corriendo a la calle,
ensordecido por los claxons sint iendo que en el gest o de abandonar algo hay
m ás robo que en un robo. Corría ent re los aut om óviles y la gent e, det rás de un
rost ro que aparecía y desaparecía en t odas las m uj eres de cabezas desnudas,

44
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
lej os del t ranvía abandonado, que quedó com o un m uert o que nadie resucit a,
rodeado de gent e en el m edio de la calle.

Epit a fio r om a n o

Oscuros cipreses, un puent e de m adera al pie del m ont e Avent ino, el cielo
m ás azul sobre las aguas del Tíber, desconocidas casas plebeyas ( sin la
redención de los pat ios) , organizaban, perfeccionaban, el at orm ent ado secret o
de un caballero rom ano.
Sé que am aba, com o Virgilio, los perfum es del laurel y del m irt o; llevaba
dos ram it as que su m uj er le prendía por las m añanas sobre el pecho.
Frecuent em ent e, en las discusiones polít icas, en el Foro, se le veía arrancar
hoj it as de esas ram as y llevárselas a la boca; al sent ir ese gust o, que, según él,
le recordaba la infancia, adquiría la indulgencia necesaria para soport ar la falt a
de lógica de sus adversarios. Del m ism o m odo, al cruzar por lugares insalubres,
cerca de los pant anos con m oscas y olor a huevo podrido en las afueras de la
ciudad, respiraba el perfum e de esas hoj as.
Ninguna precisión, ningún bust o de m árm ol m e guían para describir ese
rost ro j oven y resuelt o, em bellecido por el m ent ón y los labios. Prohibida la
t rist eza por las cej as rect as, sus oj os eran bruscam ent e severos. La sim et ría, la
pureza de las facciones, la m irada at orm ent ada y sin m elancolía pocas veces
lograron ennoblecer t ant o un rost ro.
" Puedo at orm ent arm e, pero sin t rist eza. La t rist eza pert enece al t edio que
sient en los débiles o los niños" , solía decir a sus am igos. " La vida nos encierra
cont inuam ent e en invisibles prisiones, de las cuales sólo nuest ra int eligencia o
nuest ro espírit u creador pueden liberarnos. En alguna prisión de m i vida he
creído ser feliz; en ot ras he creído ser desdichado; en ot ras, hum illado. La vida,
com o el am or, com o el poem a, se corrige fácilm ent e y es buena para los
est udiosos." Con frecuencia cit aba a Plaut o: " Para ignorar el am or, para t enerlo
apart ado, para abst enerse de él, t odos los procedim ient os son buenos. Am or,
nunca seas m i am igo. Sin em bargo, hay desdichados a quienes m alt rat as y que
son t us víct im as. Pero yo he decidido consagrarm e a la virt ud" . Con una sonrisa
escépt ica asist ía a las fiest as religiosas; t odos los años veía a los fieles arroj ar
sobre las aguas del Tíber ( para aplacarlas) t reint a m aniquíes vest idos.
Prot est aba: " Para aplacar la violencia de las aguas ¿no sería m ás eficaz y
económ ico arroj ar t reint a m uj eres verdaderas?"
En algún m om ent o de su vida las cuest iones polít icas, las ocupaciones
sociales, los sueños deleit ables, los esplendores de la nat uraleza o del art e y
hast a los versos m ás inspirados, llevaban su pensam ient o a un det erm inado
lugar, cuyo paisaj e le sugería infiernos de volupt uosidad: en esas penum bras
ardient es, anónim as, est aba su m uj er... Vanam ent e era devot a de Venus
Vert icordia, y en vano am aba el recuerdo de la cast a Sulpicia.
Flavia y su insist ent e perfil, su cabellera con ocho t renzas, ent relazadas
con ocho cint as, su vest ido ondulant e del color de la m iel o de las uvas violet as
¿se prost it uía? ¿Qué falso candor ofrecía a ot ros hom bres? ¿Qué invent adas
confidencias ent regaban sus labios? En sus t em ores, Claudio Em ilio parecía el
prot ect or de sus rivales. Más de una vez, paseando con am igos, creyó verla salir
de casas desconocidas, cerca del puent e Sublicio, el rost ro ocult o en un m ant o
am arillo o rosado, de un fulgor análogo al del ponient e. Al ser int errogada, ella,
sin ruborizarse, le había respondido: " ¡Oh, Claudio Em ilio! Tus am igos plagian
t us versos, pero yo los reconozco. Dim e, ¿t e agradaría que los confundiera?
Porque soy herm osa, y t am bién para que las am es, m is am igas plagian m is
t únicas, el color de m i cabello, t an difícil de lograr, las ocho t renzas de m i
peinado. ¿No t rat aron de im it ar el color de m is oj os con ungüent os? Para recibir
45
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
t us besos ¿no perdió casi la vist a Cornelia con aquella pom ada azul que nunca
llegó a ser del color de m is oj os? Durant e t res m eses, para lograr el brillo
alarm ant e de m i cabellera, ¿no quedaron calvas las sienes de Helena? ¿Adela no
m urió de fiebre, con esa flor que daba a sus labios el color de m is labios? ( Para
recibir, después de t odo, un solo beso, el de la m uert e, y la at ención de m is
lágrim as obligat orias.) Reconoces sobre m i pecho, desde lej os, la rosa art ificial y
la rosa verdadera; sin equivocart e puedes dist inguir el buen poem a del m alo,
¡pero puedes confundirm e en pleno día con m is am igas! " Para conm overlo aún
m ás, agregaba: " ¡No sabes lo t rist e que es est ar t rist e! " El silencio de un rost ro
am ado es elocuent e cuando quiere ser m ás herm ét ico; los párpados sobre los
oj os de Claudio Em ilio indicaban grados de t ernura, indicaban a veces a una
m uj er lo que debía decir: " Cam biaré de am igas" decía Flavia t renzándose el
cabello con lent it ud noct urna. " Serán m ás serias, m ás idént icas a m í, pero nunca
lograré que no t e am en" .
¿En dónde encont raba Flavia am igas t an parecidas? La m ism a est at ura, el
m ism o t alle, los m ism os senos. ¿Les elegía las t únicas? Para am arlas o
desecharlas ¿se m edía con ellas?
Com o los senderos de un j ardín que se alej an o se acercan
arbit rariam ent e, form ando m odest os laberint os, m uchas escenas, m uchos
diálogos, se repet ían ent re Claudio Em ilio y Flavia:
–La vida parece hecha por personas dist raídas –decía Claudio Em ilio–. Las
cosas se repit en, y vuelvo siem pre a la dulzura de t us brazos.
–Es ciert o –decía Flavia aspirando una flor–; se repit en las cosas, pero
nunca son iguales y nunca se repit en bast ant e. Est e at ardecer no se repet irá, ni
est a flor que m e da su perfum e, ni est e m om ent o de t us oj os del cual no m e
cansaría nunca.
–Las cosas se repit en dem asiado: un solo día es igual al rest o de la
exist encia. Una sola am iga es igual a t odas t us am igas. El vuelo de aquel páj aro,
que incesant em ent e se acerca al cielo de los árboles, lo volveré a ver en est e
m ism o j ardín que honra a Diana. Est as palabras que est am os diciendo ¿no las
dij im os ya ot ro día?
–Para un enam orado, el encuent ro y la separación t ransform an los
m inut os, las im ágenes, las palabras. No podem os conservar int act o ni el
recuerdo de un m om ent o porque el recuerdo va siendo recuerdo del recuerdo: de
un recuerdo apasionado o indiferent e que siem pre es inexact o.
–Se repit en los hechos con ext raña insist encia. Con t em or de perderse, las
form as se repit en en ellas m ism as: en la hoj a del árbol est á dibuj ada la form a de
un árbol en m iniat ura; en el caracol, la t erm inación del m ar con sus ondas sobre
la playa; en una sola ala, im percept ibles alas infinit as; en el int erior de la flor,
dim inut as flores perfect as. En las caras se reflej an las caras m ás cont em pladas.
–Esa figura que prefirieron nuest ras pupilas, ¿puede, ent onces, quedar
para siem pre en nosot ros com o un brillant e ret rat o en colores?
–Puede quedar com o quedan en las m anos las form as y el perfum e de
ot ras m anos. Se repit en las cosas, pero un día se saben, un día se t ransform an,
un día se expían.
–Un día t am bién se pierden: es claro que un día llegaría la m uert e.
–En el argum ent o de una vida hay casi siem pre una part e indigna que los
hom bres o los dioses descuidaron: la m uert e a veces sería oport una; a veces
convendría ant iciparla.
Flavia, probablem ent e dócil a su dest ino, cam bió de am igas hast a llegar a
la que t endría que delat arla. Pero ¿cuál fue la verdad? ¿En qué form a se
descubrió? ¿Cóm o palideció Claudio Em ilio, cóm o lat ió su corazón al ver a Flavia
en ot ros brazos? ¿Cóm o eran el aposent o ( o el j ardín) , la hora, el perfum e de
alguna flor pert urbadora, I nolvidable, el color delict uoso de una nube, la
46
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
est ación, el silencio? ¿Mandó m at ar Claudio Em ilio al am ant e, o m at ó con sus
propias m anos, o bien desdeñó am bos procedim ient os? ¿Una m uert e no
bast aba? Nadie logró saberlo; pero t al vez sólo im port a ( y sólo es dist int o de lo
que ocurre siem pre) lo que ocurrió después. Cort ésm ent e, sin aplicaciones,
sobornando a t res o cuat ro personas, Claudio Em ilio hizo encerrar a Flavia en su
granj a del Tíber. Dio órdenes explícit as: había que alim ent arla bien, darle ropa
de las m ás finas t elas, buenos vinos, dulces, inst rum ent os de m úsica y libros;
pero no le sería perm it ido ver el sol, ni pasear por el cam po, debaj o de los
árboles que t ant o am aba. I ncendió su casa de Rom a; para que se propagase
m ás pront o el fuego, eligió un día de t orm ent a. Salvó a sus hij os y ret iró algunos
obj et os de valor, algunos ret rat os. Anunció la m uert e de Flavia. Se recogieron en
una urna las pret endidas cenizas, y los ret azos de una de sus t únicas ( Claudio
Em ilio los había colocado cuidadosam ent e ent re los escom bros) fueron
ent errados con pom pa.
Por prim era vez Claudio Em ilio pareció t rist e. Sobre la t um ba grabó
personalm ent e un largo epit afio. Hizo figurar a los m ás cercanos parient es de la
m uert a com o aut ores de algunos versos que él m ism o com puso: est a acción fue
agradecida por sus padres, pero severam ent e reprobada por sus am igos, que
j uzgaron el epit afio absurdam ent e ext enso y plebeyo.
Dos años después, cuando el recuerdo de Flavia parecía casi olvidado,
Claudio Em ilio la sacó de su prisión. Le cost ó reconocerla: la falt a de sol y de
t int uras había oscurecido su pelo, est aba pálida y sus oj os claros parecían
negros, est aba m enos delgada ( y aún m ás herm osa, pensó Claudio Em ilio) . La
vist ió con la m ism a t única rot a que había ut ilizado com o prueba de su m uert e y,
secret am ent e, la llevó en una noche de luna hast a su t um ba. Sin apart ar de ella
los oj os, aguardó a que leyera el epit afio: sobre una lápida decorada con
inst rum ent os m usicales, figuras de adolescent es y guirnaldas, est aban, grabados
est os versos:

Tus PADRES:

Qué racim os azules, cuánt as flores


y dulces venerando t us favores,
t e regalan t us hij os. At esoran
com plicadas ofrendas y no lloran.

TU HERMANA MENOR:

¡En qué adm irado incendio fuist e de oro


la claridad de arrepent idas llam as!

TU HERMANA MAYOR:

Tus labios t endrán sed com o las ram as


que han devorado el sol: por eso lloro,
Por eso el ánfora con agua helada
t raigo con una est rella reflej ada.

TUS HI JOS:

Oh m adre, et ernam ent e la palom a


cant ará ent re los árboles de Rom a;
se ext inguirá t u cuerpo m ient ras dura
del verano la som bra, la dulzura...
47
Silvana Ocampo Cuentos Completos I

Tu PRI MA:

Y seguirán cayendo del invierno


las nieves de ot ros t iem pos, sin gobierno.

TU HERMANO:

¡Oh, Flavia, la dist ancia de la m uert e


ocult a los m ist erios de t u suert e!

TU ESPOSO:

Traerán las est aciones, en los brazos,


para t i en vano, frut as, dulces lazos:
com o la t ierra en som bra august am ent e
t e alej ará t u sueño et ernam ent e.

La ant igüedad nos propone t res finales para est a hist oria:
En el prim ero, el m ás previsible, Flavia agradece a Claudio Em ilio la
salvación del honor de sus hij os y de su fam ilia por haberla ennoblecido
prem at uram ent e con los privilegios que sólo puede ot orgar la m uert e. " Muchas
personas vivient es m e envidiarán" , suspira Flavia con dulzura. " Y t am bién
m uchos m uert os" , le dice Claudio Em ilio. " Te has convert ido ya en una venerable
aparición. Tu vida t ranscurrirá pacíficam ent e, pues no t e falt arán alim ent o, ni
t echo, ni reverencias."
En el segundo, Flavia, después de leer su epit afio y de alabar algunos
versos, de censurar ot ros, exclam a: " ¡Est o se parece m ucho a un sueño! Tendré
que est ar at ent a y recordarlo para cont árt elo m añana" . " No t e preocupes, Flavia.
Es un sueño sin despert ar y no se lo cont arás a nadie. Tus hij os, t us padres, t us
herm anos, t us am igas, el m undo ent ero cree que has m uert o. Si t e acercas a
ellos, si les hablas, creerán que eres una aparición, t endrán m iedo de t i y t e
darán alim ent o; pero no lograrás reincorporart e a la vida. El día en que m ueras
realm ent e, nadie asist irá a t u m uert e, nadie t e ent errará."
Flavia, con una voz casi inaudible, responde: " Es ciert o, t odos creen que
he m uert o, salvo t ú: t ú eres el único equivocado" .
En el t ercero, después de leer el epit afio, Flavia, con renovado esplendor,
le dice: " ¡No soy bast ant e seria! ¡No m erezco est ar m uert a! " El fulgor de su
cabellera suelt a ilum ina la noche y Claudio Em ilio pide clem encia a los dioses y
am or a Flavia. La lleva a su casa. Nadie la reconoce y ella asegura ser una
m endiga que un dem ent e ha violado, después de vest irla con las t únicas que
robó de una urna sagrada. La locura de Claudio Em ilio es t al vez inevit able;
nadie ent iende sus explicaciones claras e ingeniosas; en vano probará las hoj as
del m irt o y del laurel. A orillas del Tíber, ent re los cant os del Fragm en Arboris, se
le oye durant e t res noches grit ar su indignación en versos que la post eridad ha
perdido.

La r e d

Mi am iga Kéng–Su m e decía:


–En la vent ana del hot el brillaba esa luz diáfana que a veces y de un m odo
fugaz ant icipa, en diciem bre, el m es de m arzo. Sient es com o yo la presencia del
m ar: se ext iende, penet ra en t odos los obj et os, en los follaj es, en los t roncos de
los árboles de t odos los j ardines, en nuest ros rost ros y en nuest ras cabelleras.
48
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Est a sonoridad, est a frescura que sólo hay en las grut as, hace dos m eses ent ró
en m i lum inosa habit ación, t rayendo en sus pliegues azules y verdes algo m ás
que el aire y que el espect áculo diario de las plant as y del firm am ent o. Traj o una
m ariposa am arilla con nervaduras anaranj adas y negras. La m ariposa se posó en
la flor de un vaso: reflej ada en el espej o agregaba pét alos a la flor sobre la cual
abría y cerraba las alas. Me acerqué t rat ando de no proyect ar una som bra sobre
ella: los lepidópt eros t em en las som bras. Huyó de la som bra de m i m ano para
posarse en el m arco del espej o. Me acerqué de nuevo y pude apresar sus alas
ent re m is dedos delicados. Pensé: " Tendría que solt arla. No es una flor, no puedo
colocarla en un florero, no puedo darle agua, no puedo conservarla ent re las
hoj as de un libro, com o un pensam ient o" . Pensé: " No es un páj aro, no puedo
encerrarla en una j aula de m im bre con una pequeña bañera y un t arrit o
enlozado, con alpist e" .
–Sobre la m esa –prosiguió–, ent re m is peinet as y m is horquillas, había un
alfiler de oro con una t urquesa. Lo t om é y at ravesé con dificult ad el cuerpo
resist ent e de la m ariposa –ahora cuando recuerdo aquel m om ent o m e
est rem ezco com o si hubiera oído una pequeña voz quej ándose en el cuerpo
obscuro del insect o. Luego clavé el alfiler con su presa en la t apa de una caj a de
j abones donde guardo la lim a, la t ij era y el barniz con que pint o m is uñas. La
m ariposa abría y cerraba las alas com o siguiendo el rit m o de m i respiración. En
m is dedos quedó un polvillo irisado y suave. La dej é en m i habit ación ensayando
su inm óvil vuelo de agonía.

A la noche, cuando volví, la m ariposa había volado llevándose el alfiler. La


busqué en el j ardín de la plaza, sit uada frent e al hot el, sobre las favorit as y las
ret am as, sobre las flores de los t ilos, sobre el césped, sobre un m ont ón de hoj as
caídas. La busqué vanam ent e.
En m is sueños sent í rem ordim ient os. Me decía: " ¿Por qué no la encerré
adent ro de una caj a? ¿Por qué no la cubrí con un vaso de vidrio? ¿Por qué no la
perforé con un alfiler m ás grueso y pesado?"
Kéng–Su perm aneció un inst ant e silenciosa. Est ábam os sent adas sobre la
arena, debaj o de la carpa. Escuchábam os el rum or de las olas t ranquilas. Eran
las siet e de la t arde y hacía un inusit ado calor.
–Durant e m uchos días no vine a la playa –cont inuó Kéng–Su anudando su
cabellera negra–, t enía que t erm inar de bordar una t apicería para Miss Eldingt on,
la dueña del hot el. Sabes cóm o es de exigent e. Adem ás yo necesit aba dinero
para pagar los gast os.

Durant e m uchos días sucedieron cosas insólit as en m i habit ación. Tal vez
las he soñado. Mi bibliot eca se com pone de cuat ro o cinco libros que siem pre
llevo a veranear conm igo. La lect ura no es uno de m is ent ret enim ient os
favorit os, pero siem pre m i m adre m e aconsej aba, para que m is sueños fueran
agradables, la lect ura de est os libros: El Libro de Mencius, La Fiest a de las
Lint ernas, Hoei–Lan–Ki ( Hist oria del círculo de t iza) y El Libro de las
Recom pensas y de las Penas.
Varias veces encont ré el últ im o de est os libros abiert o sobre m i m esa, con
algunos párrafos m arcados con pequeños punt it os que parecían hechos con un
alfiler. Después yo repet ía, involunt ariam ent e, de m em oria est os párrafos. No
puedo olvidarlos.
–Kéng–Su, repít elos, por favor. No conozco esos libros y m e gust aría oír
esas palabras de t us labios.
Kéng–Su palideció levem ent e y j ugando con la arena m e dij o:
–No t engo inconvenient e.

49
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
A cada día correspondía un párrafo. Bast aba que saliera un m om ent o de
m i habit ación para que m e esperara el libro abiert o y la frase m arcada con los
inexplicables punt it os. La prim era frase que leí fue la siguient e:
" Si deseam os sinceram ent e acum ular virt udes y at esorar m érit os t enem os
que am ar no sólo a los hom bres, sino a los anim ales, páj aros, peces, insect os, y
en general a t odos los seres diferent es de los hom bres, que vuelan, corren y se
m ueven" .
Al ot ro día leí:
" Por pequeños que seam os, nos anim a el m ism o principio de vida: t odos
est am os arraigados en la exist encia y del m ism o m odo t em em os la m uert e" .

Guardé el libro dent ro del arm ario, pero al ot ro día lo encont ré sobre m i
cam a, con est e párrafo m arcado:
" Cam inando, de pie, sent ada o acost ada, si ves un insect o pereciendo
t rat a de liberarlo y de conservarle la vida. ¡Si lo m at as, con t us propias m anos,
qué dest ino t e esperará! ..."
Escondí el libro en el caj ón de la cóm oda, que cerré con llave; al ot ro día
est aba sobre la cóm oda, con la siguient e leyenda subrayada:
" Song–Kiao, que vivió baj o la dinast ía de los Song, un día const ruyó un
puent e con pequeñas cañas para que unas horm igas cruzaran un arroyo, y
obt uvo el prim er grado de Tchoang–Youen ( prim er doct or ent re los doct ores) .
Kéng–Su, ¿qué obt endrás por t u oscuro crim en?..."
A las dos de la m añana, el día de m i cum pleaños, creí volverm e loca al
leer:
" Aquel que recibe un cast igo inj ust o conserva un resent im ient o en su
alm a" .

Busqué en la enciclopedia de una librería ( conozco al dueño, un hom bre


bondadoso, y m e perm it ió consult ar varios libros) el t iem po que viven los
insect os lepidópt eros después de la últ im a m et am orfosis; pero com o exist en cien
m il especies diferent es es difícil conocer la duración de las vidas de los individuos
de cada especie; algunos, en est ado de im ago, viven dos o t res días; pero
¿pert enecía m i m ariposa a est a especie t an efím era?

Los párrafos seguían apareciendo en el libro, m ist eriosam ent e subrayados


con punt it os:
" Algunos hom bres caen en la desdicha; ot ros obt ienen la dicha. No exist e
un cam ino det erm inado que los conduzca a una u ot ra part e. Depende t odo del
hom bre, que t iene el poder de at raer el bien o el m al, con su conduct a. Si el
hom bre obra rect am ent e obt iene la felicidad; si obra perversam ent e recibe la
desdicha. Son rigurosas las m edidas de la dicha y de la aflicción, y
proporcionadas a las virt udes y a la gravedad de los crím enes" .

Cuando m is m anos bordaban, m is pensam ient os urdían las t ram as


horribles de un m undo de m ariposas.
Tan obcecada est aba, que est as m arcas de m is labores, que llevo en las
yem as de los dedos, m e parecían pinchazos de la m ariposa.
Durant e las com idas int ent aba conversaciones sobre insect os, con los
com pañeros de m esa. Nadie se int eresaba en est as cuest iones, salvo una señora
que m e dij o: " A veces m e pregunt o cuánt o vivirán las m ariposas. ¡Parecen t an
frágiles! Y he oído decir que cruzan ( en grandes bandadas) el océano,
at ravesando dist ancias prodigiosas. El año pasado había una verdadera plaga en
est as playas" .

50
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
A veces t enía que deshacer una ram a ent era de m i labor: insensiblem ent e
había bordado con lanas am arillas, en lugar de hoj as o de pequeños dragones,
form as de alas.
En la part e superior de la t apicería t uve que bordar t res m ariposas. ¿Por
qué hacerlas m e repugnaba t ant o, ya que involunt ariam ent e, a cada inst ant e,
bordaba sus alas?

En esos días, com o sent ía cansada la vist a, consult é a un m édico. En la


sala de espera m e ent ret uve con esas revist as viej as que hay en t odos los
consult orios. En una de ellas vi una lám ina cubiert a de m ariposas. Sobre la
im agen de una m ariposa m e pareció descubrir los punt it os del alfiler; no podría
asegurar que est o fuera j ust ificado, pues el papel t enía m anchas y no t uve
t iem po de exam inarlo con at ención.
A las once de la noche cam iné hast a el espigón, proyect ando un viaj e a las
m ont añas. Hacía frío y el agua m e cont em plaba con crueldad.
Ant es de regresar al hot el m e det uve debaj o de los árboles de la plaza,
para respirar el olor de las flores. Buscando siem pre la m ariposa, arranqué una
hoj a y vi en la verde superficie una serie de aguj erit os; m irando el suelo vi en la
t ierra ot ra serie de aguj erit os: pert enecían, sin duda, a un horm iguero. Pero en
aquel m om ent o pensé que m i visión del m undo se est aba t ransform ando y que
m uy pront o m i piel, el agua, el aire, la t ierra y hast a el cielo se cubriría de esos
m ism os punt it os, y ent onces –fue com o el relám pago de una esperanza– pensé
que no t endría m ot ivos de inquiet ud ya que una sola m ariposa, con un alfiler, a
m enos de ser inm ort al, no sería capaz de t ant a act ividad. Mi t apicería est aba casi
concluida y las personas que la vieron m e felicit aron.
Hice nuevas incursiones en el j ardín de la plaza, hast a que descubrí, ent re
un m ont ón de hoj as, la m ariposa. Era la m ism a, sin duda. Parecía una flor
m ust ia. Envej ecidas las alas, no brillaban Ese cuerpo, horadado, t orcido, había
sufrido. La m iré sin com pasión. Hay en el m undo t ant as m ariposas m uert as. Me
sent í aliviada. Busqué en vano el alfiler de oro con la t urquesa. Mi padre m e lo
había regalado. En el m undo no hallaría ot ro alfiler com o ése. Tenía el prest igio
que sólo t ienen los recuerdos de fam ilia.
Pero una vez m ás en el libro t uve que ver un párrafo m arcado:
" Hay personas que inm ediat am ent e son cast igadas o recom pensadas; hay
ot ras cuyas recom pensas y cast igos t ardan t ant o en llegar que no las alcanzan
sino en los hij os o en los niet os. Por eso hem os vist o m orir a j óvenes cuyas
culpas no parecían m erecer un cast igo t an severo, pero esas culpas se
agravaban con los crím enes que habían com et ido sus ant epasados" .
Luego leí una frase int errum pida:
" Com o la som bra sigue los cuerpos..."

Con qué im paciencia había esperado esa m añana, y qué indiferent e result ó
después de t ant os días de sufrim ient o: pasé la aguj a con la últ im a lana por la
t apicería ( esa lana era del color oscuro que daña m i vist a) . Me saqué los
ant eoj os y salí del t rabaj o com o de un t únel. La alegría de t erm inar un bordado
se parece a la inocencia. Logré olvidarm e de la m ariposa –cont inuó Kéng–Su
aj ust ando en sus cabellos una t ira de papel am arillo–. El m ar, com o un espej o,
con sus volados blancos de espum a m e besaba los pies. Yo he nacido en Am érica
y m e gust an los m ares. Al penet rar en las ondas vi algunas m ariposas m uert as
que ensuciaban la orilla. Salt é para no t ocarlas con m is pies desnudos.
Soy buena nadadora. Me has vist o nadar algunas veces, pero las olas
ent orpecían m is m ovim ient os. Soy nadadora de agua dulce y no m e gust a nadar
con la cabeza dent ro del agua. Tengo siem pre la t ent ación de alej arm e de la
cost a, de perderm e debaj o del cóncavo cielo.
51
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–¿No t ienes m iedo? A doscient os m et ros de la cost a ya m e asust a la idea
de encont rar delfines que podrían escolt arm e hast a la m uert e –le dij e–. Kéng–Su
desaprobó m is t em ores. Sus oblicuos oj os brillaban.
–Me deslicé perezosam ent e –cont inuó–. Creo que sonreí al ver el cielo t an
profundo y al sent ir m i cuerpo t ransparent e e im personal com o el agua. Me
parecía que m e despoj aba de los días pasados com o de una larga pesadilla,
com o de una vest idura sucia, com o de una enferm edad horrible de la piel.
Suavem ent e recobraba la salud. La felicidad m e penet raba, m e anonadaba. Pero
un m om ent o después una som bra dim inut a sobre el m ar m e pert urbó: era com o
la som bra de un pét alo o de una hoj a doble; no era la som bra de un pez. Alcé los
oj os. Vi la m ariposa: las llam as de sus alas lum inosas oscurecían el color del
cielo. Con el alfiler fij o en el cuerpo –com o un órgano art ificial pero
definit ivam ent e adherido– m e seguía. Se elevaba y baj aba, rozaba apenas el
agua delant e de m í, com o buscando un apoyo en flores invisibles. Trat é de
capt urarla. Su velocidad vert iginosa y el sol m e deslum braban. Me seguía,
vacilant e y rápida; al principio parecía que la brisa la llevaba sin su
consent im ient o; luego creí ver en ella m ás resolución y m ás seguridad. ¿Qué
buscaba? Algo que no era el agua, algo que no era el aire, algo que no era una
som bra ( m e dirás que est o es una locura; a veces he desechado la idea que
ahora t e confieso) : buscaba m is oj os, el cent ro de m is oj os, para clavar en ellos
su alfiler. El t error se apoderó de m is oj os indefensos com o si no m e
pert enecieran, com o si ya no pudiera defenderlos de ese at aque om nipot ent e.
Trat aba de hundir la cara en el agua. Apenas podía respirar. El insect o m e
asediaba por t odos lados. Sent ía que ese alfiler, ese recuerdo de fam ilia que se
había t ransform ado en el arm a adversa, horrible, m e pinchaba la cabeza.
Afort unadam ent e yo est aba cerca de la orilla. Cubrí m is oj os con una m ano y
nadé durant e cinco m inut os que m e parecieron cinco años, hast a llegar a la
cost a.
El bullicio de los bañist as seguram ent e ahuyent ó la m ariposa. Cuando abrí
los oj os había desaparecido. Casi m e desm ayé en la arena. Est e papel, donde
pint é yo m ism a un dios con t int a colorada, m e preserva ahora de t odo m al.

Kéng–Su m e enseñó el papel am arillo, que había colocado t an


cuidadosam ent e ent re los dient es de su peinet a, sobre su cabellera.
–Me rodearon unos bañist as y m e pregunt aron qué m e sucedía. Les dij e:
" He vist o un fant asm a" . Un señor m uy am able m e dij o: " Es la prim era vez que
un hecho así ocurre en est a playa" , y agregó: " Pero no es peligroso. Ust ed es
una gran nadadora. No se aflij a" .

Durant e una sem ana ent era pensé en ese fant asm a. Podría dibuj árt elo, si
m e dieras un papel y un lápiz. No se t rat a ya de una m ariposa com ún; se t rat a
de un pequeño m onst ruo. A veces, al m irarm e al espej o, veía sus oj os
sobrepuest os a los m íos. He vist o hom bres con caras de anim ales y m e han
inspirado ciert a repugnancia; un anim al con cara hum ana m e produce t error.
I m agínat e una boca desdeñosa, de labios finos, rizados; unos oj os
penet rant es, duros y negros; una frent e abult ada y resuelt a, cubiert a de pelusa.
I m agínat e una cara dim inut a y m ezquina –com o una noche oscura–, con cuat ro
alas am arillas, dos ant enas y un alfiler de oro; una cara que al desm em brarse
conservaría en cada una de sus part es la t ot alidad de su expresión y de su
poder. I m agínat e ese m onst ruo, de apariencia frágil, volando, inexorable ( por su
m ism a pequeñez e inest abilidad) , llegando siem pre –t al com o yo lo im agino– de
la avenida de las t um bas de los Ming.

52
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–Habrás cont ribuido a form ar una nueva especie de m ariposas, Kéng–Su:
una m ariposa t em ible, m aravillosa. Tu nom bre figurará en los libros de ciencia –
le dij e m ient ras nos desvest íam os para bañarnos. Consult é m i reloj .
–Son las ocho de la noche. Ent rem os en el m ar. Las m ariposas no vuelan
de noche.
Nos acercábam os a la orilla. Kéng–Su puso un dedo sobre los labios, para
que nos calláram os, y señaló el cielo. La arena est aba t ibia. Tom adas de la
m ano, ent ram os en el m ar lent am ent e para adm irar m ej or los reflej os del cielo
en las olas. Est uvim os un rat o con el agua hast a la cint ura, refrescando nuest ros
rost ros. Después com enzam os a nadar, con t em or y con deleit e. El agua nos
llevaba en sus reflej os dorados, com o a peces felices, sin que hiciéram os el
m enor esfuerzo.
–¿Crees en los fant asm as?
Kéng–Su m e cont est aba:
–En una noche com o ést a... Tendría que ser un fant asm a para creer en
fant asm as.
El silencio agrandaba los m inut os. El m ar parecía un río enorm e. En los
acant ilados se oía el cant o de los grillos, y llegaban ráfagas de olores veget ales y
de rem ovidas t ierras húm edas.
I lum inados por la luna, los oj os de Kéng–Su se abrieron
desm esuradam ent e, com o los oj os de un anim al. Me habló en inglés:
–Ahí est á. Es ella.
Vi nít idam ent e la luna am arilla recort ada en el cielo nacarado. Lloraba en
la voz de Kéng–Su una súplica. Creo que el agua desfigura las voces, suele
com unicarles una sonoridad de llant o: pero est a vez Kéng–Su lloraba, y no podré
olvidar su llant o m ient ras exist a m i m em oria. Me repit ió en inglés:
–Ahí est á. Mírala cóm o se acerca buscando m is oj os.
En la dorada claridad de la luna, Kéng–Su hundía la cabeza en el agua y se
alej aba de la cost a. Luchaba cont ra un enem igo, para m í invisible. Yo oía el
horrible chapot eo del agua y el sonido confuso de unas palabras ent recort adas.
Trat é de nadar, de seguirla. La llam é desesperadam ent e. No podía alcanzarla.
Nadé hacia la orilla a pedir socorro. No soy buena nadadora; t ardé en llegar.
Busqué inút ilm ent e al guardam arina, al bañero. Oí el ruido del m ar; vi una vez
m ás el reflej o im pert urbable de la luna. Me desm ayé en la arena. Después
debaj o de la carpa encont ré la t ira de papel am arillo, con el ídolo pint ado.
Cuando pienso en Kéng–Su, m e parece que la conocí en un sueño.

El im post or

Hacía un calor sofocant e. A las cuat ro llegué a Const it ución. Los libros
int ercalados ent re las correas de la valij a, y la valij a, pesaban m ucho. Me det uve
a com er el rest o de un helado de frut illa j unt o a uno de los leones de piedra que
vigilan la escalinat a de ent rada. Subí por la escalinat a. Falt aban veint e m inut os
para que saliera el t ren. Vagué un rat o por la est ación, curioseé en los
escaparat es de las t iendas. Me llam ó la at ención, en la librería, un lápiz
Eversharp, m uy barat o: lo com pré; com pré t am bién un frasquit o de gom ina
rosada. No uso gom ina, pero pensé que en el cam po, en los días de vient o,
podría hacerm e falt a. En los reflej os de una vidriera vi, com o un oprobio, m i pelo
rizado. Rem iniscencias vagas de m is prim eros padecim ient os en el colegio
acudieron a m i m em oria.
Me había olvidado de algo, de algo im port ant e. Miré m i m uñeca, para
asegurarm e que llevaba el reloj , m iré el pañuelo en el bolsillo, la bufanda de lana
escocesa enroscada en las correas de la valij a. Me había olvidado de las past illas
de brom uro. Ant es y después de los exám enes suelo sufrir de insom nios, pero t al
53
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
vez el aire, el sol de cam po, com o dij o m i m adre al despedirse de m í, act uarán
sobre los nervios m ej or que un sedant e. Ella no adm it ía que un m uchacho de m i
edad t om ara m edicinas. Sin em bargo, yo había olvidado algo, algo m ás
im port ant e que las past illas de brom uro. Había olvidado m i libro de álgebra: lo
lam ent é al m irar desde el andén la esfera del reloj ( su perfect a redondez m e
recordaba los m ás herm osos t eorem as) . Lo lam ent é, pues el álgebra era m i
m at eria predilect a.
Cuando subí al t ren los guardas no habían t erm inado aún de rem over los
asient os. Subían est repit osam ent e las vent anillas, con plum eros largos
levant aban nubes de polvo y de m oscas. El vagón est aba im buido de olores, de
calores sucesivos. La luz ardient e del día reposaba su claridad celest e en los
vidrios, en las m anij as de m et al, en los vent iladores inm óviles, en los asient os de
cuero.
En el com part im ent o que elegí se sent aron, unos m inut os después, una
m uj er y una m uchacha m uy j oven. Traían una canast a y un ram o de flores
envuelt o en un papel de diario. Tom é uno de m is libros y fingí leer, pero
observaba a las vecinas, que después de acom odar las flores y de sent arse, con
laboriosos m ovim ient os abrieron la canast a y desenvolvieron un paquet e con
alfaj ores. Mient ras com ían, hablaban en voz baj a; sin duda hablaban de m í, pues
la m uchacha, que no era t an desagradable com o yo lo había supuest o en el
prim er inst ant e, m e m iraba de soslayo, con un m ovim ient o im percept ible, de
int errogación, en las cej as.
La señora, inclinándose hacia m í y ofreciéndom e un alfaj or, m e dij o
confidencialm ent e:
–Tienen dulce de leche. Si no m e equivoco, ust ed es hij o de Jorge
Maidana.
Vacilando, acept é el alfaj or. La señora no esperó m i respuest a.
–Hem os sido com o herm anos. –Lim piándose los labios con una servillet a
de papel, prosiguió:
–El t iem po, las circunst ancias, no siem pre favorables, separan, a veces, a
los am igos de j uvent ud. Ust ed era m uy niño; no se acordará de aquellos días en
Tandil, cuando nos reuníam os para las fiest as de carnaval y de Sem ana Sant a.
En un laberint o de recuerdos vi el Hot el de Tandil, pint ado de verde, las
num erosas m esit as del corredor, las ham acas, las piedras gigant escas del j ardín,
las som bras, el sol infinit o del espacio, m ezclándose a ellos indelebles olores a
pom o de carnaval, a incienso y a m elancólicos j azm ines: en ese edén confuso,
una señora vest ida con un quim ono cubiert o de enredaderas m e había iniciado
en la prohibida ascensión de unas m ont añas.
Asent í con la cabeza.
–¡Qué herm osos recuerdos! –prosiguió la señora–. Yo est aba de novia. Su
m adre m e acom pañaba de noche al corso. Por las t ardes, com o dos m ariposas,
j ugábam os al t enis. Hacíam os las Est aciones y el Viacrucis j unt as.
La m uchacha m e m iraba. La señora suspiró levem ent e, hizo alet ear un
pañuelo, se enj ugó la frent e y, com o queriendo cam biar de conversación,
pregunt ó:
–¿Aficionado a la lect ura? Siem pre lo he dicho: en los viaj es no est á de
m ás llevar un libro. ¿Va m uy lej os?
–A Cacharí –cont est é sin ent usiasm o.
–¡A m is pagos! Cacharí, Cacharí, Cacharí.
La m iré con asom bro. Ella cont inuó:
–¿No conoce la leyenda? Cacharí era un cacique t em ible. Cerca del pueblo
lo m at ó el ej ércit o, hace un siglo. Cayó herido y durant e t res noches y t res días,
grit ó: " Cacharí, Cacharí, Cacharí. Aquí est á Cacharí" . Nadie se at revió a
acercarse al lugar donde el indio agonizaba. Dicen que aún hoy cuando sopla el
54
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
vient o, a m edianoche, en invierno, se oye el grit o de Cacharí. ¿Viene a pasar las
vacaciones? ¿Solit o? Seré curiosa: ¿dónde?
–En la est ancia Los Cisnes.
–Pero ¿no arrendaron el cam po? ¿Quién est á allí?
–Arm ando Heredia –cont est é con im paciencia.
La señora m usit ó varias veces el nom bre y finalm ent e inquirió:
–¿Arm ando Heredia, el viej o?
–Tiene dieciocho años –respondí, m irando por la vent anilla.
–¿Ya t iene dieciocho años?
La m iré con odio: prim eram ent e m e pregunt aba si Arm ando Heredia era el
viej o, después ( para prolongar vanam ent e el diálogo) , se asom braba que ya
t uviera dieciocho años.
–¡Cóm o pasa el t iem po! –suspiró de nuevo la señora palm ot eando los
pliegues de una solapa blanca, de m uselina, sobre la prot uberancia de su pecho–
. Es una est ancia t rist e Los Cisnes. La casa est á abandonada y hay m ás
m urciélagos que m uebles. Pero es nat ural, a un m uchacho de su edad no le
asust an est as cosas. Es inút il, yo siem pre sost engo que las am ist ades quedan en
la fam ilia. Los padres se separan, pero los hij os de esos m ism os padres vuelven
a reunirse. ¿Arm ando Heredia será com pañero suyo?
–No lo conozco.
–¡No lo conoce! Dicen que el m ozo es m edio loco. Cuent an que cegó un
caballo porque no le obedecía: lo at ó a un post e, lo m aniat ó, y le quem ó los oj os
con cigarrillos t urcos. Pero no hay que dej arse llevar por cuent os.
Asent í con un m ovim ient o de cabeza. Cariñosam ent e, la m uchacha
est ruj aba ent re sus m anos el papel que había envuelt o uno de los alfaj ores. Las
m anos eran delgadas, nerviosas. En sus oj os no sé qué belleza m elancólica y
t ím ida m e caut ivaba.
Se det uvo el t ren y aproveché el m om ent o oport uno: m e asom é por la
vent anilla com o si esperara a alguien, m e precipit é afuera, baj é y cam iné un rat o
por el andén. El calor de la t arde est aba en su apogeo. Sent ía el sol ardient e
sobre m i cabeza. En un rincón, en la som bra, cuat ro o cinco hom bres esperaban,
com o hipnot izados. Un gat o blanco dorm ía en un banco de la sala de espera.
Subí al vagón, volví a m i asient o. Cuando de nuevo arrancó el t ren, oí la voz
m onót ona e insist ent e:
–Qué largos son est os viaj es en verano. Solam ent e los hago por
obligación. Tuve que llevar a Claudia al oculist a. Le recet aron ant eoj os.
Sacó de la cart era unos ant eoj os oscuros y, exam inándolos, agregó:
–No quiere usarlos. Dice que no ve las let ras del diario ni los escalones y
que el t iem po parece t orm ent oso y t rist e a t ravés de los vidrios oscuros.
La m uchacha echó la cabeza hacia at rás, con un m ovim ient o de páj aro, y
descubrió su cuello redondo. Sus oj os se m ovieron, inquiet os, de un lado a ot ro,
para después posarse abst raídam ent e sobre m í. Pensé que hacía bien en no
querer usar ant eoj os. ¿Qué hubiera quedado de su rost ro sin la lum inosidad de
su m irada? ¿Qué hubiera hablado en ella? A t ravés de los lent es oscuros, j am ás
m e hubiera at revido a creer que m e m iraba.
Me asom é de nuevo por la vent anilla. Ningún relám pago en el cielo,
ninguna puest a de sol, ningún com et a j ust ificaba, para est a señora, m i larga
cont em plación. El cam po ardient em ent e m onót ono, con past os am arillos o
verdes, se ext endía con sus repet idas ovej as, sus caballos y sus vacas.
Mis com pañeras de viaj e t odavía no m e habían dej ado reflexionar. ¿Cóm o
sería aquella est ancia rem ot a, con el nom bre de un páj aro que para m í exist ía
solam ent e en los lagos de Palerm o o en los versos de Ruben Darío? ¿Cóm o sería
Arm ando Heredia? Cuando su padre m e lo describía, sent í algún afect o por aquel
m uchacho, solit ario y desconocido, cuya indiferencia preocupaba a t oda una
55
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
fam ilia. Est o t am bién es ciert o: sent í una m ezcla de adm iración y repugnancia
por él.
¡Todo lo que la im aginación puede fraguar alrededor de un nom bre!
Mient ras desfilaban ant e m is oj os las nubes y los anim ales del ponient e, lo
im aginaba alt o, ancho de hom bros, m oreno, cruel y m elancólico, afect ado y
grosero, siem pre con olor a alcohol.
" ¡Cóm o un m uchacho que se ha recibido de bachiller en Europa, que iba a
seguir la carrera de m édico, un m uchacho con bast ant e afición a la m úsica,
puede encerrarse un buen día en una est ancia abandonada, cuidada por los
m urciélagos y los sapos! ¿Para qué se encierra en esa est ancia? No es para
est udiar, ni para cult ivar la t ierra, ni para criar vacunos" , un día exclam ó,
escandalizada, m i m adre. ¿Pero acaso Arm ando Heredia no era m ás sensat o que
su fam ilia? El arrendat ario del cam po les había cedido el casco de la est ancia y
por pequeño que ést e fuera ¿cóm o no disfrut aban de esa propiedad de cam po,
ya que la sit uación pecuniaria en que se encont raban no les perm it ía veranear en
ot ra part e?
Arm ando Heredia m e parecía pert enecer a la raza de los héroes ( en una
nube im aginé su perfil at revido) : no había sucum bido baj o las iras fam iliares.
Había podido abandonar t odo por nada. Sin em bargo yo no est aba t an seguro
que ese nada fuera realm ent e nada.
En los vidrios de la vent anilla vi el reflej o de una nube y el horizont e que
achat aban un sol casi violet a. Vi t am bién el rubor de m i frent e, m ient ras
pensaba: soy un avergonzado em baj ador enviado por el am igo de m i padre. Yo
soy t ím ido y nada ast ut o ¿qué influencia puedo t ener sobre el ánim o de un
m uchacho que sólo conozco por vagas, cont radict orias inform aciones? " Lo único
que t ienes que hacer es seguir est udiando" m e había dicho el señor Heredia,
m ient ras fum aba un habano, en el escrit orio de m i padre, " dem ost rarle t u
am ist ad, si la sient es. Creo en la eficacia del ej em plo: ningún consej o será
m ej or. No podría pedirt e, no, no podría pedirt e, aprovechando las vent aj as de
una posible am ist ad, que arranques de su corazón un secret o para ent regárm elo
a m í. Tem o que en el m ist erio de su reclusión exist a una m uj er o un vicio.
Repit o: lo único que t ienes que hacer, am igo m ío, es est udiar allí y aprovechar el
aire saludable del cam po. La casa est á abandonada, pero para un m uchacho de
t u edad eso no significa una m olest ia sino una diversión m ás."
Adm iré en la vent anilla una int erm inable laguna donde reposaban com o
flores algunos adorm ecidos flam encos. Pensé en la frescura de un baño y, al
cont em plar m ej or la m onot onía del agua, seguí el curso ant erior de m is
pensam ient os. Mi padre, que est im a al señor Heredia com o uno de sus m ej ores
am igos de infancia, viendo, en la prom esa de un vínculo de am ist ad ent re su hij o
y yo, reanudarse una relación int errum pida desde hacía años por circunst ancias
ineludibles de la vida, m e recom endó que desplegara la m áxim a caut ela, la
conduct a m ás sagaz, la int eligencia m ás sut il para acercarm e a Arm ando Heredia
e influir sobre su caráct er áspero. Tant as esperanzas puest as en m í m e
confundían.
Si Arm ando Heredia no m e result aba sim pát ico, si yo no le result aba
sim pát ico ¿cóm o haría para soport ar aquellos quince o veint e días en la soledad
definit iva del cam po? Por lo m enos ¿habría en la est ancia un aparat o de radio,
una biciclet a, un caballo?
Caía la noche con un cielo vacío. Sobre la frescura del vidrio apoyé m i
frent e: m e sent ía afiebrado. Hubo un m om ent o de j úbilo cuando vim os la
prim era llam a y el prim er avest ruz ilum inados por m onst ruosas luces. Leí un
rat o. Pensé que est aba solo y hast a ciert o punt o lo est aba. Mi int erlocut ora se
había dorm ido; la m uchacha, reclinada en el respaldo del asient o, con los oj os
ent ornados, t rat aba de im it arla. Vi que su boca t enía la form a de un corazón
56
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
orgulloso. Vi que llevaba en su vest ido un broche con piedrit as celest es; las
piedrit as dibuj aban un nom bre: María.

Las luces com enzaban a encenderse cuando el t ren se det uvo en la


est ación de Cacharí. No m e esperaba Arm ando Heredia, sino un peón afónico,
cuya cara no pude dist inguir de la noche, y una volant a desvencij ada.
Ladraban los perros. En la oscuridad de una casa m uy larga, com puest a
casi esencialm ent e de corredores, de enredaderas superpuest as, apareció
Arm ando Heredia llevando una lám para de kerosene en la m ano. Gracias a las
circunst ancias nuest ro encuent ro fue providencialm ent e nat ural. Un chiflón apagó
la lám para. Tuvim os que ir a la cocina, a buscar ot ra. En el cuart o cont iguo una
agria voz de m uj er prot est aba cont ra las cam isas de las lám paras. Todas se
habían quem ado ese día. Arm ando Heredia descolgó del t echo un farol y m e
conduj o con la luz a t ravés de ot ro corredor. Llegam os a una habit ación larga;
algunos t ablones del piso est aban hundidos.
–Est o fue un com edor –m e dij o Heredia, ilum inando su cara con la
lám para–t odo en est a casa fue y ya no es, aun la com ida –agregó, enseñándom e
una fuent e con carne ahum ada y hoj as de lechuga am arilla.
Algunas personas que vem os por vez prim era nos sugieren falsos
recuerdos; creem os haberlas vist o ant es; seguram ent e t ienen algún parecido con
ot ras que conocim os en algún café o en alguna t ienda. Heredia no era com o yo lo
había im aginado, pero en cam bio se parecía a alguien: no podía descubrir a
quién. Busqué nom bres, lugares en m i m em oria; lo asocié a un librero de la calle
Corrient es, a un profesor de m at em át icas. Mient ras observaba el m ovim ient o de
sus labios perdí las esperanzas de saber a quién se parecía. Me sent í hum illado
ant e m i falt a de m em oria.
–Si quiere pasar a su cuart o, ant es de com er, sígam e.
At ravesam os ot ros corredores y llegam os a un dorm it orio con un t echo
m uy baj o. Las vent anas eran de dist int o t am año, los m uebles llevaban
esculpidos en la base una suert e de m onst ruos, con colas dobles de sirenas; los
vislum braba apenas en la t rém ula luz del velador.
–En est e arm ario hay una percha, la única. Es m ía –dij o Heredia,
m ost rándom e en la oscuridad el arm ario ent reabiert o–. ¿Ve las got eras?
I nt eresado, inspeccioné la oscuridad.
–Est as vasij as –prosiguió, dando un punt apié sobre un obj et o– est án
dest inadas, no sólo a recoger el agua cuando llueve, sino a producir insom nios y
una m úsica im previsible. Podría j urarlo: cada got a que cae en est os recipient es
produce un sonido infinit esim alm ent e dist int o del ant erior y del siguient e. He
oído m ás de quinient as lluvias en est e cuart o.
Pensé decirle: Es m uy aficionado a la m úsica. Pregunt é at ent am ent e:
–¿Llueve m ucho?
Me lavé las m anos, saqué algunas cosas de m i valij a, m e peiné. Después
nos sent am os a com er, casi a oscuras.
El sol im placable ilum inaba el cielo y una arboleda t upida, cuyas copas se
dibuj aban cont ra nubes blancas. Un vient o ardient e soplaba sobre los past os
secos. Era aquella una est ancia abandonada. Sobre el t echo de la casa crecía un
eucalipt o y algunas flores silvest res. Las enredaderas devoraban las puert as, los
aleros de los corredores, las rej as de las vent anas. En una película
cinem at ográfica había vist o algo parecido. Una casa con t elarañas, con puert as
desquiciadas, con fant asm as.

Salvo a Heredia, no había vist o a nadie después de m i llegada. El


desayuno, en la cocina, a las siet e de la m añana, fue bast ant e frugal. En uno de

57
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
m is bolsillos guardé un pedazo de gallet a y unos t errones de azúcar, que fui
com iendo despacio.
El silencio m e asom braba com o algo t ot alm ent e nuevo: llegaba a ser
t errible y est rident e.
–Hace m ucho que no salgo al cam po –exclam é com o respondiendo a una
pregunt a que nadie había form ulado–, el aire y el sol m e at urden.
Arm ando Heredia cam inaba a m i lado, dando cort os rebencazos en el
past o. Nos seguían t res perros.
–Las cosas m onót onas son las m ás difíciles de conocer. Nunca nos fij am os
bast ant e en ellas porque creem os que son siem pre iguales.
–¿Qué es m onót ono?
–El cam po, la soledad.
Callam os, incóm odam ent e.
– ¿Por qué est a est ancia se llam a Los Cisnes? –pregunt é, t rat ando de
evadir el silencio.
–Por los cisnes de la laguna –m e dij o señalando con su rebenque un lado
problem át ico del m ont e.
Tuve la sensación de est ar ciego: de noche, la oscuridad; de día, la
int ensa luz, no m e perm it ían ver.
–¿No le dij e ya que t odo ha desaparecido en est a est ancia? –prosiguió–.
Todo, salvo los m urciélagos, las arañas, los rept iles, ust ed y yo.
En ese inst ant e, com o ilust rando el final de su frase, una víbora se deslizó
ent re los past os. Ret rocedí de un salt o. Heredia inquirió:
–¿Es m iedoso?
Est a frase hubiera podido ofenderm e, pero t odo m e parecía dem asiado
irreal. Repliqué:
–Todo lo que es viscoso m e da m iedo: un pescado, un sapo, el j abón
cuando est á derret ido, cualquiera de esas ranit as que sobrevienen con la lluvia.
Me convidó con cigarrillos. Nos det uvim os. Mient ras encendía un fósforo y
resguardábam os la llam a ent re nuest ras m anos, lo observé at ent am ent e. Est aba
apoyado en el t ronco de un árbol. Exam iné las bom bachas negras, el cint urón de
cuero sobado, el pañuelo azulado al cuello, el grave perfil casi griego ( que
recordaba alguna de las est at uas que poblaban las lám inas de un libro de hist oria
de Malet ) . Volví a asociar su cara a ot ras caras, en vano.
–¿Podríam os ver la laguna? –inquirí. Luego agregué con verdadera
curiosidad:
–¿Y por qué no t iene cisnes? ¿Los cazaron t odos?
–Los cisnes no se cazan, pero m i abuelo m at erno los hizo m at ar. Pret endía
que le t raían m ala suert e. En la fam ilia creen que t uvo razón. La m uert e rect ifica
m uchas cosas; con m i abuelo fue esplendorosa: t ransform ó sus superst iciones en
nobles y m edit adas act it udes; sus m anías, en adm irables const ancias. Mi t ía
Celina, la m enor de sus hij as, que solía ir a la laguna con las chicas del puest ero,
enferm ó gravem ent e un día de diciem bre. Dij eron que se había bañado en la
laguna; volvió a la casa descalza y con la ropa m oj ada. Cuarent a noches y
cuarent a días t em bló de fiebre en la cam a de fierro donde yo duerm o ahora y
nadie sabía que en sus delirios veía los enorm es cisnes de la laguna picot ear su
cabeza. " Allí est án ot ra vez. Ahí vuelven" , grit aba t ía Celina. Mi abuelo le
pregunt aba " ¿Quienes vuelven?" , ella cont est aba: " Los m onst ruos" . " ¿Qué
m onst ruos?" " Los grandes, con las caras negras."
Dos años duró su enferm edad. Mi abuelo t ardó en averiguar quiénes eran
los m onst ruos de caras negras. Cuando lo supo, hizo m at ar los cisnes. Después,
poco t iem po después, m i t ía Celina m urió de un at aque al corazón. Dicen que en
esos días encont raron al últ im o cisne en la laguna y que m i abuelo lo est ranguló
con la m ano izquierda. Toda est a hist oria desprest igió la est ancia. Mi m adre no
58
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
quiso volver. Adoraba a Celina. Mi padre, aunque nunca vivió m ás de una
sem ana aquí, sient e una at racción rom ánt ica por el lugar. El arrendat ario del
cam po no acept ó la casa. Es nat ural, la suya es m ej or. Aquí se quedaron a vivir
la ant igua casera, esa m uj er que cocina para nosot ros y nos lava la ropa, el
m arido, que fue el peón m ás ant iguo de la est ancia y que t iene algunas ovej as y
algunos caballos y el niet o, de doce años, que se llam a Eladio Esquivel.
–Pero ¿son invisibles?
–Si fueran silenciosos sería m ej or –respondió Heredia.
–No los he oído.
–Hoy se fueron a Tapalqué, para asist ir a un casam ient o. Volverán a la
noche. Dej aron preparada la sopa. Una sopa incom ible. Nosot ros m ism os
asarem os la carne en las brasas. Hay dulce de m em brillo y queso.
La descripción de est e alm uerzo despert ó m i apet it o. Saqué un t rozo de
gallet a del bolsillo y lo com í m ient ras cont em plaba las avenidas idént icas del
m ont e.
Sent ía sueño, sueño y ham bre. Era la abrum ant e hora de la siest a.
Penet ré en una especie de despensa con olor a j abones y a yerba, donde
zum baban m oscas. Los post igos est aban cerrados. Un hálit o fresco y agradable
m e acariciaba la frent e, m ient ras m e acost um braba a la oscuridad. En el suelo vi
dos caj ones vacíos, t res bolsas: una, con prot uberancias desiguales, que
cont enía las gallet as; ot ra, con form a de alm ohada, con algo que debía de ser
afrecho; ot ra casi vacía con m aíz desgranado. En los est ant es, en un rincón, vi
unos j abones am arillos y una escoba; en ot ro rincón, un pedazo de dulce de
m em brillo, dos t aj adas del m ism o dulce sobre un plat o; en el últ im o est ant e, t res
bot ellas de vino negro, un sifón viej o y un ext raño obj et o que m e llam ó la
at ención. Para exam inarlo de cerca, subí sobre uno de los caj ones. Lo t om é en
m is m anos. Era un florero de porcelana azul, con helechos rosados, que
represent aba una canast a; un cupido con la boca abiert a sost enía la t apa con
una m ano y con la ot ra una guirnalda de flores y de frut os exuberant es.
En la casa de uno de m is am igos había vist o, en una vit rina o t al vez en el
cent ro de una m esa redonda, un adorno idént ico. Dej é en la repisa el repugnant e
obj et o; est aba cubiert o de t elarañas y de polvo. Baj é del caj ón y m iré el dulce en
el plat o. Tenía ham bre, pero no m e gust a el dulce de m em brillo. Resignado,
t om é las t aj adas y las devoré.

Nuest ros paseos a caballo m e deleit aban: los esperaba en la prim era luz
del día, en los prim eros cant os de los páj aros. Heredia m e había prest ado unas
bom bachas y un par de alpargat as. Con exalt ación incom parable crucé la laguna
y vi flot ar sobre las aguas nidos en form a de canast as. Encont ré en el cam po un
huevo de perdiz, oscuro y lust roso, de color de chocolat e, y ot ro huevo enorm e
de avest ruz.

Del fondo de la cocina llegaban las voces de un aparat o de radio: llenaban


la solit aria casa de resonancias. Com prendí por qué Heredia se había lam ent ado
de que los habit ant es de la casa no fueran t an silenciosos com o invisibles. " Las
radios aj enas son agresivas" , decía m i am igo m ient ras se sacaba las bot as para
calzarse las alpargat as.
Salim os a un pat io. Era de noche. Vi nacer una luna conm ovedora. En ese
inst ant e, no por su m odo de hablar ni por sus palabras, sino por su m odo de
dist ribuir las audaces vent aj as del silencio, t uve la deslum brant e revelación de la
int eligencia de Heredia.

59
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Andábam os a caballo por el cam po. Yo le pregunt aba a Heredia a quiénes
pert enecían los m ont es y las casas que se divisaban a lo lej os. Me explicaba con
paciencia:
–Aquel m ont e es de Rosendo Jara. Tiene ovej as. Aquél es de Miguel
Ram os, el alm acenero. Tiene un plant el de vacunos y un hij o, que es dom ador.
El de m ás allá, en donde se ve un m olino, es de Valent ín Gism ondi, un hom bre
m ás pobre que los ot ros. Tiene una hij a llam ada María.

Lent am ent e progresaba nuest ra am ist ad. Lent am ent e llegam os a hacernos
confidencias recíprocas. Le hablé de la ant ipat ía que sent ía por m i herm ano
m ayor, de la absurda act it ud que t om aba m i m adre ant e un sent im ient o t an
nat ural. Los vínculos de la sangre no exist ían para m í. ¿No bast aba que fuéram os
herm anos? ¿Teníam os que ser am igos? Heredia m e com prendía. Me hablaba de
su padre:
–No puede t olerar que yo est e aquí. Sospecha que le ocult o un secret o.
¿Acaso puede uno vivir sin ocult ar un secret o a su padre? Suponiendo que lo
averiguara y lo descubriera, siem pre exist iría un secret o. Nunca podría
conocerm e. Un día sospecha que est oy enam orado; ot ro, que m e abandono a la
bebida. Desconcert arlo m e diviert e.
–Est á m al –dij e con desgano.
–¿Por qué est á m al? Las personas frívolas necesit an ser cast igadas. Si lo
llevara a un rancho hecho de barro, sin post igos, t al vez sin puert as, y le
enseñara a una m uchacha com o María Gism ondi, con olor a hum o pero llena de
virt udes; si le dij era: " ést a es m i novia" , m e t rat aría com o a un crim inal.
–¿Y ésa es su sit uación?
–No, de ningún m odo. Quiero probarle con est e ej em plo la frivolidad de m i
padre. Es un m onst ruo. He pensado a veces...

Yo sent ía el t ranscurso, la esencia del t iem po en sus repet iciones.


Recordar el present e es alargar m ás el t iem po. Recordaba las fragancias de las
lluvias, al declinar el día, cuando Heredia, sin dar explicaciones, desaparecía de
la est ancia. Yo escuchaba el galope del caballo, que se alej aba sobre el cam ino
de t ierra, o veía una nube de polvo, que se alej aba con la volant a.
Pensaba: regresa no sé a qué horas, cuando est oy profundam ent e
dorm ido. Oigo los pasos de sus bot as sobre las baldosas del corredor. Golpea m i
vent ana, para darm e las buenas noches. Lo oigo ent re sueños. Mient ras duerm o,
el t iem po int errum pe su rit m o convencional. En lugares solit arios el sueño se
enlaza a la realidad. Ést a es com o la im it ación de una vida m uy larga, con sus
m em orias. Hace cinco o seis días que vivo en est a est ancia con Arm ando Heredia
y m e parece que t oda m i vida he vivido con él, en est a casa; que siem pre que he
oído llover, que siem pre que he vist o las puest as de sol, Arm ando ha golpeado
en m i vent ana para decirm e buenas noches, en m edio de m is sueños.

* * *

Llegam os del fondo del cam po, a caballo, y nos bañam os en el t anque
aust raliano que est aba en la ant igua huert a. El agua nos llegaba a la cint ura,
pero yo sent ía m ás placer que en los baños que m e daba en la piscina de la
Asociación Crist iana de Jóvenes, o en la playas de Olivos, en el Río de la Plat a.
Nos zam bullíam os alegrem ent e en m edio m et ro de agua. Los páj aros baj aban,
rozando apenas el agua con las alas, y ascendían rápidam ent e al cielo. Mient ras
nos vest íam os debaj o de un sauce, cuya som bra nos cobij aba, nuest ro diálogo se
int ernaba por los senderos de las confidencias.

60
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–En el prim er m om ent o, cuando quise quedarm e aquí, m i padre m e creyó
loco –m e decía Heredia–. Cuando vio que t odo era inút il, pues a pesar de no
haberm e dado un cent avo yo insist í en quedarm e, m e pidió, com o últ im o
recurso, que fuera a Buenos Aires a consult ar a un m édico. Acept é. Yo sufría de
insom nios y de frecuent es dolores de cabeza. Mi encuent ro con el m édico –el
doct or Tarcisio Fernández, un psicoanalist a– fue cóm ico. Él m ism o m e había
prescript o una franqueza absolut a, que aproveché para insult arlo durant e las
visit as que le hice en su consult orio. Después él m ism o aconsej ó a m i padre que
m e dej ara venir al cam po y m e pidió, ya sin esperanzas de ser oído, que anot ara
m is sueños. Del caj ón de su escrit orio sacó un cuaderno, con t apas de cuero
azul, que m e ent regó diciéndom e: " Est e cuadernit o podrá servirle para anot ar
sus sueños" . Reconciliados, nos despedim os. Le prom et í obedecer su pedido.
Quisiera sat isfacer ese pueril capricho, le aseguro, pero no puedo, no he podido,
no t engo sueños. ¿Ust ed sueña m ucho?
–Sí, pero cosas absurdas, sin int erés; m uchas veces creo que est oy
pensando y en cam bio est oy soñando. Me t ransform o en ot ro individuo: sueño
con personas, lugares y obj et os que j am ás he vist o. Después, cuando no puedo
vincularlos con la realidad, los olvido. Recuerdo que en uno de m is sueños m e
dorm í de aburrim ient o. Sin duda son sueños heredit arios.
–Cóm o int eresaría t odo est o a Tarcisio Fernández –exclam ó Heredia–. Yo
quisiera t ener sueños, aunque fueran inconciliables con la realidad. No soñar es
com o est ar m uert o. La realidad pierde im port ancia. Pienso en los sueños de
Jacob, de José, de Sócrat es; pienso en el de Coleridge, que le inspiró un poem a.
A veces m e despiert o con la sensación de t ener dent ro de m i m em oria una hoj a
en blanco; nada parece im prim irse en ella. Com et ería un crim en si ese crim en
m e perm it iera soñar. Maidana, por favor, cuént em e alguno de sus sueños. Si yo
est uviera com o ust ed condenado a soñar con personas y lugares que no conozco
–se int errum pió un inst ant e para at arse las cint as de una alpargat a–,
seguram ent e m e divert iría m ucho. Me dedicaría a buscar esos lugares y esas
personas.
–Yo no podría hacerlo porque no soy fisonom ist a. Apenas reconozco a
personas que he vist o m uchas veces en la vida. En un sueño t engo m enos
probabilidades de recordarlas.
–Cuént em e algunos de sus sueños –insist ió Heredia.
–En est e m om ent o t endría que invent arlos. No recuerdo ninguno.

Solo, a las ocho de la noche, vagaba por el cam po. Quería ver en la laguna
los páj aros que acuden a sus nidos a la puest a del sol. Al pasar por el alam brado
de púas m e last im é un dedo. Busqué una hoj a, para lim piarm e la sangre, pero
no encont ré sino la m ost acilla del cerco y los cardos del cam ino. Llegué a la
laguna.
Me inclinaba ent re los j uncos, sobre el agua, para lavarm e las m anos,
cuando vi una ext raña criat ura acurrucada en el suelo. Prim ero pensé que era
una ovej a echada, una de esas ovej as, com o los leones de algunos cuadros, con
cara de hom bre. Me acerqué m ás, rem oví los j uncos. Era un hom bre con el pelo
largo hast a la cint ura; est aba sent ado adent ro del agua, t renzaba con los j uncos
una suert e de j aula que le serviría, sin duda, para capt urar páj aros. Me acerqué.
Le hablé. No m e oyó. En la aust eridad del silencio, el silbido que sus labios
m odulaban era sim ilar al cant o de los m ás ingeniosos páj aros.

Heredia com ía sobriam ent e. No bebía vino; no olía nunca a alcohol. Era
bueno con los anim ales. Su conduct a era correct a. Yo lo est im aba. Las calum nias
habían sido vanas: pensaba est as cosas al m irar en m i m ano la ram a am arga,
con frut os roj os, de un duraznillo.
61
Silvana Ocampo Cuentos Completos I

Heredia de vez en cuando int errum pía su diálogo; arrancaba hoj as de los
árboles para llevárselas a la boca y m ast icarlas.
–Mi padre m e ha enviado una cart a, anunciándom e para la próxim a
sem ana la llegada de uno de sus am igos. –Sacó la cart a del bolsillo y sonrió
ext rañam ent e.
–Lo m anda –prosiguió– para espiarm e. Pienso no t olerar ninguna de esas
int rom isiones: m at aré de un balazo a cualquier persona que pret enda m et erse
en m i vida privada.
–¿Tiene revólver?
–No; pero alguien podría prest árm elo.
–I ría preso.
–No m e im port a ir preso. ¿Acaso no est oy preso aquí?
–Por su gust o.
–¿Por m i gust o? –se int errum pió un m om ent o–. Tal vez sí, t al vez no.

Llovía. Com o predij o Heredia, dent ro de los recipient es, que est aban
colocados en m i habit ación, las got as caían con sonoridades rít m icas y t onos t an
diversos que result aba im posible no escucharlos ( com o se escuchan, sin querer,
algunas m úsicas) .
¿Por qué Heredia no m e llevaba nunca al pueblo de Cacharí? El día que
resolví ir a la peluquería ¿por qué com binó un viaj e a Azul, y m e llevó en t ren y
de m ala gana? ¿Por qué no m e dej aba ent rar a su cuart o que est á en el ala
opuest a de la casa? ¿Me ocult aba algo? Mi am ist ad con él ¿había sido ilusoria?
Me hacía est a serie de reflexiones cuando Eladio Esquivel, el niet o de la casera,
se asom ó a m i vent ana y m e dij o: " Hay correspondencia para ust ed" . Debaj o de
un capuchón im provisado con bolsas; para prot egerse de la lluvia, vi por prim era
vez la cara risueña del m uchacho. Pensé: ¡Qué m anía t engo de descubrir
parecidos en las personas! Creí evocar un ret rat o de m i padre a los diez años.
Abrí el sobre. Leí la firm a, para no alegrarm e vanam ent e. La leí con asom bro.
Era una cart a del señor Heredia, a quien yo había perfect am ent e olvidado. Sent í
un leve m alest ar. No podía ident ificar al señor Heredia, que yo había conocido en
Buenos Aires, con el padre de Arm ando Heredia. Si hubiera seguido m i prim er
im pulso no hubiera leído la cart a. Tal vez pensé en lo frágil que es nuest ra
inocencia ant e la im aginada int erpret ación de los dem ás. Venciendo m i
repugnancia com encé la lect ura. No puedo t ext ualm ent e repet ir su cont enido,
pero su significado era m ás o m enos ést e: Después de pregunt arm e qué
recibim ient o m e habían hecho en la est ancia, si m e divert ía, si no m e m at aban
de ham bre, si la vida de cam po era de m i agrado, m encionaba a su hij o, m e
pedía not icias de él, de su conduct a, de su aspect o físico, et c. La cart a, escrit a en
un t ono pat ernal y quej um broso, m e desagradó. La escrit ura era grande,
inclinada y pret enciosa. Tengo algunos conocim ient os de grafología. Cavilé un
inst ant e sobre los rasgos principales de la escrit ura. Descubrí en ellos su
cobardía y su vanidad. Cuando alcé los oj os, Arm ando Heredia est aba frent e a
m í. Com o una som bra había ent rado en m i habit ación, com o una som bra lo vi
recort ado en el m arco de la puert a por donde se infilt raba la lum inosidad verdosa
y celest e de la lluvia. Desde m i llegada a la est ancia no había sent ido
culpabilidad alguna en m i act it ud: Arm ando Heredia no m e había int errogado;
por lo t ant o, yo no había sent ido la obligación de relat arle m i ent revist a con su
padre, ni se m e había ocurrido cavilar sobre est as cosas. Frent e a su invisible
sem blant e m e sent í, con una cart a que parecía revelar m i t raición,
t enebrosam ent e culpable. Heredia ret rocedió unos pasos para avanzar de nuevo:
la luz ilum inó sus oj os. Seguí la dirección de su m irada: at ravesaba la cart a y el
rubor incont enible de m i rost ro.
62
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–¿Y ust ed m ant iene correspondencia con m i padre?
Agit é la hoj a en el aire y le respondí riéndom e, t rat ando t orpem ent e de
t ranquilizarm e.
–Me ha escrit o est as líneas. I nt ent aba hacer su grafología.
–Tendría que hacer su propia grafología, para averiguar qué clase de espía
es ust ed. –Al pronunciar est as palabras Heredia t om ó una j arra que había sobre
la m esa y la est relló cont ra la pared. El agua cayó com o una enorm e flor.
–Mi padre es un im bécil, pero ust ed es un hipócrit a. Ust ed ha venido a
est a est ancia con el pret ext o de descansar, de est udiar para los próxim os
exám enes; ni descansa, ni est udia. Pero t am poco sirve para espiar; para t odo
hay que ser int eligent e.
Con est as palabras dio un port azo y se alej ó por los corredores. Oí sus
pasos, m et álicos, en la lluvia.

En m i corazón ¿predom inaba la ira o el rem ordim ient o? La ira convert ida
en resent im ient o se volvía m ás incóm oda; el rem ordim ient o convert ido en
asom bro, m ás llevadero. Preparé m i valij a. Acom odé los libros ent re las correas
de cuero. Me preocupaban m uchas cosas: ¿en qué m e iría a la est ación? ¿Qué
diría al señor Heredia y a m is padres en Buenos Aires? ¿Dónde est aba m i
bufanda? Abrí el post igo. Llovía t orrencialm ent e. Ent ré en la cocina. No había
nadie. Me sent é en un banco frent e a la puert a. El hum o de los leños húm edos
llenó m is oj os de lágrim as. La casera t ardó en llegar y, al verm e con la valij a, m e
pregunt ó si est aba de viaj e. Le dij e que esperaba irm e esa m ism a noche.
Averigüé la hora de los t renes. Le pregunt é si la volant a podría llevarm e; no m e
aseguró nada.
La lluvia am ainó. Se despej ó el cielo. Dej é la valij a en la cocina y salí al
pat io. Me int erné por el m ont e. Volvió a sorprenderm e la sim ilit ud de t odos los
cam inos de eucalipt os y de casuarinas. Me seguía uno de los perros. Desde el
prim er m om ent o m e había seguido; por las m añanas m e esperaba
indefect iblem ent e en la puert a de m i cuart o. Era negro, lanudo y hum ilde. Lo
llam aban Carbón.
La lluvia, finísim a, se infilt raba apenas ent re el follaj e. La t ierra, en el
bosque de eucalipt os, no est aba húm eda. Se hubiera dicho que los rayos de sol
apresados en un colchón de hoj as secas m ant enían un calor y un olor m ás
int ensos en m edio de la lluvia. Me sent é al pie de un árbol, desde donde se
divisaba la ent rada de la casa. Melancólicam ent e pensaba en t odo lo agradable y
lo desagradable de m i est adía. En lo poco que había est udiado, en los insult os de
Heredia, en la indignidad aparent e de m i act it ud, en los paseos a caballo, en los
baños en el t anque aust raliano, en la m uert e del indio Cacharí, cuando fui
arrancado de m is m edit aciones por Carbón, que se abalanzó ladrando en
dirección a la casa. Al rat o vi llegar un aut om óvil. Baj ó un hom bre, después ot ro.
Ent raron en la casa. Volvieron con la casera y el niet o. Trat aban de sacar del
aut om óvil un bult o m uy pesado. Me puse de pie, para ver m ej or. Com prendí que
no se t rat aba de una bolsa ni de un caj ón: los hom bres respet uosam ent e
sacaron del aut om óvil una persona m uert a.

Con la sensación de irrealidad que uno sient e después de pasar una noche
en vela, seguí a la casera por los corredores. Arm ando Heredia m e m andaba
llam ar. Por prim era vez ent ré en su cuart o. At errado, m e det uve en la puert a.
Arm ando est aba acost ado, t enía un pañuelo sobre la frent e. Vagam ent e vi una
palangana sobre una silla, j unt o a su cam a. Con una voz débil le oí balbucear.
–Me dij eron que est aba por irse. Tal vez m e excedí, t al vez m e equivoqué.
Soy violent o.
63
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–¿Est á m ej or? –le pregunt é, int errum piendo nerviosam ent e su frase–.
¿Qué sucedió?
–I ba al pueblo. En vez de rodear los pot reros del fondo, com o suelo
hacerlo en los días de lluvia, t om é el cam ino. El barro est aba resbaladizo com o
un piso de baldosas j abonado. Súbit am ent e m i caballo pat inó, se espant ó y rodó
en la zanj a, cerca de la alcant arilla del cam ino. No sent í nada. Unos vecinos que
pasaron en aut om óvil m e recogieron y m e t raj eron desm ayado.
–¿Se hirió?
–Un poco, en la cabeza, en la cint ura, en el brazo izquierdo –dij o, t rat ando
de incorporarse en la cam a.
Se arrem angó y vi que t enía en el brazo izquierdo una herida bast ant e
profunda.
–No com prendo con qué m e hice est a herida –m usit ó perplej o. Agregó:
–Alguna piedra o los bordes de la alcant arilla.

Heredia necesit aba paliat ivos para sus dolores y desinfect ant es para su
herida. Resolví ir a buscarlos al pueblo. Baj é del caballo, lo at é a un post e y
ent ré en la farm acia. Aprovechaba ese pret ext o para visit ar Cacharí y para
alej arm e un rat o de la est ancia. Después de com prar los m edicam ent os, vagué
por el pueblo. Nubes incesant es de polvo se levant aban; un polvo fino com o la
arena giraba en rem olinos. Cam iné por la avenida principal que t iene en el cent ro
una hilera de fénix. Ent ré en el alm acén y com pré un m at e de porcelana, con la
inscripción Am ist ad, y un at ado de cigarrillos.
Reclinada en el m ost rador, en una act it ud de dulce indiferencia, est aba la
m uchacha con quien había viaj ado hacia unos días. Esperaba frent e a una
bot ella, con los oj os fij os en m í. Apoyé un brazo en el m ost rador y la m iré con
adoración. Le dij e en voz baj a:
–¿Esperando?
Sin darse por aludida y sin dej ar de m irarm e, cam bió de post ura, t om ó un
paquet e y la bot ella llena de vinagre, que le ent regó el alm acenero, y salió
cerrando la puert a apresuradam ent e. Perm anecí un inst ant e inm óvil.
Defraudado, salí del alm acén, busqué a la m uchacha. Había desaparecido en el
sol y en el silencio. Por las som bras cuadradas de las casas cam iné al encuent ro
de m i caballo, lo m ont é y regresé con una sola esperanza: la esperanza de verla.

Los grit os de los t roperos que pasaban arreando el ganado se elevaban, se


perdían ent re un t um ult o de m ugidos. Arm ando Heredia ya podía sent arse en la
cam a: la hinchazón del brazo había dism inuido. Reanudam os la am ist ad. Un día
que hablábam os y nos reíam os de nuest ra disput a com o de algo que había
ocurrido ent re ot ras personas, por prim era vez m e det uve a exam inar la
habit ación; algunos cort inados, algunos m uebles la oscurecían, las vent anas,
caprichosam ent e colocadas, y una puert a con vidrios, la ilum inaban; t odos sus
ángulos est aban en falsa escuadra; era exageradam ent e alargada; sus paredes
blanqueadas revelaban en part es colores oscuros y sucios. La cam a era de fierro
y t enía en la cabecera un pequeño paisaj e ovalado, que represent aba un barco
con las velas desplegadas y un cielo celest e, con nubes. Las sillas est aban
vencidas por el uso. El arm ario, una ruina alt ísim a y desolada, t enía el espej o
rot o. La m esa de luz era gris; le falt aba un caj ón ( por el hueco asom aban unos
libros, un t ubo de aspirina, un lápiz verde y un cort aplum as) . Un alm anaque del
año 1930 colgaba de un clavo en la pared de la derecha y pegado a la pared
cont igua j unt o a la puert a, había una reproducción de un cuadro que debía de
ser de Delacroix. Me acerqué al cuadro: en el profuso verdor de un paisaj e del
t rópico un t igre se abalanzaba sobre un j aguar.
–Yo he vist o una pelea com o ést a –dij e en voz alt a.
64
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Heredia no ocult ó su incredulidad. I nm ediat am ent e quiso saber en qué
circunst ancias y dónde la había vist o. No pude cont radecirm e. Le di una
explicación insat isfact oria, pero sent í que después de haberm e oído Heredia m e
est im aba m ás que ant es.

Mi conciencia m e t ort uraba. Si no era por m ent ir ni por sat isfacer m i


vanidad ¿por qué había dicho esa frase? Si confesaba a Heredia que al m irar la
reproducción del cuadro t uve la cert eza de haber asist ido alguna vez a la pelea
de un t igre con un j aguar y que luego al indagar en m i m em oria y al t rat ar
penosam ent e de cont arla había com prendido que ese recuerdo no exist ía; que en
el t ranscurso de m i vida, en ningún m om ent o, ni siquiera en el Jardín Zoológico,
ni siquiera en la infancia, ent re m is anim ales de j uguet e, pude asist ir a un
espect áculo sem ej ant e, ¿qué pensaría de m í?
Así reflexionaba m ient ras veía desde el corredor las evoluciones de Eladio
Esquivel, que subía con la roldana un balde con bot ellas del fondo del pozo
donde se m ant enían casi heladas. Me acerqué a pedirle agua; t om é unos t ragos
de una bot ella. Al m irar de nuevo la risueña cara del m uchacho, se agolparon en
m i m em oria im ágenes confusas. ¿Por qué t odo m e recordaba ot ra cosa? Claudia
o María ( la m uchacha que había vist o en el t ren) , el m ism o Arm ando Heredia, la
repugnant e canast a de porcelana con el cupido y la guirnalda, la cam a de
Arm ando Heredia, Eladio Esquivel, la reproducción del cuadro... Recordé unos
versos que había leído en una ant ología inglesa:

I have been here before,


But when or how I cannot t ell.

Yo t am bién t enía la im presión de haber vist o ant es t odo est o, pero sin el
éxt asis de am or, que era lo único que la hubiera j ust ificado.
Pensé en la t ransm igración de las alm as. Recordé algunas frases
relacionadas con el dogm a de la filosofía india: " El alm a est á en el cuerpo com o
el páj aro en la j aula" . " El cuerpo hace largos viaj es y cuando se enferm a, el
alm a, que lo lleva, le consigue rem edios, pero cuando perece lo abandona, com o
al casco de un barco, para buscar ot ro y gobernarlo com o al ant erior."
Est udié de nuevo la cara de Eladio: vi sobre su cabeza un t urbant e ceñido
y oscuro com o la flor at erciopelada que m i m adre había llam ado, en un j ardín de
Olivos, crest a de gallo.
Pregunt é a Esquivel:
–¿Ust ed no recuerda haberm e vist o ant es que yo viniera a est a est ancia?
Mirándom e con sus enorm es oj os, respondió:
–Tengo m ala m em oria.
–Yo t am bién t engo m ala m em oria para reconocer las caras, pero no se
t rat a de eso. ¿No le parece que m e ha conocido ant es? ¿No hay algo en m í que
ust ed reconoce?
Con m irada curiosa recorrió m i cara, m iró m i pelo, m i frent e, com o si
recordara algo. Sacudió la cabeza y dij o sin convicción:
–Creo que no.
Le respondí:
–Yo lo vi en la I ndia, hace m ás de un siglo. Se quit aba el hum ilde t urbant e
para bañarse de noche en las aguas del río. Después robó piezas de seda en una
t ienda y al m orir se reencarnó en un ave.
Recit é en alt a voz est as palabras:
–" El alm a no puede m orir: sale de su prim era m orada para vivir en ot ra.
Yo lo recuerdo, est aba en el sit io de Troya, m e llam aba Euforbo, hij o de Pant o, y
el m ás j oven de los at ridas at ravesó m i pecho con su lanza. Asim ism o, ant año,
65
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
en Argos, reconocí m i escudo en los m uros del t em plo de Juno. Todo cam bia;
nada perece" . Com o Pit ágoras, yo t am bién creo en la t ransm igración de las
alm as. –Eladio Esquivel m e escuchaba absort o.
–A los doce años yo sabía de m em oria, y en griego, el apólogo de Her, hij o
de Arm onio, que vio el alm a de Orfeo t ransform arse en cisne, la de Tam iro, en
ruiseñor, la de Ayax, en león, la de Agam enón, en águila.
Las nubes sonrosadas t enían fast idiosas form as de ángeles y de alt ares.
Tendidos sobre la hierba, los j irones de neblina se disipaban. En la t urbia luz del
m ont e, lent o, ciego, apareció Apolo, el caballo con la est rella en la frent e. Era la
prim era vez que yo veía un anim al ciego. Preparé est a frase para decírsela a
Heredia: " Una persona, capaz de hablar, de com prender, de razonar, aunque
haya nacido ciega, a t ravés de las palabras puede conocer el m undo de las
form as, de los colores, del pensam ient o; pero un anim al ciego ¿en qué secret os
laberint os vagará, preso de sus m ovim ient os, com o un aut óm at a? ¿Qué m anos,
qué voz piadosa le enseñarán el m undo?" Dij e:
–Los anim ales son los sueños de la nat uraleza.
Apolo se acercaba lent am ent e, se det uvo ant e nosot ros. Una luz azulada y
t urbia, de ópalo, ilum inaba sus oj os m uert os. Parecía una im perfect a est at ua de
piedra o de yeso m anchado. Todo ese m undo visual, que espant a a los caballos,
había desaparecido de su vida j unt o con la dicha. Sent í que en m i cara
t ransparent e se t raslucía el horror: recordé las palabras oídas en el t ren: " ...cegó
un caballo porque no le obedecía. Lo at ó a un post e, lo m aniat ó y le quem ó los
oj os con cigarrillos t urcos" .
Ent re nosot ros se ent abló el siguient e diálogo:
–Pobre anim al, ¿por qué no lo m at an?
–Todavía sirve para el arado.
–¿Lo hacen t rabaj ar? Ha de sufrir m ucho.
–¿Cóm o lo sabe?
–Apenas se m ueve. Lo he vist o vagar lent am ent e, ¡con t ant a indiferencia!
–La indiferencia no es sufrim ient o.
–Es el peor.
–Tal vez. Pero Apolo no es del t odo indiferent e. Ust ed verá.
Heredia encendió un fósforo y lo acercó a los belfos del caballo. Ést e se
est rem eció, irguió el pescuezo, se levant ó en las pat as t raseras y se abalanzó
ent re los árboles con el esplendor de una figura m it ológica.
–¿Qué le pasa? –pregunt é con voz t rém ula.
–Quedó ciego en un incendio. Est aba at ado y no pudo huir. El calor del
fuego lo enloquece. Con Eladio nos divert im os: encendem os una fogat a en el
corral, lo encerram os y lo m ont am os por t urno para ver a quién volt ea ant es.
Heredia prom et ió que al día siguient e nos divert iríam os con Apolo. Acept é
asqueado. Pensaba, m ient ras sonreía hipócrit am ent e: Cada am igo nos revela,
t arde o t em prano, la exist encia, en nosot ros, de un defect o inesperado. Heredia
m e revelaba m i cobardía; o m ás bien, el m iedo que yo t enía de parecer cobarde.
A lo lej os, ent re los árboles, Apolo había recuperado su indiferencia
m elancólica.
Conversábam os con Heredia a la som bra de un fénix.
–El 28 de febrero llegará el am igo de m i padre –m e decía; después,
apoyándose en el t ronco, m iró el follaj e y prosiguió–: Asocio las palm as al m ar.
En_ el cielo en que se despliega el follaj e de una palm era im agino siem pre la
franj a azul del agua. Asocio las palm as al m ar, com o la llegada del am igo de m i
padre a un crim en: al crim en que yo he de com et er.
–¿Cuál es el nom bre de su víct im a?
Heredia pronunció un nom bre que no ent endí.

66
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Eran aproxim adam ent e las seis de la t arde. Mont am os a caballo. Ala salida
del m ont e los páj aros volaban, lanzando grit os ensordecedores. íbam os al
pueblo, a buscar la correspondencia. Tom am os el cam ino m ás cort o, por los
pot reros del fondo de la est ancia. Al divisar un sulky, después de pasar t res o
cuat ro t ranqueras y ant es de llegar a la últ im a, Heredia se det uvo. Musit ó:
–Andem os al paso. No quisiera encont rarm e con esas personas. A unos
m et ros, en un m ont e enm arañado, había una t apera con dos enorm es higueras.
–¿Por qué no nos baj am os un rat o? Me parece que hay higos –le dij e con
j úbilo.
–En la t apera de la m ecedora –m e cont est ó Heredia– nunca hay higos
m aduros.
Nos dirigim os al sit io y sin baj arnos de los caballos ent ram os en el m ont e,
en la t apera cuyas paredes est aban rot as. Nos acercam os a una higuera y
arrancam os uno o dos higos, t odavía verdes, y los t iram os.
–Aquí vivía Juan Ot ondo. Com ía huesos. Una noche desapareció. Robaron
t odo lo que había en el rancho, salvo est a m ecedora –m e enseñó los rest os de
una m ecedora, con la est erilla aguj ereada y unos barrot es quebrados. Luego
agregó:
–La gent e de aquí le t em e porque se m ueve sola.
Abism ado, m iré un rat o aquel m ueble ruinoso que al m enor soplo de
vient o se m ecía levem ent e.
–¿Le da m iedo?
–En alguna part e he vist o est a m ecedora.
En aquel inst ant e, al oír m is propias palabras, sent í el t error de lo
sobrenat ural.
–¡Volverá a hablar de sus t eorías sobre la reencarnación! Pobre Eladio,
apenas recuerda lo que hizo ayer y ust ed quiere que recuerde sus vidas
ant eriores –exclam ó Heredia arrancando un higo y t irándolo cont ra la m ecedora.
Ést a se m ovió de nuevo.
–Lo que pienso parece una locura, pero, al ver est a m ecedora, al
rem em orarla, he com prendido m uchas cosas...
–¿Term inó con sus divagaciones? –m e grit ó Heredia e, invit ándom e a
seguir, dio un rebencazo a m i caballo.

Porque pensaba no podía dorm ir. Pensaba con claridad y esa claridad era
m ás t urbia que la oscuridad de m is pensam ient os ant eriores. Me explicaba t odo,
pero ant e la nueva revelación, sent ía un nuevo m alest ar. Ahora lo sabía: esa
m ist eriosa colección de obj et os y de personas, que m e recordaban ot ros y que
m e habían dado la inquiet ant e im presión de que t odo en m i exist encia est aba
hecho de recuerdos ant eriores a m i vida o de confusiones y de olvidos... Toda
esa colección de obj et os y de personas, había poblado m is sueños. Yo siem pre
había soñado con personas y obj et os desconocidos. Por eso los sueños habían
desaparecido de m i m em oria. Por eso, y debido al asom bro que m e había
causado descubrir ese m undo, ahora los recordaba con ext raordinaria precisión.
Tort urado por las infinit as proporciones de m is sueños pasados, penet ré
en los dédalos del recuerdo. Ahora m e explicaba t odo. La canast a de porcelana,
que creía haber vist o en la casa de un am igo; Eladio Esquivel, que m e recordaba
un ret rat o de m i padre; la pelea ent re un j aguar y un t igre, que exist ía en m is
recuerdos, com o algo real, eran m eros subt erfugios que yo había buscado para
explicarm e esa obsesión de las sim ilit udes, para disculpar m i falt a de m em oria y,
t al vez inconscient em ent e, para evit ar una explicación sobrenat ural. Lo que
nunca hubiera sospechado es que las desconocidas im ágenes de m is sueños iban
a aparecer un día en la realidad y que en la asquerosa form a de esa m ecedora se
iniciaría la aclaración inexplicable de un m ist erio. Yo que siem pre m e j act é del
67
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
perfect o equilibrio de m i sist em a nervioso, m e sent ía pert urbado. Recordé,
t rém ulo de odio, la despect iva act it ud de Heredia, la frase que pronunció:
" ¿Term inó con sus divagaciones?" en el m om ent o en que int ent é explicarle est as
cosas. El dolor que puede ocasionar el odio, aunque sea fugaz, cuando va
aparej ado al m ás sincero de los afect os, parece inext inguible.
No podía dorm ir. Sería aproxim adam ent e las cinco de la m añana. Oía la
respiración del perro que est aba echado j unt o a m i puert a. Me vest í. Abrí la
persiana. Los prim eros albores de la m añana se iniciaban en el horizont e. Se oía
el t ím ido cant o de un páj aro. Una luz blanquecina se infilt raba ent re los follaj es y
caía sobre las hierbas húm edas. Me encam iné al m ont e, donde la noche, con
m ayor lent it ud, m oría. Tom é el sendero desde donde se divisaba m ej or el
horizont e. Llegué a la t ranquera. Allí esperé, com o si necesit ara de esa ent rada
para llegar a la est ancia, la salida del sol. Con m inuciosa lent it ud se difundieron
las claridades prim eras en un cielo t odavía est rellado. ¡Qué repugnant e m e
parecía el alba! Unas nubes sucias, con t int es apenas rosados, flot aban sobre un
horizont e am arillo; la part e azul y celest e de la noche baj aba sobre la franj a
am arilla del fut uro día, form ando una franj a int erm ediaria, verdosa. Con
int erm it encias prorrum pía el cant o de los páj aros. La luz surgía de la t ierra en
ondas espesas, cuando com enzó a aparecer, fragm ent ariam ent e, el sol; t ardó en
descubrirse del t odo. Aspiré la fragancia áspera de las hierbas. El perro, Carbón,
corría algún rept il, se det enía, rem ovía las hierbas con el hocico, resoplaba.
Volvim os a la casa. En las baldosas del corredor oí unos pasos. Heredia apareció
ent re las últ im as colum nas.

Ent ram os en el derruido galpón a buscar unas herram ient as para


com poner la t abla del asient o del sulky, que est aba rot a. Sobre una bolsa
enorm e dorm ía un gat o negro. Heredia est aba dem acrado. Febrilm ent e buscó el
m art illo, algunos clavos y las t enazas. Adm iré su rapidez, su habilidad.
–Hay que t erm inar en seguida –dij o, m ient ras golpeaba los últ im os clavos.
–¿Qué pasa?
–Tengo que ir a la feria. Me han encargado la com pra de unos novillos.
–¿No puedo acom pañarlo?
–No cabem os en el sulky. I rá conm igo un vecino.
Eran las dos de la t arde. Sobre el t echo de zinc del galpón, el sol ardía.
Heredia subió al sulky y cast igó al caballo con el lát igo; en una nube de polvo
desaparecieron.
Volví a la casa, elegí en m i cuart o algunos libros de est udio ( los m enos
aburridos) . Busqué un lugar agradable y som breado ent re los árboles y m e
acost é sobre la t ierra, a leer. Caían del follaj e algunas plum it as, algunas
sem illas, algunas hoj as livianas, algunos insect os. Alcancé a leer t res capít ulos
del libro de Hist oria, pero los t ábanos y los m osquit os em pezaron a perseguirm e.
A m edida que los m at aba se m ult iplicaban. Me sent é, m e arrodillé y finalm ent e
m e puse de pie resuelt o a concluir la bat alla. Ent onces apareció una enorm e
abej a y se posó en el t ronco de un eucalipt o. Me saqué una alpargat a, para
aplast arla. Se t rat aba de una abej a inm ort al, ningún golpe la hería. Después de
recibir t res golpes voló alrededor de m í, se int roduj o ent re los pliegues del
pañuelo que yo llevaba at ado al cuello y quedó zum bando violent am ent e.
At errado desat é y arroj é el pañuelo. La abej a perm aneció inm óvil y t riunfant e,
sobre una franj a azul. Al cort ar una ram a del árbol, para ahuyent ar la abej a, vi
un nom bre grabado en el t ronco: María Gism ondi. Cuando volví a m irar el suelo,
la abej a no est aba sobre el pañuelo, sino sobre m i pie. Prudent em ent e esperé
que la abej a volara. Pero m i pesadilla no había t erm inado: m i pie derecho se
hundía en un horm iguero ocult o ent re las hoj as. Las horm igas ya subían por m i
pierna.
68
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Una noche t em plada, de luna y de luciérnagas, acogía m i soledad.
Acababa de com er y salí a cam inar con los perros. Pasé frent e al árbol donde
est aba grabado el nom bre de María Gism ondi y m e pregunt é con inquiet ud quién
lo habría escrit o. Pensé en el cort aplum as de Heredia. Pensé en Claudia, la
m uchacha que había vist o el día de m i llegada y unos días después en el alm acén
de Cacharí. El día que la vi en el t ren ¿no llevaba un prendedor con el nom bre
María dibuj ado con piedrit as? Su nom bre ¿no era María Gism ondi? ¿Tam bién
Heredia est aba enam orado de ella? ¿Por qué no m e lo decía? Recorrí con lent it ud
los cam inos de casuarinas; y en m i pensam ient o se ident ificaba la m uchacha que
había viaj ado conm igo en el t ren con María Gism ondi.
En let ras lilas, com o de am at ist as, vi el nom bre escrit o ent re los árboles:
María Gism ondi. ¿Era ella la m uchacha que había vist o en un sueño? Ahora lo
recordaba. ¿Era ella? La había am ado porque siem pre hay que am ar a alguien.
La había am ado sin recordarla.
Me daba cuent a de que la nost algia que sent ía ant e cualquier m uj er se la
debía a ella. En ot ros oj os había buscado sus oj os, en ot ros labios, sus labios, en
ot ros brazos, sus brazos.
Recordaba un sueño: En invierno, en una aust era habit ación, con
penum bras de iglesia, yo esperaba algo, sin saber qué, sent ado en un banco ( un
duro banco de est ación) . Un cielo pardo se infilt raba por los alt os vidrios de los
vent anales, llenando el cuart o de brum as. Mi corazón resplandecía de
esperanzas. Esperaba a alguien. Me puse de pie ansiosam ent e, m iré a t ravés de
los vidrios m ás baj os. En m i sueño sent ía que dependían de m í el rost ro y el
cuerpo de la m uj er que venía a m i encuent ro. No esperé m ucho, pero hubiera
esperado t oda m i vida. Oí sus pasos sobre las piedras del piso. Con la aust eridad
de t odo lo que es herm oso, la m uj er apareció, inm óvil, en el m arco de una
puert a. Conscient e de sus im perfecciones, la adoré, porque en sus oj os brillaba
una luz que m e era favorable.
–¿Espera a alguien? –le dij e en voz baj a.
–No.
–¿Est á sola?
–Sí.
–Sospeché que alguien la esperaría afuera. Quisiera conversar con ust ed.
–Aquí, no puedo.
–¿Dónde?
–No sé.
–Escúchem e. Debem os conversar en serio.
–¿De qué ot ro m odo se puede conversar?
–Con ust ed, de ningún ot ro m odo. Con el brazo m ío alrededor de su
cint ura. Quiero sent ir el lat ido de su corazón en cada una de sus palabras.
–¿De qué lado est á el corazón?
–Del izquierdo.
–¿Todo el m undo lo t iene del lado izquierdo?
–Todas las personas norm ales. Pero no m e haga sufrir. ¡Para qué pregunt a
esas cosas!
–A veces quiero poner una m ano sobre el corazón y no sé de qué lado
ponerla.
–¿Cuándo quiere poner su m ano sobre el corazón?
–Cuando algo m e im presiona m ucho o cuando m e encuent ro enferm a y m i
padre no quiere creerm e.
–¿Por qué no quiere creerle? ¿Ust ed le m ient e?
–Sí.
–¿Por qué le m ient e?
–Cuando le digo la verdad se enoj a.
69
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–¿Qué verdad?
–No sé. Nunca se la he dicho.
–¿Cóm o sabe que su padre se enoj a cuando le dice la verdad si nunca se
la ha dicho?
–Porque a veces la sospecha y ent onces quiero m orirm e.
–¿Qué es lo que sospecha?
–Que no digo la verdad.
–¿Qué verdad? Quiero saberlo.
–No lo sé.
Me acercaba al rost ro de la m uchacha. Me parecía que un vínculo nos unía.
No podía soport ar que su vida t uviera secret os para m í.

Con la conciencia de perderla en ese act o, desesperadam ent e la besé en


los labios. Cuando abrí los oj os vi las flores de una falda. No besaba sus labios,
besaba un género áspero. La m uchacha había desaparecido.
–Pero sus labios no se parecen a est as flores. Sus labios se parecen a las
flores verdaderas –dij e, sollozando.

Las hoj as de la enredadera, que habit ualm ent e se agit aban com o páj aros,
est aban inm óviles en la vent ana. Hacía calor, y por la puert a y las vent anas
abiert as no ent raba aire en m i cuart o. Resolví dorm ir fuera de la casa. Recogí el
poncho de m i cam a, t om é de la m esa un at ado de cigarrillos y una caj a de
fósforos. Cerca de la casa, ent re las ram as de un viej o laurel, donde se había
form ado una bóveda fresca y oscura, com o un segundo cielo, encont ré un lugar
agradable para dorm ir. En los espacios dibuj ados ent re las hoj as, brillaban las
est rellas. Heredia pasaba en ese inst ant e y se det uvo para ver lo que yo hacía.
Le dij e que iba a dorm ir afuera y m e cont est ó que pensaba im it arm e. Ent ró en la
casa y volvió con una alm ohada, una bot ella con agua, un vaso, un at ado de
cigarrillos y una lint erna. Ext endí el poncho sobre el past o, Heredia colocó la
alm ohada j unt o al t ronco del laurel y nos dispusim os a dorm ir. Pero el sueño no
es obedient e. Em pezam os a conversar y a fum ar. De vez en cuando quedábam os
callados. A t ravés del follaj e m irábam os la profundidad del cielo y oíam os el
alet eo de un páj aro.
Heredia m e hablaba; no recuerdo exact am ent e sus palabras, pero en cada
una de ellas sent í que iba a revelarm e un secret o: el secret o que yo esperaba. A
m edida que m e hablaba, el sueño m e vencía. Recuerdo la últ im a frase que oí,
ant es de quedar dorm ido; era sin duda el preám bulo de una confidencia: " ¿Pero
m e j ura no decírselo a nadie?" Cuando despert é no sabía dónde est aba. Era
pleno día. En cuant o recordé la realidad, busqué a Heredia. Busqué su alm ohada
y su lint erna: no est aban. Me levant é. No sabía qué hora era; ningún páj aro
cant aba; m e parecía que t odo lo que había vist o, el lugar, la gent e, los anim ales,
no eran reales. Vagué por la est ancia, con la sensación de ser un fant asm a que
vive ent re fant asm as.

Pensaba que no debía verla, por lealt ad, por prudencia, por delicadeza. Sin
em bargo, resolví ir a Cacharí. Era esa hora final de la t arde en que las
m uchachas pasean, t om adas del brazo, por el andén de la est ación. Había gent e,
anim ales, j aulas, esperando el t ren. Recorrí el andén dos o t res veces, m e
det uve en la sala de espera, est udié el it inerario y, finalm ent e, m e sent é sobre
unos caj ones a fum ar un cigarrillo.
Pasaron dos m uchachas, con las uñas pint adas; pasaron cuat ro
m uchachas baj it as, con el pelo m uy negro. Pasó María Gism ondi, sola; una leve
sonrisa ilum inaba sus labios. Me aproxim é.

70
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–Tengo que hacerle una pregunt a, señorit a; perdónem e. Mirando para
ot ro lado, m e cont est ó:
–Hágala.
–¿Ust ed no se enoj ará conm igo?
Me m iró fij am ent e sin cont est arm e; yo proseguí:
–Ust ed t iene dos nom bres ¿verdad?
–No. Tengo t res nom bres: uno es el sobrenom bre, que fue invent ado por
una de m is am igas; ot ro es el nom bre que m e puso m i abuela y que nadie sabe
pronunciar; ot ro es el verdadero y el que m ás m e agrada. ¿Cuál prefiere?
–El verdadero.
–Es el nom bre de m i m adrina. Es curandera, t odo el m undo la visit a; sana
a los enferm os. ¿Ust ed no est á enferm o?
–Todavía no.
–Aquí hay m uchos enferm os de reum at ism o. Me llam aron una vez para
cuidar a uno; pero ahí llega el t ren.
Est repit osam ent e, el t ren llegó a la est ación. La m uchacha recorrió los
vagones buscando algo. Yo la seguía de lej os. Un guarda la saludó y le ent regó
un paquet e grande, de form a t riangular. El paquet e, sin duda, pesaba m ucho,
pues la m uchacha lo deposit ó dos veces en el suelo. Me acerqué y le dij e casi al
oído:
–¿Quiere que se lo lleve?
Acept ó sonriendo.
–Es una m áquina de coser. Pesa bast ant e.
Levant é el paquet e. Est aba hecho con cart ones, m aderas, papeles de
diario.
–Tengo que llevarlo en el sulky. Mi herm ana m e espera enfrent e.
Salim os de la est ación. Era ya de noche. El sulky no est aba.
–Se escapó el caballo con el sulky –exclam ó casi llorando–. ¿Qué
harem os?
La noche se ext endía oscura com o un precipicio, pero a t ravés de las
nubes, de vez en cuando, brillaba la luna.
–Dej arem os aquí la m áquina de coser –le dij e, m ient ras escondía el
paquet e debaj o de un arbust o y m e disponía a buscar el sulky y el caballo. En los
prim eros inst ant es no se veía nada.
–Tengo m iedo –decía la m uchacha. La t ernura t rém ula de su voz parecía
am arm e.
Me acerqué a ella y le t om é la m ano.
–No t enga m iedo.
Me acerqué m ás; enlacé con m i brazo su cint ura, pero su cuerpo parecía
inasible, com o la noche. Hay m om ent os que la dicha vuelve casi et ernos: m e
pareció que enlazados el t iem po no concluiría. La luna ilum inó bruscam ent e
nuest ras som bras y, a unos pocos m et ros, el sulky.
–No había m ot ivo para afligirse t ant o –le dij e, int im idado por su seriedad.
–No m e afligí por eso.
–¿Por qué se afligió, ent onces?
–Est oy t rist e.
–¿Por qué est á t rist e?
–No lo sé. Cada vez que pasa el t ren m e pongo t rist e. Lo sient o aquí –dij o
t om ando una de m is m anos y llevándosela al pecho–.
¿Sient e los lat idos? A veces creo que se m e va a rom per el corazón cuando
oigo la t repidación de las locom ot oras.
–¿Pero siem pre le ha ocurrido eso?
–Siem pre. Mi m adrina, que es curandera, t rat a de curarm e. –¿Volveré a
verla?
71
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–En la casa donde vivo. –¿Dónde queda su casa?
–Det rás de la panadería: allá –m e m ost ró el horizont e–. Tiene un j ardín
con una diosm a y una alj aba.
Después de ayudar a la m uchacha a subir al sulky, coloqué el paquet e. Oí
el chasquido del lát igo y luego, com o una enorm e sábana, el silencio cubrió t odas
las im ágenes.
Est ábam os ensillando los caballos. Pregunt é a Heredia:
–¿Hay una curandera en el pueblo?
–Creo que sí.
–Quisiera consult arla.
–¿Qué le pasa?
–Tengo dolores de cabeza.
–¿Y cree en las curanderas?
–¿Por qué no?
–Vam os. Lo acom paño hast a allí.
No había esperado que m e acom pañara. Era una oport unidad para
descubrir si María Gism ondi era la m ism a m uchacha que yo conocía.
En Cacharí, después de averiguar dónde vivía la curandera, nos
aproxim am os a la casa rodeada de álam os que nos habían indicado. Después de
at ar los caballos a un post e, golpeam os a la puert a. Tuvim os que esperar un
largo rat o. Después apareció una m uj er con cara de india. Me incliné ant e ella
m ient ras Arm ando le pregunt aba solem nem ent e:
–Señora, ¿es ust ed la curandera?
–Sí, señores; yo soy la curandera. ¿Quieren pasar?
Ent ram os a un cuart o húm edo, con un arm ario m uy alt o, un cat re con una
colcha bordada y una silla.
–¿Quién es el enferm o?
–Soy yo –le cont est é, m irando para t odos lados con curiosidad.
–Siént ese –m e dij o–. ¿Qué le duele?
–La cabeza.
–¿Dónde?
–Aquí. –Le m ost ré sobre m i frent e la part e dolorida.
–Ha llegado un poco t arde –m e cont est ó abriendo la puert a y m irando el
cielo–; t endrá que volver ot ro día a las cuat ro de la t arde, cuando la som bra de
su cuerpo m ida un m et ro de largo.

Alguien silbaba a lo lej os en el cam po. Luces violet as y rosadas caían com o
flores de los árboles. Me acerqué al brocal; m iré el fondo del agua que m e
reflej aba; la im agen que vi era ext raña. Sent í m iedo: ese m iedo que sient en los
niños o los perros ant e un espej o.

Est ábam os en la orilla de un río que yo visit aba por prim era vez. Habíam os
andado cinco leguas a caballo. Era un lugar m uy fresco ent re los j uncos. Los
álam os proyect aban som bras ligeras sobre el agua. Desensillam os y nos
recost am os a descansar.
Heredia m e habló de sus recuerdos de viaj e, de los est udios que había
cursado en París, de su infancia en las playas del Medit erráneo, de su llegada a
Buenos Aires. Me hablaba de su prim era visit a a Los Cisnes, de cóm o el cam po
desde el prim er inst ant e había conquist ado su corazón. Yo lo escuchaba sint iendo
su falt a de sinceridad. ¿Por qué profesaba ese am or por la nat uraleza, si lo único
que lo at raía era una m uj er?
Al pregunt arle si la com pra de los novillos había sido sat isfact oria,
aproveché para decirle que había vist o grabado en el t ronco de un árbol de la

72
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
est ancia el nom bre de María Gism ondi. Com o si no hubiera oído m i frase, m e
relat ó una serie de fracasos que no m e int eresaban. I nsist í:
–¡Quién habrá grabado el nom bre de esa persona que yo quisiera conocer!
Me pregunt ó, fingiendo una gran despreocupación, por qué quería
conocerla.
–He vist o un ret rat o de ella.
–¿Dónde encont ró ese ret rat o? –pregunt ó Heredia bruscam ent e,
poniéndose de pie.
Vacilando, respondí:
–No lo sé.
Recordé la escena absurda, frent e a la reproducción del cuadro con la
pelea del t igre y del j aguar; ahora la sit uación era m ás difícil pues no se m e
ocurría ninguna explicación para est a m ent ira que indignaba t ant o a Heredia.
–¿Ha est ado curioseando en los caj ones?
–No he curioseado en ninguna part e –le cont est é, furioso–. En un sueño
aburridísim o vi el ret rat o de María Gism ondi. Le pido disculpas por el
at revim ient o.
–¿Qué puede im port arm e que haya vist o el ret rat o de María Gism ondi? Me
im port a que ande curioseando por los cuart os.
–Le he dicho ya que no he curioseado en ninguna part e, que lo vi en
sueños –grit é con vehem encia.
Heredia sacudía el rebenque sobre las hierbas.
–No es para t ant o –m usit ó dist raídam ent e–. ¡Qué suscept ibilidad!
–Es la segunda vez que m e t rat a de espía.
Procuré explicarle de nuevo t oda la cuest ión de los sueños. Hice la list a de
obj et os y personas que después de conocer en sueños había encont rado en la
realidad; los describí m inuciosam ent e. Le cont é algunos sueños, sin éxit o; eran
vagos, m onót onos y no t enían virt udes fant ást icas. Eran sueños a base de
reflexiones m uy largas: para m í sólo t enían realidad. Si le hubiera cont ado una
pesadilla, t al vez la veracidad de m is relat os se habría revelado con sunt uosa
precisión. Pero acudieron a m i m em oria los det alles m ás grises, m ás borrosos,
m ás idént icos a la vida. ¿Qué significaban para Heredia el florero de porcelana, la
m ecedora, la cara de Esquivel? ¿Cóm o podía con est as cosas t est im oniar la
veracidad de m i asert o, si él nunca se había fij ado en ellas y era incapaz de
reconocerlas?
Heredia com probó que yo no había curioseado en la casa. A la caída de la
noche ya est ábam os reconciliados. Alum brándonos con un farol, subim os por una
est recha escalera verde. Ent ram os en el alt illo a buscar un rebenque. Ent re
m aderas rot as, caj ones polvorient os y silbidos de m urciélagos, penet ram os en la
oscuridad de ese desorden ant iguo. Heredia quería m ost rarm e un cofre y un baúl
donde est aban guardados los recuerdos de la fam ilia. Quería m ost rarm e, con
ciert a m alignidad, esa desagradable m ansión de los m urciélagos. Después de
colgar el farol en un clavo nos dispusim os a abrir el cofre de m adera que est aba
recubiert o de incrust aciones y m olduras pint adas. Nos sent am os sobre unos
caj ones.
–Mi m adre –m e decía Heredia–, que es la única heredera, nunca t uvo
ánim o para revisar est as cosas; aquel sent im ent alism o se ha t ransform ado ahora
en indiferencia. Sospecho que ni siquiera sabe lo que hay en est e alt illo. Por
rut ina no quiere volver a la est ancia.
–¡Pero est as cosas t ienen valor! –le respondí con fingida gravedad,
creyendo que Heredia, por razones sent im ent ales, reprobaba la conduct a de su
m adre.
–No crea. Las que t enían valor ya las hice vender en Buenos Aires. El
t int ero encerrado en un cofre de crist al, con ribet es de oro, el abanico de encaj e
73
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
de m arfil, los m at es de plat a, con iniciales, el m arco de ébano, que encuadraba
un ram o de flores hecho con el pelo sucio de m is ant epasados, t odas esas cosas
ya las vendí. Los obj et os m ás ridículos alegran a los ant icuarios. Encont ré una
caj a de m adera, dim inut a, con incrust aciones de nácar y un aguj ero que daba
cabida a una llave. Quise ver lo que cont enía. Durant e unos días busqué la llave,
que se había perdido. La encont ré debaj o de una de est as t ablas que hay en el
piso. Tardé, com o un idiot a, en advert ir que esa llave no servía para abrir la
caj a. Era una caj a de m úsica. Al darle cuerda se levant aba la t apa y aparecía un
páj aro apolillado, que no m edía m ás de un cent ím et ro. El páj aro cant aba y
agit aba furiosam ent e sus alas verdes. Fue m i prim er descubrim ient o en est e
alt illo. ¿Sabe ust ed en cuánt o vendí ese j uguet e? En m il quinient os pesos. Ahora
conozco el precio de las cosas.
–¿Habrá pasado m uchos días aquí arriba?
–Muchos –m e respondió–. Creía que nunca t erm inaría de exam inar t odo;
ret rat os, cart as viej as, recibos de alm acenes, basuras.
Heredia sacaba del cofre paquet es de ret rat os, m ient ras yo m iraba con
asom bro aquel lugar lleno de t elarañas, que había poblado gran part e de m is
sueños. Oíam os el silbido de los m urciélagos que at ravesaban el alt illo
proyect ando som bras enorm es.
–¡Si est os ret rat os fueran obj et os, m e haría m illonario!
Heredia m e pasó algunos ret rat os para que los viera. Eran de t odas las
épocas. Ninguno m e int eresaba.
–Aquí est a el rebenque –exclam ó Heredia–. No vale nada, pero siem pre
será m ej or que una ram a de ligust ro. Vam os.
Descolgó el farol y, al ilum inar el t echo del cuart o, vim os racim os de
m urciélagos inm óviles. Heredia m e dio el farol.
–Llevaré uno de est os bichos a Eladio para que lo crucifique y lo haga
fum ar –m e dij o, t om ando con precaución un m urciélago.
En ese inst ant e una ráfaga de vient o apagó la luz del farol. El t error m e
inm ovilizó. Avanzar en las t inieblas, ent re m urciélagos y ranas, m e parecía
im posible.
–Acerquém onos a la escalera –dij o Heredia.
–No veo nada –respondí sin m overm e.
–Yo soy com o los gat os, veo en la oscuridad.
Se acercó a la puert a sin t ropezar. Sent í que algo m e rozaba una m ej illa,
algo frío, áspero y rápido.
–¡Un m urciélago! –grit é.
La risa de Heredia, cruel, desafinada, penet rant e, m e hirió com o un
insult o.
Oím os unas det onaciones en el fondo de la arboleda.
–Es Máxim o Esquivel que t ira al blanco –dij o Heredia–.
Cuando cum plió t reint a años, m i abuelo le regaló un revólver. Desde
ent onces t ira al blanco t odos los dom ingos.
–¿Quién es Máxim o Esquivel?
–El padre de Eladio. No vive aquí. A cada rat o viene a visit ar a su hij o.
Nos acercam os al lugar de donde part ían las det onaciones. Heredia grit ó:
–¡Máxim o, no t ires!
Pidió el revólver. Apunt ó a una palom a que est aba posada sobre una
ram a: hast a que em prendió vuelo no oprim ió el gat illo. La palom a herida cayó al
suelo y vino a m orir a nuest ros pies. Heredia m e pasó el revólver. Apunt é a un
chim ango y en el m om ent o de t irar cerré los oj os; el chim ango, con un grit o
est rident e, revolot eó un largo rat o. Hast a cerca de la est ancia nos siguió.
Sobre la m esa del dorm it orio de Heredia vi un ret rat o: pensé que era el de
María Gism ondi. Heredia se calzaba las bot as. Yo lo esperaba para salir con él a
74
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
caballo. En un m om ent o en que se alej ó de m i lado, m iré el ret rat o. Sobre un
fondo gris, el rost ro, ilum inado y velado por t enues som bras, parecía indicar una
falt a absolut a de caráct er. Est e defect o provenía t al vez de la post ura t an poco
nat ural que había adopt ado la m uchacha. Un solo det alle era expresivo en el
conj unt o de líneas y de som bras ret ocadas: la cabellera. Lacia com o una lluvia o
com o un velo espeso, caía a cada lado del rost ro, recort ando el óvalo con t enues
brillos. Sent í un profundo alivio: no est ábam os enam orados de la m ism a m uj er.
Al pie de la fot ografía, con una escrit ura inclinada y m uy fina, en t int a verde,
est aba grabado un nom bre con una rúbrica am biciosa. Cuando volvió Heredia, le
pregunt é:
–¿Por qué no quiere nunca hablarm e de María Gism ondi?
–No com prendo –m e cont est ó.
–Ya que le int eresa t ant o ¿por qué no m e habla de ella? –insist í.
–¿Quién dij o que m e int eresa t ant o?
–Se m e ha ocurrido. –¿Por qué?
–Porque ust ed t iene su ret rat o; porque a cada inst ant e la nom bra.
–Es el ret rat o de m i herm ana –dij o, m ost rándom elo–. Vea.
–Leí con asom bro la firm a: Carm en Heredia.
–Pero ¿con qué derecho se at reve a pregunt arm e esas cosas?
–Con el de la am ist ad.
El diálogo, que parecía que iba a degenerar en una disput a, t erm inó con la
alegre aparición de Eladio Esquivel. Los caballos est aban ensillados.
–María Gism ondi vendrá est a t arde. Le prom et í unas fot ografías de su
fam ilia y una m edalla que descubrí en un sobre con su nom bre. Es una
m uchacha esquiva y desconfiada. Encont rarlo aquí le causaría m ala im presión. La
invit é hoy porque los caseros van al Azul con Eladio. Le pido que se encierre en
su cuart o o que salga al cam po, ant es de las siet e de la t arde, y que no vuelva
hast a las nueve.
Con est as palabras Heredia m e hizo la confidencia que yo había esperado
durant e t ant os días.
Eran las siet e m enos cuart o. Hacía m ucho calor. Resolví confinarm e en m i
cuart o. Me desnudé, m e acost é en la cam a y est udié alrededor de m edia hora.
Tenía sueño y sed. Me levant é, m iré por la vent ana. No había nadie. Un silencio
absolut o reinaba en los corredores de la casa. Se m e ocurrió que, sin
desobedecer las recom endaciones de Heredia, podría ir ( no había riesgo de
encont rar a nadie) hast a la despensa, a buscar algo para beber. Dos o t res
naranj as exprim idas en un vaso, com o m e las preparaba m i m adre, m e quit arían
la sed. Abrí caut elosam ent e la puert a. Con la im presión que t endrán los ladrones
cuando van a com et er un robo, m e deslicé por los corredores y ent ré en la
despensa sin encont rar a nadie. Elegí las naranj as; eran duras com o piedras.
Con m uchas dificult ades encont ré un cuchillo en el com edor; no cort aba. Volví a
buscar ot ro y, en el m om ent o de cruzar el pasillo de com unicación ent re los dos
cuart os, m e pareció oír ruido. Silenciosam ent e m e aproxim é a una vent ana
int erior, con vidrios roj os y azules; pero no podía ver; la vent ana est aba en lo
alt o. Movido por la curiosidad, m e encaram é a una silla. ¿Qué hubiera dicho
Heredia si m e encont raba en ese m om ent o? ¿Qué hacía yo sino m erecer la
acusación que t ant o m e había ofendido? Aunque m e cost ara la vida t enía que ver
a María Gism ondi. A t ravés de los vidrios vi la desm ant elada y lúgubre sala de la
casa. Nunca ent rábam os en ella porque era húm eda y porque est aba m uy sucia.
A pesar de su est ado ruinoso m ant enía alguna j erarquía: en los dibuj os del cielo
raso, en las guirnaldas de flores de los zócalos, en las proporciones de las
vent anas se adivinaban los rest os de un pret érit o esplendor. Vi a Heredia solo,
frent e a la puert a, con los brazos apoyados sobre el respaldo de una silla. Me
quedé un largo rat o m irándolo, con la esperanza ( que él t am bién t endría) de ver
75
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
ent rar a María Gism ondi; pero la luz declinaba hast a convert irse en noche en la
puert a ent reabiert a.
María Gism ondi no apareció. Consult é m i reloj pulsera. Marcaba las nueve.
Podía ya salir de m i escondit e, averiguar qué había sucedido.

Más t arde, durant e la com ida, al encont rarm e frent e a Heredia, el diálogo
result ó inesperadam ent e difícil: ni yo m e at revía a pregunt arle nada, ni él m e
dij o nada.
Trat aba de est udiar, pero las let ras del libro, roj as com o el fuego, se
m ovían ant e m is oj os.
–Tiene una insolación –dij o Heredia.
Me aconsej ó acost arm e. Tom é aspirina. La casera m e t raj o una j arra de
naranj ada y, en un plat o, unas t aj adas de papa cruda, que puso sobre m i frent e,
porque aliviaban, según ella, las quem aduras de sol.
Tragué la naranj ada, t ibia y dulce, que Eladio m e sirvió en una t aza. Un
vient o ardient e, com o el vient o del desiert o, ent raba por la vent ana. Pedí a
Eladio que cerrara las persianas, los post igos, la puert a y que m e dej ara dorm ir,
pero en el cuart o cerrado perduró una violent a luz. Com prendí que t enía fiebre.
Tam baleando m e levant é para buscar agua. Fui hast a el lavat orio. Caí
desm ayado sobre las baldosas. Eladio y la casera m e recogieron, sin que yo lo
sint iera, y m e acost aron en la cam a.
Un largo corredor apareció al final de m i sueño. El corredor del colegio,
que conducía a un enorm e t eat ro donde est aban reunidos los profesores que
t om aban exam en. Las pregunt as que m e hacían eran fáciles, pero no podía
cont est arlas, porque m i lengua se paralizaba. El público, en los palcos, em pezó a
silbar. Después, una vast a m uchedum bre ent ró por las puert as, grit ando:
" Querem os ver al m uert o" . Em pezaron a rom per las sillas, las m esas y los libros
en que yo est udiaba. Me vi en un espej o: grandes got as de sudor caían de m i
frent e y baj aban por m is m ej illas. Despert é con la alm ohada húm eda.
Jugábam os a las baraj as en el pat io. No podía pensar en el j uego. Ést as
eran m is reflexiones: podem os vivir m uchos días con una persona, com part ir sus
com idas, pasear y conversar, llegar a una gran int im idad con ella y, sin
em bargo, no saber nada de esa persona: m i am ist ad con Heredia lo dem ost raba.
¿A qué j ugábam os? Creo que a la brisca. Veía claram ent e cóm o una
pasión com et ía su devast adora obra en el alm a de un m uchacho y lo obligaba a
desdeñar y abandonar t odas las ot ras cosas de la vida, a disim ular y m ent ir.
Por eso Heredia com ía apresuradam ent e, fingía t ener negocios con los
vecinos y vendía sin escrúpulos los obj et os que habían pert enecido a sus
abuelos; por eso abandonaba sus est udios y se recluía en la soledad del cam po,
por eso m e insult aba; por eso est aba descont ent o y despreciaba a su padre.
¡Todo m e parecía com prensible!

Heredia est aba nervioso.


–Mañana a las seis –m e dij o, y de nuevo m e probó su confianza– t engo
que encont rarm e con María Gism ondi en la t apera de la m ecedora. Ella irá a
caballo. A veces va a caballo a casa de sus prim as, donde le enseñan a coser;
para llegar allí t iene que cruzar el pot rero de la t apera. Nos encont rarem os com o
por casualidad, a la hora de la siest a. Dej aré m i caballo en el pot rero y ella
esconderá el suyo ent re los árboles; hay m uchos escondit es en ese m ont e.
Hem os previst o t odo. Si la descubren, dirá que est aba j unt ando higos; si m e
descubren, cosa im probable, diré que la ayudaba a j unt ar higos.
–¡Qué lugar m aravilloso para una cit a de am or! –exclam é, con una voz
absurda, com o si lo adulara.

76
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–No crea –cont est ó Heredia–. En cuant o uno quiere encont rarse con
alguien, la soledad del cam po no exist e. Ni siquiera la noche am para aquí a los
enam orados. Ese vivo deseo que uno sient e de est ar a oscuras con una m uj er en
los prim eros m om ent os del am or, la nat uraleza nunca lo sat isface. Hay que
buscar las horas horribles de la siest a; lugares en ruina ilum inados por soles
despiadados. Si pudiera pedirle que vuelva a est a casa, com o la ot ra t arde, sería
t al vez m ej or.
–¿La ot ra t arde?
–Sí, la ot ra t arde, cuando le ent regué los ret rat os y la m edalla.
Su cont est ación m e sorprendió. ¿Ent onces María Gism ondi había ido a la
est ancia, había ent rado en la casa y yo no la había vist o? Mient ras m e hacía est a
reflexión, dij e:
–Me gust aría volver a esa t apera.
–Vam os –dij o Heredia–. Aprovecharé para encont rar un lugar donde pueda
esconderm e con María.

Dej é m i caballo at ado a un post e, en el cam ino. Pasé ent re los alam brados
y llegué a la t apera. Pensar que en la visit a de la víspera, m e dij e, yo había
im aginado que sólo buscábam os un escondit e para Heredia y para su novia. La
em presa era arriesgada. Cavilé en t odos los peligros que corría. ¿Si Heredia
llegaba con los perros? Los perros seguram ent e m e descubrirían. ¿Si María
Gism ondi t enía ese don de adivinación, propio de las m uj eres? ¿Si bruscam ent e
le decía a Heredia: " Hay alguien aquí. Yo sient o que hay alguien" ? ¿Si Heredia,
para t ranquilizarla, revisaba t odos los rincones? ¿Si m e descubría después de
una larga expect at iva y m e m at aba de un balazo? Pero recordé que Heredia no
t enía revólver; no t enía arm as; ¿con qué podía m at arm e? Con la t errible
vergüenza que m e haría sent ir al cruzarm e la cara de un rebencazo. Me acerqué
a las higueras; arranqué dos higos y los com í.
En el t echo desvencij ado de la t apera había un hueco donde podía
esconderm e. La ascensión era difícil, pero el lugar, sin duda, era el m ás seguro.
Con sum a dificult ad logré t reparm e, usando com o peldaños las part es rot as de la
pared; durant e est as evoluciones se m e cayó el pañuelo. Me disponía a baj ar
para recogerlo cuando oí el galope de un caballo. Me acost é sobre el t echo.
Por una hendidura ent re las paj as veía t odo sin ser vist o. Llegó Arm ando
Heredia; baj ó del caballo y lo solt ó. ¿Había olvidado las precauciones que lo
hicieron cavilar el día ant erior? En la m ism a act it ud ausent e con la que se había
apoyado sobre el respaldo de una silla en la sala de la est ancia, se apoyaba
ahora sobre un t ronco. Espiar a una persona que est á sola es incóm odo. Tuve
ganas de baj ar y decirle en t ono de brom a: " Est aba espiándolo" . Trat ándose ,de
ot ro am igo lo hubiera hecho; con Heredia t odo gest o espont áneo m e est aba
vedado.
María Gism ondi no llegaba. Un silencio pesado, t errible, se ext endía. Ni los
páj aros cant aban; sólo de vez en cuando se oía caer sobre la t ierra las duras
sem illas de los eucalipt os. Heredia no se m ovía. Me asom braba su falt a absolut a
de inquiet ud. Esperar con esa t ranquilidad a una m uj er que no llega, es signo de
una gran indiferencia. ¿O es que Heredia t am bién fingía y disim ulaba cuando
est aba solo?
Un rayo de sol caía sobre el lugar donde yo est aba escondido; el sol
violent o de las t res de la t arde. Em pecé a sent irlo. Trat é de guarecerm e la
cabeza con las m anos, con un m ont ón de paj a, con m is brazos, adopt ando
post uras inverosím iles. Sin duda hice ruido. Heredia levant ó la cabeza y m iró un
inst ant e en dirección al lugar donde yo est aba. Mi corazón lat ió violent am ent e;
m e pareció que en sus lat idos ya vibraban, desm enuzándose, los m uros de la
t apera; m e pareció que no era el vient o, sino m i corazón, lo que m ovía la
77
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
desvencij ada y oscura m ecedora. En ese inst ant e la m uert e m e parecía un
dest ino m uy dulce. Pero el m ovim ient o del sol y los follaj es pusieron t érm ino a
m i suplicio. La frescura de la som bra m e reanim ó.
¿Por qué seguía Heredia en la m ism a act it ud? ¿Vi un im percept ible
m ovim ient o en sus labios, oí su voz? No podría asegurarlo.
El t iem po pasaba lent am ent e. Lent am ent e giraba el sol, m udando de
lugares las som bras. Mi reloj m arcó las seis de la t arde. A esa hora Heredia
m ont ó a caballo y se alej ó al galope.

