Historia de La Traducciòn
Historia de La Traducciòn
Historia de La Traducciòn
ISSN: 0123-3432
revistaikala@udea.edu.co
Universidad de Antioquia
Colombia
Bastin, Georges
Por una historia de la traducción en Hispanoamérica
Íkala, revista de lenguaje y cultura, vol. 8, núm. 14, enero-diciembre, 2003, pp. 193-217
Universidad de Antioquia
Medellín, Colombia
La realidad lingüística
Cuando Colón pisó tierras americanas se enfrentó a unas mil lenguas agrupadas en
cerca de 133 familias, entre las cuales las principales eran la azteca (con más de
veinte dialectos) en México, Estados Unidos y América Central; la maya-quiche y
la náhuatl en México, Guatemala y América Central; la chibcha en Colombia; la
caribe en las Antillas y Venezuela; la tupí-guaraní en Paraguay, Uruguay y norte de
Argentina; la aimara y la quechua en Ecuador, Perú y Bolivia, y la araucana en
Chile. No cabe la menor duda, por más que se carezca de datos fehacientes, de
que se establecieron contactos entre las distintas tribus indígenas, lo que a su vez
permite suponer la existencia de intérpretes (Rosenblat, 1984: 72-74).
Está claro que en los primeros tiempos de la conquista, las autoridades españolas
no hablaban ni entendían las lenguas americanas y que los americanos en conjunto
no hablaban ni entendían el castellano. De allí el amplio uso que se hizo de intérpre-
tes o lenguas (a veces también llamados lenguaraces, farautes, trujumanes, o
naguatlatos en el caso del náhuatl).
Los intérpretes
lengua y vida de España para servir a los reyes en futuros viajes. De regreso a La
Española (hoy Haití y Santo Domingo), acompañan a Colón dos intérpretes: Alonso
de Cáceres y un muchacho de la isla de Guanahaní (Bahamas) bautizado con el
nombre de Diego Colón (Madariaga, 1992: 351).
Todas las expediciones procedieron del mismo modo (al igual que el francés
Jacques Cartier en 1534 cuando se lleva de Canadá a dos iroqueses): en 1499,
Alonso de Ojeda, Juan de la Cosa y Américo Vespucio capturaron indígenas
para convertirlos en lenguas. Ojeda se casó con su intérprete y guía, la india
Isabel. En la expedición de Pedro de Heredia a Cartagena de Indias en 1533, iba
con los españoles la india Catalina, a quien Heredia se llevó como intérprete. En
1518, Juan Grijalba llevó a Yucatán, como intérpretes, a dos indios, Julianillo y
Melchorejo, capturados por el capitán Francisco Hernández de Córdoba el año
anterior. Cortés, en sus primeros pasos por Yucatán (Cozumel), estuvo acompaña-
do por Melchorejo y el indio Francisco. También Vicente Yánez Pinzón capturó
indios en el golfo de Paria (Venezuela) y se los llevó a La Española para que pudie-
ran servir al joven almirante como intérpretes en la exploración de regiones ocultas.
Los primeros intérpretes fueron pues, por una parte, indios capturados con el fin
de enseñarles el castellano. Por otra, la labor efectuada por intérpretes españoles
llegados en los primeros viajes y quienes, por una u otra razón, permanecieron
compartiendo la vida, la cultura y la lengua de los nativos también resulta signifi-
cativa. Varios de éstos fueron capturados por los españoles y puestos a su servi-
cio, o se reincorporaron voluntariamente a las huestes de sus hermanos de sangre
en tierras americanas. Como lo dice Francisco de Solano (1975), el intérprete
indio o español representa una primera etapa, la de aproximación de ambos mun-
dos, o “uno de los ejes de la aculturación”.
Los intérpretes dieron a Cortés mucha más fuerza que los ejércitos de tlaxcaltecas
y otros aliados con los que finalmente conquistó México. Bernal Díaz del Castillo
(1986) cuenta que Cortés llegó a utilizar simultáneamente los servicios de tres intér-
pretes: le hablaba castellano a Aguilar, quien traducía al maya para los yucatecas; la
Malinche interpretaba del maya al náhuatl para los mexicas, y Orteguita, muchachi-
to mexica, verificaba que lo que se decía era lo que quería decir Cortés.
En la conquista del Perú, los intérpretes dejaron una huella menos profunda que en
México. Es un hecho, sin embargo, que estos intérpretes desempeñaron un papel
clave en las negociaciones entre el Inca Atahualpa y sus dignatarios, y los españoles
Francisco Pizarro, Hernando de Soto, Diego de Almagro y otros, que llevaron a la
emboscada de Cajamarca en 1532 y luego a la ejecución del Inca, el año siguiente.
Entre los nombres de los cuales tenemos información cierta, merecen destacarse
los de Felipe o Felipillo, Martinillo de Poechos y Francisquillo, tres indios que
sirvieron como intérpretes en la expedición de Bartolomé Ruiz en 1525 y quienes
acompañaron a Pizarro y Almagro en sus distintos viajes hacia el Perú. Estos
jóvenes indios fueron traídos de Túmbez a Panamá por Pizarro.
