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EL CARTEL CASTILLO

El heredero implacable
Este libro es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares y hechos aquí descriptos son
producto de la imaginación y se usan de forma ficcional. Cualquier semejanza con personas, vivas o
muertas, hechos o lugares reales es pura coincidencia.

RELAY PUBLISHING EDITION, JULIO 2023

Copyright © 2023 Relay Publishing Ltd.


Todos los derechos reservados. Publicado en el Reino Unido por Relay Publishing. Queda prohibida
la reproducción o utilización de este libro y de cualquiera de sus partes sin previa autorización escrita
por parte de la editorial, excepto en el caso de citas breves dentro de una reseña literaria.
Bella Ash es un seudónimo creado por Relay Publishing para proyectos de novelas románticas
escritas en colaboración por varios autores. Relay Publishing trabaja con equipos increíbles de
escritores y editores para crear las mejores historias para sus lectores.
Traducción de: Martina Engelhardt
Corrección de: Guillermo Imsteyf

www.relaypub.com
SINOPSIS

Le salvé la vida, y él me odia por eso.


¿Cuál fue mi recompensa? ¡Un matrimonio con el diablo!
No esperaba conocer así a mi futuro esposo: en una discoteca, en medio
de un tiroteo, y con él apuntándome con un arma a la cabeza.
La verdad es que le salvé la vida. Ahora, Ángel Castillo, el heredero del
cartel criminal más sanguinario de Miami, está en deuda conmigo y, para
saldarla, decime hacerme parte de la familia. Su oferta es tan fría como su
corazón: o me caso con él o me doy por muerta. No tengo muchas opciones
que digamos, ¿no?
La familia Castillo es despiadada y su estilo de vida me aterra, pero el
que más miedo me da es Ángel. Entonces, ¿por qué me la paso mirándolo?
¿Por qué me muero por sentir sus manos en mi piel? Debería escapar, pero
sé que Ángel jamás me dejará ir. También sé que no debería desearlo ni
soñar con sus caricias.
El implacable heredero del clan Castillo me trata como si yo fuera de su
propiedad… y a mí me encantaría que me haga suya.
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Gracias por leer “El heredero implacable”


(El cartel Castillo Libro 1)

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ÍNDICE

1. Ángel
2. Emma
3. Ángel
4. Emma
5. Emma
6. Ángel
7. Ángel
8. Emma
9. Emma
10. Ángel
11. Emma
12. Ángel
13. Emma
14. Ángel
15. Emma
16. Ángel
17. Emma
18. Ángel
19. Emma
20. Ángel
21. Ángel
22. Ángel
23. Emma
24. Emma
25. Ángel
26. Emma
27. Ángel
28. Emma
29. Ángel
30. Emma
31. Emma
32. Ángel
33. Emma
34. Ángel
35. Emma
36. Emma
37. Ángel

Fin de El heredero implacable


¡Gracias!
Cómo alegrarle el día a una autora
Acerca de Bella
1
ÁNGEL

Laa mensajera era bonita. Cuando me entregó el sobre en Club Eliseo, miró
su alrededor antes de posar los ojos sobre mí. Me sostuvo la mirada y
vi un incendio. Fuego.
«Si tan solo no tuviera un millón de cosas que hacer…», pensé. Hubiera
sido una linda distracción. Mientras la mujer me daba un discurso sobre la
empresa para la que trabajaba, me di vuelta; ya estaba pensando en mi
próxima tarea. De pronto, oí un clic casi imperceptible a mis espaldas, y
algo chocó contra mí y me derribó.
Escuché gritos. Me agarré del cuerpo que estaba encima del mío, giré y
quedé cara a cara con la mensajera, que me observaba entre sorprendida y
asustada.
—¿Qué carajo estás haciendo? —mascullé.
Temblando, señaló la barra.
—¡Trató de dispararte!
Antes de que pudiera preguntarle nada más, la puerta de la discoteca se
abrió de par en par y se desató un infierno. Escuchaba los disparos sobre mi
cabeza; las balas salían una tras otra y a toda velocidad. Por encima del
sonido de las balas abollando los detalles metálicos de la discoteca,
escuchaba a mis hombres gritando y a mi hermano menor, Omar, ladrando
órdenes. Maldito Omar. No me iba a dejar pasar que una mensajera hubiera
reaccionado más rápido que yo.
Metí la mano en el bolsillo de mi chaqueta para agarrar mi pistola,
todavía en su funda, y me puse de pie. Apunté y empecé a dispararle al
desgraciado que estaba detrás de la barra. Él no se esperaba que yo
reaccionara tan rápido, y uno de mis disparos se alojó en su pecho. Su
camisa blanca se tiñó de sangre y el tipo cayó hacia atrás, donde estaban los
estantes llenos de bebidas alcohólicas; se rompieron varias botellas y otras
tantas cayeron al piso, y él se desplomó sobre un charco de whisky caro.
Giré rápidamente y empecé a dispararles a los hombres que estaban
tratando de entrar. Me zumbaban los oídos.
—¿En cuánto viene la policía? —le grité a Omar.
Estábamos en Ocean Drive, una de las calles más transitadas de Miami,
así que era imposible que nadie hubiera llamado a la policía. Por suerte,
siempre nos avisaban cuando estaban en camino. Omar echó un vistazo a su
reloj inteligente y leyó sus mensajes.
—En menos de diez minutos.
Mierda. No íbamos a tener tiempo de deshacernos de los cuerpos. En mi
cabeza, agregué otro cero a la «donación» que le mandábamos todos los
meses al Departamento de Policía de Miami.
—¿Estos son los hombres de Rojas? —preguntó Omar.
Sin responderle, seguí disparando y las paredes se salpicaron de
carmesí. La habitación se llenó de olor a pólvora y metal, y del sonido de
hombres gruñendo y muriendo.
—¿Ángel?
Uno de los hombres agarró del cuello a Esteban, mi segundo al mando,
así que fui hacia él, lo sujeté del pelo grasoso y le metí un disparo en el ojo
derecho. El hombre cayó al piso con un ruido sordo.
—No sé. Agarra a alguno que siga vivo.
La balacera se detuvo y Omar miró la carnicería a nuestro alrededor.
Soltó un insulto y dijo:
—Haré lo que pueda.
Luego, se abrió paso entre los cuerpos de los hombres que habían
entrado y encontró a dos que todavía estaban conscientes. Él y Esteban los
arrastraron por el piso de la discoteca y los arrojaron a mis pies. Uno de los
hombres era joven, debía tener veinte años como mucho, y estaba
sangrando porque tenía un corte bastante feo en la cabeza. Aunque le
habían pegado un culatazo en la cara, se mantenía estoico, sin revelar nada.
—¿Quién te mandó aquí? —le pregunté. En respuesta, solo apretó la
mandíbula, así que le apoyé la pistola en la sien—. Dímelo y te dejaré vivir.
—Si no me matas tú —masculló—, igual tengo los días contados
cuando vuelva. Pase lo que pase, voy a morir, así que prefiero morir siendo
leal.
Volteé a mirar al otro hombre, que era bastante más grande y ya estaba
sollozando. Apestaba a orina. Qué patético.
—¿Y tú? —le pregunté—. ¿Opinas lo mismo que él?
El hombre negó con la cabeza e inhaló, tembloroso.
—Nos mandó la familia Rojas.
—¡Traidor! —exclamó el muchacho, y le escupió el rostro.
Apoyé el cañón del arma bajo el mentón del hombre y lo obligué a
mirarme.
—¿Por qué los mandaron?
Él negó con la cabeza.
—No sé —prácticamente gimió. Estaba temblando—. Luis no nos dijo
por qué. Solo nos dijo que le lleváramos pruebas de que estabas muerto.
—¿Luis Rojas me quiere muerto? —Le saqué el cargador al arma; tenía
una última bala. «Solo hace falta un mensajero para dar un mensaje», pensé
—. Dile a tu jefe que su plan es una mierda y que va a tener noticias mías.
Le apunté al chico en la cabeza, vi la furia en su mirada, y luego moví el
cañón hacia su compañero y apreté el gatillo. Se le sacudió la cabeza y
escuché un chillido detrás de él. Cuando cayó al piso, vi a la mensajera.
Tenía la cara salpicada de sangre y sesos, lo que hacía parecer más oscuro
su pelo castaño claro. No tenía sentido que se viera tan linda, sobre todo
considerando que estaba aterrada y cubierta de sangre. Tembló un poco y
levantó la mano para tocarse la boca, y mi mirada fue directo a sus labios
carnosos. Estaban de color carmesí, como si se hubiera mordido del miedo.
Cuando nuestros ojos se encontraron, predije el grito antes de que
escapara de sus labios. ¿Esa mujer debilucha me había salvado del primer
disparo? Sentí una oleada de furia y pasé por encima del cuerpo del
hombre. La mensajera trató de ponerse de pie, pero chocó contra la barra y
casi tira una banqueta. La agarré del brazo y, de un tirón, la hice levantarse.
Ella chilló de miedo y trató de alejarse, pero le puse el cañón de la pistola
bajo el mentón.
—Yo no haría eso si fuera tú.
Sus ojos, de un color azul cristalino, me miraron llenos de terror.
«Mejor», pensé. «Más le vale estar asustada».
—Por favor —murmuró, prácticamente susurró—. Por favor, no…
Le apoyé el arma más fuerte sobre la piel.
—Dame un motivo para no hacerlo —le dije, casi canturreando—. Dime
que tú no eras parte de este plancito. Que no te echaste atrás a último
minuto como una cobarde de mierda. —Me acerqué y sentí su aroma dulce
debajo de la sangre pegoteada en su piel—. Hubiera sido mejor para ti dejar
que él me matara.
De repente, se le desenfocó la mirada y puso los ojos en blanco. Suspiré
cuando se desmayó y quedó inerte, un peso muerto entre mis manos, y
contemplé la posibilidad de dejarla caer al piso.
—¿Qué hacemos con ella? —me preguntó Omar.
Lo más sencillo hubiera sido matarla y deshacernos del cuerpo… pero
me había salvado la vida, y mis hombres lo habían presenciado. Estaba en
deuda con ella… o sea que estaba jodido.
—Tengo que hablar con Padre.
Omar asintió y se cargó la mujer al hombro.
—Tenemos que irnos antes de que venga la policía. Esteban puede
quedarse a limpiar —dijo.
Miré a mi segundo al mando.
—Yo me encargo, jefe —me aseguró.
Los moretones que se le estaban formando en la garganta iban a servir
para convencer a la policía de que había sido un ataque y habíamos actuado
en defensa propia… y, si eso no alcanzaba, el dinero que tenía en la caja
fuerte de mi oficina seguro los iba a convencer. Esteban sabía la
combinación y también sabía qué hacer si la policía empezaba a hacer
demasiadas preguntas.
Me limité a asentir para dar mi aprobación, y Omar y yo nos dirigimos
hacia la salida trasera, donde nos estaba esperando un auto.
—Llámame si hay algún problema —dije sin mirar atrás. Esteban no me
iba a llamar; hubiera preferido arrancarse los dientes antes que pedir ayuda.
Omar puso a la mujer en el asiento trasero y se acomodó junto a ella
para que yo pudiera viajar en el asiento del acompañante.
—¿A dónde vamos, jefe? —me preguntó Tomás, el chofer.
—A casa, pero no vayas por la entrada principal. Tenemos una invitada
y hay que ser discretos.
—Sí, jefe.
2
EMMA

Noasegurado
podía sentarme derecha. Me habían esposado las muñecas y las habían
a la parte trasera de la silla, así que tenía que encorvarme un
poco para que el metal no me lastimara la piel. Por algún motivo, no poder
incorporarme del todo me hacía sentir menos asustada. Estaba incómoda,
me estaba empezando a doler la columna y debajo de las costillas, y no
podía concentrarme en otra cosa más que el dolor. Tal vez esa era la idea.
Traté de apretar las manos todo lo posible y zafarme de las esposas, pero
lo único que conseguí fue dejarme las muñecas en carne viva de tanto
frotarme. Se me llenaron los ojos de lágrimas, pero contuve el llanto.
¿Cómo carajo había terminado así? Me había mudado allí porque quería
empezar de cero, y Miami era uno de los pocos lugares donde tenía lindos
recuerdos con mi mamá. Por eso quería que fuera el lugar donde empezar a
sanar luego de perderla. No obstante, estaba claro que no había sido una
idea brillante. En Miami, todo era una lucha, pero yo estaba decidida a salir
adelante. Además, tampoco tenía muchas opciones; no podía darme el lujo
de empacar todo y empezar de cero en otro lado.
De pronto, se abrió la puerta de la habitación y Ángel Castillo entró
dando zancadas. Se me tensó todo el cuerpo, y mi columna dolorida quedó
olvidada. Ángel todavía se veía como el ser sanguinario que había
demostrado ser. Había matado a un hombre que le suplicaba piedad, y luego
me había hundido en la garganta la misma pistola que había usado para
matarlo. Se me retorció el estómago y, por dentro, admití que sí estaba
asustada. Ese tipo me aterraba por completo… pero lo que más miedo me
daba era que, cuando me miraba con esos ojos oscuros, el corazón me latía
desbocado. ¿Acaso estaba loca o qué?
—¿Cómo te llamas? —me preguntó Ángel—. ¿Qué hacías en Club
Eliseo hoy?
Tragué saliva y me obligué a hablar a pesar del nudo que tenía en la
garganta.
—Soy Emma Hudson —respondí. Mentir me parecía peligroso y una
pérdida de tiempo, y, además, llegado ese punto, ¿qué tenía que perder?—.
Trabajo en South Beach Deliveries. Me pidieron que te entregara un sobre.
Eso es todo.
Ángel ni se inmutó.
—¿Qué tenía el sobre?
«¿Y eso qué importa?», pensé, pero respondí:
—No sé. No me fijé.
Al oírme, Ángel me fulminó con la mirada; sus ojos oscuros se clavaron
en los míos, y sentí que quería atravesarme y llegar hasta mi alma. Me
estremecí. Me sentía desnuda frente a él, como si pudiera leerme los
pensamientos, y, sin darme cuenta, se me vino a la cabeza la idea de estar
desnuda de verdad frente a él. Me imaginé cómo habría sido que me mirara,
que me recorriera los pechos y el vientre con la mirada, y que se detuviera
solamente para dar paso a sus manos. Me imaginé cómo se habría sentido
su piel contra la mía, fría como el metal del arma que, estaba claro, no
soltaba ni por un segundo. «Mierda, tranquilízate», me regañé por dentro.
—No te creo.
Traté de encogerme de hombros, pero las esposas me lastimaron las
muñecas otra vez.
—Si abro los paquetes, me arriesgo a que me despidan —le expliqué—.
Y necesito este trabajo para pagar el alquiler—. «Algo por lo que tú seguro
no tienes que preocuparte», hubiera querido agregar.
Ángel levantó una ceja con expresión interrogante, pero, más allá de
eso, se mantuvo imperturbable.
—¿Dónde vives?
—¿Por qué?
Él tensó la mandíbula y apretó el puño. «Me va a golpear», pensé,
aturdida, y cerré los ojos, preparándome para el golpe… pero nunca llegó.
Cuando me atreví a mirarlo otra vez, me lanzó una mirada asesina.
—Voy a mandar a mis hombres a tu casa —me dijo muy despacio.
Luego, me agarró de la mandíbula y me obligó a mirarlo a los ojos. Me
hablaba como si estuviera explicándole algo a una niña, pero yo no me
sentía como una niña. Me ardía la mandíbula en el lugar donde me había
tocado, y sentía una oleada de calor hasta el cuello. Era dolor, pero también
era algo más, algo que no me atrevía a nombrar sin sentirme una
desquiciada.
—Van a revisar tus cosas —prosiguió—, y si encuentran algún indicio
de que trabajas para los Rojas, será imposible encontrar lo que quede de ti.
Mucho menos identificarte —continuó, y me apretó más fuerte—. No te lo
voy a preguntar dos veces.
Cuando me soltó, me eché hacia atrás como si me hubiera golpeado y
recité mi dirección de un tirón. Él retrocedió sin dejar de mirarme, abrió la
puerta y les dijo mi dirección a los dos hombres que estaban en el pasillo.
Pensé que iba a ir con ellos, pero cerró la puerta otra vez y nos quedamos
mirándonos.
Pasaban los minutos y yo no podía hacer nada más que removerme en la
silla, incómoda. Ángel agarró su celular y empezó a mandar mensajes
(¿cuántos asesinatos estaría tramando?), y yo intenté no tironear de las
esposas. Estar en silencio con él era peor que estar sola, y no aguanté más.
—Cuando tus hombres te digan que no encontraron nada, ¿me liberarás?
Ángel esbozó una sonrisita que me resultó incluso más perturbadora que
sus palabras, pero también hermosa. Hubiera apostado a que, cuando
sonreía de verdad, ninguna mujer se resistía a su encanto.
—Tienes muchas agallas, considerando que estás a punto de morir.
De vuelta sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas, pero me esforcé
por contener el llanto. A juzgar por el modo en que Ángel había tratado a
ese hombre en la discoteca antes de volarle los sesos, seguramente no iba a
ser muy amable conmigo si mostraba debilidad. Quizás hasta me volviera a
poner el arma en el mentón. «Piensa en mamá», me dije con firmeza. «¿Qué
habría dicho ella?».
—¿Así les agradeces a las personas que te salvan la vida? ¿Matándolas?
Por un momento, Ángel pareció fastidiado, pero luego se echó a reír, y
el sonido me recorrió toda la columna y me hizo poner la piel de gallina.
—Creo que te voy a enterrar en el parque nacional de los Everglades —
me dijo cuando dejó de reír—. Después de matarte. Así me ahorro el trabajo
de tener que deshacerme de ti por partes. Los cocodrilos me van a dar una
mano.
Se me retorció el estómago y se me llenó la boca de saliva; sentí un dejo
a bilis. Traté de tragar. Ya era bastante malo estar muriéndome de dolor por
estar sentada así. No quería tener que, encima, sentarme en mi propio
vómito.
—¿Qué dice de ti que estés disfrutando esto? —le espeté.
Ángel se puso serio.
—Que deberías tenerme miedo.
Del pánico, se me escapó una risita nerviosa.
—Misión cumplida.
Ángel cruzó los brazos y me observó.
—Bueno, ¿qué estabas haciendo en mi discoteca, Emma? ¿Quién te
envió?
—South Beach Deliveries —respondí—. Llama a mi jefe. Pídele los
registros. Todo lo que hago durante el día queda registrado.
Sabía que parecía un disco rayado, pero ¿qué otra cosa podía decir?
Ángel rechinó los dientes.
—El sobre que me diste estaba lleno de papeles en blanco —dijo—. Era
la señal para que el barman actuara. ¿Me vas a decir que solo eres una
testigo inocente?
Visto de esa manera, una parte de mí entendía por qué Ángel me había
encadenado a esa silla. Pero el resto de mí pensaba que no estaba siendo
razonable. ¿Acaso yo parecía la clase de persona que se involucraba en esa
clase de asuntos?
—Parece un plan estúpido. ¿Y si hubiera llegado tarde? ¿Y si no hubiera
ido?
—Tú no eres la que hace las preguntas —gruñó Ángel.
—En serio —continué—, ¿qué hubiera pasado?
—Deja de hablar.
—¿No hubiera sido más fác…?
—¡Te dije que dejaras de hablar!
Al instante, se me secó la boca y las palabras murieron en mi garganta.
La mirada furiosa de Ángel me hubiera inmovilizado en la silla incluso sin
esposas de por medio. Me estremecí, a pesar de que no corría ni una gota de
aire, y no podía parar de temblar.
—Te lo juro… —Se me quebró la voz—. No tengo nada que ver con
todo esto.
—Tú no escuchas, ¿no?
Ángel se quedó parado mirándome un buen rato. Yo no sabía qué más
decir. Entonces, llamaron a la puerta. Él volteó a abrir y el grandote que
había visto antes, su hermano, se asomó en el umbral.
—Está limpia —dijo—. Su departamento queda lejos del territorio de
Rojas y no encontramos indicios de que trabaje para nadie más. —Luego,
me miró de reojo y agregó—: Ah, tenías un mensaje en el contestador. Estás
despedida. No cumpliste con las entregas a tiempo.
Aunque me habían aterrorizado y sometido a un tormento psicológico,
eso fue lo que me destruyó. Ya no pude aguantar el llanto y las lágrimas
comenzaron a caer por mis mejillas, al mismo tiempo que una seguidilla de
sollozos brotó de mis labios. Traté de zafarme de las esposas una y otra vez,
sin preocuparme por el dolor que sentía.
—Tienes que soltarme. No puedo quedarme sin trabajo. Tengo que
explicarles… —Me dio hipo, y eso me hizo llorar peor.
—Mierda. —Ángel se arrodilló frente a mí. Me liberó una de las
muñecas y lloré más fuerte cuando desapareció la presión que sentía en la
columna. Luego, me levantó los brazos y me inspeccionó las muñecas.
Estaban en carne viva y no paraba de salirme sangre de los cortes. Ángel
me miró a los ojos—. Fue muy estúpido de tu parte hacer eso.
Alejé la mano de un tirón y me eché hacia atrás.
—Agrégalo a la lista de cosas estúpidas que hice hoy —gruñí.
—Ángel.
Al oír su nombre, volteó a mirar a su hermano, que seguía parado en la
puerta, como si no pudiera entrar a menos que él le diera permiso.
—Padre quiere saber si… —Hizo un gesto hacia mí.
—Ya lo sé.
—Los otros vieron todo, Ángel. No podemos hacer de cuenta que no
pasó nada.
Ángel me miró y, cuando empezó a hablar, me hundí aún más en la silla.
—Ya. Lo. Sé —gruñó, con una mirada asesina—. Yo me encargo, Omar.
—A pesar de que, físicamente, era más imponente que su hermano, Omar
retrocedió. No le tenía miedo a Ángel, o por lo menos no parecía, pero era
obvio que lo respetaba—. Dile a Padre que en un rato lo llamo.
Omar asintió y volvió a desaparecer.
—Entonces, ¿me puedo ir a mi casa? —pregunté. Ángel me observó y
supe la respuesta antes de que abriera la boca para responder. Negué con la
cabeza; no quería que lo dijera en voz alta—. Por favor, déjame ir. Te
prometo…
Pero no podía prometerle nada que a él le interesara.
—Presenciaste un intento de asesinato —me dijo—. Los Rojas saben lo
que viste. El chico que dejé ir le va a contar a Luis Rojas que estuviste aquí.
Fuiste testigo. Seguro ya mandaron a alguien a matarte.
Tras decir eso, volvió a cruzarse de brazos. Le escruté el rostro en busca
de una pizca de compasión, pero no había nada, ni rastros de ninguna
emoción. No obstante, en su mirada había fuego, furia y algo más que me
hizo excitar. Si salía viva de ahí, iba a tener que buscar la iglesia católica
más grande que existiera y hacer penitencia. Era el único modo de salvar mi
alma después de todos los pensamientos impuros que había tenido esa
noche.
Tragué saliva y traté de concentrarme en lo que acababa de decir Ángel
y en las consecuencias que eso tendría para mí.
—O sea que si no me matas tú, me matan ellos, ¿no?
Ángel asintió, y una expresión de descontento le atravesó el rostro.
—Pero, por suerte para ti, te debo una —dijo. Pronunció las palabras
como si fuera un gran esfuerzo.
—¿Y eso qué quiere decir? —pregunté. Si existía una opción en la que
no me descuartizaban ni me comían los cocodrilos, quería conocerla.
—Quiere decir —dijo, y se acercó tanto que, cuando se agachó a
mirarme, el fuego de su mirada me deslumbró— que estoy en deuda
contigo.
3
ÁNGEL

—¿Le debes la vida a una mensajera?


Mi padre, Gustavo Castillo, o simplemente «Padre», como lo
llamábamos mis hermanos y yo, se sentó frente a su escritorio, apoyó los
brazos encima y me miró. Sentí una oleada de vergüenza. Hasta deseé que
me hubieran disparado solo para no tener que pasar por ese momento. El
líder de la infame familia Castillo tenía muy mal carácter y nunca dudaba
en descargar su furia con sus hijos cuando así lo sentía o creía necesario.
—Se arrojó encima de mí —le expliqué, pronunciando las palabras con
esfuerzo—. El barman, Tony, trató de dispararme. Y luego llegaron los
tipos de Rojas y nos atacaron.
Tenía la esperanza de que, si le contaba lo que había pasado, dejáramos
de hablar de Emma, pero Padre no iba a dar el brazo a torcer.
—Les diste la espalda —me dijo—. Estúpido.
Las palabras fueron como un cachetazo, y agaché la cabeza con actitud
suplicante.
—Me equivoqué —reconocí.
—¡Eso no es excusa! —rugió—. Si esperas sucederme como jefe de esta
familia, no puedes cometer esa clase de errores. Nunca.
—Tienes razón, Padre. —dije. Él suspiró profundamente y se puso a leer
los documentos que tenía sobre el escritorio sin prestarme atención. Omar
me tocó el hombro, como diciéndome que mejor nos fuéramos mientras
pudiéramos, pero yo me alejé de él—. Padre. —Él volvió a mirarme a los
ojos—. ¿Qué hago con esta deuda? ¿No podemos deshacerla?
Mi padre levantó una ceja.
—¿No eres hombre acaso? —Se levantó de golpe y, por un segundo, vi
su expresión de dolor. Ya estaba llegando a un punto insostenible y, dentro
de poco, íbamos a tener que contarles a los demás acerca de su enfermedad.
Cáncer de páncreas, carajo, y el pronóstico no era muy alentador—. ¿No te
enseñé a ser hombre?
Apreté los puños y, casi por inercia, me paré derecho, para parecer más
imponente.
—Soy hombre —dije—. Tú me enseñaste a ser hombre.
—Entonces, dime —respondió—, ¿qué hacemos cuando le debemos la
vida a alguien?
Hacía años que fantaseaba con pegarle un puñetazo a Padre. Uno solo,
con todas mis fuerzas. Sabía que, si lo hiciera, tendría los segundos
contados, pero no podía evitar pensar que tal vez valdría la pena.
—Saldamos la deuda. Un hombre tiene que cumplir con sus
obligaciones —respondí, repitiendo de memoria lo que me había enseñado,
y aguantándome las ganas de pellizcarme la nariz. Me estaba empezando a
dar dolor de cabeza y, si no hacía algo pronto, se iba a transformar en una
migraña—. Bueno, la tengo que proteger de Rojas. ¿Por cuánto tiempo?
—No vas a protegerla. Vas a casarte con ella.
Sentí que el mundo se detuvo y, por un momento, lo único que oí fue el
sonido de mi propia respiración.
—Padre…
Él me clavó la mirada. Se le estaba acabando la paciencia.
—¿Es linda esta chica?
Pensé en Emma, en sus ojos azules penetrantes y en sus labios carnosos.
La camiseta desaliñada y el short horrible que tenía puestos no realzaban
sus curvas para nada, pero igual recordaba el momento en que nos
habíamos visto por primera vez y ella había echado los hombros hacia atrás,
como invitándome a evaluar las curvas que se escondían debajo de su ropa.
Me tomé un minuto para pensar en ella como mujer y no como una
potencial amenaza.
—Sí —respondí—. Es linda.
«Y no sirve para esta vida», agregué por dentro. Emma no lo entendería.
Tendría que enseñarle demasiadas cosas. Se me iba a agotar la paciencia…
aunque era cierto que me daba curiosidad ver qué escondía debajo de esa
ropa espantosa.
—Entonces, ¿cuál es el problema? Ya es hora de que te busques una
esposa. Si te casas con ella, tendrán privilegio conyugal, o sea que no podrá
testificar en tu contra, y los Rojas no se le van a acercar. Después de que te
dé hijos legítimos, puedes buscarte una amante si quieres —agregó lo
último con tono casual, como si los votos matrimoniales no significaran
nada.
Yo ya había estado en shock una vez. Me habían disparado en el pecho,
y me acordaba de que el cuerpo se me había entumecido de un modo casi
placentero. Mi cerebro me había mantenido calentito mientras mi cuerpo
empezaba a enfriarse por la pérdida de sangre. Me di cuenta de que mi
cerebro estaba tratando de hacer lo mismo en ese momento: intentaba
llenarme de dopamina para que me tranquilizara. Para que no reaccionara
mal. Había entrado en modo de supervivencia porque, si no, me iba a dar un
infarto.
—No la conozco.
Padre resopló.
—Como si eso importara —dijo—. Te la vas a coger. No hace falta que
se pongan a charlar.
—No va a aceptar —retruqué, probando suerte con otro argumento—.
Me pasé toda la tarde diciéndole que iba a morir. Que yo mismo la iba a
matar.
Padre seguía sin mostrarse preocupado en lo más mínimo.
—Va a entrar en razón —dijo—. Cuando se dé cuenta de que somos los
únicos que podemos darle cobijo y protección, no va a negarse.
De pronto, se me vinieron imágenes de mi madre a la cabeza. La
recordaba hermosa y sonriente, con esa sonrisa que hacía que a cualquiera
se le pasara el mal humor, incluso a mi padre. Pero, cuando nadie más la
miraba, su boca revelaba una cierta tristeza; por momentos, sus ojos
parecían vacíos y sin vida. Ella y Padre no se conocían hacía mucho antes
de casarse y, hasta donde yo sabía, ella no había tenido ni voz ni voto en el
asunto. La habían mandado desde Venezuela para que se casara con él.
Había sido un regalo de un proveedor que había hecho fortuna gracias a
Padre.
—No me puedo casar con esta chica —dije y, a mis espaldas, escuché a
Omar toser con nerviosismo—. Voy a hacer lo que tenga que hacer para
protegerla de los Rojas, pero no voy a…
Mi padre caminó hacia mí.
—¿No puedes? —preguntó en tono grave, peligroso—. ¿No vas a hacer
qué?
Padre se me acercó con actitud amenazante; tenía la misma contextura
que Omar, era alto y robusto, y se aprovechaba de su tamaño. Yo siempre
me había preguntado si estaba decepcionado de que su primogénito no
hubiera heredado su físico. Se me acercó más, pero yo me mantuve firme.
Intentar retroceder o salir corriendo solo iba a empeorar las cosas. Cuando
ya no nos separaban más que unos centímetros, me sujetó el mentón y
apretó fuerte.
—¿Me estás diciendo que no, mijo? —preguntó antes de mirar detrás de
mí—. Omar, André.
Obedientes, los dos se acercaron y cada uno me agarró de un brazo. Mi
padre cerró el puño y me lanzó un golpe que me dio en la mejilla. Sentí un
dolor punzante, pero reprimí las ganas de gemir y no bajé la mirada. No era
la primera vez que era el destinatario de la ira de Padre, y, muchas otras
veces, yo había estado en el lugar de Omar, sujetándole los brazos a él.
Sabía que si emitía algún sonido de queja o dolor, iba a ser peor.
El siguiente puñetazo me dio en la mandíbula. Esa vez, fue más
despacio, y desvié los ojos de la pared para mirar a Padre. A esa distancia,
veía que el blanco de los ojos se le estaba empezando a poner amarillo.
Tenía la piel macilenta. Podía intentar atribuírselo a la resaca, pero él y yo
sabíamos la verdad.
—¿Te atreves a desafiarme después de todo lo que hice por ti? ¿Después
de todo lo que construí para ti? ¿Así me pagas?
Me lanzó otro puñetazo, esa vez apuntando más abajo, y me dio en las
costillas. Y después me volvió a golpear. Agarré a Omar del brazo y, por
dentro, agradecí que me apoyara en silencio. Luego, me obligué a quedarme
callado y a soportar los golpes como tantas otras veces. Cuando era chico,
los castigos tenían que ver con el dolor. Si tomabas una decisión que te
causaba dolor, no volvías a tomar esa decisión; o, al menos, aprendías a
ocultarla.
La última vez que mi padre me había lastimado en serio había sido
cuando yo tenía catorce años, y él me había encontrado con una vecina en
mi habitación. Ella se había vuelto a la casa llorando, y yo había terminado
con el bazo reventado de todas las patadas que me dio mi padre. Le
preocupaba que yo la dejara embarazada y tuviera un hijo bastardo, pero no
le había preocupado mucho que tuvieran que operarme de urgencia para
salvarme la vida. Después de eso, yo me había puesto a entrenar con los
sicarios de mi padre. Luego de pasar años cubierto de moretones por luchar
y trabajar para Padre, recibir unos puñetazos y patadas no era para tanto.
Sobre todo si venían de él.
Esperé pacientemente, sabiendo que, de haber querido, podría haberle
hecho frente. Podría haber derrotado a mi padre y quitarle el poder que
creía tener sobre mí… pero eso hubiera sido traición. Hubiera sido incluso
peor que declararle la guerra; era suicidio. Nadie me hubiera apoyado como
líder de la familia si hubiera hecho eso, y los golpes de Estado solo
funcionan si tienen apoyo. Así que me obligué a aceptar la humillación de
que me castigara como a un niño desobediente.
Padre me golpeó en la mandíbula otra vez y me sacudió la cabeza hacia
un lado. Se me nubló la vista y sentí sangre en la boca. Pensé en escupirle
los zapatos de cuero italiano y tuve que reprimir una sonrisa. Podía e iba a
aguantar ese maltrato porque un día, muy pronto, el anciano iba a morir, y
yo iba a ocupar su lugar como jefe de la familia. Podía esperar un tiempo
más.
La furia de mi padre se aplacó, y él dio un paso atrás, al tiempo que se
masajeaba los nudillos.
—Suéltenlo —dijo agitado, y traté de no reírme de sus jadeos.
Golpearme le había hecho peor a él que a mí. Omar y mi tío André me
soltaron y relajé los hombros para aliviar las punzadas de dolor—. Bueno,
¿hace falta seguir hablando de tu casamiento con…? —Chasqueó los dedos
hacia mí.
—Emma —completé—. Emma Hudson. Y no, no hace falta que
sigamos hablando del tema.
Padre me miró de reojo, como intentando descifrar si estaba siendo
sarcástico o no.
—Bien. Espero que me traigas el certificado de matrimonio antes de que
termine la semana.
Con un gesto, me indicó que podía retirarme, y Omar prácticamente me
sacó a rastras de la habitación.
—¿Estás buscando que te mate o qué? —me preguntó ni bien estuvimos
afuera.
Me encogí de hombros mientras caminábamos.
—No me dolió.
Omar me apoyó la mano en el hombro.
—Estás hecho un desastre. Tenía puesto el anillo.
—Estoy bien —le aseguré—. Le voy a decir a Lara que me cure un
poco.
Lara, nuestra ama de llaves, era la mejor en primeros auxilios. Una vez,
cuando era chico, le pregunté por qué un ama de llaves necesitaba saber
suturar, y ella se rio tanto que le agarró un ataque de tos. La respuesta
estaba más que clara: para ser parte de la familia Castillo, había que saber
técnicas de supervivencia, sin importar cuál fuera tu trabajo.
—Mejor que lo haga tu nueva prometida —me propuso Omar—. Que
vea lo que significa ser parte de la familia.
—¿Crees que así me ganaré su cariño? —le pregunté—. Si me venda las
heridas, ¿la noticia de nuestro casamiento le resultará menos impactante?
Omar se encogió de hombros.
—Quizás sea una chica maternal y quiera cuidarte —repuso, y levantó
las cejas con actitud dramática.
Le di un empujón.
—Déjate de fantasías —le dije, pero el tono humorístico de nuestra
charla terminó casi tan rápido como había empezado. Emma no me iba a
hacer fáciles las cosas. Ya me había demostrado que era contestadora y
desobediente. Y, a pesar de saber exactamente lo que me gustaría hacer con
esa linda boquita suya, no me entusiasmaba para nada pensar en los dolores
de cabeza que me iba a traer—. ¿Qué carajo voy a hacer con una esposa?
Omar volvió a encogerse de hombros.
—Te la coges bien, con suerte la dejas embarazada, y la mandas a una
de las familias más pequeñas para que esté a salvo —respondió. Me dio una
palmada en el hombro y agregó—: Y luego puedes seguir con tu vida.
Muchas personas pensaban que Omar era estúpido porque era enorme
como un tanque y no tenía escrúpulos a la hora de destripar a un hombre,
pero yo sabía que no era así. Omar era agudo; observaba el mundo que lo
rodeaba. De no haber sido por su lealtad y su falta de interés en ser líder, me
hubiera preocupado tener que luchar con mi hermano para ver quién
ocupaba el puesto de mi padre cuando llegara el momento. «Viéndolo así,
no parece tan complicado casarse», pensé.
—¿Y eso vas a hacer tú? ¿Llegado el caso?
Omar me sonrió con ganas.
—Tú eres el chico bonito con las responsabilidades familiares, Ángel.
Tú necesitas un heredero. Yo puedo hacer lo que quiera con quien quiera,
siempre y cuando me asegure de que tú estés vivo para tomar el mando.
Lo miré ofuscado y él se echó a reír. «Qué cabrón», pensé, apurándome
para no quedarme atrás. No sabía quién era el peor de los dos, si él o yo.
—Vamos —me dijo Omar, y me pasó el brazo sobre el hombro—.
Vamos a contarle a tu prometida las buenas nuevas.
4
EMMA

Noconversación
sabía de qué habían hablado Ángel y su padre, pero estaba claro que la
no había ido bien. Cuando se abrió la puerta de mi
habitación (o calabozo o celda, lo que fuera) y entró Ángel, no pude evitar
soltar un grito de sorpresa. Estaba hecho un desastre. Tenía cortes en la
mejilla y en el labio, y parecía que se le estaba inflamando la mandíbula.
—¿Qué te pasó?
Omar entró detrás de él; tenía un kit de primeros auxilios. Rodeó a
Ángel y me puso el kit en las manos.
—Tu prometido necesita que lo curen un poco —me dijo.
El mundo se detuvo. Pestañeé una vez. Dos veces. Había escuchado sus
palabras, pero mi mente se negaba a entenderlas.
—¿Mi qué?
Ángel le clavó una mirada asesina a su hermano.
—Sal de aquí, estúpido.
Omar sonrió, pero no fue una sonrisa simpática.
—¿Ves? Arranqué la curita por ti.
—Omar. —Ángel susurró la palabra como si fuera una amenaza, y el
otro hombre salió y volvió a desaparecer por el pasillo. Lo escuché reírse
del otro lado de la puerta—. Qué hijo de puta —gruñó Ángel para sí.
Luego, volvió a mirarme y vi que le estaba sangrando el tajo que tenía en la
mejilla—. ¿Sabes primeros auxilios? —me preguntó con voz ronca.
Miré el kit que me había dado Omar. Era de los buenos y, por lo que
pesaba, debía estar bastante completo.
—Sí —le dije. Le señalé la silla donde me habían esposado y le ordené
—: Siéntate. —Cuando se sentó, noté que respiraba tembloroso, como si el
movimiento le hubiera hecho doler. Debía tener lastimadas las costillas. Iba
a tener que revisarlo para asegurarme de que no fuera nada grave—. ¿Te
puedes quitar la camisa?
Ángel me clavó la mirada.
—¿Por qué?
—Sospecho que tienes las costillas fracturadas, pero quiero verte para
asegurarme.
La cara de asombro que puso me resultó solo un poquito insultante,
pero, pasada la sorpresa inicial, me miró furioso, como si hubiera revelado
algo importante que debía haber dicho antes.
—¿Y qué sabe de medicina una mensajera? —me preguntó.
—Pasé años cuidando a mi madre mientras agonizaba de cáncer.
Aunque no tuve mucho éxito en esa misión, puedo revisarte las costillas —
repliqué—. Quítate la camisa.
Por un momento, él se quedó callado, inmóvil. Luego, dijo:
—Ayúdame con la mejilla nada más.
Aunque lo último que quería hacer era ponerme a discutir, era obvio que
Ángel estaba sufriendo. ¿Y si una costilla rota le perforaba un pulmón o le
causaba una hemorragia interna o algo así? Le toqué el hombro con
delicadeza y dije:
—De verdad pienso…
Ángel me sacó la mano bruscamente y, al hacerlo, apretó los dientes.
—Me importa un carajo lo que pienses —explotó—. Termina con esta
mierda ya mismo. Si te digo que estoy bien, estoy bien. ¿Está claro?
Sentí un temblor en todo el cuerpo. Incluso estando enojado, su
expresión facial se había vuelto fría e imperturbable. Era exactamente la
misma cara que había puesto cuando le había disparado a ese tipo en la
discoteca.
—Está bien —cedí—. Veamos la mejilla entonces.
Apoyé el kit en el piso y agarré las cosas que iba a necesitar para limpiar
y vendar la herida. Vi que había un kit de sutura si llegaba a necesitarlo,
pero esperaba que el corte no fuera tan profundo. Humedecí una gasa con
un poco de antiséptico y volví a Ángel.
Parado al lado de Omar, que llenaba la habitación con su tamaño,
costaba darse cuenta, pero Ángel no era un hombre menudo para nada. Era
alto y robusto, y no había un modo cómodo de curarle las heridas sin
acercarme mucho a él. Me paré en medio de sus rodillas, que tenía
separadas, y me agaché. Estábamos tan cerca que olía su perfume. Era
terroso y picante, y demasiado delicioso. «Lo que pasa es que estás cansada
del olor a sangre», me dije, y era verdad. Yo todavía estaba cubierta de
sangre seca. Ni toda el agua caliente del mundo me iba a alcanzar para
quitarme esa sensación de la piel.
—Quizás arda un poco —le advertí antes de apoyarle la gasa en el
rostro. Ángel no se movió, pero apretó la mandíbula como ya había hecho
otras veces—. Se te van a romper los dientes si sigues rechinándolos así —
le dije.
Él levantó el rostro y me sostuvo la mirada, y a mí se me paralizó el
cuerpo. Tenía los ojos muy oscuros, casi negros, y, aunque tenía una mirada
glacial, también tenía un fuego que no me había esperado. Me dio un
escalofrío. ¿Por qué tenía que ser tan apuesto? ¿Por qué, después de todo lo
que había pasado, me moría por hundirme en sus brazos?
—¿Hacen falta puntos? —me preguntó.
Miré el tajo que tenía en la mejilla. Por suerte, no era irregular, y
tampoco parecía muy profundo. Me alejé de él y rebusqué en el kit de
primeros auxilios. Había un frasco de sutura líquida.
—Creo que con esto vamos a estar bien —respondí, y le mostré el
frasco.
Ángel lo miró un momento y asintió.
—Empieza entonces.
«Podrías darme las gracias», pensé. Sabía que no me convenía decirlo
en voz alta, aunque, en parte, quería hacerlo. El miedo (mejor dicho, el
terror) me complicaba no decir todo lo que se me venía a la cabeza, pero
claramente no era el mejor lugar para darle mi opinión.
Usé unas tiras de cinta quirúrgica para unir los bordes de la herida y la
sellé con sutura líquida. Cuando se secó, volví a limpiarle la mejilla y le
puse una venda estéril.
—Te va a quedar una cicatriz —le informé—, pero al menos no se va a
infectar.
«O eso espero», pensé. Ángel volvió a mirarme a los ojos. Parecía que
me estaba midiendo, y me di cuenta de lo cerca que estábamos.
Prácticamente estaba sentada en su regazo. Traté de alejarme, pero él estiró
la mano y me sujetó de la muñeca. Hice una mueca de dolor cuando me
tocó la piel lastimada. Él se dio cuenta y me levantó la muñeca para mirarla
de cerca; entonces, relajó la mano.
—Tenemos que limpiarte las heridas —dijo.
Su amabilidad repentina me desconcertó. ¿El tipo que hacía dos horas
me había amenazado con arrojar mi cuerpo en los Everglades también era
capaz de ser amable?
—Estoy bien —dije, repitiendo lo que él había dicho antes—. No te
preocupes por mí.
Pensé que me iba a soltar la muñeca, pero no.
—No preguntaste a qué se refería mi hermano cuando dijo que soy tu
prometido.
—No, ya sé lo que significa la palabra «prometido». No soy idiota —
solté sin darme cuenta.
Ángel me miró, ofuscado.
—Te crees muy lista, ¿no? —me preguntó. Su tono tal vez tenía un dejo
humorístico, pero me miró con una ira asesina.
Me estremecí, pero traté de disimular. Ángel no me estaba lastimando;
solo me impedía moverme. Podía lidiar con eso. Inhalé lentamente por la
nariz y volví a exhalar.
—Sí que pregunté a qué se refería —observé—. Solo que te pusiste todo
aterrador y lo amenazaste antes de que llegara a contestarme. —Ángel
pareció pensar en mis palabras un momento, y luego me soltó la muñeca.
Retrocedí para poner un poco de distancia entre nosotros—. ¿A qué se
refería?
—Te debo la vida. Me salvaste cuando me saltaste encima en la
discoteca. —Por la cara que puso, se notaba que no estaba muy contento
con la situación—. Eso quiere decir que estoy en deuda contigo.
—Entonces, déjame ir y estamos a mano.
Ángel negó con la cabeza.
—No te mentí cuando te dije eso de los Rojas —me dijo—. Ahora estás
marcada. Si te vas de aquí, estarás muerta en menos de veinticuatro horas.
Empecé a temblar, así que me rodeé el cuerpo con los brazos para
calmarme.
—Entonces, sácame de Florida —insistí—. Ayúdame a empezar de cero
en otro lado y nunca más tendrás noticias mías.
—Mi padre… —Pareció que le costaba pronunciar la palabra. Tragó
saliva y volvió a probar—. Mi padre quiere que me case contigo.
—Eso no va a pasar.
—Eso mismo le dije a mi padre —respondió él, tocándose la mejilla—.
No se lo tomó muy bien. —Luego, me miró con frialdad y agregó—:
Imagínate lo que te haría a ti para que accedas.
Tragué saliva para sacarme el nudo que tenía en la garganta. Casarse era
algo especial. Para toda la vida.
—Mi madre se retorcería en su tumba si supiera que me casé con un
hombre al que no amo.
Ángel me miró con sorna.
—Ah, pero con que sea un delincuente no hay problema —se burló.
Me mordí la lengua. No pensaba meterme en ese tema, pero no aguanté
las ganas y respondí:
—Lo dijiste tú. No yo.
Ángel se echó a reír, lo cual me resultó muy extraño.
—Lo que plantea mi padre tiene sentido: así, estarías protegida, que es
lo que te debo, y el privilegio conyugal garantizaría que mi familia no tenga
problemas legales.
«Porque presencié como diez homicidios y un intento de asesinato»,
agregué por dentro.
—Pero ¿cómo voy a estar segura si me caso contigo? Es como ponerme
un blanco en la espalda.
—Matar a la esposa de un miembro de mi familia es una muerte
asegurada. Todos los Castillo se les irían encima a los Rojas y no dejarían ni
a uno vivo. Luis Rojas no es un hombre brillante, pero tampoco es tan
estúpido como para iniciar una guerra.
—Cuando dices «familia», no te refieres a tus padres, hijos y abuelos,
¿no? Esto es un cartel, ¿o no?
—Es mi familia —replicó Ángel—. Es la única familia que conozco.
—¿Y tú eres el líder?
Él negó con la cabeza.
—Lo seré cuando mi padre se jubile.
«O cuando alguien lo asesine», pensé.
—Casarme contigo me va a mantener a salvo de la familia Rojas —dije.
Me obligué a pronunciar las palabras porque era el único modo de entender
—. Pero ¿y qué va a pasar con nosotros?
Ángel me miró con una ceja levantada.
—¿Qué pasa entre un hombre y una mujer cuando se casan? —repuso.
Estaba claro que era una pregunta retórica.
—Pero yo no te amo.
Al oírme, otra vez soltó esa risa perturbadora. Se puso de pie y, cuando
levanté las manos para empujarlo de vuelta a la silla (con sus heridas, no
tendría ni que haber estado moviéndose, por el amor de Dios), me acorraló
contra la pared.
—No eres tan ingenua, ¿no, Emma? —preguntó—. ¿De verdad piensas
que el amor importa para alguien como yo? ¿Para alguien en tu situación?
Cuanto más hablaba, más se me acercaba y más me costaba respirar.
Aun así, junté las pocas fuerzas que me quedaban.
—¿Qué pasaría con nosotros si nos casamos? —insistí—. ¿Voy a ser tu
prisionera? ¿Me vas a dejar encerrada aquí?
Ángel retrocedió.
—Serías mi esposa, la futura matriarca de la familia. Tendrías el respeto
y la lealtad de todos. Responderían ante ti… y tú, ante mí. —Ángel estiró la
mano y me pasó la punta del índice por el rostro, y yo hice todo lo posible
por no alejarme ni tampoco acercarme, lo cual hubiera estado mal por
muchísimos motivos—. Nadie podría tocarte, excepto yo.
Sentí una oleada de calor y tuve que desviar la mirada. ¿Qué carajo me
pasaba? Nos quedamos así, en silencio, por un momento.
—¿Tengo otra opción? —le pregunté sin mirarlo.
Ángel se paró derecho y me miró desde arriba, y yo me acurruqué
contra la pared para rehuirlo, aunque me dije que no debía mostrarme
asustada. Si me veía asustada, ganaba él.
—No —respondió con frialdad—. No tienes otra opción. Tienes dos
días para hacerte a la idea.
5
EMMA

