Selvini - El-Mago Sin Magia Caps 1 y 2

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M. SELVINI PALAZZOLI • S. CIRILLO • L.

D’ETTORRE
M. GARBELLINI • D. GHEZZI • M. LERMA • M. LUCCHINI
C. MARTINO • G. MAZZONI • F. MAZZUCCHELLI • M. NICHELE

El mago sin magia


Cómo cambiar la situación paradójica
del psicólogo en la escuela

PAIDÓS
Buenos Aires * Barcelona • México
Capítulo 1

EL PSICOLOGO EN LA ESCUELA: ANALISIS HISTORICO


DE LOS DIFERENTES TIPOS DE INTERVENCION

LA PROLIFERACION DE PUBLICACIONES Y GRUPOS DE ESTUDIO


SOBRE “EL ROL DEL PSICOLOGO"

La presencia del psicólogo en la escuela y en particular en la es­


cuela obligatoria es ya un hecho corriente. Aumentan de continuo las
iniciativas del Estado Italiano y de organismos locales para la crea­
ción de servicios psicopedagógicos, en los cuales se prevé la figura del
psicólogo. Por otra parte, no son pocas las críticas dirigidas contra es­
te profesional. Incluso entre los mismos interesados abundan las po­
lémicas en cuanto al “rol” del psicólogo.1 Las posiciones oscilan, en
lo esencial, entre dos polos: por un lado se afirma que el psicólogo es
un asistente social común que, al igual que los demás asistentes socia­
les, tiene la misión de promover la madurez individual, social y cultu­
ral de los ciudadanos de su región. Por otro lado se persigue la quime­
ra del psicólogo como clínico superespecializado que sólo reconoce
como ámbito operativo propio el de la intervención terapéutica en
casos de patología mental.
En el plano de la intervención concreta en la escuela, esto se tra­
duce .en la multiplicidad de actitudes que asumen los psicólogos se­
gún su mayor o menor afinidad con una u otra de esas tendencias
opuestas.
Si se considera además, como variante ulterior, la posibilidad de

1 Incluso algunos m iem bros del grupo de investigación se vieron envueltos


en esa polém ica. En ese sentido llevaron a cabo un análisis detallado de los pedi­
dos provenientes del ciclo básico obligatorio de la enseñanza secundaria donde
actuaban, para estar así en condiciones de definirse mejor en relación con los
usuarios del servicio de los centros de orientación. Se agrega un inform e esque­
m ático de lo s resultados alcanzados (véase cap. 2 , pág. 44 ).
que pertenezcan a diferentes escuelas y obedezcan a diferentes pa­
trones ideológicos sociopolíticos, es fácil comprender que la confusión
creciente es inevitable. Llega al máximo entre los usuarios de un ser­
vicio psicológico escolar. Puede ocurrir que al señalar una dificultad
idéntica a dos psicólogos, el educador se encuentre frente a dos res­
puestas diversas y a toda una serie de actitudes contradictorias, lo
que perjudica, sin duda, la credibilidad en la profesión del psicólogo
y hace más ardua aun la solución de los problemas.
A las complicaciones expuestas se agregan las inherentes a las ca­
racterísticas estructurales de la escuela.
La escuela italiana actual es un sistema burocratizado al extremo
y estructurado con niveles de jerarquía superpuestos. Como tal, se ri­
ge por normas rigurosas cuyo efecto es el de regular en el tiempo
homeostáticamente el propio sistema, trabando cualquier cambio. En
la jerarquía escolar cada nivel es controlado por uno superior y con­
trola a su vez otro inferior. Disposiciones minuciosas circulan del Mi­
nisterio a las autoridades provinciales pertinentes, de éstas a los direc­
tores, de los directores a los docentes, de los docentes a los alumnos.
De igual modo se piden informaciones al nivel inferior y de éste pa­
san al nivel superior. Toda actividad debe quedar documentada y re­
gistrada, todo es “documentación oficial” . Está siempre presente el
fantasma de la ilegalidad, de la omisión de oficio, y de ahí derívala
fiscalización general y la atención que se presta al cumplimiento for­
mal de las normas, que terminan por tener una neta preeminencia
respecto de los contenidos..
Se origina entonces una primera contradicción entre el objetivo
declarado por el establecimiento educacional y el que en realidad se
persigue.
El objetivo declarado es el educativo: la escuela se fija por antici­
pado la misión de promover la formación moral y cívica y brindar
instrucción. El objetivo que en realidad se persigue es constituir un
área de paso obligado para lograr determinados niveles de reconoci­
miento social (títulos de estudio). En este contexto, el diploma no
constituye, para quien lo ha obtenido, la garantía de que posee de­
terminados niveles de capacidad y competencia. Ese título no es sino
el documento que prueba el cumplimiento de un acto formal.2

2 Esto no es de ninguna manera la consecuencia, como a menudo se dice, de


una mayor flexibilidad, sino e] simple efecto de un sistema muy formalista.
En la rígida jerarquía de la escuela italiana, el psicólogo ocupa
una posición anómala: no pertenece a ella, no tiene ahí una situación.
Por lo general interviene en la escuela “desde afuera” , enviado por un
organismo o por otra institución, a menudo una administración co­
munal o provincial, una asociación, a veces un instituto de investiga­
ción. Al no depender de la autoridad escolar —rector o director di­
dáctico—, no está obligado a responder ante esa autoridad por sus in­
tervenciones o su capacidad profesional. El psicólogo no encuentra
espacio en el organigrama de la escuela: actúa como asesor extorno.
En apariencia esta posición podría favorecer su autonomía, pero en
los hechos, en un sistema rígido y estructurado sobre la base de roles
consolidados, el psicólogo sólo es “alguien sin rol fijo” , sujeto a las
expectativas propias de quienes se encuentran en situaciones incómo­
das. Este panorama facilita el predominio de un determinado estereo­
tipo del psicólogo, en virtud del cual se le atribuyen, de modo irra­
cional, conocimientos y capacidades. Además, los psicólogos llama­
dos a intervenir en el sistema escolar encontraron toda una serie de
problemáticas en conexión directa con la falta de definición precisa
de su rol y con una serie de contradicciones nada despreciables. Se
produjo así la proliferación de iniciativas —publicaciones, grupos de
estudio— cuya meta era investigar el tema: “el rol de psicólogo” . Al­
gunos miembros de nuestro grupo participaron, en el marco de los
centros de orientación de la provincia de Milán, en una de esas ini­
ciativas que consistió en la celebración de reuniones semanales a lo
largo de un afío escolar completo. El resultado no fue muy alentador,
porque aunque todos los colegas pertenecían al mismo servicio y te­
nían por ende contextos de trabajo similares, en el estado en que se
encontraban las cosas sólo fue posible hacer una descripción operati­
va de la manera en que cada uno de ellos intervenía en la escuela. En
realidad, los miembros del grupo sólo tenían la posibilidad de reco­
nocerse en las propias modalidades de intervención, que con frecuen­
cia diferían mucho de las adoptadas por los colegas. La única defini­
ción teórica del rol que obtuvo consenso colectivo fue la del psicólo­
go como “promotor de cambio” . Pero también esta definición termi­
nó por ser estéril frente a la falta de instrumentos para dar operativi-
dad a ese cambio. De todos modos, para un mejor análisis de la impo­
tencia y la difícil situación del psicólogo en la escuela media obliga­
toria, pensamos que no está de más considerar en detalle algunas de
las problemáticas fundamentales.
¿QUIENES SON Y QUE ESPERAN DEL PSICOLOGO
LOS “CLIENTES” POTENCIALES?

