Sidney W. Mintz Dulzura y Poder Epublibre 1985

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Parte del desarrollo económico de los países caribeños y latinoamericanos

se ha basado en “la economía del postre”: chocolate, tabaco, café y, por


supuesto, el ron y el azúcar.
En este estudio revelador, Sidney Mintz muestra cómo los europeos y los
norteamericanos transformaron el azúcar de un raro lujo foráneo a una
necesidad cotidiana de la vida moderna, y cómo el azúcar cambió la historia
del capitalismo y la industria. Analiza la producción y el consumo del
azúcar, y revela cuán estrechamente interrelacionados están los orígenes del
azúcar como una creciente zafra “esclava” en las colonias tropicales
europeas con su uso, primero como lujo extravagante de la aristocracia y
después como elemento principal de la dieta del nuevo proletariado
industrial. Finalmente, observa cómo el azúcar ha transformado los sistemas
de trabajo, los hábitos alimentarios y nuestra dieta en los tiempos modernos.
Sidney W. Mintz

Dulzura y poder
El lugar del azúcar en la historia moderna

ePub r1.0
Titivillus 11.07.2019
Título original: Sweetness and power
Sidney W. Mintz, 1985
Traducción: Laura Moles Fanjul
Diseño de cubierta: Carlos Palleiro

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1
Índice de contenido

Agradecimientos

1. Comida, socialidad y azúcar

2. Producción

3. Consumo

4. Poder

5. Comer y ser

Bibliografía

Sobre el autor
No sé si el café y el azúcar son esenciales para la felicidad de Europa; lo que sí sé es
que estos dos productos han sido responsables de la infelicidad de dos grandes regiones
del mundo; se despobló América para disponer de tierras en qué plantarlos; se
despobló África para tener gente con que cultivarlos.
Del volumen 1 de J. H. Bernardin de Saint Pierre, Viaje a la Isla de Francia,
la isla de Bourbon, el Cabo de Buena Esperanza… con nuevas observaciones
sobre la naturaleza y los hombres, escrito por un oficial del rey (1773).
Este grabado de William Blake, Europa sostenida por África y América, le fue encargado por J.
G. Stedman para el colofón de su libro Relación de una expedición de cinco años contra los
negros rebeldes de Surinam (Londres, J. Johnson y J. Edwards, 1796). (Por cortesía de Richard y
Sally Price).
AGRADECIMIENTOS

Este libro tiene una larga historia. Comencé a reunir datos hace muchos
años, sin siquiera darme cuenta de que lo estaba haciendo; también
escribirlo llevó mucho tiempo. Empecé a redactarlo en 1978, mientras
disfrutaba de una beca del National Endowment for the Humanities. Le
agradezco al Departamento de Antropología de la Universidad de
Pensilvania, que durante el año que pasé en Filadelfia me concedió un título
de profesor visitante, y al profesor William H. Davenport, quien
generosamente me brindó, además de su compañía, la mitad de su
inapreciable espacio de oficina.
Durante la primavera de 1978, gracias a la hospitalidad del
Departamento de Antropología de la Universidad de Princeton, del
Christian Gauss Lecture Commitee, y de sus respectivos directores, los
profesores James Fernández y Joseph Frank, pude poner a prueba algunas
de mis ideas ante un público de primer nivel. Varias personas —entre ellas
los profesores Natalie Z. Davis, Stanley Stein y Victor Brombert—, con sus
inteligentes críticas y preguntas, hicieron lo posible por ayudarme.
Los veranos de 1980 y 1981 los pasé en la meca de la investigación
académica, la Biblioteca Británica. La Fundación Wenner-Gren y su
directora de investigación, Lita Osmundsen, hicieron posible que me fuese
a Inglaterra en uno de esos veranos. Una beca de investigación obtenida
gracias a los buenos oficios de un gran decano de la Universidad Johns
Hopkins, el difunto doctor George Owen, me financió el otro.
Tuvieron especial importancia las personas que me ayudaron a
encontrar materiales, que copiaron y llevaron en orden las citas, los
documentos y las referencias, y que mecanografiaron las diversas versiones
del original. Le estoy especialmente agradecido a Elsie LeCompte, quien
sin duda trabajó tanto en el libro como yo mismo, antes de emigrar a la
escuela de posgrado. Marge Collington mecanografió la última versión con
velocidad y precisión. La doctora Susan Rosales Nelson elaboró rápida y
eficientemente el índice analítico.
Con los bibliotecarios que me manifestaron una invariable amabilidad
en la Biblioteca Van Pelt (Universidad de Pensilvania), la Biblioteca
Británica, la Biblioteca del Wellcome Institute of Medicine, la Biblioteca
Firestone (Universidad de Princeton), la Biblioteca Pública Enoch Pratt
Free de Baltimore y, sobre todo, la Biblioteca Milton S. Eisenhower
(Universidad de Johns Hopkins), tengo una deuda tan grande que no hay
palabras para expresarla. Quiero mandar un especial saludo al personal del
Departamento de Préstamo Interbibliotecario de la Biblioteca Eisenhower,
cuya laboriosidad, dedicación y eficiencia no tienen paralelo.
Muchos buenos amigos leyeron y criticaron partes del manuscrito en
diversos momentos de su preparación. Entre ellos debo mencionar a mi
colega el profesor Ashraf Ghani, así como al doctor Sidney Cantor, el
profesor Frederick Damon, el profesor Stanley Engerman, el doctor Scott
Guggenheim, el doctor Hans Medick y el profesor Richard Price. El señor
Gerald Hagelberg, la profesora Carol Heim, el señor Keith McClelland, la
profesora Rebecca J. Scott, el profesor Kenneth Sharpe y el doctor William
G. Sturtevant me brindaron comentarios críticos detallados y abundantes de
la versión completa. Tal vez yo no haya sabido manejar adecuadamente
todas sus sugerencias y propuestas, pero su ayuda mejoró el texto más de lo
que probablemente ellos mismos sean capaces de percibir. Un veterano de
la fraternidad de los vagabundos del azúcar, el señor George Greenwood,
me brindó una visión especialmente penetrante del problema, por lo que le
estoy profundamente agradecido. También quiero darle las gracias a los
miembros de mi departamento, profesores, estudiantes y personal. Su
estímulo y apoyo durante la primera década que pasamos juntos le ha dado
un nuevo sentido al término compañerismo. Mi editora, Elisabeth Sifton,
me asombró con su conocimiento y me encendió con su entusiasmo; se lo
agradezco calurosamente.
Si alguien sufrió más que yo con este libro fue Jacqueline, mi esposa, a
quien se lo dedico con todo mi amor y gratitud, como tardío regalo por
nuestro vigésimo aniversario de casados.

SIDNEY W. MINTZ
INTRODUCCIÓN

Este libro tiene una historia curiosa. Aunque llegó a su término sólo tras un
periodo reciente de trabajo sostenido, gran parte de su contenido nació de
estudios informales e impresiones acumuladas durante muchos años de
lecturas e investigación. Por su tema de estudio, es una especie de regreso a
casa. Durante casi toda mi vida profesional he estado estudiando la historia
de la región del Caribe y de los productos tropicales, principalmente
agrícolas, que han sido asociados con su “desarrollo” a partir de la
conquista europea. No todos estos productos tienen su origen en el Nuevo
Mundo; y por supuesto ninguno de ellos, ni siquiera los propios de la
región, cobraron importancia en el comercio mundial hasta finales del
siglo XV. Puesto que más tarde fueron producidos para los europeos y
norteamericanos, me pareció interesante investigar cómo fue que estos
europeos y norteamericanos se convirtieron en consumidores. Seguirle los
pasos a la producción hasta el punto en que se convirtió en consumo es a lo
que llamo regreso a casa.
La mayoría de los pueblos de la región del Caribe; descendientes de la
población amerindia aborigen y de los colonos europeos, africanos y
asiáticos, han sido rurales y agrícolas. Trabajar con ellos generalmente
significa trabajar en el campo; interesarse por ellos significa interesarse por
lo que producen en su trabajo. Al trabajar junto a ellos aprendiendo su
forma de ser, la manera en que sus condiciones de vida conformaban su
existencia, fue inevitable que quisiese saber más acerca del café y el
chocolate. La gente del Caribe siempre ha estado involucrada con un
mundo más amplio puesto que, desde 1492, la región se vio atrapada en las
redes del control imperial, tejidas en Ámsterdam, Londres, París, Madrid, y
otros centros de poder europeos y norteamericanos. Creo que cualquiera
que trabajara en los sectores rurales de esas sociedades de las pequeñas islas
se vería inevitablemente inclinado a considerar esas redes de control y
dependencia desde el punto de vista del Caribe: ver desde abajo y hacia
afuera a partir de la vida local, por así decirlo, más que desde arriba y hacia
adentro. Pero esta visión que parte desde el interior tiene algunas de las
mismas desventajas que la marcada perspectiva europea de la generación
anterior de observadores, para quienes la mayor parte del mundo
dependiente, externo y no europeo, era en muchos aspectos una extensión
imperfecta de Europa, remota y poco conocida. Cualquier visión que
excluya el lazo entre la metrópolis y la colonia al escoger una perspectiva e
ignorar la otra resulta necesariamente incompleta.
Cuando se trabaja en las sociedades caribeñas, en su territorio, uno llega
a preguntarse de qué formas —fuera de las obvias— se llegaron a
interconectar, a entrelazar incluso, el mundo exterior y el europeo; qué
fuerzas, además de las puramente militares y económicas, fueron las que
sostuvieron esta íntima interdependencia, y cómo fluyeron las utilidades en
relación con las maneras en que se ejerció el poder. Este tipo de preguntas
cobra un significado específico cuando también se quieren conocer las
historias particulares de los productos que las colonias proporcionaban a las
metrópolis. En el caso del Caribe, estos productos siempre han sido
alimentos tropicales, y en su mayoría lo siguen siendo: especias (como
jengibre, pimienta de Cayena, nuez moscada y macis); bases para bebidas
(café y chocolate) y, sobre todo, azúcar y ron. En cierta época fueron
importantes los tintes (como el índigo, el achiote y el fustete); también han
figurado en el comercio de exportación ciertos almidones, féculas y bases
(como la yuca, con la que se hace la tapioca, el arrurruz, el sagú y varias
especies de Zamia), y han tenido importancia algunas fibras (como el
henequén) y ciertos aceites esenciales (como el vetiver); la bauxita, el
asfalto y el petróleo siguen siendo importantes. Incluso ciertas frutas, como
el plátano, la piña y el coco, han figurado de vez en cuando en el mercado
mundial.
Pero, en la mayoría de las épocas, la demanda continua para toda la
región del Caribe ha sido el azúcar, y aunque hoy se vea amenazado por
otro tipo de edulcorantes, parece seguir manteniendo su importancia.
Aunque la historia del consumo europeo de azúcar no ha estado relacionada
sólo con el Caribe, y el consumo se ha elevado de forma constante en todo
el mundo, independientemente de dónde provenga el azúcar, el Caribe ha
tenido un papel importante a lo largo de los siglos.
Cuando alguien empieza a preguntarse adónde van los productos
tropicales, quién los usa y para qué, y cuánto están dispuestos a pagar por
ellos —a qué renuncian, y a qué precio, con tal de tenerlos— se están
haciendo preguntas sobre el mercado. Pero estas preguntas sólo conciernen
a la región metropolitana, al centro de poder, no a la colonia dependiente,
objeto y blanco del poder; y en cuanto se trata de vincular el consumo y la
producción, de hacer coincidir la colonia con la metrópolis, existe la
tendencia de que el “eje” o la “orilla” se salgan de foco. Cuando se escoge
centrarse en Europa para comprender a las colonias como productores y a
Europa como consumidora, o viceversa, el otro lado de la relación parece
menos claro. Aunque a primera vista las relaciones entre colonias y
metrópolis parecen completamente obvias, en otro sentido resultan
desconcertantes.
Creo que mis propias experiencias de campo influyeron sobre mis
percepciones de la relación entre centro y periferia. En enero de 1948,
cuando fui a Puerto Rico para comenzar mi trabajo de campo
antropológico, escogí un municipio de la costa sur dedicado casi
enteramente al cultivo de la caña para la manufactura de azúcar destinado al
mercado norteamericano. La mayor parte de la tierra de ese municipio
pertenecía a una sola corporación norteamericana y su terrateniente
asociado, o era rentada por ellos. Después de quedarme en el pueblo por un
tiempo, me mudé a un distrito rural (barrio); ahí viví poco más de un año,
en una chocita, con un joven trabajador de la caña.
Sin duda, una de las características más impresionantes de Barrio Jauca
—y, de hecho, de todo el municipio de Santa Isabel en aquella época— era
su dedicación a la caña. Barrio Jauca se asienta sobre una amplia planicie
aluvial creada por la acción erosiva de los grandes ríos del pasado, fértil
superficie que se extiende como un abanico desde las colinas hasta las
playas caribeñas que forman la costa sur de Puerto Rico. Hacia el norte, al
dejar atrás las playas para acercarnos a las montañas, la tierra sube en
colinas bajas, pero la zona de la costa es bastante plana. Ahora pasa cerca
una supercarretera que cruza de noreste a suroeste, pero en 1948 sólo había
un camino pavimentado que iba de este a oeste bordeando la costa, uniendo
las aldeas que estaban junto a él y los pueblos —Arroyo, Guayama, Salinas,
Santa Isabel— de lo que en ese entonces era una región inmensa y muy
desarrollada para la producción de caña, un lugar en el que, según llegué a
saber, los norteamericanos habían penetrado de forma muy profunda en las
partes vitales de la vida del Puerto Rico anterior a 1898. Las casas fuera de
las ciudades eran casi todas chozas construidas junto a los caminos, a veces
apiñadas en pequeñas aldeas con una o dos tienditas, un bar, y eso era
prácticamente todo. De vez en cuando podía verse alguna tierra estéril a
causa de su suelo salino que impedía el cultivo, en la que pastaban unos
decaídos chivos. Pero la carretera, los pueblos que se extendían a lo largo
de ella y una que otra tierra estéril como aquélla, era lo único que
interrumpía la vista entre las montañas y el mar; el resto era caña. Crecía
hasta el borde mismo de la carretera y hasta las escaleras de entrada de las
casas. Al alcanzar su pleno desarrollo, puede llegar a medir más de cuatro
metros. En la gloria de su madurez, convertía la planicie en una especie de
jungla caliente e impenetrable, interrumpida sólo por callejones y acequias
de irrigación.
Todo el tiempo que permanecí en Barrio Jauca me sentí como si
estuviera en una isla, flotando en un mar de caña. El trabajo que ahí
realizaba me llevaba con regularidad al campo, sobre todo —aunque no
exclusivamente— en la época de cosecha, la zafra. En ese tiempo la
mayoría del trabajo seguía haciéndose sobre la base del esfuerzo humano,
sin máquinas; sacar la semilla, echarla, plantar, cultivar, fertilizar, cavar las
zanjas, regar, cortar y cargar la caña —había que cargarla y descargarla dos
veces antes de molerla—, todas éstas eran labores manuales. A veces me
quedaba de pie junto a la fila de cortadores que trabajaban bajo un calor
intenso y una gran presión, con el capataz parado a sus espaldas (y el
mayordomo también, sólo que a caballo). Para el que hubiera leído la
historia de Puerto Rico y del azúcar, los mugidos de los animales, los
gruñidos de los hombres al blandir sus machetes, el sudor, el polvo y el
estruendo lo habrían transportado fácilmente a una época anterior de la isla.
Sólo faltaba el sonido del látigo.
Claro que el azúcar no se producía para los habitantes de Puerto Rico;
ellos sólo consumían una fracción del producto acabado. Puerto Rico
llevaba cuatro siglos produciendo caña de azúcar (y azúcar bajo alguna
forma), casi siempre para consumidores de otra parte, ya fuese Sevilla,
Boston, o algún otro lugar. De no haber habido consumidores dispuestos en
algún lado, nunca se hubieran destinado tales cantidades de tierra, trabajo y
capital a un único y curioso cultivo, domesticado primero en Nueva Guinea,
procesado por primera vez en India, y transportado al Nuevo Mundo por
Colón.
Sin embargo, también vi cómo todo el mundo a mi alrededor consumía
azúcar. La gente mascaba la caña, y eran expertos no sólo en cuáles eran las
mejores variedades para mascar, sino también en cómo mascarla, cosa que
no es tan fácil como puede imaginarse. Para masticarla de forma adecuada,
hay que pelar la caña y cortar el meollo en porciones masticables. De ahí
mana un líquido pegajoso, dulce y algo grisáceo. (Cuando se muele en las
máquinas y en grandes cantidades, este líquido se vuelve verde por la
cantidad innumerable de diminutas partículas de caña suspendidas en él).
La compañía llegó a extremos que parecían radicales para evitar que la
gente tomara y comiera la caña —después de todo, ¡era tanta la que había!
—, pero siempre se las arreglaron para robarse algunas y mascarlas recién
cortadas, cuando son más ricas. Esto les brindaba a los niños un alimento
prácticamente cotidiano, y para ellos encontrar una caña de las que se caen
de las carretas o de los camiones, era ocasión de gran gozo. Mucha gente
también tomaba con su café, la bebida cotidiana del pueblo puertorriqueño,
azúcar refinado, y granulado, ya fuese blanco o moreno. (Al café sin azúcar
se lo llama café “puya”). Aunque tanto el jugo de la caña como los diversos
tipos de azúcar granulado eran dulces, no parecían guardar otra relación
entre sí. La dulzura era lo único que unía al jugo gris verdoso de la caña
(“guarapo”) que se chupaba de las fibras, y los tipos de azúcar granulado de
cocina que se usaban para endulzar el café y hacer mermeladas de guayaba,
papaya y naranja agria, o las bebidas de ajonjolí y de tamarindo que se
encuentran en las cocinas de la clase trabajadora de Puerto Rico. Nadie se
ponía a pensar cómo se pasaba de esas cañas fibrosas y gigantescas, que
cubrían centenares de hectáreas, al alimento y saborizante delicado,
refinado, blanco y granulado que llamamos azúcar. Por supuesto que era
posible ver con los propios ojos la manera en que se hacía (o, por lo menos,
todo lo que sucedía antes del paso último y más rentable, que era la
conversión del azúcar moreno a blanco, que se llevaba a cabo casi siempre
en las refinerías del continente). En cualquiera de los grandes ingenios de la
costa sur, Guánica, Cortada, Aguirre o Mercedita, podían observarse las
técnicas modernas de trituración para liberar la sacarosa de las fibras de la
planta en un medio líquido, la limpieza y condensación, el calentamiento
que producía evaporación y, al enfriarse, mayor cristalización, hasta llegar
al azúcar moreno centrifugado que luego se enviaba por barco hacia el norte
para su posterior refinación. Pero no puedo recordar haber oído nunca a
nadie hablar de la fabricación de azúcar, o preguntarse en voz alta quiénes
eran los consumidores de tanto azúcar. De lo que sí estaban muy
conscientes los habitantes locales era del mercado para el azúcar; aunque la
mitad o más eran iletrados, tenían un vivo y comprensible interés por el
precio mundial del azúcar. Los que tenían la edad suficiente para recordar la
famosa Danza de los Millones en 1919-1920 —cuando el precio del
mercado mundial del azúcar subió a alturas vertiginosas, y luego cayó casi
hasta cero, en una clásica demostración de sobreoferta y especulación
dentro de un mercado capitalista basado en la escasez— tenían clara
conciencia de lo mucho que su destino estaba en manos de unos extranjeros
poderosos y hasta misteriosos.
Cuando regresé a Puerto Rico, dos años más tarde, había leído bastante
historia del Caribe, incluyendo la historia de los cultivos de las
plantaciones. Aprendí que aunque otros productos competían con la caña —
el café, el cacao, el índigo, el tabaco, y otros— ésta los superó a todos en
importancia y duración. En efecto, durante cinco siglos, la producción
mundial de azúcar no ha descendido más que ocasionalmente, durante una
década; quizá la peor caída se produjo con la revolución de Haití, de 1791 a
1803, y la desaparición del mayor productor colonial, e incluso este súbito y
grave desequilibrio se corrigió muy rápidamente. ¡Pero cuán lejano parecía
todo esto del discurso sobre el oro y las almas, los sonsonetes más
familiares de los historiadores (especialmente los historiadores del logro
hispánico) que relatan la saga de la expansión europea en el Nuevo Mundo!
A nadie le interesaba siquiera la educación religiosa de los esclavos
africanos y de los europeos amarrados por contratos leoninos que llegaron
al Caribe con la caña de azúcar y los demás cultivos de plantación (tan
lejano a la cristiandad y el enaltecimiento de los indios, tema de la política
imperial española del que estaban llenos los textos convencionales).
No me detuve a pensar por qué la demanda de azúcar se habría elevado
con tanta rapidez y de forma tan continua durante tantos siglos, ni, tan
siquiera, por qué el dulce podría ser un sabor tan deseable. Supongo que
pensé que las respuestas a estas preguntas eran evidentes por sí mismas: ¿a
quién no le gusta lo dulce? Ahora me parece que mi falta de curiosidad fue
obtusa; estaba tomando la demanda por un hecho. Y no sólo la “demanda”
en el sentido abstracto; la producción mundial de azúcar muestra un alza
más impresionante en su curva de producción que cualquier otro alimento
importante del mercado mundial en el transcurso de varios siglos, y sigue
subiendo. Pero cuando empecé a saber más acerca de la historia del Caribe
y de las relaciones particulares entre los plantadores de las colonias y los
banqueros, empresarios, y distintos grupos de consumidores, comencé a
preguntarme qué era realmente la “demanda”, hasta qué punto podía ser
considerada “natural”, qué significaban palabras como “gusto” y
“preferencia”, o incluso “sabroso”.
Poco después de mi trabajo de campo en Puerto Rico tuve la
oportunidad de pasar un verano de estudio en Jamaica, donde viví en un
pequeño pueblo de las tierras altas que había sido establecido por la
Sociedad de Misioneros Bautistas poco antes de la emancipación, como
hogar para los miembros de la iglesia recién liberados; seguía estando
poblado —casi 125 años más tarde— por los descendientes de aquellos
libertos. Aunque la agricultura de las tierras altas se llevaba a cabo en
general en pequeñas parcelas y no se cultivaban productos comerciales,
desde las encumbradas alturas del pueblo podíamos contemplar el verdor de
la costa norte y los tableros verde brillante de las plantaciones de caña.
Éstas, igual que las plantaciones de la costa sur de Puerto Rico, producían
grandes cantidades de caña para la posterior manufactura de azúcar blanco
granulado; aquí también el refinado final se llevaba a cabo en la metrópolis,
y no en la colonia.
Pero cuando empecé a observar el comercio en pequeña escala en el
bullicioso mercado de un pueblo vecino, vi por primera vez un azúcar
burdo, menos refinado, que se remontaba a siglos atrás, cuando era
producido por las haciendas que se extendían por la costa sur de Puerto
Rico, y que desaparecieron tras la invasión de las gigantescas corporaciones
norteamericanas. Al mercado de Brown Town en St. Ann Parish, Jamaica,
llegaban cada mañana dos carretas tiradas por mulas con un cargamento de
azúcar moreno en “panes” o “pilones”, que producían de la manera
tradicional fabricantes que utilizaban el equipo antiguo para moler y hervir.
Este azúcar, que contenía gran cantidad de melaza (y algunas impurezas), se
endurecía en moldes o conos de cerámica de los que se colaba la melaza,
más líquida, obteniendo así el pilón café oscuro y cristalino. Sólo lo
consumían los jamaiquinos más pobres, en su mayoría campesinos. Por
supuesto, es muy común observar que la gente más pobre de las sociedades
menos desarrolladas es, en muchos aspectos, la más “tradicional”. Un
producto consumido por los pobres, tanto porque están acostumbrados a
ello como porque no tienen otra opción, será ensalzado por los ricos, que
casi nunca lo comen.
Volví a encontrar este azúcar en Haití, unos años más tarde. Ahí también
se producía en pequeñas propiedades, era molido y procesado con
maquinaria antigua, y consumido por los pobres. En Haití, donde casi todo
el mundo es pobre, casi todos consumían ese tipo de azúcar. Los panes de
Haití tenían otra forma: más bien parecían pequeños troncos envueltos en
hojas de plátano, y en creole los llaman rapadou (en español “raspadura”).
Desde entonces he descubierto que ese azúcar existe en gran parte del
mundo, incluida la India, donde probablemente fue producido por primera
vez hace quizá unos dos mil años.
Existen grandes diferencias entre las familias que utilizan la antigua
maquinaria de madera y los calderos de hierro para hervir azúcar y
vendérselo a sus vecinos en pintorescos panes, y la mano de obra y
maquinaria que se utilizan en las plantaciones modernas para producir miles
de toneladas de caña de azúcar (y, más tarde, de azúcar), para exportarla a
otros lugares. Estos contrastes son un rasgo integral de la historia del
Caribe. No se dan solamente entre las islas o entre los distintos periodos
históricos, sino incluso al mismo tiempo, dentro de una misma sociedad
(como es el caso de Jamaica o Haití). La producción de azúcar moreno en
pequeñas cantidades, vestigio de una era social y tecnológica más temprana,
continuará sin duda por tiempo indefinido a pesar de su decreciente
importancia económica, pues posee un sentido cultural y sentimental,
seguramente tanto para los productores como para los consumidores.[1] Las
industrias azucareras del Caribe han cambiado con el tiempo, y en su
evolución a partir de formas anteriores representan periodos interesantes en
la historia de la sociedad moderna.
Como lo mencioné, mi primer trabajo de campo fue en Puerto Rico.
Ésta fue prácticamente mi primera experiencia fuera de Estados Unidos y,
aunque crecí en el campo, representó mi primer encuentro con una
comunidad en la que casi todo el mundo se ganaba la vida con la tierra. No
eran granjeros para los que la producción de bienes agrícolas fuera un
negocio; tampoco eran campesinos, labradores de una tierra que les
perteneciera o que trataran como suya, como una parte de un modo de vida
característico. Eran jornaleros agrícolas que no poseían ni la tierra ni
ninguna propiedad productiva, y que tenían que vender su mano de obra
para comer. Eran asalariados que vivían como obreros de fábricas, que
trabajaban en fábricas en el campo, y prácticamente todo lo que necesitaban
y usaban lo compraban en tiendas. Casi todo lo que se consumía venía de
otra parte: la tela y la ropa, los zapatos, los cuadernos, el arroz, el aceite de
oliva, los materiales de construcción, las medicinas. Casi sin excepción lo
que consumían lo había producido alguna otra gente.
Nuestra relación con la naturaleza ha estado marcada, prácticamente
desde el origen de nuestra especie, por las transformaciones mecánicas
gracias a las cuales los materiales se doblegan para ser utilizados por el
hombre y se vuelven irreconocibles para los que conocen su estado natural.
Hay quienes dirían que son esas transformaciones las que definen nuestro
carácter de seres humanos. Pero la división del trabajo por medio de la cual
se efectúan estas transformaciones puede impartirle un misterio adicional al
proceso técnico. Cuando el lugar de la manufactura y el del uso se
encuentran separados en el tiempo y el espacio, cuando los hacedores y los
usuarios se conocen tan poco entre sí como los mismos procesos de
manufactura y de uso, el misterio se hace más profundo. Una anécdota
servirá de ejemplo.
Mi querido compañero y maestro de trabajo de campo, el difunto
Charles Rosario, estudió la preparatoria en Estados Unidos. Cuando sus
compañeros supieron que venía de Puerto Rico dieron por sentado que su
padre (quien era sociólogo en la Universidad de Puerto Rico) debía ser un
hacendado, es decir, el rico propietario de infinitas hectáreas de tierra
tropical. Le pidieron a Charlie que cuando regresara de la isla, al final del
verano, les trajera algún recuerdo característico de la vida en las
plantaciones; lo que más deseaban, dijeron, era un machete. Ansioso de
complacer a sus amigos, según me dijo, examinó innumerables machetes en
las tiendas de la isla. Pero con asombro descubrió que todos estaban hechos
en Connecticut, en una tienda que quedaba a pocas horas en coche de la
escuela de Nueva Inglaterra a la que asistían él y sus amigos.
A medida que iba interesándome por la historia de la región del Caribe
y sus productos, empecé a saber sobre las plantaciones, que eran su forma
económica más característica y distintiva. Estas plantaciones se crearon en
el Nuevo Mundo en los primeros años del siglo XVI y el trabajo lo
realizaban principalmente esclavos africanos. Habían cambiado mucho,
pero seguían ahí cuando fui por primera vez a Puerto Rico, hace treinta
años; también allí estaban los descendientes de esclavos y, como descubrí
más tarde y pude observarlo en otros lugares, los descendientes de los
trabajadores portugueses, javaneses, chinos e indios que habían sido
contratados, y muchas otras variedades de seres humanos cuyos
antepasados habían sido llevados a la región para cultivar, cortar y moler la
caña de azúcar.
Empecé a unir esta información con mis modestos conocimientos sobre
Europa. ¿Por qué Europa? Porque estas plantaciones isleñas habían sido un
invento europeo, un experimento europeo en ultramar, y en la mayor parte
de los casos (desde el punto de vista de los europeos) habían tenido éxito; la
historia de las sociedades europeas había corrido de cierta manera a la par
con la de la plantación. Uno podía mirar a su alrededor y ver las
plantaciones de caña de azúcar y las haciendas de café, cacao y tabaco, y al
mismo tiempo imaginar a aquellos europeos que habían pensado que era un
negocio prometedor crearlas, invertir en su creación e importar de algún
lado grandes cantidades de gente encadenada para trabajar en ellas. Éstos
eran esclavos o gente que vendía su fuerza de trabajo porque no tenía otra
cosa que vender; que probablemente producirían artículos de los que no
serían los principales consumidores; que consumirían artículos que no
habrían producido, brindando en el proceso utilidades para otros, en otra
parte.
Me parecía que el misterio que acompañaba al hecho de ver, al mismo
tiempo, caña creciendo en los campos y azúcar blanco en mi taza, debía
presentarse también al ver el metal fundido, o mejor aún, el triturador de
mineral de hierro crudo, por un lado, y un par de esposas o grilletes
perfectamente forjados, por el otro. El misterio no era tan sólo el de la
transformación técnica, por impresionante que sea, sino también el misterio
de gente desconocida entre sí a la que se unía a través del tiempo y el
espacio, y no sólo por medio de la política y la economía, sino también por
una peculiar cadena de producción.
Las sustancias tropicales cuya producción observé en Puerto Rico son
alimentos curiosos. La mayoría son estimulantes; algunos son intoxicantes;
el tabaco tiende a suprimir el hambre, mientras que el azúcar provee
calorías notablemente fáciles de digerir, pero no mucho más. De todas estas
sustancias, el azúcar siempre ha sido la más importante. Es el epítome de un
proceso histórico al menos tan antiguo como el empuje de Europa por salir
en busca de nuevos mundos. Espero poder explicar lo que el azúcar nos
revela acerca de un mundo más amplio, pues en él se perpetúa una larga
historia de relaciones cambiantes entre pueblos, sociedades y sustancias.
El estudio del azúcar se remonta a épocas remotas de la historia, incluso
de la historia de Europa.[2] Sin embargo, una gran parte sigue siendo oscura
y hasta enigmática. Aún no queda claro cómo y por qué llegó a ocupar un
lugar tan preponderante entre los pueblos europeos que en otro tiempo
apenas lo conocían. Una única fuente de satisfacción —la sacarosa extraída
de la caña de azúcar— para lo que parece ser un gusto difundido, quizá
hasta universal, por lo dulce, se estableció en las preferencias del gusto
europeo en una época en que el poder, la fuerza militar y la iniciativa
económica de Europa estaban transformando el mundo. Esta fuente
estableció un vínculo entre Europa y muchas áreas coloniales a partir del
siglo XV, y al paso de los años no hizo sino destacar su importancia, por
encima de los cambios políticos. Y, a la inversa, las colonias consumían lo
que las metrópolis producían. El deseo por las sustancias dulces se difundió
y creció de forma constante; se utilizaban muchos productos distintos para
satisfacerlo, y por lo tanto la importancia de la caña de azúcar variaba
ocasionalmente.
Puesto que el azúcar parece satisfacer un deseo específico (y, al hacerlo,
incrementarlo), es necesario comprender qué es lo que hace que funcione la
demanda: cómo y por qué sube, y en qué condiciones. No basta dar por
sentado que todo el mundo tiene un deseo innato por lo dulce, así como no
puede asumirse lo mismo respecto al deseo de comodidades, riqueza o
poder. Para analizar estas cuestiones en un contexto histórico específico,
examinaré la historia del consumo de azúcar en Gran Bretaña,
especialmente en el periodo entre 1650, cuando el azúcar empezó a hacerse
común, y 1900, para cuando ya se había establecido firmemente en la dieta
de toda familia trabajadora. Pero esto requerirá un análisis previo de la
producción de azúcar que culminó en las mesas inglesas con el té, la
mermelada, las galletas, los pasteles y los dulces. Puesto que no sabemos
con precisión cómo se introdujo el azúcar en grandes segmentos de la
población nacional de Gran Bretaña —a qué ritmo, por qué medios, o
exactamente en qué condiciones— es imposible evitar cierta especulación.
Pero sin embargo se puede saber de qué manera ciertas personas y grupos
no familiarizados con el azúcar (y otros productos alimenticios de reciente
importación) se convirtieron gradualmente en usuarios e incluso, con
bastante rapidez, en usuarios cotidianos. De hecho hay firmes evidencias de
que muchos consumidores, con el paso del tiempo, hubiesen tomado más
azúcar de haber podido conseguirlo, mientras que los que ya lo consumían
de manera regular se resistían a reducir o eliminar su uso. Puesto que la
antropología estudia por qué la gente conserva empecinadamente prácticas
del pasado, aun bajo fuertes presiones negativas, pero repudia sin problema
otras conductas para actuar de forma diferente, estos materiales arrojan luz
sobre las circunstancias históricas desde una perspectiva algo distinta a la
del historiador. Aunque no puedo contestar muchas de las preguntas que
haría un historiador frente a estos datos, sugiero que los antropólogos se
pregunten (y traten de contestar) algunas otras.
La antropología social o cultural ha construido su reputación profesional
a partir del estudio de pueblos no occidentales, que conforman sociedades
numéricamente pequeñas, que no practican las llamadas grandes religiones,
y cuyo repertorio tecnológico es modesto; en pocas palabras, el estudio de
lo que se ha dado en llamar sociedades “primitivas”. El hecho de que la
mayor parte de los antropólogos no hayamos llevado a cabo estos estudios
no ha debilitado la creencia general de que la fuerza de la antropología
como disciplina proviene del conocimiento de sociedades cuyos miembros
se comportan de una manera lo bastante distinta de la nuestra, y que sin
embargo se basan en principios lo bastante similares a los nuestros, como
para permitirnos documentar la maravillosa variabilidad de las costumbres
humanas al mismo tiempo que reconocemos la unidad esencial e
inquebrantable de la especie. Esta idea tiene mucho de bueno; al menos,
coincido con ella. Pero, desafortunadamente, ha llevado a los antropólogos
del pasado a ignorar de manera deliberada cualquier sociedad que de alguna
forma no parezca calificar como “primitiva”, e incluso, en ocasiones, a
pasar por alto información que precisaba que la sociedad estudiada no era
tan primitiva (o aislada) como le hubiera gustado al antropólogo. Esto
último no es tanto una franca supresión de datos como una incapacidad o
renuencia a tomar en cuenta estos datos desde el punto de vista teórico. Es
fácil criticar a los predecesores. ¿Pero cómo puede uno evitar comparar las
precisas instrucciones de Malinowski sobre cómo conocer el punto de vista
de los nativos evitando entrar en contacto con otros europeos durante el
trabajo de campo,[3] con su comentario incidental de que esos mismos
nativos habían aprendido a jugar al cricket en las escuelas de las misiones
años antes de que él comenzara sus investigaciones? Es cierto que
Malinowski nunca negó la presencia de otros europeos, o de la influencia
europea; de hecho, llegó incluso a reprocharse por haber ignorado con
demasiado esmero la presencia europea, y consideró que ésa era su mayor
deficiencia. Pero en gran parte de su trabajo prestó poca atención a
Occidente en todos sus aspectos y presentó un presunto carácter primitivo
prístino observado con serenidad por el antropólogo convertido en héroe.
Este contraste curioso —aborígenes impolutos por un lado y niños que
cantan himnos en las misiones, por el otro— no es un caso aislado. Por
alguna extraña prestidigitación una monografía antropológica tras otra hace
desaparecer toda señal del presente. Este acto de magia es una carga para
los que sienten la necesidad de representarlo; quienes no la sentimos
deberíamos plantearnos mucho más a fondo qué es lo que tienen que
estudiar los antropólogos.
Muchos de los más distinguidos antropólogos contemporáneos han
dirigido su atención a las llamadas sociedades modernas u occidentales,
pero tanto ellos como todos los demás parecemos querer mantener la ilusión
de la más absoluta pureza. Incluso aquellos de nosotros que han estudiado
las sociedades no primitivas parecen ávidos de perpetuar la idea de que la
fuerza de la profesión fluye de nuestro dominio de lo primitivo, más que del
estudio del cambio, o de la transformación en “modernos”. Por eso el
tránsito hacia una antropología de la vida moderna ha sido bastante
titubeante, y ha tratado de justificarse concentrándose en enclaves
marginales o poco comunes de la sociedad. Grupos étnicos, ocupaciones
exóticas, elementos criminales, la vida de los “marginados”, etc. Claro que
esto ha tenido su lado positivo. Pero la inferencia incómoda es que estos
grupos son los que más se aproximan a la noción antropológica de los
primitivos.
En este libro es imposible escapar a la cualidad prosaica del tema: ¿qué
podría ser menos “antropológico” que el examen histórico de un alimento
que adorna toda mesa moderna? Y sin embargo la antropología de estas
sustancias tan hogareñas y cotidianas puede ayudarnos a aclarar cómo
cambia el mundo de lo que era a lo que puede llegar a ser, y cómo al mismo
tiempo logra seguir siendo igual en muchos aspectos.
Supongamos que vale la pena tratar de configurar una antropología del
presente, y que al hacerlo tenemos que estudiar sociedades a las que les
faltan los rasgos convencionalmente asociados con las denominadas
primitivas. Aun así tendríamos que seguir tomando en cuenta las
instituciones que tanto aprecian los antropólogos —el parentesco, la
familia, el matrimonio, los ritos de pasaje— y descifrar las divisiones
básicas en las que la gente se separa y se agrupa. Seguiríamos intentando
saber más acerca de menos gente que menos acerca de más gente. Creo que
seguiríamos dando importancia al trabajo de campo, y valoraríamos lo que
dicen, anhelan y hacen los informantes. Por supuesto, tendría que ser una
clase distinta de antropología. Tal como lo ha sugerido el antropólogo
Robert Adams, los antropólogos ya no podrán invocar la “objetividad”
científica para protegerse de las implicaciones políticas de sus hallazgos si
los sujetos de investigación son ciudadanos comunes, más pobres o menos
influyentes que ellos.[4] Y esta nueva antropología todavía no existe del
todo. El presente libro, cuya naturaleza es principalmente histórica, aspira a
dar un paso en esa dirección. Mi argumento es que la historia social del uso
de nuevos alimentos en una nación occidental puede contribuir a la
antropología de la vida moderna. Por supuesto que sería inmensamente
satisfactorio que treinta años de cavilar sobre el azúcar dieran por resultado
algún lineamiento bien definido, la solución de un enigma o de una
contradicción, y quizás hasta un descubrimiento. Pero no estoy muy seguro.
Este libro se ha ido escribiendo solo; he observado el proceso, con la
esperanza de descubrir algo que todavía no supiera.

La organización del volumen es sencilla. En el capítulo 1 intento proponer


el tema de una antropología de la comida y el comer, como parte de una
antropología de la vida moderna. Esto me lleva a una discusión de lo dulce
en contraposición con las sustancias dulces. Lo dulce es un sabor —lo que
Hobbes llamó una “Cualidad”— y los azúcares, entre ellos la sacarosa (que
se obtiene principalmente a partir de la caña y la remolacha), son sustancias
que excitan la sensación de dulzor. Puesto que al parecer todo ser humano
normal puede sentir lo dulce, y puesto que todas las sociedades que
conocemos lo identifican, alguna parte de lo dulce tiene que estar vinculada
con nuestro carácter como especie. Sin embargo, el gusto por las cosas
dulces varía mucho en su intensidad. Por ello, la explicación de por qué
algunos pueblos consumen muchas cosas dulces y otros casi ninguna no
puede depender de la idea de una característica que abarque a toda la
especie. Entonces, ¿cómo es que determinado pueblo se habitúa a contar
con un abastecimiento grande, regular y confiable de productos dulces?
Aunque la fruta y la miel fueron las principales fuentes de dulce para el
pueblo inglés antes de 1650, no parecen haber figurado de forma
significativa en la dieta de los ingleses. El azúcar hecho a partir del jugo de
caña llegó a Inglaterra en pequeñas cantidades en el año de 1100 d. C.,
aproximadamente; en los siguientes cinco siglos, las cantidades de azúcar
disponible sin duda fueron aumentando de modo lento e irregular. En el
capítulo 2 analizo la producción de azúcar en el momento en que Occidente
empezó a consumirlo cada vez más. De 1650 en adelante el azúcar empezó
a transformarse, de un lujo y una rareza, en algo común y necesario para
muchas naciones, entre ellas Inglaterra; salvo pocas y significativas
excepciones, este aumento en el consumo después de 1650 fue paralelo al
desarrollo de Occidente. Si no me equivoco, fue el segundo producto
suntuario (o el primero, si quitamos el tabaco) que sufrió esta
transformación, epítome de la embestida productiva y el impulso del
capitalismo mundial por emerger, centrado al principio en los Países Bajos
y en Inglaterra. Por ello me concentro también en las posesiones que
abastecieron a Gran Bretaña de azúcar, melaza y ron; en su sistema de
producción de plantaciones y en las formas de apropiación del trabajo
gracias a las cuales se conseguían esos productos. Espero mostrar el
significado especial de un producto colonial como el azúcar en el
crecimiento del capitalismo mundial.
Luego, en el capítulo 3, paso revista al consumo de azúcar. Mi meta es,
primero, mostrar cómo la producción y el consumo estaban tan
estrechamente ligados que puede decirse que cada uno determinó al otro y,
segundo, demostrar que el consumo debe explicarse en términos de lo que
la gente hizo y pensó: el azúcar permeaba el comportamiento social y,
cuando tuvo nuevos usos y cobró nuevos significados, se transformó de
curiosidad y lujo en artículo común y necesario. Puede establecerse un
paralelismo entre la producción y el consumo, y la relación entre uso y
necesidad. No creo que los significados sean inherentes de forma natural o
inevitable a las sustancias. Al contrario, creo que los significados emanan
del uso a medida que la gente utiliza las sustancias en las relaciones
sociales.
Las fuerzas sociales a menudo determinan lo que es susceptible de
recibir un significado. Si los usuarios añaden significado a lo que pueden
usar, más que limitarse a definir qué es lo que pueden usar, ¿qué nos revela
esto acerca del significado? ¿En qué momento la prerrogativa de otorgar
significado se traslada de los consumidores a los vendedores? ¿Será acaso
que el poder de otorgar significado va siempre a la par con el poder de
determinar la disponibilidad? ¿Qué es lo que estas preguntas —y sus
respuestas— significan para nuestra comprensión del funcionamiento de la
sociedad moderna, y para nuestra comprensión de la libertad y el
individualismo?
En el capítulo 4 trato de explicar por qué las cosas ocurrieron tal como
ocurrieron, e intento hacer hasta cierto punto el análisis de su circunstancia,
coyuntura y causa. Finalmente, en el capítulo 5 ofrezco algunas sugerencias
sobre el destino y el estudio del azúcar en la sociedad moderna. He sugerido
que la antropología parece incierta sobre su propio futuro. Una antropología
de la vida moderna y de la comida y el comer, por ejemplo, no puede
ignorar el trabajo de campo o prescindir de él. Tengo la esperanza de haber
identificado problemas significativos acerca de cómo tendrá que ser a fin de
resultar provechoso tanto para la teoría como para la práctica. Resultará
evidente mi predilección por la dirección histórica. Aunque no acepto
acríticamente el mandato de que la antropología debe convertirse en historia
o no ser nada, creo que sin la historia su poder explicativo se ve gravemente
comprometido. Los fenómenos sociales son históricos por naturaleza, de
modo que las relaciones entre acontecimientos en un “momento” no pueden
abstraerse nunca de su panorama pasado y futuro. Los argumentos sobre la
naturaleza humana inmanente, sobre la capacidad humana inherente de
dotar al mundo con sus estructuras características, no están necesariamente
equivocados; pero cuando reemplazan o eluden a la historia, son
inadecuados y conducen a conclusiones erróneas. Es cierto que los seres
humanos crean estructuras sociales y que conceden significado a los
acontecimientos; pero estas estructuras y significados poseen orígenes
históricos que conforman, delimitan y ayudan a explicar esa creatividad.
1
COMIDA, SOCIALIDAD Y AZÚCAR

Nuestra conciencia de que la comida y el comer son puntos en los que se


concentran el hábito, el gusto y un sentimiento profundo debe ser tan
antigua como aquellas remotas ocasiones en la historia de nuestra especie
en las cuales unos seres humanos observaron por primera vez a otros seres
humanos comiendo alimentos para ellos desconocidos. Tal como ocurre con
los lenguajes y con todos los demás hábitos grupales socialmente
adquiridos, los sistemas alimentarios demuestran claramente la variabilidad
intraespecífica del género humano. Es casi demasiado obvio para detenerse
a pensar en ello: los seres humanos convierten prácticamente cualquier cosa
en comida; los distintos grupos comen alimentos distintos de formas
diferentes; todos poseen convicciones profundas acerca de lo que comen y
lo que no, y del modo en que lo hacen. Por supuesto, las elecciones en
materia alimentaria se relacionan de alguna manera con la disponibilidad,
pero los seres humanos nunca comen todos los alimentos comestibles y
disponibles de su ambiente. Lo que es más, sus preferencias alimentarias se
encuentran cerca de su centro de autodefinición: se considera que las
personas que comen alimentos sorprendentemente distintos, o alimentos
similares de formas distintas, son sorprendentemente diferentes, a veces
hasta menos humanos.
La necesidad de obtener e ingerir alimento se expresa en el curso de
toda interacción humana. Las preferencias alimentarias y los hábitos en el
comer revelan diferencias en la edad, el sexo, el estatus, la cultura e incluso
la ocupación. Estas diferencias son adornos enormemente importantes de
una necesidad inevitable. Según lo expresa Audrey Richards, una de las
mayores estudiosas de la antropología de la comida y la alimentación: “La
nutrición, como proceso biológico, es más fundamental que el sexo. En la
vida del organismo individual es el deseo más recurrente y primario,
mientras que en la esfera más amplia de la sociedad humana determina, con
mayor amplitud que cualquier otra función fisiológica, la naturaleza de las
agrupaciones sociales y la forma que adoptan sus actividades”.[1]
Nada de lo que haga un recién nacido establece tan rápido su conexión
social con el mundo como la expresión y la satisfacción de su hambre. El
hambre es epítome de la relación entre su dependencia y el universo social
del que tiene que formar parte. La alimentación y el cuidado se relacionan
muy de cerca en la infancia y en la niñez, independientemente de la forma
en que esta vinculación pueda alterarse más tarde. Las preferencias que
surgen al inicio de la vida lo hacen de acuerdo con los límites establecidos
por aquellos que proveen el cuidado, y por lo tanto dentro de las reglas de
su sociedad y su cultura. Por consiguiente, la ingestión y los gustos llevan
una enorme carga afectiva. Lo que nos gusta, lo que comemos, cómo lo
comemos y qué sentimos con respecto a ello, son asuntos
fenomenológicamente interrelacionados; en conjunto, nos hablan con
elocuencia sobre la manera en que nos percibimos a nosotros mismos en
relación con otros.
Desde el principio la antropología se ha interesado por la comida y la
alimentación. Robertson Smith, uno de los padres fundadores de la
antropología, que observó el acto de comer juntos como un acto social
especial (él estaba interesado en la comida sacrificial, en conexión con la
cual utilizó el término “comensales” para describir la relación entre los
dioses y los seres humanos), vio el hecho de que los dioses compartiesen el
pan con los hombres como un “símbolo y una confirmación de la concordia
y de las obligaciones sociales mutuas”. “Quienes se sientan para comer
juntos se encuentran unidos para todos los efectos sociales; los que no
comen juntos son extraños entre sí, sin fraternidad de religión y sin deberes
sociales recíprocos”.[2] Pero Robertson Smith también sostuvo que la
“esencia del asunto se encuentra en el acto físico de comer juntos”:[3] un
lazo creado simplemente por el hecho de compartir el alimento, que une a
los seres humanos entre sí.
En un artículo temprano Lorna Marshall ofrece una deslumbrante
descripción de cómo compartir la comida sirve para reducir la tensión
individual e intergrupal. Informó que los bosquimanos !kung siempre
consumían la carne fresca en el momento en que la obtenían: “El miedo al
hambre se mitiga; la persona con la que uno comparte compartirá a su vez,
cuando obtenga carne, y la gente se ve sostenida por una red de
obligaciones mutuas. Si hay hambre, ésta se comparte con la comunidad.
No hay diferencias en el tener y el no tener. Uno no está solo… La idea de
comer solo y de no compartir resulta sorprendente para los !kung. Los hace
reír a carcajadas con una risa inquieta. Los leones podrían hacerlo, dicen,
los hombres no”.[4] Marshall describe con detalle cómo cuatro hombres que
mataron a un antílope después de diez días de cacería y tres de rastrear al
animal herido, le dieron la carne a otros: otros cazadores, la esposa del
dueño de la flecha, etc. Registró 63 regalos de carne cruda y pensó que
había habido muchos más. Se dispensaban rápidamente pequeñas
cantidades de carne, que a su vez circulaban en porciones cada vez
menores. Esta rápida distribución no era al azar ni quijotesca; en realidad
ilustraba la organización interna de la banda de los !kung, la distribución de
la parentela, las divisiones de sexo, edad y rol. Cada oportunidad de comer
carne era, por lo tanto, una oportunidad natural de descubrir quién era uno,
cómo se relacionaba con los demás y qué implicaba ello.
Las conexiones entre comida y parentesco, o comida y grupos sociales,
adquieren aspectos diferentes en la vida moderna; y sin embargo es seguro
que la alimentación y el alimento no han perdido su significado afectivo,
aunque hoy en día su importancia y su forma como medios de validar las
relaciones sociales existentes son casi irreconociblemente distintas. Así que
un estudio antropológico de la comida y el comer en el Occidente
contemporáneo puede tratar de contestar algunas de las mismas preguntas
que plantearon nuestros predecesores antropológicos, como Richards,
Robertson Smith y Marshall, pero tanto los datos como los métodos serán
sustancialmente diferentes. En este estudio he tratado de ubicar un solo
alimento, o categoría de alimentos, en la evolución de la dieta de una nación
occidental moderna. No involucró trabajo de campo per se, aunque tropecé
con algunos temas que podrían comprenderse mejor si se exploraran en el
trabajo de campo. Por otra parte, aunque toco los aspectos sociales de la
ingestión, me preocupan menos los alimentos que el momento de la
comida: cómo se adaptaron las comidas a la moderna sociedad industrial, o
cómo esa sociedad afectó la socialidad de la ingestión; de qué manera los
alimentos y las formas de consumirlos se añadían o se eliminaban de una
dieta.
Me preocupa específicamente una sustancia llamada sacarosa, una clase
de azúcar extraída sobre todo de la caña de azúcar, y lo que sucedió con
ella. La historia puede resumirse en unas cuantas oraciones. En 1000 d. C.
pocos europeos conocían la existencia de la sacarosa o de la caña de azúcar.
Pero poco tiempo después se enteraron; para 1650, la nobleza y los ricos de
Inglaterra se habían convertido en consumidores inveterados de azúcar,
producto que figuraba en su medicina, su imaginería poética y su exhibición
de rango. No más tarde de 1800 el azúcar se había convertido en una
necesidad —aunque costosa y escasa— en la dieta de todo inglés; para
1900, proveía casi la quinta parte de las calorías de la dieta inglesa.
¿Cómo llegó a suceder esto? ¿Qué convirtió a una sustancia exótica,
ajena y costosa en alimento cotidiano hasta de la gente más pobre y
humilde? ¿Cómo pudo llegar a ser tan importante con tanta rapidez? ¿Qué
significaba el azúcar para los dirigentes del Reino Unido; qué llegó a
significar para los individuos comunes que se convirtieron en sus
consumidores masivos? Las respuestas pueden parecer evidentes; el azúcar
es dulce y a los seres humanos les gusta lo dulce. Pero cuando nuevos
usuarios adoptan sustancias extrañas, éstas ingresan en contextos
sociológicos y psicológicos preexistentes y adquieren —o les es dado— un
significado contextual por quienes las usan. La forma en que esto sucede no
es de ninguna manera obvia. El hecho de que a los seres humanos les guste
el sabor dulce no explica por qué algunos comen cantidades inmensas de
alimentos dulces y otros casi nada. Éstas no son sólo diferencias
individuales, sino también diferencias entre grupos.
Los usos implican significados; para aprender la antropología del azúcar
necesitamos explorar los significados de sus usos, descubrir los usos más
tempranos y más limitados del azúcar, y averiguar dónde se producía el
azúcar y con qué fines originales. Esto significa examinar las fuentes de
abastecimiento, la cronología de los usos y la combinación del azúcar con
otros alimentos —incluyendo la miel, que también es dulce, y el té, el café
y el chocolate, que son amargos— en la formación de nuevos patrones
alimentarios. Las fuentes de azúcar involucran las regiones tropicales y
subtropicales que fueron transformadas en colonias británicas, y por ello
debemos examinar las relaciones entre esas colonias y el país de origen, así
como las áreas que no producían azúcar sino el té con que se la tomaba, y la
gente a la que se esclavizaba para producirlo.
Una investigación de este tipo despierta inevitablemente muchas más
preguntas. ¿Los ingleses llegaron a consumir más azúcar sólo porque les
gustaba?; ¿les gustaba sólo porque no disponían de una cantidad adecuada
de otros alimentos?, ¿o hubo otros factores que afectaron su disposición
hacia este costoso alimento? Tenemos que tomar en cuenta a los
reformadores sociales como Jonas Hanway, que clamaron contra el
desperdicio y la prodigalidad de las clases trabajadoras porque llegaron a
querer té y azúcar; y en sus opositores, los mercaderes, los refinadores y los
transportistas de azúcar, como George Porter, que triunfaron sobre los
reformadores porque presagiaron la bendición que representaría el azúcar
para todos los ingleses, y lucharon por cambiar la naturaleza del mercado.
También hay que ver cómo, con el tiempo, las exigencias del trabajo
cambiaron el lugar, la forma y el momento en que comía la gente común, y
cómo se crearon nuevos alimentos, con nuevas virtudes. Quizá lo más
importante que debemos comprender es cómo, en la creación de un sistema
económico completamente nuevo, ciertos lujos extraños y ajenos
desconocidos incluso para la nobleza europea hacía pocos siglos, pudieron
convertirse con tal rapidez en parte nuclear del centro social de la
cotidianidad británica, en sustancia universal de la relación social para el
imperio más extenso de la historia. Luego habremos de regresar —aunque
en un nivel distinto de explicación— a nuestros compañeros humanos, los
!kung, que parten y reparten su carne de antílope a medida que legitiman el
valor social de los lazos que los unen entre sí.
Estudiar el uso cambiante de un producto alimenticio como el azúcar es
casi como usar papel tornasol en un ambiente particular. Cualquier rasgo
rastreable que se obtenga puede resaltar, por su intensidad, su escala y tal
vez su alcance, su asociación con otros rasgos con los que sostiene una
relación regular pero no invariable, y en algunos casos puede servir como
indicador de los mismos. Este tipo de asociaciones puede ser vasto e
importante —como sucede entre las ratas y la enfermedad, la sequía y la
hambruna o la nutrición y la fertilidad—, o puede parecer trivial, como
ocurre entre el azúcar y las especias. La afinidad entre estos fenómenos
puede ser intrínseca y explicable, como, por ejemplo, entre las ratas y la
enfermedad. Pero, por supuesto, la asociación también puede ser bastante
arbitraria, ni “causal” ni “funcional”, como en el caso del azúcar y las
especias, sustancias ajenas para Europa, traídas de tierras distantes, que se
incorporan gradualmente a la dieta de la gente que las prueba por primera
vez; unidas sobre todo por el accidente del uso y, hasta cierto punto, por el
origen, pero traslapándose y divergiendo a medida que sus usos se
traslapaban y divergían y a medida que subía y bajaba su demanda. A lo
largo de su historia al azúcar se lo ha asociado con la esclavitud, en las
colonias; con la carne, para realzar el sabor o para ocultarlo; con la fruta, en
las conservas; con la miel, como un sustituto y rival. Se lo asociaba con el
té, el café y el chocolate. Gran parte de su historia a finales de los
siglos XVII y XVIII proviene de esa peculiar asociación. También se la
vinculó en un principio con las clases ricas y nobles, y durante siglos
permaneció fuera del alcance de los menos privilegiados.
Al incorporarse el azúcar, el propósito no es restar importancia a otros
alimentos, sino aclarar sus usos y significados cambiantes a lo largo del
tiempo. A medida que los usos cambian o se incorporan, se profundizan y
extienden, también cambian los significados. No hay nada “natural” o
inevitable en estos procesos; no poseen ninguna dinámica intrínseca propia.
La relación entre la producción del azúcar y su consumo cambió con el
tiempo, y también cambiaron los usos que se le adjudicaron y los
significados a los que ellos dieron vida. Al concentrarnos en el azúcar
podemos ver con mayor claridad cómo se alteró su relación con otros
alimentos con los que se combinó o a los que finalmente llegó a reemplazar.

Los nutriólogos pueden construir dietas para nuestra especie con base en la
mejor información científica disponible, pero no existe una guía infalible
para saber cuál es el mejor alimento para el ser humano. Parecemos capaces
de comer (y disfrutar) casi cualquier cosa que no sea inmediatamente
tóxica. Los estudios transculturales sobre preferencias alimentarias revelan
de manera elocuente que los universos que los grupos humanos tratan de
forma natural como sus “ambientes naturales” son claramente universos
sociales, de construcción simbólica. El “buen alimento”, al igual que el
buen clima, el buen cónyuge o la vida plena, es una cuestión social, no
biológica. Tal como lo sugirió Lévi-Strauss hace mucho tiempo, lo bueno
para comer debe ser antes bueno para pensar.
Si observamos toda la gama de la evolución cultural humana y nos
concentramos en el último “minuto” del tiempo geológico, en el que se
produce la domesticación de las plantas y los animales, podemos ver que
casi todos los seres humanos han sido miembros de sociedades en las que
un alimento vegetal en particular era “bueno”. Puesto que la domesticación
de las plantas y el cultivo deliberado aumentaron de manera considerable la
estabilidad de la provisión de alimento y, en consecuencia, de la población
humana misma, la mayoría de nosotros y nuestros antepasados, en estos
últimos diez o doce mil años, hemos subsistido primordialmente con algún
tipo de alimento vegetal.[5]
La mayoría de las grandes civilizaciones sedentarias —y muchas de las
pequeñas— se han consolidado gracias al cultivo de determinado
carbohidrato complejo en particular, como el maíz, las papas, el arroz, el
mijo o el trigo. En estas sociedades basadas en la fécula, a menudo pero no
siempre hortícolas o agrícolas, la gente se nutre por su conversión corporal
de los carbohidratos complejos, sean granos o tubérculos, en azúcares
corporales. También se consumen otros alimentos vegetales, aceites, carne,
pescado, aves, frutas, nueces y condimentos —muchos de cuyos
componentes son nutricionalmente esenciales—, pero los usuarios los
consideran como una adición secundaria, aunque necesaria, al almidón
principal. Esta unión de un carbohidrato complejo y un suplemento que
aporta sabor es un rasgo fundamental de la dieta humana —no de todas las
dietas humanas, pero sin duda de tantas a lo largo de nuestra historia como
para servir de base a generalizaciones importantes.
En sus monografías sobre un grupo meridional llamado bemba, Audrey
Richards ha hecho una esclarecedora descripción de cómo un almidón
predilecto puede ser la base nutricional de toda una cultura.
Para nosotros requiere un verdadero esfuerzo de imaginación visualizar
una sociedad en la que el alimento tiene tanta importancia, desde tantos
puntos de vista, pero este esfuerzo es necesario si queremos comprender el
trasfondo emocional de las ideas de los bemba en materia de dieta.
Para los bemba cada comida, para ser satisfactoria, debe estar
compuesta por dos elementos: un potaje espeso (ubwali) hecho de mijo, y el
condimento (umunani) de verduras, carne o pescado que se come con él…
Ubwali se traduce en general como “potaje”, pero no es exacto. El agua
caliente y la harina de mijo se mezclan en proporciones de 3 a 2 para hacer
el ubwali y esto produce una masa sólida con la consistencia de la plastilina
y muy poco parecida a lo que conocemos como potaje. Para comer ubwali,
se toman con la mano trozos con los que se forman bolitas que se mojan en
el condimento y se tragan enteras.
Ya se había dicho que el mijo es el ingrediente principal de la dieta
bemba, pero al europeo, acostumbrado a una gran variedad de alimentos, le
cuesta realmente darse cuenta de lo que un “cultivo principal” puede
significar para un pueblo primitivo. Para los bemba el potaje de mijo no
sólo es necesario, sino que es el único ingrediente de su dieta al que se
considera realmente como comida… He visto a los nativos comer el grano
tostado de cuatro o cinco mazorcas de maíz tan sólo para oírlos gritar
después a sus compañeros: “Ay, nos estamos muriendo de hambre. No
hemos probado bocado en todo el día…”.
A los ojos de los nativos, la importancia del potaje de mijo se refleja
constantemente en la expresión y el ritual tradicionales. En los proverbios y
relatos folclóricos el ubwali representa la comida misma. Al discutir sus
obligaciones de parentesco un nativo dice: “¿Cómo puede un hombre
negarse a ayudar al hermano de su madre, que le ha dado ubwali todos estos
años?”, o: “¿Acaso no es su hijo? ¿Cómo puede ella negarse a prepararle
ubwali?”.
Pero el nativo, al mismo tiempo que declara que no puede vivir sin
ubwali, afirma también que no puede comérselo sin un condimento
(umunani), generalmente un guisado aguado…
El término umunani se aplica a los guisados —carne, pescado, orugas,
saltamontes, hormigas, verduras (silvestres y cultivadas), hongos, etc.—
que se preparan para comer con el potaje. Las funciones del condimento son
dos: en primer lugar, hacer que el ubwali sea más fácil de tragar, y en
segundo lugar, darle sabor. Una bola de potaje es viscosa y arenosa, esto
último no sólo por la harina de la que está hecha sino por las materias
extrañas con las que se mezcla en el mortero. Necesita una capa de algo
resbaloso para que se deslice por la garganta. Al mojar el potaje en un
guisado aguado resulta más fácil tragarlo. Es así como el uso del umunani,
que a los ojos del europeo añade valiosos componentes a la dieta, es
justificado por los nativos sobre la base de que supera la mera dificultad
mecánica de lograr que la comida baje por la garganta… Los mismos
bemba explican que la salsa no es comida…
Evita que la comida “regrese”. Los guisados de carne y vegetales se
cocinan siempre que es posible con sal, y no hay duda de que para los
nativos una función adicional del aderezo es que le da sabor al potaje y
reduce la monotonía de la dieta. La salsa de cacahuates también se aprecia
por su capacidad de realzar el sabor de una serie de guisados distintos como
el de hongos, orugas, etcétera.
Por lo general sólo se come un guisado por comida. A los bemba no les
gusta mezclar sus alimentos y desprecian el hábito europeo de ingerir una
comida compuesta por dos o tres tipos de platillos. A este hábito lo
denominan ukusobelenkaya, y uno de ellos dijo: “Es como un pájaro que
picotea aquí y allá, o como un niño que va picando por aquí y por allá
durante todo el día”.[6]
El cuadro que nos presenta Richards es sorprendentemente común, en
sus rasgos más generales, en todo el mundo. La gente subsiste sobre la base
de un carbohidrato complejo principal, generalmente un grano o un
tubérculo, en torno del cual construyen su vida. El calendario de
crecimiento de aquél coincide con el calendario anual de éstos; las
necesidades de aquél son, de formas a veces curiosas, las necesidades de
éstos. El cultivo proporciona la materia prima a través de la cual se expresa
gran parte del significado de la vida. Su carácter, sus nombres, sus sabores y
texturas distintos, las dificultades asociadas con su cultivo, su historia,
mítica o no, se proyectan en los asuntos humanos de un pueblo que
considera lo que come como el alimento básico, como la definición del
alimento.

Pero un alimento único también puede resultar aburrido. La gente que crece
en una cultura centrada en la fécula puede sentir que en realidad no ha
comido a menos de que haya ingerido ubwali (tortillas, arroz, papas, pan,
taro, camotes, tortas de yuca… lo que sea), pero también sentirá que no es
suficiente a menos que vaya acompañado de umunani. No queda muy claro
por qué sucede así, pero una y otra vez el lugar central que ocupan los
carbohidratos complejos se ve acompañado por su periferia contrastante.
Elisabeth y Paul Rozin llaman “principio de sabor” a un aspecto de este
patrón estructural común, y han elaborado listas de sabores regionales
distintivos, como el nuoc mam del sureste de Asia, los chiles (Capsicum) de
México, el oeste del África y partes de la India y de China, el sofrito de
algunos latinoamericanos prehispánicos, etc.[7] Pero ya se trate del aderezo
que comen los bemba para proporcionar sabor y hacer que su fécula sea
más fácil de tragar, de los chiles que dan vida a una dieta de atole y tortillas
de maíz; o del pescado y las pastas de frijol y de soya del Lejano Oriente
que acompañan el arroz y el mijo, estos sabores suplementarios cobran
importancia porque hacen que la ingestión de las féculas básicas se vuelva
más interesante. También proveen elementos dietéticos importantes, a
menudo esenciales, pero ésta nunca parece ser la razón que la gente da para
comerlos.
Incluso en las dietas en las que parece estar disponible una gama más
amplia de posibilidades alimentarias se distingue a menudo una relación
general entre el “centro” y la “periferia”. La broma irlandesa acerca de las
“papas y apunto” —antes de comerse su papa, uno apunta hacia un pedazo
de puerco salado colgado sobre la mesa— es suficientemente clara.
Asimismo son bien conocidos los hábitos de los pueblos consumidores de
pan, que usan grasas y sal para darle sabor a las grandes cantidades de pan
que comen con regularidad. (Una combinación común en Europa oriental
solía ser pan negro, grasa de pollo, ajo crudo y sal. Hay docenas de
variaciones locales). La pasta se come con salsa, porque hasta la salsa más
modesta transforma una comida monótona en un banquete. La harina de
maíz, el cuscús, el trigo sarraceno, el mijo, la yuca… casi no importa de qué
se trate (aunque, por supuesto, para aquéllos cuya dieta se construye en
torno a ese producto, la importancia es enorme): los sabores suplementarios
redondean la dieta, la realzan y le dan un carácter variable.
Por lo general estos suplementos no se consumen en grandes cantidades
—casi nunca en la misma cantidad que las féculas— y a la gente que los
come con regularidad la idea de hacerlo podría parecerle nauseabunda. Sus
sabores y texturas suelen contrastar marcadamente con la textura tersa,
granulosa, crujiente, elástica, insípida o seca de la fécula cocida, pero
suelen ser sustancias que pueden mezclarse y comerse junto con la fécula:
le “quedan” bien. Por lo común, son preparaciones líquidas o semilíquidas,
solubles o que se deshacen al comerlas, a menudo aceitosas. Bastan
pequeñas cantidades de estos suplementos para cambiar el carácter de
grandes cantidades de líquido, sobre todo si poseen un sabor fuerte o
contrastante y se sirven calientes, como las salsas, que se vierten sobre las
féculas o en las que remojan éstas.
La comida suplementaria suele contener ingredientes que han sido
secados al sol, fermentados, curados, ahumados, salados, semipodridos, o
cuyo estado natural se ha alterado de alguna otra forma. De ese modo
contrastan también de manera “procesual” con el almidón principal.
Muchas de las féculas principales sólo tienen que limpiarse y cocerse para
poder comerlas.
Estas guarniciones no tienen que ser pescados, carnes, aves o insectos;
se trata a menudo de hierbas como berros, cebollines, menta o algas
(amargas, agrias, picantes, gomosas o viscosas); líquenes, champiñones y
otros hongos (amargos, enmohecidos, quebradizos, “fríos”); especias secas
(agridulces, amargas, “calientes”, aromáticas); o ciertas frutas frescas o en
conserva (agrias, dulces, jugosas, fibrosas, duras). Puesto que pueden picar,
quemar, intensificar la sed, estimular la salivación, causar ruptura o
irritación de las membranas mucosas, ser amargas, agrias, saladas o dulces,
por lo general poseen un sabor (y probablemente un olor) muy distinto al de
la fécula, y no cabe duda de que aumentan el consumo del alimento central.
En los últimos dos o tres siglos sociedades enteras —y ya no, como
antes, segmentos diminutos, privilegiados y elevados de las sociedades más
antiguas y jerarquizadas— parecen haber comenzado a poner fin a estos
patrones. En estos casos nuevos y poco frecuentes —Estados Unidos sería
uno de ellos— los carbohidratos complejos declinan como parte central de
la dieta, que se compone ahora mayormente de carne (incluyendo pescado y
aves), toda clases de grasas, y azúcares (carbohidratos simples). Estas
adaptaciones recientes, que suelen requerir un gran insumo de calorías por
cada caloría producida,[8] contrastan con las sociedades arcaicas de los
cazado-res/pescadores/recolectores. En su propia forma, Estados Unidos,
Argentina y Australia-Nueva Zelanda son tan extraordinarios desde el punto
de vista nutricional como los esquimales, los tlingit o los masái.[9]
Sería superfluo señalar que los complejos alimentarios más antiguos
conllevaban importantes cargas simbólicas. Lo que la gente come expresa
quién y qué es, para sí misma y para los demás. La congruencia de los
patrones dietéticos y sus sociedades revela la manera en que se sostienen las
formas culturales por la actividad constante de los que “acarrean” esas
formas, cuyos comportamientos las actualizan y las encarnan. Dada la
asombrosa capacidad de los seres humanos para cambiar y de las
sociedades para transformarse, hay que tratar de imaginarse, sin embargo,
lo que implicaría convertir a los mexicanos en consumidores de pan negro,
a los rusos en consumidores de maíz, a los chinos en consumidores de
cazabe. Es importante notar que los cambios radicales en las dietas en los
últimos trescientos años se han logrado en gran medida por presiones
revolucionarias del procesamiento y el consumo, así como añadiendo
nuevos alimentos, en vez de limitarse a reducir los antiguos. De cualquier
forma, las transformaciones de la dieta implican alteraciones profundas de
la autoimagen de la gente, de sus ideas sobre los valores contrastantes de la
tradición y el cambio, de la trama de su vida social cotidiana.
El carácter de la dieta inglesa en la época en la que el azúcar llegó a ser
conocido por los ingleses —conocido y luego deseado— es relevante para
nuestra historia. Pues durante el periodo en el que empezaba a conocerse a
nivel mundial la mayoría de la gente en Inglaterra y en otras partes se
esforzaba por estabilizar su dieta en torno a cantidades adecuadas de fécula
(bajo la forma de trigo u otros granos), no para ampliarla. Lo más
interesante del panorama inglés es lo poco que se diferenciaba de los
hábitos de comida y nutrición del resto del mundo. Hace apenas un siglo la
dieta que combinaba una sola fécula suplementada con una variedad de
otros alimentos, y la posibilidad constante del hambre generalizada —a
veces de la hambruna— hubiera caracterizado a cerca del 85% de la
población mundial. Hoy en día esta perspectiva se aplica a gran parte de
Asia, África y Latinoamérica, y el patrón del “centralismo” de una fécula
sigue siendo típico de quizá tres cuartas partes de la población mundial.
En 1650 los habitantes de lo que se convertiría en el Reino Unido
también tenían una dieta basada en una fécula. En un solo siglo empezaron
a desplazarse hacia un patrón que desde entonces ha sido adoptado por
muchas otras sociedades. Esta transformación ejemplifica una clase de
modernización. Pero no fue simplemente consecuencia de otros cambios,
más importantes; de hecho, en cierto sentido, puede haber sido lo contrario.
Éstas y otras transformaciones parecidas en la dieta facilitaron en gran
medida otros cambios más fundamentales en la sociedad británica. En otras
palabras, la pregunta ya no es sólo cómo se convirtieron los ingleses en
consumidores de azúcar, sino qué significó esto para la subsecuente
transformación de su sociedad.
Si nos preguntamos, de forma similar, qué significaba el azúcar para el
pueblo del Reino Unido cuando se convirtió en parte fija y (a sus ojos)
esencial de su dieta, la respuesta depende en cierta medida de la función del
azúcar mismo, de su significado para ellos. En este caso el “significado” no
ha de ser simplemente “leído” o “descifrado”, sino que surge de las
aplicaciones culturales a las que se prestó el azúcar mismo, de los usos para
los que se lo empleó. El significado es, en breve, la consecuencia de la
actividad. Esto no quiere decir que la cultura sea sólo comportamiento, o
pueda reducirse a él. Pero no preguntarnos cómo se plasma el significado en
el comportamiento, leer el producto sin la producción, es volver a ignorar la
historia. La cultura debe ser comprendida “no sólo como producto sino
también como producción, no sólo como socialmente constituida sino
también como socialmente constituyente”.[10] Se decodifica el proceso de
codificación, y no sólo el código mismo.

