Bitter Prince Eva Winners
Bitter Prince Eva Winners
Bitter Prince Eva Winners
¡Disfruta la Lectura!
Si tuviera una flor
Pero debajo de todo, la chica vio al hombre. Vio su hambre de amor y afecto,
y ella tenía mucho que dar.
Estaba decidida a mostrarle la luz en este mundo, y sus sonrisas eran para lo
que yo vivía. Él era mi arte, mi melodía, mi musa. Juntos éramos hermosos.
Así que di y di, todo a mi príncipe amargado. Hasta que no me quedó nada
que dar.
Nadie me advirtió que el amor me empujaría a una oscuridad tan fría que me
destrozaría.
Érase una vez un hermoso castillo a orillas del golfo de Trieste. Era un lugar
mágico, con vistas al mar al este y extensas colinas al oeste. Un rey salvaje y sus
dos hijos vivían en medio de la oscuridad, marchitándose lentamente junto a todo
lo que había en ella. Ninguna magia podía salvarlos.
—Es tan bonito —dije haciendo señas a mamá, papá y Phoenix. Las luces
parpadearon en el rostro de mi hermana mayor y, por primera vez en mucho
tiempo, se dibujó en él una expresión de asombro y felicidad.
Los ojos del señor Leone se desviaron hacia nuestra madre, y un destello de
algo que no entendía cruzó por ellos. Algo que no me gustaba.
Mamá solía ser actriz, pero lo dejó por Papá. Y por Phoenix y por mí. Era
hermosa, y cuando sonreía, todos quedaban hipnotizados. Sus suaves mechones
rubios le caían por los hombros, rebotando cuando se movía. Llevaba un vestido
rojo, el color favorito de papá, para demostrarle cuánto lo quería. Él también la
quería mucho, pero mamá no estaba contenta. Le había oído decirle una vez que le
daría la luna y las estrellas para que volviera a ser feliz.
1
ya has llegado.
—Vamos a bailar, amore mio2 —dijo, posando sus ojos en mi hermana y en
mí—. ¿Quieren ir a jugar? —Las dos asentimos—. Vayan y diviértanse. No se
metan en líos.
Caminamos por los jardines y agarramos dos cannoli, sólo para metérnoslos
en la boca y agarrar dos más. Nos reímos y salimos corriendo antes que alguien
pudiera gritarnos. Se dijeron muchas palabras en italiano. Nos lanzaron muchas
miradas curiosas, pero nos mantuvimos en silencio.
Éramos extranjeros aquí, pero quizás no por mucho tiempo. Papá quería
llevarnos de vuelta a Italia, así que pasaríamos las vacaciones de verano aquí.
Mamá dijo que era una prueba, pero yo no sabía qué estábamos probando.
Una idea me asaltó, y cuando me encontré con los ojos de mi hermana mayor,
su mirada traviesa me dijo que ella había pensado lo mismo. Mamá decía que
Phoenix y yo teníamos ojos idénticos. Eran del color de un mar azul profundo,
como el fondo de una laguna.
—¿Lo hacemos? —dije en señas. Sus ojos bajaron a mis pies. Los míos
bajaron a los suyos. Llevábamos vestidos a juego con medias de encaje y volantes.
Este podría ser el mejor uso que les habíamos dado.
Ella asintió y nos quitamos los zapatos que mamá había elegido
cuidadosamente para nosotras ese mismo día.
2
Mi amor
Nos lanzamos a la carrera, deslizándonos sobre el suelo de mármol de la
mansión. Nos reímos, cayendo una sobre la otra y rodando sobre la superficie fría y
resbaladiza.
—Fui yo.
Pero el otro... No se parecía a ningún niño que hubiera visto antes. Su cara
tenía ángulos agudos. Su piel era dorada. Su cabello era más oscuro que la
medianoche y en sus hebras brillaban matices azules. Sus ojos encapuchados
reflejaban toda la galaxia, un universo en sí mismo, con estrellas enterradas en lo
más profundo.
Era como mirar al terciopelo negro de la noche y dejar que te tragara el sueño.
No había sol en sus ojos. No había luna. Pero había estrellas.
Pero valió la pena para salvar a la niña de ojos azules cristalinos y rizos
dorados. Por alguna razón, no podía soportar ver el miedo en sus ojos. Todo el
mundo tenía miedo de mi padre. Pero la idea que las lágrimas corrieran por sus
mejillas color ciruela hizo que se me oprimiera el pecho. Igual que cuando mi padre
hirió a mi madre.
Golpe.
Otro fuerte choque, y no hacía falta ser un genio para saber que habría muchos
muebles rotos. Mamá y papá siempre discutían. Él la llamaba puta malcriada. Ella
le pedía a gritos que la vengara. Yo no entendía mucho de lo que se decía, pero era
difícil comprender por qué él siempre le gritaba. Mamá decía que un buen hombre
nunca levantaba la mano ni la voz a las mujeres ni a los niños.
—¿Cómo pudiste dejar que pusiera un pie aquí? Nuestra casa. —La voz de
mamá se quebró—. Sabiendo... cómo me trató. Me utilizó.
—Esto no tiene nada que ver contigo. —La voz retumbante de papá sacudió
las ventanas. Al menos eso parecía—. Deja de ser melodramática y celosa. Es
impropio.
—No termines eso —dijo papá con un gruñido amenazador. Sonó un fuerte
crujido, seguido inmediatamente de suaves sollozos que me retorcieron las tripas.
Aún no había cenado, pero el almuerzo amenazaba con volver a subirme por la
garganta.
Padre tenía a mamá en la cama, con la rodilla en la garganta. Tenía las manos
atadas a la barandilla y el cuerpo magullado y ensangrentado. Tenía la ropa rasgada
y le colgaba como un harapo.
Me puso boca arriba y mi cráneo golpeó la fría madera. Las estrellas bailaban
en mi campo de visión, pero sacudí la cabeza.
Odiaba ser más pequeño que él y me prometí que algún día sería más fuerte.
Lo suficientemente fuerte como para dominarlo. Lo suficientemente fuerte como
para acabar con él.
—Déjalo ir, Angelo. O juro por Dios que me iré. Me llevaré a Amon y volveré
a casa, al diablo las consecuencias.
—Tienes suerte que necesite sus conexiones —escupió con disgusto antes de
ponerme en pie de un tirón.
—Piérdete, César —ladró papá—. Llegas tarde, como siempre. —Luego salió
de la habitación, dejándome a solas con mi mamá. El silencio llenó el espacio,
ominoso y pesado.
—No deberías enfadarlo, Amon —me regañó en voz baja—. Tú eres
importante. Yo no lo soy.
Me tocó la mejilla.
—Eres mayor que tu hermano y que tu primo. Sin embargo, te quitarán lo que
debería ser tuyo. Lo que es tuyo por derecho y lo que te mereces.
—¿Mamá?
—Estoy bien. Sólo cansada —murmuró, con los ojos cerrados. Con todas mis
fuerzas, intenté levantarla. Cuando no pude, agarré las almohadas y las mantas
mullidas y las saqué de la cama, cubriendo su pequeño cuerpo—. Mi pequeño
príncipe —murmuró—. Te ha robado.
Polvo al polvo.
Esas fueron las únicas palabras que el sacerdote dijo en inglés. El resto de la
misa fue en italiano, por lo que la mayoría de los visitantes de Estados Unidos no
entendían nada.
Incluida yo.
Era una sensación desconocida. Era asfixiante. Me froté el pecho para aliviar
el dolor. Para llevar más oxígeno a mis pulmones. Se me nubló la vista -lágrimas o
pánico, no lo sabía-, pero entonces Phoenix me apretó la mano, haciendo que
prestara atención a lo que me rodeaba.
Nunca había visto llorar a la abuela, y algo en ello me hacía arder los ojos.
Nunca me gustaron las despedidas. Incluso cuando Papá y Mamá nos dejaban
con una niñera -generalmente la abuela- para salir a cenar, me alteraba y luchaba
contra el sueño hasta que volvían.
Mamá no iba a volver. Esta vez no. Oí a Papá decir que era el último adiós, y
luego se derrumbó. Dijo que no sabía cómo vivir sin ella. Ahora estaba mirando el
ataúd, incapaz de apartar la vista. No se había movido desde que empezó el
servicio. Algo en sus ojos me asustó. Tal vez era el dolor, o tal vez era otra cosa.
No lo sabía.
—Vamos. —Phoenix dijo en señas. No me moví, así que me tiró de los brazos.
—No —dije tercamente. Estaba demasiado cansada para mover las manos y
hacer señas, pero Phoenix podía leer mis labios—. Papá no se va, así que nosotras
tampoco.
Papá levantó la vista del ataúd. Pasaron unos segundos antes que la
comprensión se instalara en sus ojos.
—Yo las mantendré a salvo. —Su cara se puso roja, quizás incluso morada, y
soltó una retahíla de maldiciones que no entendí.
—Le hice una promesa a mi hija cuando se casó contigo. —Su voz retumbó
en el cementerio vacío, perturbando a todas las almas, vivas y muertas—.
Mantendré esa promesa.
La abuela dio un paso adelante y nunca la había visto tan grande y fuerte.
Mamá dejó caer el kimono rosa que estaba cosiendo con una aguda
inspiración. Mi hermano estaba sentado a su lado, conteniendo la respiración y
observando cada movimiento.
No sólo porque quería ser más fuerte que mi padre, sino para ser imbatible y
hacer que mi abuelo se sintiera orgulloso. Hacía sólo un año que había entrado en
mi vida, pero le dijo a mamá que quería que me hiciera cargo de la Yakuza. Mamá
dijo que me haría más fuerte que mi padre. Más fuerte que la Omertà. Más fuerte
que la mayoría de los bajos fondos.
Me levanté justo a tiempo para bloquear otro golpe. Jadeando, apreté los
dientes y utilicé un mikazuki geri, doblando la rodilla y apuntando hacia la
izquierda del maestro Azato.
Sacudió la cabeza.
—Tu turno.
Tragué fuerte.
—¿Por qué?
—Porque me abandonaron.
Fruncí el ceño.
—¿Por mi padre?
Me tocó la mejilla.
—Pero volver a casa nos hará más daño. Mi hermano querrá asegurarse la
Yakuza para su hijo. Para ello, tendría que eliminarte. —Mis ojos se abrieron de
par en par. Llevaba llamándome su príncipe sin corona desde que tenía memoria,
pero nunca me había dicho por qué—. Confía en mí, Amon. Lo hago por ti. Cuando
seas mayor, lo tomaremos todo.
Amon, veinte años
Yo estaba de acuerdo, pero nos beneficiaba. Enrico Marchetti estaba harto que
la disputa Leone-Romero perturbara la Omertà. Así que encontró un término
medio. Dante y yo supervisaríamos todos los negocios entre las familias Leone y
Romero.
Ganamos todos.
Era inusual, pero este viaje también fue una oportunidad para explorar nuevos
lugares para la expansión de mis propiedades y negocios. Poco a poco, había ido
adquiriendo muelles, hoteles y casinos por todo el mundo, al tiempo que gestionaba
la mierda de padre para la Omertà. Dante hizo lo mismo. No queríamos tener que
depender de aquel cruel bastardo mientras esperábamos a que estirara la pata.
Aún recuerdo el día que las conocimos. Dos chicas con unos ojos azul
eléctrico que recordaban al verano y a las corrientes cálidas iluminadas por el sol.
Fue la más joven la que me llamó la atención y, aunque no la había vuelto a ver,
aquellos ojos se me quedaron grabados.
El sol de abril golpeaba el capó de mi Mustang negro. Debía de haber una
sequía porque la mayor parte del paisaje que conducía a las lujosas urbanizaciones
parecía seco y desolado.
—Este debe de ser el lugar. No está nada mal —le dije a Dante veinte minutos
después, cuando llegamos a la mansión que gritaba riqueza y glamour
hollywoodiense. Estaba rodeada por una lujosa verja de hierro bordeada de
vegetación bien establecida... Supongo que las reglas de la sequía no se aplican a
los asquerosamente ricos. No se podía ver mucho de la prístina mansión blanca
desde aquí, pero la vista sobre el Océano Pacífico era inconfundible. Era una
ubicación privilegiada.
—Sabes, Marilyn Monroe podía llevar la falda al viento con gracia. Incluso lo
hacía parecer de lo más natural —continuó la chica, murmurando para sí misma—.
Pero ella no tenía que preocuparse que su padre la pillara con el culo al aire para
que todo el mundo la viera. Puedo soportar que la abuela me pille en este estado,
pero papá se enfadará. —Respiró frustrada—. Mierda, Mierda, Mierda. —Luego,
como si no fuera suficiente, añadió otro— ¡Mierda!
Una ligereza llenó mi pecho por primera vez en mucho tiempo. Era una de las
cosas más divertidas que había visto en mucho tiempo. Dirigí una mirada hacia mi
hermano y, cuando quedó claro que no iba a ayudar a la chica, acorté distancias.
Un segundo de silencio.
—A los chicos sólo les importan las bragas —comentó, y aunque no podía
verle la cara, sabía que estaba poniendo los ojos en blanco.
—¿Son dos? —dijo ella—. Dios mío, ¿cuánta gente me está mirando el culo
ahora mismo?
—Sólo yo —dije, ocultando mi diversión—. No te preocupes. He bloqueado
la vista de mi hermano, chica de canela. Aunque toda la manzana puede oír tu
lenguaje soez.
Actuando por impulso, tomé uno entre mis dedos, notando que era aún más
suave de lo que parecía. Lo enrollé alrededor de mi dedo y las hebras amarillas
brillaron como el oro.
—No hace falta que seas desagradable —dije, necesitando recuperar el control
de mis sentidos después de aquel extraño flashback. No podía explicar lo que
acababa de ocurrir, pero no iba a dejar que una niña me apartara de la tarea que
tenía por delante—. ¿Por qué no me das las gracias y sigues tu camino, o debo
decirle a tu padre cómo tratas a los invitados en tu casa? —Me pareció duro
hablarle así, pero necesitaba poner distancia entre nosotros.
Sus ojos se entrecerraron con desagrado, pero seguían siendo tan jodidamente
hermosos que dolía mirarla. Miró a su hermana y le hizo una seña.
Dante enarcó una ceja. Ninguna mujer se atrevía a hablarnos así. Todas
conocían nuestro apellido y el peligro que conllevaba. Pero esta chica seguía siendo
una niña. De acuerdo, quizás no una cría, pero no tendría más de quince años.
—Dante.
—Leone —contestó Dante, pero yo era incapaz de apartar la mirada del rayo
de sol que me miraba.
—Tenemos que irnos —murmuró Reina, con una expresión que oscilaba entre
mi hermano y yo.
Vi a mi chica de canela marcharse, pero no antes que mirara por encima del
hombro y sus profundos ojos marinos se cruzaran con los míos.
Amon, veinte años
—Los hermanos Leone —dijo a modo de saludo—. ¿Sólo son ustedes dos?
Frunció el ceño y miró hacia atrás. Hacía casi una década que él y mi padre no
hablaban cara a cara, y no iban a empezar a hacerlo ahora.
—A nadie.
Una foto me llamó la atención. Era Reina llevando una tabla de surf, con un
bikini rosa y una amplia sonrisa. Debía de ser una foto reciente, y la chica parecía
jodidamente feliz. Había algo de paz en la sonrisa de su cara; quizás fueran sus ojos
arrugados por el sol o su cabello enmarañado y playero... Fuera lo que fuese, podía
sentir la arena caliente bajo mis pies con sólo mirar la imagen.
—¿Es buena? —El tono de Dante me decía que no le importaba una mierda si
lo era, pero al menos estaba entablando conversación. Normalmente, todo lo que
quería era hablar de negocios y largarse de aquí. La verdad es que me pilló
desprevenido. Mientras yo odiaba a Romero por cómo había utilizado a mi madre,
mi hermano lo despreciaba totalmente. Iba más allá de la venganza y la protección
que sentíamos hacia nuestra madre, pero Dante se negó a dar más detalles.
—¿Qué pasa con tus puertos? —Dante preguntó—. La última vez que lo
comprobé, tenías algunos en Venecia.
—Abril es un mes muy ocupado en Venecia, lo que significa que los puertos
tendrán seguridad extra.
—No harán la vista gorda con el comercio de carne. —Mi tensión se disparó
al oír su respuesta. Romero era el último miembro de la Omertà que seguía
implicado en el comercio de carne, y jodidamente lo odiaba. Lo odiaba a él. ¿Qué
clase de hombre -especialmente con hijas- podía mover a las mujeres como si no
fueran más que ganado?
—La respuesta es no. —Rechiné entre dientes. El cabrón sólo tenía que mirar
las fotos de sus hijas que cubrían las paredes de su despacho para darse cuenta de lo
equivocado que estaba.
—Así que son los honorarios —dijo Romero con un brillo codicioso en los
ojos.
Sonó un reloj. El humo del cigarro flotaba en el aire, mezclado con un aroma
claramente femenino. El disgusto emanaba de Romero, que se recostó en su asiento
y me miró con los ojos entrecerrados. El sentimiento era mutuo.
Nos sentamos en silencio, con algo en el aire. Podría haber sido tachado de
incómodo, pero me importaba una mierda. Había soportado muchos momentos
incómodos a lo largo de mi vida, especialmente bajo el techo de mi padre. Aprendí
a sobrevivir, y a veces prefería el silencio a la charla constante.
—¿Qué hace falta para que cambies de opinión? —Las palabras de Romero
cortaron el silencio en el aire como un cuchillo. Mi mirada lo encontró justo cuando
parpadeó por encima de mi cabeza y capté un reflejo en el cristal detrás de él.
Los ojos de Romero se abrieron de par en par cuando me levanté de la silla y
me di la vuelta. El hombre bajó el cuchillo mientras yo gritaba “¡Mierda!” y
esquivaba hacia un lado, llevándome el brazo al pecho. Sentí la fría hoja atravesar
mi chaqueta con nauseabunda claridad, abriéndome mi carne.
Cayó al suelo.
Sus ojos se abrieron y apreté aún más fuerte, con los globos oculares tensos e
inyectados en sangre. Sólo le presté la mitad de mi atención, manteniendo la mirada
fija en Romero. No me fiaba de él.
En los ojos de Dante había una mirada ligeramente enloquecida, casi febril.
Era toda la respuesta que necesitaba.
El símbolo kanji del amor y el afecto. Era el símbolo favorito de mi abuela, así
que mi abuelo se lo tatuó. Primero como una promesa a su esposa, luego como una
forma de marcar a todos sus seguidores.
Así que o mi abuelo me quería muerto o... No podía permitirme pensar en la
alternativa. Ninguno de los dos escenarios era bueno para mí. O mi primo iba
detrás de mi corona Yakuza como el siguiente en la línea de sucesión, o mi abuelo
había cambiado de opinión y me había considerado indigno. Toda la mentalidad de
los bajos fondos me hacía querer ser el mejor en todo y el más rico de todos para
que nadie pudiera joderme.
—¿Entonces por qué están aquí? —dijo Dante, con una clara incredulidad en
el tono.
—¿Cómo coño voy a saberlo? —dijo—. ¿Le has contado a alguien lo de esta
reunión?
—No lo hago.
—Último aviso, Romero. Empieza a hablar o Dante te meterá una bala entre
ceja y ceja.
Puede que tuviéramos un tercio de su edad, pero éramos más fuertes. Pronto
seríamos invencibles, y nadie nos jodería.
Romero bajó los hombros, admitiendo por fin su derrota. Me miró a los ojos
cuando dijo:
Hija, no hijas. Parecía que sólo querían a una de las chicas, y yo había
apostado todo mi dinero por adivinar a cuál.
En resumidas cuentas, estaba claro qué opción había elegido Romero. Bueno,
había elegido mal, porque ahora lo tenía agarrado por las bolas.
Amon, veinte años
Me encogí de hombros.
—¿Quieres decírselo?
—Eres el mayor.
En cualquier otro momento, hubiera preferido olvidar ese hecho.
Tenía razón.
—Haremos que nos necesite —dije—. No podrá mover drogas sin nuestra
ayuda. Y utilizaremos sus contactos actuales para acabar con los que pasan el
tráfico de personas por nuestros territorios.
—Es un buen plan —convino Dante—. Sólo que no confío en él. —Yo
tampoco, pero tendríamos que intentarlo. Si había siquiera un indicio de engaño,
acabaríamos con él—. ¿No te preguntas por qué nunca se molestó en producir un
heredero varón? Nunca volvió a casarse tras la muerte de su esposa.
—Su esposa no era parte de los bajos fondos y era rica por su cuenta. Tal vez
ya no necesita ese asiento. O quizás amaba a su mujer —comenté con sorna.—.
Algunos hombres lo hacen.
—Lo dudo. Mira a nuestro padre —señaló—. De todos modos, creo que hay
algo más siniestro detrás de esta mierda con él y la Yakuza. Aparte de las drogas
que tomó.
Yo también lo pensaba, pero cambié de tema.
—Su habitación. Las habitaciones de sus hijas. Había otra biblioteca. Nada. —
Nos quedamos en silencio durante unos segundos cuando continuó—. ¿No te
preguntas por qué la Yakuza te querría muerto? Se supone que eres el siguiente en
la línea de mando, no que te ejecuten.
Me encogí de hombros.
—¿Quieres decir, además del hecho que se supone que te harás cargo cuando
muera tu abuelo? —Mi tío habría sido el siguiente en la línea para tomar la corona,
pero fue asesinado. En su propia casa. Culpable desconocido. No es que me
importara una mierda—. Apuesto a que es Itsuki.
Volvimos a casa por el mismo camino por el que habíamos salido. Excepto
que, a diferencia de esta mañana, me había asegurado que mi vestido no se
enganchara en los pinchos.
No fue fácil entrar a hurtadillas bajo la atenta mirada de papá, o mejor dicho,
de sus cámaras rojas parpadeantes. Sólo así accedió a que nos quedáramos aquí
durante nuestras vacaciones escolares. De lo contrario, habría insistido en que nos
fuéramos a Italia.
Culpé a Papá por ello. Ella siempre desconfiaba de su mundo, pero él insistía
en arrastrarla a él. Papá era el jefe de una de las cinco familias de la Omertà. Su red
criminal -la mafia- se extendía desde Italia, pasando por Europa, hasta Sudamérica.
Papá no sabía que Phoenix y yo sabíamos que era un criminal. Por supuesto,
no sabía lo que implicaba ser un criminal, pero sabía que no era bueno. Sin
embargo, era bueno que nos dejara a mi hermana y a mí quedarnos con nuestra
abuela cuando no estábamos en el internado.
Siguiendo el camino trillado, con los pies suaves sobre la hierba, dimos la
vuelta hasta la parte de atrás, donde estaban nuestros dormitorios. El dormitorio de
la abuela estaba en la planta baja, frente al mar. La nuestra estaba en el segundo
piso, justo encima de la suya, con un balcón que daba al lateral de la casa. Así era
como conseguíamos colarnos dentro y fuera de la casa la mayor parte del tiempo,
con las olas rompiendo que cubrían el sonido de nuestros cuidadosos pasos.
La verdad es que era más fácil escabullirse del internado que aquí cuando
Papá estaba en la ciudad. Pero no teníamos control sobre las idas y venidas de
Papá, así que éramos muy cuidadosas cuando salíamos, pegándonos más a la
propiedad del vecino que a la nuestra.
—¿Están borrachas? —siseó Papá. Estaba tan enfadado que juré que podía ver
vapor saliendo de sus orejas. Se levantó en toda su estatura, sobresaliendo por
encima de nosotras dos. Phoenix era más alta que yo, pero bajo la mirada de
nuestro padre también se encogió.
Sacudí la cabeza, tragando fuerte. Sus ojos se desviaron hacia Phoenix y
volvieron a mí.
—No bebimos alcohol —juré, con el corazón latiéndome tan fuerte que temí
que me rompiera las costillas. Echaba de menos a la persona que era antes que
mamá muriera. Echaba de menos sus sonrisas y sus abrazos, pero era como si
hubiera muerto el mismo día que ella y alguien que se parecía a Papá hubiera
ocupado su lugar. Por mucho que quisiera luchar para traerlo de vuelta con
nosotras, primero necesitaba pasar esta noche.
—¿Me estás mintiendo, Reina? —La tormenta en sus ojos me dijo que
pensaba que lo estaba haciendo. Una oleada de náuseas se abatió sobre mí, pero la
ignoré.
Sin previo aviso, apartó a Phoenix de mí, levantó la mano y se preparó para
abofetearme. No me moví, observando como a cámara lenta su mano se acercaba
más y más, pero la bofetada nunca llegó. Phoenix dio un paso y la bofetada que iba
dirigida a mí le dio de lleno en la cara. Su cabeza se echó hacia atrás mientras
gemía.
Sabía que esto no era propio de él y que seguramente sentiría la culpa más
tarde, pero no me quedaría de brazos cruzados. Así que di un paso en su dirección,
endurecí mis facciones y la moví detrás de mí.
Estaba de pie, con la cara roja y algo en los ojos que no supe leer ni
interpretar. Soltó un suspiro tembloroso y las profundas arrugas de sus ojos me
hicieron vacilar. Parecía cansado. Agotado.
Phoenix sujetó su mejilla, y ver la huella de su mano en ella hizo que mi ira
volviera a estallar.
No era el hombre que recordaba. No era el mismo Papá que era amable y
blando con sus hijas. Había cambiado. Se había endurecido. No podía entenderlo.
Su odio -hacia el mundo y hacia todos en él- lo consumía con tal intensidad que me
erizaba el vello del cuerpo. Mis ojos estudiaron su brazo.
—¿Qué ha pasado?
—Bueno, espero que esta nada —mis ojos revolotearon hacia su vendaje
manchado de sangre antes de volver a conectar con su mirada—, se desangre y
caigas muerto.
Ella no contestó, sólo lo miró sin miedo. Un día, quería ser valiente como ella.
Un día, me enfrentaría al mundo como ella.
Phoenix y yo esperamos a que diera más detalles, pero a juzgar por sus labios
finos y su expresión sombría, ya había terminado de hablar.
—¿Ha matado a alguien? —preguntó Phoenix—. ¿Por qué ella no era feliz?
—No se preocupen por eso. —Luego nos clavó a las dos su mirada más severa
y añadió—: Y nunca se lo repitan a nadie. ¿Entendido?
—¿Y si papá nos lleva lejos de aquí? —dije—. ¿Crees que nos prohibirá vivir
contigo?
—No lo hará.
La abuela acortó distancias y nos abrazó con fuerza. Nos quedamos allí,
envueltas en su amor. No era el amor de mamá. No era el de papá. Pero era lo más
parecido.
Justo cuando había perdido la esperanza de recibir una respuesta, se apartó y
dijo en señas:
—Porque llevo un secreto que nunca podrá salir a la luz. Por eso accedió a
los últimos deseos de tu madre y las dejó vivir conmigo.
La abuela nos dedicó una sonrisa lobuna, del tipo que una madre en la
naturaleza podría ofrecer a un depredador que se acercara a sus crías.
—No sería un secreto si se los contara, ¿verdad? —Tenía razón, pero de todos
modos me picó la curiosidad. Si conocía a mi hermana, y la conocía, ella pensaba
lo mismo—. Pero les diré una cosa, chicas. Si me pasa algo antes que sean
mayores, recibirán una carta mía. Será su seguro.
Maldito cabrón.
Excepto por el hecho que podría traer problemas a la puerta de todos, no sólo
a la mía.
Mis ojos encontraron a Hiroshi. Tenía unos cincuenta años y era leal. Mi
abuelo confiaba en él implícitamente, y sería una ventaja para mí. Y podría llegar a
ser un buen amigo, si me abría a la idea.
—Atacaremos.
Asintió.
Porque que me condenen si sigo siendo el príncipe sin corona para siempre.
Dos días después, unos minutos antes de las siete, nos sentamos en el comedor
de la casa de papá. Era inevitable verle en este viaje: teníamos mucho de qué
hablar.
Ella no lo amaba.
Puede que nos engañara cuando éramos niños, pero ya no podía hacerlo. Él
tenía que saber algo sobre ella, y yo tenía la intención de averiguar qué era. Luego,
la liberaría para que pudiera vivir el resto de sus días en paz.
Una criada entró corriendo con platos de comida -sin duda algo para apaciguar
los gustos de padre- y los puso delante de nosotros.
—Usará los puertos de Leone para los envíos de droga en los meses de
primavera y verano y nos pagará una comisión.
Abrí la boca para decirle a papá que quizás tuviera que plantearse jubilarlo,
pero Dante fue más rápido.
En general, ninguno de los dos dormía una noche entera, nos alojáramos
donde nos alojáramos. Aprovechaba ese tiempo para repasar la vigilancia y hacer
crecer mi imperio. Mi insomnio empezó el día que salvé a una chica de cabello
dorado en particular. El mismo día en que padre nos llevó a Dante y a mí al
calabozo por primera vez y nos castigó. Desde entonces, dormía con un ojo abierto.
Podía ser viejo y débil, pero años de abusos de su mano nos habían cambiado en
muchos aspectos.
Nada me gustaría más que deshacerme de mi padre sin que nadie se enterara,
ni siquiera mi hermano. Pero, por desgracia, eso no estaba en las cartas. Al menos
no por el momento.
—¿Has visto a las hijas de Romero? —preguntó. Mamá levantó los ojos del
plato por primera vez desde que nos sentamos a cenar. Me miró a mí, a Dante y
luego a papá.
Nos miró a los tres de una forma que no me gustó nada. Casi como si supiera
algo que nosotros ignorábamos.
—Tal vez. —Se inclinó hacia atrás, sus ojos buscando algo que yo no podía
entender. Lo buscó en nuestra madre. En Dante. Y en mí—. Romero buscará casar
a su hija cuando sea mayor de edad. Su abuela dragón no podrá proteger a esas
niñas para siempre.
Fue entonces cuando decidí que sería yo quien protegería a Reina Romero.
Reina, catorce años
El internado estaba en las cercanías del lago Tahoe. Veinte acres de una
prisión de lujo, pero era mejor que estar en casa. Tras años de asistencia,
conocíamos la propiedad como la palma de nuestra mano.
Mis ojos parpadearon hacia el cielo que se estaba volviendo oscuro y gris,
señal de una tormenta inminente. Podía oler la lluvia en el aire.
Pasaron algunos autos, tentándome a hacer autostop, pero conocía los peligros
que entrañaba, así que decidí no hacerlo. Aceleré por la carretera, sin perder de
vista lo que me rodeaba mientras mi mente volvía una y otra vez a Amon Leone.
No había podido apartarlo de mis pensamientos desde el incidente de la valla la
semana pasada.
La puerta del auto se abrió y salió un hombre. Un tipo corpulento con aspecto
de luchador de sumo y un hombre a cada lado.
Su séquito, pensé, mientras una alarma me recorría y unas manos invisibles
me arañaban la garganta. No podía respirar. Tenía que huir. Cada fibra de mi ser
me gritaba que saliera de aquí. Sin embargo, mis pies se negaban a moverse
mientras mi corazón tronaba, agrietando mi caja torácica con cada latido.
—Sí, esta tiene que ser Reina Romero —dijo, deteniéndose a un paso de mí—.
Con el cabello como el oro y los ojos de mar azul claro.
—A ti.
