Cuentos de Amor Locura y de Muerte

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HORACIO QUIROGA 1

2020.
Año del General Manuel Belgrano
2
3
Cuentos de amor
de locura y de muerte
El Principito

HORACIO QUIROGA

Ilustraciones
Pablo Pantín

Colección juvenil “vuela el pez”

Biblioteca del congreso de la nación


6
Propietario
Biblioteca del Congreso de la Nación

Director Responsable
Alejandro Lorenzo César Santa

Diseño, compaginación y corrección


Subdirección Editorial

© Biblioteca del Congreso de la Nación, 2020


Alsina 1835

mayo 2020

Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723


ISBN 978-950-691-111-9
Índice

Una estación de amor 9


Primavera 9
Verano I 12
II 15
III 22
Otoño 26
Invierno I 30
II 32
La muerte de Isolda 37
El solitario 47
7
Los buques suicidantes 55
A la deriva 61
La insolación 67
El alambre de púa 77
Los mensú 93
La gallina degollada 109
El almohadón de plumas 121
Yaguaí 127
Los pescadores de vigas 143
La miel silvestre 153
Nuestro primer cigarro 161
La meningitis y su sombra 175
Una estación de amor

Primavera

Era el martes de carnaval. Nébel acababa de entrar en el


corso, ya al oscurecer, y mientras deshacía un paquete
de serpentinas miró al carruaje de delante. Extrañado de
una cara que no había visto en el coche la tarde anterior,
preguntó a sus compañeros:
—¿Quién es? No parece fea.
—¡Un demonio! Es lindísima. Creo que sobrina, o cosa
así, del doctor Arrizabalaga. Llegó ayer, me parece…
Nébel fijó entonces atentamente los ojos en la hermo- 9
sa criatura. Era una chica muy joven aún, acaso no más
de catorce años, pero ya núbil. Tenía, bajo el cabello muy
oscuro, un rostro de suprema blancura, de ese blanco
mate y raso que es patrimonio exclusivo de los cutis muy
finos. Ojos azules, largos, perdiéndose hacia las sienes
entre negras pestañas. Tal vez un poco separados, lo que
da, bajo una frente tersa, aire de mucha nobleza o gran
terquedad. Pero sus ojos, tal como eran, llenaban aquel
semblante en flor con la luz de su belleza. Y al sentirlos
Nébel detenidos un momento en los suyos, quedó des-
lumbrado.
—¡Qué encanto! —murmuró, quedando inmóvil con
una rodilla en el almohadón del surrey. Un momento des-
pués las serpentinas volaban hacia la victoria. Ambos ca-
rruajes estaban ya enlazados por el puente colgante de
papel, y la que lo ocasionaba sonreía de vez en cuando al
galante muchacho.
Mas aquello llegaba ya a la falta de respeto a perso-
nas, cocheros y aun al carruaje: las serpentinas llovían
sin cesar. Tanto fue, que las dos personas sentadas atrás
se volvieron y, bien que sonriendo, examinaron atenta-
mente al derrochador.
—¿Quiénes son? —preguntó Nébel en voz baja.
—El doctor Arrizabalaga… Cierto que no lo conoces. La
otra es la madre de tu chica… Es cuñada del doctor.
Como en pos del examen, Arrizabalaga y la señora se
sonrieran francamente ante aquella exuberancia de ju-
ventud, Nébel se creyó en el deber de saludarlos, a lo que
respondió el terceto con jovial condescendencia.
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Éste fue el principio de un idilio que duró tres meses,
y al que Nébel aportó cuanto de adoración cabía en su
apasionada adolescencia. Mientras continuó el corso, y en
Concordia se prolonga hasta horas increíbles, Nébel ten-
dió incesantemente su brazo hacia adelante, tan bien, que
el puño de su camisa, desprendido, bailaba sobre la mano.
Al día siguiente se reprodujo la escena; y como esta
vez el corso se reanudaba de noche con batalla de flo-
res, Nébel agotó en un cuarto de hora cuatro inmensas
canastas. Arrizabalaga y la señora se reían, volviendo la
cabeza a menudo, y la joven no apartaba casi sus ojos
de Nébel. Éste echó una mirada de desesperación a sus
canastas vacías. Mas sobre el almohadón del surrey que-
daba aún uno, un pobre ramo de siemprevivas y jazmines
del país. Nébel saltó con él por sobre la rueda del surrey,
dislocose casi un tobillo, y corriendo a la victoria, jadean-
te, empapado en sudor y con el entusiasmo a flor de ojos,
tendió el ramo a la joven. Ella buscó atolondradamente
otro, pero no lo tenía. Sus acompañantes se reían.
—¡Pero, loca! —le dijo la madre, señalándole el pe-
cho—. ¡Ahí tienes uno!
El carruaje arrancaba al trote. Nébel que había des-
cendido afligido del estribo, corrió y alcanzó el ramo que
la joven le tendía con el cuerpo casi fuera del coche.
Nébel había llegado tres días atrás de Buenos Aires,
donde concluía su bachillerato. Había permanecido allá
siete años, de modo que su conocimiento de la sociedad
actual en Concordia era mínimo. Debía quedarse aún
quince días en su ciudad natal, disfrutados en pleno so-
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siego de alma, sino de cuerpo. Y he aquí que desde el
segundo día perdía toda su serenidad. Pero, en cambio,
¡qué encanto!
—¡Qué encanto! —se repetía pensando en aquel rayo
de luz, flor y carne femenina que había llegado a él desde
el carruaje. Se reconocía real y profundamente deslum-
brado, y enamorado, desde luego.
¡Y si ella lo quisiera!… ¿Lo querría? Nébel, para diluci-
darlo, confiaba mucho más que en el ramo de su pecho,
en la precipitación aturdida con que la joven había bus-
cado algo que darle. Evocaba claramente el brillo de sus
ojos cuando lo vio llegar corriendo, la inquieta expectativa
con que lo esperó; y en otro orden, la morbidez del joven
pecho, al tenderle el ramo.
¡Y ahora, concluido! Ella se iba al día siguiente a Mon-
tevideo. ¿Qué le importaba lo demás, Concordia, sus ami-
gos de antes, su mismo padre? Por lo menos, iría con ella
hasta Buenos Aires.
Hicieron efectivamente el viaje juntos, y durante él,
Nébel llegó al más alto grado de pasión que puede al-
canzar un romántico muchacho de dieciocho años que
se siente querido. La madre acogió el casi infantil idilio
con afable complacencia, y se reía a menudo al verlos,
hablando poco, sonriendo sin cesar y mirándose infinita-
mente.
La despedida fue breve, pues Nébel no quiso perder
el último vestigio de cordura que le quedaba, cortando su
carrera tras ella.
Ellas volverían a Concordia en el invierno, acaso una
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temporada. ¿Iría él? «¡Oh, no volver yo!». Y mientras Né-
bel se alejaba despacio por el muelle, volviéndose a cada
momento, ella, de pecho sobre la borda y la cabeza baja,
lo seguía con los ojos, mientras en la planchada los ma-
rineros levantaban los suyos risueños a aquel idilio, y al
vestido, corto aún, de la tiernísima novia.

Verano
I
El 13 de junio Nébel volvió a Concordia, y aunque supo
desde el primer momento que Lidia estaba allí, pasó una
semana sin inquietarse poco ni mucho por ella. Cuatro
meses son plazo sobrado para un relámpago de pasión,
y apenas si en el agua dormida de su alma, el último res-
plandor alcanzaba a rizar su amor propio. Sentía, sí, curio-
sidad de verla. Hasta que un nimio incidente, punzando
su vanidad, lo arrastró de nuevo. El primer domingo, Né-
bel, como todo buen chico de pueblo, esperó en la esqui-
na la salida de misa. Al fin, las últimas acaso, erguidas y
mirando adelante, Lidia y su madre avanzaron por entre
la fila de muchachos.
Nébel, al verla de nuevo, sintió que sus ojos se dilata-
ban para sorber en toda su plenitud la figura bruscamen-
te adorada. Esperó con ansia casi dolorosa el instante en
que los ojos de ella, en un súbito resplandor de dichosa
sorpresa, lo reconocerían entre el grupo.
Pero pasó, con su mirada fría fija adelante.
—Parece que no se acuerda más de ti —le dijo un ami-
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go que a su lado había seguido el incidente.
—¡No mucho! —se sonrió él—. Y es lástima, porque la
chica me gustaba en realidad.
Pero cuando estuvo solo se lloró a sí mismo su des-
gracia. ¡Y ahora que había vuelto a verla! ¡Cómo, cómo la
había querido siempre, él que creía no acordarse más! ¡Y
acabado! ¡Pum, pum, pum! —repetía sin darse cuenta—.
¡Pum! ¡Todo ha concluido!
De golpe: ¿Y si no me hubieran visto?… ¡Claro! ¡Pero
claro! Su rostro se animó de nuevo, y acogió esta vaga
probabilidad con profunda convicción.
A las tres golpeaba en casa del doctor Arrizabalaga.
Su idea era elemental: consultaría con cualquier mísero
pretexto al abogado; y acaso la viera.
Fue allá. Una súbita carrera por el patio respondió al
timbre, y Lidia, para detener el impulso, tuvo que cogerse
violentamente a la puerta vidriera. Vio a Nébel, lanzó una
exclamación, y ocultando con sus brazos la ligereza de su
ropa, huyó más velozmente aún.
Un instante después la madre abría el consultorio, y
acogía a su antiguo conocido con más viva complacencia
que cuatro meses atrás. Nébel no cabía en sí de gozo; y
como la señora no parecía inquietarse por las preocupa-
ciones jurídicas de Nébel, éste prefirió también un millón
de veces su presencia a la del abogado.
Con todo, se hallaba sobre ascuas de una felicidad
demasiado ardiente. Y como tenía dieciocho años, desea-
ba irse de una vez para gozar a solas, y sin cortedad, su
inmensa dicha.
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—¡Tan pronto, ya! —le dijo la señora—. Espero que ten-
dremos el gusto de verlo otra vez… ¿No es verdad?
—¡Oh, sí, señora!
—En casa todos tendríamos mucho placer… ¡Supon-
go que todos! ¿Quiere que consultemos? —se sonrió con
maternal burla.
—¡Oh, con toda el alma! —repuso Nébel.
—¡Lidia! ¡Ven un momento! Hay aquí una persona a
quien conoces.
Lidia llegó cuando él estaba ya de pie. Avanzó al en-
cuentro de Nébel, los ojos centelleantes de dicha, y le ten-
dió un gran ramo de violetas, con adorable torpeza.
—Si a usted no le molesta —prosiguió la madre—, po-
dría venir todos los lunes… ¿Qué le parece?
—¡Que es muy poco, señora! —repuso el muchacho—.
Los viernes también… ¿Me permite?
La señora se echó a reír.
—¡Qué apurado! Yo no sé… Veamos qué dice Lidia.
¿Qué dices, Lidia?
La criatura, que no apartaba sus ojos rientes de Né-
bel, le dijo ¡sí! en pleno rostro, puesto que a él debía su
respuesta.
—Muy bien: entonces hasta el lunes, Nébel.
Nébel objetó:
—¿No me permitiría venir esta noche? Hoy es un día
extraordinario…
—¡Bueno! ¡Esta noche también! Acompáñalo, Lidia.
Pero Nébel, en loca necesidad de movimiento, se des-
pidió allí mismo, y huyó con su ramo, cuyo cabo había des-
15
hecho casi, y con el alma proyectada al último cielo de la
felicidad.

