Fides Et Ratio
Fides Et Ratio
Fides Et Ratio
La fe y la razón (Fides et ratio) son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva
hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de
conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda
alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo (cf. Ex 33, 18; Sal 27 [26], 8-9; 63 [62], 2-
3; Jn 14, 8; 1 Jn 3, 2).
INTRODUCCIÓN
«CONÓCETE A TI MISMO»
1. Tanto en Oriente como en Occidente es posible distinguir un camino que, a lo largo de los
siglos, ha llevado a la humanidad a encontrarse progresivamente con la verdad y a
confrontarse con ella. Es un camino que se ha desarrollado --no podía ser de otro modo--
dentro del horizonte de la autoconciencia personal: al hombre cuanto más conoce la realidad y
el mundo y más se conoce a sí mismo en su unicidad, le resulta más urgente el interrogante
sobre el sentido de las cosas y sobre su propia existencia. Todo lo que se presenta como objeto
de nuestro conocimiento se convierte por ello en parte de nuestra vida. La
exhortación Conócete a ti mismo estaba esculpida sobre el dintel del templo de Delfos, para
testimoniar una verdad fundamental que debe ser asumida como la regla mínima por todo
hombre deseoso de distinguirse, en medio de toda la creación, calificándose como «hombre»
precisamente en cuanto «conocedor de sí mismo».
Por lo demás, una simple mirada a la historia antigua muestra con claridad cómo en distintas
partes de la tierra, marcadas por culturas diferentes, brotan al mismo tiempo las preguntas de
fondo que caracterizan el recorrido de la existencia humana: ¿quién soy? ¿de dónde vengo y a
dónde voy? ¿por qué existe el mal? ¿qué hay después de esta vida? Estas mismas preguntas las
encontramos en los escritos sagrados de Israel, pero aparecen también en los Veda y en los
Avesta; las encontramos en los escritos de Confucio y Lao-Tze y en la predicación de los
Tirthankara y de Buda; asimismo se encuentran en los poemas de Homero y en las tragedias de
Eurípides y Sófocles, así como en los tratados filosóficos de Platón y Aristóteles. Son preguntas
que tienen su origen común en la necesidad de sentido que desde siempre acucia el corazón
del hombre: de la respuesta que se dé a tales preguntas, en efecto, depende la orientación
que se dé a la existencia.
2. La Iglesia no es ajena, ni puede serlo, a este camino de búsqueda. Desde que, en el Misterio
Pascual, ha recibido como don la verdad última sobre la vida del hombre, se ha hecho
peregrina por los caminos del mundo para anunciar que Jesucristo es «el camino, la verdad y la
vida» (Jn 14, 6). Entre los diversos servicios que la Iglesia ha de ofrecer a la humanidad, hay
uno del cual es responsable de un modo muy particular: la diaconía de la verdad.[1] Por una
parte, esta misión hace a la comunidad creyente partícipe del esfuerzo común que la
humanidad lleva a cabo para alcanzar la verdad;[2] y por otra, la obliga a responsabilizarse del
anuncio de las certezas adquiridas, incluso desde la conciencia de que toda verdad alcanzada
es sólo una etapa hacia aquella verdad total que se manifestará en la revelación última de
Dios: «Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de
un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido» (1 Co 13, 12).
5. La Iglesia, por su parte, aprecia el esfuerzo de la razón por alcanzar los objetivos que hagan
cada vez más digna la existencia personal. Ella ve en la filosofía el camino para conocer
verdades fundamentales relativas a la existencia del hombre. Al mismo tiempo, considera a la
filosofía como una ayuda indispensable para profundizar la inteligencia de la fe y comunicar la
verdad del Evangelio a cuantos aún no la conocen.
Me mueve a esta iniciativa, ante todo, la convicción que expresan las palabras del Concilio
Vaticano II, cuando afirma que los Obispos son «testigos de la verdad divina y católica».
[3] Testimoniar la verdad es, pues, una tarea confiada a nosotros, los Obispos; no podemos
renunciar a la misma sin descuidar el ministerio que hemos recibido. Reafirmando la verdad de
la fe podemos devolver al hombre contemporáneo la auténtica confianza en sus capacidades
cognoscitivas y ofrecer a la filosofía un estímulo para que pueda recuperar y desarrollar su
plena dignidad.
Hay también otro motivo que me induce a desarrollar estas reflexiones. En la Encíclica Veritatis
splendor he llamado la atención sobre «algunas verdades fundamentales de la doctrina
católica, que en el contexto actual corren el riesgo de ser deformadas o negadas».[4]Con la
presente Encíclica deseo continuar aquella reflexión centrando la atención sobre el tema de
la verdad y de su fundamento en relación con la fe. No se puede negar, en efecto, que este
período de rápidos y complejos cambios expone especialmente a las nuevas generaciones, a
las cuales pertenece y de las cuales depende el futuro, a la sensación de que se ven privadas
de auténticos puntos de referencia. La exigencia de una base sobre la cual construir la
existencia personal y social se siente de modo notable sobre todo cuando se está obligado a
constatar el carácter parcial de propuestas que elevan lo efímero al rango de valor, creando
ilusiones sobre la posibilidad de alcanzar el verdadero sentido de la existencia. Sucede de ese
modo que muchos llevan una vida casi hasta el límite de la ruina, sin saber bien lo que les
espera. Esto depende también del hecho de que, a veces, quien por vocación estaba llamado a
expresar en formas culturales el resultado de la propia especulación, ha desviado la mirada de
la verdad, prefiriendo el éxito inmediato en lugar del esfuerzo de la investigación paciente
sobre lo que merece ser vivido. La filosofía, que tiene la gran responsabilidad de formar el
pensamiento y la cultura por medio de la llamada continua a la búsqueda de lo verdadero,
debe recuperar con fuerza su vocación originaria. Por eso he sentido no sólo la exigencia, sino
incluso el deber de intervenir en este tema, para que la humanidad, en el umbral del tercer
milenio de la era cristiana, tome conciencia cada vez más clara de los grandes recursos que le
han sido dados y se comprometa con renovado ardor en llevar a cabo el plan de salvación en el
cual está inmersa su historia.
[2] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
16.
CAPÍTULO I
LA REVELACIÓN DE LA SABIDURÍA DE DIOS
7. En la base de toda la reflexión que la Iglesia lleva a cabo está la conciencia de ser depositaria
de un mensaje que tiene su origen en Dios mismo (cf. 2 Co 4, 1-2). El conocimiento que ella
propone al hombre no proviene de su propia especulación, aunque fuese la más alta, sino del
hecho de haber acogido en la fe la palabra de Dios (cf. 1 Ts 2, 13). En el origen de nuestro ser
como creyentes hay un encuentro, único en su género, en el que se manifiesta un misterio
oculto en los siglos (cf. 1 Co 2, 7; Rm 16, 25-26), pero ahora revelado. «Quiso Dios, con su
bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cf. Ef 1, 9):
por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el
Padre y participar de la naturaleza divina».[5] Ésta es una iniciativa totalmente gratuita, que
viene de Dios para alcanzar a la humanidad y salvarla. Dios, como fuente de amor, desea darse
a conocer, y el conocimiento que el hombre tiene de Él culmina cualquier otro conocimiento
verdadero sobre el sentido de la propia existencia que su mente es capaz de alcanzar.
9. El Concilio Vaticano I enseña, pues, que la verdad alcanzada a través de la reflexión filosófica
y la verdad que proviene de la Revelación no se confunden, ni una hace superflua la otra: «Hay
un doble orden de conocimiento, distinto no sólo por su principio, sino también por su objeto;
por su principio, primeramente, porque en uno conocemos por razón natural, y en otro por fe
divina; por su objeto también porque, aparte de aquellas cosas que la razón natural puede
alcanzar, se nos proponen para creer misterios escondidos en Dios de los que, de no haber
sido divinamente revelados, no se pudiera tener noticia».[7] La fe, que se funda en el
testimonio de Dios y cuenta con la ayuda sobrenatural de la gracia, pertenece efectivamente a
un orden diverso del conocimiento filosófico. Éste, en efecto, se apoya sobre la percepción de
los sentidos y la experiencia, y se mueve a la luz de la sola inteligencia. La filosofía y las ciencias
tienen su puesto en el orden de la razón natural, mientras que la fe, iluminada y guiada por el
Espíritu, reconoce en el mensaje de la salvación la «plenitud de gracia y de verdad» (cf. Jn 1,
14) que Dios ha querido revelar en la historia y de modo definitivo por medio de su Hijo
Jesucristo (cf. 1 Jn 5, 9: Jn 5, 31-32).
10. En el Concilio Vaticano II los Padres, dirigiendo su mirada a Jesús revelador, han ilustrado el
carácter salvífico de la revelación de Dios en la historia y han expresado su naturaleza del
modo siguiente: «En esta revelación, Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tm 1, 17), movido de amor,
habla a los hombres como amigos (cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), trata con ellos (cf. Ba 3, 38) para
invitarlos y recibirlos en su compañía. El plan de la revelación se realiza por obras y palabras
intrínsecamente ligadas; las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y
confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan; a su vez, las palabras
proclaman las obras y explican su misterio. La verdad profunda de Dios y de la salvación del
hombre que transmite dicha revelación resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda la
revelación».[8]
11. La revelación de Dios se inserta, pues, en el tiempo y la historia, más aún, la encarnación de
Jesucristo, tiene lugar en la «plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4). A dos mil años de distancia de
aquel acontecimiento, siento el deber de reafirmar con fuerza que «en el cristianismo el
tiempo tiene una importancia fundamental».[9] En él tiene lugar toda la obra de la creación y
de la salvación y, sobre todo, destaca el hecho de que con la encarnación del Hijo de Dios
vivimos y anticipamos ya desde ahora lo que será la plenitud del tiempo (cf. Hb 1, 2).
La verdad que Dios ha comunicado al hombre sobre sí mismo y sobre su vida se inserta, pues,
en el tiempo y en la historia. Es verdad que ha sido pronunciada de una vez para siempre en el
misterio de Jesús de Nazaret. Lo dice con palabras elocuentes la Constitución Dei Verbum:
«Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de muchas maneras por los profetas.
"Ahora en esta etapa final nos ha hablado por el Hijo" (Hb 1, 1-2). Pues envió a su Hijo, la
Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara
la intimidad de Dios (cf. Jn 1, 1-18). Jesucristo, Palabra hecha carne, "hombre enviado a los
hombres", habla las palabras de Dios (Jn 3, 34) y realiza la obra de la salvación que el Padre le
encargó (cf. Jn 5, 36; 17, 4). Por eso, quien ve a Jesucristo, ve al Padre (cf. Jn 14, 9); él, con su
presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su
muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la
revelación».[10]
La historia, pues, es para el Pueblo de Dios un camino que hay que recorrer por entero, de
forma que la verdad revelada exprese en plenitud sus contenidos gracias a la acción incesante
del Espíritu Santo (cf. Jn 16, 13). Lo enseña asimismo la Constitución Dei Verbumcuando afirma
que «la Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se
cumplan en ella plenamente las palabras de Dios».[11]
12. Así pues, la historia es el lugar donde podemos constatar la acción de Dios en favor de la
humanidad. Él se nos manifiesta en lo que para nosotros es más familiar y fácil de verificar,
porque pertenece a nuestro contexto cotidiano, sin el cual no llegaríamos a comprendernos.
La encarnación del Hijo de Dios permite ver realizada la síntesis definitiva que la mente
humana, partiendo de sí misma, ni tan siquiera hubiera podido imaginar: el Eterno entra en el
tiempo, el Todo se esconde en la parte y Dios asume el rostro del hombre. La verdad
expresada en la revelación de Cristo no puede encerrarse en un restringido ámbito territorial y
cultural, sino que se abre a todo hombre y mujer que quiera acogerla como palabra
definitivamente válida para dar sentido a la existencia. Ahora todos tienen en Cristo acceso al
Padre; en efecto, con su muerte y resurrección, Él ha dado la vida divina que el primer Adán
había rechazado (cf. Rm 5, 12-15). Con esta Revelación se ofrece al hombre la verdad última
sobre su propia vida y sobre el destino de la historia: «Realmente, el misterio del hombre sólo
se esclarece en el misterio del Verbo encarnado», afirma la Constitución Gaudium et spes.
[12] Fuera de esta perspectiva, el misterio de la existencia personal resulta un enigma
insoluble. ¿Dónde podría el hombre buscar la respuesta a las cuestiones dramáticas como el
dolor, el sufrimiento de los inocentes y la muerte, sino en la luz que brota del misterio de la
pasión, muerte y resurrección de Cristo?
El Concilio enseña que «cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse con la fe».
[14] Con esta afirmación breve pero densa, se indica una verdad fundamental del cristianismo.
Se dice, ante todo, que la fe es la respuesta de obediencia a Dios. Ello conlleva reconocerle en
su divinidad, trascendencia y libertad suprema. El Dios, que se da a conocer desde la autoridad
de su absoluta trascendencia, lleva consigo la credibilidad de aquello que revela. Desde la fe el
hombre da su asentimiento a ese testimonio divino. Ello quiere decir que reconoce plena e
integralmente la verdad de lo revelado, porque Dios mismo es su garante. Esta verdad,
ofrecida al hombre y que él no puede exigir, se inserta en el horizonte de la comunicación
interpersonal e impulsa a la razón a abrirse a la misma y a acoger su sentido profundo. Por
esto el acto con el que uno confía en Dios siempre ha sido considerado por la Iglesia como un
momento de elección fundamental, en la cual está implicada toda la persona. Inteligencia y
voluntad desarrollan al máximo su naturaleza espiritual para permitir que el sujeto cumpla un
acto en el cual la libertad personal se vive de modo pleno.[15] En la fe, pues, la libertad no sólo
está presente, sino que es necesaria. Más aún, la fe es la que permite a cada uno expresar
mejor la propia libertad. Dicho con otras palabras, la libertad no se realiza en las opciones
contra Dios. En efecto, ¿cómo podría considerarse un uso auténtico de la libertad la negación a
abrirse hacia lo que permite la realización de sí mismo? La persona, al creer, lleva a cabo el
acto más significativo de la propia existencia; en él, en efecto, la libertad alcanza la certeza de
la verdad y decide vivir en la misma.
Para ayudar a la razón, que busca la comprensión del misterio, están también los signos
contenidos en la Revelación. Estos sirven para profundizar más la búsqueda de la verdad y
permitir que la mente pueda indagar de forma autónoma incluso dentro del misterio. Estos
signos si por una parte dan mayor fuerza a la razón, porque le permiten investigar en el
misterio con sus propios medios, de los cuales está justamente celosa, por otra la empujan a ir
más allá de su misma realidad de signos, para descubrir el significado ulterior del cual son
portadores. En ellos, por lo tanto, está presente una verdad escondida a la que la mente debe
dirigirse y de la cual no puede prescindir sin destruir el signo mismo que se le propone.
14. La enseñanza de los dos Concilios Vaticanos abre también un verdadero horizonte de
novedad para el saber filosófico. La Revelación introduce en la historia un punto de referencia
del cual el hombre no puede prescindir, si quiere llegar a comprender el misterio de su
existencia; pero, por otra parte, este conocimiento remite constantemente al misterio de Dios
que la mente humana no puede agotar, sino sólo recibir y acoger en la fe. En estos dos pasos,
la razón posee su propio espacio característico que le permite indagar y comprender, sin ser
limitada por otra cosa que su finitud ante el misterio infinito de Dios.
Así pues, la Revelación introduce en nuestra historia una verdad universal y última que induce
a la mente del hombre a no pararse nunca; más bien la empuja a ampliar continuamente el
campo del propio saber hasta que no se dé cuenta de que no ha realizado todo lo que podía,
sin descuidar nada. Nos ayuda en esta tarea una de las inteligencias más fecundas y
significativas de la historia de la humanidad, a la cual justamente se refieren tanto la filosofía
como la teología: San Anselmo. En su Proslogion, el arzobispo de Canterbury se expresa así:
«Dirigiendo frecuentemente y con fuerza mi pensamiento a este problema, a veces me parecía
poder alcanzar lo que buscaba; otras veces, sin embargo, se escapaba completamente de mi
pensamiento; hasta que, al final, desconfiando de poderlo encontrar, quise dejar de buscar
algo que era imposible encontrar. Pero cuando quise alejar de mí ese pensamiento porque,
ocupando mi mente, no me distrajese de otros problemas de los cuales pudiera sacar algún
provecho, entonces comenzó a presentarse con mayor importunación [... ]. Pero, pobre de mí,
uno de los pobres hijos de Eva, lejano de Dios, ¿qué he empezado a hacer y qué he logrado?
¿qué buscaba y qué he logrado? ¿a qué aspiraba y por qué suspiro? [... ]. Oh Señor, tú no eres
solamente aquel de quien no se puede pensar nada mayor (non solum es quo maius cogitari
nequit), sino que eres más grande de todo lo que se pueda pensar (quiddam maius quam
cogitari possit) [... ]. Si tu no fueses así, se podría pensar alguna cosa más grande que tú, pero
esto no puede ser».[20]
La Revelación cristiana es la verdadera estrella que orienta al hombre que avanza entre los
condicionamientos de la mentalidad inmanentista y las estrecheces de una lógica tecnocrática;
es la última posibilidad que Dios ofrece para encontrar en plenitud el proyecto originario de
amor iniciado con la creación. El hombre deseoso de conocer lo verdadero, si aún es capaz de
mirar más allá de sí mismo y de levantar la mirada por encima de los propios proyectos, recibe
la posibilidad de recuperar la relación auténtica con su vida, siguiendo el camino de la verdad.
Las palabras del Deuteronomio se pueden aplicar a esta situación: «Porque estos
mandamientos que yo te prescribo hoy no son superiores a tus fuerzas, ni están fuera de tu
alcance. No están en el cielo, para que no hayas de decir: ¿Quién subirá por nosotros al cielo a
buscarlos para que los oigamos y los pongamos en práctica? Ni están al otro lado del mar, para
que no hayas de decir: ¿Quién irá por nosotros al otro lado del mar a buscarlos para que los
oigamos y los pongamos en práctica? Sino que la palabra está bien cerca de ti, está en tu boca
y en tu corazón para que la pongas en práctica» (30, 11-14). A este texto se refiere la famosa
frase del santo filósofo y teólogo Agustín: «Noli foras ire, in te ipsum redi. In interiore homine
habitat veritas».[21]
[5] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 2.
[7] Ibíd., cap. IV: DS 3015; citado también en Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes,
sobre la Iglesia en el mundo actual, 59.
[10] N. 4.
[11] N. 8.
[12] N. 22.
[13] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 4.
[14] Ibíd., 5.
[18] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
[19] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 2.
CAPÍTULO II
CREDO UT INTELLIGAM
16. La Sagrada Escritura nos presenta con sorprendente claridad el vínculo tan profundo que
hay entre el conocimiento de fe y el de la razón. Lo atestiguan sobre todo los Libros
sapienciales. Lo que llama la atención en la lectura, hecha sin prejuicios, de estas páginas de la
Escritura, es el hecho de que en estos textos se contiene no solamente la fe de Israel, sino
también la riqueza de civilizaciones y culturas ya desaparecidas. Casi por un designio particular,
Egipto y Mesopotamia hacen oír de nuevo su voz y algunos rasgos comunes de las culturas del
antiguo Oriente reviven en estas páginas ricas de intuiciones muy profundas.