Eso finalmente me puso en movimiento. Dejé caer las bolsas en mis manos y
eché a correr, con el asfalto crujiendo bajo mis zapatos. Si llegaba a la puerta
principal del internado, me metería en problemas por escabullirme, pero estaría a
salvo.
No me detuve, sabiendo que mi supervivencia dependía de lo rápido que
corriera. Mis músculos gritaban. Nunca había sido una corredora. El cardio era mi
debilidad. Apenas podía oír por encima del sonido de mis pulmones trabajando,
pero podía sentir movimiento en mi retaguardia.
Abrí la boca para gritar, pero un cuerpo pesado se sentó sobre mi torso y una
mano amortiguó cualquier sonido.
—Su viejo tiene una deuda conmigo. —Una sombra cayó sobre mí—. No
dañes nuestro producto, Akio.
—Suéltenla. —Una voz familiar retumbó detrás de mí, una orden clara que
rompió el aire—. Primera y última advertencia. La próxima vez, disparo.
—Agárrate a mí.
—¿Qué haces aquí, primo? —preguntó el tipo fornido. Primo. ¿Este imbécil
era el primo de Amon?
—Ya no.
—A menos que quieras que acabe contigo aquí y ahora, te sugiero que te
olvides de Reina y de la deuda.
El primo ladeó la cabeza, estudiando a Amon con atención. Apreté los puños,
con ganas de darle un puñetazo en la cara al desconocido. No me gustaba esa
mirada.
—¿Qué es?
Mi maldito primo.
Lo odiaba a muerte y juré mientras lo veía alejarse que lo mataría antes que
terminara mi tiempo en esta tierra.
—¿Estás bien?
Mis labios se crisparon ante su tono. Era adorable, aunque demasiado joven.
Quizás Romero tenía razón al mantener a sus hijas alejadas de los bajos fondos.
Reina conservaba su inocencia, pero sin duda tenía espina dorsal. La había visto
luchar contra Itsuki y sus hombres con uñas y dientes.
Ella asintió.
—Gracias.
Hiroshi recibió información de su fuente en Japón que Itsuki iba tras la hija de
Romero. Había estado viajando durante las últimas veinticuatro horas para llegar a
tiempo. Si hubiera llegado cinco minutos tarde, la habría perdido.
La agarré cuando tropezó con los pies e hizo una mueca de dolor. Maldije en
silencio. Los cabrones debían de haberle hecho daño. Reanudó la marcha, los dos
en silencio, hasta que llegó al lugar donde sus bocadillos yacían esparcidos por la
acera.
—Déjame a mí. —Vio cómo metía todos los bocadillos en la bolsa— ¿No te
dan de comer en este internado?
Soltó un suspiro.
—Sólo cosas sanas. —La expresión de su cara confirmó su opinión al
respecto.
—Me colaré contigo —le dije. Estaba claro que no le gustaba mi sugerencia.
Lástima. No viajé más de diez mil kilómetros para no ponerla a salvo.
Giró la cabeza y sus rizos dorados le enmarcaron la cara. Abrió la boca para
decir algo, pero luego la cerró.
—Supongo que como me salvaste, estar castigada un mes como pago no está
tan mal.
El apodo le sentaba bien. La agarré por el codo y volvió a hacer una mueca de
dolor.
—Creo que no. Sólo me quedé sin aliento cuando ese idiota me golpeó contra
el suelo.
—Porque no se lo permitiré.
—No sé mucho, Amon, pero no creo que ese tipo sea una buena noticia.
—Tienes razón. No lo es. Ese dicho de “mantén a tus amigos cerca y a tus
enemigos más cerca” se aplica aquí. Eso es lo que estoy haciendo.
Ella no dijo nada. Una vez que llegamos frente a su dormitorio, pude oír
música y risas detrás de las puertas cerradas.
—Gracias de nuevo.
Toda su cara brillaba de inocencia y, en el fondo, sabía que algún día sería yo
quien la destruiría. Ya lo lamentaba.
Reina, diecisiete años
Esas eran las palabras de mi abuela. Mamá solía decir lo mismo. Ese pequeño
hecho se había cimentado en mi corazón y en mi alma. Fue lo que me convirtió en
lo que era hoy: un desastre estresado.
Sin embargo, así conseguí saltarme dos cursos para graduarme junto a mi
hermana. Fue persistencia, trabajo duro y un flujo constante de ansiedad. De mí
dependía protegerla y asegurarme que todos sus sueños se hicieran realidad. Las
amistades extra que hice en el camino con Isla, Athena y Raven fueron un extra y
lo hicieron aún mejor.
Hacía un año y medio que nos habíamos mudado a París para asistir al Royal
College of Arts and Music. Papá se opuso desde el principio, pero la abuela Diana
volvió a recordarle que mamá quería una vida normal para nosotras.
Yo apreciaba el poder que ella tenía sobre esas decisiones, sobre mi padre,
aunque siguiera sin entenderlas. Y estaba totalmente de acuerdo. Ir a la universidad
era parte del crecimiento. Parte de la normalidad.
Mis pies se detuvieron y me quedé mirando a través del espacio casi vacío,
con los ojos forzados. Cuando entré en el estudio, me aseguraron que la seguridad
era una prioridad, sobre todo por la cantidad de mujeres jóvenes que asistían a las
clases nocturnas. Las cámaras de vídeovigilancia que rodeaban la propiedad eran
mi prueba, pero por alguna razón el miedo se me agolpaba en la boca del estómago.
Como si nada, la canción de Carrie llegó a su fin. Los disparos llenaron el aire,
resonando en el garaje vacío, y el ruido hizo que me diera un golpe en la cabeza.
Observé horrorizada cómo bajaba la ventanilla del otro auto y devolvía el fuego,
haciendo volar las balas.
Espeluznante. Ensordecedor.
Esperé; no estaba segura de qué. Pero después que el silencio se prolongara,
hice un movimiento que cambiaría el curso de mi vida. Miré por encima del capó
del destartalado Fiat tras el que me había encaramado justo cuando se abrieron las
puertas del Ferrari rojo.
Cada uno de ellos empuñaba un arma mientras abrían la puerta del Mercedes.
Dos hombres cayeron, tendidos uno sobre otro, inmóviles, con la sangre cubriendo
sus rasgos ahora irreconocibles. Se me subió la bilis a la garganta e inhalé
profundamente para evitar las arcadas.
Nunca había visto un cadáver, aparte del de mamá, pero no me gustaba pensar
en ello. Tendía a desencadenar mis ataques de pánico. Sin embargo, como una
idiota, observé la escena que se desarrollaba ante mí como mi abuela cuando veía
películas de sus buenos tiempos en Hollywood.
Los hermanos obligaron a salir del auto a un hombre regordete que sangraba
pero seguía vivo y le pusieron una pistola en la sien, obligándolo a arrodillarse. No
parecía europeo, y si tuviera que adivinar basándome en sus rasgos, era de
ascendencia asiática.
Al darse cuenta que no recibiría ayuda, el Hombre Regordete gruñó con voz
muy acentuada:
Las palabras eran confusas. Yo no sabía lo que quería decir, pero por el gesto
divertido que compartieron, los hermanos sí.
Sin embargo, no fue hasta que maté al hombre que incliné la cabeza hacia un
lado. Hacia ella. Esperaba gritos, súplicas de auxilio, alaridos. En lugar de eso,
permaneció inmóvil, escondida tras el sedán aparcado y mirándome con los ojos
abiertos de par en par. Unos ojos tan increíbles como los recordaba.
Incluso desde aquí podía ver que el color de sus iris era de un vertiginoso tono
azul.
—No olvidemos que eres en parte italiano —señaló Dante con ironía. Tenía
razón, por supuesto. Por eso hablaba varios idiomas. El italiano fue el primero,
aunque mi madre afirma que pronuncié algunas palabras en japonés más o menos al
mismo tiempo. El inglés y el francés vinieron después de forma natural.
Cerró la puerta del Mercedes y se acercó al lado del conductor.
No le contesté. Era difícil negar mi herencia. Bastaba con ver mis pómulos
afilados y mis ojos oscuros. No había sido una incorporación bien recibida en The
Thorns of Omertà3. Sólo me aceptaron gracias al pensamiento progresista de Enrico
Marchetti y a su deseo de sacar partido de mis vínculos con la Yakuza. Esos lazos
venían del lado de mi madre, la princesa Yakuza que había dejado todo lo que
conocía por algo desconocido.
Con una última mirada hacia mí, Dante se deslizó en el asiento y arrancó el
auto que pronto sería historia, junto con sus dueños muertos.
Sin embargo, como la luna que se muere por ver el sol, llevé la mano a su
cuello y tracé la suave línea de su mandíbula, siguiendo el camino hasta que mis
dedos llegaron al punto donde latía su pulso.
3
Las Espinas de Omertà
No se estremeció ni se acobardó. Se quedó quieta.
—Te sorprenderías.
—Además, tenía catorce años la última vez que te vi. No seis —dijo ella,
recuperando la fuerza en la voz.
—No puedes ir por ahí asesinando a la gente —dijo, inclinándose hacia mí—.
Está mal.
—Clase de yoga.
—¿Sola?
—Sí, sola. Llevo viniendo aquí casi dos años y es bastante seguro, muchas
gracias. Parece que es a ti a quien sigue el peligro.
—Exacto.
—Sólo si le cuentas a alguien lo que has visto esta noche. —Di un paso hacia
ella, acortando la distancia entre nosotros. No necesitaba mirar ni fruncir el ceño
para infundir miedo a quienes me desafiaban—. Y no lo harás, ¿verdad?
Me armé de valor y fui tras ella, tirándola del brazo. Abrió la boca para gritar,
pero mi mano salió disparada para tapársela, amortiguando cualquier sonido.
—No gritaré. —Su voz sonó apagada—. Lo prometo. —Levanté una ceja y
retiré lentamente la mano de sus suaves labios—. ¿Hablas japonés? —Parecía
seriamente sorprendida.
—Mi madre. —Mi voz salió cortante, como el golpe de un látigo. Sus ojos
azules cristalinos se abrieron de par en par, mirándome como si realmente la
hubiera herido—. Como ya sabes que mi padre es italiano, lo lógico sería que mi
madre fuera japonesa —añadí.
—No hace falta que te pongas así —murmuró—. Sólo era curiosidad. No sé
mucho de ti.
Los bajos fondos eran un campo de cotilleos. Todo el mundo hablaba de todo,
y yo sabía que la mierda de mi nacimiento ilegítimo y mis vínculos con la Yakuza
eran la comidilla de la Omertà. El padre de Reina, al ser miembro de la
organización, seguramente también hablaba de ello. Sin embargo, la forma en que
se estaba desarrollando esta extraña interacción me decía lo contrario.
—Bueno, ahora ya lo sabes. —Mi mano seguía sobre su boca. Ella acercó su
mano a la mía y sus dedos se enroscaron en ella. Dedos pequeños y delicados, sin
esmalte de uñas—. ¿Quieres preguntarme algo más?
La había observado desde lejos desde que volvimos a cruzarnos hace tres
años. Había algo en ella que me intrigaba desde que era un niño.
—Eso es todo por ahora. —Dio un paso adelante, su pecho rozó el mío,
mirándome con expresión inocente. Una oleada de calor me recorrió la espalda
cuando sentí su aroma—. Me parece genial. Exótico. —Exótico. Me pregunté si era
su forma indirecta de referirse a mi herencia ilegítima: mi padre nunca se casó con
mi madre. Mi origen racial mixto. O si simplemente estaba haciendo una
observación.
Mis ojos la recorrieron. Llevaba unos pantalones cortos de jeans que dejaban
al descubierto sus piernas y esa piel suave y perfecta, unos zapatos rosa intenso y
una camiseta rosa. Sabía que a Reina Romero le gustaba el lujo y que tenía mucho
dinero para mantener su hábito. No sólo de su papá, sino también de su madre y de
su rica abuela, ambas leyendas de Hollywood.
—No deberías vagar sola por las calles, Reina —volví a decirle.
Alcancé a ver las sombras que luchaban en sus ojos mientras su aroma
masculino -limón y manzanas verdes- me envolvía y mis pezones se tensaban.
—¿Cenar contigo? —Su inglés era perfecto y muy correcto -acento británico,
no americano al hablar en inglés-, y su voz era divertida. Su cercanía y su voz
profunda me calentaron el estómago, asentándose en algún lugar profundo.
4
Rothy's es una empresa estadounidense directa al consumidor que diseña y vende zapatos y accesorios.
—Sí, conmigo —respondí con una respiración superficial mientras bajaba los
ojos hacia sus labios. Me pregunté a qué sabrían. A ginebra y pecado, quizás. Oí
que se acercaba un auto, rompiendo el dominio abrumador que aquel hombre
ejercía sobre mis pensamientos.
—Esperaré a que termines el yoga —dijo finalmente, pero antes que pudiera
excitarme demasiado, añadió—: Y te llevaré a casa. No deberías estar fuera,
vagando sola por las calles. ¿Has olvidado lo que pasó cuando te escapaste de tu
internado?
Me negué a irritarme.
Cada vez que nuestras miradas se cruzaban, había un atisbo de sonrisa y algo
denso y oscuro bailaba en el aire, acercándonos. Me moría de ganas de volver a
hablar con él.
Me pareció la hora más corta de mi vida, pero al mismo tiempo la más larga.
—Quítate ese body, Reina. —Dios, estaba de mal humor. Pero no importaba.
No me iba a acobardar.
—Bonito collar.
—Era de mi madre.
—¿Vamos?
Cuando salimos del edificio, me guio hasta el garaje y mis pasos vacilaron.
—¿Cómo has cambiado los autos? —le pregunté—. Has estado en el estudio
todo el tiempo.
—¿Vienes?
Nos dirigimos a una calle con pequeñas tiendas, música francesa y media
docena de pequeños cafés. Yo miraba con impaciencia a mi alrededor para ver qué
restaurante había elegido. Esta calle estaba muy lejos de mi apartamento, así que no
solía aventurarme por esta parte de París.
—¿Por qué?
—Para saber los nombres japoneses de los cócteles —refunfuñé— ¿Por qué si
no?
—Ya veremos —murmuré en voz baja. Luego le lancé una mirada curiosa—.
¿Cuántos años tienes?
Ni siquiera me dedicó una mirada.
—Veintitrés.
Retrocedí un paso y sonreí ante una escena tan tierna, pero me quedé callada,
dejando que tuvieran su momento. Quizás el chico que me salvó hace tantos años
seguía ahí, escondido.
Amon y Oba rieron por lo bajo mientras mis ojos se movían entre los dos,
preguntándome qué era tan gracioso.
—Lo siento.
—Él no decide para quién soy Oba. Lo soy para él y lo soy para ti, porque yo
lo digo.
Luego hizo una reverencia. Sin saber qué hacer, imité su movimiento.
—¿Tienes una mesa libre para nosotros? —dijo en su lugar, ahora hablando en
inglés, por mi bien, supuse, aunque yo hablaba francés con fluidez.
—Para ustedes, siempre. —Nos condujo hacia la parte trasera del restaurante,
deteniéndose en una mesa con vistas al Sena y a las resplandecientes luces de París.
Me quedé boquiabierta.
Oba sonrió.
—Mi abuela solía llevarnos una vez al año. —En el aniversario de la muerte
de mi madre, pero no lo dije. Eran recuerdos oscuros. No tenían cabida aquí.
—Espero que nos veamos más de una vez al año —dijo Oba.
—Seguro. Tengo otros dos años y medio de estudio, así que volverás a verme.
La próxima vez traeré a mi hermana y a mis amigas.
—Entonces, ¿por qué yoga? —Parpadeé ante el brusco cambio de tema. Por
un momento pensé en mentir, en intentar pensar una respuesta que le gustara, pero
me limité a encogerme de hombros.
—Me lo recomendó mi terapeuta. —Levantó una ceja pero no hizo ningún
comentario, su mirada oscura me estudiaba. Si no tenía cuidado, podía perderme en
las galaxias que había tras él... Puede que Amon fuera bueno ocultando sus
pensamientos, pero yo era aún mejor extrayéndolos. Excababa en busca de ellos
hasta satisfacer mi curiosidad. O por justicia, al menos cuando se trataba de mi
hermana sorda. Los chicos del internado a veces podían ser crueles, y siempre me
había propuesto proteger a Phoenix de ello. A cualquier precio—. La meditación
me ayuda a mantener a raya mis ataques de pánico.
Sacudí la cabeza.
El camarero vino a tomarnos nota, así que no contestó enseguida. Cuando nos
dejó solos, Amon tomó la palabra.
—No creí que una princesa protegida como tú tuviera motivos para sufrir
ataques de pánico.
—No sabes nada de mí. Deberías guardarte tus suposiciones para ti.
—¿Ah, sí? —Su voz era tranquila, imperturbable—. ¿No juzgas a la gente?
Tragué fuerte.
—Es en lo que se basa la Omertà. —Lo miré, sin querer decir nada. Había
oído a mi padre decir esas palabras, pero primero se las había oído decir a mi
madre—. Junto con “No veas el mal. No oigas el mal. No hables mal” —dijo.
—Como quieras. No voy a seguir por ese camino. Guarda tus secretos, Amon
—repetí en voz baja—. Y yo guardaré los míos.
—Voy y vengo.
Se encogió de hombros.
—Sí, pero pensé que tu oba dijo que te iba a conseguir tus favoritos.
Sonreí tímidamente.
—Tengo hambre.
—Ya lo oigo —dijo Amon, divertido. Busqué mis palillos, agarré uno y lo
sostuve como si fuera un cuchillo, preparada para apuñalar el primer rollo de sushi
cuando los dedos de Amon se enredaron alrededor de mi muñeca—. ¿Qué estás
haciendo?
—Comiendo.
—Así no.
—Déjame enseñarte. —Me soltó la muñeca, tomó sus propios palillos y los
levantó. Intenté imitar su agarre y, después de varios intentos, alargó la mano y
movió mis dedos para colocarlos en la posición correcta—. Sujeta los palillos hacia
arriba, no en medio ni al final.
Moví los palillos y no se cayeron. Mis ojos se encontraron con los suyos
mientras sonreía de oreja a oreja.
Asintió.
—Buen trabajo.
Sonreí como el sol ante sus elogios. Tomé el primer rollo y me lo llevé a los
labios.
—Buena chica.
Puse los ojos en blanco pero sentí que me ruborizaba mientras señalaba hacia
los platos. De ninguna manera iba a dejar que supiera lo mucho que me afectaban
sus palabras.
—Prueba esto —me animó. Me incliné hacia delante y cerré los labios
alrededor de sus palitos, luego me retiré, saboreando el gusto del rollo de atún.
Sentí un cosquilleo en la nariz y él se rio, dándome mi vaso de agua—. Bebe.
Tragué el agua.
—Caramba, qué atún más picante —dije, vaciando el vaso—. La próxima vez
avísale a una chica.
—El agua no ayuda. La leche sí. —Cuando arrugué la nariz, negó con la
cabeza—. Está bien, como quieras, pero tenemos un largo camino por delante. —
Señaló con la cabeza a los camareros que se dirigían a nuestra mesa con otra
docena de platos pequeños.
Dos horas más tarde, estábamos de vuelta en mi auto, con su larga melena
suelta y cayendo en cascada sobre sus hombros. Mi curiosidad por sus ataques de
pánico crecía de nuevo al ver sus ojos soñolientos y sus hombros caídos. Durante
toda la cena, estuvo charlando de todo y de nada, hablándome de sus amigas y de
sus estudios, y yo sólo podía concentrarme en las cosas que la alteraban. Cosas que
la ponían ansiosa o estresada. Había aprendido mucho sobre ella en los últimos
años, pero nunca había oído hablar de su terapia y sus ataques de pánico.
—No. —Sabía que ella y su hermana no habían vuelto desde el verano en que
las conocí en la fiesta de mi padre. De hecho, sabía mucho sobre ella. Su
educación. Su círculo social. Sus hábitos de gasto, que no eran insignificantes.
Guardó silencio brevemente antes de añadir—. Después de los finales, me voy.
Pero sólo unos días, una semana como mucho.
—¿Te quedas en casa de tú papá? —Asintió, sin expresión. Algo en ella hizo
que se me oprimiera el pecho de frustración. Me gustaba más con ese brillo travieso
en los ojos que escondida detrás de una máscara.
Conduje por las calles oscuras, con las luces brillantes proyectando sombras
sobre su perfil y su cabello rizado. La tensión aumentando y la recorrí con la
mirada.
Tenía la cabeza girada hacia un lado, los ojos cerrados, las largas pestañas
descansando sobre su suave piel de porcelana. Pómulos altos, labios carnosos y
cejas fruncidas. Tenía que retroceder. Tenía a su abuela y a papá para protegerla.
No necesitaba mi protección.
Reina Romero tenía rasgos angelicales, pero eran sus ojos los que me comían
el alma. Tal vez incluso su propia alma. Esta noche, había captado destellos de algo
embrujado, y era muy difícil de ignorar.
—Reina.
Se removió lentamente y abrió los ojos para mirarme. Una sonrisa de ensueño
curvó sus labios carnosos y sus párpados se agitaron cuando el sueño la volvió a
sumergir. Volví a sentir una oleada de protección.
—¿Sabes lo que piensa un hombre cuando una chica le pide que suba a su
apartamento a estas horas?
—Vivo con otras cuatro chicas. Así que piénsatelo otra vez, Amon Leone. —
El sonido de mi nombre saliendo de sus suaves labios me dio muchas ideas. Ideas
equivocadas. Ella esperó, observándome, una vena palpitando débilmente a lo largo
de su elegante cuello. Quiere que la bese. Como si pudiera leerme el pensamiento,
sus ojos se desviaron hacia mis labios y su boca se entreabrió ligeramente. Esperó
un momento y dijo—. Gracias por la cena.
Salió del auto y cerró la puerta tras de ella. Y, de alguna manera, tuve la clara
sensación que un día, la puerta se cerraría permanentemente entre nosotros.
Pero acosar a la hija de Romero era pasarse de la raya. Fue mi única condición
cuando acepté unirme a él. Reina Romero estaba fuera de los límites. Sin embargo,
aquí estaba él, enviando hombres para hacer exactamente eso. Siempre había
parecido el más interesado en los Romero. No tenía sentido, porque eran la familia
más débil de la organización. A menos que se redujera a la tormenta de mierda que
Romero inició hace tres años cuando robó a mi primo, pero esa deuda se consideró
saldada cuando me uní a la Yakuza a las órdenes de Itsuki.
Mi madre nos enseñó a Dante y a mí a luchar con honor, pero sin aceptar
nunca las derrotas. Así que en eso me concentré: en ganar. Sobre Romero por joder
a mi madre. Sobre mi padre por tratarla mal. Sobre mi primo por robarme la
corona.
Dante se puso nervioso y empezó a enumerar las razones por las que ser
soltero era mejor, a lo que Hiroshi respondió con fría indiferencia. Dejé que sus
idas y venidas me entraran por un oído y me salieran por el otro. A pesar de lo bien
que me llevaba con la mano derecha de Ojīsan -que ahora era mi mano derecha-, él
y Dante discutían como putos niños.
Hiroshi y Dante se callaron, atrayendo mi atención hacia ellos. Se quedaron
mirando el teléfono en la mano de Hiroshi, el tatuaje de un dragón y un símbolo
kanji grabado en la piel curtida de su muñeca.
—La Yakuza. Itsuki ha estado investigando a Reina otra vez. —El cabrón
llevaba años vigilando a Reina Romero, desde que pasó aquella mierda con su
padre. Temía haber despertado aún más el interés de mi primo al salvarla a un lado
de la carretera.
—¿Y? —Eran viejas noticias. Así fue como los localicé en el estudio de yoga
de Reina. Miré fijamente a mi asesor, preguntándome qué me estaba perdiendo.
—Tu primo hizo un trato con el cartel brasileño para venderla. Como una
virgen.
—Contacta a Kian y ve si hay algo que pueda hacer para detenerlo. —Era un
hecho conocido que su hermano, Perez Cortes, tenía una cruel fascinación por las
rubias.
Habían pasado tres días desde que cené con Reina y, de un modo extraño,
tenía ganas de volver a verla. Apenas podía concentrarme, mi mente estaba siempre
en ella.
De él vibraba una energía maníaca. Un fuego ardía con más intensidad en sus
ojos cada vez que se mencionaba a las chicas Romero, y algo en ello me ponía de
los nervios. No quería a Reina cerca de mi hermano.
Me apoyé en la mesa.
Por desgracia, tenía razón. El hecho que fuéramos hijos de Angelo Leone a
menudo jugaba en nuestra contra. El secuestro de Dante hace dos años fue causado
por la estupidez de papá. Los hijos del inframundo siempre pagaban el precio de los
pecados de sus padres.
Miré por la ventana, las concurridas calles de París repletas de gente que se
dirigía a su destino final.
—¿Tan ansioso estás por ponerle las manos encima a Phoenix? —refunfuñé.
Dante no parecía preocupado por mi arrebato. Estaba de pie, con las manos en
los bolsillos y una expresión de aburrimiento en el rostro. Pero el brillo oscuro de
sus ojos era suficiente para hacer huir a un hombre débil. Menos mal que yo no era
uno de ellos.
—No hay ninguna obsesión. —La mirada que me echó me dijo que no me
creía—. ¿Qué pasa entre Phoenix y tú?
Frunció el ceño.
—No sé si la he conocido.
Le ofrecí una sonrisa paciente. Era otra cosa que se había roto desde el
accidente: su memoria.
—La hemos visto varias veces, Dante —dije lentamente—. La primera vez
fue en el castello5, en Miramare. Era sólo una niña.
Sacudió la cabeza, los recuerdos le resultaban difíciles de asimilar.
—¿Para qué?
—Los contrataré para que vigilen a Reina —dije. Dante puso los ojos en
blanco—. Si Perez Cortes ha puesto sus ojos en ella, le costará desistir. El tipo tiene
una obsesión enfermiza con las rubias.
Había pasado una semana desde que vi a Amon Leone y a su hermano matar a
aquellos hombres. Una semana entera desde que cené con él. Toda una maldita
semana viendo las noticias -para consternación de mis amigas- y vigilando más mi
entorno.
Y nada.
Era como si nunca hubiera ocurrido. Pero eso no fue lo peor. O quizás debería
decir, lo más triste. Me estaba cabreando porque Amon no había vuelto a intentar
verme. Cenamos. Comí de sus palillos por el amor de Dios. Lo menos que podía
hacer era llamarme. O visitarme. Cualquier cosa. En cambio, yo estaba recibiendo
silencio. Nada. Cero.
Pero nunca me dijo que volvería a verme, ¿verdad? De hecho, no dijo gran
cosa, pero en cierto modo me pareció que había dicho mucho. Hace mucho tiempo
leí una frase en uno de los libros de Jodi Picoult que decía: “Su boca se mueve
como una historia muda”. Las palabras eran confusas en aquel momento, pero
ahora tenían más sentido. Y encajaban perfectamente con Amon Leone, mi príncipe
amargado.
Hacía tiempo que no pensaba en ese apodo. Lo había oído una vez mientras
escuchaba a escondidas la conversación de mi papá.
—Es mía, no tuya —retumbó la voz de un hombre conocido a través del
altavoz. Mi mente no funcionó lo bastante rápido como para fijar el nombre—.
Amon es mi hijo y está conectado a ese mundo. Mi familia. No te metas en nuestros
asuntos. —Parecía un día típico en el trabajo de Papá—. A menos que quieras
encontrarte enterrado a dos metros bajo tierra, aléjate de una puta vez.
Era todo lo que necesitaba oír para saber que no quería formar parte del
mundo de Papá. Parecía lleno de tensión, odio y amenazas asesinas.
—¿Cómo estás conectado? —desafió Papá con un tono burlón. Casi podía
imaginármelo, recostado en su silla y fumando un puro—. Tienes un bastardo
ilegítimo. No conseguirá la corona de la Omertà ni la de la Yakuza. Acabarás con
un príncipe enfadado y amargado cuando crezca. —Se burló, y luego añadió—.
Ahí tienes un verdadero ganador.
—Al menos tengo hijos, Romero. —El hombre debió de tocar una fibra
sensible, porque a continuación se oyó un estruendo, como de cristales
rompiéndose. La abuela le va a partir la cara, pensé—. Y si no tienes cuidado,
también tendré a tus hijas. Incluso a la muda y tonta.
Me encogí de hombros.
—Es difícil saberlo, pero Papá está siendo malo, insultando a Amon. —No le
dije que el señor Leone también la insultaba. Le molestaría. Si alguna vez le ponía
las manos encima, lo estrangularía por llamar muda y tonta a mi hermana mayor.
Había perdido la audición, pero era igual de lista, compasiva y guapa que antes. Y
si me preguntaban a mí, tocaba el piano mejor que cualquier otra persona de este
planeta.
—Papá habría matado al señor Leone antes de dejar que nos pusiera un dedo
encima.
Puso los ojos en blanco. Las dos sabíamos que tardarían al menos cinco
minutos en averiguar cómo hacerlo funcionar, y luego otros cinco en centrar sus
caras en la cámara.
Me encogí de hombros.
Podrían ser los hombres a los que mató, me advirtió mi razón, pero enseguida
la apagué. Era un obstáculo menor, y obviamente los otros tipos eran malos, ¿no?
Me abofeteé mentalmente. Quizás me parecía más a nuestro padre de lo que me
importaba admitir.
—Quiero verte todos los días. —Los ojos de la abuela revolotearon hacia su
esposo, que asintió a lo que fuera que esos dos tuvieran entre manos—. Queremos
que vengan al Reino Unido y pasen el verano con nosotros.
—¿O si no qué?
Gemí para mis adentros. A veces parecía que vivía para luchar contra Papá por
todo. A ella le encantaban los conflictos, Phoenix los odiaba, y yo no sabía muy
bien a qué atenerme.
—Lo hicimos —estuvo de acuerdo Phoenix—. ¿Qué hay de nuevo con ustedes
dos?
Durante los siguientes veinte minutos, el abuelo Glasgow habló de sus nietos -
trillizos, no obstante- mientras Phoenix, la abuela y yo teníamos que seguir
ahogando nuestros bostezos. Los trillizos eran monísimos, pero los habíamos
conocido en la boda y se habían agarrado una rabieta gigantesca. Fue el mejor
anticonceptivo de la historia, y eso que ni Phoenix ni yo éramos sexualmente
activas.
—No puedo creer que prefiramos ir a casa de Papá antes que visitar a la
abuela —dije en señas—. Italia es el último sitio al que quiero ir. ¿Por qué no se
nos ocurrió algo mejor?
—Tal vez podamos ir por unos días —sugirió Phoenix—. Llevarnos a todas
con nosotras.
Isla asomó la cabeza por la rendija de la puerta, con sus rizos de fuego
enmarcándole la cara.
—Tenemos otros días de clase y luego son las vacaciones de verano —dijo
Raven, haciendo las señas al mismo tiempo. Todas estábamos amontonadas en el
suelo del diminuto salón de nuestro apartamento de París, con las piernas
entrecruzadas y libros por todas partes. Algunos abiertos, otros cerrados—. Hemos
trabajado mucho. Nos merecemos una noche de fiesta.
—Me apunto si vamos todas. —Luego clavó sus ojos verdes en cada una de
las chicas, terminando con Phoenix—. Todas. Todas. Todas.
Era una sugerencia razonable, pero a juzgar por las caras de las chicas, era una
sugerencia impopular.