Los investigadores que trabajan con bebés en Estados Unidos han llegado a
la conclusión de que existe un gusto innato en el ser humano por los sabores
dulces, que surge “en una etapa muy temprana del desarrollo y es
relativamente independiente de la experiencia”.[11] Aunque los datos de los
estudios transculturales son inadecuados para sostener esa afirmación, la
predilección por lo dulce parece tan difundida que resulta difícil no hacer la
inferencia de que hay alguna predisposición innata. El nutriólogo Norge
Jerome ha reunido información que demuestra que los alimentos ricos en
sacarosa forman parte de las experiencias de aculturación tempranas de los
pueblos no occidentales en muchas áreas del mundo, y parece haber poca o
ninguna resistencia ante esos artículos. Quizá sea importante hacer notar
que el azúcar y los alimentos azucarados se difunden comúnmente con
estimulantes, sobre todo en bebidas. Puede haber alguna sinergia
involucrada en el aprendizaje ingestivo del nuevo usuario: hasta la fecha, no
ha habido informe de ningún grupo con una tradición que no incluya el
azúcar que rechace la introducción de la leche condensada azucarada, las
bebidas dulces, las golosinas, los pasteles, los dulces u otros productos
alimenticios dulces. De hecho, un estudio reciente sobre la intolerancia a la
sacarosa entre los esquimales del norte de Alaska reveló que los individuos
que la presentaban seguían consumiéndola a pesar de los malestares
asociados con los productos que ingerían.[12]
Muchos especialistas han promovido la tesis de que la sensibilidad de
los mamíferos hacia lo dulce se desarrolló porque durante miles de años fue
un sabor que sirvió para indicar al organismo que un alimento era
comestible.[13] La evolución de los homínidos a partir de antepasados
primates arbóreos, consumidores de frutas, hace a esta tesis particularmente
convincente y ha alentado a algunos estudiosos del problema a llevarlo a
sus conclusiones lógicas:

… los ambientes menos naturales pueden a veces proporcionar la mejor evidencia acerca de la
naturaleza humana… los pueblos occidentales consumen enormes cantidades de azúcar
refinado per cápita porque, para la mayoría de la gente, los alimentos muy dulces saben muy
bien. La existencia del gusto humano por lo dulce puede explicarse, en última instancia, como
una adaptación de los pueblos ancestrales a preferir la fruta más madura, y por lo tanto la más
dulce. En otras palabras, las presiones selectivas de épocas pasadas se revelan de la forma más
asombrosa por el estímulo artificial, supranormal, del azúcar refinado, a pesar de la evidencia
de que consumir azúcar refinado es inadaptativo.[14]

De hecho, también se puede argumentar (y de forma más convincente, me


parece) que los muy diversos hábitos de consumo de azúcar de las
poblaciones contemporáneas muestran que una predisposición ancestral de
las especies no puede explicar de forma adecuada lo que en realidad son
normas culturalmente convencionalizadas, no imperativos biológicos.
Resulta persuasivo que existan lazos entre comer fruta, la sensación de
dulzor y la evolución de los primates; no lo es que “expliquen” el elevado
consumo de azúcar refinado entre algunos pueblos del mundo moderno.
Es cierto que a todos los mamíferos (o al menos a casi todos) les gusta
lo dulce.[15] El hecho de que la leche, incluyendo la leche humana, sea
dulce, es casi irrelevante. Un especialista que intentaba llevar aunque sólo
fuese un poco más atrás el lazo entre las preferencias humanas y lo dulce
llegó a argumentar que el feto experimenta lo dulce cuando se nutre en el
útero.[16] Por lo general el recién nacido vive exclusivamente de leche.
Jerome observa que el uso de líquidos endulzados como sustituto de la
leche para la alimentación de los bebés se encuentra en todo el mundo. El
primer “alimento” que no sea leche que un bebé suele recibir en los
hospitales norteamericanos es una solución de agua y glucosa al 5%,
utilizada para evaluar su funcionamiento posparto, porque “el recién nacido
tolera mejor la glucosa que el agua”.[17] Por un lado, diversas clases de
evidencia sostienen que el gusto por la dulzura no es sólo una disposición
adquirida; por el otro, las circunstancias bajo las cuales esta predisposición
se ve intensificada por la práctica cultural son muy relevantes para
demostrar cuán fuerte es el gusto por lo dulce.
Supuestamente, nuestros antepasados primates y los primeros seres
humanos conocieron lo dulce gracias a las bayas, las frutas y la miel, ésta,
con mucho, la más dulce. Por supuesto, la miel es un producto animal, por
lo menos en el sentido de que su materia prima la recolectan las abejas de
las plantas en flor. El “azúcar”, en particular la sacarosa, es un producto
vegetal extraído por medio del ingenio humano y los logros técnicos; y
mientras los seres humanos, con todos los grados de desarrollo técnico, en
todo el mundo, conocieron la miel desde muy temprano en el registro
histórico, el azúcar (sacarosa) hecho a partir de la caña de azúcar es un
producto tardío que se difundió con lentitud aproximadamente durante el
primer milenio de su existencia, y sólo llegó a generalizarse en los últimos
quinientos años. Desde el siglo XIX la remolacha, un cultivo de clima
templado, se ha convertido en una fuente de sacarosa casi de la misma
importancia; el dominio de la producción de sacarosa a partir de la
remolacha ha alterado el carácter de las industrias azucareras del mundo.[18]
En el presente siglo otros endulzantes calóricos, sobre todo los que se hacen
a partir del maíz (Zea mays) han empezado a convertirse en un reto para la
supremacía de la sacarosa, y los endulzantes no calóricos también han
empezado a ganarse un lugar en la dieta humana.
Hay que tener cuidado de distinguir la sensación de lo dulce de las
sustancias que la producen. Los azúcares procesados, como la sacarosa, la
dextrosa y la fructosa, que son manufacturados y refinados en forma
tecnoquímica, deben distinguirse de los azúcares que se dan en la
naturaleza. Para los químicos, el “azúcar” es un término genérico para una
clase amplia y variada de compuestos orgánicos, uno de los cuales es la
sacarosa.
En este libro me concentré en la sacarosa, aunque habrá ocasión de
referirnos a otros azúcares, y este enfoque está dado por la historia del
consumo de sacarosa en los siglos recientes, que rebasó completamente a la
miel (su principal competidor europeo antes del siglo XVII), y volvió en gran
medida irrelevantes otros productos, como el azúcar de maple y de palma.
En el pensamiento y el lenguaje europeos, la idea misma de lo dulce llegó a
asociarse con el azúcar, aunque la miel siguió desempeñando un papel
secundario pero privilegiado, sobre todo en la imaginería literaria. Es
notable la falta de claridad o especificidad en las concepciones europeas de
lo dulce como sensación.
Ya he señalado que aunque en el aparato gustativo humano existan
ciertos rasgos absolutos comunes a la especie, los distintos pueblos comen
sustancias muy variadas y poseen ideas diferentes en cuanto a lo que sabe
bien, especialmente en lo relativo a otras sustancias comestibles. No sólo
los individuos difieren en sus preferencias y en el grado de intensidad de un
sabor particular que les agrada, sino que tampoco existe una metodología
para deslindar o precisar el rango de gustos típico de las personas de un
grupo. Para complicar más las cosas, los léxicos del gusto, aunque están
bien registrados, son sumamente difíciles de traducir con fines
comparativos.
Aun así, es probable que no haya ningún pueblo que carezca de los
medios léxicos para describir la categoría de gustos que llamamos “dulce”.
Aunque el sabor dulce no gusta de manera uniforme, sea en culturas enteras
o entre todos los miembros de una sola cultura, ninguna sociedad rechaza lo
dulce como desagradable, aunque algunas cosas dulces en particular son
consideradas tabú o evitadas por diversas razones. Los sabores dulces
ocupan un lugar privilegiado, en contraste con las actitudes más variadas
hacia lo agrio, lo salado o lo amargo; esto, por supuesto, no excluye las
predilecciones comunes por ciertas sustancias agrias, saladas o amargas.
Pero al afirmar que a todo mundo le gustan las cosas dulces no decimos
nada sobre el lugar de este gusto en el espectro de sabores posibles, acerca
de la importancia de lo dulce, dónde se sitúa en una jerarquía de gustos y
preferencias, o cómo se lo considera en relación con otros sabores. Por otra
parte, hay muchas evidencias de que las actitudes de los pueblos hacia los
alimentos, incluyendo los alimentos dulces, han experimentado una gran
variación con el tiempo y las circunstancias. En el mundo moderno
podemos confrontar la frecuencia, intensidad y escala de los usos del azúcar
en la dieta francesa con, por ejemplo, la de los ingleses o los
norteamericanos, para ver con qué amplitud varían las actitudes hacia lo
dulce. Además, en la vida norteamericana lo dulce es importante en lo que
los antropólogos llaman comida en intervalos, o tentempiés. Otros pueblos
parecen menos inclinados a tratar lo dulce como un sabor que ocupe un
lugar específico en una serie, adecuado sólo en uno o varios lugares de esa
serie; para ellos, un alimento dulce puede presentarse en cualquier momento
de la comida, como un plato o como parte de los diversos platos que se
sirven de forma simultánea. También varía mucho la propensión a mezclar
lo dulce con otros sabores.
Las formas tan diversas en que se percibe y se emplea lo dulce apoyan
mi argumento de que la importancia de lo dulce en las preferencias de los
ingleses creció con el tiempo, y no fue característica antes del siglo XVIII.
Aunque hoy en día en Occidente la cultura (y quizá la mayoría de los
científicos) suele considerar lo dulce como una cualidad opuesta a lo
amargo, lo agrio y lo salado, que constituyen el “tetraedro” del gusto,[19] o
se lo contrasta con lo picante con el que a veces se lo combina en la cocina
china, mexicana y del África occidental, sospecho que esta contraposición
—en la que lo dulce se convierte en lo “opuesto” de todo— es muy
reciente. Lo dulce sólo pudo ser una contraparte de lo salado/amargo/agrio
cuando hubo una fuente suficientemente abundante de endulzantes. Sin
embargo ese contraste no siempre se produjo: Gran Bretaña, Alemania y los
Países Bajos reaccionaron de forma diferente a la de Francia, España e
Italia, por ejemplo.
Parece irrefutable que la disposición innata hacia la dulzura es parte de
la dotación humana. Pero esto no puede explicar de ninguna forma los
distintos sistemas de alimentación, los grados de preferencia y las
taxonomías de sabor, como la anatomía de los llamados órganos del habla
no puede “explicar” ningún lenguaje en particular. Lo que espero aclarar en
lo que sigue es la frontera entre nuestro gusto humano por lo dulce y el
supuesto “carácter goloso” de los ingleses.
2
PRODUCCIÓN

La sacarosa —lo que llamamos “azúcar”— es una sustancia orgánica de la


familia de los carbohidratos. Puede ser extraída de forma comercial de
diversas plantas, y está presente en todas las plantas verdes.[1] La sacarosa
es un producto vegetal que las plantas elaboran por fotosíntesis a partir de
dióxido de carbono y agua; constituye, por lo tanto, un rasgo fundamental
de la estructura química de los seres vivos.
Las dos fuentes más importantes de sacarosa procesada —del producto
del carbohidrato refinado que consumimos y que llamamos azúcar— son el
azúcar de caña y el de remolacha. Las remolachas no tuvieron importancia
económica como fuente de sacarosa hasta mediados del siglo XIX, pero el
azúcar de caña ha sido la principal fuente de la misma durante más de un
milenio, quizá mucho más.
La caña de azúcar (Saccharum oficinarum L.) fue domesticada en
Nueva Guinea, en tiempos muy antiguos. Los botánicos Artschwager y
Brandes creen que hubo tres oleadas de difusión de caña de azúcar desde
Nueva Guinea, la primera hacia el 8000 a. C. Unos dos mil años más tarde
fue llevada a Filipinas, India y posiblemente Indonesia (aunque algunos
especialistas consideran que Indonesia es otro punto de domesticación).[2]
Las referencias a la manufactura de azúcar no aparecen sino hasta bien
entrada la era cristiana. Existen algunas más tempranas en la literatura de la
India. El Mahabhashya de Patanjali, por ejemplo, comentario sobre el
estudio de Panini sobre el sánscrito, que es la primera gramática escrita
(probablemente alrededor de 400 a 350 a. C.), menciona repetidamente al
azúcar en combinaciones particulares de alimentos (arroz con leche y
azúcar; cebada molida con azúcar; bebidas fermentadas con jengibre y
azúcar); si se supone que se refería a algún producto no líquido, al menos
parcialmente cristalizado a partir del jugo de caña, ésta sería la primera
mención que poseemos al respecto. Pero hay duda porque no hay
evidencias seguras de que el producto estuviera cristalizado. Un poco más
tarde, en 327 a. C., Nearchus, un general de Alejandro, que navegó desde la
desembocadura del río Indo a la del Éufrates, afirmó que “de una caña de la
India brota miel sin necesidad de abejas, con la que se hace una bebida
embriagante aunque la planta no da ningún fruto”.[3] Noel Deerr, ingeniero
e historiador especializado en el azúcar, la acepta como una referencia a la
caña de azúcar, pero sus citas de autoridades griegas y romanas no son
completamente convincentes. El término sakcharon o saccharon —
σακχαρουv— utilizado por Dioscórides, Plinio, Galeno y otros, no puede
traducirse como una sustancia única y específica. El historiador de la
alimentación R. J. Forbes, tras una cuidadosa revisión de las evidencias de
la Grecia precristiana y de Roma, llegó a la conclusión de que el saccharon
se conseguía en la India “e incluso era conocido, aunque de forma
imperfecta, por los visitantes helénicos a ese país [India]”; y aquí sí se
refiere al azúcar hecho a partir del jugo de caña. Acepta a Dioscórides,
quien escribió: “Hay una especie de miel concreta, llamada saccharon, que
se encuentra en las cañas en la India y en Arabia Felix, que en su
consistencia se parece a la sal, tan quebradiza que puede romperse entre los
dientes, como la sal. Es buena para el vientre y el estómago al disolverse en
agua y beberse, y ayuda a la vejiga adolorida y a los riñones”. A lo que
Forbes añade: “Por lo tanto, el azúcar se producía, al menos en cantidades
pequeñas, en la India y empezaba a ser reconocida por el mundo romano en
la época de Plinio”, esto es, durante el siglo I d. C.[4] Nos recuerda, sin
embargo, que términos como saccharon e incluso “maná” se usaban para
una variedad de sustancias dulces, incluyendo secreciones de las plantas, las
excreciones de piojos de las plantas, el exudado del Fraxinus ornus (el
llamado fresno de maná), etcétera.[5]
Algunos especialistas en la historia del azúcar suponen que el saccharon
se refería a una sustancia completamente distinta, el llamado azúcar de
bambú, o tabashir, goma que se acumula en los tallos de ciertos bambúes y
que tiene un sabor dulce.[6] Aunque esta controversia sea oscura, aclara un
rasgo vital en la historia del azúcar: tiene que cristalizarse a partir de un
líquido. Lo que llamamos “azúcar” es el producto final de un proceso
antiguo, complejo y difícil.
Se empieza con la planta de la caña de azúcar, gran pasto de la familia
Gramineae. Existen seis especies de caña de azúcar conocidas, de las cuales
la Saccharum officinarum —“azúcar de los boticarios”— ha sido la
importante a lo largo de la historia. Aunque en décadas recientes se han
utilizado otras especies para desarrollar nuevas variedades, Saccharum
officinarum, la llamada caña noble, con tallos suaves, dulces y jugosos que
en su madurez alcanzan un grosor de seis centímetros y una altura de tres y
medio a casi cinco metros, ha seguido siendo la fuente de los genes de la
acumulación de sacarosa.
La caña se propaga de manera asexual por medio de cortes en un tallo
que tenga por lo menos una yema.[7] Una vez plantada, brota y, con el calor
y la humedad adecuados, puede crecer dos centímetros al día durante seis
semanas. Llega a su madurez, y alcanza las condiciones óptimas para su
extracción, en la época de secas, entre los nueve y los dieciocho meses. La
soca de caña de azúcar, que crece a partir del rastrojo de la planta anterior,
sin volver a plantar, se corta normalmente cada doce meses. En el trópico,
los acodos tardan más en alcanzar su madurez. En cualquier caso, la caña
debe cortarse cuando está lista para que no pierda su jugo o la proporción
de sacarosa que contiene; una vez cortada, el jugo ha de extraerse
rápidamente para evitar la putrefacción, la desecación, la inversión o la
fermentación.
La naturaleza intrínseca de la caña afectó de manera fundamental a su
cultivo y su procesamiento. En palabras de un especialista: “Aunque
hablamos de fábricas de azúcar, lo que en realidad se lleva a cabo no es un
proceso de manufactura, sino una serie de pasos de líquido a sólido para
aislar la sacarosa hecha en la planta por la naturaleza”.[8] La práctica de
machacar o triturar las fibras de la caña para poder extraer el líquido que
contienen debe ser tan antigua como el descubrimiento de que la caña era
dulce. Esta extracción puede realizarse de muchas maneras distintas. Se
puede cortar la caña en pedazos, y molerla, exprimirla, machacarla o
remojarla en líquido. Al calentar el líquido que contiene la sacarosa se
produce evaporación y por lo tanto concentración de la misma. A medida
que el líquido se sobresatura, empiezan a aparecer cristales. En efecto, la
cristalización requiere la concentración de una solución sobresaturada en la
que la sacarosa se encuentra contenida en forma líquida. A medida que se
enfría y se cristaliza, los residuos producen una melaza “final” o “cachaza”.
Esta melaza, o melado, no puede cristalizarse más con métodos
convencionales. Es, por supuesto, bastante dulce, y se la puede utilizar para
endulzar alimentos; en la dieta inglesa fue por lo menos tan importante
como cualquier forma de azúcar cristalino durante más de un siglo; sigue
siéndolo hoy, tras diversos tipos de refinado.
Hasta esta parte el proceso es antiguo. Los pasos suplementarios que
llevan a tipos de azúcar menos oscuros, químicamente más puros, o más
refinados (estos dos últimos no son lo mismo), y a una diferenciación de
productos finales cada vez mayor, incluyendo bebidas alcohólicas y muchos
jarabes distintos, se han desarrollado a través de los años. Pero el proceso
básico es muy antiguo. De hecho, en la práctica no existe otra manera de
“hacer” azúcar a partir de la caña más que por “una serie de pasos de
líquido a sólido” acompañados por calentamiento y enfriamiento; mantener
las temperaturas adecuadas y, al mismo tiempo, una inversión rentable en
métodos de calentamiento y combustibles, ha sido un serio problema
técnico a lo largo de la mayor parte de la historia del azúcar.
El azúcar que se fabrica a partir del magma de sacarosa es muy distinto
tanto del jugo de la caña de azúcar como de los diferentes jarabes que se
utilizan en la preparación de dulces y la elaboración de alimentos. En
ciertos aspectos, a lo que más se parece el azúcar refinada es a la sal:
blanca, granulada, quebradiza, y casi 99% pura: “la única sustancia química
que se consume de forma prácticamente pura como alimento básico”.[9] En
la manufactura del azúcar hay, entonces, dos productos finales bastante
distintos. Aunque ambos son azúcares y casi perfectamente puros, uno es
líquido y por lo regular dorado, el otro es granulado y, en general, blanco.
Los azúcares puros y refinados pueden hacerse de cualquier color, por
supuesto. Pero en cierta época su blancura sirvió como evidencia de su
refinado y su pureza. La idea de que la sacarosa más fina y pura tenía que
ser la más blanca es tal vez un poderoso aspecto simbólico de la temprana
historia europea del azúcar; pero también es significativo que la sacarosa
pueda prepararse de muchas formas utilizables, una de las cuales se parece
a la miel. La melaza líquida, o “jarabe dorado”, ingrediente tan importante
en la constitución de la dieta inglesa moderna, fue ganándole terreno
gradualmente a su antiguo competidor, la miel, a la que se parecía. Llegó
incluso a adoptar una parte de la imaginería poética antes asociada con la
miel.[10] Tendremos razones para regresar a estos dos personajes de la
historia del azúcar.
No es sino hasta 500 d. C. cuando tenemos evidencias escritas
incontrovertibles de la fabricación de azúcar. El Buddhagosa, o Discurso
sobre la conciencia del mal, documento religioso hindú, describe por medio
de la analogía los procesos de hervir el jugo, hacer la melaza y formar
bolitas de azúcar (es probable que los primeros azúcares fueran gomosos,
más que quebradizos).[11] Pero las referencias son escasas y enigmáticas. En
un informe del emperador bizantino Heraclio, en 627, cuando tomó el
palacio en el que vivía el rey persa Chosroes II, cerca de Bagdad, se
describe el azúcar como un “lujo” hindú. Entre los siglos cuarto y octavo
los mayores centros de manufactura de azúcar parecen haber estado en la
costa oriental del delta del Indo (la costa de Baluchistán), y en el extremo
del Golfo Pérsico, sobre el delta del Tigris-Éufrates. El azúcar no llegó a ser
conocido y consumido en Europa hasta el siglo octavo; y sólo alrededor de
esa misma época empiezan a aparecer referencias al cultivo de caña y la
manufactura de azúcar en el Mediterráneo oriental. La sacarosa era
prácticamente desconocida en el norte de Europa quizá hasta el 1000 d. C.,
y después, durante uno o dos siglos, siguió siendo muy raro. Aun así, un
esbozo aproximado de ciertos “periodos” o “etapas” puede servir de guía
para el siguiente análisis.
La expansión de los árabes hacia Occidente marcó un hito en la experiencia
europea del azúcar. Entre la derrota de Heraclio en 636 y la invasión de
España en 711, en menos de un siglo, los árabes establecieron el califato en
Bagdad, conquistaron el África del norte e iniciaron su ocupación de partes
importantes de la propia Europa. Tras esta conquista la manufactura del
azúcar, que en Egipto pudo haber precedido a la conquista árabe, se
extendió por la cuenca del Mediterráneo. En Sicilia, Chipre, Malta, por un
tiempo breve en Rodas, en gran parte del Magreb (especialmente en
Marruecos), y en la propia España (sobre todo en su costa sur), los árabes
introdujeron la caña, su cultivo, el arte de la manufactura del azúcar, y un
gusto por este nuevo dulce.[12] Un especialista sostiene que el azúcar no
llegó a Venecia sino hasta 996, que de allí se la exportó hacia el norte; pero
esa fecha puede ser tardía.[13] Para entonces la caña se cultivaba en toda el
África del norte y en varias islas del Mediterráneo, incluyendo Sicilia, y era
también objeto de experimentos agrícolas en la propia España. Pero antes
que eso, e incluso antes de que Venecia se convirtiera en un importante
centro de reexportación para Europa, el azúcar en sus múltiples formas
estaba llegando a este continente desde el Medio Oriente. Persia y la India,
las regiones en las que la manufactura del azúcar se había conocido por más
tiempo, fueron probablemente los lugares en los que se inventaron los
procesos fundamentales asociados con la fabricación de azúcar. Durante
muchos siglos la cuenca del Mediterráneo aprovisionó el África del norte,
el Medio Oriente y Europa. Esa producción sólo se interrumpió cuando
empezó a dominar la producción en las colonias del Nuevo Mundo, después
de finales del siglo XVI. Los europeos se acostumbraron muy lentamente al
azúcar durante la época mediterránea. Del Mediterráneo, la industria se
trasladó a las islas atlánticas de España y Portugal, incluyendo Madeira, las
Canarias y São Tomé; pero esta fase relativamente breve llegó a su fin
cuando empezaron a crecer las industrias americanas.
La civilización del mundo árabe y sus logros no han recibido una justa
atención por parte de Occidente sino hasta hace poco. La visión histórica
centrada en Europa que la mayoría de nosotros compartimos tiende a
excluir el interés por los avances tecnológicos del resto del mundo, que
parecemos reconocer mejor cuando los “explicamos” en referencia a
grandes inversiones de mano de obra (las pirámides, la Gran Muralla, el
Templo del Sol, Machu Pichu, etc.); nuestros elogios más sentidos los
reservamos para los logros estéticos —no los tecnológicos— de aquellos
que consideramos técnicamente inferiores, lo reconozcamos o no. Aunque
nunca nos atrevemos a decirlo abiertamente, la visión occidental constata
con asombro cómo la capacidad estética de otros pueblos no está restringida
por sus limitaciones técnicas. Sin embargo, cualquiera que se interese hasta
al pasar por la historia de Europa meridional sabe que la conquista de
España por los moros fue sólo el término de una fulgurante expansión hacia
el oeste, el punto de vista tanto técnico y militar como económico, político
y religioso.
A los moros no los detuvieron en su movimiento de expansión hasta que
llegaron a Poitiers en 732, donde Carlomagno los atacó por el flanco. Ese
año se cumplía apenas el centenario de la muerte de Mahoma y de la
instalación del primer califa, Abu Bakr. Después de 759, los moros se
retiraron de Toulouse y del sur de Francia y se atrincheraron detrás de los
Pirineos; pero habrían de pasar setecientos años antes de que la España que
habían conquistado en sólo siete volviera a ser completamente cristiana.
Algunas porciones del mundo mediterráneo cayeron en manos del Islam
después que España. Creta, por ejemplo, no cayó sino en 823; Malta, en
870. Y adonde quiera que fueran los árabes llevaron con ellos el azúcar,
tanto el producto como la tecnología de su producción; el azúcar, se nos
dice, siguió al Corán.
Aunque las demandas poco usuales del cultivo del azúcar retrasaron su
desarrollo como cultivo comercial en el Mediterráneo islámico, su
perfeccionamiento que llegó por el norte, hasta el centro de España, fue un
gran logro técnico. Los conquistadores árabes mediterráneos fueron
sintetizadores, innovadores, que transportaron los diversos bienes culturales
de las tierras que subyugaban por parte de tres continentes, combinando,
mezclando e inventando, creando nuevas adaptaciones; y muchos cultivos
importantes —arroz, sorgo, el trigo de invierno, algodón, berenjena,
cítricos, plátanos, mangos y caña de azúcar— se difundieron gracias a la
expansión del Islam.[14] Pero lo más importante no eran sólo los nuevos
cultivos; con los conquistadores árabes también viajaron falanges de
administradores subordinados (predominantemente no árabes), políticas de
administración y tributación, tecnologías de irrigación, producción y
procesamiento, y el impulso para expandir la producción.
La propagación de la caña de azúcar y la tecnología necesaria para su
cultivo y conversión encontraron obstáculos, sobre todo la lluvia y las
fluctuaciones estacionales de temperatura. Como hemos visto, la caña es un
cultivo tropical y subtropical con un periodo de crecimiento que puede ser
de más de doce meses; requiere grandes cantidades de agua y de trabajo.
Aunque puede prosperar sin irrigación, lo hace mucho mejor (y aumenta su
contenido de azúcar) cuando se la riega con regularidad y cuando la época
de crecimiento no está sujeta a bajas fuertes y súbitas de temperatura.
En realidad, el Islam temprano en el Mediterráneo amplió las
temporadas agrícolas al producir en verano cultivos como la caña, alterando
así el ritmo del año agrícola y la asignación del trabajo. Al extender la
producción de la caña de azúcar a las márgenes del Mediterráneo, tanto al
norte como al sur, llegando, hacia el sur, hasta Marrakech e incluso Agadir
y Taroudant en Marruecos, por ejemplo, y hacia el norte hasta Valencia en
España y Palermo en Sicilia, los árabes explotaron al máximo las
posibilidades de estas tierras recién conquistadas. Por un lado, los peligros
de las heladas en la costa norte significaban temporadas más cortas de
crecimiento: la caña plantada en febrero o marzo se cosechaba en enero.
Esta caña exigía el mismo esfuerzo desde preparar las tierras hasta procesar
el jarabe con menor rendimiento; esto llegó a contar en contra de las
industrias mediterráneas cuando el azúcar americano empezó a entrar a
Europa en grandes cantidades. Por el otro lado, la falta de lluvia adecuada
en la costa sur —como en Egipto— implicaba una intensa labor de
irrigación; en el caso egipcio, según se nos dice, la caña recibía 23 riegos
desde el momento en que se la plantaba hasta la zafra.[15]
La caña de azúcar —si la cosecha tiene por objeto fabricar azúcar y no
sólo extraer el jugo, de tal manera que se requiere el cultivo adecuado,
cortarla y molerla de forma expedita y un procesamiento experimentado—
siempre ha exigido mano de obra intensiva, por lo menos hasta bien entrado
el siglo XX. La producción de azúcar fue un reto no sólo en términos
técnicos y políticos (administrativos), sino también con respecto a la
obtención y uso de la mano de obra.
Los árabes mostraron por doquier un vivo interés por la irrigación, el
uso del agua y su conservación. Adonde fuera que llegaran se llevaban los
nuevos recursos de riego que encontraban. A las formas de irrigación
preislámicas existentes en el Mediterráneo añadieron la rueda de cubetas
persa (que los españoles llamaban noria, palabra tomada del término árabe
que significa “rechinido”), el tornillo de Arquímedes, el quanat persa (ese
extraordinario sistema intensivo en mano de obra de túneles subterráneos
que servían para llevar agua bajo tierra a los campos de cultivo por
gravedad, que al parecer se llevó primero a España y de ahí al norte de
África), y muchos otros dispositivos. Ninguna de estas innovaciones, por sí
misma, hubiese hecho mucha diferencia; lo que contaba era la energía y la
dedicación de los conquistadores y su uso aparentemente hábil de la mano
de obra local, tema de la mayor importancia, pero sobre el cual aún
sabemos relativamente poco.
Deerr nos dice que había “una gran diferencia entre la industria del
azúcar fundada por los árabes y la que fue desarrollada por los europeos
cristianos. Aunque el Islam reconocía el estatus de la esclavitud, la industria
mediterránea se encuentra libre de esa mácula cruel y sangrienta, la
maldición de la esclavitud organizada que manchó a la producción del
Nuevo Mundo durante cuatrocientos años”.[16] Pero esta categórica
aseveración es infundada. La esclavitud desempeñó un papel en la industria
del azúcar de Marruecos[17] y probablemente en otras partes; a mediados
del siglo IX en el delta del Tigris-Éufrates se produjo una revuelta de
esclavos que involucró a miles de trabajadores agrícolas del África oriental,
y es posible que se tratase de trabajadores de plantaciones de caña de
azúcar.[18] Pero la esclavitud adquirió mayor importancia cuando los
cruzados europeos les arrebataron a sus predecesores las plantaciones de
azúcar del Mediterráneo oriental, y su importancia para la producción de
azúcar no disminuyó significativamente sino hasta la revolución de Haití, a
fines del siglo XVIII.
El azúcar de los árabes no era una sustancia homogénea; habían
aprendido a producir, de los persas y los hindúes, una variedad de tipos o
categorías de azúcar. Conocemos esta variedad de azúcares e incluso a
veces algo sobre los procesos de su manufactura, pero los detalles siguen
siendo vagos. La molienda también plantea preguntas: se han hecho algunos
estudios sobre la historia de la molienda árabe, pero sigue siendo terreno de
controversia.[19] En la extracción del jugo de la caña, mientras más eficiente
sea el proceso, mayor será el rendimiento final. Los rendimientos de altos
porcentajes de jugo de caña se remontan apenas a finales del siglo XIX,
aunque hubo un principio de mejoría por lo menos desde el siglo XVII.
Un paso decisivo en la tecnología del azúcar se produjo con la
invención del trapiche vertical de tres rodillos, impulsado ya sea por agua o
por tracción animal. Este trapiche podía ser operado por dos o tres personas,
que pasaban la caña por los rodillos de ida y de regreso (si la tracción era
animal, no por agua, el trapiche requería un tercer trabajador que cuidara a
los animales). El origen y la antigüedad exactos de estos trapiches
permanecen en la oscuridad. Deerr (siguiendo a Lippmann) atribuye su
invención a Pietro Speciale, prefecto de Sicilia, en 1449;[20] Soares Pereira
lo pone en duda —y con buenas razones—, argumentando en cambio que
fue inventado en Perú, llegó a Brasil entre 1608 y 1612, y de ahí pasó a
otras partes.[21] Pero esta controversia apenas nos concierne, porque la
industria del azúcar mediterránea de los árabes, unos cinco siglos anterior a
la supuesta invención de Speciale, se las arregló con otros sistemas menos
eficientes. Existen evidencias seguras del uso de la energía hidráulica para
la molienda de caña en épocas tempranas en Marruecos y en Sicilia, aunque
no es mucho más lo que sabemos.
Las cruzadas les dieron a muchos europeos la oportunidad —aunque no
al principio, como a veces se sostiene— de familiarizarse con muchos
productos nuevos, entre ellos el azúcar. Los cruzados supieron del azúcar en
circunstancias apremiantes, según se nos dice. Alberto de Aquitania, quien
reunió las reminiscencias de los veteranos de la primera cruzada
(1096-1099), escribe:
En los campos de las planicies de Trípoli se puede encontrar en abundancia una caña de miel
que llaman zuchra; la gente acostumbra chupar estas cañas con entusiasmo, deleitándose con
sus jugos benéficos, y parece incapaz de saciarse de este placer a pesar de su dulzura. La
planta es cultivada, al parecer, y con gran esfuerzo, por los habitantes… Con esta caña de
sabor dulce se alimentaron durante los sitios de Elbarieh, Marrah y Arkah, cuando los
atormentaba un hambre temible.[22]

Pero los cruzados no se limitaron a informar sobre el azúcar a los pueblos


de la Europa occidental. No tardaron en supervisar la producción de ese
mismo azúcar en las áreas que habían conquistado, como el reino de
Jerusalén (1099-1187), hasta que cayó frente a Saladino. Se convirtieron en
supervisores del cultivo de caña y de la producción de azúcar en el sitio aún
visible llamado Tawahin A-Sukkar, “los molinos de azúcar”, apenas a un
kilómetro de Jericó, donde los trapiches que aún funcionaban en 1484 se
encuentran documentados ya en 1116.[23] (Aunque no se sabe con certeza
que se los usara para moler caña en fecha tan temprana con toda seguridad
lo fueron más tarde).
Cuando Acre cayó en manos de los sarracenos en 1291, los Caballeros
de Malta plantaban ya caña allí (posteriormente trataron de establecer
plantaciones en el Caribe). Al mismo tiempo, los mercaderes venecianos
desarrollaban con energía la producción azucarera cerca de Tiro, en Creta y
en Chipre. En otras palabras, una de las consecuencias de las cruzadas fue
que los europeos se convirtieron en productores de azúcar (mejor aún, en
controladores de los productores de azúcar en las zonas conquistadas).
La decadencia de la industria mediterránea del azúcar se ha atribuido
principalmente —y en general con razón— al surgimiento de una industria
competidora en las islas del Atlántico y, más tarde, en el Nuevo Mundo.
Pero, en realidad, tal como lo ha señalado el geógrafo J. H. Galloway, la
industria del Mediterráneo oriental perdió pie un siglo antes de que
comenzara a producirse azúcar en Madeira, y la producción en Sicilia,
España y Marruecos de hecho ganó terreno en el siglo XV.[24] Galloway cree
que la guerra y las plagas, con su subsecuente merma de la población,
dañaron a la industria del azúcar en Creta y en Chipre. Asimismo, los
precios de los artículos intensivos en mano de obra, como el azúcar,
subieron después de la muerte negra. En efecto, a su entender, fue la
difusión del uso de mano de obra la que inició la extraña y duradera
relación entre el azúcar y la esclavitud: “La relación entre el cultivo de
azúcar y la esclavitud, que había de durar hasta el siglo XIX, se forjó
firmemente en Creta, Chipre y Marruecos”.[25]
La decadencia de la industria mediterránea del azúcar, creada por los
árabes, fue desigual y prolongada. En algunas subregiones las contracciones
sucesivas del control político árabe, que solía dar por resultado una mala
administración local, puso fin a la irrigación eficaz y a la correcta
asignación de tareas. En otras, la presión cristiana provocó a veces una
producción continua de azúcar bajo el auspicio del invasor, como por
ejemplo en Sicilia, después de la conquista normanda, y en Chipre. Sin
embargo, aunque los cruzados y los mercaderes de Amalfi, Genova y otros
estados italianos se repartieron la tarea de administrar la producción y el
comercio, estos arreglos no duraban mucho. Portugal no se contentó con
experimentar con el cultivo de caña en su territorio, en el Algarve, cuando
en otras partes se le presentaban mejores oportunidades, y España no se
quedaba muy atrás.
Sin embargo, la continuación de la producción árabe en el Mediterráneo
oriental por parte de los cristianos, por un lado, y, por el otro, los
experimentos llevados a cabo por Portugal (y muy pronto por España) en el
extremo occidental de la cuenca, siguieron dos desarrollos distintos. En el
este del Mediterráneo la producción llegó a subir en un principio, incluso
después de la retirada de los franceses de Palestina en el siglo XIII, y durante
la posterior invasión otomana. Creta, Chipre y Egipto siguieron
produciendo azúcar para exportación.[26] Aun así esta región perdió cada
vez más importancia como fuente de azúcar; y fue el desarrollo de la
industria en las islas atlánticas, gracias a los portugueses y los españoles, lo
que cambió para siempre el carácter del consumo europeo de azúcar; fue la
base para el traslado de la industria del Viejo al Nuevo Mundo; el prototipo
de la producción azucarera del Nuevo Mundo se desarrolló allí.
Sin embargo, incluso antes de que se establecieran las industrias del
Nuevo Mundo, la industria azucarera de las islas atlánticas afectó a la
posición competitiva de Malta, Rodas, Sicilia y el resto de los pequeños
productores del Mediterráneo. Para 1580 la industria siciliana, antaño
floreciente, hacía poco más que abastecer su mercado local, y en la propia
España la producción de azúcar empezó a declinar en el siglo XVII, aunque
se lo seguía elaborando en el extremo sur de la península.
Cuando los portugueses y los españoles se lanzaron a establecer una
industria azucarera en las islas del Atlántico que controlaban, el azúcar
seguía siendo un lujo, una medicina y una especia en la Europa occidental.
Los pueblos de Grecia, Italia, España y el norte de África estaban
familiarizados con la caña como cultivo y, hasta cierto punto, como el
azúcar mismo como edulcorante. Pero a medida que disminuía la
producción de azúcar en el Mediterráneo, en Europa aumentaban el
conocimiento y el deseo por ella. El movimiento de la industria hacia las
islas del Atlántico ocurrió cuando es probable que estuviese aumentando la
demanda europea. Se alentó a los empresarios privados a establecer
plantaciones de caña (y de otros productos) en las islas del Atlántico,
dotadas de esclavos africanos y destinadas a producir azúcar para Portugal y
otros mercados europeos, porque su presencia salvaguardaba la extensión
de las rutas comerciales portuguesas alrededor de África y hacia el Oriente:

En… una serie de experimentos, el sistema de plantación, que ahora combinaba esclavos
africanos bajo la autoridad de colonos europeos en una sociedad racialmente mixta que
producía caña de azúcar y otros cultivos comerciales, se extendió a medida que una isla tras
otra [las islas Madeira, incluyendo Madeira, La Palma y Hierro; las islas Canarias, incluyendo
Tenerife, Gran Canaria y Fuerteventura; las nueve islas dispersas que componen las Azores;
las islas de Cabo Verde, que incluyen Boa Vista, Sto. Antão y São Tiago; São Tomé y
Príncipe; etc.] iban siendo integradas como parte del reino en expansión. Las plantaciones de
caña sólo prosperaron en algunas de las islas… Pero en su conjunto, la caña de azúcar y la
plantación le permitieron al gobierno de Portugal, cuando se abocó a la política de expansión
basada en el comercio, instalar en las islas, a expensas de ciudadanos privados, bases que le
dieron el control del Atlántico sur e hicieron posible la circunnavegación de África y el
comercio en el Oriente.[27]

Había estrechos vínculos entre los experimentos portugueses de las islas del
Atlántico, especialmente São Tomé, y los centros europeos occidentales con
poder comercial y técnico, sobre todo Amberes.[28] Es muy significativo
que a partir del siglo XIII el centro de refinamiento para el azúcar europeo
fuera Amberes, seguido más tarde por otras grandes ciudades portuarias
como Bristol, Burdeos e incluso Londres. El control del producto final pasó
a manos europeas, —pero, y esto debe subrayarse— no a las de los mismos
europeos (en este caso, los portugueses) que fueron pioneros de la
producción de azúcar en ultramar. Otra causa de crecimiento fue la mayor
diferenciación de los tipos de azúcar, que coincidió con la diferenciación en
la demanda. Se amplió el léxico descriptivo para los tipos de azúcar, a
medida que los europeos iban familiarizándose con más variedades.[29]
Para entonces el azúcar se conocía en toda Europa occidental, aunque
seguía siendo un producto de lujo, más que un artículo común o necesario.
Ya no era un producto tan preciado como el almizcle o las perlas, que se
mandaban a las cortes europeas a través de países intermediarios y de
mercaderes de bienes suntuarios; se estaba convirtiendo en una materia
prima cuyo suministro y refinamiento eran administrados cada vez más por
los poderes europeos, a medida que la población europea lo consumía en
cantidades cada vez mayores. La diferenciación política de los estados
occidentales interesados en el azúcar se dio de forma acelerada a partir del
siglo XV. Su papel en las políticas nacionales sirvió de indicador, a un grado
sorprendente, del futuro político, y quizá hasta ejerció cierta influencia.
Los experimentos de Portugal y España con el azúcar en las islas del
Atlántico tuvieron muchas semejanzas, aunque más tarde divergieron
fuertemente. En el siglo XV ambos poderes buscaron sitios favorables para
la producción de azúcar: mientras Portugal tomó São Tomé y otras islas,
España capturó las Canarias. Después de 1450, aproximadamente, Madeira
era el principal abastecedor, seguido por São Tomé; hacia 1500, las islas
Canarias también se habían vuelto importantes,[30] y ambos poderes
experimentaron una demanda creciente de azúcar (sugerida, por ejemplo,
por los relatos domésticos de Isabel la Católica, reina de Castilla desde
1471 hasta 1504).
Las industrias azucareras de las islas españolas y portuguesas del
Atlántico se caracterizaban por su mano de obra esclava, tradición
supuestamente transferida de las plantaciones azucareras mediterráneas de
los árabes y los cruzados. Pero el estudioso español Fernández-Armesto nos
dice que lo asombroso de la industria canaria era su uso de mano de obra
esclava y libre, combinación que se parecía más al innovador sistema de
trabajo mixto de una época más tardía: las plantaciones inglesas y francesas
del Caribe en el siglo XVII, en las que los trabajadores esclavos y los
contratados trabajarían juntos, codo a codo. Los esclavos eran
decididamente importantes, quizá cruciales; pero en realidad una cantidad
sustancial del trabajo la realizaban trabajadores asalariados, algunos de
ellos especialistas, otros jornaleros, a los que se les pagaba una parte en
especie. Probablemente este sistema no era tan atípico como parece. Pero es
cierto que los asalariados apenas figuran en la historia del azúcar entre la
fase de las islas del Atlántico y la época de la revolución y la emancipación
en el Nuevo Mundo, desde el inicio de la revolución haitiana hasta la
emancipación de Brasil. “El sistema de las Canarias —nos dice Fernández-
Armesto— evoca mucho más los métodos del Viejo Mundo, y el reparto
equitativo del producto entre los dueños y los trabajadores es más parecido
a la labranza a mezzadria [mediería], que se desarrolló en la Italia del norte
de finales del medievo y se practica aún hoy en día en algunos lugares”.[31]

La caña de azúcar fue llevada al Nuevo Mundo por Cristóbal Colón en su


segundo viaje, en 1493; la trajo de las islas Canarias. El primer cultivo de
caña en el Nuevo Mundo fue en la isla española de Santo Domingo; desde
allí se embarcó por primera vez de regreso a Europa, hacia 1516. En la
industria azucarera primigenia de Santo Domingo trabajaban esclavos
africanos, ya que se importaron los primeros poco después que la caña. Así
que España fue la pionera de la caña, de la manufactura de azúcar, de la
mano de obra africana esclava y del modelo de la plantación en América,
Algunos estudiosos concuerdan con Fernando Ortiz en que estas
plantaciones eran “el hijo predilecto del capitalismo”, y otros historiadores
discrepan. Pero aunque los logros españoles en la producción de azúcar
tardaron siglos en rivalizar con los de los portugueses, nunca se ha puesto
en duda su naturaleza pionera, aunque los estudiosos del azúcar del Nuevo
Mundo han desdeñado a veces los tempranos logros españoles en el Caribe,
en el comercio del azúcar, porque su significado global era menor.
Wallerstein y Braudel son altivos en su desdén; para el segundo, por
ejemplo, la caña y los trapiches de azúcar no llegaron a Santo Domingo
sino hasta después de 1645.[32]
En 1526 Brasil ya embarcaba azúcar a Lisboa en cantidades
comerciales, y muy pronto el siglo XVI se convirtió en el siglo brasileño en
lo que a azúcar se refiere. En el Nuevo Mundo español los logros tempranos
en Santo Domingo y en el resto del Caribe se vieron rebasados por los de
tierra firme. La caña prosperó en México, Paraguay, la costa pacífica de
Sudamérica y valles fértiles por doquier.
Sin embargo, los primeros experimentos de cultivo de la caña y
manufactura de azúcar en Santo Domingo habían fracasado. Cuando dos
plantadores trataron de producir azúcar —Aguilón en 1505-1506 y Ballester
en 1512— España todavía no estaba lista para apoyar sus ambiciones, y no
había en la isla gente capaz de contribuir a ellas.[33] Las únicas técnicas de
molienda disponibles seguían probablemente el modelo egipcio del siglo X,
de cilindros moledores, concebidos en su principio como prensas para
aceitunas. Eran mecanismos ineficientes y exigían demasiada mano de obra.
Otro problema grave era el abastecimiento mismo de trabajadores. La
rápida destrucción de los indios taínos de Santo Domingo, de lengua arauac,
había provocado tal escasez de mano de obra que no bastaba siquiera para
las minas de oro, mucho menos para las plantaciones experimentales de
azúcar. Los primeros esclavos africanos se importaron antes de 1503, y a
pesar del temor local por las depredaciones de los esclavos fugitivos, los
cimarrones, las importaciones continuaron. Hacia 1509 se traían esclavos
africanos para trabajar en las minas reales; pronto siguieron otros para
reforzar la industria del azúcar.
Cuando el médico Gonzalo de Vellosa —que quizás observó la
tendencia al alza del precio del azúcar en Europa— importó expertos
calificados de las islas Canarias, en 1515, dio el primer paso para crear una
auténtica industria del azúcar en el Caribe. Junto con los técnicos de las
Canarias (y sus nuevos socios, los hermanos Tapia) trajo un trapiche con
dos rodillos verticales que se podía utilizar tanto con animales como con
energía hidráulica y “hecho de acuerdo con el desarrollado en 1449 por
Pietro Speciale”.[34] Los depósitos de oro de Santo Domingo no tardaron en
quedar casi agotados; a medida que continuaba la vertiginosa reducción de
la población aborigen la mano de obra iba siendo de africanos. Pero el
precio del azúcar en Europa había llegado a ser lo bastante alto como para
compensar en parte el costo de transportarlo y para alentar riesgos
adicionales en la producción, quizá sobre todo en las colonias españolas del
Caribe ya establecidas, donde disminuían las oportunidades alternativas
(como la minería).
Un especialista ha calculado que el trapiche fabricado por los ingenieros
de las Canarias en Santo Domingo podía moler suficiente caña, en una
temporada, para producir 125 toneladas de azúcar al año, si contaba con
energía hidráulica, y quizás “un tercio de ese tonelaje” en caso de ser
impulsado por animales.[35] A Vellosa y a sus socios les faltaba el capital
para desarrollar por sí mismos la naciente industria. Pero aprovecharon la
presencia de tres sacerdotes jerónimos, enviados a Santo Domingo para
supervisar la política del trabajo indígena, y que se conviertieron en
gobernadores de facto de la colonia. Al principio, los jerónimos se
limitaban a apoyar las peticiones de apoyo real por parte de los hacendados.
Sin embargo, no tardaron en prestarles dinero de la recaudación que
manejaban.[36] Cuando el nuevo rey, Carlos I, ordenó que los jerónimos
fuesen sustituidos por el oidor Rodrigo de Figueroa, la política de asistencia
estatal continuó y se amplió. En la década de 1530 la isla poseía un “total
bastante estable” de 34 molinos; y para 1568, “no eran raras las
plantaciones con 150 a 200 esclavos. Algunas de las propiedades más
importantes poseían hasta 500 esclavos, y su producción aumentaba en
forma proporcional”.[37] Otro rasgo interesante de este desarrollo fue el
papel del Estado y, de hecho, de los funcionarios, que eran dueños de las
plantaciones, las administraban, las compraban y las vendían. No sólo no
existía una “clase hacendada” particular y separada en un principio;
tampoco había comisionistas ni los otros intermediarios que surgieron en las
colonias azucareras del Caribe que pertenecían a potencias rivales.
Los colonizadores españoles, con el tiempo, llevaron a las otras Antillas
Mayores —Cuba, Puerto Rico y Jamaica— la caña de azúcar, los métodos
para su cultivo, la tecnología de trapiches con energía hidráulica y animal,
la mano de obra esclava y el proceso para moler, hervir y fabricar azúcar y
melaza con el jugo extraído, así como para destilar ron a partir de la melaza.
Sin embargo esta naciente industria hispanoamericana acabó siendo
insignificante, a pesar del apoyo real, de mucha experimentación inteligente
y de una exitosa producción. Los cultivadores portugueses en Brasil
tuvieron éxito donde fallaron los españoles de las Antillas. En sólo un siglo,
los franceses, y aún más los británicos (aunque con ayuda holandesa desde
el principio), se convirtieron en los grandes fabricantes y exportadores de
azúcar del mundo occidental. Uno se pregunta por qué la fase temprana de
la industria hispánica del azúcar se estancó con tal rapidez después de tan
promisorios inicios, y la explicación que tenemos no es completamente
satisfactoria. La desbandada de los colonizadores de las islas hacia México
después de la conquista de Tenochtitlan (1519-1521); la obsesión española
por los metales preciosos; los excesivos controles autoritarios impuestos por
la Corona a toda empresa privada productiva en el Nuevo Mundo; la
crónica falta de capital para la inversión; el llamado “deshonor del trabajo”
(manual) supuestamente típico de los colonizadores españoles, son todos
factores razonables, pero no totalmente convincentes. Es probable que no
sepamos por qué fallaron esos experimentos tempranos tan importantes
hasta que conozcamos mejor la naturaleza del mercado español del azúcar
del Caribe, y la capacidad o incapacidad hispana de exportar un excedente
de azúcar. Con la conquista española de México y los Andes se produjo un
cambio básico en la política: a partir de ese momento, y durante los dos
siglos siguientes, las posesiones del Caribe sirvieron principalmente como
estaciones de paso y fortalezas para las rutas comerciales, lo que señaló el
papel improductivo, tributario y derrochador de mano de obra de España en
América. Pronto se perdió la oportunidad inicial; desde aproximadamente
1580 en las Antillas Mayores, hasta que los franceses y los ingleses
empezaron a plantar caña de azúcar en las islas más pequeñas (sobre todo
en Barbados y Martinica), después de 1650, la región del Caribe produjo
poco azúcar para la exportación. Para entonces la situación del mercado
europeo se había modificado, y el ímpetu de la producción no estaba ya en
manos españolas.[38]
Mientras que los españoles (y, en menor grado, los portugueses)
concentraban sus esfuerzos colonizadores en el Nuevo Mundo en la
extracción de metales preciosos, para sus rivales europeos del norte eran
más importantes el comercio y la producción de artículos para el mercado, y
los productos de las plantaciones tenían un destacado papel: algodón, índigo
y, muy pronto, dos cultivos para hacer bebidas: el cacao, un producto del
Nuevo Mundo y más un alimento indígena que una bebida, y el café, de
origen africano. Al principio, los costos de la mano de obra y la falta de
capital contuvieron la producción de las plantaciones del Nuevo Mundo, y
las ganancias se lograban a costa de la producción en otras partes. “Para
prosperar, los colonos tenían que conseguir pescado mejor o más barato que
los holandeses en el Báltico o en el Mar del Norte, atrapar o convencer a los
indios para que atraparan pieles mejores o más baratas que los rusos,
cultivar azúcar mejor o más barato que los javaneses o los bengalíes”.[39] El
primer cultivo del Nuevo Mundo que se ganó su propio mercado fue el
tabaco, de origen americano, que se transformó rápidamente de un lujo
escaso de la clase alta en una necesidad de la clase trabajadora. El tabaco se
abrió paso pese a la desaprobación real, y alrededor del siglo XVII era ya una
parte del consumo normal de la gente común. Pero a finales de ese siglo el
azúcar estaba rebasando al tabaco en las Antillas británicas y francesas;
para el año 1700, el valor del azúcar que llegaba a Inglaterra y a Gales era
el doble que el del tabaco. En un principio, el cambio del tabaco al azúcar
fue incluso más pronunciado en las colonias francesas del Caribe que en las
británicas, aunque a la larga el mercado francés del azúcar no alcanzó nunca
los niveles del mercado británico.
Hay algunos hechos sobresalientes en la historia del azúcar entre las
primeras décadas del siglo XVII, cuando los británicos, los holandeses y los
franceses establecieron las plantaciones del Caribe, y mediados del
siglo XIX, cuando Cuba y Brasil eran ya los mayores centros de la
producción del Nuevo Mundo. En este largo periodo la producción de
azúcar creció de manera constante a medida que más occidentales lo
consumían y lo hacían en cantidades crecientes. Sin embargo, los cambios
tecnológicos en el campo, en la molienda e incluso en el refinado, eran
relativamente menores. En términos generales, el creciente mercado del
azúcar fue satisfecho por una extensión constante en la producción, más que
por aumentos bruscos de la productividad por trabajador o del rendimiento
por unidad de superficie por tonelada de caña.
Pero el impulso por producir azúcar, así como por comerciar con él y
consumirlo, puede registrarse en documentos más tempranos. Al poco
tiempo del viaje de sir Walter Raleigh a las Guayanas, en 1595, el
explorador inglés capitán Charles Leigh intentó iniciar una colonia en el río
Waiapoco (Oyapock), que se encuentra ahora en la frontera entre Brasil y la
Guayana francesa. Aunque ninguno de los dos esfuerzos tuvo éxito, ambos
quedaron conectados por un interés en el azúcar y otros productos
tropicales. En 1607 fue fundada Jamestown, la primera colonia inglesa en el
Nuevo Mundo. La caña de azúcar llegó allí en 1619 —así como los
primeros esclavos africanos en una colonia inglesa—, pero la caña no
crecía. Hacía tres años se había plantado caña en Bermuda, pero esta isla
diminuta y árida nunca produjo azúcar. Estos hechos indican que incluso
antes del siglo XVII existía una viva conciencia del deseo por el azúcar y al
menos de una parte de su mercado potencial; en pocas palabras, de su
utilidad a largo plazo como mercancía. Así, la meta de adquirir colonias que
pudieran producir azúcar (entre otras cosas) para la metrópolis es previa al
siglo XVII; y antes de ser capaz de producir azúcar en sus propias colonias,
Inglaterra no dudaba en robarlo. En 1591 un espía español reportó que “el
botín inglés de mercancías de la India Occidental [americana] es tan grande
que el azúcar es más barato en Londres que en Lisboa o en las propias
Indias”.[40]
El momento decisivo para el azúcar británico fue la colonización de
Barbados en 1627, isla que Inglaterra reivindicó después que el capitán
John Powell desembarcó ahí en 1625, cuando regresaba a Europa desde
Brasil. Sin embargo, no fue sino hasta 1655 aproximadamente —el mismo
año en que se ordenó la invasión británica a Jamaica como parte del
proyecto occidental— cuando el azúcar de Barbados empezó a afectar el
mercado inglés. (En ese año se produjeron 283 toneladas de azúcar “de
arcilla” y 6 667 toneladas de “muscovado”;[41] entre tanto, otras
adquisiciones del Caribe también empezaron a contribuir al consumo inglés
y a convertir al azúcar en una fuente de utilidades para el imperio. Después
de 1655 y hasta mediados del siglo XIX, el abastecimiento de azúcar del
pueblo inglés se supliría en gran medida por las fuentes del imperio. Desde
el establecimiento de las primeras colonias británicas que tuvieron éxito
exportando productos no acabados —en particular azúcar— a la metrópolis,
se dictaron leyes imperiales para controlar el flujo de esos bienes, y para los
artículos por los que se los intercambiaba.[42]
En los centros de consumo los cambios eran tanto numerosos como
diversos. El azúcar iba transformándose de un producto especializado —
medicinal, para condimento, ritual o suntuario— a un alimento cada vez
más común. Esta inserción de un producto esencialmente nuevo dentro de
los gustos y preferencias europeos era irreversible, aunque en ocasiones el
costo del azúcar lograba frenar su consumo.
El siglo XVII fue sin duda una centuria de tremenda actividad para los
marinos ingleses, los comerciantes, los aventureros y los agentes reales. En
el Nuevo Mundo se establecieron muchas más colonias inglesas que
holandesas o francesas, y la población inglesa en las colonias —incluyendo
a los esclavos africanos— rebasaba con mucho la de sus dos principales
rivales del norte de Europa. Desde 1492 hasta 1625 el Caribe español,
aunque debilitado por el contrabando y los saqueos, permaneció intacto;
pero cuando se estableció St. Kitts se inició un irreversible proceso de
expansión territorial inglesa que alcanzó su clímax treinta años más tarde,
con la invasión de Jamaica. El siglo XVII fue también el periodo de las
guerras navales europeas en el Caribe, a medida que los poderes de la
Europa del norte definían sus posesiones; su escala iba desde la piratería y
la quema de pueblos hasta los encuentros navales a gran escala. Se estaban
produciendo, al mismo tiempo, diversos procesos distintos pero
relacionados, mas España era el enemigo común, pues todos se alimentaban
de su imperio colonial, el primero en crearse.
Inglaterra fue la que más peleó, la que conquistó más colonias, importó
más esclavos (a sus propias colonias, y en números absolutos, en sus
propias naves) y llevó más lejos y más rápido la creación de un sistema de
plantación. El producto más importante de ese sistema fue el azúcar. El
café, el cacao, la nuez moscada y el coco se encontraban entre los otros
productos; pero la cantidad de azúcar producida, el número de usuarios y la
variedad de sus usos excedía a los demás, y siguió siendo el producto
principal durante siglos. En 1625 Portugal abastecía a casi toda Europa con
azúcar del Brasil. Pero los ingleses pronto desarrollaron sus centros de
producción en Barbados y luego en Jamaica, así como en otras “islas
azucareras”. Los ingleses aprendieron a producir azúcar y sus sustancias
afines de los holandeses, cuyos experimentos en la agricultura de plantación
en la costa de la Guayana se habían visto frustrados por los portugueses. A
partir de sus humildes orígenes en la isla de Barbados en la década de 1640,
la industria británica del azúcar se expandió con una rapidez asombrosa,
abarcando primero a esta isla y muy pronto a jamaica, la primera conquista
territorial de España en las Antillas Mayores, y casi treinta veces más
grande que Barbados. A medida que el azúcar inglesa competía en precio
con el azúcar portugués, Inglaterra pudo sacar a Portugal del comercio del
norte de Europa. Sin embargo, del monopolio resultante surgieron precios
monopólicos y luego la obstinada competencia de los franceses.[43] En 1660
el azúcar comenzó a pagar impuestos, pero a las colonias de las Antillas
británicas se les cedió un monopolio virtual del mercado británico nacional.
En Francia, una política restrictiva mantuvo la competitividad del azúcar
inglés hasta alrededor de 1740, cuando ganó la rivalidad francesa. Gran
Bretaña nunca recuperó los mercados europeos, pero sus hacendados y sus
comerciantes se consolaron con el mercado nacional. En 1660, Inglaterra
consumió mil barricas de azúcar y exportó dos mil. En 1700 importó
alrededor de 50 mil barricas y exportó alrededor de 18 mil. Para 1730, se
importaron 100 mil y se exportaron 18 mil, y en 1753, cuando Inglaterra
importó 110 mil barricas, tan sólo reexportó 6 mil. “A medida que crecía el
abasto de las Antillas británicas, la demanda de Inglaterra le seguía el paso,
y a partir de mediados del siglo XVIII estas islas no parecen haber sido
capaces de producir mucho más azúcar del que se necesitaba para el
consumo en la metrópolis”.[44]
Los pasos que dio Inglaterra para pasar de comprar cantidades modestas
de azúcar a los navieros mediterráneos a importar en sus propios barcos una
cantidad algo mayor; para comprarles a pesar de ello cantidades mayores
aun a los portugueses, primero en las islas del Atlántico y después en Brasil,
pero refinada fuera de Inglaterra; para establecer sus propias colonias
azucareras —en un principio para alimentarse a sí misma y para competir
con Portugal por los clientes y luego, con el tiempo, simplemente para
alimentarse a sí misma, terminando el proceso en sus propias refinerías—,
son complejos, pero se sucedieron de una forma tan ordenada que parecen
casi inevitables. Por un lado, representan una extensión del imperio hacia el
exterior, pero, por el otro, marcan una especie de engolosinamiento, un
consumo de azúcar como hábito nacional. Como el té, el azúcar llegó a
definir el “carácter” inglés.
La visión de un creciente mercado de consumidores domésticos fue
comprendida rápidamente. Sir Josiah Child, un mercantilista pionero (“Que
todas las colonias o plantaciones ponen en peligro a sus Reinos-Madre si su
comercio no se ve restringido por leyes severas y la buena ejecución de esas
leyes en favor del Reino-Madre”), insistía en la necesidad de controlar a las
colonias para que su comercio pudiera verse restringido en beneficio de la
metrópolis:

Su Majestad, y el Parlamento, si lo desean, tienen el poder, al quitar todas las cargas del
azúcar, de convertirlo más en un producto inglés de lo que los arenques blancos son un
producto holandés; y sacar con ello mayor provecho para el Reino de lo que los holandeses
logran con lo otro; y en consecuencia todas las plantaciones de otras naciones deben volverse
insignificantes o desaparecer en pocos años.[45]

Sir Dalby Thomas, gobernador de Jamaica y él mismo hacendado a finales


del siglo XVII, fue un promotor temprano de la producción de azúcar.
También previo que las florecientes colonias azucareras podrían ser
consumidoras de los productos de la metrópolis:

1. El mayor consumo de azúcar lo hacen ellos mismos [los legisladores del Parlamento] y el
resto de la gente rica y opulenta de la nación.
2. La cantidad producida cada año no es menor a 45 mil barricas [probablemente se refiere
a todas las clases de azúcar producidas en las colonias británicas en esa época, alrededor de
1690].
3. La mitad de ello se consume en Inglaterra, y equivale en valor a 800 mil libras
esterlinas, aproximadamente. La otra mitad se exporta y después de haber empleado marinos,
se vende por otro tanto, y en consecuencia trae de vuelta a la nación en dinero, o bienes de
provecho, 800 mil libras. A ello hay que añadir que antes de que las distintas clases de azúcar
se produjeran en nuestras colonias, su precio era cuatro veces el que tiene ahora; y por el
mismo consumo al mismo precio, salvo que lo hacemos nosotros mismos, tendríamos que dar
en dinero o en el valor del dinero, como productos y mano de obra nativos, 240 mil libras por
el azúcar que consumimos.

A lo que añade enfáticamente el historiador Oldmixon: “Ciertamente


comprábamos a Portugal una cantidad de azúcar que llegaba a 400 mil
libras al año, lo que ahorramos al producirla nosotros mismos”.[46] Prosigue
Thomas; “También tenemos que considerar los licores que se derivan de la
melaza, que se envían de las colonias azucareras a las otras colonias y a
Inglaterra; si todo ello fuera vendido en Inglaterra y convertido en licores,
sumarían anualmente más de 500 mil libras, a la mitad del precio de la
misma cantidad de brandy de Francia”. No sólo reconoció las distintas
fuentes de utilidad mercantil que podían obtenerse de las colonias
azucareras, sino también la gran promesa, aún no completamente realizada,
que representaban estas colonias como compradoras de bienes
manufacturados de la metrópolis. Al argumentar que las colonias del sur del
continente americano se parecían más a las Antillas que a Nueva Inglaterra,
presentó su caso de forma elocuente:

… si pudieran conseguir con facilidad negros de Guinea, cada uno de los cuales consume al
año dos azadones para amontonar, dos azadones para desyerbar, dos escardas, aparte de
hachas, sierras, barrenas, clavos y otras herramientas de hierro y materiales, que se emplean
para construir y otros usos, por un valor de al menos 120 mil libras tan sólo en material de
hierro. Las telas, armas, cuerdas, anclas, velas y materiales de navegación, aparte de las camas
y otros artículos para el hogar, consumidos y utilizados por ellos, son infinitos: el beneficio
que traerían para el Reino no puede explicarse de forma suficiente, por lo tanto, digamos, en
pocas palabras, que el producto y el consumo, con el flete con el que también proveen empleo,
es de un beneficio infinitamente mayor para la riqueza, el honor y la fuerza de la nación que el
que darían cuatro veces más manos, por mejor empleadas que puedan estar en Inglaterra.[47]

Thomas avizoró el inicio de lo que llegaría a ser el mercado más grande de


Europa para un producto suntuario extranjero. Y vio que, porque todo el
proceso —desde el establecimiento de las colonias, la captura de esclavos,
la acumulación de capital, la protección de los embarques, y todo el resto,
hasta el consumo mismo— tomaba forma bajo el ala del Estado, estos
acontecimientos eran tan significativos desde el punto de vista político
como desde el económico. Como todos los elocuentes promotores del
azúcar que lo siguieron, Thomas ofrecía argumentos económicos y políticos
(no dudó en usar también los medicinales y ceremoniales):
Hace 500 años los europeos eran completamente ajenos al uso de éste [el azúcar], y apenas
conocían su nombre… pero los médicos pronto descubrieron que superaba a la miel, sin
muchos de sus efectos inconvenientes: de tal manera que pronto se convirtió en un artículo
sumamente apreciado, y aunque el precio era diez veces más elevado que ahora, prevaleció
con gran rapidez y su consumo se hizo enorme…
Las virtudes de la melaza que antes se vendía sólo en las tiendas de los boticarios bajo el
nombre de triaca y que ahora tan bien conocen tanto el destilador como el cervecero…
también resulta imposible imaginar cuántas nuevas maneras se descubren diariamente para
vender y consumir de forma útil los diversos productos de una plantación de azúcar: las
formas distintas en las que se presenta en los bautizos, los banquetes y las mesas de los
hombres ricos, siendo las menores de sus buenas cualidades la de un gran deleite así como el
ornato, y si el arte de hacerla se desalentara al grado de que se fugara a manos de los
holandeses o los franceses, como pasó de Portugal a nosotros, su pérdida provocaría nada
menos que la caída de la mayor parte de sus embarques y de la mitad de sus utilidades…[48]

Podemos ver que los ingleses entendían bien las ventajas de tener sus
propias colonias productoras de azúcar, y que también comprendían cada
vez mejor el creciente potencial del mercado inglés del azúcar. Por lo tanto,
no es sorprendente que en los siguientes siglos la producción de artículos
tropicales en las colonias se vinculara cada vez más con el consumo
británico, y con la producción de las tiendas y las fábricas británicas. La
producción y el consumo —al menos con respecto al producto que estamos
considerando aquí— no eran simplemente las dos caras opuestas de una
misma moneda, sino que estaban estrechamente imbricadas; es difícil
imaginar a la una sin la otra.
Ciento cincuenta años después de que Thomas hablara con entusiasmo
acerca del azúcar y su comercio, otro inglés escribió esclarecedoramente
acerca de las colonias y sus productos:
Existe una clase de comunidades de comercio y de exportación sobre la que hacen falta
algunas palabras de explicación —escribió John Stuart Mill.
Difícilmente pueden considerarse como países que llevan a cabo un intercambio de
artículos con otros países, sino más propiamente como remotas propiedades agrícolas o
manufactureras que pertenecen a una comunidad más amplia. Nuestras colonias de las
Antillas, por ejemplo, no pueden ser vistas como países con un capital productivo propio…
[sino que son, más bien,] el lugar donde a Inglaterra le conviene desarrollar la producción de
azúcar, café y algunos otros artículos tropicales. Todo el capital que se emplea es inglés; casi
toda la industria se lleva a cabo para usos ingleses; hay poca producción de cualquier cosa que
no sean materias primas, y éstas se envían a Inglaterra, no para ser intercambiadas por cosas
que se exporten a la colonia y sean consumidas por sus habitantes, sino para ser vendidas en
Inglaterra en beneficio de sus dueños, que ahí radican. El comercio con las Antillas
difícilmente puede considerarse como un comercio externo; más bien se parece al tráfico entre
la ciudad y el campo.[49]

Si bien es cierto que estos artículos tropicales no se comercializaban en el


Reino Unido, sino que se vendían para el beneficio de los dueños de la
plantación, también es cierto que casi todo lo que se consumía en las
colonias de las Antillas provenía de Inglaterra. No había comercio directo
entre la metrópolis y las colonias, pero los patrones de intercambio
funcionaban para el beneficio a largo plazo de la empresa imperial.
Se desarrollaron, en efecto, los dos llamados triángulos de comercio;
ambos surgieron en el siglo XVII y maduraron en el XVIII. El primer
triángulo —y el más famoso— unía a Gran Bretaña con África y el Nuevo
Mundo: los productos acabados se vendían al África, los esclavos africanos
a América, y los artículos tropicales americanos (especialmente el azúcar) a
la metrópolis y a sus vecinos importadores. El segundo triángulo
funcionaba de forma contradictoria al ideal mercantilista. De Nueva
Inglaterra salía ron para África, de donde salían esclavos para las Antillas,
de donde salía melaza de regreso a Nueva Inglaterra (con la que se hacía el
ron). La maduración de este segundo triángulo colocó a las colonias de
Nueva Inglaterra en una postura de colisión política con Gran Bretaña, pero
los problemas de fondo eran económicos y tomaban un matiz político
precisamente porque desataban y confrontaban intereses económicos
divergentes.
El rasgo importante de estos triángulos es que los cargamentos humanos
tenían un papel fundamental en su operación. No era sólo que el azúcar, el
ron y la melaza no se comercializaban directamente por bienes acabados
europeos; en ambos triángulos transatlánticos el único “artículo falso” —y
sin embargo absolutamente esencial para el sistema— eran los seres
humanos. Los esclavos eran un “artículo falso” porque un ser humano no es
un objeto, aun cuando se le trate así. En este caso, millones de seres
humanos eran tratados como mercancías. Para obtenerlos se embarcaban
productos al África; por el poder de su mano de obra se creaba riqueza en
América. La riqueza que creaban regresaba en su mayor parte a los
ingleses; los productos que hacían eran consumidos en Gran Bretaña; y los
bienes manufacturados por los británicos —ropa, herramientas,
instrumentos de tortura— eran consumidos por los esclavos, quienes a su
vez eran consumidos en la creación de riqueza.
En el siglo XVII la sociedad inglesa evolucionaba muy lentamente hacia
un sistema de mano de obra libre; con ello me refiero a la creación de una
fuerza de trabajo que, al no tener acceso a propiedades productivas, como la
tierra, tendría que vender su mano de obra a los propietarios de los medios
de producción. Sin embargo, en ese mismo siglo Inglaterra estaba
adaptando en sus colonias un sistema basado principalmente en el trabajo
forzado. Estos dos patrones radicalmente diferentes de exacción de fuerza
de trabajo se desarrollaban en dos escenarios ecológicos distintos y de
forma marcadamente diferente. No obstante, cumplían las mismas metas
económicas globales, y habían sido creados —si bien de formas tan
distintas— por la evolución de un sistema económico y político único.
Se ha escrito tanto acerca del auge del azúcar del Caribe británico que
ningún resumen puede resultar satisfactorio. Pero habría que decir al menos
lo suficiente para poder captar los cambios cualitativos que marcan las
diferencias entre los experimentos de las plantaciones españolas de finales
del siglo XVII y los logros ingleses de mediados de los siglos XVII y XVIII.
Estas diferencias tienen que ver con cambios de escala no sólo de la
operación de las plantaciones, sino también del mercado. Como hemos
visto, la entrada de Inglaterra a la producción de azúcar en las plantaciones
de sus colonias sirvió en un principio para abastecer el mercado británico de
consumidores, pero también significó competir con el creciente mercado
europeo. Después de rebasar en ventas a los portugueses (y más tarde a los
franceses) en la Europa continental en la década de 1680, los ingleses no
tardaron en abandonar el mercado europeo para abastecer mejor sus propias
necesidades crecientes. “A partir de 1660 las importaciones de azúcar de
Inglaterra superaron siempre a sus importaciones combinadas del resto de
los productos coloniales”.[50] Estos cambios se vieron acompañados por una
expansión sostenida de la producción de las plantaciones, por el aumento de
éstas en las colonias ya existentes y la fundación de colonias nuevas, y por
una creciente diferenciación de los productos mismos —primero azúcar y
melaza; poco tiempo después, ron; después una multiplicación de
variedades de azúcar cristalino y tipos de jarabe— rediferenciaciones que
eran acompañadas por una demanda más elaborada y heterogénea en la
metrópolis o, mejor dicho, respondían a ella.
Entre tanto, el destino de las colonias azucareras (e incluso de los
distintos sectores de la economía de plantación en una misma colonia) era
impredecible. Las plantaciones eran empresas sumamente especulativas. Al
mismo tiempo que acarreaban enorme utilidades para los inversionistas
afortunados, eran comunes las bancarrotas; algunos de los empresarios más
osados terminaban sus días en prisión por deudas. El azúcar nunca fue cosa
segura, a pesar de las eternas predicciones optimistas de sus protagonistas.
Pero los riesgos asumidos por los inversionistas y los hacendados en las
colonias se compensaban, con el tiempo, con los aumentos incesantes en la
demanda. Entre los que predecían los aumentos se contaban, como siempre,
tanto los ganadores como los eventuales perdedores. En conjunto el imperio
británico lograba atiborrarse con una demanda creciente de azúcar a la que
siempre acompañaba la disminución del precio unitario del producto y el
aumento de productividad de los trabajadores ingleses.
El mercado masivo para el azúcar surgió bastante tarde. Hasta el
siglo XVIII el azúcar era en realidad monopolio de una minoría privilegiada,
y sus usos primordiales seguían siendo como medicina, especia o una
sustancia decorativa (ostentosa). “Se manifestó un gusto completamente
nuevo por lo dulce —declara Davis— en cuanto se contó con los medios
para satisfacerlo… alrededor de 1750 la esposa del trabajador agrícola más
pobre tomaba azúcar en su té”.[51] Desde mediados del siglo XVIII, la
producción de azúcar en la economía imperial cobró cada vez mayor
importancia a ojos de los gobernantes y las clases dominantes de Inglaterra.
Ésta es una contradicción sólo en apariencia. A medida que la producción
de azúcar se hacía económicamente significativa, de manera que podía
afectar decisiones políticas y militares (así como económicas), su consumo
por parte de los poderosos llegó a perder importancia; al mismo tiempo, la
producción de azúcar adquirió esa importancia precisamente porque las
masas del pueblo inglés lo consumían ahora en cantidad cada vez mayor, y
deseaban más azúcar que el que podían permitirse.
No es sorprendente que, al aumentar las cantidades en el consumo de
azúcar, los lugares de producción llegaran a alinearse como nunca antes con
la economía británica. Así por ejemplo, hasta mediados del siglo XVI, el
refinado del azúcar se llevaba a cabo principalmente en los Países Bajos,
sobre todo en Amberes antes de que fuera saqueado por órdenes de Felipe II
(1576). A partir de 1544 Inglaterra empezó a refinar su propio azúcar;
“desde 1585 Londres fue el centro importante de refinado para el comercio
europeo”.[52] El mismo cambio se dio en el transporte. El primer documento
de un embarque de azúcar enviado directamente a Inglaterra es de 1319.
Pero en 1551 el capitán Thomas Wyndham, aventurero y comerciante en la
costa del África occidental, regresó a Inglaterra de Agadir, Marruecos, con
un cargamento de azúcar: “era quizás el primero traído a Inglaterra en un
barco inglés sin trasbordos y directo desde el país de origen”.[53] Para 1675
cuatrocientos navios ingleses, con cargas promedio de 150 toneladas,
transportaban azúcar a Inglaterra; y en esa época se reexportaba hasta la
mitad.
Con el tiempo, el punto de vista mercantilista encarnado en el comercio
imperial de azúcar fue aplastado por una nueva filosofía económica llamada
“libre comercio”. Pero la importancia del dogma mercantilista para el
desarrollo británico fue por lo menos triple: le garantizaba el abasto de
azúcar (y de otros artículos tropicales), así como las utilidades resultantes
de la fabricación y la reexportación; aseguraba un amplio mercado en
ultramar para los artículos manufacturados, y sostenía el crecimiento de la
marina mercante (y de guerra). No compres manufacturas en ninguna otra
parte, no vendas ninguno de tus productos (tropicales) a ninguna otra parte,
flétalo todo en naves británicas: durante casi dos siglos estos
mandamientos, apenas menos sagrados que las Escrituras, unieron a los
plantadores y los refinadores, los marinos y los acorazados, los esclavos
jamaiquinos y los estibadores de Liverpool, los monarcas y los ciudadanos.
Pero los mandamientos mercantilistas no siempre servían a las mismas
clases. Si en cierto momento el mercantilismo protegió el mercado de los
plantadores ante los productores de azúcar extranjeros, en otro protegió a
los dueños de fábricas de las manufacturas extranjeras. A todo esto, sin
embargo, los doscientos años durante los que persistió el mercantilismo se
vieron marcados por una caída gradual de la posición de la clase de los
hacendados, después de su rápido y fácil ascenso al poder dentro del Estado
nacional, y una mejoría más o menos constante de la posición de los
capitalistas industriales y sus intereses locales. El mercantilismo recibió el
golpe definitivo a mediados del siglo XIX, y el mercado del azúcar y su
potencial participaron en ello. Para entonces, el azúcar y los bienes de
consumo semejantes habrían cobrado demasiada importancia como para
permitir un proteccionismo arcaico y arriesgar el abastecimiento futuro de
la metrópolis. El azúcar dejó de ser un lujo y un bien escaso, y se convirtió
en el primer producto extranjero de primera necesidad para una clase
trabajadora proletaria.

Antes de pasar al último capítulo en la historia de la producción de azúcar,


podría sernos útil observar más de cerca las plantaciones, esos proyectos
tropicales que fueron sede de la producción de azúcar. Se trataba, por
supuesto, de empresas agrícolas, pero puesto que gran parte del
procesamiento industrial de la caña se llevaba a cabo también fuera de la
plantación, es sensato considerar a ésta como una síntesis del campo y la
fábrica. Si las vemos con esta perspectiva, resultan totalmente diferentes de
todo lo conocido en la Europa continental de la época.
Ya hemos observado que la caña de azúcar debe cortarse cuando está
madura y molerse en cuanto haya sido cortada. Estos hechos sencillos le
dan un carácter especial a cualquier actividad dedicada a la producción de
azúcar, en contraste con la simple extracción del jugo de caña. La historia
de la manufactura y la refinación de azúcar ha sido marcada por una
mejoría irregular en el nivel de su pureza química; muchos consumidores
(en diferentes culturas y periodos históricos) desarrollaron preferencias por
uno u otro grado de pureza, color, forma, tamaño del gránulo, etc. Pero sin
hervir, espumar y reducir el jugo, no hay manera de hacer azúcar granulado.
No puede lograrse sin un sólido conocimiento técnico, en particular del
control de la temperatura. Así como el campo y la fábrica se entrelazan en
la manufactura de azúcar, se requieren tanto la fuerza bruta en el cultivo
como el conocimiento artesanal especializado.
Las primeras plantaciones españolas de Santo Domingo consistían
probablemente en alrededor de 50 hectáreas trabajadas por cerca de 200
esclavos y hombres libres. Los conocimientos especializados se
importaban, principalmente de las Canarias. Quizás era necesaria sólo una
décima parte de la fuerza de trabajo en el trapiche y en el taller en el que se
hervía el jugo, pero había que coordinar sus operaciones y las de los
equipos de corte, mientras que el trabajo de campo tenía que dividirse no
sólo por temporadas sino también entre los cultivos de caña y los de
subsistencia. La especialización por habilidades y trabajos, y la división del
trabajo por edad, sexo y condición en equipo, turnos y cuadrillas, aunados a
la presión sobre la puntualidad y la disciplina, son rasgos que se asocian
más con la industria que con la agricultura, al menos en el siglo XVI.
Lo más parecido a una fábrica era el taller en el que se hervía el jugo de
la caña molida para su reducción, clarificación y cristalización. Thomas
Tryon, colono de Barbados —cuyas quejas han de ser tomadas con cierto
escepticismo, puesto que él mismo era un plantador— reproduce de forma
muy adecuada esa apariencia moderna del ingenio en esta descripción del
siglo XVII:
En pocas palabras, es vivir en un ruido y una prisa perpetuas, y es la única manera de hacer
que una persona se enoje, y se convierta también en un tirano; pues el clima es tan caliente, y
el trabajo tan constante, que los sirvientes [o esclavos] permanecen de pie en grandes casas
para hervir, donde hay seis o siete calderos y hornos que se mantienen perpetuamente
hirviendo; y ahí, con pesados cucharones y espumaderas, se espuman las partes
excrementicias de las cañas, hasta que alcanzan su perfección y claridad, mientras que otros,
que alimentan los fuegos, por así decirlo se asan vivos al controlarlos; y por otra parte se
encuentra constantemente en el trapiche, para abastecerlo de cañas, día y noche, durante toda
la temporada de elaboración de azúcar, que dura alrededor de seis meses del año; así que con
todas estas cosas, su familia y muchas otras pérdidas y decepciones de los malos cultivos, que
suelen suceder, un maestro plantador no tiene una vida tan sencilla como algunos pueden
imaginarlo, ni las riquezas fluyen hacia él insensiblemente, como lo hacen sobre muchos en
Inglaterra.[54]

Se puede suponer que las riquezas fluían con menor abundancia aún sobre
los esclavos y los sirvientes.
El siglo XVII fue preindustrial; y la idea de que pudiera haber existido
una “industria” en la plantación colonial antes de que existiera en el
continente puede parecer una herejía. En primer lugar, se la concibe como
preeminentemente agrícola porque era una empresa colonial trabajada sobre
todo por mano de obra forzada, más que libre. En segundo lugar, producía
un alimento consumible, más que textiles, por ejemplo, o herramientas, o
cualquier otro producto manufacturado no alimenticio. Por último, los
especialistas interesados en la historia de la industria occidental empezaron
—de forma bastante predecible— por estudiar a los artesanos y artífices de
Europa y la subsecuente apertura de talleres, más que los proyectos de
ultramar. De ello se desprendió naturalmente que las plantaciones fueran
consideradas como productos derivados del esfuerzo europeo, antes que
como una parte integral de la evolución del taller a la fábrica. Pero no queda
claro por qué estas ideas preconcebidas interfirieron en el reconocimiento
de los aspectos industriales del desarrollo de las plantaciones. Puede parecer
que se ve al revés a Occidente si se encuentran sus fábricas en otra parte en
una época tan temprana. Pero la plantación de caña de azúcar va siendo
gradualmente reconocida como una combinación poco usual de formas
agrícolas e industriales, y creo que puede haber sido la forma típica del
siglo XVII más cercana a la industria.
Curiosamente, los historiadores también le han prestado poca atención a
la envergadura de las empresas de plantación. Los plantadores del Caribe
británico eran sin duda empresarios de gran escala para su época: una
“combinación de cultivadores-fabricantes” con una fuerza de trabajo de
unas cien personas podía cultivar 32 hectáreas de caña y esperar una
producción de 80 toneladas de azúcar después de la zafra. Para hacer el
azúcar hacían falta uno o dos trapiches, un taller de hervido para limpiar y
reducir el jugo, un taller de curado para colar la melaza y secar los pilones
de azúcar, una destilería para hacer el ron, una bodega para guardar el
azúcar crudo para el embarque, lo que representaba una inversión de miles
de libras esterlinas.[55]
El ambiente subtropical de la plantación exigía que los plantadores
ajustaran sus planes de producción a temporadas completamente diferentes
de las de climas templados. La cosecha tardaba hasta un año y medio en
madurar, de tal manera que los programas estacionales de plantación y
cosecha eran complicados y nuevos para los ingleses. En Barbados los
plantadores ingleses dividieron muy pronto sus plantaciones en porciones
iguales de unas cuatro hectáreas para poder plantarlas y cosecharlas en
secuencia, asegurando un flujo continuo de caña hacia el trapiche.
Hervir y “golpear” —transferir el líquido y detener su hervor cuando
estaba listo— requería una gran habilidad, y los hervidores de azúcar eran
artesanos que trabajaban en condiciones difíciles. El calor y el ruido eran
sobrecogedores, se corría un gran peligro, y el tiempo era esencial en todo
el proceso, desde el momento en que la caña estaba a punto para ser cortada
hasta que el producto semicristalino se vertía para colarlo y dejarlo secar.
Durante la zafra los trapiches funcionaban sin cesar, y las exigencias del
trabajo eran horrendas. Al escribir sobre el panorama del siglo XVIII,
Mathieson nos dice: “La producción de azúcar era la más onerosa de las
industrias de las Antillas”.[56] Desde el primer día del año hasta finales de
mayo, aproximadamente, el corte, la molienda, el hervor y el envasado se
llevaban a cabo de forma simultánea. El clima era una preocupación
continua: miedo a la sequía al principio de la temporada de corte, cuando la
falta de lluvia reducía el contenido de azúcar (o de líquido) en la caña;
miedo a las lluvias abundantes a finales de la primavera, que podrían pudrir
la caña madura o recién cortada. Pero la presión del trabajo también venía
de la idea, en cierta forma errónea, de que el jarabe de azúcar, una vez
puesto a hervir, no debía dejarse hasta que hubiera sido “golpeado”. La
única pausa en el trabajo era del sábado en la noche hasta el domingo en la
mañana. El resto del tiempo los 25 hombres y mujeres de la fábrica
trabajaban de forma continua en turnos que duraban todo el día y parte de la
noche, o toda la noche cada segundo o tercer día:

El movimiento del trapiche era tan rápido, y tan rápida también la combustión de las cañas
secas o “bagazo” que se usaba como combustible en el taller de hervido, que el trabajo de los
trapicheros y fogoneros, aunque bastante ligero en sí mismo, era agotador. Un escritor francés
describió como “prodigioso” el galope de las mulas atadas a los brazos de los trapiches; pero
“aún más asombrosa” en su opinión era la incesante celeridad con que los fogoneros
mantenían el bagazo de caña ardiendo a fuego vivo. Era posible que el molino les atrapara un
dedo a quienes lo alimentaban, especialmente cuando estaban cansados o medio dormidos. Se
tenía siempre un hacha a la mano para cortar el brazo, que en esos casos siempre era
arrastrado adentro; y ello explica sin lugar a dudas la cantidad de vigilantes mancos. Los
negros empleados como hervidores tenían una tarea menos ruda, pero más pesada. Por estar
de pie, descalzos, durante horas sobre la piedra o el suelo duro, y sin asientos durante los
descansos, frecuentemente desarrollaban “enfermedades de las piernas”. El cucharón
suspendido de una pértiga que transportaba el azúcar de un caldero a otro era “en sí
particularmente pesado”; y, puesto que las coladeras estaban a una altura considerable sobre
los calderos, había que levantarlo, además de moverlo.[57]

La relación entre el cultivo de la caña y su transformación


mecánica/química en azúcar —los pasos finales que normalmente nunca se
llevaban a cabo en la zona tropical donde crece la planta— surge del
carácter perecedero de la zafra. Debido a la vinculación entre el corte y la
molienda y entre el hervor y la cristalización, el cultivo y el trapiche deben
estar coordinados y su labor sincronizada. Una consecuencia importante es
que las plantaciones de caña no solían dividirse por herencia, puesto que su
valor (salvo en condiciones especiales de cambio) depende de que la
combinación entre tierra y fábrica quede intacta. Pero otras consecuencias
han sido una planeación cuidadosa en la cima y la aplicación de una
disciplina de hierro en la base. Sin un control general de la tierra y el
trapiche, esa planeación y esa disciplina no habrían sido posibles.
En estos términos podemos ver que la plantación de caña, desde un
momento muy temprano como forma de organización productiva, fue una
actividad industrial. Cuando recordamos que el sistema de plantación se
desarrolló probablemente en el Mediterráneo oriental, se perfeccionó (sobre
todo con mano de obra esclavizada) con los cruzados, después del año
1000, se transfirió (y quizás en parte reinventó) a las islas del Atlántico
hacia 1450 y de ahí se restableció en las colonias del Nuevo Mundo, el
significado de su carácter industrial —en una época en que la industria
misma se basaba fundamentalmente en la mano de obra doméstica, excepto
en el caso de los astilleros y algunos textiles en la propia Europa— resulta
más convincente. Puesto que el cultivo de la caña e incluso la manufactura
de azúcar eran, al menos hasta el siglo XIX, actividades en las que la fuerza
mecánica era sólo un sustituto imperfecto e incompleto del trabajo manual,
la palabra “industria” puede parecer un término cuestionable. Asimismo, el
desarrollo de la plantación se basaba en gran medida en el trabajo forzado
de diversos tipos, lo que también parece ir en contra de lo que consideramos
una industria. Más bien solemos pensar en la industria de la Europa
posfeudal, que reemplaza al sistema del gremio y al artesano por la fábrica
y por una fuerza de trabajo libre pero no especializada, despojada de sus
herramientas y que produce en forma masiva artículos que antes se hacían a
mano.
Razón de más para explicar lo que aquí se entiende por “industria”. Hoy
hablamos de “agroindustria” y el término suele implicar la sustitución
generalizada de la mano de obra humana por la maquinaria, la producción
masiva en grandes propiedades, el uso intensivo de métodos y productos
científicos (fertilizantes, herbicidas, variedades híbridas, irrigación), y cosas
parecidas. Lo que le daba al sistema inicial de plantación su carácter
agroindustrial era la combinación de agricultura y manufactura bajo una
autoridad: la disciplina era probablemente su primer rasgo esencial. Esto se
debía a que ni el campo ni el trapiche podían ser productivos de forma
separada (independiente). En segundo lugar, estaba la organización de la
fuerza de trabajo misma, en parte calificada, en parte no, y organizada en
términos de las metas productivas de toda la plantación. En la medida de lo
posible, la fuerza de trabajo se componía de unidades intercambiables —
gran parte del trabajo era homogéneo, a ojos de los productores—
características de un largo periodo intermedio mucho más tardío en la
historia del capitalismo. En tercer lugar, el sistema era consciente del
tiempo. Esta conciencia del tiempo era dictada por la naturaleza de la caña
de azúcar y sus requerimientos para la fabricación, pero permeaba todas las
fases de la vida de la plantación y concordaba con el énfasis en el tiempo
que se convertiría posteriormente en un rasgo central de la industria
capitalista. La combinación del campo y la fábrica, de trabajadores
calificados e inexpertos, y el carácter estricto de la planificación del tiempo,
daban un aspecto industrial a las plantaciones, aunque el uso de la fuerza
para obtener mano de obra podría haberle resultado poco familiar a los
capitalistas posteriores.[58]
Había al menos otros dos aspectos por los que estas empresas de
plantación eran industriales: la separación de la producción y el consumo y
la separación del trabajador y sus herramientas. Estos rasgos nos ayudan a
definir la vida de los trabajadores, en su mayoría esclavos, que dieron vida a
las empresas del Nuevo Mundo entre el siglo XVI y finales del XIX. Llaman
nuestra atención hacia el funcionamiento asombrosamente temprano de la
industria en la historia europea (la historia colonial de ultramar). Arrojan
una luz bastante novedosa sobre la afirmación común de que Europa
“desarrolló” el mundo colonial a partir de la madre patria europea. También
nos proporcionan una idea de la vida de los trabajadores de la plantación en
contraste con la de los trabajadores agrícolas y los campesinos europeos de
aquella época.

