Monica Peñalver - Saga Galesa 01 - Adorable Canalla
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SAGA GALESA, 01
ADORABLE CANALLA
A Javi, Kike y Elisa, mis cuñados
A todos mis sobrinos, Joshua, Iván, Borja, Adrian,
Manel, Juan, Pablo y Carmen.
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ÍNDICE
Capítulo 1 4
Capítulo 2 8
Capítulo 3 19
Capítulo 4 32
Capítulo 5 53
Capítulo 6 68
Capítulo 7 76
Capítulo 8 102
Capítulo 9 113
Capítulo 10 134
Capítulo 11 144
Capítulo 12 151
Capítulo 13 178
Capítulo 14 198
Epílogo 204
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA 207
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
Capítulo 1
Leni Buxter avanzó con seguridad a lo largo del corredor que conducía a la
parte posterior de la mansión de Darko Foster. El cuero duro de sus zapatos
repiqueteó contra el lustroso suelo de mármol hasta detenerse ante la puerta del
despacho. Allí tomó aire y santiguándose mentalmente giró el picaporte de la puerta
de la lujosa estancia.
Darko Foster levantó la mirada del montón de papeles que había sobre su mesa
dejando escapar una nube de humo de la boca.
—¡Leni! precisamente estábamos hablando de ti —dijo apuntándolo con el
extremo de su cigarro.
—Me pregunto si eso debería agradarme —gruñó.
Saludó con la cabeza al contable y brazo derecho de Darko, Harper Reynolds, y
se dejó caer sobre un sillón cercano. Luego cruzó las piernas a la altura de los tobillos
para examinar con orgullo sus nuevos pantalones de satén. Todos los que conocían a
Leni Buxter sabían de su pequeña debilidad por la moda.
Darko observó a su lugarteniente con los ojos entrecerrados. Luego, dejando su
cigarro a un lado, tomó una copa de brandy que tenía servida y se la llevó a los
labios. La estimulante bebida se deslizó por su garganta reconfortándolo. Permaneció
con la copa levantada mientras seguía estudiando con detenimiento al recién llegado.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó colocando sus largas piernas sobre el
escritorio de roble macizo.
Leni chasqueó la lengua, signo evidente de malas noticias.
—No le va a gustar, jefe.
—Prueba a ver —lo animó Darko arrastrando consigo el acento cockney típico
de los barrios bajos londinenses.
—Se trata de Loreen…
Darko frunció levemente los labios y miró de reojo a Harper. Este soltó un
suspiro a modo de «ya te lo dije».
—¿Qué le ocurre?
—Se ha ido de la lengua.
La expresión calmada de Darko paralizó a ambos hombres. Aquella quietud
deparaba, por lo general, arrebatos de cólera mal dominada.
—¿Estás seguro? —preguntó posando su copa suavemente.
—Parece ser que se ha ido de la lengua.
Darko no dijo nada, asimiló esas palabras sorbiendo de su copa. Aquella
quietud solía deparar arrebatos de cólera mal dominada.
—¿Estás seguro, Leni? —inquirió tras un largo silencio.
—No al cien por cien —le contestó—, pero parece ser que uno de los chicos del
puerto la vio hace un par de días en compañía de Sam Lartimer, el inspector de
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aduanas.
Diciendo esto, Leni no pudo evitar revolverse nervioso contra el cuero del
sillón. ¡Maldita suerte! ¡Tenía que haberle tocado a él anunciarle a Darko que su
última amante le había traicionado!
Loreen no era más que una zorra, hermosa, sí, pero una zorra al fin y al cabo.
Encaprichado por su espectacular físico, Darko había decidido sacarla del tugurio de
mala muerte donde se ganaba la vida como actriz de segunda fila para convertirla en
su amante. La muchacha tenía muy claro que podía ganarse la atención de cualquier
hombre y, de hecho, había conseguido que uno tan poco dado a los asuntos del
corazón como Darko Foster la colmara de costosos regalos e incluso le comprara una
pequeña casita. Sin embargo, después de un cierto tiempo Loreen había llegado a la
conclusión, poco acertada, de que era el momento de pedir más. Darko la había
mandado al infierno harto de sus exigencias, a lo que la mujerzuela reaccionó
montando un escándalo en toda regla durante el cual profirió un sinfín de amenazas,
amenazas que quizás no fueron tomadas suficientemente en serio.
Profiriendo una contundente maldición Darko se puso en pie y, tomando su
cigarro en una mano y la copa en la otra, se acercó hasta la chimenea para observar el
fuego.
—Hoy los muelles estaban llenos de guardias. ¡Tenías que haberlos visto,
Darko! —Escupió Leni con el desprecio propio que todo ladrón siente por los
representantes de la ley—. Estaban por todas partes.
—¿Entraron en mis almacenes? —preguntó Darko.
Leni asintió.
—Esos imbéciles lo pusieron todo patas arriba.
La mirada de Darko se oscureció. Mordiendo con impaciencia su cigarro instó a
Leni a continuar.
—El chivatazo funcionó bien. Sacamos todo el licor anoche y ahora está camino
del norte. —Leni se permitió una sonrisa de jactancia.
—Encárgate de recompensar a nuestro confidente.
—No creo que eso… —intervino el contable, pero Darko alzó una mano para
interrumpirle.
—Parece que todavía no te has dado cuenta de los beneficios que aporta el
soborno. Si la corrupción del sistema actúa en nuestro favor, ¿por qué no
aprovecharnos?
—No creo que sea ético —afirmó con la simplicidad propia de los hombres
honorables que dividen las acciones del hombre en buenas o malas.
—Nada lo es en estos días —zanjó Darko malhumorado.
Leni festejó esas últimas palabras con una risita despectiva. Sus diferentes
educaciones hacían de Reynolds y Leni dos hombres tan diferentes como la noche y
el día. La honorabilidad del contable actuaba como voz de la conciencia dentro de la
extraña familia que conformaban Darko y su gente. Una voz bastante fastidiosa
según las ocasiones.
Los pensamientos de Darko regresaron a Loreen, la responsable de todo ese
desaguisado. Su traición había conseguido encenderle la sangre. ¡Pequeña zorra
consentida! Después de todo lo que había hecho por ella… En un súbito arrebato de
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furia arrojó la copa contra la chimenea. Cientos de cristales se diseminaron por el
suelo y la alfombra.
Una cosa era cierta, si la chica había traicionado a Foster, había cometido el peor
error de su vida.
—Leni, quiero que me la traigas esta noche a los almacenes. Si ha hablado más
de la cuenta, le arrancaré la lengua.
—De acuerdo, jefe.
—Que Tom te acompañe —ordenó arrojando el cigarro a las llamas.
Leni asintió levemente mientras se ponía en pie para dirigirse hacia la puerta.
—Se la traeré, jefe —le aseguró antes de abandonar el despacho.
Al salir Leni, Darko se quedó dando vueltas por la habitación maldiciendo con
palabras encendidas. Harper Reynolds lo observaba en silencio mientras recogía en
su carpeta los papeles que había llevado consigo. Esa tarde el humor de Darko le
impediría seguir trabajando.
—No quiero ser pedante, pero he de decir que te lo advertí —comentó el
contable, incapaz de morderse la lengua.
Darko le lanzó una mirada asesina.
—Cierra la boca, Harper.
—¡Está bien!, pero la próxima vez no me pidas consejo.
—No me hace falta tu aprobación para acostarme con una fulana.
—Tampoco te la daría. Tus gustos difieren bastante de los míos.
—¡Oh, claro! Soy demasiado burdo, ¿no es cierto? Debería presentarme en uno
de esos salones llenos de aristócratas estirados y golfas vestidas de dama y cortejar a
una dulce virgen que me deje subirle la falda.
—Dudo mucho que tuvieras la oportunidad —criticó Reynolds con acritud.
—¿Por qué? ¿Acaso mis modales no están lo bastante pulidos?
—Tu problema, Darko, es que sólo reconoces dos tipos de mujeres.
—Sí, las zorras y las santurronas, y te aseguro que esa clasificación me ha
evitado muchos problemas.
—Déjalo, no lo entenderías.
—Yo sólo espero una cosa de las mujeres, que sean fogosas en la cama.
—Entonces no esperes fidelidad de ellas.
—No me importa compartir una mujer mientras me guarde lealtad.
Reynolds sacudió la cabeza.
—Algún día cambiarás de opinión…
—Eso querrá decir que habré perdido la sesera y entonces mereceré todo lo que
me ocurra.
—¿Sabes? Cualquier día encontrarás una bonita muchacha que te haga perder
la cabeza —sentenció Reynolds.
Darko hizo oídos sordos a esas últimas palabras; no era de los que se
enamoraban, nunca lo había hecho y creía firmemente en su incapacidad para
hacerlo. Sencillamente, esa clase de relación no entraba dentro de sus planes de vida.
Rápidamente desechó esos pensamientos para centrarse en Sam Lartimer. Ese
maldito bastardo había sido nombrado inspector de aduanas dos años antes, y desde
entonces, los dos hombres habían estado jugando al ratón y al gato, quedando
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Capítulo 2
Agazapados tras una columna, Leni y Tom observaban a Loreen, que se dirigía
a una de las numerosas tiendas de Oxford Street.
—Esperamos a que salga y la cogemos.
—La esperamos y la cogemos —repitió Tom tontamente con la vista fijada en el
otro lado de la calle. La inteligencia de aquel gigante no brillaba precisamente por su
rapidez y Leni no podía evitar regodearse a su costa.
—Serías un estupendo papagayo —comentó Leni.
La burla enfureció al hombretón. Su mano, del tamaño de un melón, se cerró en
un puño atrapando por la pechera el escuálido cuerpo de su compañero.
—¿Te estás burlando de mí? —preguntó zarandeándolo. Leni se pasaba la vida
tomándole el pelo, y lo peor era que Tom no sabía cuándo lo hacía y cuándo no.
—No. Vamos grandullón, ¿cómo iba a hacer yo eso? ¡Eh! ¡Suelta! Me estás
arrugando la chaqueta y me costó un ojo de la cara.
Tom se lo acercó para observar su rostro. Leni fingió una sonrisa beatífica
mientras trataba de apartar la mano del paño de su chaqueta.
—¡Mira Tom! —dijo señalando al otro lado de la calle.
En ese preciso momento una dama salía de una tienda y se dirigía acompañada
de un hombre calle arriba.
Con esa distracción, Leni consiguió desasirse y estirando el cuello de su
chaqueta rió por lo bajo.
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una mirada de suspicacia desde su cuaderno de notas.
—Hacia la derecha por favor, querida.
¿Qué había llevado a Alanis a dejarse embarcar en semejante aventura? Apenas
dos semanas antes su vida transcurría plácidamente en Blackwood y, de repente, se
encontraba en Londres con su muy querida tía Gertrud preparando por todo lo alto
su presentación en sociedad. Era ridículo, nadie hacía una presentación en sociedad a
una edad tan avanzada. Se iba a convertir en blanco de comentarios maliciosos y no
podría evitar que circularan mil y una elucubraciones acerca de por qué había
tardado tanto en hacerlo. El hecho de convertirse en el centro de atención de la alta
aristocracia londinense le provocaba un pánico atroz e intensificaba sus deseos de
regresar a casa lo antes posible. Pero tras la apresurada boda de su hermana, tía
Gertrud había centrado en ella sus aspiraciones matrimoniales. La retirada, por tanto,
no era una opción.
En los planes de tía Gertrud, el punto número uno era dotar a la joven de un
vestuario adecuado que asegurara su éxito en sociedad. Así que, a lo largo de la
última semana, Alanis no había hecho otra cosa que estirar los brazos, subirse a
banquetas, girar e intentar mostrar algo de interés por el corte de sus vestidos. Pero
sus fuerzas tenían un límite…
En ese momento sonó la campanilla de la puerta indicando la entrada de un
posible cliente.
Las tres mujeres apostadas alrededor de Alanis se volvieron curiosas hacia la
recién llegada. Alanis, ensimismada, suspiró mientras dejaba caer los brazos.
La señora Gibbons reconoció enseguida a la señorita Loreen. No hacía mucho,
Darko Foster había gastado una importante suma de dinero en un escandaloso
vestuario para ella. Sabiendo cuan generoso era el señor Foster con sus amantes, era
muy posible que la señorita Loreen quisiera realizar un nuevo pedido. La codicia
iluminó los ojos de la costurera.
—Si me disculpa, querida, será sólo un instante —se apresuró a decir mirando
de reojo a Loreen.
—No se preocupe por mí —la apuró Alanis agradeciendo aquella súbita
intervención—. Creo que necesito un descanso —concedió suspirando de alivio.
Luego, volviéndose hacia su tía Gertrud, le dijo—: Saldré a la calle. Necesito tomar
aire fresco.
—Coge tu capa, no vayas a resfriarte.
—Sólo será un instante, el frío me reanimará.
—¡No te alejes de la puerta! —le aconsejó la mujer, absorta ya en los diseños
dispuestos sobre la mesa—. ¡Y no hables con ningún extraño! No sabes con cuántos
sinvergüenzas puede una encontrarse hoy día.
—Sí, tía Gertrud —musitó Alanis haciendo sonar la campanilla de la entrada al
abrir la puerta—. Volveré en unos segundos.
Alanis agradeció el frío del exterior. Caminó despacio bajo el soportal sin
alejarse demasiado de la entrada. En una de las esquinas del edificio había una
pequeña balaustrada en la que se apoyó para observar la calle.
Más allá de la luz de las farolas, la ciudad estaba oscura. El bullicio parecía
haber disminuido considerablemente, pero aun así seguía llamando la atención de
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Alanis, poco acostumbrada a él. Observó con interés un carro cargado de carbón que
pasaba lentamente por la calle. Lo conducía un hombre de mediana edad al que
acompañaban un niño y un perro. Más atrás, siguiéndolos a pie, una mujer
anunciaba a gritos la mercancía. Los elegantes transeúntes apenas le prestaban
atención mientras se dirigían a sus lujosas mansiones o paseaban en lustrosos
carruajes. Todo en Londres parecía vertiginoso y rápido comparado con su
Blackwood natal. Alanis aún no acertaba a pensar si eso era bueno o malo; era una
ciudad injusta y a la vez llena de oportunidades.
Absorta en sus pensamientos, Alanis oyó sonar la campanilla de la tienda. Se
volvió hacia la puerta y vio salir a una mujer. Era la misma que había entrado
minutos antes, fácilmente identificable por su colorido cabello rojo y su llamativa
capa verde. Apenas había dado unos pasos cuando un hombre pasó junto a ella y le
murmuró algo que la hizo sonreír y pestañear afectadamente. Alanis observó la
escena aun sabiendo que estaba mal. Sabía que lo más conveniente hubiera sido
entrar en ese mismo momento, pero algo la llevó a permanecer allí, observando con
curiosidad a la mujer mientras ésta se colocaba con coquetería los guantes.
Al otro lado de la calle, dos hombres observaban a la recién salida sin pestañear.
¿Qué tendría esa mujer que tanto atraía a los hombres? La extraña pareja no le
quitaba la vista de encima. Uno de ellos pareció decirle algo al otro y ambos
comenzaron a cruzar la calle en su dirección.
«¡Vaya facilidad para atraer a los hombres!», pensó Alanis ajustándose la cofia
sobre los rizos.
Cuando los dos hombres alcanzaron a la mujer, se situaron cada uno a un lado
a modo de guardianes.
—Buenas noches, querida —la saludó el más bajo de ellos llevándose la mano a
una vistosa chistera verde.
La mujer emitió una especie de jadeo al sentir que la tomaba por el brazo.
—¿Serías tan amable de acompañarnos?, si no te supone una molestia, claro —
murmuró tirando de ella sin ninguna delicadeza.
¿Se conocían? La pregunta retumbaba intermitentemente en la cabeza de
Alanis. ¿Por qué la mujer parecía tan asustada entonces?
—¡Sol… soltadme! —tartamudeó aterrorizada.
—¡Ah! ¡Ah! Ni se te ocurra montar un numerito —la amenazó el hombre
obligándola a caminar.
Alanis miró con urgencia hacia la calle para ver si alguien más estaba
presenciando aquel abuso. La calle estaba desierta. ¿Cómo era posible?, minutos
antes había gente por doquier. Tragando saliva se volvió de nuevo.
«¡Se está cometiendo un secuestro! —pensó—, ¡y yo soy la única testigo!». La
mujer luchaba desmadejadamente tratando de librarse de los dos hombres que la
arrastraban hacia el otro extremo de la calle.
El corazón de Alanis comenzó a latir con fuerza. La joven no tenía ninguna
posibilidad de escapar de las garras de aquellos dos tipos. Y si ellos conseguían su
cometido, ¿qué sería de la mujer? ¿Moriría asesinada a manos de aquellos gañanes?
Debía hacer algo. Lo más prudente era entrar en la tienda y pedir auxilio, pero ¿y si
mientras tanto los dos hombres desaparecían llevándose consigo a la mujer?
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Sin pensarlo dos veces, comenzó a gritar:
—¡Eh, ustedes… suelten a esa mujer! —dijo señalándolos.
El más bajo soltó una sarta de maldiciones mientras el otro, el que parecía un
Goliat, la miró sorprendido.
—¡He dicho que la suelten! —repitió alzando la voz un grado.
El hombrecillo miró ansiosamente a un lado y a otro.
—¡Cállese la boca! —espetó tirando con urgencia del brazo de la mujer.
Al ver que sus órdenes no surtían efecto, Alanis corrió tras ellos. Al alcanzarlos
se situó detrás del más alto, lo agarró por el faldón del abrigo y tiró de él clavando
los talones en el suelo.
—¡Suéltenla ahora mismo! —insistió.
El hombretón la miró como si se tratara de una araña venenosa, casi con terror.
Su mirada oscura se volvió interrogante hacia su compañero.
—¡Hazla callar, maldita sea! —gruñó éste mientras maniataba a la otra mujer.
—¡Les exijo…! —Alanis se interrumpió abruptamente cuando el gigante se
volvió hacia ella—: ¡Dios Santo! —musitó ahogadamente mirando los dos metros de
humanidad de aquel coloso.
De repente, una enorme mano la asió con la fuerza de un grillete.
—¡Suélteme! —gritó asustada. Empezaba a darse cuenta de que se estaba
metiendo en un grave problema.
—¡Maldita sea, Tom! ¿Quieres que se entere medio Londres? —inquirió el bajo
mientras hacía señales a un carruaje oculto en la oscuridad de un callejón cercano.
El hombretón tiró bruscamente de ella. Confundida, Alanis oyó cómo el
carruaje se acercaba y adivinó, aterrada, que la intención de aquellos hombres era
subirse a él.
Trató de zafarse de la presa del coloso tirando de su brazo, pero como apenas
consiguió nada, se volvió propinándole una patada en la espinilla. El hombretón
ahogó un gemido sin apenas aflojar los dedos. Desesperada, siguió descargando
patadas en las piernas del hombre. A esas alturas, el terror dominaba todos sus actos
y apenas lograba coordinar sus movimientos. Abrió la boca para chillar de nuevo,
pero en ese mismo instante alguien le introdujo un trapo maloliente en la boca.
Aterrada, creyó que se iba a desmayar de un momento a otro.
«¡Aún no, Alanis Benedit! ¡Tienes que seguir luchando!», le reconvino una voz
interior. Negándose a abandonar, aplicó nueva fuerza a sus temblorosas piernas y
estiró la mano para arañar el rostro del más bajo, que se había acercado para ayudar
a su compañero.
—¿Tienes que ser tan cuidadoso? ¡Acaba con esto de una vez! —ordenó Leni
apartando el rostro de aquellas pequeñas garras justo a tiempo—. ¡Por Dios, Tom,
agárrala! —exclamó antes de recibir un derechazo en el ojo. Su elegante chistera salió
disparada hacia un charco cercano—. ¡Maldita puta! —La furia encendió sus
redondos ojos—. ¡Era mi mejor sombrero! —le gritó sujetándola con extrema
violencia por las muñecas.
El gigante se inclinó para atrapar sus piernas y de repente, Alanis se vio alzada
como un saco. De nuevo el terror se apoderó de ella. No podía dejar que se la
llevaran.
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Logró liberar una pierna de los gruesos brazos del gigante y aplicó todas sus
fuerzas en lanzarle una patada. El golpe debió de ser efectivo porque del hombre
brotó un gemido apagado, como el de una bestia herida de muerte. Acto seguido, se
tambaleó soltando por completo a la joven. Alanis había acertado a golpear justo en
los testículos del coloso.
La repentina libertad la cogió por sorpresa y no tuvo más remedio que asirse al
otro hombre para no caer al suelo de plano. Sin saber muy bien cómo, ambos
acabaron en el suelo en un revuelo de faldas, barro y piernas.
A esas alturas, muchos curiosos se habían acercado a la trifulca. Era cuestión de
segundos que se dieran cuenta del intento de secuestro de la joven que en aquellos
momentos luchaba desesperadamente por ponerse en pie. La situación requería
medidas drásticas o Leni tendría que darle explicaciones a Darko de porqué una
tarea tan sencilla como era ir a buscar a Loreen había dado lugar a un escándalo
público.
Leni la agarró por el ruedo del vestido y a base de tirones consiguió mantenerla
en el suelo.
—Lo siento, monada, pero tú te lo has buscado —gruñó lanzando su puño
contra la barbilla de la muchacha.
Un segundo después todo se había vuelto oscuro.
Un incesante traqueteo del suelo obligó a Alanis a abrir los ojos. Desorientada,
trató de identificar el lugar donde se hallaba. Un agudo dolor se clavaba en su
espalda y en su mandíbula. Trató de moverse, pero algo se lo impedía. Lentamente la
nube de confusión en la que se encontraba sumida se fue difuminando para dar paso
a la aterradora realidad: había sido raptada.
Su corazón se aceleró avivando su instinto de supervivencia. ¡Necesitaba
ayuda! Pensó con desesperación en su tía Gertrud, que sufriría una apoplejía cuando
se percatara de su ausencia, y sus padres… ¡Calma! Necesitaba calma para pensar en
cómo salir de aquella situación.
Se hallaba dentro de un carruaje amordazada y atada de pies y manos, analizó.
Los secuestradores ni siquiera se habían molestado en colocarla sobre el asiento, sino
que se habían limitado a depositarla sobre el suelo rodeándola con sus pies. En el
interior del vehículo reinaba la penumbra y apenas era posible distinguir a los
ocupantes. Alanis agudizó el oído tratando de escuchar sus murmullos.
—¡Estúpidos ignorantes! Ahora sí que la habéis hecho buena. Habéis raptado a
una dama —decía una voz femenina que Alanis identificó como la de la mujer
pelirroja. Esta parecía estar tratando de mover sus piernas, atadas al igual que las de
Alanis.
Tom miró hacia el suelo donde la joven dama yacía.
—No deberíamos haberla traído —dijo frunciendo el ceño.
Leni carraspeó incómodo, pero se negó a admitir su error.
—¿Y qué querías que hiciéramos? Se lo ganó por entrometida. Además, tengo
mis dudas de que se trate de una dama.
—Leni, tú no sabrías distinguir a una dama ni aunque te topases con la
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mismísima reina —se burló la mujer.
—Cállate, zorra. Es por tu culpa que nos encontramos en esta situación.
—¿A quién llamas zorra, maldito cabrón?
—¡No os peleéis! —medió Tom deteniendo la trifulca que se avecinaba—. ¿No
deberíamos dejar que se sentara? —preguntó mirando el bulto a sus pies—. No había
por qué golpearla, Leni.
Alanis dejó escapar un bufido ahogado bajo su mordaza. Al fin algo inteligente.
—¿Y qué diablos querías que hiciera? Un minuto más y todos los guardias de
Londres hubieran caído sobre nosotros.
—¿Qué vamos hacer con ella? —preguntó Tom apenado.
—Darko decidirá.
Loreen dejó escapar una exclamación.
—Sí, preciosa, tú también tienes motivos para tener miedo. Darko te dará tu
merecido.
—¡Yo no he hecho nada! —se defendió Loreen.
—Sí, y yo soy cura. Explícaselo al jefe cuando lo tengas delante —escupió Leni
despectivamente—. Deberías haber mantenido la bocaza cerrada en vez de haber
hablado con quien no debías. En cuanto a ésta —señaló golpeando con la puntera de
su zapato el trasero de Alanis— no me da ninguna pena. Tengo el ojo morado por su
culpa y mi mejor sombrero echado a perder. Y tú —dijo señalando a Tom— no
deberías olvidar tan rápido lo que duele una patada en los huevos.
—¡Eres un animal! —exclamó Loreen ofendida.
Y eso mismo hubiera gritado Alanis de haber podido. ¿Adónde la llevaban y
quién era ese tal Darko? Estaba claro que había cometido un error de cálculo al
querer ayudar a Loreen y pensar que la mujer no conocía a sus secuestradores.
El carruaje se detuvo al fin. Los densos olores del Támesis se colaron a través de
las ventanas del coche. El chapoteo del agua y el crujir de las amarras dieron a Alanis
una idea acertada de dónde se encontraban: los muelles.
Los dos hombres bajaron del carruaje e hicieron salir a Loreen a trompicones.
—Coge a tu dama, la llevaremos adentro.
—Ella no es mi dama —protestó Tom, pero se volvió para obedecer—. Lo siento
señorita —se excusó arrastrando a Alanis por el suelo del carruaje—, pero no se
preocupe, no le haremos daño. —Luego la cargó sin dificultad sobre su hombro.
Alanis ahogó un quejido al verse colgando de nuevo como un triste fardo.
Levantó la cabeza tratando de atisbar el lugar, un patio cerrado con altos muros de
ladrillo. Apostados alrededor del recinto cerrado, cinco vigilantes estallaron en risas
al ver a las dos mujeres. Entraron en una de las naves de las tres que se alineaban en
torno al patio escasamente iluminado.
A través de su melena desgreñada, Alanis pudo observar el interior del local,
cubierto por montones de sacos apilados y bien ordenados a lo largo de las paredes.
Llegaron a una pequeña habitación decorada con muebles viejos y apolillados que
parecía ser una oficina. Leni sentó a Loreen en una silla colocada en el centro de la
estancia. Alanis fue descargada sin más en una esquina, sobre una pila de sacos
viejos.
—Darko llegará en un momento. Yo que tú comenzaba a rezar —avisó Leni
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señalando a Loreen.
El rostro de la mujer se transmutó en una máscara de auténtico terror, gruesas
lágrimas se deslizaron por su rostro maquillado.
—Tenéis que creerme, yo no he dicho nada —gimoteó.
Alanis se compadeció de ella, el nombre de Darko parecía producirle auténtico
pavor. Se preguntó a qué clase de monstruo iba a enfrentarse y no pudo evitar que
un escalofrío le helara la sangre; luego le tocaría a ella.
Darko avanzó con desenvoltura a lo largo de la nave en penumbras, conocía
cada palmo del lugar. Inspiró brevemente el olor acre para reconfortarse con él. Su
vida había sido una continua lucha para la consecución de un único sueño, ser rico.
Podía presumir de haberlo conseguido a la temprana edad de veintiocho años.
Aquellas naves llenas de mercancías eran toda su vida.
—Buenas noches —saludó al entrar en el pequeño despacho con la
desenvoltura de un cazador en su territorio.
La profunda voz hizo que Alanis levantara la cabeza. Desde su posición pudo
ver a un hombre alto junto a la puerta. Se preguntó si sería aquél el famoso Darko.
El hombre avanzó con elegancia felina hasta situarse detrás de Loreen, que se
retorcía contra sus ataduras.
—Loreen —dijo masajeando los tensos hombros de la mujer con la delicadeza
de un atento esposo—, espero que Leni y Tom te hayan tratado correctamente.
Su voz suave, casi sedosa erizó la piel de Alanis. De espaldas a él la joven no
podía ver su rostro, pero según notó, pese a estar inclinado sobre Loreen, su altura
era llamativa. Los anchos hombros poseían una envergadura considerable en
elegante y masculina proporción con sus estrechas y firmes caderas. Llevaba el
oscuro cabello corto, excesivamente corto a diferencia de lo que marcaba la moda.
Alanis no pudo evitar estremecerse al comprender que su vida dependía del capricho
de ese hombre.
—Darko, debes creerme, yo no le he contado nada a nadie —lloriqueó Loreen.
—Será mejor que me lo cuentes todo —dijo cerrando suavemente las manos en
torno a su cuello.
—Yo… yo no sé por dónde empezar. —Su cabellera rojiza se agitó velozmente.
—Prueba por el principio, será lo más conveniente —le susurró acariciándole el
oído con los labios.
En el otro extremo de la habitación, Alanis se encogió ante el aura de
peligrosidad que emanaba de ese hombre.
Darko alzó la vista para mirar a Leni, que observaba con una sonrisa burlona la
escena apoyado en la destartalada mesa. Alzó una ceja al observar el desastrado
aspecto de su lugarteniente. Una segunda ceja se alzó al ver un oscuro morado en su
ojo.
Sonrojado, Leni se ocultó tras la mesa y manifestó un súbito interés por el suelo
de piedra gris, rehuyendo así la mirada inquisitiva de Darko.
Éste se encogió de hombros mentalmente, ya averiguaría más tarde a qué se
debía el lamentable aspecto de Leni.
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—¿Y bien querida? Estoy esperando.
—Te quiero —respondió impulsivamente la mujer.
—Me alegro por ti.
Loreen volvió la cabeza hacia el hombre:
—Cuando tú… cuando tú me dejaste, yo… —Se interrumpió con un hipido de
ansiedad.
—¿Sí?
«¡Qué hombre tan ególatra e insufrible! —pensó Alanis—. ¿Qué crimen tan
cruel debe de haber cometido Loreen para tener que soportar algo semejante?».
—… Yo estaba desesperada —prosiguió la mujer.
—¿Y?
—Y Lartimer, él me propuso declarar en contra tuya, pero antes debía encontrar
algo de lo que acusarte.
—¿Y lo hiciste?
—No podía ayudarle. Le dije que siempre me habías mantenido al margen de
tus negocios. Le expliqué que no sabía nada de ellos, que lo único que sabía de ti era
lo bueno que eres en la cama.
—Vaya, gracias. Continúa —ordenó con un gesto autoritario que despertó la
antipatía de Alanis.
—Me amenazó con mandarme a la cárcel si no colaboraba; dijo que podía
inventarse cualquier cosa, desde un asesinato en el que me viera implicada hasta un
robo, y que evitarlo sólo dependía de mí —gimoteó Loreen.
—¿Qué le contaste?
—Nada, lo juro Darko, debes creerme. Sólo le dije que tú negociabas con
muchas cosas y que yo ignoraba si eran legales o ilegales.
—Loreen, odio las mentiras casi tanto como la traición —susurró con voz suave
cerrando nuevamente sus manos en torno al cuello de la mujer—. Por favor, no me
obligues a preguntártelo de nuevo…
Loreen comenzó a sollozar sin control. Era obvio que veía muy cercano su final.
—¡Darko, por favor! —suplicó ella entre lágrimas.
Alanis se removió contra sus ataduras. ¡Nunca había presenciado semejante
irracionalidad!
Darko se enderezó de repente. Parpadeó varias veces observando a Leni. Este
rehuyó su mirada con embarazo. Miró entonces a Tom, que apoyado contra la pared
miraba aprensivamente hacia el fondo de la habitación. Su rostro ancho denotaba
una angustiosa ansiedad.
—¿Sucede algo? —preguntó asaltado por una súbita premonición.
Un quejido a sus espaldas fue la única respuesta. «Algo va mal», pensó antes de
volverse con los ojos entrecerrados.
Allí, a escasos metros sobre una pila de sacos viejos se hallaba una mujer atada
y amordazada.
—¿Qué diablos…?
—¡La culpa es de ella! —se apresuró a decir Leni poniéndose en pie.
El corazón de Alanis se aceleró cuando la atención del hombre se centró en ella.
Como si fuera la misma muerte de quien se tratara, se puso frenética cuando él se
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acercó.
La mano del hombre se estiró hacia su mordaza y sin molestarse en apartar la
enmarañada melena que le cubría el rostro, tiró de ella sin ninguna delicadeza.
—¿Quiere alguien explicarme qué demonios está ocurriendo aquí? —tronó
haciendo que Tom y Leni saltaran sobre sus pies. Incluso Loreen había detenido su
incesante llanto atenta a lo que ocurría a su espalda.
—No tuvimos alternativa, jefe. Fue ella quien se inmiscuyó en nuestros asuntos.
Alanis dejó escapar un bufido.
Darko volvió la atención hacia la enmarañada figura que se debatía por
enderezarse. Alanis se incorporó como pudo y dio un golpe de cabeza para apartar
su cabello, descubriendo al fin un rostro de singular belleza.
—Pero si es una niña —gruñó levemente escandalizado.
—No soy ninguna niña. Para su información acabo de cumplir veintiún años —
dijo sintiendo un dolor agudo en su mandíbula. Movió a un lado y a otro la quijada
probando el grado de dolor que podía tolerar.
Darko observó el movimiento fijamente. Un oscuro moretón deformaba la parte
inferior de aquel rostro ovalado y delicado.
—No tuve más remedio que atizarle, jefe, ella no dejaba de gritar…
—¿La golpeaste? —preguntó Darko suspicaz.
—Sí, pero ya le digo, ella no dejaba de gritar y arañar como una gata. Me dio un
puñetazo y mi mejor sombrero quedó destrozado por su culpa.
—¡Por todos los diablos!, no puedo creerlo. —Darko miró confundido a Tom,
que apartó sonrojado la mirada—. ¿Tú no hiciste nada?
El sonrojo del gigante se hizo más intenso.
—No, jefe —musitó jugueteando infantilmente con un botón de su chaqueta.
—Ella le atizó una patada en sus partes, casi lo deja seco.
La mirada verde de Darko regresó al rostro ovalado de la chica. Miró con
atención sus delicados y casi infantiles rasgos.
—Sus hombres estaban secuestrando a esta pobre mujer, obviamente bajo
órdenes suyas. Yo sólo pretendía ayudarla —se defendió Alanis nerviosa. Tenerle
cerca era como tener una pantera olisqueándole los pies.
Mientras le hablaba, Alanis constató con sorpresa que Darko era un hombre
atractivo. La escasa distancia que la separaba de él le permitía distinguir las ligeras
motas castañas que salpicaban unos ojos intensamente verdes. Las largas pestañas
negras que los bordeaban no conseguían dulcificar su rostro granítico, de facciones
marcadas y fuertes. Sus enjutas mejillas se tensaron mientras descargaba una intensa
mirada sobre ella. Inconscientemente, Alanis tragó saliva al fijar sus ojos en la
seductora boca que se extendía bajo su nariz aguileña. Aquel hombre tenía la belleza
de un lucifer vengador.
Darko la ignoró de nuevo para clavar la mirada en sus hombres.
—No tuvimos más remedio que traerla con nosotros —declaró Leni.
—Les dije que se estaban metiendo en un lío, pero no me hicieron caso —señaló
Loreen tratando de salvar su precaria situación.
—Ella nos había visto, jefe; bien podía ir ante cualquier guardia y contarle lo del
secuestro.
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—¿Ah sí? ¿Y qué podría haber contado? —inquirió Darko furioso.
—Su familia la estará buscando desesperadamente. Por si no te has dado
cuenta, Darko, se trata de una dama —apuntó Loreen.
Ante esa afirmación Darko dio un respingo y dirigió su mirada hacia la joven.
Su vestido manchado y su larga melena revuelta le habían llevado a pensar que se
hallaba ante una pequeña tunante de la calle.
—¿Es eso cierto?
—Mis padres me han hecho educar como tal —confirmó con precaución. Su
exquisita pronunciación no dejó lugar a dudas—. Soy lady Alanis Benedit Sinclair. ¿Y
usted es…?
Darko se puso en pie dejando escapar un gruñido bronco como única respuesta.
Sus ojos verdes relampaguearon con furia ante aquel imprevisto. ¡Una dama! ¡Una
maldita dama!
¡Diablos! ¿Qué se supone que debía de hacer ahora? Secuestrar a una dama era
un delito castigado con la horca. Si Sam Lartimer se enteraba, podría valerse de ello
para echarse sobre él.
—Puedo llevarla a darse un baño al río, nadie se enterará de nada —ofreció
Leni.
Alanis lo miró con un leve parpadeo mientras Tom y Loreen protestaban
vivamente ante semejante ofrecimiento. Desconocía que lo que Leni proponía era,
simplemente, deshacerse de ella arrojándola al Támesis.
—Deberíamos dejarla ir.
La propuesta de Tom tuvo una acogida favorable por parte de Alanis:
—Le aseguro que nadie sabrá nada de esto si me libera, señor. Quedará como
un secreto entre nosotros, le doy mi palabra —prometió solemne.
Darko se volvió de nuevo hacia la joven. La miró incrédulo por unos segundos.
—Hace tiempo que aprendí a desconfiar de la palabra de una mujer. De
momento sácala de aquí —ordenó a Leni—, y procura que no se te vaya la mano.
—Si no le importa, preferiría la compañía del señor Tom.
Darko miró exasperado hacia el rincón que ocupaba la joven.
—El señor Leni y yo no congeniamos demasiado —explicó con una simpatía
que deslumbró a Darko por su naturalidad.
—Llévatela fuera de mi vista —gruñó malhumorado a su lugarteniente—, y que
Tom te acompañe.
—Sí, jefe —respondió ansioso por ganarse su favor. Se acercó a la joven y, sin
ningún miramiento, la agarró por las muñecas atadas—. Vamos, preciosa.
—¿Es necesario que mis piernas estén atadas?
Tom miró a Darko, que con un gesto de la cabeza le permitió soltarle las
ataduras.
—Tranquila señorita, ahora mismo la suelto, no le haré daño —dijo el coloso
sacando un cuchillo de enormes dimensiones de su bota. Se agachó con premura
junto a la joven y le dedicó una sonrisa bobalicona. Alanis le respondió
devolviéndole la sonrisa:
—Gracias, señor Tom.
—¡Señor Tom! —se burló Leni viéndose relegado a un segundo plano.
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Tom cortó la soga con la misma facilidad que si hubiera sido mantequilla. El
punzante dolor que le recorrió las pantorrillas llevó a Alanis a aceptar agradecida el
brazo que le tendía el coloso.
—Gracias —dijo deslumbrando a todos con una sonrisa.
—¡Vamos! —gruñó Leni abriendo la puerta de un tirón. Ahora estaba molesto
porque aquella señoritinga prefería la compañía de su compañero a la suya.
Antes de que salieran Darko les dedicó a los tres una última mirada. La joven,
de por sí delgada, parecía más pequeña aún al lado de su gigantesco ayudante. Pese
al miedo y al fuerte dolor que debía de estar sufriendo por las ataduras, no había
emitido ni un solo sonido de protesta. Su entereza y la manera en que se había
enfrentado a él, sin muestra alguna de temor, le dejaron una grata sensación que se
acrecentó al recordar el modo en que le había sonreído a Tom.
El profundo suspiro que lanzó Loreen le hizo olvidarse de la joven y centrarse
de nuevo en su antigua amante.
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
Capítulo 3
Alanis permaneció sentada sobre un montón de sacos mientras Leni y Tom la
vigilaban. Lanzaba furtivas miradas hacia la destartalada puerta de la oficina y
trataba de agudizar el oído. Finalmente, su nerviosismo la hizo volverse hacia sus
guardianes:
—¿Qué hay en esos sacos? —preguntó señalando al frente.
Leni la miró desdeñoso.
—No es de tu incumbencia.
—Señor Leni, su educación deja mucho que desear —repuso airada.
—No le haga caso, milady. Es mejor que no nos pregunte nada, será más
conveniente para usted —dijo Tom.
Alanis asintió.
—Tan sólo quiero mantener una conversación educada, señor Tom, y
desgraciadamente estoy demasiado tensa para mantenerme callada.
—Lo entiendo.
—Deja de darle coba, no es más que una pomposa entrometida —intervino
Leni.
—Y usted un charlatán mal vestido.
Un vivo color rojo cubrió el rostro y las puntiagudas orejas del hombre. Aquél
era un certero insulto para con su persona.
—Para que lo sepas, este traje me costó un ojo de la cara —la desdeñó ofendido
—. Además, ¿qué puedes saber tú? No eres más que una mocosa sin experiencia.
—Sé lo bastante. Los colores que usa son demasiado estridentes en cualquier
caballero que se precie de serlo. Yo que usted optaría por tonos un tanto más
apagados.
—¿Tonos más apagados? Mi sastre me aseguró que estos colores son el último
grito en París.
—Puede ser, señor, pero decididamente, no van con su persona.
Darko dedicó una profunda mirada a su antigua amante. Loreen había dejado
de llorar tras responder a todas las preguntas que le había formulado. Finalmente,
sus palabras lo habían convencido de que, después de todo, no había informado a
Lartimer de nada especialmente peligroso para su organización.
—Diré a Leni que te acompañe de vuelta a casa. Recoge tus cosas y lárgate de la
ciudad. Me encargaré de buscarte un buen escondite.
Loreen lo miró con tristeza.
—Lo siento, Darko —se disculpó acercándose para rozarle el amplio pecho con
la palma de su mano—. ¿Aún queda alguna posibilidad de que tú y yo…?
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
Darko tomó su mano en un puño y depositó en sus dedos un cálido beso antes
de sonreír ladeando ligeramente la boca:
—Todo ha terminado, Loreen. Lo nuestro era un acuerdo comercial con fecha
de caducidad. Yo buscaba una cama caliente y tú me la proporcionaste de muy buen
grado, algo por lo que he pagado sobradamente —le susurró besándola en la boca.
—¡Eres tan duro! —Loreen lo empujó enfadada, pero Darko la retuvo por la
cintura. Acercó a ella su musculoso cuerpo excitándola con una atrevida caricia sobre
la tela de su vestido.
—Recuerda, Loreen, nada de juegos sucios.
La mujer se apartó de su abrazo con un manotazo.
—Eres el hombre más frío que he conocido, ¿nada te conmueve? Si no tienes
cuidado, Darko Foster, algún día descubrirás que tu corazón está congelado.
—Eso es imposible, querida, recuerda que no tengo corazón.
—¡Oh! —exclamó la muchacha con un mohín que puso de manifiesto las
pequeñas arrugas en torno a su boca.
Darko no pudo evitar estudiarla con el ojo crítico del antiguo amante. ¿Qué le
había atraído de ella? Mirándola de cerca la belleza de Loreen le pareció de pronto
artificial. Su rostro maquillado, su exuberante figura e incluso su cabello se le
antojaron falsos, burdos, tan lejanos de la naturalidad de la otra muchacha…
Se reprendió a sí mismo por aquel pensamiento. ¿Qué demonios le había
llevado a pensar aquello?
—¿Qué piensas hacer con ella?
Darko miró a Loreen que, apoyada con descaro sobre la mesa, esperaba una
respuesta.
—Parecía sincera cuando aseguró que no diría nada. Deberías dejarla ir.
Darko la observó con una ceja alzada.
—Desgraciadamente no puedo hacerlo, no esta noche. Mañana quizás…
—Ella no es como nosotros, Darko. ¿Sabes el daño que puedes causarle? Estoy
segura de que ha venido a Londres a pescar marido. Si se descubre este asunto nadie
la querrá.
Un vivo enojo prendió mecha en él.
—¡Pues debería agradecerme que le evite conocer a un asno pretencioso que le
ponga los cuernos nada más desvirgarla! —tronó.
—No veo qué mal puede causarte si la dejas en libertad.
—Ella se ha buscado esto —acotó él. Repentinamente, la idea de dejar marchar
a aquella muchacha le resultaba incómoda. Quiso achacarlo a la posibilidad de ver su
pescuezo nuevamente expuesto—: ¿A qué viene tanta deferencia?, ¡si ni siquiera la
conoces! —barbotó Darko clavándole una mirada violenta.
Loreen tragó saliva. Jamás se acostumbraría al explosivo carácter de aquel
hombre. El rey del hampa se había granjeado una fama bien merecida, no sería ella
quien se enfrentara a él. Aun así, quiso hacer un último intento en favor de la
muchacha:
—Ella me defendió sin conocerme. Nunca nadie había hecho algo semejante por
mí. Ni siquiera tú.
—¡No soy una maldita hermana de la caridad! —tronó. Dicho esto, salió de la
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
estancia y se fue directo a zanjar el asunto.
Al aparecer Darko por la puerta, Leni se mostró aliviado de poder marcharse y
alejarse de la pomposa señoritinga. Cuando éste salió, Tom se acercó a Darko con la
preocupación grabada en sus toscos rasgos:
—¿Y ella? —susurró señalando el rincón donde se hallaba la joven.
—Se queda.
—Pero ¿cómo? —repuso contrariado.
—Su casa debe estar infestada de agentes de Bow Street, no podríamos
acercarnos ni a diez millas. Tampoco podemos dejarla vagar sola por la ciudad. Si le
ocurriera algo, ¿a quién crees que culparían? Esperaremos a que se calmen las cosas
para mandarla de vuelta.
—Entonces, debemos buscar un lugar seguro donde esconderla. —Tom miró
pensativamente a Darko golpeándose los gruesos labios con los dedos.
Desgraciadamente, pensar no era su fuerte—. No se me ocurre ningún lugar, jefe.
Una maligna idea atravesó la mente de Darko, su boca se torció en una sonrisa
cínica mientras observaba la modosa pose de lady Benedit. Ahí, sentada sobre un
montón de sacos viejos, tenía el porte de una reina en su trono. Pese a su desaliño,
todo en ella mostraba una elegancia que despertaba en él un vivo interés, quizás
porque siempre se había sentido atraído por todo aquello que no podía poseer.
Alanis Benedit representaba todo aquello que Darko anhelaba por serle negado. Su
curiosidad por aquel mundo ajeno al suyo era demasiado fuerte para ignorarla.
Deseaba tener cerca a aquella muchacha, estudiarla hasta hallar una falla que le
hiciera despreciar todo lo que ella significaba, todo lo que su mundo representaba
para así poder sentirse más a gusto en el suyo. Aquella oportunidad de tener a su
merced a una dama era demasiado jugosa para no aprovecharla.
—Yo cuidaré de ella.
La sorpresa se dibujó en el rostro de Tom.
—¿En su casa? ¿Está seguro, jefe? —preguntó sorprendido—. No sé… no creo
que eso esté bien —dijo rascándose la cabeza—. Ya sabe, ella es una dama —le
murmuró en tono confidencial como si en realidad se tratase de una peligrosa espía.
—No hay otra opción. Nadie sabrá nada sobre el asunto y tú no tendrás que
preocuparte por la reputación de la dama. Ya sabes que les tengo alergia.
Poco convencido, Tom se encogió de hombros.
—Como quiera.
Darko se acercó a la joven. La observó desde su privilegiada altura.
—¿Lady Benedit? —Le tendió la mano con un artístico floreteo—. Si es tan
amable…
La joven miró la mano ofrecida arrugando su menuda nariz en un gesto de
infantil desconfianza.
—¿Qué piensa hacer conmigo, señor Foster? A estas alturas mi tía debe de estar
a punto del colapso, debería devolverme cuanto antes.
La boca masculina se torció en una sonrisa sardónica.
—Acompáñeme, milady —dijo sin aclarar sus intenciones.
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Alanis buscó con la mirada a Tom. Durante un embarazoso momento pareció
negarse a aceptar la mano tendida. Finalmente, con un suspiro, extendió los brazos
hacia delante mostrando sus manos atadas:
—Le agradecería mucho que me desatara. Si mi tía me ve así se preocupará aún
más.
—No va a…
—Su tía no la verá así —interrumpió Darko ordenando silencio a Tom con una
severa mirada por encima del hombro.
Con presteza extrajo un cuchillo de su bota alta y cortó las sogas.
—Parece que todos ustedes tienen una cosa de ésas —señaló ella mirando el
brillo metálico del arma.
—Es muy útil según las ocasiones, señorita Benedit —repuso él dedicándole
una siniestra sonrisa que le erizó el vello del cuerpo.
—¿Usted no nos acompaña, señor Tom? —preguntó preocupada.
—No, milady y mi apellido es Simmons, Thomas Simmons.
—En cualquier caso, ha sido un placer, señor Simmons —expresó extendiendo
educadamente la mano. Tom la tomó sin saber muy bien qué hacer con ella.
Finalmente, se la llevó a los labios y depositó un brusco beso en el dorso.
Darko, impaciente ante aquella insólita despedida entre secuestrador y
secuestrada, condujo a la joven al exterior con escasa galantería. La ayudó a subir a
un carruaje donde hacía casi tanto frío como en la gélida calle y, mientras ella
aguardaba encogida sobre los cojines, él se dedicó a dar órdenes a sus hombres. La
joven estudió con curiosidad el interior del vehículo. La rica tela de la tapicería, a
juego con las cortinas, llamó su atención por su ordinaria pomposidad. Las lámparas
interiores estaban apagadas, pero aun así, era fácil ver el brillo dorado que las
recubría. Pese a todo, no había ninguna manta con la que abrigarse y el hornillo que
descansaba a sus pies (también dorado) estaba tan apagado como un grillo en pleno
invierno.
La puerta se abrió para dar paso a Darko, cuyo cuerpo musculoso obstruyó por
un segundo el paso de la luz que provenía del patio antes de acomodarse frente a la
joven. El carruaje comenzó a moverse con sus dos ocupantes en silencio.
Incómoda, Alanis rompió el hielo:
—¿A qué se dedica, señor Foster? —preguntó nerviosa. Carecía de la destreza
necesaria para mantener conversaciones con hombres desconocidos.
Darko clavó en ella sus ojos verdes mientras acomodaba la cabeza contra el
respaldo. Sus párpados entrecerrados le dieron el relajado aspecto de un gran felino.
Cruzó los brazos sobre su ancho pecho y estiró las piernas hacia delante hasta ocupar
por completo todo el espacio, obligando a Alanis a encogerse en un intento por no
rozarle.
—Es usted muy preguntona, ¿verdad?
—Un defecto de familia, según dicen.
De nuevo el silencio se hizo presente. Darko estudió con descaro a la joven
evaluándola como sólo un hombre puede hacer. No era hermosa, en todo caso él no
se habría sentido atraído por ella si se la hubiera cruzado por la calle. Menuda y
delgada, distaba mucho del tipo de mujer voluptuosa y generosa en curvas que
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Darko prefería en su cama. Pero Alanis Benedit poseía esa clase de belleza etérea que
Darko siempre había adjudicado a las damas de la alta sociedad. Desde el fondo de
su rostro ovalado, sus ojos azules examinaban el mundo con interés, como si todo
pareciera nuevo y necesitado de descubrirse. Sobre sus preciosos ojos, sus cejas se
dibujaban en un elegante arco que intensificaba su mirada; éstas eran de un tono más
oscuro que su cabello ondulado, una gloriosa melena llena de matices dorados y
castaños.
Alanis se incomodó al sentir la penetrante mirada del hombre fija en ella. Darko
observó sorprendido el sonrojo de sus pómulos aristocráticos y casi sintió el deseo de
estirar la mano para comprobar si eran tan suaves como parecían. Molesto, apretó la
mano contra su muslo.
La joven lo miró con inquietud desde el otro extremo del carruaje. Se mordió los
labios nerviosa y por unos segundos, Darko pudo ver su sonrosada y húmeda lengua
entre ellos. Una fuerte contracción en su entrepierna lo obligó a cambiar de posición.
Aquel gesto inocente e infantil le había excitado fuertemente. Preocupado, apartó la
mirada del hermoso rostro y la dejó caer sobre el resto de su cuerpo. Contempló con
interés la esbeltez de su cuello. El recatado escote dejaba ver una franja de piel blanca
como la nata. Más abajo, sus pechos pequeños rellenaban en justa medida el corpiño
verde oscuro de su mojigato vestido. ¿Cómo serían aquellas tiernas frutas a la cálida
luz del fuego? ¿Responderían a la caricia de un hombre como él? Darko apartó la
mirada de la joven y se removió incómodo sobre los cojines. Si el interior del carruaje
hubiera estado más iluminado, la estirada señorita Benedit hubiese podido
contemplar muy de cerca a un hombre fuertemente excitado. Aquel repentino brote
de deseo lo tomó desprevenido. Tras su fallida aventura con Loreen necesitaba
desfogarse. Quizás fuera hora de visitar algún burdel o encontrar una nueva amante
que saciara sus apetitos.
—¿Nos llevará mucho tiempo llegar a casa de mi tía? No desearía preocuparla
más de lo debido.
—¿Lleva mucho tiempo en la ciudad? —interrogó con intención de desviar su
atención.
—Apenas dos semanas.
—Reconozco a un pueblerino en cuanto lo huelo. ¿De dónde es?
Entre ofendida y sorprendida, Alanis sonrió ligeramente apartando de su rostro
un rebelde mechón de pelo.
—De Blackwood. ¿Lo conoce? —preguntó esperanzada.
—No. Pero cuénteme, ¿qué impresión le ha causado nuestra gloriosa capital?
Alanis meditó la respuesta contrayendo levemente sus labios rosados.
—¿La verdad?
Darko sonrió divertido.
—Por supuesto, lady Benedit, siempre la verdad.
—Olvidaba que usted valora enormemente la verdad.
—La Biblia lo exige explícitamente.
Alanis rió sorprendiéndolo con su naturalidad.
—Jamás hubiera pensado que fuera usted religioso.
—No lo soy, y volviendo al tema de Londres…
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
—¡Ah, sí! Londres es una gran ciudad, sin duda, todas esas calles, jamás había
visto tanta gente. Uno nunca se siente solo en una ciudad así. Me han encantado sus
parques y sus museos. Hay tanta historia en ellos…
Darko frunció el ceño. Él nunca se había dejado ver en un parque, y mucho
menos en un museo.
—También sus librerías, ¡hay tantas! Y uno puede encontrar en ellas verdaderas
joyas.
«Jamás lo hubiera pensado», meditó Darko frunciendo de nuevo el ceño.
—¿Le gusta leer? —preguntó extrañado.
—Es unas de mis pasiones, suelo perder la noción del tiempo cuando leo. —
Alanis miró, soñadora, a través de la ventana, los cascos de los caballos resonaban
contra el empedrado en la oscuridad de la noche—. En verano mis hermanos y yo
solíamos representar obras de teatro en las veladas familiares —finalizó nostálgica.
—Vaya, vaya, así pues nos encontramos ante una enamorada de las tablas.
Ella rió de nuevo. Un sonido tan encantador que hechizó a Darko.
—No, no se crea. En realidad soy una pésima actriz. ¿Falta mucho? —preguntó
mirando por la ventana sin reconocer ningún edificio—. No recuerdo estas calles.
—Un poco. Relájese y trate de disfrutar de la aventura.
—Sí, supongo que he de mirarlo así. Algún día se lo contaré a mis nietos como
ejemplo de lo que no debe hacerse. Hábleme de sus intereses, ¿qué le apasiona?
Sus labios se torcieron en una sonrisa que hizo que las entrañas de la joven se
contrajeran.
—Mis intereses difieren bastante de los suyos, señorita Benedit.
—Dígame.
—Digamos que sólo me interesa una cosa.
Alanis parpadeó ansiosa.
—¿La pintura, la historia? He de reconocer que son temas que atrapan toda mi
atención cuando alguien los menciona.
—Nada tan superficial. Mi único interés es mi propio beneficio. Soy egoísta por
naturaleza, un hedonista en busca de placer. Mi satisfacción consiste en cumplir
todos y cada uno de mis deseos.
Ante esa declaración, Alanis no tuvo nada que añadir.
Se recostó contra el respaldo y lo observó disimuladamente. Su presencia seguía
causándole un extraño nudo en el estómago. En la penumbra del carruaje, tenía el
mismo aspecto que un halcón en su atalaya, aparentemente relajado, efectivamente
alerta. Aquel aspecto peligroso no era una mera invención de su imaginación, Darko
era el señor de una red de oscuros negocios dispuesto a derribar a todo aquel que se
interpusiera en su camino. De hecho, ella misma había sido secuestrada por sus
secuaces. Debiera sentirse intimidada, otra en su lugar se hubiese desmayado por el
mero hecho de estar a solas en su compañía en la oscuridad de un carruaje.
Una fría ráfaga de aire se coló a través del resquicio de la puerta. Estremecida,
Alanis se encogió en su asiento.
—¿Tiene frío?
Ella asintió tímidamente.
—Dejé mi capa en la tienda y este vestido no es lo bastante abrigado para estas
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
fechas.
Él se enderezó de repente asustándola. Con un ágil movimiento se quitó la
chaqueta de lana negra y se la ofreció:
—Tenga póngasela. No me gustaría que mi reputación se resintiera porque me
acusaran de haberla matado de frío.
Alanis rió por tercera vez. Darko descubrió que comenzaba a aficionarse a ese
sonido.
—No se preocupe por ello, señor Foster. Jamás contaré nada de lo ocurrido. Su
reputación está a salvo conmigo.
Aceptó la chaqueta ofrecida y se envolvió en su calidez.
—Muchas gracias, es usted muy galante.
Fue el turno de reír de Darko.
—Nunca me habían dicho una mentira tan descarada.
—Pero es cierto —negó ella mientras se colocaba la enorme chaqueta sobre los
hombros. La prenda conservaba el calor de su dueño. Un aroma a cítrico y a tabaco le
llenó las fosas nasales.
—No, no lo es. No soy un hombre galante y si la dejara creer eso sería además
un mentiroso. Todos mis actos están motivados por la consecución de un interés
personal, no lo olvide.
Aquella afirmación volvió a sumirlos en un incómodo silencio.
Abrigada por la gruesa lana, Alanis trató de relajarse. ¿Quién era aquel
hombre? El misterio que envolvía a su persona no lo hacía sino más interesante a sus
ojos. Lo observó tratando de desentrañar algún secreto oculto sobre su persona.
Era alto, casi tanto como su propio hermano Dom; sus piernas estaban cubiertas
por un ceñido pantalón oscuro que se ondulaba ante cualquier movimiento de los
poderosos músculos que recubría como una segunda piel. Sin chaqueta, su camisa
blanca destacaba contra su tez morena, tan en desuso en los salones de la alta
sociedad. Alanis tragó saliva inconscientemente al admirar sus amplios hombros. Un
aura de peligrosidad envolvía a aquel hombre. Fascinada, observó su mano morena
descansando con descuido sobre su muslo. ¿Qué sería capaz de hacer con ella?
¿Estrangular a una mujer indefensa?
—¿Aún siente frío? —preguntó Darko al percatarse de su estremecimiento.
Alanis negó sin atreverse a articular palabra. ¿Frío? No era aquella la palabra
que describía su estado de ánimo.
Momentos después, el carruaje se detuvo.
—Su cochero ha debido de equivocarse. Esta no es la casa de mi tía —señaló
mirando por la ventana. Una gran verja rodeaba el perímetro frontal de una
ostentosa mansión barroca y el extenso jardín que la circunvalaba. En la entrada
principal, dos guardianes armados hasta los dientes se refugiaban del frío nocturno
en una pequeña garita. La mansión se hallaba en el límite imaginario que separaba
los barrios bajos del resto de la ciudad. El cochero tuvo unas palabras con los
guardianes que, tras una mirada curiosa al interior del carruaje, abrieron las verjas
para permitirles el paso.
Inquieta, Alanis se volvió hacia Darko, que permanecía cruzado de brazos
observando con desinterés a sus hombres:
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
—Señor Foster, ésta no es la casa de mi tía —señaló mientras el vehículo se
adentraba a través del camino empedrado que llevaba directamente a la entrada de
la solitaria mansión.
Una terrible incertidumbre se instaló en la conciencia de Alanis. Si Darko no
pensaba devolverla sana y salva a la tutela de su tía, entonces, ¿qué pensaba hacer
con ella? ¿Con qué fin la había llevado a aquella alejada mansión? El corazón de la
joven comenzó a bombear con desenfreno. Un lugar como aquél era perfecto para el
asesinato o cualquier otra fechoría. Nadie sabría de ella nunca más. De nada serviría
gritar y pedir auxilio, nadie podría oírla.
El coche se detuvo, al fin, frente a la elaborada puerta de doble hoja del caserón.
Alguien abrió la portezuela del carruaje y desplegó una pequeña escalerilla ante ella.
Aterrada, Alanis miró la mano que se extendía en su dirección ofreciéndole ayuda.
Aquél era el momento de la verdad. Si tenía que huir, tendría que ser en ese preciso
instante, pensó desesperada. Una Benedit nunca permitiría que le arrebataran la vida
sin antes presentar batalla.
Temblorosa, aceptó la mano y descendió del vehículo. Estudió la vía de escape
más acertada y sin pensarlo dos veces, empujó al desprevenido cochero que cayó
torpemente sobre el suelo adoquinado. La sorpresa era parte de aquel improvisado
plan de fuga. Sin detenerse, Alanis brincó en dirección contraria a la casa y corrió en
mitad de la noche a través del húmedo jardín. Escuchó vagamente una sarta de
maldiciones que Darko dejó escapar mientras descendía precipitadamente del
carruaje y salía corriendo tras ella.
Con el corazón latiéndole en los oídos, Alanis se internó aún más en el espeso
jardín. La humedad de la hierba se coló a través de sus finas medias. Sus ligeros
escarpines resbalaban peligrosamente sobre la hierba, pero no podía reducir su
velocidad o estaría perdida.
Oyó voces a su espalda, alguien corría en pos suyo. Desesperada, giró hacia la
derecha sólo para topar con lo que parecía una rosaleda. Sintió un lacerante pinchazo
en su mejilla.
—¡Deténgase! —La furiosa orden de Darko sólo la convenció de que debía
correr más rápido, pero ¿hacia dónde?
Un alto muro de piedra detuvo su carrera, a pocos metros podía oír correr a
Darko. Su respiración entrecortada se aceleró. Un miedo sin igual trepó por su
garganta; si él la atrapaba estaba perdida.
