Rudyard Kipling - de Como Vino El Miedo

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De Cómo Vino el Miedo

Rudyard Kipling

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Texto núm. 6258

Título: De Cómo Vino el Miedo


Autor: Rudyard Kipling
Etiquetas: Cuento

Editor: Edu Robsy


Fecha de creación: 25 de diciembre de 2020
Fecha de modificación: 25 de diciembre de 2020

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Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España

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De Cómo Vino el Miedo
Cuando secos están arroyo y laguna,
todos somos hermanos;
mezclados nos ven las riberas,
ardientes las bocas, polvo en los flancos,
sin deseos de caza,
y por temor igual paralizados.
Junto a su madre, puede tímido ver
el cervato al lobo desmedrado;
mira el gamo tranquilo los colmillos
que a su padre mataron.
Cuando secos están charco y arroyo,
todos somos hermanos.
hasta que alguna nube la respetada
"tregua del agua" rompa,
y nos mande lluvia y anhelada caza,
nuestro encanto.

Previstos están, por la ley de la selva (la más antigua del mundo) la
máxima parte de los acontecimientos con que su pueblo pudiera
enfrentarse, por lo que, hoy por hoy, es un código casi tan perfecto como
el tiempo y la costumbre pudieron llegar a constituirlo. Si el lector pasó sus
ojos por las narraciones transcritas relativas a Mowgli, recordará sin duda
que el muchacho pasó la mayor parte de su vida con la manada de lobos
de Seeonee, y que aprendió la ley con Baloo, el oso pardo. Fue el propio
Baloo quien le explicó, cuando el muchacho daba muestras de impaciencia
por tantas órdenes que recibía constantemente, que la ley era como una
enredadera gigante, ya que alcanza a todas las espaldas sin quedar
exenta ninguna de sentir su peso.

—Una vez que hayas vivido los años que yo he vivido, hermanito, te darás
cuenta de que la selva obedece, a lo menos, a una ley —dijo Baloo—.
Esto no te parecerá muy agradable —añadió.

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Mowgli no paró mientes en esta conversación, porque cuando un
muchacho pasa la vida comiendo y durmiendo, no le importan un ardite las
demás cosas, sino hasta que suena la hora de enfrentarse con ellas. Pero
hubo un año en que las palabras de Baloo resultaron certísimas y exactas;
entonces Mowgli fue testigo de que toda la Selva estaba bajo el imperio de
la ley.

Esto empezó cuando escasearon de manera alarmante las lluvias de


invierno, y cuando Ikki, el puerco espín, al topar con Mowgli entre unos
bambúes, le explicó que se estaban secando las patatas silvestres. Pero,
bueno: todo el mundo ya está enterado de lo ridículamente escrupuloso
que es Ikki acerca de escoger su alimento, y de que sólo elige las cosas
mejores y más en sazón. Por tanto, Mowgli se rió y le dijo:

—¿Qué tiene eso que ver conmigo?

—No mucho, al presente —respondió Ikki, e hizo sonar sus púas muy
tenso y violento—.

Pero ya veremos mas tarde. ¿Sigues todavía bañándote en la laguna que


hay en la roca, allá en la Peña de las Abejas, hermanito?

—No. El agua es tan tonta que se va evaporando, y no quiero romperme la


cabeza —dijo Mowgli, que en aquellos tiempos sentíase tan sabio como
cinco juntos de los que formaban el pueblo de la selva.

—Tú te lo pierdes. Si te la rompieras un poco, acaso por la rotura te


entraría algo de juicio.

Ikki echó a correr agachando la cabeza para que Mowgli no le tirara de las
cerdas del hocico; el muchacho le contó después a Baloo lo que aquél
había dicho.

El oso, en tono grave, murmuró entre dientes:

—Si estuviera solo, cambiaría de cazadero, antes que los demás


empezaran a preocuparse. Pero ya sabemos que siempre acaba en lucha
cazar en país extraño, y podría suceder que le causaran daño al hombre
cachorro. Esperaremos y veremos cómo florece el mohwa.

Pero aquella primavera no floreció el árbol de mohwa al que tanto cariño


tenía Baloo.

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Por culpa del calor murieron antes de nacer los verdosos, lechosos
capullos, parecidos a la cera; sólo cayeron algunos malolientes pétalos
cuando él sacudió el árbol, puesto en dos patas contra el tronco. Luego,
centímetro a centímetro, fue penetrando el incesante calor en el corazón
de la selva, e hizo que todo se revistiera de color amarillo, primero;
después, de color de tierra, y al fin, de color negro. Los matorrales y las
malezas que bordeaban los barrancos se secó poco a poco hasta
convertirse en algo parecido a alambres rotos, y en enroscadas fibras de
materia muerta; gradualmente perdieron el agua las escondidas lagunas y
sólo el barro quedó en ellas, el cual conservó la más tenue huella en los
bordes como si hubiera sido vaciado en un molde de hierro; las jugosas
enredaderas que colgaban de las árboles, cayeron y murieron al pie de
ellos; sccáronse los bambúes y produjeron un ruido agudo cuando soplaba
el viento cálido; empezó a morirse el musgo y dejaba peladas las rocas,
hasta en el corazón de la selva, de tal manera que quedaron desnudas y
ardientes como piedras azules que brillaban en los cauces.

Los pájaros y los monos emigraron desde el comienzo del año hacia el
norte, porque sabían lo que se vendría encima; el ciervo y el jabalí se
internaron en los devastados campos de los aldeanos y murieron ellos
también, a las veces, a la vista de los hombres que estaban demasiado
débiles para matarlos. Pero no emigró Chil, el milano, y tuvo oportunidad
de engordar, ya que abundó la carroña, y cada tarde les llevaba la noticia
a las fieras, cuya postración les impedía ir a la búsqueda de nuevos
cazaderos, de que el sol mataba poco a poco a toda la selva en una
extensión de tres días de vuelo, desde ese punto, en todas direcciones.