Sospeché que Heredia est aba loco: vi los prim eros sínt om as en su act it ud,
en sus m ent iras. María Gism ondi j am ás acudía a las cit as que él le daba.
–¿Por qué pierde su t iem po –m e at reví a decirle– con una m uchacha t an
absurda? Es com o si se hubiera enam orado de una im agen.
Me m iró indignado. Est ábam os com iendo –puso a un lado su plat o, dio un
puñet azo sobre la m esa y cont est ó:
–¿Quién le pide consej os?
–No es un consej o, es una reflexión.
–No m e int eresan sus reflexiones.
Se levant ó y se fue del com edor.

Soñé con el revólver de Esquivel. Después, perplej o, vi que el revólver


est aba en el cuart o de Heredia. Si no t iraba al blanco ¿para qué había t raído ese
revólver? ¿Para m at arm e o para m at ar al señor que llegaría a la est ancia?
A la m añana ent ré en el alm acén de Cacharí. Com pré un at ado de
cigarrillos. El hom bre que m e at endía era bueno, lent o, com unicat ivo. Hablam os
del t iem po: de las probables lluvias, del calor.
–¿Podría decirm e dónde vive María Gism ondi? –le pregunt é, con int ención
de pasar frent e a su casa.
El hom bre no cont est ó en seguida.
–¿María Gism ondi? ¿Cóm o? ¿No sabe? Murió hace t iem po; hace cuat ro
años, por lo m enos.
Sent í t error al oír est as palabras; t error y, al m ism o t iem po, alivio: María
Gism ondi no era la m uchacha de quien yo est aba enam orado.

Persuadirm e de la locura de Heredia m e result aba casi im posible. Las


vicisit udes habían vuelt o m ás preciosa nuest ra am ist ad. ¿Qué debía hacer?
Trat ar de salvarlo. ¿Cóm o? Escribir a su padre; t al vez un m édico podría
int ervenir. I rm e a la ciudad, abandonarlo en ese est ado ¿no era una cobardía?
Pensando est as cosas soñé que llevaba a Cacharí una cart a que había escrit o al
señor Heredia, com unicándole el est ado de su hij o. Yo m ism o quería dej ar la
cart a en el correo. Al baj ar del caballo, frent e al correo, encont ré a Heredia. Me
dij o bruscam ent e:
–¿Para quién es esa cart a?
–Para m is padres.
Había t enido la precaución de dirigir el sobre a nom bre de m i padre, con
ot ro sobre adent ro, para que fuera ent regado al señor Heredia.
–Dém ela, yo la pondré en el correo; t engo est am pillas. Al ent regársela,
sent í la am enaza de lo irreparable.
–Est a cart a lleva ot ro sobre adent ro.
–¿Por qué?
–El peso, la form a, t odo lo indica. Ábrala inm ediat am ent e –m e apunt aba
con el revólver–. Lo m at aré con m ás facilidad que una palom a.
Abrí el sobre, com o él m e lo m andaba, y le ent regué la cart a. A m edida
que leía, el odio oscurecía su sem blant e.
78
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–No quiero ensuciar la ent rada de est a casa. Vam os. No nos quedem os
aquí.
Volvim os a la est ancia. Heredia ent ró en su cuart o y yo en el m ío. Casi en
seguida salí con el propósit o de huir, pero ¿cóm o? ¿En qué? No había nadie.
Busqué los caballos del sulky; no est aban en el corral. Corriendo, ent ré en el
m ont e y t om é uno de los cam inos, sin elegirlo. Mi propósit o era encont rar un
vehículo que m e recogiera. Algo m e m olest aba al correr; m e palpé la cint ura;
advert í que llevaba un cuchillo. Me había alej ado bast ant e de la casa y em pecé a
cam inar. Oí el galope de un caballo. Me arroj é al suelo, m e escondí en el past izal,
con la esperanza de no ser vist o. El galope se acercaba irrem isiblem ent e. Decidí
hacerm e el m uert o. Heredia se acercó; baj ó del caballo. Oí que m e t ut eaba com o
a sus perros:
–Cobarde, aprenderás a hacert e el m uert o.
Después oí la det onación de un t iro en el silencio. Despert é sobresalt ado.
Pero m i sueño cont inuaba frent e al correo de Cacharí. En el cent ro de la calle
había un perro m uert o, lleno de m oscas.

No podía t om ar ninguna resolución; t odas m e parecían precipit adas,


desacert adas. Tem ía plagiar m i sueño, inconscient em ent e. Por m om ent os
resolvía el viaj e a Buenos Aires y preparaba la valij a, por m om ent os t om aba la
plum a y el papel para escribir al señor Heredia. Cualquier act it ud m e repugnaba,
ya que Arm ando Heredia, a pesar de su locura, no había dej ado de ser m i am igo;
uno de m is m ej ores am igos.
Est aba en m i cuart o, m edit ando sobre est as cosas, cuando ent ró Eladio
con un papel en la m ano. Abrí el papel cuidadosam ent e doblado. Leí est as
palabras: Me ausent aré por dos días. Arm ando. ¿Qué debía hacer? ¿Aprovechar
su ausencia para com unicarm e con su padre? ¿Esperar su regreso?
Pensé: t al vez no est á loco. Tal vez quiere engañarm e. Tal vez su novia,
para no com prom et erse, al querer ocult arle cóm o se llam a, le dio casualm ent e el
nom bre de una m uchacha m uert a. I m aginé m i horrible cart a anunciando la
locura de Heredia; im aginé la aflicción de su padre, su llegada a la est ancia, con
un m édico, quizá con una enferm era; m i vergüenza et erna frent e al m undo si
Heredia no est aba loco; m i pena si t enían que ponerle un chaleco de fuerza para
hacer el viaj e a Buenos Aires, con t oda la gent e m irando en la est ación; la
horrible prisión del m anicom io. Me pareció que yo t enía la culpa de t odo lo que
sucedía; que para siem pre pesaría en m i conciencia cualquier resolución que
t om ara.

A la hora del ponient e llegó Heredia. Me t raía de regalo un facón de plat a.


Se lo agradecí: era el obj et o que yo m ás deseaba t ener. Labradas en la
em puñadura había unas flores de oro y un laberint o de líneas con m is iniciales.
Me sent í indigno del regalo. Saqué el facón de la vaina. Com o si hubiera sent ido
el filo helado am enazar m i corazón, lo acaricié m elancólicam ent e y dij e:
–En Buenos Aires lo usaré para abrir las hoj as de m is libros.
–¿Y aquí le servirá para m at ar a alguien? –pregunt ó Heredia.
–No lo creo –le cont est é–. Mat ar no m e seduce.
De nuevo coloqué el facón en la vaina, lo aseguré en m i cint urón y lo
palpé con alegría. Había olvidado el horrible problem a para el que t enía que
buscar solución.

Encendim os una fogat a en el pat io. En la noche, ilum inadas por el fuego,
nuest ras caras parecían m áscaras. Aproveché el m om ent o conciliador y
rom ánt ico:

79
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–Heredia, hace unos días que quiero decirle una cosa: la m uchacha que a
ust ed le int eresa no se llam a María Gism ondi. María Gism ondi m urió hace cuat ro
años. Seguram ent e por t im idez o por t em or, a fin de no com prom et erse, la
m uchacha adopt ó para ust ed ese nom bre.
Yo le hablaba m irando el fuego, com o si a t ravés de las llam as m is
palabras pudieran purificar su sent ido. Cuando alcé los oj os Heredia no est aba.
¿Me había oído? Acabam os por creernos locos cuando sospecham os la locura en
ot ra persona. Llam é a Heredia. La puert a de su cuart o est aba cerrada. No m e
cont est ó. Vi un arco iris al final del corredor. Pensé: " ¿Y si la acept ara, si m e
hiciera cóm plice de su locura? ¿Podría ent enderm e de nuevo con él? ¿Tal vez
salvarlo?" En el núm ero de baldosas del corredor consult é lo que debía hacer.
Escribir a Buenos Aires, irm e, quedarm e ( acept ando la locura com o algo
norm al) ; escribir, irm e, quedarm e, escribir, irm e, quedarm e; recorrí las
baldosas; la últ im a, que est aba rot a, m e aconsej ó lo peor: esperar.
Recordé est a frase, que había leído en un libro: " Lo verdadero es com o
Dios; no se m uest ra inm ediat am ent e; hay que adivinarlo ent re sus
m anifest aciones" .

I nt ent é ot ra conversación con Heredia. La noche era propicia, silenciosa;


fum ábam os y las volut as de hum o parecían suavizar m i inquiet ud.
–Me he pregunt ado m uchas veces cóm o se llam ará una m uchacha que
venía de Buenos Aires en el m ism o t ren que yo. La señora que viaj aba con ella la
llam aba Claudia, pero t enía un prendedor con la palabra María escrit a con falsos
rubíes.
–Es un nom bre m uy com ún. ¿Qué hay con eso?
–Que el prim er nom bre que adopt a una m uchacha cuando no quiere dar el
suyo, es María.
–¿Y ent onces?
–Ent onces pienso que esa m uchacha que viaj ó conm igo en el t ren y que se
llam aba Claudia, hizo creer, a la persona que le regaló el prendedor, que se
llam aba María.
Un brillo de locura ilum inó los oj os de Heredia.
–¿Y yo soy la persona que regaló el prendedor a esa m uj er?
–No quiero decir eso. ¡Sería absurdo! Conozco el ret rat o de María
Gism ondi, no se parecen en nada; except o, quizás, en que las dos pret enden
llam arse María porque t ienen m iedo de com prom et erse si dan su verdadero
nom bre.
Yo hablaba persuasivam ent e, sin m irar ( pero adivinando) la expresión que
invadía el rost ro de Heredia. La locura que había nacido en el fondo de sus oj os
cont raía ahora su boca, hundía sus m ej illas, at orm ent aba su frent e, deform aba
ya sus m anos. Yo t enía que seguir hablando, porque las palabras m e guarecían
de un silencio at errador. Proseguí:
–La gent e de cam po t iene m uchos prej uicios. Por eso las m uchachas que
viven en est os pueblos se ven obligadas a hacer cosas ext rañas. Cuando t ienen
un novio adopt an sin escrúpulos nom bres de personas m uert as.
Cuando m iré a Heredia vi en sus oj os, por prim era vez, una expresión de
espant o; com o un anim al herido, huyó de m i lado. Su t em or m e dio m iedo.

Det rás de la oscuridad, ent re el follaj e de los árboles, apenas veía su


som bra, un oj o, un m echón de pelo. Se escondía y m e acechaba, ent re las
plant as, en los corredores, en las habit aciones de la casa.
No podía encerrarm e con llave: t odas las llaves de la casa se habían
perdido. Por fin resolví escribir al señor Heredia. En un rincón de m i cuart o, casi
en la oscuridad, com encé la cart a:
80
Silvana Ocampo Cuentos Completos I

" Est im ado señor Heredia: Su est ancia es m uy linda y m uy grande, en ella
he pasado los días m ás felices de m i vida, y los m ás t erribles, pero t odo lo que
se refiere a m í no t iene ahora im port ancia. Sólo quiero expresarle m i grat it ud por
haberm e dado la oport unidad de conocer un lugar com o ést e y m i pena por t ener
que anunciarle el est ado en que se encuent ra su hij o. Est oy dem asiado
pert urbado para que est a cart a result e correct a y clara, pero confío en que ust ed
la com prenda.
Después de haber vivido un m es ( que equivale a varios años) con su hij o y
de no haber encont rado ninguna anorm alidad en su caráct er, salvo algunas
reacciones violent as, com o t iene cualquier m uchacho; después de haber
com probado que no bebe alcohol, ni frecuent a a ninguna m uj er, he descubiert o a
t ravés de su conduct a, de sus act it udes, de sus confidencias, el principio de su
locura. Apenas puedo creerlo: Arm ando est á enam orado de una m uj er que ha
m uert o hace cuat ro años; le da cit as; habla con ella; im agina que la ve, y est á
solo. Sabe que yo lo he descubiert o y m e odia. Si no le com unicara a ust ed est as
cosas inm ediat am ent e, t em ería no t ener suficient e fuerza de volunt ad para
hacerlo después; t em ería volverm e loco yo m ism o, por cont agio.
En est os días creo que llegará un am igo suyo a la est ancia. Tal vez pueda
socorrernos.
Lo saluda a ust ed m uy at ent am ent e.
Luis Maidana.

Con precaución guardé la cart a en el bolsillo.

El calor del día dism inuía levem ent e. Caía la noche, con sus innum erables
est rellas. Fui al pueblo para poner la cart a en el correo. El correo est aba cerrado.
Yo no t enía est am pillas. Recordé que era dom ingo. Cuat ro o cinco chicos
t rabaj aban en una casa en const rucción. En una bolsa enorm e llevaban piedras
para deposit arlas sobre los escalones de la ent rada. Me det uve a m irarlos. Me
pareció que la t area excedía sus fuerzas. Me indigné con las personas que les
habían im puest o ese t rabaj o. Me sent é sobre un m ont ón de arena, a fum ar un
cigarrillo. Est aba cansado. Mom ent os después apareció una m uj er desgreñada y
furiosa, que dispersó, a grit os, a las criat uras. Ent onces advert í que aquel
t rabaj o, que t ant o m e había im presionado, había sido un j uego, un j uego que
m erecía una penit encia.
Al oír la est rident e voz de la m uj er, recordé algunos episodios de m i
infancia. Yo había j ugado con la m ism a seriedad. Mis j uegos podían confundirse
con los m ás penosos t rabaj os que los hom bres hacen por obligación: nadie m e
había respet ado. Pensé: los niños t ienen su infierno. Ent onces la voz,
agresivam ent e fem enina, pronunció un nom bre conm ovedor. Para cast igar, para
am enazar m ás severam ent e al m enor de los niños, ut ilizó el nom bre m aravilloso:
–Mandaré a María a t u casa, para que le diga a t u m adre t odo lo que has
hecho.
Avergonzado, seguí com o una som bra por las calles del pueblo a esa
m uj er horrible. Las calles m e parecieron sinuosas y lúgubres, infinit as y, a cada
paso, m ás sucias, com o si t odas desem bocaran en algún pant ano. Crucé las vías
del t ren, pasé por dos alm acenes, m e det uve frent e a una farm acia; las calles se
enangost aban y se ensanchaban caprichosam ent e; llegué a la avenida de los
fénix, donde subrept iciam ent e, en una esquina, desapareció la m uj er.
Una casa de ladrillos blanqueada ent reabría, sobre un balcón de fierro,
una vent ana baj a. Prot egido por la oscuridad progresiva de la noche, m e asom é
a esa vent ana y m iré el int erior del cuart o. En la alucinant e luz de un espej o vi
reflej ada una m uchacha, cuyo rost ro apenas se insinuaba en la penum bra. La
81
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
im agen se acercaba, pero una cabellera, com o un río con brillo de plat a, se
int erpuso. Pensé que María, sospechando que yo la m iraba agazapado en la
som bra, m e ocult aba su cuerpo con su cabellera.
La luz del cuart o se ext inguió. Oí los pasos de unos pies desnudos sobre el
piso de m adera y luego el silencio definit ivo de la calle.
De un salt o penet ré en la habit ación. Pensé en la m uert e. El am or y la
m uert e se parecen: cuando est am os perdidos acudim os a ellos. I nm óvil, esperé
acost um brarm e a la nueva oscuridad del cuart o. Después de un t iem po que
pareció com unicarm e con la et ernidad, el espej o com enzó a ilum inarlo. Prim ero
vi una silla, después la m esa de luz, el cost urero lleno de carret eles de hilo, el
despert ador de m et al pint ado, el vaso con flores de papel, la cam a angost a,
donde la m uchacha yacía con los oj os abiert os. " Hay personas que duerm en con
los oj os abiert os" , pensé, al acercarm e. " No m e ve. Puedo inclinarm e sobre ella
para verla m ej or. Podría darle un beso sin que lo sint iera." Me incliné. Sent í su
delicada respiración. Vi sus m anos sobre la colcha blanca, su cabellera suelt a
esparcida sobre la funda de la alm ohada, que t enía bordadas grandes
m argarit as. " Ella, sin duda, hizo est os bordados" pensé, al ver el dibuj o azul del
lápiz debaj o de las coronas. Arrodillado en el borde de la cam a, exam iné sus
oj os: sin ver, parecía m irarm e.
" María, ahora, por prim era vez, podré abrazart e com o siem pre lo hago en
pensam ient o" , le dij e, en voz baj a, con la sensación de decirlo a grit os. Trat aba
de resguardar m i cuerpo de la luz del espej o que at ravesaba la habit ación.
Ret rocedí unos pasos y t ropecé con la m esa de luz; cayó el despert ador. Me t iré
al suelo esperando las t erribles consecuencias, pero el silencio volvió a
ext enderse com o un velo sobre la casa. Perm anecí un rat o en la m ism a post ura,
sin at reverm e a hacer un m ovim ient o. Me arrodillé de nuevo en el borde de la
cam a. En la suave luz del espej o el rost ro de la m uchacha resalt aba con
ext raordinaria claridad. De pront o, com o si m i insist ent e m irada la hubiera
despert ado, se incorporó en la cam a. Me m iró con horror. Quiso grit ar, pero le
t apé la boca. Quiso huir, pero la ret uve.
Clareaba el alba cuando m e alej é de su casa.

Salí de m i cuart o. Era m uy t em prano. El rocío brillaba sobre las hoj as de


las plant as. Heredia se acercó. Cast igaba con el rebenque las piedras, las ram as,
los cardos, los t roncos, t odo lo que encont rábam os.
–Tengo que hablarle –m e dij o–. Tengo que explicarle algunas cosas.
At ónit o, sin pronunciar una palabra, lo escuché.
–Para m í –prosiguió–, María Gism ondi no m urió hace cuat ro años. ¿Sabe
ust ed para quién y cóm o m urió? Hace cuat ro años, en el m es de febrero, yo
quería ent regarle una cart a. Sus padres no debían saberlo. La em presa era casi
im posible. Una noche ( recuerdo que era dom ingo) , abrum ado, vagué por el
pueblo y resolví ent rar, com o un ladrón, en su cuart o. Pensaba dej ar la cart a
debaj o de la colcha de su cam a o en el caj ón de la m esa de luz y huir sin ser
vist o. Ent ré por la vent ana. Me escondí en un hueco, ent re el ropero y la pared.
Oí unos pasos en el cuart o cont iguo: alguien abrió la puert a y encendió la
lám para. Yo no podía irm e. ( Todavía hoy, en los lat idos de m i corazón, sient o
cont ra m i pecho la frialdad de la pared blanqueada.) Sobre el piso de m adera oí
los pasos de unos pies desnudos. María Gism ondi ent ró en el cuart o; cerró la
vent ana, se acost ó y apagó la luz. Esperé que se durm iera. Desde m i nacim ient o,
nunca he esperado t ant o. Cuando m e pareció que est aba dorm ida, dej é la cart a
sobre la m esa de luz y m e acerqué, at errado, a la vent ana. Tropecé con algo. En
el t ot al silencio de la noche, el ruido ret um bó con violencia. Quedé inm óvil. En la
oscuridad, María Gism ondi buscaba. fósforos y encendía la lám para. Al verm e
quiso grit ar; le t apé la boca. La t uve ent re m is brazos por prim era vez. Cuando
82
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
dos personas luchan, parece que se abrazan. Hast a el alba luché con María
Gism ondi. Después huí de su casa, dej ándola casi dorm ida. Al día siguient e m e
anunciaron su m uert e. Durant e unos días pensé que yo la había m at ado; luego
pensé que la habían m at ado las personas que la creyeron m uert a. Com prendí
que nuest ra vida depende de un núm ero det erm inado de personas que nos ven
com o seres vivos. Si esas personas nos im aginan m uert os, m orim os. Por eso no
le perdono que ust ed haya dicho que María Gism ondi est á m uert a.
Busqué el calendario. Lo encont ré en la cocina. Febrilm ent e lo consult é.
Falt aba un día para el 28. Había que esperar sin m iedo. Pensé, para serenarm e:
" el m iedo at rae las desgracias" . Salí al pat io; recogí unas piedras y, con
asom brosa dest reza, probé en un árbol m i punt ería.
Sobre el t echo de la cocina, un gat o blanco m e m iraba con sus oj os
verdes. Lo alcancé con la últ im a piedra. Oí un golpe seco en las t ej as y un
lam ent o agudo, desgarrador.
El pobre anim al, ensangrent ado, huyó del t echo. Vi una huella de sangre
alrededor de la casa. Pensé que las personas son crueles cuando t ienen m iedo.
¿Por qué yo había t irado esa piedra? ¿Para m erecer un cast igo? ¿Para probar que
yo t am bién podía m at ar? ¿Para probárselo a quién? A m í m ism o. Nadie m e había
vist o.

Un cielo nublado precipit ó la noche. Para no im it ar m i sueño resolví ir en


sulky al correo. Tem blando, con la cart a en el bolsillo, crucé los corredores, el
pat io y ent ré en la cocina. La casera m e inform ó que su m arido había salido en el
sulky. Con un horrible present im ient o busqué el caballo, lo ensillé.
–¿Tiene frío? –pregunt ó Eladio.
Me di cuent a que yo est aba t em blando.
Tenía la sensación de no avanzar, de ir m ont ado en un caballo de plom o.
Con un horrible cansancio llegué al pueblo. Frent e a la casa baj a y am arilla del
correo, m e sent í m ás t ranquilo. No había nadie. Baj é del caballo. Tenía que dar
unos pasos para dej ar la cart a en el buzón y sent irm e libre, pero bruscam ent e,
cuando ya la t enía en la m ano, apareció Heredia. Pensé: " Est oy soñando; no
debo afligirm e; luego m e despert aré" .
Heredia m e dij o, pausadam ent e:
–Dém e esa cart a; voy a ponerla en el buzón.
Cuando t uvo la cart a en la m ano agregó:
–Est e sobre lleva adent ro ot ro sobre del m ism o t am año.
–Ust ed es adivino –le cont est é, procurando que la realidad no se pareciera
al sueño–. He puest o una cart a para un com pañero del colegio. No t engo su
dirección.
Por el sendero de t ierra, a pocos m et ros, venía cam inando Claudia o
María. ( Todavía no sabía su nom bre. ¡Nunca lo sabría! ) Me sent í t ranquilo: la
realidad difería cada vez m ás del sueño; adem ás, esa circunst ancia m e perm it iría
hablar de ot ra cosa, dist raer la at ención de Heredia. Le dij e en voz baj a,
indicándole con los oj os la dirección en que debía m irar:
–Ésa es la m uchacha que hizo el viaj e conm igo. Verá cóm o se ruboriza.
¡Sim ula no conocerm e!
Heredia m e m iró con desprecio. ¿Sospechaba t odo lo que yo había sufrido,
pensando que él t am bién am aba a la m ism a m uchacha? Esperé que se acercara
y, sacándom e el som brero, le pregunt é com o si no la conociese:
–Señorit a, ¿podría decirm e si cam biaron el horario de t renes? –Consult é
m i reloj –. –Son las doce y t odavía no he oído el silbat o del t ren.
Me m iró con asom bro.
–La est ación queda a dos cuadras de aquí, pregúnt ele al j efe.
–Y el Club Social, señorit a, ¿dónde queda?
83
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–El Club Social queda a cinco cuadras, doblando a la derecha.
–¿Cuándo habrá baile?
–El sábado por la noche.
–¿I rá ust ed, preciosa?
Al oír la últ im a palabra, que no era precisam ent e la que deseaba decirle, la
m uchacha se ruborizó.
–Yo no voy a bailes. Est oy de lut o –respondió con un orgulloso m ovim ient o
en los labios. Se alej ó con gracia rápida, sin decirm e adiós.
Nos quedam os m irándola. Hablam os de sus piernas, de su edad, de su
cint ura. Pero ¿qué había hecho Heredia con m i cart a? Advert í que la había
guardado en el bolsillo, quizá por dist racción. Le dij e con voz t rém ula:
–Se olvida de m i cart a.
–Al cont rario; no la olvido.
–La t iene en el bolsillo. ¿Para qué?
–Para que ust ed m e la lea cuando lleguem os a la est ancia.
I nt ent é arrebat ársela, pero m e am enazó con el revólver. ¡Con el revólver
del sueño! Mont am os a caballo. Durant e el t rayect o pensé quit arle la cart a y el
revólver. Lo m iraba de soslayo, esperando que t uviera un m om ent o de
dist racción, para huir, para pedir auxilio, para asest arle un golpe en la cabeza.
Pero él era t ant o m ás fuert e que yo, t enía un aspect o t ant o m ás equilibrado, que
renuncié a t odos m is planes. Si pedía auxilio m e hubieran creído loco; si huía,
Heredia m e hubiera baleado por la espalda; si lo at acaba, m e hubiera m at ado
com o a un perro.
No m e im port aba m orir. Lo m iré con indulgencia.
–¿Y con qué derecho pret ende que le lea m i cart a?
–Con ést e –dij o poniendo sobre una m esa el revólver–; porque ust ed no
es capaz de defenderse ni con est e revólver, ni con ese cuchillo que t iene en el
cint urón.
–Desprecio los m edios de violencia para llegar a un acuerdo.
–¿Qué m edios le agradan, ent onces?
–Los del ent endim ient o.
–Est á bien –dij o, sent ándose–. Léam e ahora su cart a.
–No acept o.
–Por la violencia, ent onces –dij o em puñando nuevam ent e el revólver.
Tem blando t om é la cart a que m e ent regó Heredia. Pensé de nuevo que
soñaba y que pront o despert aría. Tal vez la cart a se t ransform ara en ot ra
t ot alm ent e dist int a.
Com encé la lect ura m uy lent am ent e. Leí com o m e habían enseñado a leer
en el colegio, con el cuerpo erguido, levant ando la cabeza al final de cada
párrafo, señalando exageradam ent e la punt uación. Cuando t erm iné, después de
un siglo, Heredia, sin decir una palabra, se levant ó y salió del cuart o. Oí m orir
sus pasos en las baldosas del corredor. De cualquier m odo, aun repit iendo m i
sueño, t enía que huir. Encerré a Carbón en m i cuart o, para que no m e siguiera.
Busqué el sulky, los caballos: no est aban. Con la pesadez que da la vergüenza
del m iedo, corrí. Ent ré de nuevo en m i cuart o; había olvidado las llaves. Las
guardé en m i bolsillo. Guardé m i cuaderno y m is libros en el caj ón de la m esa,
volví a salir. Dej é t odo: cualquier cosa que llevara conm igo podía delat ar o
ent orpecer m i huida.

CONSI DERACI ONES FI NALES DE RÓMULO SAGASTA

Aquí se int errum pen las páginas de est e ext ravagant e cuaderno: después
de haber m edit ado sobre su cont enido sient o ahora la necesidad, casi el deber,
de agregarles un final.
84
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Toda vida, con sus experiencias, con sus ilusiones, es incom plet a,
fragm ent aria y t errible: la que en las páginas ant eriores se revela com o un
sím bolo es, a m i j uicio, especialm ent e conm ovedora y dram át ica. Después de
corregir algunos errores gram at icales, sin m odificar el est ilo sim ple y pueril de
las frases, agregaré las siguient es líneas:
El 28 de enero de 1930 part í de Const it ución en el t ren de la m añana para
Cacharí. Lo hice de m ala gana, pero sin pensar que m e encont raría frent e a un
espect áculo t an t rist e com o el que m e deparó la suert e.
Los Cisnes, aquella est ancia donde m i am igo Heredia m e había invit ado
t ant as veces a pasar los fines de sem ana, las fiest as de m ayo y de carnaval,
evocaba en m i corazón los recuerdos m ás placent eros y dulces.
Los suculent os alm uerzos al aire libre, las largas siest as, el t ranquilo
silencio cam pest re, son goces que ningún criollo desdeña. Es ciert o que soy
aficionado a la caza y que ese ent ret enim ient o agrega seducción a la vida de
cam po. Lo prim ero que hacía, al llegar allí, era alquilar por dos pesos el perro de
caza del alm acenero. Un " point er" degenerado sirve para algo cuando el cazador
es com pet ent e. I nvariablem ent e, al final de la t arde, volvía del cam po con ocho o
nueve perdices.
Llegué a Los Cisnes, repit o, el 28 de enero de 1930, con m i escopet a,
arm a que llevaba com o un vano disfraz para disim ular el verdadero m ot ivo de m i
viaj e.
Era un día de sol deslum brant e y herm oso. Nadie m e esperaba en la
est ación. Vagué m ás de m edia hora por el andén; t uve t iem po para arrepent irm e
del viaj e, ant es de ver aparecer la volant a con Eladio Esquivel, que baj ó
lent am ent e com o un viej it o a saludarm e. Lo recibí con frialdad, pero en seguida
sospeché que una elocuencia t rágica se ocult aba en su lent it ud. Algo grave había
sucedido. Con serias palabras ent recort adas, m e dij o:
–Ha sucedido una desgracia.
Con m i escopet a y m i valij a, subí apresuradam ent e a la volant a y t rat é de
averiguar t odo lo que m e cost aba creer. Confusam ent e oí el relat o del niño,
m ient ras nos aproxim ábam os a la est ancia. El sol, la claridad del día, la voz
soñolient a del niño, t odo parecía cont radecir la not icia.
Después de ver al m uert o, después de hablar con los caseros, con el
m édico, con el agent e de policía y de hacer los t rám it es necesarios para que
enviaran un at aúd, quise exam inar el lugar donde había ocurrido el hecho. Por la
calle de eucalipt os y casuarinas Eladio m e guió hast a el lugar del cam po ent re los
past izales, donde se veían aún las m anchas de sangre y los rast ros ( se hubiera
dicho) de una lucha. Después supe que el perro negro de la est ancia, aullando,
había escarbado la t ierra con desesperación al ver la sangre.
Nunca prevem os lo peor. Yo había previst o t odo, salvo lo que había
ocurrido. Lam ent é de nuevo haber acept ado una m isión t an desagradable. Mi
am ist ad con Raúl Heredia, m i sim pat ía por t oda su fam ilia, m e habían im pulsado
a hacerlo por un sent im ient o de deber. I r a una est ancia solit aria, con el pret ext o
de cazar perdices, para espiar y aconsej ar a un m uchacho de dieciocho años,
aunque ese m uchacho fuera el hij o de uno de m is m ej ores am igos, m e parecía
int eresant e pero com prom et edor. Ahora, al encont rarm e con una not icia t an
inesperada com o horrible, m e parecía que m i t em or había obedecido
nat uralm ent e a un present im ient o.
Desde la infancia, Arm ando Heredia había m ost rado signos de locura. Es
ciert o que los niños de cort a edad siem pre m e parecen dem ent es; los diálogos,
los j uegos que pract ican, las palabras que profieren son indudables ej em plos de
locura. At ravesar la infancia es una severa prueba para la razón. Ent re los niños
que yo he conocido, Arm ando Heredia fue sin duda el m ás ext raño. Lo veo com o
era hace cat orce años, con los oj os encendidos, con un lát igo en la m ano,
85
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
cast igando a un personaj e fict icio ( cuyos rast ros había pint ado él m ism o, con
t int a roj a, en el suelo) y llorando después sobre su m uert e.
En el t ren de la t arde llegó la fam ilia de Heredia. Nunca había t enido que
asist ir a una escena t an dram át ica: ver a una m adre frent e a un hij o m uert o. No
soy especialm ent e egoíst a; sin em bargo, m e preocupaba m ás la act it ud que yo
debía asum ir que el dolor de una fam ilia que est im o.
Me cost aba reconocer la alegre casa de cam po, con sus apacibles
corredores, con sus profusas enredaderas. En un inst ant e el aspect o de un lugar
puede cam biar definit ivam ent e. Al ver a Raúl Heredia com prendí que no
podríam os volver, com o ant es, a la est ancia. Ciert os acont ecim ient os señalan el
t iem po com o en los j uegos las líneas de t iza blanca m arcan lím it es
infranqueables: el principio y el final de épocas dist int as.
Colocaron el at aúd en la sala de la casa. Allí velam os al m uert o. En la
t rém ula luz de los cirios, la cara del m uchacho no est aba desfigurada. Su t ez
oscura, su frent e angost a, la pureza de su perfil no se habían alt erado. El balazo
lo había alcanzado en el cent ro del corazón. Me im presionaron las flores que la
m adre quiso, vanam ent e, colocar ent re las m anos del m uert o; el resent im ient o
con que le hablaba; las frases am argas, severas.
Al alba, después de beber varias t azas de café, Raúl Heredia m e llevó al
cuart o que había sido de su hij o ( un cuart o lúgubre y húm edo) . Abrió el ropero y
los caj ones de la m esa.
–Mi m uj er no podría hacer est as cosas. La conozco. Ant es de irm e quiero
revisar t odo.
La luz del alba rayaba las persianas y los prim eros páj aros cant aban
débilm ent e. Raúl Heredia se det uvo un inst ant e y m e dij o:
–A est a hora uno com prende súbit am ent e t odo lo que es definit ivo. –En el
m arco de la puert a m e enseñó el cielo blanco–: –Sólo em briagado o t rist e he
vist o el alba; sólo en fiest as, nacim ient os o m uert es, y ést a es la m ás am arga, la
m ás infernal, la m ás inj ust a...
Encont ram os en el caj ón de la m esa un cuaderno de t apas azules. La
prim era página llevaba el t ít ulo Mis sueños. Raúl Heredia hoj eó
m elancólicam ent e el cuaderno y m e lo ent regó.
–No t engo el coraj e de leer est as páginas. Me parecería un crim en, sin
em bargo, dest ruirlas. Arm ando era int eligent e. ¡Lo he conocido t an poco! Te las
ent regó a t i, porque eres m i m ej or am igo. Podrás leerlas y descubrir t al vez en
ellas qué m ot ivos im pulsaron a m i hij o a com et er est e act o de locura; ya ninguna
explicación puede m odificar nada.
Tom é el cuaderno y volvim os a la sala donde t em blaban las luces de los
cirios.
Muchos vecinos habían acudido al velorio. Las m uj eres lloraban con
ím pet u poét ico y elocuent em ent e hablaban de la m uert e.
I nút il sería relat ar en t odos sus det alles los t rist es diálogos de aquella
noche, el viaj e penoso en t ren, la llegada a Const it ución.
Después del ent ierro en Buenos Aires, em prendí, con asom bros sucesivos,
la lect ura del cuaderno. Durant e algunos días perm anecí at errado. Pensé dest ruir
las páginas: no he hallado, no he podido hallar solución al problem a. En vano
busqué en la guía t elefónica el nom bre de Luis Maidana. Mient ras t ant o, t rat é de
evit ar los encuent ros con m i am igo Heredia. ¿Si m e hablaba del cuaderno? ¿Si
m e lo pedía? Sin éxit o t rat é de frecuent ar a ot ras personas de la fam ilia para
averiguar det alles sobre la vida del m uchacho.
Seis m eses t ranscurrieron. Heredia fue un día a m i casa, a visit arm e. En
un t ono j ovial m e anunció su próxim o viaj e a Europa. Me habló de sus hij os y, al
m encionar a Arm ando, dij o:

86
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–Fue m ej or que Dios se lo llevara; m uchachos de esa clase no hacen nada
bueno. Ya cost ó bast ant es llant os a su m adre.
Aprovechando la oport unidad m e at reví a com unicarle que el cuaderno que
m e había sido ent regado seis m eses ant es no cont enía relat os de sueños, ni
había sido escrit o por su hij o, sino por una persona llam ada Luis Maidana. Mi
not icia no asom bró ni int eresó dem asiado a Heredia. Me m iró con incredulidad.
Me aseguró que su hij o no t enía ningún am igo de ese nom bre.
Est udiam os la escrit ura del cuaderno; confront am os cuadernos del colegio
y cart as que fueron escrit as por él, presum íam os, en esa época: la let ra era la
m ism a. Averiguam os ent re los am igos de Arm ando si exist ía o había exist ido un
Luis Maidana. Nadie lo conocía ni había oído hablar de él. Los caseros de Los
Cisnes afirm aron que nadie visit ó a Arm ando en la est ancia. Finalm ent e t uve que
acept ar lo increíble: los relat os cont enidos en el cuaderno baj o el t ít ulo Mis
sueños habían sido escrit os por Arm ando Heredia y no por Luis Maidana.
¿Por qué, suponiendo que esos relat os fueran sueños, Arm ando fingía ser
ot ro personaj e? ¿Fingía o realm ent e soñaba que era ot ro, y se veía desde
afuera? ¿Lo obsesionaba la idea de no t ener sueños, com o lo dice en una de las
páginas del cuaderno? ¿Se sent ía com o un fant asm a, se sent ía com o una hoj a en
blanco? ¿La obsesión fue t an poderosa que Arm ando t erm inó por invent ar sus
sueños?
Cuando pensaba, t al vez creía Heredia que est aba soñando. De ahí
provendría la ext raña y alucinant e ilación que hay en sus sueños: Arm ando
Heredia sufría desdoblam ient os. Se veía de afuera com o lo vería Luis Maidana,
que era a la vez su am igo y su enem igo. " En la vigilia, vivim os en un m undo
com ún, pero en el sueño cada uno de nosot ros penet ra en un m undo propio." He
podido com probar que algunas personas, algunos obj et os y acont ecim ient os que
figuran con m odificaciones en est os relat os exist ieron realm ent e; ot ros, com o
Luis Maidana y el doct or Tarcisio Fernández, no exist en ni j am ás exist ieron.
Arm ando Heredia, al suicidarse, ¿creyó m at ar a Luis Maidana, com o creyó
m at ar en su infancia a un personaj e im aginario? ¿En vez de t int a roj a em pleó su
propia sangre para j ugar con su enem igo? ¿Quiso, odió, asesinó a un ser
im aginario?
Heredia m e pidió que m e ocupara de la vent a de su cam po. Volví a Los
Cisnes por últ im a vez. Vi algunos obj et os que figuran en los relat os del
cuaderno: los reconocí con desagradable sorpresa. Vi la canast a de porcelana, la
m ecedora alucinant e, el paisaj e pint ado en la cabecera de la cam a, el t igre y el
j aguar del cuadro at ribuido a Delacroix. En Cacharí conocí a María Gism ondi ( a
quien int errogué infruct uosam ent e) . Nadie había oído hablar de Luis Maidana.
Todavía sient o un profundo m alest ar cuando pienso en est e cuaderno. El
m ist erio que envuelve sus páginas no ha sido t ot alm ent e aclarado para m í, ya
que la m uert e selló para siem pre los labios del aut or y act or, de la víct im a y del
asesino de est a inverosím il hist oria.
Si yo hubiera llegado a Los Cisnes el 26 o el 27 de febrero en lugar del 28,
com o quería hacerlo, hubiera salvado con el fant asm a de Maidana a Arm ando
Heredia, pero t al vez hubiera perdido m i propia vida. Y si est o fuera una hist oria
policial, yo habría sost enido, t al vez, una disput a con Arm ando; ést e ( com o en la
realidad) se habría suicidado y m e acusaría crim inalm ent e de su m uert e. Las
consecuencias de cualquier hecho son, en ciert o m odo, infinit as.
A veces pienso que en un sueño he leído y he m edit ado est e cuaderno, y
que la locura de Heredia no m e es aj ena.
No hay dist inción en la faz de nuest ras experiencias; algunas son vívidas,
ot ras opacas; algunas agradables, ot ras son una agonía para el recuerdo; pero
no hay cóm o saber cuáles fueron sueños y cuáles realidad.

87
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Fr a gm e n t os de l libr o in visible

Cerca de las ruinas de Tegulet , en la Ciudad de los Lobos, ant es de m i


nacim ient o, hablé. Mi m adre, encint a de ocho m eses, m e oyó decir una noche:
" Madre, quiero nacer en Debra Berham ( Mont aña de Luz) . Llévam e, pues allí
podrás ser la m adre de un pequeño profet a, y yo el hij o de esa m adre.
Cum pliendo m is órdenes t e aseguras un cielo benévolo" .
De m i discurso prenat al conservo un recuerdo vago envuelt o en brum as;
una fest ividad de flores y de cánt icos, a m edida que pasa el t iem po lo alegra.
El viaj e era largo y peligroso, pero m i m adre, que era am biciosa, pint ó sus
oj os, unt ó de m ant eca su pelo, elevó su peinado com o una colm ena, y con t odas
sus pulseras –que le servían por las m añanas de espej os–, los pies desnudos y
su m ej or vest ido, obedeció a m i voz. El sol del verano com o una enorm e hoguera
abrasaba a los hom bres. Ella lo at ravesó sin perecer porque m e am aba.
Los relat os de m i m adre, que guardaba com o una reliquia, el vest ido
hecho j irones por el viaj e ( adem ás de una fiebre palúdica y una erupción en
form a de rosas, sobre la dorada oscuridad de su piel) , exigían m is explicaciones:
" No fue por vanidad que t e ordené un viaj e t an penoso. Si no m e hubieras oído
hablar en t u seno ant es de nacer, si no hubieras acudido a Debra Berham , no
hubieras sido m i m adre: est o m olest aba a t u alm a y no a m i soberbia. Tengo
m uchas cosas t uyas que j unt ar en est e m undo para llevarlas al cielo" .
" Cont em plar un árbol o una j irafa, respirar el olor de la lluvia o del fuego,
oír las carcaj adas de las hienas, m irar de frent e el sol, en éxt asis la luna, no
parecen cosas im port ant es: no sabrem os nunca t odo lo que hem os perdido o
ganado en esos inst ant es de cont em plación. Un m es ant es de m i nacim ient o, si
no hubieras est ado, en la noche, esperando los cant os del alba; si hubieras
est ado com o t us herm anas, dorm ida, no hubieras escuchado m i voz en t us
ent rañas. Fuist e dócil al dest ino, fuist e at ent a: de ese m odo se logra la dicha."

Mi caballo roj o espant a los rept iles cuando lo llevo al río a beber.
Grut as, follaj es int rincados, son m is guaridas en los días de t orm ent a,
pues nunca duerm o debaj o de un t echo. Me alim ent o de frut as, de yerbas y de
raíces. Mi rost ro, com o los cielos del ponient e y de la aurora, j am ás se repit e.
No m e conozco. Conozco a los ot ros, a los que m e conocen.
Algunos past ores dicen que soy un m onst ruo, con largo y sedoso pelo,
ot ros que soy de una belleza deslum brant e y alt iva. Dicen que m is oj os son de
un azul profundo, de un verde desvaído, t an hundidos en las órbit as que no se
pueden ver sino a ciert as horas. Dicen que m is pupilas sólo reflej an el rost ro de
los seres que com part en m i fervor y que los ot ros ven en ellas el m ero reflej o de
una calavera o de un m ono.
La m ent ira origina el m iedo y el m iedo la m ent ira.
Conozco el lenguaj e de los m uert os, de las plant as abisinias, de las best ias
y de los m inerales. He com puest o dos libros, dos libros invisibles cuyas frases
im prim í únicam ent e en m i m em oria, sin recurrir a la t int a, al papel y a la plum a.
Desdeño esos groseros inst rum ent os que fij an, que desfiguran el pensam ient o:
esos enem igos de la m et am orfosis y de la colaboración.
El que se at reva a im prim ir m is palabras las dest ruirá. El m undo no se
reirá de m í sino de él. Mi libro, en caract eres im presos, se t ornaría m enos
im port ant e que un puñado de polvo.
El prim ero de m is libros, que se t it ula El Libro de la Oscuridad, lo com encé
a los doce años. Ni en un árbol, ni en una piedra, ni en la t ierra, donde a veces
dibuj o, grabé uno solo de m is pensam ient os. Al principio las frases se form aban
en m i m ent e con dificult ad, con lent it ud. Una vez que se arraigaban en m i
m em oria las hacía repet ir por m i m adre, y, cuando fui m ayor, por m is discípulos,
88
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
que a veces se equivocaban. Est as equivocaciones t odavía m e deleit an: suelo
m odificar m i t ext o de acuerdo con ellas.

La m em oria es infinit a, pero m ás infinit a y caprichosa, com o los senderos


de un dédalo, es la invención que la m odifica. Mis discípulos t rat an de
reem plazar la m em oria con la im aginación.

El segundo libro, que act ualm ent e com pongo, y que cont iene hacia el final
m i aut obiografía, se t it ula El Libro I nvisible. Nunca com pongo m ás de nueve
frases por día, nunca m enos de t res. Al principio necesit aba recurrir a los obj et os
y a los lugares inspiradores: si hablaba de una piedra t enía que t enerla en m is
m anos m ucho t iem po; si hablaba de una grut a, perm anecía en su recint o varios
días y varias noches cont em plando los cam bios de la luz según las horas; si
hablaba del agua de un lago t enía que vivir en sus orillas; si hablaba de alguno
de m is discípulos t enía que pasar largas horas con él, escuchando su voz,
est udiando la est ruct ura de sus frases, las form as de sus equivocaciones, la
expresión de su dicha o de su t rist eza.
Creo en un núm ero incalculable de dioses que m oran en el sonido, en la
form a, en el color, en la fragancia.

Ninguna cosa es m ás im port ant e que ot ra.

Yo no deseaba asom brar a nadie, pero ciert as act it udes m ías lograron el
asom bro.

En vez de aspirar una flor, la acercaba a m i oído y, ant e los t rém ulos
discípulos, decía: " Puedo oír el corazón de est a flor com o el vuest ro. Ella clam a
por agua com o vosot ros por la gracia divina, y vuest ra voz es pequeña com o la
voz de est a flor. Dios t endría que acercarnos a su oído com o yo acerco est a flor
al m ío, pero no exist e un dios que at ienda a est as cosas" .
" En las flores hay una voz m ist eriosa y fina com o la del violín que escuchó
m i m adre, en Persia, a los nueve años. ¿No la oyen ust edes? Las flores y t odos
los elem ent os que com ponen la nat uraleza t ienen voces sut iles. El espacio est á
t ej ido por est as voces. El silencio j am ás es absolut o. En las noches m ás
profundas oím os siem pre un m urm ullo lej ano, revelador de una sum a de
infinit esim ales voces: t odos los pensam ient os que se form ulan en el m undo
vibran en esas voces. En una piedra podem os oír, si escucham os con at ención, el
t rayect o del t iem po; en el ruido de la lluvia podem os oír el diálogo vacilant e de
los prim eros hom bres; en ciert as plant as podem os oír a las m uj eres de la
ant igüedad elaborar secret os; en el est ruendo de las olas que se elevan en los
m ares podem os oír la aclaración de algunos hechos hist óricos; ciert as alondras
nos t raen anuncios del fut uro m ás próxim o. Si ust edes no se dignan oír est as
voces ¿cóm o podría un dios oír las vuest ras?"

A veces en m edio de nuest ros diálogos inst aba a m is discípulos a cerrar


los oj os y a est udiar la oscuridad ( ést e era uno de nuest ros ej ercicios diarios) .
Era penoso al principio. Los oj os cerrados, las m oradas de nuest ros oj os cerrados
eran m undos lum inosos donde exist ían flores, páj aros, rost ros, paisaj es, obj et os
im precisos. Mis discípulos t enían que describir est os m undos, uno por uno,
det alladam ent e. Era difícil, casi im posible, precisarlos: se int erponían im ágenes
indefinidam ent e variadas, y al final int ervenía siem pre el sueño. En El Libro de la
Oscuridad aparecen m ás de m il lám inas det alladas, m ás de m il form as dist int as,
que m e t ransm it ieron m is discípulos y que yo m ism o est udié en largas

89
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
m edit aciones. Todas t ienen un significado. Trat ábam os vanam ent e de hacer
coincidir las form as que veíam os en cada una de nuest ras oscuridades.

Uno de m is discípulos descubrió en m i m ano, al abrir los oj os, una hierba


am arilla que nació en los dom inios de la oscuridad. El sólo la había vist o y la
encont ró en m i m ano. Ést e fue t al vez el m ilagro m ás involunt ario que realicé en
m i vida. ¿Por qué no elegí un rost ro, o aquel j ardín con grut as azules, o aquel
océano incendiado, para t rasladarlos a est e m undo, en vez de aquella hierba
m inuciosa cuyo origen nadie conocerá?

Est a plant a se llam a " Plant a dorada" . El vient o llevará sus sem illas al
Mont e del Líbano y a las sendas que conducen a Dam asco. Florecerá en m ayo y
será invisible durant e el día. La buscarán los alquim ist as porque puede
t ransm ut ar los m et ales.

He vivido m ucho; dem asiado. Veré m orir a m is discípulos. Un día


penet raré en las regiones que se ext ienden m ás allá de la vida. Las visit aré ant es
de m orir. Para eso he est udiado.

Lebna, el m enor de m is discípulos, era reservado y m edit ó su m uert e con


pudor. Era difícil advert ir un cam bio en él. Con la cabeza inclinada sobre el brazo
izquierdo, com o cuando descansaba boca abaj o, yacía ent re las hierbas. No es
ciert o que ordené un breve silencio a los páj aros y que agrandé el t am año de la
prim era est rella, en señal de duelo com o algunas personas lo aseguran.
" La puest a de sol no es m ás dolorosa que el alba: si no m e afligió t u
nacim ient o por qué ha de afligirm e t u m uert e." ¡Ah, qué vana m e pareció m i voz
sin el eco de la suya! Todas nuest ras frases llevan un signo inicial de
int errogación: la respuest a est á en el oído que la escucha y no en las palabras
que la cont est an. Con dolor penet ré en ese vacío t em plo del silencio.

¡Ah, qué j oven era yo ent onces! Después de est as palabras designaré sólo
la hora de aquel lugar desiert o. Las horas son m ansiones en lugares donde no
hay edificios. Las horas son personas en lugares solit arios. El m ediodía, com o
una t orre, brillaba con cien espej os. El m ediodía, com o cien j óvenes,
deslum brant em ent e pesaroso, perm anecía inm óvil.

" A la hora en que nace la prim era est rella vendrás a m i encuent ro. Lebna,
no m e ocult es nada. No eres un adult o en el reino de los m uert os; t odavía eres
un niño." Con est as palabras llam é a Lebna.
Siguiendo la luz de la prim era est rella llegó a las nieblas rosadas de est e
m undo. Se sent ó a m i lado en el banco de la plaza desiert a y m e dij o:
–Lo único t errible de la m uert e es no saber cuándo uno m uere. ¿Qué
podría decirt e ahora de m i t rayect o, de m i viaj e al ot ro m undo? Pasé por m uchas
puert as; algunas m odest as, conm ovedoras, ot ras con incrust aciones de oro y de
piedras preciosas que m e escandalizaron. Pasé por m uchas puert as
t ransparent es, com o de hielo, en cuyas t ransparencias se veían ciert os colores
que los m ort ales no alcanzan a ver; por m uchas puert as alt ísim as, silenciosas,
cubiert as de follaj es, de frut os y de páj aros cuyas alas t rém ulas irradiaban luz en
las m aderas labradas. Pasé por m uchas puert as horribles –algunas eran
dim inut as, algunas t enían una m ano de hierro o de bronce, a un lado, o la
cabeza de un león m ordiendo un aro, en el cent ro– ant es de hallar el ot ro m undo
en un paisaj e com plicado, ent re edificios y obj et os het erogéneos, ent re cam as,
cuadros, arm arios, arcos, est at uas, colum nas, gloriet as, m iniat uras, lát igos,

90
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Bist ros, t abernáculos, aureolas, espadas, baldaquines, lint ernas m ágicas,
baraj as, ast rolabios, cariát ides, m apam undis.
Lebna m e hablaba con una nat uralidad que parecía fingida.
–Al principio creí que había llegado a una casa de rem at es, pero había
j ardines y bosques y lagos. Es un lugar bello y a la vez horrible. Algunas cosas
son idént icas a las que yo había im aginado después de oír t us palabras; ot ras
seguram ent e se m e hubieran ocurrido si hubiera m edit ado m ás t iem po sobre la
posible com plej idad del cielo j unt o a t i; ot ras, no se m e hubieran ocurrido nunca,
porque t e hubieran desagradado. Allí, t odo lo que nos parecía de oro y no era de
oro en el m undo, es de oro: por ej em plo, las ret am as ilum inadas por el sol, o el
pelaj e de algunos anim ales. Todo lo que nos parecía de plat a, y no era de plat a
en el m undo, allí es de plat a: por ej em plo, el follaj e del cedro del Líbano, o el
agua de un pant ano en la noche. Pero lo que es m ás m aravilloso es la
m uchedum bre de obj et os que hay y la m úsica dulce que se escucha en sus
recint os.
–Qué parecido eres m uert o, Lebna, a lo que eras cuando vivías –le
respondí–. Te gust aban los obj et os. Hacías colecciones de plum as de páj aros, de
dient es de leche, de piedras que lust rabas con la palm a de t u m ano hast a que
brillaban y que luego horadabas para hacer collares. Te deleit aba el cant o de las
ranas.

–¿No habrem os soñado que has m uert o? Las cosas que m e dices no m e
asom bran. Las puert as que m e describes m e repugnan com o m e repugnan
algunas de las puert as de las casas de la gent e rica. Sabes que no t engo
predilección por las puert as. He vivido siem pre afuera. Las grut as y los follaj es
donde m e he guarecido no t ienen puert as. En est e m undo las cosas que t e
parecían bellas no m e agradan. Sin em bargo, no confío m ucho en t i. Nunca fuist e
observador.
–Siem pre m e decías que no era observador. Para disim ular m is m ent iras
m uchas veces hablabas de m i im aginación.

–En el cielo, si es que est oy en el cielo, no necesit o ser observador –m e


decía Lebna–, no necesit o m ent ir. Allí puede t ocarse el fuego: est o no es una
m ent ira. El int erior de las llam as, que parece a veces el int erior de una frut a al
sol, puede probarse, el gust o que t iene es superior al gust o de la m iel de las
abej as m ás refinadas: est o no es m ent ira. Com o se j unt a un ram o de flores,
podría j unt ar un ram o de llam as, con las llam as m ás ardient es, anaranj adas,
azules o violet as.

–Las frut as adivinan los deseos de quienes las van a probar, t ienen m ás o
m enos azúcar, son m ás o m enos ácidas de acuerdo con cada paladar. Cam bian
t am bién de form a para agradar a las personas que las m iran. La prim avera es
et erna en algunas regiones y hay ríos de leche, de m iel y de licores cuyo gust o
es inm at erial com o el de las flores. Hay lám paras que pueden ilum inar diez m il
j ardines a la vez y que son pequeñas com o luciérnagas o com o la piedra preciosa
de un anillo. Hay grut as azules donde la sed no exist e y m ares obedient es donde
cant an sirenas benignas en los bordes nacarados de las olas. La salud es variada
com o eran variadas en el m undo las enferm edades. La ausencia de dolores t iene
dist int os grados de agudeza. En los senderos de los j ardines hay piedrecit as en
cuyo fondo se encuent ran dim inut os j ardines, m illones de diferent es j ardines;
penet rar en ellos no es im posible. En cada got a de rocío hay ot ra noche en
m iniat ura, con sus est rellas. Cont em plar est as bellezas es un ent ret enim ient o
inagot able, pero t am bién hay cosas horribles que no sabría describir sino m uy
lent am ent e. Hay páj aros anaranj ados, con seis pat as y cuat ro alas, sin cara, sin
91
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
oj os. Hay un crisant em o grande com o un im perio en cuyos pét alos m il hom bres
pueden pasearse. Los pensam ient os vuelan com o las m ariposas. Hay lagos
donde el agua es dura com o una piedra t ransparent e. Hay perros con caras de
hom bres y ovej as com o árboles. Hay fuent es de donde m ana un agua que no
m oj a; árboles con plum as suaves. Hay casas de hielo con m uebles de hielo. Hay
soles pequeños com o granos de azúcar pero m ás brillant es que el m ism o sol.
Hay un aj edrez de nácar con verdaderas reinas y un ruiseñor m ecánico cuyas
veint e m il canciones corresponden a cada una de sus veint e m il plum as.
Descubrí veint e de las figuras de El Libro de la Oscuridad disem inadas.
Apenas las reconocí, se perdían ent re t ant os obj et os. Reconocí t am bién unas
plum as lust rosas com o las que m ás codiciaba en est e m undo, unas piedras
horadadas, unos dient es de leche del color de la nieve.

Oh, herm anos, reprim id los suspiros, no guardéis lut o por los obj et os
perdidos ni por los hom bres m uert os. Que la hierba se seque, y que la flor caiga,
pero que el pensam ient o dure para siem pre.

Muchos m uert os creerán que est án en el cielo cuando llegan al infierno;


est o no sucede por obra de la m isericordia divina ni por la perversidad de un
dem onio que colm ándonos de luj o y de belleza física agot a la pureza de nuest ro
espírit u: est o sucede porque est á en la nat uraleza del hom bre equivocarse.

En el invierno de una noche m urió Nast asen, el prim ogénit o de m is


discípulos. Follaj es oscurecidos m e anunciaron su m uert e. Lo im aginé a la
dist ancia, con el cabello ensangrent ado y un t igre a sus pies. Encont ram os su
cuerpo flot ando en la superficie de un lago donde solía bañarse a la luz de la
luna, en verano. Un t igre lo había herido, en el lago; ya casi m uert o int ent ó lavar
sus heridas.

A la hora m ás blanca del alba cuando rom pen a cant ar los páj aros,
envuelt o en las alas del vient o, llam é a Nast asen.
Siguiendo la luz del alba llegó a m i lado. Reclinados en el parapet o de un
puent e m irábam os el agua m ient ras hablábam os. Su voz t ranquila y m elodiosa
se elevaba com o un rayo de luz ent re las som bras.
–Pasé por m uchas puert as m odest as, cubiert as de follaj es o de m arfil con
rosas, o con incrust aciones de oro y de piedras preciosas, o t ransparent es, en
cuyas t ransparencias se veían colores que los m ort ales no alcanzan a ver, o
silenciosas y alt ísim as.
De acuerdo con sus descripciones reconocí m uchas de las puert as que m e
había m encionado Lebna en su narración, com probé que ot ras eran nuevas,
recién colocadas: en algunas m e dij o que había sent ido un olor fresco a pint ura o
a m adera. Las basuras, los alj ibes, los pisapapeles, las gloriet as se habían
acum ulado. Había vist o unas pulseras iguales a las de m i m adre, unas pesadas
rosas com o las que regaba en su j ardín. Había oído una herm osa m úsica, dulce y
penet rant e com o la del violín de Persia en su recuerdo.

Si Lebna y Nast asen est án en el infierno t rat aré de m erecer la m ism a


suert e.

Est oy casi m uert o, pero est oy pensando. Est aré m uert o y seguiré
pensando. El cielo o el infierno se com pone de t odos los obj et os, sensaciones y
pensam ient os que los hom bres t uvieron en la t ierra. Esos obj et os, esos
pensam ient os, esas sensaciones det erm inarán el porvenir de ese lugar infinit o.

92
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Oh, t ram a suspendida en el espacio, t ej ido lum inoso y abyect o, que unirá
el present e al pasado y el pasado al fut uro. ¿Dónde nació t u prim er hilo? ¿Som os
el m ero sueño de algún dios? ¿Som os una escala prism át ica?

Lebna, Nast asen, Alda, Miguel, Aralia, m is discípulos, al ánfora de la


sabiduría he acercado vanam ent e m is labios. ¡Qué am arga es su agua crist alina!

Mi m adre desapareció m ist eriosam ent e. No he de llam arla com o a m is


discípulos, la visit aré; no le pediré que haga ot ro viaj e. Ahora com prendo por
qué sus pulseras, sus rosas y la m úsica de su m em oria se encuent ran en el ot ro
m undo.

Tal vez volverem os a nacer y un día t odo lo que pensem os o hagam os en


la t ierra alguien ya lo habrá hecho o pensado ant es que nosot ros. Ent onces, sólo
ent onces, sabrem os si ese lugar que nosot ros los m ort ales hem os preparado es
el cielo o el infierno.

Tant o afán t uve en nacer en Debra Berham y ahora lo que llevo en m is


m anos es un puñado de t ierra, unas figuras de la oscuridad, una hierba, unas
pulseras, unos frut os y unas flores. Con qué lent it ud t an m inuciosa t endré que
esperar que los siglos renueven las palabras de m is libros y originen un nuevo
caudal de obj et os que perfeccionarán la felicidad o el dolor.

Dios m e verá com o yo vi las im ágenes en la oscuridad. No m e dist inguirá


de las ot ras im ágenes. Soy la cont inuación desesperada de m i libro, donde
encerré a m is discípulos, a m i m adre y a m í m ism o.

Soy Lebna, soy Nast asen, soy Alda, soy Miguel, soy Aralia, soy m i m adre,
soy el caballo que espant a a los rept iles, soy el agua del río, soy el t igre que
devoró a Nast asen y el t error de la sangre, soy la oscuridad m últ iple y lum inosa
de m is oj os cerrados.

Au t obiogr a fía de I r e n e

Ni a las ilum inaciones del veint icinco de m ayo, en Buenos Aires, con
bom bit as de luz en las fuent es y en los escudos, ni a las liquidaciones de las
grandes t iendas con serpent inas verdes, ni al día de m i cum pleaños, ansié llegar
con t ant o fervor com o a est e m om ent o de dicha sobrenat ural.
Desde m i infancia fui pálida com o ahora, " t al vez un poco aném ica" , decía
el m édico, " pero sana, com o t odos los Andrade" . Varias veces im aginé m i m uert e
en los espej os, con una rosa de papel en la m ano. Hoy t engo esa rosa en la
m ano ( est aba en un florero, j unt o a m i cam a) . Una rosa, un vano adorno con
olor a t rapo y con un nom bre escrit o en uno de sus pét alos. No necesit o
aspirarla, ni m irarla: sé que es la m ism a. Hoy est oy m uriéndom e con el m ism o
rost ro que veía en los espej os de m i infancia. ( Apenas he cam biado.
Acum ulaciones de cansancios, de llant os y de risas han m adurado, form ado y
deform ado m i rost ro.) Toda m orada nueva m e parecerá ant igua y recordada.
La im probable persona que lea est as páginas se pregunt ará para quién
narro est a hist oria. Tal vez el t em or de no m orir m e obligue a hacerlo. Tal vez
sea para m í que la escribo: para volver a leerla, si por alguna m aldición siguiera
viviendo. Necesit o un t est im onio. Me aflige sólo el t em or de no m orir. En realidad
pienso que lo único t rist e que hay en la m uert e, en la idea de la m uert e, es saber
que no podrá ser recordada por la persona que ha m uert o, sino, únicam ent e, y
t rist em ent e, por los que la vieron m orir.
93
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Me llam o I rene Andrade. En est a casa am arilla, con balcones de fierro
negro, con hoj as de bronce, brillant es, com o de oro, a seis cuadras de la iglesia y
de la plaza de Las Flores, nací hace veint icinco años. Soy la m ayor de cuat ro
herm anos t urbulent os, de cuyos j uegos part icipé en la infancia, con pasión. Mi
abuelo m at erno era francés y m urió en un naufragio que abrum ó y oscureció de
m ist erio sus oj os en un ret rat o al óleo, venerado por las visit as en las penum bras
de la sala. Mi abuela m at erna nació en est e m ism o pueblo, unas horas después
del incendio de la prim era iglesia. Su m adre, m i bisabuela, le había cont ado
t odos los porm enores del incendio que había apresurado su nacim ient o. Ella nos
t rasm it ió esos relat os. Nadie conoció m ej or aquel incendio, su propio nacim ient o,
la plaza sem brada de alfalfa, la m uert e de Serapio Rosas, la ej ecución de dos
reos en 1860, cerca del at rio de la iglesia ant igua. Conozco a m is abuelos
pat ernos por dos fot ografías am arillent as, envuelt as en una especie de brum a
respet uosa. Más que esposos, parecían herm anos, m ás que herm anos, m ellizos;
t enían los m ism os labios finos, el m ism o cabello crespo, las m ism as m anos
aj enas, abandonadas sobre las faldas, la m ism a docilidad afect uosa. Mi padre,
venerando la enseñanza que había recibido de ellos, cult ivaba plant as: era suave
con ellas com o con sus hij os, les daba rem edios y agua, las cubría con lonas en
las noches frías, les daba nom bres angelicales, y luego, " cuando eran grandes" ,
las vendía con pesar. Acariciaba las hoj as com o si fueran cabelleras de niño; creo
que en sus últ im os años les hablaba; por lo m enos, fue la im presión que t uve.
Todo est o irrit aba secret am ent e a m i m adre; nunca m e lo dij o, pero en el t ono
de su voz, cuando le oía decir a sus am igas " ¡Ahí est á Leonardo con sus plant as!
¡Las quiere m ás que a sus hij os! " , yo adivinaba una im paciencia perm anent e y
m uda, una im paciencia de m uj er celosa. Mi padre era un hom bre de m ediana
est at ura, de facciones herm osas y regulares, de t ez m orena y pelo cast año, de
barba casi rubia. De él, sin duda, habré heredado la seriedad, la flexibilidad
adm irada de m i pelo, la bondad nat ural del corazón y la paciencia –esa paciencia
que parecía casi un defect o, una sordera o un vicio–. Mi m adre, en su j uvent ud,
fue bordadora: esa vida sedent aria dej ó en ella un fondo com o de agua
est ancada, algo t urbio y a la vez t ranquilo. Nadie se ham acaba con t ant a
elegancia en la m ecedora, nadie m anej aba los géneros con t ant o fervor. Ahora,
t endrá ya esa afect ación perfect a que da la vej ez. Yo sólo veo en ella su
m at ernal blancura, la severidad de sus adem anes y la voz: hay voces que se ven
y que siguen revelando la expresión de un rost ro cuando ést e ha perdido su
belleza. Gracias a esa voz puedo averiguar t odavía si son azules sus oj os o si es
alt a su frent e. De ella habré heredado la blancura de m i t ez, la afición a la
lect ura o a las labores y ciert a t im idez orgullosa y ant ipát ica para aquellos que,
aun siendo t ím idos, pueden ser o parecer m odest os.
Sin alarde puedo decir que hast a los quince años, por lo m enos, fui la
preferida de la casa por la prioridad de m is años y por ser m uj er: circunst ancias
que no seducen a la m ayor part e de los padres, que am an a los varones y a los
m enores.
Ent re los recuerdos m ás vívidos de m i infancia m encionaré: un perro
lanudo, blanco, llam ado Jazm ín; una virgen de diez cent ím et ros de alt ura; el
ret rat o al óleo de m i abuelo m at erno, que ya he m encionado; y una enredadera
con flores en form a de cam panas, de color anaranj ado, llam ada Bignonia o Clarín
de Guerra.
Vi al perro blanco en una especie de sueño y luego, con insist encia, en la
vigilia. Con una soga lo at aba a las sillas, le daba agua y com ida, lo acariciaba y
lo cast igaba, lo hacía ladrar y m order. Est a const ancia que t uve con un perro
im aginario, desdeñando ot ros j uguet es m odest os pero reales, alegró a m is
padres. Recuerdo que m e señalaban con orgullo, diciéndoles a las visit as: " Vean
cóm o sabe ent ret enerse con nada" . Con frecuencia m e pregunt aban por el perro,
94
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
m e pedían que lo t raj era a la sala o al com edor, a la hora de las com idas; yo
obedecía con ent usiasm o. Ellos fingían ver el perro que sólo yo veía; lo alababan
o lo m ort ificaban, para alegrarm e o afligirm e.
El día en que m is padres recibieron del Neuquén un perro lanudo, blanco,
enviado por m i t ío, nadie dudó que el perro se llam ara Jazm ín y que m i t ío
hubiera sido cóm plice de m is j uegos. Sin em bargo m i t ío est aba ausent e desde
hacía m ás de cinco años. Yo no le escribía ( apenas sabía escribir) . " Tu t ío es
adivino" , recuerdo que m e dij eron m is padres en el m om ent o de m ost rarm e el
perro: " ¡Aquí est á Jazm ín! " Jazm ín m e reconoció sin asom bro; lo besé.

Com o un t riángulo celest e, con ribet es de oro, la Virgen fue form ándose,
adquiriendo volum en en las dist ancias de un cielo de j unio. Hacía frío aquel año y
los vidrios est aban em pañados. Con m i pañuelo lim piaba, abría pequeños
rect ángulos en los vidrios de las vent anas. En uno de esos rect ángulos el sol
ilum inó un m ant o y una cara colorada, dim inut a y redonda, inform e, que al
principio m e pareció sacrílega. La belleza y la sant idad eran dos virt udes, para
m í, inseparables. Deploré que su rost ro no fuera herm oso. Lloré m uchas noches
t rat ando de m odificarlo. Recuerdo que est a aparición m e im presionó m ás que la
del perro, porque en esa época yo t enía alguna t endencia al m ist icism o. Las
iglesias y los sant os ej ercían una fascinación sobre m i espírit u. Rezaba
secret am ent e a la Virgen; le ofrendaba flores; en vasit os de licor, dulces que
brillaban; espej it os; agua de Colonia. Encont ré una caj a de cart ón apropiada
para su t am año; con cint as y cort inas la t ransform é en alt ar. Al principio, al
verm e rezar, m i m adre sonreía con sat isfacción; después, la vehem encia de m i
fervor la inquiet ó. Oí que le decía a m i padre, una noche, j unt o a m i cam a,
creyendo que yo dorm ía: " ¡No vaya a volverse una sant a! ¡Pobrecit a, ella que no
m olest a a nadie! ¡Ella que es t an buena! " Tam bién se inquiet ó al ver la caj a vacía
frent e a un cúm ulo de flores silvest res y de velit as, pensando que m i fervor era
el com ienzo de una profanación. Quiso regalarm e un San Ant onio y una Sant a
Rosa, reliquias que habían pert enecido a su m adre. No las acept é; dij e que m i
virgen est aba t oda vest ida de celest e y de oro. I ndicándole con m is m anos el
t am año de la virgen, le expliqué t ibiam ent e que su cara era roj a y pequeña,
t ost ada por el sol, sin dulzura, com o la cara de una m uñeca, pero expresiva
com o la de un ángel.
Ese m ism o verano, en el bazar donde se surt ía m i m adre, en el
escaparat e, apareció la virgen: era la Virgen de Luj án. No dudé que m i m adre la
hubiera encargado para m í; t am poco m e ext rañó que hubiera acert ado. con
exact it ud en el t am año y en el color de la virgen, en la form a de su rost ro.
Recuerdo que se quej ó del precio, porque est aba averiada. La t raj o envuelt a en
un papel de diario.
El ret rat o de m i abuelo, ese m aj est uoso adorno de la sala, caut ivó m i
at ención a los nueve años. Det rás de un cort inado roj o, j unt o al cual se
dest acaba la efigie, descubrí un m undo at errador y som brío. Esos m undos
agradan a veces a los niños. Grandes ext ensiones sonoras y oscuras, com o de
m árm ol verde, rot as, heladas, furiosas, alt as, en part es com o m ont añas, se
est rem ecían. Junt o a ese cuadro sent í frío y gust o a lágrim as en m is labios. En
unos corredores de m adera, m uj eres con el pelo suelt o, hom bres afligidos, huían
en act it udes inm óviles. Una m uj er cubiert a con una enorm e capa, un señor de
quien nunca vi el rost ro, llevaban de la m ano a un niño con un caballit o de
m adera en los brazos. En alguna part e llovía; una alt a bandera flam eaba al
vient o. Ese paisaj e sin árboles, t an parecido al que podía ver a la caída de la
t arde, en las últ im as calles de est e pueblo –t an parecido y a la vez t an dist int o–,
m e pert urbaba. En el sillón, sola, frent e al ret rat o, m e desm ayé un día de
verano. Mi m adre cont aba que al despert arm e pedí agua, con los oj os cerrados;
95
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
gracias a esa agua que ella m e dio, y con la cual refrescó m i frent e, m e salvé de
una m uert e inesperadam ent e prem at ura.
En el pat io de nuest ra casa, por prim era vez a fines de una prim avera, vi
la enredadera con flores anaranj adas. Cuando m i m adre se sent aba a t ej er o a
bordar, yo ret iraba las ram as ( que sólo yo veía) para que no le est orbaran. Yo
am aba el color anaranj ado de sus pét alos, el nom bre bélico ( pues t enía la virt ud
de confundirse con las páginas de hist oria que est udiaba ent onces) y el perfum e
t enue, com o de lluvia, que se desprendía de sus hoj as. Un día, m is herm anos,
oyéndom e pronunciar su nom bre, com enzaron a hablar de San Mart ín y de los
granaderos. En int erm inables t ardes, los adem anes que yo hacía para ret irar las
ram as del rost ro de m i m adre, para que no le m olest aran, parecían dedicados a
espant ar esas m oscas que se quedan agresivam ent e quiet as en un lugar del
espacio. Nadie previó la fut ura enredadera. Una inexplicable t im idez m e im pidió
hablar de ella, ant es de su llegada.
Mi padre plant ó la enredadera en el m ism o lugar del pat io en donde yo
había previst o su form a opulent a y su color. En el m ism o lugar en donde se
sent aba m i m adre ( por alguna razón, debido al sol, t al vez, m i m adre no pudo
sent arse en ot ro rincón del pat io; por alguna razón, la m ism a, t al vez, la plant a
no pudo colocarse en ot ra part e) .

Yo era j uiciosa y callada; no m e alabo: est as virt udes subalt ernas originan
a veces graves defect os. Por at onía o por vanidad, era m ás est udiosa que m is
herm anos; ninguna lección m e parecía nueva; m e agradaba la quiet ud que
perm it e el libro; m e agradaba, sobre t odo, el asom bro que causaba m i
ext raordinaria facilidad para cualquier est udio. No t odas m is am igas m e querían,
y m i com pañera favorit a era la soledad que m e sonreía a la hora del recreo. Leía
de noche, a la luz de una vela ( m i m adre m e lo había prohibido porque era m alo,
no sólo para la vist a, sino para la cabeza) . Durant e un t iem po est udié el piano.
La m aest ra m e llam aba " I rene la Afinada" y est e sobrenom bre, cuyo significado
no ent endí y que m is com pañeras repit ieron con ironía, m e ofendió. Pensé que
m i quiet ud, m i aparent e m elancolía, m i pálido rost ro, habían inspirado el
sobrenom bre cruel: " La Finada" . Hacer brom as con la m uert e m e pareció poco
serio para una m aest ra; y un día, llorando, porque ya conocía m i equivocación y
m i inj ust icia, invent é una calum nia cont ra esa señorit a que había querido
alabarm e. Nadie m e creyó, pero ella, en la soledad de la sala, t om ándom e de la
m ano, m e dij o una t arde: l Cóm o puede ust ed repet ir cosas t an ínt im as, t an
desdichadas! " No era un reproche: era el com ienzo de una am ist ad.

Hubiera podido ser feliz; lo fui hast a los quince años. La repent ina m uert e
de m i padre det erm inó un cam bio en m i vida. Mi infancia t erm inaba. Trat aba de
pint arm e los labios y de usar t acos alt os. En la est ación los hom bres m e
m iraban, y t enía un pret endient e que m e esperaba los dom ingos, a la salida de
la iglesia. Era feliz, si es que exist e la felicidad. Me com placía en ser grande, en
ser herm osa, de una belleza que algunos de m is parient es reprobaban.
Era feliz, pero la repent ina m uert e de m i padre, com o dij e ant eriorm ent e,
det erm inó un cam bio en m i vida. Cuando m urió yo t enía preparado, desde hacía
t res m eses, el vest ido de lut o, los crespones; ya había llorado por él, en
act it udes nobles, reclinada sobre la baranda del balcón. Ya había escrit o la fecha
de su m uert e en una est am pa; ya había visit ado el cem ent erio. Todo est o se
agravó a causa de la indiferencia que dem ost ré después del ent ierro. En verdad,
después de su m uert e no pude recordarlo un solo día. Mi m adre, bondadosa
com o era, nunca m e lo perdonó. Aun hoy m e m ira con esa m ism a m irada
rencorosa que despert ó en m í, por prim era vez, el deseo de m orir. Aun hoy,
después de t ant os años, no olvida el ant icipado vest ido de lut o, la fecha y el
96
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
nom bre escrit os en una est am pa, la visit a inopinada al cem ent erio, m i
indiferencia por esa m uert e en el seno de una fam ilia num erosa y afligida.
Algunas personas m e m iraban con desconfianza. No podía reprim ir m is lágrim as
al oír ciert as frases sarcást icas y am argas, generalm ent e acom pañadas de una
guiñada. ( Sólo ent onces el olvido m e pareció una dicha.) Se dij o que yo est aba
poseída por el dem onio; que había deseado la m uert e de m i padre para usar un
vest ido de lut o y un prendedor de azabache; que lo había envenenado para
frecuent ar sin rest ricciones los bailes y la est ación. Me sent í culpable de haber
desencadenado t ant o odio a m i alrededor. Pasé largas noches de insom nio. Logré
enferm arm e pero no pude m orir com o lo había deseado.

No se m e había ocurrido que yo t uviera un don sobrenat ural, pero cuando


los seres dej aron de ser m ilagrosos para m í, m e sent í m ilagrosa para ellos. Ni
Jazm ín, ni la virgen ( que se había rot o con sus recuerdos) exist ían. Me esperaba
el porvenir aust ero: se alej aba la infancia.
Me creí culpable de la m uert e de m i padre. Lo había m at ado al im aginarlo
m uert o. Ot ras personas no t enían ese poder.
Culpable y desdichada, m e sent í capaz de infinit as felicidades fut uras, que
únicam ent e yo podía invent ar. Tenía proyect os para ser feliz: m is visiones debían
ser agradables; debía ser cuidadosa con m is pensam ient os, t rat ar de evit ar las
ideas t rist es, invent ar un m undo afort unado. Era responsable de t odo lo que
sucedía. Trat aba de eludir las im ágenes de las sequías, de las inundaciones, de la
pobreza, de las enferm edades de la gent e de m i casa y de m is conocidos.
Durant e un t iem po ese m ét odo pareció eficaz. Muy pront o com prendí que
m is propósit os eran t an vanos com o pueriles. En la puert a de un alm acén t uve
que presenciar la pelea de dos hom bres. No quise ver el cuchillo secret o, no
quise ver la sangre. La lucha parecía un abrazo desesperado. Se m e ant oj ó que
la agonía de uno de ellos y el t error anhelant e del ot ro eran la final
reconciliación. Sin poder borrar un inst ant e la im agen at roz, t uve que presenciar
la nít ida m uert e, la sangre que a los pocos días se m ezcló con la t ierra de la
calle.
Trat é de analizar el proceso, la form a en que se desarrollaban m is
pensam ient os. Mis previsiones eran involunt arias. No era difícil reconocerlas; se
present aban acom pañadas de ciert os signos inconfundibles, siem pre los m ism os:
una brisa leve, una brum osa cort ina, una m úsica que no puedo cant ar, una
puert a de m adera labrada, una frialdad en las m anos, una pequeña est at ua de
bronce en un rem ot o j ardín. Era inút il que t rat ara de evit ar est as im ágenes: en
las heladas regiones del porvenir la realidad es im periosa.
Com prendí, ent onces, que perder el don de recordar es una de las
m ayores desdichas, pues los acont ecim ient os, que pueden ser infinit os en el
recuerdo de los seres norm ales, son brevísim os y casi inexist ent es para quien los
prevé y solam ent e los vive. El que no conoce su dest ino invent a y enriquece su
vida con la esperanza de un porvenir que no sobreviene nunca: ese dest ino
im aginado, ant erior al verdadero, en ciert o m odo exist e y es t an necesario com o
el ot ro. Las m ent iras que dij eron m is am igas m e parecieron a veces m ás ciert as
que las verdades. He vist o expresiones de beat it ud en personas que vivían de
esperanzas defraudadas. Creo que esa falt a esencial de recuerdos, en m i caso,
no provenía de una falt a de m em oria: creo que m i pensam ient o, ocupado en
adivinar el fut uro, t an lleno de im ágenes, no podía dem orarse en el pasado.
Asom ada a los balcones, veía pasar con caras de hom bres a los niños que
iban al colegio. De ahí m i t im idez ant e los niños. Veía las fut uras t ardes con sus
diálogos, sus nubes rosadas o lilas, sus nacim ient os, sus t erribles t orm ent as, las
am biciones, las crueldades ineludibles de los hom bres con los hom bres y con los
anim ales.
97
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Ahora com prendo hast a qué punt o los acont ecim ient os alcanzaron a ser
com o últ im os recuerdos para m í. Con cuánt a desvent aj a reem plazaron los
recuerdos. Por ej em plo: si yo no t uviera que m orir, est a rosa en m i m ano, est e
m om ent o, no m e dej arían recuerdos, los habría perdido para siem pre ent re un
t um ult o de visiones de un dest ino fut uro.
Recat ada en las som bras de los pat ios, en los zaguanes, en el at rio helado
de la iglesia, reflexionaba con devoción. Trat aba de apoderarm e de los recuerdos
de m is am igas, de m is herm anos, de m i m adre ( porque eran m ás ext ensos) . Fue
ent onces que la visión conm ovedora de una frent e, luego, de unos oj os, luego,
de un rost ro, m e acom pañaron, m e persiguieron, form aron m i anhelo. Muchos
días, m uchas noches, t ardó ese rost ro en form arse. Est o es verdad: t uve el
deseo ardient e de ser una sant a. Quise con vehem encia que ese rost ro fuera el
de Dios o el de un niño Jesús. En la iglesia, en las est am pas, en los libros y en
las m edallas busqué aquel rost ro adorable: no quise encont rarlo en ot ra part e,
no quise que ese rost ro fuera hum ano, ni act ual, ni ciert o.

Pienso que a nadie le habrá cost ado t ant o reconocer las am enazas del
am or. ¡Oh deslum brados llant os de m i adolescencia! Sólo ahora puedo recordar
el t enue y penet rant e perfum e de las rosas que Gabriel, m irándom e en los oj os,
m e regalaba al salir del colegio. Esa presciencia hubiera durado t oda una vida.
En vano t rat é de post ergar m i encuent ro con Gabriel. Preveía ya la separación, la
ausencia, el olvido. En vano t rat é de evit ar las horas, los senderos, los lugares
propicios a su encuent ro. Esa presciencia hubiera podido durar t oda una vida.
Pero el dest ino puso en m is m anos las rosas y, ant e m is oj os, sin asom bro, al
verdadero Gabriel. I nút iles fueron m is lágrim as. I nút ilm ent e copié las rosas en
papel, escribí nom bres, fechas en los pét alos: una rosa podrá ser perpet uam ent e
invisible en un rosal, frent e a nuest ra vent ana, o en una m ano enam orada que
nos la ofrece; sólo el recuerdo la conservará int act a, con su perfum e, su color y
la devoción de las m anos que la ofrecieron.
Gabriel j ugaba con m is herm anos, pero cuando yo aparecía con un libro o
con m i bolsa de labores y m e sent aba en una silla del pat io, dej aba sus j uegos
para ofrecerm e el hom enaj e de su silencio. Pocos niños fueron t an sagaces. Con
pét alos de flores, con hoj as, const ruía pequeños aeroplanos. Cazaba luciérnagas
y m urciélagos: los am aest raba. De t ant o observar los m ovim ient os de m is
m anos había aprendido a hacer labores. Bordaba sin ruborizarse: los arquit ect os
hacían planos de casas; él, cuando bordaba, hacía planos de j ardines. Me
am aba: en la noche, en el pat io oscurecido de m i casa, yo sent ía crecer, con la
nat uralidad de una plant a, su am or involunt ario.
¡Ah, cóm o esperé penet rar, sin saberlo, en el claust ral recuerdo de esos
m om ent os! Con qué anhelo, sin saberlo, esperé la m uert e, única deposit aria de
m is recuerdos. Una fragancia hipnót ica, un m urm ullo de et ernas hoj as, en los
árboles, acude para guiarm e por los senderos t an olvidados de aquel am or. A
veces un acont ecim ient o que m e parecía laberínt ico, lent o en desarrollarse, casi
infinit o, cabe en dos palabras. Mi nom bre, escrit o en t int a verde o con un alfiler,
en su brazo, que ocupó seis m eses de m i vida, ocupa ahora una sola frase. ¿Qué
es est ar enam orado? Durant e años se lo pregunt é a la m aest ra de piano y a m is
am igas. ¿Qué es est ar enam orado? Recordar, en la com plicación de ot ros
espacios, una palabra, una m irada; m ult iplicarlas, dividirlas, t ransform arlas
( com o si nos desagradaran) , com pararlas, sin t regua. ¿Qué es un rost ro am ado?
Un rost ro que nunca es el m ism o, un rost ro que se t ransform a infinit am ent e, un
rost ro que nos defrauda...
Silencio de claust ros y de rosas había en nuest ro corazón. Nadie pudo
adivinar el m ist erio que nos unía. Ni aquellos lápices de colores, ni las past illas
de gom a, ni las flores que m e regaló, nos delat aron. Grababa m i nom bre en los
98
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
t roncos de los árboles, con su cort aplum as, y durant e las penit encias lo escribía
con t iza, en la pared.
–Cuando m e m uera le regalaré t odos los días bom bones y escribiré su
nom bre en t odos los t roncos de árboles del cielo –m e dij o un día.
–¿Cóm o sabes que irem os al cielo? –le respondí–. ¿Cóm o sabes que en el
cielo hay árboles y cort aplum as? ¿Acaso Dios t e perm it irá recordarm e? ¿Acaso en
el cielo t e llam arás Gabriel y yo I rene? ¿Tendrem os el m ism o rost ro y nos
reconocerem os?
–Tendrem os el m ism o rost ro. Y si no lo t uviéram os, t am bién nos
reconoceríam os. Aquel día de carnaval, cuando ust ed se vist ió de est rella y
hablaba con una voz de hielo la reconocí. Con los oj os cerrados, después la he
vist o m uchas veces.
–Me has vist o cuando no est aba. Me has vist o en t u im aginación.
–La he vist o cuando j ugábam os a los heridos. Cuando yo era el herido y
m e vendaban los oj os, adivinaba su llegada.
–Porque yo era la enferm era, y t enía que llegar. Veías por debaj o de la
venda: hacías t ram pa. Fuist e siem pre t ram poso.
–Sin t ram pa la reconocería en el cielo. Disfrazada la reconocería, con los
oj os vendados la vería llegar.
–¿Ent onces crees que no habrá diferencias ent re est e m undo y el cielo?
–Nos falt ará lo que aquí nos incom oda: part e de la fam ilia, las horas de
acost arse, algunas penit encias y los m om ent os en que no la veo.

–Tal vez sea m ej or el infierno que el cielo –m e dij o ot ro día–, porque el


infierno es m ás peligroso y m e gust a sufrir por ust ed. Vivir ent re llam as, por su
culpa, salvarla cont inuam ent e de los dem onios y del fuego, sería para m í una
dicha.
–¿Pero quieres m orir en pecado m ort al?
–¿Por qué m ort al y no inm ort al? Nadie olvida a m i t ío: com et ió un pecado
m ort al y no le dieron la ext rem aunción. Mi m adre m e dij o: " Es un héroe; no
escuches los com ent arios de la gent e" .

–¿Por qué piensas en la m uert e? Generalm ent e los j óvenes evit an esas
conversaciones t rist es y desfavorables –prot est é un día–. Pareces un viej o en
est e m om ent o. Mírat e en un espej o.
No había ningún espej o cerca. Se m iró en m is oj os.
–No parezco un viej o. Los viej os se peinan de ot ro m odo. Pero soy grande
ya, y conozco la m uert e –m e cont est ó–. La m uert e se parece a la ausencia. El
m es pasado, cuando m i m adre m e llevó por dos sem anas al Azul, m i corazón se
det enía, y en m is venas, en lugar de sangre, t rist em ent e sent í correr un agua
fría. Pront o t endré que irm e m ás lej os y por un t iem po indet erm inado. Me
reconfort a im aginar algo m ás fácil: la m uert e o la guerra.

A veces m ent ía para conm overm e:


–Est oy enferm o. Anoche m e desm ayé en la calle.
Si le reprochaba sus m ent iras, m e cont est aba:
–Sólo se m ient e a la gent e que uno quiere: la verdad induce a m uchos
errores.
–Nunca m e olvidaré de t i, Gabriel. –El día en que le dij e esa frase, ya lo
había olvidado–.
Sin aflicciones, sin llant os, ya acost um brada a su ausencia, m e alej é de él,
ant es que se fuera. Un t ren lo arrancó de m i lado. Ot ras visiones m e separaban
ya de su rost ro, ot ros am ores; despedidas m enos conm ovedoras. A t ravés de un

99
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
vidrio, en la vent anilla del t ren, vi su últ im o rost ro, enam orado y t rist e, borrado
por las im ágenes superpuest as de m i vida fut ura.

No fue por falt a de ent ret enim ient os que m i vida se t ornó m elancólica.
Alguna vez confundí m i dest ino con el dest ino de la prot agonist a de una novela.
Debo confesarlo: confundí la previst a cara de una lám ina con una cara
verdadera. Esperé algunos diálogos que después leí en un libro, en una ciudad
desconocida, en el año 1890. No m e asom braba la ant icuada vest im ent a de los
personaj es. " Cóm o van a cam biar las m odas" , pensaba con indiferencia. La
figura de un rey, que no parecía un rey, porque sólo m ost raba la cabeza en una
lám ina de un libro de hist oria, en las penum bras de ot oño m e dedicaba sus
m iradas afect uosas. Ant es, los t ext os de los libros y sus personaj es no se m e
habían aparecido com o fut uras realidades; es ciert o que hast a ent onces no había
t enido la oport unidad de ver t ant os libros. Los libros de uno de m is abuelos
est aban relegados al últ im o cuart o de la casa; at ados con piolines, envuelt os en
t elarañas, los vi cuando m i m adre decidió venderlos. Durant e varios días los
revisam os pasándoles t rapos y plum eros, pegándoles las hoj as rot as. Yo leía en
los m om ent os de soledad.

Alej ada de Gabriel, com prendí m ilagrosam ent e que sólo la m uert e m e
haría recuperar su recuerdo. La t arde que no m e pert urbaran ot ras visiones,
ot ras im ágenes, ot ro porvenir, sería la t arde de m i m uert e y yo sabía que la
esperaría con est a rosa en la m ano. Sabía que el m ant el que iba a bordar
durant e m eses, con m argarit as celest es y nom eolvides rosados, con guirnaldas
de glicinas am arillas y una gloriet a ent re palm as, se est renaría en la noche de m i
velorio. Sabía que ese m ant el iba a ser alabado por las visit as que m e habían
hecho llorar diez años ant es. Oí las voces, un coro de voces fem eninas,
repit iendo m i nom bre, gast ándolo con adj et ivos t rist es: " ¡Pobre I rene,
desdichada I rene! " y luego ot ros nom bres que no eran de personas, nom bres de
m asit as, nom bres de plant as, proferidos con dolient e adm iración:
" ¡Qué deliciosas palm eras, qué m agdalenas! " Pero con la m ism a t rist eza, y
con insist encia de salm o, el coro repet ía:
" ¡Pobre I rene! "
¡Oh esplendores falsos de la m uert e! El sol ilum ina el m ism o m undo. Nada
ha cam biado cuando t odo ha cam biado para un solo ser. Moisés previó su
m uert e. ¿Quién era Moisés? Yo creía que nadie había previst o su propia m uert e.
Yo creía que I rene Andrade, est a m odest a argent ina, había sido el único ser en el
m undo capaz de describir su m uert e ant es de su m uert e.

Viví esperando ese lím it e de vida que m e acercaría al recuerdo. Tuve que
t olerar infinit os m om ent os. Tuve que am ar las m añanas com o si fueran
definit ivas, t uve que am ar algunas som bras de la plaza, en los oj os de Arm indo,
t uve que enferm arm e de fiebre t ifus y hacerm e cort ar el pelo. Conocí a Teresa, a
Benigno; conocí el Manant ial de los Am ores, el Cent inela en Tandil. En Mont e, en
la est ación, t om é t é con leche, con m i m adre, después de visit ar a una señora
que era m aest ra de labores y de t ej idos. Frent e al Hot el del Jardín vi la agonía de
un caballo que parecía de barro ( las m oscas y un hom bre con un lát igo lo
vej aban) . No llegué nunca a Buenos Aires: una fat alidad im pidió ese proyect ado
viaj e. No vi perfilarse el oscuro t ren, en Const it ución. Y no lo veré. Tendré que
m orir sin ver los j ardines de Palerm o, la plaza de Mayo ilum inada y el t eat ro
Colón con sus palcos y sus art ist as desesperados cant ando con una m ano sobre
el pecho.

100
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Cont ra un fondo m elancólico de árboles consent í que m e fot ografiaran con
un herm oso peinado alt o, con los guant es puest os y un som brero de paj a
adornado con guindas roj as, t an est ropeadas que parecían nat urales.
Cum plí los últ im os episodios de m i dest ino con lent it ud. Confesaré que m e
equivoqué de m odo ext raño al prever m i fot ografía: aunque la encont ré
parecida, no reconocí m i im agen. Me indigné cont ra esa m uj er que, sin
sobrellevar m is im perfecciones, había usurpado m is oj os, la post ura de m is
m anos y el óvalo cuidadoso de m i cara.
Para los que recuerdan, el t iem po no es dem asiado largo. Para los que
esperan es inexorable.
" En un pueblo t odo se t erm ina pront o. Ya no habrá casas ni personas
nuevas que conocer" , pensaba para consolarm e. " Aquí llega m ás pront o la
m uert e. Si hubiera nacido en Buenos Aires, int erm inable hubiera sido m i vida,
int erm inables m is penas."

Recuerdo la soledad de las t ardes cuando m e sent aba en la plaza. ¿Hería


la luz m is oj os para que no fuera de t rist eza que lloraba? " Tiene t reint a años y
t odavía no se ha casado" , decían algunas m iradas. " ¿Qué espera" , decían ot ras,
" sent ada aquí en la plaza? ¿Por qué no t rae sus labores? Nadie la quiere, ni sus
herm anos. A los quince años m at ó a su padre. El diablo se apoderó de ella, quién
sabe en qué form a."
Est as pobres y m onót onas previsiones del fut uro m e deprim ieron, pero yo
sabía que en esa región enrarecida de m i vida, ahí donde no había am or, ni
rost ros, ni obj et os nuevos, donde ya nada sucedía, em pezaba el final de m i
t orm ent o y el principio de m i dicha. Trém ula m e acercaba al pasado.
Un frío de est at ua se apoderó de m is m anos. Un velo m e separaba de las
casas, m e alej aba de las plant as y de las personas: sin em bargo por prim era vez
las veía dibuj adas con claridad, con t odos sus det alles, m inuciosam ent e.

Una t arde de enero, yo est aba sent ada j unt o a la fuent e de la plaza, en un
banco. Recuerdo el calor sofocant e del día y la frescura inusit ada que t raj o la
puest a del sol. En alguna part e, seguram ent e había llovido. Tenía la cabeza
reclinada en m i m ano; t enía en la m ano un pañuelo: act it ud m elancólica, que a
veces inspira el calor, y que en aquel m om ent o parecía inspirada por la t rist eza.
Alguien se sent ó a m i lado. Me habló una voz suave de m uj er. Ést e fue nuest ro
diálogo:
–Perdone m i at revim ient o. Por falt a de t iem po desdeño los preám bulos de
la am ist ad. Yo no vivo en est e pueblo; la casualidad m e t rae de vez en cuando.
Aunque vuelva a sent arm e en est a plaza, no es probable que nuest ra ent revist a
se repit a. Tal vez no vuelva a verla, ni en el balcón de una casa, ni en una
t ienda, ni en el andén de la est ación, ni en la calle.
–Me llam o I rene –repuse–, I rene Andrade.
–¿Ust ed ha nacido aquí?
–Sí, he nacido y m oriré en el pueblo.
–Nunca se m e ocurrió la idea de m orir en un lugar det erm inado, por t rist e
o por encant ador que fuera. Nunca pensé en m i m uert e com o cosa posible.
–Yo no he elegido est e pueblo para m orir en él. El dest ino designa lugares
y fechas, sin consult arnos.
–El dest ino resuelve las cosas y no las part icipa. ¿Cóm o sabe ust ed que va
a m orir en est e pueblo? Ust ed es j oven y no parece enferm a. Uno piensa en la
m uert e cuando uno est á t rist e. ¿Por qué est á t rist e?
–No est oy t rist e. No t engo m iedo de m orir y nunca m e ha defraudado el
dest ino. Ést as son m is últ im as t ardes, est as nubes rosadas serán las últ im as, con

101
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
sus form as de sant os, de casas, de leones. Su cara será la últ im a cara nueva; su
voz, la últ im a que oigo.
–¿Qué le ha sucedido?
–Nada m e ha sucedido y felizm ent e pocas cosas han de sucederm e. No
t engo curiosidades. No quiero conocer su nom bre, no quiero m irarla: las cosas
nuevas m e pert urban, ret ardan m i m uert e.
–¿Nunca ha sido feliz? ¿No son esperanzas ciert os recuerdos?
–No t engo recuerdos. Los ángeles m e t raerán t odos m is recuerdos el día
de m i m uert e. Los querubines m e t raerán las form as de los rost ros. Me t raerán
t odos los peinados y las cint as, t odas las post uras de los brazos, las form as de
las m anos del pasado. Los serafines m e t raerán el sabor, la sonoridad y la
fragancia, las flores regaladas, los paisaj es. Los arcángeles m e t raerán los
diálogos y las despedidas, la luz, el silencio conciliador.
–¡I rene, m e parece que la conozco desde hace m ucho t iem po! He vist o su
rost ro en alguna part e, t al vez en una fot ografía, con un peinado alt o, con cint as
de t erciopelo y un som brero con guindas. ¿No exist e una fot ografía suya, con un
fondo m elancólico de árboles? ¿Su padre no vendía plant as hace t iem po? ¿Por
qué quiere m orirse? No baj e los oj os. ¿No adm it e la belleza del m undo? Ust ed
desea m orir porque en las despedidas t odo se vuelve m ás definit ivo y herm oso.
–Para m í la m uert e será una llegada y no una despedida.
–Llegar no es t an agradable. Hay personas que ni al cielo llegarían con
alegría. Hay que habit uarse a los rost ros, a los lugares m ás deseados. Hay que
acost um brarse a las voces, a los sueños, a la dulzura del cam po.
–A ningún lugar llegaría por prim era vez. Yo reconozco t odo. Hast a el cielo
a veces m e inspira t em or. ¡El t em or de sus im ágenes, el t em or de reconocerlo!
–I rene Andrade, yo quisiera escribir su vida.
–¡Ah! Si ust ed m e ayudase a defraudar el dest ino no escribiendo m i vida,
qué favor m e haría. Pero la escribirá. Ya veo las páginas, la let ra clara, y m i
t rist e dest ino. Com enzará así:
Ni a las ilum inaciones del veint icinco de m ayo, en Buenos Aires, con
bom bit as de luz en las fuent es y en los escudos, ni a las liquidaciones de las
grandes t iendas con serpent inas verdes, ni al día de m i cum pleaños, ansié llegar
con t ant o fervor com o a est e m om ent o de dicha sobrenat ural.
Desde m i infancia fui pálida com o ahora...

La lie br e dor a da

En el seno de la t arde, el sol la ilum inaba com o un holocaust o en las


lám inas de la hist oria sagrada. Todas las liebres no son iguales, Jacint o, y no era
su pelaj e, créem e, lo que la dist inguía de las ot ras liebres, no eran sus oj os de
t árt aro ni la form a caprichosa de sus orej as; era algo que iba m ucho m ás allá de
lo que nosot ros los hom bres llam am os personalidad. Las innum erables
t ransm igraciones que había sufrido su alm a le enseñaron a volverse invisible o
visible en los m om ent os señalados para la com plicidad con Dios o con algunos
ángeles at revidos. Durant e cinco m inut os, a m ediodía, siem pre hacía un alt o en
el m ism o lugar del cam po; con las orej as erguidas escuchaba algo.
El ruido ensordecedor de una cat arat a que ahuyent a los páj aros y el
chisporrot eo del incendio de un bosque, que at erra las best ias m ás t em erarias,
no hubieran dilat ado t ant o sus oj os; el ant oj adizo rum or del m undo que
recordaba, poblado de anim ales prehist óricos, de t em plos que parecían árboles
resecos, de guerras cuyas m et as los guerreros alcanzaban cuando las m et as ya
eran ot ras, la volvían m ás caprichosa y m ás sagaz. Un día se det uvo, com o de
cost um bre, a la hora en que el sol cae a pique sobre los árboles, sin perm it irles

102
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
dar som bra, y oyó ladridos, no de un perro, sino de m uchos, que corrían
enloquecidos por el cam po.
De un salt o seco, la liebre cruzó el cam ino y com enzó a correr; los perros
corrieron det rás de ella confusam ent e.
–¿Adónde vam os? –grit aba la liebre, con voz t em blorosa, de relám pago.
–Al fin de t u vida –grit aban los perros con voces de perros.
Ést e no es un cuent o para niños, Jacint o; t al vez influida por Jorge Albert o
Orellana, que t iene siet e años y que siem pre m e reclam a cuent os, cit o las
palabras de los perros y de la liebre, que lo seducen. Sabem os que una liebre
puede ser cóm plice de Dios y de los ángeles, si perm anece m uda, frent e a
int erlocut ores m udos.
Los perros no eran m alos, pero habían j urado alcanzar la liebre sólo para
m at arla. La liebre penet ró en un bosque, donde las hoj as cruj ían
est repit osam ent e; cruzó una pradera, donde el past o se doblaba con suavidad;
cruzó un j ardín, donde había cuat ro est at uas de las est aciones, y un pat io
cubiert o de flores, donde algunas personas, alrededor de una m esa, t om aban
café. Las señoras dej aron las t azas, para ver la carrera desenfrenada que a su
paso arrasaba con el m ant el, con las naranj as, con los racim os de uvas, con las
ciruelas, con las bot ellas de vino. El prim er puest o lo ocupaba la liebre, ligera
com o una flecha; el segundo, el perro pila; el t ercero, el danés negro; el cuart o,
el at igrado grande; el quint o, el perro ovej ero; el últ im o, el lebrel. Cinco veces la
j auría, corriendo det rás de la liebre, cruzó el pat io y pisó las flores. En la
segunda vuelt a, la liebre ocupaba el segundo puest o, y el lebrel siem pre el
últ im o. En la t ercera vuelt a, la liebre ocupaba el t ercer puest o. La carrera siguió
a t ravés del pat io; lo cruzó dos veces m ás, hast a que la liebre ocupó el últ im o
puest o. Los perros corrían con la lengua afuera y con los oj os ent recerrados. En
ese m om ent o em pezaron a describir círculos, que se agrandaban o se achicaban
a m edida que aceleraban o dism inuían la m archa. El danés negro t uvo t iem po de
levant ar un alfaj or o algo parecido, que conservó en su boca hast a el final de la
carrera.
La liebre les grit aba:
–No corran t ant o, no corran así. Est am os paseando.
Pero ninguno la oía, porque su voz era com o la voz del vient o.
Los perros corrieron t ant o, que al fin cayeron exánim es, a punt o de m orir,
con las lenguas afuera, com o largos t rapos roj os. La liebre, con su dulzura
relam pagueant e, se acercó a ellos, llevando en el hocico t rébol húm edo que puso
sobre la frent e de cada uno de los perros. Ést os volvieron en sí.
–¿Quién nos puso agua fría en la frent e? –pregunt ó el perro m ás grande–,
y ¿por qué no nos dio de beber?
–¿Quién nos acarició con los bigot es? –dij o el perro m ás pequeño–. Creí
que eran las m oscas.
–¿Quién nos lam ió la orej a? –int errogó el perro m ás flaco, t em blando.
–¿Quién nos salvó la vida? –exclam ó la liebre, m irando a t odos lados.
–Hay algo dist int o –dij o el perro at igrado, m ordiéndose m inuciosam ent e
una pat a.
–Parece que fuéram os m ás num erosos.
–Será porque t enem os olor a liebre –dij o el perro pila rascándose la orej a–
. No es la prim era vez.
La liebre est aba sent ada ent re sus enem igos. Había asum ido una post ura
de perro. En algún m om ent o, ella m ism a dudó de si era perro o liebre.
–¿Quién será ese que nos m ira? –pregunt ó el danés negro, m oviendo una
sola orej a.
–Ninguno de nosot ros –dij o el perro pila, bost ezando.

103
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–Sea quien fuere, est oy dem asiado cansado para m irarlo –suspiró el danés
at igrado.
De pront o se oyeron voces que llam aban:
–Dragón, Som bra, Ayax, Lurón, Señor, Ayax.
Los perros salieron corriendo y la liebre quedó un m om ent o inm óvil, sola,
en el m edio del cam po. Movió el hocico t res o cuat ro veces, com o husm eando un
obj et o afrodisíaco. Dios o algo parecido a Dios la llam aba, y la liebre acaso
revelando su inm ort alidad, de un salt o huyó.

La con t in u a ción

En los est ant es del dorm it orio encont rarás el libro de m edicina, el pañuelo
de seda y el dinero que m e prest ast e. No hables de m í con m i m adre. No hables
de m í con Hernán, no olvides que t iene doce años y que m i act it ud lo ha
im presionado m ucho. Te regalo el cort apapel que est á sobre la m esa de luz,
j unt o al cenicero; lo dej é envuelt o en un papel de diario. No t e gust aba porque
no t e gust aban las cosas que no eran t uyas. Preferías t u cort aplum as.
Me iré para siem pre de est e país. Mi conduct a t e habrá parecido ext raña,
aun absurda, y t al vez seguirá pareciéndot e absurda después de est a
explicación. No im port a, nada m e im port a ahora. La fidelidad m e ha dej ado un
hábit o leve, cuyas últ im as m anifest aciones aparecen, por lo m enos, en el deseo
que t engo de explicart e en est as páginas m uchas circunst ancias difíciles de
aclarar. Me sient o com o esos escolares holgazanes que no se esm eran
dem asiado en escribir una com posición sum am ent e abst rusa y cuyas falt as no
serán perdonadas. Nunca t e int eresast e m ucho por m is t areas lit erarias com o yo
no m e int eresé por t us t areas profesionales. Sabes m uy bien lo que pienso de t us
colegas, por honest os y abnegados que sean. Me asqueaban sus reuniones, sus
diálogos obscenos. Me acusas de ser exigent e. Adm it í que t uvieras ciert a
superioridad sobre ellos, por ej em plo, la de ser m ás sensible; sin em bargo, t ú
sabes que ésa no era ni siquiera la m ínim a virt ud a la cual aspiraba m i exigencia;
que yo t e considerara superior a esa gent e t am poco debía halagart e. Mi m odo de
pensar t e dist anciaba de m í, com o t u dist racción en lo que at añe a la lit erat ura,
m e dist anciaba de t i. Aun de flores, aun de m úsica hablábam os con rencor.
¿Recuerdas las lám inas del refect orio donde conocim os el nom bre de las azaleas?
¿Recuerdas las Canciones Serias de Brahm s?, ¿los Madrigales de Mont everdi?
¿Recuerdas t odo lo que nos induj o a la discordia? Todo, hast a esa frase afect ada
que m e dij ist e un día en el Jardín Bot ánico: " No m e gust an las flores. Ahora sé
que nunca m e gust aron" . Las cosas de la vida que m ás m e int eresaban eran los
problem as que no llegaba a desent rañar y que t e parecían absurdos: cóm o había
que escribir, en qué est ilo, qué t em as había que buscar. Nunca llegaba, desde
luego, a un result ado sat isfact orio; veía, en cam bio, t u sat isfacción ant e el deber
cum plido, lo que t e daba a veces ciert a dignidad envidiable y efím era.
Soport abas privaciones, m olest ias, pero eras m ás feliz que yo. Por lo m enos t u
alegría lo pregonaba cuando llegabas com o un perro sedient o a t om ar agua. Yo
vivía en la duda, en la insat isfacción. Salía de m i t rabaj o para esconderm e en las
páginas de un libro. Adm iraba a los escrit ores m ás dispares, m ás ant agónicos.
Nada m e parecía bast ant e elaborado, bast ant e fluido, bast ant e m ágico; nada
bast ant e ingenioso, ni bast ant e espont áneo; nada bast ant e riguroso, ni bast ant e
libre.
Cont é a unos am igos un argum ent o que se m e había ocurrido y por el
adem án que hicieron supe que no los conm ovía ni les int eresaba. En cuant o
em pezaba a cont arlo, el calor o el frío no los dej aba respirar, algunos t enían que
at ender un llam ado t elefónico, ot ros recordaban que habían perdido algo
im port ant e. Apenas m e escuchaban, apenas fingían escucharm e. Peor que t u
104
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
indiferencia m e result aba la indiferencia profesional de ellos. Con ellos t am poco
m e ent endía.
¿Cóm o invent é ese argum ent o? ¿Por qué m e caut ivó t ant o? No sabría
decirlo. Varias veces t rat é de em pezar a escribir. Al principio m e det enía la
im posibilidad de encont rar los nom bres de los prot agonist as. En el m es de enero,
cuando Elena t uvo aquel desm ayo y volvim os de la isla en la lancha, que
providencialm ent e nos llevó hast a el club, em pecé los prim eros párrafos. Te
som et eré la lect ura de algunos de ellos. Com encé a escribir con ent usiasm o,
t ant o ent usiasm o que al final de la sem ana, cuando podíam os pasar los días
com o nos placía al aire libre, en vez de nadar o de rem ar con ust edes, m e
escondía det rás de las hoj as, en el silencio en que m e sum ían los problem as
lit erarios a los que est aba abocada m i vida. Ust edes, t ú y Elena, m e m iraban con
ret icencia, pensando que la locura no m e acechaba, sino que yo la acechaba para
m ort ificar al prój im o. Ent re las volut as de hum o de t us cigarrillos m e m irabas
con odio, m ient ras acariciabas a un perro porfiado que siem pre t e esperaba, que
esperaba ser t uyo porque no t enía am o. En lugar de m irart e o de m irar a Elena
yo prefería est udiar el paisaj e. Varias veces m e pregunt ast e si est aba dibuj ando,
pues el m ovim ient o de m i cabeza cuando yo escribía parecía el de un dibuj ant e.
Ot ras personas m e lo habían dicho; m e enfurecí porque m e lo dij ist e t ú. Ent re las
volut as de hum o de t us cigarrillos m e m irabas con desdén, pero con desdén
forzado. No com prendo qué era lo que nos unía. Nada que no fuera
desagradable. Mi t rabaj o no t e inspiraba ningún respet o: decías que había que
t rabaj ar por el bien de la hum anidad y que t odas m is obras eran pat rañas o
m odos abyect os de " ganar dinero" . Me sorprendía el t ono de t u voz, t us vocablos
ram plones. Usabas las palabras sin discernim ient o y con m ucha candidez. Yo t e
perdonaba porque sabía que era una afect uosa m anera de enfurecerm e. A veces
pensaba que t enías razón. Muchas veces pienso que los dem ás t ienen razón,
aunque no la t engan.
Com o recordarás, fue en el m es de enero cuando em pecé a escribir m i
relat o. Una noche, visualm ent e la m ás herm osa que exist ió para m í, esperam os
t u cum pleaños hast a las cinco de la m añana, t endidos en el past o del recreo del
Delt a. Vim os am anecer. Cuando m e hablast e de t us problem as, yo apenas t e
escuchaba. Ment alm ent e com ponía m is frases y a veces las esbozaba en la
libret a que Elena m e había regalado. Porque m e las señalabas, no m iraba las
est rellas que se hundían en el agua cuando pasaban los bot es, ni la prim era luz
del alba, ni las nubes que, según decías, dibuj aban un m urciélago gigant esco.
Buscaba la soledad. No adm it ía que dirigieras m i at ención; quería descubrirlo
t odo por m i cuent a. Me fascinaba el abst ract o placer de const ruir personaj es,
sit uaciones, lugares en m i m ent e, de acuerdo con los cánones efím eros que m e
había propuest o. Aquella escena, sin em bargo, m e sirvió de punt o de part ida
para m i hist oria. Siem pre m e cost ó invent ar paisaj es y por ese m ot ivo el que
est aba viendo m e sirvió de m odelo. A esa m ism a hora, en un lugar parecido,
Leonardo Moran com ienza a escribir su despedida y refiere cóm o concibió el
proyect o de suicidarse. ¿Qué es lo que m ot iva su resolución? Nunca llegué a
det erm inarlo, porque m e parecía superfluo, fast idioso de escribir. Su m ayor
desvent ura es su est ado de ánim o. Muchas cosas est orban a Moran, lo ligan a la
vida. Para llegar a su fin t iene que lograr que los acont ecim ient os se baraj en de
m odo que nada lo det enga, ningún afect o, ningún int erés hum ano. Después de
m uchos papeles que se rom pen, de obj et os que se pierden, de afect os que se
desechan, la vida se aligera. Las baldosas roj as del pat io hum edecidas por la
lluvia ya no lo ent ernecen, y si lo ent ernecen será agradablem ent e. Los vidrios
donde se reflej a el cielo ot oñal y las est at uas rot as ya no t ienen el poder de
conm overlo, y si lo conm ueven será para ent ret enerlo. Las personas son com o

105
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
cifras y se dist inguen unas de ot ras pint orescam ent e. Las fast idiosas
predilecciones no exist en ya en su corazón.
Yo vivía dent ro de m i personaj e com o un niño dent ro de su m adre: m e
alim ent aba de él. Créem e, m e im port aba m enos de m í que de él. Era m ás grave
para m í lo que a él le sucedía que lo que a t i y a m í nos sucedía. Cuando
cam inaba por las calles pensaba encont rarm e en cualquier esquina con
Leonardo, no cont igo. Su pelo, sus oj os, su m odo de andar m e enam oraban. Al
besart e im aginé sus labios y olvidé los t uyos. Si sus m anos se parecían a las
t uyas era sólo por el t act o; la form a era m ás perfect a, el color dist int o, el anillo
que llevaba era el que m e hubiera gust ado regalart e. Mis sueños, en vez de
poblarse de im ágenes, se poblaban de frases, frases que olvidaba en la vigilia.

Leonardo Moran, después de perder su em pleo, t rat a de dest ruir los


últ im os lazos sent im ent ales y pregunt a a un ret rat o de Úrsula: ¿No t endré
suficient e valent ía para com plicar nuest ro dest ino, enm arañarlo de t al m odo que
m i act it ud t e obligue a despreciarm e, a rechazarm e, a alej art e de m í? El ret rat o
cont est a, su boca art icula palabras que no m e parecieron ridículas. El t ono
falsam ent e sublim e de m is frases o la im presión de haber com et ido un plagio,
m e induj o a abandonar el relat o. Tal vez la vida m e requería con m ás insist encia.
Cuando quería escribir, algo se int erponía para im pedírm elo. Úrsula y
Leonardo se hundían en el olvido. La com pra de un par de zapat os, el desorden
de m is libros, m is am igos m ás lej anos, las cosas m ás nim ias, m e pert urbaban.
La vida volvía a caut ivar m i at ención con su t rivialidad m ágica, con sus
post ergaciones, con sus afect os. Com o si saliera de un sót ano húm edo y oscuro
volví al m undo. Yo quería explicart e que la luz m e sorprendía: t ant o m e había
alej ado de ella. Yo quería explicart e que el espect áculo azul de un cielo con
glicinas m e dolía.
Tuve m om ent os de felicidad, de fidelidad; no sé si coincidieron con los
t uyos. Pero la felicidad se volvió venenosa. Con usura, cont aba lo que m e dabas
y lo que yo t e daba, queriendo siem pre ganar en el cam bio. Mi am or adquirió los
sínt om as de una locura. ¿Me afligí con razón porque realm ent e m e engañast e?
Esas cosas se saben cuando es dem asiado t arde, cuando uno dej a de ser uno
m ism o. Te am aba com o si m e pert enecieras, sin recordar que nadie pert enece a
nadie, que poseer algo, cualquier cosa, es un vano padecim ient o. Te quería
únicam ent e para m í, com o Leonardo Moran quería a Úrsula. Aborrecí la sangre
celosa y exclusiva que corría por m is venas. Maldij e la cara herm ét ica de m i
abuelo pat erno, en el daguerrot ipo, porque m e pareció culpable de t odos m is
pecados, de t odos m is errores. Te aborrecí porque m e am abas norm alm ent e,
nat uralm ent e, sin inquiet udes, porque t e fij abas en ot ras personas. Te pedí una
sum a de dinero, que sabía que no podías conseguir, para que algo prosaico
rom piera el lirism o de nuest ros diálogos; de igual m odo t e hubiera clavado un
puñal o t e hubiera quem ado los párpados con un hierro candent e m ient ras
dorm ías, pues t u inocencia se asem ej aba un poco al sueño y m i act o al crim en.
Com o si alguien m e hubiera hipnot izado, recuerdo que llegué a t u casa al final de
una t arde de abril. Crucé el pat io. Pensé que ninguno de m is act os dependía de
m i volunt ad. Por una de las puert as ent reabiert as vi a t res hom bres barbudos,
frent e a una m esa, escuchando la voz de un escribano que leía el t ext o de una
escrit ura. La voz aflaut ada resonaba en los corredores. El escribano se parecía a
Napoleón. Ent ré en t u cuart o. Acababas de vest irt e. Te pedí el dinero, con una
violencia que t e sorprendió. Prot est é por t u indiferencia. Te dij e que alguna
m ezquindad quedaba en el fondo de t u alm a falsam ent e generosa, si t e ofendía
t ant o m i reproche. Al m over una silla rom pist e involunt ariam ent e el respaldo y
reproché la violencia de t u act it ud en el m om ent o m ás difícil de m i vida.
Conseguí que en m is oj os brillaran lágrim as. Te dij e que eran m is prim eras
106
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
lágrim as. Te hablé de m i j uvent ud. Deploré que m e llevaras t ant os años.
Sonreíst e levem ent e, con esa levedad que t ant o m e agradaba. Me vi en t u
espej o. Hacía frío, el frío m e envej ecía. Con el t rozo de m adera en la m ano, t e
sent ist e culpable. Querías saber para qué quería el dinero. Apret é los labios para
expresart e m i aislam ient o. Volví a m irarm e en t u espej o, para asegurar m i
presencia. Cuando salí de t u cuart o las plant as húm edas del pat io nos anunciaron
que la persona que las había regado seguram ent e nos había oído. Me reí de t us
oj os circunspect os. Los vecinos, la opinión de t us vecinos t e preocupaba. Todo lo
achacabas a los deberes de t u profesión. En el largo corredor quisist e besarm e y
por prim era vez rehuí t u abrazo.
Aquí cit aré uno de los párrafos del relat o que despert ará t us recuerdos
com o una fot ografía m alograda, de esas que se pierden o que se rom pen o que
se conservan si son de una persona m uert a. Junt o al em barcadero, un sauce
dej aba caer sus ram as sobre el agua en que flot aban bot ellas, pescados, frut as
podridas. Úrsula m e m iraba con un rencor at ónit o. A t ravés del hum o de su
cigarrillo sonreía con una ironía que yo, sin necesidad de m irarla, adivinaba,
porque la conocía dem asiado. Las casas de la cost a opuest a t enían las persianas
cerradas. Ursula m e dij o que m irara las est rellas que se hundían en el agua
cuando cruzaba una lancha. Hacía frío. Los grillos seguían con su cant o el dibuj o
del agua. Qué fácil m e parecía m orir en ese inst ant e; ser de m árm ol, de piedra,
com o la que sent ía baj o m is pies desnudos. Qué fácil, m ient ras olvidaba los lazos
que m e unían a ciert as personas.
–Som os un com pendio de cont radicciones, de afect os, de am igos, de
m alent endidos –m e decía Elena. Sin duda, pensando en m í agregaba:
–Som os m onst ruos. Cuando est oy cont igo soy dist int a, m uy dist int a de
cuando est oy con Am alia o con Diego. Som os t am bién lo que hacen de nosot ras
las personas. No querem os a las personas por lo que son, sino por lo que nos
obligan a ser.
Frecuent em ent e, con la esperanza de parecer m ás cruel, repet ía las
m ism as frases con variant es confusas. Yo em pezaba a t ener por ella el
sent im ient o m ás difícil de cont rolar: el odio m ezclado a una leve com pasión. La
com padecía porque t e quería del m ism o m odo que yo. Muy pront o m e irrit aron la
indiferencia y la dulzura aparent e con que respondía a t us lam ent os, a t us
m ent iras. Ella acum ulaba rencores, rencores que la rodeaban com o los gat os
horribles que adoraba. Era fácil llegar a ese est ado, t olerando silenciosam ent e m i
conduct a. Nadie dest ruyó con m ás firm eza un afect o. Nadie fue t an dócil com o
Elena a un dist anciam ient o, ni siquiera t ú. Creo que se vinculó realm ent e a t i
cuando em pezó a odiarm e; así lo sospecho ahora. Hast a ese m om ent o t odo
había sido un j uego. Yo facilit aba los encuent ros de ust edes. Los dej aba siem pre
solos, en el dram át ico final de nuest ras disput as. Tenía que despoj arm e de t odo
lo que enriquecía m i vida, para llegar im punem ent e, nat uralm ent e, al suicidio.
Quedaban siem pre m uchas cosas y siem pre m e parecía m uy valioso lo único, lo
últ im o que m e quedaba. Algún cariño m e ligaba a Elena: el am or com o el odio no
es siem pre perfect o. Con ella fui m ás im placable que cont igo. En su casa, en un
diálogo furt ivo, revelé a su fam ilia sus m ás ínt im os secret os. Me reí de sus
rubores, hum illándola. Despoj ada de esos secret os apenas exist ía. Con frialdad
escuché sus insult os y no cont est é a la cart a que m e envió pidiéndom e
explicaciones. Me cubrí de vergüenza. Provoqué palabras vulgares en los labios
de m i padre, palabras que no m e perdono; de ellas deduj e que prefería verm e en
la t um ba, con un epit afio pérfido deplorando m i prem at ura m uert e. Había
perdido m i em pleo, m alogrado m is est udios, vendido algunos de sus m ej ores
libros, por eso m e m aldij o. No t e cont aré las peripecias que t uve con las
cuest iones de m i em pleo. Ya t e llegarán los rum ores. Mucha gent e dej ó de
saludarm e. L. S. no quiso recibirm e en su casa.
107
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Durant e t res días m e encerré en m i cuart o. Nadie m e vio, nadie int ent ó
verm e. Ya llegaba el m om ent o de m i liberación. I m punem ent e podía quit arm e la
vida. Cuando Hernán ent ró en m i cuart o, por un inst ant e pensé que t odo el plan
se derrum baba. Dos veces, t ím idam ent e, llam ó a m i puert a. Me t raía un cart ucho
de bom bones. Frent e a m i m esa, m e perdí en la lect ura casual de un libro y no
levant é los oj os hast a que pronunció m i nom bre, ext endiendo la m ano con los
dedos m anchados de t int a. Mirando las m anos donde se concent raba siem pre su
vergüenza, le dij e que no m e m olest ara. Prot est ó y, al ver m i im pavidez,
ret rocedió unos pasos; él est aba a punt o de llorar; reí, reí diabólicam ent e, con la
risa que a un niño puede parecerle diabólica. Me pregunt ó por qué m e reía y le
cont est é que m e reía de él, de sus m anos. Tiró el cart ucho al suelo; sus oj os
parecieron encenderse, balbuceó una palabra que no ent endí.
–¿Vas a llorar? –le pregunt é–. Sería aún m ás gracioso.
Ya m e odiaba para siem pre. Con la cara m uy pálida salió del cuart o. Cerró
la puert a.
Salí de casa. El desprecio, no el odio, pesaba sobre m í, purificaba m i
resolución. Cuando llegué a la calle, una gran t ranquilidad m e invadió. Me sent é
en el banco de una plaza. Saqué algunos papeles de m i bolsillo, los leí: Vi un
m undo claro, nuevo, un m undo donde no t enía que perder nada, salvo el deseo
del suicidio que ya m e había abandonado. No volverás a verm e. Encont rarás m i
anillo en el fondo de est e sobre y esa m aldit a m edallit a con un t rébol que ya no
t iene ningún significado para m í. Eras t odo, lo que m ás am é en el m undo,
Úrsula, y no sé qué ot ras personas, qué ot ras cosas podré am ar ahora que el
m undo ha llegado a ser para m í lo que nunca fue ni pensé que sería: algo
infinit am ent e precioso. No sé si la frase final de m i relat o, que por un capricho ya
había escrit o ant es de t erm inar sus prim eras páginas, corresponderá t am bién a
la part e final de m i vida: A veces m orir es sim plem ent e irse de un lugar,
abandonar a t odas las personas y las cost um bres que uno quiere. Por ese m ot ivo
el exiliado que no desea m orir sufre, pero el exiliado que busca la m uert e,
encuent ra lo que ant es no había conocido: la ausencia del dolor en un m undo
aj eno.
Después de copiar algunos párrafos rom pí las hoj as. No sé si al rom perlas,
rom pí un m aleficio. Que t ú no t e llam es Úrsula, que yo no m e llam e Leonardo
Moran, aún hoy m e parece increíble " porque el que ve ha de ser sem ej ant e a la
cosa vist a, ant es de ponerse a cont em plarla" . Al abandonar m i relat o, hace
algunos m eses, no volví al m undo que había dej ado, sino a ot ro, que era la
cont inuación de m i argum ent o ( un argum ent o, lleno de vacilaciones, que sigo
corrigiendo dent ro de m i vida) . Si no he m uert o, no m e busques y si m uero
t am poco: nunca m e gust ó que m iraras m i cara m ient ras dorm ía.