—¡Maldita sea! —maldijo Darko al ver la silueta de la joven recortada contra el
muro.
A lo lejos, los ladridos de los perros guardianes sonaban cada vez más cercanos,
como si un pequeño ejército se hubiera movilizado para encontrarla. Pero no podía
dejar que la cogieran, no podía…
Darko adivinó sus pensamientos y, antes de que ella pudiera dar un paso más,
giró bruscamente hacia la derecha atrapando a la fugitiva por la manga de su propia
levita. Alanis se contorsionó y en un segundo Darko se vio plantado, sujetando
firmemente su chaqueta mientras ella huía en dirección contraria.
—¡Mierda! —El nuevo grito dio sobradas muestras de su enfado, aunque la
joven no sintió deseos de pararse a analizarlo.
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
Alanis desanduvo el camino recorrido hasta llegar de nuevo a la rosaleda. Una
vez allí se detuvo un segundo para tomar aire antes de que una gran mano se cerrara
sobre su hombro. La sorpresa la asustó de tal modo que, al intentar huir de nuevo,
impactó sin remedio contra un cuerpo macizo que la hizo caer hacia delante. Un
segundo después, Darko caía con ella al suelo, sólo sus reflejos le permitieron dejarse
caer hacia un lado evitando a la joven males mayores. Presa, Alanis se debatió con
furia contra el abrazo del hombre. Consiguió agarrar su mano y de un mordisco,
trató de liberarse mientras sus piernas golpeaban sin control.
—Cálmese.
—¡Jamás! ¡Suélteme!
—Lo haré, pero antes debe calmarse —dijo evitando, no sin cierta dificultad, el
furioso ataque de la joven—. ¿Qué diablos le pasa? ¿Se le ha metido el diablo en el
cuerpo? —gruñó mientras inmovilizaba sus piernas con sus poderosos muslos.
Consiguió atrapar en un puño las manos que trataban de arañarle el rostro. Así
inmovilizada, Alanis sólo pudo observar impotente aquellos perversos ojos
clavándose en ella.
—No crea que soy tonta, sé cuales son sus planes —dijo mientras sus pulmones
trataban de llenarse de oxígeno.
—¿Y cuáles son esos planes? —preguntó mientras acomodaba su cuerpo contra
las suaves formas femeninas haciendo más efectivo su control.
Furiosa, Alanis trató de quitárselo de encima sacudiendo las caderas,
estremecida por la humedad del suelo que se iba colando a través de sus ropas.
—No creo que me haya traído a su casa en visita de cortesía. Buscaba algo de
intimidad para cometer sus fechorías.
—¿Qué clase de fechorías? —La diversión bailoteaba en sus ojos verdes.
—¡Oh!, ya lo sabe —le recriminó dando un nuevo tirón con sus manos. El fuerte
cuerpo masculino le impedía cualquier movimiento aprisionándola contra el césped.
La indigna posición la hizo tomar conciencia de la sustancial diferencia entre los
cuerpos de un hombre y de una mujer. Un intenso rubor se extendió por sus mejillas.
De nuevo, trató de liberarse arqueándose contra su captor.
—¡Estese quieta, demonios! —gruñó Darko.
—¿Y facilitarle así las cosas? No gracias, me reservo el derecho de defenderme.
—No tengo pensado asesinarla, ni violarla, si eso es lo que cree. Me gustan las
mujeres con curvas, no los pichones desgarbados.
Alanis le dedicó una mirada incendiaria, furiosa por esa descripción de su
persona. Darko rió por lo bajo y poniéndose en pie la arrastró tras de sí.
—¿Señor Foster?
—Aquí, Brown —bramó.
Un hombre llegó hasta ellos iluminándose con un pequeño candil.
—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó preocupado alzando el candil para
iluminar el rostro de ambos.
—Perfectamente. Imagínate, nuestra ilustre invitada dio por sentado que
pensábamos rebanarle el pescuezo.
El hombre miró sorprendido en dirección a la joven.
—No sería de extrañar, señor, cuando sus hombres se dedican a secuestrar a
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
mujeres. ¿Qué es lo que quiere de mí? ¿Un rescate? Me mintió al decirme que
pensaba devolverme junto a mi tía.
La mirada de él se oscureció peligrosamente.
—Yo no mentí. Sólo le di libertad para pensar lo que deseara. Vamos —dijo
tirando de ella hacia la casa.
—No hasta que me diga qué es lo que va a hacer conmigo —se negó ella
clavando los talones en el suelo.
El ayudante de Darko la miró como si se tratase de una lunática. Al fin y al
cabo, sólo una loca se atrevería a contrariar a Darko Foster.
—La mantendré bajo mi custodia hasta que lo considere necesario.
—¿Y cuánto tiempo será eso, señor?
—El necesario. —Darko puso punto y final a la discusión alzando a la joven
sobre sus hombros y, sin ningún tipo de ceremonia, se dirigió hacia la casa—. Brown,
avise a los demás hombres, ya no es necesario que sigan buscando.
Alanis dejó escapar un bufido ofendido. Era la tercera vez en esa noche que se
veía transportada como una alfombra vieja.
—Sí, jefe.
Fue depositada en el recibidor de la casa mientras Darko daba órdenes a los
hombres allí congregados.
—John, prepara el cuarto de invitados: nuestra huésped se instalará allí, y haz
que le suban algo de comida. Me temo que su humor puede empeorar si no la
alimentamos —rió jocoso.
La joven celebró la broma con una mueca de fastidio.
—Muy gracioso, señor Foster, pero sepa que mientras usted se burla de mi
situación, mi tía está sufriendo la incertidumbre de mi desaparición.
Darko entrecerró los ojos observando a la orgullosa joven. Estaba hecha un
adefesio, el vestido húmedo y roto no podría volver a usarse y su melena llena de
hojarasca se asemejaba a la de un león después de una refriega. Pese a ello, Darko se
sorprendió observándola con admiración. Un leve tirón en su entrepierna le hizo
fruncir el ceño.
—Prepara también agua para el baño de la dama, John.
—Sí, jefe —respondió el hombrecillo con fastidio.
—Acompáñeme —dijo pasando una cálida mano bajo su codo para llevarla
escaleras arriba casi en volandas.
El grupo de cuatro hombres que quedó atrás observaba a la pareja con distintos
grados de sorpresa y consternación. Aquélla era la primera vez que una mujer pisaba
la mansión de Darko Foster. Nunca hubieran esperado que se tratara de una dama.
—Yo que usted no lo intentaría. Acabaría por romperse el cuello —comentó al
verla mirar por la ventana de la habitación que había designado para ella.
Alanis ahogó un gemido de frustración.
—¿También sabe leer la mente? —preguntó cáustica.
—No es necesario. Su rostro evidencia cada uno de los pensamientos que pasan
por su cabeza.
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—¿Ah, sí? Pues intente adivinar lo que estoy pensando ahora —dijo apoyando
los puños en las caderas.
Darko rió sorteando a la airada dama.
—Creo que no. Espero que todo sea de su agrado. Si necesita algo, ya sabe,
cante en voz alta y vendré al rescate.
—La amabilidad no le pega, señor Foster —gruñó enfurruñada.
Unos golpes en la puerta indicaron que el baño estaba casi listo. Tres hombres
entraron en la estancia cargando el agua y una tina de cobre que colocaron frente a la
chimenea. Dos de ellos volvieron a desaparecer sólo para reaparecer de nuevo
cargando una pila de toallas, cubos de agua, una banquetilla de madera y una
pastilla de jabón que depositaron junto a la bañera. Mientras, el tercero encendía la
chimenea.
—Subirán la cena después del baño —anunció Darko disponiéndose a
abandonar la habitación.
—Un momento, señor —pidió tratando de retenerlo—. ¿Cuánto tiempo piensa
mantenerme aquí? —preguntó intentando parecer serena.
—La devolveré a su tía en cuanto las circunstancias sean favorables —repitió
cansino.
«¡Circunstancias favorables para él, sin duda!», pensó Alanis mordiéndose la
lengua.
—En ese caso, le pido que al menos me deje escribir unas líneas a mi tía, eso la
calmará —murmuró con altivez.
—No.
Los ojos azules de la joven volaron hacia su rostro. Todo rastro de sumisión se
apagó ante la centelleante mirada verde.
—¿No? ¿Cómo… cómo puede negarme algo tan simple? —Las palabras se le
atragantaron en la garganta.
—Algo tan simple, como usted dice, puede hacernos acabar a todos en la horca.
—¿Qué mal puede haber en ello? Sólo unas líneas… le diré que me encuentro
bien, eso bastará para calmar su angustia, por favor —le suplicó.
Darko apartó los ojos de aquel encantador rostro, disgustado consigo mismo
ante la concesión que estaba a punto de hacer.
—Escriba su maldita nota —gruñó finalmente, y señaló un aparatoso escritorio
pegado a la pared con todo lo necesario para la tarea.
Alanis asintió regiamente estudiando la estancia con el ceño fruncido. Darko
aprovechó la ocasión para deslizar una rápida mirada sobre su delicado perfil
aguardando una reacción a la fastuosa decoración del lugar. Pero ella ocultó su
opinión con un suspiro de cansancio llenándolo de decepción. Hasta ese instante no
se había percatado de que aguardaba su dictamen como si su vida dependiera de
ello.
—Gracias. Una última cosa…
Darko dejó escapar un sonido de desesperación.
—¿Y ahora qué?
Alanis lo llevó a un aparte alejándolo de los oídos curiosos de los hombres.
Darko observó divertido la pequeña mano que lo retenía por la manga.
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
—Mi ropa —comentó elevándose sobre la punta de los pies para susurrarle en
tono confidencial.
—¿Qué le ocurre?
Alanis hizo un ademán señalando su vestido destrozado.
—Me temo que está inservible. Si alguna de las criadas…
—Me ocuparé de ello —la interrumpió impaciente.
Después de aquello, los hombres abandonaron la habitación cerrando la puerta
con llave. Frustrada, observó la recargada estancia. Al parecer su dueño confundía la
ostentación con la elegancia. Una cama de tamaño mediano presidía la pared frontal
con un descomunal cabezal color crema con remates dorados (por cierto, que su
dueño parecía tener debilidad por este último color), la colcha de terciopelo verde
hacía juego con las cortinas, que pendían recogidas con un grueso cordón dorado a
ambos lados de la ventana. Justo enfrente, en la chimenea rematada en mármol
italiano, el fuego comenzaba a arder con fuerza. El mobiliario se completaba con el
pesado escritorio lacado con tiradores dorados, una jofaina de porcelana con apliques
de oro y un vestidor. «Todo ello excesivamente recargado de detalles —meditó
Alanis divertida—. ¿Qué clase de hombre haría de un lugar así su hogar?». Aquellos
lujos correspondían más a un hastiado maharajá que a un criminal dedicado a
turbios negocios.
Se sentó ante el escritorio observando el papel en blanco, y con un suspiro tomó
la pluma y comenzó a escribir.
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Capítulo 4
Una hora después, Alanis envolvía su cabellera en una toalla y abandonaba la
bañera con la piel sonrojada. El súbito ruido de unos pasos al otro lado de la puerta
la hizo correr hacia el lecho.
—¿Puedo pasar? Traigo su ropa —anunció Darko golpeando con los nudillos la
puerta cerrada.
—¡No! —exclamó—, no entre.
Alanis se refugió bajo las mantas de la cama.
—Ya puede pasar —anunció con voz temblorosa tirando de las mantas hasta la
barbilla.
Los ojos verdes de Darko se entrecerraron ligeramente al abrir la puerta y
descubrirla bajo los cobertores.
—Déjela ahí y salga, por favor —señaló semioculta desde el fondo de la cama.
Darko la ignoró, y con el lío de ropas bajo el brazo, se dirigió directamente al
lecho para sentarse sobre él.
—¿Qué hace? —preguntó exaltada encogiendo las piernas como si se tratase de
un escorpión venenoso.
—Sentarme.
—Pero… pero no puede hacerlo aquí, ni siquiera debería estar en esta
habitación.
—¿Y por qué no? Es mi casa —afirmó estudiándola con descaro, deslizando la
mirada desde la fina clavícula al redondeado hombro.
Alanis lo miró como si se hubiera vuelto loco.
—¡No es correcto!
Darko no pudo evitar sonreír con diversión.
—Nadie lo sabrá.
—¡Yo lo sabré!
La joven estiró el brazo para tomar las ropas aguantando con el otro las mantas
contra su pecho. Darko quedó fascinado por la delicadeza de aquel miembro largo,
por la suavidad de su piel satinada.
—Ya puede irse.
Darko se repantigó sobre la cama fingiendo un bostezo. Alanis se percató de
que él también había tomado un baño, ya que su cabello castaño estaba aún húmedo,
erizado en torno a su coronilla. Se había cambiado los pantalones grises por unos de
paño oscuro y vestía una informal camisa blanca sin corbata. La nuez de su garganta
se proyectaba ligeramente sobre su cuello bronceado. Alanis observó el curioso
hueco que se le formaba allí donde el potente cuello se unía con el pecho. Más abajo,
el largo torso se dibujaba bajo el lino de la camisa remarcado por un poderoso juego
de costillas. Tenía que reconocerlo, Darko Foster era el hombre más atractivo que
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había conocido, meditó deslizando una rápida mirada por sus angostas caderas.
Desbordaba sensualidad, misterio y poderío animal, a lo que había que añadir unos
rasgos ya de por sí atractivos. Entre los pómulos altos resaltaba una nariz aquilina
recta, perfecta, casi tanto como su boca, con aquel incitante labio inferior que sugería
tanto como prometía. Una virilidad incuestionable emanaba de cada uno de sus
movimientos, formaba parte de él, de su propia naturaleza.
—Levántese —exclamó sin saber muy bien cómo comportarse en una situación
semejante. Ningún tratado de buenas maneras para señoritas abordaba el tema de
cómo desalojar a un hombre del propio lecho.
Él le sonrió acomodando la cabeza sobre un codo para mirarla con burla.
—Le divierte incomodarme —le acusó sonrojada de los pies a la cabeza.
—¿Le gusta lo que ve?
—¿Cómo dice?
—Hace un momento me estaba devorando con la mirada. Y bien, ¿cuál es el
veredicto? ¿Estoy a la altura de esos petimetres de la alta sociedad con los que
acostumbra a codearse?
El sonrojo de la joven se agudizó tiñendo de escarlata sus mejillas.
—Yo sólo… ¡Señor Foster!, no quiero mantener este tipo de conversación con
usted —finalizó atropelladamente volviendo la atención a la ropa que él le había
traído—. ¿Qué me ha traído? —preguntó tomando una camisa y estudiándola con la
boca abierta—. ¡Todas estas prendas son de hombre!
—Sólo he podido encontrar esto, pero creo que es de su talla. —Darko le acercó
un pantalón que ella miraba confusa.
—No puedo ponerme esta ropa. ¿No podría alguna de las criadas prestarme
algo? —La consternación era evidente en el juvenil rostro. Le lanzó una mirada
acusadora, pues estaba segura de que nuevamente estaba siendo objeto de burla.
—Ninguna mujer trabaja en esta casa, todos mis empleados son hombres.
—¿Quiere decir que sólo hay hombres en esta casa? —inquirió confusa.
Darko asintió sonriendo ligeramente. Los blancos dientes contrastaron
llamativamente con la piel morena de su rostro.
—Anímese, está viviendo una aventura, ¿recuerda? ¿En qué otro momento
podrá vestirse como un hombre?
Ella lo miró arrugando la nariz. Aquello era fácil de decir, pero difícil de hacer o
aceptar.
—¿Por qué no se lo prueba? —Darko extendió la prenda marrón sobre la colcha.
—¿Con usted mirando? No, gracias —respondió cáustica—. ¿De quién es toda
esta ropa?
—De Nicholas, el palafrenero.
—Estupendo —musitó—. Por favor, señor Foster, el día ha sido tremendamente
largo. Si no le importa me gustaría descansar.
Darko se levantó.
—¿Es así como acostumbra a despedir a sus pretendientes? —La limpia mirada
azul de Alanis se fijó incrédula en él—. ¡No importa!, mañana hablaremos, entonces.
—Sobre el escritorio he dejado la nota para mi tía. Si es tan amable, me gustaría
que fuera entregada esta misma noche.
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
—¿Sabe? Hasta el momento no ha hecho otra cosa que exigir. Creo que va
siendo hora que yo saque algún rendimiento de esta situación.
Su mirada verde se deslizó por el blanco valle de sus pechos, que las mantas
habían descubierto ligeramente. Ella lo sorprendió. Apretó las mantas contra sí
alzando la barbilla desafiante. Algo parecido a una sonrisa se extendió por el rostro
enjuto de Darko, confiriéndole una apariencia lobuna.
—Creo que en esta ocasión voy a pedir una retribución a cambio.
—¿Va a cobrarme por entregar esa nota?
—Sí.
—No tengo dinero, señor Foster —indicó ella frunciendo el ceño con
desconcierto.
Ciertamente era una pichona sin desplumar, cualquier otra hubiera sabido leer
entre líneas cuál era el tipo de pago en el que estaba pensando: ella, tumbada sobre el
lecho, sin manta que la cubriera y con los cremosos pechos expuestos a su mirada,
mientras su mano vagaba por su vientre camino de… Darko sacudió la cabeza para
despertar de esa ensoñación. Nunca una mujer había producido ese efecto sobre él.
Ninguna le había excitado con su recato.
—Mis pretensiones no son materiales, señorita Benedit, sino más bien
espirituales.
La joven lo miró con curiosidad frunciendo la boca con un mohín encantador
que afirmó aún más las siguientes palabras de Darko.
—Fijo la tarifa de mi servicio en un beso —anunció mientras una diabólica
sonrisa cruzaba su rostro de Lucifer. Por alguna causa perversa sentía la necesidad
de probarla.
—No voy a darle un beso, señor Foster —respondió ella perpleja como si él le
hubiera exigido una auténtica necedad.
—En ese caso —inclinó la cabeza a modo de reverencia—, que descanse.
Alanis miró furiosa las amplias espaldas. ¡Aquel cretino pretendía abandonar la
habitación, así, sin más!
—Espere —se oyó decir cuando la mano de él se estiró hacia el pomo dorado—.
¿Qué es lo que quiere de mí?
—Ya se lo he dicho: un beso de buenas noches.
—Pero usted dijo… yo no soy su tipo ¿recuerda?
—Quizás quiera hacerme cambiar de opinión.
—¡Por supuesto que no! —negó ofendida.
—Entonces, ¿me voy?
Alanis lo miró desdeñosa.
—Está bien. Un solo beso —aceptó a regañadientes, incrédula ante esa
situación. Si alguien tuviera noticia de ello, su reputación quedaría pulverizada de
por vida—. Pero si intenta sobrepasarse yo… ¡le daré un puñetazo! —amenazó.
Darko simuló un temblor, como si la sola idea le diera pavor; algo
completamente desmentido por el brillo socarrón de sus ojos.
—Un beso —convino él con la voz ligeramente ronca mientras apoyaba una de
sus rodillas sobre el colchón y se inclinaba sobre el rostro femenino.
Alanis lo esperó con el cuerpo tenso, dispuesta a huir ante cualquier
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movimiento brusco. Sus ojos azules lo miraron centelleantes. Él extendió una mano
para tomar su barbilla.
—Calma, ¿acaso no ha hecho esto antes? —le susurró cuando Alanis se movió
nerviosa. Acarició su labio inferior con el pulgar, haciendo que ella se olvidara de
responder y acelerando el ritmo de su respiración con la cercanía de su cuerpo. En un
tic nervioso, su lengua humedeció allí donde él la había acariciado con el dedo.
Aquel gesto la hizo emitir un sonido ahogado antes de que los labios de él se le
acercaran irremediablemente. Darko tocó su boca húmeda con la punta de la lengua.
Asustada, Alanis trató de retroceder, pero él se lo impidió abrazándola con fuerza
contra su cuerpo, sus tiernos pechos apretados contra la planicie del ancho tórax, el
fuerte antebrazo sujetándola por la espalda. De nuevo, los labios del hombre se
abatieron sobre su boca, ahora con mayor fervor, exigiendo, obligándola a abrirse.
Alanis trató de resistirse hasta que Darko volvió a tocar su boca con la lengua,
siguiendo con delicadeza el contorno de su labio inferior y succionándolo después
ligeramente para mordisquearlo con el borde de los dientes. Un cálido cosquilleo se
extendió por su vientre, como si un mar de espigas de trigo le acariciara el estómago,
las costillas, el pecho. Con un suspiro de rendición, Alanis elevó sus manos hasta el
cuello de Darko dejándose abrazar con total libertad. Ligeros temblores se
apoderaron de ella mientras se sometía a la exploración de aquella lengua que
jugueteaba cálidamente sobre sus labios lamiendo su comisura. Para su decepción,
todo acabó bruscamente, cuando apenas comenzaba a disfrutar con lo que Darko
estaba haciéndole. Él se separó abruptamente dando un paso atrás, con la mirada
encendida, como si el contacto de la mujer le quemara.
—Creo que eso es todo, lady Benedit, aunque si está dispuesta a algo más, la
complaceré gustosamente —dijo con voz quejumbrosa.
Alanis lo miró desubicada. Tardó varios segundos en recuperar la compostura
mientras la confusión iba desplazando poco a poco a la pasión que, segundos antes,
se reflejaba en su rostro. Se sintió ridículamente estúpida por su desvergonzado
comportamiento. Nerviosa, se humedeció los labios mientras lo observaba atravesar
el cuarto.
—Lárguese, Foster —barbotó humillada.
—¡Qué decepción, señorita Benedit! Creí que era usted una aventurera. —Y
ante el ofuscado sonido que emergió de la garganta femenina se llevó la mano al
corazón tras tomar el sobre del escritorio. Hizo una floreada reverencia antes de
desaparecer por la puerta con un irónico «buenas noches».
«¡Oh! ¡Estúpida! ¡Estúpida!», se recriminó sintiendo unos irrefrenables deseos
de arrojar contra la puerta alguno de los pomposos objetos que adornaban la
habitación. Darko se había valido de su experiencia y encanto masculino para
ridiculizarla. Y ella, tontamente, se lo había permitido. ¿Qué pensaría ahora él? Había
visto el tipo de mujeres por el que se sentía atraído y nada tenían que ver con ella. Su
beso había sido una burla, una chanza en la que había caído cegada por el irresistible
encanto del canalla. A Foster parecía divertirle probar sus encantos con cuantas
mujeres se cruzaran en su camino. Pues en el futuro iba a tener que buscarse otro
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árbol donde afilar sus garras, se dijo, y si tan sólo se le acercaba, estrellaría contra su
hermosa cabeza el objeto más contundente que encontrara en aquella maldita
mansión.
En su habitación Darko meditaba profundamente sobre lo ocurrido con lady
Benedit. La profunda excitación de su cuerpo seguía latiendo mientras paseaba de
aquí para allá como un animal enjaulado. Se detuvo con la nota de Alanis en la mano
para estudiar una vez más la elegante caligrafía del sobre. Por supuesto, no
entregaría esa nota, hacerlo equivaldría a poner a todos los sabuesos de Londres tras
su rastro. Sin ningún tipo de remordimiento releyó las escuetas pero tranquilizadoras
frases de lo que se suponía era una nota privada:
Mi muy queridísima tía Gertrud,
Por algún tipo de equívoco, me he visto envuelta en una asombrosa aventura en la que
se me ha tratado con el debido respeto y de la que nada puedo adelantarte. Espero volver tan
pronto como las circunstancias lo permitan. Por favor no te preocupes por mí, has de saber
que nada malo me ha ocurrido. Te quiere,
Alanis Benedit Sinclair
Darko memorizó cada trazo de la misiva. Después, con sumo cuidado, la colocó
sobre una mesilla junto a la cabecera de su cama mientras se frotaba la nuca. En
algún rincón de la casa, un reloj marcó las dos de la madrugada. Con un suspiro se
desnudó, tumbándose luego despreocupadamente sobre el blando colchón de
plumas. Sus ojos vagaron por toda la habitación mientras su mente rememoraba el
beso con la joven. La conmoción sufrida no era comparable a ningún tipo de
sensación que hubiera tenido a lo largo de sus treinta años de edad. Por primera vez
en su vida, la pasión se había apoderado de sus actos y él había sucumbido sin darse
cuenta. Qué ironía que en su intento por mortificar a aquella remilgada joven hubiera
descubierto su propia debilidad. Una debilidad que no se podía permitir. Tenía que
haberla dejado marchar. Siempre hubiera podido encontrar la manera de hacerla
regresar junto a su tía. Con un gruñido, Darko trató de desterrar a la muchacha de su
pensamiento. En un par de días, ella volvería a su vida y él podría volver a
comportarse como un hombre racional. Sólo su estupidez era responsable de haber
llevado a Alanis a su propio hogar, rompiendo así una regla de oro de su vida.
Ninguna de sus amantes había cruzado jamás el umbral de su casa, muchas ni
siquiera sabían donde vivía. Era una medida de protección tanto personal como
emocional, aunque nunca tuvo necesidad de esta última. Él utilizaba a las mujeres
que se dejaban utilizar, las seducía para luego llevárselas a la cama, todo lejos de su
casa. Pero con Alanis Benedit… Con ella nada de lo que estaba haciendo era lo
habitual. Al pensar de nuevo en la suavidad de aquel cuerpo apretado contra el suyo,
su miembro se endureció caprichosamente y latió dolorosamente contra su pantalón.
Lo que tenía que haber hecho era irse a un burdel y liarse con la primera fulana que
se cruzara en su camino, una de grandes pechos. Irónicamente, no era en una
mujerzuela ni en sus pechos en lo que pensaba cuando su mano descendió hasta su
entrepierna, sino en los brillantes ojos azules de lady Benedit mirándole con pasión.
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—No tengo apetito —dijo mirándolo desde el otro extremo de la mesa.
—Comerá de cualquier modo —se limitó a decir mientras levantaba la taza
hacia sus labios para dar un ligero sorbo.
Alanis frunció los labios en una mueca ante su arbitrariedad, reprimiéndose el
deseo de replicar. En ese mismo instante, la puerta se abrió para dar paso a John, que
tomó un plato del aparador y procedió a llenarlo con una cantidad ingente de
comida. Después, lo colocó delante de Alanis y le ofreció un tenedor que
previamente había abrillantado contra su chaqueta arrugada.
—Tiene unos criados un tanto extraños —comentó divertida cuando se
quedaron de nuevo a solas—. Comienzo a pensar que disfruta rodeándose de gente
estrafalaria.
Darko se encogió de hombros ignorando el tema pero mirándola fijamente.
—Deje de mirarme así, no es educado —graznó removiéndose incómodamente
en su silla—. ¿Qué planes tiene hoy para mí? —preguntó mientras ensartaba un trozo
de jamón cocido con el tenedor.
—En realidad no tenía pensado nada.
—¿Entregó la nota a mi tía?
Él se mantuvo tozudamente en silencio.
—Puede visitar la biblioteca. Dios es testigo que pocos en esta casa se interesan
por ella.
—¿Tiene una biblioteca? —La sorpresa se dibujó en su rostro menudo.
—En este mismo piso.
—Me encantaría visitarla. En Blackwood tenemos gran cantidad de libros, me
gustaría poder comparar —afirmó.
Darko abandonó todo intento de permanecer indiferente. Sin poder evitarlo sus
ojos se deleitaron con la matutina visión de la muchacha. Aquella extraña sensación
de conexión de la noche anterior regresó, anulando momentáneamente sus
preocupaciones.
—¿Puede pasarme la miel, por favor? —le pidió Alanis estirando una mano
hacia la jarrita de plata que contenía el ambarino alimento. Darko se la acercó
mientras la observaba divertido devorar el contenido de su plato.
—Creí que no tenía hambre.
—Lo cierto es que sí. —Mordió un pequeño trozo de pan y lo masticó con
deleite—. El desayuno es mi parte favorita del día, ¿y la suya?
Nunca se había detenido a pensarlo.
—Prefiero las horas nocturnas.
A Alanis no le cupo ninguna duda del porqué de su preferencia, bien es sabido
que el diablo elige la noche para cometer sus fechorías.
—Tengo que ocuparme de unos asuntos fuera. Brown y John se encargarán de
proporcionarle todo lo que desee en mi ausencia —anunció poniéndose en pie
bruscamente.
El hermoso rostro de la joven reflejó un atisbo de decepción. Darko sintió
deseos de inclinarse sobre ella y robarle un beso a su paso.
—¿Cuándo podré regresar a casa?
Él se mantuvo en inquietante silencio. Esperando una respuesta, Alanis giró la
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cabeza hacia arriba. Darko la miraba fijamente con una expresión indescifrable que
hizo bailotear el corazón de la muchacha. De repente, sin previo aviso, extendió una
mano hacia el ovalado rostro para acariciar con delicadeza el morado de su barbilla;
luego, con extremo cuidado, su dedo índice siguió el arañazo de su mejilla.
—Pronto —le aseguró, e inclinándose depositó un breve beso en su boca
entreabierta.
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—¡Esto es lo más absurdo que te he visto hacer nunca! Tienes que liberarla si no
quieres verte colgando de una soga, ¡por el amor de Dios! ¡Es una dama, no una puta
de la calle!
—No puedo soltarla aún —gruñó consciente de aquel desatino.
—Tienes que hacer algo cuanto antes —le contrarió el contable—. Su padre es
un pez gordo del Parlamento, ¿crees qué se mantendrá de brazos cruzados?
Movilizará a todo un ejército para encontrarla. Y cuando lo hagan, no se conformarán
con deportarte o encerrarte en una celda de Newgate —avisó.
—Vive deprisa, muere deprisa, una buena filosofía.
—¡No me estás escuchando! Hasta el momento te has permitido jugar con la ley
a tu gusto, pero ¿sabes lo que ocurrirá si Lartimer sospecha que estás detrás del
secuestro? La aristocracia, la misma que ríe tus gracias y te da palmadas en la
espalda, pedirá tu cabeza. No habrá piedad para ti, y lo sabes. No eres uno de los
suyos, y no descansarán hasta ver tu orgulloso pescuezo colgando de una soga.
—La cosa está hecha. No puedo entregarla, no hasta que el asunto se calme.
—Será demasiado tarde.
—Tal vez, pero de momento consigue toda la información que puedas sobre su
familia.
Reynolds chasqueó la lengua con fastidio.
—No lo entiendo, tus hombres podrían haberla escondido en cualquier lugar.
Tienes cientos de escondites repartidos por toda la ciudad. ¿Por qué en tu casa? ¡Es
una debutante, por el amor de Dios! Ningún hombre decente le hará nunca una
propuesta formal si llega a saberse que la mantuviste en tu casa. Con tu fama de
crápula su reputación quedará en entredicho para el resto de su vida. ¿Tan lejos llega
tu deseo de corromper?
Darko mordió la punta de su cigarro.
—Que me aspen si sigo contestando a tus preguntas. Tengo un negocio que
dirigir y si no recuerdo mal, te pago una considerable fortuna por trabajar para mí,
no por amargarme la existencia —explotó—. Lo que yo haga con la chica no es de tu
maldita incumbencia.
El contable retrocedió, pero se mantuvo firme en su posición como un fox–
terrier.
—Esa muchacha volverá con su familia —aseguró con el rostro enrojecido por
la furia—. Y si tú no te encargas de ello, yo mismo lo haré.
Darko lo observó alejarse bullendo de indignación.
¡Maldito hijo de puta! Nadie le decía a Darko Foster lo que tenía que hacer.
Toda su vida había pospuesto sus deseos a las necesidades del momento, pero
aquello terminó el día en que se hizo rico. Desde ese momento se hizo la promesa de
no negarse nada de lo que deseara, y en esos momentos deseaba abrir de piernas a
una maldita aristócrata. Deseaba tener a lady Benedit en su cama bajo su cuerpo, y
nada ni nadie podrían impedirle obtener lo que deseaba.
Alanis apoyó la cabeza en el mullido cojín de terciopelo mientras observaba
absorta las llamas de la chimenea. Sobre su pecho descansaba un volumen de las
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distancia entre ambos. Darko le dirigió una sonrisa sin humor mientras sus ojos
verdes la devoraban, su cuerpo tenso permanecía de cara a la alta estantería.
—Me prepararé para la cena —consiguió pronunciar con voz umbrosa antes de
abandonar la sala.
Alanis cerró con suavidad la puerta de su habitación tratando de calmar su
pulso. ¡Ahora ya sabía lo que sentía una presa ante su predador! Caminó nerviosa
hasta la ventana para observar la oscuridad que reinaba más allá de los cristales. El
recuerdo de aquel cuerpo vigoroso apretando contundentemente el suyo contra las
estanterías era posiblemente el suceso más escandaloso de su existencia. Algo
extraño le sucedía cuando Darko estaba cerca de ella, algo que nunca había sentido y
a lo que ni siquiera podía poner nombre. Su limitada experiencia en las relaciones
con los hombres se lo impedía. Sus únicos encuentros con caballeros ajenos a la
familia se limitaban a las sencillas reuniones dominicales o los festejos locales, y
siempre estaba vigilada atentamente por al menos veinte pares de ojos. Una
muchacha de Blackwood que quisiera mantener un encuentro privado con algún
pretendiente tenía que ser prácticamente invisible para pasar inadvertida. Hasta el
momento, ella siempre se había sentido a gusto ante la presencia masculina, nunca se
había considerado tímida con los hombres, sino más bien todo lo contrario. Pero
Darko Foster no era como cualquier hombre con que hubiera tratado antes. Si no
quería perder algo más que los nervios, tendría que andarse con cuidado a la hora de
lidiar con él.
—El señor Foster aún no ha bajado a cenar. ¿Quiere que le sirva? —preguntó
John cuando vio aparecer a Alanis en el vestíbulo.
—No, esperaré. —El ceño de la joven se frunció ligeramente ante la tesitura de
tener que esperar a un caballero por primera vez en su vida. Generalmente era la
mujer quien llegaba tarde a fin de fingir desinterés. Sin embargo, como aseguraba su
tía Gertrud, cuanto mayor era la espera del hombre, más interesada estaba la mujer.
Pero Alanis siempre había sido impaciente. Nerviosa, deambuló alrededor de la
mesa bajo la estrecha supervisión de John, que no se preocupaba por disimular que la
estaba vigilando de cerca.
—Puede dejar de rondarme, John, no voy a escaparme.
—Por supuesto que no. He asegurado todas las ventanas de la casa y Brown ha
ordenado vigilar todas las salidas. Sólo le queda la opción del tejado, aunque yo no lo
intentaría con esta lluvia.
Alanis le dedicó una fría sonrisa.
—Gracias por la información y el consejo.
El hombre se encogió de hombros.
—No llegaría muy lejos, ¿sabe? Foster tiene ojos por toda la ciudad, la
encontraría en un santiamén.
—¿Qué es lo que encontraría? —preguntó Darko entrando súbitamente en la
estancia. Su silenciosa llegada los pilló a los dos desprevenidos.
—Disuadía a la dama de la idea de intentar una nueva fuga con esta lluvia —
respondió John caminando hacia la puerta de servicio—. Traeré la cena antes de que
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se enfríe.
Alanis le lanzó una venenosa mirada. «¡Soplón!», exclamó para sus adentros.
—¿Nos sentamos? —Darko la tomó del brazo para acompañarla a su asiento,
como si ella fuera una invitada del palacio real—. Brown me ha comentado lo
entretenidos que los ha mantenido —señaló como por casualidad, mientras extendía
sobre sus rodillas una servilleta de lino blanco con un artístico bordado en su
esquina.
—Usted prometió devolverme a mi casa y, dada su falta de palabra, he tenido
que buscar soluciones alternativas.
Darko apretó la mandíbula mientras le dirigía una oscura mirada.
—No podrá escapar a menos que yo lo desee —le aseguró con una voz
engañosamente suave—. En lo sucesivo le pido que se abstenga de realizar intentos
inútiles.
Alanis lo observó con una ceja alzada.
—Es absurdo que me ordene no escapar.
—¡Pues se lo ordeno! —barbotó enfadado.
—¿Y si no…?
—Si no me veré obligado a mantenerla atada para evitarme preocupaciones.
—¡Oh! —La joven bullía de indignación. En las profundidades azules de sus
ojos centellearon destellos dorados—. ¿Siempre obtiene lo que desea?
—Sí, por norma general sí. Tengo una naturaleza caprichosa.
—¡Y toda mi existencia tiene que verse alterada por su capricho! —masculló
frunciendo los labios en una mueca que Darko encontró irresistible.
—Provoco ese efecto, lo admito.
—¿Le han dicho alguna vez lo tremendamente egocéntrico e insufrible que es?
Él hizo una pausa fingiendo meditar la respuesta.
—Nadie se ha atrevido —comentó finalmente sirviéndose una pequeña
montaña de carne con una sonrisa lobuna en los labios.
—Flaco favor le han hecho… Alguien debería recordárselo de vez en cuando
para evitar que caiga en la tiranía —lo reprendió molesta por su despreocupada
actitud.
—Gracias por su preocupación. —Una amplia sonrisa atravesó su rostro
mientras se inclinaba a un lado para que John le llenara la copa.
Sin nada que añadir al respecto, Alanis se mantuvo en silencio intentando
sofocar la revuelta que en sus sentidos había producido esa sonrisa.
—¿Qué le ha parecido mi biblioteca? —preguntó dando por zanjado el asunto.
Se llevó un pedazo de cordero a la boca mirándola con interés, como si su opinión
fuera de suma importancia.
—¡Admirable! —exclamó olvidando momentáneamente su enfado—. Es un
hombre afortunado, tiene verdaderas joyas de la literatura clásica entre esas cuatro
paredes.
—¿Por unos cuantos libros mohosos? Invertí en ello porque Reynolds me lo
aconsejó; créame, mis gustos son mucho más mundanos.
—A veces la verdadera riqueza está en las cosas simples de la vida. Un libro, un
amanecer… —recitó Alanis.
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La mirada verde se oscureció, ocultando cualquier rastro de diversión.
—Se equivoca, la riqueza es la que nos permite disfrutar de esos placeres. Un
hombre no vive de ensoñaciones.
—Entonces, ¿qué hay de la riqueza del espíritu?
—Pensaré en ella cuando tenga la barriga llena y la bolsa repleta.
—Un razonamiento un tanto cínico —respondió Alanis pinchando con su
tenedor una zanahoria guisada—. En mi opinión, esas cosas son las que dan a la vida
sentido —defendió apasionadamente.
El rostro de Darko se endureció, su mirada se tornó fría y distante.
—Ensoñaciones románticas de una joven que no sabe lo que es pasar hambre o
frío. Necesitaría usted saber qué se siente al tener que buscar en la basura un
mendrugo de pan que llevarse a la boca, o al tener que suplicar por un sitio donde
dormir en una alcantarilla infestada de ratas… —Se detuvo repentinamente
apretando la mandíbula con fuerza—. Es demasiado inocente —concluyó
endureciendo aún más su máscara de frialdad.
—No soy ignorante, ni ciega, puedo ver las penalidades que me rodean, pero
¿qué sería del hombre si su existencia se limitara a alimentarse o guarecerse como
cualquier otra bestia?
—¿Y cuando se carece de ese espíritu del que tanto habla? Cuando has sido
machacado bajo la bota de la indiferencia, del abuso y el desprecio. De que
hablaríamos entonces, ¿de bestias o de hombres?
—Esos hombres han de tener al menos un resquicio de humanidad —insistió,
aunque esta vez menos convencida.
—No sabe nada de la vida —barbotó sorprendido por su propia exaltación.
Pocas veces se había permitido un análisis de su existencia. Se sentía extrañamente
limitado ante la limpia mirada azul, como una mariposa bajo la lupa del científico.
—Puedo imaginarme una vida distinta a la mía, sin privilegios ni riqueza, pues
sé que el hombre es el único ser capaz de superarse, de crecer en la desesperación.
Usted mismo, señor Foster, es un ejemplo de ello, mantiene intacto el espíritu de
superación.
—Vendí mi alma al diablo hace tiempo a cambio de lo que poseo ahora —
afirmó invadido por una extraña sensación de satisfacción. Le sorprendía y le
agradaba que ella lo tuviera como modelo de comportamiento. ¡Sólo Dios sabía lo
equivocada que estaba!
—No creo que haya vendido su alma al diablo —determinó ella cautelosa.
Darko rió entre dientes. Sorprendido, se dio cuenta de que Alanis Benedit
mantenía viva una cualidad difícil de encontrar, tenía fe en el mundo y en las
personas que lo habitaban. Absurdamente inocente y peligrosamente delicioso, sí,
pero aquella candidez le atraía como la luz de un candil a una polilla. De repente, se
vio sediento de su calidez, necesitado del escudo de su inocencia contra la frialdad de
su interior.
—Vuestro cocinero es excelente, señor. Transmitidle mis felicitaciones —
comentó buscando un tema de conversación inocuo para ambos.
—No podría hacerlo, me temo. Andrew se hincharía como un pavo y yo tendría
que aguantar durante semanas quejas sobre su sueldo —aseguró él con espanto.
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El resto de la cena transcurrió en sorprendente armonía, aunque Darko era un
conversador un tanto brusco y demasiado categórico en sus opiniones. Interrogó a
Alanis sobre su vida en Blackwood, pero se negó a hablar sobre sí mismo. Para
compensarlo, le contó divertidas anécdotas sobre la frívola aristocracia londinense.
Cotilleos escandalosos sobre amantes, duelos y devaneos que tiñeron de rubor las
mejillas de la joven.
—Debo suponer que se crió en el campo rodeada de esos aburridos agricultores
—comentó llegado el postre.
—No es tan aburrido como lo pinta. Mis hermanos y yo crecimos como
pequeños salvajes. Mi madre tuvo que esforzarse mucho para mantenernos a raya.
—Un gran esfuerzo sin duda. ¿Enviarla a Londres a pescar marido fue la única
manera que encontró de controlar esa rebeldía?
Achispada por el vino, Alanis dejó escapar un bufido poco femenino.
—Siempre me ha aburrido la pesca, y le confesaré algo, nunca he querido
casarme. Tengo un plan —susurró a modo confidencial dando un nuevo trago a su
copa de vino.
—Me muero por escucharlo. —Darko cruzó los brazos sobre el pecho en actitud
de paciente curiosidad.
—Pasar desapercibida. Cuando pase un tiempo sin haber recibido ninguna
proposición podré regresar a Blackwood para reponerme de mi supuesto
abatimiento.
—Tengo malas noticias.
—¿Sí?
—No funcionará.
—¿Qué quiere decir? Lo he meditado concienzudamente —inquirió tropezando
torpemente con las sílabas.
—Quiero decir, lady Benedit, que ningún hombre vivo digno de llamarse así la
ignoraría. Lo más seguro es que la quieran devorar como una jauría de hienas en
cuanto ponga un pie en los salones de la alta sociedad. Es usted un bocado
demasiado exquisito para dejarla de lado. —Alargó una mano para tomar la delgada
muñeca de ella entre sus dedos. La acarició delicadamente siguiendo con la punta del
índice la red de diminutas venas azules.
—Creo que he bebido demasiado —declaró Alanis poniéndose en pie
bruscamente.
Darko enarcó una ceja arrastrando la silla tras de sí mientras se ponía en pie.
Ella se sorprendió una vez más de su estatura, retrocedió un paso al sentirlo de
nuevo como un depredador al acecho.
—Mea culpa. El borgoña es un vino fuerte cuando no se está acostumbrado a él.
—¿Ha intentado emborracharme? —preguntó curiosa.
—Sí —añadió a esa afirmación una sonrisa que prácticamente la hizo doblarse
de rodillas—. Vayamos a la biblioteca, estaremos más cómodos —sugirió él
extendiendo una mano en dirección a la puerta de la estancia.
Alanis aceptó, amparada en aquel estado de embriaguez que anulaba todas sus
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inhibiciones y maniataba su voluntad.
Una vez en la biblioteca, Alanis se dejó caer sobre el canapé con un suspiro;
fingiendo observar el fuego, se dedicó a observar los movimientos elásticos de Darko
a través de sus párpados entrecerrados. Él se sirvió una generosa copa de brandy e
inesperadamente, sobresaltándola al tomar asiento a su lado, la arrinconó contra uno
de los brazos del sofá. Alterada, echó un vistazo a sus piernas extendidas y
embutidas en un pantalón de paño gris. No había duda, Darko Foster exhalaba
masculinidad por todos los poros de su piel, se sentía a gusto en su pellejo de macho
dominante. En ella bullía el nerviosismo propio de la inexperiencia. Permanecieron
un rato en silencio dejando que el fuego y su crepitar hablaran.
—¿En qué piensa? —preguntó Alanis rompiendo su mutismo.
Él le dedicó una mirada de reojo.
—No creo que le guste saberlo —replicó perezosamente.
—Por supuesto que sí, dígamelo —insistió volviéndose hacia él sin saber que
con su sonrisa hacía que el pulso del hombre se disparase.
Darko se encogió ligeramente de hombros.
—Pensaba en que nunca antes había permanecido en la misma habitación que
una mujer sin hacer nada más que beber una copa y disfrutar del silencio.
—¿Debería tomar eso como un elogio?
Darko rió como si fuera demasiado obvio.
—Debería, principalmente porque tiendo a ignorarlas una vez que he
conseguido subirles la falda, o en su caso bajarle los pantalones.
Los ojos azules de la joven parpadearon incrédulos.
—Señor Foster, no debería hablarme así. Además, le recuerdo que yo no soy su
tipo.
—Yo no estaría tan seguro.
—Intenta escandalizarme, sólo eso —negó ella nerviosa.
Depositó su copa en una mesilla. Luego, volviéndose hacia ella con una
inescrutable mirada, se le arrimó un poco más.
—¿Y si le dijera que he cambiado de opinión, que la deseo y todas esas
memeces con las que se suelen adornar estas cosas?
—Pensaría que se está burlando de mí.
—A veces se me olvida lo jodidamente inocente que es —gruñó él tomando
entre sus dedos un mechón de su pelo.
Alanis se apretó contra el respaldo del canapé hasta que la estructura de
madera se le clavó en la espalda. Intuía que, con la llegada de la noche, la bestia que
habitaba en aquel hombre sería liberada. No se sentía lo suficientemente capacitada
como para lidiar con ella.
—No creo que esto… —se interrumpió bruscamente cuando Darko tiró de su
muñeca mientras ella intentaba levantarse. Cayó torpemente en su regazo
conteniendo el aliento.
—No tiene nada que temer de mí —le aseguró.
—Yo creo que sí —lo contradijo mientras se retorcía inútilmente sobre sus
muslos.
Bajo la gastada tela de los pantalones sintió la dura musculatura de sus piernas
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viriles. Era como estar sentada sobre acero, nunca antes había estado en una posición
tan íntima con un hombre. Él le acarició la cintura observando concentradamente la
expresión de su rostro. Alanis detuvo sus movimientos devolviéndole una mirada
confusa, tan vulnerable que Darko tuvo la necesidad de disculparse por lo que estaba
a punto de suceder entre ambos. Un tenso silencio se prolongó entre ambos mientras
la mano de Darko se estiraba para acariciar su nuca.
—Tan suave… —pronunció con voz ronca mientras sus dedos le recorrían la
piel.
—¿Por qué me haces esto?
Los ojos verdes la buscaron a través de la penumbra reinante. Alanis tragó
saliva amedrentada.
—Porque te deseo. Deseo tus labios, tu boca, tu lengua en mi lengua, tu piel, tu
olor —declaró con voz profunda apartando con delicadeza la tela de su chaleco. Su
mano se curvó sobre el pecho femenino, lo que arrancó un sonido ahogado de la
joven. Comprobó con satisfacción el rítmico golpear de su corazón contra su palma.
Rozó la cumbre tierna de aquel pecho mientras continuaba hablando.
Ella lo observó absorta, entregada por completo a las sensaciones que aquella
mano despertaba. «¡Esto no es decente!», pensó. Debía gritar, pero lo único que podía
pensar era en aquella mano posada en su pecho y en cuál sería su siguiente
movimiento. Darko acercó su rostro a ella hasta inundar su boca con su aliento.
—No —gimoteó en un vano intento de rechazarle.
Una mano descendió extendiéndose cálidamente bajo el nacimiento de sus
pechos.
—Déjame mostrarte lo bueno que puede ser. Esos mojigatos de la alta sociedad
no saben lo que es complacer a una mujer.
Alanis permaneció quieta, paralizada bajo su mirada, dejando escapar el aire en
cortas y trabajosas exhalaciones.
—Nunca me han besado —declaró a modo de excusa.
Darko apoyó su frente sobre la suya.
—Entonces, déjame ser el primero —pidió acariciándole los costados con los
nudillos—. Te gustará, y si no es así, me detendré.
—Ni siquiera te conozco, me has secuestrado, tus hombres me han golpeado.
¡Por Dios!, ni siquiera debería hablar contigo —le dijo. Pero finalmente, con un
suspiro de derrota, apoyó una mano contra su pecho, sintiendo por primera vez en
su vida el tacto de un cuerpo masculino. Aquélla era su aventura, ¿por qué no
disfrutarla? «Debo de estar loca», pensó.
Acalló su conciencia con un portazo mental, sólo se trataba de un beso. Eloise,
su hermana, había alardeado de haber hecho eso mismo con varios de sus
pretendientes, ¿qué mal había entonces en que ella probara una vez?
Se estremeció cuando Darko le colocó las manos a ambos lados de la cabeza,
aproximando su rostro hasta bañarle las mejillas con su aliento. Sus ojos verdes se
habían oscurecido y fijos en su rostro intentaban descifrar su expresión ansiosa.
—Abre la boca, posaré mis labios sobre ella —le explicó antes de mostrárselo
acariciando con la punta de su lengua el contorno de los labios femeninos—. Ahora
entraré en ella con mi lengua.
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Alanis aguardó mientras la boca dura de él le exigía entrar. Con las palmas de
las manos húmedas por la excitación entrelazó sus brazos en torno al poderoso
cuello, sobresaltándose cuando aquella lengua invasora se deslizó al fin en su
interior, provocándole una oleada de calidez por todo el cuerpo. Sus dedos se
hundieron en la tupida cabellera, el pelo corto le hizo cosquillas en las palmas.
—Vamos, cariño, dame tu lengua —pidió Darko palpando el interior de la boca
femenina. La acercó a su pecho mientras una de sus manos vagaba hacia su cintura.
Alanis gimió al sentir su torso contra ella. Darko elevó poco a poco una mano y la
posó firmemente sobre sus pechos, los pezones excitados se endurecieron haciéndola
suspirar lastimosamente.
Permitió que la lengua de él penetrara nuevamente en su boca y acariciara su
paladar incitando una respuesta. Su lengua se movió indecisa bajo la otra, imitando
torpemente sus movimientos. Un sonido bronco escapó de la boca masculina,
convirtiendo aquella clase magistral de sensualidad en algo más profundo, en una
tempestad de sensaciones para la que ninguno de los dos estaba preparado.
De repente Darko estaba sobre ella, devorándola con sus besos, exigiendo
respuesta a sus audaces caricias mientras uno de sus muslos descansaba íntimamente
entre sus piernas. Alanis apenas fue consciente de que él le había desabrochado
ágilmente el chaleco hasta que su boca abandonó sus labios para trasladarse a sus
pechos. Alanis gimió algo incomprensible mientras trataba de detenerlo, pero acabó
apretando su cabeza contra él, invitándole a proseguir. Se retorció ansiosa contra él
cuando su lengua húmeda acarició el valle de sus senos trazando diminutos círculos
sobre su enagua.
Darko se hallaba envuelto en su propio infierno. Desasosegado, notó que
comenzaba a perder el control, atrapado, arrastrado por la marea del deseo. Alzó la
cabeza con la visión desenfocada, inspirando profundamente por la nariz. Alanis
permanecía bajo su cuerpo con los ojos cerrados, entregada a la excitación. La tela de
su camisola humedecida por la saliva descubría la tierna carne de sus pechos y sus
oscuros pezones. De repente abrió los ojos y se encontró con una mirada oscurecida
por el deseo; trató de ocultarse, pero él se lo impidió inmovilizando sus dos manos
en su puño.
—No, quiero verte —gruñó, demasiado excitado para percatarse de su
brusquedad.
Alanis se sometió a aquel escrutinio consciente de sus limitaciones. Al fin y al
cabo, Darko era un hombre mundano, de gran experiencia en el trato íntimo con
mujeres. ¿Qué podría él ver de atrayente en una joven delgada y sin los atributos
femeninos que acostumbraba a buscar en sus otras conquistas?
Excitado, Darko acariciaba con una mano el cuerpo femenino. Respiraba con
dificultad, concentrado en las elegantes curvas de aquel cuerpo. Se inclinó
reverentemente sobre ella besándola en el cuello, siguiendo una línea imaginaria que
conducía a sus pechos. ¡Qué poco imaginaba ella lo impresionado que se sentía! Su
lengua trazó un perezoso círculo alrededor del pezón. Alanis consiguió desasirse y le
tiró del cabello para llamar su atención.
—No podemos seguir con esto —suplicó.
Darko depositó un rápido y posesivo beso en su boca.
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—Me deseas —afirmó hundiendo una mano bajo la cinturilla de su pantalón—.
Puedo sentirlo —aseguró palpando con suavidad su entrepierna.
Alanis gimió horrorizada ante la respuesta de su propio cuerpo. Aquellos dedos
siguieron explorando el vértice de sus piernas, hurgando entre los pliegues de tela.
—¡No! —gimoteó tratando de apartarse, pero él la retuvo mientras sus dedos
palpaban finalmente su carne.
Darko inhaló profundamente. La tibieza de Alanis barrió de su cabeza cualquier
pensamiento racional, convirtiéndolo en una bestia. Se tumbó sobre ella encajando la
dura protuberancia de su masculinidad entre sus piernas, frotándose contra ella
como un animal en celo.
Desconcertada, sus ojos azules se abrieron desmesuradamente. El corazón
comenzó a latirle dolorosamente en el pecho cuando comprendió el significado de
aquellos movimientos desesperados.
—¡No! —exclamó tratando de ponerse fuera de su alcance.
Los ojos verdes centellearon. Su verga latía dolorosamente pidiendo una
liberación inmediata. Nadie se atrevía a negarle algo a Darko Foster.
—Quiero poseerte —dijo brutalmente mientras tiraba de ella hacia sí.
Asustada, Alanis trató de zafarse, pero él la retuvo aplastándola con su cuerpo.
La besó rudamente, poseído por una pasión primitiva.
—¡No, por favor! —suplicó asustada al sentir la mano viril en el cierre de sus
pantalones.
Darko tiró de ellos descubriendo la satinada piel de sus muslos. Su mano hurgó
entre las piernas cerradas.
—Puedo sentir tu deseo —dijo aplicando la palma de su mano contra el
femenino promontorio. Sus dedos buscaron la pequeña abertura de sus calzones y se
colaron por ella para acariciar sus rizos húmedos.
Confundida, Alanis trató de separarse de aquella mano instigadora. No había
imaginado llegar tan lejos, todo había comenzado como un juego inocente, pero
ahora se convertía en una arriesgada batalla de voluntades.
—¡Por favor! —suplicó tratando de alzarse los pantalones.
La urgencia de esa petición despertó a Darko de su ensueño pasional. Las
brillantes lágrimas fueron como un balde de agua fría que apaciguó su pasión.
—Por favor —repitió asustada haciéndole sentir como un animal.
Se apartó de ella con una maldición.
—No quería que fuera de este modo, yo sólo… —sollozaba Alanis tratando de
alejarse.
Los ojos verdes la atravesaron con una mirada castigadora.
—Te crees demasiado buena para dejar que te abra de piernas ¿eh? —dijo
rudamente arrastrando tras de sí su peor acento cockney.
Alanis se encogió contra los cojines ante su soez lenguaje. Él la recorrió con una
mirada feroz, demorándose prolongadamente en su entrepierna. Frustrado como
nunca en su vida, se mesó el cabello intentando ordenar sus pensamientos.
¡Diablos! Nunca había deseado algo tanto como poseer a Alanis Benedit, pero
no de ese modo, no viendo lágrimas en sus ojos. Al fin y al cabo ella tenía razón.
Había sido educada para algo mejor que revolcarse con un embaucador como él. El
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agua y el aceite no pueden mezclarse. Él, y sólo él, sería responsable de haberle
arrebatado la posibilidad de encontrar un marido medianamente decente si todo
aquello saltaba a la luz. No era necesario que añadiera más peso a su carga
apoderándose de su virginidad. Se percató, sorprendido, de que en algún recóndito
lugar de su interior aún existía una pizca de decencia. «Buen momento para
descubrirlo», pensó irónico.
—¿Darko? —Era la primera vez que la oía pronunciar su nombre.
Inspiró varias veces tratando de calmar su ardor.
—¡Mierda! —barbotó elevándose de entre sus rodillas. Se sentó en uno de los
extremos del sofá aprisionando su cabeza entre las manos, como si le costara
recuperar el control. Alanis movió las piernas con precaución, como si temiera
despertar de nuevo al animal que habitaba en él. Darko alzó la mirada hacia ella y
suspiró frunciendo el ceño—. No voy a tomar tu virginidad. Vamos, deja que te vista
—dijo inesperadamente, acariciando con ternura uno de sus tobillos—. No quisiera
que tu marido se llevase un chasco en vuestra noche de bodas.
—No habrá ningún marido —aseguró temblorosa.
Darko torció la boca en una sonrisa sin humor.
—Lo habrá —resolvió con firmeza.
Tarde o temprano, Alanis encontraría con quien compartir su pasión. Pero era
demasiado joven y jodidamente inocente para poder entenderlo.
Sus ojos descendieron hacia el pequeño pie que había empezado a acariciar. Lo
admiró unos segundos antes de apoyárselo contra el pecho en una posición tan
escandalosa como inusual. No era del todo desagradable, pensó Alanis al sentir en su
pie el rítmico bombeo de su corazón. Sin apartar la mirada, Darko le colocó las
medias elevando la pequeña planta para depositar allí un beso. Un gesto inesperado
y lleno de ternura que la dejó perpleja. Retorció el pie en un acto reflejo.
—Estate quieta.
—Me haces cosquillas.
—¿Ah, sí? —Su expresión adoptó un aire divertido y comenzó a rozarle el
empeine con el borde de sus nudillos. Ella se arqueó entre risas.
—Darko —suspiró finalmente cuando él detuvo su ataque.
Su nombre, pronunciado en un lento suspiro, provocó en él un extraño
sentimiento de protección.
—No deberías pronunciar así mi nombre.
—¿Cómo?
—Como si desearas que te besara de nuevo.
Ella se arrodilló frente a él y apoyó sus manos sobre los anchos hombros. Lo
miró a los ojos inclinándose ligeramente hacia su boca.
—¿Y si así fuera? —probó tentada por el demonio que llevaba dentro.
—Lo más seguro es que acabaras tumbada de espaldas y esta vez nada del
mundo podría detenerme —dijo poniéndose en pie bruscamente. El cazador cazado,
¡menuda ironía! La virginidad de la joven había quedado intacta gracias a una
inesperada brizna de moralidad—. Será mejor que subas a tu habitación —masculló
frunciendo el ceño como un padre ante una hija díscola.
—Quiero quedarme aquí. Hablemos.
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Capítulo 5
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aventuras solían durar unas cuantas noches de pasión, y siempre era Darko quien
ponía el punto y final asegurando sentirse asqueado por ellas. En más de una
ocasión, Reynolds le había oído asegurar que la única diferencia entre una puta del
puerto y una condesa era el precio que había que pagar por abrirlas de piernas.
—Me ocuparé de ella hoy mismo. Por cierto —Reynolds tomó una pequeña
carpeta de su escritorio y la dejó caer sobre sus rodillas—, éste es su informe, una
chica con suerte, tu dama. Su padre es lord Benedit, ¿te suena verdad? Es uno de los
jueces más importantes, además de miembro del Parlamento.
—Me voy a los muelles. Nos veremos esta tarde —gruñó Darko poniéndose en
pie con el informe en la mano.
Reynolds lo acompañó hasta la puerta y se despidió de él con un bostezo, luego
se quedó un rato pensando en lo extraño de todo aquello.
La brumosa mañana había dado paso a un día despejado y ventoso. Alanis se
quedó un rato observando, acurrucada bajo los cobertores de su cama, las ramas
desnudas que chocaban contra la ventana. Los recuerdos de la noche anterior
permanecían intactos en su mente. Si hubiese sido medianamente prudente los
habría enterrado en el olvido, pero le era imposible dejar de pensar en ello. Darko la
había hecho traspasar los límites de la corrección y la decencia adentrándola en un
mundo de sensualidad y extraños sentimientos. ¡Oh, Dios! Aquello era una locura, él
la había secuestrado. Sus sentimientos hacia él debían limitarse a la nada.
Harta de divagaciones, se levantó para iniciar la rutina de su aseo diario. Se
vistió de nuevo con los horribles pantalones marrones y se trenzó el cabello. Ni
pensar en algo tan ambicioso como un simple moño, no había en toda la casa un solo
alfiler con el que sujetarlo.
A media mañana Reynolds llegó a la mansión de Darko. Saludó con corrección
a Brown antes de entregarle su abrigo y su sombrero.
—Vengo a ver a la dama —dijo anunciando su cometido.
—El jefe me informó de ello. La muchacha ha pasado la mañana encerrada en la
biblioteca esperando.
John hacía guardia apoyado en la pared frente a la puerta de la biblioteca. Se
puso tieso al verlo antes de farfullar algo así como «ya era hora». Con su habitual
brusquedad, abrió la puerta de la gran estancia y asomó la cabeza sin previo aviso.
—Tiene visita.
