La Soledad Consagrada
La Soledad Consagrada
La Soledad Consagrada
Tomo como muestra dos situaciones diversas: la del presbítero dedicado a la cura
de almas y la de un monasterio de clausura femenino.
1
Cf A.Cencini, Amor y sexualidad en la opción virginal, “Tabor”, Nº 13, abril 2011, 107-119.
2
El pastor dedicado a la cura de almas: mejor solo
Fue notable, además, la sorpresa por otro dato surgido de la evidencia de las
respuestas: la soledad representa(ba) para un número discreto de curas una
cómoda autodefensa, un refugio o un consuelo, algo gratificante y funcional para
la propia estructura intrapsíquica4. Estábamos dispuestos a compadecernos del
pobre presbítero que no sabe en quien confiar y con frecuencia tan solo de tener
que proveer por sí mismo a sus propias necesidades vitales (reduciéndose a una
vida poco digna), y en cambio nos hemos encontrado de frente al “reverendo”
que prefiere vivir solo, pequeño monarca5 o solitario y placentero batallador
libre, inaccesible funcionario de lo divino o extraño ser un poco antisocial.
¿Cómo era posible esto?
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Es sabido cómo en la filosofía tomista la relación es considerada solamente como un accidens.
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su fruto.
P. Scalia describe muy bien la situación: “La Iglesia de antes –la preconciliar–
daba fuertemente la impresión de tener necesidad de un sacerdote cargado de
muchas soledades y estoicamente capaz de soportarlas” 7.
Era, podríamos decir, una soledad solamente ascética y poco mística, exigida más
que escogida, casi un precio necesario que pagar, estrictamente ligada al celibato,
su tasa o también su defensa, y por lo tanto una soledad que había que aprender a
vivir como virtud y soportar como penitencia. Pero, a la vez, una soledad cómoda
y sopesada, funcional para el propio desequilibrio afectivo y relacional, como
huida del otro.
Seguimos con el agudo análisis de Scalia para quien la Iglesia “de hoy no tiene
necesidad de todo ese dolor. Y eso no por deshacerse de pesados fardos y hacerse
menos antipática, sino solamente porque a la iglesia-comunión y pueblo-de-Dios
corresponde un sacerdote y un consagrado profundamente anclado y radicado en
la vida de sus hermanos de fe. Célibes, si se quiere, pero para nada privados de
amor, para nada solos. Tenemos absoluta necesidad de un virgen por el reino de
los cielos que no solo tenga ‘relaciones’ (se pueden tener incluso cuando se está
solos en la propia soledad existencial), sino que ‘sea’ relación. Relación sana,
profunda, diálogo y apertura auténtica, consigo mismo, son los demás, con
Dios”8.
No quiero decir con esto que todos los sacerdotes y religiosos hoy viven así la
soledad a diferencia de los sacerdotes del pasado que habrían vivido todos
“solos” en el sentido arriba explicado. Eso sería una esquematización banal y que
no corresponde con la realidad. Quiero solamente subrayar que hoy ha cambiado
y está cambiando el significado de soledad religiosa y presbiteral.
7
F.Scalia, Della solitudine del prete, ma con speranza, en “La Rivista del Clero italiana”, 5(2007), 366.
8
Ibidem.
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domingo9. Y quizá, en relación con la literatura sobre el tema, está cambiando la
visión que la sociedad tiene del sacerdote o del consagrado: aquel cura huraño o
aquella monja gruñona, envueltos en sus respectivas más o menos austeras
soledades y también un poco enredados en la relación, se están convirtiendo cada
vez más en una especie en extinción.