No es casual que, en el momento en el que el autor sagrado quiere describir al hombre sabio,
lo presente como el que ama y busca la verdad: «Feliz el hombre que se ejercita en la
sabiduría, y que en su inteligencia reflexiona, que medita sus caminos en su corazón, y sus
secretos considera. Sale en su busca como el que sigue su rastro, y en sus caminos se pone al
acecho. Se asoma a sus ventanas y a sus puertas escucha. Acampa muy cerca de su casa y clava
la clavija en sus muros. Monta su tienda junto a ella, y se alberga en su albergue dichoso. Pone
sus hijos a su abrigo y bajo sus ramas se cobija. Por ella es protegido del calor y en su gloria se
alberga» (Si 14, 20-27).
Como se puede ver, para el autor inspirado el deseo de conocer es una característica común a
todos los hombres. Gracias a la inteligencia se da a todos, tanto creyentes como no creyentes,
la posibilidad de alcanzar el «agua profunda» (cf. Pr 20, 5). Es verdad que en el antiguo Israel el
conocimiento del mundo y de sus fenómenos no se alcanzaba por el camino de la abstracción,
como para el filósofo jónico o el sabio egipcio. Menos aún, el buen israelita concebía el
conocimiento con los parámetros propios de la época moderna, orientada principalmente a la
división del saber. Sin embargo, el mundo bíblico ha hecho desembocar en el gran mar de la
teoría del conocimiento su aportación original.
¿Cuál es ésta? La peculiaridad que distingue el texto bíblico consiste en la convicción de que
hay una profunda e inseparable unidad entre el conocimiento de la razón y el de la fe. El
mundo y todo lo que sucede en él, como también la historia y las diversas vicisitudes del
pueblo, son realidades que se han de ver, analizar y juzgar con los medios propios de la razón,
pero sin que la fe sea extraña en este proceso. Ésta no interviene para menospreciar la
autonomía de la razón o para limitar su espacio de acción, sino sólo para hacer comprender al
hombre que el Dios de Israel se hace visible y actúa en estos acontecimientos. Así mismo,
conocer a fondo el mundo y los acontecimientos de la historia no es posible sin confesar al
mismo tiempo la fe en Dios que actúa en ellos. La fe agudiza la mirada interior abriendo la
mente para que descubra, en el sucederse de los acontecimientos, la presencia operante de la
Providencia. Una expresión del libro de los Proverbios es significativa a este respecto: «El
corazón del hombre medita su camino, pero es el Señor quien asegura sus pasos» (16, 9). Es
decir, el hombre con la luz de la razón sabe reconocer su camino, pero lo puede recorrer de
forma libre, sin obstáculos y hasta el final, si con ánimo sincero fija su búsqueda en el
horizonte de la fe. La razón y la fe, por tanto, no se pueden separar sin que se reduzca la
posibilidad del hombre de conocerse de modo adecuado a sí mismo, al mundo y a Dios.
17. No hay, pues, motivo de competitividad alguna entre la razón y la fe: una está dentro de la
otra, y cada una tiene su propio espacio de realización. El libro de los Proverbios nos sigue
orientando en esta dirección al exclamar: «Es gloria de Dios ocultar una cosa, y gloria de los
reyes escrutarla» (25, 2). Dios y el hombre, cada uno en su respectivo mundo, se encuentran
así en una relación única. En Dios está el origen de cada cosa, en Él se encuentra la plenitud del
misterio, y ésta es su gloria; al hombre le corresponde la misión de investigar con su razón la
verdad, y en esto consiste su grandeza. El Salmista pone una ulterior tesela a este mosaico
cuando ora diciendo: «Mas para mí, ¡qué arduos son tus pensamientos, oh Dios, qué
incontable su suma! ¡Son más, si los recuento, que la arena, y al terminar, todavía estoy
contigo!» (139 [138], 17-18). El deseo de conocer es tan grande y supone tal dinamismo que el
corazón del hombre, incluso desde la experiencia de su límite insuperable, suspira hacia la
infinita riqueza que está más allá, porque intuye que en ella está guardada la respuesta
satisfactoria para cada pregunta aún no resuelta.
18. Podemos decir, pues, que Israel con su reflexión ha sabido abrir a la razón el camino hacia
el misterio. En la revelación de Dios ha podido sondear en profundidad lo que la razón
pretendía alcanzar sin lograrlo. A partir de esta forma más profunda de conocimiento, el
pueblo elegido ha entendido que la razón debe respetar algunas reglas de fondo para expresar
mejor su propia naturaleza. Una primera regla consiste en tener en cuenta el hecho de que el
conocimiento del hombre es un camino que no tiene descanso; la segunda nace de la
conciencia de que dicho camino no se puede recorrer con el orgullo de quien piensa que todo
es fruto de una conquista personal; una tercera se funda en el «temor de Dios», del cual la
razón debe reconocer a la vez su trascendencia soberana y su amor providente en el gobierno
del mundo.
Cuando se aleja de estas reglas, el hombre se expone al riesgo del fracaso y acaba por
encontrarse en la situación del «necio». Para la Biblia, en esta necedad hay una amenaza para
la vida. En efecto, el necio se engaña pensando que conoce muchas cosas, pero en realidad no
es capaz de fijar la mirada sobre las esenciales. Ello le impide poner orden en su mente
(cf. Pr 1, 7) y asumir una actitud adecuada para consigo mismo y para con el ambiente que le
rodea. Cuando llega a afirmar: «Dios no existe» (cf. Sal 14 [13], 1), muestra con claridad
definitiva lo deficiente de su conocimiento y lo lejos que está de la verdad plena sobre las
cosas, sobre su origen y su destino.
19. El libro de la Sabiduría tiene algunos textos importantes que aportan más luz a este tema.
En ellos el autor sagrado habla de Dios, que se da a conocer también por medio de la
naturaleza. Para los antiguos el estudio de las ciencias naturales coincidía en gran parte con el
saber filosófico. Después de haber afirmado que con su inteligencia el hombre está en
condiciones «de conocer la estructura del mundo y la actividad de los elementos [... ], los ciclos
del año y la posición de las estrellas, la naturaleza de los animales y los instintos de las fieras»
(Sb 7, 17.19-20), en una palabra, que es capaz de filosofar, el texto sagrado da un paso más de
gran importancia. Recuperando el pensamiento de la filosofía griega, a la cual parece referirse
en este contexto, el autor afirma que, precisamente razonando sobre la naturaleza, se puede
llegar hasta el Creador: «de la grandeza y hermosura de las criaturas, se llega, por analogía, a
contemplar a su Autor» (Sb 13, 5). Se reconoce así un primer paso de la Revelación divina,
constituido por el maravilloso «libro de la naturaleza», con cuya lectura, mediante los
instrumentos propios de la razón humana, se puede llegar al conocimiento del Creador. Si el
hombre con su inteligencia no llega a reconocer a Dios como creador de todo, no se debe
tanto a la falta de un medio adecuado, cuanto sobre todo al impedimento puesto por su
voluntad libre y su pecado.
20. En esta perspectiva la razón es valorada, pero no sobrevalorada. En efecto, lo que ella
alcanza puede ser verdadero, pero adquiere significado pleno solamente si su contenido se
sitúa en un horizonte más amplio, que es el de la fe: «Del Señor dependen los pasos del
hombre: ¿cómo puede el hombre conocer su camino?» (Pr 20, 24). Para el Antiguo
Testamento, pues, la fe libera la razón en cuanto le permite alcanzar coherentemente su
objeto de conocimiento y colocarlo en el orden supremo en el cual todo adquiere sentido. En
definitiva, el hombre con la razón alcanza la verdad, porque iluminado por la fe descubre el
sentido profundo de cada cosa y, en particular, de la propia existencia. Por tanto, con razón, el
autor sagrado fundamenta el verdadero conocimiento precisamente en el temor de Dios: «El
temor del Señor es el principio de la sabiduría» (Pr 1, 7; cf. Si 1, 14).
Para el autor sagrado el esfuerzo de la búsqueda no estaba exento de la dificultad que supone
enfrentarse con los límites de la razón. Ello se advierte, por ejemplo, en las palabras con las
que el Libro de los Proverbios denota el cansancio debido a los intentos de comprender los
misteriosos designios de Dios (cf. 30, 1.6). Sin embargo, a pesar de la dificultad, el creyente no
se rinde. La fuerza para continuar su camino hacia la verdad le viene de la certeza de que Dios
lo ha creado como un «explorador» (cf. Qo 1, 13), cuya misión es no dejar nada sin probar a
pesar del continuo chantaje de la duda. Apoyándose en Dios, se dirige, siempre y en todas
partes, hacia lo que es bello, bueno y verdadero.
22. San Pablo, en el primer capítulo de su Carta a los Romanos nos ayuda a apreciar mejor lo
incisiva que es la reflexión de los Libros Sapienciales. Desarrollando una argumentación
filosófica con lenguaje popular, el Apóstol expresa una profunda verdad: a través de la
creación los «ojos de la mente» pueden llegar a conocer a Dios. En efecto, mediante las
criaturas Él hace que la razón intuya su «potencia» y su «divinidad» (cf. Rm 1, 20). Así pues, se
reconoce a la razón del hombre una capacidad que parece superar casi sus mismos límites
naturales: no sólo no está limitada al conocimiento sensorial, dado que puede reflexionar
críticamente sobre ello, sino que argumentando sobre los datos de los sentidos puede incluso
alcanzar la causa que da lugar a toda realidad sensible. Con terminología filosófica podríamos
decir que en este importante texto paulino se afirma la capacidad metafísica del hombre.
El Libro del Génesis describe de modo plástico esta condición del hombre cuando narra que
Dios lo puso en el jardín del Edén, en cuyo centro estaba situado el «árbol de la ciencia del
bien y del mal» (2, 17). El símbolo es claro: el hombre no era capaz de discernir y decidir por sí
mismo lo que era bueno y lo que era malo, sino que debía remitirse a un principio superior. La
ceguera del orgullo hizo creer a nuestros primeros padres que eran soberanos y autónomos, y
que podían prescindir del conocimiento que deriva de Dios. En su desobediencia originaria
ellos involucraron a cada hombre y a cada mujer, produciendo en la razón heridas que a partir
de entonces obstaculizarían el camino hacia la plena verdad. La capacidad humana de conocer
la verdad quedó ofuscada por la aversión hacia Aquel que es fuente y origen de la verdad. El
Apóstol sigue mostrando cómo los pensamientos de los hombres, a causa del pecado, fueron
«vanos» y los razonamientos distorsionados y orientados hacia lo falso (cf. Rm 1, 21-22). Los
ojos de la mente no eran ya capaces de ver con claridad: progresivamente la razón se ha
quedado prisionera de sí misma. La venida de Cristo ha sido el acontecimiento de salvación
que ha redimido a la razón de su debilidad, librándola de los cepos en los que ella misma se
había encadenado.
23. La relación del cristiano con la filosofía, pues, requiere un discernimiento radical. En el
Nuevo Testamento, especialmente en las Cartas de san Pablo, hay un dato que sobresale con
mucha claridad: la contraposición entre «la sabiduría de este mundo» y la de Dios revelada en
Jesucristo. La profundidad de la sabiduría revelada rompe nuestros esquemas habituales de
reflexión, que no son capaces de expresarla de manera adecuada.
El comienzo de la Primera Carta a los Corintios presenta este dilema con radicalidad. El Hijo de
Dios crucificado es el acontecimiento histórico contra el cual se estrella todo intento de la
mente de construir sobre argumentaciones solamente humanas una justificación suficiente del
sentido de la existencia. El verdadero punto central, que desafía toda filosofía, es la muerte de
Jesucristo en la cruz. En este punto todo intento de reducir el plan salvador del Padre a pura
lógica humana está destinado al fracaso. «¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el docto? ¿Dónde el
sofista de este mundo? ¿Acaso no entonteció Dios la sabiduría del mundo?» (1 Co 1, 20), se
pregunta con énfasis el Apóstol. Para lo que Dios quiere llevar a cabo ya no es posible la mera
sabiduría del hombre sabio, sino que se requiere dar un paso decisivo para acoger una
novedad radical: «Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios
[... ]. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la
nada lo que es» (1 Co 1, 27-28). La sabiduría del hombre rehúsa ver en la propia debilidad el
presupuesto de su fuerza; pero san Pablo no duda en afirmar: «pues, cuando estoy débil,
entonces es cuando soy fuerte» (2 Co 12, 10). El hombre no logra comprender cómo la muerte
pueda ser fuente de vida y de amor, pero Dios ha elegido para revelar el misterio de su
designio de salvación precisamente lo que la razón considera «locura» y «escándalo». Usando
el lenguaje de los filósofos contemporáneos suyos, Pablo alcanza el culmen de su enseñanza y
de la paradoja que quiere expresar: «Dios ha elegido en el mundo lo que es nada para
convertir en nada las cosas que son» (1 Co 1, 28). Para poner de relieve la naturaleza de la
gratuidad del amor revelado en la Cruz de Cristo, el Apóstol no tiene miedo de usar el lenguaje
más radical que los filósofos empleaban en sus reflexiones sobre Dios. La razón no puede
vaciar el misterio de amor que la Cruz representa, mientras que ésta puede dar a la razón la
respuesta última que busca. No es la sabiduría de las palabras, sino la Palabra de la Sabiduría lo
que san Pablo pone como criterio de verdad, y a la vez, de salvación.
La sabiduría de la Cruz, pues, supera todo límite cultural que se le quiera imponer y obliga a
abrirse a la universalidad de la verdad, de la que es portadora. ¡Qué desafío más grande se le
presenta a nuestra razón y qué provecho obtiene si no se rinde! La filosofía, que por sí misma
es capaz de reconocer el incesante trascenderse del hombre hacia la verdad, ayudada por la fe
puede abrirse a acoger en la «locura» de la Cruz la auténtica crítica de los que creen poseer la
verdad, aprisionándola entre los recovecos de su sistema. La relación entre fe y filosofía
encuentra en la predicación de Cristo crucificado y resucitado el escollo contra el cual puede
naufragar, pero por encima del cual puede desembocar en el océano sin límites de la verdad.
Aquí se evidencia la frontera entre la razón y la fe, pero se aclara también el espacio en el cual
ambas pueden encontrarse.
CAPÍTULO III
INTELLEGO UT CREDAM
El Apóstol pone de relieve una verdad que la Iglesia ha conservado siempre: en lo más
profundo del corazón del hombre está el deseo y la nostalgia de Dios. Lo recuerda con énfasis
también la liturgia del Viernes Santo cuando, invitando a orar por los que no creen, nos hace
decir: «Dios todopoderoso y eterno, que creaste a todos los hombres para que te busquen, y
cuando te encuentren, descansen en ti».[22] Existe, pues, un camino que el hombre, si quiere,
puede recorrer; inicia con la capacidad de la razón de elevarse por encima de lo contingente
para ir hacia lo infinito.
De diferentes modos y en diversos tiempos el hombre ha demostrado que sabe expresar este
deseo íntimo. La literatura, la música, la pintura, la escultura, la arquitectura y cualquier otro
fruto de su inteligencia creadora se convierten en cauces a través de los cuales puede
manifestar su afán de búsqueda. La filosofía ha asumido de manera peculiar este movimiento y
ha expresado, con sus medios y según sus propias modalidades científicas, este deseo
universal del hombre.
25. «Todos los hombres desean saber»[23] y la verdad es el objeto propio de este deseo.
Incluso la vida diaria muestra cuán interesado está cada uno en descubrir, más allá de lo
conocido de oídas, cómo están verdaderamente las cosas. El hombre es el único ser en toda la
creación visible que no sólo es capaz de saber, sino que sabe también que sabe, y por eso se
interesa por la verdad real de lo que se le presenta. Nadie puede permanecer sinceramente
indiferente a la verdad de su saber. Si descubre que es falso, lo rechaza; en cambio, si puede
confirmar su verdad, se siente satisfecho. Es la lección de san Agustín cuando escribe: «He
encontrado muchos que querían engañar, pero ninguno que quisiera dejarse engañar».
[24] Con razón se considera que una persona ha alcanzado la edad adulta cuando puede
discernir, con los propios medios, entre lo que es verdadero y lo que es falso, formándose un
juicio propio sobre la realidad objetiva de las cosas. Este es el motivo de tantas investigaciones,
particularmente en el campo de las ciencias, que han llevado en los últimos siglos a resultados
tan significativos, favoreciendo un auténtico progreso de toda la humanidad.
Es, pues, necesario que los valores elegidos y que se persiguen con la propia vida sean
verdaderos, porque solamente los valores verdaderos pueden perfeccionar a la persona
realizando su naturaleza. El hombre no encuentra esta verdad de los valores encerrándose en
sí mismo, sino abriéndose para acogerla incluso en las dimensiones que lo trascienden. Ésta es
una condición necesaria para que cada uno llegue a ser él mismo y crezca como persona adulta
y madura.
Los filósofos, a lo largo de los siglos, han tratado de descubrir y expresar esta verdad, dando
vida a un sistema o una escuela de pensamiento. Más allá de los sistemas filosóficos, sin
embargo, hay otras expresiones en las cuales el hombre busca dar forma a una propia
«filosofía». Se trata de convicciones o experiencias personales, de tradiciones familiares o
culturales o de itinerarios existenciales en los cuales se confía en la autoridad de un maestro.
En cada una de estas manifestaciones lo que permanece es el deseo de alcanzar la certeza de
la verdad y de su valor absoluto.
28. Es necesario reconocer que no siempre la búsqueda de la verdad se presenta con esa
transparencia ni de manera consecuente. El límite originario de la razón y la inconstancia del
corazón oscurecen a menudo y desvían la búsqueda personal. Otros intereses de diverso orden
pueden condicionar la verdad. Más aún, el hombre también la evita a veces en cuanto
comienza a divisarla, porque teme sus exigencias. Pero, a pesar de esto, incluso cuando la
evita, siempre es la verdad la que influencia su existencia; en efecto, él nunca podría fundar la
propia vida sobre la duda, la incertidumbre o la mentira; tal existencia estaría continuamente
amenazada por el miedo y la angustia. Se puede definir, pues, al hombre como aquél que
busca la verdad.
29. No se puede pensar que una búsqueda tan profundamente enraizada en la naturaleza
humana es del todo inútil y vana. La capacidad misma de buscar la verdad y de plantear
preguntas implica ya una primera respuesta. El hombre no comenzaría a buscar lo que
desconociese del todo o considerase absolutamente inalcanzable. Sólo la perspectiva de poder
alcanzar una respuesta puede inducirlo a dar el primer paso. De hecho esto es lo que sucede
normalmente en la investigación científica. Cuando un científico, siguiendo una intuición suya,
se pone a la búsqueda de la explicación lógica y verificable de un fenómeno determinado,
confía desde el principio en que encontrará una respuesta, y no se detiene ante los fracasos.
No considera inútil la intuición originaria sólo porque no ha alcanzado el objetivo; más bien
dirá con razón que no ha encontrado aún la respuesta adecuada.
