Modernismo Literatura Mexicana
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Modernismo Literatura Mexicana
Luis G. Urbina
Amado Nervo
Amado Nervo
Dejad un momento, ¡oh! mis lectoras mexicanas, vuestro primoroso valle, vuestras
pintadas montañas, vuestro cielo color de lapislázuli y esas lagunas, grandes gotas de
agua que el mar al retirarse de las alturas dejó como un recuerdo en la Mesa Central,
y veníos en mi compañía: mientras miráis el mar yo os contaré una historieta.
En la costa sudoccidental del estado de Campeche, a corta distancia de la capital,
existe un pueblecillo todo lleno de aromas, de pájaros y de flores. En él recogí esta
leyenda; me la contaron en la hora del flujo vespertino, al misterioso rumor de la
marea y en el intervalo que hay entre la puesta del sol, uniendo en un solo incendio el
espacio y la bahía, y la aparición tranquila de la estrella del mar.
Los días estivales son, en mi país natal, ardientes y luminosos por extremo. No bien
aparece el sol tras las cercanas colinas, cuando ya es grata la sombra del roble marino
y el vaivén refrescador de las hamacas. Excuso deciros cuán dulce es la respiración de
las olas, qué perfumado y tibio el viento, qué risueñas las flores; modelos puestos allí
por la mano divina que el hombre no acertará a copiar jamás.
Entre aquella armonía, inmergidas en ese ambiente, rodeadas de una vegetación tan
brillante, tan verde, que parece tallada en esmeraldas, se miran algunas casitas
semejantes a grandes nidos de gaviotas. Algunas de ellas alargan coquetas un pequeño
muelle en la ensenada, como queriendo mojar en ella la punta del ala. En derredor de
estas graciosas habitaciones, sombreadas por grupos de cocoteros, desborda por las
albarradas en elegantes espirales el San Diego, entre cuyas volutas caprichosas
cuelgan los racimos de flores de coral pálido. Al abrigo del muelle crecen las rosas a
veces, y los grandes lirios morados y los jazmines, todo con una exuberancia lasciva,
con una fuerza de vida que embriaga. Aquí y allá, sobre rocas, en las raquetas del
nopal endereza su estuche de espinas la tuna roja. Pasan por encima de ese albergue
de delicias las brisas marinas; las algas dibujan con su negruzca y movible curva la
ondulación de la playa, y las olas charlan sin cesar plegando y desplegando su sábana
líquida ribeteada de encaje.
Allí la vida es dichosa. Figuraos todo ese color, toda esa luz, todo ese aroma
encarnados en una muchacha de dieciséis años... Marina, hija de aquella playa, había
visto a su padre enriquecerse con su trabajo. ¡Cuántas veces las lanchas del viejo
pescador la habían columpiado, y como si sintieran alegres el peso del cuerpo de la
niña, como el corcel que siente una caricia, habían partido por la bahía tendiendo sus
alas de lino, llevando ella el timón y los bogas inmóviles sobre las cañas de sus remos!
Era la playera esbelta como la palma del coco; su cabello se confundía con las cuentas
de azabache de su gargantilla; en sus ojos parecía espejear la ola de zafiro de los
mares primaverales y parecía su boca una de esas conchas perleras cuyos bordes
húmedos y rojos entreabre el buzo para vislumbrar su tesoro. Su tez dorada por el
terral era más suave que la seda de su pañoleta, bajo la cual se dibujaban dos
pequeños nidos de chuparrosa.
¿Por qué era melancólica aquella hija de la costa? Así son todas, así es el mar. Y luego
sorprende siempre y siempre hace soñar. Verlo es casi ver el cielo; pero un cielo
tangible que se puede acariciar. Marina era la más melancólica, la más soñadora
muchacha de aquellas playas: era triste.
Aquí empieza el poema, un poema de amor: nada. Unas cuantas estrofas; nada, las
mismas de siempre; el eterno tema de la retórica, la eterna verdad de la juventud;
nada. Dejadme bordarlo, ya que no con rimas, con dulces y lánguidos circunloquios,
con frases cargadas con el viejo e inmortal polvo de oro de la poesía.
Largo rato hace que contempla el horizonte del mar. Surge de improviso, viniendo del
rumbo del puerto una mancha blanca; blanca como una garza, así vuela; en su vela,
en su ala blanca se refleja el sol naciente. Era una barquilla; venía presurosa
empujada por el aliento de la mañana; crecía como una fantasmagoría óptica. Saltó a
tierra un mancebo, el gentil, el rubio que había visto Marina en las fiestas de San
Román —donde se venera el Cristo Negro que cuida de los marineros—, el hijo del
antiguo capitán de su padre; iba a casarse con ella: él lo decía. Entró en la casa de su
amada; se sentaron en el borde de un arriate que era como búcaro de jazmines
blancos... Esos jazmines, y las rosas, y los lirios, todos esos cómplices eternos de los
pecados del trópico, supieron lo demás. Una hora después el rumor apasionado de un
beso se confundía con el rumor de las olas. Marina volvió sola a su casa, sola.
Pasó el tiempo; Marina esperaba; nadie venía, nada más que sus lágrimas. La triste
está enamorada, decían sus vecinas; unas lo sabían todo; las más lo adivinaban: las
mujeres no se equivocan nunca cuando de esta enfermedad se trata. Por eso Ramón,
el piloto de la Rafaela, buen marino y mejor muchacho, prescindió de pedir la mano
de la playerita. Mucho la amaba; todo es grande en torno del océano.