Nunca había sabido Mowgli en verdad lo que era el hambre, pero ahora
tuvo que contentarse con miel vieja, de tres años, que raspaba de
colmenas abandonadas hechas en la roca...; era una miel negra como la
endrina espolvoreada con azúcar seco. Cazó también gusanillos de los
que taladran la corteza de los árboles, y en no pocas ocasiones robó a las
avispas las crías que sus avisperos. Toda la caza que quedaba en la selva
no era más que piel y huesos; Bagheera mataba tres veces en una sola
noche y ni así obtenía lo que necesitaba para calmar su apetito. Pero la
peor calamidad era la falta de agua, ya que, aunque raras veces beba el
pueblo de la selva, ha de beber en gran cantidad, cuando lo hace.

Siguió adelante el calor y secó toda humedad, y al fin el cauce del río
Waingunga fue el único lugar donde corría aún un hilillo de agua entre las

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muertas riberas.

Y cuando Hathi, el elefante salvaje, cuya vida puede alcanzar cien años o
más, vio que en el centro mismo de la corriente asomaba un largo,
descarnado y azul banco de piedra completamente seco, comprendió que
lo que tenía ante su vista era la Peña de la Paz, y entonces, de cuando en
cuando, levantó la trampa y proclamó la Tregua del Agua, como la había
proclamado su padre antes que él, cincuenta años atrás. Le hicieron coro,
con ronca voz, el ciervo, el jabalí y el búfalo; Chil, el milano, voló en todas
direcciones describiendo círculos, chillando y silbando para extender la
noticia.

De acuerdo con la ley de la selva, desde el momento en que ha sido


proclamada la Tregua del Agua, es castigado con la pena de muerte el que
mata en los sitios destinados a beber. Beber es antes que comer: ésta es
la razón. Cuando lo único que escasea es la caza, cualquiera puede irla
pasando mal que bien en la selva. Pero el agua es el agua, y toda caza
queda en suspenso mientras el pueblo de la selva tenga que ir por
necesidad al único manantial que quede. Durante las estaciones buenas,
cuando el agua abundaba, quienes querían beber en el río Waingunga (o
en cualquier otro sitio, que para el caso es lo mismo) lo hacían a riesgo de
su vida, y dicho riesgo contribuía, en gran parte, al atractivo de las
excursiones nocturnas. Moverse con tal destreza que ni una hoja se
moviera al paso; atravesar el vado, con el agua hasta la rodilla, en sitios en
que es baja el agua, cuyo ruido apaga todo rumor; mirar hacia atrás, por
encima del hombro, mientras se bebe, con cada músculo tenso para dar el
primer salto desesperado de loco terror; revolcarse en la arena de la orilla
y regresar luego, húmedo el hocico y bien repleto el vientre, a la manada
que admira al atrevido... todo esto era algo delicioso para el gamo joven
dotado de buenos cuernos, precisamente porque sabían que, cuando
nadie lo pensara, acaso Bagheera o Shere Khan se lanzarían sobre ellos y
les quitarían la vida.

Mas ahora había terminado todo aquel juego que podía ser mortal:
acercábase hambriento y triste todo el pueblo de la selva al río cuyo cauce
parecía haberse estrechado; el tigre, el oso, el ciervo, el jabalí, el búfalo,
todos juntos, bebían en sucias aguas y allí permanecían, sin fuerzas para
moverse.

Durante todo el día el ciervo y el jabalí se habían movido de un lado a otro


buscando algo mejor que cortezas secas y hojas muertas. Los búfalos no

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habían encontrado lodazales en qué refrescarse ni verdes sembrados en
donde pudieran saciar su hambre.

Las serpientes abandonaron la selva y bajaron al río con la esperanza de


encontrar allí alguna rana perdida. Permanecían quietas, enroscadas en
alguna piedra húmeda, y ni siquiera se enfrentaban con el jabalí cuando
éste con el hocico las sacaba de su lugar.

Tiempo hacía que las tortugas de río habían sido exterminadas por la
habilísima cazadora Bagheera; los peces del río se habían enterrado ellos
mismos profundamente en el seco barro. Sólo la Peña de la Paz
sobrenadaba del agua poco profunda, como una larga sierpe, y las
pequeñas y fatigadas ondulaciones de la corriente silbaban al pegar contra
sus calientes costados y evaporarse.

Cada noche se dirigía a ese lugar en busca de fresco y compañía. Apenas


hubiera hecho caso entonces del muchacho el más hambriento de todos
sus enemigos. Su piel desnuda hacíalo parecer aún más enjuto y
miserable que cualquiera de sus compañeros. El sol le había descolorido
el cabello hasta hacerlo que pareciera estopa; sobresalían sus costillas
como si fuesen los mimbres de un cesto, y los bultos que le crecieron en
las rodillas y codos por arrastrarlos por el suelo al caminar a gatas, le
daban a sus reducidos miembros el aspecto de manojos de hierba
trenzados. Pero bajo aquella melena enredada y entretejida, se veían unos
ojos fríos, tranquilos, pues Bagheera —su consejera en aquellos tristes
días—, le aconsejó que se moviera calmosamente, que cazara despacio, y
que nunca, por ningún motivo, se enojara.

—Estos tiempos son malos, pero ya pasarán, si no nos morimos antes


—dijo la pantera una noche en que el calor era semejante al de un
horno—. ¿Te has llenado el estómago, hombrecito?

—Algo metí en él, pero no me vale. ¿No crees, Bagheera, que las lluvias
se olvidaron de nosotros y que no volverán ya más?

—¡De ningún modo! Todavía veremos florecer el mohwa y a los cervatos


engordar con la hierba fresca. Vamos a la Peña de la Paz a saber noticias.
Sube a mi lomo, hermanito.

—No es tiempo ahora de cargar pesos. Todavía puedo tenerme en pie sin
que me ayuden.

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Pero es verdad que ni tú ni yo nos parecemos, por lo gordos, a los bueyes
bien cebados.

Se miró Bagheera los lados, que eran como harapos cubiertos de polvo, y
murmuró:

—Maté anoche un buey que estaba uncido al yugo. Me quedaban tan


pocas fuerzas, que creo que no me hubiera atrevido a saltarle encima, si
hubiera visto que estaba en libertad. ¡Wou!

