De Qué Se Ríe-Veinte Cuentos De-Humor-Inestable
De Qué Se Ríe-Veinte Cuentos De-Humor-Inestable
De Qué Se Ríe-Veinte Cuentos De-Humor-Inestable
Veinte cuentos
de humor inestable
Ediciones Bucarest
Buenos Aires, Argentina
Contacto:
celiadosio@gmail.com
instagram.com/edicionesbucarest
Prólogo 5
Cuentos
Autores 56
Prólogo
Dicen que el lugar con menos sentido del humor del mundo es una
fábrica de embutidos alemanes en el noreste del conurbano bonaerense.
Existe desde hace más de tres generaciones, cuando los antepasados de los
actuales dueños llegaron de Europa. Tiene un local a la calle, con venta al
público, que abre de seis a diez de la mañana. Es un lugar inhóspito, donde
las balanzas son de precisión, las cabezas de cerdo cuelgan del techo y los
empleados, que apenas hablan español, atienden con delantal blanco y
guantes. Aunque sea por una cuestión de estadística, suponemos que,
alguna vez en los años transcurridos desde que existe el lugar, alguien
entró ahí decidido a contar un chiste. La pregunta que se impone es:
¿cómo hacer reír a una audiencia que no parece dispuesta ni siquiera a
escuchar al narrador, en un lugar donde todos los intentos anteriores
fracasaron? El chiste retrocede y cada uno de los valientes ofrece su propia
versión del humor. El resultado de esa aventura improbable podrían ser
estos veinte cuentos.
No tiene sentido preguntarse por las reglas del humor, qué normas hay
que seguir para hacer reír, qué mecanismos son válidos. El humor muchas
veces no nos da risa. A veces nos deja serios, pensativos, o con una ligera
sonrisa de complicidad. Lo que se promociona en el mercado de las letras y
el espectáculo como humor, muchas veces puede sernos indiferente. Y al
mismo tiempo, encontramos que una ironía, una frase a contrapié, nos
queda en la memoria y siempre la recordamos y compartimos como un
momento de verdad regocijante.
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Cuentos
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La mujer que olía los quesos
Néstor Leuchenco
Lucrecia enterró a la vieja. Sentó a los tres ratones y les habló muy
seria: “Voy a seguir haciéndole caso a mi madre, porque es mejor darle la
razón a los demás que equivocarse una”. Luego les repartió trozos de
gorgonzola, ella comió el suyo y enseguida se fue al pueblo por un marido.
No es que iba a tontas y a locas. Hacía tiempo se había fijado en
Feliciano Gavioli. Le gustaba, era dueño de una quesería, ¿y acaso ella no
comía queso todo el día? Lo único: tenía tres perros. Sin embargo, algo le
decía a Lucrecia que o se casaba con éste o no se casaba nunca. Así que al
llegar a su negocio, y solo para hacer alguna cosa ante Feliciano, comenzó
a oler los quesos. “Olfateo, olfateo, y sé cuál es el feo”, le dijo al hombre.
“¿Ah, sí?”, sonrió él, y la desafió a que identificara los buenos.
Lucrecia, según Feliciano, no acertó ni uno. Pero ella no se hizo
problema: “Más conoce el que vende que el que compra”, pensó, y a los
tres días ya le estaba dando un beso.
A la semana siguiente se casaron y él se fue a vivir a la casa de ella con
sus tres perros: el primero tenía la nariz de poroto negro, el segundo de
aceituna negra, el tercero de uva tinta. “Mejor perros con hombre, que
ratones sin nada, ¿eh, Lucrecia?”, le decía Feliciano, y ella terminó por
aceptar que esa era mejor verdad que la de su madre. Igual los perros
miraron con indiferencia a los ratones, y tanto animales como humanos
vivieron esos primeros tiempos en armonía. Hasta que llegó el año de la
hambruna.
La gente no tenía qué comer ni dinero para comprar comida. Los
quesos del negocio se vencieron y para que nadie se intoxicara decidieron
tirarlos a un barranco. “No te preocupes, Feliciano –lo consoló Lucrecia–.
En todos lados andan diciendo que hay que votar como presidente al que
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nos traerá prosperidad”. El otro estuvo de acuerdo, y los dos se sentaron a
esperar la votación.
Pero los ratones no podían esperar tanto. Se juntaron en la falda de
Lucrecia y le dieron a entender, moviendo ojos, hocicos y bigotes, que sin
queso terminarían muriendo de hambre. “Si ellos piensan así, yo también”,
razonó. Le propuso a Feliciano comprar más hormas con el último dinero
que les quedaba: ella alimentaría a los animalitos, y de paso estarían
preparados para la bonanza que venía. Ganó el candidato de ellos, y resultó
ser tan mal presidente que tuvieron que revolear la mercadería otra vez al
barranco.
Estaban sin dinero y con hambre, y Feliciano propuso deshacerse de
los tres ratones: “No ladran anunciando visitas ni cuidan la casa, y es mejor
darle de comer algo a los perros, que son como mis hijos, que a tus
ratones”. A Lucrecia no le pareció mala idea, a pesar de que le daba tristeza
separarse de sus animalitos. Ese mismo día, él los metió en una caja y los
puso en un tren que iba desde la estación del pueblo a Carcarañá.
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La cabeza asomada
Néstor Leuchenco
Desde esa vez se sintió más desgraciado que nunca. Comía poco y
casi ni dormía, pero una mañana se levantó decidido a pensar en cosas
buenas. Fue a pararse junto al árbol, revoleó sus muñones en el aire fresco
y no le costó nada evocar a su vecina: “¡Leticia Dudú! ¡Siempre tan
buena!”. Él amaba a esa mujer desde que los dos eran chicos, aunque nunca
se lo había dicho porque siempre le había parecido mejor pasar el tiempo
golpeando y acuchillando a la gente.
Leticia Dudú lo esperaba a veces asomada en la medianera. Su cara
blanca permanecía quieta como si del otro lado estuviera suspendida en el
aire igual que un colibrí. Y suspiraba “¡Ay, Egidio, Egidito! ¡Tan bonito y
tan maldito!” al verlo en el jardín.
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violando a diez mujeres esclavas. ¿Me lo traerías prisionero, como prueba
de que sos bueno y que me amás?”.
Egidio se preguntó cómo podría hacer eso si él no tenía manos. Sin
embargo asintió de nuevo, se despidió y partió enseguida rumbo a la Isla
del Peroné.
Pero Egidio amaba a Leticia tanto como seguía siendo malo, de modo
que por el camino lo pensó mejor y en lugar de meterse en problemas se
fue a su casa. Allí se mantuvo oculto durante un año para que ella no lo
viera. Una tarde se le ocurrió imaginar que llegaba a la Isla del Peroné.
Que había una lucha, que con un golpe de hombro tumbaba a Ramón
Zumbón y que diez mujeres aparecían de la nada para abalanzarse sobre el
hombre y arrancarle los testículos a tarascones.