Fiel a su palabra, Ángel me dio dos días para hacerme a la idea de que
íbamos a casarnos... si es que «hacerse a la idea» era sinónimo de
dejarme encerrada en una habitación, sola con mis pensamientos.
Bueno, era cierto que la habitación era espectacular. Mucho mejor que la
celda en la que me habían metido al principio. Cuando entré al baño en
suite para (¡por fin!) sacarme la sangre, quedé atónita. El baño era más
grande que mi departamento. Tenía una ducha gigante que ocupaba toda
una pared y una bañera en la que me moría por meterme.
No obstante, decidí darme una ducha y usar los productos con fragancia
a coco para lavarme. Además, encontré otro kit de primeros auxilios con el
que me limpié y vendé las muñecas como pude. «¿Por qué no dejé que me
vendara Ángel?», me lamenté mientras me ponía las vendas
descuidadamente.
Luego de bañarme, abrí la cómoda. La ropa que había allí era un poco
grande para mí, pero estaba limpia y era suave, y cuando me dejé caer sobre
la cama, sentí que el colchón me abrazaba. Era la cama más cómoda en la
que me había acostado, por lejos. ¿Qué clase de prisionera era? Tenía
acceso a una cuenta de Netflix y horas y horas para mirar lo que se me diera
la gana. Iba a ser como estar de vacaciones, solo que la puerta de la
habitación del hotel estaba cerrada por fuera. Igual, estar acostada usando
ropa que no era mía me hizo pensar en mi departamento, y me preocupé. Lo
habían revisado, pero ¿alguien se había molestado en empacar algunas
cosas para mí? ¿O en pagarle al dueño para que no tirara mis cosas a la
basura? Lo dudaba. Tenía que salir de ahí cuanto antes.
Empecé a planear mi fuga y, a los dos días, ya tenía un plan más o
menos armado. Ángel se encargaba de que me dieran de comer, y los
guardias me traían la comida cada vez que cambiaban de turno. Cuando
escuchaba pasos en el pasillo, sabía que tocaba cambio de guardia y una
bandeja de comida. Hasta donde yo sabía, solo había un hombre haciendo
guardia y, si bien yo no tenía la fuerza para vencer a nadie, si lograba cruzar
la puerta, seguro podía salir corriendo. Seis meses de transportar paquetes
de acá para allá por todo Miami me habían hecho ganar fuerza en las
piernas. Podía correr mucho y muy rápido.
Mientras estaba sentada en la punta de la cama, esperando a que llegara
la próxima comida, me dije que era un buen plan… pero, cuanto más
tiempo pasaba, más dudas se alojaban en mi estómago. «Te van a matar»,
pensé, y era muy probable que fuera cierto. Pero no podía quedarme ahí
sentada y dejar que unas personas que ni siquiera conocía decidieran el
rumbo de mi vida.
Oí el clic de la cerradura y se abrió la puerta, pero, en vez de uno de los
guardias, entró una mujer. Cerró la puerta con el pie y apoyó la bandeja de
comida sobre la cómoda, junto al plato a medio terminar que me habían
traído antes. Al verlo, frunció el ceño.
—Mejor que comas —dijo—. Vas a necesitar fuerzas para mañana.
Se me secó la boca ni bien la escuché.
—¿Mañana?
La mujer me miró y me di cuenta de que tenía una bolsa de tintorería en
el brazo.
—Apá le dio tiempo a Ángel hasta que termine la semana para que
presente el certificado de matrimonio. Ya casi se acaba el tiempo.
Se me hizo un nudo en el estómago.
—¿Y si no nos casamos?
La mujer me clavó sus ojos color avellana. Era una belleza: tenía mirada
dulce y pelo largo y negro, que llevaba suelto, casi flotando sobre la
espalda. Tenía el tipo de cuerpo que las mujeres envidian y los hombres
desean, y parecía muy segura de sí misma. Como si supiera perfectamente
cómo se veía y el modo en que la gente iba a reaccionar a ello.
—Hacer enfadar a Apá sería una estupidez enorme, y Ángel ya está en
la cuerda floja después de lo que pasó en Eliseo —respondió. Con un gesto,
señaló la bandeja y me ordenó—: Come. Después, puedes probarte el
vestido.
—¿El vestido?
La mujer asintió y volvió a mandonearme.
—Come, come. Ángel me va a matar si dejo que su futura esposa se
muera de hambre.
—¿Y tú quién eres?
Ella me sonrió.
—Soy Lili —se presentó—. La bebé de la familia.
Me extendió la mano y, casi por inercia, estiré la mía y se la estreché.
—No sabía que Ángel y Omar tenían una hermana menor.
Al oírme, le cambió la cara.
—Típico —murmuró, más para sí que para mí.
Volvió a mirar la bandeja y capté la indirecta, así que la agarré y la
apoyé en el borde de la cama. No sabía bien qué comida era, pero tenía
camarones y arroz, y olía delicioso. También era una porción generosa,
como para alimentar a un futbolista hambriento.
—¿Quieres que compartamos? —le pregunté—. Ni loca me termino
todo esto.
Lili soltó una especie de gruñido.
—Vas a tener que aprender a comer.
Sin más, ataqué el plato. Por más que me negara a admitirlo, cada plato
que me traían era mejor que la anterior. Los camarones estaban en su punto
justo, para nada gomosos, y el arroz estaba condimentado de maravillas.
—Yo como una cantidad normal de comida.
Lili volvió a emitir un sonido de fastidio.
—Eres piel y huesos —me dijo—. Lara la va a pasar muy bien
intentando engordarte.
—¿Lara?
—Nuestra ama de llaves. Está con la familia desde que soy chica. Apá la
contrató después de que mi madre…
Lili se detuvo e hizo una mueca casi imperceptible. Pero, al instante,
recuperó su expresión de amistosa indiferencia; se notaba que estaba
entrenada. ¿Todos los Castillo serían iguales? Lili revoleó su pelo oscuro
sobre el hombro, y empecé a sentirme un poco insegura por mi ropa; la
camiseta que tenía puesta me quedaba enorme.
Probé el arroz, que olía celestial, y suspiré; estaba delicioso en serio.
Parecía salido de un restaurante de lujo. Tragué otro bocado, intentando no
sentir vergüenza por lo rápido que estaba comiendo. Después de todo, no
tenía que impresionarla a ella ni a nadie. Tampoco planeaba quedarme
mucho tiempo ahí.
—Lili, tú sabes que Ángel y yo… no nos estamos casando porque
queremos, ¿no?
Ella pestañeó y luego se echó a reír con un poco de crueldad. Se llevó la
mano a la boca para amortiguar el sonido, pero igual le temblaba el cuerpo
de la risa. Cuando por fin me miró, tenía los ojos llenos de lágrimas de tanto
reír.
—Ya lo sé —me dijo—. Llegado este punto, todos lo saben. Piensan que
Ángel te secuestró y te trajo aquí para que te cases con él. Se la pasan
diciéndole «Estocolmo» a sus espaldas.
Lili empezó a reír otra vez, pero no me pareció gracioso.
—Tienes que saber que eso no es cierto.
Al oírme, se puso seria.
—Sé lo que pasó —me dijo, y me tocó el brazo. Su piel se sentía suave
contra la mía, y me di cuenta del tiempo que había pasado desde que
alguien me había tocado con gentileza. Desde antes que muriera mi mamá,
eso seguro. Pensar en eso me hizo doler el pecho, pero traté de respirar y
seguir adelante—. Estoy segura de que soy la única de mi familia que te va
a decir esto. Gracias por salvar a mi hermano, Emma.
—De nada —respondí—. Fue puro instinto.
Lili sonrió.
—Eres una buena samaritana. Seguro eras vigilante de pasillo en el
colegio.
Sentí que me sonrojaba, y Lili rio otra vez. Casi sin quererlo, me
descubrí sonriendo por primera vez en días. Me temblaron un poco las
mejillas, como si ya hubieran olvidado cómo sonreír.
—No era vigilante de pasillo —respondí, sacando pecho—. Era
ayudante de la maestra.
—Incluso mejor. Bueno, termina de comer así te pruebas el vestido.
Solo tengo hasta mañana para achicarlo si hace falta.
De vuelta sentí que me quedaba sin aire.
—Lili, no puedo…
—Sí que puedes —repuso ella— y lo harás. Si estabas planeando
escapar, olvídalo ya mismo. Incluso si lograras salir por la puerta, lo cual
dudo mucho, Ángel jamás te dejaría ir. Mucho menos después de lo que le
hizo Apá a él cuando intentó zafarse del casamiento.
—¿Cómo tiene la mejilla? —le pregunté.
Lili me miró con expresión astuta.
—¿Por qué? ¿Estás preocupada por él?
—Claro que no —respondí—. Solo quiero saber si tengo pasta de
médica para anotarme en Medicina.
—Aunque la tuvieras, no puedes hacerlo —dijo Lili—. Eso ya no es una
opción. Algún día vas a ser nuestra matriarca y, créeme, eso es un trabajo de
tiempo completo de por sí.
Algo en su mirada me dijo que ella había estado cumpliendo ese papel y
que no le gustaba para nada.
—O sea que tengo que hacer de esposa y tener hijos con Ángel —cavilé
con amargura—. Vamos despacio.
El cachetazo fue rápido y fuerte. El sonido de la mano de Lili contra mi
mejilla resonó en la habitación silenciosa. Sentí una llamarada que me
lamió el costado del rostro. Lili me agarró la mano y me obligó a mirarla.
—Aquí no te va a servir el sarcasmo —me dijo con tono desesperado,
como si estuviera tratando de salvarme la vida. Con un sobresalto, me di
cuenta de que así era—. Conmigo puedes decir lo que quieras, pero con
Ángel no, y mucho menos con Padre, ¿entendido?
Le agarré fuerte la mano.
—Ayúdame —supliqué—. Encuentra la manera de sacarme de aquí, y
ninguno de ustedes volverá a saber de mí, te lo prometo. Soy buena
escapando y empezando de cero. De verdad.
Lili negó con la cabeza y, al igual que sus hermanos, adoptó una
expresión fría.
—Solo los fuertes sobreviven en esta familia —me dijo.
La solté.
—Yo nunca pedí estar en esta familia de mierda —dije, frustrada—.
Nunca pedí nada de esto.
—Sea como sea —me respondió con frialdad—, «esta familia de
mierda» es lo único que impide que termines…
—Como una NN descuartizada y enterrada en los Everglades —
completé—. Ya me lo dijeron.
Lili asintió.
—Exacto.
Al pensar en esa imagen, se me revolvió el estómago. Alejé el plato; era
imposible que pudiera terminar de comer. Las opciones estaban claras:
podía unirme a las víboras en su nido o dejar que me despedazaran.
Ninguna de las opciones era muy atractiva, pero al menos con una de las
dos tenía chances de sobrevivir.
Me di cuenta de que Lili me estaba analizando, así que levanté la vista y
la miré a los ojos.
—Hay que adaptarse para sobrevivir, ¿no? —pregunté, y ella asintió.
Me puse de pie—. Veamos ese vestido entonces.
—Buena elección —me dijo en voz baja, más amablemente que antes.
Me dieron ganas de gritar que yo no estaba eligiendo nada, pero mi
madre nunca me hubiera perdonado si me rendía.
Lili abrió la bolsa de la tintorería y reveló un vestido de fiesta de color
blanco, con detalles en encaje y ceñido en la cintura.
—Sé que voy a tener que achicarlo un poco —me dijo, al tiempo que me
entregaba la prenda—, pero quiero ver que de largo esté bien.
Sostuve el vestido. Por si la etiqueta de Gucci no alcanzara, la tela se
sentía costosa sobre mi piel. Yo estaba acostumbrada al encaje barato,
áspero, pero este me acariciaba como una mariposa agitando sus alas. Era
un vestido demasiado lindo para un casamiento que ni la novia ni el novio
querían tener y salía más que seis meses de mi alquiler… y Lili lo iba a
modificar con sus propias manos. «¿Cuánto dinero hay que tener para que
no le moleste destruir un vestido así?», pensé. Miré a Lili y le pregunté:
—¿Es tuyo?
—Sí. No lo uso hace años.
—No, no puedo… —Pero cuando intenté devolvérselo, Lili me lo metió
con fuerza en las manos.
—En serio. Mi hermano me preguntó si tenía algo acorde a la ocasión
para ti. A él le da igual si vas en harapos, pero a mí sí me importa.
Miré el vestido. La tela se había arrugado, así que iba a hacer falta
plancharlo.
—¿Por qué? —le pregunté.
Lili pensó un momento antes de responder.
—Mi padre y mis hermanos ven el mundo de una forma —me dijo con
cautela—. Antes, yo también lo veía así, pero… hay varias cosas que quiero
lograr en la vida. Y pensé que, si te están obligando a asumir este papel, a
casarte con mi hermano, al menos deberías poder hacerlo en tus propios
términos.
No me explicó nada más, a pesar de que insistí. Simplemente me dijo
que me cambiara y se quedó mirándome mientras me quitaba la ropa
prestada. Luego, me ayudó a ponerme el vestido. Me quedaba un poco
suelto en la cintura, pero no era para tanto. Si me lo hubiera probado en una
tienda, habría dicho que me quedaba bien y lo habría comprado tal como
estaba.
—Creo que me queda bien —comenté, mirándome en el espejo que
colgaba de la pared.
Lili no opinaba lo mismo.
—Está bien de largo —dijo—, pero voy a tomarle la cintura. —Agarró
la tela que sobraba en la cintura y la tensó, y vi cómo se suponía que tenía
que quedarme el vestido—. Hermoso —dijo, y sentí cuando colocó un
alfiler en cada lado para poder modificarlo—. Vengo mañana para ayudarte
a peinarte y maquillarte. —Tras mirarme las muñecas, agregó—: Y podría
traer unos brazaletes para taparte eso.
—Gracias, Lili. —Era la interacción más normal que había tenido en
tres días, así que mi agradecimiento era genuino. Volví a ponerme la ropa
prestada y le devolví el vestido para que pudiera marcharse—. Te prometo
que me voy a portar bien mañana.
Al oírme, a Lili le cambió la cara. Colgó el vestido en la percha y volvió
a meterlo en la bolsa de tintorería sin decir ni una palabra. Después de un
momento, dijo:
—Me entendiste mal. No quiero que te portes bien.
—Entonces, ¿qué quieres?
Todavía me dolía la mejilla por la lección que me había dado acerca de
ser sarcástica. No entendía nada.
—Ahora, estás atrapada en tu papel igual que yo en el mío —me explicó
—. Ninguna de las dos puede hacer nada al respecto, pero eso no quiere
decir que tengas que someterte y aceptar todo. —Me apoyó la mano en el
hombro y me dio un apretón—. Dale trabajo a mi hermano, ¿sí? Muéstrale
que tienes agallas.
«¿Que tengo agallas?». Miré a Lili a los ojos, tensé los hombros y me
paré derecha. Asentí apenas para mostrarle que iba a dar lo mejor de mí. No
tenía otra opción.
6
ÁNGEL

—¿Estás seguro de que quieres hacer esto? —me preguntó Omar por
enésima vez mientras me anudaba la corbata. Si me lo preguntaba
una vez más, iba a tener que darle un puñetazo.
Me alejé bruscamente y me miré en el espejo del vestíbulo. Lara me
había obligado a ponerme mi mejor traje y había elegido una corbata más
clara, color gris paloma, porque «un casamiento es una ocasión muy alegre
para usar corbata negra, mijo», así que, a los ojos de los demás, yo era la
viva imagen de un novio el día de su boda. Excepto por el ceño fruncido
que me atravesaba el rostro. Intenté sonreír, pero eso me hizo parecer más
perturbado, así que volví a relajar el rostro.
—¿Y qué quieres que haga, Omar? —le pregunté a mi hermano,
mirándolo por el reflejo del espejo—. ¿Qué desafíe a Padre? —Chasqueé
los labios—. ¿Tantas ganas tienes de ser el heredero?
Omar me sonrió, puro dientes y cara de hijo de puta.
—Prefiero pasar la verga por un rallador de queso —respondió.
Me apoyó la mano en el hombro y apretó, y lo vi ponerse más serio. Sin
necesidad de hablar, entendí el mensaje: «Yo te apoyo, hermano».
Me encogí de hombros.
—No pasa nada.
Omar asintió y estiró el brazo para apretarme el hombro otra vez.
—Entonces, ¿por qué no dejas de poner cara de malo? Vas a espantar a
tu noviecita cuando baje las escaleras.
Apreté los puños. La necesidad de darle un puñetazo a mi hermano se
volvió imperiosa.
—¿Y a mí qué me importa cómo se sienta?
Omar soltó una risita.
—Eres un partidazo, eh.
—Vete a la verga —bufé, pero eso solo lo hizo reír más.
Le hundí el puño en el estómago con ganas. Mi hermano abrió grandes
los ojos por un instante antes de doblarse de dolor, gruñendo. Sacudí la
mano y traté de ignorar el calor que sentía en los nudillos. Omar se
enderezó; todo rastro de buen humor se había desvanecido de su rostro.
«Qué bueno», pensé, furioso. No había motivos para andar sonriendo,
carajo.
—Podría romperte la nariz —me dijo—, pero Lili me mataría si te
manchara todo con sangre el día de tu boda.
—Inténtalo si quieres —mascullé.
—¡Chicos!
Nos dimos vuelta y vimos a Lili parada al pie de las escaleras,
fulminándonos con la mirada. Aunque era hermosa, Lili era más brava que
la mayoría de los hombres que yo conocía; entrenaba con nosotros en el
campo de tiro desde que tenía ocho años. Yo había visto a muchos hombres
poderosos acobardarse ante esa mirada implacable.
—Nada de peleas hoy.
Omar y yo asentimos.
—Lo siento —dije.
Lili puso los ojos en blanco (estaba claro que no me creía), y luego miró
hacia arriba y comenzó a sonreír. Cuando seguí su mirada, sentí una presión
en el pecho.
Emma estaba bajando las escaleras con un vestido blanco que
seguramente era de Lili, pero le quedaba como si lo hubiera mandado a
hacer a medida; en su cuello y sus muñecas, relucían diamantes. El pelo,
más ondulado, le enmarcaba el rostro, y Lili la había maquillado. «Parece
un ángel», pensé sin darme cuenta. Era imposible ignorar la belleza de esa
mujer. Pero, cuando noté que Emma estaba sonriendo, sentí una oleada de
furia en el estómago.
—Explícame de dónde carajo sacas motivos para sonreír un día como
hoy —le espeté.
Emma se quedó helada en la escalera y la gran sonrisa que tenía se fue
apagando de a poco hasta desaparecer por completo. Miró a Lili un
momento antes de volver a enfocarse en mí. La vi respirar profundo. Luego,
echó los hombros hacia atrás, de modo que quedó parada más derecha que
antes. Bajó los últimos escalones que quedaban y se detuvo frente a mí.
—Te pido disculpas por tratar de ponerle buena cara a una situación de
mierda —me dijo, inexpresiva—. No va a volver a pasar.
«La puta madre», pensé, furioso. Emma había tratado de mejorar los
ánimos. Debería haberle agradecido; era más de lo que yo había hecho por
ella. Pero mi estómago seguía encontrando nuevas formas de revolverse y
retorcerse. Le miré atentamente el rostro; después de todo, iba a ser mi
esposa. Aunque parecía imposible, de cerca era todavía más hermosa. Sobre
todo sus ojos, que eran de un azul glacial, con destellos de azul más oscuro
alrededor del iris.
—Mejor nos vamos —dijo Omar. Parecía encontrar muy divertida toda
la situación—. Tenemos cita en el juzgado en media hora.
La expresión altiva de Emma (la que había puesto después de perder la
sonrisa) se desvaneció un poco. Claramente, no se sentía tan confiada como
quería aparentar. Al ver su expresión dulce, como la de Bambi, decidí
reprimir mi propia furia y le ofrecí el brazo.
—¿Vamos?
Emma no confiaba en mí; se notaba por el modo en que me miró, pero,
después de dudar un instante, me agarró del brazo.
—Mejor esto que morir, ¿no? —dijo, más para sí misma que para mí,
pero Omar me miró con una sonrisita y le mostré el dedo del medio.
Emma y yo salimos de la casa juntos y, cuando cruzamos el umbral, la
agarré más fuerte del brazo. Tal vez pensara en escapar. De haber estado en
su lugar, tal vez yo lo habría intentado. Pero, en lugar de ponerse tensa o
intentar alejarse, ella se acercó más, buscando un consuelo que yo no podía
darle, porque no podía librarme de esa sensación horrible en el estómago.
Una camioneta Range Rover negra nos estaba esperando en la puerta,
lista para arrancar. Omar y Lili se sentaron adelante, y yo le abrí la puerta
de atrás a mi futura esposa. Emma se detuvo y se quedó mirando el interior
oscuro del vehículo.
—¿Vas a entrar sola o voy a tener que meterte? —le pregunté.
Emma me fulminó con la mirada y se puso tensa, pero entró a la
camioneta con actitud resuelta y se sentó lo más lejos posible de mí,
aunque, cuando me acomodé junto a ella, me di cuenta de que no se alejaba
de mí por miedo. De hecho, se sentó y se puso a mirar para adelante, como
si estuviera decidida a no mirarme.
«Como si yo quisiera que me mire», pensé. Apreté los puños. Yo no era
un niño, carajo, y me negaba a adoptar una actitud pasiva-agresiva.
—Estás… —Emma se dio vuelta al escuchar mi voz. Abrió los ojos de
forma exagerada, como si no esperara que le hablara—. Estás linda —
continué, conteniendo las ganas de rechinar los dientes.
Emma resopló.
—No hace falta que hagas eso —dijo.
—¿Que haga qué?
—Que seas amable conmigo —me aclaró—. La verdad, que me trates
bien me resulta perturbador.
Al oírla, se me erizaron los vellos de la nuca. Quizás Emma no estaba
tratando de desafiarme, pero, a mis ojos, esas palabras eran un desafío.
—¿No te gusta que sea amable? —le pregunté, y estiré la mano para
acariciarle la nuca con el pulgar. Ella se estremeció, pero, cuando trató de
alejarse, la agarré para que se quedara quieta—. ¿Preferirías que sea cruel?
Emma volvió a estremecerse.
—Preferiría que no me toques —explotó y, de un tirón, se soltó de mí.
Pensé en agarrarla otra vez, acercarla a mí y arruinar todo el esfuerzo
que le había llevado a mi hermana peinarla y maquillarla. «Vamos a ver si
le gusta casarse con pinta de que se la acaban de coger en el asiento
trasero», pensé, pero, antes de que llegara a hacer nada, mi hermana se dio
vuelta a mirarme.
—Basta, pendejo —bufó—. La situación ya es bastante mala sin que te
comportes como un niño.
Por más que odiara admitirlo, Lili tenía razón. Me acomodé en mi lugar
y tamborileé los dedos sobre mi muslo mientras Omar serpenteaba entre los
autos. En menos de veinte minutos, llegamos al lugar y Omar estacionó a la
sombra.
Emma respiró profundo y, antes de agarrar la manija de la puerta, se
detuvo y me miró.
—¿Tenemos anillos?
—Tengo uno para ti —dije.
Lo tenía en el bolsillo; había sido de mi madre. Me lo había dado Padre
y, de no haberlo conocido tan bien, habría pensado que me estaba otorgando
un objeto precioso para él. No obstante, en realidad era un recordatorio:
resuelve esto, y hazlo rápido.
—¿Y para ti?
Levanté las cejas con gesto inquisitivo.
—¿Por qué iba a ponerme un anillo?
—Si tú no te lo pones, ¿por qué me lo voy a poner yo? —retrucó ella.
Omar soltó una risita desde el asiento delantero.
—Ya empezamos bien.
—Cállate, Omar —bufó Lili. Miró la hora y luego se dio vuelta a
mirarnos—. Si vamos a ir, tenemos que ir ahora. Si no, vamos a perder la
cita.
Abrí la puerta y, al salir, me recibió el sol ardiente de Miami. Omar le
abrió la puerta a Emma y, cuando bajó de la camioneta, el blanco de su
vestido la hizo ver tan radiante que hasta me costaba mirarla. Lili silbó por
lo bajo.
—Hice un buen trabajo, ¿no? —preguntó.
Miré a mi hermanita, que estaba sonriendo de oreja a oreja, y asentí.
—Hiciste un buen trabajo —admití.
Omar y yo flanqueamos a Emma y los cuatro cruzamos la calle. En la
entrada del edificio, había un detector de metales, pero Omar le estrechó la
mano al guardia de seguridad, y el hombre nos guio por el costado de la
cinta de terciopelo sin hacernos pasar por ahí.
—¿Cómo…? —empezó a preguntar Emma, pero se interrumpió y negó
con la cabeza—. No importa, no quiero saber.
—Te terminas acostumbrando —dijo Lili de camino a la recepción.
—Lo dudo —resopló Emma.
Después de registrarnos, nos guiaron a una sala vacía donde nos estaba
esperando el juez de paz.
—¿Familia Castillo? —preguntó, ojeando los formularios que tenía en
la mano.
—Sí, señor —dije—. Soy Ángel, y ella es mi prometida, Emma Hudson.
«Prometida». Como si hubiéramos tenido una gran fiesta de
compromiso o algo así.
El juez se presentó (se llamaba Darrel Waters) y luego nos invitó a
acercarnos para que, junto con los testigos, firmáramos el certificado de
matrimonio. Después de firmar todo, nos hizo parar de modo tal que Emma
y yo quedamos frente a frente, tomados de la mano.
—¿Podemos saltearnos la parte de «queridos hermanos» y todo eso? —
pregunté sin despegar los ojos de Emma. Estaba palideciendo; era obvio
que su fachada de valentía comenzaba a derrumbarse.
Darrel soltó una risita.
—Pasemos a lo que importa entonces, ¿sí? —preguntó de buen humor
—. ¿Tienen los anillos?
Saqué el anillo de mi madre del bolsillo. Era una alianza dorada y
delicada, simple pero elegante. Omar y Lili seguramente eran demasiado
jóvenes para recordar las épocas en que adornaba el dedo de mi madre, pero
yo no. Estaba seguro de que a Emma le iba a quedar igual de hermoso que a
mi madre, y quizá a ella no la matara el peso de tener que cargarlo.
—¿Y tú no tienes anillo? —preguntó Darrel.
Negué con la cabeza.
—Todavía no.
Le sonreí, con la esperanza de parecer encantador. Emma soltó una risita
burlona y le apreté las manos hasta que sentí que sus huesos se tocaban. Me
di cuenta de que estaba esforzándose por mantener una expresión neutral y
la solté sin dejar de sonreír.
—Cada vez es más común —dijo Darrel con un suspiro—. Los jóvenes
ya no valoran la tradición. —Juntó las manos y prosiguió—: Bueno, que
empiece la fiesta. ¿Tú, Ángel Castillo, aceptas a esta mujer, Emma Hudson,
como tu legítima esposa para amarla, respetarla y cuidarla en la salud y en
la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza hasta que la muerte los separe?
Apreté tan fuerte la mandíbula que me dolió.
—Acepto —dije.
—Ponle el anillo a Emma y repite después de mí: «Con este anillo, te
desposo».
Le coloqué a Emma la delicada alianza en el dedo anular de la mano
izquierda y repetí:
—Con este anillo, te desposo.
A Emma se le llenaron los ojos de lágrimas, y noté que tragaba saliva
para contener sus emociones.
—Ahora —dijo Darrel, y la miró sonriente—, ¿tú, Emma Hudson,
aceptas a este hombre, Ángel Castillo, como tu legítimo esposo para
amarlo, respetarlo y cuidarlo en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y
en la pobreza hasta que la muerte los separe?
Emma sollozó. Se notaba que estaba muy triste, a pesar de que se
esforzaba por disimularlo.
—Acepto.
Esa única palabra resonó fuerte y clara en la habitación y selló nuestro
destino. Casi podía escuchar el repiqueteo de la puerta de la celda.
—Por el poder que me ha sido otorgado por el estado de Florida, los
declaro marido y mujer. Puede besar a la novia.
Nuestras miradas se encontraron y, por un momento, me di cuenta de
que Emma no creía que fuera a besarla de verdad. No me estaba desafiando
a hacerlo; más bien, se veía aliviada porque estaba segura de que no lo iba a
hacer. Le sonreí, pero no era la sonrisa encantadora que le había lanzado al
juez de paz; era una sonrisa astuta y cruel, y, aunque su respiración
entrecortada no tenía por qué causarme placer, sonreí con más ganas.
«Es solo un beso», me dije. «No es nada». No obstante, cuando me
agaché y apoyé la boca contra la suya, me sorprendió sentir una bomba
detonando en mi interior. Los labios de Emma eran suaves y su boca sabía a
bálsamo labial, dulce, y no pude aguantar las ganas de agarrarla del mentón
e inclinarle la cabeza para poder besarla mejor.
Emma jadeó y hundió los dedos en mis antebrazos, pero no sabía si era
para aferrarse a mí o para que la soltara. No podía concentrarme en otra
cosa más que en el sabor dulce de su lengua, igual que el de sus labios. Me
dio vueltas la cabeza al pensar en lo bien que sabía.
Podría haberme quedado ahí besándola durante horas, días incluso, de
no haber sido porque un carraspeo suave me devolvió a la realidad. Me
alejé de Emma y fulminé con la mirada a Omar, que me miraba con
expresión divertida.
—¿Tienes algo que decir, pendejo?
—Quería recodarte que Padre quiere conocer a tu flamante esposa.
«Mierda». Volví a mirar a Emma, que me estaba mirando como
aturdida. Era mi esposa. «Mía», susurró mi mente con tono siniestro. Sentí
que una oscuridad se desplegaba en mi pecho y se expandía a mis
pulmones. Nunca había tenido algo que fuera mío nada más, y ahora tenía
una esposa que era toda para mí. Estiré la mano y le toqué la mejilla, y ella
pareció salir de su ensimismamiento, pero noté que no hizo ningún esfuerzo
por alejarse de mí.
—Vamos a casa.
7
ÁNGEL

Después de completar y firmar todos los papeles, volvimos a la camioneta.


Esa vez, Emma y yo caminamos tomados del brazo. Cruzamos la calle y
volvimos al lugar donde Omar había estacionado. Emma estaba callada y
parecía desanimada, pero sabía bien que no era porque se hubiera
amansado. Se veía resignada, tal vez, pero no amansada.
Yo mismo le abrí la puerta, y ella se subió al asiento trasero sin siquiera
mirar atrás. «Tal vez esto funcione, después de todo», pensé mientras daba
la vuelta a la camioneta para subir.
—¿Qué fue eso? —preguntó Lili, parada junto al vehículo, con la mano
apoyada sobre la manija de la puerta.
La fulminé con la mirada.
—Me casé —le respondí, como si fuera lela—. Firmaste en la parte de
testigos, no sé si te acuerdas.
Lili tenía ganas de golpearme, se notaba, y le sonreí de oreja a oreja.
—Vaya beso que se dieron —dijo.
Tenía razón, pero no pensaba admitirlo frente a ella. O frente a nadie, la
verdad.
—No fue nada —respondí.
Mi hermana resopló.
—Para ser nada, fue bastante intenso.
—Cierra la boca —mascullé y abrí la puerta. Emma giró la cabeza para
mirarme cuando me senté junto a ella—. Ahora vamos a ir a mi casa —le
dije— y te presentaré a mi padre.
Emma se estremeció. No podía culparla por reaccionar así, pero tenía
que hacerle entender a qué se iba a enfrentar.
—No puedes mostrar miedo —le dije—. Cuando conozcas a mi padre,
conserva la calma y, si él te habla, puedes responderle, pero si no…
—¿Me quedo callada? —me preguntó, mirándome con una ceja
levantada.
«Vamos a tener que hacer algo con ese tonito», pensé. Emma tenía la
misma actitud que yo cuando era chico, la actitud que me había valido una
fractura de nariz y muchos golpes en el mentón y, si bien Padre no habría
sido capaz de golpear a una mujer frente a todos, tenía otros modos de
disciplinar a los que le faltaban el respeto.
—Exacto —respondí—. Mi padre tiene una idea muy tradicional de cuál
es el lugar de la mujer y, como mi esposa, hay ciertas expectativas que
tendrás que cumplir. —Emma tragó saliva. Parecía a punto de vomitar—. Si
vas a llorar, mejor que sea ahora. No hace falta que te muestres feliz frente a
él, pero tampoco puedes quebrarte.
Al oírme, se le llenaron los ojos de lágrimas, pero no lloró.
—Si a tu padre no le agrado, ¿me matará?
Sentí revivir esa oscuridad que se me había despertado en el pecho al
besarnos. Nadie me la iba a arrebatar. Nadie tocaba lo que era mío.
—Ahora estás bajo mi protección —le aseguré—. Lastimarte sería
declarar la guerra.
Emma soltó un quejido angustiado.
—¿Aunque sea tu padre?
—Mi padre tiene su honor —acotó Omar desde adelante—. No puedes
causarle un daño permanente a la esposa de otro hombre.
Una risita histérica brotó de los labios de Emma.
—«Daño permanente» —repitió con ironía.
Le apoyé un dedo bajo el mentón y la obligué a mirarme.
—Nadie te va a tocar.
Emma asintió y, después de eso, se quedó callada. Traté de mirar por la
ventana, de distraerme mirando el paisaje, pero, a cada rato, mi mirada
volvía a ella. Mi esposa. El día anterior, la idea de casarme me parecía
espantosa, y buena parte de mí aún le guardaba rencor a Padre por haberme
obligado a hacerlo. No obstante, cuando miraba a Emma, deseaba sentir
más su sabor. Deseaba saber cómo se veía acostada en mi cama. La llegada
al puesto de seguridad del complejo interrumpió mis pensamientos.
Pasamos por los controles de costumbre y, sin más, nos dirigimos a la casa.
—Padre está en su oficina —dijo Lili tras leer un mensaje en su teléfono
—. Te está esperando.
Cuando se detuvo la camioneta, abrí la puerta y bajé. Emma estaba
petrificada en el asiento; ni siquiera amagó a abrir la puerta. Le extendí la
mano.
—Vamos —le dije.
Ella me miró asustada por un momento, pero luego cambió
drásticamente de expresión. Fue como antes, cuando la regañé por sonreír y
se obligó a adoptar una expresión más neutral. Luego, me dio la mano y me
dejó ayudarla a bajar.
Entramos a la casa tomados del brazo. El recorrido entre la puerta de
entrada y la oficina de mi padre se sintió como el camino hacia el patíbulo,
pero, a pesar de que Emma me estaba agarrando fuerte, por fuera se
mostraba tranquila y compuesta.
Padre estaba sentado frente a su escritorio leyendo algún documento,
pero era obvio que nos estaba esperando.
—Padre —le dije—, te presento a mi esposa, Emma Castillo. —Miré a
Emma—. Emma, él es mi padre, Gustavo Castillo, el líder de nuestra
familia.
—Puedes decirme «Padre» —dijo él—. Después de todo, ahora eres mi
hija.
Ella tembló al oírlo, y la agarré más fuerte para que se quedara quieta.
Mi padre se levantó de la silla y dio la vuelta a su escritorio.
—Un gusto conocerlo, señor —logró decir ella con voz firme.
Padre sonrió y, por un momento, hizo de suegro jovial.
—Es más linda de lo que dijiste, mijo —dijo con suavidad.
Sus palabras me cayeron pesadas como plomo. Él se acercó más y estiró
la mano hacia ella. Yo sabía lo que iba a hacer: iba a sujetarla del mentón y
a estudiarla como si fuera uno de sus caballos o sabuesos. Sentí un calor
ardiente en el estómago y, de un tirón, puse a Emma detrás de mí, lejos de
su alcance. Nadie iba a tocarla. Ahora era mía. Padre bajó la mano y,
aunque no se le borró la sonrisa, un brillo peligroso apareció en su mirada.
No le gustaba que le pusieran límites.
—Bienvenida a la familia, mija —dijo, sin despegar los ojos de Emma.
Ella se quedó callada un momento.
—Gracias, señor —dijo al fin, con un ligero temblor en la voz.
Padre rio.
—Te conseguiste una esposa muy tímida —observó—. Vengan, vamos a
brindar.
Señaló el aparador, donde había dispuesto ron en una hielera y varios
vasos de chupitos. Caminó hasta allí y empezó a llenar los vasos. Yo quería
acercarme, pero Emma parecía pegada al piso.
—¿Qué pasa? —murmuré.
—¿Puedo rechazar el trago? —me preguntó en voz baja, casi inaudible.
—No.
Ella hizo una mueca de preocupación, pero, cuando la tironeé para que
se acercara a la barra, obedeció. Padre nos dio un vaso a cada uno.
—¡Por los novios! —exclamó, y brindó primero conmigo y después con
Emma.
Me bebí el ron de un solo trago y mi padre hizo lo mismo. No obstante,
cuando Emma echó la cabeza hacia atrás, empezó a ahogarse y casi deja
caer el vaso.
—Disculpen —dijo, secándose la boca y, al hacerlo, se le corrió el lápiz
labial. Qué patético.
Como futura matriarca de la familia, Emma iba a tener que aprender a
ser buena anfitriona. Tenía que poder brindar y estar sonriente, y no
ahogarse con ron caro como si fuera licor barato de un bar.
Hice una mueca de desdén, pero saqué el pañuelo que tenía en el
bolsillo y se lo di.
—Sécate la cara —le dije, señalando el espejo en la pared—. Te ves
ridícula.
Ella aceptó el cuadradito de seda. Los ojos le llameaban de furia, pero se
dio vuelta y se arregló el rostro sin decir nada. «Quizá puede aprender»,
pensé.
—¿Tienes el certificado de matrimonio? —preguntó Padre, y volví a
prestarle atención.
Metí la mano en el bolsillo de la chaqueta y saqué el documento.
—Omar y Lili fueron los testigos —le dije, entregándole el papel
doblado.
Padre lo abrió y lo leyó por encima antes de devolvérmelo. Me dio unas
palmadas en el rostro; era su modo de mostrar afecto, brusco como él. Le
chasqueó los dedos en la cara a Emma.
—Dos tragos más, mi hija —le ordenó, y me puso el brazo sobre los
hombros para guiarme hacia su escritorio—. Tenemos que hablar de los
reclutas.
—Padre… —No quería hablar del negocio frente a Emma—. Quizá no
sea buen momento.
Emma volvió a servir ron en los vasos, los puso frente a nosotros y
retrocedió.
—¿Necesita algo más? —preguntó. Noté la tensión en su voz.
Mi padre se quedó mirándola con expresión asesina y me di cuenta de
que era una prueba, aunque no lograba descifrar para quién, si para ella o
para mí.
—¿Sabes cocinar? —le preguntó él.
—Sé seguir una receta —respondió ella.
Padre me miró.
—¿Vas a dejar que tu esposa me hable así?
Emma abrió grandes los ojos.
—No dije…
—Emma —la interrumpí. Era una prueba para los dos—. Discúlpate.
Ahora.
—Pero… —La fulminé con la mirada, y ella respiró hondo y recuperó la
compostura—. Perdón —dijo, mirando a mi padre—. No quise hablarle
mal. Estaba diciendo la verdad. No se me da muy bien cocinar, pero, si me
dan una receta, puedo seguirla bastante bien.
Fue una buena respuesta: Padre valoraba que le dijeran la verdad y no
toleraba el sarcasmo. Pero ya estaba perdiendo interés en ella.
—Al menos mi hijo no se va a morir de hambre —respondió.
«Como si Emma fuera a cocinar», pensé. Hacía años que Lara estaba a
cargo de preparar la comida para toda la familia. Antes de morir, era mi
madre la que reinaba en la cocina, pero ese había sido su refugio de todo lo
demás, no una obligación que tuviera que cumplir, sobre todo tratándose de
la matriarca de los Castillo.
—Voy a cuidar bien a su hijo, Padre —dijo Emma con dulzura. Casi
sonaba sincera. ¿Qué carajo?
A mi padre prácticamente le brillaron los ojos al oírla y, sin querer, hice
una mueca de disgusto. No me gustaba nada cómo la estaba mirando.
—Eso espero, mija. Eso espero —respondió. Sin más, volvió a mirarme
—. Te encargo que remplaces a los hombres que perdiste. Te doy un mes.
Un mes no era tiempo suficiente para conseguir gente nueva, y él lo
sabía. A Omar le iba a dar un ataque, y me iban a echar la culpa a mí si los
nuevos reclutas no estaban a la altura.
—Entendido, Padre.
—Quizá tu primo Manny ya esté listo para empezar a tomar algunos
trabajos.
Apreté los puños. Manny tenía catorce años: nunca había besado a una
chica, mucho menos disparado un arma.
—Pensé que íbamos a esperar hasta que Manny terminara el colegio
antes de darle trabajo.
Mi padre resopló.
—¿Para qué necesita ir al colegio?
—A mí el título me viene bien para encargarme de nuestras discotecas,
¿no? ¿No te parece que Manny estaría bien para un puesto de gerente?
—Ya pareces tu madre —respondió él con desprecio.
Traducción: parecía una mujer, sensible y blandito. Por el rabillo del
ojo, vi un movimiento al costado y me di cuenta de que Emma seguía
parada ahí. «Mierda», pensé. No quería tener esa discusión frente a ella.
—Vas a conseguirle un trabajo a Manny —continuó él—. Algo que
pueda hacer después de clases, así las mujeres de su vida se quedan
contentas.
Me obligué a respirar hondo una vez. Y luego otra más. Mi padre iba a
morir dentro de poco. Ese pensamiento se había convertido en la
motivación que me impulsaba a seguir.
—Entendido, Padre. Ahora, ¿le puedo mostrar la casa a Emma? Se
estuvo quedando en una de las habitaciones del ala este, así que quiero que
conozca el resto de la propiedad.
—Está bien. Mañana seguimos hablando del tema. Quiero que me digas
qué ideas tienes.
—Gracias, Padre. —Miré a Emma—. ¿Vamos?
Ella asintió apenas y salimos juntos de la oficina. Ni bien se cerró la
pesada puerta de roble, murmuró:
—No vas a meter a tu primo en esto, ¿no?
La furia que había estado conteniendo volvió a encenderse en mi
interior. Me detuve en seco y ella se chocó contra mí.
—¿Ángel?
Me di vuelta y la guie hacia la pared más cercana, de modo que quedó
acorralada. La oí jadear cuando me acerqué. Estábamos tan cerca que no
distinguía entre su respiración y la mía.
—No te metas en mis asuntos, carajo —le dije con desprecio—. Nadie
pidió tu opinión.
Emma me miró con esos ojos grandes que tanto me exasperaban y se
mordió el labio. Empezó a hablar y se interrumpió dos veces, hasta que al
final soltó:
—Pero ¿no se supone que la matriarca de la familia tiene que dar su
opinión? ¿Al menos a su esposo?
Respiré profundo para calmarme, pero lo único que conseguí fue inhalar
la fragancia embriagadora de su perfume. «Mierda», pensé. Estaba
empezando a excitarme y, por más que me dijera una y otra vez que era
porque estaba muy cerca del cuerpo suave de una mujer y hacía mucho que
no tenía sexo, en realidad, la excitación tenía más que ver con el modo en
que me miraba Emma y con el fantasma de sus labios sobre los míos.
Me alejé un poco para no estar tan pegados y carraspeé.
—No te pases de lista —le dije—, o tendré que darte unas nalgadas. —
Ella soltó un gritito de sorpresa, y sonreí con gesto burlón—. Ven. Te voy a
mostrar nuestro cuarto.
—¿Nuestro cuarto?
8
EMMA

Estaba bastante segura de que así se sentía la gente antes de volverse loca.
No creía que fuera posible sentir más miedo del que había sentido al
bajar esas escaleras y estar frente a Ángel otra vez… pero luego conocí a su
padre y vi, de primera mano, de donde salía esa energía brutal y asesina.
Y ahora estábamos yendo a nuestra habitación. Sabía que casarme con
Ángel conllevaba ciertas expectativas (tendría que haber sido estúpida para
no saberlo), pero no pensaba que iba a tener que enfrentar esas expectativas
tan pronto.
Ángel empezó a caminar y no me quedó otra opción más que seguirlo.
Yo le miraba los hombros, tensos, mientras recorríamos la casa. No podía
parar de temblar, pero me esforzaba por ignorar el miedo que sentía. Podía
estar sola con Ángel. «Tú puedes», me repetí mientras subíamos una
escalera lateral que no era ni de cerca tan elegante como la escalera
principal del vestíbulo.
—Tenemos el tercer piso del ala oeste para nosotros —anunció Ángel,
sin siquiera molestarse a mirar si lo estaba siguiendo—. Ahí está nuestro
dormitorio, hay un baño y una sala grande con un televisor.
—¿No te preocupa que no tengamos privacidad? —le pregunté.
Ángel se detuvo al final de la escalera y lo alcancé. Me miró fijo.
—¿Necesitamos mucha privacidad, esposa mía?
El corazón me empezó a latir desbocado.
—Quise decir…
No me salían las palabras. Ángel me apoyó la mano en la cintura y me
acercó a él. Sentí que el corazón se me iba a salir del pecho. No sabía qué
era mejor: si alejarme de él o si dejar que sucediera y ya. Indecisa, me
quedé ahí, sin moverme. Ángel parecía bastante satisfecho consigo mismo.
—¿Sí? —me preguntó con tono burlón.
¿Por qué me resultaba tan difícil hablar con él?
—¿Cómo haces para que no invadan tu espacio?
Ángel soltó una risita.
—Si alguien se atreviera a hacerlo, no saldría de ahí entero —dijo—.
Hay lugares de la casa que usamos todos, pero hay otros donde conviene no
meterse, así que no vayas a husmear por ahí.
«Es lo último que se me ocurriría hacer», pensé, pero no lo dije en voz
alta. Lili tenía razón: si no tenía cuidado, me iban a terminar matando por
ser tan sarcástica.
—Comprendido —respondí.
Ángel asintió.
—Bien.
Sin más, me soltó y seguimos caminando. A los minutos, llegamos a
nuestra ala de la casa. Era enorme, mucho más grande que cualquier lugar
en el que hubiera vivido. También tenía una energía muy masculina. Todo
era oscuro: el sofá de la sala era de cuero negro, las cortinas eran de esas
opacas que no dejan pasar la luz del sol. La estantería y el escritorio tenían
manchas de café. Era un lugar prolijo y elegante, pero me resultaba
opresivo.
Ángel señaló el baño y, cuando asomé la cabeza, contuve un grito. Era
oscuro igual que todo lo demás (de verdad, ¿Ángel no sabía que existían
otros colores?), pero la ducha y la bañera me volvieron loca.
—¿Haces natación en la bañera o qué? —le pregunté.
Él soltó una risita burlona.
—Es una bañera nada más.
Lo miré con incredulidad.
—Te das cuenta de que tu baño es más grande que mi departamento,
¿no? Ni siquiera estoy exagerando.
—Qué suerte tienes entonces —me dijo Ángel con brusquedad.
Sentí una llamarada de furia en el estómago. Hacía días que estaba
conteniendo esa emoción, igual que el miedo, pero ya no podía más.
—Sí —resoplé—. Tengo muchísima suerte. Vi morir como a diez
personas y ahora estoy casada con un hombre que claramente no me soporta
y tengo que quedarme con él toda la vida porque, si no, sus rivales me van a
hacer todo tipo de barbaridades. —Se me llenaron los ojos de lágrimas,
pero me esforcé por no llorar—. Yo no pedí nada de esto.
Ángel apretó los dientes, pero, para mi sorpresa, no dijo nada. Solo se
limitó a agarrarme el brazo, aunque un poquito demasiado fuerte.
—Vamos así te muestro nuestro cuarto, esposa mía —me dijo entre
dientes.
El miedo acalló la furia otra vez, pero logré mantenerme en pie mientras
él me arrastraba por el pasillo. Abrió una puerta y, cuando entramos, vi que
la habitación era enorme, igual que todas las que había visto hasta ese
momento. La cama ocupaba la mayor parte del espacio, pero también había
un sector con unos sillones y un televisor, y había una puerta que, imaginé,
daba a un vestidor igual de impresionante.
—Tu ropa está en el clóset —me dijo—. La puedes ver más tarde.
¿Mi ropa?
—¿Empacaron mis cosas? —le pregunté.
Ángel negó con la cabeza.
—Lili fue de compras con tus medidas. Te trajo varias cosas, pero
necesitas tener ropa como la gente.
«Ah». Sentí un dolor en el pecho. Sabía que, seguramente, a nadie se le
había ocurrido buscar las cosas de mi departamento, y la mayoría no era
nada especial de todos modos, pero tenía una cajita con recuerdos de mi
madre.
—Gracias —le dije.
—Agradécele a Lili —me dijo, como quitándole importancia—. Fue
idea de ella.
Por dentro, me propuse hacer eso. Luego, pregunté, dubitativa:
—¿No… No volvieron a mi departamento? ¿Después de que tus
hombres lo revisaran?
—¿Por qué haríamos eso?
«¿Porque tenía una vida y ustedes la interrumpieron?», pensé, pero ya
estaba aprendiendo a no decir todo lo que pensaba.
—Por nada —dije, tratando de ignorar el dolor acuciante que sentía en
el pecho—. No importa.
—Cámbiate —me ordenó, señalando la puerta del vestidor—. Voy a
darme una ducha.
Sin más, se fue y yo me quedé parada en el medio del cuarto. Por
primera vez en varios días, sentía que podía respirar… pero no sabía cuánto
tiempo iba a tardar él en bañarse y, cuando saliera de la ducha, quería estar
vestida con algo más cómodo. Y con muchas capas de ropa.
Caminé hacia el vestidor y abrí la puerta. Esperaba encontrar apenas un
par de prendas para mí colgando de un perchero, pero la mitad de la
habitación estaba llena de ropa de mujer que, por lógica, debía ser para mí.
Separando las dos partes del vestidor (la suya y la mía), había una isla como
las que se usan en las cocinas, pero llena de cajones.
Agarré una de las manijas cromadas y abrí un cajón.
—¿Qué carajo?
El cajón estaba repleto de prendas de seda y encaje, y ni loca pensaba
ponerme nada de eso. Revisé un par de cajones más hasta dar con algo que
me pareció más apropiado: un sencillo vestido de verano. Volví al
dormitorio y, entonces, escuché maldecir a Ángel. Sonaba dolorido. Tiré la
ropa a la cama y fui hacia el pasillo. «Seguro se golpeó el dedo del pie o
algo así», pensé, pero seguí caminando hasta quedar parada fuera del
inmenso baño.
—Mierda —oí decir a Ángel.
Giré el picaporte, un poco esperando que hubiera puesto la traba, pero la
puerta se abrió y ahí estaba Ángel, parado frente al espejo y con el torso
desnudo. Tenía una toalla anudada a la cintura, gracias a Dios, pero todo el
resto de su cuerpo estaba a la vista. Al principio, no pude concentrarme en
nada más que en esos kilómetros de piel y sus hombros anchos, pero
entonces lo vi mejor y solté un grito ahogado. Estaba cubierto de
moretones. En los abdominales, en las costillas; parecía que lo habían
agarrado con un bate de béisbol.
—¿Esto es lo que te hizo tu padre? —le pregunté—. ¿Lo que no quisiste
mostrarme antes?
Ángel suspiró profundamente; no parecía sorprendido de que yo hubiera
entrado al baño.
—Estoy bien —me dijo—. Ya se está curando.
Luego, se dio vuelta a mirarme y pude verle todo el pecho. «Madre
María purísima», pensé cuando recorrí con la mirada la maravilla tallada a
mano que era su torso. Se me fueron los ojos a la zona en forma de V que
asomaba encima de la toalla y a la mata de vello oscuro debajo de su
ombligo. No obstante, a pesar de su belleza, Ángel seguía cubierto de
moretones amarillentos.
—¿Te gusta lo que ves, Emma? —me preguntó.
Intenté no sucumbir ante lo bien que sonaba mi nombre en sus labios.
«Le tienes miedo, ¿recuerdas?». Era difícil descifrar si la tensión que sentía
en el bajo vientre era miedo o excitación.
—Te escuché gritar —le dije, obligándome a no bajar la mirada—.
Parecía que estabas dolorido. Tendrías que ir al médico a que te revise esos
golpes.
—¿Estás preocupada por mí? —me preguntó. Lo dijo con tal
incredulidad, como si le resultara inimaginable que alguien se preocupara
por él, que apreté los puños del enojo. ¿Qué problema tenía su familia?
—Ahora soy tu esposa, ¿no? ¿No es mi deber preocuparme por ti?
Ángel me sonrió; era una sonrisa enigmática, peligrosa.
—¿Quieres que me sienta mejor? —me preguntó—. Solo necesito una
cosa. Creo que me debes la noche de bodas, ¿no? —Dio un paso hacia mí, y
yo retrocedí y casi salgo corriendo al pasillo. Ángel se detuvo y se le borró
la sonrisa—. No te voy a obligar a hacer nada —me dijo, ya sin rastros de
ese tonito provocador en su voz—. Pero si quieres que te sea fiel, el sexo es
una parte importante. —De un paso, salvó la distancia entre nosotros—.
Teniendo en cuenta el beso que nos dimos antes, no creo que tengamos
problemas con la química.
—Ángel... —Él me rodeó la cintura con sus manos, que eran grandes y
cálidas; las sentía quemarme a través de la ropa. Di un salto atrás como si
me hubiera golpeado y, de pronto, fui demasiado consciente de mi
respiración agitada—. Eso no me preocupa —logré decir.
—Entonces, ¿qué te preocupa? —Me apretó la cintura con delicadeza—.
Nunca me acusaron de ser mal amante.
Solté una risita ahogada.
—Dudo mucho que si alguna mujer tuviera quejas sobre ti se atreviera a
decirlas en voz alta.
—Emma...
Mi nombre saliendo de su boca no tendría por qué parecerme tan sexi,
mucho menos cuando lo pronunciaba con ese tono, como si a duras penas
pudiera contener la irritación.
—No me preocupa que tú no seas bueno en la cama —le dije, mirándole
el mentón porque no me atrevía a mirarlo a los ojos—. Me preocupa que yo
no lo sea.
Ángel me soltó la cintura para poder sujetarme el mentón. Me apretó un
poco y, de pronto, me sentí ahogar en la oscuridad de su mirada.
—No sé si estás insultándote a ti misma o si me estás insultando a mí,
diciéndome gigoló —dijo—. Pero no me gusta ninguna de las dos opciones.
Traté de sacármelo de encima, pero él me agarró más fuerte y
prácticamente me obligó a dejar al descubierto mi garganta. Me sentía muy
vulnerable. Mi cerebro se puso en modo de supervivencia y me gritó que
saliera corriendo de ese depredador que me había aprisionado.
—Nunca hice algo así.
Ángel se lamió el labio inferior, y un escalofrío me recorrió toda la
columna.
—¿Nunca hiciste qué, Emma? —preguntó, y volví a estremecerme.
Estaba jugando conmigo, estaba claro, y no tendría que haberme parecido
tan excitante.
—Soy virgen —susurré.
Ángel se quedó duro. Ni siquiera me daba cuenta de si estaba
respirando.
—¿Nunca te tocaron? —Negué con la cabeza lentamente—. ¿Por qué?
¿Cómo podía explicarle que cuidar a mi madre había sido mi prioridad?
¿Que, para cuando ella ya se había ido, yo no tenía ganas de que me tocara
nadie, ni románticamente ni de ninguna manera? Coquetear era divertido, y
había tenido varias citas, pero no había conocido a nadie que me interesara
de verdad.
—No quería que me tocaran —dije por fin.
Ángel pareció demasiado complacido con mi respuesta.
—¿Y yo? —preguntó—. ¿Puedo tocarte?
—¿Vas a…? —Tragué saliva—. ¿Vas a lastimarme?
Él negó con la cabeza.
—Voy a tratar de no hacerlo.
9
EMMA