Una voz apagada formuló una pregunta, pero John ya se había retirado para
permitir el paso a Reynolds, que se detuvo confuso a la entrada de la sala. Sus ojos
grises estudiaron con detenimiento a la muchacha que lo observaba con idéntica
curiosidad.
—¿Quién es usted? —preguntó la joven alzando una ceja perfectamente
arqueada. Sus ojos azules seguían con suspicacia cada uno de los movimientos del
recién llegado.
Reynolds tardó unos segundos en contestar mientras se recuperaba de su
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señor Foster —«a cambio de un beso», añadió mentalmente.
—Habitualmente yo mismo me encargo de esos menesteres. Será mejor que le
preguntemos a Brown, él nos sacará de dudas.
Alanis asintió confundida mientras Reynolds se acercaba a la puerta y hablaba
con el mayordomo. Se dirigió de nuevo hacia ella.
—Como le decía, señorita, ninguna nota ha sido entregada —le confirmó
mientras Brown asentía levemente desde la puerta.
La joven les dedicó a ambos sendas miradas. Su boca se contrajo al tratar de
recordar cuál había sido la respuesta de Darko cuando ella le había preguntado por
la nota. Él había eludido la pregunta hábilmente, sin dar una respuesta clara, recordó
furiosa. Se había burlado de ella desde el principio.
—Ya veo —aceptó entrecerrando los ojos. Había sido engañada por aquel
canalla—. ¿Le puedo preguntar, señor Reynolds, por qué está el señor Foster tan
ansioso por deshacerse de mí?
El contable estiró el cuello de su camisa con el dedo, como si la corbata le
impidiera respirar.
—Bueno… —vaciló ante la tenaz mirada femenina.
—Déjelo, creo comprender —murmuró Alanis interrumpiéndole.
Aliviado por poder ahorrarse una explicación desagradable, Reynolds se acercó
a la joven.
—Este secuestro ha sido un terrible malentendido, el señor Foster quiere
enmendarse y evitarle males mayores. Por favor, acompáñeme y permítame que la
lleve a su casa.
Con que él quería enmendarse, ¿eh? Pues no lo haría hasta que le diera una
buena explicación cara a cara.
La joven desvió la mirada para observar las llamas de la chimenea. La noche
anterior, esas llamas habían iluminado el rostro de Darko al besarla. Se negaba a
creer que lo sucedido entre ambos no hubiera significado nada para él. Algo había
ocurrido entre ambos y Alanis estaba dispuesta a averiguarlo. Regresar a casa
supondría no volver a verlo y soportar la incertidumbre indefinidamente.
—Me iré cuando haya hablado con el señor Foster, no antes —pronunció sin
apartar la mirada de las llamas anaranjadas.
Reynolds dejó caer la mano que había extendido hacia ella.
—¿Sabe lo que ocurrirá si cuando él regrese sigue usted aquí? —dijo
exasperado.
La joven alzó la cabeza para mirarle. Su perfecto perfil lo distrajo
momentáneamente.
—Dígamelo. —El leve parpadeo de sus ojos reveló cierta curiosidad, pero
ningún temor.
—Montará en cólera, y después de haberme despellejado por no seguir sus
órdenes, se mostrará terriblemente hiriente, despótico y desagradable con usted.
—Entonces, ¿le preocupa más su pellejo que el mío? —preguntó divertida.
Reynolds se mesó el cabello. Aquella situación le parecía inverosímil.
—¿Puedo preguntarle por qué desea despedirse de Darko?
Los ojos azules centellearon.
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—Todo invitado que se precie debe despedirse de su anfitrión.
Reynolds abrió la boca:
—¿Anfitrión? —repitió.
—Exacto, señor Reynolds. Mi madre me inculcó esa máxima y pienso cumplirla
—desafió ella con la mandíbula tensa.
Reynolds le dedicó una mirada perdida a través de sus gafas, como si estuviera
reflexionando; finalmente, se dio por vencido dejándose caer sobre un sillón.
—¡Diablos! Esto será digno de verse —dijo estirando las piernas al frente.
Darko saltó de dos en dos los escalones, su pasado de delincuente callejero le
había dotado de una gran agilidad. Brown abrió la puerta en el preciso instante en
que su puño se alzaba para golpearla.
—¡Brown! —saludó entregándole su abrigo, efervescente de entusiasmo.
—¡Jefe!
—¿Harper Reynolds ha pasado por aquí? —preguntó con un interés poco
disimulado.
—Llegó a media mañana. Él y la dama almorzaron juntos —informó mientras
doblaba pulcramente el abrigo. En el pasado, Brown, «El Mayordomo», había sido un
avezado ladrón de cajas fuertes especializado en hacerse pasar por mayordomo. Se
ganaba la confianza de la aristocracia presentando referencias falsificadas,
supuestamente emitidas por las mejores familias de Inglaterra. Apresado por
reventar la caja fuerte de un conde, fue Darko quien logró sacarlo de la cárcel
sobornando con una fortuna a algún funcionario corrupto.
Darko frunció el ceño. ¿Almorzar? ¿En qué diablos estaba pensando Harper? Le
había encargado devolver a la chica, no entablar relaciones con ella.
—Envía a alguien en su busca, tengo que hablar con él sobre un asunto, y haz
que me sirvan un refrigerio en mi despacho.
—Esto… jefe, el señor Reynolds está aquí.
—¿Aquí? —repitió extrañado antes de hacer un gesto de asentimiento. Lo más
probable es que Harper hubiera decidido pasarse por allí para informarle una vez
cumplida la misión, pensó—. ¿En mi despacho? —preguntó encaminándose hacia
allí.
—En la biblioteca —concretó el mayordomo.
Renuente, Darko se encaminó hacia el lugar.
Una vez que Harper le confirmara que el «asunto» que le preocupaba había
sido zanjado, podría olvidarse definitivamente de él. En cualquier caso, ya no era
problema suyo, meditó sintiéndose como si alguien hubiera aligerado la carga de sus
hombros. Esa misma noche visitaría algún selecto club y desahogaría su frustración
con alguna señorita bien dispuesta. A la mañana siguiente, su vida continuaría en el
punto donde la había dejado.
Animado por ese pensamiento, abrió de un tirón la puerta de la biblioteca.
Reynolds, repantigado en un sillón, se puso en pie de un salto al tiempo que volvía la
mirada hacia su izquierda. Alanis estaba situada en el extremo más alejado de la
puerta, medio oculta entre los cortinajes de la ventana. Tomando aire se giró hacia él;
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tuvo que secarse el sudor de las manos en la gamuza de sus pantalones. Su corazón
comenzó a bombear adrenalina por todas sus arterias mientras recordaba las
palabras de Reynolds: «Montará en cólera, se mostrara terriblemente hiriente,
despótico y desagradable». «No me importa», se dijo dando un paso al frente.
—No sabía que te interesaba mi biblioteca —saludó Darko fríamente con una
media sonrisa, que se esfumó en cuanto su mente rescató del recuerdo la imagen de
Alanis en ese mismo lugar dejándose abrazar contra su pecho.
Darko había pasado el día intentando reprimir ese tipo de imágenes de su
mente, sin éxito. La agotadora lucha consigo mismo lo había sumido en un estado de
ansiedad y excitación a partes iguales. Aquella mujer parecía haber grabado a fuego
su presencia en su mente y en aquel lugar. Encargaría a Brown que redecorara la
estancia. ¡Qué demonios!, prendería fuego a todos aquellos malditos libros si era
necesario.
Reynolds se encogió de hombros, claramente nervioso. Algo en la expresión de
Darko lo alertó, éste podía oler el miedo como un lobo olía a su presa.
—¿Harper?
—El señor Reynolds es un magnífico conocedor de la literatura inglesa —
interrumpió inmediatamente Alanis desde su esquina, anunciando su presencia con
falsa seguridad—. Hemos mantenido una agradable conversación.
Decidida, posó su mirada sobre la amplia espalda. Le pareció que Darko se
contenía para no girarse de golpe; lo hizo, en cambio, con extremada lentitud,
poniéndole los nervios de punta. Una máscara de abrumadora gravedad había
transformado sus atractivos rasgos, sus ojos clavaron sobre ella una mirada
impasible que acabó demoliendo su aparente serenidad. Con los puños fuertemente
apretados se sometió al feroz escrutinio, deseando tener el coraje necesario para
poder enfrentarse a la ira que parecía estar fraguándose en las profundidades de sus
ojos verdes.
—¿Qué hace ella aquí? —preguntó pasando por alto el tímido saludo que ella le
dedicó.
—Insistió en hablar contigo.
—Creí haberte dado una orden bastante clara —dijo demoledor, haciendo
retroceder a Alanis.
Reynolds se cruzó de brazos y lo miró a la defensiva, dispuesto a presentar
batalla. Ambos se retaron con la mirada como si en vez de amigos fueran enemigos
declarados.
—Yo insistí —aclaró Alanis, temerosa de que ambos se enzarzaran en una
discusión por su culpa.
Darko le dedicó una mirada desagradable. Cruzó los brazos sobre el pecho
dedicándole toda su atención.
—¿Puedo saber la razón? —inquirió indiferente.
—Quería hablar de… —se detuvo indecisa— nosotros.
—¿De nosotros? —preguntó él en tono burlón.
Alanis inspiró nerviosa.
—Sí.
—¡Nosotros! —Un bufido despectivo escapó de sus labios, como si ella lo
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hipocresía dejarla pensar otra cosa.
La olvidaría, igual que había hecho con tantas otras, pensó irritado mientras se
mesaba el cabello. Sin embargo, ella tenía razón en una cosa, era un maldito cobarde.
En el interior del carruaje, Alanis se derrumbó. Lágrimas silenciosas rodaban
por sus mejillas mientras miraba sin ver a través de la ventana. Reynolds le tendió un
pañuelo antes de romper el silencio.
—Cálmese, por favor. No me gustan las lágrimas y Darko no es merecedor de
ellas —comentó preocupado.
—Lo siento —hipó incapaz de contenerse.
—Se lo advertí. —Su voz suave tenía un sedante efecto—. Darko tiende a alejar
sistemáticamente todo aquello que él considera un peligro para su ordenada
existencia. No se permite encariñarse con nada ni con nadie.
Alanis se secó las lágrimas.
—Debe de estar pensando que todo esto es absurdo.
—¿Lo es?
—No lo sé. ¡Dios Santo! Parece que el mundo se ha salido de su órbita, nada
parece tener sentido desde hace dos días —sonrió con tristeza—. Creo que me he
enamorado de ese hombre.
—¿Enamorada? —repitió Reynolds horrorizado—. Darko Foster es el último
hombre en que usted podría depositar sus afectos. Es egoísta por naturaleza, la
utilizaría como una vulgar mujerzuela antes de abandonarla. Odia el compromiso y
todo lo que ello conlleva. Tiene usted un corazón tierno, demasiado para un amor
así.
—La primera vez que lo vi pensé que era el hombre más peligroso que había
conocido. Me inspiró miedo y temor.
—Sí, le gusta provocar eso en los que le rodean —afirmó él cruzando los brazos
sobre el pecho y mirándola categóricamente—. ¿No se ha detenido a pensar que todo
lo ocurrido ha podido ser un simple capricho de su captor? Tengo entendido que
ocurre con cierta frecuencia. Darko es un hombre que fascina a las mujeres, ven en él
a un hombre peligroso, alguien con quien correr una aventura, y esa impresión las
atrae como un imán.
—Supongo que de ser así, yo misma rechazaría la idea de sentirme atraída por
él, pero ayer, por un breve instante, pude vislumbrar algo en Darko Foster, algo
difícil de explicar…
—Inténtelo.
—Como le he dicho, la primera vez que lo vi pensé que Darko Foster no era
más que un criminal de sangre fría. Pero algo anoche me hizo cambiar de opinión.
Hay algo en él que habla de soledad —afirmó con una sencillez que sorprendió a
Reynolds.
Anonadado, éste negó con la cabeza. Le parecía imposible que una joven dulce
e inocente como aquélla hubiera percibido con tanta claridad algo en su amigo que él
tan sólo había podido vislumbrar con el paso de los años. Darko era muy cuidadoso
a la hora de ocultar cualquier sentimiento, no daba a conocer de sí mismo más que lo
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que él quería, y pocos se molestaban en mirar más adentro. Era un solitario, sí, pero
también había en él cierto grado de melancolía oculto tras esa fachada de criminal
implacable.
—Foster pertenece a un mundo completamente distinto al suyo, estoy seguro
que su unión habría sido imposible —opinó tras sus silenciosas divagaciones.
La melancólica mirada azul volvió a él.
—Mi padre suele decir que la palabra imposible no debe figurar en el
vocabulario de un Benedit.
Aquella honestidad era capaz de desarmar a cualquiera.
—Permítame decirle que es usted una joven idealista digna de mi admiración.
—Gracias.
—Nos estamos acercando a su casa. Como le dije, he apostado algunos hombres
en los alrededores, vigilarán que nada le ocurra mientras recorre a pie la última parte
del trayecto hasta la mansión. Bajará en la próxima esquina. Es demasiado peligroso
que me acerque.
Ella le dedicó una desdichada sonrisa.
—Me imagino que éste es el final de todo.
Él asintió tomándola de la mano dulcemente.
—Me gustaría que todo hubiera sido diferente. Será difícil que nuestros
caminos vuelvan a encontrarse. ¿Recuerda todo lo que le he dicho sobre la historia
que debe contar?
—Sí. Un joven caballero enamorado hizo raptar a su amada, los hombres
contratados me confundieron con la dama en cuestión y, sólo cuando el caballero se
reunió con nosotros en una casa en las afueras de la ciudad y se dio cuenta de la
equivocación, me fue permitido volver —recitó de carrerilla—. Añadiré, si no le
importa, que en todo momento fui tratada con el debido respeto.
Inspiró brevemente cuando el carruaje se detuvo.
—Buena chica. —Reynolds apretó su mano—. Recuerde, si tuviera algún
problema, cualquiera que fuera, hágamelo saber, ¿se acuerda de la dirección que le
di?
—Sí. Ha sido todo un placer, señor Reynolds. Jamás le olvidaré —dijo mientras
bajaba del carruaje. Se detuvo un instante para agitar su mano a modo de despedida
antes de dirigirse andando calle abajo.
Aunque silenciosa, la mansión de Regent Street estaba iluminada. Inspirando
profundamente por la nariz, golpeó levemente la puerta y esperó impaciente a que
ésta se abriera. A sus espaldas, la tranquilidad de la noche no hacía sino aumentar su
nerviosismo. Segundos después, la sonrosada cara de la señora Perkins, ama de
llaves de su tía, asomó con gesto preocupado a través de la lámina de madera. Al
verla, su expresión se distorsionó en un gesto de incredulidad.
—¿Señorita? ¿Es usted? —preguntó como si se tratase de una aparición
fantasmagórica. No hubo necesidad de responder. La mujer rompió a llorar y
boquear mientras Alanis trataba de consolarla con palmaditas de ánimo.
—Estoy bien, señora Perkins. Deje de llorar por favor —pidió Alanis, deseando
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poder entrar en la casa.
La buena mujer sorbió con fuerza la nariz mientras con una esquina de su
delantal blanco se secaba las lágrimas.
—Pensábamos que la habían matado, que nunca más la volveríamos a ver; no
sabíamos nada de usted, ni una triste nota. Su tía se ha llevado un disgusto terrible.
La pobre mujer lleva en la cama sin comer desde que usted desapareció —explicó
atropelladamente.
—Subiré a verla enseguida —le aseguró Alanis rodeándole los hombros con el
brazo y empujándola hacia el interior del hall. Se sintió profundamente arrepentida
por no haber vuelto antes, esa misma mañana, cuando tuvo ocasión. Les hubiera
ahorrado aquel sufrimiento innecesario a su tía, a la señora Perkins y a sí misma.
—¿Está usted bien? ¿Le hicieron algo esos hijos de Satanás? Dios dispondrá un
castigo ejemplar para esos desgraciados sin corazón —clamó mientras la volvía de un
lado a otro para observar que efectivamente se encontraba sana y salva—. ¿Y sus
ropas, sus preciosas ropas? —La mujer rompió a llorar de nuevo al ver a la joven tan
indignamente ataviada. ¿Qué otros abusos habría sufrido aquella inocente?
—¿Qué es todo ese alboroto? —La voz grave de su padre retumbó por toda la
planta baja.
La señora Perkins trató inútilmente de serenarse.
—Venga señor, llame a la señora, vengan a ver quién ha regresado —voceó la
matrona arrastrando a la joven consigo.
—¿Mi padre está aquí? —preguntó asombrada.
—Su señor padre, su señora madre y su hermana Eloise venían de camino
cuando fue secuestrada. Llegaron sólo unas horas después de que usted
desapareciera. Están todos en el salón de té a excepción de su tía, que se encuentra
indispuesta en sus habitaciones, como le he dicho. Vaya a verlos, señorita, se llevarán
la alegría de sus vidas.
—Por supuesto, señora Perkins —acordó besándola en la mejilla.
A mitad del largo corredor que llevaba al salón su hermana Eloise le salió al
encuentro. Con un grito estridente corrió hacia ella, ambas se fundieron en un
fraternal abrazo mientras lloraban y reían a la vez.
—Has vuelto, has vuelto —resollaba.
—Sí. Eloise, te he echado de menos. —Enterró el rostro en aquel cabello tan
similar al suyo.
—¿Alanis? ¿Es cierto? ¿Eres tú? —Su madre, pálida, aguardaba sentada en el
salón sin atreverse a moverse. No se movía por si todo era un sueño y su amada hija
desaparecía sin más, sumiéndola para siempre en el terrible vacío de la muerte en
vida.
Alanis corrió a su encuentro y la abrazó, brindándole el consuelo que sólo una
hija puede brindarle a una madre.
—Estoy bien madre, estoy bien —repetía tratando de reconfortarla.
Dorothy Benedit estrechó con fuerza a su hija menor. De estatura similar, su
parecido físico era tal que en varias ocasiones habían sido tomadas por hermanas y
no por madre e hija que eran.
—Déjame verte —le pidió con urgencia, revisando a su hija de pies a cabeza
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antes de estrecharla de nuevo en sus brazos—. Dime que no te ha ocurrido nada.
—Nada me ha ocurrido, madre —la tranquilizó mientras inspiraba ese olor tan
tranquilizador y conocido.
Cuando era bebé, el olor materno la relajaba de tal modo que sólo podía
dormirse si en su cuna había alguna prenda de su madre que pudiera olfatear. Sus
hermanos la sometían a continuas chanzas y burlas cuando recordaban que, hasta los
ocho años, llevó consigo un pañuelo de delicado encaje que su padre le había
regalado a su esposa con ocasión de su cumpleaños, y que Alanis había robado para
poder olisquear. Había conservado dicho pañuelo durante toda su infancia, hasta
que misteriosamente un día desapareció. Alanis achacaba esta desaparición a su
institutriz, que detestaba verla con aquella zarrapastrosa tela delante de la nariz
siempre que se disgustaba.
—¿Qué te han hecho, mi niña? —inquirió al observar su varonil vestimenta.
—Nada que deba preocuparle, madre —«aparte de robarme el corazón», pensó
lacónica—. Mi vestido quedó reducido a harapos, ellos me proporcionaron estas
ropas.
—Mi pequeña, dime que no has sufrido ningún abuso a manos de esos rufianes.
—No, madre. Esto me lo hice yo sólita —dijo tocándose el rostro.
—Yo me encargaré de que paguen por ello —sentenció una voz serena y viril.
Alanis se volvió hacia el hombre alto y atractivo que, con el ceño fruncido, la
observaba. Un aura de poder y autoridad emanaba de lord Benedit.
—Hola, padre —saludó fingiendo aplomo.
Él se mantuvo en silencio mientras escrutaba el rostro de su hija menor. Las
otras tres mujeres aguantaron la respiración. Padre e hija compartían una estrecha
relación que rayaba la fascinación. Lord Benedit abrió los brazos y la joven corrió a
refugiarse contra su pecho.
—Papá —suspiró hundiendo la cara contra el amplio torso.
El hombre sostuvo a su hija contra sí antes de separarla ligeramente. Le dio un
pequeño toque en su barbilla para mirarla a los ojos. Aquellos ojos azules eran la
única herencia física que Alanis había recibido de él.
—¿Estás bien? —preguntó acariciando suavemente la arrebolada mejilla.
—Sí, padre —susurró ella tragando con dificultad.
El hombre se inclinó hasta apoyar la frente contra la de su hija, sin dejar de
mirarla a los ojos.
—¿Seguro? —Su voz siempre suave trataba de averiguar la verdad.
—Seguro —aseveró ella intentando franquear aquella mirada.
¡Oh! Cuánto hubiera deseado Alanis poder contarle todo lo ocurrido.
La familia se reunió en el salón de té. La señora Perkins hizo servir leche
caliente y galletas para todos excepto para el señor Benedit, que se decantó por una
copa de brandy. Mientras, Alanis relató con voz entrecortada lo que Reynolds le
había aconsejado contar.
—De modo que fuiste raptada por un enamorado. ¡Qué romántico! —resumió
su hermana con un exagerado suspiro.
—En realidad fue un tanto engorroso. Imagínate la decepción del pobre hombre
al verme a mí en lugar de a su amada —improvisó en un ataque de inspiración.
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—¿Quiénes eran esos hombres? —preguntó su padre después de beber un largo
trago de su copa.
Alanis se aclaró la garganta.
—Si he de decir la verdad, no tengo la menor idea —explicó rezando por ser lo
bastante convincente. Su padre tenía especial facilidad para detectar la mentira, una
característica de todo buen magistrado—. Ahora, si me disculpáis, quisiera ir a ver a
tía Gertrud y tranquilizarla. —Se puso en pie apresuradamente evitando responder a
más preguntas.
La señora Benedit siguió con la mirada la apurada salida de su hija.
—Algo le ocurre a mi pequeña, está cambiada —susurró—. Hay algo que no
nos ha contado. Debes averiguar qué es, Dominic. Si esos malnacidos han tocado un
solo pelo de su cabellera, quiero verlos ahorcados.
—Calma, cariño. Alanis nos lo contará todo a su debido tiempo, por el
momento no la presionemos. Es una muchacha lista.
—Mamá tiene razón, ella está cambiada, pero no creo que se trate de algo
dramático… —Eloise hizo un pausa tratando de dar con la palabra adecuada—, es
como si pareciera más… adulta. —Eloise dejó escapar un suspiro mientras palmeaba
sus rodillas—. Bien, creo que me iré a dormir un poco, estoy agotada después de
estos días de preocupación. Usted, madre, también debería acostarse.
—Te dije, Dominic, que llegaría el día en que nuestros hijos nos enviarían a la
cama, ¿qué te parece?
Dominic le lanzó una tierna sonrisa a su hija mayor.
—Me parece que nuestro retoño empieza a necesitar un hijo propio a quien dar
órdenes.
Eloise se sonrojó furiosamente al recordar las numerosas y fascinantes maneras
en las que ella y Eric, su esposo, trataban de concebir ese hijo.
—No era una orden, sino un consejo —se defendió ella poniéndose en pie para
besar a sus padres—. Lo que ocurre es que con la edad os estáis volviendo cada vez
más gruñones.
Lord Benedit palmoteó el trasero de su hija.
—Atrevida —gruñó.
La joven rió y salió por la puerta agitando la cabeza.
Ya a solas, Dorothy Benedit dejó de lado todo formalismo y se refugió en el
regazo de su esposo. Él la abrazó con fuerza mientras ella dejaba escapar un suspiro
de alivio.
—Primero Eloise y ahora Alanis, jamás había pasado tanto miedo —le confesó a
su marido—. Tú y nuestros hijos sois la razón de mi vida.
Dominic depositó un tierno beso en su frente.
—Todo está bien ahora, mi amor, nuestra pequeña está a salvo.
La mujer pasó una mano temblorosa por su cabello.
—Dios, creo que he envejecido diez años.
Dominic sonrió.
—Estás preciosa, como siempre.
—¿Eso crees?
¡Santo cielo! Ella coqueteaba con él tan descarada y pícaramente como cuando
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era una muchachita con la nariz llena de pecas, y lo cierto era que, en todos esos
años, él jamás había podido resistirse.
—Eso creo.
—Pues demuéstramelo —invitó depositando un húmedo beso en la comisura
de sus labios.
—¿Aquí? —preguntó él alzando una ceja entre incrédulo y excitado.
—En otra ocasión te diría que sí, pero hay que recordar el delicado estado de tía
Gertrud.
Él sonrió y sin dificultad se puso en pie con su esposa en brazos.
—Sus deseos son órdenes, milady.
Ella rió quedamente, abrazada con fuerza a su cuello y besándole la mejilla.
—¡Oh Dominic!, acabo de recordar algo. Ese inspector de aduanas…
—¿Lartimer?
—Sí. Envió una nota diciendo que se pasaría por aquí mañana.
—Yo me entrevistaré con él.
—No quiero que Alanis lo vea. Necesita descansar y olvidarse de todo esto.
—Me ocuparé de que nadie la moleste.
—Bien. Y ahora, señor esposo, espero que cumpla mis deseos.
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Capítulo 6
Alanis permaneció despierta hasta que la suave luz del alba fue diluyendo la
oscuridad nocturna en tonos malva. Pensaba en Darko y en los momentos vividos a
su lado, los revivía segundo a segundo con una nitidez aplastante. Nunca más
volvería a sentir aquello por alguien, estaba segura, aquella mezcla de
animadversión, amor, ternura y rechazo. Deseó regresar a Blackwood lo antes
posible. Finalmente, su mente se cansó de dar vueltas y cayó en un sueño inconstante
y poco reparador.
Cuando despertó, el sol brillaba en lo alto de un cielo sorprendentemente azul y
despejado. Sentía los párpados pesados y los músculos de la espalda tensos. Buscó
las zapatillas a tientas mientras sus ojos examinaban la habitación. Nada parecía
haber cambiado allí, y sin embargo, ella lo veía todo distinto, ¿o era ella la que había
cambiado? Se levantó preguntándose qué hora sería y por qué la casa estaba tan
extrañamente silenciosa. Segundos después, su madre y su hermana entraron en la
habitación.
—Ya era hora, dormilona —saludó Eloise depositando un beso en su mejilla
antes de acomodarse despreocupadamente sobre el colchón.
Dorothy examinó preocupada el semblante cansado de su hija.
—¿Te encuentras bien?
Alanis trató de sonreír.
—Sí, sólo un poco cansada, nada que un buen baño no pueda remediar.
—Y un buen vestido —señaló Eloise tomando con curiosidad el pantalón
castaño que yacía sobre la cama.
—Bien, haré que te suban agua caliente y algo de comer. Después, quiero que te
metas de nuevo en la cama y trates de descansar.
—No, me volveré loca aquí sola, prefiero estar abajo con la familia.
Dorothy fue incapaz de negarse.
—Está bien, dame un beso —pidió tirando de su hija hacia sí.
Alanis rió antes de besar sonoramente a su madre.
—Yo me quedo —anunció Eloise acomodándose mejor sobre los almohadones.
Alanis se dejó caer junto a ella mientras esperaba su baño.
—Bien, me vas a contar algo ¿sí o no? —preguntó a la ligera mientras
examinaba divertida el chaleco gris del montón de ropas que había tirado por el
suelo.
Alanis se lo arrebató y lo escondió tras su espalda.
—¿A qué te refieres?
—No te hagas la tonta, Alanis Benedit, ocultas algo y quiero saber qué es.
—No oculto nada —aseguró temblando mentalmente ante la sagaz mirada
fraterna.
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—Ya, entonces dime, ¿por qué te sonrojas?
Alanis frunció el ceño.
—Eres una pesada.
—Se trata de un hombre, ¿es eso?
Su sonrojo se acentuó un grado. Eloise rió al ver la perpleja expresión de su
hermana menor.
—Lo sabía —se jactó—. Vamos, cuéntamelo, no les diré nada a nuestros padres
si tú no quieres.
—¿Y por qué habría de contarte nada? Tú no lo hiciste cuando conociste a Eric.
Eloise frunció los labios en una mueca traviesa.
—Eras demasiado joven para eso.
—No hace ni un año.
—No estamos hablando de mí, sino de ti —insistió Eloise.
Unos golpes en la puerta la salvaron de tener que responder. Dos doncellas
entraron portando agua caliente para su baño. Edwina, la más joven, preparó todo lo
necesario frente a la chimenea.
—Buenos días señorita, nos alegramos de que esté bien. Cuando la señora
Perkins me dijo que estaba usted aquí no me lo quise creer.
—Gracias, Edwina.
—Ya han llegado varios de los vestidos que encargó su tía para usted, ¿desea
estrenar alguno? Verá como se siente mejor cuando se ponga uno de ellos —sugirió
con apremio.
—Sí, elige el que más te guste, Edwina.
La muchacha asintió, obviamente emocionada por la tarea encomendada, y se
dirigió hacia el vestidor.
Alanis se desnudó y, con un suspiro de alivio, se introdujo en la bañera de
cobre bajo la atenta mirada de su hermana. Estaba claro que no abandonaría su
interrogatorio, era demasiado testaruda como para ceder sin más, reconoció Alanis
mientras meditaba si contarle algo o no.
Edwina reapareció con un vestido de pana color lavanda. Con diligencia lo
colocó sobre una silla cercana estirando con primor los volantes que lo adornaban.
—¿No es precioso? —preguntó alborozada mientras abría un cajón de la
cómoda para extraer la ropa interior de lino. Dobló pulcramente un par de medias y
volvió a perderse en el interior del vestidor para reaparecer con un par de zapatos
color crema.
—Precioso —convino Eloise—. Puedes retirarte Edwina. Yo ayudaré a mi
hermana en lo demás.
—Sí, milady.
La joven hizo una reverencia y salió de la habitación.
—¿Y bien? —inquirió Eloise abandonando el lecho y acercándose a la bañera.
—¡Dios todopoderoso, compadezco a Eric! —exclamó la joven con una sonrisa
—. Eres peor que un sabueso.
—No tienes por qué compadecer a mi esposo. Tanto tú como yo sabemos que él
sólito se sabe defender perfectamente de mis «abusos». Inclina la cabeza —ordenó
mientras tomaba un cubo de agua.
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Alanis obedeció. Mantuvo los ojos cerrados mientras su hermana le enjabonaba
el cabello.
—Es tan bonito —suspiró Eloise admirando los suaves reflejos dorados de la
frondosa melena de su hermana—. ¿Recuerdas cuando Dom te cortó el pelo como a
un niño?
¿Cómo olvidarlo? Su hermano mayor tuvo un momento de inspiración al
asegurar que de mayor sería barbero, y ya que ninguna de sus hermanas tenía barba,
tomó a Alanis como conejillo de indias para practicar sus dotes de peluquero.
—Sí, mamá lo tuvo castigado en la sala de estudio una semana.
—Y a ti te hizo poner aquel horrible sombrero de lana cuando te descubrió con
la peluca del mayordomo.
—Fue idea tuya robársela.
Se hizo un silencio entre ambas al recordar el divertido episodio. Eloise era su
hermana del alma, a ella había acudido siempre que había tenido algún problema.
—Creo que me he enamorado —confesó finalmente con un suspiro.
Eloise extendió la mano para acariciar el cabello húmedo de su hermana, luego
lo apartó con cuidado de su rostro y se inclinó sobre ella para contemplar su
semblante sonrojado.
—¿Quién es? ¿Alguien que conozcamos? —preguntó suavemente
arrodillándose junto a la bañera.
Alanis negó con la cabeza.
—Ni siquiera sé cómo ocurrió, es todo tan confuso…
—Y él, ¿te ama?
—Sólo fui un entretenimiento.
—Un hombre así no te merece —repuso Eloise airada—. Cuéntamelo todo,
desde el principio, nada de medias tintas.
Cuando Alanis finalizó su rocambolesca aventura Eloise permaneció pensativa.
—Apenas lo conoces, no puedes estar enamorada de un hombre al que apenas
has visto.
—Tengo entendido que eso fue exactamente lo que te ocurrió con Eric —rebatió
ella.
—No es cierto, Eric y yo… hablamos en unas cuantas ocasiones. —Hizo una
pausa antes de arrugar la nariz—. ¿A quién quiero engañar?
—Sí, recuerdo perfectamente como lo «persuadió» papá para que se casara
contigo.
—¡Dios Santo, Alanis! Estamos hablando de un contrabandista, no de Eric.
—No puedo dejar de pensar en él. Regresa a mis pensamientos una y otra vez.
—Lo olvidarás. Tienes que hacerlo, ¿me oyes? Y ahora sal del agua, te estás
quedando morada.
Alanis obedeció y, dócilmente, permitió que Eloise la ayudara con sus ropas. El
corte perfecto de su vestido daba fe de porqué la señora Gibbons estaba considerada
la modista más importante de la ciudad. La creación, inspirada en los diseños de la
Roma clásica, remarcaba con su pequeño corpiño un escote bajo. La falda, larga y
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—Mis hombres han detectado movimientos extraños en el puerto. Una red de
contrabandistas locales parece estar involucrada en el rapto de chicas como su hija
que son posteriormente vendidas como esclavas en el mercado negro, si usted me
entiende… No sería justo para esas mujeres que yo renunciara a proseguir con mis
investigaciones.
—Ya le he explicado lo que ocurrió, y dudo mucho que tenga que ver en forma
alguna con sus contrabandistas. No quisiera que la reputación de mi hija se viera
manchada por una simple suposición —negó su padre abriendo la puerta de un tirón
—. Hasta la vista, señor Lartimer.
El hombre aceptó la despedida con una cabezada de desconcierto, obviamente
resentido por el trato recibido.
—El crimen está creciendo a pasos agigantados en nuestra ciudad, si
permitimos que los responsables de actos como éste queden en libertad, sin ningún
castigo, estaremos abriendo la veda para que hechos semejantes se repitan —advirtió
Lartimer erigiéndose en defensor de una justicia que, como bien sabía Alanis, no
dudaba en eludir en su propio beneficio.
—Qué hombre más siniestro —gruñó Eloise en cuanto su padre consiguió
cerrar la puerta tras él—. No entiendo cómo pudo contratarle, padre.
Dominic Benedit observó pensativo la puerta cerrada.
—En realidad no lo hice, él se ofreció, sin más. Tengo entendido que es un
excelente investigador.
«Debido a sus detestables métodos», apuntó Alanis mentalmente.
Las semanas siguientes fueron las más ajetreadas de su vida. Su presentación
ante la flor y nata de la sociedad londinense fue un rotundo éxito. La noticia de su
secuestro no se había filtrado en los salones de la aristocracia, lo cual permitió su
introducción en sociedad sin el menor contratiempo. De la noche a la mañana, su
presencia pasó a ser una de las más solicitadas en las reuniones selectas de la ciudad,
Alanis se había convertido en la verdadera sensación de la temporada. Su linaje y su
refinada belleza eran incuestionables y, al parecer, irresistibles para sus
pretendientes, una corte de admiradores y aduladores empeñados en seguirla allá
donde fuera. La situación, más que molesta, era sencillamente agotadora. En su
momento Eloise se había desenvuelto mucho mejor en ese papel, coqueteando
descaradamente con Eric, bailando o charlando con una naturalidad innata.
Un domingo, Alanis se encontraba en el salón en compañía de su tía Gertrud y
su madre. Como el día era desapacible, habían optado por una velada familiar
después de que Eloise partiera hacia James's Fields para reunirse con su esposo. Tía
Gertrud estaba ferozmente concentrada en sus bordados y Alanis leía distraída. Su
madre, que atendía el correo, se levantó de repente dejando escapar un chillido
indignado.
—¿Habéis leído esto? —preguntó agitando en su mano el London Society Diary,
una publicación muy en boga en los altos círculos sociales por sus escandalosos
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cotilleos.
—¿De qué se trata querida? —inquirió Gertrud alzando la vista sobre sus
anteojos.
—Escuchad: «Se sabe de muy buena tinta que la joven A. B. pronto dejará su
actual estado de soltera para pasar a ser lady Thorton. Lord Thorton, el joven conde,
ha dado sobradas muestras de interés por la más joven de las Benedit y todo parece
indicar un inminente compromiso entre ambos. Una excelente noticia para la familia
Benedit, que ha hecho grandes esfuerzos para conseguir un buen partido para su hija
menor. Mis más sinceras felicitaciones». —Arrojó el periódico a un lado—. ¡Esa
embustera, falsa y estúpida cronista! Nos presenta como si hubiéramos celebrado
una subasta pública con el único fin de casarte.
—Querida, no te alteres —aconsejó Gertrud dando una puntada en su bordado.
Alanis hizo una mueca.
—No sé por qué insistes en seguir leyendo esa basura —suspiró la joven
alcanzando el periódico y releyendo el artículo—. ¡Dios Santo! ¿Elliot Thorton? —
repitió con un deje divertido.
—Es un excelente partido, querida.
Alanis alzó una ceja en dirección a su tía.
—Puede ser un excelente partido, pero es el ser más egocéntrico y arrogante
que he conocido, y hasta un espantapájaros luciría más distinguido que él. Su tema
favorito es sin duda su persona y sus nada evidentes cualidades.
—Escribiré una nota a la dirección del periódico.
—Madre, no caiga en su mismo juego. Tarde o temprano acabarán por cansarse
de mí y se centrarán en otra víctima.
Dorothy admiró la estoica actitud de su hija menor.
—Alguien debería poner freno a este desatino —protestó débilmente.
Minutos después, la señora Perkins anunciaba una imprevista visita, lord Elliot
Thorton.
—Será mejor que me vaya a mi habitación. Madre, por favor, trate de explicarle
que todo ha sido una lamentable confusión —gruñó la joven poniéndose
bruscamente en pie.
—Pero querrá verte…
—Invéntese algo, dígale que tengo jaqueca, que la disentería está acabando
conmigo, que la tuberculosis me impide salir de la cama —sugirió mientras se
escabullía con paso acelerado hacia la puerta—. Mejor aún, dígale que he muerto y
que mi cuerpo ha sido embarcado rumbo a las Indias Occidentales.
—¡Alanis Benedit! —gritó escandalizada su madre—, ¿cómo puedes bromear
con algo tan terrible?
La joven se escabulló escalera arriba mientras la señora Perkins iba en busca de
su pretendiente, que aguardaba ansioso en el hall de entrada.
Dorothy lo recibió con una sonrisa tensa en los labios. Se trataba de un joven
alto y desgarbado con una desagradable sombra de bigote sobre el labio superior. Les
ofreció una pomposa inclinación mientras besaba con fruición su mano.
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—Lady Benedit ¿o debería llamarla madre?
—Dorothy es suficiente, gracias.
—Por supuesto, Dorothy. En realidad, todo esto ha resultado un tanto
sorpresivo, aunque no deja de ser una muy agradable noticia. Aquí entre nosotros,
creo que su hija ha hecho una excelente elección, aunque he de reconocer que ha
logrado despistarme al ocultar tan hábilmente su interés hacia mi persona. Me
extrañaba que ella rechazara mis ofrecimientos, cuando cualquier muchacha hubiera
estado deseosa de recibirlos. Ahora veo que no era más que un juego para atraer mi
atención. —Rió quedamente desplegando los faldones de su chaqueta para sentarse y
cruzar las piernas como si fuera dueño y señor de todo Londres—. Y con muy
buenos resultados. ¡Ah!, las mujeres son perversamente astutas.
Dorothy observó al engreído muchacho pensando que la comparación con un
espantapájaros era del todo ofensiva… para el espantapájaros.
El joven era alto y esmirriado a partes iguales, su espalda tendía a curvarse
ligeramente dándole un aspecto larguirucho y falto de gracia. Su cabello color
castaño caía, pulcramente repeinado, sobre sus orejas de soplillo, proyectadas
ligeramente hacia su pálido rostro. Su falta de musculatura estaba malamente
disimulada por las mullidas hombreras de su chaqueta, de tal modo que uno podía
pensar que el valet de lord Elliot había olvidado quitar la percha de la prenda.
—Me temo, señor Thorton, que mi hija no es ni una cosa ni otra. Todo este
embrollo no es sino un equívoco. Alanis no desea comprometerse con usted.
Un suave sonrojo tiñó las lampiñas mejillas del joven.
—¿Cómo dice? —preguntó enderezándose contra el respaldo.
—Quien ha lanzado este horrible rumor ha querido jugar con los sentimientos
de ambos. Alanis ha rechazado su propuesta, señor.
—Pero eso… eso es imposible —graznó ofendido—. Cualquier mujer en su sano
juicio se sentiría orgullosa de ser mi esposa. ¡Procedo de una importante familia!
Dorothy miró hacia Gertrud en busca de ayuda.
—No lo dudamos, lo que ocurre es que nuestra pequeña no se siente preparada
para el matrimonio —señaló la matrona en tono conciliador.
Los ojos del joven se centraron en la anciana mujer.
—Mi oferta me ha supuesto ignorar a jóvenes con mejores cualidades que su
hija.
Dorothy frunció los labios reprimiendo la ácida respuesta. Inspirando hondo se
dijo que el joven estaba sufriendo un rechazo, y lo menos que podía hacer era ser un
poco permisiva con sus ofensas.
—Entonces, olvídese de Alanis y céntrese en esas otras jóvenes.
El joven se puso en pie airadamente.
—No aceptaré un no por respuesta, el honor de los Thorton quedaría en
entredicho ahora que todo Londres conoce mi interés por su hija —aseguró
poniéndose en pie—. Conseguiré que su hija me acepte, ya lo verá.
Con un expresivo «señoras», abandonó la mansión. Salió pensando que, desde
ese mismo momento, todo su encanto y su esfuerzo irían destinados a seducir a la
huidiza dama.
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Capítulo 7
Harper Reynolds abrió la puerta de una sucia taberna. Después de echar una
rápida ojeada, se dirigió directamente hacia una de las mesas del fondo seguido de
Tom.
—De modo que estás aquí —señaló Reynolds observando con gesto de
desaprobación el fétido tugurio donde Darko yacía desparramado sobre una sucia
mesa de madera.
Una hora antes, Tom había conseguido por fin localizarlo; llevaba toda la noche
siguiéndole el rastro por una sucesión de tabernas y prostíbulos de pésima
reputación.
—Déjame en paz, Harper —espetó Darko con voz gangosa y levantando
trabajosamente la cabeza de la mesa. El alcohol corría libremente por sus venas
anestesiando dulcemente su conciencia.
—Pareces un reo apaleado, ¿qué demonios le ha pasado a tu cara? —preguntó
al ver la mancha de sangre sobre su camisa.
Los ojos verdes se esforzaron por enfocar a su contable.
—Una diferencia de opiniones —respondió bizqueando ligeramente—. Ellos —
dijo señalando a un grupo de marineros ebrios— opinaban que debía esperar mi
turno para ser servido —explicó arrastrando tras de sí su peor acento barriobajero.
Reynolds observó el tugurio con preocupación, una taberna del puerto no era el
mejor lugar para buscarse problemas.
—Es hora de volver a casa.
Darko frunció el ceño sobre su vidriosa mirada.
—Vete a la mierda —espetó desagradable y volviéndose hacia atrás gritó al
camarero—. Tú, trae otra botella de esa bazofia que llamas ginebra.
Dos pasos atrás, Tom retorcía nerviosamente su gorra. Miró aprensivo hacia el
contable, que en esos momentos observaba a Foster con disgusto. Al fin Darko alzó la
mirada hacia él.
—Vaya, vaya, ¿a quién tenemos aquí? —preguntó al ver la descomunal figura
de Tom. Sonrió torcidamente apartando un tosco taburete de madera—. Siéntate, te
serviré una copa. —Alzó la mano para llamar la atención de una muchacha que
recorría las mesas enseñando parte de sus pechos.
—No me apetece, jefe —se apresuró a decir—. Vamos, haga caso al señor
Reynolds. Es hora de volver a casa.
La camarera, una rotunda muchacha excesivamente maquillada, llegó a la mesa
depositando un vaso de estaño frente a Darko.
—¿Se te ofrece algo más, cariño? —preguntó sobándole la pechera manchada de
la camisa. Él la atrapó por la muñeca mientras con la otra mano le pellizcaba las
nalgas.
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—Quizás más tarde te dé un buen revolcón.
—Eso estaría bien —festejó elevando la mirada hacia los hombres que
permanecían de pie junto a la mesa—. Y tus amigos pueden mirar por unos cuantos
peniques más —dijo mostrando una porción más de su pecho.
Darko dejó escapar una risa ebria mientras le alzaba las faldas.
—Me temo que esta noche no va a poder ser —gruñó Reynolds irritado, y
tomando a la muchacha del brazo, la instó a separarse de Darko.
—¡Eh! ¿Y tú quién demonios eres? ¿Su madre? —inquirió la muchacha
echándose las manos a las caderas.
—He dicho que te largues —farfulló Reynolds incómodo por el enfrentamiento.
La muchacha le dirigió una mirada ofensiva, pero acabó por ceder con un
airado suspiro.
—Vamos, Harper, la muchacha sólo trataba de ganarse el sustento. Eres un
aguafiestas —gruñó Darko sirviéndose una generosa dosis de ginebra, pero antes de
que pudiera alcanzar sus labios, Reynolds le arrebató el vaso de las manos.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —barbotó tambaleándose
peligrosamente al ponerse en pie—. Eres peor que una espina en el culo.
—Nos vamos —informó Reynolds haciéndose a un lado para evitar la mano
extendida que pretendía arrebatarle el vaso.
Ante su fracaso, Darko tomó la botella de la mesa y con gesto triunfal, descargó
un largo trago en su garganta.
—Vete a joder a otro con tus monsergas puritanas, yo ya estoy servido —dijo
alzando de nuevo la botella en dirección a la moza de la taberna.
Reynolds dejó escapar un largo suspiro.
—No me dejas otra alternativa… ¿Tom?
El gigante se enderezó al oír su nombre.
—¿Es necesario? —cuestionó mirando alternativamente a Reynolds y a Darko.
—Sí.
—¿Qué coño cuchicheáis? —masculló Darko mirándolos a ambos con
desagrado.
Tom se retorció ante ese tono admonitorio. Entregó su gorra a Reynolds y se
adelantó un paso en dirección a Darko.
—Lo siento, jefe —se excusó arremangándose la manga de su camisa.
—¿Qué… es lo que sientes? —gangueó Darko alzando de nuevo la botella hacia
su boca.
El amargo líquido jamás llegó a sus labios, Tom le golpeó en la mandíbula con
tanta fuerza que Darko cayó al suelo sumido en una acogedora inconsciencia. Por
suerte para Reynolds, su jefe no iba a recordar la lamentable manera en que fue
transportado al carruaje que los esperaba en la calle.
Al amanecer, la luz del sol se fue filtrando a través de las ventanas, colándose
por sus párpados entreabiertos y clavándose en sus pupilas dilatadas como si de una
saeta ardiente se tratara. Con un quejido, Darko trató de escapar del suplicio
enterrando su cabeza bajo las mantas. El martilleo constante en su cabeza le hacía
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gemir y retorcerse entre las sábanas. No recordaba donde estaba, pero tampoco le
importaba. Sólo deseaba cerrar los ojos y seguir durmiendo.
—Al fin —refunfuñó Reynolds apostado junto a la cabecera del lecho.
Su voz impidió que Darko volviera a cerrar los ojos. Levantó con dificultad la
cabeza para buscar con la mirada al ofensivo contable.
—¿Qué haces aquí? —preguntó con voz pastosa cuando al fin dio con él.
Reynolds se adelantó con un vaso en la mano.
—¿Velar tus sueños?
—Vete a la mierda —gruñó adustamente mirando asqueado el viscoso
contenido del vaso que le ofrecía el contable—, y eso puedes metértelo por…
—Te aliviará el dolor de cabeza —acotó, temiendo una andanada del peor
lenguaje cockney.
Darko apretó los labios con disgusto dejándose caer sobre las almohadas.
—Demonios, nunca me había sentido tan mal —dijo pasándose una mano por
el denso y sucio cabello.
—Opino lo mismo, tienes un aspecto lamentable. Mandaré traer agua para tu
baño, te hace mucha falta, créeme. Te esperaré en el despacho mientras tanto.
Darko abrió la boca para mandarle al infierno, pero Reynolds abandonó la
habitación con un sonoro portazo que lo aturdió momentáneamente.
Maldiciendo en silencio se levantó del lecho.
Con equilibrio vacilante, observó la imagen reflejada en el espejo de su
aguamanil. ¡Dios Santo!, Harper se había quedado corto al afirmar que su aspecto era
lamentable. Su camisa, en otros tiempos de un blanco impoluto, colgaba de su torso
hecha jirones, manchada aquí y allá por chorretones de ginebra y sangre. Sus
pantalones no tenían mejor aspecto, por no hablar de sus botas. Su rostro evidenciaba
los rastros del disoluto comportamiento de los días anteriores. Profundas arrugas
remarcaban su boca y sus ojos vidriosos. La barba de tres días oscurecía su rostro
magullado. Su semblante se oscureció al recordar el detonante de su
desmoronamiento, Alanis Benedit, la artera mujer que había logrado privarle de la
razón. Y todo porque ella había insinuado un futuro en común, porque se había
entregado a sus besos sin reservas, porque se había negado a abandonarle sin más.
Pero su verdadera naturaleza había quedado al descubierto, era como las demás,
mentía para conseguir sus objetivos. Además, una vez conseguido el suyo, no había
dudado un instante en dar con un sustituto a quien engatusar con su palabrería.
El corazón de Darko retumbó en su pecho. Con deje dolorido se mojó el rostro
con agua fría y volvió a observar su imagen reflejada.
Después de todo, él había sido el más sincero de los dos. Lo que Alanis había
sentido por él no había sido más que un mero encaprichamiento. Como a otras
muchas mujeres, le seducía la idea de entregarse a un hombre peligroso. Una fantasía
recurrente en las damas de la alta sociedad. Les excitaba compartir el lecho con un
delincuente, con un fruto prohibido en su mundo.
Alanis había fijado su interés en él para luego olvidarlo sin más al poner un pie
en los salones de la alta sociedad. Su único consuelo era que al menos no había
quedado como un estúpido. Hubiera sido humillante verse utilizado y rechazado por
una mocosa de emociones inconstantes.
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Unos golpes en la puerta anunciaron la llegada de su baño.
Una hora después, había logrado recomponer parte de su aplomado aspecto. El
agua se había llevado la mugre y su sinrazón. A partir de ese momento se prohibió a
sí mismo dedicar ni uno solo de sus pensamientos a Alanis Benedit.
Con paso lento, se encaminó hacia el despacho con las mismas ganas que si
hubiera ido caminando a su propia ejecución. Reynolds aguardaba apoltronado
sobre un sillón de cuero con una taza de té en una mano y un libro en la otra.
—Se te ve mucho mejor —lo saludó posando la delicada taza de porcelana
sobre una mesilla—, casi pareces humano.
—No estoy de humor, Reynolds. Suelta lo que tengas que decir.
Reynolds se encogió de hombros mientras se estiraba para tomar una hoja de
papel arrugada.
—Supongo que esto no tendrá nada que ver con tu absurdo comportamiento.
Darko identificó el papel con los extremos carbonizados y se sonrojó
ligeramente.
El London Society Diary no estaba dentro de sus lecturas habituales. ¡Diablos! Él
ni siquiera tenía lecturas habituales a no ser sus libros de contabilidad. No entendía
cómo aquel periódico había llegado a sus manos, pero lo cierto era que a través de él
se enteró del fulgurante éxito de Alanis en los círculos aristocráticos de la ciudad.
Cada semana, su nombre aparecía relacionado con los más ilustres apellidos de
Londres. Su éxito en el mercado matrimonial era cuestión de tiempo, auguraba el
diario. Morbosamente intrigado, Darko había seguido puntualmente los pasos de la
joven a través de aquella maldita publicación, tragándose la amargura que le
producía saber que ella se había convertido en la sensación de la temporada y que
docenas de admiradores rivalizaban por sus atenciones. Pero la desesperación había
venido tres días atrás con la noticia de su inminente compromiso.
Aquella maldita columna había actuado sobre él como un veneno,
enloqueciéndolo. Recordaba poco de aquel momento, tan sólo haber arrojado el
periódico a la chimenea y haber salido de la casa hecho un energúmeno para
refugiarse en el consolador solaz de una buena juerga que había durado tres días y
tres noches.
La inocente mirada de la joven dama había plantado un peligroso germen en el
centro de su misma alma que era necesario destruir.
—¿Me quieres explicar qué te pasa con esa muchacha?
—No sé a qué te refieres —mintió dejándose caer tras su escritorio.
—Nunca antes habías renunciado a seducir a una mujer, me extraña que hayas
tenido esa consideración con lady Benedit. La pregunta es ¿por qué?
—¡Maldito seas, Harper! Es imposible mantenerte contento, haga lo que haga
siempre estás allí para recriminármelo.
Su ofuscada perorata hizo que Reynolds alzara una ceja; después, como un
zorro husmeando el rastro de una presa a la que poder hincar el diente, se inclinó
hacia delante clavando en el rostro de Darko una mirada cavilosa.
—¡Por todos los cielos! ¡Sientes algo por ella!
—Vete al cuerno —gruñó Darko, devolviéndole una mirada ceñuda que bien
hubiera podido intimidar al peor de los asesinos de la ciudad, pero que en Reynolds
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apenas provocó un leve parpadeo como única respuesta.
—No hace falta que seas desagradable.
—No te hagas ilusiones. Y ahora, ¿hay algo más de lo que quieras hablar, o voy
a tener que permanecer aquí sentado escuchando tus estupideces?
—Sólo una más. Creo que estás celoso. —Reynolds recibió una mirada
incendiaria en respuesta a esa descabellada afirmación—. El anuncio de su
compromiso no parece haberte sentado especialmente bien.
—¿Algo más? —No mordería ese cebo, si eso era lo que se proponía Harper—.
La chica es historia.
—Bien, entonces no te interesará leer la nota que esta mañana me ha enviado…
Imperceptiblemente, la actitud de Darko varió. Cierta rigidez se apoderó de sus
hombros, pero su rostro siguió mostrando una implacable indiferencia.
Reynolds le dirigió una mirada suspicaz.
—Bien, veo que no te interesa.
Darko frunció el ceño cuando Reynolds agitó la pequeña nota ante sus ojos.
—Sí, puedes llevarte la maldita nota y largarte —gruñó reprimiendo el deseo de
arrancar la nota de las manos del contable.
—Me voy a casa a descansar. Durante los dos últimos días no he hecho otra
cosa que seguirte el rastro por todas las tabernas de mala muerte de esta ciudad.
Estoy agotado.
—Peor para ti. Mañana a primera hora quiero revisar las cuentas.
—Me temo que eso me será imposible. —Reynolds le dedicó una sonrisa sagaz
que le irritó sobremanera.
—¿Y puedo saber la razón? —masculló entrecerrando los ojos.
—Nuestra querida dama ha pedido reunirse conmigo en una céntrica librería,
concretamente la Western Books, para comunicarme algo de vital importancia en la
sección de obras clásicas, exactamente a las nueve y media.
Los dientes de Darko rechinaron.
—No has podido mantener la boca cerrada, ¿eh?
—La tentación era demasiado grande para resistirme, las palabras han escapado
de mi boca sin querer.
—¿Cómo consiguió ella tu dirección?
—Yo se la di.
—¿Sabes lo que puede ocurrir si ella habla?
—No lo hará —aseveró con seguridad—. Y bien, ¿piensas hacer algo al respecto
o te limitarás a estar ahí sentado siseando como un gato callejero?
Darko emitió un bufido más canino que felino mientras arrancaba la nota de los
dedos de Reynolds.
—Y ahora lárgate —ordenó—. Y si sonríes te haré tragar la maldita nota.
El contable asintió y consiguió mantenerse serio hasta salir por la puerta, una
vez en el pasillo se detuvo exhibiendo una enorme sonrisa de oreja a oreja.
—Lo sabía —presumió antes de huir del ominoso humor de su patrón.
Alanis descendió del carruaje seguida de cerca por Edwina y dos imponentes
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—Curioso.
—¿Qué tiene de curioso? —preguntó ella titubeante.
En un ejercicio de autocontrol, se impuso calma a sí misma. Luego, acudiendo a
sus limitadas dotes de actriz, se volvió hacia el cordón de la campana del servicio y
tiró de él.
—Por favor, tome asiento, discúlpeme por el descuido, estoy poco habituada a
servir como anfitriona. Su llegada ha sido tan imprevista que no le he ofrecido ni
siquiera un refrigerio. ¿Qué le apetece? ¿Té con pastas, algún licor?
La puerta se abrió para dar paso a la señora Perkins.
—Señora Perkins, háganos servir un té bien cargado para mí y… —Alanis
sonrió dulcemente en dirección a la lúgubre figura que se había acomodado frente a
ella.
—Café solo.
—Y café solo para el señor Lartimer —añadió cálidamente. La señora Perkins
murmuró algo antes de salir silenciosamente de la sala. Alanis la siguió con la mirada
—. Pobrecita, últimamente la hago trabajar en exceso, desde mi presentación en
sociedad hay muchas visitas. Recientemente, recibimos al conde Thorton. ¿Lo conoce
usted?
Lartimer negó, confuso por el giro de la conversación.
—Una persona muy agradable, por cierto, al igual que su hermana.
Durante los siguientes diez minutos Alanis aburrió a Lartimer con una extensa
charla sobre las reuniones sociales, salpicándola aquí y allá con alguna insulsa
anécdota con el fin de ganar tiempo. Su intención era distraerle y contrariarle de tal
modo que llegara a la conclusión de que se hallaba ante una muchacha superficial, de
pocas luces y poco dada a fijarse en detalles ajenos a su persona.
La señora Perkins entró en la sala con la bandeja, haciéndole perder el hilo de
su absurdo monólogo. Con pánico, se dio cuenta de que se le estaba acabando la
reserva de anécdotas y frivolidades y pronto no tendría nada más que contar.
—¿Puedo hacerle un comentario, lady Benedit? —la interrumpió Lartimer en el
mismo instante en el que ella detenía su verborrea para tomar aire.
—Sí, por supuesto —respondió ella con un parpadeo afectado.
—Creo que nos estamos desviando del tema que me ha traído aquí hoy.
—¡Oh, sí!, por supuesto. ¿Qué va a pensar de mí? Soy un tanto despistada, ya lo
ve usted.
—Al contrario, la considero una joven bastante inteligente.
—Gracias, mi madre siempre me dice que soy un desastre y algo olvidadiza.
Nunca recuerdo donde dejo mis…
—Por favor, lady Benedit —interrumpió él. Sus manos, de largos y finos dedos,
se cruzaron sobre su rodilla huesuda mientras evaluaba con la mirada el rostro
sonrosado de la joven. Aquellos ojos turquesa escondían algo y estaba dispuesto a
averiguar qué era. Lady Benedit era mucho más inteligente de lo que pretendía,
estaba seguro de ello, y si era así, él tenía una baza que jugar—. Por favor, limítese a
responder a mis preguntas.
—¿Qué es lo que quiere saber? —dijo con tono imperioso.
El hombre parpadeó ante el cambio de actitud. Pero la joven adoptó de nuevo
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un aire atolondrado, dejando al detective con la duda de a qué atenerse con ella.
—¿Está segura de que no reconoce a estos hombres? —inquirió mostrándole de
nuevo los retratos.
—Ya le he dicho que no —protestó ella sin dignarse a mirarlo—. Son caras
vulgares, ¿por qué habría de reconocerlas?
—Porque los testigos de su secuestro los han identificado como los hombres
que la subieron al carruaje.
Ella fingió sorpresa demorando una larga mirada sobre el pliego.
—Ahora que lo menciona, pudiera ser. Había poca luz, ¿sabe? Y uno de ellos
llevaba un gran sombrero verde, lo recuerdo porque me pareció simplemente
horrible. Odio a esas personas que siguen a pies juntillas los dictados de la moda, por
mi parte prefiero…
—¡Lady Benedit, el dibujo! —atajó Lartimer desesperado.
—¡Ah! perdone, ya ve, me da por hablar y…
Lartimer soltó un profundo suspiro mientras la joven volvía a centrar su
atención en el dibujo.
—No puedo afirmar que estos hombres sean mis secuestradores, como le he
dicho había poca luz y estaba muy asustada.
Los ojos grises se achicaron arrugando la ganchuda nariz.
—Dejémonos de juegos, lady Benedit. Voy a ser claro con usted, espero lo
mismo por su parte.
—¿A qué se refiere, señor? —Alanis exhibió una sonrisa bobalicona, una
imitación perfecta de aquella que esgrimía Eloise cuando estaba metida en algún lío.
—Estos dos individuos trabajan para Darko Foster, un criminal bastante
conocido del hampa londinense y fugitivo de las fuerzas de orden público. No
adivino por qué fue usted secuestrada, pero estoy seguro de que si Foster anduvo
detrás del asunto, no se limitó a dejarla marchar sin más. Es un tipo perverso y
calculador, siempre dispuesto a sacar tajada. Llevo años siguiéndole la pista, sé cómo
funciona su mente y estoy seguro de que se cobró un precio antes de dejarla ir. ¿Es
así, lady Benedit?
Las mejillas de la joven adquirieron un tono carmesí. El precio de su libertad
había sido su corazón.
—No sé de qué me habla —farfulló confusa.
—Ya veo. —Una cínica sonrisa se instaló en el desagradable rostro.
Alanis alzó levemente la barbilla, sus ojos azules se clavaron en él con pasmosa
intensidad.
—Es usted una joven encantadora, proviene de una familia de renombre y,
según tengo entendido, va a prometerse muy pronto con un acaudalado vizconde —
dijo él haciendo una pausa.
Alanis se tragó las ganas de rebatir esto último.