II
Durante dos meses, en todos los momentos en que se
veían, en todas las horas que los separaban, Nébel y Lidia
se adoraron. Para él, romántico hasta sentir el estado de
dolorosa melancolía que provoca una simple garúa que
agrisa el patio, la criatura aquella, con su cara angelical,
sus ojos azules y su temprana plenitud, debía encarnar la
suma posible de ideal. Para ella, Nébel era varonil, buen
mozo e inteligente. No había en su mutuo amor más nube
que la minoría de edad de Nébel. El muchacho, dejando
de lado estudios, carreras y demás superfluidades, que-
ría casarse. Como probado, no había sino dos cosas: que
a él le era absolutamente imposible vivir sin Lidia, y que
llevaría por delante cuanto se opusiese a ello. Presentía
—o más bien dicho, sentía— que iba a escollar rudamente.
Su padre, en efecto, a quien había disgustado profun-
damente el año que perdía Nébel tras un amorío de car-
naval, debía apuntar las íes con terrible vigor. A fines de
agosto habló un día definitivamente a su hijo:
—Me han dicho que sigues tus visitas a lo de Arriza-
balaga. ¿Es cierto? Porque tú no te dignas decirme una
palabra.
Nébel vio toda la tormenta en esa forma de dignidad,
y la voz le tembló un poco al contestar:
—Si no te dije nada, papá, es porque sé que no te gus-
ta que te hable de eso.
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—¡Bah! Como gustarme, puedes, en efecto, ahorrar-
te el trabajo… Pero quisiera saber en qué estado estás.
¿Vas a esa casa como novio?
—Sí.
—¿Y te reciben formalmente?
—Creo que sí…
El padre lo miró fijamente y tamborileó sobre la mesa.
—¡Está bueno! ¡Muy bien!… Óyeme, porque tengo el
deber de mostrarte el camino. ¿Sabes tú bien lo que ha-
ces? ¿Has pensado en lo que puede pasar?
—¿Pasar?… ¿Qué?
—Que te cases con esa muchacha. Pero fíjate: ya tie-
nes edad para reflexionar, al menos. ¿Sabes quién es?
¿De dónde viene? ¿Conoces a alguien que sepa qué vida
lleva en Montevideo?
—¡Papá!
—¡Sí, qué hacen allá! ¡Bah! No pongas esa cara… No
me refiero a tu… novia. Ésa es una criatura, y como tal no
sabe lo que hace. ¿Pero sabes de qué viven?
—¡No! Ni me importa, porque aunque seas mi padre…
—¡Bah, bah, bah! Deja eso para después. No te ha-
blo como padre sino como cualquier hombre honrado
pudiera hablarte. ¡Y puesto que te indigna tanto lo que
te pregunto, averigua a quien quiera contarte qué clase
de relaciones tiene la madre de tu novia con su cuñado,
pregunta!
—¡Sí! Ya sé que ha sido…
—¡Ah!, ¿sabes que ha sido la querida de Arrizabalaga?
¿Y que él u otro sostienen la casa en Montevideo? ¡Y te
quedas tan fresco!
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—¡…!
—¡Sí, ya sé! ¡Tu novia no tiene nada que ver con esto,
ya sé! No hay impulso más bello que el tuyo… Pero anda
con cuidado, porque puedes llegar tarde… ¡No, no, cálma-
te! No tengo ninguna idea de ofender a tu novia, y creo,
como te he dicho, que no está contaminada aún por la
podredumbre que la rodea. Pero si la madre te la quiere
vender en matrimonio, o más bien a la fortuna que vas a
heredar cuando yo muera, dile que el viejo Nébel no está
dispuesto a esos tráficos y que antes se lo llevará el dia-
blo que consentir en ese matrimonio. Nada más quería
decirte.
El muchacho quería mucho a su padre, a pesar del
carácter de éste; salió lleno de rabia por no haber podido
desahogar su ira, tanto más violenta cuanto que él mis-
mo la sabía injusta. Hacía tiempo ya que no lo ignoraba.
La madre de Lidia había sido querida de Arrizabalaga en
vida de su marido, y aun cuatro o cinco años después. Se
veían de tarde en tarde, pero el viejo libertino, arrebujado
ahora en su artritis de solterón enfermizo, distaba mucho
de ser respecto de su cuñada lo que se pretendía; y si
mantenía el tren de madre e hija, lo hacía por una especie
de agradecimiento de ex amante, y sobre todo para au-
torizar los chismes actuales que hinchaban su vanidad.
Nébel evocaba a la madre; y con un estremecimiento
de muchacho loco por las mujeres casadas, recordaba
cierta noche en que hojeando juntos y reclinados una
Illustration, había creído sentir sobre sus nervios súbita-
mente tensos un hondo hálito de deseo que surgía del
cuerpo pleno que rozaba con él. Al levantar los ojos, Né-
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bel había visto la mirada de ella, mareada, posarse pesa-
damente sobre la suya.
¿Se había equivocado? Era terriblemente histérica,
pero con raras crisis explosivas; los nervios desordena-
dos repiqueteaban hacia adentro y de aquí la enfermiza
tenacidad en un disparate y el súbito abandono de una
convicción; y en los pródromos de las crisis, la obstina-
ción creciente, convulsiva, edificándose con grandes blo-
ques de absurdos. Abusaba de la morfina por angustiosa
necesidad y por elegancia. Tenía treinta y siete años; era
alta, con labios muy gruesos y encendidos que humede-
cía sin cesar. Sin ser grandes, sus ojos lo parecían por el
corte y por tener pestañas muy largas; pero eran admira-
bles de sombra y fuego. Se pintaba. Vestía, como la hija,
con perfecto buen gusto, y era ésta, sin duda, su mayor
seducción. Debía de haber tenido, como mujer, profundo
encanto; ahora la histeria había trabajado mucho su cuer-
po —siendo, desde luego, enferma del vientre—. Cuando
el latigazo de la morfina pasaba, sus ojos se empañaban,
y de la comisura de los labios, del párpado globoso, pen-
día una fina redecilla de arrugas. Pero a pesar de ello, la
misma histeria que le deshacía los nervios era el alimen-
to, un poco mágico, que sostenía su tonicidad.
Quería entrañablemente a Lidia; y con la moral de las
burguesas histéricas, hubiera envilecido a su hija para
hacerla feliz —esto es, para proporcionarle aquello que
habría hecho su propia felicidad.
Así, la inquietud del padre de Nébel a este respecto to-
caba a su hijo en lo más hondo de sus cuerdas de aman-
te. ¿Cómo había escapado Lidia? Porque la limpidez de su
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cutis, la franqueza de su pasión de chica que surgía con
adorable libertad de sus ojos brillantes, era, ya no prueba
de pureza, sino escalón de noble gozo por el que Nébel
ascendía triunfal a arrancar de una manotada a la planta
podrida la flor que pedía por él.
Esta convicción era tan intensa, que Nébel jamás la
había besado. Una tarde, después de almorzar, en que
pasaba por lo de Arrizabalaga, había sentido loco deseo
de verla. Su dicha fue completa, pues la halló sola, en
batón, y los rizos sobre las mejillas. Como Nébel la retuvo
contra la pared, ella, riendo y cortada, se recostó en el
muro. Y el muchacho, a su frente, tocándola casi, sintió
en sus manos inertes la alta felicidad de un amor inma-
culado, que tan fácil le habría sido manchar.
¡Pero luego, una vez su mujer! Nébel precipitaba cuan-
to le era posible su casamiento. Su habilitación de edad,
obtenida en esos días, le permitía por su legítima mater-
na afrontar los gastos. Quedaba el consentimiento del
padre, y la madre apremiaba este detalle.
La situación de ella, sobrado equívoca en Concordia,
exigía una sanción social que debía comenzar, desde lue-
go, por la del futuro suegro de su hija. Y sobre todo, la
sostenía el deseo de humillar, de forzar a la moral bur-
guesa a doblar las rodillas ante la misma inconveniencia
que despreció.
Ya varias veces había tocado el punto con su futuro
yerno, con alusiones a «mi suegro»…, «mi nueva familia»…,
«la cuñada de mi hija». Nébel se callaba, y los ojos de la
madre brillaban entonces con más sombrío fuego.
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Hasta que un día la llama se levantó. Nébel había fija-
do el 18 de octubre para su casamiento. Faltaba más de
un mes aún, pero la madre hizo entender claramente al
muchacho que quería la presencia de su padre esa noche.
—Será difícil —dijo Nébel después de un mortificante si-
lencio—. Le cuesta mucho salir de noche… No sale nunca.
—¡Ah! —exclamó sólo la madre, mordiéndose rápida-
mente el labio. Otra pausa siguió, pero ésta ya de presagio.
—Porque usted no hace un casamiento clandestino,
¿verdad?
—¡Oh! —se sonrió difícilmente Nébel—. Mi padre tam-
poco lo cree.
—¿Y entonces?
Nuevo silencio, cada vez más tempestuoso.
—¿Es por mí que su señor padre no quiere asistir?
—¡No, no, señora! —exclamó al fin Nébel, impaciente—.
Está en su modo de ser… Hablaré de nuevo con él, si quiere.
—¿Yo, querer? —se sonrió la madre dilatando las nari-
ces—. Haga lo que le parezca… ¿Quiere irse, Nébel, aho-
ra? No estoy bien.
Nébel salió, profundamente disgustado. ¿Qué iba a
decir a su padre? Éste sostenía siempre su rotunda opo-
sición a tal matrimonio, y ya el hijo había emprendido las
gestiones para prescindir de ella.
—Puedes hacer eso y todo lo que te dé la gana. Pero
mi consentimiento para que esa entretenida sea tu sue-
gra, ¡jamás!
Después de tres días, Nébel decidió concluir de una
vez con ese estado de cosas, y aprovechó para ello un
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momento en que Lidia no estaba.
—Hablé con mi padre —comenzó Nébel— y me ha di-
cho que le será completamente imposible asistir.
La madre se puso un poco pálida, mientras sus ojos,
en un súbito fulgor, se estiraban hacia las sienes.
—¡Ah! ¿Y por qué?
—No sé —repuso con voz sorda Nébel.
—Es decir… que su señor padre teme mancharse si
pone los pies aquí.
—¡No sé! —repitió él, obstinado a su vez.
—¡Es que es una ofensa gratuita la que nos hace ese
señor! ¿Qué se ha figurado? —añadió con voz ya altera-
da y los labios temblantes—. ¿Quién es él para darse ese
tono?
Nébel sintió entonces el fustazo de reacción en la
cepa profunda de su familia.
—¡Qué es, no sé! —repuso con voz precipitada a su
vez—. Pero no sólo se niega a asistir, sino que tampoco
da su consentimiento.
—¿Qué? ¿Que se niega? ¿Y por qué? ¿Quién es él? ¡El
más autorizado para esto!
Nébel se levantó:
—Usted no…
Pero ella se había levantado también.
—¡Sí, él! ¡Usted es una criatura! ¡Pregúntele de dónde
ha sacado su fortuna, robada a sus clientes! ¡Y con esos
aires! ¡Su familia irreprochable, sin mancha, se llena la
boca con eso! ¡Su familia!… ¡Dígale que le diga cuántas pa-
redes tenía que saltar para ir a dormir con su mujer antes
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de casarse! ¡Sí, y me viene con su familia!… ¡Muy bien, vá-
yase; estoy hasta aquí de hipocresías! ¡Que lo pase bien!