—El verano está prácticamente aquí —se quejó Raven—. Nos merecemos una
noche fuera.
—Crees que nos merecemos una noche fuera todas las noches —proclamó
Athena—. Nunca he conocido a nadie que sepa divertirse tanto como tú, Raven.
—Seguro que algo malo pasa cuando está de este humor —murmuró Isla, y
todas estallamos en carcajadas. Bueno, todas menos Phoenix. Se le desencajó la
cara y acorté la distancia que nos separaba, ahuecando sus mejillas. Le di un beso
en la punta de la nariz y luego dije, despacio y con claridad para que pudiera leerme
los labios.
—Como Cenicienta —exclamó con voz inexistente. Hacía tanto tiempo que
no oía su voz. Tenía cuatro años, pero aún la recordaba. Suave y melodiosa. Pero
entonces enfermó y todo cambió.
—Vamos a bailar en el tubo —exclamó Raven, haciendo las señas al mismo
tiempo. Contrariamente a su personalidad despreocupada y a su actitud enloquecida
por el sexo, era bastante reservada. Todo era gracias al hombre que antes le había
roto el corazón.
—Que Dios nos ayude —murmuró Athena—. Si amplía su mente, ¿qué más
entrará en su lista?
—No juzguen. —Todas pusimos los ojos en blanco y sonreímos. Esta era una
zona de no juzgar, pero de vez en cuando, nos las arreglábamos para sorprendernos
unas a otras.
—¿Pero baile erótico? —pregunté— ¿No deberías poner otra cosa -algo más
digno- en tu lista de deseos?
—Bueno, ¿qué hay en la tuya? —La miré fijamente, dándome cuenta que
nunca había hecho una lista de cosas que hacer antes de morir.
—Lo mismo digo —se burló Isla, y luego miró a Athena—. Creo que todas
tenemos que hacer una.
Una hora más tarde, estábamos todas vestidas, apiñadas en nuestro pequeño
cuarto de baño.
—Dios mío, somos sexo con piernas. Todo hombre que nos mire tendrá una
erección. —Deja que Raven haga una declaración tan modesta y la diga en voz alta.
Tampoco creí que tuviera reparos en anunciarlo al mundo.
—Estás perfecta —dijo Isla, con sus rizos rojos que la hacían parecer una
diosa exótica. Eché un vistazo al espejo, captando todos nuestros reflejos. Phoenix
y yo teníamos caras casi idénticas, la imagen especular de nuestra madre. Pero
mientras que el cabello oscuro de Phoenix era como el de nuestro padre, el mío era
tan claro como el de mi madre. Mis rizos eran por parte de abuela. Luego estaban
Isla, con su salvaje melena pelirroja, y Raven, con su cabello negro como el ébano.
El color miel de Athena tenía matices cobrizos y dorados.
Treinta minutos después, estábamos fuera, entre otros fiesteros que esperaban
para entrar. Solté un suave gemido.
—Dios, esta cola es larguísima —murmuré, mirándome los pies. Mis zapatos
rosas de Valentino eran sexys, pero no el calzado más cómodo.
—Esperen aquí —les dije a Phoenix y a las demás, corriendo tras Amon. La
brisa del río soplaba y traía su colonia. Era como un soplo de aire fresco.
Vaciló, sus pasos se hicieron más suaves al darse la vuelta. Sin embargo, no
me detuve lo bastante rápido y me estrellé contra su pecho cálido y musculoso. El
calor me recorrió como una llama encendida. Había docenas de personas a nuestro
alrededor, pero todas se desvanecieron en el fondo, haciéndome sentir que
estábamos solos en el mundo.
—Lo siento —dije, disculpándome por nuestro choque frontal, con la mano en
su pecho. Tuve que levantar la cabeza para mirarlo a los ojos y, cuando lo hice, se
clavaron en mi alma. Fue como luchar contra una fuerte corriente. Como flotar por
el universo oscuro donde sólo las estrellas te servían de guía.
—Piérdete.
—No vuelvas a tocarla. —Una fría ira sustituyó la calma habitual de Amon
cuando otro hombre apareció al otro lado de Amon. Calvo. Fornido. Y aterrador.
Mis ojos se abrieron de par en par, mi instinto de supervivencia se puso en marcha
y puse un poco de espacio entre nosotros—. Tranquilo, Cesar. Yo me encargo —le
dijo al hombre, desviando la mirada hacia la derecha.
Roberto parecía frustrado, con un destello de ira parpadeando en sus ojos, pero
desapareció con la misma rapidez. Cesar parecía estoico. Mientras tanto, en la
puerta había un portero con la cuerda VIP descolgada, esperando a que Amon
pasara.
Era más grande que la vida, estudiándome mientras sus ojos recorrían mi
atuendo. Me miraba como si fuera su proyecto científico, para mi consternación.
Hasta que nuestras miradas se encontraron. Entonces algo parpadeó detrás de su
mirada, seduciéndome de una manera desconocida.
Me encogí de hombros.
—No sería la primera vez que me niegan la entrada a un club. Me iré a casa.
—¿Sola? —gruñó.
Me acerqué tanto que tuve que inclinar la cabeza hacia atrás más que antes.
—Amon, tienes que dejar de hacer esto. Sí, sola. Sólo tengo problemas cuando
tú estás cerca. Además, soy bastante capaz de cuidar de mí misma.
Parpadeé.
Eso no era muy caballeroso. Esperaba que nos acompañara dentro. Que
bailara conmigo. O al menos que hablara conmigo un rato. Definitivamente no
esperaba que me dejara sin pensarlo dos veces.
—Lo que sea —murmuré en voz baja. Giré sobre mis talones y grité—.
Chicas, por aquí.
Mis ojos se desviaron hacia Phoenix, sintiendo sus ojos clavados en mí.
Amon estaba de pie junto a una hermosa mujer alta de sedoso cabello negro,
con un minivestido negro que apenas le cubría las caderas, los brazos rodeándolo y
los labios rozándole el cuello. Mi humor se agrió. Su cuerpo era curvilíneo, sus
tetas más grandes que las mías y sus piernas mucho más largas.
Podía ser guapa, pero apuesto a que su talla de sujetador era superior a su
coeficiente intelectual por la forma en que no paraba de reírse a pesar que Amon ni
siquiera movía la boca. No estaba bien juzgar a la gente, pero no podía evitarlo. La
mujer estaba en mi lista de mierda.
Así que me fui, decidiendo volver al trabajo. El plan me salió mal, porque mi
mente se puso a imaginarla bailando en la pista, con sus largas piernas tentando a
los hombres del club. Su cabello me volvía loco, sobre todo cuando estaba suelto y
enmarcaba su cara en forma de corazón. Luego estaban esos malditos labios que
siempre parecían contener una suave sonrisa.
—Me encontré con la chica Romero. —Las imágenes de ella bailando con
Roberto se repetían en mi mente, haciéndome enrojecer. Empezaba a sospechar que
Reina pondría mi mundo patas arriba.
—¿Qué pasó con la chica que estaba encima de ti? —La voz de Dante penetró
en mis pensamientos, y tardé un momento en darme cuenta que no se refería a
Reina.
No podía soportar ver sus rizos rubios brillando bajo las luces, la forma en que
los hombres la miraban mientras ella movía las caderas al ritmo, girando y
retorciéndose.
Me encogí de hombros.
—Ni idea. —No estaba de humor para hablar de mujeres—. ¿Cómo van tus
números? —pregunté en su lugar.
Repasar las cifras de ventas clasificadas por ciudades siempre me llevaba una
eternidad, pero quería tener una visión completa de lo que estaba pasando. Dante
pensaba lo mismo. Cuando se trataba de los asuntos de padre, compartíamos la
carga, pero no era nuestra. Al menos no mientras él respirara.
Pasó una hora hasta que un golpe nos hizo levantar la vista del portátil. La
puerta se abrió y era Cesar. Tenía la constitución de un gigante y había sido la
mano derecha de padre, aunque su lealtad se había decantado por nosotros. Nuestro
padre le caía tan mal como a nosotros.
Fruncí el ceño. Rara vez venía por aquí. Normalmente estaba delante o detrás
de la barra.
—¿Qué pasa?
Me abalancé sobre él, pasé por delante del salón de nuestro despacho y me
apresuré a llegar hasta Reina. Podía oír a Dante y Cesar hablando detrás de mí
mientras me seguían, pero apenas les escuché. La música a todo volumen me azotó,
alimentando mi furia hasta que la vi.
Reina se aferraba al brazo de su hermana, con el rostro ceniciento, los ojos
desenfocados y la cabeza tambaleándose como si no pudiera sostenerla. Incluso en
el estado en que estaba, parecía tan hermosa que dolía.
—Encuentra al hombre que lo hizo y tráemelo. —Mi voz vibraba con mi ira
apenas contenida. Lo rebanaría y haría que se arrepintiera de haber mirado hacia
ella.
Debió de leerle los labios porque soltó a Reina. Pero entonces, para mi
sorpresa, ella le sacó el dedo. No tenía tiempo para su mierda. No sabía qué había
hecho para cabrear a la chica Romero, y en este momento, no me importaba. Reina
era mi prioridad.
—Hay... galaxias —murmuró Reina incoherentemente, intentando levantar la
mano, pero se le cayó floja. La tomé en brazos y enterró la cara en mi pecho—.
Tantas galaxias.
Sus ojos se movieron, desenfocados, con las pupilas dilatadas. Abrió la boca,
pero la cerró sin decir nada.
—Cesar está con ellas —respondió Dante—. Las chicas intentaron pegarle a
Roberto. Con razón.
Me invadió una oleada de ira al verla indefensa entre mis brazos. Quería hacer
un alboroto, matar y hacer daño a la gente. En lugar de eso, me concentré en ella.
No entendía esta respuesta ni esta rabia cuando se trataba de ella. Lo único que
sabía era que me sentía responsable que le hubiera pasado algo en mi club. Estaba
de vuelta en mi despacho, con su cuerpo pequeño y vulnerable apoyado en mí.
Fruncí el ceño. Nunca me habían drogado, pero no creía que una ducha fuera
algo que ayudara.
—Necesitas descansar —le dije suavemente, colocándola en el sofá.
—He visto cosas peores. —Le rodeé la cintura con el brazo y la ayudé a
levantarse, cerré la tapa del retrete y tiré de la cadena. Me giré hacia el lavabo,
empapé una toalla y se la tendí. Sus manos temblaron cuando la agarró y se limpió
la boca—. ¿Mejor?
Pasamos por debajo del agua y nos deslizamos lentamente por el suelo de
baldosas. Soltó un suspiro y se acurrucó en mí.
—Gracias.
Dejé escapar un suspiro sardónico. Era la primera vez que alguien me llamaba
hermoso. La chica tenía una seria obsesión con las galaxias. Y el color rosa, por lo
que parecía.
La puerta del baño se abrió y Dante apareció con Phoenix. Nos estudiaron a
los dos en el suelo de baldosas mientras llovía agua sobre nosotros.
—DESAPARECIDO.
No tardaría mucho.
Mi alma podía estar hastiada y mi brújula moral rota, pero sabía que lucharía a
muerte con mi hermano para quedármela.
Dante podía tener a cualquiera y cualquier otra cosa. Pero no podía tenerla a
ella.
Reina
Mis ojos bajaron para encontrar una camiseta blanca de gran tamaño que me
cubría, pero no era mía. Era una camiseta de hombre, y el aroma a limón y
manzanas verdes me dijo exactamente a quién pertenecía. Me la subí hasta la mitad
de la cara e inhalé su aroma hasta lo más profundo de mis pulmones.
—Hueles a canela.
—¿Dónde has oído eso? —Su voz se volvió más áspera, la oscuridad
filtrándose en su voz.
Suspiré cansada.
—¿Cómo te encuentras?
—Cálmense todas. —Hizo señas Phoenix, dirigiendo a las chicas una mirada
mordaz—. Vamos a calmarnos.
Sacudí la cabeza.
—Dios mío —murmuró Athena—. Seguro que no pasa tan rápido, ¿verdad?
—¿Qué? —Mis ojos pasaron de una chica a otra hasta que se posaron en mi
hermana—. ¿Qué ha pasado?
Raven respondió:
—Tu novio nos trajo a casa. Insistió y nada pudo disuadirlo. Las llevó a ti y a
Isla en su auto mientras su hermano nos llevaba a Phoenix, a Raven y a mí.
El calor subió a mis mejillas. Los ojos de Isla se posaron en ellas, sus labios se
curvaron con una sonrisa cómplice, pero por suerte no dijo nada.
Cerré los ojos y lo único que pude sentir fueron sus labios contra mi frente,
susurrándome en el idioma más hermoso que jamás había oído.
Mi ira era tan fuerte que amenazaba con estallar como un volcán, una niebla
roja que me invadía la vista. Tuve que ahogarla mientras me ardía en la garganta,
utilizando los ejercicios de respiración que había aprendido de niño.
Dejé que los demonios se alzaran y tomaran el control. En Italia, pensaban que
il diavolo era el peor, pero en la mitología japonesa, Amanjaku se llevaba el
premio. Roberto, al igual que cualquier otro hombre -o mujer-, aprendería esta
noche lo que significaba joderme a mí y a los míos.
—¿Algún problema?
Se encogió de hombros.
—No.
—¿Dijo algo?
Continué hacia Roberto, donde estaba atado a una silla. Sonriendo, acerqué
otra silla y me senté frente a él.
No la hubo, ni por mi parte, ni por parte de Dante, ni mucho menos por parte
de Kingston. Un momento después, Dante estaba a mi lado, sujetándolo mientras
pataleaba y se agitaba. Le bajé los pantalones de un tirón mientras gritaba como
una perra.
Entonces volví a bajar mi cuchillo, esta vez justo sobre su polla. Sus gritos se
elevaron tanto que casi perforaron mis tímpanos. Luego pasé a sus pelotas,
apuñalando primero la izquierda. Lanzó un gorgoteo ahogado y yo me levanté de
un salto y retrocedí justo cuando vomitaba.
No sobreviviría a la noche.
Sin más ropa que unos pantalones de chándal, abrí la puerta para dejarla
entrar. Hacía media hora que me había acostado, dispuesto a pasar la noche -o más
bien el día- después del fiasco de mi antiguo amigo drogando a Reina. Si existía el
mal momento, era éste, pero nunca podría decírselo a mi madre.
Ella asintió, entrando, con sus pasos cortos en su kimono rosa mientras mi
mente parpadeaba de mala gana hacia Reina. Parecía que ella y mi madre tenían
algo en común. Ambas sentían fascinación por el color.
Fui al dormitorio, saqué una camiseta blanca lisa y me la puse por la cabeza;
luego volví a la cocina y me encontré con que mi madre ya estaba sacando mi
kyusu, una tetera tradicional japonesa.
—Prefiero sencha.
Sonreí.
Dios, Buda, Kami -los dioses Shintō venerados por mis antepasados
japoneses- debían de estar riéndose de mí, porque habían dado a Reina la forma
más perfecta y hermosa que cualquier hombre de este mundo pudiera desear.
Y su rubor... sólo el rubor de sus mejillas me ponía duro, lo cual estaba mal,
teniendo en cuenta su edad y quién era. Sin embargo, aquí estaba yo, pensando en
ella como si fuera mi trabajo, mientras seguía adelante con mi plan de utilizarla en
la destrucción de su padre.
Mi mente susurraba que era inocente. Por alguna razón, ella confiaba
ciegamente en mí. Y eso me cabreaba aún más porque hacía que mi conciencia me
susurrara cosas que no quería oír.
—Sí.
Nos miramos en un silencio tenso. Hacía casi dos décadas que mi madre no
me decía lo que tenía que hacer. Me aconsejaba, me daba recomendaciones, pero
nunca me daba órdenes. Supongo que había una primera vez para todo.
—No. —Todavía no. Mentiría si dijera que Reina no me gustaba. Había una
suavidad e inocencia en ella que me atraía. No recordaba haberme sentido inocente
alguna vez. En mi experiencia, el mundo nunca fue de rosas y arcoíris, pero aquella
chica se comportaba como si lo fuera.
—¿Quieres salir con ella? —Esa era la pregunta del siglo. La chica era...
Busqué la palabra adecuada, sin encontrar ninguna que describiera adecuadamente
a Reina Romero. La chica de canela que parecía caminar por la vida como un rayo
de sol.
—No. —Mentiroso.
—Vino a hablar del traslado de cierto producto para Ojīsan. —Podía tratarse
de drogas o de tráfico de personas. Romero no movía armas. Al menos no con
éxito—. No pudieron ponerse de acuerdo en los términos. Esa misma noche, tu
abuelo organizó una fiesta y me permitieron asistir.
Volvió a mirarme.
Ella asintió.
—Por eso necesitamos ese documento, Amon. No queremos que lo use como
ventaja.
—Había provisiones para mí, mis hijos y los suyos. Nuestros hijos.
Fruncí el ceño.
—Bueno, sus hijos no son los tuyos, así que no creo que tengas que
preocuparte por eso. Tus hijos no son suyos y nunca se casaron.
—Romero hizo que Ojīsan pusiera una provisión para cada uno de sus hijos
específicamente, en caso de que algo me pasara a mí y él se volviera a casar. Eso
incluiría ahora a sus hijas.
Eso era nuevo para mí, aunque la explicación no tenía sentido. Ojīsan era
famoso por su aversión a los extraños en su organización. No habría permitido a
Romero ninguna conexión con la Yakuza fuera de mi madre.
—Pero ustedes dos nunca se casaron —señalé de nuevo—. Eso anula todo el
acuerdo.
La expresión de mi madre me dijo que no estaba convencida.
Suspiré. Puede que mi madre fuera una princesa yakuza protegida, pero su
terquedad superaba a la de la mayoría de los hombres.
—Ya estoy en la Yakuza —le recordé—. Además, ustedes dos rompieron, así
que ese documento no puede ser tan importante.
—Estaba demasiado ciega y era demasiado joven para ver. Me utilizó para
formar una alianza con Ojīsan, pero nunca quiso llevarla a cabo. Ahora puedo
verlo. Nunca me presentó a ninguno de sus amigos o familiares. —Esperé,
presintiendo que había algo más en la historia—. Se avergonzaba de mí. Mi color
de piel. De mis ojos. Mi ropa. —Extendió la mano y tomó las mías entre las
suyas—. Es la hija de Romero —señaló lo obvio—. La manzana no cae lejos del
árbol, hijo mío.
—Puede ser. —La estaba usando para aplastar al hombre. Dante haría lo
mismo con Phoenix. Jaque mate.
—Romero nunca lo aprobará —dijo ella en japonés. Su voz era suave, pero
debajo de todo eso había algo. Algo más. Algo que ocultaba demasiado bien—. Y
yo tampoco.
—Cuando acabe con él, no importará. Reina Romero es sólo un medio para un
fin.
Miré el reloj que me decía que sólo eran las seis de la mañana, los números
rojos parpadeantes me acusaban de insomnio. Todas dormían profundamente,
cansadas del viaje de anoche desde París en nuestro pequeño Fiat alquilado. Estaba
seriamente tentada de empujar el auto al mar y tomar el tren de vuelta. Cualquier
cosa menos volver a meterme en él.
Me tumbé en la cama mirando al techo, con las nubes grises que mi madre
había empezado a pintar hacía tantos años aún sin terminar. Fue el verano el que lo
había empezado todo. Mis ataques de pánico. Conocer a aquellos dos chicos. La
pérdida de mi madre.
Cerré los ojos con fuerza, esperando que desaparecieran. Pero no lo hicieron.
En su lugar, las imágenes se hicieron más vívidas.
La bañera roja como la sangre. La cara pálida de mamá. Sus labios azules.
—No. —Su voz sonó fuerte. Decidida—. Lo dejé todo por él, y él no me dio
nada. ¿Me oyes, Reina? No nos dio nada.
Fruncí el ceño, sin entender sus palabras, pero aun así asentí. No quería
disgustarla. Mamá era actriz y a veces le gustaba fingir que la vida era una
película. Al menos eso decía papá, aunque yo tampoco lo entendía.
Algunos días deseaba no haber venido a Italia. Éramos más felices en
California. La vida era perfecta hasta que llegamos aquí.
¿Pero nos llevaría a Phoenix y a mí con ella? Eso esperaba. Quería a mamá.
Era amable y siempre sonreía, incluso cuando estaba triste.
Di un paso adelante.
—Tú y Phoenix son mi legado. No importa quién sea tu papá. —Asentí aunque
no entendía sus palabras. Quería a Papá, pero las cosas habían cambiado desde
que llegamos a Italia. Papá gritaba más y Mamá lloraba más.
—Lo siento, mamá.
Di un paso adelante, con los pies empapados por el agua teñida de carmesí
mientras agarraba el colgante. Su brazo cayó por el lateral de la bañera con un
fuerte golpe.
Con mis pies descalzos en silencio contra el lujoso suelo y los cuadros de
ángeles colgando sobre mí, dejé que Mamá se remojara con su bomba de baño.
Amon Leone.
El sueño se negaba a encontrarme.
Me quedé despierta en la alcoba junto a la ventana hasta que los rayos del sol
brillaron sobre una Venecia dormida y el canal desierto.
Esperé a que las chicas se despertaran. Sólo tardaron unas horas, dejándome a
solas con mis pensamientos. A veces era mejor estar ocupada que recordar, pero ahí
estaba yo, desmenuzando aquel verano pieza a pieza, como siempre hacía.
Me encogí de hombros.
Me burlé.
Miré por la ventana, viendo cómo la ciudad cobraba vida. La Piazza San
Marco, en el corazón de Venecia, pronto se llenaría de turistas de todo el mundo.
La zona estaba abarrotada de cafés, restaurantes y tantos lugares emblemáticos. No
era mi casa, pero me resultaba familiar.
—No puedo creer que esté en Venecia —murmuró—. Sólo tengo que cruzar
el canal y estaré en una ciudad renacentista encantada.
Se encogió de hombros.
Fruncí el ceño.
—Son mucho mayores. Tan protectores. Pero ustedes dos son como gemelas.
Morirían la una por la otra. Matarían la una por la otra.
Siempre la protegí. Sentía su dolor; ella sentía el mío. Sentí sus penas; ella
sintió las mías. Le prometí que la protegería, y haría todo lo que estuviera en mi
mano para mantener esa promesa.
—Son unas charlatanas —se quejó Athena—. Mucha charla de morir. ¿Qué
tal si dormimos antes de morir?
—¿Qué me he perdido?
Llamaron a mi puerta.
—Adelante —grité.
—Tengo que irme —dijo. El bolso se le resbaló del hombro antes que pudiera
agarrarlo—. Su papá ha salido, pero volverá pronto. Pórtense bien, chicas.
—Cómo han crecido —murmuró, con tono melancólico—. Parece que fue
ayer cuando visitaron Italia por primera vez. Las dos se parecen...
Me encogí de hombros.
—Conozco el gelato.
María había sido la cocinera de la familia desde que tengo uso de razón.
Cuando murió mamá, se convirtió en algo más que eso. Era la que nos consolaba,
veía películas con nosotras y comía helado con nosotras. Cuando nos enviaron a un
internado, venía una vez a la semana y nos traía comida casera. Para que no
olvidáramos a qué sabía el hogar, decía.
Nos siguió a California, pero siempre decía que era más feliz aquí, en Italia.
Era donde vivían sus hermanas. Así que cuando nos fuimos a la universidad, volvió
y siguió cocinando para papá. A menudo me preguntaba por qué no vivía en su
villa, pero ella decía que no había nada mejor que la independencia de una mujer.
—Lo haré, mie belle. Baci6. —Nos mandó un beso a todas y me dio un
picotazo en la mejilla—. Nos vemos mañana, ¿de acuerdo?
6
Mis bellezas. Besos.
Reina
Phoenix tenía más sentido del humor y se rio, nadó hasta el borde de la piscina
y salió. La seguí, sonriendo.
Sonreí.
Phoenix sonrió.
Tumbada boca arriba, con los brazos extendidos y los ojos cerrados, me
pregunté qué clase de mujeres le gustarían a Amon. No se había acercado después
de aquella noche en el club. Los finales me mantuvieron ocupada, pero no lo
suficiente como para no preguntarme por qué. Siete días sin vernos y lo único que
hacía era pensar en él.
—No.
El león malvado. Me reí del apodo que le puse a Angelo Leone cuando era
niña. Durante un tiempo, vi El Rey León todas las noches y me deleité con la
derrota del malvado Scar, el hermano de Mufasa.
Un silencioso alboroto me hizo abrir los ojos y, en cuanto lo vi, me levanté de
un salto, con las manos agarrándome la parte superior del bikini contra el pecho.
Salté de la mesa, todavía con el top pegado al pecho, y corrí hacia Phoenix,
tirando de ella hacia la derecha. Se cayó, se raspó la rodilla, las gafas de sol de
diseño se le volvieron a caer de la cara y se hicieron añicos en el suelo.
La piel me zumbaba con una sensación de frío mientras permanecía allí, con el
corazón latiéndome a mil por hora. Sentí más que vi la mirada de Amon sobre mí,
sus ojos ocultos tras unas gafas de sol de aviador.
Mi mirada pasó por encima de Dante para volver a posarse en Amon. Era
difícil no mirarlo. Todo en él me fascinaba. Y era tan hermoso que me dejaba sin
aliento cada vez. Además, con su metro ochenta, era difícil no verlo. Aunque su
hermano era igual de alto, no era tan guapo como mi... Sacudí la cabeza,
regañándome. No mi Amon.
—Pues ahí hay una —dijo Raven—. Dime lo que es, entonces. ¿Un puto
juguete?
Mi padre entrecerró los ojos y la miró con desagrado. Odiaba oír palabras
groseras de boca de una mujer. Si conociera el vocabulario de Phoenix y mío,
tendría una vaca.
—Debe ser de ese vecino pazzo7 —refunfuñó Papá—. Tiene una serpiente
como mascota.
—¿La agarrará con las manos? —preguntó Athena en voz baja. No sabía de
qué otra forma podría conseguirla, aparte de disparándole, así que no respondí
mientras todos observábamos a Amon avanzar a zancadas hacia la serpiente.
7
Loco
Mis ojos recorrieron su cuerpo delgado y fuerte. Llevaba un pantalón de vestir
negro y una camisa blanca de manga corta, mientras que yo llevaba un bikini
blanco que apenas me cubría el pecho, pero me parecía que él estaba más expuesto
que yo, con sus antebrazos y bíceps suaves y bronceados a la vista. Cada vez que lo
miraba, el universo entero se desvanecía y sólo quedábamos nosotros dos.
—No lo es.
—Simplemente lo sé.
No era una fanática ni mucho menos, pero era fascinante ver cómo la
manejaba con soltura.
—Guíame hasta tu vecino pazzo, Romero —anunció Amon— ¿O prefieres
quedarte con la serpiente?
—¿No sabía que traían compañía? —dijo Papá mientras regresaba, Amon
sobresaliendo por encima de él.
Papá murmuró algo en italiano y los tres volvieron a entrar. Demasiado para la
famosa hospitalidad italiana.
—Deberías llevar un bañador de una pieza, Reina —ladró sin mirar atrás. Bajé
los hombros y agaché la cabeza para ocultar mi vergüenza—. La modestia llega
lejos hoy en día.
Apreté los dientes y me tragué las palabras que tenía en la punta de la lengua.
Si la abuela estuviera aquí, Papá nunca se atrevería a decir algo así. Ella no lo
permitiría. Nunca había entendido su relación. No le caía bien, estaba segura, pero
nunca le llevaba la contraria. Casi como si ella tuviera algo sobre su cabeza.
Era mejor que seguir bajo el mismo techo con alguien que me desaprobaba tan
profundamente.
Amon
El tictac del reloj, el tintineo del hielo y el humo de los puros flotaban en el
aire. Mientras tanto, Romero estaba sentado detrás de su mesa, con cara de mal
humor y el ceño fruncido. Aunque no estaba seguro de si era hacia su hija menor o
hacia el tema que estábamos a punto de discutir.
—Fue una trampa. —Se pasó la mano por el cabello. No andaba muy
desencaminado. No era casualidad que Reina casi fuera atacada en París y ahora
desapareciera su cargamento. No es que fuera a decirle nada sobre el idiota de mi
primo enviando hombres tras ella. La protegería yo mismo, y no necesitaba a los
hombres de Romero en mi camino—. Tuvo que ser una trampa.
—No es nuestro problema. Páganos la parte que nos debes, más la lista de
traficantes de personas, y seguiremos nuestro camino.
—Cuidado —gruñó Romero mientras me lanzaba una mirada que decía que
nada le gustaría más que acabar con nosotros. Pero no era rival para mí y Dante.
Éramos más fuertes y más ricos que él. Y ahora nos lo debía. Mucho.
—Tuviste tiempo.
—Necesito tiempo para organizar un matrimonio para mi hija. —Sus palabras
cortaron el aire y desataron mi ira. Volátil y roja, me envolvió la garganta.
—Reina.
—¿Por qué no Phoenix? —preguntó Dante, su tono frío, pero algo persistía en
sus ojos. Desquiciado y listo para desatarse.
—Ella es sorda. Sería difícil encontrar una buena pareja. —Los ojos de
Romero se desviaron hacia mí, y no tuve que preguntarme qué estaría pensando. El
hijo ilegítimo se conformaría.
Nunca me conformaría con nada ni con nadie. Reina Romero sería mía.
Deseaba que ya fuera mía, por razones que no quería explorar. La chica se había
metido en mi piel y me sentía bien. Debía de tener agarrado mi corazón, porque
tronaba por ella.
Los ojos de Dante se dirigieron hacia mí, y le hice un gesto apenas perceptible
con la cabeza.
Durante los últimos años, había estado sentando las bases de mi plan de
venganza. Ahora vendría la trampa.
—No pasa nada —dijo Athena, con su mano entrelazada con la mía.
Acabábamos de llegar a la góndola que nos llevaría por el canal hasta la Plaza San
Marco—. Yo te cubro.
Sacudí la cabeza.
Era más grande que la vida en este pasillo, ocupando todo el espacio que había
entre nosotros. No era mi tendencia ser brusca con la gente, pero algo en la forma
en que me miraba, combinado con las palabras de antes, me afectó.
Dio un pequeño paso hacia delante, con una mano en el bolsillo. Me mantuve
firme, negándome a dejarme intimidar por él. En sus ojos brilló un leve destello de
diversión.
—Es más apropiado que el atuendo que llevabas la última vez que te vi —dijo
perezosamente, con voz cálida y ronca.
—En mi club.
—Me sorprende que te hayas dado cuenta teniendo en cuenta que tenías las
manos ocupadas con esa mujer colgando de ti como una sanguijuela.
Al instante deseé poder retirar mis palabras. Me hacían parecer celosa, como
si pasara demasiado tiempo pensando en él con otras mujeres. ¿No es así? susurró
una voz.
—¿Adónde vas? —Otro paso adelante y mi pecho rozó su torso. Era mucho
más alto que yo. La diferencia de tamaño debería haberme intimidado. Lo hizo,
pero no en el mal sentido. Me gustaban nuestras diferencias. Él era duro, yo era
blanda. Él tenía la piel dorada y yo era pálida. Sus hermosos cabellos y ojos
oscuros frente a los míos más claros. Éramos como el mar de la noche y el cielo de
la mañana, encontrándonos en el fin del mundo.
—Fuera.
