El Kolla Mitrado Guzman

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AUGUSTO G U ZM A N

BIBLIOTECA DIGITAL

TEXTOS SOBRE BOLIVIA

LA SUPREMACÍA DEL PAPA, LA IGLESIA CATÓLICA Y AMÉRICA, EL


EPISCOPADO HISPANO AMERICANO, CONCILIOS AMERICANOS,
CONFLICTO INDÍGENA ANTE LA RELIGIÓN, LAS ÓRDENES
CATEQUIZADORAS, LAS MISIONES, DOMINICOS, FRANCISCANOS,
JESUÍTAS, MENDICANTES, INFORMES SOBRE LAS MISIONES Y
CARRERAS ECLESIÁSTICAS
FICHA DEL TEXTO

Número de identificación del texto en clasificación Bolivia: 3528


Número del texto en clasificación por autores: 3519
Título del libro: El kolla mitrado
Autor (es): Augusto Guzmán
Editor: Librería Editorial “Juventud”
Derechos de autor: Registro Legal: 2142
Imprenta: Empresa Editora “Urquizo LTDA.”
Año: 1976
Ciudad y país: La Paz – Bolivia
Número total de páginas: 180
Fuente: Digitalizado por la Fundación
Temática: Carreras eclesiásticas
NUESTRAS OBRAS:

ALíPIO VALENCIA VEGA:


Geopolítica en Bolivia.
Fundamentos de Derecho Político.
Derecho Constitucional.
Geopolítica del Litoral Boliviano
JAIME PRUDENCIO COSIO:
Derecho Internacional Privado.
Tratados de Derecho Internacional
Privado.
HUASCAR CAJIAS:
Criminología, 2 tomos.
Psicología Pedagógica.
MINISTERIO DEL INTERIOR
Código de Familia
Código Penal
Código de Procedimiento Penal
JAIME MOSCOSO DELGADO:
Introducción al Derecho.
CHARLES W. ARNADE:
La Dramática Insurgencia de
Bolivia.

GUSTAVO ADOLFO OTERO:


Vida Social en el Coloniaje.

HERBERT S. KLEIN:
Orígenes de la Revolución
Boliviana.
ANTONIO r :A Z VILLAMIL:
La Hoguera.
Ehantutas.
LUIS CARRANZA SILES:
Introducción a la Filosofía.
(Ontología, Axiología, Teoría del
Conocimiento).
Lógica y Dialéctica.

1
El Kolla Mitrado
Augusto Guzman

BL ROLLA

MITRADO
BIOGRAFIA DE UN OBISPO COLONIAL

FRAY BERNARDINO DE CARDENAS

LIBRERIA EDITORIAL "JU VEN TU D "


L A PAZ — BOLIVIA
1976
REGISTRO LEGAL N? 2142 — LA PAZ

Es propiedad del Autor.


Quedan reservados todos los
derechos de acuerdo a Ley.

Empresa Editora “ URQUIZO LTDA.” , La Paz.


Printed in Bolivia — Impreso en Bolivia
Fray Bernardino de Cárdenas,
hijo del Kollasuyu, dormía dise­
cado, disperso, pulverizado y ol­
vidado, en los viejos testimonios
de la Historia, donde juntando ce­
nizas y despojos, he procurado
darle fisonomía y movimiento de
personaje, a imagen y semejan­
za de su propia vida.
La Obra de Guzmán
LA SIMA. FECUNDA.— Novela regional del Machuyunga co-
calero. 1933 - 1940 - 1946.
PRISIONERO DE GUERRA.— Novela de la guerra del Chaco
y del cautiverio. 1937.
HISTORIA DE LA NOVELA BOLIVIANA.— Información cro­
nológica y comentario. 1938.
EL KOLLA MITRADO.— Biografía de un Obispo Colonial:
Fray Bernardino de Cárdenas. 1942.
TUPAI KATARI.— Biografía de un Rebelde Aymara: Julián
Apctsa. 1944.
EL CRISTO VIVIENTE.— Pasajes del Evangelio y prosa líri­
ca. 1946.
BAPTISTA.— Biografía de un Orador Político: Mariano Bap-
tista. 1949.
GESTA VALLUNA.— Siete siglos de la Historia de Cochabam­
ba. 1953.
CUENTOS DE PUEBLO CHICO.— Nueve relatos de la vida pro­
vinciana. 1954.
EL TROPICO
EL PEREGRINO

Nació en el pueblo de Chuquiagu, Alto Perú (hoy Bo­


livia) en el último tercio del siglo XVI, año 1.579, cuando el
dicho pueblo de Chuquiagu fundado allá, a principios del si­
glo XI, por mandato del Inca Maita Kapac, era ya la ciudad
de Nuestra Señora de La Paz, por la fundación española de
1.548, hecha en honor del apaciguamiento de esa guerra de
compadres enemistados que fué la guerra colonial de los Al­
magro y Pizarro, conquistadores del Gran Perú.
Eran sus padres gente acomodada: Celestino Félix de
Cárdenas y María Teresa Ponce. Gozaban sin duda de ren­
tas cuantiosas, pues por aquella época la población españo­
la no pasaba en La Paz de dos centenares que con el régi­
men del feudalismo, tenía instituidas algo más de treinta en­
comiendas para todo el distrito, entendiéndose por encomien­
da, aquella magnífica institución indiana por la cual cada en­
comendero, o señor feudal, se tomaba la lucrativa molestia
de tener a su servicio una cantidad casi siempre muy creci­
da de indios encomendados con la obligación de enseñarles
la doctrina y los preceptos y defender sus personas y bienes,
acumulando por tal motivo considerables rentas.
Pasó su infancia en la ciudad de su nacimiento. A la
edad de 15 años viajó con su padre a Lima y abrazó la reli­
gión seráfica internándose en el Convento de San Francisco de
Jesús de aquella ciudad donde según la noticia del "Catálogo
de Colegiales del Real de San Martín", cambió el nombre de
Cristóbal, que le impusieron en la pila, por otro que desde en­
tonces le sirvió para vivir errante y agitado, visitando comar­
cas indígenas donde aprendía los idiomas nativos para en­
señar y predicar con tan apostólica persistencia, que al cabo
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de algunos años su nombre sonaba en las esferas eclesiásti


cas como el de un paladín iluminado por la pasión evangé­
lica de la cruz.
Había logrado imponer doctrina y símbolo, entre mi­
llares de almas gue sólo conocían la divinidad de Inti o Pa-
chacamac, el Sol, Señor de la Naturaleza. Había convertido
millares de jucha-sapas (pecadores) a la fe de Cristo, cuando
los mismos indios proclamaban en el vasto dominio español,
las virtudes del franciscano que hablaba el quéchua y el ay-
mara, con la misma plasticidad fonética que lo hiciera un abo­
rigen y que valiéndose de esto lograba cristianar a los neófi­
tos sembrando la sabiduría bíblica por cuantos sitios hubie­
sen pisado sus plantas infatigables.
Los indios mezclaban y combinaban en su mente las
nociones antiguas con las nuevas, que en final de cuentas só­
lo tenían diferencias de nombres pues en ese mundo conven­
cional de valores nominales, no habría que hacer otra cosa
que el trueque de Dios o Cristo, por Pachacamac o Inti, y De­
monio por Supay.
El fraile misionero, vastago criollo en cuya existencia
se aliaba la sangre de los conquistadores con la tierra de los
indios, recorría las pardas extensiones desérticas de la mese­
ta andina, o los blandos refugios de los valles y yungas, bus­
cando a los hijos del Sol en sus rústicas cabañas para sor­
prenderlos con el prestigio de su presencia de virakocha enso-
tanado y su lenguaje de indio. De esta suerte no conoció este
emisario de San Francisco hostilidad alguna entre los indios
civilizados del ex-imperio incaico, y muy pocas veces en sus
imprudentes avances a comarcas desconocidas, la huraña
desconfianza de algunas tribus selváticas cuyas lenguas tam­
bién aprendió para someterlas a la grey común del Señor.
Años y años de su vigorosa juventud anduvo vagan
do por los caminos y los caseríos del Alto y Bajo Perú, dejan­
do para otros el brillo de la predicación desde los regios púl
pitos de Lima, mientras al final de las jomadas secaba con
trapitos a la puerta del aposento, el humor claro de las am­
pollas que le hacían las ojotas en sus pies de peregrino.
Era de mediana estatura, fuerte y recio como para que
su cuerpo soportara la abnegación de su espíritu, tan dado
a la aventura de conversor y caminante. Pasados los cuaren­
ta años tuvo que abandonar esa vida inquieta de soldado de
primera línea en las huestes de San Francisco para entrar
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en la burocracia eclesiástica con el nombramiento de Defini­


dor en Charcas.
Alguna diferencia había por cierto de Lima a Charcas,
pero como él no vivía las ciudades sino los campos y los ca­
minos, procuraba hacerse la función lo menos sedentaria po
sible inventando excursiones a comarcas próximas y lejanas,
siempre con espiritual beneficio de su ministerio.
El Definidor fué promovido al cargo de Vicario Provin­
cial v Visitador. Aquí también continuaron siendo íes indios
su preocupación y ocupación principales sin que esto quiera
decir que no brillara entre los doctos de la Audiencia por su
vasta ilustración y su claro talento, pues tenía virtudes en la
acción y el pensamiento. Habría cumplido cincuenta años
cuando el Concilio Provincial de 1.629 lo eligió por unani­
midad su Delegado para la Extirpación de la Idolatría, con
lo que de nuevo se abrió camino más ancho su vocación de
misionero.
Los idólatras para él no eran va los quéchuas pacífi­
cos aue cultivaban sus campos y cuidaban sus rebaños per­
signándose a la caída de la tarde. Eran las tribus ocultas en
los cañadones calientes que hendían las cordilleras en su cur­
so lonaitudinal recubriendo sus profundidades con lujuriosa
vegetación y que los indios conocían con el nombre de yun­
gas. Sí, ahí estaban los idólatras, los bárbaros a quienes ha­
bía que volver a visitar para combatir la idolatría. Y de nue­
vo, al comienzo de su vejez que mantenía el temple y la au­
dacia de la mocedad, con las sienes y las barbas grises, se
internaba sobre la muía de paso firme por' los numerosos
parajes vungueños trasmontando altas cumbres donde el
viento afilaba su navaja sobre el hielo de las cordilleras. Oírc
misionero heroico, Gregorio Bolívar, antes que él había segui­
do la misma ruta pereciendo asaetado por los indios aue po­
blaban esas regiones silvestres. El Delegado del Concilio de
La Plata tuvo suerte, siempre la tenía, y no era el embruje
de su fisonomía de patriarca bíblico, ni el dominio de sus ojos
negros de fiebre, ni la dulzura de su sonrisa bondadosa ocul
ta tras el fleco de sus barbas floridas que le llegaban has­
ta el centro de su pecho, era más bien y sin duda, la consu­
mada habilidad para los idiomas nativos. El supo hacer
amistades inolvidables en el corazón de los bosques indios
donde otros encontraron el martirio y la muerte; de este mo­
do se explica su feliz intervención personal en la pacificación
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del gran alzamiento de indios de Songo, Challama, Simaco y


otros, producida a fines del primer cuarto del siglo XVII.
Los años pasaban uno tras otro hasta completar el pri­
mer siglo de la fundación de Chuquisaca, o Charcas, o Le
Plata, que tres nombres ya tenía la ciudad de los cuatrc nom­
bres. El Delegado envejecía sin mayores dignidades eclesiás­
ticas como si no hubiese obispados en tierra americana don­
de pudiera descansar la errante humanidad de es’e frailo san­
to que pasaba por milagroso entre los indios. Muchos otros
con menos méritos habían ceñido sus sienes jóvenes con lo
mitra y habían empuñado el báculo episcopal, mientras é1
pastor descalzo tras el inmenso rebaño de estas almas opa­
cas de esclavos, debía seguir estropeando sus pies ancianos
en los pedriscales de las Sierras del Kollasuyu en incansab'e
labor de proselitismo. Pero se sentía fuerte hasta la muerte,
aunque frisaba por los sesenta.
Al fin, en 1.638, supo el vecindario colonial de Char­
cas que la sede vacante de la Asunción del Paraguay sería
ocupada por el Legado del Concilio de La Plata. Y es que era
cierto que él mismo recibió una carta, nada menos qu« de Su
Majestad el Rey Felipe IV anunciándole que estaba decidida
su presentación ante el Sumo Pontífice Urbano VIII paro ocu­
par el Obispado vacante del Paraguay debiendo adelantarse
hacia la sede de sus funciones, para no dejar desocupada por
más tiempo la silla de Asunción, mientras se gestionaba el
otorgamiento de las bulas. Bulas famosas por su tardanza pues
se dejan esperar tres años con el postulante que d.i acuerdo
a la carta del Rey debía viajar a Tucumán para consagrarse
Obispo del Paraguay.
El Rey ofreció el Obispado en 1.638; hizo la presentación
en 1.'640, después de varias gestiones desde la Audiencia de
Charcas y el Virreynato de Lima; en 1.641 llegaren las bulas
a Lima y con la noticia de ellas a Tucumán el postulante. Allí
surgieron las dificultades, dudas y escrúpulos que vencer. En
el episcopado hubo de leerse por lo menos treinta veces la
carta del Rey Felipe IV en que anunciaba la presentación y
mandaba el viaje sin tardanza hacia el Paraguay. Era uno
cédula, un mandato real. El Obispo de Tucumán Fray Melchor
Maldonado, hombre juicioso, prudente, precaviao. pidió a Li­
ma y esperó las bulas para consagrar. No llegaban, los me­
ses pasaban; pero en cambio, venían noticias fidedignas 4e
que las bulas estaban en Lima. El aspirante exponía una car­
ta del Cardenal Barberino, Secretario del Sumo Pontífice «n
EL KOLLA MITRADO 11

la cual le daba instrucciones personales a él para el gobier­


no de su diócesis. En Roma le suponían en su puesto: prueba
de que las bulas estaban despachadas. Teólogos de gran pre­
dicamento entre ellos algunos pertenecientes a ta Compañía
de Jesús — que gozaba de estos dominios— discutieron el ca­
so de consagrar un Obispo por urgencia del servicio espi­
ritual, con bulas evidentes pero no presentes. El. mismo pre­
tendiente en ordenada y erudita exposición de motivos y jus­
tificativos, dió mayor luz y seguridad al discernimiento dei ju­
rado eclesiástico que terminó autorizando la consagración. E1
dicho prelado de Tucumán cumpliendo su buena voluntad
asistida de la autoridad del selecto concibo, procedió a la
consagración episcopal de tan ilustre sacerdote, en Santiago
del Estero, el 14 de Octubre de 1.614, observando la bula de
1.610 que mandaba que los prelados de Indias se consagra­
sen en América ante un Obispo y dos prebendados.
Esta era, a grandes líneas, la biografía de Fray Bernar­
dina de Cárdenas, cuando a la ciudad de Nuestra Señora
Santa María de la Asunción del Paraguay, llego precendien-
dolé la noticia de su investidura y próximo viu|t\
TIERRA NUEVA

La provincia del Paraguay, distrito episcopal sujeto a


la silla de Asunción, estaba desde principios del siglo XVII,
sometida casi entera a la explotación económica de la Com­
pañía de Jesús que había sentado su señorío inconmovible en
■las márgenes del río Paraná, succionando desde allí, con avi­
dez verdaderamente jesuítica, la vitalidad de los pueblos na­
tivos. Es conocida la acusación que se le hizo de haber fun­
dado un Estado nuevo, una República Jesuíta, con autonomía
práctica y dependencia meramente nominal de la Corona. Es­
ta preponderancia casi absolutista hubo de nacer y progre­
sar al favor de la inclinación o debilidad de los gobernado­
res y prelados que, teniendo el poder político y religioso res­
pectivamente, alentaban o consentían, ora movidos por los
halagos y las dádivas, ora cohibidos por amenazas e intrigas,
el creciente desarrollo de esa especie hegemónica.
Caballero en muía, muy de madrugada, salió de San­
tiago del Estero Su Ilustrísima un día de octubre del año de
su consagración como Obispo del Paraguay. Le cortejaba un
sirviente traído desde el Kollasuyu, indio quechua del Potosí,
que iba también cabalgado en una muía petisa que apenas
parecía la mitad de la que conducía a Monseñor. Aire fresco
corría por los campos en cuyo verde fondo temblaba el rocío
próximo a desvanecerse con los primeros rayos del sol que
apenas apuntaba entre celajes de grana y oro.
A no mucha distancia, envueltas en la polvareda de su
marcha, se veían tropas de burros y muías de carga con arrie­
ros que las seguían sin que faltase alguna mujer cuyo traje
de color vivo la denunciaba en el conjunto. Iban también pe­
queñas caravanas de carreteras llevando cosas de comercio
de las colonias jesuíticas.
—Van a Santa Fe, como nosotros-— decía Cárdenas, y
el indio contestaba en quichua.
—Así debe ser, padre mío.
14 AUGUSTO GUZMAN

La gran llanura boscosa se extendía uniforme a ambos


costados del camino de herradura, bajo un cielo claro, mo­
teado de nubes dispersas, ligeras y pequeñas, que se des­
plazaban hacia el S. E. en dirección al mar, sin peligro de
lluvia.
—¿Qué sería de nosotros, Cristóbal, en estas soledades
ardientes sin la sombra de los árboles? —otra vez el francis­
cano al paso tardo de su enorme cabalgadura, y el indio que
llevaba el nombre primitivo del misionero:
—Vamos con la bendición de Dios, padre mío — con­
testó en el idioma preferido entre ellos, pues Cristóbal habla­
ba también castellano, aunque con muy escaso dominio.
—Aquí más bien llueve en invierno; no es como en
las tierras altas.
—Pero si todo es distinto por acá, padre mío, ya casi
no se ven los cerros, y las pampas son verdes, calientes y
con árboles, en.vez de ser frías y desnudas como las pampas
del Kollasuyu. Las muías, los burros, las vacas, las ovejas son
más grandes que por aquellos lados; pero en cambio, no tie­
nen llamas, vicuñas, alpacas.
—Son tierras muy distintas en verdad. Pien miradas,
éstas son las tierras de la abundancia aunque carezcan de
cerros de plata.
Caminaban lentamente, sin prisa, como si en vez de
ser un viaje fuese un paseo. Llevaban en las alforjas de cue­
ro, fiambre de pollo, blancos quesillos de leche de vaca, cua­
tro bolellas de chicha de maíz, cabezas de cebolla y locotos
rojos y verdes, más un granatado de maíz blanco pelado con
que hubieron de satisfacer en grato descanso, a la sombra de
un árbol, su hambre de medio día. Esta ración se renovaba,
en idénticas condiciones, menos la chicha que no la hacían
los pueblos orientales, en los sitios donde descansaban por
las noches con la atención del párroco o algún religioso de­
pendiente de las reducciones jesuíticas.
Durante los quince días hasta Santa Fe a orillas del río
Paraná, el Obispo y su acompañante caminaban leguas y le­
guas a pie llevando las bestias de tiro por la brida. Acostum­
brados a caminar preferían este medio natural de traslación
y así en veces podía verse que el franciscano había cambia­
do las botas de montar, que las colgaba de la montura, por
las sandalias de peregrino haciendo su entrada a los pue­
blos generalmente a pie que era cuando los vecinos se col-
EL KOLLA MITRADO 15

mabctn de asombro y piadosa admiración considerando extre­


ma modestia este modo de andar en un Obispo camino de su
diócesis.
Cristóbal llevaba a la espalda envuelta en su poncho
negro, una hermosa custodia labrada en plata y oro, conse­
guida en Potosí, para la Catedral de Asunción.
—No pesa poco el Santísimo Sacramento, padre mío
—bromeaba en su idioma el indio refiriéndose a la custodia.
—Pesan más tus pecados, hijo mío.
La pampa inextricable, apenas rayada por el angosto
sendero, cobraba en las tardes una solemnidad adusta, va­
go fermento de melancolía y de térro1' que preludiaba la ne­
gra soledad de la noche. Era todavía un territorio salvaje don­
de las empresas colonizadoras apenas si habían clavado sus
puntos de alfiler, para señalar una civilización elemental que
pretendía medrar medrosamente en la dilatada molicie de
aquella vida vegetativa. Era imposible dormir tranquilamen­
te en los recodos solitarios cuando las jornadas no termina­
ban en poblado. El miedo a las fieras, les hacía oir en los
anónimos ruidos de la selva, cercanos o distantes, pero dis­
tintos, el bramido de los pumas hasta el punto de imaginarse
su rondar sigiloso por los parajes del descanso. Las jornadas
eran cortas, podían haberlas hecho en menos tiempo todas si­
no fuera por el fatigante sol de la estación primaveral.
El campo se mostraba alegre y lozano, a pesar del ago­
bio de la encendida atmósfera que en lo más fuerte del sol
hacia languidecer hojas y tallos de hierbas al borde de los
hilos de agua que discurrían al acaso venidos de algún ma­
nantial de la llanura; también las flores campesinas des­
mayaban y perdían la hermosura matinal de sus colores. El
hijo de Chuquiagu miraba las cosas de la naturaleza y sen­
tía el íntimo goce de su contemplación, pareciéndole que dis­
frutaba apenas estrofas liminares de aquel poema tropical,
que sería la tierra desconocida de su epopeya de la selva,
distrito episcopal, nominada generalmente Misiones del Pa­
raguay, aludiendo a las famosas misiones que los Padres
de la Compañía tenían en esas lejanas latitudes. Sabía que
se aproximaba al encuentro de una geografía distinta a la que
hasta entonces había conocido, caminado y vivido. En Tucu-
mán le habían hablado del grandor y la belleza de los ríos,
calmosos, sin piedras ni torrenteras inclinadas, navegables
más bien por la comodidad de su curso tranquilo.
16 AUGUSTO GUZMAN

Esa era la tierra nueva, su mundo nuevo, el marco de­


corativo del último período de su existencia donde podrían pa­
sar sus días de senectud, en insensible fuga, como las aguas
de esos ríos que su sensibilidad cordillerana no entendía. Una
sombra lenta de tristeza ganaba su viejo corazón al conjuro
de estas imaginaciones en las que su voluntad todavía fuer­
te presentía la derrota inevitable del tiempo, la vejez de la
carne sobre la disposición eterna del espíritu, la decadencia,
el crepúsculo, la caída de la noche, el último capítulo de su
historia llena de pasión y movimiento como la inquieta índo­
le de la juventud.
Se consolaba pensando que en el ministerio de su ser­
vicio la dignidad llega con el descanso de los altos cargos, que
no obstante podrían dar mucho que hacer y cavilar para so­
lo dirigir y gobernar. Habían llegado a sus oídos noticias de
las agitaciones públicas a que diera lugar la pendencia sur­
gida entre el Obispo Aresti, muerto en Potosí en 1.638 cuan­
do Cárdenas residía aún en Chuquisaca, y los padres de la
Compañía; pero todas estas versiones habían sufrido tanta
variación, según la preferencia o inclinación de las personas
con quienes conversaba, que en Tucumán ya nadie le daba
razón a Aresti y antes que eso se decía que el mismo Obispo
había mudado de opinión respecto a la Compañía llegando a
favorecerla después de combatirla una vez salido de la Asun­
ción.
En Santa Fe, lugar de temperamento cálido, húmedo y
enfermizo, según la fama, sufrió la pesadumbre de la muer­
te de Cristóbal, su ahijado y fiel servidor que tanto había
insistido en acompañarle. Se lo llevó en tres días una fiebre
intermitente que se conocía en la región con el nombre de
chucho, corrupción del vocablo quéchua chucchu con que
se designa la terciana.
Las bulas. Siempre tenía que estar pensando en ellas.
"Las bulas ya parecen burlas", solía decir para sí Fray Ber-
nardino ironizando la tardanza de estos documentos que le
obligaron a batallar para obtener su consagración. Con fuer­
za clara y fuerte claridad volvían a su mente los argumentos
de su petición que inclinó la voluntad vacilante de los teólo­
gos de San Miguel de Tucumán, donde el espíritu cauteloso
del prelado precisó hasta una información de testigos sobre
haberse extraviado tan importantes documentos. El también
ahora, no obstante haber abonado en forma la posibilidad
del extravío, no lo podía admitir en su conciencia, en cuyos
EL KOLLA MITRADO 17

obscuros meandros se desvelaba la esperanza aguardando


que serían hallados y remitidos y recibidos con las mejores
noticias de su procedencia. Es cierto que no necesitaba las bu­
las en la medida que las deseaba, acaso por vanidad de que
estaba obligado a inculparse, acaso por mayor seguridad an­
te el Cabildo, que debía admitirle para sancionar su posesión.
El había alegado que basiaban los documentos que poseía
para que el Cabildo le acatase por su jefe; pero también sa­
bía que en siete años de vacancia, habían cundido mucho el
desorden y la arbitrariedad estando a cargo del gobierno es­
piritual un cuerpo colegiado en vez de la cabeza única. No
sería extraño que le objetasen y atajasen apesccr de tener en
su poder la carta que el Cabildo le escribiera a Potosí, admi­
tiéndole por Obispo al conocer la cédula real en que su Ma­
jestad ordenaba al mismo Cabildo de Asunción: "que que­
riendo el dicho Fray Bernardino de Cárdenas encargarse de
ello, le recibáis y dejéis gobernar y administrar las cosas de
su Obispado y le déis poder para que pueda ejercitar todas
las que vos pudiérais hacer en él, entre tanto que se despa­
chan y envían las dichas bulas".
Con estas reflexiones y por falta de movilidad se demo­
raba en Santa Fe el Obispo Cárdenas, cuando a la sazón de
su partida llegó a la dicha ciudad de Santa Fe el provisor del
Obispado, Canónigo Cristóbal Sánchez de Vera, que venía de
parte del Cabildo eclesiástico de Asunción trayendo cartas y
mensajes en los que encareciéndole la gran necesidad espi­
ritual de la provincia, por causa del largo período de vacan­
cia y de cisma y discordia entre los componentes de la Igle­
sia, cuyo gobierno había sido confiado arbitrariamente al
Deán Pedro González de Santa Cruz, le suplicaban se digna­
se abreviar su viaje y tomar posesión de su Iglesia sin ma­
yor dilación. ¿Qué más podía desear sino que los obstáculos
aparentes o reales fuesen destruyéndose en su camino aún
antes de llegar al asiento de su gobierno? Entregó al come­
dido canónigo el regio obsequio de la custodia para la Cate­
dral, y luego la carta del Rey que decía haber presentado a
Fray Bernardino de Cárdenas ante Su Santidad para Obispo
del Paraguay, ordenándole marchar en seguida a gobernar
esa Iglesia mientras se despachaban las bulas, y que el Ca­
bildo de ellas le daría el Gobierno conforme se lo ordena­
ba en otra cédula real que también entregó al mismo Provi­
sor Sánchez de Vera con encargo de llevarlas al examen y
consideración del Cabildo pues su Ilustrísima, no consentía
18 AUGUSTO GUZMAN

■llegar antes del parecer de dicho Cabildo. De este modo via­


jando hasta la ciudad de Corrientes con el Provisor, quedóse
en ella para esperar noticias de su recibimiento, a muy larga
distancia de Asunción que estaría a seis o siete jomadas de
esta fundación española, situada a la orilla izquierda del río
Paraná y a pocas leguas de la entrada del río Paraguay en
este tributario del mar cuya espejeante superficie no se cansa­
ban de mirar los ojos andinos del kolla.
Era la región exuberante en grado sumo, tanto que el
caserío colonial fundado en 1.588 por Vera y Aragón con el
nombre de Ciudad de las Siete Corrientes, tenía que defen­
derse del bosque que lo invadía con el lento empuje de su
vitalidad desbordante. Era la selva tropical como un mons­
truo verde y blando, de respiración caliente, con un olor com­
plejo de indescifrables combinaciones odorantes que extendía
su masa multitentacular sobre el núcleo de la población mes­
tiza obligándola a reaccionar con el penoso esfuerzo de su
escaso poder técnico. Agua, selva, cielo, eran los elementos
del espacio que confinaban la población: mísero refugio per­
dido en la inmensa soledad de estas llanuras fértiles donde
no existía siquiera la ficción de una cordillera o serranía. La
tierra, como un valor oculto y supeditado a esos tres elemen­
tos notorios, parecía dormir resignada. La selva y el agua lu­
chaban en estas latitudes como buscando un equilibrio que
existía sin embargo de esta pugna bajo el cielo neutral cuan­
do él mismo no estaba cargado con el poder tremendo de
las tempestades que enturbiaban su serenidad.
Por las tardes, después de la siesta. Fray Bemardino
observaba esta naturaleza extraña a su tradición. Mucho an­
tes del ocaso, el sol primaveral era de fuego candente, rojo
disco luminoso colgado en el horizonte. El río hacía olvidar
su condición de tal por la anchura exagerada de su cauce
que parecía una laguna con islotes arbolados. Variada fau­
na de volátiles daba al paisaje notas de color y movimiento
con su bulliciosa expansión por los parajes del bosque y del
río. Y en la poesía silvestre de este cuadro del trópico, el in­
soportable fastidio de millones de mosquitos que no sólo zum­
baban en el aire ensuciándolo con su impertinente ocupación,
sino que asediaban la venerable humanidad del padre Cár­
denas sacándole ronchas en las manos, en los pies y en las
partes no protegidas de su rostro, en cuyas barbas se enre­
daban con irrespetuoso alboroto. ¿Cómo no recordar enton­
ces la atmósfera transparente y limpia de La Paz, ciudad del
EL KOLLA MITRADO 19

Illimani, o de Charcas, Villa de la Plata? Pero él ahora no


era de una constitución robusta ni rozagante, sino fuerte, seca
y resistente, de madera incorruptible para todos los países
donde su sino heroico quisiera conducirle con el signo de un
deber que fuera al mismo tiempo un ideal. Ahí estaba ahora
en Comentes a ochenta y cinco leguas de Asunción, punto
central del vasto escenario geográfico donde iba para hacer
historia o simplemente para morir conforme estuviera escri­
to en el libro de la Providencia que le asistía.
Pasaban los primeros días de diciembre de aquel año
1641, cuando supo Fray Bernardino que le aguardaban en
Asunción con impaciencia de recibirle juntadas todas las fac­
ciones a la sola mención de su nombre que proclamarían con
unánime satisfacción como el de su jefe superior legalmente
despachado por las cédulas de Su Majestad. En una embar­
cación ügera facilitada por el padre Procurador de la Compa­
ñía, con suficiente acompañamiento de indios remeros, avan­
zando río arriba, con preferencia en las noches tibias, a la
luz de la luna que en estas comarcas se muestra con mara­
villoso esplendor, llegó al término de su viaje.
A
EL RECIBIMIENTO

Desde la llegada del Provisor Sánchez de Vera que tra­


jo a la Asunción los papeles del nuevo Obispo para el Cabil­
do, la ciudad fundada por Juan de Salazar y Espinoza en
1.537, vivió un momento de alborozada expectación como has­
ta entonces no había vivido.
El corazón de la colonia, de modo general, era espe­
cialmente sensible y afecto a obispos y gobernadores. Fue­
ron siempre estos personajes la representación simbólica del
poder espiritual y temporal, de tal modo que sus ausencias y
sus reemplazos, eran novedades públicas, acontecimientos
históricos.
La provincia del Paraguay, desde la salida del Obis­
po Aresti, vivía cerca de siete años sometida al poder disi­
mulado de los jesuítas que con igual eficacia iníluían sobre
el Cabildo eclesiástico como sobre el Gobernador. Hacía ya
bastante falta un prelado que administrase los sacramentos
de su personal competencia y adoctrinase, con la autoridad
de su rango, centralizando bajo su cayado el prestigio y el
dominio de la Iglesia que se sentía en menor significación
con respecto a otras sedes que no estaban en vacancia y por
tantos años. El Obispo era en el movimiento de la incipiente
sociedad colonial, la representación decorativa y estilizada del
poder católico cuyo pomposo ritual impresionaba el alma sen­
cilla y romántica de la capital criolla. No era por tanto nada
extraño que la próxima llegada se convirtiese en asunto do­
minante y culminante de aquel fin de año cuya Navidad po­
día contar con la concurrencia del Ilustrísimo.
El Deán Sánchez Vera que viajó con él, desde Santa
Fe a Comentes, divulgó en Cabildo abierto las excelentes do­
tes del nuevo Obispo llamándole virtuoso y talentoso, humil­
de en su grandeza, atractivo en su trato, celoso en su minis­
terio. El Cabildo, bien impresionado de que un Obispo consa­
grado esperase previamente a las puertas de su sede que se
le dé consentimiento, juzgó esta actitud prudente como de la
22 AUGUSTO GUZMAN

más cristiana modestia y se apresuró a declarar su conformi­


dad a los despachos sometidos a su consideración enviando
un emisario con el encargo de que se le esperaba con jubilo­
sa ansiedad.
Ahora le precedía la fama que suele engendrar leyen­
das con principio de verdades. Cuantas familias de ilustra­
ción había en la ciudad y pueblos vecinos, sabían en,, nces
que desde el otro lado del continente, desde las tierras de la
Audiencia, tan ligadas al nombre de Potosí, que hizo florecer
de golpe en la fantasía colonial de estas llanuras el viejo pre­
sentimiento de la "sierra de plata", venía el nuevo Obispo
después de haber convertido a millares de indios a la 'fe ca­
tólica y haber brillado a los ojos de la Santa Madre Iglesia,
con las luces de la virtud y la sabiduría.
Y fue verdad que„para recibir al diocesano, desde días
antes de su llegada, la población estaba dispuesta no sólo
con gente de la capital, sino con innumerables campesinos
de las comarcas circunvecinas que llegaban desde leguas,
juntándose a toque de campanas y tremolar de banderas, pa­
ra asistir al acontecimiento.
Cárdenas subió a tierra una clara mañana de diciem­
bre. Recibió el primer abrazo del Gobernador y se perdió en­
tre la densa multitud de fieles que le esperaba en el puerto
y que luego como un río de lento curso, le llevó en su blando
oleaje por la ancha calle principal que conducía a la Cats-
dral.
El pueblo le aclamaba a su paso, mientras él lo ben­
decía desde el alto caballo blanco de cola larga, que venía
pacífico y calmoso, bajo el palio pontifical cuyas varillas fo­
rradas de seda sostenían los capitulares con risueño comedi­
miento.
El clero secular y regular venía detrás del palio con
indumento del ceremonial, en medio de la profusión de mo­
naguillos que portaban símbolos; y luego, la muchedumbre
rumorosa de la que sobresalía una columna central de varo­
nes gallardos, montados en caballitos pequeños y nerviosos,
llevando palmas por estandartes sin que faltasen rústicas ca­
rretas de madera tiradas por bueyes en las que mujeres del
pueblo cristiano ataviadas de fiesta, agitaban pañuelos ne­
gros, blancos y de todo color, mientras otras cabalgaban gra­
ciosamente sobre apacibles jumentos.
Muchachos y muchachas, mitaís y mltacuñaís, con lim­
pias camisas por única prenda, trepados a los árboles o su­
EL KOLLA MITRADO 23

bidos a las empalizadas de los huertos que daban a las ca­


lles tapizadas de verde grama, miraban asombrados y boquia­
biertos este movimiento inusitado de personas mayores. El
gentío crecía a medida que avanzaba hacia la plaza de la
Iglesia Mayor por el camino sombreado por árboles gigantes­
cos de ibapobó cuyos follajes densos, jugosos y brillantes, de
un verde juvenil, triunfaban con el sol refrescando con sólo
ser mirados en la mañana saturada del tibio olor de la pri-’
mavera tropical que ya se entregaba al ardiente verano bajo
el signo de Capricornio.
El prelado no tenía tiempo ni lugar para observar cuán­
to le observaban a él, y avanzaba con el ademán de bende­
cir en permanente ejercicio, sonriendo a todos sin fijarse en
ninguno. Las campanas de San Francisco, la Compañía y la
Catedral, daban al viento su exultante pregón de bronce que
se mezclaba al vocerío de la gente y al lúgubre bum-burn del
curugú, bombo de grandes dimensiones usado por los indios.
Asunción estaba de fiesta. Era el Jerusalén de Cárdenas. El
día pascual de los cánticos de triunfo y las palmas de rego­
cijo.
Entró en la Iglesia desmontando en la puerta. Se cubrió
con las recias vestiduras sacerdotales guardadas desde el
tiempo de Aresti en el armario de la sacristía con olor a pa­
cholí y en medio de la feligresía que irrumpió en los ámbitos
sagrados, curiosa de ver la ceremonia de la posesión, se sen­
tó en la Silla Episcopal el tercer Obispo del Paraguay, Fray
Bernardino de Cárdenas, prestando el iuramento y recibiendo
el acta de comisión del Cabildo firmada por sus miembros y
refrendada por su Secretario al pie de la misma cédula, en la
centenaria Catedral fundada en 1.547.
Afuera, en la plaza, frente al atrio, bajo la sombra de
una hilera de lapachos y de paraísos, ante un círculo apreta­
do de nativos y mestizos, un conjunto filarmónico de músicos
guaraníes venidos del pueblo de Yaguarón, ejecutaba pie­
zas de dulzura melancólica en honor al santo huésped. El
memby chué, flauta india de caña semejante a la auena de
los quechuas, fluía en una frase corta la cálida melodía de
sus notas gueiumbrosas como los reclamos del amor desven­
turado. Luego la congoerá, flauta más grande, hecha de hueso,
lanzaba su sonido triste, desolado v frío como el viento Sur
llorando en los cañaverales del río. Después soplaba el uc^apú
su ronco gemido de notas laraas y graves aue componían un
motivo sintético de lamentación musical. Más grave y más
24 AUGUSTO GUZMAN

bronca que esta bocina usada por los pescadores, entraba


en el acompañamiento del exótico concierto, el memby tarará
cuyo soplido parecía el ronquido de un inmenso batracio que
no se puede decir si feliz o infelizmente se dejaba dominar por
la gritería de una trompeta de tacuara conocida con el nom­
bre de toré. Hay que añadir a esto el torpe rascado del mbara-
cá, guitarra rústica hecha de enorme calabaza y el son de
trueno lejano del "curugú" que vino tocando desde que se
avistó la embarcación de Cárdenas. Una veintena entre hom­
bres y mujeres del campo ensayaba pasos de danza tan
desacompasados como la misma orquesta cuyos valores ais­
lados habían sido arbitrariamente reunidos a solicitud de la
concurrencia.
Cuando salió Su Ilustrísima del templo para dirigirse
a su alojamiento, que le tenían preparado los franciscanos
cerca de su convento, la gente se prosternó a indicación de
los padres de la Compañía y el viejo pastor de la barba flo­
rida, recortando su figura delgada y enhiesta bajo el arco
adornado de palmas y ramas con flores, juntó las manos
blancas en actitud oracional y con voz clara, rítmica, como si
dijese un poema, recitó el Padre Nuestro y remató con una
última bendición general en que soltó al rebaño indocto dos
o tres frases del más puro latín romano.
El pueblo le siguió paso a paso por las calles donde
el sol comenzaba a insinuar calor de siesta aunque distaban
lo menos dos horas para las doce que era cuando los rayos
ultravioleta —ni sospechados entonces— brindaban gratis un
baño helioterápico.
Al fin desaparecieron el Obispo y su comitiva tras un
cerco de caraguataes que crecía bajo un bosque ralo de na­
ranjos amargos; y la feligresía regresó camino de los hogares
a comentar en la mesa lo que todos habían visto y oído con
señalado aplauso y general contentamiento.
La figura de don Gregorio de Hinestrosa, Gobernador
del Paraguay desde junio del mismo año, palideció por la no­
vedad impresionante del recién llegado,, humilde pastor de
almas, venido desde las tierras altas del Kollasuyu.
LA PAZ DEL SEÑOR

Como en la viña del Señor, pasaban los días, las se­


manas y los meses en el santo afán de los trabajos y la tran­
quilidad de espíritu. Centenares de niños llegaban en brazos
de sus padres para cumplir el sacramento de la confirmación
que hubo de ministrarse también a muchachuelos y zagalas
de 7 a 10 años. Aquella Navidad fué inolvidable por los ofi­
cios divinos que presidía el Obispo con trazas de patriarca
hebreo y sobre todo por la plática que dió en la primera mi­
sa matinal del dicho día, a la hora del alba, explicando el
prodigio de la natividad del Redentor. Asombradas quedaron
las gentes de la elocuencia evangélica del prelado, que al
iniciar su plática, expresó su pesadumbre de no poseer la len­
gua de los nativos para hacer la predicación en ella y roga­
ba que esta deficiencia suya, fuera suplida por los españoles
que sabían el guaraní a fin de que fuesen transmitidos sus
conceptos y doctrinas por ese medio. Era su estilo de giros
amplios y claros donde la amplitud no tiraba a la vaguedad,
sino a la precisión y definición de los conceptos hasta agotar
el motivo en epifonemas sencillos, elegantes e instructivos.
Explicaba en el coro catedralicio y adoctrinaba desde el al­
tar o el pùlpito como padre de la Iglesia y maestro del pue­
blo.
La naturaleza decorativa y subyugante del trópico alen­
taba poderosa, amaneciendo mojada, lavada, brillante, des­
pués de las copiosas lluvias nocturnas que improvisaban por
las calles efímeros riachuelos de aguas rojizas que iban a
verterse en el río Paraguay.
En realidad el pueblo hecho de casitas de adobe con
techo de paja y otras de palos de tacuara o palma, no tenía
más que una calle central, ancha como una carretera, a la
que se unían a modo de patas de escorpión, callejuelas tor­
tuosas, accidentadas, llagadas, hendidas por zanjas de las
torrenteras en donde crecían hierbajos de toda laya.
26 AUGUSTO GUZMAN

No había casas unas junto a otras. Todas estaban di­


seminadas y solitarias entre los grandes huertos. De este mo­
do la población que apiñada diera poco, daba mucho en ex­
tensión. Se contaba que un incendio en tiempos de Irala de­
vastó la primitiva ciudad que tenía las residencias todas pe­
gadas unas a otras formando callejuelas estrechas y laberín­
ticas. Esta experiencia aisló desde entonces las edificaciones
entre las que no faltaban algunas residencias de anchos ci­
mientos de piedra y gruesas paredes de adobe como para
resistir los torrenciales aguaceros.
El Obispo vivía en una casa modesta de amplio huer­
to con naranjos debajo de los cuales recibía la brisa del Nor­
te en ios días de canícula.- Las noches de luiia lo maravilla­
ban con sugestión mística y cósmica. La tierra y el cielo se
inundaban de una claridad plateada, tan intensa y delicada
a un mismo tiempo, que los paisajes cobraban perspectivas
panorámicas de una atracción irresistible con que la fantasía
se daba a galopar en las lejanías, ebria de sueños y gran­
dezas inventadas. Le parecía singular que aquí, en el trópi­
co, siendo la atmósfera más densa que en las alturas de la
cordillera, por las noches tuviera mucha transparencia. A ve­
ces la luna inmensa se escondía tras de nubes que juntaban
su masa inmóvil formando un toldo de vellones flotantes. Era
tal la claridad del plenilunio, que ese toldo no hacía la más
leve sombra sobre la tierra cuyo semblante parecía soñar ba­
jo un tenue velo de novia pues las nubes estaban todas blan­
cas como si en ellas propiamente, y no más arriba, residiese
el poder de la irradiante claridad. Era la tierra del amor. El
mismo la sentía así, con su carne vieja, santificada por las
renuncias. Flotaba en su corazón, entonces, la melancolía de
sus sueños de juventud tronchados, siempre al nacer, por la
fuerza del destino.
Cinco meses habían pasado desde su llegada a Asun­
ción cuando llegaron las bulas. Su alma se abrió a la eviden­
cia tantas veces presentida. Venían de Potosí y llevaban la
fecha de 18 de agosto de 1.640, es decir, estaban firmadas por
el Pontífice, catorce meses atrás de su consagración. Para que
hubiese público testimonio de ello fue leído el documento en
congregación popular desde el predicatorio de la Catedral,
primero en latín como estaban redactadas y después verti­
das al romance. Alguna vez había llegado a sus oídos que
en casa del Gobernador Hinestrosa se ironizaba su condición
de Obispo sin bulas. Ya no podían hacerlo.
EL KOLLA MITRADO 27

Pasaban los días, semanas y meses sin que en el go­


bierno eclesiástico hallase dificultad alguna el prelado. El Ca­
bildo y todas las órdenes religiosas le mostraban cristiana
obediencia. Los padres de la Compañía de Jesús, de quienes
había escuchado horrores que ofendían no sólo al poder re­
ligioso sino también el de Su Majestad, marchaban no obstan­
te con él en perfecta armonía visitándolo en su casa y reci­
biéndolo con frecuencia en su colegio donde lo mismo que
en las iglesias, ellos, los jesuítas, "publicaban al Obispo por
apóstol de Dios y príncipe de la predicación y elocuencia, lla­
mándole otro Crisòstomo, otro San Carlos, y encarecían la
ventura que habían tenido aquella ciudad y provincia en ha­
berles dado Dios un Obispo tan ejemplar porque veían en él
un celo apostólico, un fervor admirable, una pobreza evangé­
lica y que de otra cosa no trataba que del bien de las al­
mas".
Es verdad que Cárdenas se cuidó muy bien de inqui­
rir de pronto el estado de las reducciones y por tal manera
daba dilación voluntaria unas veces, involuntaria otras, a la
visita pastoral de esas apartadas regiones. Más de un vez en
sus conversaciones con el Gobernador Hinestrosa había no­
tado de parte de éste, poca inclinación a concederle las faci­
lidades necesarias que el Obispo anotaba de paso sin llegar
a solicitarlas. No le extrañaba. Hinestrosa era un hombre fi­
no, delicado, afable, blando de carácter, vacilanie o disimula­
do en sus decisiones. Estaba sorbido por los padres de la Com­
pañía que lo envanecían con lisonjas y lo ablandaban to­
davía más con obsequios y recomendaciones ante la Corte.
Esta inclinación le venía inícialmente por su hermano el agus­
tino Fray Lope de Hinestrosa, que vivía con él en su casa y
tenía ante el Gobernador mucho ascendiente por su mayor
cultura y la intimidad consaguínea.
—No está bien que los obispos eclipsen y anulen a los
gobernadores — solía insinuar Fray Pedro, ante su hermano,
cuando éste llevado de su buena índole, sencillez y mediocri­
dad, ponderaba la autoridad y el influjo moral de Cárdenas
sobre la ciudad y la provincia.
Hinestrosa era manejado por los jesuítas directamente
como se tiene dicho; por medio de su hermano, y también,
todavía más eficazmente, por medio de su lugarteniente, maes­
tre de campo, Capitán Sebastián de León, quien hacía por sí
o mandaba hacer al Gobernador, cuanto convenía a sus fi­
nes.
28 AUGUSTO GUZMAN

El alma errabunda del misionero habíb plegado sus


alas en el bochorno de este mundo tropical donde el árbol te­
nía más vida que el hombre. Sentía qué vegetaba entre la ve­
getación del bosque que tenía cautiva a la ciudad. Añoraba
el tiempo pasado de incansables caminatas y la tentación de
los caminos volvía a mortificarle sin contar sus años, opri­
miéndole el corazón en esta vida muelle, sedentaria y apoltro­
nada. Se reprochaba, se amargaba, se sublevaba para caer
luego en los días de molicie o de actividad meramente local.
Contemplaba el paso de las estaciones sobre los árbo­
les que jamás se desnudaban de su verdor eterno. La prima­
vera entraba en agosto, todavía fresco, con un alarde pictó­
rico en los lapachos y fragante en los naranjales. En medio
de la pluralidad de especies que ostentaban cada una su to­
nalidad cromática, resaltaban los valores inconfundibles del
lapacho como color y del naranjo como fragancia. Ambos flo­
recían para el viento que en quince días alfombraba con sus
galas la sombra de sus dueños, haciéndoles el favor de la fe­
cundación para el otoño. Los gigantescos lapachos emergían
del fondo verde de la hojarasca del monte, como ramos de
flores sin una sola hoja, matizando el paisaje con la nobleza
de sus dos colores: rosa como la flor del durazno, que aquí no
se conocía, y amarillo limón, diáfano y puro, como la flor de
la retama, que tampoco se conocía, los dos de un efecto de­
corativo que maravillaba el alma por los ojos. Llegaba el
verano ardiente como la fiebre, pesado como el sueño, len­
to como el bostezo. Llovía a torrentes e inundaba la pobla­
ción hasta hacer temer a veces por su seguridad pues rebal­
saban las quebradas formadas en las calles. De día y de no­
che, incansablemente, a todas horas, perseguían al hombre
los mosquitos de agudo estilete. En un comienzo las manos,
los pies y las orejas del Obispo, se hincharon congestiona­
dos del castigo de los insufribles insectos, pero luego — él ya
sabía por otras experiencias en los yungas— bajaba la in-
flazón ponzoñosa y la piel resistía a los alfilerazos inevitables
sin mayor resentimiento. Después, el otoño, henchía la abun­
dancia inútil de sus frutos en las huertas y bosques para en­
tregar a la tierra, el renuevo de la semilla en un círculo vi­
cioso de renovación perpetua. Aprovechaban las naranjas
dulces, cuya plantación probó en esta tierra en forma sor­
prendente, pues los primeros españoles que la visitaron, en­
contraron que los indios no conocían más que la naranja
amarga que rendía profusamente en estado silvestre coitan-
EL XOLLA MITRADO 29

do los palmares y otros bosques de maderas muy vanadas.