En la escuela a la que el psicólogo es destinado, podemos consi­


derar que sus “clientes potenciales” son todos aquellos que allí ac­
túan y viven, es decir el rector (suprema autoridad jerárquica), los do­
centes, los alumnos (usuarios por excelencia del servicio de la escue­
la) y los padres (que, en colaboración con la institución, tienen inte­
rés directo en el proceso educativo). En la práctica es común que to­
dos ellos acudan al psicólogo para pedirle su intervención, haciéndolo
de modo individual o en grupo (comités de clase, asociación de pa­
dres).
Destaquemos de entrada una característica habitual de quienes
recurren al psicólogo escolar; todos rechazan que se los defina como
clientes o usuarios,, de su intervención. Q uien^íi^íá^sús^ervicios
nunca lo hace “para él” : la situación problemática que el psicólogo
deberá encarar no sólo no se refiere al solicitante sino que tampoco
tiene nada que ver con las relaciones que éste mantiene dentro de la
escuela.
Un fenómeno de tal naturaleza plantea en sí un problema. En la
práctica privada, el sujeto llamado neurótico que acude al psicólogo
tiene siempre conciencia de ser el portador de un problema o de un
“síntoma”. De este modo, el mismo paciente autoriza al especialista
a intervenir, mediante una clara definición de la relación: “Tengo ne­
cesidad de su ayuda” , por lo que el contexto de la relación recíproca
se califica inmediatamente como contexto terapéutico.3
En la escuela, la persona que se pone en contacto con el psicólo­
go no cree, por lo general, necesitar de una intervención; piensa, sim­
plemente, que somete a la consideración del psicólogo “casos” pato­
lógicos de los demás para que el profesional intervenga de manera di­
recta o proponga consejos terapéuticos. De este modo, sugiere que se

3 Más pomplejo es el caso de la pareja que recurre a la terapia. A h í n o es


inusual que cada un o de los cónyuges esté convencido, de m odo m anifiesto o en
secreto, que quien tiene necesidad del psicólogo es el otro, que quien debe cam­
biar es el otro: “Si es para ayudarte, iré sin falta” . Son relativam ente raros los ca­
sos en que la pareja admite un trastorno conjunto de la relación recíproca. De
igual manera, es frecuente que los miembros de la familia que entra en terapia
presenten al paciente señalado com o el único problem a de una familia sana en lo
esencial: “Si no tuviésem os esta desgracia seríam os una familia feliz” .
lo defina como "diagnosticador” (“comprendí dónde está el trastor­
no”) y como "terapeuta im potente” (“no sé qué hacer”), y atribuye
al psicólogo la condición de “mago om nipotente” poseedor de los
conocimientos y de la práctica requeridos para resolver el caso. De
igual modo esa persona, al excluirse categóricamente de la definición
de “cliente” del psicólogo, se coloca en su mismo nivel y crea un
contexto de “consulta con el experto supervisor” , ofreciendo de ma­
nera implícita una coalición con él. No es raro que a este tipo de pe­
dido se asocie un desafío a la presunta omnipotencia del psicólogo:
“Veamos qué es capaz de hacer ahí donde yo fracasé” .4 Como quiera
que fuere, quien formula un pedido así alimenta siempre una certeza
absoluta: la de haber identificado con exactitud el foco de la patolo­
gía (el paciente señalado).
Los rectores, cuando solicitan at psicólogo que intervenga en de­
terminados comités de clase porque “no funcionan” o porque en su
seno hay docentes “que no colaboran”, ponen en práctica el meca­
nismo al que hemos aludido, creyendo, sin embargo, que ellos están
fuera del sistema y por consiguiente fuera de la eventual patología re-
lacional.
El pedido tipo de los docentes, en cambio, es siempre el de in­
tervenir en un “caso difícil” —habitualmente un niño con síntomas
de inadaptación—, para hacer un diagnóstico preciso5 y, de ser posi­
ble, una terapia directa, o al menos la propuesta de consejos pedagó­
gicos de comportamiento. La hipótesis es que la enfermedad reside
en el niño indicado o, a lo sumo, en su familia. La escuela, sus méto­
dos, la relación entre el alumno y el docente que hizo el señalamiento
no se cuestionan sino de manera muy tangencial.
En estos casos la expectativa puede ser doble:

— se confía en que el psicólogo confírme la “validez pedagógica”


de la áctitud del profesor y ratifique entonces, con el aval de su auto­
ridad científica, las decisiones ya adoptadas;

4 Para este tipo de reflexión es indiferente por completo el problema de que


se trate de un desafío consciente o inconsciente.
5 En confirmación de cuanto se ha dicho, es normal que el diagnóstico ya se
haya hecho en forma de rotulamiento: “ caracterial” , “inadaptado” , “neurasténi­
co” , “histérico” , .“deficiente” , etcétera. Se pretende que el psicólogo le dé color
científico mediante la investigación etiológica y el empleo de la terminología
técnica exacta.
— o bien se espera que el psicólogo asuma la responsabilidad del ;
caso y se ocupe en forma dilecta del “paciente señalado” , tomándolo
“a su cargo” y eximiendo al docente de toda obligación al respecto.

Hay en estas actitudes una gran dosis de resistencia al cambio: el


profesor, por lo general, no quiere ser “cuestionado” y rechaza por
“incompetente” al psicólogo que intente implicarlo como “cliente
portador del problema” .
En general, los progenitores se resisten a tomar la iniciativa de con­
currir al consultorio del psicólogo escolar, ya que según el estereotipo
social predominante, al menos en las provincias italianas donde traba­
jaron los miembros del grupo de investigación, es usual tomar al psi­
cólogo por “médico de locos” . El hecho de acudir a su consultorio ca­
lifica enseguida al padre como “mal padre” o como “educador fraca­
sado” , y a su hijo como “enfermo mental”. Si algún miembro de la
familia requiere la intervención de un psicólogo, surge enseguida la
sospecha de alguna enfermedad mental, humillación social nada fácil
de sobrellevar. Cuando ante las presiones délos profesores él padre se
ve obligado a dialogar con el psicólogo, es corriente que asuma dos
actitudes típicas: por un lado, pretende obtener la seguridad de que
en el caso de su hijo no se trata de una enfermedad mental, y por
otro, tiende a atacar a la escuela y a achacar a los docentes incapaci­
dad profesional, transfiriendo así a la escuela las críticas imputables
al niño y a su familia. Se exceptúan de esta regla los padres de chicos
ya signados precozmente por un largo recorrido de consultas médicas,
neurológicas y psiquiátricas, que en su mayoría provienen de la ense­
ñanza primaria especial. La actitud de los padres en este caso perte­
nece al tipo indiferencia cicatrizada (“un psicólogo más o menos..., si
puede ser útil para dejar satisfecho al profesor...”). Es evidente que
estos padres nada tienen que perder socialmente frente a la escuela ni
a la comunidad. A la inversa, aquel que nunca ha ido a consultar a un
psicólogo encara la primera entrevista con grandes dificultades.
Existe también una pequeña minoría de padres sofisticados, los
aficionados al psicoanálisis, que no pierden ocasión para plantear al
psicólogo sus propias conductas, las fobias personales del hijo, las de­
presiones o ansiedades, para que interprete el material y les dé una
respuesta tranquilizadora. Sin embargo, estos casos son muy raros,
característicos de familias de clase media, que en su mayoría tienen
de la psicología la imagen que dejan traslucir las revistas. Con todo,
este tipo de padres no se aJeja demasiado del cuadro precedente y las
más de las veces molesta sin necesidad al psicólogo, abrumado ya de
trabajo.
La función del psicólogo que más agrada a los padres es la de ex­
perto en conferencias y mesas redondas, porque en ese contexto los
problemas se desvanecen, se generalizan y pasan, casi siempre, a ser
problemas de los demás. La contribución del psicólogo se diluye en la
difusión de nociones' sobre psicología evolutiva y el enunciado de con­
sejos generales sobre higiene mental.

