Sidney W. Mintz Dulzura y Poder Epublibre 1985
Sidney W. Mintz Dulzura y Poder Epublibre 1985
Sidney W. Mintz Dulzura y Poder Epublibre 1985
Dulzura y poder
El lugar del azúcar en la historia moderna
ePub r1.0
Titivillus 11.07.2019
Título original: Sweetness and power
Sidney W. Mintz, 1985
Traducción: Laura Moles Fanjul
Diseño de cubierta: Carlos Palleiro
Agradecimientos
2. Producción
3. Consumo
4. Poder
5. Comer y ser
Bibliografía
Sobre el autor
No sé si el café y el azúcar son esenciales para la felicidad de Europa; lo que sí sé es
que estos dos productos han sido responsables de la infelicidad de dos grandes regiones
del mundo; se despobló América para disponer de tierras en qué plantarlos; se
despobló África para tener gente con que cultivarlos.
Del volumen 1 de J. H. Bernardin de Saint Pierre, Viaje a la Isla de Francia,
la isla de Bourbon, el Cabo de Buena Esperanza… con nuevas observaciones
sobre la naturaleza y los hombres, escrito por un oficial del rey (1773).
Este grabado de William Blake, Europa sostenida por África y América, le fue encargado por J.
G. Stedman para el colofón de su libro Relación de una expedición de cinco años contra los
negros rebeldes de Surinam (Londres, J. Johnson y J. Edwards, 1796). (Por cortesía de Richard y
Sally Price).
AGRADECIMIENTOS
Este libro tiene una larga historia. Comencé a reunir datos hace muchos
años, sin siquiera darme cuenta de que lo estaba haciendo; también
escribirlo llevó mucho tiempo. Empecé a redactarlo en 1978, mientras
disfrutaba de una beca del National Endowment for the Humanities. Le
agradezco al Departamento de Antropología de la Universidad de
Pensilvania, que durante el año que pasé en Filadelfia me concedió un título
de profesor visitante, y al profesor William H. Davenport, quien
generosamente me brindó, además de su compañía, la mitad de su
inapreciable espacio de oficina.
Durante la primavera de 1978, gracias a la hospitalidad del
Departamento de Antropología de la Universidad de Princeton, del
Christian Gauss Lecture Commitee, y de sus respectivos directores, los
profesores James Fernández y Joseph Frank, pude poner a prueba algunas
de mis ideas ante un público de primer nivel. Varias personas —entre ellas
los profesores Natalie Z. Davis, Stanley Stein y Victor Brombert—, con sus
inteligentes críticas y preguntas, hicieron lo posible por ayudarme.
Los veranos de 1980 y 1981 los pasé en la meca de la investigación
académica, la Biblioteca Británica. La Fundación Wenner-Gren y su
directora de investigación, Lita Osmundsen, hicieron posible que me fuese
a Inglaterra en uno de esos veranos. Una beca de investigación obtenida
gracias a los buenos oficios de un gran decano de la Universidad Johns
Hopkins, el difunto doctor George Owen, me financió el otro.
Tuvieron especial importancia las personas que me ayudaron a
encontrar materiales, que copiaron y llevaron en orden las citas, los
documentos y las referencias, y que mecanografiaron las diversas versiones
del original. Le estoy especialmente agradecido a Elsie LeCompte, quien
sin duda trabajó tanto en el libro como yo mismo, antes de emigrar a la
escuela de posgrado. Marge Collington mecanografió la última versión con
velocidad y precisión. La doctora Susan Rosales Nelson elaboró rápida y
eficientemente el índice analítico.
Con los bibliotecarios que me manifestaron una invariable amabilidad
en la Biblioteca Van Pelt (Universidad de Pensilvania), la Biblioteca
Británica, la Biblioteca del Wellcome Institute of Medicine, la Biblioteca
Firestone (Universidad de Princeton), la Biblioteca Pública Enoch Pratt
Free de Baltimore y, sobre todo, la Biblioteca Milton S. Eisenhower
(Universidad de Johns Hopkins), tengo una deuda tan grande que no hay
palabras para expresarla. Quiero mandar un especial saludo al personal del
Departamento de Préstamo Interbibliotecario de la Biblioteca Eisenhower,
cuya laboriosidad, dedicación y eficiencia no tienen paralelo.
Muchos buenos amigos leyeron y criticaron partes del manuscrito en
diversos momentos de su preparación. Entre ellos debo mencionar a mi
colega el profesor Ashraf Ghani, así como al doctor Sidney Cantor, el
profesor Frederick Damon, el profesor Stanley Engerman, el doctor Scott
Guggenheim, el doctor Hans Medick y el profesor Richard Price. El señor
Gerald Hagelberg, la profesora Carol Heim, el señor Keith McClelland, la
profesora Rebecca J. Scott, el profesor Kenneth Sharpe y el doctor William
G. Sturtevant me brindaron comentarios críticos detallados y abundantes de
la versión completa. Tal vez yo no haya sabido manejar adecuadamente
todas sus sugerencias y propuestas, pero su ayuda mejoró el texto más de lo
que probablemente ellos mismos sean capaces de percibir. Un veterano de
la fraternidad de los vagabundos del azúcar, el señor George Greenwood,
me brindó una visión especialmente penetrante del problema, por lo que le
estoy profundamente agradecido. También quiero darle las gracias a los
miembros de mi departamento, profesores, estudiantes y personal. Su
estímulo y apoyo durante la primera década que pasamos juntos le ha dado
un nuevo sentido al término compañerismo. Mi editora, Elisabeth Sifton,
me asombró con su conocimiento y me encendió con su entusiasmo; se lo
agradezco calurosamente.
Si alguien sufrió más que yo con este libro fue Jacqueline, mi esposa, a
quien se lo dedico con todo mi amor y gratitud, como tardío regalo por
nuestro vigésimo aniversario de casados.
SIDNEY W. MINTZ
INTRODUCCIÓN
Este libro tiene una historia curiosa. Aunque llegó a su término sólo tras un
periodo reciente de trabajo sostenido, gran parte de su contenido nació de
estudios informales e impresiones acumuladas durante muchos años de
lecturas e investigación. Por su tema de estudio, es una especie de regreso a
casa. Durante casi toda mi vida profesional he estado estudiando la historia
de la región del Caribe y de los productos tropicales, principalmente
agrícolas, que han sido asociados con su “desarrollo” a partir de la
conquista europea. No todos estos productos tienen su origen en el Nuevo
Mundo; y por supuesto ninguno de ellos, ni siquiera los propios de la
región, cobraron importancia en el comercio mundial hasta finales del
siglo XV. Puesto que más tarde fueron producidos para los europeos y
norteamericanos, me pareció interesante investigar cómo fue que estos
europeos y norteamericanos se convirtieron en consumidores. Seguirle los
pasos a la producción hasta el punto en que se convirtió en consumo es a lo
que llamo regreso a casa.
La mayoría de los pueblos de la región del Caribe; descendientes de la
población amerindia aborigen y de los colonos europeos, africanos y
asiáticos, han sido rurales y agrícolas. Trabajar con ellos generalmente
significa trabajar en el campo; interesarse por ellos significa interesarse por
lo que producen en su trabajo. Al trabajar junto a ellos aprendiendo su
forma de ser, la manera en que sus condiciones de vida conformaban su
existencia, fue inevitable que quisiese saber más acerca del café y el
chocolate. La gente del Caribe siempre ha estado involucrada con un
mundo más amplio puesto que, desde 1492, la región se vio atrapada en las
redes del control imperial, tejidas en Ámsterdam, Londres, París, Madrid, y
otros centros de poder europeos y norteamericanos. Creo que cualquiera
que trabajara en los sectores rurales de esas sociedades de las pequeñas islas
se vería inevitablemente inclinado a considerar esas redes de control y
dependencia desde el punto de vista del Caribe: ver desde abajo y hacia
afuera a partir de la vida local, por así decirlo, más que desde arriba y hacia
adentro. Pero esta visión que parte desde el interior tiene algunas de las
mismas desventajas que la marcada perspectiva europea de la generación
anterior de observadores, para quienes la mayor parte del mundo
dependiente, externo y no europeo, era en muchos aspectos una extensión
imperfecta de Europa, remota y poco conocida. Cualquier visión que
excluya el lazo entre la metrópolis y la colonia al escoger una perspectiva e
ignorar la otra resulta necesariamente incompleta.
Cuando se trabaja en las sociedades caribeñas, en su territorio, uno llega
a preguntarse de qué formas —fuera de las obvias— se llegaron a
interconectar, a entrelazar incluso, el mundo exterior y el europeo; qué
fuerzas, además de las puramente militares y económicas, fueron las que
sostuvieron esta íntima interdependencia, y cómo fluyeron las utilidades en
relación con las maneras en que se ejerció el poder. Este tipo de preguntas
cobra un significado específico cuando también se quieren conocer las
historias particulares de los productos que las colonias proporcionaban a las
metrópolis. En el caso del Caribe, estos productos siempre han sido
alimentos tropicales, y en su mayoría lo siguen siendo: especias (como
jengibre, pimienta de Cayena, nuez moscada y macis); bases para bebidas
(café y chocolate) y, sobre todo, azúcar y ron. En cierta época fueron
importantes los tintes (como el índigo, el achiote y el fustete); también han
figurado en el comercio de exportación ciertos almidones, féculas y bases
(como la yuca, con la que se hace la tapioca, el arrurruz, el sagú y varias
especies de Zamia), y han tenido importancia algunas fibras (como el
henequén) y ciertos aceites esenciales (como el vetiver); la bauxita, el
asfalto y el petróleo siguen siendo importantes. Incluso ciertas frutas, como
el plátano, la piña y el coco, han figurado de vez en cuando en el mercado
mundial.
Pero, en la mayoría de las épocas, la demanda continua para toda la
región del Caribe ha sido el azúcar, y aunque hoy se vea amenazado por
otro tipo de edulcorantes, parece seguir manteniendo su importancia.
Aunque la historia del consumo europeo de azúcar no ha estado relacionada
sólo con el Caribe, y el consumo se ha elevado de forma constante en todo
el mundo, independientemente de dónde provenga el azúcar, el Caribe ha
tenido un papel importante a lo largo de los siglos.
Cuando alguien empieza a preguntarse adónde van los productos
tropicales, quién los usa y para qué, y cuánto están dispuestos a pagar por
ellos —a qué renuncian, y a qué precio, con tal de tenerlos— se están
haciendo preguntas sobre el mercado. Pero estas preguntas sólo conciernen
a la región metropolitana, al centro de poder, no a la colonia dependiente,
objeto y blanco del poder; y en cuanto se trata de vincular el consumo y la
producción, de hacer coincidir la colonia con la metrópolis, existe la
tendencia de que el “eje” o la “orilla” se salgan de foco. Cuando se escoge
centrarse en Europa para comprender a las colonias como productores y a
Europa como consumidora, o viceversa, el otro lado de la relación parece
menos claro. Aunque a primera vista las relaciones entre colonias y
metrópolis parecen completamente obvias, en otro sentido resultan
desconcertantes.
Creo que mis propias experiencias de campo influyeron sobre mis
percepciones de la relación entre centro y periferia. En enero de 1948,
cuando fui a Puerto Rico para comenzar mi trabajo de campo
antropológico, escogí un municipio de la costa sur dedicado casi
enteramente al cultivo de la caña para la manufactura de azúcar destinado al
mercado norteamericano. La mayor parte de la tierra de ese municipio
pertenecía a una sola corporación norteamericana y su terrateniente
asociado, o era rentada por ellos. Después de quedarme en el pueblo por un
tiempo, me mudé a un distrito rural (barrio); ahí viví poco más de un año,
en una chocita, con un joven trabajador de la caña.
Sin duda, una de las características más impresionantes de Barrio Jauca
—y, de hecho, de todo el municipio de Santa Isabel en aquella época— era
su dedicación a la caña. Barrio Jauca se asienta sobre una amplia planicie
aluvial creada por la acción erosiva de los grandes ríos del pasado, fértil
superficie que se extiende como un abanico desde las colinas hasta las
playas caribeñas que forman la costa sur de Puerto Rico. Hacia el norte, al
dejar atrás las playas para acercarnos a las montañas, la tierra sube en
colinas bajas, pero la zona de la costa es bastante plana. Ahora pasa cerca
una supercarretera que cruza de noreste a suroeste, pero en 1948 sólo había
un camino pavimentado que iba de este a oeste bordeando la costa, uniendo
las aldeas que estaban junto a él y los pueblos —Arroyo, Guayama, Salinas,
Santa Isabel— de lo que en ese entonces era una región inmensa y muy
desarrollada para la producción de caña, un lugar en el que, según llegué a
saber, los norteamericanos habían penetrado de forma muy profunda en las
partes vitales de la vida del Puerto Rico anterior a 1898. Las casas fuera de
las ciudades eran casi todas chozas construidas junto a los caminos, a veces
apiñadas en pequeñas aldeas con una o dos tienditas, un bar, y eso era
prácticamente todo. De vez en cuando podía verse alguna tierra estéril a
causa de su suelo salino que impedía el cultivo, en la que pastaban unos
decaídos chivos. Pero la carretera, los pueblos que se extendían a lo largo
de ella y una que otra tierra estéril como aquélla, era lo único que
interrumpía la vista entre las montañas y el mar; el resto era caña. Crecía
hasta el borde mismo de la carretera y hasta las escaleras de entrada de las
casas. Al alcanzar su pleno desarrollo, puede llegar a medir más de cuatro
metros. En la gloria de su madurez, convertía la planicie en una especie de
jungla caliente e impenetrable, interrumpida sólo por callejones y acequias
de irrigación.
Todo el tiempo que permanecí en Barrio Jauca me sentí como si
estuviera en una isla, flotando en un mar de caña. El trabajo que ahí
realizaba me llevaba con regularidad al campo, sobre todo —aunque no
exclusivamente— en la época de cosecha, la zafra. En ese tiempo la
mayoría del trabajo seguía haciéndose sobre la base del esfuerzo humano,
sin máquinas; sacar la semilla, echarla, plantar, cultivar, fertilizar, cavar las
zanjas, regar, cortar y cargar la caña —había que cargarla y descargarla dos
veces antes de molerla—, todas éstas eran labores manuales. A veces me
quedaba de pie junto a la fila de cortadores que trabajaban bajo un calor
intenso y una gran presión, con el capataz parado a sus espaldas (y el
mayordomo también, sólo que a caballo). Para el que hubiera leído la
historia de Puerto Rico y del azúcar, los mugidos de los animales, los
gruñidos de los hombres al blandir sus machetes, el sudor, el polvo y el
estruendo lo habrían transportado fácilmente a una época anterior de la isla.
Sólo faltaba el sonido del látigo.
Claro que el azúcar no se producía para los habitantes de Puerto Rico;
ellos sólo consumían una fracción del producto acabado. Puerto Rico
llevaba cuatro siglos produciendo caña de azúcar (y azúcar bajo alguna
forma), casi siempre para consumidores de otra parte, ya fuese Sevilla,
Boston, o algún otro lugar. De no haber habido consumidores dispuestos en
algún lado, nunca se hubieran destinado tales cantidades de tierra, trabajo y
capital a un único y curioso cultivo, domesticado primero en Nueva Guinea,
procesado por primera vez en India, y transportado al Nuevo Mundo por
Colón.
Sin embargo, también vi cómo todo el mundo a mi alrededor consumía
azúcar. La gente mascaba la caña, y eran expertos no sólo en cuáles eran las
mejores variedades para mascar, sino también en cómo mascarla, cosa que
no es tan fácil como puede imaginarse. Para masticarla de forma adecuada,
hay que pelar la caña y cortar el meollo en porciones masticables. De ahí
mana un líquido pegajoso, dulce y algo grisáceo. (Cuando se muele en las
máquinas y en grandes cantidades, este líquido se vuelve verde por la
cantidad innumerable de diminutas partículas de caña suspendidas en él).
La compañía llegó a extremos que parecían radicales para evitar que la
gente tomara y comiera la caña —después de todo, ¡era tanta la que había!
—, pero siempre se las arreglaron para robarse algunas y mascarlas recién
cortadas, cuando son más ricas. Esto les brindaba a los niños un alimento
prácticamente cotidiano, y para ellos encontrar una caña de las que se caen
de las carretas o de los camiones, era ocasión de gran gozo. Mucha gente
también tomaba con su café, la bebida cotidiana del pueblo puertorriqueño,
azúcar refinado, y granulado, ya fuese blanco o moreno. (Al café sin azúcar
se lo llama café “puya”). Aunque tanto el jugo de la caña como los diversos
tipos de azúcar granulado eran dulces, no parecían guardar otra relación
entre sí. La dulzura era lo único que unía al jugo gris verdoso de la caña
(“guarapo”) que se chupaba de las fibras, y los tipos de azúcar granulado de
cocina que se usaban para endulzar el café y hacer mermeladas de guayaba,
papaya y naranja agria, o las bebidas de ajonjolí y de tamarindo que se
encuentran en las cocinas de la clase trabajadora de Puerto Rico. Nadie se
ponía a pensar cómo se pasaba de esas cañas fibrosas y gigantescas, que
cubrían centenares de hectáreas, al alimento y saborizante delicado,
refinado, blanco y granulado que llamamos azúcar. Por supuesto que era
posible ver con los propios ojos la manera en que se hacía (o, por lo menos,
todo lo que sucedía antes del paso último y más rentable, que era la
conversión del azúcar moreno a blanco, que se llevaba a cabo casi siempre
en las refinerías del continente). En cualquiera de los grandes ingenios de la
costa sur, Guánica, Cortada, Aguirre o Mercedita, podían observarse las
técnicas modernas de trituración para liberar la sacarosa de las fibras de la
planta en un medio líquido, la limpieza y condensación, el calentamiento
que producía evaporación y, al enfriarse, mayor cristalización, hasta llegar
al azúcar moreno centrifugado que luego se enviaba por barco hacia el norte
para su posterior refinación. Pero no puedo recordar haber oído nunca a
nadie hablar de la fabricación de azúcar, o preguntarse en voz alta quiénes
eran los consumidores de tanto azúcar. De lo que sí estaban muy
conscientes los habitantes locales era del mercado para el azúcar; aunque la
mitad o más eran iletrados, tenían un vivo y comprensible interés por el
precio mundial del azúcar. Los que tenían la edad suficiente para recordar la
famosa Danza de los Millones en 1919-1920 —cuando el precio del
mercado mundial del azúcar subió a alturas vertiginosas, y luego cayó casi
hasta cero, en una clásica demostración de sobreoferta y especulación
dentro de un mercado capitalista basado en la escasez— tenían clara
conciencia de lo mucho que su destino estaba en manos de unos extranjeros
poderosos y hasta misteriosos.
Cuando regresé a Puerto Rico, dos años más tarde, había leído bastante
historia del Caribe, incluyendo la historia de los cultivos de las
plantaciones. Aprendí que aunque otros productos competían con la caña —
el café, el cacao, el índigo, el tabaco, y otros— ésta los superó a todos en
importancia y duración. En efecto, durante cinco siglos, la producción
mundial de azúcar no ha descendido más que ocasionalmente, durante una
década; quizá la peor caída se produjo con la revolución de Haití, de 1791 a
1803, y la desaparición del mayor productor colonial, e incluso este súbito y
grave desequilibrio se corrigió muy rápidamente. ¡Pero cuán lejano parecía
todo esto del discurso sobre el oro y las almas, los sonsonetes más
familiares de los historiadores (especialmente los historiadores del logro
hispánico) que relatan la saga de la expansión europea en el Nuevo Mundo!
A nadie le interesaba siquiera la educación religiosa de los esclavos
africanos y de los europeos amarrados por contratos leoninos que llegaron
al Caribe con la caña de azúcar y los demás cultivos de plantación (tan
lejano a la cristiandad y el enaltecimiento de los indios, tema de la política
imperial española del que estaban llenos los textos convencionales).
No me detuve a pensar por qué la demanda de azúcar se habría elevado
con tanta rapidez y de forma tan continua durante tantos siglos, ni, tan
siquiera, por qué el dulce podría ser un sabor tan deseable. Supongo que
pensé que las respuestas a estas preguntas eran evidentes por sí mismas: ¿a
quién no le gusta lo dulce? Ahora me parece que mi falta de curiosidad fue
obtusa; estaba tomando la demanda por un hecho. Y no sólo la “demanda”
en el sentido abstracto; la producción mundial de azúcar muestra un alza
más impresionante en su curva de producción que cualquier otro alimento
importante del mercado mundial en el transcurso de varios siglos, y sigue
subiendo. Pero cuando empecé a saber más acerca de la historia del Caribe
y de las relaciones particulares entre los plantadores de las colonias y los
banqueros, empresarios, y distintos grupos de consumidores, comencé a
preguntarme qué era realmente la “demanda”, hasta qué punto podía ser
considerada “natural”, qué significaban palabras como “gusto” y
“preferencia”, o incluso “sabroso”.
Poco después de mi trabajo de campo en Puerto Rico tuve la
oportunidad de pasar un verano de estudio en Jamaica, donde viví en un
pequeño pueblo de las tierras altas que había sido establecido por la
Sociedad de Misioneros Bautistas poco antes de la emancipación, como
hogar para los miembros de la iglesia recién liberados; seguía estando
poblado —casi 125 años más tarde— por los descendientes de aquellos
libertos. Aunque la agricultura de las tierras altas se llevaba a cabo en
general en pequeñas parcelas y no se cultivaban productos comerciales,
desde las encumbradas alturas del pueblo podíamos contemplar el verdor de
la costa norte y los tableros verde brillante de las plantaciones de caña.
Éstas, igual que las plantaciones de la costa sur de Puerto Rico, producían
grandes cantidades de caña para la posterior manufactura de azúcar blanco
granulado; aquí también el refinado final se llevaba a cabo en la metrópolis,
y no en la colonia.
Pero cuando empecé a observar el comercio en pequeña escala en el
bullicioso mercado de un pueblo vecino, vi por primera vez un azúcar
burdo, menos refinado, que se remontaba a siglos atrás, cuando era
producido por las haciendas que se extendían por la costa sur de Puerto
Rico, y que desaparecieron tras la invasión de las gigantescas corporaciones
norteamericanas. Al mercado de Brown Town en St. Ann Parish, Jamaica,
llegaban cada mañana dos carretas tiradas por mulas con un cargamento de
azúcar moreno en “panes” o “pilones”, que producían de la manera
tradicional fabricantes que utilizaban el equipo antiguo para moler y hervir.
Este azúcar, que contenía gran cantidad de melaza (y algunas impurezas), se
endurecía en moldes o conos de cerámica de los que se colaba la melaza,
más líquida, obteniendo así el pilón café oscuro y cristalino. Sólo lo
consumían los jamaiquinos más pobres, en su mayoría campesinos. Por
supuesto, es muy común observar que la gente más pobre de las sociedades
menos desarrolladas es, en muchos aspectos, la más “tradicional”. Un
producto consumido por los pobres, tanto porque están acostumbrados a
ello como porque no tienen otra opción, será ensalzado por los ricos, que
casi nunca lo comen.
Volví a encontrar este azúcar en Haití, unos años más tarde. Ahí también
se producía en pequeñas propiedades, era molido y procesado con
maquinaria antigua, y consumido por los pobres. En Haití, donde casi todo
el mundo es pobre, casi todos consumían ese tipo de azúcar. Los panes de
Haití tenían otra forma: más bien parecían pequeños troncos envueltos en
hojas de plátano, y en creole los llaman rapadou (en español “raspadura”).
Desde entonces he descubierto que ese azúcar existe en gran parte del
mundo, incluida la India, donde probablemente fue producido por primera
vez hace quizá unos dos mil años.
Existen grandes diferencias entre las familias que utilizan la antigua
maquinaria de madera y los calderos de hierro para hervir azúcar y
vendérselo a sus vecinos en pintorescos panes, y la mano de obra y
maquinaria que se utilizan en las plantaciones modernas para producir miles
de toneladas de caña de azúcar (y, más tarde, de azúcar), para exportarla a
otros lugares. Estos contrastes son un rasgo integral de la historia del
Caribe. No se dan solamente entre las islas o entre los distintos periodos
históricos, sino incluso al mismo tiempo, dentro de una misma sociedad
(como es el caso de Jamaica o Haití). La producción de azúcar moreno en
pequeñas cantidades, vestigio de una era social y tecnológica más temprana,
continuará sin duda por tiempo indefinido a pesar de su decreciente
importancia económica, pues posee un sentido cultural y sentimental,
seguramente tanto para los productores como para los consumidores.[1] Las
industrias azucareras del Caribe han cambiado con el tiempo, y en su
evolución a partir de formas anteriores representan periodos interesantes en
la historia de la sociedad moderna.
Como lo mencioné, mi primer trabajo de campo fue en Puerto Rico.
Ésta fue prácticamente mi primera experiencia fuera de Estados Unidos y,
aunque crecí en el campo, representó mi primer encuentro con una
comunidad en la que casi todo el mundo se ganaba la vida con la tierra. No
eran granjeros para los que la producción de bienes agrícolas fuera un
negocio; tampoco eran campesinos, labradores de una tierra que les
perteneciera o que trataran como suya, como una parte de un modo de vida
característico. Eran jornaleros agrícolas que no poseían ni la tierra ni
ninguna propiedad productiva, y que tenían que vender su mano de obra
para comer. Eran asalariados que vivían como obreros de fábricas, que
trabajaban en fábricas en el campo, y prácticamente todo lo que necesitaban
y usaban lo compraban en tiendas. Casi todo lo que se consumía venía de
otra parte: la tela y la ropa, los zapatos, los cuadernos, el arroz, el aceite de
oliva, los materiales de construcción, las medicinas. Casi sin excepción lo
que consumían lo había producido alguna otra gente.
Nuestra relación con la naturaleza ha estado marcada, prácticamente
desde el origen de nuestra especie, por las transformaciones mecánicas
gracias a las cuales los materiales se doblegan para ser utilizados por el
hombre y se vuelven irreconocibles para los que conocen su estado natural.
Hay quienes dirían que son esas transformaciones las que definen nuestro
carácter de seres humanos. Pero la división del trabajo por medio de la cual
se efectúan estas transformaciones puede impartirle un misterio adicional al
proceso técnico. Cuando el lugar de la manufactura y el del uso se
encuentran separados en el tiempo y el espacio, cuando los hacedores y los
usuarios se conocen tan poco entre sí como los mismos procesos de
manufactura y de uso, el misterio se hace más profundo. Una anécdota
servirá de ejemplo.
Mi querido compañero y maestro de trabajo de campo, el difunto
Charles Rosario, estudió la preparatoria en Estados Unidos. Cuando sus
compañeros supieron que venía de Puerto Rico dieron por sentado que su
padre (quien era sociólogo en la Universidad de Puerto Rico) debía ser un
hacendado, es decir, el rico propietario de infinitas hectáreas de tierra
tropical. Le pidieron a Charlie que cuando regresara de la isla, al final del
verano, les trajera algún recuerdo característico de la vida en las
plantaciones; lo que más deseaban, dijeron, era un machete. Ansioso de
complacer a sus amigos, según me dijo, examinó innumerables machetes en
las tiendas de la isla. Pero con asombro descubrió que todos estaban hechos
en Connecticut, en una tienda que quedaba a pocas horas en coche de la
escuela de Nueva Inglaterra a la que asistían él y sus amigos.
A medida que iba interesándome por la historia de la región del Caribe
y sus productos, empecé a saber sobre las plantaciones, que eran su forma
económica más característica y distintiva. Estas plantaciones se crearon en
el Nuevo Mundo en los primeros años del siglo XVI y el trabajo lo
realizaban principalmente esclavos africanos. Habían cambiado mucho,
pero seguían ahí cuando fui por primera vez a Puerto Rico, hace treinta
años; también allí estaban los descendientes de esclavos y, como descubrí
más tarde y pude observarlo en otros lugares, los descendientes de los
trabajadores portugueses, javaneses, chinos e indios que habían sido
contratados, y muchas otras variedades de seres humanos cuyos
antepasados habían sido llevados a la región para cultivar, cortar y moler la
caña de azúcar.
Empecé a unir esta información con mis modestos conocimientos sobre
Europa. ¿Por qué Europa? Porque estas plantaciones isleñas habían sido un
invento europeo, un experimento europeo en ultramar, y en la mayor parte
de los casos (desde el punto de vista de los europeos) habían tenido éxito; la
historia de las sociedades europeas había corrido de cierta manera a la par
con la de la plantación. Uno podía mirar a su alrededor y ver las
plantaciones de caña de azúcar y las haciendas de café, cacao y tabaco, y al
mismo tiempo imaginar a aquellos europeos que habían pensado que era un
negocio prometedor crearlas, invertir en su creación e importar de algún
lado grandes cantidades de gente encadenada para trabajar en ellas. Éstos
eran esclavos o gente que vendía su fuerza de trabajo porque no tenía otra
cosa que vender; que probablemente producirían artículos de los que no
serían los principales consumidores; que consumirían artículos que no
habrían producido, brindando en el proceso utilidades para otros, en otra
parte.
Me parecía que el misterio que acompañaba al hecho de ver, al mismo
tiempo, caña creciendo en los campos y azúcar blanco en mi taza, debía
presentarse también al ver el metal fundido, o mejor aún, el triturador de
mineral de hierro crudo, por un lado, y un par de esposas o grilletes
perfectamente forjados, por el otro. El misterio no era tan sólo el de la
transformación técnica, por impresionante que sea, sino también el misterio
de gente desconocida entre sí a la que se unía a través del tiempo y el
espacio, y no sólo por medio de la política y la economía, sino también por
una peculiar cadena de producción.
Las sustancias tropicales cuya producción observé en Puerto Rico son
alimentos curiosos. La mayoría son estimulantes; algunos son intoxicantes;
el tabaco tiende a suprimir el hambre, mientras que el azúcar provee
calorías notablemente fáciles de digerir, pero no mucho más. De todas estas
sustancias, el azúcar siempre ha sido la más importante. Es el epítome de un
proceso histórico al menos tan antiguo como el empuje de Europa por salir
en busca de nuevos mundos. Espero poder explicar lo que el azúcar nos
revela acerca de un mundo más amplio, pues en él se perpetúa una larga
historia de relaciones cambiantes entre pueblos, sociedades y sustancias.