III
Nébel vivió cuatro días en la más honda desesperación.
¿Qué podía esperar después de lo sucedido? Al quinto, y
al anochecer, recibió una esquela:
«Octavio:
Lidia está bastante enferma, y sólo su presencia
podría calmarla.
María S. de Arrizabalaga»

Era una treta, no ofrecía duda. Pero si su Lidia en ver-


dad…
Fue esa noche, y la madre lo recibió con una discre-
ción que asombró a Nébel; sin afabilidad excesiva, ni aire
tampoco de pecadora que pide disculpas.
—Si quiere verla…
Nébel entró con la madre, y vio a su amor adorado en
la cama, el rostro con esa frescura sin polvos que dan
únicamente los catorce años, y las piernas recogidas.
Se sentó a su lado, y en balde la madre esperó a que
se dijeran algo: no hacían sino mirarse y sonreír.
De pronto Nébel sintió que estaban solos, y la imagen
de la madre surgió nítida: «Se va para que en el trans-
porte de mi amor reconquistado pierda la cabeza, y el
matrimonio sea así forzoso». Pero en ese cuarto de hora
de goce final que le ofrecían adelantado a costa de un
pagaré de casamiento, el muchacho de dieciocho años
23
sintió —como otra vez contra la pared— el placer sin la
más leve mancha, de un amor puro en toda su aureola de
poético idilio.
Sólo Nébel pudo decir cuán grande fue su dicha recu-
perada en pos del naufragio. Él también olvidaba lo que
fuera en la madre explosión de calumnia, ansia rabiosa de
insultar a los que no lo merecen. Pero tenía la más fría de-
cisión de apartar a la madre de su vida, una vez casados.
El recuerdo de su tierna novia, pura y riente en la cama, de
la que se había destendido una punta para él, encendía la
promesa de una voluptuosidad íntegra, a la que no había
robado prematuramente el más pequeño diamante.
A la noche siguiente, al llegar a lo de Arrizabalaga,
Nébel halló el zaguán oscuro. Después de largo rato la
sirvienta entreabrió la ventana.
—¿Han salido? —preguntó él, extrañado.
—No, se van a Montevideo… Han ido al Salto a dormir
a bordo.
—¡Ah! —murmuró Nébel, aterrado. Tenía una esperan-
za aún—. ¿El doctor? ¿Puedo hablar con él?
—No está; se ha ido al club después de comer…
Una vez solo en la calle oscura, Nébel levantó y dejó
caer los brazos con mortal desaliento. ¡Se acabó todo!
¡Su felicidad, su dicha reconquistada un día antes, per-
dida de nuevo y para siempre! Presentía que esta vez no
había redención posible. Los nervios de la madre habían
saltado a la loca, como teclas, y él no podía ya hacer más.
Caminó hasta la esquina, y desde allí, inmóvil bajo el
farol, contempló con estúpida fijeza la casa rosada. Dio
una vuelta a la manzana, y tornó a detenerse bajo el farol.
24
¡Nunca, nunca más!
Hasta las once y media hizo lo mismo. Al fin se fue a
su casa y cargó el revólver. Pero un recuerdo lo detuvo:
meses atrás había prometido a un dibujante alemán que
antes de suicidarse un día —Nébel era adolescente— iría
a verlo. Uníalo con el viejo militar de Guillermo una viva
amistad, cimentada sobre largas charlas filosóficas.
A la mañana siguiente, muy temprano, Nébel llamaba
al pobre cuarto de aquél. La expresión de su rostro era
sobrado explícita.
—¿Es ahora? —le preguntó el paternal amigo, estre-
chándole con fuerza la mano.
—¡Pst! ¡De todos modos!… —repuso el muchacho, mi-
rando a otro lado.
El dibujante, con gran calma, le contó entonces su
propio drama de amor.
—Vaya a su casa —concluyó—, y si a las once no ha
cambiado de idea, vuelva a almorzar conmigo, si es que
tenemos qué. Después hará lo que quiera. ¿Me lo jura?
—Se lo juro —contestó Nébel, devolviéndole su estre-
cho apretón con grandes ganas de llorar.
En su casa lo esperaba una tarjeta de Lidia:
«Idolatrado Octavio:
Mi desesperación no puede ser más grande, pero
mamá ha visto que si me casaba con usted, me
estaban reservados grandes dolores; he compren-
dido, como ella, que lo mejor era separarnos y le
juro no olvidarlo nunca.
Su LIDIA»
25
—¡Ah, tenía que ser así! —clamó el muchacho, viendo
al mismo tiempo con espanto su rostro demudado en el
espejo. ¡La madre era quien había inspirado la carta, ella
y su maldita locura! Lidia no había podido menos que es-
cribir, y la pobre chica, trastornada, lloraba todo su amor
en la redacción—. ¡Ah! ¡Si pudiera verla algún día, decirle
de qué modo la he querido, cuánto la quiero ahora, ado-
rada de mi alma!…
Temblando fue hasta el velador y cogió el revólver;
pero recordó su nueva promesa, y durante un larguísimo
tiempo permaneció allí de pie, limpiando obstinadamente
con la uña una mancha del tambor.
Otoño
Una tarde, en Buenos Aires, acababa Nébel de subir al
tranvía cuando el coche se detuvo un momento más del
conveniente, y Nébel, que leía, volvió al fin la cabeza. Una
mujer, con lento y difícil paso, avanzaba entre los asien-
tos. Tras una rápida ojeada a la incómoda persona, Nébel
reanudó la lectura. La dama se sentó a su lado, y al ha-
cerlo miró atentamente a su vecino. Nébel, aunque sentía
de vez en cuando la mirada extranjera posada sobre él,
prosiguió su lectura; pero al fin se cansó y levantó el ros-
tro extrañado.
—Ya me parecía que era usted —exclamó la dama—,
aunque dudaba aún… No me recuerda, ¿no es cierto?
—Sí —repuso Nébel abriendo los ojos—. La señora de
26
Arrizabalaga…
Ella vio la sorpresa de Nébel, y sonrió con aire de vieja
cortesana, que trata aún de parecer bien a un muchacho.
De ella —cuando Nébel la había conocido once años
atrás— sólo quedaban los ojos, aunque muy hundidos, y
ya apagados. El cutis amarillo, con tonos verdosos en las
sombras, se resquebrajaba en polvorientos surcos. Los
pómulos saltaban ahora, y los labios, siempre gruesos,
pretendían ocultar una dentadura del todo cariada. Bajo
el cuerpo demacrado se veía viva a la morfina corrien-
do por entre los nervios agotados y las arterias acuosas,
hasta haber convertido en aquel esqueleto a la elegante
mujer que un día hojeó la Illustration a su lado.
—Sí, estoy muy envejecida… y enferma; he tenido ya
ataques a los riñones… Y usted —añadió mirándolo con
ternura—, ¡siempre igual! Verdad es que no tiene treinta
años aún… Lidia también está igual.
Nébel levantó los ojos.
—¿Soltera?
—Sí… ¡Cuánto se alegrará cuando le cuente! ¿Por qué
no le da ese gusto a la pobre? ¿No quiere ir a vernos?
—Con mucho gusto… —murmuró Nébel.
—Sí, vaya pronto; ya sabe lo que hemos sido para us-
ted… En fin, Boedo 1483, departamento 14… Nuestra
posición es tan mezquina…
—¡Oh! —protestó él, levantándose para irse. Prometió
ir muy pronto.
Doce días después Nébel debía volver al ingenio, y
antes quiso cumplir su promesa. Fue allá —un miserable
departamento de arrabal—. La señora de Arrizabalaga lo
27
recibió, mientras Lidia se arreglaba un poco.
—¡Conque once años! —observó de nuevo la madre—.
¡Cómo pasa el tiempo! ¡Y usted que podría tener una infi-
nidad de hijos con Lidia!
—Seguramente —sonrió Nébel, mirando a su rededor.
—¡Oh! ¡No estamos muy bien! Y sobre todo como debe
de estar puesta su casa… Siempre oigo hablar de sus ca-
ñaverales… ¿Es ése su único establecimiento?
—Sí… En Entre Ríos también…
—¡Qué feliz! Si pudiera uno… ¡Siempre deseando ir a
pasar unos meses en el campo, y siempre con el deseo!
Se calló, echando una fugaz mirada a Nébel. Éste, con
el corazón apretado, revivía nítidas las impresiones ente-
rradas once años en su alma.
—Y todo esto por falta de relaciones… ¡Es tan difícil
tener un amigo en esas condiciones!
El corazón de Nébel se contraía cada vez más, y Lidia
entró.
Ella estaba también muy cambiada, porque el encan-
to de un candor y una frescura de los catorce años no se
vuelve a hallar más en la mujer de veintiséis. Pero bella
siempre. Su olfato masculino sintió en su cuello mórbido,
en la mansa tranquilidad de su mirada, y en todo lo inde-
finible que denuncia al hombre el amor ya gozado, que
debía guardar velado para siempre el recuerdo de la Lidia
que conoció.
Hablaron de cosas muy triviales, con perfecta discre-
ción de personas maduras. Cuando ella salió de nuevo un
momento, la madre reanudó:
28
—Sí, está un poco débil… Y cuando pienso que en el
campo se repondría enseguida… Vea, Octavio: ¿me per-
mite ser franca con usted? Ya sabe que lo he querido
como a un hijo… ¿No podríamos pasar una temporada en
su establecimiento? ¡Cuánto bien le haría a Lidia!
—Soy casado —repuso Nébel.
La señora tuvo un gesto de viva contrariedad, y por un
instante su decepción fue sincera; pero enseguida cruzó
sus manos cómicas:
—¡Casado, usted! ¡Oh, qué desgracia, qué desgracia!
¡Perdóneme, ya sabe!… No sé lo que digo… ¿Y su señora
vive con usted en el ingenio?
—Sí, generalmente… Ahora está en Europa.
—¡Qué desgracia! Es decir… ¡Octavio! —añadió abrien-
do los brazos con lágrimas en los ojos— A usted le puedo
contar, usted ha sido casi mi hijo… ¡Estamos poco menos
que en la miseria! ¿Por qué no quiere que vaya con Lidia?
Voy a tener con usted una confesión de madre —concluyó
con una pastosa sonrisa y bajando la voz—: Usted conoce
bien el corazón de Lidia, ¿no es cierto?
Esperó respuesta, pero Nébel permanecía callado.
—¡Sí, usted la conoce! ¿Y cree que Lidia es mujer ca-
paz de olvidar cuando ha querido?
Ahora había reforzado su insinuación con una lenta
guiñada. Nébel valoró entonces de golpe el abismo en
que pudo haber caído antes. Era siempre la misma ma-
dre, pero ya envilecida por su propia alma vieja, la morfi-
na y la pobreza. Y Lidia… Al verla otra vez había sentido
un brusco golpe de deseo por la mujer actual de garganta
llena y ya estremecida. Ante el tratado comercial que le
29
ofrecían, se echó en brazos de aquella rara conquista que
le deparaba el destino.
—¿No sabes, Lidia? —prorrumpió la madre alborozada,
al volver su hija—. Octavio nos invita a pasar una tempora-
da en su establecimiento. ¿Qué te parece?
Lidia tuvo una fugitiva contracción de cejas y recuperó
su serenidad.
—Muy bien, mamá…
—¡Ah! ¿No sabes lo que dice? Está casado. ¡Tan joven
aún! Somos casi de su familia…
Lidia volvió entonces los ojos a Nébel, y lo miró un mo-
mento con dolorosa gravedad.
—¿Hace tiempo? —murmuró.
—Cuatro años —repuso él en voz baja. A pesar de todo,
le faltó ánimo para mirarla.
Invierno
I
No hicieron el viaje juntos, por un último escrúpulo de Né-
bel en una línea donde era muy conocido; pero al salir de
la estación, subieron todos en el brec de la casa. Cuando
Nébel quedaba solo en el ingenio, no guardaba a su ser-
vicio doméstico más que a una vieja india, pues —a más
de su propia frugalidad— su mujer se llevaba consigo toda
la servidumbre. De este modo presentó a sus acompa-
ñantes a la fiel nativa como una tía anciana y su hija, que
venían a recobrar la salud perdida.
Nada más creíble, por otro lado, pues la señora de-
caía vertiginosamente. Había llegado deshecha, el pie
30 incierto y pesadísimo, y en sus facies angustiosa la mor-
fina, que había sacrificado cuatro horas seguidas a ruego
de Nébel, pedía a gritos una corrida por dentro de aquel
cadáver viviente.
Nébel, que cortara sus estudios a la muerte de su pa-
dre, sabía lo suficiente para prever una rápida catástrofe;
el riñón, íntimamente atacado, tenía a veces paros peli-
grosos, que la morfina no hacía sino precipitar.
Ya en el coche, no pudiendo resistir más, la dama ha-
bía mirado a Nébel con transida angustia:
—Si me permite, Octavio… ¡No puedo más! Lidia, pon-
te delante.
La hija, tranquilamente, ocultó un poco a su madre,
y Nébel oyó el crujido de la ropa violentamente recogida
para pinchar el muslo.
Los ojos se encendieron, y una plenitud de vida cubrió
como una máscara aquella cara agónica.
—Ahora estoy bien… ¡Qué dicha! Me siento bien.
—Debería dejar eso —dijo duramente Nébel, mirándo-
la de costado—. Al llegar, estará peor.
—¡Oh, no! Antes morir aquí mismo.
Nébel pasó todo el día disgustado, y decidido a vivir
cuanto le fuera posible sin ver en Lidia y su madre más
que dos pobres enfermas. Pero al caer la tarde, y a ejem-
plo de las fieras que empiezan a esa hora a afilar las ga-
rras, el celo de varón comenzó a relajarle la cintura en
lasos escalofríos.
Comieron temprano, pues la madre, quebrantada, de-
seaba acostarse de una vez. No hubo tampoco medio de
que tomara exclusivamente leche.
31
—¡Huy! ¡Qué repugnancia! No la puedo pasar. ¿Y quie-
re que sacrifique los últimos años de mi vida, ahora que
podría morir contenta?
Lidia no pestañeó. Había hablado con Nébel pocas pa-
labras, y sólo al fin del café la mirada de éste se clavó en
la de ella; pero Lidia bajó la suya enseguida.
Cuatro horas después Nébel abría sin ruido la puerta
del cuarto de Lidia.
—¡Quién es! —sonó de pronto la voz azorada.
—Soy yo —murmuró apenas Nébel.
Un movimiento de ropas, como el de una persona que
se sienta bruscamente en la cama, siguió a sus palabras,
y el silencio reinó de nuevo. Pero cuando la mano de Né-
bel tocó en la oscuridad un brazo fresco, el cuerpo tembló
entonces en una honda sacudida.
.................................................................................................
Luego, inerte al lado de aquella mujer que ya había cono-
cido el amor antes que él llegara, subió de lo más recóndi-
to del alma de Nébel el santo orgullo de su adolescencia
de no haber tocado jamás, de no haber robado ni un beso
siquiera, a la criatura que lo miraba con radiante candor.
Pensó en las palabras de Dostoievski, que hasta ese mo-
mento no había comprendido: «Nada hay más bello y que
fortalezca más en la vida que un recuerdo puro». Nébel
lo había guardado, ese recuerdo sin mancha, pureza in-
maculada de sus dieciocho años, y que ahora yacía allí,
enfangado hasta el cáliz, sobre una cama de sirvienta.
32 Sintió entonces sobre su cuello dos lágrimas pesadas,
silenciosas. Ella a su vez recordaría… Y las lágrimas de Li-
dia continuaban una tras otra, regando, como una tumba,
el abominable fin de su único sueño de felicidad.