Los alumnos. “Nunca se me presentó el caso de un niño que de


manera espontánea, totalmente espontánea, pidiese hablar conmigo.”
Esta frase, registrada precisamente en una reunión de psicólogos es­
colares, ilustra muy bien la situación general: los niños comparten la
creencia social de que la función del psicólogo es tratar a los locos;
temen su presencia y su intervención; tienden a ridiculizar y a aislar
socialmente a los compañeros que tuvieron el infortunio de caer en
sus manos. Se deduce de ahí que tampoco los alumnos pueden ser
considerados como “clientes potenciales” ya que para ellos el psicó­
logo podría muy bien no existir. Como es natural, también aquí hay
excepciones: algún adolescente o alguna joven en un momento críti­
co, a punto de finalizar la escuela secundaria. Pero son casos rarísi­
mos en esa etapa escolar. Por eso, cuando los padres o los profesores
obligan a un niño a consultar al psicólogo, la entrevista es muy des­
ganada y hasta paradójica. A los esfuerzos del ingenuo profesional
que comunica su deseo de ayudar, responden casi siempre con una
actitud de rechazo o descalificación: “No quiero que se interese en
m í” , “ No necesito su ayuda” , o con una actitud de defensa de la
propia identidad: “No soy como se lo quieren hacer creer” .
En verdad, no se logra comprender cómo puede alguien dar cre­
dibilidad a entrevistas y exámenes psicodiagnósticos efectuados en un
contexto semejante.
Como ya se señaló, rectores, docentes y padres, como integrantes
de la comunidad escolar y beneficiarios por lo tanto de la actividad
del psicólogo, le atribuyen a éste un campo limitado de intervención:
la patología de los demás, “de quien en la escuela me impide ser lo
que~yo quisiera ser, de quien me impide enseñar, de quien impide que
mi hijo estudie, de quien impide que mi escuela funcione” . En el pe­
dido de intervención va implícita, por consiguiente, la pretensión de
una pronta solución del problema, solución que no implique un cam­
bio o una reflexión para aquel que se hizo cargo del señalamiento. Se
trata, sin duda, de una expectativa de tipo mágico que, además de
conllevar la descalificación implícita del psicólogo, le tiende una ce­
lada,6 ya que la demostración de su impotencia servirá para tranqui­
lizar a quien plantea el problema: “Si el psicólogo no tuvo éxito,
¿por qué habría de tenerlo yo?” Cuando el psicólogo acepta interve­
nir y se deja envolver en un manejo de este tipo, su intervención, lejos
de ser terapéutica o promotora de un cambio, sólo sirve para reforzar
el statu quo.
De todos modos, en este punto lo interesante es hacer notar que
la atribución de poderes mágicos al psicólogo (con el consiguiente e
inevitable fracaso) actúa en sentid o Jiomeostático.
Otro tipo de expectativa que a menudo se crea en relación con el
psicólogo_esJa-de~atribuirIerde-modo~incojidicÍQnal,j^onocimientos
.pedagógicos. Para muchos rectores y docentes el psicólogo posee, co-
mo^aTTTarTecetas metodológicas decisivas para transmitir la cultura
en sus diferentes disciplinas y temas. Debe conocer los medios para
hacer aprender la matemática a aquel que no la comprende, debe sa­
ber diagnosticar qué mecanismo es responsable de las dificultades de
aprendizaje del alumno X y poder eliminarlas. ¡Qué frecuente es en­
contrarnos con profesores que asumen frente al psicólogo una irri­
tante actitud de dependencia total!
También aquí la expectativa de una receta para el caso individual
asume la característica descalificante de un desafío a quien afirma
poseer la “ciencia de la mente” . La expectativa nace de un estereo­
tipo mágico que la cultura transmite con respecto a la psicología y a
los psicólogos.
Se plantea entonces de manera dramática el problema de ¿u é ha-
cer para superar este estado de cosas y restituir al psicólogo escolar
cierta cred!SlH35d. Es fundamental señalar que~él estereotipo cultural
actúa de manera tal respecto del psicólogo, que lo “define por antici­

6 Algunos colegas que tuvieron ocasión de leer este análisis en borrador, hi­
cieron notar que de la exposición surge una imagen “diabólica” de los educado­
res. Al respecto, consideramos que es importante leer estas páginas sin moralis-
mos ni puntuaciones arbitrarias en la secuencia de las conductas. Psicólogo y do­
centes están implicados en un juego simétrico recíproco cuyo resultado es la im­
potencia. Las palabrás “descalificación” y “celada” deben interpretarse, por lo
tanto, en su mera acepción “sistémica”.
pado” en las relaciones con sus clientes potenciales. Una vez definido, el
psicólogo queda reducido a la impotencia. Para que su figura tenga
razón de ser e incida en la realidad social de la escuela, es urgente en­
contrar los medios que le permitan “autodefinirse” en su condición
de psicólogo dentro de un determinado contexto.
El grupo trabajó en el intento de proponer una solución para este
problema.

EL PSICOLOGO EN LA ESCUELA: ANALISIS CRITICO

Durante las reuniones, el grupo trató de analizar con sentido crí­


tico las formas de intervención que los psicólogos escolares utilizaron
en el pasado (y que en parte se siguen utilizando).

La intervención preventiva

Semanas después de iniciado el período lectivo, la psicometrista


del equipo7 iba curso por curso y aplicaba de modo colectivo, a to­
dos los alumnos, una batería de pruebas, discriminadas por lo general
en tests de nivel y tests proyectivos. Entre los primeros, los más usua­
les eran la Escala de inteligencia factorial de Thurstone, el Test de
matrices progresivas PM 38 y el Test de Cattell; entre los segundos, el
Test del árbol, el de la figura humana, el del dibujo de la familia y la
prueba de Wartegg en blanco y negro y en colores. En algunos casos,
por motivos especiales, como por ejemplo el de establecer la orienta­
ción vocacional, después del tercer año del ciclo básico de la ense­
ñanza secundaria se agregaban a esta lista cuestionarios de interés y a
veces el Test de frases incompletas de Sachs. Se trataba de un trabajo
considerable, que insumía a la psicometrista y a los alumnos, en cada
curso, de cuatro a ocho horas, distribuidas en varias sesiones. Todo el
material reunido se llevaba a la oficina, elaborado por la psicome­
trista, y se entregaba al psicólogo. La tarea de este último consistía
en hacer un diagnóstico de la clase (distribución de los diferentes ni­
veles de inteligencia, extrapolación de los denominados casos particu­

7 Se hace referencia a los equipos de lo s centros de orientación, que por lo


general están integrados por un p sicólogo, una asesora de orientación (psicom etris­
ta) y una asistente social.
lares) y a continuación volver con el material a la escuela para infor­
mar al comité de clase. En este punto, los niños que el diagnóstico
del psicólogo señalaba como especialmente “perturbados” o con gra­
ve “déficit” intelectual eran objeto de un amplio debate, ya que al­
gunos profesores encontraban ahí la confirmación de sus propias im­
presiones espontáneas, mientras que otros se mostraban en desacuer­
do.
El psicólogo se sentía obligado a defender sus propias “intuicio­
nes” (hay que tener en cuenta que en este caso el especialista no veía
nunca a los niños en persona) y valiéndose de palabras “difíciles” ,
sumamente “técnicas”, trataba de lograr que los profesores compar­
tieran su visión de las cosas. Al final de la larga discusión acordaban
hacer un análisis individual de los casos difíciles (utilizaban el térmi­
no “profundización”) y se despedían, dándose cita para la siguiente
reunión del comité.
Este tipo de intervención, que por fortuna está hoy en decaden­
cia, fue quizás el primero que se aplicó en las escuelas después de que
se crearon los centros psicopedagógicos o de orientación, y ello como
consecuencia de la fe ciega que los tests mentales y de personalidad
inspiraban en la década de 1950. Su legitimidad resultaba apuntalada
por la exigencia de seleccionar a los alumnos inadaptados que había
que incorporar a las clases diferenciales (o experimentales o de
aggiornamento, según las distintas terminologías en uso). Además,
una concepción directiva y manipuladora de la orientación hacía in­
dispensable que se distribuyera la población escolar dentro de una es­
cala de valores. El empleo del tipo de intervención al que nos veni­
mos refiriendo tiene no poca responsabilidad en el surgimiento del
clisé del “mago diagnosticador” , que tanto molesta hoy a los psicó­
logos.
La intervención mediante la técnica del diagnóstico precoz y la
participación en reuniones sucesivas de los comités de clase se presta
a consideraciones críticas bastante obvias:

— no responde a una solicitud específica de la ¿scuela. Resuelta


por el equipo, se pone en práctica en forma preventiva;
— el psicólogo cumple en ella un rol preciso e indiscutido: se de­
fine como un técnico que posee la clave para la comprensión de los
fenómenos intrapsíquicos y está, por lo tanto, en condiciones (tiene
el poder) de “rotular” a los indiyiduos según determinadas categorías
diagnósticas (normalidad, trastornos del carácter, neurosis, psicosis);
— resulta difícil no reconocer que en este tipo de intervención se
menoscaba inclusive el respeto por la ética profesional. En efecto, el
psicólogo no comunica el diagnóstico al interesado y ni siquiera a la
familia —que por lo general sólo es llamada, de ser necesario, en una
segunda etapa— sino a terceros, en este caso los profesores, sin nin­
guna garantía en cuanto al uso que harán de esas informaciones;
— un diagnóstico fundado sólo en instrumentos colectivos y no
convalidado por la entrevista clínica y la observación directa es, en el
mejor de los supuestos, opinable;
— el efecto “Pigmalión” sobre los docentes es enorme. Ante ellos
los alumnos rotulados asumen ineludiblemente las características con­
ducíales sugeridas por el psicólogo8 ;
— por último, cabe preguntarse hasta qué punto es correcto y
funcional, en el contexto pedagógico de la escuela, transmitir a los
docentes información sobre las características psicológicas de los
alumnos. Es indudable que ese modelo cultural deriva de la influencia
de una determinada pedagogía9 y de la introducción en la escuela de
criterios amplios de evaluación, según los cuales se debe tener en
cuenta no sólo el aprendizaje, sino también todos los factores am­
bientales, sociales y psicológicos que pueden condicionar la actividad
y el rendimiento escolar. Pero no cabe duda de que este tipo de co­
nocimiento debe llegar a los profesores a través de su interacción co­
tidiana con el grupo-clase y no a través de la intervención tipo “caja
cerrada” de un especialista que se vale de instrumentos de medición.
La intervención del psicólogo tiene en este caso vinculación directa
con el problema de la “patología” escolar; en efecto, una interven­

8 Se entiende por efecto Pigmalión el fenóm eno estudiado por Rosenthal en


la obra Pigmalione in classe, en virtud del cual la com unicación que se hace a los
educadores sobre características psicológicas de sujetos y grupos (antes de que
los conozcan en persona) provoca en ellos una gran inclinación a actuar sobre la
base de una creencia ciega en los datos previamente recibidos. De tal manera, un
grupo de educadores a quienes se puso al frente, a títu lo experim ental, de una cla­
se normal (pero calificada com o clase de sujetos retrasados) encontraron efecti­
vam ente que los alum nos presentaban una notoria dificultad de aprendizaje.
Véase R. Rosenthal y L. Jacobson: Pigmalione in classe. Aspettative degli in-
segnanti e sviluppo intellettuale degli allievi, Milán, F. Angeli, 1972.
9 Recuérdese el dicho agazziano: “Para enseñar bien el latín a Juan, más
im portante que conocer bien el latín es conocer bien a Juan” .
ción de esas características refuerza de modo implícito la convicción
de que existen sujetos intrínsecamente normales o intrínsecamente
anormales y no, como en realidad es, sujetos en situaciones relacióna­
les en las que las comunicaciones, y no los sujetos, son funcionales o
disfuncionales.

La intervención por señalamiento: el alumno problema

Superada la época del diagnóstico precoz, cuando casi se podía


decir que el psicólogo generaba los casos mediante la selección y el
análisis indiscriminado de la población escolar, se comenzó a esperar
que la institución se planteara los problemas y sobre esa base pidiera
la intervención del psicólogo.
El señalamiento del “caso” suele ser descamado: a veces contiene
ya elementos diagnósticos aproximativos, pero más a menudo se limi­
ta a una indicación de carencia intelectual o de bajo rendimiento es­
colar, o bien de trastornos de conducta. La experiencia enseña que en
la mayor parte de los casos señalados, la escuela sólo espera del psicó­
logo que confirme su indicación, añadiéndole una pizca de “ cientifi­
cismo” para poder justificar así las medidas disciplinarias o de margi-
nación (clases diferenciales).
De todos modos, el que señala el síntoma no tiene casi nunca
conciencia de ser portador de un problema. Espera que la interven­
ción del especialista apunte sin tardanza al niño-problema. Frente a
este tipo de señalamiento, el psicólogo puede responder de diferentes
maneras: actitud de consentimiento pasivo con respecto al pedido de
intervención, traspaso del problema a los profesores, actitud de re­
chazo.

a) Actitud de consentimiento pasivo. El psicólogo, sin tomar con­


tacto con los docentes que hicieron el señalamiento, da por buena la
indicación de anomalía y pone en movimiento el mecanismo diagnós­
tico. Se va a buscar al niño al aula y se lo acompaña hasta el consul­
torio del especialista, donde es sometido a entrevistas y tests menta­
les y proyectivos. Por lo común se cita también a la familia (casi
siempre la madre es la única que concurre) y se practica una anam­
nesis minuciosa, no sólo psicológica sino también socioambiental.
Una vez cumplidos estos requisitos, el psicólogo redacta un informe
dirigido a los profesores autores del señalamiento o se entrevista con
ellos. De ahí que el resultado sea un simple diagnóstico.
Este tipo de intervención repite algunos de los burdos errores de la
aludida antes, con el agravante de aceptar que la definición de “pa­
ciente señalado” sea propuesta por terceros. De hecho, incluso cuan­
do el diagnóstico del psicólogo es benévolo e indica normalidad, el ri­
tual de la convocatoria y de los exámenes psicológicos individuales
rotula inevitablemente al niño señalado e introduce en su mente y
en la de los familiares la carcoma de la duda. Para los exámenes psico­
lógicos también vale lo que se dijo alguna vez del electroencefalo­
grama: “Para que suija la sospecha social de epilepsia, no interesa tanto
que el EEG sea positivo cuanto el hecho de que a un individuo se le
haya efectuado, aunque fuese una sola vez, un EEG” . Al intervenir
de este modo, el psicólogo acentúa su rol de diagnosticador (si se
quiere con menos aspectos “mágicos” y con mayor credibilidad
“científica” ) y se reafirma como técnico especialista al servicio de la
institución escuela y de sus exigencias. No es casual que esta actitud
sea la que más agrada a la institución.

b) Traspaso del problema a los docentes. Precisamente por las ra­


zones que acabamos de mencionar, el psicólogo puede resolver no
ocuparse inmediatamente del “caso” y sostener antes con los docen­
tes una discusión exahustiva. Convocará entonces al comité de clase
(del que forman parte quienes señalaron el problema) para un amplio
debate. Al actuar así, cree correcto tratar como “cliente” a quien le
comunica el problema y no a los demás.
Los educadores sienten gran hostilidad por esta actitud puesto
que con el señalamiento esperan delegar “un problema fastidioso” y
deben enfrentar, en cambio, un recargo de tareas (el comité extraor­
dinario de clase) y la difícil faena de analizar el caso propuesto. De
ahí que el psicólogo se encuentre frente a personas hostiles, en acti­
tud de defensa personal, dispuestas a sustentar ad nauseam las indica­
ciones proporcionadas en el señalamiento, sin ninguna otra informa­
ción. Algunas veces, en el seno del comité, se desata un conflicto en­
tre quienes estuvieron a favor del señalamiento y quienes temían sus
consecuencias. La mayor resistencia deriva, con todo, del hecho de
que el educador se rehúsa, en general, a considerarse en primera per­
sona como cliente del psicólogo. En realidad, persiste el convenci­
miento tenaz de que “el problema” , aun cuando sea planteado por el
docente, no es suyo ni tampoco de la relación docente-alumnó, sino
del niño indicado como “enfermo” . ¿Cuál es entonces la razón por la
que aceptan reunirse con el psicólogo y dialogar con él? A veces es la
autoridad jerárquica, personificada por el rector, la que los fuerza a
acceder, y en este caso la hostilidad del grupo es obvia. En otras
Oportunidades sólo se acepta la reunión con el psicólogo porque se
espera que éste dé consejos útiles en cuanto a la conducta que se de­
be adoptar respecto del niño señalado. En este caso el comité de clase
en pleno formará una coalición para arrancar al psicólogo una opi­
nión mediante una pregunta reiterada e insistente: “Explíquenos,
doctor, ¿qué debemos hacer?”10
Es evidente que ante la presión del grupo aumenta la ansiedad del
psicólogo. La tentación de librarse de esa presión saliendo por la tan­
gente con buenos consejos es muy intensa. Cuando esto sucede, en la si­
guiente reunión del comité de clase se le informará candorosamente
que todo quedó como antes y que sus consejos no dieron los resulta­
dos esperados. Como es natural, el psicólogo no dispone de medio al­
guno para verificar si esos consejos fueron puestos en práctica ni
tampoco puede evitar que se le pida otro consejo más eficaz. El ries­
go consiste en que se dé así origen a un juego interminable cuyo úni­
co resultado es poner de manifiesto la impotencia del psicólogo. De
esa manera se lo castiga por haberse rehusado a cumplir con su rol:
dar un diagnóstico sobre el paciente señalado, y también por haber
traspasado el problema a quienes se lo señalaron.
En algunos casos el psicólogo puede resistirse a la tentación de
dar consejos, destinados por definición a quedar como letra muerta,
buscando por el contrario y con insistencia mediante continuas esti­
mulaciones al grupo, llevar a sus miembros a una diferente conciencia
del problema. Se introduce, por ejemplo, el tema de los motivos por