Cuando Ángel se agachó para besarme, giré la


aterrizaron en mi mejilla. Ni siquiera había
cabeza y sus labios
tomado la decisión
consciente de no besarlo, pero no pude hacerlo. No después de lo intenso
que había sido nuestro beso ante el juez. No iba a sobrevivir si lo besaba así
otra vez.
Ángel me miró, y de nuevo le cambió el rostro y se mostró totalmente
inexpresivo, lo cual me resultó aterrador.
—¿Eso es un «no»? —me preguntó.
Negué con la cabeza.
—No es eso —murmuré—. Es que no quiero que me beses.
Por un segundo, se quedó mirándome, firme, enojado, y temí que
intentara obligarme. Pero luego se le ablandó la mirada, apenas un poco.
—Nada de besos —accedió, pero luego me acarició el labio inferior con
el pulgar—. ¿Están prohibidos todos los tipos de besos? —preguntó—. ¿O
solo en la boca?
¿Quería sentir la boca de Ángel sobre mi cuerpo? Me agarró calor solo
de pensarlo.
—Puedes… —Se me cerró la garganta. Me costaba hablar, y la sonrisita
socarrona de Ángel no ayudaba para nada. Por fin, barboteé—: Puedes
besarme en otros lados.
Me sonrojé, y Ángel me besó la mejilla otra vez. Dejó los labios allí un
instante, como si disfrutara del calor de mi piel contra sus labios. Me
estremecí. ¿En qué universo era sexual un beso en la mejilla?
—Eso pienso hacer, esposa mía —me susurró al oído—. ¿Te puedo
llevar a la cama? —Asentí, pero él chasqueó los labios—. Habla, Emma.
Quiero escucharte.
Me besó la mejilla, luego el mentón y la garganta. En cada lugar donde
me besaba, sentía una descarga eléctrica. Ángel me mordió el cuello con
cuidado y eché la cabeza hacia atrás, jadeando. No me atrevía a mirarlo,
pero lo necesitaba más de lo que había necesitado nada en toda mi vida.
—Llévame —dije— a la cama.
Ángel sonrió con más ganas y me alzó en brazos. Me aferré a él y, por
instinto, lo rodeé con los brazos y las piernas.
—¿Qué haces? —le dije, recordando de pronto los moretones que le
salpicaban el pecho—. ¡Suéltame! ¡Te vas a lastimar!
Ángel se echó a reír y, por primera vez en una semana, no sentí una
presión horrible en el pecho. En cambio, sentí ganas de acurrucarme contra
él.
—Soy más fuerte de lo que parece —me aseguró.
Me llevó por el pasillo hasta el dormitorio, sin dejar de besarme el
cuello, los hombros y la clavícula en ningún momento. Cada vez que sentía
el roce de sus labios, sin poder evitarlo, soltaba un gemido. Cuando
llegamos a nuestra habitación, me dejó en el piso.
—¿Quieres quitarte el vestido? ¿O te lo quito yo? —me preguntó,
jugueteando con uno de los breteles.
Hubiera podido dejar que lo hiciera él, pero yo también quería ser parte.
Quería mostrarle que no iba a adoptar un rol sumiso mientras él hacía lo
que quería conmigo. Me quité el collar que me había prestado Lili y luego
me quité los brazaletes; Ángel frunció el ceño cuando vio los vendajes y
trató de tocarme las muñecas, pero, con un gesto, le indiqué que no lo
hiciera.
Respiré profundo y rebusqué en la espalda del vestido hasta que por fin
encontré el cierre. Lo bajé un poco hasta que quedó flojo en la cintura y
luego, armándome de todo mi valor, miré a mi esposo a los ojos, bajé los
breteles y el vestido cayó a mis pies. Cuando Ángel me miró y gruñó por lo
bajo, me sentí muy agradecida de que Lili me hubiera comprado un
conjunto de ropa interior. Su mirada me hacía sentir inquieta; me puse
tensa. Quería abrazarlo, sentir su piel contra la mía, pero no sabía bien qué
hacer.
—Y ahora, ¿qué? —pregunté, e hice una mueca al notar que sonaba
agitada.
Ángel sonrió y se quitó la toalla con una mano. Quedó completamente
desnudo frente a mí. Sin poder evitarlo, me quedé mirándolo fijo. «No,
imposible», pensé.
—¿Se… Se supone que eso va a entrar?
Ángel parecía muy orgulloso de sí mismo y fantaseé con quitarle esa
carita de arrogante, aunque no sabía cómo. Tal vez podía hacer algún
comentario para herir un poco su ego… pero no se me ocurría ninguno.
Dejé que me atrajera hacia él, tal como había deseado hacía unos instantes,
y gemí cuando me besó el cuello otra vez.
—No solo va a entrar —me dijo al oído—, sino que te va a encantar.
Con delicadeza, mordió el punto donde mi cuello y mi hombro se
encontraban, y una mezcla incandescente de dolor y placer se esparció por
todo mi cuerpo. Gemí apenas y lo agarré fuerte de los hombros.
Retrocedimos así, abrazados, hasta que me choqué la cama con las
piernas y, cuando me quise dar cuenta, ya estaba en posición horizontal. El
colchón y las sábanas eran los más suaves que había sentido en mi vida;
eran incluso más lindos que los de la otra habitación en la que había estado,
y creaban el contraste perfecto con el hombre firme y musculoso que estaba
encima de mí. Me retorcí cuando su mano encontró mi pecho y me bajó el
sostén, y mis senos quedaron al descubierto.
Ángel se agachó y me envolvió el pezón con los labios y, de golpe, sentí
que me faltaba el aire. No me había imaginado que fuera tan sensible;
cuando yo misma me tocaba los pechos, nunca me generaba gran cosa. Pero
sus manos se sentían apenas ásperas contra mi piel, y no paraba de
cosquillearme la columna mientras él le prestaba la misma atención a mi
otro pezón, pero con los dedos. Sentí una tensión en la pelvis.
—Tócame —susurré, ya sin poder contenerme—. Por favor, Ángel,
tócame.
Pensé que me iba a provocar, pero no fue así. En cambio, Ángel me
miró a los ojos y pareció que le gustó lo que vio en mi mirada, porque me
bajó la ropa interior de un tirón, casi con violencia. Por inercia, traté de
cerrar las piernas, pero Ángel se acomodó entre mis rodillas.
—Ahora no te pongas tímida —me dijo, y sonó casi como una orden—.
Quiero verte.
Sentí un remolino de vergüenza y excitación en el vientre, y tuve que
poner todo de mí
para relajar los músculos de los muslos y dejar que me mirara a sus
anchas. La verdad, no sabía bien qué esperar. Había pensado en sexo, como
todo el mundo, pero, en las pocas fantasías que había tenido sobre el tema,
nunca me imaginaba a mí misma teniendo sexo. Lo que seguro no esperaba
fue el gruñido profundo que salió de la garganta de Ángel. Me apoyé sobre
los codos para mirarlo.
—¿Qué?
Ángel me rodeó los muslos y se acostó boca abajo. Luego, enterró el
rostro entre mis piernas y grité cuando sentí su lengua por primera vez. Al
instante, bajé los codos y volví a acostarme. Él trazó círculos con la lengua
sobre mi clítoris antes de bajar un poco más y lamerme la vulva.
—Me encanta tu sabor —susurró con voz ronca antes de meterme la
lengua.
«Ay, Dios…», pensé. No iba a sobrevivir; iba a quemarme con el fuego
que había encendido en mí. Vagamente, escuché que alguien chillaba y,
cuando me di cuenta de que era yo, apreté la mandíbula y me mordí el labio
para que no se me escapara ningún sentido.
Ángel se alejó de pronto, y yo gimoteé y meneé la cadera, deseando que
volviera a mí.
—Quiero escucharte, Emma —me dijo y me mordisqueó el muslo—.
Que todos sepan lo bien que te hago sentir.
Era un desafío y una orden, todo a la vez, y yo no quería obedecer, pero
cuando me metió el pulgar y me succionó el clítoris, no pude contener el
gemido que brotó de mis labios. Con cada movimiento de su lengua, me
ponía cada vez más tensa, y empecé a corcovear.
—Voy a… —jadeé—. Ay, Dios.
De pronto, se liberó toda la tensión y sentí que estaba llegando al límite.
Cuando acabé, el orgasmo que me atravesó el cuerpo fue más intenso que
cualquiera de los que había tenido yo sola. Entonces, Ángel dejó de tocarme
y se alejó un poco. Otra vez apareció esa sonrisa, punzante, peligrosa y
demasiado presumida. Se acomodó de modo tal que quedó encima de mí,
con mis muslos rodeándole la cadera, y lo sentí, enorme y muy erecto, entre
nosotros. Me preparé y traté de armarme de valor, pero él se detuvo.
¿Acaso quería matarme? El corazón me latía tan rápido que creí que se
me iba a salir del pecho. Cuando levanté la vista, me encontré con una
mirada de hambre voraz dirigida directamente hacia mí. Así y todo, Ángel
mantenía distancia, como dándome la oportunidad de decir que no.
Sentí un deseo voraz carcomiéndome las entrañas. Estiré la mano y le
rodeé el pene con los dedos.
—Mierda —gruñó cuando lo dirigí hacia mi interior—. Nunca tuve sexo
sin condón. ¿Estás segura?
Lo más inteligente hubiera sido parar e ir a buscar un condón, pero a una
parte de mí le encantaba la idea de ser su primera vez en algo, ya que él iba
a ser mi primera vez en todo. Sentía que así estábamos a mano, en cierto
sentido.
—No te vas a acostar con nadie más —le dije, y no fue una pregunta—.
Si vamos a dormir juntos, espero que me seas fiel.
Pronuncié esas palabras sabiendo que tal vez se volvieran en mi contra,
pero me sentía un poco atrevida. Ángel se quedó mirándome un buen rato
antes de asentir.
—No me voy a acostar con nadie más que contigo, Emma —me dijo y
siguió avanzando para abrirse paso dentro de mí.
No me dolió tanto como había pensado, ese dolor del que hablan las
chicas en las pijamadas, entre susurros, intentando asustarse. Pero tampoco
fue una sensación muy agradable. Sentí que me estaba desgarrando, y
también me sentí llena de un modo que nunca me había sentido antes. Mis
caderas se movieron por sí solas, tratando de encontrar algo de alivio.
—Necesito… Es… —gimoteé.
Ángel me hizo callar.
—Ya sé lo que necesitas —me dijo y arrastró una mano sobre mi vientre
hasta llegar a mi clítoris; cuando lo encontró, apoyó el pulgar y lo masajeó,
y reavivó el fuego que había encendido en mí. Se me escapó un gemido
agudo y, en respuesta, Ángel gruñó y apoyó la frente contra la mía—. Canta
para mí, Emma —me ordenó, y empujó la cadera hacia adelante.
Yo obedecí. Me aferré a sus hombros y su espalda y le gemí al oído
mientras nos movíamos a nuestro propio compás. Yo también me meneaba,
aunque algo torpemente, pero, cada vez que lo hacía, Ángel gemía. Saber
que yo también lo hacía gozar hizo que el placer que sentía se multiplicara
por diez.
—Ángel —exclamé cuando él aceleró y empezó a penetrarme más
rápido—, me encanta.
Abruptamente, Ángel se desembarazó de mis brazos, de mi cuerpo, y
ese vacío repentino me resultó casi doloroso.
—Date vuelta —me dijo.
Me ayudó a darme vuelta y me puso en cuatro. Sentí que me iba a morir
de vergüenza, pero la sensación solo duró unos segundos, hasta que volvió a
penetrarme. Esa vez, la sensación de estar desgarrándome fue más intensa e
hice una mueca, al tiempo que gemía un poco de dolor, pero también sentía
placer más allá de esa incomodidad. Sentía las manos de Ángel en el
trasero, abriéndome, y al gruñido satisfecho que soltó lo siguió una
embestida violenta que me hizo caer sobre los codos y arañar el edredón.
—Qué bien que encajamos —dijo él admirado, y me penetró más fuerte.
Entre un aliento y el otro, acabé rápida y violentamente, y grité de placer
contra el colchón. Escuché a Ángel gruñir detrás de mí y sentí el temblor de
su cadera cuando él también llegó al clímax.
Nos quedamos quietos un instante, y luego él se alejó con cuidado y se
desplomó en la cama junto a mí. No me tocó; de hecho, hasta dejó espacio
entre nosotros adrede.
—Mejor ve a ducharte —me dijo. Otra vez tenía esa voz neutra,
calculada; era la misma voz que había usado con su padre—. Voy a buscar
algo para comer.
Luego, se levantó de la cama y agarró su toalla, que seguía en el piso.
Sentí que un bloque de hielo se me asentaba en el estómago. ¿Cómo
podía tratarme con tanta frialdad después de lo que acababa de pasar? ¿No
podía quedarse conmigo cinco minutos? Con toda la dignidad que fui capaz
de aparentar con las piernas todavía temblorosas, me levanté de la cama y
traté de ignorar mi propia desnudez. Sentía la mirada de Ángel clavada en
mí y no quería darle el gusto de saber que tenía vergüenza. Por eso, agarré
el vestido que había elegido del vestidor y caminé hacia la puerta. Por
encima del hombro, le dije:
—Esa comida que tenía camarones y arroz, la que me dieron un par de
veces cuando estaba en la otra habitación. Quiero eso.
Mientras caminaba hacia el baño, recordé lo que me había dicho Lili:
«Dale trabajo». Bueno, ya había metido la pata, ¿no?
10
ÁNGEL

Estaba claro que a Emma no le gustaba navegar. Se pasó las tres horas de
viaje desde Miami hasta Isla Castillo, nuestra isla privada que quedaba
en aguas internacionales, asomando la cabeza por la borda. Había
medicación para las náuseas en alguna parte, pero yo no podía dejar el
timón para ir a buscarla, y ella no podía estar más de treinta segundos
erguida para ir a buscarla por sí misma. «Qué lindo modo de empezar
nuestra luna de miel», pensé, y puse los ojos en blanco. Si me hubiera
salido con la mía, no habríamos tenido esa luna de miel de mentira, pero
Padre quería que me encargara de recibir un cargamento e ir con mi esposa
era la excusa perfecta. Tener a Emma ya estaba dando frutos, según mi
padre.
—Mejor mátame y ya —gritó Emma por encima del aullido del viento
—. Sería un acto de piedad.
Reprimí la sonrisa que amenazaba con brotar a mis labios. «Se cree muy
lista», pensé.
—Puedo llegar en veinte minutos —le respondí—. Pero va a estar
intenso. ¿Puedes soportarlo?
Ella se quedó callada un momento.
—Voy a intentarlo —respondió con un hilo de voz, y ahí ya no pude
contener las ganas de sonreír.
Emma se hacía la sumisa, sobre todo frente a mi padre, pero, cada vez
que me miraba, yo veía un fuego en sus ojos. Toda ella me resultaba
desafiante, pero todavía no decidía si eso me gustaba o me hacía enfadar. O
las dos cosas.
Aceleré y surcamos las olas incluso más rápido que antes, y Emma
gruñó en voz alta. A los pocos minutos, la isla apareció frente a nosotros y
tuve que bajar la velocidad para que no nos estrelláramos contra el muelle.
Rodeé la islita para poder colocar el barco en la posición correcta y,
cuando por fin nos detuvimos, enganché el cabo alrededor de la cornamusa
de metal del muelle. Tres de los hombres que había mandado Padre para
preparar la casa ya estaban ahí esperándonos y terminaron de asegurar el
barco en su lugar. Luego, subieron a buscar nuestro equipaje.
Bajé adonde estaba sentada Emma, erguida por primera vez en horas. Su
rostro todavía tenía un matiz ceniciento.
—Ven —le dije y la ayudé a pararse.
—¿Qué es este lugar?
Recorrió con la mirada el muelle pequeño y el camino que llevaba a la
casa de playa, unos doscientos metros cuesta arriba. Si bien la isla no era
grande, Padre la mantenía bien cuidada, y yo había pasado muchos veranos
allí antes de sumarme al negocio familiar.
—La Isla Castillo.
—¿No se les ocurrió un nombre más creativo? —me preguntó Emma,
poniendo los ojos en blanco—. ¿Por qué no me sorprende para nada que tu
familia tenga una isla privada?
—Nuestra familia, esposa mía —le recordé—. Nuestra familia tiene una
isla privada.
Bajé al muelle y le extendí la mano. Emma se quedó mirándola un
momento, como si no terminara de decidir si confiaba en mí, pero luego me
dio la mano y bajó a tierra firme.
Noté que los hombres no despegaban la vista de Emma y sus curvas, y
evalué la posibilidad de cargármela al hombro, llevarla a la casa y hacerla
mía otra vez. Fulminé a los tipos con la mirada, como desafiándolos a que
siguieran mirando a mi mujer, y luego apoyé la mano en la cintura de
Emma y caminamos juntos por el embarcadero. Los hombres desviaron la
vista y, de a poco, volvieron a su tarea de descargar las valijas.
«Mejor», pensé. «Ellos no tienen derecho a mirarla». Solo yo podía
mirarla.
Cuando salimos del muelle y llegamos al camino de ladrillo que habían
construido antes de que yo naciera, el edificio que estaba detrás de la casa
(el depósito que había construido mi padre luego de decidir que la isla
servía para algo más que ir de vacaciones) apareció frente a nosotros.
—¿Qué es eso? —preguntó Emma. Apreté los dientes; obvio que lo iba
a notar.
—No hagas preguntas —le aconsejé—. Sobre todo si no quieres saber la
respuesta.
—No sé por qué supones que no quiero saber la respuesta.
Corrí la mano de su cintura a su nuca y apreté hasta que se quejó.
—Cuidado con ese tonito —mascullé.
—Tú eres el que supone cosas sobre mí, pero yo tengo que cuidar mi
tono —replicó, mirándome furiosa y desafiante.
Por un segundo, me imaginé arrastrándola al depósito y mostrándole
exactamente cuáles eran los negocios de su esposo. Tenía ganas de ver su
cara de horrorizada y también tenía ganas de cogérmela. No obstante, la
ignoré y, sin soltarle la nuca, continuamos el recorrido hacia la casa.
—Qué hermosa casa —dijo Emma tras un momento.
Observé la casa grande, ubicada en lo alto de unos pilares para evitar
que se inundara durante las tormentas, y traté de verla desde su perspectiva.
Era toda blanca, con persianas azul marino y decorada con muy buen gusto,
al estilo preferido de mi madre: muchos tonos crema y algunos detalles de
color. Iba allí tan seguido que ya casi ni prestaba atención a la belleza
majestuosa de la casa.
—Es cierto —concordé, y la miré de reojo—. Si quieres cambiar algo,
dímelo.
Emma no logró disimular la sorpresa. Carraspeó y respondió:
—Gracias.
Y, sin más, empezamos a subir al primer piso.
11
EMMA

Nilugar
bien entré a la casa, me gustó mucho más que la casa de Miami. Era un
sencillo, elegante y luminoso. Los hombres de Ángel ya habían
dejado nuestras valijas en el vestíbulo.
—Yo las subo —anunció Ángel—. No quería que los hombres
anduvieran dando vueltas por toda la casa.
Me di cuenta de que, en realidad, se trataba de un gesto amable de su
parte.
—¿Quieres un café? —le ofrecí.
Desde nuestra boda, no había descubierto casi nada sobre mi esposo,
pero lo que sí sabía era cómo le gustaba el café: suave y dulce.
Ángel sonrió y sentí una llamarada en el estómago. No era fácil
conseguir que se abriera (era imposible, de hecho), pero parecía que no
tenía problemas en desnudarse conmigo. Sabía que, para muchas personas,
el sexo no era una cuestión tan importante, y tampoco había dormido con él
porque sintiera una profunda conexión emocional, pero igual había
esperado que nos ayudara a unirnos un poco más. Si tenía que vivir en ese
infierno el resto de mi vida, al menos podía sacarle algo de provecho. El
problema era que Ángel seguía poniendo distancia entre nosotros y, así, la
verdad era que no podía aprovechar nada.
—Solo hay una cosa que quiero en este momento, esposa mía —me
dijo, al tiempo que me agarraba de la cintura.
Lo esquivé y le dije:
—Me encantaría ver toda la casa.
La sonrisa de Ángel se desvaneció y apretó los labios; parecía que esa
era su expresión predeterminada.
—Ve a recorrer entonces —me dijo con tono despectivo, como si yo
fuera uno de sus hombres—. Yo voy a subir las valijas a nuestro cuarto.
Sin más, dio media vuelta y se alejó prácticamente dando pisotones.
«Bueno… Supongo que no me va a hacer el tour entonces», pensé. Miré
a mi alrededor. El vestíbulo daba a una gran sala con una chimenea, algo
totalmente innecesario en una isla en el Caribe. Noté que había una
biblioteca empotrada repleta de libros encuadernados en cuero. Pensé en
agarrar uno y ver si era de verdad o no (mi madre tenía la teoría de que la
gente adinerada compraba libros solo como adorno), pero seguí caminando.
Me detuve frente a un comedor formal que parecía salido de una revista
de decoración. Me imaginaba al padre de Ángel sentado a la cabecera de la
mesa con esa sonrisa fría y calculadora que hacía que se me helara la
sangre. Me estremecí y seguí caminando hasta llegar a la cocina, que era
más hogareña que la de Miami, con alacenas color habano y azulejos blanco
marfil con motitas doradas.
Abrí varias alacenas, y la colección de vajilla, ollas y sartenes que había
en el interior me pareció digna de un restaurante de lujo. Podría haber
preparado platos gourmet en esa cocina… de haber tenido un libro de
recetas. Además, habían abastecido la despensa y el refrigerador.
Cuando me puse a inspeccionar el refrigerador, solté una risita. Todo
estaba etiquetado, guardado en recipientes individuales de plástico y
acomodado minuciosamente. Era como esos videos de organización de la
cocina que le encantaban a mi madre. Parecía que todos tenían los mismos
recipientes y los mismos organizadores, y ahora yo me había convertido en
una de esas personas.
«¿Qué diría mamá si te viera ahora, casada con un hombre del que no
sabes nada, ni siquiera cómo le gustan los huevos en el desayuno?». Ese
pensamiento intrusivo y cruel transformó mi risa en un sollozo. No podía
creer que esa fuera mi vida.
—¿Emma?
Ángel me estaba mirando como si tuviera un cuerno en la frente. Seguro
que le parecía una desquiciada, llorando frente al refrigerador abierto.
—Extraño a mi mamá —le dije, como si fuera explicación suficiente.
Podría haberle contado acerca de los videos que mirábamos en sus sesiones
de quimioterapia, pero dudaba que mi esposo lo entendiera o le interesara
—. La… La extraño tanto.
Ángel no me consoló; ni siquiera trató de tocarme, lo cual me hizo llorar
con más ganas, porque demostraba que, a menos que fuera para tener sexo,
yo no le interesaba para nada.
—Mi mamá era la persona más dulce y buena del mundo —agregué
cuando vi que se quedaba callado. Necesitaba llenar el silencio—. En sus
últimos días, me decía que, cuando estuviera mejor, iba a reorganizar la
cocina. Las dos sabíamos que no se iba a recuperar, pero ella nunca hablaba
del final. No planificó nada… así que yo tampoco planifiqué nada y, cuando
me quise dar cuenta, ya no estaba.
Las palabras me salieron a borbotones y sentí, más que vi, que Ángel se
me acercaba un poco más. Pensé que tal vez iba a abrazarme, pero siguió de
largo y cerró la puerta del refrigerador. Luego, entró a la despensa y volvió
con una lata de leche condensada, leche en polvo y azúcar impalpable.
—Cuando era chico y me ponía triste, mi mamá me preparaba papitas de
leche —me dijo—. ¿Quieres que te enseñe cómo se hacen? —continuó,
señalando los ingredientes que había apoyado sobre la encimera.
No había ni una pizca de ternura en la expresión de mi esposo, pero
igual me palpitó el corazón al escucharlo. Era un detalle casi insignificante,
pero al menos Ángel me había contado algo sobre él. No había tenido que
interrogar a Lili o sobornar a Omar para conseguir esa información.
—Por favor —le dije—, enséñame.
Ángel tensó la mandíbula, pero se le curvaron los labios.
—Te advierto —me dijo— que si te salen bien, voy a esperar que las
prepares seguido.
Lo dijo como si fuera una advertencia, pero, a mis ojos, era el precio a
pagar por esa información.
—Si te gustan, puedo aprender a hacerlas. Si me dices cuáles son tus
comidas favoritas, también puedo aprender a prepararlas.
Ángel puso los ojos en blanco.
—En casa está Lara. Concentrémonos en sobrevivir los próximos días
aquí, ¿sí?
—¿O sea que no hay empleados? —pregunté.
—Mandamos a un par de hombres a preparar todo —me respondió
Ángel antes de comenzar a mezclar los ingredientes en un bol. No usó vaso
medidor, así que traté de prestar mucha atención a lo que hacía—. Pero no
están en la casa porque quería que tuviéramos un poco de privacidad —
agregó, mirándome de un modo que me resultó difícil de descifrar.
Lujurioso, sí, pero también enfadado—. Después de todo, es nuestra luna de
miel.
Me di cuenta de que había usado ese término adrede para sacarme de
mis casillas, así que decidí ignorarlo y me acomodé a su lado.
—¿Me explicas lo que estás haciendo? Así ya sé para la próxima.
Él bajó la mirada y asintió. Luego, comenzó a explicarme la receta.
12
ÁNGEL

Nunca me iba a acostumbrar a despertar con alguien al lado. Cuando abrí


los ojos y sentí el peso y el calor de un cuerpo junto al mío, mi primer
instinto fue alejar a quien fuera de un empujón… pero entonces recordé que
era Emma.
De alguna manera, mientras dormía, había quedado pegada a mí,
dándome la espalda. La miré y me sorprendió verla tan relajada. Cuando
estaba despierta, siempre se la notaba tensa, pero toda la tensión había
desaparecido. Así, parecía más joven e incluso más hermosa.
De pronto, me vibró el teléfono, que estaba apoyado en la mesita de luz.
Era Esteban. Ya había llegado el cargamento, así que necesitaban que fuera
al depósito para revisar que estuviera todo bien. Volví a mirar a Emma, que
seguía profundamente dormida. «Déjala dormir», me dije.
Salí de la cama cuidando de no molestarla y, en silencio, busqué mi
ropa. Nunca había tenido que preocuparme por los demás, y una parte de mí
quería cerrar el cajón de la cómoda de un golpe solo para demostrar que yo
no iba a cambiar para complacer a la mujer que estaba en mi cama… pero
ella estaba durmiendo. No había hecho absolutamente nada para hacerme
enfadar.
Me vestí lo más rápido que pude sin hacer ruido y cerré la puerta con
cuidado al salir. Cuando bajé las escaleras, me encontré con Esteban, que
me estaba esperando.
—¿Ya viste el cargamento? —le pregunté mientras caminábamos hacia
el depósito.
—Los hombres están descargando las cosas, jefe —me dijo. Su tono me
dijo lo que necesitaba saber: el cargamento era demasiado liviano.
—Los transportistas todavía no se fueron —dije. No era una pregunta.
Confiaba en Esteban con todo mi ser y sabía que no iba a permitir que
alguien engañara a la familia Castillo y se saliera con la suya.
—No, jefe —respondió él—. Nos aseguramos de que estuvieran
cómodos y lo están esperando.
—Bien hecho.
El depósito no era grande (Padre no quería que llamara la atención) y,
por fuera, parecía un dique seco. Dentro, había una oficinita donde nos
estaban esperando los invitados de honor. Los hombres tenían cara larga,
pero apenas los miré antes de dirigirme a Jorge, otro de mis hombres más
leales.
—¿De qué faltante estamos hablando?
Jorge miró la carpeta que tenía en las manos.
—Casi cien kilos, jefe —me dijo.
Mi padre iba a enfurecer.
—Ni me digan —dije, ahora sí hablándoles a los hombres—. Se cayeron
del barco, ¿no?
Uno de los hombres, el más joven de los tres, hizo una mueca.
—Señor Castillo…
Desenfundé el arma que tenía a la cintura y lo apunté.
—Te recomiendo que te ahorres cualquier excusa que planees decir —le
dije—. ¿Dónde está el resto del pedido?
La única respuesta que recibí fue silencio. Sentí que me invadía un frío
glacial. Le quité el seguro al arma, miré al hombre y apreté el gatillo.
El estallido fue ensordecedor, y la cabeza del hombre explotó contra la
pared y salpicó todo de rojo. Su cuerpo se desplomó contra el hombre que
estaba a su lado y lo apunté a él con el arma.
—¿Tienes algo que decir? —le pregunté.
—Por favor…
Apreté el gatillo otra vez y él también se desplomó en el suelo.
—Ángel.
Emma estaba en el umbral de la puerta. Se había puesto un vestido azul
y blanco, y tenía el pelo recogido, lo cual resaltaba la curva elegante de su
cuello. Tenía los ojos azules enormes de terror, pero, a pesar de eso, se veía
increíblemente hermosa.
—No deberías estar aquí, esposa mía —le dije—. ¿Necesitas algo?
Hablé con tono casual, pero no intenté protegerla de lo que estaba
ocurriendo. Aunque, por lo general, las mujeres no se involucraban en las
partes más escabrosas del negocio, necesitaba que Emma conociera ese lado
de mí. Necesitaba que entendiera que el hombre con el que se acurrucaba a
la noche también era el hombre que sostenía un arma, el hombre que
acababa de matar a dos personas sin pensarlo dos veces. Y que lo iba a
volver a hacer si hacía falta. Era mi deber como futuro líder de la familia
Castillo.
Emma pestañeó un par de veces y pensé que tal vez estaba en shock,
pero entonces dijo:
—Venía a preguntarte si querías desayunar algo en especial.
—Lo que tú quieras —respondí—, pero prepárame el café, por favor.
Ella empezó a dar la vuelta, pero se detuvo.
—Ángel.
Suspiré.
—¿Sí, esposa mía?
—¿Podrías…? —Vi que su pecho se movía al hablar, como si estuviera
agitada—. ¿Podrías perdonarle la vida al último hombre? ¿Como regalo de
bodas para mí?
Ladeé la cabeza y la miré.
—¿Y a ti qué te importa este hombre?
Emma se encogió de hombros.
—No me importa —dijo, aunque sonaba tensa—. Pero, a menos que él
sea el único responsable del problema con la entrega, no veo por qué tiene
que morir. —No me sorprendió que hubiera escuchado todo—. Además,
¿no necesitas que alguien les haga llegar el mensaje a los proveedores? Si
los matas a todos, ¿cómo se van a enterar de que estás disconforme? —Con
un gesto, señaló al hombre que estaba rodeado de los cuerpos de sus amigos
—. ¿Te parece que les importan sus hombres si los mandaron sin
guardaespaldas ni ningún tipo de protección?
Me sorprendió su perspicacia.
—Bien pensado —la halagué—. Jorge, ¿te parece que mi esposa tiene
razón? ¿Les mandamos un mensaje a los proveedores?
Jorge asintió.
—Es un muy buen consejo, jefe.
Noté que Jorge no miraba a Emma en ningún momento. «Buen
hombre», pensé. Sabía que no le convenía mirar lo que era mío.
—Estoy de acuerdo.
Miré a Emma; parecía desconfiada, y con razón. Con un gesto, les
indiqué a Jorge y Esteban que sujetaran al hombre, y luego lo arrastraron de
la oficina a la sala más grande, donde estaba el depósito.
—Cuando te recuperes —le dije al hombre, que, aunque temblaba, se
mantenía impávido—, dile a tu jefe que si vuelvo a recibir un cargamento
con faltantes, voy a tratarlo con él personalmente. ¿Sí?
El hombre me miró por un momento sin expresión alguna, pero al final
asintió.
—Sí.
Miré a Esteban a los ojos y asentí, y, con un crujido espantoso, él y
Jorge le dislocaron los codos al hombre, que soltó un grito desaforado antes
de desplomarse en sus brazos.
—Vuélvanlo a subir al barco —les ordené— y que se vaya a la mierda.
Me di vuelta y vi que Emma ya no estaba. No sabía cuánto había llegado
a ver, pero, de camino a la casa, la busqué sin encontrarla. Agarré mi
teléfono y llamé a mi padre.
—¿Llegó el cargamento, mijo?
—Sí, Padre —respondí—. Había faltantes.
Por un momento, hubo silencio absoluto del otro lado de la línea.
—¿Cómo lo manejaron?
—Dejé vivo a uno para que les haga llegar el mensaje a los proveedores.
Se vuelve a casa con los codos dislocados.
Mi padre se quedó callado un momento y luego soltó una risita.
—Lo manejaste bien, mijo —me felicitó. Fue casi alarmante escuchar a
Padre complacido conmigo. Por lo general, nuestras conversaciones
siempre estaban cargadas de desprecio civilizado—. ¿Cómo va todo con tu
flamante esposa? —me preguntó.
La pregunta me tomó desprevenido. ¿A él qué le importaba mi
matrimonio? Me había exigido que me casara, en parte, al menos, para
castigarme por lo que había pasado en Eliseo; no era como si mi felicidad
estuviera en su lista de prioridades.
—Nos estamos adaptando el uno al otro —respondí. Casi sin quererlo,
se me vino a la cabeza la imagen de Emma acurrucada junto a mí por la
mañana.
Mi padre chasqueó los labios.
—¿Está cumpliendo sus deberes de esposa?
—¿Me estás preguntando…? —Mi padre jamás se había interesado por
la vida sexual de ninguno de sus hijos, siempre y cuando no pusieran en
riesgo a la familia—. ¿Por qué lo preguntas?
—La prioridad es que ella te dé un heredero —me explicó él—. Si se
niega, tú ya cumpliste tu deber. Los hombres vieron que saldaste tu deuda.
Tranquilamente podríamos hacerla desaparecer y echarle la culpa a alguien
más.
Las palabras se asentaron en mi estómago como barras de hierro. Estaba
proponiendo que nos deshiciéramos de Emma después de obligarme a
casarme con ella. La furia me carcomía las entrañas, y tuve que morderme
la lengua hasta saborear sangre para mantener un tono neutral. ¿Cómo se
atrevía a amenazar lo que era mío?
—Emma es mía, Padre —respondí—. Es mi responsabilidad.
—Siempre y cuando tengas presentes tus prioridades —replicó él. Su
tono amable se había vuelto glacial y tenía un dejo amenazante.
—Por supuesto —dije—. La familia siempre viene primero.
Sabía que era lo que él quería escuchar, y solo esperaba haberlo dicho de
un modo convincente.
—Disfruta tu luna de miel —dijo él y, sin más, cortó la llamada.
Me metí el teléfono en el bolsillo para contener las ganas de arrojarlo
lejos. «Que disfrute mi luna de miel», pensé. Iba a ser bastante difícil
después de lo que había visto Emma. El enojo me llevó hasta la casa y, una
vez allí, a subir al primer piso. Cuando crucé la puerta, me recibió un
delicioso aroma a tocino.
—¿Emma? —la llamé.
—Estoy en la cocina —respondió. La encontré frente a dos sartenes, una
con huevos y la otra con tocino. El café se estaba haciendo—. Dijiste que
no querías nada en especial —me explicó—, así que fui por lo clásico.
Espero que te gusten los huevos fritos.
La verdad era que no me encantaban, pero le había dicho que me daba lo
mismo.
—Sí —respondí.
Me senté en una de las banquetas frente a la isla de la cocina y me quedé
observándola, para ver si atisbaba el pánico o la furia que suponía debía
sentir. No obstante, Emma se veía muy tranquila mientras pinchaba el
tocino que se estaba cocinando.
—¿Lo prefieres crujiente? —me preguntó casi sin mirarme—. ¿O te
gusta más crudo?
—Crujiente —respondí, y la vi sonreír apenas en señal de aprobación—.
¿No me vas a decir nada de lo que pasó allá afuera? —le pregunté.
Ella empezó a sacar el tocino de la sartén y a colocarlo sobre servilletas
para absorber el aceite.
—Pensé que no querías que te preguntara nada —me dijo y se encogió
de hombros, aunque el gesto resultó algo forzado. Estaba tratando de
hacerse la despreocupada y casi lo logra.
Estiré la mano y me robé una feta de tocino. El sabor salado explotó en
mi lengua y contuve un suspiro satisfecho.
—Por lo general, lo mejor es que no hagas preguntas —respondí—,
pero, por hoy, me puedes preguntar lo que quieras. Dentro de lo razonable.
13
EMMA

Laque,
oferta de Ángel de responder a mis preguntas parecía una trampa, así
en lugar de preguntarle lo primero que se me vino a la cabeza, le
serví el desayuno y le puse el plato delante.
—Come antes de que se enfríe —le dije y me senté junto a él.
Desayunamos en silencio y, mientras tanto, yo trataba de descifrar qué
era lo que me estaba pasando. ¿Le tenía miedo a Ángel? Sin duda. Era un
hombre aterrador y la frialdad y brutalidad que había visto en su mirada al
dispararles a esos hombres me había helado la sangre. No obstante, esa
ferocidad también me hacía sentir en llamas, y me odiaba por eso. ¿Cómo
podía desearlo tanto después de haber visto de lo que era capaz?
—¿No tienes preguntas, esposa mía? —me preguntó—. ¿En serio?
¿Qué ganaba él con todo eso? Desde el momento en que habíamos dicho
nuestros votos, no había mostrado casi ningún interés en hablar conmigo,
así que no entendía que de golpe estuviera tan bien predispuesto.
—¿Te molesta? ¿Matar a alguien?
La pregunta pareció tomarlo por sorpresa. Se llevó un bocado de tocino
a la boca y masticó con expresión pensativa.
—Antes, sí —respondió—. La primera vez que mi padre me ordenó
quitarle la vida a un hombre, me temblaron las manos e hice un desastre.
Estuve a punto de preguntarle cuántos años tenía entonces, pero decidí
que no quería saber. Estaba segura de que saberlo solo me iba a angustiar.
—¿Y ahora? —le pregunté.
Ángel me miró a los ojos.
—No siento nada —respondió—. No mato por placer. Cuando mato a
alguien, es por mi familia y mi negocio. Es un acto estratégico.
¿Cuán metida estaba en ese universo retorcido que sus palabras me
parecieron coherentes? La vida entera de Ángel era su familia y el negocio
que habían construido juntos. Tenía sentido que quisiera protegerlos a como
diera lugar. Era como si estuviera jugando al ajedrez y tuviera que proteger
al rey. «Y ahora tú eres parte de esa familia», me recordé, y me invadió una
sensación cálida. Hacía mucho tiempo que no me sentía parte de nada,
desde antes de que mi madre se enfermara, e, incluso si las cosas que hacía
que Ángel me ponían incómoda, podía encontrar la forma de encajar.
—¿El proveedor va a tomar represalias por lo que hiciste?
Ángel negó con la cabeza.
—Ellos nos necesitan más que nosotros a ellos —repuso.
Habló con tono despreocupado, como si no acabara de matar a dos
hombres y dejar al tercero prácticamente inválido de por vida… si es que no
contraía alguna infección en el barco de regreso a Venezuela y moría antes
de llegar.
—Gracias por perdonarle la vida a ese hombre por mí —le dije.
Por la cara que puso, me di cuenta de que estaba sorprendido por mis
palabras… al igual que yo, a decir verdad. Pero, si Ángel estaba jugando al
ajedrez, yo también tenía que empezar a jugar. Si esa iba a ser mi vida, iba a
hacer más que sobrevivir.
—De nada —me dijo, un poco torpemente, como si no estuviera
acostumbrado a que le dieran las gracias.
Cuando terminó de desayunar, levanté su plato, lo enjuagué y le preparé
otra taza de café.
—¿Tienes otros asuntos de los que ocuparte hoy?
Él negó con la cabeza.
—Ya está todo resuelto —respondió—. Ahora, solo estamos de luna de
miel.
«Solo estamos de luna de miel», repetí por dentro. Como si estar en una
hermosa isla privada en medio del Caribe fuera la cosa más sencilla del
mundo. Ángel apoyó la taza en la encimera y me miró, expectante.
—¿Y? —me preguntó.
—Y ¿qué?
Ángel se reclinó sobre la encimera, cruzó los brazos sobre su pecho
robusto y me miró con la ceja levantada, desafiante.
—¿No vas a ir corriendo a lavar la taza también? —me preguntó—.
¿Para seguir con esta actuación de esposa perfecta?
—No estoy actuando —respondí deprisa. Pero ¿no tenía razón Ángel?
Si un año atrás me hubieran preguntado qué clase de esposa sería, habría
respondido que no sería una buena ama de casa. Después de cuidar a mi
madre en su lecho de muerte, la idea de tener que atender a alguien más me
revolvía el estómago—. Estoy tratando de entender cuál es mi lugar —le
expliqué cuando levantó aún más la ceja—. Si esta va a ser mi vida…
—¿«Si?» —preguntó Ángel—. ¿Si esta «va a ser» tu vida? Esta es tu
vida, Emma.
—A eso me refiero —respondí—. Quiero entender qué se supone que
debo hacer ahora que soy tu esposa. ¿Cuál es mi lugar?
Ángel resopló.
—Ya sabes cuál es tu lugar, esposa mía.
—Ah, ¿sí?
Una vez más, Ángel soltó un resoplido de impaciencia.
—¿Quieres que te muestre? —preguntó bajando apenas la voz, y me dio
un escalofrío.
Ángel me lanzó una mirada llameante, pero no intentó tocarme. Quería
que yo lo buscara a él… y, a pesar de todo lo que había pasado, yo lo
deseaba. Aunque no lograba que hablara conmigo por más de diez minutos,
aunque casi no lo conocía, lo deseaba. Ángel me hacía sentir segura en ese
mundo nuevo y aterrador en el que me encontraba.
—Muéstrame —susurré.
Antes de que terminara de hablar, Ángel ya me estaba tocando. Me
levantó el rostro, pero cuando se agachó para besarme, me di vuelta y le
ofrecí la mejilla. Él se puso tenso, pero rápidamente me recorrió el mentón
con los labios hasta llegar a mi oreja y me mordisqueó el lóbulo. Resoplé al
sentir una pequeña punzada de dolor, pero igual se apoderó de mí una
excitación intensa.
—Ve arriba —me dijo—. Prepárate para mí.
No había dudas con respecto a lo que quería decir, a lo que esperaba y, si
bien una parte de mí se resistía a la idea, di media vuelta y salí de la cocina.
Subí las escaleras; las piernas me temblaban como las de una potranca.
«Esto es una locura», me dije. No porque fuera una locura que una mujer
tuviera sexo con su esposo, sino porque no concebía que pudiera desear
tanto a Ángel después de lo que había visto esa mañana.
Cuando llegué a nuestro dormitorio, me quité el vestido y lo puse en una
silla junto a mi ropa interior. El corazón me latía desbocado mientras
intentaba decidir si meterme bajo las sábanas o no. Era un lindo día, así que
no había una necesidad real de taparme, más allá de mi incomodidad.
Después de pensar qué hacer, por fin me senté en el borde de la cama y
esperé. El tiempo pareció detenerse por completo. Con cada minuto que
pasaba, más ansiosa me ponía. ¿Y si Ángel se estaba burlando de mí? ¿Y si
yo lo estaba fastidiando y quería deshacerse de mí? ¿Y si…?
La puerta se abrió de par en par y él entró a la habitación. Me miró
apenas sorprendido cuando vio que estaba desnuda, pero luego una sonrisa
perversa afloró a sus labios.
—¿Impaciente, esposa mía? —me preguntó—. Ayer parecía que no
querías ni tocarme.
Me podría haber hecho la despreocupada, y quizá tendría que haberlo
hecho, pero, cuando él me miraba así, sentía que se me prendía fuego la
piel. No iba a quitarme la sensación hasta tener sus manos encima de mí.
—Ayer fue ayer —respondí—. Hoy es hoy.
Ángel se quedó mirándome un buen rato, pero luego comenzó a
desabotonarse la camisa.
—Maté a dos hombres hoy —me dijo. Terminó de desabrocharse el
pecho de la camisa y siguió con los botones de los puños.
Me estremecí con una mezcla de deseo y repulsión.
—Ya lo sé.
Él se quitó la camisa y observé su pecho y su abdomen. Los moretones
ya estaban amarillos y casi no se notaban.
—No estoy muy delicado hoy, esposa mía —me dijo mientras se bajaba
el cierre del pantalón.
Me empezó a temblar todo el cuerpo; tenía un dolor entre las piernas
que solo él podía curar. «Mierda, ¿qué problema tengo en la cabeza?», me
pregunté.
—No necesito que seas delicado.
La sonrisa de Ángel se volvió voraz.
—¿Estás segura?
Lo cierto era que no, pero la idea de que Ángel me tratara con rudeza
intensificó más ese dolor. Con más confianza de la que realmente sentía,
abrí las piernas y metí la mano entre ellas. Ya estaba mojada y, cuando me
rocé el clítoris con el dedo, suspiré.
Ángel soltó un gemido como el de un animal herido y, al instante, ya
estaba sobre mí, empujándome contra la cama y agarrándome las manos.
Con un movimiento de la cadera, me penetró. Sentí un dolor intenso, pero
rápidamente se transformó en calor y en esa sensación de plenitud, y arqueé
la espalda.
—¡Ángel!
Él no me dio tiempo de recuperar el aliento. Me empujó las rodillas
hacia arriba (prácticamente quedé doblada a la mitad) y empezó a
penetrarme con un ritmo fuerte y constante. Lo único que pude hacer fue
aferrarme a sus brazos y aceptar lo que me ofrecía.
—¿Todavía no sabes cuál es tu lugar? —jadeó él. Sentía el cierre de su
pantalón raspándome la piel; ni siquiera se había molestado en desvestirse
del todo y, por algún motivo, que él estuviera medio vestido mientras yo
estaba desnuda me resultó muy excitante—. ¿Cuál es tu lugar, esposa mía?
—me preguntó—. Dime.
Yo no tenía ni idea de qué quería escuchar Ángel, y estaba muy cerca
del clímax.
—Por favor —murmuré—. Por favor, por favor, por favor.
Necesitaba que me tocara o que me dejara tocarme, pero cada vez que
trataba de hacerlo, me corría la mano.
—¿Cuál es tu lugar, Emma? —me preguntó, deteniéndose en cada
palabra para penetrarme con violencia, y yo solté un grito y le apreté los
brazos.
—¡Tu cama! —jadeé—. ¡Mi lugar es tu cama!
Ángel esbozó una sonrisa cruel.
—Exacto, esposa mía.
Sin más, me metió la mano entre las piernas y me tocó justo donde lo
necesitaba. A pesar de que me penetraba con brusquedad, cuando me tocaba
era delicado, y ya no pude contenerme. Sentí una oleada de placer y
prácticamente grité al acabar. Ángel gruñó y siguió embistiéndome una y
otra vez hasta que él también llegó al clímax. Luego, me bajó las piernas y
salió de dentro de mí con cuidado, pero, cuando trató de girar para acostarse
junto a mí, lo rodeé con los brazos y lo obligué a quedarse cerca.
—Abrázame un segundo —le ordené.
Por un momento, él se quedó quieto, pero luego se acomodó para que yo
pudiera acurrucarme en su pecho.
—¿Estás… bien? —preguntó tras un instante.
Lo miré sin despegar el mentón de su pecho.
—¿Por qué? ¿Estás preocupado por mí?
Él puso los ojos en blanco.
—Solo quería asegurarme de que no estés lastimada.
Sus palabras me hirieron un poco, pero traté de ignorarlo. Me concentré
en las sensaciones de mi cuerpo: todo se sentía bien, genial incluso, pero me
daba cuenta de que iba a estar dolorida… y también necesitaba bañarme.
—Estoy bien —le aseguré.
Ángel asintió.
—Bien. —Me acarició la mejilla—. Deberíamos bañarnos.
Iba a bañarme sola, pero la idea de hacerlo con Ángel no me resultaba
desagradable.
—Sí —concordé, y él sonrió.
Dios, tenía una sonrisa letal.
14
ÁNGEL

Emma estaba bailando en la cocina, que parecía haber explotado de tan


desordenada que estaba, y tarareaba una canción. Me quedé en el umbral,
mirándola. Era una imagen muy distinta de la sirena que me había rogado
que la tocara el día anterior. Esta mujer, en shorts de jean y con una
camiseta color rosa chillón, emanaba un aura de inocencia que me daba
ganas de tocarla y ensuciarla otra vez, pero también me daba ganas de
evitarla. No pertenecía a mi mundo, ni yo al suyo. En vez de dejarla
tranquila, le pregunté:
—¿Qué estás cocinando?
Ella levantó la cabeza y, por un momento, noté una agudeza en su
mirada que antes no estaba allí. Una expresión calculadora. Quizás Emma
era más compleja de lo que yo había pensado.
—Mi mamá me enseñó a hacer brownies. Hace años que no preparo,
pero hoy me levanté tentada.
Yo sabía que a Lili le encantaban los brownies, pero, por lo general, los
compraba en su panadería favorita. No recordaba si Lara nos había
preparado brownies alguna vez.
—¿Y hacía falta que destrozaras la cocina? —le pregunté.
Emma miró el caos que había a su alrededor y se encogió de hombros.
Esbozó una sonrisa que era simpática y maliciosa a la vez.
—Me estaba divirtiendo, querido —dijo.
Percibí un desafío, no en sus palabras, sino en su tono.
—¿Estás aburrida, esposa mía? —le pregunté.
Ella abrió grandes sus ojos azules y la vi temblar, como si sintiera que
había caído en una trampa. La sonrisa que esbocé era cruel, y yo lo sabía.
—«Aburrida» es una palabra muy fea —dijo en lugar de responder
directamente.
—Pero no te estuviste divirtiendo, ¿no?
Ella se sonrojó.
—Pensé que ayer nos habíamos divertido —dijo.
Por dentro, no pude evitar darle la razón.
—¿Y si hacemos algo distinto hoy? —le pregunté.
—¿Distinto?
Emma me miró con una mezcla de intriga y preocupación; se veía
hermosa. Antes de que pudiera explicarle a qué me refería, sonó el
temporizador del horno y ella fue corriendo a agarrar un guante. El aroma a
chocolate inundó la cocina y, aunque por lo general yo no era muy de lo
dulce, tuve que admitir que olía muy bien. Emma apoyó la fuente sobre la
encimera y sonrió.
—No pensé que iban a quedar bien —admitió, mirándome—. No era
mentira que necesito seguir la receta para cocinar algo como la gente, pero
esto lo preparé de memoria—. Me miró otra vez y preguntó—: ¿Quieres
probar uno?
Yo sí quería, pero negué con la cabeza.
—Más tarde —respondí—. Después.
—¿Después de qué?
Sonreí con sorna.
—Ya vas a ver.

Emma chilló de alegría cuando vio a los caballos, ambos grandes y de


pelaje marrón chocolate, esperándonos en la playa. El entrenador que estaba
con ellos sonrió.
—Qué hermosa sonrisa tiene su esposa, señor —me dijo.
Sentí que se me endurecía la mirada, pero no dejé de sonreír.
—Sí, ¿no es cierto? —le pregunté, serio, y vi que el hombre se
estremeció, aterrado.
Emma me dio un leve golpecito en el brazo y volteé a mirarla.
—Basta. Por favor —me dijo, y luego volvió a mirar los caballos—.
Nunca anduve a caballo. ¿Cómo llegaron aquí?
La miré un momento y, sin responderle, me dirigí al hombre.
—Yo me encargo ahora —le dije, y él me entregó las riendas—. Nos
vemos aquí en unas horas, ¿sí?
Él asintió en señal de aprobación y se marchó deprisa, contento de
alejarse de mí, supuse. Volví a mirar a Emma.
—A mi padre le gusta cabalgar, así que, cuando compró la isla, mandó a
construir un establo y contrató a algunos lugareños para ocuparse de los
animales —respondí por fin—. ¿Te ayudo a subir, esposa mía? —Ella
asintió. Le indiqué que se acercara más y luego me agaché y entrelacé las
manos para que pudiera apoyar el pie—. Pon el pie aquí y pasa la pierna
encima del lomo.
Pensé que iba a dudar, pero Emma apoyó el pie en mis manos y se
impulsó, confiando en que yo no la iba a dejar caer. La sostuve mientras
pasaba la pierna y después la ayudé a acomodarse sobre la montura. Luego,
le enseñé cómo hacer para que el caballo se moviera, girara y se detuviera.
Cuando ya había entendido las nociones básicas, me subí al otro caballo y
empezamos a cabalgar por la playa, yo sin dejar de mirar a Emma y su
sonrisa radiante.
—¿Lista para algo un poco más avanzado?
Ella me miró de reojo.
—¿Avanzado?
Con un gesto, le indiqué que me siguiera y la guie hacia las olas. Los
caballos, que amaban nadar, estaban entusiasmados de tener la oportunidad
de hacerlo, y se adentraron más en el agua. Por un momento, Emma se
mostró atemorizada, pero luego se echó a reír.
—No sabía que los caballos sabían nadar —observó, obviamente
encantada.
Se nos empapó la ropa y no pude evitar notar que su camiseta se adhería
a sus curvas. Íbamos a tener que volver a la casa lo antes posible. Nadie
podía verla así. Su cuerpo me pertenecía a mí.
Volvimos a la orilla, donde nos esperaban dos toallas, y bajé del caballo
para ir a buscarlas. Me quité la camisa y me anudé una de las toallas
alrededor de la cintura. La otra me la puse sobre el hombro para dársela a
Emma ni bien apoyara los pies en la arena.
—¿Cómo bajo? —me preguntó.
—De la misma manera que subiste —respondí—. Pasa la pierna y yo te
ayudo.
Emma parecía un poco desconfiada, pero balanceó su peso sobre uno de
los estribos y pasó la pierna por encima. La agarré de la cintura y la dejé
sujetarse de mí para bajar. Ni bien me soltó, la envolví con la toalla para
esconder esas curvas que eran indiscutiblemente mías.
—¿La pasaste bien?
A ella se le achinaron los ojos por la sonrisa enorme que esbozó y, sin
decir nada, se paró en puntas de pie y me besó la mejilla. Fue un beso
delicado, pero la sensación de sus labios sobre mi piel me hizo estremecer.
Quería girar el rostro y besarla en la boca, pero se alejó de mí antes de que
tuviera la oportunidad de hacerlo. Rechiné los dientes; no debería
molestarme que Emma no quisiera besarme, pero el beso de nuestra boda
me atormentaba. Yo sabía que iba a ser increíble, ella sabía que iba a ser
increíble… y, así y todo, se resistía. No obstante, me dejaba besarle y
tocarle el resto del cuerpo. No tenía sentido. Pero si ella no pensaba sacar el
tema, yo tampoco.
—¿Quieres que volvamos para comer el postre? —me preguntó.
—¿Cuenta como postre si no comemos nada antes? —repliqué—. ¿O es
un almuerzo dulce?
Emma soltó una risita, y disfruté el sonido. Me gustaba ver su sonrisa y
su mirada tierna cuando estaba contenta.
—Podría preparar algo de comer antes de que ataquemos los brownies
—dijo—. Si prefieres algo más contundente.
Me encogí de hombros; la verdad, me daba igual.
—Primero caminemos un rato —le dije—. Mañana tenemos que volver
a Miami y a la vida ajetreada.
Emma asintió y, después de devolverle los caballos al cuidador, fuimos
a caminar por la playa.
—Cuando volvamos, ¿qué tendré que hacer? —me preguntó—. ¿Cuáles
son las tareas de la matriarca de un cartel? ¿Qué hacía tu madre?
Al oírla mencionar a mi madre, apreté los dientes y tuve que reprimir el
rugido que amenazó con escapar de mis labios. Nadie hablaba de mi madre,
al menos no en mi presencia, pero Emma no lo sabía. Nadie se lo había
dicho. Respiré hondo y, por dentro, conté hasta diez mientras inhalaba.
—Mi madre… —Sentí como si la boca se me llenara de ácido y tuve
que obligarme a pronunciar las palabras—. Mi madre era ama de casa.
Cuidaba a la familia, cocinaba seguido… No recuerdo mucho más.
—¿Eras muy chico cuando murió?
—Sí —respondí, otra vez obligándome a hablar.
Emma se quedó callada un momento y caminamos sumidos en un
silencio incómodo. El agua estaba azul y cristalina y, si bien el sol brillaba
en lo alto del cielo, no era demasiado fuerte ni abrasador.
—Algunos días pienso que habría sido mejor que mi madre muriera
cuando yo era más chica —dijo Emma al cabo de un rato, sin mirarme—. Si
iba a morir de todos modos, digo.
—¿Cómo va a ser mejor? —le pregunté. Sentía una presión horrible en
el pecho y ahí estaba otra vez esa bola de furia creciendo en mis entrañas,
amenazando con apoderarse de mí a la menor provocación.
—Así no la recordaría agonizante —me dijo—. O, al menos, la
recordaría de esa forma medio vaga en que recuerdan los niños. Podría
recordar a mi madre fuerte y llena de vida, en vez del despojo en el que se
convirtió al final. —Habló con voz suave pero llena de amargura—. Odio
tener este resentimiento por lo mucho que me necesitó al final. Odio tener
que pasar por todo esto y querer hablar con ella y no poder. ¿No es una
estupidez?
—Creo que es normal que extrañes a tu madre —dije con cuidado—, y
también creo que es normal estar enojada por algo que ninguna de las dos
podía controlar.
—¿Pero?
La miré.
—Pero ¿qué?
—Me doy cuenta de que viene un «pero» —me dijo, impaciente—.
Dímelo y ya.
—Pero para mí no serías más feliz si te hubieras perdido esos momentos
con ella —respondí—. Aunque tus recuerdos estén manchados por el
sufrimiento, igual tienes tus recuerdos.
Emma se quedó en silencio un momento y sentí su mano contra la mía.
Sin pensarlo, le agarré la mano y entrelazamos los dedos.
—¿Tú extrañas a tu madre? —me preguntó.
—Tenía siete años cuando murió —respondí—. No recuerdo tanto como
para extrañarla.
Caminamos un poco más en silencio.
—¿Qué recuerdas?
Me encogí de hombros.
—Algunas cosas que cocinaba, como las trufas de leche —dije—, y su
muerte.
Emma soltó un suspiro tembloroso.
—¿Cómo...? —empezó a decir, pero se le quebró la voz—. ¿Cómo
murió? ¿Ella también estaba enferma?
La posibilidad de mentir estaba ahí; Emma me había ofrecido una
escapatoria. Pero, cuando abrí la boca para mentir, salió la verdad sin que
pudiera evitarlo.
—Mi madre se suicidó al poco tiempo de que naciera Lili. —Miré a
Emma, que palideció un poco—. La encontré en la bañera; se había cortado
las venas.
—¿Por qué?
—¿Me estás preguntando si dejó una nota? —le pregunté con sarcasmo.
Ella negó con la cabeza.
—Claro que no —repuso—, pero ¿por qué una mujer con tres hijos
pequeños se suicidaría?
—Porque odiaba a mi padre —dije—. No era un matrimonio por amor.
Mi madre fue… un regalo que le hicieron a mi padre para crear una alianza
entre las dos familias. Ella no tuvo otra opción, pero hizo todo lo posible
por hacerse cargo del rol de matriarca. —Dejamos de caminar y le apreté la
mano a Emma, que me miró a los ojos—. Mi padre no es un hombre bueno;
no tolera la debilidad, ni siquiera en su esposa e hijos. Mi madre sufrió
mucho por su culpa, hasta que ya no pudo soportarlo.
Emma estaba horrorizada; se le notaba en la cara, y no podía culparla.
—Lo lamento mucho —murmuró.
Negué con la cabeza.
—No lo lamentes —le dije, y le agarré la cara con las dos manos—. Sé
más fuerte que ella, ¿sí? No me decepciones.
15
EMMA