Francisco del Puerto, conocido como “Paquillo”, primer intérprete blanco del Río
de la Plata, embarcado en 1515 con el descubridor Juan Díaz de Solís y quien pasó
diez años prisionero de los indios antes de servir como baqueano e intérprete para
Sebastián Caboto en 1526, se enemistó con Gonzalo Núñez de Balboa y, para
vengarse, preparó junto a los indios una emboscada en la que perecieron casi todos
los españoles (Arnaud, 1950).
Gonzalo de Acosta, nacido en Portugal en 1540, fue el más digno y famoso aven-
turero portugués de los primeros tiempos del descubrimiento y conquista del Río
de la Plata; fungió de intérprete para Alvar Núñez Cabeza de Vaca y Pedro de
Mendoza. Muchos otros nombres de lenguas, como Antonio Tomás, Enrique
Montes, Melchor Ramírez y Jerónimo Romero, en esta región que abarca los
sitios actuales de Buenos Aires (Argentina), Montevideo (Uruguay) y Asunción
(Paraguay), fueron objeto de un estudio realizado por Vincent Arnaud en 1950.
La realidad lingüística
A pesar de lo anterior, debe señalarse que, hasta el fin de la época colonial, hubo
un desinterés oficial por las lenguas americanas (fuera del uso funcional) que se
manifestó por la pérdida y destrucción de textos y traducciones de incalculable
valor, así como de estudios lingüísticos llevados a cabo por los misioneros jesuitas,
Intérpretes y traductores
Todo se leía con avidez: desde las crónicas de los conquistadores y misioneros
hasta los más enrevesados manuales sobre el arte de la guerra o los “delicio-
sos” libros de repostería, cocina, modas y juegos de azar. Libros en latín, inglés,
francés, italiano, portugués; obras “heréticas y sediciosas”; clásicos latinos, grie-
gos y castellanos; abundantes diccionarios sobre las más diversas materias,
vidas de santos, biblias, misales y sermonarios, […]” (1979: 19).
Tal avidez de lectura, así como la circulación de libros, nunca pudieron ser frena-
das por la censura ni la Inquisición. En efecto, por Real Cédula promulgada en
Ocaña y fechada el 4 de abril de 1531, se prohibía el envío para Las Indias de
varios libros: las obras de pura imaginación literaria, las contrarias a las regalías
del Monarca, y las que figuraban en los expurgatorios publicados por la Inquisición.
Entre las obras que no podían circular en América ocupaban un lugar prominente
aquellas dedicadas al Nuevo Mundo. Especial empeño puso la Corona en prohi-
bir aquellas obras escritas por extranjeros, entre las cuales las más perseguidas
fueron los seis volúmenes de l’Histoire philosophique et politique des établis-
sements et du commerce des Européens dans les deux indes, de Guillaume
Raynal, publicados en Ámsterdam en 1770. A pesar de las prohibiciones, este
libro se reeditó treinta y ocho veces antes de 1830 y circuló desde México hasta
el Río de la Plata, ya en su original en francés o bien en la adaptación castellana
del duque de Almodóvar del Río, en 1784.
Esta “libre” circulación de toda clase de libros en el siglo XVI y siguientes contri-
buyó, gracias también a las traducciones existentes, a la implantación de la lengua
de Castilla como idioma universal de América hispana. Sin embargo, es de notar
que casi todos los libros tuvieron una vida muy efímera en América. Muchos
factores concurrieron para obstaculizar la producción y la edición (y, por tanto, la
traducción) de libros en América. Factores materiales de diversa índole como la
huida de numerosas familias españolas y criollas y la destrucción de bibliotecas,
conventos y edificios públicos, contribuyeron a la extinción del libro (la quema de
los códigos mayas perpetrada por Diego de Landa en 1529 es calificada por
Al sur del continente, los jesuitas tuvieron una actividad intelectual intensa en la
que la traducción estuvo siempre presente. Dos obras, Diferencia entre lo tem-
poral y lo eterno, del padre Nieremberg, y Flos Sanctorum, del padre Rivade-
neira, fueron traducidas al guaraní e impresas por indios en las misiones de Para-
guay. Con la expulsión de los jesuitas, no quedó nada de las imprentas, ni de estas
y otras obras.
ña, escrita en náhuatl por un equipo encabezado por Sahagún, a partir de testi-
monios de ancianos y de viejos médicos de Tlatelolco, y el propio Sahagún tra-
dujo en su totalidad, al castellano (o sea cuarenta años de trabajo y doce volúme-
nes), la Historia de las Indias de Nueva España y Islas de Tierra Firme de
Fray Diego de Durán, traducción literal del Códice Ramírez. Estos, como varios
otros, son trabajos que hoy tienen el mismo valor para los americanistas que la
Piedra de Roseta, porque permiten el difícil trabajo de reconstrucción del pasado
americano, del que quedan pocos documentos escritos. En cambio, no se tiene
noticia de traducciones horizontales, es decir, entre las lenguas del Nuevo Mundo
(Gargatagli, 1992: 16).