II
Durante diez días la vida prosiguió en común, aunque Né-
bel estaba casi todo el día afuera. Por tácito acuerdo, Li-
dia y él se encontraban muy pocas veces solos; y aunque
de noche volvían a verse, pasaban aun entonces largo
tiempo callados.
Lidia misma tenía bastante que hacer cuidando a su
madre, postrada al fin. Como no había posibilidad de re-
construir lo ya podrido, y aun a trueque del peligro inme-
diato que ocasionara, Nébel pensó en suprimir la morfina.
Pero se abstuvo una mañana que, entrando bruscamente
en el comedor, sorprendió a Lidia que se bajaba precipi-
tadamente las faldas. Tenía en la mano la jeringuilla, y fijó
en Nébel su mirada espantada.
—¿Hace mucho tiempo que usas eso? —le preguntó
él al fin.
—Sí —murmuró Lidia, doblando en una convulsión la
aguja.
Nébel la miró aún y se encogió de hombros.
Sin embargo, como la madre repetía sus inyecciones
con una frecuencia terrible para ahogar los dolores de su
riñón que la morfina concluía de matar, Nébel se decidió
a intentar la salvación de aquella desgraciada, sustrayén-
dole la droga.
33
—¡Octavio! ¡Me va a matar! —clamó ella con ronca sú-
plica—. ¡Mi hijo Octavio! ¡No podría vivir un día!
—¡Es que no vivirá dos horas si le dejo eso! —contestó
Nébel.
—¡No importa, mi Octavio! ¡Dame, dame la morfina!
Nébel dejó que los brazos se tendieran a él inútilmen-
te, y salió con Lidia.
—¿Tú sabes la gravedad del estado de tu madre?
—Sí… Los médicos me habían dicho…
Él la miró fijamente.
—Es que está mucho peor de lo que imaginas.
Lidia se puso blanca, y mirando afuera, ahogó un so-
llozo mordiéndose los labios.
—¿No hay médico aquí? —murmuró.
—Aquí no, ni en diez leguas a la redonda; pero busca-
remos.
Esa tarde llegó el correo cuando estaban solos en el
comedor, y Nébel abrió una carta.
—¿Noticias? —preguntó Lidia inquieta, levantando los
ojos a él.
—Sí —repuso Nébel, prosiguiendo la lectura.
—¿Del médico? —volvió Lidia al rato, más ansiosa aún.
—No, de mi mujer —repuso él con la voz dura, sin le-
vantar los ojos.
A las diez de la noche, Lidia llegó corriendo a la pieza
de Nébel.
—¡Octavio! ¡Mamá se muere!…
Corrieron al cuarto de la enferma. Una intensa palidez
cadaverizaba ya el rostro. Tenía los labios desmesurada-
34
mente hinchados y azules, y por entre ellos se escapaba
un remedo de palabra, gutural y a boca llena:
—Pla… pla… pla…
Nébel vio enseguida sobre el velador el frasco de mor-
fina, casi vacío.
—¡Es claro, se muere! ¿Quién le ha dado esto? —pre-
guntó.
—¡No sé, Octavio! Hace un rato sentí ruido… Segura-
mente lo fue a buscar a tu cuarto cuando no estabas…
¡Mamá, pobre mamá! —cayó sollozando sobre el misera-
ble brazo que pendía hasta el piso.
Nébel la pulsó; el corazón no daba más, y la tempera-
tura caía. Al rato los labios callaron su pla… pla, y en la
piel aparecieron grandes manchas violetas.
A la una de la mañana murió. Esa tarde, tras el entie-
rro, Nébel esperó que Lidia concluyera de vestirse mien-
tras los peones cargaban las valijas en el carruaje.
—Toma esto —le dijo cuando ella estuvo a su lado, ten-
diéndole un cheque de diez mil pesos.
Lidia se estremeció violentamente, y sus ojos, enroje-
cidos, se fijaron de lleno en los de Nébel. Pero él sostuvo
la mirada.
—¡Toma, pues! —repitió sorprendido.
Lidia lo tomó y se bajó a recoger su valijita. Nébel en-
tonces se inclinó sobre ella.
—Perdóname —le dijo—. No me juzgues peor de lo que soy.
En la estación esperaron un rato y sin hablar, junto a
la escalerilla del vagón, pues el tren no salía aún. Cuando
la campana sonó, Lidia le tendió la mano, que Nébel retu-
35
vo un momento en silencio. Luego, sin soltarla, recogió a
Lidia de la cintura y la besó hondamente en la boca.
El tren partió. Inmóvil, Nébel siguió con la vista la ven-
tanilla que se perdía.
Pero Lidia no se asomó.
36
La muerte de Isolda