10 Se desata así la com petencia simétrica entre el psicólogo y lo s docentes.


La solicitud de un consejo psicopedagógico es una celada, porque en el plano de
la com unicación significa: “ V eam os si eres mejor que n osotros” . De h ech o, en
este caso el psicólogo debe desem peñar el rol de supervisor de los docentes, sin
ser un docente. N o es casual que los consejos pedagógicos de los psicólogos se
rechacen a m enudo con la expresión: “ Muy lindas palabras, sí, pero, ¿por qué no
intenta él venir a mi clase?’* En esta situación, es válida la norm a de que en el
cam po de la operatividad humana nadie puede acudir a quien n o com parte su
misma experiencia profesional.
los cuales un alumno dado, con determinadas características, consti­
tuye un “caso pedagógico” .
Como corolario de una actitud de esta naturaleza, lo más frecuen­
te es que el comité de clase rechace al psicólogo. Y lo rechaza porque
éste se ha adjudicado de modo arbitrario el rol de analista del grupo,
que no se le ha requerido y para el que no ha sido contratado. En
ocasiones semejantes suele ocurrir que algunos educadores manifies­
ten abiertamente que si “hubiesen tenido necesidad de ser analizados
hubieran elegido a quien correspondía”. También esta actitud del
psicólogo, a la que podríamos llamar “interpretativa” (que en reali­
dad tiende a precisar, en la conciencia de los docentes, los mecanis­
mos más o menos profundos que los llevan a “vivir” un determinado
comportamiento como un problema), está destinada al fracaso.
Para tener éxito, tendría que mediar, como condición mínima,
el reconocimiento de los docentes de ser ellos, en primera persona,
los clientes, por cuanto son los portadores del problema. Si existiese
conciencia de tal situación, el señalamiento al psicólogo sería por
cierto muy improbable, pues presupone que el docente se define co­
mo “educador incapaz o impotente” o como “persona enferma” , sin
más. Todo esto tiene su origen en el estereotipo del psicólogo escolar
como “diagnosticador y terapeuta” de casos patológicos. Por ello, la
falta de una definición anticipada de sí, por parte del psicólogo, cons­
tituye la omisión más grave en que éste puede incurrir.

c) A ctitud de rechazo (desafio a la institución). Algunos psicólo­


gos, apoyándose en la idea de que la escuela obligatoria no ha de ser
selectiva y no debe por lo tanto producir margínación social, comen­
zaron a rehusarse sistemáticamente a tomar en consideración “casos”
como quiera que fueren presentados. Esta actitud de abierto desafío
a la institución, acusada así de generar inadaptación, los coloca en
conflicto con la autoridad escolar y con los docentes.
De hecho, el psicólogo transfiere a la institución la patología del
sujeto o la del medio (sobre todo la familia) en que éste se desenvuel­
ve. Al puntuar de modo diferente el sistema social más amplio, señala
en la escuela la causa de la inadaptación y la patología, inculpando de
este modo a la institución. Con su rechazo el psicólogo comunica:
“La culpa es de ustedes, ustedes deben cambiar” . Con esto no se
aparta de la concepción lineal según la cual, si la patología existe,
existe también alguien o algo que es totalmente responsable de ella.
Pero como carece de una situación específica dentro de la jerarquía
de la escuela, en la que actúa sólo como consultor, cuando entre en
abierto conflicto con la institución, ésta lo ignora y lo rechaza por
serle inútil para los fines que persigue. El psicólogo se define, sí, co­
mo “promotor de cambio” , pero lo hace de un modo tan erróneo
(simétrico) en el sentido táctico, que una vez más se ve reducido a la
impotencia. Se pudo observar un fenómeno similar en los terapeutas
de familia. Cuando frente a la disfunción del núcleo familiar los tera­
peutas caen en el error de subrayar negativamente la conducta del
núcleo en su conjunto o la de los padres en particular, la familia se
refuerza en su homeostasis y deja trunca la terapia.
Los terapeutas del Centro de Estudios de la Familia, de Milán,11
dicen:

Si bien nos resultaba fácil no dar connotaciones negativas al síntoma del pa­
ciente señalado, no se podía decir lo mismo de todas aquellas conductas de la
familia, en particular de los progenitores, que aparecían correlacionadas con el
síntoma... De ahí la tentación de caer en el modelo lineal efectuando una pun­
tuación arbitraria: relacionar el síntoma con esas conductas sintomáticas según
un nexo causal A menudo nos sorprendíamos al comprobar que estábamos in­
dignados y fastidiados con los padres. En realidad, el hecho de connotar positi­
vamente el síntoma del paciente señalado y negativamente los comportamientos
sintomáticos de los demás miembros de la familia, equivalía a trazar una línea
demarcatoria entre los componentes del sistema familiar, haciendo una discrimi­
nación arbitraria en “buenos” y “malos” y obstruyendo por lo tanto ipso facto,
nuestro acceso a la familia como unidad sistémica.
Llegamos pues a la conclusión de que sólo tendríamos acceso al modelo sis-
témico si connotábamos, positivamente tanto el síntoma del paciente señalado
como las conductas sintomáticas de los demás miembros de la familia, diciendo,
por ejemplo, que todos los comportamientos observables revelan estar inspirados
en el objetivo común de mantener la unión y la cohesión del grupo familiar. De
este modo los terapeutas colocan a todos los miembros de la familia en un mis­
mo plano, evitando así iniciar o verse envueltos en las alianzas y escisiones de
subgrupo que constituyen el alimento cotidiano de la disfunción familiar.
Pero, ¿por qué la connotación tiene que ser positiva o sea de confirmación?
¿No sería posible, acaso, obtener el mismo resultado mediante una connotación
global negativa, de rechazo? Se podría, por ejemplo, decir que tanto el síntoma
del paciente señalado como las conductas sintomáticas de los familiares son
comportamientos “equivocados” , en cuanto tienden a mantener a cualquier cos­
to la inmutabilidad de un sistema “equivocado”, generador de sufrimiento.

11 Selvini Palazzoli, M. y cois., Paradosso e controparadosso, Milán, 1975,


págs. 64-66 fia bastardilla es de los autores).
Sería un gran error actuar de ese modo, porque definir un sistema como
equivocado implica decir que el sistema debe cambiar. Sostener, mediante un
juicio crítico, que el sistema debe cambiar, equivale a rechazar dicho sistema en
cuanto está caracterizado por la tendencia homeostática prevaleciente. A l hacerlo,
se obstruye la posibilidad de ser acogidos en cualquier grupo en el que haya dis­
función, ya que esos grupos se caracterizan siempre por la tendencia homeostáti­
ca prevaleciente.