Se rió Mowgli y dijo:

—Sí; muy buen par de cazadores formamos ahora tú y yo. Yo soy muy
audaz para comer gusanillos.

Ambos se alejaron por la crujiente maleza, se dirigieron a la orilla del río


junto a la labor de encaje que formaban los montones de arena que habían
salido de él por todos lados.

—El agua no puede ya durar mucho —observó Baloo uniéndose a ellos—.


Miren acá: al otro lado se ven filas de huellas que se parecen a los
caminos que trazan los hombres.

En el llano que se extendía en la orilla opuesta, la hierba, erguida, se


había muerto y parecía momificada. Las holladas pistas del ciervo y del
jabalí, todas en dirección al río, rayaban la desteñida llanura con
polvorientas ramblas abiertas en la hierba de tres metros de altura; a pesar
de ser todavía temprano; cada larga avenida se veía ya llena de los que se
daban prisa en ser los primeros en llegar al agua. Percibíanse las toses de
los gamos y de los cervatos, a consecuencia del polvo, como si éste fuera
rapé.

En la curva que formaba el agua perezosa alrededor de la Peña de la Paz,


río arriba, estaba Hathi, el elefante salvaje, convertido en Guardián de la
Tregua del Agua; acornpañábanlo sus hijos, demacrados, de color gris,
balanceando el cuerpo a la luz de la luna... siempre balanceándolo. Un
poco más abajo, mirábase la vanguardia de los ciervos; más abajo aún, los
jabalíes y los búfalos salvajes; en la orilla opuesta, donde los árboles
llegaban hasta tocar el agua, estaba el lugar aparte destinado a los
carnívoros: el tigre, los lobos, la pantera, el oso, y los demás.

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—En verdad que el peso de una sola ley nos gobierna ahora —dijo
Bagheera al vadear la corriente y mirando las filas de cuernos que
chocaban unos contra otros y los inquietos ojos que se miraban en el lugar
donde se empujaban los ciervos y los jabalíes—. ¡Buena suerte a todos los
de mi sangre! —añadió, y se tendió cuan larga era, con uno de sus
costados fuera del agua. Y luego dijo entre dientes:

—¡Buena suerte sería la del que pudiera cazar aquí, a no ser por eso que
se llama la ley!

Estas últimas palabras no pasaron inadvertidas al oído finísimo de los


ciervos, y un rumor de azoramiento corrió a lo largo de sus filas.

—iLa Tregua! ¡Acuérdate de la Tregua! —exclamaron.

—¡Que haya orden! ¡Que haya orden! —dijo con voz gutural Hathi, el
elefante—.

Permanece la Tregua, Bagheera. No es hora de hablar de caza.

—¡Si lo sabré yo! —respondió Bagheera, mirando río arriba—. No devoro


más que tortugas.., no soy sino una pescadora de ranas. ¡Naayah! ¡Quién
se alimentara únicamente de ranas!

—También nosotros quisiéramos que así lo hicieras; eso nos gustaría


mucho —replicó, balando, un cervato nacido aquella misma primavera, y al
cual Bagheera no le hacía gracia alguna. Por muy decaído que estuviera el
pueblo de la selva, nadie, incluyendo al mismo Hathi, pudo menos de
reírse disimuladamente, en tanto que Mowgli, echado de codos sobre el
agua caliente, soltó la carcajada y golpeó la espuma con los pies.

—¡Bien dicho, cornamenta en capullo! —bisbisó Bagheera—. Se te tendrá


esto en cuenta cuando haya terminado la Tregua.

Y sus ojos se clavaron en el cervato, a través de las sombras, para tener la


seguridad de reconocerlo en mejor ocasión.

La conversación se generalizó poco a poco dondequiera en los sitios


destinados a beber.

Oíase al quisquilloso jabalí pedir con sordos ronquidos que le cedieran

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mayor espacio; a los búfalos gruñendo entre ellos al andar al sesgo por los
bancos de arena; a los ciervos narrando lastimeros cuentos de sus largas
y fatigosas caminatas en busca de comida. De cuando en cuando
preguntaban, en demanda de noticias, a los carnívoros que se
encontraban al otro lado del río. Pero las noticias siempre eran malas, y el
bramador viento caliente de la selva se movía por entre las rocas y las
zumbantes ramas, y esparcía renuevos y polvo por encima del agua.

—También se mueren los hombres junto a sus arados —dijo un sambhur


joven—. Encontré a tres, entre la hora del crepúsculo y la noche. Yacían
completamente quietos, y sus bueyes yacían con ellos, a su lado. Así
estaremos nosotros, muy quietos y tendidos, dentro de poco.

—El río ha bajado más desde ayer en la noche —afirmó Baloo—. Hathi,
¿viste nunca una sequía corno ésta?

—Ya pasará, ya pasará —respondió Hathi, y lanzó agua al aire para que le
cayera sobre el lomo y los flancos.

—Por aquí hay alguien que no resistirá mucho tiempo —observó Baloo. Y
al decir esto, miró al muchacho a quien tanto quería.

—¿Quién? ¿Yo? —exclamó indignado Mowgli, sentándose en el agua—.


Yo no tengo pelo largo que me cubra mis huesos. Pero. . pero, ¿y si te
quitase a ti la piel, Baloo?

Tan sólo de pensar en esto, tembló Hathi, y Baloo dijo con aire severo:

—Hombrecito, no está nada bien que le digas eso a un maestro de la ley.


Nunca me vio a mí nadie sin piel.

—No quise decir nada malo, Baloo, sino tan sólo que tú eres, digámoslo
así, como un coco con cáscara, en tanto que yo como un coco sin cáscara.
Ahora bien, la cáscara parda que tú tienes...

Mowgli se encontraba sentado con las piernas cruzadas, hablando, como


de costumbre, con el dedo levantado, cuando Bagheera alargó
suavemente una pata y lo tiró de espaldas en el agua.

—Esto va de mal en peor —dijo la pantera negra mientras el muchacho se


levantaba farfullando algunas palabras—. Primero, que hay que quitarle su
piel a Baloo, y luego, que es un coco... Pues cuidado; no vaya a hacer él lo

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que hacen los cocos maduros.