—Sería una pena que todas sus ilusiones se echaran a perder porque salieran a
la luz recientes sucesos de su vida. A pesar de que soy muy discreto en el trabajo,
algunas cosas escapan a mi control, ¿comprende usted? Estoy seguro de que su
prometido se sentiría un tanto decepcionado si conociera lo de su secuestro y las
terribles condiciones a las que pudieron haberla sometido sus secuestradores. No
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todo el mundo es capaz de aceptar algo así. Las murmuraciones son terribles cuando
se trata de la virtud de una joven casadera.
El fuego de la ira ardió por las venas de la joven, alimentado por el flagrante
chantaje al que aquel hombre, representante de la ley, quería someterla.
—Debe de estar muy seguro de lo que dice, señor —dijo poniéndose en pie y
alejándose en lo posible de aquel reptil—. ¿Qué es lo que quiere, señor Lartimer?
—Usted y yo vamos a llegar a una especie de acuerdo, lady Benedit. Necesito
su ayuda para atrapar a Darko Foster.
—Ya le he dicho que no conozco a ese hombre.
—Estoy seguro de que en cuanto lo piense mejor recordará haberlo conocido. Sí,
estoy seguro de que tratará de evitar que su pequeña aventura salga a la luz. La alta
sociedad es morbosa por naturaleza. Aderezado con el condimento adecuado, el
episodio de su secuestro será degustado en todos los círculos sociales de esta ciudad,
una dulce joven raptada por el mayor criminal de la capital, obligada a satisfacer las
repugnantes inclinaciones de ese hombre y sus compinches. Si eso llega a saberse,
quedará desterrada de su privilegiado entorno de por vida, condenada al ostracismo
y obligada a recluirse en el campo. ¿Es ésa la vida que desea?
Alanis se mordió la lengua. En realidad, nada le gustaría más, pero ése sería su
as bajo la manga.
—¿Eso es todo? ¿Quiere que acuse a esos hombres de secuestrarme?
—Empezamos a entendernos.
Una mueca siniestra había sesgado el rostro de Lartimer, que la miraba
fijamente.
—Quiero a Darko Foster, su cabeza es el precio que me cobro por preservar su
buen nombre, lady Benedit. Ayúdeme a capturarle y yo la preservaré de las malas
lenguas de la aristocracia. Usted se convertirá en una verdadera heroína y yo seré su
benefactor. Con su testimonio de inculpación puedo mandar a Foster directamente al
cadalso, los gusanos se darán un festín con ese bastardo y yo me regocijaré
contemplando su tumba. Por supuesto, daré mi palabra de que usted no ha sufrido
ningún perjuicio a manos de ese hombre.
—¿Tanto le odia?
Las fosas nasales de Lartimer se dilataron.
—Me ha convertido en el hazmerreír de esta ciudad, y quiero que pague por
ello. Mi carrera no avanzará hasta que lo haya atrapado. Tengo mis proyectos,
milady, y no podré verlos cumplidos hasta que haya acabado con esa escoria de
Foster. —Se puso en pie para acercarse a ella—. Y usted va a ayudarme, lo quiera o
no —aseguró estirando una mano en su dirección.
—No se atreva a tocarme.
Una siniestra expresión estiró los finos labios de Lartimer.
—¿Qué le hizo él? ¿La tomó contra el suelo? ¿La obligó a suplicar? Dígamelo.
Será nuestro secreto.
Alanis retrocedió instintivamente. Su agitada respiración no era a causa del
miedo, sino de la profunda furia que la embargaba.
—Lo que usted desee, milady. Entretanto, le doy unos días para que reflexione
acerca de lo que hemos hablado. Esperaré impaciente hasta entonces. Por supuesto,
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su familia no debe ser informada de nuestra pequeña «charla» —finalizó. Un rictus
parecido a una sonrisa hizo aún más desagradable la visión de su ingrato rostro.
—Váyase, señor Lartimer, mis padres están a punto de regresar —aconsejó
Alanis temblorosa.
El inspector se encaminó hacia la puerta tocándose ligeramente el ala del
sombrero al abrirla.
—Hasta la semana que viene, lady Benedit.
Lartimer había abandonado la casa con la firme determinación de valerse de
lady Benedit para atrapar a Foster. Era un golpe de suerte que no pensaba
desaprovechar después de haberle perdido la pista a esa golfa de Loreen. Le daría su
merecido cuando la encontrara, pero por ahora, el destino le había deparado un
bocado más apetecible. La delicada situación de la joven Benedit podía serle de gran
utilidad. Ella estaría dispuesta a todo con tal de mantener su estatus en el seno de la
alta sociedad.
Una siniestra mueca transfiguró su rostro mientras con la mano balanceaba
alegremente su bastón. Al doblar la esquina de la calle, estalló en escalofriantes
carcajadas.
Alanis había decidido no doblegarse al inmundo chantaje de Lartimer. Sin
perder tiempo decidió poner al tanto de la situación al señor Reynolds, citándolo
mediante una nota para explicarle personalmente las intenciones del inspector. El
prevendría a Tom y Leni e informaría a Darko.
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
tomo sin conseguir alcanzarlo, estimulando en Darko al cazador que llevaba dentro.
Se adelantó hacia ella con los ojos entrecerrados.
—¿Puedo ayudarla? —preguntó, haciendo que la joven diera un brinco.
Alanis se volvió sobresaltada, con una mano extendida sobre el pecho, como
queriendo contener el vuelco que acababa de dar su corazón.
—¡Darko! —Su nombre se le escapó de los labios. Sus ojos devoraron en un
instante la visión de aquel hombre alto y pecaminosamente atractivo.
Nerviosa, se tocó la pulcra trenza de su cabeza apartando de su frente un
mechón dorado.
—¿Qué… qué haces aquí? —preguntó mirando precavidamente sobre su
hombro.
Darko concentró su atención en la pregunta que ella le acababa de formular.
—Reynolds me informó de tu nota —explicó secamente clavando sus ojos en el
rostro femenino—. Decidí que tenía que ser yo quien atendiera tu petición. Y ahora,
milady, explícame qué hacemos aquí.
Acobardada, Alanis retrocedió haciendo una honda y trémula inspiración.
Seguía sin creer que él estuviera allí, delante de ella, con su magnífica pose de
depredador urbano. Vestía un traje gris oscuro de elegante corte, sus musculosas
piernas estaban enfundadas en altas botas con borlas negras. Un grueso gabán de
lana negra destinado a alejar el frío invernal flotaba en torno a sus hombros anchos
reforzando su aura de siniestra peligrosidad. La prenda estaba salpicada aquí y allá
con cristalinas gotas de agua que brillaban bajo la luz matinal que entraba por una
ventana cercana. Su cabello oscuro había crecido en esos días y ahora, mojado, se
pegaba a su cráneo rizándose ligeramente en torno a su nuca. Alanis se fijó en el
alfiler de oro que prendía la nívea corbata de seda y concentró en él toda su atención,
sin atreverse a algo más temerario.
—Tengo cierta información… —tartamudeó bajando la voz con
confidencialidad.
Darko basculó el peso de su cuerpo de una pierna a otra, parecía inquieto.
Alanis podía sentir su impaciencia. Finalmente, dio un paso hacia delante y,
empujando suavemente la fina barbilla de la joven con dos dedos, alzó ligeramente
su rostro. A través de sus ojos verdes pudo contemplar las mejillas aterciopeladas,
rebosantes de frescura. La pequeña nariz se contrajo levemente cuando él se acercó
un paso más.
Un esbozo de sonrisa iluminó su rostro adusto al recordar el sabor a miel que se
desprendía de los húmedos confines de la boca de la hermosa joven. Darko paladeó
inconscientemente. Su sangre bullía, produciéndole una sensación de hormigueo en
todas las extremidades y tensándolo de expectativa. Acarició con el pulgar los
carnosos labios femeninos.
Alanis parpadeó sobresaltada, tratando de zafarse.
—No deberías hacer eso —susurró alzando orgullosamente la barbilla.
Él le dedicó una última caricia antes de dejar caer su mano a un costado.
—¿Temes que tu prometido se entere de nuestro encuentro? —preguntó
mordaz.
Alanis abrió la boca para responder, pero se contuvo. Parecía fastidiado con el
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asunto. ¿Le molestaría, acaso, que ella tuviera un prometido? Seguramente no. Darko
la había expulsado de su vida sin el menor reparo; aun así, no pudo evitar tirar del
rabo de la bestia.
—Es bastante celoso.
Los ojos verdes se oscurecieron convirtiéndose en dos lagunas insondables.
—Tiene motivos, si prometes tu amor con la misma facilidad con la que das los
buenos días.
—Yo no hago tal cosa —replicó ofendida, pero calló al ver la rabia contenida de
sus facciones.
Darko estaba furioso, y Alanis podía intuir la causa. Su enorme ego le había
hecho creer que ella languidecería de amor por él (y así era realmente). Estaba
evidentemente molesto por la existencia de un prometido. «Dejaré que se cueza en su
propio jugo», pensó ella morbosamente.
—Mi criada está a punto de regresar, escucha al menos lo que he venido a decir.
—Adelante —gruñó hosco, apoyando uno de sus anchos hombros contra la
estantería y recluyéndola con su corpulencia en el estrecho pasillo.
—Lartimer quiere acusaros de mi secuestro.
Una perceptible tensión se hizo latente en el rostro de Darko. No quería a
Lartimer husmeando cerca de Alanis.
—Explícate —ordenó endureciendo sus facciones.
Alanis lo hizo narrándole la conversación mantenida con el inspector de
aduanas.
Darko escuchaba intentando controlar su propia ira. Algún día le arrancaría a
Lartimer el pellejo con sus propias manos antes de lanzar sus restos a las oscuras
aguas del Támesis.
—Lo mataré —masculló furioso una vez ella finalizó su explicación.
Normalmente, las sucias tretas que el inspector ponía en práctica para atraparle le
divertían, pero esta vez había llegado demasiado lejos, había puesto sus ojos en
Alanis, su chica.
Aquel pensamiento le hizo enderezarse. En ese mismo instante decidió que ella
sería su amante, su novia o cualquier otro apelativo que se utilizase en estos casos, ¡y
al diablo con sus escrúpulos!
—No puedes hacer algo así —desechó ella, impresionada por la contundencia
de su reacción.
—Ese jodido cabrón se lo lleva buscando mucho tiempo, créeme —prorrumpió
categórico, apartando a un lado su capa con gesto molesto y dejando a la luz la
empuñadura de madera de un arma de fuego.
Alanis se llevó la mano a la garganta escondiendo un gesto de horror.
—Te prohíbo hacer algo tan horrible —impuso, pero su voz temblorosa restó
firmeza a su petición.
Darko fijó la mirada en aquellos dedos delicados y pálidos. Tuvo que reprimir
el deseo de tomarlos entre su propia mano y besar sus nudillos puntiagudos uno a
uno.
—Sé cuidarme solo, llevo toda una vida haciéndolo. Soy el rey del hampa,
¿recuerdas?
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—No será necesario que te enfrentes a él. Fingiré seguir sus directrices para
daros tiempo a abandonar la ciudad.
Darko le dedicó una mirada escéptica que dejaba clara su opinión sobre aquella
descabellada idea.
—¿Estás dispuesta a que tu secuestro salga a la luz arriesgando el compromiso
de matrimonio con tu estirado conde? —inquirió sardónico.
—Sí, no me importa, siempre y cuando te mantengas al margen de…
—¿Señorita? ¿Se encuentra usted ahí? —La voz de Edwina resonó entre los
estantes interrumpiéndola.
—¡Es mi acompañante, debes irte! —urgió a Darko, ignorando la expresión de
genuino desconcierto de sus ojos verdes.
La cofia blanca de Edwina asomó entre los estantes.
—¿Milady?
Alanis le dedicó una impaciente mirada esperando una respuesta a su
propuesta. Finalmente, cuando comprendió que él no lo haría, llamó la atención de
su criada elevando una mano.
Edwina sonrió aliviada al verla, pero al reparar en la oscura presencia del
desconocido se detuvo indecisa.
—He encontrado su nota, milady —dijo mostrándole el pequeño pliego de
papel que Alanis había escondido hábilmente entre los asientos del carruaje—.
Estaba bajo uno de los cojines —explicó con la mirada clavada en la soberbia estampa
del desconocido que en esos momentos fingía ojear los títulos de los estantes—. ¿Hay
algún problema? —susurró inclinándose hacia Alanis.
—No —respondió atolondrada. Sentía la mirada fija de Darko en su rostro
sonrojado. Para evitarla, le dio la espalda poniéndose de frente a las altas estanterías
—. Me temo que me he despistado.
Darko permaneció silencioso taladrándole la espalda con la mirada.
Fielmente, Edwina se posicionó junto a su ama mirando de reojo a Darko.
—El caballero me estaba indicando amablemente los títulos de los estantes
superiores —mintió Alanis, aventurando una rápida mirada por encima del hombro.
Edwina dirigió una mirada dubitativa hacia la sombría presencia. Los rasgos
duros y enjutos de aquel hombre le hubieran resultado atractivos a cualquier ojo
femenino, por no hablar de sus hermosos ojos verdes y el aura de peligro que flotaba
a su alrededor como un halo transparente. Pero no, ella no hubiera calificado
precisamente de amable aquella hosca expresión, y como para confirmar sus
pensamientos, el hombre dejó escapar un resoplido burlón ante el mutismo de la
joven señora.
—Si me disculpan, ya he encontrado lo que buscaba —anunció arrinconando a
ambas mujeres contra los estantes con su majestuoso cuerpo.
Alanis dejó escapar un pequeño sonido de sorpresa cuando se vio atrapada
contra los estantes por su potente torso. Pudo notar el roce de su brazo contra uno de
sus pechos en un gesto disimulado. Nerviosa, miró a Edwina, pero ésta parecía
demasiado aterrada para haberse percatado de aquel desvergonzado
comportamiento. Alanis lanzó una molesta mirada en pos de Darko mientras éste
extraía sin dificultad un volumen de entre la larga fila de títulos. Él le dirigió una
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
sonrisa socarrona mientras se colocaba el libro bajo el brazo.
—Ha sido un placer, milady —se despidió inclinando brevemente la cabeza
antes de partir con su habitual gracia felina.
Las dos mujeres siguieron sus pasos atentas hasta que éstos se perdieron
escalera abajo.
Alanis dejó escapar un bufido, sin darse cuenta había contenido la respiración.
—Qué hombre tan insólito —musitó Edwina, impresionada por la experiencia
—. ¿Ha visto sus ojos, señorita? Jamás había visto unos ojos así en un hombre.
—Sí, supongo que eran excepcionales —aceptó tratando de recobrar el pulso.
—¡Dios misericordioso! ¿Y la manera en que la ha mirado? Yo me derretiría si
un hombre tan guapo me mirara así —añadió la criada con una risita.
Alanis se ruborizó ligeramente.
—Exageras —negó rehaciéndose—. En fin, olvidémonos de él. Déjame ver esa
lista.
Edwina le tendió el pequeño pliego y Alanis fingió leerlo con concentración.
Dos días después, Alanis recibía un misterioso paquete mientras holgazaneaba
en la sala.
—Alanis, querida, al parecer, uno de tus pretendientes ha enviado esto para ti
—anunció su tía mostrándole el elaborado paquete.
Alanis observó el envoltorio depositado en su regazo.
—¿Quién lo envía? —preguntó confusa.
—Averigüémoslo —indicó la matrona con satisfacción.
Alanis rasgó el delicado papel color púrpura adornado con un lazo dorado.
—¡Es un libro! —informó sorprendida al apartar por completo el envoltorio.
—La Ilíada —leyó Gertrud por encima de su hombro—. ¿Quién puede haber
sido? —inquirió con cierta sorpresa, aquél no era el tipo de regalos que una joven
recibía de sus pretendientes.
Alanis reconoció la elaborada tipografía del lomo. El latir de su corazón se
aceleró ante la certeza absoluta de haber recibido un obsequio de Darko Foster.
—Mira, querida, hay una inscripción: «Un obsequio por su inestimable ayuda»
—releyó su tía en voz alta—. No hay ningún nombre, ni una firma.
Alanis tomó el libro con manos temblorosas para observar la tortuosa caligrafía.
¡Darko le había regalado el libro que a ella tanto le había llamado la atención!
Lo apretó contra su pecho inconscientemente.
—¿Quién podrá ser?
—¿Quién puede ser qué? —preguntó Dorothy Benedit entrando en el alegre
salón en ese instante.
—Alanis ha recibido un regalo de un misterioso admirador —explicó Gertrud
sin pérdida de tiempo.
Alanis dedicó una mirada imposible a su charlatana tía.
—No es un admirador. Sólo es un hombre al que conocí en la librería,
conversamos unos minutos sobre literatura, eso es todo. —Se puso en pie nerviosa—.
Subiré a atender mi correspondencia, llevo días sin hacerlo —anunció con cierta
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urgencia.
«Me estoy convirtiendo en una experta en el arte de la huida», se dijo sin
aminorar el paso hasta su cuarto.
Sentada en su escritorio, Alanis estudió con reverencia su regalo. Casi oculta,
una pequeña doblez en una página indicaba una hoja marcada. Con nuevas
expectativas, Alanis abrió el libro por aquella pequeña marca. Escondida entre las
hojas apareció una pequeña nota.
«Baile de Lexinton Hall.»
Alanis releyó esas tres palabras hasta entender su significado: ¡volverían a verse
en el baile de Lexinton Hall!
—En ocasiones, querida, no hay quien te entienda —se quejó Dorothy Benedit
mientras ayudaba a su hija menor a abrocharse el hermoso collar de perlas y
aguamarinas. Una piedra con forma de lágrima quedó alojada en el valle de sus
senos—. Hace tres días te negabas en rotundo a ir al baile de los Lexinton. ¿Qué te ha
hecho cambiar de opinión?
Alanis buscó los ojos de su madre a través del espejo.
—Nada en particular. Dese prisa, madre —la apuró.
Dorothy dejó escapar una carcajada.
—Nunca te había visto tan nerviosa, ¿qué estás tramando?
—Este es mi primer gran baile, quiero estar a la altura.
Dorothy besó la nariz de su hija.
—Por eso desconfío. Nunca has mostrado el más mínimo interés por ningún
baile. En eso, tú y Eric os parecéis. Si finalmente has sido presentada en sociedad ha
sido porque tu padre y yo te obligamos.
—¿Usted y padre? ¿O concretamente usted?
Dorothy se encogió ligeramente de hombros simulando avergonzarse:
—Quizás él no estuviera muy entusiasmado al principio, no después de que
Eloise nos dejara para casarse al poco tiempo de su presentación. Pero entendió que
era de vital importancia para tu futuro —explicó simulando recolocarse la elegante
pluma que adornaba su peinado.
Alanis alzó una ceja.
—¡Ah! Entonces, no debió de ser padre quien tuvo una acalorada discusión con
usted la noche antes de mi partida. Según oí en ese momento, esa persona con la que
discutía deseaba que permaneciera en Blackwood al menos otro año.
Dorothy se sonrojó.
—Es una fea costumbre escuchar las conversaciones ajenas.
—Fue un accidente, simplemente pasaba por ahí cuando oí las voces.
—Tu padre no os ve como las mujeres que sois, sino como unas niñas que
quiere guarecer bajo su ala hasta el fin de sus días —suspiró Dorothy observando la
apariencia de su hija—. De cualquier modo, ése no es el tema en discusión.
—¿Estamos discutiendo? —preguntó Alanis divertida.
—Alanis Benedit —advirtió con una sonrisa—, no juegues conmigo.
—No estaba jugando —negó con expresión angelical.
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—Eres igual de imposible que tu padre —suspiró Dorothy ajustando la tuerca
de sus pendientes.
—Eso dicen… ¿Qué tal me veo? —interrogó balanceando levemente la falda de
seda de su vestido azul.
La mirada de su madre se suavizó y una sonrisa de orgullo tiró sus labios.
—Preciosa.
—¿El escote? —inquirió señalando la parte aludida. Le incomodaba un poco la
estrechez del corpiño—. ¿No es demasiado bajo?
—En absoluto, aunque tu padre opinará lo contrario.
Alanis suspiró mirándose en el espejo. Ella misma se sorprendió de cuán
cambiada se veía, como si el reflejo que le devolvía el espejo no se correspondiera con
su persona. Aquella noche, la insegura muchacha llegada del campo aguardaría
expectante tras aquel velo de sofisticación. La liviana tela de su vestido se ajustaba a
su cuerpo con moderación, remarcando ligeramente el nacimiento de sus pechos y el
elegante talle de su cintura. En el ruedo de la falda había cosida una hilera de cuentas
plateadas a juego con las bandas de raso que bordeaban su pecho. Las mangas,
estrechas y cortas, dejaban al descubierto los pálidos hombros y la elegante línea de
su clavícula. Los guantes de raso blanco, altos y ajustados, hacían juego con sus
zapatos bordados, que centelleaban con un haz plateado al inferir la luz sobre ellos.
Edwina se había encargado de peinarla con un artístico moño del que se
descolgaban, en torno al rostro, mechones dorados y castaños. En un extremo de su
cabeza, una exótica orquídea blanca se entrelazaba entre las densas hondas de su
cabello.
—Causarás auténtica sensación, tu padre enfermará del disgusto cuando todos
esos pretendientes caigan rendidos a tus pies —aseguró Dorothy colocándose tras
ella Para mirarla con ternura a través del espejo.
Alanis rió.
—Creo que disfruta siendo desagradable con ellos.
—¿Acaso lo dudas? Desde la boda de tu hermana se ha propuesto no ponérselo
fácil a ninguno, o al menos no tan fácil como a Eric.
—Conmigo no tendrá esos problemas. No me casaré jamás —afirmó la joven
con una sonrisa triste.
—Por supuesto que lo harás, y ni tu padre ni yo podremos hacer nada por
evitarlo —aseguró Dorothy desenfadadamente.
Edwina golpeó levemente la puerta para anunciar la llegada del carruaje. Alanis
tomó su capa de una silla cercana y, acompañada de su madre, bajó al encuentro de
su padre y tía Gertrud, atenazada por los nervios.
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habían sido habilitados dos salones para satisfacer a los aficionados al juego, cuyas
voces y risas en torno a las mesas cubiertas por tapetes verdes se mezclaban con el
tintineo prometedor de las fichas. En el segundo piso, las damas podían encontrar
vestidores y tocadores en los cuales recomponer su imagen o simplemente
refrescarse.
Impresionada, Alanis observaba la pista de baile donde cientos de parejas
danzaban en perfecta armonía. ¿Cómo iba a encontrar a Darko entre semejante
muchedumbre? La angustiaba pensar que él se encontraba allí y no podía verla.
—¿Qué te ocurre, querida? Pareces un tanto despistada esta noche —comentó
Gertrud al ver que Alanis miraba sobre su hombro por quinta vez consecutiva.
—Estoy impresionada.
—No has de estar nerviosa, he notado cómo te miran esos jovenzuelos. Todos
tienen los ojos puestos en ti, te lo aseguro —la tranquilizó su tía malinterpretando su
preocupación.
Alanis limitó su respuesta a una mueca mientras saludaba con una elegante
inclinación de cabeza a un grupo de ancianas matronas que la miraban sin el menor
disimulo.
—¡Cielos, el joven Thorton se acerca! —murmuró Gertrud agitando con energía
su abanico de plumas.
Alanis miró con horror en la dirección señalada. Elliot Thorton lideraba un
grupo de jóvenes petimetres cuyo objetivo único parecía ser ella misma. Fastidiada,
estudió sus vías de escape, pero antes de que se diera cuenta el grupo de
alborotadores pretendientes la había rodeado.
—Lady Benedit, se ve usted generosamente… esto… hermosa —aseguró uno de
ellos con la vista clavada en su escote.
Alanis se aguantó las ganas de darle un bofetón.
—Gracias, Clarence, muy amable.
—Una flor de brillantes pétalos, delicada y etérea a la vez.
—Exagera usted, lord Clifford —suspiró ella echando una mirada desesperada
a su tía, la cual se alejaba en dirección a las salas de juego.
—Excepcional, ninguna yegua de mi cuadra puede igualarla en belleza y
elegancia, milady —tartamudeó Anthony Playmood, hijo de un acaudalado
terrateniente dedicado a la cría de caballos y cuyos halagos estaban siempre
relacionados con el mundo equino. Por suerte no la había comparado con una vaca.
—Me halaga usted —pronunció Alanis, tratando de recuperar su mano del
efusivo besamanos al que el joven la sometía.
Lord Thorton, hasta el momento en silencio, se adelantó un paso, clavando en el
joven Playmood un codo y obligándolo a apartarse a un lado. Vestía para la ocasión
un chaqué negro demasiado amplio para sus hombros y un chaleco a rayas amarillas
que pasaba difícilmente desapercibido. Con gesto posesivo, el vizconde colocó la
mano sobre su brazo.
—Si nos disculpan, lady Benedit me debe un baile —dijo tirando
insistentemente de la joven.
No le quedó más opción que seguirlo mientras un coro de protestas se elevaba a
sus espaldas. Alanis maldijo su mala suerte y decidió poner su mente en blanco,
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limitándose a sonreír y a menear la cabeza como una muñeca de porcelana, la única
manera de soportar la inacabable charlatanería del joven.
En compañía de Thorton el tiempo se arrastró con soporífera lentitud, y aunque
fingió interesarse por su insulsa conversación, no pudo hacer otra cosa que
preguntarse por el paradero de Darko. Sólo con la excusa de ir a refrescarse
consiguió recuperar su libertad una hora después. Con paso veloz se refugió en la
segunda planta, reservada para las mujeres.
Oculta tras un alto helecho, Alanis suspiró agotada mientras observaba desde el
vestíbulo del segundo piso a los cientos de personas que se agolpaban a los pies de
las escaleras. La oscuridad del pasillo donde se encontraba y las voces lejanas
ofrecieron una tregua a sus maltratados sentidos. A esas alturas, sólo deseaba
regresar a casa y maldecir a Darko Foster por toda la eternidad. El muy intrigante no
había tenido la delicadeza de presentarse a la cita. Nuevamente, asomó la nariz entre
las alargadas hojas para espiar el salón inferior por el espacioso hueco de la escalera.
De repente, la sensación de ser observada la inmovilizó. Un leve cosquilleo en
la nuca hizo que su corazón redoblara el ritmo en su pecho. Volvió ligeramente la
cabeza y se encontró con la mirada verde que, oculta en la penumbra, observaba con
descaro su trasero.
Un leve jadeo escapó de su garganta al encontrarse con el sonriente rostro de
Darko Foster.
—¿Una cita secreta, lady Benedit? —se burló él cruzándose de brazos para
apoyar un hombro en la pared.
Sus ojos recorrieron su cuerpo descaradamente, deteniéndose
momentáneamente en sus pechos; la pálida piel expuesta le hizo fruncir el ceño.
—¡Has estado a punto de matarme del susto! —exclamó, asombrada por la
genuina capacidad del hombre para moverse en la oscuridad con la seguridad de un
felino.
Alanis contempló el majestuoso cuerpo. Darko estaba magnífico en traje de
etiqueta. La lana negra de su chaqué se confundía con la oscuridad, destacando la
blancura de su camisa. Su chaleco combinaba a la perfección hilos grises y burdeos,
aportando una sutil nota de color a su elegante atuendo. Las piernas le temblaron,
Darko Foster bien podía ser un disoluto estafador o el rey de los bajos fondos, pero
tenía la presencia de un imponente caballero.
Lo miró furiosa por el retraso.
—Llegas tarde —resopló con indignación al recordar la larga noche en
compañía de Thorton y su pandilla.
Darko alzó una ceja.
—En realidad, llevo aquí horas. Pensé que te estabas divirtiendo con tus amigos
y no quise interrumpirte. —Una deslumbrante sonrisa sesgó sus rasgos graníticos—.
No has abandonado la pista de baile en todo este tiempo. Me pareció imprudente
presentarme y exigir que me acompañaras sin más. Así que decidí seguirte.
Ella se ahogó de indignación.
—¿Has estado observándome todo este tiempo?
Él confirmó con un leve asentimiento.
—Ese imbécil de prometido que tienes te ha tenido ocupada.
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Alanis arrugó el ceño ante su tono gruñón.
—Bailaba con él porque… ¡bah!, qué importa. —Se detuvo apretando los labios
con furia.
Darko la observó con intensa admiración y abandonando su pose se estiró para
retener una de sus muñecas en un puño. Con un leve tirón la hizo trastabillar hacia
delante envolviéndola entre sus brazos.
—¡Qué genio! No sabía que tuvieras tantas ganas de verme —dijo él.
—Yo no… —No tenía sentido continuar aquella discusión, los brazos de Darko
se habían cerrado en torno a ella y ya no era capaz de hilar ni un solo pensamiento,
sólo podía dejarse llevar por aquella maravillosa sensación—. Tú me citaste,
¿recuerdas? —suspiró finalmente.
—No fijé ninguna hora —susurró él rozándole la oreja con los labios. La joven
se estremeció bajo ese leve contacto.
—¿Cómo has conseguido entrar? —preguntó. No creía posible que un traficante
de licor fuera recibido en los salones de Lexinton Hall así, por las buenas.
Darko demoró su respuesta enredando un rizo dorado en su dedo índice.
Alanis se movió inquieta tratando de alejarse.
—Como todo el mundo me imagino, ¿tú cómo lo hiciste?
Ella lo miró frunciendo ligeramente el ceño.
—Mi padre solicitó una invitación, eso es todo.
—Yo la recibí sin más.
La joven lo miró recelosa.
—¿No me crees? —inquirió él divertido acariciando levemente la suavidad de
su nuca.
Alanis dio un respingo, su piel se había erizado sensible a su roce. Aquel
interludio en la oscuridad estaba agudizando todos y cada uno de sus sentidos.
—No, no te creo, seguro que has sobornado, amenazado o secuestrado a
alguien para conseguirlo —concluyó, conteniendo un suspiro cuando la mano del
hombre acarició la piel de su espalda siguiendo la línea de su columna.
Con una sacudida ella trató de separarse. Estaba a escasos centímetros de su
boca, bastaba una leve inclinación de cabeza para… ¡No!, no debía siquiera pensar en
ello, cuando Darko le había asegurado desear una única cosa de las mujeres.
—Suéltame, por favor, esto no es correcto —exigió con voz temblorosa,
tratando de resistirse al impulso de apoyar el rostro sobre su cálido torso. Se
enfureció consigo misma por la tentación.
—¿De verdad lo deseas? Apuesto mi mejor puñal a que te gustaría volver a
jugar conmigo.
Alanis lo miró horrorizada.
—¿Estás tratando de seducirme?
—No lo sé. ¿Lo estoy haciendo?
—No he venido aquí para esto. —Consciente de que no podría confiar en sí
misma por más tiempo, trató de separarse—. Darko, déjame ir. No voy a ser tu
juguete, no volveré a… —inspiró conteniendo el torrente de palabras que pugnaba
por escapar de su boca.
—Me aseguraste que había algo entre nosotros —gruñó él, impidiendo que ella
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se alejara apretándola firmemente con los brazos.
Ella negó levemente tratando de rechazarlo, pero la negativa quedo suspendida
en su garganta cuando las manos de Darko resbalaron por su espalda hasta curvarse
sobre sus nalgas.
—Yo sé, y tú sabes, que ninguno de esos petimetres podrá hacerte sentir lo que
yo te hice sentir, ¿verdad pequeña? Es conmigo con quien sueñas en tu virginal
lecho.
—¡Jamás! —negó ella, notando horrorizada cómo su entereza se venía abajo al
apretar Darko con suavidad sus nalgas.
—Vamos, pequeña, seguro que recuerdas un par de cosas agradables de tu
secuestro. —Su seguridad en sí mismo irritó a la joven, especialmente porque todo
cuanto afirmaba era cierto—. Seguro que ese prometido tuyo ni siquiera se ha
atrevido a besarte.
—Él y yo no somos… —Se interrumpió. No merecía la pena explicar nada de
todo aquello—. ¿Por qué me haces esto?
—¿No lo adivinas? Yo creo que es fácil de entender, te deseo.
—Como desearías a cualquier otra que se cruzara en tu camino —dijo y lo
rechazó haciendo cuña con la palma de su mano para tratar de separarse.
—Te aseguro, querida, que esto no lo ha provocado en mí ninguna mujer —
gruñó él, ignorando los esfuerzos de la chica por liberarse.
La tensa rigidez de su entrepierna rozó el vientre de la joven como un efectivo
testigo de sus palabras. Un segundo después, la boca masculina descendió hasta su
boca obligándola a aceptarle. Alanis se resistió a la invasión cerrando los labios. La
húmeda lengua de Darko recorrió sus comisuras antes de succionar con delicadeza
su labio inferior. Involuntariamente, Alanis emitió un quejido ahogado antes de
aceptarle en su interior. Sus manos tantearon la dura musculatura de sus antebrazos,
ascendieron por sus bíceps y se estiraron sobre los anchos hombros antes de terminar
toda ella aferrada a su nuca. La capitulación fue recibida por un gemido masculino,
impropio, apasionado, terriblemente sexy. Darko la besó con intensidad,
saboreándola a fondo, degustándola con paciencia. Sus manos abandonaron la
cintura femenina, se curvaron sobre las delicadas costillas rememorando el recuerdo
que con torturante periodicidad atormentaba sus sueños más inconfesables. Sus
dedos expertos rozaron el escote de su vestido. Esa noche había estado a punto de
volverse loco cuando ese estúpido vizconde y su recua de amigos estuvieron
admirando abiertamente la exquisita anatomía de la joven. La liviana tela cedió
liberando un hombro tan pálido como la luna llena. Darko lo recorrió reverentemente
con la punta de los dedos.
—He deseado hacer esto toda la noche —admitió depositando allí un breve
beso.
Alanis sintió un revoloteo en el estómago, una intensa emoción que le hizo
arder la piel. Susurró algo antes de alzarse sobre la punta de los pies para buscar su
boca en un gesto de indudable temeridad.
Darko recorrió la línea de su escote con un reguero de besos húmedos y
hambrientos que hicieron que todo su cuerpo fulgurara. Con un leve tirón liberó sus
pechos, y antes de que la joven pudiera emitir una protesta, lamió con su lengua las
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
cimas rosadas, humedeciéndolas con su saliva. Su piel se erizó instantáneamente allí
donde Darko fue posando su lengua. El cuerpo femenino reaccionó
intempestivamente emitiendo una descarga sensual que desembocó en su
entrepierna. Él se tomó su tiempo en aquella seducción. No quería un breve
interludio entre las plantas, sino algo mucho más ambicioso, pensó mientras pasaba
lentamente su lengua sobre la cumbre color cereza, deseaba a Alanis entre sus
sábanas, bajo su cuerpo, o sobre él, de cualquier manera, pero deseaba hacerla suya.
La voz de la cordura lo obligó a refrenarse. Logró alzar la cabeza y, sacudiéndose
mentalmente, trató de retomar el control. Alanis se sujetó con fuerza a él. Agarraba
con fuerza su camisa y respiraba con pequeños jadeos, apoyando la frente sobre la
protuberancia de su clavícula. Su rostro tenía aquel aire de sensual inocencia que
tanto le excitaba, tan corrosivo como el líquido ardiente que corría bajo su piel.
Alanis abrió la boca para decir algo mientras se recolocaba el vestido, pero él la
silenció colocando un dedo sobre sus labios. Señaló con la otra mano el pasillo, se
acercaba un grupo de matronas. La mirada de Alanis perdió parte de aquel sensual
brillo, alarmada por la posibilidad de ser descubierta en la oscuridad íntimamente
abrazada a un hombre.
Darko interpuso su cuerpo ocultándola parcialmente, la apoyó levemente
contra la pared indicándole la necesidad de permanecer en silencio para no ser
descubiertos. Ella alzó el rostro mirándolo con inconsciente ansiedad, el corazón se le
había disparado bajo las costillas, ya fuera por el temor de ser descubierta o por la
excitante cercanía del hombre.
A medida que las voces se aproximaban iba aumentando su nerviosismo. Sintió
los brazos de Darko deslizarse por su espalda. Permanecieron así, abrazados, ocultos
tras las largas hojas del helecho, sabiendo que el más leve sonido podría descubrirlos.
Dirigió una mirada desesperada a Darko. El rostro masculino permanecía velado por
la oscuridad, pero Alanis pudo distinguir el suave resplandor de sus ojos
alentándola. Lentamente, su boca descendió hacia ella para rozar sus labios
robándole un beso. Su cuerpo macizo la oprimió contra la pared. Alanis le devolvió
el beso dejando que él le acariciara los pechos, que la estrechara indecentemente
contra sus caderas. El grupo de mujeres desapareció por el pasillo, pero un nuevo
coro de risas y voces llegó desde el otro extremo del pasillo, haciendo que Darko
interrumpiera el beso para soltar una ruda maldición.
—Vamos —ordenó tomándola con fuerza de la mano.
—¿Adónde?
—A algún lugar solitario donde podamos acabar con esto —respondió
acaloradamente. La excitación lo dominaba impidiéndole razonar. Ahora mismo su
prioridad era sacar a Alanis de aquella maldita mansión y llevarla algún lugar
solitario donde poder poner fin a aquel interludio adecuadamente.
Alanis consiguió desasirse para lanzarle una mirada airada.
—No puedo hacerlo, no puedo irme en tu compañía sin más —afirmó con su
mejor acento de niñata remilgada.
—¡Maldita sea! No puedo hacerte el amor rodeado de gente —gruñó
bruscamente.
—No he venido aquí para eso.
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
—¡No lo hubiera sospechado! —rezongó Darko dejando de manifiesto que no
toleraría con caballerosidad ser rechazado.
—Estoy aquí para hablar de Lartimer, no para dejarme seducir como una
vulgar… —contraatacó.
—¿Mujerzuela? —concluyó él.
La joven lo fulminó con la mirada.
—¡Oh! Jamás… jamás he conocido un hombre tan engreído. Si no piensas
tomarme en serio, será mejor que me vaya.
—Pero ya lo hago —repuso cercándola de nuevo contra la pared mientras
observaba burlón el mohín de enfado que la joven le dirigía—. Nunca he deseado a
nadie tanto como te deseo a ti —aseveró tratando de abrazarla de nuevo—. Y te
aseguro que me tomo muy en serio mis deseos.
Ella chascó la lengua con fastidio al tiempo que le daba un manotazo para alejar
su mano.
—Está claro que hemos venido aquí por dos cuestiones diferentes. Temo que
hayas podido malinterpretar mi intención de encontrarme contigo a solas.
—Ambos sabemos porque estamos aquí. Tenías la esperanza de que esto
sucediera.
—Te equivocas.
Alanis escapó bajo uno de los brazos. Le dedicó una mirada desde una distancia
de seguridad. Después, con altiva majestuosidad, se encaminó hacia el piso inferior
donde el baile continuaba en todo su apogeo. Él observó aquella marcha con
indignación, nadie dejaba plantado a Darko Foster.
Alanis se detuvo unos instantes tratando de recomponer su imagen. Tenía los
nervios tensos, a punto de estallar. Precavidamente, miró sobre su hombro temiendo
y esperando ver tras de sí a Darko. Comprendió que él debía permanecer aún oculto
en el piso superior. Algo más segura se encaminó hacia uno de los laterales del salón
para encontrarse con su familia.
—Alanis, querida, ¿dónde te habías metido?
Su madre se materializó a su lado abanicándose con energía.
—He subido a refrescarme un poco —mintió aceptando una copa de ponche
deliciosamente helado de uno de los camareros.
Sorbió un trago mientras observaba el atestado salón.
—Te he visto bailar con el joven Thorton —comentó su madre al vuelo.
Alanis dejó escapar un suspiro.
—Sigue empeñado en casarse conmigo —le confirmó ella.
Su madre le dedicó una mirada condoliente, pero la llegada de tía Gertrud le
impidió pronunciarse al respecto.
—Al fin.
Gertrud atravesó la última barrera que las separaba hasta llegar a su lado.
—No había visto tanta gente en un mismo lugar en toda mi vida —suspiró—.
¿Os habéis enterado del último escándalo? —interrogó en tono confidencial.
Dorothy alzó una ceja interrogante, animándola a continuar. Alanis, mientras,
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
se volvía para dar una minuciosa ojeada al salón, ignorándolas. Por alguna estúpida
razón ansiaba volver a ver el rostro de Darko entre los presentes.
—Lady Bellmont, la viuda del conde Bellmont, ha venido acompañada de su
último amante, un hombre de muy buen ver, por cierto. Todas las damas del salón
están revolucionadas con su presencia. Alguien ha descubierto al hombre
descendiendo del piso superior.
—El piso superior está reservado para las mujeres —exclamó su madre
escandalizada.
—Quizás haya subido para mantener, ejem… un interludio con lady Bellmont.
—¿Es que esa mujer no tuvo suficiente con el escándalo de su último amante? Si
no recuerdo mal, él amenazó con pegarse un tiro en medio de un baile si ella no
volvía a aceptarle.
—Siempre ha sido una cabeza loca. ¡Oh, cielo santo!, ahí están —exclamó la
matrona con excitación.
Las dos mujeres se volvieron hacia la pareja que se abría paso entre la multitud.
El inquietante acompañante de la condesa barrió el salón con la mirada de un
depredador, tal como un león hubiese hecho ante una manada de inofensivas presas.
Sus ojos verdes se detuvieron momentáneamente sobre ellas, paralizando la
respiración de ambas mujeres.
—¡Dulce Jesús! Ese hombre es el demonio en persona —graznó Gertrud
conteniendo el deseo de abanicarse el acalorado rostro con una mano.
Dorothy se enfrentó a la mirada del desconocido con curiosidad, ligeramente
impresionada por su atractivo porte. Entendía por qué lady Bellmont no tenía
reparos en mostrarse a su lado y reír con petulancia ante las miradas envidiosas de
las demás mujeres. Al parecer, todas las damas del salón envidiaban a la condesa en
esos momentos por su impresionante acompañante.
—Un demonio muy guapo, por cierto. Jamás había imaginado unos ojos tan
intensos —dijo exhalando lentamente el aire.
Alanis se enderezó repentinamente prestando atención a la conversación de
ambas mujeres. Tenía la creciente sospecha de que el hombre de quien hablaban
podía ser… Su respiración se detuvo antes de girar la cabeza en dirección a los
aludidos para encontrarse con la perturbadora mirada de Darko Foster, que inclinó
levemente la cabeza a modo de saludo. Alanis apenas pudo devolver el gesto con un
movimiento rígido. Fue incapaz de apartar la mirada de aquellos ojos verdes,
incrédula ante su desfachatez. No, no era posible que aquel hombre fuera el mismo
que momentos antes le susurrara al oído su deseo. No era posible que fingiera estar
interesado en ella mientras en el piso inferior le aguardaba su amante.
¡Qué idiota! ¡Qué rematadamente estúpida había sido! Él había jugado a
seducirla ocultando tener a otra mujer.
—¿Conoces a ese hombre? —preguntó Dorothy mirando a su hija con
preocupación al ver que el color había abandonado su rostro.
Ella negó con la cabeza, incapaz de articular sonido alguno.
—¿Te encuentras bien, querida? Estás horriblemente pálida —inquirió su tía
olvidándose momentáneamente del sabroso tema que la ocupaba en esos momentos.
—No —balbució lastimeramente—, estoy algo mareada, por favor madre, me
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
gustaría salir de aquí.
Dorothy la sostuvo cariñosamente mientras se abría paso hacia el vestíbulo.
Alanis dedicó una última mirada a la pareja, que era el centro de atención de la
velada. Darko respondió a su mirada con una expresión inescrutable,
implacablemente indiferente. Lady Bellmont, ansiosa por acaparar toda la atención
de su acompañante, lanzó una mirada venenosa en dirección a la joven y tiró con
firmeza de su manga. Darko se inclinó sobre la rubia cabellera de la mujer para que
ésta le murmurara algo al oído. Él respondió con un murmullo confidencial que
arrancó de la mujer una risita chillona que se clavó en la cabeza de Alanis como una
bala de mosquete. Se detuvo en el vestíbulo en un vano intento por normalizar su
respiración.
—Espera aquí mientras busco a tu padre —indicó Dorothy antes de volverse
hacia Gertrud con preocupación—. Cuida que no se desmaye —dijo antes de partir
con celeridad hacia uno de los salones laterales.
Alanis aceptó la ayuda de su tía, y con un suspiro entrecortado, se apoyó contra
una de las columnas de mármol que se elevaban en el enorme hall. Dorothy
reapareció del brazo de lord Benedit minutos después.
—¿Te encuentras bien, tesoro? —preguntó solícito posando los labios sobre su
frente para comprobar su temperatura.
Alanis trató de sonreír.
—Sólo un poco mareada, nada más.
—Demasiada gente —concluyó su tía agitando su abanico frente a la joven.
—Te llevaremos a casa enseguida —le aseguró mientras extendía su capa sobre
los hombros de su hija menor.
—¿Se retira ya, lady Benedit?
La pregunta resonó entre las paredes del enorme vestíbulo, amplificada por los
altos techos de la grandiosa mansión. Alanis se enderezó alerta. Hubiera reconocido
esa voz en cualquier lugar.
Darko dio una larga calada a su cigarro observando con socarronería al grupo
familiar. Alanis reunió todo el coraje que le quedaba para enfrentarse a su siniestra
figura.
—Una ligera indisposición, señor, gracias por su interés —respondió envarada
tomando el brazo de su padre con fuerza.
—Ha de tener más cuidado con lo que come —le aconsejó él tras una nube de
humo azul—. Los alimentos pueden estar en mal estado incluso en fiestas de alto
postín como ésta.
—Seguiré su consejo. Ahora si me disculpa… —Alanis tiró con apremio de su
padre, que parecía haberse convertido en una efigie de piedra.
—Por mi parte, he de confesar que hacía tiempo que no tomaba bocados tan
tiernos —continuó con una sonrisa sardónica.
Alanis captó la indirecta. Sintió una explosión de rubor en su rostro, pero fue
incapaz de dar una respuesta que pusiera al canalla en su lugar con la mirada
interrogante de su padre pendiendo sobre ella.
—Le aconsejo no pecar de glotonería —atajó lanzándole una mirada funesta.
—Yo siempre tengo hambre.
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—Entonces, que le aproveche y buenas noches —dijo con la mayor dignidad
que le fue posible y, sin importarle ya si el resto de su familia la seguía o no, se
encaminó hacia la salida.
Darko siguió sus pasos con una mirada oscura, pero la figura de lady Dorothy
Benedit se interpuso en su camino forzándole a alzar el rostro. Él le dedicó una
mirada burlona y expelió una nube de humo que hizo que la dama frunciera
ferozmente el ceño, haciéndole sentir regocijadamente maléfico. Tan sólo la
dominante figura de lord Benedit pudo diluir su sarcástica sonrisa. Aquellos ojos
azules, idénticos a los de su hija, le lanzaron un mensaje claro y directo, «mantente
lejos de ella».
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Capítulo 8
—Bien, querida, ¿vas a decirnos quién es ese hombre y de qué lo conoces? —la
pregunta de Dorothy rompió el silencio que reinaba en el interior del carruaje de
vuelta a casa.
La mente de Alanis se agitó inquieta.
—No lo conozco, apenas —mintió mirando a través de la ventana las calles
empedradas.
Dorothy clavó un codo en las costillas de su esposo instándole a continuar con
el interrogatorio.
—Pero has hablado con él con anterioridad, ¿verdad?
La voz suave de su padre le hizo erizar el vello.
—Hace apenas unos días —suspiró ella enfrentándose a la mirada penetrante
de su padre—. En Western Books, él me pidió ayuda para buscar unos títulos.
—No creo que ese hombre sea de los que pisan una librería —masculló
cruzando los brazos sobre el pecho sin dejar de mirarla.
—Ni siquiera creo que sea un caballero —agregó su madre.
—He oído decir que es un comerciante adinerado, aunque nadie sabe muy bien
sobre qué versan sus negocios —afirmó Gertrud, que en un ataque de inspiración
que hizo que Alanis apretara la mandíbula, añadió—: creo recordar su nombre,
Darko Foster.
Alanis se tragó un gemido de desesperación.
—¡Un momento! ¿Es ése el hombre que te regaló el libro? —preguntó
horrorizada su madre.
—¿Qué libro? —inquirió lord Benedit irguiéndose en su asiento ante esa nueva
información.
—Alanis recibió un libro, un regalo de un admirador secreto —explicó Dorothy
sin apartar la mirada de su hija menor—. ¿Y bien?
La mente de Alanis operó con toda rapidez. No había manera de salir de aquel
embrollo si no era confesando al menos parte de la verdad.
—Sí, fue él quien lo envió, aunque no acierto a adivinar el porqué. No había
vuelto a saber de él hasta esta noche —confesó tratando de parecer convincente. Al
menos, no había ninguna mentira en aquella afirmación.
—Quiero que te mantengas alejada de él. A todas luces se trata de un canalla de
los barrios bajos en busca de una víctima a la que poder hincar el diente. No dudaría
en arruinar la reputación de una dama por el simple capricho de satisfacerse.
Alanis asintió obedientemente. Su padre era experto en catalogar la naturaleza
de las personas con una simple mirada.
—No tengo intención de volver a verle, si eso le preocupa, padre, y dudo que el
señor Foster y yo coincidamos en el futuro —afirmó con más énfasis.
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Alanis se sumergió en un silencio meditabundo durante el resto del trayecto.
Nada más lejos de su intención que volver a encontrarse con Darko. Esa noche le
había mostrado cuán vulnerable era a él. No deseaba ser una víctima más del
calavera.
A solas en su habitación, trató de reprimir un súbito acceso de melancolía.
Tontamente, se había hecho grandes ilusiones para esa noche. En su ensueño
romántico se había imaginado a Darko Foster confesándose enamorado de ella. ¡Qué
tonta idealista! Darko no era de los que se enamoraban, sino de los que usaban a las
mujeres a su conveniencia. Pertenecían a mundos distintos, tan lejanos el uno del
otro como la tierra del sol.
Alanis recordó la jactanciosa expresión de lady Bellmont asida al brazo de su
amante. Se trataba de una mujer madura, voluptuosamente atractiva, que exhalaba
experiencia en su trato con el sexo opuesto, justo el tipo de mujer que solía atraer a
Darko. Una incómoda sensación se asentó en la base de su estómago. Alanis trató de
identificar aquel nuevo sentimiento, celos. ¡Estaba celosa de lady Bellmont!
—¡Oh, Darko!, ¿qué me has hecho? —se preguntó en la oscuridad.
Darko dejó escapar una maldición en su carruaje. Su intensa frustración le hacía
sentir deseos de asesinar a alguien. Necesitaba una copa urgentemente, pensó
lacónico. Dio orden al cochero de dirigirse hacia la casa de su contable, prefiriendo
enfrentarse a sus teatrales quejas que a la soledad de su dormitorio.
Momentos antes había dejado a lady Bellmont en su mansión, declinando
bruscamente su descarada invitación a pasar a tomar una copa. Ahora trataba de
comprender por qué había rechazado tan espléndida ocasión de acabar la noche
entre los cálidos muslos de una dama tan dispuesta.
Había conocido a Gemma indirectamente a través de sus negocios con una
afamada casa de juegos. Ella se había presentado, dejando claro desde el principio su
disponibilidad para establecer una relación sentimental con él. Darko había jugado
con su entusiasmo aceptando acompañarla al baile de los Lexinton. Pero lo había
hecho con una clara intención, presentarse en aquel maldito baile y restregarle a la
pequeña flor de campo que él la podía olvidar con la misma facilidad que ella lo
había olvidado a él.
Sin embargo, todo salió mal. En el baile se escabulló de la compañía de la viuda
para buscar a Alanis entre la muchedumbre. Cuando sus ojos la descubrieron en
compañía de aquel grupo de admiradores, sintió deseos de barrer el lugar de la faz
de la tierra. Aquel incontrolable sentimiento se había ido haciendo cada vez más
intenso a medida que se daba cuenta de que todos aquellos señoritos tenían más
derecho que él a aspirar a ella. De repente, cuando aquel esmirriado conde la tomó
posesivamente por la cintura para arrastrarla a la pista de baile, todo en su mente se
tiñó de rojo. Presintió que aquel ridículo petimetre era su prometido. La frustración
lo invadió al darse cuenta de que su atracción por la joven no había hecho sino
aumentar furtivamente día tras día. Y sin embargo, cuando al fin la había tenido en
los brazos, había sido incapaz de contener su deseo de posesión total y absoluta
sobre ella. Deseaba marcarla como suya. Pese a sus resoluciones anteriores, en aquel
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preciso momento decidió que Alanis Benedit le pertenecería, al menos hasta que
lograra saciar aquella avidez. Sí, de una manera u otra haría de ella su amante. Ella
misma se inventaría alguna excusa para su pomposo prometido en el lecho de bodas.
Mientras llegaba ese momento, lady Bellmont se habría podido encargar de
entretener su ansiedad, pero su cargante cháchara y su afán constante por atraer la
atención le habían importunado hasta al punto de sentirse hastiado. Su verga ni se
inmutó cuando el roce frío de su mano la tomó en la privacidad del carruaje. De
repente le asqueó la posibilidad de enredarse con aquella mujer. Su voluptuoso
cuerpo, el denso perfume que la acompañaba, le provocaban sólo un deseo,
abandonarla sin más, y eso fue lo que hizo ante la puerta de su mansión, levantando
las iras de la furiosa dama.
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—¿Has pensado qué hacer con Lartimer? Se está convirtiendo en algo más
peligroso que un incordio.
—De momento he dado orden de vigilar todos sus movimientos. Si vuelve a
acercarse a Alanis lo sabré.
—¿Piensas que puede doblegarla con su soborno?
—Ella asegura que no, aunque estoy seguro de que miente. Tarde o temprano
Lartimer tratará de presionarla y ella no tendrá más remedio que aceptar si no quiere
perder la oportunidad de cazar a ese conde —explicó Darko, olvidando
intencionadamente la sugerencia que le había hecho la joven de desaparecer de
escena momentáneamente. Como había dicho, no creía en sus palabras. Si ella quería
jugar a damisela dispuesta al sacrificio para impresionarlo, allá ella, aunque él sabía
que no llegaría hasta ese extremo.
¡Oh, sí! Ella era muy convincente. Incluso un hombre como él, hastiado de la
vida y de las mujeres, se podía haber dejado convencer de su aparente inocencia si no
hubiera sido porque ella jugaba a la enamorada apasionada con un prometido a sus
espaldas. No, no dejaría que los sentimientos volvieran a influir en sus decisiones.
—Dos de los hombres de Lartimer han aceptado pasar a nómina. Si él intenta
algo o vuelve a hablar con ella, lo sabré.
—¿Y con respecto a la joven Benedit?
—Yo mismo me encargaré de ella —aseveró dando un último sorbo de café. Sí,
se encargaría de mantenerla bajo su estrecha vigilancia… en su lecho—. ¿Nos vamos?
Reynolds asintió poniéndose en pie. Hubiera deseado profundizar en aquella
última afirmación, pero Darko lo apuró bruscamente, renuente a continuar con la
conversación.
El frío nocturno se coló a través de los gruesos gabanes de los dos hombres. La
humedad portuaria pasó desapercibida para ambos, acostumbrados ya a trabajar a
horas mucho más intempestivas.
El Black Shark era un buque de mediano calado muy efectivo para viajes de
media distancia; era el primer barco de una pequeña flota que Darko había ido
adquiriendo para ampliar sus negocios en el norte del país. Utilizando la ruta del
norte, podía colocar sus mercancías en las costas de Escocia en un sorprendente
breve espacio de tiempo. Del mismo modo, podía transportar las mercancías
adquiridas en el norte (lana, whisky y carbón) y comercializarlas en la capital
sacándoles una jugosa rentabilidad.
—Queda una hora para la pleamar. Si nos damos prisa podemos revisar toda la
mercancía.
Reynolds asintió levemente observando los últimos preparativos del barco para
zarpar. Barriles de vino francés, italiano y español eran depositados con cuidado bajo
la cubierta del barco. Los escoceses tenían cierta predilección por los claretes
afrutados de las tierras francesas. Esa era la carga declarada ante los inspectores de
aduanas, al menos ante los no sobornables. Bajo una trampilla secreta, otro tipo de
licor se apilaba escrupulosamente en toneles de roble viejo. El brandy valía su peso
en oro, y eran muchos los dispuestos a saltarse la prohibición de comercializarlo con
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tal de ganarse sus buenas libras.
La presencia de Foster en el navío había despertado el nerviosismo de los
hombres, que con ganas de impresionarlo, se movían a ritmo frenético por la
cubierta.
El capitán Tolls era el encargado del barco. Vestido con un oscuro chaquetón de
lana y una gorra calada hasta las orejas, saludó a Foster con un vigoroso apretón de
manos.
—Jefe, ¿qué le trae por aquí? —preguntó contento de verle.
Tolls había sido una de las tantas buenas obras de Darko, aunque él se negase a
reconocerlo, alegando que sólo actuaba en beneficio propio al contratarle como
capitán de uno de sus buques.
El hombre había servido en la Marina Real durante su juventud. Padre de
familia numerosa, había llevado una vida decente hasta que sufrió un grave
accidente que le dejó un brazo mutilado. Despreciado por la Marina, no tuvo más
remedio que mendigar un puesto en tierra que finalmente le denegaron, dándole
como único consuelo una exigua paga por los servicios prestados a la corona. A
partir de ahí, su vida se convirtió en un verdadero infierno, como él mismo había
reconocido. Con un buen número de bocas que alimentar, se encontró sin otro medio
de subsistir que robar. Fue el destino quien quiso que una de sus primeras víctimas
fuera su actual jefe. Tras una pelea que acabó con los huesos del capitán en el lodo,
llegó el momento de pedir clemencia. Darko se apiadó del hombre y decidió
ayudarlo, cediéndole al poco tiempo el mando de su navío.
—Queremos revisar la mercancía, Tolls. ¿Algo sospechoso a bordo? —preguntó
Darko estudiando detenidamente a la tripulación.
El hombre se acarició la barba mirando especulativamente a su alrededor.
—Quizás sí. La pasada noche sorprendí a dos de los hombres en tierra cuando
se les había dado orden de no abandonar el barco. Puede ser que sólo haya sido una
bravata sin importancia, pero quizás quiera comprobarlo.
—¿Quiénes son esos hombres? —se interesó Darko.
—Dos de los nuevos, usted mismo los contrató, ¿recuerda?
Darko asintió distraídamente.
—Hace un par de semanas me pidieron empleo. No me gustaron desde el
principio, pero necesitábamos hombres —meditó entrecerrando los ojos—. Tolls,
manténgalos entretenidos hasta que hayamos revisado las bodegas —ordenó
haciendo una seña a Reynolds para que lo acompañara.
—¿Crees que Lartimer tiene algo que ver con todo esto?
—Lo dudo, si estuvieran pasando información tratarían de ser lo más discretos
posible. Sería estúpido echar todo el trabajo por la borda robando.
Las literas de los tripulantes estaban asignadas por orden de llegada, así pues,
los novatos a bordo tenían que conformarse con las más incómodas, las situadas
junto a la trampilla de carga y descarga.
Darko examinó las mantas hasta encontrar el hatillo de tela con las pertenencias
de uno de ellos.
—¿Has encontrado algo?
—Nada. ¡Eh!, espera —exclamó tomando un pequeño pliegue de papel
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escondido entre la maloliente ropa—. ¿Qué diablos es esto?
Darko acercó un candil para iluminar las borrosas letras de la nota.
—Parece un pedido. La dirección se corresponde con una de las tabernas del
puerto —confirmó el contable tras releer la nota.
—¡Esos cabrones roban mi mercancía para revenderla en el puerto! Entérate de
quién es el comprador, quiero tener una conversación con él, y en cuanto a ellos… —
Reynolds pudo adivinar el resto mientras trotaba nerviosamente tras los acelerados
pasos de su jefe.
Darko hizo formar a los hombres sobre la cubierta. La siniestra expresión de su
rostro hizo murmurar a los hombres que, incómodos, se miraban interrogantes los
unos a los otros. Ninguno parecía deseoso de enfrentarse a él.
—Señores —les saludó con voz perentoria. Paseó ante la fila de hombres como
un general ante su ejército.
Aquel halo de peligrosidad y poder que lo rodeaba pareció fulgurar con mayor
intensidad, haciendo que los marineros cuadraran hombros y metieran tripa.
Reynolds lo observaba todo desde la gavilla de cuerdas donde se había acomodado.
—El señor Reynolds me ha hecho saber que recientemente viene percatándose
de robos de mi mercancía. ¿Alguien sabría explicarlo?
Un incómodo silencio se apoderó de la cubierta. Reynolds observó la cara de los
hombres que, incrédulos, se miraron los unos a los otros. Era fácil entender su
incredulidad. Nadie en su sano juicio se atrevería a meterse en el terreno de Darko
Foster. Por otra parte todos ellos, ladrones y delincuentes en su mayoría, tenían
mucho que agradecerle. Reynolds comprendió que Darko estaba dando la última
oportunidad a los culpables de confesar.
—Con mis respetos, jefe, ¿no pudiera ser que los robos los cometieran otros? —
señaló uno de los hombres, un enclenque ratero reconvertido a marino.
—Los robos se cometen en el barco, por alguien de la tripulación —afirmó
Darko, encaminándose hacia los sospechosos con paso lento. Estudió a ambos con
desdén, haciendo que la tensión se volviera insoportable. Uno de ellos, gordito y de
baja estatura, inspiró bruscamente, echando nerviosas miradas a su compañero, un
tipo corpulento y de rostro animal. Darko optó por centrarse en el primero, como un
león lo haría sobre la presa más débil. No hizo falta más. Con un gimoteo infantil, el
hombre se derrumbó a sus pies.
—No quise hacerlo, jefe, él me obligó —gimoteó señalando a su compañero.