El m a l

Una noche rodearon la cam a cont igua con biom bos. Alguien explicó a
Efrén que su vecino est aba agonizando. Ese vecino perverso no sólo le había
robado la m anzana que est aba sobre la m esa de luz, sino el derecho a gozar de
la prot ección de esos biom bos, en cuya ot ra faz había seguram ent e pint adas
flores y figuras de querubes. Est a circunst ancia oscureció la alegría de Efrén.
Asim ism o, con sábanas y frazadas para cubrirse, est aba en el paraíso. Veía de
soslayo la luz rosada de los vent anales. De vez en cuando le daban de beber;
t enía conciencia del alba, de la m añana, del día, de la t arde y de la noche,
aunque las persianas est uvieran cerradas y que ningún reloj le anunciara la hora.
Cuando est aba sano solía com er con t ant a rapidez que t odos los alim ent os t enían
el m ism o sabor. Ahora, reconocía la diferencia que hay hast a en los gust os de
una naranj a y de una m andarina. Apreciaba cada ruido que oía en la calle o en el
108
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
edificio, las voces y los grit os, el ruido de las cañerías, de los ascensores, de los
aut om óviles, de los coches de caballos que pasaban. Cuando sent ía necesidad de
orinar t ocaba el t im bre; m ágicam ent e aparecía una m uj er, con blancura de
est at ua, t rayendo un florero de vidrio que era una suert e de reliquia y esa m ism a
m uj er, con oj os et ruscos y uñas de rubí, le ponía enem as o lo pinchaba con una
aguj a com o si cosiera un género precioso. Una caj a de m úsica no era t an
m usical, el pecho de una sant a o de un ángel t an buenos com o la alm ohada
donde recost aba la cabeza. Cosquilleos agradables le corrían por la nuca,
baj aban por la colum na vert ebral a las rodillas. Pensaba: era la prim era vez que
podía pensar: " Qué precio t iene un cuerpo. Vivim os com o si no valiera nada,
im poniéndole sacrificios hast a que revient a. La enferm edad es una lección de
anat om ía" . Soñaba: era la prim era vez que podía soñar. Juegos de billar, una
pipa, el diario leído m inuciosam ent e, viaj es breves, m uj eres que le sonreían en
un cinem at ógrafo, una corbat a roj a, lo deleit aban.
En sus delirios t enía presciencias del fut uro; las visit as de los dom ingos,
que se ent eraron de su don, acudían al hospit al para acercarse a su cam a y oír
las predicciones.
Advirt ió que los biom bos no rodeaban la cam a del vecino, sino la suya, y
quedó com placido.
Los pies ya no le dolían de t ant o cam inar, ni la cint ura de t ant o est ar
agachado, ni el est óm ago de pasar t ant a ham bre. Divisaba el pat io con palm eras
y palom as, en cada vent anal. El t iem po no pasaba porque la felicidad es et erna.
Los m édicos dij eron que iban a salvarlo. Ret iraron los biom bos con flores y
querubes. A su j uicio, los m édicos eran bribones. Saben dónde se aloj a la
enferm edad y la m anej an a su gust o. El organism o t al vez oye los diálogos que
rodean la cam a de un enferm o. Efrén t uvo pesadillas por culpa de esos diálogos.
Soñó que para ir al t rabaj o t om aba un colect ivo y después de sent arse
advert ía que el colect ivo no t enía ruedas, que baj aba del colect ivo y t om aba ot ro
que no t enía m ot or y así sucesivam ent e hast a que se hacía de noche.
Soñó que est aba en la pelet ería, cosiendo pieles; las pieles se m ovían,
gruñían. Al cabo de un rat o, en el cuart o donde t rabaj aba, varias fieras, con
alient o inm undo, le m ordían los t obillos y las m anos. Al cabo de un rat o, las
fieras hablaban ent re ellas. Él no ent endía lo que decían porque hablaban en un
ext raño idiom a. Com prendía finalm ent e que iban a devorarlo.
Soñó que t enía ham bre. No había nada que com er; ent onces sacaba del
bolsillo un t rozo de pan t an viej o que no podía m orderlo con los dient es; lo
rem oj aba en agua, pero cont inuaba igual; finalm ent e, cuando lo m ordía, sus
dient es quedaban dent ro del único pan que había conseguido para alim ent arse.
El cam ino hacia la salud, hacia la vida, era ése.
El organism o de Efrén, que era fuert e y ast ut o, buscó un lugar en sus
ent rañas para esconder el m al. Ese m al era una fort una: con subt erfugios,
encont ró m anera de conservarlo el m ayor t iem po posible. De ese m odo Efrén
durant e unos días, con el sent im ient o de culpa que inspira siem pre el engaño,
volvió a ser feliz. La herm ana de caridad le hablaba de sus hij os y de su m uj er,
inút ilm ent e. Para él, ellos est aban dent ro de la libret a del pan o de la carne.
Tenían precio. Cost aban cada día m ás.
Sudó, se agachó, sufrió, lloró, cam inó leguas y leguas para conseguir la
t ranquilidad que ahora querían arrebat arle.

El vá st a go

Hast a en la m anía de poner sobrenom bres a las personas, Ángel Art uro se
parece a Labuelo; fue él quien baut izó a est e últ im o y al gat o, con el m ism o
nom bre. Es una sat isfacción pensar que Labuelo sufrió en carne propia lo que
109
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
sufrieron ot ros por culpa de él. A m í m e puso Tacho, a m i herm ano Pingo y a m i
cuñada Chica, para hum illarla, pero Ángel Art uro lo m arcó a él para siem pre con
el nom bre de Labuelo. Est e de algún m odo proyect ó sobre el vást ago inocent e,
rasgos, m uecas, personalidad: fue la últ im a y la m ás perfect a de sus venganzas.
En la casa de la calle Tacuarí vivíam os m i herm ano y yo, hast a que fuim os
m ayores, en una sola habit ación. La casa era enorm e, pero no convenía que
ocupáram os, según opinaba Labuelo, dist int os dorm it orios. Teníam os que est ar
incóm odos, para ser hom bres. Mi cam a, det alle inexplicable, est aba arrim ada al
ropero. Asim ism o nuest ra habit ación, se t ransform aba, los días de sem ana, en
t aller de cost ura de una git ana que reform aba, para nosot ros, cam isas deform es,
y los dom ingos en depósit o de em panadas y past elit os ( que la cocinera, por
orden de Labuelo, no nos perm it ía probar) para regalos dest inados a dos o t res
señoras del vecindario.
Para m al de m is pecados, yo era zurdo. Cuando en la m ano izquierda
t om aba el lápiz para escribir, o em puñaba el cuchillo, a la hora de las com idas,
para cort ar carne, Labuelo m e daba una bofet ada y m e m andaba a la cam a sin
com er. Llegué a perder dos dient es a fuerza de golpes y, por esa penit encia, a
debilit arm e t ant o, que en verano, con abrigos de invierno, t em blaba de frío. Para
curarm e, Labuelo m e dej ó pasar t oda una noche baj o la lluvia, en cam isón,
descalzo sobre las baldosas. Si no he m uert o, es porque Dios es grande o porque
som os m ás fuert es de lo que creem os.
Sólo después del casam ient o de Art uro ( m i herm ano) , ocupam os, él y yo,
diferent es habit aciones. Por una ironía de la suert e lograba con m i desdicha lo
que t ant o había esperado: un cuart o propio. Art uro ocupó una habit ación, en los
fondos m ás inhospit alarios de la casa, con su m uj er ( se m e hiela la sangre
cuando lo digo, com o si no m e hubiera habit uado) y yo, ot ra, que daba, con sus
balcones de est uco y de m árm ol, a la calle. Por razones m ist eriosas, no se podía
ent rar en un cuart o de baño que est aba j unt o a m i dorm it orio; en consecuencia,
yo t enía que at ravesar, para ir al baño, dos pat ios. Por culpa de esas m anías,
para no helarm e de frío en invierno o para no pasar j unt o a la habit ación de m i
herm ano casado, orinando o j abonándom e las orej as, las m anos o los pies
debaj o del grifo, quem é dos plant as de j azm ines que nadie regaba, salvo yo.
Pero volveré a recordar m i infancia, que si no fue alegre, fue m enos
som bría que m i pubert ad. Durant e m ucho t iem po creyeron que Labuelo era
port ero de la casa. A los siet e años yo m ism o lo creía. En una ent rada luj osa, con
puert a cancel, donde brillaban vidrios azules com o zafiros y roj os com o rubíes,
un hom bre, sent ado en una silla de Viena, leyendo siem pre algún diario, en
m angas de cam isa y pant alón de fant asía raído, no podía ser sino el port ero.
Labuelo vivía sent ado en aquel zaguán, para im pedirnos salir o para fiscalizar el
m ot ivo de nuest ras salidas. Lo peor de t odo es que dorm ía con los oj os abiert os:
aun roncando, sum ido en el m ás profundo de los sueños, veía lo que hacíam os o
lo que hacían las m oscas, a su alrededor. Burlarlo era difícil, por no decir
im posible. A veces nos escapábam os por el balcón. Un día m i herm ano recogió
un perro perdido, y para no afront ar responsabilidades, m e lo regaló. Lo
escondim os det rás del ropero. Sus ladridos pront o m e delat aron. Labuelo, de un
balazo, le revent ó la cabeza, para probar su punt ería y m i debilidad. No cont ent o
con est e act o m e obligó a pasar la lengua por el sit io donde el perro había
dorm ido.
–Los perros en la perrera, en las j aulas o en el ot ro m undo –solía decir.
Sin em bargo, en el cam po, cuando salía a caballo, una j auría que
m anej aba a punt apiés o a rebencazos, iba a la zaga. Ot ro día, al salt ar del balcón
a la acera durant e la siest a, m e recalqué un t obillo. Labuelo m e divisó desde su
puest o. No dij o nada, pero a la hora de la cena, m e hizo subir por la escalera de

110
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
m ano que com unicaba con la azot ea, para acarrear ladrillos am ont onados, hast a
que m e desm ayé. ¿Para qué am ont onaba ladrillos?
La riqueza de nuest ra fam ilia no se advert ía sino en det alles
incongruent es: en bóvedas, con colum nas de m árm ol y est at uas, en bodegas
bien surt idas, en legados que iban pasando de generación en generación, en
álbum es de cuero repuj ado,., con ret rat os célebres de fam ilia; en un sinfín de
sirvient es, t odos j ubilados, que t raían, de cuando en cuando, huevos frescos,
naranj as, pollos o j unquillos, de regalo, y en el cam po de Azul, cuyos pot reros
adornaban, en fot ografías, las paredes del últ im o pat io, donde había siem pre
j aulas con gallinas, canarios, que nosot ros t eníam os que cuidar y m esas de
hierro con plant as de hoj as am arillas, que siem pre est aban a punt o de m orir,
com o diciendo, m íram e y no m e t oques.
Cuando quise est udiar francés, Labuelo m e quem ó los libros, porque para
él t odo libro francés era indecent e.
A m i herm ano y a m í no nos gust aban los t rabaj os de cam po. A los quince
años t uvim os que abandonar la ciudad para ent errarnos en aquella est ancia de
Azul. Labuelo nos hizo t rabaj ar a la par de los peones, cosa que hubiera
result ado divert ida si no fuera que se ensañaba en cast igarnos porque éram os
ignorant es o t orpes para cum plir los t rabaj os.
Nunca t uvim os un t raj e nuevo: si lo t eníam os era de las liquidaciones de
las peores t iendas: nos quedaba aj ust ado o dem asiado grande y era de ese color
café con leche que nos deprim ía t ant o; había que usar los zapat os viej os de
Labuelo, que eran ya para la basura, con la punt a rellena de papel. Tom ar café
no nos perm it ían. ¿Fum ar? Podíam os hacerlo en el cuart o de baño, encerrados
con llave, hast a que Labuelo nos sacó la llave. ¿Muj eres? Conseguíam os siem pre
las peores y, en el m ej or de los casos, podíam os est ar con ellas cinco m inut os.
Bailes, t eat ros, diversiones, am igos, t odo est aba vedado. Nadie podrá creerlo:
j am ás fui a un corso de carnaval ni t uve una caret a en las m anos. Vivíam os, en
Buenos Aires, com o en un claust ro, baldeando pat ios, fregando pisos dos veces
por día; en la est ancia, com o en un desiert o, sin agua para bañarnos y sin luz
para est udiar, com iendo carne de ovej a, gallet a y nada m ás.
–Si t iene t ant os dient es sin caries es de no com er dulces –opinaba la
git ana que no t enía ninguno.
Labuelo no quería que nos casáram os y de haberlo perm it ido nuest ra
vest im ent a hubiera sido un serio im pedim ent o para ello. Enferm ó de ira por no
poder adivinar nuest ros secret os de m uchachos. ¿Quién no t iene novia en
aquella edad? Labuelo se escondió debaj o de m i cam a para oírnos hablar a m i
herm ano y a m í, una noche. Hablábam os de Let icia. ¿La sordera o la m aldad le
hizo pensar que ella era la am ant e de m i herm ano? Nunca lo sabré. Al m overse,
para no ser vist o, se le enganchó part e de la barba a una bisagra del arm ario
donde t enía apoyada la cabeza, y dio un gruñido que en aquel m om ent o de
int im idad nos dej ó at errados. Al ver que est aba a cuat ro pat as, com o un anim al
cualquiera, no le perdí el m iedo, pero sí el respet o, para siem pre.
Am enazado por el j uez y por los padres de Let icia que había quedado
em barazada, en una de nuest ras m ás inolvidables excursiones a Palerm o, en
bañadera, m i herm ano t uvo que casarse. Nadie quiso escuchar razones. Por un
ext raño azar, Let icia no confesó que yo era el padre del hij o que iba a nacer.
Quedé solt ero. Sufrí ese at ropello com o una de las t ant as fat alidades de m i vida.
¿Llegó a parecerm e nat ural que Let icia durm iera con m i herm ano? De ningún
m odo nat ural, pero sí obligat orio e inevit able.
En los prim eros t iem pos de m i desvent ura, le dej aba cart as encendidas
debaj o del felpudo de la puert a o esperaba que saliera de su cuart o para dirigirle
dos o t res palabras, pero el t error de ser descubiert o y Ángel Art uro que nos
espiaba, paralizaron m is ím pet us.
111
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Cuando Ángel Art uro nació, oh vanas ilusiones, creíam os que t odo iba a
cam biar. Com o carecía de barbas y ant eoj os, no advert íam os que era el ret rat o
de Labuelo. En la cuna celest e, el llant o de la criat ura ablandó un poquit o
nuest ros corazones. Fue una ilusión convencional. Mim ábam os, sin em bargo, al
niño, lo acariciábam os. Cuando cum plió t res años, era ya un hom brecit o. Lo
fot ografiaron en los brazos de Labuelo.
En la casa t odo era para Ángel Art uro. Labuelo no le negaba nada, ni el
t eléfono que no nos perm it ía ut ilizar m ás de cinco m inut os, a las ocho de la
m añana, ni el cuart o de baño clausurado, ni la luz eléct rica de los veladores, que
no nos perm it ía encender después de las doce de la noche. Si pedía m i reloj o m i
lapicera fuent e para j ugar, Labuelo m e obligaba a dárselos. Perdí, de ese m odo,
reloj y lapicera. ¡Quién m e regalará ot ros!
El revólver, descargado, con m ango de m arfil, que Labuelo guardaba en el
caj ón del escrit orio, t am bién sirvió de j uguet e para Ángel Art uro. La fascinación
que el revólver ej erció sobre él, le hizo olvidar t odos los ot ros obj et os. Fue una
dicha en aquellos días oscuros.
Cuando descubrim os por prim era vez a Ángel Art uro j ugando con el
revólver, los t res, m i herm ano, Let icia y yo, nos m iram os pensando seguram ent e
en lo m ism o. Sonreím os. Ninguna sonrisa fue t an com part ida ni elocuent e.
Al día siguient e uno de nosot ros com pró en la j uguet ería un revólver de
j uguet e ( no gast ábam os en j uguet es, pero en ese revólver gast am os una
fort una) : así fuim os fam iliarizando a Ángel Art uro con el arm a, haciéndolo
apunt ar cont ra nosot ros.
Cuando Ángel Art uro at acó a Labuelo con el revólver verdadero, de un
m odo m agist ral ( t an inusit ado para su edad) est e últ im o rió com o si le hicieran
cosquillas. Desgraciadam ent e, por grande que fuera la habilidad del niño en
apunt ar y oprim ir el gat illo, el revólver est aba descargado.
Corríam os el riesgo de m orir t odos, pero ¿qué era ese nim io peligro
com parado con nuest ra act ual m iseria? Pasam os un m om ent o feliz, de unión
ent re nosot ros. Teníam os que cargar el revólver: Let icia prom et ió hacerlo ant es
de la hora en que niet o y abuelo j ugaban a los bandidos o a la cacería. Let icia
cum plió su palabra.
En el cuart o frío ( era el m es de j ulio) , t irit ando, sin m irarnos, esperam os
la det onación, m ient ras fregábam os el piso, porque se había inundado, j unt o con
Buenos Aires, el alj ibe del pat io. Tardó aquello m ás que t oda nuest ra vida. ¡Pero
aun lo que m ás t arda llega! Oím os la det onación. Fue un m om ent o feliz para m í,
al m enos.

Ahora, Ángel Art uro t om ó posesión de est a casa y nuest ra venganza t al


vez no sea sino venganza de Labuelo. Nunca pude vivir con Let icia com o m arido
y m uj er. Ángel Art uro con su enorm e cabeza pegada a la puert a cancel, asist ió,
vict orioso, a nuest ras desvent uras y al fin de nuest ro am or. Por eso y desde
ent onces lo llam am os Labuelo.

La ca sa de a zú ca r

Las superst iciones no dej aban vivir a Crist ina. Una m oneda con la efigie
borrada, una m ancha de t int a, la luna vist a a t ravés de dos vidrios, las iniciales
de su nom bre grabadas por azar sobre el t ronco de un cedro la enloquecían de
t em or. Cuando nos conocim os llevaba puest o un vest ido verde, que siguió
usando hast a que se rom pió, pues m e dij o que le t raía suert e y que en cuant o se
ponía ot ro, azul, que le sent aba m ej or, no nos veíam os. Trat é de com bat ir est as
m anías absurdas. Le hice not ar que t enía un espej o rot o en su cuart o y que por
m ás que yo le insist iera en la conveniencia de t irar los espej os rot os al agua, en
112
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
una noche de luna, para quit arse la m ala suert e, lo guardaba; que j am ás t em ió
que la luz de la casa bruscam ent e se apagara, y a pesar de que fuera un anuncio
seguro de m uert e, encendía con t ranquilidad cualquier núm ero de velas; que
siem pre dej aba sobre la cam a el som brero, error en que nadie incurría. Sus
t em ores eran personales. Se infligía verdaderas privaciones; por ej em plo: no
podía com prar frut illas en el m es de diciem bre, ni oír det erm inadas m úsicas, ni
adornar la casa con peces roj os, que t ant o le gust aban. Había ciert as calles que
no podíam os cruzar, ciert as personas, ciert os cinem at ógrafos que no podíam os
frecuent ar. Al principio de nuest ra relación, est as superst iciones m e parecieron
encant adoras, pero después em pezaron a fast idiarm e y a preocuparm e
seriam ent e. Cuando nos com prom et im os t uvim os que buscar un depart am ent o
nuevo, pues según sus creencias, el dest ino de los ocupant es ant eriores influiría
sobre su vida ( en ningún m om ent o m encionaba la m ía, com o si el peligro la
am enazara sólo a ella y nuest ras vidas no est uvieran unidas por el am or) .
Recorrim os t odos los barrios de la ciudad; llegam os a los suburbios m ás
alej ados, en busca de un depart am ent o que nadie hubiera habit ado: t odos
est aban alquilados o vendidos. Por fin encont ré una casit a en la calle Mont es de
Oca, que parecía de azúcar. Su blancura brillaba con ext raordinaria lum inosidad.
Tenía t eléfono y, en el frent e, un dim inut o j ardín. Pensé que esa casa era recién
const ruida, pero m e ent eré de que en 1930 la había ocupado una fam ilia, y que
después, para alquilarla, el propiet ario le había hecho algunos arreglos. Tuve que
hacer creer a Crist ina que nadie había vivido en la casa y que era el lugar ideal:
la casa de nuest ros sueños. Cuando Crist ina la vio, exclam ó:
–¡Qué diferent e de los depart am ent os que hem os vist o! Aquí se respira
olor a lim pio. Nadie podrá influir en nuest ras vidas y ensuciarlas con
pensam ient os que envician el aire.
En pocos días nos casam os y nos inst alam os allí. Mis suegros nos
regalaron los m uebles del dorm it orio, y m is padres los del com edor. El rest o de
la casa lo am ueblaríam os de a poco. Yo t em ía que, por los vecinos, Crist ina se
ent erara de m i m ent ira, pero felizm ent e hacía sus com pras fuera del barrio y
j am ás conversaba con ellos. Éram os felices, t an felices que a veces m e daba
m iedo. Parecía que la t ranquilidad nunca se rom pería en aquella casa de azúcar,
hast a que un llam ado t elefónico dest ruyó m i ilusión. Felizm ent e Crist ina no
at endió aquella vez al t eléfono, pero quizá lo at endiera en una oport unidad
análoga. La persona que llam aba pregunt ó por la señora Violet a: indudablem ent e
se t rat aba de la inquilina ant erior. Si Crist ina se ent eraba de que yo la había
engañado, nuest ra felicidad seguram ent e concluiría: no m e hablaría m ás, pediría
nuest ro divorcio, y en el m ej or de los casos t endríam os que dej ar la casa para
irnos a vivir, t al vez, a Villa Urquiza, t al vez a Quilm es, de pensionist as en alguna
de las casas donde nos prom et ieron darnos un lugarcit o para const ruir ¿con qué?
( con basura, pues con m ej ores m at eriales no m e alcanzaría el dinero) un cuart o
y una cocina. Durant e la noche yo t enía cuidado de descolgar el t ubo, para que
ningún llam ado inoport uno nos despert ara. Coloqué un buzón en la puert a de
calle; fui el deposit ario de la llave, el dist ribuidor de cart as.
Una m añana t em prano golpearon a la puert a y alguien dej ó un paquet e.
Desde m i cuart o oí que m i m uj er prot est aba, luego oí el ruido del papel
est ruj ado. Baj é la escalera y encont ré a Crist ina con un vest ido de t erciopelo
ent re los brazos.
–Acaban de t raerm e est e vest ido –m e dij o con ent usiasm o.
Subió corriendo las escaleras y se puso el vest ido, que era m uy escot ado.
–¿Cuándo t e lo m andast e hacer?
–Hace t iem po. ¿Me queda bien? Lo usaré cuando t engam os que ir al
t eat ro, ¿no t e parece?
–¿Con qué dinero lo pagast e?
113
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–Mam á m e regaló unos pesos.
Me pareció raro, pero no le dij e nada, para no ofenderla.
Nos queríam os con locura. Pero m i inquiet ud com enzó a m olest arm e,
hast a para abrazar a Crist ina por la noche. Advert í que su caráct er había
cam biado: de alegre se convirt ió en t rist e, de com unicat iva en reservada, de
t ranquila en nerviosa. No t enía apet it o.
Ya no preparaba esos ricos post res, un poco pesados, a base de crem as
bat idas y de chocolat e, que m e agradaban, ni adornaba periódicam ent e la casa
con volant es de nylon, en las t apas de la let rina, en las repisas del com edor, en
los arm arios, en t odas part es, com o era su cost um bre. Ya no m e esperaba con
vainillas a la hora del t é, ni t enía ganas de ir al t eat ro o al cinem at ógrafo de
noche, ni siquiera cuando nos m andaban ent radas de regalo. Una t arde ent ró un
perro en el j ardín y se acost ó frent e a la puert a de calle, aullando. Crist ina le dio
carne y le dio de beber y, después de un baño, que le cam bió el color del pelo,
declaró que le daría hospit alidad y que lo baut izaría con el nom bre Am or, porque
llegaba a nuest ra casa en un m om ent o de verdadero am or. El perro t enía el
paladar negro, lo que indica pureza de raza.
Ot ra t arde llegué de im proviso a casa. Me det uve en la ent rada porque vi
una biciclet a apost ada en el j ardín. Ent ré silenciosam ent e y m e escurrí det rás de
una puert a y oí la voz de Crist ina.
–¿Qué quiere? –repit ió dos veces.
–Vengo a buscar a m i perro –decía la voz de una m uchacha–. Pasó t ant as
veces frent e a est a casa que se ha encariñado con ella. Est a casa parece de
azúcar. Desde que la pint aron, llam a la at ención de t odos los t ranseúnt es. Pero a
m í m e gust aba m ás ant es, con ese color rosado y rom ánt ico de las casas viej as.
Est a casa era m uy m ist eriosa para m í. Todo m e gust aba en ella: la fuent e donde
venían a beber los paj arit os; las enredaderas con flores, com o cornet as
am arillas; el naranj o. Desde que t engo ocho años esperaba conocerla a ust ed,
desde aquel día en que hablam os por t eléfono, ¿recuerda? Prom et ió que iba a
regalarm e un barrilet e.
–Los barrilet es son j uegos de varones.
–Los j uguet es no t ienen sexo. Los barrilet es m e gust aban porque eran
com o enorm es páj aros: m e hacía la ilusión de volar sobre sus alas. Para ust ed
fue un j uego prom et erm e ese barrilet e; yo no dorm í en t oda la noche. Nos
encont ram os en la panadería, ust ed est aba de espaldas y no vi su cara. Desde
ese día no pensé en ot ra cosa que en ust ed, en cóm o sería su cara, su alm a, sus
adem anes de m ent irosa. Nunca m e regaló aquel barrilet e. Los árboles m e
hablaban de sus m ent iras. Luego fuim os a vivir a Morón, con m is padres. Ahora,
desde hace una sem ana est oy de nuevo aquí.
–Hace t res m eses que vivo en est a casa, y ant es j am ás frecuent é est os
barrios. Ust ed est ará confundida.
–Yo la había im aginado t al com o es. ¡La im aginé t ant as veces! Para colm o
de la casualidad, m i m arido est uvo de novio con ust ed.
–No est uve de novia sino con m i m arido. ¿Cóm o se llam a est e perro?
–Brut o.
–Lléveselo, por favor, ant es que m e encariñe con él.
–Violet a, escúchem e. Si llevo el perro a m i casa, se m oriría. No lo puedo
cuidar. Vivim os en un depart am ent o m uy chico. Mi m arido y yo t rabaj am os y no
hay nadie que lo saque a pasear.
–No m e llam o Violet a. ¿Qué edad t iene?
–¿Brut o? Dos años. ¿Quiere quedarse con él? Yo vendría a visit arlo de vez
en cuando, porque lo quiero m ucho.
–A m i m arido no le gust aría recibir desconocidos en su casa, ni que
acept ara un perro de regalo.
114
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–No se lo diga, ent onces. La esperaré t odos los lunes a las siet e de la
t arde en la Plaza Colom bia. ¿Sabe dónde es? Frent e a la iglesia Sant a Felicit as, o
si no la esperaré donde ust ed quiera y a la hora que prefiera; por ej em plo, en el
puent e de Const it ución o en el Parque Lezam a. Me cont ent aré con ver los oj os de
Brut o. ¿Me hará el favor de quedarse con él?
–Bueno. Me quedaré con él.
–Gracias, Violet a.
–No m e llam o Violet a.
–¿Cam bió de nom bre? Para nosot ros ust ed es Violet a. Siem pre la m ism a
m ist eriosa Violet a.
Oí el ruido seco de la puert a y el t aconeo de Crist ina, subiendo la escalera.
Tardé un rat o en salir de m i escondit e y en fingir que acababa de llegar. A pesar
de haber com probado la inocencia del diálogo, no sé por qué, una sorda
desconfianza com enzó a devorarm e. Me pareció que había presenciado una
represent ación de t eat ro y que la realidad era ot ra. No confesé a Crist ina que
había sorprendido la visit a de esa m uchacha. Esperé los acont ecim ient os,
t em iendo siem pre que Crist ina descubriera m i m ent ira, lam ent ando que
est uviéram os inst alados en ese barrio. Yo pasaba t odas las t ardes por la plaza
que queda frent e a la iglesia de Sant a Felicit as, para com probar si Crist ina había
acudido a la cit a. Crist ina parecía no advert ir m i inquiet ud. A veces llegué a creer
que yo había soñado. Abrazando el perro, un día Crist ina m e pregunt ó:
–Te gust aría que m e llam ara Violet a?
–No m e gust a el nom bre de las flores.
–Pero Violet a es lindo. Es un color.
–Prefiero t u nom bre.
Un sábado, al at ardecer, la encont ré en el puent e de Const it ución,
asom ada sobre el parapet o de fierro. Me acerqué y no se inm ut ó.
–¿Qué haces aquí?
–Est oy curioseando. Me gust a ver las vías desde arriba.
–Es un lugar m uy lúgubre y no m e gust a que andes sola.
–No m e parece t an lúgubre. ¿Y por qué no puedo andar sola?
–¿Te gust a el hum o negro de las locom ot oras?
–Me gust an los m edios de t ransport e. Soñar con viaj es. I rm e sin irm e. " I r
y quedar y con quedar part irse."
Volvim os a casa. Enloquecido de celos ( ¿celos de qué? De t odo) , durant e
el t rayect o apenas le hablé.
–Podríam os t al vez com prar alguna casit a en San I sidro o en Olivos, es t an
desagradable est e barrio –le dij e, fingiendo que m e era posible adquirir una casa
en esos lugares.
–No creas. Tenem os m uy cerca de aquí el Parque Lezam a.
–Es una desolación. Las est at uas est án rot as, las fuent es sin agua, los
árboles apest ados. Mendigos, viej os y lisiados van con bolsas, para t irar o
recoger basuras.
–No m e fij o en esas cosas.
–Ant es no querías sent art e en un banco donde alguien había com ido
m andarinas o pan.
–He cam biado m ucho.
–Por m ucho que hayas cam biado, no puede gust art e un parque com o ése.
Ya sé que t iene un m useo con leones de m árm ol que cuidan la ent rada y que
j ugabas allí en t u infancia, pero eso no quiere decir nada.
–No t e com prendo –m e respondió Crist ina. Y sent í que m e despreciaba,
con un desprecio que podía conducirla al odio.
Durant e días, que m e parecieron años, la vigilé, t rat ando de disim ular m i
ansiedad. Todas las t ardes pasaba por la plaza frent e a la iglesia y los sábados
115
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
por el horrible puent e negro de Const it ución. Un día m e avent uré a decir a
Crist ina:
–Si descubriéram os que est a casa fue habit ada por ot ras personas ¿qué
harías, Crist ina? ¿Te irías de aquí?
–Si una persona hubiera vivido en est a casa, esa persona t endría que ser
com o esas figurit as de azúcar que hay en los post res o en las t ort as de
cum pleaños: una persona dulce com o el azúcar. Est a casa m e inspira confianza
¿será el j ardincit o de la ent rada que m e infunde t ranquilidad? ¡No sé! No m e iría
de aquí por t odo el oro del m undo. Adem ás no t endríam os adónde ir. Tú m ism o
m e lo dij ist e hace un t iem po.
No insist í, porque iba a pura pérdida. Para conform arm e pensé que el
t iem po com pondría las cosas.
Una m añana sonó el t im bre de la puert a de calle. Yo est aba afeit ándom e y
oí la voz de Crist ina. Cuando concluí de afeit arm e, m i m uj er ya est aba hablando
con la int rusa. Por la abert ura de la puert a las espié. La int rusa t enía una voz t an
grave y los pies t an grandes que eché a reír.
–Si ust ed vuelve a ver a Daniel, lo pagará m uy caro, Violet a.
–No sé quién es Daniel y no m e llam o Violet a –respondió m i m uj er.
–Ust ed est á m int iendo.
–No m ient o. No t engo nada que ver con Daniel. –Yo quiero que ust ed sepa
las cosas com o son.
–No quiero escucharla.
Crist ina se t apó las orej as con las m anos. Ent ré en el cuart o y dij e a la
int rusa que se fuera. De cerca le m iré los pies, las m anos y el cuello. Ent onces
advert í que era un hom bre disfrazado de m uj er. No m e dio t iem po de pensar en
lo que debía hacer; com o un relám pago desapareció dej ando la puert a
ent reabiert a t ras de sí.
No com ent am os el episodio con Crist ina; j am ás com prenderé por qué; era
com o si nuest ros labios hubieran est ado sellados para t odo lo que no fuese besos
nerviosos, insat isfechos o palabras inút iles.
En aquellos días, t an t rist es para m í, a Crist ina le dio por cant ar. Su voz
era agradable, pero m e exasperaba, porque form aba part e de ese m undo
secret o, que la alej aba de m í. ¡Por qué, si nunca había cant ado, ahora cant aba
noche y día m ient ras se vest ía o se bañaba o cocinaba o cerraba las persianas!
Un día en que oí a Crist ina exclam ar con un aire enigm át ico:
–Sospecho que est oy heredando la vida de alguien, las dichas y las penas,
las equivocaciones y los ciert os. Est oy em bruj ada –fingí no oír esa frase
at orm ent adora. Sin em bargo, no sé por qué em pecé a averiguar en el barrio
quién era Violet a, dónde est aba, t odos los det alles de su vida.
A m edia cuadra de nuest ra casa había una t ienda donde vendían t arj et as
post ales, papel, cuadernos, lápices, gom as de borrar y j uguet es. Para m is
averiguaciones, la vendedora de esa t ienda m e pareció la persona m ás indicada:
era charlat ana y curiosa, sensible a las lisonj as. Con el pret ext o de com prar un
cuaderno y lápices, fui una t arde a conversar con ella. Le alabé los oj os, las
m anos, el pelo. No m e at reví a pronunciar la palabra Violet a. Le expliqué que
éram os vecinos. Le pregunt é finalm ent e quién había vivido en nuest ra casa.
Tím idam ent e le dij e:
–¿No vivía una t al Violet a?
Me cont est ó cosas m uy vagas, que m e inquiet aron m ás. Al día siguient e
t rat é de averiguar en el alm acén algunos ot ros det alles. Me dij eron que Violet a
est aba en un sanat orio frenopát ico y m e dieron la dirección.
–Cant o con una voz que no es m ía –m e dij o Crist ina, renovando su aire
m ist erioso–. Ant es m e hubiera afligido, pero ahora m e deleit a. Soy ot ra persona,
t al vez m ás feliz que yo.
116
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Fingí de nuevo no haberla oído. Yo est aba leyendo el diario.
De t ant o averiguar det alles de la vida de Violet a, confieso que desat endía
a Crist ina.
Fui al sanat orio frenopát ico, que quedaba en Flores. Ahí pregunt é por
Violet a y m e dieron la dirección de Arsenia López, su profesora de cant o.
Tuve que t om ar el t ren en Ret iro, para que m e llevara a Olivos.

Durant e el t rayect o una t ierrit a m e ent ró en un oj o, de m odo que en el


m om ent o de llegar a la casa de Arsenia López, se m e caían las lágrim as com o si
est uviese llorando. Desde la puert a de calle oí voces de m uj eres, que hacían
gárgaras con las escalas, acom pañadas de un piano, que parecía m ás bien un
organillo.
Alt a, delgada, at erradora apareció en el fondo de un corredor Arsenia
López, con un lápiz en la m ano. Le dij e t ím idam ent e que venía a buscar not icias
de Violet a.
–¿Ust ed es el m arido?
–No, soy un parient e –le respondí secándom e los oj os con un pañuelo.
–Ust ed será uno de sus innum erables adm iradores –m e dij o ent ornando
los oj os y t om ándom e la m ano–. Vendrá para saber lo que t odos quieren saber,
¿cóm o fueron los últ im os días de Violet a? Siént ese. No hay que im aginar que una
persona m uert a, forzosam ent e haya sido pura fiel, buena.
–Quiere consolarm e –le dij e.
Ella, oprim iendo m i m ano con su m ano húm eda, cont est ó:
–Sí. Quiero consolarlo. Violet a era no sólo m i discípula, sino m i ínt im a
am iga. Si se disgust ó conm igo, fue t al vez porque m e hizo dem asiadas
confidencias y porque ya no podía engañarm e. Los últ im os días que la vi, se
lam ent ó am argam ent e de su suert e. Murió de envidia. Repet ía sin cesar:
" Alguien m e ha robado la vida, pero lo pagará m uy caro. No t endré m i vest ido de
t erciopelo, ella lo t endrá; Brut o será de ella; los hom bres no se disfrazarán de
m uj er para ent rar en m i casa sino en la de ella; perderé la voz que t ransm it iré a
esa ot ra gargant a indigna; no nos abrazarem os con Daniel en el puent e de
Const it ución, ilusionados con un am or im posible, inclinados com o ant año, sobre
la baranda de hierro, viendo los t renes alej arse" .
Arsenia López m e m iró en los oj os y m e dij o:
–No se aflij a. Encont rará m uchas m uj eres m ás leales. Ya sabem os que era
herm osa ¿pero acaso la herm osura es lo único bueno que hay en el m undo?
Mudo, horrorizado, m e alej é de aquella casa, sin revelar m i nom bre a
Arsenia López que, al despedirse de m í, int ent ó abrazarm e, para dem ost rar su
sim pat ía.
Desde ese día Crist ina se t ransform ó, para m í, al m enos, en Violet a. Trat é
de seguirla a t odas horas, para descubrirla en los brazos de sus am ant es. Me
alej é t ant o de ella que la vi com o a una ext raña. Una noche de invierno huyó. La
busqué hast a el alba.
Ya no sé quién fue víct im a de quién, en esa casa de azúcar que ahora est á
deshabit ada.

La ca sa de los r e loj e s

ESTI MADA SEÑORI TA:


Ya que m e he dist inguido en sus clases con m is com posiciones, cum plo
con m i prom esa: m e ej ercit aré escribiéndole cart as. ¿Me pregunt a qué hice en
los últ im os días de m is vacaciones?
Le escribo m ient ras ronca Joaquina. Es la hora de la siest a y ust ed sabe
que a esa hora y a la noche, Joaquina, porque t iene carne crecida en la nariz,
117
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
ronca m ás que de cost um bre. Es una lást im a porque no dej a dorm ir a nadie. Le
escribo en el cuadernit o de deberes porque el papel de cart a que conseguí del
Pit uco no t iene líneas y la let ra se m e va para t odos lados. Sabrá que la perrit a
Julia duerm e ahora debaj o de m i cam a, llora cuando ent ra luz de luna por la
vent ana, pero a m í no m e im port a porque ni el ronquido de Joaquina m e
despiert a.
Fuim os a pasear a la laguna La Salada. Es m uy lindo bañarse. Y m e hundí
hast a las rodillas en el barro. Junt é hierbas para el herbario y t am bién, en los
árboles que quedaban bast ant e apart ados del lugar, huevos para m i colección,
de t orcaza, de hurraca y de perdiz. Las perdices no ponen huevos en los árboles
sino en el suelo, pobrecit as. Me divert í m ucho en la laguna Salada, hicim os
fort alezas de barro; pero m ás m e divert í anoche en la fiest a que dio Ana María
Sausa, para el baut ism o de Rusit o. Todo el pat io est aba decorado con lint ernas
de papel y serpent inas. Pusieron cuat ro m esas, que im provisaron con t ablas y
caballet es, con com idas y bebidas de t oda clase, que era de chuparse los dedos.
No hicieron chocolat e por la huelga de leche y porque m i padre se vuelve loco al
verlo y le hace m al al hígado.
Est anislao Rom agán abandonó aquel día la t ropilla de reloj es que t iene a
su cargo para ver cóm o preparaban la fiest a y para ayudar un poquit o ( él, que ni
en dom ingos ni en días de fiest a dej a de t rabaj ar) . Yo lo quería m ucho a
Est anislao Rom agán. ¿Ust ed recuerda aquel reloj ero j orobado que le com puso a
ust ed el reloj ? ¿Aquel que en los alt os de est a casa vivía en esa casilla que yo
llam aba La Casa de los Reloj es, que él m ism o const ruyó y que parece de perro?
¿Aquel que se especializaba en despert adores? ¡Quién sabe si no lo ha olvidado!
¡Me cuest a creerlo! Reloj es y j orobas no se olvidan así no m ás. Pues ése es
Est anislao Rom agán. En lám inas m e m ost raba un reloj de sol que disparaba un
cañón aut om át icam ent e al m ediodía, ot ro que no era de sol cuya part e ext erior
represent aba una fuent e, ot ro, el reloj de Est rasburgo, con escalera, con carros y
caballos, figuras de m uj eres con t únicas, y hom brecit os raros. Ust ed no m e
creerá, pero era t an agradable oír las cam panillas diferent es de t odos los
despert adores en cualquier m om ent o y los reloj es que daban las horas m il veces
al día. Mi padre no pensaba lo m ism o. Para la fiest a, Est anislao desent erró un
t raj e que t enía guardado en un pequeño baúl, ent re dos ponchos, una frazada y
t res pares de zapat os que no eran de él. El t raj e est aba arrugado, pero
Est anislao, después de lavarse la cara y de peinarse el pelo, que t iene m uy
lust roso, negro y que le llega casi hast a las cej as, com o un gorro cat alán, quedó
bast ant e elegant e.
–Sent ado, con la nuca apoyada sobre un alm ohadón, se le vería bien.
Tiene buena presencia, m ej or que la de m uchos invit ados –com ent ó m i m adre.
–Dej ám e t ocart e la espaldit a –le decía Joaquina, corriéndolo por la casa.
Él perm it ía que le t ocaran la espalda, porque era buenit o.
–¿Y a m í quién m e t rae suert e? –decía.
–Sos un suert udo –le cont est aba Joaquina–, t enés la suert e encim a.
Pero a m í m e parece que era una inj ust icia decirle eso. ¿A ust ed no,
señorit a?
La fiest a fue divina. Y el que diga que no, es un m ent iroso. Pirucha bailó el
Rock and Roll y Rosit a bailes españoles, que aunque es rubia lo hace con gracia.
Com im os sándwiches de t res pisos pero un poquit o secos, m erengues
rosados, con gust o a perfum e, de esos chiquit it os, y t ort a y alfaj ores. Las
bebidas eran riquísim as. Pit uco las m ezclaba, las bat ía, las servía com o un
verdadero m ozo de rest aurant e. A m í m e daba t odo el m undo un poquit o de acá,
un poquit o de allá y así llegué a j unt ar y a beber el cont enido de t res copas, por
lo m enos. I ribert o m e pregunt ó:
–Che, pibe, ¿qué edad t enés?
118
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–Nueve años.
–Bebist e algo?
–No. Ni un t rago –le cont est é, porque m e dio vergüenza.
–Ent onces t om á est a copa.
Y m e hizo beber un licor que m e quem ó la gargant a hast a la cam panilla.
Se rió y m e dij o:
–Así serás un hom bre.
Esas cosas no se hacen con un chico, ¿no le parece, señorit a?

La gent e est aba m uy alegre. Mi m adre que habla poco charlaba com o una
señora cualquiera y Joaquina, que es t ím ida, bailó sola cant ando una canción
m ej icana que no sabía de m em oria. Yo, que soy t an huraño, conversé hast a con
el viej it o m alo que siem pre m e m anda al diablo. Era t arde ya cuando baj ó de su
casilla por fin vest ido y peinado Est anislao Rom agán que se disculpó de llevar un
t raj e arrugado. Lo aplaudieron y le dieron de beber. Le hicieron m il at enciones:
le ofrecieron los m ej ores sándwiches, los m ej ores alfaj ores, las m ás ricas
bebidas. Una m uchacha, la m ás bonit a, creo, de la fiest a, arrancó una flor de una
enredadera y se la puso en el oj al. Puedo decir que era el rey de la fiest a y que
se fue alegrando con cada copa que t om aba. Las señoras le m ost raban el reloj
pulsera descom puest o o rot o, que llevaban casi t odas en la m uñeca. El los
exam inaba sonrient e, prom et iendo que los iba a com poner sin cobrar nada. Se
disculpó de nuevo de t ener un t raj e t an arrugado y riendo dij o que era porque no
acost um braba ir a las fiest as. Ent onces Gervasio Palm o, que t iene una t int orería
a la vuelt a de casa, se le acercó y le dij o:
–Vam os a planchárselo ahora m ism o en m i t int orería. ¿A qué sirven las
t int orerías si no es para planchar los t raj es de los am igos?
Todos acogieron la idea con ent usiasm o, hast a el m ism o Est anislao, que es
t an m oderado, grit ó de alegría y dio unos pasit os al com pás de la m úsica de un
aparat o de radio que est aba colocado en el cent ro del pat io. Así iniciaron la
peregrinación a la t int orería. Mi m adre, apenada porque le habían rot o el adorno
m ás bonit o de la casa y ensuciado una carpet a de m acram é, m e ret uvo del
brazo:
–No vayas, querido. Ayudam e a arreglar los desperfect os.
Com o si m e hubiera hablado el gat o ( aunque ust ed no lo crea) , salí
corriendo det rás de Est anislao, de Gervasio y del rest o de la com it iva. Después
de la casilla de los reloj es de Est anislao Rom agán, la casa del barrio que m ás m e
gust a es esa t int orería La Mancha. En su int erior hay horm as de som breros,
planchas enorm es, aparat os de donde sale vapor, frascos gigant escos y una
pecera, en el escaparat e, con peces colorados. El socio de Gervasio Palm o, que
llam am os Nakot o, es un j aponés, y la pecera es de él. Una vez m e regaló una
plant it a que m urió en dos días. ¿A un chico cóm o quiere que le gust e una plant a?
Esas cosas son para los grandes, ¿no le parece, señorit a? Pero Nakot o t iene
ant eoj os, los dient es m uy afilados y los oj os m uy largos; no m e at reví a
decírselo: lo que yo quería que m e regalara era uno de los peces. Cualquiera m e
com prende.
Ya había oscurecido. Cam inam os m edia cuadra cant ando una canción que
desafinábam os o que no exist e. Gervasio Palm o, frent e a la puert a de la
t int orería, buscó las llaves en su bolsillo, t ardó en encont rarlas porque t enía
m uchas. Cuando abrió la puert a, t odos nos agolpam os y ninguno podía ent rar,
Gervasio Palm o im puso t ranquilidad con su voz de t rueno. Nakot o nos apart ó,
encendió las luces de la casa, quit ándose los ant eoj os. Ent ram os en una enorm e
sala que yo no conocía. Frent e a una horm a que parecía la m ont ura de un
caballo m e det uve para m irar el lugar donde iban a planchar el t raj e de
Est anislao.
119
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–¿Me desnudo? –int errogó Est anislao.
–No –respondió Gervasio–, no se m olest e. Se lo plancharem os puest o.
–¿Y la giba? –int errogó Est anislao, t ím idam ent e.
Era la prim era vez que yo oía esa palabra, pero por la conversación m e
ent eré de lo que significaba ( ya ve que progreso en m i vocabulario) .
–Tam bién t e la plancharem os –respondió Gervasio, dándole una palm ada
sobre el hom bro.
Est anislao se acom odó sobre una m esa larga, com o le ordenó Nakot o que
est aba preparando las planchas. Un olor a am oníaco, a diferent es ácidos, m e
hicieron est ornudar: m e t apé la boca, siguiendo sus enseñanzas, señorit a, con
un pañuelo, pero alguien m e dij o " cochino" , lo que m e pareció de m uy m ala
educación. ¡Qué ej em plo para un chico! Nadie se reía, salvo Est anislao. Todos los
hom bres t ropezaban con algo, con los m uebles, con las puert as, con los út iles de
t rabaj o, con ellos m ism os. Traían t rapos húm edos, frascos, planchas. Aquello
parecía, aunque ust ed no lo crea, una operación quirúrgica. Un hom bre cayó al
suelo y m e hizo una zancadilla que por poco m e rom po el alm a. Ent onces, para
m í al m enos, se t erm inó la alegría. Com encé a vom it ar. Ust ed sabe que t engo un
est óm ago m uy sano y que los com pañeros de colegio m e llam aban avest ruz,
porque t ragaba cualquier cosa. No sé lo que m e pasó. Alguien m e sacó de allí a
los t irones y m e llevó a casa.
No volví a ver a Est anislao Rom agán. Mucha gent e vino a buscar los
reloj es y un cam ioncit o de la reloj ería La Parca ret iró los últ im os, ent re los cuales
había uno que parecía una casa de m adera, que era m i preferido. Cuando
pregunt é a m i m adre dónde est aba Est anislao, no quiso cont est arm e com o era
debido. Me dij o, com o si hablara al perro: " Se fue a ot ra part e" , pero t enía los
oj os colorados de haber llorado por la carpet a de m acram é y el adorno y m e hizo
callar cuando hablé de la t int orería.
No sé lo que daría por saber algo de Est anislao. Cuando lo sepa le
escribiré ot ra vez.
La saluda cariñosam ent e, su discípulo preferido.
N. N.

M im oso

Desde hacía cinco días Mim oso agonizaba. Mercedes con una cucharit a le
daba leche, j ugo de frut as y t é. Mercedes llam ó por t eléfono al em balsam ador,
dio la alt ura y el largo del perro y pidió los precios. Em balsam arlo iba a cost ar
casi un m es de sueldo. Cort ó la com unicación y pensó llevarlo inm ediat am ent e
para que no se est ropeara dem asiado. Al m irarse en el espej o vio que sus oj os
est aban m uy hinchados por el llant o y decidió esperar la m uert e de Mim oso.
Junt o a la est ufa de kerosene, colocó un plat it o y volvió a darle leche al perro,
con la cucharit a. Ya no abría la boca y la leche se derram ó por el suelo. A las
ocho llegó el m arido, lloraron j unt os y se consolaron pensando en el
em balsam am ient o. I m aginaron al perro a la ent rada de la habit ación, con sus
oj os de vidrio, cuidando sim bólicam ent e la casa.
A la m añana siguient e Mercedes m et ió al perro adent ro de una bolsa. No
est aba m uert o, t al vez. Hizo un paquet e con arpillera y papel de diario para no
llam ar la at ención en el colect ivo y lo llevó a la t ienda del em balsam ador. En el
escaparat e de la casa vio m uchos páj aros, m onos em balsam ados y víboras. La
hicieron esperar. El hom bre apareció en m angas de cam isa, fum ando un cigarro
t oscano. Tom ó el paquet e, diciendo:
–Me t raj o el perro. ¿Cóm o lo quiere? –Mercedes parecía no com prender–.
El hom bre t raj o un álbum lleno de dibuj os.

120
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–¿Lo quiere sent ado, acost ado o parado? ¿Sobre un soport e de m adera
negra o pint adit o de blanco? ¿Cóm o lo quiere?
Mercedes m iró sin ver nada:
–Sent adit o, con las pat it as cruzadas.
–¿Con las pat it as cruzadas? –repit ió el hom bre, com o si no le gust ara.
–Com o ust ed quiera –dij o Mercedes, ruborizándose.
Hacía calor, un calor sofocant e. Mercedes se quit ó el abrigo.
–Vam os a ver al anim al –dij o el hom bre, abriendo el paquet e. Tom ó a
Mim oso por las pat as t raseras, y cont inuó:
–No est á t an gordit o com o su dueña –y lanzó una carcaj ada. La m iró de
arriba abaj o y ella baj ó los oj os y vio sus pechos baj o el sweat er dem asiado
aj ust ado. –Cuando lo vea list o le va a dar ganas de com erlo.
Bruscam ent e, Mercedes se cubrió con el abrigo. Ret orció ent re sus m anos
sus guant es negros de cabrit illa y dij o, t rat ando de cont ener sus deseos de
abofet ear o de quit ar el perro al hom bre:
–Quiero que t enga un soport e de m adera com o aquél –le enseñó el que
sost enía una palom a m ensaj era.
–Veo que la señora t iene buen gust o –m usit ó el hom bre–. ¿Y los oj os de
qué los quiere? De vidrio result ará un poco m ás caro.
–Los quiero de vidrio –respondió Mercedes, m ordiendo los guant es.
–¿Verdes, azules o am arillos?
–Am arillos –dij o Mercedes, im pet uosam ent e–. Tenía los oj os am arillos
com o las m ariposas.
–¿Y ust ed les vio los oj os a las m ariposas?
–Com o las alas –prot est ó Mercedes–, com o las alas de las m ariposas.
–¡Ya m e parecía! Tiene que pagar adelant ado –dij o el hom bre.
–Ya lo sé –respondió Mercedes–, m e lo dij o por t eléfono –abrió su cart era
y sacó los billet es; los cont ó y los dej ó sobre la m esa. El hom bre le dio el recibo.
–¿Cuándo est ará list o para venir a buscarlo? –pregunt ó, guardando el
recibo en su cart era.
–No hace falt a. Se lo llevaré yo el veint e del m es que viene.
–Vendré a buscarlo con m i m arido –respondió Mercedes y salió
precipit adam ent e de la casa.
Las am igas de Mercedes supieron que el perro había m uert o y quisieron
saber qué habían hecho con el cadáver. Mercedes dij o que lo habían hecho
em balsam ar y nadie le creyó. Muchas personas rieron. Ella resolvió que era
m ej or decir que lo había t irado por ahí. Con su t ej ido en la m ano esperaba com o
Penélope, t ej iendo, la llegada del perro em balsam ado. Pero el perro no llegaba.
Mercedes t odavía lloraba y se secaba las lágrim as con el pañuelo floreado.
El día convenido Mercedes recibió un llam ado t elefónico: el perro ya
est aba em balsam ado, sólo falt aba ir a buscarlo. El hom bre no podía ir t an lej os.
Mercedes y su m arido fueron a buscar al perro en un t axím et ro.
–Lo que nos ha hecho gast ar est e perro –dij o el m arido de Mercedes, en el
t axím et ro, m irando los núm eros que subían.
–Un hij o no hubiera cost ado m ás –dij o Mercedes, sacando su pañuelo del
bolsillo y enj ugándose las lágrim as.
–Bueno, bast a; ya llorast e bast ant e.
En la casa del em balsam ador t uvieron que esperar. Mercedes no hablaba,
pero su m arido la m iraba at ent am ent e.
–¿La gent e no dirá que est ás loca? –inquirió su m arido con una sonrisa.
–Peor para ellos –respondió Mercedes apasionadam ent e–. No t ienen
corazón, y la vida es m uy t rist e para los que no t ienen corazón. Nadie los quiere.
–Muj er, t ienes razón.

121
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
El em balsam ador t raj o casi dem asiado pront o al perro. Sobre un pie de
m adera barnizada de oscuro, sem isent ado, con los oj os de vidrio y el hocico
barnizado est aba Mim oso. Nunca había parecido de m ej or salud; est aba gordo,
bien peinado y lust roso, lo único que le falt aba era hablar. Mercedes lo acarició
con sus m anos t rém ulas; lágrim as salt aron de sus oj os y cayeron sobre la
cabeza del perro.
–No m e lo m oj e –dij o el em balsam ador–. Y lávese la m ano.
–Sólo le falt a hablar –dij o el m arido de Mercedes–. ¿Cóm o hace est as
m aravillas?
–Con venenos, señor. Todo el t rabaj o lo hago con venenos, con guant es y
ant eoj os, de ot ro m odo, m e int oxicaría. Es un sist em a personal. ¿No hay niños
en su casa?
–No.
–¿Será peligroso para nosot ros? –pregunt ó Mercedes.
–Únicam ent e si lo com en –respondió el hom bre.
–Tenem os que envolverlo –dij o Mercedes, después de secar sus lágrim as.
El em balsam ador envolvió el anim al em balsam ado en papeles de diario y
ent regó el paquet e al m arido de Mercedes. Salieron con alegría. En el cam ino
hablaron del lugar donde colocarían a Mim oso. Eligieron el vest íbulo de la casa,
j unt o a la m esit a del t eléfono en donde Mim oso los esperaba cuando ellos salían.
Después de exam inar el t rabaj o del em balsam ador, una vez en la casa,
colocaron al perro en el lugar elegido. Mercedes se sent ó frent e a él para
m irarlo: ese perro m uert o la acom pañaría com o la había acom pañado el m ism o
perro vivo, la defendería de los ladrones y de la soledad. Le acarició la cabeza
con la punt a de los dedos y cuando creyó que el m arido no la m iraba, le dio un
beso furt ivo.
–¿Qué dirán t us am igas, cuando vean est o? –inquirió el m arido–. Qué dirá
el t enedor de libros de la Casa Merluchi.
–Cuando vengan a cenar lo guardaré en el arm ario o diré que fue un
regalo de la señora del segundo piso.
–Tendrás que decírselo a la señora.
–Se lo diré –dij o Mercedes.
Aquella noche bebieron un vino especial y se acost aron m ás t arde que de
cost um bre.
La señora del segundo piso sonrió ant e el pedido de Mercedes.
Com prendió la perversidad del m undo ant e el cual una m uj er no puede m andar
em balsam ar a su perro sin que la crean loca.
Mercedes era m ás feliz con el perro em balsam ado que con el perro vivo;
no le daba de com er, no t enía que sacarlo para que orinara, ni t enía que bañarlo,
no le ensuciaba la casa ni le m ordía el felpudo. Pero la felicidad no es duradera.
Baj o la form a de un anónim o llegó la m aledicencia a esa casa. Un dibuj o obsceno
ilust raba las palabras. El m arido de Mercedes t em bló de indignación: el fuego
ardía en la cocina m enos que en su corazón. Tom ó al perro sobre sus rodillas, lo
quebró en varias part es com o si fuese una ram a seca y lo arroj ó al horno que
est aba abiert o.
–Que sea o que no sea verdad no im port a, lo que im port a es que lo digan.
–No m e im pedirás que sueñe con él –grit ó Mercedes y se acost ó en la
cam a vest ida–. Sé quién es el hom bre perverso que hace anónim os. Es ese
t enedor de porquería. No volverá a ent rar en est a casa.
–Tendrás que recibirlo. Est a noche viene a cenar.
–¿Est a noche? –dij o Mercedes. Salt ó de la cam a y corrió a la cocina a
preparar la cena, con una sonrisa en los labios. Puso j unt o al perro el asado de
t ira, en el horno.
Preparó la com ida m ás t em prano que de cost um bre.
122
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–Hay asado con cuero –anunció Mercedes.
Ant es de saludar, j unt o a la puert a, el invit ado se rest regó las m anos, al
t om ar el olor que venía del horno. Después, m ient ras se servía, dij o:
–Est os anim ales parecen em balsam ados –m iró con adm iración los oj os del
perro.
–En China –dij o Mercedes–, m e han dicho que la gent e com e perros, ¿será
ciert o o será un cuent o chino?
–Yo no sé. Pero en t odo caso, yo por nada del m undo los com ería.
–No hay que decir " de est e perro no com eré" –respondió Mercedes, con
una sonrisa encant adora.
–De est a agua no beberé –corrigió el m arido.
El invit ado se asom bró de que Mercedes hablara con t ant o desparpaj o de
los perros.
–Tendrem os que llam ar al peluquero –dij o el invit ado, viendo la carne con
cuero donde asom aban algunos pelos y, riendo a carcaj adas, con una risa
cont agiosa, pregunt ó–: ¿La carne con cuero se com e con salsa?
–Es una novedad –cont est ó Mercedes.
El invit ado se sirvió de la fuent e, chupó un pedazo de cuero unt ado con
salsa, lo m ascó y cayó m uert o.
–Mim oso t odavía m e defiende –dij o Mercedes, recogiendo los plat os y
secando sus lágrim as, pues lloraba cuando reía.

El cu a de r n o

Era un día pat rio. Su m arido había ido a ver el desfile. Las calles est aban
em banderadas y en t odas las casas se oían m úsicas m arciales. Era t am bién un
día sin horas. Para no perder el espect áculo habían alm orzado a las once y
m edia. El cielo est aba t orm ent oso.
–Pobres soldados, t ener que m archar con est e día –repet ía Erm elina de
Ríos encendiendo la luz.
Por m ás que levant ara las cort init as de la vent ana, el cuart o quedaba en
t inieblas. Afuera caía una lluvia finísim a.
Los días de fiest a, siem pre Erm elina cosía frent e a la vent ana. Rem endaba
las cam isas, zurcía las m edias. Est a vez, Erm elina cosía un vest ido, para cuando
est uviese m ás delgada. El cuart o est aba en desorden, había ret azos de género
en el suelo, alfileres, papeles recort ados. La puert a que com unicaba con la pieza
vecina est aba abiert a. Erm elina alzó los oj os y m iró la cam a de m at rim onio que
era de bronce dorado; un ram o de flores en el cent ro de la cabecera ent relazaba
los barrot es con una cint a. Esa cam a era el t est im onio de su felicidad. Se la
m ost raba siem pre a sus am igas y a las am igas de sus vecinas. Era el regalo de
bodas que le había hecho Paula Hódl, la dueña de la casa de som breros donde
ella t rabaj aba. Hacía quince años que t rabaj aba en esa casa, y era sin duda la
m ej or ofíciala. Las alas de los som breros baj o sus m anos se plegaban
m ágicam ent e; las cint as, las plum as, los m oños y las flores eran dóciles a sus
dedos, que form aban, con idént ica facilidad, el som brero de fielt ro, el panam á de
papel, el verdadero panam á o el som brero de paj a de I t alia. Paula Hodl la
adoraba. Cuando algún adm irador m andaba flores para Paula, ést a,
infaliblem ent e, le daba dos o t res de las m ás lindas. Pero Paula no la quería a
ella, sino a su habilidad, no la quería a ella, sino a los som breros que salían de
sus m anos com o páj aros recién nacidos. Desde que se había casado, Paula le
hablaba de m al m odo, los som breros est aban m al planchados, las client as se
quej aban. Paula m ovía una m ano am enazadora.
–Ya t e dij e, Erm elina, ya t e dij e que no t e casaras. Ahora est ás t rist e. Has
perdido hast a la habilidad que t enías para adornar som breros –y sacudiendo un
123
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
som brero adornado con cint as, añadía con una pequeñísim a risa, que parecía
una carraspera–: ¿Qué significa est e m oño? ¿Qué significa est a cost ura?
Erm elina sabía que el som brero era un cachivache, pero quedaba en
silencio ( era su m anera de cont est ar) . No est aba t rist e. Hast a ent onces había
t rat ado los som breros com o a recién nacidos, frágiles e im port ant es. Ahora le
inspiraban un gran cansancio, que se t raducía en m oños m al hechos y pegados
con grandes punt adas, que m art irizaban la frescura de las cint as.
–Cuando sient a los prim eros dolores venga en seguida a la Mat ernidad –le
había dicho el m édico–. Me parece que le falt an pocos días.
Erm elina sent ía su hij o m overse dent ro de ella. Sent ía que se encogía, que
se est iraba caprichosam ent e, com o en una cuna recién est renada. Creía ver la
form a de los pies desnudos y de las m anos de m uñeca.
No est aba sola en ese cuart o frío.
Alguien golpeaba la puert a, alguien venía siem pre a int errum pir las largas
conversaciones que t enía con su hij o que era a veces un m uchacho de veint e
años con un t raj e gris rayado, a veces de doce años y ot ras veces un recién
nacido. Veía al hom bre, al niño, al bebé; no el rost ro. Erm elina dej ó la cost ura,
hizo pasar a la vecina que llegaba con sus dos hij os. Le pidió que se sent ara en
la m ecedora que era su preferida, m ient ras ella volvió a la pequeña silla de
cost ura. Los chicos se arrast raban por el suelo. Eran chiquit os y m orenos, con las
m ej illas paspadas.
–Cum plo con m i prom esa; aquí le t raigo los cuadernos de m is hij os.
Pobrecit os, es el prim er año que van al colegio –dij o la vecina, abriendo los
cuadernos y dándoselos a Erm elina.
Ent re cada página de palot es había figurit as pegadas, ram os de rosas y
nom eolvides, m anos ent relazadas, palom as, niños, anim ales, banderas. Erm elina
hoj eaba el cuaderno.
–Qué bien. Qué est udiosos son sus hij os, señora –repet ía dando vuelt a las
páginas, hast a que se det uvo frent e a una, donde había la cara de un chico m uy
rosado, pegada ent re un ram o de lilas–. Así quisiera que fuese. Así quisiera que
fuese m i hij o –repet ía Erm elina indicando con la m ano la im agen brillant e–. Me
ha dicho m i t ía que en los m eses de preñez, si se m ira m ucho un rost ro o una
im agen, el hij o sale idént ico a ese rost ro o a esa im agen.
–Dicen t ant as cosas –suspiró la vecina, y agregó–: No es porque sean
m íos, pero m is hij os son bien lindos y durant e los nueve m eses del em barazo se
puede decir que no he vist o a nadie, ni m irado a nadie, ni siquiera en revist as, ni
siquiera en figuras. En aquella est ancia en La Pam pa no t eníam os radio. No
t eníam os ot ra m úsica que la m úsica de los eucalipt os. Yo est aba recluida en las
habit aciones t odo el sant o día, haciendo solit arios. ¡Qué vacaciones fueron
aquellas! No m e las olvidaré nunca –y diciendo est o t om ó el cuaderno que
Erm elina le t endía, para m ost rarle el rost ro del niño rosado.
De repent e Erm elina vio que el m enor de los hij os de la vecina se parecía
ext rañam ent e a la sot a de espadas; era una suert e de hom brecit o pequeño
aplast ado cont ra el suelo, vest ido de verde y roj o. El ot ro parecía un rey m uy
cabezón con una copa en la m ano, donde bebía una cant idad incalculable de
agua. Habían sem brado el suelo con los út iles de colegio, y j ugaban a la guerra
con unos sacapunt as en form a de cañoncit os.
La vecina, m irando la figura, com ent ó:
–Tiene la nariz dem asiado respingada, y adem ás t iene m ot a, com o un
negro.
Erm elina sacudió la cabeza:
–Es un niño precioso –alzó los oj os t riunfant es–. Así quiero que sea m i
hij o.

124
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Hast a ent onces no sabía cóm o t enía que ser su hij o, rubio o m oreno, de
oj os azules, verdes o negros. ¿Parecido a quién? No lo sabía, y ahora había
encont rado la im agen.
–¿Me prest a est e cuaderno, señora? Solam ent e hast a est a noche.
La vecina consint ió, y se despidió de Erm elina, dej ándole un beso
pegaj oso en cada m ej illa. Los dos niños salieron del cuart o arrast rando los pies.
Erm elina volvió a sent arse con el cuaderno ent re las m anos; est udió la
im agen m inuciosam ent e, luego la dej ó sobre la m esa y t om ó la cost ura. Pero no
había cosido cuat ro punt adas, cuando em pezó a sent ir un dolor y después ot ro,
com o relám pagos espaciados, pero punt uales. Se levant ó de la silla.
Seguram ent e era el niño que est aba por nacer; lo sent ía en su vient re, com o en
un cuart o oscuro, golpeando cont ra la puert a, con insist encia. Se puso un abrigo
y at ó un pañuelo alrededor del cuello. Tom ó un lápiz y un papel donde escribió
en let ras t em blorosas: El niño est á por nacer, m e voy a la Mat ernidad, la sopa
est á list a, no hay m ás que calent arla para la hora de la com ida, la figura que
est á en la hoj a abiert a de est e cuaderno es igual a nuest ro hij o, en cuant o la
m ires llévale el cuaderno a la señora Lucía que m e lo ha prest ado. Prendió el
papelit o con un alfiler sobre la colcha de la cam a, puso al lado el cuaderno
abiert o, apagó la luz y salió del cuart o.
At ravesó los corredores oscuros, lent am ent e. Baj ó las escaleras
em pinadas, con m iedo de caerse; se aferraba a la baranda. En la esquina esperó
el óm nibus. Llevaba apret ada en su m ano la recom endación para el m édico. El
t rayect o era largo. Parecía que el conduct or del óm nibus no t enía apuro com o
ot ras veces; parecía esperar a una novia, en t odas las esquinas; m iraba de
izquierda a derecha y hablaba solo. Erm elina pensó que iba a t ener el hij o allí
m ism o, t an fuert e seguían los golpes y con t ant a im paciencia. El t ránsit o est aba
int errum pido; los dolores se sucedían com o cuent as de un rosario int erm inable.
Por fin se det uvo el óm nibus. Para llegar a la Mat ernidad, no había que cam inar
m ás que unos cuant os m et ros. Erm elina se baj ó t rabaj osam ent e; cam inaba con
rapidez y, por el esfuerzo que hacía para no separar dem asiado las piernas, con
una ext raña cadencia de baile. Subió los escalones larguísim os y blancos de la
Mat ernidad; había una luz const ant e, de am anecer. Las enferm eras la rodearon,
la llevaron de sala en sala, luego la est iraron sobre una cam a. Vio m uchas
est rellas roj as y azules, adornando gigant escos som breros; rom pió con los
dient es cint as de seda, que eran ásperas sábanas de algodón, que le hicieron
sangrar las encías. La negrura del cuart o se llenaba de filam ent os deslum brant es
y de grit os. Y después perdió la conciencia. Nadaba en un lago sin agua y sin
orillas, hast a que llegó a la ausencia del dolor, que fue una gran desnudez pura y
diáfana. Se había sent ido com o una casa m uy grande y m uy cerrada, que
hubieran de pront o abiert o, para un solo niño que quería ver el m undo.
Despert ó en la cam it a blanca, repet ida com o en un cuart o de espej os, un
cuart o larguísim o, replet o de cam it as blancas, alineadas. La enferm era se inclinó
sobre la cam a:
–Señora, m ire lo que le t raigo.
Ent re envolt orios de llant os y pañales Erm elina reconoció la cara rosada
pegada cont ra las lilas del cuaderno. La cara era quizá dem asiado colorada, pero
ella pensó que t enía el m ism o color chillón que t ienen los j uguet es nuevos, para
que no se decoloren de m ano en m ano.

La sibila

Las herram ient as de t rabaj o est án en la sala del com isario: un reloj
pulsera de oro, los guant es, un alam bre, una caj a de m adera con llaves, la
lint erna, las t enazas, el dest ornillador y una valij it a ( para parecer m ás serio llevo
125
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
siem pre una valij it a) . ¿Arm as? Nunca las quise. ¿Para qué m e sirven las m anos?,
digo yo. Son garras de fierro; si no est rangulan, dan puñet azos com o Dios
m anda.
Solía desanim arm e últ im am ent e. Hay m ucha com pet encia y pobreza.
¡Quién no lo sabe! La vida de un carnicero es m enos sacrificada que la nuest ra.
De noche, no t enía a veces ganas de salir, y rondar por las m anzanas para
conocer un barrio det erm inado de Buenos Aires, o una casa; era francam ent e
aburrido. Del Barrio Nort e m e gust a Palerm o porque t iene fuent es y lagos, donde
uno bebe y se lava las uñas de algunos dedos; del barrio Sur, Const it ución, sin
duda porque allí conocí a m is com pañeros en la escalera m ecánica subiendo y
baj ando, baj ando y subiendo, ent regados a nuest ras ocupaciones. Me sent aba en
las plazas, com iendo naranj as o pan, salam e cuando t enía suert e, o queso
fresco. A veces, los t ranseúnt es m e m iraban com o si vieran algo raro en m í. No
llevo barba larga hast a el om bligo, ni llevo los dedos de los pies al aire, ni t engo
lunares grandes ent re las cej as, ni dient es de oro. Los ot ros días le pregunt é a
uno " ,Tengo m onos en la cara?" , olvidando m i responsabilidad, m i edad, m i
sit uación. Tal vez m i pant alón de paño azul sea llam at ivo, porque lleva, en lugar
de bot ones en la braguet a, cierre relám pago: t odo lo que uno hace por no llam ar
la at ención, llam a la at ención. ¡Qué le vam os a hacer! Si m e deslizo com o un
gusano, t odo el m undo se fij a en cóm o cam ino. Si m e vist o com o un puerco, del
color de los árboles o de las paredes o de la t ierra, t odo el m undo se fij a en m i
vest im ent a. Si t rat o de no elevar la voz ¡Dios m e libre! , t odo el m undo est ira la
orej a para oírm e. Com er helados m e result a im posible. Las chicas m e m iran y se
codean. A veces ser sim pát ico a las m uj eres, no es agradable; t engo que oír
m acanas t odo el día. Felizm ent e que de una orej a no oigo nada. Quedé sordo a
los dieciséis años. Me perforaron el t ím pano con una ast illa. Vivíam os con m is
padres en Punt a Chica, en una casa sobre pilot es. Mi padre, que es
m alhum orado, y m is herm anos, que son cascarrabias, una noche que en brom a
les puse bagres en las cam as, se envalent onaron, m e acost aron en el piso, y
m ient ras unos m e suj et aban, ot ro m e clavó la ast illa adent ro de la orej a.
Después, nat uralm ent e, para que yo no hablara, m e m et ieron en una bolsa que
t iraron al río. Los vecinos m e salvaron. Me pareció raro. Luego supe que lo
hicieron para hacerm e hablar. ¡Hay de curiosos! Todo el m undo m e odia, salvo
las m uj eres; sin em bargo, la señorit a Róm ula, que vive en el alm acén, porque un
día m at é un gat o de un cascot azo en la puert a de su cuart o, m e int erpeló.
–Mal educado –m e dij o–, ¿no puede hacer esas cosas en ot ra part e?
¿Qué podían m olest arle unas got as de sangre en el piso? Se lim pian en
dos segundos. Nunca m e perdonó. Es una haragana, eso es lo que es. Cuando
m e em plearon en la farm acia Firpo, ya la gent e com enzó a m irarm e com o a un
t ipo que llam a la at ención. " Cachacient o" m e llam aban cuando corría, " Tren
expreso" cuando m e dem oraba, " Roñit is" cuando m e había bañado, " Palm olive"
cuando no m e bañaba. Pero lo que m ás m e indignó fue cuando m e llam aron
" Pizza" , inj ust am ent e, porque m e vieron com iendo, m ient ras repart ía las
m ercaderías, un t rozo de t ort a pascualina que m e regaló Susana Plom bis, para
llevar en el bolsillo, cuando t uviera ham bre, sobre m i biciclet a.
Fue en aquella época cuando conocí los int eriores de m uchas casas.
Ninguna m e im presionó com o la de Aníbal Celino; sería porque ent ré por la
puert a principal. En las ot ras casas m e t ocaba ent rar por la cocina. Guardo
algunas cucharit as, algunos salerit os de plat a, que sust raj e de los caj ones
m ient ras las sirvient as buscaban dinero para pagar la cuent a, y que no m e
sirvieron para nada. La casa de Aníbal Celino era un palacio, ni m ás ni m enos. La
prim era vez que m e m andaron allí con un paquet e de la farm acia Firpo, la puert a
de servicio m e pareció la principal y corrí en busca de la ot ra, creyendo que era
la de servicio, porque est aba sucia. Conozco bien las casas de hoy. Casa m uy
126
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
luj osa, casa sucia. La puert a est aba cerrada y se abrió cuando m oví el llam ador,
que era un león de bronce m ast icando un aro, t am bién de bronce. Ent ré en la
casa y no vi a nadie. Volví a salir y vi en el j ardín las pelucas despeinadas de las
palm eras. ¡Qué árboles! Ni a un perro le gust arían. Volví a ent rar: no había
nadie. La puert a se abrió sola. En seguida t ropecé con la escalera de m árm ol que
t enía una balaust rada lust rosa, com o el león de la puert a. Di unos pasos y ent ré
en una sala enorm e, llena de vit rinas; aquello era una t ienda o una iglesia. Por
t odas part es se veían est at uas, bom boneras, m iniat uras, collares, abanicos,
relicarios, m uñequit os. Ya adent ro de m i m ano, porque soy dist raído, vi una
bom bonera de oro con t urquesas; la guardé en m i bolsillo; después guardé una
est at uit a que brillaba, sobre una m esa, en el ot ro bolsillo ( m is bolsillos t ienen
doble fondo, por si acaso. Rosaura Pansi se ocupa de forrarlos. Le hago m uchos
regalos y la pobrecit a es agradecida hast a decir bast a) . Cuando salí del salón oí
un ruidit o com o de laucha, en la escalera. Se m e det uvo el corazón, porque vi a
una niña de poquísim os años, sent ada sobre el últ im o escalón, m irándom e con
cara de git ana. Me dio risa.
–Aquí t raigo un paquet e de la farm acia Firpo –le dij e.
–¡Qué lást im a! –m e cont est ó–. Ent onces ust ed no es el Señor.
–¿Que yo no soy ningún señor? ¿Qué soy, ent onces? Traigo un frasco de
alcohol, m agnesia y polvos de arroz –dij e, leyendo la bolet a.
–Est a no es la puert a de servicio. Salga –dij o, arrancándom e de las m anos
la bolet a y m irándola–. Vaya hast a la esquina. Allí lo at enderán.
Me hubiera gust ado est rangular a esa nena; era blanca y suave com o un
ángel de porcelana que una vez vi en el escaparat e de una sant ería.
–¿No son t odas las puert as iguales? –Todas –respondió–, salvo la del cielo.
–¿Y ent onces, por qué no recibe el paquet e y lo paga?
–Porque no t engo plat a para pagar cuent as. Tengo plat a para regalar o
perder.
–¿Regalar a quién?
–Regalar a cualquiera que no sea de m i fam ilia ni de m is am ist ades.
–¿Perder cóm o?
–¿Perder? De m il m aneras.
Del bolsillo de su delant al sacó un m onedero con plat a, puso las m onedas
en fila sobre el escalón.
–Las m onedas se pierden j ugando para t irar a la suert e –m e dij o–, en las
fuent es o en cualquier part e, la cuest ión es que se pierden. ¿Para qué sirven?
Me pareció un poco m enos repelent e y le dij e:
–Adiós, Micifus.
–Me llam o Aurora —cont est ó con voz aut orit aria.
–¿Qué culpa t engo yo si t iene oj os de gat o? ¿Se enoj a?
No m e cont est ó y subió salt ando la escalera.
Durant e m ucho t iem po no volví a ver a Aurora, por m ás que fuera de vez
en cuando a la casa, a llevar m ercaderías.
Cuando m e despidieron de la farm acia Firpo, conocí a Cuchillit o y a Torno.
Nos ent endíam os, no puedo decir com o herm anos, dada la t rifulca que t uve con
los m íos; nos ent endíam os com o am igos inseparables, eso quiere decir que a
veces no nos m irábam os la cara delant e de la gent e sin reírnos com o locos. La
verdad es que t odo era una diversión. No t ardé en hablarles de la casa de Aníbal
Celino y de Aurora, al pasar por la calle Canning. Les enum eré los obj et os que yo
había vist o allí. ¡Fue un verdadero invent ario! porque ninguna de las riquezas del
palacio habían pasado inadvert idas para m í. Cuchillit o m e m iró sin ánim o:
–¡Cuánt o cachivache! ¿Y para qué los querem os? –dij o.
Pero a Torno, que es m ás ent endido, se le ilum inaron los oj os y susurró,
con esa voz que sonaba com o un silbido en la noche:
127
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–A cualquier hora, ent rarem os est a sem ana.
Com im os cada uno ocho helados y ent ram os en el Jardín Zoológico, a
m irar los m onos. El sol pelaba. Nos det uvim os a oír la m usiquit a de la calesit a,
porque a Torno le gust a cualquier m usiquit a. No es ext raño: el padre t ocaba el
bandoneón. Planeaba, com o pensando en ot ra cosa, el asalt o.
Durant e varios días, com o era nuest ra cost um bre, anduvim os vagando por
el barrio, donde queda la casa. Un día ent ero est uve sent ado sobre los rest os del
paredón rot o de un baldío viendo el m ovim ient o de la gent e que salía y ent raba.
No había vigilant e en la esquina, por suert e. El único peligro, t al vez, era el
silencio de esa m anzana. El calor m e obligó a quit arm e la cam isa: nadie m e dij o
nada, porque sudar vuelve dist raída a la gent e.
Por fin llegó la noche esperada. Yo t enía que ent rar prim ero en la casa,
porque la conocía y porque soy m enos nervioso. Cuchillit o y Torno quedarían
afuera, escondidos det rás de las plant as, con una bolsa vacía, donde pondríam os
los obj et os adquiridos. Yo t enía que avisarles, con un chist ido de lechuza, si
convenía que ellos ent raran. Com im os aquella noche a las m il m aravillas, con
vino t int o, y grapa al final. Nos cost ó cara la fiest a.
Después de algunas discusiones sobre la hora convenient e para ent rar en
la casa de Aníbal Celino, consult ando el reloj cada cuart o de hora, nos
encam inam os hacia la calle Canning y nos det uvim os frent e al j ardín de nuest ra
casa, com o si nos hubiésem os perdido. Bruscam ent e Cuchillit o y Torno salt aron
la verj a del j ardín y se escondieron ent re unas plant as. Yo m e guarecí en la
oscuridad de la ent rada, con la ganzúa ya en la m ano. La cara brillant e del león
que m ascaba el aro m e dist raj o un inst ant e de m i t area; se abrió de im proviso la
puert a. Ret rocedí de un salt o y m e escondí ent re las plant as, pero la puert a
perm aneció abiert a. Durant e un t iem po larguísim o un reloj dio las horas con
variadísim as cam panadas, luego el cuart o y luego la m edia hora. Esperé,
arañándom e el t obillo, con una m aldit a ram a, que algo sucediera. Nada sucedió;
silencio t ras silencio, carcom iéndom e los oj os de sueño, horm igas subiéndom e
por las piernas hast a el om bligo. Esperé ot ro cuart o de hora y m e acerqué a la
puert a que perm anecía abiert a. Ent ré en la casa y encendí la lint erna. Hice girar
el redondel de luz a m i alrededor y lo det uve sobre la escalera: en uno de los
escalones est aba sent ada Aurora. Creo que fue la prim era vez en m i vida que m e
asust é: parecía una verdadera enana, porque llevaba puest o un cam isón largo y
el pelo recogido en la punt a de la cabeza. Com o si m e hubiera esperado, se m e
acercó y m e dij o al oído:
–Ust ed es el Señor. Hace m ucho que lo espero.
Em pecé a t em blar y le pregunt é en secret o:
–¿A quién espera?
Ent onces, com o si no escuchara lo que yo le est aba diciendo, m e dij o
agit ando una de sus pat as que parecía de gat o que se lim pia la cara:
–Clot ilde I frán m e espera.
–¿Quién es Clot ilde I frán? ¿Dónde est á?
–Est á en el cielo. Es una adivina que m e leyó las m anos. Cuando m urió
est aba acost ada en una cam a preciosa, en su t ienda. Era corset era. Hacía faj as y
corpiños para señoras y t enía los caj ones de su cuart o llenos de cint as celest es y
rosadas, elást icos y broches, bot ones y encaj es por t odas part es. Cuando yo iba
a su casa con m am á y la esperaba, m e dej aba j ugar con t odo y a veces, cuando
yo no iba al colegio, y m am á iba al t eat ro o Dios sabe dónde, m e dej aba en la
casa de Clot ilde I frán, para que ella m e cuidara. Y ent onces sí que m e divert ía.
No sólo m e daba bom bones y m e dej aba j ugar con las aguj as, con las t ij eras y
con las cint as, sino que m e leía las m anos y m e t iraba las cart as. Un día, que
est aba echada sobre la cam a, pálida com o un sust o, m e dij o: " El Señor vendrá a
buscarm e, t am bién vendrá por t i: y ent onces nos encont rarem os en el cielo" . " ¿Y
128
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
nos divert irem os com o nos divert im os acá?" , le pregunt é. " Mucho m ás, m e
respondió; porque el Señor es m uy bueno." " ¿Y cuándo vendrá a buscarm e?" " No
sé ni cuándo ni cóm o, pero luego echaré las cart as para saberlo" , m e respondió.
Al día siguient e unos enorm es caballos negros la llevaron a la Chacarit a en un
coche lleno de adornos negros, con flores y no la vi m ás, ni en sueños. Ust ed es
el Señor del que ella siem pre m e hablaba, para el cual no había puert as. Ust ed
quiso probar m i lealt ad, ¿no es ciert o?, cuando t raj o aquel paquet e de la
farm acia Firpo. Ust ed es el Señor, porque t iene barba crecida.
–He de ser, si ust ed lo dice.
–Un Señor, al cual t enem os que dar t odo lo que t enem os.
–Llevarem os cosas brillant es y bonit as, ¿no es ciert o?
–Pondrem os t odo adent ro de una canast it a de picnic. Espérem e.
Aurora volvió con una canast it a. Ent ram os en la sala. Aurora se subió a
una silla y de arriba de un m ueble buscó una llavecit a. Abrió la vit rina y fue
sacando obj et os que iba m ost rándom e. Cuando la canast it a est uvo llena, cerró la
vit rina con llave.
–Ya est á –dij o Aurora.
En ese m om ent o Aurora elevó la voz. Con t em or dij e:
–Tenga cuidado. No haga ruido.
–Mam á t om a píldoras para dorm ir y a papá no lo despiert a ni un t rueno.
¿Quiere que le eche las cart as? Haré con ust ed lo que Clot ilde I frán hizo
conm igo. ¿Quiere?
De un salt o baj ó la escalera y m e t raj o un m azo de naipes; se sent ó en
uno de los escalones.
–Así echaba las cart as Clot ilde I frán.
Aurora m ezcló las cart as, las colocó en fila, una por una, sobre t res de los
escalones. El vaivén de sus m anos em pezó a m arearm e. ( Tem í dorm ir: es el
peligro de m i t ranquilidad.) Le propuse que fuéram os a la sala, pensando en los
obj et os que yo t enía que recolect ar, pero no m e escuchó; con su voz aut orit aria,
em pezó a enseñarm e el significado de las cart as.
–Est e rey de espadas, con la cara m uy seria, es un enem igo suyo. Lo est á
esperando afuera; van a m at arlo. Est e caballo de espadas, t am bién lo est á
esperando. ¿Ust ed no oye los ruidos que vienen de la calle? ¿No oye los pasos,
que van acercándose? Es difícil esconderse en la noche. Porque en la noche
t odos los ruidos se oyen y la luz de la luna es com o la luz de la conciencia. Y las
plant as. ¿Ust ed cree que las plant as pueden ayudarlo a uno? Son nuest ras
enem igas, a veces, cuando llega la policía, con las arm as desenvainadas. Por eso
Clot ilde I frán quería llevarm e con ella. Hay m uchos peligros.
Quería irm e, pero un sopor com o el que sient o después de haber com ido,
m e det uvo. ¿Qué pensaría Torno, el j efe? Com o un borracho m e acerqué a la
puert a y la ent reabrí. Alguien hizo fuego; caí al suelo com o un m uert o y no supe
m ás nada.

El sót a n o

Est e sót ano que en invierno es excesivam ent e frío, en verano es un Edén.
En la puert a cancel, arriba, algunas personas se asom an a t om ar fresco durant e
los días m ás cruent os de enero y ensucian el piso. Ninguna vent ana dej a pasar la
luz ni el horrible calor del día. Tengo un espej o grande y un sofá o cam a t urca
que m e regaló un client e m illonario y cuat ro colchas que fui adquiriendo poco a
poco, de ot ros sinvergüenzas. En baldes, que m e prest a el port ero de la casa
vecina, t raigo por las m añanas agua para lavarm e la cara y las m anos. Soy
aseada. Tengo una percha, para colgar m is vest idos det rás de un cort inaj e, y
una repisa para el candelero. No hay luz eléct rica ni agua. Mi m esa de luz es una
129
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
silla, y m i silla un alm ohadón de t erciopelo. Uno de m is client es, el m ás
j ovencit o, m e t raj o de la casa de su abuela ret azos de cort inas ant iguas, con las
que adorno las paredes, con figurit as que recort o de las revist as. La señora de
arriba, m e da el alm uerzo; con lo que guardo en m is bolsillos y algunos
caram elos, m e desayuno. Tener que convivir con rat ones, m e pareció en el
prim er m om ent o el único defect o de est e sót ano, donde no pago alquiler. Ahora
adviert o que est os anim ales no son t an t erribles: son discret os. En resum idas
cuent as son preferibles a las m oscas, que abundan t ant o en las casas m ás
luj osas de Buenos Aires, donde m e regalaban rest os de com ida, cuando yo t enía
once años. Mient ras est án los client es, no aparecen: reconocen la diferencia que
hay ent re un silencio y ot ro; surgen en cuant o m e quedo sola, en m edio de
cualquier bullicio; pasan corriendo, se det ienen un inst ant e y m e m iran de reoj o,
com o si adivinaran lo que pienso de ellos. A veces com en un t rozo de queso o de
pan, que quedó en el suelo. No m e t ienen m iedo, ni yo a ellos. Lo m alo es que
no puedo alm acenar provisiones, porque las com en ant es de que yo las pruebe.
Hay personas m alint encionadas que se alegran de est a circunst ancia y que m e
llam an Ferm ina, la de los rat ones. Yo no quiero darles el gust o y no les pediré
prest adas las t ram pas para ext erm inarlos. Vivo con ellos. Los reconozco y los
baut icé con nom bres de act ores de cinem at ógrafo. Uno, el m ás viej o, se llam a
Carlit os Chaplin, ot ro Gregory Peck, ot ro Marlon Brando, ot ro Duilio Marzio; ot ro
que es j uguet ón, Daniel Gellin, ot ro Yul Brinner, y una hem brit a, Gina
Lollobrigida, y ot ra Sofía Loren. Es ext raño cóm o est os anim alit os se han
apoderado del sót ano donde t al vez vivieron ant es que yo. Hast a las m anchas de
hum edad adquirieron form as de rat ones; t odas son oscuras y un poco alargadas,
con dos orej it as y una cola larga, en punt a. Cuando nadie m e ve, guardo com ida
para ellos, en uno de los plat it os que m e regaló el señor de la casa de enfrent e.
No quiero que m e abandonen y si viene a visit arm e el vecino y quiere
ext erm inarlos con t ram pas o con un gat o, haré un escándalo del que se
arrepent irá t oda su vida. La dem olición de est a casa est á anunciada, pero yo no
m e iré de aquí hast a que m e m uera. Arriba preparan baúles y canast os y sin
cesar hacen paquet es. Frent e a la puert a de calle hay cam iones de m udanza,
pero yo paso j unt o a ellos, com o si no los viera. Nunca pedí ni cinco cent avos a
esos señores. Me espían t odo el ida y creen que est oy con client es, porque hablo
conm igo m ism a, para disgust arlos; porque m e t ienen rabia, m e encerraron con
llave; porque les t engo rabia, no les pido que abran la puert a. Desde hace dos
días suceden cosas m uy raras con los rat ones: uno m e t raj o un anillo, ot ro una
pulsera, y ot ro, el m ás ast ut o, un collar. En el prim er m om ent o no podía creerlo
y nadie m e creerá. Soy feliz. ¡Qué im port a que sea un sueño! Tengo sed: bebo
m i sudor. Tengo ham bre: m uerdo m is dedos y m i pelo. No vendrá la policía a
buscarm e. No m e exigirán el cert ificado de salud, ni de buena conduct a. El t echo
se est á desm oronando, caen hoj it as de past o: será la dem olición que em pieza.
Oigo grit os y ninguno cont iene m i nom bre. Los rat ones t ienen m iedo.
¡Pobrecit os! No saben, no com prenden lo que es el m undo. No conocen la
felicidad de la venganza. Me m iro en un espej it o: desde que aprendí a m irarm e
en los espej os, nunca m e vi t an linda.

La s fot ogr a fía s

Llegué con m is regalos. Saludé a Adriana. Est aba sent ada en el cent ro del
pat io, en una silla de m im bre, rodeada por los invit ados. Tenía una falda m uy
am plia, de organdí blanco, con un viso alm idonado, cuya punt illa se asom aba al
m enor m ovim ient o, una vincha de m et al plegadizo, con flores blancas, en el
pelo, unos bot ines ort opédicos de cuero y un abanico rosado en la m ano. Aquella

130
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
vocación por la desdicha que yo había descubiert o en ella m ucho ant es del
accident e, no se not aba en su rost ro.
Est aban la Clara, est aba Rossi, el Cordero, Perfect o y Juan, Albina Renat o,
María, la de los ant eoj os, el Bodoque Acevedo, con su nueva dent adura, los t res
pibes de la finada, un rubio que nadie m e present ó y la desgraciada de
Hum bert a. Est aban Luqui, el Enanit o y el chiquilín que fue novio de Adriana, y
que ya no le hablaba. Me m ost raron los regalos: est aban dispuest os en una
repisa del dorm it orio. En el pat io, debaj o de un t oldo am arillo, habían puest o la
m esa, que era m uy larga: la cubrían dos m ant eles. Los sándwiches de verdura y
de j am ón y las t ort as m uy bien elaboradas, despert aron m i apet it o. Media
docena de bot ellas de sidra, con sus vasos correspondient es, brillaban sobre la
m esa. Se m e hacía agua la boca. Un florero con gladiolos naranj ados y ot ro con
claveles blancos, adornaban las cabeceras. Esperábam os la llegada de Spirit o, el
fot ógrafo: no t eníam os que sent arnos a la m esa ni dest apar las bot ellas de sidra,
ni t ocar las t ort as, hast a que él llegara.
Para hacernos reír, Albina Renat o bailó La m uert e del Cisne. Est udia bailes
clásicos, pero bailaba en brom a.
Hacía calor y había m oscas. Las flores de las cat alpas ensuciaban las
baldosas del pat io. Los hom bres con los periódicos, las m uj eres con pant allas
im provisadas o abanicos, t odo el m undo se abanicaba o abanicaba las t ort as y
sándwiches. La desgraciada de Hum bert a, lo hacía con una flor, para llam ar la
at ención. Qué aire puede dar, por m ucho que se agit e, una flor.
Durant e una hora de expect at iva en que t odos nos pregunt ábam os al oír el
t im bre de la puert a de calle si llegaba o no llegaba Spirit o, nos ent ret uvim os
cont ando cuent os de accident es m ás o m enos fat ales. Algunos de los
accident ados habían quedado sin brazos, ot ros sin m anos, ot ros sin orej as. " Mal
de m uchos, consuelo de algunos" , dij o una viej it a, refiriéndose a Rossi, que t iene
un oj o de vidrio. Adriana sonreía. Los invit ados seguían ent rando. Cuando llegó
Spirit o, se dest apó la prim era bot ella de sidra. Por supuest o que nadie la probó.
Se sirvieron varias copas y se inició el larguísim o preludio al esperado brindis.
En la prim era fot ografía, Adriana, a la cabecera de la m esa, t rat aba de
sonreír con sus padres. Dio m ucho t rabaj o colocar bien el grupo, que no
arm onizaba: el padre de Adriana era corpulent o y m uy alt o, los padres fruncían
m ucho el ceño, sost eniendo en alt o las copas. La segunda fot ografía no dio
m enos t rabaj o: los herm anit os, las t ías y la abuela se agrupaban
desordenadam ent e alrededor de Adriana, t apándole la cara. El pobre Spirit o
t enía que esperar pacient em ent e el m om ent o de sosiego, en que t odos ocupaban
el lugar por él indicado. En la t ercera fot ografía, Adriana blandía el cuchillo, para
cort ar la t ort a, que llevaba escrit o con m erengue rosado su nom bre, la fecha de
su cum pleaños y la palabra FELI CI DAD, salpicada de grageas.
–Tendría que ponerse de pie –dij eron los invit ados. La t ía obj et ó:
–Y si los pies salen m al.
–No se aflij a –respondió el am able Spirit o–, si quedan m al, después se los
cort o.
Adriana hizo una m ueca de dolor y el pobre Spirit o t uvo que fot ografiarla
de nuevo, hundida en su silla, ent re los invit ados. En la cuart a fot ografía, sólo los
niños rodeaban a Adriana; les perm it ieron m ant ener las copas en alt o, im it ando
a los m ayores. Los niños dieron m enos t rabaj o que los grandes. El m om ent o m ás
difícil no había t erm inado. Había que llevar a Adriana al dorm it orio de su abuela
para que le sacaran las últ im as fot ografías. Ent re dos hom bres la cargaron en la
silla de m im bre y la pusieron en el cuart o, con los gladiolos y los claveles. Allí la
sent aron en un diván, ent re varios alm ohadones superpuest os. En el dorm it orio,
que m edía cinco m et ros por seis, había aproxim adam ent e quince personas,
enloqueciendo al pobre Spirit o, dándole indicaciones y aconsej ando a Adriana las
131
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
post uras que debía adopt ar. Le arreglaban el pelo, le cubrían los pies, le
agregaban alm ohadones, le colocaban flores y abanicos, le levant aban la cabeza,
le abot onaban el cuello, le ponían polvos, le pint aban los labios. No se podía ni
respirar. Adriana sudaba y hacía m uecas. El pobre Spirit o esperó m ás de m edia
hora, sin decir una palabra; luego, con m uchísim o t act o, sacó las flores que
habían colocado a los pies de Adriana, diciendo que la niña est aba de blanco y
que los gladiolos naranj ados desent onaban con el conj unt o. Con sant a paciencia,
Spirit o repit ió la consabida am enaza:
–Ahora va a salir un paj arit o.
Encendió las lám paras y sacó la quint a fot ografía, que t erm inó en un
t rueno de aplausos. Desde afuera, la gent e decía:
–Parece una novia, parece una verdadera novia. Lást im a los bot ines.
La t ía de Adriana pidió que fot ografiaran a la niña con el abanico de su
suegra, en la m ano. Era un abanico con encaj e de Alenzón, con lent ej uelas, y
cuyas varillas de nácar t enían pequeñas pint uras hechas a m ano. El pobre Spirit o
no j uzgó de buen gust o int roducir en la fot ografía de una niña de cat orce años
un abanico negro y t rist e, por valioso que fuera. Tant o insist ieron, que acept ó.
Con un clavel blanco en una m ano y el abanico negro en la ot ra, salió Adriana en
la sext a fot ografía. La sépt im a fot ografía m ot ivó discusiones: si se sacaría en el
int erior del cuart o o en el pat io, j unt o al abuelo m aniát ico, que no quería
m overse de su rincón. La Clara dij o:
–Si es el día m ás feliz de su vida, cóm o no la van a fot ografiar j unt o al
abuelo, que t ant o la quiere. –Luego explicó–: –Desde hace un año est a niña se
ha debat ido ent re los brazos de la m uert e, ha quedado paralít ica.
La t ía declaró:
–Nos hem os desvivido por salvarla, durm iendo a su lado en los pisos de
baldosa de los hospit ales, dándole nuest ra sangre en t ransfusiones, y ahora, en
el día de su cum pleaños, vam os a descuidar el m om ent o m ás solem ne del
banquet e, olvidando de ponerla en el grupo m ás im port ant e, j unt o a su abuelo,
que siem pre fue su preferido.
Adriana se quej aba. Creo que pedía un vaso de agua, pero est aba t an
agit ada que no podía pronunciar ninguna palabra; adem ás, el est ruendo que
hacía la gent e al m overse y al hablar hubiera sofocado sus palabras, si ella las
hubiera pronunciado. Dos hom bres la llevaron, de nuevo, en la silla de m im bre,
al pat io y la pusieron j unt o a la m esa. En ese m om ent o se oyó de un alt oparlant e
la canción rit ual de Feliz cum pleaños. Adriana en la cabecera de la m esa, al lado
del abuelo y de la t ort a con velit as, posó para la sépt im a fot ografía, con m ucha
serenidad. La desgraciada de Hum bert a logró int roducirse en el ret rat o en prim er
plano, con sus om óplat os descubiert os y despechugada com o siem pre. La acusé
en público por la int rom isión, y aconsej é al fot ógrafo que repit iera la fot ografía,
lo que hizo de buen grado. Resent ida, la desgraciada de Hum bert a se fue a un
rincón del pat io; el rubio que nadie m e present ó la siguió y para consolarla le
sopló algo al oído. Si no hubiera sido por esa desgraciada la cat ást rofe no habría
sucedido. Adriana est aba a punt o de desm ayarse, cuando la fot ografiaron de
nuevo. Todos m e lo agradecieron. Dest aparon las bot ellas de sidra; las copas
rebalsaban de espum a. Cort aron las dos t ort as en t aj adas grandot as, que se
repart ieron en cada plat o. Est as cosas llevan t iem po y at ención. Algunas copas
se volcaron sobre el m ant el: dicen que t rae suert e. Con la punt a de los dedos,
nos hum edecim os la frent e. Algunos m al educados habían bebido ya la sidra
ant es del brindis. La desgraciada de Hum bert a dio el ej em plo, y le pasó la copa
al rubio. No fue sino m ás t arde, cuando probam os la t ort a y brindam os a la salud
de Adriana, que advert im os que est aba dorm ida. La cabeza colgaba de su cuello
com o un m elón. No era ext raño que siendo aquella su prim era salida del
hospit al, el cansancio y la em oción la hubieran vencido. Algunas personas se
132
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
rieron, ot ras se acercaron y le golpearon la espalda para despert arla. La
desgraciada de Hum bert a, esa aguafiest as, la zarandeó de un brazo y le grit ó:
–Est ás helada.
Ese páj aro de m al agüero, dij o:
–Est á m uert a.
Algunas personas alej adas de la cabecera, creyeron que se t rat aba de una
brom a y dij eron:
–Com o para no est ar m uert a con est e día.
El Bodoque Acevedo no solt aba su copa. Todos dej aron de com er, salvo
Luqui y el Enanit o. Ot ros, disim uladam ent e, guardaban t rozos de t ort a est ruj ada
y sin m erengue, en el bolsillo. ¡Qué inj ust a es la vida! ¡En lugar de Adriana, que
era un angelit o, hubiera podido m orir la desgraciada de Hum bert a!

M a gu sh

Una bruj a t esálica adivinó el dest ino de Polícrat es en los dibuj os que al
ret irarse hacía el m ar en la orilla de la playa; una vest al rom ana adivinó el de
César en un m ont oncit o de arena que rodeaba una plant a; el alem án Cornelio
Agripa se sirvió de un espej o para adivinar el fut uro. Algunos bruj os act uales
leen el dest ino en las hoj as de t é o en la borra del café del fondo de una t aza,
algunos en los árboles, en la lluvia, en las m anchas de t int a o en la clara de
huevo, ot ros sim plem ent e en las líneas de las m anos, ot ros en bolas de crist al.
Magush lee el dest ino en el edificio deshabit ado que est á frent e a la carbonería
en donde vive. Los seis enorm es vent anales y las doce vent anit as del edificio
vecino son com o baraj as para él. Magush j am ás pensó en asociar vent anas y
baraj as: a m í se m e ocurrió la idea. Sus m ét odos son m ist eriosos y sólo dan
cabida a una relat iva explicación. Me dij o que durant e el día difícilm ent e puede
sacar conclusiones, porque la luz pert urba las im ágenes. El m om ent o propicio
para realizar el t rabaj o es la caída del sol, cuando se filt ran por las celosías de las
vent anas int eriores del edificio ciert os rayos oblicuos, que reverberan sobre los
vidrios de las vent anas del frent e. Por ese m ot ivo siem pre cit a a la m ism a hora a
sus client es. Yo sé, lo he sabido después de m uchas averiguaciones, que la part e
m ás alt a del edificio revela los asunt os del corazón, la part e baj a, las cuest iones
de dinero y de t rabaj o y la part e cent ral, los problem as de la fam ilia y el est ado
de salud.
Magush, a pesar de t ener apenas cat orce años, es am igo m ío. Lo conocí
por casualidad, un día que fui a com prar una bolsa de carbón. No t ardé en int uir
su genio divinat orio. Después de algunas conversaciones en el pat io de la
carbonería ( rodeados de bolsas de carbón, m uriéndonos de frío) , m e hizo pasar
al cuart o donde t rabaj a. El cuart o es una suert e de pasillo, t an frío com o el pat io;
desde ahí, cóm odam ent e, a t ravés de una com binación de claraboyas con vidrios
de colores y de una vent ana angost a y alt a, com o para aloj ar una j irafa, se
divisa el edificio de enfrent e, con su fachada am arillent a m arcada por las lluvias
y el sol. Después de est ar un rat o en ese cuart o com probé que el frío
desaparecía y lo reem plazaba una agradable sensación de calor. Magush m e dij o
que aquel fenóm eno se produce en los m om ent os de adivinación y que no es el
cuart o sino el cuerpo el que absorbe aquellas irradiaciones t an benéficas.
Conm igo Magush t uvo deferencias ext raordinarias. Me dej ó m irar,
personalm ent e, a la hora propicia, una por una, las vent anas del edificio. ( A
veces se veían escenas indescifrables; en ese sent ido, al principio anduve con
suert e.) En una de ellas vi, para m al de m is pecados, a la que fue después m i
novia, con m i rival. Ella llevaba puest o el vest ido roj o que m e deslum bró y la
cabellera suelt a, ret enida con un pequeño m oño, sobre la nuca. Por haber vist o
ese det alle yo debía t ener oj os de lince, pero la claridad de la im agen se debe a
133
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
la m agia que la rodea y no a m i vist a. ( A esa m ism a dist ancia he alcanzado a
leer cart as o recort es de diarios.) Allí vi la escena penosa que después t uve que
sufrir en carne propia. Allí vi aquel lecho cubiert o de colchas rosadas y las
señoras horribles que ent raban y salían con paquet es. Allí, en los vidrios del
ponient e, vi los paseos al Tigre y al río Luj án. Allí est uve a punt o de est rangular
a alguien. Después, cuando fui al encuent ro de esos acont ecim ient os, la realidad
m e pareció un t ant o descolorida y m i novia t al vez m enos herm osa.
Pasadas aquellas experiencias dism inuyó m i int erés por llegar a m i
dest ino. Consult é con Magush. ¿Era posible evit arlo? Abst enerse de vivir ¿era
posible? Magush, que es int eligent e, pensó en la conveniencia de int ent ar est o.
Durant e algunos días no m e separé de su lado. Me ent ret uve viendo im ágenes,
abst eniéndom e de buscarlas y de vivirlas. Magush m e dij o que por t rat arse de
nuest ra am ist ad, que era de t ant os años, hacía una excepción: que a nadie le
hubiera perm it ido esa conduct a. Me ent ret uve viendo m i dest ino en aquellas
vent anas y las art im añas que em pleaba Magush con client es a quienes
engañaba, ent regándoles m i dest ino com o si fuese el de ellos.
–Es m ás prudent e que alguien viva t u dest ino inm ediat am ent e, a m edida
que va apareciendo en las vent anas. No vaya a ser que después t e busque: el
dest ino es com o un t igre cebado, que acecha a su dueño –m e decía Magush, y
para t ranquilizarm e agregaba–: Un día, t al vez, no haya m ás nada para t i en y
esas vent anas.
–¿Moriré? –int errogaba yo con ciert a inquiet ud.
–Necesariam ent e, no –respondía Magush–. Puedes vivir sin dest ino.
–Pero, hast a los perros t ienen dest ino –prot est é yo.
–Los perros no pueden evit arlo: son obedient es.
Sucedió, en part e, lo que Magush había pronost icado y viví por un t iem po
aburrido y t ranquilo, dedicado a m i t rabaj o, pero la vida m e at raía y la añoré,
j unt o a Magush, cont em plando el edificio. Aún no se habían ext inguido las
figuras dedicadas a esclarecer m i dest ino. En cada una de las vent anas nos
sorprendieron a veces inext ricables com posiciones nuevas. Tét ricas luces,
fant asm as con caras de perros, crim inales, t odo indicaba que no convenía que
aquellos cuadros que est aba viendo llegaran a ser reales.
–A quién le agradaría vivir est as desdichas –dij e a Magush, que resolvió
aquel día, para dist raerm e, hacer de consult ant e y de adivino a la vez. Em pecé a
ver luces de Bengala, t ít eres, farolit os j aponeses, enanos, personas vest idas de
oso y de gat o. Con hipocresía le dij e:
–Te envidio. Quisiera t ener cat orce años.
–Te cam bio el dest ino –m e dij o Magush.
Acept é, aunque su proposición m e pareciera at revida. ¿Qué haría con esos
enanit os? Hablam os dem asiado t iem po de las dificult ades que podían acarrear
las diferencias de nuest ra edad. Perdim os t al vez la fe que necesit ábam os.
Nuest ro proyect o no se cum plió. Los dos perdim os la ocasión de sat isfacer
nuest ra curiosidad.
A veces reincidim os en la t ent ación de int ercam biar nuest ro dest ino;
hacem os algunas t ent at ivas, pero siem pre vuelve a ocurrir el m ism o
im pedim ent o: si se piensa en las dificult ades que Magush ha vencido result a
absurdo. No hace m ucho est uve a punt o de part ir. Hice m is valij as. Nos
despedim os. Las im ágenes en las vent anas eran t ent adoras. Algo m e ret uvo a
últ im o m om ent o. Lo m ism o sucedió a Magush; no t uvo valor para escaparse de
la carbonería.
A m í m e fascina siem pre el dest ino de Magush y a él ( por m alo que sea) el
m ío, pero en el fondo lo único que deseam os los dos es seguir cont em plando las
vent anas de esa casa y regalar a ot ros nuest ro dest ino, m ient ras no nos parezca
ext raordinario.
134
Silvana Ocampo Cuentos Completos I

La pr opie da d

En esa propiedad de cam po que daba sobre el m ar, cuyo j ardín no t enía
flores por culpa del vient o, pero t oda suert e de cascadas, de grut as, de fuent es y
de gloriet as, vivíam os en un Edén. La señora a veces iba a la ciudad y durant e su
ausencia yo aprovechaba para descansar. Bonit a com o nadie, yo salía esos días y
baj aba a la playa, con el kim ono y las sandalias puest os; no llevaba ninguna uña
sin barniz, ninguna pierna sin depilar.
Aproveché las vacaciones, que pasaron en un abrir y cerrar de oj os, para
som et erm e a operaciones de cirugía est ét ica: em pecé por la nariz, después fue
el t urno de los oj os y de los senos. Los m édicos no m e cobraban nada. Yo no
t enía inconvenient e en prest arm e para experim ent os de esos, porque m e
at endían m édicos im port ant es y serios, verdaderos doct ores y no pract icant es
que la m at an a una, prom et iendo el oro y el m oro.
No había propiedad en el cont inent e t an bonit a com o ésa. Muchos
huéspedes m illonarios venían a aloj arse y pasaban días, a veces sem anas, a
veces m eses, en la casa. La señora era buena, t ant o para las visit as com o para
la servidum bre. Mi t rabaj o era agradable. No enceraba pisos, ni lim piaba vidrios,
que es t an engorroso.
Lo que m ás m e cost aba era levant arm e a las seis y m edia de la m añana:
ni la lim pieza de los baños, ni at ender el t eléfono cuando m e colgaban el t ubo,
m e desagradaba t ant o com o ese m om ent o en que abandonaba m is cast illos en el
aire, para levant arm e y servir los desayunos, que no es t rabaj o de cocinera.
En aquella m ansión, en lugar de flores, peces roj os, que nadaban en sus
peceras com o Pedro por su casa, adornaban los dorm it orios. Ést a era una de las
t ant as originalidades de la pat rona. Adem ás de ser generosa, m i señora era
bonit a y rubia com o el t rigo, " t al vez un poquit o delgada para su est at ura" ,
decían el panadero Ruiz y Langost ino, el del m uelle, que eran unos envidiosos;
para m í, est aba en su peso. Pero ella nunca est aba sat isfecha. Siem pre quería
adelgazar m ás: ¡Qué pecado! El t rat am ient o de un especialist a, con horm onas,
que valían un oj o de la cara, le hizo aum ent ar cuarent a kilos, que rebaj aba
fácilm ent e, sin querer, y com iendo com o un t iburón o com o un paj arit o. ¡Cuánt as
veces la sost uve en m is brazos, llorando porque no había baj ado de peso o
porque había subido inj ust am ent e, con m uchos sacrificios! Una vez m e resfrié de
t ant as lágrim as que recibí sobre los hom bros. ¡Yo era su paño de lágrim as!
–Si fuera pobre com o yo no se alim ent aría t an m al –le decía para
consolarla––Peor sería parecer un elefant e com o la señora Macuri, o un palillo de
dient es com o doña Selena, o el ham bre en la I ndia, com o ot ras de sus invit adas
–yo agregaba con el corazón en la m ano. Ella m e hacía callar. Sabía que era
perfect a, pero se encaprichaba con la m ism a ret ahíla: gorda y flaca, flaca y
gorda.
Desde las ocho de la m añana, los com pañeros llevaban las peceras al
j ardín para cam biarles el agua y dar com ida a los peces, que eran unos
com ilones.
Las persianas cerraban bien, t an bien que se necesit aban m aña y fuerza
para abrirlas. Un día uno de los invit ados m e llam ó para que abriera una de ellas.
–Yo m e ahogo en est a casa. Es bonit a, pero las persianas no se abren.
Se lo cont é a la señora y aprovechó para no invit ar m ás al desagradecido,
que nunca m e dio propina, ni cuando le buscaba los zapat os debaj o de la cam a,
que no era m i t rabaj o.
La señora m e t rat aba bien, salvo cuando se enoj aba y eso sucedía t odos
los días: por una puert a abiert a, por un sillón colocado en ot ro sit io, por una

135
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
basurit a que había caído en un rincón, por los bichos feos que ensuciaban las
sillas de la t erraza. ¡Qué culpa t enía yo!
La señora era elegant e. Con verdadera pena, yo veía envej ecer los t raj es,
los zapat os, los guant es, la ropa int erior, que iba a regalarm e. No soy
int eresada. A veces, si caía el lápiz de rouge al suelo, m e lo regalaba; si le
falt aba un solo dient e al peine, aunque fuera de carey, t am bién m e lo regalaba.
No m ezquinaba los perfum es: el perfum e desaparecía de a m edio frasco por día:
las visit as t enían t odas el m ism o olor relaj ant e de algunas flores, que no m e
dej an dorm ir de noche.
Las m allas de baño, yo las est renaba nuevecit as, porque el día en que la
señora las com praba ya le parecían horribles, por est o, por lo ot ro y por lo de
m ás allá. Yo era m uy feliz en aquella vida de abundancia y de luj o: nunca falt ó
vino en m i com ida, ni café, ni t é, si lo quería. Los rem edios viej os y los post res
que habían salido m al, m e los regalaba para m i m adre enferm a, que la adoraba
com o yo.
Todo cam bió cuando llegó I sm ael Góm ez. La señora ya no m e regaló sus
vest idos viej os, ni sus rem edios, porque I sm ael Góm ez pret endía que cuant o
m ás viej o era un t raj e o un rem edio, sent aban m ej or. Las com idas t am bién
cam biaron: m e obligaron a preparar m uchos post res con crem a y huevo bat ido,
m ucho m erengue con dulce de leche, y yem as quem adas, que m e hacían m al al
hígado. I sm ael Góm ez t enía una verdadera adoración por la señora pero la
respet aba, eso sí. No la dej aba m over, le alcanzaba cualquier cosit a que
necesit aba. Todo el día le ofrecía algo de com er, le com praba bebidas finísim as y
él no com part ía nada, com o si no quisiera abusar de las riquezas de la señora. La
gent e decía que era un pan de Dios, pero yo no lo t ragaba.
En aquella época la señora t om ó a su servicio a un cocinero gigant e,
recom endado por I sm ael Góm ez. Me sacaron de la cocina sin decir agua va. Las
com idas cam biaron de nuevo. Enorm es post res de cuat ro pisos, adornados con
figuras aparent em ent e alegres, desfilaban a diario por el com edor. Con el t iem po
descubrí que esas figuras hechas de m erengue rosado, que en el prim er
m om ent o m e parecían t an bonit as, represent aban calaveras, m onst ruos con
cuat ro cabezas, diablos con guadañas, en fin, t odo un m undo de cosas horribles,
que m i señora no advirt ió, porque no era m aliciosa; yo no m e at reví a explicarle
nada. Resolví, sin em bargo, vigilar las com idas, y a las horas en que preparaban
las fuent es, ent raba int em pest ivam ent e en la cocina, donde m e recibían de m ala
gana.
I sm ael Góm ez redobló sus cuidados con la señora. No perm it ía que se
m olest ara ni para ir al Banco. Durant e varios días, en un cuaderno con hoj as
cuadriculadas, com o un nene que no sabe escribir, se ej ercit ó en im it ar la firm a
de la señora, hast a que nadie pudo dist inguir qué m ano había escrit o aquellas
líneas.
Varias veces m e escondí det rás de la puert a, para oír las conversaciones
ent re la señora e I sm ael Góm ez, al at ardecer, ant es de que nos fuéram os a la
cam a. Yo present ía que alguna desgracia iba a suceder en la casa, pero no podía
explicar en qué fundaba m is present im ient os. Tuve que consult ar a un m édico,
porque durant e varias noches t uve pesadillas que m e dej aron afiebrada.
Mis present im ient os se cum plieron el día en que vi a m i señora acost ada
con perfil de sant a, ent re coronas de flores blancas, en la capilla ardient e. Yo
llegaba de casa de m is t ías, donde había pasado un m es de vacaciones, y
pregunt é en la puert a, suj et ando con la m ano m i corazón, que lat ía com o un
despert ador:
–¿Dónde est á la señora?
–Est á en la sala, de cuerpo present e –m e respondieron.

136
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Se m e doblaron las rodillas. En los espej os yo parecía ni m ás ni m enos que
una enana. ¿Quién es ésa?, pensé, y era yo. Ent ré en la sala llorando com o una
Magdalena. El señor I sm ael Góm ez m e t om ó del brazo y m e dij o:
–Tengo que dart e una buena not icia. La señora t e dej a una pequeña
fort una, a condición de que cuides est a casa, que ahora es m ía, com o la cuidast e
siem pre para m í y para ella, que seguirá viviendo en nuest ra m em oria –y
agregó, cont eniendo las lágrim as–:
¡Ya ves lo que es la vida! No quiso ser m i novia y ahora es la novia de la
m uert e, que es m enos alegre que yo.
Un zum bido de m oscardones llenó la sala: m uj eres enlut adas rezaron.
Perdí la cabeza.
Me arroj é en los brazos que I sm ael Góm ez m e t endía com o un padre y
com prendí que era un señor bondadoso.

Los obj e t os

Alguien regaló a Cam ila Ersky, el día que cum plió veint e años, una pulsera
de oro con una rosa de rubí. Era una reliquia de fam ilia. La pulsera le gust aba y
sólo la usaba en ciert as ocasiones, cuando iba a alguna reunión o al t eat ro, a una
función de gala. Sin em bargo, cuando la perdió, no com part ió con el rest o de la
fam ilia, el duelo de su pérdida. Por valiosos que fueran, los obj et os le parecían
reem plazables. Sólo apreciaba a las personas, a los canarios que adornaban su
casa y a los perros. A lo largo de su vida, creo que lloró por la desaparición de
una cadena de plat a, con una m edalla de la virgen de Luj án, engarzada en oro,
que uno de sus novios le había regalado. La idea de ir perdiendo las cosas, esas
cosas que fat alm ent e perdem os, no la apenaba com o al rest o de su fam ilia o a
sus am igas, que eran t odas t an vanidosas. Sin lágrim as había vist o su casa nat al
despoj arse, una vez por un incendio, ot ra vez por un em pobrecim ient o, ardient e
com o un incendio, de sus m ás preciados adornos ( cuadros, m esas, consolas,
biom bos, j arrones, est at uas de bronce, abanicos, niños de m árm ol, bailarines de
porcelana, perfum eros en form a de rábanos, vit rinas ent eras con m iniat uras,
llenas de rulos y de barbas) , horribles a veces pero valiosos. Sospecho que su
conform idad no era un signo de indiferencia y que present ía con ciert o m alest ar
que los obj et os la despoj arían un día de algo m uy precioso de su j uvent ud. Le
agradaban t al vez m ás a ella que a las dem ás personas que lloraban al perderlos.
A veces los veía. Llegaban a visit arla com o personas, en procesiones,
especialm ent e de noche, cuando est aba por dorm irse, cuando viaj aba en t ren o
en aut om óvil, o sim plem ent e cuando hacía el recorrido diario para ir a su
t rabaj o. Muchas veces le m olest aban com o insect os: quería espant arlos, pensar
en ot ras cosas. Muchas veces por falt a de im aginación se los describía a sus
hij os, en los cuent os que les cont aba para ent ret enerlos, m ient ras com ían. No les
agregaba ni brillo, ni belleza, ni m ist erio: no hacía falt a.
Una t arde de invierno volvía de cum plir unas diligencias en las calles de la
ciudad y al cruzar una plaza se det uvo a descansar en un banco. ¡Para qué
im aginar Buenos Aires! Hay ot ras ciudades con plazas. Una luz crepuscular
bañaba las ram as, los cam inos, las casas que la rodeaban; esa luz que aum ent a
a veces la sagacidad de la dicha. Durant e un largo rat o m iró el cielo, acariciando
sus guant es de cabrit illa m anchados; luego, at raída por algo que brillaba en el
suelo, baj ó los oj os y vio, después de unos inst ant es, la pulsera que había
perdido hacía m ás de quince años. Con la em oción que produciría a los sant os el
prim er m ilagro, recogió el obj et o. Cayó la noche ant es que resolviera colocar
com o ant año en la m uñeca de su brazo izquierdo la pulsera.
Cuando llegó a su casa, después de haber m irado su brazo, para
asegurarse de que la pulsera no se había desvanecido, dio la not icia a sus hij os,
137
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
que no int errum pieron sus j uegos, y a su m arido, que la m iró con recelo, sin
int errum pir la lect ura del diario. Durant e m uchos días, a pesar de la indiferencia
de los hij os y de la desconfianza del m arido, la despert aba la alegría de haber
encont rado la pulsera. Las únicas personas que se hubieran asom brado
debidam ent e habían m uert o.
Com enzó a recordar con m ás precisión los obj et os que habían poblado su
vida; los recordó con nost algia, con ansiedad desconocida. Com o en un
invent ario, siguiendo un orden cronológico invert ido, aparecieron en su m em oria
la palom a de crist al de roca, con el pico y el ala rot os; la bom bonera en form a de
piano; la est at ua de bronce, que sost enía una ant orcha con bom bit as de luz; el
reloj de bronce; el alm ohadón de m árm ol, a rayas celest es, con borlas; el
ant eoj o de larga vist a, con em puñadura de nácar; la t aza con inscripciones y los
m onos de m arfil, con canast it as llenas de m onit os.
Del m odo m ás nat ural para ella y m ás increíble para nosot ros, fue
recuperando paulat inam ent e los obj et os que durant e t ant o t iem po habían
m orado en su m em oria.
Sim ult áneam ent e advirt ió que la felicidad que había sent ido al principio se
t ransform aba en m alest ar, en un t em or, en una preocupación.
Apenas m iraba las cosas, de m iedo de descubrir un obj et o perdido.
Desde la est at ua de bronce con la ant orcha que ilum inaba la ent rada de la
casa, hast a el dij e con el corazón at ravesado con una flecha, m ient ras Cam ila se
inquiet aba, t rat ando de pensar en ot ras cosas, en los m ercados, en las t iendas,
en los hot eles, en cualquier part e, los obj et os aparecieron. La m uñeca cíngara y
el calidoscopio fueron los últ im os. ¿Dónde encont ró est os j uguet es, que
pert enecían a su infancia? Me da vergüenza decirlo, porque ust edes, lect ores,
pensarán que sólo busco el asom bro y que no digo la verdad. Pensarán que los
j uguet es eran ot ros parecidos a aquéllos y no los m ism os, que forzosam ent e no
exist irá una sola m uñeca cíngara en el m undo ni un solo calidoscopio. El capricho
quiso que el brazo de la m uñeca est uviera t at uado con una m ariposa en t int a
china y que el calidoscopio t uviera, grabado sobre el t ubo de cobre, el nom bre de
Cam ila Ersky.
Si no fuera t an pat ét ica, est a hist oria result aría t ediosa. Si no les parece
pat ét ica, lect ores, por lo m enos es breve, y cont arla m e servirá de ej ercicio. En
los cam arines de los t eat ros que Cam ila solía frecuent ar, encont ró los j uguet es
que pert enecían, por una serie de coincidencias, a la hij a de una bailarina que
insist ió en canj eárselos por un oso m ecánico y un circo de m at erial plást ico.
Volvió a su casa con los viej os j uguet es envuelt os en un papel de diario. Varias
veces quiso deposit ar el paquet e, durant e el t rayect o, en el descanso de una
escalera o en el um bral de alguna puert a.
No había nadie en su casa. Abrió la vent ana de par en par, aspiró el aire
de la t arde. Ent onces vio los obj et os alineados cont ra la pared de su cuart o,
com o había soñado que los vería. Se arrodilló para acariciarlos. I gnoró el día y la
noche. Vio que los obj et os t enían caras, esas horribles caras que se les form an
cuando los hem os m irado durant e m ucho t iem po.
A t ravés de una sum a de felicidades Cam ila Ersky había ent rado, por fin,
en el infierno.

N osot r os

–¡Nunca t e m ires en un espej o: sería una redundancia! –m e dicen


nuest ros am igos–. Lo m irarás a Eduardo que es igual a t i, para peinart e o
anudart e la corbat a.
Dicen que nos parecem os com o dos got as de agua, pero conozco las
diferencias que hay ent re nosot ros com o la diferencia que hay ent re m i m ano
138
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
izquierda y m i m ano derecha, o m i oj o derecho y m i oj o izquierdo. Modest ia
apart e, m i cara de perfil es m ás perfect a que la de Eduardo, el hoyuelo de las
m ej illas, que t ant o éxit o t iene, se m e acent úa m ás cuando nos reím os; por eso
las chicas m e m iran t ant o: sin em bargo, nunca t rat é de enam orarm e de ot ras
m uj eres que las que enam oraban a m i herm ano. A veces pensé que sería
convenient e independizarm e un poco, lo confieso, pero no t uve valor. Soy feliz:
para qué buscarle t res pies al gat o. Som os de una fam ilia pudient e y dist inguida.
Por las m añanas t om am os un desayuno copioso que hast a el Rey de I nglat erra
envidiaría. Nos dedicam os a algunos deport es: el lanzam ient o de la j abalina, la
nat ación o el golf. Por las t ardes nos ocupam os de nuest ra t area habit ual que nos
da t ant a sat isfacción. Creo que no conocem os lo que es est ar t rist es ni
deprim idos. Nos bast aría abrir el ropero y cont em plar nuest ros zapat os lust rosos
com o espej os para borrar cualquier preocupación. El am a de llaves que t enem os
es un pan de Dios; ella cont ribuye a la felicidad de nuest ra vida. ( Am a de llaves,
am a de leche, am a de casa. Siem pre nos fascinaron esas m uj eres ej em plares.)
Un día nos enam oram os de ella, porque la t eníam os a m ano, pero pront o
t uvim os una desilusión t rem enda: sus dient es, que nos parecían un collar de
perlas, eran post izos. Los descubrim os adent ro de un vaso de agua, en su
cuart o. Sus pies, con los cuales t ropezábam os, t enían un dedo encim ado. Sus
desayunos eran nat as sobre un t rozo de pan y aj o picado.
–Sería m ej or pensar en ot ra cosa –dij e a Eduardo, que inm ediat am ent e
m e com prendió.
¡Pobre Bernarda! Cuánt as ilusiones se habrá hecho con nosot ros. ¡No
quiero pensar en las desvent uras aj enas! Para ella siem pre serem os los niños
m im ados, los diablillos, los buenos m ozos despreocupados.
Cuando nos enam oram os de Let icia pensam os que el m undo iba a
cam biar. La felicidad es am biciosa: queríam os m ás y m ás. La conocim os en el
Club Náut ico de San I sidro. Eduardo fue el que la conquist ó con no sé qué
t riquiñuelas. Yo m e enardecí, pero ella no quería saber nada conm igo.
–¿Por qué em plea siem pre el plural? –m e dij o.
–¿La m olest o? –le pregunt é.
–Eduardo es m i novio, ¿no se da cuent a? –m e cont est ó. Me alej é,
desconsolado.
A veces m e confundía con Eduardo cuando m e encont raba en la calle, y
m e saludaba efusivam ent e, o en el t eléfono cuando llam aba a casa para hablar
con él y m e decía frases am orosas que m e agradaban. Cuando Eduardo se casó
fingí ausent arm e por unos m eses a la Pat agonia, lugar ideal para un m isánt ropo.
Quedé de incógnit o en un hot el de Buenos Aires, haciéndom e la ilusión de
viaj ar por Europa. Eduardo venía a visit arm e por las t ardes, con los bolsillos
llenos de t ablet as de chocolat e suizo. Desde el hot el llam aba a su m uj er y m e
daba el t ubo para que yo finalizara la conversación; yo hacía est o de buena
gana, pues Let icia m e decía palabras encendidas con una voz no m enos
encendida. ¡Cuánt o nos divert íam os!
En el barrio donde vivía Eduardo había com o ahora frecuent es cort es de
luz que se anunciaban con ant erioridad en los diarios. Est a circunst ancia
facilit aría las cosas. Eduardo, con m uchos eufem ism os, m e dio la idea:
–¿Por qué no pasas la noche con Let icia? Yo t e relevaré ant es de las siet e
de la m añana.
Me dio las llaves. Con el corazón en la boca acept é y fui al depart am ent o
que queda en la calle Junín. Est aba convenido que llegaría a m edianoche, hora
en que Eduardo t enía que regresar de una com ida de hom bres solos, en el Hot el
Alvear. Tom é unas píldoras para los nervios y llegué al depart am ent o después de
dem orarm e en el ascensor m ás de lo necesario. Abrí la puert a con t ranquilidad,

139
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
oí unos pasos desnudos en la alfom bra. Let icia se echó en m is brazos. Eduardo
m e había dicho:
–Tienes que represent arm e. Llám ala m i corderit o.
No m e cost aba im aginar que yo era Eduardo: en la infancia había j ugado
m uchas veces un j uego sim ilar; pero llam arla Corderit o no podía. La alcé en m is
brazos y la llevé a la cam a. El rest o casi no lo recuerdo. La em oción sexual es
una suert e de hipnót ico, que m e roba la m em oria. Cuando llegó Eduardo a
relevarm e yo est aba profundam ent e dorm ido. Con m ucha precaución, t uvo que
acercarse a la cam a y despert arm e, ant es que Let icia se despert ara. Volví varias
veces, en sim ilares circunst ancias, a dorm ir en los brazos de Let icia. La vida se
volvió agradable y no exent a de peligros y de variaciones.
Dos personas j unt as se at reven a hacer cualquier cosa: Eduardo y yo
t enem os una fuerza m ayor que el com ún de las personas. ¿Qué ot ros m ellizos se
hubieran at revido a sem ej ant e acción?
Bien se dice que el am or es ciego. Com enzaba el ot oño. Durant e una
sem ana Let icia convivió conm igo, creyendo que yo era Eduardo. Yo m ism o llegué
a creer que era Eduardo a fuerza de im it arlo. Pero una circunst ancia
desagradable rom pió el encant o. Let icia oyó com ent arios m alignos de personas
que habían vist o a Eduardo a la hora en que ella est aba en m is brazos. Let icia
com enzó a cavilar sobre posibles desdoblam ient os, sobre circunst ancias m ágicas,
que perm it ían sim ult áneam ent e que ella est uviera en los brazos de Eduardo
m ient ras Eduardo est aba en ot ros sit ios. Alguien, t al vez m alignam ent e, sacó
una fot ografía de Eduardo, sin que ést e lo advirt iera, en una casa donde j ugaban
al póker. La fot ografía llevaba la fecha y la dirección en el dorso y alguien se la
m andó a Let icia.
Let icia com enzó a cavilar fríam ent e, m ient ras yo la abrazaba. Me confió
sus inquiet udes. La t ranquilicé. ¡Mi vida ya no era una vida! Una m añana creí
que Let icia est aba durm iendo, com o lo est aba habit ualm ent e a la hora en que
Eduardo m e relevaba. Furt ivam ent e m e levant é cuando oí ent rar a Eduardo, que
se asom ó a la puert a. ¡Se nos heló la sangre! Com o una aparición, Let icia se
levant ó de la cam a. Tant a t ranquilidad no era hum ana. Se acercó al t eléfono y
habló con una t apicería para que vinieran a colocarle las alfom bras. Pensé que
iba a m at ar a uno de los dos o a delat arnos. Seguram ent e la vergüenza le
im pidió hacerlo. Trat ó por t odos los m edios de que Eduardo se bat iera conm igo.
Hicim os nuest ro baúl y con Eduardo nos fuim os de esa casa donde la vida
ya nos parecía t ediosa, por no decir insoport able.

