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Elogio y censura de la peatonalización de los centros históricos

Alfonso Sanz Alduán


Burgos (España), enero de 1998.

El primer concepto que suele salir a colación cuando se habla de accesibilidad


y movilidad en los centros históricos es el de la peatonalización. En realidad se
trata de una fórmula tan generalizada que se ha convertido casi en un
equipamiento normalizado de las ciudades europeas. Rolf Monheim, un clásico
del estudio de las zonas peatonales alemanas dijo al respecto: «una ciudad sin
áreas peatonales representativas parece ahora desesperadamente anticuada».

Para los visitantes y en especial el turismo extranjero, la zona peatonal se ha


convertido en un remanso de normalización que facilita su estancia al mismo
tiempo que la aculturiza.

Sin embargo, hablar de las peatonalizaciones sigue teniendo enjundia en la


medida en que sus virtudes y defectos permiten con facilidad saltar
rápidamente a consideraciones más generales sobre el tráfico y el urbanismo
de los centros históricos.

Se pretende en consecuencia presentar aquí un breve marco teórico de las


peatonalizaciones y, más en general, de las políticas de tráfico en los centros
históricos, que posteriormente será enriquecido por los ejemplos prácticos
presentados en otras ponencias.

El concepto

La peatonalización está asociada en el imaginario colectivo al cierre de las


calles de los centros urbanos al tráfico motorizado privado. De hecho se podría
definir a las calles y zonas peatonales como aquellos espacios exclusivos para
los viandantes creados a partir de vías anteriormente destinadas a todo tipo de
vehículos.
La peatonalización es una técnica muy antigua, casi tanto como la presencia
numerosa de automóviles en las ciudades. Las primeras referencias de calles
cerradas al tráfico motorizado se encuentran en los centros de varias ciudades
estadounidenses durante los años veinte, justo en el momento en que
aparecen espacios urbanos en los cuales las densidades de los flujos
peatonales y de vehículos son incompatibles.

Las peatonalizaciones se han presentado desde entonces en una gran


variedad de fórmulas que atienden a distintos propósitos, desde las que
únicamente se dedican a resolver puntualmente el conflicto entre peatones y
vehículos, a las que buscan un nuevo modelo de accesibilidad y movilidad para
el conjunto urbano.

Los objetivos

El objetivo principal suele ser el de resolver la contradicción entre un viario no


pensado para el automóvil y un tráfico masivo de éstos. Aunque no se explicite,
se trata de resolver un problema de congestión circulatoria cuyas causas
muchas veces se achacan paradójicamente a quienes resultan más
perjudicados, los peatones; hay demasiados peatones para que quepan los
coches o para expulsarles sin reparos.

En ocasiones, el objetivo principal circulatorio se completa con otros de tipo


ambiental (disminución de la contaminación y el ruido) o de seguridad
(disminución de la accidentalidad). Y frente a las clásicas reticencias de
algunos sectores del comercio, también existe el modelo (con las zonas
peatonales alemanas a la cabeza) cuyo objetivo esencial es de tipo comercial,
es decir, la configuración de un espacio propicio al comercio, capaz incluso de
competir con las grandes superficies comerciales periféricas.

Son menos y más recientes los ejemplos de peatonalizaciones cuyo objetivo,


más allá de las declaraciones, es contribuir a devolver la ciudad al peatón,
formando por tanto parte de un paquete amplio de medidas urbanísticas y de
tráfico orientadas a tal fin.
Las formas

Se puede comprender por consiguiente que, ante la variedad de objetivos y


circunstancias urbanísticas, se derivan también multiplicidad de formas de la
peatonalización: tamaño (hay desde áreas peatonales pequeñas hasta áreas
de enorme extensión), morfología (ejes, redes, zonas), accesibilidad
motorizada (pública y privada), actividades y usos del suelo.