En los huertos frutecían abundantemente los árboles de man­
gos, mamones, limas dulces y agrias, limones, toronjas, al­
gunos viñedos, pocas piñas pero muy dulces, guayabas, fru­
tillas. Y en estado silvestre, sin andar mucho, podía mante­
nerse el hombre en el fondo de las arboledas con el guapurú
que da pegados al tronco y ramas, unas uvas grandes, re­
dondas y sueltas; la chirimoya silvestre o araticú que es gus­
tosa aunque con muchas pepas y de piel amarilla y Usa co ­
mo la cáscara del mango; el guabirami de frutos redondos,
pequeños, verdes al comienzo y amarillentos en la madurez
siendo su entraña blanduzca, gelatinosa y- agridulce con dos
o tres semillas fácilmente separables; el guapoí o higo silves­
tre y otros cuya clasificación sólo sabían los indios, los viejos
indios que en años adquirían la sabiduría botánica para di­
ferenciar los frutos comestibles, medicinales y venenosos. El
invierno era breve, templado y agradable en la mayoría de
sus días secos; pero penetrante y húmedo en los días que el
viento Norte se tornaba en viento Sur, el cual, venía siempre
violento y por esto sin duda se llamaba surazo el período de
su duración.
Más de una vez había manifestado que iría a las mi­
siones jesuíticas del Paraná y Uruguay, pero los padres le
exageraban inconvenientes de la estación sugiriéndole siem­
pre la próxima, e inventando dificultades que eran objeciones
muy diplomáticas con que se mostraban obedientes sin obe­
decer.
Asistían a Su Dustrísima en los cuidados personales
como humildes servidores Fray Juan de San Diego y Villalón,
lego de la orden de San Francisco y el padre procurador Fray
Pedro de Cárdenas y Mendoza, de la misma orden y de quien
se decía que era sobrino del Obispo. Con ellos solía depar­
tir de ordinario en los momentos que le quedaban libres de
la gran ocupación que se había buscado por atender como
él solo entendía su Obispado. Era un príncipe de la Iglesia al
servicio del pueblo.
La casa episcopal que estuvo los primeros meses apar­
tada de la Iglesia, la mudó para instalarse en un aposento con ­
tiguo al templo, donde vivía con pobreza franciscana pues
aunque le doliera rebajar la dignidad episcopal, con la su­
ma modestia de sus costumbres, más le lastimaba la apa­
riencia de comodidad que le resultaba aparatosa, vanido­
sa y molesta. Nunca tuvo hábito de más cosas que su hábito
30 AUGUSTO GUZMAN

ae fraile misionero. Su Ilustrísima tenía por muebles tres rús­


ticas sillas de madera, un banco, una mesa pequeña para co­
mer y escribir, un crucifijo de tres cuartas de alto, una do­
cena de libros de devoción y teología que estaban sobre la
dicha mesa, recado de escribir y en un rincón del cuarto, un
catre viejo de fierro con pabellón de lienzo liviano para pro­
tegerse de los mosquitos, colchón delgado como uña carona
cubierto con una colcha y dos mantas viejas para el invier­
no, que para el verano, hasta la propia piel le resultaba de
mucho abrigo.
Documentos de la época refieren que la vida del Obis­
po del Paraguay era de una sencillez y celo y devoción cris­
tianos como hay muy pocos ejemplos en la historia. Levan­
tábase del lecho dos horas antes de amanecer y decía su pri­
mera misa de pobre, para los pobres. Esto lo hacía desde que
supo que una paite del pueblo se quedaba sin misa por no
tener los hombres capa y las mujeres manto con que asistir
decorosamente al oficio. Como nadie quería celebrar sin es-
tipedio, alegando prohibición, él celebraba una misa de ca
ridad todos los días. La misa de las cuatro, la primera misa
del Obispo, era famosa en Asunción y en los pueblos vecinos
desde donde muchas veces llegaban familias humildes, por
la noche, para frecuentar este sacramento. El Obispo llamaba
personalmente a esa hora con las dos campanas pequeñas
que colgaban de unas maderas dispuestas como campana­
rio sobre el techo de su aposento. Era la señal para los sa­
cristanes que luego tocaban las campanas de la Catedral. Se
juntaba el pobrerío a las puertas dél sacro recinto, que hacía
abrir en su presencia, y luego decía el sacrificio de la misa
a la luz incierta de los cirios del altar dando la comunión a
quienes estaban confesados y absueltos por él mismo, que to­
do eso hacía en las dos horas en obsequio de los meneste­
rosos. Domingo y fiestas de guardar, decía la misa cantada
con plática pastoral que fluía de sus labios como un caudal de
evangélicas admoniciones. A la salida del sol, despejada la
Iglesia de la astrosa concurrencia que desaparecía recibiendo
su bendición y besando sus manos, llamaba por el mismo pro­
cedimiento a toda la clerecía joven de ordenados para rezar
el oficio mayor en que hacía de hedbomadario el mismo pre­
lado llevando el medio tono en el recitado de todas las horas
menores hasta la nona. Desde las siete hasta las nueve, in­
móvil, arrodillado sobre un banco, oía todas las misas reza­
das de que se descargaban los oficiantes, incluso dos clérigos
EL KOLLA MITRADO 31

pobres que pagaba el Obispo porque digan misa diaria por


su intención. A las diez repicaban nuevamente las campanas
para la segunda misa del pontificado que Cárdenas la oficia­
ba con solemnidad católica. Confesábase en su banquillo de
oír misa, con el cura, delante del pueblo, y limpio y absuel-
to de toda culpa, se adelantaba al altar mayor donde se ves­
tía con los indumentos sagrados para cantar la misa del pon­
tifical. Los domingos y fiestas, igual que por la mañana, pe­
ro con temas distintos o semejantes sin que el discurso pue­
da llamarse repetido, decía su sermón confirmando y supe­
rando a veces la fama de excelente predicador que tenía des­
de Lima y Chuquisaca.
Su comida era frugal, no más que dos potajes que le
servía su criado en recogimiento donde a veces solía acom ­
pañarle San Diego y Villalón, testigo fiel y verdadero de la
vida de Cárdenas, y más tarde su denodado defensor.
Todos los días hacía caridad de sustento a los pobres
en su casa. Iba de visita a -los enfermos y acompañaba los
entierros tras el cadáver, como si fuera un simple párroco, has­
ta la propia sepultura donde con una oración echaba un pu­
ñado de tierra bendecida sin mirar si el difunto fuera espa­
ñol, mestizo, indio o el negro más desvalido que por cual­
quiera de ellos hacía lo mismo.
La monotonía de sus afanes diarios aplastaba su am­
bición de movimiento. Por suerte era su deber visitar Jas re­
ducciones y los pueblos sujetos a la Iglesia. El día menos pen­
sado saldría al encuentro de los nativos por los campos. Entre
tanto, la Paz del Señor reinaba como una larga bendición so­
bre su grey.
LA PRIMERA VISITA

A comienzos del verano de 1.643, antes que cumpliera


dos años de su gobierno, el Obispo decidió realizar la visita
a las reducciones de la Compañía, aunque no le diese como
no le dió, facilidades el Gobernador. No lo hacía en modo
alguno porque estuviese prevenido contra los padres jesuítas
a quienes continuaba frecuentando con mucha estimación de
su colegio donde hacía órdenes y solía quedarse a departir
fuera de sus ocupaciones cuando no los recibía en la casa
episcopal siempre con afecto invariable y tal vez preferente.
Quería decorrer el velo de la vieja leyenda sobre el misterio
de esas lejanas colonias donde centenares de miles de indios
vivían sujetos —según se decía— a un régimen estricto de
trabajo que producía grandes capitales que fugaban del dis­
trito sin pagar los diezmos asignados a la Iglesia ni otros Im­
puestos reales. Un día de septiembre salió Cárdenas de Asun­
ción rumbo del Paraná acompañado de tres guías montados
que proporcionó la Compañía.
Jamás llegaría a saber el Obispo del Paraguay que ese
mismo año la vasta organización jesuítica movía sus innume­
rables influencias para apartarlo de la provincia por verlo
tan empeñado en visitar aquellos lejanos parajes en vez de
continuar su vida de predicador, confesionario y pontifical en
la Iglesia de la Asunción.
No queriendo estos padres astutos e inteligentes come­
ter la escandalosa violencia de ponerse en contra de un pre­
lado que por sus virtudes y talento les merecía natural respe­
to y »creyendo inducirle a retirarse del Obispado suavemente;
ya que no cejaba en su propósito de visitar las misiones e
imponer los impuestos, previo un padrón detallado, urdieron
en Potosí una gestión que no tuvo éxito.
Conocedores de que hacía tres años el Cabildo Secu­
lar de aquella opulenta Villa dirigió una carta a su Majestad
agradeciéndole por la presentación de Fray Bernardino de
Cárdenas al Obispado del Paraguay y rogándole que no peí-
34 AUGUSTO GUZMAN

mitiera que se ausente dicho padre a tan remota provincia,


por el gran fruto que hacía en esa tierra, necesitada de ial
maestro, hicieron firmar por medio de sus agentes, disimula­
dos y manifiestos, una carta de los Diputados del gremio y
comunidad de azogueros a Su Santidad pidiendo se les de­
vuelva la persona de Fray Bemardino de Cárdenas, Obispo
del Paraguay, diciendo en la misma solicitud que su labor
estaba cumplida pues que había reducido al suave yugo del
evangelio a más de seis mil infieles en las regiones más re­
motas de su Obispado. Su Santidad no llegó a proveer esta
solicitud muy justa, en el fondo y en la forma, menos en la
oculta intención que la animaba.
Sin embargo, con la esperanza de que esta solicitud
fuese atendida, no quiso romper la Compañía con la autori­
dad episcopal y prefirió dejarle partir en septiembre hasta acn-
de pudiera satisfacer su curiosidad con la inspección de las
primeras reducciones que estarían dispuestas para el caso.
La reducción de San Ignacio Mayor fué fijada como el
primer punto de la visita episcopal. Los padres de la Compa­
ñía se encargarían de que fuese el único a visitarse del pro­
grama de inspección. Mientras el prelado viajaba penosa­
mente leguas y leguas al través de un territorio boscoso y
anegadizo en grandes extensiones, dando rodeos enormes p a ­
ra buscar los vados de los frecuentes ríos y los pasos de char­
cos y ciénegas, los jesuítas prepararon en San Ignacio Mayor
el espectáculo que habría de maravillar al Obispo arrancan­
do a su pluma las más hermosas líneas de alabanza que se
hayan escrito nunca sobre la acción de la Compañía en la
provincia del Paraguay. Escogieron los indios más despiertos,
más leales, mejor adoctrinados y habilidosos para desplegar
ante los ojos del huésped ei prestigio de una organización co-
loniaL Estos indios fueron llevados a San Ignacio Mayor des­
de las fundaciones más próximas, como Corpus, San Ignacio
Menor, Loreto, Itapúa y San Ana.
Dos leguas antes de llegar a San Ignacio Mayor o San
Ignacio Guazú, como se le llamaba por los nativos, que quie­
re decir lo mismo en guaraní, ya llegaban al encuentro de la
comitiva indios morenos de piel tostada, ojos negros, rasga­
dos, cabellos abundantes; a pie y a caballo, con la consigna
de besar la mano del Obispo y deshacerse en reverencias,
cosa que los guaraníes ejecutaban muy bien lanzando uno
que otro grito, potente trompetazo humano que rebotaba so­
bre las copas de los árboles, como un alarido de la selva.
EL KOLLA MITRADO 35

Tres padres de la Compañía, los reverendos Adriano Crespo.


Luis Cobo y otro llamado Silverio Pastor, le dieron encuentro
a la cabeza de unos trescientos indios, personas mayores y
menores de ambos sexos, haciendo una entrada aparatosa
entre el rumor de la multitud que entonaba canciones pia­
dosas con evidente gusto musicaL
San Ignacio Mayor era cronológicamente la primera
reducción hecha por los jesuítas en el Paraguay, y su anti­
güedad databa de 1.609; pero no era la más numerosa sino
al contrario la más despoblada y menos rica, aunque no tan­
to como para no impresionar a un Obispo que venía desde las
tierras minerales de los Andes. La misión era un campamento
de viviendas de adobes que se unían en edificios rectangula­
res como pequeñas manzanas, regularmente alineadas y se-
paradas por callejuelas frente a la Iglesia espaciosa con el
colegio adyacente. Eravuna población de imas ochocientas a
mil almas que en el resto del campo probaban la reciedumbre
de sus brazos en faenas agrícolas.
La multitud dió una vuelta la plaza que era un escam­
pado muy limpio con marco doble de árboles de paraíso, la­
pacho, samuhú y mango en la primera línea y naranjos en
la segunda. Dejó al Obispo y los padres en la puerta del co­
legio desapareciendo en un minuto, a toque de campana, no
sin antes haber entonado un himno de alabanza dirigido por
el padre Cobo que desde una patilla llevó la batuta con un
palo de tacuarilla. La dicha multitud no era una aglomera­
ción, sino un conjunto ordenado de gentes, que desfilaba por
familias, demostrando un espíritu de orden y composición, que
no podía menos que impresionar magníficamente. Al otro to­
que de campana llegaron las indias cargadas de presentes
para el Obispo trayendo sobre la cabeza canastas ñjas que
balanceaban al compás de su airoso movimiento. Eran muje­
res altas, flexibles, pechugonas, caderudas y de cabellos ne­
grísimos, peinados en trenzas y ornados con ñores, siendo su
indumento apenas una camisa de lienzo que en vez de ocul­
tar, denunciaba mejor la tentadora morbidez de sus formas en
que no querían reparar los castos ojos del Obispo. Bananas,
batatas, huevos, gallinas, leche, queso, maní, corderos, man­
diocas, frutos silvestres, etc., etc., muchas cosas preparadas
con ingenio superior colocaron sobre una larga mesa del re­
fectorio. Su Ilustrísima bendijo todo, agradeció por medio del
padre Adriano y devolvió algunos obsequios a sus dueños
diciendo que no los podía aceptar todos en tanta cantidad,
36 AUGUSTO GUZMAN

habiendo quedado apenas lo que pudiera utilizarse en la me­


sa de esos días. Por la noche, después de las prácticas reli­
giosas del rezo, un conjunto escogido de indios adolescentes,
que parecían más bien mestizos y lo eran sin duda, a la luz
de la luna que entraba discreta en el aposento del huésped
al través de una ventana con rejilla de madera, dieron una
serenata con cantares a Jesús y a María en los que el acen­
to casi infantil de los cantores, adquiría un extraño prestiqio
de coro celestial y seráfico, al compás de las guitarras ejecu­
tadas por conjuntos seleccionados.
En los días sucesivos la misión mostró su mecanismo
eficiente de trabajo y disciplina, religioso e industrial, aunque
este último mostraron muy poco los padres para desmentir
la leyenda de su opulencia.
—Todos los productos no sirven más que para el man­
tenimiento de la feligresía, pero los diezmos han de ser satis­
fechos, Ilustrísima, aún con algún sacrificio — decía con hu­
mildad el padre Crespo.
En este contento vivía Cárdenas .hasta ocho días, pos­
tergando su partida a otros puntos porque caía la lluvia, por­
que arreciaba el calor, porque los animales de montar se
fueron al monte, porque los padres Crespo y Cobo se lo pe­
dían con encarecimiento que no los dejase todavía, hasta que
en los primeros días de octubre, cuando Su Ilustrísima se dis­
ponía a partir rumbo al Alto Paraná, vino un emisario de
Asunción trayendo noticias del inaudito atropello cometido per
el Gobernador Hinestrosa, que poniendo manos violentas al
padre Franciscano Fray Pedro de Cárdenas y Mendoza, le
había desterrado de la provincia sin miramiento alguno a la
condición sacerdotal. Era de tal magnitud el suceso, que Cár
denas tuvo que diferir para otra oportunidad su visita a les
reducciones del Paraná, no sin antes haberse informado ma­
yormente, por emisarios, de que los sucesos eran tan graves
que urgían su retomo.
Antes de abandonar la residencia que la cordialidad
jesuíta le hizo tan grata, escribió de su puño y letra una carta
con una pequeña nota de remisión al padre José Catalino,
Superior de la Compañía que se encontraba en San Ignacio
Miní o Menor, más cerca del Paraná que este otro San Igna­
cio Guazú que había visitado el Obispo sin alcanzar cierta-,
mente a inspeccionar las fincas por el seguido agasajo que
■le hicieron los muy amables reverendos Crespo y Cobo. Tan
EL KOLLA MITRADO 37

to esta carta como una declaración episcopal, pensadas y


escritas por Bernardino de Cárdenas bajo la impresión que le
causó su primera inspección, reflejan el entusiasmo de que
estaba poseído su corazón. Los historiadores jesuítas han pu-.
blicado estos documentos como testimonios destinados a anu­
lar el espíritu de justificación con que después procedió el
mismo Cárdenas contra la Compañía. Nosotros podemos
mencionarlos en este sitio sin desdecir su letra que es clara
en su manifestación y está acorde con las impresiones de su
fecha. Ahora valen sobre todo como documentos literarios,
muestras puras del estilo castizo y esmerado que poseía este
Obispo altoperuano del siglo XVII. "Llegué a esta reducción
de mi glorioso San Ignacio donde sus hijos de V.P. y padres
míos Adriano, y Silverio y Luis, me han hecho tantas honras
y regalos cual no sabré explicar que estimo como es razón,
en especial los espirituales que ha recibido mi alma de ver
tanta virtud y santidad, y cosas dignas de eterna alabanza
de que las doy infinitas a Dios y a toda la Compañía de Je­
sús, en cuyo servicio voy haciendo y haré cosas de mucha
importancia a su honor y defensa, en orden a desmentir ca­
lumnias y testimonios falsísimos, que informaré de estas ver­
dades puras que voy viendo, hechas en tanto servicio de Dios
y del Rey y salvación de tantas almas, de las cuales convie­
ne dar noticia y relación fidedigna al Sr. Virrey, y a la Real
Audiencia y Tribunales mal informados. Y éste es el princi­
pal motivo de venir al Paraná. Aunque no sé si las cosas tan
exorbitantes del Paraguay me han de deiar pasar tan presto.
Porque ayer tuve aviso de puntos que piden forzoso remedio;
y para esto es fuerza enviar mensajero y esperar la respues­
ta y resulta; de la cual depende necesariamente mi determi­
nación de pasar a esas reducciones o volver al Paraguay por
la obligación tan grande que hay de defender la jurisdicción
de la Iglesia".
"En este punto dejé esta carta hasta ver la resulta del
Paraguay. Y ha sido tal, que me fuerza luego ir allá y dife­
rir con dolor de mi alma la ida á esas reducciones santas y
gozar de la vista de V. P. muy reverenda y de todos esos mis
P. P. para ocasión de más gusto y espacio, libre de inconve­
nientes como los hay ahora en particular. Yo tengo que orde
nar algunas cosas odiosas al Paraguay".
A pocos días de esta carta y por solicitud de los jesuí­
tas, escribió una declaración episcopal en ¡l pueblo de Ya-
guarón cuando regresaba a la Asunción. Lo hizo de buen gra­
38 AUGUSTO GUZMAN

do, aún sabiendo que incurría en exceso, para no escisionar


la Iglesia con motivo alguno frente a los abusos de la gober­
nación que acababa de atropellar los fueros eclesiásticos. Era
un recurso político de defensa que por otra parte traducía su
pensamiento de entonces.
"Debemos declarar y declaramos que los PP. Adriano
Crespo y Luis Cobo, y por buena consecuencia y buenos efec­
tos, los demás religiosos antecedentes a ellos, son y han sido
no sólo buenos y útiles curas para bien y salvación de las
almas, y para descargo de la conciencia de S. M. y la de
los Obispos; sino en superlativo grado bonísimos, útilísimos,
apostólicos, ejemplares, celosos, caritativos, prudentes, ama­
bles a los indios, vigilantísimos para su salvación y para el
servicio de nuestro Señor, de que son pruebas evidentes el
aseo y curiosidad de las Iglesias y altares, el esmero en el
culto divino, y sus alabanzas con música y cantares, tun dies­
tros, tan bien enseñados, con tantas diferencias de instrumen­
tos, que es cosa digna de admiración; y más la vida y bue­
nas costumbres de los indios, la frecuencia de los sacramen­
tos y devociones, la cristianidad en que viven, sin amanceba­
mientos, sin borracheras, ni hurtos ni otros vicios; sino en tan
buenas costumbres, que nos dan segura esperanza de su sal­
vación".
En el naciente conflicto de los dos poderes: político y
eclesiástico, el poder de los jesuitas era el árbitro. Con los be­
llos documentos arrancados al Obispo, comenzaba la Compa­
ñía a jugar sus cartas.
DELITO Y PENITENCIA

Las cosas exorbitantes que obliqaron el regreso de Cár­


denos, de su primera incursión en tierra de jesuitas, fueron,
como se tiene dicho, los atropellos de Hinestrosa a la orden
de franciscanos.
Fray Pedro de Cárdenas y Mendoza, que junto con el
lego San Diego de Villalón, era uno de los más leales com­
pañeros y servidores del Obispo, tuvo un encuentro de pala­
bras con el Gobernador, es decir, que cambiaron a la puerta
de la Iglesia frases inamistosas a propósito de algún asunto
balcrdí que sirvió de pretexto para el estallido de la colera re­
cíproca que ya de antiguo se tenían por causa de la hipócri­
ta rivalidad que el Gobernador suscitaba al Obisoo, envidio­
so de la universal autoridad alcanzada por éste. El francisca­
no era hombre de labia suelta, y como la discusión se pro­
dujera sobre si el poder político debía auxiliar al religioso en
lo que fuera menester, como sostenía Fray, o mantenerse in­
diferente como sostenía Su Señoría, por no querer despachar
clqo que había solicitado el Obispo para proseguir su viaje,
Fray Pedro no tuvo inconveniente en burlarse con mucho in­
genio de la estolidez de su interlocutor.
Ocurrió esto por la mañana, como un disgusto, aunque
sin trazas de incidente mayor y sí más bien puramente anec­
dótico. Por la tarde calentaron de tal modo la cabeza del Go­
bernador su hermano Fray Lope Hinestrosa y el Capitán Se­
bastián de León, encareciéndole la necesidad de sentar un
precedente ejemplar, que por la noche este hombre apacible
hasta la timidez consintió y participó en un atentado, princi­
pio memorable de los famosos disturbios que ocupan nada
menos que un período de diez años en la historia colonial del
Paraguay.
El hecho sucedió relativamente temprano, las ocho de
la noche, dos horas después del toque del Angelus. La po­
blación dormía y apenas si podía divisarse '»ntre los árboles,
una que otra luz que salía de algún hogar retardado en acos­
40 AUGUSTO GUZMAN

tarse por algún motivo, que sobremesa no podía ser, pues la


gente estaba libre de la comida a las cinco de la tarde y ya
no tomaba por la noche más que un poco de yerba mate en
infusión, o té de azahar, u otra bebida caliente. La atmósfera
se mostraba pesada y húmeda. El cielo cubierto de nubes
negras que cerraban paso al mirar de las estrellas, en ausen­
cia de la luna, parecía cobijar el intento criminoso de los sie­
te conjurados que libaban sendas copas de vino a la luz de
un farolito de vidrio, en casa de Sebastián de León, Capitán
de la empresa aún estando presente Hinestrosa.
Reían a carcajadas anticipándose al placer del éxito de
su intento. Solo Hinestrosa callaba, pálido y preocupado con
los ojos negros, fijos en la mesa del copeo, donde su mano
menuda y regordeta, tamborileaba con los dedos en forma
descompasada traduciendo su arritmia interior. Dudaba y pe­
naba. La límpida figura de Cárdenas se alzaba ante él poseído
de. ira santa que magnificaba bruscamente, en mutación co­
lérica, los suaves rasgos de su fisonomía bondadosa. Sentía
sobre su frente que la mano episcopal trazaba parábolas ful­
minantes de católica execración.
—Bien quisiera; más es grave, no por el sujeto, sino
por el Obispo —pensó en voz alta denunciando, inconciente,
su vacilación.
—Unos azotes le vendrán bien a quien se atreve a de­
cir chanzas pesadas al Gobernador, y en cuanto al Obispo se
cuidará mucho de entrar en desazón con nosotros. El herma­
no de Vuestra Señoría sabe que no es Obispo de buena con­
sagración y mal puede tomar medidas en contra de un Go­
bernador que lo es de verdad — dijo el Capitán adulador.
—No os dáis cuenta —replicó— detrás del Obispo, aquí
está el pueblo; y allá la Audiencia, el Virrey, el Rey, hasta
el Papa.
—Bien conoce Vuestra Señoría que el poder de los je­
suítas es universal y os acomodáis muy bien con ellos.
—También el Obispo.
El Capitán calló inquieto de que la empresa fracasara.
Bebió, otra copa de vino con avidez plebeya. Sus ojos brilla­
ron iluminados por el" relámpago de alguna razón que acudía
a su mente siniestra.
—Puedo asegurar a Vuestra Señoría — continuó dando
a su voz inflexión muy persuasiva— que este es el momento
EL KOLLA MITRADO 41

de obrar. El Obispo está ausente, no puede ser testigo pre­


sencial ni puede levantar información inmediata sobre los he­
chos consumados. Tendremos tiempo, y tal vez ocasión de
probarle la justicia de la medida, mostrando la gravedad del
desacato. La Compañía no ve la forma —Vuestra Señoría lo
sabe— de impedir la continuación del viaje del Obispo. La
noticia de un supuesto sacrilegio, le hará volver. La Compa­
ñía por tanto tendrá que agradeceros y ayudaros. Todas son
sabias reflexiones de vuestro propio hermano.
—Las reconozco, son prudentes y sensatas, pero, no
cuadran justo con el intento. El mismo desaconseja el sacri­
legio de los azotes y asesora el destierro con tramitación le-
gaL
—Es sacerdote, vos sois militar, obremos Señoría que la
noche avanza.
Hinestrosa se decidió. Golpeó la mesa dos veces con la
palma de la mano V dió con imperio militar sus instrucciones
al Capitán requiriendo la salida previa de los otros hacia la
calle.
—No intiméis por la fuerza, sino por la astucia. Os
abrirán el convento con un pretexto cualquiera, decidle aca­
so que el Obispo mandó un recado para el fraile, y entrando
hasta su celda prendedle y llevadle hasta el río donde hay
una balsa en que podéis echarlo río abajo, asegurado, sin
lastimarle mucho. No le azotéis que no hace falta y esta en
mi orden.
—En minutos la tendréis cumplida. Señoría.
—Voy para mi casa —se despidió el Gobernador afue­
ra siguiendo su camino, mientras ellos, todos seis, tomaban
el del convento de franciscanos.
Sobre la arena rojiza, que tenía robada su color pol­
la sombra, sonaban los pasos sordos y pesados de los con­
jurados. De momento a momento bajo la capa de uno de
ellos, se oía ruido de cadenas y fierros. Faltando pocos pa­
sos a la puerta del convento, se detuvieron en círculo y uno
entre todos, seguramente León, en voz muy baja, preguntó:
— ¿Por fin, cómo hacemos? ¿Qué razón vamos a dedr
al guarda del convento?
—La que vos mandéis —respondió otro.
—Es mejor decir que hay un moribundo y que veni­
mos a buscar un confesor —sugirió alguien.
42 AUGUSTO GUZMAN

Esto pareció bien a todos y se avinieron y compusie­


ron para decir ese pretexto. A los tres o cuatro golpes abrió
un lego la portezuela a la altura de su faz iluminada por un
mechero.
—Un hombre se muere en mi vecindad. Reverendo Pa­
dre, y clama por el auxilio de la confesión. Dejadme entrar
para suplicar a un padre que yo conozco y que ha de condes­
cender en esta caridad.
—Es un poco tarde para despertar a los Reverendos y
vosotros no podéis entrar.-
— ¡Cómo! ¿vaciláis acaso en proporcionar el último
consuelo a un cristiano moribundo?
El lego calló, y abrió, haciendo ruido de llaves, cerro­
jos y goznes. Dos hombres se apoderaron de él imponiéndole
el silencio del miedo con amenazas. Los otros cuatro entra­
ron presto, derecho a la celda de Fray Pedro de Cárdenas y
lo arrancaron sin hábito, en camisa, a empellones y sacudo­
nes, con los ojos vendados y la boca amordazada, hasta la
calle, donde le echaron encima dos pares de grillos y le con­
dujeron camino al río para desterrarlo.
Pese a la noticia que les diera el Gobernador no ha
liaron la balsa ni otra embarcación en la costa solitaria don­
de el viento patinaba sobre el cristal opaco del río jugando
al mismo tiempo con la hojarasca de la compacta vegetación
ribereña. Tuvieron por esta causa que encerrarlo en una pie­
za y tenerlo escondido hasta la noche siguiente en que con­
sumaron la deportación colocando a Fray Pedro asegurado,
y apenas encamisado, en una canoa vieja con los remeros
encargados de llevarle a Santa Fe.
Era ya muy entrada la noche cuando esto hicieron. Hi-
nestrosa, León y sus secuaces. En el cielo despejado brillaban
con luz pura y escintilante, las constelaciones, enviando sobro
el mundo una discreta claridad que era plata sobre el agua y
media luz sobre la tierra. La blanca silueta del desterrado se
ausentaba sobre las aguas flotando como un fantasma que
corporizaba, en síntesis antropomórfico, las blancuras lumi­
nosas de la noche. Un gran silencio ciominaba el espacio en
que apenas se oía la medrosa y sorda pulsación del río so­
bre el que chasqueaban levemente los remos a cuyos golpes
Fray Pedro se iba, parado, callado, blanco como un alma en
pena sobre la vieja canoa que semejaba un ataúd botado al
río, una extraña carabela nocturna empujaba por el resuello
de aquella noche de primavera.
EL KOLLA MITRADO 43

La vuelta del Pastor, aunque trajo la justicia que debía


traer, trajo también el principio de la discordia. Conociendo
los detalles que el pueblo cuchicheaba en los confesionarios,
su alma se afligió terriblemente, escandalizada de la profa­
nación. Tuvo miedo de maldecir y de castigar, cuando abar­
có la magnitud del hecho, en Asunción, pues aunque el rela­
to era el mismo en San Ignacio, abrigaba la esperanza de
verlo disminuido en la comprobación. A él que era un misio­
nero no le arredraba la crueldad impía dé los salvajes a quie­
nes había afrontado más de una vez con peligro de su vida.
Los bárbaros tenían la ley de la barbarie y desconocían los
beneficios de la moral cristiana, pero que en la sede del epis­
copado, en una fundación española, reducto de la colonia ca­
tólica alzado en el corazón de la selva se prendiese, humilla­
se, engrillase y desterrase como a un facineroso a uno de los
hijos de la seráfica orden de San Francisco, con la participa
ción directa y personal de la primera autoridad civil y sus in­
mediatos colaboradores, le pareció cosa de pronunciar un ac­
to de fe, y que Dios le perdonase el rigor de la intención.
Blancos se tornaron sus cabellos y su barba, de grises
que estaban ambos. Desde el día fatal de la noticia, no comió
más que lo indispensable para subsistir. Enflaqueció derritien­
do su poca grasa en la combustión de los desvelos y cavila­
ciones aflictivas. Sus manos se volvieron como blancas disci­
plinas, sus sienes se ahuecaron y sobre sus pómulos salientes
brillaron más intensas que nunca sus pupilas de fiebre.
Por las noches, en el fondo de la cabaña, que otra
cosa no era la casa episcopal contigua al templo, acostado en
su camastro sentía pasar las horas calientes como cenizas so­
bre ascuas, encima de sus ojos abiertos, despiertos y alucina­
dos por visiones catastróficas en que su Iglesia caía hecha tri­
zas a los golpes de la profanación herética y los ministros de
Dios eran perseguidos y muertos por las calles bajo el tropel
de caballerías comandadas por Hinestrosa, o Sebastián de
León. Se alzaba descalzo a la débil claridad de un cirio, va­
gaba como un fantasma por los altares de la Iglesia a la que
tenía acceso por una puerta de su aposento.
Tres días duró la información sobre los hechos sacrile­
gos presidida por el Obispo como juez conservador nombra­
do por la orden querellante, que era la franciscana. Al cuar­
to día en la primera misa del amanecer y en la segunda de
ias diez de la mañana, declaró al Gobernador y sus 'cómpli­
ces incursos en las censuras de la Bula de la Cena y en
44 AUGUSTO GUZMAN

otras del derecho eclesiástico declarándolos asimismo exco­


mulgados, en entredicho y suspensión de todo privilegio y sa­
cramento, por haber violado la inmunidad eclesiástica y ha­
ber puesto manos violentas a un sacerdote, decretando la re­
misión del proceso sustanciado a la aprobación del metropo­
litano de Charcas. En seguida mandó tocar las campanas ña­
mada de rebato con lo que toda la gente se reunió y rebasó
la amplitud del templo catedralicio. Volvió a quejarse a la
multitud manifestando los agravios a la religión y todas las
gentes se prosternaron y horrorizaron rogando a Dios las sal­
vase de Gobernador semejante.
— ¡Justicia Divina! ¡Ceniza al sacrilego!
— ¡Justicia del pueblo! ¡Muera el Gobernador!
Estallaron en la asamblea voces potentes, cargadas dpi
odio engendrado por la amargura y el resentimiento. Cárde­
nas los disuadió dulcemente. Era la hora de la sangre del
Pastor y la persecución del rebaño. Pruebas de afrenta para
los hombres de la Iglesia. No era el día de la rebelión ni de
la venganza, sino de la humildad y el sacrificio. Y terminan­
do de decir sus admoniciones sobre la congoja del auditorio
añadió a tiempo que se sacaba los ornamentos:
—Haré la procesión del desagravio. No os cuidéis por
mí, que no sufro en verdad y cumplo gozoso en mi carne, un
rito leve de mortificación cristiana. Antes bien seguidme en si­
lencio y ayudadme en esta penitencia a rogar porque la paz
del Señor y su santa justicia, sean cumplidas en esta parte
del mundo, digna de su infinita misericordia.
Quedó el pueblo con los ojos abiertos interrogando en
silencio al Pastor, pues nadie entendía cómo hacer lo que Su
Ilustrísima decía. Cárdenas se fue quitando con lentitud y
ceremonia cada una de las prendas que las doblaba y guar­
daba en un lado del altar haciendo una cruz sobre cada cual.
Quedó en el hábito de San Francisco. Sus manos delgadas y
blancas, como la hostia, tentaron el cíngulo del que se libró
ante la curiosidad pública, que culminó en una exclamación
de asombro, cuando el anciano sacerdote se despojó del há­
bito quedando apenas en un camisón, descubiertas las espal­
das.
Las campanas comenzaron a doblar fúnebres en aquel
día viernes, opaco, con el cielo sucio de nubes, totalmente
cubierto-, y el aire cargado de leve niebla que se batía con la
brisa. Frailes mayores y menores de la religión de San Fran­
EL KOLLA MITRADO 45

cisco y otros, con monaguillos y sochantres prorrumpieron el


doloroso cántico del miserere. El penitente se echc una soga
al cuello y la sostuvo con la siniestra a la altura de su pecho,
mientras con la diestra, tomó un azote de sangre con cinco
látigos de remates redondos, metálicos y contundentes, con
que comenzó a suplicarse entre los sollozos de la gente que
fué siguiéndole en el penoso recorrido detrás de un enorme
crucifijo.
La extraña vía-crucis salió de la Catedral y tomó rum­
bo del colegio de la Compañía de Jesús que estaba en fren­
te, plaza por medio. Una cuadra antes de llegar al colegio
el padre Laureano, Rector de la Compañía, y su comunidad,
salieron al encuentro y se prosternaron con acongojada hu­
mildad.
— Señoría Ilustrísima —rogó el padre Rector— por amor
a vuestro pueblo suspended esta demostración tan rigurosa
que estáis haciendo sin reparar que camináis ya todo cubier­
to de sangre, y los azotes que os dáis los estáis dando mayo­
res y más cruentos en los corazones de este pueblo.
Diciendo esto se alzó a cubrirle con su manteo que el
Obispo rechazó de sí con una mano replicando con dramático
imperio.
— ¡No me impidáis cumplir la penitencia!
------ ¿Por qué habéis de hacerla vos Ilustrísimo Padre
y en esta forma extremosamente dolorosa?
—Porque Dios no permita mayores calamidades sobre
la Iglesia.
Con lo cual tuvo que continuar la procesión de la mu­
chedumbre compungida hasta la Iglesia del Colegio de Je­
suítas donde nuevamente el padre Laureano se llegó con to­
da resolución hasta el Obispo y le dijo:
—Ilustrísimo Señor, ya que Vuestra Señoría ha llega­
do al lugar de mi jurisdicción tengo que usar de ella para
impedir que sigáis haciéndoos daño.
Con estas palabras el mismo Rector y varios otros pa­
dres del Colegio le impusieron los manteos y le arrebataron
la disciplina. Fray Bernardino se vistió y se volvió a su Igle­
sia donde hizo nueva plática explicando el fin de su acción
e invocando la unidad católica frente a cualquier peligro.
Ya no era solamente el Pastor de sus ovejas. Era el
caudillo, el conductor, el santo y el mártir del pueblo que le
seguía sin vacilar.
46 AUGUSTO GUZMAN