—¿Con chicos?
—No es que sea asunto tuyo, pero no. —Luego, como estaba enfadada,
añadí—. Pero podríamos ligar con algún buen caballero mientras estemos en la
ciudad.
—Será mejor que no lo hagas. A menos que quieras causarles una muerte
prematura.
—¿Me estás pidiendo que no mire a otros hombres? —Esta vez di un paso
hacia delante, acercando nuestros cuerpos. Su calor se filtró en mí, y tuve que
luchar contra el impulso de suspirar soñadoramente.
—¿Me escuchaste?
Me tembló el pulso cuando su pulgar rozó mis nudillos, pero eso me infundió
valor.
No podía creer que esas palabras hubieran salido de mis labios. Era aún más
aterrador porque lo decía en serio. Su mirada regresó a mi rostro y nos miramos
durante un rato, sabiendo que lo que venía a continuación nos haría o nos desharía.
Entonces, sin previo aviso, agachó la cabeza y apretó sus labios contra los
míos. Las mariposas de mi estómago volaron. Su boca era tan cálida y suave contra
la mía, su aroma me adormecía. Un gemido me subió por la garganta y abrí la boca.
Su lengua se deslizó dentro, rozando la mía. Sus labios se cerraron alrededor de mi
parte inferior, tirando suavemente de ella, mientras el calor se apresuraba a la boca
de mi estómago, extendiéndose a través de mí como el fuego.
Una pesadez se instaló entre mis piernas, necesitando más de él. Le devolví el
beso, intentando apretarme contra él, pero antes que pudiera acercar más mi cuerpo,
dio un paso atrás. Abrí los ojos. Jadeando me encontré con unos ojos más oscuros
que un cielo sin estrellas, pero su mirada ardía como el fuego en la boca de mi
estómago.
—Será mejor que no dejes que otro hombre te toque, Reina. —Su voz ronca
me inundó como chocolate negro derretido.
Isla miraba el móvil. Raven se hacía selfies. Athena y Phoenix mantenían una
animada conversación, ambas riendo. Yo estaba en la Ciudad Flotante, mirando a
una multitud de gente feliz, con una suave música italiana flotando en el aire. Las
risas llenaban el grupo que seguía a un guía turístico que sujetaba un bastón con un
pañuelo de seda de colores que ondeaba al viento, un letrero de “Grupo A” en él.
Me mordí el labio, golpeando la mesa con los dedos. Los nervios se agolpaban
en mi estómago mientras el beso que compartí con Amon sonaba en mi mente.
Nuestro primer beso. No pude contener el susurro de expectación que me atenazaba
los pulmones. Una parte muy estúpida y romántica de mí tenía corazones en los
ojos y sueños brotando en mi mente.
Lentamente, levanté la cabeza y me encontré con Amon de pie frente a mí. Era
tan guapo que tuve que reprimir un suspiro. Cabello grueso y oscuro, pómulos
altos, ojos oscuros con secretos que apenas podían contener. Hombros anchos.
Líneas limpias y esculpidas. Su metro ochenta, vestido con jeans y una camisa
blanca que mostraba sus músculos. Llenaba los jeans y la ropa mejor que cualquier
hombre.
—Amon.
—Hola, Amon —lo saludé, mostrándole una sonrisa—. ¿Ya estás contento?
—¿A dónde vamos? —pregunté sin aliento al mismo tiempo que Phoenix
corría hacia mí.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó—. No puedes irte así como así con este
tipo.
—Sabes con quién voy, así que si me mata, es pan comido —intenté bromear.
Ella no se rio, y Amon no se molestó en asegurarle nada—. Ahora vuelvo. Quédate
con las chicas —le ordené a mi hermana.
De mala gana, se dirigió hacia donde estaban sentadas Raven, Isla y Athena,
mirando por encima del hombro cada pocos pasos. Dante también se quedó atrás,
diciéndole algo a Phoenix, que lo rechazó en el idioma universal, del dedo medio.
Tomé la mano de Amon y deslicé mis dedos entre los suyos, siguiéndolo por
las estrechas y concurridas calles de la ciudad sin autos. Giró bruscamente a la
izquierda en un callejón vacío mientras un canal chapoteaba suavemente contra la
piedra.
—¿Cómo sabías que esto estaba aquí? —le pregunté cuando me soltó la mano
y se apoyó en el muro de piedra de la casa de alguien.
—Conozco esta ciudad por dentro y por fuera —fue todo lo que dijo, con los
hombros tensos.
—Creía que la familia Leone se limitaba a su propio territorio. —No sabía por
qué lo había dicho. Sólo podía culpar a la repentina oleada de ansiedad que me
invadía.
—¿Sabes a quién pertenece cada territorio? —El tono de Amon era tenso y su
mirada estaba cargada de secretos que yo quería conocer.
—Lo sé.
—¿Te lo ha dicho tu padre? —Me burlé, con la respuesta clara en mi rostro—.
¿Entonces cómo?
Me encogí de hombros.
Mis ojos recorrieron el callejón vacío del que habíamos salido. Parecía un
terreno abandonado en medio de una ciudad abarrotada.
Con la muñeca aún agarrada, nos miramos en silencio mientras algo caliente
se desenredaba dentro de mí.
Giró la cabeza hacia mí, y la mirada de sus ojos era pensativa, pero también
estaba teñida de algo tan profundo que los latidos de mi corazón tropezaron consigo
mismos.
—¿Por qué?
—Por el club nocturno. —Dejé escapar un suspiro. A su lado, me sentía como
una colegiala mucho más joven, enamorada de un chico. O tal vez era el destino,
algo inevitable que se estaba gestando desde nuestro primer encuentro, doce años
atrás—. Nunca te di las gracias.
—¿Te vas a quedar aquí todo el verano? —me preguntó mientras una brisa
cálida recorría el estrecho canal.
—No, sólo unos días, luego vuelvo a París. Voy a un curso de verano.
Levanté la vista hacia el cielo azul que parecía más oscuro donde estábamos,
rodeados de humedad junto al agua.
—Tal vez sea las dos cosas —dije en voz baja, encontrándome de nuevo con
su mirada. Me ruboricé y cada centímetro de mi piel se calentó. Nunca había
admitido en voz alta que la oscuridad me atraía tanto como la luz. Quizás todos
tuviéramos un poco de ambas.
Y como una polilla a la llama -sabiendo muy bien que mis alas se
encenderían- di un paso. Sus manos se posaron en mi cintura, su agarre se hizo más
fuerte y me acercó hasta que mi mejilla rozó su pecho.
Me arqueé más cerca de él, su calor empapando cada fibra y cada célula.
Separé los labios y él me chupó la lengua, hambriento y codicioso. Cada beso se
volvía más fuerte. Cada lametón despertaba algo oscuro y carnal en mi interior.
Una llamarada me abrasó mientras le recorría el cuero cabelludo con mis uñas
romas. Gruñó por lo bajo y su boca se hizo más áspera en mis labios. Sus besos se
volvieron más exigentes. Su erección me presionó el bajo vientre, encendiendo más
llamas en mi torrente sanguíneo.
Arrastró los labios hasta la clavícula y me mordió la suave carne. Mis pezones
se tensaron, sensibles contra el material de mi sujetador. Estaba desesperada por
tener su boca en mis pechos, por sentirla cálida y húmeda en cada centímetro de mi
piel.
Bajé las manos de su cabello, las deslicé hasta su camisa y por debajo de ella
toqué su vientre. Era todo músculo duro y liso. Podía sentir su calor y oler su
colonia. Limpia y cítrica. Era mi perfume favorito.
Debí de perder la cabeza, porque las siguientes palabras que salieron de mis
labios me dejaron sin aliento.
—Todavía no. —Su voz era oscura, ahumada. La forma en que me miraba
encendió un fuego en mi vientre.
—Eres menor de edad. —La lógica no tenía sentido, pero no tuve tiempo de
cuestionarla porque su boca se estampó contra la mía—. Mierda, te estás metiendo
bajo mi piel. —Ahora sabía cómo me sentía.
Quería más de sus caricias. Más besos suyos. Me apreté contra él. Su mano
bajó por mi muslo desnudo, su palma callosa y áspera contra mi suave piel. El calor
que fluía por mis venas estalló en un volcán, cada nervio de mi cuerpo ardía de
sensaciones.
Entonces, como si supiera lo que necesitaba, apretó su muslo entre los míos,
justo contra mi clítoris. Gemí en su boca mientras una oleada de placer me recorría.
Lo sentí en la columna vertebral, hasta los dedos de los pies.
—Mierda —rugió contra mis labios. Por una fracción de segundo, pensé que
iba a ceder—. No, no hasta que seas mayor de edad. Por ahora, esto es lo que
tienes.
—Creo que por fin entiendo por qué Venecia tiene fama de romántica —dije,
luchando por recuperar el aliento.
Dio un paso atrás, con los hombros tensos, y dejó escapar un suspiro
sardónico.
Por fin lo comprendí al ver las mejillas sonrojadas de Reina y sus ojos
brillantes como estrellas, su cabello dorado recordándome los campos de verano, su
aroma a canela envolviéndome como un dulce veneno. Sabía que destruir a su
padre podría robarle su inocencia. Se me oprimía el pecho y cada respiración me
quemaba los pulmones al pensar que destruiría esos corazones en su mirada.
Pero por primera vez en mi vida adulta, me pregunté si mi plan tenía algún
fallo, y eso me hizo odiar aún más a Romero. Odiaba a ese cabrón por poner patas
arriba la vida de mi madre. Por arrancarla del único hogar que había conocido y
empujarla a los brazos de mi padre. Lo odiaba por haberla destrozado tanto como
para que se conformara con un hombre como mi padre, que la trataba como basura.
—Vaya, no pensé que pedirte que me llevaras a una cita te cabrearía tanto —
murmuró, dando un paso atrás. Antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo,
mi mano agarró su pequeña cintura y la atrajo hacia mí.
Se le escapó un suave gemido y me lo tragué con un beso. Se relajó al instante
y sus labios se amoldaron a los míos. Era tan sensible que no sabía cómo
sobreviviría hasta su decimoctavo cumpleaños sin enterrarme dentro de ella.
—¿En serio? —Sus labios rosados se curvaron en una sonrisa radiante, de esas
que pueden robarle el corazón a un hombre, y me pregunté si intentaría robarme el
mío—. ¿Quieres salir conmigo?
—Me preocupaba que tal vez hubieras cambiado de opinión. —Estuve a punto
de hacerlo porque en el fondo sabía que era inocente y que estaba mal hacerla pagar
por las fechorías de otra persona. Incluso los gemidos de Reina parecían inocentes.
Pero ver sus ojos nublados mientras se derrumbaba por mí y la forma en que
su expresión brillaba con la felicidad post-orgásmica me hizo codicioso. No
permitiría que nadie más la viera.
—No puedes darle órdenes a mi corazón, Amon Leone. —Se puso de puntillas
y rozó sus labios con los míos—. Pero no te preocupes, mi príncipe amargado. No
te pediré nada a cambio.
Tendría que haber sabido en ese mismo instante que era suyo. Había sido suyo
desde aquel primer abrazo.
Cuando Reina le puso un cinco a un imbécil rubio cualquiera, tuve que irme
antes que siguiera al tipo y le pusiera un cero estampándole el cráneo contra la
piedra centenaria. Eso era lo mucho que me inquietaba Reina. Lo más apto para
todo público que había hecho con una chica desde la secundaria, y sin embargo me
dejó más excitado que nunca.
—¿Te fue bien con Reina? —Tócame. Mierda, qué bonito me lo suplicó.
Estuve tentado de mandar al diablo mis principios y mi venganza y follármela sin
contemplaciones. Y a plena luz del día, en medio de Venecia. Jesucristo—.
¿Amon?
No quería decirle nada a Dante. Reina era mía. No quería que se enterara de
cómo gemía. No quería que supiera cómo me arañaba desesperadamente en busca
de liberación como si yo fuera el único que podía dársela.
Apreté los dientes y quité esa imagen de mi mente.
—Bien.
—¿Qué significa eso? —me preguntó Dante, agitado—. ¿Te ha contado algo
sobre su padre, o estaba tan desesperada por tu polla que los ha despistado a los
dos?
Amaba a mi hermano, pero hoy podría ser el día en que lo noqueara. Al menos
eso lo mantendría callado por un tiempo.
—Sí —gruñí.
—¿Te la follaste? —La niebla roja empañó mi visión. Algo en el hecho que
mi hermano insinuara algo íntimo sobre Reina hizo que la furia se encendiera en
mí.
—No —gruñí—. Pero si vuelves a hacer esa pregunta, te voy a partir tu bonita
cara.
—Supongo que no te quería —se burló Dante, poniendo los ojos en blanco.
—Supongo que no. —Era mejor dejarlo creer eso. Me ahorraría una larga
conversación.
—Bueno, puedes dictar casi todo, pero no puedes dictar que una mujer quiera
una polla, aunque sea la tuya. —No hubo suerte con que lo dejara. A veces me
preguntaba si Dante vivía para hacerme estallar. Abrí la ventana, necesitaba que el
olor a canela se alejara. Era difícil pensar con todo a mi alrededor. Las sirenas, el
claxon de los vehículos e incluso las maldiciones italianas entraban por la
ventanilla—. Podríamos cambiar y yo me quedo con Reina.
—No. —La palabra cortó el aire con un tono agudo, casi un gruñido, y una
comisura de los labios de Dante se levantó con complicidad. Me conocía lo
suficiente como para darse cuenta que, poco a poco, Reina se estaba metiendo en
mi piel. Así que decidí cambiar de tema.
Su expresión se ensombreció.
Tal vez ese era el destino final de los hermanos Leone. Ser puestos de rodillas
por las hermanas Romero.
Reina
Había pasado un día desde mi primer beso. Dos días desde que llegamos a
Venecia. Doce años desde que pisé la habitación de mi madre.
Mis ojos recorrieron el espacio, tratando de evocar cualquier cosa que pudiera
sustituir el recuerdo de su muerte. ¿Era feliz aquí? ¿Sonreía? No lo recordaba. Lo
único que sabía con certeza era que todo había terminado aquí.
Fruncí el ceño y oí gritos. De papá y mamá. Nunca los había oído gritar. Al
mirar, vi a mi hermana profundamente dormida. Como no quería despertarla, me
deslicé fuera de la cama, con cuidado de no moverla demasiado. Los otros sentidos
de Phoenix eran más agudos que los míos. Mamá decía que eso compensaba su
pérdida de oído.
Cada paso que daba me acercaba más a los gritos. Papá sonaba enfadado.
Mamá gritaba fuerte.
¡Golpe!
—¿Y decir qué? —sollozó—. Que no es tuya. —Las palabras no tenían sentido
para mí—. No es su culpa, Tomaso. No puedes echárselo en cara, ni a ella ni a mí.
No después de tu historia. Al menos tú podías controlar tu historia. Yo no tenía
control sobre esto.
—Es hija de... —No terminó. Mi corazoncito tronó en mi pecho—. ¿Por qué te
quedarías con el bebé?
—Sabes lo difícil que fue para mí quedarme embarazada —gritó. Su voz
temblaba con fuerza—. ¿Me habrías robado la oportunidad de tener un bebé?
Resoplé y las lágrimas me corrieron por la cara. Mamá tenía las mejillas
húmedas y los ojos enrojecidos. Cerró la puerta y se acercó a mí.
—¿Qué te pasa, mi pequeña reina?
Ella negó con la cabeza, pero en el fondo yo sabía que era mentira.
Luego me llevó de vuelta por las escaleras y me metió en la cama. Sus dedos
me peinaron suavemente mientras apoyaba la cabeza en la almohada.
Tardé mucho en levantarme del suelo. Salí del cuarto de baño lleno de
fantasmas y remordimientos con los ojos en el suelo hasta que me topé con Papá.
—Yo... la echo de menos —susurré, bajando los ojos para mirarme los dedos
rosados de los pies. Phoenix y yo solíamos verlo sólo durante las vacaciones. Antes
de esta visita a Venecia, no lo había visto desde Navidad. Antes de eso, fue Pascua.
Con los años, habíamos empezado a verlo cada vez menos. Fue una decepción y un
alivio al mismo tiempo. Un sentimiento muy complicado.
Dudé. Me costaba conciliar a este hombre con el que ahora conocíamos. Doce
años de fallarnos a Phoenix y a mí resultaron en desconfianza.
—Papà, estoy... —Sentí un nudo en la garganta. Su mirada oscura encontró la
mía, sus propios fantasmas nublando sus ojos. La sensación de pesadez en mi
pecho se expandió y me dificultó la respiración. Me tragué el nudo—. ¿Nos odias?
Se me hizo un nudo en la garganta al pensar que por fin oiría las palabras que
había estado temiendo la mayor parte de mi vida. Que no nos amaba. Que no me
amaba.
Me froté la piel de gallina del antebrazo, de repente sentía frío a pesar del
calor del verano.
—¿Por eso nos dejaste con la abuela? —Nos dijo que guardaba un secreto
sobre la cabeza de papá, pero mi hermana y yo nunca habíamos sido capaces de
averiguar de qué se trataba. Después de años indagando, nos dimos por vencidas.
Ahora no podía dejar de pensar que inventó esa mentira para no decirnos la verdad
más fea. Que él no nos amaba.
Una pausa.
—Desearía ser un hombre mejor para ti y Phoenix. Ojalá las cosas fueran
diferentes. —Siguió una pausa y me asaltó un pensamiento. Estaba solo. No tenía a
Phoenix, ni a mí, ni a nuestra abuela. No lo había visto con otra mujer. Nunca lo vi
con ningún amigo ni lo oí hablar de él. Estaba completamente solo—. Pero no lo
son. —Inspiró profundamente y luego exhaló lentamente—. He cometido muchos
errores en mi vida. Pronto llegará un día en que tendré que pagar por ellos.
—Cualquier cosa.
Estaba equivocado. Ella era más fuerte de lo que nadie le daba crédito. Pero si
necesitaba tranquilidad, yo se la daría.
Más tarde ese mismo día, con el sol bajando lentamente hacia el horizonte, las
chicas volvieron a la piscina. Después del incidente con la serpiente del vecino, no
tenía ningún deseo de pisar las inmediaciones. Al parecer, no era la primera vez
que se escapaba. Le gustaba más nuestra terraza que la suya, y no quería ni pensar
por qué.
Por esa razón, preferí vagar por la casa. El despacho de papá, el salón, el
comedor. La casa era como un museo, conmemorando a la difunta Grace Romero.
Innumerables fotos de ella colgaban de las paredes. Busqué, pero no había fotos de
Phoenix y mías. Ni una sola.
Las familias normales tenían fotos de sus seres queridos por todas partes. La
abuela tenía fotos nuestras en su casa de California y en el Reino Unido. Demonios,
incluso nos había metido en un retrato familiar de Glasgow, que era incómodo
como la mierda.
O quizás Papa mantenía nuestras fotos fuera de su casa para alejarnos de los
bajos fondos, pensé. No era una teoría descabellada, ¿verdad? O tal vez fui patética
al esperar -contra todo pronóstico- que nos quisiera incluso después de la muerte de
mamá.
Tal vez debería ser a ella a quien interrogara. Ella siempre estaba con Papá y
claramente él confiaba en ella.
Estaban tan perdidos en su discusión que no me vieron entrar, así que apreté la
espalda contra la puerta batiente.
—¿Esa es forma de saludar a tu abuela? —La actriz que era, incluso se las
arregló para parecer indigna a pesar de la cirugía plástica que se había hecho a lo
largo de los años.
—No es lo mismo.
Podríamos seguir hablando del tema, pero acabaríamos en el mismo sitio, así
que lo dejé estar. Aprendí que había ciertas batallas que no valía la pena pelear.
—De nada.
—Del futuro —respondió Papá.
Una pausa.
Sabía que sacar información a los demás sería inútil, pero podía trabajar con
María.
Veinte minutos más tarde, nos sentamos en el patio de ladrillo, justo fuera del
comedor.
—¿Por qué los italianos siempre quieren comer espaguetis? —Se quejó la
abuela—. ¿No saben que les estropea la figura? Por no hablar que no es sano.
Nadie comentó nada. La abuela siempre estaba insistiendo en alguna dieta, así
que estábamos acostumbradas a que mencionara los carbohidratos, el gluten, el
azúcar, los lácteos... y así sucesivamente. Incluso pasó por una etapa estrictamente
vegana. Nunca me alegré tanto de vivir fuera, en un internado, como en aquella
época. Me aseguraba de salir atiborrada de carne y carbohidratos antes de visitarla.
Llevaba un vestido blanco corto con lunares rosas, los pies descalzos sobre la
cubierta. No me parecía tan mal, pero tampoco llevaba pantalones negros y un
jersey verde claro como ella.
—Me pregunto si seríamos comestibles —dijo Phoenix— ¿O eso sería
considerado canibalismo?
Su esposo no la siguió, y me pregunté si ésa era la razón por la que seguía por
allí. Parecía saber cuándo dejarla a su aire.
—Son demasiado jóvenes para estar tan hastiadas —comentó Papá, atrayendo
las miradas sorprendidas de todas. Hasta ahora había ignorado a nuestras amigas.
Aunque, en su defensa, no las conocía bien.
—Papá, este podría ser un buen momento para volver a presentarte a nuestras
amigas —empecé, preocupada que hubiera olvidado sus nombres. No se habían
cruzado con él desde el primer día con la serpiente. Probablemente ayudó que nos
quedáramos en el lado de la casa que él evitaba—. Isla, Raven y Athena van a la
misma universidad. Isla fue al internado con Phoenix y conmigo.
Asintió.
—Me acuerdo.
—¿Lo recuerdas? —La expresión de Phoenix indicaba claramente que le
costaba creerlo.
—Evans.
Me encogí de hombros.
—¿Libro favorito?
—Cualquiera con moda para ti, Reina —respondió Papá—. Cualquiera que
tenga que ver con música para Phoenix.
Levanté la vista del suelo, donde estaba estirando las piernas, y me encontré
con la mirada de mi hermana. Estaba calentando antes de empezar mi práctica de
yoga. La conocida opresión en el pecho y el miedo que me subía por la columna
solían ser la primera señal de un ataque de pánico inminente.
Así que, naturalmente, intenté adelantarme. No tenía tiempo que perder con
ataques de pánico, de ahí que estuviera trabajando para tener esa mierda bajo
control.
—Las chicas están en la piscina. Pensé que podría hacerte compañía. ¿Estás
bien? —preguntó.
Tenía las mejillas sonrojadas mientras se sentaba y estiraba las piernas. Dejé
que mis ojos recorrieran su atuendo: pantalones de yoga y una camiseta holgada.
Llevaba el cabello castaño oscuro recogido en una coleta alta. Al igual que yo,
tenía rizos. Cuando éramos pequeñas, la gente siempre nos confundía con gemelas
con el cabello de distinto color. Imaginaba que el hecho que nos lleváramos veinte
meses y tuviéramos la misma piel clara, la misma estructura facial y los mismos
ojos azules era normal. Aunque ella tenía los ojos azules más oscuros. Nos
parecíamos en muchas cosas, desde la constitución y la estatura hasta la
personalidad. La gente pensaba que yo era más extrovertida que ella, pero en
realidad era al revés. Ella era la única razón por la que yo tenía vida social y
amigas. La gente suponía lo contrario debido a su sordera.
—¿Sobre qué?
Me encogí de hombros.
—Papá. Mamá.
Me miró inquisitivamente.
—Sí, estoy segura. —Aunque me había estado preguntando de qué tenían que
hablar Dante y Amon Leone con Papá. Sabía que no pensaban compartir el suceso
ocurrido hace una semana -¿o eran ya dos?- en su club. De ser así, ya lo habrían
hecho.
Se encogió de hombros.
—Tal vez un poco —admití. Era el último padre que teníamos, aunque había
estado ausente durante más de una década—. ¿Sientes que ha estado actuando
diferente?
—Tal vez. —Ladeó la barbilla, pensativa—. Nos quiere. Pero no creo que
sepa demostrarlo. —Asentí—. Luego está esa promesa que la abuela tiene sobre
su cabeza.
—¿Sabes lo que es? —Hacía años que sentía curiosidad, pero conseguir que la
abuela me lo contara era como intentar sacárselo a un cadáver.
Mi hermana se burló.
—Sí. Me dijo que me metiera en mis asuntos. Incluso la amenacé con revelar
a un periódico las actividades de Papá en los bajos fondos. No funcionó.
Mis ojos se abrieron de par en par. Sabía que Phoenix podía ser una chica
dura, pero esto no me lo esperaba.
Durante buena parte de nuestra infancia, miré las noticias, conteniendo la
respiración y esperando ver a nuestra familia en ellas. Nunca ocurrió, pero seguía
siendo una preocupación en el fondo de mi mente. Aunque no lo veíamos mucho y
no formaba parte activa de nuestra vida cotidiana, no quería verlo entre rejas.
Sí, no había nada romántico en los bajos fondos. La gente salía herida; los
negocios ardían hasta los cimientos. Vidas fueron afectadas de una manera muy
real. Tal vez no me importaría si no le hubiera costado tanto a nuestra mamá, o
nuestra relación con nuestro papá fuera sólida. Pero, en el mejor de los casos, era
inestable.
Además, estaba bastante segura que fue la conexión de papá con los bajos
fondos lo que llevó a mamá a suicidarse. Ella sufrió un trauma, y yo aún no me
atrevía a pensar en su alcance. La abuela y Mamá formaban parte de un mundo
diferente, el de las luces, la cámara y la acción. No de oscuridad, sangre y
amenazas.
Nos costó a Phoenix y a mí, nuestra madre. Casi le cuesta la vida al chico con
galaxias en los ojos. Y fue entonces cuando supe que perder a Amon me
destrozaría, aunque no fuera mío.
—No te estás soltando. —Su ceño fruncido me dijo que no creía nada de lo
que le decía—. Y no creas que me alegran esos corazones que tienes en los ojos
por Amon Leone.
—Lo que sea —murmuré. Esto no era relajante en absoluto. En todo caso, era
más estresante que no hacer yoga en absoluto. Y eso era mucho decir.
—No me vengas con Lo que sea a mí, Reina Romero —me regañó—. Soy tu
hermana. No Papá. No la abuela. No tienes que esconderte de mí.
Me encogí.
—Eso... no está bien. —Me levanté y sacudí las manos y las piernas para
aflojar los músculos—. Si te preguntan algo al respecto, diles que estamos
ocupadas. Mis clases y todo eso.
—¿Te molesta? —le pregunté por millonésima vez—. Que Papá sea un
criminal.
—No es un mal hombre —respondió, y luego hizo una mueca—. Bueno, no es
un hombre terrible.
—En cierto modo quiero saberlo todo, pero luego no quiero saber nada de él
—admití—. Buscar en Google “organizaciones criminales” no ayudó. Me siento
como una aspirante sin experiencia o algo así.
—No lo sé, pero voy a preguntarle a María —le dije—. Ella estuvo allí todo el
tiempo.
—Buena suerte con eso. —Me sacó a la terraza y cambió de tema—. ¿Qué ha
pasado con la línea de moda que se interesó por tus diseños?
—No. —Mi voz era definitiva—. Tenemos suficiente. El piso está pagado
hasta final de año.
—¿De qué hablan con esas caras tan adustas? —preguntó Isla mientras Raven
y Athena miraban con curiosidad.
—Gracias, pero no —le dije. Era seguro decir que Phoenix y yo nunca
pasaríamos hambre con el fondo fiduciario que mamá había creado para nosotros.
Papá y la abuela estaban forrados, pero querían enseñarnos a administrar el dinero
con responsabilidad.
—Una de nosotras siempre podría hacer algo por el equipo y acostarse con el
hermano de Isla —bromeó Raven.
Todas nos reímos entre dientes. Athena y Raven me miraron y yo levanté las
manos.
—Basta.
Ella sonrió.
Las ignoré y me acerqué a la piscina. Mirando por encima del hombro, hice un
gesto frenético con la mano y, como sabía que harían, vinieron corriendo. Señalé el
agua y todas se inclinaron para ver más de cerca.
Tal y como predijo Phoenix, hablar con María fue como hablar con una pared.
Fingió ignorancia, alegando que no tenía ni idea de lo que le estaba preguntando o
hablando. Incluso llegó a echarle la culpa a sus conocimientos de inglés. Así que
“misión fallida” fue el resultado.
Y luego estaba Amon. No lo había visto ni sabía nada de él, pero me pasaba
cada momento despierta pensando en él.
Phoenix y yo siempre nos habíamos sentido más en casa aquí que con papá.
La conversación que había oído por casualidad entre mamá y él era otra cosa que
pesaba mucho en mi mente. Me hizo reevaluar los últimos dieciocho años,
diseccionando cada recuerdo con mi papá para averiguar cuál de nosotras no era su
hija.
Ladeé la barbilla y miré a todas mis amigas a los ojos cuando nadie habló.
—¿Qué-qué?
—¿Adónde?
—Así que esto es lo que vamos a hacer —afirmó Isla con naturalidad—. Te
enseñaremos a poner un condón en un plátano.
—Eso no es necesario.
Bueno, eso era siniestro, pero sabía que sería inútil preguntarle a Raven quién
le había hecho daño. Ella guardaba sus secretos cerca de su corazón. Supongo que
en cierto modo todas lo hacíamos. Quizás por eso nos llevábamos tan bien.
—Buena suerte.
—Otra vez —exigió Isla—. Tienes que asegurarte de hacerlo bien para que no
haya bebés dentro de nueve meses.
—¿Por qué?
—No se equivoca —señaló Raven—. ¿Y has oído ese tooodas salir de la boca
de nuestra pequeña vaquera?
—Apenas una vaquera. —Le tiré la banana cubierta con el condón—. Toma,
la polla toda cubierta. ¿Pasé?
Phoenix suspiró.
—¿Qué, quieres que te haga una demostración con una polla de verdad?
—Por favor, deja de decir polla —comentó Isla exasperada—. Siento que
están corrompiendo a mi hermanita.
—No me gusta cómo él te mira —dijo en señas Phoenix, con las cejas
fruncidas mientras me estudiaba.
—¿Cómo me mira?
Sin embargo, durante los últimos tres días, había sido herido como la mierda.
Se enojaba con todos por todo y por nada. Tanto que incluso yo no quería lidiar con
eso. Sospechaba que Phoenix era la razón de su comportamiento. Normalmente las
mujeres caían rendidas a sus pies, pero esa chica se negaba incluso a hablar con él.
De ahí que Dante se convirtiera en un imbécil insoportable.
El único oso que Dante podía pinchar era la Yakuza. Me pasé una mano por el
cabello y me obligué a respirar hondo para calmarme. No necesitaba más mierda
con mi primo.
—¿Por qué?
Como si fuera el mismo diablo, Itsuki entró como si fuera el dueño del lugar.
Era casi dos años más joven que yo, pero se movía como si tuviera dos décadas
más. Con su figura redonda y el cabello recogido en un moño grasiento, parecía
más bien un luchador de sumo. Excepto que esos tenían pelotas. Menos mal que
Itsuki decidió llevar pantalones. Renunció a ellos cuando estaba en su recinto, y no
era una visión que se olvidara fácilmente.
Puede que a mi primo le faltaran pelotas, pero seguro que se rodeó de gente
que las tenía. Por suerte para mí, no tenían cerebro.