Esa multiplicidad de formas de peatonalización concluye en la configuración de


varias imágenes polarizadas de los centros históricos peatonalizados. Se
puede así encontrar un centro histórico para el turista (la ciudad-museo), un
centro histórico para el comprador (la ciudad-hipermercado), un centro histórico
para las instituciones oficiales (la ciudad del poder político), un centro histórico
para la diversión nocturna (la ciudad-bar).

Lo que es más difícil es encontrar ejemplos cercanos de centros históricos para


vivir, es decir en los que convivan la residencia con el comercio, las oficinas
con los talleres, los espacios libres para el juego con los monumentos, los
niños con los viejos, los funcionarios con los obreros, los vecinos con los
compradores.

Las consecuencias

A partir de esas imágenes polares de las peatonalizaciones es posible empezar


a entender algunos de sus resultados que, como se verá, pueden sintetizarse
bajo la idea de la ambivalencia. En efecto, las consecuencias de la creación de
este tipo de calles han sido analizadas en numerosos documentos, tanto desde
el punto de vista de sus efectos positivos como de los negativos.

Entre los positivos se encuentran la disminución del ruido, la contaminación y la


accidentabilidad local, el reforzamiento de ciertas actividades comerciales o
turísticas y, sobre todo, la revitalización del centro y su recuperación para los
peatones como elemento clave de la identidad urbana.

Las consecuencias indeseables también han sido largamente documentadas:


las peatonalizaciones contribuyen a producir cambios en los usos del suelo, en
particular pueden producir la expulsión de usos residenciales, la modificación y
especialización de las tipologías comercial y residencial; y, en ausencia de
políticas generales de tráfico, significan el desplazamiento de los conflictos
hacia los bordes del área peatonalizada.

Las políticas que se ocultan tras las peatonalizaciones

Hay que advertir, sin embargo, que buena parte de esos efectos negativos no
suelen ser consecuencia de las peatonalizaciones en sí mismas, sino que
están sobre todo encadenados a políticas de mayor rango relativas a los usos
del suelo y las edificaciones, a las políticas de rehabilitación del patrimonio
edificado o a las políticas de vivienda (alquiler y construcción).

Por ejemplo, todas esas políticas pueden evitar o abrir el camino para que la
población tradicional de un centro histórico y el comercio asociado a la misma
sean sustituidos por oficinas y comercio especializado, independientemente de
que las calles se hayan peatonalizado o sigan contando con circulación
vehicular.

Desde el punto de vista de las consecuencias para la circulación, las calles


peatonales no deben asociarse necesariamente a un cambio en la política y en
la planificación del transporte en favor del peatón y de la restricción del
vehículo privado. Sobre todo en las primeras décadas de su creación, las
peatonalizaciones formaron parte de una transformación de los centros
urbanos apoyada fundamentalmente en la creación de anillos y otras vías de
acceso para los vehículos motorizados y en la construcción de aparcamientos
de automóviles, subterráneos o no. Sólo en algunos casos se puso el énfasis
en la creación de una potente red de transporte colectivo para dar acceso a la
zona peatonal.

De ese modo, muchas veces el carácter aislado de las medidas de


peatonalización ligadas al comercio o al turismo, sus efectos perversos sobre
los usos del suelo y su asociación a incrementos de la accesibilidad
motorizada, se tradujeron en la disuasión de los desplazamientos a pie de
acceso a las propias áreas transformadas, contrapesando las ventajas
comparativas que los viandantes adquirían en ellas.

Por esa razón, los efectos positivos de las zonas peatonales han estado sobre
todo en el campo de la pedagogía urbana o de la cultura de las ciudades; más
que por sus resultados en la reducción general de la circulación, su capacidad
de cambio positivo puede encontrarse en la rotundidad con la que muestran los
beneficios de la supresión del automóvil en ciertas circunstancias.

