Enseñanzas para Una Muerte Serena
Enseñanzas para Una Muerte Serena
Enseñanzas para Una Muerte Serena
Dondequiera que estemos, con quienquiera que nos hallemos, esa dama
imprevisible nos ha de arrebatar la vida un día. Nadie sabe en qué momento
surgirá la mano invisible que tome nuestro cuerpo y lo haga inerte como un
canto rodado. Al anochecer, al amanecer, en pleno día o en la noche total,
cualquier momento vale. Será aquí y ahora, solos o en compañía, de súbito o
tras una larga enfermedad.
A nadie le gusta morir. No hay ninguna persona que no quiera vivir un día más,
excepto aquellas que padecen un gran sufrimiento (cualquiera sea la causa de
éste) y que esperan la muerte como una liberación. Ningún ser vivo en
condiciones ordinarias desea morir. Sólo algunas personas de muy evolucionada
consciencia y totalmente desapegadas enfocan la muerte con ecuanimidad o
indiferencia. Todos los demás seres anhelan seguir sintiendo. Así de poderosa y,
a menudo, ciega es la biología. Ella se nos impone, nos vive y sobrevive. Incluso
los enfermos más graves suelen rebelarse contra la muerte. Hasta aquellos que
están impedidos, salvo raras excepciones, quieren seguir viviendo. Los que creen
en otra vida póstuma más apacible se niegan a abandonar este 'valle de
lágrimas' que es la existencia humana.
Es una ilusión pensar que la muerte está lejos. Ella es una gran prestidigitadora,
la más hábil, la más sagaz, la más ladina. En el momento más inesperado nos
roba el aliento. Podemos estar viendo una película o escribiendo un libro,
paseando bajo un hermoso cielo primaveral o perdidos en ensoñaciones...
Cuando quiere, llega y nos toma. No respeta ninguna actividad pendiente. Tiene
su hora y la cumple escrupulosamente. A nadie persona. No hace excepciones.
Quizá ¡qué paradoja!, la muerte sea lo más equitativo y justo de la vida. No hace
distinciones: pone fin a todos los procesos vitales y convierte, en un instante, un
cuerpo vivo en un cadáver.
- Es segura
- Es irreparable
- Es imprevisible
Hay una hermosa historia. Imaginemos que en el inmenso océano hay una
argolla flotando e imaginemos que una tortuga que vive en las profundidades del
océano saca sólo la cabeza una vez cada millón de años. Supongamos que justo
cuando la tortuga saca la cabeza, la introduce directamente en la argolla. Es
difícil ¿no? Pues más complicado, dicen los antiguos sabios, es saber hallar
nuestra forma humana. Apreciémosla, pues, y hagamos de ella lo mejor. Un día
abandonaremos este cuerpo como la serpiente muda su piel. Así son las leyes
del cosmos. Lo que nace, muere. Lo que surge, se desvanece. Tal vez
deberíamos asumir que la muerte es tan natural como que la luna se refleje en
el lago por la noche o como que una estación siga a otra. A pesar de todo, ¿a
quién deja indiferente la muerte?
El miedo a la muerte
La muerte está aquí. Deberíamos estar más familiarizados con ella para así
temerla menos. Tal vez tendría que haber una asignatura sobre la muerte, pero
no se habla a los niños de este asunto. No se les enseña nada al respecto ni se
les instruye para enfocarla de modo correcto. Quizá por ello hay tanta
tanatofobia, tanto por la separación de los seres queridos como por el de nuestra
propia desaparición. Hasta la muerte de una flor es dolorosa, pero ¿sufrirá ella?
Nos negamos a dar la bienvenida a este último trance con todas sus
características psicológicas y diferenciales, e incluso nos resulta abrumador
aceptar que podamos ser forzados a salir inevitablemente de la película vital sin
concedernos la permanencia ni siquiera en un fotograma más.
Para los seres humanos suele ser más aterradora la idea de que hay que morir
que la muerte en sí misma. La muerte se preconcibe como el hecho más
calamitoso e irreparable. Algunos pueblos de la antigüedad consideraban la
muerte como un suceso realmente atroz, en tanto que presuponía la vida de
ultratumba como desagradable o cuando menos tediosa. De ahí que invitaran al
mayor goce posible en este mundo.
La muerte no sólo pone término a todos los procesos orgánicos, sino que la
entendemos como separatividad, y eso es lo que de hecho nos atribula. Además,
no es tanto el hecho mismo de morir, sino cómo se muere. A veces la muerte
sólo se produce después de una larga enfermedad. El mayor temor humano es el
que se tiene a la agonía.
Hay numerosas razones para este temor. En primer lugar tenemos el miedo
ancestral a lo desconocido, a esa experiencia ignota e incognoscible que uno
deberá experimentar de primera mano. En segundo lugar se encuentra el temor
a la enfermedad y el dolor previo a la extinción, así como a la separación forzosa
de todo lo deseado. Existe también un rechazo a la soledad que se produce en la
antesala de la muerte. Por último, tememos aquello que pueda existir después
de esta vida o bien el fenómeno de la disolución total.
Así enfocamos la muerte como un cataclismo tanto si es la propia como la de los
seres queridos, pues subyace la idea amarga de que no podremos volver a
contemplarlos ni a tratarlos jamás.
