Cuentos de Amor Locura y de Muerte
Cuentos de Amor Locura y de Muerte
Cuentos de Amor Locura y de Muerte
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HORACIO QUIROGA 1
2020.
Año del General Manuel Belgrano
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Cuentos de amor
de locura y de muerte
El Principito
HORACIO QUIROGA
Ilustraciones
Pablo Pantín
Director Responsable
Alejandro Lorenzo César Santa
mayo 2020
Primavera
Verano
I
El 13 de junio Nébel volvió a Concordia, y aunque supo
desde el primer momento que Lidia estaba allí, pasó una
semana sin inquietarse poco ni mucho por ella. Cuatro
meses son plazo sobrado para un relámpago de pasión,
y apenas si en el agua dormida de su alma, el último res-
plandor alcanzaba a rizar su amor propio. Sentía, sí, curio-
sidad de verla. Hasta que un nimio incidente, punzando
su vanidad, lo arrastró de nuevo. El primer domingo, Né-
bel, como todo buen chico de pueblo, esperó en la esqui-
na la salida de misa. Al fin, las últimas acaso, erguidas y
mirando adelante, Lidia y su madre avanzaron por entre
la fila de muchachos.
Nébel, al verla de nuevo, sintió que sus ojos se dilata-
ban para sorber en toda su plenitud la figura bruscamen-
te adorada. Esperó con ansia casi dolorosa el instante en
que los ojos de ella, en un súbito resplandor de dichosa
sorpresa, lo reconocerían entre el grupo.
Pero pasó, con su mirada fría fija adelante.
—Parece que no se acuerda más de ti —le dijo un ami-
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go que a su lado había seguido el incidente.
—¡No mucho! —se sonrió él—. Y es lástima, porque la
chica me gustaba en realidad.
Pero cuando estuvo solo se lloró a sí mismo su des-
gracia. ¡Y ahora que había vuelto a verla! ¡Cómo, cómo la
había querido siempre, él que creía no acordarse más! ¡Y
acabado! ¡Pum, pum, pum! —repetía sin darse cuenta—.
¡Pum! ¡Todo ha concluido!
De golpe: ¿Y si no me hubieran visto?… ¡Claro! ¡Pero
claro! Su rostro se animó de nuevo, y acogió esta vaga
probabilidad con profunda convicción.
A las tres golpeaba en casa del doctor Arrizabalaga.
Su idea era elemental: consultaría con cualquier mísero
pretexto al abogado; y acaso la viera.
Fue allá. Una súbita carrera por el patio respondió al
timbre, y Lidia, para detener el impulso, tuvo que cogerse
violentamente a la puerta vidriera. Vio a Nébel, lanzó una
exclamación, y ocultando con sus brazos la ligereza de su
ropa, huyó más velozmente aún.
Un instante después la madre abría el consultorio, y
acogía a su antiguo conocido con más viva complacencia
que cuatro meses atrás. Nébel no cabía en sí de gozo; y
como la señora no parecía inquietarse por las preocupa-
ciones jurídicas de Nébel, éste prefirió también un millón
de veces su presencia a la del abogado.
Con todo, se hallaba sobre ascuas de una felicidad
demasiado ardiente. Y como tenía dieciocho años, desea-
ba irse de una vez para gozar a solas, y sin cortedad, su
inmensa dicha.
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—¡Tan pronto, ya! —le dijo la señora—. Espero que ten-
dremos el gusto de verlo otra vez… ¿No es verdad?
—¡Oh, sí, señora!
—En casa todos tendríamos mucho placer… ¡Supon-
go que todos! ¿Quiere que consultemos? —se sonrió con
maternal burla.
—¡Oh, con toda el alma! —repuso Nébel.
—¡Lidia! ¡Ven un momento! Hay aquí una persona a
quien conoces.
Lidia llegó cuando él estaba ya de pie. Avanzó al en-
cuentro de Nébel, los ojos centelleantes de dicha, y le ten-
dió un gran ramo de violetas, con adorable torpeza.
—Si a usted no le molesta —prosiguió la madre—, po-
dría venir todos los lunes… ¿Qué le parece?
—¡Que es muy poco, señora! —repuso el muchacho—.
Los viernes también… ¿Me permite?
La señora se echó a reír.
—¡Qué apurado! Yo no sé… Veamos qué dice Lidia.
¿Qué dices, Lidia?