Se trata, en definitiva, de un terreno de ejemplos útiles en el necesario cambio


cultural que requiere y suscita la sostenibilidad en materia de tráfico, ya que
permite el redescubrimiento de las calles y plazas como espacios públicos
idóneos para esa riqueza de facetas que constituye la vida cotidiana: «el área
peatonal se ha convertido en un importante lugar de aprendizaje de la vida
urbana», dice también Rolf Monheim.

Cuando se desvían las responsabilidades de los problemas de los centros


históricos hacia la peatonalización se incurre en un error doble; por un lado, se
sacan del centro de la discusión las políticas urbanísticas básicas y, por otro,
se corre el riesgo de eludir las raíces más profundas de la contradicción entre
automóvil y ciudad y de obviar el sistema de necesidades y demandas de la
población.

Hoy no se puede afrontar la renovación de un casco histórico sin tener en


cuenta los cambios sufridos en el sistema de necesidades sociales (de mayor o
menor arraigo, de mayor o menor flexibilidad, de mayor o menor coherencia
con la sostenibilidad). Hace falta comprender la configuración y los márgenes
de maniobra del sistema de necesidades dominante (tipología, tamaño y
dotaciones de las viviendas, parques y espacios libres, equipamientos, etc).

En ese contexto han de encajarse las necesidades de movilidad y de


accesibilidad y, en particular, las necesidades del uso del automóvil sobre las
que se construyen los discursos y justificaciones del incremento de las
infraestructuras (nuevas vías y aparcamientos).
Las alternativas

Se pueden seguir haciendo peatonalizaciones en el sentido convencional de


resolver la contradicción espacial entre los vehículos y el viario existente; se
cosecharán los resultados ambivalentes más arriba señalados. Pero, con la
infinita experiencia acumulada en la casi totalidad de las ciudades del mundo
rico, parece llegada la hora de plantear el tráfico en los cascos históricos con
más amplitud de miras, formando parte de una estrategia global vinculada a la
revisión del uso generalizado e indiscriminado del automóvil privado en la
ciudad.

Esas estrategias suelen denominarse como de moderación del tráfico, es decir,


de reducción del número y de la velocidad de los automóviles. En aras de la
habitabilidad y de la sostenibilidad se requiere una transformación en múltiples
frentes: en la disuasión del automóvil y en la promoción de los medios
alternativos tales como los peatones, los ciclistas y el transporte colectivo.

Una transformación que atienda tanto al centro como a la ciudad nueva, pues
el conjunto histórico no vive sin la ciudad nueva y viceversa; para recuperar la
ciudad histórica es imprescindible, entre otras mil cosas, recuperar la ciudad
nueva y sus vínculos físicos, funcionales y culturales con la antigua.

Para ello parece conveniente reemplazar el papel central que jugaban las
peatonalizaciones en otras fases de la historia urbana con al menos los dos
siguientes instrumentos: la creación de una red peatonal o de itinerarios
peatonales (sin descartar las calles peatonales allí donde realmente no quepan
los automóviles) y la amortiguación o templado de la velocidad del tráfico.

El concepto de itinerario peatonal como conjunto de diferentes tipos de vías


pensadas también para los que caminan, con mayor o menor protección y
atractivo para el viandante en cada una de ellas, y articuladas con distintos
dispositivos, cómodos y seguros, para la mezcla y el cruce con el resto de los
medios de transporte.

La protección del peatón a partir del concepto de itinerario peatonal apunta


directamente a la moderación del tráfico, pues por un lado favorece el trasvase
de viajes motorizados a viajes andando y, por otro, tiende a reducir la velocidad
de los vehículos, ya que la seguridad y comodidad de las vías y cruces que
constituyen los itinerarios peatonales así lo exigen.

Sin embargo, las ventajas de extensión, generalización y flexibilidad que


aportan los itinerarios peatonales son, paradójicamente, las causas de su
todavía escasa aplicación. Los cientos de mejoras de pequeña escala que
constituyen un itinerario peatonal requieren un esfuerzo global superior al que
hace falta para crear con un solo proyecto una calle peatonal; requieren, sobre
todo, un esfuerzo continuado y sistemático a lo largo del tiempo por parte de
las administraciones correspondientes.

