CUENTO TARRUELLA - Buen Día Mamá

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Buen día mamá.

Para poder continuar es necesario cerrar. Todo tiene un comienzo y un fin. Pero hay
etapas. En aquella época yo presentía que estaba girando en circulos, no podía seguir
adelante con mis cosas, me sentía trabado, miraba a mi alrededor con una mezcla de
disgusto y fastidio. Y sin embargo no era enteramente infeliz. La había conocido a ella el 3
de agosto pasado, cuando me tomo las manos sentí que me estaba buscando, pero me
dijo, estas triste, todavía no estás preparado para mi, andá y terminá lo que tenés que
terminar. Despues, solo después nos vamos a casar – me dijo. Esa daga que me clavó
fue el principio del fin, pero fue una daga buena, salvadora, la otra, la que voy a contar, no
solo no fue buena, sino que terminó para siempre con lo más preciado, con lo más divino
que tiene la vida, aquello que no se puede reemplazar por nada, aquello que cuando no
está, no hay nada, nada. No desaparece el mundo, pero ya no hay nada que merezca la
pena, no hay nada en la vida que merezca ser vivido.
En tiempo presente solo sentía rabia, desazón, dificultad para pronunciar ciertas palabras,
todas los relatos que llenaron mi mente desde chico no hacían más que profundizar lo
inexplicable de mi situación moral. Alguna vez fui feliz, pensé. Pero ese tiempo inmemorial
ya no me pertenecía, era un tiempo de otro, un tiempo sin tiempo. Podía comprender el
impacto de esa decisión, al menos yo y mis hermanos tuvimos que sufrirla sin mercerla,
pero podía comprender que ella quisiera eso sin atender las consecuencias. Dos historias
se mezclaban que a veces eran cuatro, y a veces, muchas más.
Cuando él salio de la casa ya sabíamos
Contarlo como un recuerdo del abuelo, un recuerdo borroso y melancólico.

Nunca pude reproducir con palabras esta historia. Es solo una sensación, de belleza y
tragedia, donde probablemente nace un mundo, mi pequeño mundo tal vez. Imágenes de
un naufragio, de un barco que salio de algun puerto que desconozco, y cuyo destino me
resulta irreconocible. Tal vez, y digo tal vez, porque ya no puedo asegurar nada de lo que
recuerdo, y lo escribo, más por temor que por necesidad. Allí estaba la parra en el patio
de atrás, la pequeña huerta de la nona y en el fondo un improvisado tallercito repleto de
inservibles herramientas. Y hacia un cosatado, esdondida y herrumbrada, una
somnolienta cocina a leña mal reciclada que mi abuelo recogió vaya a saber donde. Eso
es lo que recuerdo, lugares, pequeños y secretos lugares, perdidos en el tiempo y la
memoria. Y una historia no contada, de montescos y capuletos napolitanos, sin pompa ni
registro.
La infinita familia materna, de eso se trata, once hermanos de un lado, cuatro o cinco del
otro, mas cuñados, abuelos, bisabuelos y entenados, confusos rostros que hoy se
reproducen sin identidad, tejían la lejana urdimbre de una historia que se me aparecía
inasible, inefable, inaprensible y maldita. Circulaba y circulaba sin que yo pudiera
reconocer ni su principio ni su final, quiza mas por mi corta edad que por su aparente
complejidad y profundidad. Pero lo cierto es que circulaba solo a media voz. En realidad
solo circulaban frases sueltas, frases a medio decir, referencias a medio ocultar, de parte
de mis tías, de mi abuela, de mi mamá, de otros y otras parientes que te saludaban con
dos besos en las mejillas.
Sentadas en el fondo de la casa, bajo la sobra fresca de la parra, la abuela y sus
hermanas hablaban y hablaban y no paraban de hablar, y de pronto soltaban un frase en
el medio de las frase que quedba flotando en mis impúberes oídos: …porque la abuela
daca no volvió más a verlos, nunca más”. Y entonces se desataba un torbilino de
preguntas dentro mío que no podía detener de ningún modo: ¿Quién es la abuela Daca, o
acaso es la abuela Dacá? ¿A quienes no volvió a ver nunca más? ¿Por qué ese tono
rencoroso y altivo? ¿Por qué esa frase como dicha al pasar, pero filosa como una daga?
O mi tía cuando pasaba por la cocina para ir al fondo, soltaba una frase aparent: cuando
él volvió ya no se hizo cargo de ellos, creo. ¿Quién ya no se hizo cargo de ellos? ¿Por
qué habría o no de hacerse cargo? ¿Quién era, el padre, el padre de quien? ¿Por qué se
fue, adonde se fue? O tal vez mi madre, dejaba traslucir un “y sufrió mucho durante su
infancia por eso ahora…” ¿Por eso ahora qué? Pensaba yo, para mi.
Aquella historia son tres lineas, y las reproduzco para no cansar al lector, pero aclaro que
esta historia no tiene sentido, quiero decir, no tiene sentido, porque carece de valor.
Cuando mi abuelo tenía 5 años, su papá Eugenio, apuñaló a uno de los hermanos de su
mamá. Y lo mató. No sabemos o no sabremos nunca cual fue exactamente el motivo o la
causa de la pelea: algunos dicen que solo fue una pelea de borrachos, otros, más osados,
creen que el hermano salió en defensa de su madre, que habría sufrido muchas sendos
castigos maritales. Lo cierto es que el abuelo Eugenio tuvo que fugarse al Uruguar para
evitar la segura condena de cárcel. Lo cierto también es que la abuela Daca, Rosca Daca,
por voluntad propia o ajena, abandonó a sus hijos para siempre. A mi abuelo, y a sus tres
hermanos, de 4, 2 y 1 año de edad. Y no los volvió a ver nunca más.
Esta historia es poco interesante, por lo común, por lo trágica, y porque no trajo mas´que
problemas, infinitos problemas. La otra historia es la más interesante, la historia
escondida, la oculta, la que es imposible de contar, la que sucedió todos los días por lo
menos en la vida de mi abuelo y en la de su madre, y que un día, en un día pudieron
cruzarse entre sí.
Que una madre quiera a su hijo, es inevitable, que una madre abandone a sus cuatro
hijos, es una tragedia.