La fu r ia

( Para m i am igo Oct avio.)

Por m om ent os creo que oigo t odavía ese t am bor. ¿Cóm o podré salir de
est a casa sin ser vist o? Y, suponiendo que pudiera salir, una vez afuera, ¿cóm o
haría para llevar al niño a su casa? Esperaría que alguien lo reclam ara por radio
o por los diarios. ¿Hacerlo desaparecer? No sería posible. ¿Suicidarm e? Sería la
últ im a solución. Adem ás ¿con qué podría hacerlo? ¿Escaparm e? ¿Por dónde? En
los corredores, en est e m om ent o, hay gent e. Las vent anas est án t apiadas.
Me form ulé m il veces est as pregunt as a m í m ism o hast a que descubrí el
cort aplum as que el niño t enía en la m ano y que guardaba de vez en cuando en el
bolsillo. Me t ranquilicé pensando que podía, en últ im a inst ancia, m at arlo,
cort ándole, en la bañadera, para que no ensuciara el piso, las venas de las
m uñecas. Una vez m uert o lo colocaría debaj o de la cam a.
Para no volverm e loco saqué la libret a de apunt es que llevo en el bolsillo,
y m ient ras el niño j ugaba de un m odo inverosím il con los flecos de la colcha, con
140
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
la alfom bra, con la silla, escribí t odo lo que m e había sucedido desde que conocí
a Winifred.
La conocí en Palerm o. Sus oj os brillaban, ahora m e doy cuent a, com o los
de las hienas. Me recordaba a una de las Furias. Era frágil y nerviosa, com o
suelen ser las m uj eres que no t e gust an, Oct avio. El pelo negro era fino y crespo,
com o el vello de las axilas. Nunca supe qué perfum e usaba, pues su olor nat ural
m odificaba el del frasco sin et iquet a, decorado con cupidos, que vislum bré en el
int erior revuelt o de su cart era.
Nuest ro prim er diálogo fue breve:
–Che, no parecés argent ina, vos.
–Es claro. Soy filipina.
–¿Hablás inglés?
–Es claro.
–Podrías enseñarm e.
–Para qué.
–Para est udiar m e vendría bien.
Ella paseaba con un niño que cuidaba; yo, con un libro de m at em át icas o
de lógica, debaj o del brazo. Winifred no era m uy j oven; lo advert í por las venas
de las piernas, que form aban pequeños arbolit os azules a la alt ura de la rodilla y
por la hinchazón pronunciada de los párpados. Me dij o que t enía veint e años.
La veía los sábados por la t arde. Durant e un t iem po, recorriendo el m ism o
t rayect o del prim er día, desde el bust o de Dant e, que queda j unt o a un
aguaribay, hast a la j aula de los m onos, m irando la punt a de nuest ros zapat os
t iznados con polvo, o dando carne cruda a los gat os, repet im os el m ism o diálogo,
con dist int o énfasis, casi podría decir con dist int o significado. El niño t ocaba sin
cesar el t am bor. Nos cansam os de los gat os el día en que nos t om am os de la
m ano: no alcanzaba el t iem po para cort ar t ant os pedacit os de carne cruda. Un
día llevam os pan a las palom as y a los cisnes: est o fue un pret ext o para
ret rat arnos al pie del puent e que com unica con la isla clausurada del lago, cuyo
port ón abunda en inscripciones pornográficas. Quiso escribir su nom bre y el m ío
j unt o a una de las inscripciones m ás obscenas. Le obedecí con desgano.
Me enam oré de ella cuando pronunció un alej andrino ( Oct avio, m e
enseñast e m ét rica) .
–Me acuerdo de m is plum as de ángel, cuando era chica.
Para no t urbarm e, la m iré en el agua. Creí que lloraba.
–¿Tenías plum as de ángel? –pregunt é con voz sent im ent al.
–Eran de algodón y m uy grandes –m e respondió–. Encuadraban m i cara.
Parecían de arm iño. Para el día de la Virgen, las herm anas del colegio m e
vist ieron de ángel, con un vest ido celest e; una t única, no un vest ido. Debaj o
llevaba una m alla celest e y zapat os celest es t am bién. Me hicieron rulos y m e los
pegaron con gom a arábiga.
Le coloqué m i brazo alrededor de la cint ura, pero siguió hablando:
–Sobre la cabeza m e pusieron una corona de azucenas art ificiales. Las
azucenas son m uy fragant es, creo que eran nardos. Sí, nardos. Vom it é durant e
t oda la noche. Nunca olvidaré ese día. Mi am iga Lavinia, a quien est im aban t ant o
com o a m í en el colegio, recibió la m ism a dist inción: la vist ieron de ángel, de
ángel rosado ( el ángel rosado era m enos im port ant e que el ángel celest e) .
( Recordé t us consej os, Oct avio, no hay que ser t ím ido para conquist ar a
una m uj er.)
–¿No querés que nos sent em os? –le dij e, abrazándola, frent e a un banco
de m árm ol.
–Sent ém onos en el césped –m e dij o.
Dio unos pasos y se echó al suelo.

141
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–Me gust aría encont rar un t rébol de cuat ro hoj as... y m e gust aría dart e un
beso.
Prosiguió, com o si no m e hubiera oído:
–Mi am iga Lavinia m urió aquel día: fue el día m ás feliz y m ás t rist e de m i
vida. Feliz, porque las dos est ábam os vest idas de ángel; t rist e porque perdí para
siem pre la felicidad.
Para que t ocara sus lágrim as, puso m i m ano sobre su m ej illa.
–Siem pre que la recuerdo, lloro –dij o, con voz ent recort ada–. Aquel día
fest ivo t erm inó en t ragedia. Una de las alas de Lavinia se incendió en la llam a del
cirio que yo llevaba en m i m ano. El padre le Lavinia se precipit ó para salvar a su
hij a: la cargó, corrió al presbit erio, at ravesó el pat io, ent ró en el cuart o de baño
con esa ant or–ha viva. Cuando la sum ergió en el agua de la bañadera ya era
t arde. Mi am iga Lavinia yacía carbonizada. De su cuerpo quedó sólo est e anillo
que cuido com o oro en polvo –m e dij o, m ost rando en su anular un anillit o con un
rubí–. Un día, j ugando, m e prom et ió que m e regalaría el anillo cuando m uriera.
No falt ó gent e m alint encionada que m e acusara de haber incendiado a propósit o
las alas de Lavinia. La verdad es que sólo puedo j act arm e de haber sido
bondadosa con una persona: con ella. Yo vivía dedicada com o una verdadera
m adre a cuidarla, a educarla, a corregir sus defect os. Todos t enem os defect os:
Lavinia era orgullosa y m iedosa. Tenía el pelo largo y rubio, la piel m uy blanca.
Para corregir su orgullo, un día le cort é un m echón que guardé secret am ent e en
un relicario; t uvieron que cort arle el rest o del pelo, para em parej arlo. Ot ro día, le
volqué un frasco de agua de Colonia sobre el cuello y la m ej illa; su cut is quedó
t odo m anchado.
El niño t ocaba el t am bor j unt o a nosot ros. Le dij im os que se alej ara, pero
no nos obedeció.
–¿Si le quit ásem os el t am bor? –inquirí con im paciencia.
–Tendría un at aque de nervios –m e respondió Winifred.
–¿Podré vert e algún día, sin el chico o sin el t am bor?
–Por ahora, no –respondió Winifred.
Llegué a creer que era hij o de ella, t ant o lo com placía.
–¿Y la m adre, la m adre nunca puede est ar con él? –le pregunt é un día,
con acrit ud.
–Para eso m e pagan –m e cont est ó, com o si la hubiera insult ado.
Después de una serie de besos, que cam biam os ent re los follaj es, cont inuó
sus confidencias, sin que el niño dej ara de t ocar el t am bor.
–En las Filipinas hay paraísos.
–Aquí t am bién –le respondí, creyendo que hablaba de árboles.
–Paraísos de felicidad. En Manila, donde yo nací, las vent anas de las casas
est án adornadas de m adreperla.
–¿Con vent anas adornadas de m adreperla logra uno ser feliz?
–Est ar en el paraíso equivale a lograr la felicidad; pero siem pre llega la serpient e
y uno la espera. Los t em blores de t ierra, la invasión j aponesa, la m uert e de
Lavinia, t odo ocurrió después. Lo present í, sin em bargo. Mis padres siem pre
colocaban afuera de nuest ra casa, j unt o a la puert a principal, un plat it o con leche
para que las víboras no ent raran en la casa. Una noche se olvidaron de colocar la
leche afuera. Cuando m i padre se m et ió en la cam a, sint ió algo calient e ent re las
sábanas. Era una víbora. Para m at arla de un balazo t uvo que esperar hast a la
m añana. No quería asust arnos con la det onación. Aquella vez present í t odo lo
que iba a ocurrir. Fue una prem onición. Arrodillada en la capilla del colegio
t rat aba de pedir prot ección a Dios, pero siem pre que est aba arrodillada, m is pies
m e m olest aban. Los doblaba hacia afuera, hacia adent ro, para un lado, para el
ot ro, sin hallar post ura adecuada para el recogim ient o. Lavinia m e m iraba con
asom bro; ella era m uy int eligent e y no podía com prender que uno t uviera esas
142
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
dificult ades frent e a Dios. Ella era sensat a; yo era rom ánt ica. Un día, vagando
con un libro, en un cam po cubiert o de lirios, m e dorm í. Era ya t arde. Me
buscaron con lint ernas: el cort ej o iba encabezado por Lavinia. Allí los lirios dan
sueño, son flores narcót icas. Si no m e hubieran encont rado, seguram ent e ust ed
no est aría hablando hoy conm igo.
El niño se sent ó j unt o a nosot ros, t ocando el t am bor.
–¿Por qué no le sacam os el t am bor y se lo t iram os al lago? –m e avent uré
a decir–. Me at urde el ruido.
Winifred dobló su im perm eable roj o, lo acarició y siguió hablando:
–En los dorm it orios del colegio, Lavinia lloraba de noche, porque t em ía a
los anim ales. Para com bat ir sus inexplicables t errores, m et í arañas vivas adent ro
de su cam a. Una vez m et í un rat ón m uert o que encont ré en el j ardín, ot ra vez
m et í un sapo. A pesar de t odo no conseguí corregirla; su m iedo, por lo cont rario,
durant e un t iem po se agravó. Llegó al paroxism o el día en que la invit é a m i
casa. Alrededor de la m esit a donde est aba dispuest o el j uego de t é con las
m asas, coloqué t odas las fieras que m i padre había cazado en África y había
m andado em balsam ar: dos t igres y un león. Lavinia no probó la leche ni las
m asas aquel día. Yo j ugaba a darle de com er a las fieras. Ella lloraba. La llevé a
las ham acas del j ardín, para consolarla. No cesó de llorar, hast a el m om ent o en
que anocheció. Ent onces aproveché la oscuridad para esconderm e det rás de
unas plant as. El m iedo secó sus lágrim as. Creyó que est aba sola. El sit io de las
ham acas quedaba ret irado de la casa. Perm aneció de pie, j unt o a un banco
rúst ico, rascándose nerviosam ent e las rodillas, hast a que aparecí cubiert a de
hoj as de banano. En la oscuridad adiviné la palidez de su cara y los hilit os de
sangre de sus rodillas arañadas. Dij e su nom bre, t res veces: Lavinia, Lavinia,
Lavinia, t rat ando de cam biar m i voz. Palpé su m ano helada. Creo que se
desvaneció. Esa noche t uvieron que ponerle bolsas de agua calient e en los pies y
bolsas de hielo en la cabeza. Lavinia dij o a sus padres que no quería verm e m ás.
Nos reconciliam os, com o es nat ural. Para celebrar nuest ra reconciliación, fui a su
casa con varios regalos: chocolat e y una pecera con un pez roj o; pero lo que
m ás le desagradó fue un m onit o, vest ido de verde, con cuat ro cascabeles. Los
padres de Lavinia m e recibieron con cariño y m e agradecieron los regalos, que
Lavinia no m e agradeció. Creo que el pez y el m ono m urieron de inanición. En
cuant o al chocolat e, Lavinia no lo probó. Tenía la m anía de no com er dulces,
razón por la cual la reprendían, cuando no le m et ían a la fuerza en la boca,
bom bones o dulces que yo siem pre le regalaba.
–¿No querés que paseem os por ot ra part e? –le dij e, int errum piendo sus
confidencias–. Est á lloviendo.
–Bueno –m e cont est ó, poniéndose el im perm eable.
Cam inam os, cruzam os la avenida de las palm eras, llegam os al Monum ent o
a los Españoles. Buscam os un t axím et ro. Di las inst rucciones al chauffeur. En el
cam ino com pram os chocolat e y pan, para el niño. La casa era com o las ot ras de
su género, un poco m ás grande, t al vez. La habit ación t enía un espej o con
m olduras doradas y un perchero, cuyas perchas lucían en sus ext rem idades
cuellos de cisne. Escondim os el t am bor debaj o de la cam a.
–¿Qué hacem os con el niño? –pregunt é, sin recibir ot ra respuest a que el
abrazo que nos conduj o a un laberint o de ot ros abrazos. Penet ram os, nos
dem oram os en la oscuridad com o en un t únel, cegados por la luz del j ardín
donde habíam os est ado.
–¿Y el niño? –volví a int errogar, viendo su ausencia, su som brero de paj a
y sus guant es blancos en la penum bra–. ¿No est ará debaj o de la cam a?
–Ese andariego andará por los corredores de la casa.
–¿Y si alguien lo ve?
–Pensarán que es el hij o del dueño.
143
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–Pero no perm it en t raer niños.
–¿Cóm o lo dej aron pasar?
–No lo vieron, debaj o de t u im perm eable.
Cerré los oj os y aspiré el perfum e de Winifred.
–Qué cruel fuist e con Lavinia –le dij e.
–¿Cruel, cruel? –m e respondió, con énfasis–. Cruel soy con el rest o del
m undo. Cruel seré cont igo –dij o, m ordiendo m is labios.
–No podrás.
–¿Est ás seguro?
–Est oy seguro.
Ahora com prendo que sólo quería redim irse para Lavinia, com et iendo
m ayores crueldades con las dem ás personas. Redim irse a t ravés de la m aldad.
Después salí en busca del niño, porque ella m e lo pidió. Vagué por los
corredores. No había nadie. Me det uve en el pat io donde llegaban los t axím et ros
con parej as que ocult aban risas, alegría, vergüenza. Un gat o blanco se t repó a
una enredadera. El niño est aba orinando j unt o a la pared. Lo alcé y lo llevé
escondiéndom e lo m ej or que pude. Al ent rar en el cuart o, prim eram ent e no vi
nada; la oscuridad era absolut a. Luego advert í que Winifred ya no est aba. Nada
de ella había quedado, ni su cart era, ni sus guant es, ni el pañuelo con iniciales
celest es. Abrí bruscam ent e la puert a para ver si la alcanzaba en el corredor, pero
no hallé ni el perfum e de ella. Volví a cerrarla y m ient ras el niño j ugaba
peligrosam ent e con los flecos de la colcha, descubrí el t am bor. Revisé t odos los
rincones en donde Winifred hubiera podido, en su dist racción, dej ar algo de ella,
algo que m e ayudara a encont rarla de nuevo: su dirección, la dirección de una
am iga, el apellido de ella.
I nt ent é varios diálogos con el niño, que m e fueron de poca ut ilidad.
–No t oques el t am bor. ¿Cóm o t e llam as?
–Cint it o.
–Ése es un sobrenom bre, ¿cuál es t u verdadero nom bre?
–Cint it o.
–¿Y t u niñera?
–Niní.
–¿Y qué m ás?
–Nada m ás.
–¿Dónde vive?
–En una casit a.
–¿Dónde?
–En una casit a.
–¿Dónde est á esa casit a?
–No sé.
–Te doy bom bones, si m e decís cóm o se llam a t u niñera.
–Dam e bom bones.
–Después. ¿Cóm o se llam a?
Cint it o siguió j ugando con la colcha, con la alfom bra, con la silla, con los
palillos del t am bor.
¿Qué haré?, pensaba, m ient ras hablaba con el niño.
–No t oques el t am bor. Más divert ido es hacerlo rodar.
–¿Por qué?
–Porque no hay que hacer ruido.
–Si yo quiero.
–No t oques, t e digo.
–Ent onces devolvém e el cort aplum as.
–No es un j uguet e para niños. Podrías last im art e.
–Tocaré el t am bor.
144
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–Si t ocas el t am bor, t e m at o.
Com enzó a grit ar. Lo t om é del cuello. Le pedí que se callara. No quiso
escucharm e. Le t apé la boca con la alm ohada. Durant e unos m inut os se debat ió;
luego quedó inm óvil, con los oj os cerrados.
Vacilar es una de m is perdiciones. Durant e m inut os que m e com unicaron
con la et ernidad, repet í: ¿Qué haré?
Ahora sólo espero que se abra la puert a de m i cárcel donde t odavía est oy
encerrado. Siem pre fui así: por no provocar un escándalo fui capaz de com et er
un crim en.

Ca r t a pe r dida e n u n ca j ón

¿Cuánt o t iem po hace que no pienso en ot ra cosa que en t i, im bécil, que t e


int ercalas ent re las líneas del libro que leo, dent ro de la m úsica que oigo, en el
int erior de los obj et os que m iro? No m e parece posible que el revest im ient o de
m i esquelet o sea igual al t uyo. Sospecho que pert eneces a ot ro planet a, que t u
Dios es diferent e del m ío, que el ángel guardián de t u infancia no se parecía al
m ío. Com o si se t rat ara de alguien que hubiera ent revist o en la calle, m e parece
que no nos hem os conocido en la infancia y que aquella época hubiera sido m ero
sueño. Pensar de la m añana a la noche y de la noche a la m añana en t us oj os,
en t u pelo, en t u boca, en t u voz, en esa m anera de cam inar que t ienes, m e
incapacit a para cualquier t rabaj o. A veces, al oír pronunciar t u nom bre m i
corazón dej a de lat ir. I m agino las frases que dices, los lugares que frecuent as,
los libros que t e gust an. En m edio de la noche, m e despiert o con sobresalt os
pregunt ándom e: " ¿dónde est ará esa best ia?" o " ¿con quién est ará?" A veces, con
m is am igos, llevo el diálogo a t em as que fat alm ent e at raen com ent arios sobre t u
m odo de vivir, sobre las part icularidades de t u caráct er, o bien paso por la
puert a de t u casa, perdiendo un t iem po infinit o en esperart e para ver a qué
horas sales o cóm o t e has vest ido. Ningún am ant e habrá pensado t ant o en su
am ada com o yo en t i. Recuerdo siem pre t us m anos levem ent e roj as, y la piel de
t us brazos oscura en los pliegues del codo o en el cuello com o arena húm eda.
" ¿Será suciedad?" , pienso, esperando con un defect o nuevo lograr la dest rucción
de t u ser t an despreciable. Podría dibuj ar t u cara con los oj os cerrados, sin
equivocarm e en ninguna de sus líneas: m e guardaré de hacerlo, pues t em o
m ej orar t us facciones o divinizar la expresión un poco best ial de t us m ej illas
prom inent es. Será una m ezquindad de m i part e, pero t odas m is m ezquindades
t e las debo a t i. Después de nuest ra infancia, que t ranscurrió en un colegio que
fue nuest ra prisión donde nos veíam os diariam ent e y dorm íam os en el m ism o
dorm it orio, podría enum erar algunos furt ivos encuent ros: un día en el andén de
una est ación, ot ro día en una playa, ot ro día en un t eat ro, ot ro día en la casa de
unos am igos. No olvidaré aquel últ im o encuent ro, t am poco olvido los ot ros, pero
el últ im o m e parece m ás significat ivo. Cuando advert í t u presencia en aquella
casa perdí por la fracción de un segundo el conocim ient o. Tus pies lascivos
est aban desnudos. Pret ender describir la im presión que m e causaron las uñas de
t us pies sería com o pret ender reconst ruir el Part enón. Creo, sin em bargo, que en
la infancia t uve el present im ient o de t odo lo que iba a sufrir por t i. Oí a m i m adre
pronunciar t u nom bre cuando ent ram os a visit ar por prim era vez aquel colegio
donde había en el j ardín t ant os j aracandas en flor y aquellas dos est at uas
sost eniendo globos de luz en cada lado del port ón.
–Alba Crist ián es hij a de una am iga m ía. La int ernarán t am bién aquí. Es de
t u edad –dij o m i m adre cruelm ent e.
Sent í un ext raño m alest ar: pensé que era por culpa del colegio donde m e
iban a int ernar. Sin em bargo, inconscient em ent e, com o esos ant iguos anillos que
cont enían veneno debaj o de un cam afeo o de una piedra, t u nom bre sem ej ant e
145
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
t am bién a un círculo m e pareció venenoso. Ot ro present im ient o m e avasalló
aquel día del paseo a los lagos de Palerm o, cuando nos baj am os a com er la
m erienda sobre el césped y que Máxim a Parisi t e enseñó unas t arj et as post ales
que no quiso enseñarm e a m í y que al final de la t arde, com iendo un helado de
fram buesa, se recost ó sobre t u hom bro en el óm nibus que nos llevó de vuelt a al
colegio. En aquella int im idad que m e excluía, sent í la am enaza de ot ras
desvent uras. No creas que olvidé la llave m ist eriosa de t u m esa de luz que hacía
sonreír a Máxim a Parisi ni aquel at ado de cigarrillos am ericanos que fum aron sin
convidarm e en la gloriet a de los arbust os " cuerpo a t ierra" decían ust edes " com o
los soldados" , en aquel escondit e que aborrecí hast a el día de hoy. No creas que
olvidé aquel libro pornográfico, ni el gat o que baut izaban con un nuevo nom bre
est rafalario cada día, ¡pobre diablo! Ni aquella suert e de suposit orios para
perfum ar el baño con olor a rosa que disolvían en un vaso de agua y que se
pasaban por el pelo y por los brazos. No creas que olvidé la enferm edad de
Máxim a cuando t e colgast e de m i brazo t odo el día diciéndom e que yo era t u
am iga predilect a y que m e invit arías a t u casa de cam po durant e el verano. No
m e hice ilusiones, adem ás no m e inspirabas ninguna sim pat ía. No aspiré a t u
am ist ad sino para alej art e de ot ras. En el fondo de m i corazón se ret orcía una
serpient e sem ej ant e a la que hizo que Adán y Eva fueran expulsados del Paraíso.
Sospechaba que m i vida sería una sucesión de fracasos y de
abom inaciones. No hay niño desdichado que después sea feliz: adult o podrá
ilusionarse en algún m om ent o, pero es un error creer que el dest ino pueda
cam biarlo. Podrá t ener vocación por la dicha o por la desdicha, por la virt ud o
por la infam ia, por el am or o por el odio. El hom bre lleva su cruz desde el
principio: hay cruces de m adera t osca, de alum inio, de cobre, de plat a o de oro,
pero t odas son cruces.
Bien sabes cuál es la m ía, pero t al vez no sepas cuál es la t uya, pues no
t odos los seres son lúcidos, ni capaces de leer el dest ino en los signos que
diariam ent e ven a su alrededor. ¿Será cruel advert írt elo? Me t iene sin cuidado.
No sient o por t i la m enor lást im a. Me m olest a que alguien aún crea que som os
am igas de infancia. No falt a quien m e pregunt e con t ono alm ibarado y
escandalizado a la vez:
–¿No t enés am igos de infancia?
Yo les respondo:
–No m e casé con los am igos de infancia. Si ahora t engo poco
discernim ient o para elegirlos, ¿cóm o habrán sido las equivocaciones de m is
prim eros años? Las am ist ades de infancia son erróneas, y no se puede ser fiel al
error indefinidam ent e.
Aquel día, en casa de nuest ros am igos, al vert e, una t rém ula nube
envolvió m i nuca, m i cuerpo se cubrió de escalofríos. Tom é un libro que est aba
sobre la m esa y com encé a hoj earlo ávidam ent e: sólo después advert í que el
libro se t it ulaba Balance de las vent as de anim ales bovinos. La dueña de casa m e
ofreció una naranj ada horrible " de alfileres" com o denom inábam os t oda bebida
que llevaba soda. Bebí de un t rago para ocult ar el t em blor de m i m ano;
felizm ent e hacía calor y salí al balcón con el pret ext o de t om ar fresco y de m irar
la vist a que abarcaba el Río de la Plat a a lo lej os y en prim er plano el Monum ent o
de los Españoles que divisado de ese ángulo parecía, m ás que nunca, un
gigant esco post re de bodas o de prim era com unión. Sonreí a t u cara de best ia,
sonreíst e. Vivir así no era vivir. Sent í vért igos, náuseas. Desde aquel sépt im o
piso cont em plé la calle pensando cóm o sería m i caída, si m e t iraba de esa alt ura.
Un puest o de frut a, caj ones de basura al pie de la casa ( est arían en huelga los
basureros) y una baranda alt a m e m olest aban para im aginar la escena. Trat é de
concent rarm e en esa idea llena de dificult ades para serenarm e. Tenía el poder,
que ahora no t engo, para desdoblarm e: conversé con la gent e que m e rodeó, reí,
146
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
m iré a t odos lados con los oj os clavados en el fondo de aquel precipicio con
caj ones de basura, con frut as y con hom bres que pasaban. Todo era m enos
inm undo que t u cara. " De cuánt as m úsicas, de cuánt as personas, de cuánt os
libros t engo que renegar para no com part ir m is gust os cont igo" , pensé al m irar
hacia el int erior del depart am ent o a t ravés del vidrio de la vent ana. " Quiero m i
soledad, la quiero con m il caras im personales." Te m iré y a t ravés del vidrio que
reverberaba t em bló t u cara de piraña com o en el fondo del agua. Pensé en quien
no puedo pensar por causa t uya y en el sort ilegio que m e envolvía. Est ás en m í
com o esas figuras que ocult an ot ras m ás im port ant es en los cuadros. Un expert o
puede borrar la figura superpuest a pero ¿dónde est á el expert o? Necesit o dar
una explicación a m is act os. Después de habert e saludado con una inusit ada
am abilidad t e invit é a t om ar t é. Acept ast e. Te dij e que en m i casa había pint ores.
Sugerist e felizm ent e que sería m ej or ir a t u casa. En el m om ent o en que
prepares el t é y lo dej es sobre la m esa fingiré un desm ayo. I rás a buscar un vaso
de agua que yo t e pediré, ent onces echaré en la t et era el veneno que t raigo en
m i cart era. Servirás el t é después de un rat o. Yo no t om aré el m ío, pensé com o
delirando m ient ras m e hablabas.
No cum plí m i proyect o. Era infant il. Me pareció m ás at inado usar ese
procedim ient o para m at ar a L. Deseché la idea porque la m uert e no m e pareció
un cast igo.
–¿Qué t e pasa? –m e decía L.
La conversación recaía sobre t i. Le decía de t i las peores cosas que pueden
decirse de un ser hum ano. Hablé de suciedad, de m ent iras, de deslealt ad, de
vulgaridad, de pornografía. I nvent é cosas at roces que result aron m aravillosas.
No sospeché que por prim era vez L. se int eresaba en t u personalidad, en t u vida,
en t u m anera de sent ir y que t odo había nacido de m i im aginación.
Durant e el t iem po que dediqué a pensar sólo en t i, a hablar de t us
t erribles vest im ent as, de t u m alignidad, de t u falt a de asco para m et ert e en la
boca dinero sucio y cosas que encont rabas en el suelo, con m i com plicidad, con
m is sospechas, con m i odio const ruí para ust edes ese edificio de am or t an
com plicado donde viven alej ados de m í por m i culpa. Quiero que sepas que
debes t u felicidad al ser que m ás t e desdeña y aborrece en el m undo. Una vez
que ese ser que t e adorna con su envidia y t e em bellece con su odio
desaparezca, t u dicha concluirá con m i vida y la t erm inación de est a cart a.
Ent onces t e int ernarás en un j ardín sem ej ant e al del colegio que era nuest ra
prisión, un j ardín engañoso, cuidado por dos est at uas, que t ienen dos globos de
luz en las m anos, para alum brar t u soledad inext inguible.

El ve r du go

Com o siem pre, con la prim avera llegó el día de los fest ivales. El
Em perador, después de com er y de beber, con la cara recam ada de m anchas
roj as, se dirigió a la plaza, hoy llam ada de las Cáscaras, seguido por sus súbdit os
y por un célebre t écnico, que llevaba un cofre de m adera, con incrust aciones de
oro.
–¿Qué lleva en esa caj a? –pregunt ó uno de los m inist ros al t écnico.
–Los presos polít icos; m ás bien dicho los t raidores.
–¿No han m uert o t odos? –int errogó el m inist ro con inquiet ud.
–Todos, pero eso no im pide que est én de algún m odo en est a caj it a –
susurró el t écnico, m ost rando ent re los bigot es, que eran m uy negros, largos
dient es blancos.
En la plaza de las Cáscaras, donde habit ualm ent e celebraban las fiest as
pat rias, los pañuelos de la gent e volaban ent re las palom as; ést as llevaban
grabadas en las plum as, o en un m edallón que les colgaba del pescuezo, la cara
147
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
pint ada del Em perador. En el cent ro de la plaza hist órica, rodeado de palm eras,
había un sunt uoso pedest al sin est at ua. Las señoras de los m inist ros y los hij os
est aban sent ados en los palcos oficiales. Desde los balcones las niñas arroj aban
flores.
Para celebrar m ej or la fiest a, para alegrar al pueblo que había vivido
t ant os años oprim ido, el Em perador había ordenado que solt aran aquel día los
grit os de t odos los t raidores que habían sido t ort urados. Después de saludar a
los alt os j efes, guiñando un oj o y m ast icando un escarbadient es, el Em perador
ent ró en la casa Am arilla, que t enía una vent ana alt a, com o las vent anas de las
casas de los elefant es del Jardín Zoológico. Se asom ó a m uchos balcones, con
dist int as vest iduras, ant es de asom arse al verdadero balcón, desde el que
habit ualm ent e lanzaba sus discursos. El Em perador, baj o una apariencia severa,
era j uguet ón. Aquel día hizo reír a t odo el m undo. Algunas personas lloraron de
risa. El Em perador habló de las lenguas de los oposit ores: " que no se cort aron –
dij o– para que el pueblo oyera los grit os de los t ort urados" . Las señoras, que
chupaban naranj as, las guardaron en sus cart eras, para oírlo m ej or; algunos
hom bres orinaron involunt ariam ent e sobre los bancos donde había pavos,
gallinas y dulces; algunos niños, sin que las m adres lo advirt ieran, se t reparon a
las palm eras. El Em perador baj ó a la plaza. Subió al pedest al. El em inent e
Técnico se caló las gafas y lo siguió: subió las seis o siet e gradas que quedaban
al pie del pedest al, se sent ó en una silla y se dispuso a abrir el cofre. En ese
inst ant e el silencio creció, com o suele crecer al pie de una cadena de m ont añas
al anochecer. Todas las personas, hast a los hom bres m uy alt os, se pusieron en
punt as de pie, para oír lo que nadie había oído: los grit os de los t raidores que
habían m uert o m ient ras los t ort uraban. El Técnico levant ó la t apa de la caj a y
m ovió los diales, buscando m ej or sonoridad: se oyó, com o por encant o, el prim er
grit o. La voz m odulaba sus quej as m ás graves alt ernat ivam ent e; luego
aparecieron ot ras voces m ás t urbias pero infinit am ent e m ás poderosas, algunas
de m uj eres, ot ras de niños. Los aplausos, los insult os y los silbidos ahogaban por
m om ent os los grit os. Pero a t ravés de ese m ar de voces inart iculadas, apareció
una voz dist int a y sin em bargo conocida. El Em perador, que había sonreído hast a
ese m om ent o, se est rem eció. El Técnico m ovió los diales con recogim ient o: com o
un pianist a que t oca en el piano un acorde im port ant e, agachó la cabeza. Toda la
gent e, sim ult áneam ent e, reconoció el grit o del. Em perador. ¡Cóm o pudieron
reconocerlo! Subía y baj aba, rechinaba, se hundía, para volver a subir. El
Em perador, asom brado, escuchó su propio grit o: no era el grit o furioso o
em ocionado, ent ernecido o t ravieso, que solía dar en sus arrebat os; era un grit o
agudo y áspero, que parecía provenir de una usina, de una locom ot ora, o de un
cerdo que est rangulan. De pront o algo, un inst rum ent o invisible, lo cast igó.
Después de cada golpe, su cuerpo se cont raía, anunciando con ot ro grit o el
próxim o golpe que iba a recibir. El Técnico, ensim ism ado, no pensó que t al vez
suspendiendo la t ransm isión podría salvar al Em perador. Yo no creo, com o ot ras
personas, que el Técnico fuera un enem igo acérrim o del Em perador y que había
t ram ado t odo est o para ult im arlo.
El Em perador cayó m uert o, con los brazos y las piernas colgando del
pedest al, sin el decoro que hubiera querido t ener frent e a sus hom bres. Nadie le
perdonó que se dej ase t ort urar por verdugos invisibles. La gent e religiosa dij o
que esos verdugos invisibles eran uno solo, el rem ordim ient o.
–¿Rem ordim ient o de qué? –pregunt aron los adversarios.
–De no haberles cort ado la lengua a esos reos –cont est aron las personas
religiosas, t rist em ent e.

Aza ba ch e

148
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Soy argent ino. Me enganché en un barco. Conseguí en Marsella que un
m édico firm ara un docum ent o cert ificando que yo est aba loco. No le cost ó nada
porque él est aba t al vez loco. De ese m odo pude abandonar el barco, pero m e
encerraron en un m anicom io y no t engo esperanza de que ningún ser hum ano
pueda sacarm e de aquí.
Ést a fue m i hist oria: por huir de m i t ierra m e enganché en un barco, y por
huir del barco m e encerraron en un m anicom io. Al huir de m i t ierra y al huir del
barco pensé que huía de m is recuerdos, pero cada día revivo la hist oria de m i
am or, que es m i cárcel. Dicen que por odio a las m uj eres elegant es, m e enam oré
de Aurelia, pero no es ciert o. La am é com o no am é a ninguna ot ra m uj er en m i
vida. Aurelia era una sirvient a; apenas sabía escribir, apenas sabía leer. Sus oj os
eran negros, su pelo negro y lacio com o las crines de los caballos. En cuant o
t erm inaba de lim piar las cacerolas o los pisos t om aba un lápiz y un papel y se iba
a un rincón para dibuj ar caballos. Era lo único que sabía dibuj ar: caballos al
galope, salt ando, sent ados, acost ados; a veces eran rosillos, ot ras veces zainos,
colorados, bayos, negros, azulej os, blancos; a veces los pint aba con t iza ( cuando
encont raba t iza) , ot ras veces con lápices de colores, cuando alguien le regalaba
lápices; ot ras veces con t int a y ot ras veces con t int ura. Todos t enían un nom bre:
el preferido era Azabache, porque era negro y arisco.
Cuando por las m añanas m e t raía el desayuno, durant e unos inst ant es oía
su risa, com o un relincho, ant es que ent rara en m i dorm it orio, dando una pat ada
nerviosa cont ra la puert a. No pude educarla, no quise educarla. Me enam oré de
ella.
Tuve que irm e de la casa de m is padres y m e fui a vivir con ella a
Chascom ús, en las afueras del pueblo. Pensé que las paredes m ult iplicadas de
una ciudad labran nuest ra desdicha. Con alegría vendí t odas m is cosas, m i
aut om óvil y m is m uebles, para arrendar aquel pequeñísim o cam po donde viví
pobrem ent e, ilusionado por aquel am or im posible. En un rem at e com pré algunas
vacas y una t ropilla de caballos que m e eran necesarios para t rabaj ar el cam po.
Al principio fui feliz. ¡Qué im port aba no t ener baño, ni luz eléct rica, ni
heladera, ni ropa lim pia de cam a! El am or lo reem plaza t odo. Aurelia m e había
hechizado. ¡Qué im port aba que las plant as de sus pies fuesen ásperas, que sus
m anos est uvieran siem pre roj as y que sus m odales no fuesen finos: yo era su
esclavo!
Le gust aba com er azúcar. En la palm a de m i m ano, yo colocaba t errones
de azúcar, que ella t om aba con su boca. Le gust aba que le acariciaran la cabeza:
durant e horas yo se la acariciaba.
A veces la buscaba t odo el día, sin encont rarla en ninguna part e. ¿Cóm o
podía en aquel cam po t an llano y sin árboles encont rar un escondit e? Volvía
descalza y con el pelo t an enm arañado, que ningún peine podía desenredarlo. Le
advert í que a lo largo de la cost a, no m uy lej os, se ext endían los cangrej ales.
Algunas veces la hallaba conversando con los caballos. Ella, que era t an
silenciosa, hablaba incesant em ent e con ellos. La rodeaban, la querían. Su
preferido se llam aba Azabache.
Algunas personas hablaron de m í com o de un degenerado: ot ros, m e
com padecían, pero fueron los m enos. Me vendían carne m ala, y en el alm acén
t rat aban de cobrarm e dos veces las m ism as cuent as, creyendo que yo era un
dist raído. Vivir en aquella soledad enem iga m e hacía daño.
Me casé con Aurelia para que en la carnicería m e dieran m ej or carne; así
lo dij eron m is enem igos, pero yo podría asegurarles que lo hice para vivir
respet ablem ent e. Aurelia se divert ía besando la nariz de los caballos; t renzaba
su pelo a las crines de los caballos. Est os j uegos denot aban su cort a edad y la
t ernura de su corazón. Era m ía, com o no había sido aquella horrible m uj er
elegant e, con las uñas pint adas, de la cual m e había enam orado años at rás.
149
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Una t arde encont ré a Aurelia con un vagabundo, hablando de caballos. No
ent endí nada de lo que hablaban. Tom é a Aurelia del brazo y la llevé a casa, sin
decirle una palabra. Aquel día cocinó de m ala gana y rom pió una puert a a
pat adas. La encerré con llave y le dij e que era la penit encia que le infligía por
hablar con ext raños. Pareció no ent enderm e. Durm ió hast a que la perdoné.
Para que no volviera a avent urarse lej os de la casa le cont é cóm o m orían
la gent e y los anim ales, que se hundían devorados por los cangrej os. No m e oyó.
La t om é del brazo y le grit é al oído. Se puso de pie y salió de la casa con la
cabeza erguida, encam inándose hacia la cost a.
–¿Adónde vas? –le pregunt é.
Siguió cam inando sin m irarm e. La ret uve del vest ido, forcej eó hast a que
se rom pió. La volt ié, la last im é en m i desesperación. Se puso de pie y siguió
cam inando. Yo la seguí. Cuando llegam os a la proxim idad del río, le supliqué que
no siguiera adelant e porque allí se ext endían los cangrej ales, con un inm undo
olor a barro. Siguió cam inando. Tom ó un cam ino angost o, ent re los cangrej ales.
La seguí. Nuest ros pies se hundían en el barro y oíam os el grit o innum erable de
los páj aros. No se veía ningún árbol y los j uncos t apaban el horizont e. Llegam os
a un lugar donde el cam ino se desviaba y vim os a Azabache, el caballo negro,
hundido hast a la panza en el cangrej al. Aurelia se det uvo un inst ant e sin
asom bro. Rápida, de un salt o, ent ró en el cangrej al y com enzó a hundirse.
Mient ras ella t rat aba de acercarse al caballo, yo t rat aba de acercarm e a ella para
salvarla. Me acost é, m e deslicé, com o un rept il, en el cangrej al. La t om é del
brazo y com encé a hundirm e con ella. Durant e algunos m om ent os creí que yo
iba a m orir. Le m iré los oj os y vi esa luz ext raña que t ienen los oj os agonizant es:
vi el caballo reflej ado en ellos. Le solt é el brazo. Esperé hast a el alba,
deslizándom e com o un gusano sobre la superficie asquerosa del cangrej al, el
final, sin fin para m í, de Aurelia y de Azabache, que se hundieron.

La ú lt im a t a r de

Muchos cueros de corderit os colgaban del alam brado.


Porfirio Last a oyó en el cant o de la t arde, una suert e de am anecer. La
arboleda que rodeaba el rancho era pequeña, pero los páj aros la m ult iplicaban. A
esas horas, Porfirio pensaba siem pre en lo m ism o: en la hij a del capat az del
Recreo. Era ést a una señorit a opulent a, con m edias de seda y t acos alt os.
Pensaba t am bién en un piano, que había ent revist o det rás de una puert a, un día
de lluvia. La m úsica lo fascinaba y recordar los acordes de un piano y aquella
m uj er, era el prem io que recibía a la caída de la noche.
Hacía ya veint e años que había arrendado ese cam po, con un solo pot rero
y un rancho: después de m uchos sacrificios, pudo com prarlo. Cuando se inst aló,
el rancho est aba casi en ruinas; poco a poco lo había refaccionado, de m anera
que el t echo no t uviera got eras, ni la puert a dem asiados chiflones. Había
agregado t ablas al post igo de la vent ana, había apisonado el piso de t ierra y
blanqueado las paredes.
Alrededor del rancho había los rest os de una huert a, poquísim as gallinas,
una que ot ra vaca, t res caballos. Adem ás t enía t rescient as ovej as: vivía de eso.
La lana se pagaba bien y los gast os eran pocos. Bañaba la m aj ada en el cam po
vecino. Ent regaba t odas sus ganancias a uno de sus herm anos que sabía leer,
escribir, m anej ar dinero y un aut om óvil. Guardaba j ust o lo necesario para sus
gast os personales.
Porfirio pensó en su herm ano; era dist ant e y silencioso, com o una caj a de
hierro; lo circundaba una aureola de inst rucción. Vivía a dos leguas de dist ancia,
en una casa con varios corredores; t enía m uj er y algunos hij os.

150
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Varias veces Porfirio había ido a reclam arle dinero. Desde la com pra del
cam pit o y de los anim ales, no había conseguido que su herm ano le ent regara
ninguna sum a. Ést e solía decirle:
–No conviene que t engas dinero. Una de est as noches pueden ent rar a
m at art e.
–No t engo m iedo –respondía Porfirio, t em blando–. Necesit o dinero para
com prar unas cuant as ovej as criollas. Y después, quizá m e hagan falt a unas
hect áreas m ás.
El herm ano dist raído no cont est aba nada.
Aquella vez Porfirio salió del rancho, abrió lent am ent e la t ranquera de
alam bre que com unicaba con el pot rero, cam inó ent re bost as rizadas y cardos,
at aj ando la luz del ponient e con una m ano. Era el m es de agost o. Hacía un frío
penet rant e: en su frent e, lo sent ía com o una corona de hielo, en sus m anos,
com o una superficie dura. Apuró el paso. Se det uvo en el ext rem o del pot rero,
j unt o al alam brado. Copos de lana florecían del alam bre de púas. La m aj ada se
desenrollaba con ruido de alfom bra. Una sola ovej a no se m ovía. Est aba panza
arriba, acost ada en el suelo, esperando la parición. Algunos caranchos y
chim angos aguardaban el nacim ient o, esperando un corderit o vivo o una m adre
casi m uert a, con grandes oj os abrillant ados.
Al acercarse Porfirio ahuyent ó los páj aros. La ovej a respiraba con
dificult ad, se quej aba y m ascaba lent am ent e grandes granos invisibles de m aíz
durísim o. Luego, com o la desgarradura de la t arde roj a, sobre una piedra gris,
fueron naciendo, uno, dos, t res corderit os idént icos. La m adre lam ió
cuidadosam ent e los dos prim eros y olvidó el últ im o. Porfirio buscó una bolsa,
lim pió el t ercer corderit o, lo envolvió, lo llevó hast a el rancho y lo colocó debaj o
del alero.
Ent ró en la pieza y se acercó al fogón encendido. Puso carne a asar en las
brasas.
Los últ im os rayos del sol brillaban en la abert ura de la puert a. Porfirio vio
bailar un redondel de luz en la pared del cuart o. Era el m ensaj e cot idiano de su
vecino. Se levant ó del banco, descolgó el espej it o redondo que había usado
alguna vez para afeit arse y se det uvo en el m arco de la puert a. I nút ilm ent e t rat ó
de cont est ar con el m ism o redondel de luz, con el m ism o reflej o, sobre la casa de
su vecino. El sol había desaparecido. Encauzando la voz con las dos m anos
puest as de cada lado de la boca, después de un rat o grit ó:
–Buenas noches.
El silencio m ult iplicó la voz. Cayó la noche de golpe. Ent ró en el rancho y
com ió j unt o al fogón un t rozo de carne con gallet a y vino t int o. La llam a de la
vela vacilaba con el vient o; sin em bargo, había cerrado la puert a. Los chiflones
eran sus com pañeros.
Sin desvest irse, se dej ó caer sobre la cam a. Tenía dos ponchos m uy
m anchados y una frazada con bordes roj os. El sueño, ant es de llegar a sus oj os,
rondaba com o un agua m uy m ansa por t odo su cuerpo. El sueño no lo avasallaba
com o ot ras noches. Sopló la vela y el cuart o quedó en t inieblas. Tardó en dorm ir.
Rehízo m ent alm ent e los t rabaj os del día, y después em pezó a soñar.
Soñó que se casaba con la hij a del capat az del Recreo en la iglesia de
Azul. Después de la cerem onia llegaba al Recreo, con su novia en un sulky,
escolt ado por t oda la fam ilia, que venía en un vagón, rem olcando un piano con
ruedas. El piano era una casit a alt a y negra, con un escenario cerrado en el
cent ro. Tenía dos candelabros de oro de cada lado. Una fam ilia pequeñísim a de
enanos vivía dent ro de esa casa. La m úsica surgía aparent em ent e de las m anos
de la pianist a, cuando t ocaba las not as, pero el procedim ient o era m ás
com plicado y secret o: la m úsica surgía de la boca de los enanit os.

151
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–Hay que llevarlo con cuidado –decía el padre de la novia, abrazando el
piano–; t iene not as m uy sufridas.
Cuidadosam ent e det uvieron los caballos frent e a la t ranquera y luego el
padre, j unt o con el rest o de la fam ilia de la novia, se fue por el cam po, agit ando
ram as para espant ar m osquit os. La hij a del capat az, que era m ullida, se acost ó
en la cam a de hierro y Porfirio, a su lado, en el piso de t ierra, sobre unas cuant as
bolsas que le servían de colchón. Aquella casa, t an sunt uosa por dent ro, t enía
dorm it orios con piso de t ierra. Los desposados ya debían de est ar durm iendo,
cuando la puert a se abrió de pront o. Una t ropilla de caballos pasó relinchando.
El perro ladraba m uy lej os. Un redondel de luz bailó levem ent e en la
pared. Porfirio sonrió al ver la señal del vecino. Una som bra se perfilaba en el
m arco de la puert a y no vio ot ro rost ro que aquel redondel de luz. Porfirio
adelant ó unos pasos m ás allá de su sueño; aún creo que t uvo t iem po de
asom brarse, de ser sonám bulo, él que j am ás lo había sido, cuando sint ió que le
hundían un hierro m uy roj o en el pecho.
La oscuridad m odificó los colores, las m edias t int as, com o la revelación
caprichosa de una fot ografía.
La m ano de Rem igio Last a no solt aba el cuchillo. El silencio, que no se
había m anifest ado hast a ese m om ent o, crecía; se llenaba de filam ent os, de
silbidos, de m em orias, de cant os de grillos infinit esim ales.
No cruj ía ninguna puert a, ningún m ueble: t odos los obj et os se ausent aban
sobre el piso de t ierra. Las paredes, el t echo se habían disuelt o, pero el hom bre
sint ió, en la irrealidad del cuart o, una presencia viva. Daba la espalda a la
vent anit a; las paredes se habían disuelt o, pero no la vent anit a. Le m olest aba
t ener espalda; era ella el lugar vulnerable de su cuerpo; con el deseo de
ignorarla, volvió bruscam ent e la cabeza y vio, por prim era vez, un fant asm a. Lo
est udió at ent am ent e. Era una señorit a opulent a, con m edias de seda y t acos
alt os. Oyó la insoport able m usiquit a de un piano. I nst ant es después, sint ió el
cont act o de una m ano sobre una de sus m anos y t res dedos se le quedaron
dorm idos.
Sacó el cuchillo y lo lim pió en la frazada. La lint erna era pequeña y
alum braba una circunferencia nít ida, pero m uy exigua. Buscó un fósforo;
encendió la vela. Hizo un paseo circular alrededor del cuart o. Se sent ó un rat o en
un banco y se quit ó los guant es: m iró sus m anos oscuras, con las venas m uy
salient es. Se levant ó del banco y volvió a ponerse los guant es. Los t res dedos
seguían dorm idos. Sopló la vela y después de alum brar el cuart o, con la lint erna
una últ im a vez abrió la puert a y m iró el cielo. La noche carecía de est rellas;
enfocó el caballo que est aba a cinco m et ros y dij o en voz alt a:
–Dos leguas, dos leguas. Tendré t iem po de recorrerlas ant es que
am anezca.
Mont ó el caballo y nadie, salvo yo, pudo oír aquel galope, que se alej aba
en la noche. Nadie, salvo yo, supo que Rem igio Last a heredaba no sólo el dinero
sino el sueño de su herm ano.

El ve st ido de t e r ciope lo

Sudando, secándonos la frent e con pañuelos, que hum edecim os en la


fuent e de la Recolet a, llegam os a esa casa, con j ardín, de la calle Ayacucho. ¡Qué
risa!
Subim os en el ascensor al cuart o piso. Yo est aba m alhum orada, porque no
quería salir, pues m i vest ido est aba sucio y pensaba dedicar la t arde a lavar y a
planchar la colcha de m i cam it a. Tocam os el t im bre: nos abrieron la puert a y
ent ram os, Casilda y yo, en la casa, con el paquet e. Casilda es m odist a. Vivim os
en Burzaco y nuest ros viaj es a la capit al la enferm an, sobre t odo cuando
152
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
t enem os que ir al barrio nort e, que queda t an a t rasm ano. De inm ediat o Casilda
pidió un vaso de agua a la sirvient a para t om ar la aspirina que llevaba en el
m onedero. La aspirina cayó al suelo con vaso y m onedero. ¡Qué risa!
Subim os una escalera alfom brada ( olía a naft alina) , precedidas por la
sirvient a, que nos hizo pasar al dorm it orio de la señora Cornelia Cat alpina, cuyo
nom bre fue un m art irio para m i m em oria. El dorm it orio era t odo roj o, con
cort inaj es blancos y había espej os con m arcos dorados. Durant e un siglo
esperam os que la señora llegara del cuart o cont iguo, donde la oíam os hacer
gárgaras y discut ir con voces diferent es. Ent ró su perfum e y después de unos
inst ant es, ella con ot ro perfum e. Quej ándose, nos saludó:
–¡Qué suert e t ienen ust edes de vivir en las afueras de Buenos Aires! Allí
no hay hollín, por lo m enos. Habrá perros rabiosos y quem a de basuras... Miren
la colcha de m i cam a. ¿Ust edes creen que es gris? No. Es blanca. Un am po de
nieve –m e t om ó del m ent ón y agregó–:
–No t e preocupan est as cosas. ¡Qué edad feliz! Ocho años t ienes,
¿verdad? –y dirigiéndose a Casilda; agregó–:
–¿Por qué no le coloca una piedra sobre la cabeza para que no crezca? De
la edad de nuest ros hij os depende nuest ra j uvent ud.
Todo el m undo creía que m i am iga Casilda era m i m am á. ¡Qué risa!
–Señora, ¿quiere probarse? –dij o Casilda, abriendo el paquet e que est aba
prendido con alfileres. Me ordenó:
–Alcanza de m i cart era los alfileres.
–¡Probarse! ¡Es m i t ort ura! ¡Si alguien se probara los vest idos por m í, qué
feliz sería! Me cansa t ant o.
La señora se desvist ió y Casilda t rat ó de ponerle el vest ido de t erciopelo.
–¿Para cuándo el viaj e, señora? –le dij o para dist raerla.
La señora no podía cont est ar. El vest ido no pasaba por sus hom bros: algo
lo det enía en el cuello. ¡Qué risa!
–El t erciopelo se pega m ucho, señora, y hoy hace calor. Pongám osle un
poquit o de t alco.
–Sáquem elo, que m e asfixio –exclam ó la señora.
Casilda le quit ó el vest ido y la señora se sent ó sobre el sillón, a punt o de
desvanecerse.
–¿Para cuándo será el viaj e, señora? –volvió a pregunt ar Casilda para
dist raerla.
–Me iré en cualquier m om ent o. Hoy día, con los aviones, uno se va cuando
quiere. El vest ido t endrá que est ar list o. Pensar que allí hay nieve. Todo es
blanco, lim pio, y brillant e.
–Se va a París, ¿no?
–I ré t am bién a I t alia.
–¿Vuelve a probarse el vest ido, señora? En seguida t erm inam os.
La señora asint ió dando un suspiro.
–Levant e los dos brazos para que le pasem os prim ero las dos m angas –
dij o Casilda, t om ando el vest ido y poniéndoselo de nuevo.
Durant e algunos segundos Casilda t rat ó inút ilm ent e de baj ar la falda, para
que resbalara sobre las caderas de la señora. Yo la ayudaba lo m ej or que podía.
Finalm ent e consiguió ponerle el vest ido. Durant e unos inst ant es la señora
descansó ext enuada, sobre el sillón; luego se puso de pie para m irarse en el
espej o. ¡El vest ido era precioso y com plicado! Un dragón bordado de lent ej uelas
negras, brillaba sobre el lado izquierdo de la bat a. Casilda se arrodilló, m irándola
en el espej o, y le redondeó el ruedo de la falda. Luego se puso de pie y com enzó
a colocar alfileres en los dobleces de la bat a, en el cuello, en las m angas. Yo
t ocaba el t erciopelo: era áspero cuando pasaba la m ano para un lado y suave
cuando la pasaba para el ot ro. El cont act o de la felpa hacía rechinar m is dient es.
153
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Los alfileres caían sobre el piso de m adera y yo los recogía religiosam ent e uno
por uno. ¡Qué risa!
–¡Qué vest ido! Creo que no hay ot ro m odelo t an precioso en t odo Buenos
Aires –dij o Casilda, dej ando caer un alfiler que t enía ent re sus dient es–. ¿No le
agrada, señora?
–Muchísim o. El t erciopelo es el género que m ás m e gust a. Los géneros son
com o las flores: uno t iene sus preferencias. Yo com paro el t erciopelo a los
nardos.
–¿Le gust a el nardo? Es t an t rist e –prot est ó Casilda.
–El nardo es m i flor preferida, y sin em bargo m e hace daño. Cuando
aspiro su olor m e descom pongo. El t erciopelo hace rechinar m is dient es, m e
eriza, com o m e erizaban los guant es de hilo en la infancia y, sin em bargo, para
m í no hay en el m undo ot ro género com parable. Sent ir su suavidad en m i m ano,
m e at rae aunque a veces m e repugne. ¡Qué m uj er est á m ej or vest ida que
aquella que se vist e de t erciopelo negro! Ni un cuello de punt illa le hace falt a, ni
un collar de perlas; t odo est aría de m ás. El t erciopelo se bast a a sí m ism o. Es
sunt uoso y es sobrio.
Cuando t erm inó de hablar, la señora respiraba con dificult ad. El dragón
t am bién. Casilda t om ó un diario que est aba sobre una m esa y la abanicó, pero la
señora la det uvo, pidiéndole que no le echara aire, porque el aire le hacía m al.
¡Qué risa!
En la calle oí grit os de los vendedores am bulant es. ¿Qué vendían? ¿Frut as,
helados, t al vez? El silbat o del afilador, y el t ilín del barquillero recorrían t am bién
la calle. No corrí a la vent ana, para curiosear, com o ot ras veces. No m e cansaba
de cont em plar las pruebas de est e vest ido con un dragón de lent ej uelas. La
señora volvió a ponerse de pie y se det uvo de nuevo frent e al espej o
t am baleando. El dragón de lent ej uelas t am bién t am baleó. El vest ido ya no t enía
casi ningún defect o, sólo un im percept ible frunce debaj o de los dos brazos.
Casilda volvió a t om ar los alfileres para colocarlos peligrosam ent e en aquellas
arrugas de género sobrenat ural, que sobraban.
–Cuando seas grande –m e dij o la señora– t e gust ará llevar un vest ido de
t erciopelo, ¿no es ciert o?
–Sí –respondí, y sent í que el t erciopelo de ese vest ido m e est rangulaba el
cuello con m anos enguant adas. ¡Qué risa!
–Ahora m e quit aré el vest ido –dij o la señora.
Casilda la ayudó a quit árselo t om ándolo del ruedo de la falda con las dos
m anos. Forcej eó inút ilm ent e durant e algunos segundos, hast a que volvió a
acom odarle el vest ido.
–Tendré que dorm ir con él –dij o la señora, frent e al espej o, m irando su
rost ro pálido y el dragón que t em blaba sobre los lat idos de su corazón–. Es
m aravilloso el t erciopelo, pero pesa –llevó la m ano a la frent e–. Es una cárcel.
¿Cóm o salir? Deberían hacerse vest idos de t elas inm at eriales com o el aire, la luz
o el agua.
–Yo le aconsej é la seda nat ural –prot est ó Casilda.
La señora cayó al suelo y el dragón se ret orció. Casilda se inclinó sobre su
cuerpo hast a que el dragón quedó inm óvil. Acaricié de nuevo el t erciopelo que
parecía un anim al. Casilda dij o m elancólicam ent e:
–Ha m uert o. ¡Me cost ó t ant o hacer est e vest ido! ¡Me cost ó t ant o, t ant o!
¡Qué risa!

Los su e ñ os de Le opoldin a

154
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Desde el nacim ient o de Leopoldina en la fam ilia de Yapurra, las m uj eres
llevaban nom bres que em piezan con L., y a m í, por ser t an pequeño, m e
llam aban Changuit o.
Ludovica y Leonor, que eran las m enores, buscaban un m ilagro, j unt o al
arroyo, t odas las t ardes, a la caída del sol. Í bam os a la vert ient e llam ada Agua
de la Salvia. Dej ábam os las dam aj uanas j unt o a la fuent e, y nos sent ábam os
sobre una piedra, esperando con oj os m uy abiert os el advenim ient o de la noche.
Todos los diálogos llevaban el m ism o t em a.
–Juan Mam anís est ará en Cat am arca –decía Ludovica.
–¡Ay! ¡Qué lindit a biciclet a llevaba! Todos los años visit a la Virgen del
Valle.
–¿Harías la prom esa t ú de ir a pie, com o Javiera?
–Tengo los pies delicados.
–¡Si t uviésem os una Virgen com o ésa!
–Juan Mam anís no iría a Cat am arca.
–Me t iene sin cuidado. La Virgen es lo que m e aflige.
Yo nunca m e quedaba quiet o; ellas conocían m i cost um bre. " Changuit o
dej e eso" , m e decía Ludovica, " las arañas son ponzoñosas" , o bien " Changuit o no
haga eso. No se orina en la fuent e" .
Alguien les había dicho, t al vez la curandera, que a esa hora brillaba una
luz en un hueco de las piedras y que una som bra aparecía en la orillit a del
arroyo.
–Un día la hallarem os –decía Leonor–. Ha de parecerse a la Virgen del
Valle.
–Puede que sea un ánim a –respondía Ludovica–. Yo no m e ilusiono –
m et iendo los pies en el arroyo salpicaba m is oj os y m is orej as con agua. Yo
t em blaba.
–¿Qué harás, Changuit o cuando caiga la nieve, cuando t odos los árboles y
el suelo est én blancos? No saldrás de la orilla del fuego ¿eh? Hast a el agua t ibia
t e hace t irit ar com o una est rella.
–Si descubrim os la nueva Virgen saldrem os en los diarios. Dirán así: " Dos
niñas en Chaquibil vieron la aparición de una nueva Virgen. Las alt as aut oridades
irán a presenciar el act o" . Se hará una grut a ilum inada para la est at ua y después
se const ruirá la basílica. La im agino m uy bien a la Virgen de Chaquibil: m orocha,
con vest ido punzó, con espej it os y un m ant o azul, con guarda dorada.
–Yo m e cont ent aría si t uviera una falda com o la nuest ra y un pañuelo en
la cabeza, siem pre que nos hiciera regalos.
–Las vírgenes no regalan cosas ni se vist en com o nosot ros.
–Siem pre quieres t ener razón.
–Cuando la t engo, la t engo.
–Para est ar de acuerdo cont igo no se puede ni decir " est a boca es m ía" –
com ent aba Leonor, acariciándom e la cabeza.
Bruscam ent e cayó la noche, con olor a m ent a y a lluvia.
Ludovica y Leonor llenaron las dam aj uanas, bebieron agua y volvieron a la
casa. En el cam ino se det uvieron a hablar con un viej o que llevaba una bolsa.
Hablaron del esperado m ilagro. Dij eron que de noche oían el llam ado de aquella
aparición. El viej it o respondió:
–Andará cant ando el zorro. Para qué buscar m ilagros afuera de la casa,
cuando la t ienen a Leopoldina, que hace m ilagros con los sueños.
Ludovica y Leonor se pregunt aron si sería ciert o.
En la cocina, en una sillit a de m im bre con un respaldo alt ísim o, Leopoldina
est aba sent ada, fum ando. Era t an viej a que parecía un garabat o; no se le veían
los oj os, ni la boca. Olía a t ierra, a hierba, a hoj a seca; no a persona. Com o un
baróm et ro anunciaba las t orm ent as o el buen t iem po; ant es que yo, olía al león
155
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
que baj aba del cerro, a com er los chivit os o a t orcerle el pescuezo a los pot rillos.
A pesar de que hacía t reint a años que no salía de su casa, sabía, com o los
páj aros, en qué valle, j unt o a qué arroyo est aban las nueces, los higos, los
duraznos m aduros, y hast a el m ism o crispín, con su cant o desolado, que es
arisco com o el zorro, baj ó un día a com er m igas de gallet a, m oj adas en leche, de
sus m anos, creyendo seguram ent e que era un arbust o.
Leopoldina soñaba, sent ada en la sillit a de m im bre. A veces, al despert ar,
sobre su falda o al pie de la sillit a, hallaba los obj et os que aparecían en los
sueños; pero los sueños eran t an m odest os, t an pobres –sueños de espinas,
sueños de piedras, sueños de ram as, sueños de plum it as–, que a nadie
asom braba el m ilagro.
–¿Qué soñó, Leopoldina? –pregunt ó Leonor, aquella noche, al ent rar en la
casa.
–Soñé que andaba por un arroyo seco, j unt ando piedrit as redondas. Aquí
t engo una –dij o Leopoldina, con voz de flaut a. –¿Y cóm o consiguió la piedrit a?
–Mirándola no m ás –respondió.
Junt o a la vert ient e, Leonor y Ludovica no esperaron, com o ot ras t ardes,
la llegada de la noche, en la esperanza de asist ir a un m ilagro. Volvieron a la
casa, con paso apresurado.
–¿Con qué soñó, Leopoldina? –pregunt ó Ludovica.
–Con las plum as de una t orcaza, que caían al suelo. Aquí t engo una –
agregó Leopoldina, m ost rándole una plum it a.
–Diga, Leopoldina, ¿por qué no sueña con ot ras cosas? –dij o Ludovica con
im paciencia.
–M'hij it a, ¿con qué quiere que sueñe?
–Con piedras preciosas, con anillos, con collares, con esclavas. Con algo
que sirva para algo. Con aut om óviles.
–M'hij it a, no sé.
–¿Qué es lo que no sabe?
–Lo que son esas cosas. Tengo com o cient o veint e años y he sido m uy
pobre.
–Es t iem po de hacernos ricos. Ust ed puede t raer la riqueza a est a casa.
Los días siguient es Leonor y Ludovica se sent aban j unt o a Leopoldina,
para verla dorm ir. A cada rat o la despert aban.
–¿Qué soñó? –le pregunt aban–. ¿Qué soñó?
Ella respondía algunas veces que había soñado con plum it as, ot ro día con
piedrit as y ot ros con hierbas, con ram as o con ranas. Ludovica y Leonor a veces
prot est aban agriam ent e, a veces con t ernura, para conm overla, pero Leopoldina
no era dueña de sus sueños: t ant o la m olest aron que ya no podía dorm ir.
Resolvieron darle un guiso indigest o.
–El est óm ago pesado da sueñit o –dij o Ludovica, preparando una frit ura
oscura con un olor riquísim o.
Leopoldina com ió, pero no t uvo sueño.
–Le darem os vino –dij o Ludovica–. Vino calient e.
Leopoldina bebió, pero no durm ió.
Leonor, que era previsora, fue en busca de la curandera, para pedirle unas
hierbas dorm it ivas. La curandera vivía en un lugar apart ado. Tuvim os que
at ravesar la Ciénaga y una de las m ulas se hundió en un pant ano. Las hierbas
que Leonor consiguió t am poco dieron ningún result ado. Ludovica y Leonor
discut ieron durant e unos días adónde les convendría ir en busca de un m édico; si
a Tafí del Valle o a Am aicha.
–Si vam os a Am aicha t raerem os uvas –dij o Leonor a Leopoldina, para
consolarla. Luego rió:
–No es la época de las uvas.
156
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–Y si vam os a Tafí del Valle, de la Quesería del Churquí t raerem os un
quesit o –dij o Ludovica.
–¿Lo llevarán al Changuit o, para que dé un paseo? –cont est ó Leopoldina,
com o si no le gust ara ni el queso ni las uvas.
Fuim os a Tafí del Valle. Cruzam os m uy lent am ent e, a caballo, la Ciénaga
donde m urió la m ula. En la villa fuim os al hospit al y Leonor pregunt ó por el
m édico. Nosot ros la esperam os en el pat io. Mient ras Leonor hablaba con el
m édico, t uvim os t iem po de dar un paseo por el pueblo; cuando volvim os Leonor
nos recibió en la puert a del hospit al, con un envolt orio en la m ano. El envolt orio
cont enía un rem edio, una j eringa y una aguj a para inyecciones. Leonor sabía dar
inyecciones: una enferm era, que había conocido, le enseñó el art e de clavar la
aguj a en una naranj a o en una m anzana. Dorm im os en Tafí del Valle y de
m añana, m uy t em prano, em prendim os el regreso.
Al vernos llegar, com o si ella hubiera hecho el viaj e, Leopoldina dij o que
est aba cansada, y durm ió por prim era vez después de veint e días de insom nio.
–Qué bandida –dij o Ludovica–. Duerm e para hacernos un desprecio.
En cuant o vieron que despert aba le pregunt aron:
–¿Qué soñó? Tiene que decirnos lo que soñó.
Leopoldina balbuceó algunas palabrit as. Ludovica la zarandeó del brazo.
–Si no nos dice lo que soñó, Leonor le pondrá una inyección –agregó,
m ost rándole la aguj a y la j eringa.
–Soñé que un perro escribía m i hist oria: aquí est á –dij o Leopoldina,
m ost rando unas hoj as de papel arrugado y sucio–. ¿No las leerían ust edes,
hij it as, para que yo la escuche?
–¿No puede soñar con cosas m ás im port ant es? –dij o Leonor indignada,
t irando al suelo las hoj as. Luego t raj o un libro enorm e que olía a pis de gat o, con
lám inas en colores, que le había prest ado la m aest ra. Después de hoj earlo
at ent am ent e, se det uvo en algunas lám inas, que m ost ró a Leopoldina,
rest regándolas con el índice.
–Aut om óviles –daba vuelt a las hoj as–, collares –daba vuelt a las hoj as–,
pulseras –soplaba sobre las hoj as–, j oyas –se hum edecía el pulgar con saliva–,
reloj es –giraban las hoj as ent re sus dedos–. Con est as cosas t iene que soñar y
no con basurit as.
–Fue en ese m om ent o, Leopoldina, cuando t e hablé, pero t ú no m e oíst e,
porque dorm ías de nuevo y algo se había deslizado ent re t u sueño ant erior y el
present e.
–Te acuerdas de m is ant epasados? Si los evocas panzones, ásperos,
hirvient es y t em blorosos com o yo, recordarás los obj et os m ás sunt uosos que
conocist e: aquel m edallón, con baño de oro, y en el int erior un m echón de pelo,
que t e regalaron para el casam ient o; las piedras del collar de t u m adre, que t u
nuera robó; aquel cofre lleno de m edallit as con aguam arinas; la m áquina de
coser, el reloj ; el coche con caballos t an viej os que eran m ansos. Es increíble,
pero exist ió t odo eso. Recuerdas, en Tafí del Valle, aquella t ienda deslum brant e
donde com prast e un prendedor, con la cabeza de un perro parecido a m í,
grabada en una piedra: sólo yo, para curart e el asm a, puedo recordárt elo,
porque fui el abrigo de t u pecho.
–Si no se duerm e le pondrán la inyección –am enazó Ludovica. Leopoldina,
at errada, volvió a dorm ir. La silla de m im bre, m eciéndose, hacía un ruidit o
ext raño.
–¿Habrá ladrones? –int errogó Leonor. –No hay luna.
–Serán las ánim as –cont est ó Ludovica.
¿Sabía por qué lloraba yo? Porque sent ía venir el vient o Zonda. Ni Leonor
ni Ludovica lo oían, porque sus voces ret um baban, desesperadas o t al vez
esperanzadas, pregunt ando:
157
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–¿Qué soñó? ¿Qué soñó?
Est a vez Leopoldina salió afuera, sin cont est ar, y m e dij o:
–Vam os, Changuit o, es la hora.
I nm ediat am ent e com enzó a soplar el vient o Zonda. Para los crist ianos se
había anunciado siem pre con ant icipación, con un cielo m uy lim pio, con un sol
dest eñido y bien dibuj adit o, con un am enazador ruido de m ar ( que no conozco) a
lo lej os. Pero est a vez llegó com o un relám pago, barrió el piso del pat io,
am ont onó hoj as y ram as en los huecos de los cerros, degolló, ent re las piedras,
los anim ales, dest ruyó las m ieses y en un rem olino levant ó en el aire a
Leopoldina y a m í, su perro pila, llam ado Changuit o, que escribió est a hist oria en
el penúlt im o sueño de su pat rona.

La s on da s

¿Sólo creerás en las calum nias? ¡Hast a cuándo! Qué feliz era la época en
que bast aba que dos personas se am aran o sint ieran sim pat ía la una por la ot ra,
para que les fuera perm it ido convivir, o sim plem ent e, frecuent arse. La luna era
un m ist erioso sat élit e lej ano com o Am érica ant es de Crist óbal Colón. Maldigo a la
señorit a Lina Zfanseld, que en los m eses de invierno de m il novecient os set ent a
y cinco prest ó su abrigo a la señora Rosa Tilda. Ayer leí su biografía, por
casualidad, en el pequeño Diccionario Médico que m e acom paña. Por culpa del
m aldit o abrigo, de la vit alidad de la señora Lina Zfanseld, nosot ros t enem os que
sufrir est a separación, est e m alent endido. Si aquella apát ica señora Rosa Tilda
no hubiera sido t an apát ica, si aquella señorit a Lina Zfanseld no hubiera sido t an
vit al, si el ant icuado abrigo de piel de cam ello no hubiera t rasm it ido t an
perfect am ent e las ondas de un organism o a ot ro, si no hubiera exist ido ese
horrible m icroscopio elect rónico, que revela la disposición de nuest ras m oléculas,
con el que se ent ret ienen los m édicos m odernos com o ant iguam ent e con los
calidoscopios los niños, no est aríam os en est a sit uación. Ya ves de qué
com plicadas confabulaciones, de qué ínfim os det alles dependen los
descubrim ient os; de qué casualidades las desdichas, las cost um bres que van
adopt ando los seres hum anos. En verdad, som os com o un rebaño que obedece a
las m ás sut iles o groseras com binaciones para el bien de la sociedad.
Ciegam ent e, para no m erecer cast igos, obedecem os a los deberes cívicos y
cuando m edit am os sobre ellos y los eludim os, caem os en grandes desvent uras. A
veces m e da risa pensar que si la señora Rosa Tilda no se hubiera som et ido a un
t rat am ient o m édico porque sus depresiones le im pedían acudir diariam ent e a su
t rabaj o, el hecho del abrigo que t ransform ó su organism o no hubiera llam ado la
at ención a nadie, ni el t ej ido de piel de cam ello, que ya no se usa, hubiera subido
de precio. Pero un m édico, que t enía alm a de invest igador, según dicen, est udió
el caso y logró, indebidam ent e, a m i j uicio, celebridad y riqueza.
Desearía haber nacido en ot ra época, siem pre que t e hubiera encont rado
en ella. Hast a el año m il novecient os set ent a y cinco el m undo era t olerable.
Som os víct im as de lo que algunos hom bres llam an progreso. Las guerras se
hacen ahora con lluvias o sequías, con m ovim ient os sísm icos, con plagas
sorpresivas, con cam bios exorbit ant es de t em perat ura: la m ayor part e del
t iem po no se derram a una got a de sangre, pero est o no significa que sufram os
m enos que nuest ros ant ecesores. ¡Cuánt os j óvenes sueñan con m orir en un
cam po de bat alla, después de j ugar a balazos con el enem igo! Es nat ural que
quieran t ener una sat isfacción individual.
Puedo com unicarm e cont igo por m edio de est e dim inut o m et al ( que
recuerda los ant iguos t elevisores) ; veo t u cara reflej ada y oigo t u voz, y t ú
recibes m is m ensaj es diarios y el reflej o t am bién de m i cara. Salvaj es de 1930 ( y
t odavía exist en salvaj es de ese t ipo) , creerían que vivim os en un m undo m ágico,
158
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
pero si yo pudiera hablar con ellos, les diría: " Desengáñense, soy m ás
desdichada que ust edes, que no t enían t elevisor" . A ej em plo de algunos roedores
que dej an dent ro de la t ierra alim ent o para sus hij os, yo dej aré m ensaj es para
nuest ros descendient es. Que t ú est és en la luna t rabaj ando en las m inas, con
t odas las com odidades y halagos de t u posición, que yo est é en la t ierra,
at isbando t us m enores m ovim ient os, ocult a, para que las aut oridades no m e
descubran y m e den drogas para olvidart e, parecerá un infort unio suficient e para
los hom bres del fut uro que descifren nuest ros m ensaj es.
Hallo m onst ruoso que los pueblos se hayan dividido y se fundan de
acuerdo con la disposición de las m oléculas de los individuos y sus proyecciones
de ondas. Tendré ideas ant icuadas. Cuando rem em oro m is siet e años, m e
est rem ezco. Las int erdicciones com enzaron con la m asacre de los niños de la
escuela de Massachuset t s, con el incendio del Circo Nipón, en Tokio, y con los
asalt os a m ano arm ada en los j ardines públicos de I nglat erra y de Alem ania. Los
crím enes no los com et ía nunca un individuo solo, sino una com binación de
m oléculas, y disparat es de ese est ilo, que yo com prendía apenas. Las fot ografías
en colores de Lina Zfanseld y de Rosa Tilda aparecieron en los diarios, pegadas a
las paredes de las casas, com o salvadoras de la hum anidad. Se adopt aron
severas m edidas: se em pezó con las cuest iones de los viaj es: las personas del
grupo A no podían viaj ar con las del grupo B, ni las del grupo B con las del grupo
C y así sucesivam ent e. ( En la libret a de cont rol ¡cuánt o m e repugnaba la
fot ografía de las m oléculas en un recuadro j unt o a m i cara! ) Se dividieron las
fam ilias. Muchos hogares quedaron deshechos. ¿Digo o no digo la verdad?
Llegaron a form ar pueblos de gent e que no t enía nada que ver la una con la ot ra.
Hubo varios suicidios: la m ayor part e eran de enam orados o de alum nos y
m aest ros que no querían separarse. Se dio el caso de unos niños de once años,
que yo conocía, y de dos est udiant es de ingeniería, pues de ningún m odo hay
que creer que sólo el am or de novios o de am ant es puede ser apasionado. Nunca
est uvim os de acuerdo sobre ese punt o.
Cuando quisim os falsificar nuest ros docum ent os nos sent íam os felices,
¿por qué no lo seríam os ahora si no fuera por est a separación? Para obt ener la
felicidad nada nos parecería im posible. I m aginas que t odo ha t erm inado ent re
nosot ros, pero t e equivocas. ¿Gast ast e t u dinero en sobornos? Ya lo sé, no m e lo
eches en cara.
¿Recuerdas aquella preciosa m añana de verano, cuando subíam os la
escalinat a de la plaza de La Verdad? Llevábam os los papeles en las m anos. Tus
ondas coincidían con las m ías en el cert ificado que nos dieron en el Minist erio de
Salud. Después de haber visit ado los hospit ales que nos correspondían para las
invest igaciones, nos det uvim os al pie del m onum ent o, donde la figura de La
Verdad, con los oj os enorm es, relum bra com o si fuese de azúcar. Nos sent am os
en el pedest al de m árm ol, com im os un helado de fram buesa, después de
besarnos. Durant e unos días, pensando que no nos dañábam os m ut uam ent e,
planeábam os el porvenir. Aquel cert ificado nos im presionaba t ant o que no nos
disgust am os ni una sola vez, en cinco días. Mi m ano sobre t u piel no ocasionaba
la desazón habit ual, m i voz no repercut ía sobre t u sueño inspirándot e aquella
ext raña angust ia. Tus oj os, cuando m e m iraban fij am ent e, no m e hacían vacilar
o cam biar de rum bo, com o si yo hubiera sido una aut óm at a. Tu abrazo no
oblit eraba m i ser com o de cost um bre. Asist íam os a una suert e de m ilagro. Com o
si no hubiéram os querido engañar al Est ado, nos conducíam os de acuerdo a sus
norm as, a sus leyes. ¡Qué im port aba que el docum ent o hubiera sido fraguado,
que nuest ras ondas no coincidieran! Nos t ransform ábam os de acuerdo a los
papeles sellados que desdeñábam os. Habíam os nacido el uno para el ot ro, nos
am ábam os legalm ent e y nadie podía separarnos. Pero alguien siem pre dice la
verdad y si la verdad salva a algunos individuos a ot ros los hunde. El que nos
159
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
delat ó fue un enem igo m ío. Nos incom unicaron y t e exiliaron. Ant es de t u part ida
t e dij eron que yo había confesado la verdad, porque m e había arrepent ido: que
había t enido que reconocer m i error y m i desdicha. Lo creíst e. Que yo m e haya
ret irado del m undo para vivir en est a grut a, no t e conm ueve, que huya de los
hom bres para poder com unicarm e cont igo, no t e parece una prueba de am or.
Nuest ros m alent endidos persist en. Creo que nuest ro cariño nació de un
m alent endido y creo que no se debilit ó por eso.
" Am em os a los organism os que nos benefician. Desechem os a los que nos
perj udican" , decía una inscripción sobre la puert a de los hospit ales. " Cont role sus
t renes de ondas." ¡No quiero oír hablar de ondas ni de organism os!
Recuerdo con horror aquellas leyendas de crím enes pasionales que m e
cont aban los m édicos, para hacerm e ent rar en razón.
He conocido a un sabio ( no sé si será un em bust ero) , que pret ende, por
m edio de una operación, reint egrarm e a t u grupo. Por unos días se int errum pirán
m is m ensaj es y t al vez durant e m i ausencia se asom e m i perro al disco de m et al.
Dile " vaya a la cucha" , o " t om e agua" , o " pobrecit o" , para consolarlo. No pienso
sino en esa operación. Sueño noche y día con ella. No he averiguado qué grado
de sufrim ient o t endré que soport ar, qué anest esia m e darán, ni en qué lugar de
m i cuerpo se realizará. Est oy ent regada a la esperanza de pert enecer a t u grupo
de ondas y poder, de ese m odo, convivir cont igo de un m odo norm al.
Nat uralm ent e correré el riesgo de cam biar de personalidad, y falt a saber si esa
nueva personalidad t e agradará. Podría t ransform arm e en un rat ón o en una
baldosa. No t engo que pensar en t odos los peligros; m e volvería loca. Si
fracasara est e int ent o lo pagaré con m i vida, y realm ent e será la única solución
que pondría t érm ino al sufrim ient o de verm e defraudada.
Después de la operación pienso enrolarm e en un viaj e int erplanet ario para
acercarm e discret am ent e a t u m undo. Aprenderé a cam inar sobre el aire, para
que m e confundan con un ángel o una divinidad m it ológica griega, de esas con
las cuales m e com parabas cuando creías en m i honest idad, en m i belleza, en m i
am or.

La boda

Que una m uchacha de la edad de Robert a se fij ara en m í, saliera a pasear


conm igo, m e hiciera confidencias, era una dicha que ninguna de m is am igas
t enía. Me dom inaba y yo la quería no porque m e com prara bom bones o bolit as
de vidrio o lápices de colores, sino porque m e hablaba a veces com o si yo fuera
grande y a veces com o si ella y yo fuéram os chicas de siet e años.
Es m ist erioso el dom inio que Robert a ej ercía sobre m í: ella decía que yo
adivinaba sus pensam ient os, sus deseos. Tenía sed: yo le alcanzaba un vaso de
agua, sin que m e lo pidiera. Est aba acalorada: la abanicaba o le t raía un pañuelo
hum edecido en agua de Colonia. Tenía dolor de cabeza: le ofrecía una aspirina o
una t aza de café. Quería una flor: yo se la daba. Si m e hubiera ordenado
" Gabriela, t írat e por la vent ana" o " pon t u m ano en las brasas" o " corre a las vías
del t ren para que el t ren t e aplast e" , lo hubiera hecho en el act o.
Vivíam os t odos en los arrabales de la ciudad de Córdoba. Arm inda López
era vecina m ía y Robert a Carm a vivía en la casa de enfrent e. Arm inda López y
Robert a Carm a se querían com o prim as que eran, pero a veces se hablaban con
acrit ud: t odo surgía por las conversaciones de vest idos o de ropa int erior o de
peinados o de novios que t enían. Nunca pensaban en su t rabaj o. A la m edia
cuadra de nuest ras casas se encont raba la peluquería LAS ONDAS BONI TAS. Ahí,
Robert a m e llevaba una vez por m es. Mient ras que le t eñían el pelo de rubio con
agua oxigenada y am oníaco, yo j ugaba con los guant es del peluquero, con el
vaporizador, con las peinet as, con las horquillas, con el secador que parecía el
160
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
yelm o de un guerrero y con una peluca viej a, que el peluquero m e cedía con
m ucha am abilidad. Me agradaba aquella peluca, m ás que nada en el m undo, m ás
que los paseos a Ongam ira o al Pan de Azúcar, m ás que los alfaj ores de arrope o
que aquel caballo azulej o que m ont aba en el t erreno baldío para dar la vuelt a a
la m anzana, sin riendas y sin m ont ura y que m e dist raía de m is est udios.
El com prom iso de Arm inda López m e dist raj o m ás que la peluquería y que
los paseos. Tuve m alas not as, las peores de m i vida, en aquellos días.
Robert a m e llevaba a pasear en t ranvía hast a la confit ería Orient al. Ahí
t om ábam os chocolat e con vainillas y algún m uchacho se acercaba para
conversar con ella. De vuelt a en el t ranvía m e decía que Arm inda t enía m ás
suert e que ella, porque a los veint e años las m uj eres t enían que enam orarse o
t irarse al río.
–¿Qué río? –pregunt aba yo, pert urbada por las confidencias.
–No ent iendes. Qué le vas a hacer. Eres m uy pequeña.
–Cuando m e case, m e m andaré hacer un herm oso rodet e –había dicho
Arm inda–, m i peinado llam ará la at ención.
Robert a reía y prot est aba:
–Qué ant icuada. Ya no se usan los rodet es.
–Est ás equivocada. Se usan de nuevo –respondía Arm inda–. Verás, si no
llam o la at ención.
Los preparat ivos para la boda fueron largos y m inuciosos. El t raj e de novia
era sunt uoso. Una punt illa de la abuela m at erna adornaba la bat a, un encaj e de
la abuela pat erna ( para que no se resint iera) adornaba el t ocado. La m odist a
probó el vest ido a Arm inda cinco veces. Arrodillada y con la boca llena de
alfileres la m odist a redondeaba el ruedo de la falda o agregaba pinzas al
nacim ient o de la bat a. Cinco veces del brazo de su padre, Arm inda cruzó el pat io
de la casa, ent ró en su dorm it orio y se det uvo frent e a un espej o para ver el
efect o que hacían los pliegues de la falda con el m ovim ient o de su paso. El
peinado era t al vez lo que m ás preocupaba a Arm inda. Había soñado con él t oda
su vida. Se m andó hacer un rodet e m uy grande, aprovechando una t renza de
pelo que le habían cort ado a los quince años. Una redecilla dorada y m uy fina,
con perlit as, sost enía el rodet e, que el peluquero exhibía ya en la peluquería. El
peinado, según su padre, parecía una peluca.
La víspera del casam ient o, el 2 de enero, el t erm óm et ro m arcaba cuarent a
grados. Hacía t ant o calor que no necesit ábam os m oj arnos el pelo para peinarlo
ni lavarnos la cara con agua para quit arnos la suciedad. Exhaust as Robert a y yo
est ábam os en el pat io. Anochecía. El cielo, de un color gris de plom o, nos asust ó.
La t orm ent a se resolvió sólo en relám pagos y avalanchas de insect os. Una
enorm e araña se det uvo en la enredadera del pat io: m e pareció que nos m iraba.
Tom é el palo de una escoba para m at arla, pero m e det uve no sé por qué.
Robert a exclam ó:
–Es la esperanza. Una señora francesa m e cont ó una vez que La araña por
la noche es esperanza.
–Ent onces, si es esperanza, vam os a guardarla en una caj it a –le dij e.
Com o una sonám bula porque est aba cansada y es m uy buena, Robert a fue
a su cuart o para buscar una caj it a.
–Ten cuidado. Son ponzoñosas –m e dij o.
–¿Y si m e pica?
–Las arañas son com o las personas: pican para defenderse. Si no les
haces daño, no t e harán a t i.
Puse la caj it a abiert a frent e a la araña, que de un salt o se m et ió adent ro.
Después cerré la t apa, que perforé con un alfiler.
–¿Qué vas a hacer con ella? –int errogó Robert a.
–Guardarla.
161
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–No la pierdas –m e respondió Robert a.
Desde ese m inut o, anduve con la caj a en el bolsillo. A la m añana siguient e
fuim os a la peluquería. Era dom ingo. Vendían m at ras y flores en la calle. Esos
colores alegres parecían fest ej ar la proxim idad de la boda. Tuvim os que esperar
al peluquero, que fue a m isa, m ient ras Robert a t enía la cabeza baj o el secador.
–Pareces un guerrero –le grit é.
Ella no m e oyó y siguió leyendo su libro de m isa. Ent onces se m e ocurrió
j ugar con el rodet e de Arm inda, que est aba a m i alcance. Ret iré las horquillas
que sost enían el rodet e com pact o dent ro de la preciosa redecilla. Se m e ant oj ó
que Robert a m e m iraba, pero era t an dist raída que veía sólo el vacío, m irando
fij am ent e a alguien.
–¿Pongo la araña adent ro? –int errogué m ost rándole el rodet e.
El ruido del secador eléct rico seguram ent e no dej aba oír m i voz. No m e
respondió, pero inclinó la cabeza com o si asint iera. Abrí la caj a, la volqué en el
int erior del rodet e, donde cayó la araña. Rápidam ent e volví a enroscar el pelo y a
colocar la fina redecilla que lo envolvía y las horquillas para que no m e
sorprendieran. Sin duda lo hice con habilidad, pues el peluquero no advirt ió
ninguna anom alía en aquella obra de art e, com o él m ism o denom inaba el rodet e
de la novia.
–Todo est o será un secret o ent re nosot ras –dij o Robert a, al salir de la
peluquería, t orciendo m i brazo hast a que grit é. Yo no recordaba qué secret os m e
había dicho aquel día y le respondí, com o había oído hacerlo a las personas
m ayores.
–Seré una t um ba.
Robert a se puso un vest ido am arillo con volant es y yo un vest ido blanco
de plum et ís, alm idonado, con un ent redós de broderie. En la iglesia no m iré al
novio porque Robert a m e dij o que no había que m irarlo. La novia est aba m uy
bonit a con un velo blanco lleno de flores de azahar. De pálida que est aba parecía
un ángel. Luego cayó al suelo inanim ada. De lej os parecía una cort ina que se
hubiera solt ado. Muchas personas la socorrieron, la abanicaron, buscaron agua
en el presbit erio, le palm ot earon la cara. Durant e un rat o creyeron que había
m uert o; durant e ot ro rat o creyeron que est aba viva. La llevaron a la casa, helada
com o el m árm ol. No quisieron desvest irla ni quit arle el rodet e para ponerla
m uert a en el at aúd. Tím idam ent e, t urbada, avergonzada, durant e el velorio que
duró dos días, m e acusé de haber sido la causant e de su m uert e.
–¿Con qué la m at ast e, m ocosa? –m e pregunt aba un parient e lej ano de
Arm inda, que bebía café sin cesar.
–Con una araña –yo respondía.
Mis padres sost uvieron un conciliábulo para decidir si t enían que llam ar a
un m édico. Nadie j am ás m e creyó. Robert a m e t om ó ant ipat ía, creo que le
inspiré repulsión y j am ás volvió a salir conm igo.

La pa cie n t e y e l m é dico

( La pacient e est á acost ada frent e a un ret rat o.)

Hace cinco años que lo conozco y su verdadera nat uraleza no m e ha sido


revelada. Alej andrina m e llevó a su consult orio una t arde de invierno. En la sala
de espera, durant e t res horas, t uve que m irar las revist as que est aban sobre la
m esa. No olvidaré nunca los herm osos claveles de papel que adornaban el
florero, sobre la consola. Había m ucha gent e: dos niños que corrían de un lado a
ot ro del cuart o y que com ían bom bones, y una viej a m alísim a, con una som brilla
negra y un som brero de t erciopelo. Hace cinco años que lo conozco. A veces
pienso que es un ángel, ot ras veces un niño, ot ras veces un hom bre. El día que
162
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
fui a su consult orio no pensé que iba a t ener t ant a im port ancia en m i vida.
Det rás de un biom bo m e desvest í para que m e auscult ara. Anot ó m is dat os
personales y m i hist oria clínica sin m irarm e. Cuando colocó su cabeza sobre m i
pecho, es ciert o que aspiré el perfum e de su pelo y que aprecié el color cast año
de sus rizos. Me dij o, m irando un lunar que t engo en el cuello, que m i
enferm edad era larga de curar, pero benigna. Le obedecí en t odo. Me habría
t irado por la vent ana, si m e lo hubiese ordenado. Suspendí las verduras crudas,
el vino, el café y el chocolat e, que t ant o m e gust a. Me alim ent é de papas cocidas
y de carne asada; dorm ía después del alm uerzo; aunque no durm iera,
descansaba. Durant e seis m eses dej é de est udiar; fue en esos días cuando m e
dio su ret rat o para que lo colocara frent e a m i cam a.
–Cuando t e sient as m al, m i hij it a, le pedirás consej os al ret rat o. Él t e los
dará. Puedes rezarle, ¿acaso no rezas a los sant os?
Est e m odo de proceder le pareció ext raño a Alej andrina.
Mi vida t ranscurría m onót onam ent e, pues t engo un t est igo const ant e que
m e prohíbe la felicidad: m i dolencia. El doct or Edgardo es la única persona que lo
sabe.
Hast a el m om ent o de conocerlo viví ignorando que algo dent ro de m i
organism o m e carcom ía. Ahora conozco t odo lo que sufro: el doct or Edgardo m e
lo ha explicado. Es m i nat uraleza. Algunos nacen con oj os negros, ot ros con oj os
azules.
Parece im posible que siendo t an j oven sea t an sabio; sin em bargo, m e he
ent erado de que no se precisa ser un anciano para serlo. Su piel lisa, sus oj os de
niño, su cabellera rubia, ensort ij ada, son para m í el em blem a de la sabiduría.
Hubo épocas en que lo veía casi t odos los días. Cuando yo est aba m uy
débil venía a m i casa a verm e. En el zaguán al despedirse m e besó varias veces.
Desde hace un t iem po m e at iende sólo por t eléfono.
–Qué necesidad t engo de verla si la conozco t ant o: es com o si t uviera su
organism o en m i bolsillo, com o el reloj . En el m om ent o en que ust ed m e habla
puedo m irarlo y cont est ar a cualquier pregunt a que m e haga.
Le respondí:
–Si no necesit a verm e, yo necesit o verlo a ust ed.
A lo que replicó:
–¿Mi ret rat o y m i voz no le bast an?
Tenía m iedo de influir direct am ent e sobre m i ánim o, pero yo he insist ido
m ucho para verlo, dem asiado, pues se ha encaprichado en no hacerm e el gust o.
Prim eram ent e lo hice llam ar por m is am igas para pedir hora en su consult orio; le
m andé regalos, m e las arreglé, sin perder m i virginidad, para conseguir dinero.
La prim era noche salí con Albert o, la segunda con Raúl, las ot ras con am igos que
ellos m e present aron. Albert o m e int erpeló un día:
–Qué haces con la plat a, che. Siem pre viniendo a llorar m iserias.
Le cont est é la verdad:
–Es para el m édico.
No t enía por qué m ent ir a un at orrant e. De ese m odo pude m andar al
doct or Edgardo una lapicera, una pipa, un anot ador con t apa de cuero, un
pisapapel de vidrio con flores pint adas, un frasco de agua de Colonia de la m ás
fina; luego em pecé a m andarle cart as escrit as en diferent es colores de papel,
según m i est ado de ánim o. A veces, cuando est aba m ás alegre, en color rosado;
cuando est aba t ierna, en color celest e; cuando est aba celosa, en color am arillo;
cuando est aba t rist e, en un color violet a precioso; un violet a t an precioso que a
veces deseaba est ar t rist e, para enviárselo. Mis m ensaj eros eran los niños del
barrio, que m e quieren m ucho y que est aban siem pre dispuest os a llevar las
cart as a cualquier hora. Yo siem pre int roducía ent re las hoj as alguna ram it a o
alguna flor o alguna got it a de perfum e o de lágrim as. En lugar de firm ar m i
163
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
nom bre al pie de la hoj a lo hacía con m is labios, de m anera que la pint ura
quedara est am pada. Después com encé a abusar de t odos est os recursos: le
m andaba, por ej em plo, t res regalos en un día, cuat ro cart as, en ot ro; o bien lo
llam aba cinco veces por t eléfono. No puedo vivir sin él, la verdad sea dicha.
Verlo ot ra vez sería para m í com o llorar después de cont enerm e m ucho t iem po.
Es algo necesario, algo m aravilloso. Nadie com prende, ni Alej andrina lo
com prende. Ayer, resolví poner t érm ino a est as vanas insist encias. En la
farm acia com pré veronal. Voy a t om ar el cont enido de est e frasco para que el
doct or Edgardo venga a verm e. Dorm ida no gozaría de esa visit a y por lo t ant o
no lo t om aré t odo: t om aré j ust o lo suficient e para est ar calm a y poder m ant ener
m is párpados cerrados, inm óviles sobre m is oj os. El rest o del frasco lo t iraré y
cuando la dueña de la pensión, que t odas las noches m e t rae una t aza de t ilo,
ent re en m i cuart o, creerá que m e he suicidado. Junt o al frasco de veronal vacío
dej aré el núm ero del t eléfono del doct or Edgardo con su nom bre. Ella lo llam ará,
pues t om é ya m is precauciones: las ot ras m añanas le dij e, com o sin quererlo,
cuando volvíam os del m ercado:
–Si m e sucediera algo, no es a m i fam ilia a quien t iene que llam ar sino al
doct or Edgardo, que es com o un padre para m í.
Me echaré sobre la cam a, con el vest ido que m e hice el m es pasado: el
azul m arino con cuello y puños blancos. El m odelo era t an difícil que t ardé m ás
de quince días en copiarlo; sin em bargo, esos quince días pasaron volando, pues
sabía que el doct or Edgardo m e vería m uert a o viva con est e vest ido puest o. No
soy vanidosa, pero m e gust a que las personas que yo quiero m e vean bien
vest ida; adem ás, t engo conciencia de m i belleza y est oy persuadida de que si el
doct or Edgardo m e ha rehuido es porque t iene m iedo de enam orarse dem asiado
de m í. Los hom bres am an su libert ad y el doct or Edgardo no sólo am a su
libert ad, sino su profesión. Aunque sé de buena fuent e y porque él m ism o lo ha
confesado que de noche descuelga el t ubo del t eléfono para que sus pacient es no
lo despiert en y que sólo por un caso de gravedad sería capaz de m olest arse, es
un m árt ir de su profesión. ¡Si fuera t an bondadoso en su vida ínt im a, no t endría
m ot ivo para quej arm e! Me echaré sobre la cam a y colocaré a m is pies a Michín.
Ayer le puse polvo cont ra las pulgas y le pasé el cepillo. Le pondré agua de
Colonia, aunque m e rasguñe. Será conm ovedor verm e m uert a, con Michín
velándom e.
A veces he creído odiar a Edgardo: t ant a frialdad no parece hum ana. Me
t rat ó com o los niños t rat an a sus j uguet es: los prim eros días los m iran con
avidez, les besan los oj os cuando son m uñecos, los acarician cuando son
aut om óviles, y luego, cuando ya saben cóm o se les puede hacer grit ar o chocar,
los abandonan en un rincón. Yo no m e resigné a ese abandono porque sospecho
que Edgardo t uvo que librar una bat alla consigo m ism o para abandonarm e. Est oy
persuadida de que m e am a y que su vida ha sido un páram o hast a el m om ent o
en que m e conoció. Fui com o él m e dij o el encuent ro de la prim avera en su vida
y si renunció a m is besos fue porque lo asediaba un deseo que no podía
sat isfacer por respet o a m i virginidad. Ot ras m uj eres a quienes no am a,
prost it ut as que sacan plat a a los hom bres, gozarán de su com pañía. No t engo
m ot ivos para celarlo ni para enfurecerm e con él; sin em bargo, cinco años de
esperanza frust rada m e llevan a una solución que t al vez sea la única que m e
queda.

( El m édico piensa m ient ras cam ina por las calles de Buenos Aires.)

I ré cam inando. Tal vez logrará lo que quería: verm e. Me llam aron con
urgencia. Yo sé lo que son esas cosas. Un sim ulacro de suicidio, seguram ent e.
Llam ar la at ención de alguna m anera. La conocí hace cinco años y un siglo m e
164
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
hubiera parecido m enos largo. Cuando ent ró en m i consult orio y la vi por prim era
vez m e int eresó: era un día de pocos client es, un día de t edio. La piel cobriza, el
color del pelo, los oj os alargados y azules, la boca grande y golosa m e
agradaron. At revida y t ím ida, m odest a y orgullosa, fría y apasionada m e pareció
que no m e cansaría nunca de est udiarla, pero ay... qué pront o conocem os el
m ecanism o de ciert as enferm as, a qué responden los oj os ent ornados y la boca
ent reabiert a, a qué la m odulación de la voz. La auscult é aquel día no pensando
en el t ipo de pacient e que sería, sino en el t ipo de m uj er que era. Me dem oré t al
vez dem asiado con m i cabeza sobre su pecho oyendo los lat idos acelerados de su
corazón. Olía a j abón y no a perfum e com o la generalidad de las m uj eres. Me
causó gracia el rubor de la cara y del cuello en el m om ent o en que le ordené
desvest irse. No pensé que aquel com ienzo de nuest ra relación pudiera t erm inar
en algo t an fast idioso. Durant e varios m eses soport é sus visit as sin sacar ningún
provecho de ellas, pero con la esperanza de llegar a alguna sat isfacción. Ni el
t iem po ni la int im idad m odificaron las cosas; éram os una suert e de m onst ruosos
novios, cuya sort ij a de m at rim onio era la enferm edad que t am bién es circular
com o un anillo. Yo sabía que j am ás recibiría un buen regalo, ni cobraría m is
honorarios. La señora de Berlusea, a quien j am ás cobré un cént im o por m is
at enciones de m édico, m e regaló un t int ero im port ant ísim o de bronce con un
Mercurio en la t apa, un cort apapel de m arfil con figuras chinas y un reloj de pie
que t engo en m i consult orio. El señor Rem igio Álvarez, a quien t am poco cobré un
cént im o, m e regaló un j uego de fuent es y un cent ro de m esa de plat a en form a
de cisne. Todos m is pacient es m al que m al m e pagaron en alguna form a. De ella
qué puedo esperar sino un am or de virgen que m e abrum a, que m e persigue.
Subrept iciam ent e m e encont ré m et ido en una t ram pa. No quise verla m ás, pero
le di m i ret rat o por com pasión. Le ordené que lo colocara frent e a su cam a: t al
vez debido a las m iradas que le prodigué desde ese m arco día y noche com encé
a im aginarla involunt ariam ent e durant e t odas las horas del día: cuando se
acost aba, cuando se levant aba, cuando se vest ía, cuando recibía la visit a de
alguna am iga, cuando acariciaba al gat o que salt aba sobre su cam a. Fue una
suert e de cast igo cuyas consecuencias t odavía est oy pagando. Esa m uj er, que
ahora t iene apenas veint e años, que no m e at raía de ningún m odo, día y noche
perseguía y persigue m i pensam ient o. Com o si yo est uviese dent ro del ret rat o,
com o si yo m ism o fuera el ret rat o, veo las escenas que se desarrollan dent ro de
esa habit ación. No le m ent í al decirle que conocía su organism o com o al reloj que
llevo en el bolsillo. A la hora del desayuno oigo hast a los sorbos del café que
t om a, el ruido de la cucharit a golpet eando el fondo de la t aza para deshacer los
t errones de azúcar. En la penum bra de la habit ación veo los zapat os que se quit a
a la hora de la siest a para colocar los pies desnudos y alargados sobre la colcha
floreada de la cam a. Oigo el baño que se llena de agua en el cuart o cont iguo,
oigo sus abluciones y la veo en el vaho del cuart o de baño envuelt a en la t oalla
felpuda con un hom bro al aire, secarse las axilas, los brazos, las rodillas y el
cuello. Aspiro el olor a j abón que aspiré en su pecho el prim er día que la vi en m i
consult orio, ese olor que en los prim eros m om ent os m e pareció afrodisíaco y
después una m ezcla int olerable de polvo de t alco y sém ola. Cuando dej é de
verla, y fue dificilísim o lograrlo, pues no escat im ó ningún subt erfugio para seguir
viéndom e, com enzó a llam ar por t eléfono y a m andarm e regalos. ¡Si a eso puede
uno llam ar regalos! Las chucherías pulularon sobre m i m esa. A veces t enían
gracia, no digo que no, pero eran poco práct icas y yo las guardaba para reírm e o
las regalaba a alguno de m is am igos. La m ayoría de las veces escondía esos
obj et os het erogéneos en caj ones relegados al olvido, pues nunca acert ó en
m andarm e algo que realm ent e m e agradara. Cuando vio que los regalit os no
surt ían efect o em pezó a m andarm e cart as con los niños del barrio. Por el color
de los sobres reconocí en seguida de dónde provenían y a veces los dej aba sin
165
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
abrir sobre m i m esa. En est os últ im os t iem pos usó un papel violet a repugnant e
que coincide con los acent os m ás pat ét icos. Escribió que est aba de lut o y que el
violet a era el color que expresaba m ej or su est ado de ánim o. A veces pensé que
convendría hacerle un narcoanálisis, t al vez se liberaría de la obsesión que t iene
conm igo; es nat ural que no se prest aría a ello ni siquiera por am or. Creí alej arla
con un ret rat o y sucedió lo cont rario: se acercó m ás ínt im am ent e a m í. I ré
cam inando. Le daré t iem po para m orir. Oigo sus quej idos, el m aullido del gat o,
las got as que caen del grifo dent ro del baño vecino. Cam ino, voy hacia ella
dent ro de m i ret rat o m aldit o.

Voz e n e l t e lé fon o

No, no m e invit es a casa de t us sobrinos. Las fiest as infant iles m e


ent rist ecen. Te parecerá una m acana. Ayer t e enoj ast e porque no quise encender
t u cigarrillo. Todo est á relacionado. ¿Que est oy loco? Tal vez. Ya que nunca
puedo vert e, t erm inaré por explicar las cosas por t eléfono. ¿Qué cosas? La
hist oria de los fósforos. Det est o el t eléfono. Sí. Ya sé que t e encant a, pero a m í
m e hubiera gust ado cont art e t odo en el aut o, o saliendo del cine, o en la
confit ería. Tengo que rem ont arm e a los días de m i infancia.
–Fernando, si j ugás con fósforos, vas a quem ar la casa –m e decía m am á,
o bien–: Toda la casa va a quedar reducida a un m ont oncit o de cenizas –o bien–:
Volarem os com o fuegos de art ificio.
¿Te parece nat ural? A m í t am bién, pero t odo eso m e inducía a t ocar
fósforos, a acariciarlos, a t rat ar de encenderlos, a vivir por ellos. ¿Te sucedía lo
m ism o con las gom as de borrar? Pero no t e prohibían t ocarlas. Las gom as de
borrar no quem an. ¿Las com ías? Ésa es ot ra cosa. Los recuerdos de m is cuat ro
años t iem blan com o ilum inados por fósforos. La casa donde pasé m i infancia, ya
t e dij e que era enorm e: se com ponía de cinco dorm it orios, dos vest íbulos, dos
salas con el cielo raso pint ado, con nubes y angelit os. ¿Te parece que vivía com o
un rey? No creas. Siem pre había líos ent re los sirvient es. Se habían dividido en
dos bandos: los part idarios de m i m adre y los part idarios de Nicolás Sim onet t i.
¿Quién era? Nicolás Sim onet t i era el cocinero: yo lo quería con locura. Me
am enazaba, en brom a, con un enorm e cuchillo lust roso, m e daba t rocit os de
carne y hoj it as de lechuga para que m e ent ret uviera, m e daba caram elo que
derram aba sobre el m árm ol. Él cont ribuyó t ant o com o m i m adre a despert ar m i
pasión por los fósforos, que encendía para que yo los apagara soplando. Debido
a los part idarios de m i m adre, que eran infat igables, la com ida nunca est aba
list a, ni rica, ni a punt o. Siem pre había una m ano que int ercept aba los plat os,
que los dej aba enfriar, que agregaba t alco a los t allarines, que espolvoreaba los
huevos con ceniza. Todo est o culm inó con la aparición de un pelo larguísim o en
un budín de arroz.
–Est e pelo es de Juanit a –dij o m i padre.
–No –dij o m i t ía–, no quiero " echar pelos en la leche" , para m i gust o, es
de Luisa.
Mi m adre, que t enía m ucho am or propio, se levant ó de la m esa en m edio
de la com ida y t om ando de la punt a de los dedos el pelo, lo llevó a la cocina. La
cara absort a del cocinero que vio, en lugar de un pelo, una hebra de hilo negro,
irrit ó a m i m adre. No sé qué frase sarcást ica o hirient e hizo que Nicolás
Sim onet t i se quit ara el delant al que am asó com o un bollo para t irarlo y anunciar
que dej aba la casa. Yo lo seguí al cuart o de baño donde se vest ía y se desvest ía
diariam ent e. Aquella vez, él que era t an at ent o conm igo, se vist ió sin m irarm e.
Se peinó con un poquit o de grasa que le quedaba en las m anos. Nunca vi m anos
t an parecidas a peines. Luego, con dignidad j unt ó, en la cocina, los m oldes, los
cuchillos enorm es, las espát ulas y las m et ió en una valij it a que siem pre t raía y se
166
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
dirigió a la puert a con el som brero puest o. Para que se dignara m irarm e le di un
punt apié en la pierna; ent onces puso su m ano, que olía a m ant eca, sobre m i
cabeza y dij o:
–Adiós, pibe. Ahora m uchos apreciarán las com idas de Nicolás. Que se
chupen los dedos.
¿Te hace gracia? Sigo enum erando: dos escrit orios. ¿Para qué t ant os? Yo
t am bién m e lo pregunt o. Nadie escribía. Ocho corredores, t res cuart os de baño
( uno con dos lavat orios) . ¿Por qué dos? Se lavarían a cuat ro m anos. Dos cocinas
( una económ ica y una eléct rica) , dos cuart os para lavar y planchar la ropa ( uno
de ellos decía m i padre que est aba dest inado a arrugarla) , una ant ecocina, un
ant ecom edor, cinco cuart os de servicio, un cuart o para los baúles. ¿Viaj ábam os
m ucho? No. Esos baúles se ut ilizaban para dist int as cosas. Ot ro cuart o para los
arm arios, ot ro para los cachivaches donde dorm ía el perro y m i caballo de
m adera m ont ado en un t riciclo. ¿Si exist e esa casa? Exist e en m i recuerdo. Los
obj et os son com o esos m oj ones que indican los kilóm et ros recorridos: la casa
t enía t ant os que m i m em oria est á cubiert a de núm eros. Podría decir en qué año
com í la prim era m anzana o m ordí la orej a del perro, o bien oriné en la dulcera.
¡Te parece que soy un cochino! Las alfom bras, las arañas y las vit rinas de la casa
m e gust aban m ás que los j uguet es. Para el día de m i cum pleaños m i m adre
organizó una fiest a. I nvit ó a veint e varones y veint e m uj eres para que m e
t raj eran regalos. Mi m adre era previsora. ¡Tenés razón, era un am or! Para el día
de la fiest a los sirvient es sacaron las alfom bras, los obj et os de las vit rinas que m i
m adre reem plazó por caballit os de cart ón con sorpresas y aut om ovilit os de
m at erial plást ico, m at racas, cornet as y flaut ines, dedicados a los varones;
pulseras, anillos, m onederos y corazoncit os a las m uj eres. En el cent ro de la
m esa del com edor colocaron la t ort a con cuat ro velit as, los sándwiches, el
chocolat e servido. Algunos niños llegaron ( no t odos con regalos) con sus niñeras,
ot ros con sus m adres, ot ros con una t ía o una abuela. Las m adres, t ías o abuelas
se sent aron en un rincón para conversar. Yo las escuchaba de pie, soplando en
una cornet a que no sonaba.
–Qué bonit a est ás, Boquit a –dij o m i m adre a la m adre de una de m is
am igas–. ¿Venís del cam po?
–Es la época en que uno quiere quem arse y es un m onst ruo –respondió
Boquit a.
Yo creí que se refería a los fósforos y no al sol. ¿Si m e gust aba? ¿Qué
cosa? ¿Boquit a? No. Era horrible, con su boca dim inut a, sin labios, pero m i
m adre aseguraba que nunca había que decir bonit a a las bonit as, sino a las feas
porque era m ás am able; que la belleza est á en el alm a y no en la cara; que
Boquit a era un esperpent o, pero que " t enía algo" . Adem ás m i m adre no m ent ía:
siem pre se arreglaba para pronunciar las palabras de un m odo equívoco, com o si
se le enredara la lengua, y así lograba decir " qué loquit a est ás Boquit a" ; lo que
t am bién podía int erpret arse com o una alabanza a la fuert e personalidad de su
am iga. Hablaron de polít ica, de som breros y de vest idos, hablaron de problem as
económ icos, de personas que no habían ido a la fiest a: lo adviert o ahora
recopilando las palabras que les oí decir. Después de la dist ribución de globos y
de la represent ación de t ít eres ( donde Caperucit a Roj a m e at erró com o el lobo a
la abuela, donde la Bella m e pareció horrorosa com o la Best ia) , después de
apagar las velas de m i t ort a de cum pleaños, seguí a m i m adre a la salit a m ás
ínt im a de la casa, donde se encerró con sus am igas, ent re los alm ohadones
bordados. Conseguí esconderm e det rás de un sillón, pisot ear el som brero de una
señora, sent ado en cuclillas, apoyado cont ra la pared, para no perder el
equilibrio. Ya sé que soy un brut o. Las señoras reían t ant o que apenas
com prendía yo las palabras que pronunciaban. Hablaban de corpiños, y una de
ellas se desabot onó la blusa hast a la cint ura para m ost rar el que llevaba puest o:
167
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
era t ransparent e com o una m edia de Navidad, pensé que t endría algún j uguet e y
sent í deseos de m et er la m ano adent ro. Hablaron de m edidas: result ó que se
t rat aba de un j uego. Por t urno se pusieron de pie. Elvira, que parecía una nena
enorm e, m ist eriosam ent e sacó de su cart era un cent ím et ro.
–Siem pre llevo en m i cart era una lim a y un cent ím et ro, por las dudas –
dij o.
–Qué loca –exclam ó Boquit a est repit osam ent e–, parecés una m odist a.
Se m idieron la cint ura, el pecho y las caderas.
–Te apuest o a que t engo cincuent a y ocho de cint ura.
–Y yo t e apuest o a que t engo m enos.
Las voces resonaban com o en un t eat ro.
–Quisiera ganar con las caderas –decía una.
–Yo m e cont ent o con la pechera –dij o ot ra–. A los hom bres les int eresa
m ás el pecho, ¿no ves dónde m iran?
–Si no m e m iran en los oj os no sient o nada –dij o ot ra, con un sunt uoso
collar de perlas.
–No se t rat a de lo que sent ís, sino de lo que ellos sient en –dij o la voz
agresiva de una que no era m adre de nadie.
–A m í m e im port a un bledo –respondió la ot ra, encogiéndose de hom bros.
–Yo, no –dij o la Rosca Pérez, que era preciosa, cuando le t ocó el t urno de
m edirse; t ropezó cont ra el sillón donde yo est aba escondido.
–Gané –dij o Chinche, que era punt iaguda com o un alfiler de cabeza chica
y que hacía sonar las nueve esclavas de oro que llevaba en el brazo.
–Cincuent a y uno –exclam ó Elvira, exam inando el cent ím et ro que rodeaba
la cint ura dim inut a de Chinche.
¿Que no podía t ener cincuent a y un cent ím et ros, a m enos de ser una
avispa? Pues ent onces era una avispa. ¿Se puede hundiendo la barriga com o un
yogui? Yogui no era, pero encant adora de serpient es, sí. Fascinaba a las m uj eres
perversas. A m i m adre, no. Mi m adre era un pan de Dios. Le t enía lást im a.
Cuando le hablaban m al de Chinche cont est aba:
–Macana frit a.
Cualquier día. Nunca le oí decir a un m alevo " m acana frit a" . Sería algo
m uy personal. Era m uy ella m ism a. Seguiré cont ando. En ese m om ent o sonó el
t eléfono que est aba colocado j unt o a uno de los sillones; Chinche y Elvira,
repart iéndoselo, lo at endieron; luego, t apando el t eléfono con un alm ohadón,
dij eron a m i m adre:
–Es para vos, che.
Las ot ras se codearon y Rosca t om ó el t eléfono para oír la voz.
–Apuest o a que es el barbudo –dij o una de las señoras.
–Apuest o a que es el duende –dij o ot ra, m ordiendo sus collares.
Ent onces com enzó un diálogo t elefónico en que t odas int ervinieron
pasándose el t eléfono por t urno. Olvidé que est aba escondido y m e puse de pie
para ver m ej or el ent usiasm o, con t int ineo de pulseras y collares, de las señoras.
Mi m adre al verm e cam bió de voz y de rost ro: com o frent e al espej o se alisó el
pelo y se acom odó las m edias; apagó con ahínco el cigarrillo en el cenicero,
ret orciéndolo dos o t res veces. Me t om ó de la m ano y yo, aprovechando su
t urbación, robé los fósforos largos y luj osos que est aban sobre la m esa, j unt o a
los vasos de whisky. Salim os del cuart o.
–Tenés que at ender a t us invit ados –dij o m i m adre con severidad–. Yo
at iendo a los m íos.
Me dej ó en la sala desm ant elada, sin alfom bra, sin los obj et os habit uales
de las vit rinas, sin los m uebles m ás valiosos, con los caballit os de cart ón vacíos,
con las cornet as y flaut ines en el suelo, con los aut om ovilit os t odos con dueños
que eran im post ores para m í. Cada uno de los niños t enía ya un globo que
168
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
abrazaba, que est ruj aba con audacia. Sobre el piano enfundado alguien había
colocado los regalos que los am igos m e habían t raído. ¿Pobre piano? ¡Por qué no
decís, m ás bien, pobre Fernando! Advert í que falt aban algunos regalos, pues yo
at ent am ent e los había cont ado y exam inado en el m om ent o de recibirlos. Pensé
que est arían en ot ro lugar de la casa y ahí em pezó m i peregrinación por los
corredores que m e llevaron al t acho de basura donde desent erré unas caj as de
cart ón y papeles de diario que t riunfalm ent e llevé a la sala desm ant elada.
Descubrí que algunos de los niños habían aprovechado de m i ausencia para
apoderarse de nuevo de los regalos que m e habían t raído. ¿Vivos?
Sinvergüenzas. Después de m uchas vacilaciones, m uchas dificult ades para ent rar
en relación con los niños, nos sent am os en el suelo para j ugar con los fósforos.
Pasó una niñera y dij o a su com pañera:
–Hay adornos m uy finos en est a casa: hay cada florero que si se t e cae en
un pie t e lo aplast a –y m irándonos com o si hablaran del m ism o florero, agregó–:
Cada uno cuando est á solo es un diablo, pero acom pañado se t e vuelve un Niño
Dios.
Hicim os const rucciones, planos, casas, puent es con los fósforos, les
doblam os las punt as, durant e un largo rat o. No fue sino después, cuando llegó
Cacho con los ant eoj os puest os y una billet era en el bolsillo que t rat am os de
encender los fósforos. Prim ero quisim os encenderlos en la suela de los zapat os,
después en la piedra de la chim enea. A la prim era chispa nos quem am os los
dedos. Cacho era m uy sabio y dij o que sabía no sólo preparar sino encender una
fogat a. Él t uvo la idea de cercar la ant ecocina, donde est aba su niñera, con
fuego. Yo prot est é. No t eníam os que desperdiciar fósforos en niñeras. Esos
fósforos luj osos est aban dest inados para la salit a ínt im a donde los había
encont rado. Eran los fósforos de nuest ras m adres. En punt as de pie nos
acercam os a la puert a del cuart o donde se oían las voces y las risas. Yo fui el
que cerré la puert a con llave, yo fui el que saqué la llave y la guardé en el
bolsillo. Apilam os los papeles en que venían envuelt os los regalos, las caj as de
cart ón con paj a, algunos diarios que habían quedado sobre una m esa, las
basuras que había j unt ado, unos leños de la chim enea, donde nos sent am os un
rat o para m irar la fut ura hoguera. Oím os la voz de Margarit a, su risa que no he
olvidado, diciendo:
–Nos encerraron con llave.
Y la respuest a de no sé quién:
–Mej or, así nos dej an t ranquilas.
Al principio el fuego chisporrot eaba apenas, luego est alló, creció com o un
gigant e, con lengua de gigant e. Lam ía el m ueble m ás valioso de la casa, un
m ueble chino con m uchos caj oncit os, decorado con m illones de figuras que
at ravesaban puent es, que se asom aban a las puert as, que paseaban en la orilla
de un río. Millones y m illones de pesos le habían ofrecido a m i m adre por ese
m ueble, y nunca lo quiso vender a ningún precio. ¡Te parece, una lást im a! Mej or
hubiera sido venderlo. Ret rocedim os hast a la puert a de ent rada donde acudieron
las niñeras. Ret um baron las voces pidiendo auxilio en la larga escalera de
servicio. El port ero, que est aba conversando en la esquina, no llegó a t iem po
para hacer funcionar el ext inguidor de incendios. Nos hicieron baj ar a la plaza.
Agrupados debaj o de un árbol vim os la casa en llam as, y la inút il llegada de los
bom beros. ¿Ahora com prendés por qué no quise encender t u cigarrillo? ¿Por qué
m e im presionan t ant o los fósforos? ¿No sabías que era t an sensible?
Nat uralm ent e, las señoras se asom aron a la vent ana, pero est ábam os t an
int eresados en el incendio que apenas las vim os. La últ im a visión que t engo de
m i m adre es de su cara inclinada hacia abaj o, apoyada sobre un balaust re del
balcón. ¿Y el m ueble chino? El m ueble chino se salvó del incendio, felizm ent e.

169
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Algunas figurit as se est ropearon: una de una señora que llevaba un niño en los
brazos y que se asem ej aba un poco a m i m adre y a m í.