La sociedad del Paraguay comenzaba de este modo


a vivir el tiempo turbulento del conflicto de poderes cuyo ori­
gen por lo menos aparente fué el delito del Gobernador, con­
sumado de noche, y la paradójica penitencia de pasión rea­
lizada por el Obispo el mismo día de las censuras y excomu­
niones.
CONFLICTO Y TREGUA

Habiendo terminado el año 1.643 con las autoridades en


pendencia, el año 44 comenzó peor, pues se iba acentuando
día a día el mal ánimo entre ambas cabezas y bandos.
Gregorio de Hinestrosa desde las censuras perdió su
natural tranquilo y prudente para entrar en una perpetua agi­
tación de espíritu en que se mezclaban el odio, la venganza,
la envidia, la cólera, el despecho y también la tristeza de los
buenos días perdidos para siempre. Ahora tenía que habérse­
las con un Obispo que multiplicaba su personalidad ante el
pueblo ganando su corazón con palabras y con acciones que
iban erigiendo rápidamente, en derredor suyo, un poder po­
pular incontrastable.
Desde un ventanucho de su domicilio había asistido a
la espectacular y nunca vista procesión de penitencia que
realizó el Obispo al toque de campanas y al son lúgubre del
miserere. Palideció intensamente de ira roja que se tomaba
blanca por el miedo religioso que en su corazón criollo se
atravesó al coraje de su sangre católica.
— ¿Qué quiere este fraile bandido con esa farsa? —ru­
gió— Le haré prender en medio de ese montón de astrosos
y le encerraré y desterraré; puedo hacerlo porque se trata
de un intruso, mal consagrado, y aunque fuese prelado de
verdad podría suspenderle las temporalidades ante esta pro­
vocación y desorden.
—Calma, mucha calma ha menester Su Señoría — acon­
sejó Fray Lope, su hermano, poniendo una de sus manos so­
bre el hombro redondo de don Gregorio.
— ¿De dónde habré calma, si este Obispo a medias me
la tiene ya robada entera?
—Habéis de tenerla por fuerza de la dignidad y conve­
niencia del cargo que ejercéis. Ahora no podéis nada contra
él. La más pequeña reacción encendería la cólera ciega Jel
rebaño. Dejadle hacer esta suerte extraña y primitiva de rito
48 AUGUSTO GUZMAN

que yo no conocía en el pontifical hasta hoy que la ven mis


ojos asombrados.
En medio de la plaza tapizada de pasto verde, que era
mullida alfombra tendida por la primavera, avanzaba la con­
fusa y aullante multitud de fieles tras el conductor cuya figu­
ra en el trance de la mortificación con la cabeza y la barba
blancas parecía la del Padre Eterno haciendo de Nazareno.
Don Gregorio se apartó del ventanal para no ver ni oír aque­
lla ceremonia fúnebre que le parecía justamente el entierro
de su tranquilidad.
Más tarde, al cerrar la noche, recibió por su hermano
recados verbales del Colegio de la Compañía en que le en­
carecían mantenerse con serenidad y no hacer mucho caso
de las censuras episcopales lanzadas en fuerza de la nece­
sidad y que no tendrían ni podrían tener efecto sobre la per­
sona de Su Señoría, dueña del poder civil por delegación de
Su Majestad.
Los jesuítas urdían en la sombra la ruina del prelado.
Ellos también temerosos de luchar con el héroe del pueblo,
no se atrevían a combatirle de frente. ¿Para qué tanta valen­
tía? Sus normas eran más eficaces. Había que luchar en Char­
cas por la revocatoria y en Roma por la nulidad de la consa­
gración de Tucumán. Así lo hacían por medio de sus nume­
rosos agentes, procuradores y personajes de influencia que
tenían esparcidos por todo el mundo como una organización
secreta de logia aparte de la aparente que les daba trazas de
institución religiosa.
Cuadraba a sus métodos, sin embargo, aparentar aca­
tamiento al Obispo hasta su tiempo urgiéndole con solicitudes
de documentos en su favor. Cárdenas ya había escrito hasta
entonces los valiosos testimonios que conocemos. Ahora le
instaban la redacción de una carta al Rey en abono de las
doctrinas y de todos los ministerios de los jesuítas en su Obis­
pado. Mas él difería la ocasión de dar cima al documento,
para mejor oportunidad, convencido de que tendría que ha­
cerlo. Barruntaba su corazón contra ellos aún por encima de
la estimación que les tenía. ¿Por qué había de sospechar de
ellos? Por nada actual ni aparente, pero tenía memoria; la tra­
dición histórica estaba llena de sus alzamientos y rebeldías
contra los Obispos.
En esta espera de varios meses que unos hacían por la
revocatoria, disputando frecuentemente por tales motivos, des­
de el Arzobispado de La Plata llegó el expediente sin compla­
EL KOLLA MITRADO 49

cer del todo a ninguno de los bandos aunque más favorable


al Obispo que al Gobernador, pues la sentencia dictada por
el Juez Metropolitano, aprobó la excomunión lanzada contra
Hinestrosa, León y sus cómplices pidiendo al Obispo, simul­
táneamente, en el mismo escrito, los absolviese a todos por la
paz de la provincia. La Real Audiencia de Charcas, por su
parte, con muy justa severidad, condenaba a Sebastián de
León a la privación perpetua de todo oficio real, medida de
que más tarde, hizo mofa sangrienta el destino.
No dejó de lastimar a Su Ilustrísima esa recomendación
absolutoria, pues por ningún lado aparecía el castigo para el
impávido violador de las inmunidades eclesiásticas. No po­
día sospechar que las gestiones ocultas de los jesuítas en
Charcas habían obtenido esta suerte no aparente, del caya­
do episcopal. Estaba ya el Rector de la Compañía en el do­
micilio episcopal y en presencia del crucifijo intercedía há­
bilmente:
—Ilustrísima, considero en buena suposición que vues­
tro justo enojo y resentimiento han de ablandarse y ceder sin
dificultad al perdón que os ha pedido el Superior otorguéis a
los ofensores de los fueros eclesiásticos. Vengo a pediros en
nombre de Su Señoría el Gobernador, lo que ya vuestro cora­
zón magnánimo le tiene concedido sin duda. Por la paz de la
provincia afligida con tantos acontecimientos puede Su Se­
ñoría Ilustrísima perdonar en nombre de Jesucristo Nuestro
Señor, glorificando así con un acto de bondad el buen go­
bierno de su Iglesia.
—De sobra conocéis que mala disposición no abriga
mi espíritu contra nadie, sino por defender la causa de mi
Iglesia por la que debo sucumbir como el esposo por su con­
sorte en esta unión espiritual. Decidme Reverendo Padre ¿vos
sois quien ha sugerido al Gobernador y su pandilla esta dilígen
cia absolutoria? Vos mismo habéis de ser por bondadoso, pues
como impulso espontáneo, difícil ha de ser creerlo y admitir­
lo cuando todo este tiempo con las censuras encima todos ellos
vivían tranquilos y satisfechos, llevando con soltura como co­
sa vana y liviana las condenaciones de la Iglesia. No está en
mi ánimo empero cerrar mi pecho a generosos sentimientos.
Públicas ofensas piden pública reparación. Supongo que no
estáis en camino de proponer absolución de confesionario, aun­
que esto o nada fuera lo mismo si de la humildad o insignifi­
cancia de mi persona se tratase. Mas, mirando al decoro de
la Iglesia, dignóos entender Reverendo Padre y Rector, que
50 AUGUSTO GUZMAN

sólo me es dado el otorgamiento de esa absolución en acto


público y solemne, delante del pueblo y de todas las religio­
nes congregados a las puertas de la Iglesia Mayor, Catedral
de la Asunción. Esta es mi voluntad episcopal sin que en ella
—Nuestro Señor Jesucristo y mi padre San Francisco lo sa­
ben— haya la más pequeña vanidad, arrogancia, soberbia
u orgullo personales.
Tres días duró el cabildeo entre el Colegio de la Com­
pañía y la Gobernación hasta que Hinestrosa, vencido y ga­
nado, se decidió a dar pública satisfacción al Obispo en la
forma y manera que éste le tenía advertido.
Muy de mañana, después de la primera misa pontifi­
cal, las religiones con todo su personal superior y subalter­
no, se reunieron a las puertas de la Catedral donde se les
juntó el pueblo en tanto número que parecía estaba toda la
ciudad sin que faltase una persona. En esta espectación vino
caminando el Gobernador, desde su casa, que estaba tam­
bién en la misma plaza como la del Obispo, acompañado
por el padre Laureano y su hermano el agustino Lope de Hi­
nestrosa. Cruzó la densa muchedumbre que le abrió calle de
amargura, y se detuvo reparando que el Obispo no estaba
aún en el teatro; pero fué solo un instante porque al punto
salió el Obispo de su Catedral y le esperó con majestuosa con­
tinencia, como un rey babilónico a las puertas de su palacio.
Don Gregorio de Hinestrosa avanzó hasta Su Ilustrísima y be­
sando humildemente la mano del anciano, se prosternó en
su delante con ambas rodillas prorrumpiendo con acento con­
movido:
—A Vuestra Señoría Ilustrísima pido perdón y absolu­
ción de toda culpa y pecado que por error o flaqueza de áni­
mo hubiese cometido y particularmente pido absolución de las
censuras y excomunión con que fui proscrito, en hora aciaga,
del seno dé Nuestra Santa Madre Iglesia Católica.
Ni una hoja temblaba sobre los árboles. Era una ma­
ñana tibia y luminosa, fin de primavera, bajo cuyo manto azul
y oro florecía una vez más sobre la tierra, el divino milagro
del perdón. Su Señoría Ilustrísima puso su mano blanca co­
mo la paloma del Espíritu Santo sobre la cabeza del Gober­
nador que seguía de hinojos y pronunció unas cuantas pa­
labras en latín. Después trazó la señal de la Cruz y le bendijo
diciendo:
—En nombre de la Iglesia, y por la gracia a Nos con­
ferida por Su Santidad os perdonamos las culpas y ofensas
EL KOLLA MITRADO 51

inferidas a la Santa Religión fundada por Jesucristo y a sus


representantes; y os levantamos en gracia de perdón, las cen­
suras de la Bula de la Cena y declaratoria de excomunión, a
las puertas de esta Catedral donde se hallan reunidos con so­
lemnidad las órdenes religiosas y pueblo‘ de la ciudad de
Asunción. Asimismo declaramos que vuestro arrepentimien­
to de corazón, es llave que abre de nuevo para vos, Grego­
rio de Hinestrosa, las puertas de Nuestra Santa Madre Iglesia
Católica Romana, como hijo suyo desde el bautismo hasta la
extremaunción, con todos los sacramentos recibidos y por re­
cibir. Asimismo declaramos todavía para pública satisfacción,
que concedemos por solicitud y mandato de nuestro Juez Su­
perior el Metropolitano de la Plata, igual gracia de perdón y
remisión a las personas subalternas de Su Señoría el Gober­
nador por violaciones de las inmunidades eclesiásticas.
Luego haciendo la señal de que la concurrencia se pros­
ternara, impuso la bendición general y alzó de su postración al
Gobernador tomándole de los brazos con lo cual la silenciosa
solemnidad del escenario se tornó en fiesta popular de con­
tento en que todos se abrazaban y congratulaban gozosos de
esta tregua de poderes que era también tregua en la discor­
dia de los bandos.
A pocos días de este notable suceso el padre Laureano
volvió a recordar al Obispo Cárdenas la redacción del infor­
me al Rey sobre las reducciones y ministerios de la Compa­
ñía, encareciendo la necesidad de hacerlo para mostrar al
Rey con cuanto tesón se trabajaba por la mayor consolida­
ción de su imperio en estas apartadas regiones de las Indias
Occidentales.
Cárdenas accedió esta vez más que sería la última.
¿Por qué no había de hacerlo si ahora disfrutaba su gobier­
no de la paz, sosiego y autoridad de los primeros tiempos?
Además, los religiosos jesuítas habían trabajado por lograr
esta conciliación que aunque no le parecía para durar mu­
cho tiempo, no por eso quitaba la buena intención de los
hijos de San Ignacio de Loyola. A principios de marzo el Obis­
po del Paraguay escribió al Rey un informe santificando li­
teralmente a los jesuítas, el cual informe termina con este pá­
rrafo:
"Y por cuanto la dicha provincia de los dichos religio­
sos es muy pobre, pues en muchos de los colegios que tiene,
apenas hay con que sustentar los sujetos y ocupaciones de
ellos, y las Reducciones y Misiones, si no se sustentan con eJ
52 AUGUSTO GUZMAN

Real socorro y limosna bien empleada que V. M. les dá, por


ser los indios en extremo pobrísimos y que no tienen otro cau­
dal que un poco de maíz y raíces para su sustento;, juzgo que
debe V. M. ayudar a los que tan bien descargan su concien­
cia, con el continuo socorro y limosna, así para el sustento
de las dichas Reducciones, como para el avío que V. M. sue­
le dar a los religiosos de la dicha Compañía que para esta
provincia y su conservación vienen de España".
Se nota sin dificultad alguna, en la extensa nota a que
pertenece el acápite transcrito, que Fray Bernardino la escribió
bajo el imperio de falsas sugestiones, dando cómodo cauce
oficial a la paradójica leyenda de la pobreza de las reduc­
ciones "que no tienen otro caudal que un poco de maíz y raí­
ces para su suátento". El maíz cosechaban hasta dos y más
veces por año en gran cantidad y las raíces eran las magní­
ficas y feculentas mandiocas o las batatas dulces de incom­
parable sabor. "Los indios pobrísimos" que dice este docu­
mentó dictado al Obispo por los jesuítas con informes falsí­
simos habitaban tierras de las que Schemídel, compañero do
Mendoza, de Ayolas y de Juan Salazar escribía: "nosotros en­
contramos en este camino (del Paraguay) muchos rastrojos
sembrados con trigo turco "maíz", y raíces y otras frutas más.
Allí se tiene esta comida año redondo; cuando se recoge una
cosecha, ya está la otra madura y cuando esta misma esta
recogida ya tienen una otra en berza. Con esto en todo tiem­
po del año están en vísperas de la mies". ¿Esta última frase
de Schemídel, no es una síntesis poética de la abundancia?
La necesidad de conservar a los jesuítas en las reduc­
ciones paraguayas era el principal motivo de la representa­
ción. La claridad, la fluidez y elegancia retórica del lengua­
je de Cárdenas están en aquella carta, pero no en la ple­
nitud y perfección que suele estar en otros documentos. Tie­
ne períodos flojos, cansadores, redundantes, escritos sin el
íntimo calor de la sinceridad o de la, convicción. Es induda­
ble que salló de su pluma para consolidar la unión de la Igle­
sia después del primer golpe sufrido. ¡Cuán distinta habría de
ser más tarde esta pluma que acariciaba con zalamería, el
día que convertida en espada diera tajos profundos desde otro
informe sobre los mismos jesuítas! Y es que entonces en gran
parte hablaban el temor, la conveniencia diplomática, la ge­
nerosidad ejercitada con peticiones. Y mañana, hablaría la
experiencia humana no exenta acaso de pasión.
YAGUARON

Los Padres de la Compañía habían pensado, desde el


comienzo de los actos de reconciliación, que la paz sobrevi-
niente debía significar la continuación de su influencia sobre
el Gobernador, a quien habían acudido para sostenerle en el
cargo y bienquistarle con la ciudad, que renegaba de él por
excomulgado y sacrilego, amparando en toda forma al Obis­
po que llegó a fanatizar a los fieles en su favor. También te­
nían pensado con respecto al Obispo, que éste deseoso de go­
bernar pacíficamente su jurisdicción, olvidaría la malhadada
intención de ir a visitar las reducciones. No tenía para qué
hacerlo, habiéndosele ofrecido veinte mil pesos a fin de que
excusase su visita que no era menuda molestia para un hom­
bre de sus años. Mas he aquí que el porfiado Jefe de la Igle­
sia, no quería recibir esa cantidad como contribución redon­
da, y manifestaba sarcásticamente, que su deber no era el de
un colector de impuestos que recibe los tributos en la mesa de
su despacho, sino el de un Obispo que debía visitar su dióce­
sis.
En esta situación no les quedaba otra cosa que poster­
gar el viaje del Obispo, con dilaciones escalonadas, para dar
tiempo a la llegada de la cédula real que anularía la consa­
gración y le trasladaría a otro punto, aunque tal cédula, anun­
ciada por mensajes de su organización secreta, demoraba
mucho y ya no había manera de atajar la testarudez episco­
pal.
El pueblo era contrario a los jesuítas por necesidad, y
si disimulaba su rencor, era porque éstos se amparaban con
la amistad de Cárdenas. Contrario por necesidad, quiere de­
cir por la razón económica de sentirse toda la colonia arruina­
da por la competencia de las doctrinas jesuíticas que tenían
cerca de cien mil indios empleados en la producción que la
obtenían a precio del solo sustento por salario. Todo el mun­
do conocía que las reducciones no eran rocíeos de simple
doctrina, sino centros formales de explotación industrial y co­
54 AUGUSTO GUZMAN

mercial y por eso corría la presunción, falsa o verdadera, de


que poseían tesoros ocultos, minas de oro y placeres de pie­
dras preciosas; todo para sí, formando un verdadero estado
político, religioso, militar y comercial, toda una República, con
menosprecio de la soberanía del Rey. Desde principios del
siglo ellos eran los verdaderos gobernantes, pues habían so­
metido a su voluntad a todos los gobernadores sucesivamen­
te. En los conflictos entre la Gobernación y la Iglesia, siempre
habían apoyado a los gobernadores, traicionando a la Igle­
sia, de la cual no querían depender sino en nombre y sólo
para legitimar la explotación que hacían de esta parte de
América.
La solemne reconciliación duró muy poco, porque se re­
pitieron los disgustos e inconvenientes entre el Obispo y el
Gobernador, gue anduvieron nuevamente encontrados en
asuntos de jurisdicción. Sin embargo estos hechos no culmi­
naron en una discordia o beligerancia manteniéndose laten­
tes, como precursores de un nuevo rompimiento. En esto co­
mo en todo tenían mucha mano los jesuitas que no sabían a
cual de las autoridades reventar primero o a las dos juntas a
la vez. Preferían al Gobernador para conservarle, porque és­
te desde su llegada se mostró asequible, complaciente, y a
fuerza de dádivas y recomendaciones, se convirtió en su ins­
trumento.
El Obispo era un santo varón, honra y prez de la Igle­
sia Americana, limpio, honesto, pobre, puro; pero como todos
•los hombres de personalidad en el ejercicio de un alte cargo
no servía para ser instrumento de la Compañía de Jesús, no
quería pactar de poder a poder con ella, sino que desconocien­
do la realidad, bregaba a todas luces, todavía' discretamen­
te, por suietar todas las órdenes a su silla, como era legal en
la organización teórica. Se le podía tolerar con todos sus de­
fecaos pero menos con la manía de querer introducirse en las
misiones del Paraná, visitándolas e inspeccionándolas como
sino hubiese estado ya en San Ignacio Guazú, que con eso
podía quedar conforme. Buscaba tributos. Le ofrecieron tasa
redonda de veinte mil pesos que él desdeñó sonriendo como
ante una tentación ingenua. La idea de la visita era ya una
idea fija en su naturaleza tenaz, persistente, obcecada, resis­
tente, fanática, inquisitiva y apasionada. Un hombre capaz
de salir a la plaza azotándose el cuerpo en medio de todo un
pueblo para combatir y aplastar al Gobernador, no era quien
iba a desistir de someter a la Compañía, mucho más si tenía
EL KOLLA MITRADO 55

el prejuicio de que ésta no era, ni podía ser, un estado inde­


pendiente protector de Obispos y Gobernadores. Era pües me­
jor librarse de Cárdenas, con el mayor arte posible, ya que
se trataba de una ficha dura de mover en el tablero.
En vez de cédula real que los jesuítas gestionaron en la
Corte, llegó simplemente una amonestación dirigida a Fray
Bernardino de Cárdenas, Obispo del Paraguay, en que S. M.
le decía que por cierto testimonio visto en el Real Consejo de
Indias, ha entendido que sin haber recibido las bulas y eje­
cutoriales acudió al Obispo de Tucumán para consagrarse y
que siendo esta una novedad contraria a las Constituciones
Apostólicas, Pontifical Romano y Cédulas del Patronato le
ha parecido advertirle que ha extrañado mucho recibiese con­
sagración en esa forma, pues siempre se debe guardar el es­
tilo ordinario.
Cárdenas recibió esta cédula real en momentos en que
se agudizaba un tanto la rencilla con el Gobernador a propó­
sito de haber querido el Obispo hacer personalmente misión
con algunos jesuítas a Villa Rica, y haber estos rehusado el
obedecerle con pretextos y representaciones.
El Gobernador Hinestrosa que más parecía empleado
de la Compañía, no sólo que apoyó a los jesuítas, sino que
dirigió una carta al Rey acusando al Obispo de infractor del
Patronato por mover a su arbitrio a curas colados por S. M. y
querer remover a los Padres de la Compañía de sus doctrinas
para -poner clérigos, lo que a su juicio sería sumamente peli­
groso porque quedarían indefensas de los ataques de los por­
tugueses del Brasil que continuamente las invadían.
Y es que las cosas habían cambiado mucho entre Obis­
po y jesuítas en los pocos meses transcurridos desde marzo,
cuando Su Ilustrísima redactó las desmedidas alabanzas en
favor de la Compañía, que no quería someterse con tal sobor­
no, del mismo modo que el Obispo tampoco quería renunciar
a su potestad por los veinte mil pésos ofrecidos. Esta suma
alzada hasta treinta mil pesos, serviría no obstante para com­
prar la ayuda de Hinestrosa en la tenebrosa conjuración que
se tramaba.
Sus colaboradores próximos en Asunción, mensajes de
Fray Pedro de Cárdenas desde Santa Fe y su estudio perso­
nal, sacaron muy pronto al Obispo del profundo error en que
vivía al considerar a los jesuítas como tácitos aliados suyos.
Eran más bien sus enemigos encubiertos, t~nto más peligro­
sos cuanto más disimulados. Ellos fomentaoan la discordia
56 AUGUSTO GUZMAN

con el Gobernador para retardar o desbaratar las visitas a


las reducciones, que no eran lugares santos de cristianar, si­
no ñncas de esclavos donde los Reverendos Padres hacían vi­
da sensual de señores feudales, regalados de todo placer pe­
caminoso por la fuerza de su poder; comerciantes en delin­
cuencia contra el Rey por llevar sus productos a venta libre,
sin alcabala ni otra participación real, ni episcopal. Conoció
cómo ellos tenían preparado un parecer declarando sin va­
lor la consagración del Obispo, caliñcando de intruso al que
hacía de tal y proclamando sede vacante la provincia. Supo
de sus manejos en Charcas para impugnar en aquella instan­
cia las censuras, y favorecer a Hinestrosa, León y sus cóm­
plices. Y ahora veía clara su maquinación subterránea en la
cédula del Rey, que se extrañaba de la consagración.
Mucho le dolió a Fray Bemardino el tenor de esta Cé­
dula, tanto como el texto de su mal aconsejada carta de mar­
zo, pues de las escritas en San Ignacio, no le importaba ma­
yormente. Religioso comedido, ¿a qué había venido él aquí,
donde el oficio era más difícil que el de conversor de indios,
Deñnidor o Visitador de Charcas? Resentida su humildad es­
tuvo tentcdo de retirarse renunciando la silla y que todos que­
dasen contentos; mas no iban a quedar sino peor, especial­
mente los suyos, sin cabeza ni comando. No podía retroceder.
Sintió sed de justicia humana, y nuevamente como en las no­
ches precursoras de la penitencia, no comía, no dormía, no
descansaba; pero no era nuevamente penitencia la que iba
a hacer, que eso estaba bien por una vez y nunca más*, sino
una advertencia necesaria.
Entró en el Colegio de la Compañía, llamó al clero de
la comunidad y dirigiéndose al Rector le previno:
—Vengo a advertiros que miro con lástima vuestra evi­
dente inclinación a favorecer la acción del Gobernador, con­
tra vuestro Obispo. Hasta aquí he vivido en la persuación de
que yo sería al menos el único libre de las maquinaciones y
persecuciones de la Compañía, que seguidamente ha contri­
buido al extrañamiento de dos Obispos de esta Diócesis. Co­
nozco que andáis menudo en la preparación de un parecer
en contra de mi consagración, arguyendo maliciosamente fal­
ta de bulas, como si vosotros mismos no hubiéseis leído y tra­
ducido y enterado a todo el mundo de su fecha anterior al ac­
to de consagración. Dejóos de tales andanzas Reverendos
Padres, por la paz y la seguridad de la familia eclesiástica
cuya unión es el bien espiritual de todos y la mayor gloria
EL KOLLA MITRADO 57

de Jesucristo cuya Compañía sois en el nombre y debéis ser­


lo de verdad.
—Creo entender que Vuestra Señoría Ilustrísima pa­
dece grave error — comenzó a replicar el Rector; pero el Obis­
po lo detuvo con una señal de su mano terminando la entre­
vista.
—No es coloquio lo que busco, ni vengo a deciros car­
gos para obtener disculpas y acaso réplicas. Os conjuro a
la lealtad. La audiencia ha terminado.
Y salió del Colegio con la dignidad de su magistratu­
ra, sin más trazas que las humildes de su vestimenta.
Con todo esto el espíritu y la acción pública se dividie­
ron en dos bandos distintos de los primitivos en el movimien­
to y la composición. La lucha aparente seguía siendo entre el
Gobernador y el Obispo. Mas la real, era entre dos grandes
fuerzas, entre dos estados, entre dos poderes: el pueblo del
Paraguay representado por Cárdenas, y los jesuítas ampara­
dos por Hinestrosa. Cárdenas se protegía con el Cabildo y el
pueblo de Asunción. Hinestrosa descansaba sobre la Compa­
ñía dueña de cien mil almas sujetas a su dominio. La lucha
era ciertamente desigual pero Cárdenas no podía rehusarla,
su sangre de hidalgo le hacía sentir a esta jomada sabor he­
roico de cruzada contra la injusticia. Por lo demás bien halla­
do se sentía donde estaba. Su sitio era ese: Pastor con sus
ovejas, contra lobos feroces y montaraces.
En Octubre del memorable 44, a reiteradas instancias
del Cabildo, que exigía el cumplimiento de las obligaciones
del Patronato, por parte de las fundaciones religiosas en ge­
neral, el Obispo salió de la ciudad de Asunción con el propó­
sito publicado de visitar todas las reducciones hasta parar
en las lejanas del rio Paraná y Uruguay. Con este fin hizo re­
clutamiento de vecinos voluntarios de la capital que se jun­
taron en calidad de escolta para dar mayor responsabilidad
y auxilio a su misión, que debía atravesar pueblos bárbaros
de neófitos acometivos. Se dirigió primero a las doctrinas fran­
ciscanas de Yuty y Caazapá habiéndolas inspeccionado sin
inconveniente alguno para pasar luego a las reducciones de
la Compañía.
Era la crisis de la conjuración. La Compañía rompió el
fuego a retaguardia del Obispo y su comitiva, firmando el pa­
recer que Fray Lope de Hinestrosa hacía circular. En él se des­
conocía la autoridad episcopal y se declaraba la sede vacan­
te así como inetruso al Obispo que la ocupaba. El mismo Pa­
58 AUGUSTO GUZMAN

dre Laureano Sobrino, Rector dé la Compañía, mandó traer


del campo al ex-Provisor canónigo Cristóbal Sánchez de Ve­
ra que fue el mensajero introductor de Cárdenas, y propuso
y obtuvo del Gobernador, el nombramiento de Provisor sin re­
parar en que Sánchez de Vera, estaba insano, dementado,
incapaz para todo gobierno, ni siquiera para el de su propia
persona. Con esta mofa de la autoridad episcopal fundarón
los jesuítas cisma en el Paraguay separándose y alzándose
contra la Iglesia legal, apoyados por el Gobernador Hinestro-
sa.
Eso era simplemente el principio de la acción. El plan
era completo; desde el desconocimiento hasta la expulsión,
aunque esta vez no sería fácil de hacer a causa de que el
Obispo era un caudillo, un paladín del pueblo y se mostra­
ba dispuesto no sólo a defenderse sino a imponerse.
En once días dicen las crónicas, juntaron los jesuítas
de su república ochocientos indios. Dieron treinta mil pesos
de paga a Hinestrosa para que prendiese y echase al Obispo
de su Obispado con ese ejército indígena armado de arcabu­
ces, lanzas, rodelas, alfanjes, espadas, flechas, hondas, mos­
quetes, bolas de caza; con sus maestres de campo, capitanes,
alfereces y sargentos; con cinco banderas y cajas de guerra,
que asordaban el espacio en la marcha desde el Paraná ha­
cia la Asunción, donde estaba Hinestrosa convertido en Jefe de
esta extraña expedición militar contra un Obispo de 65 años
y más.
Era imposible que el Obispo no llegase a saber seme­
jante novedad de movimiento de tropas en campaña destina­
das a impedir su introducción en las misiones. Volvió con es­
to el camino andado, de retorno a Asunción, para valerse del
Cabildo y del pueblo; pero las fuerzas comandadas por Hi­
nestrosa, Sebastián de León y hasta por varios padres de la
Compañía, le cercaron en el pueblo de Yaguarón no sin an­
tes haber cometido toda suerte de depredaciones criminosas
en los pueblos y haciendas por donde pasaron como asimis­
mo hicieron en Yaguarón, entrando de noche y sometiendo a
saco la población cuyas mujeres fueron violadas por la solda­
desca incluso algunas españolas en las que acaso hallaron
más gusto los selváticos guaraníes.
El alboroto que hicieron las tropas frustró el intento de
prender al Obispo y desterrarle de ahí mismo; pues Cárdenas
percatado de que le perseguían, tuvo tiempo de abandonar su
alojamiento y refugiarse en la Iglesia huyendo'del Gobema-
EL KOLLA MITRADO 59

dor que lo seguía para alcanzarlo y apresarle como en efec­


to logró asirle de las ropas del cuello, ya dentro del templo,
y no pudo llevarle porque el anciano se abrazó a una colum­
na e hizo resistencia hasta que vino en su auxilio el francis­
cano Fray Diego Valenzuela, que con la fuerza de sus múscu­
los, pudo apartar a-1 Gobernador a tiempo que le decía:
—No atraiga Su Señoría mayores condenaciones sobre
su persona.
—No se trata de un Obispo, se trata de un fraile intru­
so y rebelde —replicó Hinestrosa.
—Si yo no soy Obispo, vos no sois Gobernador, sol­
dado insolente y sacrilego. Os voy a enseñar respeto a mis
años y a mi calidad— le increpó al mismo tiempo que alza­
ba del sagrario el Santísimo Sacramento y se escudaba con
él, poniéndolo delante de su agitado corazón, para añadir
desafiante:
— ¡Ahora podéis atropellar, Gregorio de Hinestrosa!
Y el Gobernador no se atrevió, y se dió vuelta hacia el
barullo que hacían los indios desbaratando el pueblo.
—Tendréis que entregaros voluntariamente porque os
sitiaré, y padeceréis hambre —amenazó al salir.
—Dios es grande —sentenció el Obispo— y vos sois un
miserable.
Fray Diego cerró la puerta tras los pasos salidos del
Gobernador y ambos quedaron solos en la penumbra del
gran recinto donde vagaba un olor caliente de humedad. Cár­
denas estaba pálido, agitado y convulso.
— ¡Dios mío! —gritó de pronto poniéndose de rodillas y
alzando el sacramento entre sus manos— sabéis vos cuan in­
justa es la empresa de estos malvados, dad el remedio si es
la hora de que cesen en su obra victoriosa los injustos; y si
no es, enviadme aún todas las tribulaciones y cuitas necesa­
rias al fin que mi cortedad de entendimiento no alcanza a
comprender; que yo sufriré con paciencia, con valor y con
coraje cristianos, pues todos son armas de luchar en este
mundo.
Luego se alzó y se sentó en la silla parroquial a tiem­
po que entraban sus amigos y acompañantes y gentes del
pueblo por la sacristía a contarle las fechorías de los parcia­
les del Gobernador.
—Los padres de la Compañía andan entre la gente ar­
mada y explican a los pobladores contra vos, diciendo que
vienen a 'Horarios dei Obispo quien con sus clérigos, quieren
quitarles sus mujeres y reducir a los hombres a la esclavitud.
Y el prelado:
— ¡Víboras, víboras! Todos están aliados contra mí. Es
forzoso llegar a la Asunción para levantar el pueblo y reac­
cionar.
Alentaba en su sangre el agitador, e i demagogo. El
Pastor barbudo como Moisés, que conocía la fuerza dormida
y despierta del pueblo, protagonista de la historia, mientras
haya historia.
Mas, era imposible franquear la barrera. Hinestrosa
acampó en el pueblo y los alrededores y le tuvo sitiado todo
el día y la noche poniendo guardias en la Iglesia para que
no dejasen pasar ni comida ni bebida. Urdió entonces el sitia­
do el recurso de salir con el Santísimo Sacramento y lo hizo
recorriendo en procesión seguido de los cantores y un gru­
po de mujeres indias que por aventurarse a tan santa com­
pañía, una vez terminada la procesión y entrado el Obispo en
su Iglesia, virio el Gobernador y con un bastón de ybyraromí
repartió de garrotazos sobre la- devota blandura de sus car­
nes cual si fuera un bárbaro gentil, sin asomo de gentileza en
este caso.
Hinestrosa no podía mantener varios días la indiada
en Yaguarón, por falta de alimentos y porque los jesuítas no
se lo permitín, pues faltaban los nativos en las misiones pa­
ra las diversas labores. Tampoco era dado armar tanto baru­
llo para prender un Obispo. La gente había sido juntada sim­
plemente para impedir que el Obispo llegase a armar guerra
con la suya. El comando religioso-militar en campaña, decidió
usar la estratagema de emboscarse sobre el camino de Asun­
ción, decirle al Obispo que se iban y que él también podía
irse, a fin de apresarlo y proceder de ahí mismo al destierro
sin llegar a la Capital que podía ofrecer dificultades.
Así lo hicieron yéndose hasta un paraje a cuatro le­
guas de Yaguarón. El Obispo creyó, porque ya no había mi­
licia presente y se encaminaba a la ciudad; pero un hombre
le salió al encuentro en una carreta donde llevaba dos donce­
llas, hijas suyas, y le previno del peligro. Más todavía, lo
condujo por caminos desviados hasta dejarlo en el Convento
de San Francisco de Asunción, donde acudieron a rodearle
los dominicos y los mercedarios con toda su clerecía, mien­
tras el Gobernador acechaba inútilmente en la encrucijada de
Yaguarón.
DESTIERRO Y RESTITUCION

El Gobernador llegó a la Capital y entró en ella con


los ochocientos hombres armados de tan diversas armas de
guerra como se ha dicho. El Provisor legal. Caballero Bazán,
lo saludó con la publicación del acto de excomunión: "Todos
los ñeles cristianos tengan por público excomulgado al Go­
bernador don Gregorio de Hinestrosa, por haber ido al pue­
blo y reducción de Yaguarón a prender al Ilustrísimo Señor
Don Fray Bemardino de Cárdenas", etc., etc. Igual auto se
publicó contra Sebastián de León, Juan de Avalos de Men­
doza, Pedro de Gamarra, Nicolás Verón, Pablo Jacinto y An
tonio González, aliados del Gobernador, cuya reacción inme­
diata fue el destierro de veintiocho de los más nobles, vie­
jos y ricos de la ciudad que podían oponerse a la expulsión
del Obispo. Hizo dar nueva publicidad al cisma fundado con
los Religiosos de la Compañía y el Provisor Sánchez de Ve­
ra, venido a la condición miserable de imbécil e interdicto
que firmaba sin otra conciencia que el miedo cuanto le po­
nían por delante. El Obispo fuése a su casa de la Catedral
y allí le tuvieron cercado mientras él redactaba su edicto epis­
copal en que alega, amonesta, explica y condena, "porque
no pretendan ignorancia, nombramos al Padre Laureano So­
brino, Rector de los dichos jesuítas, que hoy públicamente pro­
mueve el dicho cisma a cara descubierta, y a los 12 teólogos
de su Colegio, que el dicho Rector dijo que eran autores y
apoyadores de esta sentencia cismática, y a los demás que
supiéreis o hubieréis oido apoyar el dicho cisma. Y manda­
mos a todos nuestros súbditos eclesiásticos y seculares evi­
ten a los dichos jesuítas en todo y por todo como a tales
cismáticos y excomulgados; no los comuniquen ni entren en
sus casas ni Iglesias, ni las favorezcan", "que ninguna persona
se confiese con los dichos, ni oiga sus sermones, ni pláticas, ni
misas y para que si la dijesen en su Iglesia algunos, que es­
tarán descomulgados y porque en su casa y Colegio tienen
y han tenido los dichos indios del Paraná con las dichas ar­
62 AUGUSTO GUZMAN

mas contra Nos y la Iglesia ponemos entredicho general en


la Parroguia de nuestra Señora de la Encamación de esta ciu­
dad, y en las dichas Iglesias y Colegios y en sus Capillas sub­
urbanas, y en todas las Iglesias del Paraná y del Uruguay,
que fuesen de nuestra jurisdicción".
Desde la publicación del edicto solo dos semanas pu­
do continuar en Asunción el Obispo Cárdenas debido a que
la presión del Gobernador sobre la ciudad, se hizo intolerable.
Era inútil luchar contra el poder político no teniendo más que
la justicia y el apoyo de los pobres, que aunque eran muchos,
estaban inermes e iban sufriendo uno a uno las represalias del
encono de Hinestrosa.
La barca que debía conducirle a la ciudad correntina
esperaba sobre el río como un animal extraño, silencioso y
paciente, con el vientre hueco. Dos veces le amenazó el Go­
bernador con prenderle y sacarle aunque se escudase con el
Santísimo Sacramento. Se ofrecían al Obispo voluntarios pa­
ra pelear con sus armas. La guerra civil era inminente, pero
habría terminado con la derrota suya. El 19 de noviembre Hi­
nestrosa mandó tocar los tambores sacando el estandarte real
y publicó bando de gobierno conminando a todos los habi­
tantes a oir misa y cumplir con los sacramentos en el Colegio
de la Compañía, por solo estar su Iglesia en entredicho en vir­
tud del edicto episcopal; so pena de la vida a los hombres
y de cárcel y azotes a las mujeres.
Iban a degollar las ovejas por odio al pastor. Cárde­
nas se entregó sin resistir más a la violencia. Dijo sus últimas
dos misas seguidas en que se despidió como un padre perse­
guido se despidiera de su familia. Lloráronle los fieles, expo­
niéndose a castigos por expresar su lástima de ver tan ofen­
dida y abatida la venerable figura del patricio sacerdote. Sa­
lió de la Catedral como no había entrado, a pie, sin palio, ni
alborozo de multitud; más bien en concurso fúnebre de cortejo
El día era rubio y claro, doblaban las campanas de la Ca­
tedral y San Francisco, él iba al centro de las religiones adic­
tas que portaban cirios encendidos en las manos y salió pa­
ra el recorrido llevando suspendido al pecho el cuerpo de
Nuestro Señor, dentro de una caja.
Desde el barco que ya se movía en el viraje, lanzó to­
cando una pequeña campanilla que llevaba en sus viajes, un
nuevo entredicho sobre la ciudad. Y lentamente, se perdió en
la lontananza del éxodo involuntario, rumbo a la ciudad de
Corrientes.
EL KOLLA MITRADO 63