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que bajaba de la montaña Rughuyú, pero las aguas pasaban con truchas y
algas hervidas, así que cuando bebió dos sorbos, se quemó todo por dentro.
Y se habría muerto de hambre si no se hubiese acordado de las hojas negras
que llevaba en la riñonera. Apartó una, se comió el resto y así obtuvo
fuerzas para llegar al monasterio.
Ni bien los monjes le abrieron la puerta, se dieron cuenta de lo que
ese guiñapo de hombre buscaba: un frasco de tintura tan negra como la
hoja negra que llevaba en su riñonera. Para entonces Egidio tampoco veía,
porque el sol de las alturas le había cocinado sus débiles ojos, de manera
que confió en lo que los monjes hicieran.
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La pasión de los fuertes
Néstor Leuchenco
Hasta que un día Silvio razonó: “Tengo que ganar el premio en dinero
del Torneo Míster Músculo”, ni bien se dio cuenta de que no podían
seguir así. Comenzó a empujar barras y mancuernas como un loco. Sus
hombros se inflaron y se llenaron de várices y sus pectorales se elevaron a
los costados de un desfiladero de tendones mojados de transpiración.
Olinda lo miraba. “Si él hace eso, yo haré esto otro”, pensó. Y ya que
era dibujante de una editorial, donde ganaba poco, estudió a Silvio de
adelante y de atrás. Dándose cuenta de que entre su pecho y sus
abdominales bien cabía una historieta, y entre sus deltoides, dorsales y
espinales, otra, le dijo: “Serás el único fisicoculturista del mundo con un
cómic tatuado en el cuerpo”.
Y como Olinda era muy viva, agregó: “O te hacés conocido vos, o me
hago conocida yo. Alguno de los dos se hará famoso, recibirá dinero,
pagaremos lo que debemos y viviremos felices”.
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Lo primero que se le ocurrió a Olinda fue aprovechar el barquito del
bíceps para iniciar su historia. Lo repitió en el cuadro siguiente atracado en
un muelle del Mato Grosso, con el agregado de un hombrecito de brazos
de mujer y piernas de pollo que descendía por la planchada. “Nuestro
héroe”, lo presentó.
“¿Te parece?”, dudó Silvio otra vez.
“Ya verás”, sonrió ella, mientras no dejaba de tatuarlo. El hombrecito,
que resultó ser un salesiano, en lo que iba del hombro derecho a la tetilla
izquierda compró el cuero curtido de un caimán y lo cortó por la mitad,
dejándole los colmillos, las placas del lomo y las garras. Le puso un cierre,
se escondió ahí dentro y se fue caminando a ver a los indios. “Soy el
hombre caimán —les dijo—. Si me siguen, derrotaremos a los tiranos, a los
terratenientes y a las tribus del otro lado del río Das Mortes”. Y los indios,
acostumbrados a matar a sus enemigos arrancándoles los pelos con las
manos, se fueron detrás de ese hombrecito metido en un cuero de caimán:
porque si les daba miedo a ellos, ¡el susto que se iban a llevar los otros!
Les quedó un único camino: exhibir las aventuras del hombre caimán
en las librerías de cómics de la avenida Corrientes de Buenos Aires y en la
feria de revistas del Parque Rivadavia. A quien quería leerlas tatuadas en el
corpachón de Silvio Tentempié se le cobraba, y a eso se reducía todo. El
público al principio se aglomeró alrededor del fisicoculturista semidesnudo;
pero no los convenció ver a un héroe flaco. Las colas ralearon, y la pareja
se encontró a punto de quedarse en la calle y sin un peso.
“¿Desde cuándo un hombre fuerte no puede proteger a una mujer
débil?”, se angustiaba Silvio. Un día en que Olinda lo escuchaba refugiada
entre sus brazos, le dijo con firmeza: “¿Y cómo puede un hombre creer
que una mujer es débil?”. Y a partir de entonces se sucedió todo esto que
sigue, sin que ella dejara de sonreír:
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Olinda llegó a la conclusión de que la carrera deportiva de él estaba
arruinada, pero que la suya como artista aún no había empezado. Y pensó
que la manera correcta de concluir la aventura del salesiano era
tatuándosela a Silvio como si fuera el primer cómic abstracto impreso sobre
los muslos, empeines y gemelos de un ser humano. Cinco meses después, a
los lectores de historietas ese final terminó por decepcionarlos. A los del
mercado del arte, les resultó poco.
La pareja no tardó en escuchar un bo, boo, booooo. Un barquito
había aparecido pitando y echando bocanadas de humo en un recodo del
Paraná, y Olinda calculó que en diez minutos pasaría junto a ellos. “¡Ahí
empieza la película, Silvio! ¡Ahí empieza!”, gritó. Entonces Silvio
Tentempié, que estaba bien parado en un muelle perdido de la isla, se
acercó a ella y no tuvo más que hacerle el amor como al principio.
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Lo que queda de mi padre
Gastón Rama
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Lo reconozco, mantiene intacta y filosa la suspicacia a pesar de su edad.
No pierde las mañas. Es cierto que, en esta circunstancia actual de
conmoción, he cambiado mi conducta. Y no para bien. Todas las noches
me largo a las calles. Las asolo. Vago igual de ciego que mi impulso y, muy
campante por la falta de alumbrado público, vandalizo los autos que
duermen al sereno. Les robo las chapas de las matrículas. Si los
conductores, a través de ellas, ostentan un lugar de origen, de pertenencia,
yo los desafío a que vean que no es así y corrijo su error con mi fechoría
módica. Nadie proviene de lugar alguno. Acumulo una cantidad
importante de chapas y regreso antes de que la mañana claree. La
extenuación del cuerpo me lleva a rastras hasta la casa. Mi madre, que
todavía no ha abandonado el hábito de levantarse temprano, me pone en
un brete. La mayoría del tiempo le presta atención a la radio que suena con
el volumen al máximo. No obstante, desde el primer momento registró el
tintineo dentro de la mochila.
—¿Cómo dice el noctámbulo que le va? ¿En qué cosas andás vos? ¿Por
qué no abrís la boca? —jamás se harta de repetir las mismas preguntas—.
Bueno, no importa. Al menor descuido tuyo lo averiguo.
La imposibilidad de hacer oídos sordos a su mala leche se debe a que,
apoltronada en una reposera, me la tira a la cara mientras le acomoda el
cabello a mi padre con los dedos nudosos por el reuma. Él me escruta desde
el regazo de ella. Estoy recontraseguro de que no lo alucino.
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embalsamamiento, a lo que mi madre respondió que, a la vista de la
opinión que las demás personas se habían formado de nosotros, ya no
resultaba conveniente la ausencia de una figura paterna en nuestro hogar.
Aprovechó una jornada de sol para empezar a exhibir la cabeza de mi
padre en el antepecho de la ventana que da al jardín delantero. Exploto de
bronca si observo que los vecinos, desde la vereda, le dirigen un saludo o le
sonríen. Hasta ahora no parecen escandalizarse ante tal espectáculo. ¿Esta
gente, al no cuestionarlo, presupone que acaso colabora con el duelo de la
viuda y el de su vástago?