Frente a los resultados casi siempre llamativos de las zonas peatonales, los
itinerarios peatonales penetran suavemente en el modo de vida y en las pautas
de desplazamiento de los ciudadanos, lo que reduce su impacto inmediato ante
la opinión pública y su rentabilización política.

Por último, hay que señalar la importancia de aplicar también en los centros
históricos un conjunto de técnicas destinadas a la amortiguación de la
velocidad de los vehículos. La velocidad se muestra cada vez con mayor
nitidez como un factor disuasorio de la habitabilidad, especialmente en lugares
como los centros urbanos en los que no es posible ni deseable la segregación
de las circulaciones diversas que componen el tráfico. El dominio del espacio
público por parte de los vehículos a motor se ejerce a través del número pero
también de la velocidad.

La reducción general de la velocidad de circulación a 30 km/h en los centros


históricos y la creación, también en ellos, de enclaves y áreas de coexistencia
de tráficos, con velocidades máximas de 15—20 km/h, es un camino ya
explorado ampliamente en otros países y que puede ser muy fructífero como
complemento de las peatonalizaciones ya realizadas en las ciudades
españolas.

En conclusión, se trataría de romper los límites que muchas veces se


establecen en los debates sobre las peatonalizaciones de los centros
históricos. En lugar de centrarse obsesivamente en las ventajas o en los
inconvenientes de las áreas peatonales, lo que aquí se propone es abrir la
perspectiva hacia las políticas más de fondo que explican las transformaciones
de los centros históricos. Incluso en el caso de las políticas de tráfico, la
peatonalización debe convertirse en un mero punto de partida para adentrarse
en la consideración general de las necesidades de movilidad y accesibilidad y
en la compatibilidad entre el automóvil y la ciudad.

Notas

[1]: Edición original en:

Begoña Bernal (coord) (1999) Ciudad histórica y calidad de vida Servicio


de Publicaciones de la Universidad de Burgos a partir del seminario celebrado
en Burgos del 19 al 21 de enero de 1998, organizado por la Universidad de
Burgos y la Fundación La Caixa
Jan Gehl. “Ciudades para la gente”

“Vida, espacio público y edificios; en ese orden”. Es la sencilla idea acerca de


cómo abordar el delicado oficio de la planificación urbana que Jan Gehl,
influyente arquitecto y urbanista danés, trata de difundir a través de su obra y
de sus trabajos en ciudades como Nueva York, Brighton, Copenhague, Sydney,
Auckland o Adelaida.

Gehl (Copenhague, 1936) se reconoce seguidor de la “abuela” del urbanismo


humanista, la gran Jane Jacobs, que con su aguda mirada a pie de calle, su
activismo y su libro “Muerte y vida de las grandes ciudades americanas”, ayudó
a que los urbanistas del siglo XX recordaran, tras décadas aquejados de la
amnesia modernista que siguió a la irrupción de la cultura del automóvil, los
procesos que impulsaban la vida en nuestros barrios y ciudades.

Y hablamos de “recordar” porque, como señala Jan Geh en su “Ciudades para


la gente”, antes del siglo XX la vida de sus gentes y el diseño del espacio
público solían preceder a los edificios en el orden de la construcción de las
ciudades. Eran el puerto, el cruce de caminos, quienes daban lugar a
actividades de intercambio de mercancías, a un mercado, a negocios laterales
que se realizaban en torno a un espacio de cierto atractivo, a menudo una
plaza. La vida primero, el espacio público después. Solo sobre esas sólidas
bases pudieron luego aparecer los edificios: el foro, la gran catedral, y las
manzanas de apartamentos y tiendas en los bajos.