Los crímenes atroces que mi primo cometía y hasta dónde llegaba para
alcanzar el poder aterrorizaban a la mayoría de la gente. Pero su castillo de naipes
acabaría cayendo, yo me encargaría de ello. Pagaría por asesinar a mi abuelo y
robarme mi imperio, pero sobre todo por enviar hombres tras Reina e intentar
venderla al cártel brasileño.
Hiroshi se colocó detrás de mí, silencioso pero letal. Los dos sabíamos que
Itsuki no dudaría en apuñalar por la espalda a su amigo más cercano, por no hablar
de aquellos a los que consideraba enemigos.
Una sombra oscura cayó sobre sus ojos, pero la apartó rápidamente.
—Si he terminado con ella o no, no tiene relevancia aquí. No olvides nuestro
maldito acuerdo. —Odiaba que la Yakuza la tuviera en su punto de mira, y odiaba
aún más a Romero por ello—. Estás intentando vendérsela a los brasileños —
siseé—. ¿Por qué?
—No es verdad. —Lo primero que se notaba era que mentía: su inglés se
resentía cuando estaba nervioso o mentía. Cambió al japonés—. Te lo juro, Amon.
Sobre la tumba de nuestro abuelo.
Ese hijo de puta.
—No lo hice.
Me levanté y él dio un respingo, sus dos compinches sacando sus armas. Pero
no fueron lo bastante rápidos. Tenía a uno en el suelo con una bala en la cabeza e
Hiroshi tenía la hoja de su cuchillo contra el cuello del otro. Ni siquiera lo había
visto apartarse de mi lado.
—Inténtalo de nuevo, Itsuki.
—Si me matas, la Yakuza irá por ti. —Vaya, mira a quién le han salido
pelotas—. Acabará muerta de todas formas.
Mierda, odiaba que tuviera razón. Era demasiado pronto. Mi imperio no era lo
suficientemente poderoso para vencerlo. Todavía. Pero caería luchando. Si tan sólo
pudiera garantizar que la Yakuza me tendría a mí -y sólo a mí- como su objetivo.
Irían tras mi madre, mi hermano, incluso Reina y su familia.
Y todos sabíamos cuánto quería vivir. Mi primo era un cobarde que ansiaba el
poder, pero nunca a costa de su propia sangre. Sólo de los que lo rodeaban.
La tensión se apoderó de sus hombros y me miró como un ratón atrapado. O
más bien como una serpiente atrapada. Porque ese era mi primo... Una serpiente
traicionera y sedienta de poder.
—El jefe de la familia Cortes la quiere. —Por fin una pizca de verdad—. Está
dispuesto a ofrecer exclusividad en el suministro de drogas por ella.
Mi mandíbula se apretó.
Apreté los puños mientras la furia hervía por mis venas, abrasándome vivo.
—Ella no es mía para dar. —Si yo tenía algo que ver, él nunca se acercaría a
ella.
—No los intereses de los intereses. —Me burlé. Este codicioso hijo de puta.
Apuesto a que ni siquiera destacó ese requisito a Romero—. Hazte el tatuaje y me
aseguraré que esté guardada para ti.
Sabía que tratar con mi primo sería un dolor de cabeza, pero nunca imaginé
que tanto.
—Podría hacer una alianza con Sofia Volkov. —Esa zorra loca era una mala
noticia para cualquiera. Si era tan estúpido como para no verlo, que hiciera una
alianza. Acabaría al final de su vida. Ya sea por su culo traidor o por mí.
Sus ojos se desviaron hacia el cadáver del suelo y luego hacia donde Hiroshi
tenía el cuchillo apretado contra el cuello de su chico. Itsuki sabía que si lo
matábamos, él sería el siguiente.
—Bien.
Todo, incluido este maldito idiota, iría según lo planeado. Hasta que me
hiciera cargo de la Yakuza o la quemara hasta los cimientos.
—Excelente. Y tus hombres no deben estar en el mismo país que ella —dije
sin un atisbo de emoción en la voz—. O perderás un aliado aquí.
Se dio la vuelta, dirigiéndose hacia la salida, tropezando con el cuerpo sin vida
de su incompetente guardaespaldas.
—Si tú o tus hombres la tocan, sí, acabaré jodidamente con ustedes. —La ira
era lo bastante fuerte como para quemarme en la garganta, en el pecho, y empañar
mi visión con una neblina roja. Pero mi expresión no retrató nada y no me tembló
el pulso—. Cancela ese contrato con el cártel brasileño o quemaré tu mundo hasta
los cimientos.
—Si le pasa algo, puedes meterte esas palabras por el puto culo. Llamarás a
Cortes y cancelarás lo que sea que tengas con él.
—Lo tendrás una vez que canceles el acuerdo con los brasileños. —Empezaba
a cansarme de repetir.
Todos sabíamos que no había lugar para la debilidad en los bajos fondos. Pero
Reina... Mierda, la idea que alguien le hiciera daño había desatado un nivel de
miedo que no había experimentado desde que era pequeño.
Prefería Japón e Italia. De hecho, preferiría cualquier país del sudeste asiático
a París, pero eso era sólo cosa mía.
—Me importa una mierda lo que quieras. —La voz firme de Reina viajó por el
aire—. Apártate de mí puto camino y de mi cara, o verás lo locos que pueden llegar
a ser los americanos.
Reina las esquivó y vino a mi lado. Me rodeó la cintura con el brazo, y menos
mal que me estaba tocando, porque por primera vez en mi vida estaba pensando en
darle una paliza a una mujer por acosar a mi chica.
Una de ellas intentó parecer inocente, agitando las pestañas, pero respondí a su
sonrisa con una mirada fría y dura. Me regocijé de un modo enfermizo cuando su
sonrisa desapareció y el miedo llenó sus ojos.
—Sí-sí.
—Bien, ahora piérdanse.
Se escabulleron como las putas gallinas que eran. Casi podía oír graznidos
mientras salían corriendo de allí.
—Amon, ¿estás bien? —La voz de Reina llegó a través de la furia que
zumbaba en mis oídos. Asentí y su brazo me rodeó la cintura—. ¿De verdad?
—No, la mayoría de las veces se mantienen alejadas cuando mis amigas están
cerca. Se han cabreado porque el profesor les ha puesto mala nota.
—Lo sé, pero yo lo hice mejor que ellas, y eso no les gustó. Ahora cálmate y
sonríe. No soporto tus gruñidos.
—Eres algo.
Sonreí.
—Hace tres días que no sé nada de ti. Podrías haberme avisado. —Agitó la
mano sobre su cuerpo y mi polla cobró vida. Llevaba un vestido de verano rosa
claro con tirantes, que dejaba al descubierto sus largas y delgadas piernas. Sus
bailarinas rosas eran del mismo tono que el vestido. La chica tenía un serio fetiche
con el rosa—. No estoy vestida exactamente para una cita.
—Estás muy guapa. —Sus mejillas se tiñeron de rosa, a juego con su atuendo,
y no pude contener una sonrisa. Era fácil -demasiado fácil- hacerla sonrojar—. ¿Te
apetece dar una vuelta en mi moto? —Me miró atónita, sin moverse—. ¿Reina?
—Toma, póntelo.
Ella formó una “O” silenciosa con sus labios carnosos mientras me miraba
fijamente con aquellos grandes ojos azules, sin decir nada y diciéndolo todo a la
vez.
Se suponía que iba a ser fácil. Debía usarla como último clavo en el ataúd de
su padre. Sin embargo, aquí de pie, el mundo desvaneciéndose en el fondo, la
venganza no parecía tan importante. El pasado parecía irrelevante, pero ella... ella
era y siempre sería importante.
Dejé que mis ojos recorrieran la pequeña y acogedora tienda. Olía a gofres
caseros, dulces y chocolate. El interior era bonito y limpio, pero de aspecto antiguo.
Las sillas rojas y las mesas blancas le daban un aire vintage. La tienda tenía el suelo
de baldosas verdes y el tipo que estaba detrás del mostrador llevaba un sombrero
blanco... Parecía una escena de las películas que protagonizaba mi abuela.
—No te tomaba por un tipo goloso —comenté mirando por encima del
hombro.
Tenía buen aspecto, su metro ochenta y cinco, vestido con jeans oscuros y una
camiseta blanca que mostraba sus músculos. Me daba un vuelco el corazón y me
hacía palpitar la sangre. Las mujeres lo miraban dos veces, mirándolo con hambre.
Pero no importaba, porque estaba conmigo.
Metí la mano por detrás y coloqué mis dedos entre los suyos mientras él
llevaba nuestros cascos. No tenía ni idea de cómo se las arreglaba para parecer
genial con mi pequeño casco rosa colgando de sus dedos.
Se quedó quieto.
—No lo soy —respondió, apretando sus dedos alrededor de los míos. Era un
gesto tan simple, pero me hizo sentir calor por todas partes, incluso en la cara.
—Entonces, ¿por qué helado?
—Espero que no vayas a verme comer sin tomar un poco para ti.
Volvió a sonreír y mi corazón se agitó de esa forma tan familiar que parecía
ocurrir sólo cerca de él.
—De canela.
Me burlé.
—No creo que haya helados con sabor a canela. —Luego sacudí la cabeza—
¿Qué te pasa con la canela?
—Me gusta. Es mi sabor favorito. El aroma. Todo. —Me aparté para verle la
cara. Una sonrisa se dibujó en sus labios y sus ojos brillaron con estrellas que yo
quería para mí sola—. Y sí, aquí hay helado de canela.
—¿Este es tu lugar de citas o algo así? —le pregunté, entrecerrando los ojos
mientras me colocaba en la cola.
Me encogí de hombros.
—De acuerdo. —Y así, sin más, me gustó aún más—. Entonces, ¿no estás
muy unida a él? —preguntó.
—Si quieres vivir, nunca te cruzarás con mi abuela ni rebuscarás entre sus
cosas. Estoy convencida que fue un dragón en su vida pasada.
—Pues claro. Si eres mi novio, debería tener tu número. Para poder enviarte
emojis. Llamarte cuando esté cachonda y mierdas así.
Entonces hizo algo que no me esperaba. Echó la cabeza hacia atrás y se rio. El
sonido fue tan hermoso que me lo metí hasta los huesos y hasta el fondo del alma
para no olvidarlo nunca. Mis labios se dibujaron en una sonrisa de felicidad
mientras lo miraba, hipnotizada por el sonido. Quería escucharlo el resto de mi
vida.
Mi hermana siempre decía que no había nada mejor que el sonido de las notas
musicales vibrando bajo tus dedos. Podía oír un tono determinado cuando estaba
muy alto y le gustaba tanto tocar el piano que me lo creí. Yo también amaba la
música, aunque quizás no con tanta pasión. Pero ahora, después de oír la risa de
Amon, sabía que estaba equivocada. No había mejor sonido.
No se molestó en contestar.
Me bajó la mano, sin soltarme la muñeca, y se inclinó hacia mí. Sus labios
encontraron los míos y se me escapó un pequeño gemido. Sabía tan bien. A vainilla
caliente, manzanas y cítricos. La tentación era demasiado grande. Le di un suave
lametón en el labio superior, necesitando su aliento como si fuera el mío.
—Yo también puedo ser una chica buena —murmuré contra sus labios.
Me aparté y descubrí que sus ojos ardían con un calor que sentí entre mis
muslos.
Hizo una pausa, la única muestra de su sorpresa que pronto fue reemplazada
por una lenta sonrisa.
No podía creer mi descaro, pero por la forma en que los ojos de Amon se
encendieron, no podía saber si era lo correcto.
—En una noria. —Cuando parpadeó, confuso, añadí—. Me harás venir en una
noria.
Otra pausa. Hoy debía de estar llena de sorpresas, porque Amon tardó unos
instantes en responder.
—En una noria —asintió con oscura diversión.
Sonreí mientras me llevaba otra cucharada a los labios y la dejaba reposar allí
mientras decía:
—Eso está en mi lista de deseos —admití. Hacía poco que había empezado a
tomármela en serio, pero tenía la firme intención de ampliarla—. Tener sexo en una
noria contigo.
Sacudió la cabeza sutilmente.
Me encogí de hombros.
—Sólo se vive una vez. —Dejé que el helado se deshiciera en mi boca. Una
vez que tragué, no pude resistirme a preguntar—. ¿Por qué sigues llamándome
chica de canela?
Porque estaba tan jodidamente perdida en Amon Leone, que no había forma
de escapar de él. No para mí.
Me monté en su moto deportiva y me agarré a él mientras la ponía en marcha.
Con los brazos alrededor de la cintura de Amon y mis muslos apretados contra
los suyos exteriores, agarré su camiseta y me sujeté, sintiendo la vibración bajo mis
piernas. Mi pulso flotaba entre mis muslos, palpitante desde que nos habíamos
sentado en la heladería.
Amon conducía con total control y confianza, entrando y saliendo del tráfico,
y yo me sentía más segura que nunca. De vez en cuando parábamos en un semáforo
y otras veces aumentaba la velocidad.
La adrenalina corría por mis venas, alimentando mi lujuria. Con él, la vida me
parecía hermosa. Me sentía como en casa. Tan correcto. Como si lo hubiera estado
esperando. Quería entregárselo todo, y mi corazón latía a una velocidad que me
hacía sentir temeraria.
—¿Algún niño?
Me burlé, ganándome una mirada seria de la mujer que estaba detrás del
mostrador. Me aclaré la garganta.
—Veinte euros.
¿Era esto lo que se sentía al estar en la cima del mundo? Lejos de papá. Lejos
de la abuela. Lejos de todo el drama familiar. Sola con este hombre que hizo que
todas mis preocupaciones y ansiedad se desvanecieran.
—Nunca, chica de canela. —Su mano bajó hasta la mía, y fue entonces
cuando me di cuenta que mis uñas se clavaban en sus nudillos. Relajé el agarre—.
Pero no quiero que te estreses. La lista de cosas que hacer antes de morir puede
esperar.
Me agarró la nuca y estampó sus labios contra los míos. Con desesperación.
Con hambre. Quizás él sentía lo mismo. Me giré y me senté a horcajadas sobre él,
sin romper el beso. Deslizó su lengua en mi interior y me perdí. La fiebre me
recorrió las venas y le apreté la camisa para acercarme más a él.
Le pasé una mano por el cabello, apretándoselo con cada tirón de su boca
húmeda y caliente. Los mordió, lamió y chupó como si no tuviera suficiente. Era
arriesgado y peligroso, la posibilidad que me atraparan era grande, pero sólo
contribuía a la sensación de excitación.
—Sí —admití, con la voz apenas por encima del susurro—. Pero sólo contigo.
Gruñó en mi boca.
—Oh, Dios, oh, Dios, oh... —Cabalgaba sobre sus dedos como si fuera mi
único propósito en la vida. Como si fuera a morir si no lo hacía.
—Hoy no.
Sus dedos seguían dentro de mí, pero no quería que lo hiciera correrse. Mis
ojos se encontraron con los suyos y supe que veía preguntas en ellos.
Vulnerabilidad.
—¿Por qué? —le pregunté—. Si dices que es porque aún no tengo dieciocho
años, voy a gritar. Tus nudillos están muy dentro de mí, mierda.
Me encogí de hombros.
—¿Así que no te sorprendería que sacara mis dedos de ti y los lamiera hasta
dejarlos limpios?
Y yo estaba lista para otra ronda de lo que este hombre estuviera dispuesto a
darme.
Amon
—Por favor, dime que te has bajado del tren del mal humor.
Hizo una mueca.
—En realidad, no ha hecho más que empeorar. Papá quiere vernos. Mamá
también.
—¿Qué cosa?
Apartó la mirada de mí, sus ojos en el horizonte que había estado admirando
hace unos momentos.
—No estoy mintiendo —dije, ignorando a mi hermano. Podía ser una verdad
un poco retorcida, pero no era mentira. La verdad era que necesitaba algo de
espacio de Reina o nunca llegaría a su decimoctavo cumpleaños. Me había
hechizado y me estaba hundiendo.
—No hemos tenido suerte encontrando la caja fuerte de Romero —dije, con la
mirada endurecida mientras me mecía en la silla.
—¿No has conseguido nada con Reina? —preguntó Dante, clavándome los
ojos.
—No puedes hablar en serio —dijo Dante—. Eso va contra el sentido común.
Sería difícil de olvidar, ya que fue el día en que la Yakuza atacó. El día que le
di a Reina su apodo.
—¿Hablar?
—Hacer señas. Lo que sea. —Se agarró las hebras—. He aprendido algunas
palabras, pero ¿cómo demonios voy a usarlas si ella me da la espalda?
Me dio la espalda.
Nueva lista de cosas que hacer antes de morir. Baila conmigo una canción
country.
Deje salir un suspiro incrédulo. Me había enviado otras dos peticiones de la
lista de cosas que hacer antes de morir. Besarla bajo linternas flotantes y tener sexo
en una piscina.
—Eso da mucho miedo —murmuró Dante en voz baja. Cuando lo miré con
una ceja levantada, añadió—. Tú. Sonriendo. Es aterrador como la mierda.
Era como si toda mi vida hubiera consistido en volver a la niña que miraba
fijamente a mi padre con grandes ojos azules llenos de miedo.
Todas las casas que tuve en Japón y en el sudeste asiático en general tenían un
dōjō. Era una habitación que utilizábamos para entrenar y meditar.
Casi me rompe la pierna. Dos veces. No tenía nada que ver con la mujer rubia
de sonrisa cálida y rostro angelical. Y definitivamente no fue porque me jodiera el
cerebro con sus piernas tonificadas y la forma sin aliento en que decía mi nombre.
Como si yo fuera el único que podía darle lo que necesitaba y quería.
¡Mierda!
Una mano aterrizó en mi cuello con fuerza suficiente para robarme el aliento.
Practicar artes marciales con Hiroshi en este estado era un error. Me cortaría en
pedazos y me dejaría inmóvil durante una semana.
—Ya lo creo.
Puse los ojos en blanco. Quería volar de vuelta a París, llevarme a Reina a la
noria -o incluso mejor, a mi cama- y hacerla gemir y estremecerse contra mí, con su
cabello color trigo que me recordaba al verano abanicándose sobre mí.
—Distraerte mientras luchas contra tu primo y sus hombres hará que te maten.
—¿Vamos a charlar? —Desafié—. Tal vez deberíamos pedir que traigan té.
Durante los siguientes treinta minutos, charlamos sin decir una palabra. Y
milagrosamente, esos rizos dorados se mantuvieron fuera de mi mente.
Amon
Y, por supuesto, estaba el crimen. Todas las regiones del mundo tenían que
lidiar con eso. Kioto no era diferente.
—Amon, Dante.
Nos dimos la vuelta y nos encontramos cara a cara con Alessio Russo y su
mujer.
Su mujer sonrió.
Puse los ojos en blanco pero no dije nada. Ya se las arreglaría él solo.
—Hay muchos otros sitios que explorar —dijo Dante—. No podría imaginar
volver al mismo sitio una y otra vez.
Alessio se rio.
—Quizás algún día, si tienes suerte, lo entiendas. Aún eres joven. —Dante y
yo resoplamos. Hacía años que no nos sentíamos jóvenes. Entonces el mafioso
canadiense me lanzó una mirada—. ¿Ya diriges la Yakuza? —Alcé una ceja,
sorprendido que me lo preguntara, y como no le contesté, continuó—. Tu primo es
un cabrón. No sabe distinguir entre sus pelotas y su culo.
—¿También es tu aniversario?
Después de otros minutos de hablar de negocios, Alessio y Autumn siguieron
adelante mientras Dante refunfuñaba algo en voz baja.
—¿Qué?
—¿Por qué me siento como un gigante aquí? —Dante reflexionó mientras nos
dirigíamos a la parte trasera del recinto. Era el lugar menos concurrido y el más
conveniente en caso que tuviéramos que salir a toda prisa.
La única razón por la que aún tenía el negocio de la droga se debía a mis
conexiones, y sabía que si me jodía, desaparecerían. También sabía que seguía
traficando con mujeres, y yo estaba trabajando para acabar con esa línea de
negocio. Sólo tenía que desmantelar lo suficiente de su imperio para que se
debilitara y fuera odiado por sus hombres, y entonces eso sería historia.
Una vez en la parte trasera del complejo de la Yakuza, entré en la casa y fui
directo al dormitorio de mi primo. El mismo que una vez ocupó mi abuelo, salvo
que ya no se parecía en nada. Itsuki lo había modernizado. Se parecía a cualquier
otro dormitorio del mundo occidental con un poco menos de gusto.
Con los años, había explorado cada rincón y grieta de la casa de mi abuelo.
Conocía cada rincón como la palma de mi mano. Eso incluía cualquier lugar donde
mi jodido primo pudiera haber escondido sus secretos.
—Cuando acabemos aquí, quiero hacer una parada —le dije a Dante.
—¿Dónde?
—El mercado —respondí, quitando el cuadro de la pared. Los lugareños los
tenían a la venta, y yo quería tachar ese punto de la lista de deseos de mi chica de
canela.
—¿Quieres ir de compras?
—Sí.
—Mierda —murmuré.
—¿Qué?
—Está vacío.
—Qué raro —comentó Dante, metiéndose las manos en los bolsillos. Los dos
íbamos vestidos de traje para pasar desapercibidos entre el resto de hijos de puta
que merodeaban por allí. Era conveniente que mi primo tendiera a dejar idiotas
descerebrados para vigilar su casa. Aunque los que llevaba con él no eran mucho
mejores.
—Significa que o tiene otro sitio donde guardar documentos, o no tiene nada
de valor que guardar aquí.
—O se ha vuelto digital. —Compartimos una mirada, ambos conscientes de lo
despistado que era Itsuki en realidad. Apenas sabía encender un ordenador—. Sí,
fue una idea tonta —admitió mi hermano.
En realidad era una buena idea. Saqué el móvil y le hice una foto. Encargaría a
un pintor que me hiciera una falsa.
Salí corriendo de clase y me dirigí por los pasillos hacia la puerta de salida.
Las matonas no me habían molestado desde que Amon se enfrentó a ellas, pero
ciertos hábitos eran difíciles de romper. A veces, ser la más joven de la clase era
una verdadera mierda. Dos años de diferencia no eran tan importantes, pero a lo
largo de mis doce años de escolarización, parecían ser lo suficientemente grandes.
Sacó las manos de los bolsillos y salté a sus brazos, rodeé su cintura con las
piernas y me acurruqué en su cuello.
—¿Me has echado de menos? —preguntó, con los ojos clavados en mí.
Asentí—. Nos mandábamos mensajes todos los días —señaló, con el tono de su
voz ligeramente ronco.
Me deslicé por su cuerpo hasta pisar tierra firme, pero cuando fui a dar un
paso atrás, su agarre se hizo más fuerte. Llevó una mano a mi cuello y lo agarró,
inclinando mi cabeza hacia arriba para ver mis ojos.
—Lo sabías. —Tenía que saberlo. Supuse que ésa era la razón por la que
quería esperar hasta que cumpliera los dieciocho—. ¿No lo sabías? —susurré
vacilante.
—No, mi chica de canela —murmuró, sus labios rozando los míos—. Sólo
inesperado. —Luché contra una sonrisa, amenazando con derretirme aquí mismo,
en la calurosa acera de París.
—Ahora eres mía, chica de canela. Para siempre. —Quise decirle que era suya
desde que tenía seis años, pero antes que pudiera, me preguntó—. ¿Has terminado
las clases de la semana?
—Sí.
—Bien, tenemos que resolver algunos asuntos de la lista de deseos. —Me dio
un beso en los labios—. Pasarás el resto del día conmigo.
Mi corazón latía más fuerte que los tambores, mientras lo veía recoger mi
maleta. Con los dedos entrelazados, subimos juntos al auto y supe que iría a
cualquier parte con este hombre, para siempre.
Amon
—¿Sí?
—Estoy bastante segura que esto no estaba en mi lista de cosas que hacer
antes de morir —murmuró, con los ojos desviándose de izquierda a derecha,
estudiando las pistas—. ¿Quizás en la tuya?
—Ya verás.
La ligera brisa bailaba sobre la tela del vestido de Reina, abrazando sus
muslos y curvas. Por una vez, no iba de rosa, sino de azul, aunque el vestido seguía
teniendo flores rosas.
—Tengo que decir que ningún chico me ha llevado nunca a una carrera de
autos —reflexionó.
Me pasé una mano por la boca al ver lo bien que sonaba aquello. Como si todo
lo que había pasado en mi vida me hubiera conducido a este momento. A ella. A
nosotros.
Se rio suavemente.
—Posesivo, ¿eh?
—Yo tampoco, Amon. Mejor recuerda que es una calle de doble sentido.
Dios, esta mujer. Era joven, pero había en ella una madurez y una
determinación que rivalizaban con las de otros que le doblaban la edad.
Ella era mi calma. Mi calor. La única luz que había tenido en mi vida, y sería
un tonto si la dejara ir.
—Te lo prometo.
—¡Amón! —Me giré para ver quién llamaba y vi a uno de mis mecánicos
corriendo hacia nosotros cuando llegamos al podio de la sección VIP. Con el
cabello rubio y los ojos castaños, ya era un imán para las damas; ni siquiera tenía
que correr para llamar la atención.
—Tony. —Le estreché la mano—. ¿Cómo estás?
—Bien, bien.
Sus ojos se desviaron hacia Reina, observándola. Pero antes que pudiera
estallar, ella extendió la mano y dijo:
Nunca me faltaron mujeres que vinieran por mí, pero normalmente se dividían
en dos categorías: alborotadoras y zorras. Reina no entraba en ninguna de las dos
categorías. Sí, tenía una vena rebelde, pero era una chica alegre con un corazón
blando, hasta la médula.
Levanté la ceja.
Inhaló profundamente.
—Decidió no presentarse.
—Está bien. —Ella debe haber leído mi mente—. ¿Esto es como las carreras
de F1 o algo así?
—No, sólo una carrera que organizan unos cuantos propietarios de autos de
carreras. Necesitan un lugar donde gastar su dinero, y qué mejor que apostar por
ellos mismos.
—¿Es seguro? —Asentí—. Entonces vete. Te esperaré aquí.
—No, no voy a dejarte sola con buitres merodeando por todo este lugar.
Aparte de las carreras, éste era un lugar famoso para ligar, y Reina ya había
hecho girar bastantes cabezas.
—Puedo quedármela hasta que termines las vueltas —ofreció Tony. Tampoco
me gustó mucho cómo sonaba eso.
Tony se puso rojo como la remolacha -había una primera vez para todo- y me
hizo un gesto seco con la cabeza.
Diez minutos después, me bajé la visera del casco y acerqué las manos
enguantadas al volante de mi auto de carreras. La vibración del motor sacudió mi
mano mientras le hacía una señal a Tony para que me quitara los calentadores de
neumáticos.
Una a una, las luces rojas se iluminaron sobre mí, brillando sobre la brillante
pintura roja del capó. Apreté el acelerador y mi auto aceleró por la pista antes de
llegar a la primera curva. Los neumáticos patinaron sobre el pavimento.
Llegó otra curva y mi pie pisó el freno exactamente dos segundos antes de
girar el volante, con los neumáticos chirriando contra el asfalto. En poco tiempo
estaba en la décima vuelta y me quedaban veinte más.
Respiré hondo unas cuantas veces: estaba en la recta final. Casi podía ver la
línea de meta. Casi podía saborear la victoria. Aceleré al máximo. Un auto apareció
a mi izquierda. Su auto hizo contacto con el mío, el sonido del metal crujiendo. La
línea de meta estaba a veinte metros, pero era demasiado tarde.
Todo sucedió a cámara lenta. Las ruedas se levantaron del suelo. Durante unos
largos instantes, estuve en el aire. Mi auto de carreras volcó una, dos, tres veces
antes de derrapar sobre el asfalto, mientras los arneses me mantenían suspendido.
Las chispas volaban alrededor de mi cabeza. El sonido del metal raspándose
chirriaba en mis oídos hasta que el auto dejó de moverse.
—Dios mío, Amon —gritó, con sus manos rozándome—. Mierda, pensaba...
Pegué mi boca a la suya y la besé con avidez. Eran momentos como estos los
que te hacían apreciar lo que era realmente importante. A la mierda todo lo demás.
A la mierda el mundo. Sólo la quería a ella.
—Shhhh. Estoy bien —murmuré, saboreando la sal. Me di cuenta que eran
lágrimas. Acaricié su cara—. No llores, chica de canela.
Juré allí mismo que nunca la haría llorar. Al diablo la venganza y todo lo
demás.
Reina
Jadeé cuando el parachoques del auto de otro conductor golpeó la parte trasera
del auto de carreras de Amon, y vi con horror cómo se volcaba por los aires.
Sin pensarlo, por segunda vez en el día, eché a correr. Salí corriendo de
nuestra zona VIP, pasando entre la multitud y las miradas curiosas. Con un pie
delante del otro, seguí avanzando. Mirando a mi alrededor, vi una puerta de salida
de emergencia y corrí hacia ella. Tony me agarró del codo y me dijo algo, pero no
pude oír ni una maldita palabra.
—Hay una entrada lateral. —Señaló a la izquierda—. Por ahí. Sigue recto por
el pasillo y saldrá de ahí.
Me silenció con un beso mientras las lágrimas rodaban por mis mejillas.
—Shhh. Estoy bien —murmuró contra mis labios, y el frío puño del miedo
alrededor de mi corazón se relajó. Me acarició la cara y me envolvió con todo el
universo de sus ojos—. No llores, chica de canela.
Sacudió la cabeza.
—Pero...
Sus ojos se fundieron en una oscuridad líquida con estrellas que brillaban sólo
para mí, y mi corazón flotó en mi pecho.
—Tú, mi chica de canela... —Se interrumpió, con voz suave—. Podrías ser mi
salvación.
Su cabello brillaba azul a la luz del sol que entraba por las ventanas,
despeinado y erizado en todas direcciones de tanto pasarse las manos por él.
—¿Estás bien? —Volví a preguntar— ¿Seguro que no hace falta que te vea un
médico?
Se tumbó en el sofá junto a mí, con los dedos tanteando para bajarse la
cremallera de su traje de carrera y quitándose los zapatos. La habitación se llenó
con su respiración profunda y el estruendo de mi corazón.
Me lanzó una mirada llena de promesas pecaminosas que hizo que mi interior
se estremeciera de anticipación.
—Algo me dice que sería difícil hacer que te sonrojaras. —Se rio entre
dientes, pero no lo confirmó ni lo negó— ¿Y cómo te metiste en las carreras de
autos?
Se encogió de hombros.
—Mi padre.
—¿Tienes abuelos?
—El único que conocí fue el abuelo del lado de mi madre, que vivía en Japón
—dijo mientras se echaba hacia atrás y yo me movía para poder observarlo. Un
atisbo de su piel lisa y bronceada jugó al mírame, y me quedé mirándolo
abiertamente. Nunca había sido tímida exactamente, pero no me consideraba una
rebelde. Quizás un poco reservada.
Pero con Amon, todas mis reservas se derritieron. Quería explorar cada
centímetro de él, tocarlo y besarlo. Y que Dios me ayude, quería que él me tocara.
—¿Te llevas bien con él? —dije, con la mirada clavada en su pecho.
—Ah. —Era vago, pero quizás no fuera una gran historia de amor—. Mi
mamá estaba conduciendo y enviando mensajes de texto en la ciudad de Nueva
York. Casi atropella a papá, que se dirigía al aeropuerto para volver a Italia. Él la
miró y le pidió salir. —Sonreí soñadoramente—. Perdió el vuelo y se casó con ella
una semana después. El resto es historia.