El ca st igo

Est ábam os frent e a un espej o que reflej aba nuest ros rost ros y las flores
del cuart o.
–¿Qué t e pasa? –le pregunt é. Est aba pálida. ¿Me ocult as algo?
–No t e ocult o nada. Ese espej o m e recuerda m i desvent ura: som os dos y
no una sola persona –dij o, t apándose la cara–. Al vert e t an severo, m e sient o
culpable. Todo m e parece una infidelidad. Tengo veint e años. ¿Para qué m e
sirven? Por m iedo de perderm e no quieres que m ire, ni que pruebe nada, no
quieres que viva. Quieres que sea t uya definit ivam ent e, com o un obj et o
inanim ado. Si t e hiciera el gust o, t erm inaría por volver al punt o inicial de m i vida
o por m orir, o t al vez por volverm e loca –m e dij o–. ¿No t e da m iedo?
–Me ocult as algo –insist í–. No t rat es de dist raerm e con lam ent os.
–Si crees que t e ocult o algo, m e rem ont aré a m is veint e años –m e dij o– y
t e cont aré t oda m i vida. Haré un resum en.
–¡Com o si no conociera t u vida! –le respondí.
–No la conoces. Déj am e recost ar m i cabeza sobre t us rodillas, porque
t engo sueño.
Me acom odé en el sofá y dej é que se apoyara cóm odam ent e sobre m í,
m eciéndola com o a un recién nacido.
–El único pecado que exist ía para m í era la infidelidad. Mas ¿cóm o ser fiel
sin m orir para el rest o del m undo y para uno m ism o? En un cuart o, con flores
pint adas en la pared, Sergio m e t uvo, desnuda, ent re sus brazos. Sospechó que
lo había engañado y quiso m at arm e. No lo había engañado, pues en m is
infidelidades, si las había, lo buscaba a él.
–¿Por qué m e nom bras com o si hablaras de ot ra persona?
–Porque Sergio era ot ra persona. Conocí el am or perfect o durant e t res
años. Todo nos unía: t eníam os los m ism os gust os, el m ism o caráct er, la m ism a
sensibilidad. Me dom inaba: m e devoró com o un t igre devora un cordero. Me
quería com o si m e t uviese en sus ent rañas, y yo lo quería com o si hubiera salido
de ellas. Al cabo de t res años de dicha y t am bién de t orm ent o, paulat inam ent e, y
de un m odo cada día m ás sent im ent al y pudoroso, aprendim os a no saber
siquiera besarnos. La vergüenza, com o un vest ido dem asiado abrigado y con
dem asiados broches y cint as, cubría m i cuerpo. No quise verlo m ás. Tuve asco
de sus besos. Me escribió una cart a proponiéndom e cosas obscenas. Tiré la cart a
al fuego. " ¿Qué cont enido t endrá est a cart a?" , pensé al m irar el sobre, llena de
esperanzas. Lo t uve un rat o en m is m anos ant es de abrirlo.
" Nos dim os cit a en una iglesia; apenas nos m iram os. Después,
furt ivam ent e, en una plaza. Viví un t iem po rodeada por una suert e de brum a
inquiet ant e, pero vent urosa.
" Encont ré a Sergio unos m eses después en un t eat ro.
–No m e nom bres com o si no m e conocieras. Soy capaz de est rangulart e –
le dij e. Ella prosiguió com o si no m e hubiera oído:
–¡Qué herm oso es un desconocido! Me conm oví al ver aquellos oj os que
m e m iraban por prim era vez. Tem blé de em oción, com o quien ve el principio de
la prim avera en una sola hoj a im percept ible, cuando t odo el rest o de un j ardín
ha quedado sum ido en el invierno, o com o quien ve un precipicio, ent re
m ont añas azules y arbust os con flores deslum brant es y lej anas. ¡Vért igo, sólo
vért igo sent í! Seguram ent e, nos habíam os conocido en ot ra reencarnación: no
nos saludam os y sin em bargo m e pareció nat ural. " Quisiera conocerlo en est a
vida" , pensé con vehem encia. Rápidam ent e Sergio ent ró en m i olvido.
170
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–Te prohíbo j ugar con nuest ro am or –le dij e, t rat ando de llam ar su
at ención; no m e escuchó.
–Fui feliz, con esa felicidad que da la expect at iva. Bailaba frent e al espej o.
Tocaba el piano m aravillosam ent e bien, por lo m enos así lo creía yo. Esperaba,
¿qué? No sé. Un novio probablem ent e. Est aba cansada ya de est udiar. Ni la
t im idez m e salvaba del t edio, de la nerviosidad de los exám enes. Mi profesora de
filosofía fue m i m ej or am iga. Le llevaba ram os de rosas, o frut as que t raía del
cam po. Ella m e invit aba a t om ar t é en su casa. Dej ó de ser m i am iga. Me t rat ó
con desdén o con indiferencia.
" Llévale un ram o de flores a t u m aest ra; si no t ienes at enciones con ella,
nunca t e dem ost rará su sim pat ía" , m e dij o un día m i m adre.
–¿Hay que com prar la sim pat ía?
–¿Quién t e enseñó esa palabra t an vulgar?" ; m e dij o.
–¿Cuál?" , int errogué con evident e m ala fe.
" Com prar. Se com pra frut a, alim ent os, vest idos, ¡qué sé yo! , pero no
sent im ient os hum anos" , m e respondió orgullosam ent e. " Todo se com pra con o
sin dinero" , le dij e.
" No sé por qué recuerdo con t ant a precisión ese diálogo. Los días
em pezaron a ser m uy largos, m uy anchos, m uy profundos. Había t iem po para
t odo, principalm ent e para olvidar. Tardé m ucho en no saber bailar, ni t ocar el
piano. Mi cuerpo perdió el equilibrio; cuando t rat aba de ponerm e de punt illas,
vacilaba; los dedos de m i m ano perdieron agilidad, se pegaban a las not as
cuando recorrían escalas. Me sent í hum illada. I nt ent é suicidarm e una noche de
invierno, desnuda, j unt a a la vent ana abiert a, sin m overm e, t irit ando de frío,
hast a el alba; después, con un hipnót ico, que conseguí de cont rabando, en la
farm acia; después, con un revólver, que descubrí en el cuart o de m i padre. Todo
fracasó por culpa de m i indecisión, por culpa de m i nerviosidad, por culpa de m i
buena salud, pero no por m i am or a la vida. Alicia m e decepcionó con sus
t raiciones, con sus m ent iras. Resolví no verla m ás y, ant es de despedirm e de
ella, cont ar sus pecados en el seno de su fam ilia, algún día que est uvieran t odos
reunidos, frent e a esos cuadros m íst icos que est aban t an bien ilum inados, en la
casa. Alicia y yo nos hacíam os confidencias. Era m i m ej or am iga. Dorm íam os
j unt as en verano, debaj o de los m osquit eros que velaban nuest ras caras. Nos
enam orábam os siem pre del m ism o m uchacho, que siem pre m e am aba a m í.
Alicia creía que era de ella de quien se enam oraban. Nos aborrecim os sin
aparent e razón. Reíam os de t odo y por t odo: de la m uert e, del am or, de la
desvent ura y de la dicha. No sabíam os lo que nos gust aba, y aquello que m ás
nos divert ía, a veces result aba t edioso y absurdo.
` Est as m ocosas se creen grandes –decía m i m adre, o m i t ía o alguien de
la servidum bre–, les hace falt a una buena paliza."
" Leíam os libros pornográficos, que escondíam os debaj o del colchón,
fum ábam os, íbam os al cinem at ógrafo en vez de est udiar.
" En la pilet a m unicipal, t odas las m añanas, nadábam os y conseguim os
prem ios en cuat ro o cinco concursos. Nadábam os t am bién en el río, cuando nos
invit aban a pasar el día en el Tigre, en algún recreo; o en el m ar, aquel verano
que nos aloj am os en una casa, que alquiló m i t ía, en Los Acant ilados. ¡Vi por
prim era vez el m ar! Allí aprendim os a flot ar sobre el agua, con dificult ad, porque
t eníam os m iedo. Fuim os olvidando la nat ación. ¡Ah, cóm o nos hundíam os en el
agua! Un día casi nos ahogam os abrazadas, t rat ando de salvarnos o de
hundirnos m ut uam ent e.
– ... Vas a ahogart e –m e prevenía m i m adre–. Cuando aprendas a nadar,
perderás el m iedo, y podrás ganar concursos." At esoraba en m i arm ario t arj et as
post ales que recibía de Claudina. No dorm ía pensando en ir al colegio: vergüenza

171
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
de los niños, t em or a los m ayores, curiosidad por los suplicios sexuales, t odo m e
t ort uraba.
" Pasam os días y días de dicha en un j ardín enorm e, con dos esfinges de
piedra que cuidaban la ent rada del port ón. Por las t ardes baj ábam os al río, a
pasear. Del cam ino que nos conducía al Club Náut ico, se divisaba la iglesia de
San I sidro, donde m e llevaban a m isa los dom ingos. Fui m íst ica, devot a de la
Virgen de Luj án. En lugar de llevar en m i brazo una pulsera, llevaba un rosario.
Claudina se fue a Europa. Com prábam os huevos frescos, en una casit a escondida
debaj o de una gigant esca enredadera. A veces m e perm it ían ir en biciclet a, con
Claudina o sola. En una de m is incursiones, un hom bre m iró m is senos nacient es
y m e dij o obscenidades. Me asust é y se lo com uniqué a Claudina. No m e
habit uaba a t ener senos. Transcurrió el t iem po y la biciclet a fue alt ísim a para m í.
Me falt aba equilibrio para m anej arla.
" Miedosa" , m e decía el j ardinero, m irando m is rodillas y m oviendo los
bigot es.
" La cicat riz que t engo en la frent e se debe a un golpe, que m e di cont ra un
post e baj ando la barranca.
" Hice la prim era com unión. Soñaba con m i vest ido blanco. Yo t enía el
cuerpo derecho; sin caderas, sin pechos, sin cint ura, com o un varón. Nos
llevaron a la casa del fot ógrafo, a Claudina y a m í, cubiert as de t ules blancos, de
libros de m isa y de m alos pensam ient os. Conservo las fot ografías.
" Recuerdo el día en que la biciclet a nueva, em balada, llegó a casa.
Después, el día en que m i m adre m e la prom et ió en recom pensa por las buenas
not as que obt uve en el colegio. " ¡Andar en t riciclo m e aburre! ¡Cuándo t endré
una biciclet a! " , decía m i voz.
" Yo giraba y giraba alrededor de los m uebles de la casa, en t riciclo,
pensando en aquella biciclet a. Est ábam os en la ciudad.
" Con la cabeza rapada, com o varón, m e t repaba a los árboles. Convalecía
con dificult ad, pues m i m adre no lograba que yo m e quedara quiet a. Tres
m édicos rodearon m i cam a. Oí que hablaban de fiebre t ifus. Tem blaba en la
cam a y bebía agua y naranj ada, cont inuam ent e. Mi m adre se asust ó: los oj os le
brillaban com o piedras preciosas. Hay que llam ar a un m édico.
" Esa m ism a m añana dij o:
" Mi hij a no t iene nada. Tiene una salud de fierro" , y m e m andó al colegio
con la niñera.
" Bebía agua de un pant ano, donde se acum ulaba la basura, el día que
conocí a Claudina. Nadie habló de m i t ravesura.
" No sabía ya andar en t riciclo. Los pedales m e last im aban las piernas.
" Hicim os un viaj e a Francia: el m ar, que vi por últ im a vez, m e fascinó. Y
después, durant e m ucho t iem po, pregunt é a m i m adre:
" " ¿Cóm o será Francia? ¿Cóm o será el m ar?
" Fingía leer el diario, com o las personas m ayores, sent ada en una silla.
Rosa, Magdalena y Ercilia eran m is am igas. Teníam os la m ism a edad, pero yo
era m ás precoz. Reconocía cualquier m úsica. En los colum pios de Palerm o, m e
m ecía sin t em or y subía al t obogán m ás alt o, sin vacilar. Luego, poco a poco, no
m e dej aron subir sino al t obogán m ás baj o, porque el ot ro era peligroso. Peligro,
peligro, ¿dónde est aba el peligro? Trat aron de enseñárm elo: en los cuchillos, en
los alfileres, en los vidrios rot os, en los t om acorrient es, en la alt ura. No m e
dej aron com er chocolat e, ni helados, ni subir a la calesit a, sola.
–¿Por qué no puedo com er chocolat e?, int errogaba yo. " Porque es
indigest o" , m e cont est aban. Adoré a m i m adre: lloraba cuando no volvía
t em prano de la calle. Mis am igas m e quit aban los j uguet es.
" Alguien m e asust ó una noche, con un m ono de t rapo, y m e regalaron al
día siguient e el m ism o m ono, que no m e gust ó. Las personas m e daban m iedo o
172
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
alegría. No supe escribir sino con let ras de gom a: rosa, casa, m am á. Los días se
alargaron m ás y m ás. Cada día at esoraba pequeñas albas, pequeñas t ardes,
pequeñas noches, que se repet ían al infinit o. Lloraba en cuant o veía un perro o
un gat o que no fuera de j uguet e. No reconocía las let ras: ni la o, ni la a, que
eran t an fáciles; no reconocía los núm eros, ni el cero que era com o un huevo, ni
el uno que era com o un soldadit o. Com encé a probar el gust o de algunas frut as,
de algunas sopas; luego, el gust o dulce de la leche. Ést a es m i vida –m e dij o,
cerrando los oj os–. Recordar el pasado m e m at a.
–Te burlas de m í? –le pregunt é.
No m e respondió y apret ó los labios: j am ás volvió a abrirlos para decirm e
que m e am aba. No pude llorar. Com o si la cont em plara desde la cim a de una
m ont aña, la m iré, lej ana, indefensa, inexpugnable. Su locura era m i único rival.
La abracé por últ im a vez y fue com o una violación. Durant e el relat o, el t iem po,
para m í, había t ranscurrido a la inversa: para ella, veint e años m enos,
significaron para m í veint e años m ás. Eché una m irada al espej o, esperando que
reflej ara seres m enos afligidos, m enos dem ent es que nosot ros. Vi que m i pelo se
había vuelt o blanco.

La or a ción

Laura est aba en la iglesia, rezando:


Dios m ío, ¿no recom pensarás la buena acción de t u sierva? Com prendo
que a veces no fui buena. Soy im pacient e o m ent irosa. Carezco de caridad, pero
siem pre t rat o de lograr t u perdón. ¿No he pasado horas arrodillada sobre el piso
de m i cuart o, frent e a la im agen de una de t us vírgenes? Est e niño horrible que
he escondido en m i casa, para salvarlo de la gent e que quería lincharlo ¿no m e
t raerá sat isfacción alguna? No t engo hij os, soy huérfana, no est oy enam orada de
m i m arido, bien lo sabes. No t e lo ocult o. Mis padres m e llevaron al casam ient o
com o se lleva a una niña al colegio o al m édico. Yo les obedecí, porque creí que
t odo iba a andar bien. No t e lo ocult o: el am or no se m anda, y si t ú m ism o m e
dieras la orden de am ar a m i m arido, no podría obedecert e, si no m e inspiras el
am or que necesit o. Cuando él m e abraza, quiero huir, esconderm e en un bosque
( siem pre im agino, desde la infancia, un bosque enorm e, con nieve, donde m e
escondo, en m i desdicha) ; él m e dice:
–Qué fría est ás... com o de m árm ol.
Me agrada m ás el bolet ero feo que a veces m e regala plat eas para que
vaya al cinem at ógrafo con m i herm anit a, o el vendedor, un poco repugnant e, de
la zapat ería, que acaricia m i pie, ent re sus piernas, cuando m e prueba zapat os, o
el albañil rubio de la esquina de 9 de Julio y Corrient es, j unt o a la casa donde
vive m i alum na predilect a, ese que m e gust a, el de oj os negros, el que com e
pan, cebolla y uvas con carne en el suelo; el que m e pregunt a:
–¿Ust ed es casada? –y sin esperar m i respuest a dice–: qué lást im a.
El que m e hizo pasar ent re los andam ios para ver el depart am ent o que iba
a ocupar una parej a de recién casados.
Visit é cuat ro veces el piso que est aba en const rucción. La prim era vez fui
de m añana; est aban poniendo ladrillos en una pared m edianera. Me sent é sobre
m aderas apiladas. ¡Era la casa de m is sueños! El albañil ( que se llam a Anselm o)
m e llevó a la part e m ás alt a de la casa, para que viera la vist a. Sabes que t u
sierva no quiso dem orarse en la casa en const rucción hast a t an t arde y que al
t orcer se el t obillo t uvo que quedarse, disgust ada, un rat o largo ent re hom bres,
esperando que el dolor pasara. La segunda vez llegué por la t arde. Est aban
colocando vidrios y fui a buscar el m onedero que había olvidado. Anselm o quiso
que viera la t erraza. Eran las seis de la t arde cuando baj am os y t odos los ot ros
obreros se habían ret irado. Al pasar j unt o a una pared m e ensucié un brazo y la
173
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
m ej illa con cal. Anselm o con su pañuelo y sin pedirm e perm iso m e sacó las
m anchas. Vi que sus oj os eran azules y su boca m uy rosada. Lo m iré, t al vez
dem asiado, pues m e dij o:
–¡Qué oj os t iene!
Baj am os de la m ano ent re los andam ios. Me dij o que volviera a las ocho
de la noche del día siguient e, que uno de sus cam aradas t ocaría el acordeón y
que la m uj er de ot ro t raería vino. Sabes, Dios m ío, que haciendo un gran
sacrificio fui por no ofenderlo. El cam arada de Anselm o t ocaba el acordeón
cuando llegué. A la luz de una lint erna se agruparon los ot ros alrededor de unas
bot ellas. La m uj er t raj o en una canast a vasos para que bebiéram os, y bebim os.
Me ret iré ant es que t erm inara la fiest a. Anselm o m e conduj o con una lint erna
hast a la salida. Quiso acom pañarm e una cuadras. No lo dej é.
–¿Volverá? –m e dij o al despedirse–. Todavía no vio los m osaicos.
–¿Qué m osaicos? –pregunt é riendo.
–Los del baño –cont est ó com o besándom e–. Vuelva, m añana vienen ellos.
–¿Quiénes?
–Los novios. Podem os espiarlos.
–No acost um bro espiar.
–Le m ost raré un aviso lum inoso, unos zapat os con alas. ¿No los vio
nunca?
–Nunca.
–Se lo m ost raré m añana.
–Bueno.
–¿Vendrá?
–Sí –cont est é y m e fui.
La t ercera vez no había nadie en el edificio. Det rás de un cerco de m adera,
ardía un fuego; sobre unas piedras había una olla.
–Est a noche reem plazo al sereno –m e dij o al verm e llegar.
–¿Y la parej a?
–La parej a se fue. ¿Subim os a ver el let rero lum inoso? –m e dij o.
–Bueno –cont est é, disim ulando m i nerviosidad.
Dios m ío, no sabía lo que m e esperaba en aquel sépt im o piso. Subim os.
Creí que m i corazón lat ía porque subía t ant os pisos y no porque est aba sola en
ese edificio con ese hom bre. Cuando llegam os arriba, desde la t erraza, vi con
alegría el aviso lum inoso. Los zapat os ilum inados con alas revolot eaban en el
aire. Tuve m iedo. Falt aba la baranda y ret rocedí hast a el dorm it orio. Anselm o m e
t om ó de la cint ura.
–No se caiga –dij o, y agregó–: Aquí van a poner la cam a. Lindo casarse
¿no? y t ener un nido.
Al decir est as palabras se sent ó en el suelo j unt o a una valij it a y un at ado
de ropa.
–¿Quiere ver unas fot ografías? Siént ese.
Colocó un diario en el suelo para que m e sent ara. Me sent é. Abrió la
valij it a y de su int erior, Dios m ío, sacó un sobre y del sobre unas fot ografías.
–Ést a era m i m adre –dij o acercándose a m í–. Ves qué bonit a era –
com enzó a t ut earm e–: Y est a es m i herm ana –dij o soplando sobre m i cara.
Me acorraló y em pezó a abrazarm e sin dej arm e respirar. Dios m ío, sabes
que int ent é desasirm e inút ilm ent e de sus brazos. Sabes que fingí est ar last im ada
para hacerlo ent rar en razón. Sabes que m e alej é llorando. Yo no t e escondo
nada. Con el vest ido rot o llegué a m i casa, y a pesar de t odo volví a verlo al día
siguient e porque fui a buscar el m onedero que siem pre pierdo en alguna part e.
Yo no t e escondo nada. Com prendo que no soy virt uosa, pero ¿conoces m uchas
m uj eres virt uosas? No soy de esas que usan pant alones m uy aj ust ados y la
m it ad del pecho afuera cuando van al río los dom ingos. Es claro que m i m arido
174
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
se opondría a esas cosas, pero a veces podría aprovecharm e de su dist racción
para hacerlas. No t engo la culpa si m e m iran los hom bres: m e m iran com o a una
chiquilina. Soy j oven, es ciert o, pero lo que les gust a no es eso. A Rosaura y a
Clara ni las m iran cuando van por la calle: no ligan ni un solo piropo durant e las
vacaciones, est oy segura. Ni siquiera indecencias, que son t an fáciles de
conseguir. Soy buena m oza ¿acaso es un pecado? Peor es est ar am argada.
Desde que m e casé con Albert o, vivo en esa calle oscura de Avellaneda. Sabes
m uy bien que no est á pavim ent ada y que de noche m e t uerzo los t obillos para
llegar a casa, cuando llevo t acos m uy alt os. Los días de lluvia calzo bot as de
gom a, que ya se han rot o, y un im perm eable que parece una bolsa, para ir a m i
t rabaj o. Es claro que las bolsas est án de m oda ahora. Soy m aest ra de piano y
hubiera sido una gran pianist a si no fuera por m i m arido, que se ha opuest o, y
por m i carencia de vanidad. A veces, cuando invit am os gent e a casa, insist e para
que t oque t angos o j azz. Hum illada, m e sient o al piano y le obedezco con
desgano, porque sé que le agrada a él. Mi vida no t iene halagos. Todos los días,
salvo los de fiest a y los sábados, recorro la calle España, a la m ism a hora, para
llegar a la casa de una de m is discípulas. En un t recho de cam ino de t ierra,
solit ario, con zanj ones, donde t ant as veces pensé en t i, hará ya veint e días ( que
m e parecen et ernos) , vi a cinco niños, j ugando. Dist raídam ent e los vi en el
barro, en el borde del zanj ón, com o si se t rat ara de niños irreales. Dos de ellos
reñían: uno le había arrancado al ot ro un barrilet e am arillo y celest e, que
apret aba cont ra su pecho. El ot ro lo t om ó del cuello ( lo hizo rodar por la zanj a) y
le m et ió la cabeza en el agua. Se debat ieron un rat o: uno por hundir la cabeza al
ot ro, el ot ro por sacarla. Algunas burbuj as aparecieron en el agua barrosa, com o
cuando sum ergim os una bot ella vacía y hace glu glu glu. Sin solt ar la cabeza, el
niño seguía aferrado a su presa, que ya no t enía fuerza para defenderse. Los
com pañeros de j uego aplaudían. Los m inut os parecen a veces m uy largos o m uy
cort os. Yo m iraba la escena, com o en el cinem at ógrafo, sin pensar que hubiera
podido int ervenir. Cuando el niño solt ó la cabeza de su adversario, ést e se
hundió en el barro silencioso. Hubo ent onces una desbandada. Los niños
huyeron. Com prendí que había asist ido a un crim en, a un crim en en m edio de
esos j uegos que parecían inocent es. Corriendo, los niños llegaron a sus casas y
anunciaron que Am ancio Aráoz había sido asesinado por Claudio Herrera. Saqué
del zanj ón a Am ancio. Fue ent onces que las m uj eres y los hom bres del barrio,
arm ados de palos y de fierros, quisieron linchar a Claudio Herrera. La m adre de
Claudio, que m e quería m ucho, m e pidió llorando que lo escondiera en m i casa,
lo que hice de buen grado, después de deposit ar al finadit o en la cam a donde lo
am ort aj aron. Mi casa queda apart ada del lugar donde viven los padres de
Am ancio Aráoz y eso facilit aba las cosas. Durant e el ent ierro la gent e no lloraba
a Am ancio, m aldecía a Claudio. Cam inando dieron la vuelt a a la m anzana con el
at aúd. En cada puert a se det enían para grit ar insult os a Claudio Herrera, para
que la gent e se ent erase del crim en que había com et ido. Est aban t an exalt ados
que parecían felices. Sobre el at aúd blanco de Am ancio habían colocado flores
m uy vist osas, que las m uj eres no se cansaban de alabar. Varios niños, que no
est aban em parent ados con el m uert o, siguieron el cort ej o, para ent ret enerse;
hacían bulla y se reían, arrast rando los palos con que j ugaban sobre el
em pedrado. Creo que nadie lloraba, porque la indignación no t iene lágrim as.
Sólo una viej a, m isia Carm en, sollozaba, porque no com prendía lo que había
ocurrido. Dios m ío, qué poca sunt uosidad y qué poco luj o en ese ent ierro.
Claudio Herrera t iene ocho años. No se puede saber hast a qué punt o será
conscient e del crim en que ha com et ido. Lo prot ej o com o una m adre. No m e
explico bien por qué m ot ivo m e sient o t an feliz. Transform é m i salit a en
dorm it orio, allí lo aloj o: en los fondos de la casa, donde ant iguam ent e est aba el
gallinero, le hice poner un t rapecio y una ham aca; le com pré un balde y una pala
175
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
para que haga un pequeño j ardín y que se dist raiga con las plant as. Claudio m e
quiere o por lo m enos se conduce com o si m e quisiera. Me obedece m ás que a su
m adre. Le prohibí asom arse a los balcones y a la azot ea de la casa. Le prohibí
at ender el t eléfono. Nunca m e desobedeció. Me ayuda a lim piar la vaj illa, cuando
t erm inam os de com er. Lim pia y pela las verduras y barre el pat io, por las
m añanas. No t engo por qué quej arm e; sin em bargo, t al vez influida por la
opinión de los vecinos, em piezo a ver en él al crim inal. Est oy segura, Dios m ío,
que t rat ó por diferent es m ét odos, de m at ar a Jazm ín. Prim ero advert í que había
colocado veneno para las cucarachas en el plat o donde le poníam os la com ida;
después, que t rat ó de ahogarlo debaj o de la canilla o adent ro del balde que
usam os para lavar el pat io. Durant e unos días est oy persuadida de que no le dio
agua, o si se la ofreció, fue m ezclada con t int a, que Jazm ín rechazó
inm ediat am ent e, después de ladrar. At ribuyo su diarrea a alguna m ixt ura
diabólica que colocó en la carne que le dam os. Consult é con la doct ora, que
siem pre m e aconsej a. Sabe que t engo m uchos rem edios en el bot iquín, ent re
ellos barbit úricos. Me dij o en la últ im a visit a que le hice:
–M'hij it a, cierra el bot iquín con llave. La crim inalidad infant il es peligrosa.
Los niños usan de cualquier m edio para llegar a sus fines. Est udian los
diccionarios. Nada se les escapa. Saben t odo. Podría envenenar a t u m arido, a
quien, según m e dij ist e, lo t iene ent re oj os.
Yo le respondí:
–Para que los seres vuelvan a ser buenos, hay que confiar en ellos. Si
Claudio sospecha que no t engo confianza en él, será capaz de hacer cosas
horribles. Ya le expliqué el cont enido de cada frasco y le m ost ré los que llevan,
en una et iquet a roj a, la palabra VENENO.
Dios m ío, no cerré el bot iquín con llave, y lo hago deliberadam ent e para
que Claudio aprenda a reprim ir sus inst int os, si es verdad que es un crim inal. Las
ot ras noches, durant e la cena, m i m arido lo m andó al alt illo a buscar una caj a,
donde t enía sus herram ient as de carpint ero. Mi m arido t iene afición a la
carpint ería. Com o el niño no volvía bast ant e pront o, subió al alt illo para espiarlo.
Claudio, según m e dij o m i m arido, est aba sent ado en el suelo, ent ret eniéndose
con las herram ient as, horadando la t apa de la caj a de m adera lust rada, que él
t ant o apreciaba. I ndignado, le dio una paliza allí m ism o. Lo t raj o, de una orej a, a
la m esa. Mi m arido no t iene im aginación. Trat ándose de un niño que
sospecham os anorm al, ¿cóm o se at revió a infligirle un cast igo que a m í m ism a
m e hubiera enloquecido de ira? Seguim os la cena en silencio. Claudio, com o de
cost um bre, nos dio las " buenas noches" y cuando nos quedam os solos, m i
m arido m e dij o:
–Si est e m onst ruo no se va pront o de la casa, voy a m orir.
–¡Qué im pacient e! –le cont est é–. Est oy haciendo una obra de caridad.
Tendrías que reconocerlo.
Y para im presionarlo m ás, invoqué t u nom bre. Ant es de acost arnos, del
frasquit o del bot iquín t om am os píldoras para dorm ir, pues los dos sufrim os de
insom nio, él porque no duerm e y hace ruido con el libro o el diario que lee, con
el cigarrillo que enciende, y yo porque lo escucho y espero que se duerm a,
t em iendo no conciliar el sueño. Tuvo la m ism a idea que la doct ora: que yo debía
cerrar con llave el bot iquín. No le hice caso, pues insist o que la confianza es el
m edio de conseguir el m ej or result ado. Mi m arido no lo cree. Desde hace unos
días se ha puest o aprensivo. Dice que el café t iene un gust o raro y que después
de beberlo sient e m areos, cosa que j am ás le ha sucedido. Para t ranquilizarlo, en
los m om ent os en que est á en casa, cierro el bot iquín con llave. Luego vuelvo a
abrirlo. Muchos de m is am igos no vienen a m i casa: no puedo recibirlos, pues a
nadie he dicho m i secret o, salvo a la doct ora y a t i, que sabes t odo. Sin
em bargo, no est oy t rist e. Yo sé que un día t endré m i recom pensa y ese día
176
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
volveré a sent irm e feliz, com o cuando era solt era y que vivía j unt o a los j ardines
de Palerm o, en una casit a que ya no exist e sino en m i recuerdo. Es ext raño, Dios
m ío, lo que hoy m e pasa. No m e iría nunca de est a iglesia y casi podría decir que
lo he previst o, pues en m i cart era t engo unos bom bones que t raj e para no
desfallecer de ham bre. Ya pasó la hora del alm uerzo y desde est a m añana a las
siet e no pruebo bocado. No t e ofenderás, Dios m ío, si com o uno de est os
bom bones. No soy golosa; sabes que soy un poco aném ica y que el chocolat e m e
da coraj e. No sé por qué t em o que algo haya sucedido en m i casa: t engo
prem oniciones. Esas señoras harapient as, con som breros negros, con plum as, y
el cura que ent ró en el confesionario, m e las auguran. ¿Alguien se habrá
escondido alguna vez en uno de t us confesionarios? Es el lugar ideal para que se
esconda un niño. ¿Y acaso no m e parezco yo a un niño, en est os m om ent os?
Cuando salgan el sacerdot e y las señoras cubiert as de plum as, abriré la püert it a
del confesionario y penet raré en él. No m e confesaré con un sacerdot e, sino
cont igo. Y t oda la noche la pasaré en t u com pañía. Dios m ío, yo sé que
recom pensarás la buena acción de t u sierva.

La cr e a ción

( Cuent o aut obiográfico)

Ningún inst rum ent o de m úsica: ni la cornam usa rom ana, ni la fuya
j aponesa, ni el nekeb hebreo, ni la t ravesera china, ni la fluira rum ana, ni la
floyera griega, ni t odos ellos j unt os resonarían de un m odo t an ext raño: llegaban
del río, ent re t am bores, em it iendo ligeros y obst inados silbat os. La plaza adonde
se dirigían est aba oscura, m oj ada por la lluvia que daba brillo a las est at uas y a
las piedras del est anque. Debaj o de los bancos no había los papeles ni las
cáscaras ni los excrem ent os habit uales. Los perros acudían husm eando algún
hueso ent errado. Am paradas por la oscuridad, niñas sordom udas se habían
dem orado en las ham acas, m eciéndose con frenesí; los delant ales volaban en el
vient o: no se les veía caras ni m anos; parecían fant asm as, Erinnias de yeso.
Muj eres enlut adas, con olor a naranj a, llevaban las ant orchas.
Paulat inam ent e se ilum inó la plaza. Las niñas dej aron de m ecerse. Las
niñas y los perros se unieron a la procesión. El frío, la lluvia influían sobre la
repercusión de los sonidos: resonaban, com o dent ro de una grut a que se
m ult iplicara y que se dividiera para siem pre.
Los prim eros silbos que oí com o en un sueño, com enzaron a crecer, a
adquirir rit m o e int ensidad, cuando la procesión se congregó en la plaza. Aquella
m úsica, que duró hast a la m añana, se oía ya de t odas las casas de Buenos Aires.
Sin em bargo, la persona que est aba a m i lado no la oía.
Aquella m úsica que al principio podría haberse confundido con el silbat o de
un t ren, de una usina, o del t roley que recorre un cable ¿era un réquiem ? Se
prolongaba m ás que la et ernidad. Sólo m úsicos heroicos podían prolongar ese
conciert o baj o la lluvia, durant e t ant o t iem po, sin desm ayar en la noche. El
delirio crecía. En algún m om ent o creí dist inguir voces, pero pront o advert í que
los inst rum ent os se volvían hum anos y que ninguna voz podía ser t an
desgarradora. Com o en las lit urgias del Viernes Sant o ¿no serían im properios?
Los m ism os t am bores lat ían com o un corazón. A fuerza de ser hum ana, aquella
m úsica se volvía despiadada y best ial.
Las m uj eres apagaron las ant orchas sobre el past o húm edo, pero la luz
seguía ilum inando árboles y est at uas.
¿Qué hacía esa gent e en el j ardín? ¿Qué hacían las niñas sordom udas?
¿Qué hacían los perros acost ados com o si form aran un m onum ent o? Se
dispersaban lent am ent e y t al vez aquella m úsica no provenía ya de los
177
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
inst rum ent os, sino de algunos discos que se habían dist ribuido ant eriorm ent e por
la ciudad y que personas t rasnochadoras escuchaban en sus fonógrafos.
Si esa m úsica era t an conocida ¿cóm o yo no la había oído ant es? Tal vez,
en m i ofuscam ient o, confundía la m úsica de j azz, que t ant o m e seduce, con un
réquiem . Sin em bargo, aquellas frases m usicales que est aba escuchando no eran
de j azz ni de ninguna m úsica bailable. ¿Cóm o era posible que siendo una obra
t an excelent e hubiera sido escrit a por gent e de esa calaña, dedicada sólo a
cuest iones de índole polít ica, para exalt ar y engañar al pueblo?
El alba penet raba en los cuart os. En los pat ios húm edos se evaporaban las
baldosas. Nunca Buenos Aires había est ado t an lim pio. Ya no se oían los
fonógrafos, sino el silbido de un hom bre solit ario, que est aba en la azot ea de una
casa. El hom bre no t enía oído o no recordaba bien la m elodía; y se equivocaba
en el rit m o, abreviando o prolongando angust iosam ent e las not as m ás
im port ant es. Volvía a com enzar el m ism o com pás, con esfuerzo: el silbido
t erm inaba en sonidos casi inaudibles y vacilant es, que se repet ían
last im osam ent e. Las not as, las m odulaciones, sugerían el color rosado pálido que
revist e el cielo del alba. Pensé que en esos balbuceos m usicales se advert ía la
belleza de la obra. Pero no sólo el hom bre solit ario silbaba aquella m elodía; ot ras
personas, m ás lej anas, m ás oscuras, sin sexo, asom adas a un balcón o en la
acera, barriendo ya la calle, t rat aban de m odularla. Se t rat aba de una canción
popular com o Mam brú se fue a la guerra, el Him no Nacional o Mi noche t rist e.
Las niñas sordom udas, cuyas voces y silbidos sonaban com o el croar de los
sapos, la ensayaron; la ensayaron t am bién los vigilant es, con un silbat o
insist ent e, en las esquinas. La m úsica iba dism inuyendo, at ravesó las vías del
t ren, los puent es, hast a volver al río donde se ext inguió.
Aquella obra no fue com puest a ni escrit a por nadie: lo supe al día
siguient e. Ninguna orquest a la ej ecut ó, no fue grabada en ningún disco, ni
silbada por nadie. Sin em bargo, no m e asom braría encont rarm e con ella
m añana, en cualquier m om ent o, y en cualquier lugar. Tal vez ( est a idea ahora
m e obceca) la obra m ás im port ant e de la vida se produce en horas de
inconsciencia ( exist e, aunque la conozca sólo el que la creó) ; sospecho que la
m ía andará perdida por el m undo, buscando asidero, con volunt ad y vida
propias. Sólo así se explica que yo no pueda olvidar est a m úsica que com puse
cuando est uve a punt o de m orir, com o no podría olvidar, por cansada que
est uviera de ellos, el Trío en A m enor de Brahm s, el Conciert o para cuat ro pianos
de Vivaldi o la Sonat a en D m enor de Schum ann.

El a sco

Para cum plir con una prom esa, durant e la int ernación de Rosalía, se dej ó
crecer la barba. Gracias a esa circunst ancia el fot ógrafo Ersalis, sin cobrarle
nada, para propaganda, lo fot ografió y expuso en el escaparat e de la t ienda la
fot ografía cuya copia en un m arco de m adera, est á colgada sobre la cabecera de
la cam a m at rim onial. Cuando Rosalía, de noche, se arrodillaba a rezar, la
presencia de ese cuadro le parecía un sacrilegio; ahora, com o si el m arido fuera
un sant o, la acept aba com o algo nat ural. Es claro que al rat o de m irar el ret rat o,
a pesar de la barba sedosa y negra que llam a la at ención com o un adorno
religioso, la m uj er m ás desprevenida o depravada adviert e que el barbudo t iene
cej as de dem onio y probablem ent e olor a sapo o a culebra.
Jam ás com prendí por qué ese hom bre gust a a las m uj eres. Tal vez su cara
de dem onio, su habilidad para ganar dinero o aquel ret rat o que ha m odificado, a
m i j uicio, la form a de su verdadera cara, lo vuelve at rayent e.
Ant es de casarse, Rosalía le t enía asco, y después de casada, parece
m ent ira, aún m ás asco. No m e lo dij o, pero yo lo sé de buena fuent e. Creyó que
178
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
nunca llegaría a soport arlo y a quererlo, pero a veces uno se engaña sobre las
cosas que son o que no son posibles. Bien se dice " sobre gust os no hay nada
escrit o" y ot ras t ont erías, siem pre las m ism as.
La casa de Rosalía es preciosa; queda frent e a la peluquería donde yo
t rabaj o. Dos rosales roj os que en prim avera, de lej os, parecen m anoj os de uñas
pint adas, una bignonia cuyas flores m e recuerdan m i carpet a de paño, un j azm ín
del cielo que no t iene que envidiar a ninguna cret ona floreada, llam an la at ención
de cualquier indiferent e que pasa por la calle.
Nosot ras, em pleadas de la peluquería, sabem os t odo lo que sucede en el
barrio, las idas y venidas de la gent e, cualquier cosa t urbia que pasa. Som os
com o los confesores o com o los m édicos: nada se nos escapa. Pocos hom bres y
pocas m uj eres pueden vivir sin nosot ros. Cuando t eñim os, ondulam os o
cort am os el cabello, la vida de la client a se nos queda en las m anos, com o el
polvillo de las alas de las m ariposas. ¡Con razón nuest ros abuelos hacían cuadros
t an m em orables con las cabelleras de t odos los m iem bros de la fam ilia! Nada es
m ás elocuent e, m ás efusivo ni m ás confidencial.
El hecho de que la casa de Rosalía fuera preciosa y envidiada por t odo el
barrio no le servía de consuelo, sino m ás bien de m ort ificación. Tal vez pensaba
que en esa casa t an bonit a hubiera sido feliz con ot ro hom bre y que las
com odidades eran superfluas, un derroche de la suert e, para su vida de
padecim ient os.
Tenía una heladera donde cabían m edia docena de pollos, cualquier
cant idad de frut as, m ant eca y bot ellas, una m áquina de lavar im port ada, una
m áquina de coser eléct rica, con un m ueble de m adera clara, para adorno y
ent ret enim ient o t enía un t elevisor, una vaj illa y una m ant elería envidiable. En el
pat io, que en verano servía de com edor, por su frescura, había un sinfín de
j aulas con páj aros com o violinist as que cant aban en conciert o. Pero t odo est o no
la sat isfacía, porque una m uj er debe am ar a su m arido por sobre t odas las cosas,
después de Dios, se ent iende.
En los prim eros t iem pos de su vida de casada, Rosalía m ant enía la casa
com o una casa de m uñecas. Todo est aba ordenado y lim pio. Para su m arido,
preparaba com idas m uy com plicadas. En la puert a de calle, ahí no m ás, se
t om aba olor a frit uras apet it osas. Que una m uj er t an delicada com o ella, sin
m ayor conocim ient o de lo que es m anej ar una casa, supiera desenvolverse,
causaba adm iración. El m arido em bobado no sabía qué regalos hacerle. Le regaló
un collar de oro, una biciclet a, un abrigo de piel y finalm ent e, com o si no fuera
bast ant e, un reloj , engarzado con pequeños brillant es, m uy cost oso.
Rosalía sólo pensaba en una cosa: en cóm o perder el asco y la repulsión
por el hom bre. Durant e días im aginó m aneras de volverlo m ás sim pát ico.
Trat aba de que sus am igas se enam oraran de él, para poder de algún m odo
llegar al cariño, a t ravés de los celos, pero dispuest a a abandonarlo, eso sí, a la
m enor t raición.
A veces cerraba los oj os para no verle la cara, pero su voz no era m enos
odiosa. Se t apaba las orej as, com o alisándose el pelo, para no oírlo: su aspect o
le daba náuseas. Com o una enferm a que no puede vencer su m al, pensó que no
t enía cura. Durant e m ucho t iem po, com o pan que no se vende, anduvo perdida,
con los oj os ext raviados. Para sufrir m enos, la pobrecit a com ía siem pre
caram elos, com o esas criat uras que se consuelan con pavadas. Mi socia m e
decía:
–¿Qué le pasa a esa señora? El m arido anda loco por ella, ¿qué m ás
quiere?
–Ser am ada no da felicidad, lo que da felicidad es am ar, señora –yo le
respondía.

179
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Pero t odo se logra cuando hay volunt ad. A fuerza de proponérselo, Rosalía
llegó a am ar de verdad a su m arido, m ás que la m ayoría de las m uj eres que
pret enden ser fieles o virt uosas.
En el prim er m om ent o m e pareció im posible verla libre de esa pesadilla
que nos ent rist ecía. Hast a el color de su cara cam bió. Adiós píldoras para el
hígado, adiós t isanas. Pero el alivio duró poco. Sim ult áneam ent e aquel barbudo
que en verdad era un dem onio, em pezó a abandonar a Rosalía. Varias personas,
principalm ent e nosot ras, las em pleadas de la peluquería, lo vieron en la calle,
abrazado a una chica, que t odos los días no era la m ism a. Algún m al
int encionado, de los que no falt an, dij o que la chica era yo, pues suelo cam biar
de peinado y de ant eoj os y que para algo m e sirve ser peinadora y m iope. ¡Qué
desgraciados! No soy m iope: t engo una pequeña desviación en un oj o.
El hom bre ent raba com o un ladrón en su casa, a las horas m ás indebidas,
con zapat os em barrados oliendo a t abaco y a alcohol com o un m arinero. No
regalaba ni un alfiler a Rosalía. ¡Qué abandono! Ella, a su vez, em pezó a
descuidar la casa. Murieron los canarios y las plant as. Los celos la t rabaj aban
t odo el día, com o ella a su cost ura, con punt adas largas y cort as, con pespunt es
t orcidos, pues era m ala cost urera.
Cada uno de los cabellos de m i client a y am iga llevaba una et iquet a con
est as int errogaciones: ¿est ará m i esposo? ¿Cuándo volverá? ¿En qué lugar de
Buenos Aires cit ará a aquellas chicas?
La heladera dej ó de funcionar. En los cuart os se am ont onaban los t rast os
viej os, por los cuales Rosalía ya no se int eresaba. Algo m alo t enía que suceder.
Un día m e enseñó un cuchillo que usaba en la cocina para deshuesar los
pollos; blandiéndolo m e dij o:
–Se lo clavaré, si seguim os así, con grasa y t odo.
Creí que t enía fiebre, pero hablaba por am or. Le aconsej é que se acost ara,
pero no hubo form a de que lo hiciera. Durant e t odo el día, con los oj os clavados
en la casa de enfrent e, cum plí con m is t areas, esperando, de un m om ent o a
ot ro, que el desast re ocurriera. Las persianas est aban cerradas y parecía que
alguien había m uert o en la casa; no ocurrió nada.
–Tant o t rabaj o m e dio am ar a est e hom bre, para que ahora m e cuest e
t ant o dej ar de am arlo –m e dij o Rosalía al día siguient e.
Est aba cam biada. Com o quien deshace un t ej ido o descose una cost ura
com enzó a deshacer, a descoser su am or. Descubrir que le había repugnado en
él aquello que m ás la seducía, la desanim ó. Era difícil, casi im posible, verse libre
de un sent im ient o logrado a cost a de t ant a pena, pero t odo se consigue con
volunt ad y t iem po.
Durant e las com idas, la parej a no se hablaba. Dorm ían casi t odo el t iem po
los días de fiest a, cuando el sinvergüenza no salía a pasear o no pret endía salir
conm igo. El colchón de la cam a de bronce se había desform ado por causa de los
bruscos m ovim ient os de odio de los cónyuges, que dorm ían dándose la espalda.
Tardó un t iem po, pero de nuevo la repulsión se apoderó de Rosalía. De
nuevo la casa parecía una casa de m uñecas, porque Rosalía no t enía
preocupaciones; volvió a ordenarla y a lim piarla. Para conquist ar de nuevo a
Rosalía, el m arido le regaló un anillo.
¡Qué anillo! Cualquier apret ón de m ano hacía sangrar el dedo que llevaba
el anillo puest o. Hay que decir la verdad: el hom bre era dadivoso y volvió a ser
punt ual para las horas de las com idas. No t rasnochaba y nadie lo veía, en la
calle, con chicas. Rosalía usa el anillo, que es de oro, con una aguam arina,
cuando sale a pasear o cuando la invit an a una fiest a. Yo lo usaría siem pre. Ella
es parca en sus gust os. Ahora t iño el cabello de Rosalía: le salieron hebras
blancas, a fuerza de querer am ar, de no querer am ar y de querer am ar de

180
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
nuevo. El barbudo, después de t odo, no es t an m alo. Es com o t odos los
hom bres.

El goce y la pe n it e n cia

Todos los lunes a las cuat ro y m edia en punt o de la t arde, yo llevaba a m i


hij o Sant iago al t aller de Arm indo Talas, para que lo ret rat ara: yo no hacía sino
obedecer a m i m arido. Siguiendo el ej em plo de nuest ros ant epasados, baj o sus
órdenes, grandes pint ores hacían ret rat os de t odos los vást agos de nuest ra
fam ilia, ya que en el com edor de la casa t eníam os los de sus bisabuelos pint ados
por Prilidiano Pueyrredón; los m íos por Fabre, en m i dorm it orio; y el de m i padre
disfrazado de indio, por Berm údez, en el vest íbulo; y el de una herm ana de m i
abuela vest ida de am azona, por V. Dupit , en el rellano oscuro de la escalera.
–¡Qué bien quedaría un ret rat o t uyo, m ío, de Sant iago, de los t res, en est a
casa! –repet ía, cuando se habían ido las visit as o cuando las esperábam os.
Yo lo oía com o quien oye llover. En la época de las fot ografías no m e
parecía urgent e adquirir ret rat os, por valiosos que fueran. Las inst ant áneas, con
sus am pliaciones, m e gust aban m ás.
Dej am os pasar el t iem po, pero hay ant oj os duraderos. Mi m arido eligió el
pint or: resolvim os que em pezaría por el ret rat o de Sant iago, porque t enía cinco
años que no volvería a t ener, m ient ras que nosot ros ya em pezábam os a cum plir
siem pre la m ism a edad. Mi m arido sost enía que los ret rat os t enían que parecerse
al m odelo: si la nariz original era aguileña y horrible, o si era respingada y at roz,
la copia t enía que serlo. Había que dej ar de lado la belleza. En una palabra, le
gust aban los m am arrachos. Yo sost enía que la expresión de una cara no
dependía, en m odo alguno, de sus líneas ni de sus proporciones, y que el
parecido no se m anifest aba en m eros det alles.
El t aller de Arm indo Talas quedaba en la calle Lavalle, a dos cuadras de
Callao: era m ist erioso, pobre y enorm e, con vent anales por donde se ent reveían
infinit as azot eas y pat ios con plant as casi negras. Sobre la repisa del caballet e,
sucia de pint ura, a veces había pan, rest os quizá del desayuno. En los rincones,
ent re papeles, aparecían t arros de m iel y de café y alguna cuchara pringosa. En
un alt illo se am ont onaban t oda suert e de obj et os polvorient os, hast a un caballo
de calesit a y la cabeza de una vaca que est uvo, según m e aseguró el pint or,
durant e años sobre la puert a de una carnicería de Avellaneda. Pocas veces en m i
vida, salvo en un j ardín o en un m useo, había vist o a un pint or seriam ent e
ent regado a su t area. Me fascinaba ver a Arm indo Talas preparar la palet a con
t odos los colores, com o past as dent ífricas, que iba sacando de los pom os, los
pinceles que t enía en un cacharro y que secaba cuidadosam ent e con un t rapo. En
lugar de m irar cóm o pint aba Arm indo Talas, poco a poco, insensiblem ent e, le
m iré las m anos, luego el m ent ón, luego la boca. No m e gust ó. Yo llevaba un
libro, que nunca pude leer, porque él y yo conversábam os cont inuam ent e. ¿De
qué? A veces quisiera reproducir esos diálogos que eran el frut o de m i
aburrim ient o; no puedo. Hablábam os t al vez de las not icias de los diarios o t al
vez de lugares pint orescos de Buenos Aires, de los veraneos, de eso hablábam os
m ucho, ahora lo recuerdo, pero j am ás de cosas ínt im as.
Un día Sant iago se port ó m al: la voz de un vendedor de helados que iba
pregonando por la calle, creo que lo pert urbó. Hacía gest os, no quería sent arse y
a cada inst ant e abría la boca y m iraba el t echo con cara de idiot a. Com o única
penit encia le infligí la penit encia m ás divert ida del m undo: lo encerré con llave
en el alt illo. Oí su j ubiloso paso, su alegría m ient ras Arm indo aprovechaba la
oport unidad para m ost rarm e cuadros, libros, fot ografías. Nos m iram os en los
oj os por prim era vez. El m e pidió que m e levant ara el pelo para adm irar m i perfil
con la orej a descubiert a. Fue com o si m e ordenara quit arm e la ropa. No quise.
181
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
I nsist ió. No sé cóm o, t erm inam os sent ados en el diván azul, debaj o del vent anal,
él con un lápiz y un papel en las m anos, yo, m ost rándole m i perfil con la orej a
descubiert a. Hablábam os sin cesar. ¿Quién era el charlat án? Ninguno de los dos.
Est ábam os nerviosos. Me confesó que el hecho de ret rat ar a m i hij o lo asust aba
un poco, porque era la prim era vez que ret rat aba a un niño. Para él, cada cuadro
que pint aba, era el prim ero. Yo prot est é diciéndole que era m odest o. Me
respondió:
–Al cont rario. En eso consist e ser un gran pint or. Cada cuadro es un
problem a nuevo, un problem a inesperado.
Al verlo afligido lo consolé lo m ej or que pude. Le t om é la m ano y m iré el
dibuj o que había hecho de m i perfil. Se m e ant oj ó que en una lám ina para
est udiant es de anat om ía, esa orej a era una part e m uy vergonzosa del cuerpo
hum ano. Me pareció indecent e, se lo dij e y lo rom pí. Sonrió com placido.
Est udiam os el ret rat o de Sant iago, lo ret iram os del caballet e y le colocam os un
m arco. Nadie hubiera conocido a m i hij o. Prom et í a Arm indo fot ografías que
podrían servirle de ayuda.
En el alt illo no se oía ningún ruido. Com encé a inquiet arm e por Sant iago.
–No se habrá suicidado –dij e–, podría t irarse por la vent ana.
–La vent ana queda m uy arriba –m e cont est ó Arm indo.
–Puede com er pint ura. Es un niño violent o.
–No hay pint ura.
Corrí a abrirle la puert a. Sant iago est aba j ugando con unos m uñecos
art iculados y no quiso salir del alt illo. Me arañó un brazo. Volví a encerrarlo.
Ent onces sin saber qué hacer nos abrazam os com o si nos despidiésem os,
desesperadam ent e. Todo fue nat ural m ient ras m irábam os el m alogrado ret rat o
de Sant iago.
Cada vez que llevaba a Sant iago al t aller, para infligirle la consabida
penit encia, involunt ariam ent e yo conseguía que se port ara m al. No había ot ro
pret ext o para encerrarlo con llave. Arm indo y yo sabíam os que nuest ro goce
duraría el t iem po de la penit encia. De ese m odo eché a perder la educación de
Sant iago, que t erm inó por pedirm e que lo pusiera en penit encia, a cada rat o.
El ret rat o se parecía cada vez m enos al m odelo. En vano indiqué a
Arm indo ciert as caract eríst icas de la cara de m i hij o: la boca de labios anchos,
los oj os un poco oblicuos, el m ent ón prom inent e. Arm indo no podía corregir esa
cara. Tenía una vida propia, ineludible. Una vez concluido el cuadro, pensam os
que nuest ra dicha t am bién había concluido.
Volví a m i casa, aquel día, en t axím et ro, con Sant iago, con el ret rat o y con
una espina clavada en el hígado. Mi m arido al ver el cuadro declaró que no lo
pagaría. Sugerí que podía cam biarlo por una nat uraleza m uert a o un león
parecido a los de Delos. Durant e una sem ana el cuadro anduvo de silla en silla,
para que lo vieran las visit as y la servidum bre. Nadie reconocía a Sant iago, por
m ás que Sant iago se colocara j unt o al ret rat o. El cuadro t erm inó det rás de un
ropero. Ent onces quedé encint a. No fui víct im a de m alest ares ni de fealdades,
com o la vez ant erior. Com er, dorm ir, pasear al sol fueron m is únicas ocupaciones
y algún furt ivo encuent ro con Arm indo, que m e abrazaba com o a un alm ohadón.
No podíam os am arnos sin Sant iago en penit encia, en el alt illo.
Di a luz sin dolor.
Cuando m i hij o m enor t uvo cinco años, durant e una m udanza m i m arido
com probó que era idént ico al ret rat o de Sant iago. Colgó el cuadro en la sala.
Nunca sabré si ese ret rat o que t ant o m iré form ó la im agen de aquel hij o
fut uro en m i fam ilia o si Arm indo pint ó esa im agen a sem ej anza de su hij o, en
m í.

Los a m igos
182
Silvana Ocampo Cuentos Completos I

Sucedieron m uchas desvent uras en nuest ro pueblo. Una inundación nos


incom unicó con el cent ro de la ciudad. Recuerdo que durant e dos m eses no
pudim os ir al colegio ni a la farm acia. Con las corrent adas del río que desbordó,
algunas de las paredes de la escuela se derrum baron. Al año siguient e, una
epidem ia de fiebre t ifoidea m at ó a m i t ía, que era una m uj er piadosa pero
severa, a la m aest ra y al cura de la parroquia, que m is padres est im aban t ant o.
En t res sem anas ocurrieron t reint a casos m ort ales. Casi t odo el pueblo est aba de
lut o y el cem ent erio parecía una exposición de flores y las calles un conciert o de
cam panas.
Mi am igo Cornelio vivía en el segundo piso de nuest ra casa. Teníam os
siet e años. Éram os com o herm anos, porque nuest ras fam ilias eran m uy unidas.
Com part íam os nuest ros j uegos, nuest ros padres, nuest ras t ías, nuest ras
com idas. Í bam os j unt os al colegio. Cornelio aprendía fácilm ent e cualquier
lección, pero no le gust aba est udiar. Yo aprendía con dificult ad, pero m e gust aba
est udiar. Cornelio det est aba a la m aest ra; yo la quería.
–Va a ser un sant o –decía t ía Ferm ina t rist em ent e.
–Ya se le pasará –decía t ía Claudia, que se asem ej aba a un ñandú–. No
hay que afligirse.
Com o un ñandú sacude sus alas, ella sacudía sus hom bros al hablar.
–¿Qué m al hay en ser un sant o? –decía bruscam ent e m i m adre.
–Si fuera t u hij o, no t e haría gracia –respondía la m adre de Cornelio.
–¿Por qué? ¿Acaso no conviene est ar bien con Dios?
–El cilicio, el ayuno, el ret iro –pronunciaba la m adre de Cornelio,
pausadam ent e, con t error y asim ism o con deleit e.
–¿Te agradan m ás el alcohol, las m uj eres, la polít ica? ¿Tienes m iedo que
t e roben a t u hij o? Dios o el m undo t e lo quit ará.
–¿Dios? Es m ás serio.
Nuest ras m adres sonreían m elancólicam ent e, com o si hubieran llegado a
un acuerdo. Yo escuchaba en silencio. Había vist o a Cornelio con su delant al
blanco, con un m isal en la m ano, arrodillado frent e a la vent ana, rezando, a
horas inverosím iles. Cuando yo ent raba en el cuart o, fingía, ruborizado, est udiar
un libro de gram át ica o de hist oria y rápidam ent e ocult aba el m isal, debaj o del
asient o o en un caj ón, para que yo no lo viera. Yo m e pregunt aba ¿por qué se
avergüenza de su piedad? ¿Rezar era para él com o j ugar a las m uñecas? Jam ás
m e dem ost raba su confianza ni m e hablaba de cuest iones religiosas. A pesar de
nuest ros pocos años, éram os com o hom bres y con desparpaj o hablábam os de
noviazgos, de casam ient os, del act o sexual. Est o desdecía de la act it ud m íst ica y
recat ada de Cornelio.
–Cuando rezo para pedir una gracia, m e la conceden –m e dij o un día,
cant urriando con orgullo.
Repet í la frase a m is t ías, que la com ent aron durant e m ucho t iem po.
At ribuían la devoción de Cornelio a las profundas im presiones que recibió
durant e las cat ást rofes que habían asolado al pueblo. Que un niño de nuest ra
edad, hubiera vist o en un lapso de t iem po t an cort o, t ant os m uert os, t enía que
dej ar huellas en su alm a. Si est os acont ecim ient os no habían influido en m i
caráct er, era por m i nat ural insensible y un poco perverso. El m ist icism o de
Cornelio se había iniciado ant es de que ocurrieran la inundación y la epidem ia;
era absurdo, por lo t ant o, at ribuirlo a t ales hechos. Oscuram ent e yo advert ía el
error en que incurrían t odas est as personas m ayores, pero m i cost um bre fue
siem pre callar y acept ar. Acept é, pues, m i papel de niño perverso, en oposición a
Cornelio, que era la sensibilidad y la bondad personificadas. No dej é de sent ir
celos y adm iración por el involunt ario culpable de m i inferioridad.

183
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Frecuent em ent e, encerrado en el cuart o, lloré por m is pecados, pidiendo a Dios
que m e ot orgara el favor de volverm e parecido a m i am igo.
La dom inación que ej ercía Cornelio sobre m í era grande: j am ás quise
cont rariarlo, ni disgust arlo ni herirlo, pero él exigía que lo cont rariara, que lo
disgust ara, que lo hiriera.
Un día se disgust ó conm igo porque le quit é el cort aplum as. Para que no
m e desdeñara yo t enía que recurrir a t ales est rat agem as. Ot ro día que le quit é la
caj a de út iles, m e golpeó y m e arañó.
–Si volvés a t ocar ot ra cosa m ía, pediré que t e m ueras –m e dij o. Me reí.
–¿No m e creés? ¿Acaso no hubo una inundación y una epidem ia hace un
t iem po? ¿Creés que fue por casualidad?
–¿La inundación? –int errogué.
–Yo la obt uve. Fue obra m ía.
No dij o, quizá, esas palabras; pero habló com o un hom bre y sus palabras
fueron precisas.
–¿Y para qué?
–Para no ir al colegio. ¿Para qué va a ser? ¿Para qué se reza?
–¿Y la epidem ia? –susurré, cont eniendo la respiración.
–Tam bién. Ésa m e dio m enos t rabaj o t odavía.
–¿Y para qué?
–Para que m at ara a la señorit a y a m i t ía. Puedo conseguir que m ueras
vos, si m e da la gana.
Reí, porque sabía que iba a despreciarm e si no lo hacía. En el espej o del
arm ario, frent e a nosot ros, vi que yo est aba haciendo una m ueca. Se m e heló la
sangre y en cuant o pude fui a cont ar a las t ías el diálogo que t uve con m i am igo.
Las t ías rieron de m i aflicción.
–Es una brom a –dij eron–. El niño es un sant o.
Pero Rit a, m i prim a, que parecía una viej it a y que escuchaba siem pre las
conversaciones, dij o:
–No es un sant o. Ni reza a Dios. Tiene un pact o con el dem onio. ¿No
vieron su libro de m isa? La t apa es igual a t odas las t apas de los libros de m isa,
pero lo que lleva escrit o adent ro es diferent e. No se ent iende nada de lo im preso
en esas páginas horrorosas. ¿Quieren verlo? Trae el libro –m e ordenó–. Est á en
el caj ón de la cóm oda, envuelt o en un pañuelo.
Vacilé. ¿Cóm o iba a t raicionar a Cornelio? Los secret os son sagrados, pero
la debilidad venció. Fui al dorm it orio de Cornelio y, t em blando, t raj e el libro de
m isa, envuelt o en el pañuelo. Mi t ía Claudia desanudó las punt as del pañuelo y
sacó el libro. Una hoj a superpuest a est aba pegada sobre la hoj a original. Alcancé
a ver los signos indescifrables y los dibuj os dem oníacos que Rit a había descrit o.
–¿Qué hacem os? –dij eron m is t ías.
La m adre de Cornelio m e devolvió el libro y m e ordenó:
–Puedes guardarlo donde lo encont rast e –y dirigiéndose a Rit a, le dij o–:
Merecerías que t e denuncie por calum nias. ¡Ah, si est uviésem os en I nglat erra!
Mis t ías hicieron un chist ido com o de lechuza ofendida.
–El niño es un sant o. Él t endrá su idiom a para com unicarse con Dios –
declaró m i m adre, observando con severidad a Rit a, que se at ragant ó con una
past illa de m ent a.
–¿Y si consigue hacerm e m orir? –pregunt é t art am udeando.
Todas las m uj eres rieron, hast a la m ism a Rit a, que hacía unos inst ant es
aseguraba que exist ía un pact o ent re el dem onio y Cornelio.
¿Qué seriedad había en las palabras de las personas m ayores? ¿Quién
podía creerm e o t om arm e en serio? Rit a se había burlado de m í. Ent onces, para
probar la veracidad de m is palabras, subí al cuart o de Cornelio y en lugar de
guardar en el caj ón el m isal que t enía en m is m anos, lo guardé en el bolsillo y
184
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
saqué el obj et o que él m ás apreciaba: un reloj de m at erial plást ico, con aguj as
m ovibles.
Recuerdo que era t arde y que nos reunim os a com er, con t oda la fam ilia.
Com o era verano, después de com er, salí al j ardín, con m i t ía. Seguram ent e
Cornelio no había ent rado en su cuart o ni advert ido aún que algo le falt aba.
¿Qué poder t enía Cornelio para que sus oraciones fueran escuchadas?
¿Qué m uert e pediría para m í? ¿El fuego, el agua, la sangre? Todas est as
palabras cruzaron por m i m ent e, cuando oí pasos en la escalera y en su cuart o.
Confundía los golpes secos del t aconeo con los de m i corazón. Est uve a punt o de
huir, de ent errar el reloj y el m isal en el j ardín; pero sabía que no podía engañar
a Cornelio porque se había aliado a un ser superior a nosot ros. Oí que m e
llam aba: su grit o era un rugido que desent rañaba m i nom bre. Subí la escalera
que conducía a su cuart o. Me det uve unos inst ant es en el rellano, at isbando sus
m ovim ient os, por la puert a ent reabiert a; luego m e avent uré por la escalera
enclenque, con algunos escalones rot os, que lleva al alt illo. Cornelio, desde el
rellano de la ot ra escalera, m e int erpeló y yo, en lugar de cont est arle, le arroj é a
la cara el libro y el reloj . No dij o nada. Los recogió. Se arrodilló y ávidam ent e
leyó las páginas. Por prim era vez Cornelio no t enía vergüenza de que lo vieran
rezando. El escalón en donde m e det uve cruj ía y de pront o cedió: al caer m e
golpeé la nuca cont ra los barrot es de hierro del balaust re.
Cuando recuperé el conocim ient o, t oda la fam ilia m e rodeaba; Cornelio, en
un rincón del cuart o, est aba inm óvil, con los brazos cruzados.
Yo iba a m orir, sin duda, pues veía, com o desde el fondo de un brocal con
agua, los rost ros asom ados sobre m i cara.
–¿Por qué no pedís a Dios que salve a t u am iguit o? ¿No decís que Dios t e
ot orga t odo lo que le pedís? –se at revió a m urm urar m i t ía Ferm ina.
Cornelio se prost ernó, com o un m usulm án, en el suelo. Golpeó su cabeza
cont ra el piso y respondió con voz de niño m im ado:
–Sólo consigo la enferm edad o la m uert e.
Mi m adre lo m iró con horror y arrodillándose a su lado, t ironeándole del
pelo com o si hubiera sido un perro, le dij o:
–Haz la prueba, m 'hij it o. Nada se pierde con rezar. Dios t endrá que oírt e.
Durant e días flot é en un lim bo rosado y azul, ent re vida y m uert e. Las
voces se habían alej ado. No reconocía las caras: seguían t em blando en el fondo
del agua. Cuando m e salvé, dos m eses después, agradecieron m i buena suert e a
Cornelio: según m is t ías y nuest ras m adres, m e había salvado. De nuevo oí
cant os de loa a la sant idad de Cornelio. Ya no se acordaban de las lágrim as que
habían derram ado por m í, ni del cariño que les había inspirado m i gravedad. De
nuevo yo era el niño insensible y un poco perverso, t an inferior a su am igo.
A t ravés de m is t ías, de la cost urera y de las am igas de la casa,
cont radict orios porm enores de lo que había ocurrido llegaron al pueblo. No
falt ó quien com ent ara la inclinación m íst ica de Cornelio. Algunas personas
dij eron que m i am igo era un sant o, ot ras dij eron que era un bruj o y que no
convenía frecuent ar nuest ra casa, por sus m aleficios. Cuando m i t ía Claudia se
casó, nadie vino a la fiest a.
¿Cornelio era bruj o o era sant o? Durant e noches, dando vuelt as m i
alm ohada en busca de un lugar fresco donde poner la afiebrada cabeza, pensaba
en la sant idad o en la bruj ería de Cornelio. ¿Hast a la m ism a Rit a había olvidado
su sospecha?
Fuim os un día al arroyo del Sauce, a pescar. Llevábam os una canast it a
con alim ent os, para pasar el día allí. Andrés, nuest ro vecino, que era aficionado a
la pesca, est aba ya inst alado en la orilla, con la caña preparada. Un perro se nos
acercó y anduvo haciendo m onerías, com o suelen los perros perdidos. Andrés
declaró que lo llevaría a su casa; Cornelio, que él lo llevaría; por est a causa,
185
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
em pezaron a discut ir. Se agarraron a puñet azos y Cornelio cayó al suelo,
vencido. Andrés, m uy orondo, arregló el aparej o, t om ó el perro en brazos y
part ió. Desde el suelo, Cornelio com enzó sus im precaciones: el ruido que hacían
sus labios era sem ej ant e al de los líquidos cuando van a hervir en una olla.
Andrés no alcanzó a cam inar veint e m et ros; cayó al suelo; le salía espum a de la
boca. El perro, libre, corrió a nuest ro encuent ro. Supim os después que Andrés se
había vuelt o epilépt ico.
Cuando Cornelio y yo paseábam os por la calle, la gent e secret eaba: sabían
que era bruj o, que no era sant o com o creía nuest ra fam ilia. Un viernes Sant o los
niños no nos dej aron ent rar en la iglesia: nos apedrearon.
¿Cóm o haría yo para cast igar a Cornelio? ¿Lo lograría con m i m uert e,
com o t est im onio de m i veracidad y de sus perversiones? En un inst ant e im aginé
su vida arruinada para siem pre, perseguido por m i recuerdo, com o Caín por
Abel. Busqué el m odo de enfurecerlo. Tenía que conseguir que sus im precaciones
de nuevo cayeran sobre m í. Lam ent aba que la m uert e m e im pidiera ser t est igo
de su arrepent im ient o, cuando su volunt ad se cum pliera. ¿Le im pediría el
arrepent im ient o repet ir esos ruegos m alvados?
Est ábam os en la orilla del arroyo del Sauce. Mirábam os un Mart ín
pescador, que se zam bullía cont inuam ent e en el agua, con rapidez vert iginosa.
Cada uno t enía su honda. Apunt am os: Cornelio, al Mart ín pescador; yo al azar,
para perder el t iro. Cornelio, que era un buen t irador, dio en la cabeza del
páj aro, que cayó herido. Nos m et im os en la laguna, para sacarlo del agua.
Luego, ya en la orilla, em pezó la discusión sobre quién había m at ado al Mart ín
Pescador. Sost uve firm em ent e que la presa era m ía.
Había un lugar m uy profundo en el arroyo, donde no hacíam os pie. Yo lo
conocía, porque se veía una suert e de rem olino. Mi padre m e lo había m ost rado.
Recogí el páj aro, corrí por la orilla hast a que llegué frent e al lugar en que se veía
aquel m ist erioso m ovim ient o del agua. Por ahí est aba Andrés, pescando com o de
cost um bre. Me det uve y arroj é el páj aro al rem olino. Cornelio, que m e perseguía,
se echó al suelo de rodillas. Oí el at errador m urm ullo de sus labios; repet ía m i
nom bre. Una t ranspiración fría m e hum edeció la nuca, los brazos, el pelo. El
cam po, los árboles, las barrancas, el arroyo, Andrés, em pezaron a t em blar, a
girar. Vi la m uert e con su guadaña. Luego oí que Cornelio pronunciaba su propio
nom bre. No advert í, t an grande era m i est upor, que Cornelio se había arroj ado al
agua; no t rat aba de alcanzar el páj aro; se debat ía en el agua, se hundía, pues
no sabía nadar. Andrés le grit ó sin inm ut arse, con voz agria, de loro:
–At orrant e. ¿De qué t e sirve ser bruj o?
Com prendí, después de m uchos años, que a últ im o m om ent o, Cornelio
cam bió el cont enido de su últ im o ruego: para salvarm e, a cam bio de la m ía, que
t al vez ya est aba ot orgada, pidió su propia m uert e.

I n for m e de l Cie lo y de l I n fie r n o

A ej em plo de las grandes casas de rem at e, el Cielo y el I nfierno cont ienen


en sus galerías hacinam ient os de obj et os que no asom brarán a nadie, porque
son los que habit ualm ent e hay en las casas del m undo. Pero no es bast ant e claro
hablar sólo de obj et os: en esas galerías t am bién hay ciudades, pueblos, j ardines,
m ont añas, valles, soles, lunas, vient os, m ares, est rellas, reflej os, t em perat uras,
sabores, perfum es, sonidos, pues t oda suert e de sensaciones y de espect áculos
nos depara la et ernidad.
Si el vient o ruge, para t i, com o un t igre y la palom a angelical t iene, al
m irar, oj os de hiena, si el hom bre acicalado que cruza por la calle, est á vest ido
de andraj os lascivos; si la rosa con t ít ulos honoríficos, que t e regalan, es un

186
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
t rapo dest eñido y m enos int eresant e que un gorrión; si la cara de t u m uj er es un
leño descascarado y furioso: t us oj os, y no Dios, los creó así.
Cuando m ueras, los dem onios y los ángeles, que son parej am ent e ávidos,
sabiendo que est ás adorm ecido, un poco en est e m undo y un poco en cualquier
ot ro, llegarán disfrazados a t u lecho y, acariciando t u cabeza, t e darán a elegir
las cosas que preferist e a lo largo de la vida. En una suert e de m uest rario, al
principio, t e enseñarán las cosas elem ent ales. Si t e enseñan el sol, la luna o las
est rellas, los verás en una esfera de crist al pint ada, y creerás que esa esfera de
crist al es el m undo; si t e m uest ran el m ar o las m ont añas, los verás en una
piedra y creerás que esa piedra es el m ar y las m ont añas; si t e m uest ran un
caballo, será una m iniat ura, pero creerás que ese caballo es un verdadero
caballo. Los ángeles y los dem onios dist raerán t u ánim o con ret rat os de flores,
de frut as abrillant adas y de bom bones; haciéndot e creer que eres t odavía niño,
t e sent arán en una silla de m anos llam ada t am bién silla de la reina o sillit a de
oro, y de ese m odo t e llevarán, con las m anos ent relazadas por aquellos
corredores al cent ro de t u vida, donde m oran t us preferencias. Ten cuidado. Si
eliges m ás cosas del I nfierno que del Cielo, irás t al vez al Cielo; de lo cont rario,
si eliges m ás cosas del Cielo que del I nfierno, corres el riesgo de ir al I nfierno,
pues t u am or a las cosas celest iales denot ará m era concupiscencia.
Las leyes del Cielo y del I nfierno son versát iles. Que vayas a un lugar o a
ot ro depende de un ínfim o det alle. Conozco personas que por una llave rot a o
una j aula de m im bre fueron al I nfierno y ot ras que por un papel de diario o una
t aza de leche, al Cielo.

La r a za in e x t in gu ible

En aquella ciudad t odo era perfect o y pequeño: las casas, los m uebles, los
út iles de t rabaj o, las t iendas, los j ardines. Trat é de averiguar qué raza t an
evolucionada de pigm eos la habit aban. Un niño oj eroso m e dio el inform e:
Som os los que t rabaj am os: nuest ros padres, un poco por egoísm o, ot ro
poco por darnos el gust o, im plant aron est a m anera de vivir económ ica y
agradable. Mient ras ellos est án sent ados en sus casas, j ugando a los naipes,
t ocando m úsica, leyendo o conversando, am ando, odiando ( pues son
apasionados) , nosot ros j ugam os a edificar, a lim piar, a hacer t rabaj os de
carpint ería, a cosechar, a vender. Usam os inst rum ent os de t rabaj o
proporcionados a nuest ro t am año. Con sorprendent e facilidad cum plim os las
obligaciones cot idianas. Debo confesar que al principio algunos anim ales, sobre
t odo los am aest rados, no nos respet aban, porque sabían que éram os niños. Pero
paulat inam ent e con algunos engaños, nos respet aron. Los t rabaj os que hacem os
no son difíciles: son fat igosos. A m enudo sudam os com o caballos lanzados en
una carrera. A veces nos arroj am os al suelo y no querem os seguir j ugando
( com em os past o o t erroncit os de t ierra o nos cont ent am os con lam er las
baldosas) , pero ese capricho dura un inst ant e " lo que dura una t orm ent a de
verano" , com o dice m i prim a. Es claro que no t odo es vent aj a para nuest ros
padres. Ellos t am bién t ienen algunos inconvenient es; por ej em plo: deben ent rar
en sus casas agachándose, casi en cuclillas, porque las puert as y las habit aciones
son dim inut as. La palabra dim inut a est á siem pre en sus labios. La cant idad de
alim ent os que consiguen, según las quej as de m is t ías, que son glot onas, es
reducidísim a. Las j arras y los vasos en que t om an agua no los sat isfacen y t al
vez est o explica que haya habido últ im am ent e t ant os robos de baldes y de ot ras
quincallas. La ropa les queda aj ust ada, pues nuest ras m áquinas no sirven, ni
servirán para hacerlas en m edidas t an grandes. La m ayoría, que no disponen de
varias cam as, duerm en encogidos. De noche t irit an de frío si no se cubren con
una enorm idad de colchas que, de acuerdo con las palabras de m i pobre padre,
187
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
parecen m ás bien pañuelos. Act ualm ent e m ucha gent e prot est a por las t ort as de
boda que nadie prueba por cort esía; por las pelucas que no t apan las calvicies
m ás m oderadas; por las j aulas donde ent ran sólo los picaflores em balsam ados.
Sospecho que para dem ost rar su m alevolencia esa m ism a gent e no concurre casi
nunca a nuest ras cerem onias ni a nuest ras represent aciones t eat rales o
cinem at ográficas. Debo decir que no caben en las but acas y que la idea de
sent arse en el suelo, en un lugar público, los horroriza. Sin em bargo, algunas
personas de est at ura m ediocre, inescrupulosas ( cada día hay m ás) , ocupan
nuest ros lugares, sin que lo advirt am os. Som os confiados pero no dist raídos.
Hem os t ardado m ucho en descubrir a los im post ores. Las personas grandes,
cuando son pequeñas, m uy pequeñas, se parecen a nosot ros; a nosot ros, se
ent iende, cuando est am os cansados: t ienen líneas en la cara, hinchazones baj o
los oj os, hablan de un m odo vago, m ezclando varios idiom as. Un día m e
confundieron con una de esas criat uras: no quiero recordarlo. Ahora descubrim os
con m ás facilidad a los im post ores. Nos hem os puest o en guardia, para echarlos
de nuest ro círculo. Som os felices. Creo que som os felices.
Nos abrum an, es ciert o, algunas inquiet udes: corre el rum or de que por
culpa nuest ra la gent e no alcanza cuando es adult a, las proporciones norm ales,
vale decir, las proporciones desorbit adas que la caract eriza. Hay quien t iene la
est at ura de un niño de diez años, ot ros, m ás afort unados, la de un niño de siet e
años. Pret enden ser niños y no saben que cualquiera no lo es por una m era
deficiencia de cent ím et ros. Nosot ros, en cam bio, según las est adíst icas,
dism inuim os de est at ura sin debilit arnos, sin dej ar de ser lo que som os, sin
pret ender engañar a nadie.
Est o nos halaga, pero t am bién nos inquiet a. Mi herm ano ya m e dij o que
sus herram ient as de carpint ería le pesan. Una am iga m e dij o que su aguj a de
bordar le parece grande com o una espada. Yo m ism o encuent ro ciert a dificult ad
en m anej ar el hacha.
No nos preocupa t ant o el peligro de que nuest ros padres ocupen el lugar
que nos han concedido, cosa que nunca les perm it irem os, pues ant es de
ent regárselas, rom perem os nuest ras m áquinas, dest ruirem os las usinas
eléct ricas y las inst alaciones de agua corrient e; nos preocupa la post eridad, el
porvenir de la raza.
Es verdad que algunos, ent re nosot ros, afirm an que al reducirnos, a lo
largo del t iem po, nuest ra visión del m undo será m ás ínt im a y m ás hum ana.

Ta le s e r a n su s r ost r os

Tales eran sus rost ros


Tales eran sus rost ros; y t enían sus
alas ext endidas por encim a, dos
cada uno, las cuales se j unt aban.
EZEQUI EL 1, 11.

¿Cóm o los niños m enores llegaron a saberlo? Nunca se explicará. Adem ás


falt a dilucidar qué llegaron a saber, y si ya no lo sabrían los m ayores. Se
presum e, sin em bargo, que fue un hecho real, no una fant asía, y que sólo
personas que no los conocieron y que no conocieron el colegio y a sus m aest ras
podrían negarlo sin sent ir algún escrúpulo.

188
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
A la hora en que t ocaron, inút ilm ent e com o siem pre, para m ant ener un
rit o, la cam pana que anuncia la leche, o un poco m ás t arde, en el recreo, cuando
se dirigieron corriendo al pat io del fondo, o bien, lo que es m ás probable,
inconscient em ent e, paulat inam ent e, diariam ent e, sin orden de edades ni de
sexos, llegaron a saberlo, y digo llegaron, porque se advirt ió por m últ iples
m anifest aciones que est aban esperando, hast a ese m om ent o, algo que les
perm it iría esperar de nuevo y definit ivam ent e, algo m uy im port ant e. A ciencia
ciert a, sabem os que a part ir de ese inst ant e, que m enciono de m odo im preciso,
pero sobre el cual se hacen m iles de conj et uras, sin perder la inocencia, pero
perdiendo esa despreocupación aparent e, t an caract eríst ica de la infancia, los
niños no pensaron en ot ra cosa.
Después de m edit arlo, t odo dej a presum ir que los niños lo supieron
sim ult áneam ent e. En los dorm it orios, al dorm irse; en el com edor, al com er; en la
capilla, al rezar; en los pat ios, al j ugar a la m ancha o a Mart ín Pescador,
sent ados frent e a los pupit res, al hacer los deberes o cum pliendo las penit encias;
en la plaza, cuando se ham acaban; o en los baños, dedicados a la higiene
corporal ( m om ent os im port ant es, porque en ellos las preocupaciones se olvidan) ,
con la m ism a m irada hosca y abst raída, sus m ent es, com o pequeñas m áquinas,
hilaban la t ram a de un m ism o pensam ient o, de un m ism o anhelo, de una m ism a
expect ación.
La gent e que los veía pasar endom ingados, lim pios y bien peinados, en los
días pat rios, en las fiest as de la iglesia, o en cualquier dom ingo, decía:
" Est os niños pert enecen a una m ism a fam ilia o a una cofradía m ist eriosa.
Son idént icos. ¡Pobres padres! ¡No reconocerán al hij o! Est os t iem pos m odernos,
una m ism a t ij era cort a t odos los niños ( las niñas parecen varones y los varones
niñas) ; t iem pos sin espirit ualidad, son crueles."
En efect o, sus caras eran t an parecidas ent re sí, t an inexpresivas com o las
caras de las escarapelas o de las vírgenes de Luj án en las m edallas que lucían
sobre sus pechos.
Pero ellos, cada uno de ellos, en el prim er m om ent o, se sent ían solos,
com o si una arm azón de hierro los revist iera incom unicándolos, endureciéndolos.
El dolor de cada uno era un dolor individual y t errible; la alegría t am bién y por lo
m ism o era dolorosa. Hum illados, se figuraban diferent es los unos de los ot ros,
com o los perros con sus razas t an dispares o com o los m onst ruos prehist óricos
de las lám inas. Creían que el secret o, que en ese m ism o m om ent o se bifurcaba
en cuarent a secret os, no era com part ido y no sería j am ás com part ido. Pero un
ángel llegó, el ángel que asist e a veces a las m uchedum bres; llegó con su
relucient e espej o en alt o, com o el ret rat o del candidat o, del héroe o del t irano
que llevan los m anifest ant es, y les m ost ró la ident idad de sus caras. Cuarent a
caras eran la m ism a cara; cuarent a conciencias eran la m ism a conciencia, a
pesar de la diferencia de edades y de fam ilia.
Por horrible que sea un secret o, com part ido dej a a veces de ser horrible,
porque su horror da placer: el placer de la com unicación incesant e.
Pero quien supone que fuera horrible se adelant a a los acont ecim ient os.
En realidad no se sabe si era horrible y se volvía herm oso, o si era herm oso y se
volvía horrible.
Cuando se sint ieron m ás seguros de sí m ism os, se escribieron cart as, en
papeles de diversos colores, con fest ones de punt illas o con figurit as pegadas. Al
principio eran lacónicas; luego, largas y m ás confusas. Eligieron lugares
est rat égicos que servían de est afet a, para que los ot ros las recogieran.
Porque eran cóm plices felices, los inconvenient es habit uales de la vida no
los m olest aban ya.
Si alguno pensaba t om ar una decisión, los ot ros inm ediat am ent e resolvían
hacer lo m ism o.
189
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Com o si desearan igualarse, los m enores cam inaban de punt illas para
parecer m ás alt os; los m ayores se encorvaban para parecer m ás baj os. Se
hubiera dicho que los pelirroj os apagaban el fuego de sus cabelleras y que los
m orenos m oderaban la oscuridad de una t ez apasionadam ent e oscura. Los oj os
lucían t odos las m ism as rayit as cast añas o grises, que caract erizan los oj os
claros. Ya ninguno se com ía las uñas, y el único que se chupaba el dedo dej ó de
hacerlo.
Est aban unidos t am bién por la violencia de los adem anes, por las risas
sim ult áneas, por una solidaridad bulliciosa y súbit am ent e t rist e que se refugiaba
en los oj os, en el pelo lacio o levem ent e encrespado. Tan indisolublem ent e
unidos, hubieran derrot ado un ej ércit o, una m anada de lobos ham brient os, una
pest e, el ham bre, la sed, o el cansancio aplicado que ext erm ina a las
civilizaciones.
En lo alt o de un t obogán, no por m aldad sino por frenesí, est uvieron a
punt o de m at ar a un niño, que se m et ió ent re ellos. En una calle, baj o el
ent usiasm o adm irat ivo de t odos, un vendedor de flores am bulant e por poco no
pereció con su m ercadería.
En los guardarropas, de noche, las faldas azul m arino, t ableadas, los
pant alones, las blusas, la ropa int erior áspera y blanca, los pañuelos se
apret uj aban en la oscuridad, con esa vida que les habían t rasm it ido sus dueños,
durant e la vigilia. Los zapat os j unt os, cada vez m ás j unt os, form aban un ej ércit o
enérgico y organizado: cam inaban t ant o de noche sin ellos, com o de día con
ellos. Un barro espirit ual se adhería a las suelas. ¡Ya bast ant e pat ét icos son los
zapat os cuando est án solos! El j abón que pasaba de m ano en m ano, de boca en
boca, de pecho en pecho, adquiría la form a de sus alm as. ¡Jabones perdidos
ent re el dent ífrico y los cepillos de uñas y de dient es! ¡Todos iguales!
" La voz dispersa a los que hablan. Los que no hablan t rasm it en su fuerza a
los obj et os que los circundan" , dij o Fabia Hernández, una de las m aest ras; pero
ni ella, ni Lelia I snaga, ni Albina Rom arín, sus colegas, penet raba en el m undo
cerrado que a veces m ora en el corazón de un hom bre solo ( que se defiende y
que se ent rega a su desvent ura o a su dicha) . ¡Ese m undo cerrado m oraba en el
corazón de cuarent a niños! Ellas, por am or a su t rabaj o, con sum a dedicación,
querían sorprender el secret o. Sabían que un secret o puede ser venenoso para el
alm a. Las m adres lo t em en para sus hij os; por herm oso que sea, piensan, ¡quién
sabe qué víboras at esora!
Querían sorprenderlos. Encendían las luces de los dorm it orios
int em pest ivam ent e, con el pret ext o de revisar el t echo donde una cañería se
había rot o, o con el de cazar las lauchas que habían invadido las dependencias
principales; con el pret ext o de im poner silencio int errum pían los recreos,
diciendo que la bulla m olest aba a algún vecino enferm o o la cerem onia de algún
velorio; con el pret ext o de vigilar la conduct a religiosa, ent raban en la capilla,
donde el m ist icism o exacerbado perm it ía en rapt os de am or divino la art iculación
de palabras desm em bradas, pero est ruendosas y difíciles, frent e a las llam as de
los cirios que ilum inaban los rost ros herm ét icos.
Los niños, com o páj aros alet eando, irrum pían en los cinem at ógrafos o en
los t eat ros o en alguna función de beneficencia, pues t enían oport unidad de
divert irse o de dist raerse con espect áculos pint orescos. Las cabezas giraban de
derecha a izquierda, de izquierda a derecha, al m ism o t iem po, revelando la
plenit ud de la sim ulación.
La señorit a Fabia Hernández fue la prim era en advert ir que los niños
t enían los m ism os sueños; que com et ían los m ism os errores en los cuadernos y
cuando les reprochó el no t ener personalidad sonrieron dulcem ent e, cosa que no
era habit ual en ellos.

190
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Ninguno t enía inconvenient e en pagar por las t ravesuras de su com pañero.
Ninguno t enía inconvenient e en ver prem iado por m érit o suyo a ot ros
com pañeros.
En varias oport unidades las m aest ras acusaron a uno o a dos de ellos de
hacer los deberes del rest o de los alum nos, pues de ot ro m odo no se podía
explicar que la let ra fuera t an parecida y las frases de las com posiciones t an
idént icas. Las m aest ras com probaron que ellas se habían equivocado.
Cuando en la clase de dibuj o, la profesora, para est im ularles la
im aginación, les pidió que dibuj aran cualquier obj et o que sent ían, t odos
dibuj aron, durant e un t iem po alarm ant e, alas cuyas form as y dim ensiones
variaban al infinit o sin rest ar según ella, m onot onía al conj unt o. Cuando se les
reprendió por dibuj ar siem pre lo m ism o, rezongaron y, por últ im o, escribieron en
el pizarrón: Sent im os las alas, señorit a.
Sin incurrir en un irrespet uoso error, ¿cabría decir que eran felices? Dent ro
de lo que pueden serlo niños con sus lim it aciones, t odo induce a creer que lo
eran, salvo en verano. El calor de la ciudad pesaba sobre las m aest ras. A la hora
en que a los niños les gust aba correr, t repar a los árboles, ret ozar en el past o o
baj ar rodando las barrancas, la siest a, la t em ida cost um bre de la siest a,
reem plazaba los paseos. Cant aban las chicharras, pero ellos no oían ese cant o
que vuelve el calor m ás int enso. Vociferaban las radios, pero ellos no oían ese
ruido que vuelve int olerable al verano, con asfalt o pegaj oso.
Perdían las horas esperando a la zaga de las m aest ras con pant allas que
baj ara el sol o que am ainara el calor, haciendo cuando los dej aban solos
involunt arias t ravesuras com o llam ar desde el balcón a algún perro que al ver
t ant os posibles am os sim ult áneos daba un salt o delirant e para alcanzarlos, o con
pit os cat alanes provocaban la ira de alguna señora que t ocaba el t im bre para
quej arse de t ant a insolencia.
Una inesperada donación perm it ió que fueran a veranear al borde del m ar.
Las niñas confeccionaron ellas m ism as púdicos t raj es de baño; los niños
adquirieron los suyos en una t ienda económ ica, cuyos géneros olían a aceit e de
ricino pero que eran de cort e m oderno, de esos que caen bien a cualquiera.
Para dar m ás im port ancia al hecho de que veranearan por prim era vez, las
m aest ras les m ost raron con un punt ero, sobre el m apa, el punt o azul, j unt o al
At lánt ico, hacia donde viaj arían.
Soñaron con el At lánt ico, con la arena, t odos el m ism o sueño. Cuando el
t ren part ió de la est ación, los pañuelos se agit aron en las vent anillas com o una
bandada de palom as; est o lo regist ra una fot ografía que salió en los diarios.
Cuando llegaron al m ar apenas lo m iraron; siguieron viendo el m ar
im aginado ant es de ver el verdadero. Cuando se habit uaron al nuevo paisaj e, fue
difícil cont enerlos. Corrían det rás de la espum a que form aba copos parecidos a
los que form a la nieve. Pero el j úbilo no les hacía olvidar el secret o y gravem ent e
volvían a las habit aciones, donde la com unicación ent re ellos se volvía m ás
placent era. Si no est aba en j uego el am or, algo m uy parecido al am or los unía,
los alegraba, los exalt aba. Los m ayores, influidos por los m enores, se
ruborizaban cuando las m aest ras les hacían pregunt as capciosas y respondían
con rápidos m ovim ient os de cabeza. Los m enores, con gravedad, parecían
adult os a quienes nada pert urba. La m ayoría t enía nom bre de flores com o
Jacint o, Delio, Margarit a, Jazm ín, Violet a, Lila, Azuceno, Narciso, Hort ensio,
Cam elio: apelat ivos cariñosos elegidos por los padres. Los grababan en los
t roncos de los árboles, con uñas duras com o de t igre; los escribían sobre las
paredes, con lápices carcom idos; en la arena húm eda, con un dedo.
Em prendieron el regreso a la ciudad, con el corazón rebosando de dicha,
pues viaj arían, de regreso, en avión. Se iniciaba un fest ival de cine aquel día y

191
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
pudieron ent rever furt ivas est rellas en el aeródrom o. De t ant o reír les dolía la
gargant a. De t ant o m irar, los oj os se les pusieron punzó.
La not icia apareció en los periódicos; he aquí un t ext o: El avión en que
viaj aban cuarent a niños de un colegio de sordom udos, que volvían de su prim er
veraneo en el m ar, sufrió un accident e im previst o. Una port ezuela que se abrió
en pleno vuelo ocasionó la cat ást rofe. Sólo se salvaron las m aest ras, el pilot o y
el rest o de los t ripulant es. La señorit a Fabia Hernández, que fue ent revist ada,
asegura que los niños al precipit arse en el abism o t enían alas. Quiso det ener al
últ im o, que se arrancó de sus brazos para seguir com o un ángel det rás de los
ot ros. La escena la deslum bró t ant o por su int ensa belleza que no pudo
considerarla en un prim er m om ent o una cat ást rofe, sino una visión celest ial, que
j am ás olvidará. Todavía no cree en la desaparición de esos niños.
–Most rarnos el cielo, para precipit arnos en el infierno, sería una m ala
j ugada de Dios –declara la señorit a Lelia I snaga–. No creo en la cat ást rofe.
Dice Albina Rom arín:
–Todo fue un sueño de los niños, que quisieron deslum brarnos, com o lo
hacían en los colum pios de la plaza. Nadie m e persuadirá de que han
desaparecido.
Ni el cart el roj o que anuncia el alquiler de la casa donde funcionaba el
colegio, ni las persianas cerradas, desanim an a Fabia Hernández. Con sus
colegas, a las cuales est á unida, com o los niños lo est aban ent re ellos, visit a el
viej o edificio y cont em pla los nom bres de los alum nos escrit os en las paredes
( inscripciones por las que los reprendían) y algunas alas dibuj adas con dest reza
infant il, que t est im onian el m ilagro.

La h ij a de l t or o

A Am alia Raffo

Cerca de la arboleda que rodeaba la casa, las reses colgaban de un hierro


sost enido por las ram as de las higueras, que olían a m iel cuando est aban
cargadas de frut as.
Nieves Mont ovia, llam ado Pat a de Perro porque t enía las uñas de los pies
enruladas, duras y negras, com o las de un perro; después de carnear, precedido
de una j auría, sent ado en un banquit o, frent e a las reses, cant aba, no sé si a los
perros, a nosot ros, o al escribano López, acom pañándose con una guit arra
grasient a, de t res cuerdas, un cant it o que no he olvidado y que aún no descifro:

Tengui, t engui est á colgada.


Tengui, t engui est á m irando.
Tengui, t engui si cayera,
Tengui, t engui la com iera.

Ant es de t om ar el desayuno, el olor a carne cruda y a higos m e daba


náuseas; pero yo acudía j unt o a Pat a de Perro a cualquier hora. Sobre el t erreno
de polvo de ladrillo apisonado, no se veían las m anchas de sangre. Todo era
roj o: los higos ent reabiert os, la carne, el polvo de ladrillo, m is alpargat as, los
arañazos del escribano López.
Con la cabeza rapada y el pant alón azul, m e parecía a m is herm anos
varones. Trabaj aba a la par de ellos. Después de sacar los abroj os de la lana, o
de arrancar cardos, o de j unt ar leña de ovej a, corríam os a la lom it a que quedaba
j unt o a la laguna seca. Allí, debaj o de los cast años de la I ndia, hervía sobre el
fuego la olla con grasa para hacer j abón. A veces, Pat a de Perro, al divisarnos de
lej os, venía a nuest ro encuent ro, arrast rando la guit arra; ot ras veces, nosot ros
192
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
corríam os a su lado. Nos enseñaba a guiñar un oj o, a hipnot izar gallinas, a
carnear, a decir m alas palabras, a fum ar. De su bolsillo sacaba un at ado de
cigarrillos, llam ados la Hij a del Toro, cigarrillos que dist ribuía ent re nosot ros. El
papel que envolvía el at ado llevaba la figura de una m uj er, con una corona de
flores, abrazando el t oro ( especie de calcom anía, que m e fascinaba) .
¿Cóm o puede un t oro t ener una hij a? –yo pregunt aba.
–Ust ed debe de saberlo m ej or que nadie.
–¿Por qué he de saberlo?
–Porque ust ed t am bién es hij a del t oro –decía Pat a de Perro–. Ya le
m ost raré, curiosa, com o hacen los t oros para t ener una hij a.
Yo no era curiosa. Tenía ot ros defect os, t al vez peores.
I nvent é un j uego dem oníaco, en el cual m is herm anos, aun hoy, niegan
haber part icipado, porque lo recuerdan com o un crim en. Fabricábam os m uñecos
con cast añas y palit os. Cada uno de est os m uñecos personificaba a algún
m iem bro de nuest ra fam ilia. Pat a de Perro y m is herm anos se encargaban de
perfeccionar el parecido; con barba de choclo, lana o cerda, im it aban el pelo y
los bigot es.
A la hora del ponient e, cuando la hoguera ilum inaba nuest ras caras,
t irábam os los m uñecos en la olla, nom brándolos a m edida que los t irábam os,
para no dar lugar a errores. La cerem onia generalm ent e acont ecía los dom ingos,
día en que Pat a de Perro est aba franco.
Uno de nuest ros t íos m urió. Sabíam os que el sort ilegio había surt ido
efect o. No suspendim os por eso el j uego.
Nieves Mont ovia no siem pre era bueno conm igo; m e hacía burla, cant ando
una canción alusiva a la hij a del t oro:

Conozco una niña


que es hij a del t oro.
La llam an Am alia.

A la hora de la siest a escapé para ver cóm o el t oro t enía una hij a. Pat a de
Perro m e cit ó en el corral del fondo, que est aba pegado a los galpones. Fui
corriendo, para que nadie m e sorprendiera. Jadeant e llegué al alam brado, donde
m e esperaba Pat a de Perro, con el cuidador, fum ando. El t oro est aba m ont ado
sobre una vaca. Lo m iré. ¡Tant as veces había vist o los anim ales en esa post ura!
Yo esperaba sin hablar. Pat a de Perro rom pió el silencio:
–¿No est á cont ent a? Ya vio lo que quería ver.
–I diot a –le respondí furiosa–. Ust ed las va a pagar.
Esperé el dom ingo con im paciencia. Baut icé a uno de los m uñecos con el
nom bre de Pat a de Perro. Era una suert e de cent auro, pues para sim bolizar al
carnicero quise que est uviese a horcaj adas en la yegua Rem igia, a la cual el
hom bre quería t ant o. Fabricar est e m uñeco result aba difícil; t uve que agregar
alam bres y clavos, para asegurar las num erosas pat as y la cola, a m ás de los
bigot es y del pelo revuelt o del j inet e.
Nunca t ardó t ant o en llegar un dom ingo com o t ardó aquél. El t iem po no
parecía m edido por los m ism os reloj es, ni el día ni la noche hechos por el m ism o
Dios. Su dem ora m e había envej ecido: en lugar de siet e años, creí t ener diez.
Tiram os los m uñecos dent ro de la olla. Cuando llegó el m om ent o de t irar el
últ im o, lo anuncié con una voz est rident e: Pat a de Perro y Rem igia.
Blandí el cent auro bigot udo en el aire. Pat a de Perro, dando una suert e de
rugido, rió, com o si est uviese borracho, cuando oyó su nom bre; pero se
ensom breció al oír el nom bre de la querida yegua.
–Que m e quem en a m í pero no a Rem igia –dij o con voz ent recort ada.

193
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Tal vez m e arrepent í. Pat a de Perro no pert enecía a m i fam ilia. ¿Para qué
sacrificarlo?
Quisim os sacar el m uñeco del int erior de la olla. Nos quem am os las m anos
en el vapor. Cuando logram os sacarlo no le quedaban ni piernas, ni pat as, ni
pelo, ni cola al cent auro.
–No hay salvación para Pat a de Perro, ni para Rem igia –dij o Nieves
Mont ovia–. Ent errém oslos, niños.
Con palas hicim os un hoyo para ent errar al cent auro. Le pusim os flores
silvest res, después de cubrirlo con t ierra. Nieves Mont ovia se arrodilló frent e a su
propia t um ba en m iniat ura. Es el últ im o recuerdo que conservo de él. En el
cam po, dij eron que había desaparecido. Al principio creí que se t rat aba de una
brom a que nos hacía él m ism o. Lo buscam os durant e varios días en los
paj onales, en los pot reros del fondo, pero ni él ni su yegua Rem igia aparecieron.
Quedó la guit arra grasient a baj o las higueras com o ot ra res que la lluvia pudriera
poco a poco y el escribano López ronroneando j unt o a la hoguera, donde siguió
hirviendo la grasa.

Éx odo

Sucedió lent am ent e pero lo advert í de m odo subrept icio. A veces


observam os ext raños signos en la nat uraleza, pero con t ant a dist racción que no
les asignam os ningún valor. Las horm igas t rat aban de abandonar la ciudad. Los
infinit os cam inos en zigzag que form aban se dirigían hacia afuera de la ciudad, y
ninguno hacia adent ro. Con ot ros insect os sucedía algo sim ilar aunque m enos
evident e. Las arañas habían abandonado sus t elarañas, las orugas las hoj as,
dej ando largos regueros de baba. Al principio la ausencia de insect os debió
alegrar a la gent e por insólit o que les pareciera. " Al fin nos vem os libres de est as
plagas" , exclam aban.
Los páj aros, a pesar de la est ación ( era verano) , em pezaron a em igrar en
grandes bandadas que oscurecían el sol. Algunos páj aros caut ivos rom pieron los
barrot es de las j aulas para em prender vuelo y evadirse, ot ros cayeron m uert os,
heridos por el esfuerzo.
Cuando fue el t urno de los gat os, m e sobrecogí. Se alej aban en fila india,
m ant eniendo la m ism a dist ancia el uno del ot ro; se hubiera dicho que era
cuest ión de vida o de m uert e observar la exact a m edida que los unía o que los
alej aba. A la dist ancia pude verlos alineados com o las cuent as de un rosario.
Cuando fue el t urno de los perros, cuya huida result ó bast ant e desorganizada,
m e dio risa, una risa nerviosa: grupos de ocho, de nueve, de diferent es razas y
t am años, corrían carreras desenfrenadas hast a llegar a una m et a para buscar
ot ra inm ediat am ent e con igual o m ayor frenesí. Muchos caballos de t iro o de silla
rom pieron a pat adas las caballerizas para abalanzarse en dirección a las
m ont añas; los que past aban suelt os ganaron rápidam ent e los valles. Se oía sus
fugas con ruido de t orm ent a. Al est rellarse cont ra las piedras m urieron algunos
padrillos. Aun las vacas con t erneros al pie parecían ágiles. Los t oros, casi
m it ológicos, com o si un dios los llam ara, se precipit aban. Los peces salt aban. Las
lim pias orillas del río, donde brillaba la arena dorada, plagadas de pescados,
olían a podredum bre.
–Algo horrible va a suceder en est a ciudad –yo repet ía–. Los niños, t an
apegados a sus padres y a sus casas, fueron los últ im os en huir. Muy precavidos,
dent ro de pañuelos llevaron alim ent os. Algunos escalaron las m ás alt as
m ont añas y baj aron a los valles de m anzanos donde, j unt o a los arroyos, se
guarecían del calor, felices, m ient ras las m adres enloquecidas rezaban para que
volvieran, gast aban dinero en cirios y esperanza en prom esas y sacrificios.

194
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Yo at ribuía t odo est o a m i est ado febril, pero secret am ent e exclam aba: " A
est a gent e el alm a se le pasea por el cuerpo" .
Cuando m e enviaron en busca de los niños acept é con gust o la m isión.
Helicópt eros y aut om óviles, dedicados a la propaganda y al salvat aj e, fueron
puest os a m is órdenes con sus conduct ores. Me alej é, presint iendo que m e
despedía de m i ciudad para siem pre. Sobre las azot eas de las casas, las ropas
t endidas parecían personas y las verdaderas personas ropas t endidas; les dij e
adiós. Dij e adiós al vest ido azul de Filom ena, al corpiño de Carm en, a la cam isa a
rayas de Dam ián, a la salida de baño de Ferm ina.
Una hora después la ciudad ent era ardía baj o las llam as y nadie allá
adent ro se salvó. Pero los niños que habían huido leyeron est a not icia en los
diarios y los que no sabían leer la repet ían de m em oria, por haberla oído leer a
las personas m ayores.

Ca r t a ba j o la ca m a

Querido Florencio:
Est oy pasando unos días en Aldingt on, en casa de unos am igos. Aldingt on
est á sit uado en un lugar del sur de I nglat erra, bello, anegado y solit ario, donde
crían ovej as. Desde aquí se ve, en una lej ana franj a, el m ar, que podría ser un
río. El paisaj e m e recuerda un poco el nuest ro, salvo la ondulación nat ural del
suelo, la m oderación del cant o de los páj aros, el absolut o silencio y la oscuridad
perfect a de las noches. Es probable que en ot ras noches se oiga el croar de las
ranas y que brille una luz ext raordinaria ¿pero qué espera el t iem po para volver
exuberant e a la nat uraleza? Est am os en pleno verano.
Hay en m í una m ezcla de nost algia y de goce que no sabría explicar. La
sim ilit ud y disim ilit ud del lugar, com parado con m i t ierra, provoca alborozo en m i
ánim o cuando vago al at ardecer por los cam inos sinuosos que llevan al pueblo.
No m uy lej os de aquí, un cam pam ent o de git anos, rubios, alt os y feroces, con
carros pint ados de colores violent os, con m anij as, bisagras y guardabarros de
bronce, llam ó m i at ención. La prim era vez que lo vi fue el día del año en que os
git anos lavan la ropa: la habían t endido alrededor de las carpas ocupando casi
una m anzana.
Hay un bosque, de abundant e veget ación, con m uchas flores rosadas;
creo que t e gust aría com o a m í. Dos veces logré perderm e en él, en su
oscuridad, que m e fascina. Observam os con m is am igos que de t recho en t recho
( sin quit arle belleza, pero dándole quizá un aspect o lúgubre) , se abren hoyos en
el suelo, con visibles rest os de raíces rot as, diríase que alguien, un j ardinero, de
prisa, hubiera sacado plant as con el t errón de t ierra, para t rasplant arlas. Junt o a
algún hoyo queda una arpillera raída y húm eda, una colilla o una lat a vacía. Me
at rae ese bosque y secret am ent e deseo que la noche m e sorprenda alguna vez
perdida en él para que yo m e vea obligada a quedarm e ent re las flores rosas y
los helechos sobre el m usgo, acost ada, con ese m iedo que m e agrada, com o
suele agradarles a los niños.
Me dij ist e que el m iedo fue siem pre una de m is favorit as dist racciones.
Esas locuras m ías son las que t e gust an m ás, porque dem uest ran que aún queda
en m í un rest o de infancia. No soy valient e, pero en m i inconsciencia j am ás
rehuyo el peligro, lo busco para j ugar con él. No lo olvides: he quedado sola en
est e desam parado lugar de I nglat erra, en una casa sin persianas, con vent anales
de vidrio, alej ada de ot ras viviendas, sin ni siquiera un perro para cuidarm e. Mis
am igos se fueron a Londres. Es claro que el sit io es t ranquilo y la gent e t an
buena, que al salir ponem os la llave sobre el soport e del farol de ent rada, de
m odo que el alm acenero, el lechero o el cart ero puedan dej ar paquet es o cart as

195
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
adent ro de la casa. Todo el pueblo sabe dónde est á la llave de la puert a de
ent rada.
Debo confesart e que en el prim er m om ent o vacilé ant e la idea de quedar
sola aquí. Me gust a com part ir el m iedo aunque sea con un perro o un gat o, pero
sola ¿qué placer podría sent ir? La picadura de una avispa en la pierna izquierda,
que m e dio fiebre ( m e duele t odavía) , los discos m aravillosos que no he oído
bast ant e en el fonógrafo, la lect ura de Róm ulo Magno de Dürrenm at t y ciert a
inercia m e induj eron a quedarm e. Luego, cuando quedé sola, y em pezó a caer la
t arde, una angust ia int olerable m e sobrecogió. Tuve que t om ar unas past illas de
Am pliact il com o esas m uj eres de las cuales t e burlas. Todo eso sucedió ayer. El
cielo, donde buscaba los Siet e Cabrit os, las Tres Marías, la Cruz del Sur, porque
no conozco ot ro cielo y porque m e parece que t odos los cielos t endrán que ser
com o el nuest ro, se cubrió de nubes. Una t orm ent a, que podía com pet ir con las
de m i provincia, se desencadenó. El m ar, a lo lej os, parecía colérico. La noche
sobrevino m ás t em prano, por suert e; digo por suert e, porque la oscuridad m e
daba m enos m iedo t al vez que las im ágenes que est aba viendo, pues aunque
busqué el m iedo ést e excedía m i deseo. Acurrucada en un sillón, el m ás alej ado
de la vent ana, m e puse a leer, m ient ras el cielo organizaba t ruenos y
relám pagos, y la lluvia, con su cort ina espesa y fría, sin prot egerm e, m e
separaba del m undo.
Est a m añana m e despert é feliz de haber vencido esa part e t an vulnerable
de m i ser. Cam inando fui de nuevo al bosque; m e perdí ent re las flores rosadas y
los cruj ient es árboles; " Sola, sola, sola" , repet ía, regocij ándom e con m i soledad.
" Est oy sola."
¿Qué es el m iedo? Ciert am ent e cada ser t iene su propio m iedo, un m iedo
que nace con él. En m i caso no guarda proporción con el peligro que m e acecha.
Hoy por ej em plo, ¿por qué no t engo el m iedo de ayer? La m ism a soledad
absolut a m e circunda. Las ovej as grises que past an a lo lej os son com o piedras
grises que se m ueven. ¿Por qué no m e dan m iedo?
Tem prano, t res veces por sem ana, viene una m uj er reum át ica a hacer la
lim pieza de la casa; t odavía est oy durm iendo cuando oigo sus cant os
desafinados com o un zum bido. El j ardín se cuida él m ism o. Nada cuida m ej or un
j ardín que la hum edad. Los dueños de la casa dicen que se encargan de regarlo,
cuando vienen a vivir aquí, pero hay t ant a hum edad nat ural que no han de
regarlo nunca, por m ás que se j act en de ello.
I nt errum pí est a cart a para preparar una t aza de t é.
Est a cocinit a de gas es m uy práct ica: en dos m inut os t odo est á list o.
Mient ras t e escribo, bebo el t é. Escribirt e con la plum a en la m ano derecha y
sost ener con la izquierda la t aza en que bebo un m anj ar que preparo t an bien, es
una felicidad que no cam bio por ninguna ot ra. No, aunque no lo creas: no
cam bio est a felicidad por ninguna ot ra, ni por est ar a t u lado. ¡El am or es t an
com plicado con t odos sus rit os! No m e vengo de t i. El ponient e ha ilum inado los
vidrios de roj o. Ahora est oy sent ada frent e al ancho vent anal del dorm it orio,
desde donde diviso el cam po y una franj a lej ana, com o ot ro cam po, de m ar. No
com prendo m i t em or de ayer. La soledad se int ensifica a est a hora. El zum bido
de un m oscardón golpea los vidrios: abro la vent ana para que se vaya.
Nunca oí t ant os silencios j unt os: el de la casa, el del cam po, el del cielo.
Con cuidado, pongo la t aza sobre el plat o de porcelana. Cualquier ruido sería
est ruendoso. Recuerdo un poem a de Verlaine, t it ulado Circunspección: " No
int errum pam os el silencio de la nat uraleza, esa diosa t acit urna y feroz" decía un
verso.
Desde hace unos inst ant es oigo un ruido, un ruido que m e t rae algún
recuerdo de infancia, el ruido que hace una rala ( herm ana del rast rillo) en la
t ierra húm eda. ¿Pero quién puede t rabaj ar a est as horas? ¿Una pala invisible? Si
196
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
pienso un poco puedo asust arm e. ¿Prefiero que esa pala que golpea
rít m icam ent e la t ierra sea invisible? I nvolunt ariam ent e, de un m ist erio elij o la
versión que m ás m e asust a. Me vuelvo hacia el est e donde est á el ot ro vent anal,
que no t iene m ayor at ract ivo. Hay una bolsa en el suelo. La bolsa se m ueve: es
un hom bre arrodillado. Est á cavando la t ierra. ¿Por qué est á arrodillado? Hace un
esfuerzo inaudit o con los brazos. Para cavar la t ierra, habit ualm ent e los
j ardineros hincan la pala con la ayuda del pie. La post ura del hom bre es ext raña.
¿Será un vecino que viene a robar plant as? ¿Qué plant as? Hay alverj illas, rosas,
salvias, dalias, nardos, caléndulas, brincos ¡qué se yo! Pero no hay plant as
grandes. ¿Para qué est á cavando ese hoyo? ¿Para qué? Habrán m andado una
plant a de algún vivero. ¿Por qué no m e avisaron? Pero a est a hora nadie t rabaj a.
Dent ro de un rat o, ese hom bre t endrá que irse y podré acurrucarm e en un sillón
t ranquilam ent e para oír los discos. Ahora no puedo int errum pir con ot ro sonido el
ruido de esa pala. Cerrando los oj os sueño que vivim os en est a casa, que es
nuest ra y que t enem os un j ardinero, que est á t rabaj ando afuera. Se acerca la
hora de la cena, hora en que volverás. Soy feliz.
Sospecho que el com ienzo de est a cart a no fue del t odo sincero.
Te ext raño. No t engo m ot ivo para ocult árt elo, salvo est e orgullo que m e
oprim e el cuello, com o si t uviera m anos para est rangularm e.
A t ravés del vidrio del vent anal, el hom bre ¿será un hom bre? Se m ueve
pesadam ent e. Miro m is brazos y com pruebo que t engo frío,
por consiguient e m iedo. Al alcance de m i m ano est á el t elevisor. Muevo los
diales. Con avisos, im ágenes ( aunque sean para niños) , m úsica, not icias,
cualquier not icia, llegaré a no oír el silencio, que encuadra m i sust o. El hom bre
m e m ira m ient ras hinca la pala: ahora lo adviert o. No sé si la som bra es negra o
su cara, debaj o del som brero raído. Su figura corpulent a se pierde en la
oscuridad de la noche, que va cayendo del cielo. Diríase que sólo la t ierra est á
ilum inada, con los últ im os reflej os del ponient e.
Si en est a casa hubiera una j aula con un páj aro, o un anim alit o cualquiera,
sent iría m enos m iedo. El t elevisor t arda en funcionar. ¿Le falt ará la ant ena? Oigo
el ruido de la pala. Muevo los diales: la pant alla se ilum ina int ensam ent e. ¿Ant es
de llegar a enfocar las im ágenes t endré que m orir? El esfuerzo m e calm a un
poco. Com o verás, m anej o los diales con la m ano izquierda. Podrías creer que no
est oy escribiendo con la m ano derecha ¡t an t em blorosa es ahora m i let ra! Las
im ágenes aparecen nít idas. En sus casas m iles de señoras est arán t ej iendo,
dando de com er a sus hij os o com iendo ellas m ism as; m ás bien, habrán
t erm inado de com er, los hij os est arán durm iendo ( pues aquí se com e m uy
t em prano) , viendo t ranquilam ent e lo que est oy viendo: propagandas de t raj es de
baño, de aceit e bronceador, de cepillos Kent con su peine elást ico, de j abones
para el cut is, de suposit orios para infant es que ríen en vez de llorar. Luego las
not icias policiales. Oigo la voz que da los inform es: un hom bre peligroso,
port ugués, de cuarent a años, corpulent o, asesino, llam ado Faust o Sendeiro, alias
Laranj a, que t rabaj a de j ardinero, asesina y m ut ila a m uj eres, para abonar las
plant as que dist ribuye caprichosam ent e. ¿Cóm o no se descubrió ant es?, dice el
locut or. Parece que dos m uj eres lo secundan, vest idas con t raj es ant icuados
vendiendo barat ij as. Faust o Sendeiro, durant e el at ardecer, cava los hoyos
donde arroj a a sus víct im as para plant ar encim a arbolit os que saca de los
bosques. Jam ás exist ió asesino t an t rabaj ador. ¿Cuánt as m uj eres habrá m at ado?
¿Cóm o? El prim er j ardín donde hizo las excavaciones, por pura casualidad
aparece en la pant alla. Una bolsa quedó olvidada con las im presiones digit ales.
Veo el j ardín m acabro, con las excavaciones, y unas pobres plant as en el suelo.
Desconect o el t elevisor. El ruido de la pala cont inúa. No puedo casi
m overm e. Est oy paralizada. El hoyo se agranda; es un aguj ero negro. Junt o al
aguj ero vislum bro una plant a t irada en el suelo. ¿Dónde podré esconderm e?
197
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Est oy en una casa de vidrio, y el hom bre m e m ira cont inuam ent e. No hay
t eléfono. Arrast rándom e com o un gusano podría t al vez llegar hast a la puert a de
ent rada o hast a el dorm it orio, donde est á m i cam a, sin ser vist a. ¿Pero si al
verm e hacer esos m ovim ient os dej a su t rabaj o y viene corriendo hacia m í, para
clavarm e el cuchillo que llevará en el cint o, o para est rangularm e, con sus m anos
enorm es? ¿En cuánt os pedazos m e cort ará, suponiendo que lleva un cuchillo en
el cint o, y en cuant os m inut os m e est rangulará, suponiendo que oprim a m i cuello
con sus m anos enorm es? No puedo alzar la vist a hacia la puert a: las dos m uj eres
est án allí. Ya ent raron: sin golpear. Una de ellas t iene un som brero con
lent ej uelas, plum as y gasa, la ot ra un gorro de paj a con cerezas, vist en faldas
alm idonadas, negras, y llevan cada una de ellas una valij a de cuero. Musit an a
un t iem po: " Venim os, señora, a venderle unas cosit as int eresant es" ( es la única
frase que saben decir) . De las valij as sacan blusas de nylon, m edias,
prendedores, fot ografías de árboles y de buques, y frascos de bom bones que m e
ofrecen.
–Acabo en seguida con est as cuent as –les digo–. Mis gast os...
Se sient an, para esperarm e, ofreciéndom e un bom bón, ent re sus dedos
largos. ¿Ese bom bón cont endrá un soporífero? Son m uj eres piadosas. Se m iran y
ríen.
–¿Pront o serviré de abono a una plant a? –les pregunt o.
No saben lo que quiere decir abono ni plant a, ni pront o. Tom o el bom bón y
lo llevo a la boca: t iene gust o a chocolat e, al últ im o bom bón, a la últ im a et apa
del m iedo, que m e com unica con Dios. Sient o un agradable sopor que m e vuelve
at revida.
–¿No quieren t om ar t é? –les pregunt o, sin dej ar de escribir. Con el índice
de la m ano izquierda señalo la t aza que est á sobre la m esa, y la t et era.
–Sí –responden al m ism o t iem po, m irándose de soslayo–. ¿Cha cha?
Mient ras t om en el t é pondré a salvo m i cart a. L–i dirección ya est á en el
sobre y...

La r e ve la ción

A Edgardo

Hablara o no hablara, la gent e advert ía en su m irada la inapelable verdad:


Valent ín Brum ana era idiot a. Solía decir:
–Voy a casarm e con una est rella.
–¡Qué est rella ni est rella! –le cont est ábam os para hacerlo sufrir.
Nos placía t ort urarlo. Lo acost ábam os en una ham aca paraguaya con los
bordes anudados para que no pudiera escapar, y lo m ecíam os hast a que el
vért igo le cerraba los oj os. Lo sent ábam os en un colum pio, enrollábam os las
cuerdas lat erales, para solt arlas de golpe y lanzarlo vert iginosam ent e en el
espacio. No le perm it íam os que probara los post res, que nosot ros com íam os,
pero le unt ábam os el pelo con dulce o con azúcar im palpable y lo hacíam os
llorar. Colocábam os sobre un arm ario alt ísim o los j uguet es que nos pedía
prest ados; así escalaba, t rast abillando, para alcanzarlos, una m esa enclenque y
dos sillas superpuest as, una de las cuales era una m ecedora.
Cuando descubrim os que Valent ín Brum ana, sin ningún alarde, era una
suert e de m ago, em pezam os a respet arlo un poco, o a t em erlo t al vez.
–¿Vist e a t u novia est a noche? –nos decía. Era la noche en que nos
habíam os encont rado clandest inam ent e con alguna de nuest ras novias, en un
baldío. ¡Éram os t an precoces!

198
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–¿De quién t e est ás escondiendo? –nos pregunt aba. Era el día de las
m alas not as, en que nos escondíam os porque nuest ro padre nos buscaba para
ponernos en penit encia, o para darnos un serm ón, cosa que era m il veces peor.
–Est ás t rist e, con m ala cara –exclam aba. Lo decía en el m om ent o en que
queríam os suicidarnos de t rist eza, de una t rist eza clandest ina com o nuest ras
cit as de am or.
La vida de Valent ín Brum ana est aba llena de sobresalt os, no sólo por
nuest ra culpa sino por la int ensa act ividad que desplegaba. Tenía un reloj de
bolsillo, que su t ío le había regalado. Era un verdadero reloj , no de chocolat e, ni
de lat a, ni de celuloide, com o lo hubiera m erecido, según com ent ábam os; creo
que era de plat a, con una cadena que t enía una m edallit a de la Virgen de Luj án.
El sonido que hacía el reloj , al golpearse cont ra la m edallit a, cuando lo sacaba
del bolsillo, infundía respet o, si no m irábam os al dueño del reloj , que hacía reír.
Mil veces al día sacaba del bolsillo el reloj y decía.
–Tengo que ir a m i t rabaj o. –Se ponía de pie y bruscam ent e salía del
cuart o; volvía inm ediat am ent e.
Nadie se ocupaba de él. Le regalaban discos viej os, revist as viej as, para
ent ret enerlo.
Cuando t rabaj aba de escribano, lucía papel higiénico, si no encont raba
ot ro, lápices y un port afolio rot o; cuando t rabaj aba de elect ricist a, el m ism o
port afolio hacía las veces de valij a para llevar cint as aisladoras y cables, que
recogía de la basura; cuando t rabaj aba de carpint ero, una t abla de lavar, un
banquit o rot o y un m art illo eran sus herram ient as de t rabaj o; cuando t rabaj aba
de fot ógrafo, yo le prest aba m i cám ara fot ográfica, sin película. Sin em bargo, si
alguien le pregunt aba: " ¿Valent ín, qué vas a ser cuando seas grande?" ,
respondía:
–Cura o sirvient e de com edor.
–¿Por qué? –le pregunt ábam os.
–Porque m e gust a lim piar la plat ería.
Un día Valent ín Brum ana am aneció enferm o. Los m édicos dij eron con
eufem ism os que iba a m orir y que para arrast rar sem ej ant e vida, t al vez fuera lo
m ej or; él est aba present e y oyó sin congoj a aquellas palabras que est rem ecieron
la desolada casa, pues en ese inst ant e la fam ilia ent era, aun nosot ros, sus
prim os, pensam os que Valent ín Brum ana alegraba a las personas por ser t an
dist int o de ellas y que sería, en la ausencia, irreem plazable.
La m uert e no se hizo esperar. A la m añana siguient e llegó: t odo m e
induce a creer que Valent ín, agonizant e, la vio ent rar por la puert a de su cuart o.
El regocij o de saludar a una persona am ada ilum inó su rost ro, por lo com ún
indiferent e. Est iró el brazo y la señaló con el índice.
–Ent ra –dij o. Luego, m irándonos de soslayo, exclam ó:
–¡Qué bonit a!
–¿Quién? ¿Quién es bonit a?–le pregunt am os, con un at revim ient o que
ahora m e parece m ás que at revim ient o grosería. Reím os, pero nuest ra risa podía
confundirse con el llant o: de nuest ros oj os salt aban lágrim as.
–Est a señora –dij o, ruborizándose.
La puert a se había abiert o. Mi prim a asegura que esa puert a se abría
siem pre sola, por un defect o del picaport e, pero yo no lo creo. Valent ín se
incorporó en la cam a y dio la bienvenida a aquella aparición, que nosot ros no
percibíam os. Es indudable que la veía, que acariciaba el velo que colgaba de su
hom bro, que le decía al oído un secret o que j am ás escucharíam os. Luego,
ocurrió algo aún m ás insólit o: con gran esfuerzo Valent ín puso en m is m anos la
cám ara fot ográfica que había quedado en su m esa de luz y m e pidió que los
fot ografiara. I ndicaba post uras a quien est aba a su lado.
–No, no t e sient es así –le decía.
199
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
O bien, en un susurro, casi inaudible:
–El velo, el velo t e t apa la cara.
O bien, con voz aut orit aria:
–No m ires para ot ro lado.
La fam ilia ent era, y part e de la servidum bre, a carcaj adas levant aban las
cort inas, que eran de t erciopelo, m uy alt as y pesadas, para que ent rara m ás luz,
alguien m edía, con grandes pasos, los m et ros que separaban la cám ara
fot ográfica de Valent ín, para que la fot ografía no saliera fuera de foco.
Tem blando, enfoqué a Valent ín, que señalaba con la m ano el lugar, m ás
im port ant e que él m ism o, un poco a su izquierda, que debía abarcar la
fot ografía: un lugar vacío. Obedecí.
Poco t iem po después m andé revelar la película. Ent re las seis fot ografías,
pensé que por un error m e habían ent regado una sacada por ot ro aficionado. Sin
em bargo, Pigm eo, m i pony, est aba pat ent e; Tapioca, la perrit a de Facundo,
t am bién; el nido del hornero, aunque m uy confuso y oscuro, se reconocía; en
cuant o a Gilbert a, en t raj e de baño, bueno, bueno, podría figurar en cualquier
concurso, aun hoy, y la fachada de la escuela sin ir m ás lej os, en el
huecograbado de La Nación. Todas esas inst ant áneas yo las había sacado aquella
m ism a sem ana.
En el prim er m om ent o, no m iré dem asiado la borrosa y desconocida
fot ografía. I ndignado, fui a prot est ar al laborat orio, pero m e aseguraron que no
habían com et ido ningún error y que se t rat aría de alguna inst ant ánea sacada por
uno de m is herm anit os.
No fue sino después de un t iem po y de un det allado est udio cuando
dist inguí, en la fam osa fot ografía, el cuart o, los m uebles, la borrosa cara de
Valent ín. La figura cent ral, nít ida, t erriblem ent e nít ida, era la de una m uj er
cubiert a de velos y de escapularios, un poco viej a ya y con grandes oj os
ham brient os, que result ó ser Pola Negri.

Am e lia Cicu t a

Un pat io con la est at ua de Baco sost eniendo racim os de uvas ent re los
dedos, que en verano servía de espant apáj aros, era m em orable en casa de I rm a
y de Edim ia Urbino.
I rm a era una buena m odist a, de las m ás cot izadas en Buenos Aires. Por la
m anera de sost ener un cort e de género sobre los hom bros de la client a y
plegarlo en la cint ura, haciendo resalt ar un bust o o una cadera, se adivinaba la
j erarquía de su dest reza. Su m anera de arrodillarse al pie de la client a apret ando
con los labios hileras t orcidas de alfileres, para m arcar el ruedo de una falda,
t am bién denot aba su doct a capacidad. En cam bio, Edim ia Urbino servía sólo para
rem at ar las cost uras y acom odar en las perchas los vest idos, para abrir la puert a
a las client as y para pasar la escoba por el piso para j unt ar las aguj as o los
alfileres caídos, cuando las client as se habían ret irado.
En los prim eros t iem pos, las dos herm anas ganaban poco dinero, pero
fueron aum ent ando los precios e insensiblem ent e acum ularon una fort una, com o
la que t uvieron los padres hoy venidos a m enos. Com praron una casit a en Mar
del Plat a, del t am año de una lat a de sardinas, según los inform es que ellas
m ism as daban, para no despert ar envidias. Televisor, enceradora, aspiradora,
m áquina de lavar, heladera y aut om óvil at raían pret endient es, que venían de
Burzaco en m ot onet a o de Avellaneda en m icroóm nibus. I rm a, que t enía las
piernas bien form adas y la cint ura fina, era la de m ás éxit o; Edim ia, que era
com o una especie de fot ografía fuera de foco de su herm ana, no lograba que la
m irasen siquiera, cosa que no le preocupaba en lo m ás m ínim o. Los hom bres no
le int eresaban: t odos t enían barba e inút ilm ent e se afeit aban; un form at o de
200
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
cuerpo incóm odo, por m ás que dij eran que era m ás práct ico que el de las
m uj eres para orinar, t raj es llenos de t iradores y de ligas. Le int eresaban los
gat os: t odas las m añanas desde que cum plió quince años les llevaba carne cruda
y rest os de com ida. En Buenos Aires hay m uchas personas que llevan a Palerm o,
al Bot ánico, al Parque Lezam a, com ida para los gat os; pero ella, Edim ia, llevaba
com ida a t odos los gat os de la ciudad. La conocían, acudían a su llam ado, y
ahora que era m ás rica y que t enía aut om óvil, con m ás razón. Podía llevar carne
de lom o, pescado, que les gust aba t ant o, y leche cuaj ada en j arras de plat a.
Diariam ent e Edim ia iba a dist int os barrios; los gat os la seguían; un m aullido de
ella bast aba para que acudieran y ent raran en el aut om óvil, salt ando con
exalt ada fam iliaridad. I rm a t uvo que desist ir de sus viaj es, de sus veraneos.
Edim ia no podía abandonar los gat os e I rm a no podía abandonar a Edim ia.
El dinero se iba com o agua. La com ida de los gat os result aba dem asiado cara,
" ¿Acaso no les podría dar corazón o carnaza?" decía I rm a. " Los gat os son
delicados –respondía Edim ia–. Si les llevam os porquerías ¡qué dirán de
nosot ros! " . I rm a se resignó.
Edim ia siguió recorriendo en aut om óvil las calles de Buenos Aires, los
lugares apart ados, los alrededores. Fue en Alm agro donde se det uvo un día en
una reunión de gat os gordos que t om aban sol y se lam ían las pat as
perezosam ent e. Edim ia det uvo el aut om óvil con una frenada brusca y em it ió un
m aullido perfect o. Abrió las port ezuelas y t odos los gat os; se precipit aron dent ro
del coche, salvo uno que ronroneando se quedó acost ado. I ndignada, Edim ia
baj ó del coche, se acercó al anim al y le habló en est os t érm inos: " Vengo del
cent ro de la ciudad, m e m olest o y ust ed se queda, señor, durm iendo. ¿Es j ust o?
¿Es nat ural?" El gat o no se m ovió. Edim ia le dio una palm adit a y algo de com er
en la boca. El gat o levant ó la cabeza sin convicción, pidiendo m ás. Edim ia le dio
bocados de carne hast a que el gat o, sat isfecho, se levant ó y lent am ent e se alej ó.
Edim ia m aulló de nuevo, el gat o siguió cam inando con su paso de t igre
desdeñoso. Edim ia lo siguió, cruzó un m ercado, una plaza, un t erreno baldío; ahí
se m et ió en una casa prefabricada. Edim ia espió desde la puert a el int erior del
cuart o. Un hom bre le daba de com er al gat o. Afuera, al sol, en una rej a,
colgaban cat orce cueros. Edim ia no alcanzaba a ver de qué color ni qué anim ales
eran. Se aproxim ó para m irarlos: vio que eran cueros de gat o. Golpeó a la
puert a de la casa. El hom bre, con am abilidad, la invit ó a ent rar.
–¿Hay rabia ent re los gat os? –inquirió Edim ia, nerviosam ent e.
–¿A qué gat os se refiere, señorit a? ¿A los señores vecinos? Tienen uñas de
gat o y lenguas de víbora, es ciert o, y son rabiosos...
–No. No quiero insult ar a los gat os –agregó Edim ia con una sonrisa
encant adora–; dígam e la verdad, señor, ¿hay rabia ent re los gat os?
–¿Por qué m e lo pregunt a, preciosa?
Edim ia se est rem eció; pensó que el hom bre iba a violarla, pero
serenam ent e siguió sus averiguaciones.
–Vi los cueros colgados en la rej a y pensé que habrían m uert o de alguna
pest e.
–Esos cueros son la prueba de que gozan t odos de buena salud, señorit a.
¿Acaso los com ería yo si est uvieran rabiosos?
–¿Los com e? –m usit ó Edim ia cont eniendo la respiración–. ¡Cóm o puede!
–¿Le da asco?
–¡Ust ed m e da asco!
–A algunas les dan asco los gat os, a ot ras les doy asco yo porque com o
gat os que ellas aprecian, ¿en qué est am os, señorit a? ¿No com e ust ed gallinas,
vacas, que son t an grandes, perdices, pollos, pichones que son t an indigest os,
pavos, chanchos que son t an int eligent es, y pescados que t am bién son anim ales
com o cualquier ot ro, aunque vivan en el agua?
201
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–Se va a ir al infierno –m usit ó Edim ia.
–Mient ras la encuent re a ust ed allí, m e sent iré honrado, señorit a.
–Me encont rará, no pierda cuidado, m ient ras com a gat os.
–Diga, ¿no com e ust ed la carne de vaca? Diga, diga.
–El gat o es diferent e. No se m e ocurriría com er un perro por ej em plo, ni a
un crist iano. ¿Cóm o se llam a ust ed?
–Torcuat o Angora, ¿y ust ed?
–Am elia Cicut a. Lo denunciaré a la Sociedad Prot ect ora de Anim ales
Pequeños –dij o Edim ia, con energía am enazant e.
–Será inút il. Observe. –Torcuat o Angora em it ió con los labios un sonido
com o el que em plean las m uj eres para hacer orinar a sus hij os. Aparecieron
m illones de gat os. Los alim ent o, por eso vienen, y después, con los propios
cueros les hago m ant it as para cubrirlos cuando hace frío: m ient ras, engordan.
¿Qué hace en cam bio la Sociedad Prot ect ora de Anim ales?
–Es horrible –m usit ó Edim ia.
–¿Ve cóm o m e quieren? –dij o Torcuat o Angora, m ost rando un gat o que se
t repó a sus hom bros–. ¿Est á celosa? –pregunt ó con m alicia.
–Prot ege para m at ar. Engorda para com er a unos inofensivos anim ales. Es
horrible.
–¿Horrible? Ést e es el gat o Maest ro, el que enseña a t odos los ot ros a
conducirse com o la gent e.
–¡Pobre inocent e! –exclam ó Edim ia–. ¿Por qué no m e lo prest a? Lo t raeré
list o para com er.
–Se lo regalo, señorit a. Soy com ilón pero no egoíst a.
–Regalos no acept o. Me lo llevaré a casa por unos días. Me gust aría verlo
j ugar con m is ovillos de lana. ¿Qué hace ust ed? ¿No t rabaj a?
–¿Cree que puedo vivir del aire? Trabaj o en la oficina de Transradio. ¿Y
ust ed?
–Yo t rabaj o en la fábrica de em but idos. ¿Y necesit a com er gat os?
–No es por econom ía, es por cost um bre. Mi horario es de ocho a seis.
Edim ia se despidió y t om ó en sus brazos el gat o. Se encam inó hacia el
aut om óvil, t em blando. Era la prim era vez que llevaba un anim al dom ést ico a la
casa. ¿Qué diría su herm ana? ¿Y las client as?
El gat o no congeniaba con ella, por lo que fue m ás fácil llevar a cabo su
proyect o. Después de cebarlo durant e dos m eses, lo llevó a las cuat ro de la t arde
de un herm oso día a la casa de Torcuat o Angora. Había previst o t odo. Llevaba en
un paquet it o la carne con est ricnina. Para no llam ar la at ención dej ó en la ot ra
cuadra el coche, y llegó a pie a la casa. Se arrodilló, le dio la carne envenenada
al gat o y, con lágrim as en los oj os y un m art illo, ant es de m archarse,
violent am ent e le golpeó la cabeza. Luego, después de com probar que el gat o
est aba m uert o, con los guant es puest os escribió en un papelit o que sacó del
bolsillo: " Señor Torcuat o: el gat o Maest ro est á a punt o para com er. Lo engordé
para ust ed. Que le aproveche. Am elia Cicut a" . Acom odó el gat o j unt o a la puert a
con el m ensaj e.
En los diarios, ent re las not icias policiales del día siguient e, no salió la
not icia del envenenam ient o de Torcuat o Angora. Edim ia Urbino com pró durant e
varios días los diarios de la t arde, para ver si aparecía. Pensó que Torcuat o
Angora le había dado un falso nom bre com o ella. No se at revió a volver a
Alm agro. Pero sabía que en el infierno Torcuat o Angora y el gat o Maest ro
est arían esperándola y que de nada le valdría llam arse Edim ia Urbino, haber
nacido en una casa con un pat io que t enía una est at ua de Baco sost eniendo
racim os. Com o si su vida ent era hubiera t ranscurrido sólo en Alm agro, en ese
t erreno baldío, su nom bre valedero era Am elia Cicut a.