Ocurrió, sin embargo, que el automóvil y el “shock de modernismo” (o síndrome


Brasilia) que le acompañó cambió el orden del diseño urbano. Empezamos a
construir suburbios para llevar una vida con jardín y piscina, allanamos
plazuelas y ensanchamos callejas para hacer sitio al coche, desterramos a las
personas a las aceras o las plantas superiores de los edificios, y dimos forma a
ciudades, en definitiva, que respondían a nuestra manera de ver el mundo a
50, 60 y 80 Km/h: largas avenidas, manzanas de bloques uniformes y
monótonos, ausencia de detalles, enormes vallas publicitarias, etc. En estas
condiciones, huyen las personas de las calles y con ellas los comercios a pie
de calle, la seguridad, y la vida.
Gehl nos recuerda lo esencial de diseñar ciudades a escala humana. El
hombre es un animal bípedo que mira sobre todo al frente, un poco a los lados
y hacia abajo y que se mueve a unos 5 km/h. A esta velocidad y con nuestro
ángulo de visión, apreciamos escaparates, personas con las que nos
cruzamos, detalles en los jardines, o el frescor de las fuentes. Herencia de
nuestro pasado de presa y cazador, nos gusta tener las espaldas cubiertas y
dominar un cierto campo de visión, por eso encontramos siempre gente
sentada en los rincones, apoyados contra la pared, o poblando
cualquier escalinata agradable.

Un buen conocimiento del hombre debería ser obligada tarea de todo urbanista
y, sin embargo, los humanos somos los grandes olvidados de muchos
desarrollos urbanos que se hacen en la actualidad. Cuando surcamos un nudo
de autovías no es infrecuente ver edificios en construcción en medio de un
páramo de polvo. Después urbanizamos el espacio, pero solo en el sentido de
construir avenidas e infraestructuras que nos permitan llegar en coche a esos
islotes de ladrillo. Finalmente tratamos de llevar a la gente, y finalmente esa
gente acaba demandando servicios, colegios y parques. La vida llega con
dificultad a esos archipiélagos de destierro, planteados justamente a la inversa
de cómo Jan Gehl nos propone.

Gehl nos avisa, además, de que esos errores de planificación urbana se cobran
un elevado precio. “Podemos moldear a las ciudades, pero al final las ciudades
acaban también moldeándonos a nosotros”. La infancia de los niños que
pueden jugar en la calle o ir andando al colegio no es igual que la que se pasa
en el asiento de atrás del coche o del autobús escolar. En Estados Unidos hay
un buen número de familias que, debido a los problemas de movilidad, no
pueden proveerse de alimentos frescos. La educación, la salud pública, la
seguridad y la riqueza social y cultural de nuestra sociedad en su conjunto
depende en gran medida del modelo urbano sobre el que se asienta.

Junto a estas grandes líneas, Jan Gehl también se ocupa de los detalles. Cómo
organizar calles y plazas: sus sombras, la altura de sus edificios, las terrazas,
los bancos, los bajos comerciales, los jardines de las casas, para satisfacer
nuestras necesidades más humanas: la charla, los encuentros, las compras
diarias, la vista de un bello rincón, la protección ante las inclemencias del
tiempo, el juego… Es ese exquisito cuidado por el detalle y ese acercamiento a
lo minúsculo lo que convierte a Gehl en una especie de artesano del urbanismo
y lo que justifica que comparta esta sección con otro mayúsculo artesano de lo
minúsculo como fue en el siglo XIX William Morris. El arquitecto danés produce
a escala de ciudad las ideas sobre el humanismo y la belleza que Morris
insuflaba en sus escritos y conferencias: “todo hombre, a su escala, puede
producir belleza – bien a través de la realización de un cuadro, de un vestido,
de un mueble; y todo hombre igualmente debería tener derecho, en su vida
cotidiana, a estar rodeado de objetos bellos”.

Siglo y medio después, más de la mitad de las vidas cotidianas que transcurren
en nuestro planeta tienen las ciudades como escenario, y arquitectos como Jan
Gehl trabajan para que esos escenarios públicos que son nuestras calles y
plazas posean la belleza de lo útil, de lo sencillo, y de lo humano.