De a ratos y a expensas de mi indulgencia hay reconciliación entre
nosotros. Cubro todo el asunto con un manto de piedad por pedido de mi
maestro en el enigma insondable de las mujeres. Porque quien me instruye
sobre dicho misterio es nada más ni nada menos que el empleado que
regentea el corralón de la ferretería donde mi madre atiende el mostrador
en el turno de la tarde. En pos de confirmar las suposiciones que me
inculca, cualquier compradora le sirve de muestra. Fiel a la pretensión de
que el conocimiento resulte tan multiuso como una pinza pico de loro,
nunca desliga el ejercicio de enseñar del contexto que nos rodea. Motivo
por el cual se fija en cada uno de los detalles.
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Domótica
Sara Solana
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estaba recolocando mis objetos porque estaban mal dispuestos. Que los
tenía todos debajo de la casa, donde se esconden los gatos, en una caja.
Estaba muy ofendido. Me di cuenta de que tenía Asperger, definitivamente
era de aquí. Le pedí la caja con mis cosas; insistió en que no habían sido
robadas sino salvadas. Le hablé de la inflación y de que no puedo hacerme
cargo de otra persona, animal o cosa; respondió que a veces no recordaba
para qué iba a la cocina, entonces agarraba lo que fuera y marchaba. Le
sugerí un trato: si iba a quedarse, lo justo era que colaborase. Me evadió
con la excusa de que no podría limpiar al tener un agujero en la mano. Los
hombres y sus caminos para evitar la higiene.
Me levanté y salí al jardín. Intenté alcanzar la caja bajo la casa pero no
pude, el hueco era muy estrecho. Me acerqué a donde mi casero a pedirle
alguna herramienta para arrastrar objetos; no hizo preguntas y me dio un
palo de hockey. Volví muy contenta a mi jardín, pero resultó ser
completamente inútil. Necesitaba ayuda.
Me colé con disimulo en el terreno del vecino; no llegaba a las ramas
del avellano. Agarré su mesa del porche y la usé como plataforma para
alcanzar el árbol. Saqué dos ramas, y al bajarme de la mesa vi cómo me
observaba desde su ventana. Nos miramos unos segundos, devolví la mesa
a su lugar y marché. De vuelta en casa busqué en internet algún zahorí
metalúrgico. No encontré nada, ¿cómo se dice zahorí en sueco? Le
pregunté por whatsapp a mi casero, que vio mi mensaje y lo ignoró. Al
poco me escribió su mujer: el vecino se había quejado de la alquilada
invadiendo su propiedad, algo sobre reglas y monos y que esto no era la
jungla de la que yo venía. El mensaje no tenía emoticonos, y supuse que
me iban a echar de casa. Comí algo y dormí un rato.
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previas a cuando me di cuenta de que el anillo ya no estaba. Quizá
simplemente se me cayó por el váter al hacer pis. Veo a mis caseros
observándome desde su ventana. Sonrío y saludo, ellos hacen una mueca y
su mirada se va al tipo que llega conduciendo una excavadora.
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El galpón de los espejos
Pilar Rezzano
Cuando papá murió yo tenía cinco años. Lo que había sido el gallinero
de la abuela estaba desvencijado en el fondo de la casa. Mamá lo usaba de
galpón para guardar cosas en desuso. Además de una cama, que aún
conservaba una vieja colcha roja, y de un ropero; en las paredes había
espejos con moldura de madera dorada, manchados por el tiempo. Ellos
multiplicaban la imagen del que entraba. También había un par de zapatos
de tacón y una gargantilla, me quedaban grandes. Posaba con ellos frente a
los espejos. Imaginaba que era mi abuela con sus vestidos y peinados
antiguos, no la conocí pero llevo su nombre.
En esa época, se había despertado mi curiosidad por el sexo. Llevaba a
mi primo, un año menor que yo, a jugar en el galpón. Lo desnudaba y me
escondía con él en ese ropero, le ponía mi pintorcito del jardín de infantes
para después tocarle el pito por debajo de la falda. Le había enseñado que
tenía que pagarme con los dulces que siempre le daba su mamá.
En la biblioteca del living, estaban los veintiocho volúmenes de la
Enciclopedia Hispano Americana de 1912, traídos por la abuela en barco
cuando vino de Asturias. Yo no sabía leer ni escribir, esperaba ese
momento: ser grande para buscar y encontrar el dinero que la abuela decía
haber perdido entre sus páginas. Me habían contado que ella compró el
solar familiar pagando en plazos, con pesos argentinos que ganaba
vendiendo los huevos de las gallinas que criaba en el fondo. Lo cierto es
que, desde mi adolescencia y hasta el día de hoy, he continuado su
negocio.
Según decía mamá, la abuela era una pobre mujer que escondía esos
pesos de la vista de mi abuelo el comisario, su asiduo visitante. En la
pulpería y después de unas cuantas grapas, solía caer dormido sobre el
mostrador. Llegaban entonces sus hombres, en vez de llevárselo a su
legítima esposa lo traían a casa, que fue luego de mi padre y que siempre
mantuvimos en la familia.
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HDP”, sigla que yo aún no entendía y que había buscado,
infructuosamente. Una compañera de la escuela de monjas, me explicó lo
que quería decir.
Justo en el artículo que incluía como ejemplo el verso “puta la madre,
puta la hija, puta la manta que las cobija”; encontré el tesoro con el que
había soñado. Los billetes envejecidos marcaban esa página de la
enciclopedia. Supe entonces, que el galpón de los espejos no era un
gallinero y que la abuela no había comprado la casa vendiendo,
precisamente, huevos.
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Un curso de milagros
Pilar Rezzano
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puse tan contenta que dije: ¡mami, yo te voy a sacar de acá! Y ella repitió:
te voy a sacar de acá.
Al día siguiente hubo un incendio. Los rescatistas la encontraron ilesa
entre los escombros. En todos los portales de noticias hablaban del milagro.
Pasaban a mamá por tv, vestida con un camisón verde mientras miraba las
ruinas a su alrededor.
La traje de regreso a casa. Mis hermanos no pudieron impedirlo.
Apenas entró, preguntó por su gato. Le dije que había muerto de viejo. Al
día siguiente, la encontré hablándole. Caminaba poco, con bastón. Cada
vez que trastabillaba, lanzaba una puteada como si se hubiera tropezado
con él.
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Las muertes de Julio
Grimanesa Lazaro
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En el camino no hay controles de alcoholemia. No los hubo nunca.
Estaciona el auto en un predio grande. Se concentra porque después va a
tener que recordar dónde lo dejó. Pone la alarma.
En el boliche no se encuentra con nadie conocido. A las cinco de la
mañana se da cuenta que todo transcurrió como una noche más. Bailó con
un par de mujeres, fumó en el patio y tomó tres o cuatro cervezas.