La criatura, que no apartaba sus ojos rientes de Né-
bel, le dijo ¡sí! en pleno rostro, puesto que a él debía su
respuesta.
—Muy bien: entonces hasta el lunes, Nébel.
Nébel objetó:
—¿No me permitiría venir esta noche? Hoy es un día
extraordinario…
—¡Bueno! ¡Esta noche también! Acompáñalo, Lidia.
Pero Nébel, en loca necesidad de movimiento, se des-
pidió allí mismo, y huyó con su ramo, cuyo cabo había des-
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hecho casi, y con el alma proyectada al último cielo de la
felicidad.
II
Durante dos meses, en todos los momentos en que se
veían, en todas las horas que los separaban, Nébel y Lidia
se adoraron. Para él, romántico hasta sentir el estado de
dolorosa melancolía que provoca una simple garúa que
agrisa el patio, la criatura aquella, con su cara angelical,
sus ojos azules y su temprana plenitud, debía encarnar la
suma posible de ideal. Para ella, Nébel era varonil, buen
mozo e inteligente. No había en su mutuo amor más nube
que la minoría de edad de Nébel. El muchacho, dejando
de lado estudios, carreras y demás superfluidades, que-
ría casarse. Como probado, no había sino dos cosas: que
a él le era absolutamente imposible vivir sin Lidia, y que
llevaría por delante cuanto se opusiese a ello. Presentía
—o más bien dicho, sentía— que iba a escollar rudamente.
Su padre, en efecto, a quien había disgustado profun-
damente el año que perdía Nébel tras un amorío de car-
naval, debía apuntar las íes con terrible vigor. A fines de
agosto habló un día definitivamente a su hijo:
—Me han dicho que sigues tus visitas a lo de Arriza-
balaga. ¿Es cierto? Porque tú no te dignas decirme una
palabra.
Nébel vio toda la tormenta en esa forma de dignidad,
y la voz le tembló un poco al contestar:
—Si no te dije nada, papá, es porque sé que no te gus-
ta que te hable de eso.
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—¡Bah! Como gustarme, puedes, en efecto, ahorrar-
te el trabajo… Pero quisiera saber en qué estado estás.
¿Vas a esa casa como novio?
—Sí.
—¿Y te reciben formalmente?
—Creo que sí…
El padre lo miró fijamente y tamborileó sobre la mesa.
—¡Está bueno! ¡Muy bien!… Óyeme, porque tengo el
deber de mostrarte el camino. ¿Sabes tú bien lo que ha-
ces? ¿Has pensado en lo que puede pasar?
—¿Pasar?… ¿Qué?
—Que te cases con esa muchacha. Pero fíjate: ya tie-
nes edad para reflexionar, al menos. ¿Sabes quién es?
¿De dónde viene? ¿Conoces a alguien que sepa qué vida
lleva en Montevideo?
—¡Papá!
—¡Sí, qué hacen allá! ¡Bah! No pongas esa cara… No
me refiero a tu… novia. Ésa es una criatura, y como tal no
sabe lo que hace. ¿Pero sabes de qué viven?
—¡No! Ni me importa, porque aunque seas mi padre…
—¡Bah, bah, bah! Deja eso para después. No te ha-
blo como padre sino como cualquier hombre honrado
pudiera hablarte. ¡Y puesto que te indigna tanto lo que
te pregunto, averigua a quien quiera contarte qué clase
de relaciones tiene la madre de tu novia con su cuñado,
pregunta!
—¡Sí! Ya sé que ha sido…
—¡Ah!, ¿sabes que ha sido la querida de Arrizabalaga?
¿Y que él u otro sostienen la casa en Montevideo? ¡Y te
quedas tan fresco!
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—¡…!
—¡Sí, ya sé! ¡Tu novia no tiene nada que ver con esto,
ya sé! No hay impulso más bello que el tuyo… Pero anda
con cuidado, porque puedes llegar tarde… ¡No, no, cálma-
te! No tengo ninguna idea de ofender a tu novia, y creo,
como te he dicho, que no está contaminada aún por la
podredumbre que la rodea. Pero si la madre te la quiere
vender en matrimonio, o más bien a la fortuna que vas a
heredar cuando yo muera, dile que el viejo Nébel no está
dispuesto a esos tráficos y que antes se lo llevará el dia-
blo que consentir en ese matrimonio. Nada más quería
decirte.