—¿Qué hacen? —interrogó Mowgli a quien había cogido distraído la


advertencia y no la entendió, aunque era uno de los más inteligentes
adivinadores de la selva.

—Le rompen a uno la cabeza —respondió suavemente Bagheera, y le dio


otro empujón y lo zambulló de nuevo.

—No está bien que bromees a costa de tu maestro —dijo el oso, al mismo
tiempo que Mowgli iba a parar bajo el agua.

—¡No está bien! Pues, ¿qué es lo que quieres? Esa cosa desnuda que
siempre anda corriendo de aquí para allá, bromea, como si fuera un mono,
con quienes en un tiempo fueron buenos cazadores, y nos tira de los
bigotes a los mejores de entre nosotros, por juego.

Quien así habló, era Shere Khan, el tigre cojo, que descendía hacia el
agua. Se quedó inmóvil durante un momento, para regocijarse con la
impresión que produjo su vista en los ciervos al otro lado del río. Luego,
dejando caer la cuadrada cabeza llena de arrugas, empezó a beber a
lengüetadas y rezongó:

—La selva no es ahora sino un criadero de cachorros desnudos. ¡Mírame,


hombrecito!

Miró Mowgli... Mejor dicho, clavó los ojos tan insolentemente cuanto pudo;
al cabo de un instante, Shere Khan volvióse con visible malestar.

—¡Hombrecito por aquí... hombrecito por allá!. .. —rugió sordamente, en


tanto que seguía bebiendo—. ¡Bah! El cachorro ése no es ni hombre ni
cachorro; de lo contrario, hubiera sentido miedo. ¡Habré de pedirle permiso
en la estación próxima para que me deje beber! ¡Augr!

—Muy bien podría ocurrir eso —dijo Bagheera mirándolo fijamente en los
ojos—. Muy bien podría ocurrir. ¡Fu! ¡Shere Khan! ¿Qué abominable cosa
es esa que traes acá?

El tigre cojo hundía la barba y la quijada en el agua, y flotaban aceitosas y


oscuras rayas a partir de donde él bebía, y seguían corriente abajo.

—¡Un hombre! —respondió fríamente Shere Khan—. Hace una hora maté

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a un hombre.

Y siguió farfullando y rugiendo entre dientes.

Sobresaltóse toda la fila de animales, y se movieron presa de agitación, y


entre ellos empezó a circular un murmullo que, al fin, se convirtió en un
grito:

—¡Un hombre! ¡Un hombre! ¡Mató un hombre!

Miraron todos, entonces, a Hathi, el elefante salvaje; pero en aquel


momento, él parecía no escuchar. Nunca actúa Hathi hasta que llega la
hora de actuar; ésta es una de las causas de su vida tan larga.

—¡Matar a un hombre en esta estación!... ¿No tenías otra clase de caza a


mano? —dijo Bagheera, saliendo del agua teñido de rojo y sacudiendo
cada pata, como un gato, al salir.

—Por gusto lo hice, no por necesidad de carne.

Se escuchó de nuevo el murmullo de horror, y ahora sí, el vigilante ojillo


blanco de Hathi miró en dirección de Shere Khan.

—¡Por gusto! —repitió lentamente Shere Khan—. Y ahora vengo a beber y


limpiarme.

¿Alguien se opone a ello?

El lomo de Bagheera empezo a curvarse como un bambú cuando sopla


fuerte viento.

Pero Hathi levantó la trompa y habló con calma.

—¿Mataste por gusto? —preguntó. Cuando Hathi pregunta algo, lo mejor


de todo es contestarle.

—Así es. Tengo derecho a hacerlo, porque esta noche es mía. Tú lo


sabes, Hathi.

Y Shere Khan hablaba casi cortesmente.

—Lo sé, lo sé —concedió Hathi. Y tras un breve silencio, añadió:

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—¿Bebiste ya todo lo que necesitabas?

—Sí, por esta noche.

—Pues ahora, vete. El río es para beber, y no para ensuciarlo. Nadie sino
el Tigre Cojo podía hacer gala de su derecho en esta estación en que... en
que todos padecemos... todos, tanto los hombres como el pueblo de la
selva. Pero ahora, limpio o sucio, ¡regresa a tu cubil, Shere Khan!

Cual si fuesen trompetas de plata resonaron las últimas palabras, y sin


ninguna necesidad de ello, los tres hijos de Hathi se adelantaron como un
paso. Se escurrió Shere Khan, y no se atrevió ni siquiera a gruñir; sabía él
lo que nadie ignora: que en último término, el amo de la selva es Hathi.

Mowgli murmuró al oído de Bagheera:

—¿Qué derecho es ése que alega Shere Khan? Siempre es cosa


vergonzosa matar a un hombre; así lo dice la ley. No obstante, dice Hathi
—Pregúntaselo a él. Yo no lo sé, hermanito. Pero, a no haber hablado
Hathi, y tuviera o no tuviera derecho el Cojo, ya le habría dado yo una
lección a ese carnicero. Venir a la Peña de la Paz después de matar a un
hombre.., y hacer luego gala de ello... es una acción digna tan sólo de un
chacal. Además, no tuvo empacho en ensuciar el agua.

Después de esperar un minuto para darse ánimo, porque nadie se atrevía


a hablar a Hathi directamente, Mowgli gritó:

—¿Cuál es ese derecho que alega Shere Khan, Hathi?

Hallaron eco sus palabras en ambas orillas. El pueblo de la selva es


curiosísimo, y acababan de presenciar algo que nadie parecía entender,
excepto Baloo, que se mostraba muy pensativo.

—Es una historia antigua —dijo Hathi—. Una historia más vieja que la
selva. Estén quietos, callen todos en esta y la otra orilla, y contaré la
historia.

Hubo uno o dos minutos de confusión, ya que los jabalíes y los búfalos se
empujaban los unos a los otros, y al cabo, los que dirigían las manadas,
gruñeron sucesivamente:

—Estamos esperando.

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Avanzó Hathi y se metió casi hasta las rodillas en la laguna que se
formaba junto a la Peña de la Paz.