Concluía el primer acto de Tristán e Isolda. Cansado de la


agitación de ese día, me quedé en mi butaca, muy con-
tento de mi soledad. Volví la cabeza a la sala, y detuve
enseguida los ojos en un palco bajo.
Evidentemente, un matrimonio. Él, un marido cual-
quiera, y tal vez por su mercantil vulgaridad y la diferencia
de años con su mujer, menos que cualquiera. Ella, joven,
pálida, con una de esas profundas bellezas que más que
en el rostro —aun bien hermoso—, reside en la perfecta
solidaridad de mirada, boca, cuello, modo de entrecerrar
los ojos. Era, sobre todo, una belleza para hombres, sin
ser en lo más mínimo provocativa; y esto es precisamente 37
lo que no entenderán nunca las mujeres.
La miré largo rato a ojos descubiertos porque la veía
muy bien, y porque cuando el hombre está así en tensión
de aspirar fijamente un cuerpo hermoso, no recurre al ar-
bitrio femenino de los anteojos.
Comenzó el segundo acto. Volví aún la cabeza al pal-
co, y nuestras miradas se cruzaron. Yo, que había apre-
ciado ya el encanto de aquella mirada vagando por uno y
otro lado de la sala, viví en un segundo, al sentirla direc-
tamente apoyada en mí, el más adorable sueño de amor
que haya tenido nunca.
Fue aquello muy rápido: los ojos huyeron, pero dos o
tres veces, en mi largo minuto de insistencia, tornaron
fugazmente a mí.
Fue asimismo, con la súbita dicha de haberme soñado
un instante su marido, el más rápido desencanto de un
idilio. Sus ojos volvieron otra vez, pero en ese instante
sentí que mi vecino de la izquierda miraba hacia allá, y
después de un momento de inmovilidad por ambas par-
tes, se saludaron.
Así, pues, yo no tenía el más remoto derecho a consi-
derarme un hombre feliz, y observé a mi compañero. Era
un hombre de más de treinta y cinco años, de barba rubia
y ojos azules de mirada clara y un poco dura, que expre-
saba inequívoca voluntad.
—Se conocen —me dije— y no poco.
En efecto, después de la mitad del acto mi vecino, que
no había vuelto a apartar los ojos de la escena, los fijó
en el palco. Ella, la cabeza un poco echada atrás y en
38
la penumbra, lo miraba también. Me pareció más pálida
aún. Se miraron fijamente, insistentemente, aislados del
mundo en aquella recta paralela de alma a alma que los
mantenía inmóviles.
Durante el tercero, mi vecino no volvió un instante la
cabeza. Pero antes de concluir aquél, salió por el pasillo
lateral. Miré al palco, y ella también se había retirado.
—Final de idilio —me dije melancólicamente.
Él no volvió más, y el palco quedó vacío.
.................................................................................................
—Sí, se repiten —sacudió largo rato la cabeza—. Todas las
situaciones dramáticas pueden repetirse, aun las más in-
verosímiles, y se repiten. Es menester vivir, y usted es muy
muchacho… Y las de su Tristán también, lo que no obsta
para que haya allí el más sostenido alarido de pasión que
haya gritado alma humana… Yo quiero tanto como usted
a esa obra, y acaso más… No me refiero, querrá creer, al
drama de Tristán, y con él las treinta y seis situaciones del
dogma, fuera de las cuales todas son repeticiones. No; la
escena que vuelve como una pesadilla, los personajes
que sufren la alucinación de una dicha muerta, es otra
cosa… Usted asistió al preludio de una de esas repeti-
ciones… Sí, ya sé que se acuerda… No nos conocíamos
con usted entonces… ¡Y… precisamente a usted debía
de hablarle de esto! Pero juzga mal lo que vio y creyó un
acto mío feliz… ¡Feliz!… Óigame. El buque parte dentro de
un momento, y esta vez no vuelvo más… Le cuento esto
a usted, como si se lo pudiera escribir, por dos razones:
Primero, porque usted tiene un parecido pasmoso con lo
39
que era yo entonces —en lo bueno únicamente, por suer-
te—. Y segundo, porque usted, mi joven amigo, es perfec-
tamente incapaz de pretenderla, después de lo que va a
oír. Óigame:
La conocí hace diez años, y durante los seis meses
que fui su novio hice cuanto estuvo en mí para que fue-
ra mía. La quería mucho, y ella, inmensamente a mí. Por
esto cedió un día, y desde ese instante mi amor, privado
de tensión, se enfrió.
Nuestro ambiente social era distinto, y mientras ella
se embriagaba con la dicha de mi nombre —se me consi-
deraba buen mozo entonces—, yo vivía en una esfera de
mundo donde me era inevitable flirtear con muchachas
de apellido, fortuna, y a veces muy lindas.
Una de ellas llevó conmigo el flirteo bajo parasoles de
garden party a un extremo tal, que me exasperé y la pre-
tendí seriamente. Pero si mi persona era interesante para
esos juegos, mi fortuna no alcanzaba a prometerle el tren
necesario, y me lo dio a entender claramente.
Tenía razón, perfecta razón. En consecuencia flirteé
con una amiga suya, mucho más fea, pero infinitamente
menos hábil para estas torturas del tête-à-tête a diez cen-
tímetros, cuya gracia exclusiva consiste en enloquecer a
su flirt, manteniéndose uno dueño de sí. Y esta vez no fui
yo quien se exasperó.
Seguro, pues, del triunfo, pensé entonces en el modo
de romper con Inés. Continuaba viéndola, y aunque no
podía ella engañarse sobre el amortiguamiento de mi pa-
sión, su amor era demasiado grande para no iluminarle
40
los ojos de felicidad cada vez que me veía.
La madre nos dejaba solos; y aunque hubiera sabido
lo que pasaba, habría cerrado los ojos para no perder la
más vaga posibilidad de subir con su hija a una esfera
mucho más alta.
Una noche fui allá dispuesto a romper, con visible mal-
humor, por lo mismo. Inés corrió a abrazarme, pero se
detuvo, bruscamente pálida.
—¿Qué tienes? —me dijo.
—Nada —le respondí con sonrisa forzada, acaricián-
dole la frente. Ella dejó hacer, sin prestar atención a mi
mano y mirándome insistentemente. Al fin apartó los ojos
contraídos y entramos en la sala.
La madre vino, pero sintiendo cielo de tormenta, estu-
vo sólo un momento y desapareció.
Romper es palabra corta y fácil; pero comenzarlo…
Nos habíamos sentado y no hablábamos. Inés se in-
clinó, me apartó la mano de la cara y me clavó los ojos,
dolorosos de angustioso examen.
—¡Es evidente!… —murmuró.
—¿Qué? —le pregunté fríamente.
La tranquilidad de mi mirada le hizo más daño que mi
voz, y su rostro se demudó:
—¡Que ya no me quieres! —articuló en una desespera-
da y lenta oscilación de cabeza.
—Ésta es la quincuagésima vez que dices lo mismo
—respondí.
No podía darse respuesta más dura; pero yo tenía ya
el comienzo.
Inés me miró un rato casi como a un extraño, y apar-
41
tándome bruscamente la mano con el cigarro, su voz se
rompió:
—¡Esteban!
—¿Qué? —torné a repetir.
Esta vez bastaba. Dejó lentamente mi mano y se re-
clinó atrás en el sofá, manteniendo fijo en la lámpara su
rostro lívido. Pero un momento después su cara caía de
costado bajo el brazo crispado al respaldo.
Pasó un rato aún. La injusticia de mi actitud —no veía
en ella más que injusticia— acrecentaba el profundo dis-
gusto de mí mismo. Por eso cuando oí, o más bien sentí,
que las lágrimas brotaban al fin, me levanté con un violen-
to chasquido de lengua.
—Yo creía que no íbamos a tener más escenas —le dije
paseándome.
No me respondió, y agregué:
—Pero que sea ésta la última.
Sentí que las lágrimas se detenían, y bajo ellas me
respondió un momento después:
—Como quieras.
Pero enseguida cayó sollozando sobre el sofá:
—¡Pero qué te he hecho! ¡Qué te he hecho!
—¡Nada! —le respondí—. Pero yo tampoco te he hecho
nada a ti… Creo que estamos en el mismo caso. ¡Estoy
harto de estas cosas!
Mi voz era seguramente mucho más dura que mis pa-
labras. Inés se incorporó, y sosteniéndose en el brazo del
sofá, repitió, helada:
—Como quieras.
Era una despedida. Yo iba a romper, y se me adelanta-
42
ban. El amor propio, el vil amor propio tocado a vivo, me
hizo responder:
—Perfectamente. Me voy. Que seas más feliz… otra vez.
No comprendió, y me miró con extrañeza. Yo había ya
cometido la primera infamia; y como en esos casos, sentí
el vértigo de enlodarme más aún.
—¡Es claro! —apoyé brutalmente—. Porque de mí no
has tenido queja… ¿No?
Es decir: te hice el honor de ser tu amante, y debes
estarme agradecida.
Comprendió más mi sonrisa que mis palabras, y mien-
tras yo salía a buscar mi sombrero en el corredor, su cuer-
po y su alma entera se desplomaban en la sala.
Entonces, en ese instante en que crucé la galería,
sentí intensamente cuánto la quería y lo que acababa de
hacer. Aspiración de lujo, matrimonio encumbrado, todo
me resaltó como una llaga en mi propia alma. Y yo, que
me ofrecía en subasta a las mundanas feas con fortuna,
que me ponía en venta, acababa de cometer el acto más
ultrajante, con la mujer que nos ha querido demasiado…
Flaqueza en el Monte de los Olivos, o momento vil en un
hombre que no lo es, llevan al mismo fin: ansia de sacri-
ficio, de reconquista más alta del propio valer. Y luego,
la inmensa sed de ternura, de borrar beso tras beso las
lágrimas de la mujer adorada, cuya primera sonrisa tras
la herida que le hemos causado, es la más bella luz que
pueda inundar un corazón de hombre.
¡Y concluido! No me era posible ante mí mismo volver
a tomar lo que acababa de ultrajar de ese modo: ya no
era digno de ella, ni la merecía más. Había enlodado en
43
un segundo el amor más puro que hombre alguno haya
sentido sobre sí, y acababa de perder con Inés la irreen-
contrable felicidad de poseer a quien nos ha amado en-
trañablemente.
Desesperado, humillado, crucé por delante de la sala,
y la vi echada sobre el sofá, sollozando el alma entera en-
tre sus brazos. ¡Inés! ¡Perdida ya! Sentí más honda mi mi-
seria ante su cuerpo, todo amor, sacudido por los sollozos
de su dicha muerta. Sin darme cuenta casi, me detuve.
—¡Inés! —la llamé.
Mi voz no era ya la de antes. Y ella debió notarlo bien,
porque su alma sintió, en aumento de sollozos, el deses-
perado llamado que le hacía mi amor ¡esa vez, sí, inmen-
so amor!
—No, no… —me respondió—. ¡Es demasiado tarde!
.................................................................................................
Padilla se detuvo. Pocas veces he visto amargura más
seca y tranquila que la de sus ojos cuando concluyó. Por
mi parte, no podía apartar de los míos la imagen de aque-
lla adorable belleza del palco, sollozando sobre el sofá…
—Me creerá —reanudó Padilla— si le digo que en mis
muchos insomnios de soltero descontento de sí mismo
la tuve así ante mí… Salí enseguida de Buenos Aires sin
ver casi a nadie, y menos a mi flirt de gran fortuna… Volví
a los ocho años, y supe entonces que se había casado,
a los seis meses de haberme ido yo. Torné a alejarme, y
hace un mes regresé, bien tranquilizado ya, y en paz.
No había vuelto a verla. Era para mí como un primer
44 amor, con todo el encanto dignificante que un idilio virginal
tiene para el hombre hecho que después amó cien veces…
Si usted es querido alguna vez como yo lo fui, y ultraja
como yo lo hice, comprenderá toda la pureza viril que hay
en mi recuerdo.
Hasta que una noche tropecé con ella. Sí, esa mis-
ma noche en el teatro… Comprendí, al ver al opulento
almacenero de su marido, que se había precipitado en
el matrimonio, como yo al Ucayali… Pero al verla otra
vez, a veinte metros de mí, mirándome, sentí que en mi
alma, dormida en paz, surgía sangrando la desolación de
haberla perdido, como si no hubiera pasado un solo día
de esos diez años. ¡Inés! Su hermosura, su mirada, úni-
ca entre todas las mujeres, habían sido mías, bien mías,
porque me había sido entregada con adoración. También
apreciará usted esto algún día.
Hice lo humanamente posible para olvidar, me rompí
las muelas tratando de concentrar todo mi pensamiento
en la escena. Pero la prodigiosa partitura de Wagner, ese
grito de pasión enfermante, encendió en llama viva lo que
quería olvidar. En el segundo o tercer acto no pude más y
volví la cabeza. Ella también sufría la sugestión de Wag-
ner, y me miraba. ¡Inés, mi vida! Durante medio minuto su
boca, sus manos, estuvieron bajo mi boca y mis ojos, y du-
rante ese tiempo ella concentró en su palidez la sensación
de esa dicha muerta hacía diez años. ¡Y Tristán siempre,
sus alaridos de pasión sobrehumana, sobre nuestra felici-
dad yerta!
Me levanté entonces, atravesé las butacas como un
45
sonámbulo, y avancé por el pasillo aproximándome a ella
sin verla, sin que me viera, como si durante diez años no
hubiera yo sido un miserable…
Y como diez años atrás, sufrí la alucinación de que lle-
vaba mi sombrero en la mano e iba a pasar delante de ella.
Pasé, la puerta del palco estaba abierta, y me detuve
enloquecido. Como diez años antes sobre el sofá, ella,
Inés, tendida ahora en el diván del antepalco, sollozaba
la pasión de Wagner y su felicidad deshecha.
¡Inés!… Sentí que el destino me colocaba en un mo-
mento decisivo. ¡Diez años!… Pero, ¿habían pasado? ¡No,
no, Inés mía!
Y como entonces, al ver su cuerpo todo amor, sacudi-
do por los sollozos, la llamé:
—¡Inés!
Y como diez años antes, los sollozos redoblaron, y
como entonces me respondió bajo sus brazos:
—No, no… ¡Es demasiado tarde!…