Sale y los amigos no están. No va a esperar a nadie. Tiene sueño, está
mareado y al día siguiente debe hacer cosas en su casa. Arreglar el patio,
hacer fuego en la parrilla para el asado, bañar al perro, llevar a la abuela al
cementerio como todos los domingos.
Rastrea el auto con ayuda de la alarma. Comienza el regreso a casa.
Maneja por la ruta sin inconvenientes. No pone música. Hace mucho frío.
El mismo que lo acompañará después de terminar con su vida. Hay dos
teorías sobre el momento antes de un deceso. Una es que la persona no va
a sentir dolor y pasa directamente a la cuarta dimensión. La otra es que ve,
entiende y siente todo. Es lo que le va a pasar a Julio.
Cuando pierde el control lo primero que experimenta es una sensación
de vértigo desde la cabeza hasta el pecho. Le sorprende medir un metro
setenta, pesar noventa kilos pero ser arrastrado como una hojita por el
viento. El auto comienza a dar tumbos, da dos. No, mejor tres. Como los
tres deseos o la tercera es la vencida. El vértigo del pecho se le va para atrás
y le recorre toda la columna vertebral. El volante le golpea los pulmones
haciéndolos estallar y entonces sobreviene la falta de aire.
Primero piensa qué bajón, cómo va a perder el control del auto. Todo
por manejar alcoholizado. El auto es nuevo, los viejos lo pagaron en
cuotas. Después piensa que no sabe cuánto tiempo estará en el hospital
público porque no tiene prepaga. Y por último siente terror de aquello que
no conoce ni entiende. Aflora el sentimiento de que no estaba listo para
morir. Y todo ese tiempo con mucho, pero mucho dolor.
TRUACK. El fin, el impacto del vehículo contra un árbol. Sus partículas
terminan todas regadas por una avenida sin posibilidad de volver a
juntarse. Todos los que se acercan a mirar el accidente las respiran,
robándose la intimidad de la cita de Julio con la muerte.
Después de festejar y aplaudirme a mi misma escribí una segunda muerte
más verídica porque Julio no tiene auto.
II
Es jueves por la noche. Julio invitó a la nueva novia a comer piza casera.
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A la tarde pensó que tenía todos los ingredientes, pero después se dio
cuenta que le faltaba el queso. Cabeza de tarro.
Recibe a la chica y sale a comprar. Camina tranquilo por las calles sin
pensar en nada. Al día siguiente en ese barrio obrero todos trabajan. Todos
menos él que es un vago. No hay nadie. Hace calor, pero está ventoso,
lloviznando. Los perros ladran al unísono. Está todo apagado.
Toma precauciones para la inseguridad. Va por la avenida y no por
calles paralelas. Camina en sentido contrario a la dirección de los autos. Por
ser ignorante y no ver las noticias nunca se enteró que la instalación
eléctrica de la zona funcionaba mal. Los hombres de la municipalidad no
pasaron a revisar. Entonces, en la esquina donde lo interceptan, no hay luz.
El sonido de la moto apareció a las 23:04:54 y pudo verla a las 23:05:00.
Se bajan dos hombres y una mujer. Lo acorralan. Lo ponen de espalda
contra la pared. Le rebotan la frente en un paredón de cemento y le piden
el celular. Le tuercen el brazo a semejante hombre. Alto y morrudo. Pero
no grita para pedir ayuda porque siente la tumbera en la sien.
No tiene nada de valor y todos en ese momento lo saben. Tal vez
robarle es una apuesta de los asaltantes, un crimen pasional o un ajuste de
cuentas. Quizás la drogona no soy yo, como siempre le dice a todo el
mundo cuando me ve tomar mis pastillas para la ira, sino él que se droga de
verdad y debe dinero de fasos. Por supuesto que le quitan las zapatillas y el
teléfono. Ambas cosas no son suficientes. Con un fierro le revientan el
cráneo y con un Tramontina le perforan el hígado.
Es un barrio obrero donde no circula nadie después de las once de la
noche. La piba con la que me engañó sale a buscarlo media hora más tarde.
Se convierte en la última que lo ve con vida y jajaja la primera que lo ve
muerto.
III
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—Él te salvó —me dice un paramédico musculoso media hora después
mientras me ve derramando lágrimas falsas—. Sorprendentemente atajó
todos los pedazos con su cuello y espalda. Parece a propósito haber estado
ahí para protegerte.
El paramédico es un hombre decente. Por fin un buen hombre con
quien poder hablar.
—Sufrió demasiado —le digo con la voz entrecortada—. La sangre de
sus carótidas salía lentamente, por chorritos. Me decía que le dolía la
cabeza.
Él me responde mientras me abraza:
—Seguro que no merecía terminar así.
En ese momento me bombardean los mensajes subliminales de todos los
que están ahí presentes. Los que llegaron supuestamente para ayudarnos.
Bomberos, médicos, policías. “Qué asco la sangre”. “Estos dos tarados justo
llaman a la hora del partido”. “Espero que esta gorda se suba sola a la
camilla sin romperla”. “Mira la mugre donde viven, deben ser dos
leprosos”. “A ver qué me puedo robar cuando la casa quede sola”.
Y me da un ataque de enojo. Agarro cosas y se las tiro. El florero, el
cajón, la tijera, las conchas y los caracoles de Mar del Plata. El paramédico
termina herido. Me atrinchero en el baño y grito que no voy a salir.
Derriban la puerta mientras me dicen:
—Señorita, esto le va a hacer mal, usted está teniendo un shock.
Los mojo con un balde de agua con lavandina. Cinco hombres rodean
mi cuerpo. Uno me inmoviliza con una sábana. Atada, el paramédico me
abraza de nuevo. Me inyecta lorazepam y me dice:
—Nena, conmigo podés seguir llorando.
Le cuento que tengo un problema con la ira. Me responde que yo
podría servir para trabajar en un peaje que él conoce. Si la gente no paga te
piden que le arrojes Bombuchas con pintura a los vidrios delanteros de los
autos.
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El arponero impreciso
Damián García
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también empezaron a consultarle. Preguntaban por familiares, por colegas
y por amigos. Cuando cumplió su condena había recuperado sus ahorros y
pensaba que su esternón roto no había sido tan mala inversión.
Construyó un astillero a doscientos metros del mar. Fabricó un
elaborado sistema de rieles, poleas y alambres de acero a través de los cuales
acercaba las embarcaciones pequeñas. Él mismo reparaba los barcos, antes
pedía que los secasen porque el roce con el agua salada lo amargaba. El
negocio funcionó y creció. Contrató más secadores de barcos y jaladores
de poleas. Contrataba tullidos, hombres estériles, huérfanos y toda clase de
amputados. Construyó rieles más resistentes y poleas más eficaces.
Comenzó a reparar embarcaciones transatlánticas y a contratar africanos y
todo tipo de desertores asiáticos.
El Atlántico le ofrecía obreros y le arrebataba amores. Caminaba por
su costa muchas horas. A veces dejaba que la marea se acercase, pero
enseguida sentía náuseas. En una de sus recorridas conoció a una mujer.