Su aspecto era el que le correspondía, aunque estaba flaco y arrugado y


con los colmillos amarillentos: el de amo de la selva, conviene a saber, lo
que todos sabían que era.

—Todos ustedes saben, hijos míos —empezó— que al hombre es a quien


temen más que a

todas las cosas.

Se escuchó un rumor de aprobación.

—Esto va contigo, hermanito —le dijo Bagheera a Mowgii.

—¿Conmigo? Yo pertenezco a la manada... Soy un cazador del pueblo


libre —respondió

Mowgli—. ¿Qué hay entre los hombres y yo?

—¿Saben ustedes por qué le tienen miedo al hombre? —prosiguió


Hathi—. He aquí la razón:

En el principio de la selva —y nadie sabe cuándo fue esto— todos los hijos
de ella

andábamos juntos sin temor los unos de los otros. No había sequías en
aquellos tiempos; hojas, flores y frutos crecían en el mismo árbol, y
nosotros no comíamos sino hojas, flores, hierbas, frutos y cortezas."

—Alegre me siento de no haber nacido en aquellos tiempos —dijo


Bagheera—. ¿Para qué sirven las cortezas sino para afilar las garras en
ellas?

—Tha, el primer elefante, era e! señor de la selva. Con su trompa sacó a la


selva de las profundas aguas. Donde él trazó surcos con sus colmillos, allí
corren los ríos; donde pegó con el pie, brotaron manantiales de agua
potable; cuando hizo sonar su trompa... así... cayeron los árboles. Así hizo
la selva, Tha; así me contaron a mí lo sucedido.

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—Pues el cuento no perdió nada en tamaño al pasar de boca en boca
—bisbisó Bagheera, y Mowgli, para que no lo vieran reír, se tapó la cara
con la mano.

—No había en aquellos tiempos ni trigo, ni melones, ni pimienta, ni cañas


de azúcar; tampoco había chozas como las que ustedes han visto; el
pueblo de la Selva no sabía nada acerca del hombre, y vivía en común,
formando un solo pueblo. Sin embargo, empezaron poco a poco los
altercados por la comida, aunque había pastos suficientes para todos.
Eran unos holgazanes. Cada quien quería comer allí donde estaba
echado, como en ocasiones podemos hacerlo nosotros cuando son
abundantes las lluvias de la primavera. Entre tanto, Tha, el primer elefante,
seguía ocupado en crear nuevas selvas y en encauzar ríos. Imposible que
pudiera estar en todas partes, por lo cual nombró dueño y juez de la selva
al primer tigre, asignándole la obligación de que resolviera todos los
altercados que el pueblo tenía el deber de sujetar a su juicio. Corno todos
los demás animales, en aquel tiempo el primer tigre comía fruta y hierba.
Su tamaño era igual que el mío, y era hermosísimo, todo él del color de las
flores de enredadera amarilla. Carecía de rayas en la piel en aquellos
tiempos felices en que la selva era joven. Acudía ante su presencia, sin
ningún temor, el pueblo todo de la selva, y su palabra era la ley para todos.
Recordarán que les dije que no formábamos entonces sino un solo pueblo.

Una noche, sin embargo, hubo una disputa entre dos gamos (fue una riña
por cuestión de pastos, una riña como las que ustedes dirimen ahora con
los cuernos y las patas).

Cuentan que, en tanto hablaban los dos a la vez ante el primer tigre, que
estaba echado entre las flores, uno de los gamos lo empujó sin querer con
los cuernos; olvidó en ese momento el primer tigre que era el dueño y el
juez de la selva: saltó sobre el gamo y le partió el cuello de una dentellada.

Ninguno de nosotros había muerto hasta aquella noche. El primer tigre, al


darse cuenta de su fechoría y enloquecido por el olor de la sangre, huyó
hacia los pantanos del Norte.

Nosotros, en la selva, quedamos sin juez, y pronto dimos en luchar los


unos contra los otros. Tha, al escuchar el ruido, regresó entonces. Unos le
dieron una versión de lo ocurrido, en tanto que otros le daban otra versión,
pero él, al ver al gamo muerto entre las flores, preguntó quién lo había
matado; pero nosotros los de la selva no quisimos decírselo porque el olor

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de la sangre también nos había enloquecido. Corríamos de acá para allá,
formando círculos, brincando, ululando y sacudiendo la cabeza. Entonces,
a los árboles de ramas bajas y a las enredaderas de la selva, les dio Tha
la orden de que señalaran al matador del gamo, de manera que él pudiera
reconocerlo, y añadió:

—Ahora, ¿quién quiere ser dueño del pueblo de la selva?

Saltó rápidamente el mono gris, que habita entre las ramas, y chilló:

—Yo quiero ser dueño de la selva.

Rióse Tha al escuchar esa petición, y le contestó:

—Así sea.

Y después de eso, se marchó de muy mal humor.

Todos ustedes conocen, hijos míos, al mono gris. Entonces era lo que es
ahora. Al comienzo guardó toda la compostura de un sabio.

Más, de ahí a poco, empezó a rascarse y a saltar, así que, cuando regresó
Tha, lo halló colgando cabeza abajo de una rama, haciendo burla de los
que estaban en el suelo, los cuales, a su vez, hacían burla de él. Por tanto,
no había ley en la selva... sino tan sólo charla insulsa y palabras sin
sentido.

Tha, entonces, hizo que nos acercáramos a él todos y dijo:

—El primero de vuestros dueños trajo a la selva la muerte; el segundo, la


vergüenza. Por tanto, hora es ya de que tengan ustedes una ley, una ley
que no puedan ustedes quebrantar. Ahora van a conocer el miedo, y, una
vez que lo hayan conocido, se darán muy bien cuenta de que él es el amo
de ustedes, y todo lo demás marchará por sí solo.

Entonces nosotros, los de la selva, dijimos:

—¿Qué significa miedo?

Y respondió Tha:

—Busquen, hasta que lo encuentren.

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Por lo cual fuimos de un lado a otro de la selva, buscando al miedo, y de
pronto, los búfalos.

—¡Uf! —dijo Mysa desde el banco de arena en que se hallaban los


búfalos, pues era él quien los dirigía.