Hacia mediados del siglo XVII, cuando los colonos británicos y franceses
consideraron por primera vez la posibilidad de producir azúcar en el Caribe,
el mercado europeo del tabaco se había saturado y el precio de este nuevo
producto, curioso y adictivo, había caído drásticamente. Los colonos eran,
en su mayoría, cultivadores en pequeña escala con recursos limitados.
Muchos de ellos empleaban en sus granjas a pobladores recién llegados de
la metrópolis que eran asignados para trabajar por un periodo fijo. Estos
trabajadores eran deudores, criminales menores, disidentes políticos y
religiosos, líderes de trabajadores, revolucionarios irlandeses, es decir,
prisioneros políticos de distintas clases. Muchos eran simplemente
secuestrados; “barbadear” a alguien se convirtió en el siglo XVII en
sinónimo de secuestrar.[59] Tanto los británicos como los franceses usaban
ese sistema para deshacerse de los “indeseables”, en una época en la que
había más trabajo del que las economías locales podían absorber.
Estos trabajadores ingleses forzados (en francés engagés),
representaban una contribución vital para las necesidades laborales de las
colonias, así como del continente. Al terminar su periodo en las islas, se les
daban terrenos propios, y por este proceso se pretendía que las nuevas
colonias, con el tiempo, se llenaran de colonos. Pero las colonias en lugares
como Barbados y Martinica necesitaban más trabajadores de los que podían
obtener con facilidad. A veces lograban hacerse de algunos indios
esclavizados que podían trabajar junto con los trabajadores europeos
contratados. Pero muy pronto los plantadores de las islas empezaron a
adquirir esclavos africanos. De esta forma, los patrones iniciales de mano
de obra en las llamadas islas azucareras eran mixtos, y combinaban
pequeños propietarios europeos, trabajadores forzados y esclavos africanos
e indios.
El paso a la producción de azúcar requirió un capital sustancial que,
como mencioné, fue provisto por inversionistas holandeses, familiarizados
ya con el cultivo de la caña y la manufactura de azúcar. En las Barbados
inglesas, a medida que los plantadores más exitosos compraban las tierras
de sus vecinos y construían nuevos trapiches y talleres de hervido y secado,
el paso del tabaco al azúcar creó propiedades más grandes. Al mismo
tiempo desapareció el patrón que les permitía a los trabajadores por contrato
adquirir tierras al concluir su obligación. Las pequeñas granjas fueron
reemplazadas por plantaciones, y desde finales del siglo XVII el número de
esclavos africanos aumentó marcadamente. La esclavitud pasó a ser la
forma preferida de exacción del trabajo, aunque requería una inversión
importante en “inventario” humano. Un joven maestro llamado Downing,
que escribió en Barbados en 1645, cuando el sistema de plantación estaba
afianzando allí, narraba que los habitantes de Barbados “han comprado este
año no menos de mil negros, y mientras más compran, más son capaces de
comprar, pues en un año y medio ganarán, con la bendición de Dios, tanto
como les costaron”. El éxito de la esclavitud en las islas pioneras como
Barbados y Martinica marca el inicio de la africanización del Caribe
británico y francés. De 1701 a 1810, Barbados, de apenas 268 kilómetros
cuadrados, recibió 252 500 esclavos africanos. Jamaica, que en 1655 había
sido invadida por los británicos, siguió el mismo patrón de “desarrollo
económico”; en los mismos 109 años, recibió 662 400 esclavos.[60]
El siglo XVIII fue el apogeo de las plantaciones azucareras británicas y
francesas basadas en los esclavos. El periodo español inicial de la historia
de la plantación del Caribe vio un modo “mixto” de mano de obra; el
segundo, 1650-1850, con los daneses, holandeses, ingleses y franceses,
comprendió tres formas muy distintas de exacción de la mano de obra, y en
realidad cambió antes de que el modo “esclavo” exclusivo llegara a su fin
con la emancipación (1838 para los ingleses, 1848 para los franceses). El
tercer modo de vida de la plantación caribeña, por “contrato”, que inició un
nuevo arreglo utilizando mano de obra importada para suavizar los efectos
de la emancipación y mantener los bajos costos del trabajo, terminó hacia
1870; en 1876, la esclavitud terminó en Puerto Rico y, en 1884, en Cuba. A
partir de entonces la mano de obra en el Caribe (con algunas excepciones
poco frecuentes) fue completamente “libre”.
Desde el punto de vista de los consumidores ingleses de artículos como
el azúcar, estos cambios no eran tal vez muy importantes. Sin embargo, las
actitudes cambiantes de la metrópolis hacia el trato de la mano de obra en
las colonias tuvo sin duda un coeficiente económico. Cuando las
plantaciones basadas en los esclavos se desarrollaban en las islas del
Caribe, la propia Europa contemplaba el surgimiento de la mano de obra
libre proletaria, exactamente con las mismas características que Karl Marx
utilizó para describir al capitalismo. “Hemos visto —escribe— que la
expropiación de la masa del pueblo de la tierra forma la base del modo
capitalista de producción”. Y la “llamada acumulación primitiva… no es
más que el proceso histórico de divorciar al productor de los medios de
producción”.[61] Los trabajadores europeos desposeídos por profundas
alteraciones sociales y económicas del campo se convertirían
eventualmente en trabajadores urbanos de las fábricas —el proletariado—
cuya aparición tanto fascinó a Marx cuando escribía, a mitades del
siglo XIX. Pero en el siglo XVII esa transformación, si acaso, apenas
comenzaba.
Al mismo tiempo, en las recién adquiridas colonias británicas y
francesas del Caribe la mano de obra se obtenía de poblaciones masivas de
personas igualmente desposeídas. A estos africanos desplazados y
convertidos en bienes, que no eran dueños de sus propios cuerpos, menos
aún de su fuerza de trabajo, se les reunía con los medios de producción de
los que la esclavitud y el transporte los había separado, pero por medio del
látigo más que por una operación del mercado. Las diferencias entre estas
poblaciones de trabajadores dan pie a extrañas preguntas. ¿Eran aquellas
colonias del Caribe, los plantadores que las gobernaban y los esclavos que
trabajaban en ellas, parte del mismo sistema que abarcaba a los trabajadores
libres y desposeídos de la Europa occidental? En el periodo previo a que el
capitalismo fabril se volviese típico de la Europa occidental, ¿cómo
podemos describir las plantaciones del Caribe y su forma de operación?
¿De qué clase de sistema económico formaban parte puesto que el
capitalismo, tal como se lo suele concebir, aún no había siquiera aparecido?
La mayoría de los estudiosos del capitalismo (aunque no todos) creen
que el capitalismo se convirtió en una forma económica dominante a finales
del siglo XVIII, y no antes. Pero el ascenso del capitalismo involucró la
destrucción de los sistemas económicos que lo habían precedido —en
particular del feudalismo europeo— y la creación de un sistema de
comercio mundial. Involucró también la creación de colonias, el
establecimiento de empresas económicas experimentales en varias regiones
del mundo, y el desarrollo en el Nuevo Mundo de nuevas formas de
producción basadas en la esclavitud, utilizando esclavos importados, que
fueron quizá la única contribución externa de Europa a su propio
crecimiento económico. Las plantaciones del Caribe fueron una parte vital
de este proceso, puesto que encarnaban todos estos rasgos y proporcionaban
tanto bienes importantes para el consumo europeo como mercados
importantes para la producción europea. Como tales, eran fundamentales
para las ganancias de la propia Europa, incluso antes de que el capitalismo
—en la opinión de la mayoría de los expertos— hubiera surgido ahí.
El lector podrá observar que este tipo de argumento vuelve al punto de
mi análisis de la plantación como una forma temprana de organización
industrial, pues también destaca un desarrollo precoz fuera del continente
europeo. Tanto en sus formas de trabajo como en su organización la
plantación es, por ende, una rareza. Sin embargo, su existencia fue producto
del designio europeo, y a su propia manera se convirtió con el tiempo en un
elemento vital para el desarrollo europeo. Si no fue “capitalista”, fue, no
obstante, un paso importante hacia el capitalismo.
Los primeros plantadores de Barbados y posteriormente de Jamaica
calculaban su valor de acuerdo con las utilidades que les proporcionaban
sus plantaciones; y éstas eran juzgadas de la misma forma por sus
acreedores. Por lo común, los dueños de esas plantaciones eran hombres de
negocios, a menudo ausentistas, y el capital que invertían solía ser prestado,
en general por los bancos metropolitanos.

Estos plantadores eran en todo los aspectos de gran beneficio financiero


para Inglaterra. La hipoteca de sus propiedades, debido a los altos intereses
que pagaban por el capital que obtenían en préstamo, eran una inversión
muy deseable para los capitalistas ingleses. Además, el dinero invertido en
las plantaciones era mucho más valioso para la madre patria que si se
hubiera puesto a interés allí mismo, pues se convertía en una forma de
retener a los pobladores de las colonias que desde todo punto de vista
aumentaban el consumo de los fabricantes ingleses. Mil libras gastadas por
un plantador en Jamaica producían finalmente mejores resultados y
mayores ventajas para los ingleses que el doble de esa suma gastado por la
misma familia en Londres.[62]

Aunque algunos estudiosos de la economía imperial han llegado a la


conclusión de que las colonias de las Antillas eran una pérdida neta para
Gran Bretaña debido a los costos que el proteccionismo representaba para
los consumidores, hay que recordar que la pérdida del consumidor de
azúcar era la ganancia del plantador, mientras que los impuestos
enriquecían a la Corona, sin importar quién los pagara. Al mismo tiempo,
esas colonias eran un mercado enorme de bienes manufacturados. Durante
el siglo XVIII las exportaciones inglesas combinadas a Norteamérica y a las
colonias de las Antillas crecieron ¡2 300%! Tal como lo señalaron Thomas
y McCloskey, existe una diferencia entre la utilidad social y la privada:

Es obvio que las plantaciones y las granjas coloniales eran lucrativas de forma privada para
sus dueños. Los costos de los impuestos sobre el azúcar eran asumidos por el consumidor
inglés y los costos de administración y protección por el contribuyente británico. Los costos se
distribuían en forma muy amplia, pero los beneficios eran acumulados por un pequeño grupo
de propietarios que estaban bien representados en el Parlamento. El mercantilismo inglés del
siglo XVIII no era una política nacional consistente diseñada para maximizar la riqueza de
Gran Bretaña; tampoco era un adelanto del supuesto enriquecimiento de las naciones
capitalistas por medio de los imperios del siglo XIX. Fue, al contrario, como lo sugiere Ralph
Davis, una forma de proveer utilidades al gobierno y un instrumento para enriquecer a grupos
con intereses especiales. En realidad, el interés del fabricante textil de Manchester, del
comerciante de esclavos de Bristol o del plantador de las Antillas solía no coincidir con el
interés de la economía británica en su conjunto.[63]

Ese profeta temprano del libre comercio, Adam Smith, lo comprendió bien:
“Fundar un gran imperio con el propósito único de hacer surgir a un pueblo
de consumidores puede parecer a primera vista un proyecto adecuado sólo
para una nación de tenderos. Es, sin embargo, un proyecto completamente
inadecuado para una nación de tenderos; pero extremadamente adecuado
para una nación cuyo gobierno se encuentra influido por los tenderos”.[64]
Pero fueron los “tenderos” los que ganaron, y el azúcar era una de sus
armas principales. Para entenderlos, tenemos que comprender el peculiar
atractivo del azúcar. Luego hay que explicar cómo y por qué el mercado del
azúcar y otros bienes similares creció a un ritmo tal en Inglaterra entre
1650, cuando fueron adquiridas las primeras “islas azucareras”, y mediados
del siglo XIX, y describir de forma más completa qué tenía que ver este
extraño sistema agrícola con el capitalismo.
Pero primero hay que decir algo más acerca del sistema de plantación
mismo, basado como estaba en el uso de mano de obra forzada, aunque el
estímulo para su crecimiento se haya originado con empresarios europeos
muy distantes. Como los proletarios, los esclavos están separados de los
medios de producción (herramientas, tierra, etc.). Pero los proletarios
pueden ejercer cierta influencia sobre el lugar en el que trabajan, cuánto
trabajan, para quién trabajan y qué hacen con su salario. Bajo algunas
circunstancias, pueden incluso llegar a poseer una gran influencia. Por
supuesto que los esclavos también pueden tener cierta libertad de maniobra,
dependiendo de la naturaleza del sistema en que vivan. Sin embargo, puesto
que ellos mismos eran posesiones —propiedades—, los esclavos del Nuevo
Mundo, en un periodo en el que las plantaciones operaban con febril
intensidad, sólo podían ejercer su voluntad en los intersticios del sistema.
Los esclavos y los trabajadores forzados, a diferencia de los trabajadores
libres, no tenían nada que vender, ni siquiera su fuerza de trabajo; antes
bien, ellos mismos habían sido comprados, vendidos e intercambiados. No
obstante, al igual que los proletarios, contrastan marcadamente con los
siervos del feudalismo europeo, y no poseen ninguna propiedad.
Estas dos grandes masas de trabajadores tenían historias muy diferentes,
y las formas de exacción del trabajo que encarnaban, durante la mayor parte
del periodo de 380 años que aquí nos concierne, tuvo su evolución en partes
distintas del mundo. Al mismo tiempo, sus funciones económicas en el
sistema de comercio mundial, sobre todo desde mediados del siglo XVII
hasta mediados del XVIII, se traslapaban e incluso eran interdependientes. El
vínculo entre los esclavos del Caribe y los trabajadores libres europeos era
de producción, y por lo tanto también de consumo, y había sido creado por
el sistema único del que ambos formaban parte. Ninguno de los grupos
tenía mucho más que ofrecer, desde el punto de vista productivo, que su
mano de obra. Ambos producían; ambos consumían poco de lo que
producían. Ambos se encontraban despojados de sus herramientas. A los
ojos de algunos expertos, en realidad forman un grupo único y se distinguen
sólo por la manera en que corresponden a la división de trabajo mundial que
otros crearon para ellos.[65]
Considerarlo así puede dar por resultado una visión simplista de lo que
fue la evolución compleja de una moderna fuerza mundial de trabajo, por
no mencionar la economía capitalista diversificada que la creó y fue servida
por ella. La madurez del sistema de plantación basado en la esclavitud en la
región del Caribe llegó con el desarrollo de una poderosa marina mercante
y de guerra en la Europa occidental, y estuvo en parte precondicionada por
él. Significó el envío de grandes cantidades de artículos (ron, armas, ropa,
joyería, hierro) hacia África para la compra de esclavos, inversión que por
el desarrollo de África no hizo otra cosa que estimular más la captura de
esclavos. Llevó a una enorme inversión de la metrópolis para proteger las
colonias y asegurar la coerción y el control de los esclavos. Mantener la
premisa mercantilista del sistema —que las colonias sólo compraban y
vendían a la metrópolis, y que el comercio sólo podía hacerse por medio de
los barcos de la metrópolis— resultaba costoso para todos los sistemas
nacionales, aunque, por supuesto, algunos grupos dentro de cada sistema
sacaban gran provecho de ello, como ya vimos. La creación y consolidación
de una economía colonial subordinada basada en el trabajo forzado se
prolongó durante cuatro siglos. Pero el sistema dentro de las colonias
cambió poco en relación con los cambios enormes de los centros europeos
que lo habían creado.
Es usual que se describa el periodo de 1650 a 1750 como una época de
expansión mercantil, del intercambio o del comercio, y considerar que sólo
la fase industrial que se inicia a finales del siglo XVIII es “capitalismo
verdadero”.[66] Pero ¿acaso esto significa que el capitalismo de alguna
manera existió antes que el modo de producción capitalista? Las
plantaciones que abastecieron a Europa de azúcar, tabaco, etc.,
supuestamente no eran capitalistas, pues su fuerza de trabajo era esclava, no
proletaria. Sin embargo, esta forma de considerar las cosas tampoco es
completamente satisfactoria, pues nos deja en la incómoda situación de no
poder especificar qué clase de orden económico dio lugar al sistema de
plantación.
Banaji, en una crítica estimulante, señala que a muchos escritores
marxistas, incluyendo a figuras clásicas como Lenin y Kautsky, les costaba
comprender las economías modernas con esclavos y su lugar en la historia
económica mundial.[67] El mismo Marx no siempre supo dónde colocar las
plantaciones con esclavos en su concepción del capitalismo. Al hablar de
las colonias de las Antillas escribió que sus pobladores actuaban “como
gente que, llevadas por motivaciones de la producción burguesa, querían
producir mercancías…”[68] Las plantaciones eran empresas de
“especulación comercial”, en las que “existe un modo de producción
capitalista, aunque sea sólo en un sentido formal… El negocio en el que se
utilizan esclavos es manejado por capitalistas”.[69] Sin embargo, en otro
lugar escribió: “El hecho de que ahora no sólo llamemos capitalistas a los
dueños de las plantaciones de América, sino que sean capitalistas, se basa
en su existencia como anomalías dentro de un mercado mundial basado en
la mano de obra libre”.[70] Autores posteriores que abordaron el mismo
tema mostraron algunas de las mismas incertidumbres. Eugene Genovese,
por ejemplo, dice en cierto momento que “el régimen esclavista del Caribe
británico llevaba la clara marca de la empresa capitalista”, y que el azúcar
era cultivado en “grandes plantaciones de tipo decididamente burgués”
operado por “capitalistas esclavistas”.[71] Pero el trabajo previo de
Genovese (que se ocupaba, es cierto, no de los productores de azúcar de las
Antillas sino de los cultivadores de algodón de Estados Unidos) dice: “los
plantadores no eran meros capitalistas, eran precapitalistas, terratenientes
casi aristocráticos que tuvieron que adaptar su economía y sus formas de
pensar a un mercado capitalista mundial”.[72]
Cabría preguntarse cuál es la diferencia entre llamar o no llamar
“capitalista” a un sistema de plantación. La cuestión posee importancia
porque tiene que ver con las formas en que los sistemas económicos crecen
y cambian, y con la cadena causal que lleva de un estado de desarrollo a
otro. He sostenido que las plantaciones mismas eran casos precoces de
industrialización. Pero esto no significa necesariamente que la economía
europea que hizo surgir estas plantaciones fuese capitalista. Como hemos
visto, el trabajo esclavo es una forma de trabajo tan en contradicción con el
“modo de producción capitalista”, que siempre se describe como basado en
la mano de obra libre, que incluso el propio Marx parece no estar seguro de
cómo tratarla. Sin embargo, no cabe duda de la importancia de las
plantaciones en la economía metropolitana, ni de la tremenda actividad
económica que propiciaron, tanto por su producción como por el mercado
que sus necesidades de consumo brindaba a la metrópolis.
Para Banaji las plantaciones eran sin duda empresas capitalistas,
vinculadas con los centros europeos, alimentadas por la riqueza europea,
que devolverían parte de esa riqueza a los inversionistas metropolitanos de
diversas maneras, y que funcionaban como centros de “especulación
comercial”, en palabras de Marx. Sin embargo, la inversión que
representaban adoptaba una forma bastante estática —igual que la tierra, los
esclavos, el equipo— que no varió de manera significativa durante siglos.
Generaban utilidades que podían aumentar al aumentar la escala de la
empresa —dos producían el doble que una, o posiblemente más— pero casi
nunca mejorando la tecnología o incrementando la productividad. De esta
manera eran al mismo tiempo empresas especulativas y empresas
conservadoras: se apostaba a obtener dinero a partir de la producción de
azúcar, pero la forma en que se lo producía, incluyendo la coerción de la
fuerza de trabajo, permaneció virtualmente intacta durante siglos. De esta
curiosa mezcla de esclavitud y expansión del mercado mundial para las
mercancías de las plantaciones —lo que Eric Williams, el historiador de
Trinidad, llamó un sistema que combinaba los pecados del feudalismo con
los del capitalismo, y sin las virtudes de ninguno de los dos—[73] dice
Banaji: “Esta naturaleza heterogénea y al parecer desarticulada de la
plantación con esclavos generó una serie de imágenes contradictorias
cuando la tradición marxista temprana, que no contaba con todo el material
disponible en la actualidad, intentó elaborar sus primeras
caracterizaciones”.[74]
Mi propio sentir al respecto es que esas “imágenes contradictorias”
persisten. Es cierto que mucha de la riqueza invertida en el sistema de
plantación no dio por resultado niveles elevados de acumulación, y que por
siglos las relaciones entre la tierra, la mano de obra y la tecnología no
tuvieron grandes variaciones. Sin duda en estos aspectos el sistema de
plantación difirió del capitalismo en su fase tardía, productiva e industrial.
También es cierto que el modo de producción de la plantación antes de
1850, basado en la mano de obra esclava, difiere mucho del llamado modo
de producción capitalista, cuya fuerza de trabajo se compra en un mercado
impersonal, como el resto de los factores de la producción, y sería un error
considerar “capitalista” al sistema de plantación en la misma forma que el
sistema fabril inglés del siglo XIX. No obstante, separar a las plantaciones de
la naciente economía mundial que las produjo, o descartar su contribución a
la acumulación de capital en los centros mundiales, también sería, en mi
opinión, un error. Los estudiosos que demuestran que el capital europeo
invertido en las Antillas podría haber producido más de haber sido invertido
en otros lugares o de otra forma —que en pocas palabras llegan a la
conclusión de que todo el fenómeno de la plantación terminó por ser una
pérdida para la economía inglesa— suelen admitir sin problemas que
produjo, no obstante, una inmensa cantidad de dinero para algunos ingleses,
incluso si resultó prohibitivamente costoso para otros;[75] y ese dinero
tampoco dejó de “trabajar” una vez producido. Quizás ése sea el punto
principal. A inicios del siglo XVII algunas personas que estaban en el poder
en Inglaterra se convencieron de que ciertas mercancías, como el azúcar,
eran tan importantes para su bienestar que lucharon ferozmente por el
derecho a invertir capital para desarrollar las plantaciones y todo lo que las
acompañaba. Si bien esas personas no fueron capitalistas ni los esclavos
proletarios, si bien prevalecía el mercantilismo, más que una economía
libre, y el porcentaje de acumulación o de utilidad era lento y la
composición orgánica del capital estática, si bien todo esto es cierto,
también sigue siendo cierto que estas curiosas empresas agroindustriales
nutrieron en Europa a ciertas clases capitalistas a medida que se volvían
más capitalistas. Más adelante veremos que también alimentaban a las
nacientes clases proletarias, para las cuales el azúcar y alimentos similares
sirvieron de intenso consuelo en las minas y en las fábricas.

La conexión inglesa entre la producción y el consumo de azúcar se afianzó


en el siglo XVII, cuando Gran Bretaña adquirió Barbados, Jamaica y otras
“islas azucareras”, expandió de forma importante su comercio de esclavos
africanos, se abrió un espacio en el dominio portugués del comercio
continental de azúcar, y empezó a construir un vasto mercado de consumo
interno. Una vez creada, esta conexión sobrevivió a la mayoría de los
ataques por parte de otras clases en la metrópolis, por lo menos hasta
mediados del siglo XIX. A partir de entonces fue reemplazada por arreglos
que podían garantizar un abasto abundante pero más barato de las mismas
mercancías para los consumidores ingleses, sin privilegios especiales para
las Antillas. Fue ésta una importante época de transición del llamado
proteccionismo, bajo las leyes de navegación, hacia el llamado libre
comercio. En realidad, esta transición comenzó antes de 1850 y, en lo que al
azúcar respecta, no concluyó sino hasta 1870.
Los debates que marcan esta transición son enredados y difíciles de
resumir pues hay muchas motivaciones distintas detrás de las posturas
adoptadas por los protagonistas. A algunos les preocupaba sobre todo evitar
cualquier estímulo económico a las colonias extranjeras en las que aún
prevalecía la esclavitud, y por lo tanto se oponían a que entraran a Gran
Bretaña, sin impuestos compensatorios, los productos cultivados por
esclavos. A otros, sin embargo —la “Escuela de Manchester”— no les
preocupaba la esclavitud pero deseaban la entrada irrestricta, a cualquier
costo, de productos más baratos. Los plantadores de las Antillas pedían, por
supuesto, privilegios especiales para introducir los distintos tipos de azúcar
antes que cualquier azúcar producido dentro o fuera del imperio, así como
el derecho a importar a las colonias mano de obra contratada, una vez que
terminó la esclavitud (1834-1838). Sería tonto suponer que ellos y los
demás grupos en competencia estaban dispuestos a expresar francamente
por qué les interesaba una u otra postura; los debates sobre el libre comercio
marcaron el apogeo de la mala fe en el Parlamento. La ironía con que el
vizconde Palmerston concluyó los debates de 1841, sobre una iniciativa del
gobierno para bajar los impuestos del azúcar extranjero a fin de elevar la
recaudación alentando el incremento del consumo de azúcar —esto es,
castigar el precio del azúcar para el consumidor inglés en beneficio de la
tesorería— es deliciosamente reveladora:
Les decimos a estos brasileños que podemos abastecerlos de productos de algodón más
baratos que cualquier otro. ¿Los quieren comprar? Por supuesto, dicen los brasileños, y les
pagaremos con azúcar y café. No, les decimos, su azúcar y su café se producen con mano de
obra esclava; somos hombres de principios y nuestra conciencia no nos permite consumir el
producto de la mano de obra esclava. Pues bien, se podría imaginar que ahí termina la cosa y
que dejamos que los brasileños consuman su propio azúcar y su café. Pues no. Somos
hombres de principios, pero también somos hombres de negocios y tratamos de ayudar a los
brasileños a salir del problema. Les decimos: cerca de nosotros y al alcance de la mano viven
alrededor de 40 millones de alemanes industriosos y prósperos que no tienen tanta conciencia
como nosotros; llévenles su azúcar; se la comprarán y ustedes podrán pagarnos nuestro
algodón con el dinero que reciban. Pero a los brasileños se les ocurre que pueden tener ciertos
problemas. Los alemanes viven del otro lado del Atlántico; tendremos que mandarles nuestro
azúcar en barcos; pero nuestros barcos son pocos y mal equipados para las aguas de ese gran
océano. Nuestra respuesta ya está lista. Tenemos muchos barcos y están a su disposición. Es
cierto que el azúcar producido por esclavos contaminaría nuestros almacenes, pero los barcos
son otra cosa. Sin embargo los brasileños tienen otra dificultad. Dicen que los alemanes son
muy especiales y prefieren el azúcar refinado. No es fácil refinar azúcar en Brasil, y estos
alemanes no quieren tomarse la molestia de refinarlo ellos mismos. De nuevo salimos con una
solución oportuna. No sólo les llevaremos su azúcar sino que también se los refinaremos. Es
un pecado consumir azúcar cultivado por esclavos, pero no puede haber daño en refinarlo, que
de hecho es limpiarlo de una parte de su impureza original. Los brasileños vuelven a
contestar: producimos mucho más azúcar del que van a comprarnos los alemanes. Nuestra
bondad es infinita; nosotros mismos compraremos sus excedentes. No puede ser consumido
aquí, pues los habitantes de este país son hombres de conciencia, pero lo enviaremos a las
Antillas y a Australia. Allí viven negros y colonos, ¿y qué derecho tienen ellos a poseer una
conciencia? Y ahora, para que ya no nos molesten con estos asuntos, de una vez les decimos
que si el precio de nuestro propio azúcar llegara a subir por encima de un cierto valor, les
compraremos más de su azúcar producido por esclavos y nos lo comeremos nosotros mismos.
[76]

Los debates más acalorados se produjeron en la década de 1840, cuando los


plantadores de las Antillas, enriquecidos por la esclavitud y el
proteccionismo, se vieron incapaces de competir con un mercado en
expansión, mientras que en Inglaterra los partidarios del libre comercio
vieron la posibilidad de que, por una vez, pudieran coincidir las
motivaciones del gobierno y las suyas propias.
Entre 1660 —cuando Barbados ya producía una cantidad considerable
de azúcar y Jamaica había caído en manos de los británicos— y 1700, el
comercio británico hacia el extranjero se había modificado a medida que los
paños de lana iban siendo desplazados por otros productos. Había
empezado a dominar un comercio de reexportación basado en gran medida
en mercancías tropicales, con 30% de las importaciones provenientes de
Oriente o del Nuevo Mundo. Esta expansión se dio en parte porque se
abrieron nuevas fuentes de abasto, pero también porque “nuevas y amplias
fuentes de demanda se abrían en Inglaterra y en Europa —demanda creada
por un súbito abaratamiento cuando estos bienes de las plantaciones
inglesas provocaron un derrumbe de los precios, que indujo a las clases
medias y a los pobres a nuevos hábitos de consumo; esta demanda, una vez
creada, no se vio afectada por las subsecuentes vicisitudes en los precios
sino que continuó creciendo rápidamente a lo largo del siglo”.[77] Este
cambio fue quizá más notorio en el caso del tabaco. De ser un producto
suntuario a finales del siglo XVI, se había convertido en cien años en el
“solaz generalizado de todas las clases”. El caso del azúcar fue similar:

El desarrollo de la producción inglesa fue parte de un movimiento internacional que provocó


la caída de los precios. A principios del siglo XVII la producción portuguesa (es decir,
brasileña) ya estaba creciendo rápidamente y reduciendo sus precios de forma drástica, y las
islas inglesas de las Antillas, cuando se abocaron a la producción de azúcar, tuvieron que
enfrentarse a ese gran productor establecido en el Nuevo Mundo. Llegaron tarde a la carrera
—Barbados en el decenio de 1640, Jamaica, como productor sustancial, después de 1660— y
a principios de la década de 1660 seguían compitiendo con los portugueses, incluso por el
mercado inglés. Sin embargo, su competencia ya había provocado una caída considerable en
los precios, que siguieron bajando, en general, hasta alrededor de 1685, para cuando la
producción inglesa ya había desplazado al azúcar brasileño tanto del norte de Europa como
del mercado inglés. Las importaciones de las Antillas a Londres, que eran insignificantes
antes de la guerra civil, subieron de 148 mil quintales en 1663-1669 a 371 mil en 1669-1671;
y un tercio de este total se reexportó. El precio del azúcar de las plantaciones alcanzó su nivel
más bajo en 1685, a 12 chelines y 10 peniques por quintal; el precio de menudeo se redujo a la
mitad entre 1630 y 1680.[78]

Davis argumenta de forma convincente que lo importante no fue el


establecimiento de colonias o centros de acopio ingleses fuera de Europa,
sino el súbito abaratamiento de las mercancías que manejaban. “En este
sentido —dice— esta expansión se asemeja sorprendentemente a la
revolución tecnológica que, al iniciarse, un siglo más tarde, creó nuevos
hábitos de consumo en las poblaciones inglesas y extranjeras con el
producto barato de la máquina”.[79] En términos de la producción, estos
cambios fueron sólo análogos; las plantaciones productoras de azúcar no
son iguales a los telares a vapor. Pero en términos del consumo eran
homólogos, porque hicieron visible, quizá por primera vez en la historia,
una conexión crítica entre la voluntad de trabajar y la voluntad de consumir.
La introducción de cantidades crecientes de bienes de consumo a las masas
de gente que nunca antes los había tenido les dio a las clases privilegiadas
la oportunidad de imaginar que esa gente respondería con un mayor
esfuerzo ante la promesa de un aumento en el consumo.

Antes de que la diversificación de la industria tuviera un impacto sustancial


sobre el comercio extranjero, y cuatro generaciones antes de que los
cambios tecnológicos crearan una base completamente nueva para la
expansión comercial, la clase mercantil inglesa pudo hacerse rica, acumular
capital, gracias a las utilidades de la intermediación y a la creciente
industria naval que se requería para transportar azúcar barato, tabaco,
pimienta y salitre, por las rutas marítimas. Puesto que estas Fuentes hicieron
su gran contribución al comercio exterior británico en los cien años
posteriores a 1660, y en ese siglo hicieron grandes demandas al capital de la
nación, quizá deberíamos ver con más indulgencia a los historiadores del
pasado que apodaron a este siglo “La revolución comercial”.[80]

Los distintos impulsos de acumulación primitiva se distribuyen ahora, en un


orden más o menos cronológico, sobre todo en España, Portugal, Holanda,
Francia e Inglaterra. En Inglaterra, a fines del siglo XVII, llegan a una
combinación sistemática, abarcando las colonias, la deuda nacional, la
forma moderna de contribución y el sistema de proteccionismo. Estos
métodos dependen en parte de la fuerza bruta, o sea del sistema colonial.
Pero todos emplean el poder del Estado, la fuerza concentrada y organizada
de la sociedad, para acelerar, como un invernadero, la transformación del
modo de producción feudal en el modo capitalista, y para acortar la
transición…
La esclavitud velada de los trabajadores europeos asalariados requería,
como plataforma, la esclavitud simple y pura en el Nuevo Mundo.[81]
Otra afirmación de Marx sugiere la íntima relación entre las plantaciones
esclavistas del Nuevo Mundo, que producían sus cargamentos de
estimulantes, drogas y edulcorantes para las crecientes poblaciones urbanas
de Europa, y lo que sucedió después:

La libertad y la esclavitud constituyen un antagonismo… No estamos tratando con la


esclavitud indirecta, la esclavitud del proletariado [sic], sino con la esclavitud directa, la
esclavitud de las razas negras en Surinam, en Brasil, en los estados del sur de Norteamérica.
La esclavitud directa es tanto el pivote de nuestra industrialización de hoy como la
maquinaria, el crédito, etc. Sin esclavitud no hay algodón; sin algodón, no hay industria
moderna. La esclavitud les ha dado su valor a las colonias; las colonias crearon el intercambio
mundial; el intercambio mundial es la condición necesaria para la industria con maquinaria a
gran escala. Antes de que comenzara el tráfico de negros, las colonias sólo abastecían al Viejo
Mundo de muy pocos productos y no hacían ninguna diferencia visible sobre la faz de la
tierra. Por lo tanto la esclavitud es una categoría económica de la mayor importancia.[82]

Hobsbawm ha mostrado cómo los aumentos en el consumo de azúcar y


mercancías similares fueron precedidos por un realineamiento estructural
básico de la actividad económica europea. En su opinión, un largo periodo
de contracción económica en Europa —una “crisis general”— marcó al
siglo XVII. Esta crisis, una última fase de la transición del feudalismo al
capitalismo, arruinó los sistemas de intercambio previos del Mediterráneo y
del Báltico, que pronto fueron reemplazados por los centros noratlánticos.
Este cambio significó un reordenamiento fundamental de los patrones de
flujo del intercambio mundial. “La corriente poderosa y acelerada del
comercio de ultramar que arrastró consigo a las industrias nacientes de
Europa —y que, de hecho, algunas veces creó— difícilmente es concebible
sin ese cambio”.[83] Tal cambio, sostiene Hobsbawm, descansaba en tres
nuevas condiciones: el crecimiento de un mercado de consumo en la propia
Europa, ligado a cambios de la producción en otras partes; la toma de
colonias en el extranjero para el “desarrollo” europeo, y la creación de
empresas coloniales (como las plantaciones) que produjeran bienes de
consumo (y absorbieran una parte sustancial de los productos del
continente). A medida que la organización de la actividad económica
europea pasaba al Reino Unido, alejándose del Mediterráneo y del Báltico,
el crecimiento de la producción y el consumo de mercancías tropicales
como el azúcar fueron a la vez consecuencia y causa de la importancia en
aumento del Reino Unido en el intercambio mundial.
Hacia inicios del siglo XVIII la expansión económica pionera de ultramar
de los cincuenta años precedentes empezó a reflejarse bajo la forma de
cambios en el consumo en Inglaterra. Por supuesto que el consumo de
mercancías importadas como el azúcar siguió siendo modesto según los
criterios actuales (o incluso los del siglo XIX). Pero los significados del
azúcar en la vida del pueblo británico cambiaron radicalmente. Las
estadísticas sobre el intercambio británico compiladas por Elizabeth Boody
Schumpeter e interpretadas por Richard Sheridan muestran que el
porcentaje de importaciones en la categoría de “abarrotes” (té, café, azúcar,
arroz, pimienta, etc.) del valor total de las importaciones más que se duplicó
durante el siglo XVIII: de 16.9% en 1700 a 34.9% hacia 1800:

Ninguno de los otros ocho grupos rebasó el 6% de las importaciones totales en 1800. Entre los
productos de abarrotes el azúcar moreno y la melaza eran los más destacados. Representaban,
según su valor oficial, dos tercios del grupo en 1700 y dos quintos en 1800… Es probable que
el consumo inglés de azúcar se haya multiplicado por cuatro en las primeras cuatro décadas
del siguiente siglo [1700-1740] y volviese a duplicarse de 1741-1745 a 1771-1775. Si
asumimos que en 1663 se retenía la mitad de las importaciones, el consumo de Inglaterra y de
Gales se multiplicó veinte veces en el periodo de 1663 a 1775. El hecho de que la población
creciese de cuatro millones y medio a sólo siete millones y medio en el mismo periodo es
indicativo de un pronunciado aumento en el consumo per cápita.[84]

El azúcar y los productos relacionados (ron, melaza, jarabe) eran de las


principales importaciones. En efecto, D. C. Coleman, el historiador inglés
de la economía, cree que el consumo de azúcar per capita creció más
rápidamente que el de pan, carne y productos lácteos entre 1650 y 1750;[85]
Deerr estima que el consumo británico anual per cápita, de 1700 a 1800, es
el siguiente:[86]
Es cierto que 18 libras de azúcar al año aún no era mucho.[87] Pero lo
importante era cuánto le importaba esta magra cantidad a cuánta gente;
representaba un aumento de más del 400% en un siglo, y para entonces el
azúcar era importante para mucha más gente que antes.
Cuando se inició el siglo XIX, la población ya estaba acostumbrada al
azúcar —aunque fuera sólo en cantidades pequeñas— y deseosa de más.
Ese siglo vio el final de la esclavitud en el imperio británico; poco tiempo
después, el proteccionismo del azúcar empezó a perder terreno frente al
libre comercio. Estos acontecimientos sólo se dieron tras enconadas batallas
entre distintos sectores de las clases capitalistas británicas; y aunque el
azúcar por sí mismo no causó estas batallas ni las explica por completo, su
producción y su consumo eran aspectos importantes de lo que sucedía.[88]
El comercio de esclavos a las colonias británicas terminó en 1807; la propia
esclavitud fue abolida en 1834-1838, y el futuro de las colonias azucareras
(por lo tanto de la producción misma de azúcar) figuraba en los debates
sobre ambos. Cada vez se hacía más claro que los circuitos comerciales
cerrados típicos del siglo precedente no durarían para siempre. Aunque la
industria azucarera anglocaribeña seguía proveyendo gran parte del azúcar
de Gran Bretaña, su dominio se redujo debido a muchos factores: el
perfeccionamiento de la extracción de azúcar de remolacha en Europa como
parte de las políticas de Napoleón, después de la pérdida de Santo
Domingo, y la expansión de la industria del azúcar de remolacha por todo el
continente; el surgimiento de nuevas y competitivas colonias azucareras
dentro del sistema del imperio británico, como Mauricio (y más tarde Fiyi,
Natal y otras), y la creciente producción de azúcar en otras partes, mucha de
ella por mano de obra esclava (como en Cuba) y a menudo disponible a
mejores precios que los azúcares de las Antillas británicas.
Quizá más que cualquier otra mercancía tropical, el azúcar se convirtió
en signo de las luchas entre los distintos sectores del capitalismo británico y
símbolo de los peligros de un exclusivismo comercial sentenciado a morir.
Las colonias de las Antillas siguieron estando sujetas a la metrópolis, y su
población seguía obligada a proporcionar mano de obra para las
plantaciones; pero la metrópolis se liberó pronto para comprar azúcar
cuando y donde lo deseara. Fuera cual fuera el arcaísmo que el uso de la
esclavitud hubiera introducido en la producción de azúcar, después de 1838
tenía que ser arrancado de raíz; de otra forma la industria sólo podría seguir
viva mediante subsidios y mano de obra arraigada (aunque “libre”). Con el
tiempo, la industria azucarera anglocaribeña, la más antigua del imperio,
tuvo que elegir entre el estancamiento y la expansión costosa y a gran
escala. En la mayoría de los casos no tuvo la libertad de elegir. Tal como lo
he sostenido en otra parte:

La secuela de la esclavitud fue, en general, un periodo de competencia intensificada en el


mercado mundial del azúcar. Finalmente —esto es, a muy largo plazo— los ganadores de esta
rivalidad serían el grupo de plantadores que pudiera sufragar e incorporar mejoras técnicas a
gran escala. En el nivel local —es decir, en el de cada colonia— es cierto que los grupos de
plantadores se encontraban sustancialmente unidos en su hostilidad ante cualquier cambio que
pudiera mejorar la posición negociadora de la mano de obra. Pero por supuesto que dentro de
esos grupos existía competencia por esa mano de obra, y había capacidades distintas para
reducir la dependencia con respecto a ella por medio del avance tecnológico… En realidad
quizá nos enfrentamos con dos procesos cruzados y cronológicamente traslapados, que dan
por sentada la diferenciación interna de cada grupo de plantadores. Uno de esos procesos es la
lucha por contener y reforzar la fuerza de trabajo del campesinado “potencial”; el otro es el
movimiento hacia la mejora tecnológica basada en el ritmo del avance técnico y en la
disponibilidad de aportes intensificados de capital.[89]

Por un lado, los cambios tecnológicos relativamente menores que durante


siglos habían caracterizado la historia de la industria azucarera estaban
siendo reemplazados por alteraciones importantes y arrolladoras. La
inmensa mejora en la capacidad de molienda, las variedades de caña, el
control de plagas y los métodos de cultivo, el creciente uso de maquinaria y
los cambios revolucionarios en el transporte dieron por resultado, con el
tiempo, nuevos y vastos complejos agroindustriales, completamente
distintos de las empresas más pequeñas que los precedieron. La industria
caribeña de la caña, que desde la expansión hispánica había sido colonial,
industrial y orientada hacia la exportación, había sido absorbida,
incuestionablemente, por el capitalismo europeo de ultramar en expansión.
Tras la abolición de la esclavitud en Cuba en 1884, todo el azúcar del
Caribe se hacía con mano de obra proletaria.[90]
Aunque se han hecho algunos comentarios acerca de la curiosa
asociación entre el azúcar y la esclavitud, se le ha dado poca atención a los
“problemas de trabajo” creados por las sucesivas emancipaciones en la
región del Caribe. En todas partes la emancipación (y, en el caso de Haití, la
revolución) significó una caída radical en la producción de azúcar, a medida
que los libertos buscaban crear nuevas formas de vida independientes de la
plantación. Al ser liberados los esclavos (por Dinamarca en 1848, Inglaterra
en 1834-1838, Francia en 1848, los Países Bajos en 1863, Puerto Rico en
1873-1876, Cuba en 1884) la competencia de trabajadores contratados
importados obligó a los libertos a trabajar más y por menos dinero, por un
lado; por el otro, puesto que el acceso a la tierra desocupada y a otros
recursos locales estaba cerrado, no podían desarrollar fuentes alternativas
para ganarse la vida. En efecto, la clase de los plantadores buscó recrear las
condiciones previas a la emancipación: reemplazar la disciplina de la
esclavitud por la disciplina del hambre. Creían haber sido forzados a
adoptar esta postura —al menos en las colonias azucareras británicas— por
la interrupción sucesiva del tráfico de esclavos, de la esclavitud y de la
protección de su azúcar. Naturalmente, se sentían traicionados por sus
compañeros de clase en Europa.
Pero otra forma de decir esto sería aducir que el consumo de azúcar, y la
entrada de dinero que proveía al gobierno, habían llegado a cobrar tanta
importancia para el desarrollo capitalista británico que a la producción de
azúcar ya no se le permitía depender de los arreglos mercantilistas
nacionalistas que la habían controlado antes. Al quitar las barreras para el
“libre” comercio —en otras palabras, al permitir que los azúcares más
baratos del mundo alcanzaran el mercado más amplio posible en Gran
Bretaña— los sectores líder del capitalismo británico vendieron a sus
hermanos capitalistas plantadores. Eso era precisamente lo que los intereses
antillanos les reprochaban.
Al abrirse el mercado mundial del azúcar, había que seguir buscando
mano de obra, tanto para las áreas coloniales más antiguas, donde se había
puesto fin a la esclavitud (Jamaica, Trinidad, Guayana británica), como para
las áreas más nuevas (Mauricio, Natal, Fiyi), que se estaban convirtiendo en
productoras. La lucha política entre las clases capitalistas metropolitanas y
los plantadores coloniales se mitigó en parte recurriendo a fuentes de mano
de obra externas pero políticamente accesibles. De hecho, la derrota del
proteccionismo bajo la forma de impuestos diferenciales para el azúcar de
las Antillas fue acompañada por una victoria en lo referente a las
importaciones de mano de obra, con leyes menos rigurosas así como fondos
para financiar la inmigración. De esta forma el azúcar antillano contaba con
una protección indirecta, aunque los trabajadores de las Antillas carecían de
ella. (Algunos cínicos podrían descubrir un paralelismo con los
acontecimientos posteriores a la guerra civil en Estados Unidos).
De cualquier forma, la mano de obra migrante se movía dentro de los
límites del imperio. Así por ejemplo, parte de la fuerza laboral hindú
contratada en las Antillas francesas venía de la India francesa, parte de la
mano de obra hindú contratada en las Antillas británicas venía de la India
británica, etc. Pero puesto que muchas de las nuevas áreas de producción de
azúcar también necesitaban mano de obra, no todo el movimiento era de
este tipo. Es posible que durante el siglo XIX alrededor de cien millones de
personas emigrasen en todo el mundo. Aproximadamente la mitad venía de
Europa y la otra mitad del mundo “no blanco”, incluyendo India. Los
europeos se trasladaron sobre todo a áreas previamente pobladas por
europeos fuera de la misma Europa, incluyendo Canadá, Australia, Nueva
Zelanda, Sudáfrica, el sur de Sudamérica y, en especial, Estados Unidos,
mientras que los que no eran blancos se trasladaban a otras regiones. Como
ya he señalado:
El azúcar —o más bien, el gran mercado que surgió demandándola— ha sido una de las
grandes fuerzas demográficas de la historia mundial. Debido a él literalmente millones de
africanos esclavizados llegaron al Nuevo Mundo, sobre todo a Sudamérica, el Caribe y sus
litorales, las Guyanas y Brasil. Esta migración fue seguida por la de los hindúes, tanto
musulmanes como indis, javaneses, chinos, portugueses y muchos otros pueblos en el
siglo XIX. Fue el azúcar el que envió a los hindúes a Natal y al Estado Libre de Orange, fue el
azúcar el que los arrastró a Mauricio y a Fiyi. El azúcar llevó una docena de grupos étnicos
distintos en abundante sucesión a Hawai, y sigue moviendo gente por la región del Caribe.[91]

Aquí podemos ver varios factores. Por un lado, el vínculo entre el agotador
trabajo en las colonias y la mano de obra “no blanca” se conservó
prácticamente intacto con el final de la esclavitud. Por otro, la relación entre
el azúcar y las regiones coloniales subtropicales también se mantuvo
(aunque la extracción del azúcar de remolacha, importante más o menos
desde mediados del siglo XIX, se desarrolló en zonas templadas, primera
ocasión en que un producto de las zonas templadas afectaba seriamente el
mercado de la producción tropical y subtropical). El producto en cuestión
siguió fluyendo hacia las metrópolis, mientras que los bienes que se
obtenían a cambio —comida, ropa, maquinaria, y casi todo lo demás—
seguían fluyendo a las áreas “atrasadas”. Se podría aducir que las áreas
“atrasadas” empezaron a no serlo tanto gracias a su dependencia económica
de las áreas desarrolladas, pero sería un argumento vulnerable. La mayoría
de las sociedades poco desarrolladas de este tipo sólo han logrado una
industrialización frágil (sus “industrias” principales suelen ser el cemento,
las botellas de vidrio, la cerveza y los refrescos). Siguen importando la
mayor parte de las manufacturas que requieren y, a menudo, han
incrementado sus importaciones de alimentos.
Otro aspecto problemático es el flujo migratorio dividido del siglo XIX.
El economista W. Arthur Lewis relaciona este panorama demográfico dual
con la productividad relativamente baja de la agricultura tropical en los
países de origen de migrantes, en comparación con la productividad
agrícola de las tierras templadas de donde provinieron los migrantes
blancos (Italia, Irlanda, Europa oriental, Alemania, etc.).[92] Es probable
que los migrantes de los países más productivos no estuvieran dispuestos a
emigrar con promesas de salarios tan bajos como los que podrían atraer a
migrantes de países menos productivos. Pero la exclusión de los no blancos
del mundo templado fue la consecuencia clara de políticas racistas en países
como Australia, Nueva Zelanda, Canadá y Estados Unidos. No es una
ironía señalar que los migrantes blancos pronto estarían comiendo más
azúcar, producido por los migrantes de color por salarios más bajos, y
produciendo, con salarios más altos, bienes manufacturados para el
consumo de los migrantes de color.
Así que la producción de azúcar siguió subiendo, y a un ritmo
vertiginoso, incluso cuando los centros de producción aumentaron en
número y en dispersión, las técnicas de coerción de la mano de obra se
hicieron en cierta forma menos descaradas, y los usos a los que se destinaba
el azúcar en el mundo desarrollado se volvieron más y más diferenciados.
La escalada tanto de la producción como del consumo dentro del imperio
británico debe verse como parte de un movimiento general más amplio aún.
Las cifras de la producción mundial de azúcar antes de mediados del
siglo XIX son poco confiables, y no hay forma de calcular las cantidades de
azúcar producido y consumido antes de llegar al mercado. Sabemos que el
consumo de azúcar en las antiguas colonias azucareras, como Jamaica, fue
siempre muy sustancial; en efecto, a los esclavos se les daba, como parte de
su ración, azúcar, melaza e incluso ron. En países como India, el antiguo
centro de la fabricación de azúcar, y Rusia, donde la producción de azúcar
de remolacha se estableció al cabo de una década de su invención en
Europa occidental, nuestro conocimiento de las cantidades producidas y
consumidas es incierto. Pero incluso si nos limitamos a lo que se puede
estimar de forma confiable, las cifras de la producción y el consumo
mundial de azúcar en los últimos dos siglos, aproximadamente, son
asombrosas.
En el año 1800 —para cuando, como vimos, el consumo británico había
crecido alrededor de 2 500% en 150 años— es posible que a través del
mercado mundial llegasen a los consumidores 245 mil toneladas de azúcar.
Casi todos esos consumidores eran europeos. Hacia 1830, antes de que el
azúcar de remolacha hubiera empezado a entrar al mercado mundial, la
producción total había ascendido a 572 mil toneladas, un aumento de más
del 233% en 30 años. Otros 30 años más tarde, en 1860, para cuando la
producción de azúcar de remolacha ya crecía rápidamente, la producción
mundial de sacarosa (tanto de remolacha como de caña) alcanzaba un
estimado de 1 373 millones de toneladas, otro aumento de más de 233%.
Para 1890 la producción mundial rebasó los 6 mil millones de toneladas, lo
que representó un aumento de casi 500% comparado con el de 30 años
antes. No es de sorprenderse que el doctor John (lord Boyd) Orr, en una
mirada retrospectiva hacia el siglo XIX, llegara a la conclusión de que el
dato nutricional más importante del pueblo británico era que se hubiese
quintuplicado su consumo de azúcar.[93]
Los detalles mismos del consumo son, por supuesto, mucho más
complejos. Pero por el momento basta decir que probablemente ningún otro
alimento en la historia del mundo haya tenido una trayectoria comparable.
Sin embargo, el porqué de ello no es una cuestión sencilla. Para comprender
cómo fue que el azúcar se ganó su lugar en la dieta británica será necesario
regresar al inicio de la historia.
3
CONSUMO

Para los que viven hoy en sociedades como Gran Bretaña o Estados Unidos
el azúcar es tan familiar, tan común y tan omnipresente que es difícil
imaginar un mundo sin él. Por supuesto, los que tienen ahora 40 años o más
tal vez recuerden el racionamiento de azúcar durante la segunda guerra
mundial, y los que han pasado un tiempo en sociedades más pobres pueden
haber notado que algunos pueblos parecen experimentar aún más placer que
nosotros al consumir azúcar.[1] Esta sustancia es hoy tan abundante e
importante en nuestra vida que se ha vuelto notoria: se lanzan campañas en
su contra, eminentes nutriólogos la atacan y la defienden, y en la prensa y
en el Congreso se emprenden batallas a favor y en contra de su consumo.
Ya sea que la discusión trate sobre comida para bebés, almuerzos escolares,
cereales para el desayuno, nutrición u obesidad, el azúcar figura en el
argumento. Si optamos por no comer azúcar necesitamos vigilancia y
esfuerzo, pues las sociedades modernas desbordan de ella.
Hace apenas unos siglos hubiera sido igual de difícil imaginar un
mundo tan rico en azúcar. Un escritor nos cuenta que cuando el Venerable
Beda murió en 735 d. C., le dejó su pequeño tesoro de especias, incluyendo
azúcar, a sus cofrades.[2] Si es verdadera, ésta es una referencia notable,
pues le siguen mucho años durante los cuales el azúcar no fue mencionado,
ni, cabe suponer, conocido casi en las islas británicas.
La presencia del azúcar fue reconocida por primera vez en Inglaterra en
el siglo XII. Lo más extraordinario de la dieta inglesa en esa época era su
monotonía y su escasez. En ese entonces, y por mucho tiempo, la mayoría
de los europeos producían sus propios alimentos localmente lo mejor que
podían. La mayoría de los alimentos básicos no llegaban lejos del lugar en
el que habían sido producidos; eran fundamentalmente las sustancias raras y
valiosas, consumidas sobre todo por los grupos más privilegiados, las que
se transportaban largas distancias.[3] “El pan casero en casi todas partes del
país —escriben Drummond y Wilbraham de Inglaterra en el siglo XIII— era
el sostén de la vida en aquellos días”.[4] El trigo era de gran importancia en
Inglaterra, pero en el norte del país se sembraban y se consumían en mayor
cantidad otros granos: centeno, trigo sarraceno, avena, cebada y
leguminosas como las lentejas y muchas otras. En las regiones pobres de
toda Europa era común que estos carbohidratos fueran primordiales, pues
los había en abundancia y eran más baratos que el trigo.
El resto de los alimentos, incluyendo carnes, productos lácteos,
vegetales y frutas, eran subsidiarios de los granos. Era la pobreza de los
recursos, no la abundancia, la que los hacía accesorios de la dieta basada en
las féculas. “A juzgar por los controles y regulaciones que todas las
autoridades establecían en Europa occidental para cubrir virtualmente toda
transacción, el grano era el núcleo de la dieta de los pobres”, escribió un
especialista.[5] Cuando fallaba la cosecha de trigo, la gente del sur de
Inglaterra optaba por el centeno, la avena o la cebada; en el norte, éstos ya
eran el alimento principal. “Estiraban su pan de grano con guisantes y
leguminosas, y aparentemente, en los años normales, consumían algo de
leche, queso y mantequilla”, pero en los peores años —como los llamados
años muertos de 1595-1597— hasta los productos lácteos quedaban fuera
del alcance de los más pobres.[6] En tiempos de necesidad, dijo William
Harrison, a finales del siglo XVI, los pobres “pasaban del trigo al salvado,
las leguminosas, los guisantes, la avena, la algarroba, las lentejas”.[7] Esta
gente probablemente renunciaba a su magro consumo de productos lácteos
y similares si ello significaba que podrían obtener mayor cantidad de
leguminosas, más llenadoras. Era muy frecuente, al parecer, que muchos
ingleses no tuvieran suficiente de ningún alimento; pero comían tanto pan
como era posible cuando las cosechas lo permitían.[8] Se puede suponer que
había un magro aporte de proteínas de aves domésticas, que probablemente
se coplementaba con aves silvestres, liebres y pescado, tanto frescos como
en conserva, y algunos vegetales y frutas.
Sin embargo, la clase trabajadora le tenía mucho miedo a los efectos de
la fruta fresca, supuestamente peligrosa si se la consumía en grandes
cantidades. La resistencia hacia la fruta fresca se remonta a los prejuicios
galénicos en su contra,[9] y la diarrea infantil, frecuente en el verano,
importante causa de mortalidad aún hasta el siglo XVII, sin duda reforzaba
ese miedo. Sir Hugh Platt (quien vuelve a aparecer más tarde en estas
páginas como un gourmet y bon vivant) tenía un sombrío consejo para sus
compatriotas en ocasión de la hambruna de 1596: cuando escaseaba la
harina aconsejó a los pobres: “hiervan sus legumbres, guisantes, bellotas y
demás en agua clara… y al segundo o tercer hervor, hallarán una extraña
alteración en el sabor, pues el agua habrá chupado y embebido la mayor
parte de su sabor rancio, entonces deben secarlos… y hacer pan con ello”.
[10] Incluso cuando se agotaran los cultivos sustitutos del trigo, escribe Platt

a modo de consuelo, los pobres podían optar por un “pan excelente hecho
con las raíces de Aarón o raíces de fécula” (el Arum maculatum).[11] El
panorama no es el de una necesidad crónica o en todo el país, pero
ciertamente tampoco el de una dieta general adecuada.
Entre el inicio de la peste bubónica, en 1347-1348 y el siglo XV, la
población de Europa disminuyó drásticamente y no empezó a aumentar otra
vez hasta más o menos de 1450 en adelante; la plaga siguió afectando la
vida económica hasta mediados del siglo XVII. Éstos fueron siglos en los
que a la agricultura europea le hizo falta mano de obra, pero incluso cuando
la población volvió a aumentar la agricultura inglesa siguió teniendo una
producción inadecuada. Hablando sobre la producción de granos para hacer
pan, el historiador de la economía Brian Murphy escribe: “Se puede decir
que las cosechas de los años 1481-1482, 1502, 1520-1521, 1526-1529,
1531-1532, 1535, 1545, 1549-1551, 1555-1556, 1562, 1573, 1585-1586,
1594-1597, 1608, 1612-1613, 1621-1622, 1630 y 1637 fueron tales que al
trabajador asalariado promedio, con una familia que alimentar, no puede
haberle quedado mucho después de comprar pan”.[12] Aunque se espaciaban
de forma irregular, los años malos promediaban uno de cada cinco durante
este periodo de 150 años. Murphy cree que reflejan “la variada usurpación
de los granos para el pan por parte de los animales”; es decir, la
competencia entre la producción de lana y la de granos alimenticios,
problema económico crítico en la Inglaterra del siglo XVI.
El siglo XVII parece dar evidencias de un cambio significativo. Entre
1640 y 1740 la población de Inglaterra creció de alrededor de cinco
millones a un poco más de cinco millones y medio, un ritmo menor que el
del siglo anterior y que tal vez refleje una mayor vulnerabilidad a las
enfermedades provocada por la mala nutrición o la difusión del consumo de
ginebra. Hubo malas cosechas en 1660-1661, 1673-1674, 1691-1693,
1708-1710, 1725-1729 y 1739-1740, lo que marca un empeoramiento del
ritmo, a razón de un mal año de cada cuatro durante ocho décadas. Sin
embargo, como lo señala Murphy, parece que para entonces ya había
suficiente grano, si es que las cifras de exportación significan algo. Entre
1697 y 1740 Inglaterra se convirtió en un exportador neto de granos, y hubo
dos años (1728 y 1729) en que exportó más de lo que importó. No obstante,
aunque continuaba la exportación de granos, “Seguía habiendo mucha gente
con el estómago vacío que, incluso con el pan barato, no tenía dinero para
llenarlo”.[13] La producción de grano parece haber tenido excedentes, pero
Murphy demuestra que se trató más bien de un problema de ingresos
bajísimos entre las clases trabajadoras.
Durante los siglos en los que el azúcar y otras sustancias poco
familiares iban entrando a la dieta del pueblo inglés, esa dieta seguía siendo
escasa y hasta inadecuada, para mucha gente, o la mayoría de ella. A la luz
de estas prácticas dietéticas, nutricionales y agrícolas podemos comprender
mejor el lugar que ocupó el azúcar en esa época.
Desde la introducción del azúcar en Inglaterra hasta finales del
siglo XVII, cuando se convirtió en un artículo codiciado —consumido
frecuentemente por los ricos, y pronto al alcance de muchos que
renunciarían a cantidades importantes de otros alimentos para obtenerlo—
nos encontramos con una producción agrícola limitada y una dieta poco
variada. Y aunque el consumo del azúcar aumentaba, no existe ninguna
evidencia concluyente de que mejorase la dieta básica de la mayoría. En
efecto, durante largo tiempo el azúcar y otras sustancias nuevas fueron las
únicas adiciones de importancia a la dieta inglesa. Para explicar esta adición
en particular tenemos que ver las maneras en que los ingleses aprendieron a
utilizar el azúcar.

El azúcar de caña —sacarosa— es una sustancia versátil. Sin embargo, en


los primeros siglos de su uso en el norte de Europa no era un producto
único e indiferenciado. Ya era posible obtener azúcares que variaban desde
el jarabe líquido hasta un sólido duro y cristalino, que iba de un color café
oscuro (“rojo”) al blanco hueso (así como muchos otros colores brillantes),
y en grado de pureza desde un mínimo hasta casi el 100%. Los azúcares
más puros eran valorados por razones estéticas, entre otras, y ya se ha hecho
referencia a la preferencia por las variedades blancas y finas,
particularmente para el uso médico-culinario. Cuanto más puro sea el
azúcar suele combinarse mejor con la mayoría de los alimentos, y es más
fácil de conservar. La historia del azúcar está marcada por preferencias
culturalmente convencionalizadas por una u otra variedad, y muchos
azúcares distintos evolucionaron con el tiempo para satisfacer preferencias
particulares.
Para los fines de este libro la sacarosa puede describirse inicialmente en
términos de cinco usos o “funciones” principales: como medicina, especia-
condimento, material decorativo, edulcorante y conservador. Sin embargo,
suele ser difícil separar estos usos entre sí. Por ejemplo, el azúcar utilizado
como especia o condimento difiere del que se usa como un edulcorante más
que nada por las cantidades empleadas en relación con otros ingredientes.
Además, los distintos usos del azúcar no evolucionaron en una secuencia
clara o en una progresión, sino que se traslaparon y se cruzaron; se
considera que una de las extraordinarias virtudes del azúcar es que cumple
más de un propósito a la vez. Sólo después que esos diversos usos se
multiplicaron, se diferenciaron y estaban ya firmemente arraigados en la
vida moderna, resulta apropiado añadir el uso del azúcar como alimento.
Este cambio final no empezó antes del siglo XVIII. Para entonces el azúcar
había rebasado sus usos tradicionales y —al menos en Gran Bretaña—
estaba afectando realmente, en forma revolucionaria, el antiguo patrón de
alimento básico y guarnición, carbohidrato complejo y saborizante, de la
mayoría de la humanidad.
Es casi imposible desentrañar los distintos usos del azúcar; sin embargo
es una labor valiosa. Hasta cierto punto, permite saber cómo los usuarios
mismos se hicieron más conscientes de la versatilidad del azúcar y cómo
reaccionaron ante ella de forma creativa. La mayoría de sus usos llegaron a
Inglaterra junto con los diversos tipos de azúcar, de regiones familiarizadas
desde hacía mucho tiempo con esta sustancia escasa y poco usual. Pero era
inevitable que, en manos de nuevos usuarios, los usos y significados del
azúcar cambiaran de ciertas formas, para convertirse en algo que no eran
antes. Una visión general aunque fugaz de sus usos principales, contra un
telón de fondo de cambios, puede sugerir cómo sucedió esto.
El azúcar como especia o condimento altera el sabor de la comida como
cualquier otra especia —el azafrán, por ejemplo, o la salvia, o la nuez
moscada— pero sin endulzarla notoriamente. Hoy en día se utiliza tanta
sacarosa en el mundo moderno que un uso restringido de este tipo puede
parecer extraño, pero cualquier cocinero experimentado está familiarizado
con esta práctica arcaica. El azúcar como material decorativo debe
mezclarse primero con otras sustancias, como goma arábiga (extraída de los
árboles Acacia senegal y Acacia arabica, entre otros), aceite, agua o, a
menudo, nueces molidas (en particular almendras blanqueadas); puede
entonces hacerse una masa flexible, sólida como la arcilla o como pasta,
que puede moldearse antes de que se endurezca; una vez firme, se la puede
decorar, pintar y exhibir, para después comerla. Es muy posible que estas
prácticas derivadas se hayan originado en los usos del azúcar en la medicina
y las observaciones de su naturaleza registradas por los médicos. Sin
embargo, parece seguro que el azúcar se conoció inicialmente en Inglaterra
como especia y medicina, y su utilidad medicinal ha persistido durante
siglos; en realidad nunca se ha perdido por completo, aunque tiene un papel
mucho menos importante en la práctica moderna. El azúcar como
edulcorante nos parece algo obvio, pero el cambio de especia a edulcorante
fue importante desde el punto de vista histórico, y el uso del azúcar en Gran
Bretaña cambió en términos cualitativos cuando esto resultó
económicamente posible. Por último, la conservación de alimentos puede
haber sido uno de los propósitos más antiguos del azúcar, y en la historia de
Inglaterra esta función siempre fue importante pero se hizo cualitativa y
cuantitativamente distinta en la época moderna.
Tras un momento de reflexión veremos por qué estos usos se traslapan.
Mientras el azúcar utilizado de forma decorativa solía comerse después de
exhibirse, el que se empleaba para cubrir las medicinas era al mismo tiempo
conservador y medicinal. La fruta conservada en jarabe o en azúcar
semicristalino se comía junto con su cubierta, que también era dulce. Sin
embargo, podemos observar que los usos eran añadidos y ocasionalmente
descartados a medida que el consumo de azúcar crecía de manera constante.
Las diferencias en la cantidad y en la forma del consumo expresaban
diferencias sociales y económicas dentro de la población nacional.

Cuando se lo introdujo a Europa en 1100 d. C., el azúcar se agrupaba con


las especias —pimienta, nuez moscada, macis, jengibre, cardamomo,
cilantro, galingale (pariente del jengibre), azafrán y otras parecidas—. En su
mayoría eran importaciones tropicales escasas y costosas (y exóticas),
utilizadas con parquedad por los pocos que podían comprarlas.[14] En el
mundo moderno lo dulce no es un “sabor de especia”, sino que se
contrapone a otros sabores de todas clases (a lo agrio como en lo
“agridulce”, a lo ácido como en lo “acidulado”, a lo picante como en el
“chorizo picante” y el “chorizo dulce”), así que hoy en día es difícil ver el
azúcar como un condimento o especia. Pero mucho antes de que la mayoría
de los europeos del norte llegaran a conocerlo, se consumía ya en grandes
cantidades como medicina y especia en el Mediterráneo oriental, en Egipto
y en todo el norte de África. Su utilidad medicinal ya había sido firmemente
establecida por los médicos de esa época —incluyendo a los judíos
islamizados, los persas y los cristianos nestorianos, que trabajaban en todo
el mundo islámico, desde India hasta España— y entró lentamente a la
práctica médica europea a través de la farmacología árabe.
Como especia, el azúcar era apreciado por los ricos y los poderosos de
la Europa occidental, al menos a partir de las cruzadas. Por “especia”
entendemos aquí esa clase de “producciones vegetales aromáticas”, para
citar la definición del diccionario Webster, “utilizadas en la cocina para
sazonar la comida y dar sabor a las salsas, los encurtidos, etc.”. Estamos
acostumbrados a no pensar en el azúcar como una especia. Este hábito
mental señala los profundos cambios que en el uso y los significados del
azúcar, en la relación entre éste y las especias, y en el lugar de lo dulce en
los sistemas alimentarios de Occidente, se han dado desde 1100.
En el siglo XIV —para cuando ya podemos precisar con cierta certeza el
lugar del azúcar en los hogares ingleses— la Crónica de Joinville delata de
forma conmovedora la ignorancia europea sobre el origen y la naturaleza de
las especias, entre las que aún se incluía el azúcar. Impresionado por el
Nilo, que creía se originaba en algún lejano paraíso terrenal, Joinville lo
describe así:

Antes de que el río entre a Egipto la gente que tiene costumbre de hacerlo tiende sus redes en
él por la noche; y al llegar la mañana encuentran en ellas artículos que se venden por su peso y
se traen a nuestras tierras, a saber, jengibre, ruibarbo, madera de áloe y canela. Y se dice que
estas cosas provienen del paraíso terrenal de la misma forma en que el viento sopla por entre
la madera seca en los bosques de nuestra propia tierra; y la madera seca de los árboles del
paraíso que cae en el río nos es vendida por los comerciantes.[15]

Creyera o no este amigo y biógrafo de san Luis que las especias se


pescaban en el Nilo, su descripción confirma de manera encantadora el
carácter exótico de las mismas, que en su mayoría eran de origen tropical
(como el azúcar).
Se han propuesto varias explicaciones para la popularidad de las
especias entre los privilegiados de Europa, especialmente la escasez crónica
de forraje invernal antes de 1500, lo que conducía a una gran matanza en el
otoño y a la subsecuente necesidad de comer carnes curadas, saladas,
ahumadas, especiadas y, en ocasiones, podridas. Pero quizá baste recordar
cuán placenteramente las sustancias aromáticas, acres y saladas, ácidas,
amargas, aceitosas, picantes y de otros sabores pueden realzar una dieta
monótona. Las especias también pueden ayudar en la digestión. Hasta los
que no tienen suficiente que comer pueden aburrirse de su comida. Los
ricos y poderosos de Europa pusieron de manifiesto su deseo de hacer su
dieta digerible, variada, contrastante y —desde su propio punto de vista—
sabrosa:

La razón del uso inmoderado de especias puede encontrarse en parte en las


ideas sobre la dieta en boga durante la Edad Media. Casi todos sabían que la
enorme cantidad de carne que se servía en un banquete, o incluso en una
comida normal, le imponía una pesada carga a la digestión, y por ello
utilizaban canela, cardamomo, jengibre y muchas otras especias para
estimular la acción del estómago. Hasta cuando no estaban sentados a la
mesa consumían a voluntad confites de especias, en parte para ayudar a la
digestión y en parte para gratificar el apetito. Es fácil pensar también que en
una época en la que se consumían con liberalidad carnes y pescados que ya
no estaban frescos, las especias se utilizaban para enmascarar su incipiente
descomposición. De cualquier forma, sea cual sea la razón, la mayoría de
los platillos se atiborraban de especias, fuera o no necesario. Por lo general,
posiblemente debido a que venían de Oriente, el azúcar se clasificaba entre
las especias.[16]

El azúcar figura en estos usos de forma importante. El Libelle of Englyshe


polycye (1436) de Adam de Moleyns, un himno al poder marítimo inglés, le
daba escasa importancia a todas las importaciones provenientes de
Venecia… pero no al azúcar:

Los grandes galeones de Venecia y Florencia


Vienen bien cargados con objetos de complacencia,
Guardan todas las especias y otros productos
Con vinos dulces y toda clase de cosas,
Monos y bromas y marmosas con cola,
Insignificancias de poco valor,
Objetos que nos enceguecen alegremente
Con cosas que compramos y que no duran nada
Ni siquiera las drogas importadas eran esenciales, pensaba Moleyns; pero
añade:

Y si no pudiese escoger más que una,


sería el azúcar, cree en lo que te digo.[17]

En los primeros libros de cocina de los que tenemos noticia, es muy claro el
lugar del azúcar como especia, uso que puede documentarse con cierto
detalle. Pero la primera mención escrita del azúcar, si omitimos al
Venerable Beda, se encuentra en los registros oficiales de ingresos y egresos
reales de Enrique II (1154-1189). Este azúcar se usaba como condimento y
se compraba directamente para la corte. Las cantidades involucradas deben
haber sido muy pequeñas: sólo la realeza y los muy ricos podían haber
pagado los precios del azúcar en esa época. En 1226 Enrique III le pidió al
alcalde de Winchester que le consiguiera tres libras de azúcar de Alejandría
(egipcia), si es que podía encontrar tanta entre los comerciantes de la gran
feria de Winchester.[18]
En el siglo XIII el azúcar se vendía tanto por pieza como por peso, y
aunque su precio sólo lo ponía al alcance de los más ricos, se lo podía
encontrar hasta en los pueblos más remotos.[19] Se dice que el azúcar de
Beza era el más utilizado; “el que provenía de Chipre y de Alejandría era el
que se tenía en más alta estima”.[20] Pero los nombres del azúcar en
aquellos tempranos siglos también se improvisaban, como el “Zuker
Marrokes” de los registros contables de 1299, el “azúcar de Sicilia” y el
“azúcar de Barbaria”, según cita el diccionario Oxford. Para 1243,
Enrique III pudo ordenar la compra de 300 libras de “zucre de Roche”,
posiblemente azúcar en trozos, entre otras especias.[21] Para 1287, durante
el reinado de Eduardo I, la casa real utilizaba 677 libras de azúcar común
así como 300 libras de azúcar de violetas y 1 900 libras de azúcar de rosas.
[22] Al año siguiente, el consumo de azúcar de la casa real subió

bruscamente a 6 258 libras.[23]


A pesar de su precio, la popularidad del azúcar como especia ya se
estaba extendiendo. La notable contabilidad de la condesa de Leicester
durante siete meses de 1265, que la historiadora Margaret Labarge utilizó
en su excelente descripción de una casa noble, menciona con frecuencia el
azúcar. “Solía pensarse —escribe Labarge— que el azúcar era desconocido
hasta finales de la Edad Media, y que para endulzar sólo se usaba la miel;
pero un estudio detallado de las cuentas muestra que hacia mediados del
siglo XIII el azúcar se utilizaba continuamente en los hogares ricos”.[24] Las
cuentas domésticas del obispo de Swinfield de 1289 a 1290 mencionan la
compra de “más de cien libras de azúcar —la mayoría en panes burdos—
así como de regaliz y doce libras de dulces”.[25] La contabilidad doméstica
del obispo de Hereford correspondiente al mismo año muestra azúcar
comprado en Hereford y en Ross-on-Wye.[26]
Los registros de la condesa señalan tanto “azúcar común” como azúcar
blanco en polvo. El “azúcar común” eran probablemente panes
cristalizados, refinados sólo de manera imperfecta; mientras más blanco,
más caro era el producto. En esos siete meses de 1265 en los que tenemos
conocimiento de los gastos domésticos de la condesa, se compraron 53
libras de pimienta (probablemente Piper nigrum, pimienta de la India), lo
que puede sostener la opinión de que el azúcar se utilizaba como
condimento.
Las cantidades de los distintos tipos de azúcar importado fueron
aumentando de forma gradual en el siglo siguiente, pero parece indudable
que esto se debió a que las clases privilegiadas lo consumían en mayor
cantidad, no a que sus usos se estuvieran extendiendo hacia abajo. Hacia
principios del siglo XV los cargamentos de azúcar ya se habían vuelto
sustanciales —el galeón de Alexander Dordo trajo 23 cajas en 1443—,
algunos más refinados que los demás, “kute”, más tarde “cute”, del francés
cuit, “cocido”. El azúcar moreno menos refinado, parcialmente limpio y
cristalizado, se importaba en cajones —el “azúcar casson”, más tarde
llamado cassonade—, que se encuentra en los inventarios de los abarroteros
de mediados del siglo XV. Este azúcar podía refinarse aún más, pero las
refinerías comerciales no surgieron en Inglaterra hasta un siglo después.
La melaza, que aparentemente llegó a Inglaterra hacia finales del
siglo XIII, se distinguía de los demás tipos de azúcar. Provenía de Sicilia,
donde se la fabricaba junto con el azúcar moreno y de otros tipos; habían
empezado a despacharla los comerciantes de Venecia en los galeones de
Flandes que realizaban sus viajes anuales.[27] (Antes de principios del
siglo XVII no hay ninguna mención del ron fabricado de melaza).[28]
Hacia finales del siglo XVI, cuando la producción de las islas del
Atlántico estaba ocupando el lugar de los azúcares del norte de África y del
Mediterráneo, hubo una cierta caída en los precios, pero éstos volvieron a
subir a mediados del siglo XVI. En el mejor de los casos, el azúcar seguía
siendo un producto importado y costoso, y aunque estaba cobrando
importancia en las celebraciones y rituales de los poderosos, continuaba
estando fuera del alcance de casi todos; era un artículo suntuario, más que
una mercancía. La descripción del inventario de un tendero en el año 1446
incluye azafrán, sándalo en polvo, utilizado más como especia que como
aroma, y azúcar, así como anteojos, tocados para capellanes y sacerdotes, y
objetos similares, difícilmente considerados artículos de primera necesidad.
[29] Pero es fácil documentar que los distintos tipos de azúcar ya tenían

mucha importancia para los ricos y los poderosos. Los primeros libros de
cocina ingleses en cuyas recetas se lo incluye se remontan a finales del
siglo XIV, fecha en que el azúcar ya era conocido y utilizado por las clases
privilegiadas de Inglaterra. Estas recetas dejaban muy claro que el azúcar
era percibido como un segmento de un espectro —no un cuadrángulo o un
tetraedro— de gustos, que podía realzar o esconder los sabores subyacentes
de la comida. El uso relativamente indiscriminado del azúcar en carnes,
pescados, vegetales y otros platillos es una evidencia de que en esa época el
azúcar se consideraba una especia.
William Hazlitt, quien leyó e interpretó muchos libros de cocina
tempranos, muestra su desdén por la “unión antinatural de la carne con lo
dulce”, cuya fuente sitúa (probablemente de forma poco exacta) en el
“budín prehistórico del rey Arturo”: “Ese matrimonio de la fruta con el
producto animal —grasa y ciruelas— que nosotros los posarturianos
consideramos con cierta repugnancia fastidiosa pero que, sin embargo, duró
hasta la era isabelina y jacobina, no, no llegó a la garganta de nuestros
señores convertidos en rebeldes”.[30] Hazlitt confiesa que ese “matrimonio”
nunca se desvaneció por completo de la cocina inglesa. Pero se equivocaba
al tratarlo como una tradición continua que podía remontarse a un pasado
semimítico y suponer, como dice, que “sobrevive entre nosotros sólo bajo la
forma modificada de guarniciones tales como la jalea de grosella y el puré
de manzana”.[31]
Un rasgo sorprendente de los usos del azúcar en el siglo XIV es su
combinación frecuente con la miel, como si los sabores de las dos
sustancias no sólo fueran distintos (que, por supuesto, lo son) sino también
mutuamente beneficiosos. Sin embargo, se revela una vez más el carácter
de condimento de estas sustancias dulces, ahora en las recetas mismas que
requieren salsas para el pescado y la carne: sólidas, saladas, profusamente
condimentadas, cuya base es la harina de arroz; bebidas especiadas que han
de ser “mitigadas” con azúcar refinado en caso de que tengan demasiadas
especias; etcétera.[32]
El azúcar y otras especias se combinaban en platillos que no tenían un
sabor exclusiva o preponderantemente dulce. A menudo, la comida se
machacaba o aplastaba, y se la condimentaba tanto que su sabor distintivo
quedaba oculto: “Casi cualquier platillo, fuera cual fuera su nombre, era
blando y cremoso, con sus ingredientes principales disfrazados por la
adición de vino, especias o vegetales. Prácticamente todo tenía que ser
machacado o cortado en trozos pequeños y mezclado con alguna otra cosa,
de preferencia con un sabor tan fuerte que disfrazara el de casi todos los
demás ingredientes”.[33] Esto se debía quizás a la ausencia de tenedores en
la mesa; pero difícilmente explica el condimento. En su análisis de la cocina
medieval inglesa el historiador británico William Mead enumera pocas
recetas sin azúcar y, como Hazlitt, parece molesto por la presencia del
mismo. “Todo el mundo está consciente —nos dice— de que no hay nada
más nauseabundo que una ostra espolvoreada con azúcar. Sin embargo
tenemos más de una receta antigua que recomienda esa combinación”.[34]
No obstante, la receta que cita (“Ostra en salsa bastarda”) combina el jugo
de la ostra, cerveza, pan, jengibre, azafrán, pimienta en polvo y sal, junto
con el azúcar; puesto que no se especifican las proporciones, no hay
evidencia de que las ostras tuvieran efectivamente gusto dulce. Hay que
admitir que su sabor debe haber estado muy lejos del de las ostras que
nosotros conocemos. Pero los admiradores de las ostras Rockefeller y
maravillas similares pueden no disgustarse tanto como Mead.
Quizás autores como Hazlitt y Mead no se opongan tanto al gusto dulce
como a su conjunción con otros sabores. Parece indudable que esas
preferencias pueden cambiar con el tiempo e incluso a un ritmo muy rápido.
Mientras Mead deplora el uso del azúcar con el puerco frito (“Esas
delicadezas —dice— no son para nuestro tiempo”),[35] las notas de Thomas
Austin a finales del siglo XIX para el libro Two fifteen-century cookery-
books [Dos libros de cocina del siglo XV] relatan que el puerco “era
consumido últimamente con [azúcar] en el Colegio de St. John, en Oxford”.
[36] De The forme of cury, compilado alrededor de 1390 por los maestros

cocineros de Ricardo II, nos llegan veintenas de recetas que ilustran bien el
carácter de especia del azúcar. “Egurdouce” (aigredouce en francés) se
hacía utilizando conejo o cabrito con una salsa agridulce, como sigue:

Tome conejos o cabrito y córtelos en pedazos crudos; y fríalos en grasa blanca. Tome
grosellas secas y fríalas, tome cebollas y hiérvalas, y píquelas pequeñas y fríalas; tome vino
tinto, azúcar, con polvo de pimienta, de jengibre, de canela, sal, y mézclelo todo; y déjelo
reposar con una buena cantidad de grasa blanca, y sírvalo.[37]

Aún más ilustrativa es la receta de los “Pollos en caldero”:

Tome unos pollos y hiérvalos en un buen caldo [juntos y bien apretados]. Luego tome yemas
de huevo y el caldo y cerveza, y mézclelos. Luego añada polvo de jengibre y suficiente
azúcar, azafrán y sal; póngalo sobre el fuego sin que hierva, y sirva los pollos enteros o
cortados, y vierta la salsa encima.[38]

Aunque existen muchas recetas en las que el azúcar figura como ingrediente
principal, especialmente para pastelería y vinos, las que se basan en carne,
pescado, ave o vegetales, si lo incluyen, suelen enlistarlo junto con
ingredientes como la canela, el jengibre, el azafrán, el galingale y el polvo
de sándalo.
Este uso del azúcar como especia puede haber llegado a su cima en el
siglo XVI. Al poco tiempo, los precios, el abasto y los usos habituales
empezaron a cambiar con rapidez y de forma radical. No resulta
sorprendente que el uso del azúcar como especia tendiera a desaparecer a
medida que el producto se hacía más abundante. Pero su utilización como
condimento sobrevive en cierto número de áreas marginadas que merecen
una mención. Las galletas o los bizcochos asociados con la temporada
navideña suelen combinar azúcar y especias (jengibre, canela y pimienta,
por ejemplo), a la usanza antigua; lo mismo se aplica a las aves para esas
fiestas, como el pato o el ganso, con los que se combinan mermeladas de
frutas, azúcar moreno y salsas dulces; y a los jamones, usualmente
preparados con clavos, mostaza, azúcar moreno y otros saborizantes
especiales para los platillos navideños. No obstante, esta aparente
asociación actual del azúcar para usos ceremoniales es engañosa. Más que
un cambio de uso, lo que demuestran es lo que los antropólogos han
sostenido desde hace mucho tiempo: que las festividades a menudo
conservan lo que se pierde en la vida cotidiana. El mundo en el que el
azúcar se utilizaba principalmente como condimento se desvaneció hace
mucho tiempo; ahora el azúcar nos rodea. Igual que quitarse el sombrero
para saludar, o bendecir la mesa, hornear y comer pan de jengibre es una
manera de conectarse con el pasado.