Hasta el momento, ser la matriarca (o futura matriarca) del cartel era


completamente aburrido. No sabía qué esperaba que pasara luego de que
Ángel y yo volviéramos de nuestra luna de miel, pero lo que no esperaba
era no tener nada que hacer. Ángel, Omar e incluso Lili tenían trabajos en la
familia, pero, hasta entonces, a mí no me habían dado ni una tarea. Me
limitaba a no estorbar a los demás y a explorar las partes de la casa que para
Ángel eran «seguras».
Había muchísimas puertas cerradas con llave. La mansión era hermosa,
llena de pisos de mármol, grandes ventanales y paredes color crema, pero
no había fotos de la familia en ningún lado. Los cuadros que había en las
paredes me hacían acordar a versiones más lindas de los cuadros que solía
haber en las habitaciones de hotel: de buen gusto, pero genéricos. Ángel me
había dicho al pasar que él se había criado ahí, pero no lograba imaginar
niños pequeños en ese lugar.
—Buenos días, mija —me saludó Lara cuando entré en la cocina.
Como todos me habían hablado tan bien de ella, había tratado de
entablar amistad ni bien la conocí. Lara era, sin ninguna duda, una de las
mujeres más buenas que había conocido, y lo que más me gustaba de ella
era que no se dejaba maltratar por nadie.
—Buenos días —respondí en español, y ella sonrió de oreja a oreja.
Aunque no me sentía muy segura hablando en español, Lara me había
motivado a aprender más y a practicar más seguido. «Ellos no van a hablar
siempre en inglés solo por ti, mija, y no querrás perderte de las cosas que
dice la gente que te rodea», me había dicho—. ¿Qué planes tienes para hoy?
Lara tomó un sorbo de la taza de café que tenía en la mano. A diferencia
de los Castillo, que preferían tomar el café con un chorrito de leche
condensada, ella lo tomaba negro. La bebida tenía un aroma amargo y
terroso y, aunque no me interesaba probarla, me gustaba sentir el olor.
—Es mi día libre —respondió ella—. Voy al centro con unas amigas y
después voy a confesarme.
Salir de la casa me parecía una idea increíble.
—Que la pases bien —le dije.
Lara me miró con complicidad.
—No estás prisionera, mija —me dijo—. Si le dices a Ángel que quieres
ir a algún lado, él hará los arreglos necesarios.
Yo sabía que esos «arreglos» incluían guardaespaldas, horarios y
restricciones. Ya no podía explorar la ciudad como antes, y tener que
planear un viaje a donde fuera se había transformado en un incordio.
—Todavía me quedan partes de la casa sin recorrer —respondí, aunque
no estaba tan segura de que fuera cierto. Llegado ese punto, ya había
explorado todos los lugares que podía.
Lara suspiró.
—Prométeme que le pedirás a Ángel que te saque a pasear este fin de
semana. Una pareja recién casada no debería pasar todo el tiempo
encerrada.
—Te lo prometo —respondí, y ella me dio una palmadita cariñosa en la
mejilla antes de poner la taza, ya vacía, en el lavavajillas—. Que te
diviertas.
—Sí.
Sin más, Lara salió de la cocina y fue a buscar su cartera a su
dormitorio, que estaba en una de las zonas «prohibidas» según el mapa que
me había hecho Ángel. Me quedé parada en la cocina, contemplando la
posibilidad de hacerme una taza de té, una tostada o algo para comer, y me
di cuenta de que no estaba muy familiarizada con ese espacio. Lara se
encargaba de casi todas las comidas y, las veces que no, los Castillo pedían
comida a domicilio.
La cocina tenía una despensa, atestada de comida, obviamente, y
organizada a la perfección. Del otro lado del espacioso ambiente, había una
puerta que daba a la trascocina, entre la cocina y el comedor formal. En la
trascocina había una especie de bodega, pero también era donde guardaban
la vajilla y los electrodomésticos pequeños.
Mientras rebuscaba entre los artefactos, encontré una latita de hojalata
apoyada en uno de los estantes más altos. Cuando la agarré, vi que tenía un
diseño floral y el nombre «Miriam» grabado. Me empezó a latir rápido el
corazón: Miriam era la madre de Ángel. «Mejor pongo esto donde estaba»,
pensé. Seguramente por algo lo habían puesto ahí arriba, lejos del alcance
de la mano.
No obstante, mi curiosidad no me permitió poner la cajita de vuelta en
su lugar. Abrí la tapa y encontré una colección de recetas, algunas escritas
en hojas sueltas, otras en servilletas de papel, todas atadas con un lazo rosa
ya descolorido. Guardé las otras cosas que había sacado de los armarios y
llevé la lata de hojalata a la cocina. Encaramada en una de las banquetas, leí
una por una las recetas, pasando las hojas con delicadeza. Todas las recetas
estaban en español, pero Miriam había detallado todo minuciosamente, así
que no me iba a costar seguirlas. ¿Me estaría pasando de la raya si intentaba
preparar una de sus recetas? ¿Alguien se daría cuenta?
La primera receta era de un plato llamado pabellón criollo, y consistía
en carne guisada y desmechada acompañada con frijoles negros, plátano
frito y arroz. Parecía delicioso y reconfortante y, aunque la receta tenía
bastantes pasos, no me sentí intimidada. Fui a la despensa a buscar los
ingredientes; por suerte, había todo lo que necesitaba.
Me puse uno de los delantales de Lara y empecé a picar los ingredientes
que luego tendría que cocinar en una olla a presión. Casi sin darme cuenta,
el tiempo pasó volando. Estaba friendo los plátanos (la primera tanda se me
había quemado porque los había descuidado, así que esa vez estaba
prestando más atención) cuando Lili entró a la cocina.
—¿Qué es ese olor? —preguntó.
Levanté la vista, sobresaltada.
—¿Olor?
Ella inhaló profundamente.
—Huele delicioso —suspiró, y prácticamente se abalanzó sobre la
sartén. Tuve que pegarle en la mano cuando trató de agarrar uno de los
plátanos que se estaban escurriendo sobre servilletas de papel—. ¡Auch!
—En veinte minutos va a estar listo el almuerzo —le dije—. Espera
hasta entonces.
—¿Me preparaste el almuerzo? —preguntó ella, sorprendida.
Me encogí de hombros.
—Preparé comida como para un regimiento —respondí—. ¿Les puedes
avisar a tus hermanos, tu padre y tus primos, tíos o los que estén dando
vueltas por aquí que hoy almorzaremos en el comedor?
Lili casi palidece al escucharme.
—¿Quieres darles de comer a todos? —me preguntó—. ¿Hoy? ¿Sin
avisarles antes?
—No están obligados a comer —repuse—. Pero el que quiera probar la
comida, es bienvenido. —Me fijé cómo estaban los plátanos y saqué otra
tanda del aceite hirviendo—. Ni siquiera te garantizo que esto esté rico.
—Créeme —me dijo mi cuñada—, con ese aroma, va a estar increíble.
Sonreí.
—Gracias.
No necesitaba que me halagaran, pero era lindo que me dieran crédito
por haber hecho algo bien. La mayor parte del tiempo, sentía que estaba
flotando a la deriva, y Ángel no me había guiado mucho que digamos, así
que no sabía qué debía hacer.
Lili me apretó apenas el hombro.
—Voy a convocar a las tropas —me prometió—. Tú termina de cocinar.
Le hice el saludo militar y miré el arroz. Ya estaba listo, así que lo saqué
del fuego y lo revolví con el tenedor. Justo en ese momento, sonó el
temporizador de la olla a presión. Había llegado el momento de la verdad: o
me había salido bien o me había salido mal, e iba a servirles un plato de
carne que tal vez tuviera rico sabor, pero estuviera durísimo.
Escuché voces acercándose a la cocina, así que serví todo en una
bandeja, agarré platos y los llevé deprisa al comedor. Luego, apoyé la
bandeja en el medio de la mesa.
—Es estilo familiar —anuncié cuando los hombres empezaron a entrar.
Cuando Omar me miró con expresión interrogante, aclaré—: Cada uno
agarra un plato y se sirve.
Sin más, me di vuelta y fui a la cocina a buscar los plátanos. Cuando
llegué, me encontré con Ángel, que estaba apoyado contra la encimera,
probando un plátano.
—Cocinaste, esposa mía —me dijo.
Contuve las ganas de poner los ojos en blanco. Obviamente que había
cocinado.
—¿Está mal? —le pregunté.
Él negó con la cabeza.
—Estoy sorprendido, nada más.
—¿Por qué? Cuando estábamos de vacaciones te cociné.
Él apretó la mandíbula y noté un fuego en su mirada que no había estado
allí segundos antes. ¿Qué había hecho mal? Ángel terminó de masticar el
plátano y, tras cruzar la cocina de una zancada, me acorraló contra la
encimera.
—No deberías tratar de impresionarlos —murmuró, con los labios
apoyados contra mi mejilla.
Esbocé una sonrisa burlona.
—Pareces celoso —lo acusé en voz baja. En respuesta, él frunció más el
ceño, así que estiré la mano y acaricié el surco entre sus cejas—. No estoy
tratando de impresionar a nadie —respondí—. Solo que preparé un montón
de comida.
Eso no era mentira, pero tampoco era del todo cierto. Desde el momento
en que había agarrado todos los ingredientes, me había dado cuenta de que
la receta de Miriam estaba pensada para alimentar a un montón de personas
y había decidido no modificar las cantidades. Miré a mi esposo, tratando de
no encogerme ante la intensidad de su mirada.
—¿Y por qué no querría impresionar a mi nueva familia? —le pregunté
—. ¿No es lógico que quiera caerles bien?
Parecía que a Ángel no le gustaba mucho la idea.
—La próxima vez —me dijo—, cocina solo para mí.
Me quedé mirándolo un momento, tratando de descifrar si estaba
hablando en serio o no. Al final, respondí:
—La próxima vez, voy a planear un menú para nosotros dos solos.
Él retrocedió y, sin voltear a mirarme, salió de la cocina con aire
ofendido. Tomé una bocanada de aire y la solté, y luego lo hice otra vez
para que mi pulso, que de golpe estaba acelerado, se calmara. Esa mezcla
de miedo y deseo era como estar al borde del precipicio, y Ángel me ponía
en ese lugar de mierda todo el tiempo.
Luego de calmarme, agarré los plátanos y volví al comedor. Mientras
cruzaba la trascocina, el miedo se apoderó de mí. ¿Con qué me iba a
encontrar? Cuando entré al comedor, los hombres se quedaron callados y
entonces Omar prácticamente gritó:
—¡Ahí está mi cuñada favorita!
Con un gesto, me invitó a acompañarlos, y los demás hombres lo
imitaron, pero, en lugar de sentarme, fui recorriendo la mesa con el plato de
plátanos y les serví sus porciones sin hacer contacto visual con mi esposo.
Sentía su mirada con tanta intensidad como habría sentido sus manos sobre
el cuerpo y sabía que, si levantaba la vista, no iba a aguantar las ganas de
sacarlo a rastras del comedor, sin importarme lo que pensaran los demás.
No fue sino hasta que llegué a la cabecera de la mesa que me di cuenta
de que el padre de Ángel también estaba en el comedor.
—Lo siento mucho —dije, todavía con la cabeza medio gacha. «Mierda,
mierda, mierda». Tendría que haberle servido a él primero, lo sabía
perfectamente—. No me…
Él hizo un gesto como quitándole importancia al asunto.
—No pasa nada, mija —me dijo, en un tono que dejaba claro que sí
pasaba—. Después de todo, los modales se enseñan. —Luego, miró a Ángel
con frialdad y le dijo—: Espero que la próxima vez esté preparada.
—Sí, Padre —respondió Ángel.
Apoyé el plato casi vacío junto al padre de Ángel, de modo que pudiera
servirse más si quería, y fui a sentarme junto a mi esposo. Ángel me agarró
el muslo por debajo de la mesa, tan fuerte que tuve que reprimir un gruñido
de dolor.
—Perdón —murmuré.
Él negó con la cabeza de modo casi imperceptible.
—Come y ya —me dijo.
Me quedé callada y casi no toqué la comida. A mi alrededor, los
hombres charlaban y reían y se servían más comida. Ángel se fue relajando
de a poco y se puso a hablar con su hermano y su primo. No me sacó la
mano de la pierna, pero solo me estaba tocando, no apretándome como
gesto de advertencia.
El padre de Ángel alzó su copa y todos hicimos lo mismo sin
cuestionarlo.
—Por Emma —dijo—, que nos unió en este almuerzo improvisado.
Para ser la primera vez, fue un buen intento, mija.
Era un insulto disfrazado de halago y todos lo sabíamos, pero igual
brindaron por mí, y yo sonreí como si fuera un agradecimiento genuino.
—Espero seguir mejorando, Padre —dije, tratando de sonar sincera—.
Gracias.
Por un momento, el tono jovial del almuerzo se apagó, pero, de a poco,
los hombres volvieron a animarse. No obstante, yo no podía dejar de mirar
a mi suegro. Presidía la mesa como un déspota. Y, aunque estaba sonriendo,
yo sabía que estaba furioso. ¿Me había pasado de la raya otra vez? Ángel
me dio un apretoncito y volví a concentrarme en mi comida, intentando
ignorar la furia palpable que emanaba el hombre sentado a la cabecera de la
mesa.
16
ÁNGEL

Yoeranosuhabía vuelto a comer pabellón criollo desde la muerte de mi madre;


plato favorito, y mi padre prácticamente nos había prohibido
hacer cualquier cosa que nos recordara a ella. ¿Por qué Emma había
decidido preparar ese plato? ¿Se habría puesto a buscar recetas venezolanas
en internet?
Miré a mi familia; nadie parecía muy preocupado por la comida. Todos
estaban sonriendo y comiendo a más no poder, como si ese platillo no
hubiera estado prohibido en nuestra casa por más de veinte años.
—Tu esposa es una cocinera impresionante —me dijo mi tío André a
modo de felicitaciones.
Miré a Emma, que sonrió satisfecha, pero no dijo nada. «No se dirigió a
ella», pensé. «Sabe que tiene que esperar a que le hablen directamente para
responder». Padre no tenía razón sobre sus modales; Emma se estaba
comportando muy bien. Estaba aprendiendo a ser una anfitriona como Dios
manda, lo cual era uno de sus principales deberes como matriarca de la
familia.
—Gracias, tío —respondí.
—¿Dónde encontraste la receta? —preguntó mi padre mirando a Emma.
Su tono era cordial pero peligroso.
Emma lo miró y noté el miedo que rondaba su mirada.
—Me puse a buscar recetas venezolanas en internet, Padre —respondió
ella—. Elegí esta porque parecía relativamente fácil para lo que yo sé hacer.
Aunque había hablado con tono sincero, algo me resultó extraño. Por
suerte para ella, mi padre no pareció notarlo.
—Te puedo mandar algunas recetas por mail si quieres —le ofreció.
Emma esbozó una sonrisa.
—Me encantaría. Muchas gracias.
Una vez más, todo parecía normal, pero, por el rabillo del ojo, vi que
Padre empezaba a encogerse en la silla. Tenía que tomar la medicación para
el dolor.
—Tío Gustavo —le dijo mi primo Stefan. Había visto a mi padre hacer
una mueca—. ¿Se siente bien? Se lo ve enfermo.
La respuesta fue un golpe en la mesa y un alarido. Mi padre sacó la
navaja afiladísima que tenía siempre en el bolsillo y la arrojó hacia la mano
que Stefan tenía apoyada sobre la mesa, con tal puntería que la hoja se
hundió en el dorso de su mano y la dejó clavada a la mesa. La sangre
empezó a salir a borbotones de la herida y formó un charco sobre el mantel
blanco. Stefan gritó de dolor.
Al lado mío, Emma se puso tensa; lo sentí como si la hubiera estado
tocando. Cuando la miré, me sorprendió su expresión neutral. Su rostro no
traicionaba ni una emoción.
—Sáquenlo de aquí —dije—. Hay que curarle la herida.
Dos de mis primos lejanos, Ernesto y David, agarraron a Stefan y lo
sacaron del comedor. Todos miramos a mi padre, que había vuelto a comer
como si no hubiera pasado nada. Le pegué un codazo a Emma para que me
imitara, agarré mi tenedor y volví a comer… aunque el almuerzo ya había
perdido casi todo su encanto.
Cuando terminamos de comer, Emma y Lili levantaron la mesa y
llevaron los platos a la cocina.
—Que los empleados laven los platos —le dije a Emma cuando abrió el
grifo.
—Lo hago yo.
—Emma.
Ella levantó la cabeza y vi que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Por favor —me pidió—, déjame lavarlos, ¿sí? Necesito hacer algo.
Me acerqué y, con el pulgar, sequé una lágrima que rodaba por su
mejilla; ella apoyó el rostro contra mi mano. Estaba a punto de agacharme
para darle un beso cuando oí un carraspeo a mis espaldas. Me di vuelta y vi
a mi padre parado en el umbral de la puerta.
—Ven a mi oficina, mijo —me dijo. Miró a Emma y agregó—: Tu linda
esposa puede quedarse limpiando la cocina.
—Sí, Padre —respondí y fui tras de él. Pero, antes de irme, le dije a
Emma—: Cuando termines, nos vemos arriba.
Ella asintió y, sin más, se dispuso a lavar los platos. Incluso entre una
montaña de platos, ollas y sartenes sucias, Emma se veía hermosa. «Pero
¿qué carajo te pasa?», me regañé, y apreté el paso para seguir a Padre. Ya se
había puesto violento con mi primo, así que hacerlo esperar no era muy
buena idea.
Tras entrar a su oficina, me indicó que tomara asiento, y me quedé
mirándolo sentarse con esfuerzo en su propia silla.
—Padre, ¿cómo te sientes?
Él me fulminó con la mirada.
—¿Lo dices por lo de Stefan?
—Stefan es un imbécil por preguntarte eso enfrente de los demás —le
dije. Sabía que estaba entrando en terreno peligroso—. Pero ahora estamos
tú y yo solos.
La mirada de mi padre no se suavizó ni un poco, pero respondió:
—Estuve dolorido hoy.
Vaya novedad.
—¿Necesitas que te compre la medicación para el dolor? Me puedo
encargar.
Con ademán despreocupado, me respondió:
—Me pone lento. No era de eso que quería hablarte. —Era una
advertencia para que dejara de meterme, y asentí para mostrarle que
entendía—. Eres demasiado permisivo con tu esposa. Hoy me insultó y no
hubo ninguna repercusión.
Por su tono, el mensaje estaba claro: mi padre esperaba que me ocupara
de Emma si volvía a cometer un error… o, si no, la iba a disciplinar él
mismo. Al pensarlo, se me revolvió el estómago.
—Emma se disculpó, Padre. Fue sin querer.
—¿Y eso desde cuándo importa? —replicó él—. No puedes permitirte
ser demasiado indulgente con ella… ¿O no te acuerdas de lo que pasó con
tu madre porque yo fui demasiado tolerante?
«Tolerancia» no era la palabra que hubiera usado para describir la
relación de mis padres. Era cierto que él no la había castigado; jamás le
había puesto una mano encima. No obstante, se trataban con frialdad. Su
actitud había sido indiferente, como mucho.
—Emma es fuerte, Padre —le aseguré.
Él se encogió de hombros.
—Fuerte o no, tienes que mantenerla a raya. No puedes perder la cabeza
por ella. ¿Entendido?
Mi padre creía firmemente que el amor era para tontos. Era una creencia
que les había inculcado a todos sus hijos… y a mí no se me pasaba por la
cabeza ni por un segundo que él hubiera amado a mi madre. Para él, nada
que pudiera ser percibido como una debilidad valía la pena.
—Entendido, Padre. Jamás perdería la cabeza por una mujer —dije, y lo
decía en serio. No me costaba desactivar a voluntad las distintas partes de
mi ser; nunca me había costado.
—Vete —me dijo él al fin, después de analizarme un buen rato—. Me
voy a tomar una pastilla para el dolor, así que quedas a cargo de lo que haya
que hacer por el resto del día.
—Sí —dije—. Buenas tardes, Padre.

Emma estaba acostada leyendo un libro. Por la imagen del hombre medio
desnudo en la portada, me imaginé que debía ser una novela romántica. Ella
tenía los ojos hinchados de llorar, pero no había lágrimas en su rostro.
—¿Está interesante el libro? —le pregunté.
Ella levantó la mirada.
—Para nada —respondió, y lo apoyó en la mesita de luz a su lado—.
Me lo prestó tu hermana, pero no me atrapa mucho la historia. —Tras
incorporarse, me preguntó—: ¿Tu padre estaba molesto por algo?
Negué con la cabeza.
—Quería hablar conmigo de un negocio —mentí. No hacía falta que
Emma supiera que Padre había amenazado con castigarla; sin dudas,
saberlo no le iba a facilitar las cosas—. No te preocupes.
—Le arrojó un cuchillo a tu primo —insistió ella—. ¿No estaba molesto
por eso?
—Para nada —respondí, y eso no era mentira. De seguro mi padre no
había vuelto a pensar en Stefan ni en su mano luego del primer momento.
—¿Es… normal que pasen esas cosas en los almuerzos familiares?
Solté una risita burlona.
—No es normal que tengamos almuerzos familiares, esposa mía —
respondí—. No nos sentábamos todos juntos a la mesa sin un motivo formal
desde que yo era chico.
—Ah. —Emma parpadeó varias veces; parecía desconcertada—. ¿A tu
padre le molestó? No quise pasarme de la raya ni…
Me subí a la cama y el resto de sus palabras quedaron sin pronunciar.
Emma me miró, medio temerosa y medio intrigada por lo que iba a pasar, y
noté que se estaba mordiendo el labio inferior. Con delicadeza, le acaricié el
labio.
—Hiciste justo lo que esperaba de ti —le aseguré—. Nos uniste a todos
como hacía mucho no pasaba. Es lo que hace una buena matriarca.
—Pero arruiné las cosas con tu padre. Les serví a los demás antes que a
él, que es el líder.
—Estás aprendiendo —le dije—. Así que tienes un período de gracia. —
Me levanté, fui hasta la cómoda y abrí el cajón de arriba del todo. Metido
entre mis calcetines yacía un alhajero—. Es más, como te portaste tan bien,
tengo una recompensa para ti.
Agarré la caja y la llevé a la cama para dársela. En el interior, había una
medalla de plata de San Cristóbal. Al verla, a Emma le brillaron los ojos. La
tocó con la yema del dedo y murmuró:
—Es hermosa.
Luego, me miró con algo de timidez. Sonreí; me gustaba verla así,
enternecida. Levanté la delicada cadenita y le indiqué que se diera vuelta.
Emma se levantó el pelo, que olía delicioso, para que no estorbara, y yo le
puse el collar. Cuando se dio vuelta, la medalla centelleó contra el gris de su
camiseta.
—Era de mi madre —le dije en voz baja.
Ella contuvo la respiración y se llevó la mano al pecho.
—Ángel —susurró—. No hacía falta que me dieras esto. Debe ser muy
valiosa para ti.
Era cierto. Esa medalla era una de las pocas pertenencias de mi madre
que me habían quedado.
—La cadena no es la original. Tuve que reemplazarla porque se rompió,
pero la medalla era muy importante para ella. La usaba para protección. Me
gustaría que la uses.
Emma estaba radiante de felicidad.
—Claro que sí, voy a…
—Nunca te la quites —le ordené, y estiré la mano para tocar la medalla.
Emma se estremeció como si la hubiera tocado a ella—. Prométeme que
nunca te la quitarás.
—Te lo prometo.
Me acerqué y le besé el hueco de la garganta, encantado de sentirla
estremecerse bajo mis labios.
—¿No me vas a agradecer por este regalo tan lindo, esposa mía?
Le mordisqueé la piel y ella estiró el cuello como invitándome a seguir.
Mientras recorría todos los puntos sensibles que había descubierto hasta el
momento, ella jadeaba y suspiraba.
—¿Cómo te gustaría que te agradezca? —me preguntó, agitada.
Me abrí camino bajo su camiseta. Su piel se sentía tibia y tersa bajo las
palmas de mis manos.
—Estoy seguro de que algo se te va a ocurrir —respondí—. Eres muy
inteligente.
Ella me agarró una mano y la apoyó sobre su pecho.
—¿Tibio? —me preguntó, y sentí que su pezón se endurecía bajo mi
mano.
La empujé para que quedara boca arriba en la cama y me acomodé entre
sus muslos.
—¿Ves? —le dije, acariciándola por encima de la ropa—. Eres muy
inteligente.
17
EMMA

—Esta noche vendrás conmigo a Paraíso —me dijo Ángel mientras


desayunábamos.
Estábamos sentados en la isla de la cocina comiendo los omelettes que
nos había preparado Lara. Yo me había ofrecido a ayudarla, pero ella me
había mandado a sentarme y, en chiste, me había dicho que no iba a permitir
que le robara más tareas. Se había enterado de que mi pabellón criollo había
sido todo un éxito y, según dijo, se negaba a ser reemplazada. Yo no estaba
del todo segura de si era una broma o no, pero no discutí ni insistí en
ayudarla.
—¿Qué es Paraíso? —le pregunté.
—El hermano menor de Eliseo —me explicó—, mucho más chico y
exclusivo.
Lo miré, confundida.
—¿Quieres que vaya contigo a una discoteca?
Ángel rio con sorna sin soltar su taza de café.
—Es martes, esposa mía —respondió—. Si quisiera lucirte en mis
discotecas, lo haría un día que estén llenas de clientes importantes.
«¿Por qué me dice esas cosas?», pensé. Sentí que empezaba a
sonrojarme. ¿Estaba diciendo que yo era hermosa? ¿Que los demás iban a
envidiarlo por estar conmigo? Me resultaba difícil de creer, pero el fuego en
su mirada era abrasador. Carraspeé.
—Entonces, ¿por qué vamos?
Ángel se reclinó en la silla y esbozó una sonrisa burlona.
—Tengo una reunión y me gustaría que vengas conmigo —me dijo.
Sentí que el corazón se me iba a salir del pecho. Además de ese día en la
isla en que me había metido en el depósito, Ángel se había asegurado de
dejarme fuera de todos sus asuntos de negocios, a tal punto que ignoraba
abiertamente mis preguntas sobre el tema. Yo no estaba segura de querer
que me incluyera, pero me molestaba no saber nada de Ángel, además de
cómo era en la cama. No sabía si quería amarlo… o si podía. Lo único que
sabía era que me dolía el cuerpo de las ganas de que me tocara, y eso no me
alcanzaba.
—¿A qué hora tengo que estar lista?
Esa sonrisa perversa que me aflojaba las rodillas asomó en su rostro.
—A las siete —respondió—. Lili te va a llevar a comprar un vestido.
—Ya tengo vestidos.
Ángel negó con la cabeza.
—Necesito que estés impecable. Lili te va a explicar.
Claro, antes de mí, Lili era la que hacía de anfitriona en ese tipo de
reuniones. Asentí.
—Está bien.
Ángel se levantó y llevó su plato, ya vacío, al fregadero. Luego de
enjuagarlo, lo colocó en el lavavajillas junto con su taza. Lo miré, tratando
de no sonreír. Había empezado a poner las cosas en el lavavajillas hacía
poco, y me gustaba pensar que era gracias a mí. Yo le había comentado que
no quería darle más trabajo a Lara y, desde entonces, él se había esforzado
por alivianar las tareas de la mujer, aunque ella lo regañara por hacerlo.
Cuando se dio vuelta a mirarme, fingí que estaba concentrada en mi
plato; no quería que supiera que lo estaba mirando atentamente. Me besó la
mejilla y me estremecí.
—Nos vemos más tarde —me dijo, y me pasó el pulgar por donde
acababan de rozarme sus labios. Sentí que un calor abrasador me recorría el
cuerpo y tragué saliva.
—Sí.
Sin más, se marchó y yo me quedé mirándolo con ese hambre que solo
él podía despertar en mí carcomiéndome las entrañas.
—Tienes el peor gusto del mundo —me dijo Lili, mirando con asco el
vestido que yo había escogido de un perchero, como si el mero hecho de
mirarlo la ofendiera.
Eché un vistazo al vestido celeste. Sí, era sencillo, pero a mí me parecía
bastante elegante.
—¿Qué tiene de malo?
Ella hizo una mueca de desdén.
—Es aburrido —respondió.
Ofendida, sostuve el vestido sobre mi cuerpo y me miré al espejo.
—Es sobrio —dije, mirándola—. ¿No se supone que tengo que vestirme
como una matriarca?
Lili me miró sin pestañear un momento y luego se echó a reír tan
escandalosamente que tuve que poner todo de mí para no enfadarme.
—«Matriarca» no quiere decir «matrona» —me explicó entre una
carcajada y la otra—. Tienes que parecer la esposa de mi hermano, no su
madre. —Me sacó el vestido de las manos y volvió a colgarlo en la percha.
Luego, me dio la mano—. Ven, yo te ayudo.
La dejé arrastrarme por los distintos percheros y agarrar prendas que yo
jamás me habría atrevido a usar. Me opuse terminantemente a probarme un
enterito verde brillante (tenía aperturas en los costados y no me imaginaba
estando cómoda con eso puesto) y ella lo volvió a guardar casi sin protestar.
Después de seleccionar una montaña de vestidos y enteritos, fuimos
hacia los probadores. Sin esperar a que apareciera la vendedora, Lili me
hizo entrar a uno y luego me siguió.
—¿Qué demonios estás haciendo? —le pregunté.
Ella frunció el ceño.
—¿Tú qué crees? Te estoy ayudando.
—Me puedo vestir sola, gracias.
Lili levantó una ceja y su relación de parentesco con Ángel quedó más
que clara. Lo había visto poner esa misma expresión más veces de las que
podía contar.
—Si salgo de aquí, no me vas a mostrar todo lo que te pruebes.
Quería contradecirla, pero Lili tenía razón. Si no me gustaba lo que veía
en el espejo, le iba a decir que no me había quedado bien y ya. Era lo
mismo que solía hacer cuando mi mamá me elegía ropa que no me gustaba.
Luché contra el impulso de hacerme una bolita.
—Está bien —le dije, y suspiré—. ¿Al menos puedes darte vuelta?
Lili soltó una risita burlona.
—¿Nunca fuiste de compras con una amiga?
—Claro que sí —repliqué, irritada—, pero nunca entraron al probador
conmigo.
Ella resopló.
—Tal vez tus amigas no eran tan buenas como las mías —dijo.
Sin más, se puso a rebuscar entre la pila de ropa. Podría haberme puesto
a discutir con ella (después de todo, Lili no conocía a mis amigas), pero no
se equivocaba. Cuando mi mamá se enfermó y empecé a pasar la mayor
parte del tiempo cuidándola, mis amigas se habían esfumado una por una.
Empatizaban conmigo, claro, pero yo ya no estaba disponible para verlas,
así que no mostraron interés en seguir manteniendo la amistad.
Lili me pasó el primer vestido y reprimí las ganas de fruncir el ceño. Era
rosa chillón y, viéndolo, supe que me iba a quedar demasiado corto.
—¿No me puedo probar uno más largo primero? —le pregunté.
Ella negó con la cabeza.
—Póntelo —me dijo, en un tono que no daba lugar a réplica.
Suspiré y obedecí y, tal como había predicho, el vestido era demasiado
corto y demasiado llamativo. Me miré al espejo, desanimada.
—Me veo ridícula.
Lili me observó, me hizo girar dos veces para verme bien, y luego
rebuscó en la pila de ropa y agarró otro vestido igual de corto, pero rojo y
sin tirantes.
—Creo que es el color —murmuró para sí—. No queda bien con tu tono
de piel.
Miré el vestido rojo que tenía en la mano.
—No sé si el rojo me va a quedar mucho mejor.
—Confía en mí, ¿sí?
Lo cierto era que yo no confiaba en ella (estaba claro que teníamos
estilos muy distintos), pero me obligué a sonreír y me probé el vestido rojo.
Era un poco mejor, pero igual no me encantaba la imagen que me devolvía
el espejo.
—No me siento yo misma —dije.
Pensé que mi cuñada iba a reírse de mí, pero pareció considerar lo que le
estaba diciendo.
—Aunque no veo la necesidad de que te sientas como tú misma —dijo
al final—, no sirve de nada que no estés cómoda y no te sientas bien con lo
que tienes puesto. Para actuar como una perra, tienes que sentirte una perra.
Era imposible que alguien me mirara y pensara en la palabra «perra»,
sin importar lo que tuviera puesto, pero no iba a decírselo a Lili.
—Mejor me pruebo otra cosa, ¿no? —le dije y empecé a bajarme el
cierre.
Lili me pasó la siguiente prenda: un enterito negro con un escote
pronunciado. No me quedaba muy bien (mis generosos atributos, por así
decirlo, sobresalían demasiado, y era una imagen casi obscena), pero
tampoco me quedaba espantoso. Lili sonrió de oreja a oreja cuando me vio
contemplando mi reflejo.
—No es apropiado para la reunión —admitió—, pero vamos a llevarlo
igual. Mi hermano se va a tragar la lengua cuando te vea vestida así.
Estuve a punto de responder: «No quiero que Ángel se babee por mí»,
pero era mentira. A mi pesar, más allá de todos mis miedos y objeciones y
de mi confusión, me encantaba que Ángel me mirara con ese calor intenso
que era imposible de disimular.
—Está bien —acepté y, cuando me lo saqué, lo colgué de la percha para
llevarlo a la caja más tarde.
El siguiente vestido que escogió Lili era negro y suave y, cuando me lo
puse, se me pegó al cuerpo de un modo que era sensual, pero no demasiado.
Lili sonrió con más ganas.
—Es este —dijo—. Lo sabes, ¿no?
Miré mi reflejo en el espejo. Me sentía yo misma (no parecía que me
estuviera esforzando demasiado), pero como una versión mejorada. Me
sentía increíble.
—No sabía que pudiera verme así —admití, mirándola a los ojos por el
espejo.
—Ahora que lo sabes, tienes que verte así siempre que puedas. Es lo que
espera Ángel. Además… se va a volver loco cuando te vea.
Nunca me había interesado vestirme para complacer a un hombre; de
hecho, ni se me había pasado por la cabeza. Una parte de mí odiaba la idea
de arreglarme para alguien, pero otra parte de mí, esa que me resultaba tan
confusa, quería ver la reacción de Ángel al verme así. Quería que sonriera,
me halagara y me dijera «esposa mía» con ese tono ronco que terminaba
conmigo acostada con él encima.
Después de volver a ponerme mi suéter y mis calzas, que ahora me
parecían aburridos en comparación, Lili y yo fuimos a la caja a pagar el
vestido y el enterito… y un par de cosas más que Lili había agarrado para
ella sin que me diera cuenta.
—Son mil quinientos cincuenta dólares —dijo la cajera.
Casi me da un infarto, pero Lili ni siquiera se inmutó y le entregó una
tarjeta de crédito negra que parecía de metal. Traté de disimular la sorpresa,
pero ¿qué demonios? Sabía que los Castillo eran una familia adinerada,
pero no sabía que tanto. Mientras la mujer comenzaba a guardar nuestras
comprar, mi cuñada me miró.
—Recuérdame que le diga a Ángel que te dé una tarjeta de crédito —me
dijo—. La vas a necesitar.
Ella resopló.
—No seas tonta —me dijo—. ¿Cuándo te vas a dar cuenta de que ahora
eres una Castillo?
Sentí que me sonrojaba.
—Ya lo sé.
Lili me miró con incredulidad.
—¿Estás segura?
Eché los hombros hacia atrás y me paré bien erguida.
—Le voy a decir yo misma a Ángel lo de la tarjeta —dije—. ¿Contenta?
Lili sonrió; era una sonrisa peligrosa.
—Muy, hermanita.
Salimos de la tienda y contuve la risa cuando Lili le dio las bolsas a
David, nuestro escolta por el día. Lili se había quejado de que el
guardaespaldas iba a interferir en nuestra «salida de hermanas», pero Ángel
no había dado el brazo a torcer. Después de que la familia Rojas lo atacara
en Eliseo, no estaba dispuesto a correr ningún riesgo. Por el momento, no
obstante, David nos había dado bastante espacio, o todo el espacio que
podía darnos sin descuidar su deber.
—Vamos a arreglarnos el pelo y las uñas —me propuso Lili, y entrelazó
el brazo con el mío—. Ángel va a ponerse contento si ve que te estás
esforzando.
Resoplé al notar su tonito persuasivo.
—No hace falta que intentes convencerme —le dije—. No me opongo a
ir a la manicura.
No recordaba la última vez que me había hecho las uñas… o que me
había cortado el pelo, ya que estábamos. Como si me leyera los
pensamientos, Lili me miró la cabeza; yo me había recogido el pelo en un
rodete desprolijo.
—¿Cuánto estás dispuesta a cortarte? —me preguntó.
—Me gusta mi pelo.
—A mí también me gusta —dijo una voz detrás de nosotras.
Las dos nos sobresaltamos y me di vuelta para ver quién había hablado:
era un típico chico de fraternidad de Miami, seguramente estudiante
universitario. Atractivo, pero nada del otro mundo.
—No nos interesa —respondí fuerte para que me escuchara.
El hombre sonrió.
—Por favor, chicas —dijo—. Soy un hombre seguro de sí mismo. Con
gusto las acompaño a hacerse las uñas. Hasta las ayudo a elegir el color.
¿Qué les parece?
¿Dónde diablos se había metido David?
—No —dijo Lili, en tono más hostil que el mío—. Déjanos en paz.
El hombre sonrió con más ganas. Era desagradable, la verdad. Se acercó
un poco y me agarró un mechón de pelo que se había soltado del rodete. Me
sentí asqueada y me alejé de él con una mueca de desdén.
—Estoy siendo amable, nada más —dijo él.
Vi que Lili apretaba los puños.
—Sigue caminando —le dije en voz baja.
Miré a mi alrededor para ver dónde estaba David y lo vi a unos cuantos
metros, coqueteando con una chica. «Ángel se va a poner furioso», pensé.
Lili no me hizo caso. Dudaba que le hiciera caso a nadie, excepto a su
padre. Se dio vuelta bruscamente y me arrastró consigo.
—Mira, pendejo, no nos interesa. Desaparece de mi vista. Ya mismo. —
Al oírla, al hombre se le borró la sonrisa. La agarró del brazo y, ni bien la
tocó, ella se dio vuelta, lo agarró y lo tiró al piso. El hombre quedó
despatarrado en la acera—. Si nos vuelves a tocar, te voy a dejar paralítico
—gruñó Lili, y sonó tan parecida a sus hermanos que hasta me dio miedo.
El hombre se levantó y se fue deprisa, murmurando disculpas intercaladas
con las palabras «perra» y «puta».
David, que había visto la escena, apareció corriendo, y Lili se dio vuelta
a mirarlo.
—¿Dónde estabas? —exigió saber—. ¿De qué sirve que vengas con
nosotras si vas a desaparecer, eh?
Él balbuceó una disculpa y nos suplicó que no le dijéramos nada a
Ángel, pero yo casi ni lo escuché. Seguía fascinada por lo que había hecho
Lili.
—¿Sabes defensa personal? —le pregunté cuando retomamos la
caminata, esa vez con David siguiéndonos de cerca.
—Claro que sí —respondió—. Aprendí combate cuerpo a cuerpo para
poder manejar situaciones así, y soy tan buena tiradora como Ángel…
aunque Omar es mejor tirador que los dos.
—¿Me puedes enseñar? —le pregunté.
Pelear, ya fuera con los puños o con un arma, nunca me había llamado la
atención, pero, teniendo en cuenta mi nueva vida, era innegable que
aprender era una buena idea. Lili me miró un momento antes de asentir.
—Mañana podemos ir al campo de tiro —me dijo.
Sin más, volvió a enlazar su brazo con el mío y seguimos caminando
como si no hubiera pasado nada.
18
ÁNGEL

Había tenido la intención de pasar a buscar a Emma yo mismo, pero, a


medida que pasaban las horas, me di cuenta de que no iba a poder
escaparme de la oficina. Miré mi reloj por décima vez. No iba a llegar a
tiempo. Necesitaba que la reunión saliera bien, ya que me iba a ayudar a
posicionar a nuestra familia como una organización reconocida en el
mercado internacional. Ya había hablado del tema con mi padre otras veces,
pero él no opinaba lo mismo que yo, y quería explorar nuevos negocios en
lugar de ganar más peso en el mercado que ya habíamos conquistado.
Aunque estábamos en desacuerdo, iba a mostrarle de lo que era capaz.
Agarré mi teléfono y marqué el número 2 en el discado rápido.
—Omar, ¿puedes traer a Emma a la discoteca? Va a estar lista a las siete,
pero tengo varias cosas que hacer aquí antes de la reunión.
Omar suspiró.
—¿Me viste cara de chofer?
—Si la traes, te debo un favor —le dije. Incluso entre hermanos, un
favor era un favor, y ambos lo sabíamos.
—Yo la llevo —accedió.
—Gracias.
Después de cortar la llamada, volví a las proyecciones del negocio. Mis
hombres estaban preparando la barra para la reunión, abasteciéndola de
bebidas de primera calidad y preparando bocadillos. Perdí la noción del
tiempo y, cuando me llamó Omar, sentí que solo habían pasado unos
minutos.
—Ya llegamos —masculló y, por el tono de su voz, me di cuenta de que
pasaba algo.
—¿Qué pasa?
Omar suspiró.
—No puedes matar a nadie hoy. Necesitamos establecer contactos en
Venezuela y Colombia para que funcione el plan.
Me puse tenso.
—Ya lo sé —le respondí—. ¿Por qué lo dices?
—Ya vas a ver.
El teléfono enmudeció y, de pronto, se abrió la puerta de la discoteca.
Emma entró primero, y Omar llegó detrás y cerró la puerta. Me di cuenta de
que había abierto la boca, pero no podía cerrarla; mi cerebro ya no estaba
conectado al resto de mi cuerpo.
Omar tenía razón: iba a meterle una bala en la cabeza al primero que la
mirara. Emma tenía puesto un vestido negro hecho de una tela que parecía
flotar a su alrededor. Tenía un escote pronunciado adelante, pero más
pronunciado aún en la espalda. En los pies, llevaba unos tacones que, para
mí, clasificaban como armas. El pelo, con unos suaves bucles, le enmarcaba
el rostro. Nunca había tenido una erección tan rápido en toda mi vida.
Cuando me miró, sus labios pintados de rojo formaron una sonrisa.
—Hola —me saludó, acercándose a mí—. Buenas noches.
—Buenas noches, esposa mía —le dije, y estiré la mano para acariciarle
la clavícula. Quería tocarle la cara, pero temía arruinar su maquillaje, que
debía haber llevado bastante tiempo—. Estás hermosa —agregué.
«Hermosa» no era la palabra adecuada, pero, dado el contexto, no podía
decirle todas las palabras que se me habían venido a la cabeza. Ella sonrió
con dulzura.
—Gracias —murmuró—. ¿Qué necesitas que haga?
—Que seas buena anfitriona —respondí—. Hospitalaria y simpática.
Emma asintió.
—Puedo hacer eso.
—Ya lo sé.
Antes de que pudiera explicarle bien lo que iba a pasar, empezaron a
llegar los invitados. No sabía qué esperar de Emma, pero ella sonrió cuando
los venezolanos (un hombre mayor llamado Miguel y su hijo, Francisco) se
nos acercaron.
—Bienvenidos, caballeros —los saludé—. Esta es mi esposa, Emma.
Ella esbozó una sonrisa simpática y cordial. No era igual que cuando me
sonreía a mí, pero no parecía falsa ni de mal gusto.
—Bienvenidos —les dijo—. ¿Les puedo servir algo? —Me miró y me
preguntó—: ¿Vamos a empezar con cócteles o con champán?
El más joven, Francisco, la observó con una cara que me hizo apretar los
puños, pero me obligué a calmarme.
—Whisky —dijo—. Puro.
—Yo quiero lo mismo —dijo Miguel. Al menos él no estaba mirando el
cuerpo de mi esposa a su antojo.
Emma me miró.
—¿Te preparo lo mismo?
Abrí la boca para decirle que teníamos un barman perfectamente
capacitado para servir las bebidas, pero su mirada pedía a gritos un trabajo.
Una tarea.
—Tequila con hielo, esposa mía —respondí—. Gracias.
Sin más, ella fue a la barra, ahuyentó al barman y empezó a servir los
tragos. Aunque no era de tomar alcohol, se desenvolvía en la barra con total
naturalidad.
—Tu esposa es bellísima, Ángel —me dijo Miguel.
—Gracias —respondí, y miré a Emma un momento antes de volver a
enfocarme en ellos—. Ademir llega tarde, como siempre, pero podemos ir
empezando. —Con un gesto, los invité a sentarse en la mesa que había
preparado para la reunión—. Preparé las proyecciones si…
—Ya llegué —retumbó una voz detrás de nosotros—, ya llegué.
Ademir era enorme y tenía un vozarrón; me recordaba a Omar, con la
diferencia de que mi hermano sabía cuándo callarse.
—Ademir —lo saludé—, llegas antes de lo que esperaba.
Él sonrió de oreja a oreja.
—Tal vez llego tarde a las fiestas, pero nunca a las reuniones de
negocios. —Me guiñó el ojo—. Además, me enteré de que te casaste. Me
muero por conocer a la mujer que logró conquistarte.
—Esa soy yo —dijo Emma, que se acercaba a la mesa con la bandeja
con bebidas. Ademir abrió grandes los ojos un momento, pero luego se
controló. Emma les dio los vasos a Miguel y Francisco sin dejar de sonreír
y luego me dio el mío—. Soy Emma. ¿Qué quieres tomar?
Solo con mirarlo, me di cuenta de que Ademir estaba fascinado con
Emma. Era una actitud más atrevida de lo que le hubiera permitido a la
mayoría de mis socios, pero, a pesar de todo, Emma mantuvo la compostura
como una reina.
—Por ahora estoy bien —respondió Ademir—. Cuando terminemos de
hacer negocios, brindamos con champán, ¿no?
—Ya se está enfriando para eso mismo —respondió Emma. Debía haber
visto la botella en la barra—. ¿Los ayudo con algo más? —preguntó,
mirándome.
Le rodeé la cintura; la tela de su vestido era tan suave como había
imaginado. Quería apretujarla y levantarla hasta que quedara abullonada a
la altura de la cintura.
—Siéntate con nosotros —le dije.
Emma pareció sorprendida.
—¿En serio?
Ladeé la cabeza.
—¿Alguna vez te dije algo sin decirlo en serio? —le pregunté.
—Supongo que no —dijo ella y, por primera vez, pareció dubitativa—.
¿Y qué tengo que hacer?
—Lo que estás haciendo ahora —le aseguré, y la guie a la mesa sin
sacar la mano de su cintura.
Por lo general, las esposas no participaban en las reuniones de negocios,
pero a los hombres les gustaba Emma, y yo iba a aprovechar todas las
ventajas que tuviera para cerrar el trato. Acerqué otra silla a la mesa, y
Emma se sentó delicadamente y cruzó los tobillos. Como toda una dama.
—Avísame si necesitas algo —me dijo.
—Gracias, esposa mía.
Abrí la computadora portátil y empezamos a hablar de mis planes para
expandir el negocio. Al parecer, Francisco se estaba aburriendo, porque
dejó de prestarme atención y empezó a observar a Emma. Lo vi recorrer la
curva de su garganta y detenerse en el escote de su vestido, y me imaginé
que lo agarraba y le partía la cabeza con mis puños. «No, eso sería un
desastre», me recordé.
Cuando Emma notó que él la estaba mirando, se acercó más a mí. Sin
ser descortés, le estaba recordando a quién le pertenecía. Apoyé la mano en
su muslo, y Ademir esbozó una sonrisa burlona ante esa declaración
silenciosa.
—Pareces un rey, Ángel —comentó—. Sentado junto a tu reina.
Miguel y Francisco se hicieron eco de su comentario, y luego volvieron
a hablar de la logística necesaria para contrabandear productos desde
Sudamérica hasta Estados Unidos y otros países sin llamar la atención. No
obstante, yo me había quedado pensando en las palabras de Ademir. ¿Así
que un rey, eh? Miré a Emma, que estaba tratando de disimular la
vergüenza; le salía bastante bien. Me acerqué y le murmuré al oído:
—¿Te compro una corona? Así parecerías mi reina de verdad.
Ella hizo una mueca casi imperceptible.
—No soy una muñeca —murmuró, irritada.
Pasé el dedo por la tela de su vestido y ella se estremeció.
—No, no eres una muñeca —admití—, pero creo que te gusta ponerte
linda para mí.
—Quizá sí me gusta —murmuró—, pero quizá tú deberías prestar
atención a tu reunión.
Miguel chasqueó la lengua.
—Tu esposa tiene razón, Ángel.
Era cierto, pero no me gustaba que me regañaran. Me hacía acordar a las
reprimendas que siempre antecedían a los golpes de mi padre. Hundí los
dedos en el muslo de Emma y la escuché respirar entrecortadamente.
—Mi esposa tiene que aprender modales —repuse.
Emma carraspeó.
—Sí, jefe —dijo, y los hombres se echaron a reír.
«Un día de estos le voy a dar unas buenas nalgadas», pensé, y sonreí.
Sabía que era una sonrisa cruel.
19
EMMA

Yoescuchando
siempre me había considerado una buena persona, pero estando allí,
a esos hombres hablar sobre el mejor modo de
contrabandear drogas, empecé a cuestionarme si era cierto. ¿Podía ser una
buena persona si esa era mi vida ahora? Tráfico de drogas, homicidio…
¿Dónde iba a trazar la línea?
Mientras hablaban de los planes de Ángel para expandirse hacia los
mercados europeos, se abrió la puerta de la discoteca y un joven (un chico,
en realidad) entró cojeando. Ángel se puso tenso y me tocó el brazo con
actitud casual.
—Disculpen —dije cuando todos me miraron—. Tengo que ocuparme
de algo.
Con toda la calma que pude juntar, caminé hacia donde estaba el chico,
que se había apoyado contra la pared y parecía a punto de desmayarse. Era
joven, no debía tener más de dieciséis años, y le chorreaba sangre del brazo.
—Necesito a Ángel —dijo, con la voz cargada de dolor.
—Ven conmigo —le dije—. Yo te ayudo.
Cuando se levantó, se tambaleó y cayó al suelo de rodillas.
—Estoy mareado —dijo, arrastrando las palabras.
Lo rodeé con el brazo con cuidado, pero, a pesar de su corta edad, era
más alto que yo y no podía levantarlo. Miré por encima del hombro e hice
contacto visual con Ángel, que, a su vez, le hizo un gesto a Omar. Unos
momentos después, mi cuñado ya estaba a mi lado.
—Manny —dijo y chasqueó la lengua—. ¿En qué lío te metiste? —
Levantó al chico como si no pesara nada y luego me hizo un gesto para que
lo siguiera—. Vamos a llevarlo a la oficina.
Caminé con ellos por el pasillo detrás de la barra, que llevaba a la
oficina del gerente. No era un lugar grande, pero había un sillón y Omar
acostó a Manny allí.
—Es su primo, ¿no? —le pregunté. Todavía no conocía a todos los
primos de Ángel, pero había visto al chico un par de veces en la casa. Hasta
donde sabía, no vivía allí, pero iba a nadar en la piscina. Lara le daba dulces
a escondidas cuando pensaba que nadie la veía.
—Sí, el más chico —respondió Omar.
—Tengo catorce años, no soy tan chico —protestó Manny que, aunque
jadeaba, insistía en hacerse el fuerte—. El tío Gustavo dijo que dentro de
poco puedo empezar a trabajar.
—Ángel jamás lo permitiría —dijo Omar, y noté un atisbo de ternura en
su voz—. No antes de que termines el colegio.
Manny lo fulminó con la mirada.
—Podría ser útil —dijo, y el comienzo de un gemido le enronqueció la
voz.
—Tres años no es tanto tiempo —intervine yo—. Tus primos saben lo
que hacen. Confía en ellos.
El chico se quedó mirándome.
—Eres la esposa de Ángel.
Le sonreí.
—Emma —dije—. Un gusto. — Le miré el brazo lastimado y agregué
—: Aunque me habría dado más gusto que hubieras venido a almorzar nada
más.
—Dicen que cocinas bien —respondió él—. Mi papá estuvo alardeando
de lo que comió el otro día.
Aunque estaba tratando de disimular, Manny estaba cada vez más
pálido.
—Tengo que revisarle el brazo —le dije a Omar—. Tal vez tenga que ir
al hospital a que lo cosan.
Manny y Omar negaron con la cabeza al mismo tiempo.
—Nada de hospitales —dijo Omar—. Van a llamar a la policía.
Apreté los dientes para reprimir las palabras que amenazaban con
escapar de mis labios. No me iban a servir de nada y solo me iban a meter
en problemas.
—Tráeme un kit de primeros auxilios —le dije—. Si hay un frasco de
sutura líquida, tal vez pueda cerrarle la herida.
Omar asintió y, para mi sorpresa, salió de la oficina en silencio. Empecé
a arremangarle la camisa a Manny, y él bufó y trató de soltarse.
—¡Duele, carajo! —chilló.
Le di un golpecito en la nariz.
—No digas malas palabras.
Él resopló y otra vez adoptó esa actitud de chico malo.
—¿Quién eres? ¿Mi madre?
Le di otro golpecito y él soltó un grito de sorpresa.
—Soy la esposa de Ángel —retruqué, repitiendo lo que él mismo había
dicho minutos atrás—, así que tienes que hacerme caso.
Manny resopló.
—No hasta que el tío Gustavo muera y Ángel tome el mando.
Antes de que pudiéramos seguir discutiendo, Omar volvió a entrar con
el kit de primeros auxilios y reprendió al muchacho.
—¡Manuel! —exclamó—. Un poco de respeto.
El muchacho se encogió en el sillón.
—Perdón —murmuró.
Terminé de arremangarle la camisa y le dije:
—No pasa nada. Quédate quieto, ¿sí?
Al mirarle al brazo, hice una mueca. Por suerte, solo era un rasguño,
pero se le había desgarrado la piel. Me temblaron las manos y me dieron
náuseas, pero respiré profundo y extendí la mano para que Omar me diera
el kit.
—Tengo que volver a la reunión —me dijo él—. ¿Van a estar bien?
Sin despegar los ojos de la herida, respondí:
—Estamos bien.
Lo escuché marcharse mientras abría el kit. Era parecido al que había
usado para curar a Ángel luego del castigo de su padre, así que no tardé en
encontrar la sutura líquida y la gasa.
—¿Va a doler? —me preguntó Manny. A pesar de toda su fanfarronería,
sonaba muy joven.
—No tanto como un disparo —le respondí.
—Eso no me da mucha tranquilidad que digamos —dijo él.
Le di una palmadita en la mano.
—Ya sé.
Con una mano, junté los dos bordes de la herida, y luego usé la otra para
aplicar sutura líquida y pegar la piel. Manny reprimió un chillido cuando el
líquido le quemó la piel, pero se quedó quieto y me dejó soplarlo para que
secara lo antes posible.
Cuando me aseguré de que la herida no iba a abrirse, desenrollé un
paquete de gasa, cubrí la herida y la pegué con cinta. No era la curación
más profesional del mundo, pero iba a aguantar. Luego, agarré los
analgésicos más fuertes que había en el kit (la etiqueta no decía nada más
que la dosis, pero yo no iba a ponerme a cuestionar esas cosas) y le di un
par de pastillas, que Manny tragó al instante.
—Te va a quedar una cicatriz —le dije—, pero no necesitas puntos.
Manny esbozó una sonrisa temblorosa.
—Gracias, Emma.
Le alboroté el pelo.
—De nada, chiquito.
—No soy chiquito —insistió él, pero el terror en su mirada lo hacía ver
incluso menor de catorce años.
—Shhh —le dije—. Acuéstate. Descansa hasta que termine la reunión
de Ángel.
Él se recostó en el sillón.
—No me vas a dejar solo, ¿no?
Sonaba tan asustado que me rompió el corazón. Pobrecito. Ese dulce
niño no tendría por qué estar involucrado en esos asuntos.
—No voy a ir a ningún lado —le aseguré—. Ángel y Omar pueden
ocuparse de la reunión sin mí. Tampoco estaba ayudando mucho que
digamos.
Manny suspiró despacio y los analgésicos lo ayudaron a dormir, aunque
no fue un sueño pacífico. Me quedé sentada ahí, acariciándole el pelo, hasta
que volvió a abrirse la puerta de la oficina.
—¿Está bien? —preguntó Ángel.
Miré de reojo a mi esposo. Por más guapo que estuviera, sobre todo con
el traje que tenía puesto, ya no tenía ganas de coquetear con él. Me sentía
intranquila, angustiada.
—Le dispararon —respondí sin más—. No, no está bien.
Ángel suspiró.
—Emma…
—Está bien —le dije—. Seguramente necesita puntos de verdad, pero
hice lo que pude y le di unos analgésicos para calmar el dolor.
Ángel se me acercó y me hizo levantar del sillón. No sabía bien qué
esperar (una reprimenda o algo por el estilo, tal vez), pero sin dudas no
esperaba que me abrazara. Él hundió el rostro en mi pelo e inhaló
profundamente.
—Gracias por cuidarlo —me dijo.
Ni siquiera cuando hablaba de sus hermanos lo había visto ponerse tan
sensible; se notaba que estaba preocupado de verdad por el muchacho.
—De nada —respondí, y yo también lo abracé—. ¿Cómo estuvo la
reunión?
Ángel se quedó callado y, por un momento, pensé que no iba a contarme
nada, pero luego dijo:
—Vamos a asociarnos con Miguel para construir una fábrica en
Venezuela.
Yo no sabía si eso era bueno o no, pero era lo que Ángel se había
propuesto.
—Me alegro de que consiguieras lo que querías —le dije. No me salió
decirle que estaba orgullosa de él porque no podía sentirme orgullosa de
una cosa así.
Él suspiró contra mi pelo una vez más y luego me soltó. Se agachó sobre
el sillón y sacudió a Manny con delicadeza para que se despertara.
—Hora de levantarse, mijo.
Manny se despertó sobresaltado y, cuando giró, soltó un grito.
—Ángel, me lastimé —dijo con voz de dormido, como un niño. Cuando
me vio, se obligó a incorporarse—. Pero está todo bien. Estoy bien.
No era cierto, y tanto Ángel como yo nos dábamos cuenta.
—Dime qué pasó —le dijo Ángel.
Manny empezó a toquetearse los pantalones salpicados de sangre,
nervioso.
—Fui a la pista de skate después del colegio —dijo— y alguien pasó en
auto y sacó un arma por la ventanilla. Me tiré al piso, así que solo me
rozaron.
—Bien pensado —le dije—. Estuviste bien.
Miré a Ángel, que asintió, y Manny se relajó un poco.
—¿Qué auto era? —preguntó Ángel—. ¿Notaste algo en particular?
—Era una camioneta negra —respondió el chico al instante—. La
patente era JIFK13.
Ángel sonrió.
—Siempre fuiste el más inteligente de los primos —dijo—. Vamos a
investigar la patente y nos ocuparemos. Te lo prometo.
¿Investigar la patente? ¿Como la policía? Tenía la pregunta «¿cómo?»
en la punta de la lengua, pero decidí que no valía la pena preguntarle.
—¿Qué vas a hacer cuando descubras quién le disparó?
Ángel me miró con una cara que dejaba clara la respuesta: iba a eliminar
a esa persona, y probablemente del modo más doloroso posible, ya que
habían intentado matar al primo favorito de Ángel. Tendría que haberme
parecido perturbador lo rápido que mi esposo estaba dispuesto a matar a
alguien, pero su mirada feroz me despertó un calor en el vientre. ¿Cómo
podía ser que me excitaran las cosas espantosas que hacía? ¿Qué decía eso
de mí?
—¿Ya terminó tu reunión? —le pregunté—. ¿Podemos volver a casa?
—Sí. Omar llevará a Manny. Vamos a casa.
Yo estaba más que lista para sacarme ese vestido, pero me preocupaba
dejar a Manny.
—¿Estás seguro de que Omar lo puede cuidar?
—Ey. —La voz profunda de Omar me sobresaltó. Mi cuñado estaba
parado en la puerta, mirándome con mala cara—. He cuidado a más
personas heridas que la mayoría de las enfermeras del hospital.
Yo no tenía dudas de que eso era cierto.
—¿Lo puedes tratar bien? —le pregunté.
Omar resopló.
—Ese es el trabajo de su madre —respondió—. No el mío.
Ángel se frotó los ojos.
—Omar, llévalo a su casa, ¿sí? —Luego, me apoyó la mano en el
hombro. Sentí que el calor su palma me atravesaba la piel—. Tú vienes
conmigo.
Miré a Manny, que le estaba sonriendo a Omar, y asentí.
—Llévame a casa —dije, y, casi sin querer, me pregunté en qué
momento había empezado a pensar en ese lugar (y en Ángel) como mi
hogar.
20
ÁNGEL