Buen dia mamá, pensaba y volvía a pensar. ¿Y si no me reconoce? No basta con golpear
la puerta y decirle, aquí estoy, buen día mamá. No deberia decirle nada entonces, dejar
que ella misma me reconozca o quiza que me pregunte, eso, que me pregunte. ¿Ud.
quien es? Ahí debería decirle: soy su hijo, simpre lo fui, aunque ud. casi ya no me
reconozca. Miro mi imagen en el documento, toco mi rostro, y lo comparo con la única foto
que pude conseguir de ella. Creo que no nos parecemos en nada, en nada. Yo soy flaco y
alto, ella menudita y bajita.

Quizá era la forma más correcta de dirigirme a ella. En definitiva es o era mi mamá, o eso
dicen. O tal vez, sería mejor dirigirme a ella con un “buen día madre” una locución más
formal y menos coloquial. O tal vez, o tal vez, por qué elucubrar tanto las cosas. Como mi
padre. Tal vez no debería referirme a ella ni como mi mamá ni como madre. No recuerdo
haberle dicho nunca de esa manera, tengo un vago recuerdo de su imagen, allá en el
campo, gritandole a mis hermanos, yendo y viniendo por la espaciosa cocina,
cansinamente. Es cierto que lo es, o tal vez lo fue alguna vez, pero también es cierto que
pueda sentirlo como una agresión o simplemente como una intromisión a su intimidad.
Todavía podía arrepentirme, bajarme del tranvía y volver caminando por donde vine. Es lo
que hice siempre, tal vez ese sea mi carácter, volver sin ir, siempre volver. Pero le
prometía a ella que lo haría y a esta altura no podía fallarle. Fue ella la que me impulsó a
venir, me dijo que yo no podía seguir viviendo con esa duda, que dijera lo que me dijera
iba a ser fundamental para mi futuro, para nuestro futuro, le digo. Asintió con la cabeza, y
me da un beso. Eso me convenció en ese momento. Pero ahora dudo, pasó tanto tiempo.
¿Y si no me reconoce? Lamento ser el fiel retrato de mi padre. que su ayuda me permitiría
en definitiva casarnos.