Este se abalanzó sobre él descargando un puñetazo en su sien.
—¡Chivato de mierda, no eres más que una rata de cloaca! —gritó golpeándolo
de nuevo.
Darko lo alejó de un empellón.
—¡Basta! —ordenó interviniendo en la pelea con un puñetazo que envió al
cabecilla al suelo—. Tenemos pruebas, hijo de puta, más te vale que empieces a
hablar —siseó con ira.
El hombre se limpió la sangre que manaba de su nariz rota. Acorralado, buscó
en el bolsillo de su pantalón. El destello plateado del acero brilló bajo la exigua luz
del alba. Darko observó la navaja con desesperante tranquilidad.
—¿Es así como quieres resolverlo? —interrogó con un deje de diversión
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mientras el hombre se ponía en pie.
Desde su lugar, Reynolds ahogó una maldición.
—Te mandaré directo al infierno, Darko Foster.
—¿De dónde crees que he salido? —alardeó sacando de su bota el estilete de
acero que siempre le acompañaba. Se deshizo también de su chaqueta enrollándola
con eficacia en torno a su antebrazo izquierdo—. Por otra parte, no me gustaría
derramar tu asquerosa sangre sobre la cubierta de mi barco. Quizás quieras
pensártelo.
—Vete a la mierda. Tú y tus aires de grandeza, siempre te has creído muy
superior al resto de la escoria. De buen grado haré que bajes de nuevo a la tierra. Si te
empeñas, acabarás debajo de ella —festejó riendo su propia ocurrencia.
Darko sopesó su arma con una mano; sus dedos, familiarizados con su peso, se
movieron ágilmente en una discreta demostración de sus habilidades. Hizo un gesto
con la mano hacia su contrincante invitándole a acercarse.
—Adelante, veamos qué es lo que sabes hacer —gruñó dedicándole una funesta
sonrisa.
El hombre parpadeó nervioso ante aquel alarde de seguridad. Inspiró hondo y,
sin previo aviso, atacó con la furia de un toro. Darko esquivó la torpe embestida con
un movimiento rápido, manteniendo los brazos pegados al cuerpo para proteger sus
órganos vitales.
—Vas a tener que hacerlo mejor si quieres salir de ésta —se mofó.
El hombre lanzó un alarido de furia lanzándose de nuevo al ataque. Darko lo
repelió con elegante soltura propinándole un leve tajo en el hombro. La sangre tiñó el
paño de su deshilachado chaleco. Con un intempestivo bramido, el individuo retomó
la ofensiva. Darko sorteó el filo de su cuchillo con ligereza. Se movieron al compás
por la cubierta. Darko jugó con su víctima dejando que sus rudos ataques menguaran
sus fuerzas. De repente, tomándolo por sorpresa, giró hacia su izquierda asestándole
un nuevo golpe a su oponente. El filo de su cuchillo le abrió una nueva raja en el
antebrazo descubierto por error. Emitió un bramido de dolor.
—Las cosas parecen no irte bien, ¿por qué no lo dejas cuando aún estás a
tiempo? Después de todo, puede que tenga misericordia de tu penosa existencia y te
deje vivir —aconsejó Darko estudiando los torpes movimientos de su contrincante
con los ojos entrecerrados.
—Eres un cabrón muy pagado de sí mismo, ¿eh? Te voy a decir una cosa, te
arrancaré esa maldita sonrisa —dijo elevando su navaja.
En un rápido ademán, su brazo se estiró hacia Darko, que lo esquivó sin
dificultad. La agilidad de Darko y su gran técnica restaban eficacia a los ataques de
su contrincante. La pelea continuó durante varios minutos más, hasta que Darko
decidió ponerle fin. Con la destreza de un hombre educado en las calles, fue
reduciendo los ataques del otro a meros amagos. Para finalizar, descargó una fuerte
patada en su estómago haciendo que su contrincante se doblara sobre sí mismo, una
treta no muy caballerosa, pero efectiva en las peleas callejeras. Con un último
puñetazo en su mandíbula, hizo que su contrincante se desplomara sobre el suelo
con un sonido sordo.
Con la respiración agitada y el sudor perlando su frente, Darko lo observó unos
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segundos.
—Llevaos a esta escoria de mi barco —decretó con la respiración agitada,
observando el cuerpo retorcido del hombre sobre la cubierta. Se secó el sudor de la
frente con la manga de su camisa, dándole la espalda para lanzar una rápida mirada
al resto de la tripulación—. ¡Vamos, moveos! —bramó, notando cómo la excitación
del combate hacía fluir su sangre.
Cometió el error de bajar la guardia, porque en ese mismo momento, el hombre
se incorporó sobre sus rodillas y, con una exclamación, le clavó la navaja en la
espalda descubierta. Darko sintió una punzada de dolor que le hizo fallar las piernas;
después, una cálida viscosidad se deslizó por su cadera empapando la pernera de su
pantalón. En un acto reflejo, Darko se volvió hacia su agresor y le asestó una
cuchillada en el estómago, el acto le salvó la vida. Después de eso no tuvo fuerzas
para nada más. Se desplomó sobre el suelo mientras la sangre impregnaba la madera
de la cubierta, pero apenas fue consciente de ello. Una súbita debilidad le fue
invadiendo, expandiéndose por sus miembros. Oyó la voz de Reynolds como si se
hallase a cientos de millas, sus órdenes y gritos se perdían como ecos lejanos. El
contable se precipitó corriendo hacia él.
—¿Darko? —Trató de alzarle.
—Creo que esta vez la he cagado —suspiró antes de sumirse en la
inconsciencia.
Tres días después, Leni permanecía inmóvil observando concentradamente la
puerta de la habitación de Darko. A su lado, Tom manoseaba con nerviosismo su
gorra negra, en su expresión se vislumbraba una ansiedad difícil de contener.
Reynolds, algo más alejado, sorbía una copa de brandy mientras observaba a
través de la ventana del pasillo la soleada mañana. Su oído se agudizó al oír la voz
queda del doctor apagada por la gruesa pared. Impaciente, se puso en pie y comenzó
a pasearse por la gruesa alfombra, mirando insistentemente hacia la puerta. «¿Qué ha
salido mal?», se preguntó por enésima vez.
Tres días antes, inmediatamente después del desgraciado incidente, Leni y Tom
y él mismo conseguían llevar a su hogar a Darko, gravemente herido, en una alocada
carrera en carruaje por las calles de Londres. El propio Reynolds había improvisado
un vendaje con su camisa para contener la hemorragia. Justo en el momento en que
lo depositaron sobre la cama, Darko recobró la conciencia. Con voz ronca aunque
irónica, preguntó por la gravedad de su herida. Reynolds le dijo que, en su opinión,
sólo era cuestión de que el médico le aplicara unos cuantos puntos de sutura una vez
lograran cortar la hemorragia, pero Darko se opuso rotundamente a la intervención
del doctor; así pues, fueron los propios sirvientes quienes se ocuparon de atenderle.
En apariencia todo parecía haber ido bien. Darko, aunque pálido, parecía animoso.
Pero la noche anterior, inesperadamente, la fiebre se le había disparado sumiéndolo
en un estado de semiinconsciencia.
—Se recuperará de esto, ¿no es cierto? —preguntó por enésima vez un
acongojado Tom—. Él siempre ha sabido despistar al diablo.
—Así será esta vez —acordó Reynolds.
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—Entonces, ¿está a salvo?
El doctor hizo una breve inspiración quitándose las gafas para frotarse el
puente de la nariz.
—El señor Foster debería haber recibido asistencia médica hace tres días,
cuando sufrió el «accidente».
—Se negó a ver a ningún matasanos —explicó Leni categórico.
—Ya sabe lo cabezota que puede llegar a ser —remendó Reynolds tratando de
suavizar esa afirmación.
—Ha transcurrido demasiado tiempo, su herida está infectada. En estos
momentos su cuerpo lucha para liberarse de esa infección. No hay nada que
podamos hacer, tan sólo esperar. El señor Foster es un hombre fuerte, todas mis
esperanzas están puestas en su espíritu combativo. Los próximos días serán clave. Si
conseguimos que la fiebre baje, el señor Foster sobrevivirá.
—¿Y si eso no ocurre? —inquirió Leni hablando por todos.
—Lo mejor será centrar todos nuestros esfuerzos en que ocurra…
Tom dormitaba en un sillón dispuesto a los pies de la cama de Darko. Un leve
gemido proveniente del lecho le hizo abrir los ojos y ponerse en pie. Había
transcurrido un día y medio desde la visita del doctor y nada parecía presagiar la
recuperación del convaleciente. La fiebre no se decidía a abandonar el debilitado
cuerpo de Darko, consumido en la agonía. En ocasiones, sus delirios le llevaban a
hablar en voz alta, como si todas sus pesadillas se le presentaran juntas.
—Trate de calmarse, jefe —musitó Tom colocando un paño húmedo sobre su
frente cuando comprendió que se hallaba de nuevo sumido en una de esas
pesadillas.
Darko se removió ansiosamente bajo las mantas luchando contra los demonios
internos que lo acosaban.
—A mí no me ocurrirá lo mismo, padre, lo juro. No me veré sometido a
ninguna mujerzuela ambiciosa, mantendré mi corazón fuera de su alcance —se
lamentó apartando las mantas de una patada. Tom trató de arroparle de nuevo y, por
unos instantes, los verdes ojos parecieron reconocer a su subordinado junto a la
cama.
—Tom, ¿eres tú?
—Cálmese, jefe, todo va a salir bien —lo consoló con el mismo tono que había
oído utilizar a las madres con sus retoños.
—La necesito, Tom, debes traerla —ordenó con desesperación.
Sus manos ascendieron hasta agarrarse a las solapas de la chaqueta gris del
hombretón. Con un tembloroso esfuerzo trató de incorporarse.
—Ella me pertenece, debes traerla, ¿comprendes? ¡Tráela!
—Shss, descanse, jefe. El doctor dijo que no debía alterarse —lo reconfortó
tratando de desasirse para colocar una nueva compresa de agua fría sobre su frente.
Darko la apartó rudamente.
—Prométeme que la irás a buscar, ella debe estar aquí. Ve a por ella.
—Sí, jefe —concordó Tom deseoso de calmarle—, yo se la traeré.
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Capítulo 9
Las mañanas soleadas permitían a los habitantes de Londres disfrutar de sus
numerosos parques, y aunque la temperatura fuera baja, la gente bien aprovechaba la
ocasión para ver y dejarse ver en aquellos paseos matutinos. Personalmente, Alanis
prefería los paseos a pie aún a sabiendas de que no se consideraba una actividad
demasiado elegante para una dama. Todo lo que supusiera un esfuerzo era
desdeñado y tachado de poco distinguido. Pero para Alanis, una buena caminata
mañanera estimulaba su cuerpo como ninguna otra cosa. Le aburría soberanamente
tener que montar en calesa y escuchar los chismorreos del último baile pudiendo en
cambio realizar una actividad física. Nunca se le había dado bien la inacción,
reconocía con tristeza su tía Gertrud.
Esa mañana Alanis se había vestido con una confortable pelliza roja a juego con
su bufanda de lana, se había calzado unas cómodas botas de media caña y se había
recogido el pelo en un práctico rodete. Con la nariz roja y las manos hundidas en los
bolsillos, caminaba junto a su madre a buen paso por la vereda del parque,
compartiendo una ligera conversación sobre la crudeza del invierno. Tras una hora
de ejercicio, sus tersas mejillas mostraban un atractivo sonrojo.
—¡Cielo Santo, Alanis! Creo que debemos detenernos. Estoy demasiado vieja
para esto —aseguró Dorothy con la voz entrecortada.
—Tonterías —rió Alanis divertida—. Usted es la mujer más activa que he
conocido en toda mi vida, madre.
Iba a continuar caminando cuando la inconfundible figura de Tom surgió de
entre los rosales que adornaban el cercado que rodeaba aquella parte del parque. El
pobre hombre se afanaba por ocultarse tras un arbusto, pero al ser descubierto agitó
sus brazos intentando llamar su atención.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó su madre frunciendo ligeramente el ceño
al observar la hercúlea figura.
Alanis frunció el ceño.
—¿Señor Simmons? —llamó acercándose con rapidez a la compungida figura
del gigante.
—Buenos días, milady —saludó el hombretón arrancándose la gorra de un tirón
y sonriendo tímidamente.
Alanis alzó una ceja inquisitiva. Dudaba mucho que la presencia de Tom en
aquel lugar fuera una simple casualidad. Se le veía tan fuera de lugar como a un oso
en un baile. Su madre se posicionó tras ella mientras sometía al hombretón a un
preciso escrutinio.
—¿Qué hace aquí, señor Simmons? —inquirió alarmada.
—Lo siento, señorita, pero él me pidió que la llevara.
—¿Llevarme? —La sorpresa se hizo evidente en el joven rostro.
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—¿Él? ¿Quién es él? —intervino Dorothy asomando el rostro por encima del
hombro de su hija.
Alanis emitió una silenciosa maldición. Había olvidado la presencia de su
madre. Con un gemido de frustración se volvió hacia ella.
—Por favor, madre, se lo explicaré más tarde, tan sólo necesito unos segundos a
solas con…
—Ni hablar —rechazó como si aquella idea fuera la más absurda que hubiera
escuchado jamás.
Alanis reprimió un suspiro de fastidio.
—Señor Simmons, si fuera usted tan amable de explicarse, me temo que no
entiendo muy bien lo que intenta decirme.
—El jefe la necesita cerca, señorita, me pidió que la llevara junto a él.
Alanis lo miró con evidente incredulidad. ¡Aquello era el colmo de la
prepotencia! No había duda de que el misterioso «él» era el infame canalla de Darko.
—El jefe insistió en ello —continuó Tom con un deje de premura.
—Está más loco de lo que pensaba. Bien, haremos una cosa. Dígale a su «jefe»
que una servidora pisaría carbones en el infierno antes de estar en la misma
habitación que él. Si tiene algún problema de soledad no dudo que pueda
solucionarlo. En lo sucesivo, le sugiero que se olvide de mi existencia tal como espero
hacerlo yo con la suya. Es todo Tom. Transmítaselo con puntos y comas para que su
ilustrísima logre comprenderlo.
—Pero no entiende…
—Por supuesto que entiendo, señor Simmons; su majestad el rey de las ratas
cree que el mundo gira a su alrededor, pero ya va siendo hora de que alguien lo
saque de su error. Su lealtad hacia él no debe cegarle.
—¿Alguien me quiere explicar de qué va esta conversación? —exigió
desconcertada su madre—. ¿Quién es usted y de qué conoce a mi hija?
—No tiene importancia, madre. —Alanis se giró para tomarla del brazo—. ¿Nos
vamos?
—No hasta que alguien me explique esta conversación —rechazó señalando al
hombre con su mano enguantada.
Alanis dirigió una mirada desesperada al rostro de su madre. Pero éste ya había
adquirido aquel matiz testarudo que ella tanto conocía.
—Se lo explicaré de vuelta a casa —concedió con la mente bulléndole de
actividad. Debía pensar en una historia lo suficientemente convincente como para
que su madre la creyera y no la ahogara con preguntas que no deseaba responder.
Dorothy iba a decir algo, pero Tom se le adelantó, cada vez más agitado.
—Siento no haberme explicado bien, milady. Leni dice que mi mente es
demasiado lenta para mi cuerpo, y ya ve, tiene razón.
—El señor Leni tiene una boca demasiado grande para tan escaso cerebro —
replicó airada en su defensa—. Espero que no le haga caso, señor Simmons.
Tom se encogió de hombros, ligeramente halagado con su defensa.
—El jefe fue herido en una reyerta hace cinco días. Todos pensábamos que se
recuperaría, él siempre ha parecido invencible…
El corazón de Alanis dio un vuelco ante esa información.
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—Explíquese, Tom, ¿qué le ha ocurrido? —Se adelantó para posar una mano
sobre el brazo del hombre—. ¿Él está bien? —preguntó notando un nudo de angustia
en su garganta.
El rostro de Tom se tornó sombrío. Impotente se mesó el cabello.
—Perdió mucha sangre. En un principio se mostró animoso, pero hace dos
días… —Tom se detuvo como si le costara encontrar las palabras.
—Cálmese. —Dorothy trató de aplacar sus nervios palmeándole maternalmente
el hombro.
Tom asintió tragando con dificultad.
—Hace dos días la fiebre se apoderó de su cuerpo. El matasanos nos dijo que
debemos esperar a que la infección remita, y que si no es así, morirá. Estoy
preocupado por él, señorita, la fiebre le hace delirar. Me pidió que la llevara a su
lado. ¿Entiende ahora por qué debe acompañarme? Él la necesita a su lado —finalizó
entrecortadamente.
Él la necesitaba a su lado y ella debía ir, era así de simple.
—¿Mamá?
Dorothy miró a su hija con preocupación.
—Te acompañaré.
—No —negó. Lo que menos deseaba en esos momentos era involucrar a su
madre con un contrabandista de los barrios bajos.
—No puedo dejarte visitar la casa de un hombre sola, cariño. Tu padre jamás lo
permitiría, no después de tu secuestro.
—No iré sola, Edwina puede acompañarme —ofreció.
—¿Y qué se supone que he de decirle a tu padre? Ya sabes lo quisquilloso que
se ha vuelto desde tu secuestro.
A sus espaldas, Tom carraspeó incómodo mientras un leve sonrojo se
apoderaba de sus mofletudas mejillas. Alanis fingió ignorarlo para centrarse en su
madre. Dorothy no debía enterarse jamás de que el hombre al que iba a asistir era el
mismo que la había mantenido retenida.
—Estoy segura de que puedes encontrar una historia suficientemente
convincente… ¡Dile que he ido de visitas! No sería del todo mentira —ofreció.
Dorothy hizo un gesto pensativo.
—No creo que sea buena idea, ni siquiera sé quién es ese hombre.
—Por favor, madre, te lo explicaré todo más adelante.
Dorothy observó a su hija menor. De los tres hermanos, Alanis había sido la que
menos problemas le había dado, era una muchacha juiciosa y obediente y rara vez
imploraba algo.
—¡Oh!, está bien, muchacha empecinada. Pero esta noche me tendrás que dar
una extensa explicación.
Alanis asintió fervorosamente besando la mejilla de su madre.
—¿Nos vamos? —inquirió volviéndose hacia un impaciente Tom.
Una sonrisa de alivio iluminó los toscos rasgos del hombretón.
—Sí, señorita.
—¡Eh!, un momento. —La voz de Dorothy se alzó a sus espaldas—. Le hago
personalmente responsable de la seguridad de mi hija. Si algo llega a ocurrirle, le
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encontraré donde quiera que se esconda, y le arrancaré el pellejo con mis propias
manos.
Un profundo rubor se extendió por las mejillas del gigante, acobardado por la
sanguinaria amenaza de la dama. Asintió taciturno, aferrando con fuerza la pequeña
muñeca de su protegida para asegurarse de que no se separara de él.
Mientras cruzaban la ciudad en el carruaje de Darko, Alanis fue informada por
Tom del desafortunado «incidente». Edwina viajaba en el pescante del conductor y
nada podía oír de aquella conversación. La joven sirvienta no sospechaba que el
hombre enfermo a quien iban a visitar era el mismo hombre de la librería, y de
momento era mejor que así fuera. El carruaje se empezaba a internar por los
intrincados entramados de calles de los barrios bajos, dejando atrás las amplias
avenidas ajardinadas.
Alanis miró por la ventanilla cuando el carruaje traspasó la verja de entrada de
la propiedad. La fachada barroca se le antojó completamente fuera de lugar, obsoleta
en su recargada ostentación. Aguardó impaciente a que el vehículo se detuviera
frente a la puerta de entrada con un nudo de angustia en la boca del estómago.
Descendió como una exhalación, saltando sobre el piso de granito sin aguardar a que
Tom la ayudara.
—¿Dónde está? —indagó con urgencia mientras atravesaba la puerta que el
mayordomo había abierto al escuchar su llegada.
—Parece mudo —susurró Edwina a su espalda ante el absoluto mutismo de
Brown.
El pobre hombre fijó su atención en la criada, como si le fuera imposible creer
que dos mujeres estuvieran en el hall de esa casa.
—El jefe no recibe visitas en estos momentos —atinó a responder.
Alanis lo miró con desesperación. Estaba a punto de apartarlo a empujones
cuando la voz de Tom lo evitó.
—Vienen conmigo, Brown, déjalas pasar.
El mayordomo descargó una mirada confusa sobre el trío.
—Pero eso es imposible, el jefe no recibe visitas femeninas en su casa.
—Hágase a un lado de una buena vez —exigió Alanis meneando el cesto de
medicinas que había tomado de su casa antes de partir—. Hemos venido a atender al
señor Foster, no de visita —explicó mientras se deshacía de su capa—. Le agradecería
que sirviese una taza de té a mi criada mientras visito al enfermo. Señor Simmons,
¿sería tan amable de acompañarme?
Tom asintió y la precedió en su ascenso al piso superior.
John, el criado maleducado, se hallaba en el pasillo. Su rostro contraído por la
preocupación pareció genuinamente sorprendido al ver a la joven dama.
—¿Qué hace ella aquí?
—Viene conmigo —rezongó Tom.
El criado lanzó una mirada desconfiada a ambos.
—No me gustaría volver a pasar por lo mismo que la última vez. Él estuvo más
irritable que un perro con sarna.
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—¡Por todos los santos! Déjense de chácharas, necesito ver al señor Foster
cuanto antes, no que se cuestione mi presencia en esta casa.
El criado le lanzó una mirada desconfiada.
—Conque viene a ayudar, ¿eh?
Alanis emitió un bufido poco femenino.
—Conseguiré que su «jefe» vuelva a ladrar como tanto le gusta —prometió
haciéndole a un lado.
Tom señaló la puerta de la habitación.
—Veamos, señor Simmons —dijo inspirando fuertemente antes de hacer girar
el pomo dorado.
Alanis se detuvo en el vano de la puerta estudiando el interior de la habitación,
una indescriptible mezcla de lujo oriental y la ostentación barroca de un príncipe
francés. Sus ojos recorrieron los ornamentados muebles hasta dar con el gigantesco
lecho que presidía el lugar. La penumbra de la estancia le impidió distinguir a Darko,
oculto bajo los gruesos cobertores. Cautelosa se acercó al lecho, notando en el
caldeado ambiente el viciado olor de la enfermedad.
—¿Darko?
Escrutó las sombras con los ojos entrecerrados hasta dar con el rostro pálido y
demacrado del hombre. Sus labios secos y resquebrajados se movían como en un
sueño inquieto. Se adelantó para colocar una mano sobre su frente. Ardía por la
fiebre. El contacto tibio de su mano hizo que su ceño se relajase y, anhelante, volviera
el rostro hacia ella. Los cañones de su barba crecida se clavaron en su palma
hormigueando en su piel.
—¿Qué te han hecho? —murmuró con los ojos llenos de lágrimas al palpar la
enjutas mejillas. Una palidez mortal se extendía por su hermoso rostro contrastando
con las profundas ojeras de sus ojos.
—Ha perdido peso —confirmó alzando la mirada hacia Tom, que discretamente
aguardaba junto a la puerta.
—No ha comido nada en estos días.
Alanis observó el cuerpo enjuto que se acurrucaba entre las mantas. Darko se
movió, dejando al descubierto una porción de su musculosa espalda y el aparatoso
vendaje que le ceñía el torso.
—No —gimió ansioso cuando Alanis retrocedió apartando su mano—. Vuelve
por favor —suplicó tratando de incorporarse.
—Está bien, todo saldrá bien —lo tranquilizó estirando la mano para apartar un
mechón de su frente.
Darko abrió sus ojos para dirigir una mirada vidriosa sobre su figura.
—Has vuelto —suspiró sin apenas sonreír. Aun rendido por la enfermedad,
seguía siendo un atractivo canalla, reconoció Alanis hechizada. Contempló por unos
segundos aquel rostro amado, acariciando sus fuertes facciones con la mano.
—Amor mío. Haré que te pongas bien —aseguró con voz temblorosa; sin
importarle lo que Tom pudiera pensar al respecto, depositó un dulce beso en la
comisura de sus labios.
Sus palabras surtieron un efecto inmediato, porque desde el fondo de su
infierno, Darko sonrió.
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—afirmó arrojando a sus brazos el montón de cobertores.
—Se morirá de frío —protestó.
—Bastará con dos de esas mantas. Señor Simmons, abra la ventana por favor.
—¡Está loca! —gruñó Leni asomando la cabeza de entre el montón de ropa
como un pequeño hurón en su madriguera.
—Por favor, señor Simmons, dese prisa —apuró Alanis ignorándolo.
Una hora y cuarto después, Alanis se dejó caer satisfecha junto al lecho. Con
expresión meditabunda estudió el pálido semblante de Darko. La habitación había
sido convenientemente ventilada y en la chimenea crepitaba ahora un alegre fuego.
John se había encargado de cambiar las sábanas sucias y ella misma había aseado a
Darko mientras aguardaba su preparado «especial».
Perdido en sus delirios, Darko se retorcía de vez en cuando bajo los cobertores.
Apenas había probado el caldo con el que Alanis había tratado de alimentarle. Sus
labios agrietados, ahora cubiertos con un graso ungüento, sólo se habían abierto para
recibir un sorbo de agua fría.
Alanis aplicó paños humedecidos con agua fría sobre su frente y pecho
vendado. El pudor, el mismo que la había impulsado a salir de la habitación cuando
los criados procedieron a mudar la cama, le impedía ir más allá. Pero la fiebre
continuaba debilitando el cuerpo de Darko. De seguir así, entraría en una crisis
irreversible. Aquella idea comprimió el estómago de la joven.
¡No!, no mientras pudiera impedirlo.
—Señor Simmons, prepare la bañera —ordenó con determinación inclinándose
nuevamente sobre el lecho.
La bañera fue dispuesta junto al fuego con agua fría y hielo. Alanis ayudó a
Tom a introducir el cuerpo desnudo del enfermo en el agua. La preocupación la
había hecho olvidarse de sus remilgos, pero la insólita visión de aquel cuerpo
majestuoso logró conmover los cimientos de su decoro virginal.
El agua fría pareció reavivar el espíritu de Darko. Desde las profundidades de
su delirio, una suave luz se filtró por sus párpados enrojecidos. La inconsciencia lo
reclamaba, pero Darko luchó para no rendirse a ella. Era como si el gélido líquido en
el que se sumergía le impulsara a mantenerse despierto, alerta. Sus brazos se
agitaron recuperando parte de su antigua fuerza, tratando de liberarse de las garras
ardientes que lo requerían. Un ser demoníaco trataba de retenerlo, arrastrarlo al
infierno abrasador. Repentinamente, el ser desapareció para dar paso a un ángel
coronado con hermosos cabellos dorados. El ángel le murmuró al oído unas suaves
palabras acariciándole el rostro. Aquellas palabras sin sentido calmaron su miedo e
iluminaron la caverna tenebrosa en la que se hallaba sumido, concediendo un rayo
de esperanza a su corazón. Trató de aferrarse a esa esperanza con fuerza mientras las
cálidas manos del ángel desplegaban su magia sobre él. Después, se rindió sin más a
la misericordiosa paz que sobrevino.
Darko fue instalado de nuevo bajo las mantas. Su cuerpo inmóvil comenzó a
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temblar de forma incontrolable. Alanis acomodó su cabeza contra su regazo mientras
restregaba su piel con alcohol.
—No te rindas, lucha —ordenó con los ojos bañados en lágrimas.
El preparado medicinal llegó finalmente, haciendo que la joven se abalanzara
con ansiedad sobre John para arrancárselo de las manos. Dejando escapar un suspiro
de angustia, Alanis diluyó el medicamento en una copa de agua y rogó que no fuera
demasiado tarde.
—Necesito que alguien lo sostenga para que yo pueda suministrarle la
medicina —dijo secándose las lágrimas con el puño de su vestido para mirar a los
tres hombres que la acompañaban.
Leni se adelantó obedientemente.
—Yo lo haré.
—Señor Simmons prepare lo necesario para otro baño. John, ayúdelo.
Alanis permaneció el resto de la noche junto al lecho medicándolo
puntualmente. Al rayar la madrugada, su rostro denotaba una profunda fatiga.
—Necesita un descanso, milady. Venga, siéntese aquí junto al fuego —le
aconsejó Tom.
Ella negó mecánicamente, pero se dejó arrastrar hacia el sillón.
—Descanse.
—Sólo unos minutos —aceptó ella, agotada por aquella carrera contrarreloj.
Dos segundos después caía profundamente dormida.
Horas más tarde alguien la zarandeó suavemente haciéndola murmurar en
sueños antes de despertar.
—¿Lady Benedit?
Alanis parpadeó débilmente ante esa voz suave. Se enderezó al recordar el
lugar donde se hallaba y el porqué. El rostro amable de Harper Reynolds inclinado
con solicitud sobre ella le sonrió.
—¿Darko? —preguntó levantándose atropelladamente. La habitación se hallaba
vacía, sumida en una inexplicable calma.
—Se pondrá bien, la fiebre ha bajado —anunció Reynolds con una agradecida
sonrisa.
Alanis se acercó al lecho y tocó la frente de Darko. En efecto, el calor abrasador
de la fiebre parecía haber descendido. Un tenue sudor cubría ahora su rostro.
—Duerme profundamente —susurró.
—Descansar acelerará su recuperación.
Una ola de alivio recorrió a la joven. Fue consciente entonces del miedo que
había pasado. No se dio cuenta de que lloraba hasta que Reynolds le tendió un
inmaculado pañuelo.
—Tenga, úselo.
Alanis aspiró con fuerza tratando de retener los sollozos de júbilo que
amenazaban con ahogarla. El contable la acogió entre sus brazos vertiendo suaves
murmullos de ánimo.
—Usted le ha salvado, Alanis. Él está a salvo.
La joven hipó varias veces acongojada.
—No… no pensé que fuera a ser tan duro.
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—Shss, ahora no hay por qué pensar en eso. Darko se recuperará.
—Aún hay fiebre.
—Acabará por remitir, ya lo verá. Ahora, ¿por qué no me deja acompañarla
abajo para que pueda comer algo? Apenas probó bocado anoche.
—No tengo hambre —rechazó separándose de él.
—Tiene que comer algo.
—No quiero separarme de él, es demasiado pronto. Haga que me suban una
bandeja. También necesitaré caldo y agua fresca. Hay que cambiar sus vendajes.
—Ahora comprendo a Leni cuando dice que es usted una tirana.
—Puede ser —añadió respondiendo a su sonrisa con otra y tendiéndole su
pañuelo. Harper lo rechazó elegantemente.
—Veré qué puedo conseguir por ahí abajo.
—Gracias.
Una vez a solas, Alanis se acercó al lecho. En un acto irreflexivo, se inclinó sobre
el colchón para besar a Darko. Por primera vez, reconoció ante sí misma la naturaleza
de sus sentimientos. El amor que sentía por aquel hombre superaba cualquier
medida conocida. Un sentimiento incomprensible, dado que apenas lo conocía y que
podía contar con los dedos de la mano las veces que había mantenido una
conversación con él; aun así, el sentimiento existía y su corazón sufría por ello.
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
Darko se dio cuenta de que así era.
—John y yo hemos decidido asearle un poco. No se ofenda, jefe, pero la verdad
es que está hecho un asco. No podemos dejar que ella lo vea así. ¿No es cierto?
«¿Quién era ella?», se preguntó, pero su mente se hallaba demasiado embotada
para realizar esa pregunta en voz alta.
—Veamos, empezaré por afeitarle, después si quiere le puedo cambiar ese
camisón que lleva.
¿Camisón? Él nunca se había puesto un camisón, lo consideraba una prenda
ridícula, propia de viejos; ¡vaya!, ni siquiera tenía uno en su guardarropa, pensó con
el ceño fruncido.
—Ya sé lo que está pensando, jefe, pero ella insistió en que se lo pusiéramos.
Dijo que vendría a cambiarle los vendajes hoy.
«¿Quién es ella?», deseó gritar.
—Puede creerme, pero antes de su enfermedad no soportaba su altanería, ahora
sin embargo… Yo creo que le quiere, jefe, y vaya si se nota, estuvo pegada a esta
cama como una leona a su cachorro.
Si no fuese una hora tan temprana, Darko se inclinaría a pensar que Leni estaba
borracho. Era obvio que se sentía encandilado por «ella», quienquiera que fuese.
—No sé quien… —murmuró con voz cascada haciendo un sumo esfuerzo por
pronunciar con claridad, pero John le interrumpió al entrar de nuevo en la
habitación.
—Aquí tiene, jefe —dijo dejando sobre la mesilla la bandeja—. ¿Tiene fuerza
para un baño? Ella dijo que debería esperar unos días más, pero seguro que está
deseando poder meterse en la bañera.
Darko asintió torpemente. ¿Qué le ocurría a todo el mundo? ¿Quién era esa
mujer que se había apoderado de su hogar? Apenas podía recordar nada de lo
ocurrido desde su pelea en el barco…
El baño de agua tibia no le devolvió su energía sino que agotó las escasas
reservas con las que contaba. Tras satisfacer sus necesidades asistido como un niño
de teta, se dejó afeitar por Leni. Después, se tambaleó de vuelta al lecho con el
estómago contraído por las náuseas.
—Tranquilo, jefe, ya casi estamos. Venga, estire los brazos.
Leni lo vistió con uno de aquellos ridículos camisones hasta las rodillas. Darko
quiso protestar, pero la habitación seguía girando vertiginosamente frente a sus ojos.
Logró recuperarse sobre las almohadas lo suficiente como para interesarse por
la comida, un humeante tazón que John depositó en su mesilla de noche.
—Es caldo de verduras, la cocinera de la señorita lo preparó especialmente para
usted. Abra la boca.
«¡Diantre!, que el diablo me lleve antes de tomarme esta porquería», pensó,
pero John logró colarle una cucharada entre los dientes.
—No quiero —rechazó una nueva cucharada de aquel mejunje acuoso.
—Ella dijo que debía de acabárselo si quería restablecerse cuanto antes.
—¡Al diablo con ella! —rezongó, desdeñoso con aquella desconocida que
parecía haberse apoderado de la voluntad de sus hombres.
Leni y John lo miraron desconcertados, como si hubiera maldecido sobre la
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
tumba de una santa.
—No hable así de ella, jefe. Le salvó la vida, ¿sabe? —le amonestó Leni irritado.
¡Al demonio con todo! ¿Es que nadie iba a decirle quién era ella?
—¿Quién es ella? —inquirió con la garganta reseca.
Los dos hombres sonrieron.
—¡Vaya!, pues su novia, jefe.
Darko no tuvo fuerzas para seguir preguntando. John consiguió colarle unas
cuantas cucharadas más de aquel caldo infernal. Después, cayó en un sueño
reparador olvidándose al fin de todo y de todos.
Soñó con un ángel de cabellos castaños salpicados aquí y allá de oro y unos
inquietantes ojos azules capaces de escrutar su alma impía. La imagen era tan idílica
que Darko trató de asirla y retenerla por la fuerza junto a sí.
—¡Señor Foster, suélteme!
Aquella voz, fuera de contexto en su idílica fantasía, se coló en su conciencia
haciéndole fruncir el ceño. Perplejo se preguntó si seguía soñando. Parpadeó
levemente tratando de asentarse en la realidad.
—¿Alanis? —preguntó incrédulo al encontrarse cara a cara con el rostro de la
joven pegado al suyo.
—¡Suéltame! —espetó su «ángel» revolviéndose entre sus brazos.
Por alguna razón que no llegaba a comprender, la joven yacía entre sus brazos
tumbada a lo largo de su cuerpo. Su exótico olor a lilas penetró a través de la neblina
de confusión que lo rodeaba. En realidad no importaba ni el cómo ni el porqué había
llegado ella a sus brazos, la cuestión innegable era que ella estaba allí. Una poderosa
excitación se apoderó de él.
—Pequeña… —suspiró colocando una mano en su trasero para atraerla a su
regazo.
—¡Basta! —exigió la joven arisca—. ¡Oh! —jadeó cuando notó la excitación de
Darko contra su estómago. Con renovado ímpetu se revolvió y consiguió desasirse
de sus brazos.
Airada, se puso en pie y, tras apartarse un rebelde mechón del rostro de un
manotazo, le dirigió una mirada asesina.
—Veo que has mejorado considerablemente.
Aún confuso, Darko se acomodó contra las almohadas.
—Lo suficiente como para hacerte un favor —declaró alzando una ceja con
suspicacia—. ¿Qué haces aquí?
—He venido a cambiarte el vendaje. Llamé a la puerta, pero estabas dormido.
Pensé en ir preparando lo necesario —dijo señalando la mesilla donde se alineaban
los útiles necesarios para las curas.
—¿Y eso incluía meterse en mi cama? —rezongo él confuso.
—Yo no… he hecho tal cosa —replicó airada con las mejillas sonrojadas.
La presencia de la joven en su habitación le hacía sentirse enérgico, lleno de
fuerzas. Qué hacía ella allí, seguía siendo un misterio.
—Me imagino que estabas soñando cuando me arrastraste al lecho, yo sólo
pretendía comprobar tu temperatura. Has sufrido pesadillas todos estos días.
Darko la miró alerta, ¿cómo podía ella saber todas esas cosas? Miró aquel rostro
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angelical que lo contemplaba con expresión seria y de repente comprendió: ella era
su ángel, el ángel había velado por él todos aquellos días. La mujer a la que todos se
referían.
—¿Cómo llegaste hasta aquí? —logró preguntar tras su sorpresa. Tenía que
haber un interés oculto en su devoción.
—En carruaje, por supuesto —respondió ella alzando ligeramente la nariz para
su fastidio.
Darko la observó con el ceño fruncido hasta que la joven emitió un suspiro de
derrota.
—Está bien, no hace falta que sigas mirándome así. El señor Simmons…
Darko arqueó una oscura ceja con aire inquisitivo.
—Tom —explicó pacientemente—, me informó de tu convalecencia. Tu herida
había empeorado y la fiebre de la infección hacía temer por tu vida.
—Supongo que ese bocazas te lo habrá contado todo —gruñó.
—Si te refieres a cómo fuiste herido, sí, él me lo explicó todo —contestó
extendiendo una mano hacia la arrugada colcha. La alisó con sus dedos hasta dejarla
a su gusto.
—Me pregunto qué diablos se le metió en la cabeza para traerte aquí —rezongó
cruzando los brazos sobre el pecho y mirándola como si ella fuera una arribista
dispuesta a colarse en la habitación de cualquier hombre que le diera la oportunidad.
Alanis se envaró, elevando la barbilla ante aquella mirada.
—Tú le ordenaste que me trajera, ¿no lo recuerdas? —inquirió con cierta
satisfacción al ver un reflejo de asombro en sus verdes ojos. Lo ignoró fingiendo
colocar los pequeños tarros de cristal que se apiñaban en la mesilla de noche.
En esos momentos, tres alegres golpes en la puerta los interrumpieron. Alanis
exhaló un suspiro de alivio mientras daba un paso atrás.
—Adelante —gritó Darko malhumorado sin dejar de mirarla. No estaba
dispuesto a dar por concluida aquella conversación.
—Traigo su comida, jefe —saludó John asomando su nariz por la puerta—. Jefa
—dijo al pasar junto a la joven.
—Déjelo sobre la cómoda, John —señaló ella con un gracioso ademán.
Y ante la mirada atónita del convaleciente, su sirviente obedeció mansamente.
Darko echó una ojeada al contenido de la bandeja.
—Menú de hoy, caldo de verduras y una ración de pollo cocido, tal y como la
jefa ordenó —canturreó John desplegando una servilleta sobre los muslos de Darko.
Sólo oírlo era desagradable a su paladar.
—Llévatelo, no comeré ese mejunje asqueroso.
John lo ignoró para pedir orientación sobre el dilema a la joven damisela que,
con aire resignado, se observaba las manos entrelazadas. Sus inmensos ojos azules se
alzaron hasta John regalándole una maravillosa sonrisa.
—Déjelo ahí, John, el señor Foster comerá ese «mejunje asqueroso» o no comerá.
El criado asintió aliviado.
¿Quién coño se creía ella que era? Llegaba a su casa dando órdenes a diestra y
siniestra.
—John, llévate la maldita bandeja de aquí o yo mismo la arrojaré por la ventana
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—gruñó con la mandíbula apretada—. Esta sigue siendo mi casa y yo quien paga tu
jodido salario.
John palideció e hizo el amago de tomar la bandeja, pero Alanis se lo impidió
con un ligero gesto de su mano.
—Será mejor que salga, John —señaló mirándolo firmemente. Su mirada
decidida hizo que Darko se revolviera entre los cobertores con frustración. ¡Maldita
mujerzuela!
Leni llegó en ese momento tarareando alegremente.
—Buenos días, jefe —saludó, ignorante del mal ambiente—. ¿Dónde dejo esto?
—preguntó a Alanis alzando en su mano unos camisones de hombre pulcramente
doblados.
—¿Qué es eso? —chirrió Darko como una bisagra oxidada.
—Sus nuevos camisones. La jefa ordenó coserle unos cuantos porque no
encontró ninguno en su cómoda.
—¿Jefa? ¿Desde cuándo la habéis nombrado así? Ella no es la jefa, ¿entendéis?
—barbotó con las mandíbulas fuertemente cerradas, sin decidir aún qué era lo que
más le ofendía de todo aquel asunto, si el caldo, los camisones o la «jefa».
—Lo que usted diga, jefe —aceptó Leni entregando las prendas a Alanis. Ella
las colocó con esmero sobre la cómoda dorada, al lado de la bandeja de plata, junto al
caldo de verduras…
—Señor Foster, no pienso atenderle si no está correctamente vestido.
—Mi idea de la corrección no incluye llevar uno de esos ridículos trapos,
llévatelos o regálaselos a ese novio tuyo, son más propios de su estilo.
—Señor Foster, se pondrá esos camisones o no volveré a atenderle, ¿me ha
comprendido?
Y al fin, el genio vivo del hombre explotó ante la amenaza de ser abandonado
de nuevo por aquella mocosa caprichosa.
—¡Maldita sea! ¡Lleváoslo todo! ¡Fuera! ¿Me habéis oído? No comeré ese
asqueroso caldo aunque me vaya la vida en ello, y me niego a vestirme con esa… esa
ropa de mariquitas —ladró sacudiendo las paredes de la mansión con sus bramidos.
Obtuvo una pequeña satisfacción al ver al grupo retroceder con cautela. Sólo Alanis
se atrevió a dedicarle una mirada de advertencia por su tozudez.
—Salgamos todos hasta que el señor Foster consiga tranquilizarse —suspiró
Alanis como si se tratara de un crío chillón y malcriado al que había que ignorar—.
Le aconsejo que se calme si no quiere que se le abran los puntos de la herida. Mañana
regresaré para cambiarle los vendajes, si es que conseguimos que deje de gritar e
insultar a quienes sólo desean su recuperación —dijo regañona.
—¡Largo! ¡Fuera de mi vista!
Las mejillas de la joven se colorearon ante esa nueva manifestación de
despotismo. El pequeño grupo abandonó la estancia silencioso mientras él se
entregaba a una irreverente satisfacción por la victoria conseguida. Finalmente
agotado, observó la puerta cerrada con burla. Aquel atajo de cobardes se cuidaría
mucho de volver a desobedecer sus órdenes.
Se dejó caer extenuado sobre el colchón, dedicándole un nada caballeroso
pensamiento a aquella niñata engreída.
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Le molestaba tener a tanta gente a su alrededor revoloteando. Una sonrisa sesgó
su rostro ante el recuerdo de la joven dama amonestándolo con aire de matrona
ofendida, intentando hacerle sentir culpable por su rabieta. La digna resistencia con
la que se había enfrentado a él le agradó. Su pequeña flor del campo parecía tener
más arrojo que cualquier manilargo, asesino o trilero de Londres. Nadie antes se
había atrevido a darle órdenes a Dark Darko. ¡Qué demonios! Sólo por eso se tomaría
el maldito caldo, ¡pero ni hablar del camisón!
Tal y como había prometido, Alanis regresó a la mañana siguiente vestida con
un favorecedor vestido mañanero en tonos granate y malva, bajo el cual asomaba un
canesú color crema. Llevaba el pelo recogido en un mojigato moño del que
escapaban inevitablemente pequeños reflejos dorados; parecía que quisiera ofrecer
una imagen más severa de sí misma. Darko la observó entrar en el cuarto con una
innegable satisfacción, aunque escondió su regocijo bajo un aire de indiferencia.
Después de todo, ella lo había castigado la tarde anterior negándole su compañía.
—No me gusta ese moño, te hace parecer anticuada —señaló repantigado sobre
el colchón mientras le deslizaba una licenciosa mirada desde la punta de los pies
hasta la coronilla, haciendo un agradable alto en el suave promontorio de sus pechos.
Alanis se asombró de su rápida recuperación. Ni por asomo parecía un enfermo
convaleciente, apoyado sobre una pila de cojines de pluma y sorbiendo una taza de
café negro. Llevaba el pecho descubierto y tan sólo las sábanas apiladas en torno a su
estrecha cintura marcaban el límite entre la decencia y lo decididamente indecente.
—Buenos días para usted también, señor Foster —suspiró con ironía—. Me han
informado de que su acceso de mal humor ha remitido, seguramente para dar paso a
un acceso de pésima educación.
—No sabía que ser franco fuera de mala educación —respondió estirándose
para dejar la taza sobre la mesilla.
Alanis parpadeó fascinada ante el despliegue de músculos de su torso. Los
abultados bíceps ondularon bajo la piel bruñida. Desde el pecho bajaba una suave
capa de vello castaño que se afinaba a la altura del estómago hasta no ser más que
una tenue línea que se perdía bajo las sábanas. Alanis estudió el minúsculo tatuaje a
la altura de su tetilla derecha, una medialuna que circundaba su pezón, según había
observado en los días anteriores. Necesitó toda su determinación para apartar la
mirada de aquella íntima visión.
—Lo es cuando se hace referencia a cómo viste o se peina una dama —añadió
tardíamente al darse cuenta de que él la había sorprendido en su admirada
observación. Paseó la mirada por la estancia, tratando de simular una tranquilidad
que estaba muy lejos de sentir—. No se ha puesto camisón —observó.
Depositó sus guantes sobre una silla cercana, dedicando más tiempo del
necesario a doblarlos a su gusto. Luego hizo una profunda inspiración, tratando de
reunir las fuerzas necesarias para mirar de nuevo al hombre tendido en el lecho.
Darko sonrió socarrón.
—Se me ha resbalado mientras dormía —declaró mientras una sonrisa
cautivadora se extendía por su rostro iluminando sus ojos verdes—. ¿Quieres
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
buscarlo conmigo bajo las mantas?
Las mejillas de la joven se colorearon.
—Estoy segura de que es muy capaz de encontrarlo solo, señor Foster —indicó
con petulancia, envidiando el desparpajo con el que Eloise solía liquidar a sus
admiradores.
Se acercó al lecho con la misma prudencia con la que se hubiera acercado a la
guarida de un león.
—Inclínese hacia delante, por favor —ordenó, y para su sorpresa, Darko no
opuso ninguna objeción y obedeció mansamente.
Alanis tomó unas tijeras de encima de la mesilla y comenzó a cortar el vendaje
que rodeaba su estrecha cintura, tratando de ignorar el escrutinio de sus ojos verdes.
Sus nudillos fríos rozaron la piel cálida de su torso, provocándole una sensación tan
intensa que a punto estuvo de soltar la tijera. Un suspiro entrecortado se desprendió
de sus labios. Si al menos supiera que llevaba un camisón bajo las mantas… Pero no,
más valía no pensar en ello si no quería infligirle con las tijeras una herida peor de la
que ya tenía.
—Vuélvase hacia la derecha.
La joven estaba dispuesta a continuar con aquel trato formal, por muy ridículo
que pareciera ante la intimidad del asunto que se traían entre manos.
—Está supurando de nuevo, he de limpiarla en profundidad.
Darko volvió la cabeza sobre el hombro para observar los delicados rasgos.
—Estese quieto, por favor —dijo empujándolo levemente—. Esto le va a doler.
—¡Ay! ¡Maldita sea!
—Quieto —repitió ella escondiendo a duras penas una sonrisa—. No irá a
dolerle un simple pinchacito, ¿verdad?
Darko emitió un gruñido a modo de respuesta. La sintió inclinarse de nuevo
sobre la herida mientras sus manos trabajaban con ligereza retirando los vendajes
sucios.
—Aplicaré un ungüento sobre la herida, ayuda a cicatrizar. Aunque creo que
podrá presumir de la cicatriz como recuerdo.
Darko volvió a observarla, hechizado con su imagen. Alanis tenía los párpados
entornados y una expresión seria bajo las densas y oscuras pestañas. Al elevar la
vista, sus miradas se encontraron, haciéndola parpadear nerviosa. Darko mantuvo la
mirada clavada en su rostro, conmovido por la genuina inocencia de sus rasgos.
—¿Por qué haces esto?
Alanis retiró la mirada para fijarla en su herida y se inclinó nuevamente sobre
ella. Sus mejillas tomaron aquel encantador tono rosado.
—Practico la piedad.
Los brazos femeninos rodearon el tórax masculino mientras manipulaba las
vendas.
—Ponga un dedo aquí —señaló sujetando los extremos de la venda con su
mano libre.
—Es absurdo, ¿sabes?
—¿A qué se refiere?
—Empeñarte en tratarme con tanta formalidad, es una estupidez. Por si no te
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has dado cuenta, estás sentada en mi lecho y yo estoy desnudo; además, has visto
más de mí que la mayoría de las zorras con las que me acuesto —explicó colocando
un dedo sobre el nudo de vendas y atrapando en el proceso la mano de la joven
contra su pecho.
Alanis buscó su mirada con el ceño fruncido, sólo entonces se dio cuenta de lo
cerca que estaban. Con la cabeza vuelta sobre su hombro, los labios de Darko
distaban apenas un suspiro de su boca.
El latir de su corazón marcó uno a uno los segundos. Darko inclinó la cabeza
ligeramente, fue suave, apenas una caricia sobre su boca, antes de tomar una total y
absoluta posesión de sus labios. Sin percatarse, ella apoyó el pecho contra la espalda
masculina. El decoroso escote de su vestido le impedía sentirlo piel sobre piel. Con
un suspiro venturoso extendió una mano sobre el viril torso acariciando tiernamente
la dura musculatura pectoral.
Los labios de Darko se movían con ligereza sobre la boca femenina. Empezó a
sentir la pulsación de su excitación extenderse por todo su cuerpo. Temeroso de que
ella pudiera alejarse, decidió no ir más allá con el beso, conformándose con recorrer
el contorno de su boca con la lengua y sosteniendo su delicada mano contra él.
Algo irrenunciable se asentó en el fondo de su corazón, «mía», «mía», se repetía
apasionadamente. Y cuando esa verdad se hizo clara, Darko puso fin al beso con una
serie de caricias leves de su boca.
—Dime por qué has venido, por qué has cuidado de mí —investigó acariciando
con sus nudillos la suave piel de su barbilla.
Alanis apoyó la cabeza sobre su hombro dejando escapar un suspiro
tembloroso.
—Porque necesitabas que alguien cuidara de ti —dijo con franqueza sondeando
sus ojos.
Aquella honesta afirmación perforó el corazón de Darko. Era cierto, nunca en
su vida había tenido a nadie que cuidara de él como lo había hecho Alanis.
—Alanis, yo… —Una inoportuna interrupción hizo detener su alocución.
—¡Aja!
—¡Eloise! —exclamó Alanis poniéndose en pie precipitadamente.
Darko observó con interés a la recién llegada. No le cabía duda de que era
pariente de Alanis, porque el parecido entre ambas era evidente en su cabello y en
sus finos rasgos, sólo que su Alanis era quizás más menuda y sus ojos azules en vez
de verdes.
—Supongo que dadas las circunstancias, lo mejor será hacer las presentaciones
pertinentes. Lady Eloise Bradford, hermana de Alanis, y usted es Darko Foster, ¿me
equivoco? —preguntó la joven dama paseándose por la habitación como si fuera la
mismísima reina de Saba.
—Creo que no necesito responder. —Una sonrisa embaucadora tironeó de los
labios de Darko confiriéndole un encanto irresistible.
Eloise agitó una mano mientras se movía de aquí a allá.
—Mamá está preocupada —explicó ella—. Me ordenó indagar quién era tu
misterioso paciente, ya que a ella no le has dicho ni la más mínima palabra, y créeme,
has hecho bien. Papá te encerraría en un manicomio si supiera que has estado
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—Quédate, aquí, junto a mí. Te daré todo lo que quieras, te cubriré de oro.
Alanis sonrió tristemente.
—No es oro lo que deseo.
Una llama de profunda desesperación ardió en los ojos verdes. Ofuscado se
atusó el cabello.
—Tú me deseas.
Alanis consiguió desasirse. La tentación de admitir esa afirmación era grande.
Si Darko le hubiera ofrecido su amor, su corazón, no hubiera dudado en rendirse a
él, pero su oferta la reducía a la condición de una amante más.
—Eso no significa nada. —Un amago de sonrisa desgarró su gesto—. Cerremos
esta puerta, Darko, no conduce a ningún lugar. No estoy dispuesta a ser una más y tú
no estás dispuesto a considerarme de otra forma. Estoy segura de que lady Bellmont
accederá gustosa a tus pretensiones —finalizó derrumbándose totalmente antes de
huir hacia la puerta.
—Alanis.
Su llamada la hizo vacilar, una parte de ella deseaba regresar junto a él y tomar
lo que le ofrecía. Reunió el coraje necesario para mirarle por última vez, para
enfrentarse a la majestuosa visión de aquel hombre desnudo. Lo recorrió
ávidamente, grabando su imagen en su memoria, en su corazón.
—Adiós, Darko —sollozó antes de abandonar la estancia y salir de una vez por
todas de su vida.
Bajó las escaleras precipitadamente sin despedirse de Brown ni John, que
confusos se hicieron a un lado a su paso. Harper Reynolds la detuvo en la escalinata,
sorprendido por la urgencia de su partida.
—¿Ocurre algo?
Alanis se restregó los ojos tratando de ocultar sus lágrimas.
—Me voy, señor Reynolds. Mi presencia aquí ya no es necesaria. —Se detuvo
para tomar aire mientras una gruesa lágrima descendía por su mejilla.
—Tome. —Reynolds agitó un níveo pañuelo frente al rostro de la joven—. ¿Es
Darko quien le ha dicho eso? —inquirió frunciendo el ceño con fiereza.
—No; él… ha sido decisión mía —hipó tomando el trozo de tela y sonándose la
nariz.
—Ya veo —dijo el contable, mientras analizaba el rostro femenino con ojo
crítico.
—¿Alanis? —La imperiosa voz de Eloise se alzó desde el carruaje donde
aguardaba impaciente.
—Mi hermana me espera. Me ha encantado conocerle, señor Reynolds. Gracias
por todo. —Le besó una mejilla antes de descender el resto de los escalones—. Le
haré llegar sus pañuelos.
Reynolds le hubiera gritado que no se molestara, pero la joven ya se había
zambullido en el interior del carruaje.
En su habitación, Darko maldijo mentalmente mientras intentaba torpemente
colar una pierna por la pernera del pantalón, dando saltos sobre un pie para
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mantener el equilibrio.
—¿No deberías estar en la cama?
Harper, apoyado en el vano de la puerta, observaba sus torpes intentos por
vestirse.
—Alanis se ha ido, debo detenerla —masculló consiguiendo abrocharse los
pantalones mientras rebuscaba en la cómoda una camisa.
—Sí, la he visto salir —apuntó mientras entraba en la habitación para dejarse
caer sobre una silla. Abrió la boca para decir algo, pero se detuvo para extraer de
debajo de su trasero unos guantes pulcramente doblados.
Darko se acercó para arrebatárselos y colgarlos de la cintura de su pantalón.
—¿Quieres decirme qué demonios le has dicho para que se pusiera así?
—No es de tu maldita incumbencia —gruñó Darko mientras trataba de
abrocharse los botones de la camisa—. ¡Mierda!
—¿Quieres tranquilizarte? Te comportas como un ogro con úlcera.
—He de detenerla.
—Demasiado tarde, su carruaje ya ha partido. ¿Cuál era tu plan? ¿Un nuevo
secuestro? Y después, ¿qué?
—La obligaré a aceptarme —gritó desde el interior de su vestidor, del que salió
con un par de botas en la mano—. Lo haré ante ese pomposo prometido si es
necesario.
—¿Quieres sentarte y escuchar lo que tengo que decirte?
Darko gruñó algo mientras forcejeaba para calzarse. La herida se resintió por el
esfuerzo. Se detuvo para recuperar el aliento.
—Estás sangrando —señaló su amigo preocupado.
Darko apretó la tela de la camisa contra la mancha púrpura mientras se
recostaba contra la pared.
—Siéntate —le aconsejó el contable—. Durante tu convalecencia he estado
haciendo ciertas averiguaciones acerca de tu dama y su supuesto prometido.
—Habla.
—Nunca hubo compromiso, fue sólo un malintencionado rumor que ese
maldito periódico recogió. Por lo que sé, ella nunca aceptó ninguna proposición de
matrimonio.
Darko frunció el ceño dejando que Harper continuara su relato.
—Ella ha rechazado uno por uno a todos los pretendientes que han llamado a
su puerta, seguramente para poder regresar a su pueblo —hizo una teatral pausa
para añadir—, soltera.
Darko observó a su hombre incrédulo. ¿Era cierto eso?, ¿y por qué había fingido
estar comprometida cuando no lo estaba?
—Ella dijo que no se casaría con nadie y que volvería a su maldito pueblo, pero
no la creí; pensé… ¡Diablos! no sé lo que pensé.
Alanis estaba dispuesta a sacrificarse por él. Aquella realidad lo golpeó de lleno
haciéndole tambalear.
—Por si no te has dado cuenta, la chica está enamorada de ti, aunque
desconozco el motivo. No la has tratado demasiado bien, que digamos, si tenemos en
cuenta todo a lo que ella iba a renunciar por ti.
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Darko se mesó el cabello. Sí, se había comportado como un estúpido y por una
vez, se merecía todo lo que Harper tuviera que decirle.
—Soy un imbécil.
—¿Qué vas hacer ahora? —preguntó Reynolds retirando con meticulosidad una
mota de polvo de su manga.
Desde el otro extremo de la habitación el rostro de Darko adoptó un gesto
pensativo. Finalmente sonrió siniestramente al recordar las palabras de lady
Bradford: «Alanis ha comprometido su nombre accediendo a visitar su hogar; si este
hecho se hiciera público me vería obligada a ponerle una pistola en la cabeza y
exigirle que resarciera su honor».
—Lo único que puedo hacer, dadas las circunstancias, es organizar un
escándalo en toda regla.
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Capítulo 10
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—¿Se puede saber qué le has dicho a mi esposo? —La voz fingidamente
ofuscada de Eloise les llegó desde atrás—. Juro por Dios que ese sonido no es propio
de él —bromeó al tiempo que su hermana y su marido se volvían hacia ella.
Como siempre ocurría cuando Eloise andaba cerca, los ojos dorados del hombre
brillaron de placer. Su gesto adusto se suavizó ante la magnífica visión de su esposa.
Eloise estaba resplandeciente con un maravilloso vestido bordado con hilos dorados
que destacaba la piel inmaculada de su rostro y hombros.
—¿Ibais a sentaros? —Su mano delgada aceptó el brazo de su esposo, que se
inclinó levemente para besarla detrás de la oreja. El gesto arrancó de Eloise un tenue
suspiro.
Alanis apartó la mirada de la íntima escena. Eric y Eloise compartían ese tipo de
amor lleno de complicidad y pasión.
—Tu hermana quiere descansar —anunció Eric apartando a desgana la mirada
del rostro de su esposa.
Eloise hizo un pequeño mohín y miró de reojo a su hermana. No le gustaba que
rehuyera la compañía de sus pretendientes. ¿Cómo iba a olvidar a aquel libertino que
había tratado de seducirla si se comportaba como una Juana de Arco traicionada?
—Deberías aceptar al menos un baile…
—El papel de casamentera no te va, Eloise —suspiró agobiada.
—Sé lo que digo… —indicó, pero se interrumpió para inclinar elegantemente la
cabeza cuando alcanzaron al grupo de matronas.
—Señoras —saludó Eric con parquedad.
Todas ellas respondieron al saludo animosamente.
—Querida Eloise, estás espléndida desde tu matrimonio. Lord Bradford,
aunque siempre he admirado a su esposa, he de decir que su alocado
comportamiento antes de conocerle llegó a preocuparme. Creo que usted ha
conseguido calmar su exaltación… juvenil —declaró absurdamente lady Larson.
Eloise se contuvo admirablemente para no dar adecuada respuesta a su
observación.
—Es un esfuerzo continuo, créanme —indicó Eric bruscamente. Su respuesta
provocó un estallido de hilaridad entre la bandada de cotorras.
Alanis lanzó una mirada a su hermana y hubiera podido jurar que la oyó
chirriar los dientes antes de volverse hacia Eric.
—Querido, no es necesario que aburras a todo el mundo contando lo sufrido
que te resulta este matrimonio —le amonestó con dulzura golpeándolo con el
abanico—. Mejor invítame a bailar, me podrás sermonear debidamente.
El rostro circunspecto de Eric fijó en ella una mirada inescrutable.
Afortunadamente, sólo ella sabía lo desvergonzados que podían llegar a ser los
pensamientos que ocultaba bajo su estoica expresión, pensó malévolamente al
recordar el ardiente encuentro que ambos habían mantenido en la intimidad de su
carruaje.
—Ya sabes lo que me gusta sermonearte —suspiró Eric rindiéndose por
completo al encanto de su esposa.
