Selvini - El-Mago Sin Magia Caps 1 y 2
Selvini - El-Mago Sin Magia Caps 1 y 2
Selvini - El-Mago Sin Magia Caps 1 y 2
D’ETTORRE
M. GARBELLINI • D. GHEZZI • M. LERMA • M. LUCCHINI
C. MARTINO • G. MAZZONI • F. MAZZUCCHELLI • M. NICHELE
PAIDÓS
Buenos Aires * Barcelona • México
Capítulo 1
6 Algunos colegas que tuvieron ocasión de leer este análisis en borrador, hi
cieron notar que de la exposición surge una imagen “diabólica” de los educado
res. Al respecto, consideramos que es importante leer estas páginas sin moralis-
mos ni puntuaciones arbitrarias en la secuencia de las conductas. Psicólogo y do
centes están implicados en un juego simétrico recíproco cuyo resultado es la im
potencia. Las palabrás “descalificación” y “celada” deben interpretarse, por lo
tanto, en su mera acepción “sistémica”.
pado” en las relaciones con sus clientes potenciales. Una vez definido, el
psicólogo queda reducido a la impotencia. Para que su figura tenga
razón de ser e incida en la realidad social de la escuela, es urgente en
contrar los medios que le permitan “autodefinirse” en su condición
de psicólogo dentro de un determinado contexto.
El grupo trabajó en el intento de proponer una solución para este
problema.
La intervención preventiva
Si bien nos resultaba fácil no dar connotaciones negativas al síntoma del pa
ciente señalado, no se podía decir lo mismo de todas aquellas conductas de la
familia, en particular de los progenitores, que aparecían correlacionadas con el
síntoma... De ahí la tentación de caer en el modelo lineal efectuando una pun
tuación arbitraria: relacionar el síntoma con esas conductas sintomáticas según
un nexo causal A menudo nos sorprendíamos al comprobar que estábamos in
dignados y fastidiados con los padres. En realidad, el hecho de connotar positi
vamente el síntoma del paciente señalado y negativamente los comportamientos
sintomáticos de los demás miembros de la familia, equivalía a trazar una línea
demarcatoria entre los componentes del sistema familiar, haciendo una discrimi
nación arbitraria en “buenos” y “malos” y obstruyendo por lo tanto ipso facto,
nuestro acceso a la familia como unidad sistémica.
Llegamos pues a la conclusión de que sólo tendríamos acceso al modelo sis-
témico si connotábamos, positivamente tanto el síntoma del paciente señalado
como las conductas sintomáticas de los demás miembros de la familia, diciendo,
por ejemplo, que todos los comportamientos observables revelan estar inspirados
en el objetivo común de mantener la unión y la cohesión del grupo familiar. De
este modo los terapeutas colocan a todos los miembros de la familia en un mis
mo plano, evitando así iniciar o verse envueltos en las alianzas y escisiones de
subgrupo que constituyen el alimento cotidiano de la disfunción familiar.
Pero, ¿por qué la connotación tiene que ser positiva o sea de confirmación?
¿No sería posible, acaso, obtener el mismo resultado mediante una connotación
global negativa, de rechazo? Se podría, por ejemplo, decir que tanto el síntoma
del paciente señalado como las conductas sintomáticas de los familiares son
comportamientos “equivocados” , en cuanto tienden a mantener a cualquier cos
to la inmutabilidad de un sistema “equivocado”, generador de sufrimiento.
Agustín X, alumno de segundo año. Los docentes del comité de clase, en es
pecial la profesora de letras, convocan al psicólogo para examinar el caso. Agus
tín es un chico tím ido, en el lím ite de la patología. No se mueve del banco, no
habla con los compañeros; cuando lo interrogan palidece y llora. Se angustia de
continuo por los deberes escolares. En realidad, no coordina demasiado. La pro
fesora de dibujo ya dispuso ( ¡sic!) que el niño haga algunos dibujos que el psicó
logo podrá interpretar de manera conveniente (com o es lógico, los educadores ya
tienen in mente la interpretación; esto es lo que se quería significar con “sime
tría” o “juego simétrico” respecto del psicólogo). El psicólogo escucha, toma
notas, calla, no cae en la trampa de una interpretación salvaje (aunque no faltan
algunos que sí caen). Pide a los profesores que manden a Agustín y a sus padres a
su consultorio el día tal a la hora tal. Profundiza el caso en dos o tres entrevistas:
diálogos por separado con Agustín y con sus padres. Desde luego, el niño está
atemorizado, habla poco, por lo que se ream e al test de Rorschach, al de aper
cepción temática, al de Blacky, a los dibujos. Los padres, un tanto atemorizados,
insisten en afirmar que el niño fue siempre así, pero que a la escuela primaria iba
de buen grado gracias a una maestra muy dulce, muy buena. El psicólogo escu
cha, analiza los dibujos, interpreta la actitud de los padres y prepara su diagnós
tico para transmitirlo a los profesores. Dice, en resumen: “ Agustín es un chico
afectado por angustia de castración, provocada por una figura paterna excesiva
mente autoritaria y distante, y por una carencia afectiva materna”. Esa senten
cia, comunicada al consejo de profesores, suscita en ellos entusiasmo (“ / a lo de
cíamos nosotros”) y también ciertas dudas (“En un caso semejante, ¿qué puede
hacer la escuelaV\ “Habría que hacerle una terapia a la familia”). Y al fin, la
pregunta clásica que se descontaba: “Doctor, ¿qué nos aconseja usted?” A esta
altura el psicólogo cae en la trampa. Sabe muy bien que no existe una verdadera
terapia y que los buenos consejos sólo hacen perder tiempo. Pero ¿cómo pue
de no dar aliento o ayuda a los educadores, que parecen tan interesados en su
“ciencia”? Dirá entonces que es necesario tratar con dulzura a Agustín, introdu
cirlo en un grupo de compañeros que le agraden, evitar hacerle reproches severos,
valorizar su producción escolar aun cuando fuere insuficiente. Los profesores ob
jetan que desde luego harán lo posible, pero que por una cuestión de justicia y de
equidad no siempre se pueden asumir en la escuela actitudes demasiado diferen
ciadas con respecto a los alumnos especiales. La escuela es siempre la escuela y las
evaluaciones deben ser objetivas. La discusión se prolonga por un tiempo, de
mostrando ser completamente paradójica: los profesores piden, sí, un consejo,
pero no tienen intención alguna de cuestionar sus propias actitudes de fondo, no
tienen intención de cambiar. Y en realidad, ¿por qué tendrían que cambiar ellos
cuando el trastorno de Agustín depende de la familia? Es obvio que alguno de
estos docentes no se privará, durante sus conversaciones con el padre o la madre
de Agustín, de asumir posturas culpabílizadoras apoyando sus impresiones perso
nales con un: “ ¡Hasta el psicólogo dijo que...!" El resultado es desalentador.
Agustín será tolerado como un ser digno de compasión a quien se hacen conce
siones y se trata con indulgencia por la desgracia de tener padres “ castradores” .
Los profesores murmurarán entre ellos que para oír consejos tan insustanciales
era en verdad inútil llamar a un psicólogo, y en realidad tendrán razón. El psicó
logo archivará su lindo diagnóstico, acompañado de dibujos e interpretaciones
analíticas, protocolos y anamnesis, proponiéndose quizás ilustrar su técnica
diagnóstica en alguna futura publicación. Pero para Agustín nada ha cambiado,
salvo una cosa: la sospecha de sus padres de tener un hijo “no del todo normal” .
Tal vez, en una etapa sucesiva, será el paciente ambulatorio del neurólogo de una
mutual.
Nota preliminar