Esto mismo es válido también para la investigación de la verdad en el ámbito de las cuestiones
últimas. La sed de verdad está tan arrraigada en el corazón del hombre que tener que
prescindir de ella comprometería la existencia. Es suficiente, en definitiva, observar la vida
cotidiana para constatar cómo cada uno de nosotros lleva en sí mismo la urgencia de algunas
preguntas esenciales y a la vez abriga en su interior al menos un atisbo de las correspondientes
respuestas. Son respuestas de cuya verdad se está convencido, incluso porque se experimenta
que, en sustancia, no se diferencian de las respuestas a las que han llegado otros muchos. Es
cierto que no toda verdad alcanzada posee el mismo valor. Del conjunto de los resultados
logrados, sin embargo, se confirma la capacidad que el ser humano tiene de llegar, en línea de
máxima, a la verdad.
30. En este momento puede ser útil hacer una rápida referencia a estas diversas formas de
verdad. Las más numerosas son las que se apoyan sobre evidencias inmediatas o confirmadas
experimentalmente. Éste es el orden de verdad propio de la vida diaria y de la investigación
científica. En otro nivel se encuentran las verdades de carácter filosófico, a las que el hombre
llega mediante la capacidad especulativa de su intelecto. En fin están las verdades religiosas,
que en cierta medida hunden sus raíces también en la filosofía. Éstas están contenidas en las
respuestas que las diversas religiones ofrecen en sus tradiciones a las cuestiones últimas.[27]
En cuanto a las verdades filosóficas, hay que precisar que no se limitan a las meras doctrinas,
algunas veces efímeras, de los filósofos de profesión. Cada hombre, como ya he dicho, es, en
cierto modo, filósofo y posee concepciones filosóficas propias con las cuales orienta su vida.
De un modo u otro, se forma una visión global y una respuesta sobre el sentido de la propia
existencia. Con esta luz interpreta sus vicisitudes personales y regula su comportamiento. Es
aquí donde debería plantearse la pregunta sobre la relación entre las verdades filosófico-
religiosas y la verdad revelada en Jesucristo. Antes de contestar a esta cuestión es oportuno
valorar otro dato más de la filosofía.
31. El hombre no ha sido creado para vivir solo. Nace y crece en una familia para insertarse
más tarde con su trabajo en la sociedad. Desde el nacimiento, pues, está inmerso en varias
tradiciones, de las cuales recibe no sólo el lenguaje y la formación cultural, sino también
muchas verdades en las que, casi instintivamente, cree. De todos modos el crecimiento y la
maduración personal implican que estas mismas verdades pueden ser puestas en duda y
discutidas por medio de la peculiar actividad crítica del pensamiento. Esto no quita que, tras
este paso, las mismas verdades sean «recuperadas» sobre la base de la experiencia que se ha
tenido o en virtud de un razonamiento sucesivo. A pesar de ello, en la vida de un hombre las
verdades simplemente creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante la
constatación personal. En efecto, ¿quién sería capaz de discutir críticamente los innumerables
resultados de las ciencias sobre las que se basa la vida moderna? ¿quién podría controlar por
su cuenta el flujo de informaciones que día a día se reciben de todas las partes del mundo y
que se aceptan en línea de máxima como verdaderas? Finalmente, ¿quién podría reconstruir
los procesos de experiencia y de pensamiento por los cuales se han acumulado los tesoros de
la sabiduría y de religiosidad de la humanidad? El hombre, ser que busca la verdad, es pues
también aquél que vive de creencias.
32. Cada uno, al creer, confía en los conocimientos adquiridos por otras personas. En ello se
puede percibir una tensión significativa: por una parte el conocimiento a través de una
creencia parece una forma imperfecta de conocimiento, que debe perfeccionarse
progresivamente mediante la evidencia lograda personalmente; por otra, la creencia con
frecuencia resulta más rica desde el punto de vista humano que la simple evidencia, porque
incluye una relación interpersonal y pone en juego no sólo las posibilidades cognoscitivas, sino
también la capacidad más radical de confiar en otras personas, entrando así en una relación
más estable e íntima con ellas.
¡Cuántos ejemplos se podrían poner para ilustrar este dato! Pienso ante todo en el testimonio
de los mártires. El mártir, en efecto, es el testigo más auténtico de la verdad sobre la
existencia. Él sabe que ha hallado en el encuentro con Jesucristo la verdad sobre su vida y nada
ni nadie podrá arrebatarle jamás esta certeza. Ni el sufrimiento ni la muerte violenta lo harán
apartar de la adhesión a la verdad que ha descubierto en su encuentro con Cristo. Por eso el
testimonio de los mártires atrae, es aceptado, escuchado y seguido hasta en nuestros días.
Ésta es la razón por la cual nos fiamos de su palabra: se percibe en ellos la evidencia de un
amor que no tiene necesidad de largas argumentaciones para convencer, puesto que habla a
cada uno de lo que él ya percibe en su interior como verdadero y buscado desde tanto tiempo.
En definitiva, el mártir suscita en nosotros una gran confianza, porque dice lo que nosotros ya
sentimos y hace evidente lo que también quisiéramos tener la fuerza de expresar.
33. Se puede ver así que los términos del problema van completándose progresivamente. El
hombre, por su naturaleza, busca la verdad. Esta búsqueda no está destinada sólo a la
conquista de verdades parciales, factuales o científicas; no busca sólo el verdadero bien para
cada una de sus decisiones. Su búsqueda tiende hacia una verdad ulterior que pueda explicar
el sentido de la vida; por eso es una búsqueda que no puede encontrar solución si no es en el
absoluto.[28] Gracias a la capacidad del pensamiento, el hombre puede encontrar y reconocer
esta verdad. En cuanto vital y esencial para su existencia, esta verdad se logra no sólo por vía
racional, sino también mediante el abandono confiado en otras personas, que pueden
garantizar la certeza y la autenticidad de la verdad misma. La capacidad y la opción de
confiarse uno mismo y la propia vida a otra persona constituyen ciertamente uno de los actos
antropológicamente más significativos y expresivos.
No se ha de olvidar que también la razón necesita ser sostenida en su búsqueda por un diálogo
confiado y una amistad sincera. El clima de sospecha y de desconfianza, que a veces rodea la
investigación especulativa, olvida la enseñanza de los filósofos antiguos, quienes consideraban
la amistad como uno de los contextos más adecuados para el buen filosofar.
De todo lo que he dicho hasta aquí resulta que el hombre se encuentra en un camino de
búsqueda, humanamente interminable: búsqueda de verdad y búsqueda de una persona de
quien fiarse. La fe cristiana le ayuda ofreciéndole la posibilidad concreta de ver realizado el
objetivo de esta búsqueda. En efecto, superando el estadio de la simple creencia la fe cristiana
coloca al hombre en ese orden de gracia que le permite participar en el misterio de Cristo, en
el cual se le ofrece el conocimiento verdadero y coherente de Dios Uno y Trino. Así, en
Jesucristo, que es la Verdad, la fe reconoce la llamada última dirigida a la humanidad para que
pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y nostalgia.
34. Esta verdad, que Dios nos revela en Jesucristo, no está en contraste con las verdades que
se alcanzan filosofando. Más bien los dos órdenes de conocimiento conducen a la verdad en su
plenitud. La unidad de la verdad es ya un postulado fundamental de la razón humana,
expresado en el principio de no contradicción. La Revelación da la certeza de esta unidad,
mostrando que el Dios creador es también el Dios de la historia de la salvación. El mismo e
idéntico Dios, que fundamenta y garantiza que sea inteligible y racional el orden natural de las
cosas sobre las que se apoyan los científicos confiados,[29] es el mismo que se revela como
Padre de nuestro Señor Jesucristo. Esta unidad de la verdad, natural y revelada, tiene su
identificación viva y personal en Cristo, como nos recuerda el Apóstol: «Habéis sido enseñados
conforme a la verdad de Jesús» (Ef 4, 21; cf. Col 1, 15-20). Él es la Palabra eterna, en quien
todo ha sido creado, y a la vez es la Palabra encarnada, que en toda su persona[30] revela al
Padre (cf. Jn 1, 14.18). Lo que la razón humana busca «sin conocerlo» (Hch 17, 23), puede ser
encontrado sólo por medio de Cristo: lo que en Él se revela, en efecto, es la «plena verdad»
(cf. Jn 1, 14-16) de todo ser que en Él y por Él ha sido creado y después encuentra en Él su
plenitud (cf. Col 1, 17).
35. Sobre la base de estas consideraciones generales, es necesario examinar ahora de modo
más directo la relación entre la verdad revelada y la filosofía. Esta relación impone una doble
consideración, en cuanto que la verdad que nos llega por la Revelación es, al mismo tiempo,
una verdad que debe ser comprendida a la luz de la razón. Sólo en esta doble acepción, en
efecto, es posible precisar la justa relación de la verdad revelada con el saber filosófico.
Consideramos, por tanto, en primer lugar la relación entre la fe y la filosofía en el curso de la
historia. Desde aquí será posible indicar algunos principios, que constituyen los puntos de
referencia en los que basarse para establecer la correcta relación entre los dos órdenes de
conocimiento.
[23] Aristóteles, Metafísica, I, 1.
[27] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Declaración Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las
religiones no cristianas, 2.
[28] Este es un argumento que sigo desde hace mucho tiempo y que he expuesto en diversas
ocasiones: «¿Qué es el hombre y de qué sirve? ¿qué tiene de bueno y qué de malo? (Si 18, 8)
[... ]. Estos interrogantes están en el corazón de cada hombre, como lo demuestra muy bien el
genio poético de todos los tiempos y de todos los pueblos, el cual, como profecía de la
humanidad propone continuamente la «pregunta seria» que hace al hombre verdaderamente
tal. Esos interrogantes expresan la urgencia de encontrar un por qué a la existencia, a cada uno
de sus instantes, a las etapas importantes y decisivas, así como a sus momentos más comunes.
En estas cuestiones aparece un testimonio de la racionalidad profunda del existir humano,
puesto que la inteligencia y la voluntad del hombre se ven solicitadas en ellas a buscar
libremente la solución capaz de ofrecer un sentido pleno a la vida. Por tanto, estos
interrogantes son la expresión más alta de la naturaleza del hombre: en consecuencia, la
respuesta a ellos expresa la profundidad de su compromiso con la propia existencia.
Especialmente, cuando se indaga el «por qué de las cosas» con totalidad en la búsqueda de la
respuesta última y más exhaustiva, entonces la razón humana toca su culmen y se abre a la
religiosidad. En efecto, la religiosidad representa la expresión más elevada de la persona
humana, porque es el culmen de su naturaleza racional. Brota de la aspiración profunda del
hombre a la verdad y está en la base de la búsqueda libre y personal que el hombre realiza
sobre lo divino»: Audiencia General, 19 de octubre de 1983, 1-2:Insegnamenti VI, 2 (1983),
814-815.
[29] «[Galileo] declaró explícitamente que las dos verdades, la de la fe y la de la ciencia, no
pueden contradecirse jamás. «La Escritura santa y la naturaleza, al provenir ambas del Verbo
divino, la primera en cuanto dictada por el Espíritu Santo, y la segunda en cuanto ejecutora
fidelísima de las órdenes de Dios», según escribió en la carta al P. Benedetto Castelli el 21 de
diciembre de 1613. El Concilio Vaticano II no se expresa de modo diferente; incluso emplea
expresiones semejantes cuando enseña: «La investigación metódica en todos los campos del
saber, si está realizada de forma auténticamente científica y conforme a las normas morales,
nunca será realmente contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen
origen en un mismo Dios» (Gaudium et spes, 36). En su investigación científica Galileo siente la
presencia del Creador que le estimula, prepara y ayuda a sus intuiciones, actuando en lo más
hondo de su espíritu». Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias, 10 de
noviembre de 1979: Insegnamenti, II, 2 (1979), 1111-1112.
[30] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 4.
CAPÍTULO IV
RELACION ENTRE LA FE Y LA RAZÓN
36. Según el testimonio de los Hechos de los Apóstoles, el anuncio cristiano tuvo que
confrontarse desde el inicio con las corrientes filosóficas de la época. El mismo libro narra la
discusión que san Pablo tuvo en Atenas con «algunos filósofos epicúreos y estoicos» (17, 18).
El análisis exegético del discurso en el Areópago ha puesto de relieve repetidas alusiones a
convicciones populares sobre todo de origen estoico. Ciertamente esto no era casual. Los
primeros cristianos para hacerse comprender por los paganos no podían referirse sólo a
«Moisés y los profetas»; debían también apoyarse en el conocimiento natural de Dios y en la
voz de la conciencia moral de cada hombre (cf. Rm 1, 19-21; 2, 14-15; Hch 14, 16-17). Sin
embargo, como este conocimiento natural había degenerado en idolatría en la religión pagana
(cf. Rm 1, 21-32), el Apóstol considera más oportuno relacionar su argumentación con el
pensamiento de los filósofos, que desde siempre habían opuesto a los mitos y a los cultos
mistéricos conceptos más respetuosos de la trascendencia divina.
En efecto, uno de los mayores esfuerzos realizados por los filósofos del pensamiento clásico
fue purificar de formas mitológicas la concepción que los hombres tenían de Dios. Como
sabemos, también la religión griega, al igual que gran parte de las religiones cósmicas, era
politeísta, llegando incluso a divinizar objetos y fenómenos de la naturaleza. Los intentos del
hombre por comprender el origen de los dioses y, en ellos, del universo encontraron su
primera expresión en la poesía. Las teogonías permanecen hasta hoy como el primer
testimonio de esta búsqueda del hombre. Fue tarea de los padres de la filosofía mostrar el
vínculo entre la razón y la religión. Dirigiendo la mirada hacia los principios universales, no se
contentaron con los mitos antiguos, sino que quisieron dar fundamento racional a su creencia
en la divinidad. Se inició así un camino que, abandonando las tradiciones antiguas particulares,
se abría a un proceso más conforme a las exigencias de la razón universal. El objetivo que
dicho proceso buscaba era la conciencia crítica de aquello en lo que se creía. El concepto de la
divinidad fue el primero que se benefició de este camino. Las supersticiones fueron
reconocidas como tales y la religión se purificó, al menos en parte, mediante el análisis
racional. Sobre esta base los Padres de la Iglesia comenzaron un diálogo fecundo con los
filósofos antiguos, abriendo el camino al anuncio y a la comprensión del Dios de Jesucristo.
38. El encuentro del cristianismo con la filosofía no fue pues inmediato ni fácil. La práctica de la
filosofía y la asistencia a sus escuelas eran para los primeros cristianos más un inconveniente
que una ayuda. Para ellos, la primera y más urgente tarea era el anuncio de Cristo resucitado
mediante un encuentro personal capaz de llevar al interlocutor a la conversión del corazón y a
la petición del Bautismo. Sin embargo, esto no quiere decir que ignorasen el deber de
profundizar la comprensión de la fe y sus motivaciones. Todo lo contrario. Resulta injusta e
infundada la crítica de Celso, que acusa a los cristianos de ser gente «iletrada y ruda».[31] La
explicación de su desinterés inicial hay que buscarla en otra parte. En realidad, el encuentro
con el Evangelio ofrecía una respuesta tan satisfactoria a la cuestión, hasta entonces no
resuelta, sobre el sentido de la vida, que el seguimiento de los filósofos les parecía como algo
lejano y, en ciertos aspectos, superado.
Esto resulta hoy aún más claro si se piensa en la aportación del cristianismo que afirma el
derecho universal de acceso a la verdad. Abatidas las barreras raciales, sociales y sexuales, el
cristianismo había anunciado desde sus inicios la igualdad de todos los hombres ante Dios. La
primera consecuencia de esta concepción se aplicaba al tema de la verdad. Quedaba
completamente superado el carácter elitista que su búsqueda tenía entre los antiguos, ya que
siendo el acceso a la verdad un bien que permite llegar a Dios, todos deben poder recorrer
este camino. Las vías para alcanzar la verdad siguen siendo muchas; sin embargo, como la
verdad cristiana tiene un valor salvífico, cualquiera de estas vías puede seguirse con tal de que
conduzca a la meta final, es decir, a la revelación de Jesucristo.
Un pionero del encuentro positivo con el pensamiento filosófico, aunque bajo el signo de un
cauto discernimiento, fue san Justino, quien, conservando después de la conversión una gran
estima por la filosofía griega, afirmaba con fuerza y claridad que en el cristianismo había
encontrado «la única filosofía segura y provechosa».[32] De modo parecido, Clemente de
Alejandría llamaba al Evangelio «la verdadera filosofía»,[33] e interpretaba la filosofía en
analogía con la ley mosaica como una instrucción propedéutica a la fe cristiana[34] y una
preparación para el Evangelio.[35] Puesto que «esta es la sabiduría que desea la filosofía; la
rectitud del alma, la de la razón y la pureza de la vida. La filosofía está en una actitud de amor
ardoroso a la sabiduría y no perdona esfuerzo por obtenerla. Entre nosotros se llaman filósofos
los que aman la sabiduría del Creador y Maestro universal, es decir, el conocimiento del Hijo
de Dios».[36] La filosofía griega, para este autor, no tiene como primer objetivo completar o
reforzar la verdad cristiana; su cometido es, más bien, la defensa de la fe: «La enseñanza del
Salvador es perfecta y nada le falta, por que es fuerza y sabiduría de Dios; en cambio, la
filosofía griega con su tributo no hace más sólida la verdad; pero haciendo impotente el ataque
de la sofística e impidiendo las emboscadas fraudulentas de la verdad, se dice que es con
propiedad empalizada y muro de la viña».[37]
39. En la historia de este proceso es posible verificar la recepción crítica del pensamiento
filosófico por parte de los pensadores cristianos. Entre los primeros ejemplos que se pueden
encontrar, es ciertamente significativa la figura de Orígenes. Contra los ataques lanzados por el
filósofo Celso, Orígenes asume la filosofía platónica para argumentar y responderle.
Refiriéndose a no pocos elementos del pensamiento platónico, comienza a elaborar una
primera forma de teología cristiana. En efecto, tanto el nombre mismo como la idea de
teología en cuanto reflexión racional sobre Dios estaban ligados todavía hasta ese momento a
su origen griego. En la filosofía aristotélica, por ejemplo, con este nombre se referían a la parte
más noble y al verdadero culmen de la reflexión filosófica. Sin embargo, a la luz de la
Revelación cristiana lo que anteriormente designaba una doctrina genérica sobre la divinidad
adquirió un significado del todo nuevo, en cuanto definía la reflexión que el creyente realizaba
para expresar la verdadera doctrina sobre Dios. Este nuevo pensamiento cristiano que se
estaba desarrollando hacía uso de la filosofía, pero al mismo tiempo tendía a distinguirse
claramente de ella. La historia muestra cómo hasta el mismo pensamiento platónico asumido
en la teología sufrió profundas transformaciones, en particular por lo que se refiere a
conceptos como la inmortalidad del alma, la divinización del hombre y el origen del mal.