El estudio del azúcar se remonta a épocas remotas de la historia, incluso
de la historia de Europa.[2] Sin embargo, una gran parte sigue siendo oscura
y hasta enigmática. Aún no queda claro cómo y por qué llegó a ocupar un
lugar tan preponderante entre los pueblos europeos que en otro tiempo
apenas lo conocían. Una única fuente de satisfacción —la sacarosa extraída
de la caña de azúcar— para lo que parece ser un gusto difundido, quizá
hasta universal, por lo dulce, se estableció en las preferencias del gusto
europeo en una época en que el poder, la fuerza militar y la iniciativa
económica de Europa estaban transformando el mundo. Esta fuente
estableció un vínculo entre Europa y muchas áreas coloniales a partir del
siglo XV, y al paso de los años no hizo sino destacar su importancia, por
encima de los cambios políticos. Y, a la inversa, las colonias consumían lo
que las metrópolis producían. El deseo por las sustancias dulces se difundió
y creció de forma constante; se utilizaban muchos productos distintos para
satisfacerlo, y por lo tanto la importancia de la caña de azúcar variaba
ocasionalmente.
Puesto que el azúcar parece satisfacer un deseo específico (y, al hacerlo,
incrementarlo), es necesario comprender qué es lo que hace que funcione la
demanda: cómo y por qué sube, y en qué condiciones. No basta dar por
sentado que todo el mundo tiene un deseo innato por lo dulce, así como no
puede asumirse lo mismo respecto al deseo de comodidades, riqueza o
poder. Para analizar estas cuestiones en un contexto histórico específico,
examinaré la historia del consumo de azúcar en Gran Bretaña,
especialmente en el periodo entre 1650, cuando el azúcar empezó a hacerse
común, y 1900, para cuando ya se había establecido firmemente en la dieta
de toda familia trabajadora. Pero esto requerirá un análisis previo de la
producción de azúcar que culminó en las mesas inglesas con el té, la
mermelada, las galletas, los pasteles y los dulces. Puesto que no sabemos
con precisión cómo se introdujo el azúcar en grandes segmentos de la
población nacional de Gran Bretaña —a qué ritmo, por qué medios, o
exactamente en qué condiciones— es imposible evitar cierta especulación.
Pero sin embargo se puede saber de qué manera ciertas personas y grupos
no familiarizados con el azúcar (y otros productos alimenticios de reciente
importación) se convirtieron gradualmente en usuarios e incluso, con
bastante rapidez, en usuarios cotidianos. De hecho hay firmes evidencias de
que muchos consumidores, con el paso del tiempo, hubiesen tomado más
azúcar de haber podido conseguirlo, mientras que los que ya lo consumían
de manera regular se resistían a reducir o eliminar su uso. Puesto que la
antropología estudia por qué la gente conserva empecinadamente prácticas
del pasado, aun bajo fuertes presiones negativas, pero repudia sin problema
otras conductas para actuar de forma diferente, estos materiales arrojan luz
sobre las circunstancias históricas desde una perspectiva algo distinta a la
del historiador. Aunque no puedo contestar muchas de las preguntas que
haría un historiador frente a estos datos, sugiero que los antropólogos se
pregunten (y traten de contestar) algunas otras.
La antropología social o cultural ha construido su reputación profesional
a partir del estudio de pueblos no occidentales, que conforman sociedades
numéricamente pequeñas, que no practican las llamadas grandes religiones,
y cuyo repertorio tecnológico es modesto; en pocas palabras, el estudio de
lo que se ha dado en llamar sociedades “primitivas”. El hecho de que la
mayor parte de los antropólogos no hayamos llevado a cabo estos estudios
no ha debilitado la creencia general de que la fuerza de la antropología
como disciplina proviene del conocimiento de sociedades cuyos miembros
se comportan de una manera lo bastante distinta de la nuestra, y que sin
embargo se basan en principios lo bastante similares a los nuestros, como
para permitirnos documentar la maravillosa variabilidad de las costumbres
humanas al mismo tiempo que reconocemos la unidad esencial e
inquebrantable de la especie. Esta idea tiene mucho de bueno; al menos,
coincido con ella. Pero, desafortunadamente, ha llevado a los antropólogos
del pasado a ignorar de manera deliberada cualquier sociedad que de alguna
forma no parezca calificar como “primitiva”, e incluso, en ocasiones, a
pasar por alto información que precisaba que la sociedad estudiada no era
tan primitiva (o aislada) como le hubiera gustado al antropólogo. Esto
último no es tanto una franca supresión de datos como una incapacidad o
renuencia a tomar en cuenta estos datos desde el punto de vista teórico. Es
fácil criticar a los predecesores. ¿Pero cómo puede uno evitar comparar las
precisas instrucciones de Malinowski sobre cómo conocer el punto de vista
de los nativos evitando entrar en contacto con otros europeos durante el
trabajo de campo,[3] con su comentario incidental de que esos mismos
nativos habían aprendido a jugar al cricket en las escuelas de las misiones
años antes de que él comenzara sus investigaciones? Es cierto que
Malinowski nunca negó la presencia de otros europeos, o de la influencia
europea; de hecho, llegó incluso a reprocharse por haber ignorado con
demasiado esmero la presencia europea, y consideró que ésa era su mayor
deficiencia. Pero en gran parte de su trabajo prestó poca atención a
Occidente en todos sus aspectos y presentó un presunto carácter primitivo
prístino observado con serenidad por el antropólogo convertido en héroe.
Este contraste curioso —aborígenes impolutos por un lado y niños que
cantan himnos en las misiones, por el otro— no es un caso aislado. Por
alguna extraña prestidigitación una monografía antropológica tras otra hace
desaparecer toda señal del presente. Este acto de magia es una carga para
los que sienten la necesidad de representarlo; quienes no la sentimos
deberíamos plantearnos mucho más a fondo qué es lo que tienen que
estudiar los antropólogos.
Muchos de los más distinguidos antropólogos contemporáneos han
dirigido su atención a las llamadas sociedades modernas u occidentales,
pero tanto ellos como todos los demás parecemos querer mantener la ilusión
de la más absoluta pureza. Incluso aquellos de nosotros que han estudiado
las sociedades no primitivas parecen ávidos de perpetuar la idea de que la
fuerza de la profesión fluye de nuestro dominio de lo primitivo, más que del
estudio del cambio, o de la transformación en “modernos”. Por eso el
tránsito hacia una antropología de la vida moderna ha sido bastante
titubeante, y ha tratado de justificarse concentrándose en enclaves
marginales o poco comunes de la sociedad. Grupos étnicos, ocupaciones
exóticas, elementos criminales, la vida de los “marginados”, etc. Claro que
esto ha tenido su lado positivo. Pero la inferencia incómoda es que estos
grupos son los que más se aproximan a la noción antropológica de los
primitivos.
En este libro es imposible escapar a la cualidad prosaica del tema: ¿qué
podría ser menos “antropológico” que el examen histórico de un alimento
que adorna toda mesa moderna? Y sin embargo la antropología de estas
sustancias tan hogareñas y cotidianas puede ayudarnos a aclarar cómo
cambia el mundo de lo que era a lo que puede llegar a ser, y cómo al mismo
tiempo logra seguir siendo igual en muchos aspectos.
Supongamos que vale la pena tratar de configurar una antropología del
presente, y que al hacerlo tenemos que estudiar sociedades a las que les
faltan los rasgos convencionalmente asociados con las denominadas
primitivas. Aun así tendríamos que seguir tomando en cuenta las
instituciones que tanto aprecian los antropólogos —el parentesco, la
familia, el matrimonio, los ritos de pasaje— y descifrar las divisiones
básicas en las que la gente se separa y se agrupa. Seguiríamos intentando
saber más acerca de menos gente que menos acerca de más gente. Creo que
seguiríamos dando importancia al trabajo de campo, y valoraríamos lo que
dicen, anhelan y hacen los informantes. Por supuesto, tendría que ser una
clase distinta de antropología. Tal como lo ha sugerido el antropólogo
Robert Adams, los antropólogos ya no podrán invocar la “objetividad”
científica para protegerse de las implicaciones políticas de sus hallazgos si
los sujetos de investigación son ciudadanos comunes, más pobres o menos
influyentes que ellos.[4] Y esta nueva antropología todavía no existe del
todo. El presente libro, cuya naturaleza es principalmente histórica, aspira a
dar un paso en esa dirección. Mi argumento es que la historia social del uso
de nuevos alimentos en una nación occidental puede contribuir a la
antropología de la vida moderna. Por supuesto que sería inmensamente
satisfactorio que treinta años de cavilar sobre el azúcar dieran por resultado
algún lineamiento bien definido, la solución de un enigma o de una
contradicción, y quizás hasta un descubrimiento. Pero no estoy muy seguro.
Este libro se ha ido escribiendo solo; he observado el proceso, con la
esperanza de descubrir algo que todavía no supiera.
Los nutriólogos pueden construir dietas para nuestra especie con base en la
mejor información científica disponible, pero no existe una guía infalible
para saber cuál es el mejor alimento para el ser humano. Parecemos capaces
de comer (y disfrutar) casi cualquier cosa que no sea inmediatamente
tóxica. Los estudios transculturales sobre preferencias alimentarias revelan
de manera elocuente que los universos que los grupos humanos tratan de
forma natural como sus “ambientes naturales” son claramente universos
sociales, de construcción simbólica. El “buen alimento”, al igual que el
buen clima, el buen cónyuge o la vida plena, es una cuestión social, no
biológica. Tal como lo sugirió Lévi-Strauss hace mucho tiempo, lo bueno
para comer debe ser antes bueno para pensar.
Si observamos toda la gama de la evolución cultural humana y nos
concentramos en el último “minuto” del tiempo geológico, en el que se
produce la domesticación de las plantas y los animales, podemos ver que
casi todos los seres humanos han sido miembros de sociedades en las que
un alimento vegetal en particular era “bueno”. Puesto que la domesticación
de las plantas y el cultivo deliberado aumentaron de manera considerable la
estabilidad de la provisión de alimento y, en consecuencia, de la población
humana misma, la mayoría de nosotros y nuestros antepasados, en estos
últimos diez o doce mil años, hemos subsistido primordialmente con algún
tipo de alimento vegetal.[5]
La mayoría de las grandes civilizaciones sedentarias —y muchas de las
pequeñas— se han consolidado gracias al cultivo de determinado
carbohidrato complejo en particular, como el maíz, las papas, el arroz, el
mijo o el trigo. En estas sociedades basadas en la fécula, a menudo pero no
siempre hortícolas o agrícolas, la gente se nutre por su conversión corporal
de los carbohidratos complejos, sean granos o tubérculos, en azúcares
corporales. También se consumen otros alimentos vegetales, aceites, carne,
pescado, aves, frutas, nueces y condimentos —muchos de cuyos
componentes son nutricionalmente esenciales—, pero los usuarios los
consideran como una adición secundaria, aunque necesaria, al almidón
principal. Esta unión de un carbohidrato complejo y un suplemento que
aporta sabor es un rasgo fundamental de la dieta humana —no de todas las
dietas humanas, pero sin duda de tantas a lo largo de nuestra historia como
para servir de base a generalizaciones importantes.
En sus monografías sobre un grupo meridional llamado bemba, Audrey
Richards ha hecho una esclarecedora descripción de cómo un almidón
predilecto puede ser la base nutricional de toda una cultura.
Para nosotros requiere un verdadero esfuerzo de imaginación visualizar
una sociedad en la que el alimento tiene tanta importancia, desde tantos
puntos de vista, pero este esfuerzo es necesario si queremos comprender el
trasfondo emocional de las ideas de los bemba en materia de dieta.
Para los bemba cada comida, para ser satisfactoria, debe estar
compuesta por dos elementos: un potaje espeso (ubwali) hecho de mijo, y el
condimento (umunani) de verduras, carne o pescado que se come con él…
Ubwali se traduce en general como “potaje”, pero no es exacto. El agua
caliente y la harina de mijo se mezclan en proporciones de 3 a 2 para hacer
el ubwali y esto produce una masa sólida con la consistencia de la plastilina
y muy poco parecida a lo que conocemos como potaje. Para comer ubwali,
se toman con la mano trozos con los que se forman bolitas que se mojan en
el condimento y se tragan enteras.
Ya se había dicho que el mijo es el ingrediente principal de la dieta
bemba, pero al europeo, acostumbrado a una gran variedad de alimentos, le
cuesta realmente darse cuenta de lo que un “cultivo principal” puede
significar para un pueblo primitivo. Para los bemba el potaje de mijo no
sólo es necesario, sino que es el único ingrediente de su dieta al que se
considera realmente como comida… He visto a los nativos comer el grano
tostado de cuatro o cinco mazorcas de maíz tan sólo para oírlos gritar
después a sus compañeros: “Ay, nos estamos muriendo de hambre. No
hemos probado bocado en todo el día…”.
A los ojos de los nativos, la importancia del potaje de mijo se refleja
constantemente en la expresión y el ritual tradicionales. En los proverbios y
relatos folclóricos el ubwali representa la comida misma. Al discutir sus
obligaciones de parentesco un nativo dice: “¿Cómo puede un hombre
negarse a ayudar al hermano de su madre, que le ha dado ubwali todos estos
años?”, o: “¿Acaso no es su hijo? ¿Cómo puede ella negarse a prepararle
ubwali?”.
Pero el nativo, al mismo tiempo que declara que no puede vivir sin
ubwali, afirma también que no puede comérselo sin un condimento
(umunani), generalmente un guisado aguado…
El término umunani se aplica a los guisados —carne, pescado, orugas,
saltamontes, hormigas, verduras (silvestres y cultivadas), hongos, etc.—
que se preparan para comer con el potaje. Las funciones del condimento son
dos: en primer lugar, hacer que el ubwali sea más fácil de tragar, y en
segundo lugar, darle sabor. Una bola de potaje es viscosa y arenosa, esto
último no sólo por la harina de la que está hecha sino por las materias
extrañas con las que se mezcla en el mortero. Necesita una capa de algo
resbaloso para que se deslice por la garganta. Al mojar el potaje en un
guisado aguado resulta más fácil tragarlo. Es así como el uso del umunani,
que a los ojos del europeo añade valiosos componentes a la dieta, es
justificado por los nativos sobre la base de que supera la mera dificultad
mecánica de lograr que la comida baje por la garganta… Los mismos
bemba explican que la salsa no es comida…
Evita que la comida “regrese”. Los guisados de carne y vegetales se
cocinan siempre que es posible con sal, y no hay duda de que para los
nativos una función adicional del aderezo es que le da sabor al potaje y
reduce la monotonía de la dieta. La salsa de cacahuates también se aprecia
por su capacidad de realzar el sabor de una serie de guisados distintos como
el de hongos, orugas, etcétera.
Por lo general sólo se come un guisado por comida. A los bemba no les
gusta mezclar sus alimentos y desprecian el hábito europeo de ingerir una
comida compuesta por dos o tres tipos de platillos. A este hábito lo
denominan ukusobelenkaya, y uno de ellos dijo: “Es como un pájaro que
picotea aquí y allá, o como un niño que va picando por aquí y por allá
durante todo el día”.[6]
El cuadro que nos presenta Richards es sorprendentemente común, en
sus rasgos más generales, en todo el mundo. La gente subsiste sobre la base
de un carbohidrato complejo principal, generalmente un grano o un
tubérculo, en torno del cual construyen su vida. El calendario de
crecimiento de aquél coincide con el calendario anual de éstos; las
necesidades de aquél son, de formas a veces curiosas, las necesidades de
éstos. El cultivo proporciona la materia prima a través de la cual se expresa
gran parte del significado de la vida. Su carácter, sus nombres, sus sabores y
texturas distintos, las dificultades asociadas con su cultivo, su historia,
mítica o no, se proyectan en los asuntos humanos de un pueblo que
considera lo que come como el alimento básico, como la definición del
alimento.
Pero un alimento único también puede resultar aburrido. La gente que crece
en una cultura centrada en la fécula puede sentir que en realidad no ha
comido a menos de que haya ingerido ubwali (tortillas, arroz, papas, pan,
taro, camotes, tortas de yuca… lo que sea), pero también sentirá que no es
suficiente a menos que vaya acompañado de umunani. No queda muy claro
por qué sucede así, pero una y otra vez el lugar central que ocupan los
carbohidratos complejos se ve acompañado por su periferia contrastante.
Elisabeth y Paul Rozin llaman “principio de sabor” a un aspecto de este
patrón estructural común, y han elaborado listas de sabores regionales
distintivos, como el nuoc mam del sureste de Asia, los chiles (Capsicum) de
México, el oeste del África y partes de la India y de China, el sofrito de
algunos latinoamericanos prehispánicos, etc.[7] Pero ya se trate del aderezo
que comen los bemba para proporcionar sabor y hacer que su fécula sea
más fácil de tragar, de los chiles que dan vida a una dieta de atole y tortillas
de maíz; o del pescado y las pastas de frijol y de soya del Lejano Oriente
que acompañan el arroz y el mijo, estos sabores suplementarios cobran
importancia porque hacen que la ingestión de las féculas básicas se vuelva
más interesante. También proveen elementos dietéticos importantes, a
menudo esenciales, pero ésta nunca parece ser la razón que la gente da para
comerlos.
Incluso en las dietas en las que parece estar disponible una gama más
amplia de posibilidades alimentarias se distingue a menudo una relación
general entre el “centro” y la “periferia”. La broma irlandesa acerca de las
“papas y apunto” —antes de comerse su papa, uno apunta hacia un pedazo
de puerco salado colgado sobre la mesa— es suficientemente clara.
Asimismo son bien conocidos los hábitos de los pueblos consumidores de
pan, que usan grasas y sal para darle sabor a las grandes cantidades de pan
que comen con regularidad. (Una combinación común en Europa oriental
solía ser pan negro, grasa de pollo, ajo crudo y sal. Hay docenas de
variaciones locales). La pasta se come con salsa, porque hasta la salsa más
modesta transforma una comida monótona en un banquete. La harina de
maíz, el cuscús, el trigo sarraceno, el mijo, la yuca… casi no importa de qué
se trate (aunque, por supuesto, para aquéllos cuya dieta se construye en
torno a ese producto, la importancia es enorme): los sabores suplementarios
redondean la dieta, la realzan y le dan un carácter variable.
Por lo general estos suplementos no se consumen en grandes cantidades
—casi nunca en la misma cantidad que las féculas— y a la gente que los
come con regularidad la idea de hacerlo podría parecerle nauseabunda. Sus
sabores y texturas suelen contrastar marcadamente con la textura tersa,
granulosa, crujiente, elástica, insípida o seca de la fécula cocida, pero
suelen ser sustancias que pueden mezclarse y comerse junto con la fécula:
le “quedan” bien. Por lo común, son preparaciones líquidas o semilíquidas,
solubles o que se deshacen al comerlas, a menudo aceitosas. Bastan
pequeñas cantidades de estos suplementos para cambiar el carácter de
grandes cantidades de líquido, sobre todo si poseen un sabor fuerte o
contrastante y se sirven calientes, como las salsas, que se vierten sobre las
féculas o en las que remojan éstas.
La comida suplementaria suele contener ingredientes que han sido
secados al sol, fermentados, curados, ahumados, salados, semipodridos, o
cuyo estado natural se ha alterado de alguna otra forma. De ese modo
contrastan también de manera “procesual” con el almidón principal.
Muchas de las féculas principales sólo tienen que limpiarse y cocerse para
poder comerlas.
Estas guarniciones no tienen que ser pescados, carnes, aves o insectos;
se trata a menudo de hierbas como berros, cebollines, menta o algas
(amargas, agrias, picantes, gomosas o viscosas); líquenes, champiñones y
otros hongos (amargos, enmohecidos, quebradizos, “fríos”); especias secas
(agridulces, amargas, “calientes”, aromáticas); o ciertas frutas frescas o en
conserva (agrias, dulces, jugosas, fibrosas, duras). Puesto que pueden picar,
quemar, intensificar la sed, estimular la salivación, causar ruptura o
irritación de las membranas mucosas, ser amargas, agrias, saladas o dulces,
por lo general poseen un sabor (y probablemente un olor) muy distinto al de
la fécula, y no cabe duda de que aumentan el consumo del alimento central.
En los últimos dos o tres siglos sociedades enteras —y ya no, como
antes, segmentos diminutos, privilegiados y elevados de las sociedades más
antiguas y jerarquizadas— parecen haber comenzado a poner fin a estos
patrones. En estos casos nuevos y poco frecuentes —Estados Unidos sería
uno de ellos— los carbohidratos complejos declinan como parte central de
la dieta, que se compone ahora mayormente de carne (incluyendo pescado y
aves), toda clases de grasas, y azúcares (carbohidratos simples). Estas
adaptaciones recientes, que suelen requerir un gran insumo de calorías por
cada caloría producida,[8] contrastan con las sociedades arcaicas de los
cazado-res/pescadores/recolectores. En su propia forma, Estados Unidos,
Argentina y Australia-Nueva Zelanda son tan extraordinarios desde el punto
de vista nutricional como los esquimales, los tlingit o los masái.[9]
Sería superfluo señalar que los complejos alimentarios más antiguos
conllevaban importantes cargas simbólicas. Lo que la gente come expresa
quién y qué es, para sí misma y para los demás. La congruencia de los
patrones dietéticos y sus sociedades revela la manera en que se sostienen las
formas culturales por la actividad constante de los que “acarrean” esas
formas, cuyos comportamientos las actualizan y las encarnan. Dada la
asombrosa capacidad de los seres humanos para cambiar y de las
sociedades para transformarse, hay que tratar de imaginarse, sin embargo,
lo que implicaría convertir a los mexicanos en consumidores de pan negro,
a los rusos en consumidores de maíz, a los chinos en consumidores de
cazabe. Es importante notar que los cambios radicales en las dietas en los
últimos trescientos años se han logrado en gran medida por presiones
revolucionarias del procesamiento y el consumo, así como añadiendo
nuevos alimentos, en vez de limitarse a reducir los antiguos. De cualquier
forma, las transformaciones de la dieta implican alteraciones profundas de
la autoimagen de la gente, de sus ideas sobre los valores contrastantes de la
tradición y el cambio, de la trama de su vida social cotidiana.
El carácter de la dieta inglesa en la época en la que el azúcar llegó a ser
conocido por los ingleses —conocido y luego deseado— es relevante para
nuestra historia. Pues durante el periodo en el que empezaba a conocerse a
nivel mundial la mayoría de la gente en Inglaterra y en otras partes se
esforzaba por estabilizar su dieta en torno a cantidades adecuadas de fécula
(bajo la forma de trigo u otros granos), no para ampliarla. Lo más
interesante del panorama inglés es lo poco que se diferenciaba de los
hábitos de comida y nutrición del resto del mundo. Hace apenas un siglo la
dieta que combinaba una sola fécula suplementada con una variedad de
otros alimentos, y la posibilidad constante del hambre generalizada —a
veces de la hambruna— hubiera caracterizado a cerca del 85% de la
población mundial. Hoy en día esta perspectiva se aplica a gran parte de
Asia, África y Latinoamérica, y el patrón del “centralismo” de una fécula
sigue siendo típico de quizá tres cuartas partes de la población mundial.
En 1650 los habitantes de lo que se convertiría en el Reino Unido
también tenían una dieta basada en una fécula. En un solo siglo empezaron
a desplazarse hacia un patrón que desde entonces ha sido adoptado por
muchas otras sociedades. Esta transformación ejemplifica una clase de
modernización. Pero no fue simplemente consecuencia de otros cambios,
más importantes; de hecho, en cierto sentido, puede haber sido lo contrario.
Éstas y otras transformaciones parecidas en la dieta facilitaron en gran
medida otros cambios más fundamentales en la sociedad británica. En otras
palabras, la pregunta ya no es sólo cómo se convirtieron los ingleses en
consumidores de azúcar, sino qué significó esto para la subsecuente
transformación de su sociedad.
Si nos preguntamos, de forma similar, qué significaba el azúcar para el
pueblo del Reino Unido cuando se convirtió en parte fija y (a sus ojos)
esencial de su dieta, la respuesta depende en cierta medida de la función del
azúcar mismo, de su significado para ellos. En este caso el “significado” no
ha de ser simplemente “leído” o “descifrado”, sino que surge de las
aplicaciones culturales a las que se prestó el azúcar mismo, de los usos para
los que se lo empleó. El significado es, en breve, la consecuencia de la
actividad. Esto no quiere decir que la cultura sea sólo comportamiento, o
pueda reducirse a él. Pero no preguntarnos cómo se plasma el significado en
el comportamiento, leer el producto sin la producción, es volver a ignorar la
historia. La cultura debe ser comprendida “no sólo como producto sino
también como producción, no sólo como socialmente constituida sino
también como socialmente constituyente”.[10] Se decodifica el proceso de
codificación, y no sólo el código mismo.
Los investigadores que trabajan con bebés en Estados Unidos han llegado a
la conclusión de que existe un gusto innato en el ser humano por los sabores
dulces, que surge “en una etapa muy temprana del desarrollo y es
relativamente independiente de la experiencia”.[11] Aunque los datos de los
estudios transculturales son inadecuados para sostener esa afirmación, la
predilección por lo dulce parece tan difundida que resulta difícil no hacer la
inferencia de que hay alguna predisposición innata. El nutriólogo Norge
Jerome ha reunido información que demuestra que los alimentos ricos en
sacarosa forman parte de las experiencias de aculturación tempranas de los
pueblos no occidentales en muchas áreas del mundo, y parece haber poca o
ninguna resistencia ante esos artículos. Quizá sea importante hacer notar
que el azúcar y los alimentos azucarados se difunden comúnmente con
estimulantes, sobre todo en bebidas. Puede haber alguna sinergia
involucrada en el aprendizaje ingestivo del nuevo usuario: hasta la fecha, no
ha habido informe de ningún grupo con una tradición que no incluya el
azúcar que rechace la introducción de la leche condensada azucarada, las
bebidas dulces, las golosinas, los pasteles, los dulces u otros productos
alimenticios dulces. De hecho, un estudio reciente sobre la intolerancia a la
sacarosa entre los esquimales del norte de Alaska reveló que los individuos
que la presentaban seguían consumiéndola a pesar de los malestares
asociados con los productos que ingerían.[12]
Muchos especialistas han promovido la tesis de que la sensibilidad de
los mamíferos hacia lo dulce se desarrolló porque durante miles de años fue
un sabor que sirvió para indicar al organismo que un alimento era
comestible.[13] La evolución de los homínidos a partir de antepasados
primates arbóreos, consumidores de frutas, hace a esta tesis particularmente
convincente y ha alentado a algunos estudiosos del problema a llevarlo a
sus conclusiones lógicas:
… los ambientes menos naturales pueden a veces proporcionar la mejor evidencia acerca de la
naturaleza humana… los pueblos occidentales consumen enormes cantidades de azúcar
refinado per cápita porque, para la mayoría de la gente, los alimentos muy dulces saben muy
bien. La existencia del gusto humano por lo dulce puede explicarse, en última instancia, como
una adaptación de los pueblos ancestrales a preferir la fruta más madura, y por lo tanto la más
dulce. En otras palabras, las presiones selectivas de épocas pasadas se revelan de la forma más
asombrosa por el estímulo artificial, supranormal, del azúcar refinado, a pesar de la evidencia
de que consumir azúcar refinado es inadaptativo.[14]
En… una serie de experimentos, el sistema de plantación, que ahora combinaba esclavos
africanos bajo la autoridad de colonos europeos en una sociedad racialmente mixta que
producía caña de azúcar y otros cultivos comerciales, se extendió a medida que una isla tras
otra [las islas Madeira, incluyendo Madeira, La Palma y Hierro; las islas Canarias, incluyendo
Tenerife, Gran Canaria y Fuerteventura; las nueve islas dispersas que componen las Azores;
las islas de Cabo Verde, que incluyen Boa Vista, Sto. Antão y São Tiago; São Tomé y
Príncipe; etc.] iban siendo integradas como parte del reino en expansión. Las plantaciones de
caña sólo prosperaron en algunas de las islas… Pero en su conjunto, la caña de azúcar y la
plantación le permitieron al gobierno de Portugal, cuando se abocó a la política de expansión
basada en el comercio, instalar en las islas, a expensas de ciudadanos privados, bases que le
dieron el control del Atlántico sur e hicieron posible la circunnavegación de África y el
comercio en el Oriente.[27]
Había estrechos vínculos entre los experimentos portugueses de las islas del
Atlántico, especialmente São Tomé, y los centros europeos occidentales con
poder comercial y técnico, sobre todo Amberes.[28] Es muy significativo
que a partir del siglo XIII el centro de refinamiento para el azúcar europeo
fuera Amberes, seguido más tarde por otras grandes ciudades portuarias
como Bristol, Burdeos e incluso Londres. El control del producto final pasó
a manos europeas, —pero, y esto debe subrayarse— no a las de los mismos
europeos (en este caso, los portugueses) que fueron pioneros de la
producción de azúcar en ultramar. Otra causa de crecimiento fue la mayor
diferenciación de los tipos de azúcar, que coincidió con la diferenciación en
la demanda. Se amplió el léxico descriptivo para los tipos de azúcar, a
medida que los europeos iban familiarizándose con más variedades.[29]
Para entonces el azúcar se conocía en toda Europa occidental, aunque
seguía siendo un producto de lujo, más que un artículo común o necesario.
Ya no era un producto tan preciado como el almizcle o las perlas, que se
mandaban a las cortes europeas a través de países intermediarios y de
mercaderes de bienes suntuarios; se estaba convirtiendo en una materia
prima cuyo suministro y refinamiento eran administrados cada vez más por
los poderes europeos, a medida que la población europea lo consumía en
cantidades cada vez mayores. La diferenciación política de los estados
occidentales interesados en el azúcar se dio de forma acelerada a partir del
siglo XV. Su papel en las políticas nacionales sirvió de indicador, a un grado
sorprendente, del futuro político, y quizá hasta ejerció cierta influencia.