Emma no dijo nada cuando le abrí la puerta del auto. Casi ni me miró. Al
acomodarse en el asiento, le temblaban tanto las manos que tuve que
ponerle yo el cinturón de seguridad.
—¿Qué pasa? —le pregunté. Le toqué el mentón e hice que me mirara
con esos ojos azules, ahora afligidos—. Estuviste maravillosa hoy.
Ella me corrió la mano.
—Solo quiero que nos vayamos —me dijo—. Por favor.
Pasaba algo más, estaba seguro.
—Emma —insistí, y ella empezó a temblar aún más—. Dime qué pasa.
Después de todo lo que hiciste por Manny hoy, haré cualquier cosa por ti.
Dime qué necesitas.
—Acabo de curarle una herida de bala a un nene de catorce años —
susurró—, después de estar en una reunión sobre tráfico de drogas
internacional. Siento que me voy a volver loca.
La observé un momento. No parecía asqueada ni asustada, solo
nerviosa. Perturbada, tal vez.
—¿Qué quieres que haga, esposa mía?
Ella cerró los ojos.
—Llévame a casa —me dijo.
Me sorprendí al escucharla llamar «casa» a nuestra propiedad. Era la
primera vez que lo hacía, al menos que yo recordara. Cerré la puerta del
acompañante y, sin más, subí al auto. No creía que el asunto estuviera
terminado, pero, por el momento, no podía hacer nada más.
Cuando estacionamos en la casa, Emma me agarró la mano.
—¿Puedes…?
—¿Si puedo qué, esposa mía?
—Llevarme arriba —respondió— y tocarme.
No me sorprendió tanto que me pidiera eso. Al principio, quizás Emma
se había mostrado tímida y virginal, pero no le tenía miedo a su propio
deseo.
—¿No habías dicho que te estabas volviendo loca?
—Sí… y necesito que me ayudes a recuperar la cordura.
Emma me miró fijo, y esa mezcla de confusión y deseo (la mezcla a la
que me estaba volviendo adicto) se veía patente en su mirada. No entendía
bien lo que me estaba diciendo, pero estaba claro que me necesitaba.
Acaricié su mejilla sonrosada.
—Ve a nuestro dormitorio —le dije—. Prepárate para mí.
Ella me miró aliviada y, antes de que tuviera tiempo de moverme, ya se
había bajado del auto y estaba caminando rumbo a la casa. Esbocé una
sonrisa al observar el vaivén de sus caderas y el modo en que la tela del
vestido se ceñía contra sus curvas.
Fui detrás de ella caminando despacio y, de pasada, me detuve en la
oficina de mi padre. Llamé a la puerta antes de entrar.
—¿Salió bien la reunión? —me preguntó, pero no parecía contento.
—Sí —respondí, ignorando su tono—. Miguel y yo acordamos construir
una fábrica en Venezuela y meternos en el mercado internacional. Podemos
ganar mucho dinero en Europa. Y también en Rusia.
Él cerró los ojos un momento, como si estuviera pensando, pero yo
sabía que estaba contando. Alguien le había dicho que contar hasta diez
ayudaba a calmar los nervios. Nunca funcionaba, pero él lo seguía
intentando.
—Luis Rojas me mandó una bandera blanca —dijo, sin responderme—.
Quiere que nos reunamos y hagamos las paces.
¿Hacer las paces? Me dieron ganas de escupirle la cara.
—Es una trampa.
—Yo tengo cita en el hospital —me dijo, ignorándome. Yo sabía que la
cita en realidad era una sesión de quimioterapia. Él se negaba a decir la
palabra, del mismo modo que veníamos esquivando la palabra «cáncer»
desde que se lo habían diagnosticado, pero yo lo había llevado a unas
cuantas sesiones. No parecía que estuvieran haciendo efecto, pero Padre
nunca daba el brazo a torcer. Ni siquiera cuando se estaba muriendo—. Así
que tú te vas a reunir con él en territorio neutral. Si te ataca ahí, estaría
declarando la guerra.
Sentí una oleada de ira.
—Me atacó y mató a la mitad de mis hombres en nuestra discoteca. Ya
declaró la guerra.
Mi padre esbozó una mueca amenazante, casi mostrando los dientes.
—¿Me estás gritando, mijo? —me preguntó en ese tono peligroso que
yo conocía bien.
Agaché la cabeza para mostrar mi arrepentimiento, aunque, en verdad,
no estaba arrepentido.
—No, Padre —respondí—. Solo opino que hay que tener cuidado con
este cambio de actitud. Todo saben que Luis Rojas no es un hombre
pacífico. ¿Es buena idea que accedamos a reunirnos con él?
Mi padre se quedó pensando un momento.
—Te vas a reunir con él —dijo— y vas a llevar a Omar. Si crees que
Luis te va a traicionar, mátalo.
Estaba claro que discutir no era una opción.
—Sí, Padre.
Después de mirarme fijo un momento, me indicó que me fuera y, tras
asentir, me marché. Al pensar en Luis Rojas, se me revolvió el estómago…
pero Emma me estaba esperando en el cuarto.
La encontré en la cama, ya desnuda y agitada. Tenía una mano entre las
piernas y parecía completamente frustrada, como si lo que estuviera
haciendo no fuera ni de cerca tan bueno como lo que podía hacerle yo. La
idea me hizo sentir una oleada de calor en la entrepierna.
—¿Qué pasa, esposa mía?
—Tardaste demasiado —replicó.
Agaché apenas la cabeza.
—Me disculpo —dije—. Entonces, ¿ya no precisas mis servicios?
Emma se apoyó en los codos y me miró con el ceño fruncido.
—¿Ya no te interesa? —me preguntó, y noté cierta vulnerabilidad y
tristeza en su tono de voz. Como si yo fuera a dejarla sola. Como si eso
fuera posible.
Me subí a la cama y me acosté a su lado.
—Dime lo que estabas haciendo cuando entré —le ordené.
Un manchón rosa se extendió sobre su nariz.
—Nada —murmuró, y esa muestra de timidez me dio ganas de
inmovilizarla contra el colchón, pero no me moví.
—No me mientas, esposa mía. Dime. —Ella se llevó las manos a la
cara, y me aguanté las ganas de agarrarle las muñecas y bajárselas.
Ella me miró por el rabillo del ojo, todavía sonrosada, pero con
expresión resuelta. En vez de decírmelo, me agarró la mano y la llevó a su
entrepierna. Estaba empapada y, cuando la toqué, se estremeció.
Prácticamente me estaba rogando que siguiera.
—No pudiste llegar muy lejos tú sola, ¿no? —la provoqué—. ¿Con tus
manos no te alcanza?
Emma se mordió el labio, y deseé que fuera yo, que me estuviera
mordiendo a mí. Pero, cuando me moví para besarla, ella apretó las caderas
contra mi mano.
—Ángel, por favor —gimoteó—. Necesito…
Pasé el dedo suavemente por el lugar donde me necesitaba, y ella gimió.
—Me necesitas —le dije sin más y, después de dudar un momento, ella
asintió—. Dímelo.
Ella se quedó en silencio, otra vez dubitativa, así que alejé el dedo y ella
tensó los muslos.
—Te necesito —suplicó.
Tenía los ojos llenos de lágrimas, y me di cuenta de que no estábamos
jugando. No era el momento de provocarla y atormentarla, por más que, por
lo general, a ella le encantara cuando yo hacía eso. Le podría haber dicho
palabras de consuelo, pero eso tampoco era lo que necesitaba. Sin más,
volví a poner los dedos donde ella deseaba y empecé a trazar círculos sobre
su clítoris; ella curvó la cintura.
—¡Ángel! —jadeó.
Seguí moviendo los dedos sin parar y noté que ella sentía más y más
placer. Se agarró de la manta que estaba sobre la cama y empezó a menear
la cadera, persiguiendo esa sensación que yo quería provocarle. Sin dejar de
trazar círculos con el pulgar, le metí un dedo y lo curvé para masajear su
punto sensible. Emma soltó un gemido como el de un animal herido, y la
sentí estremecerse.
—Eso es —le dije—. Acaba para mí.
Y eso hizo, con la cintura tan curvada que casi formaba un arco
perfecto. Cuando acababa, Emma era hermosa; no me imaginaba que
pudiera cansarme de verla así. Me alejé, con la idea de que nos diéramos
una ducha y nos fuéramos a dormir, pero Emma me agarró con
desesperación, como si aún estuviera al borde del abismo.
—Pero tú no…
Negué con la cabeza.
—No hace falta —dije—. Lo hice por ti.
Yo no solía dejar de lado mi propia satisfacción en la cama; el placer de
mi compañera era una extensión del mío. No obstante, lo había hecho por
Emma, para que recuperara la cordura, como había dicho ella. Emma
pareció confundida y eso me molestó. «¿Piensa que no soy capaz de tener
un lindo gesto con ella?», me pregunté.
—Prepárate para acostarte —le dije, y me levanté—. Quiero sacarme el
traje.
Antes de que pudiera responderme o hacer algo más, salí de la
habitación y me dirigí al baño. Si me quedaba con ella, íbamos a tener sexo
y, aunque a ninguno de los dos nos habría molestado, quería demostrarle
algo… y demostrármelo a mí también.
Me bañé rápido, sin mucha parsimonia; solo quería aplacar el deseo que
sentía. Para cuando terminé de lavarme los dientes y de ponerme el pijama,
ya casi lo había conseguido. Volví al cuarto y vi a Emma, que se había
quitado el maquillaje y estaba bajo las sábanas. Me estaba dando la espalda.
—¿Emma?
No hubo respuesta. Cuando me acosté, vi que estaba dormida. Su pelo,
que emanaba una fragancia dulce, estaba desparramado sobre las
almohadas. Sin pensarlo, me acurruqué contra ella y la abracé. En sueños,
ella se retorció contra mí, buscándome. «¿Cómo puede ser que esté tan
linda hasta cuando duerme?». Le besé el hombro desnudo, un gesto dulce
que, seguramente, nunca habría tenido si ella hubiera estado consciente.
Una sonrisa me revoloteó en los labios un momento, pero me obligué a
hacerla desaparecer. ¿Qué se me pasaba por la cabeza? No podía hacer esas
cosas. No podía permitirme ser tierno con ella. Era un error.
Y aun así… parecía que no podía despegarme de ella. Le besé el
hombro otra vez y ella se apoyó más fuerte contra mí, como si la
reconfortara tenerme cerca.
—Que descanses, esposa mía —le dije en voz baja, con toda la
intención de darme vuelta y dormir en mi lado de la cama.
Pero, cuando corrí el brazo, ella emitió un sonido triste, como un
lamento, y volví a acercarla a mí. Todavía dormida, Emma se dio vuelta, me
abrazó y apoyó la cabeza en mi pecho. Me quedé helado; solo la había
abrazado así una vez y, aunque ella me pedía que la abrazara cada tanto, yo
siempre inventaba excusas para no hacerlo. Estar tan cerca de ella, sin sexo
de por medio, me parecía demasiado íntimo. Como si estuviera
despojándome de muchas capas y ella pudiera verme de verdad. No era un
comportamiento apropiado para el futuro líder de la familia Castillo. «Date
vuelta y duérmete. Mañana te levantas temprano», me dije, y sonó
exactamente como algo que habría dicho mi padre.
—Hasta aquí se escuchan tus pensamientos —me dijo Emma con voz
suave, somnolienta, y me sobresalté.
—No estoy pensando en nada.
Ella resopló y me miró.
—Mentira —me dijo, y me agarró del brazo para que me quedara quieto
—. Pero me gusta esto. Por favor, quédate así. Solo por hoy.
Sabía que no debía hacerlo, pero no encontraba la manera de alejarme
de ella, mucho menos cuando me lo suplicaba tan dulcemente. Emma era
muchas cosas, pero dulce no era una de ellas. Exigente y sarcástica,
temerosa a veces. Pero ¿dulce? La única persona con la que la había visto
ser dulce de verdad era Lara. Con todos los demás, incluido yo, exhibía una
falsa dulzura. Nos mostraba la personalidad que creía que debía tener en su
nuevo rol.
A mí me molestaba más de lo que podía expresar en palabras verla
actuar de ese modo, pero sabía que lo hacía por Padre, para evitar insultarlo
sin querer. Era culpa mía que Emma sintiera que no podía ser ella misma…
y también era más seguro. Pero estaba empezando a detestarlo.
—Abrázame y listo, ¿sí? —insistió.
—Está bien.
21
ÁNGEL

Estar sentado frente al hombre que me había mandado a matar era una
bofetada en la cara. Peor que cualquier bofetada de verdad que me
hubiera dado mi padre. Luis Rojas era una basura oportunista que llevaba
semanas intentando matarme a mí y a mis hombres… y ahora quería hacer
las paces.
—Me sorprende que Gustavo haya mandado a un niño que apenas si
dejó los pañales —dijo Luis—. ¿Tu padre ni siquiera se digna a reunirse
conmigo? ¿Es eso?
Iba a meterle una bala en medio de los ojos. No me costaba nada
imaginarme toda la situación. Podía matarlo antes de que nadie llegara a
reaccionar. Luego, me encargaría del joven que estaba sentado junto a él:
Matteo Rojas, el único hijo de Luis y heredero del imperio familiar. Con
ellos dos muertos, la familia Castillo ya no tendría competencia en la zona,
y ya no habría más intentos de homicidio.
El número de patente que me había pasado Manny correspondía al
vehículo de un hombre relacionado con la familia Rojas. No era solo lo que
había pasado en la discoteca; también habían tratado de matar al más joven
de nuestra familia. Eran una banda de hijos de puta, todos ellos.
—Mi padre confía en mí para hacer lo que sea necesario —dije. Miré a
Matteo, que tenía la misma edad que Lili—. Veo que trajiste a tu hijo de
testigo.
Luis rechinó los dientes, y vi que se le tensó la mandíbula.
—Matteo está aprendiendo.
Asentí.
—Yo también aprendí. —Me recliné en la silla con actitud casual,
despreocupada—. ¿Qué hacemos aquí, Luis? Estoy recién casado y me
muero por volver con mi esposa.
Era cierto. Me había levantado con cuidado para no despertar a Emma, y
ella se había quedado en la cama. Al despertar, seguía abrazado a ella, y ver
su rostro relajado, con la guardia baja, me había conmovido. Verla así era
como ver una trampa para osos y desear meterse.
—Quiero que haya paz entre nuestras familias —dijo Luis.
Reprimí el insulto que se me vino a los labios como un reflujo de bilis.
—Uno de tus hombres le disparó a mi primo anoche —repliqué—.
Mandaste a un espía a asesinarme en mi propia discoteca. ¿Y ahora quieres
paz?
—¿Le estás diciendo mentiroso a mi papá? —preguntó Matteo, y sonó
como un niño pequeño. Al menos, Lili sabía controlarse más: jamás habría
interrumpido a dos hombres hablando.
Luis le dio una palmada en la cabeza y el chico casi sale volando.
—Están hablando los grandes, Matteo —le dijo, sin quitarme los ojos de
encima—. Te dije que te quedes callado y prestes atención.
Esbocé una sonrisa, pero no intenté provocar al muchacho. No quería
que Luis pensara que era mejor que yo.
—Sigo esperando tu respuesta, Luis —insistí—. ¿Por qué ahora?
Luis suspiró.
—Estoy cansado de competir. Tanto pelear está perjudicando nuestros
márgenes de ganancias. Piensa en todo lo que podríamos lograr si
dejáramos de intentar matarnos.
No le creí ni una palabra.
—¿O sea que esto no tiene nada que ver con que le temes a las
represalias por los hombres que mataste?
Luis hizo un ademán desdeñoso, como si yo estuviera exagerando.
—Me disculpo por los malentendidos entre nuestras familias —me dijo
—. Pero tengo una propuesta que nos beneficiará a ambos, si estás
dispuesto a escuchar.
Iba a hacerlo tragarse su propia lengua.
—Claro que vamos a escuchar —dijo una voz detrás de mí.
«Mierda». Padre se sentó al lado mío, y me esforcé por mantener una
expresión neutral. Si me ponía tenso, así fuera por un segundo, él se iba a
dar cuenta, y tendría que atenerme a las consecuencias cuando volviéramos
a casa.
—Te dije que Luis quería hacer las paces, ¿o no? —continuó.
—Sí, Padre —dije entre dientes.
—Pensé que no ibas a venir, Gustavo —dijo Luis. Me señaló, y hundí
las uñas en la palma de la mano para no explotar—. Este dijo que confiabas
en su criterio.
—Y confío —respondió mi padre—, pero atrasaron la cita que tenía, y
me daba intriga la oportunidad de negocios que mencionaste. Me gustaría
saber más. —Tras mirarme, se corrigió—: Nos gustaría saber más.
Yo no quería saber nada. Me imaginé decapitando al desgraciado de
Rojas, pero, ahora que mi padre estaba en la reunión, no podía hacer mucho
más.
—Cuéntanos —dije.
Luis miró a Matteo, que nos estaba observando en silencio desde su
último comentario.
—Como sabrán, tenemos un negocio importante en… el rubro del
transporte, y no damos abasto con el personal, sobre todo porque tenemos
muchos proyectos. Nos gustaría que ustedes se hagan cargo de ese negocio.
—¿Transporte? —pregunté.
Por lo que habíamos averiguado de los Rojas, sabía que hacían de todo
un poco. Mientras que nosotros nos habíamos enfocado en un solo mercado
(el traslado de sustancias) y habíamos creado un negocio legítimo como
fachada, ellos habían incursionado en todo tipo de asuntos. Pero no sabía
que también estuvieran metidos en contrabando.
Luis asintió.
—Ayudamos a personas que quieren entrar al país y, cuando ya están en
terreno estadounidense, les conseguimos trabajo.
Se me hizo un nudo en el estómago.
—Tráfico de personas —dije.
Mi padre me apretó el brazo.
—Estamos en público, mijo —dijo sin mirarme—. Cuidado con lo que
dices.
Sentí un calor abrasador en el rostro; por un momento, olvidé dónde
estábamos. Agaché un poco la cabeza, pero sin desviar la mirada de Luis.
—Y en esos trabajos que les consiguen —dije—, ¿pueden renunciar en
cualquier momento?
Luis se encogió de hombros.
—Si ya pagaron los aranceles por la reubicación, son libres de
marcharse —respondió—. No retenemos a la gente en contra de su
voluntad.
No le creí ni un por segundo.
—Y, por lo general, ¿cuánto tarda la gente en saldar sus deudas?
Luis se encogió de hombros otra vez, con una sonrisa complacida
dibujada en el rostro.
—Eso lo decide la persona que está en deuda, ¿no? El tiempo que
tengan que trabajar dependerá de las ganas con las que trabajen.
Nadie lograba zafarse del acuerdo; eso era lo que decían sus palabras.
Cuando miré a mi padre, me dieron náuseas. Él estaba sonriendo.
—Padre, no puedes hablar en serio. —Él me miró, sorprendido—.
Padre…
Pero ¿cómo podía explicarle por qué me oponía? Admitir que la idea de
vender personas (y, sobre todo, de vender mujeres) me revolvía el estómago
hubiera sido una señal de debilidad. «Nunca le muestres al enemigo lo que
amas o lo que temes», pensé. Era una de las primeras lecciones que me
había enseñado mi padre.
Pero la imagen de mi madre, inerte en la bañera, estaba grabada a fuego
en mi retina. Su sangre había teñido de rosa el agua. Tenía los ojos abiertos,
y nunca iba a olvidar la neblina gris y descolorida que vi en ellos. Su
familia se la había entregado a Padre porque creía que, así, ellos iban a
poder tener una mejor vida. Mi madre había soportado en manos de mi
padre todo el tiempo que pudo, pero nunca tuvo escapatoria. Desde el
momento en que se convirtió en su esposa, estaba atrapada. Yo nunca iba a
saber cuál había sido el punto de inflexión para ella, pero, en algún
momento, su vida se había vuelto tan terrible que decidió que solo había
una solución.
Yo no podía ser parte de una industria que destrozaba la vida de la gente
de esa manera. El espíritu de mi madre me atormentaría por siempre si lo
hiciera. Pero tampoco podía decirle nada de eso a Luis Rojas. Si lo hacía,
Padre se encargaría de que arrojaran mi cuerpo en los Everglades.
—Le dispararon a Manny —dije en cambio, y me puse de pie—.
Mataron a seis de mis hombres e intentaron matarme. —Miré a Luis y a
Matteo, y luego a mi padre—. Nunca habrá paz entre nuestras familias.
Me alejé de la mesa sabiendo que el castigo que me esperaba sería
terrible. No fatal, con suerte, pero sí terrible. En el estacionamiento, agarré
el teléfono y llamé a Emma.
—No sabía si iba a tener noticias tuyas hoy —me dijo cuando atendió.
—¿Por qué?
—Por lo general, si no te veo antes del desayuno, vuelves muy tarde —
respondió—. ¿Estás bien? No sueles llamarme.
Era demasiado observadora para su propio bien.
—Tal vez solo quería escuchar tu voz, esposa mía.
Ella resopló.
—No creo que me llames por eso —dijo—. ¿Qué pasó?
—No… No sé por qué te llamé —le dije con franqueza—. De verdad
quería escuchar tu voz.
Ella contuvo la respiración un segundo.
—Ah —dijo—. Te extrañé.
«Imposible», pensé.
—¿De verdad?
—Sí. Tu hermana se pasó toda la mañana dándome una paliza en el
gimnasio.
—¿Por qué?
—Me está enseñando defensa personal —respondió—. Me pareció
buena idea aprender.
Aunque no me gustaba la idea de que otra persona tocara a mi esposa, ni
siquiera mi hermana, no podía negar que le iba a venir bien aprender
defensa personal.
—No dejes que te golpee mucho —le dije—. No quisiera llegar a casa y
que estés llena de moretones.
«Si es que llego a casa», agregué por dentro. Ella rio.
—Estoy haciendo lo que puedo. Después de todo, es mi primer día. —
Se hizo una pausa y me quedé escuchando su respiración—. Ángel, de
verdad, ¿estás bien?
—Estoy bien, esposa mía —le dije—. Ve a divertirte con Lili.
La imaginé poniendo los ojos en blanco.
—Me voy a divertir un montón —respondió—. ¿Nos vemos más tarde?
—Sí.
Colgué la llamada, sintiéndome más confundido que antes. ¿Por qué la
había llamado? ¿Por qué había sentido la necesidad de escuchar su voz?
Había vivido muchos años perfectamente feliz sin tener a Emma en mi vida.
¿Por qué, entonces, ahora sentía tanto alivio al escuchar su voz?
—Mijo. —Me di vuelta y la mano de mi padre impactó contra mi
mejilla. Se me sacudió la cabeza y saboreé sangre—. Ven conmigo al
médico —me ordenó—. Tenemos que hablar.
Sentí la boca llena de sangre, y escupí el piso.
—Sí —dije—. ¿Manejaste tú hasta aquí o te trajo el tío André?
—Vas a manejar tú —respondió.
Nos subimos a mi camioneta y arranqué el motor.
—¿Vamos a la Clínica Sylvester o a la Clínica Baptista?
Mi padre había ido a los dos lugares para tener una segunda (y una
tercera) opinión, así que yo no sabía con certeza qué hospital lo estaba
tratando.
—A la Sylvester —respondió—. Ese otro médico no sabía nada. Me
dijo que me quedaban seis meses y ya pasaron siete.
—Los médicos no son adivinos, Padre —observé.
—¿Quieres que te rompa la otra mejilla? —masculló.
—No, Padre. Lo siento.
Él carraspeó.
—Eso está por verse.
22
ÁNGEL

—¿Qué se te pasó por la cabeza? —exigió saber mi padre. No había


dicho ni una palabra en todo el viaje. En la recepción de la
clínica, tenía que comportarse normal, así que esperó a que se fuera la
enfermera para hablarme—. Lo que hiciste fue una falta de respeto.
Si hubiéramos estado en su oficina, rodeados de hombres que seguían
todas sus órdenes al pie de la letra, quizá hubiera estado igual de nervioso
que cuando me fui de la reunión con Rojas. No obstante, sentado en una
silla de hospital, conectado a la bolsa roja de quimioterapia, Padre se veía
viejo y frágil. «Sería más fácil si te murieras de una vez», pensé. Contemplé
la idea de ponerle una almohada sobre la cara. ¿Cuánto tiempo iban a tardar
las enfermeras en venir corriendo? ¿El suficiente para que yo pudiera
terminar el trabajo y escapar? «Seguramente no».
—Los Rojas son peligrosos —respondí—. Nos han demostrado una y
otra vez que nos quieren muertos. ¿Por qué Luis de pronto iba a querer
cedernos una parte de su negocio? No tiene sentido, y me niego a poner en
peligro a nuestra familia.
—¿Te niegas? —preguntó mi padre—. ¿Te escuché bien?
Un golpe no lo iba a matar, pero sentir el crujido de su nariz al impactar
contra mi puño habría sido muy satisfactorio.
—Por favor, Padre, sé razonable —dije—. Luis nos va a traicionar. Eso
es seguro.
—Luis es como un perro maltratado —repuso él—. Si ejercemos la
fuerza adecuada, va a acceder a todo lo que pidamos. Podríamos arrebatarle
todos sus negocios en lo que canta un gallo.
O sea que ese era el objetivo de mi padre: dejar que los Rojas pensaran
que habíamos hecho las paces y luego quitarles todo cuando menos se lo
esperaban.
—¿Y si él tiene la misma idea? —retruqué—. ¿Si quiere robarnos lo que
es nuestro?
Estaba claro que a Padre le parecía una ridiculez lo que yo acababa de
decir.
—Luis tuvo que contratar a un espía para poder ganarte de mano. Si se
desatara un conflicto, sus hombres no podrían contra los nuestros.
Los seis hombres que habían muerto en Eliseo seguro no estarían de
acuerdo.
—No necesitamos el negocio de los Rojas —insistí—. Nos conseguí un
contacto directo con Venezuela. Ya no tenemos que tratar con
intermediarios. Y, cuando lleguemos a otros mercados, vamos a poder
cobrar el triple por nuestros productos. Los Rojas no tienen ni un cuarto de
lo que podríamos tener nosotros.
Nunca iba a saber si lo había impresionado de verdad o si la
quimioterapia lo volvía un poco lento y por eso tardó en reaccionar, pero mi
padre se quedó mirándome, pestañeando sin decir nada, por dos minutos.
Por fin, dijo:
—Tienes grandes aspiraciones, mijo. Pero no quiero que te pongas unas
alas de cera y vueles directo al sol.
—Si se cae el negocio con Miguel y Ademir, tampoco quedaríamos mal
parados. Ellos no quieren dominar Miami; están contentos con sus negocios
en Sudamérica. En cambio, si perdemos contra Rojas, perdemos todo.
—Luis Rojas jamás podría quitarme lo que es mío —dijo mi padre con
convicción, pero sonó trastornado, como si no estuviera en sus cabales.
—Padre —le dije—, es imprudente involucrarnos con los Rojas, y no lo
voy a hacer.
—Ángel…
Mi padre se estaba poniendo rojo de furia. Habían pasado años desde
que me había atrevido a desafiarlo así, pero ahora él no estaba flanqueado
de guardias. Estábamos los dos solos, e iba a tener que escucharme.
—No —dije, tratando de parecer firme—. Padre, no me voy a involucrar
con los Rojas ni con el tráfico de personas.
Él me miró con los ojos entrecerrados.
—¡Así que ese es el problema! —exclamó, como si hubiera hecho un
gran descubrimiento.
—No es el único problema —dije—, pero es una parte importante.
—Es un poco tarde para preocuparte por la integridad, mijo.
Negué con la cabeza.
—No me preocupa la integridad, Padre —respondí—. Pero no es un
camino que esté dispuesto a seguir. No me parece que sea bueno para la
familia, y nos va a causar más problemas que otra cosa. Traficar drogas es
fácil. Las drogas no se resisten. No tienen familia. No tratan de escapar.
Mi padre se quedó callado un buen rato. Pensé que se había quedado
dormido, pero entonces dijo:
—Esa mujer te ablandó.
Resoplé.
—¿Qué dices?
—¿Piensas que no me doy cuenta de cómo la miras? ¿Piensas que no
escuchamos los sonidos que salen de tu cuarto? —me preguntó, desafiante
—. Cuando estás en la misma habitación que ella, no puedes concentrarte
en los negocios.
—Emma no tiene nada que ver —respondí—. No ha hecho más que
tratar de complacer a todos desde que nos casamos.
—Cometió errores —insistió él, como si unos cuantos errores
insignificantes fueran imperdonables—. Es débil.
—Si pensabas eso —respondí, intentando disimular el enojo, pero
fracasé—, ¿por qué quisiste que me casara con ella? La podría haber
mandado a otro lado. Le podría haber puesto seguridad las veinticuatro
horas. Podría haber hecho un millón de otras cosas para mantenerla a salvo
y saldar mi deuda, pero tú decidiste que casarme con ella era la mejor
opción.
Del enojo, Padre pareció inflarse y volverse más grande.
—Pensé que te iba a hacer bien casarte —dijo—. Tienes que asegurar tu
legado, como yo aseguré el mío.
—Es cuestión de tiempo hasta que Emma quede embarazada —repuse
—. Pero ¿por qué no puedo pasarla bien con ella? ¿Por qué no puedo…?
Mi padre me lanzó una mirada despiadada.
—La amas, ¿no? —preguntó. Casi parecía contento. Ese repentino
tonito alegre me hizo estremecerme como si me caminaran arañas por la
espalda.
—¿Eso qué importa?
Al oírme, él hizo una mueca de desdén.
—Ni siquiera puedes mentir al respecto, ¿no?
Suspiré.
—No importa si la amo o no —dije—. Estoy casado porque tú me
ordenaste que me casara con ella, y estoy haciendo lo mejor que puedo con
la situación.
Con cada palabra que decía yo, mi padre parecía más y más disgustado.
Yo sabía que él la había pasado bien en sus tiempos. Nunca había llevado a
ninguna mujer a la casa, claro, pero eso no significaba que no tuviera sus
amoríos.
—Estás dejando que te llene la cabeza, mijo —insistió—. Esa mujer va
a ser tu ruina.
En ese momento, una enfermera llamó a la puerta e interrumpió nuestra
conversación.
—¿Cómo estamos por aquí? —preguntó en tono alegre, y empezó a
toquetear los distintos aparatos que estaban conectados a mi padre.
—Con ganas de irme a casa —refunfuñó mi padre, mirándome de reojo.
Estaba planeando su castigo, se notaba. Yo estaba bastante seguro de que no
planeaba matarme, pero, si lograba salir de lo que me esperaba con un par
de costillas rotas nada más, me iba a considerar afortunado.
—Ya casi estamos —dijo la enfermera—. Recuerde que este cóctel de
medicación que le estamos dando es bastante fuerte, así que será mejor que
pase el resto del día en la cama, y seguramente mañana también. —Luego,
me miró y agregó—: ¿Puedo contar con usted para que se relaje?
Obviamente, la respuesta era «no», pero igual sonreí y asentí.
—Me aseguraré de que se tome las cosas con calma —le prometí.
—No hablen de mí como si no estuviera presente —explotó mi padre—.
No soy un inútil. —La enfermera se sonrojó. Era muy linda; de no haber
sido por Emma, tal vez le habría pedido su número. Al parecer, Padre notó
que yo la estaba mirando, porque le dijo—: A mi hijo le parece atractiva.
¿Le gustaría salir con él?
Ella abrió grandes los ojos.
—Eh… —balbuceó—. Eh…
Levanté las manos como rindiéndome.
—Estoy casado, señorita —le dije—. Por favor, acepte mis disculpas.
Mi padre y yo estábamos discutiendo y está tratando de hacerme pasar
vergüenza.
La mujer se sonrojó aún más, y me dije que seguro estaba harta de
nuestras tonterías.
—Su padre se va a sentir muy mal en las próximas horas. No podrá
retener la comida y seguramente le dé mucho dolor de cabeza. Es
importante que se mantenga hidratado.
Asentí.
—Sí, señorita —respondí. Cuando empezó a quitarle el suero, le
pregunté—: ¿Ya lo puedo llevar a casa?
—El doctor Spalding quiere hablar con ustedes —dijo, sin levantar la
vista—. Si pueden, espérenlo y después de eso ya podrán irse.
Cuando la enfermera se marchó, volteé a mirar a Padre.
—¿Desde cuándo invitas a salir a mujeres por mí? —le pregunté. Mi
voz salió demasiado fuerte y los dos nos sorprendimos.
—¿Estás gritando? ¿Ahora me gritas?
No tenía modo de responderle. Podía pedirle disculpas, pero ambos
sabríamos que no eran sinceras, y mi padre no soportaba a los mentirosos.
—Vamos a hablar con tu médico, Padre —dije, y suspiré—. Podemos
hablar del resto en casa.
Él me lanzó una mirada asesina.
—Sí —dijo—. Eso haremos.
Nos quedamos sentados en silencio hasta que llegó el doctor Spalding,
aturullado y con un sobre bajo el brazo, veinte minutos después. Me levanté
y le estreché la mano.
—Me alegra que Gustavo haya venido con alguien esta vez —dijo él—.
Usted debe ser uno de sus hijos.
—Ángel —respondí—. Soy el mayor. —Miré a Padre; otra vez tenía ese
aspecto lastimero, frágil, como si se encogiera frente al médico—. ¿Cómo
va el tratamiento de mi padre? ¿Algo de esto está haciendo efecto? —
pregunté, señalando la bolsa vacía que colgaba del suero.
El médico respiró profundo y caminó hacia el negatoscopio que colgaba
de la pared. Sacó una radiografía del sobre y la puso en la caja de luz.
Luego, pasó los siguientes cinco minutos explicándome el diagnóstico de
mi padre. Era desolador. Su hígado ya no estaba funcionando, y parecía que
el cáncer se había propagado a su intestino delgado. Aunque el doctor
Spalding estaba usando jerga médica y no podía seguirlo del todo,
comprendí lo esencial del mensaje: a Padre no le quedaba mucho tiempo e
iba a ser mejor que hiciéramos todos los arreglos necesarios cuanto antes.
—¿Qué se puede hacer? —pregunté—. ¿Más quimioterapia? ¿Una
cirugía?
El doctor Spalding me apoyó la mano en el hombro y me dio un apretón.
—Gustavo y yo ya hablamos largo y tendido del tema. La quimioterapia
le puede dar más tiempo, pero no es la solución. Lo cierto es que vemos
nuevos tumores en distintas partes del cuerpo, y eso nos muestra que la
quimioterapia no está dando el resultado que esperábamos. —Miró a mi
padre, que, como un terco, insistía en quedarse callado. Como si pensara
que, si ignoraba al médico, las noticias iban a ser distintas—. Lo lamento,
pero no hay mucho más que se pueda hacer. Si quiere seguir con la
quimioterapia, es su decisión, por supuesto, pero sería someterse a una
tortura sin grandes resultados.
—¿Los médicos pueden… rendirse, así nada más? —le preguntó mi
padre, todavía sin mirarlo—. Pensé que el juramento decía: «No hacer
daño».
El doctor Spalding asintió.
—Sí, por eso sugiero que interrumpamos el tratamiento. Lo único que
conseguiremos es que sus últimos días sean un sufrimiento —respondió.
Luego, me dio una pila de papeles y dijo—: Todo lo que hablamos está
aquí. Deberían sentarse con la familia para decidir qué hacer.
Cuando se fue el médico, Padre se levantó y me ordenó:
—Tira eso. No lo llevaremos a la casa.
Si hubiera habido una manera de ocultarlo, habría guardado los
documentos, pero, como me estaba mirando, rompí las hojas y las tiré al
tacho de basura.
—Vamos —me dijo—. Tenemos que hablar de muchas cosas.
No tenía sentido discutir, y dudaba que mi padre quisiera hablar de lo
que acababa de decirnos el médico. No obstante, durante todo el camino a
casa, me imaginé cómo sería todo dentro de un tiempo. La vida de mi padre
se estaba escurriendo lentamente, y el premio mayor estaba cada vez más
cerca.
23
EMMA

Ángel estaba acostado junto a mí, roncando. No despertaba con él a mi


lado desde nuestra luna de miel y, como me iba a dormir sola, esperaba
despertar de la misma manera. Traté de relajarme, pero cada pequeño
movimiento que hacía parecía generar un movimiento más grande. Para
compensar, me quedé completamente inmóvil, pero estaba muy incómoda y
empecé a dar vueltas.
—Estoy despierto —me dijo Ángel, aunque seguía con los ojos cerrados
—. Relájate.
—Perdón —le dije. Cuando me di vuelta a mirarlo, solté un grito
ahogado—. Ángel, ¿qué mierda te pasó? —Mi esposo tenía la cara
destrozada. Tenía un corte en el labio, y casi no podía abrir uno de los ojos
de lo hinchado que estaba.
—Estoy bien —me aseguró, pero, cuando trató de ponerse boca arriba,
hizo una mueca de dolor.
—No estás bien —dije, y me incorporé en la cama—. ¿Tu padre te hizo
esto? ¿Otra vez?
Él me fulminó con la mirada.
—Eso no es asunto tuyo.
Apreté los puños.
—¿Te duele mucho? —le pregunté, intentando hablar con tranquilidad
—. ¿Traigo el kit de primeros auxilios?
Ángel negó con la cabeza.
—Estoy dolorido, nada más. No tengo ninguna fractura y me limpié la
sangre antes de acostarme.
—¿Qué puedo hacer? —le pregunté. Odiaba sentirme impotente, y
también odiaba que el muro que había estado derribando de a poco hubiera
vuelto a erigirse entre él y yo. Ángel estaba a cinco centímetros de mí, pero
estaba tan lejos que no podía sentirlo. Me dolía el pecho de las ganas de
tocarlo, y traté de no detenerme en esa emoción, pero era difícil—. Déjame
ayudarte.
Ángel se quedó mirándome desde donde estaba, boca abajo.
—Estoy…
—Ni se te ocurra decirme que estás bien —le dije. Lo miré otra vez y le
tironeé la camiseta—. Quítate la ropa.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Hazlo y listo —le ordené, lo cual me valió una mirada asesina de su
parte, pero igual se quitó la camiseta. Reprimí el gemido que amagó con
escapar de mi garganta: mi esposo tenía la espalda cubierta de moretones.
Uno parecía tener la forma de una suela de zapato—. Quédate aquí, ¿sí?
Me levanté de la cama y fui deprisa al baño. Bajo el lavabo, Ángel
guardaba un pomo de crema de árnica. Odiaba pensar que su padre lo
golpeaba tan seguido que ameritaba tener un pomo entero ahí, pero estaba
contenta de tenerlo. Una parte de mí esperaba encontrar a Ángel durmiendo
al regresar, pero él seguía en la misma posición, solo que había agarrado su
teléfono. Sin decir ni una palabra, volví a subir a la cama y pasé la pierna
sobre sus caderas para acomodarme sobre su espalda.
—¿Qué haces? —me preguntó.
—Shhh. —Me puse un poco de crema en las manos y, con cuidado, le
toqué la espalda. Ángel soltó un insulto, pero no se movió, así que comencé
a frotar la crema sobre sus moretones con delicadeza—. Esto te va a ayudar
a soltar un poco de tensión —le dije.
Ángel murmuró por lo bajo, medio dormido. Había apoyado la cabeza
sobre los brazos y tenía los ojos cerrados.
—Gracias, esposa mía —susurró.
En un arrebato de cariño, me agaché y le besé el hombro.
—De nada —respondí—. Me gusta que me dejes cuidarte. Con los
demás, puedes mostrarte fuerte, pero a mí me gusta ver este otro lado tuyo.
Ángel me miró.
—No tengo otro lado, Emma.
Puse los ojos en blanco.
—El Ángel que me amenazó con enterrarme en los Everglades jamás
me habría permitido sentarme así en su espalda. —De pronto, me encontré
acostada boca arriba, con Ángel abalanzándose sobre mí—. Ángel…
Él me puso la mano en la garganta; no estaba haciendo fuerza, no me
estaba ahorcando, pero la amenaza estaba ahí. Se me aceleró el pulso.
—Si pensara aunque sea por un segundo que traicionarías a mi familia
—me dijo en voz baja, peligrosa—, los pedazos que quedarían de ti serían
tan pequeños que nadie podría encontrarlos, incluso si se molestaran en
buscar.
Tragué saliva. Por Dios, aterrada y todo como estaba, sentí una oleada
de deseo. No debía sentirme atraída por esa mirada feroz y retorcida. Ángel
parecía un psicópata, y yo estaba segura de que muy lejos no debía estar de
serlo. Pero esa mirada feroz tenía algo que me aflojaba las rodillas.
—Eres muy violento —le dije en voz baja—. ¿Serías igual de violento si
fuera yo la que corriera peligro?
Una expresión peculiar le atravesó el rostro, y corrió la mano de mi
garganta para sujetarme las muñecas.
—Eres mía —dijo, y se agachó para besarme el cuello, en el lugar donde
mi pulso latía desbocado. Me recorrió la garganta con los labios y sentí que
me estaba marcando con sus besos—. Y yo protejo lo que es mío.
Sus palabras me hicieron estremecerme.
—Demuéstramelo —le dije, como si mi cerebro y mi boca estuvieran
desconectados. Ángel estaba lastimado, y ahí estaba yo, pidiendo sexo a
gritos. En lugar de decirme que estaba dolorido o de poner de excusa el
trabajo, Ángel esbozó una sonrisa peligrosa.

Abrí el grifo de agua caliente al máximo y me paré bajo la ducha, dejando


que el agua se llevara con ella todo mi dolor muscular. Busqué la botella
ridículamente cara de gel de ducha; la etiqueta estaba en francés y me
dejaba una sensación gloriosa en la piel. Además, parecía que a Ángel le
gustaba el aroma, porque, después de la primera vez que lo usé
(obviamente, Lara había abastecido el baño con cosas para mí tras nuestro
casamiento), habían aparecido diez botellas más bajo el lavabo.
Apreté la botella, pero no salió nada.
—Uf —suspiré.
Iba a tener que salir para agarrar un gel nuevo, aunque, gracias al piso
de losa radiante, salir de la ducha se volvía mucho más placentero. La vida
en la mansión me estaba malcriando a paso lento pero seguro. Antes,
cuando vivía con mi madre, tener que salir de la ducha para buscar jabón o
champú me parecía lo peor; a veces, hasta me arruinaba el día entero.
Ahora, ya no tenía que preocuparme por tener frío; solo extrañaba el calor
intenso de la ducha.
Abrí el gabinete que estaba bajo el lavabo y agarré una botella de gel de
ducha, pero, entonces, mis ojos se toparon con la caja cerrada de tampones
que había aparecido al lado. No era la marca que yo solía usar, pero los
había comprado Lara. Yo no había necesitado comprar tampones desde que
me había mudado allí.
El aire acondicionado me mantuvo calentita, y luego volví a entrar a la
ducha de un salto. Gemí de placer cuando el agua caliente me lamió el
cuerpo otra vez. La mansión nunca se quedaba sin agua caliente; era uno de
los lujos que había descubierto desde mi mudanza.
Mientras me enjabonaba con la esponja, se me vinieron a la cabeza los
tampones que había visto en el gabinete. «¿Por qué no los usé todavía?». Ya
debía estar por llegar ese momento del mes, ¿no? Me quedé mirando las
burbujas desaparecer por el desagüe y me di cuenta de dos cosas a la vez:
primero, de la fecha, y segundo, de que tenía un atraso de una semana. Para
la mayoría de las mujeres, una semana no era nada, pero, desde la primera
vez que me había venido el período, en séptimo grado, yo siempre había
sido muy regular.
Me temblaron las manos mientras me enjuagaba el acondicionador.
«¿Estoy embarazada?», me pregunté. No me habría sorprendido que fuera
así; después de todo, Ángel y yo nunca habíamos usado protección. No
terminaba de decidir si estaba feliz o no, pero tampoco tenía sentido
preocuparme antes de hacerme un test de embarazo y sacarme la duda.
Cerré el grifo, agarré una de las toallas esponjosas y me envolví en ella.
Me sequé el cuerpo y también el pelo, en lugar de recogérmelo en un rodete
desprolijo. Por suerte, ese día Ángel no había ido a ninguna de sus
discotecas y estaba en su oficina. Lo encontré sentado frente a su escritorio,
con los ojos clavados en la pantalla de la computadora.
—Ángel.
Él me miró y se le curvó la comisura del labio. Si se dio cuenta de que
estaba sonriendo, no lo demostró.
—¿En qué te ayudo, esposa mía?
—¿Te molesta si voy a Midtown? Me gustaría comprar ropa deportiva
para ir al gimnasio con Lili.
Ángel asintió.
—Claro —dijo. Abrió un cajón del escritorio y sacó una tarjeta metálica
de color negro que tenía grabado mi nombre, como si hubiera estado
esperándome—. Ve con David.
Bueno, al menos iba a ser fácil comprar el test de embarazo estando con
él; bastaban unas piernas largas y una sonrisa bonita para distraerlo.
—Perfecto. No debería tardar más de un par de horas.
Empecé a caminar hacia la puerta y Ángel me preguntó:
—Emma, estás usando la medalla de San Cristóbal que te regalé, ¿no?
Toqué la cadena que colgaba de mi cuello. La tenía metida bajo la
camisa.
—Claro que sí. Nunca me la quito —le aseguré, y era cierto. No me la
quitaba ni para bañarme.
Al oírme, esbozó una sonrisa tierna.
—Gracias —dijo, y me acercó a él para poder besarme la mejilla—. Que
te diviertas —me murmuró al oído.
Al salir de la oficina, me temblaron un poco las rodillas. Quizá hubiera
sido mejor decirle la verdad, pero, hasta no tener el resultado del test, no
quería ilusionar a nadie. Aunque ¿le haría ilusión tener un hijo? Ambos
sabíamos que formar una familia no era nuestra decisión, sino que era
inevitable, pero Ángel nunca había dicho explícitamente que quisiera tener
hijos.
David me estaba esperando en el vestíbulo. Al parecer, Ángel le había
mandado un mensaje para decirle que estuviera listo, y el hombre se había
apresurado para llegar antes que yo a la puerta.
—Gracias, doña Emma —me dijo ni bien me vio—, por no contarle a
Ángel lo que pasó la última vez que la acompañé a hacer las compras.
—Que no vuelva a pasar hoy, y asunto olvidado, ¿sí? —le dije, aunque
contaba con que David se distrajera un poco para poder escabullirme a una
farmacia.
—Sí —respondió, y me abrió la puerta—. ¿Vamos?
El camino a Midtown fue tranquilo (David sabía cuándo guardar
silencio) y, mientras recorríamos la tienda de ropa deportiva, casi ni se me
acercó. «Podría escaparme a la farmacia», pensé, mientras miraba los
percheros llenos de calzas y sostenes deportivos.
Escogí unos cuantos conjuntos para usar en el gimnasio; no era mentira
que necesitaba ropa para hacer ejercicio. Me iba a venir bien estar más
cómoda para entrenar con Lili, que estaba contenta de tener a una persona
dispuesta a pelear de verdad con ella. Aunque le pedía al equipo de
seguridad que peleara con ella, siempre evitaban golpearla, y ese no era un
buen modo de aprender. «Aunque se va a enojar si resulta que no puedo
entrenar por un tiempo », pensé mientras recorría una pared repleta de
zapatillas deportivas.
—Disculpa —le dije a una empleada—. ¿Me puedes ayudar? Estoy un
poco perdida con las zapatillas, y quiero comprarme las que más me
convengan para lo que quiero hacer.
La chica me echó un vistazo; no parecía muy impresionada. Yo sabía
que estaba un poco desarreglada, pero estábamos en Midtown, no en una de
las tiendas de lujo a las que me había arrastrado Lili.
—Las zapatillas que vendemos son un poco caras —me dijo la mujer
con una mueca de desdén—. ¿No prefieres ir a Target o a Walmart?
El insulto estaba escondido en la pregunta y, aunque en otra época me
habría sentido avergonzada, al pensar en la tarjeta de crédito negra que tenía
en la billetera, me paré derecha. No iba a ser una de esas arpías que le
refriegan su dinero en la cara a las empleadas, pero iba a enseñarle a ser un
poco más empática.
—Quizá consiga mejor precio en otro lado, es cierto —respondí—, pero
vine a comprar zapatillas, así que tal vez podrías ayudarme en vez de
mandarme a comprar a la competencia —dije, y levanté un poco la voz al
final, para que me escuchara el gerente, que estaba cerca.
—¿Hay algún problema? —preguntó él, un hombre bajito de barba
despoblada, y se acercó deprisa.
La mujer me miró con ojos suplicantes; de seguro no era la primera vez
que se portaba como una completa desgraciada con una clienta. Sonreí y,
por la cara que puso, supe que no había sido una sonrisa simpática.
—No pasa nada, señor —le aseguré —. Su empleada me estaba
ayudando a elegir unas zapatillas deportivas.
El gerente la miró de reojo.
—Avíseme si necesita más ayuda —me dijo.
—Eso no será necesario —le aseguré—. ¿No es cierto?
La empleada me miró un momento antes de responder.
—Sí —dijo. Mirando al gerente, añadió—: Yo me encargo, Carl.
Durante los siguientes quince minutos, la mujer respondió todas mis
preguntas y me ayudó a encontrar unas zapatillas que me quedaban
perfectas y me ayudarían a hacer lo que necesitaba durante el
entrenamiento. Cuando me acompañó a la caja y saqué la tarjeta de crédito
negra, abrió grandes los ojos.
—La próxima vez, no juzgues antes de tiempo —le recomendé.
La mujer hizo una mueca, pero no me dijo nada más que: «Que tenga
buen día» cuando terminó la transacción.
—Manejó muy bien la situación, doña Emma —me dijo David al salir
de la tienda—. Ángel hubiera estado orgulloso.
Al instante, se me vino a la cabeza una respuesta sarcástica, pero me
limité a asentir.
—¿Podemos pasar por la farmacia de camino a casa? Necesito buscar
productos femeninos.
David frunció la nariz y casi suelto una carcajada.
—Sí —respondió, y caminamos juntos hacia el auto.
El viaje a la farmacia no duró más de cinco minutos. Había pensado que
me iba a sentir más ansiosa, pero David se quedó en el auto, y la cajera ni se
inmutó cuando pagué la cajita, de un color rosa insoportable. Esconderla
fue aún más fácil porque la metí en mi cartera, y David parecía muy
aliviado de no tener que ver una caja de tampones o lo que sea que pensara
que había comprado. Me habría molestado su reacción de no haber sido
porque todo había resultado a mi favor.
24
EMMA