202
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
El a lm a cé n n e gr o

Se llam aba el Alm acén Negro; la prim era m ano de bleque que sus m uros
habían recibido siem pre aparecía por debaj o de sucesivos blanqueos. En est a
ancha casa, que servía de vivienda y de proveeduría, frent e a la est ación,
velaron a su dueño Nést or Medina. Aquella noche de enero por las persianas
j unt o al piano enfundado, donde m e recliné a m irar el crucifij o, ent raba del cielo
luz de luna y de la plant a baj a, donde est aban las provisiones, olor a yerba y a
vino derram ado.
Si Nést or Medina hubiera podido, después de m uert o, ver a sus hij os
dilapidar y disput arse su fort una, habría m uert o de nuevo. No m e canso pues de
alegrarm e de su m uert e luj osa y t ranquila, de la últ im a de las sonrisas con la
que se despidió de sus hij os, que consideraba inocent es com o ángeles y
virt uosos com o sant os. Su cara redonda y sonrient e, dent ro del at aúd de lust rosa
m adera, no inspiraba pena. Por eso la gent e que acudió a aquel velorio
inolvidable, com o si creyera vivo al m uert o, habló de caballos de carrera, de
ferias, de est afas, de chist es, de chism es sin que est o pareciera una falt a de
respet o. Nadie lloraba, salvo el perro a la luna y yo para m is adent ros.
Sus cuat ro hij os fueron en la infancia am igos m íos. Sigm undo, el m ayor,
corpulent o, suave com o una m uj er y j uicioso, m e prot egía. Rinso, delgado, con
orej as roj as, punt iagudas, m e despreciaba un poco. Juan, m enudo y esquivo, sin
personalidad, m e t em ía. Em a, la m enor, la am iga de Am anda, robust a, obesa y
blanca com o una odalisca, m e am aba apasionadam ent e. ¡Ser am ado abrum a, a
veces! Em a, sin em bargo, no era fea. Una graciosa papada t erm inaba su perfil
de m uñeca. La m it ad de uno de sus pechos se asom aba siem pre por el escot e
del vest ido. Soy j oven, pero era aún m ás j oven en aquellos días y m e pert urbaba
ese espect áculo carnal.
Para ver a Am anda Rim bosa, de quien yo est aba enam orado, buscaba la
com pañía de Em a, que era su ínt im a am iga. Em a aprovechó la circunst ancia para
ennoviarse conm igo. Un dom ingo en que fue a com ulgar quedó en ayunas hast a
las once; volvió de la iglesia en break y, al baj ar, se desm ayó en m is brazos.
Después de est e episodio t uve que regalarle un anillo y olvidar a Am anda
Rim bosa. ¡Yo sé lo que es la vida en un pueblo!
No se m e ocurría pensar en el t est am ent o de Nést or Medina ni en la
enorm e fort una que dej aba a sus hij os. Los creía unidos, form ando part e de una
adm irable fam ilia y no de una fort una adm irable, pero cuando m enos se piensa
la liebre salt a. Sigm undo, el m ayor, fue el prim ero en dem ost rar su avidez por el
dinero.
En el alm acén, lúgubre después de la m uert e de Nést or Medina, m ient ras
est aban a punt o de pudrirse las m ercaderías, los j óvenes herederos ( salvo yo) se
peleaban a grit os. De com ún acuerdo, que parecía m ás bien desacuerdo, hicieron
un rem at e con t odas las prendas de uso personal del padre: conservo el
invent ario:
Reloj de oro, con cadena y m edalla de baut ism o, zapat os, bot as y
sacabot as, escarbadient es de oro, t int ero de bronce, con Mercurio ( que hubiera
podido com pet ir con el de cualquier m édico de Buenos Aires) , ropero con espej o,
salivadera de m ayólica, j uego de som breros de verano y de invierno, calzador de
hueso, peine y cepillo, gem elos de esm alt e, alfiler de corbat a con t urquesa, anillo
de com prom iso doble, bufanda de seda, m edias de lana, t iradores, cint urón,
cincha, bozal, riendas y freno con virolas de plat a, est ribos, bast os de Casim iro
Góm ez, boquilla de m adera negra, sobrepuest o de carpincho, m at e con iniciales
de plat a, y bom billa ídem , par de pant uflas, poncho det eriorado, navaj a,
podadora, m edalla de bronce y esm alt e, par de lent es con est uche recubiert o de
nácar y forrado en felpa.
203
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
El rem at e se llevó a cabo con éxit o. La gent e dio valor a los obj et os,
porque pert enecían a don Nést or Medina. Si hubieran sido de Perico de los
Palot es, nadie hubiera pagado ni un cent avo por ellos. Me ent rist ece a veces la
falt a de j uicio de la gent e. El sobrepuest o de carpincho est aba apolillado, las
riendas y el freno rot os, al peine le falt aba un dient e, las m edias t enían
t rem endos zurcidos y t odo lo pagaron com o nuevo.
Robert o Spellm an, el nuevo t endero, com pró los lent es con el est uche. No
creo que viera bien, el que es présbit a, con esos vidrios de m iope, pero siendo
m uchacho j oven pensó que con esos lent es puest os iba a parecer un hom bre
respet able e im port ant e, cosa que necesit aba el m equet refe por cuest iones de
t rabaj o. Solía decir: " Padezco de una am bliopía" . ¡Si hubiera hablado en chino,
vaya y pase!
Al principio de m i noviazgo con Em a, la fam ilia Medina est aba m elancólica,
casi t rágica; yo creía que lloraba por la m uert e del padre pero pront o m e
desengañé. El día del rem at e, las caras de los cuat ro herm anos brillaban de
j úbilo.
¡Cóm o, si am aban la m em oria del padre, podían desprenderse de aquellos
obj et os con t ant a sat isfacción! Asim ism o, con velos enlut ados llevé a m i novia al
alt ar.
Yo le decía a m i m uj er:
–Em a, no t e preocupes por asunt os de dinero. Pero ella no m e oía o fingía
no oírm e.
Después de casado m is gust os fueron parcos com o ant es, pero Em a
desarrolló una verdadera pasión por las dalias, los colores violet as, las cret onas
cost osas con caras de enanos, de perros o de indios sorpresivos, que llenaron la
casa y nos vaciaron los bolsillos. Ella, que había cult ivado plant as en una
escupidera o en una cacerola cuando la conocí, en nuest ra vida m at rim onial
exigía el m áxim o luj o.
Tres m eses después del rem at e, la m ala suert e persiguió a la fam ilia
Medina y la buena suert e al desgraciado de Robert o Spellm an. Por ent onces,
j ust am ent e, se pudrieron las m ercaderías del alm acén. Nadie concurría al
despacho de bebidas, ni los borrachos; sólo algún pedigüeño golpeaba la puert a
en busca de pan o de las sobras de las com idas, que eran sabrosas.
Durant e m ucho t iem po Sigm undo y Em a, yo m ism o, nos pregunt am os la
causa del fracaso. Llevábam os correct am ent e los libros, no hacíam os regalos con
las m ercaderías, éram os at ent os con los client es.
Un día, debaj o de la quesera de vidrio del m ost rador, encont ram os un
rat ón m uert o ( ¿cóm o ent ró? Dios lo sabe) ; con cinco paquet es de fideos las
horm igas fabricaron un solo horm iguero; de una caj a de arroz, salió un sapo.
Esas cosas, t arde o t em prano, se saben. La casa pierde prest igio y nadie se lo
devuelve. ¿Por qué sucedían t ant as calam idades? Yo no era superst icioso; ahora
lo soy. Se m e ocurrió que, gracias a aquellos lent es que Robert o Spellm an había
com prado por una bicoca, el viej o Medina había hecho su fort una. Su m irada a
t ravés de los crist ales, penet rant e com o el sol a t ravés de una lupa, había
seducido no sólo a los client es sino a la suert e. Pero est o no era debido a los
oj os, sino a los crist ales, esos crist ales gruesos y blancuzcos. Se lo dij e a
Sigm undo, que lo t om ó en serio. Los herm anos est uvieron de acuerdo en ese
punt o. La fam ilia se reconcilió. Se unieron con un solo fin, el de recuperar los
lent es, aunque t uvieran que m at ar a Robert o Spellm an.
No parece posible que un par de lent es pueda provocar una t ragedia, sin
em bargo, en est e caso, la provocó.
Los herm anos em prendieron diversas gest iones para recuperar el obj et o y
no sé cóm o lograron ofender a Robert o Spellm an y enfurecerlo, m andándole
m ercaderías en m al est ado. Pero est aban dispuest os a cualquier sacrificio. Se
204
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
hum illaron para reconciliarse con él, lo invit aron a com er un asado, baj o los
sauces del t an m ent ado pat io del alm acén; lo durm ieron con una droga;
m ient ras dorm ía, regist raron sus bolsillos y su casa. En esa oport unidad Robert o
Spellm an había m andado los lent es a la casa de ópt ica, para com poner una
pat illa. Ot ra vez lo llevaron al río, pero Spellm an se bañó con los lent es puest os.
Por últ im o, Em a lo provocó con su escot e y su falda cort a, dispuest a a cualquier
cosa con t al de recuperar los lent es; pero, créanm e, fue en vano.
Sigm undo dict am inó:
–Hay que m at arlo.
–¿Si grit a? –dij o Rinso, t em eroso.
–Grit arem os m ás fuert e –dij o la voz de una Em a desconocida.
Prepararon ot ro banquet e en honor de Spellm an. Los herm anos afilaron
los cuchillos y bebieron para t ener coraj e. Spellm an bebió m ás que nadie. Le
dieron la consabida sandía disfrazada de rem olacha, pero ant es de que pudieran
m at arlo, cayó m uert o de un síncope. Los cuat ro herm anos buscaron los lent es,
sin aguardar el últ im o suspiro de un m oribundo. Aquí em pezaron las penurias de
m is cuñados y de Em a. Durant e la noche del velorio abrieron t odos los caj ones
de la casa m ort uoria. Les dij e, para que no curiosearan t ant o, que seguram ent e
habrían ent errado a Spellm an con los lent es, en algún bolsillo suplem ent ario.
Desesperados fueron una noche al cem ent erio para desent errar al m uert o.
Acudió una j auría silenciosa que presenció el act o. Yo at isbé de lej os. Alguien los
vio. Cuando en el pueblo se supo el hecho, los cuat ro herm anos fueron
arrest ados y acusados de asesinat o. Los cuat ro en ciert o m odo se creyeron
culpables.
Todos los días los espero. Muchas m uj eres robust as baj an del t ren:
ninguna es t an blanca, ninguna es la m ía. No vuelven. No volverán. ¡Pobre Em a
de m i corazón! Soy dueño ahora de est e enorm e alm acén, que es m i am argura.
El oculist a m e recet ó lent es y debo usarlos. Si est uvieran aquí m is cuñados
creerían que uso los lent es de Spellm an, porque t engo buena suert e, aunque no
alegría. La alegría y la buena suert e a veces no van j unt as.

La e sca le r a

–I saura, I saura.
Las voces resuenan en los corredores de la casa, para que se dé prisa.
I saura sube la escalera. Cincuent a años de su vida ha lim piado aquellos
escalones, diez ot ros años los ha dedicado a ocupaciones frívolas, de
crecim ient o, diez ot ros a t ener hij os, pero siem pre ha lim piado esa escalera o ha
acom pañado a las personas que la lim pian.
Ahora, que no funciona el ascensor, sube de nuevo por los m ism os
escalones, en busca de la ropa t endida en la azot ea. Su corazón lat e com o si
quisiera volársele del pecho.
Veint icinco escalones. Cuando enseñaba a cam inar a sus hij as,
cont ándolos uno por uno, llevándolas de la m ano, subía. Sola, vuelve, después
de t ant os años, a cont arlos, por m era cost um bre.
Uno... Tiene est e escalón blancura de azúcar. Ahí se sent ó una noche de
verano, cuando no quedaba casi nadie en la casa, porque t odos los inquilinos se
habían ido a veranear. Tenía cuat ro años. Su padre lim piaba la escalera,
hablando con un hom bre corpulent o, que se apoyaba sobre la baranda y que
ensuciaba los escalones lim pios, con zapat os em barrados. Los t res est aban
borrachos, había olor a vino. Ella conocía el gust o, el olor a vino de aquella
dam aj uana que est aba en la cocina. Su padre le daba vino a cualquiera.
Súbit am ent e el t ono de las voces resonó con violencia. Los hom bres se t rabaron
en lucha; parecía que bailaban. Cayó el padre. El ot ro hom bre huyó escaleras
205
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
abaj o. Got as de sangre com enzaron a caer. ¿Era el vino? ¿Era la lluvia sobre las
claraboyas?
Dos... En est e escalón, m ás gris, m ás sucio que los ot ros, siem pre cae
leche de alguna bot ella rot a.
Tres... Es un escalón m enos liso. Pasando la m ano por la superficie, se
sient e una aspereza cuyo cont act o da escalofríos. Fue allí que Lucrecia, su t ía,
dándole pan para dist raerla, caram elos de dulce de leche, se dej ó acariciar por
Mario delant e de ella. El am or es una cosa sucia, pero m ient ras consiga
caram elos de dulce de leche no m e im port ará presenciarlo, pensó.
Cuat ro... Est e escalón, liso pero am arillent o, le da m iedo. ( Allí encont ró el
collar de piedras verdes y lo guardó en el bolsillo. Allí, la acusaron de ladrona, y
su padre la dej ó sin salir cinco días. Sus t ías dij eron que iban a m andarla a un
reform at orio.)
Cinco... El escalón del cansancio. Nunca, nunca est á lim pio. Un día, por
brom a, alguien defecó sobre sus bordes. Ot ro día, un perro orinó y el orín baj ó
los cinco escalones dej ando un t int e am arillo y m alolient e. Ot ra vez quedó allí,
acurrucado, un recién nacido, envuelt o en pañales y papel de diario. Nadie
descubrió el paradero de la m adre, y lo ent regaron a la casa de expósit os. Ella
t uvo al niño en sus brazos. Se hubiera quedado con él. ¡Pero qué hubieran
pensado los vecinos! Que era hij o de ella, y ella m ism a lo hubiera creído.
–Seis... El escalón que es com o un alt ar. Sobre él se arrodilló una m añana
de invierno, preparándose para t om ar la com unión. Ensayó las post uras difíciles
que había que adopt ar: la inclinación de la cabeza, la post ura de las m anos, la
posición de los labios.
Siet e... El escalón del rem ordim ient o. Tiene vet as com o venas o com o
nervaduras de hoj as. Allí la violó Roque Alsina, el cam ionero de la cuadra, la
t arde en que t raj o la heladera, en el m es de enero. ¡Ese t rágico m es de enero!
¿Cóm o fue posible? Los inquilinos del prim er piso vieron t odo. Ni su am iga I sabel
le creyó. Y cuando quedó sola, después que el canalla baj ó por la escalera, apoyó
la m ej illa encendida sobre el m árm ol helado y pensó que ningún hom bre decent e
se casaría con ella.
Ocho... El escalón que huele a lavandina. La cam illa dura del hospit al,
cuando vinieron a buscarla, para hacerle una operación de apendicit is. Ahí,
blanda com o un t rapo, rezó el rosario, ant es de llegar a la puert a.
Nueve... I dént ico a la t apa de m árm ol de una cóm oda. La cóm oda con la
que soñaba, con un espej o cuadrado encim a. Form aba part e del j uego de
m uebles para su casam ient o; los m uebles que nunca obt uvo.
Diez... El escalón m ás t ranquilo, m ás feliz. Jugaba con el at ado de ropa
com o si fuera una m uñeca. Ahí soñó t am bién con el prim er hij o, que parecía una
verdadera m uñeca.
Once... La som bra oscura sobre el escalón parece una m ancha.
I nút ilm ent e la j abonaba. Los celos, en su corazón, proyect aron la m ism a
m ancha. Ni la lavandina ni el querosén sacaron esa m ancha. Est aba encint a y
abandonada, com o una caj a herm ét ica e im penet rable.
Doce... ¿Para qué t ant os niños? ¡Si con uno bast a! A los hom bres no les
im port a. Es la m uj er la que paga. ¿Y si la echaban de la casa donde t rabaj aba? A
esa alt ura de la escalera, los escalones le hacían doler las piernas y el corazón.
Sent ía ganas de t irarse abaj o y de caer deshecha.
Trece... Ese escalón huele a casilla de baño. Ella se había bañado en el
m ar. Conoció los secret os de la playa y de las vacaciones y ¿por qué no? allí
soñaba con irse, en una vida que sólo fuera vacaciones.
Cat orce... El escalón nefast o. Siem pre lo había det est ado. Tiene com o una
suert e de m ordisco, del lado izquierdo. Ahí, al baj arlo, le dieron la not icia del
asesinat o de su hij a. Tropezó y se ret uvo en la baranda.
206
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Quince... A veces, se det enía a descansar y se quit aba los zapat os. " ¿Qué
haces, ahí?" le decían los inquilinos al pasar. Se reían con ella. Todavía era
bonit a.
Dieciséis... Em pezaba a envej ecer. No era en el pelo blanco ni en las
arrugas... Ya no cant aba al lim piar los pisos, y los hom bres que subían por la
escalera no m iraban sus piernas con várices. Várices t iene t am bién ese escalón y
una m ala palabra, escrit a con lápiz, siem pre por el m ism o chico de abaj o, que es
un boca sucia.
Diecisiet e... Algunas cucarachas se avent uran por los zócalos. Es una
pena. Hay gent e asquerosa: t iran desperdicios en la escalera, caigan donde
caigan; un t rozo de algodón, la cáscara de una m andarina, a veces una m edia o
una cint a, un peine rot o, con pelo, y ot ras porquerías increíbles. ¡Después se
quej an! ¿Qué culpa t iene la persona que lim pia si después de lim piar arroj an
basuras y el piso queda m ás sucio que ant es?
Dieciocho... Un día que fue al cam po, encont ró un huevo de urraca. Lo
guardó en una caj it a y al subir la escalera, se le cayó en ese escalón. Después
lloró sobre ese m ism o m árm ol por algo perdido que no recuperó j am ás: la hij a
m uert a, un billet e de m il pesos y aquel prendedor de filigrana, que t odavía
echaba de m enos.
Diecinueve. El escalón que casi est á a oscuras. El escalón de las
preocupaciones. ¿En qué había gast ado el sueldo? Para no ruborizarse se det enía
en la oscuridad. Advirt ió un día que el rosario falt aba de su cart era, al volver de
la m isa.
Veint e... En el depart am ent o t reint a y dos de la casa, un pobre hom bre
engañado adora a su m uj er com o si fuese buena. Voy a denunciarla. Est e
escalón presenció el encuent ro de esa sinvergüenza con su am ant e. No soport o
las inj ust icias. Recogí una horquilla que cayó de su horrible pelo colorado,
cuando el am ant e la est ruj aba ent re los brazos. La im pudicia m e subleva. Se
solt ó el pelo, al subir la escalera, para provocar al hom bre, que perdió la cabeza.
Veint iuno... Bast ant e oscuro. Pocas veces j abono en serio est e escalón. Es
una boca de lobo. Si m i corazón fuera un despert ador, serviría m ás que el
despert ador de m i m arido, que después de sonar no perm it e seguir durm iendo.
Dorm ir. Dorm ir, después de la hora en que hay que levant arse. ¡Cuándo t endré
esa dicha! Una pequeña enferm edad es a veces agradable.
Veint idós... Desde aquí se puede espiar la ent rada y la salida de la gent e.
El balde lleno de agua y de j abón, a veces rebalsa y salpica a las personas que
est án en la plant a baj a. Muchos creen que I saura hace las cosas por t ravesura.
¿Qué t ravesura puede hacer alguien que t rabaj a de la m añana a la noche y de la
noche a la m añana? Esas cosas las piensan los haraganes.
Veint it rés... La oscuridad m ás perfect a asist e a est e escalón. El port ero
nunca repone las bom billas quem adas. Es peligroso det enerse aquí.
Veint icuat ro... Una luz celest e siem pre se filt ra de la claraboya. Ést e es un
escalón celest e, donde caen a veces las flores del caj ón de basura. Una caléndula
encuent ro hoy deshoj ada. ¡Hay gent e que gast a plat a en flores! I saura no puede
gast arla ni para los m uert os, salvo aquellas lágrim as de la Virgen, que t em blaron
en el vient o de j unio para su hij a, nunca gast ó ni un cént im o en flores. Cuando la
vent ana est á abiert a, en los pasillos que com unican con la escalera, se oye el
t rot e de los caballos del carro del lechero, del carro de la basura, del coche
fúnebre.
Veint icinco... Acost ada sobre el hielo, I saura ve nevar. En su m ano t iene
un ovillo de nieve. Lo devana, com o el ovillo de lana de aquella bufanda que
t ej ió. Sus plant as se apoyan en el aire y no sobre el piso, y su cuerpo sobre el
últ im o escalón.

207
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
La boda

¿Por qué m e casé? Bien dicen " Casam ient o y m ort aj a, del cielo baj an" .
Todo ocurrió por casualidad: m uchas personas no lo creen. Est ábam os sent ados,
Arm ando y yo, en los sillones de m im bre de la cocina, a las doce y m edia de la
noche cuando llegó m i t ía som brero en m ano. Tengo una cabellera enrulada, que
m e llega a la cint ura; se había enredado al m im bre del sillón. Arm ando la
desenredaba en ese m om ent o y seguram ent e parecíam os novios. Por el color
violet a de su cara sé que m i t ía, al vernos j unt os a Arm ando y a m í –a t ales
horas, la punt a de m i cabellera en la m ano de Arm ando arrodillado a m is pies,
para colm o de m i desdicha–, sé que m i t ía pensó cosas feas, aunque no dij o
nada, porque hay que t ragarse las cosas feas, según ella m ism a aconsej a. ¿Qué
iba a decir? Me quiere dem asiado. Abrió la puert a de calle, ext endió el brazo. La
m ano, el índice, indicando la salida a Arm ando, que se puso colorado. Tom ó su
abrigo, el pobre, y desapareció en la oscuridad del zaguán, sin decir " Adiós
Filom ena" com o era su cost um bre.
–Ahora se casarán –repit ió m i t ía, durant e m uchos días–. Ahora se
casarán.
Arm ando y yo nos casam os. Nos casam os sin que yo lo deseara ni t rat ara
de evit arlo. No m e agradaba Arm ando, aunque t uviera buen port e, oj os grandes,
t ez m orena y energía para el t rabaj o. Parecía, por m ás que no lo fuera, siem pre
sucio. Debaj o de los puños de la cam isa, ent re las cej as, j unt ándoselas, adent ro
de su nariz y de sus orej as punt iagudas y en el nacim ient o de cada uno de los
dedos se le veía un vello negro.
–Los hom bres t ienen que ser peludos para ser hom bres –decía Carm en.
El día de nuest ro casam ient o fue el m ás frío del año. Nos t ocó casarnos en
el m es de agost o. Tem í que la helada se t ransform ara en nieve aquella m añana y
desbarat ara de ese m odo la fiest a que, después de t odo, iba a ser lo m ás
agradable de la boda.
En casa de m i t ía, esperam os a Arm ando para ir j unt os a la iglesia. No
est á bien que una novia espere al novio y no m e gust ó la cosa. Se hizo esperar:
est aba en el consult orio del dent ist a arreglándose la nueva dent adura y, cuando
llegó, a pesar de la dem ora, t odos lo felicit aron por lo buen m ozo que est aba y
yo t uve que sonreír.
En la iglesia había ot ro casam ient o luj oso, por eso el alt ar m ayor est aba
cubiert o de flores blancas, de m ant eles con punt illas, que parecían t rabaj ados a
m ano por las m onj as, de cirios que reverberaban, lo que fue una suert e para
nosot ros. Después del casam ient o, que duró lo que dura un lirio, a pesar de m i
nerviosidad al cont est ar al cura si quería a Arm ando por esposo, nos esperaba la
fiest a en la casa que habíam os alquilado: fiest a organizada por m is t íos, con
m esas que parecían una sola, de cinco m et ros de largo, dispuest a en el cent ro
del pat io, con m ant el blanco, flores blancas y t oda clase de sándwiches, m asas y
em panadas en fuent es de cart ón pint adas, y bebidas buenas, a m ás del
chocolat e espeso, que t odo el m undo ponderó y bebió con preferencia.
Los regalos est aban ordenados en el dorm it orio: una colcha con una
enorm e dalia en el cent ro; una fuent e de plat a con una cigüeña labrada; un salt o
de cam a roj o con bordado azul Francia; un collar de perlas; una virgencit a de
Luj án que sirve de velador; una frazada de pura lana; un florero divino alt o, de
cuello angost o, t allado para una sola flor, de esas de género; una bom bonera de
m at erial plást ico m uy novedosa; un par de chinelas de quedarse boba.
Yo m e sent ía bast ant e alegre por la fiest a, si no pensaba que era la
celebración de m i casam ient o. Aquella noche debí de enferm ar, pues al poco
t iem po m e llevaron al sanat orio, donde pasé un año, lej os de Arm ando. Cuando
m e dieron de alt a y volví a m i casa, no podía creer a m is oj os. Arm ando m e
208
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
había preparado una serie de sorpresas: una m áquina de coser, una radio y una
biciclet a.
El m édico m e había prohibido hacer ej ercicio y t rabaj ar, eso era lo m alo.
Pero durant e los prim eros días m e alegré m irando la biciclet a pint ada de roj o.
Arm ando m e desagradaba siem pre. Sus regalos no lo volvieron m ás sim pát ico a
m is oj os. Se m e ant oj aba que era un bosque al m irar el vello de su pecho
desnudo, o que era un m ono, al verlo com er o vest irse por las m añanas, pero
j am ás el galán de cine que m e seduce t ant o.
Dorm ía con un cuchillo baj o el colchón, por si ent raban ladrones de noche.
Est e det alle, lej os de t ranquilizarm e, m e inquiet aba. Un día, t em prano, oí una
grit ería en la calle: había una pelea. Salí al pat io, abrí la puert a y una señora
enorm e con uñas pint adas y una hij a em perifollada, pregunt ó por m i m arido.
–Venim os a buscarlo –dij o–. Ha seducido a m i hij a. Est á encint a.
Com prendí la verdad: Arm ando m e había t raicionado. No pude soport arlo.
Pensé prim ero m at ar o hacer abort ar a golpes a m i rival, después acuchillar o
quem ar a Arm ando echándole una lat a de naft a encendida; después suicidarm e,
pero no hice nada, no dij e nada.
Una m uj er enam orada no puede sobrevivir a un engaño. Varias personas
m e aconsej aron que abandonara a m i m arido, pero yo no puedo hacerlo. Por
ahora m e quedaré con él, porque uno se enam ora, después de t odo, una sola
vez en la vida, pero, si vuelvo a ver a esa desvergonzada, lo m at aré o m e
suicidaré.

El pr ogr e so de la cie n cia

En ot ros t iem pos los hom bres no sólo conocieron la curación de la


ceguera, sino el secret o del rej uvenecim ient o.
Un rey piadoso, cargado de virt udes e infinit am ent e bello, que t enía un
solo defect o, la presunción, al sent ir que envej ecía m andó cegar a t odos los
súbdit os, que t rat aban de im it arlo, para que no sufrieran un desencant o.
El rey pensó que al no ser vist a su desdicha, dej aría de exist ir. Se
equivocó. No podía hacer nada sino lam ent ar su vej ez.
Mas uno de los súbdit os, que era sabio, con el correr del t iem po decidió
salvar a ese rey que am aba t ant o a su pueblo. El sabio y sus com pañeros, con el
vehem ent e deseo de salvar al rey, hallaron el m odo de rej uvenecerlo.
Com o prim era m edida los sabios ordenaron la const rucción de un palacio
de hielo, donde encerraron al rey. Nunca se supo con qué product os quím icos lo
alim ent aron durant e varios m eses. Al cabo de un t iem po, que pareció larguísim o
al rey y brevísim o a los sabios, el rey volvió a ser com o cuando t enía veint e
años. Al verse en el espej o, t an herm oso, el rey suspiró de alegría y se
cont em pló durant e t res días y t res noches, sin com er ni dorm ir. No podía hacer
nada, sino alegrarse de ser j oven. Llam ó a los súbdit os para que lo adm iraran,
pero hom bres, m uj eres y niños m iraron para ot ro lado, con sus m iradas blancas.
Llam ó a t odos los anim ales del reino, pero los anim ales no saben lo que es un
hom bre herm oso. Si hubiera sido una m uj er, t al vez un m ono se hubiera
enam orado de él, pero no era m uj er y no había m onos en t odo el t errit orio. Al
cabo de un t iem po se cansó de los espej os, de vest irse y de peinarse, ent rist eció
y quiso m orir.
–De qué m e sirve m i belleza, si nadie la ve. Mi j uvent ud est á en los oj os
que m e m iran –dij o, y llam ó a los sabios, que llegaron guiados por sus perros
lanudos.
–Ust edes t ienen que devolver la vist a a los ciegos –dij o el rey, que seguía
lam ent ándose– o m oriré. ¿Quién m e m ira?
–Maj est ad, los anim ales t ienen oj os que ven.
209
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–Los anim ales m e aburren.
–Juegue al diábolo. Es un j uego solit ario.
–Quiero que las personas m e vean –grit ó desconsoladam ent e.
Los sabios se encerraron en sus casas para leer y est udiar, pero los libros
para ciegos se leen lent am ent e, y las m anos aprenden lent am ent e a reem plazar
los oj os que no ven. Hicieron experim ent os con m uchos rept iles, anim ales
feroces y dom ést icos.
El rey lloró t ant o que envej eció de nuevo en poco t iem po. Las lágrim as
dej aban huellas en sus oj os y sus dos cej as afligidas m arcaban arrugas en la
frent e. " ¿Qué hacen los sabios?" pensaba, con resent im ient o nocivo.
Los sabios, que no alardeaban de sus descubrim ient os, preparaban una
sorpresa para el rey: en un día det erm inado devolverían la vist a a t odos los
ciegos. Fue difícil organizar las cosas. El rey, al ver llegar ese ej ércit o de
vident es, que llenaba las calles, se ocult ó en el palacio de hielo. Se cubrió la cara
con una m áscara verde, y el m ism o día ordenó a los sabios, baj o pena de
m uert e, que cegaran de nuevo a los súbdit os, hast a que él rej uveneciera.
Varias veces el rey recuperó la j uvent ud y los ciegos la vist a, siem pre a
dest iem po, con igual zozobra que la prim era vez, pues los sabios no podían
com probar, por ser ciegos, en qué m om ent o el rey había rej uvenecido; pero la
vida no es et erna y t iene que t erm inar, aun para los que rej uvenecen.
Por eso m ism o el rey, después de cien años en plena j uvent ud, ant es de
m orir, dest ruyó el secret o de los sabios.
" No quiero –dij o en su t est am ent o– que ot ros reyes rej uvenezcan, ni que
los ciegos recobren la vist a, si no es para m irarm e a m í. Quiero que la hist oria de
m i reino, con su dicha y su dolor, sea única en el m undo. Adem ás est a
cost um bre que hem os adquirido podría convert irse en m oda, y det est o la m oda.
El plagio no se pract ica sólo en lit erat ura, det est o t am bién el plagio. Conozco un
pelagat os, rey de no sé dónde que pret endía arrancar los oj os de su cónyuge
para que no le viera los párpados hinchados. Ot ro pelagat os m ás conocido, rey
t am bién, hizo perforar los t ím panos de sus discípulos ( un fam oso orador) para
que no oyeran los desvaríos de su vej ez."
Después de redact ar su t est am ent o el rey se suicidó con los sabios, que le
agradecieron, hast a en el últ im o suspiro, el honor que les hacía de m orir con
ellos, sin advert ir que lo hacía por egoísm o, o m ás bien dicho, por int erés, para
poder disponer de ellos en el cielo o en el infierno, donde creyó que t am bién
envej ecería.

Vision e s

La oscuridad. El no ser. ¿Puede exist ir algo m ás perfect o? Los m om ent os


se ent rem ezclan. Com o una víbora una sonda baj a por la gargant a. El m édico es
una m ezcla de t ort urador y de j oyero. Se inclina sobre m í, m e deslum bra con un
foco de luz int ensa. Me ordena, m e perfora, m e m art iriza. Mi organism o se
confiesa con él. Soy dócil. No sufro. Hay que ent regarse. Vuelvo a la oscuridad.
Vuelvo a no ser.
Despiert a, a m edias, lo prim ero que veo es un cuadro que m e esfuerzo en
descifrar. Pienso en los peores pint ores ingleses, hast a llegar a Dant e Gabriel
Rosset t i. Est a m uj er, con el pelo ilum inado de at rás, es Beat a Beat rix. Recuerdo
la inscripción en lat ín que Rosset t i grabó en el m arco: QUOMODO SEDET SOLA
CI VI TAS: ¿Por qué est oy viendo ese cuadro, con una luz t an falsa? Cierro los
oj os y vuelvo a abrirlos. No es un cuadro. Es una persona que m e cuida, con el
pelo ilum inado y la cara en som bra. El cuart o est á a oscuras. Cuando se
enciende la luz, m iro el cuart o y creo que es el m ío. Si no salí de m i casa t engo
que est ar en ella, en m i cuart o.
210
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
La puert a est á colocada a la izquierda, en m i cuart o est á a la derecha. Hay
un m ueble oscuro, pequeño, con un espej o ovalado encim a, en el m ío hay una
cóm oda grande, con una virgen dent ro de un fanal. Las persianas son de
m adera, se suben y se baj an por m edio de sogas; en el m ío las persianas son de
hierro y se abren lat eralm ent e, en t res part es. La luz eléct rica, que ilum ina el
cuart o, est á colocada en un cuadrángulo de vidrio, en el cent ro del t echo; en el
m ío hay sólo dos lám paras, con pie de plat a, sobre las m esas de luz. Soy
dist raída. He vivido t ant os años en est a casa, sin advert ir que en m i cuart o hay
dos clases de persianas; unas de subir y baj ar, m odernas, que se com ponen de
list ones de m adera liviana, y ot ras, ant icuadas, de hierro pesado, que se abren
lat eralm ent e, en t res part es. Soy t an dist raída que nunca llegué a advert ir que
hay luz, no sólo en las lám paras con pie de plat a, sino dent ro de ese cuadrángulo
de vidrio insert ado en el t echo, que nunca encendí, por no haber descubiert o el
conm ut ador. Me ext raña, sin em bargo, no haber vist o hast a ahora ese vidrio
esm erilado, en el t echo, que llam a la at ención y que est oy m irando t odo el
t iem po. Adem ás, la Virgen baj o el fanal no est á; ni la cóm oda. La Virgen m e
preocupa. Si yo volviera la cabeza, com o una lechuza, bruscam ent e, hacia at rás,
la encont raría, t al vez. Para lim piar los obj et os que hay en un cuart o, sin
rom perlos, aunque rara vez se lim pien, ya que siem pre est án sucios, alguien los
saca del lugar habit ual y los coloca en ot ro sit io. La Virgen debe de est ar en un
rincón, debaj o de un m ueble, o det rás de la cabecera de la cam a. ¿Una sirvient a
la habrá lim piado? Pero no puedo volverm e hacia at rás. En vez de la cóm oda,
que ocupaba la pared lat eral y no la que t engo frent e a m i cam a, veo ese m ueble
am orfo, dim inut o, con un espej it o. ¿Est aré en Córdoba? ¿Est aré soñando con
Córdoba? Allí en una casa había m uebles parecidos. No, no est oy en Córdoba.
Debe de ser un regalo que alguien m e ha hecho para m i cum pleaños; alguien
que m e quiere, pero que no sabe cuáles son los regalos que m e agradan. ¿En
qué m om ent o se int roduj eron esos obj et os en m i cuart o, y quién los t raj o? Serán
m uy livianos. Cualquiera los carga y los lleva de un lugar a ot ro. No t engo que
preocuparm e. ¡Qué im port a quién los t raj o! A cualquiera de las personas que
est án aquí les agradecería est e regalo que no m e gust a. Por si alguna de ellas
m e lo regaló, sonrío. ¿Y ese cuadrit o? Est á colgado en la pared de la izquierda,
sobre una especie de cam a t urca, m uy cóm oda sin duda, y que vislum bro desde
m i cam a com o si yo est uviese encaram ada sobre una m ont aña. Jam ás vi esa
cam a en m i cuart o ni en ningún ot ro cuart o de m i casa. Los m uebles t ienen vida
propia, no es ext raño que salgan y ent ren, se t urnen, se reem placen por ot ros
cuando quieren. ¿Acaso no es m ej or que sea así? ¿Qué hay de ext raño en est e
cuart o? ¿Vale la pena decirlo a alguien? Tal vez se lo diga a la prim era persona
que se acerque: a la enferm era. Su delant al cruj e: est á m uy alm idonado, t an
alm idonado que parecería de yeso, si el yeso fuera brillant e. A est a enferm era le
gust a ser enferm era. Lást im a que a t odas las personas no les gust e, com o a
ést a, su t rabaj o. Es feliz. A veces la sigue un raudo y dim inut o perro, que no
alcanzo a ver bien.
Pero ant es de ser int errogada por m í, la enferm era m e cont est a con una
pregunt a:
–¿No sabe dónde est á, querida?
–No.
–En el sanat orio, querida.
–Con razón.
–¿Con razón, qué?
–Con razón no reconocía m i cuart o.
–No se asust e.

211
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Qué cort a sería la vida si no t uviera m om ent os desagradables que la
vuelven int erm inable. En un cuart o, que no es el m ío, creyendo durant e horas
que es el m ío, t rat o de sit uarm e: ¡y no m uero!
Com o el arquit ect o que encuent ra el plano perdido de una casa, o el
navegant e o el explorador que se orient a con una brúj ula que parece rot a, o m ás
bien com o un anim al que se acom oda en una nueva m adriguera, t rat ando de
recordar la ant erior, m e t ranquilizo y averiguo, para t ranquilizarm e m ej or, en
dónde est á el sanat orio, si la vent ana de m i cuart o m ira al río y desde cuándo
est oy aloj ada aquí.
Los ruidos acum ulan sus perversas hist orias a m i alrededor.
¿Qué es la sierra que est á chirriando t odo el día, desde las horas m ás
t em pranas? ¿Desm enuza seres hum anos? ¿Les t rit ura los huesos, hast a que los
t ransform a en arena? ¿Con esos m at eriales ahora const ruyen las casas? ¿Y ese
ruido, com o de agua en ebullición, que sube de los sót anos y del piso baj o?
¿Son labios que rezan o son calderas del infierno que preparan líquidos
hirvient es para los infieles? Recuerdo que yo cant é en el coro de una lej ana
capilla. ¿En una clínica? Com o zum bido de m oscas eran las voces. ¿Serán las
m ism as? Y ese rugido de fieras de la gent e que se j unt a en los pasillos, ¿en qué
se t ransform ará? En m onst ruos desolados o en una caravana de hom bres con
disfraces im provisados con j irones de sábanas o de t oallas húm edas, que se
dirigen al desiert o, llevando provisiones incom ibles y hediondas. ¡Hay t ant os días
de carnaval cuando no es carnaval!
Est as caras parecen dibuj adas por la oscuridad. Súbit am ent e las veo. Se
dist inguen ent re los m uebles, m at eriales com o ellos. Son las caras de los
m édicos. Tienen m anos, no t ienen cuerpo ni alm a. Congest ionadas, se m e
acercan, son ellas las que sufren. Son las próxim as víct im as. Sufre m enos el que
sufre que aquel que ve sufrir.
Encienden la luz bruscam ent e, com o si quisieran sorprenderm e
com et iendo algún pecado inconfesable. Uno de ellos, m ezcla de dios y de
locom ot ora, t iene un faro en su frent e de especialist a.
Me sient an, m e golpean, m e dest apan, m e grit an, m e palpan, m e ponen el
t erm óm et ro, m e hunden el dedo en el abdom en hast a hacerm e grit ar, m e
pellizcan con un m anóm et ro en el brazo.
–Respire –m e dicen–. No respire –m e dicen, hast a que m e pongo violet a.
¡Cuánt os enferm os habrán m uert o en los hospit ales por ser auscult ados!
No quiero pensarlo. Un ej ercicio t an violent o podría m at ar a una persona sana,
pero t al vez la salve porque no la dej a dorm ir. Después de t odo, el sueño es la
prefiguración de la m uert e.
A fuerza de int errupciones, el t iem po se alarga. El reloj con su cara
redonda y lívida, m e m ira. Es et erno com o el sol: sus horas no se ext inguen,
com o los rayos.
Ocho diarias visit as de m édicos hacen de un día un año. ¿Habrá que
agradecer que lo desagradable nos perm it a m edir el t iem po?
El suero cae got a a got a. Un reloj de arena, para cocinar huevos pasados
por agua, una clepsidra, en un j ardín perdido, en I t alia, son m enos obsesivos.
Hay algo de fiebre en la arena que cae, en el agua que cae. La aguj a clavada en
la vena se t ransform a en nuest ra vena. No la m iro.
No m e gust an las venas grises de acero de las m áquinas. Soy com o una
m áquina, pero las venas hum anas t ienen un color diferent e. Azul, azul. La t int a y
la sangre. La t int a azul y la sangre roj a se parecen.
Hay inundaciones en Buenos Aires. Lo sé porque lo sient o. Lo sé por los
diarios ( sin leerlos) : est án crepit ando en el cuart o vecino.
Es el aniversario de una suert e de reina. Es de noche. Oigo los t am bores
que lo celebran. La gent e congregada en la plaza im provisa alt ares y m odula, a
212
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
t ravés de inst rum ent os de vient o, la célebre sinfonía. ¡Qué ext raño que yo nunca
la haya oído! La banda de m úsica viene del río y, cada vez m ás exalt ada, m odula
una m elodía sublim e. Yo no usaría la palabra " sublim e" para ninguna m úsica.
¿Pero con qué ot ra palabra podría designar a ést a? En la not a m ás aguda, que
ent ra en los oídos com o a t ravés de un largo alfiler, la gent e se t urba de t al
m odo que el sonido t rém ulo vibra, se prolonga indefinidam ent e... ¡Cóm o no oí
ant es est a m úsica t an conocida! Cuánt as grabaciones habrá de ella dirigida por
diferent es direct ores de orquest a, m odificada con dist int os rit m os.
Los niños sordom udos de la plaza, com o si la conocieran, se ham acan con
frenesí. No se arrodillan frent e a los alt ares im provisados, porque son dem asiado
nerviosos. Los niños son los privilegiados. Toda la noche dura esa m úsica. Es
com o una im precación. ¡Qué dram át ica, qué larga, qué int erm inable! Al alba,
hom bres solit arios, en las azot eas rosadas la silban equivocando la ent onación,
pues no la conocen bien. No sé en qué m om ent o solem ne y diáfano desaparece
la últ im a vibración de esa m úsica, en cuyo am anecer el día no llega nunca, com o
en el goce de los yoguis la eyaculación. Pocas horas después irrum pen en m is
oj os deslum brados, prim ero los colores y después las visiones, que m e
m aravillan. Se derram a súbit am ent e un color am arillo que m i vist a j am ás ha
regist rado. Com o un aviso lum inoso t raza sus cont ornos sobre un agua lila ( color
lila que parece indicar el agua) . Dent ro de la zona am arilla ( que represent a la
t ierra) , nít idam ent e dibuj adas se perfilan grupos de personas t em erosas, grises,
inm óviles, agazapadas, com o esculpidas en piedra, debaj o de innum erables
parasoles, com o los parasoles del Buda, salvándose de algo. ¿De qué? Se m e
ant oj a que t odo est o es un m apa del m undo cuaj ado de m onum ent os.
En el cuart o cont iguo alguien lee en los diarios las not icias de las
inundaciones. Yo conocía un perro que dorm ía sobre los diarios. El cruj ir de los
papeles, cuando se m ovía o suspiraba, m e hacía pensar que est aba leyéndolos.
Una m ancha de hum edad aparece en la pared donde est á apoyada la cabecera
de m i cam a. La busco inút ilm ent e en el espej o que est á frent e a m í. Me
preocupa. Sé que es verde, violet a, azul, com o un m oret ón y que se agranda.
¿Será el sím bolo de m i enferm edad? Me duele esa m ancha de hum edad com o si
est uviera en m i cuerpo. Llam an a un hom bre para que la vea. ¿Será un plom ero?
Lleva una valij it a m arrón. El hom bre palpa, golpea la pared, m e ignora. Suspira.
Pienso en las ilust raciones del Libro de Job y de Las Puert as del Paraíso de
William Blake.
–No hay nada que hacer –exclam a, y sale del cuart o con su olor a m asilla–
. Todos los años es lo m ism o. Viene de la casa de al lado –agrega, volviendo a
ent rar en el cuart o. La enferm era m e da de beber. El agua no t iene gust o a
agua.
–Buen provecho –m e dice el plom ero. Llam an a la herm ana de caridad. La
herm ana de caridad acude; com o obre ruedit as se desliza con su falda oscura y
su cara feliz, de m uñeca. Opina que los caños son m ist eriosos. Habría que echar
abaj o la casa, para averiguar de dónde proviene la hum edad. Sale del cuart o,
con llaves y rosarios.
Ant iguam ent e llevaban regalos a los m uert os. ¿Est aré m uert a?
Me t raen un ram o fét ido de lágrim as de la Virgen, dos cam isones verdes,
dulce dem asiado dulce, corazones de chocolat e, un ram o de rosas, que m e
repugna, una plant a de ciclam en, que regalo a la Virgen, una caj a de bizcochos,
caldo que m e da náuseas.
Hay aut om óviles en la calle, un t eléfono en el cuart o. ¿Est am os en qué
época? A los m uert os ahora se los despoj a de t odo lo que t ienen, de los anillos y
de las em plom aduras, porque son de oro, de los oj os, porque la córnea se ut iliza
para ot ros oj os, de la piel o del pelo, porque se hacen inj ert os y pelucas. No m e
han quit ado nada: no est oy m uert a.
213
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
¡Qué sucederá afuera! Tengo que averiguarlo. Los árboles seguirán
creciendo, preparando nuevas est aciones. El m onum ent o at roz con pedest al de
m árm ol rosado y m uj eres de bronce, que desde aquí, por la vent ana, podría
vislum brar, t endrá siem pre esas vet as am arillas, que no pert enecen al m árm ol
sino a la orina de perros que pasean, o de hom bres noct urnos con am ores
diurét icos.
–¿Quiere que le acom ode la alm ohada?
Cuando ent ré en est a m ansión felizm ent e el invierno había arrancado ya
las hoj as de los árboles y el ot oño, que es m i est ación favorit a con sus dorados
frut os, había huido.
–¿Quiere t om ar agua? –m e pregunt an.
La suave, la t ersa, la blanda podredum bre de los j ardines públicos, donde
los hom bres acuden a t om ar aire y a m ast urbarse, est á cerca. Si abren la
vent ana ent ra ese vient o sucio que da la ilusión de ser lim pio porque es frío,
ahora en invierno. Hay gent e que se sient a, que est á sent ada, en los bancos;
m uj eres que t ej en m irando a sus propios hij os y a los aj enos, m endigas con
cargam ent os de ropa y de vasij as llenas de pan viej o que huele a naranj a;
hom bres que se arrim an a seres hum anos y a veget ales, con igual pasión, para
decirles secret os; perros cuidados o perdidos, gat os hist éricos, que copulan,
llenando la noche de grit os eléct ricos.
–¿Un j uguit o de frut a? –m e ofrece una voz alm ibarada.
–¿Cóm o llegué aquí? –pregunt o.
–En una am bulancia –m e dicen.
–¿Y cóm o m e t raj eron?
–En la cam illa, por el ascensor.
Llegué en la oscuridad, com o un rat ón por un sót ano, sin un sueño, rígida,
sin una sola sensación, inm óvil. En la infancia j ugaba a las est at uas, con t em or
de ser est at ua, al cuart o oscuro ( j uego afrodisíaco) , con m iedo de desaparecer.
Había que cerrar los oj os.
Est a vez, pienso, j ugué en serio a las est at uas y a la oscuridad.
La araucaria, t iznada y enorm e, el gom ero, irreal, se nut ren de
excrem ent os, de sem en y de vidrios. Nadie los riega salvo Dios, cuando llueve.
Hay una volunt ad de exist ir por encim a de t odo y a pesar de t odo, hast a en los
árboles. Pero si la form a de un individuo pasa a ot ra, si nada se pierde ¡por qué
luchar t ant o por conservar una det erm inada form a que, en resum idas cuent as,
podría ser la inferior o la m enos int eresant e!
–¿Cóm o se llam a? –pregunt é a la enferm era.
–Linda Font enla.
A Linda Font enla le gust a conversar; t am bién le gust a la gravedad de los
enferm os. ¿Qué es una persona sana? Un cachivache sin int erés. La vida para
Linda Font enla es un sinfín de enem as, de t erm óm et ros, de t ransfusiones, de
cat aplasm as hábilm ent e aplicadas y dist ribuidas. Si se casa, se casará con un
enferm o, que es una persona at rayent e para ella, un paquet e de hem orroides,
un hígado dem asiado grande, un int est ino perforado, una vej iga infect ada o un
corazón lleno de ext rasíst oles.
–Un viej o que yo est aba cuidando, aunque ust ed no m e crea, quería
acost arse conm igo, ¿se da cuent a? Qué sinvergüenza t endrá que ser. Me ofreció
t odo, hast a casarse. Lo m andé a freír papas a ot ra part e. A m í, por eso, no m e
gust a cuidar hom bres. Todos son iguales. No se les puede ni poner t alco, créam e
lo que le digo. Quieren divert irse, eso es lo que quieren.
–¿Me est aré m uriendo, Linda?
–Querida, qué disparat es dice. ¿Quiere que le t raiga el espej it o de m ano
para que vea lo bien que est á? Aquí lo t iene. Mírese. Ayer sí que est aba m al. De
veras que t uve m iedo.
214
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–Pero ayer ust ed m e dij o que yo est aba m uy bien.
–¡Hay que decírselo para anim arla un poco!
Me m iro en el espej o de m ano, pero, sim ult áneam ent e, m iro la m ano de la
enferm era. Cuánt os dedos pint ados t ienen las enferm eras; m ucho m ás que la
generalidad de las personas.
–Tengo cara de ovej a –oigo m i voz, com o si fuera aj ena.
–¿De ovej a? Se ve la cara de ovej a. ¡Me hace reír!
–Esa cara de ovej a que t ienen los enferm os.
–Es la prim era vez que m e dicen eso.
–Tendría que saberlo, ust ed.
–No hable t ant o que se le acelera el pulso.
Me m iró la palm a de la m ano.
–Me dij eron que sabe leer las líneas de la m ano –prosigue Linda–. ¿No m e
las leería, un día?
–Si no m e m uero.
–¡Ot ra vez con lo m ism o! Déle que t e déle con la m uert e. Hay que pensar
en cosas alegres. ¿Quiere que le cuent e algo? Cuando llegué est a m añana, en los
pasillos de ent rada un grupo de m uj eres lloraba y rezaba. Pensé: Zas, m urió m i
enferm a. Era el vecino, ¿se da cuent a? ¿A quién se le ocurre? Con caras de t res
m et ros, est ar llorando. Asust an a cualquiera.
–Pero ¿no sería por m í que lloraban?
–No había nadie de su fam ilia, ninguna am iga suya. Est é t ranquila. ¿Ahora
em pieza a desconfiar?
–No m e im port a un pit o.
–Ya lo sé. Es una brom a.
–Apague la luz.
Est oy absorbida por m is visiones. Vuelvo a m irar la penum bra del cuart o
ent ret ej ida de colores brillant es. Es al principio un paraíso para m is oj os. Me
avent uro con m iedo, com o sucede con el am or. Que nadie m e hable, que nadie
m e int errum pa. Asist o al m om ent o m ás im port ant e de m i vida. En la pared
blanca del cuart o se desarrolla la hist oria del m undo. Tengo que descifrar los
signos, cada vez m ás com plicados. Ya com enzó con aquel planisferio, con t ierra
am arilla, agua lila y personas agrupadas con perfil de bisont es, guarecidas
debaj o de innum erables parasoles. ¿Qué im ágenes m e esperan ahora? Cam bian
com o por m agia. Veo una cabeza asom ada a una vent ana. La vent ana la form an
cuat ro piedras grandes. La cabeza es herm osa, casi angelical, podría decirse,
hast a que las piedras de arriba y de abaj o em piezan a j unt arse. La boca ríe,
m uest ra los dient es, com o las m áscaras de las t ragedias griegas. Los colores se
apagan. Una expresión de dolor aparece en el rost ro: las piedras t rit uran la
cabeza at errada y at erradora. Ansío ver ot ra visión. Las provoco. ¿Cóm o? Tengo
un poder sobrenat ural, pero lim it ado. No siem pre consigo ver cosas herm osas ni
t ranquilizadoras. ¿Los dibuj os de Blake no m e agradan? Est as visiones parecen
salidas del Libro de Job o de Las puert as del paraíso. Un sinfín de caballos
negros, con brillant es arneses, cubren la pared. No sé a qué carruaj es est os
caballos est án at ados, ni a qué siglo rem ot o corresponden. Me deslum bran t ant o
que no puedo fij arm e en aquello que los rodea. Silenciosos cascabeles
acom pañan su t rot e pausado. Una alegría indescript ible los acom paña. ¡Qué
t rist e sería que est os caballos no vuelvan m ás! Ya se desvanecen com o las nubes
del ponient e. ¡Eran t an precisos y t an nít idos! ¿Dónde huyeron? Est as visiones
serán com o los cielos que nunca se repit en. Ahora, con un t rot e idént ico al de los
caballos, com o si los m iem bros se m ovieran dent ro del agua, cuat ro arlequines
giran en círculos. Hay m uchos ot ros arlequines; el cuart o est á lleno de
arlequines, pero est os cuat ro caut ivan m i at ención. ¡Quisiera que nunca se
fueran! Los caballos en ciert o m om ent o m e dan m iedo; son negros; pueden ser
215
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
lúgubres, fúnebres. Pero est as figuras, en cam bio, no pueden ser sino
arlequines, leves, alegres, inm at eriales. Mirarlos es com o hacer el am or
et ernam ent e, com o haber descubiert o la perfección, com o est ar en el cielo. Pero
presient o al m irarlos que desaparecerán, que nada podrá reem plazarlos.
El int erior de un cuart o aparece con personaj es alegres que form an part e
de un m undo desconocido; luego, al aire libre, una alt ísim a escalera, hecha de
piernas que suben, se perfila sobre el cielo azul. Y cuando creo que ya no
vuelven m ás, los arlequines aparecen con esos m ovim ient os lent os que los
cuerpos logran hacer sólo dent ro del agua. Un regocij o incont enible se apodera
de m í. Vuelven, porque yo deseo con fuerza que vuelvan. ¿Mi poder sobrenat ural
se habrá perfeccionado? Pero ya se desvanecen y figuras m íst icas los rem plazan;
prim ero los apóst oles y luego Jesús. Jesús, con una corona de espinas sobre el
lienzo de Sant a Verónica, pero la cara herm osa de Jesús se t ransform a en la cara
de un m ono y m iro para ot ro lado, a m i derecha. Veo un arm ario, pegado a m is
oj os: un arm ario de caoba lust roso, que no abriré nunca. El arm ario se
t ransform a en cuant o dej o de m irarlo. Ahora es un arm ario com ún, de cedro,
barnizado, con m anchas de cal. No quiero m irar a m i izquierda. Frent e a m í veo
ahora un j ardín cubiert o de enredaderas gigant escas, que crecen hast a el cielo, y
ent re esas enredaderas, est at uas de m árm ol, que t am bién crecen hast a el cielo.
Después veo brillar una m ont aña de piedra pero adviert o que las piedras son
personas apeñuscadas, que se m at an ent re ellas, personas de piedra que se
m at an con piedras. A m edida que esa m ont aña acum ula m uert os crece, los
hom bres de piedra se reproducen.
Un león blanco brilla y ocupa t oda la pared.
Cuando alguien ent ra en el cuart o y enciende la luz, las visiones
desaparecen pero el cielo raso se cubre de rosas herm osísim as o de rayas de
t odos los colores del arco iris.
Un bailarín con piernas largas lleva el cuadrángulo de vidrio de la luz
( com o un escudo) en sus m anos, lo alej a del cent ro del cielo raso, después
vuelve y se acerca de nuevo al cent ro del cielo raso. Dej o de m irar el t echo, para
adm irar las rosas, que resalt an sobre un follaj e int erm inable. Jam ás vi rosas
sobresalir del aire con t ant a vehem encia. Las veo resalt ar com o a t ravés de
varios lent es de aum ent o. Después se achican, se vuelven casi im percept ibles y
m ás herm osas aún. La luz del cuart o de al lado se apagó. El ángel se asom a. Un
j ardín chino aparece lent am ent e, con lent it ud de calcom anía. Com o si at esorara
t arj et as post ales para un álbum , m iro est a im agen desde t odos los ángulos
posibles. Tem o que desaparezca. Si pudiera escribir al pie una fecha, un nom bre,
lo haría. Desaparece. Nada m e consolará de su desaparición. Era un j ardín
profundo que at esoraba una pagoda. El bam bú se m ecía, seguram ent e con el
vient o, y había som bra y lagos y ríos con canoas inm óviles. ¡Todo es inm óvil!
Est e barco de oro que est oy viendo, con un m illón de cabezas que asom an
por la borda, no avanza, o si avanza, avanza conm igo en un m ar azul. Es un
barco griego. Lleva cabezas de hom bres, com o frut as, frut as sin cueros, frut as
con caras, t odas del m ism o t am año y peladas.
Ahora las personas envej ecen inm ediat am ent e, de la dicha pasan al dolor,
de la bondad a la crueldad, de la belleza a la fealdad. ¿Por qué? Nada
perm anece. ¿Por qué? ¿Est oy sufriendo? ¿Cada cara es un sím bolo de lo que
sient o, sin saberlo?
Exist e un ángel que est oy esperando. No est á; no est uvo en m is visiones.
Oigo su paso, sient o su m ano, m e da de beber, m e da de com er. At esoro
im ágenes para él, figurit as de esas que pegan los niños en los cuadernos. ¡Si le
agradaran! ¡Un cuadro pint ado, un libro escrit o, no m e agradarían t ant o a m í!
La belleza no t iene fin ni arist as. La espero. Mas ¿dónde est á m i lecho,
para esperar cóm odam ent e? No est oy acost ada, no consigo est arlo. Un lecho no
216
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
es siem pre un lecho. Est á el lecho del nacim ient o, el lecho del am or, el lecho de
la m uert e, el lecho del río. Pero ést e no es un verdadero lecho...

El le ch o

Se am aban, pero los celos ret rospect ivos o fut uros, la envidia recíproca, la
desconfianza m ut ua, los carcom ía. A veces, en un lecho, olvidaban est os
desvent urados sent im ient os y gracias a él sobrevivían. A una de esas veces, la
últ im a, m e referiré.
El lecho era m ullido y am plio y t enía una colcha rosada. El cent ro de la
cabecera, de hierro, represent aba un paisaj e con árboles y barcos. El sol del
ponient e ilum inaba una nube que parecía una llam a. Cuando se abrazaban, el
que t enía la suert e de est ar colocado boca abaj o, besando la ot ra boca,
cont em plaba aquella nube, at raído por el fulgor insólit o que la ilum inaba, a
t ravés de los caireles de una araña con t ulipas roj as y verdes.
Se dem oraron en el lecho m ás que de cost um bre. Los ruidos de la calle
crecieron y m urieron con la luz. Se hubiera dicho que el lecho navegaba sobre un
m ar sin t iem po, sin espacio al encuent ro de la dicha o de algo que la rem edaba
equívocam ent e. Pero hay am ant es t em erarios. La ropa, que se habían quit ado,
est aba cerca, al alcance de la m ano. Las m angas vacías de una cam isa colgaban
del lecho, y de un bolsillo había caído un papel celest e. Alguien recogió el papel.
No sé lo que cont enía ese papel celest e, pero sé que produj o dist urbios,
invest igaciones, odios irreprim ibles, disput as, reconciliaciones, nuevas disput as.
El alba se asom aba a las vent anas.
–Hay olor a quem ado. Anoche soñé con un incendio –dij o ella, en un
m om ent o de horror, frent e al enoj o de él, para dist raerlo.
–I nvenciones de t u olfat o –dij o él.
–Est am os en el noveno piso –agregó ella, t rat ando de parecer asust ada–.
Tengo m iedo.
–No cam bies de conversación.
–No cam bio de conversación. El fuego hace ruido de agua, ¿no oyes?
–I nvenciones de t u oído.
El cuart o est aba int ensam ent e ilum inado y calient e. Era una hoguera.
–Si nos abrazáram os, nos quem aríam os t an sólo la espalda.
–Nos quem arem os ent eros –dij o él, m irando el fuego con oj os enfurecidos.

An illo de h u m o

A José Bianco

Recuerdo el prim er día que vist e a Gabriel Bruno. Él cam inaba por la calle
vest ido con su t raj e azul, de m ecánico; sim ult áneam ent e, pasó un perro negro
que, al cruzar la calle fue at ropellado por un aut om óvil. El perro, aullando porque
est aba herido, corrió j unt o al paredón de la viej a quint a, para guarecerse.
Gabriel lo ult im ó a pedradas. Desdeñast e el dolor del perro para adm irar la
belleza de Gabriel.
–¡Degenerado! –exclam aron las personas que t e acom pañaban.
Am ast e su perfil y su pobreza.
Una t arde de Navidad, en la quint a de t u abuela, repart ieron en las
caballerizas ( donde ya no había caballos sino aut om óviles) , ropa y j uguet es para
los niños del barrio. Gabriel Bruno y una int em pest iva lluvia aparecieron. Alguien
dij o:

217
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–Ese chico t iene quince años; no t iene edad para venir a est a fiest a. Es un
sinvergüenza y, adem ás, un ladrón. El padre por cinco cent avos m at ó al
panadero. Y él m at ó un perro herido, a pedradas.
Gabriel t uvo que irse.. Lo m irast e hast a que desapareció baj o la lluvia.
Gabriel, hij o del guardabarreras que m at ó no sé por cuánt os cent avos al
panadero, para ir de su casa al alm acén pasaba t odos los días, con la esperanza
de t al vez vert e, por un callej ón que separaba las dos quint as: la quint a de t u t ía
y la quint a de t u abuela m at erna, donde vivías.
Sabías a qué hora Gabriel pasaba, galopando en su caballo oscuro, para ir
al alm acén o al m ercado, y lo esperabas con el vest ido que m ás t e gust aba y con
el pelo at ado con la m ás bonit a de las cint as. Te reclinabas sobre el alam brado
en post uras rom ánt icas y lo llam abas con t us oj os. Baj aba del caballo, salt aba el
zanj ón para acercarse a Eulalia y a Magdalena, t us am igas, que no lo m iraban.
¿Qué prest igio podía t ener para ellas su pobreza? El t raj e de m ecánico de Gabriel
las obligaba a pensar en ot ros varones m ej or vest idos.
Hablabas a Eulalia y a Magdalena de Gabriel Bruno el día ent ero, en vano.
Ellas no conocían los m ist erios del am or.
Todos los días, a la hora de la siest a, corrist e sola al callej ón. De lej os
brillaba la cint a de t u pelo com o un barco de vela en m iniat ura o com o una
m ariposa: la veías reflej ada en la som bra. Eras la m era prolongación de t u
sent im ient o: el cirio que sost iene la llam a. A veces, en el cam ino, se desat aba el
m oño, ent onces, colocando la cint a ent re t us dient es, t e recogías el pelo y
volvías a at arlo, arrodillada en el suelo.
Com o t enía que haber un pret ext o para que pudieras hablar con Gabriel
invent ast e el pret ext o de los cigarrillos: llevabas plat a en t u bolsillo, se la dabas
a Gabriel para que fuera al alm acén a com prarlos. Después fum aban, m irándose
en los oj os. Gabriel sabía hacer anillos con el hum o y t e los soplaba en la cara.
Reías. Pero est as escenas, t an parecidas a las escenas de am or, iban penet rando
en t u corazón apasionado. Una vez unieron los cigarrillos para encenderlos. Ot ra
vez encendist e un cigarrillo y se lo dist e.
Era en el m es de enero. Jubilosas las chicharras cant aban con ruido de
m at raca. Cuando volvist e a la clase, oíst e que el padre hablaba con t u m adre.
Era de t i que hablaban.
–Est aba en el callej ón, con ese at orrant e. Con el hij o del guardabarreras.
¿Te das cuent a? Con el que m at ó al panadero por cinco cent avos. Hay que
ponerla en penit encia.
–Son cosas de chica, no hay que hacer caso. –Tiene once años ya –dij o la
m adre.
No se at revieron a decirt e nada, pero no t e dej aban salir sola. Fingías
dorm ir la siest a y en vez de correr al callej ón, después de alm orzar, llorabas
det rás de las persianas o el m osquit ero.
Oíst e, ent re el casero y un ciclist a, un diálogo insólit o: hablaban de Gabriel
y de t i. Dij eron que Gabriel se vanagloriaba en el alm acén hablando de los
cigarrillos que fum aban j unt os. Decían que t e había dicho palabras obscenas o
con doble sent ido.
Te escapast e a la hora de la siest a, corrist e al cerco, para perder t u anillo.
Gabriel pasó a la hora de siem pre. Fuist e a su encuent ro.
–Vam os –le dij ist e– a las vías del t ren.
–¿Para qué?
–Se cayó m i anillo al cruzar las vías ayer cuando fui al río.
Verdad y m ent ira salían j unt as de t us labios.
Fueron, él a caballo y t ú cam inando, sin hablarse. Cuando llegaron a las
vías del t ren, él dej ó su caballo at ado a un post e y t ú t e arrodillast e sobre las
piedras.
218
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–¿Dónde perdió el anillo? –t e pregunt ó, arrodillándose a t u lado.
–Aquí –dij ist e, apunt ando el cent ro de los rieles.
–Baj aron las señales. Va a pasar el t ren. Salgam os de aquí –exclam ó con
desdén.
–Quiero que nos suicidem os –le dij ist e.
Te t om ó del brazo y t e arrast ró afuera de las vías, j ust o a t iem po. Las
som bras, la t repidación, el vient o, el silbat o del t ren, con m il ruedas pasaron
sobre t u cuerpo.
Para Sem ana Sant a, Gabriel t e siguió hast a la iglesia. Lo m irast e dent ro
del aire con incienso de la iglesia, com o un pez en el agua m ira un pez cuando
hace el am or. Fue la últ im a ent revist a. Durant e veranos sucesivos, lo im aginast e
deam bulando por las calles, cruzando frent e a las quint as, con su t raj e de
m ecánico azul y ese prest igio que le daba la pobreza.

Fu e r a de la s j a u la s

El león m iraba a Enrique Donadío. La opinión que est e últ im o t enía de los
leones había variado. Ot ro m ist erio los envolvía deslum brándolo com o en la
infancia. Los leones llevaban enorm es m áscaras de cart ón con m elenas que se
apolillan, quizá, en verano. El arm iño que usan los reyes t am bién se apolilla.
Eran t odopoderosos y reum át icos. Una am enaza oscura se desprendía de ellos:
la am enaza provenía de lo escondido y lej ano que est aba el verdadero ser, que
suspiraba t ras del vidrio im penet rable de los oj os y del cuerpo vacío,
sost eniendo, com o por encant o, una m áscara de gigant e, que rugía. Enrique
Donadío, reclinado cont ra la baranda de hierro que lo m ant enía a un m et ro de
dist ancia de las j aulas, m iraba fij am ent e al león. De vez en cuando est iraba el
brazo y em it ía un sonido de besos, com o solía hacer cuando llam aba a los perros
( pues no sabía silbar, sino m ás bien soplar, de un m odo ridículo) . El león, que en
los prim eros t iem pos quedaba im pasible, con fij eza de m uert e en los oj os,
em pezaba a reconocerlo. Un día le habló: " La luz m e deslum bra a veces" , dij o en
voz baj a. " Quiero ser libre." Enrique Donadío creyó que esas frases eran prueba
de un cariño inconfundible.
Enrique Donadío consagraba las t ardes del j ueves y de dom ingo a pasear
por el Jardín Zoológico. En cuant o ent raba sus pasos lo encam inaban al pabellón
de las fieras. A t ravés del león se había int eresado por los ot ros anim ales. La
j aula del león era com o un puent e que lo llevaba de j aula enj aula; est ablecía
com paraciones de colores y de form as.
Enrique Donadío, que era profesor de dibuj o y de inglés en una escuela,
había llevado a sus alum nos al Zoológico. Su clase se com ponía de diez niños, de
los cuales cinco solam ent e habían podido salir con él esa t arde. A m enudo los
llevaba los dom ingos o días de fiest a; allí los niños hacían dibuj os y aprendían los
nom bres de los anim ales en inglés y en alem án.
Enrique Donadío era un hom bre alt o, serio y delgado. Era m iem bro de la
Sociedad Prot ect ora de Niños, Páj aros y Plant as. Tenía un proyect o en el que
había pensado cont inuam ent e desde hacía t iem po, quizá desde la prim era vez
que había vuelt o al Zoológico, después de su infancia: abrir las j aulas, solt ar
t odos los anim ales y rest it uirles la libert ad. Para llevar a cabo el plan era
necesario que alguien lo ayudara, y esos cinco niños est aban dispuest os a
hacerlo. Al principio se burlaban del león, le grit aban insult os, le arroj aban
flechas de papel, pero lent am ent e, cont agiados por una m ism a t ernura ( así
pensaba Enrique Donadío) , quisieron al león com o a un perro sin am o, un perro
bueno y m ist erioso, lleno de secret os encerrados en una j aula. Pero eso no era
bast ant e para persuadirlos de que era necesario solt ar no sólo al león, sino a

219
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
t odos los ot ros anim ales. Enrique Donadío ej erció sobre ellos una gran
fascinación.
–Cada uno de nosot ros se parece a uno de est os anim ales –solía decirles–.
¿A cuál de ellos preferirían parecerse?
Cada niño elegía su anim al, lo rem edaba.
Hacía t res noches que no dorm ían esperando el día señalado por el
profesor de inglés. Hacía t res días que com ían de prisa com o si fuesen a perder
un t ren. Enrique Donadío, pausadam ent e, les había hablado de las noches en el
Zoológico; noches que son, para el que penet ra en ellas, un sueño verdadero y
no banal, com o son los sueños habit ualm ent e. Cuando era niño, hast a los diez
años, había vivido en Dublín. Su t ío era direct or del Zoológico; allí vivía en un
pabelloncit o, y lo llevaba con él, a veces, de noche. En aquella época lo acusaron
de best ialidad, cosa que no pudo cont ar a los niños.
Nunca podría olvidar la noche del Jardín Zoológico de Dublín. Tenía que
dorm ir en un pasillo, pegado al cuart o de su t ío, que pasaba las noches de
invierno y de verano con las vent anas de par en par abiert as. Era com o dorm ir
afuera. Ent raban t odos los ruidos: aullidos, rugidos, cant os. Las baldosas del
pasillo t enían un m illón de dragoncit os pint ados de azul que al principio lo
asust aban m ás que los verdaderos anim ales. Las fieras parecían est ar libres,
pues no est aban enj auladas com o aquí, sino rodeadas por fosas. Los anim ales a
esa hora ( les cont aba Enrique Donadío con la voz conm ovida) se dicen secret os
horribles, que los hacen grit ar, lam ent arse; cuando est án enj aulados se golpean
cont ra los barrot es de fierro hast a sangrar, y cuando est án rodeados por fosas
cont em plan con oj os enloquecidos la honda pared invisible que los encierra. Pero
eso no dura m ás que un breve m om ent o... t odo el paisaj e cam bia. El Jardín
Zoológico, con sus puent es y lagos, es una selva africana o un desiert o, donde
corren las j irafas, o bien un paisaj e helado, lleno de focas m íst icas, que rezan
cont inuam ent e, con adem anes de m onj as o de prisioneros. Los anim ales
sonám bulos sueñan que est án en libert ad y conspiran cont ra los m ort ales que los
han m art irizado; el cam ello, que es m uy rencoroso, cavila y cavila en los sueños
m oviendo la m andíbula de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, com o
los niñit os cuando les crecen los dient es. Las serpient es silban y agit an
cascabeles, que relum bran cont ra el past o, fascinando vacas im aginarias; los
ruiseñores cant an com o en los bosques europeos; el elefant e se diviert e,
bañando el cielo con j uegos de agua m ás alt os y m ás diversos que los de las
fuent es de Versalles el 14 de Julio; las j irafas hacen m oños con el pescuezo; los
m onos hacen pruebas, los cocodrilos lloran en serio. Pero si en esos m om ent os
se abriesen las j aulas que t ienen prisioneros a esos anim ales, uno podría ver el
espect áculo m ás asom broso del m undo; quizá aparecerían fant asm as, direct ores
del Zoológico, quizá habría peleas de j úbilo ent re el t igre y el elefant e, ent re el
león y el t igre, ent re el orangut án y el oso, pero eso no sería lo m ás em ocionant e
de t odo... Lo m ás em ocionant e no se puede nunca cont ar, hay que presenciarlo.
Los alum nos est aban de acuerdo.
Era una t arde t em plada de noviem bre. Los port ones del Jardín Zoológico
se cerraban a las seis y m edia de la t arde. Sin pérdida de t iem po había que
est acionarse cerca del escondit e que Enrique Donadío había elegido. Con los oj os
buscó a su alum no m ás j oven y le hizo la seña convenida. Salieron cam inando;
los ot ros niños seguían a unos m et ros de dist ancia. Después de haber com prado
chocolat ines y gallet it as, se acercaron al gom ero coposo que queda al pie de un
puent e donde siem pre hay un fot ógrafo. Enrique Donadío se hizo fot ografiar con
sus discípulos, dispuest os en fila, según la alt ura. El fot ógrafo no est aba de
acuerdo con la dist ribución del grupo; hubo que hacer concesiones: apoyar
cuidadosam ent e los brazos cont ra la balaust rada del puent e. Tardaron diez
m inut os en revelar las fot ografías. Después de pagarlas y guardarlas en el
220
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
bolsillo, Enrique Donadío se deslizó com o una som bra det rás de un árbol, el
fot ógrafo no se asom bró, pues desde hacía un t iem po había not ado que los
hom bres t enían la inocent e cost um bre de esconderse det rás de los árboles. Los
alum nos se habían escondido; dos de ellos det rás de una enorm e enredadera,
ot ro det rás de una est at ua y los ot ros dos t repados sobre las ram as del gom ero,
j unt o al profesor.
Se oía el m urm ullo de la gent e; los guardianes golpeaban las m anos,
recorriendo t odos los cam inos, y después de un m om ent o int erm inable, ent re los
ruidos que se perdían, las som bras y la oscuridad que aum ent aban, se oyó el
chirrido de los port ones.
De nuevo se oyeron pasos, se acercaron y se alej aron varias veces por las
curvas de los cam inos. Som bras enorm es crecían ent re los árboles y de pront o
apareció la luna pegada al horizont e j unt o a los faroles que alum braban la calle
dist ant e. Los ruidos del día se habían t erm inado; crecían ot ros ruidos
m ist eriosos, que brot aban de las j aulas, de los pabellones, de las lagunas verdes.
Los alum nos hicieron un largo viaj e de silencio y de espera. Enrique Donadío
sabía t odo, est aba seguro de t odo. Fue el prim ero en salir de su escondit e.
–Casi m e dorm í –dij o, con voz t ranquilizadora.
Los alum nos dej aron de t em blar y salieron de los escondit es, m irando para
t odos lados. No había ningún guardián. El profesor est aba t ranquilo.
Cam inaron un largo t recho, agachados, confundiendo ram as con som bras,
y som bras con ram as quebradizas. Se sent aron sobre un banco y com ieron los
chocolat ines derret idos y las gallet it as, que llevaban en los bolsillos. No sabían la
hora que era, pero debía de ser casi la m edianoche, pues no se oía ningún ruido,
salvo el cant o de algunos páj aros desvelados.
–Y ahora –dij o Enrique Donadío– t endrem os que buscar la m anera de abrir
las j aulas.
La voz t ransform ada por la oscuridad los sobresalt ó. ¿Dónde est arían las
llaves?
Todo brillaba con frialdad m et álica baj o la luna; los barrot es de las j aulas
dividían la noche com o cuchillos. Los niños se levant aron del banco y Enrique
Donadío se encam inó hacia la casilla, donde sabía que dorm ían los guardianes.
Allí, en el caj ón de un m ueble del pasillo de la ent rada, est aban los m anoj os de
llaves. Enrique Donadío, durant e sus incursiones por el Zoológico, había
conversado largam ent e con los guardianes ent erándose de t odos los secret os. En
verano, dorm ían con las puert as abiert as. Los serenos eran los que t enían m ej or
vida pues nunca t rabaj aban y pasaban la noche durm iendo, debaj o de los
árboles.
A dos m et ros de la casilla oyó un ronquido; fue com o una puert a abiert a.
Ent ró en la habit ación, haciendo señas a sus alum nos, para que lo esperasen
afuera. No hay sueño m ás pesado que el de los guardianes del Zoológico,
acost um brados a dorm ir ent re rugidos de fieras, cant os de páj aros de t odos los
países del m undo: sólo el despert ador, con su cam panilla, es capaz de
despert arlos. Si no fuera por el despert ador, seguirían durm iendo durant e el día.
Com o el príncipe que ent ra en el Palacio de la Bella Durm ient e del Bosque,
conm ovido, Enrique Donadío ent ró en la habit ación en donde est aban las llaves
de t odos los pabellones y de t odas las j aulas del Zoológico. Ent ró de punt illas,
silenciosam ent e t om ó los m anoj os de llaves, que apenas sonaron. Los alum nos
sonrieron; era com o si las j aulas ya se hubiesen abiert o. Ahora les t ocaba a ellos
abrir las puert as, probar las llaves de los pabellones, hast a encont rar las que
coincidieran, y después...
Los alum nos acudieron a recibir las llaves, que llenaban los bolsillos
deform ados de Enrique Donadío. Luego se deslizaron ent re las som bras,
cont eniendo el sonido de llaves y de risas en las m anos sudadas y frías.
221
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Nunca hubo t ant as j aulas en el Zoológico, nunca hubo t ant os pabellones.
Se m ult iplicaban en la noche, eran laberint os enrej ados de olores; est aban t odos
preparados, alineados y reforzados en la int im idad de las t inieblas.
El m aest ro y los alum nos se dirigieron prim ero a las j aulas de los páj aros.
Fue difícil encont rar la llave; después de probarlas varias veces, t ras largas
vacilaciones, ent ró una llave en la cerradura. Se abrió por fin la puert a de hierro,
con dos vuelt as. Hubo un revuelo y después no se oyó nada m ás. Los páj aros
siguieron ent re las ram as. Uno de los alum nos sacudió el enrej ado, hubo ot ro
revuelo y un cant o débil, dorm ido. Un páj aro desplegó las alas y voló,
golpeándose cont ra los hierros del enrej ado. No veía la puert a abiert a. Pero no
había que dem orarse; los alum nos siguieron cam inando y abrieron las j aulas de
los m onos. Algunos m onos salieron corriendo, para t reparse a los árboles m ás
cercanos, ot ros quedaron dorm idos e indiferent es. La pesada puert a de hierro del
pabellón del elefant e dio m ucho t rabaj o para abrir. El elefant e aparent em ent e
dorm ía. Parecía t an sordo com o los guardianes, pues era inút il sacudir las
cadenas y las llaves: no despert aba. Finalm ent e abrió un oj o y con m ovim ient o
de pesadilla est iró la t rom pa y dio un galope. Enrique Donadío salió corriendo
con sus alum nos. El elefant e, balanceándose, quedó cerca del león, recogió un
papel con su t rom pa y ret orció la enorm e cadena que llevaba at ada a la pat a.
Los niños se escondían det rás de los árboles m irando al elefant e, m ient ras
Enrique Donadío se acercaba al pabellón de las fieras.
–Es el t urno de los osos –susurró uno de los niños.
Después de buscar largam ent e ent re las llaves, Enrique Donadío encont ró
la et iquet a en donde est aba escrit o " Pabellón de las fieras" : era una llave t orcida
y oxidada, con som bras roj izas. Un olor espeso, nauseabundo, com o a carne
cruda y a orina, em anaba de las j aulas de las fieras. Las puert it as de
com unicación que daban a la galería int erior est aban t odas cerradas. Las fieras
se encont raban del lado de adent ro. Había que abrir varias puert as de
com unicación ant es de poner en libert ad a los leones.
–Es el t urno de los osos –m usit ó el niño, que am aba los osos, pero nadie
lo escuchó.
No bast aba abrir la puert a grande del pabellón de las fieras. El ext erior de
esas j aulas era com o las caj as de hierro con secret o: había que t ant ear y
reflexionar un buen rat o; adem ás eran peligrosas com o t ram pas. Al m enor
m ovim ient o las puert it as de hierro podían caer. Pero la puert a grande ya est aba
abiert a, los alum nos se quedaban en el um bral, m aravillados al ver que las cosas
se hacían t an fácilm ent e. Enrique Donadío se puso el índice delant e de la boca
ordenando silencio a los alum nos, aunque nadie había hablado; el asom bro de
las m iradas parecía ruidoso.
–Despacit o, despacit o –decía la voz de Enrique Donadío t rat ando de im it ar
al león.
El león m ovió las orej as, luego la cola y dio un pequeño gruñido. Quedó
quiet o. Tenía los oj os cerrados y la cabeza ent re las pat as, en act it ud de oración.
Los alum nos pasaron debaj o de la baranda y se acercaron, com o nunca lo habían
hecho, a las j aulas. No podían cont ener las risas, j adeant es com o rugidos.
Había llegado el m om ent o de abrir las j aulas –los alum nos daban vuelt a
las llaves sim ult áneam ent e; las j aulas no eran t an com plicadas com o parecían a
prim era vist a, no había m ás que levant ar una t ranca y desprender un gancho:
las j aulas est aban ent reabiert as. No había ningún secret o.
Al principio el león quedo inm óvil, am odorrado; su cuerpo parecía vacío,
olvidado cont ra el suelo, com o si t uviera las pat as rellenas de algodón. Un
im percept ible t em blor corría por su lom o; t em blores breves com o relám pagos le
cont raían las pat as en galopes oblicuos. Dij o: " El frío m e hace t em blar, a veces" .
Y luego, un rugido desgarró el silencio, un rugido débil y lúgubre, com o el llant o
222
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
de los perros cuando m iran la luna. El león soñaba. Era ext raño que un león
soñara t an suavem ent e. ¿No habría llegado m ás bien el m om ent o de su agonía?
¿No iba a quedar m uert o, ant es de haber sido puest o en libert ad?
Había un silencio sin rej as y sin puert as, pero el olor a fiera era pot ent e,
ensordecedor com o un ruido, resplandecient e com o un color m uy roj o o m uy
am arillo, salpicado de luces.
Las puert as de las j aulas est aban abiert as. El leopardo, el t igre, el j aguar y
la pant era ¿t am bién dorm ían o est aban m uert os?
Las m iradas de los alum nos se agrandaron; uno de ellos buscó en los
bolsillos de su delant al blanco algo que no encont raba, y de pront o salió
corriendo del pabellón y volvió con unas cuant as piedras. Desde la puert a grit ó
con t odas sus fuerzas:
–Fuera de las j aulas, fuera –y arroj ó las piedras.
Ese grit o dest em plado se esparció com o un líquido hirvient e. Los rugidos
cubrieron la noche ent recort ada por los grit os. A veint e o cuarent a cuadras se oía
el m ism o ruido, o un ruido m uy parecido al que se desprende de las t ribunas de
un part ido de fút bol en día dom ingo.
Se veían apenas las prim eras luces del alba cuando Enrique Donadío y sus
alum nos advirt ieron que est aban adent ro de las j aulas. El público que los m iraba,
unas horas m ás t arde, se com ponía en gran part e de los anim ales que habían
puest o ellos m ism os en libert ad. Así som os los anim ales, pensaron; exact am ent e
iguales a los hom bres.

I sis

Su nom bre era Elisa, pero le decían Lis¡; algunos quit ándole la 1 y
agregándole una s le dij eron I sis. Est aba siem pre sent ada en la vent ana,
m irando. Yo vivía en la plant a baj a de la m ism a casa. Los que pasaban por la
calle decían:
–Ahí est a la idiot a. –Y m iraban para arriba com o si vieran un globo o una
com et a.
Tenía m uñecas, t enía libros, t enía caj as con diferent es j uegos de
paciencia, pero nunca j ugaba con ellos. Después de com er y de dorm ir se
colocaba frent e a la vent ana. Desde esa vent ana se divisaba en prim er plano la
calle por donde pasa el t ranvía, el vendedor de helados, el afilador y el carro
lleno de canast os y de sillas de m im bre; en segundo plano, el Jardín Zoológico y
( después lo descubrí) uno de los anim ales: ahora sospecho que no necesit aba
m irarlo para verlo; lo m iraba fij am ent e com o al sol, que dej a su m ancha
deslum brant e sobre t odo lo que uno m ira después.
Sonreía cuando la gent e hablaba pero nunca pronunciaba sino el final de
algunas palabras, inm ediat am ent e después de oírlas, a pesar de ella. Algunas
personas sospechaban que no era del t odo idiot a, sino que m ás bien se hacía la
idiot a. Sus grandes oj os verdes parecían siem pre deslum brados por la luz, aun
cuando el cielo est uviera cubiert o de nubes en el crepúsculo, o hast a en la
penum bra de las habit aciones. Su inm ovilidad era m ás perfect a que la
inm ovilidad de las águilas, cuando se adm iran en la propia som bra, com o en un
espej o, dent ro de la enorm e j aula que im it a la nieve con piedras t rist es, pint adas
de blanco. Más perfect a que la inm ovilidad del j aguar, que no cierra los oj os sino
para dorm ir o para devorar.
A veces una com et a brillaba, con su cola am arilla, en el cielo.
–Mire el barrilet e –le decían, pero ella no m iraba–. De qué le servirá t ener
oj os t an grandes, si no ve nada –decía la gent e.
Nunca m iraba algo que le hiciera m over el cuello o los oj os. Un día le
dieron los ant eoj os de larga vist a, que la m adre usaba cuando iba al t eat ro. El
223
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
arm azón era de nácar. Los dej ó caer. Ot ra vez le dieron un sonaj ero, ot ra vez un
calidoscopio.
Pasaban aviones, pasaban helicópt eros, pasaban soldados, pasaban
procesiones; t am poco los m iraba. Se hubiera dicho que nada debía dist raerla.
La fam ilia, la servidum bre o sus am igas, de las cuales yo era una,
solíam os llevarla a pasear. A veces la llevábam os hast a el río, ot ras veces a una
plaza, donde había colum pios y t oboganes, que no le int eresaban; ot ras veces, al
Jardín Zoológico, porque quedaba cerca; pero ella nunca pedía que la llevaran a
ninguna part e. Y no lo hacía, sospecho yo, porque fuera hum ilde y dócil, sino
porque era const ant e en su propósit o y persist ent e en el renunciam ient o de
aquello que no le agradaba.
Era, sin duda, la preferida de Róm ula la sirvient a. No prot est aba porque en
el baño quedara Puloil, ni porque dej ara j unt ar t ierra sobre las m esas o porque
no at endiera el t eléfono. Para ella t odo era perfect o.
Las t ardes eran t odas iguales, pero una de ellas fue para m í fat ídica.
El t reint a y uno de enero de m il novecient os sesent a m e pidieron que la
sacara a pasear. Era la prim era vez que m e la confiaban a m í sola, pues la
m adre la t rat aba com o a una niñit a de un año. Pensaba llevarla al río, porque
hacía calor, pero en la esquina, frent e a los port ones del Zoológico, se prendió de
m i falda y con el m ent ón m e señaló la ent rada del Jardín Zoológico. Ent ram os.
No podía oponerm e a sus gust os siendo I sis una niña t an buena; adem ás, hacía
t ant o t iem po que no m anifest aba su volunt ad con adem án alguno, que ese gest o
fue una orden. Prim eram ent e nos sent am os en un banco frent e a las calesit as,
luego recorrim os los senderos del Jardín Zoológico. Se det uvo a m irar un anim al
que no parecía real sino dibuj ado en la arena. Sus enorm es oj os nos reflej aban.
Desde ese ángulo del j ardín, donde nos det uvim os, advert í que se divisaba la
vent ana donde se asom aba I sis diariam ent e. Com prendí que ése era el anim al
que ella había cont em plado y que la había cont em plado.
–Dam e la m ano –dij e a I sis. Y m e dio una m ano que fue cubriéndose
paulat inam ent e de pelos y de pezuñas. La solt é con horror. No quise verla
m ient ras se t ransform aba. Cuando m e volví para m irarla vi un m ont ón de ropa
que est aba ya en el suelo. La busqué. La esperé. La perdí.

La ve n ga n za

La señora Mercedes de Um bel era una de las m uj eres m ás elegant es del


m undo, pero algunos de sus am igos opinaban que era m uy rem ilgada, y ninguno
de los que la crit icaban se ponía de acuerdo sobre sus verdaderos defect os y
m érit os. A veces hablaba la envidia, ot ras veces los celos, ot ras veces el
sent im ient o religioso, pero nunca la pura verdad ni la pura m ent ira.
No t odo es éxit o para una m uj er herm osa y pudient e. Porque no sabía
m anej ar la llave de la puert a de calle, porque dej aba a m enudo abiert a la del
ascensor, Toño Juárez, el port ero de la casa de depart am ent os donde ella vivía,
la m alt rat aba. Cada vez que debía subir los ocho pisos para cerrar esa m aligna
puert a del ascensor, Toño Juárez dedicaba a Mercedes de Um bel un select o
repert orio de m alas palabras, que ella oía con la sonrisa en los labios. Pero no
eran ést os los únicos m ot ivos que él t enía para despreciarla; y t enía razón.
Siem pre hay cosas peores. Con sus m anos, diariam ent e, la desgraciada ponía en
el balcón m iguit as o m aíz y aun alpist e para las palom as ( no por am or a las
palom as; sino para encarnar la figura de un cuadro vist o en una casa de
rem at es) , Toño Juárez com paraba las palom as con las m uj eres elegant es.
–Est án cubiert as de plum as, con la pechuga llena, pero roñosas,
ensuciando lo que ot ros lim pian con el sudor de su frent e –decía a quien quisiera
oírlo.
224
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–¡Para qué le sirve t ant a riqueza! ¡Mucha pint ura en los oj os; pero es m ás
ciega que una lechuza! Mucha en la boca, ¡pero ni un dient e de oro!
Un día, m ás bien dicho una t arde, a la hora del t eat ro, la señora de Um bel
quedó encerrada, con un caj ón de basura, en el ascensor. Su angust ia fue
grande, t an grande que olvidó las reglas de la elegancia. Se puso a t raspirar.
Apoyó la rodilla sobre una basura m em orable. Tocó el t im bre de auxilio. Se quit ó
el som brero y los guant es y al ver que nadie venía a socorrerla se sent ó en el
piso, pensando que se asfixiaría en pocos m inut os, si alguien, aunque fueran los
bom beros, no la sacaba de ese fét ido suplicio. Media hora de encierro y de grit os
bast aron para dej arla afónica. Cuando llegó Toño Juárez, que la había oído desde
el prim er m om ent o, la asust ó un poquit o m ás, grit ándole desde afuera que la
dej aría pasar la noche dent ro del ascensor, que olía a coliflor y a queso de rallar.
Est e episodio desagradable no se borró de la m em oria, llena de recuerdos
luj osos, de la señora de Um bel.
Para los que no m edit an, m edit ar es un sacrificio, pero la señora de Um bel
est aba dispuest a a hacer cualquier locura. La gent e, al verla t an abst raída, creyó
que un inesperado m ist icism o se apoderaba de su alm a. Pensaba. Pensaba en
vengarse. Una m añana, m ás allá de la vent ana abiert a, por donde ent raban sol y
cam panadas de iglesia, las palom as volaban de la casa de enfrent e a la suya y
ensuciaban la vereda, que el port ero lim piaba. Con la escoba, est e últ im o las
am enazaba de vez en cuando, y les echaba m aldiciones. Trist em ent e, alej adas
del sím bolo habit ual de pureza y de paz, aquellas angelicales aves, con plum as
del color de guant es fem eninos a la m oda, que arrullaban t odo el día, que al
desprenderse de las cornisas bat ían el ala com o una m ano de colegial, que
ponían huevos inút iles, inspiraron la sut il venganza.
A la hora en que t oda la gent e de la ciudad duerm e la siest a, Mercedes de
Um bel, después de vest irse, puso papel higiénico en su bolsillo. Papel rosado.
Baj ó los ocho pisos sin ut ilizar el ascensor. En el últ im o t ram o de la escalera se
det uvo unos inst ant es. Después, con lent it ud, salió de la casa, poniéndose los
guant es.
Cuando la señora volvió del cine, el m ism o día, Toño vociferaba, en la
puert a, rodeado de vecinos y de m oscas.
Algunas voces decían:
–Fue un perro, seguram ent e.
–¡Qué perro ni perro! –cont est aba Toño Juárez–. Perra digan ust edes.
Gran perra.
Est a escena se repit ió a diferent es horas en los subsiguient es días. Toño
Juárez resolvió quedarse en un lugar est rat égico día y noche, esperando.
¿Esperando qué? El cum plim ient o de un sueño prem onit orio que t uvo no hacía
un año, cuando le dio por redoblar la lim pieza de la escalera.
El sacrificio no fue vano.
Con el corazón t rém ulo, com o en sus m ocedades, vio el sueño hecho
realidad: desde la penum bra del pat io donde había un ínfim o j ardín, divisó a la
dam a en la post ura previst a. Se acercó y, obedeciendo a la cont inuación
inevit able del sueño, con un cert ero punt apié descargó su venganza cont ra
palom as y señoras elegant es.

El n ovio de Sibila

–Voy a hacer t u ret rat o –yo le decía.


–¿Cuándo? –m e pregunt aba.
–Mañana o pasado –yo le respondía.
No la olvidaré nunca. Tenía los oj os m uy separados y se parecía m ucho a
la Sibila de Cum as, de Miguel Ángel. Sobre la m esa de luz t enía un ret rat o. Me
225
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
dij o que era de su novio. Era t an buen m ozo que cualquiera se hubiera
enam orado de él.
–Ot ras chicas de m i edad est uvieron de novias con varios m uchachos
ant es de decidirse por uno. Yo, no. Es la prim era vez.
–¿La prim era vez que t e enam orast e?
–La prim era vez –cont est ó.
Sus oj os brillaban com o los espej os, cuando se lim pian con alcohol de
quem ar.
–Cuando era chica –m e dij o– enferm é gravem ent e. Viví en las m ont añas.
Est aba paralít ica. Para sanarm e m e m et ieron en un río helado, m e dieron caldo
de culebra y después, al ver que nada m e curaba, m is padres llam aron a un
curandero. Vino a casa a caballo, desde m uy lej os. Dij o que yo t enía que com er
t res pulgas de su caballo. Cuando supo que m e habían bañado en un río helado y
que había t om ado caldo de culebra le dio lást im a y dij o que él se com ería las
pulgas. Era lo m ism o. Com ió las t res pulgas ya preparadas en el hueco de su
m ano y a las pocas horas m ej oré.
–Voy a hacer t u ret rat o y t an parecido com o una fot ografía –le dij e.
–¿Cuándo? –m e pregunt ó.
–Mañana o pasado –respondí.
Durant e el verano Sibila t repaba a los árboles m ás alt os para echar abaj o
los nidos y rom per los huevos; sabía cort ar el past o con la guadaña; cuando
acom odaba un cuart o, ponía t odos los m uebles j unt os; t odos los adornos de una
m esa, j unt os o adent ro de los caj ones. No com prendía el caprichoso gust o que la
gent e t enía en dispersarlos desordenadam ent e. No dist inguía una fot ografía de
un cuadro. No com prendía la perspect iva. Creía que las sirenas exist ían porque
figuraban en los diccionarios. Reía de los defect os de los hom bres: rem edaba a
los rengos o a los t uert os o a las caras de las personas que sufrían.
–Voy a hacer t u ret rat o.
–¿Cuándo?
–Mañana m ism o.
Jam ás pensé que iba a m orir t an j oven, pero m urió.
Al pie del at aúd, cuando llegué a verla aquel día de su ent ierro, un hom bre
t odo de negro, con cara de sacrist án, lloraba.
–Es el novio –m e dij eron sus parient as avergonzadas. Lo saludé. Era un
hom bre feo, de rasgos m ezquinos, enlut ado.
–Soy casado –m e dij o–. No quisiera com prom et er a la chica.
Si ust ed pudiera devolverm e las cart as que yo le he escrit o, se lo
agradecería.
Le prom et í hacer lo que m e pedía, pero no encont ré en el cuart o de Sibila
ninguna cart a; sólo encont ré la fot ografía que había vist o sobre su m esa de luz,
cada vez que la visit aba. Saqué la fot ografía del m arco para ver si en el reverso
llevaba un nom bre. Decía: " A Sibila, t u sobrino Arm ando" . Guardé la fot ografía
en m i bolsillo y al salir del cuart o t ropecé con el m ism o Arm ando, a quien devolví
la fot ografía.
–¿Ust ed est aba de novio con Sibila?
–No. ¿Quién le dij o eso?
–Ella –le respondí.
–La m at aría –m e dij o–. Soy el sobrino y nada m ás.
–Est á m uert a –prot est é.
–Ya sé. ¿Pero qué derecho t iene de m ent ir?

El M or o

A Luis Saslavskv
226
Silvana Ocampo Cuentos Completos I

I ndio volvém e m i m oro


que m e has llevado la vida.

Oía aquella t arde esa canción cant ada por Gardel, en la radio del alm acén
de Tres Arroyos, cuando m e ent eré por boca de I reneo, que no era m ent iroso, de
algo increíble: que en Francia la gent e com ía carne de caballo, y que al dueño
del est ablecim ient o donde yo t rabaj aba le habían propuest o com o negocio ( el
desgraciado acept ó en el act o) com prarle caballos para m andarlos en barco a
Francia.
Yo t enía ocho años. A pesar de m i cort a edad, t rabaj aba de peón com o un
hom bre, m ej or que un hom bre porque no era haragán. Quizá m i habilidad y
diligencia m e volvían sim pát ico, pues t odos los peones m e regalaban algo; es
ciert o que les hacía part e del t rabaj o. ¡Pero qué regalos recibía! El m ás
ext raordinario que conservo hast a hoy fue aquel par de espuelas con est rellit as
de plat a.
Yo era el últ im o en acost arm e y el prim ero en levant arm e para encender
el fogón, cebar m at e o ensillar los caballos. A m ás de Guacho m e llam aban
Bichofeo, porque era feo, Com adrej a, porque robaba huevos de noche, Tero,
porque t enía las piernas flacas.
Sabía hacer t odo lo que saben hacer los hom bres: beber, fum ar, j ugar a
las bochas o a la t aba, enlazar, cuerear y ot ras cosas que no digo. Me gust aban
los caballos: eran m i j uguet e pero t am bién m i herram ient a de t rabaj o. En la
t rom pilla del desgraciado de don Eusebio ( del est ablecim ient o La Felicidad, de
Tres Arroyos) había caballos de t odos los pelos: alazanes, gat eados, zainos,
azulej os, t obianos, rosillos, picazos, m alacaras, colorados, bayos, t ordillos,
negros, blancos. Todos m e gust aban, salvo el blanco, que at raía los rayos, el
rosillo que parecía sucio. El m ío era m oro y uno de los pocos de ese pelo en m i
pago. Tal vez por ese m ot ivo m e gust aba t ant o la canción del Moro, cant ada por
Gardel, que a m enudo oía en la radio de Tres Arroyos.
Yo no era caviloso ni inclinado a creer en la m ala suert e, aunque t uviera
ya experiencia de adult o. Em pecé a t em er que em barcaran el m oro con el rest o
de la t rom pilla, pues no sólo era m añero y m edio m anco, sino bichoco, y no m e
pert enecía. Los hom bres del est ablecim ient o, salvo I reneo, que t enía un corazón
de oro, daban poca im port ancia a la am ist ad que m e unía al caballo. Por esa
am ist ad yo m e creía poco m enos que su propiet ario, pero en ese punt o
reconozco que m e equivocaba.
El t iem po rápidam ent e reveló que m is t em ores eran j ust ificados.
Fij ada la fecha de part ida, en el est ablecim ient o se hizo un rodeo:
apart aron los caballos que m andarían a Bahía Blanca, para em barcarlos en un
buque de carga francés, llam ado Mist ral. Tres hom bres y yo los arrearíam os
hast a el puert o. Luego el capat az e I reneo se em barcarían con la t ropilla,
dest inada al m at adero en Francia. Com o si yo t am bién fuera a em barcar m e
despedí de m i m adre, que insist ió en no dej arm e ir a Bahía Blanca, para no
quedar sola. En vez de besar su m ej illa besé su esclavina de lana azul y pensé
que m e iría m ás lej os aún.
Era pleno verano. Durant e el t rayect o arream os los caballos de sol a sol.
Llevé poco equipaj e; j ust o lo necesario para un viaj e largo: las espuelit as y el
poncho. De cont inuo el capat az nos ret aba a I reneo y a m í; est o m e unía a
I reneo. Yo discurría t ret as para em barcarm e. ¿Qué podía hacer sin la ayuda de
alguien? ¿Podría esconderm e en el barco hast a que zarpáram os? ¿Quedarm e con
el Moro? ¿Huir a últ im o m om ent o con él? La solución fue m ej or. Yo sabía que la
cebolla hacía llorar los oj os. Ant es de llegar a Bahía Blanca ( el t rayect o duró una
sem ana ent re una cosa y ot ra) , robé una cebolla en la cocina de una fonda
227
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
donde nos apeam os y, para conm over a I reneo, m e la pasé por los oj os. Todo
salió com o por encant o, pues est uve m edia hora a solas con él, lagrim eando,
m ient ras el capat az se lavaba los pies, orinaba en la let rina o cum plía ot ros
engorrosos preparat ivos para proseguir el viaj e. Expliqué a I reneo la causa de m i
llant o: el Moro era un caballo ext raordinario; para salvarlo m e em barcaría con él.
Un llant o verdadero hubiera sido m enos elocuent e. I reneo m e dij o:
–Un hom bre no llora y m enos cuando lleva espuelas y se llam a Bichofeo.
El Moro no vale nada, pero t odo va en gust os. ¡Caray que est ás hediondo!
Prom et ió, si yo m e bañaba, arm ar personalm ent e, con el pret ext o de
llevar en lugar seguro las herram ient as, un enorm e caj ón para esconderm e
durant e el viaj e. Así lo hizo, porque era hom bre de palabra. En lugar de pasear
por Bahía Blanca, el día de nuest ra part ida preparó el caj ón, en el que agregó
una cam a de paj a y unas arpilleras para cubrirm e. A últ im o m om ent o m e deslicé
en el escondit e. I reneo clavó las t ablas que m e encerraban, dej ando algunos
aguj eros para que yo pudiera respirar y aun ver. Con m uchas recom endaciones
pidió a los est ibadores que no golpearan dem asiado el caj ón, para que no se
rom piera la m adera. Con la grúa lo subieron a bordo, sin t ropiezos.
Durant e cinco días dorm í en la cubiert a, sobre la cam a de paj a, ent re los
caballos. I reneo m e visit aba para t raerm e com ida. Salía de m i escondit e de
noche y com o t uve suert e de no ser vist o, m e at reví a pasear por la cubiert a en
horas m ás peligrosas. El capat az m e sorprendió abrazado al Moro. Ent onces
I reneo pareció t an asom brado com o él. Discut ieron si m e arroj arían al m ar, pues
m i presencia en el barco podría t raer disgust os. Luego convinieron en t irar a la
suert e con una m oneda. Est aban borrachos. Me di cuent a de ello porque se
servían cont inuam ent e vino de una dam aj uana. " Los franceses en los barcos
llevan bebidas buenas; est án dispuest os a cam biarlas por yerba o m aní" , m e
había dicho I reneo el día ant erior.
–¿Cara o cruz? –dij o I reneo.
–Cara –dij o el capat az.
I reneo t iró la m oneda al aire y la baraj ó en la palm a de la m ano. Salió
cara.
–Lo t irarem os al m ar –m urm uró el capat az. La palabra m ás cruel m e la
dij o I reneo:
–Despedít e del Moro, Bichofeo.
Est iraron un poncho sobre el piso. Me despedí del Moro, com o lo había
ordenado I reneo, y m e eché de boca sobre el poncho, acurrucándom e después
sobre un cost ado. Los hom bres t om aron el poncho por las punt as y m e
levant aron en el aire. Si hubiera sido en brom a, el j uego m e hubiera gust ado. El
barco se m ovía y t am baleándose los hom bres se arrim aron a la borda. Com o si
hubieran com prendido, los caballos relincharon; pero no lo hacían por m í, sino de
t error, porque se levant aba una t orm ent a. Los m arineros aparecieron en la
cubiert a, t reparon a los m ást iles, desanudaron sogas, anudaron ot ras. El capat az
y m i am igo solt aron las punt as del poncho y m e dej aron caer al suelo.
–Arreglát e com o puedas –m e dij eron, acodándose a la borda. –Yo m e lavo
las m anos –declaró el capat az, encendiendo un cigarrillo.
–Decíle al Moro que t e prot ej a. ¿No llorast e por él, com o una m uj er,
cuando llegábam os a Bahía Blanca?
Me sent é sobre unas sogas, m ás m uert o que vivo. Yo con el sust o, el
capat az e I reneo con la borrachera, no hacíam os caso de la t ripulación, que iba y
venía; ni siquiera del capit án, que se acercó y m e dij o dos o t res palabras en
francés, palm ot eándom e el hom bro. Supe después que m e t om ó por un
fant asm a, por una de esas visiones producidas por el delirio que alguna vez
padeció. Ahora, cuando recuerdo, pienso que t al vez est aba beoda la t ripulación
ent era, pues se conducía t an caprichosam ent e que era difícil com prender lo que
228
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
hacía y por qué lo hacía. La t orm ent a arreciaba, cruj ían las m aderas com o si el
barco se quebrara. Los relinchos aum ent aron. El capat az e I reneo est aban
m areados, los caballos t am bién: daba risa m irarlos. Eso sí, ver a I reneo, que era
t an hom bre, vom it ar, m e causó pena. Yo gat eaba por la cubiert a y con gust o
recibía el agua en el pelo y en la cara. Por prim era vez veía el m ar enoj ado.
Cuando calm ó la t orm ent a, sequé m i ropa al sol. I reneo m e dio una
m ant a. No t ardaron m is com pañeros en obligarm e a hacer t odo el t rabaj o. Tenía
que bañar los caballos, darles la ración, lim piar las cam as. El capat az e I reneo
conversaban t odo el día o bebían o j ugaban a la t aba con m arineros que
conocían dos o t res palabras de cast ellano. Com o el Moro y yo, los hom bres se
ent ienden m ej or cuando no hablan el m ism o idiom a.
Soñé una noche que m ont ado en el Moro galopaba por el m ar en dirección
al sol del ponient e, hast a llegar de nuevo a Tres Arroyos. Muchas veces deseé
baj ar del barco y alej arm e en aquella ext ensión m ist eriosa donde no había
alfalfa, ni t rigo, ni girasol, ni lino, ni barro, ni t ierra arada, ni greda, ni arboledas,
ni páj aros, ni vacunos, ni m aj adas, sino agua azul, agua verde, agua negra con
espum a.
I reneo y el capat az discut ían a m enudo, m ient ras yo bañaba o daba la
ración a los caballos. ¿De qué discut ían? No sé. Miraban un planit o de Francia y
le dibuj aban cruces con un lápiz; hablaban de un dinero que repart irían ent re
ellos, t am bién.
El barco at racó en Pernam buco. En el puert o, m ercachifles exhibieron
inm ediat am ent e carpet as, colchas, canast as, adornos de celuloide, m uñecos de
m adera. I reneo m e pregunt ó si quería que m e com prara algo. Era bueno I reneo.
Le pedí un paj arit o, porque pensé que era lo m ás barat o y que alegraría al Moro,
porque en el cam po un t ordo solía posarse sobre su lom o. Le pedí t am bién un
cort aplum as, porque m e hacía falt a para lim piarm e las uñas.
–¿Y abrigo? –m e dij o–. ¿No sabés que hay nieve en Francia?
Me encogí de hom bros.
–Con el ponchit o bast a –le cont est é.
Casi desnudo m e escondí en el caj ón. Com o fogón ardía el sol. Got as de
sudor chorreaban por m i frent e. Era carnaval y algunas m áscaras, al caer la
noche, baj aron al em barcadero, buscando un barco argent ino, donde había
fiest a. Pasaban con sus caret as, bailaban, t iraban serpent inas a nuest ro barco
vacío. Salí de m i escondit e y m e asom é. Vi una fila de negros, algunos con
bolsas al hom bro, ot ros con pescados colgando de una caña; no sé si pert enecían
a la com parsa enm ascarada o si eran peones que aprovechaban el fresco de la
noche para t rabaj ar. Los caballos apesadum brados por el calor y las m oscas del
día, agachaban las cabezas. Sin olvidar m i obligación los bañé y les di agua,
ant es de recorrer el barco, aprovechando el rat o de soledad.
Am anecía cuando volvieron el capat az e I reneo. Me escondí. Com o
llegaban borrachos yo sabía lo que m e esperaba. I reneo t raía un cacho de
bananas y una j aulit a; el capat az, un som brero de paj a aludo, lleno de
chirim oyas y de abacashis. Nada bueno m e esperaba; cuando est aban borrachos
no t enían ot ra preocupación que deshacerse de m í.
–¿Dónde est á? –vociferaba el capat az, m ient ras subía la planchada,
m irando a t odos lados.
–Ahí m e parece haberlo vist o –respondió I reneo.
–Yo lo vendo por nada, por veint e reis. En casa de la loca lim piará los
pat ios: puede darse por bien servida. Y él, qué m ás quiere. Com erá bananas
t odo el sant o día, com o un m ono.
En la dársena una m uj er de pelo roj o, ext ravagant e, agit aba una m ano,
m iraba el barco, esperaba probablem ent e que m e ent regaran de una vez el
capat az e I reneo. Me buscaron hast a la salida del sol. Baj aron del barco y de
229
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
nuevo subieron. Mi escondit e era seguro, pues m e aloj é en un cam arot e vacío,
por cuyo oj o de buey veía t odo. El barco t em bló, sonó la sirena, se levant ó la
planchada, golpeó la cadena del ancla cont ra los hierros del casco. Aproveché del
m ovim ient o para salir del cam arot e y m et erm e en el caj ón. Cuando est ábam os
navegando, advert í que I reneo y el capat az dorm it an en la cubiert a. I reneo,
j unt o a la j aula que en lugar de un páj aro cont enía un m onit o, y al cacho de
bananas; el capat az j unt o al som brero de paj a con chirim oyas. Me acerqué,
arranqué cuat ro bananas, regalé una al m ono y com í las ot ras; t enía ham bre,
pues I reneo m e daba alim ent os una vez por día, y nunca frut as, sino las sobras
de su com ida, que era abundant e, pero no de m i agrado. El m ar t an parecido a
la llanura, ya no fue verde, sino azul, cuando dej am os Pernam buco.
Tram ábam os con I reneo una huida a nado con la t ropilla, para salvarla del
m at adero. ¡Parecía t an fácil! Mucho m ás fácil que llegar a Francia.
A veces el m onit o andaba con I reneo, que lo llevaba baj o el poncho,
porque era friolent o, y a veces conm igo. Lo baut izam os Maní.
Un caballo enferm ó de locura. Hubo que t irarlo al m ar, para que nadie se
ent erara de la enferm edad, pues si no al llegar a Francia nos hubieran puest o en
cuarent ena, y ¡adiós negocio!
–Si ot ro caballo enloquece, t am bién lo t iram os al m ar –decía el capat az,
m oviendo una m ano am enazadora–. Hay que evit ar que descubran la
enferm edad y nos arruinen el negocio, aunque debam os echar al agua t oda la
t ropilla.
Yo observaba al Moro con inquiet ud. Un día lo not é t rist e y le puse vino en
el agua, para alegrarlo.
El capit án, que sabía algunas palabras de cast ellano, conversaba a
m enudo con I reneo y con el capat az. De nuevo habló de que había un niño a
bordo, quizá un polizont e, a lo que I reneo le dij o que si padecía de delirio era
m ej or que se cuidara.
De noche las fosforescencias y de día los peces voladores m e
deslum braban. Las horas pasaron con rapidez; ni t iem po m e daban para dorm ir.
I reneo discut ía siem pre con el capat az; a ellos t am poco el t iem po les alcanzaba.
Con desgano j ugaban a la t aba o al t ruco, alum brados por un farol.
Una noche en que j ugaban por plat a, el capat az grit ó ¡t ram pa! I reneo
cont est ó riendo. El capat az lo arrinconó cont ra la borda. Relucieron los cuchillos.
El de I reneo cayó al suelo. Lo recogí. Quise alcanzárselo, pero lo t om ó el capat az
y se lo clavó en el pecho. El capat az t rat ó de reanim ar a I reneo t oda la noche.
Ant es de que am aneciera envolvió el cadáver en bolsas, las at ó con sogas y lo
t iró al m ar. Me dij o:
–Direm os que se suicidó. Tot al, le hice un favor ¿Para qué quería vivir?
Cuando la t ripulación se ent eró de que falt aba I reneo, lo buscaron hast a
en la bodega. Casi m e descubren a m í. ¡Pero a m í ya no m e im port aba!
Uno de los m arineros encont ró sobre la cuchet a de I reneo un papel que
decía: " No m e busquen porque voy a t irarm e al m ar. Ahí acabarán m is penas.
I reneo" . El capat az era com o un hom bre que perdió a un herm ano, cuando el
capit án le palm eó la espalda.
Con la desaparición de I reneo, el capat az se ocupó del m ono y de m í. Me
t raj o vino: lo t iré al m ar. Me t raj o com ida: la t iré al m ar. Durant e cinco días no
probé bocado, pero desfallecía, y avergonzado com í para no m orir. El capat az m e
regaló el rebenque de I reneo, que t enía em puñadura de plat a; sin cont est arle,
m irándolo en la cara, lo acept é.
Cuando llegam os a Francia, llovía. Con el apuro de los últ im os m om ent os
Maní quedó en el barco. Con la grúa m e baj aron en el caj ón, m e deposit aron en
la dársena de El Havre. Divisé a Maní j unt o a la baranda de la cubiert a. Le grit é
adiós.
230
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
En la ent rada del pueblo había ruinas. Fue allí donde el capat az sacó una
cart a arrugada y m e anunció la m uert e de m i m adre. Él andaba m edio
encorvado, porque m aldad y deform idad van j unt as. Se quit ó la boina y m e
alargó la m ano. Crucé los brazos.
–Lo sient o de verdad –m e dij o. Y agregó: –Si querés quedart e con el
Moro, t e lo regalo, Bichofeo.
–Me llam o Luis –le respondí, pensando que los asesinos t ienen cara de
gusano.
Em prendim os el viaj e de El Havre al m at adero. De m i m ano cayó el gorro
de arpillera que usaba Maní en el barco. Francia est aba t an vacía com o el part ido
de Tres Arroyos pero hacía m ás frío. Yo, m ont ado en el Moro, el capat az en un
alazán, arreábam os la t ropilla. Desde aquel día odio los alazanes.
Fue largo el t rayect o, com o fue largo el t rayect o de Tres Arroyos a Bahía
Blanca; ningún cerco de cina–cina, ningún eucalipt o nos guarecía. Los cam inos
arbolados se est iraban hast a el horizont e.
Los pueblos t enían calles t orcidas y angost as. El cielo est aba m ás lej os y
no reconocí las est rellas. ¿Dónde est arían las Tres Marías y los Siet e Cabrit os? Ya
habíam os pasado una sem ana en aquel país parecido al nuest ro y t an diferent e.
Nos acercábam os al m at adero. Oím os los bram idos de los anim ales en la
m añana. Ent onces, en el m om ent o en que la t ropilla, súbit am ent e at errada,
com prendiendo dónde la llevábam os, se det uvo, arrim é m i caballo al del capat az.
¿Qué había en la m irada m ía para asust ar a un hom bre? Le crucé la cara de un
rebencazo y le grit é:
–Por I reneo.
Largué la rienda al Moro, clavé las espuelas. Huí en dirección adonde
habíam os desem barcado. Galopé, sin m irar a dónde iba, no sé cuánt o t iem po.
Cuando el Moro, bañado en sudor, se det uvo com o si se le afloj aran las pat as,
caí cont ra su pescuezo, abrazado. Una m uj er m e habló. Yo m iraba a lo lej os. La
m uj er t enía una esclavina azul. Me baj é del caballo y ella t om ó las riendas. Me
desm ayé sobre su pecho, con la cara cont ra la esclavina. Acariciándom e el pelo,
dij o algo en francés, que no ent endí, pero yo oí las palabras que m e dij o m am á
cuando m e fui a Bahía Blanca: " Quedát e con t u m adre" y la voz de Gardel que
cant aba en la radio del alm acén de Tres Arroyos.

El sin ie st r o de l Ecu a dor

Esa noche decidieron llevarnos al nuevo local del Ecuador porque a la


niñera le t ocaba salir. Hacía un año que el viej o edificio se había derrum bado
sobre los m ozos por así decirlo, pues t odos perecieron baj o los escom bros. El
accident e sucedió, no se sabe cóm o, a las doce de la noche cuando los client es
ya se habían ret irado.
Mis padres iban frecuent em ent e a ese rest aurant e, no porque la com ida
fuese buena ni porque sirviesen con rapidez sino un poco por rut ina, ot ro poco
porque quedaba a cinco cuadras de nuest ra casa y porque era barat o.
El m ozo que siem pre servía a m is padres, al decir de ellos, t enía un rost ro
ext raño que se les quedó grabado en la m em oria; decían que les result aba difícil
describirlo pero que si lo viesen ent re un m illón de m ozos podrían reconocerlo.
Lo único que describían con precisión eran las diversas m anchas de su delant al y
el color blanco de su cara que parecía de m iga. Había días en los que t odo
cuant o t raía est aba falsificado: el arroz parecía fideo; los fideos, chauchas; las
papas, bat at as; las bananas frit as, pescado; el dulce de m em brillo, puré de
rem olacha; el agua, carne; la carne, vino. Lo peor de t odo es que m is padres
culpaban de est os inconvenient es al m ozo, no al cocinero, y pensaban que eran
j ust os pues ¿cóm o había de explicarse que las frut as en las com pot eras
231
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
result aran t an insípidas, que las m andarinas y las m anzanas fueran com o
alcancías y que la m ant eca y el pan t uvieran gust o a cart ón, com o en los plat os
de j uguet e? Ellos hacían est os com ent arios, creyendo que yo no los escuchaba
pero un chico escucha t odo. El m ozo se llam aba I sidro Ebers.
Cuando llegam os al rest aurant e El Ecuador se asom braron de no encont rar
en el nuevo local ni vest igios de lo que había sido el ot ro. No había m anchas en
los m ant eles, no había m úsica ni plant as en m acet as doradas, no había
aparadores, ni rifaban radios; las paredes eran blancas y los asient os de
im it ación cuero.
Eligieron una m esa cerca de la pared del fondo del com edor. Frent e a un
espej o nos sent am os. Mis padres se pasaron el m enú y discut ieron un buen rat o.
A m i m adre le gust a la com ida pesada. Se deleit a con un plat o de ost ras o con
una carbonada. Le gust a el pat o con naranj a y salsa negra, los calam ares en su
t int a y las em panadas con un sinfín de sorpresas, com o si fuesen pequeñas y
hediondas m edias de Navidad llenas de alim ent os. Pidió ost ras y carbonada. Mi
padre se at revía a veces a com er una m ilanesa. Después de est udiar bien el
m enú dij o al m ozo lo que siem pre decía en est as ocasiones:
–Tráigam e arroz al nat ural.
Un rat o est uvo pensando m i padre ant e el delant al el m ozo. Las m anchas
de los delant ales son t odas iguales. Pobre I sidro Ebers. Hace un año que ha
m uert o, debaj o de esos andam ios, de esos m uebles, de esos plat os caídos,
quizás con una com pot era en la m ano. Ent re t enedores, cuchillos, soperas rot as
y alm íbar de com pot as, pobre I sidro Ebers. Siguió enum erando despacio su
pedido y con vergüenza, porque era un m ozo nuevo el que lo escuchaba, y quizá
fuera despiadado con los que piden com ida sencilla.
–Arroz al nat ural, y un bife.
–Sí, ya sé –int errum pió el m ozo–. Un bife bien cocido con puré de papas y
ensalada de lechuga.
Mi padre alzó los oj os, asom brado. ¿Quién era el que hablaba así?
–Para los niños –dij o m i m adre–, huevos pasados por agua, si son frescos;
fideos y un bife. De post re queso fresco y dulce de m em brillo.
Recorrió de nuevo el delant al m anchado del m ozo para asegurarse de que
sus oj os veían bien. Cuando llegó a la alt ura de la cabeza encont ró la cara pálida
de I sidro Ebers, esa cara que hubiera reconocido ent re un m illón de caras. Lo
m iró, le m iró las m anos: eran las m ism as m anos coloradas con las uñas com idas.
I sidro t om ó m i abrigo y lo colgó en la percha; lo m ism o hizo con los ot ros
abrigos. Después desapareció por la puert a del cost ado derecho, donde debían
est ar las cocinas.
Mi m adre exclam ó con los oj os desm esuradam ent e abiert os y en voz baj a,
a m i padre:
–¡I sidro Ebers!
–¿No est arem os soñando? –le cont est ó m i padre. Com enzam os a reír.
–¿Qué les pasa? ¿Por qué est án t an asust ados? ¿Quién es I sidro Ebers? –
pregunt é a m i m adre, sabiendo quién era.
–I sidro Ebers es el m ozo que nos est á sirviendo –dij o m i m adre.
–¿Y qué t iene de ext raordinario? –pregunt ó m i herm ano.
–Nada –dij o m i m adre.
–Lo que t iene de ext raordinario es que t odos los m ozos m urieron hace un
año en el accident e que ocurrió en el ot ro local. Y ent re ellos est aba I sidro Ebers.
Hay que decir las cosas com o son –dij o m i padre furioso.
–No le crean –dij o m i m adre–. Es un m ent iroso.
Reím os.