Los experimentos de Portugal y España con el azúcar en las islas del
Atlántico tuvieron muchas semejanzas, aunque más tarde divergieron
fuertemente. En el siglo XV ambos poderes buscaron sitios favorables para
la producción de azúcar: mientras Portugal tomó São Tomé y otras islas,
España capturó las Canarias. Después de 1450, aproximadamente, Madeira
era el principal abastecedor, seguido por São Tomé; hacia 1500, las islas
Canarias también se habían vuelto importantes,[30] y ambos poderes
experimentaron una demanda creciente de azúcar (sugerida, por ejemplo,
por los relatos domésticos de Isabel la Católica, reina de Castilla desde
1471 hasta 1504).
Las industrias azucareras de las islas españolas y portuguesas del
Atlántico se caracterizaban por su mano de obra esclava, tradición
supuestamente transferida de las plantaciones azucareras mediterráneas de
los árabes y los cruzados. Pero el estudioso español Fernández-Armesto nos
dice que lo asombroso de la industria canaria era su uso de mano de obra
esclava y libre, combinación que se parecía más al innovador sistema de
trabajo mixto de una época más tardía: las plantaciones inglesas y francesas
del Caribe en el siglo XVII, en las que los trabajadores esclavos y los
contratados trabajarían juntos, codo a codo. Los esclavos eran
decididamente importantes, quizá cruciales; pero en realidad una cantidad
sustancial del trabajo la realizaban trabajadores asalariados, algunos de
ellos especialistas, otros jornaleros, a los que se les pagaba una parte en
especie. Probablemente este sistema no era tan atípico como parece. Pero es
cierto que los asalariados apenas figuran en la historia del azúcar entre la
fase de las islas del Atlántico y la época de la revolución y la emancipación
en el Nuevo Mundo, desde el inicio de la revolución haitiana hasta la
emancipación de Brasil. “El sistema de las Canarias —nos dice Fernández-
Armesto— evoca mucho más los métodos del Viejo Mundo, y el reparto
equitativo del producto entre los dueños y los trabajadores es más parecido
a la labranza a mezzadria [mediería], que se desarrolló en la Italia del norte
de finales del medievo y se practica aún hoy en día en algunos lugares”.[31]
Su Majestad, y el Parlamento, si lo desean, tienen el poder, al quitar todas las cargas del
azúcar, de convertirlo más en un producto inglés de lo que los arenques blancos son un
producto holandés; y sacar con ello mayor provecho para el Reino de lo que los holandeses
logran con lo otro; y en consecuencia todas las plantaciones de otras naciones deben volverse
insignificantes o desaparecer en pocos años.[45]
1. El mayor consumo de azúcar lo hacen ellos mismos [los legisladores del Parlamento] y el
resto de la gente rica y opulenta de la nación.
2. La cantidad producida cada año no es menor a 45 mil barricas [probablemente se refiere
a todas las clases de azúcar producidas en las colonias británicas en esa época, alrededor de
1690].
3. La mitad de ello se consume en Inglaterra, y equivale en valor a 800 mil libras
esterlinas, aproximadamente. La otra mitad se exporta y después de haber empleado marinos,
se vende por otro tanto, y en consecuencia trae de vuelta a la nación en dinero, o bienes de
provecho, 800 mil libras. A ello hay que añadir que antes de que las distintas clases de azúcar
se produjeran en nuestras colonias, su precio era cuatro veces el que tiene ahora; y por el
mismo consumo al mismo precio, salvo que lo hacemos nosotros mismos, tendríamos que dar
en dinero o en el valor del dinero, como productos y mano de obra nativos, 240 mil libras por
el azúcar que consumimos.
… si pudieran conseguir con facilidad negros de Guinea, cada uno de los cuales consume al
año dos azadones para amontonar, dos azadones para desyerbar, dos escardas, aparte de
hachas, sierras, barrenas, clavos y otras herramientas de hierro y materiales, que se emplean
para construir y otros usos, por un valor de al menos 120 mil libras tan sólo en material de
hierro. Las telas, armas, cuerdas, anclas, velas y materiales de navegación, aparte de las camas
y otros artículos para el hogar, consumidos y utilizados por ellos, son infinitos: el beneficio
que traerían para el Reino no puede explicarse de forma suficiente, por lo tanto, digamos, en
pocas palabras, que el producto y el consumo, con el flete con el que también proveen empleo,
es de un beneficio infinitamente mayor para la riqueza, el honor y la fuerza de la nación que el
que darían cuatro veces más manos, por mejor empleadas que puedan estar en Inglaterra.[47]
Podemos ver que los ingleses entendían bien las ventajas de tener sus
propias colonias productoras de azúcar, y que también comprendían cada
vez mejor el creciente potencial del mercado inglés del azúcar. Por lo tanto,
no es sorprendente que en los siguientes siglos la producción de artículos
tropicales en las colonias se vinculara cada vez más con el consumo
británico, y con la producción de las tiendas y las fábricas británicas. La
producción y el consumo —al menos con respecto al producto que estamos
considerando aquí— no eran simplemente las dos caras opuestas de una
misma moneda, sino que estaban estrechamente imbricadas; es difícil
imaginar a la una sin la otra.
Ciento cincuenta años después de que Thomas hablara con entusiasmo
acerca del azúcar y su comercio, otro inglés escribió esclarecedoramente
acerca de las colonias y sus productos:
Existe una clase de comunidades de comercio y de exportación sobre la que hacen falta
algunas palabras de explicación —escribió John Stuart Mill.
Difícilmente pueden considerarse como países que llevan a cabo un intercambio de
artículos con otros países, sino más propiamente como remotas propiedades agrícolas o
manufactureras que pertenecen a una comunidad más amplia. Nuestras colonias de las
Antillas, por ejemplo, no pueden ser vistas como países con un capital productivo propio…
[sino que son, más bien,] el lugar donde a Inglaterra le conviene desarrollar la producción de
azúcar, café y algunos otros artículos tropicales. Todo el capital que se emplea es inglés; casi
toda la industria se lleva a cabo para usos ingleses; hay poca producción de cualquier cosa que
no sean materias primas, y éstas se envían a Inglaterra, no para ser intercambiadas por cosas
que se exporten a la colonia y sean consumidas por sus habitantes, sino para ser vendidas en
Inglaterra en beneficio de sus dueños, que ahí radican. El comercio con las Antillas
difícilmente puede considerarse como un comercio externo; más bien se parece al tráfico entre
la ciudad y el campo.[49]
Se puede suponer que las riquezas fluían con menor abundancia aún sobre
los esclavos y los sirvientes.
El siglo XVII fue preindustrial; y la idea de que pudiera haber existido
una “industria” en la plantación colonial antes de que existiera en el
continente puede parecer una herejía. En primer lugar, se la concibe como
preeminentemente agrícola porque era una empresa colonial trabajada sobre
todo por mano de obra forzada, más que libre. En segundo lugar, producía
un alimento consumible, más que textiles, por ejemplo, o herramientas, o
cualquier otro producto manufacturado no alimenticio. Por último, los
especialistas interesados en la historia de la industria occidental empezaron
—de forma bastante predecible— por estudiar a los artesanos y artífices de
Europa y la subsecuente apertura de talleres, más que los proyectos de
ultramar. De ello se desprendió naturalmente que las plantaciones fueran
consideradas como productos derivados del esfuerzo europeo, antes que
como una parte integral de la evolución del taller a la fábrica. Pero no queda
claro por qué estas ideas preconcebidas interfirieron en el reconocimiento
de los aspectos industriales del desarrollo de las plantaciones. Puede parecer
que se ve al revés a Occidente si se encuentran sus fábricas en otra parte en
una época tan temprana. Pero la plantación de caña de azúcar va siendo
gradualmente reconocida como una combinación poco usual de formas
agrícolas e industriales, y creo que puede haber sido la forma típica del
siglo XVII más cercana a la industria.
Curiosamente, los historiadores también le han prestado poca atención a
la envergadura de las empresas de plantación. Los plantadores del Caribe
británico eran sin duda empresarios de gran escala para su época: una
“combinación de cultivadores-fabricantes” con una fuerza de trabajo de
unas cien personas podía cultivar 32 hectáreas de caña y esperar una
producción de 80 toneladas de azúcar después de la zafra. Para hacer el
azúcar hacían falta uno o dos trapiches, un taller de hervido para limpiar y
reducir el jugo, un taller de curado para colar la melaza y secar los pilones
de azúcar, una destilería para hacer el ron, una bodega para guardar el
azúcar crudo para el embarque, lo que representaba una inversión de miles
de libras esterlinas.[55]
El ambiente subtropical de la plantación exigía que los plantadores
ajustaran sus planes de producción a temporadas completamente diferentes
de las de climas templados. La cosecha tardaba hasta un año y medio en
madurar, de tal manera que los programas estacionales de plantación y
cosecha eran complicados y nuevos para los ingleses. En Barbados los
plantadores ingleses dividieron muy pronto sus plantaciones en porciones
iguales de unas cuatro hectáreas para poder plantarlas y cosecharlas en
secuencia, asegurando un flujo continuo de caña hacia el trapiche.
Hervir y “golpear” —transferir el líquido y detener su hervor cuando
estaba listo— requería una gran habilidad, y los hervidores de azúcar eran
artesanos que trabajaban en condiciones difíciles. El calor y el ruido eran
sobrecogedores, se corría un gran peligro, y el tiempo era esencial en todo
el proceso, desde el momento en que la caña estaba a punto para ser cortada
hasta que el producto semicristalino se vertía para colarlo y dejarlo secar.
Durante la zafra los trapiches funcionaban sin cesar, y las exigencias del
trabajo eran horrendas. Al escribir sobre el panorama del siglo XVIII,
Mathieson nos dice: “La producción de azúcar era la más onerosa de las
industrias de las Antillas”.[56] Desde el primer día del año hasta finales de
mayo, aproximadamente, el corte, la molienda, el hervor y el envasado se
llevaban a cabo de forma simultánea. El clima era una preocupación
continua: miedo a la sequía al principio de la temporada de corte, cuando la
falta de lluvia reducía el contenido de azúcar (o de líquido) en la caña;
miedo a las lluvias abundantes a finales de la primavera, que podrían pudrir
la caña madura o recién cortada. Pero la presión del trabajo también venía
de la idea, en cierta forma errónea, de que el jarabe de azúcar, una vez
puesto a hervir, no debía dejarse hasta que hubiera sido “golpeado”. La
única pausa en el trabajo era del sábado en la noche hasta el domingo en la
mañana. El resto del tiempo los 25 hombres y mujeres de la fábrica
trabajaban de forma continua en turnos que duraban todo el día y parte de la
noche, o toda la noche cada segundo o tercer día:
El movimiento del trapiche era tan rápido, y tan rápida también la combustión de las cañas
secas o “bagazo” que se usaba como combustible en el taller de hervido, que el trabajo de los
trapicheros y fogoneros, aunque bastante ligero en sí mismo, era agotador. Un escritor francés
describió como “prodigioso” el galope de las mulas atadas a los brazos de los trapiches; pero
“aún más asombrosa” en su opinión era la incesante celeridad con que los fogoneros
mantenían el bagazo de caña ardiendo a fuego vivo. Era posible que el molino les atrapara un
dedo a quienes lo alimentaban, especialmente cuando estaban cansados o medio dormidos. Se
tenía siempre un hacha a la mano para cortar el brazo, que en esos casos siempre era
arrastrado adentro; y ello explica sin lugar a dudas la cantidad de vigilantes mancos. Los
negros empleados como hervidores tenían una tarea menos ruda, pero más pesada. Por estar
de pie, descalzos, durante horas sobre la piedra o el suelo duro, y sin asientos durante los
descansos, frecuentemente desarrollaban “enfermedades de las piernas”. El cucharón
suspendido de una pértiga que transportaba el azúcar de un caldero a otro era “en sí
particularmente pesado”; y, puesto que las coladeras estaban a una altura considerable sobre
los calderos, había que levantarlo, además de moverlo.[57]
Hacia mediados del siglo XVII, cuando los colonos británicos y franceses
consideraron por primera vez la posibilidad de producir azúcar en el Caribe,
el mercado europeo del tabaco se había saturado y el precio de este nuevo
producto, curioso y adictivo, había caído drásticamente. Los colonos eran,
en su mayoría, cultivadores en pequeña escala con recursos limitados.
Muchos de ellos empleaban en sus granjas a pobladores recién llegados de
la metrópolis que eran asignados para trabajar por un periodo fijo. Estos
trabajadores eran deudores, criminales menores, disidentes políticos y
religiosos, líderes de trabajadores, revolucionarios irlandeses, es decir,
prisioneros políticos de distintas clases. Muchos eran simplemente
secuestrados; “barbadear” a alguien se convirtió en el siglo XVII en
sinónimo de secuestrar.[59] Tanto los británicos como los franceses usaban
ese sistema para deshacerse de los “indeseables”, en una época en la que
había más trabajo del que las economías locales podían absorber.
Estos trabajadores ingleses forzados (en francés engagés),
representaban una contribución vital para las necesidades laborales de las
colonias, así como del continente. Al terminar su periodo en las islas, se les
daban terrenos propios, y por este proceso se pretendía que las nuevas
colonias, con el tiempo, se llenaran de colonos. Pero las colonias en lugares
como Barbados y Martinica necesitaban más trabajadores de los que podían
obtener con facilidad. A veces lograban hacerse de algunos indios
esclavizados que podían trabajar junto con los trabajadores europeos
contratados. Pero muy pronto los plantadores de las islas empezaron a
adquirir esclavos africanos. De esta forma, los patrones iniciales de mano
de obra en las llamadas islas azucareras eran mixtos, y combinaban
pequeños propietarios europeos, trabajadores forzados y esclavos africanos
e indios.
El paso a la producción de azúcar requirió un capital sustancial que,
como mencioné, fue provisto por inversionistas holandeses, familiarizados
ya con el cultivo de la caña y la manufactura de azúcar. En las Barbados
inglesas, a medida que los plantadores más exitosos compraban las tierras
de sus vecinos y construían nuevos trapiches y talleres de hervido y secado,
el paso del tabaco al azúcar creó propiedades más grandes. Al mismo
tiempo desapareció el patrón que les permitía a los trabajadores por contrato
adquirir tierras al concluir su obligación. Las pequeñas granjas fueron
reemplazadas por plantaciones, y desde finales del siglo XVII el número de
esclavos africanos aumentó marcadamente. La esclavitud pasó a ser la
forma preferida de exacción del trabajo, aunque requería una inversión
importante en “inventario” humano. Un joven maestro llamado Downing,
que escribió en Barbados en 1645, cuando el sistema de plantación estaba
afianzando allí, narraba que los habitantes de Barbados “han comprado este
año no menos de mil negros, y mientras más compran, más son capaces de
comprar, pues en un año y medio ganarán, con la bendición de Dios, tanto
como les costaron”. El éxito de la esclavitud en las islas pioneras como
Barbados y Martinica marca el inicio de la africanización del Caribe
británico y francés. De 1701 a 1810, Barbados, de apenas 268 kilómetros
cuadrados, recibió 252 500 esclavos africanos. Jamaica, que en 1655 había
sido invadida por los británicos, siguió el mismo patrón de “desarrollo
económico”; en los mismos 109 años, recibió 662 400 esclavos.[60]
El siglo XVIII fue el apogeo de las plantaciones azucareras británicas y
francesas basadas en los esclavos. El periodo español inicial de la historia
de la plantación del Caribe vio un modo “mixto” de mano de obra; el
segundo, 1650-1850, con los daneses, holandeses, ingleses y franceses,
comprendió tres formas muy distintas de exacción de la mano de obra, y en
realidad cambió antes de que el modo “esclavo” exclusivo llegara a su fin
con la emancipación (1838 para los ingleses, 1848 para los franceses). El
tercer modo de vida de la plantación caribeña, por “contrato”, que inició un
nuevo arreglo utilizando mano de obra importada para suavizar los efectos
de la emancipación y mantener los bajos costos del trabajo, terminó hacia
1870; en 1876, la esclavitud terminó en Puerto Rico y, en 1884, en Cuba. A
partir de entonces la mano de obra en el Caribe (con algunas excepciones
poco frecuentes) fue completamente “libre”.
Desde el punto de vista de los consumidores ingleses de artículos como
el azúcar, estos cambios no eran tal vez muy importantes. Sin embargo, las
actitudes cambiantes de la metrópolis hacia el trato de la mano de obra en
las colonias tuvo sin duda un coeficiente económico. Cuando las
plantaciones basadas en los esclavos se desarrollaban en las islas del
Caribe, la propia Europa contemplaba el surgimiento de la mano de obra
libre proletaria, exactamente con las mismas características que Karl Marx
utilizó para describir al capitalismo. “Hemos visto —escribe— que la
expropiación de la masa del pueblo de la tierra forma la base del modo
capitalista de producción”. Y la “llamada acumulación primitiva… no es
más que el proceso histórico de divorciar al productor de los medios de
producción”.[61] Los trabajadores europeos desposeídos por profundas
alteraciones sociales y económicas del campo se convertirían
eventualmente en trabajadores urbanos de las fábricas —el proletariado—
cuya aparición tanto fascinó a Marx cuando escribía, a mitades del
siglo XIX. Pero en el siglo XVII esa transformación, si acaso, apenas
comenzaba.
Al mismo tiempo, en las recién adquiridas colonias británicas y
francesas del Caribe la mano de obra se obtenía de poblaciones masivas de
personas igualmente desposeídas. A estos africanos desplazados y
convertidos en bienes, que no eran dueños de sus propios cuerpos, menos
aún de su fuerza de trabajo, se les reunía con los medios de producción de
los que la esclavitud y el transporte los había separado, pero por medio del
látigo más que por una operación del mercado. Las diferencias entre estas
poblaciones de trabajadores dan pie a extrañas preguntas. ¿Eran aquellas
colonias del Caribe, los plantadores que las gobernaban y los esclavos que
trabajaban en ellas, parte del mismo sistema que abarcaba a los trabajadores
libres y desposeídos de la Europa occidental? En el periodo previo a que el
capitalismo fabril se volviese típico de la Europa occidental, ¿cómo
podemos describir las plantaciones del Caribe y su forma de operación?
¿De qué clase de sistema económico formaban parte puesto que el
capitalismo, tal como se lo suele concebir, aún no había siquiera aparecido?
La mayoría de los estudiosos del capitalismo (aunque no todos) creen
que el capitalismo se convirtió en una forma económica dominante a finales
del siglo XVIII, y no antes. Pero el ascenso del capitalismo involucró la
destrucción de los sistemas económicos que lo habían precedido —en
particular del feudalismo europeo— y la creación de un sistema de
comercio mundial. Involucró también la creación de colonias, el
establecimiento de empresas económicas experimentales en varias regiones
del mundo, y el desarrollo en el Nuevo Mundo de nuevas formas de
producción basadas en la esclavitud, utilizando esclavos importados, que
fueron quizá la única contribución externa de Europa a su propio
crecimiento económico. Las plantaciones del Caribe fueron una parte vital
de este proceso, puesto que encarnaban todos estos rasgos y proporcionaban
tanto bienes importantes para el consumo europeo como mercados
importantes para la producción europea. Como tales, eran fundamentales
para las ganancias de la propia Europa, incluso antes de que el capitalismo
—en la opinión de la mayoría de los expertos— hubiera surgido ahí.
El lector podrá observar que este tipo de argumento vuelve al punto de
mi análisis de la plantación como una forma temprana de organización
industrial, pues también destaca un desarrollo precoz fuera del continente
europeo. Tanto en sus formas de trabajo como en su organización la
plantación es, por ende, una rareza. Sin embargo, su existencia fue producto
del designio europeo, y a su propia manera se convirtió con el tiempo en un
elemento vital para el desarrollo europeo. Si no fue “capitalista”, fue, no
obstante, un paso importante hacia el capitalismo.
Los primeros plantadores de Barbados y posteriormente de Jamaica
calculaban su valor de acuerdo con las utilidades que les proporcionaban
sus plantaciones; y éstas eran juzgadas de la misma forma por sus
acreedores. Por lo común, los dueños de esas plantaciones eran hombres de
negocios, a menudo ausentistas, y el capital que invertían solía ser prestado,
en general por los bancos metropolitanos.
Es obvio que las plantaciones y las granjas coloniales eran lucrativas de forma privada para
sus dueños. Los costos de los impuestos sobre el azúcar eran asumidos por el consumidor
inglés y los costos de administración y protección por el contribuyente británico. Los costos se
distribuían en forma muy amplia, pero los beneficios eran acumulados por un pequeño grupo
de propietarios que estaban bien representados en el Parlamento. El mercantilismo inglés del
siglo XVIII no era una política nacional consistente diseñada para maximizar la riqueza de
Gran Bretaña; tampoco era un adelanto del supuesto enriquecimiento de las naciones
capitalistas por medio de los imperios del siglo XIX. Fue, al contrario, como lo sugiere Ralph
Davis, una forma de proveer utilidades al gobierno y un instrumento para enriquecer a grupos
con intereses especiales. En realidad, el interés del fabricante textil de Manchester, del
comerciante de esclavos de Bristol o del plantador de las Antillas solía no coincidir con el
interés de la economía británica en su conjunto.[63]
Ese profeta temprano del libre comercio, Adam Smith, lo comprendió bien:
“Fundar un gran imperio con el propósito único de hacer surgir a un pueblo
de consumidores puede parecer a primera vista un proyecto adecuado sólo
para una nación de tenderos. Es, sin embargo, un proyecto completamente
inadecuado para una nación de tenderos; pero extremadamente adecuado
para una nación cuyo gobierno se encuentra influido por los tenderos”.[64]
Pero fueron los “tenderos” los que ganaron, y el azúcar era una de sus
armas principales. Para entenderlos, tenemos que comprender el peculiar
atractivo del azúcar. Luego hay que explicar cómo y por qué el mercado del
azúcar y otros bienes similares creció a un ritmo tal en Inglaterra entre
1650, cuando fueron adquiridas las primeras “islas azucareras”, y mediados
del siglo XIX, y describir de forma más completa qué tenía que ver este
extraño sistema agrícola con el capitalismo.
Pero primero hay que decir algo más acerca del sistema de plantación
mismo, basado como estaba en el uso de mano de obra forzada, aunque el
estímulo para su crecimiento se haya originado con empresarios europeos
muy distantes. Como los proletarios, los esclavos están separados de los
medios de producción (herramientas, tierra, etc.). Pero los proletarios
pueden ejercer cierta influencia sobre el lugar en el que trabajan, cuánto
trabajan, para quién trabajan y qué hacen con su salario. Bajo algunas
circunstancias, pueden incluso llegar a poseer una gran influencia. Por
supuesto que los esclavos también pueden tener cierta libertad de maniobra,
dependiendo de la naturaleza del sistema en que vivan. Sin embargo, puesto
que ellos mismos eran posesiones —propiedades—, los esclavos del Nuevo
Mundo, en un periodo en el que las plantaciones operaban con febril
intensidad, sólo podían ejercer su voluntad en los intersticios del sistema.
Los esclavos y los trabajadores forzados, a diferencia de los trabajadores
libres, no tenían nada que vender, ni siquiera su fuerza de trabajo; antes
bien, ellos mismos habían sido comprados, vendidos e intercambiados. No
obstante, al igual que los proletarios, contrastan marcadamente con los
siervos del feudalismo europeo, y no poseen ninguna propiedad.
Estas dos grandes masas de trabajadores tenían historias muy diferentes,
y las formas de exacción del trabajo que encarnaban, durante la mayor parte
del periodo de 380 años que aquí nos concierne, tuvo su evolución en partes
distintas del mundo. Al mismo tiempo, sus funciones económicas en el
sistema de comercio mundial, sobre todo desde mediados del siglo XVII
hasta mediados del XVIII, se traslapaban e incluso eran interdependientes. El
vínculo entre los esclavos del Caribe y los trabajadores libres europeos era
de producción, y por lo tanto también de consumo, y había sido creado por
el sistema único del que ambos formaban parte. Ninguno de los grupos
tenía mucho más que ofrecer, desde el punto de vista productivo, que su
mano de obra. Ambos producían; ambos consumían poco de lo que
producían. Ambos se encontraban despojados de sus herramientas. A los
ojos de algunos expertos, en realidad forman un grupo único y se distinguen
sólo por la manera en que corresponden a la división de trabajo mundial que
otros crearon para ellos.[65]
Considerarlo así puede dar por resultado una visión simplista de lo que
fue la evolución compleja de una moderna fuerza mundial de trabajo, por
no mencionar la economía capitalista diversificada que la creó y fue servida
por ella. La madurez del sistema de plantación basado en la esclavitud en la
región del Caribe llegó con el desarrollo de una poderosa marina mercante
y de guerra en la Europa occidental, y estuvo en parte precondicionada por
él. Significó el envío de grandes cantidades de artículos (ron, armas, ropa,
joyería, hierro) hacia África para la compra de esclavos, inversión que por
el desarrollo de África no hizo otra cosa que estimular más la captura de
esclavos. Llevó a una enorme inversión de la metrópolis para proteger las
colonias y asegurar la coerción y el control de los esclavos. Mantener la
premisa mercantilista del sistema —que las colonias sólo compraban y
vendían a la metrópolis, y que el comercio sólo podía hacerse por medio de
los barcos de la metrópolis— resultaba costoso para todos los sistemas
nacionales, aunque, por supuesto, algunos grupos dentro de cada sistema
sacaban gran provecho de ello, como ya vimos. La creación y consolidación
de una economía colonial subordinada basada en el trabajo forzado se
prolongó durante cuatro siglos. Pero el sistema dentro de las colonias
cambió poco en relación con los cambios enormes de los centros europeos
que lo habían creado.
Es usual que se describa el periodo de 1650 a 1750 como una época de
expansión mercantil, del intercambio o del comercio, y considerar que sólo
la fase industrial que se inicia a finales del siglo XVIII es “capitalismo
verdadero”.[66] Pero ¿acaso esto significa que el capitalismo de alguna
manera existió antes que el modo de producción capitalista? Las
plantaciones que abastecieron a Europa de azúcar, tabaco, etc.,
supuestamente no eran capitalistas, pues su fuerza de trabajo era esclava, no
proletaria. Sin embargo, esta forma de considerar las cosas tampoco es
completamente satisfactoria, pues nos deja en la incómoda situación de no
poder especificar qué clase de orden económico dio lugar al sistema de
plantación.
Banaji, en una crítica estimulante, señala que a muchos escritores
marxistas, incluyendo a figuras clásicas como Lenin y Kautsky, les costaba
comprender las economías modernas con esclavos y su lugar en la historia
económica mundial.[67] El mismo Marx no siempre supo dónde colocar las
plantaciones con esclavos en su concepción del capitalismo. Al hablar de
las colonias de las Antillas escribió que sus pobladores actuaban “como
gente que, llevadas por motivaciones de la producción burguesa, querían
producir mercancías…”[68] Las plantaciones eran empresas de
“especulación comercial”, en las que “existe un modo de producción
capitalista, aunque sea sólo en un sentido formal… El negocio en el que se
utilizan esclavos es manejado por capitalistas”.[69] Sin embargo, en otro
lugar escribió: “El hecho de que ahora no sólo llamemos capitalistas a los
dueños de las plantaciones de América, sino que sean capitalistas, se basa
en su existencia como anomalías dentro de un mercado mundial basado en
la mano de obra libre”.[70] Autores posteriores que abordaron el mismo
tema mostraron algunas de las mismas incertidumbres. Eugene Genovese,
por ejemplo, dice en cierto momento que “el régimen esclavista del Caribe
británico llevaba la clara marca de la empresa capitalista”, y que el azúcar
era cultivado en “grandes plantaciones de tipo decididamente burgués”
operado por “capitalistas esclavistas”.[71] Pero el trabajo previo de
Genovese (que se ocupaba, es cierto, no de los productores de azúcar de las
Antillas sino de los cultivadores de algodón de Estados Unidos) dice: “los
plantadores no eran meros capitalistas, eran precapitalistas, terratenientes
casi aristocráticos que tuvieron que adaptar su economía y sus formas de
pensar a un mercado capitalista mundial”.[72]
Cabría preguntarse cuál es la diferencia entre llamar o no llamar
“capitalista” a un sistema de plantación. La cuestión posee importancia
porque tiene que ver con las formas en que los sistemas económicos crecen
y cambian, y con la cadena causal que lleva de un estado de desarrollo a
otro. He sostenido que las plantaciones mismas eran casos precoces de
industrialización. Pero esto no significa necesariamente que la economía
europea que hizo surgir estas plantaciones fuese capitalista. Como hemos
visto, el trabajo esclavo es una forma de trabajo tan en contradicción con el
“modo de producción capitalista”, que siempre se describe como basado en
la mano de obra libre, que incluso el propio Marx parece no estar seguro de
cómo tratarla. Sin embargo, no cabe duda de la importancia de las
plantaciones en la economía metropolitana, ni de la tremenda actividad
económica que propiciaron, tanto por su producción como por el mercado
que sus necesidades de consumo brindaba a la metrópolis.
Para Banaji las plantaciones eran sin duda empresas capitalistas,
vinculadas con los centros europeos, alimentadas por la riqueza europea,
que devolverían parte de esa riqueza a los inversionistas metropolitanos de
diversas maneras, y que funcionaban como centros de “especulación
comercial”, en palabras de Marx. Sin embargo, la inversión que
representaban adoptaba una forma bastante estática —igual que la tierra, los
esclavos, el equipo— que no varió de manera significativa durante siglos.