40. En esta obra de cristianización del pensamiento platónico y neoplatónico, merecen una
mención particular los Padres Capadocios, Dionisio el Areopagita y, sobre todo, san Agustín. El
gran Doctor occidental había tenido contactos con diversas escuelas filosóficas, pero todas le
habían decepcionado. Cuando se encontró con la verdad de la fe cristiana, tuvo la fuerza de
realizar aquella conversión radical a la que los filósofos frecuentados anteriormente no habían
conseguido encaminarlo. El motivo lo cuenta él mismo: «Sin embargo, desde esta época
empecé ya a dar preferencia a la doctrina católica, porque me parecía que aquí se mandaba
con más modestia, y de ningún modo falazmente, creer lo que no se demostraba --fuese
porque, aunque existiesen las pruebas, no había sujeto capaz de ellas, fuese porque no
existiesen--, que no allí, en donde se despreciaba la fe y se prometía con temeraria arrogancia
la ciencia y luego se obligaba a creer una infinidad de fábulas absurdísimas que no podían
demostrar».[38] A los mismos platónicos, a quienes mencionaba de modo privilegiado, Agustín
reprochaba que, aun habiendo conocido la meta hacia la que tender, habían ignorado sin
embargo el camino que conduce a ella: el Verbo encarnado.[39] El Obispo de Hipona consiguió
hacer la primera gran síntesis del pensamiento filosófico y teológico en la que confluían las
corrientes del pensamiento griego y latino. En él además la gran unidad del saber, que
encontraba su fundamento en el pensamiento bíblico, fue confirmada y sostenida por la
profundidad del pensamiento especulativo. La síntesis llevada a cabo por san Agustín sería
durante siglos la forma más elevada de especulación filosófica y teológica que el Occidente
haya conocido. Gracias a su historia personal y ayudado por una admirable santidad de vida,
fue capaz de introducir en sus obras multitud de datos que, haciendo referencia a la
experiencia, anunciaban futuros desarrollos de algunas corrientes filosóficas.
41. Varias han sido pues las formas con que los Padres de Oriente y de Occidente han entrado
en contacto con las escuelas filosóficas. Esto no significa que hayan identificado el contenido
de su mensaje con los sistemas a que hacían referencia. La pregunta de Tertuliano: «¿Qué
tienen en común Atenas y Jerusalén? ¿La Academia y la Iglesia?»,[40] es claro indicio de la
conciencia crítica con que los pensadores cristianos, desde el principio, afrontaron el problema
de la relación entre la fe y la filosofía, considerándolo globalmente en sus aspectos positivos y
en sus límites. No eran pensadores ingenuos. Precisamente porque vivían con intensidad el
contenido de la fe, sabían llegar a las formas más profundas de la especulación. Por
consiguiente, es injusto y reductivo limitar su obra a la sola transposición de las verdades de la
fe en categorías filosóficas. Hicieron mucho más. En efecto, fueron capaces de sacar a la luz
plenamente lo que todavía permanecía implícito y propedéutico en el pensamiento de los
grandes filósofos antiguos.[41] Estos, como ya he dicho, habían mostrado cómo la razón,
liberada de las ataduras externas, podía salir del callejón ciego de los mitos, para abrirse de
forma más adecuada a la trascendencia. Así pues, una razón purificada y recta era capaz de
llegar a los niveles más altos de la reflexión, dando un fundamento sólido a la percepción del
ser, de lo trascendente y de lo absoluto.
Justamente aquí está la novedad alcanzada por los Padres. Ellos acogieron plenamente la
razón abierta a lo absoluto y en ella incorporaron la riqueza de la Revelación. El encuentro no
fue sólo entre culturas, donde tal vez una es seducida por el atractivo de otra, sino que tuvo
lugar en lo profundo de los espíritus, siendo un encuentro entre la criatura y el Creador.
Sobrepasando el fin mismo hacia el que inconscientemente tendía por su naturaleza, la razón
pudo alcanzar el bien sumo y la verdad suprema en la persona del Verbo encarnado. Ante las
filosofías, los Padres no tuvieron miedo, sin embargo, de reconocer tanto los elementos
comunes como las diferencias que presentaban con la Revelación. Ser conscientes de las
convergencias no ofuscaba en ellos el reconocimiento de las diferencias.
42. En la teología escolástica el papel de la razón educada filosóficamente llega a ser aún más
visible bajo el empuje de la interpretación anselmiana del intellectus fidei. Para el santo
Arzobispo de Canterbury la prioridad de la fe no es incompatible con la búsqueda propia de la
razón. En efecto, ésta no está llamada a expresar un juicio sobre los contenidos de la fe, siendo
incapaz de hacerlo por no ser idónea para ello. Su tarea, más bien, es saber encontrar un
sentido y descubrir las razones que permitan a todos entender los contenidos de la fe. San
Anselmo acentúa el hecho de que el intelecto debe ir en búsqueda de lo que ama: cuanto más
ama, más desea conocer. Quien vive para la verdad tiende hacia una forma de conocimiento
que se inflama cada vez más de amor por lo que conoce, aun debiendo admitir que no ha
hecho todavía todo lo que desearía: «Ad te videndum factus sum; et nondum feci propter quod
factus sum».[42] El deseo de la verdad mueve, pues, a la razón a ir siempre más allá; queda
incluso como abrumada al constatar que su capacidad es siempre mayor que lo que alcanza.
En este punto, sin embargo, la razón es capaz de descubrir dónde está el final de su camino:
«Yo creo que basta a aquel que somete a un examen reflexivo un principio incomprensible
alcanzar por el raciocinio su certidumbre inquebrantable, aunque no pueda por el
pensamiento concebir el cómo de su existencia [... ]. Ahora bien, ¿qué puede haber de más
incomprensible, de más inefable que lo que está por encima de todas las cosas? Por lo cual, si
todo lo que hemos establecido hasta este momento sobre la esencia suprema está apoyado
con razones necesarias, aunque el espíritu no pueda comprenderlo, hasta el punto de
explicarlo fácilmente con palabras simples, no por eso, sin embargo, sufre quebranto la sólida
base de esta certidumbre. En efecto, si una reflexión precedente ha comprendido de modo
racional que es incomprensible (rationabiliter comprehendit incomprehensibile esse) el modo
en que la suprema sabiduría sabe lo que ha hecho [...], ¿quién puede explicar cómo se conoce
y se llama ella misma, de la cual el hombre no puede saber nada o casi nada».[43]
Se confirma una vez más la armonía fundamental del conocimiento filosófico y el de la fe: la fe
requiere que su objeto sea comprendido con la ayuda de la razón; la razón, en el culmen de su
búsqueda, admite como necesario lo que la fe le presenta.
43. Un puesto singular en este largo camino corresponde a santo Tomás, no sólo por el
contenido de su doctrina, sino también por la relación dialogal que supo establecer con el
pensamiento árabe y hebreo de su tiempo. En una época en la que los pensadores cristianos
descubrieron los tesoros de la filosofía antigua, y más concretamente aristotélica, tuvo el gran
mérito de destacar la armonía que existe entre la razón y la fe. Argumentaba que la luz de la
razón y la luz de la fe proceden ambas de Dios; por tanto, no pueden contradecirse entre sí.
[44]
Más radicalmente, Tomás reconoce que la naturaleza, objeto propio de la filosofía, puede
contribuir a la comprensión de la revelación divina. La fe, por tanto, no teme la razón, sino que
la busca y confía en ella. Como la gracia supone la naturaleza y la perfecciona,[45] así la fe
supone y perfecciona la razón. Esta última, iluminada por la fe, es liberada de la fragilidad y de
los límites que derivan de la desobediencia del pecado y encuentra la fuerza necesaria para
elevarse al conocimiento del misterio de Dios Uno y Trino. Aun señalando con fuerza el
carácter sobrenatural de la fe, el Doctor Angélico no ha olvidado el valor de su carácter
racional, sino que ha sabido profundizar y precisar este sentido. En efecto, la fe es de algún
modo «ejercicio del pensamiento»; la razón del hombre no queda anulada ni se envilece
dando su asentimiento a los contenidos de la fe, que en todo caso se alcanzan mediante una
opción libre y consciente.[46]
Precisamente por este motivo la Iglesia ha propuesto siempre a santo Tomás como maestro de
pensamiento y modelo del modo correcto de hacer teología. En este contexto, deseo recordar
lo que escribió mi predecesor, el siervo de Dios Pablo VI, con ocasión del séptimo centenario
de la muerte del Doctor Angélico: «No cabe duda que santo Tomás poseyó en grado eximio
audacia para la búsqueda de la verdad, libertad de espíritu para afrontar problemas nuevos y
la honradez intelectual propia de quien, no tolerando que el cristianismo se contamine con la
filosofía pagana, sin embargo no rechaza a priori esta filosofía. Por eso ha pasado a la historia
del pensamiento cristiano como precursor del nuevo rumbo de la filosofía y de la cultura
universal. El punto capital y como el meollo de la solución casi profética a la nueva
confrontación entre la razón y la fe, consiste en conciliar la secularidad del mundo con las
exigencias radicales del Evangelio, sustrayéndose así a la tendencia innatural de despreciar el
mundo y sus valores, pero sin eludir las exigencias supremas e inflexibles del orden
sobrenatural».[47]
44. Una de las grandes intuiciones de santo Tomás es la que se refiere al papel que el Espíritu
Santo realiza haciendo madurar en sabiduría la ciencia humana. Desde las primeras páginas de
su Summa Theologiae[48] el Aquinate quiere mostrar la primacía de aquella sabiduría que es
don del Espíritu Santo e introduce en el conocimiento de las realidades divinas. Su teología
permite comprender la peculiaridad de la sabiduría en su estrecho vínculo con la fe y el
conocimiento de lo divino. Ella conoce por connaturalidad, presupone la fe y formula su recto
juicio a partir de la verdad de la fe misma: «La sabiduría, don del Espíritu Santo, difiere de la
que es virtud intelectual adquirida. Pues ésta se adquiere con esfuerzo humano, y aquélla
viene de arriba, como Santiago dice. De la misma manera difiere también de la fe, porque la fe
asiente a la verdad divina por sí misma; mas el juicio conforme con la verdad divina pertenece
al don de la sabiduría».[49]
La prioridad reconocida a esta sabiduría no hace olvidar, sin embargo, al Doctor Angélico la
presencia de otras dos formas de sabiduría complementarias: la filosófica, basada en la
capacidad del intelecto para indagar la realidad dentro de sus límites connaturales, y
lateológica, fundamentada en la Revelación y que examina los contenidos de la fe, llegando al
misterio mismo de Dios.
Convencido profundamente de que «omne verum a quocumque dicatur a Spiritu Sancto est»,
[50] santo Tomás amó de manera desinteresada la verdad. La buscó allí donde pudiera
manifestarse, poniendo de relieve al máximo su universalidad. El Magisterio de la Iglesia ha
visto y apreciado en él la pasión por la verdad; su pensamiento, al mantenerse siempre en el
horizonte de la verdad universal, objetiva y trascendente, alcanzó «cotas que la inteligencia
humana jamás podría haber pensado».[51] Con razón, pues, se le puede llamar «apóstol de la
verdad».[52] Precisamente porque la buscaba sin reservas, supo reconocer en su realismo la
objetividad de la verdad. Su filosofía es verdaderamente la filosofía del ser y no del simple
parecer.
46. Las radicalizaciones más influyentes son conocidas y bien visibles, sobre todo en la historia
de Occidente. No es exagerado afirmar que buena parte del pensamiento filosófico moderno
se ha desarrollado alejándose progresivamente de la Revelación cristiana, hasta llegar a
contraposiciones explícitas. En el siglo pasado, este movimiento alcanzó su culmen. Algunos
representantes del idealismo intentaron de diversos modos transformar la fe y sus contenidos,
incluso el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, en estructuras dialécticas
concebibles racionalmente. A este pensamiento se opusieron diferentes formas de humanismo
ateo, elaboradas filosóficamente, que presentaron la fe como nociva y alienante para el
desarrollo de la plena racionalidad. No tuvieron reparo en presentarse como nuevas religiones
creando la base de proyectos que, en el plano político y social, desembocaron en sistemas
totalitarios traumáticos para la humanidad.
47. Por otra parte, no debe olvidarse que en la cultura moderna ha cambiado el papel mismo
de la filosofía. De sabiduría y saber universal, se ha ido reduciendo progresivamente a una de
tantas parcelas del saber humano; más aún, en algunos aspectos se la ha limitado a un papel
del todo marginal. Mientras, otras formas de racionalidad se han ido afirmando cada vez con
mayor relieve, destacando el carácter marginal del saber filosófico. Estas formas de
racionalidad, en vez de tender a la contemplación de la verdad y a la búsqueda del fin último y
del sentido de la vida, están orientadas --o, al menos, pueden orientarse-- como «razón
instrumental» al servicio de fines utilitaristas, de placer o de poder.
Desde mi primera Encíclica he señalado el peligro de absolutizar este camino, al afirmar: «El
hombre actual parece estar siempre amenazado por lo que produce, es decir, por el resultado
del trabajo de sus manos y más aún por el trabajo de su entendimiento, de las tendencias de
su voluntad. Los frutos de esta múltiple actividad del hombre se traducen muy pronto y de
manera a veces imprevisible en objeto de "alienación", es decir, son pura y simplemente
arrebatados a quien los ha producido; pero, al menos parcialmente, en la línea indirecta de sus
efectos, esos frutos se vuelven contra el mismo hombre; ellos están dirigidos o pueden ser
dirigidos contra él. En esto parece consistir el capítulo principal del drama de la existencia
humana contemporánea en su dimensión más amplia y universal. El hombre por tanto vive
cada vez más en el miedo. Teme que sus productos, naturalmente no todos y no la mayor
parte, sino algunos y precisamente los que contienen una parte especial de su genialidad y de
su iniciativa, puedan ser dirigidos de manera radical contra él mismo».[53]
48. En este último período de la historia de la filosofía se constata, pues, una progresiva
separación entre la fe y la razón filosófica. Es cierto que, si se observa atentamente, incluso en
la reflexión filosófica de aquellos que han contribuido a aumentar la distancia entre fe y razón
aparecen a veces gérmenes preciosos de pensamiento que, profundizados y desarrollados con
rectitud de mente y corazón, pueden ayudar a descubrir el camino de la verdad. Estos
gérmenes de pensamiento se encuentran, por ejemplo, en los análisis profundos sobre la
percepción y la experiencia, lo imaginario y el inconsciente, la personalidad y la
intersubjetividad, la libertad y los valores, el tiempo y la historia; incluso el tema de la muerte
puede llegar a ser para todo pensador una seria llamada a buscar dentro de sí mismo el
sentido auténtico de la propia existencia. Sin embargo, esto no quita que la relación actual
entre la fe y la razón exija un atento esfuerzo de discernimiento, ya que tanto la fe como la
razón se han empobrecido y debilitado una ante la otra. La razón, privada de la aportación de
la Revelación, ha recorrido caminos secundarios que tienen el peligro de hacerle perder de
vista su meta final. La fe, privada de la razón, ha subrayado el sentimiento y la experiencia,
corriendo el riesgo de dejar de ser una propuesta universal. Es ilusorio pensar que la fe, ante
una razón débil, tenga mayor incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a
mito o superstición. Del mismo modo, una razón que no tenga ante sí una fe adulta no se
siente motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y radicalidad del ser.
No es inoportuna, por tanto, mi llamada fuerte e incisiva para que la fe y la filosofía recuperen
la unidad profunda que les hace capaces de ser coherentes con su naturaleza en el respeto de
la recíproca autonomía. A la parresía de la fe debe corresponder la audacia de la razón.
[31] Orígenes, Contra Celso, 3, 55: SC 136, 130.
[40] De praescriptione haereticorum, VII, 9: SC 46, 98. «Quid ergo Athenis et Hierosolymis?
Quid academiae et ecclesiae?».
[41] Cf. Congregación para la Educación Católica, Instr. sobre el estudio de los Padres de la
Iglesia en la formación sacerdotal (10 de noviembre de 1989), 25: AAS 82 (1990), 617-618.
[45] Cf. Summa Theologiae, I, 1, 8 ad 2: «Cum enim gratia non tollat naturam sed perficiat».
[48] Cf. I, 1, 6: «Praeterea, haec doctrina per studium acquiritur. Sapientia autem per
infusionem habetur, unde inter septem dona Spiritus Sancti connumeratur».
[50] Ibíd., I, II, 109, 1 ad 1, que retoma la conocida expresión del Ambrosiastro, In prima Cor 12,
3 : PL 17, 258.
[52] Pablo VI, Carta ap. Lumen Ecclesiae (20 de noviembre de 1974), 8: AAS 66 (1974), 683.
49. La Iglesia no propone una filosofía propia ni canoniza una filosofía en particular con
menoscabo de otras.[54] El motivo profundo de esta cautela está en el hecho de que la
filosofía, incluso cuando se relaciona con la teología, debe proceder según sus métodos y sus
reglas; de otro modo, no habría garantías de que permanezca orientada hacia la verdad,
tendiendo a ella con un procedimiento racionalmente controlable. De poca ayuda sería una
filosofía que no procediese a la luz de la razón según sus propios principios y metodologías
específicas. En el fondo, la raíz de la autonomía de la que goza la filosofía radica en el hecho de
que la razón está por naturaleza orientada a la verdad y cuenta en sí misma con los medios
necesarios para alcanzarla. Una filosofía consciente de este «estatuto constitutivo» suyo
respeta necesariamente también las exigencias y las evidencias propias de la verdad revelada.
La historia ha mostrado, sin embargo, las desviaciones y los errores en los que no pocas veces
ha incurrido el pensamiento filosófico, sobre todo moderno. No es tarea ni competencia del
Magisterio intervenir para colmar las lagunas de un razonamiento filosófico incompleto. Por el
contrario, es un deber suyo reaccionar de forma clara y firme cuando tesis filosóficas
discutibles amenazan la comprensión correcta del dato revelado y cuando se difunden teorías
falsas y parciales que siembran graves errores, confundiendo la simplicidad y la pureza de la fe
del pueblo de Dios.
50. El Magisterio eclesiástico puede y debe, por tanto, ejercer con autoridad, a la luz de la fe,
su propio discernimiento crítico en relación con las filosofías y las afirmaciones que se
contraponen a la doctrina cristiana.[55] Corresponde al Magisterio indicar, ante todo, los
presupuestos y conclusiones filosóficas que fueran incompatibles con la verdad revelada,
formulando así las exigencias que desde el punto de vista de la fe se imponen a la filosofía.
Además, en el desarrollo del saber filosófico han surgido diversas escuelas de pensamiento.
Este pluralismo sitúa también al Magisterio ante la responsabilidad de expresar su juicio sobre
la compatibilidad o no de las concepciones de fondo sobre las que estas escuelas se basan con
las exigencias propias de la palabra de Dios y de la reflexión teológica.
La Iglesia tiene el deber de indicar lo que en un sistema filosófico puede ser incompatible con
su fe. En efecto, muchos contenidos filosóficos, como los temas de Dios, del hombre, de su
libertad y su obrar ético, la emplazan directamente porque afectan a la verdad revelada que
ella custodia. Cuando nosotros los Obispos ejercemos este discernimiento tenemos la misión
de ser «testigos de la verdad» en el cumplimiento de una diaconía humilde pero tenaz, que
todos los filósofos deberían apreciar, en favor de la recta ratio, o sea, de la razón que
reflexiona correctamente sobre la verdad.