46
El solitario

Kassim era un hombre enfermizo, joyero de profesión,


bien que no tuviera tienda establecida. Trabajaba para las
grandes casas, siendo su especialidad el montaje de las
piedras preciosas. Pocas manos como las suyas para los
engarces delicados. Con más arranque y habilidad comer-
cial hubiera sido rico. Pero a los treinta y cinco años pro-
seguía en su pieza, aderezada en taller bajo la ventana.
Kassim, de cuerpo mezquino, rostro exangüe som-
breado por rala barba negra, tenía una mujer hermosa
y fuertemente apasionada. La joven, de origen callejero,
había aspirado con su hermosura a un más alto enlace.
Esperó hasta los veinte años, provocando a los hombres 47
y a sus vecinas con su cuerpo. Temerosa al fin, aceptó
nerviosamente a Kassim.
No más sueños de lujo, sin embargo. Su marido, hábil
—artista aun— carecía completamente de carácter para
hacer una fortuna. Por lo cual, mientras el joyero traba-
jaba doblado sobre sus pinzas, ella, de codos, sostenía
sobre su marido una lenta y pesada mirada, para arran-
carse luego bruscamente y seguir con la vista tras los vi-
drios al transeúnte de posición que podía haber sido su
marido.
Cuanto ganaba Kassim, no obstante, era para ella.
Los domingos trabajaba también a fin de poderle ofre-
cer un suplemento. Cuando María deseaba una joya —¡y
con cuánta pasión deseaba ella!— trabajaba de noche.
Después había tos y puntadas al costado; pero María te-
nía sus chispas de brillante. Poco a poco el trato diario
con las gemas llegó a hacerle amar la tarea del artífice,
y seguía con ardor las íntimas delicadezas del engarce.
Pero cuando la joya estaba concluida —debía partir, no
era para ella— caía más hondamente en la decepción de
su matrimonio. Se probaba la alhaja, deteniéndose ante
el espejo. Al fin la dejaba por ahí, y se iba a su cuarto.
Kassim se levantaba al oír sus sollozos, y la hallaba en
cama, sin querer escucharlo.
—Hago, sin embargo, cuanto puedo por ti —decía él al
fin, tristemente.
Los sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba
lentamente en su banco.
Estas cosas se repitieron, tanto que Kassim no se le-
48
vantaba ya a consolarla. ¡Consolarla! ¿De qué? Lo cual no
obstaba para que Kassim prolongara más sus veladas a
fin de un mayor suplemento.
Era un hombre indeciso, irresoluto y callado. Las mira-
das de su mujer se detenían ahora con más pesada fijeza
sobre aquella muda tranquilidad.
—¡Y eres un hombre, tú! —murmuraba.
Kassim, sobre sus engarces, no cesaba de mover los
dedos.
—No eres feliz conmigo, María —expresaba al rato.
—¡Feliz! ¡Y tienes el valor de decirlo! ¿Quién puede ser
feliz contigo?… ¡Ni la última de las mujeres!… ¡Pobre dia-
blo! —concluía con risa nerviosa, yéndose.
Kassim trabajaba esa noche hasta las tres de la ma-
ñana, y su mujer tenía luego nuevas chispas que ella con-
sideraba un instante con los labios apretados.
—Sí… No es una diadema sorprendente… ¿Cuándo la
hiciste?
—Desde el martes —mirábala él con descolorida ter-
nura—; mientras dormías, de noche…
—¡Oh, podías haberte acostado!… ¡Inmensos, los bri-
llantes!
Porque su pasión eran las voluminosas piedras que
Kassim montaba. Seguía el trabajo con loca hambre de
que concluyera de una vez, y apenas aderezaba la alhaja,
corría con ella al espejo. Luego, un ataque de sollozos:
—¡Todos, cualquier marido, el último, haría un sacrifi-
cio para halagar a su mujer! Y tú…, y tú… ¡Ni un miserable
49
vestido que ponerme tengo!
Cuando se traspasa cierto límite de respeto al varón,
la mujer puede llegar a decir a su marido cosas increíbles.
La mujer de Kassim franqueó ese límite con una pa-
sión igual por lo menos a la que sentía por los brillantes.
Una tarde, al guardar sus joyas, Kassim notó la falta de
un prendedor —cinco mil pesos en dos solitarios—. Buscó
en sus cajones de nuevo.
—¿No has visto el prendedor, María? Lo dejé aquí.
—Sí, lo he visto.
—¿Dónde está? —se volvió él extrañado.
—¡Aquí!
Su mujer, los ojos encendidos y la boca burlona, se
erguía con el prendedor puesto.
—Te queda muy bien —dijo Kassim al rato—. Guardé-
moslo.
María se rió.
—¡Oh, no! Es mío.
—¿Broma?…
—¡Sí, es broma! ¡Es broma, sí! ¡Cómo te duele pensar
que podría ser mío…! Mañana te lo doy. Hoy voy al teatro
con él.
Kassim se demudó.
—Haces mal… Podrían verte. Perderían toda confianza
en mí.
—¡Oh! —Cerró ella con rabioso fastidio, golpeando vio-
lentamente la puerta.
Vuelta del teatro, colocó la joya sobre el velador. Kas-
sim se levantó de la cama y fue a guardarla en su taller
50
bajo llave. Al volver, su mujer estaba sentada en la cama.
—¡Es decir, que temes que te la robe! ¡Que soy una
ladrona!
—No mires así… Has sido imprudente, nada más.
—¡Ah! ¡Y a ti te lo confían! ¡A ti, a ti! ¡Y cuando tu mujer
te pide un poco de halago, y quiere…! ¡Me llamas ladrona
a mí, infame!
Se durmió al fin. Pero Kassim no durmió.
Entregaron luego a Kassim, para montar, un solitario,
el brillante más admirable que hubiera pasado por sus
manos.
—Mira, María, qué piedra. No he visto otra igual.
Su mujer no dijo nada; pero Kassim la sintió respirar
hondamente sobre el solitario.
—Un agua admirable… —prosiguió él—. Costará nueve
o diez mil pesos.
—Un anillo… —murmuró María al fin.
—No, es de hombre… Un alfiler.
A compás del montaje del solitario, Kassim recibió
sobre su espalda trabajadora cuanto ardía de rencor y
cocotaje frustrado en su mujer. Diez veces por día inte-
rrumpía a su marido para ir con el brillante ante el espejo.
Después se lo probaba con diferentes vestidos.
—Si quieres hacerlo después —se atrevió Kassim un
día—. Es un trabajo urgente.
Esperó respuesta en vano; su mujer abría el balcón.
—¡María, te pueden ver!
—¡Toma! ¡Ahí está tu piedra!
El solitario, violentamente arrancado del cuello, rodó
51
por el piso.
Kassim, lívido, lo recogió examinándolo y alzó luego
desde el suelo la mirada a su mujer.
—Y bueno: ¿Por qué me miras así? ¿Se hizo algo tu
piedra?
—No —repuso Kassim. Y reanudó enseguida su tarea,
aunque las manos le temblaban hasta dar lástima.
Tuvo que levantarse al fin a ver a su mujer en el dor-
mitorio, en plena crisis de nervios. La cabellera se había
soltado, y los ojos le salían de las órbitas.
—¡Dame el brillante! —clamó—. ¡Dámelo! ¡Nos escapa-
remos! ¡Para mí! ¡Dámelo!
—María… —tartamudeó Kassim, tratando de desasirse.
—¡Ah! —rugió su mujer enloquecida—. ¡Tú eres el la-
drón, miserable! ¡Me has robado mi vida, ladrón, ladrón!
¡Y creías que no me iba a desquitar… cornudo! ¡Ajá! Míra-
me… No se te ha ocurrido nunca, ¿eh? ¡Ah! —y se llevó las
dos manos a la garganta ahogada. Pero cuando Kassim
se iba, saltó de la cama y cayó, alcanzando a cogerlo de
un botín.
—¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más
que eso! ¡Es mío, Kassim, miserable!
Kassim la ayudó a levantarse, lívido.
—Estás enferma, María. Después hablaremos…
Acuéstate.
—¡Mi brillante!
—Bueno, veremos si es posible… Acuéstate.
—¡Dámelo!
La crisis de nervios retornó.
Kassim volvió a trabajar en su solitario. Como sus ma-
52
nos tenían una seguridad matemática, faltaban pocas
horas ya para concluirlo.
María se levantó a comer, y Kassim tuvo la solicitud
de siempre con ella. Al final de la cena su mujer lo miró
de frente.
—Es mentira, Kassim —le dijo.
—¡Oh! —repuso Kassim sonriendo—. No es nada.
—¡Te juro que es mentira! —insistió ella.
Kassim sonrió de nuevo, tocándole con torpe caricia
la mano, y se levantó a proseguir su tarea. Su mujer, con
las mejillas entre las manos, lo siguió con la vista.
—Y no me dice más que eso… —murmuró. Y con una
honda náusea por aquello pegajoso, fofo e inerte que era
su marido, se fue a su cuarto.
No durmió bien. Despertó, tarde ya, y vio luz en el ta-
ller; su marido continuaba trabajando. Una hora después
Kassim oyó un alarido.
—¡Dámelo!
—Sí, es para ti; falta poco, María —repuso presuroso,
levantándose. Pero su mujer, tras ese grito de pesadilla,
dormía de nuevo.
A las dos de la madrugada Kassim pudo dar por ter-
minada su tarea: el brillante resplandecía firme y varonil
en su engarce. Con paso silencioso fue al dormitorio y
encendió la veladora. María dormía de espaldas, en la
blancura helada de su camisón y de la sábana.
Fue al taller y volvió de nuevo. Contempló un rato el
seno casi descubierto, y con una descolorida sonrisa
apartó un poco más el camisón desprendido.
53
Su mujer no lo sintió.
No había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de
pronto una dureza de piedra, y suspendiendo un instante
la joya a flor del seno desnudo, hundió, firme y perpendi-
cular como un clavo, el alfiler entero en el corazón de su
mujer.
Hubo una brusca abertura de ojos, seguida de una lenta
caída de párpados. Los dedos se arquearon, y nada más.
La joya, sacudida por la convulsión del ganglio heri-
do, tembló un instante desequilibrada. Kassim esperó
un momento; y cuando el solitario quedó por fin perfecta-
mente inmóvil, se retiró cerrando tras de sí la puerta sin
hacer ruido.
54
Los buques suicidantes