Tenía rulos y la piel tostada. Era buceadora de apnea y siempre olía a sal
marina. Hablaban del mar. De los tonos de azul y verde que indicaban su
profundidad. De piratas y de naufragios. De todos los tesoros que
silenciosos se oxidaban en el lecho marino. Ella soñaba con abismos.
—Acá hay anguilas —le explicó él.
—Yo hablo de otro tipo de peces —dijo ella—. Unos que tienen una
enzima que brilla.
—Para atraer a las presas.
—No. A esa profundidad la luz ahuyenta. Los peces no la siguen.
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Guachafita
Eduardo Elechiguerra R.
Le sigue pasando cada vez que sale a la calle. Aún antes, cuando los
tapabocas no eran obligatorios, le aterraba cada vez que ocurría. Por esto
usó desde su adolescencia.
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Alegría y tristeza desestabilizan el alma, dijo un profesor en el seminario
sobre emociones que él vio en remoto durante esos meses. La gente cree
equivocadamente que la risa es sinónimo de felicidad, anotó de esas clases
nuestro alumno risueño.
En realidad risa y llanto son impulsos de incomprensión, de preferir la
pérdida de sentido; remató el profesor en aquellas sesiones de pocos
alumnos. La risa nerviosa de Sebas y una tos incontenible lo sacaron
huyendo del salón en segundos. Fue la única clase presencial.
Las lecturas sobre ironía, humor y sarcasmo solo le habían valido para
practicar su caligrafía. O eso creyó. Una tarde yendo al supermercado, un
recuerdo lo raptó hasta una mañana de su infancia.
Allí, en primer grado, todo el salón estaba haciendo dibujo libre. Él
había preferido practicar una carcajada, la más íntima y macabra posible.
Nadie le prestó atención. Lo gozó como nunca y lo ejercitó durante años.
Algo en el estallido sonoro le producía más risa.
Luego, Sebastián recordó que tampoco sus padres se preocuparon de
las carcajadas nocturnas de su hijo. Media hora antes de las 12 am, él veía
una serie cómica durante cinco días a la semana de su adolescencia. Como
rezo antes de dormir, fue cómplice de episodios excéntricos hasta que sus
risas lo convirtieron, poco a poco, en otro personaje.
Esté donde esté, el recuerdo de esos ejercicios llevan a risotadas. Muy
atrás quedaron los castigos escolares por asustar con estruendo a
compañeritos desprevenidos.
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Attikí Symptom
Eduardo Elechiguerra R.
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Ignatius
Luciano Rosé
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Yo trabajaba en la recepción del sanatorio de una gremial en el barrio
de San Telmo. Cubría el turno de la noche. Cuando no estaba recibiendo
drogadictos o parturientas, el trabajo era tranquilo. Los médicos, las
enfermeras, los pacientes y yo; cada cual en su mundo.
En esos ratos interminables y melancólicos, yo hacía lo que cualquier
persona interesada por aferrarse a su dignidad haría: navegar por internet.
Me dedicaba a recorrer los foros y los imageboards más remotos de la web.
Vi cosas. En un momento se volvió compulsivo. Sentía asco, incluso
miedo. Pero la web es infinita y sensual. Durante un tiempo pude cortar.
Me saturé y pegué la vuelta, volví a la superficie. Fue así que llegué al canal
de Youtube de Ignatius.
En esencia era como escuchar la radio. No sabías cuándo iba a sonar
tu canción favorita, o cuándo la iban a sacar de circulación. Eso garpaba
mucho. Y la selección de temas, cosas rarísimas, inconseguibles. Funk
nigeriano, trip hop hondureño. El clásico del canal era una canción de una
banda de post punk de Pyongyang. Eran horribles, pero nos hicimos fans.
Así y todo, la música era lo de menos. Lo que seducía a los usuarios
para volver una y otra vez eran la sección de comentarios y el título del
canal. Sospechábamos que alojaba algún tipo de clave o de simbología
oculta. Apenas un puñado de nosotros logró captar y descifrar el código
sepultado en la marea inconexa de palabras y de números.
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Irina y yo
Federico M. Soler
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insistir. Ponerla en mi contra me traería males peores. Le insinué, para
disculparme, que el exceso de trabajo y la falta de un correcto descanso me
estaban distorsionando la percepción. No sé si me creyó, pero se
tranquilizó.
Lo que fue llamativo y que terminó por convencerme de la gravedad
de su situación, fue cuando se obsesionó con quitar el ajo, no solo de las
comidas, si no de la casa en general, aduciendo que producía desajustes
energéticos e intestinales. Estas obsesiones me hicieron recordar que Irina
había comentado que algunos de sus familiares tuvieron desequilibrios
mentales. Su mamá Norma, estuvo internada mucho tiempo en un lujoso
geriátrico, con una esquizofrenia paranoide. Su hermano Raúl, en cambio,
fue más drástico, se había suicidado sin causas aparentes. Por estas
circunstancias escabrosas de su familia, sugerirle aunque fuese de manera
indirecta, que ella podría tener alguna distorsión mental, habría resultado
devastador para un alma tan pura como la suya.
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Algunas noches hago venir a una enfermera amiga, que me ayuda por
una paga generosa, con los cuidados elementales y las transfusiones de
sangre necesarias para mantenerla viva.
En los noticieros insisten desde el Ministerio de Salud, para que la
comunidad informe sobre aquellas personas que se encuentren
posiblemente infectadas con el nuevo virus. Pero a mí, a Irina, no me la
saca nadie.
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Un chorro sin interrupciones
Federico M. Soler
Ahora que estoy más lúcida, les contaré qué me pasó esta tarde.
Llegué de la estética pasadas las catorce, cansada, con mucho sueño y
hambrienta. Comí como refugiada, tomé una copa de vino y me recosté
con la intención de descansar un rato. No me quería dormir, ya que había
quedado con las chicas para ir a merendar, hace más de una semana que lo
venían preparando.
Desperté tres horas después, sin saber en qué año estaba, en qué galaxia
vivía y tratando de averiguar si todavía seguía secuestrada. Tuve un sueño
muy vívido y largo.
Soñé que me raptaba un mafioso pesado, narigón y cruel. Era testigo
de algunos de sus crímenes que encargaba a sus secuaces. A un gordo que
parecía de la barra brava de Atlético le hacía quebrar algunos dedos. El tipo
chillaba como marrano. Suplicaba clemencia y juraba por la madre
enferma que devolvería el dinero mañana sin falta. Él, mientras observaba
distante el apriete, me acariciaba el pelo con ternura.
A una chica que estaba vendada y desnuda le hizo prometer absoluta
lealtad. La chica tenía el cuerpo marcado con cicatrices en la espalda y los
glúteos. Con un gesto de su cabeza la llevaron a otro lugar de la casa. Me
dio la mano con fuerza, podía sentir la palpitación de sus cinco dedos
como un ramillete de víboras.