Buen día mamá. Debería decirle. Pero dudo que me reconozca. ¿Y si no me dice nada?
¿Y si se me queda mirando, como dicendo “que hace Ud. acá, como se atreve? Me
quedaría ahí parado, como un pavo, esperando quien sabe qué. La china me insiste que
empiece así, que le diga buen día mamá, pero no puedo, no puedo. Ella cree que si le
digo buen día mamá se va a ablandar la vieja. La última vez que me vió yo era un purrete,
un gurrumin, cuando mi viejo se rajó al uruguay y a ella se la llevaron a su casa. ¿Cómo
podría darse cuenta de que soy su hijo? Para peor yo tengo una foto de ella toda
borroneada, del año 50. Está cortada la foto, parece el casamiento o algo así. Pero está
ella sola, mi viejo no aparece en esa foto. Tal vez ni siquiera yo la reconozca a ella. La tía
me dijo que trabaja en la maternidad, de jefa trabaja. Andá me dijo, el no ya lo tenés. Pero
no tengo fuerzas ni plata para tomar el tranvía. El otro día me fui de colado, llegué hasta
la puerta, para probar fuerzas nomás. Había un cana en la puerta, todo empilchado, me
miró de arriba abajo. Yo le iba a preguntar ¿esta es la maternidad?, pero como el tipo no
me preguntó nada me hice el fesa, y después me fui cantando bajito, como quien no
quiere la cosa. La verdad es que no me animé. Buen día mamá, no sé si debería decirle
buen día mamá, ni siquiera debería decirle buen día. Ella sabrá por que se fue, pero ese
no fue un buen día, ni para mi ni para mis hermanos. Mi hermanita nos cuidó hasta el día
de hoy, aunque solo tenía 12, yo apenas cinco años, el eugenio dos menos, y la
chiquitina, que se nos fue, creo que 6 meses. Que se fuera para defender la dignidad de
su hermano, es cosa suya.
Buen día mamá:

Buen día - le dije simplemente. E inmediatamente me paralicé. Me sudaban las maños,


me latía el corazón cada vez más rápido y más fuerte, por momentos creí que me iba a
desmayar allí mismo. Pero casi instintivamente pude fijar la mirada en un punto de la
habitación y logré tranquilizarme. Me apoyé en un rincón, finjí una emoción que no sentía
y con una mano alcancé a sostenerme en una silla. Sentía que me miraban. Aunque
solamente estabamos ella y yo en esa sala. Esperaba su respuesta pero solo pude
escuchar un leve murmullo sin sentido.

Ese día, lo recuerdo muy bien, salí muy temprano de mi casa, allá en el campo. Caminé
rapidamente las 20 cuadras de tierra que separan mi casa de la parada para tomarme el
tranvía, que me dejó cerca del hospital. A pesar de la lluvia llegué justo a tiempo, en
punto, tal como lo había planificado. Todo debía comenzar con un “buen día mamá”. Lo
había practicado mentalmente, lo repetí todas las mañanas durante todo ese mes. Al
principio parecía fácil. No era más que un buen día, buen día mamá. Cifraba todo el éxito
del proyecto en esas tres palabras que tendrían que ser pronunciadas con la convicción
de quien las siente en cuerpo y alma. Deberían contener no solo palabras sino el sentido
último que encierran cada una de ellas y pronunciadas en forma inocente, ingenua, sin
reproches, sin presuntas acusaciones, sin dobles sentidos, sin culpas. Solo buen día
mamá, con afecto de niño, con pureza y firmeza, con amor a mamá, con acento en mamá.
Aunque nunca pudiera serlo realmente. Ni jamás debería serlo. Pero no pude, no pude,
no pude hacer nada de lo previsto. De nada sirvieron las ejercitaciones, el afecto
impostado, las repeticiones matinales, las convicciones apócrifas. Porque cuando entré en
su despacho solo pude pronunciar un seco y cortante “buen día”. Solo buen día, buen día,
sin mamá, sin afecto, sin convicciones, sin cuerpo, sin alma. Como si solo hubiera querido
afirmar que por fin, despues de tanto tiempo, había llegado el día que estuve esperando.
Porque la estuve esperando. Por supuesto. Soy yo mamá, aquí estoy, explicame,
explicame por qué te fuiste. Porque te fuiste ¿no? Te lo exijo yo que soy tu hijo.