Sobre todo es otro el modo de entender la soledad por parte de los mismos
interesados, en el sentido de querer salir de esa doble y contradictoria
interpretación que hemos antes descrito y que en ciertos casos parece como una
rígida alternativa sin salida para muchos, demasiados, sacerdotes y
consagrados/as: o la soledad como drama, costoso peaje que hay que pagar por el
hecho de ser célibes, desierto inaguantable e inviable para algunos y que, con el
tiempo, concluye en penosas decisiones10; o también la soledad como un bien
sutilmente buscado, casi amor prohibido y escondido, que gratifica oscuras
necesidades o es defensa de reprimidos temores…
Y sobre todo entender que hay soledades y soledades: hay una soledad que está
ligada a la naturaleza de su elección celibataria, por lo tanto soledad buena o que
puede convertirse en fecunda, y hay otra, u otras, que no tiene nada que ver con
la ordenación o la profesión, con la intimidad con Dios y con la clausura, sino
que son solo fruto de inconsistencias interiores normalmente ligadas al ámbito de
la relación: miedo al otro, a ser abandonado, a dejarse condicionar por los límites
de los demás y a hacerse cargo de sus problemas, a compartir, a perdonar o pedir
perdón, a mostrarse en la propia fragilidad, miedo a sí mismo y por lo tanto…; o
–por el contrario– son soledades ligadas a una sensación de superioridad en
relación con los demás, de autosuficiencia, de sutil desprecio de los demás, de
rechazo de la relación… Todas estos signos de inmadurez debilitan la identidad y
hacen débil e inauténtica la opción y, de hecho, terminan por generar miedo a la
misma soledad, a la soledad buena que nos salva, mientras “custodiamos
celosamente la que nos corroe”11. La soledad de las dos monjas de la voz de oro,
para entendernos, no era ciertamente soledad buena, aunque rigurosamente
vivida.
La soledad buena, en definitiva, está ligada a la parte sana y fecunda del yo. La
soledad mala, en cambio, está conectada a la parte menos sana y menos libre,
más infantil y vulnerable.
11
Scalia, Della solitudine, 365.
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otro y la que se cierra en nosotros mismos. A veces es precisamente esta
distinción la que permite descubrir los ámbitos de inmadurez radical del sujeto.
En esta prospectiva de realismo hay lugar y debe existir puesto, obviamente, para
el aspecto ascético: de soledad se sufre pero sin que sea necesario llegar al
agobio. También aquí es necesario un discernimiento.
Pero hay también quien, por otra parte, vive bien la propia soledad, con el
sacrificio que requiere y como condición de la propia elección o como algo que
él mismo ha elegido, y que ahora puede llenar de sentido o que puede descubrir
cada vez más la riqueza de su valor tanto para su vida como para la de los demás.
En este caso la renuncia es también costosa pero soportable y soportada sin
necesidad de compensaciones varias. El sujeto ha aprendido a vivir y convivir
con la soledad, sólo consigo mismo. No la siente como un espectro inquietante o
carga injustamente puesta en su espalda, sino como lugar para descubrir y
encontrar su propia identidad y sobre todo al otro, a Aquel a quien pertenece. Lo
descubre y vive siempre más como una escuela que le permite aprender a estar en
pie por sí mismo y, por lo tanto, vivir bien la relación.
La suya es tensión de renuncia: tensión sana, que hace crecer, porque está
fundada en un valor que atrae siempre más a la persona puesto que en ella se
reconoce que está llamado a ser (y a amar).
Por otro lado, “un hombre solo está siempre en mala compañía”, dice un
pesimista P. Valéry, pero no siempre –añadimos nosotros– quien no está solo
puede decir que está en buena compañía. Por lo tanto, también en esto conviene
distinguir, más aún, es necesario aprender a hacerlo en un proceso de formación
permanente.
Pero la cosa singular es, como hemos dicho, descubrir que la soledad misma es
escuela que debe ser frecuentada, al menos por el creyente, escuela de la que
“Dios se sirve... para enseñarnos la comunión”12.
Parece y es una paradoja, pero la soledad nos enseña la comunión por varias
caminos. Veamos de qué modo.
El desierto es la imagen simbólica del camino largo y nunca terminado que cada
ser humano debe tener la valentía de afrontar para descubrir todo cuanto le
impide ser libre, le repliega en sí mismo, le llena de temores, distorsiona su
percepción, le crea depresión y le convierte en un falso…
12
Ibidem, 355.