—Es un color alegre. —Me mordí la mejilla para contener una sonrisa—.
Deberías probar vestir de rosa. Te levanta el ánimo.
Su pesada mirada se cruzó con la mía, y se hizo más intensa mientras nos
mirábamos fijamente.
Me encogí de hombros.
—Lo siento.
—Eso no lo hace más fácil —susurré. Esperé a que dijera algo más, pero no lo
hizo. No es que me sorprendiera. Amon no era precisamente un tipo hablador. No
sabía que llevara sus emociones a flor de piel—. Mi madre murió hace doce años y
todavía la echo de menos.
—¿Tiempo sexy?
Echó la cabeza hacia atrás y soltó otra carcajada. Profunda. Áspera. La sentí
hasta en los dedos de los pies. Lo miré, sonriendo como una tonta y disfrutando
cada minuto.
Era lo más hermoso que nadie había hecho jamás. Lo más hermoso que jamás
había visto. A medida que se elevaban más y más en el cielo, también lo hacía mi
corazón. Una sola lágrima rodó por mi mejilla y me la sequé con el dorso de la
mano.
—¿Por qué lloras, Reina? —Su voz áspera me hizo cosquillas en la nuca.
—Bien. —Su nariz rozó la mía—. Ahora, vamos a tachar otra cosa de tu lista
de deseos. —Me dio mi propia linterna.
—Amon. —Mi voz era un susurro mientras mantenía la mirada hacia arriba.
—¿Sí?
—Tú y yo, chica de canela. —Me quedé sin aliento al sentir el mordisco de
sus dientes en mi mandíbula, y luego atrajo mi boca hacia la suya. El calor brotó
como fuego entre mis piernas, quemándome por dentro. Me fundí en su áspero
abrazo, perdiéndome en el cálido deslizamiento de su lengua explorando cada
centímetro de mi boca. Su brazo me rodeó la cintura mientras sonaban suaves
melodías a lo lejos. Me abrazó y bailamos lentamente, moviéndonos de un lado a
otro. Era mágico y romántico, cientos de farolillos flotaban sobre nuestras cabezas.
No tenía ni idea de dónde habían salido esas palabras. Parecía que la dulce
personalidad e impulsividad de Reina se me estaban pegando. No podía decidir si
eso era bueno o malo, pero sabía que me gustaba.
—Culpa mía, Señor Leone. —Agitó los ojos y juré que había corazones de
verdad brillando en sus azules océano. Una sonrisa se dibujó en sus labios
carnosos. Mierda, era preciosa cuando sonreía. Brillaba como un verdadero rayo de
sol—. Debería haber sabido que eras un caballero y un romántico de corazón.
Así tendría más tiempo para estar con ella. Mierda, si Dante pudiera verme,
me tiraría de la cadena hasta el fin del mundo.
—Me encantaron las linternas flotantes, Amon. Fue precioso. —Su mirada se
clavó en mí. Todo en ella grababa la palabra “mía” en las células de mi cuerpo. No
sabía qué hacer con eso, no estaba acostumbrado a que nadie me impactara como
ella—. Gracias.
Fue en ese preciso momento cuando me juré a mí mismo que haría todo lo que
estuviera en mi mano para protegerla. De la venganza que me impulsaba. De mi
madre. De cualquiera, incluido su padre. La idea de ganarme su odio me hizo sentir
un vacío en el pecho. Sabía que no sería capaz de soportarlo.
—¿Sabías que se cree que los faroles alejan los problemas y traen buena
suerte y prosperidad a quien los envía?
—No lo sabía, pero me gusta. Se llevan todos los problemas y dejan las cosas
buenas.
—¿Tienes problemas?
—¿Por ejemplo?
Se encogió de hombros.
—Apuesto a que se te dan bien las matemáticas. —Entrecerró los ojos con
fingido desagrado—. Apuesto a que se te da bien todo.
Me callé. El dolor que esas palabras causaban no tenía por qué instalarse en
mi corazón.
Se encogió de hombros.
—O no le gusta la idea que su hija esté con el hijo ilegítimo de los Leone —
afirmé, con amargura en la voz y en las venas. Ahí estaba de nuevo. Algo
imposible de interpretar pasó por su expresión. Para una chica que solía ser un libro
abierto, avivó mi necesidad de saber—. ¿O es mi mestizaje?
—Al igual que tú, chica de canela, nunca dejo que mi familia dicte con quién
elijo pasar mi tiempo.
Sonrió.
El cielo oscuro sobre nosotros parpadeaba con estrellas, pero ninguna de ellas
se comparaba con este chico convertido en hombre. Lo había esperado toda mi
vida. Mi corazón siempre le había pertenecido, pero no había sido hasta ahora
cuando había empezado a latir sólo por él.
Amon se detuvo, su mirada ardía con un calor capaz de derretir los casquetes
polares. Se acercó a mí y tiró de mí a través de la consola. Sus manos
permanecieron en mis caderas, abrasando el material, mientras yo me sentaba a
horcajadas sobre él.
Las palpitaciones entre mis piernas eran insoportables, así que me balanceé
contra su polla. Ambos gemimos.
—Me estás haciendo imposible esperar.
Me agarró por la nuca y acercó mi boca a la suya. Me fundí con él. Mis
pezones se tensaron al rozar su pecho, enviando chispas hacia abajo. Tarareé en su
boca, apretándome contra él como si mi vida dependiera de ello.
Lo miré con los párpados pesados, sus ojos eran como galaxias que me
contaban historias. Bajé la mano y la apreté contra su pecho. Me moví sobre su
erección, balanceando lentamente las caderas y moliéndome contra él mientras lo
miraba fijamente a los ojos. Cada célula de mi interior se iluminó, cada vez más
caliente y brillante.
Me bajó el vestido hasta la cintura y me recorrió el cuello con los labios hasta
que su boca llegó a mis pechos. Me lamió el pezón a través del fino encaje del
sujetador.
—Amon —respiré. Se llevó un pezón a la boca, lo mordisqueó y una luz
blanca se disparó tras mis ojos. Dirigió su atención al otro pezón y yo jadeé,
echando la cabeza hacia atrás—. Espera, espera. Detente.
La presión aumentaba en mi interior, llevándome cada vez más alto. Bajó los
ojos y vio cómo sus dedos desaparecían dentro de mí. Veía su polla tan cerca de mi
entrada, mi mano bombeando en serio ahora, frotándome contra él.
Otro dedo se unió al otro mientras su pulgar acariciaba mi clítoris cada vez
con más fuerza. Le bombeé la polla, arriba y abajo, agarrándola con fuerza. Él
hundió la cara en mi cabello, murmurando palabras que no entendía.
Cerré los ojos, disfrutando de la sensación. Siguió metiéndome los dedos en la
entrada y bajé un poco el cuerpo, hasta que la punta de su dura polla rozó mi
entrada.
—Como he dicho, sabes dulce. A canela con una pizca de azúcar. —Sus
labios se movieron contra los míos, su voz suave pero tensa.
—¿Puedo probarte yo también? —susurré. Antes que pudiera llevarme los
dedos a los labios, me agarró la muñeca para detenerme y gemí en señal de
protesta—. Por favor.
—Espero que hoy no. —Me incliné hacia él, sacando la lengua y lamiéndome
los dedos mientras le sostenía la mirada. Su agarre se estrechó en torno a mi
muñeca mientras el calor se apoderaba de mi vientre y bajaba, y tuve que apretar
los muslos para aliviar el dolor.
Me llevó la mano libre a la boca y me untó el labio inferior con semen. Lo
lamí con avidez, adorando su sabor.
—¿Por qué no podemos tener sexo ya? —pregunté, haciendo pucheros—. ¿No
me deseas?
Se acercó a la parte trasera del auto, agarró una camiseta y limpió el desastre
que habíamos hecho, limpiándolo entre mis piernas y el interior de mis muslos. Mis
mejillas se encendieron por la intimidad y él soltó una risita suave.
Ninguno de los dos dijo una palabra, pero sus manos no dejaron de recorrer mi
espalda y su boca no dejó de besarme suavemente.
Gemí, me dejé caer sobre el colchón y me tapé la cabeza con las mantas.
Amon me había dejado cerca de medianoche. Estaba tan excitada que tardé varias
horas en calmar la adrenalina y la excitación que corrían por mis venas antes de
quedarme dormida.
—No, no, no. —La voz de Isla tenía una nota de severidad.
—¿No debería una chica poder dormir hasta tarde el día de su cumpleaños?.
—refunfuñé, haciéndome un ovillo y poniéndome una almohada sobre la cabeza
para amortiguar sus odiosas risitas.
—¿Ya usaste los condones que te di? —Raven exigió. Que Dios me ayude.
Era demasiado pronto para esta conversación. Así que en lugar de responder, me
limité a estirar la mano y hacerle un gesto con el pulgar hacia arriba. No tenía
sentido decirles que Amon insistía en esperar a que cumpliera dieciocho.
Al principio, pensé que Phoenix y Athena dirían que Raven era demasiado,
pero para sorpresa de Isla y mía, todas congeniamos. Phoenix decía que Raven
equilibraba nuestro grupo. Significara lo que significara eso.
Así que sí, gracias, pero no, gracias. No necesitaba problemas ni hoy ni
mañana. Estaba lista para echar un polvo, ser follada sin sentido, hacer el amor,
cualquier otra frase que pudiera existir para esto.
—Vamos, nos espera un largo viaje —dijo Athena, con un tono reservado.
Me puse en alerta de inmediato y se me puso la piel de gallina. Tiré la
almohada al suelo y la dejé caer a los pies de la cama. Me llevé las rodillas al
pecho, observando a mi hermana y a mis amigas. Las cuatro llevaban vestidos de
verano y, por lo que parecía, bañadores debajo.
Athena se rio.
—¿Qué?
—¿Una polla? —Raven se rio entre dientes, provocando una ronda de risitas.
Puse los ojos en blanco. Todavía no había montado una polla, para mi
desgracia. Aunque anoche estuve a punto. Suspiré soñadoramente mientras un
dolor palpitante se alojaba entre mis muslos. Todo lo que sentía con Amon era tan
bueno. Sus palabras. Sus caricias. Su afecto.
Me deslicé fuera de la cama y, durante los siguientes cinco minutos, las chicas
corretearon por mi habitación, haciendo que pareciese arrasada por un tornado
mientras buscaban algo que ponerme. Empezaron con un vestido largo de playa y
terminaron con uno corto rosa y un bikini blanco con lunares rosas.
—No, sólo nos quedamos por hoy —respondió Athena—. Ponte un par de
sandalias y vámonos.
—Protector solar —les recordé a todas mientras reorganizaba mi armario e
intentaba doblar la ropa que habían desordenado—. Si no, Isla parecerá un tomate
al final del día.
—Algún día serás una buena madre —bromeó Phoenix—. Pero no pronto.
—No con los condones que le suministré —graznó Raven—. O con los
anticonceptivos que está tomando.
Hice una mueca, pero por suerte estaba de espaldas a todas ellas. Olvidé
recoger mi receta y, por lo tanto, no había empezado a tomar la píldora.
Yo, por mi parte, estaba lista para saltar sobre sus huesos. Quería descubrir
todo lo que había que saber, aprender a sentirme bien y hacer sentir bien a otra
persona. Pero sólo con él.
Amon
Hiroshi entró en mi despacho del club con expresión solemne. Había sido mi
sombra constante -más de lo habitual- durante las últimas semanas. Dante me lanzó
una mirada y juraría que estaba a punto de poner los ojos en blanco, pero se detuvo
en el último segundo. No le hacía mucha gracia que Hiroshi estuviera siempre
encima de nosotros. Sospechaba que en parte tenía que ver con mi madre y su
impaciencia por tener el documento en nuestras manos.
Lo primero que haría cuando lo tuviera en mis manos sería leerlo. No entendía
por qué mi madre estaba tan empeñada en conseguirlo. Había algo más de lo que
había compartido conmigo.
—Me sorprende verte hoy aquí —dije con calma. El viejo merecía nuestro
respeto después de todo lo que había hecho por mi abuelo, mi madre y por mí—.
¿No se suponía que estabas en Italia con mamá?
—¿Tal vez rezar no estaba en las cartas hoy? —Se rio Dante. A pesar que mi
padre nos arrastraba a las misas dominicales e insistía en que fuéramos fieles
católicos, preferíamos arrancarnos los ojos antes que pasar una hora más en la
iglesia. La confesión en aquellas iglesias estaba fuera de lugar; papá los tenía a
todos en nómina. E inventar pecados para la confesión -cuando ya tenías muchos-
era una gran molestia.
—Ha surgido algo —respondió Hiroshi, con tono serio. No tuve que esperar
mucho para que me lo explicara—. Tengo información que Itsuki sigue trabajando
con el cártel brasileño.
Sabía que mi primo seguía jodiendo con el cártel brasileño. Itsuki incluso
había abierto líneas de comunicación con Sofia Volkov, lo que acabaría siendo
desastroso para la Yakuza, y no habría nadie a quien culpar excepto a él. Sólo dos
de los matones de Itsuki sabían que había iniciado una alianza con la loca, pero un
secreto así no permanecería así mucho tiempo.
—Sí, con Perez Cortes. —El tono de Hiroshi coincidió con el mío mientras
entrecerraba los ojos. Me taladraron, quemando agujeros—. Tienes que mantener la
calma.
Sólo había una cosa que me hacía perder la calma, y era descubrir que alguien
estaba jodiendo a Reina Romero. Eso significaba que el cártel de Cortes seguía
intentando ponerle las manos encima.
Hiroshi tomó asiento al otro lado del escritorio, con expresión sombría.
—Según la información, Itsuki les ha dicho que Reina está descartada, pero
Cortes no está muy convencido.
Ofrecí una sonrisa fría mientras mi interior echaba humo. Todo el mundo
sabía que Perez Cortes era un hijo de puta cruel y sin corazón. No tuvo reparos en
vender a su hermana menor. Vendía a sus propios hijos, si los tenía, para conseguir
lo que quería.
—Porque si agarra a las chicas, ¿cómo vas a averiguar dónde está la caja
fuerte? —afirmó mi segundo al mando con voz tranquila, pero con un trasfondo de
violencia.
Justo cuando agarré el teléfono, vibró y contesté, sin reconocer el número pero
sabiendo que era el prefijo de Francia.
—¿Diga?
—¿Qué ha pasado?
—Me han detenido —refunfuñó, pero yo sabía que no era esa la razón por la
que me llamaba. Sabía cómo librarse de los problemas sin mi ayuda—. También a
las chicas Romero y a sus amigas.
—Saint-Tropez.
—Las chicas se subieron al tren sin avisar. Así que las seguí. Supuse que
querrías que lo hiciera.
—No te molestes. Ya estoy en ello. Puedo sacar a las chicas, pero si sueltan a
Reina bajo mi custodia, mi tapadera quedará al descubierto.
Él tenía un punto allí.
—Un idiota, Dietrich algo, manoseó a su hermana y luego probó suerte con
Reina. La rubia no quiso, así que le dio una paliza.
Esa es mi chica.
—Sí.
—Son Reina y sus amigas. —Me levanté y agarré las llaves, ya a medio
camino de la puerta. Esto hizo mella en mis planes de cumpleaños para ella—. Las
han detenido.
—Hiroshi, ya que estás aquí, tú mandas. —Luego lancé una mirada a Dante y
resoplé—. ¿Vienes o te vas a partir de risa aquí sentado?
—¿Vas a seguir ahí de pie como una estatua, mirándome? —comentó Dante
despreocupadamente—. ¿O vamos a ir corriendo al rescate?
En toda mi vida, nunca había tenido problemas con la ley. Sin embargo, ahora
que me acercaba a la edad adulta, pasaba la noche en la cárcel. No fue un buen
comienzo.
—Tal vez —murmuró Athena—. Aunque no estoy segura que nos dejen
llamar a cobro revertido a otro país.
El corazón me retumbaba en los oídos mientras salía de la celda con los pies
descalzos y fríos sobre el cemento. Mi hermana y mis amigas estaban justo detrás
de mí y me preguntaba si eran mis refuerzos o si yo era su cordero de sacrificio. No
terminaba de decidirme.
Con pasos pesados, seguimos al policía por el pasillo. Los silbidos y abucheos
rebotaban en las paredes y resonaban por el pasillo. Si alguna vez había un
momento bajo en mi vida, tenía que ser éste.
Miré por encima del hombro y observé el mismo temor en las caras de mi
hermana y mis amigas. No sabíamos adónde nos llevaría esto, y odiaba el miedo
que me invadía.
Me rodeé la cintura con las manos, justo cuando la agente llegó a una
bifurcación al final del pasillo.
Amon cruzó la sala en tres largas zancadas y me acarició las mejillas. En sus
ojos brillaba la preocupación.
—¿Estás bien?
—Tal vez sea un guardián para nuestra Reina —murmuró Raven—. Vino al
rescate.
—Vamos, nuestro auto está fuera —dijo, empujándome hacia delante. Salimos
del edificio y nos dirigimos al auto.
—Espera. —Mis pasos vacilaron y me di la vuelta para ver a las chicas detrás
de mí. Parecíamos ridículas, todas descalzas y en bañador, con la puesta de sol a
nuestras espaldas—. Mi hermana y mis amigas también vienen, ¿verdad?
Me di cuenta que Phoenix también llevaba un traje de chaqueta sobre los
hombros y miré a Dante con sorpresa. Nunca me había parecido un caballero, pero
le había regalado su chaqueta a mi hermana. Eso hizo que me cayera un poco
mejor. En mi corta vida de observación de chicos -u hombres-, normalmente
ignoraban a Phoenix debido a su discapacidad o intentaban aprovecharse de ella.
De nuevo, por su discapacidad.
Mis ojos se posaron en mi hermana, que nos seguía con las mejillas
sonrojadas. Parecía evitar a Dante, que estaba detrás de nosotros con expresión
aburrida. Sin embargo, pasar tiempo con Amon me había enseñado mejor, y sabía
que sus ojos estaban atentos a nuestro alrededor, casi como para asegurarse que
nadie pudiera atacarnos.
—Sí, todos. —Amon abrió la puerta del auto e indicó a las chicas que
subieran. Negué con la cabeza y le hice un gesto a mi hermana para que se
deslizara dentro del auto primero. Mis amigas me siguieron, refunfuñando en voz
baja que yo era la pequeña del grupo. Cuando me preparé para entrar en la parte
trasera del vehículo, vi que solo quedaban dos asientos muy estrechos. Me enderecé
y miré a Amon y a Dante a los ojos—. Sólo quedan dos asientos.
—Somos tres.
Se encogió de hombros.
—Puedes sentarte en mi regazo. —Un gruñido grave vibró en el pecho de
Amon y los ojos de Dante parpadearon con diversión—. O en el de Amon.
—Sube al auto, Dante. —La voz de Amon se sintió como un látigo contra mi
piel y ni siquiera me estaba hablando. Su hermano rio entre dientes, despreocupado
que lo hubiera cabreado, y se deslizó dentro del auto.
—Mi regazo.
—A la orden, capitán.
Sus manos cubrieron las mías, apoyadas en mis muslos, y observé con los
labios entreabiertos lo bien que encajábamos. Como si fuéramos dos piezas de un
mismo rompecabezas encajando, aunque perteneciéramos a mundos distintos.
—Gracias —murmuré en voz baja, girándome para mirarlo por encima del
hombro, con sus ojos oscuros y pesados al encontrarse con los míos. Su cuerpo
duro emanaba tanto calor como para derretir la nieve de Montana en pleno
invierno. La temperatura de mi cuerpo se disparó de repente, y el endeble bikini
que llevaba me pareció demasiado.
—Siempre.
Parecía una promesa, y mi joven corazón entonó todas las canciones de amor
mientras un espeso silencio amortiguaba el lujoso interior. Las chicas se veían
incómodas. Phoenix se apartó de Dante todo lo que pudo y casi aterrizó en el
regazo de Athena. Raven la miró con curiosidad, pero Phoenix la ignoró.
—Sólo durante una hora más o menos. —Entonces, como me sentía traviesa,
agarré su mano y la llevé entre mis piernas ligeramente separadas—. Hazme tuya
antes de medianoche.
—¿Qué pasó? —preguntó Dante, pero sus ojos estaban clavados en mí. ¿Por
qué? No tenía ni idea. ¿Amon le había hablado de mí? ¿O tal vez sospechaba que
Amon y yo estábamos haciendo alguna travesura aquí?
Actuando con indiferencia, me encogí de hombros mientras todo mi cuerpo
luchaba contra las llamas que me lamían la piel.
Algo parpadeó en sus ojos, oscuros y siniestros, pero desapareció tan rápido
que no estaba segura de si era la luna proyectando sombras sobre su rostro,
engañándome.
—¿Qué hizo qué? —La voz de Amon era tan frígida que me puso la piel de
gallina. Me moví sobre su regazo para ver pasar por su rostro una expresión oscura,
tallada con tensión y algo más. Algo aterrador.
—Bueno, valió la pena verlo cojear patéticamente. —La sonrisa de su cara era
salvaje—. Ya no tendrá una cara bonita.
—Reina, tienes que admitir que ese tipo era persistente —dijo Isla, saliendo en
defensa de Raven.
—Tu hermana tiene razón —dijo Isla en voz baja—. Te pasaste los dos años
dando lecciones al instructor.
—Estaba tan harto de oírte regañarlo por las fechorías de la lucha que
desapareció a Dios sabe dónde.
—En fin —siseó Raven—. Volvamos al tema original. Será mejor que te
acostumbres a las celdas de la cárcel, porque nadie le agarra el culo a nuestra bebé
y se sale con la suya.
La fulminé con la mirada, con las mejillas encendidas.
—Si no paras con la mierda del bebé, voy a empezar a llamarte vieja.
—Dios, estoy esperando a que Raven crezca, pero no creo que eso suceda
nunca —refunfuñó Athena—. ¿Quieren callarse todas? Sólo quiero ducharme e
irme a dormir.
—Probablemente la abuela nos castigue de por vida y nos saque del país —
dijo en señas Phoenix—. Entonces le dirá a Papá para que deje de pagar la
matrícula.
—No te preocupes porque nadie lo sepa. Hemos borrado los registros, así que
nadie, aparte de nosotros, sabrá que te han arrestado hoy.
—No por mucho tiempo —me pareció oír decir a Dante, pero no podía estar
segura.
—¿Cómo sabías que Phoenix había dicho algo sobre nuestro padre?
Se encogió de hombros.
Lo supe en ese mismo instante. Amon Leone era para mí, para esta vida y para
la siguiente.
Amon
Casi como si me hubiera oído, un suave suspiro salió de sus regordetes labios
rosados y se removió, pero no se despertó. En cuanto volvimos, las chicas se
derrumbaron. Excepto Phoenix, que no dejaba de fulminarme con la mirada e
insistía en que su hermana durmiera con ella. No sabíamos dónde habían planeado
pasar la noche en Saint-Tropez, pero no importaba. Dante y yo no dejamos lugar a
la negociación y volvimos directamente a nuestro yate desde la comisaría.
Teníamos espacio de sobra y podíamos evitarles problemas aquí.
Luego, para asegurarse que entendía lo que quería, dejó que sus ojos me
recorrieran sin ninguna reserva. Su piel de marfil se sonrojó cuando dijo:
Esta mujer sería mi muerte. Tenía algo de honor, pero no era un santo. Y aun
así, la rechacé. Incluso cuando frunció los labios y paseó sus manos sobre mí, me
mantuve firme. Que me condenaran si le quitaba la virginidad y hacía de su primera
vez algo menos que memorable. Quería ser su primera y su última vez. La quería
siempre. El conocimiento hizo que esta posesividad y obsesión crecieran, rápidas y
furiosas.
Por supuesto, tenía grandes planes de cumpleaños para ella en París, pero
todos se fueron por la ventana ahora que nos habíamos encontrado en Saint-Tropez.
Así que haría nuevos planes. Pero primero, le enseñaría al cabrón que se atrevió a
tocarle el culo que con mi chica no se jode y se vive para contarlo.
Aún tenía que aprender muchas cosas sobre ella, y lo haría en cuanto me
ocupara del maldito. Después de investigar a Dietrich-pronto-a-ser-muerto, supe
que no era una coincidencia que su objetivo fueran las hermanas Romero. El
cretino trabajaba para Perez Cortes. Darius hizo bien en investigarlo.
Mis ojos se clavaron en su cabello dorado esparcido sobre las sábanas de satén
negro, aterrorizado por haber estado tan cerca de perderla. Como si percibiera mis
oscuros pensamientos, se estremeció y di un paso adelante para taparla. Me incliné
hacia ella, inhalando su aroma en mis pulmones, y le di un beso en la frente.
—Estás obsesionado con Reina Romero. —La voz de Dante atrajo mi mirada
hacia él. No me molesté en corregirlo. Mis sentimientos por ella y los suyos por mí
no eran de su incumbencia—. Será tu ruina. Nunca es bueno obsesionarse con una
mujer. O con un hombre. El amor en general es peligroso.
Se encogió de hombros.
Y allí estaba él. Cabello rubio alborotado. Ojos marrón claro. Seis pies de
altura. Y una sonrisa que me decía que no había aprendido la lección, que se
atrevería a meter mano a más chicas.
Los ojos de Dietrich rebotaron entre Dante y yo, con las cejas ligeramente
fruncidas, sin reconocernos. Con pasos vacilantes, se acercó cojeando, y me deleité
con el corte que tenía en la frente. Probablemente el resultado de la botella de
cerveza. También tenía un ojo morado, cortesía del puñetazo de Reina.
Nos detuvimos fuera de la villa y subí por el camino principal, con Dante a mi
espalda. Justo cuando nos acercábamos a la puerta del sótano donde Kingston
guardaba todo su equipo, apareció en la puerta.
—Príncipe amargado.
—¿Qué hizo?
Mis ojos recorrieron la escalera que conducía al piso inferior. Una vez en la
habitación de cemento, Dante tiró el cuerpo al suelo. Dietrich levantó la cabeza,
con los ojos ligeramente aturdidos. Tenía la cara roja como la mierda, y el muy
imbécil sudaba. Las gotas caían por su piel moteada y se estrellaban contra el frío
suelo gris bajo nuestros pies. El miedo brillaba en aquellos marrones claros, pero
no era suficiente.
Miré a mi hermano detrás de mí y le hice un gesto con la cabeza: prepárate
para jugar.
—Mira —dije con calma al oído de Dietrich—. No seas maricón y veas para
otro lado.
Le tiré del cabello con más fuerza para que viera perfectamente lo que Dante
estaba a punto de hacerle. Luchó contra mi agarre, pero su débil culo no tenía nada
contra mí.
—Cabrón, estás loco —dijo Dante, riendo como un loco—. ¿Por qué coño
llevas unos alicates en el bolsillo?
Aquello era la sartén llamando negra a la olla, si es que alguna vez lo había
visto.
Kingston se acercó flotando como en una nube, abrió la boca destrozada de
Dietrich y le arrancó un diente. Yo estaba acostumbrado a la sangre y la violencia
desde muy joven, pero mierda, nunca me había sentido tan indiferente al ver cómo
le destrozaban la boca a una persona. No hace falta decir que ser dentista no era mi
vocación.
Como mi madre había dicho un millón de veces mientras nos criaba a Dante y
a mí: siempre habría alguien que lo tuviera mucho peor que nosotros.
—Bien, ¿ahora dinos cuáles son los planes de tu jefe con Reina Romero? —
exigí mientras la sangre goteaba por su barbilla.
Empezó a llorar.
Oscuros charcos de rabia inundaron mis sentidos hasta que me estremecí con
ella. No podía permitir que mis emociones me dominaran. Todavía no.
Dietrich se puso rígido en mis brazos, gritando como el marica que era.
—Cuando acabes con él, le cortaré la lengua por hablar así de ella.
—Agarra la cuerda —le dije a Dante, sabiendo que se aseguraría que las
muñecas del cabrón se cayeran cuando terminara de atarlo.
—¿Te parece bien si le atamos los brazos a la parte inferior de los husillos?
Dante sacó los cuchillos de las piernas del imbécil y luego los limpió en los
pantalones mientras Dietrich gritaba y se meaba encima al mismo tiempo.
Miré a Dante.
—El cártel de Cortes vendrá por ti si acabas conmigo —escupió, pero no nos
conocía. No sabía lo que representábamos. No había cartas que jugar cuando se
topaba con nosotros—. Son la mafia brasileña.
—Somos sádicos —añadió Dante—. Es para lo que nos criaron. Pero tú... —
Dejó que el silencio permaneciera en el aire durante varios segundos—. Atrapas a
mujeres inocentes y se las llevas a un psicópata. Ahora te haremos lo que Perez
Cortes hace a las mujeres.
Los adversarios de mi padre se ensañaron con mi hermano. Él decía que no se
acordaba, pero en el fondo, yo estaba seguro que reprimía los recuerdos como una
forma de sobrellevarlo. Así que le dejé que lo superara de la única manera que
sabía, dejando que descargara su ira con la tortura.
—No, por favor —dijo. Mis ojos no se habían apartado de su patética figura
en todo este tiempo; debía de haberse dado cuenta que iba a morir.
En un último grito, sus esfuerzos fracasaron y sus piernas cayeron hasta que
los dedos de sus pies rozaron el hormigón del suelo del sótano. En segundos, los
cortes que le había hecho se abrieron y sus entrañas se esparcieron por el suelo.
Y mierda, me hizo sentir bien que se hubiera ido un cabrón menos que no
entendía el significado de “no”.
Reina
Me tranquilizaba, y cada vez que creía que se me iban a abrir los párpados, me
volvía a dormir. Tardé un rato en percibir el sonido de las olas a través de la niebla
de los sueños.
Amon estaba dormido en la silla, con las piernas estiradas y los brazos
cruzados sobre el pecho desnudo. Sólo llevaba pantalones de chándal y, de repente,
comprendí su atractivo. Prefiero un chándal en un hombre a unos jeans y un traje
de tres piezas cualquier maldito día.
Forzando mis ojos hacia su cara, dejé escapar un suspiro soñador. Era tan
hermoso que me dolía mirarlo. Tenía el cabello oscuro alborotado y la luz del sol
que entraba por las ventanas daba a su piel bronceada un brillo intenso.
Volví a centrar mi atención en la habitación. Anoche, cuando él y Dante nos
trajeron al barco, estaba demasiado oscuro para verlo o apreciarlo. Teniendo en
cuenta que perdimos el tren de vuelta a París y que nuestras asignaciones no daban
para los desorbitados precios de las habitaciones de hotel aquí, el yate de Amon fue
un regalo del cielo.
—¿Qué tienes en mente, chica de canela? —me preguntó con voz más suave
que el terciopelo.
—A ti —solté, y al instante sentí calor en el cuello y las mejillas. Pero era la
verdad.
La niña de seis años nunca olvidó al niño con galaxias en los ojos. Mamá
murió y él se retiró a un rincón oscuro, pero luego volvimos a cruzarnos. Primero
cuando tenía catorce años, y ahora cuatro años después. Tenía que haber algo aquí
si la vida seguía poniéndonos en el camino del otro. ¿Verdad?
—Te ves bien con todo —me dijo—. Pero tu hermana podría perder la cabeza.