El cuerpo de Eloise se aflojó cuando Eric la tomó del brazo, acercándola
posesivamente a uno de sus costados.
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
Lady Larson los observó alejarse acercando sus gafas al rostro rubicundo.
—Una hermosa pareja, no hay duda. El matrimonio ha sido positivo para
ambos.
Alanis escondió una sonrisa tras su abanico mientras obedecía la indicación de
lady Larson de sentarse a su lado.
—Bien, ¿por dónde íbamos? —continuó la matrona refiriéndose al tema que las
ocupaba antes de la interrupción.
—Nos estaba contando sobre ese hombre…
—¡Ah, sí! Se rumorea que es extremadamente rico. Basta con echar un vistazo a
su carruaje.
—Pero ¿tiene algún título? —preguntó una de las matronas con los cinco
sentidos alerta.
Alanis se abstrajo de la conversación, no le interesaban los buenos partidos ni el
mercado matrimonial. Sus pensamientos se alejaron volando hacia Darko. Hacía dos
semanas que se habían separado definitivamente, pero era como si hubieran pasado
años. ¿Conseguiría olvidarle? El recuerdo de su última imagen permanecía nítido en
su cabeza y Alanis no pudo evitar recrearse en la visión de aquel cuerpo desnudo,
repasando uno a uno sus detalles. Desde luego no era lo más correcto tener esa clase
de pensamientos en un salón atestado de personas, pero últimamente su mente
desobedecía por completo a su voluntad. Darko poseía el cuerpo de un dios griego,
no era difícil para una joven virginal sentirse impresionada con aquel magnífico
despliegue de masculinidad; sus anchos hombros, en contraste con las enjutas
caderas, la dura y fibrosa musculatura, sus nalgas magras, aquel exótico y
extravagante tatuaje y sobre todo, sobre todo, la amenazadora proyección de su
masculinidad.
Alanis tragó saliva al notar un delator incómodo entre las piernas, un latido
sordo de inconfesable necesidad. Se movió nerviosa en su silla. No era raro que sus
padres hubieran mostrado preocupación por su melancólico estado, aquellos
episodios de nostálgica abstracción eran cada vez más recurrentes. Precavidamente,
ambos habían llegado a la decisión de interrumpir su temporada y mandarla de
regreso a Blackwood, tal y como Alanis había pedido desde un principio. Una vez de
vuelta a su hogar podría enfrentarse a la descomunal tarea de olvidarse de Darko
Foster.
—¿Querida? —Lady Larson golpeó levemente su antebrazo con sus anteojos,
sacándola de su ensimismamiento.
—¿Cómo? Sí… ¿decía? —farfulló Alanis sorprendida.
—Hablábamos sobre ese misterioso hombre.
—¿Qué hombre? —preguntó Alanis tratando de centrar sus dispersos
pensamientos.
—¡Ah, querida! ¿No ha estado escuchando? Todas las jóvenes de la sala están
suspirando por él.
Alanis trató de fingir algún interés, pero no se le ocurrió nada que decir.
—Y según parece busca una esposa. Una jovencita como usted no debería dejar
pasar una oportunidad así.
—Lástima que mi niña ya se haya casado… —suspiró una de las matronas.
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
—Tiene un aire muy misterioso. Por el momento no he visto a ninguna madre
acercarse con su hija a él.
—Sus ojos verdes producen escalofríos —admitió una de las mujeres, algo
entrada en carnes—. Por nada en el mundo dejaría que mi hija se acercara a él si no
estuvieran debidamente comprometidos.
—Sí, me temo que tiene un aire libertino muy atrayente. Su aventura con lady
Bellmont ha sido todo un escándalo. Se rumorea que ella está furiosa con él porque la
plantó, y todo el mundo sabe que el orgullo de esa mujer es aún mayor que su
vanidad.
Aquella última afirmación hizo volver en sí a Alanis. ¡Estaban hablando de
Darko! ¿Estaba él allí? Inconscientemente se enderezó contra el incómodo respaldo
de su silla. De repente, el grupo de mujeres se quedó en silencio observando
abruptamente al hombre que cruzaba la sala en su dirección. Una de ellas emitió un
sonido estridente, parecido a la risa de una hiena, mientras agitaba con entusiasmo el
abanico.
—¡Dios Bendito! ¡Es el mismo diablo! —murmuró apreciando la elegante
desenvoltura del hombre, que proclamaba a los cuatro vientos lo que sus elegantes
ropas no podían acallar. En su mundo era el rey, y como tal, se movía con fluida
seguridad, ignorando las escabrosas miradas que lo seguían. La indolencia de su
mirada reflejaba su desprecio hacia todo lo que le rodeaba. Sólo tenía ojos para la
joven que, de espaldas a él, trataba de mantener la compostura. Una sonrisa felina
estiró sus labios; nadie se hubiera extrañado si se hubiera detenido a lamerse
perezosamente, como una gran pantera. El grupo de matronas alzó la cabeza cuando
se plantó ante ellas, ignorando sus miradas pasmadas, para inclinarse insolentemente
sobre Alanis.
—Lady Benedit, me gustaría hablar con usted en la terraza —dijo, provocando
una explosión de asombro e indignación entre aquella jauría humana.
La espalda de la joven se tensó como si hubiera recibido el azote de un látigo.
Notó oscilar la sala bajo sus pies mientras el atronador latido de su corazón
silenciaba cualquier otro sonido. Apretó los puños sobre su regazo tratando de reunir
el valor necesario para enfrentarse al mismo diablo. Al fin, después de unos
segundos eternos, consiguió mirarle.
—Darko. —Su nombre escapó de sus labios en un susurro.
Se le veía plenamente recuperado de su convalecencia, aunque su delgadez
incrementaba notablemente la perversa belleza de sus rasgos cincelados. Vestía un
elegante atuendo de chaqueta y pantalón negro. La nívea camisa hacía resaltar aún
más su cetrino rostro iluminado por aquellos inverosímiles ojos verdes.
A su alrededor el mundo parecía haberse detenido. Lady Larson, boquiabierta,
permanecía a su lado con el abanico olvidado en la mano.
Darko tendió una mano oscura en su dirección. Alanis la observó largamente,
deteniéndose en los pequeños detalles que la hacían distinta a otras, el vello castaño
de su dorso, los largos y ágiles dedos que se movían impacientes hacia ella. Aceptar
aquella mano significaba condenarse; rechazarla agonizar.
—¿Vamos? —insistió él con una mirada intensa.
Alanis se humedeció los labios luchando consigo misma. Finalmente alzó el
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
rostro hacia él, asintiendo levemente antes de deslizar su mano enguantada entre sus
dedos. Una honda satisfacción se reflejó en el fondo de los ojos verdes. Tiró de ella
suavemente para ponerla en pie y enlazó su talle con una mano posesiva,
conduciéndola con resolución a través de la multitud hasta la galería que llevaba al
jardín. Darko caminó hacia la parte más oscura, donde los sonidos del baile eran
apenas un rumor. Sin saber qué hacer, Alanis se sentó sobre un banco de piedra
alineado junto al cuidado seto. Sabía que su desvergonzado comportamiento tendría
consecuencias inmediatas entre la alta sociedad, pero no le importó; en realidad, se
sentía liberada por su decisión de acompañar a Darko.
Desde la privilegiada posición que su altura le concedía, Darko recorrió
ávidamente el delicado perfil de la joven, sus ojos descendieron hasta el sugerente
escote de su vestido de noche, una recatada creación en tonos color crema y
bordados azules cuyo efecto en él era tan devastador como si ella se hubiera
presentado en enaguas. El empuje de su deseo le hizo sentirse incómodo.
—Veo que has conseguido recuperarte sin ningún problema, ¿tienes alguna
molestia aún? —preguntó la joven interpretando erróneamente su desazón.
—Alguna que otra —murmuró sin mencionar el origen concreto de esas
molestias.
—Me ha sorprendido verte aquí. No… no esperaba encontrarte de nuevo —
farfulló tras una brusca inspiración cuando Darko estiró una mano para juguetear
con su pelo—. ¿Has venido solo? —La pregunta escapó de sus labios sin querer.
—Sí.
—¿Asuntos de negocios o simplemente placer?
—Siempre encuentro placer en los negocios —aseguró, acorralándola con su
cuerpo al apoyar un pie en el banco e inclinarse sobre su rodilla flexionada. Los
juegos de su mano continuaron, desplazándose ahora a la femenina nuca,
descubierta por el elegante peinado.
Con un estremecimiento, la joven intentó separarse, no podía pensar
coherentemente cuando Darko la tocaba de esa manera. Pero él se lo impidió
presionándole levemente la nuca con la cálida palma de su mano, obligándola a
mirarle.
—¿Has venido en busca de una nueva aventura?
—¿Por qué? ¿Te estás ofreciendo voluntaria? —inquirió divertido a la vez que
aumentaba el control sobre la joven inclinándose un poco más.
Alanis parpadeó inquieta buscando sus ojos, su boca se abrió para volver a
cerrarse sin haber emitido ningún sonido.
—Ya hemos discutido ese tema —consiguió decir.
—Entonces, ¿qué haces aquí?
Las sombras del jardín no impidieron que Darko viera el furioso sonrojo de sus
mejillas ante esa pregunta.
—Pensé que querías hablar conmigo. Lartimer no ha vuelto a molestarme, mi
padre impide a cualquier desconocido visitarme y apenas me deja salir si no es en
compañía de Eloise y su esposo. Al final se enteró de mis visitas; mi madre no tuvo
más remedio que confesárselo cuando…
—Alanis.
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
—¿Sí? —Sus enormes ojos se abrieron interrogantes cuando Darko le rozó la
oreja con sus labios.
—Cállate —dijo antes de inclinar la cabeza sobre ella para posar sus labios en su
boca.
Un exquisito gemido escapó de la garganta femenina cuando Darko penetró
con su lengua en la humedad de su boca. El pulso de su corazón se disparó, y la
joven se dejó llevar extendiendo las manos hacia los anchos hombros que la cercaban.
Darko tiró de ella y, con un ágil movimiento, se sentó en el banco con ella sobre su
regazo.
—¿Por qué has accedido a acompañarme? ¿Por qué estás aquí? —la presionó
deslizando una mano por sus redondeadas nalgas.
—No lo sé.
Darko deslizó los labios por la tibia columna de su cuello.
—Mentirosa, has venido por esto, ¿verdad? —inquirió tanteando su pecho con
sus largos dedos. Frotó uno de sus pezones hasta conseguir que éste se izara,
excitado bajo la tela de su vestido.
—¡No!
—Es inútil que mientas —susurró contra su boca mientras tironeaba de la
encrespada cima de su pecho, haciendo rotar su pulgar sobre ella.
Alanis emitió un nuevo sonido gutural.
—Sí… —gimió arqueando la espalda contra su mano—. Por favor, por favor…
—No he podido pensar en otra cosa desde que te fuiste —le susurró, besándole
cálidamente el lóbulo de la oreja. La joven se estremeció al sentir la húmeda lengua
acariciando los flexibles pliegues de su oreja.
—Darko no podemos…
—Sí podemos —dijo, y rechazó los esfuerzos de la joven por liberarse besándola
de nuevo—. Vamos pequeña, dame tu lengua —la animó mordiendo su labio
inferior.
Alanis abrió los ojos, sorprendida ante esa sugerencia. Un inconfundible velo de
sensualidad brillaba tenuemente en la profundidad de su mirada, tan fulgurante
como los destellos de un diamante. Darko trató de mantener bajo control sus
apetitos. Había planeado aquella seducción con fría serenidad, tenía experiencia
sobrada, sabía cuáles eran los pasos que había que dar… pero de repente se sintió
desarmado por la fuerza arrolladora de aquellos ojos, hechizado por su brillo
apasionado. Sus frustrados deseos tomaron el dominio de sus actos cuando la lengua
de Alanis se movió titubeante sobre su labio inferior, arrancando de él un gemido
bronco. Reclinó a la muchacha sobre su brazo para tironear de su vestido y descubrir
su clavícula. La joven contuvo la respiración al notar la brisa de la noche en su piel
desnuda. Darko le dedicó una mirada torva mientras recorría su hombro con la yema
del dedo índice.
—Te deseo —dijo lamiendo su hombro. Su mano descubrió uno de sus pechos,
lo acarició con ternura sopesándolo contra su palma.
Alanis se agitó ante el fogonazo de placer que ese gesto despertó en su cuerpo.
¡Qué indecente! ¡Qué terriblemente excitante!, pensó, consciente del duro roce de
aquellos muslos de hierro contra sus nalgas, de su calor masculino, de su maravilloso
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
olor. Los ecos de la fiesta se habían apagado en su cabeza, ya no era consciente de
encontrarse en la parte más oscura de un jardín, ni del escándalo que se organizaría
si fueran descubiertos. Sólo sentía la boca de Darko succionando su pecho,
lamiéndolo con pereza, haciéndole notar la húmeda consistencia de su lengua contra
su pezón. Un sonido inarticulado brotó de la garganta de la joven.
—¡Dios! He echado de menos tu sabor —confesó Darko hundiendo la nariz en
el suave valle de sus pechos, inhalando con una profunda aspiración el ligero olor
floral de su piel.
Volvió a concentrar toda su atención en el seno desnudo, jugueteando ahora
con su cresta erizada, tanteándolo con la punta de la lengua, mordisqueándolo con el
filo de sus dientes. Estremecida, Alanis se aferró a sus hombros mientras sus labios
dejaban escapar un gemido de entrega. La boca de Darko viajó hacia el otro pecho,
aún cubierto por la tela de su vestido de noche. Lo desnudó con destreza para
observarlo bajo la luz de la luna.
—Eres preciosa, absolutamente preciosa —murmuró cubriéndolos con las
manos. Su contacto fue como una descarga eléctrica sobre su sensible piel.
—Estás hecha para mí, ¿lo sabes? —inquirió alzando ambos pechos hasta su
hambrienta boca. Los devoró con verdadera ansia, lamiéndolos, sorbiéndolos contra
su lengua—. Y yo estoy hecho para ti —añadió rozando su cadera con el vértice de su
excitación.
—Darko —gimoteó Alanis al notar el agudo empuje de su masculinidad.
Escondió el rostro contra su cuello inhalando el olor a almidón de su camisa. Buscó
con su boca la piel caliente de su nuez, lamiéndolo del mismo modo que él había
hecho con ella, saboreándolo como si se tratara de un buen vino. Darko extendió una
mano hacia sus piernas alzándole las faldas sobre las rodillas. Alanis cerró los muslos
instintivamente al notar el rápido avance de esa mano por su entrepierna.
—Darko, por favor —lloriqueó—. No puedo soportarlo.
—Te he deseado desde el momento en que te vi, has sido como un veneno en
mi sangre, no puedo pensar en otra cosa que en ti. Necesito tenerte, ¿entiendes?
Dime que lo entiendes —gruñó sujetándole el rostro con ambas manos para mirarla
—. Dilo, Alanis. Di que tú también lo deseas, que eres mía.
Sus ojos se encontraron. Alanis sintió que le faltaba el aire.
—Soy tuya, Darko, de nadie más —reconoció con un suspiro tembloroso
apoyando la frente contra su mandíbula.
El cuerpo de Darko se relajó ante su aceptación. Alanis acababa de sellar su
futuro. Una ola de satisfacción dibujó una sonrisa siniestra en su rostro granítico.
—Bien —rezongó atrayendo su boca para rubricar aquel aciago pacto.
A sus espaldas oyó el rumor de unos pasos apresurados sobre la gravilla. El
momento de la verdad había llegado, sólo era cuestión de esperar y ser descubiertos,
pensó apoderándose de nuevo de la dúctil boca femenina. Afortunadamente Alanis
parecía absorta en sus caricias, meditó lleno de jactancia, lo cual facilitaría
enormemente sus planes.
—¡Darko Foster! —exclamó una voz aguda desde el camino principal.
Con un suspiro, Darko levantó la cabeza. Alanis, oculta entre sus brazos,
experimentó un escalofrió al oír la distintiva voz de Eloise. Elevó el rostro hacia
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Una vez a solas, Eric dirigió una mirada curiosa hacia Foster.
—Eso ha sido como sellar su destino, ¿verdad? ¿Por qué lo ha hecho? —inquirió
cruzando los brazos sobre el pecho.
—¿Usted qué cree? —escupió Darko a la defensiva.
—Creo que está loco. Alanis es como una hermana para mí, ella estaba bajo mi
protección esta noche. ¿Comprende lo que quiero decir? —informó alzando una ceja
interrogante.
Darko desconfió de su aparente tranquilidad.
—¿Me va a desafiar por haber seducido a Alanis? —preguntó con gesto burlón
—. Es así como se solucionan estas cosas en la alta sociedad, ¿no es cierto?
—Lo haré si es necesario, y créame, me regodearé sobre su maldito pellejo
agujereado.
—Guárdese sus amenazas, voy a casarme con la chica.
Su afirmación consiguió forzar un ligero gesto de sorpresa. Un verdadero
triunfo, tratándose de un hombre tan inmutable como Eric Bradford.
—No le creo.
Darko rió quedamente tras lanzar una mirada despreocupada hacia el grupo de
observadores, que pronosticaban el desenlace de un posible duelo.
—Créalo —gruñó sacando un sobre lacrado del bolsillo interno de su levita—.
Esta es una dispensa especial para contraer matrimonio con Alanis. Lo más razonable
sería que me diera usted la enhorabuena.
Eric arrebató el documento de su mano para leerlo con atención.
—Esto es inaudito… —farfulló nuevamente desconcertado.
—He pensado en una ceremonia rápida.
—En ese caso no le importará que el anuncio se haga esta misma noche,
¿verdad? —inquirió Eric tratando de averiguar la veracidad de sus intenciones.
—En absoluto, mi abogado ha realizado ya los trámites necesarios para que el
anuncio sea publicado en los principales periódicos de la ciudad.
—No ha dejado ningún cabo suelto, ¿eh? —resopló Eric—. Falta que la familia
Benedit dé su visto bueno. Es una familia muy apegada a los suyos —explicó
entregándole de nuevo el sobre—. Si ellos consideran que ha forzado a Alanis de
alguna manera, créame, de nada le servirá anunciar su compromiso a bombo y
platillo. Le aconsejo que vaya a ver a Dominic Benedit y hable con él. Estoy en
posición de asegurarle que no le pondrá las cosas fáciles, pero intente comprender su
situación. Ha comprometido el nombre de su hija. Creo que no le agradará
demasiado la manera en que ha llevado a cabo sus planes matrimoniales.
Darko frunció el ceño contrariado. No es que no hubiera tenido en cuenta la
posibilidad de tener que enfrentarse a un padre furioso, pero la imperiosa necesidad
de precipitar aquel matrimonio tenía una explicación perfectamente lógica,
necesitaba a la joven y no estaba dispuesto a seguir esperando. Todo el asunto
quedaba muy lejos de sus ambiciones pasadas. Las mujeres habían representado para
él una bonita forma de entretenimiento, como lo eran los naipes, una buena pelea
callejera o un buen brandy, pero Alanis era distinta a todo eso.
—Será mejor que entremos y hagamos ese anuncio cuanto antes. ¿Quién sabe lo
que puede estar inventando esa gente en estos instantes? —suspiró Eric volviéndose
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hacia el numeroso público y preparándose mentalmente para la engorrosa tarea.
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Capítulo 11
El carruaje avanzaba con dificultad a través de la espesa niebla que cubría el
valle de Dorking, en el condado de Surrey. En el interior, los dos ocupantes fingían
ignorarse centrando su atención en el paisaje exterior.
Alanis retorció la mano en su regazo notando la fría alianza de oro en su dedo
anular, un recordatorio ineludible de su nueva condición de mujer casada. La furia la
hizo marearse. Sentía deseos de arrancarse aquel odioso anillo y lanzarlo por la
ventanilla, lejos, deseando recuperar su antigua vida. Pero aquello era imposible,
ahora le pertenecía a Darko.
De repente, el coche se bamboleó ostensiblemente haciéndola chocar contra su
esposo. Conteniendo el aliento, se apresuró a volver a su lugar. Darko apartó la vista
del paisaje para clavar en ella una mirada inescrutable.
—Es inútil que sigas con eso —gruñó malhumorado.
Alanis elevó un grado su barbilla.
—No sé a qué te refieres —mintió.
Darko estiró la mano en su dirección pero ella rehuyó su contacto encogiéndose
contra los cojines de seda.
Una sardónica sonrisa estiró los labios masculinos antes de que la frialdad
regresara a su expresión. Le dedicó una última mirada y volvió a centrar su atención
en el exterior, otorgándole una tregua.
Alanis se preguntó qué haría esa noche, cuando Darko reclamase sus derechos
conyugales en la noche de bodas. Pensarlo le produjo un escalofrío, no tenía
intención de plegarse a sus deseos, y no lo haría a no ser que él la forzara a ello.
El agónico viaje llegó a su fin cuando el carruaje se detuvo ante una sencilla
posada. Al parecer, su esposo había extremado los detalles al límite a pesar de lo
apresurado de la boda. Había dispuesto pasar la luna de miel en una pequeña
heredad de su propiedad al norte de Londres. La única parada prevista sería la de su
noche de bodas, ya que al amanecer continuarían camino.
Darko la ayudó a descender mientras desde el interior de la posada un niño de
unos diez años corría a recibirlos.
—¡Darko! —saludó apartando de una patada a un can peludo que intentaba a
su vez darles su particular bienvenida.
—Alan, has crecido bastante desde la última vez.
El cometario arrancó al niño una expresión de orgullo que le hizo hinchar su
pecho escuálido.
—Gracias, jefe. Mis padres le están esperando. Les acompañaré hasta la entrada
y después me ocuparé de su carruaje.
Iluminó con un candil el camino hacia la puerta antes de volverse para
acompañar al cochero hacia las cuadras. Alanis se detuvo un instante para observar
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
con curiosidad el lugar elegido por Darko para pasar la noche de bodas. Se trataba de
una casa de piedra y madera de tres plantas de estilo campesino. En ese tipo de
construcciones, las cuadras y los cobertizos solían instalarse en la parte posterior,
junto a los abrevaderos.
El vestíbulo vacío se abría a un comedor bien iluminado con mesas de madera,
donde un hombre de mediana edad ordenaba las sillas. Al verlos, abandonó su tarea
y les dedicó una amplia sonrisa.
—Jefe, nos preguntábamos cuándo llegaría —dijo limpiándose la mano en su
impoluto mandil antes de tenderla en su dirección.
—La niebla nos ha retrasado —explicó Darko con afabilidad. Alanis le dirigió
una breve mirada, sorprendida por su distendida actitud.
—Sarah le ha preparado una cena caliente —anunció Robert mirando con
curiosidad a la joven dama.
Darko la tomó del codo pegándola a su costado.
—Esta es mi esposa, Robert.
Una genuina expresión de sorpresa cruzó los rasgos del posadero. Torpemente,
se inclinó con formalidad ante ella, ansioso por agradarla. Alanis murmuró unas
palabras de agradecimiento mientras se hacía a un lado para permitir el paso de un
criado cargado con su baúl de viaje.
—Ten cuidado con eso, muchacho —gritó Robert antes de volverse hacia una
de las puertas y gritar más fuerte aún—. ¡Sarah! ¡Mira quién acaba de llegar!
Desde el interior del comedor llegó un refunfuño femenino acompañado por
unos pasos vigorosos.
—¿Qué son esos gritos? —respondió la mujer asomando su generoso cuerpo
por el marco de la puerta para terminar exclamando—: ¡Foster!
Cargada con un niño a la cadera, la mujer se precipitó hacia su encuentro para
estampar un sonoro beso en su mejilla.
El niño con el que cargaba miró con curiosidad a su madre y luego al recién
llegado. Sarah le murmuró algo al oído y éste estiró los brazos hacia Darko, que no
dudó en sostenerlo y acomodarlo contra su pecho.
Alanis observó conmocionada aquel gesto, incapaz de reconocer en aquel
hombre al oscuro personaje del que tanto se hablaba en Londres.
Darko volteó al niño arrancándole un grito de entusiasmo. Una mano regordeta
y pegajosa se acercó a la nariz recta de Darko. De repente, el pequeño palmeó la nariz
emitiendo un gorjeo de deleite. Darko rió. Al alzar el rostro, sus ojos suavizados por
la risa se encontraron con los de su esposa. Ella, sorprendida en su observación, se
sonrojó ligeramente apartando el rostro con timidez.
—Sarah, quiero presentarte a mi esposa, Alanis.
Lo dijo sin apartar la mirada de su rostro femenino, ignorando sin sutilezas el
incomodo que ello le produjo a la joven.
Los ojos pardos de la mujer se volvieron hacia ella entrecerrándose con
curiosidad.
—¡Vaya!, ésa sí que es una sorpresa. Vamos, apártate y déjame echarle un
vistazo.
Alanis, de pie en medio del vestíbulo, no tuvo más remedio que someterse al
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escrutinio de la mujer alzando ligeramente la barbilla a la espera de un veredicto
final.
—Hummm, no es lo que yo hubiera esperado de ti, grandísimo granuja. Te has
hecho con una cordera inocente a la que devorar, ¿eh? Encantada de conocerla,
señora. Soy Sarah y conozco a su marido el tiempo suficiente para advertirla sobre él
—rió la mujer, cacareando como una gallina ante su polluelo.
Alanis respondió a la afectuosa sonrisa con otra.
—Encantada de conocerla, señora.
—¡Oh, vaya!, es muy elegante y muy hermosa, sí señor. No estoy segura de que
la merezcas —afirmó Sarah al ver que él la tomaba posesivamente por la cintura.
Alanis contuvo el deseo de arrancar aquella mano de su cintura, pero
comprendió que todo ello era una representación ante aquellas personas, así pues,
fingió estar conforme cuando Darko la estrechó contra su costado.
—Venga por aquí, señora, la acompañaré a su habitación. Ana puede prepararle
un baño si así lo desea.
—Eso me encantaría —suspiró la joven siguiendo a Sarah escaleras arriba.
La habitación era humilde, no excesivamente grande, pero acogedora, con una
pequeña chimenea donde crepitaba un alegre fuego y una cama con colchón de lana
y colcha de hilo.
Mientras esperaban por el agua de su baño, Sarah acomodó con tenacidad las
mantas y comenzó a charlar animadamente.
—Darko ha tenido una gran suerte al encontrarla. Siempre pensé que acabaría
sus días asesinado en alguna cloaca de la ciudad. Ahora la tiene a usted, le vendrá
bien el cambio.
—¿Desde cuándo conoce a Darko? —se interesó Alanis.
—Desde que no era más que un zarrapastroso mocoso, siempre metido en
problemas.
Aquello atrajo la atención de la joven.
—¿Foster tiene aún familia en este lugar? —preguntó súbitamente nerviosa.
—Su padre murió hace años.
—¿No tiene madre, ni hermanos?
Sarah se enderezó incómoda.
—Creo que es mejor que sea él quien le hable de eso…
Leyendo la incertidumbre en su rostro, Sarah se aproximó a Alanis.
—Pese a lo que le haga creer, Darko es un buen hombre. El hecho de que la
haya tomado por esposa, aun procediendo de buena familia, dice mucho en su favor.
Él sabrá cuidarla y protegerla, lo demás no tiene importancia.
Alanis apretó levemente los labios y guardó silencio. Al fin y al cabo, ella, y sólo
ella, sabía por qué Darko la había tomado como esposa. Lartimer se había encargado
de aclarárselo poco antes de la apresurada ceremonia que la había convertido en la
señora Foster.
Después del baño Alanis se excusó ante Ana, la criada, y pidió que la cena le
fuera servida en el dormitorio, alegando el cansancio acumulado durante el viaje.
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Fue la misma criada quien se encargó de informar a Darko, que aguardaba en el piso
inferior. Durante unos segundos de pánico, Alanis se preguntó cómo se tomaría
Darko su decisión, ¿la obligaría a bajar y cenar en su compañía?
El tiempo se le hizo eterno hasta que Ana regresó a la habitación con su cena y
la respuesta de Darko, su marido había accedido, dando a entender que comprendía
el agotamiento de su esposa. Una hora después, acurrucada bajo las mantas, Alanis
bostezaba somnolienta, pero aunque su cuerpo clamaba por un merecido descanso,
su cabeza no hacía otra cosa que rememorar lo ocurrido durante aquellos desastrosos
tres días.
Tras el nefasto baile en el que fue públicamente anunciado el compromiso de
Darko con Alanis. Eloise tuvo que informar puntualmente a sus padres de todo lo
ocurrido. Alanis, oculta tras su hermana, permaneció silenciosa sintiendo cómo la
vergüenza la consumía por dentro. Si por intermediación divina se hubiera abierto
un pozo a sus pies no habría dudado en lanzarse a él. No hubo más remedio que
explicarles que Darko Foster era el hombre que la había secuestrado, el mismo
hombre que le había regalado un libro para citarla en el baile de Lexinton Hall,
donde había tratado de seducirla, el mismo hombre que había sido herido en una
reyerta y que ella había atendido con diligencia las semanas anteriores, el mismo
hombre que había conseguido hundir su reputación a los ojos de la buena sociedad,
el mismo hombre del que se creía enamorada.
El bramido de su padre hizo temblar las vigas cuando clamó al techo con un
rugido de ira.
—Te mandaré de vuelta a Blackwood y no volverás a ver la luz del sol. En
cuanto a ese bastardo, le romperé los huesos, los trituraré con mis propias manos.
¡Maldita sea, Alanis! ¿Cómo pudiste ser tan estúpida?
—Ni yo misma lo sé —gimió ella conteniéndose para no echarse a llorar.
Dorothy acudió en su rescate, como era habitual en ella, ignorando la mirada
censuradora de su esposo.
—¿Lo amas? —preguntó con las manos apoyadas en la cintura.
—¿Y qué importancia tiene eso? No se casará con él y ésa es mi última palabra
—bramó Dominic imperativo.
—Escuchemos lo que tiene que decirnos, Dominic —medió frunciendo el ceño
antes de volverse de nuevo hacia ella—. ¿Y bien? Sé sincera porque de tus palabras
depende tu futuro.
—Creo que sí… —aceptó temblorosa.
—¡Cielo Santo, Dorothy, ni siquiera lo sabe! No es más que una niña y ese hijo
de puta ha tratado de aprovecharse de ella.
Dorothy lanzó a su marido una mirada cargada de impaciencia.
—¿No tienes nada más que decir? —insistió acorralando a su joven hija.
—Lo amo, ¿es eso lo que quieren oír? No sé cómo ha ocurrido, ni siquiera sé el
porqué; tiene razón, padre, soy una estúpida, una tonta, pero nada de eso importa, él
no me ama, supongo que para él sólo soy una más.
—Entonces le arrancaré el pellejo —espetó Dominic.
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
Al día siguiente del fatídico anuncio tuvo lugar una tensa cena familiar a la que
asistió Darko como invitado. Lord Benedit albergaba la esperanza de detectar
cualquier posible falla, cualquier excusa válida que le permitiera disolver aquel
inesperado compromiso, pero Darko se mostró tan solícito como un príncipe regio.
Aun así, hubo un detalle que hizo padecer especialmente a Dominic por su hija,
Darko apenas cruzó un par de palabras con ella, ignorándola por completo, con una
formalidad tan impropia de él como la mansedumbre en un león. Su caballeresco
comportamiento hubiera sido digno del más encumbrado aristócrata si en el
besamanos de despedida no hubiera acariciado con su lengua los tibios nudillos de
Alanis. Un sutil recordatorio de la pasión que compartirían en el futuro, tan evidente
que Alanis sintió deseos de colgarse del cuello antes que seguir soportando la mirada
de su familia.
El día previo a la ceremonia Alanis vivió un infierno de pruebas de vestido y
peinado. Iba a lucir un vaporoso traje color marfil, con manga larga de chantilly y
escote estilo imperio que destacaba el elegante arco de su clavícula y su talle esbelto.
El cabello, sujeto en los laterales de la cabeza con rosas, caería suelto sobre su
espalda. Lucy, la criada de Eloise, se encargó de aplicarle las tenacillas calientes hasta
conseguir unos bucles perfectos.
Pese a su imposición, Alanis llegó a sentirse esperanzada con aquel matrimonio.
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
Pero no era tan ilusa como para creer que Darko la amaba, lo que existía entre ellos
no era más que una química corporal que le aceleraba el pulso, y ella intuía que el
deseo era una fuente limitada en la vida de una pareja si éste no iba acompañado de
amor, un vínculo ya de por sí débil ante el paso del tiempo. Extinguida la llama de la
pasión, ¿qué les quedaría? Si lograba que él la amara todo sería diferente.
Pero todas esas tontas ilusiones se fueron al traste momentos antes de su boda.
Una pequeña multitud de curiosos se había reunido frente a la entrada de la
iglesia. El día, despejado y cálido, las escabrosas noticias que circulaban sobre el
origen del novio, junto a los escasos, pero relevantes invitados de su padre, habían
contribuido a que la multitud aumentase por momentos. Cuando el elegante carruaje
se detuvo y la novia descendió, todos quisieron rodearla. Dominic protegió a su hija
del populacho con una mirada tosca que hizo que la multitud se abriera ante él con
fascinante sumisión. Sin embargo, un hombre pudo acercarse lo suficiente a ella
como para deslizarle entre los dedos un sobre.
—¿Preparada? —le preguntó su padre tomándola del brazo.
Aturdida, la joven se limitó a sacudir la cabeza afirmativamente, arrugando en
un puño el sobre para guardarlo en el pequeño bolsito que colgaba de su muñeca.
Los recuerdos de la ceremonia en sí se habían evaporado de su cabeza debido a
los nervios. Tan sólo recordaba a Darko ante el altar, elegantemente vestido con un
imponente chaqué gris y una impoluta camisa blanca sobre la que destacaba una
corbata verde botella que resaltaba maravillosamente sus ojos. Estaba tan guapo que
Alanis confundió el paso dos veces. Para su satisfacción, Darko la admiró con
idéntica fascinación, desde la punta de sus zapatos de seda hasta las flores que
adornaban su tocado. Pero Alanis recordaba sobre todo una impresión que tuvo
estando ya juntos en el altar, algo pareció enturbiar súbitamente la mirada de Darko,
pues pestañeó levemente y, al tomarle la mano, ella sintió un breve temblor. «¡Está
emocionado!», pensó ella sorprendida… ¡Qué estúpida había sido, y qué equivocada
estaba!
Cuando todo finalizó, Darko depositó un leve beso en su boca, apartándose
después, como si hubiera tocado fuego. Sonreía haciendo que su rostro pareciera diez
años más joven. La condujo posesivamente hasta la sacristía situada en la parte
posterior de la capilla para rubricar el contrato matrimonial. Tras ello la estrechó con
fuerza contra su pecho para besarla con ardor. Cuando se separaron, Alanis tenía la
respiración agitada y el párroco había optado por dejarlos a solas.
—Eres un bribón, Darko Foster, has escandalizado al pobre hombre —le
recriminó con ironía, tratando de adecentar su aspecto. Aquéllas fueron sus primeras
palabras como esposa.
Darko la tomó de nuevo en brazos. Sus manos vagaron ociosas por su espalda
hasta apoyarse con descaro en las redondeadas nalgas.
—Da gracias a Dios de que no te haya levantado las faldas aquí mismo, cariño.
—Hizo una pausa acompañada por un suspiro—. Será mejor que nos vayamos, éste
no es lugar para lo que tengo en mente.
Alanis rió.
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
—Ve tú delante, yo necesito un poco de tiempo.
Darko lanzó una mirada anhelante a la tentadora curvatura de sus senos.
—Sí, será mejor que salga de aquí o tu padre me acusará de sátiro.
Alanis rió nuevamente. Aquél era el sonido que Darko había evocado durante
tantas y tantas noches, y que lo hizo detenerse con la mano en la manilla.
—No te arrepentirás de esto, Alanis —le aseguró girando apenas la cabeza.
Alanis lo siguió con la mirada admirando la elegancia de sus movimientos.
Con un suspiro tembloroso se sentó tratando de aquietar el alocado latir de su
corazón. Sentía las mejillas sonrojadas y sofocadas. Al abrir su bolsito en busca del
pañuelo recordó el sobre que alguien le había entregado. No pensaba abrirlo, pero su
curiosidad consiguió vencer sus reservas.
Las breves líneas escritas sobre el papel hicieron pedazos sus esperanzas de
forjarse un futuro junto a Darko.
Firmada por Lartimer, la carta explicaba la delicada situación de su esposo
frente a la justicia. Aquel matrimonio no era sino una hábil maniobra para impedir
que ella pudiera declarar contra él.
«Es mi deber advertirla de tan peligroso sujeto, no confíe en él ni en sus pretensiones
para con usted…», rezaba la carta textualmente.
Las piezas de aquel rompecabezas parecían encajar por fin, ¿por qué sino un
hombre como Darko desearía tomarla como esposa? Había visto con sus propios ojos
el tipo de mujer que le gustaba, mujeres como Loreen o lady Bellmont,
experimentadas, acostumbradas a tener amantes, tan diferentes a ella como el día de
la noche. Ahora, viéndolo todo desde esa perspectiva, entendía muchas cosas, como
por ejemplo su premeditada actuación la noche del fatídico baile en que ella aceptó
casarse con él. ¿También aquella noche fue fingida su pasión? ¡Oh, cuánto se habría
reído él de su estupidez!
Alanis no recordaba muy bien cómo consiguió enfrentarse a los invitados,
deseosos de felicitarla. Soportó con una sonrisa clavada en la boca las felicitaciones,
llorando por dentro su infelicidad.
Esas mismas lágrimas de desdicha resbalaban ahora por su rostro
congestionado.
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Capítulo 12
Darko emitió un leve suspiro al sentir el cálido cuerpo de Alanis acomodándose
contra sus formas masculinas. El redondo trasero rozaba insistentemente su
entrepierna provocándole un doloroso latido que poco a poco iba calentándole la
sangre. La fragante cabellera se había esparcido por su torso, atrapándole como un
pez en una red dorada. ¿Cuánto más podía aguantar un hombre? Observó sudoroso
la delicada espalda apenas cubierta por un transparente camisón, con sólo extenderla
hubiera podido rellenar su mano con un pecho terso, enhiesto, listo para ser
devorado… Ninguna mujer había conseguido de él una contención similar.
Alanis había estado actuado extrañamente desde que partieron de viaje de luna
de miel, llegando incluso a comportarse por momentos como una pequeña arpía.
Darko achacó el hecho a la emotiva ceremonia y al agotador trasiego de la fiesta que
con posterioridad se celebró. Generosamente, había decidido darle un margen de
tiempo prudencial para que se acostumbrara a la idea de ser su esposa. Después de
todo, él apenas había logrado asimilar tan increíble asunto. Lo único que comprendía
era que ahora Alanis le pertenecía, y que ese sentimiento de extraña ternura que lo
embargaba al observarla se intensificaba segundo a segundo. Aquella emoción sin
nombre lo tenía abotargado, como si hasta ese instante hubiera estado dormido,
inmerso en un mundo de tinieblas, y hubiera sido rescatado por un ángel,
deslumbrado con su luz. Por ella, y sólo por ella, había renunciado a lo que hasta ese
día había constituido su modo de vida. Esa había sido la única condición de Dominic
Benedit para consentir aquel matrimonio, debía abandonar todas y cada una de sus
actividades delictivas, algo que, sorprendentemente, no le pareció tan desagradable.
Convertirse en un hombre honrado era un precio ínfimo que debía pagar si el premio
era Alanis. Por ella estaba dispuesto a renunciar a su propia alma.
Los párpados cerrados de Alanis aletearon débilmente al sentir la tibia caricia
de una boca besando su nuca. Murmuró algo adormilada antes de acercarse a él
invitadora. Con la punta de la lengua, Darko dibujó en su piel un intrincado signo,
dejando tras de sí un húmedo rastro. Después la deslizó hasta el hombro,
previamente desnudado con una caricia.
Alanis gimió al sentir los labios cálidos sobre su piel, succionando, mordiéndola
con delicadeza. Apenas consciente, se apretó contra la suave musculatura mientras
dejaba que una mano indagadora sobrepasara el límite que imponía su camisón para
adentrase en su escote. Él suspiró profundamente al sentir la boca de ella deslizarse a
lo largo de su brazo.
—Date la vuelta —ordenó él.
Su boca se trasladó a la cima de sus pechos, acariciando con reverencia un
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pezón coralino antes de someterlo a una caricia más intensa, que arrancó un gemido
de placer de la garganta de Alanis.
Los tibios embates de la lengua se extendieron hacia el otro pecho, bordeando
su parte externa antes de provocar juguetonamente su rígida cima. Alanis enloqueció
al sentir la rítmica succión, como si parte de su espíritu se disolviera entre los besos
de aquel misterioso ser. Aquellos labios se lanzaron a una excitante exploración de su
cuerpo deslizándose caderas abajo.
«¡Detente!», quiso decir, pero de su boca sólo escapó un suspiro torturado
cuando el hombre lamió el hueco de su ombligo. Con suavidad la obligó a abrir las
piernas para introducir sus dedos entre ellas. Dejó fluir por ellos su calor.
—Eso es, mi amor, déjame sentirte —susurró.
Los ojos azules se abrieron en la oscuridad, incrementando sus sensaciones a un
nivel intolerable. Una urgente necesidad hormigueó en el núcleo de su feminidad
humedeciéndola, haciéndola gemir de desesperación. Sólo una persona había
logrado en ella semejante emoción. Sólo…
—¡Darko! —gritó sentándose bruscamente sobre el colchón.
A duras penas percibió la oscura cabeza hundida entre sus piernas abiertas. Un
fugaz brillo destelló en la oscuridad.
—¿Quién sino? —preguntó él.
—No, Darko, déjame.
Alanis trató de escapar del ataque de aquella boca retorciéndose contra las
sábanas, pero Darko la inmovilizó con eficacia contra el colchón.
—Estese quieta, señora, y acabemos con esto de una vez —masculló él
mordisqueándole la cara interna de uno de sus muslos.
—¡No!
Alanis luchó de nuevo, pero sus forcejeos sólo consiguieron que la boca
alcanzara su objetivo con mucha más celeridad de la deseada. Darko rozó con su
lengua el centro mismo de su feminidad. Atónita, la joven tironeó de su cabello, pero
Darko volvió a hacerlo, volvió a lamerla, llevándose por delante cualquier
determinación de escapar.
—Ríndete, Alanis, ahora eres mía —reclamó sujetándola con firmeza contra su
boca.
¡No podía hacerlo! ¿Qué sería de ella entonces? Pero para su desesperación, su
cuerpo respondió a las audaces caricias haciendo que sus dedos se crisparan sobre la
cabeza del hombre. Él percibió la batalla interna que estaba viviendo la joven entre
su conciencia y su cuerpo. La tentó con un aleteo de su lengua sobre el tenso nudo de
sus emociones antes de introducir un dedo en el húmedo canal de su cuerpo.
—Vamos, cariño, déjame mostrarte de nuevo lo bueno que puede ser —animó
absorbiendo con sus labios la minúscula perla.
Su aliento cálido rozó la húmeda hendidura, fundiéndose con la esencia misma
de la mujer.
—Eso es, pequeña, déjame entrar —acompañó sus palabras con una suave
caricia con la lengua. Retiró su dedo para volver a penetrarla.
Sin remedio, los dedos de la joven se curvaron sobre la cabeza masculina
instándola a profundizar en su interior.
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—Sí —concedió con un suspiro apenas audible, dominada por una excitación
que corroía cualquier traba que su cerebro quisiera imponerle—. ¡Sí! —exclamó
temblorosa cuando el fuego amenazó con consumirla.
Su rendición espoleó el deseo de Darko, que se elevó como un ángel vengador
sobre el pálido cuerpo femenino acomodándose entre los lechosos muslos. El intenso
aroma de Alanis perduraba en su paladar como un elixir erótico. Temía derramar su
simiente en un latido de su corazón, tal era el grado de ardor que le calentaba la
sangre. La punta de su miembro palpó con torpeza la entrada femenina. Sentir la
húmeda calidez en su piel fue suficiente para hacerle ahogar un gemido.
Las paredes de la jugosa cavidad se contrajeron en torno suyo, atrapándolo,
atrayéndolo a su interior.
—¿Darko?
—Todo está bien, cariño, sólo necesito unos instantes —gruñó él con la voz
estrangulada y el rostro bañado en sudor.
Por primera vez, tras ser desvirgado por una prostituta de puerto a la tierna
edad de catorce años, Darko se sintió aturdido y torpe con el botín que se presentaba
ante él. Sólo la experiencia le había demostrado que el placer compartido era
doblemente gratificante. Pero lo cierto era que no estaba seguro de poder contenerse
el tiempo suficiente para que eso sucediera. Sólo un férreo control consiguió
atemperar su ánimo e imponer cierta calma en su pasión. «Un simple colegial en su
primer acto tendría más dominio de sí mismo», pensó con ironía al sentirse dentro
del voluptuoso cuerpo de su esposa.
Alanis envolvió las caderas masculinas con sus piernas cuando él se lo ordenó.
—Bésame —lo urgió transformada en una diosa del amor. Su lengua aleteaba
tentadoramente sobre la comisura de los labios de él.
—No sabes lo que pides —gimió Darko.
Su voz sonó extrañamente estrangulada.
—¡Oh, por favor!, acaba con esto —ronroneó arqueando las caderas para salirle
al encuentro.
El empuje hizo que su miembro se deslizara a través del estrecho canal hasta
toparse con la barrera natural de su virginidad.
Darko se apoyó sobre el colchón con los dientes apretados y el corazón
retumbándole en el pecho. Hundió la cara contra el cuello de su esposa mordiendo
levemente la piel antes de depositar un breve beso en su mandíbula.
—Lo siento, cariño, quisiera no tener que hacerte daño pero… —Se movió
ligeramente en su interior tanteando su frontera.
—Darko —suplicó ella deslizando las manos desde sus hombros hasta su
espalda atrayéndolo hacia sí. Una fiebre extraña la atacaba, sólo deseaba que él se
fundiera en ella, que la llenara de plenitud, que la colmara. Pese al frío nocturno su
piel estaba cubierta por una leve capa de sudor, todas sus terminaciones nerviosas
reaccionaban al más leve contacto, tensas y anhelantes. Alanis arqueó la espalda
rozando con sus pezones erectos la dura musculatura pectoral.
—Cariño, quizás deberíamos ir más despacio —chirrió él apretando de nuevo la
mandíbula.
Pero Alanis no quería ir más despacio, lo quería rápido, brusco, duro. Se había
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convertido en un ser voluptuoso, ansioso por alcanzar una meta. Sus manos,
sometidas a ese deseo, recorrieron la piel bruñida de su espalda sorprendiéndose de
su suavidad, memorizando cada marca, cada músculo acerado que la conformaba.
Darko dejó escapar un sonido ahogado. Empujó con fuerza hasta atravesar la
frágil barrera mientras la besaba para ahogar el sorprendido gemido de dolor.
El impacto fue para Alanis como un baño de agua fría. ¿Qué estaba haciendo?
¿Qué se había apoderado de ella? ¿Iba a rendirse sin más a los deseos de aquel
hombre libidinoso que había arruinado su vida con sus engaños?
—No, suéltame —gimió saliendo de su encantamiento.
—¿Qué ocurre? ¿Estás dolorida? Pronto pasará, te lo prometo cariño —la
consoló confundiendo el origen de su reacción.
—Suéltame, no quiero que me toques —siseó ella apartando con brusquedad la
mano que él había alzado hacia su rostro contraído.
Aun cuando la oscuridad impedía que ambos se vieran el rostro con claridad,
Alanis pudo distinguir la oscura expresión de sus ojos verdes. La rigidez de los duros
músculos la hizo encogerse contra las sábanas.
Pasaron unos segundos en silencio, roto sólo por sus respiraciones agitadas.
Más abajo, sus cuerpos unidos palpitaban.
—Si esto es una venganza femenina para acabar con mi virilidad te advierto
que estás muy cerca de conseguirlo. Hay una palabra bastante específica para
describir a las mujeres que hacen esto. Acabaremos lo que hemos empezado, esposa,
después podrás insultarme todo lo que quieras —rezongó aplastando su boca contra
la de ella.
Y ella hubiera gritado, lo hubiera apartado insultándolo si no fuera por la
salvaje satisfacción que las palabras de Darko le provocaron. Trató de permanecer
indiferente a las caricias que le recorrían el cuerpo y la tentaban, ya bien por su
suavidad o ya bien por su violencia, pero cuando la boca masculina descendió sobre
su pecho para devorar con ferocidad la tensa cumbre, no pudo soportarlo más. Se
entregó de lleno a él y a las mágicas sensaciones que le provocaba.
Darko se adentró en su interior con un embate enérgico, colmándola por
completo y arrancándole un gemido de los labios. El dolor inicial desapareció para
dar paso a un placer agudo que se fue incrementando al ritmo frenético de las
caderas de Darko. Las embestidas firmes la hundieron en un torbellino de placer del
que no tenía fuerzas para escapar, y entonces ocurrió, una explosión en el interior de
su cuerpo la hizo contraerse y menear las caderas pidiendo más.
—¡Sí, por favor, por favor! —gimió antes de que sus miembros se relajaran y
comenzaran a temblar.
Darko la acompañó en su viaje, su cuerpo recio se tensó un segundo antes de
verter en ella su simiente. Después, se derrumbó sobre su cuerpo aspirando aire a
grandes bocanadas. Su corazón martilleaba contra el pecho de Alanis, acompasando
su rabioso latir al de ella.
Los dos quedaron exhaustos, sudorosos, satisfechos con aquella comunión
corporal.
Cuando su respiración se hubo calmado, Alanis sintió sobre su piel la
mordedura del frío, y se estremeció tanto por ello como por el hecho de haber
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claudicado de una manera tan desastrosa ante Darko. Un profundo vacío se instaló
en su corazón, provocándole un doloroso nudo en la garganta. Una húmeda
viscosidad comenzaba a deslizarse por sus muslos, pero antes de que pudiera hacer
nada, Darko saltó de la cama y se movió silenciosamente por la habitación.
—Déjame aliviarte —la sobresaltó tomando uno de sus tobillos.
¿No había sufrido ya suficiente vergüenza? ¿Qué otra mezquindad iba a tener
que soportar?
—No —dijo tratando de separarse, pero sus fuerzas para combatir se habían
esfumado, dejándola débil como una muñeca rota.
De repente sintió cómo él acariciaba con un paño húmedo su entrepierna,
calmando su ardor con ternura. Su fingida devoción hizo que un sollozo escapara de
su garganta.
—He sido demasiado brusco, no debí… ¡Maldita sea, Alanis! Si te he hecho
daño, lo siento, era tu primera vez y merecías al menos mi contención.
Alanis hubiera deseado que la desazón lo invadiera, que sufriera igual que
estaba sufriendo ella, pero hubiera sido injusto dejar que se culpara por algo incierto.
—No, no me has hecho daño —reconoció con un trémulo suspiro.
El colchón se hundió ligeramente cuando él se unió a ella bajo las mantas.
—Entonces deja que te abrace, mañana arreglaremos todo este embrollo —
ordenó con suavidad atrayéndola hacia su pecho y depositando un cálido beso en su
boca.
Lo justo hubiera sido rechazarle, pero la sensación que le producían aquellos
brazos alrededor de su cuerpo era demasiado cálida y placentera para sus
abotargados sentidos.
A la mañana siguiente, el insistente canto del gallo consiguió arrancar a Alanis
de su sueño. La tibieza del lecho invitaba a acurrucarse entre las mantas y cerrar de
nuevo los ojos, pero los recuerdos de la noche pasada resurgieron de repente
haciéndole abrir los ojos de par en par.
Giró la cabeza y descubrió que la cama se hallaba vacía.
—Pensé que no ibas a despertar nunca. ¿Siempre duermes tan profundamente?
—inquirió la voz de Darko.
Alanis se volvió hacia él, que la observaba con diversión acomodado junto a la
ventana.
—No lo haría si supiera que te dedicas a espiarme.
La mirada de Darko vagó libremente por el cuerpo de la mujer.
—Te equivocas; admiraba, no espiaba. Eres la mujer más atractiva que he
conocido, la sangre bulle en mis venas sólo con verte.
—Si tanto incomodo te provoco, bien podías esperar fuera —respondió ella con
acritud elevando altivamente la barbilla.
Pero su orgullo se desvaneció ante el desagradable rugido de su barriga. La
noche anterior apenas había tocado la cena que Sarah le había subido.
Darko rió de su bochorno antes de ponerse en acción con agilidad y, tras dirigir
una libidinosa mirada hacia las curvas que se adivinaban bajo las mantas, abrió la
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puerta.
—Diré a Sarah que suba a ayudarte; te espero abajo para desayunar. Según
tengo entendido es tu momento favorito del día —señaló con burla. Él, al parecer, ya
había concluido con su aseo, observó. Llevaba el pelo húmedo y un atuendo bastante
informal, compuesto por unas altas botas negras, ajustados calzones color arena y
una camisa blanca sin corbata. La habitual aura de peligro que lo acompañaba
parecía haberse disipado un tanto, haciéndole parecer más joven.
Alanis frunció el ceño.
—¿Cuántos años tienes?
La pregunta detuvo a Darko en el umbral de la puerta.
—Treinta, ¿por qué? —preguntó sorprendido.
—Por un instante no me has parecido tan… viejo —concluyó tratando de
fastidiarle.
Darko dejó escapar una carcajada, demostrando que sus palabras distaban
mucho de hacerle perder el control.
—Más tarde te demostraré lo erróneo de ese pensamiento. Y si no es así, puedes
suponer que he encontrado el secreto de la eterna juventud. —Su mirada se deslizó
por los arrugados cobertores del lecho, refiriéndose sin duda a los acontecimientos
de la noche pasada.
—¡Oh! —farfulló la joven, sobrepasada audazmente por el canalla—. Vete, no
estoy de humor para medir intelectos.
Media hora después, Alanis estaba lista para reunirse con Darko. Vestida con
un delicado traje de algodón verde claro con un espumoso encaje que adornaba su
cuello, descendió al piso inferior pensando en la mejor manera de encarar aquel
matrimonio. Atrapada como se veía, sólo se le ocurría una solución certera, pediría a
Darko volver a Blackwood y llevar una vida separada. Ese arreglo había servido para
numerosos matrimonios, ¿por qué no para ellos? Lo sucedido la noche anterior
dejaba claro que no sería capaz de resistirse a Darko. Cuando regresaran a Londres y
él volviera a sus escarceos amorosos, ella sería la única perjudicada, porque pese a
todo, seguiría amándolo. Darko también se vería beneficiado con el acuerdo, podría
deshacerse de una indeseada esposa y continuar con su lucrativa vida.
Darko se levantó educadamente al verla. La ayudó a acomodarse en su asiento
antes de regresar a su silla.
—¿Has pedido ya? —preguntó al observar su plato lleno.
—No ha habido necesidad, Sarah conoce mis gustos. Me ha preparado un
desayuno especial.
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la boca y dejó que Darko la alimentara tan inusualmente.
—Delicioso —suspiró saboreando con deleite.
—Ni la mitad que tú.
El halago la hizo sonreír por primera vez. El resto del desayuno se desarrolló en
sorprendente armonía. La amena conversación le llevó a interesarse por su vida.
—¿De qué conoces a Sarah y su familia? Parecen tenerte en gran estima.
—De pequeño Sarah fue como una hermana mayor para mí, siempre estaba ahí
para ayudarme cuando me metía en problemas. Por aquel entonces era un granuja
insoportable y pocos aguantaban mis bufonadas —explicó escuetamente.
—¿Té? —Sarah se materializó a su lado portando una tetera en la mano.
—Sí, gracias Sarah. Mi marido me estaba hablando de cómo usted lo ayudó en
su niñez.
La mujer rió levemente mientras se inclinaba para servirle el té.
—Era un mocoso desaliñado y a medio domesticar, pero siempre corría a
esconderse entre mis faldas. Todo porque en una ocasión lo defendí… —Se
interrumpió como si hubiera realizado que estaba hablando más de la cuenta—.
Darko se encargó de devolverme el favor con creces. Cuando mi Robert se quedó sin
trabajo, él hizo construir esta hermosa posada para que nosotros pudiéramos
trabajarla.
—No fue por mera cortesía, Sarah, si recuerdas os exigí un interés por ello —
gruñó molesto.
—¡Ah, sí!, «el interés» —rió ella—. ¿Quiere saber en qué consistía ese interés?
—Me muero por saberlo —afirmó Alanis ignorando el bufido ofendido
proveniente del otro lado de la mesa.
—Nos exigió tener un cuarto disponible para su uso en la posada, ¿se lo puede
creer? Y las veces que ha venido a ocuparlo ha dejado unas propinas tan generosas
que más bien diría que es él quien nos paga a nosotros y no al revés.
—¡Basta ya! —exigió Darko—. ¿Es que ninguna mujer puede tener la boca
cerrada? —La pregunta se perdió en el aire sin desviar la atención de ninguna de
ellas.
—Y dígame, Sarah, ¿alguna vez trajo alguna invitada con quien compartir ese
cuarto?
La pregunta era una mera curiosidad, pero Alanis aguardó la respuesta con
ansiedad. Sarah arrugó el ceño.
—No, que yo recuerde usted es la primera.
Alanis sonrió feliz para lanzar una presumida mirada a su esposo. Darko
engulló el contenido de su plato antes de ponerse en pie y abandonar la mesa
resentido. Sarah lo observó partir con indiferencia.
—No se lo tenga en cuenta, siempre ha tenido un carácter explosivo, pero en el
fondo es bueno como un cordero.
Alanis sorbió un poco de té y tomó una de las tostadas del plato de su esposo.
—Nunca se me hubiera ocurrido describirlo así —murmuró divertida.
La alegre despedida de los dueños de la posada hizo sonreír a Alanis que, tras
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agitar efusivamente la mano, se dejó caer contra los mullidos asientos del carruaje.
Frente a ella, Darko se hallaba sumido en el mutismo y observaba ausente el paisaje.
—Al parecer, eres todo un héroe para esas gentes —comentó ella mirando con
discreción sus fuertes piernas extendidas.
—A Sarah le gusta alardear de mis supuestas virtudes a toda oreja dispuesta.
—¿Te molesta que la gente te señale como un benefactor?
Darko se pellizcó el puente de la nariz. Claramente incómodo, alisó una ficticia
arruga de su chaqueta antes de responder.
—No soy el benefactor de nadie. El acuerdo con Sarah y Robert me beneficia.
Y de nuevo Alanis se sorprendió con aquella desconocida faceta de su carácter.
Darko Foster, señor del hampa, parecía mantener intacta cierta capacidad para la
gratitud desinteresada. Era un rasgo muy atractivo de su persona. Alanis se preguntó
por qué intentaba ocultarlo bajo una capa de frivolidad o simple interés.
—Sarah me dijo que tu padre está enterrado en el cementerio del pueblo.
—Sí, yo mismo ayudé al enterrador de la parroquia a cavar su tumba. Éramos
tan pobres que no pude pagar una lápida.
—Tal vez podríamos llevar unas flores.
—Creo que a mi viejo le gustaría.
—Me hubiera gustado conocerle —afirmó la joven con una tímida sonrisa.
—Yo no era más que un crío cuando murió… —Darko hizo una pausa tratando
de encontrar las palabras adecuadas—. Pasé la noche acurrucado junto a su tumba,
no tenía adonde ir.
—¿Nadie pudo hacerse cargo de ti? —inquirió la joven, conmocionada ante la
idea de aquel niño abandonado a su suerte.
—La única hermana de mi padre murió unos meses antes que él, dejando tras
de sí tres niños de corta edad que fueron a parar a un orfanato; ninguno de ellos
sobrevivió a los abusos que allí se cometían. Pese a que no era más que un crío, sabía
que debía evitar ese lugar como la peste. Sarah me ayudó a reunir unas cuantas
monedas y con ellas me largué a la ciudad. Recuerdo haber deambulado solo por las
calles durante días —explicó encogiéndose de hombros. No se sentía a gusto
hablando de sí mismo, ni confiándole a nadie aquella terrible etapa de su vida.
Alanis era la primera persona con la que compartía la historia de su pasado.
—Ahora me tienes a mí —declaró Alanis, haciendo que Darko le clavara una
mirada profunda que le llegó al alma. Sin previo aviso, se inclinó sobre ella para
tomarla de un brazo y arrastrarla a su regazo.
La protesta de la joven se perdió en el posesivo abrazo que vino a continuación.
—Eres demasiado prepotente —se quejó ella mientras él acomodaba su
mandíbula sobre la castaña coronilla.
—Y vos, señora, muy regañona.
Alanis inspiró profundamente. Reconfortada por los cálidos brazos que la
rodeaban, su mirada se perdió a través de la ventanilla. Pero de repente volvió la
sombra del miedo, no debía permitir que aquello sucediera, no deseaba compartir
aquel tipo de intimidades con él. Cuando llegara el momento de separarse, sería
mucho más fácil si reducían aquella relación a un simple trato de cortesía.
—Explícame qué ocurre —le pidió Darko, consciente de que algo preocupaba a
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
Alanis.
—No sé a qué te refieres.
—En ocasiones me miras como si fuera el mismo diablo.
—¿Por qué te casaste conmigo? —La pregunta, lanzada a bocajarro, lo pilló
desprevenido.
—¿Qué clase de pregunta es ésa? Tú sabes perfectamente por qué me casé
contigo —dijo contrayendo levemente la boca.
Ella se separó de sus brazos para sentarse en el asiento de enfrente. Su mirada
anhelante recorrió el rostro de Darko.
—¿Por qué, Darko? Y no me digas que fue para salvar mi reputación, nunca lo
has hecho con otra mujer. ¿Por qué iba a importarte mi reputación cuando ya la
habías menospreciado en otras ocasiones?