—Sí, Mysa, los búfalos. Volvían con la noticia de que en una caverna, en
la selva, estaba sentado el miedo; que no tenía pelo en el cuerpo y que
caminaba tan sólo con las patas posteriores. Nosotros, los de la selva,
seguimos entonces al rebaño hasta llegar a la caverna, ¡y allí estaba el
miedo, de pie en la entrada! Corno dijeron los búfalos, tenía la piel
desnuda de pelo y caminaba sólo con las piernas de atrás. Gritó al vernos,
y su voz nos llenó de espanto, de ese mismo espanto que nos inspira hoy
esa voz cuando la oímos, y, atropellándonos los unos a los otros y
haciéndonos daño, huimos entonces, porque teníamos miedo. Y me
contaron que, a partir de aquella noche, ya los de la selva no nos echamos
juntos como solíamos, sino que nos separarnos por tribus.., el jabalí con

el jabalí, el ciervo con el ciervo; cuernos con cuernos, cascos con cascos,
cada quien con su semejante, y así se acostaron todos en la selva, presa
de inquietud.

El único que no se hallaba con nosotros era el primer tigre; estaba todavía
escondido en los pantanos del Norte. Cuando hasta él llegó la historia de
lo que habíamos visto en la caverna, dijo:

—Me dirigiré hasta donde se encuentra eso y le partiré el cuello.

Durante toda la noche corrió hasta que llegó a la caverna; pero,


recordando la orden que les había dado Tha, los árboles y las enredaderas
bajaban sus ramas y tallos al pasar el tigre y le marcaron la piel mientras
corría, y le dejaron dibujadas las huellas de sus dedos en el dorso, lados,
frente y quijadas. Sobre la piel amarilla, en cualquier lado que lo tocaron, le
dejaron una mancha y una raya. ¡Y esas rayas son las que hasta el día de
hoy llevan sus hijos! Cuando estuvo frente a la caverna, tendió hacia él la
mano el miedo, el de la piel desnuda y le llamó "el rayado", "el cazador
nocturno". El primer tigre se sintió presa del miedo ante el de la piel
desnuda, y, rugiendo, regresó a los pantanos.

En este momento de la narración, Mowgli se rió disimuladamente

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hundiendo la barbilla en el agua.

Tha oyó los rugidos; tan fuertes eran. Y dijo:

—¿Qué desgracia te sucede?

El primer tigre levantó el hocico al cielo, recién hecho entonces y tan viejo
ahora, y dijo:

—¡Tha! ¡Te lo ruego! ¡Devuélverne mi antiguo poder! Me avergonzaste


ante todos los que habitan la selva; huí de quien tiene la piel desnuda y
hasta osó llamarme lo que para mí es un oprobio.

—¿Y por qué? —interrogó Tha.

—Porque estoy manchado con el fango de los pantanos.

—Ve a nadar, pues, y luego revuélcate sobre la hierba húmeda; quedarás


limpio, si eso es fango —dijo Tha.

El primer tigre fue, pues a nadar, y luego se revolcó cien y cien veces
sobre la hierba hasta que sintió que la selva daba vueltas y vueltas ante su
vista. No obstante, ni la más mínima raya de su piel cambió en lo más
mínimo. Tha, que lo observaba, se rió.

Entonces dijo el primer tigre:

—¿Qué hice para que me sucediera esto?

Y Tha respondió:

—Mataste a un gamo, y con ello entró abiertamente la muerte en la selva,


y con la muerte vino el miedo hasta tal punto, que los seres de la selva ya
se temen los unos a los otros, de la misma manera que tú le temes al de la
piel desnuda.

A lo que contestó el primer tigre:

—Nunca me tendrán miedo a mí, pues los conocí desde el principio.

Respondió Tha:

—Ve a cerciorarte de ello.

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El primer tigre empezó a correr (de un lado a otro dando voces y llamando
al ciervo, al jabalí, al sambhur, al puerco espín y a todos los pueblos de la
selva; pero todos huyeron de él, que había sido juez, porque le tenían
miedo.

Vencido su orgullo y abatiendo la cabeza contra el suelo, regresó el tigre y


desgarraba la tierra con sus uñas, diciendo:

—Recuerda que hubo un tiempo en que fui dueño de la selva. ¡No te


olvides de mí, Tha!

¡Permite que recuerden mis hijos que hubo un tiempo en que no supe lo
que era vergüenza, ni miedo!

Y Tha le contestó:

—Esto es lo que haré por ti, ya que tú y yo juntos vimos nacer la selva.
Cada año, por espacio de una noche, tornarán a ser las cosas como eran
antes de que muriera el gamo, y esto sólo sucederá para ti y tus hijos.
Durante esa noche que te concedo, si llegaras a tropezar con el de la piel
desnuda (cuyo nombre es el hombre), no sentirás miedo de él, sino que él
te temerá a ti, como si fueras tú, junto con los tuyos, juez de la selva, y,
también junto con los tuyos, dueño de todas las cosas. Esa noche, cuando
lo veas atemorizado, ten misericordia de él, porque también tú conoces el
miedo.

Entonces respondió el primer tigre:

—Me place.

Pero montó en cólera cuando, poco después, fue a beber y se vio las
rayas negras sobre costillas e ijadas y recordó el nombre que le había
dado el de la piel desnuda. Vivió durante un año en los pantanos,
deseando que Tha cumpliera su promesa. Al cabo, una noche en que brilló
con clara luz sobre la selva el Chacal de la Laguna (la estrella vespertina),
sintió él que aquélla era su noche, que su noche había llegado, y se dirigió
a la caverna en busca de el de la piel desnuda. Tal como Tha lo había
prometido, así sucedieron las cosas, porque aquel cayó ante la fiera y
permaneció tendido en el suelo, y el primer tigre lo atacó, lo hirió y le
rompió el espinazo; había creído que no había sino uno de estos seres en

19
toda la selva, y que, dándole muerte, había matado al miedo. Y un
momento después, en tanto que olfateaba al muerto, oyó que Tha
descendía de los bosques del Norte y se escuchó la voz del primer
elefante, que es la voz que oímos también ahora.