232
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–Tiene cara de m uert o –dij o m i herm ano, m irando para el lado donde
había desaparecido el m ozo–. Vam os a pregunt arle si es ciert o que ha m uert o o
si es una calum nia.
–Mañana no irás al cine –dij o m i m adre–. ¡Maleducado!
Al cabo de un rat o apareció I sidro Ebers, t rayendo una fuent e. Mi herm ano
le pregunt ó:
–¿Es verdad que t odos los m ozos m urieron en el accident e que ocurrió
hace un año en el ot ro local?
El m ozo cont est ó sin cam biar de color:
–Todos m urieron. Todos m is com pañeros. Ninguno se salvó.
–,I sidro Ebers?
–I sidro Ebers t am bién m urió.
Seguim os com iendo. El m ozo iba y venía con rapidez, pero nos t raía las
fuent es con ext rem a lent it ud. Se había olvidado de hacer t ost ar el pan. Mi m adre
dij o:
–Mej or será que no le hablem os.
–¿Por qué? –dij o m i padre.
El m ozo desapareció corriendo y volvió lent am ent e con una pila m uy alt a
de t ost adas; después de dej arlas sobre la m esa, dij o int em pest ivam ent e:
–I sidro Ebers t ardó m ás que los ot ros en m orir, porque quedó preso
durant e seis horas ent re dos t irant es gruesos, que se habían caído y que le
apret aban la cint ura. Fue el últ im o abrazo que recibió en su vida.
El m ozo buscó una silla y se sent ó ent re nosot ros. Siguió hablando:
–Vio t oda la noche el vuelo de los m urciélagos que lo asust aban de chico.
Com o después de una bat alla, los m ozos est aban t endidos en el suelo, con
cuchillos en la m ano.
–No diga esas cosas delant e de los niños –dij o m i m adre, furiosa–. ¡No
van a dorm ir est a noche!
–La m uert e es para t odos, para grandes y chicos, señora –prosiguió I sidro
Ebers–. Los aparadores est aban int act os, las m esas, las perchas y las sillas
est aban alineadas com o en un gran cam po de bat alla donde corrían los rat ones,
porque ust edes sabrán, señores, que en el local ant iguo abundaban los rat ones.
Vio salir el sol y oyó las cam panadas de las cinco, de las seis... y luego pudo, al
fin, salir de los t irant es que lo abrazaban. Fue hast a su casa, no encont ró a
nadie; est aban velándolo en la cochera. Fue hast a la cochera. En el fondo de un
largo cuart o, su m uj er lloraba inconsolablem ent e, quiso abrazarla y ella sin verlo
pregunt ó a su pequeña sobrina:
–¿De dónde viene ese chiflón helado?
La sobrina, acercándose, le cont est ó:
–Tía Et elinda, las puert as est án cerradas. –Y después de un rat o dij o en
voz baj a: ¿Qué haríam os si resucit ara el t ío I sidro?
–Mi hij it a, no m e asust es. Eres m uy niña para saber lo que es la m uert e.
Est e caj ón es el m ás luj oso que he encont rado –y al decir est as palabras se
acercó al caj ón y acarició con el índice el dibuj o del bronce sobre la m adera, para
dist raer a la sobrina.
–¿Pero ust ed cóm o se llam a? –int errum pió m i herm ano ent usiasm ado.
–Yo m e llam o I sidro Ebers.
En ese inst ant e se acercó el m ait re d'hót el, m uy congest ionado, y
dirigiéndose al m ozo le dij o:
–¿Qué hace ust ed acá? ¿Por qué no est á sirviendo?
–Pero est am os hablando de I sidro Ebers –prot est ó m i herm ano.
–De acuerdo a los reglam ent os –dij o el m ait re d'hót el dirigiéndose a m i
m adre– los m ozos no est án aut orizados a sent arse a las m esas donde est án los
client es, salvo cuando se t rat e de un desm ayo o de un fallecim ient o. En ese caso
233
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
se ruega a la víct im a que se acuest e en el suelo para no perm it ir abusos. Se ha
previst o t am bién el caso de un encuent ro fam iliar, padre, m adre o herm anos. En
esas circunst ancias será m enest er ( dice el reglam ent o) que el m ozo elij a ot ro
rest aurant e para encont rarse con su fam ilia.
–Tiene razón –dij o m i m adre, int errum piendo al m ait re d’hót el.
–Pero I sidro Ebers ha m uert o. Hace un año que ha m uert o –cont est ó m i
herm ano, indignado.
–No im port a. No est am os hablando de casos personales. Se t rat a del
personal y de los reglam ent os que t odos deben respet ar. –Dirigiéndose al m ozo,
que no se había m ovido de la silla, grit ó:
–Ust ed queda despedido.
El m ozo sonrió levem ent e, esperó que el m ait re d'hót el se fuera y nos
dij o:
–Est o sucede t odos los días.
Se levant ó y nos t raj o el post re. El post re est aba hecho de una azucarada
nube de m erengue. Después de dej ar la fuent e sobre la m esa, sacó una t arj et a
de su bolsillo:
–Les voy a dar m i dirección –nos dij o, escribiendo apresuradam ent e con
un lápiz.
Para fast idiar a m is padres, m e ent regó la t arj et a a m í, sin m irarm e.
Vislum bré en let ras negras su nom bre: I sidro Ebers, Sect or E, núm ero 9.
Chacarit a.
–Si alguna vez quieren com probar la m iseria en que vivo, ¡ni una flor! –
dij o.
Mi m adre m e arrebat ó la t arj et a, pero yo sabía la dirección de m em oria.
Miré a m i herm ano. Llegué hast a él a t ravés de un largo puent e de m iradas
asom bradas. Éram os part idarios de I sidro Ebers y resolvim os, aunque est uviera
m uert o, ir a visit arlo. No dorm im os en t oda la noche.

El m é dico e n ca n t a dor

Con los bolsillos replet os de bom bones en form a de palom as, de rat ones
Mickey, de enanit os, de conej os, de los que m e ofrecía, uno ant es de
auscult arm e, ot ro después de exam inarm e la gargant a, baj ando m i lengua con el
m ango de una cuchara de post re ot ro, el m enos codiciado y m ás pegaj oso de
t odos, al despedirse, recuerdo a Albino Morgan. Era nuest ro m édico. El m édico
de m i infancia, de m i adolescencia, de m i fam ilia, de t oda la vida. En aquella
época, el principio de su carrera, de est o hará quince años, se especializaba en
niños y era m uy j oven, pero m e parecía viej o porque usaba ant eoj os verdes,
barba larga, pañuelo anudado al cuello ( que le daba cara de gargant a dolorida) y
la valij it a del m anóm et ro, que llevaba baj o el brazo com o si hubiera sido una
caj a llena de huevos o de t azas m uy finas de porcelana. Para conquist ar a los
niños, ant es de m irarlos siquiera, fingía auscult ar alguna est at uit a, alguna figura
de un cuadro, de esos que nunca falt an en las casas, dirigiéndoles palabras
cariñosas, com o si se t rat ara de seres reales. Mirt a, que venía a j ugar conm igo
después de las clases, aunque no est uviera enferm a recibía dent ro de la boca su
caram elo. Com o un cura que da la host ia, sost eniéndola ent re el dedo pulgar y el
índice, Albino Morgan le adm inist raba la golosina; dirán que el gest o denot aba
perversión sexual, indicio de ot ras depravaciones, pero yo no lo creo. En brom a y
porque m is padres adm iraban sus brom as les decía: " Soy especialist a de niños
porque los niños se cont agian m ás fácilm ent e. A cincuent a casas puedo llevar la
enferm edad de un solo niño que visit o" . Si hubieran adivinado la secret a verdad
de esa frase, m is padres no hubieran reído.

234
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Muchas veces oí a m is t ías discut ir su eficacia, su honest idad, su sabiduría
y hablar con ciert o m al disim ulado t em or o falso desdén de lo que llam aban la
originalidad o la excent ricidad de Albino Morgan. Yo t rat aba de no escuchar esos
diálogos odiosos, que m e sum ían en la m ayor de las confusiones: por ellos
llegaba a dudar de t odo, hast a de la exist encia de Dios. Pues com o no había de
dudar, sin perder fe en t odo lo dem ás, en el m édico que m is padres veneraban,
que m e auscult aba de pies a cabeza, logrando que resonara m i abdom en com o
un t am bor, que hacía salt ar m is piernas y m is brazos con un sim ple golpecit o,
que escuchaba el corazón o las art erias a t ravés de inst rum ent os parecidos uno a
un t eléfono y ot ro a un reloj , que prohibía alim ent os y prescribía got as azules,
roj as o verdes, inyecciones, j arabes, enem as de leche sin vacilar. Por orden de
Albino Morgan nunca t om é de niño rem edios repulsivos com o el aceit e de ricino o
la m agnesia, sino aquellos de sabor a frut illa, incom parablem ent e agradables.
Baj o su influj o los pacient es se enam oraban de las enferm edades. Conozco a una
señora que lloraba por verlo, t al vez ella sabía que sim ult áneam ent e con el
doct or Morgan ent raba en su casa alguna int eresant e dolencia que le rej uvenecía
el alm a. Con un cam isón rosado y una m añanit a que le había regalado su ínt im a
am iga gozaba de un bienest ar im ponderable esperando la visit a de su m édico. Mi
abuelo, que era at rabiliario, creyendo a pesar de su longevidad, que cada día era
el últ im o de su exist encia, frent e a él se dedicaba a las brom as. Cuando el
m édico le decía, refiriéndose a su dolencia: " Pasará, pasará" , él respondía:
" pasará, pasará, pero el últ im o quedará" , com o dicen los niños cuando j uegan a
Mart ín Pescador. Albino Morgan, con su m anía de decir la verdad en brom a,
haciéndom e cosquillas, m e llam aba " chanchit o de la I ndia" y, en efect o, yo fui
uno de sus prim eros y predilect os chanchit os de la I ndia.
En un m om ent o dado em pezó a variar inm oderadam ent e de rem edios. No
sé cuándo ni cóm o com enzaron sus innovaciones t erapéut icas, ni cóm o las
concibió, pero advert í un cam bio en su act it ud, en su m anera de hablar. ¿Fue
debido al am or que evolucionó? No lo creo. ¿Su noviazgo con Mirt a, que era
t ant o m ás j oven que él, lo pert urbó? El am or t ransform a a los seres, no lo dudo,
pero en el caso de Albino Morgan fue diferent e: el t ransform ó el am or, por lo
m enos el am or de Mirt a.
Todo el m undo sabía ya que en la casa en donde ent raba Albino Morgan,
ent raban las m ás variadas enferm edades: las personas que no lo confesaban
abiert am ent e, se reían un poquit o si alguien les m encionaba el hecho, com o si se
t rat ara de las t ravesuras de un niño m im ado al que se le perdona cualquier cosa.
Com o quien lleva un ram o de flores o una caj a de bom bones a una casa, Albino
Morgan llegaba con los virus que disem inaba. Asim ism o, cada pacient e esperaba
su visit a con im paciencia: querían verlo sonreír en la puert a de ent rada, sent arse
j unt o a la cam a ( aunque se lust rara la punt a del zapat o con la colcha) , hablar y
dar palm adas sobre el hom bro de un padre o de una m adre com placida o
acariciar la frent e del enferm o o dist ribuir aquellos bom bones que sacaba del
bolsillo. Bast aba que ext endiera la m ano para prohibir la sal o el azúcar en las
com idas: los pacient es m ás rebeldes le obedecían. Bast aba que cruzara una
pierna para recet ar enem as: los pacient es m enos resignados acept aban sin
prot est a el sacrificio. Bast aba que se acom odara la corbat a para ordenar una
diet a de una docena y m edia de bananas por día:
el pacient e m ás inapet ent e no vacilaba, j ubiloso, en com placerlo. Bast aba
que pronunciara palabras inint eligibles, para que el pacient e m ás sano quedara
con fiebre o m alest ares gást ricos.
Por m edio de un m anóm et ro generador de rayos, o con caram elos o con el
t erm óm et ro que colocaba en la boca del pacient e ( j am ás en el rect o, ni en la
axila, ni ent re las piernas) dicen que propagaba las enferm edades. Se t rat aba de
virus com o lo dij e ant eriorm ent e, que cult ivaba en la int im idad de su propia
235
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
casa: uno de sus colegas, am igo m ío, m e lo aseguró. Recuerdo el nom bre de las
enferm edades que el m ism o baut izó y los sínt om as, que voy a enum erar y a
det allar.
Colm enares noct urnos. El colm enar noct urno se m anifest aba con un leve
dolor de cabeza, con m areos que se prolongaban durant e la noche sobre las
sienes hast a abarcar t oda la cabeza del pacient e. Un zum bido sim ilar al que
circunda y desborda en días de calor una colm ena, at orm ent aba los oídos. Si
alguien se acercaba al enferm o podía, en algún m om ent o, oír ese zum bido, pues
t al vez lo proyect aba el aire al salir de los labios secos y cont raídos por la
dolencia. El pacient e creía ver en la oscuridad, en t onos am arillos violent os, lo
que podría parecernos a prim era vist a una visión agradable: un panal
perfect am ent e dibuj ado. Sim ult áneam ent e sent ía en la boca un sabor a m iel que
lo obligaba a beber agua sin int errupción. Encendiendo la luz, la int ensidad de la
visión se m oderaba; luego, con la subida inevit able de la t em perat ura
com enzaban las pesadillas, y t odas se referían a la m iel. Algunos soñaban que de
los grifos del lavat orio del baño, en lugar de agua, salía m iel. Ot ros, para aplacar
una sed int ensa, t om aban un vaso de m iel. Ot ros se acercaban a un m ar
asom brosam ent e quiet o y am arillo, donde un barco se hundía con dificult ad: el
líquido era nat uralm ent e m iel. Muj eres coquet as cont inuam ent e se peinaban el
pelo de m iel que no podían sost ener con ninguna horquilla.
Crom osis t isular. Ést a era ot ra de las enferm edades que disem inó en los
barrios m ás elegant es de Buenos Aires. En com ún con la ant erior t enía un
sínt om a: el insom nio. En lanas de colores vivos el pacient e im aginariam ent e
bordaba la vida de sus ant epasados; el esfuerzo que hacía por recordar los
det alles m ás t ediosos de la vida de personas que conocía sólo en fot ografías lo
obligaba a encender la lám para para buscar en la m esit a de luz, com o si
est uviera ahí la lana gris, la lana cast aña, que convenía para bordar t al o cual
pasaj e de una biografía. El esfuerzo, precedido de un dolor agudo de est óm ago,
dej aba post rado al enferm o, que no podía conciliar el sueño. Si el pacient e era
del sexo m asculino, pensaba: Soy hom bre, no t endría que dedicarm e a est as
labores absurdas. Si era del sexo fem enino, pensaba: Es ridículo no poder
descansar ni de noche. No soy una niña de un orfanat o; ¿quién m e obliga a est e
t rabaj o? Si era un cura, pensaba: Sería m ej or hacer un ex vot o o pint ar la virgen
al óleo.
Ast ereognosis insom ne. Ningún dolor de cabeza ni de est óm ago
caract erizaba est a enferm edad m ás incóm oda, pero m enos abrum ant e que las
ot ras. Los sínt om as se m anifest aban sólo de noche, sin luz, o en la oscuridad
t ot al de algún cuart o en horas diurnas. El enferm o no reconocía el obj et o que
palpaba. En algunos casos un hom bre buscando fósforos confundió la m esa de
luz con el pecho de su m uj er; en ot ra una m adre confundió la cabeza de su hij o
con un m elón y est uvo a punt o de ponerlo en la heladera. Pero m ucho m ás
t errible fue la hist oria, que t odo el m undo conoce, de aquella novia de dieciséis
años, perdida en el bosque de Palerm o con su novio, la noche en que los chicos
apedrearon el últ im o farol que t enía una bom billa y que sim ult áneam ent e,
dej ando el bosque a oscuras, las nubes cubrieron la luna que alum braba apenas
las ram as peligrosas de los árboles.
No hay que creer, y est o se lo digo a las personas aprensivas, que t odas
las enferm edades son horribles. Albino Morgan m e explicó un día que esas
m aravillosas hoj as creo que son de begonia, rayadas de roj o o de am arillo o de
violet a, que las dueñas de casa eligen para adornar sus hogares, son herm osas
porque est án enferm as. A m í m e t ocó, com o a las begonias, t ener una
enferm edad que m e volvió encant ador, por lo m enos ant e los oj os de Mirt a. ¡Al
inocularm e ese virus no previó Albino Morgan el funest o desenlace! Yo soy por
nat uraleza callado. El m al del cual sufrí durant e dos años y que m e unió a Mirt a
236
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
indisolublem ent e, llam ado labiagnosis, no era desagradable, sino a veces
m olest o, pues los sínt om as no t enían horario. Desde el m om ent o en que yo
sent ía una punt ada aguda en el cent ro de m i frent e, hast a que cesaba el dolor –
dos horas– hablaba sin parar, con elocuencia im ponderable. He oído grabaciones
de esas t ardes, que Mirt a conserva, realm ent e conm ovedoras. Me es difícil
reconocer en ellas m i voz, aunque dicen que nadie conoce su propia voz
grabada. Si los sínt om as de m i dolencia se hubieran m anifest ado con horarios
convenient es, hubiera podido dar conferencias y ganar dinero, ya que t uve que
abandonar m i em pleo en la Bibliot eca Nacional, pues no dej aba leer a nadie.
Gracias a t odas est as circunst ancias, m i elocuencia y el abandono del
t rabaj o, que m e dej aba horas libres para dedicarm e al am or y a la
cont em plación, Mirt a se enam oró de m í. Com pañeros de infancia, era nat ural en
ciert o m odo que nuest ra am ist ad se volviera sent im ent al, luego apasionada.
Algunas personas, cuando hablan, olvidan lo esencial y son elocuent es sólo
m ent alm ent e en el silencio. Yo recordaba t odo, hast a el lat ín y el griego, cuando
hablaba. Esa inusit ada lucidez deslum bró a Mirt a, que rom pió su com prom iso con
Albino Morgan para darm e su am or.
Albino Morgan t rat ó de inocularse a él m ism o la enferm edad adm irada y
luego, en vano, por t odos los m edios, t rat ó de curarm e. ¡No pudo lograrlo a
t iem po, pues cuando lo consiguió, si es que lo consiguió él y no m i propio
organism o, Mirt a m e am aba para siem pre! A veces una persona am a a ot ra en
m em oria de lo que fue.

El in ce st o A Ju a n a I vu lich

¡Todavía m e gust an las m uñecas! En m i dorm it orio sobre una carpet a de


m acram é, est aba sent ada m i predilect a, la últ im a que m e regalaron, la m ás
bonit a de t odas.
–Quisiera t ener una m uj ercit a y no un varón –solía decirle a m i m arido,
pensando en alguna m uñeca.
Siem pre oía una cariñosa respuest a:
–La t endrás. –Y luego la recom endación habit ual: No t e canses –cuando
salía de casa y t om aba el t ranvía en la esquina. ¡Ot ro m arido t an bueno com o el
m ío no habrá en t odo Buenos Aires!
Yo est aba encint a y la alegría, la infalibilidad y el asom bro de la
perspect iva m e im pedían t al vez padecer los m alest ares de ot ras m uj eres cuando
est án encint as. Adem ás, m i afición por la cost ura no m e dej aba desfallecer.
Tenía que acudir t odas las m añanas al t aller de Dionisia Ferrari, donde aprendía
a cort ar y a coser, con ot ras chicas de m i edad, durant e el invierno. Yo t enía la
im presión de ot orgar un placer a m is m anos cuando m anej aban las t ij eras las
aguj as y los alfileres: un placer del cual yo est aba a m enudo excluida pues m i
pensam ient o, preocupado por ot ras cosas, m e desvinculaba de m i cuerpo. A
veces, por las t ardes, la señora Dionisia, que m e t rat aba com o una m adre, m e
servía chocolat e con leche y vainillas. El placer lo sent ía m i paladar y m i
est óm ago y no m i verdadero yo. Mient ras relam ía m is labios golosos, esa
preocupación, que iría acrecent ándose com o una enferm edad, m e carcom ía.
¿Acaso la desvent ura de los dem ás debe de ser t am bién nuest ra? ¿Acaso
debem os sent irnos siem pre t an solidarios con el género hum ano? Yo at ribuía m i
est ado de sensibilidad al hecho de est ar encint a. ¿Qué podría im port arm e del
dram a que se desarrollaba en la fam ilia de Dionisia Ferrari? Si bien Dionisia m e
t rat aba com o una m adre, dándom e chocolat e con crem a y vainillas por la t arde,
ofreciéndom e, para coser, un asient o j unt o a la vent ana, prest ándom e a veces
su dedal de oro con perlit as y su t ij era de sast re, la verdad es que no le
preocupaba que m i m arido perdiera su em pleo, que m i m adre t uviera flebit is.
237
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Hay que ver las cosas com o son: en el fondo m e hacía m ala sangre por m ot ivos
egoíst as. I ba a ser m adre y t al vez t odo lo que sucedía a una m adre o a una hij a
t enía, en ciert o m odo, que preocuparm e, y com o t odas las m uj eres son m adres e
hij as, m e preocupaba por t odas las m uj eres, cosa que nunca m e había sucedido,
pues ant es la hum anidad m e era indiferent e.
El t aller de Dionisia quedaba en la calle Necochea, en la Boca. La casa era
am arilla com o el j abón de lavar los pisos, t enía una rej a pint ada de negro, con
adornos de bronce y en el j ardín de ent rada, dos palm eras con penachos t rist es,
que se agit aban con el vient o, daban la ilusión de barrer las nubes del cielo
cuando había t orm ent a. En el frent e de la casa quedaban las habit aciones de los
parient es de Dionisia, en los fondos, det rás de un pat io con num erosas plant as,
las dependencias de Dionisia y de su fam ilia, que se reducían al t aller de cost ura,
separado por una cort ina floreada del angost o y largo dorm it orio.
I nút ilm ent e yo t rat aba de dist raerm e cuando regresaba a casa. Leía Caras
y Caret as. Soy aficionada a la lect ura. He gast ado m ás velas en leer que en
rezar, no m e da vergüenza decirlo. Soy franca y digo las cosas feas, con
nat uralidad. En las fot ografías m iraba a la reina Ranavalona Manj aka, la ex reina
de Madagascar, con su cara negra, vest ida con t ant a elegancia, en una berlina,
paseando por las calles de París y no m e daba risa. Miraba al ganador del prim er
prem io de carrera de aut om óviles París–Berlín, sin asom bro. Miraba el palet ot de
últ im a m oda para señoras del Palacio de Crist al: no hubiera dado ni un paso ni
un peso por t enerlo. Miraba el ret rat o de la pobre secuest rada de Poit iers: no m e
horrorizaba. No m e daban ganas de est ar en Nápoles, para la fiest a de San
Genaro. Leía con indiferencia las recom endaciones para las m adres: " El
est óm ago es el cochero del sist em a nervioso" . El est reno de Nerón, por la
com pañía de la Guerrero, no despert aba m i curiosidad. El om bú donde habit aba
el erm it año Wit ner, en San Nicolás de los Arroyos, no m e im presionaba ni un
poquit o; Jacquet s para señoras: al ver los avisos no am bicionaba t ener ninguno.
Digo la verdad. Miraba el cuadrant e solar del bañado de Flores, en una
fot ografía: no hubiera dado un cent avo por verlo personalm ent e. El cura
Frabricci, circulador de m oneda falsa, no m e escandalizaba. " ¿Est aré enferm a?" ,
m e pregunt aba a m í m ism a. Si no hubiera sido por las confidencias de Dionisia,
no habría advert ido lo que sucedía en esa casa donde yo t rabaj aba.
Horacio Ferrari no am aba a su m uj er. No dorm ía con ella, prefería
acost arse en un cat re incóm odo, j unt o a la vent ana, para evit ar la prom iscuidad
de su cuerpo. Decían las m alas lenguas que el dinero que t enía lo dilapidaba en
j ugar. ¿Jugar a qué? ¡No lo sabré nunca! ¿Riñas de gallos, carreras de caballos,
naipes? Dionisia lloraba de la m añana la noche. Horacio era buen m ozo,
dem asiado buen m ozo, lo que im pedía que yo le t uviera fast idio o que pensara
m al de él. Su cara era noble y t ranquila y sus m odales correct os.
En cuant o el m at rim onio est aba j unt o, discut ía. Los m ot ivos de discordia
no t enían m ayor im port ancia. Una vez fue por la est rella del escudo de la casa de
gobierno: si t enía ochocient as o novecient as lám paras ocupó una part e de
exalt ado diálogo. Ot ra vez fue por la casa del Rey del Son: si quedaba en la calle
Florida al 220 o al 340 pareció cuest ión de vida o m uert e. Ot ra vez fue por la
not icia que salió en una revist a, de una gat a que dio a luz cinco gat os y t res
perros: el m at rim onio Ferrari no est aba de acuerdo sobre el núm ero de perros o
de gat os que habían nacido. Pero t odo sucedía, a m i j uicio, por culpa de Livia.
Livia sacaba la conversación de est o y del ot ro y de lo de m ás allá para pert urbar
la t ranquilidad de sus padres. Yo no digo que lo hiciera a propósit o, era inocent e
porque t enía doce años, pero la cuest ión es que en ese hogar no había paz. Yo
m ism a em pecé a sent irm e culpable. Soy cavilosa, m e enseñaron a serlo en la
infancia, cuando orinaba en la cam a.

238
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Horacio a m enudo se sent aba a m i lado para verm e coser. Yo m e ponía
nerviosa. Felizm ent e Livia siem pre est aba con nosot ros. Horacio la besaba
m irándom e com o diciendo: " Est oy besando a Livia, pero en m i im aginación t e
beso a t i" . Un día m e cort é un dedo con la t ij era. Horacio, serio com o de
cost um bre, hizo algo increíble: t om ó m i m ano en su m ano, m iró m i dedo que
t enía una herida com o una boca abiert a, y m e dij o:
–Hay que chupar t oda la sangre para que no se infect e.
Act o seguido m et ió m i dedo en su boca para chupar la sangre. Sent í el
calor m oj ado de su lengua y m e est rem ecí. En ese m om ent o pensé que Horacio
se asem ej aba m ucho a un anim al, y m e repugnó. Me ruboricé y Lila com enzó a
reír com o si le hicieran cosquillas. Me lim pié la m ano en la falda y seguí cosiendo
com o si nada hubiera sucedido pero sent ía la m irada de Horacio ardiendo sobre
m i nuca. Esa m irada húm eda y brillant e m e recordaría para el rest o de m i vida la
blandura cálida del int erior de su boca. Lo m iraba ya sin verlo y lo veía sin
m irarlo. Ningún asom o de coquet ería hubo en m í. Si se enam oró no fue por m i
culpa. Muchos m alpensados dirán que t rat é de seducirlo cuando, det rás del
biom bo o frent e a él en el cuart o de cost ura por orden de Dionisia, m e ponía los
t raj es sunt uosos, que le encargaban las client as, y luego at aviada con vest ido de
baile, de am azona, de novia o de viuda, daba unos pasos frent e al espej o, para
que pudiera yo m ism a com probar que t odo est aba en orden: el lazo, el ruedo,
las punt illas del cuello, los puños del vest ido. Creo que las ot ras chicas m e
envidiaban, pues ¿cóm o habría de int erpret ar la act it ud que asum ieron el día en
que m e puse la copia del vest ido de la art ist a francesa Henriot que había m uert o
hacía dos m eses, en el incendio del Teat ro de la Com edia? Yo había grit ado
desde una azot ea, al ver el ent ierro escandalosam ent e luj oso:
" Fuera blancura y azahares" hast a que los vigilant es m e hicieron callar.
Pensé: est as chicas saben que no soy part idaria de la francesa loca, ni de sus
adm iradores, que m urió por salvar a su perro ¿ent onces por qué m e m iran con
severidad y no m e hablan, al verm e con el vest ido de la francesa? Por envidia y
por ninguna ot ra razón. Mi cuerpo es esbelt o a pesar de est ar encint a; t engo una
cint ura de avispa y m i est at ura es m ediana, m ás alt a que el com ún de las
m uj eres argent inas. Mi m am á dice que m e dist ingo por m i siluet a.
Tuve un hij o. Durant e un año, para cum plir con m is deberes m at ernales,
no fui al t aller de cost ura. Cuando volví a lo de Ferrari, nada había cam biado.
Volví a reanudar m i t rabaj o. Dionisia, Horacio, Livia m e t rat aron com o siem pre.
Mi am or por Horacio había crecido.
Un día, que j am ás olvidaré, Dionisia m e dij o:
–Tengo que hablar cont igo. Saldrem os hoy a las cinco. Diré que vam os a
com prar géneros y cint as.
Dionisia nunca t uvo que dar explicaciones por sus salidas. Nos vest im os
para salir, nerviosam ent e. En la calle, lej os de la casa, Dionisia m e habló:
–Sabes que Horacio es un hom bre raro, un degenerado. –Cobardem ent e
yo asent í con la cabeza. –No m e im port a que m e engañe, pero que ande det rás
de su propia hij a es un pecado m ort al, que no t olero.
Cobardem ent e m e escandalicé. Yo sabía que Horacio est aba enam orado de
m í y que ut ilizaba a su hij a para disim ular.
–Dent ro de cuat ro sem anas –prosiguió– huiré con Livia de m i casa. Nos
irem os a España. Tienes que acom pañarm e al puert o. Diré que voy a despedir a
una am iga. A últ im o m om ent o m e esconderé para que nadie m e vea. Tengo aquí
los pasaj es. Me em barcaré en el Marsella.
Sacó de su corpiño un sobre, lo abrió y m e m ost ró los papeles. Yo podía
disponer de cuat ro sem anas para defender a Horacio, diciendo sim plem ent e la
verdad. Para declarar su inocencia, yo t enía que acusarm e. No dij e nada.

239
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Dionisia confiaba en m í. Me quería m ás t al vez que a su hij a, que era una
coquet a.
El día en que salía el barco fui m ás t em prano que de cost um bre a la casa
de Dionisia Ferrari. Debaj o de la cam a est aban escondidos dos paquet es, poquit a
ropa de las viaj eras.
Vislum bré a Horacio t om ando el desayuno, ant es de salir para el t rabaj o.
Dos horas después fuim os en un coche a la dársena. Tem blando, esperé que
saliera el barco. Debaj o de m i som brilla abiert a ocult é las lágrim as, que
quem aban m is oj os.

La ca r a e n la pa lm a

Anoche, perdón, ant enoche, a las cuat ro y m edia de la m añana, cuando


vinist e a buscar el sobre con las direcciones que dej ó la señora Upinsky debaj o
de la m ano del llam ador de bronce ( com o habíam os convenido, para no t ener
que ent regárt elo personalm ent e) , yo est aba despiert a y oí t us pasos en las
baldosas del corredor. Mi vida se rige de acuerdo a t us pasos. Toda la casa
dorm ía, salvo el perro, con sus grandes orej as rubias, que t am bién t e oyó. Me
falt ó valor para abrir la puert a y salir a t u encuent ro, com o pude hacerlo.
Perdónam e y com préndem e. A la hora en que t odo el m undo duerm e suceden las
cosas m ás m aravillosas y las cosas m ás t erribles del m undo. Uno es capaz de
m at ar a alguien, ¡uno es capaz de revelar cualquier secret o! , uno es capaz de
alej arse de la persona que uno m ás quiere para robar una sort ij a de diam ant es o
una rosa de crist al; uno es capaz de huir, de huir sin rum bo y de esperar la
aurora creyendo que uno se ha enam orado de alguien que uno no volverá a
m irar; uno es capaz de at ravesar el fuego por una persona am ada, sin m orir.
Uno es capaz de revelar cualquier secret o a esa hora, t e lo aseguro. ¡Salvo yo!
No quería revelart e ningún secret o, ni siquiera quería explicart e por qué uso un
guant e en la m ano izquierda. No. No soy leprosa, t e lo hubiera dicho. Yo quería
oír t us pasos subir y baj ar la escalera. Te hubiera dem orado con problem as
personales. A esa hora uno es o t iene la sensación de est ar libre, pero nadie,
salvo t ú, sabe ser libre cuando es culpable. Tengo que hacert e una confesión,
t enía que hacért ela desde hace t iem po. Tengo en la palm a de la m ano izquierda
una cara que m e habla, que m e acom paña, que m e com bat e; una cara pequeña
com o un baj o relieve, que ocupa el lugar en que deben est ar las líneas de la
m ano. Es un defect o de nacim ient o. Por sola que est é, j am ás est oy sola. Por
segura que est é de una cosa, j am ás lo est oy, pues siem pre est a pequeña voz
cont radice m is ínt im os pensam ient os com o si fuera una enem iga. Hem os
convivido dieciocho años; no he llegado aún a habit uarm e a ella. Si adviert es
ciert a incoherencia en m is palabras no t e asom bres: t odo se aclarará cuando
cont est es con paso rápido o pausado la pregunt a que t e hice la últ im a vez que
nos vim os de lej os, en la confit ería Los Alfeñiques a la hora del desayuno. No
hagas conj et uras. No pienses m al de m í. No pret endo despert ar t u curiosidad y
aprovechar de ella para que m e digas lo que j am ás quisist e decirm e. ¿Am arías a
una m uj er m anca? Sinceram ent e t e adviert o que no t endré confianza en t i, si no
t ienes confianza en m í.
Mient ras elaboro m is flores, en el t aller de la calle Uspallat a, pienso
invenciblem ent e en t u m anera de cam inar, pero la voz at roz m e dice que t ienes
paso de soldado con clavos en las suelas, y que las flores que hago parecen
insect os. Para t ort urarm e les pasa la lengua o las m uerde. La gent e dice que
nunca hice flores t an bonit as. No saben que est án hechas con el sonido de t us
pasos sobre las baldosas, la m adera o el m árm ol. No saben que est án hechas
con palabras de reproche. ¡Hice t ant as flores en m i vida que ahora puedo
hacerlas con los oj os cerrados! Las hice de algodón, de celuloide, de lat a, de
240
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
plum as, de t rapo, de cera, de m ost acilla, de t erciopelo, de espej it os, de t arlat án,
de pelo ( com o las hacían ant iguam ent e) . Ahora las hago m ás económ icas: de
papel m adera, de papel m ant eca, de papel de diario ( de diarios viej os) , de
serpent inas cuando llega carnaval.
Aurelio: no sabes lo que es la vida de una m uj er que t rabaj a, con una voz
enem iga que le sopla palabras al oído, cuando est á preocupada y oye pasos
am orosos en el piso de arriba. No sabes lo que m e duele el ir y venir de la gent e,
en el salón de vent as, donde brillan las arañas y los espej os. Ayer hice un ram o
para una novia. Me lo devolvieron, porque en uno de los pét alos de las violet as
de los Alpes había caído una m ancha de t int a, una m ancha im percept ible, t e lo
j uro ( culpa de est a lapicera con que t e escribo y culpa de m i afán por escribirt e) .
Después supe que la novia lució un horrible ram o de flores verdaderas, que en
m enos de cinco m inut os, com o era de esperar, se m archit ó ent re sus m anos.
Ant eayer la señora de Upinsky m e felicit ó personalm ent e por el florero que
preparé para su cum pleaños. Dice que las flores verdaderas, nunca perfect as, se
m archit an pront o y huelen a cem ent erio, que las m ías se conservan siem pre
herm osas, con un t enue perfum e a lila. Es una señora int eligent e: habla com o un
libro de filosofía.
La herm ana Cam ila, del Corazón de Jesús, m e pidió flores de seda para el
alt ar m ayor, pues la señora de Upinsky le había dado m i dirección. Nunca t e
agradeceré bast ant e que m e hayas iniciado en est e art e de hacer flores
art ificiales ( con t us pacient es consej os) , cuando m e encont rast e en la calle,
desvalida, ham brient a, pidiendo lim osna. En part e era m i culpa, lo sé: m e había
escapado de m i casa, pero ¿quién desoye una voz que aconsej a cont inuam ent e
la huida?
Recuerdo con m inuciosa claridad nuest ros diálogos: m e fascinaban porque
m e est aban salvando de una t rem enda inercia, de la consunción, de la m uert e,
t al vez. ¡Con qué orgullo ent regué t u cart a de recom endación a la señora
Okinam ot o para que m e em pleara en su casa! ¡Con qué alegría em prendí una
nueva vida! Ahora t e cont aré cóm o esperé el año nuevo: fue en una casa de
cam po. Habían arreglado cuat ro m esas sobre el césped; cada una t enía en el
cent ro un arbolit o con velas encendidas. Com im os una serie de m anj ares cuyos
colores m e deslum braban; predom inaban los colores rosados; el celest e no era
com ible. Brindé con t odo el m undo para fest ej ar el año nuevo; ínt im am ent e
brindé cont igo. Bailam os hast a las cinco de la m añana. Tres payasos hicieron
pruebas y sólo reí porque soy cort a de vist a. Cuando vi salir el sol m e ent rist ecí
un poco, al volver a la ciudad. La aurora del cam po es lim pia, pero la aurora de
la ciudad es sucia, llena de cobij as y de cucarachas que se esconden debaj o de
las bañaderas.
¿Me habrás olvidado? Me consuela la idea de poder m andart e,
próxim am ent e, un pensam ient o ( cuyos pét alos llevarán, en let ras de oro, las
iniciales t uyas) ; es una de m is nuevas creaciones: lo colocarás ent re las hoj as de
alguno de los libros que t ienes siem pre sobre t u m esa de luz. Al olvidarm e, por lo
m enos no olvidarás esa pequeña obra elaborada por m is m anos, si t odavía eres
am ant e de la lect ura y de las flores art ificiales.
Si m e ves llegar un día con la m anga del vest ido vacía, com o esos
guardianes lisiados de las plazas, sabrás que est oy dispuest a a casarm e cont igo;
pero si m e ves alej arm e com o siem pre, aparent em ent e norm al, con ese guant e
t ej ido, en la m ano izquierda, ent iende que yo, t u enam orada, vivo oyendo en m í
la voz de alguien que t e odia.

Los a m a n t e s

241
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
En la billet era de m at erial plást ico él llevaba el ret rat o de ella, vest ida de
odalisca. Ella, sobre su m esa de luz, t enía el ret rat o de él con t raj e de conscript o.
La fam ilia, el t rabaj o, los horarios de las com idas y del sueño,
confabulaban para que no se vieran a m enudo, pero esos encuent ros esporádicos
eran rit uales y ocurrían siem pre en invierno. Prim eram ent e com praban m asas,
después las saboreaban debaj o de los árboles, com o los niños que llevan la
m erienda.
La ansiedad es una form a de dicha que beneficia a los enam orados. A
t ravés de un laberint o de días, de cacofónicas com unicaciones t elefónicas, que
parecían no llegar nunca a su t érm ino, y después de desechar ot ras
posibilidades, elogian siem pre, para lugar de cit as, la confit ería Las Dalias, y un
dom ingo. Ella llevaba a guisa de abrigo una m ant a peluda, escocesa, que era de
gran ut ilidad. Frent e al escaparat e de la confit ería se saludaban sin m irarse,
cerem oniosam ent e confusos. Todas las personas que no se ven a m enudo, no
saben qué decirse; est o es ciert o.
" Tal vez en un cuart o bien oscuro o en un aut om óvil a gran velocidad –
pensaba él– perdería m i t im idez." " Tal vez en un cinem at ógrafo, después del
ent react o o siguiendo una procesión, sabría qué decirle" pensaba ella.
Después de est e diálogo int erior, ent raron en la confit ería, com o lo hacían
siem pre, y com praron ocho t aj adas de t ort as diferent es. Una parecía el
m onum ent o de los españoles, con penachos de crem a abigarrados y frut as
abrillant adas, form ando flores; ot ra, parecía un encaj e, era m ist eriosa y m uy
negra, con adornos lust rosos de chocolat e y de m erengue am arillo, salpicado de
grageas; ot ra parecía un pedest al de m árm ol rot o, era m enos herm osa pero m ás
grande, con café, crem a past elera y nueces m achacadas; ot ra parecía part e de
un cofre, con j oyas incrust adas en los lados y nieve en la part e superior. Cuando
pagaron y el paquet e est uvo list o, se dirigieron a la Recolet a, al reparo del
paredón del asilo de ancianos, donde se refugian los niños que rom pen los
faroles y los m endigos que lavan su ropa en la fuent e. Junt o a un árbol
degenerado, con ram as que hacen las veces de colum pios y de caballos para los
niños que se ham acan, se sent aron sobre el past o. Ella abrió el paquet e y sacó la
bandej a de cart ón donde brillaban, un poco aplast ados ya, la crem a, el
m erengue y el chocolat e. Sim ult áneam ent e, com o si cada uno proyect ara en el
ot ro sus m ovim ient os ( ¡m ist erioso y sut il espej o! ) , t om aron con una m ano
prim eram ent e, luego con las dos, la t aj ada de t ort a con penachos de crem a
( m onum ent o de los españoles en m iniat ura) , y se la llevaron a la boca.
Mascaban al unísono y t erm inaban de deglut ir cada bocado al m ism o t iem po.
Con idént ica sorprendent e arm onía se lim piaban los dedos en los papeles que
ot ras personas habían dej ado t irados sobre el past o. La repet ición de est os
m ovim ient os los com unicaba con la et ernidad.
Term inada la prim era t aj ada volvieron a cont em plar las rest ant es t aj adas
en la bandej a de cart ón. Con am orosa avidez y con m ayor fam iliaridad t om aron
la segunda ración: las t aj adas de chocolat e, decoradas con m erengue. Sin
vacilar, con los oj os bizcos, se las llevaron a las bocas desm edidam ent e abiert as
que esperaban. Los pichones abren de igual m odo los picos para recibir el
alim ent o que las m adres les t raen. Con m ás energía y m ayor velocidad, pero con
la m ism a fruición, com enzaron a m ast icar y a t ragar de nuevo com o dos
gim nast as que hacen ej ercicios al m ism o t iem po. Ella, de vez en cuando, se
volvía para ver pasar un aut om óvil m ás valioso que los ot ros por su excesivo olor
a naft a y por su t am año, o levant aba la cabeza para m irar una palom a, sím bolo
de am or, que revolot eaba pesadam ent e ent re las ram as. Él m iraba hacia
adelant e, pero t al vez paladeaba con m enos conciencia que ella el gust o de esos
m anj ares, cuya abundant e crem a caía sobre el past o, sobre la m ant a doblada y
sobre algunas basurit as adyacent es. Hast a que pudieran t erm inar el cont enido
242
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
de la bandej it a de cart ón am arillent a recubiert a de papel m ant eca, ninguna
sonrisa anim aría aquellos labios arm oniosos. El últ im o bocado de am bos t rozos
de t ort a se desm enuzó ent re el dedo pulgar, el índice y el m ayor de am bas
m anos, y t ardó en penet rar en las bocas que lo esperaban. Las m igas que caían
sobre la bandej a, la falda y el pant alón, fueron cuidadosam ent e recogidas e
int roducidas, con el pulgar y el índice, en la boca.
La t ercera t aj ada de t ort a, m ás opulent a que las ot ras, parecía el m at erial
que sirve para const ruir algunas casas originales que hay en los balnearios. La
cuart a t aj ada, m ás leve pero m ás ardua, por su consist encia de esponj a ( est aba
espolvoreada de azúcar) les dej ó bigot es blancos y pint as blancas en la nariz.
Para int roducirla en la boca había que sacar la lengua y cerrar los oj os. No
avent urarse a t om ar un gran bocado era perder buena part e del m anj ar donde
pululaba el m aní disfrazado de nuez o de alm endra. Ella est iró el cuello y baj ó la
cabeza; él no cam bió de act it ud. La m ast icación siguió su rit m o regular, com o
acom pañada por un cronóm et ro.
Sabían que quedaban m ás m anj ares en la bandej a de cart ón. Pasado ese
prim er m om ent o difícil, el rest o fue fácil. Las m anos hacían las veces de
cucharas. En vez de m ast icar ant es de t ragarlos, las bocas hacían buches con la
crem a el bizcochuelo.
Term inado el cont enido de la bandej a, ella t iró lej os el cart ón fest oneado y
sacó del bolsillo un paquet it o lleno de m aníes. Durant e unos m inut os, con
adem anes de m odist a, part ía las cáscaras, pelaba los granit os de m aní, se los
daba a él, guardándose algunos, que se llevaba a la boca, para m ast icar de
nuevo al unísono con él. Relam iéndose los labios osaron esbozar algún t ím ido
diálogo, relacionado con picnics: gent e que m urió al beber vino, después de
com er sandía: una araña pollit o dent ro de una canast a, que sirvió para m at ar a
una m uchacha odiada por los suegros, un dom ingo; conservas en m al est ado,
aparent em ent e deliciosas, que causaron la m uert e de dos fam ilias, en
Trenquelauquen; una t orm ent a que ahogó la luna de m iel de dos parej as,
brindando con sidra y com iendo salchichas con pan, en la orilla del arroyo, en
Tapalqué.
Cuando t erm inaron los alim ent os y el diálogo, ella desplegó la m ant a y
am bos se cubrieron, acost ándose en el past o. Sonrieron por prim era vez, pues
t enían la boca libre de alim ent os y de palabras, pero ella sabía ( y él t am bién lo
sabía) , que baj o el am paro de esa m ant a el am or repet iría sus act os y que la
esperanza, con alas frívolas, cada vez m ás rem ot a, la alej aría del m at rim onio.

La s t e r m a s de Tir t e

Est aban sent ados en la t ét rica sala de las t erm as de Tirt e. Las t erm as de
Tirt e eran célebres: sus aguas curaban las enferm edades m ás dispares, el
eczem a, la hepat it is, los cálculos de riñón, el reum at ism o, los desarreglos
nerviosos, la hipert ensión, la conj unt ivit is crónica, que afea t ant os oj os. Los
enferm os que acudían a las t erm as, t odo el t iem po hablaban de enferm edades.
Cada uno de ellos había sufrido m ás que el ot ro y ese ot ro no lo adm it ía. Bebían
agua com o si hubieran nacido sólo para eso. Ant es de t ragar el agua algunos
hacían buches, ot ros gárgaras, ot ros m ant enían en la boca el sorbo de agua sin
m overlo, com o si fuera una host ia, ot ros bebían t an lent am ent e que el vaso
parecía llenarse en lugar de vaciarse. Ent re t ant os enferm os, poco at rayent es,
j am ás pensé que Lucy encont raría al hom bre de quien debía enam orarse. Tan
luego ella, que era t an difícil. Yo la visit aba t odos los fines de sem ana y dorm ía
en la orilla del lago o en la plaza sobre un banco para no pagar aloj am ient o.
Sam uel Ort igas, el m édico, hablaba del poder m ágico de las aguas,
m ient ras los enferm os se m at aban a t rom padas.
243
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–¿Aguas m ágicas? Aguas diabólicas –yo le decía.
A las cinco de la t arde, hora en que se abrían los baños de aguas
sulfurosas, los ánim os de los enferm os llegaban al paroxism o de la exalt ación. Si
durant e la m añana discut ían casi am enam ent e, bebiendo agua, durant e la t arde
se golpeaban, se arañaban o se t iraban con los vasos porque algún orgulloso
pret endía t ener el hígado m ás enferm o, o un im púdico, el reum at ism o m ás
deform ant e, o un insolent e la conj unt ivit is m ás purulent a.
En aquel sit io que por su belleza y su t rist eza era célebre sent í una gran
m elancolía, pero poco a poco fui descubriendo que t am bién sería agradable vivir
por unos días en un lugar dedicado al reposo y consagrado al m ej oram ient o de la
salud.
Fue en las orillas del lago, uno de los adornos m ás fam osos de la com arca,
debaj o de un cerezo, que m e dij o Lucy:
–Est oy enam orada de ese act or francés.
–¡Cóm o puedes! –le respondí escandalizado.
–¿Por qué? –su asom bro no t enía lím it e.
Le señalé con el índice a Raúl Bert rés, que hablaba con un j oven de
cam isa celest e. Mient ras hablaba arrancaba dist raídam ent e cerezas del árbol,
para ofrecérselas a su int erlocut or, colgándoselas de las orej as o del cuello com o
si fuesen aros o cuent as de un collar.
–Todos los días se encuent ran a la m ism a hora, y salen en yat e.
–¿Y es una razón para que t e escandalices? –m e respondió–.
El pobre se aburre com o un condenado con ese discípulo.
–La razón es que j unt os se diviert en m ás que con una m uj er.
–Serán am igos.
Reí con un grit o agudo casi afem inado, y dij e:
–Nat uralm ent e. Era eso lo que quería decirt e.
–Calum nias –respondió Lucy.
Raúl Bert rés, adem ás de haber inspirado a Lucy una pasión desm edida,
era uno de los m ás célebres act ores del m om ent o. Venía t odos los años a
cum plir una cura a Las Term as de Tirt e, para m ant enerse j oven, según los
inform es de Lucy, y se hospedaba en el hot el m ás luj oso del lugar. Baj aba rara
vez al edificio de los baños, y si lo hacía desdeñaba el funicular, prefiriendo baj ar
a pie hast a la fuent e m ism a de donde m anaba el agua que bebía, para después
ent rar furt ivam ent e en el edificio, a saludar a los m édicos. Fue en su organism o
que se pudo com probar el poder de las aguas, poder hart o dist int o del que
rezaban las propagandas. Sam uel Ort igas aseguraba a Lucy que las aguas no
curaban las enferm edades banales sino que daban una energía sobrenat ural a los
enferm os o a los hom bres sanos. En el prim er m om ent o est a t eoría le pareció
absurda a Lucy, pero t uvo que adm it irla, pues com probó que aquello que parecía
un cuent o de hadas era la verdad.
Para Raúl Bert rés la vida del hom bre era dem asiado cort a. Lucy lo supo
por el conserj e del hot elit o donde vivía. Un hom bre que se acuest a t odos los días
a las cinco de la m añana, que no t iene t iem po de divert irse, que t iene que hacer
ej ercicios respirat orios y aprender de m em oria páginas y páginas de diálogos,
sient e que la vida pasa com o un soplo. No podía vivir a fuerza de no encont rar
t iem po para vivir: era esa su enferm edad. La angust ia del t iem po, que t odos
t enem os, lo carcom ía. ¿Pero cóm o sería posible alargar la vida de un hom bre?
Los sabios habían est udiado t ant o y t an infruct uosam ent e la cuest ión que se
habían desanim ado. ¡Un problem a sin solución!
–¿Qué son dos o t res años m ás de vida que m e darán est as aguas? –
exclam aba Raúl Bert rés, bebiendo con desesperación.
–Yo que de j oven siem pre quise m orir, no lo com prendo –se lam ent aba
Lucy.
244
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Sam uel Ort igas creyó descubrir de est e m odo la solución y la halló. Si un
ser dot ado de suficient es energías pudiera cum plir, m ient ras duerm e, sus
obligaciones m ás t ediosas y de ese m odo aprovechar el t iem po que desperdicia
en descansar, alargaría el doble su vida.
Aunque parezca m ent ira, Raúl Bert rés, m ient ras dorm ía cum plía sus
obligaciones m ás t ediosas.
Dem ost rar a Lucy, com o yo m e lo había propuest o, cuáles eran para Raúl
Bert rés las obligaciones t ediosas result aba difícil, ya que el único indicio que
revelaba su sueño eran los oj os cerrados y un im percept ible ronquido, pues el
hipócrit a usaba gruesos ant eoj os negros.
Me avent uré a una em presa difícil: resolví hacerm e am igo de él, para
arrebat arle o rom perle int em pest ivam ent e los ant eoj os, en circunst ancias de
sum o int erés para Lucy y para m í.
Ala dist ancia, de nuevo debaj o del cerezo, plat icando con el discípulo, lo
vislum bram os. Con Lucy nos acercam os corriendo. Fingí que iba en busca de las
m ism as cerezas. Con un brusco m ovim ient o le quit é los ant eoj os. Lo m iré con
asom bro. Vi que sus oj os est aban cerrados.
–Mient ras est á cont igo t am bién duerm e –dij e a Lucy.
Para probar la veracidad de m is palabras, t rat é de organizar el paseo de él
y de Lucy, en una noche de luna.
En m edio de un diálogo apasionado, com o un m aleant e m e acerqué a Raúl
Bert rés y le quit é los ant eoj os gruesos y verdes. Pero cuál no fue m i sorpresa y
m i disgust o al ver que sus oj os est aban abiert os. Sin em bargo sé que se abrieron
en ese inst ant e con m i aparición y que volvieron a cerrarse indignados cuando
desaparecí ent re los árboles, llevándom e los ant eoj os, pero ¡ay! no el confiado,
el engañado corazón de m i ex novia Lucy.
La vida clandest ina
–Magdalena cree que la engaño, y la engaño pero de un m odo raro –m e
dij o un día.
Hacía poco que nos conocíam os. Yo no sabía quién era Magdalena y la
confidencia m e pareció est úpida.
Ot ro día lo acom pañé al sót ano: de ahí se divisaba la escalera, donde
ret um baba el eco. Me dij o:
–Cuando grit o, no es con m is palabras, ni con m i voz, que el eco
responde. No sólo eso m e da m iedo; m e dan m iedo los espej os, donde no m e
veo a m í m ism o reflej ado sino a ot ro m uchacho diferent e, t ot alm ent e diferent e.
–¿Desde cuándo suceden est as cosas? –le pregunt é.
–Desde siem pre. Desde que fui capaz de hablar, de m irar, de dist inguir un
reflej o de una persona. Por eso nunca pensé librem ent e en Magdalena, ni pude,
acost ado con ot ra m uj er, engañarla. Sent í que la voz del eco, que esas palabras
que no grit é, que esas im ágenes del espej o, que no proyect é, se j unt aban para
form ar a un ser infinit am ent e m ás vit al y m ás hum ano que yo y que Magdalena.
–No t e preocupes –le dij e–. El eco t iene una voz im personal.
–Pero cuando una voz de hom bre grit a, cont est a con voz de hom bre.
–El eco de t u casa desfigurará los sonidos, un fenóm eno corrient e. ¡Hay
t ant os cuent os al respect o! ¡Tant os poem as que conozco de m em oria! Exist e el
eco sim ple, el doble, el t riple, el m últ iple, el m onosilábico y el polisilábico. El
espej o que t am bién desfigura las im ágenes es m uy com ún. A veces las devora:
en el caso de Arquím edes...
Ya prot est aba y, para t ranquilizarlo, le dij e:
–Es un desdoblam ient o, t al vez.
Em pecé a preocuparm e cuando advert í que el eco no m odificaba el ladrido
ni el espej o el hocico de Dongo, su perro, que el eco no m odificaba el cant o del

245
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
canario ni el espej o su color, y que, por últ im o, a m í t am poco m e m odificaban ni
el eco ni el espej o.
Un día m e dij o:
–Tengo m iedo de encont rarm e con esa persona... Por ella sería capaz de
abandonar a Magdalena.
–No t e quedes en est a casa. Verás que los ot ros ecos y los ot ros espej os
del m undo son diferent es.
Huyó. Pero sus cart as m e dij eron que en t odas part es encont raba la
ext raña voz en el eco, y la ext raña im agen en los espej os. En t odas part es aquel
ser iba creciendo. En el agua, en los m et ales, en los vidrios, en los huecos de las
escaleras, en los zaguanes de las casas viej as, en los alj ibes, en las iglesias, las
grut as, en el fondo de las m ont añas, aquel ser lo esperaba. Aunque la am ara, no
podía pensar en Magdalena.
Desde niño le había gust ado la m úsica. Tocó el clarinet e en una orquest a.
Pero vio la im agen reflej ada en el bronce convexo del inst rum ent o. Abandonó la
orquest a. Trabaj ó en una fábrica de cuchillos: la vio en las hoj as de los cuchillos.
Trabaj ó en un t aller m ecánico, donde el eco, at esorando aquella voz, se
agazapaba en los huecos del galpón... Con la esperanza de ser libre y de am ar
sin infidelidades a Magdalena, se fue a vivir al desiert o. Rendido, se acost ó a
dorm ir. Luego vio su im pront a en la arena, que no guardaba relación alguna con
su cuerpo; le dibuj ó oj os y boca, y le m odeló una rej a, donde susurró el final de
est a hist oria, que nadie sabrá.

La pe lu ca

A Elva y Sam m y

Para engañarm e m e decías siem pre la verdad; para decirt e la verdad yo


siem pre t e m ent ía. Éram os novios. Est udiábam os j unt os; t rabaj ábam os en la
m ism a oficina. Queríam os aprender alem án. Vim os el nom bre de Herm inia
Langst er en el diario: ella quería aprender cast ellano ( con nosot ros) y enseñar en
cam bio alem án. Era rubia, alt a y delgada.
Conversábam os en los j ardines públicos, en las confit erías, en las casas
cuando llovía.
Sería inút il negarlo: t e enam orast e de ella por la peluca. Adm irast e su
cabellera post iza, creyendo que era nat ural, pero el día que se le ladeó,
ocupándole part e de la frent e, o que la puso en la punt a del respaldo de la silla,
para alisar su verdadero pelo, porque creía est ar sola, sin que la espiáram os, y
que volvió a colocársela con elegancia, la am ast e aún m ás. Aparent em ent e era
una peluca parecida a t odas las pelucas: ni roj iza para llam ar la at ención, ni
plat inada para parecerse a las m ás at rayent es, ni negra para ser repugnant e;
era rubia, discret a e im personal, con una raya perfect a en el cent ro, y algunos
rulos que arm onizaban con las ondas suaves del conj unt o.
Creo que Herm inia t am bién t e am aba. ¿Por qué voy a dudarlo? Por lo
m enos t e prefería. Era t an buena que est aba dispuest a a sacrificar t odo por t i,
pero t ú no le pedías sacrificio alguno, salvo ser am ado, lo que im plica de t odos
m odos un sacrificio de am bas part es, porque am ar es sacrificarse, uno lo
aprende a lo largo del t iem po.
¿Cuándo y por qué Herm inia com enzó a cam biar de m odales? No lo sé. Ni
sé t am poco si lo haría para parecer graciosa o para asom brarnos.
Un día que paseábam os por el bosque de Palerm o m e dej ó pasm ada. Miró
en las ram as de un árbol, con insist encia, una t orcaza. No podía seguir nuest ra
conversación. Sin decir agua va, com o un relám pago, t repó el árbol y t raj o la

246
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
t orcaza ent re sus m anos. Desplum ó y m ordió best ialm ent e al pobre paj arit o.
Fingist e no advert irlo, para no escandalizarm e, probablem ent e.
Com ía com o los perros, pasando la lengua por el plat o; bebía el agua de
los grifos o de un t azón, nunca de los vasos. ¡Fue absurdo que un día se nos
ocurriera invit arla a cenar con nosot ros!
Cuando em pezó a cam inar en cuat ro pat as, a rom per los libros, nos
fast idió m ucho; y cuando nos m ordió la m ano y la m ej illa a m í m e dio asco y a t i
t e pert urbó.
En noches de verano, clandest inam ent e, salist e con ella y sospecho que no
era para aprender alem án sino un idiom a m ás com plicado: el am or. Volvías
m alt recho, con el pelo revuelt o y cubiert o de rasguños. Est uve a punt o de
rom per m i com prom iso para no vert e m ás, por lo m enos hast a t ranquilizar m is
nervios, pero no fue necesario.
Sin com unicárm elo t e fuist e con ella a la provincia de Tucum án. Supe que
habían alquilado una casa en las sierras. Durant e días vagué por los j ardines
donde habíam os paseado j unt os.
Al poco t iem po, en las not icias policiales, m e ent eré de un caso de
canibalism o en las sierras. Una m uj er m at ó con un cuchillo a un niño, un
panaderit o, y lo dio de com er a sus hij os. Sim ult áneam ent e recibí un t elegram a
t uyo, para que fuera a t u encuent ro, en las sierras. Relacioné las dos not icias y
part í en el prim er t ren.
Tucum án m e deslum bró. Me quedé a dorm ir una noche en un hot el de la
ciudad. El lugar donde vivías, en las sierras, quedaba bast ant e ret irado. Tuve
que t om ar ot ro t ren.
Tu casa est aba en un valle encant ador y salvaj e. Cuando t e vi solo, t e
pregunt é:
–¿Y Herm inia? ¿Te librast e de ella?
Abrazándom e, cont est ast e:
–Me la com í. Si ella era un anim al, es nat ural que yo la com iera.
Herm inia no volvió a aparecer. Vivim os en un m undo ext raño. Me casé
cont igo, pero a m edida que pasa el t iem po m e das m iedo, sobre t odo desde que
dij ist e que debo engordar, pues m e sient a m ej or, y porque insist es en vivir en un
lugar ret irado, en plena sierra, sin un criado siquiera.
Est a cart a es para que sepas que no soy t ont a y que no m e engañas.
Los hom bres se com en los unos a los ot ros, com o los anim ales: que lo
hagas de un m odo físico y real, no t e volverá m ás culpable ant e m is oj os, pero sí
ant e el m undo, que regist rará el hecho en los diarios com o un nuevo caso de
canibalism o.

La e x pia ción

A Helena y Eduardo

Ant onio nos llam ó a Rupert o y a m í al cuart o del fondo de la casa. Con voz
im periosa ordenó que nos sent áram os. La cam a est aba t endida. Salió al pat io
para abrir la puert a de la paj arera, volvió y se echó en la cam a.
–Voy a m ost rarles una prueba –nos dij o.
–¿Van a cont rat art e en un circo? –le pregunt é.
Silbó dos o t res veces y ent raron en el cuart o Favorit a, la María Callas y
Mandarín, que es coloradit o. Mirando el t echo fij am ent e volvió a silbar con un
silbido m ás agudo y t rém ulo ¿Era ésa la prueba? ¿Por qué nos llam aba a Rupert o
y a m í? ¿Por qué no esperaba que llegara Cleóbula? Pensé que t oda esa
represent ación serviría para dem ost rar que Rupert o no era ciego, sino m ás bien
loco; que en algún m om ent o de em oción frent e a la dest reza de Ant onio lo
247
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
dem ost raría. El vaivén de los canarios m e daba sueño. Mis recuerdos volaban en
m i m ent e con la m ism a persist encia. Dicen que en el m om ent o de m orir uno
revive su vida: yo la reviví esa t arde con rem ot o desconsuelo.
Vi, com o pint ado en la pared, m i casam ient o con Ant onio a las cinco de la
t arde, en el m es de diciem bre. Hacía calor ya, y cuando llegam os a nuest ra casa,
desde la vent ana del dorm it orio donde m e quit é el vest ido y el t ul de novia, vi
con sorpresa un canario. Ahora m e doy cuent a de que era el m ism o Mandarín
que picot eaba la única naranj a que había quedado en el árbol del pat io. Ant onio
no int errum pió sus besos al verm e t an int eresada en ese espect áculo. El
ensañam ient o del páj aro con la naranj a m e fascinaba. Cont em plé la escena
hast a que Ant onio m e arrast ró t em blando a la cam a nupcial, cuya colcha, ent re
los regalos, había sido para él fuent e de felicidad y para m í t error durant e las
vísperas de nuest ro casam ient o. La colcha de t erciopelo granat e llevaba bordado
un viaj e en diligencia. Cerré los oj os y apenas supe lo que sucedió después. El
am or es t am bién un viaj e; durant e m uchos días fui aprendiendo sus lecciones,
sin ver ni com prender en qué consist ían las dulzuras y suplicios que prodiga. Al
principio, creo que Ant onio y yo nos am ábam os parej am ent e, sin dificult ad, salvo
la que nos im ponía m i inocencia y su t im idez.
Est a casa dim inut a que t iene un j ardín igualm ent e dim inut o est á sit uada
en la ent rada del pueblo. El aire saludable de las m ont añas nos rodea: el cam po
queda cerca y lo vem os al abrir las vent anas.
Teníam os ya una radio y una heladera. Num erosos am igos frecuent aban
nuest ra casa en los días de fiest a o para fest ej ar alguna fecha de fam ilia. ¿Qué
m ás podíam os pedir? Cleóbula y Rupert o nos visit aban m ás a m enudo porque
eran nuest ros am igos de infancia. Ant onio se había enam orado de m í, ellos lo
sabían. No m e había buscado, no m e había elegido; era m ás bien yo la que lo
había elegido a él. Su única am bición era ser am ado por su m uj er, conservar su
fidelidad. Poca im port ancia le daba al dinero.
Rupert o se sent aba en un rincón del pat io y sin preám bulos m ient ras
afinaba la guit arra, pedía un m at e, o bien una naranj ada cuando hacía calor. Yo
lo consideraba com o uno de los t ant os am igos o parient es que form an, casi
podría decir, part e de los m uebles de una casa y que uno adviert e sólo cuándo
est án est ropeados o colocados en dist int o lugar del habit ual.
" Son cant ores los canarios" decía Cleóbula invariablem ent e, pero si
hubiera podido m at arlos con una escoba lo hubiera hecho porque los det est aba.
¡Qué hubiera dicho al verlos hacer t ant as pruebas ridículas sin que Ant onio les
ofreciera ni una hoj it a de lechuga ni una vainilla!
Yo alcanzaba el m at e o el vaso de naranj ada a Rupert o, m ecánicam ent e,
baj o la som bra del parral, donde siem pre se sent aba, en una silla de Viena, com o
un perro en su rincón. Yo no lo consideraba com o una m uj er considera a un
hom bre, yo no observaba la m ás elem ent al coquet ería para recibirlo. Muchas
veces, después de haberm e lavado la cabeza, con el pelo m oj ado, recogido por
horquillit as, com o un esperpent o, o bien con el cepillo de dient es en la boca y
con dent ífrico en los labios, o con las m anos llenas de espum a de j abón en el
m om ent o de lavar la ropa, con el delant al recogido en la cint ura, barrigona com o
una m uj er encint a, lo hacía pasar abriéndole la puert a de calle, sin m irarlo
siquiera. Muchas veces, en m i descuido, creo que m e vio salir del cuart o de baño
envuelt a en una t oalla t urca, arrast rando las chanclet as com o una viej a o com o
una m uj er cualquiera.
Chusco, Albahaca y Serranit o volaron al recipient e que cont enía pequeñas
flechas con espinas. Llevando las flechas volaban afanosos a ot ros recipient es
que cont enían un líquido oscuro donde hum edecían la punt a dim inut a de las
flechas. Parecían paj arit os de j uguet e, palilleros barat os, adornos de som brero
de una t at arabuela.
248
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Cleóbula, que no es m aliciosa, había advert ido, y m e lo dij o, que Rupert o
m e m iraba con dem asiada insist encia. " ¡Qué oj os! " , repet ía sin cesar. " ¡Qué
oj os! "
–He conseguido conservar los oj os abiert os cuando duerm o –m usit ó
Ant onio–; es una de las pruebas m ás difíciles que he logrado en m i vida.
Me sobresalt é al oír su voz. ¿Era ésa la prueba? Después de t odo, ¿qué
había de ext raordinario en ella?
–Com o Rupert o –dij e con voz ext raña.
–Com o Rupert o –repit ió Ant onio–. Los canarios, m ás fácilm ent e que m is
párpados, obedecen m is órdenes.
Los t res est ábam os en ese cuart o en penum bra com o en penit encia. Pero
¿qué relación podía haber ent re sus oj os abiert os durant e el sueño y las órdenes
que im part ía a los canarios? No era de ext rañar que Ant onio m e dej ara de algún
m odo perplej a: ¡era t an dist int o de los ot ros hom bres!
Cleóbula t am bién m e había asegurado que m ient ras Rupert o afinaba la
guit arra sus m iradas m e recorrían desde la punt a del pelo hast a la punt a de los
pies, que una noche al quedar dorm ido en el pat io, m edio borracho, sus oj os
habían quedado fij os en m í. En consecuencia perdí la nat uralidad, t al vez la falt a
de coquet ería. Para m i ilusión, Rupert o m e m iraba a t ravés de una suert e de
ant ifaz en el que se engarzaban sus oj os de anim al, esos oj os que no cerraba ni
para dorm ir. Com o al vaso de naranj ada o al m at e que yo le servía, con una
m ist eriosa fij eza m e clavaba sus pupilas cuando t enía sed, Dios sabe con qué
int ención. Oj os que m iraran t ant o no exist ían en t oda la provincia, en t odo el
m undo; un brillo azul y profundo com o si el cielo se hubiera m et ido en ellos los
diferenciaba de los ot ros, cuyas m iradas parecían apagadas o m uert as. Rupert o
no era un hom bre: era un par de oj os, sin cara, sin voz, sin cuerpo; así m e
parecía, pero así no lo sent ía Ant onio. Durant e m uchos días en que m i
inconsciencia llegó a exasperarlo, por cualquier nim iedad m e hablaba de m al
m odo o m e infligía t rabaj os penosos, com o si en lugar de ser su m uj er yo
hubiera sido su esclava. La t ransform ación en el caráct er de Ant onio m e afligió.
¡Qué ext raños son los hom bres! ¿En qué consist ía la prueba que quería
m ost rarnos? Lo del circo no había sido una brom a.
Al poco t iem po de casarnos m uchas veces dej aba de ir a su t rabaj o,
pret ext ando un dolor de cabeza o un inexplicable m alest ar de est óm ago. ¿Todos
los m aridos eran iguales?
En el fondo de la casa la enorm e paj arera llena de canarios que Ant onio
había cuidado siem pre con afán est aba abandonada. Por las m añanas cuando yo
t enía t iem po lim piaba la paj arera, colocaba alpist e, agua y lechuga en los
recipient es blancos y cuando las hem bras est aban por t ener cría, preparaba los
nidit os. Ant onio se había ocupado siem pre de est as cosas, pero ya no
dem ost raba ningún int erés en hacerlo ni en que yo lo hiciera.
¡Hacía dos años que nos habíam os casado! ¡Ni un hij o! En cam bio ¡cuánt a
cría habían t enido los canarios!
Un olor a alm izcle y a cedrón llenó el cuart o. Los canarios olían a gallina,
Ant onio a t abaco y a sudor, pero Rupert o últ im am ent e no olía sino a alcohol. Me
decían que se em borrachaba. ¡Qué sucio est aba el cuart o! Alpist e, m iguit as de
pan, hoj as de lechuga, colillas y ceniza est aban disem inados en el piso.
Desde la infancia Ant onio se había dedicado, en los m om ent os libres, a
am aest rar anim ales: prim ero usó de su art e pues era un verdadero art ist a, con
un perro, con un caballo, luego con un zorrino operado, que llevó durant e un
t iem po en su bolsillo; después, cuando m e conoció y porque m e agradaban, se le
ocurrió am aest rar canarios. En los m eses de noviazgo, para conquist arm e, m e
había enviado con ellos papelit os con frases de am or o flores at adas con una
cint it a. De la casa donde él habit aba a la m ía se ext endían quince largas
249
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
cuadras: los alados m ensaj eros iban de una casa a la ot ra sin vacilar. Por
increíble que parezca llegaron a colocar flores en m i pelo y un papelit o dent ro del
bolsillo de m i blusa.
Que los canarios colocaran flores en m i pelo y papelit os en m i bolsillo ¿no
era m ás difícil que las t ont erías que est aban haciendo con las bendit as flechas?
En el pueblo, Ant onio llegó a gozar de un gran prest igio. " Si hipnot izaras a
las m uj eres com o a los páj aros, nadie resist iría a t us encant os; le decían sus t ías
con la esperanza de que el sobrino se casara con alguna m illonaria. Com o dij e
ant eriorm ent e, Ant onio no se int eresaba por el dinero. Desde los quince años
había t rabaj ado de m ecánico y t enía lo que deseaba t ener, lo que m e ofreció con
su casam ient o. Nada nos falt aba para ser felices. Yo no podía com prender por
qué Ant onio no buscaba un pret ext o para alej ar a Rupert o. Cualquier m ot ivo
hubiera servido para ese fin, aunque m ás no fuera una reyert a por cuest iones de
t rabaj o o de polít ica que, sin llegar a una riña a puñet azos o con arm as, hubiera
vedado la ent rada de ese am igo a nuest ra casa. Ant onio no dej aba t raslucir
ninguno de sus sent im ient os, salvo en ese cam bio de caráct er que yo supe
int erpret ar. Cont rariando m i m odest ia, advert í que los celos que yo podía inspirar
enaj enaban a un hom bre que había sido siem pre, a m i j uicio, el ej em plo de la
norm alidad.
Ant onio silbó, se quit ó la cam iset a. Su t orso desnudo parecía de bronce.
Me est rem ecí al verlo. Recuerdo que ant es de casarm e m e ruboricé frent e a una
est at ua m uy parecida a él. ¿Acaso no lo había vist o nunca desnudo? ¡Por qué m e
asom braba t ant o!
Pero el caráct er de Ant onio sufrió ot ro cam bio que en part e m e t ranquilizó:
de inert e se volvió ext rem adam ent e act ivo, de m elancólico se volvió,
aparent em ent e, alegre. Su vida se llenó de m ist eriosas ocupaciones, de un ir y
venir que denot aba int erés ext rem o por la vida. Después de la cena ni siquiera
encont rábam os un m om ent o de solaz para oír la radio, o para leer los diarios, o
para no hacer nada, o para conversar unos inst ant es sobre los acont ecim ient os
del día. Los dom ingos y días de fiest a t am poco eran un pret ext o para perm it irnos
un descanso; yo que soy com o un espej o de Ant onio, cont agiada por su
inquiet ud, iba y venía por la casa, ordenando roperos ya ordenados, o lavando
fundas im pecables, por una im periosa necesidad de cont em porizar con las
enigm át icas ocupaciones de m i m arido. Un redoblam ient o de am or y de solicit ud
por los páj aros ocupó part e de sus días. Arregló nuevas dependencias de la
paj arera; el arbolit o seco, que ocupaba el cent ro, fue reem plazado por ot ro, m ás
grande y m ás gracioso, que la em bellecía.
Abandonando las flechas dos canarios em pezaron a pelear: las plum it as
volaron por el cuart o, la cara de Ant onio se oscureció de cólera. ¿Sería capaz de
m at arlos? Cleóbula m e había dicho que era cruel. " Tiene cara de llevar un
cuchillo en el cint o" , había aclarado.
Ant onio ya no perm it ía que yo lim piara la paj arera. En aquellos días él
ocupó un cuart o que servía de depósit o en los fondos de la casa y abandonó
nuest ra cam a m at rim onial. En una cam a t urca donde m i herm ano solía dorm ir la
siest a cuando venía de visit a, Ant onio pasaba las noches ( sin dorm ir, lo
sospecho, pues hast a el alba yo oía sus pasos incansables sobre las baldosas) . A
veces se encerraba horas ent eras en ese cuart o m aldit o.
Uno por uno los canarios dej aron caer de sus picos las pequeñas flechas,
se posaron sobre el respaldo de una silla m odularon un cant o suave. Ant onio se
incorporó y m irando a María Callas, al que siem pre había llam ado " La reina de la
desobediencia" , dij o una palabra que no t iene sent ido para m í. Los canarios
volvieron a revolot ear.
A t ravés de los vidrios pint ados de la vent ana yo t rat aba de at isbar sus
m ovim ient os. Me last im é una m ano int encionalm ent e, con un cuchillo: de ese
250
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
m odo m e at reví a golpear a su puert a. Cuando m e abrió, salió volando una
bandada de canarios que volvió a la paj arera. Ant onio curó m i herida pero, com o
si hubiera sospechado que era un pret ext o para llam ar su at ención, m e t rat ó con
sequedad y desconfianza. En aquellos días hizo un viaj e de dos sem anas, en un
cam ión, no sé adónde y volvió con una bolsa llena de plant as.
Miré de soslayo m i falda m anchada. Las páj aros son t an chiquit os y t an
sucios. ¿En qué m om ent o m e habían ensuciado? Los observé con odio: m e gust a
est ar lim pia aun en la penum bra de un cuart o.
Rupert o, ignorando la m ala im presión que causaban sus visit as, venía con
la m ism a frecuencia y con los m ism os hábit os. A veces, cuando yo m e ret iraba
del pat io para evit ar sus m iradas, m i m arido con algún pret ext o m e hacía volver.
Pensé que de algún m odo le agradaba aquello que t ant o le desagradaba. Las
m iradas de Rupert o m e parecían ya obscenas, m e desnudaban baj o la som bra
del parral, m e ordenaban act os inconfesables cuando a la caída de la t arde una
brisa fresca acariciaba m is m ej illas. Ant onio, en cam bio, nunca m e m iraba o
fingía no m irarm e, según m e lo aseguraba Cleóbula. No haberlo conocido, no
haberm e casado con él, ni conocido sus caricias, para volver a encont rarlo, a
descubrirlo, a ent regarm e a él, fue durant e un t iem po uno de m is deseos m ás
ardient es. ¿Pero quién recupera lo que ya perdió?
Me incorporé, m e dolían las piernas. No m e gust a est ar quiet a t ant o
t iem po. ¡Qué envidia t engo a los páj aros que vuelan! Pero los canarios m e dan
pena. Parece que sufrieran cuando obedecen.
Ant onio no t rat aba de evit ar las visit as de Rupert o: por lo cont rario, las
fom ent aba. Durant e los días de carnaval llegó al ext rem o de invit arlo a quedarse
en nuest ra casa, una noche en que se dem oró hast a m uy t arde. Tuvim os que
aloj arlo en el cuart o que Ant onio ocupaba provisoriam ent e. Aquella noche, com o
la cosa m ás nat ural del m undo, volvim os a dorm ir j unt os, m i m arido y yo, en la
cam a de m at rim onio. Mi vida se encauzó de nuevo desde aquel m om ent o en su
ant igua norm alidad; así lo creí, al m enos.
Vislum bré en un rincón, debaj o de la m esa de luz, el fam oso m uñeco.
Pensé que podría recogerlo. Com o si hubiese hecho un adem án, Ant onio m e dij o:
–No t e m uevas.
Recordé aquel día en que al acom odar los cuart os, en la sem ana de
carnaval, descubrí, para m al de m is pecados, arrum bado sobre el arm ario de
Ant onio, ese m uñeco hecho de est opa, con grandes oj os azules, de un m at erial
blando, com o de género, con dos círculos oscuros en el cent ro, im it ando las
pupilas. Vest ido de gaucho hubiera servido de adorno en nuest ro dorm it orio.
Riendo se lo m ost ré a Ant onio, que m e lo quit ó de las m anos con fast idio.
–Es un recuerdo de infancia –m e dij o–. No m e gust a que t oques m is
cosas.
–¿Qué m al hay en t ocar un m uñeco con el cual j ugabas en t u infancia?
Conozco niños que j uegan con m uñecos ¿acaso t e da vergüenza? ¿No eres un
hom bre ya? –le dij e.
–No t engo que dar ninguna explicación. Lo m ej or será que t e calles.
Ant onio, m alhum orado, colocó el m uñeco de nuevo sobre el arm ario y no
m e dirigió la palabra durant e varios días. Pero volvim os a abrazarnos com o en
nuest ros m ej ores t iem pos.
Pasé la m ano por m i frent e húm eda. ¿Se m e habrían deshecho los rulos?
No había ningún espej o en el cuart o, por suert e, pues no hubiera resist ido la
t ent ación de m irarm e en lugar de m irar los canarios que m e parecían t an t ont os.
A m enudo Ant onio se encerraba en el cuart o del fondo y advert í que
dej aba abiert a la puert a de la paj arera para que ent rara por la vent ana alguno
de los paj arit os. Llevada por la curiosidad, una t arde lo espié, subida sobre una

251
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
silla, pues la vent ana quedaba m uy alt a ( lo que nat uralm ent e no m e perm it ía
m irar hacia adent ro del cuart o cuando yo pasaba por el pat io) .
Miraba el t orso desnudo de Ant onio. ¿Era m i m arido o una est at ua?
Acusaba a Rupert o de loco, pero él era m ás loco t al vez. ¡Cuánt o dinero había
gast ado en la com pra de canarios, en vez de com prarm e una m áquina de lavar!
Un día pude ent rever el m uñeco acost ado en la cam a. Un enj am bre de
paj arit os lo rodeaba. El cuart o se había t ransform ado en una especie de
laborat orio. En un recipient e de barro había un m ont ón de hoj as, de t allos, de
cort ezas oscuras; en ot ro, unas flechit as hechas con espinas; en ot ro, un líquido
brillant e cast año. Me pareció que yo había vist o esos obj et os en sueños y para
salir de m i perplej idad cont é la escena a Cleóbula, que m e respondió:
–Así son los indios: usan flechas con curare.
No le pregunt é lo que quería decir curare. Ni sabía si m e lo decía con
desdén o con adm iración.
–Se dedican a las bruj erías. Tu m arido es un indio –y al ver m i asom bro,
int errogó–: ¿No lo sabes?
Sacudí la cabeza con fast idio. Mi m arido era m i m arido. No había pensado
que pudiera pert enecer a ot ra raza ni a ot ro m undo que el m ío.
–¿Cóm o lo sabes? –int errogué con vehem encia.
–¿No has m irado sus oj os, sus póm ulos salient es? ¿No adviert es lo ladino
que es? Mandarín, la m ism a María Callas, son m ás francos que él. Esa reserva,
esa m anera de no cont est ar cuando se le pregunt a algo, ese m odo que t iene de
t rat ar a las m uj eres, ¿no bast an para dem ost rart e que es un indio? Mi m adre
est á ent erada de t odo. Lo sacaron de un cam pam ent o cuando t enía cinco años.
Tal vez eso fue lo que t e gust ó en él: ese m ist erio que lo dist ingue de los ot ros
hom bres.
Ant onio t raspiraba y el sudor hacía brillar su t orso. ¡Tan buen m ozo y
perdiendo el t iem po! Si m e hubiera casado con Juan Lest on, el abogado, o con
Robert o Cuent as, el t enedor de libros, no hubiera padecido t ant o, seguram ent e.
Pero ¿qué m uj er sensible se casa por int erés? Dicen que hay hom bres que
am aest ran pulgas, ¿de qué sirve? °
Perdí la confianza en Cleóbula. Sin duda decía que m i m arido era indio
para afligirm e o para hacerm e perder la confianza en él; pero al hoj ear un libro
de hist oria donde había lám inas con cam pam ent os de indios, e indios a caballo,
con boleadoras, encont ré una sim ilit ud ent re Ant onio y esos hom bres desnudos,
con plum as. Advert í sim ult áneam ent e que lo que m e había at raído en Ant onio
era t al vez la diferencia que había ent re él y m is herm anos y los am igos de m is
herm anos, el color bronceado de la piel, los oj os rasgados y ese aire ladino que
Cleóbula m encionaba con perverso deleit e.
–¿Y la prueba? –int errogué.
Ant onio no m e respondió. Fij am ent e m iraba los canarios que volvieron a
revolot ear. Mandarín se apart ó de sus com pañeros y perm aneció solo en la
penum bra m odulando un cant o parecido al de las calandrias.
Mi soledad com enzó a crecer. A nadie com unicaba m is inquiet udes.
Para Sem ana Sant a, por segunda vez, Ant onio insist ió en que Rupert o se
quedara de huésped en nuest ra casa. Llovía com o suele llover para Sem ana
Sant a. Fuim os con Cleóbula a la iglesia para hacer el Viacrucis.
–¿Cóm o est á el indio? –m e pregunt ó Cleóbula, con insolencia.
–¿Quién?
–El indio, t u m arido –m e respondió–. En el pueblo t odo el m undo lo llam a
así.
–Me gust an los indios, aunque m i m arido no lo fuera, m e seguirían
gust ando –le respondí, t rat ando de seguir m is oraciones.

252
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Ant onio est aba en act it ud de oración. ¿Había rezado alguna vez? Para el
día de nuest ro casam ient o m i m adre le pidió que com ulgara; Ant onio no quiso
com placerla.
Mient ras t ant o la am ist ad de Ant onio con Rupert o se est rechaba. Una
suert e de cam aradería, de la que yo est aba en ciert o m odo excluida, los
vinculaba de una m anera que m e pareció veraz. En aquellos días Ant onio hizo
gala de sus poderes. Para ent ret enerse, m andó m ensaj es a Rupert o, hast a su
casa, con los canarios. Decían que j ugaban al t ruco por m edio de ellos, pues una
vez int ercam biaron algunos naipes españoles. ¿Se burlaban de m í? Me fast idió el
j uego de esos dos hom bres grandes y resolví no t om arlos en serio. ¿Tuve que
adm it ir que la am ist ad es m ás im port ant e que el am or? Nada había desunido a
Ant onio y a Rupert o, en cam bio Ant onio, inj ust am ent e en ciert o m odo, se había
alej ado de m í. Sufrí en m i orgullo de m uj er. Rupert o siguió m irándom e. Todo
aquel dram a ¿sólo había sido una farsa? ¿Añoraba el dram a conyugal, ese
m art irio al que m e habían abocado los celos de un m arido enloquecido durant e
t ant os días?
Seguíam os am ándonos, a pesar de t odo.
En un circo Ant onio podía ganar dinero con sus pruebas, ¿por qué no? La
María Callas inclinó la cabecit a para un lado, luego para el ot ro, y se posó en el
respaldo de una silla.
Una m añana com o si m e anunciara el incendio de la casa, Ant onio ent ró
en m i cuart o y m e dij o:
–Rupert o est á m uriendo. Me m andaron llam ar. Salgo para verlo.
Esperé a Ant onio hast a m ediodía, dist raída con los quehaceres dom ést icos.
Volvió cuando yo est aba lavándom e el pelo.
–Vam os –m e dij o–, Rupert o est á en el pat io. Lo salvé.
–¿Cóm o? ¿Fue una brom a?
–Ninguna. Lo salvé, con la respiración art ificial.
Apresuradam ent e, sin com prender nada, recogí m i pelo, m e vest í, salí al
pat io. Rupert o, inm óvil, de pie j unt o a la puert a m iraba ya sin ver las baldosas
del pat io. Ant onio le arrim ó una silla para que se sent ara.
Ant onio no m e m iraba, m iraba al t echo com o cont eniendo la respiración.
De im proviso Mandarín voló j unt o a Ant onio y le clavó una de las flechas en un
brazo. Aplaudí: pensé que debía hacerlo para cont ent ar a Ant onio. Era sin
em bargo una prueba absurda. ¡Por qué no ut ilizaba su ingenio para sanar a
Rupert o!
Aquel día fat al Rupert o al sent arse se cubrió la cara con las m anos.
¡Cóm o había cam biado! Miré su cara inanim ada, fría, sus m anos oscuras.
¡Cuándo m e dej arían sola! Tenía que hacerm e los rulos con el pelo
m oj ado. I nt errogué a Rupert o disim ulando m i fast idio:
–¿Qué ha sucedido?
Un largo silencio que hacía resalt ar el cant o de los páj aros t em bló en el
sol. Rupert o respondió por fin:
–Soñé que los canarios picot eaban m is brazos, m i cuello, m i pecho; que
no podía cerrar m is párpados para prot eger m i oj os. Soñé que m is brazos y que
m is piernas pesaban com o sacos de arena. Mis m anos no podían espant ar esos
picos m onst ruosos que picot eaban m is pupilas. Dorm ía sin dorm ir, com o si
hubiera ingerido un narcót ico. Cuando despert é de ese sueño, que no era sueño,
vi la oscuridad: sin em bargo oí cant ar los páj aros y oí los ruidos habit uales de la
m añana. Haciendo un gran esfuerzo llam é a m i herm ana, que acudió. Con voz
que no era m ía, le dij e: " Tienes que llam ar a Ant onio para que m e salve" . " ¿De
qué?" int errogó m i herm ana. No pude art icular ot ra palabra. Mi herm ana salió
corriendo, y acom pañada de Ant onio volvió m edia hora después. ¡Media hora que

253
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
m e pareció un siglo! Lent am ent e, a m edida que Ant onio m ovía m i brazos
recuperé la fuerza pero no la vist a.
–Voy a hacerles una confesión –m urm uró Ant onio, y agregó, lent am ent e–,
pero sin palabras.
Favorit a siguió a Mandarín y clavó una flechit a en el cuello de Ant onio,
María Callas sobrevoló un m om ent o sobre su pecho donde le clavó ot ra flechit a.
Los oj os de Ant onio, fij os en el t echo cam biaron, se hubiera dicho, de color.
¿Ant onio era un indio? ¿Un indio t iene los oj os azules? De algún m odo sus oj os
se parecieron a los de Rupert o.
–¿Qué significa t odo est o? –m usit é.
–¿Qué est á haciendo? –dij o Rupert o, que no com prendía nada.
Ant onio no respondió. I nm óvil com o una est at ua recibía las flechas de
aspect o inofensivo que los canarios le clavaban. Me acerqué a la cam a y lo
zarandeé.
–Cont ést am e –le dij e–. Cont ést am e. ¿Qué significa t odo est o?
No m e respondió. Llorando lo abracé, echándom e sobre su cuerpo;
olvidando t odo pudor lo besé en la boca com o sólo podría hacerlo una est rella de
cine. Un enj am bre de canarios revolot eó sobre m i cabeza.
Aquella m añana Ant onio m iraba a Rupert o con horror. Ahora yo
com prendía que Ant onio era doblem ent e culpable: para que nadie descubriera su
crim en, m e había dicho y lo había dicho después a t odo el m undo:
–Rupert o se ha vuelt o loco. Cree que est á ciego, pero ve com o cualquiera
de nosot ros.
Com o la luz se había alej ado de los oj os de Rupert o el am or se alej ó de
nuest ra casa. Se hubiera dicho que aquellas m iradas eran indispensables para
nuest ro am or. Las reuniones en el pat io carecían de anim ación. Ant onio cayó en
una t enebrosa t rist eza. Me explicaba:
–Peor que la m uert e es la locura de un am igo. Rupert o ve pero cree que
est á ciego.
Pensé con despecho, t al vez con celos, que la am ist ad en la vida de un
hom bre era m ás im port ant e que el am or.
Cuando dej é de besar a Ant onio y apart é m i cara de la suya, advert í que
los canarios est aban a punt o de picot ear sus oj os. Le t apé la cara con m i cara y
con m i cabellera que es espesa com o un m ant o. Ordené a Rupert o que cerrara la
puert a y las vent anas para que el cuart o quedara en com plet a oscuridad,
esperando que los canarios se durm ieran. Me dolían las piernas. ¿El t iem po que
habré quedado en esa post ura? No lo sé. Lent am ent e com prendí la confesión de
Ant onio. Fue una confesión que m e unió a él con frenesí, con el frenesí de la
desdicha. Com prendí el dolor que él habría soport ado para sacrificar y est ar
dispuest o a sacrificar t an ingeniosam ent e, con esa dosis t an infinit esim al de
curare y con esos m onst ruos alados que obedecían sus caprichosas órdenes
com o enferm eros, los oj os de Rupert o, su am igo, y los de él, para que no
pudieran m irarm e, pobrecit os, nunca m ás.

El fa n t a sm a

Mi alm a:
Sirvient as dist inguidas, señoras ricas, prost it ut as de buena fam ilia,
adolescent es que est udian, m uj eres de t odas las edades, ociosas o que t rabaj an,
y algunos hom bres, cuando no t em en parecer afem inados, t ienen por cost um bre
exhibir en el dorm it orio, en un m arco bonit o com o si se t rat ara de un novio, un
ret rat o de ellos m ism os. Vi a una m endiga sin vivienda, sin ropa ( salvo la que
t enía puest a) , sin alim ent os ( salvo la basura recogida) , que llevaba en su bolsa
vacía un ret rat o de sí m ism a, con m arco en form a de corazón. Hay t am bién
254
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
m uj eres que en algún álbum cost oso conservan fot ografías de sí m ism as, en
dist int as edades con dist int os t raj es y post uras. Si pululan en est as fot ografías
perros, am igos y parient es, es para disim ular el am or que sient en por sí m ism as.
El cuerpo parece aj eno a nosot ros; nunca nuest ro com o podría ser o darnos la
ilusión de ser. Adem ás, los cuerpos incesant em ent e cam bian, com o las personas
de quienes nos enam oram os. Se t ransform an en algo peor, o m ej or cuando
t ienen m ucha suert e. El enam orado sigue los rast ros originales del ser am ado.
Narciso se enam oró de Narciso: est aba m enos solo que yo. Me enam oré de una
sust ancia volát il y siendo t ú, m i alm a, de calidad parecida, m e dirij o a t i para
j ust ificar de algún m odo un sent im ient o que no com prendo. La única
superioridad que t iene est a sust ancia sobre los seres hum anos es que no
envej ece o que si envej ece el hecho no se adviert e. Cam bia, eso sí: parece
m at ernal a veces, frívola ot ras o bien grave, suele llevar faldas, pura vest im ent a
y pedrerías, o bien est ar desnuda, puede convert irse en la nat uraleza, es árbol y
es agua, en t em perat ura m aravillosa, en m úsica y en luz.
Parecería que he desvariado pero ¿quién no habría de hacerlo t rat ándose
de una experiencia com o ést a?
Cuando ese perfum e a j unquillo, a j azm ín, a t um bergias, a no sé qué
ext ravagant e flor, m e sorprendió de im proviso, al abrir la puert a de calle de m i
casa, pensé que una m uj er perfum ada, llevando t al vez flores, había ent rado.
Supe después, por los port eros y por la gent e que allí habit aba, que sem ej ant e
m uj er no había ent rado.
Cuando el m ism o perfum e m e sorprendió después en m i dorm it orio, ot ro
día en la oficina en donde t rabaj o, ent re hom bres y m uj eres con olor a t abaco,
com enzó a preocuparm e.
Ráfagas inopinadas ent raban por la vent anilla del t ren, cuando viaj aba, o
refrescaban súbit am ent e el aire, cuando cruzaba por la calle, lugares fét idos,
t ales com o m ercados, farm acias, queserías o, en verano, esos m ont ones de
basura, con hálit o inm undo, a donde acuden las m oscas verdes y los perros
abandonados.
No m e at reví a confesárselo a nadie. Am ar a algo que no t iene rost ro ni
form a alguna es un suplicio que, sospecho, ni siquiera los sant os han soport ado.
Jesús est á represent ado en m iles de form as: ent re los brazos de la Virgen, en el
pesebre, en los brazos de San Crist óbal, cruzando el m ar, sent ado en una sillit a
con el m undo en la m ano, j ugando con San Juan o bien m ost rando su corazón.
La Virgen t iene m illones de rost ros y de vest im ent as. Puede est ar con un m ant o
azul, un vest ido roj o, puede t ener al niño ent re sus brazos, puede t ener un
rosario en la m ano o una serpient e a los pies. Crist o, en form as aún m ás
variadas por las act it udes en que est á clavado en la cruz, por la t renza de la
corona, por la edad de la cara, por el color de la t única.
Mi suplicio es de los peores a que puede est ar condenado un hom bre.
A veces aquel perfum e quedaba en m is labios com o el sabor a sal que el
m ar dej a en los labios. A veces quedaba en m i pelo, com o el olor a cosm ét ico
cuando uno sale de la peluquería. A veces quedaba sim plem ent e en un dedo o en
la solapa de un t raj e o en un guant e usado. Llegó a parecerm e casi nat ural. Hoy
m e parece t ot alm ent e nat ural.
Cirila, m i novia, no m e am aba, pero yo gozaba con ella de t odos los
inconvenient es del am or; est a circunst ancia hacía que est uviésem os dispuest os a
casarnos, creyendo que est ábam os enam orados el uno del ot ro.
Un día que paseábam os com o de cost um bre, sacó del bolsillo un pequeño
frasco de perfum e y m e pasó el t apón suavem ent e debaj o de la nariz. Me
est rem ecí, pero no dij e nada.
–Est e perfum e –dij o– es de Claudia.

255
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–¿Quién es Claudia? –pregunt é ansiosam ent e; pensé que había
descubiert o la clave del enigm a.
–No la conocerás nunca –respondió Cirila–, m urió hace un año. Est e
perfum e lo fabricó ella m ism a con una m ezcla de flores que puso a m acerar en
alcohol. Tenía el proyect o de poner una perfum ería, pues le int eresaban las
cuest iones de perfum es de las dest ilerías. Est udió quím ica durant e algunos años.
Pero ant es de recibirse abandonó la carrera.
–¿La quieres m ucho? –le pregunt é, no pudiendo cont ener m i t urbación.
–Est ás t em blando –respondió–. ¿Qué t e pasa?
–No sé. He fum ado m ucho. Cont est a lo que t e pregunt é.
–A decir verdad, no la quería m ucho.
–¿Por qué?
–No sé. Me m olest aba, t enía celos de t odo.
–¿Y de qué m urió?
–En un accident e. Í bam os j unt as. Fue horrible.
–¿Por qué no m e lo cont ast e?
–¡No sé! No puedo pensar en eso: m e hace m al. Nos peleam os. Fue
nuest ra últ im a pelea, y su últ im a frase fue: " Me las vas a pagar" .

La ga llin a de m e m br illo

Se llam aba Blanquit a Sim ara, porque no parecía un m acho, sino una
hem bra. Desde que Manuel Grasín se había inst alado en la habit ación del fondo
de la casa, que era com o est ar en prim era fila de plat ea, Blanquit a había
engordado m ucho. Est o era inevit able porque Manuel Grasín, que t rabaj aba en la
confit ería El Obelisco, una vez por sem ana le t raía en una bolsa las sobras:
huesos, past eles rot os, grasa rancia de j am ón y pavo, sándwiches viej os. Grasín
podía disponer de los alim ent os para ot ros fines, cocinarlos para hacer past eles,
por ej em plo, o regalarlos a la prim a Virginia, que preparaba con cualquier
basurit a albóndigas deliciosas, pero prefería dárselos a Blanquit a Sim ara, porque
lo esperaba con los oj os ardiendo de ham bre, en el zaguán y, porque, adem ás,
Rosaura Pringles con ot ras at enciones agradecía su generosidad. Si él t enía que
com prar cam isas, calzoncillos o piyam as, Rosaura se los m andaba hacer en
pocos días, a m edida y en poplín it aliano.
Rosaura Pringles, veint e años at rás, t uvo que soport ar una inj uria: a ella,
que se había casado cont ra vient o y m area, su m arido la había abandonado; a
ella, que había sido la niña m im ada de la sociedad, a ella, pobrecit a, que,
después, por culpa de él t uvo que t rabaj ar para ganarse la vida. Róm ulo
Pringles, int em pest ivam ent e, salió una m añana para no volver. La había dej ado
en una casa bonit a, bien puest a, con un t aller de cam isas que daba m ucha
ganancia, rodeada de plant as que se llam an corazón de est udiant e, lazo de
am or, lluvia de fuego. Rosaura j am ás pensó que el hom bre volvería, y cuando la
llam ó veint e años después por t eléfono ( soy t est igo) , para pregunt arle si vivía
siem pre en la m ism a casa, quedó t an asom brada que acept ó en el act o su
proposición de vivir de nuevo j unt os.
Róm ulo Pringles llegó con un cargam ent o de valij as, con m enos pelo, pero
m ayor m andíbula, lo que le confirió un aire feroz que no desagradaba a Rosaura,
pero sí a Blanquit a Sim ara, que descubrió en el hom bre, así lo sospecho,
pret ensiones de anim al.
Hubo que arreglar la casa, pedir a Manuel Grasín que se fuera, cosa que
no era fácil. " Soy solo y am igo de la t ranquilidad" decía Grasín. Fue ent onces que
Rosaura Pringles adquirió ese hábit o que form ó la part e m ás im port ant e de su
personalidad y de su encant o. Blanquit a Sim ara em pezó a hablar por su boca: no
sólo expresaba lo que Blanquit a hubiera dicho en t al y cual circunst ancia, sino
256
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
que rem edaba la voz que le at ribuía: una voz de acuerdo con su idiosincrasia,
que era m ezcla de niño m im ado, de negro de las Ant illas y de viej it o provinciano
t art am udo. ¿Qué m uj er, cuando vale algo, no es j uguet ona? Ella m ism a decía
" Soy Blanquit a" .
Manuel Grasín la escuchó prim eram ent e con im paciencia.
–¿Manuel Grasín, que es t an bueno, no nos dej ará el cuart o, para que
podam os aloj ar a papá? Por difícil que sea conseguir aloj am ient o, Manuel Grasín
lo encont rará y vendrá a visit arnos y a t raernos huesit os de la confit ería, y
alguna vez, para m am á una gallinit a de m em brillo.
La voz irresist ible de Blanquit a obró sobre el espírit u y la suert e de Manuel
Grasín; consiguió una vivienda en ot ra casa, ret iró su cam a y su arm ario, para
dej ar la habit ación, que sirvió ot rora de escrit orio luj oso a Róm ulo Pringles.
Rosaura Pringles era herm osa y sabía m anej ar a sus ofícialas: lo único que
no. pudo inculcarles fue su am or a Blanquit a Sim ara. Le sonreían, es verdad, la
acariciaban, pero con visible repugnancia. Blanquit a Sim ara dej aba vóm it os en la
alfom bra, rom pía los géneros que encont raba en el suelo ( j am ás com ía los
alfileres, cosa que hubiera agradado a las oficialas) , orinaba en la puert a del
t aller, si hacía frío. Las oficialas aprovechaban cuando la señora salía para
llam arlo puerco, darle un punt apié; una llegó a quem arle la orej a con un
cigarrillo, act o inhum ano, explicable, si se quiere, en m uj eres cansadas o celosas
de la dicha de un perro m ás querido que ellas. Pero desde que Róm ulo Pringles
había vuelt o, las oficialas se burlaban de los dueños de casa y perm it ían a
Blanquit a Sim ara cualquier locura.
–La señora, que es t an seria, conversa m ucho, y no de géneros, con el
dueño de la sedería Sendra; y no de cuest iones j urídicas, con Ernest o Roque,
buen m ozo y at revido que t rabaj a en la t elevisión y conquist a a t odas las
m uj eres –decían en coro esas lenguas de víbora.
Yo las oía con m i oído de t ísico, cuando aparecía con m i bolsa con
golosinas en aquel paraíso.
–Que una dam a se perfum e t ant o no es nada bueno –decía la segunda
oficiala.
–Usa pest añas falsas y peluca –decía la prim era oficiala.
–Eso no quiere decir nada –decía la sirvient a, siem pre asom ada a la
puert a.
–Los afeit es desagradan a los hom bres.
–Según a qué hom bres. Conocí a uno que exigía que su m uj er llevara,
hast a en la cam a, la peluca puest a. Ust edes no m e creerán. Aquel pelo,
requet ebién m uert o y post izo, que había sido de ot ra m uj er, lo enardecía –
opinaba gravem ent e la prim era ofíciala.
–Todas las noches saca a Blanquit a Sim ara a pasear. Le com pró un collar
de cuero verde, que vale m ás que un som brero, y una cadenit a que es un chiche
¿para qué? Si ant es andaba conm igo por la calle sin collar, com o un conej o, la
Blanquit a Sim ara. ¿Yo, qué m ás quiero? Me quedo a descansar. Pero el señor
¿qué pensará? –dij o la sirvient a.
I nfam ias, pensé, est irando la orej a.
–El señor m erecido lo t iene –dij o la segunda ofíciala–. ¿No la plant ó
durant e veint e años? Y ella esperándolo, com o la sant a im agen de la fidelidad.
–Eso es lo raro. Ahora que el señor ha vuelt o, se diviert e con ot ros –dij o la
sirvient a.
–Así es la vida. Ahora est á t ranquila, puede divert irse –decía la prim era
oficiala.
–Tengo ganas de rom perle la peluca; se hace la nena –prot est ó la
segunda oficiala–. Los ot ros días dij o: " Est a oficialit a que no t raiga su negro
hast a la puert a porque lo vam os a sacar corriendo de un m ordiscón" .
257
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Est aban enfurecidas, porque con el correr de los días Blanquit a Sim ara
adquirió, a m i j uicio, una m ala cost um bre. Hay que ser j ust os, lo que est á m al
est á m al. I nt em pest ivam ent e la picarona se sent aba en m edio del cuart o de
cost ura, levant aba el hocico y aullaba: era anuncio de desgracia. Tardam os poco
t iem po en descubrirlo. Las oficialas se ponían nerviosas. Sabían que ese aullido
t raería a alguna de ellas o a algún habit ant e de la casa m alas not icias. Y así fue
com o Blanquit a Sim ara anunció sucesivam ent e con su aullido la m uert e de la t ía
Paquit a, el accident e de la rusit a Sonia, que no volvió al t aller, y el asesinat o del
herm ano de Róm ulo Pringles. Los acont ecim ient os se present aron de un m odo
t rágico. Aquella noche, Róm ulo Pringles, al oír el aullido de Blanquit a, acudió al
t aller, em puñó un palo y golpeó el lom o de Blanquit a. Rosaura t om ó a su vez un
hierro, para golpear a su m arido, en defensa de Blanquit a; en ese preciso
m om ent o el novio de una de las oficialas ent raba en la casa para buscar a su
novia, y con verdadera indignación recibió el golpe. Yo t em ía que la vida de
Blanquit a Sim ara est uviera en peligro y se lo dij e a Rosaura, que respondió, con
voz adorable:
–Tiene siet e vidas. Tenem os un Dios apart e.
Al oír est o, Manuel Grasín se t ranquilizó.
Yo la seguí aquel día. En la plaza, en la paz del anochecer, con la voz de
Blanquit a Sim ara, Rosaura Pringles hablaba a su enam orado:
–Vam os a dej arlo solo porque los enam orados m olest an con sus
at revim ient os. Est e Ernest o Roque es un m ent iroso. ¿Acaso le perdonaríam os
que diga a ot ras m uj eres lo que nos dice a nosot ras?
Nada t an inj ust o. Ernest o Roque, subyugado por la voz de Blanquit a
Sim ara, era fiel ahora a una sola m uj er: a Rosaura.
Sacó del bolsillo un revólver y le dij o:
–Rosaura: vienes a vivir conm igo o t e m at o aquí m ism o y m e pego un
balazo. No olvides que soy un hom bre y que no se j uega con un hom bre.
–¿Y cóm o hacem os para decírselo a papá? –dij o Rosaura Pringles, con la
voz de Blanquit a Sim ara–. ¿Y para deshacer el t aller, echar a las oficialas t an
buenit as, que nos dan de com er? ¿Y cóm o hacem os para sacar la ropa, los
m uebles, los chiches, la bat ería de cocina nueva? ¿No vam os a vivir com o
git anos? ¿Dónde? ¿En una habit ación sin cuart o de baño? ¿En un t ugurio del
cent ro, sin calefacción y sin agua calient e, com iendo frit angas frías y papas frit as
en aceit e de algodón, que es un veneno para los est óm agos? No, señor. Som os
rom ánt icas, pero nos gust a vivir con las com odidades m odernas. Ya ve ust ed que
t enem os en nuest ra casit a t odas las m áquinas, desde la licuadora hast a el
t elevisor. Nos gust a vivir bien, ent re adornos bonit os, perros de porcelana y
¿para qué ocult arlo?, som os gast adoras. Es raro que andem os por las calles del
cent ro sin com prar algo. Las com idas m ás caras son las que nos gust an:
langost inos, blanquit o de pavit a, past el de alm endras, faisán a la t urca, dát iles y
m arrón glacé, caviar, que es difícil de conseguir.
¿De dónde conocía esos plat os? Un furor seco oprim ió la gargant a de
Ernest o Roque. Recordé con orgullo m i generosidad.
–Nos gust a pasear –siguió diciendo la voz de Blanquit a Sim ara–, y t ener
aut om óvil. ¡Y los perfum es! Acept am os sólo perfum es franceses, de los m ás
finos. ¡Y j abones! Jabones ingleses de glicerina, para la sarna, que t am bién son
caros, com o los cepillos.
Todas est as palabras dichas con voz de niña, conm ovieron a Ernest o
Roque.
–Est oy decidido –dij o subyugado el infeliz. Em puñó el revólver con una
m ano, y con la ot ra oprim ió el brazo de Rosaura.
–Yo t am bién est oy decidida –respondió Rosaura, at errada, con su propia
voz, por prim era vez, para asust ar al hom bre–. Me iré cont igo. ¡Qué m e
258
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
im port an m i casa y sus com odidades! Tendría que ser frívola para rehusar t u
proposición. Llevaré á Blanquit a conm igo. No t e opondrás a ello. Tu am or es lo
m ás im port ant e que hay en m i vida, lo único aut ént ico. Hast a ahora m i
exist encia no t enía significado; m ecánicam ent e yo cum plía con m is obligaciones,
sin alegría. El día era idént ico a la noche, y la noche al día; la diversión al t edio y
el t edio a la diversión; el am or al odio y el odio al am or. Si usaba peluca, era
para esconder m i cabellera, que es m ás herm osa; si usaba pest añas falsas, era
para ocult ar la curva irresist ible de m is pest añas; si usaba senos post izos, era
para prot eger los m íos de las m anos que podrían acariciarlos. Ahora, porque
puedo ser yo m ism a, frent e al revólver, prueba irrefut able de t u am or, prom et o
abandonar t odo para seguirt e.
Rosaura Pringles, que m iraba fij am ent e la luz de un farol m ient ras
hablaba, baj ó la vist a y vio que el am enazant e revólver y la m ano am orosa que
oprim ía su brazo habían desaparecido. Ernest o Roque no est aba a su lado.
Rosaura se alisó la peluca, se anudó la bufanda, con un leve t em blor, y no
sabiendo si est aba m uert a o viva, m usit ó a Blanquit a Sim ara:
–Si no vuelve t u m am á a casa le com erán t oda la sopit a y van a dej arla
sin post re.
La voz divina de Blanquit a Sim ara resonó en sus labios con la m ism a
gracia de siem pre; Rosaura se encam inó a su casa llevando consigo ese Sésam o
ábret e de los corazones, que le perm it iría gozar aún del am or. En la m esa del
com edor est aba esperando la gallinit a de m em brillo, obsequio de Manuel Grasín.

Ce le st in a

Era la persona m ás im port ant e de la casa. Manej aba la cocina y las llaves
de las alacenas. Era necesario com placerla.
Para que fuera feliz, había que darle m alas not icias: esas not icias eran
t ónicos para su cuerpo, deleit es para su espírit u.
–Celest ina, hoy, m ient ras daba a luz, m urió de un at aque al corazón la
señora Celina Rom ero, aquella m uj er sim pát ica y bondadosa, a quien convidó
ust ed con carbonada y niños envuelt os. Nadie se ocupará del hij o, que t iene dos
cabezas y una sola orej a.
–¿Y en t odo lo dem ás el niño es norm al?
–No. Tiene el t alón del pie colocado adelant e, los dedos en el t alón,
adem ás de las pest añas dent ro de los párpados. Hablan de hacerle una
operación.
–¡Qué pavada operar a un recién nacido!
Celest ina se incorporaba en la silla, com o en el agua una flor m archit a, y
revivía.
–Celest ina, hay t errem ot os en Chile; m arem ot os t am bién. Ciudades
ent eras han desaparecido. Los ríos se t ransform an en m ont añas, las m ont añas
en ríos. Se desbordan, se vienen abaj o. Predicen el fin del m undo.
Celest ina sonreía m ist eriosam ent e. Ella que era t an pálida, se sonroj aba
un poco.
–¿Cuánt os m uert os? –pregunt aba.
–Todavía no se sabe. Muchos han desaparecido
–¿Podría m ost rarm e el diario?
Le m ost rábam os el diario, con las fot ografías de los desast res. Las
guardaba sobre su corazón.
–¡Qué brom a! –respondía.
–Celest ina, la crim inalidad infant il aum ent a. Ayer, m ient ras el señor
I sm ael Rébora, que ust ed conoce, dorm ía, con la dosis habit ual de som nífero, su
niet o, Am ílcar, de ocho años de edad, con el cuchillo que ut ilizaba para sacar
259
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
punt a a los lápices y a las cañas de bam bú, le infirió varias heridas m ort ales. El
señor I sm ael Rébora t uvo t iem po de encender la luz para ver com o le asest aban
la cuart a puñalada y com probar que el aut or del hecho, no sólo era un niño, sino
su niet o, am argura que para él duró la fracción de un segundo, pero no para su
fam ilia, que ocult ó el asesinat o con éxit o, y que t iene que convivir ahora con un
pequeño crim inal que asesinará con el t iem po al rest o de la fam ilia.
–A lo m ej or –respondía Celest ina.
Durant e horas fue am able, bondadosa, alegre, casi bonit a; t arareaba una
canción española, que expresaba claram ent e su regocij o.
Celest ina podía vivir en carne propia las m alas not icias.
–Est a casa est á incendiándose –le dij eron un día–. Los bom beros ya est án
al pie del edificio, t rat ando de apagar el incendio. No, no es una brom a. De los
grifos, en vez de agua, salen llam as. No podem os salvarnos, porque la escalera
que da al pasillo de la puert a de calle est á ardiendo y la de servicio est á
obst ruida por los t irant es de m adera que cayeron. De cada vent ana se asom a el
fuego, con sus oj os de anguila eléct rica.
Celest ina, reconfort ada con la m ala not icia, se salvó del incendio sin una
quem adura. Los ot ros inquilinos de la casa m urieron o se salvaron con
quem aduras de t ercer grado.
A veces, por increíble que parezca, no hay m alas not icias en los diarios. Es
difícil, pero sucede. Ent onces, hay que invent ar crím enes, asalt os, m uert es
sobrenat urales, pest es, m ovim ient os sísm icos, naufragios, accident es de aviación
o de t ren, pero est as invenciones no sat isfacen a Celest ina. Mira con cara
incrédula a su int erlocut or.
Y llegó un día en que t uvim os sólo buenas not icias, y la im posibilidad de
invent ar m alas not icias.
–¿Qué hacem os? –pregunt aron Adela, Gert rudis y Ana.
–¿Buenas not icias? No hay que dárselas –dij e, pues m e había encariñado
con Celest ina.
–Algunas poquit as no le harán daño –dij eron.
–Por pocas que sean, le harán daño –prot est é–. Es capaz de cualquier
cosa.
Nos secret eábam os en las puert as. ¡Aquel últ im o accident e, horrible, que
yo le había anunciado, la dej ó t an cont ent a! Fui personalm ent e a ver el t ren
descarrilado, a revisar los vagones en busca de un m echón de pelo, de un brazo
m ut ilado para describírselo.
Com o si hubiera present ido que est ábam os preparándole una em boscada,
nos llam ó.
–¿Qué hacen? ¿Qué est án com plot ando, niñas?
–Tenem os una buena not icia –dij o Adela, cruelm ent e.
Celest ina palideció, pero creyó que se t rat aba de una brom a. El sillón de
m im bre donde est aba sent ada, cruj ió debaj o de su falda oscura.
–No t e creo –dij o–. Sólo hay m alas not icias en est e m undo.
–Pues, no, Celest ina. Los diarios est án llenos de buenas not icias –dij o Ana,
con los oj os brillant es–. De acuerdo con las est adíst icas, se han podido com bat ir
eficazm ent e las peores enferm edades.
–Son cuent os –m usit ó Celest ina–. ¿Y t ú, con esa carit a t rist e, qué not icia
m e t raes? –m e dij o débilm ent e, con una últ im a esperanza.
–Los crím enes han dism inuido not ablem ent e –exclam ó Adela.
–En cuant o a la leucem ia, es una hist oria ant igua –m usit ó Gert rudis.
–Y yo gané a la lot ería –dij o Ana diabólicam ent e, sacando un billet e del
bolsillo.
Esas voces agrias, anunciando not icias alegres, no auguraban nada bueno.
Celest ina cayó m uert a.
260
Silvana Ocampo Cuentos Completos I

I ce r a

Cuando vio I cera en el escaparat e de aquella enorm e j uguet ería del Bazar
Colón el j uego de m uebles para m uñecas lo codició. No lo quiso para las
m uñecas ( no t enía ninguna) sino para ella m ism a, pues deseaba dorm ir en esa
exigua cam a de m adera, con m olduras que form aban guirnaldas, cest os de
flores, m irarse en el espej o del arm ario, que t enía dim inut os caj oncit os, puert a
con cerradura y llave, sent arse en la sillit a con el asient o de est erilla y los
barrot es t orneados, frent e a la m esa de vest ir, en cuyo m árm ol había una
palangana y una j arra, con un j aboncit o de yapa, y un peine, que serviría para
peinar las cabelleras m ás rebeldes.
El j efe de la sección m uñecas, Darío Cuerda, t om ó sim pat ía a la niña.
–Es t an feúcha –solía decir para disculparse ant e los ot ros em pleados de
las at enciones que le prodigaba.
I cera consideraba las m uñecas com o rivales; no las acept aba ni de regalo;
sólo quería ocupar el lugar que ellas ocupaban; com o era t est aruda, se m ant uvo
firm e en sus gust os. Est a part icularidad de su caráct er, a m ás de su est at ura,
que era m uy por debaj o de la norm al, llam aba la at ención. La niña iba siem pre
con su m adre a m irar, porque eran pobres, y no a com prar j uguet es. El j efe de la
sección m uñecas, Darío Cuerda, perm it ía que I cera se acost ara en la dim inut a
cam a, se m irara en el dim inut o espej o del arm ario y se sent ara en la silla, frent e
a la m esa de vest ir, para peinarse el pelo, com o lo hacía una señora que vivía
frent e a su casa.
Nadie regalaba j uguet es a I cera, pero Darío Cuerda, para el día de
Navidad, le regaló un vest ido, un som brerit o, guant es y zapat it os de m uñecas,
averiados, que se vendían com o saldos. I cera, delirando de felicidad, salió a
pasear con las prendas puest as. Todavía las conserva.
Con sus visit as, la niña creaba com plicaciones a Cuerda, pues si le daba a
elegir algún regalo, la niña siem pre elegía el de m ás precio.
–Est e Cuerda, t an generoso –decían sus com pañeros de t rabaj o a los
client es que frecuent aban la casa.
La fam a de generoso le cost aba algunos pesos. A la niña le agradaban los
j uguet es práct icos: m áquinas de coser, de lavar, un piano de cola, una caj a de
cost ura con t odos los im plem ent os y ese baúl con un aj uar, que cost aban una
fort una. Darío Cuerda le dio una guit arra y un rast rillo; luego, com o los j uguet es
barat os no abundaban, opt ó por regalarle j aboncit os, perchit as, peinecit os que
dej aban sat isfecha a la niña, porque le eran de alguna ut ilidad.
–Los niños crecen –decía la m adre de I cera con sincera t rist eza–. ¡Qué
m adre no deplora secret am ent e el crecim ient o de su hij a, aunque la quiera m ás
alt a y m ás robust a que las dem ás! La m adre de I cera era com o t odas las
m adres, un poco m ás pobre y m ás apasionada, t al vez.
–Un día, est e vest idit o no t e servirá –proseguía, enseñándole el vest idit o
de la m uñeca.
–¡Qué pena! Yo t am bién fui chiquit a, y aquí m e ve.
I cera m iraba a su m adre que era desconsoladam ent e alt a. Los niños
crecían, era ciert o. Pocas cosas en el m undo eran t an ciert as. Ferdinando llevaba
pant alón largo, Próspera no encont raba zapat os a su m edida, Marina no se
t repaba a los árboles porque t odos eran pequeños para su alt ura de j irafa. Una
angust ia dim inut a carcom ió por unos días el corazón de I cera, pero se le ant oj ó
que una frase que repet iría incesant em ent e dent ro de sí m ism a " no debo crecer,
no debo crecer" , det endría su ilusorio crecim ient o. Adem ás, si diariam ent e se
calzaba los zapat it os, si se ponía el vest ido, los guant es y el som brero de

261
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
m uñeca, forzosam ent e siem pre seguiría siendo del m ism o t am año. Su fe obró un
m ilagro. I cera no creció.
Cayó enferm a y durant e cuat ro sem anas no pudo vest irse. Cuando se
levant ó m edía diez cent ím et ros m ás. Sint ió una gran pena, com o si ese aum ent o
de cent ím et ros hubiera sido una pérdida. Y lo fue en verdad. No sólo pararse
sobre la m esa le fue prohibido; el baño en la palangana de lavar la ropa no
volvió a repet irse, el vino bebido en el dedal de la m adre se suspendió; ni las
uvas que le dieron, ni los m acachines que j unt aba en el cam po ocuparon t ant o
lugar en el hueco de su m ano. El vest ido, los guant es y los zapat os ya no le
servían. El som brero le quedaba en la punt a de la cabeza. Fácil le sería a
cualquiera im aginar el disgust o que sent ía la niña si recuerda el disgust o que él
m ism o sient e cuando engorda, cuando el pie o la cabeza se hinchan, cuando los
dedos de los guant es se arrugan com o salchichas crudas. Pero se encuent ra
solución a un problem a, a fuerza de buscarla: el vest ido le sirvió de blusa; los
guant es, reform ándolos, de m it ones; los zapat os, recort ando los t alones, de
chinelas.
I cera vivió feliz, de nuevo, hast a que un m al int encionado le recordó su
infort unio.
–¡Cóm o has crecido! –le dij o el m alhadado vecino.
Para dem ost rar que no era ciert o, I cera t rat ó de esconderse de baj o del
helecho del pat io, pero la descubrieron en el act o t res ot ros m alhadados vecinos,
para seguir hablando de su est at ura anorm al.
I cera acudió a la j uguet ería, que era su bálsam o de lágrim as. Con el
corazón henchido de am argura, se det uvo en la puert a. En el escaparat e, aquel
día, se exhibían sólo m uñecas. ¡Las det est adas m uñecas, con ese olor rígido a
pelo y a vest ido nuevo que t ienen, brillaban sobre el vidrio ent re los reflej ados
adm iradores que pasan a t oda hora por la calle Florida! Algunas est aban vest idas
de prim era com unión, ot ras de esquiadores, ot ras de Caperucit a Roj a, ot ras de
colegiala; una sola, de novia. La m uñeca vest ida de novia era un poco diferent e
de la que est aba vest ida de prim era com unión: llevaba un ram it o de azahares en
la m ano y est aba m et ida adent ro de una caj a de cart ón celest e, cuyos bordes
t enían un fest ón de encaj e, de papel, com o lo t ienen las caj as de bom bones.
I cera, olvidando su nat ural t im idez, ent ró en la j uguet ería en busca de Darío
Cuerda. Pregunt ó por él a ot ros dependient es de la casa, pues no lo encont ró en
su puest o habit ual.
–¿El señor Darío Cuerda? ( La t an callada I cera olvidaba su t im idez.) ¿No
podría llam arlo? –dij o a uno de los dependient es m ás t em idos.
–Aquí est á –dij o el caj ero, señalando a un viej it o que parecía Darío Cuerda
disfrazado de viej it o.
Darío Cuerda est aba t an cubiert o de arrugas que I cera no lo reconoció. En
cam bio él, en su vaga m em oria, la recordó a ella por su est at ura.
–Su m am it a venía a m irar los j uguet es. ¡Cóm o le gust aban los j uegos de
dorm it orio y las m aquinit as de coser! –dij o con deferencia Darío Cuerda,
adelant ándose con m at ernal dulzura. Advirt ió que la niña t enía bigot es, barba y
dent adura post izas.
–Est as criat uras m odernas –exclam ó– son com o adult os para los
odont ólogos.
¡Qué arrugados est am os t odos! pensó Darío Cuerda. Luego im aginó que
t odo aquello era un sueño, nacido de su cansancio. ¡Tant as caras viej as, t ant as
caras nuevas, t ant os j uguet es elegidos, t ant as bolet as de vent a escrit as sobre
papel carbónico, m ient ras el client e se im pacient a! ¡Tant os niños que se hacen
los viej os y viej os que se hacen los niños!
–Tengo que decirle un secret o –dij o I cera.

262
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Para que la boca de I cera llegara a alcanzar la orej a larguísim a de Darío
Cuerda, fue m enest er subir a la niña al m ost rador.
–Soy I cera –susurró I cera.
–¿Tam bién t e llam as I cera? Es nat ural. Los hij os se llam an com o los
padres –dij o el j efe de la sección m uñecas pensando m e obsesiona la vej ez:
hast a los niños parecen viej os. ( Aprovechando pronunciar m al las palabras
m ient ras pensaba.)
–Señor Cuerda, quisiera que m e regale la caj a donde est á la m uñeca
vest ida de novia –susurró I cera, haciéndole int olerables cosquillas en la orej a.
Nunca I cera había dicho una frase t an larga ni t an bien pronunciada.
Aquella caj a aseguraría según sus convicciones la dicha del porvenir. Conseguirla
era cuest ión de vida o m uert e.
–Todo se hereda –exclam ó Cuerda–, especialm ent e los gust os. Exist e poca
diferencia ent re est a niña y su m adre. Ést a habla m ej or pero parece una viej it a –
agregó, dirigiéndose a la que creía ser la abuela de I cera, que era com o un
fant asm a.
I cera pensó que al int roducirse en esa caj a no seguiría creciendo, pero
t am bién pensó que se vengaba un poco de t odas las m uñecas del m undo,
quit ándole a la m ás im port ant e esa caj a con punt illa de papel.
Darío Cuerda, m alt rat ando su cansancio, pues no era poco t rabaj o ret irar
cualquier obj et o del escaparat e, desanudó las cint as que at aban la m uñeca al
cart ón, y regaló a I cera la caj a.
Fue en ese m om ent o cuando un inesperado fot ógrafo pasó con sus
herram ient as de t rabaj o: al ver gent e agolpada en el Bazar Colón, se ent eró de
que I cera, a quien buscaba desde hacia t iem po, est aba en la j uguet ería. El
fot ógrafo pidió perm iso para sacar una fot ografía, m ient ras I cera se acom odaba
adent ro de la caj a y Cuerda le at aba cint as. Hincó una rodilla, blandió la cám ara,
se alej ó, volvió a acercarse com o un verdadero m uñeco. Tal vez esa escena
form aba part e de la propaganda de la casa, pensó Cuerda con orgullo y,
m ient ras sonreía, olvidó sus arrugas y las de la niñit a, deslum brado por la luz de
relám pago que los ilum inó.
El fot ógrafo, que era un cronist a del diario, por fórm ula pues conocía
nom bre, dom icilio, edad, vida y m ilagros de la niña, com enzó a t om ar not as
consult ando a la viej it a que acom pañaba a I cera.
–¿Cuándo cum plió cuarent a años su hij a? –pregunt ó.
–El m es pasado –respondió la m adre de I cera.
Ent onces Darío Cuerda advirt ió que t odo lo que ocurría no era obra de su
cansancio. Habían t ranscurrido t reint a y cinco años desde la ant erior visit a de
I cera al Bazar Colón y pensó, acaso confusam ent e ( porque en verdad est aba
cansadísim o) , que I cera no había crecido m ás de diez cent ím et ros en ese ínt erin
por est ar dest inada a dorm ir noches fut uras en aquella caj a, que im pediría su
crecim ient o en el pasado.

El cr im e n pe r fe ct o

Gilbert a Pax quería vivir t ranquila. Cuando m e enam oré de ella, yo creía lo
cont rario y le ofrecí t odo lo que un hom bre de m i posición puede ofrecer a una
m uj er para que se viniera a vivir conm igo, ya que no podíam os casarnos.
Durant e uno o dos años nos vim os en lugares incóm odos y caros. Prim ero en
aut om óviles, después en cafés, después en cines de m ala reput ación, después en
hot eles un poco sucios. Cuando no le rogué sino exigí que viviera conm igo, m e
respondió:
–¡No puedo!
–¿Por qué? –int errogué–. ¿Por t u m arido?
263
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–Por el cocinero –susurró, y salió corriendo.
Con ira, al día siguient e, le pedí una explicación. Me la dio.
–No conoces m i casa, parece un hot el –m e dij o–. Cinco personas viven en
ella; a m ás de m i m arido, m i t ío, una de sus herm anas y sus dos hij os. Todo lo
quieren perfect o, especialm ent e la com ida; pero Tom ás Mangorsino, el cocinero
–desde hace ocho años est á en la casa– se burlaba de nosot ros. Aunque la
present ación de cada plat o fuera m uy decorat iva, cada día cocinaba peor. Con el
pelo oliendo a grasa, porque m e olvidaba de cubrirlo con un pañuelo, yo pasaba
la m añana pidiéndole que cocinara com o en sus buenos t iem pos. Mangorsino m e
m iraba con ciert a com pasión, pero j am ás m e obedecía. Una m añana que lo visit é
con una salida de baño rosada y con una gorra de m at erial plást ico verde, de
esas con las cuales uno podría ir a un baile, m e m iró con t ant a insist encia, que le
pregunt é:
–¿Qué le sucede, Mangorsino?
–¿Qué m e sucede? Que la señora est á t an linda est a m añana que no se
reconoce.
Fue ent onces cuando m e vino la idea de sacrificarm e por m i deber de am a
de casa, y seducirlo. Com o si él lo hubiera adivinado, cam bió de conduct a, pero
sólo para m í. Mandaba post res de m erengue, con form as alusivas a su am or, en
porciones para una sola persona. Cuando m e hablaba, en la ent onación de su
voz yo adivinaba la reprim ida t ernura.
–Va a hacer unos t allarines con una m asa liviana.
–La voy a am asar m uy bien –m e decía, m irándom e en los oj os. O si no:
–¿Y la em panada que m e gust a?
–La doraré. Sé que le agrada.
–Y para el t é ¿qué hará?
–Besit os de Venus.
Todo lo decía com iéndom e con sus oj os de lobo.
Accedí a sus requerim ient os, pero las cosas no cam biaron m ucho. Me
m andaba un plat o para m í, con la prohibición de com er lo que rellenaba la
fuent e, la part e de los ot ros, m ás barat a y m enos fresca. La sirvient a m e
susurraba, al colocar el plat o sobre la m esa, frent e a m i asient o:
–Est o es para la señora, que est á un poco delicada del est óm ago.
La sit uación se prolongó angust iosam ent e. Mient ras el rest o de la fam ilia
se ret orcía de dolor de barriga, yo com ía m anj ares suculent os, que si no
hubieran puest o en peligro m i esbelt ez, m e hubieran deleit ado.
–Mi m arido quiere com er hongos ( yo los odio, no los com o ni por un
past el) y pavit a, m is hij os –le dij e un día. Casi m e est rangula.
–Son m uy caros –respondió.
Sim ult áneam ent e los m alent endidos com enzaron a t raer dist urbios en
nuest ra relación. Mient ras afila los cuchillos m ira m i cuello con insist encia. Yo le
t engo m iedo ¿por qué negarlo? Cuando ret uerce un t rapo de rej illa, sé que est a
ret orciendo m i cuello; cuando cort a la carne, cort a la m ía. De noche no duerm o.
Soy esclava de sus caprichos.
–No t e aflij as –dij e a Gilbert a–. ¿Dónde com pra la carne y las verduras?
–Tengo la dirección en m i libret a –m e dij o–. Junín 1000. ¿Piensas m at arlo?
–Algo m ej or –le respondí.
Era pleno invierno y fui al cam po a j unt ar hongos. Los t raj e en una bolsa.
Pedí a Gilbert a una fot ografía de Tom ás Mangorsino.
–¿Para que la quieres? –pregunt ó.
–Yo t am bién t engo caprichos –respondí, y m e la t raj o.
Para llevar a cabo m i plan, t enía que saber cóm o era Mangorsino. Después
de averiguar a qué horas iba al m ercado, m e apost é en la esquina donde sabía

264
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
que pasaba a las siet e de la m añana. Un hom bre pasó con un im pecable t raj e
gris y una bufanda m arrón. Consult é la fot ografía: era Mangorsino.
–Hongos regalados –grit é, con voz de m ercachifle–, fresquit os.
Mangorsino se det uvo, m iró m is guant es. No quiero dej ar m is im presiones
digit ales, por precaución.
–¿Cuánt o valen?
–Cinco pesos –dij e con pronunciación ext ranj era.
–Dém elos –dij o, sacando plat a de un bolsillo int erm inable.
Al día siguient e, en el diario de la t arde, leí la not icia. Murió una fam ilia
ent era, envenenada por hongos com prados en la calle por el cocinero
Mangorsino. La única sobrevivient e es la señora Gilbert a Pax.
Acudí a la casa, donde Gilbert a m e esperaba. Nada le dij e de lo que yo
había hecho. Un crim en t an com plicado y sut il no se confía al ser que uno m ás
am a en el m undo, ni a la alm ohada.
Me cont ó que la fam ilia indignada y m oribunda no perdió la cabeza: al
sent ir los prim eros sínt om as de envenenam ient o había corrido con t enedores a la
cocina para obligar por la fuerza a Mangorsino a com er los hongos venenosos,
por lo que el pobre t am bién m urió. Mi crim en fue pasional y lo que es m ás raro,
perfect o.