Luego se acercó un negrito adolescente, se arrodilló, besó su anillo de
oro que tenía en el índice de la mano derecha y le pidió trabajar para él. El
mafioso le propinó un chirlo con la mano abierta y lo mandó a lavar su
auto.
Conmigo se portó como un hombre auténtico, tan maravilloso que me
enamoré de él.
No entraré en detalles porque se haría largo. Les cuento el final, me
dolía el bajo vientre. Él me tocó con suavidad por encima de la pelvis y me
dijo:
—Te estás haciendo pis, princesa.
A lo que respondí:
—Creo que estoy embarazada. Quiero darte un hijo antes de que sea
tarde.
En ese instante desperté, corrí al baño, me bajé la bombacha, me senté
en el inodoro y oriné como tres litros interminables. Las piernas me
temblaban. Fue un chorro largo, intenso y sin interrupciones.
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Me toqué la panza, la tenía dura. Las tetas estaban inflamadas y pesadas.
Rodo no había regresado de dar clases en la tecnológica. En el celular
tenía un montón de llamadas perdidas y mensajes de las chicas. En uno de
esos mensajes me sugerían que al baby shower lo deberíamos hacer en un
salón, al pie del cerro, en Yerba Buena.
Una voz de conciencia uterina me recordó que Rodo había olvidado
en el botiquín del baño su anillo de casado.
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Puerkiaria Upp
Federico M. Soler
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Se le acerca una cabra con una bandeja, le lame la mejilla y le roza con
sensualidad la entrepierna. Tiene manos con dos dedos como si fueran
tenazas. La caprina le entrega un vaso con dos ojitos saltones flotando en
un líquido ambarino. Toma pequeños sorbos. Succiona uno de los
glóbulos oculares y lo mete en su boca, imitando lo que hacen los demás.
Juega incómodo con el ojo y su lengua. Lo traga en un descuido. Una
descarga eléctrica le produce un impulso nervioso que estalla en su cerebro.
Por unos instantes las imágenes y los sonidos se distorsionan. Le arde la
cara. Centelleos lumínicos lo ciegan. Tiene arcadas. Se queda como
perdido en esa marea de mutantes, humanos y androides. Una pantalla
emite secuencias humorísticas sobre diferentes alternativas del fin del
mundo. Se ríe. Todos saben que el apocalípsis es un mito para domesticar
humanos. Los demás parecen no prestar atención a las imágenes ni a sus
carcajadas. A lo lejos, en el escenario, una embriaria con cara de zorrita se
desnuda y hace movimientos agarrando un caño galvanizado. Por
momentos lo mira con seducción prometedora. No logra identificar su
ombligo en su cuerpo desnudo.
Se le acerca flotando una cara con barba. Tiene un círculo luminoso en
la cabeza con la frase: PAX DEI. Le guiña un ojo y canchero lo desafía:
—Si querés sentir placer, pibe, hacé un pase con la Oxi o con la Purca,
son las cascarudas más experimentadas. Después me contás.
Manlio advierte que el Comité descodificó sus intenciones.
La barbuda parlante le guiñó el ojo nuevamente y le hace un gesto con
la cabeza para seguirla. Lo deja en la puerta del cuarto 14 xul. Hace otro
guiño y desaparece.
Al entrar al habitáculo se encuentra rodeado de cinco paredes espejadas.
La música instrumental lo tranquiliza. Todo le da vueltas. En las paredes
aparecen algunas embriarias que exhiben sus encantos. Se decide por Oxi,
como le indicó la cara. Es una comadreja en un exuberante cuerpo de
mujer. Manlio toca la imagen dos veces. Luego de un tiempo de espera,
ingresa Oxi en un atuendo rosado transparente. Algo de su cuerpo ejerce
sobre él cierto efecto hipnótico. No logra advertir si estas reacciones se
deben al ojo que ingirió o es una reacción biológica relacionada con la
cópula. Con las humanas estas sensaciones son imposibles. La mutante,
como una auténtica profesional, no tarda en darse cuenta de su
inexperiencia, por lo que tiene un arrebato de ternura que espera
aprovechar. Le brillan los ojos y hace un ruido con la lengua de aprobación
y placer, al mismo tiempo realiza extrañas ondulaciones invitando al
apareamiento. Manlio tarda en interpretar estos estímulos, más bien le
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generan incomodidad y confusión. Ella emite chillidos de excitación. Su
boca se le pega al cuello y con sus garras afiladas le arranca la ropa. Manlio
se deja hacer, pero no experimenta ninguna erección, como había leído
que sucedería. Al ver su abdomen logra confirmar que no tiene ombligo.
Esto le produce una confusión extrema.
La embriante scort, al ver las dificultades de su cliente, penetra con su
delgada lengua dentro de su oreja, buscando estimular la glándula epínea.
Lo que produce un resultado inmediato. Un dolor agudo punza su sexo, lo
mantiene desencajado. Oxi se le sube con rapidez y succiona con su vulva
el pene erguido, logrando un exitoso acople. Con cada penetración ella
hace una especie de chillido de placer. Manlio no disfruta, no puede sacarse
de la cabeza que carezca de ombligo. Se pregunta si es una mutación
genética particular o propia de todas las mutantes. Recuerda el abdomen
liso de la zorrita en el salón. Se le genera un crack mental.
Le vienen arcadas. Cierra la boca, no quiere vomitar encima de Oxi.
Desencajado se la saca de encima. Corre hasta el glon. Vomita una cosa
gelatinosa. Se queda un rato desnudo agarrado al lavatorio. Está exhausto.
Un dolor agudo, como un latigazo eléctrico, se expande desde su ingle
hasta el coxis. Mira su pene y advierte con asombro una substancia
blancuzca pegajosa. Se limpia.
Cuando sale del glon Oxi ha desaparecido.
Manlio solicita nuevas prendas. Sale del Puerkiaria Upp entre aturdido y
decepcionado. El enano de la puerta lo mira y se ríe.
Manlio advierte que la tilde de su litem está en rojo.
—Maldita cascaruda —balbucea.
Desde el demoniraptor, el cerdo hipoacúsico lo reconoce y le hace una
mueca sarcástica.
—Otro gil, le llega la señal telepática del tachero.
La nevada continúa, pero es más tenue, no siente ardor, puede caminar.
Piensa que todavía le queda evadir los controles, llegar a su bulag para
purificarse y borrar los rastreos de ubicación para impedir que lo detecte el
Comité. A lo lejos ve un carro de comidas rápidas con androides, humanos
y mutantes nutriéndose.
El hambre no lo deja pensar con claridad. No puede sacarse de la cabeza
que las embriantes no tengan ombligo.
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La conspiración
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el encargo. Cómo olvidar su artera sonrisa, llena de oscuros sentimientos
de revancha y de odio.
La corporación lo había hecho de nuevo. El pulgar y el índice, con
apoyo del anular y el mayor, sostenían el cucurucho con los sabores
invertidos. El meñique del sujeto se alzaba en tono burlón
malintencionado.
Y estallé.