51. Este discernimiento no debe entenderse en primer término de forma negativa, como si la
intención del Magisterio fuera eliminar o reducir cualquier posible mediación. Al contrario, sus
intervenciones se dirigen en primer lugar a estimular, promover y animar el pensamiento
filosófico. Por otra parte, los filósofos son los primeros que comprenden la exigencia de la
autocrítica, de la corrección de posible errores y de la necesidad de superar los límites
demasiado estrechos en los que se enmarca su reflexión. Se debe considerar, de modo
particular, que la verdad es una, aunque sus expresiones lleven la impronta de la historia y,
aún más, sean obra de una razón humana herida y debilitada por el pecado. De esto resulta
que ninguna forma histórica de filosofía puede legítimamente pretender abarcar toda la
verdad, ni ser la explicación plena del ser humano, del mundo y de la relación del hombre con
Dios.
Hoy además, ante la pluralidad de sistemas, métodos, conceptos y argumentos filosóficos, con
frecuencia extremadamente particularizados, se impone con mayor urgencia un
discernimiento crítico a la luz de la fe. Este discernimiento no es fácil, porque si ya es difícil
reconocer las capacidades propias e inalienables de la razón con sus límites constitutivos e
históricos, más problemático aún puede resultar a veces discernir, en las propuestas filosóficas
concretas, lo que desde el punto de vista de la fe ofrecen como válido y fecundo en
comparación con lo que, en cambio, presentan como erróneo y peligroso. De todos modos, la
Iglesia sabe que «los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» están ocultos en Cristo (Col 2, 3);
por esto interviene animando la reflexión filosófica, para que no se cierre el camino que
conduce al reconocimiento del misterio.
52. Las intervenciones del Magisterio de la Iglesia para expresar su pensamiento en relación
con determinadas doctrinas filosóficas no son sólo recientes. Como ejemplo baste recordar, a
lo largo de los siglos, los pronunciamientos sobre las teorías que sostenían la preexistencia de
las almas,[56] como también sobre las diversas formas de idolatría y de esoterismo
supersticioso contenidas en tesis astrológicas;[57] sin olvidar los textos más sistemáticos
contra algunas tesis del averroísmo latino, incompatibles con la fe cristiana.[58]
Si la palabra del Magisterio se ha hecho oír más frecuentemente a partir de la mitad del siglo
pasado ha sido porque en aquel período muchos católicos sintieron el deber de contraponer
una filosofía propia a las diversas corrientes del pensamiento moderno. Por este motivo, el
Magisterio de la Iglesia se vio obligado a vigilar que estas filosofías no se desviasen, a su vez,
hacia formas erróneas y negativas. Fueron así censurados al mismo tiempo, por una parte,
el fideísmo[59] y el tradicionalismo radical,[60] por su desconfianza en las capacidades
naturales de la razón; y por otra, el racionalismo[61] y el ontologismo,[62] porque atribuían a
la razón natural lo que es cognoscible sólo a la luz de la fe. Los contenidos positivos de este
debate se formalizaron en la Constitución dogmática Dei Filius, con la que por primera vez un
Concilio ecuménico, el Vaticano I, intervenía solemnemente sobre las relaciones entre la razón
y la fe. La enseñanza contenida en este texto influyó con fuerza y de forma positiva en la
investigación filosófica de muchos creyentes y es todavía hoy un punto de referencia
normativo para una correcta y coherente reflexión cristiana en este ámbito particular.
53. Las intervenciones del Magisterio se han ocupado no tanto de tesis filosóficas concretas,
como de la necesidad del conocimiento racional y, por tanto, filosófico para la inteligencia de
la fe. El Concilio Vaticano I, sintetizando y afirmando de forma solemne las enseñanzas que de
forma ordinaria y constante el Magisterio pontificio había propuesto a los fieles, puso de
relieve lo inseparables y al mismo tiempo irreducibles que son el conocimiento natural de Dios
y la Revelación, la razón y la fe. El Concilio partía de la exigencia fundamental, presupuesta por
la Revelación misma, de la cognoscibilidad natural de la existencia de Dios, principio y fin de
todas las cosas,[63] y concluía con la afirmación solemne ya citada: «Hay un doble orden de
conocimiento, distinto no sólo por su principio, sino también por su objeto».[64] Era pues
necesario afirmar, contra toda forma de racionalismo, la distinción entre los misterios de la fe
y los hallazgos filosóficos, así como la trascendencia y precedencia de aquéllos respecto a
éstos; por otra parte, frente a las tentaciones fideístas, era preciso recalcar la unidad de la
verdad y, por consiguiente también, la aportación positiva que el conocimiento racional puede
y debe dar al conocimiento de la fe: «Pero, aunque la fe esté por encima de la razón; sin
embargo, ninguna verdadera disensión puede jamás darse entre la fe y la razón, como quiera
que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe, puso dentro del alma humana la luz
de la razón, y Dios no puede negarse a sí mismo ni la verdad contradecir jamás a la verdad».
[65]
54. También en nuestro siglo el Magisterio ha vuelto sobre el tema en varias ocasiones
llamando la atención contra la tentación racionalista. En este marco se deben situar las
intervenciones del Papa san Pío X, que puso de relieve cómo en la base del modernismo se
hallan aserciones filosóficas de orientación fenoménica, agnóstica e inmanentista.
[66] Tampoco se puede olvidar la importancia que tuvo el rechazo católico de la filosofía
marxista y del comunismo ateo.[67]
Posteriormente el Papa Pío XII hizo oír su voz cuando, en la Encíclica Humani generis, llamó la
atención sobre las interpretaciones erróneas relacionadas con las tesis del evolucionismo, del
existencialismo y del historicismo. Precisaba que estas tesis habían sido elaboradas y eran
propuestas no por teólogos, sino que tenían su origen «fuera del redil de Cristo»;[68] así
mismo, añadía que estas desviaciones debían ser no sólo rechazadas, sino además examinadas
críticamente: «Ahora bien, a los teólogos y filósofos católicos, a quienes incumbe el grave
cargo de defender la verdad divina y humana y sembrarla en las almas de los hombres, no les
es lícito ni ignorar ni descuidar esas opiniones que se apartan más o menos del recto camino.
Más aún, es menester que las conozcan a fondo, primero porque no se curan bien las
enfermedades si no son de antemano debidamente conocidas; luego, porque alguna vez en
esos mismos falsos sistemas se esconde algo de verdad; y, finalmente, porque estimulan la
mente a investigar y ponderar con más diligencia algunas verdades filosóficas y teológicas».
[69]
En la teología misma vuelven a aparecer las tentaciones del pasado. Por ejemplo, en algunas
teologías contemporáneas se abre camino nuevamente un cierto racionalismo, sobre todo
cuando se toman como norma para la investigación filosófica afirmaciones consideradas
filosóficamente fundadas. Esto sucede principalmente cuando el teólogo, por falta de
competencia filosófica, se deja condicionar de forma acrítica por afirmaciones que han entrado
ya en el lenguaje y en la cultura corriente, pero que no tienen suficiente base racional.[72]
No hay que infravalorar, además, el peligro de la aplicación de una sola metodología para
llegar a la verdad de la Sagrada Escritura, olvidando la necesidad de una exégesis más amplia
que permita comprender, junto con toda la Iglesia, el sentido pleno de los textos. Cuantos se
dedican al estudio de las Sagradas Escrituras deben tener siempre presente que las diversas
metodologías hermenéuticas se apoyan en una determinada concepción filosófica. Por ello, es
preciso analizarla con discernimiento antes de aplicarla a los textos sagrados.
56. En definitiva, se nota una difundida desconfianza hacia las afirmaciones globales y
absolutas, sobre todo por parte de quienes consideran que la verdad es el resultado del
consenso y no de la adecuación del intelecto a la realidad objetiva. Ciertamente es
comprensible que, en un mundo dividido en muchos campos de especialización, resulte difícil
reconocer el sentido total y último de la vida que la filosofía ha buscado tradicionalmente. No
obstante, a la luz de la fe que reconoce en Jesucristo este sentido último, debo animar a los
filósofos, cristianos o no, a confiar en la capacidad de la razón humana y a no fijarse metas
demasiado modestas en su filosofar. La lección de la historia del milenio que estamos
concluyendo testimonia que éste es el camino a seguir: es preciso no perder la pasión por la
verdad última y el anhelo por su búsqueda, junto con la audacia de descubrir nuevos rumbos.
La fe mueve a la razón a salir de todo aislamiento y a apostar de buen grado por lo que es
bello, bueno y verdadero. Así, la fe se hace abogada convencida y convincente de la razón.
57. El Magisterio no se ha limitado sólo a mostrar los errores y las desviaciones de las doctrinas
filosóficas. Con la misma atención ha querido reafirmar los principios fundamentales para una
genuina renovación del pensamiento filosófico, indicando también las vías concretas a seguir.
En este sentido, el Papa León XIII con su Encíclica Æterni Patris dio un paso de gran alcance
histórico para la vida de la Iglesia. Este texto ha sido hasta hoy el único documento pontificio
de esa categoría dedicado íntegramente a la filosofía. El gran Pontífice recogió y desarrolló las
enseñanzas del Concilio Vaticano I sobre la relación entre fe y razón, mostrando cómo el
pensamiento filosófico es una aportación fundamental para la fe y la ciencia teológica.[78] Más
de un siglo después, muchas indicaciones de aquel texto no han perdido nada de su interés
tanto desde el punto de vista práctico como pedagógico; sobre todo, lo relativo al valor
incomparable de la filosofía de santo Tomás. El proponer de nuevo el pensamiento del Doctor
Angélico era para el Papa León XIII el mejor camino para recuperar un uso de la filosofía
conforme a las exigencias de la fe. Afirmaba que santo Tomás, «distinguiendo muy bien la
razón de la fe, como es justo, pero asociándolas amigablemente, conservó los derechos de una
y otra, y proveyó a su dignidad».[79]
58. Son conocidas las numerosas y oportunas consecuencias de aquella propuesta pontificia.
Los estudios sobre el pensamiento de santo Tomás y de otros autores escolásticos recibieron
nuevo impulso. Se dio un vigoroso empuje a los estudios históricos, con el consiguiente
descubrimiento de las riquezas del pensamiento medieval, muy desconocidas hasta aquel
momento, y se formaron nuevas escuelas tomistas. Con la aplicación de la metodología
histórica, el conocimiento de la obra de santo Tomás experimentó grandes avances y fueron
numerosos los estudiosos que con audacia llevaron la tradición tomista a la discusión de los
problemas filosóficos y teológicos de aquel momento. Los teólogos católicos más influyentes
de este siglo, a cuya reflexión e investigación debe mucho el Concilio Vaticano II, son hijos de
esta renovación de la filosofía tomista. La Iglesia ha podido así disponer, a lo largo del siglo XX,
de un número notable de pensadores formados en la escuela del Doctor Angélico.
60. El Concilio Ecuménico Vaticano II, por su parte, presenta una enseñanza muy rica y fecunda
en relación con la filosofía. No puedo olvidar, sobre todo en el contexto de esta Encíclica, que
un capítulo de la Constitución Gaudium et spes es casi un compendio de antropología bíblica,
fuente de inspiración también para la filosofía. En aquellas páginas se trata del valor de la
persona humana creada a imagen de Dios, se fundamenta su dignidad y superioridad sobre el
resto de la creación y se muestra la capacidad trascendente de su razón.[80] También el
problema del ateísmo es considerado en la Gaudium et spes, exponiendo bien los errores de
esta visión filosófica, sobre todo en relación con la dignidad inalienable de la persona y de su
libertad.[81] Ciertamente tiene también un profundo significado filosófico la expresión
culminante de aquellas páginas, que he citado en mi primera Encíclica Redemptor hominis y
que representa uno de los puntos de referencia constante de mi enseñanza: «Realmente, el
misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el
primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo
Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el
hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación».[82]
El Concilio se ha ocupado también del estudio de la filosofía, al que deben dedicarse los
candidatos al sacerdocio; se trata de recomendaciones extensibles más en general a la
enseñanza cristiana en su conjunto. Afirma el Concilio: «Las asignaturas filosóficas deben ser
enseñadas de tal manera que los alumnos lleguen, ante todo, a adquirir un conocimiento
fundado y coherente del hombre, del mundo y de Dios, basados en el patrimonio filosófico
válido para siempre, teniendo en cuenta también las investigaciones filosóficas de cada
tiempo».[83]
Estas directrices han sido confirmadas y especificadas en otros documentos magisteriales con
el fin de garantizar una sólida formación filosófica, sobre todo para quienes se preparan a los
estudios teológicos. Por mi parte, en varias ocasiones he señalado la importancia de esta
formación filosófica para los que deberán un día, en la vida pastoral, enfrentarse a las
exigencias del mundo contemporáneo y examinar las causas de ciertos comportamientos para
darles una respuesta adecuada.[84]
61. Si en diversas circunstancias ha sido necesario intervenir sobre este tema, reiterando el
valor de las intuiciones del Doctor Angélico e insistiendo en el conocimiento de su
pensamiento, se ha debido a que las directrices del Magisterio no han sido observadas siempre
con la deseable disponibilidad. En muchas escuelas católicas, en los años que siguieron al
Concilio Vaticano II, se pudo observar al respecto una cierta decadencia debido a una menor
estima, no sólo de la filosofía escolástica, sino más en general del mismo estudio de la filosofía.
Con sorpresa y pena debo constatar que no pocos teólogos comparten este desinterés por el
estudio de la filosofía.
Varios son los motivos de esta poca estima. En primer lugar, debe tenerse en cuenta la
desconfianza en la razón que manifiesta gran parte de la filosofía contemporánea,
abandonando ampliamente la búsqueda metafísica sobre las preguntas últimas del hombre,
para concentrar su atención en los problemas particulares y regionales, a veces incluso
puramente formales. Se debe añadir además el equívoco que se ha creado sobre todo en
relación con las «ciencias humanas». El Concilio Vaticano II ha remarcado varias veces el valor
positivo de la investigación científica para un conocimiento más profundo del misterio del
hombre.[85] La invitación a los teólogos para que conozcan estas ciencias y, si es menester, las
apliquen correctamente en su investigación no debe, sin embargo, ser interpretada como una
autorización implícita a marginar la filosofía o a sustituirla en la formación pastoral y en
la praeparatio fidei. No se puede olvidar, por último, el renovado interés por la inculturación
de la fe. De modo particular, la vida de las Iglesias jóvenes ha permitido descubrir, junto a
elevadas formas de pensamiento, la presencia de múltiples expresiones de sabiduría popular.
Esto es un patrimonio real de cultura y de tradiciones. Sin embargo, el estudio de las
costumbres tradicionales debe ir de acuerdo con la investigación filosófica. Ésta permitirá sacar
a luz los aspectos positivos de la sabiduría popular, creando su necesaria relación con el
anuncio del Evangelio.[86]
62. Deseo reafirmar decididamente que el estudio de la filosofía tiene un carácter fundamental
e imprescindible en la estructura de los estudios teológicos y en la formación de los candidatos
al sacerdocio. No es casual que el curriculum de los estudios teológicos vaya precedido por un
período de tiempo en el cual está previsto una especial dedicación al estudio de la filosofía.
Esta opción, confirmada por el Concilio Laterano V,[87] tiene sus raíces en la experiencia
madurada durante la Edad Media, cuando se puso de relieve la importancia de una armonía
constructiva entre el saber filosófico y el teológico. Esta ordenación de los estudios ha influido,
facilitado y promovido, incluso de forma indirecta, una buena parte del desarrollo de la
filosofía moderna. Un ejemplo significativo es la influencia ejercida por las Disputationes
metaphysicae de Francisco Suárez, que tuvieron eco hasta en las universidades luteranas
alemanas. Por el contrario, la desaparición de esta metodología causó graves carencias tanto
en la formación sacerdotal como en la investigación teológica. Téngase en cuenta, por
ejemplo, la falta de interés por el pensamiento y la cultura moderna, que ha llevado al rechazo
de cualquier forma de diálogo o a la acogida indiscriminada de cualquier filosofía.
Espero firmemente que estas dificultades se superen con una inteligente formación filosófica y
teológica, que nunca debe faltar en la Iglesia.
63. Apoyado en las razones señaladas, me ha parecido urgente poner de relieve con esta
Encíclica el gran interés que la Iglesia tiene por la filosofía; más aún, el vínculo íntimo que une
el trabajo teológico con la búsqueda filosófica de la verdad. De aquí deriva el deber que tiene
el Magisterio de discernir y estimular un pensamiento filosófico que no sea discordante con la
fe. Mi objetivo es proponer algunos principios y puntos de referencia que considero necesarios
para instaurar una relación armoniosa y eficaz entre la teología y la filosofía. A su luz será
posible discernir con mayor claridad la relación que la teología debe establecer con los
diversos sistemas y afirmaciones filosóficas, que presenta el mundo actual.
[55] Cf. Conc. Ecum Vat. I, Const. dogm. Pastor Aeternus, sobre la Iglesia de Cristo, DS 3070;
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 25 c.
[59] Cf. Theses a Ludovico Eugenio Bautain iussu sui Episcopi subscriptae (8 de septiembre de
1840), DS 2751-2756; Theses a Ludovico Eugenio Bautain ex mandato S. Cong. Episcoporum et
Religiosorum subscriptae (26 de abril de 1844), DS 2765-2769.
[63] Cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, II: DS 3004; y can.
2.1: DS 3026.
[64] Ibíd., IV: DS 3015; citado en Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 59.
[69] Ibíd., l.c., 563-564.
[70] Cf. Const. ap. Pastor Bonus, (28 de junio de 1988, art. 48-49:AAS 80 (1988), 873; Congr.
para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum veritatis, sobre la vocación eclesial del teólogo (24 de
mayo de 1990), 18: AAS 82 (1990), 1558.
[71] Cf. Instr. Libertatis nuntius, sobre algunos aspectos de la «teología de la liberación» (6 de
agosto de 1984), VII-X: AAS 76 (1984), 890-903.
[72] El Concilio Vaticano I con palabras claras y firmes había ya condenado estos errores,
afirmando de una parte que «esta fe [... ] la Iglesia católica profesa que es una virtud
sobrenatural por la que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo
que por Él ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas, percibida por la luz
natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede ni
engañarse ni engañarnos»: Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, III: DS 3008, y can. 3,
2: DS 3032. Por otra parte, el Concilio declaraba que la razón nunca «se vuelve idónea para
entender (los misterios) totalmente, a la manera de las verdades que constituyen su propio
objeto»: ibíd., IV: DS 3016. De aquí sacaba la conclusión práctica: «No sólo se prohíbe a todos
los fieles cristianos defender como legítimas conclusiones de la ciencia las opiniones que se
reconocen como contrarias a la doctrina de la fe, sobre todo si han sido reprobadas por la
Iglesia, sino que están absolutamente obligados a tenerlas más bien por errores que ostentan
la falaz apariencia de la verdad»: ibíd., IV: DS 3018.
[74] Ibíd., 10.
[75] Ibíd., 21.
[76] Cf. ibíd., 10.
[79] Ibíd., l.c., 109.