Lo que se expresa en el párrafo que antecede respecto de la fami­


lia, puede muy bien aplicarse a la escuela: el psicólogo que asume
frente al sistema-escuela una actitud de abierta condena y culpabiliza-
ción, en el intento de impulsarlo a corregir sus “patologías” cae en
un grave error conceptual y táctico, cerrándose la posibilidad de ac­
tuar en su seno.

La actitud psicoanalüica y el uso de la terminología freudiana


en la escuela

Superada ya la época de los tests y en vías de declinación el entu­


siasmo por la psicotécnica, los psicólogos más actualizados han em­
pezado a introducir en la escuela métodos y terminologías de filia­
ción psicoanalítica.
De esta manera, el conflicto edípico, la angustia de castración, la
depresión anaclítica, la introyección de la figura paterna entraron de
pleno derecho en los comités de clase. Esa moda psicológica coinci­
dió con la divulgación social del psicoanálisis a través de las revistas y
las conversaciones de salón. Hoy en día es más bien raro encontrar
educadores desprovistos por completo de conocimientos en la mate­
ria, lo que a menudo provoca la competencia simétrica, tan sutil
cuanto inútil, entre docentes y psicólogos, que se traduce en disputas
respecto de la interpretación de un caso.
Con todo, la introducción del psicoanálisis abrió nuevas perspec­
tivas y contribuyó, al menos en parte, a que se diera un paso adelan­
te, nada irrelevante por cierto, puesto que permitió superar de mane­
ra definitiva las creencias vinculadas con la concepción del trastorno
de conducta como expresión de una enfermedad del “cerebro” y
subrayar la importancia de las relaciones primarias en la evolución
psicológica del niño. Sin embargo, no hay nada peor ni más descali­
ficante para el psicoanálisis que su utilización por aficionados. En
efecto, el psicoanálisis es un método de investigación y terapia que
tiene sus puntos focales en la relación paciente-terapeuta, en un con­
texto específico mediante el uso de técnicas rituales muy rigurosas
(la sesión, el diván, el convenio de honorarios) y encuentra sus moda­
lidades imprescindibles en la transferencia y la contra transferencia,
como también en la interpretación progresiva del material analizado.
La legitimidad del psicoanálisis se puede extender del individuo al
grupo, pero siempre que se conserven esas modalidades. En la escuela
esto es absolutamente imposible.
El psicólogo que es también analista, podría tomar a su cargo la
terapia de los niños “sintomáticos” , con el consentimiento y con­
formidad de la familia, como ocurre en el ejercicio particular de la
profesión. Pero en este caso faltan, de todos modos, las condiciones
clave de la relación psicoanalítica. Ya se dijo que en la escuela quie­
nes hacen el señalamiento son los educadores. El “cliente” es enviado
al analista por un tercero que tiene una posición de autoridad y alien­
ta expectativas preconstituidas en relación con la terapia. El docente
que hace el señalamiento quiere en realidad que la terapia se lleve a
cabo para que el niño cambie en la dirección que él (el docente) de­
sea. En segundo lugar, ni el niño ni su familia efectúan pago alguno al
analista (tampoco la escuela, puesto que el analista percibe sus hono­
rarios de la entidad a la que pertenece). Por último, los docentes, au­
tores de los señalamientos contribuyen a interferir en la terapia man­
teniéndose en contacto con el niño o con el terapeuta y actuando
con sutileza para sonsacar informaciones. Es muy difícil por lo tanto
practicar el psicoanálisis en la escuela sin alterar las pautas de la rela­
ción paciente-terapeuta. La aplicación del psicoanálisis en los estable­
cimientos escolares se ha reducido, pues, a la interpretación de tipo
freudiano del material obtenido de los niños (por eso el diagnóstico
se hace en términos psicoanalíticos) y a la indicación de burdos con­
sejos terapéuticos a los docentes. Veamos un ejemplo:

Agustín X, alumno de segundo año. Los docentes del comité de clase, en es­
pecial la profesora de letras, convocan al psicólogo para examinar el caso. Agus­
tín es un chico tím ido, en el lím ite de la patología. No se mueve del banco, no
habla con los compañeros; cuando lo interrogan palidece y llora. Se angustia de
continuo por los deberes escolares. En realidad, no coordina demasiado. La pro­
fesora de dibujo ya dispuso ( ¡sic!) que el niño haga algunos dibujos que el psicó­
logo podrá interpretar de manera conveniente (com o es lógico, los educadores ya
tienen in mente la interpretación; esto es lo que se quería significar con “sime­
tría” o “juego simétrico” respecto del psicólogo). El psicólogo escucha, toma
notas, calla, no cae en la trampa de una interpretación salvaje (aunque no faltan
algunos que sí caen). Pide a los profesores que manden a Agustín y a sus padres a
su consultorio el día tal a la hora tal. Profundiza el caso en dos o tres entrevistas:
diálogos por separado con Agustín y con sus padres. Desde luego, el niño está
atemorizado, habla poco, por lo que se ream e al test de Rorschach, al de aper­
cepción temática, al de Blacky, a los dibujos. Los padres, un tanto atemorizados,
insisten en afirmar que el niño fue siempre así, pero que a la escuela primaria iba
de buen grado gracias a una maestra muy dulce, muy buena. El psicólogo escu­
cha, analiza los dibujos, interpreta la actitud de los padres y prepara su diagnós­
tico para transmitirlo a los profesores. Dice, en resumen: “ Agustín es un chico
afectado por angustia de castración, provocada por una figura paterna excesiva­
mente autoritaria y distante, y por una carencia afectiva materna”. Esa senten­
cia, comunicada al consejo de profesores, suscita en ellos entusiasmo (“ / a lo de­
cíamos nosotros”) y también ciertas dudas (“En un caso semejante, ¿qué puede
hacer la escuelaV\ “Habría que hacerle una terapia a la familia”). Y al fin, la
pregunta clásica que se descontaba: “Doctor, ¿qué nos aconseja usted?” A esta
altura el psicólogo cae en la trampa. Sabe muy bien que no existe una verdadera
terapia y que los buenos consejos sólo hacen perder tiempo. Pero ¿cómo pue­
de no dar aliento o ayuda a los educadores, que parecen tan interesados en su
“ciencia”? Dirá entonces que es necesario tratar con dulzura a Agustín, introdu­
cirlo en un grupo de compañeros que le agraden, evitar hacerle reproches severos,
valorizar su producción escolar aun cuando fuere insuficiente. Los profesores ob­
jetan que desde luego harán lo posible, pero que por una cuestión de justicia y de
equidad no siempre se pueden asumir en la escuela actitudes demasiado diferen­
ciadas con respecto a los alumnos especiales. La escuela es siempre la escuela y las
evaluaciones deben ser objetivas. La discusión se prolonga por un tiempo, de­
mostrando ser completamente paradójica: los profesores piden, sí, un consejo,
pero no tienen intención alguna de cuestionar sus propias actitudes de fondo, no
tienen intención de cambiar. Y en realidad, ¿por qué tendrían que cambiar ellos
cuando el trastorno de Agustín depende de la familia? Es obvio que alguno de
estos docentes no se privará, durante sus conversaciones con el padre o la madre
de Agustín, de asumir posturas culpabílizadoras apoyando sus impresiones perso­
nales con un: “ ¡Hasta el psicólogo dijo que...!" El resultado es desalentador.
Agustín será tolerado como un ser digno de compasión a quien se hacen conce­
siones y se trata con indulgencia por la desgracia de tener padres “ castradores” .
Los profesores murmurarán entre ellos que para oír consejos tan insustanciales
era en verdad inútil llamar a un psicólogo, y en realidad tendrán razón. El psicó­
logo archivará su lindo diagnóstico, acompañado de dibujos e interpretaciones
analíticas, protocolos y anamnesis, proponiéndose quizás ilustrar su técnica
diagnóstica en alguna futura publicación. Pero para Agustín nada ha cambiado,
salvo una cosa: la sospecha de sus padres de tener un hijo “no del todo normal” .
Tal vez, en una etapa sucesiva, será el paciente ambulatorio del neurólogo de una
mutual.