Marina cantaba estos versos compuestos por un poeta de aquellos rumbos de la costa:
Soy marina, la flor de la playa,
son mis labios de miel y coral.
Pescadores,
tended blancas guirnaldas de flores
donde pase el cortejo nupcial.
Soy la concha de nácar; la brisa
me columpia con manso vaivén.
Marinero,
marinero del alma, te espero;
no me dejes llorar: ¡oh, ven, ven!...
"Ven, ven", repetía balbuceando la ola, como el pájaro a quien se enseña un canto.
Marina, a su vez, repetía sorprendida el ritomelo y se alejaba cantando:
Marina descalzó sus pies de las zapatillas de raso blanco, como lo hacía
frecuentemente; los desnudó de la calada media y empezó a jugar con la ola que
salpicaba su falda de linón un tanto recogida.
Estaba bellísima; un sentimiento impregnado de místicas aspiraciones al cielo
comunicaba a su fisonomía encantadora no sé qué fulgor ideal. Parecía arropada en
uno de los últimos destellos del día. Sus formas conservaban su voluptuosa morbidez;
pero era esa morbidez mística que nos arrodilla ante las vírgenes de Murillo. Su mirada
erró un momento por el horizonte; luego se fijó magnética, poderosa, por el rumbo
del puerto.
Y vio la niña a lo lejos, muy a lo lejos, una garza blanca que se tomó luego en una
barquilla, que se dirigió a ella a toda vela. Saltó a tierra un mancebo; el gentil, el
rubio que por primera vez vio Marina en las fiestas del Cristo Negro de San Román, y
Marina le tendió los brazos cantando:
Marinero
marinero del alma, te espero;
no me dejes llorando: ven, ven...
Entonces Marina sintió sobre sus pies desnudos un ardiente y húmedo beso... Y la
barca se iba, se alejaba, huía... Y el viento y las olas balbuceaban un adiós lúgubre,
como el último adiós. Marina siguió a la barca; entró en el mar, se acercó, se acercó a
su amante... Llegó a él, sintió en derredor de su cintura unos brazos suavísimos, aspiró
un aliento caliente y aromado, entreabrió los labios y sintió en la boca el beso amargo
de la ola, que cubriéndola con un movimiento apasionado, tendió sobre ella su
inmenso sudario de cristal y fue a besar la playa murmurando el eco del canto de
Marina. Corrió Ramón a la orilla, corrieron las muchachas; sólo hallaron el velo de la
desposada flotando sobre las olas.
Todos los años hace el mar en el mismo sitio un ligero remolino y parece entonces
que flota sobre él un instante el velo de Marina con su encaje de espuma. "Ven, ven",
repite la ola. Esto dicen, por lo menos, las playeras enamoradas que en ese día cuidan
de no acercarse mucho a la playa, sobre todo en el momento que transcurre entre la
puesta del sol incendiando el firmamento y la aparición divina de la estrella de los
mares.
*Esta estrofa pertenece a la poesía Playeras por la cual Don Justo Sierra es
considerado como precursor del modernismo.
**Dos versos de la misma poesía Playeras.
DISCURSO INAUGURAL DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL
Justo Sierra
La ciencia avanza, proyectando hacia adelante su luz, que es el método, como una
teoría inmaculada de verdades que va en busca de la verdad; debemos y queremos
tomar nuestro lugar en esa divina procesión de antorchas. La acción educadora de la
Universidad resultará entonces de su acción científica; haciendo venir a ella grupos
selectos de la intelectualidad mexicana y cultivando intensamente en ellos el amor
puro de la verdad, el tesón de la labor cotidiana para encontrarla, la persuasión de
que el interés de la ciencia y el interés de la patria deben sumarse en el alma de todo
estudiante mexicano, creará tipos de caracteres destinados a coronar, a poner el sello
a la obra magna de la educación popular que la escuela y la familia, la gran escuela
del ejemplo, cimentan maravillosamente cuando obran de acuerdo…
Cuando el joven sea hombre es preciso que la Universidad, o lo lance a la lucha por la
existencia en un campo social superior, o lo levante a las excelsitudes de la
investigación científica; pero sin olvidar nunca que toda contemplación debe ser el
preámbulo de la acción, que no es lícito al universitario pensar exclusivamente para sí
mismo, y que si se pueden olvidar en las puertas del laboratorio el espíritu y la
materia, como Claude Bernard decía, no podremos, moralmente, olvidarnos nunca ni
de la humanidad ni de la patria. La Universidad, entonces, tendrá la potencia
suficiente para coordinar las líneas directrices del carácter nacional y delante de la
naciente conciencia del pueblo mexicano mantendrá siempre alto, para que pueda
proyectar sus rayos en todas las tinieblas, el faro del ideal, de un ideal de salud, de
verdad, de bondad y de belleza, ésa es la antorcha de vida de que habla el poeta
latino, la que se transmiten en su carrera las generaciones…
DONES FATIDICOS
Palma, no te enorgullezcas
de superar en altura
La tempestad se avecina,
No te ensoberbezcas, rosa,
y en el jardín y en el prado
No te envanezca el gorjeo,
calla: los hombres lo escuchan,
Tamaña magnificencia
El resplandor de un incendio
es tu verdadera culpa.
De rencores a tu gloria
es cómplice la fortuna,
y pereces lapidado