De este modo íué arrancado Cárdenas del escenario


dramático en que hacía el primer papel. Con su desaparición
se inaugura en la ciudad un tiempo monótono, vacío y medio­
cre en que campea de nuevo, en sede vacante —sin estarlo—
el absolutismo jesuíta. Los indios volvieron en las doctrinas de
la Compañía —que hasta entonces llegaban a 26 solamente
en tierra de guaraníes— a vivir la vida de autómatas que les
hacían hacer los padres reglamentando todos sus momentos
y necesidades, pues se conoce que aún para que cumplan
sus deberes matrimoniales, se los recordaban antés del ama­
necer con toque especial de tambores.
El cultivo de la yerba vino a ser uno de los capítulos
más saneados de su industria. Justamente en este período de
1,645, obtuvieron el permiso real para comerciar abiertamente
con la yerba. Su ambición comercial no tuvo tasa. Desde en­
tonces, intensificaron el cultivo de la yerba en todas sus misio­
nes matando centenares de indios en el beneficio y acarreo
pues no los defendían debidamente de los peligros del ma-
lezal y los cargaban más de su propio peso aniquilándolos
al través de largas distancias en los caminos de la exporta­
ción.
Santa Fé, Buenos Aires, Tucumán, Chile, Perú y Bra­
sil, recibían productos paraguayos de los jesuitas, como lien­
zo, cueros, trigo, caña dulce, tabaco, maíz. La yerba fué a en­
contrar mercado excelente en las provincias del Perú que te­
nían la coca de efectos estimulantes. Potosí comenzó a consu­
mir, al punto que años más tarde, en 1,656 el cronista de los
"Anales de la Villa Imperial de Potosí" anotaba: "Del Para
guay que dista muchas leguas, traen a Potosí la yerba que se
cría en sus contornos, único ordinario alivio y remedio de
los hombres en el Perú, y mucho más en Potosí de cuya infu­
sión usan en agua caliente".
Todas las fundaciones eran idénticas en régimen y
construcción: la Iglesia con el Colegio como palacio al fren­
te de la población que era un apiñamiento de habitaciones,
sistema falansterio, en que los indios hacían vida antihigiénica
y promiscuitaria, pese a los matrimonios que los mismos cu­
ras hacían aparejando a los sexos según su capricho, sin
consultar sentimientos y casi siempre en edad muy tempra­
na.
Cerca de dos años duró el destierro del Obispo sin que
en la población se borrase la memoria de su personalidad y
actos, hasta el pinito que llegaban a Corrientes versiones
64 AUGUSTO GUZMAN

ingenuas sobre los males ordinarios que aquejaron a la pro­


vincia en este tiempo. Muertes de los jesuítas, enfermedades
epidémicas, períodos largos de sequía que eran mirados por
las gentes como castigos del cielo por la expulsión del Obis­
po: “En todos los dos años que estuvo desterrado el Obispo
— dice con cándida seguridad San Diego y Villalón— no llo­
vió: secáronse las fuentes, manantiales y ríos que desde el
descubrimiento de dichas provincias nunca se habían seca­
do; murieron muchas personas de hambre y de sed, y mu­
chos ganados mayores y menores; despobláronse todas las
estancias y chacras; vínose toda la gente a la ciudad porque
no había agua en los campos; hubo temblores y terremotos
que nunca habían habido en aquella tierra, y plagas de sa­
bandijas dañinas y otros portentos y males, de todos los cua­
les fueron causa los dichos Padres con la expulsión y agra­
vios tan injustamente hechos contra el Obispo".
Cárdenas había recurrido al Metropolitano de Charcas
demandando su restitución. Pasaban los meses lentos sin que
sus gestiones pudiesen imponerse fácilmente a las que con ma­
yor eficacia movían los padres de la Compañía, no solamen
te allí sino también en la Corte de España por lo cual Fray
Cárdenas de Mendoza, el primer desterrado por Hinestrosa,
viajó a Europa para comenzar la causa contra los jesuitas de­
fendiendo al infortunado Obispo del Paraguay que vivió to­
do su destierro alojado en una pobre sacristía diciendo coti­
dianamente sus dos misas y mortificando su vieja carne de
penitente con privaciones y castigos a que era muy dado por
devoto, pariente espiritual de los primeros mártires del cristia­
nismo. Allí se puso, entre cintura y pecho, un cilicio de alam­
bre que nunca más había de sacarse dada su terquedad de
supliciado y es milagro no haber padecido una infección del
corte lento que hacía la extraña prenda al enterrarse en su car­
ne viva, poco a poco.
Nuevamente contemplaba el anchuroso Paraná y el
paisaje correntino, antesala tropical del Paraguay, donde ha­
cía tres años estuviera también esperanzado que le dejasen
entrar. Por el río, camino de salida hacia la mar, le llegaban
las noticias de los padecimientos de Asunción, pero él no
era tan ingenuo para no pensar que sus enemigos se holga­
ban mejor que nunca sin nadie que los estorbase.
Lá justicia es cosa que tarda y no por eso se deja de
esperarla. Un día llegó hasta sus manos el auto de restitución
en que la Real Audiencia declaraba haber sido violenta y
EL KOLLA MITRADO es
sacrilega la expulsión del Obispo, mandando que éste vuel­
va a su Obispado y que todos le obedezcan como a taL Igual­
mente condenaba al Gobernador a salir de su gobierno, pena
de diez mil pesos, por las violentas e injustas acciones que
hizo contra el Obispo. El metropolitano por su parte confir-
maba la excomunión de Hinestrosa.
Con esta noble sentencia eclesiástica y real, acompa­
ñado de un padre franciscano, Cárdenas abandonó la ciu­
dad de las Corrientes en una embarcación conducida por in­
dios y subió el curso del río Paraguay, hasta la Angostura, si­
tio bien llamado porque en él se estrechaba tanto el río, que
un arcabuzazo podía llegar de una banda a otra y estaba a
siete leguas de Asunción. A pesar de que en ese tiempo no
había telégrafos, la noticia del viaje del Obispo cundió como
por radio. Unos indios pescadores le salieron al encuentro y
le noticiaron que Hinestrosa tenía hecha sobre el río una guar­
nición de vigilancia con muchos mosqueteros indios de las re­
ducciones de la Compañía y españoles excomulgados, a quie­
nes los jesuítas tenían magníficamente abastecidos de buena
despensa y abundante vino con la misión de no dar paso
al Obispo proscripto.
¡Ah! si él tuviese por lo menos un centenar de indios
armados. Entraría en la ciudad después de batir en combate
a los impíos. Pero no tenía más que cuatro indios casi desnu­
dos para remar su vieja barquilla detenida. Por lo menos si
él poseyese la lengua de los guaraníes para ganarlos con el
espíritu viviente y articulado de la lengua como había hecho
tantas veces con los indios del Gran Perú. Pero no sabía más
que unas cuantas palabras de pronunciación gutural y acen­
to agudo. Entonces deliberaron con el franciscano que éste úl­
timo llevaría mía carta del Obispo al Gobernador, en que le
pediría, con fineza y modestia, paso libre para entrar al go­
bierno de su Iglesia. Llegó en efecto el padre franciscano con
la carta escrita de este modo hasta el sitio del Gobernador,
que a su vez había acudido al fuerte para hacer su oposición,
y le dijo deprecativo:
—Vengo a rogaros. Señoría, que dejéis entrar en su
Iglesia a mi Reverendo Padre Fray Bernardino de Cárdenas,
Obispo del Paraguay, que viene con autos de Chuquisaca pa­
ra absolver a todos los excomulgados y bendecir los campos
condolido de los trabajos y plagas que han tenido y tienen sus
ovejas en su larga ausencia. Os suplico, Señoría, tengáis a
bien la lectura de esta carta que os envía de la Angostura,
66 AUGUSTO GUZMAN

donde se ha detenido por prudencia de no ser ofendido per


los indios del fuerte.
El Gobernador tomó la carta con gesto desdeñoso, sin
alzarse de su asiento de madera, tosco sillón hecho de un
tronco de toboroche, y sin leerla, ni apenas mirarla con algu­
na curiosidad, la rompió en pedazos pequeños y la pisó di­
ciendo, rojo de cólera:
— ¿Pensáis vos acaso que ha de pasar ese fraile intruso,
descomulgado, y entrar en la ciudad? Pues os engañáis, que
no ha de pasar ni le tengo que dejar entrar en la ciudad. Bien
os podéis retirar, emisario.
Todo esto con tal soberbia que el religioso humillado y
dolorido por la malaventura de su cometido, volvióse a la
Angostura y le dijo al Obispo cuanto había visto y oído. Unos
indios destacados del fuerte se llegaron muy cerca y a voces
dijeron a los bogadores de la barca del Obispo, que el Go­
bernador les advertía que si avanzaban hacia el fuerie, los
haría ahorcar de los árboles, con lo cual se asustaron y al
punto llevaron la balsa a medio río para regresar.
—Decid a estos hijos de Dios — clamaba Cárdenas—
que me lleven a tierra, pues quiero entrarme en mi Iglesia por
los montes aunque los malvados me martiricen, que peor mar­
tirio es regresar dejando complacidos a los usurpadores.
Mientras el franciscano repetía tales frases a los indios,
éstos se alejaron discretamente río abajo, llevándose al Obis
po hasta Corrientes; nuevamente al rincón de la sacristía don­
de pasara meses de destierro, siendo también este regreso un
otro destierro, puesto que ya había estado en su jurisdicción
donde debían acatarlo.
La Compañía por medio de Hinestrosa extremó sus me­
didas de vigilancia en toda la provincia, cuidando los cami­
nos de tierra y agua, para que por ellos no saliesen ni entra­
sen cartas que podrían escribirse el Obispo y sus amigos. Aun
que sus numerosos partidarios conocían la noticia de su res­
titución, impedida por Hinestrosa, no podían hacer nada en
favor de esa causa pues el Gobernador tenía amedrentada a
la ciudad con la horca puesta en la plaza y, la proclama de
que colgaría a los que obrasen o dijesen algo en favor del
Obispo y en contra de los procedimientos de la autoridad. Si­
guieron así las cosas hasta 1.647 en que la Audiencia de
Charcas, envió en lugar del incómodo Hinestrosa, al oidor
don Diego de Escobar Osorio, natural de Chile, como su an­
tecesor.
EL KOLLA MITRADO 67

Con la llegada de Escobar desaparece a su vez, después


de cinco años de mal gobierno, la figura ambigua, borrosa,
pálida y acomodaticia de Gregorio de Hinestrosa, que si co­
bra algún relieve en la historia, después de haber sido cauti­
vo de los araucanos en Chile y Corregidor de Atacama, es
solamente porque sirvió de instrumento de la Compañía pa­
ra enfrentarse a Bernardino de Cárdenas: carácter, pensamien­
to, voluntad y héroe principal del drama de esos tiempos en
la provincia del Paraguay.
El nuevo Gobernador siguiendo la huella y costumbre
de los anteriores, no bien hubo llegado se entregó a la Com­
pañía y al día siguiente de su arribo hizo correr la voz de que
enviaría presos a Lima a diez vecinos de los más principales
de Asunción, que formaban en las filas del Obispo; y esta era
una astucia para evitar que los simpatizantes de Cárdenas,
promoviesen acciones reclamando su regreso al que no po­
día oponerse porque no tenía instrucciones para eso sino sim­
plemente para evitar mayores prevenciones y persecuciones
entre la Compañía y el Obispo, aunque hasta aquí, el único
perseguido había sido éste.
Cárdenas avisado de la sustitución de Hinestrosa, no
se hizo esperar y entró por el río en una canoa suelta y lar­
ga, con doce bogadores y un paje y se alojó en e1 convento
de San Francisco que estaba en la plaza cerca de la Cate­
dral y frente a la Gobernación. Acudió a recibirle toda la ciu­
dad por cuya calle principal ingresó a pie, perdido en la cla­
morosa multitud que le saludaba nuevamente como a su ve-
merado y amado caudillo, al son de tamborillos y flautas agu­
das que» tocaba una tropa de negros deshaciéndose en bai-
"les frente a la Iglesia del Convento.
Los religiosos de la Compañía permanecieron al frente,
sin reducirse, formando bando aparte y negando al prelado
su jurisdicción; pero en cambio, todos los clérigos se juntaron
al Obispo. El Gobernador se declaró neutral, aunque se le sa­
bía parcial de los jesuítas.
"Al otro día de su entrada —dice el Padre Cañete en el
Memorial y Defensorio— dijo la misa el Obispo, eslando lá
Iglesia llena de españoles y españolas y con sus santos sa­
crificios y rogativas de toda la comunidad de fieles cristianos
que pidieron misericordia a nuestro Señor, se fué entoldando el
cielo de nubes, habiendo estado cerrado todo el dicho tiem­
po que faltó el Obispo de su Obispado; y el otro día amane
ció el tiempo blando y lloviznando, echando Nuestro Señor
68 AUGUSTO GUZMAN

su rocío en los campos, y prosiguieron las nubes en el siguien­


te, enternecidas y obedientes a los ruegos y súplicas de aquel.
Santo Pastor; y prosiguió lloviendo limpios y grandes agua­
ceros de dos a dos y de cuatro a cuatro días; los manantiales
y fuentes volvieron a llenarse de abundantes aguas con que
los moradores volvieron a sus chacras y tierras, sembrándolas
de todas semillas, y cogiendo copiosas cosechas".
Veintidós días aguardó en el convento que dos preben­
dados rebeldes, sostenidos por la Compañía, se redujesen y
fuesen a buscarle saliendo de la Catedral que le usurpaban
como sede vacante. No salieron. Entonces el Obispo entró en
la Catedral con solo cuatro clérigos que le acompañaban. Los
dos prebendados que estaban rezando tras del altar mayor,
salieron sin decir palabra y sabiéndose en la ciudad todo
esto, llenóse de gente la Iglesia Catedral para rodear a Cár­
denas, de nuevo, con su religiosa adhesión.
LOS CASTIGOS

No bien había entrado el Obispo en la Catedral y sali­


do de ella los prebendados rebeldes, fuéronse los jesuítas al
Gobernador para avisarle que el Obispo había tomcdo la
Catedral por asalto, a la cabeza del pueblo, echando a los
prebendados. Osorio se encaminó a la Catedral y echó fue­
ra a toda la gente colocando guardias en las puertas con or­
den de que nadie osase entrar. Mas el Obispo no sólo que
no quiso salir de la Iglesia, sino que increpó duramente al
intimador terminando su filípica con estas palabras escépti­
cas:
—Si comenzáis con estos actos vuestro gobierno, no me
es dado en manera alguna auguraros un feliz desempeño,
pues a mal comienzo no cabe sino peor terminación, y vos.
Escobar de Osorio, cuidaos de terminar muy mal, y en poco
tiempo.
Estas palabras turbaron al sitiador que pudo disculpar­
se:
—Lo hago por vuestra seguridad, Ilustrísima, para pro­
tegeros de la reacción del bando contrario.
—Entonces tenéis una manera muy necia de cuidar
Obispos; encerrándolos en su Catedral.
Pero va el Gobernador había salido sin escuchar la sá­
tira del prelado aue se entró en la casa episcopal contigua
al templo. La multitud rodeó a Osorio y le pidió a voces aue
libertara a su Obispo contándole gue anteriormente el otro Go­
bernador se los quitó a fuerza de engaños y tiranías; pero que
ahora le acudirían y rodearían si es posible con sus vidas pa­
ra evitar nuevas e iniustas vejaciones. El los amainó con la
misma disculpa hipócrita de la protección.
Empero, el Provincial de San Francisco, que tenía ins­
trucciones de Cárdenas para proceder oportunamente en cual­
quier emergencia, no se dejó convencer con la disculpa y ful­
minó excomunión contra el Gobernador p~- tener sitiado al
Obispo en su Iglesia. El excomulgado se recogió y suspen­
70 AUGUSTO GUZMAN

dió el sitio temeroso de ser alcanzado por las maldiciones de


la Iglesia. En cambio, los religiosos de la Compañía, tan exco­
mulgados como el mismo Gobernador, se apresuraron a des­
vanecer el temor de la autoridad mandándole un curioso pa­
recer en que firmando desde el Rector hasta el último clérigo
de la comunidad, decían que las excomuniones y maldiciones
del Obispo Cárdenas no le dañaban en forma alguna y más
bien le daban salud y gracia ya que cualquier Gobernador de
su propia autoridad por ley natural y divina podía cercarle,
oprimirle y usar todos los medios más rigurosos con tal de
echarlo del Obispado y que si por esta causa el bueno de Es­
cobar Osorio se hacía pasible de alguna pena pecuniaria,
ellos se la pagarían.
En esta discordia pasaban días y meses cuando llegó
de Chuquisaca, a empeñosa gestión de los jesuítas, una real
provisión para el Obispo en que se le ordenaba comparecer
a la Audiencia desde donde estuviese. El Obispo contestó que
hallaría gusto en comparecer; pero que las provisiones debían
cumplirse por su orden, es decir, primero la restitución que
no quería otorgarla el Gobernador, y después el compareci­
miento.
Escobar Osorio, atingido por ambos bandos, no sabía
a que atinar y así desatinó rindiéndose a las dádivas de la
Compañía que le obligó a cercar de nuevo al Obispo para
forzarle a salir de su Obispado; y eso, que Su Señoría vaciló
mucho en elegir este nuevo sitio y hasta envió un hijo suyo
a Chuquisaca diciendo a la Audiencia que no podía ejecutar
la provisión de comparecimiento a no ser arrastrando al Obis­
po de su Iglesia.
Tres puertas tenía la Catedral y en las tres clavaron
cerrojos por fuera. Guardia de cincuenta soldados rondaba
noche y día con la orden de no hacerle entrar comida y te­
nerle en absoluta incomunicación, pena de la vida. Quince
días duró el encierro, durante los cuales el Obispo decía ahí
adentro, solo, sus dos misas a las horas acostumbradas y la
segunda cantada, con su vieja garganta de 69 años que al
décimo quinto día parecía sonar más fresca, más clara, más
fuerte y más lozana que en los primeros. Milagro pareció al
Gobernador y no así a algunos piadosos soldados de la guar­
dia, que pena de la vida, dejaron pasar al prelado alimentos
sustanciosos que le enviaban sus amigos por una vieja ba­
randa de la sacristía que era de sacar y de poner.
EL KOLLA MITRADO 71

Por toda la población circuló el rumor de que un an­


ciano septuagenario vivió quince días sin alimentos porque
Dios, por sus ángeles, le alimentó conservándole la salud. Oso-
rio asustado de haber delinguido hasta hacerse acreedor de
una condenación cierta y fulminante, abrió las puertas de la
Iglesia y mandó decir al Obispo que le perdonase y absolvie­
se, lo que con cristiana bondad hizo Cárdenas y con menos
solemnidad que la ocasión en que perdonó a Hinestrosa.
Con esto siguieron los días, sin cesar los malos afanes
de los jesuítas que obtuvieron hasta la quinta provisión de la
Real Audiencia ante la cual exponían tales invenciones, y con
tanto éxito, que esta quinta provisión entre otras cosas de­
cía: "que si el Colegio de la Compañía y sus reliqiosos estu­
vieran despojados de cualesquiera bienes, derechos y accio­
nes, doctrinas y reducciones que están a su cargo, fuesen
restituidos en la posesión gue tenían", con lo cual los hábi­
les clériaos de la Compañía, obtuvieron auto de restitución
antes del despojo y más parecía que burlándose así de la
realidad, llamaban al destino en su contra pues no distaría
mucho que ni aún la provisión les salvaría de ser despoja­
dos y expelidos por el repudio popular.
Los jesuítas se dieron maña para que esta provisión,
que al igual que las otras mandaba comparecer al Obispo
en Charcas, fuera notificada a Cárdenas por el famoso Sebas­
tián de León, valentón parasitario de la Compañía a la cual
servía en todo lo ruin que ésta pudiese encomendarle. No se
trataba ciertamente de notificar, que eso ya se había hecho
varias veces sin que al Obispo se le alterase un solo pelo de
su cerquillo, sino de hacer que el Obispo saliera del Para­
guay para viajar a Chuquisaca. En este propósito León tuvo
la avilantez de decretar en la misma cédula la expulsión del
Obispo que, no pudo ejecutarla de inmediato porque el Ca­
bildo Secular le negó toda ayuda, con lo cual demandó el
auxilio de la Compañía. Por aguellos tiempos decretar un sim­
ple mortal, como León, bajo la firma del Rey, era osadía im­
perdonable.
Los jesuitas lo remitieron a las reducciones asegurán­
dole que tendría cuatro mil indios a sus órdenes para cum­
plir la comisión de sacar al Obispo. Formó en efecto Sebas­
tián León el dicho ejército; pero no pudo ponerlo en marcha
porque algunos agentes de Cárdenas destacados de Asunción
sembraron entre la tropa la especie de <^ue éste ejército se
lormaba para prender a un santo Obispo y que eso traería
72 AUGUSTO GUZMAN

plagas, castigos y miserias sobre los bienes y las personas de


los que participasen en semejante expedición. Un horror co­
lectivo se apoderó de los indios que se desbandaron y la Com­
pañía no quiso asistir en el reclutamiento hasta no contar con
e-1 apoyo pleno del Gobernador. El fatuo criollo, enemigo de
su propio pueblo, tuvo que abandonar la temeraria empresa.
La leyenda de milagros que comenzaba a rodear la
personalidad del Obispo halló por esos días un otro motivo
de mayor afirmación con el caso singular que le ocurrió con
el Arcediano Gabriel Peralta. El tal Peralta se reunió a los
dos prebendados que negando obediencia al Obispo alza­
ron Catedral Cismática en la Iglesia del Colegio de la Compa­
ñía. Un día el Arcediano se fue a su casa y sabiendo esto el
Obispo llegóse en su busca para prenderlo acompañado de
algunos clérigos y gente de su servicio.
— Antes lo mato — declaró Peralta armándose de una
escopeta.
No bien el Obispo franqueara puerta de su domici­
lio, recibió un escopetazo a quema ropa que milagrosamente
no le mató, ni le hirió siquiera, sino que la bala, dando en el
pecho del prelado, cayó al suelo mientras otras dos postas del
mismo arcabuzazo hirieron a un mulato y a un negrillo del
acompañamiento episcopal. La bala fué paseada por el pue­
blo como una reliquia y todos se quedaban asombrados y
boauiabiertos de que no hubiese asesinado al invulnerable
Obispo. -
Las tribulaciones episcopales no eran cosa nueva en el
Paraguay como se sabe. Ningún prelado ejerció su gobierno
en paz, y aún antes del establecimiento de los jesuítas, en
1.570, el Obispo Pedro de la Torre había sido emparedado
en su casa episcopal por el Gobernador Felipe de Cáceres.
Para proteger a Peralta, cuya siniestra actitud reunió
en su contra a los amigos del Obispo, salieron del Colegio seis
religiosos de la Compañía con armas de fuego sin que el
Gobernador tratase de evitar este desorden. Era noviembre
del 648, Cárdenas vió al Gobernador en la puerta de su casa
como si nada hubiese sucedido, y al pasar por su delante ex
clamó, entre los suyos, lleno de amargura:
— ¡Señor mío Jesucristo, pues que no hay justicia en la
tierra, baje la vuestra divina del cielo y hágame justicia!
De esta angustia del viejo se rió el Gobernador. A lo
cual el Obispo volviéndose hacia él le pronosticó:
EL KOLLA MITRADO 73

—Mirad bien lo que hacéis Don Diego de Escobar, que


de todo habéis de dar cuenta a Dios, y en el bastón y oficio
con que os valéis, otro puede sucederos en el breve espacio
de dos o tres meses.
No se sabe si esto lo dijo Su Ilustrísima pensando en la
muerte o en la destitución de Escobar. Lo cierto es que a fi­
nes de febrero del siguiente año los padres de la Compañía
lograron reducir nuevamente a su servicio al Gobernador, con­
venciéndole de que debían echar al Obispo de su Iglesia y
Obispado. Según expresiones de algunos padres, ellos habrían
preferido que sacasen al Obispo arrastrado de la cola de un
caballo en que podría ir de jinete, muy a propósito, Sebastián
de León; pero Escobar no quería esto, ni tumulto de tropas, sino
más bien un rapto nocturno en que fuese capturado el insu­
frible superior eclesiástico y llevado hasta una barca del río
que lo trasladaría hasta Corrientes o Santa Fe.
Todo estaba sigilosamente dispuesto. La barca esperaba
amarrada bajo un árbol en la ribera con una buena provisión
de charque de vaca y biscocho de mandioca. Por la noche de­
cidieron estudiar el terreno para cumplir su intento, con en­
sayada perfección, pocos días después. El mismo Diego de
Escobar encabezaba la empresa. Para rodear el edificio tu­
vieron que atravesar una huerta y esperar a que el silencio
y la oscuridad reinasen en la casa del Obispo cuyos criados
aún no se habían recogido. Hacía fresco, luchaban vientos
antagónicos en el espacio buscando predominio excluyente.
De pronto, sorpresivamente, como pasa con frecuencia en el
trópico, llegó el viento Sur, helado y violento, resfriando la
atmósfera caliente en que se precipitó la tormenta. Goberna­
dor y acompañantes quedaron empapados del agua que caía
a chorros de las nubes y por esta causa, que sabía a mal pre­
sagio, pensó Su Señoría no cumplir acaso el ofrecimiento del
destierro. Mas era tarde. Diego de Escobar duró apenas cua­
tro días enfermo del pasmo y falleció bruscamente sin testar ni
nombrar Lugarteniente, con lo cual todo el vecindario fué nue­
vamente presa del asombro. En todas partes se proclamabc
que el Obispo había fulminado al Gobernador con su pro­
nóstico^ Y las gentes sencillas miraban al Pastor de la barba
de nieve, con religiosa veneración en que entraba también el
temor oculto que inspiran las gentes capaces de aniquilar a
un enemigo con sólo una profecía o un mal pensamiento. Ei
Obispo entendió en este suceso la justicia divina, es decir, el
comienzo de la justicia divina cuya providencial plenitud sólo
74 AUGUSTO GUZMAN

podría verse en la ruina de sus injustos enemigos y la reivin­


dicación de su legítima autoridad. Muerto el Gobernador no
había quien lo restituyera a su silla episcopal pues ni siquie
ra tuvo tiempo, el desdichado Don Diego, de nombrar un in­
terino; pero tampoco había quien fatigara su paciencia con
el auto de comparecimiento. Años más tarde, los jesuítas,
sembrarían la especie calumniosa del envenenamiento, insi­
nuándolo en sus escritos.
Cárdenas sabía mucho, lo mismo de las cosas tempo­
rales que de las espirituales. Es posible que haya señalado
discretamente la existencia de la Cédula de Carlos V, de
1.537 por la cual Asunción gozaba del privilegio de nombrar
Gobernador en los casos de urgencia, - por muerte de algún
Gobernador que no hubiese nombrado sustituto. El caso de
la vacancia repentina era hecho para la Cédula de Carlos
V y ésta para el caso. La estrella del Obispo brillaba en to­
do su esplendor después que se habían apagado las de sus
persecutores: Hinestrosa y Escobar. Jamás hombre alguno es­
tuvo como él entonces en el completo favor del pueblo ¿qué
mucho pues, que en uso del privilegio real le eligiesen Go­
bernador? Puesto que nunca se avenían ni entendían gober­
nadores y obispos, estando siempre la espada en discordia
con el báculo ¿por qué no juntar ahora ambos poderes en una
misma persona? ¿No era ese del deseo del pueblo y el de Dios
que había hecho agonizar a Escobar sin la facultad de habla
y sin el preciso discernimiento para elegir un reemplazante?
A 4 de marzo de 1.649 convocados por el Maestre de
Campo Juan de Vallejo Villasante, reuniéronse en el Cabildo
trescientos ciudadanos capaces y letrados, vecinos importan­
tes de Asunción, quienes por voluntad unánime, expresión
máxima de soberanía, nombraron Gobernador del Paraguay
al Ilustrísimo y Reverendísimo Don Fray Bernardino de Cárde­
nas, Obispo del Paraguay, habiéndose levantado acta del su­
ceso suscrita por todos y remitida al Obispo con un exhorta­
torio en que los miembros del Cabildo le pedían y suplicaban
aceptara el nombramiento que en efecto aceptó, en acto solem­
ne, en la Sala de los Ayuntamientos del Cabildo, el mismo día
del nombramiento, cuando en su sepultura de San Francis­
co aún no habían reventado los ojos del infortunado Escobar
de Osorio.
Sólo dos días del nombramiento pasaron. El 6 de mar­
zo de 1.649 marca la expulsión de los jesuítas. Fueron echa­
dos a la fuerza y despojados de sus bienes por razones de
EL KOLLA MITRADO 75

seguridad, prosperidad, tranquilidad y mayor dignidad de la


explotada provincia del Paraguay. No era venganza, castigo,
ni reacción forzada. Era simplemente un gesto de liberación
popular contra un poder opresivo y humillante, tanto para les
nativos condenados a la esclavitud, como para los criollos y
españoles condenados a la indigencia en una tierra próvida de
riquezas. Cárdenas no vaciló un solo instante en descargar el
golpe sobre la orden jesuítica que aún no salía de su asombro
y estupefacción al contemplar que el viejo Obispo arrincona­
do en su Iglesia, despojado, pobre, inerme y desvalido, a pun­
to de volver a salir desterrado, empuñaba implacable el bas­
tón de mando junto con el cayado eclesiástico.
Juan de Vallejo Villasante, Maestro de Campo, Alcal­
de Ordinario de primer voto y Teniente del Rey, fue comisio­
nado para ejecutar la orden de expulsión que se verificó ese
mismo día del Colegio de Asunción, y en los demás días de
las reducciones y haciendas. A fines de abril el Obispo re­
dactó su informe, el más importante documento que se haya
escrito nunca sobre este suceso.
Así salieron por poco tiempo del Paraguay los jesuítas
desde 1.588 en que entraron por primera vez. Y esta es la pri­
mera expulsión que sufrieron en España y América, y la se­
gunda en todo el mundo, pues, en 1.594, los echaron los fran­
ceses. Sólo más tarde, pasados 118 años, abrirá sus ojos la
Corte de España para seguir el ejemplo de Bemardino de Cár
denas, el altoperuano Obispo del Paraguay.
EL INFORME

Con relación a los sucesos anteriores que constituyen el


acontecimiento histórico de la expulsión de los jesuitas, es
importante reproducir aquí el informe de Cárdenas, no sólo
p ara el mejor conocimiento intelectual de los sucesos, sino
también para insertar en .esta historia de su vida, un monu­
mento literario de su pluma que ese valor tiene por la gra
cia del lenguaje aparejada a la profundidad y fijeza de con­
cepto, cualidades am bas del estilo cardeniano.
En este documento, mejor que en cualquier otro, se
ve entero al escritor completo que es Bernardina de Cárde­
nas. Por sus páginas vuela un soplo bíblico de sones profé-
ticos, en que parece revivir el genio de los escritores del An­
tiguo Testamento. Es un abogado p ara su causa, un fiscal p a ­
ra los jesuitas, un cortesano docto p ara el Rey, un teólogo co­
mo los Padres de la Iglesia p ara ésta, un tribuno para el.
pueblo y un consumado artista de la expresión del pensa­
miento p ara el buen lector. A pesar de la vieja sintaxis, litera-
tiva y m achacona, el movimiento de su narración es de una
vivacidad poética que atrae, distrae, enseña y subyuga, mati­
zada con imágenes, sostenida con puntos de erudicción latina,
reforzada con historia, teología o derecho canónico y erizado
a trechos de ironícs agudas que pinchan como espinas de fue­
go entre las flores retóricas. H ace frecuentes juegos de p a­
labras que en su malabarístico entretenimiento expresan una
verdad profunda y enorme. Es un maestro en la interpretación
de la sescrituras y sabe espigar de ellas el grano que mejor
alimenta su intención. Es sin lugar a dudas una de las men
talidadesf.más aptas, m ás claras, m ás ricas y poderosas de la
Iglesia am ericana en. la cual pontifica con m ayor autoridad
que cualquier otro, pues no tiene rival. Y en la alborada de
la cultura boliviana, es una eminencia solitaria que sólo po­
dría fraternizar con la bella figura de Antonio de la Calan-
cha, elegante escritor chuquisaqueño, de la orden de San
78 AUGUSTO GUZMAN

Agustín, en el siglo XVII que llena Cárdenas con su enorme


personalidad, en dramático movimiento.
Del extenso informe del Obispo y Gobernador del Pa­
raguay, escrito a la edad de 70 años y elevado al Rey poi
intermedio de la Real Audiencia de Charcas, reproducimos
algunos fragmentos. Narra la muerte del Gobernador:
"A veinte y seis de Febrero de este año de mil seiscien
tos y cuarenta y nueve años murió Don Diego de Escobar
Osorio, Gobernador y Capitán General de estas Provincias del
P araguay, casi de repente, sin poderse confesar, aunque hice
las diligencias de mi obligación, acudiéndole con presteza, y
asistencia, y oraciones, y perdonándole con verdadera c a ­
ridad las grandes injusticias, y agravios que me había hecho
en favorecer contra mí, y contra las Provisiones de vuestra
Audiencia, y Virrey, a los cismáticos, mis expulsores, y per­
seguidores, usurpadores violentos de mi Iglesia, y jurisdic­
ción; pues con haber m andado vuestra Audiencia de la Pla­
ta en todas ellas, según justicia forzosa, y según Derecho Di
vino, y Canónico, que se me restituyese mi Obispado y juris­
dicción, antes de com parecer, y que p ara ello me diese auxilio
vuestro Gobernador, no me lo quiso dar, aunque se lo pedí
con muchos exhortatorios, y con intimaciones de las dichas
provisiones, y de sus penas, y de las descomuniones de de­
recho, con deseo de cumplir la com parecencia, cuyo cum­
plimiento, sin proceder este requisito de la restitución, fuera
qrandísimo pecado con cargo de otros gravísimos, y de in­
numerables males contra la intención de vuestra Audiencia y
contra el sentido de sus provisiones claro y legítimo; al cual
contravino el dicho Gobernador difunto por engaños, am ena­
zas y promesas y aun dicen, que dávidas de los Padres de
la Compañía".
"En cuyo castigo, y por haberme negado el auxilio pa
ra mi restitución y dársele a los contrarios, le quitó Dios la
vida con un pasmo, y aire que le dió, estando tratando tan
gran m aldad; y esta es la cau sa principal de su muerte, como
se prueba con un Derecho Divino, inserto en el Canon donde
habiéndole quitado su esposa a Abraham, se mostró Dios muy
ofendido, no sólo por lo literal de aquel pecado, sino mucho
m ás por lo que significaba, que es del despojo qué n ace de
su Iglesia a algún Obispo, porque su dignidad es m ayor que
la de Abraham, y el matrimonio espiritual que tiene con su
Iglesia es mucho m ás inseparable, y digna de respeto, y de­
coro. En resguardo de él, mandó Dios, que el Rey Abimelech
EL KOLLA MITRADO 79

restituyese luego su esposa a Abraham : pena de morir do­


blada muerte. El cual texto nos enseña, que el Rey tiene obli­
gación por Derecho Divino, so pena de la vida, a que se le
restituya su esposa al varón despojado de ella, y mucho m ás
al Obispo despojado de su Iglesia, que es a lo que miró prin­
cipalmente la Divina Sabiduría. Pero, vuestro Gobernador, que
no quiso hacer la dicha mi restitución, sino continuar el des
pojo, amparándole, fué despojado de la vida, y se cumplió en
él la pena del texto sagrado, quod si non reddideris morte mo-
rieris. Como también en muchos de mis despojadores, pues
más de veinte han muerto desastradam ente y entre ellos nue­
ve Padres de la Compañía, en solo el tiempo de mis persecu­
ciones, que es cosa de ponderación".
Enumera diversos casos de muertes repentinas y co­
mentando la del Padre Alfaro que fué victimado de un arca
buzazo, sentencia:
"Q ui am at periculum, peribir in illo: am an tanto los ar­
cabuces p ara guardar el oro del P araná, que vienen a mo­
rir a boca de ellos sin poder decir Jesús con las suyas".
Luego relata su elección:
"Esta Ciudad tiene una Cédula y Privilegio del Empe­
rador Carlos V abuelo de V. M. p ara que en caso que mue­
ra el Gobernador, sin dejar nombrado Teniente, elijan los
ciudadanos la persona m ás digna y útil por su Gobernador,
haciendo juramento, y a la que así eligieren todos, o la m a­
yor parte, dá V. M. ipso facto, la facultad y jurisdicción de
Gobernador, y m anda que todos le obedezcan, y no pone obli­
gación de traer confirmación, sino tan solamente de dar avi­
so a vuestra Persona Real, como lo hago".
"A sí la obedeció ahora el Cabildo como Cédula de su
Emperador y Señor; para su cumplimiento hizo juntar todos
los vecinos y moradores de los suburbanos y de la Ciudad
para día señalado, en que se juntaron casi todos en la pla­
za, cerca de las ca sa s del Cabildo, y habiendo oído la Cédu­
la y hecho el juramento de elegir la persona m ás conveniente,
y digna pareciéndoles, quizá con impulso superior, que la mía
lo era, según las necesidades presentes, sin estarlo yo en la
Junta, levantaron la voz, que suele ser de Dios la del Pueblo
entero, y a gritos, que llegaban al Cielo (no lo dudo) decían,
que querían por su Gobernador al Señor Obispo, al Señor
Obispo, al Señor Obispo. Por lo cual y por otras razones su­
periores y gravísimas, y otras inferiores, me hallé obligadísi-
80 AUGUSTO GUZMAN

mo, y forzado en conciencia, siendo requerido y muy reque­


rido con ruegos, y lágrimas de la Ciudad, a aceptar, como
acepté su Gobierno temporal".
C árdenas en sus escritos posee el arte de desarrollar
un tema capital en varias formas hasta agotarlo por comple­
to; pero adem ás sigue este mismo trabajo, implacable y ad­
mirable por la riqueza de las fases que descubre, con los asun­
tos secundarios, de tal modo que en sus alegatos — en este
por ejemplo— no queda cabo suelto a título de mención y
planteamiento, sino que en cuanto una co sa está enuncia­
da acuden a su pluma las pruebas de hecho y de derecho, s a ­
cad as de la actualidad o de la historia, en latín o en caste­
llano. De ahí que sus exposiciones son redundantes hasta el
abuso; pero no causan fastidio, porque su aptitud imaginativa
h ace de este abuso peligroso p ara la paciencia, un vicio ele­
gante en que la repetición del concepto no can sa por la v a rié
dad de giros de lenguaje que unos son patéticos, otros lógi­
cos y otros pintorescos al punto que entretiene seguir el des­
arrollo de ca d a motivo en diferentes tonos.
Luego de dar sentido histórico, legal, religioso y eco­
nómico a la toma del poder civil, enumera las ventajas que
este hecho reportará a la Real Corona:
"El agregar a vuestro Patronazgo Real veintitrés o vein­
ticuatro Iglesias que le tienen usurpadas. El restituirle el de­
recho y acciones de Patrón que le tienen quitado y el títu­
lo de Conquistador de las Provincias. El volver a la Corona
de Castilla la joya mejor, y m ás rica, que así llaman los di­
chos Padres a aquellas Provincias. El volver a obediencia y
dominio de V. M. cien mil vasallos indios, y sus tributos, ser­
vicios y grandes intereses útiles. El deshacer grandes enga­
ños que han hecho y hacen a V. M. y a sus Reales Conse­
jos, Audiencias, y Virreyes, en materias tan' graves. El aho­
rrar los gastos tan grandes que se han hecho y hacen cad a
año de la C asa Real, llevando furtivamente de la de Buenos
Aires millares de pesos con engaños y falsedades".
"El quitar otro censo y gasto perpétuo que han impues­
to sobre vuestra H acienda Real de avíos con siniestros infor­
mes, para que vengan religiosos de reinos extraños a ser doc­
trineros de las dichas doctrinas, no siendo necesarios, sino
muy supérfluos, pues lo pueden ser mejor los sacerdotes n a­
cidos en esta tierra. El extirpar gravísim as equivocaciones, que
los dichos Padres por ginorancia de la lengua de los indios
les han enseñado en las oraciones y catecism o de ella. El h a­
EL KOLLA MITRADO 81

cer que se guarden sus Cédulas, de que no hacen caso los


dichos Padres si no son muy en su íavor. El hacer que se ex­
pidan las Bulas de la Santa Cruzada. H acer que esta Iglesia
del Paragu ay y la de Buenos Aires tengan renta suñciente y
abundante, y sus Obispos y Prebendados, sin que sea nece­
sario que V. M. se la dé de su caja, gastando muchos pesos
cad a año por culpa de los dichos Padres".
En otro acápite vigoroso se muestra como un auténtico
precursor del movimiento comunero que abrió capítulo tan mo­
vido y vibrante en la histbria p aragu aya. A cusa la ambición
jesuítica y señala su poder funesto en el desarrollo económi­
co y político de la provincia, citando, con habilidad magis­
tral, pasajes de las Escrituras:
"S e han hecho los dichos Padres y los de este Colegio
tan dem asiadam ente ricos a costa de los moradores de esta
tierra, que no los puede y a asustentar sobre sí, porque si la
de Palestina, siendo tan poderosa, no podía tener sobre sí a
dos extranjeros, que eran Abraham y Lot, con ser santos, por­
que estaban muy ricos, aunque no a costa ajena, ¿cómo podrá
sostener esta pobre tierra a tantos extranjeros, no santos como
Abraham y Lot, y m ás ricos que ellos a costa de los mora­
dores de estas provincias, y las de Tucumán y Buenos Aires?
Con la mucha riqueza y con otras razones de Estado se han
hecho tan poderosos y absolutos señores, que han tenido av a­
sallados, no solo el común de la gente, sino también c los go­
bernadores y obispos, como si fueran sus criados, sin liber­
tad p ara ejercer sus oñcios y jurisdicciones, sino con subordi­
nación y sujeción a su gusto, y en discrepando de él, destru­
yen y aniquilan gobernadores y expelen obispos, por estar
tan lejos el recurso de los tribunales superiores. Si los mora­
dores de la Ciudad de X erara dijeron al Patriarca Isaac, que
se fuese, y apartase de ellos por solo que se había hecho m ás
poderoso, aunque era tan santo, y no les h acía agravio; ¡con
cuánta m ás razón los ciudadanos de esta Ciudad del Para­
guay y su Obispo y Gobernador deben echar de sí a los di­
chos Padres, por haberse hecho m ás poderosos, avasallándo­
les y cautivándoles su libertad y jurisdicción! Son y han sido
causadores de continuos pleitos, discordias y disensiones en­
tre obispos, gobernadores y ciudadanos; y de los pecados,
gastos y odios, y otros innumerables males que se siguen a
ellos, con los cuales está tan aniquilada y empobrecida esta
Ciudad, y la nave de esta Iglesia, padece tan grandes tormen­
tas por cau sa de dichos padres, que por que no se pierda la
82 AUGUSTO GUZMAN

nave deben ser echados de ella, no los pilotos, como ellos han
hecho echando los Obispos, sino los desobedientes al Rey y
a la Iglesia. Este lugar es de Escritura, que induce Derecho
Divino, y está inserto en el Canon".
Como buen predicador en las lenguas nativas del Pe­
rú, sabe que la lengua, el idioma de una nación es el me­
dio esencial p ara el movimiento de su espíritu y que toda en­
señanza eñcaz de doctrina o proselitismo, exige al doctrine­
ro la posesión del idioma que poseen los discípulos. Descubre
el engaño y el error constante de los falsos misioneros, extra­
ños a-1 suelo que explotan usurpando los derechos de los nati­
vos. ¿No h ay a ca so en estas líneas vivo aliento am ericanista
o por lo menos hispanoamericanista que funda los legítimos
derechos de un pueblo y de una raza?
"Usurpan no solo los proventos de los beneficios de es­
te Obispado, sino que introduciéndose subrepticiamente en
ellos contra el Concilio Tridentino y Patronazgo Real, quitan
los títulos con que se habían de ordenar los hijos de los con­
quistadores, por haberles dejado sus padres como un pairimo-
nio el mérito de haber servido a V. M. por el cua-1, conforme
al Patronazgo Real, debían ser preferidos en los beneficios y
doctrinas. Es cosa intolerable, que advenedizos extranjeros se
las tengan quitados, y juntamente el premio, por cuya espe­
ranza habían de darse al estudio de las letras y así h a habido
gran falta de ellas por esta causa. Los dichos Padres afectan
y procuran contra su voto, que no h a y a clérigos idóneos pa­
ra las doctrinas, por tenerlas siempre sus reverencias con es­
te pretexto, que es malicioso, porque los sacerdotes criollos
de esta tierra aunque no sepan Teología, y aun, caso nega­
do, que no supiesen Latín, son m ás idóneos que los muy le­
trados extranjeros p ara la enseñanza y doctrina de los indios,
porque lo que m ás importa p ara ellos es saber su lengua, la
cual saben perfectamente los clérigos, y no los dichos pa­
dres, aunque la estudien muchos años".
Continúan los brillantes párrafos del informe justifican­
do la expulsión según todos los derechos: natural, divino, c a ­
nónico, evangélico, real y municipal. El texto se pondera por
sí mismo y eso que por razones de selección copiamos sola­
mente fragmentos coordinados a fin de no recargar mucho
•la porción antològica de este libro.
"H a de gozar la Ciudad gran paz, consuelo, prosperi­
dad y un siglo dorado y m ás cuando descubramos el oro so
peña de condenación eterna, y cargo de tan tremendos ma-
EL KOLLA MITRADO 83