Hacia el siglo XVI el hábito de utilizar azúcar como decoración, que se


extendió por la Europa continental desde el norte de África y en particular
de Egipto, empezó a extenderse fuera de la nobleza, Para comprender este
uso decorativo tenemos que tocar brevemente dos aspectos de la
manufactura de azúcar. En primer lugar, la sacarosa pura es blanca. Para
hacer el azúcar blanco moderno se hierve el agua hasta que la sacarosa se
cristaliza, y se quitan las impurezas; después de algunos otros pasos
(complejos), la melaza se separa por centrifugación de los cristales color
café. Pero los primeros azúcares no podían refinarse hasta alcanzar la
blancura del producto moderno, puesto que las técnicas de refinación eran
limitadas. No eran muy blancos y, mientras más blancos, más caros eran. La
preferencia de los europeos por los tipos de azúcar más blancos pueden
haber sido una imitación del gusto de los árabes, entre los cuales el
consumo de azúcar ya era un hábito antiguo. Pero la asociación entre
blancura y pureza también era antigua en Europa. Por ello, el azúcar blanco
solía prescribirse en las medicinas, y las combinaciones de alimentos
blancos (pollo, crema, etc.) gozaban a veces de una popularidad fuera de
proporción con su eficacia terapéutica.
En segundo lugar, el azúcar se puede conservar, tanto más cuando está
altamente refinado. Los insectos y los animales se lo pueden comer, por
supuesto, y no resiste una larga exposición a la humedad, pero conviene
recordar que bajo circunstancias favorables las sustancias hechas con azúcar
pueden ser durables.
A estas dos características del azúcar podemos añadir una más: la
relativa facilidad con la que otros productos comestibles pueden combinarse
con él, sea en su forma sólida o líquida. Entre éstos, un aditivo de la mayor
importancia en el uso europeo y claramente difundido a partir del Medio
Oriente y del norte de África era la almendra. Aunque en Europa no se
encuentra documentación sobre el mazapán hasta finales del siglo XII,[39]
antes de esta fecha ya se lo conocía y preparaba en Medio Oriente. El
azúcar también se combinaba con aceite de almendras, con arroz, con agua
perfumada y con diversas resinas. Las recetas para estas combinaciones
abundan en los textos de los siglos XVI y XVII; aunque no es fácil rastrearlas
hasta recetas egipcias específicas, parece probable una conexión (vía
Venecia, en particular).
La característica importante de estas recetas es que las pastas que de
ellas resultaban se utilizaban para esculpir formas con un aspecto estético,
pero también conservables y comestibles. Según se nos dice, el califa del
siglo XI, al-Zahir, a pesar de la hambruna, la inflación y la plaga, celebró las
festividades islámicas con “obras de arte de los confiteros”, que incluían
157 figuras y siete palacios grandes (¡del tamaño de una mesa!), todos
hechos de azúcar. Nasir-i-Chosrau, un visitante persa que viajó por Egipto
en 1040 d. C., reporta que el sultán usó 73 300 kilos de azúcar para el
Ramadán; en su mesa festiva, se nos dice, se alzaba un árbol entero hecho
de azúcar, y otros adornos grandes. Y al-Guzuli (1412) brinda un notable
relato acerca de la celebración del califa, en la que se construyó toda una
mezquita de azúcar y al final de la celebración se invitó a los mendigos a
que se la comieran.[40]
No es sorprendente que al poco tiempo se difundieran a Europa
prácticas análogas. Pastas de marchpane (mazapán) y otras por el estilo se
utilizaban en los banquetes reales franceses del siglo XIII.[41] Pronto los
barquilleros y los reposteros del continente cruzaron de Francia a Inglaterra
para practicar ahí su arte. Los dulces se basaban principalmente en la
combinación de azúcar con aceite, nueces molidas y gomas vegetales, para
formar una sustancia maleable parecida a la arcilla. A partir de esta “arcilla”
dulce y conservable se podía esculpir un objeto a cualquier escala y casi con
cualquier forma, y hornearlo o dejarlo endurecer. Estos adornos, llamados
“sutilezas”, servían para marcar intervalos entre los “servicios” del
banquete, cada uno de los cuales consistía en realidad en varios platillos
diversos. Así por ejemplo, en la boda de Enrique IV y Juana de Navarra, en
1403, tres servicios de “carne” (cada uno de ellos consistente en realidad en
varios platos, no todos hechos de carne) eran seguidos por tres de
“pescado”, y cada serie concluía con una “sutileza”:

Filetes en galantina. Carne real [un platillo preparado con arroz, especias, vino y miel].
Costilla [de res o de borrego]. Cisnes tiernos. Capón cebado. Chewetys [postres]. Una sutileza.
[42]

Las sutilezas tenían formas de animales, objetos, edificios, etc., y puesto


que el azúcar era deseable y caro, eran admiradas y consumidas. Pero el
valor de los ingredientes y las grandes cantidades que se requerían
restringieron en un principio estas prácticas al rey, la nobleza, los caballeros
y la Iglesia. Al principio, los adornos eran importantes sencillamente
porque eran tanto bonitos como comestibles. Pero con el tiempo, los
impulsos creativos de los reposteros se reclutaron para un servicio
esencialmente político-simbólico, y las sutilezas cobraron mayor
importancia. Un comentarista escribe: “en aquellos emblemas azucarados
no sólo se transmitían elogios, sino incluso velados reproches a los herejes
y a los políticos”.[43] Para la realeza, lo que había comenzado como
“Conservas y mazapanes con diversas formas, como castillos, torres,
caballos, osos y monos”, se transformó en objetos portadores de mensajes
que podían utilizarse para expresar algo. En la coronación de Enrique IV
dos sutilezas distintas, ampliamente descritas en la literatura, escenifican el
extraño significado de un alimento que podía ser esculpido, sujeto a
comentarios, admirado y leído antes de ser consumido. Uno de ellos era:
Una sutileza de san Eduardo y de san Luis armado, ambos con cota de mallas, sosteniendo
entre ambos una figura parecida a la del rey Enrique, de pie, también con cota de mallas, y un
escrito que pasa entre los dos diciendo: “Contemplad. Caballeros perfectos bajo una misma
cota”.

La otra era una “advertencia” —uno de los nombres utilizados para las
sutilezas, generalmente cuando precedían un “servicio”— dirigida en contra
de los lollardos, secta de disidentes religiosos. Ésta era acerca de “el
emperador y el rey que murió, armados, y sus insignias, y el rey actual,
arrodillado frente a ellos, diciendo”:

En contra de los no creyentes el Emperador Segismundo


Ha dejado caer su poder, que es imperial;
Desde entonces Enrique V fue reconocido como un noble caballero
Por defender la causa de Cristo en batalla.
Adorando a la iglesia, hizo caer a los lollardos,
Para dar ejemplo a los reyes posteriores…[44]

Adornos de este estilo seguían cada servicio, y los textos que los
acompañaban confirmaban los derechos y privilegios del rey, su poder y, en
ocasiones, sus intenciones. La naturaleza altamente privilegiada de estos
adornos descansaba en la escasez de las sustancias utilizadas; casi nadie
más que un rey podía costear tales cantidades. Pero ser capaz de ofrecer a
sus invitados un alimento tan atractivo, que también encarnaba la riqueza, el
poder y el estatus del anfitrión, debe de haber representado un placer
especial para el soberano. Al comer estos extraños símbolos de su poder,
sus invitados hacían válido ese poder.
Resulta clara la conexión entre las complejas preparaciones de
comestibles dulces y la validación de la posición social. Poco tiempo
después, un comentarista pasó grandes penas para explicar que los
comerciantes ahora escogían y seleccionaban con tanto cuidado los
alimentos que servían en sus banquetes que a veces eran “comparables con
la nobleza de la tierra”:
En esos casos hay también jaleas de todos colores, mezcladas con gran
variedad en la representación de distintas flores, hierbas, árboles, formas de
bestias, peces, aves y frutas, y además mazapanes elaborados con gran
curiosidad, tartas de matices variados y distintas denominaciones, conservas
de frutas secas, importadas o del país, caramelos, confites, mermeladas,
mazapán, pan de azúcar, pan de jengibre, florentinas, aves silvestres,
venado de toda clase, y numerosos dulces exóticos, todo endulzado con
azúcar.[45]

Para el siglo XVI los comerciantes, tanto como los reyes, exhibían y
consumían esos productos.
Como sustancia aún escasa, asociada con el comercio extranjero, la
nobleza y la distinción suntuaria, el azúcar se había vuelto deseable casi
desde el momento en que su importación se estabilizó, en el siglo XIV. Pero
no era atractivo sólo como una especia o como un artículo de consumo
directo. A medida que los poderosos usaban cada vez más los distintos tipos
de azúcar, los vínculos entre este consumo y las redes mercantiles del reino
se hacían más íntimos. Y cuanto más se relacionaba con los nexos
ceremoniales de ciertas formas de consumo, mayor era su peso simbólico o
“voltaje” en la vida inglesa.
La Historia de la poesía inglesa de Thomas Warton documenta de
manera incidental la importancia creciente del banquete como forma
simbólica de validación de los poderes y de la autoridad, incluso entre los
estudiosos y los clérigos, ya en el siglo XV:
Estos banquetes académicos llegaron a tales excesos que en el año de 1434 se ordenó que
ningún candidato a doctor en artes podía gastar más de 3 mil gruesas turinesas… No obstante,
Neville, quien fuera después obispo de York, en ocasión de su admisión al grado de maestro
en artes en 1452, agasajó a los académicos y a muchos extraños durante dos días
consecutivos, en dos convivios que consistieron en novecientos platillos costosos… Y esta
reverencia hacia el aprendizaje y la atención a sus instituciones no se limitaba al círculo de
nuestras universidades.
Era tal la pedantería de la época que en el año de 1503 el arzobispo Wareham, canciller de
Oxford, en su banquete de investidura ordenó que se presentara como primer servicio un
platillo curioso, en el que se exhibían las ocho torres de la universidad. En cada torre se
encontraba un bedel; y bajo las torres había figuras del rey, a quien el canciller Wareham,
rodeado por numerosos doctores apropiadamente vestidos, le presentaba cuatro versos latinos,
que eran contestados por su majestad. El “platillo curioso” era una sutileza enteramente hecha
de azúcar.[46]

Sin duda hacia finales del siglo XVI, y probablemente incluso antes, la
creación de sutilezas, aunque fuesen modestas, se daba en familias bien
colocadas en el estrato superior de la sociedad inglesa, pero que no eran ni
nobles ni demasiado ricas. El clásico libro de cocina del siglo XVI de
Partridge (1584), dedicado sobre todo a recetas en las que el azúcar figura
como condimento (para hornear pollo, freír calabazas, sazonar o asar conejo
u hornear una lengua de buey), contiene también recetas como la del
mazapán, que aparece plagiada en mayor o menor medida en muchos otros
libros posteriores:

Tome… almendras blanqueadas… azúcar blanco… agua de rosas… y agua de Damasco…


machaque las almendras con un poco de la misma agua y muélalas hasta que estén pequeñas:
colóquelas sobre unos cuantos carbones ardiendo hasta que espesen, luego bátalas de nuevo
con el azúcar, fino… mézclelas con las aguas aromáticas y… forme su mazapán. Luego tome
barquillos… tenga listo un aro de vara verde de avellano… coloque este aro sobre sus
pastelillos de mazapán… corte las partes sobrantes de los pastelillos… colóquelos sobre un
hogar caliente… y mientras esté húmedo puede llenarlo de confites de colores variados. Si se
seca por completo… un mazapán puede durar muchos años. Es un alimento reconfortante,
adecuado para personas débiles, como las que han perdido el apetito por alguna enfermedad
grave y larga…[47]

Aquí el azúcar se combina con otras sustancias en una golosina decorativa


que se conserva de forma indefinida y que supuestamente posee
propiedades medicinales especiales, lo que basta para entender por qué
resulta difícil una clasificación del azúcar según sus diferentes usos. En
capítulos posteriores Partridge hace más explícita su insistencia en la
ornamentación. Las golosinas se decoran con formas de animales y palabras
recortadas de oro laminado (es significativo el lazo entre el azúcar y el oro,
en combinación con rarezas tales como las almendras y el agua de rosas).
Instruye a sus lectores a combinar goma de tragacanto con agua de rosas, a
lo que se añade jugo de limón, clara de huevo y “azúcar blanco fino, bien
molido hasta lograr polvo”, para formar una pasta suave. “Con ésta pueden
luego formarse objetos —todo tipo de frutas y otras cosas bellas—, con su
forma, como platones, platos, vasos, tazas y objetos similares, con los que
puede decorarse una mesa”. Una vez hechos y admirados, estos objetos
pueden ser consumidos por los invitados: “Al final del banquete, pueden
comérselo todo, y partir los platones, platos, vasos, tazas y todas las cosas,
pues esta pasta es muy delicada y sabrosa”.[48]
Los libros de cocina de las décadas siguientes complementaron las
técnicas de Partridge. El libro de sir Hugh Platt, Accomplisht ladys delight
in preserving physick and cookery [El cumplido deleite de las damas en
conservas, curación y cocina], apareció por primera vez poco tiempo
después del de Partridge, y pasó al menos por once ediciones muy exitosas.
Brinda instrucciones detalladas para hacer “fantasías en obras de azúcar”,
incluyendo “botones, rostros, dijes, serpientes, caracoles, ranas, rosas,
cebollines, zapatos, zapatillas, llaves, cuchillos, guantes, cartas, nudos, o
cualquier otro pastelillo para adorno de un banquete”.[49]
Para 1660 las sutilezas estaban siendo prescritas para los ricos a una
escala que dejaba muy atrás los “botones, rostros, dijes y serpientes”.
Robert May era un cocinero profesional que vivió durante los reinados de
Isabel, Jaime I, Carlos I, Cromwell y Carlos II, cuando las sutilezas eran un
acompañamiento obligado para toda celebración. May escribía para los
plebeyos ricos, y sus recetas sugieren un verdadero intento por imitar las
pretensiones de la realeza; una especie de lèse majesté de un confitero.
“Hacer la forma de un barco con cartón”, les aconseja a los que, aunque
ricos, no pueden costearse sutilezas hechas por completo de mazapán.
Luego describe de una manera exquisitamente detallada un asombroso
adorno de escultura de azúcar, terminado con un venado que “sangra” vino
tinto cuando se quita una flecha del flanco, un castillo que dispara su
artillería hacia un buque de guerra, tartas doradas de azúcar rellenas con
ranas y pájaros vivos, y mucho más. Los adornos de May terminaban con
las damas lanzándose mutuamente cascarones de huevo llenos de agua
perfumada para contrarrestar el olor de la pólvora. “Éstas eran
anteriormente las delicias de la nobleza —les cuenta a sus lectores—, antes
de que las buenas costumbres domésticas hubieran dejado Inglaterra, y
cuando la espada realmente actuaba, lo que tan sólo se imitaba en ejercicios
tan honestos y loables como éstos”.[50]
Mientras que los reyes y los arzobispos exhibían magníficos castillos de
azúcar y caballeros montados a caballo, las clases altas con aspiraciones
empezaron a combinar buques de guerra hechos de “pasta común” con
armas de mazapán para lograr efectos sociales análogos en sus mesas
festivas. Probablemente algunos de ellos acababan de ascender a la nobleza;
otros eran prósperos comerciantes o terratenientes. Las técnicas utilizadas
para impresionar a sus invitados y validar su estatus por medio del consumo
siguieron filtrándose hacia abajo, aunque muchas de las creaciones carecían
de la majestuosidad de eras previas. Hacia 1747, cuando apareció la primera
edición del famoso The art of cookery [El arte de la cocina], de Hannah
Glasse, se incluían por lo menos dos recetas en la categoría de sutilezas,
aunque adecuadamente modificadas para adaptarse a los medios de sus
clientes. La primera, para hacer las llamadas “mezclas”, combina harina,
azúcar, clara de huevo, mantequilla y almendras, amasado todo con agua de
rosas y horneado. Luego se cortaban las “mezclas” según las formas que se
desearan: “Corte su mezcla en las figuras que desee… si les da formas
bonitas, tendrá un hermoso platillo”.[51] La otra receta de la señora Glasse
es para el “Erizo”, una confitura de mazapán hecha para ser admirada antes
de comerse, compuesta de almendras machacadas, agua de azahar, yemas
de huevo, azúcar y mantequilla; con ello se hace una pasta a la que se le da
la forma de un erizo. “Luego clávele almendras blanqueadas y fileteadas
como las espinas de un erizo”. Una versión aún más elaborada, hecha con
azafrán, acedera, macis, cáscara de limón y de naranja (cochinilla en lugar
de azafrán si éste es demasiado caro), ¡fue enviada “caliente a la mesa como
primer plato”!
El libro dedicado a la repostería de la señora Glasse, de 1760, incluía
elaborados arreglos adornados hasta con diez clases distintas de postres. Las
mesas se decoraban con adornos “comprados a los confiteros, que servirán
año tras año”. Hay setos, caminos de grava, “un pequeño templo chino”, y
la parte superior, inferior y laterales del arreglo estaban decoradas con
“frutas, nueces de todo tipo, cremas, jaleas, natillas envinadas, bizcochos,
etc., etc., y tantos postres como desee, dependiendo del tamaño de la mesa”.
Todo esto parece muy lejano de las mesas festivas de Enrique IV o del
arzobispo Warham; pero fue también mucho más tarde, cuando el azúcar se
había vuelto realmente más barato y más abundante, y su función como
indicador de rango había descendido a las clases medias.
El reverendo Richard Warner, quien compiló varios folletos antiguos de
cocina en su Antiquitates culinariae [Antigüedades culinarias], era muy
consciente de la transformación de las sutilezas reales en agasajos
burgueses. “Parece probable —escribe— que los espléndidos marcos de
postres de nuestros días, adornados con una exquisita, arcaica y heterogénea
combinación de arquitectura china, enamorados de la Arcadia, aves, peces,
bestias y representaciones fantasiosas tomadas de la mitología pagana, son
sólo los restos de, o, si resulta más placentero para el oído moderno, los
refinamientos de las antiguas sutilezas inglesas”.[52]
Ya no se considera señal de rango elevado retacar a los invitados de
azúcar, por lo menos en la mayoría de los grupos y en la mayor parte de las
ocasiones sociales del mundo occidental. Pocas son las alegorías que se
crean en una mesa, y escribir en azúcar se reduce al día de san Valentín, a la
Navidad, los cumpleaños y las bodas. Pero la limitación del azúcar a esferas
simbólicas más estrechas fue acompañada por su penetración en otras
formas de la vida cotidiana, lo que atestigua el aumento de importancia del
azúcar, más que su disminución. Los distintos tipos de azúcar en formas tan
arcaicas como las casitas de jengibre, los corazones de dulce, el maíz
acaramelado y las gallinas y conejos modelados, que fueron una vez
diversión de la corte y de los ricos, se han convertido hoy en agasajo de los
niños.
La declinación de la importancia simbólica del azúcar ha ido a la par
con el aumento de su importancia económica y dietética. A medida que se
hacía más barato y abundante, su potencial como símbolo de poder cayó,
mientras que su potencial como fuente de ganancias fue aumentando
gradualmente. Así, hablar de la declinación de su importancia simbólica es,
en cierto sentido, como plantear una adivinanza. Hay que añadir la
pregunta: ¿para quién se redujo su importancia simbólica? Si no
proyectamos los símbolos sobre las estructuras de clase diferenciadas de las
sociedades dentro de las cuales se los maneja, no podremos esclarecer el
vínculo entre la dulzura y el poder.
Las ranas y los pájaros que en otros tiempo surgían de los pasteles
calientes ya no existen; el famoso enano que salió de un pastel frío
empuñando una espada y saludando a Carlos I y a su nueva reina fue el
último de su clase; poco después se desvanecieron los castillos de mazapán.
Para el siglo XIX estos dramas culinarios habían perdido gran parte de su
atractivo, incluso para las clases medias; pero los antiguos significados se
difundieron hacia las capas más bajas de la sociedad, y aparecieron otros.
A medida que la difusión del azúcar hacia abajo y hacia afuera
significaba que perdía parte de su poder de distinguir a quienes lo
consumían, se convirtió en una sustancia nueva. En el siglo XVIII producir,
transportar, refinar y gravar el azúcar se convirtieron en fuentes de poder
proporcionalmente más efectivas para los poderosos, puesto que las sumas
de dinero involucradas eran mucho mayores. Casi inevitablemente, el
azúcar perdió muchos de sus significados especiales cuando también los
pobres pudieron consumirlo. Pero más tarde, poner a disposición de los
pobres cantidades cada vez mayores de azúcar se convirtió en un acto tan
patriótico como rentable.
Autores recientes han enfatizado el carácter suntuario que tuvieron en
Inglaterra algunos productos tempranos de importación, como el azúcar,
reemplazados con el tiempo por importaciones masivas de productos
básicos mucho más familiares, como las frutas y los granos.[53] En
respuesta, otros han argumentado que el contraste entre producto básico y
suntuario tiende a ocultar la gran importancia social de los llamados lujos
para establecer y mantener los lazos sociales entre los poderosos. “La
relación entre el comercio y la estratificación social —escribe la
antropóloga Jane Schneider— no consistió sólo en que un grupo elevado se
distinguiera por medio de la cuidadosa aplicación de leyes suntuarias y el
monopolio de símbolos de estatus; involucró además la manipulación
directa y consciente de diversos grupos semiperiféricos y de nivel medio
por medio del clientelismo, las concesiones, y la distribución calculada de
bienes exóticos y valiosos”.[54] Ésta es una buena observación, pues la
importancia de un “lujo” como el azúcar no puede ser juzgada por su
cantidad o su peso, o sin prestar atención al papel que desempeñó en la vida
social de los poderosos. La naturaleza particular y los usos específicos,
culturalmente convencionalizados, de cada bien suntuario de este tipo son,
por lo tanto, muy relevantes para su importancia. En otras palabras, tanto el
azúcar como el oro eran importaciones de lujo; como medicinas, llegaban a
cierta superposición de sus usos. Sin embargo, no era posible producirlos en
la misma cantidad o limitar sus usos a la misma esfera; y si bien es cierto
que el oro llegaría un día a ser recomprado y vendido en un estrato algo más
humilde, no puede ser producido ni consumido como el azúcar. Si no
observamos el carácter intrínseco —el carácter “culturalmente utilizable”—
de un producto suntuario, no podremos comprender cabalmente su
significado. En cuanto al azúcar, fue transformado de un lujo de los reyes al
lujo real de los plebeyos, un lujo comprado que podía ser desprendido de un
estatus y transferido a otro por medio de su uso. Así entendido, el azúcar se
convirtió, entre otras cosas, en un espurio igualador de estatus. Por supuesto
que, mientras esto ocurría, los ricos y los poderosos empezaron a repudiar
el consumo de un producto cuyo significado anterior estaba siendo
gradualmente vaciado de su poder.

El estatus especial del azúcar como medicina tuvo que ver, en gran medida
con la transmisión del conocimiento de la medicina que lo utilizaba desde
los textos clásicos hasta la Europa medieval por la vía del Islam. Es
interesante la relativa escasez de referencias al azúcar en los textos griegos,
dada la prevalencia de la teoría galénica en la medicina europea hasta siglos
después de las cruzadas. En cuanto a las sustancias mismas a las que
aludían los términos, existe incertidumbre, y resulta cuestionable el
conocimiento griego del azúcar —sacarosa fabricada de caña—. Pero no
hay duda de que los médicos musulmanes, judíos y cristianos, desde Persia
hasta España, que eran los principales intérpretes de la medicina humoral
para los europeos, conocían la sacarosa. (Los principales centros eran
España —en especial Toledo—, Salerno —Sicilia— y Gondeshapur —en el
delta del Kuzestán, en Persia). Con seguridad fueron ellos los que
introdujeron el azúcar y sus usos medicinales a la práctica europea,
incorporando la sacarosa al sistema medicinal griego que habían adoptado y
adaptado, y en el que había figurado sólo de forma oscura.
Puesto que el azúcar es punto de controversia en las discusiones
modernas sobre salud, dieta y nutrición, puede ser difícil imaginar que
algún día haya sido una droga maravillosa o una panacea. Pero aquella
época no es tan remota. Un manuscrito árabe del siglo IX procedente de Irak
(Al-Tabassur bi-l-tigara: En cuanto a la claridad en los asuntos
comerciales) documenta la producción de azúcar hecho de caña en Persia y
Turquestán.[55] Describe el almizcle y la caña de azúcar dulce traídos de la
ciudad de Jiva, en Jwarizm (Chorasmia); el dulce de azúcar de la ciudad de
Ahwaz, en el Golfo Pérsico; los jarabes de frutas, los membrillos y el
azafrán de Isfahán, en el centro de Persia; el agua de rosas, los jarabes, el
ungüento de lirios acuáticos y el de jazmín, de la provincia de Fars
(probablemente Shiraz); incluso las alcaparras confitadas de Bushari
(Bushehr), cerca de Ahwaz. Llevados hacia el oeste por los árabes junto con
la propia caña, estos productos entraron a Europa como especias o materia
médica por España, junto con otras innovaciones que incluían la lima, la
naranja agria, el limón, el plátano, el tamarindo, la casia y el mirobálano.
Todos formaban parte de las preparaciones médicas, pero entre ellos el
azúcar figura de forma conspicua. En las obras de al-Kindi, al-Tabari,
Abu’l-Dasim y otros escritores árabes entre los siglos X y XIV, el azúcar es
uno de los ingredientes medicinales más importantes.
La farmacología arábiga estaba organizada de acuerdo con el formulario
médico (aqrabadhin), dividido en secciones o capítulos sobre distintas
clases de fármacos. “Puede considerarse que el aqrabadhin —escribe el
historiador de la farmacología árabe, Martin Levey— tuvo su origen
organizativo en el De compositione medicamentorum de Galeno;
sorprendentemente, persistió hasta buena parte del siglo XIX como una
forma de literatura farmacológica”.[56] Estos formularios, clasificados por
tipo de preparación, brindan una visión notable del papel médico del azúcar.
Una categoría era el jarabe (shurba en árabe): “un jugo concentrado hasta
cierta viscosidad de tal forma que al sumergir dos dedos en él, se
comportaba como un semisólido cuando los dedos se separaban. A menudo
se añadían azúcar y o miel para espesar y endulzar”.[57] Otra categoría, el
rob (rubb en árabe), era similar: para prepararlo, se sumergían frutas y
pétalos de flores en agua caliente a la que se le agregaba azúcar y la
preparación se hervía hasta lograr un concentrado. El julepe (en árabe julab,
del persa gul + ab, “rosa” + “agua”) era menos espeso que el rob; “con
frecuencia se le añadía azúcar”.[58] Otras categorías incluían los lohochs,
decocciones, infusiones, fomentos, polvos, confites, electuarios, hieras,
triferas (electuarios aromáticos), triacas, etc. El azúcar figura en algunos
compuestos específicos de cada categoría, y de forma importante en
muchos de ellos.[59]
Hemos visto que un término para lo que puede ser el azúcar se
encuentra presente en los textos originales de Galeno y de Hipócrates, pero
la mención es poco frecuente y lo bastante vaga como para suscitar
preguntas sobre su identidad específica. Es así como la introducción del
azúcar en la práctica galénica —por lo menos a una escala sustancial—,
significó probablemente una adición importante a la farmacología
grecorromana que transmitían los médicos islámicos. La aceptación europea
de la ciencia árabe era considerable, por medio de las traducciones latinas
de los textos árabes, a través de las tradiciones de la Escuela de Salerno, por
España, especialmente en el periodo de 1000-1300 d. C., y durante el
imperio bizantino. Un sabio como el persa Avicena (ibn-Sina, 980-1037) —
conocido por su afirmación apud me in eis, quae dulcia sunt, non est
malum! (“¡En lo que a mi respecta las golosinas [siempre] son buenas!”)—
quien escribió el Canon medicinae Avicennae (Quanun fi’l-tibb en árabe),
siguió siendo una autoridad en la práctica de la medicina europea casi hasta
el siglo XVII.
Después que los cruzados llevaron a Europa más conocimiento sobre el
azúcar, su uso medicinal y de otro tipo se extendieron. El médico griego
Simeon Seth (c. 1075) escribió sobre los distintos tipos de azúcar como
medicinas; y Sinesio, médico de la corte del emperador bizantino Manuel
Comneno en el siglo XI, recomendó el azúcar de rosas para bajar la fiebre.
En Italia, Constantinus Africanus (nacido en 1020) describió los usos
medicinales del azúcar, tanto internos como externos, empleando azúcares
sólidos y líquidos. El Circa instans, que tradujo (y pudo haber compuesto)
mientras estaba en la Escuela de Salerno a mediados del siglo X, sintetiza el
cambiante panorama de la medicina en la propia Europa. Los traductores
latinos occidentales que sabían árabe o persa estaban empezando a hacer
más accesible para el norte de Europa las creencias médicas del mundo
islámico, así como las heredadas de sus predecesores grecorromanos. En
ediciones más tardías del Circa instans (1140-1150), el azúcar es prescrito
para la fiebre, la tos seca, los males de pecho, los labios resecos y las
enfermedades estomacales. En esa época el azúcar sólo debía estar al
alcance, en pequeñísimas cantidades, de los más ricos. En su lugar se
utilizaba miel para los pacientes más pobres que, no obstante, podían
costearse alguna medicina parecida.
Al poco tiempo —en el siglo XIII, cuando aparecen en Inglaterra algunas
de las primeras menciones escritas del azúcar— empiezan a encontrarse
también recetas de tónicos medicinales que contienen azúcar. Aldebrando di
Siena (muerto en 1287) y Arnaldus Villanovanus (¿1235-1312?) prescriben
azúcar con frecuencia. Es Arnaldus quien habla acerca del carácter
excepcionalmente saludable del alba comestio, que se parecía mucho al
tradicional manjar blanco español, hecho de arroz, harina, pechugas de
pollo y azúcar.[60] Le grand cuisinier francés, compuesto de pan blanco,
leche de almendras, pechuga de capón, azúcar y jengibre, era, de forma
similar, un alimento y una medicina al mismo tiempo. Arnaldus también
proporciona recetas para confitar limones enteros y rebanados, conservar
piñones, almendras, avellanas, anís, jengibre, cilantro y rosas, los cuales,
dice, inquieren el azúcar más fino. Una vez más vemos cómo los usos del
azúcar se entrecruzan: se mezclan conservación, especia, decoración y
medicina. El concepto del azúcar como medicina perduró varios siglos más.
En el siglo XII, la naturaleza medicinal del azúcar se convirtió en el eje
de una importante cuestión teológica, lo que nos permite vislumbrar, ya
entonces, la casi completa invulnerabilidad del azúcar a los ataques
morales. ¿Eran los azúcares especiados alimentos? ¿Acaso el comerlos
constituía una violación del ayuno? Fue nada menos que santo Tomás quien
los declaró medicinales, más que alimentos: “Aunque son en sí nutritivas,
las especias azucaradas no se comen sin embargo teniendo en mente el fin
de alimentarse, sino más bien el de facilitar la digestión; de esta forma, no
rompen el ayuno más que el hecho de tomar cualquier otra medicina”.[61]
Aquino revistió así a la maravillosa sacarosa —que era algo distinto para
cada quien, versátil y sutil— de ventaja especial. De las principales
mercancías tropicales —las que he llamado “alimentos droga”— cuyo
consumo subió de manera tan brusca entre las poblaciones europeas desde
el siglo XVII hasta el XX, incluyendo al té, el café, el chocolate, el tabaco, el
ron y el azúcar, sólo este último escapó de la prohibición religiosa. Esta
peculiar virtud “secular” de la sacarosa requiere una mención más extensa.
Es bien sabido que los azúcares, en particular la sacarosa muy refinada,
producen efectos fisiológicos peculiares. Pero estos efectos no son tan
visibles como los de sustancias como el alcohol, las bebidas ricas en
cafeína, como el té, el café y el chocolate, o el tabaco, que al usarse por
primera vez puede desencadenar cambios rápidos en la respiración, el ritmo
cardiaco, el color de la piel y demás. Aunque ocurren cambios notorios en
el comportamiento de los bebés cuando se les dan cantidades sustanciales
de sacarosa, sobre todo la primera vez, estos cambios son mucho menos
marcados en el caso de los adultos; y todas estas sustancias, incluida la
sacarosa, parecen tener un efecto que se va aminorando y es menos visible
después de su uso prolongado o intenso. Esto no tiene nada que ver con su
significado nutritivo o médico a largo plazo, sino con consecuencias
visibles, directamente constatables. Lo más probable es que el azúcar no
fuera sujeto a críticas basadas en la religión como las pronunciadas en
contra del té, el café, el ron y el tabaco, precisamente porque su consumo no
provocaba enrojecimiento, tartamudeo, mareo, euforia, cambios en el tono
de voz, entorpecimiento del habla, intensificación visible de la actividad
física o cualquier otra de las señales asociadas con la ingestión de cafeína,
alcohol o nicotina.[62]
Los atributos medicinales del azúcar fueron expuestos por otras figuras
médico-filosóficas famosas, aparte de Aquino. Alberto Magno, en su De
vegetabilibus (c. 1250-1255), utiliza el lenguaje de la medicina humoral
para expresar su opinión favorable: “Es por naturaleza húmedo y caliente,
tal como lo prueba su dulzura, y se vuelve más seco con el tiempo. El
azúcar es calmante y alivia, provoca sed (pero menos que la miel) y a veces
vómito, pero en general es bueno para el estómago si se encuentra en
buenas condiciones y libre de bilis”.[63] La sacarosa figura de forma
importante en todos los supuestos remedios para la peste negra. En los
ensayos de Carl Sudhoff sobre los libros de la peste del siglo XIV se nos
dice: “En ninguna de las prescripciones falta el azúcar, que se añade a las
medicinas de los pobres, como un sustituto para los costosos electuarios, las
piedras preciosas y las perlas que se encuentran en los remedios de los
ricos”.[64]
La identificación del azúcar con piedras preciosas y metales reverbera
con ecos de las “sutilezas”. ¿Existe alguna forma más clara de destacar los
privilegios que la ingestión literal de objetos preciosos? Es probable que no
cause sorpresa que se intente curar un malestar físico con la ingestión de
piedras preciosas molidas; pero hay que considerarlo a la luz de lo que ya
sabemos acerca de las sutilezas. Ser capaz de destruir —literalmente,
consumiéndolo— algo que otros desean, no es un privilegio extraño a la
vida y los valores contemporáneos. Lo que puede parecer ligeramente
ofensivo para la moral burguesa moderna es su carácter literal. La visión
igualitaria es que el consumo derrochador no debería ser visible, quizá
porque arroja una luz tan brillante sobre los motivos no igualitarios del
consumidor. Cuando la jerarquía es firme y reconocida —cuando los
derechos de los reyes son considerados tales por los plebeyos— los excesos
de la nobleza suelen no verse como excesos. En efecto, los excesos tanto de
la nobleza como de los pobres parecen más explicables en términos de
quiénes son que en los de la clase media en ascenso. Inevitablemente, el
desmoronamiento de la antigua jerarquía afectará la moralidad que se
adjudica a ciertas formas de consumo. ¿Acaso los que no tengan la
oportunidad de comer diamantes molidos resentirán los derechos de los que
sí pueden hacerlo? El consumo de azúcar podría salvar la distancia entre
estos grupos. Por ello lo que nos permite comprender sobre la manera en
que cambian las sociedades puede ser más importante que el consumo
mismo.
El azúcar era tan útil en la práctica médica europea del siglo XIII al XVIII
que la expresión “como un boticario sin azúcar” llegó a significar un estado
de profunda desesperanza o desvalimiento. A medida que el azúcar se hacía
más común y la miel más costosa, la penetración del primero en la
farmacopea se iba haciendo más pronunciada. (El paso de la miel al azúcar
no se limitaba a la medicina; más tarde se intercambiaría también su uso
como alimento y conservador).
Pero la difusión del azúcar como medicina involucró también
importantes controversias. En una concisa síntesis moderna sobre los
azúcares en la farmacología, Paul Pittenger, bioquímico y farmacólogo,
enumera 24 usos tan sólo para la sacarosa; de ellos, al menos 16 eran
conocidos y empleados por los médicos del mundo islámico antes del
siglo XIV.[65] Dado este uso intenso y variado de una “medicina”, tomada en
préstamo inicialmente de una civilización extranjera cada vez más
sospechosa, la aparición de perspectivas médicas más independientes entre
los médicos y farmacéuticos de Europa llevó, con el tiempo, a cuestionar
hasta cierto punto los azúcares como remedios. Si bien los médicos
europeos nunca se opusieron consistentemente a la sacarosa antes de este
siglo, se debatió en qué medida debía usarse el azúcar en la práctica médica
cotidiana. En algunos casos se discutieron las interpretaciones de la propia
medicina galénica. Las críticas de autoridades médicas del siglo XVI al
azúcar pueden incluso haber formado parte de una postura antislámica de
moda, común en Europa a partir de las cruzadas.
Miguel Servet (Michael Servetus, 1511-1553) y Leonhard Fuchs
(1501-1556) fueron los principales antagonistas. Servet, un teólogo español
precoz y confiado que terminaría su vida en la hoguera (después de haber
buscado con bastante ingenuidad la protección de Calvino), era un crítico
de los jarabes medicinales del mundo árabe. Aunque nunca practicó la
medicina, sirvió como asistente de disección, asistió a conferencias en la
Universidad de París y escribió dos ensayos en los que atacaba a los
“arabistas”. En el segundo, De los jarabes, culpaba a la escuela arabista
(especialmente a Avicena y a Manardus) de distorsionar la enseñanza
galénica.[66]
Paracelso (¿1493?-1541) también criticaba el difundido uso de la
sacarosa y los jarabes, y tal vez, asimismo, su presencia en los formularios
islámicos, pero su hostilidad parece haber estado dirigida más hacia los
médicos que hacia el azúcar mismo: “que crean mezclas de bueno y malo,
azúcar combinado con bilis… y sus amigos los boticarios, esos creadores de
bazofia que hacen trabajo de idiotas al mezclar drogas con azúcar y miel”.
[67] Sin embargo, también consideraba al azúcar “uno de los remedios

naturales”, reconocía su utilidad como conservador y se oponía sobre todo a


que se lo combinara con medicinas amargas como los áloes o la genciana,
pues creía que de esa forma se reducía la eficacia de éstas. Algunas
autoridades argumentaban que, puesto que el azúcar era capaz de disfrazar
ciertos venenos con su dulzura, podía ser utilizado para el mal.
Otras autoridades no se oponían tanto al azúcar sino que tenían reservas
acerca de sus cualidades terapéuticas. El Nuevo herbario de Hieronymus
Bock (1539) considera al azúcar “Más una extravagancia para los ricos que
un remedio”, asunto que muchos de sus contemporáneos no estaban
dispuestos a aceptar. Menciona la utilidad del azúcar para confitar anís y
cilantro, violetas, rosas, flor de durazno y cáscara de naranja, que son
productos “buenos para los males del estómago”, pero añade, algo
inesperadamente, que “el que no puede pagar por el azúcar puede hervir
[esos otros ingredientes] en agua”.[68]
A pesar de todo, en el siglo XVII los usos medicinales del azúcar ya se
habían establecido por toda Europa. Los autores especificaban esos usos.
Tabernaemontanus (c. 1515-1590) dio una buena opinión del azúcar en
general, aunque señaló una de sus desventajas:

El buen azúcar blanco de Madeira o de las Canarias, cuando se lo toma de forma moderada,
limpia la sangre, fortalece el cuerpo y la mente, en especial el pecho, los pulmones y la
garganta, pero es malo para la gente caliente y biliosa, pues se convierte fácilmente en bilis, a
la vez que rebaja los dientes y los pica. Como polvo es bueno para los ojos, como humo es
bueno para el resfriado común, como harina, al espolvorearla sobre las heridas, las cura. Con
leche y alumbre sirve para aclarar el vino. El azúcar solo, o también con canela, jugo de
granada y de membrillo, es bueno para el resfriado y la fiebre. El vino azucarado con canela
brinda vigor a los ancianos, sobre todo un jarabe de azúcar con agua de rosas que recomienda
Arnaldus Villanovanus. Las golosinas tienen todo este poder a un grado más elevado.[69]
A partir de finales del siglo XVI las referencia médicas al azúcar son
frecuentes en los textos ingleses. De acuerdo con el Natural and artificial
directions for health [Instrucciones naturales y artificiales para la salud],
de Vaughan, “mitigaba y abría las obstrucciones. Purgaba la flema, ayudaba
a los riñones y reconfortaba el estómago”.[70] El arroz, “empapado de leche
y azúcar calificaba de forma maravillosa para el calor del estómago,
aumentaba la semilla seminal y detenía la diarrea estomacal”. Las fresas
“purificadas en vino y luego consumidas con una buena cantidad de azúcar
calman la cólera, templan el hígado y provocan el apetito”.[71] Aun así,
Vaughan tenía las mismas reservas que Tabernaemontanus:

El azúcar es de cualidad caliente y se transforma fácilmente en cólera; por ello no puedo


aprobar su uso en alimentos ordinarios, salvo en vinagre o licor fuerte, especialmente para
hombres jóvenes o para los que poseen una complexión caliente: pues es muy cierto que los
que se acostumbran a él padecen comúnmente de sed y sequedad, con su sangre ardiendo y
sus dientes quemados y corrompidos. De acuerdo con la sabiduría médica, puede ser tomado
ya sea disuelto en agua, para fiebres altas, o en jarabes, para ciertos tipos de enfermedades. En
la cerveza lo apruebo por ser muy saludable.[72]

Vaughan prosigue recomendando el azúcar para los “ruidos y sonidos en los


oídos”, la hidropesía, la malaria, la tos, la diarrea, la melancolía y mucho
más.
En un escrito de 1620 Tobias Venner brinda una opinión iluminadora al
comparar el azúcar con la miel y distinguir entre las distintas variedades de
azúcar que se usaban en la época, mientras la miel es “caliente y seca en
segundo grado, y de una facultad astringente y soluble” (más lenguaje
galénico —humoral— de la época):
El azúcar es de temperamento caliente y húmedo, de facultad astringente y bueno para la
obstrucción del pecho y los pulmones; pero no es tan efectivo contra la flema como la miel…
El azúcar le cae bien a todas las edades y complexiones; por el contrario, la miel les provoca
malestar a muchos, especialmente a los coléricos, o a los que tienen el cuerpo lleno de aire…
La mezcla de agua y azúcar puro es muy buena para los cuerpos calientes, coléricos y secos,
que se ven afectados por flemas en el pecho… Mientras más blanco sea el azúcar, más puro y
saludable será, lo que resulta evidente al hacerlo y refinarlo. Se hace de forma muy similar a
la sal blanca. El azúcar no es otra cosa que el jugo de algunas cañas o juncos que se extrae al
hervirlos en agua, de la misma forma que lo hacen con la sal. Este primer azúcar que se extrae
es tosco y de color rojo: es caliente y seco, a veces de sabor ácido y de una facultad
astringente; al hervirlo más se hace duro, lo que llamamos azúcar cande rojo, que sólo es
bueno en pequeñas cantidades para limpiar e irritar la facultad de expulsión. Este azúcar rojizo
y tosco se mezcla nuevamente con agua, se hierve, y cuando llega a un color blancuzco, es
menos caliente, menos húmedo y más aceptable al gusto y al estómago. A este segundo tipo
de azúcar lo llamamos azúcar de cocina común. Al disolverlo por tercera vez en agua y
reducirlo, se logra un producto excelente para el temperamento, más blanco y con un
agradable y singular sabor. Es el mejor azúcar, el más puro y saludable… al hervirlo más se
hace duro y de un color blanco resplandeciente; es lo que comúnmente llamamos azúcar
cande blanco: es el mejor para las enfermedades del pecho, pues no es tan caliente como el
otro y es de una humedad en cierta forma más pura y más sutil. Es por lo tanto excelente para
aliviar y humedecer la aspereza y sequedad de la lengua, boca, garganta y tráquea; y es muy
bueno para la tos seca y otras enfermedades de los pulmones; es de lo más adecuado para
todas las constituciones calientes y secas.[73]

La mayoría de los libros caseros de medicina del siglo XVII de este tipo no
distingue entre los posibles usos médicos del azúcar y en lugar de ello se
contenta con discusiones acerca del lugar del azúcar en la medicina
humoral, seguidas por varias “prescripciones” específicas (y generalmente
exóticas). Entre los usos que aparecen con gran regularidad se encuentran
las prescripciones para la tos de pecho, la garganta irritada y la dificultad al
respirar (algunos de estos usos persisten a la fecha); para los padecimientos
de los ojos (en el cuidado de los cuales el azúcar parece haber desaparecido
por completo hoy en día), y una variedad de remedios para el estómago.
Quizá no hay que sorprenderse de que una nueva escuela antiazúcar
surgiera nuevamente en los siglos XVII y XVIII. En el mismo año en el que
apareció la séptima edición de la obra de Vaughan, el Klinike or the diet of
diseases [Clínica o la dieta para las enfermedades] de James Hart planteó
algunas de las interrogantes de los médicos de la época. Aunque el contexto
humoral que seguiría dominando el pensamiento médico europeo por otros
150 años seguía aún muy firme, Hart tenía algunas preguntas muy serias
acerca del azúcar:

Hoy en día el azúcar ha reemplazado a la miel, ha cobrado mayor estima y es mucho más
agradable al paladar, por lo tanto de uso frecuente en todas partes, tanto en la salud como en la
enfermedad… El azúcar no es ni tan caliente ni tan seco como la miel. El más burdo, al ser de
color más café, es más limpiador y se aproxima más a la naturaleza de la miel. El azúcar es
buena para la astringencia de las enfermedades del pecho y los pulmones. El que comúnmente
llamamos azúcar cande, al estar bien refinado por medio del hervor, es más requerido para
estos propósitos y, aunque el azúcar en sí abre y limpia, al usarlo en exceso produce efectos
peligrosos en el cuerpo: su uso inmoderado, así como el de las confituras y los dulces, calienta
la sangre, provoca las obstrucciones, caquexias, consunciones, pudre los dientes,
ennegreciéndolos, y con todo ello muchas veces causa un nauseabundo mal aliento. Por lo
tanto es bueno que sobre todo los jóvenes se cuiden de abusar de él.[74]

Hasta finales del siglo XVIII, las autoridades pro y antiazúcar se entregaban a
argumentaciones respecto a las propiedades medicinales del dulce. Pero los
aspectos medicinales y nutricionales de éste nunca estuvieron muy
separados, no más de lo que están hoy en día. Mientras que el francés de
Garancières pensaba que el abuso en el consumo del azúcar por los ingleses
los llevaba a su disposición melancólica, el médico inglés Frederick Slare
encontraba que era una verdadera panacea, y que su único defecto era que
podía engordar demasiado a las mujeres.
La obra de Slare es una de las más interesantes de su época (1715),
incluso por su título: A vindication of sugar against the charge of Dr. Willis,
other physicians, and common prejudices: Dedicated to the ladies [Una
defensa de los azúcares contra las imprecaciones del Dr. Willis, otros
médicos, y los prejuicios usuales: Dedicado a las damas].[75] Slare perdió
su disputa contra el doctor Willis, aunque nunca lo supo. Éste fue el
descubridor de la diabetes mellitus y sus opiniones antiazúcar se
desprendieron de su estudio de la enfermedad. Slare quería demostrar que el
azúcar era benéfico para todos y no podía causar ningún problema médico.
Pero su libro hizo mucho más. Su dedicatoria incluye la afirmación de que
los paladares femeninos eran más refinados que los de los hombres, “al no
estar corrompidos por valores sucios o descorteses, o licores, o el ofensivo
hecho de fumar, o el jugo más sórdido del cáñamo indio, que es el tabaco, o
viciado por la sal y los pepinillos agrios, demasiado preciados para nuestro
más tosco sexo”.[76] Slare tenía la esperanza de que las mujeres se
convirtieran en las “patronas del inmaculado azúcar”, puesto que ellas
“tenían últimamente más experiencia de él por un uso más liberal que
antes”.
Su encomio del azúcar va acompañado por sus recomendaciones a las
mujeres de hacer que sus “comidas de las mañanas, llamadas desayunos”
consistieran de pan, mantequilla, leche, agua y azúcar, y añade que el café,
el té y el chocolate se encuentran también “dotados de virtudes
extraordinarias”. Su mensaje concerniente al azúcar, nos dice, será
placentero para los comerciantes de las Antillas,

que cargan sus barcos con este dulce tesoro. Por este artículo una gran cantidad de personas de
escasos bienes han creado plantaciones y a partir de ellas han ganado una riqueza tal que han
regresado muy ricos a su país nativo, y han comprado y compran diariamente grandes
propiedades.
El abarrotero, quien vende lo que el comerciante provee al por mayor, se preocupa
igualmente por el crédito y buen nombre de sus bienes difamados y denigrados, a partir de los
cuales él también ha amasado su fortuna, haciendo a su familia rica y valiosa. En pocas
palabras, no existe en todo el reino una familia que no lo usaría si pudiera, y que no pensara
que su carencia sería fuente de quejas y pesares.[77]

Sin embargo, después de ocuparse de estos aspectos en cierta forma


tangenciales de las virtudes del azúcar, Slare procede a hablar de su utilidad
médica, ofreciéndole casi de inmediato al lector una prescripción del
“famoso oculista de Sarum, el Dr. Tuberville”, para las enfermedades de los
ojos: “dos dracmas de azúcar cande fina, media dracma de perla, un grano
de hoja de oro; convertirlo en un polvo muy fino e impalpable, y cuando
esté seco soplar una cantidad conveniente hacia el interior del ojo”.[78] Aquí
vemos nuevamente la mezcla de azúcar y objetos preciosos para usarse
como remedio, lo que evoca tanto las medicinas para la plaga como las
sutilezas de siglos anteriores. Mezclar azúcar, perlas y hoja de oro para
producir un polvo con el propósito de soplarlo en un ojo enfermo puede
parecer sumamente extraño. Es necesario tener en mente tanto la confianza
que nace de la desesperación como el poder de que investimos las cosas que
preciamos.
Slare enumera maravilla tras maravilla. Enseguida se nos instruye sobre
el valor del azúcar como dentífrico (Slare lo prescribía para sus pacientes
con gran éxito, nos dice); también como loción de manos que ayuda a las
lesiones externa; como rapé, en vez de tabaco, y para los bebés: “Pues he
oído a muchas mujeres de la mejor posición social, que han leído libros de
personas instruidas, condenar al azúcar y negársela a sus pobres bebés de
forma sumamente perjudicial”.[79] “Pronto se convencerán de la
satisfacción que le brinda al niño el sabor del azúcar —escribe— si
preparan dos tipos de papilla, una con azúcar y la otra sin él; chuparán
vorazmente de la una y le harán caras a la otra; tampoco estarán
complacidos con la leche de vaca a menos que esté bendecida con un poco
de azúcar que les recuerde la dulzura de la leche materna”.[80]
El entusiasmo de Slare es muy sospechoso, pero su trabajo es más que
una mera curiosidad porque toca tantos aspectos de lo que incluso en su
época era un artículo relativamente nuevo para la mayoría de las personas.
El consumo de azúcar aumentaba con rapidez en Inglaterra y la producción
en las Antillas le seguía el paso tras la conquista de Jamaica y el incremento
constante del comercio de esclavos. Al insistir en sus usos como medicinas,
alimentos para personas de cualquier edad, conservadores, etc., Slare estaba
reportando el éxito del azúcar al mismo tiempo que atraía una atención
adicional hacia ella. Escribe:

Me abstengo de enumerar la mitad de la excelencia del azúcar. Referiré a los lectores a las
tiendas de golosinas o de pastelillos en los lugares de los ricos, o a un banquete, más bien al
postre servido al final de un generoso festín, con el encomio de damas elocuentes al concluir
el agasajo, acerca de cada uno de los encantadores dulces que se deben meramente a la diestra
aplicación del azúcar, que en un principio es el jugo de la caña india, más agradable y
delicioso que el líquido melifluo del panal de miel.[81]

John Oldmixon, autor de la época, expresaba algo similar:

Una de las cosas más placenteras y útiles en el mundo, pues aparte de sus ventajas en el
comercio, los médicos y los boticarios no pueden prescindir de él dado que existen cerca de
trescientas medicinas hechas con azúcar; casi todos los artículos de confitería obtienen de él
su dulzor y su conservación, la mayoría de las frutas serían perniciosas sin él; no podría
hacerse la pastelería más fina, ni los ricos licores que se encuentran en los roperos de las
damas, ni sus conservas; tampoco los productos lácteos podrían brindarnos tal variedad de
platillos como lo hacen si no fuera por la ayuda de este noble jugo.[82]
Como medicina, su prescripción se haría menos acrítica a finales del
siglo XVIII y en el XIX, y su papel medicinal iría decreciendo de manera
constante a medida que se iba transformando en un endulzante y
conservador a nivel masivo. Sin embargo, no tenía mayor importancia que
la gente siguiera utilizándolo en forma médica, puesto que ya lo consumían
en cantidades sustanciales. Los antiguos propósitos medicinales del azúcar
se asimilaban ahora a una nueva función, la de fuente de calorías.
El azúcar como endulzante cobró relevancia en conexión con otras tres
importaciones exóticas —el té, el café y el chocolate— entre las cuales la
primera, el té, llegó a ser y ha seguido siendo la bebida no alcohólica más
importante del Reino Unido. Todos son productos tropicales. Todos eran
nuevos en Inglaterra en el tercer cuarto del siglo XVII; todos contienen
estimulantes y pueden ser clasificados como drogas (junto con el tabaco y
el ron, aunque claramente distintos tanto en los efectos como en sus
propiedades adictivas). Todos empezaron como competidores por la
preferencia británica, de tal forma que la presencia de cada uno de ellos
probablemente afectó hasta cierto punto el destino de los demás.
Las tres bebidas son amargas. El gusto por lo amargo, incluso por el
amargor extremo, entra de forma “natural” dentro del rango de la respuesta
gustativa normal del ser humano y puede desarrollarse con rapidez y
firmeza. La popularidad de diversas sustancias como los berros, la cerveza,
la acedera, los rábanos, el rábano picante, la berenjena, el melón amargo,
los pepinillos y la quinina, por mencionar sólo algunos, sugiere una amplia
tolerancia de los humanos por lo amargo. Convertir esto en una preferencia
suele requerir un cierto hábito enraizado en la cultura, pero no es difícil
lograrlo bajo ciertas circunstancias.
Sin embargo, las sustancias con sabor dulce parecen apoderarse de
forma mucho más rápida de las preferencias de los nuevos consumidores.
Las sustancias amargas son “específicas”; gustar de los berros no tiene nada
que ver con gustar de la berenjena, por ejemplo. Pero, en contraste, gustar
de la sacarosa parecer ser “generalizado”. Al añadirla a las sustancias
amargas, el azúcar les da un sabor parecido, por lo menos en cuanto que las
hace saber dulces a todas. Lo interesante acerca del té, el café y el chocolate
—todas sustancias muy amargas que se hicieron muy conocidas en Gran
Bretaña más o menos al mismo tiempo— es que ninguna se había usado
exclusivamente como un endulzante en su escenario cultural primario.
Hasta hoy los chinos en China y en ultramar toman el té sin azúcar, (el uso
del té en India plantea problemas hasta cierto punto distintos por la
profunda influencia de la exportación de los hábitos británicos, dado que se
produjo extensamente en la India por el estímulo británico). El café se toma
a menudo con azúcar, pero no en todas partes y no siempre, incluso en áreas
de uso antiguo como el norte de África y el Medio Oriente. Por lo común
(aunque no de forma invariable) el chocolate se utilizaba en su área
americana tropical de origen como un saborizante o una salsa sin endulzar.
[83]

Aunque es posible fechar de forma confiable la primera aparición del


café, el té y el chocolate en Gran Bretaña, no existen evidencias de la
costumbre de añadirle azúcar a estas bebidas en el periodo temprano de su
uso en el Reino Unido. Puesto que la combinación de un estimulante no
alcohólico, amargo, sin calorías, caliente y líquido, con una sustancia rica
en calorías e intensamente dulce, puede llegar a significar todo un nuevo
conjunto de bebidas, es frustrante la falta de una información detallada
sobre cómo surgieron estas combinaciones. Más de un siglo después de que
se hubieran establecido los hábitos del té y del café, Benjamin Moseley, un
médico que trabajaba en las Antillas, nos dice: “Es una antigua costumbre
entre nosotros añadirle mostaza al café… Las naciones orientales le agregan
clavos, canela, cardamomo, etc., pero no leche ni azúcar. La leche y el
azúcar, sin los ingredientes aromáticos, se utilizan generalmente en Europa,
América y las islas de las Antillas”.[84] Pero para ese entonces el pueblo
inglés ya había estado tomando esas bebidas durante más de un siglo. Sin
embargo, en su tratado sobre bebidas, John Chamberlayn asegura que el
azúcar se tomaba con las tres cosas en la época en que escribía (1685).[85]
El té llegó, con el tiempo, a reemplazar casi por completo a las cervezas
caseras, e incluso le disputó la popularidad a los vinos azucarados (como el
hipocrás), así como a la ginebra y otras bebidas alcohólicas. Pero en un
principio las tres nuevas bebidas eran consumidas sólo por los ricos y
poderosos; los pobres las fueron deseando poco a poco y más tarde las
prefirieron al resto de las bebidas no alcohólicas. Cuando el té y sus bebidas
hermanas fueron adoptados por la clase trabajadora, ya se servían calientes
y endulzados. Estas bebidas se hicieron populares rápidamente puesto que
se acoplaban muy bien a las necesidades de la gente cuya ingestión de
calorías podía incluso haber estado reduciéndose durante el siglo XVIII, y
para quienes una bebida dulce y caliente debe de haber sido especialmente
bienvenida tomando en cuenta su dieta y el clima de Inglaterra. A medida
que los ingleses iban consumiendo más las nuevas sustancias, éstas se
hacían más inglesas en dos sentidos: por un lado, debido al proceso de
ritualización, y por el otro, porque se producían cada vez más en las
colonias británicas, al menos durante uno o dos siglos.
Catalina de Braganza, la esposa portuguesa de Carlos II, quien reinó de
1649 a 1685, fue “la primera reina de Inglaterra que tomaba té. A ella le
corresponde el crédito de haber instituido su bebida no embriagante como la
bebida de moda en la corte, en lugar de las cervezas, vinos y licores con los
que las damas inglesas, así como los caballeros, ‘generalmente estimulaban
o estupidizaban su cerebro por las mañanas, al mediodía y en la noche’”.[86]
Ya en 1660, al té se lo elogiaba en la publicidad londinense: un famoso
folleto distribuido por la casa de bebidas Garway ensalzaba las supuestas
virtudes medicinales del té. Antes de 1657, se nos dice, el té sólo se había
utilizado como “un adorno en tratos y convites de altura, y como presente
para los príncipes y gente de abolengo”.[87] Pero la cafetería Sultaness Head
Coffee House ya había anunciado el té en el periódico londinense Mercurius
Politicus, el 30 de septiembre de 1658: “Esa bebida china excelente y
aprobada por todos los médicos, llamada Tcha por los chinos, Tay por otras
naciones, alias Tee, se vende en la Sultaness Head Cophe Hous…”.[88]
Poco más de un año después, el Mercurius Politicus Redivivus, editado
por Thomas Rugge, reporta: “Tenían también en esos tiempos una bebida
turca que se vendía casi en cada calle, llamada café, y otra bebida llamada
té, y también una bebida llamada chocolate, que era muy grata”. Al parecer
la primera cafetería londinense fue abierta por un comerciante turco en
1652, y la institución creció con una rapidez asombrosa tanto en la Europa
continental como en Inglaterra. Misson, viajero francés de finales del
siglo XVII, se mostró favorablemente impresionado por las cafeterías
londinenses: “Aquí se reciben toda clase de noticias: hay un buen fuego
encendido junto al que puede uno sentarse todo el tiempo que lo desee: le
dan a uno un café; se reúne uno con sus amigos para la transacción de
negocios, y todo ello por un centavo, si es que no se desea gastar más”.[89]
Arnold Heeren, el historiador alemán, dice acerca del siglo XVIII:

El sistema mercantil no perdió nada de su influencia… Ésta fue una consecuencia natural de
la importancia creciente de las colonias desde el momento en el que sus producciones,
especialmente el café, el azúcar y el té, empezaron a gozar de un uso más general en Europa.
No es fácil calcular la gran influencia que han tenido estas mercancías no sólo en la política,
sino también en la reestructuración de la vida social. Aparte de las grandes ganancias
obtenidas por los países lejanos a partir del comercio y por el gobierno a partir de las
obligaciones fiscales, ¿qué influencia no han ejercido las cafeterías en las capitales de Europa
como puntos focales de las transacciones políticas, mercantiles y literarias? En un mundo
desprovisto de estas producciones, ¿acaso los estados del oeste de Europa hubieran adquirido
su carácter actual?[90]

Al té y al café les siguió muy pronto el chocolate; era más caro que el café y
ganó mayor favor entre los ricos. El folleto de Chamberlayn de 1685 sobre
la preparación de estas tres bebidas indica que ya se las tomaba con azúcar
(“pequeñas cantidades”), y aclara que su uso se difundía lentamente en la
sociedad.
En términos de una bebida que se vendía a granel, el té no tardó en
resultar más económico que el café o el chocolate. Pero su creciente
popularidad no puede atribuirse tanto a su precio relativo o a cualquier
superioridad intrínseca con respecto a estos estimulantes exóticos, como a
la manera en que se lo utilizaba. Aparentemente, el té puede adulterarse con
mayor éxito que el café o el chocolate[91] porque es tolerable, incluso
diluido, con mayor facilidad que esas otras bebidas. Quizás el té aguado y
dulce tiene un sabor más satisfactorio que el café o el chocolate igualmente
aguados y dulces. De cualquier manera, estas posibles virtudes del té se
revelaron sólo cuando la protección imperial de su cultivo y producción fue
dirigida a la India por las manipulaciones de los importadores.
La Honourable East India Company fue fundada en 1660, y fue una de
las 16 compañías de este tipo —holandesas, francesas, danesas, austriacas,
suecas, españolas y prusianas— que compitieron por el comercio en la
India. Ninguna fue tan poderosa o tuvo tanto éxito como la John Company,
como se llamaba a este cuerpo fundado por los británicos, que empezó
importando pimienta pero creció en importancia gracias al té.

Sus aventuras tempranas en el Lejano Oriente la llevaron a China, cuyo té estaba destinado a
proporcionar más tarde los medios para gobernar la India… Durante su época más próspera, la
John Company… mantuvo el monopolio del comercio del té con China, controló el abasto,
limitó la cantidad importada a Inglaterra y por lo tanto fijó el precio. Constituyó no sólo el
mayor monopolio de té del mundo, sino también la fuente de inspiración para la primera
propaganda inglesa a favor de una bebida. Fue tan poderos que precipitó una revolución
dietética en Inglaterra, convirtiendo al pueblo inglés de una nación de bebedores potenciales
de café, en una nación de bebedores de té, y todo en el espacio de unos cuantos años. Era un
formidable rival para los estados y los imperios con poder para adquirir territorios, acuñar
moneda, dominar fortalezas y tropas, formar alianzas, hacer la paz y declarar la guerra y
ejercer jurisdicción tanto civil como criminal.[92]

A medida que el consumo del té se hacía popular en Inglaterra, su


contrabando se convirtió en un negocio importante y, para los agentes de
impuestos de la Corona, en un gran dolor de cabeza. En 1700 Inglaterra
recibió de forma legal alrededor de veinte mil libras.[93] Hacia 1715, el té
verde chino ya inundaba el mercado londinense (gracias a la John
Company), y para 1760 se pagaron impuestos por más de cinco millones de
libras. En 1800, sólo el total de lo importado legalmente sumaba más de
veinte millones de libras. Sin embargo, en 1766 el gobierno estimaba que
llegaba a Inglaterra tanto té de contrabando como el que se introducía de
forma legal. En ese año la Honourable East India Company sacó más té de
China —seis millones de libras— que cualquiera de sus competidores. No
fue sino hasta 1813 cuando el gobierno intervino en las actividades
administrativas y comerciales de la compañía, y en 1833 cuando por fin
terminó su monopolio del comercio con China, que consistía sobre todo en
té.
No hay ninguna historia comparable a ésta en cuanto al café o al
chocolate; ni tampoco se encuentra ningún monopolio parecido en la
historia del azúcar de las Antillas, donde las distintas colonias competían
entre sí. Pero la relación entre estos cuatro productos —junto con el ron (la
melaza) y el tabaco— era estrecha y compleja. El té le ganó al café y al
chocolate y, a la larga, incluso a la cerveza (¡aunque de ninguna manera al
ron y a la ginebra!) por muchas razones distintas. Pero el monopolio de la
East India Company, que a su vez llevó al control total del cultivo del té en
la India por el capital inglés —y con el apoyo total del gobierno—
desempeñó un papel importante. El té de la India (que usualmente
combinaba hojas tanto de las plantas indias como de las chinas) tardó
mucho más por el antagonismo de la misma East India Company. Sin
embargo, para 1840 ya estaba produciendo, lo que marcó el inicio del fin
del té chino en Inglaterra… En seis años a partir del momento en el que lord
Bentinck instaló a su comité del té, el gobierno había demostrado que el té
cultivado por los ingleses podía producirse en cantidades comerciales… En
el espacio de tres generaciones la empresa británica esculpió en las junglas
de la India una industria que cubría más de 80 mil hectáreas, lo que
representaba un capital de inversión de 36 millones de libras esterlinas, con
319 245 hectáreas sembradas de té que producían 432 997 916 libras
anuales, y daban empleo a un millón y cuarto de personas; creando al
mismo tiempo una de las fuentes más lucrativas de riqueza privada y de
entradas en impuestos del imperio británico [cursivas mías].[94]
El triunfo del té, así como el éxito menos sonado del café y del
chocolate, fue también el éxito del azúcar. En términos de los intereses
antillanos, el aumento en el consumo de cualquiera de estos estimulantes
exóticos era muy deseable, pues el azúcar los acompañaba a todos. El té fue
el más impulsado por el comercio británico y su victoria sobre las bebidas
rivales se vio condicionada por factores muy poco relacionados con su
sabor. En su éxito tuvo un papel importante el hecho de que fuera un
estimulante amargo, que se tomara caliente y que se le pudieran incorporar
grandes cantidades de calorías dulces. Pero, a diferencia del café y del
chocolate, la producción de té se desarrolló de forma enérgica en una sola
gran colonia, y sirvió ahí como medio para obtener no sólo beneficios sino
también el poder para gobernar. Realmente no podría decirse lo mismo
acerca del chocolate o del café en esa época; la mejor analogía, si es que la
hubiera, sería con el azúcar.
El éxito del té fue fenomenalmente rápido. Antes de mediados del
siglo XVIII incluso Escocia se había convertido en una tierra de adictos al té.
Haciendo un recorrido por el pasado, el jurista y teólogo escocés Duncan
Forbes escribió:
Pero cuando una apertura del comercio con las Antillas… hizo caer el precio del té… tan bajo
que el más insignificante de los trabajadores podía comprarlo; cuando el contacto que los
mercaderes de su país mantenían con muchos escoceses al servicio de la compañía sueca de
Gotenburgo introdujo a la gente más baja al uso común de esa droga; cuando el azúcar, la
compañera inseparable del té, llegó a estar en posesión del ama de casa más pobre, para quien
antiguamente había sido un bien muy preciado y escaso, y así estaba a la mano para mezclarlo
con agua y brandy, o ron; y cuando el té y el ponche se convirtieron por tanto en la dieta y el
vicio de todo bebedor de cerveza, los efectos se sintieron de forma muy súbita y muy severa.
[95]

Y el historiador de Escocia David MacPherson, escribiendo a principios del


siglo XIX, examinó la baja en los impuestos sobre el té en 1784 y el aumento
en el uso aún mayor que le siguió:

El té se ha convertido en un sustituto económico del licor de malta para las clases medias y
bajas de la sociedad, pues el precio de este último hace imposible que se procuren la cantidad
suficiente para convertirlo en su única bebida… En pocas palabras, estamos ubicados de tal
manera en nuestro sistema comercial y financiero que el té traído del extremo oriental del
mundo y el azúcar traído de las Antillas, ambos cargados con el gasto del flete y del seguro…
constituyen una bebida más barata que la cerveza.[96]

El bajo precio era importante, pero no explica por sí mismo la tendencia


creciente hacia el consumo del té. El clérigo David Davies, un importante
observador de la vida rural a finales del siglo XVIII, se percató de la
combinación de circunstancias que llevó a una profundización en la
preferencia del té y del azúcar sobre otros artículos de la dieta de la época.
Davies insistió en que los pobres del campo producirían y consumirían
leche si pudieran mantener una vaca, pero que estaba más allá de los
recursos de la mayoría, y sus detallados registros presupuestarios sostienen
tal opinión. Además, como la malta era un artículo gravado, resultaba
demasiado cara para que los pobres pudieran hacer cerveza casera:

En estas difíciles circunstancias, la carestía de la malta y la dificultad de procurarse leche, lo


único que les quedaba para remojar su pan era el té. Éste era su último recurso. El té (junto
con el pan) proporciona una comida diaria para toda la familia, a un costo no mayor de un
chelín por semana, en promedio. Si alguien me muestra un artículo más barato y mejor, me
atreveré a contestar en nombre de los pobres en general que estarían agradecidos por el
descubrimiento.[97]

Davies era sensible a los argumentos en contra del té:


Aunque el uso del té sea más común de lo que pueda desearse, aún no se generaliza entre los
trabajadores pobres, y si nos remitimos a los números, su participación en el consumo es
comparativamente pequeña; sobre todo si calculamos su valor en dinero.
Aun así ustedes claman que el té es un lujo. Si se refieren al fino té verde, endulzado con
azúcar refinado y suavizado con crema, con gusto admito que lo sea. Pero ése no es el té de
los pobres. Agua fresca apenas coloreada con unas cuantas hojas del té más barato y
endulzada con el azúcar más moreno, ése es el lujo que ustedes les reprochan. Recurren a ello
por necesidad; y si ahora se les privara de ello, se verían inmediatamente reducidos a pan y
azúcar. Tomar té no es la causa sino la consecuencia de las miserias de los pobres.
Después de todo, parece muy extraño que la gente común de cualquier nación europea se
viera obligada a utilizar, como parte de su dieta diaria, dos artículos importados de extremos
opuestos del mundo. Pero si los elevados impuestos, como consecuencia de las costosas
guerras, y los cambios que el tiempo opera de forma imperceptible en las circunstancias de los
pueblos, han privado a los habitantes más pobres de este reino del uso de artículos tales como
los productos naturales del suelo, y los han forzado a recurrir a aquellos de cultivo extranjero,
de seguro que no es su culpa.[98]

Desde luego resulta notable que, ya en un momento tan temprano de la


historia de Inglaterra, “la gente común se viera obligada a utilizar, como
parte de su dieta diaria, dos artículos importados de extremos opuestos del
mundo”. Era notable no sólo por lo que nos señala acerca de la economía
inglesa, ya en gran medida una nación de asalariados, sino también por lo
que nos revela sobre la intimidad de los lazos entre la colonia y las
metrópolis, formados por el capital. El azúcar y el té se habían vuelto a tal
grado fundamentales en la vida diaria de la gente que mantener el abasto se
había convertido para entonces en un asunto tanto político como
económico.
Otros observadores de la vida rural inglesa, como sir Frederick Eden,
también notaron el creciente consumo de té y de azúcar en el campo. Eden
recopiló una gran cantidad de presupuestos familiares individuales, entre
los cuales dos, con fecha de 1797, son ilustrativos de la tendencia en el
consumo de azúcar. El primero, de una familia de seis miembros en el sur
del país, tenía una entrada de efectivo de 46 libras esterlinas al año; en
realidad su cálculo del dinero gastado en comida excede ligeramente esta
cifra. Se estimaba que las compras de esta familia incluían un kilo semanal
de azúcar, o alrededor de 50 kilos anuales, lo que daría un consumo
promedio per cápita de cerca de 8 kilos al año, cifra sorprendentemente
elevada para esa época. La familia del norte tenía un ingreso más modesto.
Eran cinco en lugar de seis, y gastaban desproporcionadamente menos en
comida. A pesar de ello, del gasto estimado de veinte libras esterlinas
anuales para comida, el té y el azúcar costaban 1 libra y 12 chelines y la
melaza 8 chelines más; en total, 10 por ciento de las compras de comida en
efectivo.[99]
Jonas Hanway, el reformador social del siglo XVIII, era muy hostil al
consumo de té por parte de los pobres. La intensidad de sus sentimientos
puede observarse en este texto:

Es la maldición de esta nación que el campesino y el obrero imiten al señor… ¡A qué grado de
locura tiene que haber llegado una nación cuando la gente común no se encuentra satisfecha
con la comida sana de su propia casa, sino que tiene que dirigirse a las regiones más remotas
para complacer a su paladar! Hay una cierta calle… donde a los mendigos se les ve con
frecuencia… tomando su té. Pueden ver a los jornaleros reparando las calles y tomando su té;
se lo toma incluso en los carros de carbón; y lo que no es menos absurdo, se vende por tazas a
las personas que cortan el heno… Aquellos que no tengan pan tendrán té… La miseria misma
no tiene el poder de desterrar al té.[100]

John Burnett, un cuidadoso investigador moderno de la historia de la


nutrición británica, reprende suavemente a Hanway, diciendo: “Los
escritores de la época son unánimes al culpar al trabajador por su dieta
extravagante, e incansables para demostrar que con mejor administración de
sus gastos podrían haber tenido más carne y más variedad en sus comidas.
Ninguno de ellos parecía… reconocer que el pan blanco y el té ya no eran
lujos, sino el mínimo irreductible por debajo del cual ya sólo existía la
inanición… Dos onzas de té a la semana, con un costo de 8 o 9 peniques,
hacía para mucho que una cena fría pareciera una comida caliente”.[101]
Diversos especialistas señalan que la sustitución de la cerveza por el té fue
una pérdida nutricional definitiva; el té era malo no sólo porque era un
estimulante y contenía tanino, sino también porque ocupaba el lugar de
otros alimentos más nutritivos: “La gente pobre se dio cuenta de que podría
disfrutar un sentimiento bastante engañoso de calidez después de tomar té
caliente, mientras que, de hecho, un vaso de cerveza fría le podría haber
brindado una cantidad mucho mayor de alimento real”.[102]
La sacarosa no se convirtió en un artículo de consumo masivo entre
finales del siglo XVII y finales del XVIII sólo porque era un endulzante del té.
El libro de repostería de la señora Hannah Glasse (1760) probablemente el
primero de su tipo, apareció en doce ediciones o más y fue ampliamente
leído (y plagiado); es probable que haya contribuido al comportamiento
compartido por la sirvienta y la matrona que acompañó el surgimiento de
nuevos segmentos de la clase media. Ofrece una buena evidencia de la
penetración generalizada del azúcar en la dieta británica. Esta obra
novedosa no sólo se ocupaba de la creación de esculturas de azúcar y
minisutilezas, sino también de natillas, pasteles y cremas dulces, cuyas
recetas requerían oporto, madeira, jerez dulce, huevos, crema, limones,
naranjas, especias y cantidades inmensas de azúcar de muchas clases. Al
instruir a la clase media en ascenso sobre la manufactura de pasteles y otros
postres, la señora Glasse proporciona una abundante documentación de que
el azúcar ya no era una medicina, una especia o un juguete de los ricos,
aunque, por supuesto, los ricos seguirían jugando con el azúcar, de nuevas
formas.
Para los pobres, el uso más importante del azúcar, después de endulzar
el té, era suplementar el consumo de carbohidratos complejos, en particular
las gachas y panes, con melaza. El llamado “budín rápido” era de hecho una
gacha de avena que solía comerse con mantequilla, leche o melaza.[103]
Aparentemente en el siglo XVIII la melaza desplazó a las combinaciones
previas. Si bien en este caso servía como endulzante, el sabor dulce que le
proporcionaba a las gachas era probablemente más pronunciado que en el
caso del té, aunque en general éste se tomaba muy dulce.
La primera mitad del siglo XVIII puede haber sido un periodo de
aumento en el poder adquisitivo de los trabajadores,[104] aunque es probable
que al mismo tiempo decayese la calidad de la nutrición. El ingreso
adicional se utilizaba para innovaciones como los estimulantes líquidos con
los que se podía tratar de emular a los que se encontraban en niveles más
bajos del sistema social. Pero decir que era una “emulación” no aclara
mucho. Las circunstancias en las que se adquiere un nuevo hábito son tan
importantes como los hábitos de aquellos de los cuales se lo aprende. Es
probable que muchos de los nuevos bebedores de té y consumidores de
azúcar no quedaran completamente satisfechos con su ración cotidiana. No
cabe duda de que algunos estaban mal alimentados; otros estaban aburridos
por su comida y por la gran cantidad de carbohidratos feculentos que
comían. Un líquido caliente, estimulante, lleno de calorías dulces, sin duda
“dio en el blanco”, quizá sobre todo con la gente que ya estaba malnutrida.
C. R. Fay, un comentarista en ocasiones mordaz de la historia social de
Inglaterra, escribe: “El té, que refresca y tranquiliza, es la bebida natural de
un pueblo taciturno, y al ser fácil de preparar le cayó como enviado por los
dioses a los peores cocineros del mundo”.[105] Es cierto que el té es más
fácil de preparar (y pronto se hizo más barato) que el café o el chocolate.
Pero la East India Company tuvo mucho que ver en cuál de estas bebidas
ganaría en última instancia, y el azúcar puede haber ayudado tanto como el
té a transformar la dieta inglesa. De seguro proporcionó más calorías.
Estas adiciones a la dieta del pueblo inglés señalaron el vínculo entre
los hábitos de consumo de todos los ingleses y el mundo exterior, sobre
todo con las colonias del imperio. Para mucha gente esta ampliación de la
gama de alimentos fue una clara ventaja, relatada a veces con encanto e
ironía:

De todo corazón agradezco que vayamos a conservar a Jamaica y las Antillas un año más, que
tengamos tiempo de almacenar té y azúcar para el resto de nuestros días. Yo sólo pienso en los
artículos necesarios para la vida, me importan un comino el oro y los diamantes, y el placer de
robar madera. Que los amigos del gobierno, que no piensan más que en reducirnos a nuestra
condición de isleños y llevarnos de vuelta a la simplicidad de las épocas antiguas, cuando
éramos la Inglaterra de antaño, frugal, abstemia, templada, virtuosa, se pregunten cómo
éramos antes de que se conocieran el té y el azúcar; mejores, no hay duda; pero como resulta
que no nací hace doscientos o trescientos años, no puedo recordar bien si las bellotas diluidas
y el pan de cebada untado con miel conformaban un desayuno muy lujoso [carta de Horace
Walpole a sir Horace Mann, 15 de noviembre de 1779].[106]

Los usos del azúcar como edulcorante para las bebidas aumentaron junto
con los pastelillos cada vez más comunes, a menudo consumidos con las
bebidas o en lugar del pan. Este uso no alcanzaría su desarrollo más amplio
sino hasta que la producción masiva de frutas en conserva, condicionada
por las vertiginosas caídas en el precio del azúcar, fuera perfectamente
dominada en el siglo XIX. Pero a la vez que aumentaba el uso del té y de
otras bebidas exóticas, aumentaba también el consumo de panes horneados
fuera del hogar, que a menudo eran endulzados. Misson, el viajero francés
de finales del siglo XVII que había hablado con entusiasmo acerca de las
cafeterías, también tenía una opinión elevada de los postres ingleses.
Escribe de la “tarta de navidad”: “La composición de esta tarta es una gran
panacea; es una mezcla experta de lenguas limpias, pollo, huevos, azúcar,
uvas pasa, cáscara de limón y de naranja, varios tipos de especias, etc.”.[107]
Por supuesto a principios del siglo XVII estos platillos no eran aún para el
deleite de los segmentos más pobres de la sociedad inglesa. Pero a medida
que el azúcar se conocía más y se volvía más familiar, los pastelillos y los
postres se extendieron más. El azúcar “rojo” (moreno) y la melaza dorada
se usaban ahora de forma muy difundida en los productos horneados, en los
postres, con cereales, untados sobre el pan, y de otras maneras.
Elisabeth Ayrton se detiene largamente sobre el gusto inglés por lo
dulce en su libro ameno y erudito, The cookery of England [La cocina de
Inglaterra] (1974):

El azúcar había sido un lujo demasiado caro para muchos hasta el principio del siglo XVIII,
cuando el precio bajó hasta 6 peniques por libra. A partir de ese momento, la práctica de
“raspar” el cono de azúcar sobre la pasta de una tarta y de completar el azúcar en el contenido
con uvas pasas, se amplió a un uso mayor del azúcar en las tartas y pasteles y a su
combinación con harina para hacer postres.
En un principio los postres eran parte del segundo o tercer servicio, que podía consistir
también de pescado, algunos platillos más ligeros de carne, tartas, pasteles, verduras o fruta. A
principios del siglo XIX era muy común, aunque no invariable, que siguieran a los platillos
salados como un servicio separado. En la primera parte del siglo XVIII, un pudding o postre
casi siempre era una base de harina y grasa con frutas secas, azúcar y huevos. Con el correr
del siglo se desarrollaron cientos de variaciones, las recetas se multiplicaron; incluso la cena
más sencilla, que apenas rebasara el límite de la pobreza, no estaba completa sin su poste.
Postres calientes, fríos, al vapor, horneados, tartas, pasteles, cremas, bavaresas, cariotas y
betlys, triffles y fools, syllabubs y tansys, junkets[*] y helados, postres de leche, postres de
grasa: la palabra “postre” utilizada como término genérico abarca tantos platillos tradicionales
de la cocina inglesa que la mente se acelera al contemplar estos esplendores casi extintos de
nuestras mesas.[108]

Los nuevos alimentos y bebidas se incorporaban con extraordinaria rapidez


a la vida cotidiana, y el azúcar desempeñaba un papel fundamental en casi
todos ellos. Pero la gente no añade cosas tan importantes a su dieta sin darse
cuenta de qué son y cómo pueden utilizarse. Tomar té, comer pan untado de
melaza o gachas endulzadas con ella, hornear pasteles dulces y panes, todos
éstos eran actos que se irían asimilando gradualmente al calendario del
trabajo, el recreo, el descanso y la plegaria —en suma, a toda la vida
cotidiana— así como al ciclo de acontecimientos especiales, como los
nacimientos, los bautizos, las bodas y los funerales. En cualquier cultura
estos procesos de asimilación lo son también de apropiación: la forma que
tiene la cultura para hacer suyas las cosas nuevas e inusuales.
Sin embargo, en las sociedades jerárquicas complejas “la cultura” no es
nunca un sistema completamente unificado y homogéneo. Está marcada por
diferencias en los comportamientos y actitudes en distintos niveles, que se
expresan y se reflejan en las diversas maneras en las que las ideas, los
objetos y las creencias se utilizan, se manipulan y se cambian. Los
“materiales” culturales —que incluye, objetos materiales, pero también las
palabras para ellos, las formas de comportarse y de pensar— pueden
desplazarse hacia arriba o hacia abajo, del señor al plebeyo, o viceversa.
Pero cuando lo hacen no permanecen sin alteración o cambio en su
significado; y sería ingenuo asumir que una difusión de ese tipo se da con
tanta facilidad o frecuencia hacia arriba como hacia abajo. La riqueza, la
autoridad, el poder y la influencia sin duda afectan la manera en que se
produce la difusión.
Sustancias como el azúcar, el té y el tabaco, sus formas y usos,
encajaron de forma algo distinta en las diferentes porciones del sistema
social inglés, y los significados vinculados con ellas también variaron.
Además, en cada nivel las diferencias de edad, sexo y las normas de
ordenamiento social afectan las manera en que los nuevos usos se
institucionalizan y se vuelven a aprender. En ocasiones serán los ancianos,
otras veces las mujeres jóvenes, otras más los infantes de ambos sexos los
que se verán más afectados por una u otra de estas sustancias. En el caso del
azúcar el desplazamiento descendente que tipificó su difusión se vio
acompañado, tal como lo hemos visto, por cambios en lo que significaba o
podía significar para los que la utilizaban. Puesto que adoptó muchas
formas, los significados que podrían atribuirse al azúcar variaban según
fuera una especia, una medicina, una forma de decoración, un edulcorante,
o lo que fuese, y dependiendo también del grupo social que lo empleaba.
En términos generales, el uso del azúcar como especia y medicina bajó
a medida que aumentaba su empleo como decoración, edulcorante y
conservador. En estas últimas categorías, su disponibilidad para más
significados se amplió a medida que su naturaleza era captada con mayor
plenitud por los que lo utilizaban. Formaba parte de un “complejo del té”
(empleo el término con cierta vacilación) que llegó a caracterizar
gradualmente a la sociedad británica de punta a punta, aunque con
diferencias intrincadas y profundas en los distintos niveles. Era tanto un
edulcorante del té mismo como un ingrediente fundamental para muchos de
los alimentos que acompañaban al té. Como decoración, era obviamente
importante en contextos ceremoniales como las bodas, las fiestas de
cumpleaños y los funerales, donde las esculturas de azúcar podían servir
para conmemorar, aunque por supuesto en acontecimientos que ya no eran
asuntos de Estado o nombramientos de los dignatarios de la Iglesia. Como
conservador poseía potencialidades adicionales.
A medida que estos usos se hacían más o menos habituales, se iban
desarrollando dos procesos distintos, ambos aspectos de lo que, a falta de
mejor término, se puede llamar “ritualización”: la incorporación y la
investidura simbólica de nuevos materiales. (Puesto que el ritual tiene que
ver con la regularidad y con un sentido de lo adecuado, lo correcto y lo
válido, su significado no se limita aquí al llamado comportamiento
religioso). Uno de estos aspectos puede ser llamado “extensificación”:
mayores números de personas se iban familiarizando con el azúcar de forma
regular, quizás incluso cotidiana. El consumo regular de azúcar, en
particular del azúcar moreno barato o de la melaza, incluso en cantidades
modestas, redujo gradualmente el estatus del azúcar como un lujo
glamoroso y un bien preciado. Como endulzante del té, del café, del
chocolate y de las bebidas alcohólicas, y como un ingrediente de los
pasteles y los postres de frutas, en el siglo XVIII adquirió un carácter más
cotidiano, más terrenal. Un consumo mayor y más frecuente —con la
adición de nuevos usos alimentarios y nuevas ocasiones para el consumo,
cada uno de los cuales forjó y consolidó significados particulares—
profundizaría esta cualidad cotidiana. Quizá se trataba de un placer, pero era
un placer familiar, confiable y esperado, análogo al té mismo, digamos, o
incluso al tabaco. A medida que el azúcar se hacía más conocido, más
“casero”, quienes lo consumían lo revestían de significados rituales,
privativos de la posición social y cultural de los usuarios. Esto es parte de la
extensificación misma: un reordenamiento de los significados,
desvinculados ya del pasado y de los que otorgan otros grupos sociales.
En contraste, la “intensificación” involucraba una mayor continuidad de
los usos del pasado, una mayor fidelidad a los significados antiguos, una
mayor emulación: quizá la palabra sea más acertada en este caso. Las
coronaciones, la toma de posesión de altas autoridades religiosas y el
otorgamiento de títulos de nobleza no se extendían por toda la sociedad;
pero el azúcar sí. Por lo tanto la intensificación significaba la unión de los
usos del azúcar a las ocasiones ceremoniales, haciéndose eco del pasado
pero libres de gran parte del contenido social y político del que se
encontraban carga dos antiguamente. Los pasteles de bodas con sus
coberturas y figuras complicadas, el uso de las especias con la carne y las
aves en las festividades, el empleo de alimentos dulces en los rituales de
separación y partida (incluyendo los funerales), y un léxico en el que figura
de forma importante la imaginería de lo dulce, todo ello sugiere esta
continuidad.
Los poderes de conservación del azúcar fueron reconocidos desde época
muy temprana, como lo demuestran los registros del siglo IX que
documentan la manufactura y exportación de jarabes de frutas, alcaparras
confitadas y otras conservas parecidas de Persia. La miel comparte hasta
cierto punto la utilidad del azúcar como conservador, pero la sacarosa es
más efectiva. Su capacidad de extraer la humedad y por lo tanto de privar a
los microorganismos de su ambiente de cultivo la convierte en un vehículo
relativamente seguro para la suspensión de sólidos comestibles, incluso
carne, por largos periodos. Así como el azúcar líquido o los jarabes pueden
utilizarse como medio en el que se sumergen otras sustancias, los azúcares
cristalinos pueden emplearse para recubrir o sellar productos comestibles.
En la Europa de los siglos XIII o XIV se escribió ya acerca de estas
propiedades y es probable que se las conociera bien con anterioridad. En el
Compendium aromatarorium (1488), Saladino d’Asculo describe cómo
impedir la fermentación utilizando soluciones concentradas de sacarosa y
cómo preservar los productos lácteos aplicándoles una gruesa capa de
azúcar en polvo. Paracelso también registró los usos del azúcar para evitar
la descomposición.[109] Las frutas confitadas eran una golosina ya conocida
por la realeza británica hacia el siglo XV, y sin duda antes. Las “peras en
jarabe” servidas en el festín de bodas de Enrique IV y Juana de Navarra, en
1403, son de notarse, puesto que en aquella época “casi la única manera de
conservar la fruta era hervirla en jarabe y aderezarla intensamente con
especias”.[110] Cerca de dos siglos más tarde el registro contable de lord
Middleton, en Woollaton Hall, Nottinghamshire, documenta la compra de
dos libras y una onza de “mermelada” al precio astronómico de 5 chelines y
3 peniques, lo que demuestra “el lujo que eran las confituras importadas”.
[111] Aunque no se pueden establecer equivalencias exactas, el dinero

necesario para adquirir dos libras de frutas confitadas de aquella época


hubiera permitido comprar alrededor de una libra de pimienta o jengibre —
importaciones igualmente exóticas— o casi 14 libras de mantequilla o 29 de
queso.
Esta clase de golosinas siguieron siendo un alimento para la realeza y
los ricos por unos cuantos siglos; pero tal como sucedió con los otros usos
del azúcar, los de menor rango también aspiraban a consumirlas. La fruta
confitada se importaba a Inglaterra del Mediterráneo por lo menos ya en el
siglo XIV. La socada, “un tipo de confitura que a menudo se refiere a lo que
hoy llamamos mermelada”, aparece en las listas de embarque del siglo XVI,
[112] y en el banquete de la Compañía Skinner, en 1560, figuraban entre los

alimentos dulces servidos tanto la “mermelada” como el sukett. Puesto que


la ley no prohibía el uso del azúcar por los estratos sociales inferiores, los
usuarios potenciales sólo se veían limitados por la escasez y el elevado
precio. Era, por supuesto, mucho más frecuente que lo utilizara un gremio o
un grupo corporativo, que verlo sobre las mesas de sus miembros
individuales, por lo menos en un principio.
Sin embargo, el principal uso del azúcar como conservador tenía una
forma distinta antes del siglo XIX, que disminuyó casi hasta desaparecer
cuando el uso como conservador de frutas adquirió una importancia que
nunca perdería, aproximadamente después de 1875. En el banquete de
bodas de Enrique IV, en 1403, figuran “caramelos”, azúcar con rosas,
confituras de frutas, de salvia, jengibre, cardamomo, hinojo, anís, cilantro,
canela y azafrán en polvo,[113] pero esta lista mezcla distintos tipos de
dulces. Las especias, que podían estar o no confitadas, venían primero. Las
especias solas se ofrecían en costosos platos especieros de oro y de plata,
con filigranas y grabados de escudos de armas y a menudo incrustaciones
de joyas, obvios objetos de exhibición del rango para la nobleza masculina.
Con ellos iban los drageoirs, o cofrecitos para confites, tan costosos y
ricamente decorados como los platos especieros, pero llenos de golosinas
azucaradas. Los drageoirs eran una prerrogativa de exhibición femenina,
comparable a los platos especieros. Tanto éstos como los drageoirs fueron
formas del consumo privilegiado, asociado con la realeza y los muy ricos,
hasta finales del siglo XVII.[114]
A partir del siglo XIV los banquetes ceremoniales de los reyes ingleses
incluían confites y especias. Ambos se utilizaban para acompañar el
segundo servicio de vino y los subsecuentes. Las especias —cardamomo,
canela, cilantro— eran “digestivos” (una palabra que hoy en día se utiliza
con este sentido más frecuente en lenguas distintas al inglés, como el
francés o el italiano), o medicinas para facilitar la digestión. Los dulces que
se servían en los drageoirs eran llamados dragées, “grajeas”. La palabra
drageoir se ha perdido en el inglés moderno; pero dragée sobrevive con
tres sentidos en el diccionario, cada uno de ellos significativo. El primero es
una nuez cubierta de azúcar; el segundo, un dulce en forma de perla que se
usa para decorar pasteles; y el tercero una medicina cubierta de azúcar.
Aquí los tres usos principales y más antiguos del azúcar se resumen en una
sola palabra. El término “confite” (pariente del francés confiture y del
inglés confection) se sigue utilizando generalmente para señalar una
golosina con un centro firme (fruta, nuez, semilla), cubierto de azúcar.
Los arquetipos de los confites pueden haber sido los azúcares
aromatizados, zucchero rosato y zucchero violato, mencionados en los
relatos de Balducci Pegolotti, un mercader veneciano, y en los registros del
comercio real a partir del siglo XIV.[115] Pero estas golosinas exquisitas no
incluían las flores, sino sólo sus aromas y colores. Los confites auténticos
—objetos cubiertos de azúcar endurecido— pueden rastrearse hasta
Venecia, y sin duda incluso hasta el África del norte y el Medio Oriente.
Resulta de interés incidental que antes de que confetti llegara a referirse a
trocitos de papel de colores, era pedacitos de dulces coloreados, y en
algunas lenguas —como el ruso— sigue siendo así. La palabra es, por
supuesto, pariente de confite, confit.
Pero es poco probable que la mayoría de los ingleses tuvieran su primer
contacto con el azúcar utilizado como conserva en frutas cristalizadas o
conservadas en almíbar. Éstos seguían siendo lujos incluso después que la
clase trabajadora empezó a tomar té con una gran cantidad de azúcar, y no
se difundieron al mismo ritmo que el té. Para mediados del siglo XVIII es
seguro que los confites y golosinas parecidas ya fueran conocidos por las
clases medias, y tal vez que empezaran a volverse familiares de una u otra
forma también para los trabajadores. Pomet, aunque su obra se ocupa de
medicinas, más que de alimentos o dulces, brinda una descripción concisa
de estas golosinas:

Hay una variedad infinita de flores, semillas, bayas, nueces, ciruelas secas y otros parecidos
que los confiteros cubren con azúcar y que llevan el nombre de confite; son tantos que
enumerarlos sería interminable y demasiado frívolo para una obra de esta especie. Los más
comunes en las tiendas son los confites de alcaravea, de cilantro y nonpareille, que no es más
que arrurruz cubierto de azúcar; y lo que está muy de moda en París es el anís verde. Aparte
de ellos, tenemos confites de almendra, de chocolate, de café, de arándano, de pistache, etc.
[116]

Éste es el uso más antiguo como conservador; aunque a la fecha sobrevive


de muchas formas triviales, fue desplazado por un método muy diferente.
Igual que el azúcar utilizado para endulzar bebidas, el azúcar como
conservador ganó un lugar completamente nuevo en la economía británica y
en la vida cotidiana, pero sólo cuando el consumo a gran escala de
conservas de fruta llegó a ser típico de la dieta británica. Una vez más, fue
la transformación de una sustancia escasa en un producto común, y una
costosa exquisitez en un alimento barato, lo que hizo posible las
transformaciones consiguientes. Las “peras en jarabe” de los chefs de la
realeza del siglo XIV se convertirían con el tiempo en las jaleas y
mermeladas de Tiptree, Keiller, Crosse and Blackwell, Chivers y demás
envasadoras del siglo XIX.
Debido al antiguo temor a la fruta típico de las actitudes del común de
los ingleses, los fabricantes y vendedores de jaleas, compotas y mermeladas
tuvieron que superar cierta resistencia y desconfianza. Por otra parte, estos
productos no podrían ser producidos en masa hasta que se descubriera un
medio de conservación seguro, lo bastante barato como para dar por
resultado un producto económico. Pero cuando el precio del azúcar se
desplomó, después de las grandes victorias del movimiento de libre
comercio a mediados del siglo XIX, el consumo de mermelada empezó a
ganar popularidad entre los trabajadores. Al mismo tiempo aumentó el de
azúcar en otras formas, como respuesta a una caída de los precios. Estos
cambios en el consumo de la sacarosa se relacionaron con transformaciones
de la dieta y también de los gustos. La mermelada y la clase trabajadora —
frase que he tomado prestada de un importante artículo de Angeliki Torode
—[117] sólo se vincularon aproximadamente a partir de 1870. Los
edulcorantes semilíquidos y líquidos invadieron la dieta y el gusto
proletarios un poco antes, bajo la forma de melaza dorada. Aunque era muy
diferente a las mermeladas y las jaleas, la melaza contribuyó,
probablemente, a “venderle” las confituras a los nuevos usuarios. A partir
de su forma original, más parecida a la melaza común, se fue refinando
progresivamente hasta lograr un jarabe claro, de color dorado, que imitaba a
la miel y que, para finales del siglo XIX, costaba mucho menos que ésta.

Los registros de Edward Smith de la dieta de los operarios de Lancashire en 1864 muestran
que vivían básicamente de pan, avena, tocino y muy poca mantequilla, melaza dorada, té y
café. Las mermeladas baratas aparecieron en el mercado en los años ochenta y de inmediato
se hicieron muy populares. La mayoría tenía muy poca de la fruta de la que pretendía estar
hecha, y era sencillamente una mezcla de la pulpa de frutas o vegetales más barata que se
podía obtener, coloreada y saborizada según fuera necesario. Su dulzor las hacía muy
populares entre las familias pobres; el pan y la mermelada se convirtieron en el alimento
principal de los niños pobres en dos de cada tres comidas.[118]

John Burnett escribe a mediados del siglo XIX que “el pan era la base de la
vida del 80 o 90 por ciento de la población que conformaba las clases
trabajadoras”.[119] Por lo tanto tenemos a una población que ya consume
azúcar, especialmente en el té, pero que se encuentra también restringida a
una dieta muy alta en carbohidratos. ¿Qué más comía la gente? Los
distintos alimentos que integraban la dieta de los trabajadores se
encontraban interrelacionados y no pueden ser considerados uno por uno si
queremos determinar dónde encaja el azúcar. Algunos datos provenientes
de Escocia son especialmente instructivos porque relacionan el consumo de
pan con la mermelada, revelando la manera en que esta combinación pudo
romper un patrón más antiguo, gracias a que otros cambios en la sociedad
escocesa de aquella época le abrieron el camino.
El breve estudio de R. H. Campbell sobre la dieta escocesa entre el
siglo XVIII y la primera guerra mundial —para cuando se cree que las
diferencias regionales en la dieta de Gran Bretaña se habían vuelto
insignificantes— es útil en este punto precisamente porque brinda una
buena indicación de la manera en que el azúcar fue penetrando, con el
tiempo, en las preferencias de la gente común. Los trabajadores agrícolas
permanentes de Escocia en el siglo XIX (llamados hinds) recibían hasta dos
tercios de sus ingresos en especie, incluyendo comida. A pesar de ello, estos
labradores sin tierra estaban mejor alimentados que los eventuales. A
medida que se reducían los pagos en especie, en parte como reacción a la
crítica pública de un arreglo que le aseguraba tanto poder al patrón, la dieta
de los hinds también se redujo. “La libertad de elección —dice Campbell—
llevó a un descenso del nivel de la dieta”, consecuencia bastante frecuente.
[120] Al mismo tiempo, los trabajadores escoceses continuaron consumiendo

importantes cantidades de avena en diversas formas, incluso cuando


escogían sus propios ingredientes, porque siguió siendo un alimento barato
durante gran parte del siglo XIX. Puesto que la avena aportaba nutrientes
importantes que no podían obtenerse a tan bajo costo en otros productos, su
precio les aseguró una dieta mejor que la de los trabajadores ingleses con el
mismo nivel salarial.
Cuando Campbell brinda datos comparativos sobre las ciudades
industriales de Escocia a finales de siglo (Edimburgo, Glasgow y Dundee),
surge un panorama distinto. La dieta en estos lugares se considera deficiente
en proteínas, especialmente de origen animal, y las razones eran muy
evidentes: “el uso excesivo de pan, mantequilla y té, en lugar de las gachas
y la leche de las dietas rurales”.[121] Campbell se hace las mismas preguntas
que los investigadores de Edimburgo. “¿Por qué la gente no podría
mantener la dieta más satisfactoria y no obstante más barata de las áreas
rurales? Cuando se hizo posible una elección en la dieta, ¿por qué se realizó
con imprudencia?”. Pero él encuentra una respuesta diferente.
Los investigadores habían llegado a la conclusión de que “cuando… se
trata de escoger entre el pan ya cocido o la avena cruda, es la pereza la que
decida y la familia sufre”.[122] Pero, escribe Campbell:

la investigación en Dundee revela condiciones que explican mejor la paradoja de un descenso


de los niveles de nutrición cuando el ingreso en efectivo se elevaba. La organización de la
industria del yute brindó oportunidades para la fuerza de trabajo femenina, de tal forma que
muchas mujeres se fueron a trabajar a Dundee. Los niveles nutricionales cayeron aún más y
de forma brusca cuando la esposa salió a trabajar. “Cuando la madre está en el trabajo no hay
tiempo para preparar gachas o caldo a mediodía… el desayuno y la cena se convirtieron por lo
general en comidas de pan y mantequilla. Puesto que el horario de comida de la escuela no
coincide con el del taller, los niños tienen que ir a su casa y prepararse un bocadillo”.
La presión sobre el tiempo del ama de casa era en sí una explicación suficiente para la
elección de una dieta inferior. La necesidad de ahorrar tiempo, más que la de economizar o
mantener el nivel nutricional, era la que determinaba la elección… el alza en el consumo de
pan era la más notable. En un caso en Dundee, de un gasto total de 12 chelines y 11 peniques,
6 chelines y 5 peniques eran para comprar pan; una familia de madre, padre y cinco hijos
consumía 56 libras a la semana… En las ciudades se descuidaba la preparación de sopa de
verduras. Mientras duró el uso generalizado de sopa, la costumbre escocesa de no comer más
que unos pocos vegetales de otra forma carecía de importancia. En los lugares en los que el
ama de casa tenía que salir a trabajar, la preparación de la sopa era prácticamente imposible.
En Dundee los investigadores encontraron que la olla de sopa era una “característica
invariable” sólo en los lugares en los que la madre estaba en casa.[123]

El argumento de John Burnett coincide perfectamente, no sólo con las


afirmaciones de Campbell, sino también con mi propia argumentación
acerca del azúcar.

En el transcurso de cien años, el pan blanco y el azúcar pasaron, de ser lujos de los ricos, a ser
la característica de la dieta de los pobres… La imitación social era una de las razones, aunque
no la más importante. Mientras que eran meros aditamentos para las mesas de los ricos, con
demasiada frecuencia se convirtieron en la totalidad de la dieta de los pobres, el mínimo
irreductible bajo el cual sólo quedaba la inanición. Paradójicamente, se habían convertido casi
en los alimentos más baratos con los que podía sostenerse la vida. El pan blanco, aunque
supiera mejor con carne, mantequilla o queso, no los necesitaba; una taza de té convertía una
comida fría en algo parecido a una caliente y además brindaba consuelo y aliento. A 6 u 8
chelines por libra a mediados del siglo XVIII, el té seguía siendo un lujo, aunque el consumo
promedio de un hogar de clase trabajadora —dos onzas por semana, a menudo
complementado con pedazos de pan tostado para colorear el agua— era difícilmente una
extravagancia; y en las circunstancias del industrialismo temprano, este tipo de dieta tenía la
ventaja adicional de que siempre estaba a la mano y requería poca o ninguna preparación.[124]
Pero el argumento decisivo es lo que sucedió con la mermelada. Después de
los años 1870,

la mermelada se convirtió en un alimento importante, especialmente para la clase trabajadora.


El libre comercio hizo posible el surgimiento y la prosperidad de las fábricas de mermelada en
ese periodo. La abolición de gravámenes hizo al azúcar barato y abundante; la mermelada
contiene de 50 a 65% de su peso en azúcar… la mayor parte de la producción de las fábricas
de mermelada y de jaleas era para el consumo nacional… las clases trabajadoras urbanas…
consumían una buena parte de su ración de fruta en forma de mermelada. Desde 1840, la
gente cuyo alimento principal era el pan consumía azúcar o, cuando los tiempos eran malos,
melaza dorada, untándola en el pan como sustituto de la mantequilla, o echándosela al té en
lugar de azúcar. En los presupuestos de las familias trabajadoras de la década de 1870 a
menudo aparece un budín o un panqué de pasas. Hasta las familias pobres entrevistadas por
Seebohm Rowntree en su estudio de los jornaleros rurales compraban o hacían mermelada,
generalmente con la fruta caída de los árboles o incluso robada. Sólo en los peores casos una
madre vacilaba antes de abrir un bote de mermelada porque sus hijos comerían más pan si le
ponía un poco. De cualquier manera, los fabricantes de mermelada, a excepción de Blackwell
y de Olivers, que también preparaban conservas caras, coincidieron en 1905 en que su
mercado más extenso y lucrativo se encontraba en la clase trabajadora para la cual la
mermelada, antaño de lujo, se había convertido en una necesidad y un sustituto para la
mantequilla, que era más cara.[125]

De estas observaciones se desprenden varios puntos. En primer lugar,


parece claro que, al menos en la Gran Bretaña del siglo XIX, la elección en
materia de comida se realizaba en parte de acuerdo con el tiempo disponible
y no sólo en términos de los costos relativos. En segundo lugar, queda claro
que el combustible era una parte importante de los costos de la comida, de
tal manera que el alimento que ahorrara este desembolso sería más
atractivo. En tercer lugar, la división del trabajo en la familia modeló la
evolución de las preferencias alimentarias británicas; una esposa que dejaba
la casa para ganar un salario tenía un efecto restrictivo sobre la dieta
familiar, aun cuando el sueldo pudiera incrementar el ingreso familiar. Hay
evidencias sólidas de que el valor nutricional de los alimentos no estaba
bien distribuido en la unidad familiar, dato de menos peso que los anteriores
pero importante para la historia del azúcar; en efecto, constataremos que las
mujeres y los hijos se encontraban sistemáticamente subalimentados por el
énfasis cultural convencional en la alimentación adecuada del “ganapán”.
Parece no haber duda de que el azúcar y sus derivados tuvieron un
acceso inusitado a las preferencias de las clases trabajadoras gracias al
sistema fabril, con su énfasis en el ahorro de tiempo, y los empleos mal
pagados y agotadores que ofrecía a mujeres y niños. La reducción del pan
horneado en casa es representativa del cambio de un sistema de cocina
tradicional, caro en combustible y en tiempo, hacia lo que ahora
llamaríamos “comidas rápidas”. Las conservas azucaradas que podían
dejarse por tiempo indefinido sin refrigeración y sin que se echaran a
perder, que eran baratas y atractivas para los niños y que sabían mejor con
pan comprado en la tienda que la mantequilla, más cara, aventajaron o
reemplazaron a las gachas, de la misma forma en que el té había
reemplazado a la leche y la cerveza casera. En la práctica, estos alimentos
liberaron a la esposa asalariada de la preparación de una y hasta dos
comidas al día, al tiempo que le proporcionaban a su familia grandes
cantidades de calorías. El té caliente solía reemplazar las comidas calientes
para los niños que no trabajaban y para los adultos que lo hacían. Estos
cambios fueron parte integral de la modernización de la sociedad inglesa.
Los cambios sociológicos que los acompañaron seguirían marcando la
modernización del resto del mundo.

El consumo no medicinal de la sacarosa en Inglaterra antes de 1700 adoptó


tres formas principales, aparte del azúcar con fines decorativos y las
confituras: especias y dragées, bebidas alcohólicas dulces o endulzadas y
platillos dulces horneados. Fueron estos últimos, más que nada, los que se
convertirían eventualmente en el “dulce” (postre) comido en casa por
millones de trabajadores ingleses, de tal manera que la estandarización de
estos platillos es un rasgo tanto de la historia de la dieta inglesa como del
azúcar mismo.
Los dulces horneados no figuran de forma conspicua en las recetas
inglesas antes del siglo XV, pero luego son comunes. En sus selecciones
basadas en dos obras del siglo XV Austin publicó una sección con el título
de “Diversos platos horneados” con recetas que llevan yemas de huevo,
crema, diversas especias, incluyendo azafrán y azúcar (en algunos casos
miel); la mezcla se hornea, como un flan, en moldecitos, costras de masa o
barquillos.[126] En los siglos siguientes estos platillos se hicieron cada vez
más comunes, pero su lugar en la comida no se estableció con firmeza hasta
tarde en la historia del empleo del azúcar. Creo que el vínculo entre un
platillo específico y el sabor dulce sólo podía crearse cuando las sustancias
endulzantes fueran lo bastante baratas y abundantes como para permitir que
se pensara en esos términos, comida tras comida. No tiene nada de natural o
inevitable comer algo dulce o esperar un postre en cada comida. Parece
haberse convertido en un rasgo de la alimentación europea occidental sólo
en el último par de siglos, y haberse instalado en su lugar de último plato
incluso más recientemente. Sin embargo, resulta ya tan común que puede
parecemos difícil imaginar un patrón completamente distinto. Puesto que la
relación entre un sabor (lo dulce) y un plato (el postre) es la más firme de
todas las relaciones de este tipo en el ordenamiento de la comida occidental,
vale la pena intentar descubrir la manera en que surgió.
Es posible que una secuencia de platos que incluía un servicio de
preparaciones dulces al final de la comida se haya estabilizado a finales del
siglo XVII, en el nivel más alto de la sociedad. Mead escribe que en los
banquetes medievales “el lugar que se le asignaba al postre, si existía,
parece haber sido un asunto indiferente”.[127] El orden de los servicios,
incluso cuando ya se había establecido la exhibición de sutilezas (y, en
ocasiones, su consumo), era impreciso con respecto a los platos dulces. Así
por ejemplo, en el festejo de coronación del rey Enrique IV hubo doucettys
como tercer servicio entre muchos otros, y no hay dulces al final del menú.
Las frutas en conserva podían servirse en cualquier momento de la
secuencia, los “membrillos confitados” se presentan al principio del tercer
servicio. De la misma manera, en el banquete de bodas de Enrique, aunque
cada uno de los tres servicios se remató con una sutileza, los únicos
integrantes posibles de un servicio de postres, la crema de almendras y las
peras en jarabe, aparecen al principio del tercer servicio. Mead cree que el
apetito por los dulces eran tan agudo en el siglo XV como en nuestros días,
pero que a los comensales medievales sencillamente no les importaba el
orden de los platos.[128]
La realeza francesa empezó a comer en el siglo XV lo que parecía un
servicio de postres. Un banquete ofrecido por dos nobles para el rey de
Francia y su corte consistía en seis servicios. Los postres empezaban en el
quinto: tartas, natillas, platos de crema, naranjas y citrons confits [limones
confitados]. El sexto servicio consistía en barquillos e hipocrás rojo, y el
séptimo en sutilezas, cada una de las cuales mostraba las armas y la insignia
del rey. Mead se inclina a atribuirle el surgimiento del postre en las
costumbres británicas a la imitación del modelo francés. Ello parece
probable, dado que gran parte del protocolo real inglés provenía de los
franceses.
Sería fácil suponer que las clases trabajadoras inglesas aprendieron a
comer postres porque lo hacían sus gobernantes, pero esta explicación
resultaría simplista. El primer hábito relativo al azúcar que aprendieron los
ingleses pobres formaba parte del hábito del té, y éste se difundió con
rapidez de las clases dominantes hacia abajo, y hacia el campo desde las
ciudades. Pero el consumo público de té y del resto de las bebidas droga no
era, en un principio, parte de una comida. Tanto el té como el azúcar se
consumían al comienzo fuera de la dieta tradicional del hogar, y sólo más
tarde se asimilaron a ella; en efecto, es poco probable que en sus inicios se
asociaran más con el trabajo que con el hogar.
Es plausible que los primeros “alimentos de intervalo” extranjeros o
exóticos fueran estimulantes como la cafeína y el azúcar rico en calorías,
combinados en una forma líquida y caliente, fácil de preparar. Una vez
aprendida, esta combinación de sustancias se llevaría a la dieta del hogar; el
azúcar más barato facilitaría el uso de la melaza y, muy pronto, de los
postres, sobre todo cuando se difundió el pan producido comercialmente.
Esta cronología de adiciones sucesivas es especulativa pero razonablemente
precisa. Implica que el postre no fue el primer uso en importancia del
azúcar para los pobres, sino el tercero.
La generalización del postre —el pudding— se hizo mayor en el
siglo XIX, sobre todo a finales, cuando el uso del azúcar aumentó aún más
marcadamente. Pero no ocurrió en forma independiente de otros cambios en
la dieta y la estructura de las comidas inglesas. Uno de estos cambios
fundamentales fue el descenso del consumo de pan y harina, a medida que
otros alimentos, entre ellos los azúcares, eran más disponibles y menos
caros. Esta baja prosiguió hasta el siglo XX, tanto en Estados Unidos como
en el Reino Unido. Parece haber sido complementario de la curva creciente
de los azúcares y del aumento en el consumo de carne (o al menos de
grasa). Pero es discutible que estos tipos de cambios representaran —o
incluso provocaran— una mejora en la dieta de los trabajadores.[129]
El papel de los azúcares en el aumento de la ingestión total de calorías
permite suponer que complementaran a los carbohidratos complejos y en
parte los reemplazaran. Los pasteles, postres, panes con mermelada,
pasteles de melaza, bizcochos, tartas, bollos y dulces que fueron
apareciendo cada vez más en la dieta inglesa a partir de 1750, y como un
diluvio desde 1850, ofrecían maneras casi ilimitadas de incorporar azúcar a
carbohidratos complejos en forma de harina. Existía la costumbre de
añadirle azúcar a las bebidas calientes y éstas a menudo se acompañaban de
repostería horneada. Se generalizó la costumbre de tomar té, café o
chocolate (pero más frecuentemente el primero) con las comidas, en
momentos de descanso robados al trabajo, al levantarse y al acostarse.
También se hizo común la combinación de estas bebidas con productos
horneados, aunque no era una práctica invariable.
Mientras que el postre se convirtió en un plato de las comidas y cenas
formales de la mayoría de las clases, el uso del azúcar se extendió mucho
más. Se transformó, de una u otra forma, en acompañante casi universal de
los productos de trigo y las bebidas calientes. Su contribución calórica
subió de un estimado 2% de la ingesta total a principios del siglo XIX a un
más probable 14% un siglo más tarde. Es posible incluso que esta cifra
asombrosa esté subestimada, puesto que es un promedio nacional y omite
los efectos diferenciales en el consumo de azúcar de factores como la edad,
el sexo y la clase. El hecho de que el atractivo del azúcar fuera mayor para
los pobres —de que pudiera satisfacer el hambre en lugar de otros
alimentos más nutritivos— puede haber parecido una virtud.

La gran cantidad de nuevos usos de la sacarosa que se desarrollaron entre el


siglo XII y el XVIII dieron por resultado, con el tiempo, un moderno consumo
masivo multifuncional. Esta diferenciación cada vez más profunda —más
usos, mayor frecuencia, una utilización más intensa— caracterizó la
segunda mitad del siglo XIX en el Reino Unido y, al poco tiempo, en otras
regiones industriales y en vías de industrialización. En nuestro siglo se
produjo una secuencia análoga en países más pobres, no industrializados.
Lo que había comenzado por ser una especia y una medicina llegó a
transformarse en un alimento básico, pero de tipo especial.
Los usos del azúcar se superpusieron por la gran versatilidad de la
sacarosa. El alimento y la medicina han estado ligados en acto y en
pensamiento desde que los hombres empezaron a considerar la ingestión y
el ayuno como instrumentos de salud y de pureza; y los azúcares han sido,
por milenios, un puente entre el “alimento” y la “medicina”.[130] Pero, como
vimos, el azúcar no se limitaba a los usos medicinales. Hacia el siglo XV,
los dulces se habían convertido en un acompañamiento inevitable para casi
cualquier actividad elegante en Inglaterra, a menudo en una profusión
intolerable para el lector moderno. La realeza británica exhibía un gusto por
los dulces que parecía exceder, incluso, al de los reyes y reinas del
continente. Un viajero alemán del siglo XVI que conoció a Isabel en la corte
escribió: “La reina, a sus 65 años de edad (según se nos dice), es muy
majestuosa; su rostro es oblongo, blanco pero arrugado; sus ojos son
pequeños, aunque negros y agradables; su nariz es algo ganchuda, sus
labios delgados y sus dientes negros (un defecto al que parecen estar sujetos
los ingleses por su uso excesivo del azúcar)”.[131] Prosigue diciendo que los
pobres de Inglaterra se veían mejor que los ricos porque no podían
entregarse a su inclinación por el azúcar. Por supuesto, ello cambió de
forma radical en los siglos siguientes.

Este gusto de nuestros compatriotas, hombres y mujeres, por los dulces —escribe el
historiador inglés William B. Rye— asombró a los españoles que llegaron con la embajada del
conde de Villamediana en 1603. En Canterbury, a las damas inglesas se las describe espiando
por las ventanas con celosías… para ver a los hidalgos que obsequiaban a las “curiosas e
impertinentes damas rubias” los bombones, confites y golosinas que estaban sobre la mesa,
“que disfrutaban enormemente; pues se comenta que no comen nada que no esté endulzado
con azúcar, y lo toman comúnmente con su vino y lo mezclan con su carne”.[132]

Durante siglos España había estado familiarizada con la sacarosa en varias


formas y cuando se registró este incidente la exportaba desde hacía más de
cien años. Llama la atención que los diplomáticos españoles se asombrasen
tanto por lo golosos que eran los ingleses en 1603, casi un año y medio
antes de que Inglaterra empezara a importar azúcar de su primera “colonia
azucarera”. Además, podemos estar seguros de que estas “curiosas e
impertinentes damas rubias” no eran ni sirvientas ni lecheras.
De cualquier manera, sería difícil afirmar que la historia del consumo de
sacarosa en Inglaterra se limita a documentar un gusto innato. El historiador
norteamericano John Nef argumentaba que la pasión por el azúcar de los
europeos del norte tenía su origen en factores geográficos. El “crecimiento
de una civilización económica en el norte”, para usar su expresión,
entrañaba utilizar frutas y verduras “con menos suculencia natural que las
que crecen en el suelo mediterráneo”.[133] Sostenía que para hacerlas
apetitosas había que endulzarlas. Pero esto no es convincente. No puede
decirse que frutas como la manzana, la pera y la cereza sean menos
suculentas que las de climas subtropicales, y tampoco es fácil ver por qué
los pueblos del norte tendrían mayor apetencia por lo dulce que los del sur,
incluso aunque los promedios más elevados de consumo de sacarosa
procesada en el mundo moderno se encuentren principalmente entre las
poblaciones septentrionales. Los pueblos de las regiones subtropicales,
desde el sur de China hasta la India, Persia y África del norte, habían sido
consumidores de azúcar mucho antes de que los europeos supieran gran
cosa de la sacarosa, y los venecianos quedaron fascinados por el azúcar
cuando lo conocieron, no más tarde del siglo décimo.[134]
Posiblemente sea más relevante para el gusto inglés por lo dulce un dato
cultural que concierne al alcohol. La cerveza fuerte (ale) preparada con
malta fue la principal bebida alcohólica de Inglaterra quizá durante un
milenio, y la cerveza sólo entró en competencia con él alrededor del
siglo XV. El ale tiene un sabor dulzón, más que amargo, mientras que el
azúcar de malta que contiene no haya fermentado por completo. Cuando se
le empezó a añadir lúpulo, hacia 1425, esta bebida —ya propiamente
cerveza— se hizo más conservable pero también adquirió un sabor amargo.
Al parecer el amargor no desalentó el consumo de los que estaban
acostumbrados al sabor dulce del ale, pero éste no dejó de beberse.[135]
Ahora había una bebida amarga, además de la dulce, que ya era familiar. De
esta forma se mantuvo la familiaridad de un sabor dulce distinto al de la
fruta y la miel.
Aparte del ale, otras bebidas dulces o endulzadas habían sido populares
en Inglaterra desde mucho tiempo atrás. Una categoría la conformaban las
bebidas alcohólicas hechas de o con miel: aloja, aguamiel, hidromiel,
rodomiel, omphacomel, oenomel. La miel se destilaba después de la
fermentación para hacer aloja, o para mezclarla con vino, jugo de uva, agua
de rosas, etc., a fin de crear estas bebidas alcohólicas algo exóticas. Pero la
miel era relativamente cara y no muy abundante incluso antes del siglo XVI,
cuando la abolición de los monasterios le dio un golpe casi fatal a la
producción de miel, destruyendo el único mercado sustancial de las velas
(de cera de abeja), contribuyendo a un alza en el precio de la miel y
reduciendo la producción de bebidas basadas en ella.[136]
La otra categoría consistía en bebidas que combinaban azúcar y alcohol,
especialmente vino. El azúcar y el jerez —el favorito de Falstaff— era una
de ellas. Pero la más popular era el hipocrás, un vino dulce al que se le solía
añadir tanto especias como azúcar, que desplazó los vinos dulces más
antiguos y las bebidas fermentadas de miel, e incrementó la importación de
vinos y de azúcar. Se comentaba mucho el hábito inglés de añadirle azúcar
al vino. Los ingleses “le ponen una gran cantidad de azúcar a su bebida”,
escribió Hentzner en 1598,[137] y cuando Fynes Moryson analizaba, en
1617, los hábitos de los ingleses en materia de bebida, comentó: “Los
patanes y los hombres vulgares sólo toman grandes cantidades de cerveza o
de ale… pero los caballeros sólo toman vino con el que muchos mezclan
azúcar, que no he observado que en ningún otro lugar o reino se usase con
ese propósito; y puesto que el gusto de los ingleses se deleita con lo dulce,
en las tabernas (pues no hablo de las cavas de los comerciantes o los
caballeros) se suelen mezclar de esa manera los vinos para hacerlos más
agradables”.[138]
Estas observaciones no sugieren tanto una predilección especial de los
ingleses por el azúcar —aunque en efecto puede haber existido— como una
antigua familiaridad con las bebidas endulzadas. Resulta concebible que el
hecho de endulzar las bebidas droga —el café, el chocolate y el té— se
convirtiera en una costumbre no sólo porque eran amargas y poco
familiares, sino también porque el hábito de añadirle azúcar a las bebidas
era ya antiguo. Cuando al té se lo aclamó como la bebida que “alegra sin
embriagar”, su dulzor sin duda era un rasgo favorable para la gente cuyo
gusto por lo dulce había sido cultivado por las bebidas alcohólicas dulces o
endulzadas. A su vez, por supuesto, el té, el café y el chocolate ayudaron a
alentar la brusca subida en la curva del consumo de sacarosa. Parece poco
probable que representaran un elemento esencial para ese proceso, pero no
hay duda de que lo aceleraron.
El té, el café y el chocolate nunca desplazaron a las bebidas alcohólicas;
sólo compitieron con ellas. La rivalidad fue larga y por supuesto que no ha
terminado. En la historia social de Gran Bretaña el tema de la temperancia
tuvo un papel crucial en esa rivalidad. A la abstención se la adoptaba por
razones morales: la protección de la familia, virtudes como la frugalidad, la
confiabilidad, la honestidad y la piedad. Pero era también un tema
económico a nivel nacional: un capitalismo industrial eficaz y basado en las
fábricas no podía consolidarse con una fuerza de trabajo ausentista y
alcoholizada. Por ello el tema de las bebidas alcohólicas y las no
alcohólicas no era sólo una cuestión moral ni de política económica; y sin
duda no era sólo un asunto de “buen gusto” o “buenos modales”.
A finales del siglo XVII o principios del XVIII el consumo de alcohol en
Gran Bretaña subió a nivel nacional, pero el consumo de té y de otras
bebidas “de temperancia” aumentó con mayor rapidez aún. La ginebra
empezó a ser importada de Holanda en el siglo XVII, y en el XVIII hubo años
en que las importaciones llegaron a 500 mil galones.[139] Una ley de 1690,
dirigida en contra de los franceses, legalizó la manufactura de un
aguardiente local a base de granos. Llamado “brandy británico”, este
curioso producto de las rivalidades nacionales se siguió produciendo hasta
bien entrado el siglo XVIII.[140] Mientras que desde mediados del siglo XVI el
ale y la cerveza sólo podían venderse en establecimientos con licencia —la
sidra se añadió a la lista en 1700— los licores espirituosos podían
expenderse sin licencia y con un impuesto insignificante. Para 1735 el
consumo de ginebra había subido, según se calcula, a cinco millones de
galones; esto es, un aumento del mil por ciento.
El creciente precio de los granos con que se elaboraban bebidas
destiladas condujo a una renovada popularidad de la cerveza, que competía
con el té a mediados del siglo XVIII. A ellos hay que añadirles el ron; en
1698 sólo se importaron a Inglaterra 207 galones de ron; en el periodo entre
1771 y 1775, la importación anual promedio fue de mucho más de dos
millones de galones al año.[141] No cabe duda de que ello subestima los
totales, en parte porque el ron se destilaba a partir de la melaza, que era un
producto secundario de la manufactura de azúcar en Gran Bretaña, en parte
porque una cantidad mucho mayor entraba de contrabando. En otras
palabras, el té, el café y el chocolate tenían muchos rivales; el azúcar era
necesario en la producción y el consumo de casi todas estas bebidas.
El té triunfó sobre las otras bebidas amargas y con cafeína porque podía
ser utilizado de forma más económica sin perder por completo su sabor,
porque su precio bajó casi constantemente en los siglos XVIII y XIX
(especialmente después de que se rompió el monopolio de la East India
Company en 1830), y porque su producción —cosa también importante—
se localizaba en las colonias británicas. Por otro lado, resultó ser una
magnífica fuente de ingresos para el gobierno por medio de los impuestos;
hacia 1804, el bohea, el té chino más barato, pagaba aranceles del 350 por
ciento.
Pero el té era mucho más que un producto importado de beneficio
directo para el gobierno. Algunas de las empresas comerciales de venta al
menudeo más grandes en la historia del mundo, como la Lipton (y unos
cuantos de sus primeros competidores, como Twining) se erigieron a partir
del té.[142] Llamado bebida de temperancia, el té estimulaba a la vez que
proporcionaba grandes cantidades de calorías. A mediados del siglo XIX el
movimiento de temperancia había ayudado a convertir al odiado té de
Hanway en una gran bendición, como lo sugieren estas efusivas palabras:

En ti veo, en edades aún por nacer,


a los seguidores que adornan las islas británicas,
con alegría veo a los jóvenes enamorados despreciar
el brillo de la copa para los ojos falsos,
hasta que el rosado Baco renuncie a sus guirnaldas
y el amor y el té triunfen sobre el vino.[143]

Sin embargo, el alcoholismo no desapareció ni las familias de clase


trabajadora se volvieron abstemias de la noche a la mañana. El consumo de
alcohol siguió siendo elevado entre los trabajadores durante los siglos XVIII
y XIX, y algunas familias obreras gastaban la tercera parte o hasta la mitad
de sus ingresos en bebidas. Aun así, el movimiento de la temperancia
definitivamente redujo la ebriedad, especialmente entre los trabajadores con
mejores sueldos y mayor especialización.[144] El té desempeñó un papel
crítico en esta disminución o eliminación gradual del alcoholismo. Una vez
más, no queda claro cuánta influencia tuvo el modelo del comportamiento
de la clase alta. El movimiento de temperancia fue un producto del
pensamiento y la moralidad de las clases media y alta, pero esto no quiere
decir que el alcoholismo representase un monopolio exclusivo de la clase
trabajadora.

He insistido en la utilidad del azúcar como señal de rango: para validar la


propia posición social, para elevar a otros o para definirlos como inferiores.
Ya fuese como medicina, especia o conservador, y particularmente en el
despliegue público sintetizado por las sutilezas, los usos del azúcar se
adaptaron a funciones jerárquicas y de exhibición del nivel social. Algunos
estudiosos, destacando la función de los productos suntuarios en la
modernización, han examinado este complejo de costumbres de una forma
algo diferente. Werner Sombart, por ejemplo, sostuvo que el azúcar (entre
muchas otras sustancias) afectó el ascenso del capitalismo porque el gusto
femenino por los bienes suntuarios condujo a su creciente producción e
importación a los centros europeos.

Sin embargo, parecemos estar por entero de acuerdo en un punto: la


conexión entre el consumo de dulces y el dominio femenino…
Esta conexión entre el feminismo (al estilo antiguo) y el azúcar ha sido de la mayor
importancia para la historia del desarrollo económico. El papel predominante de la mujer
durante el capitalismo temprano hizo que el azúcar se convirtiera rápidamente en un alimento
dilecto; y fue sólo por el difundido uso del azúcar por lo que se adoptaron con tanta facilidad
en toda Europa estimulantes como la cocoa, el café y el té. El comercio de estos cuatro
artículos y la producción de cocoa, té, café y azúcar en las colonias de ultramar, así como la
elaboración de la cocoa y la refinación del azúcar crudo en Europa, son factores sobresalientes
en el desarrollo del capitalismo.[145]

Probablemente sólo podamos aceptar sin reservas la última frase de esta


cita. El “papel predominante de la mujer durante el capitalismo temprano”
es una afirmación enigmática, casi podríamos decir misteriosa. También es
sorprendente la pretendida importancia de la mujer en la transformación del
azúcar en un alimento dilecto. Incluso la relación causal implícita en la
oración siguiente —que la disponibilidad de azúcar fundamentó el hábito de
las bebidas droga— es inaceptable tal como está redactada. Sin embargo,
Sombart no se equivocó al buscar alguna conexión entre las mujeres y el
uso de azúcar, pues apuntó a un serio análisis de las circunstancias bajo las
que se da el consumo. En el caso del azúcar y de los alimentos que se
comen con él, un análisis de ese tipo significa examinar el trabajo y el
tiempo, así como las divisiones entre sexos y clases; en síntesis, toda la
sociología del consumo durante el surgimiento de un nuevo orden
económico en Europa occidental.
Los azúcares empezaron siendo productos suntuarios, y como tales
encarnaron la posición social de los ricos y los poderosos. Como lo
señalamos, la diferencia entre los platos especieros y los drageoirs puede
haber reflejado cierta diferencia entre masculino y femenino, pero se trata
siempre de personas del mismo estrato o rango. Cuando estos lujos
empezaron a ser utilizados por los plebeyos de dinero, sus usos se
multiplicaron y rediferenciaron; y a medida que los azúcares empezaron a
ser considerados como necesidades cotidianas para segmentos cada vez más
amplios de la población nacional, sus nuevos consumidores los fueron
incorporando a contextos innovadores y ritualizados. Así como los platos
especieros y los drageoirs de la nobleza de una época anterior validaban y
proclamaban el rango y el estatus con respecto a otros —cónyuges, iguales
y (por exclusión) inferiores—, estos nuevos usos del azúcar cumplían
funciones sociales y psicológicas análogas para grupos cada vez más
amplios y menos aristocráticos.
Algunos de estos nuevos patrones eran esencialmente una transferencia,
a rangos inferiores, de los usos y significados que tenían en posiciones más
elevadas: una intensificación de las formas previas. Otros, sin embargo, y
con más frecuencia, involucraban el uso de materiales antiguos en contextos
nuevos y, necesariamente, con significados nuevos o modificados: una
extensión de los usos previos. El desarrollo del té como hecho social sirve
para ilustrar este proceso.
Aunque el té llegó primero a las tiendas de té y cafeterías de Londres y
otras ciudades a mediados del siglo XVII, así como a las mesas de la nobleza
y la aristocracia de la época, como una especie de novedad, los escritores
del siglo XVIII dejan bien claro que para los pobres, y en especial para los
trabajadores rurales, no hacía su aparición sólo en los ratos de ocio. El té
con azúcar fue la primera sustancia que se convirtió en parte de un descanso
en el trabajo. El panorama es completamente distinto en el caso de la “hora
del té”, un acontecimiento social que podía interrumpir el trabajo o
constituir una forma de juego. El “té” se convirtió rápidamente en una
ocasión para comer tanto como beber. Puesto que la costumbre del
siglo XVIII entre las clases medias era una comida ligera al mediodía, la
gente tenía hambre en la tarde:

Por lo tanto hubiese surgido la necesidad del té aunque su existencia no hubiera precedido el
deseo por él. El té era originalmente prerrogativa de las mujeres, pues los dos sexos en esa
época acostumbraban a separarse para una comida temprana, cuando los hombres empezaban
a tomar vino en serio. El té a las cinco de la tarde implicaba servirlo después de la comida —
de forma muy parecida al café negro que servimos después de la comida, imitando a los
franceses— como un preludio a los juegos de naipes, el backgammon y el whist. Este
desarrollo puramente femenino del té en una “colación ligera” puede considerarse una
imitación del goûter francés, en el que se servían a ambos sexos vinos dulces, bizcochos y
bocadillos.[146]

P. Morton Shand, un comentarista del panorama social inglés, sugiere que


“el té” puede rastrearse a las costumbres y hábitos de la nobleza europea,
pero podemos ver que en el caso de los trabajadores pobres lo que estaba en
juego era más que una mera imitación, pues para ellos el té como bebida
cobró importancia mucho antes de que “el té” fuera un acontecimiento
social. Aun así, la manera en que Shand une sustancia y evento es
convincente, pese a que puede verse como muy personal:

Cuando los sexos empezaron a llevar una vida social menos segregada en Inglaterra, el té se
les servía a las damas en la sala al mismo tiempo que el oporto, el vino de Madeira y el jerez a
los caballeros… Las mujeres se volvían menos lánguidas y los modales de los hombres se
hacían menos rudos, suavizándose hacia una mayor sociabilidad de relación iniciada por una
pronunciada sobriedad en el alcohol. La mujer triunfó con su taza de té y las licoreras fueron
gradualmente eliminadas de su territorio, ahora indiscutible. Los hombres jóvenes de la
naciente época romántica estaban encantados de poder frecuentar la sociedad de las damas, y
preferían su compañía a la de los irascibles consumidores de “tres botellas” en la sala de
fumar. El año en que el té de la tarde se sirvió por primera vez en los augustos clubes
londinenses, aquellos últimos santuarios de las prerrogativas masculinas, fue una fecha de
gran importancia en nuestra historia social…
El té de la tarde se convirtió muy pronto en una excusa para gratificar la natural
inclinación de la mujer por lo dulce [sic]… El té no debe ser considerado como otra comida,
un segundo desayuno. El pan y la mantequilla eran un camuflaje, los pastelillos eran la
verdadera tentación, la pièce d’abandon. No pasó mucho tiempo antes de que el hombre
capitulara por completo frente a la mujer, aceptando y compartiendo el tentempié
supernumerario bajo los términos de ella, de tal manera que hoy en día existen pocos ingleses
que aceptarían ser privados de su té, sea en el trabajo o en el juego, en Inglaterra o en el
extranjero. El té es una excusa para comer algo, más que una comida franca. Es una
interrupción, un reto para las horas interminables, hace “un hoyo en el día”… Otra ventaja es
la extrema elasticidad de su horario, de tal forma que uno puede ordenarlo a cualquier hora
desde las cuatro hasta las seis y media de la tarde.[147]

La conjetura de Sand de que el té y el alcohol solían ser bebidas divididas


por sexo hasta que el salón femenino atrajo a los hombres al té de la tarde,
puede ser exacta para las clases medias después de 1660, pero no explica lo
que sucedió en el caso de los trabajadores. “Una vez que el té se convirtió
en una costumbre establecida entre los acomodados —añade— las clases
medias más bajas empezaron naturalmente a imitarlas, pero de una manera
que les era peculiar (de la cual el abundante té que se sirve en las escuelas
privadas a las seis de la tarde ofrece el único paralelo que conozco)”.[148]
De acuerdo con la interpretación de Shand, la introducción de la hora del té
alteró todo el patrón de las comidas. “La cena se adelantó una o dos horas,
con el nuevo refinamiento, el té, y el híbrido —en realidad una repetición
del desayuno— fue bautizado té fuerte… más frecuentemente descrito de
forma tortuosa con la frase ‘como un huevo (o pescado) con mi té’”.[149] Es
claro que el té, el hábito del té y la “hora del té” tomaron diferentes
significados contextuales —cumplieron distintos objetivos nutritivos y
ceremoniales, actualizaron distintos significados— para los diversos
contextos sociales.
Un siglo más tarde, el lugar del té y del azúcar en la dieta de la clase
trabajadora, junto con el de la melaza, el tabaco y muchos otros productos
importados, estaba completamente asegurado. Eran las nuevas necesidades.
Las cifras del consumo de té y de azúcar después de 1850 suben de forma
constante; en el caso del azúcar, llega a casi 90 libras por persona al año
hacia 1890. Desde 1856, el consumo de azúcar ya era 40 veces más alto que
tan sólo 150 años antes, aunque la población apenas se había triplicado
durante ese periodo.[150] Alrededor de 1800 el consumo nacional fue de
unos 300 millones de libras por año; una vez que los aranceles empezaron a
igualarse y los precios a caer, el consumo subió a mil millones de libras en
1852, y aún más alto en los años subsecuentes. Sin la caída en los precios el
consumo no hubiera podido crecer tan rápido. Pero el lugar del azúcar en la
dieta de los trabajadores podía crecer en importancia, y los nuevos usos se
multiplicaron a medida que caían los precios. Entre 1832 y 1854, el
aumento per cápita se ha estimado en cinco libras. “La ración para los
sirvientes —escribe un estudioso— es de tres cuartos de libra a una libra a
la semana” en 1854, de donde podemos deducir “que 50 libras al año, por lo
menos, no es demasiado para los adultos”.[151] En efecto no lo era: en 1873
el consumo ya era más elevado, y en 1901 la cifra per cápita rebasó por
primera vez las 90 libras.
Incluso estas cifras pasmosas empañan y ocultan la sociología del
consumo de azúcar, porque las estadísticas per cápita son solamente
promedios nacionales. No hay duda de que el consumo de sacarosa de las
clases más pobres del Reino Unido llegó a exceder el de las clases más
pudientes a partir de 1850, una vez que se igualaron los aranceles. Los
alimentos ricos en sacarosa —melaza, mermeladas, azúcar para el té y para
hornear, postres, pasteles y pastelitos— no sólo llegaron a representar una
porción mayor de la ingestión calórica de la dieta de la clase trabajadora
(aunque probablemente no absorbía una proporción mayor del dinero
gastado en comida), sino que la sacarosa era un ingrediente presente cada
vez en más elementos de las comidas cotidianas. Los niños aprendían el
hábito del azúcar a una edad muy temprana; el té endulzado formaba parte
de todas las comidas; la jalea, la mermelada o la melaza figuraban en la
mayoría. A finales del siglo XIX el postre se afianzó como un platillo, la
leche condensada endulzada se convirtió en la “crema” que acompañaba al
té y a la fruta cocida, los bizcochos dulces comprados en las tiendas se
convirtieron en elemento de la hora del té, y el té se convirtió en una señal
de hospitalidad para todas las clases.[152] Fue también a finales del siglo
cuando el pan empezó a ser reemplazado por otros artículos alimenticios en
un proceso que desde entonces se ha repetido en muchos otros países.
Los estudiosos han sugerido que la baja en el consumo de pan era una
señal de la elevación del nivel de vida, pero “la curva descendente que
representaba al pan y a la harina es complementaria de la curva ascendente
del azúcar y las golosinas”.[153] Sin embargo las cifras del consumo de
azúcar no representan una inferencia a corto ni a largo plazo del índice del
nivel de vida.[154] Puesto que el precio del azúcar cayó un 30% entre 1840 y
1850, y un 25% adicional en las dos décadas siguientes, los aumentos en el
consumo reflejan una caída en el precio del azúcar en relación con otros
artículos, y no necesariamente una mejoría en el nivel de vida. De cualquier
manera, el consumo de sacarosa per cápita (y, tal como aquí se sostiene, el
consumo de la clase trabajadora en particular) creció rápidamente durante la
segunda mitad del siglo XIX.
Drummond y Wilbraham creen que la reducción en el consumo de pan y
de harina se vio acompañada por un aumento en el consumo de carne y de
sacarosa, pero otro investigador, utilizando cifras basadas en estimaciones
del abastecimiento, no pudo encontrar ningún aumento en el consumo de
carne. Durante el cuarto de siglo transcurrido entre 1889 y 1913, la
disponibilidad de carne per cápita —la cantidad promedio disponible en el
mercado a nivel nacional en el Reino Unido— fue de 2.2 libras. Pero para
que esa cifra cobre relevancia en el análisis, hay que tomar en consideración
factores diferenciales de clase en el consumo de carne, así como dentro de
las familias. Sobre este último punto Derek Oddy, otro historiador de la
nutrición, es bien claro: “El alimento animal en particular —escribe— era
consumido sobre todo por él [el padre] en su merienda o como
‘entremés’ para la cena”.[155] Cita al doctor Edward Smith, quien en 1863
observó que la carne “para la familia” era consumida de forma exclusiva
por el padre, y que la madre pensaba que eso era moralmente correcto: “Sin
embargo, está bien demostrado el hecho práctico importante de que el
trabajador come carne y tocino casi a diario, mientras que su esposa y sus
hijos sólo pueden comerlos una vez a la semana, y que tanto él como su
familia creen que esta situación es necesaria para permitirle desempeñar su
trabajo”.[156] La señora Pember Reeves, una cuidadosa observadora de la
dieta de las familias trabajadoras, escribe: “La carne se compra para los
hombres, y el gasto más importante se hace para preparar la comida del
domingo, cuando el hombre está en casa. Él mismo la come fría al día
siguiente”.[157]
Estas observaciones arrojan luz sobre los aparentes aumentos en el
consumo de carne y de sacarosa en la dieta de la clase trabajadora: “El pan
es la comida básica de la pobreza y la gente come mucho menos pan
cuando le alcanza para comprar carne y disfrutar el tipo de platos con los
que se come azúcar”.[158] Hay una hipótesis implícita en esta forma de
plantear las cosas, pero no es una regla general. Incluso si se gasta una
suma más grande en comida —de hecho, aun si un porcentaje más alto del
ingreso se gasta en comida— esto, por sí mismo, no es evidencia suficiente
de que la dieta haya mejorado. Además, la gran probabilidad de un
consumo diferencial de acuerdo con patrones culturales dentro de la familia
—todos comen más azúcar, pero las mujeres y los niños comen
relativamente más que los hombres adultos; todos reciben algo de carne,
pero los hombres adultos reciben una cantidad desproporcionadamente
mayor que las mujeres y los niños— sugiere una verdad muy diferente.
Existen razones para creer que la dieta de finales del siglo XIX no era, en
realidad, ni saludable ni económica. El pan y, en menor cantidad, las papas,
eran los alimentos principales, pero el gasto desproporcionadamente alto en
carne daba poco a cambio de lo que costaba. Las pequeñas cantidades de
“té, manteca, mantequilla, mermelada, azúcar y verduras —observaba la
señora Reeves— pueden considerarse más como condimentos que como
alimento”.[159] Estos añadidos eran esenciales, dice Oddy, “para dar la
apariencia de una comida, con una dieta de alto contenido de féculas”.[160]
Pero mientras al esposo trabajador le tocaba la carne, la esposa y los hijos
recibían la sacarosa: “Podemos ver que muchos trabajadores, que tienen una
esposa y tres o cuatro hijos, son saludables y buenos en el trabajo, aunque
ganen sólo una libra a la semana. Lo que no vemos es que, para darle
suficiente alimento, la madre y los hijos suelen pasar privaciones, pues ella
sabe que todo depende del salario de su marido”.[161] La señora Reeves
llamó a las papas “un artículo invariable” para la comida de mediodía, pero
no necesariamente para toda la familia: “La melaza, o —como la llama el
tendero de la esquina— ‘el jarabe dorado’, se tomará probablemente con el
budín de grasa, y juntos representarán la comida de mediodía para la madre
y los hijos en la familia del hombre trabajador”.[162] “Ello ilustra claramente
la naturaleza complementaria de algunos alimentos —escribe Oddy. La
grasa y el azúcar, bajo una u otra forma, eran un componente esencial de la
comida para acompañar el alimento principal, generalmente feculento.
Cuando no había alimento animal, el azúcar funcionaba como sustituto y
esto, a su vez, determinaba el tipo de fécula que se comía”.[163]
Aquí vemos un retorno al principio del carbohidrato base más un
sazonador. Sin embargo, en muchos países occidentales —entre los cuales
el Reino Unido fue el primero— el “sazonador” (del que son más
representativos la grasa y los azúcares que las verduras, las frutas o la
carne) empezó a ganarle terreno a la “base”, como un corolario de la
modernidad.
La comida que no era suficientemente apetitosa podía dar por resultado
una subalimentación general:

El ilimitado consumo de alimentos animales era una señal de su uso en la clase trabajadora
como vehículo para consumir grandes cantidades de carbohidratos y por lo tanto es probable
que, cuando el contenido de alimento animal de la dieta se reducía por factores económicos, el
consumo de féculas se reducía también… La conclusión inevitable parece ser que las familias
de este periodo con un ingreso menor a, digamos, 30 chelines por semana y con niños en
crecimiento, podían obtener sólo de 2 000 a 2 200 calorías y de 50 a 60 gramos de proteína
por cabeza al día. Dado que la distribución de comida dentro de la familia seguía el patrón
general sugerido, en el que el padre recibía una porción desproporcionada del total de
proteínas, es imposible imaginar cómo podrían satisfacerse de forma adecuada las diversas
necesidades fisiológicas de un trabajador manual, su esposa y los niños. La inferencia que
puede extraerse a partir de… observadores directos del hogar de la clase trabajadora en la
segunda mitad del siglo XIX es que, en estas condiciones, las mujeres y los niños estaban
subalimentados.[164]
El aumento en el uso del azúcar tuvo resultados tanto positivos como
negativos en la vida de la clase trabajadora. Por un lado, dado que su dieta
era deficiente en calorías, no cabe duda de que el azúcar proporcionó por lo
menos algunas de las calorías necesarias. Significó un té más dulce (al que
llegó a acompañar casi inevitablemente), más galletas y más postres,
brindando así variedad, a la par que calorías. Como hemos visto, lord
Boyd-Orr destacó el aumento en el consumo de sacarosa como el cambio
más importante en la dieta británica en un siglo.[165] Sin embargo, al mismo
tiempo, el aumento en calorías provisto por el azúcar se obtuvo a costa de
una nutrición alternativa de mejor calidad. Aunque la difusión del azúcar en
la cocina probablemente acarreó una disminución en el tiempo destinado a
comer y a preparar la comida, es dudoso que ello se haya visto acompañado
por ganancias nutritivas en lo que se comía. Cuando el argumento cambia
de las consideraciones de ingreso real a cuestiones de lo que hoy se llama
“estilo de vida”, las respuestas parecen ser menos categóricas.
El aumento en los usos del azúcar y en su consumo coincidieron con
cambios vitales en la modernización de los hábitos alimenticios y la dieta.
Uno de ellos fue la aparición de alimentos preparados y conservados, en
particular, pero, por supuesto, no exclusivamente, los conservados en
azúcar: alimentos en latas, botellas y empaques de distintos tipos y,
sustancias tanto duras como blandas, sólidas y líquidas. El tipo de azúcar
variaba de las compotas, jaleas y mermeladas, hechas de frutas o para
conservarlas, pasando por los azúcares líquidos, la melaza y el “jarabe
dorado”, al sencillo almíbar de los dulceros vertido o mezclado con otros
alimentos y añadido a la leche condensada (con la que se hacía una “natilla”
dilecta de la clase trabajadora),[166] hasta las galletas y los pasteles que han
dado fama a Gran Bretaña y, con el tiempo, los dulces, tanto con chocolate
(“blandos”) como sin él (“duros”).
Sólo había un paso entre la multiplicación de estos usos y productos y el
descanso industrial, instituido en los últimos años del siglo XIX y acelerado
por las cafeterías de las fábricas, de las que fueron pioneros los productores
de alimentos hechos con artículos tropicales, donde el té, el café, la cocoa,
las galletas y los dulces podían obtenerse a buen precio.[167] En otras
palabras, los alimentos preparados acompañan la creciente frecuencia de las
comidas tomadas fuera de casa y fuera del contexto familiar. Puesto que
permiten la libertad de escoger lo que se come, estas tendencias liberan al
consumidor del orden de los platillos, del intercambio en la mesa familiar y
de los patrones de comida y horario. Para principios del siglo XX, el azúcar
era el epítome de la época: supuestamente proporcionaba “energía rápida”.
Desde entonces sus bendiciones se han difundido a otras tierras, donde se
han repetido muchos de los cambios que se produjeron en la vida de la
sociedad británica antes de 1900.