Buen día hijo, te estaba esperando – me contesto, casi sin mirarme, como si hubiera
tenido la respuesta preparada. Como si la hubiera preparado durante largo tiempo, como
si la hubiera ejercitado puntillosamente. Porque ella no sabía ni podía saber que yo ese
día me apostaría en su despacho. Quien podría haberme delatado. Yo solo había
planificado todo. No podría haber confiado en nadie. Porque nadie sabe lo que yo sé. Y si
lo saben se callan, se esconden, se ocultan. Sin embargo presentí un dejo de amargura
en su voz, que yo interpreté finjido, o tal vez levemente forzado por las circunstancias. Es
cierto que me reconoció como su hijo, pero sostenido por una dilatada espera que solo
ella había provocado. Con su silencio.

Se hizo un silencio que nos pareció largo, excesivo, a los dos. Lo vi en sus ojos. Yo me
había hecho una larga lista de preguntas que olvidé en el mismo instante de entrar en su
oficina. Le miraba los ojos, la boca, su pelo, su falsa postura de profesional, su orgullo. No
había nada en ella que yo hubiera visto antes, o que yo recordara con mis ojos de niño,
hace tantos años.

La tía me dijo que estabas trabajando acá – prorrumpí, fue lo primero que se me pasó por
la cabeza. Simulaba un interés que no tenía. Sentía vergüenza y rabia. Quería entender
por qué mi padre había escapado al Uruguay. Él peleó como un hombre y nadie es
culpable de matar en defensa propia. Siempre había soñando con este momento, y ahora
que estaba allí no podía decirle nada, nada de lo que siempre había pensado.

Si, querido. Hace tiempo que estoy aquí trabajando en este hospital. Estoy muy a gusto.
Lo dijo burcráticamente, como si se dirigiera a un auditorio, no a su hijo. No a su hijo que
había abandonado hacía 25 años. Pero yo seguía paralizado, en un rincón, con la mirada
perdida. Quería preguntarle porque nos había abandonado, a mi y a mis hermanos. Pero
no podía. Se me hacía un nudo en la garganta. No quería que eso se escuchara como un
acusación. Solo quería encontrar en sus palabras, en sus gestos, un aunque sea una leve
expresión de remordimiento. Pero que otra cosa puede ser sino una acusación. Que
justificación puede tener una madre para abandonar a sus cuatro hijos. Y yo era el más
grande y tenía solo 5 años.

No sé lo que te habrán contado tus tíos. Me miró tiernamente y en esa mirada pude
reconocer a una jovencita, temerosa, que huía de si misma, derrotada. Se sentó en una
de las sillas y me invitó a sentarme cerca de ella.

Nunca pude entender. Ni te pido explicaciones. Pero ellos los muertos tal vez sí las
necesiten. Pero yo también sufrí. Y mucho

Yo sigo trabajando en lo de la china. Cuando podemos venimos para el centro. Pero no es


facil llegar hasta acá.
Cuando fui al entierro de tu tío, ellos no me dejaron volver a mi casa. Pero pudiste…Me
encerraron en mi cuarto. Me mantuvieron así por varios semanas. Lloré y lloré, y hasta me
dejé morir. Pero no pude morir hijo. Me llevaron al campo. Regresé al año siguiente. Sin
fuerzas.
Cuando me estaba por casar me vi obligado a conocer a mi madre. Digo que me vi
obligado porque la idea del reencuentro se le ocurrió a mi novia, Gabriela, actual esposa y
madre de mis hijos. La verdad es que era muy poco lo que recordaba de ella. No tenía
intenciones de hacer algo positivo parar generarar ese encuentro. Entendía, o creía
entender, que tal vez era un capítulo definitivamente cerrado de mi pasado.

Ella ya tiene su vida hecha – le dije – y la verdad es que no la conozco, ni la quiero


conocer, a mi me crió la tía, esa fue mi única mamá. Pero Gabriela insistía. Yo así no me
caso – decía. Si la madre del novio no está invitada al casamiento, es mala suerte –
repetía, absolutamente convencida.