Este período fue pródigo en nombres de relieve intelectual en toda la América his-
pana. Los creadores en el siglo XIX, exponentes elocuentes de ese quehacer
generacional de formación y búsqueda de unas raíces y de una identidad que co-
menzaban a insinuarse, exhibieron una producción desigual, pero digna de resaltar.
Los rasgos imitativos y poco selectivos de sus manifestaciones (la traducción era
una de ellas) se calcaron de las modas y tendencias eurocéntricas y norteamerica-
nas convertidas en autoridad. En general, hacían parte de este grupo políticos e
intelectuales que, en su mayoría, tuvieron la oportunidad de viajar a Europa o a
Estados Unidos, animados por ideales separatistas y emancipadores. En el seno de
las tertulias compartían las experiencias de sus viajes, discutían las ideas filosóficas
de moda y reflexionaban sobre la lectura de libros recientemente importados. Así se
fueron incubando los sueños de independencia.
No es exagerado decir que para este conjunto de humanistas, la traducción fue una
necesidad, a juzgar por la frecuencia del quehacer y la talla de los hacedores. Valga
decir que se trataba de una traducción donde priman el genio y las estructuras de la
lengua de partida, aunque no faltan ejemplos de verdaderas creaciones y adapta-
ciones. Las temáticas y principales motivaciones se vinculaban a la política, a la
docencia, al teatro y a la divulgación literaria, sin olvidar los textos religiosos y
militares. La creación de periódicos, boletines literarios, editoriales y universidades
constituye también una seria motivación para la actividad traductora. Pensemos tan
sólo en el Correo del Orinoco, creado por Simón Bolívar.1 En cuanto a los idiomas
traducidos, según Cabrera (1993), aparece en primer lugar el francés, particular-
mente a comienzos del siglo XIX. Luego fue adquiriendo cada vez más importancia
el inglés. También se tradujo del italiano y del alemán y cada vez menos del latín y
del griego.
Las anteriores características son comunes a casi todos los países de la región,
aunque sea en diversas medidas. El hecho es que fue intensa la actividad de traduc-
ción durante este período en toda la región, tal como se ilustra en los casos particu-
lares mencionados a continuación.
Por otra parte, dos presidentes desempeñan un papel clave: Moreno (1810) impo-
ne una versión expurgada del Contrato social, de Rousseau, en las escuelas (se
eliminó el punto de vista religioso) y con ello estimula la traducción de numerosas
obras extranjeras. Más tarde, Sarmiento (1870) crea las escuelas normales e im-
porta maestros norteamericanos con un cortejo de traducciones relacionadas con
la pedagogía. Al igual que en otros países, el surgimiento por épocas del nacionalis-
mo argentino provoca un rechazo hacia España y un vuelco hacia la traducción
como base cultural. Las distintas olas de inmigrantes de finales del siglo XIX y
principios del XX favorecen igualmente los intercambios culturales y, por ende, el
desarrollo de la traducción. Nombres como los de Bartolomé Mitre, Leopoldo
Lugones, Manuel Gálvez, Ricardo Rojas y, más tarde, Jorge Luis Borges, quedan
indisolublemente ligados a la historia de la traducción, tanto por sus reflexiones
teóricas, en el caso del primero y del último, como por sus traducciones.
3. Véase además, entre otras publicaciones del grupo, en Actas de congreso: Georges Bastin,
“Traducción y Emancipación” (Argentina) y “La historia como cañón de futuro” (Perú); los
artículos: Georges Bastin, “Traducción y emancipación: el caso de la Carmañola” (Boletín
de la Academia de Historia de Venezuela); Georges Bastin y Adriana Díaz, “Las tribulaciones
de la Carmañola (y la Marsellesa) en América Latina” (Trans); Georges Bastin y Elvia R.
Castrillón, “La Carta dirigida a los españoles americanos, una carta que recorrió muchos
caminos…” (Hermeneus), todos en imprenta. Otros artículos están en preparación.
4. Véase el libro de Efraín Kristal (2002).
5. Íkala publicó en 2000 un artículo de Wilson Orozco sobre la traducción literaria en Colombia
en el siglo XIX.
El mercado de trabajo
7. http://www.unilat.org/dtil/siit/recursos.htm
toda índole, el intercambio comercial e industrial entre unos quince países y cerca
de cuatrocientos millones de consumidores latinoamericanos y el resto del mun-
do, acarrea un volumen significativo de traducciones, congresos y conferencias.
Las publicaciones
Entre las publicaciones periódicas encontramos las siguientes, algunas ahora des-
aparecidas: Taller de Letras, de la Pontificia Universidad Católica de Chile;
8. Ver entre otros el número especial “La traducción en el mundo hispanolusohablante”, 35 (3),
septiembre de 1990.
CONCLUSIÓN
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
BIBLIOGRAFÍA
EL AUTOR