Resulta que hay pocas cosas más terribles que encontrar


en el mar un buque abandonado. Si de día el peligro es
menor, de noche el buque no se ve ni hay advertencia
posible: el choque se lleva a uno y otro.
Estos buques abandonados por a o por b, navegan
obstinadamente a favor de las corrientes o del viento si
tienen las velas desplegadas. Recorren así los mares,
cambiando caprichosamente de rumbo.
No pocos de los vapores que un buen día no llegaron
a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos
buques silenciosos que viajan por su cuenta. Siempre
hay probabilidad de hallarlos, a cada minuto. Por ventura 55
las corrientes suelen enredarlos en los mares de sarga-
zo. Los buques se detienen, por fin, aquí o allá, inmóviles
para siempre en ese desierto de algas. Así, hasta que
poco a poco se van deshaciendo. Pero otros llegan cada
día, ocupan su lugar en silencio, de modo que el tranquilo
y lúgubre puesto siempre está frecuentado.
El principal motivo de estos abandonos de buque son
sin duda las tempestades y los incendios que dejan a la
deriva negros esqueletos errantes. Pero hay otras cau-
sas singulares entre las que se puede incluir lo acaeci-
do al María Margarita, que zarpó de Nueva York el 24 de
agosto de 1903, y que el 26 de mañana se puso al ha-
bla con una corbeta, sin acusar novedad alguna. Cuatro
horas más tarde, un paquete, no obteniendo respuesta,
desprendió una chalupa que abordó al María Margarita.
En el buque no había nadie. Las camisetas de los mari-
neros se secaban a proa. La cocina estaba prendida aún.
Una máquina de coser tenía la aguja suspendida sobre la
costura, como si hubiera sido dejada un momento antes.
No había la menor señal de lucha ni de pánico, todo en
perfecto orden. Y faltaban todos. ¿Qué pasó?
La noche que aprendí esto estábamos reunidos en el
puente. Íbamos a Europa, y el capitán nos contaba su his-
toria marina, perfectamente cierta, por otro lado.
La concurrencia femenina, ganada por la sugestión
del oleaje susurrante, oía estremecida. Las chicas ner-
viosas prestaban sin querer inquieto oído a la ronca voz
de los marineros en proa. Una señora muy joven y recién
casada se atrevió:
56
—¿No serán águilas…?
El capitán se sonrió bondadosamente:
—¿Qué, señora? ¿Águilas que se lleven a la tripula-
ción?
Todos se rieron, y la joven hizo lo mismo, un poco
avergonzada.
Felizmente un pasajero sabía algo de eso. Lo miramos
curiosamente. Durante el viaje había sido un excelente
compañero, admirando por su cuenta y riesgo, y hablando
poco.
—¡Ah! ¡Si nos contara, señor! —suplicó la joven de las
águilas.
—No tengo inconveniente —asintió el discreto indivi-
duo—. En dos palabras: «En los mares del norte, como
el María Margarita del capitán, encontramos una vez
un barco a vela. Nuestro rumbo —viajábamos también
a vela— nos llevó casi a su lado. El singular aspecto de
abandono que no engaña en un buque llamó nuestra
atención, y disminuimos la marcha observándolo. Al fin
desprendimos una chalupa; a bordo no se halló a nadie,
todo estaba también en perfecto orden. Pero la última
anotación del diario databa de cuatro días atrás, de modo
que no sentimos mayor impresión. Aun nos reímos un
poco de las famosas desapariciones súbitas.
»Ocho de nuestros hombres quedaron a bordo para
el gobierno del nuevo buque. Viajaríamos en conserva.
Al anochecer aquél nos tomó un poco de camino. Al día
siguiente lo alcanzamos, pero no vimos a nadie sobre
el puente. Desprendiose de nuevo la chalupa, y los que
57
fueron recorrieron en vano el buque: todos habían des-
aparecido. Ni un objeto fuera de su lugar. El mar estaba
absolutamente terso en toda su extensión. En la cocina
hervía aún una olla con papas.
»Como ustedes comprenderán, el terror supersticioso
de nuestra gente llegó a su colmo. A la larga, seis se ani-
maron a llenar el vacío, y yo fui con ellos. Apenas a bordo,
mis nuevos compañeros se decidieron a beber para des-
terrar toda preocupación. Estaban sentados en rueda, y a
la hora la mayoría cantaba ya.
»Llegó mediodía y pasó la siesta. A las cuatro, la bri-
sa cesó y las velas cayeron. Un marinero se acercó a la
borda y miró el mar aceitoso. Todos se habían levantado,
paseándose, sin ganas ya de hablar. Uno se sentó en un
cabo arrollado y se sacó la camiseta para remendarla.
Cosió un rato en silencio. De pronto se levantó y lanzó
un largo silbido. Sus compañeros se volvieron. Él los miró
vagamente, sorprendido también, y se sentó de nuevo.
Un momento después dejó la camiseta en el rollo, avanzó
a la borda y se tiró al agua. Al sentir ruido, los otros dieron
vuelta la cabeza, con el ceño ligeramente fruncido. Ense-
guida se olvidarse, volviendo a la apatía común.
»Al rato otro se desperezó, restregose los ojos cami-
nando, y se tiró al agua. Pasó media hora; el sol iba cayen-
do. Sentí de pronto que me tocaban en el hombro.
»—¿Qué hora es?
»—Las cinco —respondí. El viejo marinero que me ha-
bía hecho la pregunta me miró desconfiado, con las ma-
nos en los bolsillos recostándose enfrente de mí.
58
»Miró largo rato mi pantalón, distraído. Al fin se tiró
al agua.
»Los tres que quedaban, se acercaron rápidamente y
observaron el remolino. Se sentaron en la borda, silbando
despacio, con la vista perdida a lo lejos. Uno se bajó y se
tendió en el puente, cansado. Los otros desaparecieron
uno tras otro. A las seis, el último de todos se levantó, se
compuso la ropa, apartose el pelo de la frente, caminó
con sueño aún, y se tiró al agua.
»Entonces quedé solo, mirando como un idiota el mar
desierto. Todos sin saber lo que hacían, se habían arro-
jado al mar, envueltos en el sonambulismo moroso que
flotaba en el buque. Cuando uno se tiraba al agua, los
otros se volvían momentáneamente preocupados, como
si recordaran algo, para olvidarse enseguida. Así habían
desaparecido todos, y supongo que lo mismo los del día
anterior, y los otros y los de los demás buques. Eso es
todo».
Nos quedamos mirando al raro hombre con explicable
curiosidad.
—¿Y usted no sintió nada? —le preguntó mi vecino de
camarote.
—Sí; un gran desgano y obstinación de las mismas
ideas, pero nada más. No sé por qué no sentí nada más.
Presumo que el motivo es éste: en vez de agotarme en
una defensa angustiosa y a toda costa contra lo que sen-
tía, como deben de haber hecho todos, y aun los marine-
ros sin darse cuenta, acepté sencillamente esa muerte
hipnótica, como si estuviese anulado ya. Algo muy se-
59
mejante ha pasado sin duda a los centinelas de aquella
guardia célebre, que noche a noche se ahorcaban.
Como el comentario era bastante complicado, nadie
respondió. Poco después el narrador se retiraba a su ca-
marote. El capitán lo siguió un rato de reojo.
—¡Farsante! —murmuró.
—Al contrario —dijo un pasajero enfermo, que iba a
morir a su tierra—. Si fuera farsante no habría dejado de
pensar en eso, y se hubiera tirado también al agua.
60
A la deriva