les, es forzoso echarlos por tantas razones de justicia como las


sobredichas, que son tan notorias, públicas, manifiestas y evi­
dentes, que non indigent probatione, mee possunt negari lilla
tergiversatione, porque las vemos, palpam os, y tocamos con
nuestras manos. Así sin m ancharlas con pecado alguno, dan­
do principio a obra tan justa, santa, meritoria y obligatoria, en
6 de Marzo de este año de 1649 yo como Obispo y Goberna­
dor, y toda la Ciudad de la Asunción en haz y paz de esta
Santa Iglesia, y p ara gran bien, y prosperidad de ella, y de
estas Provincias, y para librarlas de los peligros evidentes y
forzosos en que están de venir a manos de extranjeros tira­
nos o de indios bárbaros . . . expelimos del Colegio de esta
Ciudad, y de toda ella, a los padres de la Compañía, no en
cuanto a religiosos y sacerdotes, que por esta parte los vene­
ramos y queremos, y les hemos sobrellevado tanto tiempo,
hasta que no pudimos m ás, por ser yugo tan pesado, y que se
iba agravando tanto cad a día, que nos tenía en cruelísima
esclavitud y servidumbre, pobreza y trabajos, inquietudes y
discordias, peligros y daños. Sacudimos de nuestros hombros
carga tan intolerable y de nuestras conciencias cargas tan
grandes".
"M andó Dios al patriarca Abraham padre excelso, que
echase de su ca sa a Agar, su sierva, y a su hijo Ismael: Ejice
ancillam, fillium ejus, porque era soberbia, y desobediente a
su señora Sara, y porque Ismael había injuriado al Príncipe
de casa , que era Isaac, donde por la señora entiende S. Agus­
tín la Iglesia; que es libre, y Señora por Derecho Divino; y
por el Príncipe al Obispo, también por Derecho Divino, y la
criada es la Religión porque a cualquiera de ella le viene muy
honroso el servicio a la Iglesia, y ser su criada, y así cuando
alguna Religión es desobediente, y persigue a la Iglesia, y
los religiosos hijos de ella tratan m al al Príncipe, que es el
Obispo, mucho m ás digno de respeto y honor que Isaac, es
voluntad de Dios expresada en este texto, que sean expelidos
sus hijos y ella; y así por Derecho Divino fué expelida la
Compañía y sus religiosos de esta Iglesia del Paraguay, por
haber desobedecido, despreciado y damnificado enormemente
la Señora y perseguido y maltratado tanto, herido y expelido
al Príncipe; y si la Compañía o sus procuradores se queja­
ren, diciendo que se les ha hecho agravio, y que les persigue
el Obispo, oigan lo que les responde el glorioso S. Agustín
en el capítulo citado, donde dice, que aunque la criada Agar,
se quejase de que la señora S ara le h acia injuria, y la perse­
84 AUGUSTO GUZMAN

guía, bien mirado, era al revés porgue m ás perseguía la cria­


d a con su soberbia a la Señora, gue la Señora a la criada
reprimiéndole: Magis illa per sequebatur Saram superbiendo,
quam S ara ellam coercendo; porque la criada h acía injuria
a la Señora; pero esta ponía disciplina a la soberbia, illa do­
mine sua faciebat injuriam, ista imponebat superbie discipli-
nam : y aunque aquella criada hizo injurias a su Señora, mu­
chos m ayores las ha hecho la Compañía del Paraguay a es­
ta Iglesia, y a sus Obispos, como quedan dichas".
"Fueron echados del cielo Luzbel y sus secuaces, por­
que con la soberbia y desobediencia causaron división en el
Cielo, y quisieron usurpar la jurisdicción de Dios, y su Silla;
y en el Cielo de esta Iglesia que así se llam a en el Evange­
lio, han querido los dichos Padres con soberbia luciíerina usur­
par la jurisdicción de Dios, que es la eclesiástica y su Silla,
y la han tenido usurpada cuatro años y quitándola a su due­
ño, que está en lugar de Dios, y la retienen todavía pertinaz­
mente, sin quererla restituir, aprendiendo immobiliter como
Lucifer, y sus secuaces. Así justísimamente los hemos echado
del Cielo de esta Iglesia, que con su ida queda hecha un
Cielo, no solo por la paz, gusto, y alegría con que está, sino
también por el adorno de ornamentos que se le entraron por
•las puertas, como adelante diré. Como aquellos ángeles
desobedientes, causaron en el Cielo silencio de las alabanzas
divinas, factum est silentium in Coelo, así también los dichos
Padres fueron cau sa de entredichos, de silencios y cesación
a divinis, puestos por derechos. Porque no han querido obe­
decer con desprecio y desobediencia, incurrieron en la pena
de excomunión, puesta en la Clementina primera de Sententia
excomunicationis contra los religiosos que no guardan los en­
tredichos, aunque fuesen nulos".
"Estos Padres de la Compañía del Paraguay han sido
•los principales autores, fautores, aconsejadores y perseguido­
res de tres obispos, que parece que estaban y a cebados y en­
golosinados en expeler obispos de su Iglesia, ostentando su
poder en esto con palabras de soberbia y jactancia, y m enos­
precio de la Dignidad Pontificia. Así tienen muy merecido el
ser expelidos y privados de cualesguiera beneficios, aunque
los hubieran tenido lícitamente, cuanto m ás teniéndolos sub­
repticiamente; aunque la expulsión fuera de un Obispo soic,
cuanto m ás siendo de tres continuos, que son el Reveiendo
Don Tomás de Torres, Reverendo Don Cristóbal de Aresti. y
Don Bemardino de Cárdenas, a quien echaron cOn exorbitan­
EL KOLLA MITRADO 85

tes violencias no vistas y juntamente echaron la clerecía de


m ás de 40 clérigos, por cuyo honor y justicia ha vuelto nues­
tro Señor, queriendo, en castigo de tan gran maldad, h ay a si­
do expelido el Rector, ocho Pedrés y Hermanos de la Compa­
ñía; aunque como Dios siempre castiga menos de lo m ereci­
do; punit citra condignums, lo he hecho así en este caso, por­
que la expulsión de un Padre Rector, y ocho compañeros no
iguala, ni con m uchas leguas, la expulsión de un Obispe sin
culpa y sus Clérigos, cuanto m ás la de tres obispos, ni el Co­
legio de la Compañía iguala al Colegio Apostólico, pues solo
trataban de andarse a perseguir y expeler obispos violenta­
mente y quedarse sus Reverencias riendo y con sus manos la ­
vadas, o por mejor decir, ensangrentadas con sangre inocen­
te de Pontífices, y m anchadas con atroces crímenes; lesae Ma-
jestatus, dignitatis Pontifícae, y aun tiznadas de m anejar pól­
vora y arcabuces contra la Iglesia y la Majestad Real en gue­
rra tan injusta de su parte, cuanto será justísima de nuestra,
por ser en defensa de mi Iglesia y de vuestra Real Majestad y
sus derechos, y recuperación de la grande sum a de hacien­
da y jurisdicción que le tienen usurpada".
En forma ingeniosa alega que los obispos merecen el
crédito de los reyes porque "les llamó el Rey del Cielo niña
de sus ojos cuando les dijo: Qui iangit vos, tagir pupilaxn
oculi meis, enseñando a los Reyes no solo que han de sentir
las ofensas de los obispos como si les lastimaran en las ni­
ñas de sus ojos, sino que han de creer lo que el Obispo les
dijere y avisare como si lo vieran con la niña de ellos, por­
que les dá Dios espíritu de verdad. Pues yo, aungue soy tan
pecador, antes me sa ca ra los ojos que escribir a V. M. algu­
na falsedad y de darles m ás crédito a ellos que a mí se pue­
den temer desdichados sucesos en este Reino como los que
hubo en el de Israel, por solo que el Rey Acab creyó a unos
predicadores que -le engañaban, y no quiso creer al Pontífi­
ce Micheas, que le avisab a con verdad y fidelidad lo que im­
portaba; y en vez de ser honorificado y premiado por esto el
Santo M icheas fue herido afrentosamente, afligido y atribula­
do como yo lo he sido, y quizás m ás por la misma cau sa".
La expulsión fué beniqna según el informe:
"S e procedió en la expulsión con modo tan suave, que
sin poner m ano a ninguna violencia en ninguno de los pa­
dres, tan solamente levantaron del suelo a los que se tendie­
ron en él; y esto hicieron sacerdotes, con orden y mandato
justo de su Obispo, quien usó m uchas cortesías en el buen
86 AUGUSTO GUZMAN

despacho de los padres, sin debérselo, porque ellos en mi


expulsión hicieron tremendas crueldades y tiranías, y las que­
rían hacer, resistiéndose p ara no salir, que aunque ellos de­
cían que era defensa natural, no era sino resistencia, al cum­
plimiento del Patronazgo ReaL
"Todo les faltó aquel día por justo juicio de Dios, a cu­
yo nombre y a la voz del Pueblo cayeron los muros de Jericó
y se deshizo el engaño grande en que estaba la gente sim­
ple y sencilla de pensar que el poder de la Compañía y su ri­
queza había de prevalecer contra la Iglesia y sus obispos y
contra la verdad y justicia tan grande, tan clara y patente,
como está de mi parte, viendo las m aravillas grandes que ha
obrado Dios en mi favor. Puse guardas en el Colegio porque
no le echasen por tierra, como quería la multitud y fuerza del
vulgo; luego mandé a los Alcaldes que hiciesen inventrio de
todo, como lo hicieron de todos los bienes que quedaron, a los
cuales tienen derecho cuatro acreedores, que es V. M. pri­
mero; el segundo acreedor es esta Iglesia; el tercero acreedor
es esta República pobrísima, el cuarto acreedor soy yo, por­
que me deben restituir y p ag ar los grandes gastos que me han
causado".
Detalla largam ente la distribución de los bienes jesuíti­
cos entre los cuatro acreedores mencionados recalcando que
todos van a cumplir utilidad pública en favor' del pueblo, y
termina el extenso documento pidiendo nuevamente aproba­
ción de todo lo hecho.
LA BATALLA

Pocos m eses duró la tranquilidad bajo el gobierno y el


gobierno mismo de Cárdenas, porque los jesuitas expulsados
no hicieron m ás que replegarse a sus dominios del Tucu-
mán, donde se juntaron en.su Colegio de Córdoba y planearon
la restiiución o reconquista de sus haciendas perdidas. De in­
mediato se pusieron en m archa comisionados de esta junta
a Chuquisaca y Lima p ara informar a la Audiencia y al Vi­
rrey, sobre la expulsión, exagerando o inventando todas las
circunstancias desfavorables al Obispo. En am bas partes el
hecho causó asombro, pues los comisionados supieron presen­
tarlo con todos los caracteres de un atentado criminoso e in­
motivado. Pareció insólito que el Obispo ocasionase semejan­
te novedad sin pedir autorización. Nadie tuvo la paciencia de
leer el informe. El Obispo pintado por los jesuitas pasó por
extravagante, loco e imprudente. Se había^consagrado sin bu­
las. Decía dos misas todos los días y el de difuntos tres. Y
ahora expulsaba a los jesuitas después de tomar el gobierno
de la provincia invocando una vieja Cédula de 1.537. La Au­
diencia no tardó en revocar esa elección y nombró Goberna­
dor al Oidor de la Audiencia, el Licenciado Andrés Garavito
de León — adicto de la Compañía— quien mientras tardaba
en asumir sus funciones, comisionó del ejercicio de la Gober­
nación a Sebastián de León conforme habían pedido los ges­
tores de la misma Compañía. El interinato de León, excomul­
gado y cesante por auto de la misma Audiencia para ejercer
cualquier ofiico real, fué obra exclusiva de ellos, aunque p a­
ra eso tardaron algunos meses.
La expulsión del Rector y ocho padres del Colegio de
la Compañía de Asunción fue espectacular. No querían mo­
verse a invitación ni intimación y tuvieron que ser condu­
cidos al río por los comisionados, mediante la presión m ate­
rial necesaria y algunos fueron alzados desde el suelo donde
se acostaron en actitud de cóm ica resistencia, mientras el pue­
blo congregado h acía ruidosa befa de ellos. En un comienzo
88 AUGUSTO GUZMAN

la multitud invadió el Colegio y quiso quemar y arrasar todo


sacrificando adem ás a los sacerdotes se entiende: pero el
Obispo se opuso a este purgatorio con la manifestación de
que los bienes serían destinados a obras de utilidad colectiva
siendo criminosa la intención de destruirlos pues eran del
pueblo, y un pueblo no debe destruir lo suyo. Dió órdenes pre­
cisas para que ninguno de los jesuítas fuese ultrajado y g a ­
rantizó en una palabra el buen verificativo de la expulsión. So­
bre los gritos de alegría y burla que lanzaba la muchedum­
bre, tocaban a gloria las cam panas de todos los templos co­
menzando por las del mismo Colegio de los Jesuítas, cuyo Rec­
tor, el Padre Laureano, supo ir con dignidad, pues en su c a ­
lidad superior no intentó revolcarse en el suelo como la m a­
yoría de sus religiosos.
— ¡Mueran los canallas y usurpadores! ¡Viva el Rey!
¡Viva el pueblo! ¡Viva Cárdenas Gobernador!
En la calle fueron obligados a formar hilera comenzan­
do del Rector y siguieron el camino al em barcadero en medio
de dos filas de custodias arm ados con bocas de fuego para
impedir los desórdenes del concurso, el cual, no obstante la
vigilancia, de cuando en cuando m andaba sobre las cabezas
de los Reverendos Padres, una lluvia graneada de cascaras
de banana, mangos y pinas.
Esto que p asab a en Asunción fue tarea relativamente
fácil, sobre todo porque los jesuítas fueron sorprendidos y no
se les dió tiemDO p ara echar mano del consabido recurso de
los indios armados, aunque se supo que tenían convocados a
cuatro mil no bien se publicó el nombramiento de Cárdenas
como Gobernador. No habrían podido usar de esta fuerza por
temor de que el pueblo los tomase por rehenes o los sacrifi­
case sin miramientos al ver a ta ca d a su ciudad por los escla­
vos de las reducciones; adem ás, era difícil que el ejército de
indios estuviese en pie en tan pocos días. Cárdenas aprove­
chó el tiempo.
La parte m ás importante del program a era la segunda
o se a la ocupación de las reducciones del Paraná, Uruguay y
Tapé. En esto tardó el Gobernador mucho, por esnerar apro­
bación de sus actos y respuesta al informe de abril. Si bien
fueron ocupadas varias haciendas, no fueron todas ni siguie­
ra las m ás importantes donde estaban los arsenales de gue­
rra. De esta suerte los días no logrados en quitar las arm as a
los indios y sa c a r de las reducciones p ara concentrarlas en
Asunción hicieron sem anas y m eses durante los cuales sólo
EL KOLLA MITRADO 89

se ocuparon de inventarios y contabilidad, ciertamente ocio­


sos, una vez que se h acía de bienes no acabados de asegu­
rar. Verad que a-1 final todo habría sido lo mismo, no apro­
bando la Audiencia los actos del Gobernador como no apro­
bó.
Por esta cau sa el pueblo tuvo apenas un respiro de seis
meses y al Gobernador todo se le fué en esperas y proyectos.
No alcanzado su mano hasta Charcas, el magistral informe
no surtió efecto alguno y m ás bien le sirvió de patente de cul­
pabilidad pese a la elegancia, energía, claridad y fundamento
de sus párrafos.
En septiembre del mismo año fué alzado el ejército de
los cuatro mil indios bajo las órdenes de Sebastián de León,
sirviente de la Compañía, a quien por primera providencia los
curas y doctrineros reconocieron por Gobernador uniéndose
a su escolta con algunos españoles entre los que venía nada
menos que el incómodo Gregorio de Hinestrosa a quien y a
ni se le recordaba en Asunción, no obstante el poco tiempo
desde que la honrara con su ausencia. Prueba elocuente es
esta de que Hinestrosa vivía como empleado de la Compa­
ñía, pues no se puede pensar que viniera de paseo y sin p a­
ga. Entre el Estado M ayor de esta expedición militar, venía
también — claro está— el personal eclesiástico de los preben­
dados cismáticos que fueron echados con los jesuítas y entre
ellos el arcabuceador del Obispo, Arcediano Don Gabriel Pe­
ralta, cuyo temperamento guerrero y a conocía la ciudad por
el célebre suceso que tenemos referido.
Avanzando desde las regiones del Paraná llegó a acam ­
par el ejército en San Lorenzo, que era una finca de los je­
suítas a tres leguas de la ciudad, y ahora es un pueblo. Esto
perdió a Cárdenas. Sus enemigos estaban y a a las puertas de
la ciudad indefensa con un contingente mucho m ayor del que
se podía reunir y arm ar en Asunción. Nadie creía que la Au­
diencia hubiese nombrado Gobernador efectivo o interino a
un delincuente cu ya suspesión penal de todo oñcio real, sabía
todo el pueblo. Se pensó universalmente en que era un impos­
tor, agente incondicional de los jesuítas. El Gobernador ce­
sante reunió al Cabildo y le hizo decidir, con sus opiniones, la
resistencia arm ada a Sebastián de León. Mandó tocar alarm a
las cam panas y reunida la gente en la plaza ordenó que las
mujeres, niños y ancianos volviesen a quedarse en sus c a ­
sas, y a los hombres hábiles les expuso la situación arengán­
dolos para la resistencia.
90 AUGUSTO GUZMAN

— ¡Viva el Rey, viva Cárdenas, viva el Gobernador le­


gal! ¡Mueran los cismáticos, mueran los usurpadores!
El pueblo alzaba al cielo cubierto de nubes sus voces
de coraje y en vez de un bosque de arm as, veíase sobre las
cabezas un bosque de manos nerviosas e mermes.
— ¡A las arm as, a las arm as! — gritó un puñado de hi­
dalgos que entró a caballo por una esquina de la plaza em­
puñando las espadas desnudas.
Fueron destacadas comisiones para juntar y distribuir
municiones, arm as y caballos recomendándose a todos los
ciudadanos que acudiesen a la defensa de la ciudad con sus
personas y elementos, a órdenes del Gobernador v el Cabildo
Secular. Dos Ayudantes que recibieron órdenes delante del Es­
tandarte Real, plantado en la puerta del Cabildo, salieron a
caballo p ara convocar crente de las com arcas circunvecinas;
pero traicionando su misión, lleqaron hasta la tienda de Se­
bastián de León y se entregaron, con lo cual apenas pudo
reunir el Gobernador Cárdenas trescientos hombres entre in­
fantes v caballería ,m ás cuatrocientos indios amigos y mal
equipados.
León escribió al Cabildo diciendo aue le deiasen en­
trar como Gobernador sin hacerle resistencia v ñor sí se la h a­
cían, venía con cuatro mil soldados del Rey. Los mismos emi­
sarios aue traieron el mensaje escrito fueron a casas am iaas
a prevenir a las muieres que saliesen fuera de Asunción con
su ropa y alhenas, poraue al día siauiente era cierto que en­
trarían en ella por la fuerza y someterían al saqueo los domi­
cilios.
El Cabildo contestó al intimador aue la ciudad, noble y
obediente por título, estaba pronta a recibirle si traía órdenes
y mandatos reales; pero que debiera inqresar con acomorrña-
miento decente, de personas hidalaas y no con eiército de in­
dios bárbaros que siendo enemiaos de la qente esoañola no
se podía soDortar su entrada sin prevenirse a la defensa.
Llevó e sa carta un otro Ayudante, el noble y valiente
Sebastián Escobar aue fue desprendido de la asam blea del
Ayuntamiento, el mismo día y a solicitud suya.
— No vayáis, buen soldado, a seguir el camino de los
otros Ayudantes que humillaron sus espadas traicionando el
juramento — le dijo Villasante.
— ¡Juro al Rey, juro al Cabildo, juro al Pueblo, juro a
Dios que antes sabréis mi muerte!
EL KOLLA MITRADO 91

V trágicam ente cumplió su patético juramente en que


pareciera que hubiese salido algún funesto presentir de su pe­
cho. León recibió el mensaje del Cabildo y aunque fue su
impulso el entrar luego con solamente su escolta de presbíte­
ros jesuítas y españoles mercenarios, no opinaron así sus
amos, los Reverendos de la Compañía. Era necesario entrar
por fuerza porque nadie podía confiar en el Obispo que bien
podía apresarlos o mandarlos ejecutar. ¿No había cometido
y a la temeridad de echar a los jesuítas? El emisario no podía
volver. M andaron apresarlo y engrillarle.
Como el Ayudante saliendo muy de m añana, tardó has­
ta la siesta y no volvía, con el primer ejemplo se sospechó
nueva traición sin que nadie tuviese el acierto de suponerlo
preso. E l Cabildo eligió entonces a los Padres Superiores de
San Francisco y Santo Domingo para que parlamentasen con
los que am agab an la ciudad haciendo temer males sin cuen­
to por la cantidad y calidad de indios que traían. Los religio­
sos fueron a San Lorenzo y cumplieron la misión repitiendo
el mensaje que llevó Escobar.
— No necesito del Cabildo — respondió desdeñoso el
presunto Gobernador— Y a he tomado posesión en San Igna­
cio y otras reducciones de la Compañía. Entraré como he ve­
nido y me parezca.
No pudieron disuadirle. Era un sirviente leal de los je­
suítas, y éstos, y a habían decidido un escarmiento para la
ciudad que h acía siete meses los sa ca ra afrentosamente ba­
jo la lluvia de cá sca ra s e interjecciones nada amables,
Con el regreso de los religiosos a la ciudad, al día si­
guiente, l 9 de octubre, se inició la m archa sobre Asunción con
el infausto descuartizamiento del prisionero Ayudante Sebas­
tián Escobar a quien los indios por quitarle los grillos, ultima­
ron a m achetazos seccionándole las piernas y brazos.
La ciudad se aprestó a la defensa con sus escuadro­
nes que salieron hasta el cam po de Santa Catalina, para dar
la batalla a los jesuítas, mientras el Obispo quedó en la Igle­
sia con toda la feligresía indefensa rogando a Dios diese áni­
mo victorioso a los defensores y confundiese a los enemigos.
Frente a frente no osaban atacarse los ejércitos. Un
emisario a caballo avanzó solitario en el campo de nadie y
sin llegarse junto al comando de la defensa, sino a unos vein­
te metros, gritó:
— ¡De parte del Gobernador y Capitán General don Se-
92 AUGUSTO GUZMAN

bastión de León, os digo la orden de que dejéis entrar sin es­


torbarle, so pena de vuestras vidas!
— ¡Decidle que muestre por dónde viene como Gober­
nador y si quiere entrar que entre sin el ejército de indios,
pues habremos de recibirle y acatarle! — le respondieron.
Hubo unos minutos de vacilación en el Gobernador en­
trante que nó quería perder el tiempo en estos pleitos y ha­
bría preferido entrar en paz con el homenaje de la ciudad;
pero no era su voluntad subalterna la que iba a cumplirse si­
no de los Reverendos Padres de la Compañía que desde sus
briosas caballerías dieron la señal de ataque. Los indios dis­
pararon sus mosquetes y arcabuces al cielo, porque lo hacían
huyendo la c a ra al fogonazo de sus arm as cuyas balas silba­
ban en el aire sin lastimar a una de las personas a quienes
estaban dedicadas. En cambio los defensores cargaron con la
caballería por delante y en pocos minutos desbarataron un
ala de la formación que y a no era tal, porque los indios aterro­
rizados retrocedieron en fuga protegiéndose muchos de ellos
bajo las carretas de su impedimenta. Fué error de los españo­
les el introducirse mucho en la desordenada m asa contraria,
la cual, siendo tan numerosa, los retuvo trabados en combate
en un solo sector dando tiempo al padre jesuíta Amóte — sa ­
cerdote de mucho predicamento militar— para que despren­
diéndose de la pelea con un escuadrón de mosqueteros dies­
tros, saliese a retaguardia de los defensores que habrían si­
do copados, vencidos y victimados, si una sección de cab a­
llería no le hubiese ido al encuentro mientras el resto se pu­
so en franca retirada dejando una veintena de víctimas en las
cuales todavía se cebaban por grandes grupos los guaraníes
demorándose en ultimarlos y despojarlos de sus prendas que
codiciaban m ás que sus vidas.
Una hora no alcanzó a durar la batalla con el balance
de veintidós muertos y doce heridos españoles y cinco muer­
tos indios entre los defensores. Los atacantes perdieron tres­
cientos ochenta y cinco indios que fueron enterrados en el mis­
mo cam po de batalla. Una b ala certera mató instantáneamen­
te a uno de los Padres de la Compañía que desde su piafan­
te cabalgadura azuzaba a los indios a la m atanza de cristia­
nos. Este fué entrado en la ciudad en concepto de mártir.
El balance rojo y negro es muy sugestivo y hasta de­
mostrativo, en cuanto al coraje con que lucharon los nobles de
Asunción. De ellos murieron muchos m ás siendo menos que
los indios que luchaban a su lado y ellos solos mataron tan­
EL KOLLA MITRADO 93

tos ofensores indios. ¿Que hacían los españoles como León,


Hinestrosa, los prebendados y otros capitanes blancos de la
expedición? Luchaban, peleaban; pero desde tras de la es­
pesa muralla de indios. Y así solo hubo la baja del impruden­
te sacerdote que no por ser de la Compañía, habrían de res­
petarle las balas.
La entrada en la ciudad fué terrorífica y catastrófica.
Desde muy lejos se oyó el clamoreo salvaje de la indiada que
parecía una tropa de monos salvajes por la gritería bronca,
confusa y arrebatada. Eran aullidos de bestias hambrientas
y libidinosas que llegaban a saciar su doble apetencia con la
carne blanca y mestiza de la ciudad colonial, abierta y desam ­
p arada bajo sus cruces católicas, en aquel pálido primer vier­
nes del mes de Octubre.
LA OCUPACION

Robaron, mataron, violaron, quemaron. Era la invasión


de los bárbaros reeditada en el corazón del trópico, sobre la
tierna ciudad impúber que temblaba en la fronda del bosque,
como mariposa sacudida por la tempestad sobre el verde ro­
paje de la tierra.
Tres mujeres blancas, con desnudez de luna y de per­
la, conducidas a un bosque y am arradas a los árboles, fue­
ron gozadas por los indios, en revista de decenas, hasta morir
víctimas del obceno experimento. M uchas familias huyeron a
vagar por los bosques anegadizos, hirvientes de alim añas y
erizados de abrojales incultos, ocultándose sobre los árboles
coposos de espeso y m aternal follaje.
En una de esas calles por donde p asaban los indios
prendiendo fuego a las casas, una niña de siete años murió
quem ada en un círculo ardiente del que no pudieron sacarla
los mismos indios pirómanos. Era la inocente hija del nuevo
Gobernador Sebastián de León, en cu ya tierna vida cobró el
destino advertencia y castigo a la m aldad del padre, víctima
él mismo de sus propios acios de verdugo. El hecho casual po­
día ser causal para atenuar el rigor de la vandálica entrada.
En efecto, no se dejó esperar la reacción contra los indios, que
por mandato del Gobernador y de los jesuítas, cesaron en su
estúpida y criminal tarea con dos o tres ejecuciones inmedia­
tas, limitándose simplemente al pillaje a que en estos casos
se sentían impelidos por vocación. Por lo demás la idea del
botín p ara un guerrero, es como la de la cosecha para un
agricultor.
El pueblo al conocer la derrota de sus defensores y el
consiguiente regreso de los jesuitas que llegaban de nuevo
para señorearse sobre el suelo donde se festejara h acía tan
poco su salida, derribó en minutos el Colegio de la Compa­
ñía sin que pudiesen evitarlo los sensatos y los prudentes.
Al ingresar las tropas h acia la plaza, venía el Gober­
nador con su séquito de clérigos y españoles, tras una parti­
96 AUGUSTO GUZMAN

da de prisioneros am arrados unos y engrillados otros. El Obis­


po salió hasta la puerta de la Catedral p ara contemplar su
paso. Tranquilo, sereno, firme y superior a su derrota, los mi­
ró de frente, desde el umbral de su refugio. Sebastián de León
hizo alto a unos veinte pasos, y con el Capitán Rodrigo Jimé­
nez, a quien lo traía prisionero con las m anos am arradas, le
mandó decir que se entregase con la gente que tenía en el
pueblo, porque de otro modo los degollaría a todos.
Cárdenas permaneció en silencio, con la boca muda,
congelada entre la nieve de su barba franciscana, mirando a
la multitud de vencedores con tal desprecio que parecía de­
rrotarlos con su repugnancia. Aunque el emisario instaba an­
gustioso por la respuesta, en aquellos minutos de expecta­
ción, no se dignó contestar al mensaje. Y el Capitán tuvo que
volver con la respuesta de uno de los religiosos que por salir
del trance difícil, exclam ara:
— Decidle que el Obispo dice que allá cesen las arm as
y que a c á cesarán también.
Con esta respuesta los triunfantes pusieron orden en
sus filas colocando a espacios proporcionados, sus siete ban­
deras de gloria que colgaban como servilletas de color, sin
poder flamear, porque no había sino una brisa Norte, tan lige­
ra, tan leve, tan discreta y timorata, que mover una hoja de
los árboles era su éxito y a tremolar las banderas no alcanza­
ba ni con mucho. Ocuparon íntegra la inmensa plaza y hacien­
do un claro al centro, donde estaba Sebastián de León con
su Estado M ayor, rindieron honras fúnebres al cadáver del je­
suíta. Bajo palm as y coronas, mandaron enterrarle en el tem­
plo de La Merced, mientras en el bosque, las tres sacrificadas
al placer ajeno que las había magullado hasta la muerte, da­
ban el pasto de su carne blanca, a los buitres negros. Luego
mandaron traer de las carretas todos los grillos forjados en
las reducciones jesuíticas, hicieron un montón enorme de ellos
y se los impusieron a todos los prisioneros que eran la gente
principal, entre ellos sacrilegam ente, a venticuatro sacerdotes
adictos al Obispo que estaban en el templo, y los mandaron a
la cárcel. Vallejo de Villasante fué afrentado públicamente con
degradación de su cargo y puesto de plantón, con los grillos,
sin derecho de sentarse. Los Alcaldes ordinarios, engrillados
también, fueron llevados sobre sillas y hombros de indios a
ver la ruina del Colegio p ara que adquieran mejor conciencia
de su culpabilidad. Las mujeres fueron expelidas del templo
con el grosero mensaje del Gobernador:
EL KOLLA MITRADO 97

— ¡Que salgan fuera las hembras, porque esa no es c a ­


sa de mujeres!
El Obispo fue cercado en su Catedral por 600 indios jun­
tamente con algunos religiosos que no quisieron abandonarle.
Diez días duró el sitio riguroso en que se mantuvieron los pri­
meros con agua y algunas m andiocas de la despensa del
Obispo. Al décimo día, sintiéndose desfallecer por falta de nu­
trición y de agua que y a no había en el pequeño aljibe, gri­
taron los religiosos a la guardia:
— ¡Murió, murió; y a se nos minió de hambre nuestro
buen Obispo!
Oyendo esta fingida lamentación los españoles de la
guardia, dieron aviso al Gobernador, el cual con intento de
cumplir simplemente una diligencia del Juez Conservador de
los Jesuítas, aunque sea post-mortem, pues se decía haber fa­
llecido el duro y duradero anciano, entró en la Catedral acom ­
pañado del dicho Juez, ilegalmente nombrado, que era el mer-
cedario y m ercenario Fray Pedro Nolasco. Encontraron al
Obispo vivo, vestido con los ornamentos del pontifical rete­
niendo entre sus manos la custodia del Santísimo Sacram en­
to delante del Altar M ayor. Sus ojos fijos, extáticos, con la mís­
tica mirada perdida en las bóvedas del techo.
— ¡Fraile descomulgado, intruso, embustero! ¿Cómo es
que se me a ca b a de decir que estábais difunto? — le increpó
León.
— Sin estar difunto me habéis enterrado como en una
sepultura; m as es mi templo y en él mi Dios me mantiene con
su misericordia a pesar de vuestra prepotencia, Sebastián de
León.
— ¡Debéis llamarme Gobernador!
Cárdenas tenía en la mano un pliego, copia de otro, es­
crito al séptimo día de su encierro y que contenía una d e cla ­
ración satisfactoria en descargo de los que habían lomado las
arm as contra este pretenso Gobernador, que ahora le reclam a­
ba el título. El original tenía escondido un religioso para h a­
cer llegar a cualquiera de los miembros del Cabildo.
— Señor Gobernador León, o señor León Gobernador
—respondió reticente el Obispo a tiempo que le entregaba su
declaración— cualquiera que sea vuestra dignidad no de­
béis ignorar el contenido de esta declaración satisfactoria, que
siendo verdadera, debe servir en justicia de suficiente d escar­
go a los que estáis persiguiendo con tanta crualdad. Os pido
ceséis en tan injusta persecución.
OS AUGUSTO GUZMAN

Don Sebastián cogió ©1 papel y se lo guardó en el ju­


bón respondiendo:
— Ha de contener insultos contra la autoridad, pues es
la vuestra inveterada costumbre.
Y embistiendo a Su Ilustrísima para quitarle la cusió
dia, añadió:
— ¡Y a es vieja vuestra astucia de andar con este escu­
do del Santísimo Sacram ento; pero ahora no os vale, men­
tecato!
El Obispo parpadeó en silencio y resistió al Goberna­
dor que era lo menos con veinte años su menor. En la lucha
cedieron sus viejos músculos flojos y desnutridos por ios ayu ­
nos y tormentos. De tal modo fué prendido y llevado a em pe­
llones, en medio de indios arcabuceros, hasta la c a sa de
Alonso de Aranda, otro parcial de los jesuítas, que estaba a
dos cuadras de la Iglesia en la misma plaza, y allí le mecie­
ron en un calabozo oscuro y húmedo sin respetar en él ni al
anciano ni al Pastor, aunque fuese en verdad el m ás grande
enemigo que tenían. El Juez Conservador de -los jesuítas, Fray
Pedro de Nolasco, le notificó con una serie de autos en su con­
tra fijándolo en todas las Iglesias de la ciudad como exco­
mulgado, intruso, desposeído de la dignidad episcopal, pv>.
vado de decir misa, condenado a multa y reclusión en un con­
vento, enviando traslados de tan inicuas providencias, a Co­
rrientes, Santa Fe, Buenos Aires y Tucumán. El Obispo de Bue­
nos Aires, enterado de los traslados, lanzó después del des­
tierro de Cárdenas, un edicto desconociendo los autos del
Juez Gobernador que no podía sentenciar a un Obispo y de­
clarando que todos los cristianos de su jurisdicción tuviesen
por legítimo Obispo del P aragu ay a Fray Bernardino de Cár­
denas, sino es que el Pontífice declarase otra cosa.
Una vez encerrado el Obispo, el Gobernador se retiró
a su c a s a y allí dió lectura a la declaración de Cárdenas que
después de relatar los hechos declarándose único responsa­
ble, terminaba patético:
"A sí certificamos, y siendo necesario juramos in verbo
sacerdotis, poniendo la mano en el pecho y corona, que pro­
cedió el hecho según dicho es, em anado de nuestras órdenes
y mandatos, que ellos entonces obedecieron, como de su Go­
bernador, Capitán General que usábam os y ejercíamos, y de
temor de incurrir en las penas que teníamos impuestas; y se­
gún nuestro parecer los susodichos padecen con inocencia,
pues solamente acudieron como humildes a obedecernos, de
EL KOLLA MITRADO 99

m ás de que así mismo se los m andábam os con penas de ex­


comunión ipso íacto al que no acudiese a nuestras órdenes;
y en esta consideración deben ser absueltos, como personas
que no cometieron dicho delito por sí. Y para que conste, de
nuestro motivo, por la noticia dicha, y por el descargo de
nuestra conciencia, y no por otra cau sa alguna, lo certifica­
mos así por ser verdad infalible, pública y notoria en esta
Ciudad".
Este documento en que palpita un sentimiento genero­
so de dignidad y de responsabilidad humanas, influyó no po­
co en la suspensión por lo menos temporal de los castigos y
persecuciones que sufría mucha gente.
La aventura de Cárdenas en el trópico, tocaba a su
fin.
ADIOS AL TROPICO

Once días de calabozo tuvo el Obispo en la c a sa de


Aranda, donde una vieja mulata le servía los alimentos que
limosneaba en la ciudad y que los piadosos vecinos le entre­
gaban con el riesgo de la vida.
Al cabo de este tiempo fue nuevamente echado por­
que los jesuítas preferían el destierro a la "reclusión en un
convento" que sentenció el osado luez Conservador. Esta vez
íué ausentado p ara siempre en una b alsa con doce arcabu­
ceros, encargados de no parai en punto alguno, hasta Santa
Fe, 200 leguas de Asunción.
Era una m añ an a clara de Octubre en que el sol fan­
farroneaba tirando millares de libras esterlinas en el ancho
río. El bosque vestido con la pompa de sus galas, echaba al
viento el fuerte arom a de su fronda jugosa entre la confusa
parlería de sus alados habitantes. En las orillas, zancudas
con picos grandes como tijeras de m adera, paseaban su silen­
ciosa y filosófica gravedad sin cuidarse de la holgazanería de
los y acarés repantigados sobre la fina arena de los reman
sos. Garzas y tucanes cruzaban el río con su lento vuelo, so­
bre la pelotera zumbante de los insectos que enloquecían en
el espacio, yendo a estrellarse sin m atarse contra la cromáti­
ca floración de las enredaderas que aprisionaban, como m a­
llas tejidas en colores, las copas de los árboles cautivos. Tro­
pas de monos minúsculos chillaban provocativos, prendidos a
las ram as de florido tarumá, mientras los m ás prácticos ascen­
dían el poste vertical de los papayos y se asentaban sobre
la carg a frutal, que parecía un racimo de ubres vegetales, p a­
ra dar un mordisco y echar dispendiosamente el enorme fru­
to amarillento que caía al agu a cual una calabaza. El vuele
multicolor de las mariposas fingía un corso de flores en el car­
naval primaveral del bosque lleno de risueña fantasía.
Al fondo, por encima de todo, sobre na graciosa coli­
na, se alzaba el bosque familiar de los nobles lapachos. Era
102 AUGUSTO GUZMAN

el altar de la primavera que florecía tres veces en el mismo


sitio, m arcando como un calendario botánico, el paso de la
divina estación. En agosto florecían p ara el viento los lapachos
de flores rosa como los durazneros de Chuquisaca, y era en
verdad un suspiro rosa de la primavera, que el viento se lle­
v ab a como el primer pensamiento de am or de una doncella.
En septiembre el boscaje de la colina se ponía un manto nue­
vo de color rosa encendido con los árboles que suplían el
despojo de los anteriores. Y en octubre, ahora, lucia el am a­
rillo claro, y puro, y luminoso, y vibrante, y llamativo a la m a­
yor distancia como la ilusión del oro del Paraná.
Poco a poco se perdían entre las arboledas las peque­
ñas ca sa s de Asunción. Entre esbeltas y elevadas palmeras
todavía se m ostraban las torres de las iglesias de San Fran­
cisco, La Merced y la Catedral, donde las cruces ñjas y solas,
bajo el azul puro del firmamento, parecían despedirle mu
das, con los brazos abiertos y rígidos en un gesto de suprema
desolación. Su anciano corazón de proscripto le anunciaba que
y a no las vería nunca más.
¡Esto era el Paraguay! La tierra desconocida y caliente,
refugio tropical donde pensó que después de un gobierno pa­
triarcal, tranquilo hasta la monotonía vegetativa, hubiese de­
jado sus huesos en alguno de los anchos paredones de la C a­
tedral, o bajo la tierra humilde, a la sombra de un árbol gi­
gantesco. No había sido así en m anera alguna. Ocho años
habían pasado en el galope violento de los días de lucha que
quedaban impresos en su memoria como un solo episodio ex­
traño, vivido en el corazón de las selvas. Ahí quedaba un
pueblo que silabeaba su historia en las letras rojas de su pro­
pia sangre. Lo bendijo por última vez, dentro su corazón ca ­
llado y conmovido, ante el recuerdo fresco de tanta obedien­
cia, tanto cariño y sacrificios.
Obispo y Gobernador, Pastor y Caudillo, Magistrado,
Paladín y Mártir. Había sido el conductor como Moisés del
Pueblo de Israel. Pero el éxodo sólo le tocaba a él porque
después de todo no era m ás que un criollo kolla y forastero,
a quien arrojaban otros extranjeros usando el brazo de im
mestizo de Asunción.
Y a todo el panoram a se h acía uniforme y borroso en
la engañosa distancia de la bahía. La em barcación liviana
como una hoja seca, entraba en la corriente que y a se la lle­
vaba. Cárdenas miró por última vez el teatro de sus regias ago­
EL KOLLA MITRADO 103

nías y luego, venciendo la congoja que abrillantaba sus ojos


en la inminencia del llanto, alzó su noble frente y hundió su
mirada pura de visionario en la inmensidad azul.
Era su despedida. Su adiós al trópico.
LA CORDILLERA
CHUQUISACA