Pasaron unos días y cuando creí que Gabriela ya había renunciado a la idea, volvió a la
carga con mayor intensidad. Estábamos haciendo juntos la lista de invitados para el
casamiento y espontaneamente me preguntó: ¿Por qué no la invitas? ¿Dale? Como
observó que yo no le prestaba atención, volvió a insistir: ¿Cómo a quien? A tu mamá.
Hice un gesto de desaprobación que fue suficiente para que reaccionara con sus típicos
ataques de furia contenida. Si vos no vas a invitarla voy yo mismo – sentenció y se
encerró en la habitación. La misma escena se repetió varias veces en esa misma
semana. Y en cada ocasión el humor iba subiendo de tono y de temperatura. La cuestión
es que, finalmente, para evitar problemas mayores, prometí hacerle una visita, aunque
fuera puramente formal. Yo acababa de cumplir 30 años. Y creía haberla olvidado a mi
madre. Pero no.

Cuando tenía aproximadamente 5 años, mi madre, Rosa, se fue de casa. Y no volvió


nunca más. Papá, ese mismo día, había matado a Ernesto, el hermano mayor de mi
mamá. Lo apuñaló en la puerta de mi casa, de un cuchillazo en el pecho. El tío Ernesto
murió en el acto, desangrado y solo. Luego mi padre huyó, igual que mi madre. Mi padre
al Brasil, mi madre a la casa de sus padres. Yo contaba además con otros tres hermanos.
Mi hermana, la más chiquita, murió a los dos meses del asesinato del tío. Después, mis
hermanos y yo fuimos criados (y creo que también queridos) por la hermana mayor de mi
papá, la tía china. Nunca pude recordar mucho de mi madre. Apenas la imagen de su
rostro mezclado con otras tantas y recurrentes impresiones infantiles.

Ahora ella trabajaba en el hospital del centro de la ciudad. Tu madre que te abandonó a
vos y a todos tus hermanos, ahora trabaja en una maternidad, trayendo niños al mundo –
me había recordado Gabriela, con ironía, en esas interminables discusiones previas. No
sé de donde habría sacado esa información, pero estaba en lo cierto. Así que, sin previo
aviso, una mañana temprano de invierno, contra mi voluntad, me llegué hasta el hospital,
solo para satisfacer los deseos de mi novia y también, porque no, para invitar a mi madre
a mi futuro casamiento.

Me hicieron pasar a una salita muy pequeña ubicada en la entrada del hospital. La oficina,
al parecer, estaba reservada a los agentes de seguridad. Era una sala muy oscura, mal
iluminada, aunque algunos rayos de sol entraban en el fondo por una pequeña ventanita
descolgada del techo. Hacía mas frío adentro de la oficina que allá afuera en la calle. Yo
estaba tranquilo, pero el frío me hacía temblar involuntariamente todo el cuerpo, los
dientes me rechinaban. Alli había un escritorio, dos sillas, muchos papeles apilados y
desordenados, y un conmutador, desde donde llamaron a mi madre. Rosa, venite, te está
esperando un señor, quiere hablar con vos, dijo el encargado, y se retiró rapidamente de
la oficina.

Inmediatamente apareció mi madre. Al principio me sorprendio la imagen de esa señora


mayor. Caminaba con cierta dificultad, apoyada en un bastón. Mis poquitos recuerdos,
ahora reactualizados, me devolvían una imagen lejana de una jovencita delgada y de
mirada tranquila.

Buen día, le dije simplemente. Aunque sentía la extraña sensación de decirle mamá, buen
día mamá, no pude hacerlo. O no supe. Mi mamá había sido mi tía, y ella, una extraña.

Buen día hijo, te estaba esperando. Intentó acercarse para saludarme, pero ante mi
desconcierto, que pudo interptretar como un rechazo, optó por una leve inclinación de
cabeza.

Me sorprendió extrañamente que me dijera que me estaba esperando. Nadie sabía que
yo haría esa visita, excepto mi novia. Por eso creí entender en esa locución una cortesía
propia de la situación o la expresión de una larga espera que se habría demorado quiza
casi toda una vida.