El automóvil ha supuesto, a lo largo del siglo XX, algo más que una revolución
en la manera de desplazarse. Ha modificado las costumbres y ha cambiado
radicalmente la forma y funcionamiento de las ciudades. El ferrocarril primero, y
el automóvil después, han hecho posible el crecimiento en extensión de las
zonas urbanas.

En su funcionamiento, el principal cambio se opera en la calle: de ser un espacio


"multiusos" y público ha pasado casi exclusivamente a ser el espacio de la
circulación y el aparcamiento. La zonificación (separación de las funciones
urbanas básicas, como trabajo, vivienda, estudio) ha aumentado las
necesidades de desplazarse. Con la llegada de las máquinas a la ciudad, los
ciudadanos se convirtieron en peatones, y poco a poco, en una especie urbana
en vías de extinción. Los sectores más frágiles de la sociedad -personas
mayores, niños, discapacitados- han perdido en gran medida su autonomía de
movimiento en la ciudad, dependen de los demás para trasladarse o se han
resignado a permanecer "inmovilizados" en sus casas.
¿Qué han hecho las políticas urbanas ante esta progresiva invasión de
máquinas? En lugar de prever sus efectos y adoptar medidas correctoras, en la
mayoría de nuestras ciudades la respuesta ha consistido en facilitar esa invasión;
adaptando nuestras ciudades al automóvil, cuando lo racional habría sido
justamente lo contrario.

Hace más de cuarenta años, el ingeniero escocés Colin Buchanan en su


obra El tráfico en las ciudades advertía que las ciudades no estaban preparadas
para permitir un gran aumento de automóviles, y que, por lo tanto, se tenía que
hacer un esfuerzo en planificar y remodelar las ciudades para albergar el tráfico
peatonal y rodado que se iba a producir, y hacía un razonamiento inexorable:

"No será conveniente que la sociedad siga invirtiendo sumas


aparentemente ilimitadas en la compra y manejo de vehículos a motor sin
invertir sumas equivalentes en la apropiada acomodación del tráfico resultante".

En efecto, si las infraestructuras viarias no se diseñan para el tráfico que va a


pasar por ellas, y se construye y gestiona sin contemplar la comodidad, la
economía, la fluidez y la seguridad del movimiento de personas y vehículos, los
problemas están asegurados, es cuestión de tiempo.

Y los síntomas más notorios del mal funcionamiento del sistema viario siguen
siendo tres fenómenos característicos: la congestión, las dificultades para parar
y estacionar, y la siniestralidad.

En el ámbito científico y técnico del sistema viario hay preocupación por el


futuro. Porque si no se cambian los modos de construir y gestionar el sistema
viario, puede ser más hostil de lo que ha sido hasta ahora, haciendo más difícil
la vida, limitando y hasta impidiendo el progreso socioeconómico.

Pese al “Informe Buchanan”, en muchas ciudades se siguió construyendo y


gestionando sin contemplar el tráfico.

Pero el resultado de construir y gestionar con bajo o nulo nivel tecnológico, con
pocos conocimientos y con poca o nula previsión de consecuencias, no es sólo
el agravamiento de los tres síntomas, es mucho más:
En muchas ciudades el coste adicional por los efectos adversos del mal
funcionamiento de su sistema viario, supone el empobrecimiento de sus
habitantes, que ya tienen hipotecada su calidad de vida, su prosperidad
socioeconómica y su primer problema de seguridad pública entre los fenómenos
violentos, por el bajo nivel tecnológico con el que se ha urbanizado y se urbaniza,
y con el que se ha gestionado y gestiona su sistema y su tráfico viario.