Otoño. Las hojas de los frutales en los huertos se tom a­


ban am arillas y caían para rodar por los suelos, cubiertos de
hierbajos, al impulso de la brisa otoñal, mientras en las ra­
m as cuajaban, fragantes e incitantes, las drupas y las pomas
de los durazneros y manzanos, entre cercos de guindas o lán­
guidos rosales de corolas enfermas, arrugadas y semimuertas.
En las faldas de los cerros, clareab a al sol naciente la
parda o cenicienta gleba de los rastrojos, sementeras de los
indios, de cuyos surcos baldíos alzábase un levísimo vapor de
desvanecimiento. Bosques de cedros y de molles tatuaban la
tierra de altibajos, encerrada en un cerco de montañas, que
am paraba de los vientos al vallezuelo de Chuquisaca, here­
dad de los Charcas.
En la región m ás plana de esta com arca despertaba la
ciudad colonial de Peranzures o Pedro de Anzures, con sus
ca sa s limpias de blancas paredes y techos rojizos de teja, en
medio de las cuales, gallardas y esbeltas, se alzaban las to­
rrecillas de la Catedral, San Francisco, La Recoleta, Santo Do­
mingo, La Merced, San Agustín, Santa Clara y la Compañía
de Jesús. ¿El día, la fecha? Viernes 17 de Marzo de 165i.
Desde muy temprano, la gente se echó a la calle con
esa agitación típica de las vísperas o del día de una fiesta.
Los religiosos de las distintas órdenes comenzaron a salir de
sus conventos haciendo que en las esquinas numeroso con­
curso de gente se les uniese para ir a encontrarse todos los
grupos en el camino de Yotala, pueblecito situado a cerca de
dos leguas de Charcas. Desde San Roque, entrada de la ciu­
dad, hasta la puerta del convento de franciscanos, por lo m e­
nos tres veces en ca d a cuadra, estaban abiertos los agujeros
en el suelo para plantar palos y am arrar arcos de triunfo co­
106 AUGUSTO GUZMAN

mo se usaba p ara las procesiones de la Virgen o del Santí­


simo Sacramento.
Unas a otras se preguntaban las gentes por qué salían
de la ciudad las congregaciones. ¿Llegaba sin duda el Arzo­
bispo, después de trece años que la silla metropolitana había
quedado vacante con la muerte del virtuoso 3 inolvidable
Arias Ugarte, a caecid a en 1.638? ¿Venía tal vez un delega­
do del Rey o del Virrey? Porque no solo ere movimiento re­
ligioso, sino civil, popular, general, y se hablaba hasta de es­
cuadrones de soldados indios que estarían juntándose a toque
de tambores y pututus.
Era la llegada de un viejo franciscano conocido y ol­
vidado y a acaso en Charcas. Volvía despojado del Obispa­
do del Paraguay, el Reverendísimo Don Fray Bemardino de
Cárdenas, amigo de los indios, ex-Definidor, ex-Visitador, ex-
Legado del Concilio Platense de 1.829.
Todo el concurso del vecindario que iba alcanzando pro­
porciones de aglom eración congestiva en la zona de San Ro­
que, quedó disuelto insensiblemente hasta medio día sin que
se hubiese hecho recibimiento alguno. Todos se fueron a sus
casas tranquilamente..Los mismos religiosos que y a empren­
dían el camino de Yotala, regresaron a sus conventos. Un nue­
vo rumor circulaba confusamente entre las dam as de Chuqui-
saca.
— Dicen que y a no llega el Obispo y por eso vuelven
todos.
-— ¡Cómo decir que no llega! Sí que llega, m es no al
instante, sino en la tarde. ¡Que alhajen las arquerías para que
pase el Buen Pastor!
— Se dice que lo echaron los jesuítas ¡Dios me libre!
Pero es lo que dicen sin desdecirse los mismos padres de San
Francisco.
— Ellos han de saber, porque Fray Bemardino es de la
orden.
— De todo h ay en la viña del Señor. Aquí los padres de
la Compañía son sabios, cumplidos y ejemplares sacerdotes,
¡cómo serán en el Paraguay!
— ¿Dónde es el Paraguay, en América?
— Eso no se puede saber sino en la Universidad; pero
queda tan lejos como la China. La yerba olorosa que consu­
men en Potosí, es del Paraguay.
— Mi abuelita contaba la leyenda de un Obispo que lie-
EL KOLLA MITRADO 107

gó desde el P aragu ay en el siglo pasado y que adm iraba a


lodos semejante viaje.
— Aquí viene Don Juan de Padilla, el Alguacil Mayor
de la Corte. Si alguien se atreviese a llamarle, sabríamos en
seguida el paradero de Fray Bernardino.
— ¡Don Juan de Padilla! — le llamó una.
El caballero cruzó la acera y saludó con una inclina­
ción a las dam as que cotorreaban junto al portal de una re­
sidencia señorial.
— Me llamáis señoras y yo os acudo gustoso de servi­
ros en lo que mandéis.
— Mucho no es Don Juan —habló la m ás desenvuelta
de genio— sino la curiosidad de saber por qué se reúne y
se dispersa la gente, y alzan arcos en la calle de San Francis­
co.
— Alborotan los franciscanos por recibir al Ilustrísimo
Obispo del P aragu ay Fray Bernardino de Cárdenas, cuya lle­
gada se esperaba p ara medio día que no h a de ser sino a las
cuatro o cinco de esta tarde por el camino de Yotala.
— Sois un cumplido caballero, Don Juan de Padilla.
— Os beso los pies dam as de Chuquisaca — volvió a in­
clinarse con cab alleresca cortesía y se marchó a pasos rítmi­
cos contoneándose sobre el primer tercio delantero de sus plan­
tas.
Por la tarde la aristocracia había ido a acom odarse en
las ventanas y balcones de la calle de San Francisco desde
San Roque hasta m ás allá del convento con provisión de ro­
maza, hojas de arrayán y flores en grandes charolas de plata.
M ás de veinte arcos daban a la calle aspecto de fiesta
como en Corpus Cristi o Todos los Santos. Las m aderas y v a ­
rillas de los arcos estaban forradas con lienzo blanco sobre el
que se enroscaba como serpiente, una g a sa esponiosa roja,
celeste, rosada, am arilla o azul, am arrada a trechos con ra ­
mos de flores. Del centro de cad a arco colgaban pequeños ob­
jetos de plata y monedas, hasta el arco principal en cuya pre­
sentación se habían esm erado mucho m ás los piadosos ad­
miradores del Prelado pues todo él era un rico altar de flores
con una variadísim a colección de palanganas, pebeteros,
fuentes, cucharillas, cucharas, cucharones, platillos, vasos y
copas, aguamaniles, ollas con orejas y sin ellas, zarcillos,
prendedores, coronas y diademas, todo de plata blanca de Po­
tosí que relucía al sol pregonando tanta riqueza en honor del
108 AUGUSTO GUZMAN

santo cuyos milagros corregidos, aumentados o inventados,


circulaban en todas las cap as sociales de Chuquisaca; espe­
cialmente en la clase popular de cholos e indios que a m ás
de llenar las aceras de la calle con la diversa colocación chi­
llona de sus trajes, se adelantaba al encuentro del peregrino
hasta cerca de Yotala, convirtiendo el camino en recorrido de
feria donde la gente hormigueaba rumorosa sin cuidarse del
tropel de las caballerías que por grupos se adelantaban a los
peatones haciendo corcovear adrede sus briosas cabalgadu­
ras para lucir su coraje de jinetes ante la concurrencia.
C erca de las cuatro salieron h acia Yotala los religio­
sos franciscanos, agustinos, mercedarios y dominicanos, y re­
gresaron al cabo de una hora trayendo al anciano Obispo del
Paraguay en un hermoso caballo blanco como el caballo de
San Jorge, solo que éste'ven ía calmoso y tranqueo, paso a
paso, en medio de la multitud que aclam ab a al héroe cuya
noble cabeza de nieve m ostraba la frente pálida y rugosa so­
bre el rostro curtido de sol que se alargab a en el piloso atri­
buto de la barba. Imponente venía el viejo, medio en su sota­
na de franciscano arrem angada como una pollera hasta la cin­
tura sobre el pantalón, de gruesa tela rayad a, que no era pre­
cisamente de montar. A la subida del alto de San Roque, el
egregio jinete recogió las bridas y expresó su deseo de bajar­
se para continuar a pie. El Canónigo de la Catedral Don Pe­
dro de Paredes y Prado, le impidió apearse invocando el pon­
tifical a tiempo que le saludaba en este sitio junto con todo el
personal del Cabildo Secular y Regular que incluía numero­
sos vecinos notables de Charcas. Las cam panas de todas las
torres de la ciudad — menos de una que callaba indiferen­
te— comenzaron a repicar. Orquestas indias de jula-iulas y ke-
nas y charangos, ubicados en distintos sitios, mezclaron sus
acordes de viento y percusión al clamor de la multitud.
— ¡Viva Cárdenas! ¡Viva el Santo! ¡Viva el milagroso
Obispo del Paraguay!
A la entrada de la ciudad donde estaban detenidos, un
escuadrón de soldados indios saludó con su bandera de seis
colores al venerable y am ado huésped. El abanderado, un
quéchua alto y flexible, se adelantó frente al escuadrón hasta
cerca del Obispo y después de hacer una primera reverencia,
violentamente alzó la bandera en alto y la abatió hasta cerca
del suelo, tendida y flameante, dando una vuelta completa, y
así seis veces batió la bandera, una por cad a color, y termi­
nó arrodillándose con la enseña desplegada sobre el suelo.
EL KOLLA MITRADO 109

Durante esta operación el blanco caballo del Obispo, se man­


tuvo tranquilo, como si hubiese sido educado para asistir a
recibimientos pontiñcales.
Inmediatamente la multitud se puso en m archa y avan­
zó por la calle de San Francisco. Las charolas de plata salie­
ron a los balcones y ventanas en manos finas y blancas que
a puñados arrojaban la fragante mezcla de rosas, arrayán y
romaza cubriendo a momentos la cabeza del Pastor Católico
con la ofrenda que se depositaba en les cabezones de su ves­
tidura. Los frutos de rom aza se enredaban en la m araña de
la barba episcopal como enjambre de mosquitos verdes.
— ¡Viva nuestro Arzobispo! — gritó un artesano mestizo
brindando una copa de chicha de maíz kulli desde la sombra
de un pendón. No era m ás que un lejano precursor de los elec­
tores republicanos.
En la puerta del templo de San Francisco, los frailes
del convento, adelantados a la comitiva de San Roque para
h acer recibimiento, esperaban y a al huésped con cruz alta,
ciriales y chirimías que tocaban diestros adolescentes. Se apeó
el Obispo del sosegado equino y en la plazuela del convento
se oyó el estampido de los morteretes que hacían salvas de
bienvenida. Repentinamente el manso caballo quiso atrope-
llar, espantado por las detonaciones, pero un robusto lego de
los franciscanos, le contuvo a jalones de rienda y lo entró en
el convento. Los dem ás religiosos se congregaron a la puerta
de la Iglesia trayendo el palio y un blando cojín forrado con
fino paño rojo, cordones de oro y borlas de plata, donde se
hincó C árdenas y el Preste le dió la paz estando todos los re­
ligiosos vestidos como p ara celebrar. Luego pasó al cuerpo de
la iglesia mientras le cantaban el armonioso y jubiloso Te
Deum laudamus con cuyo entonamiento llegó a sentarse en el
sitial reservado a Obispos y Arzobispos. Desde la tribuna de
las oraciones el Preste hizo rezar a todo el concurso una ora­
ción de gracias y allí mismo comenzaron a desfilar los reli­
giosos besándole las manos de rodillas, cosa que quisieron
seguir las gentes en cerca de una hora sin que nadie se con­
formase a ser privado del besuqueo con que creían gan ar in­
dulgencias. Como la cosa no llevaba trazas de terminar, a ins­
tancias de los canónigos salió de la Iglesia para ser conduci­
do a su alojamiento que era una rica mansión a media cu a­
dra del convento, toda adornada, dispuesta y compuesta co­
mo para temporada de fiesta. En la plaza las indias de rodi­
llas pidieron su bendición disputándose en tropel el honor de
110 AUGUSTO GUZMAN

besar sus manos o tocar su vestidura. Bendijo a todos el an­


ciano y solo con ayuda de los canónigos pudo evitarse m a­
yor tardanza en la ocupación de recibir el homenaje del pue­
blo para ingresar en su nuevo domicilio.
Le parecía un sueño de color que rem ataba la pesadi­
lla de su viaje. Sonreía dentro de sí, conmovido e incrédulo,
ante esta demostración paradójica del destino que le fingía el
éxito en medio de su derrota. Y él mismo, a- momentos, no sa ­
bía cual de las dos cosas era la verdad.
SALIDA

El grandioso recibimiento que le tributara Chuquisaca


leios de hacer nacer en su corazón sentimientos de seguridad
y optimismo, le pareció una sátira del destino y a que el despo­
jo de su Obispado no se rem ediaba con entradas triunfales.
No alcanzó a estar un mes en la regia residencia que le
piepararon los franciscanos. Por modestia — que en él no era
ficción— y hasta por razones de seguridad contra sus enemi­
gos que en todas partes le acechaban, se recogió a una cel­
da del convento de San Francisco donde siguió diciendo las
dos misas de costumbre y practicando sus mortificaciones sin'
com padecerse por sus años. Era una naturaleza privilegiada
pues muy pocas v eces en su vida había enfermado y casi
nunca de gravedad. ¿Qué mayor prueba de ello que su últi
mo viaje a C harcas? M ás allá de los setenta años de edad,
había cumplido casi todas las jornadas a pie, con el cíngulo
de alam bre en el cuerpo y la com pañía ocasional de frailes
o sirvientes que le proporcionaban los conventos de San Fran­
cisco. Casi un siglo antes, otro infortunado Obispo del P ara­
guay, Don Pedro de la Torre, el em paredado a raíz de sus que
relias con el Gobernador C áceres, había salido de Asunción
en 1.564 por vía m ás directa p ara llegar a Chuquisaca en
1.566, en busca de justicia. Con la misma dem anda, m ás edad
y mucha m ayor distancia, Cárdenas llegó en menos tiempo
San Diego y Villalón — discípulo y defensor del Obis­
po— dice a este respecto en el Memorial y Defensorio: "S e fué
a la ciudad de La Plata p ara quejarse a la Real Audiencia de
tantas injusticias y violencias, padeciendo en el camino que
es de 600 leguas, un viejo de m ás de setenta años, grandí­
simos agravios y trabajos que le causaron sus contrarios peí
todas partes por donde p asab a hasta hacerle hurtar las mu-
las y bueyes de su avío". Y en otra parte del mismo: "L as des­
comodidades que padeció en este viaje no son ponderables
y cómo se las ofreció a Dios aquel buen Prelado, no quiero
112 AUGUSTO GUZMAN

quitarle el mérito con publicarlas, pues movieran a compa­


sión al pecho m ás endurecido".
Con la llegada del Obispo los jesuítas de Chuquisaca,
solidarizados con sus hermanos del Paraguay, redoblaron sus
esfuerzos p ara obtener la aprobación de las ilegales providen­
cias del Juez Conservador que sentenciaba a un Obispo usur­
pando la jurisdicción del Sumo Pontíñce, único Juez de los
Obispos. La cau sa de Cárdenas llevaba trazas de convertirse
en un asunto de orden público porque y a apasionaba al pue­
blo al punto que como en Asunción estaban en litigio las re­
ligiones y los bandos. La Audiencia comenzó a mirarle con
recelo, de soslayo, eñcazmente prevenida por los padres je­
suítas cu ya excelente situación en Chuquisaca era innegable.
No pudieron sin embargo obtener la monstruosidad jurídica
que pretendían. Una vez m ás la justicia se abrió paso por
un instante. En abril de ese año se dió auto de vista de las
actuaciones del Juez Conservador Nolasco, y en el mes si­
guiente, m ayo, el auto de revista de la Audiencia anulando
todo lo actuado por ese intruso instrumento de los jesuítas dei
Paraguay. Pero no era la victoria de Cárdenas sobre los je­
suítas.
El auto de anulación m andaba que el Obispo despoja­
do y expelido fuese restituido a su Iglesia. Era lo de antes, un
mandato sin ejecución. El y a sabía lo que iba a pasar. ¿Hines-
trosa. Escobar, Sebastián de León, habían cumplido alguna
vez el auto de restitución, el otro auto que estaba sin cumpli­
miento como no fuese por haberse restituido él mismo, toman­
do la espada de la Gobernación?
Ahora le m andaban dem andar la ejecución del auto
restitutorio ante el Real Acuerdo de Lima. Su procurador pi
dió, rogó, exigió y solamente obtuvo que lo remitieran al Real
Consejo de las Indias. Era la influencia jesuítica, tenaz e im ­
placable, en la labor de detener al Obispo en cualquier par­
te y no permitir por acaso alguno su regreso al Paraguay. En
junio del mismo año de 1.651 le escribía el Virrey de Lima co­
municándole esta noticia de la dilación de los trámites. ¿No
era y a el Marqués de M ansera, Virrey del Perú, el mismo que
durante tantos años permitiera y tolerara las vejaciones de que
había sido objeto el Obispo del P araguay? Firm aba la can a
el nuevo Virrey, el Conde de Salvatierra.
Cárdenas decidió irse a Potosí. En Chuquisaca no podía
respirar con el predominio de los jesuítas que lo mismo man­
daban en la Universidad que en la Audiencia. Desde poco des­
EL KOLLA MITRADO 113

pués de su llegada se había suscitado una contienda litera­


ria de libelos infamatorios en prosa y verso entre las religio­
nes que le defendían y la Compañía que le atacab a. Varios
funcionarios de la Audiencia le habían visitado para sugerirle
con buenos modos que sería satisfactorio a la tranquilidad pu­
blica y hasta al éxito de su causa, que eligiese por lesidencia
Potosí u otra ciudad que no fuese la sede metropolitana.
Releyó la breve carta del Virrey. La luz pura y diáfana
de la transparente atmósfera chuquisaqueña entraba hasta su
celda en ancho haz solar, como en las figuras de la Anuncia­
ción. Se sentó sobre la silla de cuero, junto a la mesita de su
escritorio donde estaba el crucifijo de su c a s a episcopal, y to­
mando la pluma, escribió una de sus m ás herm osas cartas al
Virrey del Perú, Conde de Salvatierra:
“Excelentísimo señor: Recibí la carta de Vuestra Exce­
lencia de primero de Junio, y después de leerla atentamente
y con mucho respeto, esperando en ella hallar algún consue­
lo, besé la firma y la puse sobre mis ojos, que debieran h a­
berse bañado en lágrim as de sangre para lo cual en realidad
nunca tuvieron motivo m ás grande. Un pobre Obispo c a rg a ­
do de años y oprimido con el peso de los m ayores trabajos y
de tantas tribulaciones, que le han puesto a riesgo de perder
la vida, busca remedio a tantos males, pide justicia, y que se
ponga fin a unos delitos enormes contra Dios, y contra el Rey,
sin poder conseguir nada. Veo por el contrario, que los auto­
res de estos excesos; los que se han apoderado de la Real Ha­
cienda; los que han usurpado la Jurisdicción Real, su Patro­
nato, y el Patrimonio Real; y los que han ocasionado la muer­
te de tantas personas, se hallan favorecidos y triunfantes, es­
tando en posesión de sus Doctrinas, apesar de las Cédulas
Reales y Decretos del Santo Concilio de Trento, en perjuicio
de la Ciudad de la Asunción y de toda la Provincia; entre
tanto que el Obispo, en premio del celo con que se opone a
sus perniciosos designios, se halla obligado a emprender los
m ás largos y penosos viajes, lleno de pesares, injuriado en
todas partes y despojado de sus bienes; todo esto sin m ás mo­
tivo, que por haber tomado la defensa de los intereses de su
Rey y Señor, y velado por la conservación de la Fe".
"En fin, mis débiles hombros no pueden y a soportar un
peso tan grande, y mi conciencia me reclam a unas cosas que
no puedo remediar: encargo a la de Vuestra Excelencia y la
de todos los demás Ministros del Rey. Por cuenta de Vuestra
Excelencia correrán de hoy en adelante todos los males, que
114 AUGUSTO GUZMAN

arruinan a la Provincia del Paraguay, y principalmente a su


Capital".
"A Vuestra Excelencia estaba reservado poner remedio
a tantos desórdenes, y no se puede excusar de hacerlo, ni
aun dilatarlo, sin p ecar gravemente contra la Fe; sin faltar a
lo que debe al Rey, a los Obispos, y a la Iglesia; y sin incu­
rrir en las Censuras que dispone el derecho, y la Bula in Cena
Domini, como sin duda incurrió su antecesor. Vuestra Excelen­
cia no puede seguir sus pisadas, ni excusarse de anular todo
lo que él hizo contra la razón y la piedad cristiana. Vuestra
Excelencia lo ha hecho en otras ocasiones de menor conse­
cuencia, muy justificadamente, y creo que ha dimanado del
mismo espíritu de justicia la providencia de quitar el Gobier­
no del P aragu ay a Sebastián de León, borracho público y
hombre abominable".
"M as en darle por sucesor de Sebastián León a don
Andrés Garavito de León, Vuestra Excelencia ha enviado a
esa Provincia otro León tan cruel como el primero, del cual se
dice ser pariente, y que con sus garras ha puesto en el último
extremo de su ruina al Paraguay, reduciendo a sus habitan­
tes, y a las mujeres m ás honradas, a la m ás extrema mise­
ria".
"La voz de tantos infelices, sus lágrimas, los males que
ellos sufren y el exceso de su aplicación van, Señor, al cargo
de vuestra conciencia, al de la Audiencia Real y al de todos
los Ministros que han contribuido en ello. Por lo que a mí to­
ca he satisfecho a todo m ás allá de mi obligación, como Obis­
po católico y como fiel vasallo del Rey, que he sufrido por
m ás de seis años tanto p ara sostener los intereses de am bas
Majestades. Yo voy con el permiso de Vuestra Excelencia a
retirarme a un pobre rincón, desde el cual informaré todo al
Rey mi Señor, a sus Consejos, al Sumo Pontífice y al Señor
D. Juan de Palafox que me lo ha pedido. Yo me mantendré
con la limosna de la Misa y en todas aquellas que tenga la
fortuna de celebrar, en todas mis oraciones, y con mis lágri­
m as, pediré al Señor del Cielo, posternado con humildad y
confianza delante de su Tribunal, al cual os cito, la justicia
que se me niega sobre la tierra".
Y al día siguiente, muy de m adrugada, acom pañado de
dos indios que le dieron en el convento salió de la ciudad so­
bre una mulita movediza y diligente, de menudo y rítmico
marchado. Salió así, desterrado y fugitivo, por el mismo c a ­
EL KOLLA MITRADO 115

mino por donde cuatro m eses antes entrara como un Rey.


Sombrío desengaño estrujaba su corazón.
Ningún testimonio existe de la recepción de Cárdenas
en Potosí. Viajó casi de incógnito, oponiéndose a cualquier de­
mostración que podían mover fácilmente los franciscanos con
sólo avisar su viaje. Su nombre era una proclam a entre los in­
dios. ¿No fueron a ca so los de la Villa Imperial de Potosí quie­
nes pidieron al Rey que no le alejase a las apartadas regiones
del P araguay? La gran m asa de trabajadores que sostenía
desde aquí los dispendios de la Real Corona, se habría v acia­
do a los caminos para alcanzarle y llevarle en triunfo. Pero
él no estaba m ás para estas demostraciones que ironizaban
su siiuación. No concebía que le recibiesen por Obispo del
P araguay, cuando estaba desterrado de su Obispado y no se
lo resiituían en lentos años corridos entre trabajos, pleitos y
sinsabores. ¿No era mejor retirarse a una vida tranquila, a
"un pobre rincón" como decía en su carta?
A pesar de que la escandalosa sentencia de Nolasco
había sido anulada, él estaba resuelto a recluirse; pero no en
un convento, porque no era fraile de convento sino Obispo
verdadero aunque pleiteado, desconocido y echado de su Igle­
sia. Obispo desterrado y vagabundo. Tomó una habitación
pequeña con patio grande y declaró que viviría dedicado a
los indios.
— ¡Ahora quiero m ás el alm a de un indio bien confesa­
do, que diez Obispados!
REFUGIO Y ESCAPATORIA

El duro invierno de Fotosí congelaba el agua de las fuen­


tes y de las altas lagunas de la cordillera, donde el viento bra­
m aba y silbaba su helada canción de las montañas sin árbo­
les. Desde 1.626 que vivió en esta ciudad, habiéndola visita­
do posteriormente en varias ocasiones, ella había crecido
enormemente en ca sa s y población, a pesar de los perjuicios
de la inundación de la laguna de Karikari que ocurrió cabal­
mente en el mes de marzo de ese año fatal, que, en la his­
toria potosina, m arca un período catastrófico por las grandes
pérdidas de bienes y vidas, pues fueron destruidas m ás de
cien cuadras de ca sa s de españoles e indios, ciento veinte c a ­
bezas de ingenio quedaron arrasad as, habiéndose perdido en
plata sellada y joyas, cerca de diez millones de pesos, sin con­
tar el estrago de m ás de cuatro mil pobladores que se ahoga­
ron. Las gentes, a distancia de veinticinco años de ese infor­
tunado acontecimiento, estaban todavía con la mente llena
de los innumerables casos episódicos de salvaciones y pere­
cimientos. El mismo Obispo, mientras perm anecía horas segui­
das arrinconado por una afección reumática, junto a la lum­
bre encendida en su dormitorio, evocab a el siniestro. El y sus
hermanos del convento de San Francisco, habían escapado
milagrosamente porque el ag u a que p asab a en furioso torren­
te, no tocó la Iglesia ni el convento, sino una parte del edifi­
cio, llevándose el cuerpo posterior del noviciado. Pudieron
m uchas personas am pararse y salvarse en esta fundación co­
mo en una isla.
La actualidad potosina, tenía el mismo movimiento tra­
dicional instaurado a principios de siglo. Seguía la lucha en­
conada y mortífera entre vicuñas y vascongados, cuyos fre­
cuentes encuentros teñían de sangre y de luto, los áureos días
de la opulenta Villa. En ese tiempo el poeta criollo, don Juan
Sobrino, contaba en verso la tragedia del millonario Francisco
Rocha, que acusado de haber querido envenenar el Presiden­
te Nestares, fué agarrotado y colgado en la plaza pública, sin
118 AUGUSTO GUZMAN

que la unánime intercesión de las religiones le valiese de na­


da. Los oradores sagrados resentidos del desfávor con que ha­
bían sido tratados por el cruel Presidente, sembraban en el
pueblo odio silencioso contra tal autoridad y se guardaban la
ocasión de la cuaresm a, del siguiente año, para lanzarle des­
de el pulpito sus abominaciones.
Tratando de olvidar su eterno pleito del Obispado que
no podía olvidar porque frecuentemente le llegaban noticias
sobre la actividad de la Compañía en contra suya, se dedicó
a los indios que llegaban hasta él cuando él no podía ir has­
ta ellos, que los visitaba a veces en com arcas muy lejanas
para hacer confesiones de moribundos o misas en las hacien­
das y minas.
Ilustres religiosos que residían en Potosí, o que estaban
transitoriamente de paso a otras ciudades como Charcas, Co­
chabam ba o La Paz, le visitaban continuamente brindándole
ocasiones propicias y agradables para explayar sus temas
favoritos o escuchar las ajenas sabidurías.
Entretanto el nuevo Gobernador Visitador Andrés Gara-
vito de León, dictaba auto sobre auto, sentencia sobre senten­
cia, complaciendo a los padres de la Com pañía-en la perse­
cución de los amigos de Cárdenas en el Paraguay. Todos ellos
fueron sentenciados al pago de sumas crecidas, prisiones,
destierros, suspensiones; a muchos se les obligó, aún en el
momento de la muerte, a retractars^' de cuanto habían hecho
o dicho contra los jesuitas; y si no ^e retractaban, era lo mis­
mo pues un muerto no puede desmentir el testimonio de los
vivos. El licenciado Garavito no pudb licenciarse un solo ins­
tante de la apretada influencia de los jesuitas que obtuvieron
de sus m anos las diligencias que quisieron. A pesar del sumo
interés que la denuncia de Cárdenas despertó en Charcas, Li­
m a y España, sobre la ocultación del oro de las misiones del
Paraguay, Garavito concluyó en diversas sentencias con esa
ilusión manifestando y declarando que tal oro no había y era
m era invención de los enemigos de la Compañía.
Al poco tiempo de estar el Obispo en Potosí, vino or­
den de Lima de que perm aneciese en dicha ciudad hasta nue­
v a resolución. Todo esto para impedirle que ejecutase su te­
merario proyecto de viajar sin fondos a Europa para asumir
personalmente ante el Rey y ante el Papa la defensa de su
consagración con la dem anda restitutoria. Hombre de lucha,
no podía renunciar a la pelea aun sintiéndose tan solo frente
a una poderosa organización hegemónica, absorbente e im­
EL KOLLA MITRADO 119

penalista como era la sag rad a religión de la Compañía de Je­


sús. Pero no le b astab a el ánimo, estaba anciano, achacoso,
falto de recursos y pobre de influencias. Fray Pedro de Carde-
ñas, el primer procurador de su cau sa, había sido sustituido
por el Lego San Diego y Villalón, fiel discípulo del Obispo,
que anduvo por los tribunales de Am érica sin obtener mas
que medianos resultados y ahora, viendo que estorbaban el
viaje del prelado y le tenían domiciliado por injusto y capri­
choso imperio en Potosí, se disponía a viajar a España con
los papeles para mostrar a la Corte de aué modo, en Améri­
ca las virtudes cristianas de un Obispo ejemplar, eran p ag a­
das con afrentas, castigos y persecuciones sin nombre.
En un año que estaba en Potosí, la restitución no se
mostraba por señal alguna. Al contrario, el despojo estaba
consumado. Ningún poder humano parecía dolerse de que
fuera mendigando justicia a centenares de leguas de su Obis­
pado. ¿No era mejor renunciar? Tenía tentación de hacerlo,
pero la idea de que su renuncia fuese publicada por los je­
suítas como una destitución le h acía dc-sistir. No debía re­
nunciar sino en último caso. Y por esto, en el poder otorgado a
San Diego, incluyó la facultad de renunciar encargándole lo
hiciese solo cuando según su inspiración fuese muy n ecesa­
rio.
Otro año transcurrió en el confinamiento sin aue llaga­
sen providencias para el Obispo. Entonces reclamó ante el
Presidente de la Audiencia, y éste se dirigió al Rey reclam an­
do se tome resolución con la persona del Obispo detenido en
Potosí por orden del Gobierno Superior de esos reinos.
De la fecha de esta reclam ación tuvo que p asar un nue­
vo año, sin que hubiese provisión alguna, como no sea una
cédula real en que se le reprochaba por celebrar dos misas
cad a día continuamente, por predicar y persuadir a que las
dijesen todos los sacerdotes y publicar sobre ello un escrito
apoyado de muchas proposiciones y a que esto era contra lo
dispuesto en los sagrados cánones. Se sonreía de lástima vien­
do que le reprochaban la caridad que h acía a los humildes
con sus misas gratuitas. Los sagrados cánones. ¿Pero no ha
bían entendido que él trataba de reformar los sagrados cáno­
nes simplemente generalizando lo permitido p ara casos excep­
cionales?
Repentinamente tuvo que huir de noche, como delin­
cuente perseguido, por la estepa altiplánica, en que lloraba
el viento su friolenta soledad, p ara escap ar a las maquinaoio
120 AUGUSTO GUZMAN

nes jesuítas que estaban a punto de conseguir del Arzobispo


de la Plata su reclusión formal en un convento. La reclusión
significaba no solamente una sanción humillante, sino tam ­
bién la limitación de su libertad y la anulación de sus pere­
grinajes, a que estaba hecha su alm a inquieta y siempre es­
forzada p ara mover su cuerpo, por anciano que estuviese.
Desde octubre de 1.654 hasta m ayo del 55, anduvo por
los mustios parajes de la altimeseta manteniéndose en las h a­
ciendas donde celebraba tranquilamente sus dos misas -.o-
tidianas valiéndose de un altar portátil conservado desde los
tiempos de su expedición a la tierra de los Chunchos, y pre­
dicaba en quéchua o en aym ara, según los lugares, habién­
dose hecho fam a que la Sem ana Santa de ese año, cuando
Fray Bemcrdino estaba a pocas leguas de Oruro, por oirle se
quedó despoblada la ciudad y no hubo gente para celebrar
la procesión, porque toda, o casi toda, se había ido a oir los
sermones del famoso Obispo desterrado y fugitivo.
Y en este mes de m ayo, cuando comenzó a soplar m ás
frío el viento del desierto, accedió a entrar en La Paz, Chuquia-
gu, su tierra natal.
LA TIERRA NATAL

Como si el argumento trágico de su novela buscase


conclusión en la misma tierra de su nacimiento, abandonada
hacía tanto, tiempo, la primera vez en la lejana adolescencia,
este anciano de setenta y cinco años dirigió sus pasos hacia
su cuna creyendo encontrar en ella la tumba como descanso
de sus largas andanzas. Pero la muerte no le esperaba en la
tierra que le dió la vida, sino simplemente, el pasajero con­
suelo de la cariñosa acogida de su pueblo. Volvía al encuen­
tro de la naturaleza familiar en cuyo semblante estaban imbo­
rrables todavía los recuerdos de su niñez perdida. El viernes
7 de M ayo de 1.655, tomando precauciones p ara evitar la pu­
blicidad que pudiera estorbarle en la intención de ingresar
humildemente y sin alboroto alguno como pensaba, hizo su
última jom ada para aproximarse a Ict quebrada del Chuquia-
gu y llegó a la brusca terminación de la llanura como a les
tres del día que lucía todo entero bajo la gloria del sol.
Ante sus ojos cansados con la parda visión de las so­
ledades recorridas y castigadas por el viento, que sin cesai.
los hostigaba, se extendió el milagro de este rincón andino,
primera insinuación de los valles distantes que se tienden al
otro lado de la cordillera. En lo alto, al fondo, al centro, entre
la tierra de los suaves faldíos y el azul purísimo y transparente
del cielo, la cumbre vigilante y alucinante del Illimani. El vie­
jo monte indio, testigo milenario de la aparición y desapari­
ción de las razas primitivas, parecía saludarle con muda m a­
jestad. Sobre el cuerpo azul del regio monte, fulgía con el sol
la cumbre: dentado diamante, de tres puntas suaves, que for­
m aban una cresta pálida contra el azul del horizonte limpio.
Al frente del Illimani, en lejana perspectiva, venciendo la opa­
cidad de la distancia, espejeaba como una inmensa palanga­
na de plata, el lago Titicaca, numen líquido de las mitologías
indígenas: esas idolatrías que él había combatido con una *.o
nacidad que siendo española por la pasión, era también ay-
m ara por la persistencia. A espaldas, tras los hombros asimé-
122 AUGUSTO GUZMAN

tríeos y rocallosos del gran cerro, se escondían valles tibios,


florecientes en climas benignos, y las tierras calientes, subtro­
picales de los yungas. A sus pies de tierras blandas y fofas se
extendía la ciudad indo-española de Chuquiagu o La Paz. Ba­
jo el sol espléndido, ahí en la hondonada, surgía el típico pai­
saje de puna donde el pasto mezquino o las sementeras de
quinua, kañawi, papas y ocas, parecían remiendos de color
sobre el fondo grisáseo, ceniciento o rojizo de las laderas que
iban a morir suave o bruscamente, con líneas curvas o tajos
verticales, en la serpenteante sinuosidad del río Choqueyapu,
a cuyas m árgenes se extendía la ciudad.
Sus ojos la encontraban magnificada por la realidad
presente, superior al recuerdo de la última vez, cuando seguía
siendo todavía un caserío indígena con sus casas enanas he­
chas de groseras paredes de piedras redondas, recogidas del
río, y juntadas con barro para que sirvieran de sostén a los
rústicos techos de paja. Ahora resaltaban bajo la rubia luz
solar las ca sa s de estilo español señoreando sobre las otras
con sus tejas rojas y sus paredes gruesas, rectas, firmes, de
adobes sobre cimientos de piedra. Era una arquitectura mes­
tiza como la raza que la iba impulsando h acia al progreso. El
conjunto apiñado de ca sa s parecía estar dispuesto formando
pocas y estrechas callejuelas que dividían ca d a cuerpo de las
dos secciones tendidas a las m árgenes accidentadas del río
principal, sin que faltasen casitas m ás m odestas y m ás dis­
persas en las arrugas formadas por otras pequeñas quebra­
das que vestían sus exiguos caudales en el Choqueyapu. So­
bresalían los cam panarios del confuso montón de casas, co­
mo en C harcas y Potosí: La Catedral, San Sebastián, San Fran­
cisco, San Agustín, La Merced, Santo Domingo y la Compa­
ñía. V
En esta contemplación se dem oraba Fray Berncrrdino
cuando le dieron alcan ce dos padres franciscanos y un con­
junto crecido de españoles a caballo. Venían adelantados al
pueblo y a las autoridades que le preparaban recibimiento a
las puertas de la ciudad. Sintió contrariedad de la noticia, pe­
ro no pudiendo ni debiendo resistirse al homenaje de su pue­
blo, entró gozoso y penoso como suele ser el gusto de las emo­
ciones profundas.
Ingresó a La Paz, a la misma hora que a Charcas, en
un manso caballo overo que le traían ricamente ensillado. En
la región conocida con el nombre de el Campo de San Sebas­
tián, le dieron la bienvenida los Cabildos Eclesiástico y Secu­
EL KOLLA MITRADO 123

lar con su Gobernador el Conde Fasimianis. Un Capitán de


Número salió con una com pañía de soldados españoles muy
lucidos y apuestos, arm ados de arcabuces y picas. Gran nú­
mero de indios de ropajes vistosos y otros disfrazados con
plumas de salvajes, fingiéndose los Chunchos de la conver­
sión del Obispo, hicieron el espectáculo de la nobleza que
acudió en conjunto a congratular al hijo del pueblo que en­
traba como padre del mismo. Repitieron aquí todo el ceremo­
nial del recibimiento de Obispos que le hicieron en Charcas:
Te Deum Laudamus, cantado por el Deán entre las religiones,
toque de cam panas en todas las Iglesias, menos en una que
y a se sabe cual y por qué. Cuando iban a ponerle bajo palio,
Su Ilustrísima lo rechazó con tal energía que no le reiteraron
el intento. Entró en la Catedral, hizo oración a voces con los
prebendados en medio del concurso, y saliendo, fué llevado
en medio de mucha gente, a pie, hasta su alojamiento que e s ­
taba prevenido en las ca sa s del Sargento M ayor Don Antonio
de la Cadena.
A pocos días de su llegada, sabiendo que el Obispo
vivía en suma pobreza y sin otra renta que la pitanza de sus
misas, el Cabildo Eclesiástico de la Catedral de La Paz, resol­
vió darle y le dió el nombramiento de Cura de las Piezas que
era una doctrina formada a base de las parroquias de San
Sebastián y Santa Bárbara, la una junto a la ciudad y la otra
a muchas cuadras lejos de ella, con las que Fray Bernardino
cumplía su preferencia de confesar, confirmar y adoctrinar in­
dios que acudían a millares junto con la gente española mo­
vida a celo religioso con el ejemplo de un varón que tenía el
justo predicamento de sus virtudes y aptitudes entre las cu a­
les la predicación no era la menor.
Vivió en La Paz, esta vez, m ás de ocho años moviéndo­
se con frecuencia de un punto a otro del Corregimiento. Du­
rante este largo período que cualquiera supondría habría de
ser de descanso, consuelo y reinvindicación por lo menos mo­
ral de sus derechos, continuó luchando directa o indirectamen­
te con los jesuítas que pleiteaban y conseguían éxitos parcia­
les muy importantes para reducir a su víctima; pero de ningún
modo, nunca, el definitivo, que era la nulidad de la consagra­
ción del Obispo del Paraguay. Aun después de muerto Cár­
denas, su cau sa prevalecería sobre su tumba y alcanzaría tan­
ta magnitud como para aniquilar a sus enemigos que a la
vuelta de un siglo serían echados de todas partes.
124 AUGUSTO GUZMAN

En las Cédulas Reales que de cuando en cuando ob­


tenían los procuradores de la Compañía a fuerza de muchas
influencias y siniestras informaciones, monstruosas y calum­
niosas contra el Obispo al punto de haberle llamado am ance­
bado, concubinario y disoluto cuando su virilidad no conoció
seguramente m ás que en sueños indiscretos el amor de la mu­
jer, llegaban las consabidas expresiones de que se había ex­
trañado o lamentado la novedad de consagrarse sin bulas
presentes; pero ni el Rey ni el Pontífice llegaron a declarar la
invalidez del acto consagratorio. Tanto m ás injusta resulta en­
tonces, la persecución contra un príncipe legal de la Iglesia
americana.
Vivía en la zona de Churubamba a pocos pasos de la
Iglesia de San Sebastián que allá en los lejanos tiempos de
su infancia, se llam aba de San Pedro y era entonces la prin­
cipal Iglesia de la ciudad. Poco había variado desde enton­
ces. En realidad n ad a m ás que el techo, que ahora era de te­
jas y ayer de simple paja brava. En el rústico cam panario se­
guían las mismas cam panas verdosas de viejo bronce, remi­
tidas del Cuzco. Sobre las paredes revocadas con barro grue­
so y repasadas con una ca p a fina, de tierra, seguían las m a­
deras rollizas de cedro sin labrar, sosteniendo la techumbre.
El suelo santo llano, sin pavimento de piedra o ladrillo. En la
única nave del templo, los altares de cedro labrado y dorado,
con el polvo de un siglo. En las capillas laterales destinadas
todavía cc la inhumación de párvulos, se respiraba en la som­
bra fúnebre, un aire denso cargado de em anaciones cad avé­
ricas que satirizaban el nombre de "angelorios" con que se
los conocía. Afuera, después de la portada baja de piedra bru­
ta, a ambos lados del sendero que conducía hasta el límite
con la plaza, sobresalían de la vegetada superficie del suelo,
modestos promontorios de tierra con cruces que m arcaban las
tumbas de este pudridero local que felizmente había dejado
de recibir m ás muertos por haberse trasladado el cementerio
a otro punto de menos frecuentación, pero ahí, quedaba casi
intacto, el panteón antiguo donde estaban asimismo los restos
de sus padres, cuyo recuerdo le llevaba al mundo rosado e
ingenuo de su infancia, que él llam aba "los tiempos de Cris­
tóbal", los bellos tiempos de muchacho, cuando h acía su apren­
dizaje de caminante en jornadas cotidianas entre la ciudad y
la casa cam pestre de Saillamilla (Obrajes) rechazando los ser­
vicios del sunicho que ls obsequiara su padre. De ese mun­
do lejano y risueño que tenía ei color convencional rosa — hay
EL KOLLA MITRADO 125

infancias que no tienen color— se desprendía un perfume in­


confundible, típico, distinto e imperecedero, a pesar de su de­
licadeza. Era el olor de las florecillas de haba, del habal que
había en el patio de la c a s a paterna en La Paz, quizás la pri­
m era que tuvo piso alto con balcón de m adera a la calle, en
cuyo sitio había encontrado un edificio ajeno y diferente.
Amigos y am igas de la infancia andaban repartidos por
el mundo colonial y muy pocos vivían en la ciudad con quie­
nes recontar, en plena ancianidad, las filas diezmadas por la
muerte o los azares del destino. Raramente Fray Bemardino
hacía estas excursiones retrospectivas, propias de alm as sin
actualidad vital. El, en cambio, siempre estaba en movimien­
to con su dram a apresurado en cerrar un argumento inacaba­
ble. Era un hombre actual como es todo protagonista. El no
había vivido como otros p ara envejecer, mirando y admiran­
do desde su propia inutilidad, las proezas de las nuevas ge­
neraciones. Su activa ancianidad le daba título de honrosa
permanencia en el mundo, en la vida, en la historia.
El nuevo Cura de las Piezas emprendió de inmediato
algunos trabajos urgentes como la clausura del cementerio de
párvulos en el fondo de la iglesia, la formación de jardines
decorosos en el enterratorio de afuera y la pavimentación del
piso del templo con ladrillos. En esto se ocupaba el Obispo
cuando vino a visitarle el Deán de la Catedral en Sede v acan ­
te don Blas Moreno Hidalgo, inquilino de la Compañía, y dan­
do mil rodeos acabó por decirle:
— Ilustrísima, aunque veo con lástima que la alta dig­
nidad de que está investida Vuestra Señoría, no se compade­
ce con el muy humilde beneñcio de este curato de las Piezas,
no quiero que ignoréis que estoy con la zozobra y el escrúpu­
lo de que la Audiencia me reproche el no haber hecho nom­
bramiento con la oposición de tres postulantes como debe ser.
— Yo no os solicité ni este ni ningún curato o beneñcio.
Quizás este escrúpulo os está madurando desde que habéis
escogido por m orada el Colegio de la Compañía — replicó sar­
dónico— Mas, no tiene Vuestra Reverencia por qué p asar cui­
dados y trabajos y pues teniendo la nónima de los opositores
en vuestro poder, elegid al que queráis que a mí no me han
de faltar los cam pos abiertos p ara ir a predicar a los indios.
El Dean nombró nuevo Cura que fué a tomar posesión
de su curato, con lo cual el Obispo, resentido y lastimado de
verse sin renta para sus mantenimientos, se salió de La Paz,
con ánimo de quedarse en los cam pos que él conocía muy
126 AUGUSTO GUZMAN

bien. Pero la ciudad se dió cuenta a poco de que el anciano


Obispo la abandonara p ara dirigirse a pie por el camino de
Río Abajo. Llamaron las cam panas de San Francisco y San
Agustín, y reunido gran concurso de vecinos, en la plazue­
la del convento, un franciscano explicó la cau sa del llamado
diciendo:
— ¡Y a se nos ha ido nuestro Padre Don Bemardino de
Cárdenas. Temamos algún castigo de Dios, pues no m erece­
mos tenerle con nosotros!
Inmediatamente por la región de los Obrajes se puso
en m archa la multitud con el designio de rogarle que volviese
y entrase de nuevo en la ciudad, triunfante y desagraviado
de la ofensa que le hiciera el Dean, m al inspirado sin duda
por la Compañía. "Y reconociendo — dice un documento del
Cabildo Municipal de La Paz— lü aflicción de la ciudad en to­
do género de gente, nos juntamos con el Cabildo Eclesiástico
y con acompañamiento de Oficiales Reales, Caballeros y Ve­
cinos fuimos donde estaba Su Ilustrísima (media legua) y y a
con ruegos, y a con que reconociese este Príncipe el amor de
su patria, le volvimos a la ciudad y a su entrada en la Igle­
sia M ayor se cantó el Te Deum Laudamus, dijo misa asistién­
dole todos, y nos hizo una plática tan saludable, que nos obli­
gó a llorar y enternecerse el m ás duro corazón. Diéronle unos
ca sa en que viva, otros pan, carne y lo dem ás para su sus­
tento y hoy (Julio 5 de 1.656) se continúa esto reconociendo
que el no tenerle, le podía también ocasionar la salida en tan­
ta edad. En esta forma queda aquí Su Señoría Ilustrisiraa y
todos gozosos de asistirle y servirle, ciertos de que por medio
de sus oraciones, favorece la Majestad Divina a esta Ciudad".
A los tres días de este suceso, sindicado como autor del
agravio al santo, murió el Dean de la Catedral, en el lecho
del dolor. Todos se maravillaron y asustaron religiosamente
creyendo que desde encima del Illimani, eterna Catedral M a­
yor del Kollasuyu, Basílica Metropolitana de los Andes, h a­
bía obrado su castigo la Divina Providencia defendiendo al
m ás grande de sus servidores en estos reinos.
RENUNCIA Y PROMOCION