Nos quedamos en silencio. Me senté sin decir palabra. Quise hablar pero no pude. No
recordaba para qué ni porque estaba allí. Me miraba las manos para no mirarla a ella.
Creo que algo de su rostro me atraía y perturbaba a la vez. Sentía que ella debía darme
una explicación. Recordé al tío Ernesto en el patio de casa, como dormido, imaginé a mi
padre atravesando caminos para escapar del país, recordé a mi hermanita Rosalia con
sus ojitos grandes y esa carita llena de granos. Sumido en esas elucubraciones escucho
que mi madre se dirige a mi, sonriendo.

¿Me dijeron que te vas a casar? ¿Es cierto? – pregunta mi madre mirandome a los ojos.
Vuelvo a tomar conciencia de donde estoy. Claro, era eso lo que tenía que contarle. Me
había olvidado por completo, absorto en mis recuerdos infantiles.

Si, me voy a casar – le dije casi sin pensar pero inmediatamente me quedé callado. No
pude decirle más nada.

Sonó el teléfono. Ella hizo un gesto de sentir cierta molestia por eso. Atiende. Voy para
allá, ya vuelvo.

¿A dónde vas mamá? Lo dije y me quedé callado nuevamente.

Me llaman por un problemita que tuvieron con un paciente. Me necesitan en forma


urgente.

Como si una voz dentro mío lo hubiera dicho sin que yo hiciera ningún esfuerzo. Y volvía
a repetir, mas alto, y más fuerte, con una indicación que resultaba una amenaza: ¿A
dónde vas mamá? ¡Esta es tu casa, pase lo que pase!

Ella se paralizó. De repente, se acercaron los guardias de seguridad, que no estaban lejos
de allí, me observaron de arriba abajo, pero mi madre, consciente de la situación les
indicó que estaba todo bien, que se retiraran, que estaba todo controlado. Volvió a tomar
el teléfono y avisó que no podía ir, que se arreglaran ellos, y brindó una explicación de lo
que tendrían que hacer.

Entonce ella me acercó un vaso de agua. Tomé sin respirar, dejé el vaso, ella volvió a
servirme otro vaso. Volví a tomar el vaso casi sin respirar. Comencé a relajarme, sentí la
distensión de mis músculos. Nunca había llorado en toda mi vida, que yo recuerde.
Empecé a llorar amargamente, sin parar, me brotaban las lagrimas, desconsolado. Dije
simplemente, perdón mamá, me salió también desde el fondo del alma, como si no fuera
yo el que lo estuviera diciendo, como si me lo dictara alguien desde el más allá, o desde
el más acá, como un niño pequeño que se disculpa tiernamente con su madre.

Tuve que hacerlo. Me dijo con más remordimiento que culpa. Se paró dificultosamente
frente al escritorio, empezó a dar vueltas a la sala, con la mirada perdida, como buscando
una salida, como aquella vez, inexistente. Lo dijo e inmediatamente se calló. Buscaba
palabras que no sirvieran solo de excusas. Parecía no encontrarlas, balbuceaba.

Volvieron a llamarla por teléfono.

Pero después pensé que debería decirle algo, lo que pensaba acerca de ella, de su
actitud, de su verguénza, que también era mi vergüenza. Sentí vergüenza y desprecio.
Imaginé tomandola del cuello, obligandola a decirme porque nos había abandonado,
porque había soportado la humillación de su familia, porque…Todo eso en un segundo,
apoyé mi maño en el escritorio, tomé el conmutador y llamé a la guardia.

Lo que dura el remordimiento, dura la pena.

Quisiera que vuelva, pero que no me perdones.

Se hace pis en los pantalones, pero lo nota a la salida,cuando vuelve a tomar el colectivo.

La charla tiene que ser distendida, él tiene que contarle todo como conoció a su novia,
tiene que contarle de sus hermanos que están haciendo. Ella tiene que interesarse por
todo, preguntar, mostrarse preocupada, contarle también todo lo que hizo desde que los
abandonó, con cierta naturalidad, con total naturalidad. Pero al final tiene que haber algo,
una palabra, que irrumpa, un recuerdo, que haga aparición de algo, que rompa la escena,
algo como rosebud, que esté mencionado al principio.