[81] Cf. ibíd., 20-21.
[82] Ibíd., 22; cf. Enc. Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), 8: AAS 71 (1979), 271-272.
[84] Cf. Const. ap. Sapientia christiana (15 de abril de 1979), arts. 79-80: AAS 71 (1979), 495-
496; Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 de marzo de 1992), 52: AAS 84 (1992),
750-751. Véanse también algunos comentarios sobre la filosofía de Santo Tomás: Discurso al
Pontificio Ateneo Internacional Angelicum (17 de noviembre de 1979): Insegnamenti II, 2
(1979), 1177-1189; Discurso a los participantes en el VIII Congreso Tomista Internacional (13 de
septiembre de 1980): Insegnamenti III, 2 (1980), 604-615; Discurso a los participantes en el
Congreso Internacional de la Sociedad «Santo Tomás» sobre la doctrina del alma en S.
Tomás (4 de enero de 1986): Insegnamenti IX, 1 (1986), 18-24. Además, S. Congr. para la
Educación Católica, Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis (6 de enero de 1970), 70-
75: AAS 62 (1970), 366-368; Decr. Sacra Theologia (20 de enero de 1972): AAS 64 (1972), 583-
586.
[85] Cf. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 57 y 62.
[86] Cf. ibíd., 44.
CAPÍTULO VI
INTERACCION ENTRE TEOLOGÍA Y FILOSOFÍA
64. La palabra de Dios se dirige a cada hombre, en todos los tiempos y lugares de la tierra; y el
hombre es naturalmente filósofo. Por su parte, la teología, en cuanto elaboración refleja y
científica de la inteligencia de esta palabra a la luz de la fe, no puede prescindir de relacionarse
con las filosofías elaboradas de hecho a lo largo de la historia, tanto para algunos de sus
procedimientos como también para lograr sus tareas específicas. Sin querer indicar a los
teólogos metodologías particulares, cosa que no atañe al Magisterio, deseo más bien recordar
algunos cometidos propios de la teología, en los que el recurso al pensamiento filosófico se
impone por la naturaleza misma de la Palabra revelada.
66. En relación con el intellectus fidei, se debe considerar ante todo que la Verdad divina,
«como se nos propone en las Escrituras interpretadas según la sana doctrina de la Iglesia»,
[89] goza de una inteligibilidad propia con tanta coherencia lógica que se propone como un
saber auténtico. El intellectus fidei explicita esta verdad, no sólo asumiendo las estructuras
lógicas y conceptuales de las proposiciones en las que se articula la enseñanza de la Iglesia,
sino también, y primariamente, mostrando el significado de salvación que estas proposiciones
contienen para el individuo y la humanidad. Gracias al conjunto de estas proposiciones el
creyente llega a conocer la historia de la salvación, que culmina en la persona de Jesucristo y
en su misterio pascual. En este misterio participa con su asentimiento de fe.
Por su parte, la teología dogmática debe ser capaz de articular el sentido universal del misterio
de Dios Uno y Trino y de la economía de la salvación tanto de forma narrativa, como sobre
todo de forma argumentativa. Esto es, debe hacerlo mediante expresiones conceptuales,
formuladas de modo crítico y comunicables universalmente. En efecto, sin la aportación de la
filosofía no se podrían ilustrar contenidos teológicos como, por ejemplo, el lenguaje sobre
Dios, las relaciones personales dentro de la Trinidad, la acción creadora de Dios en el mundo,
la relación entre Dios y el hombre, y la identidad de Cristo que es verdadero Dios y verdadero
hombre. Las mismas consideraciones valen para diversos temas de la teología moral, donde es
inmediato el recurso a conceptos como ley moral, conciencia, libertad, responsabilidad
personal, culpa, etc., que son definidos por la ética filosófica.
Es necesario, por tanto, que la razón del creyente tenga un conocimiento natural, verdadero y
coherente de las cosas creadas, del mundo y del hombre, que son también objeto de la
revelación divina; más todavía, debe ser capaz de articular dicho conocimiento de forma
conceptual y argumentativa. La teología dogmática especulativa, por tanto, presupone e
implica una filosofía del hombre, del mundo y, más radicalmente, del ser, fundada sobre la
verdad objetiva.
67. La teología fundamental, por su carácter propio de disciplina que tiene la misión de dar
razón de la fe (cf. 1 Pe 3, 15), debe encargarse de justificar y explicitar la relación entre la fe y
la reflexión filosófica. Ya el Concilio Vaticano I, recordando la enseñanza paulina (cf. Rm 1, 19-
20), había llamado la atención sobre el hecho de que existen verdades cognoscibles
naturalmente y, por consiguiente, filosóficamente. Su conocimiento constituye un presupuesto
necesario para acoger la revelación de Dios. Al estudiar la Revelación y su credibilidad, junto
con el correspondiente acto de fe, la teología fundamental debe mostrar cómo, a la luz de lo
conocido por la fe, emergen algunas verdades que la razón ya posee en su camino autónomo
de búsqueda. La Revelación les da pleno sentido, orientándolas hacia la riqueza del misterio
revelado, en el cual encuentran su fin último. Piénsese, por ejemplo, en el conocimiento
natural de Dios, en la posibilidad de discernir la revelación divina de otros fenómenos, en el
reconocimiento de su credibilidad, en la aptitud del lenguaje humano para hablar de forma
significativa y verdadera incluso de lo que supera toda experiencia humana. La razón es llevada
por todas estas verdades a reconocer la existencia de una vía realmente propedéutica a la fe,
que puede desembocar en la acogida de la Revelación, sin menoscabar en nada sus propios
principios y su autonomía.[90]
Del mismo modo, la teología fundamental debe mostrar la íntima compatibilidad entre la fe y
su exigencia fundamental de ser explicitada mediante una razón capaz de dar su asentimiento
en plena libertad. Así, la fe sabrá mostrar «plenamente el camino a una razón que busca
sinceramente la verdad. De este modo, la fe, don de Dios, a pesar de no fundarse en la razón,
ciertamente no puede prescindir de ella; al mismo tiempo, la razón necesita fortalecerse
mediante la fe, para descubrir los horizontes a los que no podría llegar por sí misma».[91]
68. La teología moral necesita aún más la aportación filosófica. En efecto, en la Nueva Alianza
la vida humana está mucho menos reglamentada por prescripciones que en la Antigua. La vida
en el Espíritu lleva a los creyentes a una libertad y responsabilidad que van más allá de la Ley
misma. El Evangelio y los escritos apostólicos proponen tanto principios generales de conducta
cristiana como enseñanzas y preceptos concretos. Para aplicarlos a las circunstancias
particulares de la vida individual y social, el cristiano debe ser capaz de emplear a fondo su
conciencia y la fuerza de su razonamiento. Con otras palabras, esto significa que la teología
moral debe acudir a una visión filosófica correcta tanto de la naturaleza humana y de la
sociedad como de los principios generales de una decisión ética.
69. Se puede tal vez objetar que en la situación actual el teólogo debería acudir, más que a la
filosofía, a la ayuda de otras formas del saber humano, como la historia y sobre todo las
ciencias, cuyos recientes y extraordinarios progresos son admirados por todos. Algunos
sostienen, en sintonía con la difundida sensibilidad sobre la relación entre fe y culturas, que la
teología debería dirigirse preferentemente a las sabidurías tradicionales, más que a una
filosofía de origen griego y de carácter eurocéntrico. Otros, partiendo de una concepción
errónea del pluralismo de las culturas, niegan simplemente el valor universal del patrimonio
filosófico asumido por la Iglesia.
70. El tema de la relación con las culturas merece una reflexión específica, aunque no pueda
ser exhaustiva, debido a sus implicaciones en el campo filosófico y teológico. El proceso de
encuentro y confrontación con las culturas es una experiencia que la Iglesia ha vivido desde los
comienzos de la predicación del Evangelio. El mandato de Cristo a los discípulos de ir a todas
partes «hasta los confines de la tierra» (Hch, 1, 8) para transmitir la verdad por Él revelada,
permitió a la comunidad cristiana verificar bien pronto la universalidad del anuncio y los
obstáculos derivados de la diversidad de las culturas. Un pasaje de la Carta de san Pablo a los
cristianos de Éfeso ofrece una valiosa ayuda para comprender cómo la comunidad primitiva
afrontó este problema. Escribe el Apóstol: «Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en
otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es
nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba» (2, 13-
14).
A la luz de este texto nuestra reflexión considera también la transformación que se dio en los
Gentiles cuando llegaron a la fe. Ante la riqueza de la salvación realizada por Cristo, caen las
barreras que separan las diversas culturas. La promesa de Dios en Cristo llega a ser, ahora, una
oferta universal, no ya limitada a un pueblo concreto, con su lengua y costumbres, sino
extendida a todos como un patrimonio del que cada uno puede libremente participar. Desde
lugares y tradiciones diferentes todos están llamados en Cristo a participar en la unidad de la
familia de los hijos de Dios. Cristo permite a los dos pueblos llegar a ser «uno». Aquellos que
eran «los alejados» se hicieron «los cercanos» gracias a la novedad realizada por el misterio
pascual. Jesús derriba los muros de la división y realiza la unificación de forma original y
suprema mediante la participación en su misterio. Esta unidad es tan profunda que la Iglesia
puede decir con san Pablo: «Ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los
santos y familiares de Dios» (Ef 2, 19).
En una expresión tan simple está descrita una gran verdad: el encuentro de la fe con las
diversas culturas de hecho ha dado vida a una realidad nueva. Las culturas, cuando están
profundamente enraizadas en lo humano, llevan consigo el testimonio de la apertura típica del
hombre a lo universal y a la trascendencia. Por ello, ofrecen modos diversos de acercamiento a
la verdad, que son de indudable utilidad para el hombre al que sugieren valores capaces de
hacer cada vez más humana su existencia.[94] Como además las culturas evocan los valores de
las tradiciones antiguas, llevan consigo --aunque de manera implícita, pero no por ello menos
real-- la referencia a la manifestación de Dios en la naturaleza, como se ha visto
precedentemente hablando de los textos sapienciales y de las enseñanzas de san Pablo.
71. Las culturas, estando en estrecha relación con los hombres y con su historia, comparten el
dinamismo propio del tiempo humano. Se aprecian en consecuencia transformaciones y
progresos debidos a los encuentros entre los hombres y a los intercambios recíprocos de sus
modelos de vida. Las culturas se alimentan de la comunicación de valores, y su vitalidad y
subsistencia proceden de su capacidad de permanecer abiertas a la acogida de lo nuevo. ¿Cuál
es la explicación de este dinamismo? Cada hombre está inmerso en una cultura, de ella
depende y sobre ella influye. Él es al mismo tiempo hijo y padre de la cultura a la que
pertenece. En cada expresión de su vida, lleva consigo algo que lo diferencia del resto de la
creación: su constante apertura al misterio y su inagotable deseo de conocer. En consecuencia,
toda cultura lleva impresa y deja entrever la tensión hacia una plenitud. Se puede decir, pues,
que la cultura tiene en sí misma la posibilidad de acoger la revelación divina.
La forma en la que los cristianos viven la fe está también impregnada por la cultura del
ambiente circundante y contribuye, a su vez, a modelar progresivamente sus características.
Los cristianos aportan a cada cultura la verdad inmutable de Dios, revelada por Él en la historia
y en la cultura de un pueblo. A lo largo de los siglos se sigue produciendo el acontecimiento del
que fueron testigos los peregrinos presentes en Jerusalén el día de Pentecostés. Escuchando a
los Apóstoles se preguntaban: «¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues
¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa? Partos, medos y
elamitas; habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto,
la parte de Libia fronteriza con Cirene, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y
árabes, todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios» (Hch 2, 7-11). El
anuncio del Evangelio en las diversas culturas, aunque exige de cada destinatario la adhesión
de la fe, no les impide conservar una identidad cultural propia. Ello no crea división alguna,
porque el pueblo de los bautizados se distingue por una universalidad que sabe acoger cada
cultura, favoreciendo el progreso de lo que en ella hay de implícito hacia su plena explicitación
en la verdad.
De esto deriva que una cultura nunca puede ser criterio de juicio y menos aún criterio último
de verdad en relación con la revelación de Dios. El Evangelio no es contrario a una u otra
cultura como si, entrando en contacto con ella, quisiera privarla de lo que le pertenece
obligándola a asumir formas extrínsecas no conformes a la misma. Al contrario, el anuncio que
el creyente lleva al mundo y a las culturas es una forma real de liberación de los desórdenes
introducidos por el pecado y, al mismo tiempo, una llamada a la verdad plena. En este
encuentro, las culturas no sólo no se ven privadas de nada, sino que por el contrario son
animadas a abrirse a la novedad de la verdad evangélica recibiendo incentivos para ulteriores
desarrollos.
Corresponde a los cristianos de hoy, sobre todo a los de la India, sacar de este rico patrimonio
los elementos compatibles con su fe de modo que enriquezcan el pensamiento cristiano. Para
esta obra de discernimiento, que encuentra su inspiración en la Declaración conciliar Nostra
aetate, tendrán en cuenta varios criterios. El primero es el de la universalidad del espíritu
humano, cuyas exigencias fundamentales son idénticas en las culturas más diversas. El
segundo, derivado del primero, consiste en que cuando la Iglesia entra en contacto con
grandes culturas a las que anteriormente no había llegado, no puede olvidar lo que ha
adquirido en la inculturación en el pensamiento grecolatino. Rechazar esta herencia sería ir en
contra del designio providencial de Dios, que conduce su Iglesia por los caminos del tiempo y
de la historia. Este criterio, además, vale para la Iglesia de cada época, también para la del
mañana, que se sentirá enriquecida por los logros alcanzados en el actual contacto con las
culturas orientales y encontrará en este patrimonio nuevas indicaciones para entrar en diálogo
fructuoso con las culturas que la humanidad hará florecer en su camino hacia el futuro. En
tercer lugar, hay que evitar confundir la legítima reivindicación de lo específico y original del
pensamiento indio con la idea de que una tradición cultural deba encerrarse en su diferencia y
afirmarse en su oposición a otras tradiciones, lo cual es contrario a la naturaleza misma del
espíritu humano.
Lo que se ha dicho aquí de la India vale también para el patrimonio de las grandes culturas de
la China, el Japón y de los demás países de Asia, así como para las riquezas de las culturas
tradicionales de África, transmitidas sobre todo por vía oral.
74. La fecundidad de semejante relación se confirma con las vicisitudes personales de grandes
teólogos cristianos que destacaron también como grandes filósofos, dejando escritos de tan
alto valor especulativo que justifica ponerlos junto a los maestros de la filosofía antigua. Esto
vale tanto para los Padres de la Iglesia, entre los que es preciso citar al menos los nombres de
san Gregorio Nacianceno y san Agustín, como para los Doctores medievales, entre los cuales
destaca la gran tríada de san Anselmo, san Buenaventura y santo Tomás de Aquino. La fecunda
relación entre filosofía y palabra de Dios se manifiesta también en la decidida búsqueda
realizada por pensadores más recientes, entre los cuales deseo mencionar, por lo que se
refiere al ámbito occidental, a personalidades como John Henry Newman, Antonio Rosmini,
Jacques Maritain, Étienne Gilson, Edith Stein y, por lo que atañe al oriental, a estudiosos de la
categoría de Vladimir S. Soloviov, Pavel A. Florenskij, Petr J. Caadaev, Vladimir N. Losskij.
Obviamente, al referirnos a estos autores, junto a los cuales podrían citarse otros nombres, no
trato de avalar ningún aspecto de su pensamiento, sino sólo proponer ejemplos significativos
de un camino de búsqueda filosófica que ha obtenido considerables beneficios de la
confrontación con los datos de la fe. Una cosa es cierta: prestar atención al itinerario espiritual
de estos maestros ayudará, sin duda alguna, al progreso en la búsqueda de la verdad y en la
aplicación de los resultados alcanzados al servicio del hombre. Es de esperar que esta gran
tradición filosófico-teológica encuentre hoy y en el futuro continuadores y cultivadores para el
bien de la Iglesia y de la humanidad.
75. Como se desprende de la historia de las relaciones entre fe y filosofía, señalada antes
brevemente, se pueden distinguir diversas posiciones de la filosofía respecto a la fe cristiana.
Una primera es la de la filosofía totalmente independiente de la revelación evangélica. Es la
posición de la filosofía tal como se ha desarrollado históricamente en las épocas precedentes
al nacimiento del Redentor y, después en las regiones donde aún no se conoce el Evangelio. En
esta situación, la filosofía manifiesta su legítima aspiración a ser un proyectoautónomo, que
procede de acuerdo con sus propias leyes, sirviéndose de la sola fuerza de la razón. Siendo
consciente de los graves límites debidos a la debilidad congénita de la razón humana, esta
aspiración ha de ser sostenida y reforzada. En efecto, el empeño filosófico, como búsqueda de
la verdad en el ámbito natural, permanece al menos implícitamente abierto a lo sobrenatural.
Más aún, incluso cuando la misma reflexión teológica se sirve de conceptos y argumentos
filosóficos, debe respetarse la exigencia de la correcta autonomía del pensamiento. En efecto,
la argumentación elaborada siguiendo rigurosos criterios racionales es garantía para lograr
resultados universalmente válidos. Se confirma también aquí el principio según el cual la gracia
no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona: el asentimiento de fe, que compromete el
intelecto y la voluntad, no destruye sino que perfecciona el libre arbitrio de cada creyente que
acoge el dato revelado.
La teoría de la llamada filosofía «separada», seguida por numerosos filósofos modernos, está
muy lejos de esta correcta exigencia. Más que afirmar la justa autonomía del filosofar, dicha
filosofía reivindica una autosuficiencia del pensamiento que se demuestra claramente
ilegítima. En efecto, rechazar las aportaciones de verdad que derivan de la revelación divina
significa cerrar el paso a un conocimiento más profundo de la verdad, dañando la misma
filosofía.
76. Una segunda posición de la filosofía es la que muchos designan con la expresión filosofía
cristiana. La denominación es en sí misma legítima, pero no debe ser mal interpretada: con ella
no se pretende aludir a una filosofía oficial de la Iglesia, puesto que la fe como tal no es una
filosofía. Con este apelativo se quiere indicar más bien un modo de filosofar cristiano, una
especulación filosófica concebida en unión vital con la fe. No se hace referencia simplemente,
pues, a una filosofía hecha por filósofos cristianos, que en su investigación no han querido
contradecir su fe. Hablando de filosofía cristiana se pretende abarcar todos los progresos
importantes del pensamiento filosófico que no se hubieran realizado sin la aportación, directa
o indirecta, de la fe cristiana.
Dos son, por tanto, los aspectos de la filosofía cristiana: uno subjetivo, que consiste en la
purificación de la razón por parte de la fe. Como virtud teologal, la fe libera la razón de la
presunción, tentación típica a la que los filósofos están fácilmente sometidos. Ya san Pablo y
los Padres de la Iglesia y, más cercanos a nuestros días, filósofos como Pascal y Kierkegaard la
han estigmatizado. Con la humildad, el filósofo adquiere también el valor de afrontar algunas
cuestiones que difícilmente podría resolver sin considerar los datos recibidos de la Revelación.