La historia del uso de la sacarosa en el Reino Unido revela dos cambios


básicos, el primero de los cuales marca la popularización del té endulzado y
de la melaza, aproximadamente a partir de 1750; el segundo señala el inicio
del consumo de masas, aproximadamente a partir de 1850. Durante el
periodo que va de 1750 a 1850 todo inglés, por aislado o pobre que fuese, y
sin importar su edad o sexo, supo acerca del azúcar. A la mayoría llegó a
gustarle más de lo que podía permitírselo. A partir de 1850, cuando se
desplomó el precio, esa preferencia se convirtió en una realidad en el
consumo. De ser una rareza en 1650 y un lujo en 1750, el azúcar se había
transformado prácticamente en una necesidad en 1850.
Además, casi con certeza los mayores consumidores de azúcar,
especialmente después de 1850, llegaron a ser los pobres, mientras que
antes de 1750 habían sido los ricos. Esta inversión marca la transformación
final del azúcar de un artículo suntuario a uno cotidiano, y a uno de los
primeros productos comestibles que satisfacían la visión capitalista de la
relación entre la productividad de la mano de obra y el consumo. El lugar
del azúcar en la economía capitalista en expansión en Inglaterra fue
cualitativamente distinto en 1850 de lo que había sido en 1750. La
diferencia tenía que ver tanto con el desarrollo de una economía industrial
como con las relaciones cambiantes entre esa economía y las colonias de
ultramar.
En alguna época se pensó que las plantaciones que producían bienes
como azúcar crudo podían beneficiar a la economía de la metrópolis de dos
maneras: por la transferencia directa de capital o de las utilidades a los
bancos ingleses, para su reinversión, y como mercado para los productos
metropolitanos, como maquinaria, ropa, instrumentos de tortura y otros
artículos industriales. Siguen las disputas de los estudiosos en cuanto a estas
fuentes potenciales de ganancia para el capital metropolitano, pero existe
aún una tercera contribución potencial: el abasto de sustitutos baratos de la
comida, como el tabaco, el té y el azúcar, para las clases trabajadoras
metropolitanas. Al afectar de forma positiva el aporte energético y la
productividad del trabajador, estos sustitutos tuvieron un papel importante
en el balance del capitalismo, sobre todo cuando se fueron desarrollando
por la integración del sector colonial.
Las diferencias entre los periodos de 1750 a 1850, y de 1850 a 1950,
ayudan a aclarar este punto. Durante el primero el azúcar —sobre todo
combinado con el té— no hizo una aportación calórica significativa a la
dieta de la clase trabajadora inglesa, aunque sí endulzó el té añadiendo, al
mismo tiempo, una pequeña cantidad de calorías fácilmente asimilables. Lo
que es más importante, el té endulzado aumentó probablemente el deseo del
trabajador de consumir una cantidad de carbohidratos complejos sin otro
aditamento, en particular panes, mientras les ahorraba tiempo y combustible
a las esposas trabajadoras. El té y el azúcar sirvieron de sazonadores para
los carbohidratos básicos. Durante el segundo periodo, la contribución del
azúcar aumentó, pues ahora estaba presente no sólo en el té y en las harinas,
sino también en muchos otros alimentos, en cantidades cada vez mayores.
Al mismo tiempo, observamos el abandono parcial de los intereses de las
colonias o, mejor dicho, el reordenamiento de las prioridades en lo que
concernía a las colonias. El azúcar barato, la adición más importante a la
dieta de la clase trabajadora británica durante el siglo XIX, se convirtió ahora
en soberano, incluso desde el punto de vista calórico. Para 1900 contribuía
en promedio con casi una sexta parte de la ingestión calórica per cápita; si
esta cifra pudiera revisarse para dar cuenta de la clase, la edad y los
diferenciales intrafamiliares, el porcentaje para las mujeres y niños de clase
trabajadora sería pasmoso. En este segundo periodo, la distinción entre
alimento base y sazonador empieza a desaparecer.
La historia del consumo de azúcar en el Reino Unido se ha repetido, si
bien con diferencias importantes, en muchos otros países. En todo el mundo
el azúcar ha ayudado a llenar el vacío calórico de los trabajadores pobres y
fue uno de los primeros alimentos del descanso durante el trabajo industrial.
Por otra parte, existe al menos cierta evidencia de que el patrón
culturalmente convencionalizado del consumo intrafamiliar —donde los
costosos alimentos proteínicos son monopolizados en gran medida por el
varón adulto y la sacarosa es consumida en mayor proporción por la esposa
y los niños— tiene una amplia aplicación. La mala distribución de los
alimentos dentro de las familias pobres puede constituir una especie de
control de la población culturalmente legitimado, pues priva en forma
sistemática a los niños de las proteínas. “Hay argumentos convincentes pero
no expresados públicamente para no dedicar recursos escasos a la nutrición
de los infantes y de los niños. En términos simplificados, la muerte de los
niños en edad preescolar por malnutrición es, de facto, el método de control
natal más utilizado”.[168] Es dolorosamente fácil ver cómo podría usarse la
sacarosa en un sistema de “control poblacional” de este tipo. El intento de
la administración Reagan de definir a la salsa catsup rica en sacarosa como
una “verdura” en los programas de almuerzos patrocinados por el gobierno
federal es una demostración reciente de ello.
Estos materiales también arrojan luz sobre la relación entre el género y
el consumo de azúcar. Un observador (masculino) tras otro muestran la
curiosa certeza de que a las mujeres les gustan más las cosas dulces que a
los hombres; que emplearán alimentos dulces para lograr objetivos de otra
forma inalcanzables, y que las cosas dulces son, tanto en sentido literal
como figurativo, dominio de las mujeres, más que de los hombres. Claro
que estas referencias frecuentes son interesantes en sí mismas: que existan
lazos entre las mujeres y los sabores dulces es un problema digno de
investigación, pero será necesario un trabajo mucho más cuidadoso e
imparcial para resolverlo.
La historia del azúcar en el Reino Unido se ha visto marcada por
muchos acontecimientos “accidentales”, como la introducción de bebidas
estimulantes amargas a mediados del siglo XVII. Pero el posterior aumento
en el consumo de azúcar no fue accidental; fue el resultado directo de
fuerzas subyacentes en la sociedad británica, y del ejercicio del poder. Es a
la naturaleza de ese poder y las circunstancias de su ejercicio a lo que paso
ahora.
4
PODER

En el curso de menos de dos siglos, una nación en la que la mayoría de los


ciudadanos subsistía casi exclusivamente con alimentos producidos dentro
de sus fronteras, se convirtió en un prodigioso consumidor de bienes
importados. En general se trataba de alimentos nuevos para quienes los
consumían, que reemplazaban artículos más familiares, o eran novedades
transformadas gradualmente de golosinas exóticas en alimentos ordinarios y
cotidianos. A medida que ocurrían estos cambios, los alimentos fueron
adquiriendo significados, pero éstos —lo que los alimentos significaban
para la gente y lo que la gente proclamaba al consumirlos— se asociaban
con diferencias sociales de todos tipos, incluyendo edad, género, clase y
ocupación. Se relacionaban también con la voluntad y la intención de los
gobernantes de la nación, y con el destino económico, social y político de la
nación misma.
Existen aquí dos sentidos claros de la palabra “significado”. Uno se
refiere a lo que podrían llamarse los tipos “interiores” del significado —en
el interior de los rituales y horarios del grupo, en el interior del
acontecimiento de la comida, o en el interior del propio grupo social—; los
significados que la gente indica cuando demuestra saber qué es lo que se
supone que significan las cosas. Así, por ejemplo, la hospitalidad significa
el “respeto” por uno mismo; el respeto por uno mismo “significa” conocer
el lugar que se ocupa en el sistema de clases; y conocer ese lugar puede
“significar” ofrecer formas adecuadas de hospitalidad: saludar, invitar,
servir té con azúcar y tartas de melaza, o lo que sea. En los nacimientos y
bodas, funerales y festividades, momentos de descanso del día de trabajo,
siguiendo el calendario de las horas, los días, las semanas, los meses y la
vida misma, se pueden injertar nuevas formas de consumo sobre formas
más antiguas, con significados similares o análogos.
Ya he sugerido los dos procesos por medio de los cuales se adquieren y
se convencionalizan los significados interiores. En la “intensificación” el
consumo es una réplica de lo practicado por otros, generalmente de un
estatus social más alto; también imita, incluso emula. El pastel de bodas y
sus decoraciones esculpidas, con dragées, mensaje de felicitación, figuras
de azúcar endurecido, era algo más que un simple “alimento” nuevo; el
consumo estaba estrechamente ligado a un acontecimiento especial y
ceremonializado como parte de él. Cabría esperar que, al filtrarse hacia
abajo en la sociedad el hábito de tener un pastel de bodas, los usos
cambiaran por las grandes diferencias en los medios y las circunstancias,
pero puesto que los rasgos emuladores de la costumbre también eran sin
duda importantes, este proceso fue, a pesar de todo, una “intensificación”.
Una gran parte del comportamiento de consumo hacia el azúcar y sus
acompañantes parece haber surgido entre las clases trabajadoras inglesas sin
ninguna imitación, especialmente cuando los contextos eran distintos de los
de las clases más privilegiadas. Puesto que los productos del azúcar se
volvieron más importantes para los pobres de lo que lo habían sido para los
ricos —como fuente de calorías, aún más que de estatus— y puesto que
estas ocasiones para comer se multiplicaron posteriormente, surgieron
nuevos usos y significados muy alejados de las prácticas de los
privilegiados. A estos tipos de innovación se les ha aplicado el término
“extensificación”.
En ambos casos, los nuevos usuarios se apropian del comportamiento y
de los significados interiores que perciben como suyos, y en ocasiones
aparecen nuevos usos y significados que no son meramente imitativos. En
la “intensificación”, los que están en el poder son responsables tanto de la
presencia de los nuevos productos como, hasta cierto grado, de sus
significados; con la “extensificación”, los que están en el poder pueden
hacerse cargo del abasto de los nuevos productos, pero los nuevos usuarios
les infunden significado. En el proceso histórico más amplio que nos
interesa —la difusión del azúcar a toda una población nacional— los que
controlaban a la sociedad sostenían una posición de mando no sólo con
respecto a la disponibilidad del azúcar, sino también con respecto a por lo
menos algunos de los significados que adquirían los productos de azúcar.
El otro tipo de significado puede comprenderse cuando se considera qué
puede significar el consumo, y sus múltiples significados para los
participantes, para la sociedad entera, y especialmente para los que la
gobiernan; cómo los que gobiernan o controlan a la sociedad perpetúan su
estatus y sacan provecho de la difusión intensificada de los significados
interiores, y del consumo que entrañan las validaciones de estos
significados. Aquí se puede ver que el tipo o el nivel de consumo de los
grupos sociales no es una constante dictada por Dios, y pueden modificarse
ciertas creencias acerca del carácter y la potencialidad humanas. A la
inversa, la difusión de significados interiores puede ser estimulada y
manipulada; el control simultáneo tanto de los propios alimentos como de
los significados que se les hace connotar puede ser una forma de dominio
pacífico.
Estas sustancias y actos a los que se ligan los significados —los
interiores— sirven para validar los acontecimientos sociales. El aprendizaje
y la práctica social se relacionan entre sí, y con lo que representan. El arroz
y los anillos poseen significados en las bodas, y las azucenas y las velas
encendidas en los funerales. Éstos son históricamente adquiridos —surgen,
crecen, cambian y mueren— y son específicos de la cultura, así como
arbitrarios, puesto que todos son símbolos. No tienen un significado
universal; “significan” porque se dan en contextos culturales e históricos
específicos, donde sus significados relevantes ya son conocidos para los
participantes. Ningún símbolo tiene vida propia y, aunque carezca de
cualquier conexión intrínseca con otros símbolos, puede viajar junto con
ellos a lo largo del tiempo, reforzándose mutuamente por las “señales” que
crea su presencia. Así como podemos rastrear los símbolos hasta un pasado
en el que no se encontraran asociados (tal como no lo estaban, en alguna
época, el té y el azúcar, por ejemplo), puede también llegar el momento en
que sus asociaciones sustantivas se disuelvan o sean invalidadas por uno u
otro cambio (como el té y sus significados dejaron de ser un hábito de
bebida de la América colonial y fueron reemplazados por el café).
De esta manera, en el caso de sustancias como el té, acontecimientos
como las comidas, o ideas y significados como la hospitalidad y la
igualdad, la inteligencia humana las reúne en patrones en el curso de actos
sociales en momentos y lugares específicos, empleando cierta
disponibilidad y con limitaciones precisas. El nacimiento y la muerte son
universales en el sentido de que les suceden a todos los seres humanos;
nuestra capacidad de simbolizar, de dotar a cualquier cosa de significado y
luego actuar en términos de ese significado, es también universal e
intrínseca para nuestra naturaleza, como aprender a caminar o a hablar (o
nacer, o morir). Pero qué materiales vinculamos con los acontecimientos y
dotamos de significado, es algo sujeto de manera impredecible a las fuerzas
culturales e históricas. Convertimos los acontecimientos biológicos como el
nacimiento o la muerte en acontecimientos sociales porque somos humanos;
cada grupo humano lo hace a su propia manera. Las sociedades grandes y
complejas, compuestas de muchos subgrupos traslapados, suelen carecer de
un conjunto único de prácticas sociales por medio del cual la vida se dota
de significado; sus miembros difieren mucho en la manera en que pueden
vivir y en su acceso, históricamente determinado, a las acciones, los objetos
y las personas por medio de los cuales validan su conocimiento del
significado de la vida.
La Inglaterra del siglo XVII, como sus vecinos continentales, se
encontraba profundamente dividida por consideraciones de nacimiento,
riqueza, crianza, género, ocupación, etc. En esa sociedad las prácticas de
consumo se encontraban profundamente diferenciadas y reforzadas por
reglas. De esta manera, las formas en que se adoptaban nuevas prácticas de
consumo, y por quién, y las formas en que se extendían a otros miembros
de otros grupos, con o sin sus significados asociados, sugieren la manera en
que se encontraba organizada la propia sociedad británica y marcan la
distribución de poder en su interior.
Antes de finales del siglo XVII, mientras el azúcar seguía siendo una
sustancia escasa y valiosa, poseía poco significado para la mayoría del
pueblo inglés, aunque si alguna vez lo probaban seguramente les parecía
deseable. Sin embargo, los ricos y los poderosos obtenían un gran placer de
su acceso al azúcar —la compra, exhibición, consumo y desperdicio de
sacarosa de distintas maneras— que involucraba validación social,
afiliación y distinción. La mezcla del azúcar con otras especias escasas y
valiosas en la preparación de la comida; su uso como conservador para la
fruta; su combinación con perlas trituradas u oro fino en la manufactura de
“remedios”; las sutilezas magnificentes que daban expresión concreta al
poder temporal y espiritual, todo ello confirma lo que significaba el azúcar
y cómo su uso, entre los privilegiados, transmitía significado.
Esta multiplicidad de significados se revelaba también en el lenguaje y
en la literatura, y la imaginería lingüística sugiere no sólo la asociación de
sustancias dulces con ciertos sentimientos, deseos y disposiciones de ánimo,
sino también la sustitución histórica, en gran medida, de la miel por el
azúcar. La imaginería de la miel era antigua en la literatura británica, así
como en la griega clásica y en la latina. Ambas sustancias se asociaban con
la felicidad y el bienestar, con la elevación del ánimo y a menudo con la
sexualidad. La calidad de lo dulce, tan importante en la estructura del gusto
y la preferencia humanas, se le aplicaba a la personalidad, a los actos
generosos, a la música, a la poesía. La raíz indoeuropea swad es la fuente
última tanto de la palabra inglesa sweet (dulce) como de persuade
(persuadir); en el inglés contemporáneo, el discurso sugared (azucarado) o
honeyed (meloso) ha sido complementado con syrupy tones (tono
almibarado) y sweet-talking (convencer).
Las referencias de Chaucer al azúcar son escasas; insisten
principalmente en su escasez y su valor. En época de Shakespeare, las
referencias se multiplican y, aunque sigan concentradas en sustancias
escasas, la imaginería que fluye de ellas es muy diversificada. “Mujer de
blanca mano, una palabra dulce con vos”, dice Berowne en Love’s labour
lost [Trabajos de amor perdido]; “Miel, leche y azúcar; son tres”, le
contesta la princesa, jugando con las palabras. Touchstone, el bufón,
burlándose de Audrey en As you like it [Como gustéis], le dice que “la
honestidad de la mano de la belleza es como una salsa de miel para el
azúcar”. Northumberland se dirige a Bolingbroke en los prados de
Gloucestershire: “Tu bello discurso ha sido como el azúcar, / volviendo el
difícil camino dulce y delicioso”. Finalmente Brabancio, ante Otelo y el
duque de Venecia: “Estas palabras, de azúcar, o de hiel, / al ser duras por
ambos lados, son equívocas”. A partir del siglo XVII —y tal vez valga la
pena señalar que Shakespeare murió casi un siglo antes de que el azúcar de
Barbados, la primera “isla azucarera” inglesa, empezara a llegar a Inglaterra
— la imaginería del azúcar se hizo cada vez más común en la literatura
inglesa. El uso escrito de esta clase le importaba más a los literatos, por
supuesto, pero la imaginería del azúcar se convirtió también en una parte
importante del discurso cotidiano, compitiendo con la imaginería de la miel
o reemplazándola en los términos de cariño y afecto. Esta imaginería
establece un puente entre los dos “significados” muy distintos de los que
hemos estado hablando: el significado interior, a medida que el azúcar se
hace más común, y su empleo en escenarios sociales incluso por los menos
privilegiados y los más pobres de los ciudadanos británicos, y el significado
del azúcar para el imperio, para el rey y para las clases cuya riqueza podía
hacerse y asegurarse por la productividad creciente de la mano de obra
británica, en la metrópolis, y de la empresa británica, en el extranjero.
Este segundo significado se corporiza en los escritos políticos de
economistas como Josiah Child o Dalby Thomas, o de médicos como
Frederick Slare, cuyo entusiasmo iba al ritmo de la firme expansión de
aquellas porciones del imperio en las que podían cultivarse la caña de
azúcar y otros productos de plantación. Sus encomios no se limitaban a las
virtudes medicinales, de conservación, nutritivas y otras que se
proclamaban del azúcar. De hecho, la mayoría trataba el carácter benéfico
del azúcar como algo evidente en sí mismo. Cómo el comercio vendría
después de la bandera; por qué la producción de la plantación le convenía a
la nación, a la Corona y —por supuesto— a los trabajadores esclavizados y
forzados; la importancia general del comercio como un estímulo para la
manufactura; los beneficios de la presencia británica para la civilización de
los paganos, todos estos temas se ponían al servicio del azúcar; y aunque
obviamente éste no era siempre y en todas partes fuente de ingresos en el
imperio —muchos inversionistas y plantadores acabaron quebrados (y a
veces presos) por su culpa— su valor acumulativo tanto para la Corona
como para el capital era enorme.
En lo que concernía a las Antillas británicas, el clímax del papel
imperial del azúcar llegó probablemente a finales del siglo XVIII, durante el
reinado de Jorge III. Lowell Ragatz, historiador de los plantadores de las
Antillas, relata la historia, probablemente apócrifa, de la visita de Jorge III a
Weymouth en compañía de su primer ministro. Irritado ante el espectáculo
del opulento carruaje de un plantador antillano, con palafrén de librea, y tan
fino como el suyo, se dice que el rey exclamó: “¿El azúcar, el azúcar, eh?…
¡todo ese azúcar! ¿Cómo van los impuestos, eh, Pitt, cómo van los
impuestos?”.[1]
El significado que alcanzó el azúcar en la economía imperial era un
asunto completamente distinto del que llegó a tener en la vida del pueblo
inglés, pero la disponibilidad y el precio del azúcar eran la consecuencia
directa de las políticas imperiales que se forjaron, en parte, en términos de
lo que era el mercado, y cada vez más en términos de lo que podría llegar a
ser. Al hacer crecer al mercado nacional, la proporción de azúcar
reexportado se derrumbó bruscamente y la producción misma se afianzó de
forma más segura dentro de la órbita imperial. A medida que se consolidaba
el control sobre la producción, el consumo nacional siguió subiendo.
Mucho más tarde, cuando la política proteccionista basada en los aranceles
diferenciales perdió en el Parlamento, y los plantadores de las Antillas se
quedaron sin sus defensores del proteccionismo, el azúcar se siguió
consumiendo en cantidades cada vez mayores, incluso cuando las colonias
africanas y asiáticas empezaron a cultivar caña y a hacer azúcar, y la
producción de azúcar de remolacha empezó a rebasar a la de caña en la
economía mundial. Para entonces —es decir, para mediados del siglo XIX—
los dos tipos de significado aquí sugeridos se habían unido hasta cierto
punto.
El pueblo inglés empezó a considerar al azúcar como esencial;
abastecerlo se convirtió en una obligación política tanto como económica.
Al mismo tiempo, los dueños de las inmensas fortunas creadas por el
trabajo de millones de esclavos secuestrados en África, en millones de
hectáreas del Nuevo Mundo robadas a los indios —riqueza en la forma de
artículos como el azúcar, la melaza, el ron, que se vendían sin distinción a
los africanos, los indios, los colonos y la clase trabajadora británica— se
habían ligado aún más firmemente a los centros de poder en la sociedad
inglesa en general. Muchos comerciantes, plantadores y empresarios
perdieron, pero desde mediados del siglo XVII nunca se puso en duda el
éxito económico a largo plazo de los nuevos mercados nacionales. Lo que
el azúcar significó, desde este punto de vista, fue lo que llegaron a significar
toda esta producción colonial, todo este comercio y todo este consumo
metropolitano: la fuerza creciente y la solidez del imperio y de las clases
que dictaban su política.
Pero lo que la mayoría de los antropólogos tienen en mente cuando
piensan sobre el significado es completamente distinto. Para parafrasear a
Clifford Geertz, los seres humanos se encuentran atrapados en redes de
significados que ellos mismos han tejido. Podemos percibir e interpretar el
mundo sólo en términos de sistemas preexistentes, culturalmente destinados
a dotar de significado a la realidad. Esta perspectiva coloca al orden
cognoscitivo entre nosotros y el propio mundo —tenemos que pensar al
mundo para poder verlo (clasificarlo), más que la inversa— y esto debería
ser convincente para cualquiera que considere la cultura como el rasgo
primordial de definición de la singularidad humana.
Pero aunque la humanidad le otorga significado al mundo objetivo, con
distintos conjuntos de significado para los diferentes grupos humanos, hay
que seguir preguntándose cómo y quién lo hace en determinado caso
histórico. Para la mayoría de los seres humanos, la mayor parte del tiempo,
los significados que se creen inherentes a las cosas y a las relaciones entre
las cosas y las acciones no son dados, sino más bien aprendidos. La mayoría
de nosotros, la mayor parte del tiempo, actuamos en obras cuyos libretos se
escribieron hace mucho tiempo, cuyas imágenes requieren reconocimiento,
no invención. Decir esto no es negar la individualidad o la capacidad
humana de añadir, transformar y rechazar significados, sino insistir en que
las redes de significado que nosotros, como individuos, tejemos, son
sumamente pequeñas y finas (y en su mayoría triviales); la mayor parte de
ellas se ubica dentro de otras redes de inmensa escala, que sobrepasan a las
vidas individuales en tiempo y en espacio.
No está muy claro si estas redes están hechas de un solo hilo, o si las
mismas redes existen para cada uno de nosotros. En las sociedades
modernas complejas es más fácil imaginar estas redes de significado que
demostrar su existencia. Nuestra capacidad de explicar sus significados es
limitada, porque cada generalidad que proponemos requiere que creamos
que la gente de la sociedad compleja está de acuerdo, por lo menos grosso
modo, en que el significado de algo es inconfundible. Esto ocurre a veces,
pero no siempre. Que la gente esté de acuerdo en lo que algo es no es lo
mismo que su acuerdo en lo que significa. Esta dificultad puede ser real
incluso en un nivel muy sencillo. Tenemos que aprender que el arroz
“significa” fertilidad, y aunque esta asociación parezca de sentido común o
“natural” una vez que la aprendemos, en realidad no lo es. Si existe alguna
explicación, ésta es histórica. Cuando les transmitimos a nuestros hijos los
significados de lo que hacemos, nuestras explicaciones consisten en gran
medida en instrucciones de hacer lo que nosotros aprendimos a hacer antes
que ellos. En las sociedades ordenadas en grupos, divisiones o capas, los
significados aprendidos diferirán de un grupo a otro, como puede diferir,
digamos, el dialecto aprendido. Las supuestas redes de significado tendrían
que poder interpretarse en términos de estas diferencias, particularmente si
algunos significados se difunden de un grupo a otro. De lo contrario, el
supuesto de una red homogénea puede ocultar, en vez de revelar, cómo se
generan y transmiten los significados. Éste es quizás el punto en el que el
significado y el poder se tocan más claramente.

Los cambios profundos en los patrones dietéticos y de consumo en la


Europa de los siglos XVIII y XIX no fueron azarosos o fortuitos, sino
consecuencias directas del mismo impulso que creó una economía mundial,
dando forma a las relaciones asimétricas entre los centros metropolitanos y
los satélites, y las inmensas estructuras productivas y de distribución, tanto
técnicas como humanas, del capitalismo moderno. Pero esto no quiere decir
que esos cambios fuesen intencionales, o que sus consecuencias esenciales
fueran bien comprendidas. La forma en que los ingleses se convirtieron en
los mayores consumidores de azúcar del mundo; las relaciones entre los
focos coloniales de producción de azúcar y las sedes metropolitanas para su
refinación y consumo; los nexos entre el azúcar, la esclavitud y el comercio
de esclavos; la vinculación del azúcar y las bebidas estimulantes amargas;
el papel del interés antillano por proteger la economía de plantación y ganar
un apoyo especial del Estado para el azúcar; la inesperada conveniencia del
azúcar para el deseo de la Corona de obtener impuestos, y muchos otros
aspectos de la historia del azúcar, no deben ser echados al mismo saco y
llamados “causas” o “consecuencias” como si, una vez enumerados,
explicaran algo por sí mismos. Pero es posible señalar algunas tendencias a
largo plazo cuyas consecuencias son fáciles de observar. El descenso
sostenido y acumulativo en los precios relativos del azúcar es
suficientemente claro, a pesar de los ocasionales aumentos a corto plazo. En
general, la demanda de azúcar, incluso en la Inglaterra de los siglos XIII
y XIV, fue sustancial, aunque el precio lo colocara fuera del alcance de la
mayoría del pueblo. Los precios más antiguos mencionados, de 1264,
varían de dos a tres chelines por libra, lo que sería equivalente hoy en día a
por lo menos varias libras esterlinas. Cuando las islas del Atlántico
iniciaron la producción de azúcar, a finales del siglo XV, el precio en
Inglaterra cayó hasta tres o cuatro peniques por libra. Los precios volvieron
a subir en el siglo XVI, probablemente debido a la depreciación de la
moneda por Enrique VIII y al ingreso de la plata del Nuevo Mundo. Pero
los precios del azúcar no subieron tanto como los de otros artículos
“asiáticos”, ni siquiera después de la caída de Egipto a manos de los turcos
(1518); es posible que las islas atlánticas ya estuvieran abasteciendo todo o
casi todo el azúcar de Inglaterra.[2] En aquellos siglos tempranos el precio
relativo del azúcar era incluso más alto que en la primera década del siglo,
pero el consumo seguía subiendo. En opinión de Ellen Ellis, la crisis
económica engendrada por la depreciación de la moneda no obligó a los
“mercaderes y terratenientes [ingleses], que criaban ovejas y vendían la lana
a un precio muy elevado, [y que] habían sido anteriormente los principales
consumidores de azúcar, a renunciar a su consumo de las cosas agradables
de la vida”.[3]
En el transcurso del siglo XVII los precios del azúcar siguieron cayendo.
En 1600 el precio más alto para el azúcar fino era de dos chelines; en 1685,
de ocho peniques por libra. El progresivo abaratamiento del azúcar también
es sugerido por la escala de unidades en la que se compraba:

En tiempos antiguos la gente rica lo compraba por libra, o a lo mucho, por pan, y un pan de
azúcar era un regalo favorito para un personaje distinguido. Incluso alguien tan opulento
como lord Spencer compra cantidades de azúcar en pan aunque, en dos ocasiones, 1613, 1614,
se da el precio del peso de veinte panes que adquirió. En 1664, se compra por primera vez (y
sin designarlo por panes), por quintales, a 84 chelines. Se vuelve a comprar de esta manera en
1679.[4]

El aumento en la producción de azúcar a mediados del siglo XVII fue tan


precipitado que los precios cayeron —70% entre 1645 y 1680— con efectos
adversos temporales para los productores del Caribe.[5] Para los
consumidores las consecuencias de esta caída también fueron importantes:
la cantidad de nuevos usuarios puede haber crecido de forma bastante
brusca. Las estimaciones de Sheridan, ya citado, sugieren que el consumo
se cuadruplicó entre 1660 y 1700, y que se triplicó entre 1700 y 1740. En
realidad, la sobreproducción de azúcar afectó a toda la economía atlántica
durante varias décadas. En Amsterdam, el precio del azúcar crudo cayó un
tercio entre 1677 y 1678,[6] y en Inglaterra, en 1686, el precio del azúcar
mascabado descendió tanto que habría de tardar dos siglos en volver a ser
tan barato.

El aumento en el consumo durante el siglo XVII puede ser parcialmente explicado por el
abaratamiento del azúcar, primero por el abastecimiento brasileño y luego por el antillano;
pero la demanda siguió creciendo mucho después de que la tendencia de los precios tomara un
rumbo al alza en la década de 1730. Más de una vez un derrumbe de los precios pareció
indicar que la producción estaba rebasando a la demanda: a finales del siglo XV, cuando
Madeira, las Canarias y Saõ Tomé empezaron a surtir a Europa a una nueva escala; en el
decenio de 1680, cuando el crecimiento masivo del abasto de las Antillas puso freno a la
prosperidad de las plantaciones brasileñas; y en el de 1720, cuando Jamaica y Santo Domingo
salieron de las tribulaciones de la guerra para ampliar la escala de la producción caribeña.
Pero una vez tras otra la demanda creciente llegó al rescate, absorbiendo sin dificultad hasta el
aumento sensacional en la producción cuando Cuba entró al mercado, en la década de 1770; y
a finales del siglo XVIII las perspectivas eran lo bastante alentadoras como para determinar el
inicio de la producción más allá de América, en Mauricio, Java y las Filipinas.[7]
Los desarrollos “más allá de América” representaban la madurez del
comercio mundial de sacarosa. Gran Bretaña, reconociendo la
transformación del azúcar en una necesidad cotidiana, reemplazó de forma
gradual el proteccionismo ofrecido a los plantadores de las Antillas por un
“libre mercado”, con lo que le garantizó a su pueblo una cantidad casi
ilimitada de sacarosa, excepto en tiempos de guerra. Este triunfo del “libre
comercio” tuvo cierto precio político; así como hubo algunos que se
beneficiaron del fin de los aranceles diferenciales, hubo otros que se habían
beneficiado con ellos durante siglos. Los que triunfaron fueron los
defensores de más azúcar para más gente a menor precio.
La naturaleza y la escala del consumo de sacarosa en el Reino Unido
cambiaron por completo hacia 1850: su popularización, que apenas había
comenzado en 1650, la puso al alcance, en parte, hasta de los muy pobres,
en el espacio de un siglo; luego, entre 1750 y 1850, dejó de ser un lujo y se
convirtió en una necesidad. La erosión gradual de los aranceles
discriminatorios a partir de ese momento, sin duda acelerada por los efectos
competitivos de una mejor manufactura de azúcar de remolacha frente a las
áreas tropicales de producción de caña, tendió a igualar la competencia
entre los productores, al menos dentro del imperio, y alentó a los
productores extranjeros a competir por el enorme mercado británico.
Es imposible decir qué porcentaje de la población británica consumió
qué porcentaje de sacarosa importada en un año dado, o indicar a qué grado
o en qué aspectos crecía y proliferaba el consumo. Pero no hay duda de que
las cantidades importadas y retenidas durante ese periodo de dos siglos en
que la sacarosa se transformó de rareza en alimento cotidiano aumentaron
de forma regular; y que para mediados del siglo XIX los británicos
consumían y deseaban más azúcar que nunca. Éstos eran los hechos sobre
los que basaron su exitosa campaña los defensores del libre comercio;
pensaban —con razón— que podían contar con una elasticidad de la
demanda creada en el siglo precedente, de aumento en el uso de azúcar
incluso entre los muy pobres. El consumo per cápita siguió ascendiendo
hasta bien entrado el siglo XX, equilibrándose apenas en la década pasada en
alrededor de 105 libras por persona al año.
Muchas poblaciones consumidoras de sacarosa en Occidente (aunque
no todas) fueron comiendo más y más azúcar durante el siglo pasado
(algunas alcanzaron promedios de 105-115 libras al año, o alrededor de un
tercio de libra por persona al día). En el caso del Reino Unido, el
movimiento descendente de los precios a partir de 1857 se vio acompañado
por aumentos regulares en el consumo. Pero aunque el precio afectaba
marcadamente la capacidad de los ingleses —en particular de las clases más
pobres— de adquirir toda la sacarosa que deseaban, ello no explica por qué
consumían tanta incluso cuando era relativamente costosa. El movimiento
para bajar los precios al liberar el comercio enfrentó a dos segmentos
distintos de las clases capitalistas británicas. No es sorprendente que ganara
la clase aliada con el capitalismo fabril.
El poder político necesario para cambiar las posiciones relativas de los
vendedores de sacarosa que competían en el mercado imperial parece —y
es— notablemente distinto al poder más “informal” que, en momentos más
tempranos de la historia británica, determinó la elección en materia de
consumo del naciente proletariado. La elección de lo que uno quiere o
necesita comer sólo cobra sentido en términos de nuestras preferencias o
aspiraciones, es decir, en términos del contexto social del consumo. El
consumo de productos como el tabaco, el té y el azúcar puede haber sido
una de las muy pocas formas en que los trabajadores británicos de mediados
del siglo XIX lograban satisfacer las promesas implícitas en la filosofía
política del siglo anterior. Para los pobres, sobre todo, comer más, y más
comida con cantidades sustanciales de sacarosa, era una respuesta
apropiada para lo que había llegado a ser la sociedad británica.
La teoría del mercantilismo —en la medida en que se puede cosificar un
punto de vista que sólo ocasionalmente se expresaba en una política firme y
unificada— sostenía que la “demanda” era una constante para cualquier
pueblo o país. Los mercados no crecían; alcanzaban un equilibrio. El
economista político Charles Davenant lo planteó de esta manera:
Pues existe una cantidad limitada de nuestro propio producto que podemos expender, más allá
de la cual ya no podemos seguir; así, por ejemplo, existe cierta cantidad de manufacturas de
lana, plomo, estaño, etc., que, aparte de nuestro consumo, podemos exportar al extranjero, y
tal como está poblado nuestro suelo hoy en día, ya no producirá mucho más; y de la misma
forma existe una cantidad limitada de estos bienes que el consumo extranjero no rebasará.[8]

Se pensaba que los precios más bajos sólo podían significar utilidades más
bajas, sin ninguna compensación por un aumento en las ventas. Se creía tan
firmemente en los mercados estáticos que la “adopción por parte de la gente
común de hábitos de vestido y consumo previamente restringidos a los ricos
se recibía como un síntoma de desorden de la moral económica. Semejante
comportamiento por parte del consumidor despojaba al Estado de su tesoro
al mismo tiempo que socavaba las distinciones de estatus ordenadas por
Dios. Se seguían promulgando leyes suntuarias —invariablemente inútiles
— para obstruir la difusión de las modas de la clase alta hacia abajo”.[9]
Pero a pesar de la opinión generalizada de que los pobres no deberían
consumir —ni consumirían— objetos y sustancias preferidos por los ricos
aun en caso de poder pagarlos, había quienes querían aumentar ese
consumo. Hombres como Thomas y Slare, Benjamin Moseley y George
Porter, que escribieron en distintas épocas y con perspectivas muy
diferentes, sostuvieron que la demanda debería ser ampliada —creada, en
realidad— insistiendo en que el azúcar era bueno para todos y que a nadie
debía privárselo de los grandes beneficios que resultarían de su consumo.
De Dalby Thomas en adelante, hubo en Gran Bretaña quienes hablaron en
favor del aumento deliberado de la demanda, más que de su nivelación en
función de diferencias previas, determinadas por el estatus.
Jan DeVries, el historiador holandés de la economía, sostiene que, para
ampliar la demanda, habría que modificar radicalmente dos características
de la vida económica, a menudo atribuidas a las economías precapitalistas o
primitivas. En primer lugar, más familias (o individuos asalariados) tenían
que verse involucrados en el mercado, como productores de bienes para la
venta y como compradores de bienes para el consumo. En segundo lugar,
tenía que cambiar la disposición a satisfacer sólo los niveles preexistentes
de consumo y a no trabajar más de lo que requirieran estos niveles, lo que
se denomina curva retrógrada de provisión de mano de obra. Muchos
teóricos del siglo XVII, e incluso del XVIII, pensaban que una disposición
conservadora de ese tipo era natural, inherente al trabajador y que no estaba
sujeta a modificaciones por parte de fuerzas externas. DeVries cita a sir
William Petty quien, en su Political arithmetic [Aritmética política], escrita
en 1670, sostenía: “Los fabricantes de textiles y otros que emplean grandes
cantidades de gente pobre, observan que cuando el cereal es
extremadamente abundante, la mano de obra de los pobres se encarece de
forma proporcional, y es difícil de conseguir (tan disolutos son los que sólo
trabajan para comer, o más bien para beber)”.[10] Este punto de vista
persistió en el siglo XVIII: “La escasez, hasta cierto grado… promueve la
industriosidad… El manufacturero [es decir, el obrero] que puede subsistir
con tres días de trabajo, se pasará ocioso y borracho el resto de la semana…
los pobres de los condados manufactureros no trabajarán nunca más que el
tiempo necesario para sobrevivir y mantener sus desenfrenos semanales”.
[11]

Por un lado, entonces, los economistas políticos suponían que la “gente


común” trabajaría sólo lo suficiente para sobrevivir y ni un minuto más; por
el otro, pensaban que la “gente común” se entregaría al placer tontamente,
buscando consumir sustancias que, por razones morales, médicas o de otro
tipo, no eran buenas para ellos o para la sociedad. Existía una diversidad de
opiniones, algunas de las cuales llevaban a apoyar la expansión en el
consumo de bienes (como el azúcar) usualmente sobre la base de que era
bueno para los consumidores y para la nación; y cierta oposición a esta
expansión, en general sobre la base de que era física y moralmente malo
para los consumidores y económica y políticamente malo para la nación.
Con el tiempo, la lucha por aumentar el consumo de cualquier bien sobre la
base de los derechos de los consumidores a su propio poder de compra, fue
a la par del deseo de los capitalistas más “progresistas” de ampliar el
mercado o su parte de él. En algunos casos no fue así —las bebidas
alcohólicas, por ejemplo, podían interferir con la eficiencia en el trabajo—
pero ciertamente funcionó en el caso del té, el azúcar y estimulantes de este
tipo.
Aunque DeVries dice: “Les concederíamos mayor imaginación y
radicalismo de los que poseían a los comerciantes y fabricantes del
siglo XVII si decimos que actuaron para crear un orden social compatible
con la demanda en expansión”,[12] en realidad ese orden social sí surgió.
Sus efectos sobre el mercado del azúcar fueron verdaderamente
sensacionales, y los efectos secundarios, aunque menos importantes, no
fueron menos reales.
El periodo entre 1600 y 1750 fue signado por una población urbana en
rápido crecimiento en el norte de Europa. La ganadería y la producción de
forraje desplazaron en gran medida al cultivo de granjas; la población sin
tierras se empleaba cada vez más, a medida que los jornaleros agrícolas se
trasladaban a las ciudades en crecimiento. El efecto acumulativo fue que
más y más gente tenía una mayor dependencia del mercado, incluso de
artículos de consumo cotidiano como el pan y la cerveza y, muy pronto, el
tabaco, el té y el azúcar. El crecimiento concomitante de los impuestos
gubernamentales —impuestos de tipo regresivo, que caían de forma
desproporcionada sobre los menos capaces de pagar— puede haber limitado
de alguna manera la demanda de los consumidores. Pero también tendió a
forzar la producción nacional para el mercado, a proveer el dinero necesario
para el pago; esto es, los productores locales trataron de producir más para
mantener su propio poder de compra. Uno de los cambios, esencial en mi
argumentación, fue que los horarios del trabajo proletario fueron
transformados por cambios estructurales en la economía nacional, creando
así, para las clases trabajadoras, nuevas oportunidades de probar alimentos
y nuevas ocasiones para comer y beber.
Esto no sucedió de la noche a la mañana. Tampoco existió por cierto,
una mayoría de opiniones que alentara un mercado masivo para el azúcar.
Incluso después de que la realeza y los amigos de los plantadores hubieron
descubierto que los productos de la plantación eran eminentemente
gravables, además de comestibles, tendría que pasar la mayor parte de otro
siglo antes de que los protagonistas del azúcar basaran en buena medida sus
argumentos en las posibilidades de ampliar el consumo entre los
trabajadores pobres. Fue entonces cuando se convirtieron en enemigos
políticos de los plantadores antillanos, al colocar al azúcar barato por
encima de los privilegios de las colonias.
El eminente historiador británico Eric Hobsbawm señala: “Ni la teoría
económica ni la práctica económica de la revolución industrial temprana
dependían del poder de compra de la población trabajadora, cuyo salario,
según se suponía, no distaría mucho del nivel de subsistencia”.

Cuando por cualquier razón algún segmento ganaba lo suficiente para gastar su dinero en la
misma clase de bienes que sus “mejores” (como sucedía de vez en cuando durante los auges
económicos), la opinión de la clase media lamentaba o ridiculizaba esa presuntuosa falta de
espíritu ahorrativo. Las ventajas económicas de los salarios más elevados, sea como
incentivos para una productividad más alta o como adiciones para el poder de compra, no se
descubrieron sino hasta después de la mitad del siglo [XIX] y sólo por una minoría de
patrones progresistas e ilustrados.[13]

Al mismo tiempo, las luchas políticas que culminaron con la desaparición


de los aranceles preferenciales para los azúcares de las Antillas fueron un
paso importante para desatar el poder de compra proletario. El azúcar más
barato llegó en un momento en el que su mayor consumo estaba
garantizado no sólo por el hábito mismo de consumirlo, sino por los ritmos
del mundo de la fábrica y la máquina que eran el telón de fondo para su uso.
No era sólo que la mano de obra trabajara más para conseguir más; los que
les pagaban se beneficiaban tanto de la acrecentada productividad del
trabajador como del aumento en su uso de los artículos comprados en la
tienda.[14]

Pocos conceptos en ciencias sociales han causado tantos desacuerdos como


el de poder, y no se ha llegado a un consenso satisfactorio en su definición.
Pero no hay manera de evitar el término —o uno parecido— cuando el
objetivo es aclarar las condiciones en las cuales la población de todo un país
cambia su comportamiento radicalmente, sin la compulsión de la fuerza
declarada y la violencia. Claro que es posible interpretar tal cambio como la
simple expresión de la voluntad, de la libertad de elección (en el caso del
azúcar, de obtener un bien que no estaba disponible antes). Pero esto
requiere que asumamos que cada uno de los británicos, día a día y año tras
año, escogió personalmente consumir sacarosa y otros productos nuevos y
costosos con los que ésta iba asociada, hasta que el Reino Unido se
convirtió de alguna manera en una nación de consumidores de sacarosa.
Omitir el concepto de poder es negar las fuerzas sociales, económicas y
políticas que se beneficiaron de la constante expansión de la demanda de
azúcar. Eso nos exigiría una ingenuidad injustificada.
La historia del azúcar induce a pensar que la disponibilidad —y las
circunstancias de esa disponibilidad— de la sacarosa —que se convirtió en
uno de los productos comestibles más deseados del imperio— estaba
determinada por fuerzas fuera del alcance de las masas inglesas. Después de
todo, hubo una época en la que nadie conocía el azúcar en Inglaterra,
seguida por un periodo, que llegó a durar varios siglos, en el que fue un
bien escaso y caro. El azúcar cobró importancia para el estrato gobernante
de Inglaterra sólo después de 1650, aproximadamente, de tal manera que se
importaron cantidades cada vez mayores de ella: fuerzas económicas
ascendentes —y muy pronto políticas— apoyaron la toma de las colonias
en las que podía cultivarse caña y fabricarse azúcar crudo, así como el
comercio de esclavos que proporcionaba la mano de obra necesaria. Subió
la proporción de azúcar importado que se consumía en Gran Bretaña, y el
precio cayó. Aun cuando el poder de compra de los que llegaron a gustar de
la sacarosa era limitado, el consumo aumentó constantemente; más y más
gente consumía más y más azúcar. Los usos para los que se lo empleaba en
la dieta cambiaron y proliferaron; creció en importancia en la conciencia de
la gente, en los presupuestos familiares y en la vida económica, social y
política de la nación.
Estos cambios tienen que ver con el significado “externo” —el lugar de
la sacarosa en la historia de las colonias, el comercio, la intriga política, la
creación de políticas y leyes— pero también con el significado “interior”,
porque los significados que la gente le dio al azúcar surgieron en
condiciones prescritas o determinadas, no tanto por los consumidores, como
por los que abastecían el producto. Antes de que los ricos y los poderosos,
que fueron los primeros en comer azúcar en Inglaterra, pudieran darle
nuevos significados, tenían que disponer de él. Después, sus usos
cambiaron a medida que se hacía más común y familiar. Podemos asumir
que algunos significados, transmitidos por las formas de uso, eran recién
inventados y otros sintetizados con lo que se aprendía de otras partes.
A partir de 1650 los precios del azúcar disminuyen y las cantidades
aumentan; mucha más gente puede probarlo, muchos en conjunción con el
té (o alguna de las otras bebidas nuevas). La difusión hacia abajo es lenta y
con algunas interrupciones, pero continua; en algún momento antes de
1700, el ritmo se acelera. Como hemos visto, para los nuevos usuarios el
azúcar llega a desempeñar un papel muy diferente en la dieta. Hay por
doquier numerosas evidencias de un verdadero impulso por apoderarse de
más colonias, establecer más plantaciones, importar más esclavos hacia
ellas, construir más barcos, importar más sacarosa y otros productos de
plantación; y cuando estas sustancias llegan a estar al alcance de los pobres
se vuelve más clara la posibilidad de un mercado nacional en expansión
constante, en oposición a un mercado de exportación.
No cabe duda de que hubo intentos legítimos por aumentar el consumo
de azúcar, aunque muchos se opusieron a estos nuevos y extraños
productos. Por supuesto que los consumidores deben haber querido
consumir azúcar y lo demostraron al renunciar a otras oportunidades de
consumo para obtenerlo. Pero hay que tomar en cuenta el surgimiento de
distintos grupos dentro de la sociedad británica que llegaron a beneficiarse
de la producción —y el consumo— de este nuevo producto.
Cuando comenzó a producirse en las Antillas, el azúcar se ganó
fácilmente la atención y el interés de los ingleses. No sólo era ya apreciado
como un bien suntuario por la nobleza y los ricos, sino que rápidamente se
presentó como una forma prometedora (aunque riesgosa) de inversión. El
comercio de esclavos, el transporte marítimo, las plantaciones mismas, los
créditos avalados por las plantaciones y los cargamentos de esclavos y de
azúcar y, muy pronto, las oportunidades de venta al menudeo y de
refinación, todo parecía ofrecer recompensas a los ricos y atrevidos. Pero no
sólo a los ricos. El brillante historiador de Trinidad, Eric Williams, en su
innovador estudio sobre el comercio de esclavos y el azúcar, señala que,
aunque el oligopolio estaba en manos de sólo unas diez compañías, muchos
traficantes de esclavos eran financiados por un fondo sumamente
democrático, integrado por los recursos modestos de “abogados, tapiceros,
abarroteros, peluqueros y sastres. La participación en las operaciones se
subdividía de tal forma que uno poseía un octavo de acción, otro una quinta
parte, un tercero una treinta y dosava parte, etc.”.[15] Sin embargo, los
“pequeños” no tenían una oportunidad comparable de invertir en
plantaciones: mientras que la participación en las inversiones nacionales
podía combinarse para costear barcos de esclavos y bancos, las plantaciones
eran manejadas casi siempre por empresas de propiedad individual, y la
mayoría de los plantadores provenían de familias que poseían al menos
ciertos medios en Inglaterra.
Pero algunos hombres de recursos limitados sí terminaron siendo
plantadores ricos. El magnífico A West-India fortune [Una fortuna
antillana] (1950), de Richard Pares, que narra en detalle la carrera del
plantador de caña Pinney, de Nevis, revela que el padre y los hermanos de
Azariah Pinney, el fundador de la fortuna familiar, le enviaron artículos de
mercería; con lo que obtuvo al venderlos pudo comprar una pequeña
plantación a partir de la cual creció la riqueza de los Pinney. Pares, que
sabía muchísimo acerca de la evolución de la clase de los plantadores de las
Antillas británicas, no nos muestra un panorama de pobres enriquecidos en
las islas azucareras, sino que insiste en la importancia del apoyo familiar
desde Inglaterra para los hijos más jóvenes que se aventuraban a cruzar los
océanos, y el valor de determinadas aptitudes, como la contabilidad, la
abogacía y el comercio al menudeo, incluso para los que no tenían el dinero
necesario para llegar a convertirse en plantadores.[16] Quizás el punto
principal sea que las colonias con plantaciones ofrecían nuevas
oportunidades, tal como el tráfico de esclavos y las actividades mercantiles
y comerciales derivadas que el sistema de plantación hacía posible en las
colonias y en la metrópolis.
Por supuesto que los inversionistas, tanto grandes como pequeños, que
habían aportado capital en diversos aspectos de la economía del azúcar,
tuvieron participación en su éxito. A ellos pueden añadírseles los
plantadores, muchos de los cuales provenían de familias que ya eran ricas,
pero que a menudo acrecentaban su fortuna con sus operaciones en las
colonias. Su estilo de vida durante la madurez de la era de las plantaciones
es tan famoso como lo fue, durante ciertos periodos, su influencia política
en Inglaterra. Hasta un historiador tan sobrio y desapasionado como Pares
escribe:
Muchas colonias no legislaron acerca de la alimentación de los esclavos antes de que los
humanitarios los obligaran a ello a finales del siglo XVIII, e incluso donde había leyes los
niveles que exigían eran lastimosamente bajos. El code noir de los franceses estipulaba una
ración de proteína que equivalía a un poco más de un arenque ahumado al día; y este code no
era respetado. Por lo general, algunos plantadores no les daban comida a sus esclavos, sino
que los engañaban con pagos en ron, con los que podían comprar comida, o les daban el
sábado y el domingo para que cultivaran sus parcelas y obtuvieran sus alimentos. El ron se lo
bebían, los sábados y domingos eran usurpados o desperdiciados, y los esclavos pasaban
hambre. Los dueños descuidaban por completo sus necesidades de proteína, y no podían
comprender por qué hacían huelgas de hambre o perdían el sueño atrapando cangrejos de
tierra, o se morían. Cuando pienso en los banquetes colosales de los plantadores de Barbados,
tal como los describe Ligon, en el dinero que los antillanos en Inglaterra derramaban sobre el
electorado de Yorkshire y en Harriette Wilson, en la orquesta privada del joven William
Beckford y sus escapadas a Lisboa, en la abadía de Fonthill o incluso en la biblioteca
Codrington, y recuerdo que el dinero fue hecho por esclavos africanos que trabajaban 12 horas
al día con semejante dieta, sólo puedo sentir ira y vergüenza.[17]

Williams nos dice mucho acerca de estos plantadores de las colonias y de su


capacidad para influir en el Parlamento, del que muchos eran miembros.

Aliados con los otros grandes dueños monopolistas del siglo XVIII, la aristocracia
terrateniente y la burguesía comercial de los puertos marítimos, este poderoso interés de las
Antillas ejercía sobre el Parlamento no reformado la suficiente influencia como para poner a
pensar a los estadistas, y representaban una sólida falange “de aquéllos cuyo valor en los
momentos de emergencia ha experimentado toda administración”. Presentaban una decidida
resistencia a la abolición de la esclavitud, la emancipación de los negros y la cancelación de
su monopolio. Estaban siempre en pie de guerra para oponerse a cualquier aumento de los
gravámenes del azúcar.[18]

Los plantadores, banqueros, comerciantes de esclavos, navieros y tenderos,


y las personas del gobierno con intereses afines o que supieron predecir las
crecientes ventajas impositivas que ofrecía el azúcar, se contaban entre los
grupos cuyo poder contaba en esta historia. Toda esa gente ejercía poder de
una u otra forma para aumentar la disposición de la Corona y del
Parlamento para apoyar y favorecer la ampliación de los derechos de los
plantadores, el mantenimiento de la esclavitud, la disponibilidad del azúcar
y sus productos derivados (melaza y ron) para el pueblo. A sus esfuerzos se
debe la institucionalización de la ración de ron en la marina (que empezó de
forma “extraoficial” después de la toma de Jamaica en 1655): media pinta [
235 ml] al día a partir de 1731. A finales del siglo XVIII se aumentó a una
pinta diaria para los marinos adultos, un socialismo soterrado muy
necesario para una industria naciente. Las raciones oficiales de azúcar y
melaza para los asilos de indigentes, a finales del siglo XVIII, fueron
medidas de apoyo similares.
Cuando la protección de los intereses de las Antillas se volvió
demasiado cara para sus antiguos partidarios, sensibles a la inmensa
potencialidad del mercado nacional, aún no explotado, de consumidores de
azúcar, que sólo esperaba precios más bajos, el poder se aplicaba de
distintas maneras. Lo mismo había ocurrido cuando los abolicionistas —
que se opusieron en un principio al comercio de esclavos, y luego a la
esclavitud misma—, muchos de los cuales tenían intereses económicos
radicalmente diferentes de los de los plantadores, adoptaron una posición
que éstos consideraron destructiva para las plantaciones. Los distintos
grupos de intereses podían aliarse en ciertos momentos, pero la cambiante
suerte económica a menudo enfrentaba entre sí a esos poderosos aliados.
(Citando a un observador que señaló en 1764 que cincuenta o sesenta
votantes de las Antillas podían alterar el equilibrio de la Cámara de los
Comunes como quisieran, Eric Williams añade que había una nueva
combinación igualmente fuerte en el Parlamento reformado: “Eran los
intereses algodoneros de Lancashire, y su lema no era el monopolio sino el
laissez faire”.[19]
Los distintos bloques estaban dispuestos a cambiar de bando… y a
menudo lo hacían. Pero su aparente volubilidad de ninguna manera reducía
el poder que eran capaces de ejercer en situaciones críticas. La influencia
económica y política del estrato gobernante sentaba los términos de la
disponibilidad creciente de azúcar y de artículos similares para la sociedad
inglesa. Esta influencia se manifestó en iniciativas legislativas específicas
que afectaban los aranceles y gravámenes, o la compra de azúcar, melaza y
ron que se distribuían a asilos de indigentes, o las regulaciones acerca de la
pureza del azúcar, las normas de calidad, etc. Pero también involucraba el
ejercicio informal del poder: una combinación de prerrogativas oficiales
con el uso de presiones que se hacía posible a través de clanes, relaciones
familiares, contactos en universidades y escuelas privadas, coerción
encubierta, amistad, pertenencia a clubes, aplicación estratégica de la
riqueza, promesas de trabajo, adulación, y mucho más, casi todo familiar
para cualquier dedicado lector de periódicos de hoy.
Este poder y su aplicación tienen que ver con el significado “exterior”,
con la determinación de los términos bajo los cuales se hacían disponibles
las distintas formas de sacarosa. Pero el poder también se ejercitaba en la
formación del significado “interior”.

En 1685, cuando el joven Edmund Verney fue a Oxford, una carta que le
mandó su padre, que detallaba el contenido de su baúl, mencionaba
naranjas, limones, pasas de uva y nuez moscada, así como “tres libras de
azúcar cande blanco”.[20] No cualquier joven iba a Oxford, y pocos padres
eran tan ricos y solícitos; sin embargo, la calidad de “golosinas para el
diario” de esta lista, sólo treinta años después de la conquista de Jamaica, es
reveladora.
Entre una cantidad innumerable de británicos más pobres que los
Verney, la caída en los precios del azúcar a finales de ese siglo alentó el
consumo de postres, entre otras golosinas, pero también los usos
adicionales del azúcar, transmitidos de las mesas y cocinas de los ricos. Los
budines de grasa que Arthur Young describe en los menús del hospicio de
Nacton, por ejemplo, son innovaciones institucionalizadas en el siglo XVIII,
con las que se alimentaba a los pobres más desesperados. Sobre ellos Young
escribía con cierta impaciencia:

Las gachas de guisantes solían ser la comida de los dos últimos días [viernes y sábado], pero
en vez de ello pidieron pan con mantequilla, que les resulta la comida favorita porque con ella
toman té. Expresé mi sorpresa al ver que se les permitía; pero dijeron que tenían permiso de
gastar dos peniques de cada chelín que ganaran, tal como lo desearan; y lo gastaban en té y
azúcar para tomar con sus comidas de pan con mantequilla.
La indulgencia exige permitirles hacer lo que quieran con ello, pero estaría mejor gastado
en algo diferente.[21]

Los distintos usos del azúcar llegaron a adquirir muchos significados


locales, particulares y distintivos, y sólo una investigación regional
sustanciaría esta diversificación a nivel local y regional: pasteles para los
funerales y tartas de Navidad, budines y dulces, natillas y todo lo demás.
Pero se encuentran involucrados dos tipos de usos. Contrapuesta a la
“intensificación” hacia abajo y hacia afuera de los usos de la clase alta (y de
algunos de sus significados), había una invención en gran medida
independiente de nuevos usos; la relación del poder con el “significado
interno” se revela en la intersección de estas dos líneas de desarrollo.
En el curso de la vida cotidiana, los grupos sociales trasmutan acciones,
sustancias y las relaciones entre éstas en unidades con distintos
significados. Por ejemplo, los rituales que involucran a la comida pueden
estar señalados por alimentos poco usuales (artículos prohibidos para otros
usos, o preparados de una forma tradicional o arcaica), o por alimentos
comunes que cobran un significado completamente distinto a causa del
contexto ritual. Existe gran abundancia de ambos ejemplos: el seder de la
Pascua judía, la Eucaristía, el pavo del día de Acción de Gracias, etc.
También se encuentra muy difundida la costumbre de marcar el fin de una
unidad de tiempo (“semana”), o un día de descanso, con el consumo de una
comida especial.
En la Inglaterra de los siglos XVII y XVIII los usos nuevos y modificados
de la sacarosa se introdujeron dentro de los contextos ceremoniales y
rituales en la corte y entre los ricos y poderosos. La mayoría de estas
prácticas eran originalmente francesas o italianas, y habían entrado a
Inglaterra por medio de visitas reales, por la llegada de reposteros y
escultores de azúcar, y por la reciprocidad social internacional de las clases
dominantes. Al difundirse estos usos del azúcar hacia niveles inferiores, es
probable que fueran simplificados no sólo por razones de economía —los
diferenciales en la riqueza eran por supuesto, asombrosos— sino también
porque para la amplia mayoría no podían entrañar una validación de estatus
similar. Las combinaciones inusuales de especias y dulces que
acompañaban a las carnes y aves en las festividades; la extensa variedad de
golosinas azucaradas para las fiestas religiosas; los obsequios de alimentos
dulces para expresar agradecimiento o como muestra de buenos deseos
hacia los enfermos; el uso de las bebidas dulces y los pasteles horneados en
los rituales de separación y de partida (incluyendo funerales), y otros
muchos usos, proporcionan ejemplos tanto de la extensificación como de la
intensificación.
Las ceremonias y los rituales que enfatizaban o escenificaban el uso del
poder y la autoridad temporales o seculares se filtraron hacia abajo de la
escala social sin la fuerza que les subyacía y que alguna vez habían servido
para simbolizar. Lo que llegó a importar fue la capacidad económica de
consumir de esa manera, más que el derecho de estatus. Con el tiempo, el
azúcar resultó ser un magnífico vehículo para ese tipo de transformaciones.
Para la época en que los trabajadores pobres utilizaban sacarosa con
propósitos ceremoniales, las relaciones de su comportamiento de consumo
y su autoidentificación eran consistentes con lo que sucedía en el resto de la
sociedad inglesa. Era posible incluso que los relativamente pobres
consumiesen azúcar en forma conspicua al brindar hospitalidad, cumplir
con obligaciones ceremoniales y validar lazos sociales, pues ya era un
artículo barato que seguía pareciendo un lujo e impartía un aura de
privilegio sobre los que lo servían y los que lo utilizaban.
Sin duda las prácticas que habían convertido al azúcar en algo
extraordinario, ceremonial y especialmente significativo (“intensificación”),
y a la transformación más general del azúcar en algo ordinario, cotidiano y
esencial (“extensificación”) no eran percibidas por ninguna clase social
como procesos cualitativamente distintos, ni siquiera como procesos
diferentes. Pero distinguirlos aquí es de cierta utilidad, pues puede arrojar
luz sobre los grupos de control en la sociedad inglesa. Puesto que el azúcar
era nuevo para la mayoría de las personas, adquirió su significado en la vida
británica durante una difusión hacia niveles inferiores a partir de las clases
dominantes, cuyas normas proporcionaban ciertos modelos.
Las sustancias como el té, el azúcar, el ron y el tabaco eran utilizadas
por los trabajadores de acuerdo con los ritmos de vida de la clase
trabajadora. Los siglos durante los que Inglaterra dejó de ser, aunque de
forma irregular y desigual, una sociedad predominantemente rural, agraria y
precapitalista, fueron siglos de novedad en el consumo. El azúcar se adoptó
justo cuando los horarios de trabajo se aceleraban, cuando el movimiento
del campo a la ciudad cobraba rapidez y cuando el sistema de las fábricas se
conformaba y difundía. Estos cambios afectaron cada vez más los patrones
de alimentación. Ya hemos visto cómo los estimulantes líquidos calientes,
endulzados con el azúcar cargado de calorías, y el tabaco, entre otras
novedades, transformaron las comidas e incluso la definición de las
mismas, mientras que los cambios económicos modificaron los horarios de
los alimentos.
Es aquí donde se tocan las ideas de significado y poder. Sin duda
ninguno de los promotores del azúcar en el siglo XVII previó la nación de
consumidores de sacarosa en la que se convertiría su Inglaterra; sin
embargo ellos, y las clases a las que apoyaban, aseguraron el crecimiento
constante de una sociedad cada vez más rica en azúcar y enriquecida por el
comercio de esclavos, las plantaciones, la esclavitud misma y, muy pronto,
la difusión del sistema fabril en la metrópolis. A medida que el dechado del
lujo se convertía en golosinas proletarias baratas gracias al esfuerzo
individual, la sacarosa era uno de los opios del pueblo y su consumo
constituía una demostración simbólica de que el sistema que la había
producido tenía éxito.
A mediados del siglo XIX uno de los protagonistas más hábiles de la
igualación de los aranceles —una lucha que se llevaba a cabo para
introducir azúcar más barato al mercado británico— fue George R. Potter,
corredor de azúcar y observador sagaz de los hábitos alimentarios ingleses.
“Sin ser una de las necesidades absolutas de la vida —escribió en 1851—,
el hábito prolongado ha llevado a casi todas las clases de este país a
utilizarlo diariamente, de tal manera que no hay otro pueblo en Europa que
lo consuma tanto”.[22] Porter argumentaba, en contra de los gravámenes
sobre el azúcar, que la gente de Gran Bretaña estaba dispuesta a comer
mucho más si le alcanzaba el dinero para comprarlo, y que los aranceles
eran una carga desproporcionada e injusta para los pobres. En cuanto a los
ricos, decía, el azúcar era un artículo tan reducido en su presupuesto
familiar en 1840 que comprarían la misma cantidad ya costara seis peniques
o un chelín; las cosas eran distintas para los menos afortunados. Para hacer
más convincente su argumentación, Porter aventuró algunas sagaces
conjeturas acerca del consumo diferencial, estableciendo primero que el
consumo total había descendido durante los años de 1830 a 1894, cuando
había subido el precio del azúcar: “Con una sola excepción, la del año de
1835, a todo aumento en el precio le ha seguido una disminución en el
consumo, mientras que toda caída en el mercado ha producido un aumento
en la demanda”. En seguida asumió (sobre la base de “investigaciones
llevadas a cabo con cuidado”) que las familias ricas y de clase media, que
estimaba eran quizá la quinta parte de la población nacional de Gran
Bretaña, consumían en 1839 alrededor de 40 libras de azúcar por persona al
año, para todos los usos.[23] Llegó a la conclusión de que el consumo anual
per cápita de los otros cuatro quintos de la población británica podría haber
sido de 15 libras en 1831, 9 en 1840 (cuando los aranceles eran más altos) y
20 en 1849. A estos cálculos oponía la interesante observación de que a
cada persona que sirviera en uno de los buques de Su Majestad se le daba
una onza y media al día (o 34 libras al año) por decreto oficial; mientras que
la ración para los ancianos indigentes de los asilos de esa época era de casi
23 libras al año.
En otras palabras, antes de que se suprimieran los aranceles
preferenciales (destinados a facilitarle las cosas a los plantadores de las
Antillas y —presumiblemente— a los recién liberados antillanos), y el
precio del azúcar empezara a buscar su nivel mundial, Gran Bretaña impuso
a los pobres impuestos regresivos por su azúcar, manteniendo por lo tanto
entre las clases más pobres un consumo de azúcar sustancialmente inferior
incluso que el de los marinos y los indigentes, que eran su responsabilidad
oficial. Las plantaciones de las Antillas habían sido provechosas desde un
principio gracias al deseo de azúcar (y de otros productos similares) en
Europa; como hemos visto, la demanda interna de Inglaterra llegó a eclipsar
por completo al comercio de reexportación. De esta manera, el azúcar era
una piedra angular de la esclavitud en las Antillas británicas y del tráfico de
esclavos, y los negros que producían azúcar estaban ligados en relaciones
claramente económicas con los trabajadores británicos que estaban
aprendiendo a consumirlo.
La emancipación fue una derrota para las clases plantadoras pero una
victoria para los que en Inglaterra creían en el comercio en expansión y el
consumo en aumento. Las indemnizaciones otorgadas a los plantadores (con
el propósito ostensible de “proteger” también a los libertos) fueron pagadas
por el gobierno británico; pero quedaron más que ampliamente
compensadas con los impuestos sobre el azúcar que gravaban fuera de toda
proporción a los pobres. Cuando la legislación que apoyaba esos aranceles
empezó a desmoronarse, en 1852, bajo los ataques de los defensores del
libre comercio, surgió la falsa aseveración de que las tasas protegían a los
antillanos recién liberados, pero en realidad los gravámenes preferenciales
no los ayudaban en nada. Protegían, sin duda, a los plantadores de las
Antillas, hacían menos atractiva la mecanización de la industria del azúcar
y mantenían elevado el precio de este producto en Gran Bretaña.
El “sufrimiento” de los plantadores se resolvió tras la abolición de la
esclavitud en todas las Antillas británicas con la connivencia de la
Cancillería, con la importación de trabajadores contratados provenientes de
India, China y otros lugares, y con una legislación especial que le impedía a
los libertos votar y adquirir tierras. El objetivo general era evitar que
encontraran una forma de ganarse la vida independiente de la industria del
azúcar, o utilizar mecanismos colectivos de negociación y huelgas para
pactar salarios y condiciones de trabajo, tal como lo estaban haciendo los
trabajadores de la metrópolis. Esas estrategias funcionaron; aunque las
Antillas nunca más volvieron a producir una proporción tan alta del azúcar
consumido siguieron siendo “islas azucareras”, y su gente quedó condenada
a vivir a horcajadas sobre dos adaptaciones económicas —como
campesinos reconstituidos y proletarios rurales—, ninguna de las cuales
podía volverse económicamente segura. Durante los dos siglos en los que
los esclavos africanos habían producido el azúcar de la Gran Bretaña en sus
colonias del Caribe, se ligaron íntimamente a las poblaciones fabriles
emergentes de las ciudades inglesas por medio de la reciprocidad
económica y las circunstancias de su surgimiento. Ahora libre, pero
completamente ignorada por la metrópolis, la población antillana se volvió
invisible hasta que su migración hacia el centro del imperio volvió a hacerla
incómodamente visible, más de un siglo después.
Nada de esto hubiera importado para hombres como Porter. A él le
interesaba aumentar el consumo del azúcar en Inglaterra, no si los
plantadores de las Antillas (y menos aún los libertos) podían ganarse la
vida. Le parecían equivocados aquellos que, “sin gran consideración, han
escogido identificar un precio elevado para el azúcar con la felicidad de la
población de esclavos recién emancipada de nuestras colonias de las
Antillas”, y argumentaba que la libertad era una recompensa suficiente para
los antiguos esclavos.[24] Fueron Porter y los demás defensores del “libre
comercio” los que triunfaron. En el curso de dos décadas se eliminaron
todas las protecciones especiales al azúcar antillano.
Al caer los precios se desarrollaron nuevos usos para la sacarosa:
mermeladas, leche condensada, chocolate y sorbetes. En el medio siglo
después de que aparecieran las primeras rupturas en el sistema de aranceles
preferenciales, el deseo de azúcar de las clases trabajadoras británicas
parecía insaciable. Esto involucraba sin duda experiencias previas con el
azúcar y el equilibrio de su dieta:

Para una gran parte de nuestra población el azúcar es un estimulante, una fuente de energía
inmediata, si no de inspiración, sea que se convierta en alcohol o se consuma crudo. En
realidad, el elevadísimo consumo de azúcar en algunas familias pobres se relaciona muy
estrechamente con la pobreza de su dieta en cuanto a lo que se podrían llamar satisfactores
secundarios de la dieta y en su capacidad de estimulación inmediata. Éste es un punto muy
importante para el consumo de azúcar, especialmente cuando incluye los dulces y los
productos para untarse [en el pan] para los niños. En seguida se presenta la pregunta: ¿qué es
la comida o el gasto en comida, y hasta dónde es una necesidad? Es posible que al plantearla
de esa manera la pregunta no signifique gran cosa, pero recuerdo una aseveración —creo que
es el “Essay on rent” [“Ensayo sobre la renta”] de Bernard Shaw—: alimentas a tus caballos
de tiro con paja y a tus caballos de caza con avena. Es así como tratamos a nuestra población
humana: alimentamos a nuestras profesiones decorativas con alimentos que les proveen una
gran cantidad de estímulos, muchas satisfacciones secundarias, y a nuestra población más baja
con una dieta muy pobre y muy poco estimulante… Desde el punto de vista económico, las
convenciones determinan qué tipos de alimentos serán comprados con qué cantidad de ingreso
disponible, y muchas de ellas son simples convenciones de clase.[25]

Ashby toca aquí un aspecto de la transformación de la dieta británica que


nos retrotrae a la difusión temprana de la sacarosa y las bebidas
estimulantes. Después de haber leído el elogio al té y al azúcar de Slare y
Moseley, junto con la indignada amonestación del reverendo Davies, de que
los pobres preferirían beber leche o cerveza casera en vez de té, si pudieran
pagarlo, sería simplista concluir que la gente consumió más azúcar a partir
de 1850 sólo porque el precio bajó. Aquí el significado y el poder se tocan
en el momento en que una población hambrienta de azúcar tuvo acceso a
una provisión casi ilimitada, y que se acostumbró a su uso. Por ello la
producción ha de vincularse con el consumo, y los llamados significados
internos con los significados “externos”, más amplios.
Es una observación muy general que las cosas que nos causan más placer, al utilizarlas
libremente, se vuelven dañinas; ello no puede decirse del azúcar; pues al no poseer ninguna
propiedad perniciosa, nada pernicioso puede desprenderse de su uso… Cabe esperar que los
que se han quejado de cólico por el uso del té, de consumirlo menos profusamente, y más el
azúcar más fino, de calidad suave y balsámica, prevendrían ese padecimiento.[26]

Eso escribió un sacarofílico anónimo de mediados del siglo XVIII, cuyo


entusiasmo era ilimitado. La leche materna, nos dice, mejora al añadirle
azúcar. La melaza es más nutritiva que la mantequilla o el queso,
especialmente con el pan, y la cerveza y el ale mejoran si se les mezcla
azúcar. El ron es más sano que el brandy. Incluso la fruta verde se vuelve
apetitosa con azúcar.
Este tipo de elogio intemperado era frecuente en esa época; que el lector
no se equivoque: independientemente de otros mensajes, estas loas eran
también folletos políticos leídos por miembros del Parlamento, jueces,
médicos, militares, hombres de negocios, terratenientes, y estas ideas
“progresistas” tenían un efecto acumulativo sobre la actitud legislativa
hacia el azúcar y otros alimentos importados. Sin embargo, la creación de
una dieta radicalmente nueva para el pueblo del Reino Unido —algunos de
cuyos rasgos eran compartidos por todas las clases, y otros distribuidos de
forma diferencial— no puede explicarse con referencia a la sola legislación
o a una “causa” única, definida de forma estrecha. Nuestro gusto de
primates por el azúcar, nuestra capacidad de dotar al mundo material de un
significado simbólico y nuestra manera de complicar la biología de la
ingestión con las estructuras sociales, desempeñaron un papel en el aumento
del consumo de sacarosa en Inglaterra. Pero ninguno de esos factores
explica por qué el consumo varió con el tiempo o de una clase a otra, ni
cómo los grupos sociales pueden adoptar los comportamientos de otros
grupos, en distintos momentos o de maneras diferentes.
La mayor productividad de las clases trabajadoras, sus condiciones de
vida radicalmente alteradas —incluyendo su dieta previa, su disposición a
emular a los gobernantes, la economía del mundo en evolución y la difusión
del espíritu capitalista— son factores que no pueden medirse o compararse
entre sí. Pero se los puede distinguir de otros factores tales como nuestra
naturaleza de primates, nuestra facultad simbólica y nuestra disposición a
organizar las satisfacciones biológicas en términos sociales, pues estas
últimas son constantes, datos, cuyo funcionamiento puede describirse pero
no explicarse en términos de sus orígenes o sus efectos diferenciales.
Antes de analizar cómo encuentra su lugar la sacarosa o cualquier otro
alimento o gusto en los sistemas de comidas de los grupos componentes o
clases de una sociedad compleja, tendríamos que ser capaces de explicar
cómo llegó ahí (particularmente en el caso de una importación reciente,
como la sacarosa), qué fuerzas influyeron en su uso creciente, y qué hizo
importante su consumo, transformándolo (en este caso) de una rareza, una
novedad o una frivolidad, en una necesidad absoluta. Es extraño que los
antropólogos dedicados al estudio de la comida en las sociedades modernas
parezcan interesarse tan poco por saber de dónde vienen los alimentos y
quién los produce, puesto que este desinterés diverge de una manera tan
radical de las preocupaciones tradicionales de los antropólogos de la
alimentación. Cuando la comida figura en la descripción de una sociedad
iletrada, como los isleños de Trobriand, los tikopia o los bemba, la
naturaleza y las circunstancias de su producción, las fuentes y la
disponibilidad, son elementos esenciales del análisis sociológico.[27] Pero
no se los analiza cuando se estudian los sistemas alimentarios de las
sociedades modernas, probablemente porque la producción de los alimentos
y las circunstancias de su consumo parecen tan remotas entre sí. Es cierto,
por supuesto, que hoy en día pocos de nosotros producimos nuestra propia
comida y generalmente les compramos lo que comemos —o la mayor
proporción de ello— a otros, que tampoco son productores. A años luz de
distancia de las pequeñas sociedades “primitivas”, en gran medida
autosuficientes, que supuestamente estudian los antropólogos, las
sociedades modernas complejas parecen haber divorciado la producción de
alimentos de su consumo; pero por qué se contó con esas cantidades de
comida en ese momento, y cómo esa disponibilidad configuró las
elecciones, son preguntas que también merecen respuesta. Sigue habiendo
una conexión entre la producción y el consumo, y en el caso del azúcar los
hechos sugieren que, en realidad, desde el principio la producción se
emprendió teniendo en mente grupos específicos de consumidores: la
población nacional del Reino Unido.
Si se llevara a cabo un estudio de la ritualización de los alimentos en la
vida británica sin referencia a la época ni a las divisiones de clase, la
búsqueda de significado se limitaría a lo que supuestamente compartían
todos los ingleses en ese momento. Una postura tan claramente ahistórica
haría que el sistema de significado coincidiera con el presente, y por lo
tanto, más que aclarar, ocultaría los usos y significados de la comida. Al
divorciar al proceso del tiempo, y al consumo del azúcar de su producción,
la discusión se limita a un solo punto: explicar por qué las cosas son como
son se reduce a las relaciones existentes entre las partes de un sistema
social. Pero mirar hacia atrás nos permite ver cómo adquirieron su forma
característica a lo largo del tiempo las relaciones entre las partes de un
sistema.
Cuando el primer lujo exótico se transformó en una necesidad
proletaria, el azúcar fue una de las primeras importaciones que cobró una
importancia política y militar nueva y diferente para las clases capitalistas
en expansión en la metrópolis; diferente, es decir, del oro, el marfil, la seda
y otros artículos suntuarios perdurables. Mientras que las plantaciones
fueron consideradas durante mucho tiempo como fuentes de provecho por
la transferencia directa de capital para ser reinvertido en Inglaterra, o por la
absorción de bienes terminados provenientes de Inglaterra,[28] la hipótesis
que aquí se ofrece es que el azúcar y otros alimentos droga, al abastecer,
saciar —y, de hecho, drogar— a los trabajadores de las granjas y las
fábricas, redujo dramáticamente el costo total de crear y reproducir al
proletariado metropolitano.
¿Cómo se convirtieron las clases trabajadoras británicas en
consumidoras de azúcar, después de todo? La disposición de los
trabajadores a trabajar más para poder ganar —y por lo tanto consumir—
más, fue un rasgo crucial de la evolución de los patrones de alimentación
modernos. El nuevo espíritu comercial tenía que reconocer esta disposición,
percibiéndola como una virtud que debía ser alentada y explotada. El
desencadenamiento de ese espíritu acompañó los grandes cambios en el
orden económico, político y social que transformaron la vida agraria
inglesa, “liberó” a la población rural, llevó a la conquista y el dominio de
las colonias tropicales, y dio por resultado la introducción de nuevos
comestibles a la tierra madre. Lo que sostengo es que el consumo creciente
de productos como la sacarosa fue la consecuencia directa de alteraciones
profundas en la vida de los trabajadores, que hicieron concebibles y
“naturales” las nuevas formas de alimentos y de alimentarse, así como los
nuevos horarios de trabajo, los nuevos tipos de trabajo y las nuevas
condiciones de la vida cotidiana.
Pero esto no significa que los trabajadores británicos fueran meros
espectadores pasivos del cambio. Un escritor del siglo XVIII observó:

En Inglaterra los distintos rangos de hombres se transforman unos en otros de forma casi
imperceptible; y un espíritu de igualdad recorre cada una de las partes de la constitución. Es
así como surge una fuerte emulación de todos los distintos niveles y condiciones para
competir entre sí, y una perpetua e incansable ambición en todos los miembros de los rangos
inferiores por elevarse hasta el nivel de los que se encuentran inmediatamente sobre ellos. De
tal manera que se crea un vaivén incontrolable; y un lujo de moda debe difundirse como por
contagio.[29]

Aunque este comentarista seguramente exageró en cuanto al “espíritu de


igualdad” de aquella época, otros escritores han comentado sobre el papel
de las clases trabajadoras al adoptar los hábitos y costumbres de sus
“superiores”.[30]
Las diferentes actitudes hacia los trabajadores por parte de quienes
controlaban la sociedad, y la disposición de los trabajadores para
experimentar con alimentos nuevos consumidos por gente más rica, fueron
tendencias que sin duda se combinaron a finales del siglo XVIII. En el
siguiente siglo, otras naciones siguieron al Reino Unido, y se hicieron más
urbanas e industrializadas, cambiaron los horarios de las comidas para que
coincidieran con los del trabajo, les enseñaron a los trabajadores a comer
fuera de casa, a comer con más frecuencia alimentos ya preparados y, de
paso, a consumir más azúcar. Los administradores de esas sociedades
reconocieron el potencial de los trabajadores para aumentar su propia
productividad si se los estimulaba suficientemente, y a abrirse a nuevas
necesidades que se podían aprender.
La “causa” determinada de estos cambios es un contexto o una serie de
situaciones creadas por vastas fuerzas económicas; dentro de ese contexto
se hacen nuevas “elecciones” de alimentos; en realidad, se les da forma
antes de que se las perciba como elecciones. La decisión de tomar un rollo
de canela o una dona en una pausa de diez minutos para el café es, en
efecto, una elección, pero las circunstancias las cuales se efectúa ese
elección pueden no ser libremente escogidas. Como la elección entre una
hamburguesa de McDonald’s y una pierna de pollo de Kentucky en un
descanso de treinta minutos para la comida, la elección en sí es mucho
menos importante que las limitaciones bajo las cuales se la efectúa.
De una forma muy similar, la imitación (o emulación) no se produce en
algún vacío ahistórico pero simbólicamente significativo. Lo que los
trabajadores imitan en realidad del comportamiento de los que tienen poder
sobre ellos, y lo que quieren decir (lo que intentan y comunican) con ese
comportamiento, no siempre es claro. La historia del hábito del té es un
ejemplo de ello. Lo que los trabajadores ingleses hicieron al imitar, en este
caso, fue tomar té con azúcar y leche (generalmente un té de calidad
inferior), en ocasiones utilizado dos veces, o incluso agua caliente vertida
sobre cortezas de pan, endulzada con melaza, tal como lo hicieron antes
otros más privilegiados que ellos. Asumiendo la costumbre con el mayor
entusiasmo, aumentaron sin cesar su consumo de té muy endulzado, hasta
que la primera guerra mundial interrumpió esta escalada. ¿Pero explica
mucho decir que fue resultado de la imitación de sus superiores sociales? El
hecho de que el té endulzado fuera caliente, estimulante y rico en calorías;
que el trabajo asalariado duro, en condiciones difíciles, caracterizaba las
circunstancias en las que se llegó a tomar el té; que el té tenía el poder de
hacer que una comida fría pareciera caliente, son factores que parecen haber
tenido la misma importancia. Un factor adicional fue la relación íntima
entre dónde eran producidos estos alimentos, por iniciativa de quién, por
qué clase de trabajadores y bajo el control de quién, y dónde eran
consumidos. Después de todo, el imperio tenía una estructura interna que
había visto surgir las categorías del esclavo de plantación y (más tarde) del
proletario de la fábrica dentro de un solo sistema político, y se había
beneficiado inmensamente con su mutuo aprovisionamiento bajo el control
imperial.
Aun así, ¿adónde nos lleva eso? ¿Por qué se convirtieron los ingleses en
consumidores tan entusiastas de azúcar? No por el gusto innato entre los
primates por lo dulce; no porque nuestra especie sea simbólicamente
comunicativa y le añada significado a todo lo que hace, incluyendo comer;
no porque los grupos socialmente inferiores imiten a sus “superiores”; ni
siquiera porque a los pueblos de climas fríos y húmedos les guste más el
azúcar que a otros. Algunos hechos menos agradables parecen más
convincentes. La dieta del trabajador inglés era inadecuada y monótona
tanto calórica como nutricionalmente. A menudo no podían consumir
alimentos calientes, especialmente para el desayuno y la comida del
mediodía. Los nuevos horarios de trabajo, las condiciones cambiantes de
empleo, el fin de la relación de dependencia entre el trabajador agrícola y el
hacendado, el desarrollo de un sistema de manufactura y luego de un
sistema de fábricas, fueron algunas de las condiciones contextuales para los
cambios en los hábitos alimentarios. Es bajo esta luz como puede apoyarse
sobre una base interpretativa más amplia la pregonada disposición del
pueblo a imitar a sus superiores. Cuando leemos las loas al azúcar y
recordamos que ésta era una sociedad que estaba adoptando rápidamente un
carácter más urbano, consciente del tiempo e industrial, no resulta
sorprendente que Slare pareciera estar más cerca de la verdad que Hanway.
A pesar de todo, el azúcar, el té y los productos similares representaban
la libertad creciente de la gente común, su oportunidad de participar en la
elevación de su propio nivel de vida. Pero si afirmamos esto surgen algunas
preguntas. La proclamada libertad de elegir significaba libertad sólo dentro
de un rango de posibilidades establecido por fuerzas sobre las cuales no
tenían ningún control los que se suponía elegían libremente. Sustancias
como el azúcar podían transformarse, de curiosidades o adornos de la vida
inglesa, en ingredientes esenciales de la hospitalidad decente y respetuosa,
siempre que la gente las integrara a su vida cotidiana, dotándolas de
significado y aprendiendo unos de otros a disfrutar con su consumo.
El azúcar no llegó a estar disponible para el pueblo inglés por un
proceso de crear símbolos o investirlos de significado, sino por acciones
políticas, económicas y militares cuya organización hubiera sido
inimaginable para el ciudadano común. Las inmensas cantidades de trabajo
forzado que se requerían para producir sacarosa y bebidas amargas
estimulantes también tenían que ser organizadas, o no hubieran llegado las
sustancias en las cantidades deseadas. Sólo si estaban asegurados esos
arreglos podía ejercitarse la maravillosa capacidad exclusivamente humana
de encontrar y otorgar significado. En pocas palabras, la creación de una
mercancía que permitiera el gusto y el ejercicio de la capacidad simbólica
estaba completamente fuera del alcance de los esclavos africanos que
producían el azúcar, por un lado, y, por otro, del pueblo inglés proletarizado
que lo consumía. Juntos, esclavos y proletarios fueron el motor del sistema
económico imperial que mantenía a uno abastecido de grilletes y al otro de
azúcar y ron; pero ni unos ni otros tenían la menor influencia sobre él. La
creciente libertad de elegir del consumidor no era más que un tipo de
libertad.
El argumento de Porter de que a la baja en los precios del azúcar le
seguía siempre un aumento en el consumo se vio ampliamente confirmado
en la segunda mitad del siglo XIX, periodo en el que los impuestos y los
aranceles sobre el azúcar también se redujeron. Una abolición comparable
de los tributos gubernamentales tardaría mucho en llegar, pero hacia 1872
fueron reducidos a la mitad. Las reflexiones al respecto del especialista en
historia de los impuestos, S. Dowell, nos aclaran los dos siglos precedentes:

No hay duda de que aquí, en la opinión de muchas personas cuidadosas y providentes que
tenían en mente nuestro sistema fiscal en su totalidad, y considerando el brusco avance en la
prosperidad como una condición temporal y no normal de progreso de nuestra nación, fijaron
su atención en las eventualidades del futuro, deberíamos haberle puesto freno al proceso de
reducción que, de haber llegado más lejos, amenazaba con la aniquilación del impuesto. Este
impuesto, junto con los del té y el café, guardaba, en su opinión, un lugar de peculiar
importancia: al conservarse, en tiempos de paz, en niveles bajos, en los que estos impuestos se
reparten igualmente por toda la superficie de nuestra nación, nadie sentía la presión, y eran
poderosos motores disponibles en caso de que la nación fuera convocada para un esfuerzo
general en tiempos de guerra. Abolir estos impuestos sería quitar los soportes principales de
nuestro sistema impositivo.[31]