El único modo de evitar la previsible y amenazante situación futura, es actuar de


modo distinto al que se han provocado y agravado los problemas de la situación
actual. Es dejar de diseñar, construir y gestionar con tan bajo nivel tecnológico,
dejando de provocar y agravar los tres síntomas del mal funcionamiento del
sistema y el resto de efectos adversos que se derivan, como aún se viene
haciendo en muchas ciudades, en un ejercicio de irracionalidad que poco a poco
va asfixiando la calidad de vida de sus habitantes y deteriorando el progreso
socioeconómico.

En conclusión, el transporte, la movilidad, es fundamental para la economía de


las ciudades, y para el aumento de sus riquezas, pues permite el libre
intercambio de ideas y conocimientos, y de productos comerciales. Sin embargo,
en los últimos años, muchas ciudades tienen un transporte defectuoso, que se
ha convertido en un gran problema. El predominio del automóvil privado ha
saturado el centro de las grandes ciudades y ha hecho empeorar la calidad de
vida de los ciudadanos.

Podemos valorar que esto es un tema relevante, en el sentido de que hay un


gran número de artículos- tanto en revistas científicas especializadas, como en
la prensa- que se hacen eco tanto de los problemas del tráfico en la ciudad
(congestión, contaminación visual, acústica y atmosférica, accidentes, etc)
como de las estrategias (carril BUS/VAO, tranvía, zonas peatonales, mejorar el
servicio público colectivo,...) que se vienen elaborando para paliarlos.

Por lo que hay alternativas al automóvil privado, y que cada ciudad ha de


aplicar aquellas que les sean más útiles, eficaces y beneficiosas. De esta
manera, aparcando el automóvil en el garaje, ganaremos en calidad de vida y
contribuiremos a mejorar el medio ambiente.
Aquel gobierno que en los inicios del siglo XXI no lleve como bandera política la
sustentabilidad, parece estar condenado a irse a casa y convertirse en oposición.
En movilidad, ante la presión constante de grupos de la sociedad civil, la
imperante necesidad de mejorar los traslados disminuyendo tiempos, así como
emisiones de CO2 ante los compromisos internacionales como los Objetivos del
Milenio, Delegaciones del Distrito Federal, Municipios y Entidades Federativas,
se han visto obligados a introducir estos nuevos conceptos en la agenda de
movilidad, e invertir en sistemas de transporte público moderno y en
infraestructura ciclista, sin embargo, han dejado de lado la base de toda
movilidad urbana sustentable: la peatonalización de la ciudad.

Cuando hablamos de movilidad urbana sustentable, lo primero que se nos puede


venir a la mente es la imagen de una estación de Metrobus a lado de la cual pasa
una ciclovía y en la que amablemente dos ciclistas se trasladan platicando sin
prisa. Vemos pocos automóviles y tal vez alcancemos percibir un cruce peatonal
con varias personas caminando, alguna de ellas en silla de ruedas.

Esta imagen mental seguramente estará dominada por el uso de un transporte


público moderno y limpio, sin embargo aunque la estampa imaginaria se empieza
a construir en la realidad de la Ciudad de México como lo vemos ahora en la
remodelación del Eje 7 Sur, seguimos encontrando que la infraestructura de
transporte instalada en los últimos años o la ya existente, no satisfacen de forma
integral los traslados que hacemos “puerta a puerta”, es decir desde que salimos
de casa hasta que cruzamos la de entrada al trabajo o la universidad; o por la
tarde desde el trabajo hasta el supermercado o a algún centro comercial para
des estresarnos un poco. Asimismo, vemos que el tránsito vehicular no
disminuye, sino que por el contrario aumenta dramáticamente.

Con este recorrido imaginario, podemos darnos cuenta que existe una parte
fundamental que no está siendo atendida por ningún gobierno y sólo de manera
tangencial por la sociedad civil organizada; nos referimos a la peatonalización de
la ciudad o propiamente a la infraestructura peatonal. Es aquí donde tal vez recae
el fracaso en la mejora de tiempos de traslado y la causa de porque seguimos
prefiriendo el uso del automóvil al del transporte público o la bicicleta.

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