El muchacho quería mucho a su padre, a pesar del
carácter de éste; salió lleno de rabia por no haber podido
desahogar su ira, tanto más violenta cuanto que él mis-
mo la sabía injusta. Hacía tiempo ya que no lo ignoraba.
La madre de Lidia había sido querida de Arrizabalaga en
vida de su marido, y aun cuatro o cinco años después. Se
veían de tarde en tarde, pero el viejo libertino, arrebujado
ahora en su artritis de solterón enfermizo, distaba mucho
de ser respecto de su cuñada lo que se pretendía; y si
mantenía el tren de madre e hija, lo hacía por una especie
de agradecimiento de ex amante, y sobre todo para au-
torizar los chismes actuales que hinchaban su vanidad.
Nébel evocaba a la madre; y con un estremecimiento
de muchacho loco por las mujeres casadas, recordaba
cierta noche en que hojeando juntos y reclinados una
Illustration, había creído sentir sobre sus nervios súbita-
mente tensos un hondo hálito de deseo que surgía del
cuerpo pleno que rozaba con él. Al levantar los ojos, Né-
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bel había visto la mirada de ella, mareada, posarse pesa-
damente sobre la suya.
¿Se había equivocado? Era terriblemente histérica,
pero con raras crisis explosivas; los nervios desordena-
dos repiqueteaban hacia adentro y de aquí la enfermiza
tenacidad en un disparate y el súbito abandono de una
convicción; y en los pródromos de las crisis, la obstina-
ción creciente, convulsiva, edificándose con grandes blo-
ques de absurdos. Abusaba de la morfina por angustiosa
necesidad y por elegancia. Tenía treinta y siete años; era
alta, con labios muy gruesos y encendidos que humede-
cía sin cesar. Sin ser grandes, sus ojos lo parecían por el
corte y por tener pestañas muy largas; pero eran admira-
bles de sombra y fuego. Se pintaba. Vestía, como la hija,
con perfecto buen gusto, y era ésta, sin duda, su mayor
seducción. Debía de haber tenido, como mujer, profundo
encanto; ahora la histeria había trabajado mucho su cuer-
po —siendo, desde luego, enferma del vientre—. Cuando
el latigazo de la morfina pasaba, sus ojos se empañaban,
y de la comisura de los labios, del párpado globoso, pen-
día una fina redecilla de arrugas. Pero a pesar de ello, la
misma histeria que le deshacía los nervios era el alimen-
to, un poco mágico, que sostenía su tonicidad.
Quería entrañablemente a Lidia; y con la moral de las
burguesas histéricas, hubiera envilecido a su hija para
hacerla feliz —esto es, para proporcionarle aquello que
habría hecho su propia felicidad.
Así, la inquietud del padre de Nébel a este respecto to-
caba a su hijo en lo más hondo de sus cuerdas de aman-
te. ¿Cómo había escapado Lidia? Porque la limpidez de su
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cutis, la franqueza de su pasión de chica que surgía con
adorable libertad de sus ojos brillantes, era, ya no prueba
de pureza, sino escalón de noble gozo por el que Nébel
ascendía triunfal a arrancar de una manotada a la planta
podrida la flor que pedía por él.
Esta convicción era tan intensa, que Nébel jamás la
había besado. Una tarde, después de almorzar, en que
pasaba por lo de Arrizabalaga, había sentido loco deseo
de verla. Su dicha fue completa, pues la halló sola, en
batón, y los rizos sobre las mejillas. Como Nébel la retuvo
contra la pared, ella, riendo y cortada, se recostó en el
muro. Y el muchacho, a su frente, tocándola casi, sintió
en sus manos inertes la alta felicidad de un amor inma-
culado, que tan fácil le habría sido manchar.
¡Pero luego, una vez su mujer! Nébel precipitaba cuan-
to le era posible su casamiento. Su habilitación de edad,
obtenida en esos días, le permitía por su legítima mater-
na afrontar los gastos. Quedaba el consentimiento del
padre, y la madre apremiaba este detalle.
La situación de ella, sobrado equívoca en Concordia,
exigía una sanción social que debía comenzar, desde lue-
go, por la del futuro suegro de su hija. Y sobre todo, la
sostenía el deseo de humillar, de forzar a la moral bur-
guesa a doblar las rodillas ante la misma inconveniencia
que despreció.