Hemos acentuado ex profeso el tono para demostrar lo que signifi­


ca un diagnóstico de tipo psicoanalítico. En cuanto a lo que produce,
es decir, lo que se refiere al efecto pragmático, lleva siempre y de
cualquier modo a resultados de “no cambio” , en el sentido de que re­
fuerza la homeostasis sistémica y causa además al niño diagnosticado
un daño a menudo incontrolable. No obstante, el uso de una termi­
nología psicoanalítica, con frecuencia mal utilizada, está muy lejos de
extinguirse en la práctica escolar. Es más, se arraigó tanto que sugie­
re, en la mente de los educadores, mitos que influyen y condicionan
a diario su obra educativa. Podemos dar algunos ejemplos:12

— El mito de los “malos” padres, en el sentido de malos educado­


res; este mito se concreta en una investigación constante y con mu­
cha frecuencia vana e infructuosa por parte de los docentes en cuan­
to a las condiciones familiares y a las relaciones entre los cónyuges en
las familias de los chicos “sintomáticos” . También en este caso se ha­
ce la indagación a través de una original aplicación del principio de
causalidad. La conducta “mala” o “insana” de un sujeto en edad evo­
lutiva debe de tener sus raíces en padres con síntomas de maldad o
de insania. Si los resultados de la indagación lo confirman, es decir si
se encuentran trastornos en la familia, sé informa inmediatamente al
psicólogo, muchas veces con un tono dramático: “El padre es un al-
coholista, bebe, golpea a los niños” , “La madre es una mujer de cos­
tumbres livianas, recibe a otros hombres en la casa” , “El padre y la
madre no se llevan bien, riñen muy seguido entre ellos”.
Pero aun cuando no siempre se den condiciones tan explícitas, la
difusión del psicoanálisis sustenta, en ayuda de la tesis según la cual
habría una relación entre los padres “malos” y los niños con trastor­
nos, “submitos” sutiles: el de la “carencia afectiva” y el del “padre
c a s tr a d o r Esto significa que frente a un chico inquieto, vivaz, re­
belde a la autoridad, se emprende la búsqueda inmediata de una ma­
dre distante, insensible, que rechaza al hijo. Del mismo modo, el niño
tímido, inhibido, pasivo, apenas capaz de acciones autónomas, sólo
puede haber sido engendrado por un padre despótico, que no tolera
el menor indicio de independencia por parte de su hijo. Resulta claro
que el origen de estos mitos se relaciona con la divulgación de temas
psicológicos. El hecho de que los malos padres engendran “hijos per­
turbados” se considera probado de modo científico y universalmente

15 En este sentido, véase también el análisis efectuado por el doctor Vincen-


zo Liguori en su tesis citada.
válido. No obstante, conviene acotar que esa explicación causal se ba­
sa en un juicio moral: la “maldad” del progenitor consiste en el he­
cho de “no amar” o de “no haber amado” lo bastante al hijo o “a ese
hijo” . De esta manera,, el prejuicio psicológico se une al prejuicio cul­
tural según el cual los hijos deben ser amados obligatoriamente, so
pena de graves consecuencias que se dejarán sentir en el plano de su
conducta social. Por ello, en la escuela actual es muy fuerte e intensa
la tendencia a transferir la “culpa” a los padres. No es raro encontrar
educadores que, incluso frente a padres cuyo amor por sus hijos es
notorio, cuando se presenta un trastorno perseveran en su adhesión al
mito, en la versión que habla de “hostilidad inconsciente” o de “hi-
perposesividad por compensación” .
— El mito de los “malos” padres genera otro en el. plano de la
conducta educacional de los profesores influidos por la psicología.
Mientras el profesor tradicional siente la obligación de castigar el
comportamiento atípico, aquel que está influido por la psicología
está convencido de la necesidad de tolerar, de ser indulgente y “com­
prender” las necesidades del niño, antes que castigarlo.
Es el mito de la “permisividad” en forma de “sustitución afecti­
va” :. el profesor debe intervenir con su bondad ahí donde los padres
han fallado, retirando el afecto natural. Una conducta semejante ge­
nera muchas veces absurdas complicidades entre maestros y niños
perturbados y ello en pequicio de la comunidad escolar. No pocas
veces el alumnado, de manera colectiva, es presa de síntomas de tras­
torno, en un intento evidente de obtener el mismo tipo de atención
privilegiada. Pero el mito ha echado raíces muy profundas y tiene su
expresión en la creencia difundida en la sociedad de que “el buen
educador no castiga nunca” .13
— Otro mito posterior, derivado de una aplicación salvaje de con­
ceptos freudianos, es el de los “celos del hermano menor”. De este mi­
to deriva el prejuicio de que el niño celoso manifiesta necesariamente
su insatifacción por medio de comportamientos problemáticos o de
tipo agresivo respecto de los compañeros. O bien, de una manera más

13 Desde el punto de vista conductista, las muestras de afecto y la atención


que se brindan a causa de una conducta atípica sirven de refuerzo positivo res­
pecto de esa conducta. Véanse la tesis citada de V. Liguorí y las investigaciones
realizadas por Bandura sobre niños auristas (A. Bandura, Principies o f behaviour
m odification, Londres, Holt, Rinehart and Winston, 1971).
genérica, por conductas de tipo regresivo (atraso en el aprendizaje, infan­
tilismo). Este mito determina que, cuando en la familia del alumno-
problema hay un hermano o una hermana menores, automáticamente
se toman los celos como causa del trastorno, con grave perjuicio para
cualquier otra vía de análisis o intervención.. Los celos lo explican to­
do y en su condición de “entidad abstracta” tienen el mérito de no
culpabilizar a nadie.
Desde luego que la moda del psicoanálisis ha generado en la es­
cuela muchos otros mitos y creencias de los que sería interesante ha­
blar, pero distraeríamos demasiado tiempo y nos desviaríamos del
tema de esta publicación.
Es importante, en cambio, hacer una observación de fondo: la
aplicación del psicoanálisis desplaza la atención del presente al pasa­
do, buscando las causas en la primera infancia y en el contexto afec­
tivo familiar. El aquí y ahora de la situación escolar se descuida de
continuo en la indagación psicoanalítica tal como inadecuadamente
se la aplica en esa institución. El sistema relacional en el grupo clase-do­
centes no merece atención alguna en lo que concierne al trastorno del
niño-problema. Se da, en cambio, el mayor énfasis a lo intrapsíquico
de ese niño, oscuro, misterioso, con la consecuencia lógica de favo­
recer, incluso en el nivel del lenguaje psicológico, las “jergas” , los
neologismos para iniciados. Cuando se habla de escuela, todo ello va
en detrimento de la claridad comunicacional entre psicólogo, docen­
tes y padres y del necesario enfoque del campo de observación del
c‘a q u íy ahora”.