Suspiré.
No podía creer lo que veían mis ojos mientras recorría todo con los dedos.
Vera Wang. Valentino. Chanel. Lilly Pulitzer. Miu Miu.
—Santa mierda. —Me giré hacia él, con los ojos muy abiertos—. ¿Cuándo
tuviste tiempo de conseguir todo esto?
Hasta que un ruido brusco nos sobresaltó a los dos. Phoenix apartó la silla de
la mesa y se acercó, empujando su teléfono contra mi pecho. Parecía enfadada.
—Si pide hablar conmigo, dile que no estoy disponible. Para el futuro
previsible. —Phoenix estaba muy enfadada con nuestra abuela. Había estado
sucediendo con frecuencia en los últimos dos años.
Pasé el dedo por encima del nombre de la abuela, exhalé con fuerza y pulsé
“Llamar”. Contestó al primer timbrazo.
—Hola, abuela —saludé. Sabría que era yo porque Phoenix no la llamaba así
como así. FaceTime o mensajes de texto eran su habitual, por razones obvias.
—¡Reina! ¿Dónde estás? —Abrí la boca para responder, pero antes que
pudiera decir nada, ella continuó su diatriba—. ¿Sabes lo preocupada que estaba?
—Su voz subía de tono con cada palabra que pronunciaba. Me quité los auriculares
de la oreja por miedo a perder la audición—. Pensé que habías muerto. Mi bebé. Y
en su decimoctavo cumpleaños.
Mis ojos se desviaron hacia las chicas, no quería responder de forma diferente
a lo que ya le habían dicho.
Asentí.
—Sí, sólo nosotras. —La mirada de Dante se desvió hacia mí como diciendo
“pillada, mentirosa” pero lo ignoré. Fue entonces cuando capté los ojos de Phoenix
clavados en él. Anhelo. Miraba a Dante con tanto anhelo en los ojos que me dejó
sin palabras—. ¿A quién más esperabas? —pregunté distraídamente.
La abuela se burló.
—Sí, gracias.
—Gracias.
—Tu madre estaría muy orgullosa. —Bajó la voz como si tuviera miedo que
se le quebrara y le brotaran todas sus emociones. La primera y última vez que la vi
llorar fue cuando mamá murió—. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí.
—Toma, el abuelo Glasgow quiere hablar contigo. También Livy y
Alexander. Te quiero, cariño.
Durante los siguientes veinte minutos recibí una ronda de feliz cumpleaños,
las burlas de Livy, los gritos de los trillizos y la brusquedad de Alexander.
—Si necesitan un sitio donde quedarse en el sur de Francia, puedo hacer que
un auto las lleve al nuestro —me ofreció Alexander. Era un hombre de negocios de
éxito y con mucho dinero. A la abuela se le escapó una vez que Alexander había
desmantelado la editorial que había pertenecido a la madre de Livy. Ni que decir
tiene que sus comienzos fueron duros.
Me burlé.
Él no respondió, sólo sonrió. Parecía más relajado hoy que otros días que lo
había visto. Aunque las miradas tenían que parar. Phoenix siempre había odiado la
atención, la ponían nerviosa.
—No mires fijamente —murmuré en voz baja, advirtiéndole—. Ella odia eso.
Francamente, la mayoría de las chicas lo hacen. —La mirada de Dante se desvió
perezosamente hacia mí como diciendo “¿y qué?” y algo en ello me desagradó—.
No me llores cuando te empuje del barco.
Siguió una ronda de risitas y lancé una mirada de disculpa a Amon. Él y Dante
estaban cerca.
—Lo siento —murmuré—. Está bromeando, por supuesto.
—¿Quieres ir a nadar a las aguas azules del sur de Francia por tu cumpleaños?
—me preguntó—. Hoy es tu día. Haremos lo que quieras.
—Nadar suena bien cuando lo dices así —murmuré suavemente, mis ojos se
posaron en sus labios—. Aunque me apetece más el sexo —añadí en voz baja.
—Sí, a nosotras también nos gustaría saberlo —afirmó Isla, con los ojos
brillantes como esmeraldas—. A todos nos gustaría reírnos.
—¿Qué sabes? —pregunté, con los movimientos de mis señas rígidos. Esta
vez no pronuncié las palabras en voz alta.
Ella ladeó la cabeza, con una extraña expresión contemplativa en el rostro. Por
un momento pensé que me lo diría y tragué fuerte. Pero, algo más aterrador, vino a
mi mente: Nunca renunciaría a Amon. Por nada ni por nadie.
Me miró fijamente, con una expresión ilegible y extraña para mí. Respiré el
aire salado, la brisa acariciándome la piel. El suave sonido de las olas rompiendo
contra el yate me aliviaba el alma, pero la corriente que nos separaba hacía que este
momento fuera tenso. Mis rizos enmarañados se agitaron con la brisa y, con el
corazón apretado, miré fijamente a mi hermana. No me gustaba verla preocupada, y
era evidente que algo la inquietaba.
El capitán ancló el barco en una pequeña cala cercana. La Moutte era una de
las playas más vírgenes de la costa entre Saint-Tropez y Pampelonne, pero seguía
siendo un lugar apartado.
—¿Cómo es posible que esta joya siga siendo tan secreta? —preguntó Athena
con asombro.
—Dante quiere filete para cenar. El chef dice que va a hacer marisco y ya ha
preparado el menú de esta noche.
—Oh.
Nos equipamos con una máscara y un tubo, nos dirigimos a la cubierta trasera
y subimos sigilosamente a la plataforma inferior, listos para saltar. Debajo de
nosotros, el agua era como una joya. Era tan clara y translúcida que casi parecía
mirar a través de un caleidoscopio compuesto de turquesas, verdes vibrantes y
azules oscuros.
—Esto es increíble —dije. Oía el chapoteo del agua, que me decía que las
chicas habían entrado. No podía verlas desde aquí, así que era como si los dos
estuviéramos solos en el mundo.
Saltamos. El agua estaba fría contra mi piel cuando nos zambullimos. Me sacó
el aliento del pecho y me aflojó la parte de arriba del bikini, la que me agarré
rápidamente con la mano libre. Un bañador de una pieza habría sido la elección
más sensata para bucear, pero la sensación del agua contra mis pechos desnudos me
hizo sentir viva y libre.
Al llegar a las profundidades, mis pies acariciaron el fondo del mar, donde el
agua era refrescante. Con los ojos cerrados, me deleité en la tranquilidad, sintiendo
cómo la corriente ondulaba suavemente a mi alrededor. Pateando el fondo, me
levanté con facilidad e irrumpí en la superficie con la cara girada hacia el cielo. La
sal me golpeó la lengua cuando abrí la boca para respirar.
—Me encanta —admití con una amplia sonrisa—. Aunque mi top está a punto
de soltarse.
—Podrías hacer topless como los franceses —dijo, sus ojos se oscurecieron y
mi corazón se aceleró.
—No soy francesa —le expliqué con voz ahogada, tratando de sacudirme la
imagen.
Amon nos advirtió que no podíamos alejarnos mucho del barco en nuestra
aventura de snorkel. El barco no estaba cerca porque, al parecer, el chef tenía que
volver a la costa por el filete para Dante, y las corrientes eran fuertes.
Poder flotar por la superficie del agua cristalina a una profundidad de lo que
supuse que serían unos nueve o diez metros era hipnotizante, pero me tranquilizaba
saber que podíamos descansar aquí para recuperar el aliento. Era increíble ver el
fondo arenoso y rocoso y los pequeños peces plateados de cola amarilla que
correteaban por aquí y por allá.
Sus labios rozaron ligeramente los míos, dejándome saborear la sal y algo más
que era exclusivamente suyo.
—No me importa que superes nada. Sólo está aquí para mi cumpleaños.
—Te prometo que estaré aquí para tu cumpleaños —juré, con el mar azul
como único testigo.
Oí una sonora carcajada a lo lejos y ambos nos giramos a tiempo para ver
cómo Isla y Phoenix se acomodaban en lo alto del tobogán que colgaba de la
cubierta superior y se lanzaban. Las dos chillaron durante toda la bajada y sus
cuerpos se precipitaron al agua con un chapoteo.
Esperé hasta que subieron, boqueando como peces fuera del agua y
haciéndonos reír.
—¿Qué ocurre?
—De acuerdo.
—¿Qué pasó?
Tragué fuerte.
—Sí.
Me rodeé los costados con los brazos y me agarré con fuerza, intentando
controlar la inspiración y la espiración. Los pulmones me ardían mientras todo el
cuerpo me temblaba, y no tenía forma de detenerlo. Estaba a punto de derrumbarme
en la cubierta del yate de Amon, el día de mi cumpleaños.
Mis rodillas cedieron, pero antes que pudiera desplomarme, los dedos de
Dante me agarraron por la parte superior de los brazos y me mantuvieron erguida.
—Ves, todo mejor. —Su expresión cambió, o tal vez en mi pánico no lo había
leído bien. Porque ahora, su expresión me decía que no podían pagarle lo sificiente
como para preocuparse.
—Gracias.
Una simple palabra. Pero algo en ella -o en mi mirada inquisitiva- hizo que su
expresión se cerrara y se volviera tan fría que se me puso la piel de gallina. Me
recordaba a su padre más de lo que me importaba admitir.
¿Reina vio morir a su madre? Eso parecía. ¿Y por qué Grace Romero le daría
a su hija un collar que perteneció al antiguo amor de su esposo? Estaba claro que
algo jodido estaba pasando.
Un brillo llamó mi atención y me hundí una vez más. Llevábamos así una
hora, pero estaba decidido. No tiraríamos el ancla hasta encontrar el collar. Aún no
le había regalado el colgante con el símbolo kanji que le había comprado para que
se uniera al que llevaba al cuello, y no quería que su cumpleaños se arruinara en mi
presencia.
En cuanto llegué al fondo del mar y alcancé el brillante objeto, supe que la
búsqueda había terminado. Con los pequeños guijarros y la delicada pieza de
joyería en la palma de la mano, volví a la superficie a patadas.
Inhalé oxígeno en los pulmones y lo limpié. El broche no parecía resistente,
probablemente por su antigüedad, pero pensaba remediarlo con mi regalo de
cumpleaños para ella.
Nadé de vuelta al yate, con mi hermano y Reina todavía en el mismo sitio, los
largos rizos de ella azotando contra el hombro de él, y algo en mi pecho se apretó.
Se les veía bien juntos. Algo en ellos parecía encajar.
Una vez en cubierta, Reina se abalanzó sobre mí, descalza y aún con aquel
tentador bikini. Las suaves curvas de su cuerpo eran difíciles de resistir, pero no
quería precipitarme. Por su bien.
—¿Algo?
—De nada. —Me encontré con los ojos de mi hermano por encima de su
cabeza, su expresión sombría y desaprobadora. Él pensaba que las chicas eran una
distracción, pero yo no estaba de acuerdo. Conseguiríamos ese documento que mi
madre necesitaba y luego dejaríamos que nuestros padres resolvieran su propia
mierda. No podían esperar que viviéramos en el pasado.
Asintió antes de darse la vuelta y dejarnos solos. Reina levantó la cara hacia la
mía, con las mejillas húmedas y los ojos brillantes.
—Sabes que ese collar se puede reemplazar —dije suavemente, secándole las
mejillas.
—Algunas cosas no tienen precio. Esta es una de ellas. —Se puso de puntillas
y acercó sus labios a los míos—. Y tú también, Amon Leone. Te amo.
Dios, esta chica. Mujer. Fuera lo que fuera. La forma en que llevaba su
corazón en la manga era mi perdición. Sí, era hermosa. Sí, era encantadora y era un
placer hablar con ella. Pero fue su corazón el que rompió mis muros y mi voluntad.
Era la verdad. La quería más de lo que podía odiar a su padre por lo que le
había hecho a mi madre. Mi amor por ella rivalizaba incluso con lo que sentía por
mi madre. Ella, que me había enseñado sobre el honor y la importancia de la
familia. Pero Reina, lo supiera o no, me enseñó a dejar ir las cosas que supuraban
en mi interior.
Ella me hizo volar, más ligero que nunca. Me hizo olvidar el pasado, la
venganza y todos los problemas acumulados por nuestros padres.
8
Hermano.
Reina
Él me ama.
Pero bien estaba lo que bien acababa y, a la hora de comer, el yate se dirigía
hacia la costa.
Las chicas estaban tumbadas en la cubierta, tomando el sol. Hacía tiempo que
mi hermana no estaba tan contenta. Verla trajo alegría y alivio a mi pecho.
Me puse de pie y seguí el olor de la comida mientras mis amigas subían por la
corta escalera de mano empotrada. Uno de los miembros de la tripulación les
entregó unas mullidas toallas de rayas blancas y marineras.
Sonreí.
Lo dejó así, pero sabía que le preocupaba que Amon me rompiera el corazón.
Yo sabía que no lo haría. En todo caso, él era responsable de hacer mi corazón más
feliz cada día.
Las chicas la miraron con desconfianza. A ninguna nos gustaban las judías
verdes.
El chef debió de darse cuenta que nos manteníamos alejadas porque señaló el
gran cuenco.
—Esto es sano.
—Eso sería un gran pase —le dijo Raven—. Tú come sano y verás lo lleno
que estás. Dame salami y jamón serrano cualquier día.
El chef parecía tan sorprendido que todas nos echamos a reír, haciéndole
sonreír con pesar.
—Oh, oh, oh —dijo Isla, haciendo las señas al mismo tiempo para Phoenix—.
Ahí está la madre Reina, que viene a azotarnos para ponernos en forma.
—¿Te hace gritar? —Isla se abanicó—. Porque, madre, ese chico está
buenísimo. A mí me van más los hombres mayores, pero ese... No está mal, Reina.
No está mal.
Puse los ojos en blanco, pero me ardían las mejillas y no tenía nada que ver
con el calor del sol.
—¿Te ha pedido tu culo virginal? —Claro que sólo Raven preguntaría eso.
—Sí. —Eso fue fácil de responder, sobre todo teniendo en cuenta que no
habíamos tenido relaciones sexuales todavía.
—Lo mataremos —terminó Isla por ella, muy satisfecha con su amenaza.
Phoenix asintió.
—No tienen que preocuparse por eso —dije con ironía, haciendo señas al
mismo tiempo—. Porque nunca lo hará.
En el fondo, sabía que Amon era el único hombre hacia el que la vida seguiría
dirigiéndome. Era mi criptonita.
Cuando las chicas terminaron de molestarme por Amon, pasaron a otros temas
y se dirigieron a la cubierta superior. Raven sacó un cuaderno de quién sabía dónde
y empezó a dibujar. Athena tenía su fiel cuaderno encuadernado en cuero y
probablemente estaba garabateando algunas escenas o escenarios sensuales para su
próximo libro.
El sol estaba bajo, y la luz que golpeaba la costa mientras nos mecíamos
suavemente en el agua hizo que mi corazón se retorciera de satisfacción. Me
encontré a mí misma anhelando esa misma sensación para el resto de mi vida.
Felicidad.
La suave brisa del mar era cálida y agradable. Podía oír a las chicas
chapoteando en la piscina, riendo y chillando. Probablemente Dante estaba en su
habitación. Había algo raro entre él y Phoenix. No sabía qué, pero podía paladear la
tensión que se estaba gestando entre ellos. Lo único que no podía distinguir era si
era buena o mala.
Mirando por encima de mi hombro, dejé que mis ojos recorrieran su alto
cuerpo. Era la primera vez desde que éramos niños que lo recordaba llevando
pantalones cortos. Pantalones blancos de golf de alta gama y su característica
camiseta negra, que me permitían ver sus bíceps.
Volví a moverme, debatiendo si debía ser sincera, pero ya lo había sido con él
y le había gustado, así que podía continuar.
—Así que los negocios en los bajos fondos son buenos para ti, ¿eh?
—Es lucrativo, pero no es la única forma en que gano dinero. —Como no dije
nada, continuó, con su pecho retumbando contra mi espalda—. Tengo bastantes
hoteles, clubes, casinos y puertos. Pero sí, el capital que gano en los bajos fondos
me ayudó a poner en marcha mis negocios legítimos.
—Es peligroso.
—Como muchas otras profesiones. —Puse los ojos en blanco—. En la vida no
hay garantías.
—Lo sé. —Entonces, como no quería hablar de los bajos fondos, cambié de
tema—. ¿A qué universidad fuiste? —Cuando consideré que tal vez no lo había
hecho, mis mejillas se tiñeron de rojo—. ¿Tú...?
—Cambridge.
—Lárgate.
—Si debo...
Hizo como que se iba, pero apenas se inmutó cuando lo atraje hacia mí.
Se encogió de hombros.
Bajé los ojos hacia ella y seguí aferrada a su cuello, con los dedos agarrando
un puñado de cabello de su nuca para atraer su boca hacia la mía. Él se negó.
—Eres el único regalo que quiero. Para todos mis cumpleaños. Ahora y
siempre.
Su risita fue gutural, puntuada por sus caderas apretándose contra las mías, su
erección dura contra mi estómago.
—¿Hablar de qué? Esperaste a que tuviera dieciocho años. Ahora los tengo.
Por el amor de Dios, Amon, por favor, desflórame.
La diversión brilló en sus ojos y las estrellas brillaron con más intensidad. Con
vértigo, me atribuí el mérito.
—Esto tiene que ser la primera vez. Una chica pidiéndole a un chico que la
desvirgue. —Resistí el impulso de poner los ojos en blanco—. Abre tu regalo. El
resto llegará a su debido tiempo.
—Sabes, hoy me has regalado este precioso vestido. —Señalé lo que llevaba
puesto—. Los zapatos. ¿Cuántos regalos recibe una chica por su cumpleaños?
No tenía ni idea de quién era toda aquella gente, pero todos parecían saber
quién era yo. No paraban de acercarse y desearme feliz cumpleaños. Uno o dos
hombres incluso intentaron inclinarse para besarme la mejilla, a la moda francesa,
pero se detuvieron al ver la expresión fulminante de Amon.
Cuando el último invitado se alejó de nosotros, me giré hacia Amon. Sus ojos
se posaron en mí, empezando por mis piernas y subiendo hasta que nuestras
miradas se cruzaron.
—Estás preciosa.
—Tú elegiste el vestido —señalé, con las mejillas encendidas. Puede que
fuera vanidosa, pero me gustaban sus cumplidos. Coincidían con la mirada de sus
ojos, llenos de emoción, y me hacían emocionar por dentro. Sí, podía ver la lujuria
en su mirada, pero había mucho más.
—Pídemelo.
—Ahora estás bailando —señalé—. Y aquel día con los farolillos. —Mi
cuerpo se amoldó al suyo, mi cara más cerca de la suya gracias a mis tacones de
diez centímetros. Tomé sus manos y las arrastré por mi cuerpo hasta que se posaron
en mis caderas—. Además, puedo enseñarte algunos movimientos.
—Me gusta bailar contigo —murmuró, con sus labios contra el lóbulo de mi
oreja—. Eres una buena profesora.
El calor se extendió por mis venas, llenando cada rincón de mí. Nadie más
importaba en este momento, y deseé que no estuviéramos aquí entre extraños.
Deseé que estuviéramos en una habitación para poder sentir sus manos sobre mi
piel.
—Una canción country. —Sonreí y, antes que pudiera decir nada más,
añadió—. Tendrás que darme más cosas de tu lista de deseos.
Sonreí.
—Yo tampoco hasta que una de las chicas sacó a relucir su deseo de un baile
erótico.
—Es interesante. —Me pasó el pulgar por la mejilla sonrojada—. Será mejor
que no tengas un baile erótico en tu lista de deseos. A menos que sea conmigo. Para
mí.
Era una noche preciosa. Las estrellas centelleaban sobre nosotros como
diamantes, pero no tenían nada que envidiar a la sensación de este hombre entre
mis brazos.
La risa de Amon recorrió la brisa. El yate estaba lleno de gente, pero era como
si fuéramos los únicos en el mundo.
—Fue un espectáculo digno de ver —murmuró en voz baja.
—No estoy de acuerdo. —Puse los ojos en blanco, pero no pude evitar
sonreír—. ¿Adónde te escabulliste aquel día?
Cinnamon in my teeth...
—Sabes, no dejas de subirte el listón. A este paso, ¿qué harás dentro de diez
años? ¿Cerrar un pueblo para que podamos pasear por una ciudad romántica?
Sonrió, con sus ojos oscuros recorriendo mi cara. La forma en que me miraba
con hambre, como si quisiera devorarme.
—Yo también voy a tener que pensar en alguna idea romántica para
conquistarte.
—Demasiado tarde para eso. —Me pareció oírle murmurar, pero la canción
terminó y separé mi cuerpo del suyo.
—Tienes que darme alguna de las cosas de tu lista de deseos —le exigí con
severidad, pero mi sonrisa lo estropeó—. Estás haciendo realidad todos mis deseos.
Yo también quiero hacer realidad los tuyos.
—Ya lo has hecho, chica de canela. —Acercó los labios y los rozó con los
míos—. Me encanta cómo me miras.
Sus ojos ardían de calor. La noche me estaba dando más confianza de la que
debería. O tal vez era sólo este hombre y la forma en que mi cuerpo respondía a él.
—No tardaré.
—Tiene veinte meses menos que tú. —Isla dio un sorbo a su bebida—.
Apenas es un bebé.
Los invitados seguían bebiendo y bailando. Era increíble lo rápido que Dante
y Amon habían organizado la fiesta. Lo agradecí, pero no era necesario. Aunque
parecía que mis amigas lo estaban disfrutando mucho.
—Enseguida.
Lo vi abrir una botella y servir un vaso de agua con gas antes de deslizarlo por
la barra. Me lo bebí de un trago.
—Gracias. —Sonreí—. Estaba muerta de sed.
—Por favor.
—¿Te traigo algo más para acompañar? —Me tensé al oír una voz
desconocida y giré la cabeza para encontrarme con un par de ojos castaño claro.
Tono equivocado— ¿O quizás invitarte a una copa?
—Es barra libre. —Que mi novio pagó, fue lo que no dije—. Estoy bien.
Un hablador suave, pensé con ironía. Tuve que reprimir una mueca ante el
comentario cursi.
—No veo ningún novio aquí —dijo—. Sólo a ti, aquí sola. —Su mano agarró
la mía—. Bailemos.
Me puse rígida.
—No, gracias.
El tipo me agarró con más fuerza y fue entonces cuando me di cuenta que
tenía las pupilas dilatadas. Por lo que parecía, estaba borracho y drogado. Su otra
mano rodeó mi cadera y me sobresalté ante su atrevimiento.
Sonrió perversamente.
—Su novio está aquí mismo. —La voz de Amon, oscura y turbulenta por tanta
ira bien contenida, llegó desde detrás de mí y creí que ardería en llamas. Sonreí
antes de darme la vuelta—. Ahora quítale las manos de encima o te las rompo las
dos.
—Te vas a divertir. Es todo tuyo. —Amon lanzó una mirada mordaz a su
hermano, y temí entender demasiado bien las palabras que no había dicho.
Entonces, ¿por qué no dije nada?
Agarré la mano de Amon entre las mías y él se dio la vuelta. Su aroma era
poderoso, lo consumía todo. Lo miré fijamente, perdiéndome y amándolo.
Sus ojos se cruzaron con los míos.
Aparté a Amon de un tirón y me fijé en todos los que nos miraban y en Dante,
que se alejó despreocupadamente arrastrando tras de sí al borracho. De algún
modo, sabía que aquel tipo se arrepentiría de haberse acercado a mí.
—Vámonos —susurré.
Puede que estuviera muy agitado al volver de esa llamada, pero lo último que
esperaba al volver era ver a un cabrón borracho acosando a Reina.
Así que exageré. Dante le daría unas cuantas lecciones de decencia humana,
sacaría algo más de su tendencia psicópata, y el idiota aprendería algunos modales
cuando se tratara de mujeres.
Sentí alivio.
—Nunca había conocido a una mujer tan inflexible sobre perder su virginidad.
Miró hacia arriba, con los ojos brillantes, aterciopelados por el deseo, mientras
una sonrisa juguetona curvaba sus labios.
—No puedo evitarlo ya que mi novio es tan sexy. —Una bola de calor se
disparó a través de mí, directo a mi polla—. ¿No me deseas?
—Probablemente deberíamos.
Sentado en el borde de la cama con ella aún en mis brazos, se quitó los
tacones rosas y se subió a mi regazo para sentarse a horcajadas sobre mí. Me miró
de frente y apoyó los brazos en mis hombros. Su vestido se levantó, dejándome ver
sus suaves muslos, y cuando su coño rozó mi dura longitud, no pude contener un
gemido.
—De acuerdo, ¿de qué quieres hablar? —preguntó, moviendo las caderas
hacia delante. Si no me hubiera dicho que era virgen, juraría que sabía exactamente
cómo seducir a un hombre—. Sé cómo poner un condón. Sé que la primera vez
puede doler y que puede haber sangre. —Arrugó la nariz—. Y estoy limpia.
—Si hacemos esto, serás mía —gruñí—. Para siempre. —Ella asintió ansiosa.
Demasiado—. ¿Entiendes que no habrá otro hombre para ti? —Ella asintió—.
Nunca —enfaticé.
—Sólo tú, Amon. Ahora, por favor, bésame. Tócame antes de morir.
—Túmbate.
—Por ahora.
—Entonces será mejor que lo hagas, Amon Leone. O te juro por Dios que voy
a empezar a darme placer mientras tú te sientas a mirar.
—Las historias de Athena, ¿recuerdas? —Le lancé una mirada incrédula y ella
sonrió—. Las historias románticas sexys dan muchas ideas.
—¿En serio?
—Sí. —Reina agitó las pestañas—. Y antes que digas algo, me gustaría
recordarte que ya no soy menor de edad.
—No lo soy en absoluto —dije—. Sólo quiero hacer lo correcto por ti.
Su grito ahogado llenó el espacio y levanté los ojos para encontrarme con su
amplia mirada. Me miraba con los labios entreabiertos y una inocencia en los ojos,
pero no los cerraba. Como si no quisiera perderse nada.
—Sí.
Estaba en lo cierto.
Olía y sabía a canela. Absolutamente irresistible. Separé más sus piernas y las
enganché sobre mis hombros. El aroma de su excitación era embriagador, y cuando
lamí sus pliegues, las manos de Reina volvieron a mi cabello. Sus dedos temblaron
cuando utilicé la punta de mi lengua para rodear su clítoris.
Introduje las palmas de las manos bajo su culo firme y volví a besarle el coño,
aplicando más presión mientras observaba su rostro, bebiendo las señales de su
placer. Seguí besando su estrecho orificio, rozando con mis labios sus suaves
pliegues. Sorbí sus jugos como si fuera la última comida de mi vida.
Con el siguiente tirón de mis labios, deslicé un dedo dentro de ella y empecé a
meterlo y sacarlo, chupando su clítoris todo el tiempo. No tardó mucho en abrirse y
sus ojos se empañaron de placer.
—Mierda, sí, así —gruñí contra su coño, sorbiendo sus jugos como un hombre
hambriento. Levanté la cabeza y observé cómo su cuerpo se estremecía de placer
mientras seguía metiendo y sacando mi dedo de su interior.
Tenía los rizos rubios esparcidos alrededor de la cabeza y las piernas abiertas;
parecía un ángel caído, lista y dispuesta a que el diablo hiciera lo que quisiera con
ella. Me quité los bóxers, subí por su cuerpo, abrí sus piernas y acerqué mi polla a
su entrada caliente.
Me quedé quieto.
Mi polla se estremeció ante esa oferta, pero prefería cortármela antes que
hacer eso.
—No, lo haremos más despacio. —Bajó los ojos hasta donde nuestros cuerpos
se alineaban, observando mi polla dura dentro de ella. Carajo, a este ritmo, me
derramaría antes de llenarla hasta la empuñadura—. No me quites los ojos de
encima.
Hizo lo que le dije, sus ojos brillaban de deseo y de tanto amor. Le pasé los
dedos por el costado antes de agarrarla por los muslos y separarla más para mí.
No sabía si me suplicaba que parara o que empujara, pero moví la mano entre
los dos y le froté el clítoris, con la esperanza de aliviar el escozor. Sus labios se
entreabrieron y el placer se reflejó en su hermoso rostro. Gimió y levantó las
caderas para que mi polla se deslizara más adentro.
Sacudió la cabeza.
—Sé lo suficiente para saber que no es así.
—Puede ser —le ofrecí. Ni siquiera podía creer que las palabras me salieran,
pero las decía en serio. Prefería cortarme la polla antes que hacerle daño.
—¿Puedes...?
La penetré más profundamente. Se tensó y supe que esta parte sería la más
dolorosa.
Moví las caderas lenta y suavemente, con la polla dura como una roca. Reina
me acariciaba la espalda, animándome a seguir. Observé su expresión mientras
aumentaba el ritmo con empujones pequeños y superficiales. Se mordía el labio
inferior, aún incómoda, pero también con un vacilante destello de placer.
Mi placer se intensificó a medida que entraba y salía de su apretado coño. Mis
músculos temblaban, exigiéndome que fuera más rápido y más fuerte, pero lo
ignoré. Quería ante todo el placer de Reina.
Cambié el ángulo y penetré más profundamente. Ella gimió y abrió los ojos.
—¿Estás bien?
Exhalé un suspiro, intentando quedarme quieto mientras estaba seguro que sus
paredes iban a ordeñarme la polla en cualquier momento. Mierda qué estrecha
estaba.
Me miró.
Mi polla se agitó sin cesar mientras me estremecía sobre ella, sintiendo las
palmas de sus manos acariciándome la espalda y su cálido aliento abanicándome el
cuello. Apoyé la frente en su hombro.
—Gracias —susurró.
—¿Por qué? —No podía ser por haberle provocado un segundo orgasmo,
porque yo no lo había hecho.
Salí de ella con cuidado y la atraje hacia mí, rodeándola con los brazos.
Levantó la cabeza y me miró a la cara.
Solté una carcajada ahogada. Le preocupaba si era bueno para mí cuando era
ella la que había sangrado.
—Sí. Y te prometo que la próxima vez no será tan doloroso. —Le acaricié el
cuello—. Siento haberte hecho daño.
—No lo has hecho. —Inspiró y yo me detuve sobre ella cuando miró hacia
abajo, entre nuestros cuerpos. Una alerta se disparó a través de mí—. Mierda.
Me bajé de la cama, fui al baño y volví con una toallita caliente. Me senté
junto a la mujer que había cambiado mi forma de ver la vida y separé suavemente
sus piernas.
—Pero...
Me moví para poder verlo. La luz del sol matutino se filtraba por las ventanas
del yate, proyectando suaves sombras sobre el rostro de Amon y resaltando sus
pómulos afilados. Las sábanas de seda le rodeaban la cintura, dejándome ver su piel
suave y bronceada que se extendía sobre los músculos esculpidos de sus hombros y
su delgada cintura. Su V profunda se recortaba bajo las sábanas, una invitación a
continuar mi exploración de él. Levanté la mirada y me encuentré con sus ojos
esperando los míos. Su mirada de pura satisfacción masculina me hizo sentir
mariposas en el estómago.
—Buenos días, preciosa.
—Buenos días —dije sin aliento, empujando mis rizos salvajes detrás de la
oreja.