Con sus inveterados códigos, la biología se las arregla siempre para emerger y
proseguir. Se constela como el instinto de supervivencia, puesto al servicio de la
vida para que ésta no cese. Los mecanismos de supervivencia operan en todas
las criaturas, pero en el ser humano hay que sumar el factor mental. El animal
se aterra cuando se va a producir la muerte, pero el hombre se espanta muchos
años antes, tomado por el pensamiento de que debe morir. La combinación
intelecto-muerte es muy poderosa., capaz de anticipar mentalmente la propia
desaparición y producir mucha ansiedad. Una persona puede imaginar cómo
será su muerte o cómo puede originarse, lo que desencadenará una gran
angustia.
Ese factor mental opera a su vez para anticipar la muerte de los seres queridos.
Hay que entender que en el ser humano ese factor mental muerte es un
sufrimiento extra añadido al biológico. Por esta razón, por la anticipación de la
mente, el ser humano teme mucho más a la muerte que el animal, que sólo la
conoce cuando va a tener lugar de un modo inminente. Aquellas familias que
han convivido con un animal y lo han visto morir habrán comprobado con que
apacibilidad se extinguió. Un perro puede morir silenciosamente y en paz a los
pies de la cama de su amo. El animal libre del factor-mental-muerte, puede
morir con más tranquilidad. Por paradójico que parezca, ese factor mental de
que dispone el ser humano debe ser reeducado para aprender a confrontar la
muerte.
Para enfocar la muerte de un modo distinto al habitual, es decir, sin temor, son
necesarios los siguientes requisitos:
Nacer es comenzar a morir ¿A caso no es así? Podría ser de otra manera, pero
no lo es. A cada instante morimos. Antes de que se produzca una muerte
definitiva, la que representa el cese de todos los procesos orgánicos, hemos
pasado por pequeños e innumerables muertes. Si nuestro entendimiento fuera
profundo y revelador no enfocaríamos la muerte como un hecho tan atroz.
Más allá del saber académico y científico, ¿qué es la muerte, qué representa?
Cada uno la toma, enfoca y concibe de una manera, y cada uno la vivirá (vivir la
muerte, ¡qué paradoja!) a su manera. El anhelo de vida común a todos los seres
humanos no es tal, por ejemplo, en el místico. Su aferramiento a la vida queda
neutralizado por su afán de retornar a la unidad. Aquel que ha logrado la
experiencia de la unidad (cualquiera que sea su tradición religiosa) no teme
separarse de lo material para viajar al todo. El místico muere porque no muere,
y mediante sus experiencias de lo Inmenso, supera todo temor a la muerte. Se
deja de ser uno para querer ser Él. El único miedo del místico es no unirse al
amado. Hay un hermoso poema sufí:
Para aquel que ha sometido el ego ¿puede haber muerte? Para los plenamente
realizados y que han tenido la experiencia de la unidad o han conseguido la
visión liberadora, y cuyo ego se ha reducido al mínimo ¿qué es la muerte? y,
más aún, ¿quién muere? Cuando no hay apego, ni avidez, ni identificación con la
propia personalidad, la muerte resulta infinitamente más fácil.
Hace años hallé en Nepal a un viejecillo que, al atardecer, pedía unas rupias para
comprar madera destinada a su propia incineración. Estaba asombrosamente
tranquilo, sin perder su tenue sonrisa. Murió aquella noche y vi cómo incineraban
su cuerpo al día siguiente. Puedo asegurar que ese hombre no sentía el menor
temor ante la muerte.
Así pues, la actitud ante ésta es algo muy importante. A unos aterra, a otros
llena de pavor, a otros obsesiona, a algunos deja indiferente. Ciertamente esta
actitud puede trabajarse de modo positivo. Se trata de cultivar un enfoque
adecuado y modificar los viejos hábitos, modelos y comportamientos de la mete.
Hay métodos y técnicas para ello. A la vez que nos enseñan cómo vivir mejor y
cómo enfrentarnos a la enfermedad cuando ésta se presente.
Si la muerte está predestinada o no, no hace al caso. Tal vez haya un karma de
muerte, al decir de los orientales, y tal vez todos dispongamos de una cuerda de
vida que, cuando se agota, origina la muerte. ¿Puede alargarse esta cuerda?
Aunque así sea, terminará por agotarse y sobrevendrá el fin en algún momento.
Todo lo adquirido podemos perderlo. Lo mismo sucede con este cuerpo. Tenemos
que comprender que, como nacido que es, habrá de morir. Está sometido de
forma inevitable a la decadencia y la muerte. Desde que somos concebidos en el
vientre de una mujer empezamos a peregrinar hacia el ocaso. Saber que vamos
a morir, sin enmascaramientos ni autoengaños, debe servirnos para no sólo
buscar satisfacción en el exterior, sino para embellecer nuestro universo interno.
Todo lo acumulado fuera, fuera lo dejaremos al morir. Cuando surja la
enfermedad sólo contaremos con lo que hayamos cultivado dentro de nosotros.
Todos los fenómenos son efímeros, transitorios, evanescentes. Todo fluye, todo
se fuga antes o después, nada permanece. Hay que desarrollar mucha
ecuanimidad ante la muerte, mucha firmeza de mente y mucha lucidez.
Al no haber vida sin muerte, ésta forma parte de aquélla, aunque una y otra
estén condenadas a no encontrarse. Si enfocamos de forma adecuada la muerte,
conseguiremos el equilibrio y el crecimiento interiores. No nos permitiremos
cometer tantas necedades y actos mezquinos y aprenderemos a vivir la
inmediatez, en apertura y en cooperación con los otros seres.