La "no intervención” como revolución

En la actualidad se ha difundido ampliamente la actitud de mu­


chos psicólogos que de uno u otro modo rehúsan tomar en considera­
ción los casos de inadaptación, por cuanto entienden que la escuela
en sí es una “estructura inadaptante” . Esa posición ideológica, com­
partida incluso por muchos profesores, tiene su origen histórico en
las reivindicaciones estudiantiles de 1968. Sucedió que muchos de los
que cursaron sus estudios durante los años de la protesta contra los
exámenes, las clasificaciones, las estructuras burocráticas y la selec­
ción, después de graduarse ingresaron a las escuelas para trabajar
como docentes. Como es lógico, no pueden aceptar el rol tradicional
del docente exigido por la institución. Apremiados al máximo por di­
rectores y padres para que respeten las normas del establecimiento,
estos profesores integran a menudo grupos minoritarios endebles y
viven en perpetuo estado de frustración. Por el contrario, cuando lo­
gran formar un grupo numeroso pasan a ser una fuerza de presión
que intenta cambiar y derrumbar desde dentro las estructuras escola­
res. Su mensaje es que se necesita “hacer la revolución” , porque
cualquier tentativa de modificar esas estructuras y hacerlas evolucio­
nar es un peligroso compromiso con el poder. Ocurre a menudo que
el psicólogo, quien comparte con estos docentes la posición ideológi­
ca y la critica a la escuela tradicional, encuentra natural aliarse y con­
fundirse con ellos, en el entendimiento de que de este modo lleva al
seno de la institución un aporte de tipo revolucionario. Al actuar
así, asume un rol que desde una perspectiva profesional nada tiene de
específico.
Es evidente que los miembros que permanecieron en el grupo de
investigación no compartían esa opción que, por una cuestión de co­
herencia, hubiera implicado no sólo el abandono del profesionalismo
sino también el de la investigación tal como había sido proyectada.
Compartían, sí, la convicción de estar en una efectiva posición revo­
lucionaria: la de abandonar el modelo lógico lineal-causal para adhe­
rir a la nueva lógica circular sistemática.
Capítulo 2

SINTESIS ELABORADA POR UN GRUPO DE TRABAJO DE


PSICOLOGOS SOBRE EL “ROL DEL PSICOLOGO EN LA
ESCUELA” (ADMINISTRACION PROVINCIAL
DE MILAN, AÑO 1974)

' EL PSICOLOGO EN EL CICLO BASICO DE LA ESCUELA SECUNDARIA

Nota preliminar

El agrupamiento de los pedidos que a continuación se enumeran n o fue he­


cho con criterio riguroso, sino sobre bases meram ente estadísticas. N o debe in­
terpretarse que cada psicólogo recibe la totalidad de estos pedidos ni que todos
ellos sean pertinentes.

Pedidos de los docentes

1) Intervención con fines de diagnóstico y tratamiento en casos de:


— inadaptación escolar y /o familiar
— presuntos trastornos psicológicos (neurosis, psicosis).
2) Asesoram iento sobre temas psicológicos:
—problemas de la edad evolutiva
—psicología del aprendizaje
— causas y problemas de la inadaptación
— formación y funcionamiento de los grupos
— metodologías didácticas.
3) Prestaciones como experto en relaciones interpersonales:
— coordinación de grupos de alumnos
— coordinación de grupos de docentes
— coordinación de reuniones más amplias con asistencia de participantes diver­
sos (asambleas, encuentros escuela-familia, encuentros para la gestión social
de la escuela, etcétera)
— promoción del intercambio de informaciones dentro de la estructura escolar.
Pedidos de los rectores

1) Formación de las clases.


2) Diagnóstico de las clases para prevenir la inadaptación y el incumplimien­
to escolar y para la promoción del desarrollo de los alumnos.
3) Intervención técnica en función y como apoyo de la acción educativa de
los docentes frente a clases o grupos de alumnos con problemas.
4) Presión para sensibilizar a los docentes respecto del empleo de métodos
de enseñanza actualizados.
5) Asesoramiento para la experimentación de innovaciones en materia edu­
cacional (por ejemplo, la “doble escolaridad").
6) Orientación escolar y vocacional de los alumnos.
7) Intervenciones de diferente naturaleza relacionadas con situaciones juve­
niles atípicas (delincuencia, droga, prostitución).

Pedidos de las familias

1) Intervención en casos de hijos con problemas (bajo rendimiento escolar


y /o problemas relaciónales en el seno de la familia).
2) Integración de hijos con discapacidad psicofísica en escuelas comunes,
para evitar la internación y la marginación en estructuras especiales.
3) Promoción de la colaboración entre la escuela y la familia.
4) Asesoramiento sobre problemas educacionales, en especial sobre la pro­
blemática de la adolescencia y el rol de los progenitores (consejos psicopedagógi-
cos, educación sexual, etcétera).

Pedidos de los alumnos

Cuando la presencia del psicólogo es estable, se reciben pedidos de consultas


individuales.
N ota. A veces se reciben pedidos análogos provenientes de sectores no in­
cluidos en la lista precedente (autoridades y otras fuerzas vivas del lugar, tales
como corporaciones, asociaciones de padres, etcétera).
El psicólogo evalúa y selecciona estos pedidos de acuerdo con:
—los objetivos del servicio del que forma parte;
— su propia capacidad profesional (la variedad y complejidad de los pedidos
son tales que no se puede abarcar todo);
— la posibilidad de llevar a cabo sus intervenciones (colaboración de los
componentes de la escuela, condiciones objetivas de trabajo).
Se aclara, además, que las intervenciones del psicólogo —al igual que las de
cualquier otro colaborador que actúe en la escuela— no pueden prescindir de las
finalidades propias de la escuela obligatoria italiana (por ejemplo, “ Nota preli­
minar” de los programas del ciclo básico de la enseñanza secundaria) ni de las
exigencias de innovación educacional.
Se tiende, por consiguiente, a favorecer el “ desarrollo” de los alumnos, y
con ese fin se toman medidas que apuntan a prevenir la inadaptación mediante
intervenciones integrativas y no marginantes (se pone el acento en la normalidad
y no en la patología, y por ende se da prioridad a cuanto atañe al conjunto de los
educandos).
La respuesta a estas exigencias lleva a primer plano la función del psicólogo
como experto en relaciones sin descuidar por ello los aspectos terapéuticos y psi-
copedagógicos.
En su condición de experto en relaciones, el psicólogo lleva a cabo, por
ejemplo, las siguientes intervenciones:
— se reúne periódicamente con los rectores para examinar los pedidos que
requieran decisiones conjuntas;
— con el consentimiento de la autoridad jerárquica interviene en los comités
de clase, donde:
a) concreta una presencia de tipo orgánico y no esporádico, sobre la base de
un acuerdo inicial preciso;
b) insta al grupo de docentes a circunscribir los problemas y a concertar ac­
ciones comunes de intervención mediante la formulación de hipótesis y su com­
probación posterior;
c) en su condición de coordinador ejerce, pues, una función metodológica
de problem solving;
d) aun cuando anima al grupo a tomar conciencia de los objetivos de la pro­
pia operatividad, no interviene de manera directa (no se pronuncia de modo
apodíctico) acerca de los contenidos didácticos;
— presta atención a los problemas de relación internos del grupo de docentes
y procede con miras a lograr una toma de conciencia por parte de ellos que limi­
te, en la medida de lo posible, toda repercusión negativa sobre el grupo-clase;
— se pone a disposición de los padres para eventuales entrevistas del tipo
counseling; con tal fin, al comenzar el año se presenta y aclara el significado de su
presencia;
— se pone a disposición de los alumnos presentándose en la clase y precisando
su función en un debate inicial de grupo.
Frente al señalamiento de los casos, el psicólogo, en su carácter de diagnos-
ticador y terapeuta:
— se pone en contacto con los docentes para ampliar el nivel de las informa­
ciones con el objeto de distinguir los casos de patología declarada de aquellos
que pueden tener solución dentro del mismo comité de clase, mediante instru­
mentos de intervención educacional y no clínica;
— cuando asume la función terapéutica, se propone superar las tipologías
clínicas tradicionales (nosología psiquiátrica) desplazando el interés del individuo
definido a priori como “enfermo” , hacia la calidad de las relaciones que ese indi­
viduo mantiene con las personas significativas de su ambiente.
En cuanto a los pedidos pedagógicos y didácticos, que cada vez son más
abundantes, en el estado actual es al menos dudosa la capacidad del psicólogo
para satisfacerlos, aunque en ocasiones lo logre.
Las funciones antedichas presuponen:
— estudios específicos de nivel no inferior a la licenciatura (aprobación de
cursos de especialización en psicología para graduados o, como mínimo, gradua­
ción específica en psicología), apoyados por:
a) un período de práctica que por su duración y exigencias sea adecuado a la
complejidad de las funciones y que tenga una supervisión válida;
b) actualización profesional permanente;
— independencia de la jerarquía escolar local para permitir la necesaria inde­
pendencia de juicio y de acción de la que el psicólogo debe gozar en la escuela,.
Una de las alternativas puede ser la inserción del psicólogo en servicios psicológi­
cos administrados por organismos locales intermedios.

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