Ya varias veces había tocado el punto con su futuro
yerno, con alusiones a «mi suegro»…, «mi nueva familia»…,
«la cuñada de mi hija». Nébel se callaba, y los ojos de la
madre brillaban entonces con más sombrío fuego.
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Hasta que un día la llama se levantó. Nébel había fija-
do el 18 de octubre para su casamiento. Faltaba más de
un mes aún, pero la madre hizo entender claramente al
muchacho que quería la presencia de su padre esa noche.
—Será difícil —dijo Nébel después de un mortificante si-
lencio—. Le cuesta mucho salir de noche… No sale nunca.
—¡Ah! —exclamó sólo la madre, mordiéndose rápida-
mente el labio. Otra pausa siguió, pero ésta ya de presagio.
—Porque usted no hace un casamiento clandestino,
¿verdad?
—¡Oh! —se sonrió difícilmente Nébel—. Mi padre tam-
poco lo cree.
—¿Y entonces?
Nuevo silencio, cada vez más tempestuoso.
—¿Es por mí que su señor padre no quiere asistir?
—¡No, no, señora! —exclamó al fin Nébel, impaciente—.
Está en su modo de ser… Hablaré de nuevo con él, si quiere.
—¿Yo, querer? —se sonrió la madre dilatando las nari-
ces—. Haga lo que le parezca… ¿Quiere irse, Nébel, aho-
ra? No estoy bien.
Nébel salió, profundamente disgustado. ¿Qué iba a
decir a su padre? Éste sostenía siempre su rotunda opo-
sición a tal matrimonio, y ya el hijo había emprendido las
gestiones para prescindir de ella.
—Puedes hacer eso y todo lo que te dé la gana. Pero
mi consentimiento para que esa entretenida sea tu sue-
gra, ¡jamás!
Después de tres días, Nébel decidió concluir de una
vez con ese estado de cosas, y aprovechó para ello un
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momento en que Lidia no estaba.
—Hablé con mi padre —comenzó Nébel— y me ha di-
cho que le será completamente imposible asistir.
La madre se puso un poco pálida, mientras sus ojos,
en un súbito fulgor, se estiraban hacia las sienes.
—¡Ah! ¿Y por qué?
—No sé —repuso con voz sorda Nébel.
—Es decir… que su señor padre teme mancharse si
pone los pies aquí.
—¡No sé! —repitió él, obstinado a su vez.
—¡Es que es una ofensa gratuita la que nos hace ese
señor! ¿Qué se ha figurado? —añadió con voz ya altera-
da y los labios temblantes—. ¿Quién es él para darse ese
tono?
Nébel sintió entonces el fustazo de reacción en la
cepa profunda de su familia.
—¡Qué es, no sé! —repuso con voz precipitada a su
vez—. Pero no sólo se niega a asistir, sino que tampoco
da su consentimiento.
—¿Qué? ¿Que se niega? ¿Y por qué? ¿Quién es él? ¡El
más autorizado para esto!
Nébel se levantó:
—Usted no…
Pero ella se había levantado también.
—¡Sí, él! ¡Usted es una criatura! ¡Pregúntele de dónde
ha sacado su fortuna, robada a sus clientes! ¡Y con esos
aires! ¡Su familia irreprochable, sin mancha, se llena la
boca con eso! ¡Su familia!… ¡Dígale que le diga cuántas pa-
redes tenía que saltar para ir a dormir con su mujer antes
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de casarse! ¡Sí, y me viene con su familia!… ¡Muy bien, vá-
yase; estoy hasta aquí de hipocresías! ¡Que lo pase bien!
III
Nébel vivió cuatro días en la más honda desesperación.
¿Qué podía esperar después de lo sucedido? Al quinto, y
al anochecer, recibió una esquela:
«Octavio:
Lidia está bastante enferma, y sólo su presencia
podría calmarla.
María S. de Arrizabalaga»
II
Durante diez días la vida prosiguió en común, aunque Né-
bel estaba casi todo el día afuera. Por tácito acuerdo, Li-
dia y él se encontraban muy pocas veces solos; y aunque
de noche volvían a verse, pasaban aun entonces largo
tiempo callados.
Lidia misma tenía bastante que hacer cuidando a su
madre, postrada al fin. Como no había posibilidad de re-
construir lo ya podrido, y aun a trueque del peligro inme-
diato que ocasionara, Nébel pensó en suprimir la morfina.