Merecubría
temblaban tanto las manos que no lograba romper el plástico que
la caja. «¿Para qué mierda las envuelven en plástico?», me
pregunté y decidí romperlo con los dientes. Al final, logré abrir la caja
rosada. Dentro, había dos test de plástico y un folleto con instrucciones. No
me parecía que fuera tan difícil orinar en un palito, pero igual abrí el folleto
obedientemente y lo leí, solo para confirmar que las instrucciones eran
bastante claras. La verdad, todo el proceso me resultó muy poco digno, y la
espera de tres minutos era sencillamente cruel.
Me quedé parada en el pequeño baño del pasillo (en un ala alejada de
nuestra habitación y de la oficina de Ángel, para poder deshacerme del test
en paz) y me quedé mirando el palito. Primero apareció una línea y, a los
segundos, la otra, que indicaba un resultado positivo. Había pensado que
iba a sentirme impactada o algo así, pero no me sorprendí en lo más
mínimo. Al contrario, sentí una profunda calma en mi interior, en el vientre.
Me apoyé la mano allí, como si pudiera sentir la vida que se estaba creando
ahí adentro, y traté de imaginarme al niño o niña en que se transformaría.
«¿Cómo me siento?», me pregunté. No era la primera vez que me hacía
esa pregunta en el día, pero, de golpe, se había vuelto importante. El
resultado era positivo. Había una vida gestándose dentro de mí. Entonces,
¿cómo me sentía con respecto a esa vida?
Casi sin querer, se me vino mi madre a la cabeza. Ella siempre había
sido la persona más importante de mi vida, y éramos como dos gotas de
agua. Su enfermedad me había dejado muchas heridas abiertas que aún
estaba intentando sanar, pero Ángel tenía razón: agradecía tener recuerdos
con mi madre. Sabía que ella habría estado muy feliz de ser abuela. Me
imaginaba exactamente cómo habría sido: me habría ayudado a armar el
cuarto del bebé, me habría dado la mano durante las ecografías, habría
regañado a Ángel por hacer o decir tonterías. Se me llenaron los ojos de
lágrimas, pero se me escapó una sonrisa.
—Prometo que voy a dar todo de mí —dije—. Voy a tratar de ser tan
buena madre como ella.
Después de envolver el test de embarazo en papel higiénico y meterlo de
vuelta en la caja, lo guardé en mi cartera. Lo tiraría a la basura después de
contarle a Ángel. Por un momento, me pregunté si debía buscar un modo
tierno de anunciarle la noticia, pero, al instante, descarté la idea. A Ángel
no le iba a gustar si esperaba más tiempo del que me llevaba recorrer el
pasillo hasta su oficina para contarle algo tan importante. Seguro se lo iba a
tomar mal, como si le estuviera ocultando cosas.
Me lavé las manos y me acomodé el pelo para estar más presentable y,
sin más, me dirigí hacia el pasillo. ¿Cómo debía decírselo a Ángel? ¿Debía
entrar a su oficina y mostrarle el test? ¿Hacerlo adivinar? Quizá podía…
Unas manos ásperas me agarraron de atrás y me estrellaron contra la
pared. Traté de gritar, pero una mano me tapó la boca.
—Shhh, princesita —me dijo la voz. Arrastraba un poco las palabras y
el olor fuerte del alcohol me hizo fruncir la nariz. Fuera quien fuera, había
estado bebiendo—. Eres muy hermosa —murmuró el hombre contra mi
cuello—. Ángel no sabe la mujer que tiene, ¿no?
Sentí sus labios sobre la piel y me encogí de miedo. Grité otra vez,
aunque su mano seguía contra mi boca.
—¡Por favor! ¡Basta!
La palma de su mano amortiguó el sonido de mis palabras. Traté de
sacármelo de encima, pero el hombre me empujó contra la pared con todas
sus fuerzas. Un miedo como nunca antes había sentido se apoderó de mí;
nunca había estado tan aterrada, ni siquiera cuando Ángel había amenazado
con matarme. Las noticias estaban repletas de casos de violación, pero
nunca pensé que me iba a pasar a mí. Me dije que iba a resistirme, que iba a
gritar, pero, acorralada y atrapada como estaba, no podía hacer ninguna de
las dos cosas. Me empezaron a caer lágrimas por las mejillas.
—Pero yo sé muy bien qué hacer con una mujer como tú —me dijo, y
me manoseó el cuerpo.
Se me puso la piel de gallina. No podía permitir que pasara eso. Me
armé de valor y eché la cabeza hacia atrás, apuntando a la nariz del hombre.
Sentí un dolor espantoso en la parte posterior de la cabeza, pero él
retrocedió con un gruñido de dolor y logré alejarme de él. Cuando me di
vuelta, vi al tío de Ángel, André; tenía la mano sobre la nariz, que le
sangraba profusamente. Traté de salir corriendo, pero me agarró del brazo y
me manchó de sangre la ropa.
—Puta de mierda —gruñó André, prácticamente escupiendo las palabras
—. Ángel no te enseñó buenos modales. Pero voy a corregir eso ya mismo.
Levantó la mano y yo me hice chiquita contra la pared. Antes de que el
viejo llegara a golpearme, una figura se abalanzó sobre él y lo tiró al piso.
Ángel se paró entre nosotros dos, intenso y furioso.
—¿Le pusiste las manos encima a mi mujer, tío? —le preguntó, y sonó
tan parecido a su padre que me dio un escalofrío.
El anciano escupió unas cuantas palabras en español, probablemente
queriendo inventar alguna excusa, pero ni siquiera intenté comprenderlas.
Ángel lo insultó y se llevó la mano a la cintura, como buscando el arma que
siempre llevaba consigo.
—Ángel…
Al oír mi voz, me miró por encima del hombro, con fuego en la mirada.
—Ve al cuarto, Emma —masculló—. Ahora.
No traté de discutir. Di media vuelta y salí corriendo, y no me detuve
hasta llegar a la seguridad de nuestra ala de la casa. Una vez allí, me
desplomé sobre la cama, con el corazón latiendo a más no poder.
«Tranquila», me dije. «Tranquila, no pasó nada». Por suerte, Ángel había
aparecido antes de que las cosas con su tío pasaran a mayores.
Me dolía la cabeza en la parte donde había golpeado la nariz del
hombre. Me la froté y noté que se estaba formando un chichón. Con razón
me dolía. De golpe, me sentí mareada y me recosté sobre el colchón, sin
saber si tenía una concusión o si todas las emociones del día me estaban
pasando factura.
Sentí que había dormitado por horas, pero seguramente no fue tanto
tiempo. Desperté sobresaltada cuando escuché a Ángel viniendo a la
habitación, dando pisotones. Cuando entró, la puerta se estrelló contra la
pared y me asusté.
—¿Qué mierda se te pasó por la cabeza? —me espetó.
«¿Qué?», pensé. Con esfuerzo, me incorporé en la cama; todavía me
daba vueltas la cabeza.
—¿De verdad estás enojado conmigo? —le pregunté con total
incredulidad—. Tu tío me manoseó, ¿y te enojas conmigo?
No me di cuenta de que estaba levantando cada vez más la voz, pero la
cara de Ángel, mezcla de enojo y sorpresa, me hizo dar cuenta.
—¡Te dije que no anduvieras husmeando por ahí!
—¿Husmeando? —repliqué. Me levanté de la cama y, cuando me paré,
tuve que disimular mi traspié, pues seguía mareada—. Estaba en el baño,
Ángel. No estaba tratando de abrir todas las puertas cerradas de este lugar.
—Mis tíos son peligrosos con las mujeres —dijo Ángel—. Sobe todo
con las mujeres hermosas.
Para ser sincera, la ira que se apoderó de mí me resultó un poco
perturbadora. Hacía mucho tiempo que no me sentía así.
—¿Y cuándo te escuché pronunciar esas palabras? —le pregunté—. Me
dijiste una y otra vez que nadie se atrevería a tocarme porque estoy casada
contigo. ¿Eran puras mentiras, entonces? ¿O está bien que me pasen de
mano en mano porque todo queda en la familia?
Ángel dio un paso hacia mí con actitud amenazante. Unas semanas
atrás, quizás habría retrocedido y evitado la situación, pero, esa vez, di un
paso hacia él, impulsada por una furia tan candente que sentía que me
quemaba.
—Cuidado con lo que dices de mi familia, esposa mía.
Antes de que pudiera contenerme, se me escapó una risa burlona.
—¿No es mi familia también? Es lo que me dijiste, ¿o no? Que ahora
soy una Castillo. —Ángel rechinó los dientes; casi lo escuchaba
destrozando sus molares—. Mira, prefiero estar sola, así que ¿te puedes ir?
¿Por favor?
Él tenía ganas de discutir, se le notaba en la cara.
—No te pongas a merodear por ahí otra vez.
Fruncí el ceño.
—Entendido —respondí. Sabía que mi tono lo estaba sacando de quicio,
porque Ángel odiaba el sarcasmo casi tanto como su padre; eso me lo había
contado Lili, y yo ya lo había visto fastidiado conmigo un par de veces.
Ángel seguía sin moverse, así que suspiré—. En serio. Quiero dormir una
siesta, ¿puede ser? Me duele la cabeza.
Me toqué la parte de atrás de la cabeza; me latía el chichón.
—Tú sola te lastimaste —murmuró.
—Sí, para evitar que tu tío me violara —respondí, y me metí bajo las
sábanas—. Qué mala persona soy. —Me puse de costado para no mirarlo—.
Vete.
—Emma… —murmuró. Había cambiado de tono, como si de repente
estuviera preocupado por mí, y me resultó insoportable.
—¡Vete, Ángel! —grité, y me hice una bolita en la cama—. Quiero
dormir.
Ángel se quedó parado un momento más, y luego lo escuché salir de la
habitación. Cuando cerró la puerta, las lágrimas que había contenido por fin
comenzaron a caer, y hundí la cabeza en la almohada para ahogar los
sollozos.
Llorar empeoraba el dolor de cabeza, pero no podía parar. Qué tonta
había sido al pensar que estaba a salvo allí, que podía confiar en que alguien
como Ángel me protegería. Sabía que él no me amaba, pero yo le tenía
cariño. Y pensaba que el sentimiento era mutuo. O, como mínimo, pensaba
que no me culparía por haber sido abusada.
«Ese hombre va a ser el padre de tu hijo». La idea me dio de lleno como
una bala, y dejé de llorar. Me toqué el vientre, igual que había hecho antes
en el baño, y cerré los ojos, tratando de imaginarme al bebé. ¿Qué clase de
vida podía ofrecerle en un lugar así, donde tendría que cuidarse hasta de su
propia familia?
—Yo te protegeré —le prometí a la pequeña vida que estaba formándose
dentro de mí—. Me voy a asegurar de que estés a salvo y bien… incluso si
eso significa que no podemos estar aquí.
Al pensar en marcharme, se me hizo un nudo en el estómago. No solo
corría el riesgo de que los Rojas se enteraran y me mataran, sino que Ángel
tampoco dudaría en matarme si lo traicionaba. Me lo había dicho hacía tan
solo unas horas… pero ya no importaba solo yo.
25
ÁNGEL

Revisar
nada.
mis correos electrónicos no me estaba mejorando el humor para

—Creo que si le das al teclado un poco más fuerte, lo vas a romper —


observó Omar con tono despreocupado.
—¡Vete a la mierda!
Omar rio.
—¿Por qué estará de tan mal humor mi hermano mayor?
—Estoy planeando la muerte del tío André —murmuré.
—¿Por qué? ¿Ahora qué hizo ese viejo borracho?
Miré a mi hermano.
—Acorraló a Emma afuera del baño del ala norte.
Omar hizo una mueca.
—Pero ¿qué hacía ella ahí? Tendría que saber que no puede acercarse a
los cuartos de los tíos.
Le di un golpe al escritorio y señalé a mi hermano.
—¡Eso mismo dije yo!
—Además —dijo Omar—, es obvio que le dijiste que tuviera cuidado
con el tío André y el tío José. Todos saben que cualquiera que use falda
corre peligro cerca de ellos. Ni siquiera Liliana se les acerca si puede
evitarlo, y eso que ella es familia.
Mi furia mermó como una ola retrocediendo hacia el mar. Iba a volver
—siempre volvía—, pero, por el momento, había desaparecido.
—Le dije que no se metiera en lugares donde no le correspondía —dije,
y Omar frunció el ceño.
—Eso no es lo mismo que decirle que los tíos son unos degenerados y
que se aleje de ellos —observó.
—Ya lo sé.
Omar levantó las manos, como rindiéndose.
—¿Por qué no vamos al campo de tiro? —propuso.
Rechiné los dientes. Me dolía la mandíbula de tanto apretarla.
—Tengo que revisar este plan de negocios.
Mi hermano me apoyó la mano sobre el hombro.
—Puedes descansar unas horas —dijo—, antes de que rompas algo caro
o muelas a golpes a alguien.
No quería admitir que Omar tenía razón, pero apagué la computadora y
me levanté.
—Espera que me cambio —le dije—. Quizás a la vuelta podamos pasar
por el gimnasio.
—Buena idea.

Los primeros veinte minutos, para mi alegría, Omar y yo estuvimos solos


en el campo de tiro. Él colocó los blancos a diez, quince y veinticinco
metros, y yo cargué los cargadores de las Smith & Wesson calibre 9 mm
que nos había regalado Lili la Navidad anterior.
—¿Competimos? —me preguntó mi hermano, sonriente, como cuando
éramos chicos y mi padre nos llevaba al campo de tiro.
Acepté; por lo general, siempre competíamos para ver quién era el
mejor tirador, y yo era excelente. Le di un cargador a Omar y cargamos
nuestras armas. Luego, agarré las orejeras y me las puse, y el mundo se
volvió mucho más silencioso. Mi único objetivo eran los blancos que
estaban frente a mí.
Escuché a Omar disparar por primera vez, pero no me fijé a qué parte
del blanco le había dado. Me concentré en la figura de papel parada a diez
metros de mí. La miré bien, respiré hondo y apreté el gatillo. Al instante,
apareció un agujero justo en el centro del blanco.
—Mierda —masculló Omar, y ahí sí miré su blanco. Si bien le había
atinado, el tiro había impactado a la izquierda del centro.
Resoplé.
—Te falta práctica.
—La puta que te parió —me dijo Omar.
—Te recuerdo que me parió la misma mujer que a ti —le dije, y me
concentré en el blanco que estaba a quince metros. Otra vez respiré, otra
vez apreté el gatillo, y otra vez apareció un agujero justo en el centro. Omar
le dio al blanco otra vez, pero demasiado arriba. O estaba teniendo un mal
día o me estaba dejando ganar para hacerme sentir mejor—. Te estás
moviendo demasiado por el culatazo —le dije. Era lo mismo que me había
dicho él a mí una y otra vez.
Omar me mostró el dedo del medio.
—Ya entré en calor, Ángel —me advirtió, y su siguiente disparo, al
blanco más lejano de todos, dio justo en el centro, mientras que el mío
quedó un poco abajo. Omar esbozó una sonrisa irónica—. ¿Declaramos un
empate?
—¿En qué universo eso es un empate?
Nos dimos vuelta y vimos a Lili parada en la entrada, entre el campo de
tiro y el cuartito donde guardábamos los cartuchos y las orejeras. Emma
estaba parada junto a ella y tenía un bolsito en la mano. Tenía los hombros
tensos y no me miró ni una vez. «Está bien», me dije. «Si quiere que las
cosas sean así, así serán».
—Ángel tiró mejor que tú, aunque haya errado ese último.
—¿Qué hacen aquí? —le pregunté.
Lili me lanzó una mirada que, sin necesidad de palabras, dejaba claro
que pensaba que yo era un estúpido.
—Vinimos a practicar —dijo—. Le estuve enseñando defensa personal a
Emma. ¿O pensaste que solo iba a enseñarle combate cuerpo a cuerpo?
La verdad, yo ni me había puesto a pensar en qué cosas le enseñaría mi
hermana a Emma.
—Ya hablaron de temas de seguridad, ¿no?
La cara de fastidio de mi hermanita ya se estaba transformando en la
típica expresión furiosa de los Castillo.
—¿Crees que soy estúpida? —me preguntó—. Claro que le enseñé
temas de seguridad. También le enseñé a desarmar un arma y volver a
armarla.
—Lo puedo hacer en cinco minutos —intervino Emma, aunque seguía
sin mirarme. La miré, sorprendido: cinco minutos era un tiempo
impresionante, casi tan bueno como el mío.
—Bueno, ¿podemos tirar con ustedes? —preguntó Lili.
Miré a Omar, que se encogió de hombros.
—Haz lo que quieras —le dije.
Lili esbozó una sonrisa, toda dientes y sarcasmo.
—Qué amable de tu parte —respondió, y le indicó a Emma que se
pusiera en el carril junto al mío. Sacaron un arma pequeña y la pusieron
sobre una bandeja junto con dos cargadores—. Bueno —dijo Lili—, ¿qué es
lo primero que tienes que hacer?
En vez de responder, Emma agarró el arma, se fijó que no estuviera
cargada, y luego le colocó el cargador. Sin poder evitarlo, la observé
mientras lo hacía; si bien le temblaba un poco el pulso, estaba claro que
había prestado mucha atención a las clases de Lili.
Sentí un calor en el vientre y me esforcé por distraerme. «No volvimos a
hablar desde nuestra pelea», pensé. Esa era la única explicación de por qué
me excitaba ver a mi esposa manipulando un arma.
—¿Vamos a seguir o qué? —me preguntó Omar.
Asentí, pero no podía dejar de mirar a Emma. Lili le estaba explicando
cómo enfocarse en un blanco. Distraído, volví a recargar balas mientras
Emma disparaba por primera vez. Posicionó los brazos como le había
indicado Lili y apretó el gatillo, pero, a último minuto, cerró los ojos y el
disparo pasó por encima del blanco.
—Mierda —maldijo.
La necesidad de acercarme a ella, rodearla con los brazos y enseñarle a
apuntar era abrumadora, pero Lili ya estaba haciendo eso mismo, y yo no
tenía por qué estar celoso de mi hermana. No obstante, cuando volví a
enfocarme en mis blancos, les atravesé la cabeza a los tres.
—Mierda, Ángel —dijo Omar.
—Creo que ahora soy el campeón indiscutido, ¿no? —le dije, mirándolo
—. A menos que puedas superarme.
—Yo puedo superarte —dijo Lili desde el carril de al lado—. ¿Te
molesta si voy a darle una lección a mi hermano?
Oí la risa de Emma.
—Que te diviertas.
Lili se pasó a mi carril, y retrocedí para darle espacio. Mis hermanos se
tomaban muy en serio ese tipo de competencias. Padre nos lo había exigido
cuando éramos chicos, y nunca habíamos perdido la costumbre. «Si
retrocedes, puedes mirar a Emma», me susurró una vocecita por dentro,
pero yo no pensaba mirarla.
No había pasado ni un minuto y ya tenía la mirada clavada en ella.
Estaba volviendo a poner balas en el cargador. Cuando terminó, lo apoyó en
la bandeja junto al arma, lista para que volviera Lili y retomaran la clase.
Sin pensarlo, me le acerqué.
—¿Te puedo mostrar cómo se hace?
Emma levantó la vista y noté un fuego en su mirada. Había un poco de
enojo, sí, pero yo reconocía el deseo en los ojos de mi mujer. Esa mirada
volvió a encender una chispa en mi interior.
—Lili ya viene —me dijo, pero la voz le salió agitada, expectante.
Negué con la cabeza.
—Ya la vi competir con Omar en el campo de tiro, y a veces están más
de una hora —dije. Con un gesto, le indiqué que agarrara el arma—.
Vamos. Quiero ver cómo tiras.
—Ángel…
Susurrar no era una buena idea, porque teníamos puestas orejeras y todo
lo que decíamos ya sonaba más bajito de por sí, pero de todos modos me
acerqué. Sabía que la sensación de mi aliento sobre su piel la volvía loca; la
hacía estremecerse sin que la tocara siquiera.
—Muéstrame lo que aprendiste, esposa mía. —Emma se estremeció y,
cuando fue a agarrar el arma, le temblaron un poco las manos—. Quieta —
le dije.
Emma respiró hondo y luego agarró el arma, le puso el cargador y
colocó una bala en la recámara. Cuando apuntó, la rodeé con el brazo para
que no perdiera el equilibrio.
—Antes de disparar —le dije—, respira profundo y visualiza a alguien a
quien quieras proteger. Imagina que el blanco le hará daño si no lo detienes.
Emma no dio ninguna señal de haberme escuchado, pero la sentí
respirar antes de llevar el dedo al gatillo y apretar. De inmediato, apareció
un agujero en el centro del blanco. No justo en el centro, pero bastante
cerca, sobre todo teniendo en cuenta que recién estaba aprendiendo a
disparar.
—Eres buena alumna. Sigue así.
Emma siguió disparando hasta vaciar el cartucho otra vez; atinó más
veces de las que erró. Cada vez que apretaba el gatillo, yo me le acercaba
un poco más. Cuando dejó el arma, se dio vuelta y me fulminó con la
mirada.
—¿Qué mierda estás haciendo? —me preguntó al verme tan cerca. Casi
no escuché sus palabras, porque Omar y Lili acababan de dar inicio a su
competencia de tiro.
—¿Qué? —le pregunté—. ¿No puedo disfrutar que te esfuerces por mí?
Un manchón rosado le tiñó las mejillas y la nariz.
—No fue por ti —masculló.
—Ah, ¿no? —la provoqué—. ¿O sea que no querías mostrarme lo bien
que tiras?
—¿A mí qué me importa lo que pienses?
Sus palabras eran crueles, pero no había rastros de malicia en su voz. Es
más, sonaba agitada. Necesitada, casi. Aun así, sus palabras me prendieron
fuego.
—¿No te importa? ¿En serio?
Emma negó con la cabeza, terca hasta el cansancio.
—La verdad es que no.
«Eso lo vamos a ver», pensé, y la agarré del brazo. Salimos del campo
de tiro y cruzamos al depósito de la parte de adelante. Había un baño
privado, así que la metí dentro y la acorralé contra la puerta. Luego, le quité
las orejeras y me quité las mías. Nos quedamos mirándonos un momento
más. Y luego otro. Vi que el fuego en su mirada ardía voraz; su respiración
se aceleró. Me acerqué para besarla en la boca, para reclamar la última parte
de ella que me faltaba, pero ella giró la cabeza y le rocé la mejilla con los
labios.
Estuve a punto de alejarme, pero sentí la cosquilla ínfima de un beso
contra la garganta. Emma me besó otra vez, más fuerte y raspándome con
los dientes, y el deseo le ganó a mi orgullo.
—Quítate esas calzas ridículas —le ordené, y la giré hacia el lavabo.
Mirándome a través del reflejo en el espejo, Emma se quitó las calzas
deportivas y se inclinó sobre el lavabo. Sin importar cuántas veces la hiciera
mía, seguía sin poder creer lo sensual que era… ni que yo era el único que
tenía el privilegio de ver ese lado de ella.
—¿Y? —me preguntó, malhumorada—. ¿Te vas a quedar mirándome o
qué?
—Qué carácter, eh —dije. Me bajé el pantalón y le separé las piernas—.
Voy a tener que ponerte límites.
—Más tarde. Ahora, cógeme —me dijo.
No pude negarme. No cuando estaba en la posición perfecta para mí,
esperándome. Me acomodé contra ella y la penetré. Emma gimió cuando
sintió mi pene desgarrándola, aunque estaba muy mojada. Cerró los ojos y
se apoyó sobre los codos, lo cual me dio una vista espectacular de su culo.
Le puse una mano entre los omóplatos para inmovilizarla y me la cogí
con fuerza, sin piedad. Emma no podía moverse; no podía hacer más que
aceptar lo que yo le daba, y yo tenía tres días de silencio y frustración
encima.
Seguí cada vez más rápido, con sus quejidos y gemidos rompiendo el
silencio y, al poco tiempo, sentí una oleada de placer creciendo en mi
interior y a punto de explotar en cualquier momento. Me alejé y vi que
Emma tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¿Qué pa…?
La di vuelta.
—Abrázame —le dije con voz ronca, y Emma me rodeó el cuello con
los brazos—. Mírame a los ojos, esposa mía —le ordené.
La ayudé a sentarse sobre el lavabo y, agarrándola de los muslos, la
penetré con fuerza, y gruñí excitado al sentir su calor. Cuando la volví a
penetrar, ella gimió y cerró los ojos, pero le toqué la mejilla para que
volviera a concentrarse en mí.
—Mírame a los ojos —le recordé— o paramos ya mismo.
Nunca le había negado sexo, y cuando la vi hacer pucheros, casi me
dieron ganas de reír, aunque, en su mayor parte, tenía ganas de hundir los
dientes en esos labios carnosos.
—Ángel, por favor —susurró.
Me moví dentro de ella otra vez y retomé ese ritmo rápido e incesante;
solo bajé la velocidad cuando vi que sus ojos volvían a cerrarse. Emma me
hundió las uñas en los hombros y me apretó el trasero con los pies,
impulsándome a seguir.
Su respiración cambió, se aceleró, y ella gimió y meneó las caderas para
ir al encuentro de las mías. La vi abrir grandes los ojos y la sentí temblar
antes de tensarse.
—Ay —gimió—, voy a…
—Acaba para mí, esposa mía —le ordené, y le miré el rostro mientras su
cuerpo obedecía. La había visto acabar muchas veces, pero no recordaba
haberle prestado tanta atención a su cara. Era magnífica—. Eres hermosa —
gruñí cuando apretó su cuerpo contra el mío, y yo también me dejé llevar
por el deseo.
Nos quedamos ahí jadeando un momento, mirándonos en silencio. Por
lo general, Emma me pedía que la abrazara un rato, pero esa vez no dijo
nada. Me alejé y empecé a limpiarme. Si quería seguir enojada conmigo, yo
no se lo iba a impedir.
—¿Qué van a hacer tú y Lili hoy a la tarde? —le pregunté mientras me
vestía.
Emma parpadeó varias veces, como tratando de reaccionar, y frunció los
labios.
—Vamos a almorzar —dijo—. David viene con nosotras.
Me acerqué y le acaricié la mejilla.
—Entonces nos vemos más tarde —le dije.
Sin más, salí del baño y la dejé allí, apoyada contra el lavabo y con las
calzas todavía en los tobillos.
26
EMMA

—Estás rara. —Miré a Lili, que me estaba observando mientras comía


su hamburguesa. Señaló mis tacos con el mentón—. No comiste ni
un bocado.
La idea de comer me revolvió el estómago.
—Creo que no tengo hambre —respondí.
Lili puso los ojos en blanco. Ya me criticaba por comer «como un
pajarito», pero el hecho de que directamente no estuviera comiendo debía
parecerle insultante.
—No vas a ganar músculo en el gimnasio si sigues así —me dijo.
La verdad era que lo último que me importaba en ese momento era
hacer avances en el gimnasio, pero no podía decírselo a Lili. Ella se había
lanzado de lleno a la tarea de entrenarme, como si tuviera la misión de
demostrarle algo a alguien, pero yo había estado muy dispersa los últimos
días, y Lili se había dado cuenta. Era lo más cercano que tenía a una amiga.
—¿Puedes guardar un secreto? —le pregunté, y miré de reojo a David,
que estaba sentado a unas mesas de la nuestra, comiendo una hamburguesa.
Lili abrió grandes los ojos.
—¿Un secreto? ¿Se lo tengo que ocultar a mi hermano?
—A todo el mundo.
Mi cuñada frunció el ceño, y era de esperarse. Los secretos eran moneda
corriente en la vida de los Castillo, pero, por lo general, nunca presagiaban
nada bueno. «Esto tampoco es bueno», pensé, «o no del todo, al menos».
—Voy a intentarlo —respondió Lili con cautela. No era una promesa,
pero agradecí que fuera sincera.
—Estoy embarazada —dije, y Lili soltó un chillido y me dio un abrazo
que casi me quiebra los huesos.
—¡Me hiciste preocupar! —exclamó, sin dejar de abrazarme—. Pensé
que me ibas a contar algo horrible. —Por fin se alejó, sonriente, y, por un
momento, me permití sentir la felicidad que había reprimido luego de mi
pelea con Ángel—. No puedo creer que voy a ser tía. Pensé que nunca iba a
pasar.
Al oírla, resoplé.
—Estoy bastante segura de que los deberes de tu hermano como
heredero del clan incluyen tener hijos.
—Pero ¿te imaginas a Ángel como padre? —replicó Lili. Al instante, se
dio cuenta de lo desubicado de su comentario—. Digo, va a ser un gran
padre, no estoy preocupada ni nada…
Con un gesto, le indiqué que no hacía falta disculparse.
—Yo tampoco me lo imagino —dije—, pero tampoco me imagino como
madre, la verdad.
—Pero seguro pensaste en tener hijos, ¿no?
Me encogí de hombros y traté de comer mi ensalada. Aunque la había
pedido sin cebolla, igual sentía su olor invasivo, y se me hizo un nudo en el
estómago. ¿Serían náuseas por el embarazo? ¿O nervios?
—Quiero ser tan buena como mi madre —respondí—. Ella era…
increíble.
—¿Era tu mejor amiga? —me preguntó Lili.
Parecía sentir genuina curiosidad. «Ella no recuerda a su madre», me
dije. Lili era bebé cuando su madre se suicidó, así que no había tenido la
oportunidad de saber lo que era tener una madre. Negué con la cabeza.
—Cuando yo era chica, mi mamá se tomaba muy en serio su rol. No sé
si me explico. Me amaba más que a nada en el mundo y me lo hacía saber,
pero también sabía cuándo era momento de ser mi madre. —Sonreí—.
Hubo momentos durante mi adolescencia en que de verdad pensé que la
odiaba, ¿sabes? Peleábamos un montón… pero siempre supe que me
amaba. Y nunca lo puse en duda. Recién cuando se enfermó y tuve que
cuidarla nos volvimos amigas. —Sentí lágrimas en los ojos y me las
enjugué—. La extraño.
Lili, gracias a Dios, tuvo la consideración suficiente como para
disimular su incomodidad.
—Creo que es normal —me dijo—. Querer tener a tu madre contigo en
un momento como este. Al menos, yo quería tenerla cuando…
De golpe, Lili se interrumpió con un grito ahogado, como si se le
hubieran escapado las palabras. Miré de reojo a David, que estaba mirando
su celular. Una de dos: o estaba pasando distintos videos o estaba en una
aplicación de citas. De cualquier forma, seguía distraído, por suerte. Me
arrimé a Lili.
—¿Estuviste embarazada? —le pregunté.
Lili no me miró. De pronto, parecía fascinada por la hamburguesa a
medio comer que tenía en el plato.
—En la secundaria, fui a una escuela que tenía residencia estudiantil —
me dijo en voz muy baja, para asegurarse de que David no llegara a
escuchar—. Conocí a un chico, pensé que estaba enamorada y quedé
embarazada.
—¿Y qué pasó?
La sonrisa de Lili se volvió triste, casi perturbadora.
—Mattie y yo teníamos muchos planes para el futuro. Íbamos a
escaparnos juntos y tener nuestra pequeña familia —me dijo, y puso los
ojos en blanco—. Dios, yo era una niña. —Me miró, y había algo
desgarrador en su mirada. Aunque tenía ganas de abrazarla, me quedé en mi
lugar. Después de todo, no queríamos llamar la atención—. Mi hijo murió
durante el parto. Se le había enredado el cordón umbilical en el cuello, y ya
era demasiado tarde… Ni siquiera me dejaron abrazarlo.
Sentí un dolor enorme en el pecho. Sin darme cuenta, mi mano se me
fue sola al vientre, y tuve que hacer un esfuerzo para ponerla otra vez donde
estaba, apoyada sobre la mesa.
—¿No le contaste a nadie? —le pregunté.
—¿Y arriesgarme a que Padre matara a Mattie? —Lili negó con la
cabeza—. Lo tomé como una señal del universo de que tenía que cambiar
mi vida. Dejé a Mattie, me maté estudiando para graduarme más temprano
y luego volví a casa. —Cuando respiró, la sentí temblar; fue el único gesto
que delató que contar la historia la estaba afectando—. Ni siquiera le
hicimos un funeral, ¿sabes? Mattie dijo que su familia iba a encargarse de
que lo cremaran, y eso fue todo.
—¿Y nunca…? —empecé a decir, pero no sabía cómo terminar la
pregunta.
—¿Si nunca pienso él? —adivinó Lili, y asintió—. Pienso todos los días
en mi hijo. Me pregunto cómo habría sido su cara, en qué clase de persona
se habría convertido. También me pregunto cómo habría sido yo como
madre.
En ese momento, me estiré y le di la mano. No era el abrazo que me
hubiera gustado darle, pero Lili entrelazó los dedos con los míos y me
apretó fuerte.
—Habrías sido una buena madre —le aseguré.
Lili resopló.
—Mentirosa —dijo—. Era una adolescente que no tenía idea de nada.
Habría sido un desastre… pero igual gracias por decir eso. —Me apretó la
mano otra vez y agregó—: Tú vas a ser una buena madre.
Quería decirle que ella iba a ser una tía increíble —y parecía estar
esperando que se lo dijera—, pero no me salían las palabras. Yo no pensaba
criar a mi hijo a menos de miles de kilómetros de los Castillo; no podía
mentir y decirle a Lili que iba a ser una tía increíble, porque no iba a tener
la oportunidad de serlo.
Me dolió el cuerpo cuando se me vino a la cabeza la imagen de Ángel
abrazándome más temprano. ¿Por qué me había ordenado que lo mirara?
¿Por qué no podía mantener una actitud distante, como cuando me había
arrastrado a ese baño? Siempre había una gran intensidad cuando estábamos
juntos, pero que me obligara a mirarlo a los ojos me había hecho hervir la
sangre. A fin de cuentas, él seguía siendo Ángel. El momento había
terminado, el muro entre nosotros había vuelto a levantarse, y me había
dejado allí sola.
—¿Qué pasa? —preguntó Lili.
Negué con la cabeza.
—Nada —dije, y traté de comer un poco de ensalada, pero el olor a
cebolla me dio arcadas.
—Emma —insistió Lili—, mientes muy mal. ¿Qué pasa?
—Si te lo digo, será real, y todavía no estoy segura de querer eso, ¿sí?
Lili frunció aún más el ceño.
—Dímelo —me ordenó.
Puso la misma cara que cuando le conté que su tío André me había
arrinconado contra la pared. A diferencia de Ángel, Lili me había mostrado
empatía. Se había horrorizado y enojado, sí, pero no conmigo. Cuando le
conté cómo había reaccionado Ángel, se angustió aún más, pero la hice
prometerme que no le diría nada. Ángel ya estaba enojado conmigo, y
sospechaba que, si se enteraba de que le había contado a alguien más, la
situación se iba a poner peor.
—No puedo quedarme.
Pronunciar las palabras me ayudó a soltar algo del peso que sentía en los
hombros… hasta que vi la cara de Lili. Era una mezcla de furia y horror.
—¿Qué estás diciendo?
—El día que me hice el test de embarazo, tu tío abusó de mí —le dije—
y luego tu hermano me echó la culpa por haber estado en esa parte de la
casa. ¿Cómo quieres que críe a un bebé en un lugar así? ¿Qué clase de
madre criaría a sus hijos ahí?
—Yo me crie en esa casa —replicó Lili—. Mis hermanos se criaron en
esa casa.
—No es mi intención ofenderte —le dije, a sabiendas de que iba a
ofenderla—, pero a ti te crio el ama de llaves después de que tu madre se
suicidara. Tu padre obligó a Ángel a dispararle a un hombre cuando todavía
era un niño. No me parece que eso sea tener una linda infancia.
La expresión de Lili se agrió aún más.
—No somos malos.
—Pero tampoco son buenos —repuse—, y no lo digo para criticarte a ti
o a tu familia, porque yo también descubrí varias cosas de mí misma que no
me gustan, pero… quiero que mi hijo tenga una infancia normal. Quiero
que vaya a la escuela y haga amigos, y no tenga que preocuparse por si a
sus padres los matan los del cartel rival.
—Ángel prendería fuego el mundo entero buscándote si te vas —dijo
Lili tras quedarse callada un buen rato—, y eso suponiendo que no te maten
los Rojas antes.
—Ayúdame a irme de Miami —dije, repitiendo la misma súplica del día
en que nos habíamos conocido—. Me iré de aquí y nadie volverá a verme.
Lili negó con la cabeza.
—Te matarían antes de que salgas del condado —me dijo, y volvió a
agarrarme la mano—. No hagas esto. Por favor, no hagas esto.
Corrí la mano.
—Si no quieres ayudarme, está bien —le dije. Tomé un sorbo de té y el
azúcar casi me hace vomitar—. Pero no puedes decirle a nadie.
—No puedo prometerte eso, Emma.
En ese momento, apareció el mozo e interrumpió la conversación.
—¿Les traigo algo más?
Saqué la tarjeta de crédito.
—La cuenta, por favor. —Miré a Lili—. Ya nos vamos.
El hombre agarró mi tarjeta y se alejó.
—Emma…
Levanté la mano.
—Voy a decirte algo, y no quiero que pienses que lo hago por maldad.
Pero si le cuentas esto a Ángel, le voy a contar lo de tu hijo.
Una expresión de pánico le atravesó el rostro.
—Emma, no puedes decirle. Si se enteran…
—Entonces, no digas nada.
Sabía que amenazarla con eso era destrucción mutua asegurada y
nuestra amistad nunca volvería ser como antes, pero no podía arriesgarme a
que le contara a su hermano. No creía que Ángel fuera capaz de lastimarme
si sabía del embarazo, pero lo que yo estaba planeando era una traición, y él
no iba a poder hacer la vista gorda. Cuando salíamos del restaurante, con
David a la cabeza del grupo, como nunca, Lili me tocó el brazo.
—Piénsalo bien —me suplicó—. No tomes ninguna decisión
apresurada.
Yo no me estaba apresurando y ya lo había pensado bien, pero no hacía
falta que se lo dijera.
—Lo voy a pensar —le dije y, por la cara que puso, me di cuenta de que
sabía que estaba mintiéndole.
27
ÁNGEL

—Miguel—Estamos
—dije, a modo de saludo—, ¿cómo viene lo de la fábrica?
avanzando —dijo—. Dentro de dos meses, ya
debería estar todo en marcha.
«Dos meses», pensé.
—Quizá vaya con Emma para la inauguración —le dije—. Nunca viajó
fuera de Estados Unidos.
—¡Genial! —exclamó Miguel—. Me encantaría que se quedaran en mi
casa. Tu esposa se va a enamorar del campo.
—Bueno, cuéntame…
La puerta de mi oficina se abrió de par en par y entró David, seguido de
Lili, que le rogaba que se detuviera y pensara en lo que estaba haciendo.
—Jefe, tengo que hablar con usted —me dijo David, a pesar de que yo
les hice señas de que se fueran.
—Miguel, perdón, pero me acaba de surgir una emergencia —dije.
Pactamos la siguiente llamada y colgué—. Más vale que tengas buenos
motivos para interrumpirme —le dije a David, sin quitarle los ojos de
encima. Él llevaba un tiempo como guardia de seguridad de Emma y,
aunque ella nunca había dicho nada de él, ni bueno ni malo, a mí me
resultaba un poco distraído. «Tal vez me convenga asignarle otras tareas»,
pensé, mientras lo veía tartamudear—. Habla de una vez, David. Tengo que
hacer otras llamadas.
—Doña Emma está embarazada —dijo él— y está planeando
marcharse.
Aunque escuché sus palabras, no tenían ningún sentido.
—¿Qué dijiste? —Miré a mi hermana, que tenía los ojos muy abiertos y
llenos de lágrimas—. ¿Liliana? ¿De qué está hablando?
—Ángel…
—Las escuché hablando en el almuerzo —dijo David, mirando a Lili—.
Perdón, jefe, pero no…
—Vete. —David no dudó un segundo antes de desaparecer. Tal vez era
más listo de lo que yo pensaba—. Dime qué te dijo, Lili. Ya mismo.
Mi hermana no me tenía miedo desde los trece años, cuando aprendió a
tirar. No obstante, parecía completamente aterrada.
—Emma está embarazada —dijo—. Se enteró el día que la atacó el tío
André.
El recuerdo de Emma en nuestra habitación, con la mano sobre su
vientre, como protegiéndolo, se me vino a la cabeza, y de golpe, sentí calor.
«Voy a ser padre», pensé, y la idea casi me hace sonreír… pero entonces
recordé lo otro que había dicho David.
—¿Va a marcharse?
Lili sorbió y se secó las lágrimas.
—Está asustada —dijo—. No sabe lo que dice.
Una energía oscura me estrujó el pecho. De la ira, se me nubló la visión.
—¿Dijo que quería marcharse? —pregunté lenta y cuidadosamente,
como si las palabras no cupieran en mi boca.
Tras dudar un momento, Lili asintió.
—¡Pero no lo decía en serio! —exclamó—. Emma solo está…
Yo ya estaba de pie y caminando antes de darme cuenta. Pasé junto a
Lili e ignoré sus ruegos de que me detuviera y pensara en lo que iba a hacer.
Yo no sabía qué iba a hacer; veía todo bordeado de rojo y tenía un pitido
ensordecedor en los oídos.
Emma estaba en la cocina agarrando ollas y sartenes, como si planeara
preparar otra comida para la familia. En otras circunstancias, me habría
gustado la idea, pero, en ese momento, solo alimentó más mi furia. Ella se
dio vuelta y, al verle la cara, enloquecí. Crucé la cocina de una zancada y la
agarré del brazo. Luego, la tironeé para que viniera conmigo.
—Ángel, me estás lastimando —me dijo y trató de soltarse, pero la
agarré más fuerte. Casi sentía cómo se chocaban entre sí los huesos de su
muñeca—. ¿Qué haces?
Yo no podía hablar. No existían palabras para expresar cómo me sentía.
Sentía a Emma luchando detrás de mí para seguirme el ritmo, para
liberarse, pero no me di vuelta a mirarla. No podía. Prácticamente la
arrastré por toda la casa, por puertas que debía recordar haber cruzado,
porque empezó a respirar agitada, temerosa.
—Ángel, por favor —me dijo, y oí el dolor en su voz. Sabía que, si le
miraba la muñeca, seguro habría moretones empezando a formarse. Lo que
no sabía era si me importaba. Nos detuvimos fuera de la habitación que
había sido suya cuando llegó a la mansión. Los dos sabíamos que se cerraba
por fuera con un teclado numérico. Cuando entrara, no podría salir hasta
que yo la dejara. Emma tenía los ojos abiertos grandes del miedo—. No
hagas esto —me suplicó—. Por favor, no hagas esto.
Con una mano, abrí la puerta y la empujé dentro. Antes de que pudiera
darse vuelta, cerré la puerta y escribí la clave en el teclado. Escuché el clic
de la cerradura y recién ahí, seguro de que Emma no iba a ir a ninguna
parte, se desvaneció mi furia.
La escuchaba llorar y suplicar del otro lado de la puerta. Me preguntó
una y otra vez qué había hecho. Resoplé. Ella sabía muy bien lo que había
hecho; solo intentaba manipularme para que la dejara ir. «Buena suerte con
eso», pensé. Ella no iba a ir a ningún lado.
Me alejé de sus gritos y caminé por el pasillo donde estaban las
habitaciones que hacían las veces de celdas. Tenía que hacer varias
llamadas. Tenía que llamar a Ademir para preguntarle por sus contactos en
Europa. Para cuando llegué a mi oficina, todo el asunto con Emma
prácticamente se me había ido de la cabeza… hasta que vi a Lili parada en
la puerta. Tenía la boca fruncida en una mueca amarga.
—No hacía falta que hicieras eso —dijo—. Podrías haber hablado con
ella. Ni que la hubieras encontrado empacando. ¡Te estaba preparando la
cena!
Me subió la irritación por la garganta, junto con el amargo sabor de la
bilis.
—No te metas en mis asuntos.
Pasé junto a ella, entré a la oficina y, sin más, cerré la puerta
Incluso a través de la pantalla, notaba lo agitada que estaba Emma. No
había parado de caminar de un lado a otro desde que se había despertado. Si
hubiera querido, yo habría podido hacer zoom con la cámara y verle bien la
cara, pero resistí las ganas de hacerlo. Llamé a Lara y, a los segundos,
apareció en la puerta de mi oficina.
—Es hora del desayuno. Mándaselo con Lili.
Lara suspiró.
—¿No puede venir al comedor al menos? Ya pasaron tres días.
—No.
Yo no le había dicho ni una palabra a Emma después de encerrarla en la
habitación, y no pensaba hacerlo. Las únicas personas que tenían permitido
acercarse a ella eran Lili y Lara, y habían recibido instrucciones estrictas de
hablarle lo menos posible.
—La estás torturando —dijo Lara en un hilo de voz. Levanté la vista y
me impactó no ver su sonrisa amable de siempre. En su lugar, había una
mueca de disgusto que le atravesaba el rostro—. La tienes enjaulada como a
un perro y después te preguntas por qué quiere marcharse.
Rechiné los dientes.
—No me iba a decir nada.
—¿Cómo lo sabes? —replicó Lara—. Ni siquiera le diste la oportunidad
de explicártelo. Escuchaste lo que dijo David como si fuera palabra santa y
la encerraste sin siquiera decirle por qué.
—Ella sabe por qué —respondí, y volví a enfocarme en la pantalla de la
computadora. Emma había dejado de caminar y estaba sentada en la cama
otra vez, con la cabeza entre las manos. Lara hizo un sonido que sonó como
un sollozo y, cuando volví a mirarla, vi que tenía los ojos llenos de
lágrimas.
—Tú no eres el muchacho que ayudé a criar —dijo.
Me puse de pie y tensé los hombros.
—Dile a Lili que le lleve el desayuno a Emma —le ordené—. El
almuerzo es al mediodía.
Lara frunció los labios, asqueada conmigo.
—Conozco el cronograma, jefe —dijo, y se fue.
Yo tenía varias cosas que hacer, como aprobar el inventario para las
discotecas y llevar a Padre al médico por la tarde, pero no lograba
concentrarme en ninguna de mis tareas. Los ojos se me iban a la pantalla a
cada rato. Vi a Lili abrir la puerta y entrar a la habitación con el desayuno.
Aunque, por lo general, no activaba el sonido del video, subí el volumen
para escuchar su conversación.
—Emma, por favor, yo no…
—No me interesa —respondió Emma. Tenía la voz rota como nunca
antes, ni siquiera cuando la había amenazado con matarla la primera vez
que nos vimos—. Deja la bandeja y vete.
—No, tienes que escucharme —insistió Lili.
Emma rio, y fue un sonido horrible. Yo estaba fascinado con ese lado
suyo. La había visto molesta, enojada incluso, pero nunca la había visto así.
—No tengo que hacer nada —siseó—. Ve corriendo con tu hermano
como hiciste antes.
Lili apoyó la bandeja bruscamente sobre la cómoda y se dio vuelta;
Emma ni siquiera cambió de lugar en la cama. Ni bien se cerró la puerta, un
gemido agudo brotó de su garganta, y bajé el volumen de golpe. No quería
escucharla llorar. Se abrió la puerta de mi oficina y, sin siquiera levantar la
vista, dije:
—Estoy ocupado.
—Mijo, tu padre…
Por la voz, supe que era mi tío José, otro de los toquetones de la familia.
De los que debía haberle advertido a Emma.
—Padre tiene una cita a las cuatro, ya lo sé —lo interrumpí—. Hasta
entonces, estoy ocupado. Vete.
El tío José apretó los dientes.
—¿Cuándo te volviste tan impertinente? Esa esposa tuya…
Con total tranquilidad, abrí el primer cajón del escritorio, agarré mi
pistola 9 mm y le quité el seguro. Ya había una bala en la recámara; siempre
la dejaba así a propósito. El tío José abrió grandes los ojos cuando agarré el
arma y le apunté.
—Vete.
—Ángel, esto es ridículo.
Apreté el gatillo. La bala se enterró en la pared, justo encima de su
hombro.
—No te disparé por respeto —le dije—. Pero no será igual la próxima
vez.
Mi tío pareció entender el mensaje, porque se fue deprisa con la cola
entre las patas. «Patético», pensé. Revisé mis mails, confirmé la cita de
Padre con el oncólogo y volví a mirar la pantalla. Emma ya había terminado
de desayunar y no paraba de mirar la cámara, como si supiera que yo la
estaba observando.
—Ángel, te estás obsesionando.
Fulminé con la mirada a Omar, que estaba parado exactamente en el
mismo lugar donde había estado el tío José hacía un instante.
—¿Qué tengo que hacer para que me dejen en paz? —gruñí—. Estoy
ocupado.
—¿Me vas a disparar a mí también? —me preguntó.
No iba a hacerlo, y ambos lo sabíamos. Omar y yo podíamos molernos a
golpes (por lo general, siguiendo órdenes de Padre), pero jamás haríamos
algo para causarle un daño permanente al otro. Él era mi mano derecha, y
sería mi segundo al mando cuando mi padre ya no estuviera.
—¿Qué necesitas? —le pregunté, tratando de soltar la furia que me
carcomía las entrañas.
—Manny quiere hablar con nosotros —dijo—. Pensé que podríamos
llevarlo a almorzar.
—No pue…
—Puedes dejar de mirar a tu esposa una hora, Ángel. No va a ir a
ningún lado, y necesitas salir a tomar aire fresco, así no matas a las
personas que se preocupan por ti.
El tío José no se preocupaba por mí en lo más mínimo; hasta me
envenenaría el café si pensara que podía salirse con la suya… pero entendía
a lo que apuntaba Omar.
—Está bien.
Manny abrió la puerta.
—¡Gracias, Ángel!
Mi primo estaba sonriendo de oreja a oreja, y sentí la tentación de
reprenderlo para borrarle esa sonrisa de la cara. Manny tenía el mismo
problema que yo a su edad: tenía cara de bebé y, cuando sonreía, parecía
todavía más aniñado. Padre siempre me gritaba que dejara de sonreír
cuando comencé a acompañarlo en sus trabajos. Quería que me viera y
actuara como un hombre.
Me mordí la lengua. No quería hacerle lo mismo a Manny. Mejor que se
viera y actuara como un chico de catorce años un tiempo más.
28
EMMA

«Cuatro mil ochocientos treinta y siete… cuatro mil ochocientos treinta y


ocho…». Era oficial. Me estaba volviendo loca. Llevaba horas
contando las vueltas del ventilador de techo. Antes de eso, había contado
mis latidos. Me dolía la garganta de tanto llorar y suplicar en los últimos
días.
Lara había venido a traerme el almuerzo y palabras amables. Me había
dado una palmadita en la cara y me había dicho que fuera fuerte, pero ¿para
qué? Ángel no me había dicho ni una palabra antes de encerrarme en la
habitación y tampoco había venido a verme. Se aseguraba de que me dieran
de comer y, como la vez anterior que había estado allí, el baño estaba lleno
de cosas y la cómoda estaba repleta de ropa que me quedaba grande. Lara
se había llevado el canasto de la ropa sucia, e imaginé que me iba a traer
ropa limpia al día siguiente, cuando me trajera el desayuno. Ángel podía
dejarme allí años si quería.
Cuando escuché el pitido del teclado, giré la cabeza. Se suponía que
Lara no iba a volver hasta la hora de la cena. Ángel entró a la habitación y
sentí una pesadez en el estómago. Tenía la cara transfigurada de enojo y
algo que parecía tristeza. «Únete al club», pensé, pero por más que pensara
en insultarlo, por más implacable que fuera mi furia, la expresión
atormentada de Ángel me impidió mandarlo a la mierda o decirle alguna de
las cosas horribles que le había dicho a Lili en los últimos días.
—Omar y yo almorzamos con Manny —me dijo Ángel. Habló en tono
neutral, pero no completamente despojado de emoción.
Tragué saliva.
—¿Y?
—Dejó la escuela —continuó él—. Va a empezar a acompañar a Omar
para aprender a ser sicario.
Las palabras lograron atravesar la profunda confusión en que estaba
sumida.
—Tiene catorce años —dije—. Eso no puede ser legal.
—Técnicamente, su madre lo sacó de la escuela para educarlo en su casa
—me explicó Ángel—. Supongo que va a seguir enseñándole Matemática o
lo que el Estado la obligue a enseñarle, pero él va a pasar casi todo el
tiempo aprendiendo con Omar.
Se me revolvió el estómago. Manny era un niño. Se me vino a la cabeza
su cara pálida y asustada; casi me había parecido un bebé cuando le curé la
herida de bala en el brazo. ¿Y ahora iba a capacitarse para estar en el frente
de la batalla territorial que los Castillo estaban librando contra los Rojas?
—Es demasiado chico —dije.
Ángel apretó la mandíbula.
—Ya lo sé.
—Entonces, ¿por qué…?
—¿Y cómo voy a evitarlo? —replicó—. Yo no lo saqué del colegio; eso
lo hizo su madre —añadió, y sentí cierta amargura en su voz—. Estoy
seguro de que mi padre tuvo algo que ver, pero jamás lo va a admitir.
Manny está encantado.
Ángel estaba muy enojado, y yo estaba muy cansada.
—¿Por qué me estás diciendo todo esto? —pregunté—. ¿Por qué
viniste?
Su respiración se volvió más pausada. El fuego de sus ojos quemó los
míos y, a mi pesar, sentí el calor de su mirada en todo el cuerpo. La
respuesta estaba clara: Ángel estaba buscando consuelo y, para él, el
consuelo siempre era sexual. Así que había venido a buscarme, por más
enojado que estuviera, porque yo era la fuente de ese consuelo. Podía
haberlo buscado en otro lado y lo habría encontrado fácilmente, pero se
había tragado el enojo para ir a buscarme. La idea me resultó embriagadora.
«Maldito sea», llegué a pensar antes de que nos moviéramos al mismo
tiempo. Nuestros cuerpos se chocaron y Ángel me alzó en brazos. No pude
hacer nada más que rodearle la cintura con las piernas mientras él me
besaba y me mordía el cuello.
—¿Por qué aún te deseo, Emma? —susurró contra mi clavícula.
Pasé los dedos por su pelo y tironeé con fuerza; él soltó un quejido
mezcla de placer y dolor.
—¿Y yo por qué te deseo a ti? —repliqué. Gemí cuando deslizó la mano
bajo mi camiseta y me agarró un pecho. Luego, me pellizcó el pezón—. No
debería desearte —dije. Hundí la cara en su cuello y lo mordí fuerte, y él
gruñó y se frotó contra mí hasta que sentí su enorme erección—. Me
encerraste.
Ángel se alejó para mirarme a los ojos. No estaba arrepentido en lo más
mínimo.
—Tú me mentiste —me espetó.
—No te…
Ángel nos giró y me puso boca arriba en la cama.
—Estás embarazada —dijo, encaramado sobre mí—. No lo niegues.
—No lo voy a negar —respondí—. No te mentí.
Ángel me bajó el short, que me quedaba demasiado grande, y lo arrojó
al piso.
—No me lo dijiste. Ibas a irte sin decírmelo.
Sus palabras fueron cortas, frías y tajantes; no se condecían con el fuego
que ardía en su mirada ni con el modo en que sus manos parecían grabarse
en mi piel al separarme las piernas para acomodarse entre ellas. Ángel me
corrió la ropa interior a un lado y, cuando notó que ya estaba mojada,
esbozó una sonrisa cruel—. No es muy creíble que quieras irte cuando
siempre estás lista para mí sin que te toque siquiera, Emma.
No me gustaba el modo en que decía mi nombre. Era como si estuviera
obligándose a recordar quién era yo. Me hizo sentir que estaba en peligro.
—Ángel…
Él me miró a los ojos.
—Te deseo —dijo sin más, sin rastros de ninguna emoción—. No puedo
no desearte.
Ángel entrelazó las manos debajo de mis rodillas, se acomodó de tal
modo que quedó pegado a mí y luego me penetró. Grité, pero, como me
tenía acorralada, no pude acompañar el movimiento de sus caderas. Tuve
que quedarme quieta y dejar que descargara toda su agresión en mí. Cuanto
más fuerte me cogía, más se acentuaba la tensión que sentía entre los
omóplatos.
—Ángel —supliqué—. Tócame. Hazme acabar.
—Ah, ¿necesitas que te haga acabar? —me provocó—. ¿Qué me vas a
dar a cambio?
Me dio un vuelco el corazón. No me gustaba su mirada.
—¿Qué quieres?
Soltó mis piernas sobre la cama y se inclinó sobre mí; gemí cuando
cambió el ángulo de sus embestidas. No paró hasta que sentí su aliento
contra la cara.
—Bésame —dijo—. Demuéstrame que eres mía y que no te irás a
ninguna parte.
Ángel y yo nunca habíamos hablado del hecho de que yo no lo había
besado desde nuestro casamiento. Sabía que le molestaba (él siempre
parecía irritado cuando yo le corría la cara), pero había una parte de mí que
se negaba a sentir su boca contra la mía. Era la parte de mi ser que no
quería amar a Ángel, y ese sentimiento seguía presente. Fruncí el ceño.
—Ángel, no…
Se le endureció la cara y se alejó de mí, y me quedé sintiéndome vacía y
anhelante. Lo miré caminar hacia la puerta y casi ni me inmuté cuando la
cerró de un portazo. Fue el clic de la cerradura lo que me hizo llorar.