Generaban utilidades que podían aumentar al aumentar la escala de la
empresa —dos producían el doble que una, o posiblemente más— pero casi
nunca mejorando la tecnología o incrementando la productividad. De esta
manera eran al mismo tiempo empresas especulativas y empresas
conservadoras: se apostaba a obtener dinero a partir de la producción de
azúcar, pero la forma en que se lo producía, incluyendo la coerción de la
fuerza de trabajo, permaneció virtualmente intacta durante siglos. De esta
curiosa mezcla de esclavitud y expansión del mercado mundial para las
mercancías de las plantaciones —lo que Eric Williams, el historiador de
Trinidad, llamó un sistema que combinaba los pecados del feudalismo con
los del capitalismo, y sin las virtudes de ninguno de los dos—[73] dice
Banaji: “Esta naturaleza heterogénea y al parecer desarticulada de la
plantación con esclavos generó una serie de imágenes contradictorias
cuando la tradición marxista temprana, que no contaba con todo el material
disponible en la actualidad, intentó elaborar sus primeras
caracterizaciones”.[74]
Mi propio sentir al respecto es que esas “imágenes contradictorias”
persisten. Es cierto que mucha de la riqueza invertida en el sistema de
plantación no dio por resultado niveles elevados de acumulación, y que por
siglos las relaciones entre la tierra, la mano de obra y la tecnología no
tuvieron grandes variaciones. Sin duda en estos aspectos el sistema de
plantación difirió del capitalismo en su fase tardía, productiva e industrial.
También es cierto que el modo de producción de la plantación antes de
1850, basado en la mano de obra esclava, difiere mucho del llamado modo
de producción capitalista, cuya fuerza de trabajo se compra en un mercado
impersonal, como el resto de los factores de la producción, y sería un error
considerar “capitalista” al sistema de plantación en la misma forma que el
sistema fabril inglés del siglo XIX. No obstante, separar a las plantaciones de
la naciente economía mundial que las produjo, o descartar su contribución a
la acumulación de capital en los centros mundiales, también sería, en mi
opinión, un error. Los estudiosos que demuestran que el capital europeo
invertido en las Antillas podría haber producido más de haber sido invertido
en otros lugares o de otra forma —que en pocas palabras llegan a la
conclusión de que todo el fenómeno de la plantación terminó por ser una
pérdida para la economía inglesa— suelen admitir sin problemas que
produjo, no obstante, una inmensa cantidad de dinero para algunos ingleses,
incluso si resultó prohibitivamente costoso para otros;[75] y ese dinero
tampoco dejó de “trabajar” una vez producido. Quizás ése sea el punto
principal. A inicios del siglo XVII algunas personas que estaban en el poder
en Inglaterra se convencieron de que ciertas mercancías, como el azúcar,
eran tan importantes para su bienestar que lucharon ferozmente por el
derecho a invertir capital para desarrollar las plantaciones y todo lo que las
acompañaba. Si bien esas personas no fueron capitalistas ni los esclavos
proletarios, si bien prevalecía el mercantilismo, más que una economía
libre, y el porcentaje de acumulación o de utilidad era lento y la
composición orgánica del capital estática, si bien todo esto es cierto,
también sigue siendo cierto que estas curiosas empresas agroindustriales
nutrieron en Europa a ciertas clases capitalistas a medida que se volvían
más capitalistas. Más adelante veremos que también alimentaban a las
nacientes clases proletarias, para las cuales el azúcar y alimentos similares
sirvieron de intenso consuelo en las minas y en las fábricas.
Ninguno de los otros ocho grupos rebasó el 6% de las importaciones totales en 1800. Entre los
productos de abarrotes el azúcar moreno y la melaza eran los más destacados. Representaban,
según su valor oficial, dos tercios del grupo en 1700 y dos quintos en 1800… Es probable que
el consumo inglés de azúcar se haya multiplicado por cuatro en las primeras cuatro décadas
del siguiente siglo [1700-1740] y volviese a duplicarse de 1741-1745 a 1771-1775. Si
asumimos que en 1663 se retenía la mitad de las importaciones, el consumo de Inglaterra y de
Gales se multiplicó veinte veces en el periodo de 1663 a 1775. El hecho de que la población
creciese de cuatro millones y medio a sólo siete millones y medio en el mismo periodo es
indicativo de un pronunciado aumento en el consumo per cápita.[84]
Aquí podemos ver varios factores. Por un lado, el vínculo entre el agotador
trabajo en las colonias y la mano de obra “no blanca” se conservó
prácticamente intacto con el final de la esclavitud. Por otro, la relación entre
el azúcar y las regiones coloniales subtropicales también se mantuvo
(aunque la extracción del azúcar de remolacha, importante más o menos
desde mediados del siglo XIX, se desarrolló en zonas templadas, primera
ocasión en que un producto de las zonas templadas afectaba seriamente el
mercado de la producción tropical y subtropical). El producto en cuestión
siguió fluyendo hacia las metrópolis, mientras que los bienes que se
obtenían a cambio —comida, ropa, maquinaria, y casi todo lo demás—
seguían fluyendo a las áreas “atrasadas”. Se podría aducir que las áreas
“atrasadas” empezaron a no serlo tanto gracias a su dependencia económica
de las áreas desarrolladas, pero sería un argumento vulnerable. La mayoría
de las sociedades poco desarrolladas de este tipo sólo han logrado una
industrialización frágil (sus “industrias” principales suelen ser el cemento,
las botellas de vidrio, la cerveza y los refrescos). Siguen importando la
mayor parte de las manufacturas que requieren y, a menudo, han
incrementado sus importaciones de alimentos.
Otro aspecto problemático es el flujo migratorio dividido del siglo XIX.
El economista W. Arthur Lewis relaciona este panorama demográfico dual
con la productividad relativamente baja de la agricultura tropical en los
países de origen de migrantes, en comparación con la productividad
agrícola de las tierras templadas de donde provinieron los migrantes
blancos (Italia, Irlanda, Europa oriental, Alemania, etc.).[92] Es probable
que los migrantes de los países más productivos no estuvieran dispuestos a
emigrar con promesas de salarios tan bajos como los que podrían atraer a
migrantes de países menos productivos. Pero la exclusión de los no blancos
del mundo templado fue la consecuencia clara de políticas racistas en países
como Australia, Nueva Zelanda, Canadá y Estados Unidos. No es una
ironía señalar que los migrantes blancos pronto estarían comiendo más
azúcar, producido por los migrantes de color por salarios más bajos, y
produciendo, con salarios más altos, bienes manufacturados para el
consumo de los migrantes de color.
Así que la producción de azúcar siguió subiendo, y a un ritmo
vertiginoso, incluso cuando los centros de producción aumentaron en
número y en dispersión, las técnicas de coerción de la mano de obra se
hicieron en cierta forma menos descaradas, y los usos a los que se destinaba
el azúcar en el mundo desarrollado se volvieron más y más diferenciados.
La escalada tanto de la producción como del consumo dentro del imperio
británico debe verse como parte de un movimiento general más amplio aún.
Las cifras de la producción mundial de azúcar antes de mediados del
siglo XIX son poco confiables, y no hay forma de calcular las cantidades de
azúcar producido y consumido antes de llegar al mercado. Sabemos que el
consumo de azúcar en las antiguas colonias azucareras, como Jamaica, fue
siempre muy sustancial; en efecto, a los esclavos se les daba, como parte de
su ración, azúcar, melaza e incluso ron. En países como India, el antiguo
centro de la fabricación de azúcar, y Rusia, donde la producción de azúcar
de remolacha se estableció al cabo de una década de su invención en
Europa occidental, nuestro conocimiento de las cantidades producidas y
consumidas es incierto. Pero incluso si nos limitamos a lo que se puede
estimar de forma confiable, las cifras de la producción y el consumo
mundial de azúcar en los últimos dos siglos, aproximadamente, son
asombrosas.
En el año 1800 —para cuando, como vimos, el consumo británico había
crecido alrededor de 2 500% en 150 años— es posible que a través del
mercado mundial llegasen a los consumidores 245 mil toneladas de azúcar.
Casi todos esos consumidores eran europeos. Hacia 1830, antes de que el
azúcar de remolacha hubiera empezado a entrar al mercado mundial, la
producción total había ascendido a 572 mil toneladas, un aumento de más
del 233% en 30 años. Otros 30 años más tarde, en 1860, para cuando la
producción de azúcar de remolacha ya crecía rápidamente, la producción
mundial de sacarosa (tanto de remolacha como de caña) alcanzaba un
estimado de 1 373 millones de toneladas, otro aumento de más de 233%.
Para 1890 la producción mundial rebasó los 6 mil millones de toneladas, lo
que representó un aumento de casi 500% comparado con el de 30 años
antes. No es de sorprenderse que el doctor John (lord Boyd) Orr, en una
mirada retrospectiva hacia el siglo XIX, llegara a la conclusión de que el
dato nutricional más importante del pueblo británico era que se hubiese
quintuplicado su consumo de azúcar.[93]
Los detalles mismos del consumo son, por supuesto, mucho más
complejos. Pero por el momento basta decir que probablemente ningún otro
alimento en la historia del mundo haya tenido una trayectoria comparable.
Sin embargo, el porqué de ello no es una cuestión sencilla. Para comprender
cómo fue que el azúcar se ganó su lugar en la dieta británica será necesario
regresar al inicio de la historia.
3
CONSUMO
Para los que viven hoy en sociedades como Gran Bretaña o Estados Unidos
el azúcar es tan familiar, tan común y tan omnipresente que es difícil
imaginar un mundo sin él. Por supuesto, los que tienen ahora 40 años o más
tal vez recuerden el racionamiento de azúcar durante la segunda guerra
mundial, y los que han pasado un tiempo en sociedades más pobres pueden
haber notado que algunos pueblos parecen experimentar aún más placer que
nosotros al consumir azúcar.[1] Esta sustancia es hoy tan abundante e
importante en nuestra vida que se ha vuelto notoria: se lanzan campañas en
su contra, eminentes nutriólogos la atacan y la defienden, y en la prensa y
en el Congreso se emprenden batallas a favor y en contra de su consumo.
Ya sea que la discusión trate sobre comida para bebés, almuerzos escolares,
cereales para el desayuno, nutrición u obesidad, el azúcar figura en el
argumento. Si optamos por no comer azúcar necesitamos vigilancia y
esfuerzo, pues las sociedades modernas desbordan de ella.
Hace apenas unos siglos hubiera sido igual de difícil imaginar un
mundo tan rico en azúcar. Un escritor nos cuenta que cuando el Venerable
Beda murió en 735 d. C., le dejó su pequeño tesoro de especias, incluyendo
azúcar, a sus cofrades.[2] Si es verdadera, ésta es una referencia notable,
pues le siguen mucho años durante los cuales el azúcar no fue mencionado,
ni, cabe suponer, conocido casi en las islas británicas.
La presencia del azúcar fue reconocida por primera vez en Inglaterra en
el siglo XII. Lo más extraordinario de la dieta inglesa en esa época era su
monotonía y su escasez. En ese entonces, y por mucho tiempo, la mayoría
de los europeos producían sus propios alimentos localmente lo mejor que
podían. La mayoría de los alimentos básicos no llegaban lejos del lugar en
el que habían sido producidos; eran fundamentalmente las sustancias raras y
valiosas, consumidas sobre todo por los grupos más privilegiados, las que
se transportaban largas distancias.[3] “El pan casero en casi todas partes del
país —escriben Drummond y Wilbraham de Inglaterra en el siglo XIII— era
el sostén de la vida en aquellos días”.[4] El trigo era de gran importancia en
Inglaterra, pero en el norte del país se sembraban y se consumían en mayor
cantidad otros granos: centeno, trigo sarraceno, avena, cebada y
leguminosas como las lentejas y muchas otras. En las regiones pobres de
toda Europa era común que estos carbohidratos fueran primordiales, pues
los había en abundancia y eran más baratos que el trigo.
El resto de los alimentos, incluyendo carnes, productos lácteos,
vegetales y frutas, eran subsidiarios de los granos. Era la pobreza de los
recursos, no la abundancia, la que los hacía accesorios de la dieta basada en
las féculas. “A juzgar por los controles y regulaciones que todas las
autoridades establecían en Europa occidental para cubrir virtualmente toda
transacción, el grano era el núcleo de la dieta de los pobres”, escribió un
especialista.[5] Cuando fallaba la cosecha de trigo, la gente del sur de
Inglaterra optaba por el centeno, la avena o la cebada; en el norte, éstos ya
eran el alimento principal. “Estiraban su pan de grano con guisantes y
leguminosas, y aparentemente, en los años normales, consumían algo de
leche, queso y mantequilla”, pero en los peores años —como los llamados
años muertos de 1595-1597— hasta los productos lácteos quedaban fuera
del alcance de los más pobres.[6] En tiempos de necesidad, dijo William
Harrison, a finales del siglo XVI, los pobres “pasaban del trigo al salvado,
las leguminosas, los guisantes, la avena, la algarroba, las lentejas”.[7] Esta
gente probablemente renunciaba a su magro consumo de productos lácteos
y similares si ello significaba que podrían obtener mayor cantidad de
leguminosas, más llenadoras. Era muy frecuente, al parecer, que muchos
ingleses no tuvieran suficiente de ningún alimento; pero comían tanto pan
como era posible cuando las cosechas lo permitían.[8] Se puede suponer que
había un magro aporte de proteínas de aves domésticas, que probablemente
se coplementaba con aves silvestres, liebres y pescado, tanto frescos como
en conserva, y algunos vegetales y frutas.
Sin embargo, la clase trabajadora le tenía mucho miedo a los efectos de
la fruta fresca, supuestamente peligrosa si se la consumía en grandes
cantidades. La resistencia hacia la fruta fresca se remonta a los prejuicios
galénicos en su contra,[9] y la diarrea infantil, frecuente en el verano,
importante causa de mortalidad aún hasta el siglo XVII, sin duda reforzaba
ese miedo. Sir Hugh Platt (quien vuelve a aparecer más tarde en estas
páginas como un gourmet y bon vivant) tenía un sombrío consejo para sus
compatriotas en ocasión de la hambruna de 1596: cuando escaseaba la
harina aconsejó a los pobres: “hiervan sus legumbres, guisantes, bellotas y
demás en agua clara… y al segundo o tercer hervor, hallarán una extraña
alteración en el sabor, pues el agua habrá chupado y embebido la mayor
parte de su sabor rancio, entonces deben secarlos… y hacer pan con ello”.
[10] Incluso cuando se agotaran los cultivos sustitutos del trigo, escribe Platt
a modo de consuelo, los pobres podían optar por un “pan excelente hecho
con las raíces de Aarón o raíces de fécula” (el Arum maculatum).[11] El
panorama no es el de una necesidad crónica o en todo el país, pero
ciertamente tampoco el de una dieta general adecuada.
Entre el inicio de la peste bubónica, en 1347-1348 y el siglo XV, la
población de Europa disminuyó drásticamente y no empezó a aumentar otra
vez hasta más o menos de 1450 en adelante; la plaga siguió afectando la
vida económica hasta mediados del siglo XVII. Éstos fueron siglos en los
que a la agricultura europea le hizo falta mano de obra, pero incluso cuando
la población volvió a aumentar la agricultura inglesa siguió teniendo una
producción inadecuada. Hablando sobre la producción de granos para hacer
pan, el historiador de la economía Brian Murphy escribe: “Se puede decir
que las cosechas de los años 1481-1482, 1502, 1520-1521, 1526-1529,
1531-1532, 1535, 1545, 1549-1551, 1555-1556, 1562, 1573, 1585-1586,
1594-1597, 1608, 1612-1613, 1621-1622, 1630 y 1637 fueron tales que al
trabajador asalariado promedio, con una familia que alimentar, no puede
haberle quedado mucho después de comprar pan”.[12] Aunque se espaciaban
de forma irregular, los años malos promediaban uno de cada cinco durante
este periodo de 150 años. Murphy cree que reflejan “la variada usurpación
de los granos para el pan por parte de los animales”; es decir, la
competencia entre la producción de lana y la de granos alimenticios,
problema económico crítico en la Inglaterra del siglo XVI.
El siglo XVII parece dar evidencias de un cambio significativo. Entre
1640 y 1740 la población de Inglaterra creció de alrededor de cinco
millones a un poco más de cinco millones y medio, un ritmo menor que el
del siglo anterior y que tal vez refleje una mayor vulnerabilidad a las
enfermedades provocada por la mala nutrición o la difusión del consumo de
ginebra. Hubo malas cosechas en 1660-1661, 1673-1674, 1691-1693,
1708-1710, 1725-1729 y 1739-1740, lo que marca un empeoramiento del
ritmo, a razón de un mal año de cada cuatro durante ocho décadas. Sin
embargo, como lo señala Murphy, parece que para entonces ya había
suficiente grano, si es que las cifras de exportación significan algo. Entre
1697 y 1740 Inglaterra se convirtió en un exportador neto de granos, y hubo
dos años (1728 y 1729) en que exportó más de lo que importó. No obstante,
aunque continuaba la exportación de granos, “Seguía habiendo mucha gente
con el estómago vacío que, incluso con el pan barato, no tenía dinero para
llenarlo”.[13] La producción de grano parece haber tenido excedentes, pero
Murphy demuestra que se trató más bien de un problema de ingresos
bajísimos entre las clases trabajadoras.
Durante los siglos en los que el azúcar y otras sustancias poco
familiares iban entrando a la dieta del pueblo inglés, esa dieta seguía siendo
escasa y hasta inadecuada, para mucha gente, o la mayoría de ella. A la luz
de estas prácticas dietéticas, nutricionales y agrícolas podemos comprender
mejor el lugar que ocupó el azúcar en esa época.
Desde la introducción del azúcar en Inglaterra hasta finales del
siglo XVII, cuando se convirtió en un artículo codiciado —consumido
frecuentemente por los ricos, y pronto al alcance de muchos que
renunciarían a cantidades importantes de otros alimentos para obtenerlo—
nos encontramos con una producción agrícola limitada y una dieta poco
variada. Y aunque el consumo del azúcar aumentaba, no existe ninguna
evidencia concluyente de que mejorase la dieta básica de la mayoría. En
efecto, durante largo tiempo el azúcar y otras sustancias nuevas fueron las
únicas adiciones de importancia a la dieta inglesa. Para explicar esta adición
en particular tenemos que ver las maneras en que los ingleses aprendieron a
utilizar el azúcar.
Antes de que el río entre a Egipto la gente que tiene costumbre de hacerlo tiende sus redes en
él por la noche; y al llegar la mañana encuentran en ellas artículos que se venden por su peso y
se traen a nuestras tierras, a saber, jengibre, ruibarbo, madera de áloe y canela. Y se dice que
estas cosas provienen del paraíso terrenal de la misma forma en que el viento sopla por entre
la madera seca en los bosques de nuestra propia tierra; y la madera seca de los árboles del
paraíso que cae en el río nos es vendida por los comerciantes.[15]
En los primeros libros de cocina de los que tenemos noticia, es muy claro el
lugar del azúcar como especia, uso que puede documentarse con cierto
detalle. Pero la primera mención escrita del azúcar, si omitimos al
Venerable Beda, se encuentra en los registros oficiales de ingresos y egresos
reales de Enrique II (1154-1189). Este azúcar se usaba como condimento y
se compraba directamente para la corte. Las cantidades involucradas deben
haber sido muy pequeñas: sólo la realeza y los muy ricos podían haber
pagado los precios del azúcar en esa época. En 1226 Enrique III le pidió al
alcalde de Winchester que le consiguiera tres libras de azúcar de Alejandría
(egipcia), si es que podía encontrar tanta entre los comerciantes de la gran
feria de Winchester.[18]
En el siglo XIII el azúcar se vendía tanto por pieza como por peso, y
aunque su precio sólo lo ponía al alcance de los más ricos, se lo podía
encontrar hasta en los pueblos más remotos.[19] Se dice que el azúcar de
Beza era el más utilizado; “el que provenía de Chipre y de Alejandría era el
que se tenía en más alta estima”.[20] Pero los nombres del azúcar en
aquellos tempranos siglos también se improvisaban, como el “Zuker
Marrokes” de los registros contables de 1299, el “azúcar de Sicilia” y el
“azúcar de Barbaria”, según cita el diccionario Oxford. Para 1243,
Enrique III pudo ordenar la compra de 300 libras de “zucre de Roche”,
posiblemente azúcar en trozos, entre otras especias.[21] Para 1287, durante
el reinado de Eduardo I, la casa real utilizaba 677 libras de azúcar común
así como 300 libras de azúcar de violetas y 1 900 libras de azúcar de rosas.
[22] Al año siguiente, el consumo de azúcar de la casa real subió
mucha importancia para los ricos y los poderosos. Los primeros libros de
cocina ingleses en cuyas recetas se lo incluye se remontan a finales del
siglo XIV, fecha en que el azúcar ya era conocido y utilizado por las clases
privilegiadas de Inglaterra. Estas recetas dejaban muy claro que el azúcar
era percibido como un segmento de un espectro —no un cuadrángulo o un
tetraedro— de gustos, que podía realzar o esconder los sabores subyacentes
de la comida. El uso relativamente indiscriminado del azúcar en carnes,
pescados, vegetales y otros platillos es una evidencia de que en esa época el
azúcar se consideraba una especia.
William Hazlitt, quien leyó e interpretó muchos libros de cocina
tempranos, muestra su desdén por la “unión antinatural de la carne con lo
dulce”, cuya fuente sitúa (probablemente de forma poco exacta) en el
“budín prehistórico del rey Arturo”: “Ese matrimonio de la fruta con el
producto animal —grasa y ciruelas— que nosotros los posarturianos
consideramos con cierta repugnancia fastidiosa pero que, sin embargo, duró
hasta la era isabelina y jacobina, no, no llegó a la garganta de nuestros
señores convertidos en rebeldes”.[30] Hazlitt confiesa que ese “matrimonio”
nunca se desvaneció por completo de la cocina inglesa. Pero se equivocaba
al tratarlo como una tradición continua que podía remontarse a un pasado
semimítico y suponer, como dice, que “sobrevive entre nosotros sólo bajo la
forma modificada de guarniciones tales como la jalea de grosella y el puré
de manzana”.[31]
Un rasgo sorprendente de los usos del azúcar en el siglo XIV es su
combinación frecuente con la miel, como si los sabores de las dos
sustancias no sólo fueran distintos (que, por supuesto, lo son) sino también
mutuamente beneficiosos. Sin embargo, se revela una vez más el carácter
de condimento de estas sustancias dulces, ahora en las recetas mismas que
requieren salsas para el pescado y la carne: sólidas, saladas, profusamente
condimentadas, cuya base es la harina de arroz; bebidas especiadas que han
de ser “mitigadas” con azúcar refinado en caso de que tengan demasiadas
especias; etcétera.[32]
El azúcar y otras especias se combinaban en platillos que no tenían un
sabor exclusiva o preponderantemente dulce. A menudo, la comida se
machacaba o aplastaba, y se la condimentaba tanto que su sabor distintivo
quedaba oculto: “Casi cualquier platillo, fuera cual fuera su nombre, era
blando y cremoso, con sus ingredientes principales disfrazados por la
adición de vino, especias o vegetales. Prácticamente todo tenía que ser
machacado o cortado en trozos pequeños y mezclado con alguna otra cosa,
de preferencia con un sabor tan fuerte que disfrazara el de casi todos los
demás ingredientes”.[33] Esto se debía quizás a la ausencia de tenedores en
la mesa; pero difícilmente explica el condimento. En su análisis de la cocina
medieval inglesa el historiador británico William Mead enumera pocas
recetas sin azúcar y, como Hazlitt, parece molesto por la presencia del
mismo. “Todo el mundo está consciente —nos dice— de que no hay nada
más nauseabundo que una ostra espolvoreada con azúcar. Sin embargo
tenemos más de una receta antigua que recomienda esa combinación”.[34]
No obstante, la receta que cita (“Ostra en salsa bastarda”) combina el jugo
de la ostra, cerveza, pan, jengibre, azafrán, pimienta en polvo y sal, junto
con el azúcar; puesto que no se especifican las proporciones, no hay
evidencia de que las ostras tuvieran efectivamente gusto dulce. Hay que
admitir que su sabor debe haber estado muy lejos del de las ostras que
nosotros conocemos. Pero los admiradores de las ostras Rockefeller y
maravillas similares pueden no disgustarse tanto como Mead.
Quizás autores como Hazlitt y Mead no se opongan tanto al gusto dulce
como a su conjunción con otros sabores. Parece indudable que esas
preferencias pueden cambiar con el tiempo e incluso a un ritmo muy rápido.
Mientras Mead deplora el uso del azúcar con el puerco frito (“Esas
delicadezas —dice— no son para nuestro tiempo”),[35] las notas de Thomas
Austin a finales del siglo XIX para el libro Two fifteen-century cookery-
books [Dos libros de cocina del siglo XV] relatan que el puerco “era
consumido últimamente con [azúcar] en el Colegio de St. John, en Oxford”.
[36] De The forme of cury, compilado alrededor de 1390 por los maestros
cocineros de Ricardo II, nos llegan veintenas de recetas que ilustran bien el
carácter de especia del azúcar. “Egurdouce” (aigredouce en francés) se
hacía utilizando conejo o cabrito con una salsa agridulce, como sigue:
Tome conejos o cabrito y córtelos en pedazos crudos; y fríalos en grasa blanca. Tome
grosellas secas y fríalas, tome cebollas y hiérvalas, y píquelas pequeñas y fríalas; tome vino
tinto, azúcar, con polvo de pimienta, de jengibre, de canela, sal, y mézclelo todo; y déjelo
reposar con una buena cantidad de grasa blanca, y sírvalo.[37]
Tome unos pollos y hiérvalos en un buen caldo [juntos y bien apretados]. Luego tome yemas
de huevo y el caldo y cerveza, y mézclelos. Luego añada polvo de jengibre y suficiente
azúcar, azafrán y sal; póngalo sobre el fuego sin que hierva, y sirva los pollos enteros o
cortados, y vierta la salsa encima.[38]
Aunque existen muchas recetas en las que el azúcar figura como ingrediente
principal, especialmente para pastelería y vinos, las que se basan en carne,
pescado, ave o vegetales, si lo incluyen, suelen enlistarlo junto con
ingredientes como la canela, el jengibre, el azafrán, el galingale y el polvo
de sándalo.
Este uso del azúcar como especia puede haber llegado a su cima en el
siglo XVI. Al poco tiempo, los precios, el abasto y los usos habituales
empezaron a cambiar con rapidez y de forma radical. No resulta
sorprendente que el uso del azúcar como especia tendiera a desaparecer a
medida que el producto se hacía más abundante. Pero su utilización como
condimento sobrevive en cierto número de áreas marginadas que merecen
una mención. Las galletas o los bizcochos asociados con la temporada
navideña suelen combinar azúcar y especias (jengibre, canela y pimienta,
por ejemplo), a la usanza antigua; lo mismo se aplica a las aves para esas
fiestas, como el pato o el ganso, con los que se combinan mermeladas de
frutas, azúcar moreno y salsas dulces; y a los jamones, usualmente
preparados con clavos, mostaza, azúcar moreno y otros saborizantes
especiales para los platillos navideños. No obstante, esta aparente
asociación actual del azúcar para usos ceremoniales es engañosa. Más que
un cambio de uso, lo que demuestran es lo que los antropólogos han
sostenido desde hace mucho tiempo: que las festividades a menudo
conservan lo que se pierde en la vida cotidiana. El mundo en el que el
azúcar se utilizaba principalmente como condimento se desvaneció hace
mucho tiempo; ahora el azúcar nos rodea. Igual que quitarse el sombrero
para saludar, o bendecir la mesa, hornear y comer pan de jengibre es una
manera de conectarse con el pasado.
Filetes en galantina. Carne real [un platillo preparado con arroz, especias, vino y miel].
Costilla [de res o de borrego]. Cisnes tiernos. Capón cebado. Chewetys [postres]. Una sutileza.
[42]
La otra era una “advertencia” —uno de los nombres utilizados para las
sutilezas, generalmente cuando precedían un “servicio”— dirigida en contra
de los lollardos, secta de disidentes religiosos. Ésta era acerca de “el
emperador y el rey que murió, armados, y sus insignias, y el rey actual,
arrodillado frente a ellos, diciendo”:
Adornos de este estilo seguían cada servicio, y los textos que los
acompañaban confirmaban los derechos y privilegios del rey, su poder y, en
ocasiones, sus intenciones. La naturaleza altamente privilegiada de estos
adornos descansaba en la escasez de las sustancias utilizadas; casi nadie
más que un rey podía costear tales cantidades. Pero ser capaz de ofrecer a
sus invitados un alimento tan atractivo, que también encarnaba la riqueza, el
poder y el estatus del anfitrión, debe de haber representado un placer
especial para el soberano. Al comer estos extraños símbolos de su poder,
sus invitados hacían válido ese poder.
Resulta clara la conexión entre las complejas preparaciones de
comestibles dulces y la validación de la posición social. Poco tiempo
después, un comentarista pasó grandes penas para explicar que los
comerciantes ahora escogían y seleccionaban con tanto cuidado los
alimentos que servían en sus banquetes que a veces eran “comparables con
la nobleza de la tierra”:
En esos casos hay también jaleas de todos colores, mezcladas con gran
variedad en la representación de distintas flores, hierbas, árboles, formas de
bestias, peces, aves y frutas, y además mazapanes elaborados con gran
curiosidad, tartas de matices variados y distintas denominaciones, conservas
de frutas secas, importadas o del país, caramelos, confites, mermeladas,
mazapán, pan de azúcar, pan de jengibre, florentinas, aves silvestres,
venado de toda clase, y numerosos dulces exóticos, todo endulzado con
azúcar.[45]
Para el siglo XVI los comerciantes, tanto como los reyes, exhibían y
consumían esos productos.
Como sustancia aún escasa, asociada con el comercio extranjero, la
nobleza y la distinción suntuaria, el azúcar se había vuelto deseable casi
desde el momento en que su importación se estabilizó, en el siglo XIV. Pero
no era atractivo sólo como una especia o como un artículo de consumo
directo. A medida que los poderosos usaban cada vez más los distintos tipos
de azúcar, los vínculos entre este consumo y las redes mercantiles del reino
se hacían más íntimos. Y cuanto más se relacionaba con los nexos
ceremoniales de ciertas formas de consumo, mayor era su peso simbólico o
“voltaje” en la vida inglesa.