Piénsese, por ejemplo, en los problemas del mal y del sufrimiento, en la identidad personal de
Dios y en la pregunta sobre el sentido de la vida o, más directamente, en la pregunta
metafísica radical: «¿Por qué existe algo?».
Además está el aspecto objetivo, que afecta a los contenidos. La Revelación propone
claramente algunas verdades que, aun no siendo por naturaleza inaccesibles a la razón, tal vez
no hubieran sido nunca descubiertas por ella, si se la hubiera dejado sola. En este horizonte se
sitúan cuestiones como el concepto de un Dios personal, libre y creador, que tanta
importancia ha tenido para el desarrollo del pensamiento filosófico y, en particular, para la
filosofía del ser. A este ámbito pertenece también la realidad del pecado, tal y como aparece a
la luz de la fe, la cual ayuda a plantear filosóficamente de modo adecuado el problema del mal.
Incluso la concepción de la persona como ser espiritual es una originalidad peculiar de la fe. El
anuncio cristiano de la dignidad, de la igualdad y de la libertad de los hombres ha influido
ciertamente en la reflexión filosófica que los modernos han llevado a cabo. Se puede
mencionar, como más cercano a nosotros, el descubrimiento de la importancia que tiene
también para la filosofía el hecho histórico, centro de la Revelación cristiana. No es casualidad
que el hecho histórico haya llegado a ser eje de una filosofía de la historia, que se presenta
como un nuevo capítulo de la búsqueda humana de la verdad.
Entre los elementos objetivos de la filosofía cristiana está también la necesidad de explorar el
carácter racional de algunas verdades expresadas por la Sagrada Escritura, como la posibilidad
de una vocación sobrenatural del hombre e incluso el mismo pecado original. Son tareas que
llevan a la razón a reconocer que lo verdadero racional supera los estrechos confines dentro
de los que ella tendería a encerrarse. Estos temas amplían de hecho el ámbito de lo racional.
Al especular sobre estos contenidos, los filósofos no se han convertido en teólogos, ya que no
han buscado comprender e ilustrar la verdad de la fe a partir de la Revelación. Han trabajado
en su propio campo y con su propia metodología puramente racional, pero ampliando su
investigación a nuevos ámbitos de la verdad. Se puede afirmar que, sin este influjo estimulante
de la Palabra de Dios, buena parte de la filosofía moderna y contemporánea no existiría. Este
dato conserva toda su importancia, incluso ante la constatación decepcionante del abandono
de la ortodoxia cristiana por parte de no pocos pensadores de estos últimos siglos.
Precisamente por ser una aportación indispensable y noble, la filosofía ya desde la edad
patrística, fue llamada ancilla theologiae. El título no fue aplicado para indicar una sumisión
servil o un papel puramente funcional de la filosofía en relación con la teología. Se utilizó más
bien en el sentido con que Aristóteles llamaba a las ciencias experimentales: «siervas» de la
«filosofía primera». La expresión, hoy difícilmente utilizable debido a los principios de
autonomía mencionados, ha servido a lo largo de la historia para indicar la necesidad de la
relación entre las dos ciencias y la imposibilidad de su separación.
Si el teólogo rechazase la ayuda de la filosofía, correría el riesgo de hacer filosofía sin darse
cuenta y de encerrarse en estructuras de pensamiento poco adecuadas para la inteligencia de
la fe. Por su parte, si el filósofo excluyese todo contacto con la teología, debería llegar por su
propia cuenta a los contenidos de la fe cristiana, como ha ocurrido con algunos filósofos
modernos. Tanto en un caso como en otro, se perfila el peligro de la destrucción de los
principios basilares de autonomía que toda ciencia quiere justamente que sean garantizados.
La posición de la filosofía aquí considerada, por las implicaciones que comporta para la
comprensión de la Revelación, está junto con la teología más directamente bajo la autoridad
del Magisterio y de su discernimiento, como he expuesto anteriormente. En efecto, de las
verdades de fe derivan determinadas exigencias que la filosofía debe respetar desde el
momento en que entra en relación con la teología.
78. A la luz de estas reflexiones, se comprende bien por qué el Magisterio ha elogiado
repetidamente los méritos del pensamiento de santo Tomás y lo ha puesto como guía y
modelo de los estudios teológicos. Lo que interesaba no era tomar posiciones sobre cuestiones
propiamente filosóficas, ni imponer la adhesión a tesis particulares. La intención del Magisterio
era, y continúa siendo, la de mostrar cómo santo Tomás es un auténtico modelo para cuantos
buscan la verdad. En efecto, en su reflexión la exigencia de la razón y la fuerza de la fe han
encontrado la síntesis más alta que el pensamiento haya alcanzado jamás, ya que supo
defender la radical novedad aportada por la Revelación sin menospreciar nunca el camino
propio de la razón.
79. Al explicitar ahora los contenidos del Magisterio precedente, quiero señalar en esta última
parte algunas condiciones que la teología --y aún antes la palabra de Dios-- pone hoy al
pensamiento filosófico y a las filosofías actuales. Como ya he indicado, el filósofo debe
proceder según sus propias reglas y ha de basarse en sus propios principios; la verdad, sin
embargo, no es más que una sola. La Revelación, con sus contenidos, nunca puede
menospreciar a la razón en sus descubrimientos y en su legítima autonomía; por su parte, sin
embargo, la razón no debe jamás perder su capacidad de interrogarse y de interrogar, siendo
consciente de que no puede erigirse en valor absoluto y exclusivo. La verdad revelada, al
ofrecer plena luz sobre el ser a partir del esplendor que proviene del mismo Ser subsistente,
iluminará el camino de la reflexión filosófica. En definitiva, la Revelación cristiana llega a ser el
verdadero punto de referencia y de confrontación entre el pensamiento filosófico y el
teológico en su recíproca relación. Es deseable pues que los teólogos y los filósofos se dejen
guiar por la única autoridad de la verdad, de modo que se elabore una filosofía en consonancia
con la Palabra de Dios. Esta filosofía ha de ser el punto de encuentro entre las culturas y la fe
cristiana, el lugar de entendimiento entre creyentes y no creyentes. Ha de servir de ayuda para
que los creyentes se convenzan firmemente de que la profundidad y autenticidad de la fe se
favorece cuando está unida al pensamiento y no renuncia a él. Una vez más, la enseñanza de
los Padres de la Iglesia nos afianza en esta convicción: «El mismo acto de fe no es otra cosa que
el pensar con el asentimiento de la voluntad [...]. Todo el que cree, piensa; piensa creyendo y
cree pensando [...]. Porque la fe, si lo que se cree no se piensa, es nula».[95] Además: «Sin
asentimiento no hay fe, porque sin asentimiento no se puede creer nada».[96]
[88] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 10.
[91] Ibíd.
[92] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
15; Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 22.
[94] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
53-59.
CAPÍTULO VII
EXIGENCIAS Y COMETIDOS ACTUALES
80. La Sagrada Escritura contiene, de manera explícita o implícita, una serie de elementos que
permiten obtener una visión del hombre y del mundo de gran valor filosófico. Los cristianos
han tomado conciencia progresivamente de la riqueza contenida en aquellas páginas sagradas.
De ellas se deduce que la realidad que experimentamos no es el absoluto; no es increada ni se
ha autoengendrado. Sólo Dios es el Absoluto. De las páginas de la Biblia se desprende, además,
una visión del hombre como imago Dei, que contiene indicaciones precisas sobre su ser, su
libertad y la inmortalidad de su espíritu. Puesto que el mundo creado no es autosuficiente,
toda ilusión de autonomía que ignore la dependencia esencial de Dios de toda criatura --
incluido el hombre-- lleva a situaciones dramáticas que destruyen la búsqueda racional de la
armonía y del sentido de la existencia humana.
Incluso el problema del mal moral --la forma más trágica de mal-- es afrontado en la Biblia, la
cual nos enseña que éste no se puede reducir a una cierta deficiencia debida a la materia, sino
que es una herida causada por una manifestación desordenada de la libertad humana. En fin,
la palabra de Dios plantea el problema del sentido de la existencia y ofrece su respuesta
orientando al hombre hacia Jesucristo, el Verbo de Dios, que realiza en plenitud la existencia
humana. De la lectura del texto sagrado se podrían explicitar también otros aspectos; de todos
modos, lo que sobresale es el rechazo de toda forma de relativismo, de materialismo y de
panteísmo.
81. Se ha de tener presente que uno de los elementos más importantes de nuestra condición
actual es la «crisis del sentido». Los puntos de vista, a menudo de carácter científico, sobre la
vida y sobre el mundo se han multiplicado de tal forma que podemos constatar cómo se
produce el fenómeno de la fragmentariedad del saber. Precisamente esto hace difícil y con
frecuencia vana la búsqueda de un sentido. Y, lo que es aún más dramático, en medio de esta
baraúnda de datos y de hechos entre los que se vive y que parecen formar la trama misma de
la existencia, muchos se preguntan si todavía tiene sentido plantearse la cuestión del sentido.
La pluralidad de las teorías que se disputan la respuesta, o los diversos modos de ver y de
interpretar el mundo y la vida del hombre, no hacen más que agudizar esta duda radical, que
fácilmente desemboca en un estado de escepticismo y de indiferencia o en las diversas
manifestaciones del nihilismo.
La consecuencia de esto es que a menudo el espíritu humano está sujeto a una forma de
pensamiento ambiguo, que lo lleva a encerrarse todavía más en sí mismo, dentro de los límites
de su propia inmanencia, sin ninguna referencia a lo trascendente. Una filosofía carente de la
cuestión sobre el sentido de la existencia incurriría en el grave peligro de degradar la razón a
funciones meramente instrumentales, sin ninguna auténtica pasión por la búsqueda de la
verdad.
Para estar en consonancia con la palabra de Dios es necesario, ante todo, que la filosofía
encuentre de nuevo su dimensión sapiencial de búsqueda del sentido último y global de la
vida. Esta primera exigencia, pensándolo bien, es para la filosofía un estímulo utilísimo para
adecuarse a su misma naturaleza. En efecto, haciéndolo así, la filosofía no sólo será la instancia
crítica decisiva que señala a las diversas ramas del saber científico su fundamento y su límite,
sino que se pondrá también como última instancia de unificación del saber y del obrar
humano, impulsándolos a avanzar hacia un objetivo y un sentido definitivos. Esta dimensión
sapiencial se hace hoy más indispensable en la medida en que el crecimiento inmenso del
poder técnico de la humanidad requiere una conciencia renovada y aguda de los valores
últimos. Si a estos medios técnicos les faltara la ordenación hacia un fin no meramente
utilitarista, pronto podrían revelarse inhumanos, e incluso transformarse en potenciales
destructores del género humano.[98]
La palabra de Dios revela el fin último del hombre y da un sentido global a su obrar en el
mundo. Por esto invita a la filosofía a esforzarse en buscar el fundamento natural de este
sentido, que es la religiosidad constitutiva de toda persona. Una filosofía que quisiera negar la
posibilidad de un sentido último y global sería no sólo inadecuada, sino errónea.
82. Por otro lado, esta función sapiencial no podría ser desarrollada por una filosofía que no
fuese un saber auténtico y verdadero, es decir, que atañe no sólo a aspectos particulares y
relativos de lo real --sean éstos funcionales, formales o útiles--, sino a su verdad total y
definitiva, o sea, al ser mismo del objeto de conocimiento. Ésta es, pues, una segunda
exigencia: verificar la capacidad del hombre de llegar al conocimiento de la verdad; un
conocimiento, además, que alcance la verdad objetiva, mediante aquella adaequatio rei et
intellectus a la que se refieren los Doctores de la Escolástica.[99] Esta exigencia, propia de la fe,
ha sido reafirmada por el Concilio Vaticano II: «La inteligencia no se limita sólo a los
fenómenos, sino que es capaz de alcanzar con verdadera certeza la realidad inteligible, aunque
a consecuencia del pecado se encuentre parcialmente oscurecida y debilitada».[100]
Una filosofía radicalmente fenoménica o relativista sería inadecuada para ayudar a profundizar
en la riqueza de la palabra de Dios. En efecto, la Sagrada Escritura presupone siempre que el
hombre, aunque culpable de doblez y de engaño, es capaz de conocer y de comprender la
verdad límpida y pura. En los Libros sagrados, concretamente en el Nuevo Testamento, hay
textos y afirmaciones de alcance propiamente ontológico. En efecto, los autores inspirados
han querido formular verdaderas afirmaciones que expresan la realidad objetiva. No se puede
decir que la tradición católica haya cometido un error al interpretar algunos textos de san Juan
y de san Pablo como afirmaciones sobre el ser de Cristo. La teología, cuando se dedica a
comprender y explicar estas afirmaciones, necesita la aportación de una filosofía que no
renuncie a la posibilidad de un conocimiento objetivamente verdadero, aunque siempre
perfectible. Lo dicho es válido también para los juicios de la conciencia moral, que la Sagrada
Escritura supone que pueden ser objetivamente verdaderos.[101]
83. Las dos exigencias mencionadas conllevan una tercera: es necesaria una filosofía de
alcance auténticamente metafísico, capaz de trascender los datos empíricos para llegar, en su
búsqueda de la verdad, a algo absoluto, último y fundamental. Esta es una exigencia implícita
tanto en el conocimiento de tipo sapiencial como en el de tipo analítico; concretamente, es
una exigencia propia del conocimiento del bien moral cuyo fundamento último es el sumo
Bien, Dios mismo. No quiero hablar aquí de la metafísica como si fuera una escuela específica o
una corriente histórica particular. Sólo deseo afirmar que la realidad y la verdad transcienden
lo fáctico y lo empírico, y reivindicar la capacidad que el hombre tiene de conocer esta
dimensión trascendente y metafísica de manera verdadera y cierta, aunque imperfecta y
analógica. En este sentido, la metafísica no se ha de considerar como alternativa a la
antropología, ya que la metafísica permite precisamente dar un fundamento al concepto de
dignidad de la persona por su condición espiritual. La persona, en particular, es el ámbito
privilegiado para el encuentro con el ser y, por tanto, con la reflexión metafísica.
Dondequiera que el hombre descubra una referencia a lo absoluto y a lo trascendente, se le
abre un resquicio de la dimensión metafísica de la realidad: en la verdad, en la belleza, en los
valores morales, en las demás personas, en el ser mismo y en Dios. Un gran reto que tenemos
al final de este milenio es el de saber realizar el paso, tan necesario como urgente,
del fenómeno al fundamento. No es posible detenerse en la sola experiencia; incluso cuando
ésta expresa y pone de manifiesto la interioridad del hombre y su espiritualidad, es necesario
que la reflexión especulativa llegue hasta su naturaleza espiritual y el fundamento en que se
apoya. Por lo cual, un pensamiento filosófico que rechazase cualquier apertura metafísica sería
radicalmente inadecuado para desempeñar un papel de mediación en la comprensión de la
Revelación.
85. Sé bien que estas exigencias, puestas a la filosofía por la palabra de Dios, pueden parecer
arduas a muchos que afrontan la situación actual de la investigación filosófica. Precisamente
por esto, asumiendo lo que los Sumos Pontífices desde hace algún tiempo no dejan de enseñar
y el mismo Concilio Ecuménico Vaticano II ha afirmado, deseo expresar firmemente la
convicción de que el hombre es capaz de llegar a una visión unitaria y orgánica del saber. Éste
es uno de los cometidos que el pensamiento cristiano deberá afrontar a lo largo del próximo
milenio de la era cristiana. El aspecto sectorial del saber, en la medida en que comporta un
acercamiento parcial a la verdad con la consiguiente fragmentación del sentido, impide la
unidad interior del hombre contemporáneo. ¿Cómo podría no preocuparse la Iglesia? Este
cometido sapiencial llega a sus Pastores directamente desde el Evangelio y ellos no pueden
eludir el deber de llevarlo a cabo.
Considero que quienes tratan hoy de responder como filósofos a las exigencias que la palabra
de Dios plantea al pensamiento humano, deberían elaborar su razonamiento basándose en
estos postulados y en coherente continuidad con la gran tradición que, empezando por los
antiguos, pasa por los Padres de la Iglesia y los maestros de la escolástica, y llega hasta los
descubrimientos fundamentales del pensamiento moderno y contemporáneo. Si el filósofo
sabe aprender de esta tradición e inspirarse en ella, no dejará de mostrarse fiel a la exigencia
de autonomía del pensamiento filosófico.
En este sentido, es muy significativo que, en el contexto actual, algunos filósofos sean
promotores del descubrimiento del papel determinante de la tradición para una forma
correcta de conocimiento. En efecto, la referencia a la tradición no es un mero recuerdo del
pasado, sino que más bien constituye el reconocimiento de un patrimonio cultural de toda la
humanidad. Es más, se podría decir que nosotros pertenecemos a la tradición y no podemos
disponer de ella como queramos. Precisamente el tener las raíces en la tradición es lo que nos
permite hoy poder expresar un pensamiento original, nuevo y proyectado hacia el futuro. Esta
misma referencia es válida también sobre todo para la teología. No sólo porque tiene la
Tradición viva de la Iglesia como fuente originaria,[104] sino también porque, gracias a esto,
debe ser capaz de recuperar tanto la profunda tradición teológica que ha marcado las épocas
anteriores, como la perenne tradición de aquella filosofía que ha sabido superar por su
verdadera sabiduría los límites del espacio y del tiempo.
En la reflexión teológica, el historicismo tiende a presentarse muchas veces bajo una forma de
«modernismo». Con la justa preocupación de actualizar la temática teológica y hacerla
asequible a los contemporáneos, se recurre sólo a las afirmaciones y jerga filosófica más
recientes, descuidando las observaciones críticas que se deberían hacer eventualmente a la luz
de la tradición. Esta forma de modernismo, por el hecho de sustituir la actualidad por la
verdad, se muestra incapaz de satisfacer las exigencias de verdad a las que la teología debe dar
respuesta.
88. Otro peligro considerable es el cientificismo. Esta corriente filosófica no admite como
válidas otras formas de conocimiento que no sean las propias de las ciencias positivas,
relegando al ámbito de la mera imaginación tanto el conocimiento religioso y teológico, como
el saber ético y estético. En el pasado, esta misma idea se expresaba en el positivismo y en el
neopositivismo, que consideraban sin sentido las afirmaciones de carácter metafísico. La crítica
epistemológica ha desacreditado esta postura, que, no obstante, vuelve a surgir bajo la nueva
forma del cientificismo. En esta perspectiva, los valores quedan relegados a meros productos
de la emotividad y la noción de ser es marginada para dar lugar a lo puro y simplemente
fáctico. La ciencia se prepara a dominar todos los aspectos de la existencia humana a través del
progreso tecnológico. Los éxitos innegables de la investigación científica y de la tecnología
contemporánea han contribuido a difundir la mentalidad cientificista, que parece no encontrar
límites, teniendo en cuenta cómo ha penetrado en las diversas culturas y cómo ha aportado en
ellas cambios radicales.