No supe cuánto tiempo estuve llorando, pero para cuando se me secaron las
lágrimas, ya no sentía casi nada. El dolor que había sentido por su traición,
la furia por estar encerrada, todo había quedado oculto detrás de una pared
de nada.
La mirada que me había lanzado Ángel antes de darme la espalda había
dejado las cosas más que claras: no podíamos confiar el uno en el otro.
¿Cómo podíamos tener algo más si no nos teníamos confianza? Me toqué el
vientre; lo venía haciendo muy seguido en los últimos días.
—Perdón —dije—. Tu papá y yo somos un desastre. Tú no te mereces
esto.
Levanté la vista hacia la cámara de seguridad en una esquina de la
habitación. La lucecita roja me informaba que alguien estaba mirándome y,
aunque no era un consuelo de por sí, me reconfortaba un poco saber que no
estaba completamente sola. Ángel no me había…
La luz se apagó. Se me aceleró la respiración y sentí un nudo en el
estómago. Entonces, ¿me había abandonado de verdad? ¿Vendría alguien a
traerme la cena o me iba a dejar pudriéndome allí?
—Ángel no haría eso —dije en voz alta. Necesitaba escuchar las
palabras—. No me dejaría morir aquí.
«No, no pondría en riesgo la vida del bebé. Esperaría hasta después de
que dé a luz… y recién ahí se desharía de mí», pensé. La idea me revolvió
el estómago. Se me llenó la boca de bilis y tuve que ir corriendo al baño.
Sentí una oleada de náuseas, y lo poco que había logrado comer se fue por
el inodoro.
Me senté, apoyé la frente contra la porcelana blanca y respiré durante un
buen rato mientras evaluaba cómo me sentía. Como mi estómago parecía
haberse calmado, me levanté y me enjuagué la boca en el lavabo. Miré a la
mujer en la que me había convertido; no la reconocí. Tenía bolsas bajo los
ojos, que tenían un brillo desquiciado, y se veía demacrada.
«Ángel me hizo esto», pensé con amargura, y desvié la mirada de esos
ojos atormentados. Cuando abrí la puerta del baño, quedé cara a cara con un
hombre enorme que jamás había visto. Me miró por medio segundo antes
de sujetarme y cargarme al hombro. Gruñí cuando su hombro se hundió en
mi vientre, y otra vez sentí náuseas.
—Si tratas de gritar —gruñó el hombre, y sentí un cuchillo afiladísimo
en el costado del cuerpo—, te voy a destripar antes de que a alguien
siquiera se le ocurra rescatarte. ¿Estamos?
Abrí la boca para decir que sí, pero volví a cerrarla. El hombre me sacó
de la habitación. «¡Presta atención!». Era la primera lección que me había
enseñado Lili en nuestras clases de defensa personal. «Observa todo lo que
veas a tu alrededor. Cualquier información podría ser útil».
Eché un vistazo a las cámaras de seguridad; estaban todas apagadas.
Ángel no haría una cosa así, no se hubiera molestado en apagar las cámaras.
Fuera quien fuera ese hombre, tenía conexiones dentro de la casa, pero no
quería que Ángel se enterara. Si no, ¿cómo y por qué se habría escabullido
en la mansión de esa manera?
Al final del pasillo, había un cuerpo sobre un charco de sangre.
«Ángel». Otra vez se me llenó la boca de bilis. «No entres en pánico». Esa
era la segunda lección que me había enseñado Lili. «Descifra qué está
pasando antes de volverte loca». Me obligué a respirar y miré al hombre
que estaba despatarrado en el piso de mármol blanco. Al instante, me di
cuenta de que no era Ángel. Era demasiado robusto para ser él, pero no era
tan alto como Omar. Nos estábamos alejando, pero, antes de perdernos tras
la esquina, me di cuenta de que era David. «¿Está vivo o muerto?». Un
terror oscuro, denso y viscoso me recorrió el cuerpo.
El hombre abrió una puerta lateral y respiré aire fresco por primera vez
en días… y luego me percaté de que había un auto esperándonos. «Si te
llevan a otro lado significa que no vas a volver. Lucha con todas tus
fuerzas». Pero no podía luchar si tenía un cuchillo a punto de hundirse en la
piel blanda de mi vientre. Traté de alejarme todo lo que pude de la hoja,
preocupada por que el hombre tropezara y me arrebatara esa preciosa vida
que había empezado a echar raíces dentro de mí.
El hombre apretó un botón y se abrió el baúl del auto. Me arrojó dentro
y, ni bien aterricé, gimiendo por el impacto, empecé a gritar fuerte y
desaforadamente hasta que el baúl se cerró y quedé sumida en la oscuridad.
29
ÁNGEL

—Pídele a Lara que prepare la cena temprano hoy —me dijo mi padre
mientras entrábamos al garaje de la casa.
No había dicho ni una palabra desde que nos habíamos ido del hospital
con el sobre que tenía sus últimas radiografías y la recomendación formal
del oncólogo, que coincidía con lo que nos había dicho hacía poco: ya no se
podía hacer nada. El cáncer era agresivo y avanzaba rápidamente, y el
tratamiento solo empeoraba el malestar de mi padre. Me sorprendió que mi
padre no me dijera nada del sobre cuando nos marchamos; no me ordenó
que me deshiciera de él como la vez anterior.
—No tengo hambre, Padre.
Él me miró sin expresión alguna.
—Vamos a cenar, mijo —dijo—. Tenemos que hablar.
Suspiré y asentí.
—Sí, Padre. Voy a hablar con Lara. ¿Quieres algo en especial?
Su rostro, macilento y demacrado, pareció volverse incluso más
ceniciento.
—Algo liviano —dijo—, pero dile que quiero plátano frito.
Asentí otra vez y fui a la cocina a hablar con Lara para transmitirle el
pedido de mi padre.
—Mi padre quiere comer algo sencillo. ¿Quizá arroz con pollo? Y
plátano frito.
Lara ni siquiera levantó la mirada.
—Sí, jefe —dijo.
—Lara.
La anciana seguía negándose a mirarme.
—Emma es muy desdichada —dijo—. La volviste desdichada… igual
que tu padre hizo con tu madre.
Sus palabras fueron como un puñetazo en el estómago. Pensé en la
mirada de Emma cuando me había alejado de ella, en la luz que se escapaba
de su mirada. Los sollozos que me siguieron a lo largo del pasillo habían
sido más desgarradores que los del primer momento en que la encerré en la
habitación. No obstante, sabía que ambos habíamos llegado a la misma
conclusión: no podíamos confiar el uno en el otro.
—No puedo confiar en ella —dije—. Ahora no.
Lara encorvó los hombros con actitud derrotada.
—Si no puedes confiar en tu esposa, ¿en quién puedes confiar?
Estuve a punto de decirle que confiaba en mi familia, pero eso no era del
todo cierto. Confiaba en Omar y Liliana, confiaba en Manny. Pero ¿en
general? Mi familia habría preferido verme muerto antes que ocupando el
lugar de Padre.
—No condimentes mucho la comida —le dije, ignorando por completo
su pregunta—. Padre… no se siente bien.
—Se está muriendo —repuso Lara mientras abría la heladera—. Morir
no es un proceso cómodo.
La miré sacar el pollo de la heladera; era un pollo entero, y ella iba a
trozarlo. Una vez, cuando era más chico, le había preguntado por qué no
compraba el paquete de pollo separado en presas cuando hacía las compras,
y ella había resoplado con fastidio ante la mera idea. No le gustaba buscar
la salida fácil.
—¿Cómo lo sabes? —pregunté y, de todas las cosas que podía haberle
dicho, esa fue la que por fin la hizo mirarme. Me lanzó la misma mirada
que me lanzaba cuando era chico y pensaba que había dicho o hecho algo
increíblemente estúpido.
—Ese hombre está más amarillo con cada día que pasa —respondió—.
Todos los saben, todos se dan cuenta, pero nadie va a decirle nada. Sabemos
que el jefe tiene su orgullo y no vamos a quitárselo.
Nos miramos a los ojos un momento y asentí.
—Gracias —dije.
Lara suspiró.
—Si quieres darme las gracias, trae a Emma a cenar al comedor hoy —
me dijo—. Con ese agradecimiento me basta.
Negué con la cabeza.
—No —dije—. Hoy no.
Lara me miró de reojo.
—¿Pronto?
—Quizá —respondí—. Veremos.
La boca de Lara esbozó algo que casi podía ser una sonrisa.
—Dile a tu padre que la cena estará lista en una hora.
—Gracias.
Fiel a su palabra, a la hora exacta, Lara ya había puesto la mesa. Había
preparado moro de maíz con pollo y plátano frito, tal como le había pedido
yo. Tenía un aroma delicioso. Lara le sirvió un plato de comida a Padre y lo
puso frente a él. Luego, me miró, dubitativa, pero le indiqué que se
marchara.
—Ve tranquila, Lara —dije—-. Yo me sirvo.
Me di cuenta de que la anciana se esforzaba por no hacerme una mueca
al marcharse.
—Le dejas pasar demasiadas cosas —dijo mi padre mientras se llevaba
un bocado de arroz a la boca—. No te respeta.
«Nos respeta demasiado a los dos», pensé, pero tomé la sabia decisión
de no decírselo.
—Está con nuestra familia y nos es leal hace años —dije. Él soltó un
resoplido burlón, pero no me dijo lo que fuera que estaba pensando. Cuando
se estiró para agarrar los plátanos, lo vi hacer una mueca de dolor—. Padre,
¿estás bien? ¿Necesitas la medicación para el dolor?
Mi padre agarró el borde del plato y, de un tirón, lo acercó a él.
—No estoy inválido —dijo, y sonó tan infantil que casi me echo a reír
—. Todavía no estoy muerto, mijo. —Agarró una cuchara y observó su
reflejo en miniatura y bocabajo—. Por más que parezca.
Estaba claro que quería que le dijera que no parecía un cadáver, pero yo
no estaba de humor para ser benévolo, así que levanté mi copa sin decir
nada. El vino era oscuro y seco, mi favorito de la bodega. En el fondo, Lara
era más buena que el pan. Nunca le duraba mucho el enojo.
—¡Ángel! —Lili entró corriendo al comedor; tenía los ojos muy
abiertos y le temblaban las manos—. Ángel, David está…
David estaba custodiando la habitación de Emma. Yo había pasado junto
a él más temprano, al salir de allí. Apreté los puños.
—Liliana —la interrumpió mi padre, y ella se sobresaltó. Lo miró
confundida, como si recién acabara de percatarse de que él también estaba
sentado a la mesa—, es de mala educación interrumpir a los demás cuando
están comiendo.
—Per… Perdón, Padre —dijo—. Pero necesito…
—Sírvete un plato, mija —volvió a interrumpirla él—. Lara preparó un
montón de plátanos, y sé que te gustan tanto como a mí.
Lili negó con la cabeza y volvió a mirarme. No sabía cómo interrumpir
a Padre sin ser descortés.
—Lili, ¿qué pasó? ¿Qué le pasó a David? —pregunté.
—David está muerto.
—¿Muerto? —Me levanté de la silla—. ¿Dónde? ¿Cómo?
—Está todo lleno de sangre, Ángel. No sé exactamente cómo —
respondió—. Emma no está en su habitación.
—¿Tu esposa mató a tu primo, mijo?
Lili no pudo reprimir una respuesta sarcástica.
—¿Con qué? Todas las cosas de la habitación que podrían usarse como
arma están amuradas. Ella no escapó. La puerta no estaba forzada. Es como
si alguien la hubiese abierto con la clave.
—Voy a revisar las cámaras, voy a…
—¿Para qué molestarse? —preguntó mi padre muy fuerte para ahogar
mi voz—. Ahora que esa perra y su cría ya no están, podemos volver a la
normalidad. No hay mal que por bien no venga, créeme.
Sentí que acababan de echarme un baldazo de agua fría. Lo miré.
—¿Padre?
Él se llevó otro bocado de arroz a la boca.
—¿Qué? ¿Pensaste que no me iba a enterar del embarazo? La gente
habla, mijo.
Era imposible que alguien hubiera hablado del tema; yo me había
asegurado de eso.
—Pusiste micrófonos en mi oficina, ¿no?
—Soy tu padre —dijo en lugar de responder—. Tengo que saber estas
cosas.
Sin importar lo que él considerara que tenía que saber, su actitud
despreocupada me resultó intolerable.
—¿Qué le hiciste a mi esposa? —exigí saber. Él continuó comiendo en
silencio—. ¿De verdad vas a hacer esto? ¿Te vas a quedar sentado como un
niño y vas a negarte a hablar?
—No me hables así —gruñó. Me llevé la mano a la cintura, saqué la 9
mm y le apunté. Lili gritó mi nombre, pero mi padre no se inmutó. Solo se
quedó mirándome como si fuera un adolescente haciendo un berrinche—.
Guarda esa cosa, no seas ridículo —dijo—. No me vas a disparar.
Le quité el seguro al arma.
—Sería un honor verte morir —dije.
—Ángel, basta —suplicó Lili y, por su voz, me di cuenta de que estaba
llorando, pero no desvié la mirada de mi padre.
—Dime dónde está Emma —dije. Rocé el gatillo con el dedo, y luego
una mano grande rodeó la mía.
—¿Qué mierda estás haciendo? —gritó Omar. Trató de desarmarme,
pero yo me aferré a mi pistola.
—Está tratando de asesinarme, mijo —dijo Padre con tono indiferente,
como si toda la situación le pareciera aburridísima—. Enciérralo por mí.
Después de cenar hablamos del castigo de Ángel, ¿sí?
Omar, que jamás dudaba en seguir las órdenes de mi padre, se quedó
helado.
—¿Ángel?
Eso sí alteró a Padre, y se puso de pie.
—¿Para qué le preguntas a él? Te dije que te lo llevaras.
—Emma no está y David está muerto —dije—. Y él tuvo algo que ver.
Al cabo de un segundo, Omar me soltó, y otra vez apunté el arma a mi
padre.
—Está embarazada de tu nieto —le dijo Omar—. ¿Qué hiciste?
Miré a mi padre y rechiné los dientes. Si no lo hubiera necesitado para
encontrar a Emma, le habría metido una bala justo en el medio de…
—¿Ángel? ¿Estás bien?
Si Emma tenía puesta la medalla de San Cristóbal, no iba a necesitar a
mi padre. Le di el arma a Lili.
—No dejes de apuntarle, ¿entendido? —le pregunté—. Si se mueve, lo
matas.
A Lili le temblaba el labio, pero tenía un pulso de acero.
—Ve —dijo—. Yo me encargo.
No esperaba que Omar me siguiera, pero me puse contento al escuchar
sus pasos detrás de mí.
—Revisa las cámaras —me dijo cuando entramos a mi oficina.
El programa de monitoreo seguía abierto, pero cuando chequeé las
filmaciones de la última hora, vi que no había nada. Solté un insulto y abrí
el programa de rastreo. Yo le había pagado a una persona mucho más
inteligente que yo para que desarrollara el programa y colocara el rastreador
en la medalla de Emma. El rastreador era diminuto, confiable y a prueba de
agua. Siempre y cuando Emma lo siguiera teniendo en el cuello, podría
encontrarla.
—Está viva —me dijo Omar, intentando tranquilizarme.
—No sabemos exactamente cuándo se la llevaron. Podrían estar
deshaciéndose de su cuerpo ahora mismo —repuse y, cuando vi dónde
aparecía el rastreador de la medalla, se me revolvió el estómago: el parque
nacional de los Everglades. Mierda.
Hacía años que no sentía miedo, desde la primera vez que había mirado
a un hombre a los ojos y le había volado los sesos. Desde que Padre me
había pateado con tanta saña que había pensado que iba a morir. Pero al ver
ese puntito perdido en el medio de la nada, sentí un frío helado en todo el
cuerpo. No era el frío de ese lugar adonde solía ir para tener claridad
mental. Era un frío penetrante que me cerraba la garganta.
—Vamos —dijo Omar—. Estuvo practicando defensa personal con Lili.
Va a sobrevivir hasta que lleguemos.
Pero ella no sabía que nosotros íbamos en camino. ¿Cómo sabría que
tenía que resistir hasta entonces?
—Él va a morir de todas formas. Lo sabes, ¿no? —le pregunté a mi
hermano.
Omar asintió.
—Le apuntaste con un arma —dijo—. Solo hay dos formas de que
termine esto. —Me apoyó la mano en el hombro y me dio un apretón—.
Estoy contigo, hermano.
—Si Emma muere, él y los que lo ayudaron van a morir lenta y
dolorosamente. Van a desear haber muerto mucho antes de que yo los mate.
30
EMMA

Grité diez minutos más, pero la música que salía del auto retumbaba hasta
en el baúl. El hombre había puesto el estéreo a todo volumen para
ahogar mis gritos. Me acosté boca arriba y pateé la puerta del baúl para
tratar de abrirlo, pero no cedió ni un centímetro.
Un pánico incontenible amenazó con cerrarme la garganta, pero recordé
que los baúles de los autos tenían manijas de seguridad. Respiré profundo y
traté de calmarme y de pensar racionalmente. Empecé a pasar las manos por
todos lados para ver si encontraba algún cordón. Pasé las manos por la
puerta del baúl y por los costados, pero no encontré nada. Habían quitado
las manijas. «No son estúpidos», pensé. «No me dejarán escapar».
Entonces, ¿qué? Si seguía tratando de encontrar un modo de escapar, no
tendría tiempo de entrar en pánico. Si me entregaba a la ansiedad y al terror,
moriría: esa era otra lección que me había enseñado Lili.
Podía tratar de empujar una de las luces traseras del auto para ver si otro
conductor se daba cuenta, pero lo cierto era que rasgar el tapizado para
llegar a las luces era casi imposible. Necesitaba un objeto filoso o algo así
para romper la tela. Y, si tuviera algo filoso, podría atacar al hombre cuando
abriera el baúl y listo.
El auto giró bruscamente y me deslicé a un costado del baúl. La
carretera se había vuelto más rústica, lo cual me pareció una mala señal.
Pasamos por un bache y me golpeé la cabeza contra el techo. «Mierda». Si
seguía así, iba a terminar con una conmoción cerebral y entonces, ¿qué iba
a hacer?
No logré encontrar nada en la oscuridad que pudiera servirme de arma.
Solo me tenía a mí misma y, con lo gigante que era el hombre, yo no era
rival para él. Mi mejor opción era correr lo más rápido y lejos posible. Tenía
que tomarlo por sorpresa ni bien abriera el baúl y no podía flaquear ni por
un segundo. Si dejaba que el miedo se apoderara de mí, bien podía darme
por muerta. Esto no era un secuestro; era lo que Ángel me había dicho que
desataría una guerra.
El auto estaba andando sobre grava; sentía el crujido mientras el
vehículo se mecía y hundía en el camino. Se me revolvió el estómago y se
me llenó la boca de saliva. No quería vomitar ahí, porque el olor iba a
empeorar aún más las cosas.
Cuando el auto se detuvo, me empezó a latir a toda prisa el corazón. «Es
ahora o nunca», pensé. Tenía que salir rápido e irme corriendo. Tragué
saliva y junté las rodillas para tener espacio y poder salir de un salto del
baúl. Escuché que se abrió la puerta del conductor, y luego escuché pasos,
cada vez más cerca. Todos los músculos de mi cuerpo se tensaron, listos, y
cuando comenzó a abrirse el baúl, no perdí ni un segundo. Me incorporé de
golpe y terminé de abrir la puerta, que le dio de lleno en la cara a mi
secuestrador. Lo escuché gruñir, pero no me detuve a ver qué le había
hecho. Ni bien mis pies tocaron el suelo esponjoso, comencé a correr con
todas mis fuerzas. Lo único que veía a mi alrededor era verde y, cuando me
desvié del camino para adentrarme en los densos árboles, pisé agua. Me
llegaba hasta las rodillas. «Mierda, ¿me trajo a los Everglades». Prestando
atención por si aparecía un cocodrilo o una serpiente, seguí avanzando. A
cada paso que daba, el agua me salpicaba las rodillas y los muslos, y me
cubría de barro. Cuanto más profundo se volvía el pantano, más lento
avanzaba yo; no quería resbalarme y meterme de lleno en el agua, pero
tampoco podía retroceder.
Escuché una explosión, y una bala me pasó volando por encima de la
cabeza. No me di vuelta; no hacía falta ser muy inteligente para darse
cuenta de que el hombre se había recuperado y había venido a buscarme.
Seguí avanzando, feliz porque el agua ya no era tan profunda y podía ir más
rápido. Si trepaba un árbol, podría esconderme mejor, pero ni loca iba a
subir a más de diez metros de altura. Si el hombre me encontraba, no
tendría escapatoria. Por eso, decidí esconderme en un arbusto. Reprimí un
grito cuando las espinas me rasguñaron la piel de los brazos y la cara. Una
vez que estuve bastante segura de que el hombre no podía verme, me
detuve y me agaché todo lo que pude. Escuchaba sus pisadas fuertes y me
encogí incluso más.
—Voy a encontrarte —dijo el hombre—. Si sales ahora, te prometo que
no sufrirás, pero si sigues escapando, voy a tomarme mi tiempo contigo.
Sin poder evitarlo, comencé a temblar, y apreté tanto los puños que las
uñas se me hundieron en las palmas de la mano. El hombre estaba cada vez
más cerca y, aunque yo estaba escondida, nada me aseguraba que no fuera a
encontrarme. Eché un vistazo al suelo y vi una rama de aspecto afilado
cerca de mi pie. La levanté y la agarré con tanta fuerza que se me pusieron
blancos los nudillos.
No iba a ser de mucha ayuda contra su arma, pero si lograba agarrarlo
desprevenido, tal vez tuviera oportunidad de salvarme.

Ángel

Encontramos el auto abandonado en una carretera junto a un cartel que


decía «Solo para empleados del parque nacional». El baúl estaba abierto,
igual que la puerta del conductor, pero no había sangre. Omar frunció el
ceño y se asomó dentro del baúl.
—¿Qué pasa?
Me mostró la medalla de San Cristóbal: se le había roto la cadena.
—¿Esto es lo que estabas rastreando? —me preguntó.
«Carajo».
—Sí.
Extendí la mano y Omar me apoyó la medalla en la palma. La apreté un
instante y luego me la guardé en el bolsillo. Después de mandarla a arreglar,
se la iba a volver a poner a Emma en el cuello, donde debía estar. «Si es que
no llegas demasiado tarde», susurró una vocecita en mi cabeza, y me
aceleré.
Yo le había dejado mi arma a Lili, pero Omar estaba preparado. Había
sacado la Sig-Sauer semiautomática de la guantera y me la dio; era un poco
pequeña para mi gusto, pero iba a cumplir su función. Él había agarrado su
pistola de siempre, la Smith & Wesson. Las dos estaban cargadas con balas
de punta hueca. La persona que se había llevado a Emma no iba a salir de
los Everglades. Ni de casualidad.
De pronto, sonó un disparo, y ambos empezamos a correr.
—¡Emma! —grité, obligando a mis piernas a moverse. Estaba viva.
Tenía que llegar a su lado—. ¡Emma!
Sabía que el secuestrador iba a escucharme, y eso mismo quería.
Necesitaba distraerlo y esperaba que viniera a buscarnos.
Otra bala salió disparada, esa vez hacia donde estábamos nosotros. Por
suerte, el sujeto era pésimo disparando de lejos y nos pasó por arriba de la
cabeza. Nos metimos entre los matorrales y vimos una figura descomunal a
lo lejos. El hombre estaba pegando manotazos entre los arbustos y las
zarzas, buscando; cuando miró por encima del hombro y nos vio, nos
apuntó con el arma.
—¿Hombro o cabeza? —me preguntó Omar.
—Hombro —respondí—. Tengo preguntas.
Omar asintió y, sin más, apretó el gatillo. El hombre gritó y una
explosión de rojo apareció en su hombro. Intentó levantar el arma otra vez,
pero Omar le había destrozado el brazo. Se veía el hueso blanco brillando a
la luz del sol. Si el tipo salía de allí con vida, jamás volvería a usar ese
brazo. De todos modos, tampoco importaba, porque no íbamos a dejarlo
marcharse.
—¡Emma! —grité. Omar seguía apuntándole al hombre—. ¡Emma!
Un arbusto a unos diez metros de nosotros se sacudió, y luego ella
apareció en el medio del claro. Estaba cubierta de barro de pies a cabeza y
tenía la ropa rota y empapada, pero nunca la había visto más hermosa que
en ese momento.
—¿Ángel? —preguntó, con la voz ronca y llena de miedo.
Susurré su nombre. Veía que le temblaban los hombros y sentí la
necesidad de abrazarla. Crucé el matorral, pasé por encima de un árbol
caído y la estreché entre mis brazos. Cuando sentí su cuerpo contra el mío,
solté un gemido de alivio.
—Esposa mía —murmuré una y otra vez. Ella se aferró a mí; llegado
ese punto, los dos estábamos temblando, y me di cuenta, tarde, de que ella
estaba llorando. Le levanté la cara y observé los rasguños que tenía en las
mejillas y en la nariz. Por primera vez en mi vida, se me llenaron los ojos
de lágrimas, y no me importó que Omar o Emma me vieran llorar—. Lo
lamento —le dije y le besé la nariz. Se me escapó una lágrima—. Lo
lamento mucho. —Le besé la mejilla. Otra lágrima—. Lamento haberte
encerrado y haberte puesto en peligro.
Emma negó con la cabeza.
—Yo lo lamento —dijo con voz ronca. Me rodeó el cuello con los
brazos y hundió el rostro en mi clavícula—. Lamento no haberte contado lo
del bebé. Tendría que haberte…
El bebé. De lo preocupado que estaba por Emma, se me había pasado
por alto ese detalle.
—¿Está…? —Me dio un escalofrío—. ¿Tú estás bien? —le pregunté, y
le toqué el vientre, todavía chato—. ¿El bebé está…?
Emma me tocó la mano.
—Por ahora está todo bien, ¿sí?
—Vamos a ir a ver al mejor obstetra de la ciudad —le prometí—.
Quiero asegurarme de que los dos estén bien.
—Perdón por interrumpir —dijo Omar—, pero si quieres interrogar a
este tipo, mejor date prisa. Creo que le di a alguna arteria importante o algo.
Se está poniendo gris.
Emma se quedó paralizada y la abracé más fuerte.
—No hace falta que vengas conmigo —le dije—. Puedes quedarte aquí
mientras le hago un par de preguntas.
Ella lo pensó un momento, pero luego negó con la cabeza.
—No quiero estar sola —dijo.
Yo tampoco tenía muchas ganas de separarme de ella, así que no insistí.
Abrazados, volvimos a abrirnos paso entre la vegetación hasta llegar a
donde estaba Omar, que todavía le estaba apuntando al hombre que había
llevado a Emma allí para matarla.
Mi hermano tenía razón: el hombre se estaba poniendo de un color gris
ceniciento por toda la sangre que había perdido. Había un charco rojo a sus
pies. Cuando me miró, el pecho se le movió pesadamente por el esfuerzo de
respirar. Su cara me resultó conocida, como si ya lo hubiera visto antes.
—¿Para quién trabajas? —le pregunté.
—Vete a la mierda —jadeó.
Miré a Omar y asentí, y él apretó el gatillo otra vez. Apareció un agujero
en la rodilla del tipo, que gritó de dolor.
—Vamos de vuelta —le dije—. ¿Para quién trabajas?
El hombre rechinó los dientes; cada vez respiraba más agitado.
—Luis… Rojas…
Omar apretó el gatillo otra vez y le voló la cabeza al hombre. El pasto se
tiñó de color rojo. Emma tuvo arcadas y me abrazó más fuerte.
—Está trabajando con Luis para deshacerse de Emma —dijo Omar—.
No tiene sentido.
Pero sí que tenía sentido, porque yo había avergonzado a mi padre al
negarme a trabajar con Luis. Él había aceptado su propuesta de hacer las
paces, y negarme a seguir sus órdenes era una falta de respeto.
—Deshagámonos del cuerpo y salgamos de aquí.
Omar miró a Emma.
—Llévala al auto —dijo—. Yo me encargo.
—¿Lista para volver a casa?
Emma dudó solo un instante antes de acceder.
—Por favor, sácame de aquí.
31
EMMA

Después de la cuarta vez que me resbalé por el barro que me cubría los
zapatos, Ángel me levantó en brazos como si fuéramos recién casados.
—Te vas a ensuciar todavía más —protesté—. Yo puedo caminar.
Bájame.
Él negó con la cabeza.
—No pienso hacer eso, esposa mía —me dijo y, por Dios, cómo
extrañaba que me dijera así. Me estremecí y me apretujé más contra su
cuerpo a pesar de lo que acababa de decirle—. ¿Tienes frío? —me
preguntó.
No era frío de verdad y ambos lo sabíamos. Lo más probable era que
estuviera entrando en shock.
—Huelo asqueroso —dije, y no me gustó lo lejana que sonó mi voz.
Ángel se inclinó e inhaló.
—Hueles delicioso… y nunca te vi más hermosa —dijo Ángel, y la
mentira me hizo reír, pero la risa rápidamente se transformó en llanto. Le
rodeé el cuello con los brazos y lo abracé fuerte—. No voy a ir a ningún
lado —me dijo con calma—. Yo te cuido.
Ángel por fin me dejó bajar en el camino de grava donde estaban
estacionados los dos autos.
—¿Qué vamos a hacer con su auto? —pregunté.
—Nada —respondió él—. La patente no va a llevar a la policía hasta los
Rojas. Van a revisar el auto y luego lo van a incautar.
—Parece que lo dices por experiencia.
—Sí. Este no es el primer cuerpo que Omar y yo descartamos en una
zona como esta.
Yo ya lo sabía (él me lo había dicho la primera vez que nos vimos), pero
me costaba aceptar que el asesino a sangre fría que yo conocía fuera el
mismo hombre que me estaba dando la mano dulcemente.
—¿Te molesta? —le pregunté.
—Ya hablamos de esto —me recordó Ángel—. ¿Qué te respondí?
Pensé en la conversación que habíamos tenido en nuestra luna de miel.
—Que no disfrutabas matar, pero estabas dispuesto a hacerlo por tu
familia.
Ángel asintió.
—Ese hombre te secuestró e iba a matarte. Por lo que a mí respecta,
firmó su propia orden de ejecución. —Me acarició la mejilla, cuidando de
no tocar el tajo que la atravesaba—. Últimamente no te cuidé muy bien,
pero eso ya se terminó. Tú y el bebé son mi prioridad de ahora en más.
Me acerqué más a él, conmovida.
—Sé lo mucho que te importa tu familia, Ángel —le dije.
—Tú eres mi familia, Emma. Nada me importa más que tú.
Yo no estaba del todo segura de que eso fuera cierto, pero sabía que no
estaba mintiéndome. Estaba hablando con sinceridad, pero, hasta que no lo
pusiera en práctica, no sabría si podía confiar en su palabra.
—Ah —dijo, y se llevó la mano al bolsillo—, se te cayó algo.
Sacó la medalla de San Cristóbal y me la mostró. Angustiada, me toqué
el cuello.
—Ni siquiera me di cuenta de que se me había caído —dije, y me estiré
para agarrarla—. Perdón por…
Ángel alejó la medalla de mi alcance.
—¿Por qué me pides disculpas?
—No quise quitármela —dije—. Te prometí que no lo haría.
Ángel me miró con una expresión de profunda ternura. Esa mirada
parecía fuera de lugar en el rostro estoico de mi esposo.
—Aunque estabas enojada conmigo, no te la quitaste.
No era una pregunta, pero igual respondí.
—Creo que ni siquiera me detuve a pensarlo —admití—, pero ni por un
segundo se me ocurrió quitármela. La tengo puesta desde el día que me la
diste.
—Emma…
—¡Listo! —exclamó Omar, que se acercaba caminando pesadamente—.
Súbanse al auto así nos vamos. ¿Qué hacen ahí parados charlando?
Ángel agachó la cabeza y masculló un insulto, pero, teniendo en cuenta
que su hermano acababa de arrojar el cuerpo de un hombre a un pantano,
tenía sentido que quisiera irse de allí. Ángel me abrió la puerta trasera del
auto y luego subió detrás de mí, así que tuve que correrme a un costado.
Miré el rastro de barro que estaba dejando a mi paso. «Cuando lleguemos,
me voy a dar la ducha más caliente que soporte mi cuerpo», me prometí.
Omar se sentó al volante.
—No puedo creer que me trates como si fuera tu chofer —se quejó.
Ángel le pateó el asiento.
—Cállate. Me entenderás cuando te enamores.
¿Cuando te enamores? Sorprendida, giré la cara hacia Ángel, y él me la
agarró con ambas manos.
—¿Estás lastimada? —me preguntó, y me hizo mover la cara hacia un
lado y luego hacia el otro para inspeccionar los rasguños.
Me arremangué para mostrarle los lugares donde me habían lastimado
los arbustos y las zarzas. Tenía la piel surcada de cortes y arañazos.
—Me arde —le dije.
Él miró mis heridas un momento, y un poco esperaba que me dijera que
no pasaba nada, que me consolara de ese modo brusco al que ya estaba
acostumbrada. En cambio, Ángel se agachó y me acarició todas las heridas
con los labios, teniendo cuidado de no lastimarme. Yo no sabía que él fuera
capaz de ser tan cariñoso.
Me dolió el pecho. ¿Podía amar a un hombre como él? ¿Podía entregarle
mi corazón a alguien cuya brújula moral estaba más que un poquito
desviada? Y, si podía, ¿qué decía eso de mí? Ya no iba a poder decir que era
una buena persona, aunque no hiciera más que tolerar las cosas que hacía
Ángel. Las buenas personas no miran para otro lado cuando se trata de
narcotráfico y asesinatos. Debería importarme la clase de persona que era
Ángel; no debería poder mirarlo en sus peores momentos y desear tenerlo
en mis brazos. ¿No?
—¿Voy a…? —Tragué saliva—. ¿Vas a volver a mandarme a esa
habitación?
Ángel negó con la cabeza.
—No volveré a encerrarte —me prometió—. Te necesito en nuestro
cuarto, junto a mí en la cama. Me sentí muy solo últimamente.
—Eso fue un poco tu culpa —observé con amabilidad.
En vez de rechinar los dientes o reaccionar mal o hacer cualquiera de las
cosas que normalmente hubiera hecho, Ángel me sonrió.
—No por eso me sentí menos solo durmiendo sin ti —me dijo—. Ya me
había acostumbrado a tus ronquidos.
—¡Yo no ronco!
Ángel rio.
—Sí que roncas —dijo—, pero es lindo. No puedo dejarte ir, esposa mía
—añadió, ya sin rastros de risa en la voz—. Te amo más de lo que jamás
amé a ninguna mujer, y soy un hombre egoísta. No puedes dejarme.
Era una promesa y una amenaza a la vez, pero describía a la perfección
a Ángel en todos los aspectos de su vida. ¿Por qué iba a ser distinto en el
amor?
—No voy a dejarte —respondí. La idea de volver a estar lejos de él me
produjo un nudo en el estómago. Si hubiera sido por mí, no habría vuelto a
separarme de él ni un segundo—. No me gusta lo que haces —agregué,
porque necesitaba decirlo— y creo que nunca lo voy a aprobar, y no me
gusta lo que despiertas en mí, porque a pesar de todo eso… —Se me cerró
la garganta y no logré terminar de hablar.
Ángel me acarició la cara.
—¿Qué?
—Yo también te amo —dije. Me acerqué y apoyé mis labios sobre los
suyos, un beso fugaz y casto, por primera vez desde nuestro casamiento.
Ángel gruñó y me besó otra vez. Su lengua me rozó el labio inferior antes
de enredarse con la mía. Mis manos se abrieron paso hacia su pelo y lo
acaricié mientras él me besaba hasta que me sentí desvanecer.
—¡Oigan! —exclamó Omar desde el asiento del conductor—. ¡Más vale
que no tengan sexo ahí atrás! No estoy preparado para ver eso.
Ángel se alejó de mí riendo.
—Qué manera de arruinar el momento, cabrón.
Le di un golpecito en el pecho.
—Trata bien a tu hermano —le dije.
Ángel me miró a los ojos.
—Tus deseos son órdenes, esposa mía.
Me acerqué y lo besé otra vez. Ahora que por fin había cedido, no me
cansaba de la sensación de su boca contra la mía.
—Mi deseo es darme una ducha —dije, y Ángel se echó a reír, pero
entonces hicimos el último giro antes de llegar a la mansión, y una
expresión sombría le oscureció el rostro.
—Primero tenemos que encargarnos de Gustavo —dijo.
—¿De tu padre? ¿Por qué? —pregunté. Entonces, lo comprendí: él
había sido el que había mandado a ese hombre a secuestrarme. Yo sabía que
tenía que ser un trabajo desde adentro (si no, ¿cómo había hecho para
apagar todas las cámaras de seguridad?), pero nunca había imaginado que el
padre de Ángel estuviera detrás de todo—. ¿Estás seguro?
Ángel asintió.
—Sabía que estabas embarazada —dijo—. Quería deshacerte de ti.
Sus palabras no tenían sentido. El anciano quería que Ángel tuviera un
hijo; ese era el motivo principal por el que lo había obligado a casarse
conmigo.
—No entiendo —dije—. Sé que no le agrado, pero ¿tanto lo ofendí?
Ángel me apretó la mano.
—Tú no hiciste nada malo —dijo—. Creo que Gustavo no quiere que
nadie sea feliz excepto él.
Me resultó perturbador escuchar a Ángel llamar a su padre por su
nombre, como si el hombre ya estuviera muerto para él.
—Ángel, piénsalo bien, ¿sí? No tomes decisiones apresuradas.
—Estoy muy tranquilo, esposa mía —respondió, lo cual era la cosa
menos reconfortante que podía haber dicho. Por lo general, Ángel tranquilo
era Ángel letal.
Entrelacé los dedos con los suyos y lo miré.
—No hagas nada peligroso, ¿sí? No podría soportar perderte.
Él me agarró la mano y la besó. Se manchó el mentón con barro y traté
de limpiárselo, pero solo lo empeoré.
—No puede salirse con la suya después de lo que te hizo —dijo.
—No digo eso… pero tienes que tener cuidado.
—Es un viejo enfermo —me aseguró—. Omar y yo podríamos haberlo
derrotado hace años, pero no lo hicimos por respeto.
—Y ese respeto ya no existe —intervino Omar desde el asiento
delantero.
—Exacto —dijo Ángel.
La parte de mí que no me gustaba (la que podía pasar por alto la
crueldad de Ángel) asomó su feo rostro. «Su padre ya no volverá a
lastimarnos», dijo. «Hasta nunca». Yo no quería cargar con la muerte de
nadie en mi consciencia… pero tampoco podía decir que me habría
entristecido si el hombre hubiera terminado en el pantano junto a su lacayo.
32
ÁNGEL

—MiOmar
padre tiene que pagar por lo que hizo —le dije a Emma mientras
estacionaba el auto—. No hace falta que estés presente. Ve a
darte una ducha y acuéstate.
Emma negó con la cabeza.
—No, creo que necesito estar ahí —dijo. Se tocó el vientre y añadió—:
Necesito saber por qué le hizo eso a su nieto.
—Yo necesito saber por qué te lo hizo a ti —dije.
Le acomodé un mechón de pelo todo apelmazado detrás de la oreja y la
besé otra vez. Todavía sabía a tierra y grava, pero no me importó. Tener sus
labios contra los míos era la mejor sensación del mundo.
Ella me ofreció la mano.
—Vamos —me dijo. ¿Cómo podía negarme?
Entramos a la casa tomados de la mano, con Omar a nuestras espaldas;
el regreso triunfal a nuestro castillo. En el comedor, Lili estaba sentada
apuntándole a Padre, que, al parecer, había terminado de cenar.
—Ya era hora de que volvieran —gruñó Lili, y me dio el arma—. Se me
está durmiendo el brazo. —Cuando vio a Emma, no obstante, se enterneció
—. Me alegra mucho que estés bien —le dijo, e intentó abrazarla, pero
Emma la esquivó.
—Así es —dijo secamente, sin mirarla a los ojos.
A Lili se le transformó la cara y, de no haber sido por el hombre que
estaba sentado frente a mí, le habría dicho algo, pero primero tenía que
encargarme de Gustavo. Luego me ocuparía de ayudar a Lili.
—Antes de matarte —le dije a mi padre—, quiero saber por qué.
Él me miró fijo.
—¿Por qué qué, mijo?
Lo observé por un momento, con los labios tan apretados que apenas
eran una línea, y luego blandí el arma y le di un culatazo en la mandíbula.
Lili retrocedió, con los ojos muy abiertos, y hasta Omar pareció impactado.
Ninguno se había atrevido a golpear a Padre antes, ni siquiera para
defendernos de sus golpes.
—¿Por qué mandaste a los Rojas a matar a mi esposa? —exigí saber.
Gustavo apretó la mandíbula. El golpe le había producido un corte, y la
sangre que le chorreaba por el cuello le estaba manchando la camisa.
—Luis Rojas nos ofreció hacer las paces y tú le escupiste la cara. Tenía
que hacer algo antes de que declarara la guerra.
—Él nos declaró la guerra cuando nos atacó en Eliseo —respondí—.
¿Por qué iba a aceptar su oferta después de que intentara matarme?
—Te ofreció una parte de su negocio. Yo acepté y tú te negaste.
Ese era el verdadero problema. Gustavo quería unirse al negocio de
tráfico de personas y estaba enojado porque yo me había negado a
participar, a pesar de todas las otras oportunidades que habían surgido. A
pesar de ser un riesgo innecesario para todos los involucrados. A pesar de
que probablemente fuera una trampa para que los Rojas pudieran intentar
eliminarnos a todos o entregarnos a los federales. Si Gustavo quería algo, lo
conseguía, y no estaba dispuesto a dar el brazo a torcer.
—Ya me castigaste por eso —dije—. Y si el castigo no te pareció
suficiente, podías haberme mandado a matar a mí y que Omar quedara a
cargo. ¿Por qué fuiste por Emma?
Padre miró a Emma con una expresión de desprecio absoluto. Pensé en
golpearlo otra vez, pero si lo hacía, seguramente le iba a quebrar la
mandíbula, y todo habría sido una pérdida de tiempo.
—Te mandé casarte con ella porque cagaste todo y terminaste
debiéndole la vida a una mujer —pronunció la última palabra como si fuera
un insulto—. La idea no era que lo disfrutaras.
—¿Pensó que el matrimonio era un castigo? —preguntó Emma. No
parecía enojada, solo confundida. Pero entonces algo debió cobrar sentido
en su cabeza, porque esbozó una mueca de desdén—. Pensó que yo iba a
odiar a Ángel, ¿no? Igual que su esposa lo odiaba a usted —dijo. Su voz
sonaba más cruel con cada palabra—. ¿Quería que lo hiciera infeliz porque
así fue su matrimonio?
Gustavo tenía los ojos negros como el ónix. Si hubiera podido, la habría
estrangulado; lo veía en su rostro. Estiré el brazo y acerqué a Emma a mí.
—Tu función era darle hijos y dejar de estorbar, como mi esposa. Ella
cumplió sus tareas a la perfección.
—¿Pensó que iba a suicidarme? —preguntó Emma—. ¿Después de
usarme como yegua de cría?
—Con el incentivo correcto, se puede convencer a cualquiera de hacer
cualquier cosa, mija.
Si Gustavo nos hubiera arrojado una granada en la cara, el impacto no
habría sido tan grande.
—Padre —dijo Lili con voz temblorosa—, ¿qué estás diciendo? ¿Tú…
tú le hiciste algo a mami?
Él le lanzó una mirada tan venenosa que Lili retrocedió como si la
hubiera abofeteado.
—Ella había cumplido su propósito —dijo él, sin traicionar emoción
alguna—. Yo ya no la necesitaba. Miriam lo entendió.
No tuvo que decir nada más, porque todos habíamos comprendido lo
que estaba diciendo: o había mandado a matar a mi madre y lo había hecho
parecer un suicidio, o le había ordenado que se suicidara y ella había
obedecido.
—Me va a encantar mandarte al infierno —le dije.
Mi padre esbozó una sonrisa burlona.
—Te matarán ni bien trates de tomar el mando —dijo, y me recordó que
lo que estaba por hacer era una traición—. Nos vemos ahí.
Antes de que pudiera apoyar el dedo en el gatillo, Emma me agarró el
brazo.
—Espera —dijo.
—Emma…
—Tiene que morir —dijo Lili. Por su voz, me di cuenta de que estaba
llorando, pero yo no podía despegar la mirada de Padre.
Emma me empujó el brazo hasta que bajé un poco el arma.
—No digo que no tengan razón —dijo—, pero no puede ser así.
—¿Por qué no? —preguntó Omar. Parecía tan alterado como Lili.
—Porque su padre tiene razón —dijo Emma—. Si Ángel lo mata ahora,
toda la familia se volverá en su contra.
—Yo lo voy a proteger —insistió Omar—. Jamás dejaría que le hagan
algo a Ángel.
Emma negó con la cabeza.

—No puedes prometer eso. Si los hombres no lo siguen, va a ser una


masacre, y yo no voy a permitir que pase eso —declaró, y su voz tenía un
tinte decidido que jamás había escuchado.
—Entonces, ¿qué sugieres que hagamos? —pregunté—. No podemos
dejarlo vivir.
—¿Por qué no? —replicó y, antes de que pudiéramos protestar, levantó
la mano—. Si ya se está muriendo.
Fue como si todo el aire escapara de la habitación. Igual que Lara más
temprano, Emma acababa de decir lo que todos veníamos callando hace
meses. Se acercó un poco más a Gustavo, pero manteniendo la distancia
suficiente como para que yo pudiera dispararle si él hacía algo. «Mi chica
lista», pensé con cariño.
—Todos se dan cuenta de que está enfermo —dijo, hablándole
directamente a mi padre—. Es pésimo ocultándolo, sobre todo porque se le
está poniendo amarillo el blanco del ojo. ¿Qué es? ¿El hígado o el
páncreas?
Mi padre parecía estar a punto de perder los estribos.
—El páncreas —soltó por fin.
Emma asintió, como si fuera la respuesta que esperaba.
—¿Estadio IV?
—Sí —dijo mi padre, y sonó como un gruñido más que como una
palabra. No le gustaba que Emma lo expusiera de esa manera, que revelara
todos los secretos que él llevaba meses ocultando.
—Seguramente no le queda mucho tiempo —observó ella con tono casi
indiferente, como si estuviera hablando del clima. Era aterrador verla así;
por lo general, mi esposa era muy transparente con sus emociones, incluso
cuando pensaba que las estaba ocultando bien. También era una de las cosas
más sexis que había visto en mi vida—. El cáncer de mi mamá se propagó
al páncreas, ¿sabe? Eso es lo que la terminó matando. Era un sufrimiento
constante, porque la medicación para el dolor no le hacía nada.
—¿A qué quieres llegar con todo esto? —masculló Gustavo. Se estaba
poniendo pálido; debía estar mareado por el golpe, y la herida no paraba de
sangrar.
Emma volvió a mi lado y la abracé. Estaba temblando; todavía estaba
mojada por haber corrido por el bosque y el pantano, y lo único que la
mantenía en pie era la adrenalina. Ya era hora de que fuéramos terminando.
—A lo que quiero llegar —dijo, pero hablándome a mí— es que es
mejor dejar que la naturaleza siga su curso. Dejémoslo morir sintiendo el
mismo sufrimiento que sintió mi mamá. Le va a doler mucho más que un
disparo.
«Si esta mujer alguna vez se vuelve en mi contra, estoy jodido», pensé.
Como sabía que Omar no iba a dudar en matar a Padre si era necesario, me
di vuelta y la besé, profunda y apasionadamente, hasta que los dos
quedamos jadeando.
—Si es lo que quieres —dije—, lo haré. Haría cualquier cosa por ti.
Emma se estremeció, pero le brillaron los ojos.
—Creo que se merece sufrir un poco —dijo.
—Sí.
Emma me había dicho que no le gustaba lo que yo despertaba en ella.
¿Acaso yo sacaba a relucir la oscuridad que ya habitaba en su interior? ¿O
la estaba corrompiendo? La respuesta no importaba, porque, tal como le
había dicho antes, yo era demasiado egoísta para siquiera pensar en dejarla
ir.
Fulminé a mi padre con la mirada.
—Esto es lo que vamos a hacer —dije—. Me vas a firmar un poder, y
yo voy a buscar un hospicio para mandarte. Te vas a pudrir ahí hasta que te
mueras solo. Si alguien te visita o te llama, te acompañarán al infierno.
—Pero ¿qué hacemos hasta entonces? —preguntó Omar—. Vamos a
tardar un par de días en resolver todo.
Le sonreí a mi padre y, por primera vez, lo noté nervioso.
—Creo que la habitación donde mandó a secuestrar a Emma está abierta
—dije. Miré a Omar y le pregunté—: ¿Me ayudas?
Mi hermano asintió y entre los dos agarramos a Padre. Él no se resistió;
no tenía fuerzas para pelear. Aunque no había perdido tanto peso, parecía
una bolsa de huesos unida con colgajos de piel fina como el papel.
Lo arrastramos por toda la casa hasta el pasillo donde estaban las celdas.
Ya habían sacado el cuerpo de David y le habían informado a su familia de
su muerte, pero la puerta de la antigua habitación de Emma seguía abierta.
Lo metimos allí y lo arrojamos sobre la cama aún deshecha. Gustavo
aterrizó con un gruñido, pero no intentó escapar. Era como si se hubiera
desinflado.
—¿Quién le va a dar de comer? —me preguntó Omar cuando salimos de
la habitación. Ninguno de los dos le había dicho ni una palabra a nuestro
padre.
Cerré la puerta y tecleé la clave en el teclado numérico. Luego, cambié
la contraseña para que nadie además de mí pudiera entrar en la habitación.
—Veremos cuánto tardamos en mandarlo al hospicio —dije—. Si solo
son un par de días, puede esperar. Si tiene sed, que tome agua del baño.
Omar me palmeó el hombro.
—¿Estás listo para contarle a la familia? —me preguntó.
Yo no estaba listo (y me moría por meter a mi esposa en la ducha y
cubrirla de caricias y besos, si me dejaba), pero sabía que no tenía sentido
posponerlo.
—¿Me vas a apoyar?
—Como siempre. Es mi lugar —respondió él. Omar siempre me
recordaba que no le interesaba el poder ni la responsabilidad que caían
sobre mí como primogénito. Estaba feliz de trabajar conmigo y ayudarme.
—Hagámoslo.
33
EMMA

—¿Qué significa esto? —preguntó André por cuarta vez.