—Te queda bien esa camiseta. —En algún momento de la noche, Amon me
puso su camisa universitaria de Cambridge. Me llegaba a medio muslo, y cuando
sus ojos recorrieron mi cuerpo, se oscurecieron. El calor se extendió de mi cara a
mi cuerpo—. ¿Estás adolorida?
Las mariposas volaron de nuevo, tan alto que las puntas aterciopeladas de sus
alas rozaron mi corazón. El pulso me retumbaba en los oídos. Me pasé una mano
húmeda por el muslo, sin saber qué hacer a continuación.
—Ahora sí.
Había leído algunas de las descriptivas escenas de sexo oral de Athena, pero
no eran una buena guía para la práctica real. No había practicado mis movimientos
y sentí que fracasaba hasta que oí a Amon sisear:
Me apretó el cabello con los dedos y me hizo bajar más la cabeza. Levantó las
caderas y me penetró hasta el fondo de la garganta.
—¿Qué...?
—¿Te gusta? —Su voz era áspera. Profunda—. Yo, lamiéndote el coño.
—No está tan mal —murmuré besándole el cuello. Deslicé la mano hacia
abajo hasta acariciar su erección. Su frente se apoyó en la mía y se le escapó un
rugido. Se apretó contra mi palma—. Este dolor de vacío es peor.
—Espera.
Buscó un condón en la mesa auxiliar y lo rompió con los dientes. Menos mal
que esta vez uno de los dos mantuvo la razón.
Sus ojos eran perezosos y oscuros y me ardía la cara al ver cómo se agarraba
la erección por la base, dispuesto a ponérselo. La acción era tan primaria, tan
sorprendentemente caliente, que algo ardió en mi interior.
—Te amo.
Estaba tan llena que ardía, y Amon miraba fijamente hacia donde estábamos
unidos con una mirada oscura que rivalizaba con la obsesión. Y entonces, con un
gruñido, me tumbó boca arriba y salió, para introducirse de lleno en mí. Grité y mi
espalda se arqueó sobre la cama.
Se quedó tan dentro de mí que podía sentirlo por todas partes. Con una mano
apoyada en la cama y la otra en mi cabeza, su pecho se movía contra el mío. Su
respiración entrecortada me abanicaba el cuello mientras permanecíamos quietos,
mirándonos.
Me acarició el cuello. Sus besos eran cálidos y suaves, pero me sujetaba por
un puñado de cabello de la nuca. Y entonces empezó a moverse. Mi cuerpo se
amoldó al suyo, acomodándose a cada embestida.
Me folló con fuerza. Su peso era implacable mientras su piel golpeaba la mía.
Su intensidad me robaba el aliento. Cada embestida encendía una chispa en mi
interior que sólo la siguiente podía saciar. Mis uñas se clavaron en sus bíceps y un
pequeño estremecimiento rodó bajo su piel.
Cada vez que su pelvis chocaba contra la mía, un calor fundido se extendía
desde mi clítoris hacia fuera y un gemido gutural escapaba de mis labios. No era
más que calor, llamas y placer para que me usara a su antojo.
—Carajo, qué bien te sientes —gimió en mi oído. Las palabras se hundieron
en mi piel y llenaron cada espacio de mi corazón y mi alma. Gemí. Me estremecí.
Gemí—. Tu coño goloso me está estrangulando la polla.
Quería complacerlo. Quería hacerlo sentir bien y ser todo lo que él necesitaba
y deseaba.
Su rudeza no debería ser tan agradable, pero lo era. Era adictivo. Tal vez fuera
porque confiaba en que me mantendría a salvo. O quizás era algo que siempre
había necesitado. Ser dominada.
Apoyó su frente contra la mía y la mirada de sus ojos parecía la locura, la que
yo sentía en el alma.
Me estremecí.
—Tú, Amon.
—Lo mismo digo —murmuré, besando sus labios—. Otra mujer te toca y la
mato.
Un empujón lento y una respiración tensa, sus labios apretados contra los
míos, deslizándose y lamiendo y mordiendo. Húmedos, sucios y ásperos.
—Trato hecho, mi chica de canela.
Luego penetró más profundamente, con una intimidad que me hizo arder los
ojos. Me dejaba expuesta, pero no me importaba. No es que pudiera escapar. No
con su puño en mi cabello y su cuerpo sobre el mío.
Su vestido corto se levantó, dándome una vista perfecta de sus muslos suaves,
y mi polla se agitó al instante. Me sentía insaciable a su lado. Podría follármela día
y noche sin tener suficiente. Cada probada me hacía más adicto.
Me importaba una mierda. Por primera vez en mi vida, sentí que los espacios
estrechos y oscuros de mi pecho empezaban a resquebrajarse, dejando entrar la luz.
Y todo tenía que ver con esta chica. Ella era mi luz.
—¿Amón? —Me miró fijamente con esos ojos azules que me robaban el
aliento. Cada. Vez—. ¿Va todo bien?
—Sí —le aseguré. No quería decirle que estaba soñando despierto. Parecía
que sólo ocurría cerca de ella—. Tomaremos mi avión a París y, una vez allí,
quiero enseñarte mi casa.
—Me encantaría.
Me incliné y tomé su boca. Besarla era como vivir, y me pregunté lo ridículo
que sería pedirle que se mudara conmigo para poder besarla todas las mañanas y
todas las noches.
Cuando me aparté, tenía los labios carnosos y los ojos empañados de deseo y
amor. Me amaba. Ninguna mujer me había dado su amor tan libremente. Ni
siquiera creía que fuera posible. Y no eran sólo sus palabras, sino también sus
acciones. Era como si ella quisiera dar y dar, y como el bastardo codicioso que era,
tomé y tomé todo.
Su sonrisa me cegó y no pude resistirme a darle otro beso en los labios antes
de cerrar la puerta y acercarme al lado del conductor. Ya estaba conectando su
teléfono al Bluetooth y poniendo su música.
Tendrían que hacerlo. Había reunido suficientes favores a lo largo de los años
como para cerrar definitivamente el negocio de Romero. Así que si quería mantener
su posición en la Omertà, cedería. Eventualmente.
Dirigí una mirada a mi chica y descubrí que tenía la cara inclinada hacia el sol
con una expresión de felicidad. Mis labios se tensaron y cualquier angustia hacia
mi familia y la suya pereció. Las vistas que nos rodeaban no tenían nada que ver
con ella.
Era como un soplo de aire fresco. Un rayo de sol que se abría paso entre las
nubes tormentosas. Sabía que renunciar a ella no era una opción.
La verdad es que conducir con la capota bajada era una tontería, y peligroso
en mi profesión, pero no podía negarle nada.
—¿Comparten auto?
Ella asintió.
—No. —Yo era dueño de algunos casinos y hoteles aquí, pero ella no
necesitaba saberlo.
Giró la cabeza, inclinándola pensativamente. Brillaba, y no sólo por la forma
en que su brillante cabello reflejaba su personalidad. Era su corazón.
—Tal vez.
—Bien. Guarda tus secretos. —La comisura de mis labios se levantó—. ¿En
qué parte de París vives?
—¿En serio?
—Sí.
—Sí, la abuela se casó aquí —murmuró—. No llegué a ver mucho más que el
interior del hotel. Phoenix y yo intentamos escabullirnos, pero nos pillaron todas
las veces.
Era algo que nadie parecía entender, el poder que la ahora holandesa de
Glasgow tenía sobre Romero. Controlaba la riqueza de sus nietas y sus vidas.
Probablemente era algo bueno, porque de otro modo el viejo podría haber utilizado
sus riquezas para saldar deudas como resultado de tontos movimientos
empresariales.
—Bien.
—¿En serio? —Asintió con una amplia sonrisa—. ¿Por qué está bien?
Su voz era segura, pero un rubor se extendió por su piel cremosa, y no pude
evitar sonreír como un adolescente a punto de tener suerte. Por eso, puede que
condujera un poco más rápido para volver a París.
Una canción country se filtró por el altavoz del auto y Reina cantó con ella,
con voz suave y melodiosa.
La tensión reprimida se me escapó mientras cruzaba las piernas, tentándome a
detenerme y tomarla de nuevo. Estaba siendo un cabrón codicioso. No sólo
necesitaba su cuerpo, sino también sus suaves gemidos, sus ojos enamorados y sus
palabras.
La sola idea que alguna vez mirara así a otra persona me quemaba la garganta
y me dejaba un sabor ácido en la boca.
No habíamos puesto un pie fuera desde que volvimos a París. Nuestras únicas
interacciones con el mundo exterior eran mis respuestas a las chicas que yo estaba
bien mientras ellas me fastidiaban por tener demasiado sexo y Amon encargando
entregas de comida.
La tercera noche, el sudor corría a chorros por mi espalda y mis rizos estaban
húmedos, pegados a la piel. Cada centímetro de mi cuerpo era flexible, mis
músculos gelatinosos mientras Amon y yo probábamos todas las posturas sexuales
que se nos ocurrían. Incluso le pedí que me azotara el culo. No fue tan excitante,
pero el resto de las cosas que probamos fueron fascinantes.
Mis gemidos temblaban, vibrando contra los armarios, los azulejos y las
puertas de cristal que nos daban una vista completa de la ciudad.
Me ardía la piel. Me folló tan fuerte que lo sentiría la semana que viene.
Amon tenía una resistencia interminable, para mi deleite.
—Tú, Amon —jadeé. Tenía tanto calor que apenas podía respirar. No tenía
nada que ver con el calor del verano y todo que ver con este hombre—. Por favor,
quiero correrme.
Me mordió el cuello.
—Dios, necesito...
Me mordió el cuello.
Me chupó el labio inferior y lo soltó con un roce de dientes. Bajó los ojos
entrecerrándolos.
Era tan fácil olvidar el mundo exterior con él dentro de mí. Su boca bajó por
mi cuello dejando un rastro húmedo y caliente mientras me follaba sin prisas como
si tuviera un día y una eternidad para hacerlo. Intenté parpadear en medio de la
bruma de placer.
Lo había encargado cuando aún estábamos en el sur de Francia. Sólo tuve que
desviar la dirección de entrega a su casa y llegó ayer.
Se rio entre dientes, me puso la mano en la cadera y tiró de mí. Volví a caer
sobre él, sus manos hambrientas ya vagaban.
—Déjalas.
—Amon...
—De acuerdo, sólo un poco más —acepté—. Pero antes, tengo un regalo para
ti.
Esperé, con el corazón acelerado, a que lo abriera. Sus cejas se alzaron cuando
abrió la tapa.
—Es el yin y el yang —dije contenta—. No puede haber luz sin oscuridad. No
hay positivo sin negativo. Así que nunca me olvidarás —bromeé—. Porque yo
nunca te olvidaré. —Cuando permaneció en silencio, la inseguridad se deslizó a
través de mí—. ¿Te gusta?
—Eres mi luz, chica de canela. —La calidez de su voz acarició cada célula de
mí—. Seré tu yin mientras tú seas mi yang. Seré tu yang mientras tú seas mi yin.
Los dos estábamos a la vista del espejo. La piel dorada contra la pálida.
Cabello oscuro contra cabello rubio. Mi cuerpo menudito contra el suyo, alto y
esculpido. Podíamos ser opuestos, pero encajábamos a la perfección.
Dediqué toda mi atención a Amon, pasando las manos por sus fuertes
hombros, bajando por sus bíceps y volviendo a subir hasta su pecho.
Metió dos dedos en mi húmedo interior como para enfatizar las palabras. Un
gemido brotó de mis labios. Mi piel se sonrojó y mi frente cayó sobre su pecho
esculpido.
Con la mejilla pegada a los fuertes latidos de su corazón, vi cómo sacaba los
dedos y los volvía a meter. Me invadió esa familiar ráfaga de placer, que crecía
lenta pero inexorablemente. Continuó penetrándome mientras los sonidos de mi
excitación se mezclaban con mis gemidos.
—Por favor, Amon —gimoteé, con las manos arañándole los hombros.
Cerré los ojos a medias, pero seguí observando el contorno de sus músculos
flexionarse con cada empuje de sus dedos. Era delgado y musculoso.
Impresionantemente hermoso, por dentro y por fuera.
—Vuelve siempre a mí, chica de canela. —Su voz era ronca contra mi oído
mientras me mordía la piel del cuello, marcándome.
Me agarró con fuerza por las caderas y sus ojos se volvieron más oscuros que
la medianoche. Cuando me acercó más, un escalofrío me recorrió al sentir su polla
contra mi entrada caliente.
Me folló rápido y con fuerza, haciendo que mi cuerpo ardiera. Miraba mis
pechos rebotar con una mirada enloquecedora. El sudor rodaba por mi piel. A pesar
del orgasmo que acababa de tener, tras unas cuantas embestidas, el placer empezó a
aumentar de nuevo. Más fuerte, expulsando mis gemidos de mis labios y resonando
en el aire.
—Mírame.
—Eso es —gruñó Amon, penetrando con más fuerza durante unas cuantas
caricias y luego derramándose dentro de mí. Me estremecí mientras su polla se
movía entre mis paredes—. Mía.
—Tuya.
Amon
Habían pasado treinta minutos desde que Reina se fue a recoger sus cosas a su
apartamento y a registrarse con las chicas. Yo quería acompañarla a casa, pero ella
insistió en que no lo hiciera. Así que me conformé con lo siguiente. Con el mismo
tipo siguiéndola, se quedó al teléfono conmigo todo el camino hasta que entró en su
apartamento.
Me gustaba que fueran tan protectoras con ella, pero era infundado.
Envolvería a Reina en mi burbuja y nunca la dejaría marchar si eso significaba
mantenerla a salvo. Al diablo con todo y con todos los demás.
—¿Podemos entrar, musuko? —Cada vez que me llamaba hijo en japonés, una
alerta se disparaba por mi espina dorsal.
Abrí más la puerta y mi madre entró. Esperé a que Hiroshi la siguiera, pero me
hizo un gesto seco con la cabeza. Estupendo. Estaba impaciente por saber de qué se
trataba.
—¿Qué pasa?
Fue chocante ver a mi madre tan poco diplomática. Era más propio de ella irse
por las ramas con delicadeza.
Sus ojos viajaron por encima de mi hombro hacia el espacio que me rodeaba.
El olor de Reina persistía. Su ropa rosa yacía en rincones aleatorios. Incluso una
revista de moda que había dejado a medio leer porque yo la había distraído
pasándole las manos por el cuerpo.
No hacía falta ser un genio para darse cuenta de lo que había estado pasando
en mi apartamento, y estaba claro que mi madre se había dado cuenta.
—Creí haberte dicho que no apruebo que estés con Reina Romero.
Me encogí de hombros.
—Me lo dijiste.
—Amon…
—Amon, no.
—Sí. —Mi voz era firme, indicando claramente que no era negociable—.
¿Quieres un poco de té?
Eso siempre hacía que mi madre se sintiera mejor. Esperando un “sí” me dirigí
a la cocina y comencé con el ritual. Tardó varios segundos en seguirme, sus pasos
suaves contra el suelo.
—No. —Fue entrecortado. La sola idea de no volver a ver a Reina hacia que
mi pecho doliera con una intensidad que me robaba el aliento. Un suave gemido
llenó el espacio y me quedé mirando a mi madre, que rara vez lloraba. Una lágrima
solitaria rodó por su mejilla y me puse en acción. Le tomé la mano e intenté
suavizar mis palabras—. Al menos conócela, mamá. Te prometo que te gustará. La
querrás como si fuera tu propia hija.
—Entonces dale una oportunidad —insistí—. La amo. Quiero que llegue hasta
el final, porque sé que es la indicada para mí.
—Rompe con Reina Romero —insistió, y solté su mano, dando un paso atrás.
Mi mandíbula se apretó tanto que temí que se rompiera. Pero el verdadero latigazo
vino con las siguientes palabras de mi madre—. Tienes que romper con ella, porque
Tomaso Romero es tu padre.
No llegó nada.
Mi madre se retorcía las manos nerviosa y sus ojos me quemaban la cara. Con
una calma antinatural, la miré. Mi madre. Mi padre. Mi vida. Todo era mentira.
Tuve un atisbo de cielo, sólo para que me lo arrebataran.
Me dejó vacío.
Sacudí la cabeza sutilmente. No, no podía ser verdad. Ella se había opuesto a
que viera a Reina desde el principio porque era una Romero.
Por primera vez en mi vida, el silencio entre mi madre y yo era pesado y lleno
de resentimiento. No porque no tuviéramos nada que decirnos, sino porque ninguna
palabra cambiaría esto. Ninguna palabra podría quitar el hecho que Reina Romero
era mi media hermana.
—Amon…
—Vete. Ahora.
Antes de darme cuenta, estaba volteando con ambas manos la mesa en la que
me había follado a Reina esta misma mañana, el jarrón con flores volando y
estrellándose contra el suelo. Levanté una silla y la lancé al otro lado de la
habitación, dejando que se estrellara contra la ventana y creando una fisura en el
cristal. Me volví loco, empeñado en destruir todo lo que encontraba a mi paso.
Quería que todos los objetos del apartamento se rompieran en mil pedazos, igual
que mi corazón.
Tú media hermana.
Me metí las manos en el cabello y me tiré con fuerza los mechones, que se
salían de las raíces. Todo esto estaba mal. ¿Cómo era posible sentir esto por mi
media hermana?
No sabía cómo sobreviviría a esto, pero sabía una cosa. Ella nunca podría
saberlo. Reina nunca debe saberlo. Busqué mi móvil por todo el apartamento y lo
encontré en un rincón del salón, por algún milagro intacto.
Te lo prometo, musuko.
Con la espalda contra la pared, me deslicé por el suelo. Mi respiración era
agitada, la neblina aún llenaba mi cerebro, pero poco a poco empezó a despejarse.
Mis ojos se posaron en el cristal hecho añicos del cuadro que Reina me había
regalado hacía sólo unos días.
Nosotros antes que ellos. Supongo que me gastaron una broma cuando
hicimos aquel juramento.
Reina
—Entiendo que ahora estés loca por el sexo —añadió Raven—. Pero no
puedes echar tu culo en su casa y estar dándosela todo el día y toda la noche.
—Te estás cuidando, ¿verdad? —preguntó Isla, con los ojos entrecerrados—.
Usando protección.
Esta vez se me puso la cara colorada y sentí cómo el calor se extendía por
cada centímetro de mi piel.
—Sí. —Apreté los dientes, avergonzada por mi mentira. Si admitía que nos
habíamos olvidado una o dos veces, me encerrarían en mi habitación—. Esto no
está bien —refunfuñé mientras decía en señas—. A nadie más que a mí le dan la
sermones con los chicos en este grupo.
Raven arqueó una ceja.
—Lo dudo.
—En primer lugar, si escucharas, sabrías que tiene el cabello oscuro. —Su
ceja se arqueó aún más, encontrándose con la línea de su cabello—. Y aunque sus
habilidades en el dormitorio eran impresionantes, si alguna vez lo vuelvo a ver, va
a terminar con las costillas rotas y en un coma de un mes.
No era la primera vez que hablaban del misterioso desconocido que había
herido el corazón de Raven. Le pregunté a Phoenix cómo se llamaba, pero dijo que
no lo sabía. Nadie lo sabía, porque Raven se negaba a compartirlo con nadie.
Rompió el corazón de nuestra amiga y ella no se lo había tomado bien.
—Pasaré todo el tiempo que quiera con él, y nadie ha hablado de irme a vivir
con él.
Isla intentó jugar a la diplomática.
—Reina, que te quedes tres días con él en vez de volver a casa casi suena a
mudarse.
—No agobies a los hombres. —Intentó ayudar Athena—. No les gustan las
novias pegajosas.
—Nadie dice que lo seas —razonó Raven—. No le hagas creer que te gusta
demasiado. Déjalo sudar uno o dos días y luego vuelve por algo de sexo.
Jugueteé con mi collar. Ninguna de ellas tenía sentido. ¿Qué sentido tenía
fingir que no lo quería? No cambiaría nada. Éramos diferentes.
Raven estaba dispuesta a discutir, pero Phoenix le dirigió una mirada mordaz
y dijo en señas:
—No te molestes. Cuanto más discutamos, menos probabilidades tendremos
de convencerla.
—Dios, está tan enamorada que sueña con los ojos abiertos.
Phoenix suspiró. Al igual que el resto de mis amigas. Las mejillas de Raven se
sonrosaron, aunque la preocupación persistía en sus ojos. Se había quemado y eso
la hacía cautelosa. Lo entendía, pero no estaba de acuerdo.
—¿Amón? —grité.
Una mujer salió del dormitorio y sentí como si me hubieran dado un puñetazo
en el estómago. La bolsa se me deslizó del hombro y cayó al suelo con un ruido
sordo.
—Amon...
No llegó a terminar. Amon salió del dormitorio, con el cabello revuelto y una
mirada enloquecida. Sus pasos vacilaron cuando me vio, y supe que algo iba mal.
No me miraba igual. No había suavidad ni estrellas en sus ojos.
Un silencio doloroso y sin aliento se extendió entre nosotros antes que dijera:
El corazón me latía con tanta fuerza que estaba segura que se me iba a
magullar.
—Prometí que volvería. —Lo dije con aspereza. Me temblaban las manos. El
dolor me palpitaba en el pecho—. ¿Qué está pasando?
Mis ojos parpadearon hacia la mujer que estaba a su lado, luego hacia el
apartamento que había visto días mejores.
—Nada. —Sus manos se cerraron—. No deberías estar aquí.
Mis ojos ardían y sentía un hormigueo en la nariz.
—¿Q-Qué?
Tuve que esforzarme al máximo para tragar más allá del nudo en la garganta.
No te quiero. No te quiero.
—Sí.
—Yo... no quiero amar a otra persona. —El nudo en mi garganta crecía, los
latidos de mi corazón se sentían huecos y mi alma se destrozaba con cada segundo
que pasaba, pero nunca llegaron más lágrimas—. Te amo.
—No estás hecha para mí. Dale tu amor a alguien más. —Esto definitivamente
tenía que ser una pesadilla. Éramos felices esta mañana. Él me amaba esta
mañana—. Olvídame, Reina. Sólo era una forma de pasar el tiempo para los dos.
—Reina. No su chica de canela.
—Olvídame.
Sacudí la cabeza.
Él era todo mi libro mientras que yo... yo era sólo una página en el suyo. Ni
siquiera una página, un párrafo tal vez. Y mi corazón aún persistía, esperando
contra todo pronóstico que de algún modo, de alguna manera, él le diera la vuelta y
proclamara que yo era el título de su libro, igual que él era el mío.
Me tragué el nudo que tenía en la garganta. Tenía que mantener la
compostura, porque sabía que si me rompía, ninguna cantidad de pegamento o cinta
adhesiva me recompondría.
Estaba allí, tan cerca y tan lejos, y a juzgar por su expresión, ninguna súplica
me lo devolvería. Él siempre fue mi elección. Siempre lo habría elegido a él. Pero
aparentemente, nunca fui suya. Sólo una forma de pasar el tiempo.
Con un pie delante del otro, mantuve las lágrimas a raya mientras mi vida
ardía en llamas y no me dejaba más que dolor.
Tendría que seguir adelante para superar esta vida o acabaría como mi madre.
Amon
Era la primera vez que la veía sin una sonrisa, y yo lo había provocado. Todo
era culpa mía. Yo lo empecé y yo lo terminé.
No podía decirle por qué. Por el bien de ambos, era mejor que lo mantuviera
en secreto. Si lo supiera, la destruiría. Así que soportaría este conocimiento solo.
Ella se recuperaría del corazón roto. No lo haría si supiera que éramos medio
hermanos.
Fue en ese momento cuando decidí que Dante nunca podría saberlo.
Me puse de pie.
—No.
Esta vida sería un infierno para mí, pero que me jodan si dejo que Romero
gane. Convertiría toda esta rabia y agonía en una gélida indiferencia y me
construiría un imperio capaz de destruir a todos los demás.
El fuego en mis venas ardía más que cualquier infierno. Noté que mi hermano
me miraba con expresión extraña. Me conocía lo suficiente como para saber cuándo
debía retroceder y dejarme enfurecer.
Les jodería la cabeza como un rey. Y luego, los llevaría a todos al infierno y
arderíamos juntos.
—Se ha ido.
No tenía lágrimas, pero mi corazón lloraba lo suficiente como para inundar los
arroyos, los ríos y los océanos. Carajo, para inundar todo el planeta.
El viaje de vuelta a casa fue un borrón. Sin embargo, con un pie delante del
otro, me encontré delante de mi apartamento.
Lo amaba tanto que me dolía estar sin él. Como la nieve pertenecía al invierno
y el sol al cielo azul, yo siempre le pertenecería a él, me amara o no.
Vete a amar a otro. Las palabras dolían. Quería olvidarlas, pero estaban
arraigadas en mis neuronas, negándose a dejar de susurrar una y otra vez. Serás
buena para alguien, pero no para mí. Su rostro hermoso, sin emociones, con ojos
como galaxias oscuras sin una pizca de calidez. Ya te he olvidado.
Me quebré. Grité con todas mis fuerzas por él, dejando que me quemaran y
dañaran las cuerdas vocales. El dolor no arañaba la superficie del que ardía en mi
corazón. Mis manos se deslizaron hacia mi cabello, agarrando los mechones y
tirando de ellos con fuerza. Quería sentir cómo las palabras se arrancaban de mi
cerebro. Quería olvidar.
No supe cómo llegué a la cama, pero horas más tarde, tal vez incluso días
después, yacía en mi cama, mirando fijamente a la oscuridad con el corazón roto
mientras las imágenes de Amon jugaban en mi mente, comiéndome viva.
Mis amigas hicieron todo lo posible por calmarme. Phoenix hizo que me
bañara después de vendarme la mano. Aun así, oía sus susurros y veía sus miradas
preocupadas. Mi hermana amenazó con matar a Amon, pero por suerte Isla la
convenció que se quedara conmigo en lugar de ir a buscarlo.
Y en todo ese tiempo, no pude encontrar la energía para pronunciar una sola
palabra. En lugar de eso, me fui a la cama, en busca de soledad. Así debía de ser
ahogarse: tumbada en la oscuridad y escuchando la lluvia.
¿Por qué siempre llovía cuando estábamos tristes? También llovió el día que
enterramos a mamá.
Al salir del taxi, pude oler el aire fresco del otoño. Octubre solía ser mi
estación favorita. Ya no tenía estación favorita.
Tenía que verlo una vez más. Necesitaba hablar con él una vez más.
Una barra lacada en negro con detalles dorados ocupaba toda la parte oriental
del espacio abierto del local. Estaba repleta de botellas de licor de alta gama. Los
camareros circulaban por el espacio con bandejas de gin-tonics, champán y copas
de vino.
Risas suaves llenaban cada rincón de la terraza. Había asientos de lujo
repartidos por toda la zona, rodeando la pista de baile. Había un rincón con
jugadores de cartas y crupieres que pertenecían en las mesas. La gente bailaba y
reía, y su felicidad se burlaba de mi miseria.
El corazón me latía con fuerza y su dolor me hacía arder los ojos. Me moví
con el piloto automático. Tenía que llegar hasta él. Tenía que decírselo, y luego, si
no quería saber nada de mí, de nosotros, desaparecería y no volvería a saber de mí.
—No deberías estar aquí. —Una voz suave llamó mi atención y me encontré
con una mujer menuda vestida con un precioso kimono frente a mí. No tuve que
preguntarme quién era. Ya la había visto una vez.
—Tú debes ser la señora... —Sin saber cómo llamarla, añadí—. La madre de
Amon.
Ella asintió.
—Lo soy. —Me miró con desaprobación y me rodeé con las manos, casi
como un escudo para protegerme de ella. Su expresión pétrea la diferenciaba de
Amon—. No deberías estar aquí.
Mis ojos se desviaron hacia el otro lado de la terraza, hacia Amon. Al chico
que siempre me salvaba. Excepto que esta vez, el mal presentimiento en mi pecho
me advirtió que no habría salvación. No de su madre. Ni de él mismo.
Aquel hombre me ponía los vellos de punta. Sin reconocerlo, me dirigí al lado
opuesto de la terraza. Sentí que los ojos del Señor Leone me quemaban la espalda,
pero sólo me concentré en la figura oscura que me era familiar.
Encontré la mirada de Amon, pero en aquellos ojos que tanto amaba no había
nada. Me miró fijamente, diciéndome que me fuera. Diciéndome que no me quería.
Por un momento, no movió un músculo, mirándome obstinadamente.
—Amon... —Su nombre era un susurro insonoro, un doloroso arañazo contra
mi garganta.
Tuve que hacer un gran esfuerzo para no llorar; la certeza que había borrado
todo lo que compartimos y no había dejado nada me robaba el aliento.
Tal vez fue la angustia lo que mató a mamá, igual que me estaba matando
lentamente a mí.
Tragué fuerte y me obligué a dar otro paso. Tenía que decírselo. Sólo dos
palabritas: Estoy. Embarazada. Él podía aceptarlas o negarlas; yo me preocuparía
del resto después.
Y bailaron como uno solo. Dos almas siempre destinadas a estar juntas. Y lo
que más dolía era cómo encajaban. El cabello de ella era tan oscuro como la seda
de un cuervo, a juego con el suyo. Ella era hermosa. Todo lo que yo no era.
Agraciada. Segura de sí misma.
Se me llenaron los ojos de lágrimas. Siempre había estado unida al chico con
estrellas en sus ojos oscuros, pero cometí un error. No brillaban para mí. Quizás
nunca lo hicieron. O tal vez yo había sido una estrella todo el tiempo, y él era la
luna. Sólo había una, mientras que había miles de millones de estrellas ahí fuera... y
él no me eligió a mí. Así que ahora, me quemaría, conociendo su sabor y echándolo
de menos para siempre.
Con el corazón martilleándome en el pecho, intenté obligarme a dar otro paso.
Pero no pude. En lugar de eso, me quedé congelada, amándolo en silencio. A
ciegas. Pero entonces él inclinó la cabeza y la besó, suave y reverentemente.
—¿Señor Konstantin?
—Sí. Disculpe.
Sin esperar su respuesta, salí corriendo de allí como si el diablo y sus caballos
me pisaran los talones. Sentía cómo me ardían los ojos, amenazando con soltar un
torrente de lágrimas.
Salí del local, me sequé la cara y salí a la acera cuando un trueno estalló en el
cielo. Siguió un aguacero que ahogó mis sollozos y ocultó mis lágrimas.
Vagué por París, perdida, mientras cada paso que daba lejos de él me
adormecía. Lento pero seguro. Cuando crucé la calle de mi apartamento, estaba
empapada y felizmente adormecida. Ya no me dolía ni el pecho. Sólo sentía... nada.
—Mierda, no te mueras.
No quiero morir. Sólo quiero dejar de sentir. Mi boca no se movió. O tal vez
lo hizo y yo no podía sentirlo.
Cada aliento que daba desde que dejó de quererme me parecía una pérdida de
tiempo. Los moretones que dejó se negaban a curarse. Una parte de mí se aferraba a
ellos para no olvidarlo nunca, para no olvidarnos nunca.
—Reina, sigue respirando. —La exigencia era clara. No pude seguirla—. O
tendré que recurrir a medidas drásticas.
Medidas drásticas. Alguien había lanzado una amenaza similar antes, pero no
recordaba quién. Me dolía el cráneo, cada pensamiento enviaba ecos de dolor a
cada célula de mí.
CONTINUARÁ...