¡A qué mente siniestra se le puede ocurrir colocar la naranja debajo del
chocolate! Grité ofuscado. Años de frustración condensados en ese reclamo
sincero, lleno de un dolor que me había carcomido por dentro durante
toda una vida. Lustros acumulados durante los cuales los sabores servidos
alteraban el orden indicado, con la inequívoca y malvada intención de
perturbar el estado relajado del cliente, quien poco o nada podía hacer
frente al hecho consumado, sino resignarse a degustar su postre con
amarga tolerancia.
El muchacho, supuestamente espantado, dejó caer el recipiente. Los
comensales se paralizaron. Martina se levantó y me miró horrorizada.
No tendría sentido describir la previsible y absurda secuencia de eventos
posteriores. Pedí a Martina que se casara conmigo dos meses después de
aquella noche. Tres años más tarde nos divorciamos.
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Un cuervo, Drácula, Batman, o un barman,
o las alas de una rata cualquiera
Alfredo Ariel Rossi
En la noche aciaga del sábado nueve, que bien podría haber sido martes
trece, cuando mi cuerpo permanecía sobre el sofá del living y mi mente
hilvanaba a duras penas los sucesos de mi serie favorita, oí de pronto un
rasguido, como si algo se deslizara tras las cortinas del balcón.
Debe ser un insecto, me dije. Un artrópodo insignificante alterado por
los efectos del calor y las luces de la calle. Sólo eso, y nada más.
¡Recuerdo tanto aquel desolado diciembre! Cada gota de sudor dejaba
un rastro fantasmal. Yo esperaba por el siguiente capítulo, y en la
habitación dormía mi venerado amor, Elena, la mujer en cuya mirada
blanqueaban sus alas los arcángeles, al refugio de un split que refunfuñaba
contra el patio de luz del edificio.
Cada crujido de las cortinas me embargaba de dudas, no sólo por la
insistencia, sino por la magnitud que ganaban los aparentes movimientos,
de algo que parecía desplazarse y cobrar intensidad con el paso de los
minutos. Tuve que abrir una cerveza para mitigar mi angustia, que a estas
alturas me perturbaba por completo. Tiene que ser un insecto, me decía.
Sólo eso y nada más.
Hasta que me decidí y reclamé en tono elevado, que pretendió sonar
imperativo: ¿Quién anda ahí? No hubo respuesta.
Vacilé un momento, pero luego caminé hasta la ventana y me detuve,
invocando de nuevo, algo más decidido: Si sos algo, o alguien, y estás
ahora en mi balcón al acecho, lamento decir que te he descubierto, que
voy a salir a tu encuentro y a empujarte al vacío desde el piso ocho, seas lo
que seas.
Así que abrí de golpe y removí las cortinas inflamadas por la brisa: nada.
Sólo sombras, nada más. Miré entonces la noche, la oscuridad plena, la
profundidad erguida sobre el corazón del edificio. Y en el silencio atroz de
aquella madrugada sonó con claridad de nuevo el nombre de Elena. Algo
así como un susurro, Elena. Un llamado insistente.
Culpé al cansancio, a las copas de los árboles que dialogan en la
madrugada, a la cerveza. Pero el rasguido se escuchó más insistente. Y de
nuevo el susurro de su nombre, Elena.
Me abalancé hacia el balcón con los puños cerrados, decidido a enfrentar
a lo que fuera. Entonces me estremeció el roce de las alas de un
murciélago. En el intento por esquivar al bicho di un salto y mi cabeza se
azotó contra el marco de la puerta. El susurro creció en boca de la bestia, o
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quizá dentro mío, Elena.
Que el roedor pudiera hablar me resultó sorprendente, pero como la
admiración es más afín al vuelo que a las palabras, mayor fue mi
conmoción al notar la habilidad que demostró para desplazarse por los
aires. Pude reparar en ese detalle a pesar de su aspecto horroroso, capaz de
habitar las peores pesadillas. Sin embargo ese malvado, cuyo aspecto daba
pena, la nombraba enamorado: Elena.
¡Habrase visto insolencia! Engalanar el chirrido con el vocablo más
hermoso… ¿Pero monstruo, por qué razón no hacés silencio todavía?
Repetís, cual rata en pena, el nombre de mi sirena: Elena…
Me fue cambiando el humor al notar su persistencia, así que lo increpé,
y en tono poco amigable reclamé con dureza. ¿Qué persigue tu actitud,
pequeño mamarracho? ¿Por qué nombras lujurioso a la más dulce entre las
dulces, mi bienamada, mi doncella? El ogro sólo dijo: Elena.
¡Ángel maldito! Dije. Bestia horrorosa, engendro proveniente de profana
tiniebla, capaz de inspirar la sombra del miedo… ¡Rajá por donde viniste
porque te surto de un zapatazo! ¡Cuervo peludo del demonio! Grité con
una fuerza inesperada, sin darme cuenta de que podía despertar a la
durmiente.
Mi grito desató el espanto, y una negrura inesperada colmó la habitación,
saturando la atmósfera de una sensación de soledad y de miedo. El vampiro
permaneció impávido entre los libros de la biblioteca. Siguió diciendo su
nombre una y otra vez, incluso cuando cesó mi reclamo.
La madrugada avanzó sigilosa hasta cubrir cada rincón del departamento,
y el silencio invadió todo reducto, amplificando la gravedad de los
movimientos más ocultos.
El murciélago permaneció esa noche sobre la biblia. Salió el sol y ahí se
mantuvo.
Ignoro en qué momento mutó en Drácula o Bruce Wayne el trapecista,
o en qué lugar del amanecer adquirió su forma humana bajo el lecho. La
sombra delató su desnudez cuando saltó la reja hacia el balcón de la vecina,
no sin antes susurrar de nuevo su nombre, que vibró como una campana
en el rumor del boulevard.
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Gitana
Me sentía libre, lujuriosamente libre, fue tan así que alcé las manos al
cielo en agradecimiento y me di cuenta: en el dedo anular de la mano
izquierda no tenía mi alianza de oro.
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Revancha
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Rosita, sentada en el borde de la cama, vestía un deshabillé negro. Su
pelo pelirrojo caía sobre los hombros.
—¿Cómo te llamás?
—Dante, pero me dicen Conejo.
—Acercate, no tengas miedo. ¿Es tu primera vez?
—Sí —dije balbuceante.
—Bajate los pantalones, quiero ver que traes… Bueno… bastante bien,
pero no te agrandés, no tenés el as de bastos.
Se abrió el deshabillé y dos enormes tetas salieron a escena. Me tomó
de la cabeza y me sumergió en ese océano de perfumes exóticos. Luego se
recostó en la cama y dijo cortante:
—Subite.
Ante mí se expandía una tupida selva roja, mi calentura trató de
encontrar el sendero al anhelado destino. Por un momento sentí una piel
cálida y húmeda, fue sólo un instante, de reojo veía a San Cayetano con la
espiga de trigo.
—¿Ya está? —me preguntó.
—Sí.