Pero se abstuvo una mañana que, entrando bruscamente
en el comedor, sorprendió a Lidia que se bajaba precipi-
tadamente las faldas. Tenía en la mano la jeringuilla, y fijó
en Nébel su mirada espantada.
—¿Hace mucho tiempo que usas eso? —le preguntó
él al fin.
—Sí —murmuró Lidia, doblando en una convulsión la
aguja.
Nébel la miró aún y se encogió de hombros.
Sin embargo, como la madre repetía sus inyecciones
con una frecuencia terrible para ahogar los dolores de su
riñón que la morfina concluía de matar, Nébel se decidió
a intentar la salvación de aquella desgraciada, sustrayén-
dole la droga.
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—¡Octavio! ¡Me va a matar! —clamó ella con ronca sú-
plica—. ¡Mi hijo Octavio! ¡No podría vivir un día!
—¡Es que no vivirá dos horas si le dejo eso! —contestó
Nébel.
—¡No importa, mi Octavio! ¡Dame, dame la morfina!
Nébel dejó que los brazos se tendieran a él inútilmen-
te, y salió con Lidia.
—¿Tú sabes la gravedad del estado de tu madre?
—Sí… Los médicos me habían dicho…
Él la miró fijamente.
—Es que está mucho peor de lo que imaginas.
Lidia se puso blanca, y mirando afuera, ahogó un so-
llozo mordiéndose los labios.
—¿No hay médico aquí? —murmuró.
—Aquí no, ni en diez leguas a la redonda; pero busca-
remos.
Esa tarde llegó el correo cuando estaban solos en el
comedor, y Nébel abrió una carta.
—¿Noticias? —preguntó Lidia inquieta, levantando los
ojos a él.
—Sí —repuso Nébel, prosiguiendo la lectura.
—¿Del médico? —volvió Lidia al rato, más ansiosa aún.
—No, de mi mujer —repuso él con la voz dura, sin le-
vantar los ojos.
A las diez de la noche, Lidia llegó corriendo a la pieza
de Nébel.
—¡Octavio! ¡Mamá se muere!…
Corrieron al cuarto de la enferma. Una intensa palidez
cadaverizaba ya el rostro. Tenía los labios desmesurada-
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mente hinchados y azules, y por entre ellos se escapaba
un remedo de palabra, gutural y a boca llena:
—Pla… pla… pla…
Nébel vio enseguida sobre el velador el frasco de mor-
fina, casi vacío.
—¡Es claro, se muere! ¿Quién le ha dado esto? —pre-
guntó.
—¡No sé, Octavio! Hace un rato sentí ruido… Segura-
mente lo fue a buscar a tu cuarto cuando no estabas…
¡Mamá, pobre mamá! —cayó sollozando sobre el misera-
ble brazo que pendía hasta el piso.
Nébel la pulsó; el corazón no daba más, y la tempera-
tura caía. Al rato los labios callaron su pla… pla, y en la
piel aparecieron grandes manchas violetas.
A la una de la mañana murió. Esa tarde, tras el entie-
rro, Nébel esperó que Lidia concluyera de vestirse mien-
tras los peones cargaban las valijas en el carruaje.
—Toma esto —le dijo cuando ella estuvo a su lado, ten-
diéndole un cheque de diez mil pesos.
Lidia se estremeció violentamente, y sus ojos, enroje-
cidos, se fijaron de lleno en los de Nébel. Pero él sostuvo
la mirada.
—¡Toma, pues! —repitió sorprendido.
Lidia lo tomó y se bajó a recoger su valijita. Nébel en-
tonces se inclinó sobre ella.
—Perdóname —le dijo—. No me juzgues peor de lo que soy.
En la estación esperaron un rato y sin hablar, junto a
la escalerilla del vagón, pues el tren no salía aún. Cuando
la campana sonó, Lidia le tendió la mano, que Nébel retu-
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vo un momento en silencio. Luego, sin soltarla, recogió a
Lidia de la cintura y la besó hondamente en la boca.
El tren partió. Inmóvil, Nébel siguió con la vista la ven-
tanilla que se perdía.
Pero Lidia no se asomó.
36
La muerte de Isolda
46
El solitario
65
66
La insolación
76
El alambre de púa
119
120
El almohadón de plumas
151
152
La miel silvestre
173
174
La meningitis y su sombra