Darko dejó escapar un bufido incómodo.
—¿Qué quieres de mí? —gruñó acorralado.
—La verdad, esa que tanto veneras. ¿Planeaste utilizar mi reputación para
casarte conmigo?
Los ojos verdes lanzaron una intensa mirada en su dirección.
—¿Tú qué crees?
—¿Es cierto? ¿Lo planeaste todo para que así ocurriera? —susurró con la voz
quebrada.
—¡Sí, maldita sea! Planeé seducirte ante los ojos de toda la sociedad.
Sus palabras se clavaron en el corazón de la joven… Lartimer tenía razón.
Después de la noche pasada, ella había albergado esperanzas de una verdad distinta,
pero la realidad descarnada estaba frente a ella. Darko lo había reconocido, pero no
había jactancia en su expresión, sino enfado. ¿Qué derecho tenía él a enfadarse? ¡Era
ella la engañada!
—Lartimer tenía razón entonces… —suspiró dejando caer las manos sobre su
regazo en actitud de derrota.
—¿Lartimer? ¿Qué tiene él que ver en todo esto? ¿Has hablado con él? —Darko
se adelantó para tomarla bruscamente por las muñecas—. ¿Qué demonios es todo
esto?
—No temas, querido, como esposa tuya no puedo declarar en tu contra, ¿no es
lo que habías planeado? ¡Qué tonta me debes creer!, la presa perfecta para ti, una
pueblerina sin… —Se retorció tratando de liberarse de las manos de Darko—.
¡Suéltame! —exigió impotente. Darko poseía una fuerza cien veces superior a la suya,
verse sometida a su capricho era desesperante.
—Alanis, dime qué te dijo esa alimaña. —La voz de Darko retumbó en el
interior del carruaje.
—¡Déjame en paz!
—Alanis, estoy a punto de perder la paciencia y te aseguro que no te gustará
que eso ocurra.
La amenaza surtió el efecto deseado. Acobardada, Alanis abrió su bolsito para
extraer un papel arrugado de su interior.
—Ten, léelo tú mismo —dijo arrojándoselo maleducadamente. Darko apretó los
dientes. Sentía un imperioso deseo de zarandear a aquella mocosa veleidosa hasta
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
hacerla recapacitar.
Tras dirigirle una funesta mirada, Darko tomó la pequeña nota para leerla con
detenimiento. Cuando finalizó la arrugó en un puño para arrojarla por la ventana.
—¿Y bien? —inquirió Alanis expectante.
—Debí matar a ese maldito hijo de puta en su momento —gruñó él.
—Entonces, ¿es cierto? —Alanis no pudo esconder su tristeza. Sus hombros se
hundieron bajo el peso de la derrota—. No debiste hacerlo… —Le fue imposible
continuar.
Darko se apiadó de ella y la tomó de nuevo entre sus brazos.
—Yo no hubiera declarado en tu contra. No era necesario que…
—¿De qué diablos estás hablando? Es cierto que planeé casarme contigo, pero
mis razones fueron distintas a las que afirma Lartimer.
Ella lo miró interrogante, tan vulnerable que Darko no pudo evitar dejar caer un
beso en su boca.
—Reconozco que todo fue un tanto precipitado desde el día que abandonaste
mi casa la última vez. Quizás antes, cuando desperté de mi convalecencia y me
encontré con tus enormes ojos azules —rectificó—. Pensaba que estabas
comprometida con ese conde enclenque. Semanas antes jurabas amarme y poco
después leía la noticia de tu compromiso en la prensa; me puse furioso, no sabes lo
cerca que estuviste de morir estrangulada.
—Pero ¿por qué? Tú ni siquiera me querías a tu lado.
—Trataba de convencerme a mí mismo de ello, pero… ¡Dios Santo, Alanis!
Quería vengarme de ti, darte una lección. Después de haberme asegurado que me
amabas, un buen día me dabas la espalda comprometiéndote.
—Pero yo no estaba comprometida, todo lo que ese periódico decía era mentira.
—Reynolds me lo explicó más tarde. Entonces fue cuando comencé a planear la
manera de retenerte a mi lado de una manera definitiva.
—¿Por qué? —repitió ella cada vez más confusa—. Si lo que Lartimer afirma es
falso…
—¡Diablos, Alanis! —barbotó incómodo ante su penetrante mirada.
—¿Y lady Bellmont? Todo el mundo sabe que tú y ella… que ambos… ¿Era ésa
tu manera de vengarte?
—Alanis —la desesperación era evidente en su ofuscada expresión. Cerró
brevemente los ojos como si le fuera imposible pronunciar las siguientes palabras—,
te deseaba, es decir te deseo, aún ahora deseo tenerte en mis brazos, cuidarte…
Necesitaba tenerte fuera como fuera.
Ella lo miró con espanto e incredulidad.
—¿Tú me quieres? —tartamudeó.
Darko dejó escapar un suspiro.
—Ni tan siquiera sé qué es eso de querer —expresó vencido—. Lo único cierto
es que toda mi vida se puso del revés desde el mismo instante en que te descubrí
sobre ese montón de sacos. Me sentía confundido y odiaba tener que reconocerlo.
—¿Y lady Bellmont?
—Fue un error, pero debes creerme, nada ocurrió entre esa mujer y yo. Quería
que sintieras los mismos celos que sentía yo, pero ni siquiera la toqué.
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—Shss —lo acalló colocando una mano sobre su boca. Necesitaba pensar en sus
palabras, digerirlas para poder comprenderlas en toda su magnitud.
La lengua de Darko lamió las yemas de sus dedos. Alanis apartó la mano
escandalizada mientras él sonreía con malicia.
—Eres la primera mujer a la que he dicho algo parecido. Ten piedad.
—Eso espero. —La joven hizo un mohín coqueto enredando los dedos en su
corbata—. Ahora eres mío, Darko Foster, y pienso hacerte el hombre más feliz del
mundo.
—Ya lo soy, aquí, ahora, en este mismo momento. —Su voz se fue reduciendo
paulatinamente hasta convertirse en un murmullo grave.
Impulsivamente Alanis besó con abnegación su mandíbula. Su estupor ante la
confesión de Darko la hacía flotar, maravillada por la profundidad de sus
sentimientos. No le había hecho una declaración de amor, pero sí algo muy cercano a
ella.
Sintió las manos de Darko recorrer la espalda de su vestido. Con un suspiro
cerró los ojos y se abandonó a su boca hambrienta. Pudiera ser que en un futuro
cercano él la llegara a amar…
Embrujado por la suavidad de su piel, Darko dejó caer una lluvia de besos en la
curva de su hombro para descender después hasta el borde de su vestido. Su lengua
se deslizó, húmeda, por el valle de sus pechos.
—Creo que debemos detenernos —gimió Alanis cuando él acarició uno de sus
pechos sobre la tela del vestido.
—Ni en un millón de años, pequeña. Llevo siglos deseándote y tardaré otros
muchos en aliviar esta ansia —susurró él capturando entre sus dientes el lóbulo
flexible de su oreja.
Alanis tembló, rindiéndose ante lo inevitable. Con un tirón de su mano Darko
liberó sus pechos del confinamiento de su vestido.
—Las cortinas —jadeó Alanis al sentir la boca sobre el excitado pezón.
Sin detener sus avances, Darko estiró la mano para cerrar bruscamente las
cortinillas de terciopelo, sumiendo el interior del carruaje en una tenue oscuridad.
—Pasa la pierna sobre mí —ordenó rodeando la coralina aureola con el borde
de sus dientes antes de tentarla con audaces estocadas de su lengua.
Ella obedeció con torpeza colocándose a horcajadas sobre el regazo masculino.
—He deseado hacer esto desde la primera noche que te tuve en mi coche —
afirmó con la voz ronca mientras hundía sus dedos en su cabellera castaña. La sujetó
con fuerza mientras saqueaba su boca con la lengua—. Te veía ahí, sentada frente a
mí, y ardía en deseos de tomarte.
Los vertiginosos movimientos de su lengua hicieron que Alanis se sujetara con
fuerza a sus hombros, ella también ansiaba acariciar su piel. Abrió con brusquedad el
chaleco de Darko extendiendo las manos bajo la tela de su camisa, deslizándolas por
su tenso vientre.
Darko alzó la cabeza ayudándola a desabotonar la delantera de su pantalón.
Dejando escapar el aire por entre los dientes la guió hacia su miembro. Alanis,
pudorosa, sintió sus mejillas arder. Él mantuvo su mano sobre la de Alanis
invitándola a rodear con ella su masculinidad, a deslizarse lentamente por toda su
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cálida longitud. Inclinó la cabeza sobre el respaldo de su asiento para observar a la
joven con los ojos entrecerrados. Sus inexpertas atenciones y su expresión
forzadamente serena incrementaron su deseo.
Sentada sobre los muslos de su esposo, con las faldas sobre las rodillas y los
pechos desnudos, Alanis se sintió, por primera vez en su vida, malvada. ¿Era aquél el
efecto que Darko ejercía sobre las mujeres? «Posiblemente», pensó con una súbita
sonrisa. Nunca se había detenido a pensar en el poder que podía ejercer como mujer.
La embriagadora experiencia la volvía más audaz, animada por la oscura mirada de
Darko.
Se detuvo un instante, recreándose en la cálida suavidad de su miembro. Le
parecía increíble que la fibra humana pudiera adquirir semejante dureza. Recorrió
toda su extensión a su antojo, antes de cerrar nuevamente la mano y friccionarlo
contra su palma.
—Detente, cariño, no creo que pueda resistirlo por más tiempo —dijo Darko
entre suspiros.
Alanis buscó su mirada, desarmándolo por completo con el brillo sensual de
sus ojos. Urgido por la necesidad, extendió la mano hacia el cierre de sus calzas.
Mientras luchaba por deshacer el nudo que las mantenían sujetas a su cintura notó
con satisfacción que estaban húmedas.
—Inclínate sobre las rodillas, así. Un poco más abajo, eso es. Deja que te llene.
¿Estás lista para mí? —Sus entrecortadas instrucciones estimularon a la joven. Con
cierta dificultad se colocó en la posición adecuada, apoyando levemente las manos
sobre los hombros e izándose sobre las rodillas mientras Darko la sujetaba con
firmeza contra sí. Una de sus manos hurgó entre los pliegues del vestido arrugado
hasta topar con las nalgas tersas de la joven. Las abarcó con la mano mientras
succionaba un pecho hacia el interior de su boca cálida.
—Darko —gimoteó retorciéndose contra él.
Darko elevó las caderas contra la carne húmeda penetrando el estrecho canal.
—Inclínate un poco más —murmuró con la boca pegada a su pecho—. Hacia
abajo, así… ¡Diablos, qué bueno!
Juntos encontraron el ritmo definitivo y entre gemidos de goce alcanzaron la
liberación del placer.
La propiedad de Darko resultó ser un encantador Cottage rodeado de bosques
y jardines. Alanis se enamoró perdidamente del lugar en cuanto lo vio. La casa, de
tamaño medio, tenía un aire decididamente francés sin llegar a la decadente
suntuosidad de su mansión londinense. Tres sirvientes se presentaron ante la nueva
señora para darle la bienvenida. Sonrojada por los momentos vividos en el interior
del carruaje, Alanis trató de comportarse como una correcta señora, pero la sonrisa
socarrona de Darko restó eficacia a sus esfuerzos. Almorzaron en una pequeña salita
cuyos ventanales se abrían hacia el jardín. Después, pidió a Darko que le enseñara el
lugar. Tomados de la mano recorrieron una a una las habitaciones, el jardín y las
cuadras, luego pasearon por la orilla del pequeño riachuelo que cruzaba la
propiedad.
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—Cuando era pequeño venía a este lugar. Por aquel entonces, los antiguos
dueños apenas visitaban la propiedad. Yo me colaba dentro de la casa y deambulaba
por todas las habitaciones como un fantasma.
—¿Robabas? —preguntó Alanis consternada.
Darko rió al tiempo que la estrechaba contra sí.
—Por supuesto que no, niñata entrometida. —Darko lanzó un suspiro
deteniéndose para observar la casa—. Soñaba que todo esto me pertenecía, me veía
viviendo aquí. Imaginaba que era rico, fingía tener criados. —Se detuvo con los ojos
ensombrecidos por los recuerdos—. Me hice la promesa de hacerme con este lugar
algún día y regresar para demostrar a todos que, pese a todo, había conseguido
triunfar.
Alanis se separó de él para cortar un hierbajo y llevárselo a la boca. Se la veía
relajada, contenta de hallarse al aire libre.
—Me alegra que lo hayas conseguido. Tú y yo seremos felices aquí —afirmó
inspirando una bocanada de estimulante aire.
Darko la estudió brevemente antes de tirar nuevamente de ella.
—Sigamos, hay un pequeño estanque al otro lado de la colina. Solía bañarme
allí desnudo. Podríamos probar…
—No me bañaré desnuda en ningún lado, Darko Foster, estamos en otoño —rió
ella.
—Yo te daré calor —aseveró con canallesco encanto.
—Ni hablar —negó Alanis entrelazando sus dedos.
A pesar de su recato, esa misma tarde Darko le hizo el amor sobre la húmeda
alfombra vegetal del bosque. Después, regresaron a casa completamente exhaustos y
felices. Decidieron cenar en la intimidad de sus habitaciones.
Alanis descubrió que era sencillo hablar con Darko cuando éste se hallaba de
buen humor. Él la interrogó perversamente sobre su vida en Blackwood y sus amores
juveniles. Ella le confesó que durante un tiempo estuvo enamorada del hijo de un
hacendado vecino que se hallaba, a su vez, enamorado de su hermana Eloise.
—Un paleto idiota —se mofó Darko celoso.
—No es cierto, era un joven atento y muy apuesto. Fue muy amable por su
parte ignorar mi interés —lo defendió Alanis.
—Como quieras, pero no por ello dejará de ser un idiota.
—¿Cómo puedes saberlo?, ni siquiera lo conoces.
—Si te dejó escapar, cariño, no puedo calificarlo de otra manera —dijo
tironeando de ella desde su parte del colchón donde se habían acomodado a charlar.
Alanis rió tratando de alejar las manos del cinto de su bata.
—¿Qué hay de ti? Seguramente tuviste una ristra de muchachas suspirando
detrás de ti.
Darko enterró el rostro en su cuello aspirando levemente el aroma de su piel.
Después, acomodándose sobre un codo, la observó, repasando con un dedo las líneas
juveniles, casi inocentes, de su rostro. Si había habido otras, no las recordaba.
—En realidad, no muchas. Cuando era un mocoso estaba demasiado flaco como
para que ninguna chica se fijara en mí. Sarah tenía razón, yo estaba a medio
domesticar y tampoco me gustaba mucho eso de asearme. Supongo que ésas eran
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razones suficientes para espantar a cualquier muchacha con dos dedos de frente.
—¿Qué hiciste cuando llegaste a Londres?
—Busqué trabajo, era un pillo bastante descarado, ¿sabes?
—Puedo imaginármelo.
—Nadie se apiadó de mí, y razones no les faltaron, me imagino. Trabajé en una
frutería cargando cajas, pero robaba más de lo que cargaba. Después me dediqué a
vender carbón que sisaba de las carboneras de los barrios altos. Finalmente acabé
robando en las calles junto a Tom y Leni. —Su boca se estiró en una sonrisa triste—.
Por aquel entonces, un tipo llamado Stuart se había adueñado del barrio y
puntualmente se encargaba de cobrarnos unos intereses por dejarnos «vivir». Una
noche quiso quedarse también con nuestra cena y eso fue demasiado, Leni llevaba al
menos un día sin comer y yo, si no recuerdo mal, dos. Tenía un hambre espantosa,
así que hice lo más estúpido que se me ocurrió, le planté cara. Por ello recibí la peor
paliza de mi vida, y después de eso, me llevó a rastras hasta un burdel de mala
muerte para venderme como esclavo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Alanis consternada.
—No quiero presumir, pero me había convertido en un muchacho bastante
guapo y algo follonero. A muchos hombres les gusta… —Darko se detuvo,
sorprendentemente incómodo—. Bueno… quizás sea mejor que omita esta parte de
la historia —gruñó ante la impresionada mirada de la joven. Su aire inocente le hacía
sentir viejo y hastiado.
—Quieres decir que te vendieron para que otro hombre se acostara contigo.
Darko la miró con una ceja elevada.
—Sé de la miseria de la pobreza y a qué condena a los inocentes. Mi estancia en
Londres me ha abierto los ojos a los más desafortunados —señaló ella estirando una
mano hacia su frente para apartarle un mechón de pelo.
—No lo suficiente, créeme. En esa ciudad hay más depravación de la que tus
ojos podrían ver en toda una vida. En realidad, no ocurrió nada, el dueño del garito
me encerró en un cuartucho durante dos días para que me recuperara de la paliza.
Decía que con el rostro magullado ninguno de sus clientes querría estar conmigo.
Tom y Leni vinieron en mi busca y me ayudaron a escapar.
—¿Y qué pasó con ese Stuart? Espero que la justicia haya topado con él.
—Lo primero que hice fue ir en su busca. Tarde o temprano, él acabaría por
atraparme si no lo hacía yo primero. —Su rostro tomó una oscura expresión. Por
alguna razón, necesitaba que ella lo comprendiera.
Alanis extendió una mano sobre su pecho tratando de alejar cualquier dolor
que se alojara allí. Darko retuvo la mano contra sí.
—No es necesario que continúes si no lo deseas —susurró ella conmovida por
su furtiva vulnerabilidad. Nunca imaginó que un hombre como Darko pudiera
demostrar alguna debilidad.
—Sí, debo hacerlo, quiero que… —Ahora que la puerta se había abierto Darko
necesitaba mostrar lo que se ocultaba tras ella—. Fui a por él. Yo era mucho más
pequeño y más inexperto, pero había aprendido de mi último encuentro. Lo maté por
la espalda clavándole una navaja que había birlado en el burdel. Lo último que
vieron sus ojos fue mi cara.
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Darko se sentó sobre el colchón hundiendo la cabeza en sus manos.
Alanis lo miró indecisa.
—No fue tu culpa, eras apenas un muchacho. Hubiera sido tu vida o la de él, tú
mismo lo dijiste —lo consoló enredando los dedos en su pelo—. No lo siento en
absoluto. Era un hombre cruel, sin sentimientos.
Darko alzó al fin la mirada.
—Nunca quise convertirme en un asesino, pero las circunstancias me
empujaron a ello. En ocasiones pienso que soy tan malo como el viejo Stuart. Mis
manos están manchadas de una suciedad que me acompañará hasta el fin de mis
días.
—Esa es de por sí una dura penitencia —murmuró consoladora mientras dejaba
caer un beso en su oreja.
—¿No te arrepientes de estar casada con un asesino? Temo que mis manos
puedan contaminar tu pureza, eres tan inocente, tan maravillosamente cándida…
Ella negó con la cabeza mientras tomaba una de sus manos contrastando su
tamaño con la suya.
—No es necesario que intentes protegerme de ti, y te recuerdo que ya no soy
tan inocente —concluyó con seriedad.
Darko volvió el rostro para rozar con sus labios su boca.
—¿Qué ocurrió después? —preguntó separándose con un tembloroso suspiro.
Darko se dejó caer contra las almohadas estirándose sobre los cobertores.
—Digamos que subí un escalón. Todos odiaban a Stuart y supongo que me
vieron como un libertador. Comenzaron a pedirme favores, un trabajo aquí, otro allá.
Me volví un tunante arrogante, un granuja de tres al cuarto. Pero tenía mis propios
planes para progresar, me dediqué durante un tiempo a revender mercancías
robadas y cuando tuve el dinero necesario comencé con el contrabando de licor. Un
negocio redondo, se mire por donde se mire.
La joven se golpeó pensativamente la barbilla.
—Papá podrá ayudarnos de aquí en adelante. Él te buscará un empleo en el
cual…
—Antes de que sigas, cariño, no es necesario que apeles a la generosidad de tu
padre. Creo que podré mantenerte por mis propios medios —declaró con orgullo.
—No me importa no tener dinero, Eloise y Eric…
—Renuncié al contrabando porque así me lo pidió tu padre, pero mis
actividades en ese campo tenían más de aventura que otra cosa. Hace tiempo que
vengo volcando mis esfuerzos en el comercio legal. En realidad casi todos mis
ingresos actuales provienen de ello.
Durante los siguientes diez minutos, Darko enumeró uno por uno todos sus
negocios, que sumados a las propiedades que poseía tanto en Inglaterra como en las
colonias, suponían una fortuna muy superior a la de su propia familia.
—¡Vaya! Jamás imaginé que fueras tan rico. Eric te interrogará a fondo sobre tus
inversiones. Dom siempre dijo que acabaría por pescar un buen partido. ¿Qué te
parece? —rió la joven haciéndole carantoñas.
—¿Dom?
—Mi hermano. Se supone que ahora mismo está en Escocia, pero con Dom
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nunca se sabe. Se pondrá furioso cuando se entere de mi boda, ya se perdió la de
Eloise y te aseguro que no le sentará nada bien enterarse por carta de mi nueva
condición.
Continuaron hablando durante horas, confesándose intimidades, sueños y
recuerdos hasta que el sueño los venció y agotados, se acurrucaron bajo las mantas.
Antes del alba, Darko la despertó con sus besos y le hizo el amor con apasionada
lentitud antes de derrumbarse sudoroso sobre ella murmurándole dulces promesas.
Durante la semana siguiente, Darko creyó estar viviendo una fantasía. Los
momentos vividos desde el día de su matrimonio se le antojaban radiantes y llenos
de dicha, disfrutaba intensamente de la compañía de su esposa. Había aprendido a
confiar en ella como si fuera una parte más de sí mismo. Nunca antes había sentido
esa intimidad con otro ser humano. Ella era alegre, llena de humor e inteligencia y
generosa en su pasión; complementaba a la perfección su carácter explosivo y
reservado. Podían empezar discutiendo sobre algún tema profundo para terminar
embarcados en algún juego infantil que los hacía retorcerse de risa. Las payasadas de
la joven burlándose de él le arrancaban carcajadas profundas que, por primera vez en
su vida adulta, le hacían sentirse satisfecho con la vida en general. Era esa
dependencia absurda la que le hacía ser más precavido con sus propios sentimientos,
temeroso de dar en exceso.
Tras una semana de estancia en Green Water Cottage, Alanis insistió en visitar
la tumba de su padre. Así pues, una soleada mañana caminaron hasta el humilde
cementerio situado a la entrada del pueblo para depositar un ramo de flores
silvestres y rezar tomados de la mano una plegaria en su memoria.
—Haré que pongan una lápida. Al viejo le hubiera gustado al menos eso —dijo
Darko apisonando con sus pies la tierra húmeda que se amontonaba sobre la tumba.
Al salir del cementerio, Darko accedió a regañadientes a acompañarla en su
paseo por el pequeño pueblo en el que había pasado su infancia. Su estado de ánimo
se había ido tornando inquieto y arisco a lo largo de la mañana, así que Alanis
prefirió continuar sola mientras él la aguardaba en el elegante landó. Darko debía
exorcizar demasiados recuerdos. Alanis fingió al despedirse una sonrisa de
tranquilidad antes de echarse a caminar seguida de uno de los hombres de su
marido.
Casi de inmediato se percató de que la gente parecía reconocerla, todos
señalaban en su dirección murmurando. Al detenerse ante el pequeño escaparate de
una panadería, una mujer con un mandilón manchado de harina le salió al paso
invitándola a entrar. Alanis aceptó agradecida y como recompensa obtuvo una bolsa
llena de rosquillas que fue comiéndose calle abajo. La actitud de los habitantes del
pueblo parecía cordial y curiosa. A lo largo de su paseo se vio obsequiada con
diversos regalos, frutas, algún que otro dulce, un bote de conservas.
—Acéptelo, señora, y dígale a su esposo que estamos muy contentos con su
regreso —le decían, y Alanis reía de contento.
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Cuando Darko reapareció, su expresión sombría no se había disipado, pero sus
rasgos perdieron rigidez al verla rodeada de parroquianos. Apurando el paso se
acercó a ella ignorando groseramente los saludos que le dirigían.
Tomó un frasco de mermelada de sus brazos dirigiéndole una mirada
interrogante.
—Un regalo, una especie de bienvenida. Parece que las gentes del lugar están
contentas de tenerte de vuelta.
Darko apretó los labios mientras se hacía cargo de los obsequios. Observó de
reojo las caras expectantes que lo observaban.
—Lo mismo que un zorro en un gallinero.
Alanis hizo una mueca mientras se elevaba sobre sus punteras para depositar
un beso en su mandíbula. El gesto sorprendido de Darko la hizo sonreír.
—Acompáñame. Quiero conocerlo todo —dijo tirando de él.
Él fue incapaz de negarse. Partieron juntos dejando atrás al grupo de curiosos.
Podía haber sido una visita agradable si no hubiera sido por el ingrato incidente
que se produjo mientras regresaban de nuevo al carruaje. La reverencial admiración
de aquellas gentes no dejaba de sorprenderla. Según fue entendiendo, Darko había
invertido una buena parte de su dinero en la mejora de sus vidas, una fuente, un
salón parroquial, mejoras en los caminos… Darko aseguraba que el único motivo de
su aprecio era el dinero, y que todos ellos le habían ido dando la espalda.
—¿Por qué hiciste esas cosas por ellos entonces? Podrías haberte paseado en tu
carruaje por el centro del pueblo presumiendo de lo bien que te va la vida y hubiera
bastado. No entiendo por qué hiciste préstamos o saldaste deudas de gente a la que
aseguras despreciar.
Darko farfulló algo. Su atolondramiento arrancó una sonrisa de su esposa.
—¿Sabes lo que creo?
—¿Qué? —inquirió él bruscamente—. ¡Maldita sea, Alanis! Deja de mirarme
como al gato que se ha tragado un ratón.
—Pienso que en el fondo, por mucho que te pese, Darko Foster, eres una buena
persona.
Darko enrojeció hasta la raíz del cabello, como si hubiera recibido un insulto y
no un halago. Iba a añadir algo, algo desagradable, supuso Alanis por su expresión,
pero de repente se detuvo como un felino al descubrir una presa sobre la cual
abalanzarse.
Al otro lado de la calle había una mujer alta, de apariencia aristocrática, vestida
con gran elegancia. Su edad madura no desmerecía su apostura, muy al contrario,
parecía incrementarla. Ella también se había detenido, y mientras les observaba,
hacía girar sobre su cabeza una sombrilla adornada con encajes que protegía su
intrincado peinado. Sus bellos rasgos parecían haberse contraído levemente. Alanis
frunció el ceño al percibir la tensión de su esposo. ¿Quién era esa mujer?
La pregunta estaba ya en la punta de su lengua, pero justo cuando la iba a
pronunciar, Darko tiró de ella, haciéndola avanzar a trompicones.
—Vamos —gruñó hosco.
Al otro lado de la calle la mujer se volvió para murmurar algo a su sirvienta,
después cruzó la calle en dirección a ellos.
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
—¡Foster, detente! —ordenó con un desagradable tono de voz.
La orden hizo que Darko rechinara los dientes. Apretó el brazo de Alanis
dispuesto a apresurar el paso e ignorar a la dama, pero finalmente se detuvo con una
terrorífica mirada.
—¿Qué es lo que quieres? —espetó. Su voz, reducida a un suave susurro,
estremeció a Alanis cuando detectó la cólera escondida bajo aquel barniz de frialdad.
—¿Qué haces aquí? —inquirió la mujer mientras le lanzaba a Alanis una mirada
despectiva. Sus ojos verdes se entrecerraron brevemente al observarla antes de
centrar de nuevo toda su atención en Darko.
Había algo en aquellos ojos verdes, algo decididamente familiar.
—No creo que deba darte explicaciones sobre mi vida.
—Has vuelto sólo para avergonzarme, ¿no es cierto? ¿Y quién es ésta?
—¡Cuidado, señora! «Esta» a la que tan alegremente nombras es mi esposa, y
responderé a cualquier insulto que escupas por esa sucia boca de víbora —silbó
oprimiendo con más fuerza el brazo de la joven.
De seguir así no recuperaría la sensibilidad en un par de días, se dijo, y aunque
aquella mujer la desagradaba profundamente, Alanis no lograba entender la
hostilidad de Darko.
—Esto no es necesario —intervino tratando de soltarse de aquella garra de
hierro.
La mujer la miró con sorpresa. La impecable pronunciación pareció
escandalizarla.
—Así que es cierto, has conseguido atrapar una estúpida de la clase alta…
Cuando lo oí no quise creerlo. Siempre fuiste un bastardo ambicioso.
—¡Señora! —protestó una airada Alanis. La mujer parecía ignorar el peligro en
el que se hallaba. Darko parecía dispuesto a retorcerle el cuello de un momento a
otro; en cualquier caso, la situación hizo que la joven dejara de lado sus buenas
maneras—. No sé quién es usted, pero no toleraré que se dirija a mi esposo en ese
tono.
—¿Con qué sucias tretas consiguió engañarte? Era tu título lo que buscaba, y si
has creído otra cosa, eres una estúpida ingenua. Esta escoria lleva toda la vida
soñando en convertirse en lo que no es —rió mostrando desagradablemente su
perfecta dentadura.
Aquello fue demasiado. Sin previo aviso, Alanis le arrancó de las manos la
delicada sombrilla para estrellarla contra su rodilla partiéndola en dos. El maltratado
objeto fue devuelto a su dueña con brusquedad.
—Me gustaría hacer eso con su cuello, así que le sugiero que cierre el pico —
advirtió colérica.
La risa de Darko estalló a sus espaldas.
—Ya ve, señora, trate de no enojarla demasiado —festejó entre carcajadas.
Tomó a Alanis de la cintura y la alejó de la mujer, que enfurecida giró sobre sus
talones y encauzó su retirada calle abajo.
Ya dentro del carruaje Alanis necesitó de todo su autocontrol para soliviantar
su humor mientras Darko no paraba de reír.
—Deja de reírte, por favor —rezongó ella colocándose los guantes con violentos
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tirones—. Esa mujer ha estado a punto de acabar con mi paciencia.
—Tiene ese efecto, sí. Pero no te preocupes, has estado magnífica, realmente
magnífica. —Una nueva carcajada sacudió sus anchos hombros.
—Jamás había conocido a una mujer tan desagradable, ¿quién era?
—Mi madre.
Ella se volvió rápidamente creyendo haber entendido mal.
—No estás hablando en serio.
—Completamente. Lady Conrad es mi madre —afirmó Darko con una amplia
sonrisa.
Alanis lo miró muda de asombro.
—Pero tú nunca me dijiste… Yo creía que… —tartamudeó consternada—.
Háblame de ella —exigió con un suspiro mientras el vehículo dejaba atrás el pueblo.
La sonrisa de él se esfumó. La observó concentradamente como si mantuviera
una lucha interna consigo mismo.
—Supongo que debo empezar por contarte cómo conoció a mi padre —suspiró
finalmente—. Mi padre trabajaba como carpintero, igual que mi abuelo. Siendo aún
muy joven conoció a una muchacha con la que decidió casarse. Mi abuelo había
muerto recientemente y él había quedado a cargo del negocio. Era un buen
carpintero, los trabajos le llegaban con bastante regularidad de todas las partes del
condado. Consiguió prosperar y construirse una pequeña cabaña. Siempre me
pregunté cómo hubiese sido mi vida si él hubiera llegado a casarse con aquella mujer
después de que yo naciera. —Se detuvo un segundo antes de continuar con el relato
—. Lord Conrad era el terrateniente local y el hombre fuerte del condado. En una de
sus visitas anuales al pueblo, quedó sorprendido con el trabajo de mi padre, a quien
le acabó encargando la restauración de la balaustrada de su mansión. Fue allí donde
mi padre conoció a lady Alexandra Conrad. Una joven atractiva, rica y de buena
educación. Mi padre se enamoró de ella nada más verla, o al menos eso me contó. La
atracción era al parecer mutua, así que comenzaron una relación. Se veían a
escondidas en las cuadras. Mi padre estaba tan enamorado que rompió con su
antigua relación y le pidió a lady Conrad que se casara con él. Le puso su corazón en
una bandeja, pero ella le premió riéndose de él. Era la hija de un conde, ¿cómo iba a
casarse con un simple carpintero? Se creía demasiado buena para él. Mi padre la
abandonó, pero era tan débil ante sus encantos que continuaron con la relación por
simple capricho de la mujer. A finalizar el invierno, mi querida madre tuvo que
regresar a Londres. Mi padre la esperó aquí como un perro hambriento, contando los
días para su regreso, y ella regresó un mes antes de lo acordado, pero con un anillo
de compromiso en la mano y conmigo en su vientre. Le confesó a mi padre que
deseaba abortar, que de hecho ya lo había intentado en un par de ocasiones. Lo que
ella deseaba era casarse con lord Murray, un viejo que le doblaba la edad, y mantener
a mi padre como amante. Él se negó y le advirtió que revelaría el secreto de su
relación si ella no llevaba a buen término el embarazo. La amenazó con hacer
públicas sus numerosas cartas, así que ella no tuvo más remedio que aceptar. Se fue
al extranjero para dar a luz, y luego una mujer contratada para ese fin me trajo de
vuelta.
—Esa mujer está desnaturalizada —aseveró Alanis, que no llegaba a
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
comprender cómo una mujer podía deshacerse de su hijo recién nacido. Ella hubiera
luchado con uñas y dientes por conservarlo.
—Regresó meses después, ya casada. Lo primero que hizo fue buscar a mi
padre, creía que las cosas continuarían como antes, pero él se negó a verla de nuevo.
Ella juró vengarse por su rechazo, le dijo que convertiría su vida en un infierno, y así
lo hizo. Presionó a lord Conrad y a su propio marido para que nadie le diera trabajo,
justificando su acción por un supuesto insulto recibido. Yo era entonces muy
pequeño, pero recuerdo la primera vez que la vi, ella había enviudado recientemente
y vino a proponerle a mi padre un nuevo arreglo. Al verme, me preguntó si yo era el
bastardo Foster y se rió de mí diciendo: «¿Es por esto por lo qué me has cambiado?».
Mi padre la echó fuera de casa. Supongo que ella necesitaba a alguien a quien culpar
y me eligió a mí. Ella pensaba que si yo no hubiese sido concebido, mi padre habría
continuado amándola, pero él nunca le perdonó que se hubiera querido deshacer de
mí. El viejo era un hombre orgulloso. Ella consiguió que se le cerraran todas las
puertas, que no le dieran más trabajo, que nos echaran de nuestra propia casa, pero
nunca consiguió que él cediera.
—Tu padre era un hombre magnífico.
—Lo triste es que él siempre la amó, hasta el final de sus días. La amó y la odió
con idéntica intensidad.
—¿Cómo murió?
—No pudo soportarlo, empezó a beber cada vez más hasta convertirse en un
borracho. No soportaba vivir de la caridad. Me hizo prometer que saldría adelante,
que fuera como fuera sobreviviría. Cuando murió, le juré que mantendría mi corazón
tan alejado de las mujeres como ella se mantuvo alejada de su tumba —concluyó
cruzando los brazos sobre el pecho.
Sin poder contenerse, Alanis se sentó impulsivamente en su regazo.
—¿Y yo he hecho romper esa promesa? —preguntó echándole los brazos al
cuello.
Darko emitió una risa triste mientras la acomodaba sobre sus muslos.
—Tú has sido la recompensa a mi promesa —afirmó enterrando el rostro contra
su cuello tibio y aspirando su aroma—. Yo la busqué en Londres, ¿sabes?
—¿Fuiste a pedirle ayuda?
—Sé que puede sonar miserable, pero lo hice. Antes de que ella me mandara
echar como un perro le hice una propuesta. La amenacé con hacer públicas las cartas
de mi padre, su único legado… y te puedo asegurar que lo aproveché —confesó
mientras jugueteaba con la melena de su esposa. Se llevó un mechón a la nariz
deleitándose con su suavidad.
—Al menos merecías eso de ella —concordó la joven elevando la barbilla—. Esa
vieja bruja merece pagar por sus pecados.
—Fue muy generosa, incluso espléndida, diría yo. Después de eso, no volví a
saber de ella hasta hoy.
—Esa mujer no se merece todo el dolor que te ha causado. Olvidémosla.
—Bien. ¿Cómo? —inquirió animadamente ante su propuesta.
—¡No como estás pensando! —exclamó ella apartando la mano que se había
colado bajo su vestido—. Tendrás que esperar, Darko Foster. No estoy dispuesta a
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
que los criados crean que somos un par de libidinosos.
Pero se dejó hacer cuando él la besó con hambrienta pasión.
Darko levantó la vista del montón de papeles que había sobre su escritorio para
observar a su esposa, que acababa de entrar en el pequeño despacho, una confortable
estancia con paneles de oscura madera en la pared y robustos sillones de cuero a
juego con el gigantesco escritorio donde Darko estudiaba los números de sus
negocios.
La joven llevaba uno de esos mojigatos vestidos que tanto le excitaban, oculto
parcialmente por un ligero chal color vainilla a juego con el encaje que bordeaba su
falda.
Darko dejó escapar una nube de humo de su cigarro mientras se apoltronaba
sobre el respaldo de su sillón. Desde el encuentro con su madre, su enamoramiento
por la joven no había hecho sino crecer. Una vez más, ella le había mostrado el
significado de la palabra amor. Fidelidad, amistad, amor, todo ello fundido,
conjugado en una única persona. Alanis, su esposa.
—¿Estás trabajando? —preguntó la joven inclinándose sobre su hombro.
—Reviso algunas cuentas.
—No has perdido el hábito… ¿Qué es esto? —Su dedo señaló una columna de
cifras.
—Existencias. ¿Eh? Un momento, ¿qué haces? —protestó escandalizado cuando
la joven tomó el cigarro de su mano para llevárselo a la boca.
—Fumar, siempre he querido probarlo. ¿Me veo sofisticada? —Dio una ligera
calada, pero cuando el humo penetró en sus pulmones comenzó a toser.
—No mucho —rió Darko divertido con sus payasadas.
Le golpeó la espalda mientras Alanis le devolvía el cigarro con los ojos llorosos.
—Es una porquería, no entiendo como Eloise lo hacía.
—¿Tu hermana fumaba? —preguntó él socarrón.
—Siempre fue una temeraria. Dom y ella se escapaban para fumar a escondidas
detrás de los establos. Dom insistía en que estaba mal visto que una mujer fumara,
pero Eloise lo amenazaba con chivarse a papá si no la dejaba ir con él.
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
—¿Y tú, qué hacías mientras tanto? Apuesto a que mi pequeña flor se escondía
detrás de los arbustos a observarles.
—¿Cómo lo has adivinado?
Él se encogió de hombros moviéndose ligeramente para hacer sitio a la joven
entre sus fuertes muslos.
—En estos días he descubierto que nos parecemos notablemente.
Ella suspiró de placer cuando sintió las manos de Darko sobre sus caderas,
luego, apoyando su espalda contra la mesa, extendió las manos hacia su cabellera
densa.
—¿Como dos almas gemelas? —sondeó inclinándose sobre él.
—Como dos almas gemelas —concordó y capturó sus labios en un beso.
—Humm.
—Bueno cariño, ¿qué ocurre?
—Debo comentarte algo —recordó ella enderezándose.
—¿Es importante? —preguntó al tiempo que posaba su boca sobre su escote.
Rozó con sus labios los pechos de su esposa. Bajo las ligeras capas de tela, los suaves
pezones se endurecieron estimulados.
—Sí —suspiró con pesar—. Economía doméstica.
—¿De qué se trata? —inquirió con la atención puesta en el discreto escote.
—Creo que deberíamos contratar un ama de llaves para…
Darko se enderezó sin dejarla terminar.
—¿Una mujer?
—Sí, una mujer, ¿qué hay de malo? Yo soy una de ellas, ¿recuerdas? —bromeó
sin percatarse aún del cambio operado en el humor de Darko, que había dejado caer
las manos a un lado.
—No creo que sea buena idea.
—Cambiarías de opinión si te fijaras algo más en los detalles. La casa necesita la
mano de una mujer, las alfombras necesitan airearse y algunas cortinas deben
cambiarse con urgencia. También hay que encerar el suelo, sobre todo en el hall,
abrillantar los muebles, pulir balaustradas, limpiar lámparas y cristales…
—El mayordomo y la pandilla de vagos a su servicio pueden hacerlo —la
interrumpió poniéndose de pie con brusquedad.
Ella lo miró entre divertida y exasperada.
—¿De verdad lo crees?
—Sí, ¡diablos! No tienes por qué ponerlo todo del revés —protestó dando una
profunda calada a su cigarro.
—No estás siendo racional, tener una ama de llaves no es ponerlo todo del
revés —insistió ofuscada por su testarudez.
Darko se alejó para apoyarse contra el alféizar de la ventana. El viento húmedo
que agitaba los árboles presagiaba lluvia.
—No dejaré que ninguna mujer del pueblo entre en esta casa.
—Podemos contratarla de cualquier otro lugar. La casa estará mejor atendida en
nuestra ausencia —alegó Alanis situándose a su espalda.
—No dejaré que te inmiscuyas en esto, Alanis. Mi decisión es firme.
—«Esto», como tú lo llamas, es ahora mi casa, tengo derecho a inmiscuirme —
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
Así la encontró Darko cuando subió en su busca una hora después. La maldita
discusión había despertado a la bestia que habitaba su interior. Alanis pretendía
cambiar las normas de una vida de la noche a la mañana, no le bastaba con haber
vuelto del revés toda su existencia, si no que ahora pretendía gobernar sus asuntos.
Ella era como un huracán en torno al cual todo había comenzado a girar
involuntariamente, odiaba el poder que ejercía sobre él. La amalgama de
sentimientos que la joven le provocaba lo urgía a salvaguardar una parte de sí
mismo. Los avances de la joven le hacían sentirse desprotegido, incapaz de superar
sus viejos recelos. Era necesario conservar la muralla defensiva en torno a su corazón.
Pero aquella postura le era cada vez más difícil de mantener. Ansiaba entregarse a
Alanis por completo, rendirse a su voluntad. Anhelaba poder entregarse con la
misma facilidad con la que ella lo hacía, sin reservas, sin miedo.
La guerra consigo mismo lo frustraba.
Su mirada predadora se posó en las suaves curvas de su esposa, prendiendo la
mecha del deseo. Al menos en eso podía mostrarse desinhibido. Cuando estaba
dentro de ella ninguna barrera los separaba, y la bestia que llevaba dentro podía
saciarse con su calor.
—¿Darko? —Alanis se despertó sobresaltada por la súbita irrupción en su
descanso, al descubrir a su marido entre las sombras su somnolienta expresión se
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
relajó—. ¿Qué hora es? —Nada en su voz indicaba enfado o tristeza, desconcertando
a Darko, que había previsto un nuevo enfrentamiento.
Silencioso, se acercó hasta que la tenue luz de la palmatoria encendida sobre la
mesilla de noche iluminó su rostro sombrío. Alanis se estremeció ante la violenta
mirada de sus ojos verdes.
—¿Darko? —repitió insegura. El corazón latió violentamente en su pecho por la
expresión brutal de aquel rostro.
Él seguía allí parado, sin hablar, mirándola con aquella terrible expresión en el
rostro, como si se hallase cara a cara con el diablo. Se preguntó si aquel aciago estado
de ánimo era consecuencia de la discusión. No tuvo tiempo de formular sus
pensamientos en voz alta porque en ese mismo instante Darko se inclinó sobre ella.
Sus grandes manos la sujetaron brutalmente contra el colchón, inmovilizándola.
Después le alzó la falda, dejando al descubierto la palidez de sus muslos, que
recorrió con una mirada dura. Extendió una mano hacía las medias de algodón y
tironeó de las sencillas ligas. La tela se rasgó provocando una exclamación
sobresaltada de la joven.
—Darko, ¿qué…? —Darko la hizo callar con un rudo beso que le aplastó los
labios mientras se posicionaba con urgencia entre sus piernas, desgarrando en el
proceso las delicados pantaloncillos que cubrían su objetivo. Se abrió de un tirón la
delantera de su pantalón. Su sexo erguido escapó bruscamente de su confinamiento
rozando los muslos de la joven. Se inclinó para atrapar con un brazo sus caderas, la
hizo elevarse, curvarse hacia arriba mientras penetraba en ella con un contundente
movimiento. La dureza de sus movimientos le llenaron los ojos de lágrimas. Darko
buscó su mirada dando a comprender a Alanis que no la estaba castigando, muy al
contrario, le estaba mostrando una parte de sí mismo oculta, secreta. Quería que ella
lo conociera, que amara tanto su lado bueno como el malo. «Acéptame, acéptame
como soy», decían sus caderas incursionando profundamente en ella. Alanis se abrió
a él, rodeándole con sus piernas, aceptando lo que él le ofrecía.
Fue una cópula violenta, falta de la delicadeza que solía acompañar a sus
interludios amorosos. A cambio, Darko le ofreció una nueva dimensión de sí mismo,
haciéndole descubrir al mismo tiempo nuevas facetas de su propia feminidad,
dándole más placer de lo que ella creía posible soportar. Después se derrumbó sobre
ella, aspirando el aire con desesperación, temblando por la fuerza del orgasmo que
estremecía su cuerpo.
Alanis enterró la cara contra su cuello incapaz de articular palabra, los latidos
de su corazón iban aquietándose lentamente.
—Nunca rehúyas mi contacto —advirtió con voz seca tras retirarse de ella.
Alanis observó su ancha espalda mientras abandonaba la habitación tal y como
había llegado, en silencio.
¡Caramba! Si eso era lo que recibía después de enfurecerlo, tal vez mereciera la
pena hacerlo más a menudo, pensó pícaramente mientras se acomodaba las ropas.
Mediada la hora de la cena, Darko merodeaba ante la mesa como un tigre
enjaulado vigilando la puerta con nerviosismo. Inspiró violentamente al recordar una
vez más lo sucedido. Estaba abrumado por su total falta de contención y de
autocontrol. Tan avergonzado se sentía que si en ese mismo instante Alanis se
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presentaba ante él exigiéndole que la devolviera a sus padres, no podría negarse. Se
había comportado como el más vil y cruel de los sátiros, obligándola a aceptarle por
la fuerza. ¿Cómo podría enfrentarse a ella de nuevo?
Estaba a punto de ir en su busca cuando Alanis apareció con su habitual
frescura, las lozanas mejillas ligeramente sonrojadas y el cabello recogido en un
remilgado moño. Esperaba encontrar una expresión angustiada, incluso de odio,
pero desde luego no la sonriente expresión de aquellos maravillosos ojos azules.
—¿He tardado mucho? —preguntó ella acomodándose el ruedo del vestido y
desconcertando a Darko por completo, que la observaba inmóvil.
Con un parpadeo Darko trató de salir de su confusión.
—¿Me ha salido un tercer ojo? —inquirió Alanis elevando una elegante ceja
para mirarlo.
—¿Eh? —farfulló él mirándola con fijeza—. Yo sólo… Estás hermosa —añadió
torpemente sin saber qué más decir.
—Gracias, milord —bromeó ella mientras la ayudaba a sentarse apartando su
silla—. Confieso que tú tampoco estás mal.
Darko estuvo a punto de tropezarse consigo mismo mientras regresaba a su
sitio.
Alanis continuó parloteando alegremente.
—Tengo un hambre canina. Dígame, Mathew, ¿qué sabrosa especialidad
deleitará nuestros paladares esta noche?
El hombre, que aguardaba junto a la puerta, hinchó el pecho y por un instante
pareció flotar.
—Trucha en salsa y pastel de espinacas —respondió dirigiéndose con presteza
al aparador para servirla con fervorosa atención.
Alanis atacó la cena con verdadero apetito, engullendo un primer bocado con
deleite. Al otro lado de la mesa, Darko la observaba como si se hallase ante una
demente.
—¿No tienes apetito? —señaló ella sin dejar de masticar.
Darko bajó la vista hacia su plato, sorprendido.
—No —consiguió decir atrapado en su desconcierto.
—¿Te encuentras bien? Pareces un tanto distraído.
¿Distraído? Su cerebro se hallaba sumido en un verdadero caos.
—Alanis, en cuanto a la discusión de esta tarde… —inició inseguro.
—¿Sí? —lo animó llevándose el tenedor repleto a la boca.
—Quería disculparme si en algún momento herí… —se detuvo frunciendo el
ceño sin saber cómo continuar.
—¿Mis sentimientos? —concluyó ella con la boca llena.
—Tus sentimientos —dijo él—. Fui un tanto brusco, yo no quería… —Hizo una
nueva pausa.
—¿No querías decir lo que dijiste?
—No… ¡Diablos, Alanis! —estalló finalmente lanzando su servilleta a un lado.
—¿Sí? —Elevó hasta él una mirada curiosa.
—Deja de comportarte como si nada hubiera ocurrido —gruñó poniéndose en
pie con brusquedad. Las patas de su silla chirriaron contra el suelo de mármol.
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Hizo una ruda señal a Mathew. El pobre hombre se encogió bajo su mirada
arrastrándose penosamente hacia la salida.
—Desde mi punto de vista hemos discutido, nos hemos reconciliado y tú te has
disculpado. Asunto zanjado. Sólo espero que recapacites tu decisión de no contratar
un ama de llaves, es absurda.
—¡Puedes contratar a tu maldita ama de llaves!, pero no me refería a eso.
Alanis depositó su tenedor a un lado limpiándose educadamente con la
servilleta.
—Tendrás que hablar más claramente —dijo haciendo que el rostro de Darko se
crispara.
—Antes, en la habitación… —comenzó a pasearse por la estancia buscando las
palabras adecuadas—. Yo…
—Tú me hiciste el amor —indicó ella.
Sorprendentemente, Darko se sonrojó.
—Me comporté como un animal en celo, te obligué a…
Alanis caminó decidida hasta él.
—Lo que ocurrió entre nosotros fue maravilloso, y no dejaré que te lo
reproches.
—Fui demasiado brusco, podría haberte hecho daño, podría… —dijo cerrando
los puños a su costado.
—Fue hermoso, y sé que tú nunca me harías daño —contrarrestó ella apoyando
una mano en el amplio pecho—. ¿Cuándo vas a entender que te quiero como eres?,
con tu lado bueno y tu lado malo. Mi amor es incondicional, amo tus defectos casi
tanto como tus virtudes.
—No sabía que tuviera virtudes —bromeó él un poco menos tenso.
—Pues las tienes. Veamos, eres un hombre generoso con los desprotegidos, fiel
a tus amigos, atractivo y encantador en ocasiones. ¡Ah!, y por último, pero no por eso
menos importante, me tienes a mí.
—Una gran virtud —admitió dirigiéndole una sonrisa que hizo que las piernas
de la joven temblaran. La estrechó entre sus brazos hundiendo la nariz en su pelo—.
Alanis, Alanis, ¿qué haría sin ti? —La besó en los labios y ella le respondió con
pasión.
Darko apoyó la frente contra la de su esposa y la miró concentradamente. Ella
nunca dejaba de sorprenderle, pensó. Se sentía frustrado por su propia incapacidad
de darse tal y como ella lo hacía, sin barreras, con total libertad. No se creía
merecedor de su amor. No cuando era incapaz de reconocer su amor en voz alta.
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Capítulo 13
La magia de la luna de miel se esfumó una semana después, al presentarse Tom
de improviso en el Green Water Cottage llevando malas noticias. Lartimer había
encarcelado a Reynolds basándose en una falsa acusación de fraude. Leni estaba en
Londres tratando de averiguar dónde lo tenían retenido, pero la presencia de Darko
se hacía imprescindible para avanzar. Tras una apresurada partida consiguieron
llegar en un tiempo record a la ciudad.
Llegados a Londres, nada más detenerse el carruaje frente a la mansión Alanis
fue sacada de su interior al vuelo. Siguió a su esposo al interior del que a partir de
ese momento sería su hogar. Darko andaba tan rápido que prácticamente la tuvo que
arrastrar hasta su despacho. Una vez allí la obligó a sentarse antes de dirigirse a sus
hombres que, agolpados en torno a la estancia, esperaban ansiosamente sus órdenes.
—Brown, te ocuparás de la vigilancia de la mansión mientras estoy fuera,
quiero que vigiles a mi esposa como si te fuera la vida en ello. Ella debe permanecer
en todo momento en el interior de la casa, ¿me has entendido?
—Sí, jefe. Así se hará.
—Saca a los perros, que los hombres hagan turnos en torno a la casa, nadie debe
poder acercarse sin ser detectado. Quiero a todo el mundo atento y alerta.
Alanis trató de intervenir.
—Alanis debes obedecer. Lartimer es como una bestia herida dispuesta a atacar
ante el menor signo de flaqueza. Lo más seguro es que Harper haya sufrido de su
mano algo más que una simple detención. Ese cabrón estará seguramente empeñado
en arrancarle alguna acusación contra mí, sea como sea.
Alanis observó consternada a su esposo. Una extraña calma parecía haberse
apoderado de él volviéndolo más inquietante. Sólo la rigidez de su mandíbula
denotaba la tensión que se acumulaba en su interior. No pudo evitar un temblor al
pensar en Lartimer, la estremecía pensar en qué ocurriría si los dos hombres se
enfrentaban.
—Quisiera ver a mi familia.
—Les haré llegar un mensaje avisándoles de nuestro regreso —aceptó
acercándose. Le alzó el mentón sujetando su barbilla entre los dedos—. Lo siento,
pero debo asegurarme de que estás a salvo.
—Lartimer no se atreverá a hacer nada contra mí.
—Te equivocas, Lartimer es un hombre desesperado, puede actuar de cualquier
modo.
—Mi padre podría ayudarnos —ofreció.
—Alanis, tu familia se mantendrá al margen de este asunto —rechazó. No iba a
permitir que ningún Benedit interfiriera en un asunto que él consideraba de su
propia incumbencia.
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
Alanis lo miró con la preocupación reflejada en sus inmensos ojos azules.
—Prométeme que tendrás cuidado —solicitó acurrucándose entre sus brazos.
Darko la meció suavemente. Sus labios firmes descendieron hasta su boca para
depositar allí un cálido beso. Sus nudillos rozaron el ceño de la joven.
—Volveré pronto —susurró subyugado por la petición, se inclinó de nuevo
para besarla con ímpetu. Su lengua penetró posesivamente entre sus labios
deleitándose con el húmedo calor que lo recibió. Alanis dobló los brazos en torno a
su cuello y, poniéndose de puntillas, lo obligó a profundizar el contacto. Ambos
fueron partícipes de una apasionada despedida mientras los hombres observaban la
escena con avidez.
Darko dejó caer un último beso en su boca entreabierta, luego su mirada
recobró el velo de peligrosidad mientras daba las últimas instrucciones a sus
hombres.
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—¡Dom!, Foster es ahora un hombre reformado —amonestó Dorothy chascando
la lengua.
—Sí, y Eric Bradford se ha convertido en un perfecto canalla gracias a nuestra
encantadora Eloise. ¿Quién ha dicho que los milagros no existen?
—Será mejor que pasemos a la biblioteca. John, por favor, sírvanos allí el té —
indicó Alanis al criado que, sentado indolentemente en la escalera, observaba al
grupo familiar.
—Sí, jefa —aceptó poniéndose de pie y rascándose el trasero.
—¿Jefa? ¿Qué clase de tratamiento es ése? —preguntó su madre contrariada.
—Dejad que os enseñe todo esto —ofreció la joven tratando de desviar la
atención de su familia.
La alegre compañía de su familia hizo que la tarde fuera mucho menos tortuosa
de lo esperado, pero aun así no pudo evitar que la angustia la atenazara a medida
que la oscuridad se adueñaba del exterior. ¿Sería Darko capaz de encontrar a
Reynolds?
—Bien, querida, ¿vas a decirnos de una vez que es lo que sucede, o tendremos
que estar otra hora más viéndote retorcer las manos? —inquirió su hermano
estirando las piernas hacia el calor de la chimenea.
Alanis bajó la vista hacia sus manos y se dio cuenta de que eso era justamente lo
que estaba haciendo. Con un suspiro colocó las manos sobre las rodillas y miró el
rostro interrogante de su hermano. Se hallaba sentado en el mismo sofá en el que
durante otra noche, lejana ya en el tiempo, Darko le mostró por primera vez los
placeres de su propio cuerpo. Un ligero rubor se extendió por su rostro.
—¿Ocurre algo, cariño? ¿Dónde está Foster?
—Ha tenido que salir, asuntos de negocios —explicó evitando la mirada directa
de su padre.
Pero era demasiado tarde, Dominic se había percatado ya de que algo ocurría.
—¿Qué clase de negocios? —interrogó con tranquilidad sorbiendo de su copa
de vino.
—Yo… lo ignoro —mintió.
—Creo que estás mintiendo y también creo que él está metido en uno de sus
turbios asuntos; de ser así te aseguro que moveré cielo y tierra para conseguir la
anulación de este matrimonio —rugió finalmente poniéndose en pie. Dominic creía
haber sido bastante claro con Foster respecto a las condiciones que le imponía si
quería casarse con su hija menor. Pero algo le decía que Foster le había embaucado
con sus artes de comerciante. Las investigaciones llevadas a cabo por su gente en
torno a Darko Foster no podían ser más descorazonadoras. Lord Benedit había
accedido a desposar a su hija con un astuto criminal cuyo oscuro pasado y delictivas
acciones eran de sobra conocidos. Sólo podía confiar en que cumpliera con su
palabra, por poco que ésta significara, y diera carpetazo a sus actividades delictivas.
Pero si Foster había jugado sucio, bien, entonces él actuaría en consecuencia.
—No es lo que piensa, padre.
—Entonces explícamelo.
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—Padre, debe ayudarlo. La vida del señor Reynolds corre peligro —suplicó.
—Veré lo que puedo hacer —suspiró éste deteniéndose pensativamente ante la
ventana. Tras unos segundos de reflexivo silencio, se volvió—. Regresemos a casa,
tengo que escribir a unas cuantas personas. Si ese hombre está retenido en alguna
prisión, lo encontraré.
Alanis dejó escapar el aire que sin darse cuenta había estado conteniendo. Sus
ojos buscaron los de su padre, no había necesidad de más palabras, haría todo lo que
pudiera por ayudarla.
—Yo también puedo ayudar —anunció Dom estirando su corpulenta figura,
después sonrió de aquella manera tan especial, aquella que conseguía que las
mujeres se derritieran a su paso—. Será mi regalo de boda.
Alanis arrugó la nariz, ablandada por las palabras de su hermano más que por
su sonrisa.
—No entiendo qué ven las mujeres en ti, eres el ser más pomposo del reino.
Dom se inclinó haciendo una burlona reverencia.
—Algún día te lo explicaré, al fin y al cabo ahora eres una mujer casada —
resumió él estirando los puños de su camisa con elegancia.
Pero no había necesidad de más explicaciones, Alanis siempre había visto a su
hermano como tal; sólo ahora, con la experiencia de una mujer casada, como muy
bien había indicado él, vislumbraba el poderoso magnetismo que emanaba de su
imponente figura. Y era muy poco probable que cualquier mujer viva no fuera
consciente de él.
—De tal palo tal astilla —gruñó Dorothy poniendo los ojos en blanco—. Yo me
quedaré con Alanis, así no os estorbaré en vuestros vagabundeos.
Padre e hijo se despidieron poco después del resto de su familia. Anduvieron
en silencio hasta el carruaje y, acogiéndose a su oscura intimidad, hablaron al fin.
—¿Qué te parece todo este asunto? —preguntó Dominic observando a su hijo,
cuyo semblante se había endurecido.
Pocos sabían que tras el velo de cortés afectación existía un hombre calculador,
de aguda inteligencia, al mando del cual trabajaban los mejores espías de la corona.
—No me gusta, Lartimer no dudará en atacar el punto más débil de Foster, ha
de terminar con lo que ha empezado si no quiere ser descubierto.
—¿Y Foster?
Dom se encogió de hombros.
—Alanis parece quererle.
—¿Pero?
—No estoy dispuesto a confiar totalmente en él, al menos de momento. Pondré
a mis hombres sobre la pista de Lartimer, mientras tanto me pegaré al trasero de
Foster como una lapa, ha vivido demasiado tiempo al otro lado de la ley. Dudo que
pueda reformarse en tan poco tiempo, ni siquiera por Alanis.
En el fondo de un oscuro callejón Darko encendió un cigarro con un certero
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dar una larga calada antes de hablar:
—¿Qué hay de ilegal en charlar con un viejo conocido? ¿Por qué no se acerca a
la luz y deja que le veamos la cara? Será más fácil para todos —invitó haciendo una
señal de alerta a sus hombres.
—Sí, a menos, claro, que tenga miedo de asustarnos con su jeta —rió Leni
palpando el cuchillo que llevaba en su bolsillo.
La sombra mantuvo el misterio unos instantes más antes de mostrarse.
—Por lo general, señor, esta «jeta» suele agradar a las damas… Caballeros —
saludó inclinando con elegancia la cabeza mientras su gruesa capa de lana ondeaba
en torno a los anchos hombros.
Darko se atragantó con el humo de su propio cigarro.
—¡Qué diablos…! —comenzó, pero se detuvo frunciendo el ceño. Aquel
hombre era tan parecido a Dominic Benedit que lo había confundido con él. Sólo al
observarlo con detenimiento encontró sutiles diferencias entre ambos. Este era por
descontado mucho más joven, sus sienes estaban aún libres de canas y se percibía
una mayor firmeza en su alta figura, que indicaba un excelente estado de forma. Bajo
la escasa luz del siniestro callejón sus ojos se percibían claros, aunque no de un color
tan profundo como los del mismo Dominic.
—Me gusta producir ese efecto en la gente —bromeó extendiendo una mano en
su dirección.