Me subí los calzoncillos y el pantalón y me fui rumbo a la puerta.
—La próxima vez vení solo, tenés mucho que aprender.
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La manija
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El velorio fue un éxito, siempre lleno de vecinos, tan es así que tuvieron
que pedir sillas prestadas a una cochería colega. Tenía bastante experiencia
en estos eventos, siempre acompañaba a mi madre que era de las que no se
perdían ninguno, quizás porque quería ir imaginando cómo iba a ser el
suyo.
El comisario vestido de gala, no podía estar ausente para dar el pésame,
no por Don José, sino por el duelo que empezaba a elaborar dada la
dolorosa pérdida de la media docena de sanguches especiales de pan francés
sin corteza, de jamón crudo y queso con manteca que todos los fines de
semana mandaba a retirar.
Cuando Cacho, el quinielero, vio entrar al botón su cara se puso más
pálida que la del finado; instintivamente, tragó los papelitos con los
números que había levantado durante la velada.
Elvira había traído dos docenas de botellas de caña quemada Legui. El
frío de ese día 24 de junio, lo ameritaba. La noche se fue haciendo
madrugada entre chismes, cuentos y risas contenidas.
El momento más complicado del evento fue cuando a las diez de la
mañana, que era la hora de la ceremonia del cierre del cajón, al “Rengo”
García y al “Pelado” Rossi no los podían separar del féretro, estaban
acodados como si fuera un mostrador. Lloraban desconsolados su
melancólica curda de caña.
El cortejo fue el más largo que presencié: el fúnebre, dos porta coronas
y ocho coches para los acompañantes, precedidos por el patrullero de la
comisaría. Cuando se puso en marcha rumbo al cementerio de Flores,
ocupaba una cuadra.
Con mi madre íbamos en el primer coche junto a Elvira. No habían
tenido hijos y tampoco familia en Buenos Aires.
El sacerdote, en la liturgia de las horas, destacó las cualidades de José en
vida y lo recomendó al cielo de los justos.
El hombre de traje negro de la funeraria miró a Elvira, ella me tocó el
brazo y me indicó que fuera junto al ataúd. Luego señaló a seis más,
éramos el equipo titular que lo íbamos a llevar a jugar al campo santo.
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Autores
Néstor Leuchenco
Campana, Buenos Aires, 1953. Ha sido ilustrador freelance en
agencias de publicidad y en la revista El Porteño que dirigía el
escritor Miguel Briante. La Editora Ovação de Portugal lanza
su cd-rom de cuentos con ilustraciones animadas El país de los
hechizos (2008). Hoy colabora como periodista en Editorial
Prensario de Buenos Aires, escribe relatos y tiene una novela
inédita: Yo te esperaré.
nestor@leuchenco.com.ar
Facebook: nestor.leuchenco
Gastón Rama
Villa Mercedes, San Luis, 1981. Trabaja de médico psiquiatra
en el norte neuquino. Participa en talleres literarios cuando su
ocupación lo permite; cuando no es así, solo lee. Desistió de la
docencia universitaria “ad honorem” y malogró sus propias
tentativas de confeccionar con regularidad dossiers de leyendas
del jazz.
Instagram: @gastoncayetanorama
Sara Solana
Madrid, España, 1986. Es artista y editora de HAMSTER,
revista en papel de fotografía y literatura (readhamster.com).
Ha trabajado como redactora cultural y fotógrafa para
publicaciones suecas y noruegas. Vive en Estocolmo, donde
enseña español dentro del programa nacional sueco de lengua
materna.
hello@sarasolana.com
sarasolana.com
Instagram: @sara.puna
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Autores
Pilar Rezzano
Buenos Aires, 1962. Es artista plástica, ilustradora científica y
docente. Editó el poemario Del perezoso andar (Ediciones El
Mono Armado, 2013) y también publicó ensayos en Revista
Paco. Ha participado en talleres de poesía con María del
Carmen Colombo, y de narrativa en Casa de Letras. Vive en
Quequén, donde escribió su novela Muñeca de agua, publicada
recientemente por Ediciones Bucarest.
pilakti@gmail.com
Instagram: @pilakti
Facebook: pilar.rezzano
Twitter: @pilakti1
Grimanesa Lazaro
Tartagal, Salta, 1991. Cursó Medicina y Licenciatura en Letras
en la Universidad Nacional de Tucumán, y actualmente se
desempeña como neuróloga en la Ciudad de Buenos Aires. Ha
participado de la antología 40° Narrativa Tucumana
Contemporánea (Blatt & Ríos, 2015) y en Casas Remotas,
Narradoras contemporáneas del NOA (Falta Envido Ediciones,
2021). También ha publicado la novela Niña y Basurero (Blatt
& Ríos, 2021).
Instagram: @grimanesa.lazaro
Damián García
General Roca, Río Negro, 1991. Vive en Neuquén, donde
trabaja como profesor de Física en la Universidad Nacional del
Comahue. Allí opera un microscopio electrónico de barrido en
el subsuelo de la Facultad de Ingeniería. Además, escribe para
Revista Paco y Salvaje Sur.
Twitter: @SabotageTeamMon
Medium: @damianarielgarcia
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Autores
Eduardo Elechiguerra R.
La Candelaria, Caracas, 1987. Desde 2007 asiste a talleres de
escritura, y se recibió en Letras en 2011. Articulista para
Playboy Venezuela y crítico en Bitácora de Cine y A Sala
Llena. Publicó: Nombres, heridas del mundo. Por una geopoética
(2012). Participó con dos cuentos en Retrovisor (Textos
Intrusos, 2016) y con un ensayo en El reino del miedo (Cuarto
Menguante Ediciones, 2022). Luego de casi ocho años en
Buenos Aires, reside en Madrid.
Instagram: @elechicineyescritura
Twitter: @EElechiguerra
Federico M. Soler
San Miguel de Tucumán, 1976. Psicoanalista distópico y
escritor. En 2007 fue distinguido con el premio de poesía que
otorga el Municipio de su ciudad. Publicó poemas y cuentos
en antologías de su provincia y de Buenos Aires. Colabora con
artículos en Revista Paco, Polvo y El Ganso Negro. Tiene
editado su poemario Cuerpo liminal (El Ingenio Edita, 2017) y
sus cuentos aparecen en Las chupilas (Lago Editora, 2020).
federico.soler99@hotmail.com
Instagram: @fedher_bleu
Facebook: Fedher Fedher
Luciano Rosé
Buenos Aires, 1988. Es médico psiquiatra. Escribe
regularmente en Revista Paco, Crisis, Página /12 y Revista Ñ,
sobre los modos en que se cruzan la tecnología, la cultura y la
salud mental. El resto sintético, publicada por Ediciones
Bucarest en 2022, es su primera novela.
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Autores
hmbotana@gmail.com
Instagram: @hmbotana
Twitter: @humabo
Facebook: humbertomanuel.botana
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Esta edición digital se cerró en Estocolmo
en el mes de diciembre de 2022
Ediciones Bucarest