La Historia de la poesía inglesa de Thomas Warton documenta de
manera incidental la importancia creciente del banquete como forma
simbólica de validación de los poderes y de la autoridad, incluso entre los
estudiosos y los clérigos, ya en el siglo XV:
Estos banquetes académicos llegaron a tales excesos que en el año de 1434 se ordenó que
ningún candidato a doctor en artes podía gastar más de 3 mil gruesas turinesas… No obstante,
Neville, quien fuera después obispo de York, en ocasión de su admisión al grado de maestro
en artes en 1452, agasajó a los académicos y a muchos extraños durante dos días
consecutivos, en dos convivios que consistieron en novecientos platillos costosos… Y esta
reverencia hacia el aprendizaje y la atención a sus instituciones no se limitaba al círculo de
nuestras universidades.
Era tal la pedantería de la época que en el año de 1503 el arzobispo Wareham, canciller de
Oxford, en su banquete de investidura ordenó que se presentara como primer servicio un
platillo curioso, en el que se exhibían las ocho torres de la universidad. En cada torre se
encontraba un bedel; y bajo las torres había figuras del rey, a quien el canciller Wareham,
rodeado por numerosos doctores apropiadamente vestidos, le presentaba cuatro versos latinos,
que eran contestados por su majestad. El “platillo curioso” era una sutileza enteramente hecha
de azúcar.[46]
Sin duda hacia finales del siglo XVI, y probablemente incluso antes, la
creación de sutilezas, aunque fuesen modestas, se daba en familias bien
colocadas en el estrato superior de la sociedad inglesa, pero que no eran ni
nobles ni demasiado ricas. El clásico libro de cocina del siglo XVI de
Partridge (1584), dedicado sobre todo a recetas en las que el azúcar figura
como condimento (para hornear pollo, freír calabazas, sazonar o asar conejo
u hornear una lengua de buey), contiene también recetas como la del
mazapán, que aparece plagiada en mayor o menor medida en muchos otros
libros posteriores:
El estatus especial del azúcar como medicina tuvo que ver, en gran medida
con la transmisión del conocimiento de la medicina que lo utilizaba desde
los textos clásicos hasta la Europa medieval por la vía del Islam. Es
interesante la relativa escasez de referencias al azúcar en los textos griegos,
dada la prevalencia de la teoría galénica en la medicina europea hasta siglos
después de las cruzadas. En cuanto a las sustancias mismas a las que
aludían los términos, existe incertidumbre, y resulta cuestionable el
conocimiento griego del azúcar —sacarosa fabricada de caña—. Pero no
hay duda de que los médicos musulmanes, judíos y cristianos, desde Persia
hasta España, que eran los principales intérpretes de la medicina humoral
para los europeos, conocían la sacarosa. (Los principales centros eran
España —en especial Toledo—, Salerno —Sicilia— y Gondeshapur —en el
delta del Kuzestán, en Persia). Con seguridad fueron ellos los que
introdujeron el azúcar y sus usos medicinales a la práctica europea,
incorporando la sacarosa al sistema medicinal griego que habían adoptado y
adaptado, y en el que había figurado sólo de forma oscura.
Puesto que el azúcar es punto de controversia en las discusiones
modernas sobre salud, dieta y nutrición, puede ser difícil imaginar que
algún día haya sido una droga maravillosa o una panacea. Pero aquella
época no es tan remota. Un manuscrito árabe del siglo IX procedente de Irak
(Al-Tabassur bi-l-tigara: En cuanto a la claridad en los asuntos
comerciales) documenta la producción de azúcar hecho de caña en Persia y
Turquestán.[55] Describe el almizcle y la caña de azúcar dulce traídos de la
ciudad de Jiva, en Jwarizm (Chorasmia); el dulce de azúcar de la ciudad de
Ahwaz, en el Golfo Pérsico; los jarabes de frutas, los membrillos y el
azafrán de Isfahán, en el centro de Persia; el agua de rosas, los jarabes, el
ungüento de lirios acuáticos y el de jazmín, de la provincia de Fars
(probablemente Shiraz); incluso las alcaparras confitadas de Bushari
(Bushehr), cerca de Ahwaz. Llevados hacia el oeste por los árabes junto con
la propia caña, estos productos entraron a Europa como especias o materia
médica por España, junto con otras innovaciones que incluían la lima, la
naranja agria, el limón, el plátano, el tamarindo, la casia y el mirobálano.
Todos formaban parte de las preparaciones médicas, pero entre ellos el
azúcar figura de forma conspicua. En las obras de al-Kindi, al-Tabari,
Abu’l-Dasim y otros escritores árabes entre los siglos X y XIV, el azúcar es
uno de los ingredientes medicinales más importantes.
La farmacología arábiga estaba organizada de acuerdo con el formulario
médico (aqrabadhin), dividido en secciones o capítulos sobre distintas
clases de fármacos. “Puede considerarse que el aqrabadhin —escribe el
historiador de la farmacología árabe, Martin Levey— tuvo su origen
organizativo en el De compositione medicamentorum de Galeno;
sorprendentemente, persistió hasta buena parte del siglo XIX como una
forma de literatura farmacológica”.[56] Estos formularios, clasificados por
tipo de preparación, brindan una visión notable del papel médico del azúcar.
Una categoría era el jarabe (shurba en árabe): “un jugo concentrado hasta
cierta viscosidad de tal forma que al sumergir dos dedos en él, se
comportaba como un semisólido cuando los dedos se separaban. A menudo
se añadían azúcar y o miel para espesar y endulzar”.[57] Otra categoría, el
rob (rubb en árabe), era similar: para prepararlo, se sumergían frutas y
pétalos de flores en agua caliente a la que se le agregaba azúcar y la
preparación se hervía hasta lograr un concentrado. El julepe (en árabe julab,
del persa gul + ab, “rosa” + “agua”) era menos espeso que el rob; “con
frecuencia se le añadía azúcar”.[58] Otras categorías incluían los lohochs,
decocciones, infusiones, fomentos, polvos, confites, electuarios, hieras,
triferas (electuarios aromáticos), triacas, etc. El azúcar figura en algunos
compuestos específicos de cada categoría, y de forma importante en
muchos de ellos.[59]
Hemos visto que un término para lo que puede ser el azúcar se
encuentra presente en los textos originales de Galeno y de Hipócrates, pero
la mención es poco frecuente y lo bastante vaga como para suscitar
preguntas sobre su identidad específica. Es así como la introducción del
azúcar en la práctica galénica —por lo menos a una escala sustancial—,
significó probablemente una adición importante a la farmacología
grecorromana que transmitían los médicos islámicos. La aceptación europea
de la ciencia árabe era considerable, por medio de las traducciones latinas
de los textos árabes, a través de las tradiciones de la Escuela de Salerno, por
España, especialmente en el periodo de 1000-1300 d. C., y durante el
imperio bizantino. Un sabio como el persa Avicena (ibn-Sina, 980-1037) —
conocido por su afirmación apud me in eis, quae dulcia sunt, non est
malum! (“¡En lo que a mi respecta las golosinas [siempre] son buenas!”)—
quien escribió el Canon medicinae Avicennae (Quanun fi’l-tibb en árabe),
siguió siendo una autoridad en la práctica de la medicina europea casi hasta
el siglo XVII.
Después que los cruzados llevaron a Europa más conocimiento sobre el
azúcar, su uso medicinal y de otro tipo se extendieron. El médico griego
Simeon Seth (c. 1075) escribió sobre los distintos tipos de azúcar como
medicinas; y Sinesio, médico de la corte del emperador bizantino Manuel
Comneno en el siglo XI, recomendó el azúcar de rosas para bajar la fiebre.
En Italia, Constantinus Africanus (nacido en 1020) describió los usos
medicinales del azúcar, tanto internos como externos, empleando azúcares
sólidos y líquidos. El Circa instans, que tradujo (y pudo haber compuesto)
mientras estaba en la Escuela de Salerno a mediados del siglo X, sintetiza el
cambiante panorama de la medicina en la propia Europa. Los traductores
latinos occidentales que sabían árabe o persa estaban empezando a hacer
más accesible para el norte de Europa las creencias médicas del mundo
islámico, así como las heredadas de sus predecesores grecorromanos. En
ediciones más tardías del Circa instans (1140-1150), el azúcar es prescrito
para la fiebre, la tos seca, los males de pecho, los labios resecos y las
enfermedades estomacales. En esa época el azúcar sólo debía estar al
alcance, en pequeñísimas cantidades, de los más ricos. En su lugar se
utilizaba miel para los pacientes más pobres que, no obstante, podían
costearse alguna medicina parecida.
Al poco tiempo —en el siglo XIII, cuando aparecen en Inglaterra algunas
de las primeras menciones escritas del azúcar— empiezan a encontrarse
también recetas de tónicos medicinales que contienen azúcar. Aldebrando di
Siena (muerto en 1287) y Arnaldus Villanovanus (¿1235-1312?) prescriben
azúcar con frecuencia. Es Arnaldus quien habla acerca del carácter
excepcionalmente saludable del alba comestio, que se parecía mucho al
tradicional manjar blanco español, hecho de arroz, harina, pechugas de
pollo y azúcar.[60] Le grand cuisinier francés, compuesto de pan blanco,
leche de almendras, pechuga de capón, azúcar y jengibre, era, de forma
similar, un alimento y una medicina al mismo tiempo. Arnaldus también
proporciona recetas para confitar limones enteros y rebanados, conservar
piñones, almendras, avellanas, anís, jengibre, cilantro y rosas, los cuales,
dice, inquieren el azúcar más fino. Una vez más vemos cómo los usos del
azúcar se entrecruzan: se mezclan conservación, especia, decoración y
medicina. El concepto del azúcar como medicina perduró varios siglos más.
En el siglo XII, la naturaleza medicinal del azúcar se convirtió en el eje
de una importante cuestión teológica, lo que nos permite vislumbrar, ya
entonces, la casi completa invulnerabilidad del azúcar a los ataques
morales. ¿Eran los azúcares especiados alimentos? ¿Acaso el comerlos
constituía una violación del ayuno? Fue nada menos que santo Tomás quien
los declaró medicinales, más que alimentos: “Aunque son en sí nutritivas,
las especias azucaradas no se comen sin embargo teniendo en mente el fin
de alimentarse, sino más bien el de facilitar la digestión; de esta forma, no
rompen el ayuno más que el hecho de tomar cualquier otra medicina”.[61]
Aquino revistió así a la maravillosa sacarosa —que era algo distinto para
cada quien, versátil y sutil— de ventaja especial. De las principales
mercancías tropicales —las que he llamado “alimentos droga”— cuyo
consumo subió de manera tan brusca entre las poblaciones europeas desde
el siglo XVII hasta el XX, incluyendo al té, el café, el chocolate, el tabaco, el
ron y el azúcar, sólo este último escapó de la prohibición religiosa. Esta
peculiar virtud “secular” de la sacarosa requiere una mención más extensa.
Es bien sabido que los azúcares, en particular la sacarosa muy refinada,
producen efectos fisiológicos peculiares. Pero estos efectos no son tan
visibles como los de sustancias como el alcohol, las bebidas ricas en
cafeína, como el té, el café y el chocolate, o el tabaco, que al usarse por
primera vez puede desencadenar cambios rápidos en la respiración, el ritmo
cardiaco, el color de la piel y demás. Aunque ocurren cambios notorios en
el comportamiento de los bebés cuando se les dan cantidades sustanciales
de sacarosa, sobre todo la primera vez, estos cambios son mucho menos
marcados en el caso de los adultos; y todas estas sustancias, incluida la
sacarosa, parecen tener un efecto que se va aminorando y es menos visible
después de su uso prolongado o intenso. Esto no tiene nada que ver con su
significado nutritivo o médico a largo plazo, sino con consecuencias
visibles, directamente constatables. Lo más probable es que el azúcar no
fuera sujeto a críticas basadas en la religión como las pronunciadas en
contra del té, el café, el ron y el tabaco, precisamente porque su consumo no
provocaba enrojecimiento, tartamudeo, mareo, euforia, cambios en el tono
de voz, entorpecimiento del habla, intensificación visible de la actividad
física o cualquier otra de las señales asociadas con la ingestión de cafeína,
alcohol o nicotina.[62]
Los atributos medicinales del azúcar fueron expuestos por otras figuras
médico-filosóficas famosas, aparte de Aquino. Alberto Magno, en su De
vegetabilibus (c. 1250-1255), utiliza el lenguaje de la medicina humoral
para expresar su opinión favorable: “Es por naturaleza húmedo y caliente,
tal como lo prueba su dulzura, y se vuelve más seco con el tiempo. El
azúcar es calmante y alivia, provoca sed (pero menos que la miel) y a veces
vómito, pero en general es bueno para el estómago si se encuentra en
buenas condiciones y libre de bilis”.[63] La sacarosa figura de forma
importante en todos los supuestos remedios para la peste negra. En los
ensayos de Carl Sudhoff sobre los libros de la peste del siglo XIV se nos
dice: “En ninguna de las prescripciones falta el azúcar, que se añade a las
medicinas de los pobres, como un sustituto para los costosos electuarios, las
piedras preciosas y las perlas que se encuentran en los remedios de los
ricos”.[64]
La identificación del azúcar con piedras preciosas y metales reverbera
con ecos de las “sutilezas”. ¿Existe alguna forma más clara de destacar los
privilegios que la ingestión literal de objetos preciosos? Es probable que no
cause sorpresa que se intente curar un malestar físico con la ingestión de
piedras preciosas molidas; pero hay que considerarlo a la luz de lo que ya
sabemos acerca de las sutilezas. Ser capaz de destruir —literalmente,
consumiéndolo— algo que otros desean, no es un privilegio extraño a la
vida y los valores contemporáneos. Lo que puede parecer ligeramente
ofensivo para la moral burguesa moderna es su carácter literal. La visión
igualitaria es que el consumo derrochador no debería ser visible, quizá
porque arroja una luz tan brillante sobre los motivos no igualitarios del
consumidor. Cuando la jerarquía es firme y reconocida —cuando los
derechos de los reyes son considerados tales por los plebeyos— los excesos
de la nobleza suelen no verse como excesos. En efecto, los excesos tanto de
la nobleza como de los pobres parecen más explicables en términos de
quiénes son que en los de la clase media en ascenso. Inevitablemente, el
desmoronamiento de la antigua jerarquía afectará la moralidad que se
adjudica a ciertas formas de consumo. ¿Acaso los que no tengan la
oportunidad de comer diamantes molidos resentirán los derechos de los que
sí pueden hacerlo? El consumo de azúcar podría salvar la distancia entre
estos grupos. Por ello lo que nos permite comprender sobre la manera en
que cambian las sociedades puede ser más importante que el consumo
mismo.
El azúcar era tan útil en la práctica médica europea del siglo XIII al XVIII
que la expresión “como un boticario sin azúcar” llegó a significar un estado
de profunda desesperanza o desvalimiento. A medida que el azúcar se hacía
más común y la miel más costosa, la penetración del primero en la
farmacopea se iba haciendo más pronunciada. (El paso de la miel al azúcar
no se limitaba a la medicina; más tarde se intercambiaría también su uso
como alimento y conservador).
Pero la difusión del azúcar como medicina involucró también
importantes controversias. En una concisa síntesis moderna sobre los
azúcares en la farmacología, Paul Pittenger, bioquímico y farmacólogo,
enumera 24 usos tan sólo para la sacarosa; de ellos, al menos 16 eran
conocidos y empleados por los médicos del mundo islámico antes del
siglo XIV.[65] Dado este uso intenso y variado de una “medicina”, tomada en
préstamo inicialmente de una civilización extranjera cada vez más
sospechosa, la aparición de perspectivas médicas más independientes entre
los médicos y farmacéuticos de Europa llevó, con el tiempo, a cuestionar
hasta cierto punto los azúcares como remedios. Si bien los médicos
europeos nunca se opusieron consistentemente a la sacarosa antes de este
siglo, se debatió en qué medida debía usarse el azúcar en la práctica médica
cotidiana. En algunos casos se discutieron las interpretaciones de la propia
medicina galénica. Las críticas de autoridades médicas del siglo XVI al
azúcar pueden incluso haber formado parte de una postura antislámica de
moda, común en Europa a partir de las cruzadas.
Miguel Servet (Michael Servetus, 1511-1553) y Leonhard Fuchs
(1501-1556) fueron los principales antagonistas. Servet, un teólogo español
precoz y confiado que terminaría su vida en la hoguera (después de haber
buscado con bastante ingenuidad la protección de Calvino), era un crítico
de los jarabes medicinales del mundo árabe. Aunque nunca practicó la
medicina, sirvió como asistente de disección, asistió a conferencias en la
Universidad de París y escribió dos ensayos en los que atacaba a los
“arabistas”. En el segundo, De los jarabes, culpaba a la escuela arabista
(especialmente a Avicena y a Manardus) de distorsionar la enseñanza
galénica.[66]
Paracelso (¿1493?-1541) también criticaba el difundido uso de la
sacarosa y los jarabes, y tal vez, asimismo, su presencia en los formularios
islámicos, pero su hostilidad parece haber estado dirigida más hacia los
médicos que hacia el azúcar mismo: “que crean mezclas de bueno y malo,
azúcar combinado con bilis… y sus amigos los boticarios, esos creadores de
bazofia que hacen trabajo de idiotas al mezclar drogas con azúcar y miel”.
[67] Sin embargo, también consideraba al azúcar “uno de los remedios
El buen azúcar blanco de Madeira o de las Canarias, cuando se lo toma de forma moderada,
limpia la sangre, fortalece el cuerpo y la mente, en especial el pecho, los pulmones y la
garganta, pero es malo para la gente caliente y biliosa, pues se convierte fácilmente en bilis, a
la vez que rebaja los dientes y los pica. Como polvo es bueno para los ojos, como humo es
bueno para el resfriado común, como harina, al espolvorearla sobre las heridas, las cura. Con
leche y alumbre sirve para aclarar el vino. El azúcar solo, o también con canela, jugo de
granada y de membrillo, es bueno para el resfriado y la fiebre. El vino azucarado con canela
brinda vigor a los ancianos, sobre todo un jarabe de azúcar con agua de rosas que recomienda
Arnaldus Villanovanus. Las golosinas tienen todo este poder a un grado más elevado.[69]
A partir de finales del siglo XVI las referencia médicas al azúcar son
frecuentes en los textos ingleses. De acuerdo con el Natural and artificial
directions for health [Instrucciones naturales y artificiales para la salud],
de Vaughan, “mitigaba y abría las obstrucciones. Purgaba la flema, ayudaba
a los riñones y reconfortaba el estómago”.[70] El arroz, “empapado de leche
y azúcar calificaba de forma maravillosa para el calor del estómago,
aumentaba la semilla seminal y detenía la diarrea estomacal”. Las fresas
“purificadas en vino y luego consumidas con una buena cantidad de azúcar
calman la cólera, templan el hígado y provocan el apetito”.[71] Aun así,
Vaughan tenía las mismas reservas que Tabernaemontanus:
La mayoría de los libros caseros de medicina del siglo XVII de este tipo no
distingue entre los posibles usos médicos del azúcar y en lugar de ello se
contenta con discusiones acerca del lugar del azúcar en la medicina
humoral, seguidas por varias “prescripciones” específicas (y generalmente
exóticas). Entre los usos que aparecen con gran regularidad se encuentran
las prescripciones para la tos de pecho, la garganta irritada y la dificultad al
respirar (algunos de estos usos persisten a la fecha); para los padecimientos
de los ojos (en el cuidado de los cuales el azúcar parece haber desaparecido
por completo hoy en día), y una variedad de remedios para el estómago.
Quizá no hay que sorprenderse de que una nueva escuela antiazúcar
surgiera nuevamente en los siglos XVII y XVIII. En el mismo año en el que
apareció la séptima edición de la obra de Vaughan, el Klinike or the diet of
diseases [Clínica o la dieta para las enfermedades] de James Hart planteó
algunas de las interrogantes de los médicos de la época. Aunque el contexto
humoral que seguiría dominando el pensamiento médico europeo por otros
150 años seguía aún muy firme, Hart tenía algunas preguntas muy serias
acerca del azúcar:
Hoy en día el azúcar ha reemplazado a la miel, ha cobrado mayor estima y es mucho más
agradable al paladar, por lo tanto de uso frecuente en todas partes, tanto en la salud como en la
enfermedad… El azúcar no es ni tan caliente ni tan seco como la miel. El más burdo, al ser de
color más café, es más limpiador y se aproxima más a la naturaleza de la miel. El azúcar es
buena para la astringencia de las enfermedades del pecho y los pulmones. El que comúnmente
llamamos azúcar cande, al estar bien refinado por medio del hervor, es más requerido para
estos propósitos y, aunque el azúcar en sí abre y limpia, al usarlo en exceso produce efectos
peligrosos en el cuerpo: su uso inmoderado, así como el de las confituras y los dulces, calienta
la sangre, provoca las obstrucciones, caquexias, consunciones, pudre los dientes,
ennegreciéndolos, y con todo ello muchas veces causa un nauseabundo mal aliento. Por lo
tanto es bueno que sobre todo los jóvenes se cuiden de abusar de él.[74]
Hasta finales del siglo XVIII, las autoridades pro y antiazúcar se entregaban a
argumentaciones respecto a las propiedades medicinales del dulce. Pero los
aspectos medicinales y nutricionales de éste nunca estuvieron muy
separados, no más de lo que están hoy en día. Mientras que el francés de
Garancières pensaba que el abuso en el consumo del azúcar por los ingleses
los llevaba a su disposición melancólica, el médico inglés Frederick Slare
encontraba que era una verdadera panacea, y que su único defecto era que
podía engordar demasiado a las mujeres.
La obra de Slare es una de las más interesantes de su época (1715),
incluso por su título: A vindication of sugar against the charge of Dr. Willis,
other physicians, and common prejudices: Dedicated to the ladies [Una
defensa de los azúcares contra las imprecaciones del Dr. Willis, otros
médicos, y los prejuicios usuales: Dedicado a las damas].[75] Slare perdió
su disputa contra el doctor Willis, aunque nunca lo supo. Éste fue el
descubridor de la diabetes mellitus y sus opiniones antiazúcar se
desprendieron de su estudio de la enfermedad. Slare quería demostrar que el
azúcar era benéfico para todos y no podía causar ningún problema médico.
Pero su libro hizo mucho más. Su dedicatoria incluye la afirmación de que
los paladares femeninos eran más refinados que los de los hombres, “al no
estar corrompidos por valores sucios o descorteses, o licores, o el ofensivo
hecho de fumar, o el jugo más sórdido del cáñamo indio, que es el tabaco, o
viciado por la sal y los pepinillos agrios, demasiado preciados para nuestro
más tosco sexo”.[76] Slare tenía la esperanza de que las mujeres se
convirtieran en las “patronas del inmaculado azúcar”, puesto que ellas
“tenían últimamente más experiencia de él por un uso más liberal que
antes”.
Su encomio del azúcar va acompañado por sus recomendaciones a las
mujeres de hacer que sus “comidas de las mañanas, llamadas desayunos”
consistieran de pan, mantequilla, leche, agua y azúcar, y añade que el café,
el té y el chocolate se encuentran también “dotados de virtudes
extraordinarias”. Su mensaje concerniente al azúcar, nos dice, será
placentero para los comerciantes de las Antillas,
que cargan sus barcos con este dulce tesoro. Por este artículo una gran cantidad de personas de
escasos bienes han creado plantaciones y a partir de ellas han ganado una riqueza tal que han
regresado muy ricos a su país nativo, y han comprado y compran diariamente grandes
propiedades.
El abarrotero, quien vende lo que el comerciante provee al por mayor, se preocupa
igualmente por el crédito y buen nombre de sus bienes difamados y denigrados, a partir de los
cuales él también ha amasado su fortuna, haciendo a su familia rica y valiosa. En pocas
palabras, no existe en todo el reino una familia que no lo usaría si pudiera, y que no pensara
que su carencia sería fuente de quejas y pesares.[77]
Me abstengo de enumerar la mitad de la excelencia del azúcar. Referiré a los lectores a las
tiendas de golosinas o de pastelillos en los lugares de los ricos, o a un banquete, más bien al
postre servido al final de un generoso festín, con el encomio de damas elocuentes al concluir
el agasajo, acerca de cada uno de los encantadores dulces que se deben meramente a la diestra
aplicación del azúcar, que en un principio es el jugo de la caña india, más agradable y
delicioso que el líquido melifluo del panal de miel.[81]
Una de las cosas más placenteras y útiles en el mundo, pues aparte de sus ventajas en el
comercio, los médicos y los boticarios no pueden prescindir de él dado que existen cerca de
trescientas medicinas hechas con azúcar; casi todos los artículos de confitería obtienen de él
su dulzor y su conservación, la mayoría de las frutas serían perniciosas sin él; no podría
hacerse la pastelería más fina, ni los ricos licores que se encuentran en los roperos de las
damas, ni sus conservas; tampoco los productos lácteos podrían brindarnos tal variedad de
platillos como lo hacen si no fuera por la ayuda de este noble jugo.[82]
Como medicina, su prescripción se haría menos acrítica a finales del
siglo XVIII y en el XIX, y su papel medicinal iría decreciendo de manera
constante a medida que se iba transformando en un endulzante y
conservador a nivel masivo. Sin embargo, no tenía mayor importancia que
la gente siguiera utilizándolo en forma médica, puesto que ya lo consumían
en cantidades sustanciales. Los antiguos propósitos medicinales del azúcar
se asimilaban ahora a una nueva función, la de fuente de calorías.
El azúcar como endulzante cobró relevancia en conexión con otras tres
importaciones exóticas —el té, el café y el chocolate— entre las cuales la
primera, el té, llegó a ser y ha seguido siendo la bebida no alcohólica más
importante del Reino Unido. Todos son productos tropicales. Todos eran
nuevos en Inglaterra en el tercer cuarto del siglo XVII; todos contienen
estimulantes y pueden ser clasificados como drogas (junto con el tabaco y
el ron, aunque claramente distintos tanto en los efectos como en sus
propiedades adictivas). Todos empezaron como competidores por la
preferencia británica, de tal forma que la presencia de cada uno de ellos
probablemente afectó hasta cierto punto el destino de los demás.
Las tres bebidas son amargas. El gusto por lo amargo, incluso por el
amargor extremo, entra de forma “natural” dentro del rango de la respuesta
gustativa normal del ser humano y puede desarrollarse con rapidez y
firmeza. La popularidad de diversas sustancias como los berros, la cerveza,
la acedera, los rábanos, el rábano picante, la berenjena, el melón amargo,
los pepinillos y la quinina, por mencionar sólo algunos, sugiere una amplia
tolerancia de los humanos por lo amargo. Convertir esto en una preferencia
suele requerir un cierto hábito enraizado en la cultura, pero no es difícil
lograrlo bajo ciertas circunstancias.
Sin embargo, las sustancias con sabor dulce parecen apoderarse de
forma mucho más rápida de las preferencias de los nuevos consumidores.
Las sustancias amargas son “específicas”; gustar de los berros no tiene nada
que ver con gustar de la berenjena, por ejemplo. Pero, en contraste, gustar
de la sacarosa parecer ser “generalizado”. Al añadirla a las sustancias
amargas, el azúcar les da un sabor parecido, por lo menos en cuanto que las
hace saber dulces a todas. Lo interesante acerca del té, el café y el chocolate
—todas sustancias muy amargas que se hicieron muy conocidas en Gran
Bretaña más o menos al mismo tiempo— es que ninguna se había usado
exclusivamente como un endulzante en su escenario cultural primario.
Hasta hoy los chinos en China y en ultramar toman el té sin azúcar, (el uso
del té en India plantea problemas hasta cierto punto distintos por la
profunda influencia de la exportación de los hábitos británicos, dado que se
produjo extensamente en la India por el estímulo británico). El café se toma
a menudo con azúcar, pero no en todas partes y no siempre, incluso en áreas
de uso antiguo como el norte de África y el Medio Oriente. Por lo común
(aunque no de forma invariable) el chocolate se utilizaba en su área
americana tropical de origen como un saborizante o una salsa sin endulzar.
[83]
El sistema mercantil no perdió nada de su influencia… Ésta fue una consecuencia natural de
la importancia creciente de las colonias desde el momento en el que sus producciones,
especialmente el café, el azúcar y el té, empezaron a gozar de un uso más general en Europa.
No es fácil calcular la gran influencia que han tenido estas mercancías no sólo en la política,
sino también en la reestructuración de la vida social. Aparte de las grandes ganancias
obtenidas por los países lejanos a partir del comercio y por el gobierno a partir de las
obligaciones fiscales, ¿qué influencia no han ejercido las cafeterías en las capitales de Europa
como puntos focales de las transacciones políticas, mercantiles y literarias? En un mundo
desprovisto de estas producciones, ¿acaso los estados del oeste de Europa hubieran adquirido
su carácter actual?[90]
Al té y al café les siguió muy pronto el chocolate; era más caro que el café y
ganó mayor favor entre los ricos. El folleto de Chamberlayn de 1685 sobre
la preparación de estas tres bebidas indica que ya se las tomaba con azúcar
(“pequeñas cantidades”), y aclara que su uso se difundía lentamente en la
sociedad.
En términos de una bebida que se vendía a granel, el té no tardó en
resultar más económico que el café o el chocolate. Pero su creciente
popularidad no puede atribuirse tanto a su precio relativo o a cualquier
superioridad intrínseca con respecto a estos estimulantes exóticos, como a
la manera en que se lo utilizaba. Aparentemente, el té puede adulterarse con
mayor éxito que el café o el chocolate[91] porque es tolerable, incluso
diluido, con mayor facilidad que esas otras bebidas. Quizás el té aguado y
dulce tiene un sabor más satisfactorio que el café o el chocolate igualmente
aguados y dulces. De cualquier manera, estas posibles virtudes del té se
revelaron sólo cuando la protección imperial de su cultivo y producción fue
dirigida a la India por las manipulaciones de los importadores.