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de descargar nuestra responsabilidad en los demás, y quizás alcanzando
desconcertantes pero preciosos descubrimientos. Como ocurrió a T. Merton,
cuando –con más de cincuenta años– se enamoró de una mujer, hasta el punto
que él, el “monje” solitario contemplativo del Absoluto, reconocía no saber
“como habría podido vivir sin ella”13. Pero con gran valentía (de cara a la verdad)
y transparencia introspectiva él logró descubrir que lo que buscaba no era tanto la
mujer que decía amar, y probablemente tampoco una gratificación de sus
impulsos, sino una solución al vacío que había en el centro de su corazón. Ella
era “la persona cuyo nombre tentaba de usar como algo mágico para eliminar la
bestia de la tremenda soledad de mi corazón”14. Valentía y transparencia que
exigen soledad, como modalidad de búsqueda, quizá para descubrir –como en
este caso– que el problema está justo en la soledad no aceptada y no vivida
correctamente y que en un cierto momento llega a convertirse en “tremenda”.
Por eso, un maestro como Nouwen no tiene dudas al decir que “sin la soledad es
prácticamente imposible una vida espiritual”15.
La soledad no solamente educa, sino que también forma, es decir, nos muestra lo
que estamos llamados a ser o la forma que el virgen debe asumir, es decir, los
sentimientos del Hijo, su corazón. La formación es la fase sucesiva y
complementaria a la educación. Pero la soledad expresa ambas: tanto el momento
educativo (del conocimiento de sí) como el formativo (conocimiento de Dios y
de su corazón). Es –podríamos decir– el “locutorio preferido de Dios”, donde el
Eterno se deja encontrar y ver, donde nos habla y nos escucha, donde nos forma a
estar delante de Él, a reconocer los signos de su predilección, a entrar poco apoco
en su intimidad y amistad, gustándola, descubriendo que de verdad se puede
amar al Eterno y sentirse por Él querido, quererle con nuestro corazón de carne,
dejarnos acariciar por Él, oírle siempre decir: “Tú eres mi hijo predilecto…”
(pre-dilecto = pre-amado, amado desde antes de nacer, desde siempre), y llorar
de alegría.
13
J.H.Griffin, Thomas Merton: The Hermitage Years, London 1993, p.60. Cf también J.Forest, Thomas Merton: scrittore e
monaco, uomo di pace e di dialogo, Roma 1995, pp.178-186.
14
Griffin, Thomas Merton, 58.
15
H.Nouwen, La voce dell’amore, Brescia 2007.
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hablarle al corazón (cf. Os 2,16). No hay amistad con Dios que no pase a través
del desierto, ni se puede conocer el corazón del Eterno si no se acepta estar solos
con Él. En particular no se puede experimentar cómo Dios llena el corazón del
hombre si éste no acepta correr el riesgo de quedar solo y de tocar el punto
extremo del vacío interior: Dios habita allí.
¿No será todo esto una piadosa idea o solamente accesible a algunos con
tendencias místicas y quizá también poco creíble? Quien piensa así y sonríe
escéptico ante estas expresiones es exactamente aquél que huye de la soledad o la
vive como un peso y una frustración.
La soledad sirve para esto: es sana cuando alcanza esta verdad, cuando se
convierte en morada o seno que la custodia como un tesoro. Entonces,
consecuencia lógica, la soledad se hace fecunda.
Esta es la soledad del célibe por el Reino, su primera soledad del todo connatural
con su elección. Soledad que no es ausencia de lo humano sino presencia de lo
divino.
Pero quizá no para todos es así. Hay todavía en la Iglesia de Dios quien debería
admitir –a media voz o como resentido– que no, que no ha habido ningún
céntuplo en su vida… Pero se equivoca en realidad. El céntuplo está y se le ha
dado. No es posible que Jesús haya engañado a quien se consagra a Él por el
Reino. El problema es que él no ha sido capaz de descubrirlo, porque no ha
madurado la sensibilidad espiritual que permite descubrir cómo la soledad puede
llenar y enriquecer una vida. Y gozar agradecido.
20
Extremamente significativa, en este sentido, es otra afirmación de don Milani, en esta ocasión dirigida a un amigo maestro:
“Cuando hayas perdido la vida, como la he perdido yo, detrás de unas pocas deceneas de criaturas, encontrarás a Dios” (Gesualdi
M., Lettere di don Milani priore di Barbiana, lettera del 7 gennaio 1966).
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sacerdote”21.
Amedeo Cencini
21
F. Dal Mas, Venezia festeggia il card. Cè, en “Avvenire”, 26/IV/2008.