Hermoso ejemplo histórico de abnegación es el Lego


Franciscano Don Fray Diego y Villalón que se constituyó en
voluntario procurador del Obispo Cárdenas, poco tiempo des­
pués que iniciara las pimeras gestiones Fray Pedro de C ár­
denas. Para salir del P aragu ay, con los primeros documentos,
hubo de sufrir trabajos y contrariedades a que se sobrepuso
su fanatismo por defender la cau sa del Prelado, que de otro
modo habría desistido cualquiera, pues los jesuitas por dos
veces le hicieron alcanzar con los indios en el río y volver mu­
chas leguas atrás despojándole hasta de la ropa que llevaba
y los papeles que tuvo que m andar reponer.
Su primer viaje a España lo hizo en 1.652. Presentó un
extenso memorial detallando los acontecimientos del P a ra ­
guay, m ás el informe de Cárdenas sobre la expulsión de los
jesuitas. Anduvo en las gestiones hasta formalizar las deman­
das veintidós'm eses y volvió a la Am érica en 1.654, cuando
el Obispo andaba perdido, vagando por las haciendas del
Altiplano entre Potosí y Oruro. A poco tiempo del suceso de
la tentativa de fuga, que terminó como sabem os con su íe-
greso, le encontró en La Paz y le dió cuenta de todo lo obra­
do levantando su ánimo con -la inquebrantable fe que sostenía
el suyo. Venía con m uchas promesas y esperanzas, pero sin
ningún resultado práctico en el litigio, aunque la presentación
de los documentos al Consejo de Indias de Su Majestad, era
por sí sola, circunstancia muy favorable p ara impedir que los
procuradores jesuitas actuasen sin defensa de parte contraria.
Por combatida que estuviera, mucho obraba adem ás la cali­
dad de Obispo p ara que la Corte pudiese tomar resoluciones
precipitadas y definitivas sin oir debidamente al Prelado.
En ese tiempo el Obispo del P aragu ay tenía la preocu-
cupación sem ántica de las palabras guaraníes admitidas en
el catecism o que enseñaban los jesuitas en sus reducciones,
y creyéndose en la necesidad de d escargar su conciencia de
las voces profanas o hereticales que se conservaban en el
128 AUGUSTO GUZMAN

idioma de los primitivos del P aragu ay, con grave ofensa de la


Divinidad en todas sus expresiones, dirigió desde su Curato
de las Piezas la siguiente carta al Arzobispo de La Plata Don
Alonso de Oncón, a fin de que este Metropolitano, en vez de
cuidarse de él, confinándolo indirectamente, cuidase de las
tremendas designaciones que en tierras de jesuítas daban los
indios al Dios castellano importado por la conquista:
"P ara decir a Nuestra Señora en el Ave M aría, su Hi­
jo está puesta esta palabra Membig, que en su propia signi­
ficación y como averigüé con los m ás y m ayores lenguaraces
de aquella Lengua, significa hijo habido por fornificación y
cópula cam al con el varón y junta de su humor; que no pudo
inventar el demonio m ás abominables herejías: en una pala­
bra, que quita a Cristo nuestro Señor el ser Hijo de Dios y le
h ace hijo del hombre puro por vía seminal, y niega la virgi­
nidad purísima de Nuestra Señora y del glorioso San José a
quienes pongo por Testigos y por Intercesores, para que se
destierren de aquella tierra tan abominables herejías".
"O tras contiene esta palabra T aygrá, de la cual usan
p ara decir a Dios Hijo, y signiñca la polución y esperma del
varón, como lo testifican los Lenguaraces; y es fácil de averi­
guar con el mismo Vocabulario y Arte impreso de- aquella
Lengua, mirando el verbo y palabra Taygrá, en el dicho Vo­
cabulario y Arte, que tenía entre mis libros, y me los quita­
ron todos, y no he podido hallar otro porque después que yo
reparé en las dichas palabras, y en la m alicia que contie­
nen, los han refundido todos".
"O tra peor, es la palabra Tubá, que pusieron en el C a­
tecismo en lugar del Soberano nombre de Dios, desechándole
por el nombre Tupá. que es abominable, nombre propio de al­
gún Demonio, como también el de Tubá, que pusieron para
Dios Padre, y que estos sean nombres de Demonios, hallé de­
finido no menos que por un Concilio de Roma, en que presidió
el Pontífice Zacharías, que examinó la oración de un hereje
llamado Adelberto, en que invocaba ocho nombres, dando a
entender que eran de Angeles buenos, y que no eran sino de
Demonios, excepto el de Miguel, que había puesto entre ellos
p ara acreditarlos, como lo averiguó el dicho Concilio, y lo de
claró".
"A estos invocaban en el Catecismo de la Lengua del
Paraguay, creyendo en ellos y atribuyéndoles todas las gran­
dezas, que decimos a nuestro Dios; de suerte que por decir
"creo en Dios Padre Todopoderoso, Criador del Cielo y de la
EL KOLLA MITRADO 129

Tierra", decían: "Creo en Tubá Todopoderoso Criador del Cie­


lo y de la Tierra", y los dem ás atributos y obras de Dios;
atribuyéndoselas a dichos Demonios".
"Y esto se verificó en toda la Tierra y Provincias de la
Lengua Guaraní desde Brasil al Paraguay, donde no se decía
Dios ni se nombraba este nombre Soberano, sino los Demo­
nios Tubá y Tupá, hasta que este pobre Obispo los desterró,
poniendo el de Dios: por lo cual ellos con rabia infernal me
han hecho tan cruel guerra y persecución inaudita: viéndose
privados de tanta honra, procurando quitar la mía con lalsos
testimonios, y con informes siniestros a mi Rey y Señor, por
quitar el honor Episcopal, con que los he vencido, mediante
el favor de Dios (que no he tenido otro). Pues y a está quitado
y desterrado el nombre Tubá en toda la ciudad del P aragu ay
y en sus contornos, donde han sido obedecidos mis Edictos
publicados en orden a desterrar tan abominables nombres y
gravísim as herejías, como lo he referido. Juro mil veces por
Dios, trino y uno, y por su verbo encarnado, y por la señal
de la Cruz, y por mi consagración, p ara que les conste a los
Consejos Supremos del Rey Católico, Defensor de la Fe, y
Columna -de ella; y el de la Santa Suprema Inquisición lo
testifico otras mil veces, p ara que ponga eficaz remedio con
brevedad, porque cosas tan gravísimas no admiten dilaciones;
pues porque no se dijesen una vez siquiera las referidas p a­
labras, tan injuriosas contra el Soberano Dios, y contra la
Encam ación del Verbo, y contra la Virginidad de su Madre,
perdiera yo la vida mil veces".
Su castidad de hielo que supo mantenerse irreductible
ante el bello sexo enemigo, en plena juventud, brotaba ahora
de nuevo en forma de acusación contra el vocabulario guara­
ní extremando sus escrúpulos a puntos de m anía y de extra­
vagancia. Es verdad que en esto entraba visiblemente su le­
gítimo afán de inculpar con justas causas a los jesuítas por
la negligencia y dejadez intelectual en la enseñanza; pero
también en esos párrafos de escandalizado por la generación
seminal, estaba su concepto puro de la pureza, tan absoluto,
que excluía el recuerdo de lo sensual hasta en lo natural, p a­
ra ubicarse en el plano poético de la simbólica palom a del
Espíritu Santo.
No conocía, ni quería conocer la generación animal, por
cuya privación se sentía resentido y agraviado p ara siempre,
siguiendo sin desviarse la áspera ruta de los ascetas cristia­
nos como su padre San Francisco.
130 AUGUSTO GUZMAN

C erca de dos años h acía que San Diego había vuelto


de España sin que se consiguiese una resolución positiva en
el viejo pleito con la Compañía que continuaba persistiendo
en su diabólico trabajo de desconsagrar al Obispo del P ara­
guay. Llegaron no obstante noticias de que era posible se le
diese una ayuda económica de parte del Rey y que tuviese p a­
ciencia. Fray Diego comprendió que si él no se movía no iban
nunca a tener solución satisfactoria las dem andas pendien­
tes. Emprendió nuevo viaje a Europa llevando mucha docu­
mentación en defensa del Obispo y esta vez no anduvo me­
ses en "seguimiento de esta dependencia", como dicen los
cronistas de la historia, sino años, tres años enteros en que
resplandece su heroica actitud como un caso edificante y alec­
cionador de la conducta hum ana en gesto de noble sacrificio.
Es sabido, en todas partes y épocas, que tener procuradores
es m ás difícil que haber abogados, y mucho m ás si se los ne­
cesita p ara sacrificarse y no p ara sacrificar al litigante. San
Diego empleó los mejores años de su existencia en ganar p a­
ra sí el prestigio de haber acudido a su maestro con volun­
tad que no habría retrocedido, como no retrocedió, ni aún a
los mismos peligros de muerte. En este segundo viaje la na­
ve en que iba, cay ó en poder de un corsario inglés y junto
con los dem ás viajeros, sufrió en Inglaterra cuatro meses de
prisión perdiendo parte de los papeles que llevaba aunque no
de los m ás importantes, y esto, pensaba el buen lego, que era
porque el Obispo con sus oraciones le llevaba protegido ^
m ás a los documentos. Salió de la Isla todavía cuando Crom­
well dictaba su voluntad a los ingleses y una vez llegado a
España formalizó la defensa tomando los servicios de un Abo­
gado de los Reales Consejos, el ilustre Don Alonso Carrillo,
que usó la documentación y Jas referencias del procurador, en
cuatro discursos de clara y ordenada exposición y ayudó a
San Diego en la recopilación de treinta y siete dictámenes de
■los célebres catedráticos, doctores y teólogos de las Univer
sidades de A lcalá, S alam anca, Valladolid y Sevilla, sin con­
tar los pareceres de otros ilustres religiosos de Madrid hechos,
a consulta del procurador sobre la validez de la consagración
del Obispo Cárdenas, Estos documentos reforzaron grandem en­
te la defensa que conoció el éxito final tras largos y penosos
recorridos.
Esas eran las andanzas de San Diego, cuando Cárde­
nas, una vez ido su procurador, se marchó nuevamente de la
ciudad con destino a Chucuito parando de paso en la funda­
EL KOLLA MITRADO 131

ción de la Virgen de C opacabana. En este viaje tardó meses


demorándose en los ayllus y las haciendas por servir a las
necesidades religiosas de los indios, sus am ados hermanos en
Cristo, en San Francismo de Asís y en la tierra del Kollasuyu.
Misas, confesiones, confirmaciones, bautizos, entierros, predi­
cación. Según su propia declaración.en ese corto período de
viaje, de Chuquiagu a Chucuito, confesó y comulgó m ás de
quince mil almas. Supone un trabajo extraordinario en el es­
pacio de diez m eses a lo sumo.
Por ese tiempo cuando Cárdenas no había cumplido aún
los 78 años de edad, debido a las informaciones de los jesuí­
tas que por darlo de inútil atribuían al Obispo muchos m ás
años de los que tenía, así mismo p ara presentarlo como an­
ciano atacad o de dem encia senil, el Rey recom endaba al C a­
bildo del Paragu ay que en caso de fallecer el Obispo Cárde­
nas por la muy avanzada edad que tenía y achaques de que
sufría se m antenga en el Gobierno de e sa Iglesia al Vicario
Adrián Cornejo a quien había nombrado como Gobernador
Eleciástico el Arzobispo de la Plata con poder de nombrar a
cualquiera que le confirió Cárdenas p ara no desam parar su
grey.
En C opacabana paró algunos días oficiando en el fa­
moso Santuario y gozando de la novedad de aquellos p ara­
jes que fingían estam pas m arinas de agu a dulce en las sua­
ves orillas del Lago Titicaca. El encanto de los días claros,
secos, brillantes, en que se conjugaban armoniosamente los
colores del cielo, del sol, de las nubes y del agua, como repe­
tidos milagros del temperamento artístico de la Virgen de
C opacabana, dieron a su sensibilidad un ritmo y sentido nue­
vos. En las m adrugadas cam inaba por el cam po y sentía la
helada respiración del Titicaca cuyo tranquilo espejo se co­
loraba con las suntuosas luminarias de la aurora: capullo ro­
sa del que salía el rubio rey del día, inundando la naturaleza
con la gracia tibia de su primer caricia. Su vieja epidermis se
saturaba del frescor matinal y su alm a se abría limpia a la
limpidez del horizonte. Las tardes eran de recogimiento y las
veía caer lentas, tristes y solemnes, sobre los friolentos árbo­
les del patio conventual enm arcado por blancas arquerías de
claustro.
Le habían hecho notificar con un proyecto de su promo­
ción al Obispado de Guam anga, que él rehusó, porque no po­
día aceptar Obispados hasta tanto no le restituyesen el que
legítimamente le pertenecía. Pero ahora, de esta límpida y
132 AUGUSTO GUZMAN

serena naturaleza de cordillera, donde el JLago era un bello


m ar tranquilo que copiaba los colores del cielo y de las leja­
nas cumbres nevadas; donde soplaba un viento fresco que
gem ía en los totorales de las riberas o jugaba con las embar­
caciones de los indios empujándolas contra sus remos, o a fa­
vor, como quería, brotaba un concepto nuevo de la vida que
invitaba m as bien a la renuncia que a la conservación de
todo humano poderío. Renunciar. ¿No era a caso esta la acti­
tud m ás varonil y m ás cristiana para servir mejor a Dios co­
mo humilde misionero?
Llegó a Chucuito y al siguiente día, de m añana, como
en Charcas, a la hora en que entraba a su celda tibio, dulce y
rubio, el m añanero sol del invierno andino, se sentó frente a
su crucifijo y sobre una mesita pequeña, escribió a San Die­
go instruyéndole la renuncia del Obispado del Paraguay:
"Padre mío Fray Juan San Diego, como yo soy tan de­
voto del Santo, me ha deparado Dios otro San Diego, que se
com padezca de mí, y le duelan mis trabajos. Con sentimiento
del alm a quedo llorando los muchos que Vuestra Reverencia
h a padecido en su larga navegación, y prisión de Inglaterra,
donde aborrecen la Ley Catóüca, y Estado Eclesiástico, que
fue hasta providencia de Dios, escap ar con vida; Su Divina
Majestad se la aumente a Vuestra Reverencia, como yo de­
seo, y a mí me consuele en lo que estoy padeciendo, que si
fuera en tierra de herejes aún fueran m ás llevaderas que en
ésta, donde tanto he trabajado por Dios Nuestro Señor con la
predicación y enseñanza de la Ley Catóüca, y donde me per­
siguen los que piensan que son m ás poderosos que otros en
el mundo, dando a entender, que todos los temen, solo por
salir con la suya. Con esto todos dan crédito a lo que eÜos
dicen, y h a tanto tiempo que publican, que yo nó soy Obispo,
ni estoy consagrado, que si en una Iglesia están dos sacerdo­
tes y el uno es ordenado por mí, los enseñados por los padres
de la Compañía no quieren oir sus misas, porque dicen que no
es sacerdote, y yo no le pude ordenar y puede casarse como
otro cualquier seglar. Esto es lo que m ás mi alm a siente; y
asimismo vár que está mi Obispado tanto tiempo h a sin Pas­
tor y al riesgo tan conocido p ara que el lobo infernal h ag a su
cosecha. Así, Padre, Fray Juan mío, por amor de Dios le su­
plico, que sin reparar m ás que en hacer la cau sa de Dios, y
consolar este Obispo triste, que tiene atravesadas aquellas
ovejas en su corazón, y no quiero que corra por mi cuenta la
predicación de ellas, luego que v ea ésta, sino lo tiene y a he­
EL KOLLA MITRADO 133

cho pues p ara todo llevó mis poderes bastantes, renuncie


aquel Obispado en mi nombre. Y si a ca so en los papeles que
echó a la m ar fueron los dichos poderes, presente esta carta
a nuestro Santísimo Padre Alejandro Séptimo, y al Rey nues­
tro Señor, y su Real Consejo, p ara que por ella conste cómo
es mi voluntad, que sirva de Poder especial p ara que Vuestra
Reverencia renuncie el dicho Obispado y yo lo renuncio de
muy entera voluntad, pero con una sola condición (que mira
a m ayor gloria y honra de Dios) que es, que en los despachos
que se dieren por su M ajestad, cuando h a g a presentación a
su Santidad de mi Obispado, conste que se h ace por haber
le renunciado espontáneamente porque de otra m anera darán
crédito a lo que los Padres de la Compañía dicen, que no soy
Obispo, y se aum entarán los grandes inconvenientes que de
aquí se siguen a los Sacramentos, principio infernal del cisma.
Y créam e, que h a muchos días que hubiera hecho esta re­
nunciación, sino temiera que los Padres de la Compañía h a­
bían de publicar, que por su medio e informes me habían qui­
tado el Obispado".
"Le vuelvo a pedir, Padre Fray luán mío, que valién­
dose de todos los medios posibles, quite de mis hombros esta
tan pesad a carg a, con que quedaré yo con alivio o a ra hacer
lo que hoy voy obrando en servicio de Dios, y del Rev, y des­
cargo de su Real conciencia, pues desde que salí de Chuquia-
gu, hasta llegar a Chucuito, no por cam ino derecho sino por
lugares y estancias remotas, he confesado y comulgado m ás
de quince mil alm as con que la mía está alegre, y m ás cuan­
do veo que me sustento con el sudor y trabajo en que he p a­
recido a los Apóstoles".
El mismo año de 1.658 lleqó a m anos de San Dieqo la
carta de renuncia. Fue considerada al año siguiente en la Cor­
te y desestim ada por el Rey en vista de no ser suficiente co­
mo poder porque necesitaba autenticarse y ratificarse. La hi­
pócrita astucia de la Corte. Exiqían poderes formales a un
apoderado legal. Expresión distinta y circunstanciada de las
cau sas por las cuales vino o quería venir en renunciar el Obis­
pado, cuando la misma Corte por reiteradas cédulas venía
gestionando la renuncia del prelado desde 1.654, cinco años
antes aue sobreviniera este formalismo escrupuloso.
El infatiqable procurador, h asta 1.660, en dos años de
trabaios y viaies entre la Corte y la Sede Papal, de Madrid
a Roma y de Rom a a Madrid, obtuvo al cabo resoluciones im­
portantes que declaraban válida la consagración del Obispo,
134 AUGUSTO GUZMAN

legítimo el derecho de visitar las Iglesias parroquiales o doc­


trinas de los Padres de la Compañía de Jesús, a quienes po­
día el mismo Obispo sancionar si gobernaban parroquias sin
aprobación ni privilegio legales sin que por esta cau sa pudie­
ran nombrar los castigados Jueces Conservadores con pre­
tensiones de contrasancionar al Obispo. Una Cédula especial
acudía al Obispo desterrado con dos mil ducados de renta que
debía entregarle la C aja Real de Potosí.
Fue declarada nula la sentencia del Juez Conservador
Nolasco por defecto de jurisdicción y finalmente, se ordenó al
Presidente de la Audiencia de C harcas y al Obispo de la Pla­
ta, la .restitución del Obispo Cárdenas a su Iglesia del P a ra ­
guay, donde debía volver a residir, rogándosele que en cuan­
to reciba el despacho de manos del Arzobispo, ejecute su via­
je a la Asunción a ejercer su oficio pastoral y proceda en to­
do como Padre piadoso, olvidando todas las ocasiones p asa­
das y admitiendo a su gracia, con amistad y amor paternales,
a los que en alguna m anera se apartaron de ella.
Esta era la gloriosa cosecha de San Diego y Villalón,
quien con cristiano regocijo de haber conseguido justicia que
reparase los grandísimos daños morales y materiales cau sa­
dos contra la dignidad y la hacienda de su Padre, Hermano,
Obispo y Amigo Don Bernardino de Cárdenas, se retiró, — Le­
go sublime — a un convento de su orden en la romántica ciu­
dad de Sevilla.
El Papa Alejandro VIII entre las 29 facultades que le
confería de nuevo, como a Obispo del Paraguay, incluyó la
de celebrar dos misas diarias por necesidad, borrando así los
reproches que anteriormente le m andaron hacer los jesuitas
contra el piadoso oficiante.
De todas estas justísimas providencias tuvo noticia por
la correspondencia del eficaz procurador, pero los mandatos
despachados por curso regular, tardaron y sufrieron demoras
acaso estudiadas a influencia de los padres jesuitas pues en
1.662 suspendían a Cárdenas el pago de los 2.000 ducados
en vista de estar restituido con orden de residir en su Iglesia
de Asunción. En 1.663 — a nueva petición de San Diego— le
instaban a él, a Cárdenas personalmente, que fuera a gober­
nar su Iglesia del Paraguay. Pero esta Cédula llegó cuando
ya había aceptado la elección de Obispo de Santa Cruz des­
pués de rechazar las sillas de Popayán y G uam anga. Y no
•le pesaba. Había obtenido justicia en todos los puntos prin­
cipales de su demanda. El P aragu ay era y a cosa distante de
EL KOLLA MITRADO 135

su sentir kollandino. Ni sus años ni sus achaques estaban aho-


ía a propósito para emprender nuevas luchas con los jesuítas
que seguían dominando en las tierras de Tubá: esa designa­
ción blasfema que no le dejaba dormir.
Fray Diego sabiendo en Sevilla, por la corresponden
cia con el Obispo, que no estaba éste en su Iglesia del P ara­
guay, como lo había negociado con tanto trabajo, quiso ir de
nuevo para reanudar sus gestiones trayendo nueva documen­
tación por si era preciso. Las gestiones de la Compañía se
lo evitaron, arrancando una orden real por la que se le obli­
gab a a perm anecer en cualquier convento de las religiones de
España y se le prohibía en absoluto em barcarse a las Indias
con motivo alguno, que ninguno le valiera adem ás por haber­
se notificado esta resolución en los puertos de salida. Esto se
llama estar temido por buen gestor. No obstante, su obra, h a­
bía terminado.
El nuevo Obispo de Santa Cruz, a tiempo que finaliza­
ba el 1.663, privado y a de la renta que le p agab a la C aja Real
de Potosí, resolvió salir de La Paz, rumbo a su Obispado de
Santa Cruz de la Sierra que se gobernaba entonces desde la
ciudad de Misque.
ADIOS AL ILLIMANI

Clara m añana de diciembre de 1.663.


Pasado el viejo puente del Cusco, subía la cuesta un
grupo de diez a doce jinetes que se desprendió de la multi­
tud de gente estacionada a las puertas de la ciudad. Era la
despedida de Cárdenas. Iba al centro de todos. A su derecha,
Don Nicolás de Cárdenas, miembro del Cabildo Civil de La
Paz. A su izquierda, Su Reverencia Don Francisco de Cárde­
nas, miembro del Cabildo Eclesiástico de la misma ciudad.
Ambos dos sus parientes. En el conjunto iban caballeros no­
bles y dos asistentes p ara el Obispo que emprendía un lar­
go viaje, de la puna al valle. De m edia subida al Alto de
Potosí como se llam aba el encuentro de los' caminos del Cus­
co y Potosí, para entrar a La Paz, volvieron los demás acom ­
pañantes quedando con el Obispo solamente sus dos indios
auxiliares.
Era el día templado, como sólo podía gozarse en este
ensayo de valle, donde el Illimani, colaborando con el sol, fa­
bricaba temperatura especial de tanto gusto y comodidad, por
lo menos en algunas horas de esta estación de verano, que
la misma epidermis apergam inada del Prelado se mostraba
muy a favor de la circunstancia.
El camino culebreaba haciendo curvas estrechas de
serpiente apresurada en el ascenso. Pasto tierno daba sobre
las rocas, agu ad as pinceladas de óleo verdoso, disimulando la
hosquedad de los farallones de tierra que variaban su color,
según los lugares donde la fuerza erosiva de las aguas había
actuado jugando a la construcción de pequeños desfiladeros.
Cuadros alegres de verde maduro formaban Tos maizales en
declives de las montañas donde frecuentemente y con m ás
éxito, mostraban su color purpurino los sembríos de quinua
y kañawi.
En la quebrada principal, de fondo caprichoso, pedrizo
e inclinado, se precipitaba el torrente rumoroso y cristalino del
Choqueyapu, cuyo nombre ay m ara quiere decir Señor del
138 AUGUSTO GUZMAN

Oro. A este río limpiamente nacido en los nevados de la Cor­


dillera de los Andes, le acudían en la misma com arca tributa­
rios menores de curso eventual como el Mejahuira de aguas
turbias, el Chojñalarqa de agu as verdosas, el Orkojawira,
el Apumalla y otros que veía sin recordar sus nombres. En
cad a uno de esos repliegues dormía un sueño de su infancia
venturosa.
El Illimani seguía en su sitio, como deidad enorme acos­
tada sobre el mundo y coronada con la blanca diadema de
sus nieves perpetuas, cuyo lejano resplandor parecía aclarar
m ás todavía el fanal del horizonte. En lo hondo de la vieja
com arca del Chuquiagu, quedaba La Paz, ciudad de su na­
cimiento, infancia y senectud. No había prosperado mucho
en todos estos tiempos. Charcas, Potosí, Lima eran sus herma­
nas principescas, ricas, ante esta ciudad pequeña, humilde,
de músculos fuertes y piel bronceada con el rigor de la puna.
El la veía crecer en los años venideros, en los siglos,
con trazas y arrestos incontenibles. Ascender del tajo brusco,
equilibrándose en los chúcaros accidentes, con un anhelo
agonioso de superación masculina y femenina, porque las ciu­
dades, como la Gran Ram era, eran a su juicio mixtas, herma-
froditas fecundas. El pobre ayllu subía con ímpetu avasalla­
dor como una m area de vitalidad que brotase del suelo, pre­
sionado por el Illimani, cuyo peso no se podía calcular en
toneladas. Subía rugiendo, rechinando, cantando, resoplan­
do, gimiendo, sudando y desparram ando sus edificaciones por
las laderas como una floresta arquitectónica que cundiese sin
cesar, irradiada del centro, viejo tronco secular donde Alonso
de Mendoza, había hecho el injerto español en savia india.
Al galope de los años, siglos XVIII, XIX, XX . . . y a no era
una ciudad india como Chuquiagu, ni española como quería
la conquista, sino gallarda mestiza de contextura atlética con
huesos de piedra y de fierro, músculos de cemento, ladrillo
y adobe; cumbreras de zinc y de teja; epidermis de estuco
pintado a brochas o pinceles. El monte indio asistía desde su
clara atmósfera jde serenidad al crecimiento de la ciudad pa
ceña, dentro su "molde orogràfico, incómodo a la fácil expan­
sión. Los Andes pétreos la encajonaban y atajaban; pero ella,
prendida con las uñas y los dedos a las paredes de su encie­
rro, avan zab a con p ausada obstinación, m añosa y flexible,
como un animal blanco en el intento y definitivo en la con­
quista. Subía, crecía, como si quisiese tapar el hoyo y correr
sobre la pam pa muerta de los ayllus donde la raza primitiva,
EL KOLLA MITRADO 139

aliada a los hombres del mundo, señoreaba en una nueva ci­


vilización . . .
¿Dormía, soñaba, pensaba? La fantasía. El supremo po­
der del hombre p ara sentirse libre y consolado. Y a estaba en
el Alto. Miró una vez m ás el pueblo gris y el blanco monte con
serena seguridad que le venía de fantasear prósperos porve­
nires.
El Illimani le miraba. El le miraba también.
— ¡Adiós! ¡Adiós! — gritó en silencio, con las voces ín­
timas de su alm a, que escucharon los cóndores. Entonces, en
el aúreo temblor de la m añana, sucedió que un reflejo del
Illimani atravesó el largo espacio hasta la frente del Pastor
de barba cana. Y ésta fué su despedida del Illimani.
EL VALLE
POR LA PAMPA

No era un viaja corto ni fácil. Al contrario, era de los


que Su Ilustrísima acostum braba y gustaba hacer. Primero
tendría que terminar la interminable pam pa fría y muerta del
Altiplano, donde loqueaba el viento huyendo de unas mon­
tañas a otras, a través de decenas y centenas de leguas, se­
gún si corría a lo ancho o a lo largo de la pista.
Estaba y a muy viejo para andar a pie muchas leguas.
Le llevaba un noble caballo de buenos andares, educado a
lonjazos de chalanes, que apenas si le h acía mover sobre la
montura, cuyos estribos eran cabezas de pumas primorosa­
mente labradas en m adera de laurel.
Larga cad en a de caseríos formaban los descansos de
jom ada en aquella ruta desértica donde los pueblos con p a­
rroquia eran muy raros. En algunos sitios, había que recoger
en otra acém ila auxiliar, forraje p ara las bestias porque no
había en m uchas leguas adelante.
De cuando en cuanto, tropezaban con inmensas tropas
de llam as que se deslizaban por el suelo pelado, cual m an­
chas com pactas entre nubes de polvo. A penas si podía oirse
su paso coqueto de señoritas, con que avanzaban alzando
sus cabezas de oveja, sobre el largo pedúnculo del cuello,
emergido del fino y abundante vellón de su cuerpo, sobre el
cual, descan sab a la ca rg a liviana, dispuesta en lindos costa­
les tejidos, con su propia lana, en los tres colores naturales:
negro, castaño y blanco. Eran los camellos indios para un
desierto indio, ce rca de cuatro mil metros sobre la línea azul
del mar. Sus ojos redondos con grandes pupilas de infinito
mirar, propulsados de sus órbitas, copiaban la desolación
majestuosa del paisaje: gran solar que no conoce la sombra
142 AUGUSTO GUZMAN

de los árboles y sólo se tapa a veces con las flotantes som­


brillas de las nubes.
Seguían el largo y moroso itinerario de La Paz, Oruro,
Potosí, Chuquisaca, Misque, mencionando nada m ás que los
puntos importantes. C ada una de estas etapas les llevaba seis
y ocho días sin contar los descansos en las poblaciones.
Oruro, la joven ciudad .fundada a principios del siglo
con el nombre de San Felipe de Austria, seguía modestamente
los pasos de Potosí, arrimándose al cerro de San Pedro que
no era precisamente el m ás rico del Corregimiento. El viento
jugaba como un niño tonto con la arena de la pam pa hacien­
do suaves colinas a las puertas del vecindario que amanecía.,
a veces, con las calles de salida obstruidas por esas dunas
que brillaban al sol como montones de oro pálido, en polvo ñ-
no, limpio, sin una brizna de hierba, y eso que en la epidermis
cad avérica de la pam pa, brotaba a trechos, como vello mus­
tio, la paja brava. Oruro era un pueblo chico, con sus casitas
de adobe agach ad as por temor a los vientos que lo tenían ata­
jado y arrinconado contra la roca del cerro a cuyos pies mo­
ría la planicie.
Siguiendo el camino a Potosí, apenas perceptible por
la huella del tráñco, que no lograba imprimir bien sus pasos
sino en pocos sitios, tras un viento loco que los enterraba en
una atmósfera de polvo de varios kilómetros cúbicos, los al­
canzó la tempestad, tan desam parados, que no había refugio
alguno a la vista. Las tres muías de carg a y los tres caballos,
con sus jinetes, resbalaban a cad a paso castigados cruelmen­
te por la graizada cuyos cristales redondos, como perlas de
collar, rebotaban sobre las an cas relucientes y salpicadas de
barro que ca d a momento parecía iban a tocar el suelo por el
riesgo de la inestabilidad.
Cesaron de cam inar y quedaron en grupo. Parados,
callados, hombres y bestias, con filosófica resignación, ba­
jo la lluvia copiosa que cedía al arcabuceo de la granizada. No
duró mucho el contraste. A poco lucía el sol potente y triunfa­
dor sobre la derrota de las nubes disueltas y barridas del
cam po azul. La cara v a n a seguía su paso animosa, viva, lige­
ra, contenta.
Entraron en la inmensa estepa que se confundía con
el horizonte. No existía ante sus ojos ca sa , ceno, árbol, ni lu­
na que pudiera orientarlos sobre el sitio en que caminaban.
No había camino, le tenían perdido sin darse cuenta. Al cabo
de varias horas, el sol declinaba.
EL KOLLA MITRADO 143

— No h ay rastro, ¿dónde vam os, qué camino seguimos?


— preguntó el Obispo a sus indios aym aras, con la sombría
sospecha del extravío.
Pero y a era tarde. Ellos no sabían contestar y él, m e­
jor. conocedor de la ruta, era precisamente quien pregunta­
ba. ¿Por qué no habían pasado el peñón solitario de W uayra-
kutu, cu ya cuchilla filosa se alzaba en el horizonte p ara cor­
tar los vientos? ¿Dónde quedaba ahora el fin de jornada, Sa-
mayhuasi, que era una c a s a redonda, de barro, como un hor­
no aplastado? El sol cautivo entre celajes de todos los tonos
daba sus últimos resplandores sobre el mundo y la pam pa
blanca, com enzaba a azularse como el vientre inerte y tenso
de un muerto. Anduvieron y desanduvieron varios kilómetros
en distintas direcciones buscando la huella perdida y escara­
bajeando con las suyas la lisa superficie del suelo seco.
Sobre el espectáculo vibrante de colores y fulgores de
occidente, cayó lenta la inmensa cabellera de la noche, como
un telón sombrío, clavado al cielo, con las luminosas tachue­
las de las estrellas. Entre la pam pa elemental y confusa y el
cielo complejo y claro, reinó un silencio universal de velorio
cósmico, en que el muerto era la Tierra y cirios los planetas
distantes. Los tres viajeros ciegos y sordos, con la certidumbre
de la tragedia, tuvieron la sensación de que el mundo y la
vida, la tierra y el hombre, el tiempo y la historia, habían ter­
minado.
No fué m ás que un instante. Dios estaba áhí, encima de
ellos, mirándoles tranquilamente y hasta un tanto risueño por
él susto de criaturas que habían llevado. ¡Gentes de poca fe!
El Obispo se tranquilizó en absoluto. No podía p asar nada.
No era m ás que una ocasión para el milagro. Tranquilizó a
los indios:
— No os asustéis hijos míos. Dios verá por nosotros, es­
tamos extraviados, sin camino. El nos lo enseñará en seguida.
— Así es. Así h a de ser padre mío — contestaron los in­
dios con voces de alivio en que convalecía la confianza.
Pero también esto era momentáneo porque la falta de
camino no puede suplir viajero alguno con solamente la ilu­
sión. Lo que sentían en realidad era un nuevo miedo, de asus­
tarse mucho, miedo de tener miedo. Su Ilustrísima mandó des­
cargar las muías junto a la m ancha de un pajonal al que las
bestias instintivamente se acercaron. Del N. O. comenzó a
soplar el viento persistente, fresco, y entrando en el pajonal.
144 AUGUSTO GUZMAN

se puso a locar su monótona y delgada flauta incaica, reme­


dando a lo lejos, el aullido lastimero de los perros, ¡Oh!, si
uno siquiera, aullase o ladrase en la extensión vacía.
Sobre un blando cuero de llam a tendieron la cam a del
Obispo con sáb an as y dos gruesas cobijas tejidas en Potosí,
también de lana de llama. A su cab ecera para protegerle de
los vientos, colocaron el baúl de equipajes. En otro sitio, ni
muy cercano ni muy retirado, compusieron los indios sus c a ­
m as respectivas con las caronas y ponchos. Su Ilustrísima se
caló el chullu (gorro) con an ch as tapaorejas que se am arra­
ban con barboquejo bajo el maxilar.
—Martín, Nicolás — los llamó.
— Padre.
Aseguren las bestias, vamos a rezar p ara salir al c a ­
mino — ordenó en quichua, pues los tres viajeros hablaban los
dos idiomas nativos: quichua y aym ara.
— ¿Y los animales, PaOre?
— ¿us que no llevamos los anim ales p ara buscar el c a ­
mino? — responuieron exaunaaos, preguniunao amo aespues
a e ouro.
— No me entendéis hijos. No vam os a salir en busca
del camino añora mismo. Vamos a rezar p ara que Dios nos
ay u ae a saiir oien a e esie aprieto.
— Arí tatay (sí padre) — y se fueron a clavar las estacas
p ara asegurar ios animaies. Irray nernarümc uevanao la pri­
m era voz mzo rezar en el quicnua piastíco, rico, üuice y ex­
presivo, como la lengua a e ra s m ia , una oracion nueva y ex­
traña que le broiaoa ae lo honüo del corazon como un cau ­
dal üenso de emociones que su mente severa clarüicaba y
combinaría en parraios üe mística inspiración. Los inüios re­
petían el ruego con la voz quebrada y los ojos acuosos, bajo
la sombra ae sus pestaños cortas y tiesas, hasta el final Amen
que les üejo consolados, comormes y esperanzados, tanto que
de graütuü humilde lueron a besar las manos de su amo.
— Padre mío, así estuviese muy lejos, o muy sordo, Dios
te ha oído — profirió Nicolás sin notar que era irreverente en
sus expresiones.
— Tan bien habéis pedido Padre mío, que esta noche
en vuestro sueño, Dios b ajará de su m orada azul p ara avisar­
nos el camino que lo tenemos perdido — opinó poéticamente
Martin.
EL KOLLA MITRADO 145

— Así sea hijos míos. Descansad confiados.