El la zo

Era anciana, había que respet arla por su edad; era dist inguida, de
facciones regulares, había que adm irar la belleza que había conservado; com ía
m ucho, había que alabar la lozanía de su salud; se int eresaba por la vida de los
ot ros, sabía vida y m ilagros de t odas las personas que apenas conocía, había que
creer en su alm a carit at iva; era rica, había que servirla y aprovechar de las
vent aj as de su sit uación económ ica; era t rabaj adora, había que reconocer las
virt udes de su espírit u, ya que no obligada por la necesidad t rabaj aba. Se
llam aba Valent ina Shelder.
En est e relat o, porque soy honest a, resalt arán m is defect os y las virt udes
de Valent ina Shelder. Todo est o form a part e del vast o plan agresivo de Valent ina
Shelder. Haber aniquilado, t am bién, la part e sim pát ica o generosa de m i ser,
haberm e t ransform ado en un m onst ruo, y haberse ella salvado ant e la opinión
pública, que en sum a era lo único que le preocupaba, dependía de su habilidad.
Tardé en advert ir sus int enciones, porque era ast ut a y disim ulaba t odos sus
sent im ient os. Parecía feliz, sobre t odo cuando hablaba de t em as indecent es,
escat ológicos o crueles. Conocía la biografía de t odas las personas que
frecuent aban el dispensario donde t rabaj ábam os, las casas vecinas con sus
port eros, la plaza a donde íbam os a t om ar sol a veces, las t iendas donde
com prábam os nuest ra ropa de t rabaj o, el t é y el café.
Cuando Valent ina acababa de cont ar una hist oria de adult erio o de am or
libert ino, que t erm inaba m al, su risa est rident e llenaba la sala. Me odiaba; su
odio por m í era sólo com parable a m i odio por ella. Odio que se alim ent aba de
reyert as diarias, de palabras groseras, de m iradas penet rant es com o cuchillos
que nos hendían el alm a.
Los días de at m ósfera lim pia, cuando se aproxim aba un aguacero, en el
dispensario se oían los rugidos de las fieras del Jardín Zoológico. No sé por qué
m e serenaba oírlas. Tal vez pensaba en lo que yo hubiera hecho con Valent ina
Shelder si yo hubiera sido una fiera suelt a o si por algún m ilagro Valent ina
Shelder se hubiera encont rado encerrada conm igo en una j aula.
Valent ina Shelder gozaba de un rudim ent ario placer: inspirar m e
sent im ient os crim inales que cont rariaban m is ideas religiosas; por eso,

265
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
adivinando el m ot ivo inquiet ant e de m i serenidad, t am bién ella sonreía cuando
rugían las fieras.
Ella sabía que se acercaba el día de su venganza: era la part e prim ordial
de nuest ra vida, y el rest o una puerilidad.
Si ahora t uviera que enum erar los porm enores de nuest ras peleas, t al vez
no podría. Muchos versaban sobre rem edios, m uchos sobre alim ent os, m uchos
sobre anim ales dom ést icos, insect icidas, y vest im ent as adecuadas al t iem po y a
las edades, m uchos al m odo de clavar la aguj a de inyecciones ( si direct am ent e
con la aguj a o con el ém bolo aj ust ado a la aguj a) ; m uchos sobre higiene m ent al
y m oral. A veces m e quedaba ronca sin haberle hablado, a fuerza de grit ar
m ent alm ent e, ot ras veces quedaba con un brazo last im ado por los golpes
im aginarios que yo le asest aba en m edio de una discusión acalorada. Yo m e
desfiguraba. Ella nat uralm ent e envej ecía con esa falsa dist inción que la
caract erizaba.
Cada nuevo insult o que yo le propinaba proyect aba en ella una luz que
resplandecía en su sem blant e.
–Lengua larga. Mula. Yegua. Cret ina. Degenerada. I nfeliz –no despreciaba
ninguna palabra vulgar para lanzársela a la cara, com o una piedra–. Ella recibía
t odo con sonrisas. Luego, para vit uperarm e, para calum niarm e, el veneno de los
chism es com o el rocío caía de sus labios. A veces, ant e cualquiera que la
escuchara despot ricar cont ra m í, parecía una enam orada. Para aguzar m i deseo
de venganza, ella no desdeñaba ninguna t raición. Ant e quien quisiera oírla m e
acusaba de inm oralidad, de perversión, de lat rocinio, de m endacidad, de
crueldad. Si, por orden m édica, yo abrigaba a un enferm o, ella lo desabrigaba
aunque lo m at ara. Si yo le daba j ugos de frut as, decía que eran un veneno. Si yo
hablaba a un m oribundo, t rat ando de reconfort arlo con palabras de esperanza,
decía que eso le subía la fiebre. Los m édicos la escuchaban y llegaron, sin
decírm elo abiert am ent e, a m irarm e con desconfianza.
Yo sola era el blanco de su agresividad, y est o sucedía casi t odo el t iem po;
se colocaba en lugares est rat égicos, por ej em plo en el borde de una vent ana sin
baranda, que daba al pat io int erior del est ablecim ient o, o subida sobre una
escalera de m ano, alt a y enclenque, para cam biar la bom billa de una araña o
dando la espalda a un calent ador Prim us, a punt o de est allar, o t repada a una
m esa frágil, que apenas la sost enía, para acom odar una cort ina de lona, que
pesaba un quint al. De un em puj ón yo hubiera podido en un inst ant e ult im arla o
dej arla t ullida para el rest o de su exist encia.
Le gust aban los espect áculos crueles, le gust aba m i cara de espant o.
Un día salim os solas a com prar ropa blanca para el personal del
dispensario. A cort a dist ancia de la t ienda vim os un aut om óvil deshecho, que
había chocado cont ra una pared. Valent ina quiso m irarlo de cerca. Tuve que
acom pañarla. Abrió la puert a del aut om óvil, buscó m anchas de sangre. Cuando
las encont ró quedó sat isfecha. Ot ro día quiso ver el depart am ent o donde una
parej a de am ant es había m uert o asfixiada por un escape de gas del calefón. Para
verlo, pedim os perm iso al port ero, que nos creyó locas. Com o un guía, nos
m ost ró el lugar, cont ándonos la hist oria m acabra.
El m édico, Sam uel Sical, el j efe de nuest ra sala, nos apreciaba t ant o a una
com o a ot ra, pero Valent ina Shelder no lo adm it ía.
Sam uel Sical cuidaba a sus enferm os con ej em plar devoción. Los
auscult aba con m inuciosidad. Salvó vidas, pero en una oport unidad no t uvo
suert e. El enferm o, que no t enía una enferm edad del ot ro m undo, se quej aba por
dem ás. Sam uel Sical pensó que est aba grave y un día lo auscult ó m ás
m inuciosam ent e que de cost um bre. Anunció a sus colegas, que rodeaban la
cam a, que el enferm o est aba fuera de peligro. El hom bre parecía rest ablecido
porque no se quej aba; pero est aba m uert o.
266
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Sam uel Sical, desprest igiado desde aquel día, parecía un alm a en pena.
Por él nos peleam os con Valent ina Shelder. Acabábam os de t om ar el desayuno.
Los inst rum ent os de cirugía est aban cerca. El bist urí brillaba cuando m e dij o que
yo defendía a Sam uel Sical, porque era m i am ant e. Agregó, " Por m irart e, dej ó
m orir al enferm o" . Tom é el bist urí, al oír su risa est rident e, y m e abalancé sobre
ella, apunt ando a su cuello. Cayó y m ient ras corría la sangre, que salpicaba m i
delant al, su risa persist ía. Muert a, su voz furiosam ent e alegre cont inuaba
resonando por las salas y corredores del dispensario.
Am or

Durant e el principio de la t ravesía fuim os felices. Era nuest ro viaj e de


bodas, íbam os a Est ados Unidos, m i m arido para com plet ar sus est udios y yo los
m íos, pues conseguí una beca.
Cont inuam ent e gozábam os del espect áculo del m ar, de la m úsica, de los
j uegos, de los alim ent os, del dolce far nient e a bordo. El aire m arít im o, que
vuelve exuberant es a los hom bres, t am bién los enam ora. Siem pre lo he dicho.
Baj o su influj o adoram os, odiam os, desesperam os, gozam os m ás que baj o el
influj o de cualquier droga. Eran t al vez nuest ras prim eras vacaciones, pues
desde m uy j óvenes habíam os vivido siem pre som et idos a las fam ilias de
nuest ros padres y a t rabaj os que nos esclavizaban.
Por las m añanas, a las ocho, cuando no nos levant ábam os para ver la
salida del sol, est ábam os ya en la cubiert a haciendo ej ercicios. Tom ábam os, a las
once, el caldo, que servían con sándwiches. El rest o de la m añana, hast a la hora
del alm uerzo, nos echábam os al sol, casi desnudos. Por la t arde est udiábam os y
algunos días t om ábam os asuet o leyendo libros o j ugando a los naipes con
algunos de los pasaj eros. Teníam os la im presión de est ar com iendo, durm iendo,
haciendo el am or, o esperando hacerlo, t odo el día.
Nos am ábam os profundam ent e, con esa nueva dicha que consist ía en
alej arnos del m undo rodeados de gent e que no conocíam os o que apenas
conocíam os.
Ent re los pasaj eros ¿valdrá la pena nom brar a I saura Díaz que leía las
líneas de las m anos; a Robert o Crin, prest idigit ador; a Luis Am aral, brasileño,
cazador y m illonario, a John Edwards, m édico que en un m om ent o dado m e
salvó la vida y a la niña Cirila Fray, a quien yo cuidaba durant e una o dos horas
de la t arde, para ayudar a la m adre, que est aba aném ica?
Robert o Crin m e fascinaba, con sus pruebas de prest idigit ación y
conversaba un poquit o conm igo cuando subíam os las escaleras o cuando nos
cruzábam os por la cubiert a. A m i m arido no le gust aba. No m e lo decía, pero yo
lo advert ía por su m odo de fruncir el ceño o de arrugar la frent e. ¿Acaso él no
conversaba con t odas las m uj eres de a bordo, en cuant o t enía una oport unidad?
Con Luis Am aral, yo no m e at revía a hablar, porque m e m iraba dem asiado, con
sus oj os oscuros y despiadados. En cuant o int ent aba hablarm e, yo m iraba para
ot ro lado, haciéndom e la dist raída. Al enigm át ico John Edwards, que m e salvó la
vida y con quien por ese m ot ivo t uve algún t rat o, m i m arido apenas le hablaba.
La vida, que había sido t an agradable en los prim eros días, para m í se volvió
at roz. Para dist raerm e un poco m e ocupé de Cirila, que t enía cinco años y que
pasaba la t arde en la sala de gim nasia de niños, donde había un caballo de
m adera, un sube y baj a, colum pios y ot ros j uegos que uno encuent ra en las
plazas. Durant e el m om ent o que est aba con ella m e olvidaba un poco de la
abrum ant e t area que es para una m uj er t rat ar de evit ar los celos de un m arido
desconfiado. Nuest ro viaj e no parecía un viaj e de luna de m iel. Una am argura
sem ej ant e a la que había vist o ent re ot ros m at rim onios casados desde hacía ya
t iem po, dest ruía nuest ra avenencia. No nos queríam os m enos por ello. Durant e
el día nos reconciliábam os cinco o seis veces; esas reconciliaciones eran
267
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
efusivas. No lo culpo a él m ás de lo que m e culpo por ese est ado de cosas. Soy
vengat iva, desde m i infancia lo fui: en cuant o lo veía conversar con alguna m uj er
que no fuera dem asiado viej a, yo buscaba algún hom bre a quien dar
conversación, para que m i m arido supiera lo que era el sent im ient o que yo m ás
det est aba: los celos.
No fue sino después de quince días de a bordo que m e decidí a hablar con
Luis Am aral. Un m arido que am a a su m uj er adviert e cuando ést a se sient e
at raída por ot ro hom bre: algo en la voz, algo en la m irada, algo en el
com port am ient o, la delat a. Mi m arido habría not ado est a at racción, pues se
t ornó hosco y m alhum orado conm igo, sin dej ar de ser am able con las ot ras
m uj eres.
Un día, Luis Am aral con el pret ext o de m ost rarm e las escopet as con las
cuales cazaba en el Am azonas, m e hizo pasar a su cam arot e. Yo no hubiera
debido acept ar. No m e invit aba com o a ot ros pasaj eros de a bordo; su m anera
de m irarm e, su voz, m e pert urbaban. Para vengarm e de las infidelidades, t al vez
inexist ent es, de m i m arido, yo m e sent ía capaz de hacer cualquier cosa. No m e
hice rogar dem asiado. Ent ré en el cam arot e de Luis Am aral com o quien se
suicida. Cuando m e encont ré a solas frent e a él m e sent í avergonzada. Él lo
t om ó de ot ro m odo. Quiso abrazarm e. Nat uralm ent e lo rehuí. Él había cerrado la
puert a con llave: quise abrirla. Grit é.
Después de ese episodio Luis Am aral m e m iró de un m odo insolent e. No
perdonaba m i indiferencia, porque se creía irresist ible.
Mi m arido, con el pret ext o de averiguar su dest ino, hablaba con I saura
Díaz, de noche cuando yo m e desvest ía para dorm ir. Varias veces los vi en la
cubiert a j unt os: ella t eniéndole la m ano y diciéndole cosas que él nunca m e
cont aba. I saura Díaz era una m uj er ya m adura. Sus oj os negros irradiaban una
luz ext raña. Me parecía que ningún hom bre podía enam orarse de ella,
prim eram ent e por su edad, luego por su falt a de belleza. Pero a m edida que la
observé, descubrí en ella un encant o y una fuerza que m e inquiet aron. Pensé que
m i m arido se sent ía at raído por ella y ese int erés que dem ost raba por saber algo
del fut uro no era sino el int erés que sient e un hom bre frent e a una m uj er.
Robert o Crin t rat aba de dist raerm e con sus pruebas de prest idigit ación. Tal vez
adivinaba m i angust ia. Yo con él m e sent ía alegre, alegre com o una niña, porque
siem pre m e fascinó ese j uego de hacer aparecer y desaparecer obj et os.
Mi m arido no podía creer en m i inocencia, ni yo en la de él. Un barco es un
m undo, y en ese m undo em pezábam os a vivir nuest ro am or de una m anera
equivocada. No sé si los pasaj eros oían nuest ras peleas. A veces íbam os hast a la
proa y el vient o t raía bocanadas de sal a nuest ros labios m ient ras discut íam os. A
veces íbam os hast a la popa y ahí, con la cabeza agachada m irábam os el surco
azul que dej aba el barco y los peces voladores, que salt aban m ient ras nos
dest rozábam os el alm a. A veces, cuando t odos los pasaj eros se habían ido a
dorm ir, perm anecíam os en la cubiert a, com o dos espect ros, odiándonos.
Los m ot ivos de nuest ras disput as no nos enfurecían de acuerdo a la
gravedad del caso. A veces bast aba un pañuelo que hubiera caído, un
m ovim ient o de una m ano, un buenos días que se hubiera dicho, la palidez de las
m ej illas o una cont em plación dem asiado prolongada frent e al espej o, para que la
ira desbordara. Un dem onio se había apoderado de nuest ras alm as. A veces
pienso que Dios int ent ó salvarnos de ese dem onio infligiéndonos un cast igo
m ayor.
Est ábam os, aquel día, acodados a la borda. Hacía frío. Nos habíam os
puest o nuest ros abrigos m ás gruesos, es ciert o, pero no sent íam os el frío en
nuest ras caras, ni en nuest ras m anos descubiert as. Peleábam os, no sé por qué.
Todos los m ot ivos de nuest ras peleas los recuerdo, salvo ese que parecía la
conj unción de t odos los ot ros. Era la hora en que el m ar, cuando hace frío, se
268
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
pone de un gris de acero. El sol blanco se parecía m enos al sol que a la luna. Yo
cont em plaba el cielo, el m ar, com o en un sueño. De repent e el barco t em bló, se
t um bó hacia la izquierda. Seguim os peleando. Se oyó la sirena. Los pasaj eros del
barco corrían, recogiendo alegrem ent e t rozos de hielo que habían caído dent ro
de la cubiert a, y los lanzaban al aire. Seguim os peleando. El barco se ladeaba
hacia la izquierda. Un oficial vino a decirnos que el barco había chocado con un
t ém pano de hielo. Est aba hundiéndose. Le dim os las gracias. Seguim os
peleando. De vez en cuando, un leve m ovim ient o, con una serie de cruj idos,
ladeaba el barco. Veíam os la vaj illa del com edor de prim era clase caer una t ras
ot ra; la m esit a con ruedas, cubiert a de fiam bres y post res, golpearse cont ra las
paredes, em puj ada por m anos invisibles. La gent e se agrupaba en los rincones,
com o anim ales que t em ieran el granizo. Ya habían baj ado los bot es de salvat aj e.
Nos peleábam os. ¿Tuvim os deseos de salvarnos? Un oficial vino a buscarm e. Le
dij e que quería quedarm e con m i m arido, si en los bot es no había sit io para él.
Seguim os peleando. Una avalancha de gent e se nos vino encim a cuando abrieron
las puert as de com unicación de la segunda clase y de la t ercera. El am argo gust o
del m ar t an parecido a las lágrim as, ent ró en m i boca. Me desvanecí. No sé quién
nos salvo, pero sea quien fuere, no se lo perdono, pues le debo haber quedado
en est e m undo de peleas, en lugar de haber perecido en un espléndido
naufragio, abrazada a m i m arido.

El pe ca do m or t a l

Los sím bolos de la pureza y del m ist icism o son a veces m ás afrodisíacos
que las fot ografías o que los cuent os pornográficos, por eso ¡oh sacrílega! los
días próxim os a t u prim era com unión, con la prom esa del vest ido blanco, lleno
de ent redoses, de los guant es de hilo y del rosario de perlit as, fueron t al vez los
verdaderam ent e im puros de t u vida. Dios m e lo perdone, pues fui en ciert o m odo
t u cóm plice y t u esclava.
Con una flor roj a llam ada plum erit o, que t raías del cam po los dom ingos,
con el libro de m isa de t apas blancas ( un cáliz est am pado en el cent ro de la
prim era página y list as de pecados en ot ra) , conocist e en aquel t iem po el placer
–diré– del am or, por no m encionarlo con su nom bre t écnico; t am poco t ú podrías
darle un nom bre t écnico, pues ni siquiera sabías dónde colocarlo en la list a de
pecados que t an aplicadam ent e est udiabas. Ni siquiera en el cat ecism o est aba
t odo previst o ni aclarado.
Al ver t u rost ro inocent e y m elancólico, nadie sospechaba que la
perversidad o m ás bien el vicio t e apresaba ya en su t ela pegaj osa y com plej a.
Cuando alguna am iga llegaba para j ugar cont igo, le relat abas prim ero, le
dem ost rabas después, la secret a relación que exist ía ent re la flor del plum erit o,
el libro de m isa y t u goce inexplicable. Ninguna am iga lo com prendía, ni
int ent aba part icipar de él, pero t odas fingían lo cont rario, para cont ent art e, y
sem braban en t u corazón esa pánica soledad ( m ayor que t ú) de sabert e
engañada por el prój im o.
En la enorm e casa donde vivías ( de cuyas vent anas se divisaba m ás de
una iglesia, m ás de un alm acén, el río con barcos, a veces procesiones de
t ranvías o de vict orias de plaza y el reloj de los ingleses) , el últ im o piso est aba
dest inado a la pureza y a la esclavit ud: a la infancia y a la servidum bre. ( A t i t e
parecía que la esclavit ud exist ía t am bién en los ot ros pisos y la pureza en
ninguno.)
Oíst e decir en un serm ón: " Mas grande es el luj o, m ás grande es la
corrupción" ; quisist e andar descalza, com o el niño Jesús, dorm ir en un lecho
rodeada de anim ales, com er m iguit as de pan, recogidas del suelo, com o los
páj aros, pero no t e fue dada esa dicha: para consolart e de no andar descalza, t e
269
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
pusieron un vest ido de t afet as t ornasolado y zapat os de cuero m ordoré; para
consolart e de no dorm ir en un lecho de paj a, rodeada de anim ales, t e llevaron al
t eat ro Colón, el t eat ro m ás grande del m undo; para consolart e de no com er
m iguit as recogidas del suelo, t e regalaron una caj a luj osa con punt illa de papel
plat eado, llena de bom bones que apenas cabían en t u boca.
Rara vez las señoras, con t ocados de plum as y de pieles, durant e el
invierno se avent uraban por ese últ im o piso de la casa, cuya superioridad
( indiscut ible para t i) las at raía en verano, con vest idos ligeros y ant eoj os de
larga vist a. en busca de una azot ea, de donde m irar aeroplanos, un eclipse, o
sim plem ent e la aparición de Venus; acariciaban t u cabeza al pasar, y
exclam aban con voz de falset e: " ¡Qué lindo pelo! " " ¡Pero qué lindo pelo! "
Cont iguo al cuart o de j uguet es, que era a la vez el cuart o de est udio,
est aban las let rinas de los hom bres, let rinas que nunca vist e sino de lej os, a
t ravés de la puert a ent reabiert a. El prim er sirvient e, Chango, el hom bre de
confianza de la casa, que t e había puest o de apodo Muñeca, se dem oraba m ás
que sus com pañeros en el recint o. Lo advert ist e porque a m enudo cruzabas por
el corredor, para ir al cuart o donde planchaban la ropa, lugar at rayent e para t i.
Desde ahí, no sólo se divisaba la ent rada vergonzosa: se oía el ruido int est inal de
las cañerías que baj aban a los innum erables dorm it orios y salas de la casa,
donde había vit rinas, un alt arcit o con vírgenes, y una puest a de sol en un cielo
raso.
En el ascensor cuando la niñera t e llevaba al cuart o de j uguet es, repet idas
veces vist e a Chango que ent raba en el recint o vedado, con m irada ladina, el
cigarrillo ent re los bigot es, pero m ás veces aún lo vist e solo, enaj enado,
deslum brado, en dist int os lugares de la casa, de pie arrim ándose incesant em ent e
a la punt a de cualquier m esa, luj osa o m odest a ( salvo a la de m árm ol de la
cocina, o a la de hierro con lirios de bronce del pat io) . " ¿Qué hará Chango, que
no viene?" Se oían voces agudas, llam ándolo. Él t ardaba en separarse del
m ueble. Después, cuando acudía, nat uralm ent e nadie recordaba para qué lo
llam aban.
Tú lo espiabas, pero él t am bién t erm inó por espiart e: lo descubrist e el día
en que desapareció de t u pupit re la flor de plum erit o, que adornó m ás t arde el
oj al de su chaquet a de lust rina.
Pocas veces las m uj eres de la casa t e dej aban sola, pero cuando había
fiest as o m uert es ( se parecían m ucho) t e encom endaban a Chango. Fiest as y
m uert es consolidaron est a cost um bre, que al parecer agradaba a t us padres.
" Chango es serio. Chango es bueno. Mej or que una niñera" decían en coro. " Es
claro, se ent ret iene con ella" agregaban. Pero yo sé que una lengua de víbora, de
las que nunca falt an, dij o: " Un hom bre es un hom bre, pero nada les im port a a
los señores, con t al de hacer econom ías" . " ¡Qué inj ust icia! " , m usit aban las
ruidosas t ías. " Los padres de la niñit a son generosos; t an generosos que pagan
un sueldo de inst it ut riz a Chango."
Alguien m urió, no recuerdo quién. Subía por el hueco del ascensor ese
apasionado olor a flores, que gast a el aire y las desacredit a. La m uert e, con
num erosos aparat os, llenaba los pisos baj os, subía y baj aba por los ascensores,
con cruces, cofres, coronas, palm as y at riles. En el piso alt o, baj o la vigilancia de
Chango, com ías chocolat es que él t e regaló, j ugabas con el pizarrón, con el
alm acén, con el t ren y con la casa de m uñecas. Fugaz com o el sueño de un
relám pago, t e visit ó t u m adre y pregunt ó a Chango si hacía falt a invit ar a alguna
niñit a para j ugar cont igo. Chango cont est ó que no convenía, porque ent re las dos
harían bulla. Un color violet a pasó por sus m ej illas. Tu m adre t e dio un beso y
part ió; sonreía, m ost rando sus preciosos dient es, feliz por un inst ant e de vert e
j uiciosa, en com pañía de Chango.

270
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Aquel día la cara de Chango est aba m ás borrosa que de cost um bre: en la
calle no lo hubiéram os conocido ni t ú ni yo, aunque t ant as veces m e lo
describist e. De soslayo lo espiabas: él, habit ualm ent e t an erguido, arqueándose
com o signos de parént esis; ahora se arrim aba a la punt a de la m esa y t e m iraba.
Vigilaba de vez en cuando los m ovim ient os del ascensor, que dej aba ver a t ravés
de la arm azón de hierro negro, el paso de cables com o serpient es. Jugabas con
resignada inquiet ud. Present ías que algo insólit o había sucedido o iba a suceder
en la casa. Com o un perro, husm eabas el horrible olor de las flores. La puert a
est aba abiert a: era t an alt a, que su abert ura equivalía a la de t res puert as de un
edificio act ual, pero eso no facilit aría t u huida; adem ás, no t enías la m enor
int ención de huir. Un rat ón o una rana no huyen de la serpient e que los quiere,
no huyen anim ales m ás grandes. Chango, arrast rando los pies, se alej ó de la
m esa por fin, se inclinó sobre la balaust rada de la escalera para m irar hacia
abaj o. Una voz de m uj er, aguda, fría, ret um bó desde el sót ano:
–¿La Muñeca se port a bien?
El eco, seduct or cuando le decías algo, repit ió sin encant o la frase.
–Muy bien –respondió Chango, que oyó resonar sus palabras en los fondos
oscuros del sót ano.
–A las cinco le llevaré la leche. La respuest a de Chango:
–No hace falt a: se la prepararé yo–, se m ezcló con un –gracias– fem enino,
que se perdió en los m osaicos de los pisos baj os. Chango volvió a ent rar en el
cuart o y t e ordenó:
–Mirarás por la cerradura, cuando yo est é en el cuart it o de al lado. Voy a
m ost rart e algo m uy lindo.
Se agachó j unt o a la puert a y arrim ó el oj o a la cerradura, para enseñart e
cóm o había que hacer. Salió del cuart o y t e dej ó sola. Seguist e j ugando com o si
Dios t e m irara, por com prom iso, con esa aplicación engañosa que a veces ponen
en sus j uegos los niños. Luego, sin vacilar, t e acercast e a la puert a. No t uvist e
que agachart e: la cerradura se encont raba a la alt ura de t us oj os. ¿Qué m uj eres
degolladas descubrirías? El aguj ero de la cerradura obra com o un lent e sobre la
im agen vist a: los m osaicos relum braron, un rincón de la pared blanca se ilum inó
int ensam ent e. Nada m ás. Un exiguo chinflón hizo volar t u pelo suelt o y cerrar
t us párpados. Te alej ast e de la cerradura, pero la voz de Chango resonó con
im periosa y dulce obscenidad: " Muñeca, m ira, m ira" . Volvist e a m irar. Un alient o
de anim al se filt ró por la puert a, no era ya el aire de una vent ana abiert a en el
cuart o cont iguo. Qué pena sient o al pensar que lo horrible im it a lo herm oso.
Com o t ú y Chango a t ravés de esa puert a, Píram o y Tisbe se hablaban
am orosam ent e a t ravés de un m uro.
Te alej ast e de nuevo de la puert a y reanudast e t us j uegos
m ecánicam ent e. Chango volvió al cuart o y t e pregunt ó: " ¿Vist e?" Sacudist e la
cabeza, y. t u pelo lacio giró desesperadam ent e. " ¿Te gust ó?" insist ió Chango,
sabiendo que m ent ías. No cont est abas. Arrancast e con un peine la peluca de t u
m uñeca, pero de nuevo Chango est aba arrim ado a la punt a de la m esa, donde
t rat abas de j ugar. Con su m irada t urbia recorría los cent ím et ros que t e
separaban de él y ya im percept iblem ent e se deslizaba a t u encuent ro. Te echast e
al suelo, con la cint a de la m uñeca en la m ano. No t e m ovist e. Baños
consecut ivos de rubor cubrieron t u rost ro, com o esos baños de oro que cubren
las j oyas falsas. Recordast e a Chango hurgando en la ropa blanca de los roperos
de t u m adre, cuando reem plazaba en sus t areas a las m uj eres de la casa. Las
venas de sus m anos se hincharon, com o de t int a azul. En la punt a de los dedos
vist e que t enía m oret ones. I nvolunt ariam ent e recorrist e con la m irada los
det alles de su chaquet a de lust rina, t an áspera sobre t us rodillas. Desde
ent onces verías para siem pre las t ragedias de t u vida adornadas con det alles
m inuciosos. No t e defendist e. Añorabas la pulcra flor del plum erit o, t u
271
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
m orbosidad incom prendida, pero sent ías que aquella arcana represent ación,
im puest a por circunst ancias im previsibles, t enía que alcanzar su m et a: la
im posible violación de t u soledad. Com o dos crim inales paralelos, t ú y Chango
est aban unidos por obj et os dist int os, pero solicit ados para idént icos fines.
Durant e noches de insom nio com pusist e m ent irosos inform es, que
servirían para confesar t u culpa. Tu prim era com unión llegó. No hallast e fórm ula
pudorosa ni clara ni concisa de confesart e. Tuvist e que com ulgar en est ado de
pecado m ort al. Est aban en los reclinat orios no sólo t u fam ilia, que era num erosa,
est aban Chango y Cam ila Figueira, Valeria Ram os, Celina Eyzaguirre y
Rom agnoli, cura de ot ra parroquia. Con dolor de parricida, de condenada a
m uert e por t raición, ent rast e en la iglesia helada, m ordiendo la punt a de t u libro
de m isa. Te veo pálida, ya no ruborizada frent e al alt ar m ayor, con los guant es
de hilo puest os y un ram it o de flores art ificiales, com o de novia, en t u cint ura. Te
buscaría por el m undo ent ero a pie com o los m isioneros para salvart e si t uvieras
la suert e, que no t ienes, de ser m i cont em poránea. Yo sé que durant e m ucho
t iem po oíst e en la oscuridad de t u cuart o, con esa insist encia que el silencio
desat a en los labios crueles de las furias que se dedican a m art irizar a los niños,
voces inhum anas, unidas a la t uya, que decían: es un pecado m ort al, Dios m ío,
es un pecado m ort al.
¿Cóm o hicist e para sobrevivir? Sólo un m ilagro lo explica: el m ilagro de la
m isericordia.

Rh a da m a n t h os

La envidiaba por sus pecados con una envidia que la carcom ía, una envidia
que no la dej aba descansar, y ahora, ahí est aba, m uert a. Nada en el m undo
podría resucit arla. Ahí est aba, m uert a com o una piedra preciosa, que no sufre.
con t odos los honores, con t odas las cerem onias. ¡Ni siquiera desfigurada! Y si lo
hubiera est ado, alguien se hubiera encargado de ver en ella un encant o nuevo, el
encant o de sus im perfecciones. Joven, nada le quit aría la j uvent ud; t ranquila,
nada le quit aría la t ranquilidad; im pura, nada le quit aría su aparent e pureza. Las
iniciales, sobre el paño negro del coche fúnebre, brillaban, y sus ret rat os ya se
repart ían ent re los am igos de la casa. No había m odo de cont ener las lágrim as
que vert ían por ella un hij o de ocho años, un m arido de t reint a y esa cort e
ridícula de am igos que la adm iraban, aún m ás que ant es. En los arm arios,
aquellos vest idos que olían a perfum e, serían sus delegados. Con ellos el
recuerdo m aquinaría cost um bres, rit os en su m em oria. Las sant as t ienen alt ares,
pero ella, que se había suicidado, t endría en cada corazón alguien que suspiraba
secret am ent e por su m em oria.
I nj ust icias de la suert e, pensaba Virginia, m ient ras subía las escaleras. Yo
que he sufrido t ant o, yo que soy pura, yo que t engo a veces cara de m uert a, yo
que no t engo m iedo de nadie, yo no m e he suicidado. Nadie llora por m í.
Ent ró en el cuart o donde la velaban. Flores, las flores que le agradaban
t ant o, la cubrían. En la luz t rém ula de los cirios brillaban la frent e, los póm ulos,
las m ej illas, el cuello y los labios, com o si est uviese viva. Ninguno de sus
defect os se veía, ni los dedos de los pies, que eran t an insólit os, ni las piernas
dem asiado fuert es. Se había arreglado, peinado, pint ado, para t ort urarla.
Para no verle la cara se arrodilló; para no pensar en ella rezó. Un zum bido
de voces le llenó los oídos. La gent e hablaba, ¿de qué? Sólo de ella. Era pura,
decían, com o la luz. Se puso de pie, Por suert e nadie adviert e en las m iradas los
ínt im os sent im ient os de un ser.
Virginia se dirigió al dorm it orio de la m uert a. Buscó el peine, para
peinarse, buscó el lápiz de los labios, para pint arse, buscó el perfum e, para
perfum arse, y se m iró en el espej o. Salió de la casa apresuradam ent e; ent ró en
272
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
una t ienda donde com pró papel de cart as ( el papel que t enía en su casa era un
papel ordinario) . Cam inó por la calle m irando la punt a de sus zapat os de bruj a;
subió por un ascensor int erm inable, abrió una puert a y ent ró en su cuart o. Se
puso a escribir m aravillosas cart as de am or dirigidas a la m uert a, revelando en
ellas, con t oda suert e de subt erfugios, la vida m onst ruosa, im pura, que le
at ribuía. Al pie de las cart as firm aba con el nom bre del supuest o am ant e. En una
noche, m ient ras velaban a la m uert a, escribió veint e cart as, cuyas fechas
abarcaban t oda una vida de am or.
A la m añana siguient e, al alba, hizo un paquet e con las cart as, las at ó con
la cint a rosada de uno de sus cam isones, las llevó a la casa m ort uoria y las
deposit ó en el arm ario de la m uert a.

El h ór r e o

A Basilisa Vázquez

Hace t reint a años que salí de España y no sé si volveré. Mi m adre quería


que m e llam ara Generosa, com o m i abuela, pero m e llam aban Pachina. La noche
de San Juan m e escapé de m i casa. Ya est aba cansada de t ant a inj ust icia. Yo
t enía ocho años y hacía t odos los t rabaj os. Mis herm anas, ninguno. Cuando
recolect aban la cosecha del cent eno, sufría m ás que nunca, pues no t enía t iem po
de j unt ar los cornat illos, que valen t ant o. Mis herm anas, ellas t enían t iem po de
j unt arlos. Yo t enía que servir el vino, la com ida a los segadores, o llevar las
vacas al m ont e, o lavar y planchar la ropa, o encender el fuego, o pelar las
papas. " Me iré a Gueral, donde viven m is prim as" decía para m is adent ros,
m oviendo los labios com o si rezara. " Me ganaré la vida cuidando niños y
m añana, cuando m is padres vayan a la iglesia, a buscar t odas las cosas que
dej aron los vecinos en las puert as de la iglesia, sabrán que escapé y llorarán con
grandes pañuelos, porque no sabrán si he m uert o de ham bre o si m e com ió un
lobo."
Caía la noche, con las fogat as encendidas, y pensé en los cuent os de lobos
y de bruj as que m e habían cont ado. No m e at reví a cam inar por los m ont es ni a
avent urarm e por el largo cam ino que conduce a Gueral; m e escondí en el hórreo,
donde alm acenan los granos, y que queda m uy cerca de la casa de m is padres.
Me eché sobre el piso. Oí t oda la noche las idas y venidas de la gent e que m e
buscaba con lint ernas. Al am anecer em prendí el viaj e. Me m oj é la cara en el río,
para lavar m is lágrim as, pues no llevaba pañuelo, y bebí m ucha agua. Cuando
llegué a Gueral, m ás m uert a que viva, no m e at reví a pedir t rabaj o en ninguna
casa. Tenía vergüenza. A la ent rada del pueblo encont ré a m i prim a que m e
pregunt ó a dónde iba. Le respondí que iba a buscar unos zuecos, que los hacían
ahí, en una casa, m uy bonit os. Avergonzada volví, cam inando por el m ism o
cam ino por donde había venido, resuelt a a encerrarm e en el hórreo hast a m orir,
pues ant es de recibir la paliza que m e esperaba, prefería m orir debaj o de los
granos o de un cargam ent o de past o. El dolor y el ham bre m e daban alas. Corrí
t ant o que caí casi desm ayada. Me det uve a descansar debaj o de un cast año,
cuyas frut as m e clavaron sus erizos. Los niños, que salían del colegio, al verm e,
vinieron a m i encuent ro. Uno de ellos quiso llevarm e al pueblo y m e t om ó del
brazo. Le clavé las uñas. Los ot ros m e rodearon y durant e m edia hora lucharon
conm igo. Cuando caí al suelo, vencida, m e hice la m uert a. Los niños, grit ando
que est aba m uert a, huyeron. Cuando los perdí de vist a, t om é ot ro cam ino del
m ont e, m ás largo pero m enos frecuent ado y m e encam iné al hórreo. Con
t ranquilidad, pues m i cansancio era ya com o un narcót ico, penet ré en la som bra
del recint o, y vi con t error que no est aba sola. Una som bra agazapada se
escondía, com o yo est aba escondiéndom e; era Lelo Garabal, el de los pies
273
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
grandot es, pero lloraba. ¡Un varón que llora! ¿Qué era m i vergüenza com parada
con la de Lelo Garabal? El t enía doce años cum plidos, era casi un hom bre con
bigot es y yo una niña. Lo m iré con desprecio. Gruñía com o un cerdo y un m ar de
lágrim as caía de sus m ej illas sobre la blusa oscura, pero no había olvidado su
m erienda, y m ient ras lloraba com ía pan con chorizo. Hacía m uchas horas que yo
no com ía y probablem ent e al relam er m is labios Lelo Garabal adivinó m i ham bre.
Me ofreció la m it ad del pan, no la del chorizo, y m e dij o:
–Me iré de España.
Si no hubiera est ado sent ada, m e habría caído al suelo.
–Te vas? –le pregunt é con voz helada, recordando que una niña nunca
debe dem ost rar su asom bro a un varón–. ¿Por qué?
–Porque sí –respondió, m irándose los pies–. Soy grande, m ira m is
zapat os. Calzo un núm ero m ás que m i padre.
–Quiero irm e cont igo –le dij e, t rat ando de no oír sus gruñidos–. Yo
t am bién quiero irm e de España, aunque m uera de ham bre.
–¿En un barco? –m e respondió incrédulo–. Pachina, ¿t e irías en un barco,
de los que zarpan de Vigo?
–¿Y en qué m e iría? –le dij e–. Pero ¿por qué t e vas? –insist í–. ¿Te lo
perm it irá el señor López y Teresa, t u m adrina? ¿Por qué t e vas?
–Nadie m e saluda en el pueblo, ni Manolo, ni Maruj a Naveira, ni Ricardo
Cayó, ni Luisa Carro.
–¿Qué hicist e? –le pregunt é.
–Un sacrilegio –respondió.
–¿Un sacrilegio?
No lo creía capaz ni de un sacrilegio.
–Te acuerdas que soy curioso? El cura que m e enseñó el cat ecism o m e
dij o que si m ascaba las host ias, las llagas de Crist o, m ient ras las m ascaba
sangrarían. ¿Sabes que Maruj a Naveira y Luisa Carro lim pian t odos los sábados
los pisos, los bancos, el alt ar de la iglesia? Ayer querían pasear t odo el día y les
ofrecí lim piar la iglesia. Yo sabía en donde guardaba el cura las llaves del
sagrario. En cuant o Maruj a y Luisa se fueron, busqué las llaves. Son de oro y
brillan m ucho. Solo, recorrí la nave, lim piando los bancos, el piso y el presbit erio,
hast a que llegué al alt ar. Tom é el cáliz y, m irando cont inuam ent e el Crist o,
m asqué una por una las host ias, para ver si las llagas sangraban. No sangraron,
pero m e descubrieron ant es que m ascara la últ im a host ia, que t al vez hubiera
solt ado la sangre. Todo el pueblo lo sabe ahora –dij o t ragándose una lágrim a–.
Mi m am á dice que sólo m e saludarán los ladrones, los locos o las m uj eres de
m ala vida.
–Yo t am poco –le dij e y corrí j unt o a m i m adre.
El sacrilegio de Lelo Garabal m e salvó de una paliza. Durant e un m es y
durant e t odo el m es siguient e no se habló de ot ra cosa en el pueblo y en m i casa
donde volvieron a t rat arm e con la m ism a inj ust icia com o si yo m e hubiera
port ado después de t odo, com o Lelo Garabal.

El á r bol gr a ba do

Fui vest ida de diablo y m uy t em prano al banquet e. Mi disfraz t enía olor a


aceit e de ricino. Asist í a t odos los preparat ivos de la fiest a.
–Un banquet e es siem pre un banquet e –dij o Sara, acom odando los
asient os alrededor de la m esa larga, debaj o de la som bra del sauce–. Las fuent es
t ienen que est ar bien dispuest as, los vasos frent e a los plat os y cubiert os
correspondient es.
Clorindo, disfrazado de fant asm a con una sábana, m iraba el ir y venir de
su m adre, Sara.
274
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–Veint e invit ados, es m ucho –prosiguió Sara–. Es la prim era vez que
recibim os t ant os invit ados para un alm uerzo. El cum pleaños de don Locadio, t u
abuelo, es im port ant e: cum ple sesent a años.
Clorindo seguía j ugando: había descubiert o un horm iguero, j unt o al t ronco
del sauce, y pensó, siguiendo m is consej os, que t al vez sería gracioso colocarlo
adent ro de un post re. Buscam os una caj it a de cart ón, donde pusim os el
horm iguero, y fuim os en busca de Sara, que sacaba del horno las t art as, que
recubría con dulce y luego con una t apa de la m ism a m asa. En el m om ent o en
que Sara fue al ot ro cuart o, colocam os en el int erior de una t art a el horm iguero;
lo cubrim os con dulce y luego con la t apa. Sara, at areada com o est aba, no lo
advirt ió.
Los invit ados llegaron y no t ardaron en sent arse. Sara y sus herm anas
t raían las fuent es de la cocina. Com o era carnaval se habían disfrazado: la
Pirucha de odalisca, el Turco de león, Rosit a Peña de gaucho, porque era
dom adora; yo, de diablo, no hay que olvidarlo, y Clorindo de fant asm a. Pocas
veces la anim ación de una fiest a, en casa de Sara, había t om ado esas
proporciones. Alguien pronunció un discurso, ant es de brindar. Cuando llegó el
m om ent o de los post res, la Pirucha aplaudió, pero Sara m odest am ent e se excusó
diciendo que no era la época del m em brillo y que rellenas de m anzana las t art as
valían poco. Había cinco t art as dist ribuidas sobre la m esa. Pirucha clavó el
cuchillo en la que est aba colocada frent e a su plat o. En cuant o part ió la m asa,
salieron las horm igas. Pirucha dio un grit o, luego quiso disim ular, en vano el
desast re. Clorindo se escondió debaj o de la m esa. Con su conduct a llam ó m ás la
at ención.
Don Locadio, que est aba m uy congest ionado, se puso de pie. Tenía que
infligir un cast igo a Clorindo.
–No es posible que est e niño –dij o– llene nuest ros alim ent os de horm igas.
Cont ienen ácido fórm ico, un laxant e m uy enérgico.
–Nos haría falt a, después de lo que hem os com ido –dij o Delia Ram írez,
con am able sonrisa.
–¿Qué cast igo se le puede infligir? –dij o Sara–. Ya com ió t odo lo que
quiso.
–Buscaré los lát igos y lo azot aré delant e de t odos ust edes –dij o Locadio–.
Es un asesino. Lo m ism o hubiera puest o veneno, en vez de horm igas.
Todo el m undo calló. Don Locadio buscó el lát igo, t om ó de una pierna a
Clorindo. Ret iró el plat o, los cubiert os y el vaso colocados frent e a su asient o y
puso a Clorindo sobre la m esa. Le sacó el pant alón y le asest ó ocho lat igazos.
–Qué horrible –dij o Pirucha, cubriéndose la cara–. ¡Qué indecent e! Es la
prim era vez que veo un varón desnudo.
–¿No t ienes herm anit os? –pregunt ó Rosit a, con nat uralidad. Cuando
t erm inó de asest ar los lat igazos, don Locadio sudaba. –Y ahora hay que
perdonarlo –dij o Sara, vist iendo a Clorindo–. No lo harás nunca m ás, nunca m ás.
¿No es ciert o?
–Nunca m ás –dij o Clorindo.
Clorindo buscaba algo sobre la m esa. Tom ó su cuchillit o y sin vacilar se lo
clavó a don Locadio en el corazón.
Fue en ese m om ent o cuando los invit ados creyeron que habían t enido una
prem onición, pues al encam inarse al banquet e habían vist o árboles con un
corazón grabado en el t ronco y una puñalada profunda en el cent ro.
Clorindo se divert ía, com o t odos los niños, con j uegos de su invención; el
predilect o había sido aquel j uego del corazón grabado por él m ism o, en los
t roncos de los árboles, al que le clavaba un cuchillo, probando su punt ería, que
era bast ant e buena. Los árboles del pueblo, desde hacía t iem po, llevaban t odos
la m arca de est os j uegos.
275
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
" Por aquí pasó el diablo, que se apoderó del alm a de Clorindo" dij eron las
personas, después del crim en, al ver los t roncos m arcados. Y yo m e sent í
culpable.

Ca r t a de de spe dida

Madrina:

Una t rist eza, que no llego a com prender, se alberga en m i corazón, de


noche, cuando se encienden las prim eras luces de t u cuart o. Desde que nací,
vivim os en est a m ism a casa: t iem po suficient e para saber que el corredor aísla y
no une los cuart os. Te encierras con llave, com o en una t orre, t odas las t ardes,
desde aquella vez que no quisiera recordar, pero que est á en el fondo de m is
pensam ient os, com o esos t elones pint ados que había ant iguam ent e en las salas
de los fot ógrafos. Frent e a t u vent ana, se ext iende el j ardín, donde hay
colum pios, t oboganes y t rapecios, desde los cuales t e at isbo cuando abres las
vent anas. Crees que j uego cuando m e ves en los colum pios, o con niños de m i
edad j ugando a la rayuela, o con perros. ¡Cóm o t e equivocas! Si j ugar es
divert irse, nunca j uego. ¿Qué nom bre puede t ener lo que hago cuando parece
que m e ent ret engo? Hast a los perros com prenden que est oy t rist e y lam en las
suelas de m is zapat os incorrect os. Pocas personas m e quieren y yo sé por qué
est o ocurre. Es porque uno am a sólo a los seres que se am an a sí m ism os, y yo
no m e am o, porque no encuent ro m ot ivos valederos para am arm e, ni siquiera
cuando m e veo t ocando el violín, com o un hom bre grande, en el espej o, ni
cuando saco buenas not as en la escuela.
Guardo m i violín debaj o de la cam a, por cost um bre, y a veces, cuando
est oy desvelado, no recordando el exact o sonido de sus not as, abro la caj a del
inst rum ent o y rasgo las cuerdas levem ent e; pero est o no bast a para que m e
duerm a. Mi afición por la m úsica no es t an grande para que pueda engañar a los
ot ros ni a m í m ism o. Es para quedar despiert o que m e preocupo por el sonido de
las cuerdas. Oigo la puert a de calle que se abre y la voz de Juan que llega a
visit art e. ¡Todas las noches! A veces m e levant o y los espío. La fam iliaridad con
que t e t rat a, m e parece peor que indecent e. Lo m at aría, créem e; no lo hago, por
no causart e una pena; ya bast ant e sufrist e por m i culpa aquella t arde en que
int ent é dart e una sorpresa. Nunca cont em plé t u rost ro con t ant o recogim ient o.
Es ciert o que era la prim era vez que t e veía dorm ida. Toqué el violín, pianísim o,
para que la sorpresa no result ara desagradable y para que nadie m e descubriera.
¿Cóm o m e at reví a ent rar en t u cuart o a esas horas? Creía que m i m adre no
est aba en la casa; eso m e dio coraj e; t am bién m e dio coraj e t odo lo que ella
hacía para separarnos. Cuando abrist e por fin los oj os, se abrió t am bién la
puert a y ent ró m i m adre, com o la im agen de una furia. Me golpeó prim ero a m í,
después a t i. Dabas la espalda a la puert a y no veías el cuchillo, sobre la m esa,
que t om é, dispuest o a m at arla, porque t e había t ocado. La luz que nos ilum inaba
com o a t ravés de m il vidrios colorados, era del color de la sangre.
Mi m adre no m e perdona el am or que t engo por t i. Yo no perdono el am or
que t ienes por Juan.
Me iré de est a casa. Olvidaré que exist en los cuchillos, los violines, t u
rost ro y esa luz roj a de la violencia. Ent raré en un claust ro. Pediré a la Virgen un
favor: no celarm e ni inspirarm e celos.

La plu m a m á gica

Sabes que no es un sueño ni una invención, sabes que t odo lo que yo


escribía, t odo lo que se m e ocurría, ya est aba escrit o por alguien en alguna part e
276
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
del m undo, y que por ese m ot ivo llegó un m om ent o en que .no pude publicar
nada, pues los lect ores m enos sagaces m e hubieran acusado de plagio. Tú sólo
sabes que j am ás fui capaz de plagiar a nadie, y que est a fat alidad que aquej a, yo
lo sospecho, al m undo ent ero, sin que el m undo la adviert a, se hace en m í sólo
evident e, t an evident e que m e im pide seguir con m i oficio. Desde que exist e la
lit erat ura se escriben las m ism as obras; sin em bargo los ot ros escrit ores siguen
escribiendo. Sufrí durant e años est e espant oso horror que consist e en repet ir
involunt ariam ent e el cuent o, la novela, el poem a que ot ros habían escrit o; en el
m om ent o en que llevaba est os engendros a un diario, a una revist a, a una
edit orial cualquiera, descubría por azar que ya habían sido publicados por ot ro
aut or desconocido o conocido. De ese m odo escribí algunos de los libros m ás
célebres, que quedaron guardados en m i caj ón, sin esperanza de ser reconocidos
ni apreciados por nadie. Sufrí est e t orm ent o hast a que m e regalaron la fam osa
plum a. Creí que se t rat aba de una plum a com ún, pero pront o advert í que baj o su
apariencia m odest a ocult aba un poder m ágico que m e llenó de esperanza.
Las prim eras páginas que escribí con ella fueron realm ent e not ables, t an
not ables que en ningún diario, en ninguna revist a, ni en ningún libro encont ré
sus frases. Con éxit o publiqué aquellas obras que m e valieron una indiscut ible
fam a. La llevaba en m is paseos solit arios. Para no perder su fluido dorm ía con
ella m et ida en los bolsillos de m i pij am a. De ese m odo com puse infinidad de
libros, uno t it ulado La verdad es m uda, ot ro La esperanza se infilt ra, ot ro La
fuent e del Asilo, ot ro Tint a. En un brusco rapt o de confianza, cuando t e conocí,
t e revelé el secret o. Te elegí por confident e sin sospechar que t odo confident e se
vuelve enem igo del que confía sus confidencias. Con candidez y luj o de det alles
t e cont é las vicisit udes de m i vida de escrit or. Parecías com prender t an bien lo
que m e sucedía, que a m enudo pensaba que la carrera de escrit or convendría a
t u sensibilidad. No rechazabas la idea y m e escuchabas, com o siem pre lo hacías,
con adm iración y asom bro. Pensaba en t i en los m om ent os de ilusión, com o en
un posible discípulo que el t iem po se encargaría de recom pensar con los frut os
de m i t rabaj o y de m i experiencia. Llegué a hablart e casi com o a m i conciencia.
En m i t rabaj o no había dificult ad que no t e com unicara, no había esperanza
frust rada que no t e confesara. Te arrast ré a la Bibliot eca Nacional en busca de
libros, que sólo podían int eresarm e a m í, y los leías com o si el int erés m ío fuera
el t uyo. Abandonast e la m úsica y la pint ura. Est abas en un período de evolución.
No pensé que al revelart e el secret o perderías la adm iración y el respet o que
t enías por m í. No pensé que m e t raicionarías. Fue en un m om ent o de descuido:
sobre la m esa del cuart o dej é la plum a; est abas a m i lado. Fui a la esquina a
buscar cigarrillos. Cuando volví, la plum a había desaparecido. Te pregunt é si no
la habías vist o; m e dij ist e que no y t e m ost rast e asom brado de m is
presunciones. Desde aquel m om ent o cam biast e conm igo. No m e com unicast e en
qué em pleabas t u t iem po ni a qué se debía t u súbit o cam bio de caráct er.
Sim ult áneam ent e aparecieron en diarios y revist as cuent os en que reconocía el
est ilo inconfundible de m i plum a. Baj o las obras, la firm a siem pre era un
seudónim o. Pero la duda m e acechaba. Por fin en el escaparat e de una librería
encont ré, con el t érm ino de m is dudas, un libro t it ulado: La Plum a Mágica.

El dia r io de Por fir ia Be r n a l

Relat o de Miss Ant onia Fielding

A Juli

Pocas personas creerán est e relat o. A veces habría que m ent ir para que la
gent e adm it iera la verdad; est a t rist e reflexión la hacía en la infancia por razones
277
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
fút iles, que ya he olvidado; ahora la hago por razones t rascendent es. Las
personas consideradas honest as, son m uchas veces las insensibles, las que no se
conm ueven ant e un dest ino com plej o, o las que saben con sum o sacrificio o
habilidad m ent ir para hacerse respet ar. No m e encuent ro en ninguna de est as
cat egorías. Soy m odest am ent e, t orpem ent e honest a. Si llegué al borde del
crim en, no fue por m i culpa: el no haberlo com et ido no m e vuelve m enos
desdichada.
Escribo para Rut h, m i herm ana, y para Lilian, m i herm ana de leche, cuyo
afect o de infancia perdura a t ravés de los años. Escribo t am bién para la conocida
Societ y for Psychical Research; t al vez algo, en las siguient es páginas, pueda
int eresarle, pues invest iga los hechos sobrenat urales. El prim er president e de
est a sociedad, el profesor Henry Sidwick, fue uno de los m ej ores am igos de m i
abuelo. Recuerdo haber oído en m i infancia m uchos cuent os de hadas, pero
ninguno m e im presionó t ant o ni m e pareció t an m ist erioso com o la conversación
ent re m i abuelo y Henry Sidwick, cuando hablaron de Eusapia Palladino y de
Alexandre Aksakof, después de una com ida veraniega, en el pequeño y herm oso
j ardín de nuest ra casa. Escribo sobre t odo para m í m ism a, por un deber de
conciencia.
No quiero det enerm e en ínfim as anécdot as de la infancia, sin duda
superfluas. Rut h y Lilian las conocen, una porque es m i herm ana y la ot ra porque
es m i dilect a am iga. Me lim it aré a declarar m i respet o por la Societ y for Psychical
Research y a dedicarle est e t rabaj o que encierra el frut o de una am arga
experiencia. Pido perdón por la incorrección del est ilo, por la falt a esencial de
claridad. Nunca supe escribir y ahora que m e aprem ia el t iem po, m e est rem ezco
pensando en los errores que dej aré grabados en est as páginas, que j am ás he de
releer.
Me llam o Ant onia Fielding, t engo t reint a años, soy inglesa y el largo
t iem po que pasé en la Argent ina no m odificó el perfum e a espliego de m is
pañuelos, m i incorrect a pronunciación cast ellana, m i caráct er reservado, m i
habilidad para los t rabaj os m anuales ( el dibuj o y la acuarela) y esa facilidad que
t engo para ruborizarm e, com o si m e sint iese culpable Dios sabe de qué falt as
que no he com et ido ( est o se debe, m ás que a t im idez, a una t ransparencia
excesiva de la piel, que m uchas am igas m e han envidiado) . Ent re las dichas que
el cielo m e deparó est án la salud y el opt im ism o que brillaron en m is oj os
durant e largos períodos de la j uvent ud. Soy silenciosa y t al vez por ese m ot ivo
no parezco alegre com o lo soy en realidad, o m ás bien lo fui. Para los que m e
ven de lej os soy herm osa: en el espej o aprecio lo necesaria que es la dist ancia
para em bellecer la asim et ría de una cara. Frent e a un espej o, en la infancia,
deploré, llorando, m i fealdad.
No necesit o, no puedo relat ar t odos los porm enores de m i vida. Conozco
est e país com o si fuese m ío, porque lo am o y porque leí, para conocerlo m ej or,
los libros de Hudson. Desde que llegué a la Argent ina m e sent í at raída por est e
paisaj e, por est a m úsica folklórica, t an española, por est a vida rural y por est a
gent e lánguida y a la vez bulliciosa. Tuve la suert e de poder viaj ar por las
provincias, ant es de verm e obligada a t rabaj ar com o inst it ut riz. ( El Jardín de la
República y las cat arat as del I guazú m e im presionaron vivam ent e.)
No sufrí por m i difícil sit uación pecuniaria, ni por m i t rabaj o, que al
principio m e pareció, debo confesarlo, alt am ent e rom ánt ico: he am ado siem pre a
los niños, no con un sent im ient o m at ernal, sino m ás bien con un sent im ient o
am ist oso ( com o si t uviéram os yo y los niños la m ism a edad y los m ism os
gust os) .
El prim er día que desem peñé m i puest o de inst it ut riz pensé con alegría
que la vida m e prem iaba, obligándom e de un m odo inesperado a educar a niñas

278
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
de acuerdo con m is ínt im os ideales. No suponía que los niños fueran capaces de
infligir desilusiones m ás am argas que las personas m ayores.
No cont aré las dist int as et apas de m i vida de inst it ut riz. Tal vez dem asiado
desilusionada y sin em bargo con la m ism a t im idez, llegué a est a casa desde
cuyas vent anas est rechas y alt as diviso la plaza San Mart ín, con su m onum ent o.
Aquí, en est a casa de la calle Esm eralda, escribo est as líneas que t endrán que
ser las últ im as.
Recuerdo com o si fuese hoy la calurosa m añana de diciem bre, brillando
sobre el llam ador de bronce, en form a de m ano. Aquel día yo había est renado un
vest ido floreado, que m e daba felicidad, esa felicidad exagerada que sent im os,
las m uj eres, ant e una prenda que nos em bellece. Hacía t iem po que deseaba
t ener un vest ido de ese color, celest e t urquesa, con esas m ism as flores, que m e
recordaban a la vez un j ardín y una t aza de t é, en el día de m i cum pleaños. La
súbit a aparición del llam ador en la puert a de calle oscureció por un inst ant e m i
alegría. En los obj et os leem os el porvenir de nuest ras desdichas. La m ano de
bronce, con una víbora enroscada en su puño acanalado, era im periosa y brillaba
com o una alhaj a sobre la m adera de la puert a. Un port ero con levit a verde m e
llevó hast a el ascensor. Yo est aba nerviosa porque no sabía o suponía no saber
pronunciar un nom bre y un apellido que ahora m e parecen fam iliares: el nom bre
de la dueña de casa. En los m om ent os en que nos creem os m ás pert urbados,
dist raídos o abst raídos, m ás incapaces de observar, es cuando observam os
m ej or. Cuando m urió m i padre, ent re m is lágrim as, descubrí la form a verdadera
de sus cej as y un lunar que oscurecía la part e inferior de su m andíbula; con
pasión descubrí la form a exact a de un m ueble de caoba, m ueble de la época
vict oriana, donde guardaba los ant eoj os y los bibliorat os, y que yo había vist o
t oda m i vida, dist raídam ent e.
Recuerdo el vívido olor a piso recién encerado, la alfom bra roj a y gast ada
de la escalera, con bordes m ás oscuros. Recuerdo en el hall el at ardecer, con
t odas las nubes, del cuadro pint ado al óleo, donde una m uj er sem idesnuda
( ent re una lluvia de rosas blancas) daba de com er a cuat ro palom as con plum as
irisadas. Recuerdo las claraboyas con vidrios de dist int os colores, las t onalidades
verdes, roj as, violet as predom inant es, las guirnaldas com plicadas, una flor que
parecía un páj aro preso en su et erno vuelo. Recuerdo un piano vecino cuya
m úsica m elancólica m e perseguiría.
Ana María Bernal ( est e es el nom bre de la dueña de casa) acababa sin
duda de bañarse y de vest irse; una fragancia a polvos, crem as y perfum es
delicados la aureolaban o m ás bien la alim ent aban, com o el agua alim ent a a
ciert as flores luj osas. La im aginé envuelt a en t ules, com o una bailarina española
perseguida por un reflej o dorado: un rayo de sol la ilum inaba y un público
invisible presenciaba la escena, ese público encant ado y horrible que hay a veces
en los m uebles t apizados, en las caj as de bom bones finos, en los cost ureros y en
los ant iguos t arj et eros de m arfil.
Nunca pude saber, ni ent onces ni después, la edad de Ana María Bernal:
sólo supe que su edad dependía de la dicha o de la desvent ura que le t raía cada
m om ent o. En un m ism o día podía ser j oven y envej ecer con elegancia, com o si la
vej ez o la j uvent ud fueran para ella frivolidades, m eras vest iduras
int ercam biables, de acuerdo a las necesidades del m om ent o. Recuerdo el
perfum e est rident e de su blusa bordada, el dibuj o nacarado de su prendedor y la
m elancolía falsa y m agnífica de sus oj os cast años. Parecía una reina egipcia del
Brit ish Museum , de esas que m e asust aron en la infancia y que adm iré m ás
t arde, cuando aprendí que hay bellezas que son m uy desagradables. Aun
ent onces, at areada com o yo est aba en est udiar aquel nuevo y asom broso rost ro,
aun ent onces m e pareció descifrar el lenguaj e lúgubre de la casa, com o si cada

279
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
obj et o, cada adorno fuera un sím bolo cuidadoso, un anuncio de m is sufrim ient os
fut uros.
Frent e a est a desconocida m uj er argent ina m e sent í desam parada. Me
sent í t ransparent e, de una t ransparencia definit ivam ent e dolorosa y oscura. El
color de m i piel, el oro gast ado de m i cabello ( que veía reflej ados en los vidrios
de la vent ana) m e parecieron en ese inst ant e no sólo los despoj os de m i
personalidad sino una m aldición inexplicable. El color oscuro de la piel suele dar
a los seres una j erarquía, un poder ocult o, que adm iro, desprecio y t em ió
secret am ent e: est o m e hacía decir en m i infancia: " Podría enam orarm e de un
hom bre de t ez oscura, pero nunca m e casaría con el, porque le t endría m iedo" .
I ncapaz de ocult arle a Ana María Bernal m is falt as de erudición,
equivocadam ent e m e creía inferior a ella. Me ruborizaba y ella en la som bra de
sus oj os com o det rás de una m áscara, con serenidad, seguía los subt erfugios de
m is m ovim ient os.
–No creí que fuera t an j oven –dij o, invit ándom e a sent arm e en un sillón
t apizado de dam asco am arillo–. Mi suegra m e habló– de ust ed. Ella se ocupa del
personal de la casa. Es una señora de ochent a años, pero m ant iene su agilidad y
su m em oria. Yo no t engo caráct er para est as cosas.
Asent í con la cabeza.
–No sabía que ust ed fuera t an j oven –volvió a repet ir con dulzura.
–No soy t an j oven –le dij e con ciert a im paciencia–, t engo t reint a años.
Una sonrisa desganada pasó por sus labios.
–Es ciert o que la edad, a veces, no significa nada. Adem ás, nunca se sabe
la edad de las inglesas. Ust ed parece t ím ida. t al vez sin caráct er; probablem ent e
por eso parece m ás j oven de lo que es.
–Señora, no hay que j uzgar por las apariencias. Yo he sido com o una
m adre con m is herm anos, cuando t enía quince años quedam os huérfanos y yo
sola m anej aba la casa.
–¡Qué int eresant e! –dij o Ana María Bernal, cruzando las piernas y
colocando las m anos, cubiert as de anillos, sobre las faldas–, ¡las vidas de
ust edes son t an diferent es de las nuest ras! Est oy segura de que la vida de ust ed
debe de ser com o una novela m uy rom ánt ica, com o las novelas de Henry Jam es.
¿Henry Jam es o Francis Jam es? Los confundo siem pre. Nada asom a al ext erior;
parece una niña t ím ida, sin experiencia y sin caráct er. Ana María suspiró
suavem ent e.
–Le recom iendo que t enga m ucha seriedad con m i hij a. No le dé
confianza. Sea severa con ella. Porfiria es hij a del rigor. ¿Sabe ust ed lo que es
ser hij a del rigor? Es volunt ariosa. Est e año no la m andarem os al colegio, porque
t uvo una pleuresía y est á delicada de salud. Ust ed t endrá que educarla e
inst ruirla, ent ret eniéndola. Cuando est em os en el borde del m ar ( ust ed sabe que
veraneam os en el m ar) sus baños no pasarán de cinco m inut os: con el reloj y la
t oalla en la m ano t endrá ust ed que esperarla en la orilla, com o hacía m i abuela
con m i m adre cuando m i m adre era chica. Mi hij a debe alim ent arse bien y com er
lent am ent e; lo ha dicho el m édico; t iene que m ast icar m ucho. Espero que ust ed
se haga obedecer y que no t enga debilidades con ella.
En una hoj a de block Ana María Bernal anot ó con un lápiz el régim en
alim ent icio de Porfiria y luego m e lo ent regó con un adem án grosero, m ascando
las sílabas de su últ im a frase:
–No le dé chocolat e, aunque se lo pida.
Cuando Porfiria Bernal vino a saludarm e m e asom bró lo diferent e que era
de la im agen que yo m e había form ado de ella. Su nom bre, que m e recordaba
una apasionada poesía de Byron, y la conversación que yo había t enido con su
m adre habían form ado en m í una im agen resplandecient e y m uy dist int a. Pálida
y delgada, con m odest ia se acercó para que le besara la frent e.
280
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Porfiria no era herm osa, no se parecía a su m adre, pero hay una belleza
casi ocult a en los seres, que present im os difícilm ent e si no som os bast ant e
sut iles; una belleza que aparece y desaparece y que los vuelve m ás at rayent es:
Porfiria t enía esa m odest a y recat ada belleza, que vem os en algunos cuadros de
Bot t icelli, y esa apariencia de sum isión, que m e engañó t ant o en el prim er
m om ent o.

Me parece que est a casa es la m orada de t odos m is recuerdos. El infierno


debe de ser m enos m inucioso, m enos est rict am ent e at orm ent ador, en la
elaboración de sus det alles. Podría describir los ruidos, uno por uno, las com idas,
la luz esencial de los silencios y de las vent anas. Podría describir el día de cada
sem ana con un cielo adecuado. Podría enum erar los cuadros, las fot ografías, las
m anchas de hum edad de ciert os cuart os. Podría enum erar las est at uit as de
porcelana, con grupos de gat os, y las m iniat uras con ret rat os de ant epasados.
Podría repet ir las lecciones, los dict ados, las lect uras que le infligía a Porfiria los
lunes, j ueves y sábados por la m añana. Podré m orir t al vez sin lograr ext inguir
en m i m em oria la precisión punzant e y ext raña de est os recuerdos.
La vida m e asust a y sin em bargo ese árbol que veo desde m i vent ana m e
llam a y aún m e caut iva con sus ram as verdes. Quisiera ser aún la m uj er que he
sido. La plaza San Mart ín es alegre: t iene plant as t ropicales y un m onum ent o
grande, negro y rosado. ¿No respiraré ot ra vez el olor vernacular de sus
t um bergias? ¿No volveré a descubrir esa int im idad argent ina, en sus bancos
debaj o de los gom eros? ¿Quién podrá creer en m i inocencia? ¿Qué hacer para
seguir viviendo la hum ilde felicidad, que t engo t odavía, de ser com o soy?
El herm ano de Porfiria se llam aba Miguel. Cinco años m ayor que ella, est e
adolescent e era de una ext raordinaria belleza; de piel oscura, de rasgos
perfect os, de oj os negros, que brillaban sin m elancolía. Una suave sonrisa
cont radecía la dureza de la m irada, ilum inaba a veces la cara; una sonrisa cruel
la ensom brecía, ot ras veces. Su cabello, com o las plant as, crecía
apasionadam ent e. Porfiria, vuelvo a repet ir, no era única hij a y sin em bargo su
padre la m im aba com o si lo fuera. Mario Bernal era un hom bre t ranquilo y
bondadoso y sent ía por su hij a una t ernura casi m at ernal, una t ernura parecida a
la que sent ía por su m adre, que lo adm iraba y que siem pre lo había preferido.
Hice cuant o pude por m ej orar la educación de Porfiria. Leí m ucha
geografía, m ucha hist oria: debo confesar que había olvidado casi t odas las
fechas y los acont ecim ient os hist óricos im port ant es. Mi padre siem pre decía:
Enseñar es la m ej or, t al vez la única m anera de aprender. Me inst ruí yo m ism a,
para poder inst ruir a Porfiria. Nunca est udié t an fervorosam ent e. Nunca m e sent í
t an alent ada por una fam ilia ent era. Hast a la abuela de Porfiria, esa viej it a de
ochent a años que t rat aba en vano desde hacía dos años de t erm inar de t ej er una
esclavina de lana lila, se int eresaba por los m ét odos de enseñanza y m e daba
consej os.
Porfiria era ext raordinariam ent e int eligent e. La lit erat ura le int eresaba,
casi lo diría, con pasión. Ciert as com posiciones que escribió fueron
verdaderam ent e not ables: Los pequeños príncipes en la t orre, La m uert e de un
árbol, Un día de lluvia, Un paseo en el Tigre, Los gat os abandonados, m e
sobrecogieron, m e conm ovieron. Yo la dej aba elegir los t em as. Yo fui t am bién,
Dios m e perdone, quien le dio la idea de escribir un diario. Pasaba m uchas horas
escribiendo com o un ángel inclinada sobre el cuaderno, con los oj os ilum inados.
( ¡Ent onces la veía inspirada com o un ángel! )
–Las niñas inglesas t ienen siem pre un diario –le dij e una m añana en un
t ren que huyendo de los calores sofocant es de la ciudad nos llevaba a las playas
del sur.
–¿Y hay que decir la verdad? –m e pregunt ó Porfiria.
281
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–De ot ro m odo ¿para qué sirve un diario? –le cont est é sin pensar en el
significado que t endrían para ella m is palabras.
Por la vent anilla del t ren veía t odo el cam po incendiado por el ponient e: ni
un árbol lo int errum pía; los anim ales parecían j uguet es recién pint ados. De vez
en cuando pasaba un cam po de flores m oradas o de lino. He venerado siem pre la
nat uraleza: sus diversas m anifest aciones m e t raen a la m em oria versos, frases
ent eras de algunas novelas, herm osas m iniat uras que había en la sala de nuest ra
casa, en I nglat erra, reproducciones de cuadros pint ados al óleo por Turner,
cuyas bellezas m e est rem ecen, ciert as canciones de Purcell ( canciones de
past ores) , que le oía cant ar a m i m adre, de noche, cuando est aba vest ida con un
m aravilloso vest ido rosado, con cint as verdes, que anudaba para hacer j uego con
su peinado. Un recuerdo de perfum es de heliot ropo m e t raen ciert os cielos
parecidos a los de aquella t arde: en esos perfum es est án m i pat ria y m i
rom ant icism o.
–Pero ya t engo un diario –dij o Porfiria con una voz agria, que no le
conocía–. Ust ed m ism a, Miss Fielding, m e dio la idea de hacerlo el día que m e
cont ó que había escrit o un diario a los doce años. ¿No recuerda?
Yo no recordaba haberle dicho nada sobre aquel diario de m i infancia pero
sent í al m irar sus oj os que m e decía la verdad. Aquellas palabras que yo le había
dicho t an dist raídam ent e la habían sin duda im presionado. Cont inuó hablando
con esa pequeña voz agria y desagradable, acent uada por el ruido del t ren, que
le obligaba a hablar m ás alt o.
–Mi diario, es un diario m uy especial. Tal vez un día se lo ent regue para
que lo lea. Pero se lo ent regaré a ust ed solam ent e. Mam á no lo t iene que ver
porque a ella le parecería inm oral.
La m iré con asom bro. ¿Cóm o se at revía a hablarm e así?
–¿Por qué le parecería inm oral a su m adre y no a m í? –le pregunt é con
una ansiedad m al disim ulada.
–Porque ust ed, Miss Fielding, es int eligent e y sobre t odo porque ust ed no
es m i m adre. Las m adres fácilm ent e dej an de ser int eligent es.
Sent í m ucha inquiet ud al oír est as palabras. ¡Qué había querido decir
Porfiria! En ese m om ent o la señora de Bernal. que viaj aba en ot ro vagón, se
acercó para invit arnos a com er. ¡Ya em pezaba a abrum arm e la responsabilidad
de ser inst it ut riz!
Com enzaba a hacer frío, caía la noche y por prim era vez m e apresó una
t rist eza indecible, inm ot ivada, recordando m is veraneos nat ales, los dist int os
t renes que m e habían llevado a ot ras playas. Me cont em plé discret am ent e en un
espej o, para alisar m i cabello. Descubrí en m i rost ro, en las esquinas de m i boca,
una nueva arruga, una arruga que nunca había vist o. Porfiria se apoyaba cont ra
m í, m e t om aba del brazo, hacía el adem án de besarm e; m e parecía que un
secret o ya nos unía: un secret o peligroso, indisoluble, inevit able.
Durant e m uchos m eses, Porfiria m e am enazó con la lect ura de su diario.
De t iem po en t iem po m e recordaba la urgencia que ella sent ía por que yo lo
leyera, pero al ver m i indiferencia t al vez se cansó de insist ir.
Pasó el invierno y luego la prim avera. Llegó el verano. Ent onces Porfiria
logró, con m il art im añas, hablarm e ot ra vez del diario. Sabía que el asunt o m e
desagradaba. Quería vencer m i repugnancia.
Est ábam os en el m es de sept iem bre de m il novecient os t reint a. Tardé
unos días en abrir el diario que Porfiria m e había ent regado y en recorrer
superficialm ent e las páginas. Me repugnaba la idea de leerlo, m e parecía, vuelvo
a repet ir, que ese diario podía herirnos, que era una especie de vínculo secret o,
un obj et o clandest ino, que m e t raería disgust os; pero Porfiria insist ió t ant o que
no pude rehusarm e por m ás t iem po. ¿A qué abism os del alm a infant il, a qué
infierno cándido de perversión habían de llevarm e est as páginas cuya t rém ula
282
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
escrit ura, en t int a verde, t rat aba de im it ar la m ía? ¡Qué lej os est aba yo de
im aginar la verdad!
No puedo det enerm e en los porm enores de est e relat o. Mis recursos
lit erarios son nulos. Sospecho que las palabras que he escrit o no m e
proporcionarán siquiera un desahogo, sino un profundo sufrim ient o.
Porfiria fue m i prim era, m i últ im a discípula. Fue la única por quien t uve un
afect o verdadero, por quien sufrí com o una m adre puede sufrir por una hij a, por
quien padecí las pert urbaciones m ás hondas que habrá sufrido una persona
adult a por una niña. La verdad es que est a criat ura influyó sobre m í com o sólo
puede influir una am iga aviesa.
Con ciert a repugnancia, con ciert a curiosidad avergonzada, em prendí la
lect ura del diario. ¿Qué significado t enía para Porfiria la palabra inm oral? ¿Nada
de t an t errible com o yo m e lo había im aginado? ¿Qué secret os fam iliares m e
revelarían esas páginas? ¿Hablaría de su abuela, de su m adre, de su padre, de
su herm ano Miguel, irrespet uosam ent e? ¿La lect ura de est e diario no m e t raería
problem as de conciencia, sinsabores de diversa índole? Todas est as reflexiones
m e parecieron baj as, egoíst as, insignificant es, inint eligent es. Conm ovida y
reconfort ada por m i resolución, leí las prim eras páginas.

El dia r io de Por fir ia

3 de enero de 1931.

Tengo ocho años cum plidos. Me llam o Porfiria y Miguel es m i único


herm ano. Miguel t iene un perro grande com o una ovej a. Durant e m uchos años
esperé t ener un herm ano m ej or y m enor, pero ya he desist ido: no quiero a m i
fam ilia. Miss Fielding piensa que no soy herm osa, pero que t engo una expresión
fugit ivam ent e herm osa. " Es la expresión de la int eligencia" m e ha dicho. " Es lo
único im port ant e." Me parezco a los ángeles de Bot t icelli que usan cuellit os
bordados y que t ienen " las caras viej as de t ant o pensar en Dios" com o dice Miss
Fielding. Yo no pienso en Dios, sino de noche, cuando nadie ve m i cara; ent onces
le pido m uchas cosas y le hago prom esas que no cum plo. La noche t iene grandes
follaj es con flores y páj aros en donde m e escondo para ser feliz, a veces para ser
m uy desdichada, porque si es fácil ser audaz a esas horas, es t am bién fácil m orir
de sust o o de desesperación A esas horas podría escaparm e de m i casa, m at ar a
alguien, robar un collar de brillant es, ser una est rella de cine.
Todas las expresiones de m i cara las he est udiado en los espej os grandes
y en los espej os chicos. Los cuadros de Bot t icelli los he vist o en la colección de
Pint ores Célebres.
No am biciono, para cuando sea grande, ser com o m i m adre, ni com o Miss
Fielding, ni com o m i prim a Elvira. Me parece que nunca voy a ser ni siquiera
j oven: est a idea no m e ent rist ece, m e da una sensación de inm ort alidad, que
m uchas niñas de m i edad sin duda no t uvieron.

10 de enero.

Miss Fielding m e dio la idea de escribir est e diario. Ant es de conocerla no


se m e hubiera ocurrido: ant es de conocerla no se m e hubiera ocurrido
cont em plar los ángeles de Bot t icelli ni m i cara en t ant os espej os, porque siem pre
encont ré que yo era horrible y que m irarm e en un espej o era un pecado. En una
cadenit a de oro ent re dos m edallit as, t engo una llave; es la llave del caj ón donde
guardo m i diario. El caj ón y la llave despiert an la curiosidad de los sirvient es y de
m i m adre, que es ast ut a.

283
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Ella sola, Miss Fielding, podrá leer est as páginas t al vez Miguel, que sabe
ort ografía.
Porfiria Bernal es m i nom bre: m e asom bra, m e cont raría cont inuam ent e,
m e cam bia el color de los oj os, la form a de la boca y de los brazos y hast a el
afect o que sient o por m i m adre. ¡Mi m adre! A veces la veo com o una ext ranj era,
com o una int rusa que acaricia m i pelo, cuando le doy las buenas noches. Mi
padre t iene cara de prócer, m e es fam iliar com o las m iniat uras que guarda en la
vit rina. Besarlo m e da vergüenza.
Soy la esclava de m i nom bre.
–Todo es cuest ión de cost um bres. Cuando seas grande t e gust ará t u
nom bre, porque es original –m e dij o ni m adre.
–Preferiría llam arm e Miguel. Miguel es nom bre de varón y es vulgar.

15 de enero.

Me enoj é con Miss Fielding: no quería que m e despidiera de los gat os de


Palerm o.

20 de febrero.

Hoy llegam os al m ar. Los viaj es en t ren son dem asiado cort os: t enía
t ant as cosas que pensar y sólo el t ren m e perm it e pensar. Los ej ercicios físicos
m e sacan los pensam ient os, y la gent e y la arit m ét ica.

28 de febrero.

La arena es hecha de piedras, caracoles, huesos, pelos, uñas de náufragos


y pedacit os de anim ales que se han avent urado dent ro del m ar y han dej ado su
esquelet o: la he m irado de cerca con m i vidrio de aum ent o.
Mi m adre conversa con un señor cuyos oj os azules son del color de
algunos pescados. Es claro que hablan de cosas m uy desagradables, de parient es
o de negocios, porque m i m adre frunce las cej as y m ira su reloj , y el señor, que
t iene un anillo de oro, m ira con odio el m ar y se recuest a cont ra el t oldo
fum ando com o si est uviera m uy cansado. La arena se pega ent re los dedos de
los pies; t rat o de sacarla, pero no puedo. Miss Fielding m ira de reoj o al señor del
anillo de oro. ¿Qué piensa Miss Fielding? No piensa. Sale a nadar: sigo su gorra
verde sobre el m ar, la sigo hast a que vuelve.
¡Cuánt os om bligos t iene la arena!
Me regalaron una virgen que sirve de velador: son las m ás práct icas.

1 ° de m arzo.

Est oy enferm a. Miss Fielding no m e dej a pensar: lee, con su m onót ona voz
de gat o, Robinson Crusoe. Pero ¿qué int erés puede t ener para m í un libro com o
ése? Me gust an los libros de am or o de crím enes. Me gust an los libros de
pensam ient os. No espero sino la hora de la com ida, que no m e t rae nada.
¿Moriré ant es de los quince años? He cont ado las horas que Miss Fielding no m e
ha dej ado pensar desde que est oy en cam a: cinco horas hoy, ayer t res, ant eayer
ocho: dieciséis en t ot al. Si m uero ant es de los quince años, no se lo perdonaré.

10 de m arzo.

284
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Me despedí del m ar: fue difícil besarlo, m ás fácil m e result ó besar la
arena, que est aba húm eda. No volveré hast a el año que viene ( pero ya no será
lo m ism o, t endré un año m ás, ya no seré la m ism a) .
I rem os a pasar unos días a una est ancia de m i abuelo, en Arrecifes.

12 de m arzo.

La est ancia se llam a La Dorm ida.


–Seguram ent e La Bella Durm ient e del Bosque era uno de los cuent os
preferidos de las hij as del ant iguo propiet ario de est a est ancia y por eso le
pusieron ese nom bre –m e dij o Miss Fielding la noche que llegam os.
Tuve que explicarle que no se llam aba La Bella Durm ient e del Bosque sino
La Dorm ida, lo que era dist int o. Me cont est ó com o si m e diera un dat o hist órico:
–Seguram ent e han querido abreviar el nom bre porque result aba un poco
largo.

14 de m arzo.

La est ancia se llam a La Dorm ida, porque su ant iguo propiet ario t enía una
hij a m ás callada, m ucho m ás callada y t ím ida que yo. Cuando llegaban visit as, el
dueño de casa, que t enía una barba, m it ad negra, m it ad colorada, para alabar o
llam ar a su hij a m ient ras servía las m asas que ella m ism a había preparado, decía
en voz alt a:
–No es dorm ida. No es dorm ida, m i hij a.
Las visit as, que eran t odas señoras viej as, de lut o y golosas com o
chanchos, t om aron la cost um bre, cuando llegaban a la est ancia, de pregunt ar
por la que " no era dorm ida" y finalm ent e para abreviar un poco por " la dorm ida" ,
pensando en las m asas caseras que parecían, por los firulet es de m erengue,
m asas de una gran confit ería. Poco a poco, la Dorm ida se hizo fam osa. " ¿Dónde
est á la dorm ida?" , " ¿Cóm o est á la dorm ida?" " ¿Qué est á haciendo la dorm ida?"
eran frases que em pezaron a oírse cuando la gent e reclam aba m asas. La
est ancia acabó por llam arse La Dorm ida.
Pero ahora no hay nadie que pueda convencer a Miss Fielding de que La
Bella Durm ient e del Bosque no fue responsable de ese nom bre.

15 de m arzo.

Miss Fielding aprendió en un día a andar a caballo. Todo el m undo la


felicit ó. No se asust a de las víboras ni de los m urciélagos, ni de las luces m alas.
No sé si adora o si odia los gat os. Los acaricia y les da pedacit os de carne cruda,
que roba de la cocina, cuando el cocinero duerm e la siest a, pero t am bién les da
punt apiés.
Cam ina con Miguel por el parque a la noche. Oigo las voces hast a que m e
duerm o. Dicen que vieron un fant asm a y que Miss Fielding cayó desm ayada:
eran los oj os fosforescent es de un gat o, que corría por el t echo de la casa, com o
un gigant e negro.

20 de m arzo.

Pienso que voy a ser una gran art ist a cuando veo un rayo de sol sobre el
césped, o cuando t om o el olor a t rébol que brot a de la t ierra al caer la noche o
cuando m e im agino que un t igre m e devora en pleno día. Pint aré m uchos
cuadros para el Museo Nacional.

285
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
26 de m arzo.

Ser pobre, andar descalza, com er frut a verde, vivir en una choza con la
m it ad del t echo rot o, t ener m iedo, deben de ser las m ayores felicidades del
m undo. Pero nunca podré am bicionar esa suert e. Siem pre est aré bien peinada y
con est os horribles zapat os y con est as m edias cort as.
La riqueza es com o una coraza que Miss Fielding adm ira y que yo det est o.

28 de m arzo.

He invent ado est a oración: Dios m ío, haced que t odo lo que yo im agine
sea ciert o, y lo que no pueda yo im aginar no llegue nunca a serlo. Haced que yo,
com o los sant os, desprecie la realidad.

29 de m arzo.

He dudado de la exist encia de Dios: las personas grandes siem pre m ient en
y ellas m e hablaron de la exist encia de Dios.

1 ° de abril.

No puedo encont rar un t rébol de cuat ro hoj as. Nunca seré feliz, porque ser
feliz es creer que uno lo es.

2 de abril.

Dorm ir y com er en el t ren m e gust a. Me gust a t am bién Buenos Aires, hoy,


porque es día de llegada y porque hay olor a naft alina en las alfom bras.

4 de abril.

Sin convicción est udio el piano. Para t ocar bien el piano t engo que
im aginar un t eat ro lleno de gent e, oír aplausos. Le pago diez cent avos a
Filom ena por cada aplauso. En la salit a de est a casa, cuando hay una visit a, m i
m adre m e pide que t oque Au Couvent , de Borodine: pero det est o esa visit a y
det est aría cualquier t eat ro con sem ej ant e público. Para no llorar t engo que
im aginar que est oy en un j ardín con rosales y sauces y que un j oven descalzo y
m uy pobre m e lleva de la m ano; ent onces la m úsica se abre com o un sendero
para dej arnos pasar y el t eclado se vuelve invisible.

20 de m ayo.

Pablo Lerena com ió anoche en casa. Es un prim o segundo de m i padre.


Hast a los veint e años vivió en Europa: es lo único que sé de él. Me saludó
agachando la cabeza perfum ada. Apenas le cont est é. Me había caído de la
escalera y m e dolía la rodilla.

21 de m ayo.

Sobre las rosas, en los floreros de la sala, recordando m i infancia, lloré


com o si fuera grande. A las seis de la t arde no había nadie en la casa. Un silencio
int im idant e, com o el de una presencia, se int ernaba por las habit aciones. Los
corredores oscuros m e llevaron al cuart o de Miss Fielding. Me det uve un inst ant e
ant es de abrir el caj ón de la m esa de luz: encont ré un paquet e de cart as at ado
286
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
con una cint a ( sabía de quién eran esas cart as) , un frasquit o de perfum e, un
lápiz y una caj a de fósforos. Desat é la cint a. Leí las cart as una por una; a m edida
que las iba leyendo las guardaba en un bolsillo, para no releer las que ya había
leído. Oí un ruido en la puert a de calle. Con la cint a rápidam ent e at é las cart as.
Una quedó en m i bolsillo: la conozco de m em oria.

22 de m ayo.

Miss Fielding sabe que le falt a una cart a. Sabe que yo se la robé y que se
la m ost ré a Miguel. " Son cart as com prom et edoras" diría m i m adre. Lloré con la
cabeza escondida ent re las faldas de Miss Fielding. Me perdonó porque es
int eligent e. Se lo cont é a m i m adre.

27 de m ayo.

Rosa, Fernanda y Marcelina son m is m ej ores am igas. Soy adm irada por la
prim era, dom inada por la segunda, ignorada por la t ercera, que t oca m uy bien el
piano y que anda com o un m ono en biciclet a. Las am igas pueden dividirse en
varias clases: las que escuchan siem pre, las que escucham os, las que am am os
cuando est án cerca, las que preferim os cuando est án lej os, las que deseam os
que t engan diferent es opiniones de las nuest ras, las que recordam os cuando
oím os una m úsica, las que son com o un j ardín, las que se parecen únicam ent e a
ellas m ism as, las que saben lo que íbam os a decir ant es de hablar y lo dicen para
avergonzarnos, las que nos roban las cosas am adas am ándolas, las que
perfeccionan la soledad, las grandes, las que no se ocupan de nosot ras.
Rosa, Fernanda y Marcelina no son en realidad m is m ej ores am igas; es
sólo en algunas com posiciones que lo digo, com o por ej em plo en la com posición
t it ulada Un paseo en el Tigre.

4 de j unio.

Pablo Lerena com e casi t odas las noches en cosa. Tiene un negocio a
m edias con m i padre. Después de com er Miss Fielding y m i m adre hacen
solit arios, m ient ras m i padre y Pablo Lerena conversan envuelt os en el hum o
espeso de los cigarros. Mi abuela t ej e una esclavina. Tej e com o una t ort uga con
m anos de araña. Oye t odo lo que nadie alcanza a oír, pero no oye nada de lo que
t odo el m undo oye. A veces parece disfrazada. A veces parece disfrazada sobre
t odo en invierno porque se abriga m ucho cuando va a m isa.
Miss Fielding cree que m e burlo de ella: no es m i culpa, es t an dist int a de
t odo el m undo, con sus oj os de gat o de angora y con su voz llorona.

20 de j unio.

Veo m uy poco a m i padre o m ás bien lo m iro m uy poco: ayer descubrí que


t enía los oj os verdes y la nariz aguileña. Tener siem pre cerca a las personas las
alej a: conozco pedacit os de m i m adre, conozco sus m uñecas, el espesor de su
peinado y el lugar que ocupa una de sus ondas preferidas, el cruj ido de sus
pasos, la sonoridad de su risa, pero a Pablo Lerena lo conozco de arriba abaj o y
no com o un bust o, com o la conozco a m i abuela, lo conozco t odo ent ero com o en
un gran espej o.

21 de j ulio.

287
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Fui a Palerm o con Miss Fielding. Llevam os carne cruda para los gat os.
Cerca del lago, donde alquilan las biciclet as, nos sent am os para m irarlos com er;
ronroneaban, se frot aban cont ra m i. De pront o Miss Fielding se puso a t em blar;
su cara se t ransform ó: parecía horrible, un verdadero gat o. Se lo dij e y m e
cubrió de arañazos. Con la cara sangrando llegué a casa.

23 de j ulio.

Me escondí en el rellano de la escalera. No veía pero oía t odo lo que


decían: Miss Fielding hablaba con Miguel: parecía que lloraba. Hablaban m al de
m í. Cant aban los páj aros de las j aulas, en el balcón, com o si se besaran. En la
claridad de la pared veía agit arse las som bras, com o las figuras de una lint erna
m ágica.

30 de j ulio.

Es m i cum pleaños. Mi padre m e regaló una pulsera de oro fina, Miss


Fielding un libro, m i m adre un m onedero, m i abuela cien pesos, Pablo Lerena no
sabía que era m i sant o y cuando vio el post re con m i nom bre y con las velit as
encendidas sobre la m esa en m edio de la com ida se levant ó para besarm e. Me
ruboricé. Mi abuela com ió en la m esa pero no probó el post re porque t enía
huevo.

10 de agost o.

Dij e a Miss Fielding:


–Dale que eras un gat o y yo un perro y m e arañabas. Miss Fielding m e
puso en penit encia.

15 de agost o.

Me gust an los libros de am or o de crím enes, m e gust an los libros de


Rosset t i y de Tennyson: algunos versos los sé de m em oria y los recit o
silenciosam ent e cuando est oy en la iglesia esperando que t erm ine la m isa.

24 de agost o.

En m edio de las lecciones, Miss Fielding se det iene, suspira sus oj os se


avent uran por el paisaj e de la vent ana. Miguel la llam ó ayer para que le ayudara
a escribir una cart a: t ardaron m ás de una hora.

2 de sept iem bre.

Soy rom ánt ica, Miss Fielding m e lo dij o anoche m ient ras m e hacía las
t renzas. Ella es m ás rom ánt ica porque ha vivido m ás, pero m enos int ensam ent e.
Miss Fielding lo abraza a Rem o y le clava las uñas, le dice en inglés:
¿Sabes cóm o t e quiero? Rem o no com prende el inglés, pero sabe que Miss
Fielding es idént ica a un gat o y no la quiere y baj a las orej as.

29 de sept iem bre.

Miss Fielding m e ve t al vez com o a un dem onio. Sient e un horror profundo


por m í y es porque em pieza a com prender el significado de est e diario, donde

288
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
t endrá que seguir ruborizándose, dócil, obedeciendo al dest ino que yo le infligiré,
con un t em or que no sient o por nada ni por nadie.

5 de oct ubre.

Robert o Cárdenas vino a com er por prim era vez est a noche. En seguida
reconocí al señor, con los oj os azules, que había vist o durant e el verano, en la
playa, conversando con m i m adre. Me saludó con am abilidad. Yo apenas le
cont est é. Miss Fielding se ruborizó violent am ent e.
Rem o, el perro de Miguel, m urió en un accident e.

I nt errum po est e diario, com o lo int errum pí ent onces, con est upor, el 5 de
oct ubre, a las doce de la noche, al com probar que t odo lo que Porfiria había
escrit o en su diario hacía casi un año est aba cum pliéndose.
Robert o Cárdenas había venido a com er esa noche por prim era vez. Y ahí
t enía, ant e m is oj os, la fecha increíble, 5 de oct ubre, escrit a sobre la página del
diario, com o un t est im onio m ágico, infernal. El cuaderno había est ado en m i
poder t odo ese t iem po. Me const aba que Porfiria no había podido t ocarlo ni
durant e t odos esos días, ni hoy, después de la com ida. Qué horrible m ist erio
alim ent aba diariam ent e las páginas de est e diario. Recuerdo que no dorm í en
t oda la noche, presa de inexplicables t em ores.
A la m añana siguient e, le pregunt é a Porfiria si no había agregado
anot aciones nuevas al diario. ¡Dem asiado bien sabía que no lo había t ocado! Le
señalé con un vago t em or la dist racción que había t enido en ant icipar las fechas.
Me m iró con asom bro. Abriendo desm esuradam ent e los oj os, m e dij o con
exalt ación inusit ada:
–Escribir ant es o después que sucedan las cosas es lo m ism o: invent ar es
m ás fácil que recordar.
Confieso que la int eligent e, la dulce Porfiria, m e pareció presa de algún
dem onio. Sent í ese día horror por ella, y a la noche, en la soledad de m i
habit ación, leí las páginas siguient es del diario.

26 de oct ubre.

Robert o Cárdenas y m i m adre se despiden com o si t em ieran no verse


nunca m ás. ¿Qué secret os t erribles se dicen en la oscuridad de la sala cuando
pasa el t ranvía? Miss Fielding es m uy celosa. ¿Los gat os son celosos?
Hoy nos pidieron a Miss Fielding y a m í que t ocáram os el piano a cuat ro
m anos. Miss Fielding, t rist em ent e, se sent ó al piano y yo a su lado, en el
t aburet e. En la m adera brillant e del piano yo veía a m i m adre que lloraba y a
Robert o Cárdenas que le besaba las m anos para consolarla.
Mi m adre llora sin lágrim as con frecuencia. Sabe que Miss Fielding m e
last im a. Sabe que Miss Fielding no es un ser hum ano, pero no se at reve a
despedirla, porque le t iene m iedo.

5 de noviem bre.

Est ar enam orada, no significa am ar a un hom bre: puede uno est ar


enam orado sin am ar a nadie. Una fot ografía, una puest a de sol, un perfum e, un
ángel o una m úsica bast an.

20 de noviem bre.

289
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Quisiera ser pruebist a. Vest irm e con un t raj e verde y brillant e. Un
pruebist a se parece m ucho a un ángel; cuando salt a en los t rapecios, ot ro ángel
lo recibe en sus brazos.

4 de diciem bre.

Tengo un present im ient o. Nuest ro fin se acerca. Algunas personas t ienen


caras de crim inales cuando se les acerca la m uert e; inconscient em ent e adopt an
la cara que im aginan que t iene la m uert e.
Ayer hablam os con Miss Fielding de la m uert e, del suicidio, del crim en. No
son conversaciones para t ener con niños.

5 de diciem bre.

Hace calor. Miss Fielding volvió del cam po con un enorm e ram o de flores.
Las arregló en los floreros del com edor. Mi m adre no las agradeció, porque es
orgullosa.
El sol am arillo brilla sobre las calles y las casas t odavía, y ya es t arde.
Miss Fielding est á enam orada de Miguel. Así t ienen que ser las inst it ut rices
con los discípulos y no t rat arlos con la rudeza con que m e t rat a a m í. Pero Miguel
no es el discípulo de Miss Fielding, es el discípulo de un gat o. Soy yo la discípula
y es de m í de quien t iene que ocuparse, y no arañarm e com o un felino; se lo dij e
a m i m adre.

8 de diciem bre.

Fui a m isa con Miguel y Miss Fielding.


Trat aré de alej arlos. No m e im port a que m e odien. Cuando uno no
consigue el afect o que reclam a, el odio es un alivio. El odio es lo único que puede
reem plazar al am or.
Conseguí que m e pegara, que m e clavara las uñas de nuevo. He t riunfado,
exasperándola.

9 de diciem bre.

Podría m at ar a Miss Fielding sin rem ordim ient o. Si lloré por la m uert e de
Rem o no lloraría por la de ella, com o ella no lloraría por la m ía.

15 de diciem bre.

Es com o si una voz m e dict ara las palabras de est e diario: la oigo en la
noche, en la oscuridad desesperada de m i cuart o.
Puedo ser cruel, pero est a voz lo puede infinit am ent e m ás que yo. Tem o el
desenlace, com o lo t em erá Miss Fielding.

De nuevo cerré el diario. Lo t uve guardado dos días. Pensé que si no lo


leía, t al vez el diario dej aría de exist ir; yo rom pería su encant am ient o,
ignorándolo. Creo innecesario describir m i angust ia, m i t ort ura, m i hum illación.
Todas las cosas que m e han sucedido las leo en est e diario.
Leí las últ im as páginas: no pude evit arlo.
Hablará por m í el diario de Porfiria Bernal. Me falt a vivir sus últ im as
páginas.

20 de diciem bre.
290
Silvana Ocampo Cuentos Completos I

Me he cont em plado largam ent e en el espej o, para decirm e adiós,


com o si los espej os del m undo fueran a desaparecer para siem pre. Creo
que exist o porque m e veo.
Miss Fielding m e asust a. Todos los gat os m e asust an, Les doy de com er
para que no m e odien.

21 de diciem bre.

¿Cuándo com enzó nuest ra enem ist ad? El día que los vi con las dos
cabezas j unt as, leyendo un libro de poesía. Miss Fielding m e ha perdonado t odo,
m enos eso t al vez. Me guarda el rencor de los gat os por los perros o de los
m alos discípulos por sus m aest ros.

22 de diciem bre.

Uno desea, en el fondo de su alm a, que llegue pront o el día de la t ragedia.


Miss Fielding m e arañó t res veces hoy.

23 de diciem bre.

Fuim os al Tigre. El cielo cubría de reflej os el agua. La canoa verde se


deslizaba silenciosa. Por un inst ant e nos olvidam os de t odo. Alm orzam os debaj o
de los sauces. A las cinco de la t arde, Miss Fielding m e m iró con horror. ¿Qué
había vist o? La som bra de un gat o. Cuando las personas est án por t ransform arse
ven una som bra que las persigue, que les anuncia el porvenir.

24 de diciem bre.

Miss Fielding m e regaló un libro; yo le regalé un gat o de porcelana.


Subim os a la azot ea, con Miss Fielding, com o siem pre lo hacem os cuando
llegan los días calurosos. La baranda es endeble. La alt ura de una casa de cuat ro
pisos no puede dar vért igo a nadie. Miss Fielding dice que sient e vért igo en
cualquier part e donde se encuent ra, desde una alt ura grande o pequeña. Sin
em bargo, cuando est ábam os en el cam po se subía al m olino.
Dém e la m ano–m e dij o al pasar por la part e m ás angost a de la escalerit a.
Tenía las m anos heladas y t em blaba. Me clavó las uñas. Me sorprendió de
nuevo con su cara de gat o; se lo dij e. Alcanzam os a ver el río. De pront o perdí
pie. ¿Es Miss Fielding que m e ha em puj ado? Trat o de asirm e a los barrot es de
hierro.
No caí afuera; caí sobre las baldosas, desm ayada. Oí un grit o est rident e,
desgarrador. Era la sirena del puert o, la que he oído, siem pre a esa hora de la
t arde.

26 de diciem bre.

Miss Fielding t rat ó de m at arm e. No se lo diré a nadie. Ella cree que


duerm o. Por la vent ana abiert a veo la plaza San Mart ín, donde florecen las
prim eras t um bergias. Brillan las palm as y el cielo de Buenos Aires se ext iende
hast a el río am arillo. Est oy en cam a. Me perm it en t om ar una t aza de chocolat e.
Por la puert a ent reabiert a veo que Miss Fielding prepara el chocolat e. Hierve la
leche en un calent ador. Ya no podrá t raerm e la t aza. Se ha cubiert o de pelos, se
ha achicado, se ha escondido; por la vent ana abiert a, da un brinco y se det iene
en la balaust rada del balcón. Luego da ot ro brinco y se alej a. Mi m adre se
291
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
alegrará de no t enerla m ás en la casa. Com ía m ucho, sabía t odos los secret os de
la casa. Me arañaba. Mi m adre la t em ía aún m ás que yo. Ahora Miss Fielding es
inofensiva y se perderá por las calles de Buenos Aires. Cuando la encuent re, si
algún día la encuent ro, le grit aré, para burlarm e de ella: " Mish Fielding, Mish
Fielding" y ella se hará la desent endida, porque siem pre fue una hipócrit a, com o
los gat os.

La s in vit a da s

Para las vacaciones de invierno, los padres de Lucio habían planeado un


viaj e al Brasil. Querían m ost rar a Lucio el Corcovado, el Pan de Azúcar, Tiyuca y
adm irar de nuevo los paisaj es a t ravés de los oj os del niño.
Lucio enferm ó de rubéola: est o no era grave, pero " con esa cara y brazos
de sém ola" , com o decía su m adre, no podía viaj ar.
Resolvieron dej arlo a cargo de una ant igua criada, m uy buena. Ant es de
part ir recom endaron a la m uj er que para el cum pleaños del niño, que era en
esos días, com prara una t ort a con velas, aunque no fueran a com part irla sus
am iguit os, que no asist irían a la fiest a por el inevit able m iedo al cont agio.
Con alegría, Lucio se despidió de sus padres: pensaba que esa despedida
lo acercaba al día del cum pleaños, t an im port ant e para él. Prom et ieron los
padres t raerle del Brasil, para consolarlo, aunque no t uvieran de qué consolarlo,
un cuadro con el Corcovado, hecho con alas de m ariposas, un cort aplum as de
m adera con un paisaj e del Pan de Azúcar, pint ado en el m ango, y un ant eoj it o de
larga vist a, donde podría ver los paisaj es m ás im port ant es de Río de Janeiro, con
sus palm eras, o de Brasilia, con su t ierra roj a.
El día consagrado, en la esperanza de Lucio, a la felicidad t ardó en llegar.
Vast as zonas de t rist eza em pañaron su advenim ient o, pero una m añana, para él
t an diferent e de ot ras m añanas, sobre la m esa del dorm it orio de Lucio brilló por
fin la t ort a con seis velas, que había com prado la criada, cum pliendo con las
inst rucciones de la dueña de casa. Tam bién brilló, en la puert a de ent rada, una
biciclet a nueva, pint ada de am arillo, regalo dej ado por los padres.
Esperar cuando no es necesario es indignant e; por eso la criada quiso
celebrar el cum pleaños, encender las velas y saborear la t ort a a la hora del
alm uerzo, pero Lucio prot est ó, diciendo que vendrían sus invit ados por la t arde.
–Por la t arde la t ort a cae pesada al est óm ago, com o la naranj a que por la
m añana es de oro, por la t arde de plat a y por la noche m at a. No vendrán los
invit ados –dij o la criada–. Las m adres no los dej arán venir, de m iedo al cont agio.
Ya se lo dij eron a t u m am á.
Lucio no quiso ent ender razones. Después de la riña, la criada y el niño no
se hablaron hast a la hora del t é. Ella durm ió la siest a y él m iró por la vent ana,
esperando.
A las cinco de la t arde golpearon a la puert a. La criada fue a abrir,
creyendo que era un repart idor o un m ensaj ero. Pero Lucio sabía quién golpeaba.
No podían ser sino ellas, las invit adas. Se alisó el pelo en el espej o, se m udó los
zapat os, se lavó las m anos. Un grupo de niñas im pacient es, con sus respect ivas
m adres, est aba esperando.
–Ningún varón ent re est os invit ados. ¡Qué ext raño! –exclam ó la criada–.
¿Cóm o t e llam as? –pregunt ó a una de las niñas que se le ant oj ó m ás sim pát ica
que las ot ras.
–Me llam o Livia.
Sim ult áneam ent e las ot ras dij eron sus nom bres y ent raron.
–Señoras, hagan el favor de pasar y de sent arse –la criada dij o a las
señoras, que obedecieron en el act o.

292
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Lucio se det uvo en la puert a del cuart o. ¡Ya parecía m ás grande! Una por
una, m irándolas en los oj os, m irándoles las m anos y los pies, dando un paso
hacia at rás para verlas de arriba abaj o, saludó a las niñas.
Alicia llevaba un vest ido de lana, m uy ceñido, y un gorro t ej ido con punt o
de arroz, de esos ant iguos, que est án a la m oda. Era una suert e de viej it a, que
olía a alcanfor. De sus bolsillos caían, cuando sacaba su pañuelo, bolit as de
naft alina, que recogía y que volvía a guardar. Era precoz, sin duda, pues la
expresión de su cara dem ost raba una honda preocupación por cuant o hacían
alrededor de ella. Su preocupación provenía de las cint as del pelo que las ot ras
niñas t ironeaban y de un paquet e que t raía apret ado ent re sus brazos y del cual
no quería desprenderse. Est e paquet e cont enía un regalo de cum pleaños. Un
regalo que el pobre Lucio j am ás recibiría.
Livia era exuberant e. Su m irada parecía encenderse y apagarse com o la
de esas m uñecas que se m anej an con pilas eléct ricas. Tan exuberant e com o
cariñosa, abrazó a Lucio y lo llevó a un rincón, para decirle un secret o: el regalo
que le t raía. No necesit aba de ninguna palabra para hablar; est e det alle
desagradable para cualquiera que no fuera Lucio, en ese m om ent o, parecía una
burla para los dem ás. En un dim inut o paquet e, que ella m ism a desenvolvió, pues
no podía soport ar la lent it ud con que Lucio lo desenvolvería, había dos m uñecos
t oscos im ant ados que se besaban irresist iblem ent e en la boca, est irando los
cuellos, cuando est aban a det erm inada dist ancia el uno del ot ro. Durant e un
largo rat o, la niña m ost ró a Lucio cóm o había que m anej ar los m uñecos, para
que las post uras fueran m ás perfect as o m ás raras. Dent ro del m ism o paquet it o
había t am bién una perdiz que silbaba y un cocodrilo verde. Los regalos o el
encant o de la niña caut ivaron t ot alm ent e la at ención de Lucio, que desat endió al
rest o de la com it iva, para esconderse en un rincón de la casa con ellos.
I rm a, que t enía los puños, los labios apret ados, la falda rot a y las rodillas
arañadas, enfurecida por el recibim ient o de Lucio, por su deferencia por los
regalos y por la niña exuberant e que susurraba en los rincones, golpeó a Lucio
en la cara con una energía digna de un varón, y no cont ent a con eso rom pió a
punt apiés la perdiz y el cocodrilo, que quedaron en el suelo, m ient ras las m adres
de las niñas, unas hipócrit as, según lo afirm ó la criada, lam ent aban el desast re
ocurrido en un día t an im port ant e.
La criada encendió las velas de la t ort a y corrió las cort inas para que
relucieran las luces m ist eriosas de las llam as. Un breve silencio anim ó el rit o.
Pero Lucio no cort ó la t ort a ni apagó las velas com o lo exige la cost um bre.
Ocurrió un escándalo: Milona clavó el cuchillo y Elvira sopló las velas.
Angela, que est aba vest ida con un t raj e de organdí lleno de ent redoses y
de punt illas, era dist ant e y fría; no quiso probar ni un confit e de la t ort a, ni
siquiera m irarla, porque en su casa, según su t est im onio, para los cum pleaños,
las t ort as cont enían sorpresas. No quiso beber la t aza de chocolat e porque t enía
nat a y cuando le t raj eron el colador, se ofendió y, diciendo que no era una
bebit a, t iró t odo al suelo. No se ent eró, o fingió no ent erarse, de la riña que hubo
ent re Lucio y las dos niñas apasionadas ( ella era m ás fuert e que I rm a, así lo
afirm ó) , t am poco se ent eró del escándalo provocado por Milona y Elvira, porque,
según sus declaraciones, sólo los est úpidos asist en a fiest as cursis, y ella prefería
pensar en ot ros cum pleaños m ás felices.
–¿Para qué vienen a est as fiest as las niñas que no quieren hablar con
nadie, que se sient an apart e, que desprecian los m anj ares preparados con am or?
Desde chiquit as son aguafiest as –rezongó la criada ofendida, dirigiéndose a la
m adre de Alicia.
–No se aflij a –cont est ó la señora–, t odas se parecen.
–¡Cóm o no voy a afligirm e! Son unas at revidas: soplan sobre las velas,
cort an la t ort a sin ser el niño del cum pleaños.
293
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
Milona era m uy rosada.
–No m e da ningún t rabaj o para hacerla com er –decía la m adre,
relam iéndose los labios–. No le regale m uñecas, ni libros, porque no los m irará.
Ella reclam a bom bones, m asas. Hast a el dulce de m em brillo ordinario le gust a
con locura. Su j uego favorit o es el de las com idit as.
Elvira era m uy fea. Aceit oso pelo negro le cubría los oj os. Nunca m iraba
de frent e. Un color verde, de aceit una, se ext endía sobre sus m ej illas; padecía
del hígado, sin duda. Al ver el único regalo, que había quedado sobre una m esa,
lanzó una carcaj ada est rident e.
–Hay que poner en penit encia a las chicas que regalan cosas feas. ¿No es
ciert o, m am á? –dij o a su m adre.
Al pasar frent e a la m esa, consiguió barrer con su pelo largo, enm arañado,
los dos m uñecos, que se besaron en el suelo.

–Teresa, Teresa –llam aban las invit adas.


Teresa no cont est aba. Tan indiferent e com o Angela, pero m enos erguida,
apenas abría los oj os. Su m adre dij o que t enía sueño: la enferm edad del sueño.
Se hace la dorm ida.
–Duerm e hast a cuando se diviert e. Es una felicidad, porque m e dej a
t ranquila –agregó.
Teresa no era del t odo fea; parecía, a veces, hast a sim pát ica, pero era
m onst ruosa si uno la com paraba con las ot ras niñas. Tenía párpados pesados y
papada, que no correspondían a su edad. Por m om ent os parecía m uy buena,
pero hay que desengañarse: cuando una de las niñas cayó al suelo por su culpa,
no acudió en su ayuda y quedó repant ingada en la silla, dando gruñidos, m irando
el cielo raso, diciendo que est aba cansada.
" Qué cum pleaños" , pensó la criada, después de la fiest a. " Una sola
invit ada t raj o un regalo. No hablem os del rest o. Una se com ió t oda la t ort a; ot ra
rom pió los j uguet es y last im ó a Lucio; ot ra se llevó el regalo que t raj o; ot ra dij o
cosas desagradables, que sólo dicen las personas m ayores, y con su cara de pan
crudo ni m e saludó al irse; ot ra se quedó sent ada en un rincón com o una
cat aplasm a, sin sangre en las venas; y ot ra, ¡Dios m e libre! , m e parece que se
llam aba Elvira, t enía cara de víbora, de m al agüero; pero creo que Lucio se
enam oró de una, ¡la del regalo! , sólo por int erés. Ella supo conquist arlo sin ser
bonit a. Las m uj eres son peores que los varones. Es inút il."

Cuando volvieron de su viaj e los padres de Lucio, no supieron quiénes


fueron las niñas que lo habían visit ado para el día de su cum pleaños y pensaron
que su hij o t enía relaciones clandest inas, lo que era, y probablem ent e seguiría
siendo, ciert o.
Pero Lucio ya era un hom brecit o.

La pie dr a

Al salir de su casa Valerio t enía que cruzar un t erreno baldío. Ahí eran t an
habit uales la palm era cont ra el m uro com o el m endigo en el suelo. El m endigo,
casi adolescent e, parecía disfrazado: su barba era m uy personal y, a pesar de
est ar enm arañada, m uy sedosa. Valerio se det uvo j unt o al m endigo. No fue el
espect áculo de su m iseria lo que le llam ó la at ención, no fue la originalidad de los
harapos, sino una piedra opaca y oscura para un observador inexpert o que se le
ant oj ó t raslúcida, verdosa y azul, y que servía, con un ladrillo, de soport e a una
cacerola rot a, donde el m endigo sin duda cocinaría, pues la t ierra en el suelo
est aba cubiert a de ceniza y de papeles quem ados. Valerio, deslum brado, m iró la

294
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
piedra y pidió perm iso al m endigo para t om arla en sus m anos. El m endigo se la
alcanzó con recelo.
–¿Qué piedra será? –le pregunt ó Valerio–. De Menfis, de caram elo, de
Frigia, de Am azonas, de Márt ires.
Escupió, y con un pañuelo sacó brillo a la piedra. No pudo clasificarla, pero
lo llenó de concupiscencia.
–¿No m e la vende? –pregunt ó Valerio al m endigo, con la voz m al
asegurada. En sus negocios nunca había t rat ado con gent e t an decent e.
–Tengo una casa de ant igüedades. Est a pieza es valiosa o podría pasar por
valiosa. ¿No m e la vende?
El m endigo lo m iraba sin verlo.
–Adem ás –prosiguió Valerio– no es para venderla que la quiero; es para
guardarla. ¿No m e la vende?
Sin dej ar de m irar un punt o fij o donde seguram ent e m iraba algo que no
est aba ahí, el m endigo respondió:
–Por nada del m undo.
–¿Para qué le sirve est a piedra? ¡Si fuera coleccionist a!
–Es m ía –respondió el m endigo.
–La propiedad es un robo –cont est ó Valerio–. ¿No lo sabe?
–Todo lo que hay aquí es m ío –dij o el m endigo, com o si no hubiera oído.
–¿Qué? –pregunt ó Valerio, exam inando siem pre la piedra.
–Mire –dij o el m endigo, señalando con el índice–. ¿Ve t odas esas cosas? –
Valerio vio que el m endigo señalaba las paredes m edianeras de las casas. En el
prim er m om ent o no com prendió de qué se t rat aba, pero luego vio lo único que
había en esas paredes: dibuj os de peces, de perros, de casit as, de sillas, de
reloj es.
–Ust ed se parece a t odo el m undo: ¡no quiere desprenderse de nada! –
exclam ó Valerio encogiéndose de hom bros–. ¡Qué desilusión!
–A veces t engo que ent rar en cuat ro pat as a m i casa.
–Es claro –dij o Valerio m irando el dibuj o de una casilla de perro.
–Ot ras veces t engo que subir, subir, subir por una escalera larguísim a
para ent rar en una casa dem asiado grande para m í. Son casas para fam ilias
num erosas. ¡Qué se le va a hacer! Una vez m e asust é, pues sólo encont ré
palabras escrit as; por suert e, duraron pocos días, de ot ro m odo hubiera m uert o
de ham bre y de frío. No puedo quej arm e. Siem pre encuent ro pan lechuguit as,
frut a, leche, carne, hast a pescado con vino. Pero esas cosas no valen t ant o para
m í com o la piedra. ¡Todo lo dem ás lo regalaría, pero la piedra, no!
–Es una locura. Sea razonable. ¿Para qué la necesit a?
–Es m i com pañera. Tiene corazón. Acérquesela al oído: lo oirá lat ir.
Valerio acercó la piedra a su oído.
–Le convendría venderla por eso m ism o –insist ió–. No es bueno oír los
lat idos del corazón de nadie, ni del propio, que es ruidoso. Uno t erm ina por
creerse enferm o. Adem ás, ust ed podría ganar m ucho dinero. Yo se la com praría.
¿No necesit a plat a? –inquirió Valerio.
–No. Todo m e lo dan est as paredes. El pan, la leche, el vino los géneros
con que est oy vest ido, las sillas donde m e sient o.
–La piedra, en cam bio, ¿para qué le sirve?
–No crea. Por ej em plo, el género en seguida se gast a. El pan, la leche, el
vino, en seguida desaparecen dent ro de m i barriga. –Al reír, el m endigo m ost ró
sus dient es brillant es.
–Pero lo que hay en la piedra aunque quisiera no lo podría gast ar –
prosiguió con un suspiro–. ¡Qué se le va a hacer!
–¿Ust ed dibuj a? –pregunt ó Valerio.
–¿Yo? No est oy loco.
295
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–¿Qué hace?
–Nada. En cuant o despiert o de la siest a encuent ro t odo list o. No sé qué
m e esperará hoy, pero t odo m e hace falt a. Est e bast oncit o –señaló un palot e que
est aba dibuj ado en la pared–, aquí lo t engo, para cast igar a las horm igas –dij o,
em puñando un palo verdadero.
–Ent onces, ¿no m e vende la piedra?
–No.
" Quisiera t ener esa piedra" , pensó Valerio, alej ándose del t erreno baldío.
" Tot al, el hom bre est á loco y será fácil quit ársela con alguna art im aña."
Al día siguient e, a la hora de la siest a, Valerio pasó por el t erreno baldío.
El m endigo dorm ía profundam ent e. Un grupo de colegiales hacía dibuj os en las
paredes, con t iza y con carbonilla. Valerio se det uvo a m irar la palm era que t enía
en el nacim ient o de sus hoj as un enorm e e inalcanzable racim o de coquit os
am arillos.
–¿No les gust an los coquit os? –pregunt ó a los colegiales, que dej aron de
dibuj ar–. A m í m e gust aban con locura, cuando era chico.
–Che, busquem os un palo –dij o uno de los niños.
–No hay ninguno –dij o ot ro, buscando en el suelo, sin ver el palo del
m endigo–. ¿Con qué los baj am os?
–Con una piedra. Tam poco hay piedras.
–Trépat e.
–¿Soy un m ono? ¿O querés que m e rom pa el alm a?
–Las dos cosas.
–Sos basura.
Valerio giró sus oj os, señalando, al m ás ávido de los niños, la piedra del
m endigo. El niño com prendió en el act o y la recogió. Ensayó su punt ería. De la
palm era cayó una lluvia de coquit os, aplast ados o verdes. Los niños se
abalanzaron a j unt arlos. Valerio recogió la piedra furt ivam ent e y siguió su
cam ino silbando. " ¿Quién sient e escrúpulos por robar una piedra?" , pensó. " No
t engo que ser idiot a."
Cuando llegó a su casa, lavó la piedra con agua y j abón, la cepilló y la
puso sobre la m esa. La piedra lat ía en cuant o la acercaba al oído: t enía un
corazón. Pero ésa no era la única virt ud: sudaba, y una piedra que suda es
fét ida, respiraba, y una piedra que respira da m iedo. Una noche le vio una cara
con oj os parpadeant es. No pensó sino en devolver la piedra al m endigo.
A la m añana siguient e fue a buscar al m endigo. Llevaba la piedra envuelt a
en papel de diario. No había nadie. Debaj o de la cacerola puso dinero, pensando
que en caso de no poder devolverle la piedra, convendría pagársela de algún
m odo.
Al ot ro día, cuando salió, pregunt o a un vigilant e que m erodeaba por ahí:
–¿No vio al m endigo?
El vigilant e le pregunt ó:
–¿Le robó algo?
Con el pie em puj ó la cacerola. Valerio vio la plat a que había puest o el día
ant erior.
–No, no m e robó nada –dij o Valerio asust ado.
–Y ese dinero, ¿a quién se lo habrá robado?
–Será una lim osna –respondió Valerio.
–Me parece sospechoso que la dej e ahí t irada. ¿Y hoy quién da lim osna?
Los t eléfonos públicos cuando largan m onedas.
–¿Por qué va a ser sospechoso? –dij o, pero no quiso insist ir y se alej ó
apesadum brado, pensando que no volvería a encont rar al m endigo.
Al día siguient e salió m uy t em prano de su casa, pero sin la piedra, y
encont ró al m endigo.
296
Silvana Ocampo Cuentos Completos I
–Lo busqué t odos est os días para devolverle la piedra –dij o Valerio–. Un
chico la robó.
El m endigo sonrió m ist eriosam ent e.
–Voy a buscarla –dij o Valerio at errado.
–Espérem e –dij o el m endigo, poniéndose de pie, dispuest o a seguirlo.
Valerio lo conduj o de m ala gana a su casa. Ent raron. Lo llevó j unt o a la
m esa donde est aba la piedra. El m endigo m iró la piedra y se sent ó en el suelo,
t an a gust o, com o si hubiera est ado en el t erreno baldío. Valerio, en cam bio, se
halló incom odo com o en el t erreno baldío. Para dist raerse, alcanzó una t aza de
leche con pan al m endigo. Ést e m iro a su alrededor y dij o con voz adolescent e:
–Aquí t am bién.
–Aquí t am bién ¿qué? –inquirió Valerio.
–Aquí t am bién t odo es m ío.
Prosiguieron en un dialogo onom at opéyico. Unos m inut os después, Valerio
salió de su casa y se dirigió al baldío. Se sent ó en el suelo. Recogió un coquit o
aplast ado por el t aco de algún zapat o y se lo com ió; después com ió ot ro m ás
aplast ado aún.
La luz del ponient e ilum inaba los dibuj os que los colegiales habían hecho
al salir del colegio. Las hoj as de los árboles, por donde se filt raban los rayos de
sol, proyect aban redondeles, óvalos, rom bos, t rapecios, líneas que coloreaban
los dibuj os. Esas luces de colores le recordaban las luces que proyect aban los
caireles de las arañas, sobre los adornos de su casa, a la luz del sol. El recuerdo
era lej ano.
Buscó los obj et os m ás raros ent re los dibuj os: un cigüeñal, un velocípedo,
una grúa. ¿Para que le servirían? " Manías de coleccionist a" , pensó.
–¿Cóm o será sufrir en carne propia una m et am orfosis?– suelen
pregunt arse las personas que, para bien o para m al, dej an de ser ellas m ism as.
Mirra t ransform ada en árbol, Act eón en cuervo, Ayax en j acint o, Lelaps en
est at ua, los pirat as t irrenos en delfines, el Zorro de Tebas en piedra, lo habrán
sabido.
Si t uviera un espej o, obj et o que los niños no dibuj an, Valerio vería que su
barba ha crecido.

Los m a st in e s de l t e m plo de Adr a n o


Los sagrados m ast ines, m inist ros y sirvient es de Adrano, son m ás
herm osos que los perros de Molosia. El t em plo donde viven, en Adrano,
nunca es dem asiado claro ni dem asiado oscuro: una luz celest e o dorada
se filt ra por los vidrios de la cúpula. El luj o del t em plo no consist e en los
adornos o en las proporciones del edificio, com o algunos creen, sino en
sus fam osos reflej os. Durant e el día los m ast ines reciben, at ienden y
acom pañan a la gent e que visit a el alt ar y el bosque; pero de noche guían
con bondad a los que, em briagados a veces, vacilan por la senda, para
llegar a sus casas; cast igan, rom piéndoles los vest idos, a los que en el
cam ino se deleit an en groseras t ravesuras; desm em bran con ferocidad a
los que se dedican a robar o a com et er ot ros delit os.
Más les hubiera valido a Helena y a Crist óbal, el día que visit aron el
t em plo, no haberse enam orado. Fue a la hora del at ardecer. La luz celest e
que se filt ra por los vidrios de la cúpula ilum inaba los dos rost ros
conm ovidos. Se am aron. Al volver, aquella noche, escolt ados por los
m ast ines, deslum brados por las est rellas, por el am or que los unía, no
sabiendo cóm o expresar la alegría que les em bargaba el alm a, rieron
com o niños, con esos j uegos t an cándidos y ruidosos del am or, que
297
Silvana Ocampo Cuentos Completos I

consist e en enoj arse y desenoj arse por t odo y por nada. Ent raron en una
cabaña abandonada para echarse en los brazos el uno del ot ro com o
am ant es. Los m ast ines, inquiet os, los m iraban: a ellos t am bién, cuando
est aban cansados, cualquier lugar les servía de lecho.
Pero algo insólit o sucedía: la parej a no dorm ía: arrullaba com o una
horrible palom a delict uosa. Una ext raña risa, que parecía un llant o,
brot aba de las gargant as. Los m ast ines salt aron sobre los enam orados y
les desgarraron las vest iduras. Con un cuchillo Crist óbal defendió a
Helena. Los m ast ines heridos se enardecieron y los dest rozaron. Siem pre
unidos, los dos enam orados cayeron al suelo, m uert os. Ent onces, com o
ent endiendo que habían com et ido un crim en, los m ast ines rodearon a la
parej a y levant aron las cabezas hacia el cielo sin luna y aullaron hast a la
hora en que salió el sol y no volvieron al t em plo, donde los esperaban.

FI N

298

También podría gustarte

pFad - Phonifier reborn

Pfad - The Proxy pFad of © 2024 Garber Painting. All rights reserved.

Note: This service is not intended for secure transactions such as banking, social media, email, or purchasing. Use at your own risk. We assume no liability whatsoever for broken pages.


Alternative Proxies:

Alternative Proxy

pFad Proxy

pFad v3 Proxy

pFad v4 Proxy