La Honourable East India Company fue fundada en 1660, y fue una de
las 16 compañías de este tipo —holandesas, francesas, danesas, austriacas,
suecas, españolas y prusianas— que compitieron por el comercio en la
India. Ninguna fue tan poderosa o tuvo tanto éxito como la John Company,
como se llamaba a este cuerpo fundado por los británicos, que empezó
importando pimienta pero creció en importancia gracias al té.
Sus aventuras tempranas en el Lejano Oriente la llevaron a China, cuyo té estaba destinado a
proporcionar más tarde los medios para gobernar la India… Durante su época más próspera, la
John Company… mantuvo el monopolio del comercio del té con China, controló el abasto,
limitó la cantidad importada a Inglaterra y por lo tanto fijó el precio. Constituyó no sólo el
mayor monopolio de té del mundo, sino también la fuente de inspiración para la primera
propaganda inglesa a favor de una bebida. Fue tan poderos que precipitó una revolución
dietética en Inglaterra, convirtiendo al pueblo inglés de una nación de bebedores potenciales
de café, en una nación de bebedores de té, y todo en el espacio de unos cuantos años. Era un
formidable rival para los estados y los imperios con poder para adquirir territorios, acuñar
moneda, dominar fortalezas y tropas, formar alianzas, hacer la paz y declarar la guerra y
ejercer jurisdicción tanto civil como criminal.[92]
El té se ha convertido en un sustituto económico del licor de malta para las clases medias y
bajas de la sociedad, pues el precio de este último hace imposible que se procuren la cantidad
suficiente para convertirlo en su única bebida… En pocas palabras, estamos ubicados de tal
manera en nuestro sistema comercial y financiero que el té traído del extremo oriental del
mundo y el azúcar traído de las Antillas, ambos cargados con el gasto del flete y del seguro…
constituyen una bebida más barata que la cerveza.[96]
Es la maldición de esta nación que el campesino y el obrero imiten al señor… ¡A qué grado de
locura tiene que haber llegado una nación cuando la gente común no se encuentra satisfecha
con la comida sana de su propia casa, sino que tiene que dirigirse a las regiones más remotas
para complacer a su paladar! Hay una cierta calle… donde a los mendigos se les ve con
frecuencia… tomando su té. Pueden ver a los jornaleros reparando las calles y tomando su té;
se lo toma incluso en los carros de carbón; y lo que no es menos absurdo, se vende por tazas a
las personas que cortan el heno… Aquellos que no tengan pan tendrán té… La miseria misma
no tiene el poder de desterrar al té.[100]
De todo corazón agradezco que vayamos a conservar a Jamaica y las Antillas un año más, que
tengamos tiempo de almacenar té y azúcar para el resto de nuestros días. Yo sólo pienso en los
artículos necesarios para la vida, me importan un comino el oro y los diamantes, y el placer de
robar madera. Que los amigos del gobierno, que no piensan más que en reducirnos a nuestra
condición de isleños y llevarnos de vuelta a la simplicidad de las épocas antiguas, cuando
éramos la Inglaterra de antaño, frugal, abstemia, templada, virtuosa, se pregunten cómo
éramos antes de que se conocieran el té y el azúcar; mejores, no hay duda; pero como resulta
que no nací hace doscientos o trescientos años, no puedo recordar bien si las bellotas diluidas
y el pan de cebada untado con miel conformaban un desayuno muy lujoso [carta de Horace
Walpole a sir Horace Mann, 15 de noviembre de 1779].[106]
Los usos del azúcar como edulcorante para las bebidas aumentaron junto
con los pastelillos cada vez más comunes, a menudo consumidos con las
bebidas o en lugar del pan. Este uso no alcanzaría su desarrollo más amplio
sino hasta que la producción masiva de frutas en conserva, condicionada
por las vertiginosas caídas en el precio del azúcar, fuera perfectamente
dominada en el siglo XIX. Pero a la vez que aumentaba el uso del té y de
otras bebidas exóticas, aumentaba también el consumo de panes horneados
fuera del hogar, que a menudo eran endulzados. Misson, el viajero francés
de finales del siglo XVII que había hablado con entusiasmo acerca de las
cafeterías, también tenía una opinión elevada de los postres ingleses.
Escribe de la “tarta de navidad”: “La composición de esta tarta es una gran
panacea; es una mezcla experta de lenguas limpias, pollo, huevos, azúcar,
uvas pasa, cáscara de limón y de naranja, varios tipos de especias, etc.”.[107]
Por supuesto a principios del siglo XVII estos platillos no eran aún para el
deleite de los segmentos más pobres de la sociedad inglesa. Pero a medida
que el azúcar se conocía más y se volvía más familiar, los pastelillos y los
postres se extendieron más. El azúcar “rojo” (moreno) y la melaza dorada
se usaban ahora de forma muy difundida en los productos horneados, en los
postres, con cereales, untados sobre el pan, y de otras maneras.
Elisabeth Ayrton se detiene largamente sobre el gusto inglés por lo
dulce en su libro ameno y erudito, The cookery of England [La cocina de
Inglaterra] (1974):
El azúcar había sido un lujo demasiado caro para muchos hasta el principio del siglo XVIII,
cuando el precio bajó hasta 6 peniques por libra. A partir de ese momento, la práctica de
“raspar” el cono de azúcar sobre la pasta de una tarta y de completar el azúcar en el contenido
con uvas pasas, se amplió a un uso mayor del azúcar en las tartas y pasteles y a su
combinación con harina para hacer postres.
En un principio los postres eran parte del segundo o tercer servicio, que podía consistir
también de pescado, algunos platillos más ligeros de carne, tartas, pasteles, verduras o fruta. A
principios del siglo XIX era muy común, aunque no invariable, que siguieran a los platillos
salados como un servicio separado. En la primera parte del siglo XVIII, un pudding o postre
casi siempre era una base de harina y grasa con frutas secas, azúcar y huevos. Con el correr
del siglo se desarrollaron cientos de variaciones, las recetas se multiplicaron; incluso la cena
más sencilla, que apenas rebasara el límite de la pobreza, no estaba completa sin su poste.
Postres calientes, fríos, al vapor, horneados, tartas, pasteles, cremas, bavaresas, cariotas y
betlys, triffles y fools, syllabubs y tansys, junkets[*] y helados, postres de leche, postres de
grasa: la palabra “postre” utilizada como término genérico abarca tantos platillos tradicionales
de la cocina inglesa que la mente se acelera al contemplar estos esplendores casi extintos de
nuestras mesas.[108]
Hay una variedad infinita de flores, semillas, bayas, nueces, ciruelas secas y otros parecidos
que los confiteros cubren con azúcar y que llevan el nombre de confite; son tantos que
enumerarlos sería interminable y demasiado frívolo para una obra de esta especie. Los más
comunes en las tiendas son los confites de alcaravea, de cilantro y nonpareille, que no es más
que arrurruz cubierto de azúcar; y lo que está muy de moda en París es el anís verde. Aparte
de ellos, tenemos confites de almendra, de chocolate, de café, de arándano, de pistache, etc.
[116]
Los registros de Edward Smith de la dieta de los operarios de Lancashire en 1864 muestran
que vivían básicamente de pan, avena, tocino y muy poca mantequilla, melaza dorada, té y
café. Las mermeladas baratas aparecieron en el mercado en los años ochenta y de inmediato
se hicieron muy populares. La mayoría tenía muy poca de la fruta de la que pretendía estar
hecha, y era sencillamente una mezcla de la pulpa de frutas o vegetales más barata que se
podía obtener, coloreada y saborizada según fuera necesario. Su dulzor las hacía muy
populares entre las familias pobres; el pan y la mermelada se convirtieron en el alimento
principal de los niños pobres en dos de cada tres comidas.[118]
John Burnett escribe a mediados del siglo XIX que “el pan era la base de la
vida del 80 o 90 por ciento de la población que conformaba las clases
trabajadoras”.[119] Por lo tanto tenemos a una población que ya consume
azúcar, especialmente en el té, pero que se encuentra también restringida a
una dieta muy alta en carbohidratos. ¿Qué más comía la gente? Los
distintos alimentos que integraban la dieta de los trabajadores se
encontraban interrelacionados y no pueden ser considerados uno por uno si
queremos determinar dónde encaja el azúcar. Algunos datos provenientes
de Escocia son especialmente instructivos porque relacionan el consumo de
pan con la mermelada, revelando la manera en que esta combinación pudo
romper un patrón más antiguo, gracias a que otros cambios en la sociedad
escocesa de aquella época le abrieron el camino.
El breve estudio de R. H. Campbell sobre la dieta escocesa entre el
siglo XVIII y la primera guerra mundial —para cuando se cree que las
diferencias regionales en la dieta de Gran Bretaña se habían vuelto
insignificantes— es útil en este punto precisamente porque brinda una
buena indicación de la manera en que el azúcar fue penetrando, con el
tiempo, en las preferencias de la gente común. Los trabajadores agrícolas
permanentes de Escocia en el siglo XIX (llamados hinds) recibían hasta dos
tercios de sus ingresos en especie, incluyendo comida. A pesar de ello, estos
labradores sin tierra estaban mejor alimentados que los eventuales. A
medida que se reducían los pagos en especie, en parte como reacción a la
crítica pública de un arreglo que le aseguraba tanto poder al patrón, la dieta
de los hinds también se redujo. “La libertad de elección —dice Campbell—
llevó a un descenso del nivel de la dieta”, consecuencia bastante frecuente.
[120] Al mismo tiempo, los trabajadores escoceses continuaron consumiendo
En el transcurso de cien años, el pan blanco y el azúcar pasaron, de ser lujos de los ricos, a ser
la característica de la dieta de los pobres… La imitación social era una de las razones, aunque
no la más importante. Mientras que eran meros aditamentos para las mesas de los ricos, con
demasiada frecuencia se convirtieron en la totalidad de la dieta de los pobres, el mínimo
irreductible bajo el cual sólo quedaba la inanición. Paradójicamente, se habían convertido casi
en los alimentos más baratos con los que podía sostenerse la vida. El pan blanco, aunque
supiera mejor con carne, mantequilla o queso, no los necesitaba; una taza de té convertía una
comida fría en algo parecido a una caliente y además brindaba consuelo y aliento. A 6 u 8
chelines por libra a mediados del siglo XVIII, el té seguía siendo un lujo, aunque el consumo
promedio de un hogar de clase trabajadora —dos onzas por semana, a menudo
complementado con pedazos de pan tostado para colorear el agua— era difícilmente una
extravagancia; y en las circunstancias del industrialismo temprano, este tipo de dieta tenía la
ventaja adicional de que siempre estaba a la mano y requería poca o ninguna preparación.[124]
Pero el argumento decisivo es lo que sucedió con la mermelada. Después de
los años 1870,
Este gusto de nuestros compatriotas, hombres y mujeres, por los dulces —escribe el
historiador inglés William B. Rye— asombró a los españoles que llegaron con la embajada del
conde de Villamediana en 1603. En Canterbury, a las damas inglesas se las describe espiando
por las ventanas con celosías… para ver a los hidalgos que obsequiaban a las “curiosas e
impertinentes damas rubias” los bombones, confites y golosinas que estaban sobre la mesa,
“que disfrutaban enormemente; pues se comenta que no comen nada que no esté endulzado
con azúcar, y lo toman comúnmente con su vino y lo mezclan con su carne”.[132]
Por lo tanto hubiese surgido la necesidad del té aunque su existencia no hubiera precedido el
deseo por él. El té era originalmente prerrogativa de las mujeres, pues los dos sexos en esa
época acostumbraban a separarse para una comida temprana, cuando los hombres empezaban
a tomar vino en serio. El té a las cinco de la tarde implicaba servirlo después de la comida —
de forma muy parecida al café negro que servimos después de la comida, imitando a los
franceses— como un preludio a los juegos de naipes, el backgammon y el whist. Este
desarrollo puramente femenino del té en una “colación ligera” puede considerarse una
imitación del goûter francés, en el que se servían a ambos sexos vinos dulces, bizcochos y
bocadillos.[146]
Cuando los sexos empezaron a llevar una vida social menos segregada en Inglaterra, el té se
les servía a las damas en la sala al mismo tiempo que el oporto, el vino de Madeira y el jerez a
los caballeros… Las mujeres se volvían menos lánguidas y los modales de los hombres se
hacían menos rudos, suavizándose hacia una mayor sociabilidad de relación iniciada por una
pronunciada sobriedad en el alcohol. La mujer triunfó con su taza de té y las licoreras fueron
gradualmente eliminadas de su territorio, ahora indiscutible. Los hombres jóvenes de la
naciente época romántica estaban encantados de poder frecuentar la sociedad de las damas, y
preferían su compañía a la de los irascibles consumidores de “tres botellas” en la sala de
fumar. El año en que el té de la tarde se sirvió por primera vez en los augustos clubes
londinenses, aquellos últimos santuarios de las prerrogativas masculinas, fue una fecha de
gran importancia en nuestra historia social…
El té de la tarde se convirtió muy pronto en una excusa para gratificar la natural
inclinación de la mujer por lo dulce [sic]… El té no debe ser considerado como otra comida,
un segundo desayuno. El pan y la mantequilla eran un camuflaje, los pastelillos eran la
verdadera tentación, la pièce d’abandon. No pasó mucho tiempo antes de que el hombre
capitulara por completo frente a la mujer, aceptando y compartiendo el tentempié
supernumerario bajo los términos de ella, de tal manera que hoy en día existen pocos ingleses
que aceptarían ser privados de su té, sea en el trabajo o en el juego, en Inglaterra o en el
extranjero. El té es una excusa para comer algo, más que una comida franca. Es una
interrupción, un reto para las horas interminables, hace “un hoyo en el día”… Otra ventaja es
la extrema elasticidad de su horario, de tal forma que uno puede ordenarlo a cualquier hora
desde las cuatro hasta las seis y media de la tarde.[147]
El ilimitado consumo de alimentos animales era una señal de su uso en la clase trabajadora
como vehículo para consumir grandes cantidades de carbohidratos y por lo tanto es probable
que, cuando el contenido de alimento animal de la dieta se reducía por factores económicos, el
consumo de féculas se reducía también… La conclusión inevitable parece ser que las familias
de este periodo con un ingreso menor a, digamos, 30 chelines por semana y con niños en
crecimiento, podían obtener sólo de 2 000 a 2 200 calorías y de 50 a 60 gramos de proteína
por cabeza al día. Dado que la distribución de comida dentro de la familia seguía el patrón
general sugerido, en el que el padre recibía una porción desproporcionada del total de
proteínas, es imposible imaginar cómo podrían satisfacerse de forma adecuada las diversas
necesidades fisiológicas de un trabajador manual, su esposa y los niños. La inferencia que
puede extraerse a partir de… observadores directos del hogar de la clase trabajadora en la
segunda mitad del siglo XIX es que, en estas condiciones, las mujeres y los niños estaban
subalimentados.[164]
El aumento en el uso del azúcar tuvo resultados tanto positivos como
negativos en la vida de la clase trabajadora. Por un lado, dado que su dieta
era deficiente en calorías, no cabe duda de que el azúcar proporcionó por lo
menos algunas de las calorías necesarias. Significó un té más dulce (al que
llegó a acompañar casi inevitablemente), más galletas y más postres,
brindando así variedad, a la par que calorías. Como hemos visto, lord
Boyd-Orr destacó el aumento en el consumo de sacarosa como el cambio
más importante en la dieta británica en un siglo.[165] Sin embargo, al mismo
tiempo, el aumento en calorías provisto por el azúcar se obtuvo a costa de
una nutrición alternativa de mejor calidad. Aunque la difusión del azúcar en
la cocina probablemente acarreó una disminución en el tiempo destinado a
comer y a preparar la comida, es dudoso que ello se haya visto acompañado
por ganancias nutritivas en lo que se comía. Cuando el argumento cambia
de las consideraciones de ingreso real a cuestiones de lo que hoy se llama
“estilo de vida”, las respuestas parecen ser menos categóricas.
El aumento en los usos del azúcar y en su consumo coincidieron con
cambios vitales en la modernización de los hábitos alimenticios y la dieta.
Uno de ellos fue la aparición de alimentos preparados y conservados, en
particular, pero, por supuesto, no exclusivamente, los conservados en
azúcar: alimentos en latas, botellas y empaques de distintos tipos y,
sustancias tanto duras como blandas, sólidas y líquidas. El tipo de azúcar
variaba de las compotas, jaleas y mermeladas, hechas de frutas o para
conservarlas, pasando por los azúcares líquidos, la melaza y el “jarabe
dorado”, al sencillo almíbar de los dulceros vertido o mezclado con otros
alimentos y añadido a la leche condensada (con la que se hacía una “natilla”
dilecta de la clase trabajadora),[166] hasta las galletas y los pasteles que han
dado fama a Gran Bretaña y, con el tiempo, los dulces, tanto con chocolate
(“blandos”) como sin él (“duros”).
Sólo había un paso entre la multiplicación de estos usos y productos y el
descanso industrial, instituido en los últimos años del siglo XIX y acelerado
por las cafeterías de las fábricas, de las que fueron pioneros los productores
de alimentos hechos con artículos tropicales, donde el té, el café, la cocoa,
las galletas y los dulces podían obtenerse a buen precio.[167] En otras
palabras, los alimentos preparados acompañan la creciente frecuencia de las
comidas tomadas fuera de casa y fuera del contexto familiar. Puesto que
permiten la libertad de escoger lo que se come, estas tendencias liberan al
consumidor del orden de los platillos, del intercambio en la mesa familiar y
de los patrones de comida y horario. Para principios del siglo XX, el azúcar
era el epítome de la época: supuestamente proporcionaba “energía rápida”.
Desde entonces sus bendiciones se han difundido a otras tierras, donde se
han repetido muchos de los cambios que se produjeron en la vida de la
sociedad británica antes de 1900.
En tiempos antiguos la gente rica lo compraba por libra, o a lo mucho, por pan, y un pan de
azúcar era un regalo favorito para un personaje distinguido. Incluso alguien tan opulento
como lord Spencer compra cantidades de azúcar en pan aunque, en dos ocasiones, 1613, 1614,
se da el precio del peso de veinte panes que adquirió. En 1664, se compra por primera vez (y
sin designarlo por panes), por quintales, a 84 chelines. Se vuelve a comprar de esta manera en
1679.[4]
El aumento en el consumo durante el siglo XVII puede ser parcialmente explicado por el
abaratamiento del azúcar, primero por el abastecimiento brasileño y luego por el antillano;
pero la demanda siguió creciendo mucho después de que la tendencia de los precios tomara un
rumbo al alza en la década de 1730. Más de una vez un derrumbe de los precios pareció
indicar que la producción estaba rebasando a la demanda: a finales del siglo XV, cuando
Madeira, las Canarias y Saõ Tomé empezaron a surtir a Europa a una nueva escala; en el
decenio de 1680, cuando el crecimiento masivo del abasto de las Antillas puso freno a la
prosperidad de las plantaciones brasileñas; y en el de 1720, cuando Jamaica y Santo Domingo
salieron de las tribulaciones de la guerra para ampliar la escala de la producción caribeña.
Pero una vez tras otra la demanda creciente llegó al rescate, absorbiendo sin dificultad hasta el
aumento sensacional en la producción cuando Cuba entró al mercado, en la década de 1770; y
a finales del siglo XVIII las perspectivas eran lo bastante alentadoras como para determinar el
inicio de la producción más allá de América, en Mauricio, Java y las Filipinas.[7]
Los desarrollos “más allá de América” representaban la madurez del
comercio mundial de sacarosa. Gran Bretaña, reconociendo la
transformación del azúcar en una necesidad cotidiana, reemplazó de forma
gradual el proteccionismo ofrecido a los plantadores de las Antillas por un
“libre mercado”, con lo que le garantizó a su pueblo una cantidad casi
ilimitada de sacarosa, excepto en tiempos de guerra. Este triunfo del “libre
comercio” tuvo cierto precio político; así como hubo algunos que se
beneficiaron del fin de los aranceles diferenciales, hubo otros que se habían
beneficiado con ellos durante siglos. Los que triunfaron fueron los
defensores de más azúcar para más gente a menor precio.
La naturaleza y la escala del consumo de sacarosa en el Reino Unido
cambiaron por completo hacia 1850: su popularización, que apenas había
comenzado en 1650, la puso al alcance, en parte, hasta de los muy pobres,
en el espacio de un siglo; luego, entre 1750 y 1850, dejó de ser un lujo y se
convirtió en una necesidad. La erosión gradual de los aranceles
discriminatorios a partir de ese momento, sin duda acelerada por los efectos
competitivos de una mejor manufactura de azúcar de remolacha frente a las
áreas tropicales de producción de caña, tendió a igualar la competencia
entre los productores, al menos dentro del imperio, y alentó a los
productores extranjeros a competir por el enorme mercado británico.
Es imposible decir qué porcentaje de la población británica consumió
qué porcentaje de sacarosa importada en un año dado, o indicar a qué grado
o en qué aspectos crecía y proliferaba el consumo. Pero no hay duda de que
las cantidades importadas y retenidas durante ese periodo de dos siglos en
que la sacarosa se transformó de rareza en alimento cotidiano aumentaron
de forma regular; y que para mediados del siglo XIX los británicos
consumían y deseaban más azúcar que nunca. Éstos eran los hechos sobre
los que basaron su exitosa campaña los defensores del libre comercio;
pensaban —con razón— que podían contar con una elasticidad de la
demanda creada en el siglo precedente, de aumento en el uso de azúcar
incluso entre los muy pobres. El consumo per cápita siguió ascendiendo
hasta bien entrado el siglo XX, equilibrándose apenas en la década pasada en
alrededor de 105 libras por persona al año.
Muchas poblaciones consumidoras de sacarosa en Occidente (aunque
no todas) fueron comiendo más y más azúcar durante el siglo pasado
(algunas alcanzaron promedios de 105-115 libras al año, o alrededor de un
tercio de libra por persona al día). En el caso del Reino Unido, el
movimiento descendente de los precios a partir de 1857 se vio acompañado
por aumentos regulares en el consumo. Pero aunque el precio afectaba
marcadamente la capacidad de los ingleses —en particular de las clases más
pobres— de adquirir toda la sacarosa que deseaban, ello no explica por qué
consumían tanta incluso cuando era relativamente costosa. El movimiento
para bajar los precios al liberar el comercio enfrentó a dos segmentos
distintos de las clases capitalistas británicas. No es sorprendente que ganara
la clase aliada con el capitalismo fabril.
El poder político necesario para cambiar las posiciones relativas de los
vendedores de sacarosa que competían en el mercado imperial parece —y
es— notablemente distinto al poder más “informal” que, en momentos más
tempranos de la historia británica, determinó la elección en materia de
consumo del naciente proletariado. La elección de lo que uno quiere o
necesita comer sólo cobra sentido en términos de nuestras preferencias o
aspiraciones, es decir, en términos del contexto social del consumo. El
consumo de productos como el tabaco, el té y el azúcar puede haber sido
una de las muy pocas formas en que los trabajadores británicos de mediados
del siglo XIX lograban satisfacer las promesas implícitas en la filosofía
política del siglo anterior. Para los pobres, sobre todo, comer más, y más
comida con cantidades sustanciales de sacarosa, era una respuesta
apropiada para lo que había llegado a ser la sociedad británica.
La teoría del mercantilismo —en la medida en que se puede cosificar un
punto de vista que sólo ocasionalmente se expresaba en una política firme y
unificada— sostenía que la “demanda” era una constante para cualquier
pueblo o país. Los mercados no crecían; alcanzaban un equilibrio. El
economista político Charles Davenant lo planteó de esta manera:
Pues existe una cantidad limitada de nuestro propio producto que podemos expender, más allá
de la cual ya no podemos seguir; así, por ejemplo, existe cierta cantidad de manufacturas de
lana, plomo, estaño, etc., que, aparte de nuestro consumo, podemos exportar al extranjero, y
tal como está poblado nuestro suelo hoy en día, ya no producirá mucho más; y de la misma
forma existe una cantidad limitada de estos bienes que el consumo extranjero no rebasará.[8]
Se pensaba que los precios más bajos sólo podían significar utilidades más
bajas, sin ninguna compensación por un aumento en las ventas. Se creía tan
firmemente en los mercados estáticos que la “adopción por parte de la gente
común de hábitos de vestido y consumo previamente restringidos a los ricos
se recibía como un síntoma de desorden de la moral económica. Semejante
comportamiento por parte del consumidor despojaba al Estado de su tesoro
al mismo tiempo que socavaba las distinciones de estatus ordenadas por
Dios. Se seguían promulgando leyes suntuarias —invariablemente inútiles
— para obstruir la difusión de las modas de la clase alta hacia abajo”.[9]
Pero a pesar de la opinión generalizada de que los pobres no deberían
consumir —ni consumirían— objetos y sustancias preferidos por los ricos
aun en caso de poder pagarlos, había quienes querían aumentar ese
consumo. Hombres como Thomas y Slare, Benjamin Moseley y George
Porter, que escribieron en distintas épocas y con perspectivas muy
diferentes, sostuvieron que la demanda debería ser ampliada —creada, en
realidad— insistiendo en que el azúcar era bueno para todos y que a nadie
debía privárselo de los grandes beneficios que resultarían de su consumo.
De Dalby Thomas en adelante, hubo en Gran Bretaña quienes hablaron en
favor del aumento deliberado de la demanda, más que de su nivelación en
función de diferencias previas, determinadas por el estatus.
Jan DeVries, el historiador holandés de la economía, sostiene que, para
ampliar la demanda, habría que modificar radicalmente dos características
de la vida económica, a menudo atribuidas a las economías precapitalistas o
primitivas. En primer lugar, más familias (o individuos asalariados) tenían
que verse involucrados en el mercado, como productores de bienes para la
venta y como compradores de bienes para el consumo. En segundo lugar,
tenía que cambiar la disposición a satisfacer sólo los niveles preexistentes
de consumo y a no trabajar más de lo que requirieran estos niveles, lo que
se denomina curva retrógrada de provisión de mano de obra. Muchos
teóricos del siglo XVII, e incluso del XVIII, pensaban que una disposición
conservadora de ese tipo era natural, inherente al trabajador y que no estaba
sujeta a modificaciones por parte de fuerzas externas. DeVries cita a sir
William Petty quien, en su Political arithmetic [Aritmética política], escrita
en 1670, sostenía: “Los fabricantes de textiles y otros que emplean grandes
cantidades de gente pobre, observan que cuando el cereal es
extremadamente abundante, la mano de obra de los pobres se encarece de
forma proporcional, y es difícil de conseguir (tan disolutos son los que sólo
trabajan para comer, o más bien para beber)”.[10] Este punto de vista
persistió en el siglo XVIII: “La escasez, hasta cierto grado… promueve la
industriosidad… El manufacturero [es decir, el obrero] que puede subsistir
con tres días de trabajo, se pasará ocioso y borracho el resto de la semana…
los pobres de los condados manufactureros no trabajarán nunca más que el
tiempo necesario para sobrevivir y mantener sus desenfrenos semanales”.
[11]
Cuando por cualquier razón algún segmento ganaba lo suficiente para gastar su dinero en la
misma clase de bienes que sus “mejores” (como sucedía de vez en cuando durante los auges
económicos), la opinión de la clase media lamentaba o ridiculizaba esa presuntuosa falta de
espíritu ahorrativo. Las ventajas económicas de los salarios más elevados, sea como
incentivos para una productividad más alta o como adiciones para el poder de compra, no se
descubrieron sino hasta después de la mitad del siglo [XIX] y sólo por una minoría de
patrones progresistas e ilustrados.[13]
Aliados con los otros grandes dueños monopolistas del siglo XVIII, la aristocracia
terrateniente y la burguesía comercial de los puertos marítimos, este poderoso interés de las
Antillas ejercía sobre el Parlamento no reformado la suficiente influencia como para poner a
pensar a los estadistas, y representaban una sólida falange “de aquéllos cuyo valor en los
momentos de emergencia ha experimentado toda administración”. Presentaban una decidida
resistencia a la abolición de la esclavitud, la emancipación de los negros y la cancelación de
su monopolio. Estaban siempre en pie de guerra para oponerse a cualquier aumento de los
gravámenes del azúcar.[18]
En 1685, cuando el joven Edmund Verney fue a Oxford, una carta que le
mandó su padre, que detallaba el contenido de su baúl, mencionaba
naranjas, limones, pasas de uva y nuez moscada, así como “tres libras de
azúcar cande blanco”.[20] No cualquier joven iba a Oxford, y pocos padres
eran tan ricos y solícitos; sin embargo, la calidad de “golosinas para el
diario” de esta lista, sólo treinta años después de la conquista de Jamaica, es
reveladora.
Entre una cantidad innumerable de británicos más pobres que los
Verney, la caída en los precios del azúcar a finales de ese siglo alentó el
consumo de postres, entre otras golosinas, pero también los usos
adicionales del azúcar, transmitidos de las mesas y cocinas de los ricos. Los
budines de grasa que Arthur Young describe en los menús del hospicio de
Nacton, por ejemplo, son innovaciones institucionalizadas en el siglo XVIII,
con las que se alimentaba a los pobres más desesperados. Sobre ellos Young
escribía con cierta impaciencia:
Las gachas de guisantes solían ser la comida de los dos últimos días [viernes y sábado], pero
en vez de ello pidieron pan con mantequilla, que les resulta la comida favorita porque con ella
toman té. Expresé mi sorpresa al ver que se les permitía; pero dijeron que tenían permiso de
gastar dos peniques de cada chelín que ganaran, tal como lo desearan; y lo gastaban en té y
azúcar para tomar con sus comidas de pan con mantequilla.