Inmediatamente apareció mi madre. Su rostro, todavía juvenil, denotaba cierta


tranquilidad de espíritu. Nos saludamos con afecto, pero sin efusividad, como si nos
hubieramos visto el día anterior. Me preguntó con interés cual era el motivo de mi visita.
Denotaba recibir visitas diariamente en ese mismo lugar, se desenvolvía con naturalidad y
corrección. Le dije que era su hijo mayor, y que venía a instancias de mi novia a invitarla a
mi casamiento. Le aclaré tamibén que la invitación era puramente formal y que entendía
de antemano las justificaciones que pudieran impedir su efectiva realización. Ella me
escuchó pensativa, e inmeditamente, sin darle demasiada importancia a mis
explicaciones, me preguntó por todo, por mi novia, donde la había conocido, si estaba
enamorado, y como pensaba sostener el matrimonio, si tenía trabajo, y yo le fue
respondiendo. Como pude, aunque me daba un poco de vergüenza contarle ciertas cosas
a esa mujer, que era a la vez mi madre y también una desconocida. Se mostraba
vivamente interesada en todo lo que había hecho, y en como estaba proyectando mi vida.
También me preguntó por mis otros hermanos. No parecía tener mucha información sobre
mi vida y sobre la vida de mis hermanos, excepto que habíamos sido criados en el campo
por la hermana de papá. Traté de no mencionar nada que pudiera ofenderla. Como la
conversación se animaba cada vez más, intercambiando algunas sonrisas cómplices, me
animé a preguntarle sobre su vida, especialmente sobre su trabajo en el hospital, como
empezó a trabajar allí. Me contó con entusiasmo como empezó primero como auxiliar de
limpieza, como los médicos la animaron a estudiar enfermería, y como finalmente la
trasladaron a la maternidad por la facilidad que demostraba para tratar con recién
nacidos.

Cuando salí de la maternidad me sentía aliviado y contento. Sin saber por qué. Decidí
comprar algo para comer en el negocio de enfrente y sentarme en la plaza a comer y a
reponer fuerzas para volver a casa. Estuve sentado en un banco de la plaza. Los niños,
creo que eran tres, tal vez cuatro, jugaban alternativamente en un columpio todo
destartalado, y y en un tobogán que estan al costado de mi banco. Podía verlos y
escucharlos claramente. Hablaban entre ellos sin parar, felices, como si fuera la primera
vez que los llevaran a la plaza.

Se acercaron unas palomas al banco. Al principio hice un gesto de desagrado para


sacarmelas de encima. Después, instintivamente, les tiré unas miguitas. Picoteaban cada
una de ellas, desesperadas, hambrientas. Esperban con avidez a que volviera a tirarles
más miguitas de pan. Al rato, cuando se me terminó el pan, fatigado, me paré y me
dispuse a volver a casa. Las palomas siguieron allí. Una de ellas me siguió hasta que
abordé el colectivo. Despues ya nos perdimos de vista.

Ideas:

- En ese momento el recuerda a su hermanita fallecida, al abandono, contrasta con