— ¡Cómo Padre! ¿sin serviros vuestro m ate de coca?
En un momento le tendremos listo.
— No me déis coca. Dadme retam a o toronjil.
Martín sacó de la alforja el botellón de barro con agua.
Abrió el baúl y buscó el atado grande que contenía atadijos
de hierbas medicinales: chinchircoma, huira-huira, jam achepe-
ka, cardosanto, toronjil, retam a. Supo escoger a la débil cla­
ridad de las estrellas, mientras Nicolás encendía con paja,
lumbre p ara la caldera.
Tomó a gusto la infusión cordial mientras los otros h a­
cían el aculli de coca.
Seguía soplando el viento. A lo lejos les pareció oir vo­
ces y silbidos humanos detrás de alguna recua de burros, mu-
las o llam as retardados. Sus orejas se pusieron a sintonizar
•las ondas sonoras. En efecto eran voces, parecían acentos hu­
manos.
-—Haced ruido, gritad, llamad con toda la fuerza de
vuestros pulmones — ordenó el Obispo.
•—Tú Nicolás. Eres m ás joven y guapo — propuso M ar­
tín.
Nicolás se adelantó todo lo que pudo, haciendo bocina
con la boca, "si hubiera un pututu" pensaba.
— Llámales en quichua. Deben ser potosinos.
El indio de poncho negro y gorro de lana terminado en
punta, bajo la pálida claridad de la noche, parecía un fan­
tasm a. Negro y errante girón de las tinieblas, desgarradas por
el corvo reluciente de la luna.
-— ¡Huy, huy, huy! — se puso a aullar como una bestia
herida.
— No sirve, tienes que llam ar m ás claro.
— lam uychaj . . . Jamuychaj . . . Yanta . . . chinka-
chiykcu (Vengan, vengan, hemos perdido el camino).
El Eco, gnomo de ojos oblicuos y pómulos salientes,
perdido en las leves ondulaciones del terreno, devolvía con
su honda de cristal las últimas sílabas del reclamo quichua.
Y esto creaba, sarcásticam ente, la ilusión de un interlocutor
distante.
Martín, arm ado de la hoz, juntó porción crecida de
paja y le prendió fuego para llamar la atención de algún vian­
dante nocturno, que por cierto no había, porque nadie les hi-
146 AUGUSTO GUZMAN

20 caso y hubieron de acostarse. No tenían hambre por la tris­


teza, y eso que podían comer el fiambre de papas, ocas, chu­
ño y gallina cocida, que llevaban para la merienda del día.
Los animales, absolutamente ignorantes del suceso, des­
pejaban el cam po del pajonal en todo el radio de acción m an­
dibular que les tocaba. De cuando en cuando, fatigados por
la sed, golpeaban el suelo con los bazos, hasta que en lo hon­
do de la noche, se acostaron en grupo casi pegados unos con
otros. Ni el rumor de un arroyo. Ni el canto de un pájaro. Só­
lo el viento que pasab a, repasaba y daba locas vueltas en
remolino, como un indio ebrio y emponchado al regreso de
una fiesta de alcohol aguado.
Amaneció. Rosa, blanco y lila era el encaje que des­
puntaba en el oriente bajo la pollera azul del día. Sabroso
chocolate, con pan de afrecho mantecado, fué su desayuno
servido en ventruda taza p ara el Obispo y en un m ate para
sus criados. Rápidamente, aclaró la faz del día al beso del
sol que desentumeció la pampa. A lo lejos, como nube o som­
bra de nube, se deslizaba lenta una m ancha oscura levantan­
do apenas ligera polvareda. Nicolás, llevándose un dedo a
la boca, dió un silbido violento que cruzó como un tiro de fu­
sil el espacio de cristal. La m ancha pareció detenerse un ins­
tante como una inmensa arañ a en el camino. No, no se dete­
nía, seguía, se perdía en la g a sa sutil de la distancia, sin h a­
cer el menor caso de los silbidos.
—Es una tropa de llamas. Padre, vam os en esa direc­
ción.
— Apresurémonos — dijo el Obispo sujetando la polle­
ra de su sotana a la cintura y alisando su barba blanca que
flotaba al viento como una banderola de rendición.
En cuanto hubieron montado, Nicolás gritó la salvación,
señalando un punto lejano del Occidente, por donde se había
perdido el tatuaje errante de las llamas:
— ¡W uayrakutu! ¡Wuayrakutu! — repetía sin comenta­
rio, haciendo bailar sus ojos pequeños, negros, brillantes, den­
tro de la oblicua separación de los párpados.
— ¡Cierto! — asintió categóricamente Martín, a tiempo
que llevaba a la boca las primeras hojas de coca, sacados
de su chuspa de lana, en varios colores.
Cárdenas no podía confirmar la noticia porque la refe­
rencia era muy distante y el mirar de sus ojos de ochenta y
cuatro años, no daba y a para tanto.
EL KOLLA. MITRADO 147

Se encaminaron tranquilos. A cuatro horas de viaje an ­


heloso, eslaban en el farallón solitario de Wuayrakutu.
— Ingratos — prorrumpió Su Ilustrísima— he estado es­
perando que os acordéis de dar gracias a Dios y no me lo
habéis propuesto. Arrodillaos en tierra y seguidme a rezar.
SIERRAS Y VALLES

Transmontando los cordones que íorman la ancha cor­


dillera interior, vencieron las etapas de Potosí, C harcas y Mis-
que, cerca de doscientas leguas. La geografía era la sucesión
de murallones separados por los ríos que discurren en los ta­
jos o por los valles amenos que florecen bajo la adusta pro­
tección de las montañas.
Si en ocasión anterior encontró a Potosí revuelto con el
desgraciado suceso del acaudalado Rocha, ahora el trastor­
no era tanto en la Villa Imperial como en Charcas por la te­
rrorífica historia de doña M agdalena Téllez, dam a rica, no­
ble y viuda de la aristocracia potosina, que había sido eje­
cutada esos días en Chuquisaca a raíz del uxoricidio come­
tido por despecho de una venganza no satisfecha.
Aunque se la refería de distintas m aneras, en lo prin­
cipal, la tal historia, consistía en que a principios de ese año,
a la terminación de la misa en la iglesia de la Compañía de
Jesús de Potosí, agraviándose primero con m iradas de sus be­
llos ojos y luego con palabras de sus lindas bocas, iban a
irse a las manos en el colmo del furor de que estaban po
seídas, la dicha viuda Téllez y doña Ana Róeles.
Con el alboroto que el colérico voceo femenino había
arm ado a la puerta del templo, compareció don Juan Sans,
esposo de doña Ana, quien incitado por ésta, se creyó en la
obligación ineludible de soltar una sonora bofetada en el ros­
tro pre-otoñal, perfumado y espolvoreado de doña M agdalena,
a quien no podía vengar por tal afrenta su marido, porque es­
taba bajo tierra.
Si bien la ligera equimosis de la bofetada pública
desapareció del rostro todavía juvenil y atractivo de la viu­
da, la llam a de odio, encendida en su pecho por el traum a­
tismo, la devoraba en infinito deseo de venganza.
Andaba celebrando sus encantos, con medrosa pacien­
cia por ese entonces, el vascongado don Pedro Arechúa que
hacía oficio de Contador. Dióle ánimos al amorato galán y
150 AUGUSTO GUZMAN

concertó y verificó su boda con la condición, juramentada, de


que vengase varonilmente el inicuo ultraje de que había sido
víctima. El Contador aceptó de buen grado y hasta entusiasta
la condición que le fue impuesta. Pero se disipó su momen­
táneo coraje en la afrodisiaca dulzura de la luna de miel y
así, no sólo que perdió la memoria de su juramento, sino que
maldito si se le p asab a por las mientes la idea de provocar
ni con el pensamiento, al valentón abofeteador de señoras c a ­
tólicas.
En dos o tres ocasiones doña M agdalena no pudo lo­
grar que su agallinado esposo provocase al ofensor. El odio
que a éste le tenía, se volvió con m ayor fuerza contra el inú­
til instrumento de venganza que había comprado con su belle­
za y libertad. Perdió la paz interior, en la cual su venganza,
esperaba confiada con la majestad de la justicia que le ser­
vía de disfraz. Esa calm a de la vindicta, que espera segure
el momento de asestar su golpe de revancha, se tornó en tem ­
pestad violenta, incapaz de salvar los miramientos conyuga­
les. Cobarde y perjuro después de gozar con ella, él no h a­
bía cumplido su palabra y seguía durmiendo tranquilo, en el
mismo lecho donde la venganza vigilaba.
El odio a su marido superó todos los odios. Para casti­
gar a éste no iba a procurarse de un amante. Sus manos de
mujer darían cuenta con el Contador escrupuloso. Y ana no­
che, en T arapaya, mientas dormían juntos le cosió a puña
ladas, ensañándose con el cad áver al punto que en la acu sa­
ción judicial, se le atribuyó el acto de haberle sacad o el co­
razón para comérselo, posiblemente en un rapto de delirio
añtropofágico, que entonces como ahora, los jueces, no lo dis­
tinguían por caso de irresponsabilidad.
La Audiencia la condenó a la pena de garrote y ahor
camiento. Esto último con fines de simple exhibición. Los v e­
cinos de P otosí espantados de la tragedia de una dam a prin
cipal de su Villa, ofrecieron doscientos mil pesos por salvar
e sa cabeza de mujer. La Audiencia rechazó. El Arzobispo de
la Plata don G aspar de Villarroel, concurrió a la sala del jui­
cio, destocado, y de pie — todo un Metropolitano— y pidió por
ella con razones muy cristianas. La Audiencia rechazó y Do
ña M agdalena de Árechúa, fué agarrotada en la plaza de
Chuquisaca, el mismo día que nuestro viajero salía de esa
ciudad rumbo a Misque.
Perdida la meseta para siempre a sus espaldas, el c a ­
mino seguía siendo un constante ascender o descender ce
EL KOLLA MITRADO 151

rros p ara trotar unas horas en minúsculos vallecitos donde el


molle, de racim os escarlata, esparcía el arom a picante de sus
hojas, mientras la hediondilla, febrífugo y desinflamante in­
comparable, bordeaba los pedriscales junto a la hierbabuena
que también crecía abundosa a largos trechos del camino.
Pasaban riachuelos de aguas cristalinas y templadas
en cuyas ondas m iraba y rem iraba su lozano semblante el
paisaje coqueto, limpio, pudoroso y aliñado, sin los desbor­
des lujuriosos de la fronda tropical. De tarde en tarde, los al­
tos ceibos, hacían de catedral p ara los pájaros y los sauces
llorones vertían en los rem ansos el verde raudal de su llan­
to inacabable. Nadie sab ía por qué lloraban los sauces. Pe­
ro eran realmente sauces, llorones, cu ya visión en los crepús­
culos, inundaba de lástima el corazón de los viajeros retarda­
dos en el cam po al paso lento de sus cabalgaduras.
El viento no cumplió m ás que una m oderada función
de abanico p ara disipar la languidez bochornosa del medio día
y rara vez soplaba con violencia. En cambio el agu a se de­
claró su enemiga. Era el tiempo de las lluvias. Hubo días que
hacían solamente media jornada yendo a acam p ar en las rús­
ticas cab añ as de los labradores. Otras veces perdían horas
enteras esperando a la orilla de los ríos el am ainar de su to­
rrente. Eran por lo general quebradas que se hinchaban de
agu a turbia juntada de las numerosas arrugas de los cerros,
donde los pastores cuidaban sus ovejas, cantando coplas que­
chuas a gritos en que no faltaban alusiones al lobo o al zo
rro, enemigos de los rebaños. Estos ríos o riachuelos, según
el grador o grosor de su caudal, h acían en sus crecidas un
ruido grave con el estruendo del agua, acentuado por e! sor­
do aolpeteo de las piedras, que viajaban por el fondo, dando
tumbos de m ala gana. En los repliegues abrigados de la oro­
grafía, junto a cebadales tiernos de verdor alegre, crecían cres­
pos y densos bosques de kewuiñas, árboles de tronco y ra­
m as cubiertos por un ropaje de láminas superpuestas que fa­
cilitaban arandemente la combustión. A medida que se acer­
cab an a Misque, los paisaies adquirían m ayor prestancia poi
la nobleza de la vegetación variada y decorativa. Igual­
mente los ríos no eran y a torrentes locos, encajonados en las
quebradas, sino a veces ríos con an ch as playas donde había
piedras desde el tamaño de los elefantes hasta el de los b a­
tracios, p ara no ocuparnos del cascajo, cascajillo y arena.
De pronto, como un milagro presentido, el dulce valle
de Misque.
VALLE DE MISQUE

Pedazo maravilloso de la naturaleza am ericana, donde


llegaron en su expedición las legiones quechuas de los incas
y lo bautizaron con el nombre de Miski, que quiere decir ag ra ­
dable, rico, gustoso, pues asimismo es el nombre que se da a
la miel de los panales.
En épocas anteriores esta fué la región m ás próspera de
viñedos, an ch a cuna del mejor vino am ericano, hasta que a
fines del siglo XVI, la estolidez criminal de un Corregidor, hi­
zo incendiar las haciendas de cepas con e-1 pretexto de habe’-
sido plantadas sin licencia del Rey.
Su marchito corazón de octogenario se abrió como en
nueva floración de vida y su imaginación contemplativa, de
introvertido y místico, soñó despierto el consuelo de un p a­
raíso tranquilo p ara su aporreada ancianidad.
El paisaje risueño era la clara sonrisa del valle bajo
el sol ardiente que h acía chispear el río y resplandecer el ro­
paje de los huertos. Las montañas lejanas parecían jadear en
la ardiente delicia de la siesta, como grandes animales acos­
tados a la orilla de este valle edénico. El río era un cristal
verde y espumoso, regalado de peces, gue discurría entre las
bellas piedras de su cau ce y cruzaba el valle, protegido de
montañas, pasando por la Villa de Salinas, Ciudad de Misque,
con sus lindas ca sa s españolas, sus. tres conventos y la Igle­
sia Mayor.
Frente al ancho vado que se extendía como un espejo
biselado, aguardaba la población reunida en fiesta de reci­
bimiento. El bendito pontifical que no le dejaba tranquilo en
parte alguna. Suprimieron el palio porque su uso estaba dero­
gado y él lo retiró cuando se lo ofrecieron. Pasó el río en m e­
dio de una multitud de jinetes. El ag u a contenida desbordaba
tibia y clara por las grupas de los caballos que resoplaban,
las cabezas en alto, con las orejas apuntando al cielo, mien­
tras braceaban semiperdidos en la corriente.
154 AUGUSTO GUZMAN

Entró a caballo, con el pueblo, en medio de la clerecía


de la Catedral y los religiosos de las órdenes de San Fran­
cisco, Santo Domingo, San Agustín y la Compañía de Jesús,
todos presididos por la noble ñgura del Arcediano Don Fran­
cisco Alvarez de Toledo, el reedificador de la Catedral de San
Lorenzo. ¿A qué repetir los números harto conocidos del re
cibimiento episcopal? Se cumplieron satisfactoriamente como
en Asunción, C harcas y La Paz. La calv a del prelado relucía
al sol, guarnecida de la nuca a las sienes, por los cabellos
blancos como su barba franciscana. Gruesas venas con noto­
rios abultamientos m arcaban su relieve arterioesclérotico en
su cuello y en su frente, bajo la piel limpia, reluciente y li­
geramente casposa. A pesar de su gallardo continente, el cue­
llo de gallo viejo, se inclinaba flexible como si le agobiase
el peso de su barba luenga. La espalda tenía curva ligera que
je daba un aire tierno de modestia a su cuerpo entero, cence­
ño, enjuto, bastante reducido con relación a otros tiempos. Sus
ojos oscuros, vivaces, jugaban dentro la plegadura de los pár­
pados de pestañas blancas bajo los arcos nevados de los su­
perciliares. Su cabeza parecía m ás chica que antes, como un
limón exprimido, con abolladuras y encarrujamientos. Por g ra­
cia de la naturaleza, le quedaban aún bastantes dientes que
sostenían sus labios evitando la depresión bucal de los des­
dentados. En la blancura de sus manos evangélicas, cundía
un tatuaje de m anchas claras que sem ejaban pálidos lunares.
Estaba viejo. Pero no era un pobre viejo ni un candidato pró
ximo a la tumba, aún teniendo sus achaques. ¿A caso vivir es
estar sano precisamente? En la senectud vivir es prolongar la
lucha con los achaques creando una especie de equilibrio de
fuerzas atacantes y defensivas, cuyo desenlace puede ser el
agotamiento a largo plazo. Tenía el reumatismo y la bronqui­
tis que le atacab an por temporadas, juntos y separados, pero
él sabía combatirlos exitosamente.
Comenzaba el año de 1.664. El Arcediano y el Deán
eran muy buenos colaboradores. En cambio el dulce valle de'
Misque era insalubre. .El hospital de Santa Bárbara estaba
lleno de enfermos de chujchu, m alaria, terciana, paludismo, co­
mo se quiera llamar. Aquella hermosa naturaleza, grato rin­
cón risueño., lozano y sonriente, daba con sus caricias la fie­
bre y la muerte. Se hablaba de minas de plata y oro. Sin du­
da los jesuítas. No oía m ás que el cuchicheo de los tesoros.
Estaba desganado para emprender averiguaciones. La hume­
dad lo enovillaba en un rinción de la sala episcopal entre
EL KOLLA MITRADO 155

la fragancia de los limoneros que entraba del patio. Padecía


del hombro y las rodillas. Era el típico dolor reumático a los
huesos que los sentía pesados corno si fuesen a romper sus ner­
vios y d esg an ar su exigua musculatura. Gentes piadosas ve­
nían a cuidarle con solicitud de enfermeros entusiastas. Cal­
maban los dolores con cataplasm as, pomadas, pociones, y a no
sabía con qué, pero calm aban; y mientras vagab a por las ar­
boledas la niebla tibia del otoño, Su Ilustrísima p asab a las
horas discurriendo con el Arcediano o con el Bachiller G a­
briel González de La Tone, Cura de la Iglesia Mayor, a quien
a poco tiempo de llegar, recomendó en una carta al Rey p a­
ra ocupar la vacante del Deán A lava que falleció después de
pleitear con la Iglesia sobre si devengaron o no sus preben­
das en treinta años que no se recogía a la Catedral de San
Lorenzo. También recomendó en otra carta al Arcediano so­
licitando premio real por sus servicios y méritos. Eran genti­
les servidores y excelentes amigos.
Apenas aliviado de sus dolencias quiso Fray Bernar-
dino emprender el viaje hasta San Lorenzo, sede oficial del
episcopado, donde estaba la Catedral abandonada pues los
ministros del culto preferían residir en Misque. No quedaban
allá m ás que unos cuantos jesuítas y mercedarios. Quería po­
blar el seminario, fomentar el hospital. Pero no le íué posible.
Nunca m ás llegarían sus plantas a las ardientes llanuras tro­
picales, desde la última m añana que se desprendió de Asun­
ción, sobre las aguas calm osas del río Paraguay.
Sus dos indios, Francisco y Martín, cayeron enfermos
y fallecieron. El uno con la fiebre palúdica, y el otro con lo
mismo. Se acordó de Cristóbal su primer acom pañante en la
aventura de su viaje al Paraguay. Los tres indios altiplániccs,
nacidos en países sin árboles, dormían su gran sueño liber­
tador bajo la sombra verdosa, caliente y perfumada de los
follajes.
Ahora sentía sobre sus hombros el peso de cien años
sin tenerlos, y su vacilante humanidad apenas si podía mo-
•verse para no olvidarse a caminar, que otra cosa no había he­
cho tanto en la vida. Era un Obispo em balsam ado en su asien-
¡o, con los ojos abiertos, visionarios, y la inteligencia despier­
ta, potente mecanismo del espíritu, que no habría de fallar
Lcsta el último momento. De este valle aracioso por la g ra ­
cia, donde le pasaban tales desgracias, tuvo que viajar a fi­
nes del mismo año en cuánto el c’a uichu comenzó a sacudir­
le el esqueleto con sus eléctricas intermitencias. Bañaba su
156 AUGUSTO GUZMAN

piel seca copioso sudor caliente que m ojaba las sáb an as y


luego, escap ad a la fiebre, y ante un nuevo soplo, la sangre
hirviente parecía ir a congelarse en brusco descenso de tem­
peratura.
Estaba mal el pobre Obispo. El bachiller González le
trajo veinte indios que le llevarían, en silla de manos, hasta
el pueblo de Arani, donde había un Santuario cómodo y un
clima sano y templado. Su Ilustrísima no tuvo otro remedio
que emigrar. Dió sus encargos al Bachiller y sentado en una
silla, a cuyo respaldo am arraron un quitasol morado con fleco
rojo, se fue sobre las manos de los indios cristianos.
VALLE RINCONERO

Arani es el último trozo rinconero del gran valle d.e Co­


chabam ba. Una región menos exuberante y menos cálida que
Misque. 2.665 metros sobre el nivel del mar. Seco, sano, cla­
ro, quieto y ameno, con dos y tres oteros que remedan la arro­
gancia de los cerros de la cordillera que p asa cerca del pue­
blo.
El viento sopla con terca insistencia jugando al escon­
dite en el cañadón angosto que se abre en la cordillera como
un tajo de espada. Abismo de mil metros, en cuyo íondo, ser
pentea un río de caudal pobre y casi eventual. El pueblo mes­
tizo, con su Iglesia grande, de paredes m acisas y rechonchas
tanto que en el paso del altar m ayor a la sacristía, podía ins
talarse una habitación celular. Paredes de dos metros de
ancho y algo más. Las calles rectas, espaciosas, planas. Las
casas todas de planta b aja y techo de teja. Allí no se conocía
m ás la paja de las punas. En la plaza había una fuente pú
blica, vertiente de ag u a clara, rodeada por un cerco pinto­
resco y agreste de pencas espinosas, donde m aduraban las
tunas blancas, verdeblancas, aguanosas; y las otras rojo-
amarillentas, azafranadas, secas, pastosas, am bas de mucho
gusto al paladar.
Por la dulce llanura se extendían ios maizales, semen­
teras clásicas de Cochabam ba, que lo mismo daban para mo­
te, sopa, huminta, choclo cocido, tostado, pitu, api, o chicha.
Era el sustento esencial y vario que se podía consumir en m a­
zorcas, en grano, en pasta, en polvo, en mazamorra y en lí­
quido, con diversas m aneras de cocinar en cad a estado. Se
llama s a ia en quichua. Cerca a la colina, que si tuviera tres
cruces encima, sería un calvario perfecto, había unos cuantos
árboles de algarrobo que cab eceab an con el viento. Por el
lado del río, en la ancha playa, pedriscal de pedrezuelas azu-
losas y blancas, ponían su nota de verde firme, leal y refres
cante, molles de copa joven en viejo y rugoso tronco. En la';
huertas se cuajaban los durazneros y el pasto cundía silencio
158 AUGUSTO GUZMAN

so en las tranquilas avenidas. Una infinita calm a de pueblo


caía con el sol sobre los techos rojizos y las paredes de b a­
rro, haciéndose celebrar, con el canto de los gallos, en Jos
corrales inundados de claridad.
En una mansión campesina, no obstante estar al cen­
tro del pueblo y junto a la Iglesia, volvió a la salud el viejo
prelado que p asab a los días de la convalescencia aspiran­
do el arom a delicado de las flores de haba y de tauri que le
transportaban a la c a sa paterna de La Paz. Estába escrito
que éste sería el primero y el último perfume de su vida. Los
quechuas obsequiosos, le llenaban la despensa que adminis
traba una chola gruesa, m adura, con cinco polleras encima
y los negros cabellos peinados en dos gruesas simbas que
caían hasta los riñones. Estas gentes humildes se descolga­
ban desde los rancheríos de Tiraque, Azul Qhocha, Jarkapam-
pa, Kollpa, M uyupampa y otros ,para ver la cara del santo y
recibir su bendición a cambio de huevos, lechugas, habas, ar­
vejas, papas, ocas, choclos, gallinas, quesillos, leche y has­
ta corderos que dejaban con cristiano desprendimiento sin
aceptar las razones del Obispo que solía regañarlos por esta
causa.
— Ninguna obligación tenéis de venir con presentes a
la c a sa mía que os abre sus puertas, como las de mi cora­
zón, absolutamente gratis.
— Por lo menos eso, padre nuestro. Si somos vuestros
hijos, debemos manteneros — y le besaban las manos enfla­
quecidas.
Le resultó un cambio feliz de ese valle de Misque, que
tenía el calor del verano, a éste que tenía un temple interme­
dio de primavera.
Era un Obispo en vacaciones. Pidió un Coadjutor que
hiciese sus veces en el Obispado. El Bachiller González de
la Torre, era muy a propósito para este cargo pues por su co­
misión había hecho varias cosas de provecho en San Lorenzo
y ahora le escribía — ¡oh goce supremo!— dándole cuenta
de que por instrucciones suyas, había quitado del catecismo
unas palabras hereticales que se decían en la lengua de los
indios, las mismas que le atormentaban en el Paraguay. Tu­
pa llam aban a Dios Nuestro Señor. Tupaiyú cuando querían
nombrar a Dios Hijo. Tupa y Yaú, cuando querían llamar al
Padre Eterno. El Bachiller extirpó estas atrocidades aunque se­
guramente los indios no olvidaban los vocablos que mamaron
EL KOLLA MITRADO 159

con la leche de sus m adres y los repetían mentalmente. Pe­


ro para Cárdenas, que chocaba y chochaba con estos sus­
tantivos, era una de las m ás grandes batallas del catolicis­
mo. A caso tenía toda la razón si se mira que la lengua, ol
idioma, es el espíritu del hombre, las palabras la vida de las
cosas y el mundo nominal, sobre todo en lo religioso, es el
mundo real y verdadero. En sus oidos tapados por gruesos
mechones de pelos __blancos, sonaron todavía largo tiempo,
sordamente, las melódicas designaciones idolátricas y here­
ticales: Tupá o Tubá, Tupaiyú, Tupá o Yaú. Eran voces genti­
les de la gentilidad bárbara. El no podía sospechar que dos
siglos y medio después, eL,escritor paragu ayo Natalicio Gon­
zález — por cierto sin tener en cuenta el caso de Cárdenas—
identificaría a Tubá Tupá o Tupang con el Ariel de Shakes­
peare alegando que este escritor compuso La Tempestad ins
pirado en la mitología de los guaraníes. De tal modo que,
ateniéndonos a González, cuando Cárdenas celebraba la ex­
tirpación de Tupá, éste estaba y a encarnado en Ariel, en la
última obra del dramaturgo genial.

Conocía las escrituras del Antiguo y Nuevo Testamen­


to, Santo Tomás, San Agustín, y algunos autores religiosos
permitidos por la censura. No conocía El Ingenioso Hidalgo
Don Quijote de la M ancha y eso que él era un fraile quijotes­
co como se ha visto por muchas de sus quijotadas. Y a no
escribía mucho, pero seguía conservando la pureza y elegan­
cia de su lenguaje en los pocos despachos oficiales que podía
suscribir. Había escrito bastante en la vida. Centenares de
cartas, decenas de informes. Los bibliógrafos y bibliófilos bo­
livianos, debieran ocuparse de juntar los escritos de este gran
escritor nuestro, que no figura en las crestomatías publicadas
hasta ahora, menos en las selecciones bibliográficas. En los
tomos de la Biblioteca Boliviana, no figura Cárdenas, que de­
bía ser el primero. Don Rosendo Villalobos tal vez siguiendo a
René Moreno tuvo el acierto de nombrarlo en sus Letras Bo­
livianas. Verdad que lo hizo a título de curioridad, sin seña­
larlo como a escritor, sino como a Obispo y con algunos da­
tos equivocados, cosa común en cuantos han escrito sobre
Cárdenas, porque h ay en las bibliotecas m uchas fuentes es­
púreas. Eso de sus 104, 105 o 106 años de vida, es una le­
yenda que viene desde la misma carta de Velasco, Presiden­
te de la Real Audiencia de Charcas, que le atribuía 104 años
a tiempo que daba cuenta de la muerte del Santo al Rey.
160 AUGUSTO GUZMAN

Volviendo a las obras de Cárdenas, el mismo Villalo­


bos menciona Memorial y relación de las cosas del Reino del
Perú Madrid 1.634. Traducción francesa 1.662; Manifiesto de
agravios de los Indios sin lugar, ni fecha de impresión. Hay
que investigar. H ay que buscar y encontrar. Con relación so­
lamente a la famosa expulsión de los jesuítas, hizo tres infor-
fnes. Muchos de sus escritos rompieron o quemaron sus ene­
migos quitándolos a su Procurador y otros fueron secuestra­
dos. Ricardo Palm a que debió conocer los escritos de Cárdenas,
en los archivos y bibliotecas de Lima, opina: "fué uno de los
hombres m ás notables de su época, pensador tan ilustre co­
mo C asas y Palafox, y m ás erudito que éstos".
No solamente fué un escritor sabio y am anerado, sino
un orador trilingüe de gran poder persuasivo, reflexivo y emo­
tivo, sobre sus variados auditorios. Una de las personalidades
m ás completas y m ás expresivas de su tiempo, con haberse
formado en estas Indias sin conocer Europa y sus universida­
des. El tipo del protagonista. El que vive su historia como una
novela.
En estos últimos cuatro años de su vida, que son los pos­
teriores a los 85 años de edad, espera la muerte ahí, en el va­
lle de Arani. Sigue celebrando dos misas diarias, con m ás
aplomo que nunca, porque ahora tiene privilegio especial de
la silla apostólica.
En un discurso teológico dirigido al Papa Alejandro
VII, fundamentó las razones p ara la celebración de tres misas
el Día de Difuntos, pero solamente en 1.748, ochenta años
después de su muerte, Benedicto XIV expedía la Bula autori­
zando este acto de caridad sacerdotal que en 1.722 fué apo­
yado por Felipe V.
En el gran huerto de la vivienda, cuidaba sus plantas
de legumbres, después de despachar sus tareas religiosas:
misas, oraciones, confesiones, predicaciones, etc. Era un san­
to Cura de aldea, que medía m ás que la torre de la Iglesia y
los árboles, tanto quizás como la montaña, pues a él venían
viéndole con los ojos del alm a, desde lejos, desde diez leguas
a la redonda.
Las tardes eran frescas y solemnes. El día recostaba su
páüdo semblante contra las ásperas serranías. Las últimas
golondrinas se recogían bajo el alero de la Iglesia. Entonces,
conducida por su hortelano, el ag u a del río venía por la ace-
EL KOLLA MITRADO 161

quict y se perdía en los surcos que la bebían ansiosos que­


dando sus plantas rem ojadas, limpias y coquetas, para la fies­
ta del día siguiente.
Esta era la vida de Labrador, que h acia el Pastor.
ESTADO DE GRACIA

Venían las palom as de los cántaros redondos, colga­


dos en los aleros de la ca sa , y comían de sus m anos los ru­
bios granos de maíz. Sus confesiones acab ab an con los adul­
terios y los am ancebam ientos entre los indios y la virginidad
de las mozas, se guardaba hasta la bendición sacram ental del
matrimonio.
El año de la muerte de Felipe IV, 1.665, mucho antes
que la noticia se supiese en América, el Obispo Cárdenas la
supo por revelación de un sueño y la comunicó a su confe­
sor Fray Bartolomé de León, p ara que aplicase sus misas por
el soberano, que en efecto, era y a difunto. Una india paralí­
tica, traída a su presencia, se alzó de su postración con la so­
la señal de la cruz que el Obispo hizo sobre su frente.
—Esta impertinente ha dado en que yo la he de s a ­
nar, y no ha de ser sino es la señal de la cruz.
Y se repitió así, en pleno valle de Arani, un episodio del
Nuevo Testamento.
Oía voces sin ruido y sentía la presencia inmaterial
de los ángeles que le ayudaban a rezar el oficio divino, todos
los sábados, después de las confirmaciones. Taumaturgo y
visionario, con el cilicio de alam bre totalmente cubierto por
las carnes, llevaba el oro de la mortificación sobre la jaula
del esqueleto.
Como h acía tres cuartos de siglo que su nombre sona­
ba con el pregón de la fam a, nadie podía creer que tuviese
menos de cien años, y así, lo mismo en América que en Es­
paña, se esperaba a momentos la noticia de su muerte. Toda­
vía Su Ilustrísima contaba con una reserva de m ás de dos
años de vida, cuando la Reina Gobernadora suscribía una cé­
dula real, ordenando la forma en que habrían de p agar la ex­
pedición de las bulas caso de que Cárdenas falleciera antes
de recibirlas.
164 AUGUSTO GUZMAtf

En 1.667 a l narrar la visión que tuvo del fallecimiento


de Felipe IV, decía que se libró "misericordiosamente de dos
enfermedades de muerte por milagro maniñesto de esta Ima­
gen de Nuestra Señora de la Villa, a quien vi en lo m ás apre­
tado de mi enfermedad que dándome la mano, me libraba de
un paso peligrosísimo". A sus ochenta y ocho años, estas co­
sas eran realmente frecuentes. Las im ágenes brotaban lo mis­
mo en el sueño que en la vigilia, tomando las formas simbó­
licas de su devoción y predilección. A veces le venía la me­
lancolía de la mujer que no había conocido nunca y en su
fantasía, traídas por un extraño y arbitrario poder demencial
y demoniaco, se alzaban inverecundas, mujeres desnudas que
desfilaban ante él sin m ás ropaje que sus hermosas cabelle­
ras. Su carne era b lanca y rosa, como el color de las mujeres
de la pasión de Jesús, pintadas en los cuadros españoles y
potosinos.
— L a ca rav an a bestial — musitaba asustado el Obispo
y eso que sus glándulas endocrinas, totalmente atrofiadas, no
querían prestar calor ni color a esos desfiles venusinos.
Entonces se ech ab a a p asear los senderos del campe
inocente, fresco y alegre, en que el ceibo, parecía un galline­
ro colgado sobre un tronco donde sólo se veían las crestas
rojas de los gallos ocultos entre las hojas. Veía sobre los du­
razneros o en los brazos de las cruces tutelares, clavadas en
los techos de las casas, los hornos de los horneros, albañiles
perfectos, pájaros constructores que h acían su nido en una
redonda fortaleza. Otros pájaros usurpadores, parecidos a
ellos, pero sin su habilidad y diferentes solamente en su co­
lor oscuro, los tarajchis, solían quitarles su vivienda yendo a
habitar en la c a s a terminada. Pero los obreros eran vengati-
vos, marido y mujer. Preparaban el barro en un sitio cercano
y con enorme presteza, tapiaban la entrada condenando al
expoliador a muerte irremediable. Luego, se alejaban en bus­
ca de otro sitio m ás despejado de estos despojadores.
No poseía nada. Cuando alcanzaba a tener lo dedica­
ba al culto o al regalo de los indios. Sentía a la distancia, có­
mo las gentes pensaban en su muerte.
— Piensan en mi muerte, esperan mi muerte. Los an cia­
nos son incómodos en la vida.
Sin em bargo no tenía la menor am argura y su despe­
dida final del mundo fue una m archa lenta y tranguila, bajo
EL KOLLA MITRADO 165

las luces del crepúsculo, como un paseo vesperal del valle a


la montaña azul, en la serena placidez del tramonto.
Ahora su memoria desenterraba del olvido los m ás leja­
nos episodios de su vida, precisamente, aquellos que menos
signiñcación pudieran tener en su historia. Eran hechos, co­
sas nimias que ni siquiera merecían ser recordados, pero acu­
dían impertinentes y claros y distintos, como el zumbido de los
mosquitos del Paraguay en la oreja. Recordaba los colores
de la bolsa de coca del primer indio que le tuvo entre sus
brazos, cuando apenas tendría cuatro o cinco años. Una la­
gartija muerta y iendida en medio del camino con su pancita
blanca al sol. Las primeras palabras del ay m ara oidas a un
rapazuelo de Kalacoto. El color de los conejos con que se tro­
pezó su curiosidad en la c a s a paterna. El labio leporino de To-
masito, su compañero de juegos de la infancia.
Desechaba este trabajo minucioso de la noche de los
tiempos. A largos intervalos, en cambio, surgía en su memo­
ria y señoreaba en su ser, llena de dulce majestad, el querido
rostro mate, de líneas suaves y m elancólicas que era el sem­
blante m aternal de doña María Teresa. Entonces poseía su ve­
jez una aniñada ternura de infante perseguido por las prime­
ras penas del mundo y su corazón henchido de amor único,
se abría al encuentro de la imagen, secreto confidente de las
alegrías y fracasos interiores. En estos trances filiales, la muer­
te le parecía nada m ás que un encuentro agradable con su
madre; el nuevo hallazgo del gran valor perdido a las orillas
de la adolescencia, cuando salió de entre sus brazos m adu­
ros, cual tierno fruto de vida, con el sino de peregrinajes sin
término.
Un sábado en que estaba muy concurrida la Iglesia por
las confirmaciones, estando varios sacerdotes llegados esa se­
m ana de paso a otras poblaciones, Su Ilustrísima terminó de
bendecir al último aborigen y cual si hubiese terminado su fae­
na para siempre, bendiciendo h acia la puerta exclamó:
— Dios los proteja, porque no me han de ver m ás en
esta Iglesia ni en parte alguna.
— ¿Pensáis viajar Ilustrísima? — preguntó Fray Barto­
lomé ingenuamente.
— Y a sonó mi hora, mi llamada. Rogad por mí el m ar­
tes que llega, y hoy es sábado.
Los frailes rebulleron sus polleras como si el viento las
166 AUGUSTO GUZMAN

revolviese, y asom ándose al Pastor con la diligencia de su


alarm a repentina, un poco teatrales, exclam aron:
— No habléis de ese modo Ilustrísima Reverencia.
— ¡Cómo puede decir esto, si está tan bien Su Señoría!
— Pues podréis decir — contestó sardónico— estando
muy bueno, se murió el Obispo.
ADIOS AL VALLE

Martes 20 de Octubre de 1.668. Cayó poco antes del


medio día, después de celebrar sus dos últimas misas. Fren­
te a su lecho una gran ventana con reja de fierro, daba al huer­
to fragante, donde cantaban los pájaros, disputando en el aire
como insectos. El sol primaveral lucía en el cielo azul, inva­
dido de gruesas nubes blancas, que flotaban como gigantes­
cos vellones de algodón. Los frailes, los curanderos y las gen­
tes de servicio, comenzaron a darle tisanas y él no aceptó m ás
que un gran vaso de infusión de hediondilla, el refrescante
maravilloso, y m ás tarde, una taza de infusión de flor de car-
dosanto, para calm ar los bronquios, cu ya inflamación le mor­
tificaba sobrem anera, por echar las flemosidades que se pe­
gaban a las paredes de los órganos de espectoración.
De fuera entraba el divino olor de las m adreselvas y de
los jazmines que se enroscaban a los pilares enclenques del
corredor. La fiebre cedió; pero sentía, en sus entrañas; el tra­
bajo tranquilo, paciente e implacable de la muerte. Era como
un relojero, dentro del reloj, que en vez de componer estuvie­
se destruyendo, pieza por pieza, la maquinaria á el organismo.
Comenzaron a rezar por tandas las oraciones p ara los
enfermos. El mismo Obispo señalaba las piezas de recitación
o lectura. Uno que otro latinajo daba al rumor castellano
acentos eclesiásticos romanos como si así íuese mejor enten­
derse con Dios a la muerte de un Obispo.
Volvió la fiebre por la tarde, como si hubiese salido a
calentar sus manos en el sol, para pasarlos en la frente del
enfermo, que ahora se fatigaba un tanto con los ojos brillosos
y la frente perlada de sudor. En su mente surgían y morían,
sin llegar a los labios, imágenes y conceptos- descom pagina­
dos:
— ¡Que viaje! ¡Tubá no existe m ás en el catecismo! La
palidez de Hinestrosa. ¿No ven que el río en vez de am ainar
v a de crecida y no cierran las puertas? Nunca he visto ni oido
168 AUGUSTO GUZMAN

tales cam panas, como éstas, repicando alegres, en el aire,


mientras vuelan sobre los árboles, como grandes pájaros sin
alas. El mundo es grande, claro y bello; pero can sa terrible­
mente. Cien mil indios me sonríen desde la eternidad.
Era un delirio con sentido en las oraciones, pero no en
el discurso. Le faltaba simplemente el hilván entre una y otra
■frase.
Le pusieron en la frente, desolladas, las hojas carno­
sas y frescas de la siempreviva, y le dieron a beber infusión
de cabello de choclo, diurético por excelencia. Tomó por últi­
mo alimento un caldo de pichones de paloma.
A las seis tocaron la oración en las cam panitas del san­
tuario y una tela delgada roncando en su garganta, con la
respiración fatigosa, anunció la agonía de su cuerpo.
— El estertor — dijo alguien muy bajo.
Y el Obispo asintió sin hablar mirando al crucifijo de
metaL
Encendieron los cirios de la agonía y volvieron a re­
zar. La gente estaba llena desde la sala, pasando por el palio
y el zaguán, hasta la plaza, prosternada como en un templo.
A momentos sollozaban las mujeres y una que otia criatura,
pegada al pecho maternal, lanzaba su berrido inoportuno. El
Obispo tosió varias veces como si hiciese esfuerzo por romper
la tela que vibraba sordamente en su garganta; pero no tuvo
éxito.
Pidió la confesión. Toda la gente salió dejando al en­
fermo solo con Fray Bartolomé. La puerta, entreabierta, pare­
cía un estrecho paso entre la vida y la muerte. Se esperaba
que saliese por ahí el confesor para decir: “ha muerto", como
si él mismo le hubiese m atado en la soledad de la estancia
alum brada por cirios. Salió en efecto el confidente postrero y
fuése al templo a traer el Santísimo para la comunión y la
extremaunción. La gente salió y volvió en acompañamiento
tras el tin-tin de la cam panilla del sacristán. Las cam panas
del santuario, comenzaron a doblar como dos alm as tiernas
y desoladas- en la moribundez del día que se inundaba de
sombras venidas desde el cuerpo oscuro e inerte de la mon­
taña.
Pidió a g u a y sorbió apenas una buchada que escupió -
luego, en una bacinica de barro cocido. El líquido precioso de­
jó un postrero brillo de humedad en sus marchitos labios de
agonizante.
169

Pasó la comunión y lo demás. El pequeño crucifijo


compañero inseparable sobre el hábito de San Francisco, aho­
ra colgaba de su pecho sobre su blanca cam isa de lienzc or­
dinario. El Obispo lo tomó, entre sus manos escuálidas, co­
mo la empuñadura de una espada con la cual se va a hacpr
un juramento. Se incorporó sobre su cab ecera cuanto pudo
y lo besó tres veces diciendo:
—Jesús, Jesús, Jesús.
Su blanca cabeza, como una rosa de nieve, se doblc
sobre su cuello, y su cuerpo huesoso, se hundió como una
espada en las blanduras de la cam a, con la inercia de la
muerte.
Este fué su adiós al pequeño vaile dondj moría y al
gran valle del mundo, valle de lágrimas, donde había vivido
este buen hijo del Descalzo y Pobrecito San Franck-co de -Asís

F IN
BIBLIOGRAFIA
— "Colección de documentos tocantes a la persecu­
ción . . . contra el limo. D. Fray Bernardino de Cárdenas . .
Obispo del Paragu ay . . ." Madrid 1.768.
Pablo Pastells.— "Historia de la Compañía de Jesús en
la Provincia del P aragu ay". Madrid 1.915.
Pedro Lozano.— "Historia de la Conquista del Para
guay, Río de la Plata y Tucumán". Buenos Aires 1.374.
Mariano Antonio Molas.— "Descripción de la Antig.ic
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Ulrich Schemídel.— "Viaje del Río de La Plata". Bue­
nos Aires 1.903.
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Cultura P arag u ay a".— Asunción 1.938.
Bartolomé Martínez y Vela.-— "A nales de la Villa Im­
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Fulgencio R. Moreno.— "Ciudad de Asunción". Bue­
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Eufronio Viscarra.— "C asos históricos y tradiciones de
la ciudad de Misque".— C ochabam ba 1.907.
Rosendo Villalobos.— "Letras Bolivianas". La Paz 1.936.
Plácido Molina.— "Historia del Obispado de Santa Cruz
de la Sierra". La Paz 1.938.
INDICE
EL TROPICO

* Págs.
El p e re g rin o ....................................................................................... 7
Tierra n u e v a .................................................................................... 13
El recibim iento.................................................................................. 21
La paz del S e ñ o r ........................................................................... 25
La primera v i s i t a ............................................................................ 33
Delito y p e n ite n cia ............. ........................................................... 39
Conflicto y t r e g u a .......................................................................... 47
Y a g u a r ó n ............................................................................................ 53
Destierro y restitu ció n .................................................................. 61
Los c a s tig o s ....................................................................................... 69
El in fo rm e........................................................................................... 77
La b a t a l l a ........................................................................................... 87
La o c u p a c ió n .................................................................................... 95
Adiós al tró p ic o ............................................................................... 101

LA CORDILLERA

C h u g u is a c a ..................... ... .............................................................. 105


S a lid a .................................................................................................... 111
Refugio y e s c a p a to r ia .................................................................. 117
La tierra n a t a l .................................................................................. 121
Renuncia y p ro m o ció n ................................................................. 127
Adiós al Illim ani.............................................................................. 137

EL VALLE

Por la p a m p a ..................................................................................... 141


Sierras y v a l l e s ................................................................................ 149
Valle de M izg u e .............................................................................. 153
Valle rin co n ero ................................................................................ 157
Estado de g r a c i a ............................................................................ 163
Adiós al v a l l e .................................................................................. 167
Bibliografía......................................................................................... 170
L a presente edición de EL
KOLLA MITRADO” , se terminó
de imprimir el día 17 de Sep­
tiembre de 1976, en los talleres
gráficos de Em presa Editora
“U R Q U I Z O L T D A . ” , en
la ciudad de L a P az - Bolivia.
N U ESTR O S T E X T O S :

ALIPIO VALENCIA VEGA:


E ducación C ívica, tomo I
Educación C ívica, tomo II
E ducación C ívica, tomo III
E ducación C ivica, tomo IV
E ducación C ivica, tomo V
E ducación C ivica, tomo VI

ANDRES UZEDA:
B otánica y Zoología,
2da. edición.

MARTINEZ-OTAZO:
Mi T esoro.— Libro de lectura
para el 2do. curso (P rim aria).
PEPA MARTINEZ
F lores, libro de leetura 3er.
F lores, libro de lectura para
4to. curso (p rim aria).
DANIEL SALAMANCA:
Manual de H istoria, tomo I
Manual de H istoria, tomo II

MARIO FRIAS:
G ram ática C astellana Estructural,
tomo I, tomo II.

JESUS LARA:
La L iteratura de los Queckuas,
2da. edición.

DIAZ VILLAMIL:
La Niña de sus Ojos.

PEDIDOS:
L IB R E R IA ED ITO RIA L
"JUVENTUD"

P laza Murillo 519 - C asilla 1489

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