Resulta significativo el papel de esos impuestos en la creación de los


sistemas de extracción del Estado, sostenidos por los costos del consumo
personal. Del azúcar y otros productos exóticos —en particular los
estimulantes amargos y adictivos con los que el pueblo inglés lo combinaba
— aquél era el más fácil de gravar, en parte porque era difícil de
contrabandear (al contrario del té, por ejemplo). Al crecer la riqueza que
aportaba a la tesorería, se iba enalteciendo su valor como artículo gravable,
y surgió un poderoso interés por su consumo sostenido y ampliado. Como
el té y el tabaco, podía contarse con que el azúcar produjera recaudación
incluso cuando la escasez en el abasto elevara su precio; y, como dice
Dowell, puesto que su consumo era tan extendido, “nadie sentía la presión”.
De esta forma, la nueva libertad de permitirse el azúcar era una clave para
el propio ejercicio del poder.
Con el cambio de posición de estos artículos en la dieta inglesa, así
como con el reconocimiento creciente de las consecuencias últimas del
consumo masivo, el mercado mundial fue fijando gradualmente el precio
del azúcar. Pero incluso esta expresión resulta excesiva, pues es probable
que ningún otro artículo alimenticio del mercado mundial haya estado
sujeto a tanto politiqueo. Si antes era demasiado importante para dejarlo en
manos de los plantadores de las Antillas, después cobró demasiada
importancia para dejarlo completamente expuesto a las fuerzas del
mercado. La sacarosa era una fuente de riqueza burocrática, así como
mercantil e industrial. Una vez que se comprendió la magnitud de su
mercado real y potencial, se volvió importante mantener el control. El
azúcar era el principal producto que encarnaba el tremendo poder oculto
bajo el consumo masivo. Su control y la responsabilidad del desenlace
eventual condujo a una revisión total de la filosofía que había determinado
las conexiones entre la metrópolis y la colonia. Quizá no exageremos al
decir que el destino de las Antillas británicas quedó sellado cuando resultó
más barato para las masas británicas obtener su azúcar de otros lugares, y
más provechoso para la burguesía británica vender más azúcar a un precio
menor.
En la medida en que es posible definir cosas para los demás en
circunstancias que hacen difícil para ellos poner a prueba los significados
que les atribuimos a esas cosas, ejercemos control sobre la posibilidad de
que las utilicen, las consuman o dejen de consumirlas, las valoren o las
desdeñen. Afectamos su autodefinición al motivar su consumo, penetrando
así de forma íntima en la organización de su propia personalidad: quiénes y
qué piensan que son. El tabaco, el azúcar y el té fueron los primeros objetos
del capitalismo que encerraban en su uso la idea compleja de que uno podía
volverse diferente al consumir de modo diferente. Esta idea tiene poco que
ver con la nutrición, los primates o el gusto por lo dulce, y menos de lo que
parece con los símbolos. Pero está estrechamente ligada con la
transformación fundamental de Inglaterra, de una sociedad medieval
jerárquica basada en el estatus, en una socialdemocracia capitalista e
industrial.
El argumento que se presenta aquí, de que las grandes alteraciones de
fondo en el ritmo y la naturaleza del trabajo y de la vida cotidiana
influyeron sobre los cambios en la dieta, es difícil o imposible de probar.
Un supuesto adicional es que la naturaleza de los nuevos alimentos fue
importante para su eventual aceptación. Las sustancias transformadas por el
capitalismo británico de lujos de la clase alta en necesidades cotidianas son
de cierto tipo. El alcohol y el tabaco proporcionan un respiro de la realidad
y calman los dolores del hambre. El café y el chocolate proporcionan un
estímulo para hacer un mayor esfuerzo, sin brindar nutrición. El azúcar
proporciona calorías, al mismo tiempo que incrementa el atractivo de estas
otras sustancias combinado con ellas. No hubo una conspiración para echar
a perder la nutrición de la clase trabajadora británica, para volverla adicta o
estropearle los dientes. Pero el aumento constante en el consumo de azúcar
fue un artefacto de lucha entre las clases en pro de las utilidades, luchas que
resultaron eventualmente en una solución del mercado mundial para los
alimentos droga, a medida que el capitalismo recortó sus pérdidas
proteccionistas y expandió un mercado masivo para satisfacer a los
consumidores proletarios otrora considerados como pecadores o indolentes.
Bajo esta perspectiva, el azúcar era una sustancia ideal. Servía para
hacer que una vida ocupada lo pareciera menos; en la pausa que refrescaba,
facilitaba —o parecía facilitar— la ida del trabajo al descanso y viceversa;
proporcionaba una sensación más rápida de plenitud o satisfacción que los
carbohidratos complejos; se combinaba fácilmente con muchos otros
alimentos, en algunos de los cuales también se utilizaba (té y galletas, café
y bollo, chocolate y pan untado con mermelada). Como hemos visto, era
simbólicamente poderoso, pues su uso podía cargarse de muchos
significados subsidiarios. No es sorprendente que a los ricos y a los
poderosos les gustara tanto, y que los pobres aprendieran a deleitarse con él.
5
COMER Y SER

Para el año de 1900 el azúcar, en forma de sacarosa procesada, se había


convertido en un ingrediente esencial de la dieta nacional británica.
Combinado con bebidas amargas, era consumido diariamente por casi todo
británico viviente. Se lo añadía a los alimentos en la cocina y en la mesa, y
podía encontrarse en manjares preparados, como las mermeladas, los
bizcochos y pasteles que se consumían con el té y frecuentemente con las
comidas. El azúcar también se había convertido en un rasgo común de las
comidas festivas y ceremoniales de todas las temporadas, del nacimiento y
de la muerte. El pan y la sal habían sido la base del alimento y de la
imaginería cotidianos del hombre occidental durante milenios; ahora el
azúcar se les había unido. El pan y la sal… y el azúcar. Una hogaza de pan,
un porrón de vino… y azúcar. Se estaba rehaciendo gradualmente la dieta
de toda una especie.
La gran difusión en el uso y el aumento en el consumo individual de la
sacarosa procesada de 1650 a 1900 fue posible por muchos logros, entre
ellos el dominio técnico de la química del azúcar y una comprensión
científica más completa de su asombrosa versatilidad. Fue el resultado de la
aplicación de un nuevo conocimiento químico a una versatilidad apreciada
desde hacía mucho tiempo, pero nunca antes explotada de una forma tan
imaginativa y tan completa. Para la época de la primera guerra mundial, el
racionamiento forzado de azúcar fue considerado una de las privaciones
más dolorosas e inmediatas de las pequeñas penalidades causadas por la
guerra y, por supuesto, la que fue sentida con más intensidad por los
británicos más pobres y menos privilegiados.[1] Los pobres adquirían muy
temprano, y deprimentemente bien, el gusto por el té endulzado, la tarta de
melaza, las natillas de leche condensada, las galletas, el pan con mermelada,
los dulces y el chocolate. El gusto por lo dulce de las clases más
acomodadas —igualmente notable en términos de lo que se conoce como
“carácter nacional”— era moderado porque tenían muchos otros lujos a la
mano.
Como señalé, la experiencia de los ingleses de ver cada hueco de su
dieta relleno de azúcar se repitió después de 1900 en otras tierras, a veces
con mayor rapidez, pero con algunas diferencias significativas. Tomemos
primero el caso de Estados Unidos, que había prosperado gracias a la
melaza y su derivado, el ron, incluso antes de que las trece colonias se
rebelaran.[2] Para el periodo entre 1880 y 1884 Estados Unidos consumía 38
libras de sacarosa por persona: ya mucho más que todos los principales
consumidores mundiales, exceptuando Gran Bretaña. En tres cortos años el
consumo había ascendido a 60.9 libras.[3] En el transcurso de otra década, el
consumo de Estados Unidos subió aún más; y después de 1898-1899 —
fecha que no es casual— se elevó todavía más. Todo lo que los capitalistas
británicos aprendieron acerca del azúcar como fuente de beneficios a partir
de 1650, los capitalistas norteamericanos lo aprendieron mucho más rápido;
los que se interesen por el surgimiento del imperialismo norteamericano
harían bien en observar cuidadosamente la historia del consumo de azúcar
en Estados Unidos.
No queda muy claro hasta qué punto la necesidad percibida por Estados
Unidos de introyectar las áreas tropicales que producían azúcar,
transformándolas en distintas clases de colonias, fue homologa de los
objetivos imperiales de otros poderes aproximadamente un siglo antes. Pero
los elementos mercantilistas de la política exterior norteamericana en este
caso, especialmente claros en la expansión del poder militar en la cuenca
azucarera del Caribe, aparecen muy tarde. En lugar de Barbados, Estados
Unidos tenía a Puerto Rico; en lugar de Jamaica, a Cuba; en las áreas del
Pacífico se encontraban Hawai y las Filipinas. No es sorprendente que,
desde el momento en que el mercado de consumidores en Estados Unidos
se hizo sustancial —aproximadamente desde finales de la guerra de
Secesión— hasta la fecha, la política azucarera de Estados Unidos haya
sido una importante bandera política y una estupenda (y a menudo ilícita)
fuente de ganancias.[4]
La experiencia de Francia ofrece un contraste pasmoso con la de los
norteamericanos y los británicos. Igual que Inglaterra, y al contrario que
Estados Unidos, Francia impulsó sus “colonias azucareras” desde una época
temprana, en el siglo XVII exportaba enormes cantidades de azúcar y
productos relacionados, y desarrolló su propio gusto por el dulce. Durante
gran parte del siglo XVII los intereses franceses dominaron el comercio
europeo del azúcar, y tardaron en ceder ante los británicos. El capital
francés se benefició del comercio de esclavos y del azúcar de forma muy
parecida al capital inglés. Burdeos y Nantes desempeñaron papeles
estructuralmente similares a los de Liverpool y Bristol. Y existían muchos
paralelos en la experiencia colonial: las tempranas conquistas de Martinica
y Guadalupe, como Barbados, y los inicios de una industria del azúcar en
aquel lugar utilizando forzados (engagés), tal como en Barbados; el cambio
a una colonia más grande, Santo Domingo, así como Gran Bretaña se
adueñó de Jamaica bajo Cromwell, etc. (Es cierto que Inglaterra fue más
rápido y más lejos, y que en la revolución haitiana Francia fue derrotada y
expulsada por los esclavos revolucionarios).
Pero los intereses azucareros de Francia, sin importar cuán fervorosos,
fueron incapaces de impulsar el consumo francés hasta el punto en el que
llegara a afectar de manera profunda la naturaleza de la cocina francesa o
las formas de las comidas. Hasta la fecha el francés promedio consume
menos sacarosa que el inglés promedio (aunque la diferencia está
disminuyendo). Francia ha empezado a acercarse, pero sólo de forma lenta,
al Reino Unido, Irlanda, los Países Bajos, Suiza, Dinamarca, Islandia,
Estados Unidos y Australia, los principales consumidores mundiales de
sacarosa. En 1775, el consumo de azúcar en Gran Bretaña era unas dos
veces y media mayor que el de los franceses, cuando la población francesa
debe de haber sido cuatro veces mayor que la de Inglaterra y Gales. Esto
habría significado que el consumo francés per cápita en ese momento no era
más que una décima parte del de Gran Bretaña. Richard Sheridan, un
historiador norteamericano del Caribe británico, acepta la opinión de que el
consumo francés en el siglo XVIII reflejaba estándares de vida mucho más
bajos; pero, como sugiere, también hay que considerar los hábitos de bebida
de ambas naciones.[5] Mientras que los ingleses pasaban de la cerveza y el
ale a la ginebra y el ron, y volvían en parte al ale y la cerveza, adquiriendo
en el camino un gusto pronunciado por el té muy dulce, los franceses
siguieron siendo siempre, principalmente, bebedores de vino. La
adquisición del hábito del café en el siglo XVII, aunque ciertamente
importante —¡Michelet creía que la Revolución francesa podía remontarse
en parte a sus efectos!—, no redujo el consumo de vino. El hábito del vino
puede haber influido negativamente en la disposición a consumir sustancias
dulces, incluso porque proveía abundantes calorías.
Más allá de esto se encuentra la cuestión de la cocina misma. Brillat-
Savarin se refirió al azúcar como el condimento universal; pero, como
escribió P. Morton Shand sobre los gustos ingleses: “Utilizaba la palabra en
su sentido general más amplio de un sazonador, y no con el significado
particular y especializado que ha adquirido desde entonces”.[6] Lo dulce no
parece haber sido nunca enaltecido como un sabor privilegiado que
contrastara con el resto de los sabores en el espectro del gusto francés —
amargo, agrio, salado, picante— como lo fue en Inglaterra y en Estados
Unidos. Aunque el postre ocupa un sólido lugar en las comidas francesas, la
posición del queso es aún más robusta. Lo dulce aparece en la comida
francesa de formas a veces sorprendentes, a menudo como si fuera una
especia. Se parece al uso chino, en el que lo dulce también se presenta de
forma algo inesperada y no es tampoco el clímax de una comida. El papel
menos conspicuo del azúcar en las cocinas francesa y china puede tener
algo que ver con su excelencia.[7] No es necesariamente malévolo
preguntarse si el azúcar echó a perder la cocina inglesa, o si la cocina
inglesa del siglo XVII necesitaba más azúcar que la francesa.
Cuando dirigimos la vista hacia los llamados países menos
desarrollados, se nos presenta otra perspectiva. La sacarosa, que aporta
alrededor de una séptima parte de la ingesta calórica promedio de la
población en muchos países en desarrollo (lo que significa, por supuesto,
una cantidad mayor en algunos sectores y grupos de edad), es un símbolo
tan poderoso de la buena vida que algunas autoridades eminentes sugieren
que su contribución calórica podría llegar a ser aún mayor.[8] Ligada al
bienestar general de siglos atrás, la sacarosa sigue siendo considerada como
algo beneficioso por muchos observadores. Para examinar las razones de
esto sería útil decir algo más acerca del azúcar —esto es, de la sacarosa de
caña—, incluso aquí, casi al terminar el libro.
En el mundo moderno, donde el uso eficiente de la energía cuenta cada
día más, la eficiencia en la producción de azúcar de caña es un factor
poderoso en el éxito del azúcar. G. B. Hagelberg, uno de los más agudos
estudiosos actuales de la industria mundial del azúcar, escribe: “Como regla
general, la caña (y la remolacha) producen mayor cantidad de calorías por
unidad de superficie en un tiempo dado que cualquier otra planta cultivada
en su respectiva zona climática”.[9] La caña de azúcar produce por hectárea,
en condiciones óptimas, alrededor de veinte toneladas de material seco,
aproximadamente la mitad de lo cual es azúcar utilizable como alimento o
forraje; las diez toneladas restantes de “basura” de caña, o bagazo, pueden
usarse como combustible y en la manufactura de productos de papel,
materiales de construcción y furfuraldehído (un aldehído líquido empleado
en la fabricación de nylon y resinas, y como solvente). Si damos por
sentados ciertos parámetros de materia prima y fabricación, las veinte
toneladas de caña susceptibles de molerse que pueden obtenerse de una
hectárea en las condiciones del Caribe producirán:
1] 5.6 toneladas, de azúcar crudo de alto grado. Sobre la base de un consumo anual per cápita
de 40 kilogramos, esta cantidad es suficiente para 140 personas, proporcionando el
equivalente de 420 kilocalorías al día para cada una o alrededor de una séptima parte [14 por
ciento] de la ingesta total diaria.
2] 13.3 toneladas de bagazo húmedo (49 por ciento humedad, 2 por ciento sólidos
solubles). Como combustible, esto tiene un valor equivalente a 2.54 toneladas de aceite
combustible. De forma alternativa, al quitarle el meollo y secarlo, esta cantidad de bagazo
puede producir alrededor de dos toneladas de pulpa blanqueada para papel. Asumiendo que se
requieren 500 kilogramos de vapor para procesar una tonelada de caña y que se generan 2.3
kilogramos de vapor por cada tonelada de bagazo húmedo, el uso de bagazo como
combustible en realidad debería dejar un excedente de alrededor de 2.4 toneladas de bagazo
húmedo o aproximadamente 5 toneladas de vapor para otros propósitos.
3] 1.35 toneladas de melaza final. Aproximadamente un tercio del peso de la melaza final
de la caña es sacarosa que no se puede recuperar comercialmente como azúcar centrífugo y
alrededor de una quinta parte está compuesta de azúcares reducidos… la cantidad de melaza
[con algunas adiciones] es casi suficiente para engordar a un novillo de 200 a 400 kilos de
peso en pie.[10]

A estos cálculos notables debemos añadir algo acerca de la eficiencia


relativa del azúcar como fuente de calorías. A medida que los rendimientos
agrícolas han ido creciendo gracias a los mejores métodos científicos
modernos, ha aumentado proporcionalmente la superioridad de la caña
frente a otras cosechas. Un acre (0.4047 ha) de buena tierra subtropical
produce ahora más de ocho millones de calorías de azúcar, además de los
otros productos derivados. Las comparaciones con las cosechas de zonas
templadas están algo sesgadas en favor del azúcar, pero de cualquier
manera son impresionantes. Se calcula que para producir ocho millones de
calorías con papas se requerirían más de cuatro acres; con trigo, entre nueve
y doce. (No tiene sentido incluir la carne vacuna en esta comparación;
producir ocho millones de calorías de carne de res requiere ¡más de 135
acres!).[11] Estos cálculos parecen bastante reveladores en un mundo que se
enfrenta a profundos problemas de energía, pero también hay que
proyectarlos hacia atrás (aunque reconociendo que los métodos de
extracción de azúcar, hace siglos, no eran ni con mucho tan eficientes como
ahora). Esas estadísticas arrojan luz sobre el pasado y plantean cuestiones
vitales acerca del futuro.
Donde la necesidad de calorías —por no hablar de otros valores
alimentarios— representa un serio problema, la sacarosa puede no ser una
buena respuesta nutricional (creo que en grandes cantidades es terrible);
pero las circunstancias la convirtieron tempranamente en una buena
respuesta, y la siguen manteniendo como tal. Cuando se añade a esto la
notable capacidad de transformación de energía de plantas como la caña de
azúcar y el maíz —aun con altos niveles de insumo de energía humana en
forma de fertilizantes, trabajo agrícola, etc., el insumo de energía solar es de
aproximadamente el 90% de la energía total que se consume en la
producción de un alimento útil— el atractivo de la sacarosa como solución
a los problemas alimentarios se vuelve casi irresistible.
Si tomamos en cuenta la predisposición subyacente de los homínidos
hacia lo dulce, y la sumamos al asombroso rendimiento calórico de la
sacarosa y a la eficiencia de su producción, junto con el constante
decremento del costo del azúcar a lo largo de los siglos, podemos entender
por qué el azúcar tuvo tanto éxito entre los nuevos consumidores. Desde
luego, esto no debe hacernos descuidar el esfuerzo deliberado por crear
demanda, ni nos ayuda a entender por qué con el paso del tiempo algunos
mercados de consumo han sido mucho mejores que otros. Pero hasta los
más refinados enemigos actuales de lo dulce tienen que reconocer el
atractivo del azúcar en términos de sabor, economía energética, costo
relativo y calorías, atractivo que los fabricantes de azúcar comprenden con
toda claridad y que apoyan con todo vigor sus seguidores políticos,
académicos y profesionales.
Si retomamos el argumento de que la dieta humana, desde la invención
de la agricultura, se ha centrado en torno a un carbohidrato complejo
“rodeado” de sabores y texturas contrastantes, para estimular el apetito (y,
en general, también para mejorar la nutrición), resulta difícil establecer el
papel exacto que la sacarosa desempeña en el cambio de dieta. Tenderíamos
a agrupar lo dulce con lo agrio, lo salado y lo amargo, como sabor que
brinda un contraste con los carbohidratos complejos principales. Pero si el
complemento dulce se expande tanto que se reduce la proporción del núcleo
de carbohidratos complejos, hasta el punto de que éstos representan tal vez
sólo la mitad de la ingesta calórica, en lugar del 75 al 90%, se modifica la
arquitectura misma de la comida. Esto no tiene nada de misterioso. Durante
la historia de la cocina occidental, entre los ricos y los poderosos, es
probable que los alimentos ricos en proteínas, como la carne, el pescado y
las aves, fueran los primeros en reemplazar un abundante consumo de
almidones, y sin duda esos alimentos se volvieron más importantes incluso
para las clases trabajadoras entre los siglos XVII y XX, aunque no en una
proporción comparable. Fue la introducción de alimentos como la sacarosa
la que permitió elevar el contenido calórico de la dieta proletaria sin
incrementar proporcionalmente la cantidad de carne, pescado, aves y
lácteos.
El azúcar refinado se volvió, así, un símbolo de lo moderno y lo
industrial. Pronto fue visto como tal, y penetró en una cocina tras otra,
acompañando o siguiendo la “occidentalización”, la “modernización” o el
“desarrollo”. La sacarosa aparece como signo popular y de avanzada entre
los indígenas norteamericanos, los esquimales, los africanos y los habitantes
de las islas del Pacífico. En general la gente se enteraba de su existencia de
una de dos maneras: o la cambiaba —junto con otros deseados artículos
occidentales— por mano de obra, productos o salarios, o la recibía como
parte de donaciones caritativas de Occidente, una caridad que se hace, en
general, desde que los occidentales reconocieron la desorganización
económica derivada de su prolongado contacto con culturas tradicionales
“menos desarrolladas”.
Éstos son aproximadamente los mismos procesos que, en épocas
previas, señalaron la expansión del poder europeo y de la economía del
capitalismo occidental de región en región, de continente en continente.
Incluso en el caso de sociedades que habían consumido sacarosa durante
siglos, uno de los corolarios del “desarrollo” es que los tipos más antiguos y
tradicionales de azúcar están siendo reemplazados, gradualmente, por el
producto refinado y blanco, que a los fabricantes les gusta llamar “puro”.
En países como México, Jamaica y Colombia, por ejemplo, antiguos
productores y consumidores de azúcar, el uso de azúcar blanco y de
productos fabricados con jarabes simples se ha difundido de las élites
europeizadas a las clases trabajadoras urbanas, para pasar luego al campo y
servir como útil marcador de posición —o por lo menos de aspiración—
social; los azúcares antiguos se van eliminando porque son “anticuados” o
“antihigiénicos” o “incómodos”. No todas estas designaciones peyorativas
son incorrectas: los azúcares no centrifugados no son tan fáciles de usar en
los alimentos y las bebidas, y las empresas que los producen suelen ser
menos eficientes que las fábricas modernas. Pero las nociones de
modernidad van teniendo mayor intervención a medida que más azúcares
procesados se difunden a círculos más amplios de consumidores. Con el
tiempo, los azúcares tradicionales sobreviven como una especie de legado
—costosas reliquias del pasado— y pueden reaparecer como elegantes
artículos “naturales” en las mesas de los ricos —cuyos hábitos de consumo
contribuyeron a que se volvieran caros y escasos—, producidos de maneras
modernas que crean utilidades para personas muy diferentes de las que
antes los elaboraban.[12]
Las fuerzas que impelen a los consumidores a gastar más en el consumo
“tradicional” en un momento, y en el “moderno” en otro, son complicadas y
tienen muchas facetas. Una de las razones por las que no las comprendemos
mejor en el caso del azúcar es que los vendedores de sacarosa siempre se
han interesado por los patrones de consumo con el solo deseo de
cambiarlos. Comprenden, asimismo, que esos patrones no cederán a menos
que cambien las condiciones en las que se realiza el consumo: no sólo qué
se usa, sino dónde, cuándo y por parte de quién; no sólo lo que se come,
sino cuándo y dónde, y quién lo come.
Un cambio radical en la situación tal como es percibida —aprender, por
ejemplo, a sentirse siempre con prisa— puede servir para motivar a la gente
a probar cosas diferentes. Para los vendedores de sacarosa el objetivo es
incrementar el papel del mercado en el consumo. Esto puede entrañar hacer
que los consumidores se sientan inseguros acerca de su consumo;
motivarlos a tratar de identificarse de forma diferente por lo que consumen,
o convencerlos de que pueden cambiar la opinión que los demás tienen de
ellos por lo que consumen. No se conocen plenamente las formas precisas
en las que la gente pasa de lo tradicional a lo nuevo o lo moderno. Vemos
cómo pasa de los anticuados panes o “pilones” de azúcar moreno a las cajas
o bolsas de azúcar blanco refinado, de las bebidas locales a la Coca-Cola,
de los dulces caseros a los comprados; pero entendemos muy poco los
pasos o cambios precisos que esto involucra. Lo que parece probable es que
esos cambios repiten o reinterpretan secuencias previas similares. A medida
que se suceden las diversas etapas de cambio, podemos ver que en ellas se
recapitulan las etapas históricas bastante regulares o recurrentes por las
cuales las fuerzas externas dominaron el consumo —y, antes que eso, la
fuerza de trabajo— en momentos más tempranos de la historia occidental.
Hemos visto que las relaciones entre las metrópolis y sus fuentes de
abastecimiento de sacarosa han cambiado de manera radical a lo largo del
tiempo, a medida que se modificaba la posición de la sacarosa en la vida
social. En un comienzo la sacarosa se traía de lugares distantes, comprada a
productores del extranjero. Luego, cada metrópolis adquirió sus propias
colonias tropicales para producir azúcar sobre bases mercantilistas,
enriqueciendo al mismo tiempo al Estado y a sus clases comerciantes y
financieras, estimulando simultáneamente el consumo de sus manufacturas
nacionales y de sus productos coloniales, e incrementando la participación
del mercado en su entorno. Con el perfeccionamiento del proceso de
extracción de azúcar de remolacha en las zonas templadas, recibió más
estímulo el paso del proteccionismo al “libre mercado”. Aunque las
colonias continuaron representando una importante fuente de utilidades, la
apertura del mercado y el dominio del procesamiento de azúcar de
remolacha —la primera apropiación importante por parte de la agricultura
de tierras templadas de lo que era hasta entonces la capacidad productiva de
una región tropical—[13] ayudó a contrarrestar los enfrentamientos políticos
subsecuentes a los capitalistas industriales metropolitanos por parte de la
clase de los plantadores en las colonias.
El carácter y el nivel de consumo de sacarosa reflejan de otra manera
procesos más amplios: la asignación diferencial de la sacarosa a usos
diferentes es un coeficiente de otras características del desarrollo. Se puede
distinguir el uso doméstico, en la elaboración de dulces, de mermeladas, de
pasteles, etc., de sus usos industriales no domésticos, como productos de
repostería industrial y fabricación de otros alimentos preparados y
procesados, tanto dulces como salados (aderezos para ensalada, preparados
para empanizar, salsa catsup, etc.). Las estadísticas demuestran claramente
que cuanto más desarrollado es un país, mayor es el porcentaje de uso
industrial, no doméstico. Lo mismo revela la historia reciente. Dos
estudiosos de los cambios en el uso de azúcar refinado en Estados Unidos
han demostrado que el consumo directo o doméstico (que se asume
sinónimo de la adquisición de azúcar granulado en envases de menos de 25
kilos) declinó de 52.1 libras anuales en 1909-1913 a 24.7 en 1971, mientras
que el uso industrial (productos alimenticios y bebidas) se elevó en el
mismo periodo de 19.3 a 70.2 libras.[14] Esta tendencia se observa también,
aunque en niveles mucho menos marcados, en los países en desarrollo.
El uso industrial adopta dos formas diferentes, en lo que al consumidor
se refiere: por un lado hay consumo fuera del hogar (en restaurantes,
lugares de comida rápida o para llevar, teatros, etc.), que se ha elevado, pari
passu, junto con los demás índices de desarrollo; por otro, hay un uso
siempre creciente de alimentos preparados en la casa. Estas formas distintas
de consumo de sacarosa en alimentos industriales y procesados están
vinculadas entre sí; ambas son respuesta a fuerzas sociales amplias, y
también se manifiestan en los países en desarrollo. Afirmar que las
sociedades que están aumentando constantemente su consumo de azúcar per
cápita pueden estar pasando también del consumo que se realiza en el hogar
al que se lleva a cabo fuera de él es una forma de decir que sus ciudadanos
suelen comer en más ocasiones fuera de la casa, y comer más alimentos
preparados dentro de ella.
Ninguna de estas tendencias indica específicamente los significados
sociales de los cambios mismos. La relación entre la sacarosa y estos
cambios sociales difundidos es más emblemática que esencial —el azúcar
es más importante por lo que revela que por lo que hace— y podemos
analizar lo que hace para comprender mejor qué es lo que ha hecho posible
que lo hiciese. Como la sacarosa está, tanto en su producción como en su
consumo, en los puntos de contacto de las intenciones capitalistas, vale la
pena rastrear la escala, el contenido y la forma de los cambios en su
consumo.
Por el lado de la producción, el azúcar se convirtió tempranamente en
una de las principales motivaciones para llevar a cabo experimentos
agrícolas de tipo mixto; es decir, con medios capitalistas y mano de obra
forzada. Por el lado del consumo, fue, como vimos, uno de los primeros
artículos que se transformó de lujo en necesidad y, por lo tanto, de una
rareza en un bien de producción masiva, transformación que encarna tanto
la promesa como la realización del capitalismo en sí. La producción de
sacarosa durante los últimos cinco siglos de expansión capitalista muestra
un movimiento geográfico irregular pero perceptible: primero fue una
rareza, una medicina, una especia, que llegaba de lugares remotos,
comercializada pero no producida (de hecho la producción era algo
misteriosa); luego se convirtió en un bien caro producido a partir de caña en
colonias tropicales de ultramar de esas tierras templadas del gran imperio
cuyos ciudadanos la consumían, ciudadanos que no eran proletarios pero
estaban en proceso de proletarización (es decir, mano de obra despojada de
sus medios de producción pero no dependiente todavía, exclusivamente, de
un salario); después, fue un artículo menos costoso producido en otra parte
(no necesariamente en las colonias de ese mismo poder) por distintos tipos
de mano de obra, incluyendo la proletaria y, por último, se convirtió en un
artículo cotidiano y barato, producido muchas veces dentro de los límites
nacionales de ese poder, en gran medida por proletarios y para los
proletarios, aunque la mayor parte se compraba y vendía en todo el mundo
en un mercado “libre”.
El “desarrollo”, como se lo ha llamado, ha significado, entre otras cosas,
un aumento relativamente constante del consumo de azúcar desde mediados
del siglo XIX. Hacia 1800 la parte de la producción mundial de sacarosa que
llegaba al mercado era de unas 250 mil toneladas.[15] En 1880 esa cifra
había aumentado quince veces, a 3.8 millones de toneladas. Desde 1880
hasta el inicio de la primera guerra mundial —periodo en el que se
modernizó técnicamente la producción de azúcar— la cantidad de azúcar
centrifugado (“moderno”) se elevó a más de 16 millones de toneladas. Y
aunque el periodo entre ambas guerras mundiales fue de depresión y
estancamiento económico, llegó a una producción mundial de azúcar de
más de 30 millones de toneladas. Pese a una marcada declinación durante la
guerra, la producción de sacarosa reinició su notable escalada a partir de
1945. De 1900 a 1970 la producción mundial de azúcar centrifugado
aumentó alrededor del 500%, según una fuente; otra calcula que ese
incremento fue más cercano al 800%.[16] Como durante esos mismos 70
años la población mundial se duplicó, aproximadamente, observamos que el
azúcar “disponible” por persona por día en todo el mundo aumentó de 21 a
51 gramos. Para 1970 algo así como el 9% de las calorías alimentarias
mundiales provenían de la sacarosa, y probablemente esta cifra sea mayor
en la actualidad.
Muchos —aunque ni mucho menos todos— de los países que la
consumen en gran cantidad son europeos. Islandia era el principal
consumidor per cápita en 1972: unos 150 gramos por persona por día; en el
mismo año, Irlanda, Holanda, Dinamarca e Inglaterra consumían más de
135 gramos diarios por persona. Ciento cincuenta gramos diarios equivalen
a casi 55 kilos (poco más de 120 libras anuales) de sacarosa. En los países
que ya son grandes consumidores, como Irlanda e Inglaterra, la sacarosa
puede contribuir con el 15 al 18% de la energía total per cápita consumida.
La distribución diferencial de las cantidades por edad y clase, si contásemos
con esos datos, revelaría una dependencia notable y hasta impresionante de
la sacarosa de ciertos sectores de edad/clase.[17] Casi con seguridad los
grupos menos privilegiados (no necesariamente los más pobres en los
países menos desarrollados sino más bien los más pobres en los países más
desarrollados) consumen cantidades desproporcionadas, y parece probable
que la gente joven consuma más que las personas mayores o ancianas. Éstos
no son más que cálculos muy burdos, pero sería aún más riesgoso plantear
suposiciones sobre las diferencias regionales, urbano-rurales, raciales y
sexuales en los patrones mundiales de consumo de azúcar.
Con el desarrollo llega un porcentaje más elevado de uso de sacarosa en
alimentos preparados. De hecho, el paso al uso indirecto, como el consumo
mismo de azúcar, se ha convertido en una especie de señal del desarrollo.
Arvid Wretlind, quien investiga temas de salud, calculó que de la sacarosa
total consumida, las industrias alimentarias hace una década utilizaban en
Holanda el 60%, y en Inglaterra el 47%.[18] Otros especialistas han
observado que, en Estados Unidos, la proporción de la sacarosa consumida
que se destinaba a la preparación de alimentos alcanzaba aproximadamente
el 65.5% del total en 1977.[19] En el mundo menos desarrollado no se lleva
a cabo un uso indirecto tan grande, aunque el consumo de azúcar va en
aumento.
Desde luego, el creciente consumo de azúcar no es más que una de las
formas en que el “desarrollo” modifica los hábitos y las elecciones en
materia de alimentación. Si bien la ingesta calórica aumenta,
probablemente, a medida que se eleva el consumo de azúcar, este aumento
se alcanza en parte mediante sustituciones, una de las más claras de las
cuales es el reemplazo de carbohidratos complejos (almidones) por
carbohidratos simples (sacarosa). En Inglaterra el consumo de cereales,
entre 1938 y 1969, se redujo de un máximo de casi 250 libras anuales por
persona a menos de 170; el consumo de azúcar, en el mismo periodo,
aumentó de un mínimo de unas 70 libras (en 1942) a alrededor de 115; y un
especialista aseveró que el consumo per cápita fue de 125 libras en 1975.[20]
Esta merma de los carbohidratos complejos resulta de interés al margen de
sus implicaciones nutricionales, dado el cambio que revela en la antigua
relación entre el núcleo de almidón y el complemento de sabor.[*]
La desproporcionada contribución del condimento a la ingesta calórica,
a medida que se reduce el núcleo, no es más que un aspecto del cambio.
Junto con el aumento del azúcar se presentan incrementos notables del
consumo de grasas. Dos estudiosos de este cambio, que usaron como base
de comparación los años 1909-1913, demostraron que en Estados Unidos el
consumo diario promedio de azúcares como proporción de los
carbohidratos aumentó, en sesenta años, del 31.5 al 52.6%; el consumo
diario promedio de carbohidratos complejos se redujo de unos 350 gramos a
alrededor de 180, y el consumo de grasa en la dieta aumentó un 25%, para
llegar a los 155 gramos.[21] En los últimos quince años ha habido aumentos
aún más marcados en el consumo de grasas, de 126 a 135 libras por persona
en 1979. Si estas cifras son correctas, significan que el consumo anual
promedio per cápita de grasas y azúcares procesados en Estados Unidos, en
1979, llegó a 265 libras.[22] Esto equivale casi exactamente a tres cuartos de
libra diarios de azúcar y grasas por persona.
La vinculación aparente entre grasas y azúcares —y su efecto en el
consumo de carbohidratos complejos— tiene implicaciones nutricionales,
psicológicas y económicas.[23] Pero ¿qué significa culturalmente esta
tendencia?
Primero, se asocia con la tendencia creciente a comer fuera de la casa.
La multiplicación de las cadenas de comida rápida a partir de la segunda
guerra mundial, y sobre todo en las dos últimas décadas, es sumamente
significativa. En Estados Unidos, según la Cámara Nacional de la
Publicidad, el “norteamericano típico” visita un restaurant de comida rápida
nueve veces al mes. Una tercera parte del dinero invertido en comida se
gasta en comidas fuera de la casa, de acuerdo con el Wall Street Journal.
(Desde luego querríamos saber a qué ritmo se revelan estas tendencias, a
qué segmentos específicos de la población se aplican y a lo largo de cuánto
tiempo… pero no lo sabemos).
Segundo, en el hogar hay un mayor consumo de alimentos preparados,
junto con una creciente diferenciación de los alimentos mismos: ahora
tenemos la “libertad” de escoger, por ejemplo, diversos platos de ternera
precocidos y congelados, envasados por el mismo fabricante pero de
diferente “estilo” (milanese, marinara, limonata, oreganata, francese). La
cantidad de alimentos que no requieren otra cosa que un cambio de
temperatura antes de comerlos ha aumentado en proporción con el número
total de alimentos preparados y parcialmente preparados, incluyendo
aquellos que pueden requerir algo más que calentamiento antes de poder
consumirlos. Y también ha aumentado notablemente la variedad de medios
de calentamiento y enfriamiento, que suelen funcionar con un elevado
insumo de energía —woks, vaporeras, hornos, asadores, freidoras, hornos
de radiación y de convección— que se venden sobre la base de su
“velocidad”, “comodidad”, “economía” y “limpieza”.
Estos cambios afectan en forma directa los roles que han acompañado
tradicionalmente a las comidas familiares. Los antropólogos que estudian
los alimentos y la comida han considerado válido hacer una analogía con la
lingüística para describir lo que ocurre, tanto en una comida determinada,
como en la estructura de las comidas. Mary Douglas nos dice que “los
contrastes binarios o de otro tipo deben verse en sus relaciones
sintagmáticas”. Con esto quiere decir, según explica, que hay que poner en
un orden analizable las unidades alimentarias, descendente (del menú diario
al bocado), y ascendente (de lo diario a lo semanal o anual, y de lo
cotidiano a lo especial, lo festivo y lo ceremonial). Las relaciones
paradigmáticas caracterizan a los componentes de una comida, y las
sintagmáticas a los que se ingieren entre comidas o, para citar otra vez a
Douglas. “En los dos ejes del sintagma y el paradigma, la cadena y la
elección, la secuencia y el conjunto, o como quiera llamárselos, [Halliday]
ha demostrado cómo se pueden jerarquizar absolutamente todos los
componentes de la alimentación, ya sea en términos gramaticales o hasta el
último elemento léxico”.[24]
Pero todo el impulso de la vida moderna ha consistido en un
alejamiento de ese “léxico” o esa “gramática”, y la analogía no resulta
adecuada. Describir los alimentos de una comida en terminología
lingüística difícilmente “los explica”, porque las restricciones estructurales
de la ingestión no son comparables con las de la gramática; podemos comer
sin sentarnos a una comida, pero no podemos hablar sin gramática. La
función de la gramática en el lenguaje tiene que haber sido acordada por los
hablantes —es decir, deben compartirla y entenderla— para que pueda
producirse la comunicación. Por eso la relación de la denominada gramática
con la alimentación no es más que un simpático recurso descriptivo. Por
supuesto seguirá habiendo alimentación aunque llegue a desaparecer la idea
misma de “comida” tal como la conocemos.
Desde la perspectiva del moderno tecnólogo en alimentos, la abolición
de esa “gramática” es la mejor manera de elevar el consumo de artículos
alimenticios producidos en masa, maximizando al mismo tiempo lo que ese
experto podría llamar “libertad de elección individual”. El incremento del
consumo puede no ser el propósito admitido, pero sería difícil imaginar qué
otra cosa podría ser. El “paradigma” de la comida, el “sintagma” del horario
de comidas, y las restricciones del tiempo para comer pueden considerarse
obstáculos al ejercicio de las preferencias individuales.
Por el contrario, las comidas en las que todos tienen que comer al
mismo tiempo requieren adelantar, posponer o cancelar otras actividades
por parte de los participantes. Las que incluyen los mismos productos para
todos los comensales tienen que basarse en un mínimo denominador
común, más que en las preferencias dilectas de cada persona. Las que se
comen en un orden determinado pueden ir en contra de las preferencias de
alguno de los participantes que querrían la sopa al final o el postre más
tarde. Las comidas ceremoniales que incluyen un producto que no varía
(como el cordero o el pavo) pueden resultarles desagradables a algún
individuo al que no le guste ese alimento. Cuando alguien se sirve de una
fuente tiene que ajustar las porciones al deseo de otros que comen al mismo
tiempo. Todas estas restricciones revelan que comer socialmente es
precisamente eso: algo social, que entraña comunicación, toma y daca, una
búsqueda de consenso, algún sentimiento común sobre las necesidades
individuales, un compromiso que permita tomar en consideración las
necesidades de los demás. La interacción social deja espacio para el
funcionamiento de la opinión y de la influencia dentro del grupo. Pero
alguien podría decir que son limitaciones a la libertad individual.
El tecnólogo de la alimentación interesado en vender productos intenta,
quiera que no, la desaparición de esos horarios y “gramáticas”, y la creación
de un “léxico” estandarizado, aunque grande, que permita que cada quien
coma exactamente lo que quiere, exactamente en las cantidades que quiera
y exactamente en las circunstancias (momento, lugar, ocasión) que prefiera.
Esto acarrea la eliminación de la importancia social de comer juntos.
Idealmente, en estos términos, una hija obesa puede comerse una serie de
yogurts, un padre entusiasta de la televisión una cena congelada, una madre
atlética grandes cantidades de granola, y un hijo distante innumerables
pizzas, Coca-Colas o helados.[25]
A medida que la disponibilidad de comida se generaliza en toda la
sociedad moderna, las estructuras de las comidas y el calendario de la dieta
cotidiana tienden a desaparecer. Ahora el café y la Coca-Cola son
adecuados en cualquier momento y con cualquier acompañamiento, como
lo son la combinación de carbohidratos complejos y proteínas empanizados
y fritos (papas, palitos de pan, pollo, camarones, carne de puerco, trozos de
pescado). Los jugos sintéticos que suprimen las diferencias entre los
naturistas y la generación de Pepsi; los cereales ricos en fibra repletos de
calorías provenientes de pasas, higos, dátiles, miel, nueces y sustitutos de
éstas; galletas, quesos, dips y “botanas” brindan un nuevo medio nutritivo
en el cual se producen los acontecimientos sociales, y no a la inversa. La
hora de la comida, que tenía una clara estructura interna, determinada al
menos hasta cierto punto por el patrón de que hubiese un cocinero por
familia y por las consecuencias de la socialización dentro de ese patrón, así
como de la “tradición”, puede significar ahora productos distintos y
secuencias diferentes para cada uno. La ronda semanal de los alimentos,
que en alguna época incluía pollo o su equivalente los domingos, o pescado
los viernes, ya no es tan estable ni visto como algo tan necesario por los
participantes. Y la ronda anual de la comida, que incluía ciertas bebidas,
pescados y vegetales en determinados momentos, pavo en tal ocasión y
pastel de frutas en tal otra, sólo sobrevive a regañadientes, complementada
con hamburguesas de pavo, jugos de frutas todo el año y otras maravillas
del mundo moderno.
Estas transformaciones han vuelto a la ingestión más individualizada y
menos interactiva; han desocializado la comida. Las elecciones respecto a
lo que se come —cuándo, dónde, qué, cuánto, a qué velocidad— se llevan a
cabo ahora con menos referencia a los demás comensales y dentro de
rangos predeterminados, por un lado, por la tecnología alimentaria y, por
otro, por lo que se percibe como restricciones de tiempo.
La experiencia del tiempo en la sociedad moderna suele ser de una
escasez irresoluble, y esta percepción puede resultar esencial para el
eficiente funcionamiento de un sistema económico basado en el principio
de un consumo siempre en expansión.[26] Antropólogos y economistas se
han enfrentado a la paradoja implícita en la sociedad moderna: que sus
tecnologías enormemente productivas hacen que los individuos tengan (o
sientan tener) menos tiempo, y no más. Debido a la presión del tiempo la
gente trata de condensar su consumo placentero consumiendo
simultáneamente cosas diferentes (como las películas y las palomitas de
maíz). Esta experiencia simultánea (pero muchas veces notablemente
insatisfactoria) le resulta al individuo “natural”, igual que la proliferación
de puestos de frutas, máquinas de café y carritos de comida en las esquinas,
las lavanderías y los vestíbulos de todas las ciudades norteamericanas, en
gasolineras, expendios de comida para llevar, teatros y demás. El gozo
máximo en el tiempo mínimo ha llegado a significar tanto un consumo
dividido (simultáneo) —se come caminando o trabajando, se bebe
manejando o viendo televisión— como una mayor frecuencia de ocasiones
de consumo. Ver el juego de fútbol comiendo Fritos y tomando Coca-Cola,
fumándose un cigarro de mariguana, con la novia sentada en el regazo,
puede comprimir muchas experiencias en un breve tiempo y, por lo tanto,
maximizar el gozo. O se puede experimentar como algo muy distinto, según
los valores que se tengan. Pero lo más importante es que a quienes
experimentan esos placeres simultáneos les han enseñado a pensar en el
consumo mismo; no en las circunstancias que los llevaron a consumir de
esa manera, fuera de la sensación de que “no alcanzaba el tiempo” para
hacer otra cosa.[27]
Como la única forma objetiva de aumentar el tiempo es alterar los
porcentajes destinados a las actividades que abarca, y como el día de trabajo
sigue durando aproximadamente lo mismo desde hace un siglo, la mayor
parte de los ajustes del tiempo disponible suelen ser “cosméticos” o
entrañar “ahorro de tiempo”. Los alimentos preparados que se comen en la
casa, así como salir a comer, se consideran prácticas que ahorran tiempo.
Desde luego, consumir alimentos preparados implica renunciar en buena
medida a la elección de lo que se come. Pero, previsiblemente, la industria
alimentaria lo pregona como una mayor libertad de elección, sobre todo
cuando omite referirse a lo que esa comida contiene. Así se perpetúa la
dialéctica entre la supuesta libertad individual y los patrones sociales.
Al analizar la penetración de la sacarosa en los ritmos del día de trabajo
en Inglaterra, sólo pude tratar de manera sumaria cambios tan
fundamentales como las alteraciones de la jornada laboral, el cambio de la
división sexual del trabajo, la renovada asignación del esfuerzo y la
inversión del tiempo para comer y el tiempo de preparación. Sabemos que
la programación de acontecimientos y rituales por parte de la clase
trabajadora británica cambió radicalmente cuando se popularizó el azúcar,
pero la investigación al respecto es demasiado amplia (y, por lo tanto,
excesivamente superficial) como para permitir una documentación seria.
Las alteraciones en la percepción del tiempo deben de haber sido por lo
menos tan importantes como la reconfiguración real y objetiva de la jornada
de trabajo, y esas alteraciones raras veces expresan directamente el ejercicio
del poder. De hecho, sólo porque ese poder no se revela más que
indirectamente puede seguir siendo misterioso, y definir los términos del
trabajo como si los requirieran las máquinas, o si los hiciera necesarios la
luz del día, o como si otros miembros de la fuerza laboral fijaran el ritmo, o
como si comer tuviera que adaptarse a una unidad de tiempo, en lugar de
ser el mismo acto de comer el que determine el tiempo que hay que
tomarse.
Uno de los efectos de cambiar la fórmula del tiempo es reconfigurar
sutilmente la imagen que la gente tiene de su vida y de sí misma. Cuánto
tiempo se tiene en realidad para los distintos propósitos, cuánto tiempo se
cree que se tiene, y la relación entre uno y otro son aspectos de la vida
cotidiana configurados por elementos externos y, sobre todo en el mundo
moderno, por la reorganización de la jornada laboral.[28] Para el trabajador
lo que le resulta visible son las condiciones cambiantes de trabajo. Estas
nuevas condiciones conforman, a su vez, el tiempo que le queda; sin
embargo cuánto tiempo “tiene” uno es algo que sólo fugazmente puede
verse como dependiente, en última instancia, del régimen de trabajo. La
gente vive dentro del tiempo que cree tener; puede experimentar cambios
subjetivos de estado de ánimo, condicionados por su capacidad de estar (o,
con frecuencia, de no estar) a la altura de sus propios criterios de
desempeño; pero sólo muy de vez en cuando conciben que su desempeño
está modificado por alteraciones que dan y quitan tiempo, o por su deseo de
sentir que controlan el uso del tiempo.
El patrón del tiempo está vinculado con el de la ingestión; los materiales
sobre Estados Unidos son lo bastante detallados como para arrojar luz sobre
una línea argumental en este sentido. El auge del uso de alimentos
preparados, el mayor número de comidas que se hacen fuera, y la
declinación de la comida misma como ritual (sobre todo para los grupos de
parentesco) han llevado, en décadas recientes, a diferentes patrones de uso
de la sacarosa, así como a un incremento generalizado del consumo de
azúcares.
Entre 1955 y 1965 el uso per cápita de ciertos dulces y azúcares —de
los caramelos, por ejemplo— se redujo, de hecho, un 10%. Pero durante el
mismo periodo el consumo per cápita de “postres” con leche congelada
aumentó 31%; el de repostería comercial 50% y el de refrescos 78%.[29]
Creo que es posible inferir de estas cifras una intervención creciente en los
horarios de los alimentos. “El patrón de tres comidas al día, aunque es
mencionado como regla válida por casi todos los sujetos [de un estudio
reciente], ya no es una realidad”, dice el antropólogo francés Claude
Fischler. Si bien la investigación sobre la cual se basa este aserto es
demasiado superficial como para generalizarla, indica que el 75% de las
familias norteamericanas no desayunan juntas. Las cenas que se consumen
en familia se han reducido a dos o tres por semana, o menos, y en general
no duran más de 20 minutos. Sin embargo, en las familias urbanas de clase
media el número de “contactos” entre cualquiera de sus miembros y la
comida puede elevarse a veinte por día.[30] Estas cifras evocan la época en
que nuestra especie era cazadora y recolectora, cuando la comida se ingería
en el momento en el que se la encontraba, sin demasiada referencia a la
situación o la circunstancia.
Una expresión fascinante de esta moderna forma norteamericana de
comer se encuentra en lo que sabemos que se ha comido y lo que la gente
recuerda haber comido. Mientras las cifras del Departamento de Agricultura
demuestran que damos cuenta de unas 3 200 calorías diarias per cápita, una
mujer blanca adulta, por ejemplo, cuando se le pregunta que comió el día
anterior, sólo puede recordar 1 560 calorías, promedio notablemente bajo, y
menos de la mitad de la cifra que ha “desaparecido”.[31] Como el peso
promedio se ha elevado constantemente en ese país, es difícil dar por
buenos esos datos recordados. Sugieren un patrón de “bocados” dispersos y
discontinuos pero muy frecuentes, que sin duda olvidan los que se los
comen.
La sacarosa se ubica muy bien en este panorama, como lo demuestran
los hechos relativos a los productos endulzados y congelados de leche, a los
horneados y a los refrescos. Los “postres” o productos de repostería, junto
con las bebidas (generalmente refrescos), representan breves intervenciones
a lo largo del día, que erosionan aún más el patrón tradicional de las tres
comidas diarias. Los tentempiés ampliados a media mañana y media tarde
tienen el efecto de hacer que las comidas antes y después se parezcan cada
vez más a los tentempiés.
En síntesis, daría la impresión de que la estructura de las comidas —la
“paradigmática” y la “sintagmática” de la ingestión— se ha disuelto. En
qué medida se puede afirmar esto para un grupo social determinado en un
país occidental dado es algo que, desde luego, ignoramos; pero está claro
que la historia del consumo de azúcar antecede —y en cierta forma
prefigura— la difusión de las comidas fuera de horario como uno de los
aspectos de la vida moderna.
Hay una forma más en la que el azúcar ha afectado la modernización del
consumo. El elevado contenido de sacarosa de muchos alimentos
preparados y procesados que sin embargo no saben dulces (como la carne,
las aves y el pescado enharinados y asados, horneados o fritos), constituye
una fuente importante del aumento del consumo de sacarosa y ratifica la
asombrosa versatilidad de ésta. Cuando se la utiliza en productos horneados
sin levadura, se nos informa que “la textura, el grano y el migajón resultan
más tersos, tiernos y blancos… Este efecto tenderizante de los azúcares se
conoce desde hace mucho tiempo”.[32] La sacarosa, asimismo, le
proporciona “cuerpo” a los refrescos, porque “un líquido espeso es más
atractivo al paladar que el agua”.[33] El azúcar inhibe el endurecimiento del
pan —la “vida de estante” resulta en extremo importante en una sociedad
que quiere que sus supermercados estén abiertos 24 horas al día para mayor
“comodidad”—, estabiliza el contenido químico de la sal, mitiga la acidez
de la salsa catsup, sirve como medio para la levadura. En todos estos usos
el dulzor es en gran medida irrelevante; de hecho, a muchos fabricantes de
alimentos les encantaría tener un producto químico con todas las cualidades
de la sacarosa sin sus calorías y, en ciertos casos, hasta sin su sabor dulce.
[34] Hemos llegado muy lejos desde el siglo XVII.

Pero a pesar de todas estas virtudes, la suerte de la sacarosa no está nada


segura. En la última década otro azúcar, la miel de maíz alta en fructosa, ha
estado penetrando en el mercado de los azúcares, sobre todo con los
fabricantes de alimentos preparados. El golpe más terrible se produjo
cuando Coca-Cola reemplazó parcialmente la sacarosa con fructosa; parece
probable que se producirán nuevas derrotas.[35] Comoquiera que sea, las
mieles de maíz están reduciendo el consumo de otros azúcares y es
probable que lo hagan cada vez más.
Mientras el consumo per cápita de sacarosa en Estados Unidos se ha
estabilizado en torno a las cien libras por año, el consumo de otros
edulcorantes se ha ido elevando constantemente desde hace por lo menos 70
años. (Ésta es una de las razones por las que tienen que verse con reservas
las aseveraciones algo virtuosas de que no ha aumentado el “consumo de
azúcar” —que en este caso quiere decir el consumo de sacarosa—,
pregonadas en general por representantes de corporaciones azucareras o por
bien azucarados profesores de nutrición). En realidad la cifra per cápita de
“desaparición” de todos los azúcares que no se presentan naturalmente
(como los que se encuentran en las frutas, por ejemplo) es de casi 130 libras
anuales. Si desaparición es lo mismo que consumo, la ingestión diaria per
cápita de azúcares adicionales es de unos 180 gramos.
El hecho de que quien lo come no perciba mucho de este azúcar como
dulce tiene dos aspectos. Primero, la sacarosa puede usarse en proporciones
tan pequeñas que su sabor sea indistinguible, aunque sin duda hay una gran
variación individual en la sensibilidad del gusto a lo dulce. Segundo, es
probable que lo dulce se perciba menos cuando no se lo espera, que se
advierta menos en las comidas que no se consideran “dulces”. Si incluimos
edulcorantes no sacarósicos como la fructosa en este panorama de consumo,
la situación da pie a lo que un especialista ha denominado “el factor de
interconvertibilidad”,[36] de modo que más y más sustancias comestibles
están volviéndose más y más sustituibles. Los experimentos alemanes
durante la segunda guerra mundial con sustancias alimenticias derivadas del
petróleo que aparecía naturalmente fueron voceros del futuro. El mismo
especialista sugiere que la diada margarina/mantequilla es una de las
“relaciones análogas”[37] más antiguas, en la cual un alimento improbable
llega a ser casi indistinguible del producto al que imita; la diada
sacarosa/fructosa origina interrogantes comparables. Ya sea en el nivel
mundial, en los mercados nacionales o en patrones de consumo divididos
por clase, la rivalidad entre la sacarosa y otros edulcorantes calóricos y no
calóricos, como la rivalidad entre los productos lácteos y los no lácteos, no
es plenamente comprendida. En esos puntos nodales de cambio se enfrentan
cultura y tecnología, cultura y economía, cultura y política. Y algunos de
los temas que surgen con el reciente triunfo de la fructosa obtenida del maíz
—por señalar, una vez más, sólo el más significativo de los ejemplos— no
se aclararán a fondo en el tiempo que pueda quedarnos de vida.
Desde el comienzo mismo de este libro he sostenido que el azúcar —la
sacarosa— tenía que verse en sus múltiples funciones y como bien
culturalmente definido. He hecho hincapié en su insólito “poder de carga”,
peso simbólico que subsistió entre los ricos y los poderosos hasta que el
azúcar se volvió común, barato y deseado, momento en el cual se difundió
ampliamente por la clase trabajadora de todas las naciones occidentales,
llevando consigo muchos de sus significados más antiguos pero adquiriendo
también otros nuevos. El peso afectivo de lo dulce, siempre considerable,
no disminuyó por su abundancia, sino que cambió cualitativamente. La
buena vida, la vida rica, la vida plena… era la vida dulce.
La aparición de la margarina, inventada por el químico francés Mège
Mouriès pero difundida a nivel mundial por los holandeses, puede
contraponerse de formas simbólicamente interesantes a la historia de la
sacarosa. Como vimos, la erosión gradual del consumo de carbohidratos
complejos se ha producido en dos frentes: los azúcares por un lado, las
grasas por el otro. Estos alimentos se presentan juntos, por ejemplo, en los
postres a base de leche; entre los líquidos, su epítome es la leche
condensada; entre los semisólidos, el helado, y entre los sólidos los
chocolates. En el último medio siglo, aproximadamente, las combinaciones
azúcar-grasa han adoptado otras dos importantes formas de procesamiento
industrial: en las combinaciones de comida salada-bebida dulce
(hamburguesas con Coca-Cola, hot dogs con refresco de naranja), y en la
combinación de bebidas frías y dulces con productos fritos en cuyo
empanizado aparece azúcar. Estos últimos representan una peculiar derrota
de la nutrición por un sabor condicionado por las circunstancias. El lado de
la grasa se anuncia con términos como “jugoso”, “suculento”, “caliente”,
“delicioso”, “sabroso”, “riquísimo”, y “para chuparse los dedos”. El lado
del azúcar se pregona con palabras como “crujiente”, “fresco”,
“vigorizante”, “helado”, “sano”, “refrescante” y “vibrante”. Estos conjuntos
de términos se contraponen en el lenguaje del atractivo comercial.[38]
La combinación de azúcares y grasas, como elección o preferencia en
materia de alimentos, es muy importante.

La riqueza de la dieta suele asociarse con la grasa y el azúcar en la alimentación, y “salir a


comer” con comida rápida y alimentos preparados. Éstos no sólo se identifican con grasa y
azúcar elevados, sino que reflejan lo “rápido” como parte del estilo de vida y, en cierto
sentido, refuerzan la vida rápida… El azúcar y la grasa hacen algo más que contribuir a la
vida de estante; se asocian también con comidas ricas y, por lo tanto, aceptables.[39]

El léxico del tecnólogo de la alimentación para los usos del azúcar y las
grasas presta especial atención a la forma en que el azúcar vuelve más
sabrosa la comida. Los productos horneados se juzgan por su calidad de
“bajada”. Con proporciones correctas de azúcar y de grasa se logra una
“buena bajada”, lo que significa que el bocado puede tragarse sin dejar el
interior de la boca recubierto de partículas de grasa. La contribución del
azúcar para lograr una buena bajada es crucial. En Estados Unidos se
permite ahora añadir hasta un diez por ciento de azúcar a las mantequillas
de cacahuate industriales. Dicen que ningún otro alimento tiene tan mala
bajada, y que el azúcar la mejora maravillosamente. Los fabricantes de
refrescos, al sustituir el azúcar por sacarina, se enfrentan a un problema
similar. Se introducen diversos tipos de gomas para que el refresco sepa
más denso en la boca, como ocurriría si tuviese azúcar, ya que la boca,
según nos dicen los tecnólogos en alimentos, prefiere líquidos más pesados
que el agua. El término “sensación bucal” se usa para describir cómo se
percibe el “cuerpo” de los líquidos (como los refrescos), a los que el azúcar
da un espesor o un balance agradable. Puede verse que esta terminología no
se interesa realmente por el sabor; tal vez por la textura o la “sensación”,
pero no el sabor.

Estas observaciones sugieren que la conciencia que tiene el lego de la


naturaleza de sus propias percepciones del alimento están poco
desarrolladas. Mucho de lo que se subsume bajo el término “sabor” en la
alimentación moderna no es tal, sino alguna otra cosa. La reacción ante la
comida frita y capeada con una pasta de freír ligera puede ser un buen
ejemplo. La inclusión de azúcar en la pasta facilita la caramelización,
sellando los alimentos de tal modo que pueden cocerse sin perder su
contenido de grasa y líquidos. La función de endulzante de la sacarosa o de
otros azúcares es reemplazada por otro de sus usos alimentarios; durante la
comida el sabor dulce se obtiene de las bebidas con que se acompañan esos
productos fritos. No es éste el lugar para seguir analizando algunas de las
implicaciones sociopsicológicas del creciente uso de comidas rápidas y
preparadas, que combinan líquidos dulces, efervescentes y generalmente
estimulantes con proteínas calientes, grasas y carbohidratos complejos,
“terminadas” muchas veces con pastas de freír ricas en sacarosa. Tal vez la
gente asocie la “buena vida” con esos alimentos, y quizá los estímulos
orales que proporcionan “tengan numerosas asociaciones agradables que se
relacionan con experiencias tempranas de la vida”.[40]
He tratado de sugerir algunas de las formas en que los modernos hábitos
de alimentación han modificado el lugar del azúcar. Mientras muchos de los
pueblos del mundo están todavía aprendiendo a comer sacarosa de las
formas y en las cantidades que señalaron su difusión por Inglaterra y
Occidente, otros están entrando a un periodo totalmente diferente de la
historia alimentaria. Roland Barthes sostuvo que el famoso lugar que ocupa
la comida en la vida francesa ha ido cambiando cualitativamente, y su
argumentación parece aplicable a las sociedades modernas en general:

La comida sirve como signo, no sólo de los temas, sino también de las situaciones; y esto,
después de todo, corresponde a un modo de vida que, más que expresado, es subrayado por
ella. Comer es un comportamiento que se desarrolla más allá de sus propios fines,
sustituyendo, resumiendo y signando otros comportamientos, y es precisamente por ello por lo
que constituye un signo. ¿Cuáles son esos otros comportamientos? Hoy casi podríamos decir
que la “polisemia” de la comida caracteriza la modernidad; en el pasado, sólo las ocasiones
festivas eran señaladas por comida de una manera positiva y organizada. Pero ahora el trabajo
también tiene su propia clase de comida (en el nivel del signo): la comida ligera y que da
energía se experimenta como un verdadero signo de la participación en la vida moderna, más
que como una contribución a ella… Estamos presenciando una expansión extraordinaria de
las áreas asociadas con la comida: la comida se está incorporando a una lista de situaciones
que no deja de alargarse. Esta adaptación se hace, en general, en nombre de la higiene y de
una vida mejor, pero, en realidad, y para subrayarlo una vez más, también está encargada de
señalar la situación en la cual se la usa. Tiene un doble valor, como nutrición y también como
protocolo, y su valor como protocolo se va volviendo más importante a medida que quedan
satisfechas las necesidades básicas, como ocurre en Francia. En otras palabras, podríamos
decir que en la sociedad francesa contemporánea la comida tiene una tendencia constante a
transformarse en situación.[41]

La peculiar versatilidad de los azúcares ha llevado a que permearan de


manera notable tantos alimentos y casi todas las cocinas. Pero los usos
subsidiarios o adicionales de algunos azúcares, en especial de la sacarosa,
se han vuelto más importantes, y no menos, a medida que ganaron
popularidad los alimentos preparados, consumidos dentro o fuera de la casa.
La función de lo dulce en el patrón de la ingestión ha cambiado, mientras al
mismo tiempo se expandían los usos no endulzantes de la sacarosa y de los
edulcorantes derivados del maíz. Una evidencia adicional de esta
versatilidad es que los azúcares no sólo han seguido siendo importantes en
nuestra dieta y en nuestros hábitos alimentarios nuevos, sino que se han
vuelto proporcionalmente mucho más importantes.
La huella que ha dejado el azúcar en la historia moderna involucra
cantidades enormes de personas y recursos, envueltos en una combinación
productiva debida a fuerzas sociales, económicas y políticas que estaban
recomponiendo todo el mundo. Las energías técnicas y humanas liberadas
por esas fuerzas no tienen igual en la historia, y muchas de sus
consecuencias han sido benéficas. Pero el lugar de los azúcares en la dieta
moderna, el desgaste extra, lamentablemente imperceptible, del control que
la gente ejerce sobre lo que come, en el que se vuelven consumidores de
alimentos producidos en masa, más que en quienes los controlan y los
cocinan, las fuerzas múltiples que mantienen el consumo en canales lo
bastante predecibles como para preservar las utilidades de la industria
alimentaria, la reducción paradójica de la elección individual y de la
oportunidad de hacerle frente a esta tendencia, so pretexto de mayor
comodidad, facilidad y “libertad”, son todos factores que sugieren hasta qué
punto hemos renunciado a nuestra autonomía sobre lo que comemos.
La sutil invitación a ser modernos, eficientes, actualizados e
individualistas se ha ido haciendo más y más sofisticada. Somos lo que
comemos; en el mundo occidental moderno nos convertimos cada vez más
en lo que comemos, cuando fuerzas sobre las que no tenemos control nos
convencen de que nuestro consumo y nuestra identidad van de la mano.
Cada vez más gente de la llamada “creativa”, que diseña productos, no está en los laboratorios
y, por lo tanto, está menos expuesta a las limitaciones tecnológicas y científicas. Los
ejecutivos de mercadotecnia han descubierto que las ideas generadas por quienes no son
técnicos se asocian en forma más realista con los mercados y están menos inhibidas por
restricciones que preocuparían a los técnicos. Como consecuencia de ello, los fondos para
desarrollar nuevos productos suelen invertirse más en servicios asociados con la publicidad
que con los grupos técnicos…
El efecto que estas prácticas de desarrollo de productos tiene sobre el consumo es
importante… Si definimos lo que se ha denominado “rico” como algo concomitante con el
sabor, la repetida incorporación de “lo rico” a un producto nuevo no sólo representa un
refuerzo regular para reconocer “lo rico” sino que, como todas sus asociaciones omnipresentes
se promueven como algo bueno, da por resultado un mayor consumo de grasas y azúcares…
Se supone que hay un factor de seguridad asociado con el consumo de grasas y probablemente
también con el de endulzantes. Pero las estadísticas, al menos en promedio, apoyan la
conclusión de que, a medida que la preparación de la comida pasa de la cocina a la fábrica, la
percepción de “lo rico” y el constante hincapié que se hace en ello, sobre todo en los
alimentos rápidos, ha contribuido no sólo al refuerzo sino también a un consumo más
elevado… Daría la impresión de que esos incrementos debidos a la relativa falta de elasticidad
de la demanda de comida podrían provocar un serio desequilibrio nutricional… Lo más
inquietante es, tal vez, el grado en que los límites discrecionales de los consumidores están
siendo reducidos por el sistema que diseña alimentos como puede diseñar cualquier otro
producto de consumo…[42]

Lionel Tiger, un antropólogo que parte de una perspectiva algo diferente,


llega a conclusiones igualmente críticas. Señala que a medida que los
sistemas de creencias en las sociedades modernas se vuelven más seculares,
los individuos ven de otra forma su propia seguridad, y como consecuencia
surge lo que llama un “modelo de exterminio”. Es decir, los individuos
atribuyen a riesgos ambientales como la exposición a radiaciones o a
productos químicos, tal vez especialmente a alimentos, una determinación
estadística de sus posibilidades de vida. Creer que uno tiene un X por ciento
de posibilidades de contraer cáncer después de un Y número de cigarrillos
es bastante diferente, dice Tiger, “de la conexión relativamente directa con
un dominio teológico en términos del cual las reglas del bien y del mal son
sencillas y los resultados claramente identificables”.[43] Pero, tal vez más
importante, este paso a un enfoque estadístico, epidemiológico, del riesgo,
abruma al individuo con inhibiciones acerca de la comida:
La decisión respecto al destino personal, en lo que a la salud se refiere, se atribuye
directamente al individuo, pese al hecho de que en la comunidad hay, por doquier,
invitaciones a incrementar el riesgo individual de desarrollar enfermedades: por ejemplo, los
innumerables puestos de alimentos, como los que despachan comidas rápidas, que hacen un
uso excesivo de productos que no son demasiado deseables desde el punto de vista de la
prevención de enfermedades. Así que mientras el individuo se enfrenta a una decisión
totalmente personal, tiene que tomarla en un contexto social bastante tentador, en sentido
destructivo, debido a la indiferencia de la comunidad o a su falta de información acerca de los
patrones de alimentación adecuados, o a los intereses de personas y grupos decididos a
mantener en la economía posiciones de ventaja que dependen de hábitos de alimentación
bastante poco deseables desde el punto de vista médico.[44]

Fischler, el antropólogo francés, azorado por la forma en que los snacks han
reemplazado a las comidas (resulta evidente que hasta el término mismo lo
agravia, ¡y declara orgulloso que no tiene equivalente en francés!), habla de
la sustitución de la gastronomía por la “gastroanomia”, y plantea
interrogantes acerca de la tendencia hacia una comida desocializada y
aperiódica. Hoy se percibe que esa difusión se está acelerando, incluso en
sociedades grandes y antiguas que hace un tiempo parecían resistentes a
esos procesos, como China y Japón. La naturaleza cambiante de la jornada
laboral en la industria, las calorías baratas (tanto por su costo como por el
uso de recursos) que proporciona la sacarosa, y los grupos de interés
dispuestos a promover aún más su consumo,[45] hacen que esa presión
acumulativa resulte difícil de resistir sobre las bases educativas de los
individuos o de los grupos.
La comida puede no ser más que la señal de procesos mayores y más
fundamentales… o al menos eso parece. La dieta se recompone porque se
reconfigura todo el carácter productivo de las sociedades y, con él, también
la naturaleza misma del tiempo, el trabajo y el ocio. Si eso nos despierta
interrogantes sobre nosotros y para nosotros; si a otras personas, como me
ocurre a mí, les da la impresión de que han escapado del control humano,
aunque son en gran medida resultado de la decisión humana organizada,
tenemos que entenderlos mucho mejor que hasta ahora. Podemos aspirar a
cambiar el mundo, en lugar de limitarnos a observarlo. Pero debemos
entender cómo funciona para poder cambiarlo de formas socialmente
efectivas.
Durante demasiado tiempo los antropólogos, paradójicamente, hemos
negado la forma en que el mundo ha cambiado y sigue cambiando, así
como nuestra capacidad —nuestra responsabilidad, incluso— de contribuir
a una mejor comprensión de esos cambios. Si fuimos traicionados por
nuestro propio romanticismo, también nos hemos olvidado de reconocer y
ejercer nuestra fuerza. Y esa fuerza sigue encontrándose en el trabajo de
campo (del cual, lo confieso, poco hay en este libro), y en la apreciación
plena de la naturaleza histórica de la humanidad como especie. El interés
antropológico por la forma en que persona, sustancia y acto se integran
significativamente puede ejercerse tan bien en el mundo moderno como en
el primitivo. Los estudios de la cotidianeidad en la vida moderna, del
cambiante carácter de asuntos mundanos como la comida, vistos desde la
perspectiva combinada de la producción y el consumo, el uso y la función,
y preocupados por la aparición diferencial y la variación del significado,
pueden constituir una fuente de inspiración para una disciplina que está
peligrosamente cerca de perder el sentido de su propósito.
Pasar de un asunto tan menor como el azúcar al estado del mundo en
general puede sonar a uno de esos chistes de “En qué se parecen…”. Pero
ya vimos cómo la sacarosa, esa “hija favorita del capitalismo” —según la
frase lapidaria de Fernando Ortiz—,[46] representa el epítome de la
transición de un tipo de sociedad a otro. La primera taza de té caliente y
dulce que se tomó un trabajador británico constituyó un acontecimiento
histórico significativo, porque prefiguró la transformación de toda una
sociedad, una reconfiguración total de su base económica y social.
Debemos esforzarnos por comprender plenamente las consecuencias de ese
hecho y de otros que se relacionan con él, porque sobre ellos se erigió una
concepción totalmente diferente de la relación entre productores y
consumidores, del significado del trabajo, de la definición del yo, de la
naturaleza de las cosas. A partir de entonces cambió para siempre la idea de
lo que es un producto y de lo que significa. Y, por la misma razón, cambió
concomitantemente lo que es una persona y lo que significa serlo. Al
comprender la relación entre producto y persona volvemos a develar
nuestra propia historia.
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SIDNEY W. MINTZ (1922-2015). Antropólogo norteameriano, nacido en
Dover, Nueva Jersey, de padres inmigrantes oriundos de Bielorrusia. Se
doctoró en la Universidad de Columbia. Fue catedrático de la Universidad
de Yale por más de dos décadas, donde fue cofundador de su programa de
Estudios Afroamericanos, y luego de John Hopkins University. En Johns
Hopkins, Mintz fundó su Departamento de Antropología y estableció con
Richard Price un programa pionero de Historia y Cultura Atlántica.
En cuanto a sus trabajos, Mintz se convirtió en una figura clave de los
estudios del Caribe, realizando una etnografía del mundo de las
plantaciones poco antes de que colapsara. Sus escritos sobre el Caribe como
región sociocultural, sobre la esclavitud, sobre campesinados, proletarios
rurales, plantaciones y el azúcar son esenciales para conocer esta región del
mundo.
A partir de los años 1970, Mintz amplió sus miras hacia los orígenes de la
cultura afroamericana con un ensayo (escrito con Richard Price) que marcó
época, El origen de la cultura africano-americana, y posteriormente hacia
la historia social y cultural del azúcar con su obra más conocida Dulzura y
poder: el lugar del azúcar en la historia moderna. A partir del azúcar,
Mintz se adentró en la antropología de la comida y replanteó muchos de los
temas fundamentales de ese campo, en Sabor a comida, sabor a libertad.
Notas
Notas Introducción
[1] Hagelberg (1974: 51-52; 1976: 5) señala que los azúcares no
centrifugados siguen figurando en forma importante en el consumo de una
serie de países y estima (in lit. 30 de julio de 1983) que la producción
mundial se encuentra alrededor de 12 millones de toneladas, cifra
significativa. <<
[2]Entre los estudios más interesantes destacaría los de Claudius Salmasius,
Frederick Slare, William Falconer, William Reed, Benjamin Moseley, Karl
Ritter, Richard Bannister, Ellen Ellis, George R. Porter, Noel Deerr, Jacob
Baxa, Guntwin Bruhns y, sobre todo, Edmund von Lippmann. Las
referencias específica a sus obras se proporcionan en la bibliografía. <<
[3]Malinowski, 1950 [1922]: 4-22. Véase también su autocrítica en
Malinowski 1935: I, 479-481. <<
[4] R. Adams, 1977: 221. <<
Notas Capítulo I
[1] Richards, 1932: 1. <<
[2] Robertson Smith, 1889: 269. <<
[3] Ibid. <<
[4] Marshall, 1961: 236. <<
[5] Por supuesto que esta aseveración comenta una inmensa cantidad de
investigación, tanto arqueológica como etnológica, de la que no puedo
ocuparme aquí. La mayoría de los especialistas creen que la vida agrícola
sedentaria, basada en el cultivo estable de cereales (o raíces), fue una
condición previa para el surgimiento de sistemas políticos complejos
(Estados), como el del Egipto posneolítico, de Mesopotamia, México,
etcétera. Una autoridad (Cohen, 1977) ha sugerido que, aun más temprano,
el éxito en la domesticación de plantas y animales en realidad sirvió para
resolver una crisis alimentaria causada por el descenso de la caza de
grandes animales. Una vez establecido el cultivo estable, la población
humana empezó a aumentar con rapidez. Sauer (1952) y Anderson (1952)
proporcionan introducciones clásicas a la saga de la domesticación de las
plantas. El arqueólogo V. Gordon Childe comparó sus consecuencias con
las de una revolución y acuñó el término “revolución neolítica” para
describirla (1936). En Chrispeels y Sadava (1977) así como en un artículo
de David Harris (1969), se proporciona información útil sobre la
domesticación. <<
[6] Richards, 1939: 46-49. <<
[7] E. Rozin, 1973; P. Rozin; 1976; E. Rozin y P. Rozin, 1981. <<
[8] Véanse, por ejemplo, Pimentel et al., 1973; Steinhart y Steinhart, 1974.
<<
[9]Véanse, por ejemplo, Balikci, 1970, sobre los esquimales; Oberg, 1973,
sobre los tlingit, y Huntingford, 1953, sobre los masái. <<
[10] Roseberry, 1982: 1026. <<
[11] Maller y Desor, 1973: 279-291. <<
[12] Jerome, 1977: 243. <<
[13] Beidler, 1975, Kare, 1975; P. Rozin, 1976a, 1976b. <<
[14] Symons, 1979: 73. <<
[15] Beauchamp, Maller y Rogers, 1977. <<
[16] DeSnoo, 1937: 88. <<
[17] Jerome, 1977: 236. <<
[18] El perfeccionamiento de la extracción de sacarosa a partir de la
remolacha, basado en estudios iniciados por Manggraff (1709-1782), fue
logrado por su discípulo Franz Achard (1753-1821). Pero fue Benjamin
Delessert quien fabricó panes de azúcar blanco en 1812, para deleite de
Napoleón. La industria francesa del azúcar de remolacha recibió un trato
privilegiado hasta que su producto fue completamente competitivo con el
azúcar de caña que provenía de las colonias tropicales francesas, como
Martinica y Guadalupe. <<
[19] Henning, 1916. Una útil discusión reciente puede encontrarse en
Pfaffman, Bartoshuk y McBurney, 1971. Henning representó las relaciones
entre los sabores amargo, salado, agrio y dulce con un diagrama de cuatro
caras:

Los cuatro sabores primarios están en los ápices, los sabores binarios en los
bordes y los terciarios en las superficies, dando como resultado el diagrama
anterior.
Plaffman et al. creen que este diagrama funciona, por lo menos para
representar sensaciones de gusto sucesivas. Las implicaciones de un sistema
de sabores que consiste en cuatro sabores primarios científicamente
comprobables son muy sustanciales, pero la mayoría de las autoridades
tratan esta posición de forma circunspecta.
El uso del término “dulce” para describir al agua (y no sólo al agua fresca
en oposición al agua salada o al agua estancada, sino también para describir
el sabor del agua que se toma después de algo salado, amargo o ácido) y
para describir ciertos alimentos, como almejas y cangrejos, representa la
amplísima gama de experiencia de lo dulce en oposición a la relativamente
estrecha de los azúcares y a un léxico del sabor. Las diferencias son lo
bastante sorprendentes como para llevar a uno de los mejores estudiosos de
lo dulce a escribir: “A medida que los psicólogos exploran lo dulce, e
incluso los sentidos químicos, se les pide constantemente que emulen a
Janus; que observen por una parte el comportamiento de los sistemas
modelo en búsqueda de regularidades y leyes, pero también los alimentos
verdaderos, en los que se da el consumo y las regularidades ceden paso a las
irregularidades, y las leyes del comportamiento a las abundantes
excepciones” (Moskowitz, 1974: 62). <<
Notas Capítulo II
[1]Edelman, 1971. La familia de las sustancias que se dan de modo natural,
llamadas carbohidratos, formadas a partir de carbono, hidrógeno y oxígeno,
incluye a los azúcares, entre los cuales la sacarosa es la que más nos
interesa aquí. Puede encontrarse en todos los pastos, en algunas raíces y en
la savia de muchos árboles. La fotosíntesis efectúa la combinación del
dióxido de carbono con agua para elaborar azúcar (sacarosa) y otros
almidones y azúcares. Nuestra especie no puede producir sacarosa, sólo
consumirla. La ingestión de carbohidratos, junto con la inhalación de
oxígeno, permite que la glucosa (el azúcar de la sangre) se transforme en
energía, proceso acompañado por la exhalación de dióxido de carbono: “el
consumo de azúcar es por lo tanto la inversa de la formación de azúcar”
(Hugill, 1978: 11). <<
[2]De las seis especies conocidas del género Saccharum, cuatro parecen
haber sido domesticadas, y entre éstas la Saccharum officinarum (“azúcar
de los boticarios”) es difundida e importante (Warner, 1962). El inmenso
número de tipos de caña cultivados es consecuencia de la enorme
investigación invertida en la fuente principal de una de las mercancías más
importantes del mundo. El azúcar ha figurado durante varios siglos entre los
seis productos alimenticios de importación más importantes a nivel
mundial. <<
[3] Deerr, 1949: i, 63. <<
[4] El contenido de esta nota falta en el libro impreso [N. del E.D.] <<
[5] S. G. Harrison, 1950: s. p; R. J. Forbes, 1966: 100-101. <<
[6]Tabashir (tabasheer, tabaxir), o Sakkar Mambu, era muy apreciada como
medicina. Al endurecerse, esta goma vegetal se vuelve transparente o
blanca, sólida y de sabor dulce. Puede haber sido utilizada de la misma
forma que el azúcar en preparaciones medicinales. La palabra tabaxir
significa “gis” o “mortero” en urdu, de acuerdo con el Shorter Oxford
English dictionary; se presenta con el mismo significado en los dialectos
árabes del Magreb. Se cree que la palabra “azúcar” se deriva del sánscrito
sarkara, que significa “grava” o “polvo”. Así como el azúcar llegó a ser
llamado una especie de sal por los médicos de la Europa occidental del
siglo XVII, el tabashir se conocía como la sal árabe (Salz aus den glücklichen
Arabien), “la sal de la Arabia feliz”. Las oportunidades para confundir estas
dos sustancias eran considerables —aunque no son realmente similares—
porque ambas eran muy raras, y es probable que algunos autores las
describieran sólo de segunda o tercera mano. Una confusión paralela marca
la discusión de las referencias bíblicas a lo dulce que no mencionan ni el
maná ni la miel. Parece que no hay probabilidades de que el azúcar fuera
conocido en el Cercano Oriente en tiempos bíblicos, pero los especialistas
no son unánimes. Véase, por ejemplo, Shapiro, 1957. <<
[7]Barnes escribe: “La caña de azúcar se propaga comercialmente por el
método vegetativo, en el que se plantan secciones del tallo de la caña
inmadura, material que se conoce como semilla, semilla de caña, pedazos
de semilla y gajos. La verdadera semilla de la caña, derivada de la
polinización natural o controlada de las flores femeninas, es completamente
inadecuada para producir cultivos comerciales… El método asexual o
vegetativo produce nuevas plantas, similares en todo a las cañas de las que
fueron tomados los codos, aunque en muy raras ocasiones se desarrolla un
nuevo individuo a partir de un brote anormal que por alguna razón
desconocida difiere de los demás de la misma variedad. Así, la nueva
cosecha crece a partir de los brotes de los trozos de tallo de la variedad
seleccionada para el uso comercial” (Barnes, 1974: 257). <<
[8] Hagelberg, 1976: 5. <<
[9] Ibid. <<
[10] Las palabras para melaza (en francés mélasse, en inglés molasses, en
portugués melaço, etc.) provienen del latín mel, miel. El término inglés
treacle (melaza dorada) viene del latín theriaca (del griego thérion, animal
salvaje), un compuesto o electuario utilizado en el tratamiento contra
piquetes venenosos. Tanto Galeno como Dioscórides desarrollaron “triacas”
que a menudo contenían carne de serpientes venenosas. Esas teriacas (o
triacas) llegaron a ocupar un lugar predilecto en la medicina europea y no
desaparecieron de las farmacopeas oficiales hasta fines del siglo XIX. En
Notes and Queries (22 de febrero de 1762), F. Grane observa que el término
“triaca” sólo llegó a significar melaza en Inglaterra, probablemente debido a
la extensión de su uso, de un tipo particular de compuesto, a una sustancia
en general. Me parece que el punto importante es que la triaca se hacía con
miel; que la melaza, probablemente por la rápida caída de su precio,
reemplazó al azúcar; y que entonces el término utilizado para el compuesto
pudo haber sido transferido al medio. En 1694 encontramos por primera vez
la palabra “triaca” con el significado de melaza; el Shorter Oxford
dictionary cita a Westmacot, Script. Herb.: “buena fuente de melaza o triaca
común para endulzar”. El término sigue siendo utilizado para describir
medicinas, pero la palabra “melaza” nunca alcanzó un uso popular en
Inglaterra, mientras que el líquido que al que se llamaba “triaca” (o “jarabe
dorado”) sigue siendo popular. El término “jarabe dorado” requiere un
comentario de paso. La melaza refinada puede hacerse más delgada y más
ligera en su color para parecerse a la miel, pero con una consistencia muy
variada.
Alcanzó una especie de clímax en el “jarabe dorado” perfeccionado hacia
finales del siglo XIX por el gigante del azúcar inglés con base en Glasgow,
Tate and Lyle. Tal como lo ha señalado Aykroyd (1967: 7), este producto,
uno de los alimentos preparados más importantes de la historia moderna, ha
sido anunciado invocando una historia bíblica que lo confunde claramente
con la miel. El recipiente muestra un león muerto, el león que mató Sansón,
rodeado de abejas: han anidado en el león y hecho miel. La adivinanza de
Sansón “Del comedor salió comida, y del fuerte salió dulzura” no pudo ser
resuelta por los filisteos, pero Dalila se la sonsacó “¿Qué cosa más dulce
que la miel? ¿Y qué cosa más fuerte que el león?” (Jueces 14:18). Aykroyd
añade: “Los que diseñaron el emblema ignoraban que la fuente de la
dulzura [en el relato bíblico] es la miel, y no el azúcar”. Lo hicieron,
efectivamente, sintetizando con ello un proceso de reemplazo que tardó
siglos en completarse. <<
[11]Así como no podemos discutir de forma adecuada el lugar del azúcar o
los productos similares en la medicina griega tradicional, tenemos que
omitir cualquier consideración seria al respecto en la práctica médica de la
India. Casi con seguridad el azúcar endurecido, cristalizado a partir del jugo
de caña procesado, se utilizaba con fines médicos en la India hacia el
400 d. C., si no antes. Pero con certeza Galeno y sus contemporáneos no lo
conocían. El único producto de azúcar —es decir de sacarosa— que puede
haber figurado en la medicina galénica fue probablemente el fanid,
sustancia pastosa, que se estira y no es cristalina (en árabe al-fanid en inglés
pennet, penide, penidum). Estas palabras probablemente provienen de algún
lenguaje índico. El término phanita es un modificador derivado del
sánscrito de la palabra para “azúcar” [sarkara] empleada en el Manuscrito
Bower, fechado c. 375 d. C., donde se refiere a un producto completamente
líquido (cf. Deerr, 1949: i, 47). La palabra penidium da lugar al español
alfeñique y al inglés alembick, “alambique”. En sus formas más tempranas
en inglés, como fanid se refiere a un dulce (o medicina) de azúcar de tipo
chicloso, parecido al azúcar de cebada inglés más tardío. “El fanid —
escribe Pittenger (1947: 5)—, que originalmente no era otra cosa que el
jugo de caña solidificado después de haber sido hervido y espumado,
consistía en una pasta semilíquida café o negra, que después se describió
como amarillenta o incluso blancuzca”. Evidentemente no era cristalina, ya
que se señala que antes de enfriarse por completo podía estirársela en hilos
u hojas y enrollarla. En 1748 Pomet brinda una descripción admirablemente
específica del azúcar de cebada que aclara su afinidad con el fanid (pennet o
diapenidium) de la farmacopea europea de esa época: “El azúcar de cebada
se hace con azúcar blanco o moreno; el primero se hierve hasta que se hace
quebradizo, y se rompe fácilmente cuantío está frío. Cuando se hierve hasta
el máximo hay que colocarlo sobre un mármol previamente lubricado con
aceite de almendras dulces; enseguida hay que formar una pasta, con
cualquier figura que se desee. El otro tipo, erróneamente llamado azúcar de
cebada, se hace de cassonade, o azúcar en polvo, grueso, clarificado y
hervido hasta alcanzar un punto de dureza que permita moldear cualquier
figura con las manos, y con el que comúnmente se forman palitos torcidos.
Esta clase de azúcar es más difícil de hacer que la otra porque hay que
lograr la proporción exacta de hervor para llevarlo hasta un grado en que
pueda manejarse a voluntad: debe ser de color ámbar, seco, recién hecho y
que no se pegue a los dientes: algunos dulceros lo tiñen con azafrán para
darle un buen color” (Pomet, 1748: 58).
No es posible hacerle justicia a ésta y a otras clases de azúcar en una obra
como la presente. Pero vale la pena notar que el fanid o pennet podía
combinarse con aceite de almendras y luego moldearse en distintas figuras.
Esta cualidad “escultural” de algunos azúcares habría de desempeñar un
papel importante en el desarrollo posterior de los usos del azúcar. <<
[12]Galloway (1977), sobre la base de Lippmann (1970 [1929]) y Deerr
(1949; 1950) ha aumentado nuestro conocimiento acerca de la difusión y la
consolidación de la industria mediterránea. A. M. Watson (1974) ha
documentado la contribución árabe a la agricultura mediterránea. Véase
también Phillips s. f. <<
[13] Dorveaux, 1911: 13. <<
[14] A. M. Watson, 1974. <<
[15] Bolens, 1972; A. M. Watson, 1974. <<
[16] Deerr, 1949: i, 74. <<
[17] Berthier, 1966. <<
[18] Popovic, 1965. <<
[19] Véase, por ejemplo, Sahni-Bianchi, 1969. <<
[20] Deerr, 1950: ii, 536; Lippmann, 1970 (1929). <<
[21] Soares Pereira, 1955; Castro, 1980. <<
[22] Baxa y Bruhns, 1967: 9. <<
[23] Benveniste, 1970: 253-256. <<
[24] Galloway, 1977: 190 y ss. <<
[25] Ibid. <<
[26] Ibid. <<
[27] Greenfield, 1979: 116. <<
[28] Malowist, 1969: 29. <<
[29] Heyd 1959 [1879]: ii, 680-693. <<
[30]La primera importación conocida de azúcar de las islas Canarias es de
1506, pero Fernández-Armesto (1982) cree que empezó incluso antes; en
efecto, supone que la producción canaria de azúcar rebasó a la de Madeira
en los primeros años del siglo XVI. <<
[31] Fernández-Armesto, 1982: 85. <<
[32] Wallerstein, 1974: 333; Braudel, 1973:156. <<
[33] Ratekin, 1954. <<
[34]Ibid.: 7. En este punto Ratekin sigue a Lippmann —erróneamente, en
mi opinión— al atribuirle este tipo de trapiche a Speciale. Mauro (1960:
209) reproduce un esbozo de 1613 de un trapiche que se dice fue
introducido a Brasil desde Perú por un sacerdote, después de una genuina
innovación en la molienda en aquel lugar (1608-1612). El nuevo trapiche
tenía tres rodillos horizontales y una barra de rozamiento, y supuestamente
reemplazó al trapiche horizontal de dos rodillos que se usaba entonces. <<
[35] Ratekin, 1954: 13; véase también Sauer, 1966. <<
[36] Ibid. Ratekin cita a Pedro Mártir cuando éste hace la aseveración —
imposible de fundamentar— de que en 1518 funcionaban 28 “trapiches”,
así como la visión, más confiable, de Irene Wright sobre el crecimiento de
la industria en Santo Domingo (Wright, 1916). <<
[37] Ratekin, 1954: 13; véase también Sauer, 1966. <<
[38]Masefield (1967: 289-290) escribe: “El primer resultado de la extensión
de la producción de caña de azúcar de Madeira y de las Canarias en el
siglo XV fue la competencia severa con los productores europeos. Ello se
acentuó cuando las colonias americanas empezaron a producir. Para 1580…
la industria de Sicilia estaba moribunda… En España la industria
languidecía… las pequeñas industrias medievales del sur de Italia, Malta, la
Morea, Rodas, Creta y Chipre sufrieron todas la misma declinación y
llegaron a desaparecer”.
“Tanto en Madeira como en las Canarias la producción de azúcar
involucraba el uso de mano de obra africana esclava… Este uso de esclavos
puede haber ayudado a los isleños a vender a precios más bajos que otros
productores europeos, pero Madeira y las Canarias, a su vez, sucumbieron,
respectivamente, a manos de los competidores brasileños y de los
antillanos”. <<
[39] K. G. Davies, 1974: 144. La mención que hace Davies del azúcar
javanés y bengalí es un poco sorprendente. Para Inglaterra, de cualquier
forma, la mayor parte de los azúcares importados durante la primera mitad
del siglo XVII llegaba de Brasil y de las islas del Atlántico. <<
[40] Andrews, 1978: 187. <<
[41] Aunque el término “muscovado” (mascabado, moscabado, etc.)
sobreviva para describir ciertos azúcares morenos contemporáneos menos
refinados, el azúcar “de arcilla” ya no existe. Cuando los azúcares
semicristalizados se vertían en conos de cerámica invertidos para filtrar la
melaza y las impurezas, se acostumbraba taparlos con arcilla blanca
húmeda. El agua de la arcilla, al filtrarse hacia abajo, arrastraba gran parte
del desperdicio que no era sacarosa, así como la melaza y otras sustancias,
dejando de color blanco la base del “pilón” o “pan” invertido de azúcar. El
ápice del cono contenía sacarosa más oscura, menos pura, que era de menor
calidad. El azúcar más blanco era “de arcilla”, el más oscuro “mascabado”.
Éstos eran sólo dos de los términos descriptivos más importantes para los
tipos de azúcar, entre los que había veintenas, o hasta centenares. El
naturalista británico Hans Sloane reproduce la historia apócrifa de que la
práctica de filtrar el azúcar con arcilla empezó cuando alguien se dio cuenta
de que una gallina, después de comer sobre arcilla húmeda, caminó sobre
azúcar húmedo, dejándolo más blanco en los lugares por los que pisó. Una
vez que la fabricación de azúcar superó la fase de quitar la melaza y las
impurezas por medio del filtrado, la práctica de añadirle arcilla desapareció.
<<
[42] Williamson, 1931: 257-260. <<
[43] Beer, 1948 [1893]: 62-63. <<
[44] ibid.: 65. <<
[45] Child, 1694: 79. <<
[46] Oldmixon, 1708: i, 17. <<
[47]Citado en Oldmixon, 1708: i, 17. El economista político del siglo XVII,
J. Pollexfen, fue profético: “Nuestro comercio con nuestras plantaciones o
colonias de las Antillas se lleva grandes cantidades de nuestros productos y
manufacturas, así como provisiones y artículos hechos a mano, y nos
abastece con bienes para seguir manufacturando, y con otros, en gran
abundancia, para exportarlos a naciones extranjeras, especialmente azúcar y
tabaco. Aunque se hagan algunas objeciones sobre el uso y la necesidad de
estos artículos, de no ser introducidos por nosotros sería imposible evitar
obtenerlos por medio de otros países, y al ser un comercio que emplea
grandes cantidades de barcos y marineros, debería ser alentado: desde que
perdimos una parte tan importante de nuestro comercio pesquero, este
comercio, junto con los de Newcastle, se están convirtiendo ahora en el
soporte principal de nuestra navegación y en un criadero de marineros. Si
pudieran cerrarse las puertas traseras para que todos los productos
exportados de esas colonias pudieran ser traídos a Inglaterra sin merma
alguna, y los que no fueran consumidos aquí pudieran ser reexportados; y si
esas colonias, siendo sus propietarios ingleses, pudieran depender por
completo de Inglaterra de tal forma que los frutos de su trabajo fueran para
ventaja de Inglaterra tanto como los del trabajo que aquí se realiza,
entonces debería dárseles todo el impulso por medio de leyes sencillas,
regulaciones y protección, puesto que poseen mayores oportunidades y una
mayor necesidad de obtener más gente trabajadora (de donde debe surgir la
riqueza) para ayudarles a realizar mejoras más importantes que las de
Inglaterra o cualquiera del resto de sus dominios; y si se considerara que en
algunas de esas colonias se han mejorado los desiertos y los bosques y se
han adquirido riquezas en un tiempo tan corto como la vida de un hombre,
deberíamos estar de acuerdo con lo que se ha aseverado, que el origen de
las riquezas muebles es el trabajo, y que éstas pueden surgir del trabajo de
los negros y de los vagabundos, si se administra de forma adecuada”
(Pollexfen, 1697: 86). <<
[48] Oldmixon, 1708: i, 17. <<
[49] Mill, 1876 [1848]: 685-686. <<
[50] Davies, 1973: 251. <<
[51] ibid. <<
[52] Gillespie, 1920: 147. <<
[53] Deerr, 1949: i, 86. <<
[54] Tyron, 1700: 201-202. <<
[55] Dunn, 1972: 189-195. <<
[56] Mathieson, 1926: 63. <<
[57] ibid. <<
[58]Pese al riesgo de una digresión, menciono que la mano de obra “libre” y
la “esclava” no son opuestos diametrales, salvo de forma abstracta; en
efecto, existen muchas formas intermedias de trabajo semiforzado,
dependiendo del lugar, del tiempo y de las circunstancias específicas. El
hecho de que al capitalismo se lo asocie comúnmente con el proletariado (y,
para propósitos analíticos, esto es exacto) no significa por supuesto que los
capitalistas sólo pudieran beneficiarse del uso de la mano de obra libre. <<
[59]“En sus cartas que describían el ataque a Drogheda, Cromwell escribió:
‘Cuando se sometieron, estos oficiales fueron golpeados en la cabeza,
mataron a uno de cada diez soldados, y el resto fue embarcado hacia
Barbados’. ‘Es un terrible Protector —observa Thomas Carlyle—…, no le
gusta derramar sangre pero es muy capaz de barbadear a un hombre
rebelde: nos ha mandado por cientos a Barbados, a tal grado que lo hemos
convertido en un verbo transitivo, barbadear a alguien’” (Harlow, 1926:
295). <<
[60] Curtin, 1969. <<
[61] Marx, 1939 [1867]: i, 793, 738. <<
[62] Gillespie, 1920: 74. <<
[63] Thomas y McCloskey, 1981: 99. <<
[64]
A. Smith, 1776, lib. iv, cap. vii, parte iii, citado en Thomas y
McCloskey, 1981: 99. <<
[65] Wallerstein, 1980. <<
[66]
Para una formulación clara y elegante de esta opinión, véase Wolf,
1982: 296 y ss. <<
[67] Banaji, 1979. <<
[68] Marx, 1969: ii, 239. <<
[69] Ibid.: 303. <<
[70] Marx, 1965 [1858]: 112. <<
[71] Genovese, 1974: 69. <<
[72] Genovese, 1965: 23. <<
[73]“Se producía una tremenda riqueza a partir de una economía inestable
basada en un cultivo único, que combinaba los vicios del feudalismo y del
capitalismo, sin las virtudes de ninguno de los dos” (Williams 1942: 13). <<
[74] Banaji, 1979: 17. <<
[75] Thomas, 1968. <<
[76] Citado en Deerr, 1950: ii, 433-434. <<
[77] Davies, 1954: 151. <<
[78] Ibid.: 152-153. <<
[79] Ibid. <<
[80] Ibid.: 163. <<
[81] Marx, 1939 [1867]: i, 776, 785. <<
[82] Marx, 1968 [1846]: 470. <<
[83]Hobsbawm, 1968: 51. En otro lugar, Hobsbawm amplía su argumento
(ibid., pp. 144-145): “Esperamos encontrar, y encontramos, a partir de
1860, que las importaciones van rebasando cada vez más a las
exportaciones, pero también encontramos —y esto es más bien extraño—
que en ningún momento del siglo XIX Gran Bretaña tuvo algún excedente
exportable de bienes, a pesar de su monopolio industrial, de su marcada
vocación exportadora y de su modesto mercado de consumo interno. Los
compradores de nuestras exportaciones reflejan los límites de los mercados
a los que exportaba Gran Bretaña, que eran esencialmente países que, o no
querían recibir muchos más textiles británicos, o eran demasiado pobres
para tener más que una mínima demanda per cápita. Pero esto también
refleja el tradicional sesgo ‘subdesarrollado’ de la economía británica así
como, hasta cierto punto, la demanda suntuaria de las clases alta y media
británicas. Como hemos visto, entre 1814 y 1845, alrededor del 70% de
nuestras importaciones netas (en valor) fueron materias primas, alrededor
del 24% productos alimenticios —en su gran mayoría productos tropicales
o similares (té, azúcar, café)— y alcohol. No hay mayor duda de que Gran
Bretaña consumió tanto porque siempre tuvimos un importante comercio de
reexportación de estos productos. Así como creció la producción de
algodón, por así decirlo, como un producto secundario de un gran comercio
de bienes manufacturados, también creció el consumo extraordinariamente
grande de azúcar, té y otros productos similares, lo que explica en gran
medida el déficit de la cuenta corriente”.
Sospecho que ésta es una explicación demasiado simple. El consumo de té
y café tuvo grandes divergencias en el siglo XVIII y estas tendencias, una vez
establecidas, no se invirtieron nunca. Aunque el comercio de reexportación
de café se sostuvo por sí mismo, el té le ganó al café en las islas británicas,
en buena medida, porque el té era una producción imperial, cosa que el café
nunca fue. Lo mismo, y con más razón, puede decirse del azúcar; su
consumo se afirmó una vez que las colonias británicas lo produjeron, y ello
nunca ha cambiado. <<
[84] Sheridan, 1974: 19-21; cursivas mías. <<
[85] Coleman, 1977: 118. <<
[86] Deerr, 1950: ii. Davies (1979: 43-44) lo resume de forma elocuente: “El
azúcar fue la mayor importación británica durante un siglo y medio, hasta la
década de 1820, cuando fue rebasado por el algodón. El azúcar se
importaba en su totalidad de América, Asia o Africa; no había producción
británica y la europea era poca. La Europa del medievo había vivido sin él,
pero una vez que apareció el abasto barato y abundante, en el siglo XVII, el
azúcar se convirtió rápidamente en una necesidad convencional, y para la
cual no había sustituto. Durante el siglo XVIII las plantaciones con mano de
obra esclava de las colonias del Caribe británico eran virtualmente las
únicas proveedoras, pero en las guerras llegaron grandes cantidades de las
Antillas francesas, ocupadas por los británicos, y de las Indias holandesas; y
la isla Mauricio y la India se convirtieron en fuentes importantes a partir del
decenio de 1820”.
“El azúcar era bastante homogéneo; es decir que el antillano, el javanés y el
de Mauricio no eran básicamente muy diferentes, aunque se importaban en
distintas etapas de procesamiento, lo que les daba reputaciones diferentes.
El producto colonial estuvo protegido hasta 1844 por un gravamen
discriminatorio que evitaba la importación de azúcar extranjero, pero el
arancel sobre el azúcar colonial mismo era muy elevado, incluso después de
haber sido reducido a la mitad en 1845. Por lo tanto, los precios del azúcar
no sólo eran influidos, por el lado del abasto, por la apertura de nuevas
fuentes para surtir al mercado británico, por las fluctuaciones en el cultivo y
los costos cambiantes del transporte, sino también por cambios en el nivel
general de derechos de importación y en las preferencias coloniales. La
demanda británica interna mostraba una fuerte tendencia al crecimiento a
largo plazo, porque su población en rápido crecimiento poseía hábitos de
consumo firmemente establecidos”.
“Las fluctuaciones anuales en las importaciones reflejaban variaciones de
las cosechas y hasta cierto punto intenciones comerciales, pero la posesión
de acciones estaba limitada y, salvo en lapsos muy breves, las
importaciones tenían que corresponder al consumo. Las cifras anuales
muestran un buen grado de elasticidad en los precios, pues el mercado
británico respondía a las variaciones en la cosecha con cambios en los
precios, así como con ajustes accionarios. Sin embargo, a la larga el
panorama es diferente. En 1791 la revolución de los esclavos en Santo
Domingo (Haití), que era el proveedor más grande de Europa, causó cierta
desviación del abastecimiento británico hacia Europa y una brusca subida
en los precios, que fue seguida por los primeros aumentos de aranceles
debidos a la guerra. Los consumidores dieron la impresión de desalentarse
por ello, pero pronto regresaron a sus antiguos hábitos de consumo a pesar
de que los precios seguían subiendo sin cesar. Durante el periodo de guerra
el consumidor promedio respondió al creciente precio del azúcar gastando
más y, cuando cayeron los precios, reduciendo su gasto, en lugar de
aumentar notablemente su consumo. Cuando terminó la larga depresión de
posguerra con la prosperidad de mediados de siglo, el alza pronunciada en
los ingresos causó un aumento aún mayor en el consumo de azúcar”.
“Este patrón de compra, que revela una demanda bastante poco elástica,
podría haberse esperado de un artículo no sustituible, en el que pocas
familias gastaran más que unos cuantos peniques a la semana, pero que en
pequeña cantidad se hubiera convertido casi en una necesidad, y que era lo
suficientemente atractivo como para propiciar un porcentaje mayor del
gasto a medida que más y más ingresos rebasaban con mucho el nivel de la
pobreza. El azúcar mantuvo su liderazgo entre las importaciones británicas
durante un periodo muy largo porque era en gran medida el producto
alimenticio no básico más usado de los importados, y su importancia
relativa sólo descendió cuando los productos alimenticios básicos
empezaron a figurar en gran escala en el comercio británico de
importación”. <<
[87] Estos cálculos, al menos para 1700, deben ser terriblemente imprecisos,
puesto que hay que adivinar tanto la cantidad de azúcar consumido como la
población de Inglaterra en 1700. Sin embargo, parece seguro que por
entonces llegaban a la isla casi 13 mil toneladas de azúcar al año. Si el 10%
de sus ciudadanos podían consumir todo el azúcar que deseaban, sin dejar
nada para los que eran más pobres que ellos, cada uno hubiera estado
utilizando alrededor de unas 40 libras al año, o 1.75 onzas diarias. Creo que
estas estimaciones son razonables.
Por supuesto que hubo intentos más tempranos aún por calcular el consumo
per capita, y las “incursiones en aritmética política” de Joseph Massie
(Mathias, 1979) incluyen un esbozo del consumo diferencial de azúcar por
clase para el año de 1759. El propósito de Massie era establecer que los
costos del monopolio de las Antillas habían sido pagados por los
consumidores ingleses, y presenta una buena argumentación. Pero no pude
reconciliar su enumeración de “rangos, grados y clases” con sus cálculos
del azúcar consumido para llegar a alguna cifra promedio. <<
[88] El primer autor moderno que señaló esto puede haber sido Eric
Williams en su Capitalism and slavery (1944). Pero ninguno de los lectores
de The black Jacobins de C. L. R. James (1938) puede haber pasado por
alto el hilo que va de Marx a James y a Williams. <<
[89] Mintz, 1979: 215. <<
[90] Mintz, 1977. <<
[91] Mintz, 1959: 49. <<
[92] Lewis, 1978. <<
[93]Orr, 1937: 23. Leverett escribe: “Las caries dentales no prevalecían en
las sociedades primitivas, al parecer por que sus dietas no tenían
carbohidratos fácilmente fermentables. Aunque la caries es sin duda un
padecimiento con causas múltiples, la forma principal en que se inicia es la
disolución ácida del esmalte del diente. Este ácido es producido por varios
microorganismos diferentes, especialmente por el Streptococcus mutans, a
partir de carbohidratos fermentables, sobre todo la sacarosa, como fuente
nutricia… En Inglaterra, por ejemplo, hubo un aumento brusco en la
prevalencia de la caries dental después de la partida de los romanos, a
principios del siglo V d. C., y no volvió a aumentar de forma significativa
sino hasta la segunda mitad del siglo XIX, cuando la sacarosa se generalizó
en todos los niveles de la sociedad” (1982: 26-27). <<
Notas Capítulo III
[1]Un ejemplo particularmente emotivo es el cuento del autor nigeriano
Chinua Achebe (1973), “Sugar baby”, en el que el gusto obsesivo de un
hombre por el azúcar se convierte en el eje de su crisis personal durante la
guerra civil de Nigeria. <<
[2] McKendry, 1973: 10. <<
[3]Había sin embargo cierta exportación de trigo y cebada de Inglaterra ya
desde el siglo XIV. Cf. Everitt, 1967b, passim, especialmente pp. 450 y ss., y
Bowden, 1967: 593 y ss. <<
[4] Drummond y Wilbraham, 1958: 41. <<
[5] Appleby, 1978: 5. <<
[6] Ibid. <<
[7] Drummond y Wilbraham, 1958: 88. <<
[8] Por supuesto que este tipo de aseveraciones generales son siempre
arriesgadas y sujetas a excepciones. Pero J. E. T. Rogers llamó al siglo XV
“la edad dorada del jornalero inglés”, y con razón; la despoblación
provocada por la peste negra había creado una escasez de mano de obra que
a su vez provocó la duplicación de los salarios de muchas regiones
(Bowden, 1967: 594). “No fue hasta el siglo XIX —escribe Postan— cuando
el nivel de vida del asalariado volvió a ser tan elevado” (Postan, 1939: 161).
En el siglo XVII la suerte fue especialmente dura para los pobres. La
evidencia reunida y compilada por Everitt y por Bowden en sus
contribuciones a The agrarian history of England and Wales deja en claro
que “la tercera, cuarta y quinta década del siglo XVII fueron testigo de una
pobreza extrema en Inglaterra, y posiblemente se encuentran entre los años
más terribles por los que ha pasado el país” (Bowden, 1967: 621). Éstos
fueron los años inmediatamente anteriores a la introducción en gran escala
del azúcar y otros artículos (como el té) a Inglaterra. <<
[9] Drummond y Wilbraham, 1958: 68-69. <<
[10] Ibid.: 51. <<
[11] Ibid. <<
[12] Murphy, 1973: 183. <<
[13] Ibid. Véase también la nota 8. <<
[14]Algunos de estos productos —el azafrán, por ejemplo— no se producen
exclusivamente en regiones tropicales o subtropicales. Sin embargo la
mayoría eran importados a Inglaterra; todos eran escasos y caros y el
conocimiento de su naturaleza fue por mucho tiempo imperfecto y
fantasioso. De acuerdo con la tradición, fueron los mercaderes fenicios los
que introdujeron originalmente el azafrán a Cornualles e Irlanda. Hunt
(1963) sostiene que los bollos y pasteles de Cornualles sazonados con
azafrán confirman esa tradición, mientras que las camisas irlandesas teñidas
con azafrán, las leine caroich usadas por los jefes, son supuestamente el
origen del tartán. Inglaterra se convirtió en productor de azafrán siglos más
tarde. <<
[15] Joinville, 1957 [1309]: 182. <<
[16] Mead, 1967 [1931]: 77. <<
[17] Citado en Salzman, 1931: 461. <<
[18] Our English home, 1876: 86. <<
[19] Ibid.: 85. <<
[20] Ibid.: 86. <<
[21] Salzman, 1931: 417. <<
[22] Ibid. <<
[23] Ibid. <<
[24] Labarge, 1965: 66. <<
[25] Ibid.: 97. <<
[26] Crane, 1975 y 1976: 473. <<
[27] Labarge, 1965: 96. <<
[28] Salzman, 1931: 231 n. <<
[29] Ibid.: 202. <<
[30] Hazlitt, 1886: 183. <<
[31] Ibid. <<
[32] Mead, 1967: 44. <<
[33] Ibid.: 55. <<
[34] Ibid.: 56. <<
[35] Ibid. <<
[36] Austin, 1888: IX. <<
[37] R. Warner 1791: I, 7. <<
[38] Ibid.: 9. <<
[39] Lippmann, 1970 [1929]: 352 y ss. <<
[40] Ibid.: 224-225. En un útil artículo, K. J. Watson (1978: 20-26) describe
la creación de estatuas de azúcar, réplica de otras de bronce, que se
convirtieron en decoraciones festivas comunes para las grandes bodas
ducales de los siglos XV al XVII en las principales ciudades de Italia y del sur
de Francia. Watson no pudo identificar ninguna referencia a estas esculturas
antes del siglo XV, y llegó a la conclusión de que el precio del azúcar
impedía este tipo de exhibiciones en épocas más tempranas, incluso para los
ricos. Pero puesto que el azúcar se importaba a Venecia ya hacia el siglo
octavo, y la refinación se perfeccionó allí en el siglo XIII, es probable que se
haya dado una experimentación anterior. La escultura en azúcar era común
en el norte del África islámica hacia el siglo XI. Las esculturas de azúcar
italianas, escribe Watson, eran a menudo llamadas trionfi (triunfos):
“decoraciones para la mesa de los banquetes, casi siempre los de bodas…
generalmente… adornos para deleitar a la vista más que el estómago… a
veces ofrecidos a los invitados al final de la fiesta” (1978: 20). Los temas se
tomaban de la imaginería heráldica: triunfos, arquitectura, dioses y diosas,
grupos narrativos de historias bíblicas o literatura contemporánea, y
animales. De acuerdo con Watson, este “arte cortesano” fue parcialmente
eclipsado a principios del siglo XVIII por los inicios de la fabricación de
porcelana de pasta dura. Tanto las técnicas como las especificaciones
ceremoniales se difundieron muy probablemente del norte de África al
norte de Europa a través de Italia y luego de Francia. <<
[41] Le Grand d’Aussy, 1815 [1781]: II, 317. <<
[42] Drummond y Wilbraham, 1958: 57. <<
[43] Our English home, 1876: 70. <<
[44] Ibid. <<
[45]W. Harrison, 1968 [1587]: 129. The description of England de William
Harrison suele ser considerada como la relación más amplia de la vida
social británica en tiempos isabelinos. Fue escrita, según se nos dice, “para
proporcionar los libros introductorios a las Holinshed’s Chronicles”
(Edelen, 1968: XV), y trata sobre toda la sociedad inglesa, pero brinda
relatos especialmente ricos acerca de la vida cotidiana. Harrison sólo se
refiere al azúcar dos veces en su libro, la primera para lamentar la brusca
subida en el precio de todas las especias (incluyendo el azúcar) porque
estaban siendo reexportadas; y la segunda cuando describe la mesa de los
ricos y privilegiados. <<
[46] Warton, 1824: I, clix. George Cavendish, el biógrafo del cardenal
Wolsey (1475-1530), habla con entusiasmo acerca de las sutilezas que
agraciaban la mesa de las instalaciones del cardenal: “Luego llegó el
segundo servicio, con tantos platos, sutilezas e ingeniosas presentaciones
que ascendían a más de un ciento en número, y de tal proporción y costo
que supongo que los franceses jamás vieron cosa igual; y por cierto que era
digno de tal asombro; había castillos con imágenes en ellos, con iglesia y
campanario a escala de su tamaño, tan bien plasmados como si el pintor los
hubiese pintado sobre un lienzo o en la pared. Había animales, pájaros, aves
de diversos tipos, y personajes hechos con mucho realismo e imitados en
los platos, algunos luchando (como en la guerra) con espadas, otros con
arcabuces y ballestas. Algunos saltando y brincando, algunos bailando con
damas, otros con armadura completa, combatiendo en un torneo con sus
lanzas, y con muchos otros detalles, más de los que con mi ingenio soy
capaz de describir. Entre todo ello algo me llamó mucho la atención; era un
tablero de ajedrez hecho muy sutilmente de pasta especiada, y las piezas de
lo mismo. Y por buenas maneras, ya que los franceses eran muy expertos en
ese juego mi señor se lo dio a un caballero de Francia, ordenando se hiciese
una caja para el juego, y a toda prisa, para impedir que se destruyera en el
transporte a su país” (Cavendish, 1959 [l641]: 70-71). La “pasta especiada”
es el azúcar endurecido con el que se esculpían esas formas y figuras. Véase
también Intronizatio Wilhelmi Warham, Archiepiscopi Cantuar. Dominica
in Passione Anno Henrici 7. vicessimo, & anno Domini 1504. Nono die
Martii, en Warner, 1791: 107-124. <<
[47] Partridge, 1584: cap. 9 (sin foliación). <<
[48] Ibid., cap. 13 (sin foliación). <<
[49] Platt, 1675: núms. 73-79. <<
[50] McKendry, 1973: 62-63. <<
[51] Glasse, 1747: 56. <<
[52]Warner, 1791: 136. Sin duda puede encontrarse aquí uno de los pasajes
más interesantes que se han escrito acerca de las sutilezas: “Surgió así una
extraordinaria clase de ornamento, en uso tanto entre los ingleses como
entre los franceses, durante un tiempo considerable; representaciones de los
membra virilia, pudendaque muliebria [miembros viriles, genitales
femeninos], formados de masa o azúcar, y exhibidos frente a los invitados
en los convites, sin duda para ocasionar entre ellos bromas y
conversaciones: así como nosotros utilizamos en el presente los pequeños
objetos de pasta, con inscripciones sobre ellos, para los mismos fines…
Estos símbolos obscenos no se limitaban a los adornos de la persona, o a las
decoraciones de la mesa, sino que, en épocas tempranas, se admitían en los
ritos de religión más espantosos. La hostia consagrada, que el comulgante
piadoso recibía de manos del sacerdote el domingo de Pascua, se hacía con
una forma sumamente indecente e impropia…”. No fue hasta 1263, según
Warner, cuando la iglesia inglesa le puso un alto a la práctica aparentemente
común de hacer las hostias de comunión en forma de testículos humanos:
“Prohibemus singulis sacerdotibus parochialibus, ne ipsi parochianis suis
die pascitatis testes seu hostias loco panis benedicti ministrent, ne ex ejus
ministratione seu recepcione erubescentiam evitare videantur, sed panem
benedictum faciant, sicut aliis diebus dominicis fieri consuevit” (Stat.
Synod. Nicolae, Episc. Anegravensis An. 1263). Agrega Warner: “Du
Fresne añade abajo, ‘ubi pro evitare legendum puto irritare, forte enim
intelliguntur paniculi, seu oblatae in testiculorum figuram formatae, quas in
hoc testo Paschali loco panis benedicti dabant’” (Gloss, tom. III, p. 1109).
Estas extrañas prácticas vuelven a la vida, ahora por supuesto
completamente despojadas de toda asociación religiosa, como lo indican
algunas noticias de la prensa norteamericana contemporánea. Por ejemplo,
un artículo de junio de 1982 en el Evening Sun de Baltimore relata el éxito
de las galletas de jengibre “para adultos” y los “chocolates eróticos”.
Cuenta un dulcero asombrado: “Tengo gente que entra y dice: ‘Quiero ver
la especialidad del ginecólogo’. Algunas mujeres realmente les llevan estos
dulces a sus doctores y se los ofrecen después del examen”. Me propongo
tratar de forma antropológica con este material más bien extraño en una
publicación subsecuente. <<
[53] Wallerstein, 1974. <<
[54] Schneider, 1977: 23. <<
[55] Pellat, 1954. Véase también Hunt, 1963. <<
[56] Levey, 1973: 74. Es tentador tratar de combinar los conceptos
humorales galénicos con el “tetraedro del gusto” propuesto por Henning
(1916) para mostrar las interrelaciones entre las cualidades del gusto.
Galeno mismo había señalado más de cuatro de éstos, pero la medicina
humoral parece estar basada en una organización cuatripartita de la realidad
física, y las cualidades del gusto enumeradas con mayor frecuencia eran
cuatro. Los cuatro elementos del mundo natural eran el aire, el fuego, el
agua y la tierra; la tierra era seca, el agua húmeda, el fuego caliente, el aire
frío. Dos elementos cualesquiera se combinaban para producir una
complexión; eran cuatro, cada una con su propio humor:

Todos los productos alimenticios estaban hechos de los mismos elementos;


su conveniencia como alimentos dependía de la relación de esos elementos
con el temperamento del consumidor. De tal forma que el cordero, que se
consideraba húmedo y flemático, era inadecuado para los ancianos cuyo
estómago ya contenía demasiada flema. Los niños, por temperamento
flemáticos, debían comer comidas húmedas y calientes de forma moderada;
al crecer y convertirse en sanguíneos o coléricos, debían comer ensaladas
frías o carnes más frías (ello, por supuesto, no es una referencia a la
temperatura), regresando a las carnes calientes y húmedas en la ancianidad.
Se creía que el apetito era una función del calor y de la sequedad; la
digestión, del calor y de la humedad; la retención, del frío y de la sequedad;
la expulsión, de la humedad y del frío. Puesto que los alimentos poseían sus
estados característicos, podían ser prescritos como dieta. Por otra parte, los
sistemas se hicieron más elaborados por la noción de los grados (de tal
forma que la lechuga, por ejemplo, era fría y húmeda mientras que la col
era caliente en primer grado y seca en segundo).
Las distinciones entre lo “caliente” y lo “frío” (que no tienen nada que ver
con la temperatura, por supuesto, y se dan de una forma muy modificada en
la medicina folclórica contemporánea de gran parte del mundo) figuraban
en la medicina humoral galénica (Kremers y Urdang, 1963: 16-17), y
fueron conservadas y elaboradas por eruditos islámicos a partir del
siglo XVII. En esta elaboración semicientífica (y en su subsecuente
perpetuación en la medicina occidental durante muchos siglos más) figuró
de manera muy importante Alkindus (Abu Yusuf Ya’qub ibn-Ishaq al
Kindi), médico de los califas al-Ma’mun y al-Mu’tasim, de Bagdad.
Alkindus intentó de forma prematura establecer un método exacto para
recetar aplicando la ley de la progresión geométrica a la doctrina galénica
de las cualidades y grados de mezclas complicadas. Su sistema de
prescripción geométrica combinada con armonía musical se ilustra en lo
que sigue:

“Esto, de acuerdo con Alkindus, significa que el compuesto es seco en


primer grado” (D. Campbell, 1926: 64).
La miel y el azúcar eran distintos humoralmente, según parece. Pero la
caracterización humoral del azúcar se desarrolló probablemente dentro del
propio mundo islámico y se difundió más tarde a Europa. Por ello, las dos
sustancias no eran totalmente intercambiables, aunque sus usos se
traslapaban, y el azúcar fue reemplazando cada vez más a la miel. Los
alimentos dulces parecen haber sido generalmente considerados calientes, y
las otras tres “cualidades” frías: “Hic fervore vigent tres, salsus, amarus,
acutus,/Alget acetosus, sic stipans, ponticus atque/Unctus, et insipidus,
dulcis, dant temperamentum” (Harington s. f. [1607]: 50).
Pero un breve repaso de los materiales no brinda ninguna indicación de que
a lo dulce se lo tratara, con fines diagnósticos, como una “cualidad”
separada de la comida que produjera la sensación de dulce. Mi intento por
encontrar alguna imposición simple de los cuatro sabores sobre los cuatro
humores (sobre cuatro fluidos, sobre cuatro procesos corporales, sobre
cuatro elementos, etc.) fue fallido. Pero probablemente un estudio serio de
la incorporación del azúcar en la patología humoral del mundo europeo
revelaría mucho sobre la forma en que se lo consideraba, sobre todo en
contraste con la miel. <<
[57] Levey, 1973. <<
[58] Ibid. <<
[59]La influencia de la farmacología árabe en los conceptos occidentales de
las medicinas líquidas y las bebidas es sugerida hasta cierto punto por el
léxico contemporáneo. Fue por esa influencia por la que términos como
sherbet, shrub, syrup y julep [“sorbete”, “arbusto”, “jarabe” y “julepe”]
entraron al inglés; y estas contribuciones del árabe (y del persa, por la vía
del árabe) al inglés parecen haberse basado en gran medida en la difusión
de los usos del azúcar. <<
[60]Pittenger, 1947. Nótese que casi todos los ingredientes son de color
blanco. La asociación entre la pureza y la blancura es antigua en Europa. Al
azúcar blanco se lo prescribía comúnmente en las medicinas, y las
combinaciones de alimentos blancos (pollo, crema, harina de arroz,
almendras, etc.) parecen haber gozado en ocasiones de una popularidad
fuera de toda proporción con su eficacia terapéutica. <<
[61] Lippmann, 1970 [1929]: 368. <<
[62]Se podría argumentar hasta cierto punto en favor de la pureza o la
inocencia del azúcar sobre la base de su color; no es una idea tan tonta
como parece. Véase la nota 60. El “azúcar blanco puro” sigue teniendo dos
significados diferentes, que sus fabricantes tratan alegremente como el
mismo. <<
[63] Pittenger, 1947: 8. <<
[64] Lippmann, 1970 [1929]: 395. <<
[65]Pittenger (1947) enumera lo siguiente: 1] conservador; 2] antioxidante;
3] solvente; 4] para dar cuerpo o consistencia; 5] estabilizador; 6] para
ocultar sustancias amargas o de sabor desagradable; 7] en jarabes; 8] como
demulcente; 9] como alimento; 10] como sustituto de la glicerina; 11] en
elixires; 12] como aglutinante para tabletas; 13] como excipiente; 14] como
recubrimiento; 15] como agente de dilución y endulzante; 16] como base
para la confección; 17] como base de aceite de azúcar; 18] como base
aromática de azúcar; 19] como base homeopática medicada en glóbulo; 20]
como base homeopática medicada en tableta; 21] como base de caramelos
para la tos; 22] como base de prueba de dieta; 23] en el sacarato de calcio;
24] medicinalmente. Entre todos éstos, creo que los números 1, 3, 4, 5, 6, 7,
8, 9, 11, 13, 14, 15, 16, 18, 21 y 24 eran conocidos y empleados en las
farmacopeas que pasaron a Europa en traducciones latinas a partir de 1140,
aproximadamente; que los números 2, 12, 17, 19 y 20 tal vez se
practicaban, y que sólo los números 10, 22 y 23 son, probablemente,
europeos y recientes. Aunque no he consultado sobre esta lista a
especialistas en la historia de la farmacología, creo que el punto principal
—que la mayoría de estas prácticas fueron desarrolladas o inventadas en el
mundo islámico entre los siglos VII y XII— es incuestionable. <<
[66]Lippmann, 1970 [1929]: 456-466. El ensayo de Servet sobre los jarabes
parece suficientemente inocuo para cualquiera que ignore las implicaciones
filosóficas más profundas, que tienen que ver con concepciones mucho más
básicas del cristianismo ortodoxo. La sugerencia de Pittenger (1947: 9) de
que Servet puede haber perdido la vida por su hostilidad a las medicinas
azucaradas es, por decir lo menos, despreocupada. Difícilmente puede
afirmarse que De los jarabes sea una obra de carácter médico, por mucha
amplitud con que se utilice el término. <<
[67] Pittenger, 1947: 10. <<
[68] Ibid. <<
[69]Lippmann, 1970 [1929]: 478. La traducción de Pittenger (1947: 10-11)
está abreviada. <<
[70] Vaughan, 1600: 24. <<
[71] Ibid.: 28. <<
[72] Vaughan, 1600: 44. <<
[73] Venner, 1620: 103-106. <<
[74] Hart, 1633: 96-97. <<
[75]Slare, 1715. Thomas Willis fue uno de los más exitosos médicos de
Londres en el periodo de la restauración. Proporcionó descripciones
excepcionalmente completas de muchas enfermedades y es conocido sobre
todo por su estudio detallado de la diabetes mellitus (“el mal de orines”) o
la diabetes sacarina, en el que reporta el carácter intensamente dulce de la
orina de los diabéticos y especula sobre la posible importancia de este
aspecto de la enfermedad. Suele considerárselo el descubridor de la diabetes
mellitus (cf. Major, 1945: 238-242). Willis fue uno de los primeros médicos
de su tiempo en plantear preguntas serias sobre el azúcar y la salud,
desencadenando con ello la cólera de Frederick Slare. <<
[76] Ibid.: E4. <<
[77] Ibid. <<
[78] Ibid.: 3. <<
[79] Ibid.: 7. <<
[80] Ibid.: 8. <<
[81] Ibid.: 16. <<
[82] Oldmixon, 1708: II, 159. <<
[83] Anderson, 1952: 154; Rosengarten, 1973: 75. <<
[84] Moseley, 1800: 34. <<
[85]Chamberlayn, 1685. “Así como los chinos nos considerarían bárbaros
por ponerle leche y azúcar al té —escribía Dodd (1856: 411)—, los
bebedores de café de las islas tropicales consideran una barbarie
introducirle ese tipo de añadidos a la fragante decocción de su baya
favorita. El teniente Welsted blinda un divertido ejemplo de ello: ‘Un grupo
de beduinos discutía sobre la cordura de Lady Hester Stanhope; una parte
de ellos sostenía enérgicamente que era imposible que una dama tan
caritativa, tan generosa, pudiera no estar en plena posesión de todas sus
facultades. Sus oponentes presentaban pruebas en contrario. Un anciano de
barba blanca pidió que se hiciera silencio, una petición que los ancianos
árabes difícilmente hacían en vano. «Está loca», dijo; y bajando la voz
hasta un suspiro, como si temiera que un ultraje a una costumbre tan
antigua pudiera difundirse más allá de ese círculo, añadió, «¡Le pone azúcar
al café!». Este argumento fue concluyente’”. <<
[86] Stricland, 1878, citado en Ukers, 1935: I, 43. <<
[87] Ukers, 1935: I, 38-39. <<
[88] Ibid.: I, 41. <<
[89] Drummond y Wilbraham, 1958: 116. <<
[90] Heeren, 1846 [1809]: 172-173. <<
[91] Por ejemplo Drummond y Wilbraham, 1958: 116. <<
[92]Ukers, 1935: I, 67. Los archivos de la John Company revelan que en
1664 el consejo directivo compró, para obsequiar al rey, dos libras y dos
onzas de “buen té”, para que “no se sintiera completamente olvidado por la
compañía” (Ukers, 1935: I, 72). En 1666 se abasteció al rey con
22 3/4 libras de té (¡comprado a 50 chelines la libra!); no fue hasta 1668
cuando apareció en los registros una orden comercial por cien libras de té
chino. Después que los ingleses fueron expulsados de Java por los
holandeses la compañía comenzó a recibir pedidos fijos de té. <<
[93] Drummond y Wilbraham, 1958: 203. <<
[94] Ukers, 1935: I, 133-147. <<
[95] D. Forbes, 1744: 7. <<
[96] MacPherson, 1812: 132. <<
[97] D. Davies, 1795: 87. <<
[98] Ibid.: 39. <<
[99] Eden, 1797: III, 770. <<
[100]Hanway, 1767. En un folleto anónimo (cuyo autor es indudablemente
Hanway) que prorrumpe en invectivas en contra del té y el azúcar, se nos
dice: “Por favor, entonces, júntenlos todos y calculen el gasto, la pérdida de
tiempo que se toma romper y lavar los platos, endulzar el té, untar la
mantequilla sobre el pan, la pausa necesaria para la difamación y la charla
maliciosa en la mesa del té, y fácilmente será medio día de invierno pasado
en hacer algo peor, mucho peor que no hacer nada”. A estos críticos no
parece habérseles ocurrido que el té y el azúcar le permitieran a la gente
hacer muchas más cosas que si no los tomaran.
Dorothy George (1925: 14) ha hecho agudos comentarios a la escuela de
opinión representada por Hanway. Escribe que en la segunda mitad del
siglo XVIII hubo “una denuncia generalizada del deterioro nacional. Se
basaba principalmente en dos ideas; la primera, los terribles efectos del lujo
creciente, como se ve por ejemplo en los que se enriquecieron en el
comercio con el Lejano Oriente, o en los faroleros como medias de seda, o
en la familia del trabajador que consume té y azúcar. La otra es la
decadencia de lo que Defoe llamó la Gran Ley de la Subordinación, una
teoría muy estimulada, por supuesto, por el miedo al jacobinismo surgido
por la Revolución francesa. Aunque conectadas con dos escuelas de
pensamiento opuestas, ambas ideas se unieron; el farolero bien vestido, por
ejemplo, podía ser considerado como símbolo de cualquiera de las dos
grandes causas de la degeneración. Las denuncias de la época contra el lujo
y la insubordinación merecen una atención más crítica. Implican un nivel de
vida más elevado y cierta mejora en la educación. La ropa fina, la buena
comida y la constante ingestión de té tan criticada a partir de 1750, eran
incompatibles con el consumo de ginebra al por mayor de la primera parte
del siglo. Había algo paradójico en la queja del doctor Price en 1773 de que
‘las circunstancias de la gente de niveles más bajos se veían alteradas en
todos sentidos para peor, ya que el té, el pan de trigo y otras delicadezas se
les hacen necesarias, cuando antes les resultaban desconocidas’”.
Pero en retrospectiva podemos ver claramente que los que le temían a las
consecuencias morales y políticas del consumo creciente y ampliado
estaban destinados a perder a medida que se acercaba la revolución
industrial, el imperio se expandía y las clases de comerciantes, plantadores
y fabricantes crecían con rapidez, aunque aún no se encontraban en mutua
competencia. <<
[101] Burnett, 1966: 37-3. <<
[102] Drummond y Wilbraham, 1958: 329. <<
[103] Ibid.: 209. <<
[104] Trevelyan, 1945: 410; George, 1925: 26. <<
[105] Fay, 1948: 147. <<
[106] Citado en Botsford, 1924: 27. <<
[107] Drummond y Wilbraham, 1958: 112. <<
[*]Betty, postre horneado consistente en capas de frutas, migajas con
mantequilla, azúcar y especias; triffle: postre de natillas o algún sustituto;
en general contiene pastel empapado de vino o licor y mermelada, fruta o
algo parecido; fools: postre de fruta cocida, machacada y mezclada con
crema o leche condensada; syllabub: ponche o postre de leche o crema con
vino, sidra o alguna otra bebida, a menudo endulzado y aderezado; tansy y
junket, postres similares a natillas, hechas a partir de leche cuajada. <<
[108] Ayrton, 1974; 429-430. <<
[109] Pittenger, 1947: 13. <<
[110] Drummond y Wilbraham, 1958: 58. <<
[111] Ibid.: 54. <<
[112] Salzman, 1931: 413. <<
[113] Mead, 1967 [1931]: 155. <<
[114] Our English Home, 1876: 73. <<
[115] Salzman, 1931: 417; véase también López y Raymond, 1955. Los
relatos de Balducci Pegolotti (1936: 434-435), del siglo XIII, están llenos de
referencias a distintas clases de azúcar que llegaban a Venecia (y pasaban
también a través de esta ciudad), principalmente desde el Mediterráneo
oriental. Entre ellos se cuentan azúcar “cocido” (refinado) una, dos y tres
veces; los distintos panes de azúcar (mucchera, caffetino, bambilonia,
musciatto y domaschino), que diferían en forma y calidad; el azúcar
pulverizado (polvere di zucchero o simplemente polvere); los varios
azúcares altos en melaza, refinados de modo imperfecto (zucchero rosato,
zuchero violato), etc. También hay algunas menciones de la melaza, aunque
son referencias poco satisfactorias. Heyd, 1959 [1879]: II, 690-693) observa
que esos líquidos se percibían, al menos a juzgar por sus nombres, como
similares a la miel: mel zucarae, zuccara mellita, miel di calamele, meil
sucre, etc. Si bien es posible reconstruir tanto las diferencias entre estos
azúcares como alguna especificación de sus distintos usos —de hecho
Lippmann (1970) [1929]: 339 y ss. intenta hacerlo—, es una tarea para el
futuro. Al concentrarme en los usos y preferencias que se desarrollaron en
la propia Inglaterra, puedo cubrir parte del mismo terreno. <<
[116] Pomet, 1748: 58-59. Pomet tiene más de cuatro hojas de texto
descriptivo, así como una lámina a toda la página de una plantación de las
Antillas que muestra el trapiche y los peroles para hervir la caña. Cada tipo
o especie de azúcar —cassonade, royal y demi-royal, moreno, blanco y rojo
cande, de cebada, en caramelos, etc.— se describe a conciencia, y se
detallan sus usos medicinales. <<
[117] Torode, 1966. <<
[118] Drummond y Wilbraham, 1958: 332. <<
[119] Burnett, 1966: 70. <<
[120] R. H. Campbell, 1966: 54. <<
[121] Ibid.: 56. <<
[122] Paton, Dunlop e Inglis, 1902: 79. <<
[123] R. H. Campbell, 1966: 58-59. <<
[124] Burnett, 1966: 62-63. <<
[125] Torode, 1966: 122-123. <<
[126] Austin, 1888. <<
[127] Mead, 1967 [1931]: 159. <<
[128] Ibid.: 160. <<
[129] Este asunto se discute en Taylor, 1975 y Burnett, 1966. <<
[130]La vida corta e infeliz del príncipe Enrique, el hijo enfermizo de
Eduardo I (que reinó de 1272 a 1307), fue endulzada por las prescripciones
de los médicos de la corte en una época en que los usos medicinales del
azúcar ganaban reconocimiento —azúcar de rosas, azúcar de violetas,
penidia (pennet), jarabes, regaliz—, pero nada dio resultado. No ayudaron
más que “las velas hechas a su medida” que ardían en todos los santuarios
famosos, o las trece viudas que rezaban toda la noche por su recuperación.
Véase Labarge, 1965: 97. <<
[131] Hentzner, 1757 [1598]: 109. <<
[132] Rye, 1865: 190. <<
[133] Nef, 1950: 76. <<
[134] Lippmann, 1970 [1929]: 288. <<
[135] Renner, 1944: 117-118. <<
[136]Crane, 1975 y 1976: 475. El excelente estudio de Eva Crane sobre la
miel señala la poca atención formal que se le concedió en Gran Bretaña. El
primer libro sobre la miel en inglés, The virtues of honey [Las virtudes de la
miel] de John Hill, se publicó apenas en 1759, y se ocupaba de la miel sobre
todo como medicina. El trabajo de Crane es de especial importancia por su
insistencia en que la miel era un alimento, una medicina y una base para
fabricar alcohol, pero no un endulzante. Argumenta convincentemente que
los ingleses no le daban tanto valor a endulzar las cosas antes, tal vez, del
siglo XIII. <<
[137] Hentzner, 1757 [1598]: 110. <<
[138]Rye, 1865: 190. Descubrí demasiado tarde para incluirlo en mi análisis
el artículo de Sass (1981) que trata sobre ciertos aspectos del gusto inglés
por lo dulce en la época medieval. Sass indica de forma elocuente cuánta
investigación histórica hace falta aún sobre el tema del gusto por lo dulce.
<<
[139] Drummond y Wilbraham, 1958: 116. <<
[140] Ibid. <<
[141] Sheridan, 1974: 347-348. <<
[142] Mathias, 1967. <<
[143] Las nuevas bebidas provocaron una inundación de literatura, la
mayoría mala. No se ha identificado al autor de este poema, pero Allen
Ramsay, Robert Fergusson, Hartley Coleridge y Shelley, entre otros, le
cantaron poéticamente al té. Uno de los primeros devotos fue Nahum Tate,
cuya “Panacea: A poem upon tea” [“Panacea: Un poema sobre el té”] fue su
obra más famosa; escrita en 1700, incluye los versos: “Con silencioso
asombro, descubren mutuamente / El alegre gozo reflejado en sus rostros. /
Y dice el bardo: no temas, no es la taza de Circe; / Ésta es la bebida de la
salud, ¡la bebida de las almas! / Llena de virtudes, y es la que apuran las
Gracias; / Alegra como el néctar, es segura como Nepente. / No es como la
planta que cultivó Baco, / Antes bendición del cielo; luego maldición del
hombre. / ¡Ah, canto de sirena que lleva a la destrucción! / ¡Ah, sombrío
deleite que lloraremos por siempre!
”No sólo hay una bochornosa cantidad de esta “literatura”, sino que su
misma existencia plantea interesantes cuestiones de historia social. Al
parecer la caña de azúcar provocaba excesos similares. Samuel Jonhson se
burlaba del interminable poema de James Grainer acerca del azúcar (“The
sugar cane. In four books”) [“La caña de azúcar. En cuatro libros”],
diciendo que hubiera podido escribir lo mismo sobre un cantero de perejil o
una huerta de coles. Pero no deberíamos menospreciar el papel de la
llamada poesía didáctica y su influencia sobre las actitudes respecto a estos
productos. <<
[144] Burnett, 1969: 275. <<
[145] Sombart, 1967 [1919]: 99. <<
[146] Shand, 1927: 89. <<
[147] Ibid.
[148] Ibid. <<
[149] Ibid.: 43. <<
[150] Dodd, 1856: 429. <<
[151] Simmonds, 1854: 138. <<
[152] Aunque Oddy, al subrayar el carácter no social de los hábitos
alimenticios proletarios, cite a la esposa de un cargador de los muelles de
Liverpool entrevistada antes de la primera guerra mundial, que no le ofrecía
té a sus amigas porque “las mujeres no te agradecen una taza de té” (Oddy,
1976: 218). <<
[153] Drummond y Wilbraham, 1958: 299. <<
[154] Taylor, 1975: xxix-xxxi. <<
[155] Oddy, 1976: 219.Oddy, 1976: 219. <<
[156] Ibid.: 219-220. <<
[157] Reeves, 1913: 103. <<
[158] Drummond y Wilbraham, 1958: 229. <<
[159] Reeves, 1913: 103. <<
[160] Oddy, 1976: 216. <<
[161] Rowntree, 1922: 135. <<
[162] Reeves, 1913: 98. <<
[163] Oddy, 1976: 217. <<
[164] Ibid.: 13. <<
[165] “El consumo de azúcar era de 20 libras por cabeza. Ahora es cinco
veces mayor. En Manchester, los trabajadores industriales de mejor nivel
consumían en 1836, a la semana, alrededor de media onza de té por cabeza
y siete onzas de azúcar. Los trabajadores de tipo equivalente consumen hoy
tres onzas de té y casi 35 de azúcar en sus diversas formas. Esta
quintuplicación del consumo de azúcar es el cambio más notable en la dieta
nacional en los últimos cien años. Fue posible, por supuesto, por la gran
caída en el precio. Hace cien años el azúcar costaba cerca de seis peniques
la libra. Ahora cuesta menos de la mitad” (Orr, 1937: 23). <<
[166]Un postre que aún no se ha olvidado. El héroe de Margaret Drabble,
Len, en The ice age [La edad del hielo] recuerda: “Natillas, la crema del
hombre pobre. Len, como muchos de su generación, no probó la crema
fresca hasta que fue adulto; durante un año o más siguió prefiriendo a
hurtadillas la leche condensada, antes de acostumbrarse a la crema de
verdad” (Drabble, 1977: 97). <<
[167] Burnett, 1969: 190. <<
[168] Klein, Habicht y Yarborough, 1971. <<
Notas Capítulo IV
[1] Ragatz, 1928: 50. <<
[2] Ellis, 1905: 66-67. <<
[3] Ibid.: 78. <<
[4] Rogers, 1963 [1866]: 463. <<
[5] Pares, 1960: 40. <<
[6] K. G. Davies, 1974: 89. <<
[7] Davies, 1973: 251-252. <<
[8] Citado en DeVries, 1976: 177. <<
[9] Ibid. <<
[10]Ibid.: 179. “Las citas de este tipo —escribe Elizabeth Gilboy—, podrían
multiplicarse interminablemente”, y cita a William Temple: “… la única
forma de volverlos [a los trabajadores] temperados y laboriosos es ponerlos
en necesidad de trabajar todo el tiempo que tengan entre las comidas y el
sueño, para abastecerse de lo necesario para vivir” (Gilboy, 1932: 630). La
cita de DeVries es de un panfleto anónimo de 1764 titulado Considerations
on taxes [Observaciones sobre los impuestos]. <<
[11] Ibid. <<
[12] Ibid. <<
[13] Hobsbawm, 1968: 74. <<
[14] Edward Gibbon Wakefield, ese apóstol de la colonización que Karl
Marx criticaba con tanta dureza, hace algunas observaciones sagaces acerca
de los efectos benéficos de la extensión de los mercados. Es especialmente
interesante su implicación de que el azúcar (entre otras cosas) reducía los
costos de la producción agrícola en la metrópolis: “No es porque una
lavandera inglesa no pueda sentarse a desayunar sin té y azúcar por lo que
se ha dado la vuelta al mundo; es porque se le ha dado la vuelta al mundo
por lo que una lavandera inglesa requiere té y azúcar para desayunar. Los
deseos de los individuos y las sociedades van de acuerdo con el poder del
intercambio [con eso basta para la antropología simbólica]. Pero cada
aumento en los deseos o necesidades tiene una tendencia a proporcionar los
medios de gratificación… La única base sobre la que se supone que los
negros de las Antillas trabajarán por un salario en cuanto se les deje libres
es su amor por los atavíos. Se dice que producirán azúcar para poder
comprar chucherías y buena ropa… Con las naciones sucede lo mismo que
con los individuos. En Inglaterra las mayores mejoras se han sucedido
continuamente desde que la colonización ha producido, sin cesar, nuevos
deseos entre los ingleses y nuevos mercados en los que comprar los objetos
de deseo. Con el cultivo del azúcar y el tabaco en América, se cultivó mejor
el grano en Inglaterra. Porque, en Inglaterra se tomaba azúcar y se fumaba
tabaco, se cultivaron cereales con menor esfuerzo y con menos manos; y
hubo más ingleses para comer pan, así como para tomar azúcar y fumar
tabaco” (Wakefield, 1968 [1833]: 509; cursivas mías). <<
[15] Williams, 1944: 37. <<
[16] Pares, 1950. <<
[17] Pares, 1960: 39-40. <<
[18] Williams, 1944: 96. <<
[19] Ibid. <<
[20] Drummond y Wilbraham, 1958: 111. <<
[21] Young, 1771: II, 180-181. <<
[22] Porter, 1851: 541. <<
[23] Ibid. <<
[24] Ibid.: 546. Al parecer, en Inglaterra a nadie le parecía raro que los 20
millones de libras esterlinas que se pagaron tras la emancipación fuesen a
dar a manos de los plantadores, dueños de los esclavos, y de sus acreedores,
y que a los esclavos mismos, a los que se había despojado de su trabajo, no
les tocase ni un centavo. Porter, que manifiesta su temor a “recompensar en
exceso” a los antiguos esclavos, nos brinda un texto de sorprendente
actualidad. <<
[25] Lloyd, 1936: 114-115. George Orwell (1984 [1937]: 85-86) observó
este problema de primera mano, y lo comentó con su habitual agudeza. Al
analizar el debate sobre el alimento mínimo requerido para la supervivencia
continua, cita el presupuesto familiar de un minero en el que se consumen
ocho libras de azúcar a la semana, y escribe: “La base de su dieta es, por
tanto, el pan blanco y la margarina, la cecina, el té azucarado y las papas…
una dieta pasmosa. ¿No sería mejor si gastaran más en alimentos naturales
como naranjas y pan entero o incluso si, como el autor de la carta al New
Statesman, ahorraran combustible y comieran sus zanahorias crudas? Sí, lo
sería, pero el punto es que ningún ser humano normal hará nunca una cosa
así. Un ser humano normal preferiría morirse de hambre antes que
sobrevivir a base de pan moreno y zanahorias crudas; y el mal peculiar es
que, mientras menos dinero tengas, menos inclinado te sientes a gastarlo en
comida natural. A un millonario puede gustarle un desayuno de jugo de
naranja y galletas de salvado; a un desempleado no le gusta… Cuando estás
desempleado, lo que quiere decir cuando estás subalimentado, harto,
aburrido y miserable, no quieres comer alimentos naturales sin gracia.
Quieres algo con un poco de ‘sabor’. Siempre existe alguna cosa rica y
barata que se te antoje. ¡Comámonos tres cucuruchos de papas fritas! ¡Pon
la tetera al fuego y tomémonos una buena taza de té!… El pan blanco con
margarina y el té azucarado no te nutren pero son más agradables (por lo
menos eso piensa la mayoría de la gente) que el pan moreno y el agua fría”.
<<
[26] Anónimo, 1752: 5. <<
[27] Malinowski, 1950 [1922]; Firth, 1937; Richards, 1939. <<
[28] Mintz, 1979. No me interesan aquí las intenciones de las clases
dirigentes británicas más que por sus intenciones internamente divididas —
esto es, en conflicto— de sacar provecho de sus inversiones. Si son libres,
los proletarios y los dueños de su propia fuerza de trabajo, sin otra
propiedad, la venden a los dueños del capital; si se encuentran esclavizados,
los esclavos y los que no son dueños de su propia fuerza de trabajo ni de
propiedades la someten bajo la fuerza. En el primer caso, todo el trabajo
aparece como trabajo remunerado producido para los dueños de los
esclavos. “El valor del poder del trabajo se reduce al valor de una cantidad
definida de medios de subsistencia. Por lo tanto varía con el valor de esos
medios o con la cantidad de trabajo requerida para su producción” (Marx,
1939 [1867]: 172). Al responder los trabajadores británicos a la
disponibilidad de productos como tabaco, té y azúcar, y más tarde incluso
con mayor intensidad al declinar sus precios, iban consumiendo una
cantidad cada vez mayor de ellos. En total, intercambiaron cantidades cada
vez más pequeñas de sus ahorros por cantidades cada vez más grandes de
estos y otros artículos. He tratado de sugerir que esto tuvo consecuencias
dietéticas y fisiológicas mixtas; ciertamente queda en pie la pregunta de si
todas esas consecuencias resultaron en favor de los intereses de los
trabajadores. Como un paralelo interesante a este proceso, el desarrollo de
formas de medición exactas e intercambiables tanto de las sustancias como
del esfuerzo humano, en los mismos términos calóricos, dio un nuevo
significado al concepto de fuerza de trabajo de Marx: una unidad de trabajo
podía ser expresada con exactitud como una unidad de azúcar (en términos
calóricos) y viceversa. Parece poco probable que esta traducción exacta del
“peso” o “masa” de la fuerza de trabajo, desarrollada como parte de la
ciencia de la nutrición a finales del siglo XIX, no fuera plenamente
comprendida por alguno de los mismos entusiastas del azúcar cuyas
palabras hemos citado aquí. De hecho, la relación entre la nutrición y el
esfuerzo disciplinado debe de haberse observado primero en las
plantaciones de caña del Caribe (así como muchas otras cosas acerca de la
exacción del trabajo), antes de su refinamiento en los mercados de trabajo
libre en la misma Europa.
Turner comenta: “Existen evidencias prima facie para creer que una
‘vocación’ dietética de disciplinar el cuerpo con referencia a un régimen
médico-religioso hubiera sido compatible con el espíritu del capitalismo”
(Turner, 1982: 27). Turner presenta la hipótesis de cierta “afinidad electiva”
entre la dieta y el ascenso del capitalismo, pero tiene en mente algo a la vez
más abstracto y generado de forma muy distinta a mi presente línea de
argumentación. <<
[29] Forster, 1767: 41. <<
[30] Por ejemplo Gilboy, 1932; McKendrick, Brewer y Plumb, 1982. <<
[31] Dowell, 1884: 32-33. <<
Notas Capítulo V
[1]Aquí no hay misterio. En los países desarrollados, la sacarosa contribuye
con un porcentaje mayor de las calorías totales en los pobres que en los
ricos. El apoyo estadístico para esta aseveración es débil, pero nadie parece
estar preparado para contradecirlo. La sacarosa suele racionarse en
Occidente en tiempos de guerra, en parte porque generalmente se importa
(excepto por el azúcar de remolacha en algunos países) y su flujo puede
interrumpirse, en parte porque desde el punto de vista político es prudente
asegurarse de que todos reciban al menos una parte de la que haya. Pero en
el caso de aquéllos para los que llega a componer quizá hasta un 30% del
consumo total de calorías (Stare, 1975), la respuesta a su desaparición
virtual del mercado se compara con la escasez de alcohol, de tabaco y de
bebidas estimulantes. <<
[2]“No sé por qué deberíamos sonrojarnos al confesar que la melaza fue un
ingrediente esencial en la independencia norteamericana —escribió John
Adams, en 1775—. Muchos grandes acontecimientos han tenido su origen
en causas mucho más pequeñas”. Las trece colonias eran voraces
consumidoras de melaza y de ron, fabricado a partir de aquélla. Sólo
después de la revolución de 1776, y de forma gradual, los norteamericanos
fueron renunciando a su preferencia por la melaza, el ron y el té, para
reemplazarlos en gran medida por el jarabe de maple o de maíz, el whisky y
el café. El consumo de azúcar subió muy bruscamente en el siglo XIX. Con
respecto al ron y a la melaza en el comercio imperial británico, véase
Sheridan, 1974: 339-359. <<
[3] Bannister, 1890: 974. <<
[4]Hay material para una docena de otros libros, quizá… pero no para éste.
El libro de Robert F. Smith, The United States and Cuba: Business and
diplomacy, 1917-1960, es uno de los muchos estudios serios acerca del
poder norteamericano que hablan sobre el lugar del azúcar en el desarrollo
de la política estadunidense. Pero aún está por escribirse el libro que haga lo
mismo de forma general para el azúcar y las actividades del Congreso de
Estados Unidos. <<
[5] Sheridan, 1974: 24-25. <<
[6]
Shand, 1927: 45. El fragmento puede encontrarse traducido en Brillat-
Savarin, 1970 [1825]: 101. <<
[7] Desde luego, de tal conjetura surgen muchas respuestas imposibles de
contestar. Pero es probable que la mayoría de la gente sofisticada de
Occidente colocaría a la cocina francesa y a la china en un alto rango, y
ambas contrastan con, digamos, la cocina norteamericana, la británica o la
alemana por su uso del azúcar, ya sea en términos de su cantidad total, del
lugar del azúcar en la secuencia de los platos o en sus formas de uso. Para
avanzar en la conjetura de forma aún menos confiable: lo dulce es a
menudo más inesperado en la cocina china y la francesa que en las otras
cocinas, y en conjunto menos frecuente. Los lectores no deben dejarse
llevar por el dramatismo de los platos agridulces de la cocina china, o por la
pastelería francesa. Las cifras de consumo son marcadamente más bajas en
estos dos países, aunque la brecha se está cerrando con rapidez. <<
[8]“Durante unos 50 años o más, el azúcar ha proporcionado del 15 al 20%
del total de calorías de la dieta norteamericana promedio… Los estudios
acerca de la ingesta real de los individuos sugieren que el porcentaje de
calorías consumidas como azúcar es más alto durante los años de
crecimiento y adolescencia, cuando las demandas de energía son elevadas, y
menor en la edad adulta y después… Por lo tanto, el rango usual de
ingestión de azúcar puede ser entre el 10 y el 30% del total de calorías, con
el promedio de un 15 a un 20%. Puesto que no hay evidencias válidas en
contrario, esta tasa de ingestión de azúcar puede considerarse moderada, y
es probable que se la exceda en cierta cantidad sin rebasar los límites de la
moderación” (Stare, 1975: 240; cursivas mías). El profesor emérito
Frederick J. Stare, doctor en medicina, no debe confundirse con el doctor
Frederick Slare, adalid del azúcar del siglo XVIII frecuentemente citado en
este libro. <<
[9] Hagelberg, 1974: 10 y ss. <<
[10] Ibid. <<
[11]Stare, 1948; 1975. Las comparaciones de esta clase son inevitablemente
inexactas, puesto que las cifras de rendimiento de los cultivos son muy
variables y no pueden promediarse sin introducir serias distorsiones. Sin
embargo, el elevado rendimiento calórico del azúcar bajo las mejores
condiciones, en comparación con cualquier otro cultivo, y su asombroso
retorno de energía al medio ambiente, lo convierten en un alimento
espectacularmente eficiente. <<
[12]Hagelberg cree que el consumo mundial de azúcares no centrífugos no
está cayendo, aunque concede que el consumo del “azúcar blanco de
consumo directo” está subiendo, particularmente en las áreas urbanas del
mundo. Existen más elementos en el argumento de los que puedo tratar aquí
de forma adecuada. <<
[13] Timoshenko y Swerling, 1957: 253. El ascenso de la industria europea
del azúcar de remolacha, escriben, proporciona “el ejemplo más temprano
de la grave erosión del mercado para un producto tropical por la aplicación
de métodos científicos modernos en países relativamente avanzados”
(citado en Hagelberg, 1976: 13). Esto ha sucedido desde entonces con otros
productos tropicales. <<
[14] Page y Friend, 1974: 100-103. <<
[15] Consejo Internacional para el Azúcar, 1963: 22. <<
[16] Wretlind, 1974: 81; Hagelberg, 1976: 26. <<
[17] Stare, 1975; véase nota 8. <<
[18] Wretlind, 1974: 84. <<
[19] Cantor, 1978: 122. <<
[20] Cantor y Cantor, 1977: 434. <<
[*]Aquí conviene hacer una llamada de atención. La mayor parte de este
análisis se basa en los llamados datos de desaparición, que nos indican qué
cantidad de sacarosa, carbohidratos complejos, etc., desaparecen en un
periodo determinado. Estos datos los proporciona, por ejemplo, el
Economic Research Service del Department of Agriculture de Estados
Unidos. Desde luego, sería preferible conocer con exactitud la cantidad de
sacarosa y de otros alimentos que se consumen en realidad, pero esos datos
son prácticamente inaccesibles, incluso para grupos pequeños de gente.
Véanse Page y Friend, 1974; Cantor, 1975. <<
[21] Page y Friend, 1974: 96-98. <<
[22]Recuérdese nuevamente que éstas son cifras de desaparición, y que el
consumo promedio no dice nada sobre las probables diferencias en la
ingestión individual, o entre los grupos económicos, sociales, regionales,
raciales y de edad. Una información confiable sobre este problema, si la
tuviéramos, sería de tremenda importancia en las políticas futuras. <<
[23]La relación entre azúcar y grasa tiene muchas facetas; me propongo
regresar a ella en una publicación posterior. La ponencia pionera de Cantor
y Cantor (1977) plantea muchos de los problemas relevantes. <<
[24] Douglas, 1972: 62. <<
[25] Un “ama de casa de tiempo completo que vive con su familia en
Minneapolis”, nos dice Linda Delzell en su artículo en Ms (titulado “The
family that eats together… might prefer not to”), dice que cada uno de los
miembros de su familia está a cargo de sus propias necesidades
nutricionales desde que ella dejó de planear y preparar las comidas, hace
tres años. “David, de 13 años —afirma—, sobrevive a base de cereal, leche,
mantequilla de cacahuate, pasas, pizza congelada, jugo de naranja y
hamburguesas de McDonald’s, papas fritas y leche malteada. A veces estoy
segura de que se va a convertir en una pizza —añade—, pero mide cerca de
1.80 y es un vigoroso atleta” (Ms, octubre de 1980). Delzell dice que su
familia hubiera podido organizarse para comer juntos “con una planeación a
largo plazo, sacrificio de intereses individuales, un complejo malabarismo
de horarios o, de ser necesario, a la fuerza. Pero todo lo que resultó cuando
lo intentamos fue un fuerte resentimiento por parte de los niños, mayor
presión para mi esposo y frustración para mí. El cambio en nuestro estilo de
vida significa que tenemos más tiempo para pasarlo juntos —aunque no a la
hora de las comidas— y estamos más relajados”. <<
[26]No me propongo imputarle a nadie en particular el aparente sentimiento
de escasez crónica de tiempo que la mayoría de la gente tiene en la sociedad
moderna. Pero por lo menos me parece posible —y hasta probable— que
los que manejan una sociedad tan inclinada a “descubrir” nuevas
necesidades de consumo tengan poco interés en encontrar tiempo para su
satisfacción. <<
[27]
El ejemplo fue tomado de Linder, 1970 (con algunos arreglos vulgares),
cuyo libro merece mucha más atención de la que ha recibido. <<
[28]Aunque éste es un tema que puede parecer alejado de la historia del
azúcar, mi argumento es que el tiempo y la sacarosa se encuentran
estrechamente unidos. Se piensa, en relación con esto, en el artículo clásico
de Edward Thompson (1967), así como en el trabajo reciente de Harry
Braverman (1974). Pero cualquiera que se encuentre seriamente interesado
en estas conexiones tiene que regresar inevitablemente a los conceptos de
Karl Marx sobre el fetichismo de las mercancías y la enajenación. <<
[29] Page y Friend, 1974: 110-113. <<
[30] Fischler, 1980: 946. <<
[31] Cantor in lit. 1/5/80. Cantor (1975) discute algunos de estos temas. <<
[32] Pyler, 1973. <<
[33] Sugar Association, s. f. (¿1979?): 9. <<
[34]Los reportes sobre “un azúcar” sin calorías empezaron a aparecer en los
periódicos alrededor de 1980. Pero el aumento acelerado en el uso del
jarabe de maíz alto en fructosa y el desarrollo comercial del “Nutra-Sweet”
(fenilalanina) bajo en calorías han llamado más la atención en el campo de
los edulcorantes en años recientes. <<
[35] Según las proyecciones de Cantor (1981), habrá un aumento
significativo en la proporción del mercado ocupada por los endulzantes de
maíz antes de fin de siglo:

<<
[36]“La interconversión de un material en otro por razones de gusto, ventaja
económica, estatus u otras razones específicas domina nuestras actividades
de desarrollo… La industria de alimentos y asociadas se encuentran
involucradas a un grado asombroso en una vasta cultura de transferencia (de
la comida): otra clase de conversión” (Cantor, 1969). Cantor (1981)
proporciona una presentación actualizada del concepto de
interconvertibilidad. <<
[37] Cantor, 1981: 302. <<
[38]Este argumento puede relacionarse con la combinación de azúcar y
grasa ya señalada, y con el vínculo extraño pero aparentemente real entre la
dulzura y la sexualidad. Aunque volveré sobre este tema en un trabajo
posterior, tal vez valga la pena sugerir aquí que creo que estos adjetivos
publicitarios contrastan siguiendo líneas simbólicas asociadas con
diferencias simbólicas convencionalizadas entre hombre y mujer. <<
[39] Cantor y Cantor, 1977: 430-441. <<
[40] Ibid.: 442. <<
[41]Barthes, 1975: 58. Lindsy van Gelder, en el número de diciembre de
1982 de Ms, lamenta la ubicuidad de la comida, particularmente para los
que viven en ambientes urbanos y quieren al mismo tiempo ponerse a dieta
y ver a sus amigos: “No existen muchos lugares en Nueva York donde un
adulto y un niño puedan sentarse después de las 5 de la tarde sin un
azucarero entre ellos y un mesero revoloteando cerca”. Su artículo, titulado
“Inventing food-free rituals” [“Hay que inventar rituales sin comida”],
contrasta, adecuadamente con la abdicación de Delzell como cocinera
familiar (véase la nota 25): Delzell no puede cocinar para su familia y
sentirse libre; Van Gelder no puede imaginarse cómo reunirse con sus
amigos sin comer. <<
[42] Cantor y Cantor, 1977: 442-443. <<
[43] Tiger, 1979: 606. <<
[44] Ibid. <<
[45] La proliferación de dispositivos impersonales de comida (máquinas
vendedoras) alienta el uso de sacarosa, que puede prolongar la vida de
anaquel, y reducir la frecuencia del servicio, por ejemplo. Al leer este
material, un colega de una gran universidad norteamericana escribió: “Para
ganar espacio y ahorrar dinero la administración quitó un conjunto de
máquinas de leche, jugo y yogurt de una cafetería de la biblioteca,
convirtiendo el cuarto en una sala de estudio. Cuando los estudiantes se
quejaron, añadieron máquinas vendedoras en edificios contiguos. Pero las
nuevas máquinas son todas de dulces, papas fritas con sabor a barbacoa,
atrocidades de mantequilla de cacahuate y queso, etc. Me parece que las
máquinas más recientes se surten con muy poca frecuencia en contraste con
las demás, que requerían surtido diario y refrigeración. Probablemente aquí
las virtudes de conservación y procesamiento del azúcar resultan muy
importantes, y las nuevas consecuencias son interesantes: mientras que la
leche y el yogurt podían ser utilizados como complementos para un
emparedado traído de casa (como era mi costumbre), sus sustitutos no
desempeñan ningún papel en la comida”.
En otros países, la penetración de las bebidas frías y estimulantes en el
mundo no occidental proporciona distintas interrupciones de comidas y
horarios. En gran parte del antiguo mundo colonial británico, la sustitución
del té por la Coca-Cola tiene un peso simbólico interesante: la mayor parte
de ese mundo había sido convertida primero al té caliente, hace uno o dos
siglos, y su “nueva transformación” habla sobre el poder norteamericano.
En la Unión Soviética y la República China el éxito creciente de las bebidas
estimulantes frías conlleva el mismo significado. El número de vendedores
de bebidas que se han convertido en hacedores de la política extranjera o
militar, o en comentaristas periodísticos sobre esa política, como
Weinberger y Safire, nos lleva a reflexionar. Véase, por ejemplo, Louis y
Yazijian, 1980. <<
[46] Ortiz, 1947: 267-282. <<

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