Tom y Leni se adelantaron confundiendo su gesto.
—Tranquilos, lo conozco —los refrenó—. Supongo que usted debe de ser Dom,
¿me equivoco?
—Dominic Alexander Benedit, a su servicio.
Darko aceptó su mano con un apretón mientras sus ojos estudiaban al
desconocido con suspicacia.
¿Qué hacía él allí? Y, sobre todo, ¿cómo demonios había sabido dónde
encontrarle?
Dom flexionó una de sus piernas. Vestía con arreglo a la moda, con un
aristocrático traje en tela gris oscuro adornado con un pañuelo color granate. Leni,
siempre envidioso de aquel que vistiera mejor que él, estiró las solapas de su chaqué
y estudió al hombre con una mezcla de desagrado y desconfianza.
—¿Qué hace aquí? —interrogó escupiendo groseramente a sus pies.
—Vengo a ayudarlos. Mi hermana me contó el problema en el que se
encuentran —señaló ignorando a Leni y fijando su atención en el adusto rostro de
Darko—. No la culpe de ello, los Benedit no solemos ocultarnos nuestros secretos.
Leni dejó escapar un sonido despectivo.
—¿Ah, sí? No veo cómo un inútil y pomposo de su clase puede ayudarnos.
Dom rió ante ese comentario, pero sus ojos no se despegaron ni un instante del
rostro de Darko.
—Pregúntese entonces cómo he logrado encontrarlos.
Tom se rascó la cabeza con confusión.
—¿Cómo ha logrado encontrarnos? —preguntó inocentemente.
El recién llegado lo observó con una ceja alzada.
—No revelaré mis fuentes, tan sólo acepten mi ayuda en este asunto, creo que
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En la mansión, la noche dio paso al día sin que nadie le hubiera dado ninguna
noticia acerca de Reynolds ni de Darko. Una inquieta Alanis observó la luz del
amanecer acomodada en el lecho de su marido. Se había tomado la libertad de
decidir que aquélla sería a partir de ahora su habitación, aquellos horribles muebles
la reconfortaban.
Se hallaba sumida en sus pensamientos acerca de la futura decoración de la
estancia cuando, de improviso, Darko penetró en la estancia. Al verla tumbada sobre
el lecho, se detuvo sorprendido.
—No sabía que estabas aquí.
—No podía dormir. ¿Se sabe algo? —preguntó Alanis sentándose sobre el
colchón.
Darko cerró la puerta con suavidad sin dejar de observarla, ¿cuántas noches la
había imaginado ocupando ese mismo lugar?
—No —suspiró atusándose el cabello. Caminó hacia la ventana y, apoyando las
manos a ambos lados del cristal, miró el descuidado jardín.
Alanis echó a un lado los cobertores. Sus pies descalzos apenas hicieron ruido
sobre el suelo de madera cuando se acercó a él por detrás para apoyar una mano
sobre su hombro.
—No, cariño, apesto.
Y era cierto, sus botas habían perdido su habitual brillo bajo una capa de lodo,
excrementos y otras inmundicias, había manchas oscuras en su camisa desarreglada
y en el codo de su chaqueta un desgarro de la tela dejaba entrever el forro color
borgoña. Alanis vio que la tensión y las largas horas de incertidumbre habían dejado
también su huella en su enjuto rostro a modo de profundas marcas.
—No me importa —aseguró ella abrazándose a su espalda.
Darko se dio la vuelta para envolverla en sus brazos. Alanis se acomodó de
buena gana contra el sólido cuerpo.
—Tu hermano ha sido una gran ayuda —le susurró alzándole la barbilla.
—Entonces, ¿no estás enfadado?
—No me gusta que interfieran en mis asuntos, sólo eso. Y ahora, pequeña,
bésame, llevó todo el día pensando en ti —susurró inclinando su rostro.
Alanis obedeció de buena gana. La ligera tela de su camisón permitió que el
acercamiento fuera mayor del esperado. Un ronco jadeo emergió de la garganta de
Darko.
—No debería pensar en estas cosas en este momento, haces que desee
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olvidarme de todo —gimió apoyando una mano en una de sus nalgas.
—Dom encontrará a Harper, ya lo verás, es muy bueno en estos asuntos —lo
reconfortó—. Haré que te suban agua caliente para que te des un baño, te sentará
bien.
Él aceptó sin protestar y comenzó a despojarse de la ropa.
Tras el baño, todo rastro de suciedad y cansancio parecía haber desaparecido.
Darko volvía a ser el guapo depredador de los barrios bajos, observó Alanis mientras
colocaba una bandeja llena de comida sobre el aparador dorado.
—Te he traído algo de comer —anunció admirando la elegante desenvoltura de
aquel cuerpo elástico y proporcionado.
—Tu hermano pasará a buscarme en cinco minutos.
—Tienes tiempo de comer algo…
—No pienso malgastar esos cinco minutos comiendo —dijo acorralándola
contra el mueble.
Darko le abrió la bata al tiempo que le alzaba el camisón. Sus manos calientes se
deslizaron con ansiedad sobre sus caderas, rodeándolas para terminar alzándola
sobre la cómoda.
—¿Estás lista para mí? —preguntó mordiéndole el labio inferior. Su alta
estatura se curvó para adaptarse a sus formas—. Seré rápido.
Su boca descendió hasta sus pechos, los lamió sobre el camisón mientras su
mano tironeaba los frunces de su bragueta. Su miembro rígido penetró en ella de un
solo movimiento. Darko buscó el apoyo necesario contra el mueble profundizando
en el húmedo canal a fondo. Sus estocadas profundas arrancaron un gemido de los
labios de la joven, que lo rodeó con sus piernas curvando las caderas, recibiéndolo en
su interior con urgente necesidad.
Tal como prometió fue rápido, pero también ardiente, explosivo. Cuando todo
hubo finalizado, Darko la llevó a la cama. La besó posesivamente, aturdido, una vez
más, por la violencia de su pasión.
—Encontraré a Reynolds —prometió besando su frente.
—Sé que lo harás —suspiró ella—, te quiero.
Darko se enderezó mirándola con concentrada seriedad, luchando consigo
mismo. Atravesó la habitación sin añadir nada más mientras el eco de aquellas
palabras retumbaba en su cabeza.
Después de una interminable mañana de espera, las largas horas de la tarde
parecieron ralentizarse aún más bajo el plomizo cielo gris. Ni siquiera la compañía de
Dorothy, su madre, consiguió ahuyentar la ansiedad que la embargaba. Si ella
pudiera hacer algo, cualquier cosa, para no tener que limitarse a esperar de brazos
cruzados.
—Iré a dar un paseo por el jardín —anunció poniéndose en pie bruscamente.
Dorothy alzó el rostro hacia su hija. Dejó sobre la mesa la pluma con la que
estaba escribiendo una larga lista de directrices dirigidas al inverosímil servicio
doméstico de Darko.
—No es necesario que me acompañe, no me alejaré mucho de la casa.
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Dorothy sonrió tibiamente.
—Con un poco de suerte yo conseguiré acabar esta lista en una semana. Los
hombres contratados por tu marido tienen un comportamiento atroz.
—Si hay alguien capaz de «reformarlos», ésa es usted, madre —señaló con
cariño dirigiéndose hacia la puerta.
John cruzó el umbral sin anunciarse.
—Jefa —saludó limpiándose la nariz con un paño de cocina que llevaba
colgando del hombro.
—John, mi madre quería hablar con usted.
El criado miró a la dama en cuestión con hostilidad.
Dorothy le dirigió una sonrisa beatífica.
—Siéntese, John —invitó ella señalando una silla cercana—. Quería comentar
con usted ciertos aspectos de su comportamiento al servir la mesa.
A punto de abandonar la sala, Alanis tuvo que esconder su hilaridad ante la
hosca respuesta que el hombre dio a su madre.
En el exterior, el aire húmedo hizo que sus mejillas se sonrojaran. Aburrida y
nerviosa, paseó entre las espinosas rosaledas bordeando la enmarañada espesura de
los setos. No era un jardín excesivamente grande, pero Alanis tenía grandes planes
para él, había espacio para un invernadero y, quizás, para un pequeño huerto,
meditó distraídamente. A unos metros de distancia oyó la voz susurrante de los
hombres que Darko había apostado a lo largo del perímetro de la casa. Se disponía a
regresar al interior de la casa cuando la figura de un desconocido apareció ante ella.
—¿Señora?
El ligero acento cockney no la extrañó, pues la mayoría de los hombres de
Darko arrastraban tras de sí el característico deje de los barrios bajos.
—¿Trabaja para mi marido? —inquirió con desconfianza, no recordaba haber
visto su cara anteriormente.
El desconocido gruñó una incomprensible respuesta antes de abalanzarse por
sorpresa sobre ella. En un abrir y cerrar de ojos consiguió amordazarla y alzarla
sobre su hombro. Luego, con la carga a cuestas, huyó corriendo por los jardines hasta
llegar al muro que marcaba los límites de la mansión. Trepó por una precaria escala
de cuerda que había camuflado bajo la espesa vegetación y arrojó a la joven al otro
lado del muro sin ningún cuidado.
El secuestrador aún seguía sorprendido por el golpe de suerte, Lartimer le
había ordenado hacerse con la muchacha a cambio de solventar sus actuales
problemas con la justicia (una molesta acusación de asesinato). Durante dos días
enteros se había estado apostando en las cercanías de la mansión de Darko Foster con
ese fin. Le preocupaba la posibilidad de ser descubierto, pero Lartimer había forzado
su decisión amenazándolo con llevarlo directamente al patíbulo. De repente, cuando
ya comenzaba a perder las esperanzas de dar con la chica y deshacerse de una vez
por todas del molesto Lartimer, su presa se le aparecía ante sus mismas narices.
Una vez fuera del perímetro de la mansión, el desconocido agarró a Alanis por
el brazo y comenzó a correr forzándola a hacer lo mismo. Se fueron adentrando por
las recónditas callejuelas de Saint James hasta detenerse ante un oscuro carruaje
oculto en un siniestro callejón. El secuestrador obligó a la muchacha a entrar en su
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interior mientras fantaseaba con la idea de abrirla de piernas una vez que Lartimer
hubiera acabado con ella. Aquella zorra olía endiabladamente bien y no le faltaba
ningún diente. No le extrañaba que Darko prefiriera revolcarse con mujerzuelas de
pedigrí que con vulgares putas.
La amarillenta luz de un candil iluminaba el interior del carruaje. Cuando su
visión se adaptó, Alanis se enfrentó al desagradable rostro de Lartimer.
—Aquí la tiene, tal y como acordamos. ¿Cumplirá con lo que me prometió? —
preguntó el hombre tratando de subir al landó. Lartimer se lo impidió apoyando el
extremo de su bastón en su pecho.
—Tus problemas con la justicia pasarán a la historia tal y como prometí —
aseveró.
Tendida sobre el asiento Alanis pudo ver la expresión de estupor que cruzó por
el rostro de su secuestrador cuando, oculta tras la apariencia de un inofensivo bastón,
la punta afilada de un estoque se clavó certeramente en su corazón.
—Junto con tu lamentable persona —añadió irónicamente Lartimer mientras la
boca del hombre se abría estupefacta. Un reguero de sangre se deslizó por su pecho
yendo a parar sobre el suelo de tierra.
Alanis gritó, pero la mordaza que cubría su boca impidió que el sonido se
alzara sobre la balbuciente voz del moribundo. Lartimer no esperó su final sino que,
apartándolo de una patada, cerró la puerta antes de que el vehículo iniciara una
ruidosa huida.
La joven intentó enderezarse contra los cojines rechazando bruscamente la
ayuda que Lartimer le ofreció.
—Señora Foster, supongo que está sorprendida de verme. No tanto como yo
cuando me enteré de su matrimonio con ese canalla. Pero mi hora de la venganza ha
llegado. Vamos a comprobar cuánto afecto guarda su esposo por usted. ¿Estará
dispuesto a sacrificar su podrido corazón a cambio de su vida? —preguntó
inclinándose sobre ella. El destello de sus ojos reflejó la hondura de su locura.
Alanis se retorció contra sus ataduras. Lartimer apoyó el punzante extremo de
su estoque contra la delicada garganta deteniendo, con su velada amenaza, los
intentos de la joven por liberarse.
—Debió de cumplir su parte del trato cuando se lo propuse, y no rebajarse a sí
misma abriéndose de piernas a ese perro sarnoso. Se ha convertido en una más de
sus vulgares zorras. Con el tiempo él se cansará de la novedad y correrá tras otra
falda. Agradezca que le evite esa vergüenza.
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en esas ocasiones. Podía intuir cosas que otros ni siquiera percibían, una faceta de su
personalidad que se había ido desarrollando a la par que sus andanzas en los barrios
bajos.
—Mis hombres no han acabado de inspeccionar el lugar, podría ser una trampa
—señaló Dom señalando ligeramente hacia las furtivas sombras que se movían en las
inmediaciones.
—Me importa una mierda —gruñó malhumorado encaminándose con paso
decidido hacia la ruinosa entrada.
Su cuñado lanzó una mirada furiosa a Leni cuando éste soltó una risita resabida
y corrió tras su jefe. Ese esperpéntico personaje lo sacaba de sus casillas.
—No se lo tome a mal, el jefe siempre se pone así cuando trabaja —le disculpó
aquella especie de gigante al que todos llamaban Tom. Su sonrisa bonachona se
esfumó ante la sarcástica mirada que le lanzó Darko. Sin atreverse a añadir una
palabra más, caminó hacia el edificio siguiendo fielmente los pasos de su jefe.
Dom masculló una maldición mientras seguía al trío. Aún le faltaba por
descubrir cuál era el verdadero interés de Darko en encontrar a su contable.
Darko se movía con fluidez en la densa oscuridad del interior del edificio, su
medio seguía siendo la noche después de todo. Con los ojos entrecerrados estudió la
nave derruida. De sus muros caídos llegaba un sofocante olor a humedad y a madera
podrida. Caminó con sigilo evitando los charcos enlodados que cubrían parte del
suelo. Aquél no era el peor agujero que había visitado, pensó con ironía. A su
espalda estalló un ruido seco seguido de una maldición ahogada.
—Ten cuidado, imbécil —gruñó Leni quitándose de encima a Tom.
Darko los ignoró mientras recorría lentamente el lugar. Lartimer estaba allí, su
intuitiva sensibilidad se lo indicaba. Buscó algún rastro sobre el suelo y, como si de
un hábil carnívoro se tratara, ralentizó sus pasos para estudiar con los ojos
entrecerrados todos los rincones.
—Por aquí —indicó adentrándose en la oscuridad.
—¡Por el amor de Dios! ¿Es necesario buscar a oscuras? —suspiró Dom
siguiendo resignadamente al grupo de hombres. Si había algo que odiaba era la
improvisación.
—Cierre el pico, amigo —apuntó Leni.
Darko entró en un cubículo empotrado entre dos paredes cubiertas de moho,
un fuerte hedor llenó sus fosas nasales. Palpó el bolsillo de su pantalón y extrajo una
cerilla, un segundo después la estancia se iluminaba tenuemente con la vacilante luz
del fósforo.
—La guarida de la bestia —anunció señalando el suelo de sucias baldosas.
Había numerosas pisadas aquí y allá mezcladas con manchas de sangre secas.
—Lartimer parece tener aquí un lugar de diversión siniestra —agregó Dom
recogiendo una gruesa soga de una desvencijada silla—. Esta cuerda ha sido usada
recientemente, la sangre aún está húmeda.
La luz de la cerilla se extinguió con un chisporroteo. Sobre sus cabezas, un leve
crujido hizo que Darko se apresurara a encender una nueva.
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—¿Qué diablos…? —comenzó a decir alzando el rostro hacia el techo sostenido
por vigas. Las siguientes palabras murieron en su garganta.
El cuerpo ensangrentado de Reynolds luchaba por mantenerse erguido sobre el
estrecho margen de una de las vigas. Una gran soga rodeaba su cuello. Cualquier
movimiento en falso podía provocarle una caída que lo precipitaría hacia el abismo
y, entonces, la soga acabaría por romperle la nuca o asfixiarle.
—¡Moveos! ¡Rápido! —ordenó buscando desesperadamente cómo llegar hasta
él. Harper debía de llevar horas en aquella misma posición, en cualquier momento
sus fuerzas podrían fallar—. Trata de aguantar, amigo, te bajaremos —aseguró
comenzando a apilar escombros bajo la viga en un frenético intento por llegar a él.
Los demás se unieron a sus esfuerzos formando una pequeña montaña sobre la que
instalaron una desvencijada silla.
—Dame tus cerillas —solicitó Dom con una severa expresión en el rostro, lejos
de la imagen díscola que ofrecía normalmente.
En cuestión de minutos, Harper fue liberado y la cuerda que rodeaba su cuello
retirada. Tom lo acomodó sobre la pila de escombros mientras Darko se inclinaba
para retirarle la mordaza.
—Saldrás de ésta, viejo zorro —aseveró Darko mientras observaba con
preocupación su rostro deformado por los golpes recibidos.
El contable tosió al aspirar el húmedo aire. Su respiración entrecortada se hizo
más trabajosa.
—Creo que le han roto las costillas, jefe —indicó Tom.
Darko palpó el torso del hombre para comprobarlo.
El hombre intentó hablar, pero de sus labios magullados sólo escapó un sonido
rasposo.
—No hables, te llevaremos a casa —aconsejó Darko—. Dejaremos que el
matasanos se ensañe contigo —intentó bromear, pero la dura expresión de su rostro
prometía una justa venganza.
Tom regresó del exterior portando un farol y una manta.
Harper se debatió intentando hablar.
—Tal vez un trago le aclare la garganta —ofreció Leni sacando una reluciente
petaca del bolsillo de su gabán.
Reynolds aceptó la bebida de buen grado. El áspero licor suavizó su garganta
contraída.
—Alanis —murmuró ahogándose en un repentino ataque de tos.
Dom fijo en él una mirada interesada tras escuchar el nombre de su hermana
menor.
—Lartimer —gimió luchando por llenar sus pulmones de aire.
Con el cuerpo paralizado, Darko trató de contener una oleada de pavoroso
temor.
—Ella está bien, Lartimer no se atrevería…
—Se la ha llevado, yo lo escuché —consiguió articular—. Tienes que
encontrarla.
Darko se puso en pie súbitamente, el color parecía haber abandonado su rostro.
Sintió la sangre tronar en su corazón. Mareado, trastrabilló torpemente hacia atrás.
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No podía ser, Alanis se encontraba a salvo en su hogar, esa misma mañana él le había
hecho el amor con devoción y ella lo había despedido con un «te quiero».
La imperiosa necesidad de comprobar que ella continuaba a salvo se impuso a
cualquier otra prioridad. Un súbito escalofrío descendió por sus miembros
agarrotados, ¿miedo? Y entonces comprendió que era cierto, Alanis estaba en peligro.
Sin previo aviso salió corriendo hacia el exterior, cada latido de su corazón repetía
con agonía el nombre de su esposa.
Oyó gritar a Dom a su espalda, pero no se detuvo. Con el corazón encogido por
el miedo, alzó el rostro hacia la oscuridad nocturna. «Dios, haz que no sea cierto»,
rogó compungido. La paciente y continua devoción y pasión de su esposa habían
horadado una profunda brecha en sus defensas. Igual que un castillo de naipes, sus
reticencias se habían desplomado ante la certeza de que él la amaba con idéntica
profundidad. ¡Qué estúpido había sido al pensar que podría mantener su corazón a
salvo de su calidez! «Te he dado ya mi alma, ¿qué más deseas?», le había dicho una
vez.
Recluida en una angosta habitación, Alanis luchaba contra las cuerdas que
inmovilizaban sus miembros. Habían estado viajando durante toda la noche y
únicamente al alba se detuvieron en una inmunda posada cercana a la costa.
Haciéndola partícipe de sus planes, Lartimer le explicó que pensaba atraer a Darko a
aquel lugar para darle caza una vez ella hubiera firmado una declaración
inculpándolo de una larga serie de crímenes. Alanis se negó a firmar el documento,
no sólo porque no pensaba traicionar a Darko, sino porque sabía que su vida dejaría
de tener valor en cuanto lo hiciera. Por eso, era primordial escapar; sin su firma,
Lartimer no tenía nada que ofrecer a las autoridades en contra de su esposo.
Poco tiempo después de que la hubieran encerrado en la infame habitación,
Lartimer regresó acompañado de una mujer vestida con una atrevida camisola que
dejaba al descubierto unos pechos descomunales, su corpiño apenas lograba contener
la marea de carne que se desbordaba por encima del sucio escote. Una sonrisa tensó
su cara vacuna al ver a la joven atada de pies y manos. Meneando sus inmensas
caderas, se acercó a ella para depositar sobre un pequeño taburete una bandeja de la
que ascendía una repugnante nube de vapor y un trozo de pan enmohecido como
único alimento. Alanis se negó a probar bocado pensando en que tal vez Lartimer
planeara drogarla.
—La moza está de buen ver, aunque algo delgada para los gustos habituales.
¿Quiere que la ponga a trabajar con las demás chicas? Podría ganar una buena
cantidad para su bolsillo, señor —comentó estudiando a la joven dama de pies a
cabeza.
Lartimer pareció estudiar la posibilidad con creciente interés.
—Tal vez tengamos que recurrir a ello si nuestra invitada se niega a darme lo
que deseo —meditó él—. Pero de momento no quiero quebrarla, dejemos que decida
ella misma. El tiempo apremia y necesito la confesión para esta misma noche.
Cuando su esposo caiga al fin en mis manos no quiero dejar nada a la improvisación.
—Es una linda paloma, Lartimer, espero sacar una buena retribución por sus
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servicios cuando ya no la necesites —cloqueó la mujer sacando su imponente mole
fuera de la estancia.
De nuevo a solas, Alanis estudió con detenimiento la estancia miserablemente
adornada. Salvo el cochambroso catre en el que se hallaba tendida y una pequeña
banqueta bajo la cual se ocultaba un roñoso orinal, no había nada en la habitación
que pudiera ser de utilidad para sus intenciones. Frustrada, inició una nueva
inspección del lugar y entonces vio, sobresaliendo de la pared deslucida, la punta de
lo que algún día debió ser un gancho para la ropa. Una inyección de adrenalina
corrió por sus venas. ¡Si podía liberar sus manos cabía una esperanza de escapar!
Logró sentarse en el borde del colchón y, apoyando los pies en el suelo de
madera, fue frotando la cuerda que ataba sus manos contra el gancho oxidado.
Agudizó el oído por si algún visitante indeseado se presentaba. De los pisos
inferiores le llegó el sonido apagado de unas voces, la risa de una mujerzuela
amortiguó el sonido de sus pies sobre las tablas. Después, esa risa se transformó en
gemidos agudos, como los de una gata maullando a la luz de la luna.
Lartimer se frotó la nuca tratando de eludir el cansancio que lo embargaba. La
noche comenzaba a caer cuando dio el último sorbo a su pinta de cerveza. Sus ojos
volaron hacia la escalera y, poniéndose en pie, hizo una seña a uno de sus hombres.
La hora de la verdad había llegado para la zorra de Foster. El juego psicológico con el
que había tratado de someterla había sido más complicado de lo que en un principio
había imaginado. ¿Quién hubiera imaginado que detrás de un aspecto tan cándido y
angelical se escondía una mujer testaruda y porfiada? El juego de amenazas no había
surtido el efecto deseado. Era hora de pasar a algo más serio… La sangre se agolpó
en su rostro y una conocida excitación se extendió vigorosamente por sus miembros.
Había jugado ya aquel juego, lo conocía; él mismo había escrito sus reglas y
disfrutaba con él. Nada había más placentero que doblegar un espíritu indómito. El
placer de ver a alguien derrumbarse a sus pies era muy superior a cualquier otro.
Inconscientemente, su mano acarició la empuñadura de plata de su bastón. Conocía
cientos de maneras de dominar, de minar la fuerza de voluntad de un prisionero,
unas ingeniosas e inofensivas, otras refinadas en el dolor que provocaban. Esas eran
las que iba a emplear con su cautiva.
La puerta de la habitación se abrió para dar paso a Lartimer y a uno de sus
secuaces. Alanis trató de controlar su nerviosismo mientras fingía una mirada hosca.
—He pensado en dejarla en compañía de uno de mis mejores hombres, creo que
sus argumentos le serán extremadamente convincentes una vez los exponga ante
usted.
Alanis posó en el aludido una larga mirada. El hombre le lanzó una sonrisa
adornada con dientes torcidos, sus ojos parecían regocijarse de antemano con la tarea
que se esperaba de él.
La joven hizo una pequeña seña hacia la mordaza y Lartimer estiró su delgada
mano para quitársela.
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—Creo que escucharé sus peticiones, ya me he cansado de este juego tonto y
deseo regresar a la comodidad de mi hogar.
La declaración dejó boquiabierto al hombre.
—Mi padre trató de avisarme de la clase de matrimonio que me esperaba si me
casaba con Foster, pero no quise escucharle. Ya ve, por su culpa me encuentro en esta
situación, ¿y dónde está él? Vagabundeando en busca de diversión. Debí meditar las
diferencias de clase que nos separan. Firmaré de buen grado esa declaración con una
condición.
Lartimer expulsó a su hombre de la habitación para acomodarse expectante
sobre el banquillo.
—Soy todo oídos, señora.
—Quiero que haga desaparecer a Foster, ese sucio gañán ha hecho todo lo
posible por rebajar mi condición social. No creo que pueda soportar este matrimonio
por mucho más tiempo. Me dejé cegar por una pasión pasajera, pero ahora que he
recobrado el buen tino quiero recuperar mi posición en la sociedad y casarme con
algún buen partido, un conde, tal vez —teorizó.
—Con mi ayuda podrá lograrlo, milady. Firme esa declaración y haré de usted
una heroína. Londres se rendirá a sus pies.
—Antes, quisiera comer algo. Hágame subir algo decente que comer y firmaré
cualquier cosa que desee.
Lartimer se puso en pie.
—Y también necesitaría asearme un poco —se permitió añadir—. Agua caliente,
jabón y toallas limpias.
Lartimer cabeceó mecánicamente antes de cerrar la puerta y dirigirse al piso de
abajo.
La dama creía que iba a salvarse con su firma, pensó con satisfacción mientras
encargaba a sus hombres la comida y el jabón que le había pedido, pero él había
previsto otro final para ella. Se sentó sonriente para saborear su cercana victoria. De
súbito, un fugaz pensamiento cruzó su mente, todo había sido muy fácil, se dijo
frunciendo el ceño, demasiado fácil.
Ese mismo pensamiento asaltó a Alanis mientras se deshacía de las ataduras de
sus pies con movimientos frenéticos. Rezó por tener el tiempo suficiente para poder
colarse por el estrecho tragaluz y correr hacia su libertad. Lartimer podía pensar que
sus caprichos eran excesivos y subir sin completar sus peticiones, lo cual haría
fracasar sus planes de huida. Colocó el taburete sobre el jergón trepando con
dificultad hasta la pequeña abertura.
Los furiosos pasos en la escalera la hicieron tensarse, ¡Lartimer estaba de vuelta!
Lartimer abrió bruscamente la puerta, nada en la habitación parecía fuera de
lugar, y si esperaba encontrar una mujer en plena huida, lo único que se encontró fue
una damisela que, recostada contra el catre, lo miraba benevolentemente.
—Se ha dado prisa en cumplir con su misión —señaló—, ¿ha conseguido todo
lo que le pedí?
El hombre lanzó una mirada desconfiada hacía sus muñecas atadas, ocultas
prácticamente bajo la tela de su canesú.
—Está de camino —informó entrecerrando levemente los ojos y observándola
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con mayor detenimiento.
Alanis contuvo la respiración.
—Ustedes las damas de la alta sociedad nunca dejan de sorprenderme —gruñó
el hombre acercándose precavidamente al catre.
Alanis lo observó paralizada.
—Aun en medio de una situación difícil saben comportarse con la dignidad
propia de su rango.
La joven fingió una sonrisa, pero sus labios pálidos apenas consiguieron
estirarse en una mueca tensa.
—Hay quien piensa que es un defecto —repuso tratando de parecer frívola.
El bastón de Lartimer se elevó hasta la suave garganta.
—No me gusta que me tomen por tonto, milady.
Alanis hizo un esfuerzo por contener su pánico.
—No estoy segura de entenderle, señor Lartimer.
—Yo creo que sí —señaló el hombre, y con un hábil movimiento apartó la tela
de su vestido dejando al descubierto las cuerdas flojas de sus muñecas—. Estaba
tratando de huir —acusó sujetando con la punta de su bastón las cuerdas rasgadas.
Paralizada por el terror, Alanis sólo pudo observar la pulida arma que la
señalaba. Había visto con sus propios ojos las fatídicas consecuencias de su uso.
—Me ha embaucado una vez, no lo hará otra. —Su ira desfiguró su rostro hasta
convertirlo en una máscara siniestra.
Alanis sintió cómo el dorso de su mano le reventaba el labio. La fuerza del
golpe le hizo torcer la cabeza y golpearse contra la pared. Un nuevo golpe le alcanzó
el pómulo, la carne tierna ardió de dolor y las lágrimas asaltaron sus ojos.
—No podrá salirse con la suya, Lartimer. Mi marido se encargará de ello.
—¿Su marido? —rió él alzando la voz—. Él habrá muerto mañana.
—¿Qué piensa hacer conmigo? —preguntó limpiándose la sangre de la boca
con la manga de su vestido.
Su aplomo oscureció la risa de Lartimer.
—Veamos —sonrió apoyándose en el bastón—. Había planeado un final rápido
para usted, lástima que lo haya estropeado todo. Una vez atrape a Foster lo obligaré
a mirar cómo la convierto en prostituta a manos de mis hombres. Su vida dependerá
después de sus aptitudes. Dolly estará encantada de hacer de usted una de sus
chicas; por las jóvenes refinadas como usted se suelen conseguir buenos precios en el
negocio. Lady Alanis Benedit desaparecerá de la buena sociedad y con el tiempo su
cadáver aparecerá marchito en cualquier esquina sin que nadie llegue a reconocerla.
Todos creerán que Foster la asesinó y escondió su cadáver en algún lugar cuando se
enteró de que lo había delatado.
—Se le escapa un pequeño detalle —puntualizó ella.
—Dígame, querida, a fin de subsanarlo.
—Mi familia está al corriente de sus sucios desmanes. Le será difícil matarlos a
todos ellos.
La joven observó satisfecha cómo el rostro enjuto palidecía.
—No la creo.
—Les conté todo lo referente a usted. A mi hermano le interesó mucho el
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asunto, claro, por su trabajo. —Al ver su rostro consternado continuó hablando—:
¡No me diga que no lo sabe! —Hizo una dramática pausa alargando su
incertidumbre—. Es miembro del servicio de inteligencia de la corona. A estas horas,
debe de estar husmeando su rastro. ¿Aún piensa que saldrá bien parado de todo
esto?
—¡Mientes, zorra! —graznó Lartimer. Su mano se retorció nerviosa sobre el
mango plateado.
—Ellos le atraparán, todos sus sueños de gloria acabarán en el patíbulo. Mi
padre tiene amigos muy poderosos en la magistratura y no se conformará con verlo
colgado, hará de su vida un infierno de tal modo que la soga le parecerá el paraíso —
resumió.
Lartimer estiró la mano hacia el nudo de su pañuelo sintiendo que el aire
llegaba con dificultad a sus pulmones. ¡Mataría a aquella perra con sus propias
manos! Todos sus planes de poder, la gloria que tanto ansiaba, ¡perdidos para
siempre!
En ese mismo instante algo lo desequilibró, demasiado tarde se dio cuenta de
que la dama no sólo había conseguido deshacerse de las ataduras que inmovilizaban
sus manos, sino también de las de sus pies. La patada que lanzó la joven contra su
bastón bastó para derribarle al suelo.
—¡Arthur! —gritó, pero recordó que el hombre se hallaba en el piso inferior
cumpliendo los encargos de la dama. ¡Maldición!
Alanis se estiró rápidamente hasta alcanzar el arma de entre las manos de
Lartimer. Le infligió una nueva patada antes de correr hacia la claraboya. Tendría
que trepar hasta la abertura sin la ayuda del taburete. Sus manos evaluaron el grosor
del cristal antes de romperlo de un violento puñetazo. Los diminutos vidrios se
clavaron en la piel de sus dedos, pero no le importó.
Cuando Lartimer consiguió recuperarse sólo pudo ver cómo los diminutos pies
de la mujer se escurrían hacia el exterior. ¡Tenía que alcanzarla! Con ese pensamiento
se puso en pie y, tambaleante, descendió por la angosta escalera.
En ese momento, un ensordecedor estruendo hizo que la puerta de la taberna
saltase por los aires. Lartimer se detuvo confuso. Darko Foster entraba en el lugar
con la mirada enloquecida. ¡Él no tenía que estar allí! ¡No tan pronto!
—¡Lartimer! —bramó abalanzándose sobre él. La ira deformaba su rostro
haciéndolo parecer más un animal sediento de sangre que un ser humano. Indefenso,
Lartimer se encogió. Buscó a sus hombres a su alrededor, pero ninguno pareció
interesado en hacer frente a aquella bestia enloquecida.
—¡Cobardes! —maldijo.
Darko elevó la mirada hacia el mar de rostros que se agolpaban en el mugriento
salón.
—¡Fuera!
Como una manada de aterrados carneros, hombres y mujeres huyeron del lugar
en estampida.
—¿Dónde está?
Lartimer esgrimió indefensamente su bastón.
—Arriba, degustando los placeres de la carne con uno de mis hombres.
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—¡Mientes!
El primer golpe alcanzó a Lartimer de lleno mandándolo al otro lado de la
estancia. Escupió sobre el suelo cubierto de paja la sangre que le llenó la boca antes
de que Darko volviera a caer sobre él. Sus puños golpeaban con tesón su cuerpo,
haciendo que el dolor se fuera extendiendo a todos y cada uno de sus miembros.
—¡Por el amor de Dios, vas a matarlo! —gritó alguien.
—¿Dónde está ella? ¿Dónde? —repetía sin dejar de golpear.
—¡Maldita sea, Foster, para de una vez!
La voz de su cuñado apenas rozaba su conciencia. Alguien lo sujetó desde atrás
obligándolo a apartarse de su presa. Darko gritó e intentó zafarse, pero los poderosos
brazos que lo retenían se lo impidieron.
En el tumulto, una de las lámparas de aceite se derramó sobre el suelo de paja.
El fuego se esparció con rapidez por las mugrientas vigas.
—¡Fuego! —gritó alguien.
Darko se desembarazó de su captor y se lanzó escalera arriba.
Tras de sí resonó la risa enloquecida de Lartimer.
—Ella arderá en el infierno, Foster.
—¡Cállese! —gritó Dom arrastrando al hombre por el suelo—. Si ella muere,
usted muere —aseguró dejando caer su puño sobre su rostro.
El espeso humo se expandió por el pasillo superior. Darko avanzó
concienzudamente colocándose un pañuelo sobre el rostro. Debía llegar hasta Alanis,
debía encontrarla antes de que… Se negó a completar ese pensamiento. Lograría
salvarla porque sin ella su vida carecía de sentido.
Con los pulmones ardiendo por el esfuerzo, ascendió hasta el segundo piso. En
la oscuridad se topó con una gruesa mujer, antigua conocida de los barrios bajos, una
vieja prostituta metida a alcahueta.
—Dolly, vieja zorra, ¿dónde está mi esposa? —tronó zarandeándola.
La mujer resopló asustada tratando de sacárselo de encima.
—No sé de quién me hablas. ¡Lo he perdido todo! ¡No me preguntes por otra
cosa que no sea mi desgracia!
—¿Dónde está? —insistió golpeándola contra una de las paredes—, sé que
Lartimer te provee de carne fresca para tus negocios así que, si no quieres morir en
este mismo instante, habla —amenazó sujetándola contra la pared.
La mujer trató de escabullirse escaleras abajo, temerosa de aquel demonio.
—Ella está encerrada en una de las habitaciones. Lartimer la trajo, yo no tuve
nada que ver, lo juro —declaró comenzando a llorar—. Por favor Darko, no me hagas
daño, tengo unas cuantas muchachas guapas y jóvenes. Puedo compartirlas contigo
—ofreció.
Darko la apartó con desagrado arrojándola por la escalera.
—¡Aguanta, amor mío, ya estoy aquí! —gritó subiendo un último tramo de
escalera.
Hubo un ruido sordo y entonces, una explosión lo cegó lanzándole contra la
pared. El fuego ascendió como una brillante lengua, envolviéndole, atrapándole
entre sus fauces hambrientas.
«¡No, Dios, ahora no!», quiso gritar, pero el infierno lo arrastraba a sus entrañas
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mientras él trataba de mantener la conciencia. «¡Alanis!», pronunció antes de caer en
un pozo oscuro.
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Capítulo 14
Los ojos irritados de Darko trataron de descifrar el baile de siluetas y sombras
que se agolpaban frente a su rostro. ¿Se hallaba en el infierno?
Oyó el llanto desconsolado de una mujer, como si el corazón se le hubiera
partido en el pecho y no pudiera contener tanto dolor. Con dificultad torció la cabeza
buscando el rostro de aquella mujer.
Dorothy Benedit se estremecía quebrada de dolor entre los brazos de su esposo.
A duras penas, lord Benedit se mantenía erguido abrazando a su esposa mientras el
filo del sufrimiento desdibujaba sus rasgos. Una solitaria lágrima rodaba por su
rostro enjuto. A su lado, Dom se hallaba sentado sobre la húmeda tierra. Su cabeza
gacha se escondía entre sus rodillas flexionadas, sus hombros temblaban
estremecidos. ¿A qué se debía tanto dolor?
—¡Alanis!
Darko trató de levantarse.
—¡Alanis!
Sin darse cuenta gritaba el nombre de su esposa como un animal herido.
—¡Alanis! —clamó al cielo extenso.
Alguien lo sujetó contra el suelo tratando de retenerlo.
—Cálmese, jefe. —La voz de Tom atrapó su atención por un segundo, el coloso
trataba inútilmente de contener su llanto—. Ella está muerta.
Aquellas palabras llegaron hasta lo más profundo de su ser aniquilándolo.
Las horas siguientes se arrastraron lenta y penosamente, como una muestra de
lo que sería su vida a partir de ese momento. Pese a la insistencia de sus hombres, se
negó a abandonar el lugar, removiendo los rescoldos humeantes con sus manos
llagadas. Si Alanis estaba entre las ruinas la encontraría para darle una sepultura
digna.
Pero ni en eso Dios fue misericordioso. Tras horas de búsqueda, se desplomó
agónico sobre el suelo, llorando desconsoladamente como nunca antes lo había
hecho. Una mano cálida se apoyó en su hombro tratando de infundirle coraje.
—Regresemos a casa.
Darko elevó el rostro hacia Dominic Benedit.
—Ha hecho lo humanamente posible por encontrarla. Debe descansar.
—No debí casarme con ella, su muerte es culpa mía.
—No diga eso —replicó Dorothy arrodillándose junto a él.
Una ira rampante serpenteó por sus entrañas.
—Yo, maldito egoísta, he acabado con su vida. La amaba, ¿sabe? —declaró
escondiendo el rostro entre las rodillas—. La amaba y nunca pude decírselo —sollozó
—. Como un maldito cobarde dejé que se fuera sin saberlo.
Dorothy se unió a él en su dolor abrazándolo.
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—Supiste quererla bien, Darko; ella te amaba tanto… Tu amor por mi hija te
convierte en parte de esta familia. Regresemos juntos —suspiró vencida por el dolor.
Darko recordaría el trayecto de regreso a su hogar como el momento más
amargo de su existencia.
—Lartimer ha sido enviado a Newgate —informó Dom en tono neutral
mientras el carruaje iniciaba el regreso. Los ángulos de su rostro denotaban una
expresión indescifrable bajo la capa de hollín que lo cubría—. Mi padre solicitará
para él la máxima pena, acabará colgado en el cadalso.
La mirada de Darko se perdió en el horizonte. La ciudad, ajena a su dolor,
iniciaba un nuevo día desperezándose a la luz del sol. Por alguna extraña razón, su
deseo de venganza se había marchitado. El vacío en su interior no se llenaría nunca
con algo tan insustancial.
Cuando el vehículo empezó a rodar sobre el camino principal de la mansión
sólo el incesante llorar de lady Benedit rompía el silencio del interior.
Lord Benedit se apeó para permitir el paso de Darko.
—Regresaremos en un par de horas, me encargaré de todos los preparativos del
funeral —dijo con voz ronca reteniéndolo por el hombro.
Darko asintió entendiendo el mensaje implícito de sus palabras. Dominic ponía
su familia y su apellido a su servicio. En el futuro ellos serían su familia, pasara lo
que pasara.
Brown aguardaba en lo alto de la escalinata con una sonrisa en la boca,
ignorante, tal vez, de lo ocurrido en la noche.
—Buenos días, jefe.
—Hola Brown.
—¿Quiere que ordene su baño? —preguntó solícito cerrando la puerta a su
espalda.
John apareció por una de las arcadas portando una pequeña bandeja de plata.
—Yo diría que lo necesita como el comer, está inculcando sus malos hábitos en
ella, jefe —se quejó deslizando una mirada descarada por las ropas sucias de su
superior—. Si continúan así, no habrá más remedio que instalar una de esas salas de
baños. No quiero pasarme el día acarreando cubos de agua arriba y abajo.
Pero Darko no atendió a sus palabras.
—Estaré en la biblioteca —anunció—. Quiero un par de botellas de brandy. No
quiero ver a nadie —ordenó con la garganta cerrada por la angustia mientras una
oscura amargura crecía en su interior.
La biblioteca, iluminada por la luz matinal, parecía inusualmente alegre. Darko
se acercó al fuego del hogar tambaleándose ligeramente; se torturaba pensando en
las llamas devorando el indefenso cuerpo de su esposa. ¿Dónde estaba el maldito
John con su brandy? No se sentía capaz de soportarlo por más tiempo.
—¡Vaya, ya era hora! —se quejó una voz a su espalda.
La incrédula mirada de Darko se quedó fijada en las llamas ambarinas. Estaba
seguro de haber escuchado la voz de Alanis, pero eso no era posible, ella había
perecido la noche anterior consumida por las llamas.
—¿Darko?
—¡Dios, me parece una manera cruel de castigarme! —rezongó.
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—¿Castigarte? Darko, ¿de qué estás hablando?
Y entonces algo o alguien tocó la manga de su camisa. Sin atreverse a moverse,
observó la pálida mano que descasaba sobre su muñeca. Bajo la piel marfileña podía
distinguir las pequeñas venas y arterias latiendo débilmente. Temeroso, giró el
rostro, ¿acaso se estaba volviendo loco?
El rostro de Alanis le sonrió tiernamente.
—¿Eres un ángel? —preguntó con la voz atascada.
La aparición rió.
—Me llamaste así en cierta ocasión, pero Darko, no soy ningún ángel,
simplemente soy tu esposa, Alanis. ¿Qué le ha ocurrido a tus manos?
Y entonces comprendió. Sin que pudiera evitarlo, sus piernas cedieron y cayó
de rodillas ante ella. Su rostro crispado se enterró entre los pliegues de su falda. Un
bronco sonido escapó de su garganta. Darko humedeció el vestido con sus lágrimas,
lágrimas de incredulidad, de miedo, de alegría.
La actitud de Darko la alarmó, nunca lo había visto así. Sin saber qué hacer
estiró su mano para enterrarla en la cabellera oscura.
—Ssshh. Todo está bien.
—Pensé que habías muerto —boqueó—, que no volvería a ver tu adorable
rostro, y quise morir también… Te quiero, debería habértelo dicho hace mucho
tiempo, pero era tan cobarde que no me atrevía a reconocerlo —explicó
entrecortadamente con la cara hundida en su regazo.
Alanis se arrodilló a su lado con el corazón estremecido por sus palabras, pero
él se negó a mirarla, escondiendo el rostro.
—No quiero que me veas así.
Pero Alanis ignoró su petición y, con delicadeza, le apartó el brazo del rostro.
Sorprendida, descubrió que Darko Foster lloraba como un niño perdido. Y como a un
niño, lo abrazó acunándolo tiernamente entre sus brazos.
Minutos más tarde, cuando la tormenta cedió, Darko la alzó entre sus brazos
para acomodarse juntos en el sofá. Allí, la retuvo posesivamente contra sí mientras su
boca descendía una y otra vez sobre ella rozando con delicadeza sus labios,
hinchados por los golpes.
—No vuelvas hacerme esto en la vida —gruñó acariciándola con delicadeza,
como si temiera que ella se evaporara entre sus dedos.
Con alivio, Alanis comprobó que Darko volvía a ser el de siempre. Contenta se
acurrucó entre sus brazos.
—¿De verdad me quieres? —preguntó limpiando con su pañuelo las manchas
de hollín de su rostro.
Darko rezongó de nuevo.
—¿Aún lo dudas? Te amo. Lo he hecho desde que mis malditos ojos te vieron
por primera vez. Nunca antes había necesitado a nadie hasta que te conocí. Posees mi
cuerpo, mi alma y mi corazón. ¿Si te amo? Creo que esto va más allá.
Alanis lo miró con los ojos llenos de lágrimas, maravillada por aquel milagro.
—Te quiero —reconoció ella besándolo, acariciando sus hombros y cuello.
Darko profundizó el beso y la recostó sobre su brazo mientras una de sus
manos se colaba bajo el encaje de su enagua. El dolor, el miedo y la desesperación
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dieron paso a la pasión. La tensión de la noche anterior no hizo mella en la acalorada
respuesta de sus cuerpos. Posponiendo los demás interrogantes, Darko se posicionó
entre los tibios muslos devorando su boca, recorriéndole el cuerpo con las manos.
—Date prisa —lo urgió ella enlazando sus piernas en torno a las estrechas
caderas.
Absortos el uno en el otro no oyeron a John entrar en la biblioteca. Sólo su
sonoro carraspeo consiguió que ambos tomaran conciencia de su presencia.
—Supongo que si les digo que éste no es el lugar más indicado para esto me
enviarán al infierno.
—Lárgate, John —gruñó Darko apoyando la frente sobre los cojines.
Alanis tironeó frenéticamente de sus faldas, intentando ocultarse de la mirada
divertida del criado.
—He de suponer que no desea emborracharse entonces —dijo mostrándole una
botella.
—¡Largo! —exclamó. John se encogió de hombros antes de abandonar la
estancia—. Recuérdame que ponga cerrojos en todas las malditas puertas de esta
casa.
—Mmhhhm.
Darko miró divertido hacia abajo.
—Ya puedes respirar, cariño, se ha ido.
Alanis abrió un ojo para verificar que de nuevo se hallaban a solas.
—¡Puaj!, hueles a humo.
Darko rió feliz.
—Se supone que eso debería conmoverte. Estuve buscándote entre las ruinas
humeantes —manifestó besándola de nuevo.
—¿Cómo es eso?
—Te lo explicaré más tarde —dijo acallándola con un beso que la elevó al cielo.
La tomó allí mismo, sobre los mismos cojines donde una noche lejana le mostró
por primera vez la magia de su cuerpo. Subyugado, dejó que fuera ella quien llevara
la iniciativa montándolo a horcajadas, cabalgándolo con furor hasta que su esencia se
derramó en sus entrañas.
Mucho más tarde, semidesnudos, yacían juntos sus cuerpos, dichosos de
tenerse el uno al otro.
Darko se estiró rascándose perezosamente el pecho.
—Creo que necesito un baño —suspiró, y frunciendo el ceño al ver las manchas
oscuras que teñían los pechos de ella añadió— y tú tendrás que acompañarme. A
menos, claro, que la dama prefiera un lavado en seco —apuntó estirando una mano
sobre la oscura mancha de hollín que tiznaba el rosado pezón.
Alanis rió ante su audacia. Para su sorpresa, el deseo estaba regresando a sus
entrañas y ya comenzaba a latir cálidamente entre sus piernas.
—Eres un fanfarrón, Darko Foster. No haré nada más a menos que me digas
cómo conseguiste saber dónde encontrarme.
—¿Es necesario hablar? —preguntó rozando con su lengua el vértice de su
pecho. Para su satisfacción, éste se endureció al instante.
—Sí… No. ¡Sí! ¡No intentes distraerme con tus audacias! —protestó Alanis
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cuando se inclinó sobre ella.
Darko lanzó un suspiro desilusionado. Tomó un mechón de pelo dorado entre
sus dedos y se lo llevó a la nariz antes de comenzar a hablar.
Le explicó que fue Reynolds quien, tras ser rescatado, le avisó de que Lartimer
la había secuestrado. Afortunadamente, Tom y Leni actuaron con celeridad y
pudieron dar caza a uno de los colaboradores del secuestro, que les indicó el lugar
donde la tenían retenida.
Le manifestó la angustia que sintió al no haberla encontrado en casa al regresar
corriendo de la fábrica abandonada, y la desesperación que lo inundó cuando las
llamas se extendieron por la posada alcanzando la habitación donde ella había sido
retenida. Le confesó que creyó morir al tener que buscar su cuerpo carbonizado entre
los restos. También le contó la ternura con la que su familia lo arropó.
Alanis le contó, por su parte, cómo había huido del lugar escapando por una
pequeña ventana para descolgarse después desde el primer piso de la posada. Una
vez libre, no se detuvo a mirar atrás, sino que corrió a refugiarse en el bosque hasta
dar con una pequeña granja. Allí pidió auxilio. Con la promesa de una magnífica
retribución, el buen hombre que allí habitaba accedió a ayudarla llevándola en su
mula hasta la misma entrada de la mansión. Dado que su intento de localizar a
Darko había fracasado, sólo le quedó esperar su regreso y rezar por que todo se
resolviera favorablemente.
—Sólo espero que Lartimer reciba su merecido. Cada vez que pienso en el odio
que siente por ti me estremezco.
—He de admitir que jugué demasiadas veces con su ego. Subestimé el peligro
que eso representaba. No soy un alma inocente y no tuve escrúpulos para actuar
como el peor de los hombres en algunos momentos de mi vida. Siento que mis
pecados pasados hayan puesto tu vida en peligro.
—Dios sabrá cómo redimirte, Darko, y por el momento, Lartimer no podrá
sacar provecho de todo esto.
—Tu hermano Dom ha sido de gran ayuda —apuntó él enderezándose de
repente—. ¿Qué hora es?
Alanis frunció el ceño mirando de reojo el reloj de la pared.
—Las nueve. Deberíamos curar tus manos…
—¡Diablos! —barbotó él ignorándola para ponerse en pie atropelladamente—.
No hemos enviado ningún mensaje a tu familia.
Alanis se llevó las manos a las mejillas.
—Deben creer que estoy muerta.
—Cuando se despidieron me prometieron que regresarían.
En aquel momento oyeron un murmullo de voces en el vestíbulo que anunciaba
el regreso de la familia Benedit.
—¿Por qué no me avisaste? —lo regañó poniéndose en pie mientras tironeaba
de los lazos de su enagua.
Demasiado tarde, en ese instante la puerta se abrió y por el resquicio asomó la
cabeza de John.
—Sí, creo que está visible —dijo dirigiéndose a alguien a sus espaldas, y con
una sonrisa ladina se hizo a un lado para dar paso a los Benedit.
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A partir de ahí todo fueron llantos, gritos y risas, muchas risas.
—Querida hija —lloraba Dorothy apretando a la joven entre sus brazos.
Eloise y tía Gertrud, abrazadas junto a la joven, lloraban desconsoladamente de
alegría. Lord Benedit observaba al grupo parpadeando afectadamente.
Dom alzó festivamente a su hermana haciéndola volar por los aires, sólo un
sonriente Eric pareció darse cuenta de que la joven se hallaba parcialmente desnuda.
—Foster, debiste avisar de que era un mal momento —le susurró observando
con una ceja alzada el desastrado aspecto de su cuñado.
Para su regocijo, el duro rostro del hombre se tiñó de un sutil sonrojo. Sin
embargo, sus ojos brillaron satisfechos al observar al alborotado grupo familiar.
Debía prever muchas interrupciones similares en el futuro, se dijo mientras sus ojos
volaban hacia el rostro sonriente de su esposa. Ella le devolvió la mirada con los ojos
llenos de lágrimas, lágrimas de felicidad. La misma felicidad que les acompañaría el
resto de sus vidas.
—John, traiga champán. Esta familia tiene mucho que celebrar hoy día —
ordenó Darko.
Cuando todos tuvieron su copa en la mano, Darko elevó la suya abrazando
contra su costado a Alanis. La joven le sonrió radiante, y en sus ojos vio brillar la
promesa de una vida plena, llena de amor y pasión. Él reconoció en su rostro a su
ángel salvador, la luz que guiaría su camino.
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Epílogo
Alanis esperaba ansiosa ante la puerta cerrada. Intentó levantarse para recibir a
su esposo, pero la voluminosa barriga de su octavo mes de embarazo se lo impidió.
Con un suspiro apoyó las manos sobre su vientre y se limitó a esperar
impacientemente.
Desde el otro lado de la habitación, Eloise le dedicó una sonrisa a su hermana,
pero rápidamente sus ojos descendieron hacia el bebé que sostenía entre sus brazos.
El pequeño Alan Bradford había nacido apenas dos meses antes y ella no se cansaba
de mirarlo, maravillada por aquel pequeño milagro de la naturaleza. No era la única,
Eric estaba orgulloso como nadie del pequeño Bradford, y Eloise no podía menos que
sorprenderse porque, lejos del circunspecto hombre que todos creían que era, Eric era
un padre afectivo e incluso, en ocasiones, exageradamente protector con su familia.
Darko entró en la sala medio minuto después. Sonrió a modo de saludo a su
cuñada y se encaminó ansioso hacia su esposa para ofrecerle un maravilloso ramo de
flores. Ella le sonrió tímidamente aceptando el obsequio.
—Tendrás que agacharte tú, nuestro hijo crece día a día —indicó jalando de su
chaqué.
Darko observó con orgullo su abultado vientre mientras se acomodaba
perezosamente sobre uno de los brazos del sillón. Después, se inclinó solícito para
depositar un beso sobre sus labios entreabiertos.
—¿Qué tal el viaje? —preguntó ella con un suspiro de felicidad.
Darko acarició distraídamente el vientre de su esposa mientras observaba
absorto su rostro radiante.
—La empresa comenzará a funcionar en un año. Reynolds ha finalizado ya
todos los trámites administrativos —anunció. Después de mucho estudiarlo, él y su
contable habían concluido que una empresa dedicada al comercio exterior con las
Indias Occidentales y Orientales era la mejor manera de rentabilizar su fortuna.
Los nuevos negocios implicaban un mayor volumen de trabajo, pero Harper
Reynolds parecía entusiasmado con la idea de soportar esa nueva (y legal) carga de
responsabilidades.
Darko, por su parte, prefería gozar de la compañía de su esposa. Su embarazo
lo tenía hechizado, fascinado con cada uno de los cambios operados en la delgada
figura de la joven. El embarazo había redondeado sus formas de una manera
deliciosa. Contuvo un gruñido cuando el látigo de la lujuria descargó en sus riñones
un golpe de deseo. Pensar en los meses de abstinencia que le esperaban le hacía
rechinar los dientes.
—¿Se ha portado bien en mi ausencia? —inquirió extendiendo su gran mano
sobre el abultado vientre donde se gestaba su hijo.
Alanis sonrió colocando su mano sobre la de él.
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—Ha protestado con alguna que otra patada para recordarme que seguía ahí.
Afortunadamente, el embarazo no había provocado en la joven más que algún
que otro mareo, nada que ver con los meses de náuseas e irascibilidad de su hermana
Eloise.
Justo en ese instante el niño asestó una fuerte patada contra la pared del vientre
que lo albergaba.
Asustado, Darko retiró la mano y Alanis rió encantada.
—¿Ves lo que quiero decir? Se mueve continuamente. El médico ha dicho que
eso es bueno, que demuestra que el niño está sano.
Darko sonrió con orgullo, tanto, que Eloise no pudo evitar poner los ojos en
blanco.
—Harper te da las gracias por los pañuelos bordados.
Alanis había cosido un total de diez pañuelos con las iniciales del contable
como regalo de cumpleaños; en el futuro, cuando tuviera necesidad de ellos, él
podría abastecerla sobradamente.
John entró en la sala sin anunciarse, su librea nueva no conseguía mitigar su
apariencia desaliñada, efecto que se amplió al estornudar con fuerza sobre la bandeja
llena de alimentos.
—Esa vieja arpía que ha contratado me envía aquí con esto, ¿dónde lo dejo? —
gruñó rascándose el trasero con la mano libre.
Alanis le señaló una mesilla cercana sonriendo sin poder evitarlo. Hacía cinco
meses que Darko había accedido a contratar a la señora Stanton como ama de llaves,
por recomendación directa de lady Benedit. Dorothy estaba más que satisfecha con el
carácter de dragón de la nueva ama de llaves y Darko parecía disfrutar enormemente
con las trifulcas que se formaban semanalmente entre la señora Stanton y el resto de
los hombres, dejando que fuera su esposa la encargada de mediar en esas peleas
domésticas y evitar que la sangre llegara al río. Sí, Foster parecía haberse
acostumbrado a la presencia de mujeres en su hogar, incluso había insistido en que
su esposa tomara una doncella personal ahora que la familia iba a ampliarse.
También se había adaptado a la perfección a la vida familiar. Darko adoraba a
Dorothy, respetaba y admiraba a lord Benedit, intercambiaba ideas comerciales y
discutía de política con Eric, bromeaba con Dom como si fuera su propio hermano e
intercambiaba divertidas anécdotas con Eloise. Nadie parecía recordar ya que él
había sido el más importante traficante de licor del reino. Nadie dudaba ya de que
Darko Foster se había convertido en un hombre respetable.
Durante la época estival, los Foster se trasladaban a Green Water Cottage,
donde disfrutaban de románticas veladas con el canto de los grillos como música de
fondo. Allí había sido concebido su primer hijo, muchos otros le seguirían.
Tom, encantado con el nacimiento del pequeño, había tallado un sinfín de
juguetes que Alanis guardaba con gran cuidado en el nuevo cuarto de los niños.
Leni, menos detallista, se había limitado a burlarse despiadadamente del volumen de
su barriga. ¡Oh!, si hubiese en la tierra alguien al que Alanis quisiera ahogar con sus
propias manos, ése sería Leni Buxter.
—Hermanita, ¿cuándo piensas decírselo? —indicó Eloise. El pequeño Alan
capturó el pulgar de su madre y, tras introducirlo en su boca, comenzó a succionarlo
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sonoramente ayudándose con su manita llena de hoyuelos.
Darko observó la pelona cabeza con una sonrisa.
—¿Decirme qué? —preguntó distraído. Su mente volaba hacia el día en que sus
brazos sostendrían a su propio hijo.
—El nombre, ya tengo el nombre de nuestro hijo, es decir, si es varón.
—¿Sí?
—Creo que Duncan Foster será el más apropiado.
Darko buscó con la mirada los ojos de su esposa. Un leve titubeo impulsó a
Alanis a acercarle la mano al rostro y acariciar con ternura su áspero pómulo.
—¿Te agrada?
Darko asintió taciturno, y ella sintió que su amor por aquel hombre se
multiplicaba.
—¡Vaya, Foster!, te hemos dejado sin palabras —rió Eloise.
—A tu padre le hubiera gustado —indicó Alanis.
Darko asintió mientras una intensa sonrisa estiraba sus labios. Sí, al viejo
Duncan le hubiera gustado saber que finalmente la felicidad colmaba su vida.
***
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
MONICA PEÑALVER
Mónica Peñalver es asturiana, nacida en Avilés, es asidua lectora desde
su más tierna juventud, se ha convertido en una de las promesas de la
literatura romántica española.
Diplomada en Relaciones laborales, esta secretaria de dirección además
de escribir novela romántica que es su principal obsesión y necesidad, tiene
como aficiones el comer bien, realizar largos paseos en los meses de otoño,
viajar, ir al cine y al teatro y participar activamente en foros dedicados a la
novela romántica, donde es muy habitual departir y pasar muy buenos
momentos con ella.
Hasta ahora ha publicado dos novelas bajo el seudónimo Carolina Bennet. La dama y el
dragón y El corazón de la doncella, ambas en 2007.
ADORABLE CANALLA.
Alanis es una joven de buena familia que, a diferencia de lo que marcan las costumbres
de la alta alcurnia inglesa, no siente un particular afán por casarse. Sin embargo, termina
accediendo a abandonar durante una temporada su Blackwood natal para ser formalmente
presentada en sociedad en Londres.
Alanis procura fingir un cierto interés por los vestidos de gala, las fiestas de lujo y sus
insoportables pretendientes, pero en el fondo lo único que desea es que todo acabe cuanto
antes para regresar a su casa y disfrutar de su libertad, su familia y sus libros.
Sus planes acaban yéndose al traste cuando presencia accidentalmente el secuestro de
una muchacha; al salir en su defensa termina siendo secuestrada ella también, ignorando que
se ha entrometido indebidamente en los asuntos de uno de los hombres más peligrosos de la
ciudad: Darko Foster, un atractivo, sensual y misterioso contrabandista. Alanis no puede
resistirse a los encantos de su secuestrador y lo que empieza siendo un indignante error
termina descubriéndole a la joven un mundo nuevo, lleno de pasión y peligro.
Pero Alanis tendrá que hacer frente a sus temores… ¿Por cuánto tiempo podrá ocultarle
a su famita su amor clandestino? ¿Puede confiar en que ella es para Darko algo más que un
simple objeto de placer? ¿Será capaz de afrontar las drásticas consecuencias de su amor por
ese adorable canalla?
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MONICA PEÑALVER ADORABLE CANALLA
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