Retumbaba el trueno por las secas colinas, pero no lo acompañó la lluvia,


sino tan sólo relámpagos de calor que temblaban detrás de la cordillera. Y
Hathi continuó: es la voz que oyó, y esa voz decía: ¿es la misericordia que
tú muestras?

Relamióse el primer tigre y respondió:

—¿Y qué importa? ¡Maté al miedo!

Replicó Tha:

—¡Ah, ciego e insensato! Le quitaste a la muerte las cadenas que


apresaban sus pies, y ahora ella seguirá tus huellas hasta que mueras. Tú
enseñaste al hombre a matar.

Erguido junto al cadáver, dijo entonces el primer tigre:

—Está como estaba el gamo. No existe ya el miedo. Juzgaré de nuevo


ahora a los pueblos de la selva.

Pero Tha respondió:

—Nunca más te buscarán los pueblos de la selva; nunca cruzarán tu


camino, ni dormirán cerca de ti, ni seguirán tus pasos, ni pasarán junto a tu
cueva. Tan sólo el miedo te seguirá y hará que estés a merced suya
mediante invisibles golpes. Hará que la tierra se abra bajo tus pies; que se
enrosque la enredadera a tu cuello; que los troncos de los árboles crezcan
en grupos frente a ti, a una altura mayor de la que tú puedas saltar, y, por
último, te quitará tu piel y usará de ella para envolver a sus cachorros
cuando tengan frío. No le tuviste misericordia; él tampoco tendrá ninguna
misericordia de ti.

Pero el primer tigre se sintió lleno de audacia porque su noche aún no


había pasado, y respondió:

—Pera Tha, lo prometido es deuda. ¿Me privará él de mi noche?

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Contesté Tha:

—Tuya es la noche que te concedí, como ya dije; pero algo habrás de


pagar por ella. Tú le enseñaste al hombre a matar, y él es un discípulo que
pronto aprende.

El primer tigre continuó:

—Aquí está, bajo mi garra, con el espinazo partido. Haz que la selva sepa
que yo maté al miedo.

Se rió Tha entonces, y dijo:

—Mataste a uno de tantos; pero ve y cuéntaselo tú mismo a la selva.. .


porque tu noche ha terminado ya.

Se hizo entonces de día, y de la caverna salió otro de los de la piel


desnuda, quien, al ver el cadáver en el camino y al primer tigre encima,
cogió un palo puntiagudo...

—¡Ahora arrojan cosas cortantes! —interrumpió Ikki deslizándose hacia la


orilla y haciendo ruido con sus púas; conviene saber que Ikki es
considerado como manjar muy fino por los gondos (que llamaban a Ikki
Ho—Iggoo) y algo sabía él del hacha malvada, pequeña, que hacen girar
rápidamente, al través de un claro del bosque, como si fuese una libélula.

Hathi prosiguió:

—Era una estaca puntiaguda, como las que ponen en el fondo de los
hoyos que sirven de trampa, y, arrojándolo, hirió en el costado al primer
tigre. Cumpliéronse así las cosas tal y como las había dicho Tha, porque el
tigre huyó corriendo a la selva rugiendo, hasta que logró arrancarse la
estaca, y todos supieron que el de la piel desnuda podía herir a distancia y
esto fue causa de que lo temieran más que antes. Resultó así también que
el primer tigre enseñó a matar al de la piel desnuda (y no ignoran ustedes
todo el daño que esto ha causado a todos nuestros pueblos desde
entonces), empleando lazos, trampas y palos que vuelan, y por medio de
la mosca de punzante aguijón que sale del humo blanco (se refería Hathi a
rifle), y de la Flor Roja, que nos obliga a correr hacia el terreno abierto y
despejado. Y sin embargo cada año, durante una noche, el de la piel
desnuda teme al tigre, como lo había prometido Tha, y nunca la fiera le dio

21
motivo para perder ese miedo. Allí donde lo encuentra, lo mata, al
acordarse de la vergüenza que pasó el primer tigre. Pero, durante todo el
resto del año, el miedo se pasea por la Selva, de día y de noche.

—¡Ahi! ¡Au! —dijo el ciervo al pensar en todo lo que esto significa para
ellos.

—Y tan sólo cuando, como ocurre ahora, un gran miedo parece amenazar
todas las cosas, podemos los habitantes de la Selva poner a un lado todos
nuestros recelos de poca monta y reunirnos en un mismo sitio, como lo
estamos haciendo ahora.

—¿Tan sólo durante una noche teme el hombre al tigre? —preguntó


Mowgli.

—Sólo durante una noche —respondió Hathi.

—Pero yo... y ustedes.., y toda la selva sabemos que Shere Khan mata
hombres dos y tres veces durante el tiempo que dura una misma luna.

—En efecto. Pero entonces ataca por la espalda y vuelve la cabeza al


saltar, porque siente mucho miedo. Si el hombre lo mirara, el tigre huiría.
Pero durante su noche se dirige al pueblo sin intentar ocultarse; se pasea
entre las hileras de casas; asoma la cabeza por las puertas; entonces, si
los hombres caen de cara al suelo, allí y en ese momento los mata él. Una
sola muerte durante aquella noche.

—¡Ah! —dijo para sí Mowgli, revolcándose en el agua—. Comprendo


ahora por qué Shere Khan me desafió a que lo mirara. No obtuvo gran
ganancia de ello, pues no pudo resistir mi mirada, y yo.. . yo, en verdad no
caí a sus pies. Pero conviene tener en cuenta que yo no soy un hombre,
ya que pertenezco al pueblo libre.

—¡Hum! —exclamó Bagheera desde lo más hondo de su garganta—.


¿Sabe el tigre cuál es su noche?

—Nunca, hasta que brilla claramente el Chacal de la Laguna, al elevarse


por encima de la niebla vespertina. A las veces cae durante la sequía del
verano, y a las veces en la época de las lluvias... esa noche del tigre. Pero
nunca hubiera ocurrido nada de eso a no ser por el primero, y ninguno de
nosotros hubiera conocido el miedo.