90. Las tesis examinadas hasta aquí llevan, a su vez, a una concepción más general, que
actualmente parece constituir el horizonte común para muchas filosofías que se han alejado
del sentido del ser. Me estoy refiriendo a la postura nihilista, que rechaza todo fundamento a
la vez que niega toda verdad objetiva. El nihilismo, aun antes de estar en contraste con las
exigencias y los contenidos de la palabra de Dios, niega la humanidad del hombre y su misma
identidad. En efecto, se ha de tener en cuenta que la negación del ser comporta
inevitablemente la pérdida de contacto con la verdad objetiva y, por consiguiente, con el
fundamento de la dignidad humana. De este modo se hace posible borrar del rostro del
hombre los rasgos que manifiestan su semejanza con Dios, para llevarlo progresivamente o a
una destructiva voluntad de poder o a la desesperación de la soledad. Una vez que se ha
quitado la verdad al hombre, es pura ilusión pretender hacerlo libre. En efecto, verdad y
libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente.[106]
Este nihilismo encuentra una cierta confirmación en la terrible experiencia del mal que ha
marcado nuestra época. Ante esta experiencia dramática, el optimismo racionalista que veía
en la historia el avance victorioso de la razón, fuente de felicidad y de libertad, no ha podido
mantenerse en pie, hasta el punto de que una de las mayores amenazas en este fin de siglo es
la tentación de la desesperación.
Sin embargo es verdad que una cierta mentalidad positivista sigue alimentando la ilusión de
que, gracias a las conquistas científicas y técnicas, el hombre, como demiurgo, pueda llegar por
sí solo a conseguir el pleno dominio de su destino.
92. Como inteligencia de la Revelación, la teología en las diversas épocas históricas ha debido
afrontar siempre las exigencias de las diferentes culturas para luego conciliar en ellas el
contenido de la fe con una conceptualización coherente. Hoy tiene también un doble
cometido. En efecto, por una parte debe desarrollar la labor que el Concilio Vaticano II le
encomendó en su momento: renovar las propias metodologías para un servicio más eficaz a la
evangelización. En esta perspectiva, ¿cómo no recordar las palabras pronunciadas por el Sumo
Pontífice Juan XXIII en la apertura del Concilio? Decía entonces: «Es necesario, además, como
lo desean ardientemente todos los que promueven sinceramente el espíritu cristiano, católico
y apostólico, conocer con mayor amplitud y profundidad esta doctrina que debe impregnar las
conciencias. Esta doctrina es, sin duda, verdadera e inmutable, y el fiel debe prestarle
obediencia, pero hay que investigarla y exponerla según las exigencias de nuestro tiempo».
[107]
Por otra parte, la teología debe mirar hacia la verdad última que recibe con la Revelación, sin
darse por satisfecha con las fases intermedias. Es conveniente que el teólogo recuerde que su
trabajo corresponde «al dinamismo presente en la fe misma» y que el objeto propio de su
investigación es «la Verdad, el Dios vivo y su designio de salvación revelado en Jesucristo».
[108] Este cometido, que afecta en primer lugar a la teología, atañe igualmente a la filosofía.
En efecto, los numerosos problemas actuales exigen un trabajo común, aunque realizado con
metodologías diversas, para que la verdad sea nuevamente conocida y expresada. La Verdad,
que es Cristo, se impone como autoridad universal que dirige, estimula y hace crecer (cf. Ef 4,
15) tanto la teología como la filosofía.
95. La palabra de Dios no se dirige a un solo pueblo y a una sola época. Igualmente, los
enunciados dogmáticos, aun reflejando a veces la cultura del período en que se formulan,
presentan una verdad estable y definitiva. Surge, pues, la pregunta sobre cómo se puede
conciliar el carácter absoluto y universal de la verdad con el inevitable condicionamiento
histórico y cultural de las fórmulas en que se expresa. Como he dicho anteriormente, las tesis
del historicismo no son defendibles. En cambio, la aplicación de una hermenéutica abierta a la
instancia metafísica permite mostrar cómo, a partir de las circunstancias históricas y
contingentes en que han madurado los textos, se llega a la verdad expresada en ellos, que va
más allá de dichos condicionamientos.
Con su lenguaje histórico y circunscrito el hombre puede expresar unas verdades que
trascienden el fenómeno lingüístico. En efecto, la verdad jamás puede ser limitada por el
tiempo y la cultura; se conoce en la historia, pero supera la historia misma.
96. Esta consideración permite entrever la solución de otro problema: el de la perenne validez
del lenguaje conceptual usado en las definiciones conciliares. Mi predecesor Pío XII ya afrontó
esta cuestión en la Encíclica Humani generis.[112]
Reflexionar sobre este tema no es fácil, porque se debe tener en cuenta seriamente el
significado que adquieren las palabras en las diversas culturas y en épocas diferentes. De todos
modos, la historia del pensamiento enseña que a través de la evolución y la variedad de las
culturas ciertos conceptos básicos mantienen su valor cognoscitivo universal y, por tanto, la
verdad de las proposiciones que los expresan.[113] Si no fuera así, la filosofía y las ciencias no
podrían comunicarse entre ellas, ni podrían ser asumidas por culturas distintas de aquellas en
que han sido pensadas y elaboradas. El problema hermenéutico, por tanto, existe, pero tiene
solución. Por otra parte, el valor objetivo de muchos conceptos no excluye que a menudo su
significado sea imperfecto. La especulación filosófica podría ayudar mucho en este campo. Por
tanto, es de desear un esfuerzo particular para profundizar la relación entre lenguaje
conceptual y verdad, para proponer vías adecuadas para su correcta comprensión.
98. Consideraciones análogas se pueden hacer también por lo que se refiere a la teología
moral. La recuperación de la filosofía es urgente asimismo para la comprensión de la fe,
relativa a la actuación de los creyentes. Ante los retos contemporáneos en el campo social,
económico, político y científico, la conciencia ética del hombre está desorientada. En la
Encíclica Veritatis splendor he puesto de relieve que muchos de los problemas que tiene el
mundo actual derivan de una «crisis en torno a la verdad. Abandonada la idea de una verdad
universal sobre el bien, que la razón humana pueda conocer, ha cambiado también
inevitablemente la concepción misma de la conciencia: a ésta ya no se la considera en su
realidad originaria, o sea, como acto de la inteligencia de la persona, que debe aplicar el
conocimiento universal del bien en una determinada situación y expresar así un juicio sobre la
conducta recta que hay que elegir aquí y ahora; sino que más bien se está orientando a
conceder a la conciencia del individuo el privilegio de fijar, de modo autónomo, los criterios del
bien y del mal, y actuar en consecuencia. Esta visión coincide con una ética individualista, para
la cual cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás».[116]
99. La labor teológica en la Iglesia está ante todo al servicio del anuncio de la fe y de la
catequesis.[117] El anuncio o kerigma llama a la conversión, proponiendo la verdad de Cristo
que culmina en su Misterio pascual. En efecto, sólo en Cristo es posible conocer la plenitud de
la verdad que nos salva (cf. Hch 4, 12; 1 Tm 2, 4-6).
En este contexto se comprende bien por qué, además de la teología, tiene también un notable
interés la referencia a la catequesis, pues conlleva implicaciones filosóficas que deben
estudiarse a la luz de la fe. La enseñanza dada en la catequesis tiene un efecto formativo para
la persona. La catequesis, que es también comunicación lingüística, debe presentar la doctrina
de la Iglesia en su integridad,[118] mostrando su relación con la vida de los creyentes.[119] Se
da así una unión especial entre enseñanza y vida, que es imposible alcanzar de otro modo. En
efecto, lo que se comunica en la catequesis no es un conjunto de verdades conceptuales, sino
el misterio del Dios vivo.[120]
La reflexión filosófica puede contribuir mucho a clarificar la relación entre verdad y vida, entre
acontecimiento y verdad doctrinal y, sobre todo, la relación entre verdad trascendente y
lenguaje humanamente inteligible.[121] La reciprocidad que hay entre las materias teológicas
y los objetivos alcanzados por las diferentes corrientes filosóficas puede manifestar, pues, una
fecundidad concreta de cara a la comunicación de la fe y de su comprensión más profunda.
[102] Cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, IV: DS 3016.
[104] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 24;
Decr. Optatam totius, sobre la formación sacerdotal, 16.
[106] En este mismo sentido escribía en mi primera Encíclica, comentando la expresión de san
Juan: ««Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (8, 32). Estas palabras encierran una
exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación
honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la advertencia,
además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad superficial y unilateral,
cualquier libertad que no profundiza en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo.
También hoy, después de dos mil años, Cristo aparece a nosotros como Aquél que trae al
hombre la libertad basada sobre la verdad, como Aquél que libera al hombre de lo que limita,
disminuye y casi destruye esta libertad en sus mismas raíces, en el alma del hombre, en su
corazón, en su conciencia»: Redemptor hominis, (4 de marzo de 1979), 12: AAS 71 (1979), 280-
281.
[108] Congr. para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum veritatis, sobre la vocación eclesial del
teólogo (24 de mayo de 1990), 7-8: AAS 82 (1990), 1552-1553.
[110] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 13.
[111] Cf. Pontificia Comisión Bíblica, Instr. sobre la verdad histórica de los Evangelios (21 de
abril de 1964): AAS 56 (1964), 713.
[112] «Es evidente que la Iglesia no puede ligarse a ningún sistema filosófico efímero; pero las
nociones y los términos que los doctores católicos, con general aprobación, han ido reuniendo
durante varios siglos para llegar a obtener algún conocimiento del dogma, no se fundan, sin
duda en cimientos deleznables. Se fundan realmente en principios y nociones deducidas del
verdadero conocimiento de las cosas creadas; deducción realizada a la luz de la verdad
revelada, que, por medio de la Iglesia, iluminaba, como una estrella, la mente humana. Pero
no hay que extrañarse que algunas de estas nociones hayan sido no sólo empleadas, sino
también aprobadas por los concilios ecuménicos, de tal suerte que no es lícito apartarse de
ellas»: Enc. Humani generis (12 de agosto de 1950): AAS 42 (1950), 566-567; cf. Comisión
Teológica Internacional, Doc. Interpretationis problema (octubre 1989): Ench. Vat. 11, nn.
2717-2811.
[113] «En cuanto al significado mismo de las fórmulas dogmáticas, éste es siempre verdadero y
coherente en la Iglesia, incluso cuando es principalmente aclarado y comprendido mejor. Por
tanto, los fieles deben evitar la opinión que considera que las fórmulas dogmáticas (o cualquier
tipo de ellas) no pueden manifestar la verdad de manera determinada, sino sólo sus
aproximaciones cambiantes que son, en cierto modo, deformaciones y alteraciones de la
misma»: S. Congr. para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium Ecclesiae, acerca de la defensa de
la doctrina sobre la Iglesia, (24 de junio de 1973), 5: AAS 65 (1973), 403.
CONCLUSIÓN
100. Pasados más de cien años de la publicación de la Encíclica Æterni Patris de León XIII, a la
que me he referido varias veces en estas páginas, me ha parecido necesario acometer de
nuevo y de modo más sistemático el argumento sobre la relación entre fe y filosofía. Es
evidente la importancia que el pensamiento filosófico tiene en el desarrollo de las culturas y en
la orientación de los comportamientos personales y sociales. Dicho pensamiento ejerce una
gran influencia, incluso sobre la teología y sobre sus diversas ramas, que no siempre se percibe
de manera explícita. Por esto, he considerado justo y necesario subrayar el valor que la
filosofía tiene para la comprensión de la fe y las limitaciones a las que se ve sometida cuando
olvida o rechaza las verdades de la Revelación. En efecto, la Iglesia está profundamente
convencida de que fe y razón «se ayudan mutuamente»,[122] ejerciendo recíprocamente una
función tanto de examen crítico y purificador, como de estímulo para progresar en la
búsqueda y en la profundización.
101. Cuando nuestra consideración se centra en la historia del pensamiento, sobre todo en
Occidente, es fácil ver la riqueza que ha significado para el progreso de la humanidad el
encuentro entre filosofía y teología, y el intercambio de sus respectivos resultados. La teología,
que ha recibido como don una apertura y una originalidad que le permiten existir como ciencia
de la fe, ha estimulado ciertamente la razón a permanecer abierta a la novedad radical que
comporta la revelación de Dios. Esto ha sido una ventaja indudable para la filosofía, que así ha
visto abrirse nuevos horizontes de significados inéditos que la razón está llamada a estudiar.
102. La Iglesia, al insistir sobre la importancia y las verdaderas dimensiones del pensamiento
filosófico, promueve a la vez tanto la defensa de la dignidad del hombre como el anuncio del
mensaje evangélico. Ante tales cometidos, lo más urgente hoy es llevar a los hombres a
descubrir su capacidad de conocer la verdad[124] y su anhelo de un sentido último y definitivo
de la existencia. En la perspectiva de estas profundas exigencias, inscritas por Dios en la
naturaleza humana, se ve incluso más claro el significado humano y humanizador de la palabra
de Dios. Gracias a la mediación de una filosofía que ha llegado a ser también verdadera
sabiduría, el hombre contemporáneo llegará así a reconocer que será tanto más hombre
cuanto, entregándose al Evangelio, más se abra a Cristo.
103. La filosofía, además, es como el espejo en el que se refleja la cultura de los pueblos. Una
filosofía que, impulsada por las exigencias de la teología, se desarrolla en coherencia con la fe,
forma parte de la «evangelización de la cultura» que Pablo VI propuso como uno de los
objetivos fundamentales de la evangelización.[125] A la vez que no me canso de recordar la
urgencia de una nueva evangelización, me dirijo a los filósofos para que profundicen en las
dimensiones de la verdad, del bien y de la belleza, a las que conduce la palabra de Dios. Esto es
más urgente aún si se consideran los retos que el nuevo milenio trae consigo y que afectan de
modo particular a las regiones y culturas de antigua tradición cristiana. Esta atención debe
considerarse también como una aportación fundamental y original en el camino de la nueva
evangelización.
105. Al concluir esta Encíclica quiero dirigir una ulterior llamada ante todo a los teólogos, a fin
de que dediquen particular atención a las implicaciones filosóficas de la palabra de Dios y
realicen una reflexión de la que emerja la dimensión especulativa y práctica de la ciencia
teológica. Deseo agradecerles su servicio eclesial. La relación íntima entre la sabiduría
teológica y el saber filosófico es una de las riquezas más originales de la tradición cristiana en
la profundización de la verdad revelada. Por esto, los exhorto a recuperar y subrayar más la
dimensión metafísica de la verdad para entrar así en diálogo crítico y exigente tanto con el
pensamiento filosófico contemporáneo como con toda la tradición filosófica, ya esté en
sintonía o en contraposición con la palabra de Dios. Que tengan siempre presente la indicación
de san Buenaventura, gran maestro del pensamiento y de la espiritualidad, el cual al introducir
al lector en su Itinerarium mentis in Deum lo invitaba a darse cuenta de que «no es suficiente
la lectura sin el arrepentimiento, el conocimiento sin la devoción, la búsqueda sin el impulso
de la sorpresa, la prudencia sin la capacidad de abandonarse a la alegría, la actividad disociada
de la religiosidad, el saber separado de la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio no
sostenido por la divina gracia, la reflexión sin la sabiduría inspirada por Dios».[128]
Finalmente, dirijo también unas palabras a los científicos, que con sus investigaciones nos
ofrecen un progresivo conocimiento del universo en su conjunto y de la variedad
increíblemente rica de sus elementos, animados e inanimados, con sus complejas estructuras
atómicas y moleculares. El camino realizado por ellos ha alcanzado, especialmente en este
siglo, metas que siguen asombrándonos. Al expresar mi admiración y mi aliento hacia estos
valiosos pioneros de la investigación científica, a los cuales la humanidad debe tanto de su
desarrollo actual, siento el deber de exhortarlos a continuar en sus esfuerzos permaneciendo
siempre en el horizonte sapiencial en el cual los logros científicos y tecnológicos están
acompañados por los valores filosóficos y éticos, que son una manifestación característica e
imprescindible de la persona humana. El científico es muy consciente de que «la búsqueda de
la verdad, incluso cuando atañe a una realidad limitada del mundo o del hombre, no termina
nunca, remite siempre a algo que está por encima del objeto inmediato de los estudios, a los
interrogantes que abren el acceso al Misterio».[131]
107. Pido a todos que fijen su atención en el hombre, que Cristo salvó en el misterio de su
amor, y en su permanente búsqueda de verdad y de sentido. Diversos sistemas filosóficos,
engañándolo, lo han convencido de que es dueño absoluto de sí mismo, que puede decidir
autónomamente sobre su propio destino y su futuro confiando sólo en sí mismo y en sus
propias fuerzas. La grandeza del hombre jamás consistirá en esto. Sólo la opción de insertarse
en la verdad, al amparo de la Sabiduría y en coherencia con ella, será determinante para su
realización. Solamente en este horizonte de la verdad comprenderá la realización plena de su
libertad y su llamada al amor y al conocimiento de Dios como realización suprema de sí mismo.
108. Mi último pensamiento se dirige a Aquélla que la oración de la Iglesia invoca como Trono
de la Sabiduría. Su misma vida es una verdadera parábola capaz de iluminar las reflexiones que
he expuesto. En efecto, se puede entrever una gran correlación entre la vocación de la
Santísima Virgen y la de la auténtica filosofía. Igual que la Virgen fue llamada a ofrecer toda su
humanidad y femineidad a fin de que el Verbo de Dios pudiera encarnarse y hacerse uno de
nosotros, así la filosofía está llamada a prestar su aportación, racional y crítica, para que la
teología, como comprensión de la fe, sea fecunda y eficaz. Al igual que María, en el
consentimiento dado al anuncio de Gabriel, nada perdió de su verdadera humanidad y
libertad, así el pensamiento filosófico, cuando acoge el requerimiento que procede de la
verdad del Evangelio, nada pierde de su autonomía, sino que siente cómo su búsqueda es
impulsada hacia su más alta realización. Esta verdad la habían comprendido muy bien los
santos monjes de la antigüedad cristiana, cuando llamaban a María «la mesa intelectual de la
fe».[132] En ella veían la imagen coherente de la verdadera filosofía y estaban convencidos de
que debían philosophari in Maria.
Que el Trono de la Sabiduría sea puerto seguro para quienes hacen de su vida la búsqueda de
la sabiduría. Que el camino hacia ella, último y auténtico fin de todo verdadero saber, se vea
libre de cualquier obstáculo por la intercesión de Aquella que, engendrando la Verdad y
conservándola en su corazón, la ha compartido con toda la humanidad para siempre.
Dado en Roma, junto a san Pedro, el 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz,
del año 1998, vigésimo de mi Pontificado.
JOANNES PAULUS PP II
[123] «Nadie, pues, puede hacer de la teología una especie de colección de los propios
conceptos personales; sino que cada uno debe ser consciente de permanecer en estrecha
unión con esta misión de enseñar la verdad, de la que es responsable la Iglesia».
Enc.Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), 19: AAS 71 (1979), 308.
[124] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 1-3.
[127] Cf. ibíd., 10.
[130] Cf. Const. ap. Sapientia christiana (15 de abril de 1979), art. 67-68: ASS 71 (1979), 491-
492.
[132] «'e noerà tes pìsteos tràpeza»: Homilía en honor de Santa María Madre de Dios, del
pseudo Epifanio: PG 43, 493.