La indulgencia exige permitirles hacer lo que quieran con ello, pero estaría mejor gastado
en algo diferente.[21]
Para una gran parte de nuestra población el azúcar es un estimulante, una fuente de energía
inmediata, si no de inspiración, sea que se convierta en alcohol o se consuma crudo. En
realidad, el elevadísimo consumo de azúcar en algunas familias pobres se relaciona muy
estrechamente con la pobreza de su dieta en cuanto a lo que se podrían llamar satisfactores
secundarios de la dieta y en su capacidad de estimulación inmediata. Éste es un punto muy
importante para el consumo de azúcar, especialmente cuando incluye los dulces y los
productos para untarse [en el pan] para los niños. En seguida se presenta la pregunta: ¿qué es
la comida o el gasto en comida, y hasta dónde es una necesidad? Es posible que al plantearla
de esa manera la pregunta no signifique gran cosa, pero recuerdo una aseveración —creo que
es el “Essay on rent” [“Ensayo sobre la renta”] de Bernard Shaw—: alimentas a tus caballos
de tiro con paja y a tus caballos de caza con avena. Es así como tratamos a nuestra población
humana: alimentamos a nuestras profesiones decorativas con alimentos que les proveen una
gran cantidad de estímulos, muchas satisfacciones secundarias, y a nuestra población más baja
con una dieta muy pobre y muy poco estimulante… Desde el punto de vista económico, las
convenciones determinan qué tipos de alimentos serán comprados con qué cantidad de ingreso
disponible, y muchas de ellas son simples convenciones de clase.[25]
En Inglaterra los distintos rangos de hombres se transforman unos en otros de forma casi
imperceptible; y un espíritu de igualdad recorre cada una de las partes de la constitución. Es
así como surge una fuerte emulación de todos los distintos niveles y condiciones para
competir entre sí, y una perpetua e incansable ambición en todos los miembros de los rangos
inferiores por elevarse hasta el nivel de los que se encuentran inmediatamente sobre ellos. De
tal manera que se crea un vaivén incontrolable; y un lujo de moda debe difundirse como por
contagio.[29]
No hay duda de que aquí, en la opinión de muchas personas cuidadosas y providentes que
tenían en mente nuestro sistema fiscal en su totalidad, y considerando el brusco avance en la
prosperidad como una condición temporal y no normal de progreso de nuestra nación, fijaron
su atención en las eventualidades del futuro, deberíamos haberle puesto freno al proceso de
reducción que, de haber llegado más lejos, amenazaba con la aniquilación del impuesto. Este
impuesto, junto con los del té y el café, guardaba, en su opinión, un lugar de peculiar
importancia: al conservarse, en tiempos de paz, en niveles bajos, en los que estos impuestos se
reparten igualmente por toda la superficie de nuestra nación, nadie sentía la presión, y eran
poderosos motores disponibles en caso de que la nación fuera convocada para un esfuerzo
general en tiempos de guerra. Abolir estos impuestos sería quitar los soportes principales de
nuestro sistema impositivo.[31]
El léxico del tecnólogo de la alimentación para los usos del azúcar y las
grasas presta especial atención a la forma en que el azúcar vuelve más
sabrosa la comida. Los productos horneados se juzgan por su calidad de
“bajada”. Con proporciones correctas de azúcar y de grasa se logra una
“buena bajada”, lo que significa que el bocado puede tragarse sin dejar el
interior de la boca recubierto de partículas de grasa. La contribución del
azúcar para lograr una buena bajada es crucial. En Estados Unidos se
permite ahora añadir hasta un diez por ciento de azúcar a las mantequillas
de cacahuate industriales. Dicen que ningún otro alimento tiene tan mala
bajada, y que el azúcar la mejora maravillosamente. Los fabricantes de
refrescos, al sustituir el azúcar por sacarina, se enfrentan a un problema
similar. Se introducen diversos tipos de gomas para que el refresco sepa
más denso en la boca, como ocurriría si tuviese azúcar, ya que la boca,
según nos dicen los tecnólogos en alimentos, prefiere líquidos más pesados
que el agua. El término “sensación bucal” se usa para describir cómo se
percibe el “cuerpo” de los líquidos (como los refrescos), a los que el azúcar
da un espesor o un balance agradable. Puede verse que esta terminología no
se interesa realmente por el sabor; tal vez por la textura o la “sensación”,
pero no el sabor.
La comida sirve como signo, no sólo de los temas, sino también de las situaciones; y esto,
después de todo, corresponde a un modo de vida que, más que expresado, es subrayado por
ella. Comer es un comportamiento que se desarrolla más allá de sus propios fines,
sustituyendo, resumiendo y signando otros comportamientos, y es precisamente por ello por lo
que constituye un signo. ¿Cuáles son esos otros comportamientos? Hoy casi podríamos decir
que la “polisemia” de la comida caracteriza la modernidad; en el pasado, sólo las ocasiones
festivas eran señaladas por comida de una manera positiva y organizada. Pero ahora el trabajo
también tiene su propia clase de comida (en el nivel del signo): la comida ligera y que da
energía se experimenta como un verdadero signo de la participación en la vida moderna, más
que como una contribución a ella… Estamos presenciando una expansión extraordinaria de
las áreas asociadas con la comida: la comida se está incorporando a una lista de situaciones
que no deja de alargarse. Esta adaptación se hace, en general, en nombre de la higiene y de
una vida mejor, pero, en realidad, y para subrayarlo una vez más, también está encargada de
señalar la situación en la cual se la usa. Tiene un doble valor, como nutrición y también como
protocolo, y su valor como protocolo se va volviendo más importante a medida que quedan
satisfechas las necesidades básicas, como ocurre en Francia. En otras palabras, podríamos
decir que en la sociedad francesa contemporánea la comida tiene una tendencia constante a
transformarse en situación.[41]
Fischler, el antropólogo francés, azorado por la forma en que los snacks han
reemplazado a las comidas (resulta evidente que hasta el término mismo lo
agravia, ¡y declara orgulloso que no tiene equivalente en francés!), habla de
la sustitución de la gastronomía por la “gastroanomia”, y plantea
interrogantes acerca de la tendencia hacia una comida desocializada y
aperiódica. Hoy se percibe que esa difusión se está acelerando, incluso en
sociedades grandes y antiguas que hace un tiempo parecían resistentes a
esos procesos, como China y Japón. La naturaleza cambiante de la jornada
laboral en la industria, las calorías baratas (tanto por su costo como por el
uso de recursos) que proporciona la sacarosa, y los grupos de interés
dispuestos a promover aún más su consumo,[45] hacen que esa presión
acumulativa resulte difícil de resistir sobre las bases educativas de los
individuos o de los grupos.
La comida puede no ser más que la señal de procesos mayores y más
fundamentales… o al menos eso parece. La dieta se recompone porque se
reconfigura todo el carácter productivo de las sociedades y, con él, también
la naturaleza misma del tiempo, el trabajo y el ocio. Si eso nos despierta
interrogantes sobre nosotros y para nosotros; si a otras personas, como me
ocurre a mí, les da la impresión de que han escapado del control humano,
aunque son en gran medida resultado de la decisión humana organizada,
tenemos que entenderlos mucho mejor que hasta ahora. Podemos aspirar a
cambiar el mundo, en lugar de limitarnos a observarlo. Pero debemos
entender cómo funciona para poder cambiarlo de formas socialmente
efectivas.
Durante demasiado tiempo los antropólogos, paradójicamente, hemos
negado la forma en que el mundo ha cambiado y sigue cambiando, así
como nuestra capacidad —nuestra responsabilidad, incluso— de contribuir
a una mejor comprensión de esos cambios. Si fuimos traicionados por
nuestro propio romanticismo, también nos hemos olvidado de reconocer y
ejercer nuestra fuerza. Y esa fuerza sigue encontrándose en el trabajo de
campo (del cual, lo confieso, poco hay en este libro), y en la apreciación
plena de la naturaleza histórica de la humanidad como especie. El interés
antropológico por la forma en que persona, sustancia y acto se integran
significativamente puede ejercerse tan bien en el mundo moderno como en
el primitivo. Los estudios de la cotidianeidad en la vida moderna, del
cambiante carácter de asuntos mundanos como la comida, vistos desde la
perspectiva combinada de la producción y el consumo, el uso y la función,
y preocupados por la aparición diferencial y la variación del significado,
pueden constituir una fuente de inspiración para una disciplina que está
peligrosamente cerca de perder el sentido de su propósito.
Pasar de un asunto tan menor como el azúcar al estado del mundo en
general puede sonar a uno de esos chistes de “En qué se parecen…”. Pero
ya vimos cómo la sacarosa, esa “hija favorita del capitalismo” —según la
frase lapidaria de Fernando Ortiz—,[46] representa el epítome de la
transición de un tipo de sociedad a otro. La primera taza de té caliente y
dulce que se tomó un trabajador británico constituyó un acontecimiento
histórico significativo, porque prefiguró la transformación de toda una
sociedad, una reconfiguración total de su base económica y social.
Debemos esforzarnos por comprender plenamente las consecuencias de ese
hecho y de otros que se relacionan con él, porque sobre ellos se erigió una
concepción totalmente diferente de la relación entre productores y
consumidores, del significado del trabajo, de la definición del yo, de la
naturaleza de las cosas. A partir de entonces cambió para siempre la idea de
lo que es un producto y de lo que significa. Y, por la misma razón, cambió
concomitantemente lo que es una persona y lo que significa serlo. Al
comprender la relación entre producto y persona volvemos a develar
nuestra propia historia.
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SIDNEY W. MINTZ (1922-2015). Antropólogo norteameriano, nacido en
Dover, Nueva Jersey, de padres inmigrantes oriundos de Bielorrusia. Se
doctoró en la Universidad de Columbia. Fue catedrático de la Universidad
de Yale por más de dos décadas, donde fue cofundador de su programa de
Estudios Afroamericanos, y luego de John Hopkins University. En Johns
Hopkins, Mintz fundó su Departamento de Antropología y estableció con
Richard Price un programa pionero de Historia y Cultura Atlántica.
En cuanto a sus trabajos, Mintz se convirtió en una figura clave de los
estudios del Caribe, realizando una etnografía del mundo de las
plantaciones poco antes de que colapsara. Sus escritos sobre el Caribe como
región sociocultural, sobre la esclavitud, sobre campesinados, proletarios
rurales, plantaciones y el azúcar son esenciales para conocer esta región del
mundo.
A partir de los años 1970, Mintz amplió sus miras hacia los orígenes de la
cultura afroamericana con un ensayo (escrito con Richard Price) que marcó
época, El origen de la cultura africano-americana, y posteriormente hacia
la historia social y cultural del azúcar con su obra más conocida Dulzura y
poder: el lugar del azúcar en la historia moderna. A partir del azúcar,
Mintz se adentró en la antropología de la comida y replanteó muchos de los
temas fundamentales de ese campo, en Sabor a comida, sabor a libertad.
Notas
Notas Introducción
[1] Hagelberg (1974: 51-52; 1976: 5) señala que los azúcares no
centrifugados siguen figurando en forma importante en el consumo de una
serie de países y estima (in lit. 30 de julio de 1983) que la producción
mundial se encuentra alrededor de 12 millones de toneladas, cifra
significativa. <<
[2]Entre los estudios más interesantes destacaría los de Claudius Salmasius,
Frederick Slare, William Falconer, William Reed, Benjamin Moseley, Karl
Ritter, Richard Bannister, Ellen Ellis, George R. Porter, Noel Deerr, Jacob
Baxa, Guntwin Bruhns y, sobre todo, Edmund von Lippmann. Las
referencias específica a sus obras se proporcionan en la bibliografía. <<
[3]Malinowski, 1950 [1922]: 4-22. Véase también su autocrítica en
Malinowski 1935: I, 479-481. <<
[4] R. Adams, 1977: 221. <<
Notas Capítulo I
[1] Richards, 1932: 1. <<
[2] Robertson Smith, 1889: 269. <<
[3] Ibid. <<
[4] Marshall, 1961: 236. <<
[5] Por supuesto que esta aseveración comenta una inmensa cantidad de
investigación, tanto arqueológica como etnológica, de la que no puedo
ocuparme aquí. La mayoría de los especialistas creen que la vida agrícola
sedentaria, basada en el cultivo estable de cereales (o raíces), fue una
condición previa para el surgimiento de sistemas políticos complejos
(Estados), como el del Egipto posneolítico, de Mesopotamia, México,
etcétera. Una autoridad (Cohen, 1977) ha sugerido que, aun más temprano,
el éxito en la domesticación de plantas y animales en realidad sirvió para
resolver una crisis alimentaria causada por el descenso de la caza de
grandes animales. Una vez establecido el cultivo estable, la población
humana empezó a aumentar con rapidez. Sauer (1952) y Anderson (1952)
proporcionan introducciones clásicas a la saga de la domesticación de las
plantas. El arqueólogo V. Gordon Childe comparó sus consecuencias con
las de una revolución y acuñó el término “revolución neolítica” para
describirla (1936). En Chrispeels y Sadava (1977) así como en un artículo
de David Harris (1969), se proporciona información útil sobre la
domesticación. <<
[6] Richards, 1939: 46-49. <<
[7] E. Rozin, 1973; P. Rozin; 1976; E. Rozin y P. Rozin, 1981. <<
[8] Véanse, por ejemplo, Pimentel et al., 1973; Steinhart y Steinhart, 1974.
<<
[9]Véanse, por ejemplo, Balikci, 1970, sobre los esquimales; Oberg, 1973,
sobre los tlingit, y Huntingford, 1953, sobre los masái. <<
[10] Roseberry, 1982: 1026. <<
[11] Maller y Desor, 1973: 279-291. <<
[12] Jerome, 1977: 243. <<
[13] Beidler, 1975, Kare, 1975; P. Rozin, 1976a, 1976b. <<
[14] Symons, 1979: 73. <<
[15] Beauchamp, Maller y Rogers, 1977. <<
[16] DeSnoo, 1937: 88. <<
[17] Jerome, 1977: 236. <<
[18] El perfeccionamiento de la extracción de sacarosa a partir de la
remolacha, basado en estudios iniciados por Manggraff (1709-1782), fue
logrado por su discípulo Franz Achard (1753-1821). Pero fue Benjamin
Delessert quien fabricó panes de azúcar blanco en 1812, para deleite de
Napoleón. La industria francesa del azúcar de remolacha recibió un trato
privilegiado hasta que su producto fue completamente competitivo con el
azúcar de caña que provenía de las colonias tropicales francesas, como
Martinica y Guadalupe. <<
[19] Henning, 1916. Una útil discusión reciente puede encontrarse en
Pfaffman, Bartoshuk y McBurney, 1971. Henning representó las relaciones
entre los sabores amargo, salado, agrio y dulce con un diagrama de cuatro
caras:
Los cuatro sabores primarios están en los ápices, los sabores binarios en los
bordes y los terciarios en las superficies, dando como resultado el diagrama
anterior.
Plaffman et al. creen que este diagrama funciona, por lo menos para
representar sensaciones de gusto sucesivas. Las implicaciones de un sistema
de sabores que consiste en cuatro sabores primarios científicamente
comprobables son muy sustanciales, pero la mayoría de las autoridades
tratan esta posición de forma circunspecta.
El uso del término “dulce” para describir al agua (y no sólo al agua fresca
en oposición al agua salada o al agua estancada, sino también para describir
el sabor del agua que se toma después de algo salado, amargo o ácido) y
para describir ciertos alimentos, como almejas y cangrejos, representa la
amplísima gama de experiencia de lo dulce en oposición a la relativamente
estrecha de los azúcares y a un léxico del sabor. Las diferencias son lo
bastante sorprendentes como para llevar a uno de los mejores estudiosos de
lo dulce a escribir: “A medida que los psicólogos exploran lo dulce, e
incluso los sentidos químicos, se les pide constantemente que emulen a
Janus; que observen por una parte el comportamiento de los sistemas
modelo en búsqueda de regularidades y leyes, pero también los alimentos
verdaderos, en los que se da el consumo y las regularidades ceden paso a las
irregularidades, y las leyes del comportamiento a las abundantes
excepciones” (Moskowitz, 1974: 62). <<
Notas Capítulo II
[1]Edelman, 1971. La familia de las sustancias que se dan de modo natural,
llamadas carbohidratos, formadas a partir de carbono, hidrógeno y oxígeno,
incluye a los azúcares, entre los cuales la sacarosa es la que más nos
interesa aquí. Puede encontrarse en todos los pastos, en algunas raíces y en
la savia de muchos árboles. La fotosíntesis efectúa la combinación del
dióxido de carbono con agua para elaborar azúcar (sacarosa) y otros
almidones y azúcares. Nuestra especie no puede producir sacarosa, sólo
consumirla. La ingestión de carbohidratos, junto con la inhalación de
oxígeno, permite que la glucosa (el azúcar de la sangre) se transforme en
energía, proceso acompañado por la exhalación de dióxido de carbono: “el
consumo de azúcar es por lo tanto la inversa de la formación de azúcar”
(Hugill, 1978: 11). <<
[2]De las seis especies conocidas del género Saccharum, cuatro parecen
haber sido domesticadas, y entre éstas la Saccharum officinarum (“azúcar
de los boticarios”) es difundida e importante (Warner, 1962). El inmenso
número de tipos de caña cultivados es consecuencia de la enorme
investigación invertida en la fuente principal de una de las mercancías más
importantes del mundo. El azúcar ha figurado durante varios siglos entre los
seis productos alimenticios de importación más importantes a nivel
mundial. <<
[3] Deerr, 1949: i, 63. <<
[4] El contenido de esta nota falta en el libro impreso [N. del E.D.] <<
[5] S. G. Harrison, 1950: s. p; R. J. Forbes, 1966: 100-101. <<
[6]Tabashir (tabasheer, tabaxir), o Sakkar Mambu, era muy apreciada como
medicina. Al endurecerse, esta goma vegetal se vuelve transparente o
blanca, sólida y de sabor dulce. Puede haber sido utilizada de la misma
forma que el azúcar en preparaciones medicinales. La palabra tabaxir
significa “gis” o “mortero” en urdu, de acuerdo con el Shorter Oxford
English dictionary; se presenta con el mismo significado en los dialectos
árabes del Magreb. Se cree que la palabra “azúcar” se deriva del sánscrito
sarkara, que significa “grava” o “polvo”. Así como el azúcar llegó a ser
llamado una especie de sal por los médicos de la Europa occidental del
siglo XVII, el tabashir se conocía como la sal árabe (Salz aus den glücklichen
Arabien), “la sal de la Arabia feliz”. Las oportunidades para confundir estas
dos sustancias eran considerables —aunque no son realmente similares—
porque ambas eran muy raras, y es probable que algunos autores las
describieran sólo de segunda o tercera mano. Una confusión paralela marca
la discusión de las referencias bíblicas a lo dulce que no mencionan ni el
maná ni la miel. Parece que no hay probabilidades de que el azúcar fuera
conocido en el Cercano Oriente en tiempos bíblicos, pero los especialistas
no son unánimes. Véase, por ejemplo, Shapiro, 1957. <<
[7]Barnes escribe: “La caña de azúcar se propaga comercialmente por el
método vegetativo, en el que se plantan secciones del tallo de la caña
inmadura, material que se conoce como semilla, semilla de caña, pedazos
de semilla y gajos. La verdadera semilla de la caña, derivada de la
polinización natural o controlada de las flores femeninas, es completamente
inadecuada para producir cultivos comerciales… El método asexual o
vegetativo produce nuevas plantas, similares en todo a las cañas de las que
fueron tomados los codos, aunque en muy raras ocasiones se desarrolla un
nuevo individuo a partir de un brote anormal que por alguna razón
desconocida difiere de los demás de la misma variedad. Así, la nueva
cosecha crece a partir de los brotes de los trozos de tallo de la variedad
seleccionada para el uso comercial” (Barnes, 1974: 257). <<
[8] Hagelberg, 1976: 5. <<
[9] Ibid. <<
[10] Las palabras para melaza (en francés mélasse, en inglés molasses, en
portugués melaço, etc.) provienen del latín mel, miel. El término inglés
treacle (melaza dorada) viene del latín theriaca (del griego thérion, animal
salvaje), un compuesto o electuario utilizado en el tratamiento contra
piquetes venenosos. Tanto Galeno como Dioscórides desarrollaron “triacas”
que a menudo contenían carne de serpientes venenosas. Esas teriacas (o
triacas) llegaron a ocupar un lugar predilecto en la medicina europea y no
desaparecieron de las farmacopeas oficiales hasta fines del siglo XIX. En
Notes and Queries (22 de febrero de 1762), F. Grane observa que el término
“triaca” sólo llegó a significar melaza en Inglaterra, probablemente debido a
la extensión de su uso, de un tipo particular de compuesto, a una sustancia
en general. Me parece que el punto importante es que la triaca se hacía con
miel; que la melaza, probablemente por la rápida caída de su precio,
reemplazó al azúcar; y que entonces el término utilizado para el compuesto
pudo haber sido transferido al medio. En 1694 encontramos por primera vez
la palabra “triaca” con el significado de melaza; el Shorter Oxford
dictionary cita a Westmacot, Script. Herb.: “buena fuente de melaza o triaca
común para endulzar”. El término sigue siendo utilizado para describir
medicinas, pero la palabra “melaza” nunca alcanzó un uso popular en
Inglaterra, mientras que el líquido que al que se llamaba “triaca” (o “jarabe
dorado”) sigue siendo popular. El término “jarabe dorado” requiere un
comentario de paso. La melaza refinada puede hacerse más delgada y más
ligera en su color para parecerse a la miel, pero con una consistencia muy
variada.
Alcanzó una especie de clímax en el “jarabe dorado” perfeccionado hacia
finales del siglo XIX por el gigante del azúcar inglés con base en Glasgow,
Tate and Lyle. Tal como lo ha señalado Aykroyd (1967: 7), este producto,
uno de los alimentos preparados más importantes de la historia moderna, ha
sido anunciado invocando una historia bíblica que lo confunde claramente
con la miel. El recipiente muestra un león muerto, el león que mató Sansón,
rodeado de abejas: han anidado en el león y hecho miel. La adivinanza de
Sansón “Del comedor salió comida, y del fuerte salió dulzura” no pudo ser
resuelta por los filisteos, pero Dalila se la sonsacó “¿Qué cosa más dulce
que la miel? ¿Y qué cosa más fuerte que el león?” (Jueces 14:18). Aykroyd
añade: “Los que diseñaron el emblema ignoraban que la fuente de la
dulzura [en el relato bíblico] es la miel, y no el azúcar”. Lo hicieron,
efectivamente, sintetizando con ello un proceso de reemplazo que tardó
siglos en completarse. <<
[11]Así como no podemos discutir de forma adecuada el lugar del azúcar o
los productos similares en la medicina griega tradicional, tenemos que
omitir cualquier consideración seria al respecto en la práctica médica de la
India. Casi con seguridad el azúcar endurecido, cristalizado a partir del jugo
de caña procesado, se utilizaba con fines médicos en la India hacia el
400 d. C., si no antes. Pero con certeza Galeno y sus contemporáneos no lo
conocían. El único producto de azúcar —es decir de sacarosa— que puede
haber figurado en la medicina galénica fue probablemente el fanid,
sustancia pastosa, que se estira y no es cristalina (en árabe al-fanid en inglés
pennet, penide, penidum). Estas palabras probablemente provienen de algún
lenguaje índico. El término phanita es un modificador derivado del
sánscrito de la palabra para “azúcar” [sarkara] empleada en el Manuscrito
Bower, fechado c. 375 d. C., donde se refiere a un producto completamente
líquido (cf. Deerr, 1949: i, 47). La palabra penidium da lugar al español
alfeñique y al inglés alembick, “alambique”. En sus formas más tempranas
en inglés, como fanid se refiere a un dulce (o medicina) de azúcar de tipo
chicloso, parecido al azúcar de cebada inglés más tardío. “El fanid —
escribe Pittenger (1947: 5)—, que originalmente no era otra cosa que el
jugo de caña solidificado después de haber sido hervido y espumado,
consistía en una pasta semilíquida café o negra, que después se describió
como amarillenta o incluso blancuzca”. Evidentemente no era cristalina, ya
que se señala que antes de enfriarse por completo podía estirársela en hilos
u hojas y enrollarla. En 1748 Pomet brinda una descripción admirablemente
específica del azúcar de cebada que aclara su afinidad con el fanid (pennet o
diapenidium) de la farmacopea europea de esa época: “El azúcar de cebada
se hace con azúcar blanco o moreno; el primero se hierve hasta que se hace
quebradizo, y se rompe fácilmente cuantío está frío. Cuando se hierve hasta
el máximo hay que colocarlo sobre un mármol previamente lubricado con
aceite de almendras dulces; enseguida hay que formar una pasta, con
cualquier figura que se desee. El otro tipo, erróneamente llamado azúcar de
cebada, se hace de cassonade, o azúcar en polvo, grueso, clarificado y
hervido hasta alcanzar un punto de dureza que permita moldear cualquier
figura con las manos, y con el que comúnmente se forman palitos torcidos.
Esta clase de azúcar es más difícil de hacer que la otra porque hay que
lograr la proporción exacta de hervor para llevarlo hasta un grado en que
pueda manejarse a voluntad: debe ser de color ámbar, seco, recién hecho y
que no se pegue a los dientes: algunos dulceros lo tiñen con azafrán para
darle un buen color” (Pomet, 1748: 58).
No es posible hacerle justicia a ésta y a otras clases de azúcar en una obra
como la presente. Pero vale la pena notar que el fanid o pennet podía
combinarse con aceite de almendras y luego moldearse en distintas figuras.
Esta cualidad “escultural” de algunos azúcares habría de desempeñar un
papel importante en el desarrollo posterior de los usos del azúcar. <<
[12]Galloway (1977), sobre la base de Lippmann (1970 [1929]) y Deerr
(1949; 1950) ha aumentado nuestro conocimiento acerca de la difusión y la
consolidación de la industria mediterránea. A. M. Watson (1974) ha
documentado la contribución árabe a la agricultura mediterránea. Véase
también Phillips s. f. <<
[13] Dorveaux, 1911: 13. <<
[14] A. M. Watson, 1974. <<
[15] Bolens, 1972; A. M. Watson, 1974. <<
[16] Deerr, 1949: i, 74. <<
[17] Berthier, 1966. <<
[18] Popovic, 1965. <<
[19] Véase, por ejemplo, Sahni-Bianchi, 1969. <<
[20] Deerr, 1950: ii, 536; Lippmann, 1970 (1929). <<
[21] Soares Pereira, 1955; Castro, 1980. <<
[22] Baxa y Bruhns, 1967: 9. <<
[23] Benveniste, 1970: 253-256. <<
[24] Galloway, 1977: 190 y ss. <<
[25] Ibid. <<
[26] Ibid. <<
[27] Greenfield, 1979: 116. <<
[28] Malowist, 1969: 29. <<
[29] Heyd 1959 [1879]: ii, 680-693. <<
[30]La primera importación conocida de azúcar de las islas Canarias es de
1506, pero Fernández-Armesto (1982) cree que empezó incluso antes; en
efecto, supone que la producción canaria de azúcar rebasó a la de Madeira
en los primeros años del siglo XVI. <<
[31] Fernández-Armesto, 1982: 85. <<
[32] Wallerstein, 1974: 333; Braudel, 1973:156. <<
[33] Ratekin, 1954. <<
[34]Ibid.: 7. En este punto Ratekin sigue a Lippmann —erróneamente, en
mi opinión— al atribuirle este tipo de trapiche a Speciale. Mauro (1960:
209) reproduce un esbozo de 1613 de un trapiche que se dice fue
introducido a Brasil desde Perú por un sacerdote, después de una genuina
innovación en la molienda en aquel lugar (1608-1612). El nuevo trapiche
tenía tres rodillos horizontales y una barra de rozamiento, y supuestamente
reemplazó al trapiche horizontal de dos rodillos que se usaba entonces. <<
[35] Ratekin, 1954: 13; véase también Sauer, 1966. <<
[36] Ibid. Ratekin cita a Pedro Mártir cuando éste hace la aseveración —
imposible de fundamentar— de que en 1518 funcionaban 28 “trapiches”,
así como la visión, más confiable, de Irene Wright sobre el crecimiento de
la industria en Santo Domingo (Wright, 1916). <<
[37] Ratekin, 1954: 13; véase también Sauer, 1966. <<
[38]Masefield (1967: 289-290) escribe: “El primer resultado de la extensión
de la producción de caña de azúcar de Madeira y de las Canarias en el
siglo XV fue la competencia severa con los productores europeos. Ello se
acentuó cuando las colonias americanas empezaron a producir. Para 1580…
la industria de Sicilia estaba moribunda… En España la industria
languidecía… las pequeñas industrias medievales del sur de Italia, Malta, la
Morea, Rodas, Creta y Chipre sufrieron todas la misma declinación y
llegaron a desaparecer”.
“Tanto en Madeira como en las Canarias la producción de azúcar
involucraba el uso de mano de obra africana esclava… Este uso de esclavos
puede haber ayudado a los isleños a vender a precios más bajos que otros
productores europeos, pero Madeira y las Canarias, a su vez, sucumbieron,
respectivamente, a manos de los competidores brasileños y de los
antillanos”. <<
[39] K. G. Davies, 1974: 144. La mención que hace Davies del azúcar
javanés y bengalí es un poco sorprendente. Para Inglaterra, de cualquier
forma, la mayor parte de los azúcares importados durante la primera mitad
del siglo XVII llegaba de Brasil y de las islas del Atlántico. <<
[40] Andrews, 1978: 187. <<
[41] Aunque el término “muscovado” (mascabado, moscabado, etc.)
sobreviva para describir ciertos azúcares morenos contemporáneos menos
refinados, el azúcar “de arcilla” ya no existe. Cuando los azúcares
semicristalizados se vertían en conos de cerámica invertidos para filtrar la
melaza y las impurezas, se acostumbraba taparlos con arcilla blanca
húmeda. El agua de la arcilla, al filtrarse hacia abajo, arrastraba gran parte
del desperdicio que no era sacarosa, así como la melaza y otras sustancias,
dejando de color blanco la base del “pilón” o “pan” invertido de azúcar. El
ápice del cono contenía sacarosa más oscura, menos pura, que era de menor
calidad. El azúcar más blanco era “de arcilla”, el más oscuro “mascabado”.