22
Lamentóse tristemente el ciervo y los labios de Bagheera se movieron
esbozando una sonrisa irónica.

—¿Conocen los hombres esa historia? —preguntó.

—Nadie la sabía sino los tigres y nosotros los elefantes... los hijos de Tha.
Ahora, todos los que están por allí en las lagunas, la saben también. He
dicho.

Y Hathi hundió su trompa en el agua, como significando que no quería


hablar más.

—Pero... pero... pero. .. —dijo Mowgli, volviéndose hacia Baloo:

—¿Por qué el primer tigre no siguió comiendo hierba, hojas y árboles?


Después de todo, se limitó a romperle el cuello al gamo: no lo devoró.
¿Qué lo hizo aficionarse a comer carne caliente?

—Los árboles y las enredaderas lo señalaron, hermanito, y lo convirtieron


en esa cosa rayada que hoy vemos. No quiso ya comer de sus frutos;
mas, desde aquel día, vengó la afrenta en el ciervo y en los demás que
comen hierba —respondió Baloo.

—Entonces tú sabías también el cuento, ¿verdad? ¿Por qué no te lo oí


nunca?

—Porque la selva está llena de cuentos de ese estilo. Si empiezo a


contártelos, no acabaré nunca. Vamos, suéltame la oreja, hermanito.

La Ley de la Selva

(Tan sólo a fin de dar una leve idea de la enorme variedad de la ley de la
selva, he procurado traducir en verso —porque siempre recitaba esto
Baloo como una suerte de cantilena— ciertos preceptos relativos a los
lobos. Existen, naturalmente, todavía algunos centenares parecidos; pero
éstos bastarán; serán una muestra de los más simples.)

Esta es la ley que gobierna nuestra selva, tan antigua como el mismo cielo.

Los lobos que la cumplan, medran;


aquel que la infrinja, será, muerto.
Como envuelve al árbol la planta trepadora,

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la ley a todos nos tiene envueltos;
porque a la manada el lobo da fuerza,
mas la manada, cierto, a él fortalece.
Del hocico a la cola cada día aséate,
y de la bebida no haya exceso,
mas tampoco carencia; y acuérdate:
la noche, para la caza; el día, para el sueño.
Vaya el chacal tras los restos
que el tigre deje; vaya, el hambriento;
pero tú, cazador de raza, lobato,
si puedes, mata por tu cuenta y riesgo.
Con el tigre, oso y pantera ten paz,
pues dueños han sido siempre de la selva;
al buen Hathi cuida y atempera;
con el fiero jabalí, quieto, sé sagaz.
Si en la selva dos manadas topan,
e idéntico rastro empeñosas siguen,
échate, que los jefes concilien,
y así, tal vez, un acuerdo compongan.
Si atacares a un lobo,
sea, pero que esté solo;
que si toda la manada entra en liza
su número disminuirá, con la riza.
Refugio, para el lobo, es su guarida,
su hogar es; nadie tiene derecho
a entrar, por la fuerza, en él,
ni jefe, ni consejo, ni toda la partida.
Para cada lobo, su cubil es su refugio;
si no supo, como debe ser, hacerlo,
a buscar otro veráse obligado,
si tal orden recibe del consejo.
Cuando matar logres algo
antes de medianoche, en silencio hazlo;
no sea que los ciervos despierten,
y a ayunar sean obligados tus compañeros.
Justo sea para ti o tus cachorros matar,
o para bien de tu hermano, justo sea;
pero no sea esto, nunca, por gusto,
y dar caza al hombre, ¡jamás!, ¡nunca se vea!
Si al más débil su botín robas,
no del todo te hagas dueño;

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protege la manada al más humilde:
para él, cabeza y piel, la sobra.
De la manada es lo que mata la manada;
déjala en su lugar, que es su comida;
nadie a otro sitio a llevarla se atreva:
quien tal ley infringiere, muerto sea.
Coma el lobo lo que mató el lobo;
despache a su gusto; es su derecho,
sin permiso suyo, no haya cohecho:
la manada no podrá tocarlo ni comerlo.
Derecho de cachorro, derecho de lobato
de un año: cuando la manada mata,
él se harta de la misma pieza, si es que el hambre le aprieta.
Derecho de carnada es el derecho de madre:
exíjale al compañero (nadie podrá negarlo),
de su misma edad, una parte
de lo que aquél haya muerto.
Derecho de caverna es el del padre:
dueño de cazar para los suyos
y libre de la manada se halla;
sólo el consejo juez será de sus actos.
Edad y astucia, fuerza y garra acerada:
por esto jefe es el viejo lobo;
en caso no previsto, en todo el globo
sea juez y deje toda cuenta saldada.
Dulces son y muchos de la ley nuestra
estos sabios y útiles preceptos;
mas todos en uno solo se concreta:
¡obedece! La ley no es sino esto.

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Rudyard Kipling

Joseph Rudyard Kipling (Bombay, India Británica, 30 de diciembre de


1865 - Londres, Gran Bretaña, 18 de enero de 1936) fue un escritor y
poeta británico. Autor de relatos, cuentos infantiles, novelas y poesía. Se le
recuerda por sus relatos y poemas sobre los soldados británicos en la
India y la defensa del imperialismo occidental, así como por sus cuentos
infantiles.

Algunas de sus obras más populares son la colección de relatos The

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Jungle Book (El libro de la selva, 1894), la novela de espionaje Kim (1901),
el relato corto «The Man Who Would Be King» («El hombre que pudo ser
rey», 1888), publicado originalmente en el volumen The Phantom
Rickshaw, o los poemas «Gunga Din» (1892) e «If»— (traducido al
castellano como «Si...», 1895). Además varias de sus obras han sido
llevadas al cine.

En su época fue respetado como poeta y se le ofreció el premio nacional


de poesía Poet Laureat en 1895 (poeta laureado), la Orden de Mérito del
Reino Unido y el título de Sir como Caballero de la Orden del Imperio
Británico en tres ocasiones, honores que rechazó. Sin embargo, aceptó el
Premio Nobel de Literatura de 1907, el primer escritor británico en recibir
este galardón, y el ganador del premio Nobel de Literatura más joven
hasta la fecha.

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