Él, José y una horda de primos habían bajado al comedor ni
bien Ángel había mandado un mensaje para informarles que su padre iba a
dejar sus deberes como líder de la familia Castillo. Yo me lo esperaba, pero
volver a ver a André me puso la piel de gallina. Me acerqué a Ángel y él me
rodeó con un brazo; él también tenía los ojos, oscuros y alertas, clavados en
el hombre.
—¿Dónde está Gustavo? Quiero escucharlo de su boca —insistió André.
—Mi padre se está muriendo, tío —dijo Ángel—. Tiene cáncer de
páncreas estadio IV y se está propagando a todos lados. Ya no se puede
hacer nada más que minimizar su sufrimiento.
La sonrisa que se le dibujó en el rostro era una cosa espantosa, pero
nunca me había parecido más atractivo. José, el otro tío de Ángel, soltó una
risita, como si Ángel hubiera dicho algo graciosísimo.
—No es cierto —dijo, como si no hubiera observado al hombre
marchitarse día tras día—. Si estuviera enfermo, nos lo habría dicho a
André y a mí.
—Tengo sus radiografías en la oficina. Manny, ¿puedes ir a buscarlas?
—le pidió a su primo—. Están en el sobre del primer cajón.
Manny salió corriendo. Ángel se acomodó en la silla y me sentó sobre
su regazo.
—Me puedo sentar en otra silla —dije.
Observé a mi alrededor: los hombres estaban discutiendo entre sí y nos
miraban con desconfianza. Ángel me agarró de la cintura para que me
quedara quieta.
—Te quiero cerca —dijo.
—¿Y sentarme al lado tuyo es demasiado lejos?
Él me miró, y asomó a sus labios el atisbo de una sonrisa.
—Sí —dijo sin más.
Me dieron ganas de agacharme y besar ese pimpollo de sonrisa, y, de
pronto, me di cuenta de que nada me impedía hacerlo, así que le di un beso.
—Por cierto —le dije en voz muy baja—, todavía estoy toda sucia y
mojada.
—No voy a tardar mucho —me prometió, pero, esa vez, no me ofreció
dejar que fuera a bañarme sola. Tener que tratar con su padre y el resto de
su familia lo había hecho aferrarse más a mí—. Y te prometo que después
de esto te meto en la ducha y abro el agua caliente al máximo.
—Promesas, promesas… —dije entre risas.
Manny volvió a la habitación con el sobre en la mano.
—Dáselo al tío André —le indicó Ángel—. Así lo lee en voz alta.
Miré al hombre abrir el sobre y vi el momento exacto en que
comprendió que Ángel estaba diciendo la verdad.
—Cáncer de páncreas en estadio IV —dijo—. La quimioterapia no está
dando resultado.
Le pasó los documentos a José para que él también los leyera, como si
necesitaran verlo con sus propios ojos. Me recosté contra el pecho de Ángel
y presté atención al modo en que la familia se tomaba la noticia. La mayoría
de los jóvenes parecían contentos, aliviados incluso, pero los más grandes
tenían una expresión pétrea en el rostro.
—¿Dónde está Gustavo? —preguntó José.
—Lo voy a mandar a un hospicio —respondió Ángel—. Va a pasar allí
el tiempo que le queda.
—¿Qué hospicio?
—No importa —dijo Ángel y se encogió de hombros—. Nadie tiene
permitido visitarlo. Va a morir solo.
Se produjo un revuelo, lo cual era lógico después de semejante
declaración. El corazón me comenzó a latir rápido y se me hizo un nudo de
terror en el estómago. Estaba lista para arrojarme frente a Ángel y
protegerlo si cualquiera de ellos intentaba hacerle daño. Parecía que Omar y
Lili estaban pensando lo mismo que yo, porque vinieron a pararse junto a
él.
—No puedes impedir que vea a mi hermano —masculló José.
—Se metió con lo que es mío —dijo Ángel—. Complotó con Luis Rojas
para secuestrar a Emma. Planeaba matarlos… a ella y a nuestro hijo.
Otro revuelo, esa vez más escandaloso.
—¿Y dónde están las pruebas? —gritó alguien desde el fondo, cerca de
la puerta. No vi quién era, pero, por la voz, parecía Stefan.
—David está muerto —dijo Ángel— porque mi padre dejó entrar a un
Rojas a esta casa.
—Quizá el hombre entró por la fuerza —insistió André, que se negaba a
dar el brazo a torcer.
Al oírlo, me reí, y el hombre me clavó la mirada. Se me alborotó el
estómago y me pegué más a Ángel, que me abrazó fuerte.
—Nuestro sistema de seguridad es infalible —dijo Ángel—. Es
imposible que haya entrado alguien sin que lo ayudaran desde adentro o le
dieran las claves. Y cualquiera de las dos cosas es una traición. La peor de
todas, porque no me atacó a mí. Fue por mi esposa.
Manny me miró y, por primera vez, pareció notar mi aspecto
desmejorado.
—¿Estás bien, Emma?
«Qué dulce», pensé.
—Estoy bien —le aseguré—. Solo sucia, nada más.
El muchacho se me acercó más y Ángel lo miró, pero no dijo nada.
—Estás toda rasguñada.
Me encogí de hombros.
—Corrí por los Everglades. Hay muchos arbustos. —Me estaban
empezando a arder los rasguños de los brazos y la cara, como si hubieran
esperado a que hablara del tema para hacerse notar—. Hay crema
antibacteriana en el kit de primeros auxilios, ¿no? —le pregunté a Ángel.
—Yo te voy a cuidar, esposa mía —me prometió.
Por primera vez, le creí. Sabía que había estado reprimiendo sus
sentimientos, pero descubrir que había estado reprimiéndolos tanto era
impactante. Ya no quedaban ni rastros de mi hombre frío y estoico. Era un
poco abrumador darme cuenta de golpe de lo mucho que me amaba; nunca
me había imaginado que fuera posible.
—¿Por qué estás tan seguro de que tu padre era el que trabajaba con los
Rojas? —preguntó José—. Quizá David los dejó entrar, y ellos lo
traicionaron y lo mataron. Me parece más factible, ¿no?
—Padre lo admitió, tío —dijo Omar—. No se avergonzaba de lo que
había hecho. No trató de ocultarlo ni de dar explicaciones. Estaba enojado
con Ángel y quería hacerlo sufrir.
Decir eso era simplificar demasiado las cosas, claro, pero no hacía falta
que los demás supieran todos los detalles.
—Entonces no estaba en su sano juicio —insistió André—. Tú mismo
dijiste que el cáncer se está propagando rápidamente. Es obvio que afectó
su capacidad de pensar con claridad.
—¿Y por qué tendría que seguir en su puesto entonces? —retrucó Ángel
—. Incluso si la demencia lo empujó a hacerlo, no tendría que seguir a
cargo.
—Tendríamos que haberlo hablado antes de que tomaras una decisión
unilateral.
Me reí en voz alta y los dos tíos de Ángel me fulminaron con la mirada,
como si desearan prenderme fuego. Yo también los miré. Ya no iba a
acobardarme.
—No sabía que las decisiones se tomaban en un comité —dije—.
¿Gustavo les pedía permiso para muchas cosas? No me da la impresión de
ser un tipo que pida nada, mucho menos permiso para hacer algo.
—Esto es diferente —me dijo André con desprecio.
Una furia como nunca antes había sentido explotó dentro de mí.
—Cuando me acorralaste contra la pared, me dijiste «princesita» —dije
—. Pero ahora soy la esposa insoportable de Ángel y debería callarme, ¿no?
—Cuando desvió la mirada, avergonzado, repetí—: ¿No?
Ángel chasqueó los dedos.
—Ah, cierto —dijo.
A una velocidad tan asombrosa que casi pareció sobrehumana, Ángel
agarró el arma que había dejado sobre la mesa, apuntó a su tío André y
apretó el gatillo. En su frente solo apareció un puntito rojo, pero la pared
detrás de él se salpicó de materia gris y trozos de cráneo. El hombre se
desplomó en el piso; me hizo pensar en una marioneta a la que le cortaban
los hilos.
Cuando el eco del disparo se apagó, la familia de Ángel desvió la
mirada del cuerpo en el piso a Ángel, que había vuelto a dejar el arma sobre
la mesa y ya me estaba abrazando otra vez.
—Si alguien le pone las manos encima a mi mujer, les prometo que no
voy a ser tan compasivo —gruñó Ángel—. Mi padre me declaró la guerra
cuando me quitó lo que era mío, y soy capaz de prender fuego todo si
alguien lo vuelve a intentar. ¿Está claro?
Hubo un murmullo de consentimiento.
—Su esposa está a salvo con nosotros, jefe —dijo Stefan.
No sabía si alguno de nosotros le creía de verdad, pero si no podíamos
confiar en ellos, ¿qué clase de vida íbamos a tener? No soportaba la idea de
tener que cubrirme las espaldas cada segundo del día. Ese no era modo de
vivir o de criar una familia.
—Las cosas van a cambiar —dijo Ángel, y me corrió de su regazo para
que nos levantáramos—. Yo no soy mi padre y no voy a tratar de imitarlo.
Pueden obedecer y seguirme, o pueden terminar como él —dijo, y señaló el
cadáver de André.
—Yo estoy contigo, primo. —Manny fue el primero en hablar, y lo hizo
con decisión y entusiasmo—. Los seguiría a ti y a Emma a cualquier lado.
Pestañeé, confundida de escuchar mi nombre en la ecuación… pero yo
era la matriarca de la familia. Iba a estar sentada a la derecha de Ángel.
¿Qué había pensado que significaba ocupar ese lugar?
A la declaración de Manny le siguieron otras más, y al poco tiempo
todos los presentes le habían jurado lealtad a Ángel, y más de uno me juró
lealtad a mí también, igual que Manny. Fue conmovedor de un modo
inesperado, y la sonrisa orgullosa de Ángel fue más que suficiente para
calmar cualquier sentimiento de incomodidad que pudiera tener.
Tan solo unas semanas atrás, una situación así me habría destrozado:
que me secuestraran, persiguieran y amenazaran con ejecutarme. No habría
podido manejarlo. Habría estado aterrada y asqueada, pero ahora lo único
que veía era a un hombre capaz de todo por protegernos a mí y a nuestro
hijo, capaz de ir en contra de su propio padre con tal de priorizar mis
necesidades y mi bienestar.
¿Era amor? ¿Era obsesión? No importaba, porque Ángel era mío, y
nunca iba a dejarlo ir. Él había dicho que era egoísta porque no podía
dejarme ir, pero no era el único egoísta. Yo tampoco podía alejarme de él.
Ángel me tocó la mano y se la llevó a los labios.
—¿Estás cansada, esposa mía?
Yo estaba cansada hasta los huesos, pero había una necesidad más fuerte
que ese cansancio.
—Sí —dije—, pero necesito…
Ángel sonrió; era una sonrisa amable y sincera, y me llegó al corazón.
—Una ducha, ya lo sé —dijo.
—Iba a decir que necesito estar contigo —respondí—, pero sería mejor
que primero me dé una ducha. Prefiero no llenar nada más de barro.
La mirada de Ángel pasó de tierna a abrasadora.
—¿Así que necesitas estar conmigo? —preguntó.
—Si vas a provocarme, me puedo encargar yo sola del asunto —dije e
hice ademán de marcharme, pero él me agarró fuerte de la cintura.
—Déjame ir contigo —me dijo—. Déjame cuidarte.
Me arrimé a él.
—Hazme tuya.
34
ÁNGEL

—¿En—pregunté
serio quieres que el agua esté tan caliente que nos queme la piel?
cuando me metí en la ducha.
Emma estaba parada en la alfombra blanca, arruinándola con el barro y
la mugre que le chorreaban del cuerpo. No era mentira que estaba cubierta
de barro. Tendría que haber dejado que se bañara antes, pero no había
podido separarme más de unos metros de ella. Ahora que todo estaba
resuelto, podríamos tomarnos un tiempo para estar juntos, y eso mismo
planeaba hacer.
—Por favor —dijo—. No me voy a sentir limpia a menos que se salga
una capa de piel junto con el barro.
Por dentro, le pedí disculpas a mi piel; a mí me gustaban las duchas más
bien tibias. Si el agua estaba demasiado caliente, me empezaba a picar el
cuerpo ni bien se secaba.
—Lo que mi esposa quiere, lo tiene.
Emma rio, y sonó al borde del ataque de nervios; necesitaba irse a
dormir antes de sucumbir del todo al shock que, sin dudas, la estaba
comiendo por dentro.
—Me estás malcriando —dijo.
La ayudé a entrar a la ducha y reprimí un grito cuando el agua caliente
como lava me golpeó la espalda.
—Si una ducha caliente es malcriarte, voy a tener que esforzarme un
poco más —dije, y nos giré para que ella quedara bajo el chorro de agua. A
diferencia de mí, Emma suspiró y se relajó al sentir el calor.
—Qué lindo —gimió y, a pesar del calor opresivo y aplastante, tuve una
erección. Debería estar prohibido que ella hiciera esos sonidos sin que yo la
estuviera tocando.
Pasé los siguientes diez minutos ayudándola a quitarse el barro de la piel
y el pelo. Los rasguños que tenía en los brazos estaban un poco inflamados,
así que iba a tener que ponerle crema antibacteriana cuando saliéramos de
la ducha. Si al día siguiente no estaban mejor, iba a llamar al médico para
preguntarle qué podía tomar Emma sin poner en riesgo su embarazo.
Por fin, la capa de barro desapareció y dejó al descubierto a mi esposa,
que tenía la piel rosada de tanto frotarla.
—¿Ya está? —pregunté.
Emma hizo pucheros, pero al final aceptó salir de la ducha. Cerré el
grifo y me asomé para buscar las toallas. La sequé con cuidado, quitándole
el agua de la piel de a toquecitos, y luego me sequé bruscamente.
—No hace falta que seas tan delicado conmigo —dijo Emma—. Quiero
que seas tú mismo.
Fruncí el ceño.
—Perdón por tratarte como si fueras frágil, pero sé que tengo que
compensar muchas cosas. No te traté bien.
Ella me miró con expresión indescifrable, y yo le agarré la cara y la
besé. Emma suspiró cuando metí la lengua en su boca, y nuestras lenguas
bailaron juntas mientras buscaba todos los lugares sensibles que la hacían
gemir y aferrarse a mí.
La levanté, le dije que me rodeara la cadera con las piernas y volvimos a
nuestra habitación. Dejamos la ropa sucia en el baño; ya me ocuparía de eso
al día siguiente. En ese momento, lo único que me importaba era la mujer
que estaba entre mis brazos. Con cuidado, la recosté en la cama.
—Acuéstate, esposa mía.
Con los hombros, me abrí paso entre sus muslos para que estuviera
abierta para mí y, cuando me acerqué a lamerla, Emma respiró agitada.
Todavía no estaba muy excitada, así que alterné entre hacer círculos con la
punta de la lengua sobre su clítoris y besarle la vulva igual que la besaba en
los labios para hacerla mojar.
—Ángel... —suspiró Emma.
Me apretaba las orejas con los muslos; con las manos, encontró mi pelo
y tironeó, y el ritmo desenfrenado de sus caderas me suplicaba que
acelerara las cosas. Pero yo no quería. La estaba pasando demasiado bien
llevándola lentamente al abismo del placer en lugar de lanzarla por el
precipicio sin preámbulos. Cuando sus gritos ya sonaban desesperados, le
metí dos dedos a la vez y ella gimió agitada. Estaba cerca, me daba cuenta.
—Te siento temblando —le dije, con la cara todavía hundida en ella—.
¿Qué tengo que hacer para que te sueltes? Quiero que me acabes en la
lengua. Pasó mucho tiempo.
Curvé los dedos y los pasé por ese lugar que la hacía arquear la espalda.
Jugando con los dedos y la lengua, la provoqué y la escuché gemir cada vez
más fuerte hasta que explotó. Sus músculos se tensaron y temblaron, y yo
me froté contra la cama para aliviar un poco mi propia tensión. «Hoy no se
trata de ti», me recordé.
—¿La pasaste bien? —le pregunté y me alejé lentamente—. ¿Crees que
ahora puedas dormir? Sé que estás exhausta.
Emma frunció el ceño y se apoyó sobre los codos.
—¿No quieres tener sexo conmigo?
Ahora me tocaba a mí fruncir el ceño.
—¿Lo de recién no fue tener sexo? ¡Acabaste!
—Pero tú no —dijo ella— y no estoy tan cansada como para ignorar al
hombre guapo y desnudo que está en mi cama.
Le guiñé el ojo.
—¿Así que crees que soy guapo?
—¿Eso es lo único que escuchaste de todo lo que dije? —me preguntó,
molesta.
Me incorporé y la besé.
—No —dije—, no fue lo único, pero es la primera vez que te escucho
decir que te parezco atractivo. Perdón por estar entusiasmado.
Emma reculó un poco.
—Ah —dijo—, bueno… —Se sonrojó—. Claro que me pareces
atractivo. Más que atractivo, la verdad.
—¿Cómo «más que atractivo»? —pregunté.
Ella suspiró.
—Eres tan apuesto que a veces hasta me duele mirarte.
La besé otra vez antes de que pudiera decir nada más y la puse boca
arriba sobre la cama. Me acomodé entre sus piernas y me puse una sobre el
hombro. Nos miramos a los ojos y, sin romper el contacto visual, empecé a
acercarme.
Emma abrió un poco los ojos cuando la penetré, y se le escapó un
gemido. Me agarró de la nuca y me acercó a ella para que la besara. Me
encantaba besarla; si hubiera sabido lo mucho que me iba a gustar sentir su
boca contra la mía, me habría esforzado más por convencerla. Nos dimos
uno de esos besos profundos y embriagadores que me volvían loco mientras
me movía dentro de ella, despacio pero profundamente, y me frotaba contra
su clítoris. Emma merecía que le hiciera el amor; nunca lo habíamos hecho
así antes, con calma y ternura, y merecía saber cómo se sentía.
Emma curvó las caderas contra las mías y corcoveó.
—Más rápido —suplicó—. Más rápido.
La hice callar, contento de seguir con ese ritmo tranquilo. Se sentía bien;
mi cuerpo rebosaba de deseo, pero yo quería seguir disfrutando de la
conexión que compartíamos. No obstante, a los pocos minutos, Emma se
frustró y me empujó el hombro.
—Sal —dijo—. Sal.
Me causó dolor físico tener que alejarme de ella, pero obedecí y me
senté sobre mis talones.
—¿Qué pasa?
—Yo te iba a preguntar lo mismo —dijo—. Pareciera que tienes miedo
de tocarme.
Claramente, mi esposa había entendido todo mal.
—Quería ser delicado contigo —dije.
Una expresión, mezcla de fastidio y ternura, le atravesó el rostro.
—Me gusta cómo eres en la cama —dijo—. No quiero que las cosas
cambien porque por fin nos dijimos lo que sentimos.
—Pero ¿no quieres que sea delicado contigo a veces? —pregunté.
Emma se encogió de hombros.
—Eres delicado —dijo—, pero esto no es delicadeza, es una tortura.
—Estás exagerando.
Ella levantó una ceja.
—¿Te parece?
Se sentó y me indicó que cambiara de lugar con ella, así que eso
hicimos. Emma me empujó el pecho hasta que quedé acostado boca arriba,
igual que ella antes. Mirándome a los ojos, se agachó y se metió mi pene en
la boca.
—Mierda.
Gruñí y apreté las sábanas en un esfuerzo por no tirarle del pelo. Una
oleada de placer me recorrió la columna vertebral cuando ella comenzó a
mover la cabeza más rápido. Y luego se alejó y me agarró el pene con la
mano, pero no con tanta fuerza como debía. Me tocó con delicadeza y pasó
la mano hacia arriba y hacia abajo de un modo que me hizo estremecer,
pero, al poco tiempo, empecé a sentirme frustrado.
—Está bien —dije, apretando los dientes—. Está bien, entiendo lo que
dices.
Emma esbozó una sonrisita maligna. Me estremecí.
—¿Sí? —preguntó, con tono tan inocente que sentí que iba a volverme
loco—. ¿Estás seguro?
Luego, se agachó y volvió a engullirme, y no se detuvo hasta que le
dieron arcadas.
—Por Dios, Emma.
Me temblaba el cuerpo de las ganas de hundirme en su calor delicioso.
Emma me lamió por todas partes, buscando mis puntos más sensibles con la
lengua y, justo cuando estaba por explotar de placer, se detuvo. Yo ya estaba
al límite, así que me senté, la agarré y nos giré en la cama para que ella
quedara acostada otra vez. La sujeté de las rodillas y, cuando la penetré,
ambos gruñimos. La habitación se llenó del sonido de nuestros cuerpos
rozándose y de sus gritos.
—¿Así está mejor, esposa mía? —le pregunté mientras me la cogía con
ganas.
Emma me agarró con fuerza.
—¡Sí! —gritó—. Sí, por Dios, sí.
Claro que era mejor. Nuestros cuerpos estaban hechos para colisionar
entre sí; no éramos delicados en la vida, así que ¿por qué íbamos a ser
delicados en el amor? Estaba muy cerca de acabar, pero necesitaba darle
placer a Emma otra vez antes de dejarme llevar.
Busqué su clítoris con la mano y comencé a trazar círculos con el
pulgar, y ella casi aúlla de placer. Me hundió las uñas en la piel, y eso me
motivó a ir más rápido.
—Ángel, voy a…
Emma arqueó la espalda, embriagada de placer, y yo gruñí contra su
clavícula cuando llegué al clímax. Me recosté sobre ella, jadeando, y ella
me abrazó y me acarició la espalda.
—Te amo —me dijo.
Nunca me iba a cansar de escuchar esas palabras salir de su boca, y
tampoco me iba a cansar de decirlas.
—Yo también te amo, esposa mía.
35
EMMA

Dos meses después

El vestido de color blanco crudo me quedaba ajustado a la cadera. Tal como


temía, por más que todavía no se me notara el embarazo, no iba a poder
usar el vestido de mis sueños en el casamiento. Toda la ropa que me había
probado esa semana me quedaba mal, demasiado apretada. Tendría que
haber vuelto a la tienda para que modificaran el vestido, pero ya era
demasiado tarde.
—No me cierra la espalda. Todo es un desastre —me lamenté con las
tías de Ángel, que habían viajado desde distintas partes del país para venir a
nuestro segundo casamiento.
Las mujeres me consolaron, y la tía Ángela, que era la que más me
recordaba a mi madre, me acarició los hombros.
—Creo que te estás echando atrás, mija —me dijo.
Negué con la cabeza.
—Nunca tuve tantas ganas de ir para adelante en mi vida —respondí.
Yo ya estaba casada con Ángel y sabía que él jamás me dejaría ir, así
que ¿por qué iba a tener miedo? Además del hecho de que no me entraba el
vestido y que toda la iglesia iba a enterarse de que estaba embarazada.
«Esas cosas no importan», me recordé, no por primera vez. «Ya estás
casada».
Yo quería que ese día fuera perfecto por Ángel, ya que él se moría por
tener un casamiento de verdad para compensar la farsa de matrimonio que
habíamos tenido en el juzgado. Él decía que lo hacía por mí, pero una boda
ostentosa también era un modo de mandar un mensaje sin ensuciarnos las
manos. Éramos un frente unido y era mejor que nadie se metiera con
nosotros.
El vestido que había elegido decía todo eso con tan solo ondear la falda.
Me sentía hermosa e imponente usándolo… o al menos antes me sentía así.
Ahora, me sentía una salchicha que se reventó en el agua.
—Estás hermosa —dijo la tía Ángela—. El vestido es perfecto. Ángel
no va a resistirse.
Ángel no se resistía ni aunque tuviera puesto un pantalón deportivo; el
vestido no le iba a importar mucho, pero no le dije eso a su tía.
—¿Cuándo empieza la ceremonia? —pregunté.
—En diez minutos.
Me di vuelta y vi que Lili estaba parada en la entrada de la habitación.
Tenía puesto un vestido de dama de honor, pero iba a estar parada junto a
Omar, como una suerte de «padrina». Yo no le había pedido que fuera mi
dama de honor, y ella tampoco se había ofrecido. Ángel me había
preguntado por qué seguía negándome a hablarle después de que me
explicara que ella no había sido la que me había delatado, pero yo no tenía
una respuesta. No me había costado nada perdonar a Ángel después de lo
que me había hecho, pero aún le guardaba rencor a una mujer que, en teoría,
no había hecho nada malo. Hasta había intentado impedir que David fuera a
hablar con Ángel.
—¿Podemos hablar? —preguntó Lili—. Las dos solas.
Estuve a punto de decirle que no, pero las tías de Ángel ya estaban
saliendo deprisa para darnos privacidad. La tía Ángela me tocó el brazo.
—Dale una oportunidad, mija —me suplicó, y yo no pude decirle que
no. O la mujer era mágica o yo extrañaba demasiado a mi madre.
—Di lo que tengas que decir —dije ni bien se cerró la puerta.
Lili respiró hondo.
—Perdón. —Sorbió y trató de aguantar las lágrimas, pero, como no lo
logró, sacó un pañuelo bordado de su cartera y se secó la cara con cuidado
para no arruinarse el maquillaje—. Perdón por todo.
No soportaba verla llorar. Me miré las uñas, prolijas y hermosas: estaban
pintadas de negro con detalles blancos que asemejaban un delicado encaje.
Combinaban con mis zapatos y con una de las flores de seda del ramo.
—No fue culpa tuya, Lili —dije, interrumpiendo su lloriqueo—. Ángel
me dijo que fue David el que le contó, y que tú trataste de impedírselo.
—¿Te dijo eso?
La miré y asentí.
—Sí, me lo dijo.
—Entonces, ¿por qué estás tan enojada conmigo? —me preguntó. Ahora
había un atisbo de enojo en su voz y, por instinto, saqué pecho—. Yo no te
traicioné.
—Sí que lo hiciste —dije—. Me traicionaste todas las veces que entraste
al cuarto con una bandeja de comida y no me ayudaste.
—¿Qué querías que hiciera? ¿Que fuera en contra de mi hermano?
—¡Sí! —La palabra salió casi como un grito y las dos tardamos un
minuto en asimilar la ira que flotaba en el aire—. No estabas de acuerdo
con él, ¿o sí?
Lili negó con la cabeza.
—Claro que no.
—¿Y sabías que lo que me estaba haciendo estaba mal?
Hubo una pausa, y luego:
—Sí.
—Perdoné a Ángel porque admitió que lo que había hecho estaba mal.
Quizá no cambiaría nada si tuviera la posibilidad de volver atrás porque,
aunque sabe que estuvo mal, todavía piensa que tomó la decisión correcta
porque tenía miedo de que yo me marchara. Pero tú nunca admitiste que me
lastimaste.
Lili me agarró las manos antes de que pudiera alejarme y me las apretó.
—Te lastimé con mi complicidad —dijo— y lo siento. Usé mi miedo y
mi habilidad de hacer la vista gorda frente a las cosas malas como excusa
para ignorar lo que te estaba pasando. Lo siento. Lo siento mucho.
Maldita Lili. ¿Cómo podía seguir enojada con ella después de eso?
Saqué las manos y, cuando ella sollozó, le rodeé el cuello y la abracé. Su
perfume olía a vainilla y especias y era delicioso.
—Te extrañé —admití.
Lili soltó una risa en medio del llanto.
—Yo también te extrañé —dijo—. No sé hacer amigos, ¿sabías? Me la
pasé con Omar casi todos los días.
—Qué terrible —dije—. A mí no me quedó otra que estar con Ángel.
Lili resopló.
—Ay, qué problemón pasar todo el día con el amor de tu vida.
—Igual extrañaba a la mejor cuñada que tuve.
—Hasta ahora, soy tu única cuñada —observó ella—. Omar tendría que
secuestrar a una mujer si espera casarse.
Me reí, aunque no debía (lindo modo de hablar de su hermano), y un
dolor que ni siquiera sabía que tenía en el pecho desapareció. Todavía
estaba un poco dolida por toda la rabia que había albergado, pero ya podía
superarla. Podíamos dar vuelta la página.
Lili echó un vistazo al reloj de la pared.
—Mejor nos vamos —dijo—. La ceremonia está por empezar.
Asentí, pero cuando trató de ir hacia la puerta, la detuve.
—La tía Ángela es mi dama de honor y sé que vas a estar parada del
lado de tu hermano, pero ¿quieres entregarme en el altar? —le pregunté—.
Ayer caminé yo sola durante el ensayo, y lo puedo hacer sin problemas,
pero es triste no tener a nadie que camine a mi lado.
—Sería un honor —respondió Lili, y esbozó una sonrisa enorme.
Después de retocarnos el maquillaje y el peinado, la organizadora de
bodas nos mandó a ubicarnos para la ceremonia. Cuando le dijimos que Lili
me iba a entregar en el altar, casi salta de alegría: antes, se había quedado
preocupada porque Ángel y yo íbamos a estar desparejos, ya que él iba a
tener más gente de su lado que yo del mío. La mujer había usado las
palabras «asimétricas» y «desprolijas» para describir cómo iban a quedar
las fotos. Pero ahora estaba todo bien porque alguien me iba a acompañar
hasta el altar. Yo hubiera hecho una mueca de fastidio, pero estaba bastante
contenta. Iba a tener a alguien en quien apoyarme cuando sintiera las
miradas de todos clavadas en mí.
Empezó a sonar la marcha nupcial y Omar escoltó a la tía Ángela.
Luego, llegó nuestro turno, y cuando miré a Ángel, que estaba de traje,
esperándome, casi le suelto la mano a Lili y voy corriendo hacia él.
—Quieta —susurró ella—. Él no va a ir a ningún lado.
Cuanto más nos acercábamos (¿por qué se me hacía tan largo el camino,
si en el ensayo me había parecido cortísimo), más intensa se volvía la
mirada de Ángel. Quizá la tía Ángela tenía razón sobre el vestido.
—¿Estás segura de que vas a sobrevivir a la recepción? —me preguntó
Lili en voz baja—. Pareciera que quiere comerte.
«Eso espero», pensé.
—No vamos a hacer nada —dije, sin absolutamente ninguna certeza de
que fuera cierto—. Somos adultos. Sabemos comportarnos.
Lili resopló y trató de fingir que estaba llorando, pero yo sabía que
estaba burlándose de mí.
—Quizá tú puedes controlarte —me dijo—, pero mi hermano no.
—¿Quién va a entregar a esta mujer? —preguntó el padre Davies, el
cura de la iglesia a la que los Castillo asistían cada tanto.
Lili infló el pecho y casi me echo a reír.
—Yo, padre —dijo—. Su cuñada.
El padre Davies le hizo un gesto para que me entregara a Ángel, y la
transición ocurrió con mínimas risas de nuestra parte. Cuando ya estuve
junto a Ángel, no obstante, el tono de la ceremonia se volvió más reverente.
Ángel nunca había estado tan guapo como con ese traje.
—Estás muy lindo —le dije, y me causó gracia ver la cara que puso
mientras pensaba qué responder.
—Gracias —susurró por fin—, pero creo que me robaste mi frase.
Entonces, el cura empezó a hablar de amor y compromiso y de todas las
promesas que se hacen un marido y una mujer en su día especial. Traté de
escuchar y de prestar atención a lo que estaba diciendo, pero era muy difícil
estando junto a Ángel, tomados de la mano. Él se puso a dibujarme círculos
con el pulgar en la palma de la mano y casi me tiemblan las rodillas.
«Pronto», gesticuló con la boca. Traté de ponerle los ojos en blanco y de
provocarlo, pero seguramente me veía hambrienta y desesperada porque la
boda iba a durar horas. Yo no tenía horas: necesitaba tener a Ángel solo
para mí cuanto antes, o íbamos a darles un show gratis a todos los invitados.
—Ángel y Emma están reunidos aquí para jurar ante Dios… —comenzó
el cura.
—¿Hacía falta que hiciéramos una ceremonia católica con misa nupcial
y todo? —le susurré a Ángel. Él me hizo callar, pero me apretó la mano
para mostrarme que él también estaba sufriendo.
Cuando llegó el momento de los votos, Ángel y yo optamos por decir
los que habíamos escrito.
—Emma —dijo—, prometo amarte por todo lo que eres con todo lo que
soy. Prometo amar a nuestros hijos, protegerlos y guiarlos. Prometo que
serás mi único amor en esta vida y en la siguiente.
Yo todavía tenía puesto el anillo de la mamá de Ángel, pero él me
colocó una alianza con un gran diamante junto a él.
El padre Davies me miró. «Me toca a mí», pensé.
—Ángel, conocerte me tomó por sorpresa —dije, y todos los que no
eran de la familia Castillo seguramente se sorprendieron cuando todo el
clan se echó a reír—. De hecho, hasta me molestó, porque pusiste mi
mundo patas para arriba y no me lo esperaba. Pero después estuviste para
mí, fuiste la única constante en mi mundo desordenado, y me enamoré de ti
con una intensidad que no creí que fuera posible. Prometo amarte por todo
lo que eres con todo lo que soy. —Ángel levantó una ceja y esbocé una
sonrisa burlona. Quizás había echado un vistazo a sus votos y le había
robado una o dos frases, pero él había hablado primero, así que nadie iba a
tener dudas de quién le había robado a quién—. Prometo que seré tu único
amor en esta vida y en la siguiente.
Le puse el anillo en el dedo. Era una nueva alianza, hecha del mismo
oro que la mía. En nuestro primer casamiento, Ángel se había negado a usar
anillo y yo no había insistido, pero ahora necesitaba que todos supieran que
él era mío y, aunque no le gustaba usar joyas, había cedido. Además, a él
también le gustaba la idea de que todos supieran que ya tenía dueña.
—Por el poder que me confiere la iglesia, los declaro marido y mujer.
Puede besar a su hermosa novia, señor Castillo.
Ángel no necesitaba que se lo dijeran dos veces. Me alzó en brazos y me
besó escandalosamente para ahogar mis chillidos. Me derretí ante la
sensación de sus labios sobre los míos y, cuando me puso en el piso otra
vez, seguimos besándonos. Recién cuando los invitados se pusieron a
aplaudir nos detuvimos. Hundí la cara contra el traje de Ángel, tratando de
no correrme el maquillaje.
—¿No te molesta que nos miren? —le pregunté mientras caminábamos
juntos por el altar.
—Solo estoy pensando en ti —me dijo—. Ayuda bastante.
Me rodeó la cintura, pero me apoyó la mano sobre la panza incipiente y,
aunque era raro que me tocara así frente a tanta gente, me relajé. Siempre y
cuando él siguiera tocándome, sabía que tanto yo como el bebé íbamos a
estar bien, sin importar lo que pasara. Ángel siempre nos iba a proteger.
36
EMMA

Abofeteé la mano que estaba acercándose a la bandeja de arepas por


quinta vez.
—Si tengo que decirte una vez más que saques la mano de la comida, te
vas —dije.
—¡Emma! —se quejó Manny—. Es mi cumpleaños. ¿No tengo derecho
a probar las cosas?
Quince años y todavía era un niño.
—Podrás elegir primero cuando esté todo listo—le prometí—, pero no
puedes robarme la comida antes de que llegue a la mesa. O una cosa o la
otra, las dos no.
El adolescente hizo pucheros.
—A Ángel lo dejarías robar comida y elegir primero.
Me encogí de hombros.
—Es muy probable —le dije con total sinceridad—, pero a él lo amo
mucho más que a ti.
Manny no me creyó. Mientras aplastaba la masa de la arepa y la
rellenaba de queso, me pegó un codazo.
—Pero yo te caigo mucho mejor, ¿no?
Me reí.
—Claro que sí, mijo.
Manny y yo nos habíamos vuelto muy unidos en los últimos meses. A
pesar de mi insistencia, el niño se había negado a volver a la escuela, así
que nos habíamos conformado con obligarlo a terminar toda su tarea antes
de que pudiera hacer nada remotamente parecido a una capacitación. Hasta
el momento, Ángel lo estaba capacitando para que reemplazara a David
como guardia de seguridad. No era tan emocionante como estar en el frente
de batalla, eso seguro, pero todos respirábamos más tranquilos sabiendo que
Manny estaba lejos de posibles confrontaciones violentas.
—Si volvieras a la escuela, te haría arepas cada vez que quisieras.
Manny puso los ojos en blanco.
—No, gracias —dijo—. Prefiero esperar a las ocasiones especiales… o
a que te dé un antojo, como la última vez.
Le pegué en el brazo, justo encima de la cicatriz que había dejado la
bala.
—Cállate —le dije—. Los antojos del embarazo no duran toda la vida.
—Qué lástima —respondió él, y cerró los bordes de la arepa que estaba
preparando. Parecía más una bola que otra cosa. ¿Cuánto queso le había
puesto?—. Quedó bien, ¿no?
Asentí para darle el gusto.
—Claro. Esa es tuya, definitivamente. —Miré la hora. Ya casi estaba
todo listo—. ¿Puedes ir a poner los vasos de agua?
Manny hizo pucheros.
—Pero es mi cumpleaños.
—Manuel. —Nos dimos vuelta y vimos a Ángel parado en la puerta. Se
me agitó el corazón, y el pequeño retorcijón en mi vientre me hizo saber
que el bebé también lo había notado—. Ve a ayudar.
El adolescente se quejó, pero le hizo caso a su tío y se llevó la bandeja
de vasos.
—No se le van a caer, ¿no? —pregunté, mirando a mi esposo.
Ángel negó con la cabeza. Una sonrisa dulce —la que solo yo veía— le
curvó los labios.
—Si no tiene la coordinación suficiente para llevar una bandeja, mucho
menos va a poder aprender a usar armas con Omar.
—Buen punto —respondí con tono sarcástico.
Puse la arepa mutante de Manny en la sartén para que se dorara. Sentí,
más que vi, a Ángel acercándose a mí; su presencia era como un peso
reconfortante que podía percibir cada vez que estábamos en la misma
habitación. Él me rodeó con los brazos y me sostuvo la panza con
delicadeza. Gemí cuando el peso desapareció de mi pelvis por un momento.
—¿Te gusta? —preguntó él.
Apoyé la cabeza sobre su hombro.
—Gracias, mi amor.
—¿Cómo está el bebé?
Sentí otro revoloteo, y le moví la mano para ver si él también lo sentía.
Hasta el momento, el bebé era un poco quisquilloso a la hora de elegir
quién podía sentir sus pataditas.
—Di algo —le dije a Ángel.
—¿Cómo estás, bebé? —Hubo un golpecito suave, y Ángel soltó un
chillido de felicidad absoluta—. A mi hijo le gusta mi voz —se ufanó.
—O hija—lo corregí.
Teníamos programada la ecografía de detalle anatómico para la semana
siguiente, y todos estaban haciendo apuestas sobre el sexo del nuevo
integrante de la familia Castillo. Lili y yo estábamos convencidas de que iba
a ser niña, y yo sospechaba que Ángel pensaba lo mismo, pero su orgullo le
impedía admitirlo.
—Ya lo veremos —me murmuró al oído, y me estremecí cuando sus
labios me mordisquearon el lóbulo de la oreja.
Di vuelta la arepa descomunal, feliz de ver que había adquirido un color
dorado. Con lo grande que era, no sabía si iba a cocinarse bien.
—Mira esta cosa —dije.
Ángel resopló.
—Lo mimas demasiado.
—Igual que tú.
Ángel no podía negarlo: los dos teníamos debilidad por el muchacho y,
en mi caso, disfrutaba de malcriarlo siempre que tenía la oportunidad.
Aunque más no fuera que para recordarle que seguía siendo un niño.
Cuando terminé de cocinar la última arepa, me estiré, gemí y traté de
sonarme la espalda.
—¿Estás bien, esposa mía?
Miré de reojo a Ángel, que estaba agarrando los platos de comida sin
que yo se lo hubiera pedido, y no pude evitar sonreír.
—Estamos bien, Ángel —le aseguré. Desde que había tomado el mando
del negocio familiar, mi esposo se había vuelto muy sobreprotector, y
aunque me encantaba, a veces se ponía un poco intenso.
—No quiero que te exijas demasiado —me dijo, y no era la primera vez.
Negué con la cabeza.
—Cocinar no es exigirme —dije. Agarré una de las arepas y se la ofrecí
—. ¿Quieres probarla? Pero no le digas a Manny. No quiero herir sus
sentimientos.
Ángel probó un bocado y gimió, satisfecho.
—¿Es la receta de mi madre? Sabe igual a sus arepas.
Le di un golpecito a la lata de hojalata que ya se había convertido en una
parte permanente de la cocina. Lara casi se había puesto a llorar al verla, y
me había dado un abrazo que casi me rompe las costillas.
—Por supuesto —dije.
Ángel se inclinó y me besó la mejilla.
—Eres la mejor.
—Claro que sí —bromeé.
El comedor estaba lleno de miembros de la familia Castillo; todos los
primos y los tíos se habían reunido para celebrar el cumpleaños de Manny.
La habitación rebosaba de risas y charlas, y me sentí feliz ni bien entré.
¿Era perfecto? Definitivamente no. Casi todos los que estaban allí eran
peligrosos y violentos, y habían hecho cosas imperdonables en nombre de
su familia.
Y aun así… todos estaban riendo y sonriendo. No eran como esas cenas
horribles con Gustavo sentado a la cabecera de la mesa. Ángel estaba
sentado en el que antes fuera el lugar de su padre, y me invitó a sentarme a
su derecha. Fui sirviéndoles arepas a los invitados a mi paso y, cuando por
fin me senté, suspiré, contenta.
—Te dije que necesitabas sentarte —me dijo Ángel y se dispuso a
comer.
—Shh —le dije, pero me senté y apoyé los pies sobre su regazo. Al
instante, él me empezó a masajear los tobillos que, debía admitirlo, estaban
hinchados.
—Emma, ¡está delicioso! —exclamó la tía Ángela desde la otra punta
de la mesa.
A sus palabras le siguieron otros murmullos de aprobación, y sentí que
empezaba a sonrojarme. Nunca me había imaginado que me gustaría tanto
cocinar para un batallón de personas, pero ver a todos contentos y bien
alimentados y saber que era gracias a mí era una sensación muy
gratificante.
Cuando terminamos de comer, y después de levantar la mesa, me
escabullí a la cocina y abrí la heladera. El pastel de Manny (grande, con
capas de chocolate y relleno de fresas) estaba en una caja. Yo me había
pasado todo el día asegurándome de que el muchacho no se acercara al
pastel. Cuando intenté levantar la caja, sentí una punzada de dolor en la
espalda.
—¡Ángel! —lo llamé.
—¿Sí? —Al instante, él ya estaba en la cocina—. ¿Necesitas ayuda?
—Por favor.
—Me tendrías que haber pedido antes —dijo. Se acercó a sacar el pastel
de la caja, y yo le puse las velitas y las prendí—. Después de ti, esposa mía.
Volví al comedor y, al llegar, apagué las luces.
—Que los cumplas feliz —empecé a cantar, e hice una mueca por lo
desafinada que me salió la voz—, que los cumplas feliz, que los cumplas,
querido Manny, que los cumplas feliz.
Ángel apoyó el pastel frente a Manny, que sopló las velitas. No se me
pasaron por alto las lágrimas que amenazaban con escapar de los ojos del
muchacho.
—¿Manny? ¿Qué pasa, mijo? —le pregunté, y me agaché como pude.
—Hace años que no tenía un cumpleaños así —me dijo, y miró a su
madre, que estaba con su celular, al parecer absorta en una aplicación de
citas— y es todo gracias a ti. Gracias, Emma.
El muchacho me abrazó, y a mí también se me llenaron los ojos de
lágrimas.
—Ay, corazón —le dije, y le acaricié la cabeza—. No es nada.
Manny me abrazó un rato más, pero luego Ángel lo echó y me abrazó.
—No me pongas celoso —dijo.
Le di un golpecito en el brazo y me reí.
—No puedes ponerte celoso de tu primo —lo reprendí—. Es raro.
Ángel me besó la mejilla y después el cuello hasta que me estremecí.
—Me pondría celoso de cualquiera al que le prestes atención.
Moví la cabeza para poder mirarlo.
—¿Del bebé también? —le pregunté.
Ángel lo pensó un segundo antes de negar con la cabeza.
—El bebé es parte de ti —dijo, como si fuera así de simple. Y quizá lo
era—. Yo corto el pastel, esposa mía. Tú quédate sentada.
No discutí. Era divertido ver a Ángel actuar como el patriarca de la
familia en una situación que no era caótica ni violenta. Cortó la torta
terriblemente mal (todas las porciones eran de distinto tamaño), pero se
aseguró de darle a Manny la porción más grande y con más glaseado.
Luego, empezaron a repartir los platos y Ángel trajo una porción para que
la compartiéramos. Últimamente, yo no tenía muchas ganas de comer cosas
dulces, y parecía que a Ángel no le importaba convidarme uno o dos
bocados, a pesar de que él era amante de lo dulce. Me obligó a comer un
bocado de pastel con su tenedor.
—¿Quieres? —Cuando probé el pastel, intenté no hacer una mueca de
asco al sentir la dulzura empalagosa que me invadió el paladar. Ángel rio al
ver mi reacción—. ¿Demasiado dulce?
—Me duelen las muelas —me quejé.
—Entonces, ¿me puedo comer el resto?
—Todo tuyo.
Me pasé el resto del cumpleaños sentada allí, observando a los demás.
Cuando alguien me hablaba, respondía, pero la mayor parte del tiempo me
quedé mirándolos y acariciándome el vientre, para ver si el bebé, que cada
vez estaba más grande, me recompensaba con alguna patadita.
Hacía años que no me sentía tan feliz, desde antes que le diagnosticaran
cáncer a mi madre, desde antes de perderla. Y, si bien mi vida no era como
la había imaginado, cuando miré a Ángel, que estaba bromeando con sus
hermanos y comiéndose otra porción de pastel, supe con total certeza que
no cambiaría mi vida por nada en el mundo.
37
ÁNGEL

Elúltimos
teléfono sonó en la mesita de luz. Otra vez. Era la cuarta vez en los
diez minutos. Yo estaba decidido a ignorarlo, pero si las llamadas
despertaban a Emma, el que estuviera del otro lado se las iba a ver
conmigo. Últimamente, Emma estaba muy cansada y le costaba dormir.
Cuando por fin conciliaba el sueño, sin importar si era en medio del día o
de la noche, yo hacía todo lo posible por que pudiera dormir bien. Agarré el
teléfono: era el hospicio. Me incorporé en la cama.
—¿Hola? —dije, tratando de hablar en voz baja.
—¿Señor Castilo? —preguntó la mujer del otro lado, pronunciando mal
mi apellido.
Suspiré. Era demasiado tarde para tener que lidiar con esas estupideces.
—Sí, soy yo.
—Su padre es Gustavo Castillo, ¿verdad?
—Sí, por desgracia —respondí, e ignoré su chillido de indignación—.
¿En qué la ayudo, señorita…?
—Jackson. Soy la cuidadora de su padre.
Me pellizqué el puente de la nariz.
—¿Mi padre murió o algo así? Es el único motivo por el que los
autoricé a llamarme.
Gustavo llevaba casi nueve semanas en el hospicio. Teniendo en cuenta
su diagnóstico, había vivido mucho más tiempo del esperado.
—Se está muriendo, señor —respondió la mujer. Parecía muy ofendida
por lo poco que me importaba el asunto—. Pidió que venga a verlo por
última vez. No creemos que pase de esta noche.
No, de ninguna manera. Tenía la respuesta en la punta de la lengua, pero
entonces, Emma se movió en sueños. Pateó la manta y, como se le había
subido la camiseta, la dulce curva de su vientre quedó al descubierto. La
acaricié lentamente.
Emma me acusaba de estar obsesionado con su panza, y no estaba tan
equivocada. Cuando se le había empezado a notar, no podía dejar de mirarla
y, ahora que el bebé ya era más grande y lo sentía moverse, no podía dejar
de tocarla. Me resultaba increíblemente sensual que el cuerpo de Emma
creciera y cambiara para amoldarse a nuestro bebé.
—¿Señor? ¿Señor? Voy a colgar, señor.
Yo no tenía idea de cuánto tiempo llevaba la mujer hablándome.
—Ya voy —dije, obligándome a pronunciar las palabras.
No tenía ganas de ir, pero saber con certeza que Gustavo estaba muerto
me iba a dar una paz que ni siquiera sabía que necesitaba hasta ese
momento. Necesitaba saber que no iba a lastimar a Emma ni a nuestro bebé
nunca más. Me agaché y le besé la mejilla a mi esposa, cuidando de ser
delicado para no molestarla.
—Volveré antes de que te despiertes —le prometí. A pesar de estar
dormida, ella esbozó una leve sonrisa al oír mi voz.
El hospicio donde había mandado a mi padre quedaba en las afueras del
condado de Miami-Dade y, a pesar de la recomendación de mi hermano de
mandarlo a un tugurio, yo había elegido un lugar de primer nivel. Quería
que los últimos meses de vida de mi padre fueran dolorosos por estar
rodeado de desconocidos, no por estar descuidado. Hubiera sido demasiado
fácil hacerlo sufrir de esa manera.
Los únicos autos que había en el estacionamiento eran los de los
empleados del turno nocturno. Cuando entré, no me recibió nadie en la
recepción para pedirme mis datos. Tuve que esperar a que pasara alguien
por donde estaba yo, porque ni siquiera sabía en qué habitación estaba mi
padre.
—¿Lo puedo ayudar? —me preguntó una enfermera joven.
—Me llamó la señorita Jackson —dije—. Mi padre, Gustavo Castillo, se
está muriendo.
La mujer pestañeó; parecía confundida por lo tranquilo y despreocupado
que me veía.
—Eh… El señor Castillo está en la habitación 323 —dijo. Señaló la
puerta doble que estaba a mi derecha—. Por ahí, casi al final del pasillo.
—¿Voy y listo? —pregunté.
La enfermera asintió.
—Nadie lo vino a visitar. Es… lindo ver que vino alguien a pasar sus
últimas horas con él.
«¿Horas?». Reprimí un gruñido; no planeaba quedarme allí tanto
tiempo. «Si le pongo una almohada sobre la cara, ¿se darán cuenta?».
—Gracias —dije, y me encaminé hacia donde me había indicado.
A pesar de las buenas reseñas que tenía el lugar, igual olía a hospital y
muerte: estéril y a lejía, pero con algo más que me hacía arder la nariz. Iba a
tener que darme cinco duchas antes de que Emma me dejara acercarme a
ella; últimamente, estaba muy sensible a los olores, y cualquier cosa la
mandaba corriendo al baño. Lara había tenido que dejar de preparar tocino
porque a Emma le daban náuseas al sentir el olor. A Omar no le había
gustado nada tener que renunciar al tocino, pero yo sabía que desayunaba
en la cafetería que estaba cerca de Eliseo y a nadie parecía molestarle,
excepto a Lara.
Encontré la habitación 323; la puerta estaba entreabierta. Cuando la abrí,
vi a mi padre en la cama, conectado a una máquina que monitoreaba sus
signos vitales y a otra cosa que parecía una sonda intravenosa, pero eso era
todo. Ya no tenía sentido intentar mantenerlo con vida. Parecía más
pequeño en esa cama, como si se hubiera marchitado y encogido. Una parte
salvaje de mí sintió ganas de sonreír al ver al grandote achicarse y
desaparecer frente a un enemigo contra el cual no podía luchar.
Había una mujer sentada junto a él, agarrándole las manos. Al oírme
entrar, se dio vuelta y una expresión de alivio le atravesó el rostro.
—Usted debe ser Ángel —dijo, y le soltó las manos con delicadeza para
levantarse.
—¿Señorita Jackson? —pregunté, y ella asintió.
—Gustavo ha estado hablando de usted sin cesar desde que llegó.
Podía imaginarme las cosas que había estado diciendo mi padre, y no
eran lindas.
—Dijo que se estaba muriendo —dije. Miré a Gustavo, que parecía
dormir plácidamente—. A mí me parece que está bien.
La mujer empezó a darme un discurso acerca de todas las señales de una
muerte inminente; señaló cosas en las pantallas y habló de su respiración. A
mí no me interesaba ni remotamente saber nada de eso, pero traté de no
perder los estribos.
—¿Cree que va a tardar mucho? —pregunté—. Mi esposa está
embarazada, y no me gusta dejarla sola mucho tiempo.
La señorita Jackson suspiró.
—Morir es como nacer, señor Castillo —dijo—. Tarda lo que tiene que
tardar.
«No cuando alguien te ayuda», pensé.
—Bueno —dije—, puedo esperar un rato más.
La sonrisa de la mujer era deslumbrante; me resultó perturbadora.
—Siéntese —dijo, señalando la silla—. ¿Quiere que le traiga un café?
—Gracias —respondí, aunque no quería un café. Tampoco quería estar
allí, pero me senté en la silla vacía.
Ni bien se cerró la puerta, mi padre abrió los ojos.
—Miren quién vino —dijo con la voz entrecortada, apenas más fuerte
que un susurro—. Sabía que no me dejarías morir solo.
Los labios finos de Gustavo se curvaron en una mueca temblorosa que
podría haber sido una sonrisa.
—Quiero ver cuando des el último suspiro —dije—. Necesito saber que
ya no estás.
Mi padre tosió; fue un sonido húmedo, enfermizo.
—¿Tan terrible soy, mijo? —preguntó.
Me recliné hacia atrás y crucé los brazos sobre el pecho para resistir la
tentación de estrangularlo. Hubiera sido demasiado fácil acabar con él.
—Trataste de matar a mi esposa y a mi hijo —dije—. Tienes suerte de
que Emma te haya perdonado la vida. Yo te habría matado a golpes y habría
sonreído mientras lo hacía.
Gustavo tosió otra vez y, cuando estiró la mano para tocar el botón que
estaba pegado en el barandal de la cama, me adelanté.
—¿Qué es esto? —pregunté.
Parecía un timbre como el de los viejos programas de juegos, pero
estaba unido a la máquina junto a él.
—La morfina —dijo, y estiró la mano para agarrar el botón. Se sacudió
en el aire y mi padre volvió a recostarse—. Dámela.
—Patético —mascullé—. Eres un patético remedo de hombre. ¿Ni
siquiera puedes aguantar el dolor? ¿Tanto la necesitas? —Estaba
provocando a un hombre moribundo; Emma se habría horrorizado. Pero una
parte de mí, la más fea, disfrutaba de verlo sufrir. Antes, había deseado que
muriera para poder tomar el mando de la familia; ahora, deseaba que
muriera en agonía—. No mereces estar cómodo.
La respiración de Gustavo sonó agitada. Tardé un momento en darme
cuenta de que estaba riendo.
—Sabía que no me dejarías morir solo, mijo. Eres muy predecible. —
Me tocó la mano. Su piel se sentía seca y escamosa contra la mía—. Te veré
en el infierno.
—¿Qué?
De golpe, la puerta se abrió y se estrelló contra la pared. Me levanté de
un salto y la silla cayó al piso. Dos hombres, a los que reconocí como
subordinados de Luis Rojas, entraron a la habitación portando armas.
Busqué mi 9 mm y me tiré al piso para protegerme de la balacera, mientras
el sonido de los disparos invadía la habitación.
FIN DE EL HEREDERO IMPLACABLE
EL CARTEL CASTILLO LIBRO 1

El heredero implacable, 18 Julio 2023


¡GRACIAS!

Gracias por elegir mi libro.


Si quieres más contenido lleno de emociones intensas y escenas de acción atrapantes, ayúdame
dejando una reseña sincera.
CÓMO ALEGRARLE EL DÍA A UNA
AUTORA

No hay nada mejor que leer buenas reseñas de lectores como tú, y no lo
digo solo porque me haga feliz. Al ser una autora independiente, no tengo el
respaldo financiero de una gran editorial de Nueva York ni la influencia
para aparecer en el club de lectura de Oprah. Lo que sí tengo (mi arma no
tan secreta) es a ustedes, ¡mis increíbles lectores!
Si disfrutaste el libro, te agradecería muchísimo que te tomaras unos
minutos para dejar una reseña. Simplemente haz clic aquí o deja una reseña
cuando te lo pida Amazon al terminar el libro. También puedes ir a la
página de producto del libro en Amazon y dejar una reseña allí. En ese
caso, debes buscar el link que dice “ESCRIBIR MI OPINIÓN”.
Sin importar el largo que tengan (¡incluso las más breves sirven!), las
reseñas me ayudan a que la saga tenga la exposición que necesita para
crecer y llegar a las manos de otros lectores fabulosos. Además, leer sus
hermosas reseñas muchas veces es la parte más linda de mi día, así que no
dudes en contarme qué es lo que más te gustó de este libro.
ACERCA DE BELLA

Bella Ash escribe libros de romance oscuro sobre mafiosos. Le encanta crear héroes oscuros y
dominantes que terminan obsesionándose con heroínas fuertes y osadas.

Sus historias están llenas de acción, suspenso, tensión… y de antihéroes seductores y mujeres que no
pueden evitar enamorarse de ellos.

A ustedes, queridas lectoras, Bella les promete emociones intensas, escenas de acción atrapantes y,
sin falta, un final feliz que las dejará contentas y sonrientes.

Bella vive con su familia en Chicago. Le encanta hacer tours de la mafia en la ciudad y aprender
sobre el tema para incluir más detalles en sus libros. En su tiempo libre, disfruta de la compañía de su
apuesto esposo, de ir a shows de Broadway y de beber demasiadas tazas de café negro.

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