Éstos eran sólo dos de los términos descriptivos más importantes para los
tipos de azúcar, entre los que había veintenas, o hasta centenares. El
naturalista británico Hans Sloane reproduce la historia apócrifa de que la
práctica de filtrar el azúcar con arcilla empezó cuando alguien se dio cuenta
de que una gallina, después de comer sobre arcilla húmeda, caminó sobre
azúcar húmedo, dejándolo más blanco en los lugares por los que pisó. Una
vez que la fabricación de azúcar superó la fase de quitar la melaza y las
impurezas por medio del filtrado, la práctica de añadirle arcilla desapareció.
<<
[42] Williamson, 1931: 257-260. <<
[43] Beer, 1948 [1893]: 62-63. <<
[44] ibid.: 65. <<
[45] Child, 1694: 79. <<
[46] Oldmixon, 1708: i, 17. <<
[47]Citado en Oldmixon, 1708: i, 17. El economista político del siglo XVII,
J. Pollexfen, fue profético: “Nuestro comercio con nuestras plantaciones o
colonias de las Antillas se lleva grandes cantidades de nuestros productos y
manufacturas, así como provisiones y artículos hechos a mano, y nos
abastece con bienes para seguir manufacturando, y con otros, en gran
abundancia, para exportarlos a naciones extranjeras, especialmente azúcar y
tabaco. Aunque se hagan algunas objeciones sobre el uso y la necesidad de
estos artículos, de no ser introducidos por nosotros sería imposible evitar
obtenerlos por medio de otros países, y al ser un comercio que emplea
grandes cantidades de barcos y marineros, debería ser alentado: desde que
perdimos una parte tan importante de nuestro comercio pesquero, este
comercio, junto con los de Newcastle, se están convirtiendo ahora en el
soporte principal de nuestra navegación y en un criadero de marineros. Si
pudieran cerrarse las puertas traseras para que todos los productos
exportados de esas colonias pudieran ser traídos a Inglaterra sin merma
alguna, y los que no fueran consumidos aquí pudieran ser reexportados; y si
esas colonias, siendo sus propietarios ingleses, pudieran depender por
completo de Inglaterra de tal forma que los frutos de su trabajo fueran para
ventaja de Inglaterra tanto como los del trabajo que aquí se realiza,
entonces debería dárseles todo el impulso por medio de leyes sencillas,
regulaciones y protección, puesto que poseen mayores oportunidades y una
mayor necesidad de obtener más gente trabajadora (de donde debe surgir la
riqueza) para ayudarles a realizar mejoras más importantes que las de
Inglaterra o cualquiera del resto de sus dominios; y si se considerara que en
algunas de esas colonias se han mejorado los desiertos y los bosques y se
han adquirido riquezas en un tiempo tan corto como la vida de un hombre,
deberíamos estar de acuerdo con lo que se ha aseverado, que el origen de
las riquezas muebles es el trabajo, y que éstas pueden surgir del trabajo de
los negros y de los vagabundos, si se administra de forma adecuada”
(Pollexfen, 1697: 86). <<
[48] Oldmixon, 1708: i, 17. <<
[49] Mill, 1876 [1848]: 685-686. <<
[50] Davies, 1973: 251. <<
[51] ibid. <<
[52] Gillespie, 1920: 147. <<
[53] Deerr, 1949: i, 86. <<
[54] Tyron, 1700: 201-202. <<
[55] Dunn, 1972: 189-195. <<
[56] Mathieson, 1926: 63. <<
[57] ibid. <<
[58]Pese al riesgo de una digresión, menciono que la mano de obra “libre” y
la “esclava” no son opuestos diametrales, salvo de forma abstracta; en
efecto, existen muchas formas intermedias de trabajo semiforzado,
dependiendo del lugar, del tiempo y de las circunstancias específicas. El
hecho de que al capitalismo se lo asocie comúnmente con el proletariado (y,
para propósitos analíticos, esto es exacto) no significa por supuesto que los
capitalistas sólo pudieran beneficiarse del uso de la mano de obra libre. <<
[59]“En sus cartas que describían el ataque a Drogheda, Cromwell escribió:
‘Cuando se sometieron, estos oficiales fueron golpeados en la cabeza,
mataron a uno de cada diez soldados, y el resto fue embarcado hacia
Barbados’. ‘Es un terrible Protector —observa Thomas Carlyle—…, no le
gusta derramar sangre pero es muy capaz de barbadear a un hombre
rebelde: nos ha mandado por cientos a Barbados, a tal grado que lo hemos
convertido en un verbo transitivo, barbadear a alguien’” (Harlow, 1926:
295). <<
[60] Curtin, 1969. <<
[61] Marx, 1939 [1867]: i, 793, 738. <<
[62] Gillespie, 1920: 74. <<
[63] Thomas y McCloskey, 1981: 99. <<
[64]
A. Smith, 1776, lib. iv, cap. vii, parte iii, citado en Thomas y
McCloskey, 1981: 99. <<
[65] Wallerstein, 1980. <<
[66]
Para una formulación clara y elegante de esta opinión, véase Wolf,
1982: 296 y ss. <<
[67] Banaji, 1979. <<
[68] Marx, 1969: ii, 239. <<
[69] Ibid.: 303. <<
[70] Marx, 1965 [1858]: 112. <<
[71] Genovese, 1974: 69. <<
[72] Genovese, 1965: 23. <<
[73]“Se producía una tremenda riqueza a partir de una economía inestable
basada en un cultivo único, que combinaba los vicios del feudalismo y del
capitalismo, sin las virtudes de ninguno de los dos” (Williams 1942: 13). <<
[74] Banaji, 1979: 17. <<
[75] Thomas, 1968. <<
[76] Citado en Deerr, 1950: ii, 433-434. <<
[77] Davies, 1954: 151. <<
[78] Ibid.: 152-153. <<
[79] Ibid. <<
[80] Ibid.: 163. <<
[81] Marx, 1939 [1867]: i, 776, 785. <<
[82] Marx, 1968 [1846]: 470. <<
[83]Hobsbawm, 1968: 51. En otro lugar, Hobsbawm amplía su argumento
(ibid., pp. 144-145): “Esperamos encontrar, y encontramos, a partir de
1860, que las importaciones van rebasando cada vez más a las
exportaciones, pero también encontramos —y esto es más bien extraño—
que en ningún momento del siglo XIX Gran Bretaña tuvo algún excedente
exportable de bienes, a pesar de su monopolio industrial, de su marcada
vocación exportadora y de su modesto mercado de consumo interno. Los
compradores de nuestras exportaciones reflejan los límites de los mercados
a los que exportaba Gran Bretaña, que eran esencialmente países que, o no
querían recibir muchos más textiles británicos, o eran demasiado pobres
para tener más que una mínima demanda per cápita. Pero esto también
refleja el tradicional sesgo ‘subdesarrollado’ de la economía británica así
como, hasta cierto punto, la demanda suntuaria de las clases alta y media
británicas. Como hemos visto, entre 1814 y 1845, alrededor del 70% de
nuestras importaciones netas (en valor) fueron materias primas, alrededor
del 24% productos alimenticios —en su gran mayoría productos tropicales
o similares (té, azúcar, café)— y alcohol. No hay mayor duda de que Gran
Bretaña consumió tanto porque siempre tuvimos un importante comercio de
reexportación de estos productos. Así como creció la producción de
algodón, por así decirlo, como un producto secundario de un gran comercio
de bienes manufacturados, también creció el consumo extraordinariamente
grande de azúcar, té y otros productos similares, lo que explica en gran
medida el déficit de la cuenta corriente”.
Sospecho que ésta es una explicación demasiado simple. El consumo de té
y café tuvo grandes divergencias en el siglo XVIII y estas tendencias, una vez
establecidas, no se invirtieron nunca. Aunque el comercio de reexportación
de café se sostuvo por sí mismo, el té le ganó al café en las islas británicas,
en buena medida, porque el té era una producción imperial, cosa que el café
nunca fue. Lo mismo, y con más razón, puede decirse del azúcar; su
consumo se afirmó una vez que las colonias británicas lo produjeron, y ello
nunca ha cambiado. <<
[84] Sheridan, 1974: 19-21; cursivas mías. <<
[85] Coleman, 1977: 118. <<
[86] Deerr, 1950: ii. Davies (1979: 43-44) lo resume de forma elocuente: “El
azúcar fue la mayor importación británica durante un siglo y medio, hasta la
década de 1820, cuando fue rebasado por el algodón. El azúcar se
importaba en su totalidad de América, Asia o Africa; no había producción
británica y la europea era poca. La Europa del medievo había vivido sin él,
pero una vez que apareció el abasto barato y abundante, en el siglo XVII, el
azúcar se convirtió rápidamente en una necesidad convencional, y para la
cual no había sustituto. Durante el siglo XVIII las plantaciones con mano de
obra esclava de las colonias del Caribe británico eran virtualmente las
únicas proveedoras, pero en las guerras llegaron grandes cantidades de las
Antillas francesas, ocupadas por los británicos, y de las Indias holandesas; y
la isla Mauricio y la India se convirtieron en fuentes importantes a partir del
decenio de 1820”.
“El azúcar era bastante homogéneo; es decir que el antillano, el javanés y el
de Mauricio no eran básicamente muy diferentes, aunque se importaban en
distintas etapas de procesamiento, lo que les daba reputaciones diferentes.
El producto colonial estuvo protegido hasta 1844 por un gravamen
discriminatorio que evitaba la importación de azúcar extranjero, pero el
arancel sobre el azúcar colonial mismo era muy elevado, incluso después de
haber sido reducido a la mitad en 1845. Por lo tanto, los precios del azúcar
no sólo eran influidos, por el lado del abasto, por la apertura de nuevas
fuentes para surtir al mercado británico, por las fluctuaciones en el cultivo y
los costos cambiantes del transporte, sino también por cambios en el nivel
general de derechos de importación y en las preferencias coloniales. La
demanda británica interna mostraba una fuerte tendencia al crecimiento a
largo plazo, porque su población en rápido crecimiento poseía hábitos de
consumo firmemente establecidos”.
“Las fluctuaciones anuales en las importaciones reflejaban variaciones de
las cosechas y hasta cierto punto intenciones comerciales, pero la posesión
de acciones estaba limitada y, salvo en lapsos muy breves, las
importaciones tenían que corresponder al consumo. Las cifras anuales
muestran un buen grado de elasticidad en los precios, pues el mercado
británico respondía a las variaciones en la cosecha con cambios en los
precios, así como con ajustes accionarios. Sin embargo, a la larga el
panorama es diferente. En 1791 la revolución de los esclavos en Santo
Domingo (Haití), que era el proveedor más grande de Europa, causó cierta
desviación del abastecimiento británico hacia Europa y una brusca subida
en los precios, que fue seguida por los primeros aumentos de aranceles
debidos a la guerra. Los consumidores dieron la impresión de desalentarse
por ello, pero pronto regresaron a sus antiguos hábitos de consumo a pesar
de que los precios seguían subiendo sin cesar. Durante el periodo de guerra
el consumidor promedio respondió al creciente precio del azúcar gastando
más y, cuando cayeron los precios, reduciendo su gasto, en lugar de
aumentar notablemente su consumo. Cuando terminó la larga depresión de
posguerra con la prosperidad de mediados de siglo, el alza pronunciada en
los ingresos causó un aumento aún mayor en el consumo de azúcar”.
“Este patrón de compra, que revela una demanda bastante poco elástica,
podría haberse esperado de un artículo no sustituible, en el que pocas
familias gastaran más que unos cuantos peniques a la semana, pero que en
pequeña cantidad se hubiera convertido casi en una necesidad, y que era lo
suficientemente atractivo como para propiciar un porcentaje mayor del
gasto a medida que más y más ingresos rebasaban con mucho el nivel de la
pobreza. El azúcar mantuvo su liderazgo entre las importaciones británicas
durante un periodo muy largo porque era en gran medida el producto
alimenticio no básico más usado de los importados, y su importancia
relativa sólo descendió cuando los productos alimenticios básicos
empezaron a figurar en gran escala en el comercio británico de
importación”. <<
[87] Estos cálculos, al menos para 1700, deben ser terriblemente imprecisos,
puesto que hay que adivinar tanto la cantidad de azúcar consumido como la
población de Inglaterra en 1700. Sin embargo, parece seguro que por
entonces llegaban a la isla casi 13 mil toneladas de azúcar al año. Si el 10%
de sus ciudadanos podían consumir todo el azúcar que deseaban, sin dejar
nada para los que eran más pobres que ellos, cada uno hubiera estado
utilizando alrededor de unas 40 libras al año, o 1.75 onzas diarias. Creo que
estas estimaciones son razonables.
Por supuesto que hubo intentos más tempranos aún por calcular el consumo
per capita, y las “incursiones en aritmética política” de Joseph Massie
(Mathias, 1979) incluyen un esbozo del consumo diferencial de azúcar por
clase para el año de 1759. El propósito de Massie era establecer que los
costos del monopolio de las Antillas habían sido pagados por los
consumidores ingleses, y presenta una buena argumentación. Pero no pude
reconciliar su enumeración de “rangos, grados y clases” con sus cálculos
del azúcar consumido para llegar a alguna cifra promedio. <<
[88] El primer autor moderno que señaló esto puede haber sido Eric
Williams en su Capitalism and slavery (1944). Pero ninguno de los lectores
de The black Jacobins de C. L. R. James (1938) puede haber pasado por
alto el hilo que va de Marx a James y a Williams. <<
[89] Mintz, 1979: 215. <<
[90] Mintz, 1977. <<
[91] Mintz, 1959: 49. <<
[92] Lewis, 1978. <<
[93]Orr, 1937: 23. Leverett escribe: “Las caries dentales no prevalecían en
las sociedades primitivas, al parecer por que sus dietas no tenían
carbohidratos fácilmente fermentables. Aunque la caries es sin duda un
padecimiento con causas múltiples, la forma principal en que se inicia es la
disolución ácida del esmalte del diente. Este ácido es producido por varios
microorganismos diferentes, especialmente por el Streptococcus mutans, a
partir de carbohidratos fermentables, sobre todo la sacarosa, como fuente
nutricia… En Inglaterra, por ejemplo, hubo un aumento brusco en la
prevalencia de la caries dental después de la partida de los romanos, a
principios del siglo V d. C., y no volvió a aumentar de forma significativa
sino hasta la segunda mitad del siglo XIX, cuando la sacarosa se generalizó
en todos los niveles de la sociedad” (1982: 26-27). <<
Notas Capítulo III
[1]Un ejemplo particularmente emotivo es el cuento del autor nigeriano
Chinua Achebe (1973), “Sugar baby”, en el que el gusto obsesivo de un
hombre por el azúcar se convierte en el eje de su crisis personal durante la
guerra civil de Nigeria. <<
[2] McKendry, 1973: 10. <<
[3]Había sin embargo cierta exportación de trigo y cebada de Inglaterra ya
desde el siglo XIV. Cf. Everitt, 1967b, passim, especialmente pp. 450 y ss., y
Bowden, 1967: 593 y ss. <<
[4] Drummond y Wilbraham, 1958: 41. <<
[5] Appleby, 1978: 5. <<
[6] Ibid. <<
[7] Drummond y Wilbraham, 1958: 88. <<
[8] Por supuesto que este tipo de aseveraciones generales son siempre
arriesgadas y sujetas a excepciones. Pero J. E. T. Rogers llamó al siglo XV
“la edad dorada del jornalero inglés”, y con razón; la despoblación
provocada por la peste negra había creado una escasez de mano de obra que
a su vez provocó la duplicación de los salarios de muchas regiones
(Bowden, 1967: 594). “No fue hasta el siglo XIX —escribe Postan— cuando
el nivel de vida del asalariado volvió a ser tan elevado” (Postan, 1939: 161).
En el siglo XVII la suerte fue especialmente dura para los pobres. La
evidencia reunida y compilada por Everitt y por Bowden en sus
contribuciones a The agrarian history of England and Wales deja en claro
que “la tercera, cuarta y quinta década del siglo XVII fueron testigo de una
pobreza extrema en Inglaterra, y posiblemente se encuentran entre los años
más terribles por los que ha pasado el país” (Bowden, 1967: 621). Éstos
fueron los años inmediatamente anteriores a la introducción en gran escala
del azúcar y otros artículos (como el té) a Inglaterra. <<
[9] Drummond y Wilbraham, 1958: 68-69. <<
[10] Ibid.: 51. <<
[11] Ibid. <<
[12] Murphy, 1973: 183. <<
[13] Ibid. Véase también la nota 8. <<
[14]Algunos de estos productos —el azafrán, por ejemplo— no se producen
exclusivamente en regiones tropicales o subtropicales. Sin embargo la
mayoría eran importados a Inglaterra; todos eran escasos y caros y el
conocimiento de su naturaleza fue por mucho tiempo imperfecto y
fantasioso. De acuerdo con la tradición, fueron los mercaderes fenicios los
que introdujeron originalmente el azafrán a Cornualles e Irlanda. Hunt
(1963) sostiene que los bollos y pasteles de Cornualles sazonados con
azafrán confirman esa tradición, mientras que las camisas irlandesas teñidas
con azafrán, las leine caroich usadas por los jefes, son supuestamente el
origen del tartán. Inglaterra se convirtió en productor de azafrán siglos más
tarde. <<
[15] Joinville, 1957 [1309]: 182. <<
[16] Mead, 1967 [1931]: 77. <<
[17] Citado en Salzman, 1931: 461. <<
[18] Our English home, 1876: 86. <<
[19] Ibid.: 85. <<
[20] Ibid.: 86. <<
[21] Salzman, 1931: 417. <<
[22] Ibid. <<
[23] Ibid. <<
[24] Labarge, 1965: 66. <<
[25] Ibid.: 97. <<
[26] Crane, 1975 y 1976: 473. <<
[27] Labarge, 1965: 96. <<
[28] Salzman, 1931: 231 n. <<
[29] Ibid.: 202. <<
[30] Hazlitt, 1886: 183. <<
[31] Ibid. <<
[32] Mead, 1967: 44. <<
[33] Ibid.: 55. <<
[34] Ibid.: 56. <<
[35] Ibid. <<
[36] Austin, 1888: IX. <<
[37] R. Warner 1791: I, 7. <<
[38] Ibid.: 9. <<
[39] Lippmann, 1970 [1929]: 352 y ss. <<
[40] Ibid.: 224-225. En un útil artículo, K. J. Watson (1978: 20-26) describe
la creación de estatuas de azúcar, réplica de otras de bronce, que se
convirtieron en decoraciones festivas comunes para las grandes bodas
ducales de los siglos XV al XVII en las principales ciudades de Italia y del sur
de Francia. Watson no pudo identificar ninguna referencia a estas esculturas
antes del siglo XV, y llegó a la conclusión de que el precio del azúcar
impedía este tipo de exhibiciones en épocas más tempranas, incluso para los
ricos. Pero puesto que el azúcar se importaba a Venecia ya hacia el siglo
octavo, y la refinación se perfeccionó allí en el siglo XIII, es probable que se
haya dado una experimentación anterior. La escultura en azúcar era común
en el norte del África islámica hacia el siglo XI. Las esculturas de azúcar
italianas, escribe Watson, eran a menudo llamadas trionfi (triunfos):
“decoraciones para la mesa de los banquetes, casi siempre los de bodas…
generalmente… adornos para deleitar a la vista más que el estómago… a
veces ofrecidos a los invitados al final de la fiesta” (1978: 20). Los temas se
tomaban de la imaginería heráldica: triunfos, arquitectura, dioses y diosas,
grupos narrativos de historias bíblicas o literatura contemporánea, y
animales. De acuerdo con Watson, este “arte cortesano” fue parcialmente
eclipsado a principios del siglo XVIII por los inicios de la fabricación de
porcelana de pasta dura. Tanto las técnicas como las especificaciones
ceremoniales se difundieron muy probablemente del norte de África al
norte de Europa a través de Italia y luego de Francia. <<
[41] Le Grand d’Aussy, 1815 [1781]: II, 317. <<
[42] Drummond y Wilbraham, 1958: 57. <<
[43] Our English home, 1876: 70. <<
[44] Ibid. <<
[45]W. Harrison, 1968 [1587]: 129. The description of England de William
Harrison suele ser considerada como la relación más amplia de la vida
social británica en tiempos isabelinos. Fue escrita, según se nos dice, “para
proporcionar los libros introductorios a las Holinshed’s Chronicles”
(Edelen, 1968: XV), y trata sobre toda la sociedad inglesa, pero brinda
relatos especialmente ricos acerca de la vida cotidiana. Harrison sólo se
refiere al azúcar dos veces en su libro, la primera para lamentar la brusca
subida en el precio de todas las especias (incluyendo el azúcar) porque
estaban siendo reexportadas; y la segunda cuando describe la mesa de los
ricos y privilegiados. <<
[46] Warton, 1824: I, clix. George Cavendish, el biógrafo del cardenal
Wolsey (1475-1530), habla con entusiasmo acerca de las sutilezas que
agraciaban la mesa de las instalaciones del cardenal: “Luego llegó el
segundo servicio, con tantos platos, sutilezas e ingeniosas presentaciones
que ascendían a más de un ciento en número, y de tal proporción y costo
que supongo que los franceses jamás vieron cosa igual; y por cierto que era
digno de tal asombro; había castillos con imágenes en ellos, con iglesia y
campanario a escala de su tamaño, tan bien plasmados como si el pintor los
hubiese pintado sobre un lienzo o en la pared. Había animales, pájaros, aves
de diversos tipos, y personajes hechos con mucho realismo e imitados en
los platos, algunos luchando (como en la guerra) con espadas, otros con
arcabuces y ballestas. Algunos saltando y brincando, algunos bailando con
damas, otros con armadura completa, combatiendo en un torneo con sus
lanzas, y con muchos otros detalles, más de los que con mi ingenio soy
capaz de describir. Entre todo ello algo me llamó mucho la atención; era un
tablero de ajedrez hecho muy sutilmente de pasta especiada, y las piezas de
lo mismo. Y por buenas maneras, ya que los franceses eran muy expertos en
ese juego mi señor se lo dio a un caballero de Francia, ordenando se hiciese
una caja para el juego, y a toda prisa, para impedir que se destruyera en el
transporte a su país” (Cavendish, 1959 [l641]: 70-71). La “pasta especiada”
es el azúcar endurecido con el que se esculpían esas formas y figuras. Véase
también Intronizatio Wilhelmi Warham, Archiepiscopi Cantuar. Dominica
in Passione Anno Henrici 7. vicessimo, & anno Domini 1504. Nono die
Martii, en Warner, 1791: 107-124. <<
[47] Partridge, 1584: cap. 9 (sin foliación). <<
[48] Ibid., cap. 13 (sin foliación). <<
[49] Platt, 1675: núms. 73-79. <<
[50] McKendry, 1973: 62-63. <<
[51] Glasse, 1747: 56. <<
[52]Warner, 1791: 136. Sin duda puede encontrarse aquí uno de los pasajes
más interesantes que se han escrito acerca de las sutilezas: “Surgió así una
extraordinaria clase de ornamento, en uso tanto entre los ingleses como
entre los franceses, durante un tiempo considerable; representaciones de los
membra virilia, pudendaque muliebria [miembros viriles, genitales
femeninos], formados de masa o azúcar, y exhibidos frente a los invitados
en los convites, sin duda para ocasionar entre ellos bromas y
conversaciones: así como nosotros utilizamos en el presente los pequeños
objetos de pasta, con inscripciones sobre ellos, para los mismos fines…
Estos símbolos obscenos no se limitaban a los adornos de la persona, o a las
decoraciones de la mesa, sino que, en épocas tempranas, se admitían en los
ritos de religión más espantosos. La hostia consagrada, que el comulgante
piadoso recibía de manos del sacerdote el domingo de Pascua, se hacía con
una forma sumamente indecente e impropia…”. No fue hasta 1263, según
Warner, cuando la iglesia inglesa le puso un alto a la práctica aparentemente
común de hacer las hostias de comunión en forma de testículos humanos:
“Prohibemus singulis sacerdotibus parochialibus, ne ipsi parochianis suis
die pascitatis testes seu hostias loco panis benedicti ministrent, ne ex ejus
ministratione seu recepcione erubescentiam evitare videantur, sed panem
benedictum faciant, sicut aliis diebus dominicis fieri consuevit” (Stat.
Synod. Nicolae, Episc. Anegravensis An. 1263). Agrega Warner: “Du
Fresne añade abajo, ‘ubi pro evitare legendum puto irritare, forte enim
intelliguntur paniculi, seu oblatae in testiculorum figuram formatae, quas in
hoc testo Paschali loco panis benedicti dabant’” (Gloss, tom. III, p. 1109).
Estas extrañas prácticas vuelven a la vida, ahora por supuesto
completamente despojadas de toda asociación religiosa, como lo indican
algunas noticias de la prensa norteamericana contemporánea. Por ejemplo,
un artículo de junio de 1982 en el Evening Sun de Baltimore relata el éxito
de las galletas de jengibre “para adultos” y los “chocolates eróticos”.
Cuenta un dulcero asombrado: “Tengo gente que entra y dice: ‘Quiero ver
la especialidad del ginecólogo’. Algunas mujeres realmente les llevan estos
dulces a sus doctores y se los ofrecen después del examen”. Me propongo
tratar de forma antropológica con este material más bien extraño en una
publicación subsecuente. <<
[53] Wallerstein, 1974. <<
[54] Schneider, 1977: 23. <<
[55] Pellat, 1954. Véase también Hunt, 1963. <<
[56] Levey, 1973: 74. Es tentador tratar de combinar los conceptos
humorales galénicos con el “tetraedro del gusto” propuesto por Henning
(1916) para mostrar las interrelaciones entre las cualidades del gusto.
Galeno mismo había señalado más de cuatro de éstos, pero la medicina
humoral parece estar basada en una organización cuatripartita de la realidad
física, y las cualidades del gusto enumeradas con mayor frecuencia eran
cuatro. Los cuatro elementos del mundo natural eran el aire, el fuego, el
agua y la tierra; la tierra era seca, el agua húmeda, el fuego caliente, el aire
frío. Dos elementos cualesquiera se combinaban para producir una
complexión; eran cuatro, cada una con su propio humor:
<<
[36]“La interconversión de un material en otro por razones de gusto, ventaja
económica, estatus u otras razones específicas domina nuestras actividades
de desarrollo… La industria de alimentos y asociadas se encuentran
involucradas a un grado asombroso en una vasta cultura de transferencia (de
la comida): otra clase de conversión” (Cantor, 1969). Cantor (1981)
proporciona una presentación actualizada del concepto de
interconvertibilidad. <<
[37] Cantor, 1981: 302. <<
[38]Este argumento puede relacionarse con la combinación de azúcar y
grasa ya señalada, y con el vínculo extraño pero aparentemente real entre la
dulzura y la sexualidad. Aunque volveré sobre este tema en un trabajo
posterior, tal vez valga la pena sugerir aquí que creo que estos adjetivos
publicitarios contrastan siguiendo líneas simbólicas asociadas con
diferencias simbólicas convencionalizadas entre hombre y mujer. <<
[39] Cantor y Cantor, 1977: 430-441. <<
[40] Ibid.: 442. <<
[41]Barthes, 1975: 58. Lindsy van Gelder, en el número de diciembre de
1982 de Ms, lamenta la ubicuidad de la comida, particularmente para los
que viven en ambientes urbanos y quieren al mismo tiempo ponerse a dieta
y ver a sus amigos: “No existen muchos lugares en Nueva York donde un
adulto y un niño puedan sentarse después de las 5 de la tarde sin un
azucarero entre ellos y un mesero revoloteando cerca”. Su artículo, titulado
“Inventing food-free rituals” [“Hay que inventar rituales sin comida”],
contrasta, adecuadamente con la abdicación de Delzell como cocinera
familiar (véase la nota 25): Delzell no puede cocinar para su familia y
sentirse libre; Van Gelder no puede imaginarse cómo reunirse con sus
amigos sin comer. <<
[42] Cantor y Cantor, 1977: 442-443. <<
[43] Tiger, 1979: 606. <<
[44] Ibid. <<
[45] La proliferación de dispositivos impersonales de comida (máquinas
vendedoras) alienta el uso de sacarosa, que puede prolongar la vida de
anaquel, y reducir la frecuencia del servicio, por ejemplo. Al leer este
material, un colega de una gran universidad norteamericana escribió: “Para
ganar espacio y ahorrar dinero la administración quitó un conjunto de
máquinas de leche, jugo y yogurt de una cafetería de la biblioteca,
convirtiendo el cuarto en una sala de estudio. Cuando los estudiantes se
quejaron, añadieron máquinas vendedoras en edificios contiguos. Pero las
nuevas máquinas son todas de dulces, papas fritas con sabor a barbacoa,
atrocidades de mantequilla de cacahuate y queso, etc. Me parece que las
máquinas más recientes se surten con muy poca frecuencia en contraste con
las demás, que requerían surtido diario y refrigeración. Probablemente aquí
las virtudes de conservación y procesamiento del azúcar resultan muy
importantes, y las nuevas consecuencias son interesantes: mientras que la
leche y el yogurt podían ser utilizados como complementos para un
emparedado traído de casa (como era mi costumbre), sus sustitutos no
desempeñan ningún papel en la comida”.
En otros países, la penetración de las bebidas frías y estimulantes en el
mundo no occidental proporciona distintas interrupciones de comidas y
horarios. En gran parte del antiguo mundo colonial británico, la sustitución
del té por la Coca-Cola tiene un peso simbólico interesante: la mayor parte
de ese mundo había sido convertida primero al té caliente, hace uno o dos
siglos, y su “nueva transformación” habla sobre el poder norteamericano.
En la Unión Soviética y la República China el éxito creciente de las bebidas
estimulantes frías conlleva el mismo significado. El número de vendedores
de bebidas que se han convertido en hacedores de la política extranjera o
militar, o en comentaristas periodísticos sobre esa política, como
Weinberger y Safire, nos lleva a reflexionar. Véase, por ejemplo, Louis y
Yazijian, 1980. <<
[46] Ortiz, 1947: 267-282. <<