la preocupación que su madre demuestra por esos chicos extraños.
- Se mostraba vivamente interesada en todo lo que había hecho, y en como estaba
proyectando mi vida. También me preguntó por mis otros hermanos. No parecía
tener mucha información sobre mi vida ni tampoco sobre la vida de mis hermanos,
excepto que habíamos sido criados en el campo por la hermana de papá. Traté de
no mencionar nada que pudiera ofenderla.
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- Inmediatamente apareció mi madre. Al principio me sorprendio la imagen de esa
señora mayor. Caminaba con cierta dificultad, apoyada en un bastón. Mis poquitos
recuerdos, ahora reactualizados, me devolvían una imagen lejana de una jovencita
delgada y de mirada tranquila.
- Buen día, le dije simplemente. Aunque sentía la extraña sensación de decirle
mamá, buen día mamá, no pude hacerlo. O no supe. Mi mamá había sido mi tía, y
ella, una extraña.
- Buen día hijo, te estaba esperando. Intentó acercarse para saludarme, pero ante
mi desconcierto, que pudo interptretar como un rechazo, optó por una leve
inclinación de cabeza.
- Me sorprendió extrañamente que me dijera que me estaba esperando. Nadie
sabía que yo haría esa visita, excepto mi novia. Por eso creí entender en esa
locución una cortesía propia de la situación o la expresión de una larga espera que
se habría demorado quiza casi toda una vida.
- Nos quedamos en silencio. Me senté sin decir palabra. Quise hablar pero no pude.
No recordaba para qué ni porque estaba allí. Me miraba las manos para no mirarla
a ella. Creo que algo de su rostro me atraía y perturbaba a la vez. Sentía que ella
debía darme una explicación. Recordé al tío Ernesto en el patio de casa, como
dormido, imaginé a mi padre atravesando caminos para escapar del país, recordé
a mi hermanita Rosalia con sus ojitos grandes y esa carita llena de granos.
Sumido en esas elucubraciones escucho que mi madre se dirige a mi, sonriendo.
- ¿Me dijeron que te vas a casar? ¿Es cierto? – pregunta mi madre mirandome a los
ojos. Vuelvo a tomar conciencia de donde estoy. Claro, era eso lo que tenía que
contarle. Me había olvidado por completo, absorto en mis recuerdos infantiles.
- Si, me voy a casar – le dije casi sin pensar pero inmediatamente me quedé
callado. No pude decirle más nada.
- Sonó el teléfono. Ella hizo un gesto de sentir cierta molestia por eso. Atiende. Voy
para allá, ya vuelvo.
- ¿A dónde vas mamá? Lo dije y me quedé callado nuevamente.
- Me llaman por un problemita que tuvieron con un paciente. Me necesitan en forma
urgente.
- Como si una voz dentro mío lo hubiera dicho sin que yo hiciera ningún esfuerzo. Y
volvía a repetir, mas alto, y más fuerte, con una indicación que resultaba una
amenaza: ¿A dónde vas mamá? ¡Esta es tu casa, pase lo que pase!
- Ella se paralizó. De repente, se acercaron los guardias de seguridad, que no
estaban lejos de allí, me observaron de arriba abajo, pero mi madre, consciente de
la situación les indicó que estaba todo bien, que se retiraran, que estaba todo
controlado. Volvió a tomar el teléfono y avisó que no podía ir, que se arreglaran
ellos, y brindó una explicación de lo que tendrían que hacer.
- Entonce ella me acercó un vaso de agua. Tomé sin respirar, dejé el vaso, ella
volvió a servirme otro vaso. Volví a tomar el vaso casi sin respirar. Comencé a
relajarme, sentí la distensión de mis músculos. Nunca había llorado en toda mi
vida, que yo recuerde. Empecé a llorar amargamente, sin parar, me brotaban las
lagrimas, desconsolado. Dije simplemente, perdón mamá, me salió también desde
el fondo del alma, como si no fuera yo el que lo estuviera diciendo, como si me lo
dictara alguien desde el más allá, o desde el más acá, como un niño pequeño que
se disculpa tiernamente con su madre.
- Tuve que hacerlo. Me dijo con más remordimiento que culpa. Se paró
dificultosamente frente al escritorio, empezó a dar vueltas a la sala, con la mirada
perdida, como buscando una salida, como aquella vez, inexistente. Lo dijo e
inmediatamente se calló. Buscaba palabras que no sirvieran solo de excusas.
Parecía no encontrarlas, balbuceaba.
- Volvieron a llamarla por teléfono.
-
- Pero después pensé que debería decirle algo, lo que pensaba acerca de ella, de
su actitud, de su verguénza, que también era mi vergüenza. Sentí vergüenza y
desprecio. Imaginé tomandola del cuello, obligandola a decirme porque nos había
abandonado, porque había soportado la humillación de su familia, porque…Todo
eso en un segundo, apoyé mi maño en el escritorio, tomé el conmutador y llamé a
la guardia.
- Lo que dura el remordimiento, dura la pena.
- Quisiera que vuelva, pero que no me perdones.
- Se hace pis en los pantalones, pero lo nota a la salida,cuando vuelve a tomar el
colectivo.
-
- La charla tiene que ser distendida, él tiene que contarle todo como conoció a su
novia, tiene que contarle de sus hermanos que están haciendo. Ella tiene que
interesarse por todo, preguntar, mostrarse preocupada, contarle también todo lo
que hizo desde que los abandonó, con cierta naturalidad, con total naturalidad.
Pero al final tiene que haber algo, una palabra, que irrumpa, un recuerdo, que
haga aparición de algo, que rompa la escena, algo como rosebud, que esté
mencionado al principio.
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