El hombre pisó algo blanduzco, y enseguida sintió la mor-


dedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un jura-
mento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma,
esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos
gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el
machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió
más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el
machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las goti-
tas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor
agudo nacía de los dos puntitos violeta, y comenzaba a 61
invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con
su pañuelo, y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de ti-
rante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o
tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían
irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla.
Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de
garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo
juramento.
Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la
rueda de un trapiche. Los dos puntitos violetas desapare-
cían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La
piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. El
hombre quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un
ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame
caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sor-
bió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo—. ¡Dame
caña!
—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.
—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana.
El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió
nada en la garganta.
—Bueno; esto se pone feo… —murmuró entonces, mi-
rando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la
62
honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como
una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos
relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz se-
quedad de garganta que el aliento parecía caldear más,
aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un
fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente
apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta
la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó
a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del
río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas,
lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente
llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormi-
das dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vó-
mito —de sangre esta vez—, dirigió una mirada al sol que
ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque
deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cor-
tó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo
vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas
y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría
jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir
ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo
que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa
brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arras-
63
tró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte me-
tros, exhausto, quedó tendido de pecho.
—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído
en vano—. ¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor!
—clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el si-
lencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo
aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, co-
giéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya,
cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúne-
bremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros
bloques de basalto asciende el bosque, negro también.
Adelante, a los costados, detrás, siempre la eterna mura-
lla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita
en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es
agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer,
sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una ma-
jestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido
en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de
pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza:
se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed dismi-
nuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se ha-
llaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la
mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del
todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacu-
rú-Pucú.
El bienestar avanzaba y con él una somnolencia llena
64
de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el
vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú?
Acaso viera también a su ex patrón, míster Dougald, y al
recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora
en pantalla de oro, y el río se había coloreado también.
Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte
dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en pe-
netrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja
de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Pa-
raguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba veloz-
mente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón
de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada
vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que
había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años?
Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso.
¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.
¿Qué sería? Y la respiración…
Al recibidor de maderas de míster Dougald, Lorenzo
Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un vier-
nes santo… ¿Viernes? Sí, o jueves…
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
—Un jueves…
Y cesó de respirar.

65
66
La insolación

El cachorro Old salió por la puerta y atravesó el patio con


paso recto y perezoso. Se detuvo en la linde del pasto,
estiró al monte, entrecerrando los ojos, la nariz vibrátil,
y se sentó tranquilo. Veía la monótona llanura del Chaco,
con sus alternativas de campo y monte, monte y campo,
sin más color que el crema del pasto y el negro del monte.
Éste cerraba el horizonte, a doscientos metros, por tres
lados de la chacra. Hacia el oeste, el campo se ensancha-
ba y extendía en abra, pero que la ineludible línea som-
bría enmarcaba a lo lejos.
A esa hora temprana, el confín, ofuscante de luz a me-
diodía, adquiría reposada nitidez. 67
No había una nube ni un soplo de viento. Bajo la cal-
ma del cielo plateado, el campo emanaba tónica frescura
que traía al alma pensativa, ante la certeza de otro día de
seca, melancolías de mejor compensado trabajo.
Milk, el padre del cachorro, cruzó a su vez el patio y
se sentó al lado de aquél, con perezoso quejido de bien-
estar. Ambos permanecían inmóviles, pues aún no había
moscas.
Old, que miraba hacía rato la vera del monte, observó:
—La mañana es fresca.
Milk siguió la mirada del cachorro y quedó con la vista
fija, parpadeando distraído.
Después de un rato dijo:
—En aquel árbol hay dos halcones.
Volvieron la vista indiferente a un buey que pasaba, y
continuaron mirando por costumbre las cosas.
Entretanto, el oriente comenzaba a empurpurarse en
abanico, y el horizonte había perdido ya su matinal pre-
cisión. Milk cruzó las patas delanteras y al hacerlo sintió
leve dolor. Miró sus dedos sin moverse, decidiéndose por
fin a olfatearlos. El día anterior se había sacado un pique,
y en recuerdo de lo que había sufrido lamió extensamente
el dedo enfermo.
—No podía caminar —exclamó, en conclusión.
Old no comprendió a qué se refería, Milk agregó:
—Hay muchos piques.
Esta vez el cachorro comprendió. Y repuso por su
cuenta, después de largo rato:
—Hay muchos piques.
68
Uno y otro callaron de nuevo, convencidos.
El sol salió; y en el primer baño de su luz, las pavas del
monte lanzaron al aire puro el tumultuoso trompeteo de
su charanga. Los perros, dorados al sol oblicuo, entorna-
ron los ojos, dulcificando su molicie en beato pestañeo.
Poco a poco la pareja aumentó con la llegada de los otros
compañeros: Dick, el taciturno preferido; Prince, cuyo la-
bio superior, partido por un coatí, dejaba ver los dientes;
e Isondú, de nombre indígena. Los cinco fox terriers, ten-
didos y beatos de bienestar, durmieron.
Al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado
opuesto del bizarro rancho de dos pisos —el inferior de
barro y el alto de madera, con corredores y baranda de
chalet—, habían sentido los pasos de su dueño, que se
detuvo un momento en la esquina del rancho y miro el
sol, alto ya. Tenía aún la mirada muerta y el labio pendien-
te tras su solitaria velada de whisky, más prolongada que
las habituales.
Mientras se lavaba, los perros se acercaron y le olfa-
tearon las botas, meneando con pereza el rabo. Como las
fieras amaestradas, los perros conocen el menor indicio
de borrachera en su amo. Alejáronse con lentitud a echar-
se de nuevo al sol. Pero el calor creciente les hizo presto
abandonar aquél, por la sombra de los corredores.
El día avanzaba igual a los precedentes de todo ese
mes: seco, límpido, con catorce horas de sol calcinante
que parecía mantener el cielo en fusión, y que en un ins-
tante resquebrajaba la tierra mojada en costras blanque-
cinas. Míster Jones fue a la chacra, miró el trabajo del día
69
anterior y retornó al rancho. En toda esa mañana no hizo
nada. Almorzó y subió a dormir la siesta.
Los peones volvieron a las dos a la carpición, no obs-
tante la hora de fuego, pues los yuyos no dejaban el algo-
donal. Tras ellos fueron los perros, muy amigos del cultivo
desde el invierno pasado, cuando aprendieron a disputar
a los halcones los gusanos blancos que levantaba el ara-
do. Cada perro se echó bajo un algodonero, acompañan-
do con su jadeo los golpes sordos de la azada.
Entretanto el calor crecía. En el paisaje silencioso y
encegueciente de sol, el aire vibraba a todos lados, da-
ñando la vista. La tierra removida exhalaba vaho de hor-
no, que los peones soportaban sobre la cabeza, envuelta
hasta las orejas en el flotante pañuelo, con el mutismo
de sus trabajos de chacra. Los perros cambiaban a cada
rato de planta, en procura de más fresca sombra. Ten-
díanse a lo largo, pero la fatiga los obligaba a sentarse
sobre las patas traseras para respirar mejor.
Reverberaba ahora delante de ellos un pequeño pára-
mo de greda que ni siquiera se había intentado arar. Allí,
el cachorro vio de pronto a míster Jones sentado sobre
un tronco, que lo miraba fijamente. Old se puso en pie
meneando el rabo. Los otros levantáronse también, pero
erizados.
—Es el patrón —exclamó el cachorro, sorprendido de la
actitud de aquéllos.
—No, no es él —replicó Dick.
Los cuatro perros estaban juntos gruñendo sordamen-
te, sin apartar los ojos de míster Jones, que continuaba
70
inmóvil, mirándolos. El cachorro, incrédulo, fue a avanzar,
pero Prince le mostró los dientes:
—No es él, es la Muerte.
El cachorro se erizó de miedo y retrocedió al grupo.
—¿Es el patrón muerto? —preguntó ansiosamente.
Los otros, sin responderle, rompieron a ladrar con fu-
ria, siempre en actitud temerosa.
Pero míster Jones se desvanecía ya en el aire ondu-
lante.
Al oír los ladridos, los peones habían levantado la vista,
sin distinguir nada. Giraron la cabeza para ver si había en-
trado algún caballo en la chacra, y se doblaron de nuevo.
Los fox terriers volvieron al paso al rancho. El cacho-
rro, erizado aún, se adelantaba y retrocedía con cortos
trotes nerviosos, y supo de la experiencia de sus compa-
ñeros que cuando una cosa va a morir, aparece antes.
—¿Y cómo saben que ese que vimos no era el patrón
vivo? —preguntó.
—Porque no era él —le respondieron displicentes.
¡Luego la Muerte, y con ella el cambio de dueño, las
miserias, las patadas, estaba sobre ellos! Pasaron el res-
to de la tarde al lado de su patrón, sombríos y alerta. Al
menor ruido gruñían, sin saber hacia dónde. Míster Jones
sentíase satisfecho de su guardiana inquietud.
Por fin el sol se hundió tras el negro palmar del arroyo,
y en la calma de la noche plateada, los perros se esta-
cionaron alrededor del rancho, en cuyo piso alto míster
Jones recomenzaba su velada de whisky. A medianoche
oyeron sus pasos, luego la caída de las botas en el piso
71
de tablas, y la luz se apagó. Los perros, entonces, sintie-
ron más el próximo cambio de dueño, y solos, al pie de
la casa dormida, comenzaron a llorar. Lloraban en coro,
volcando sus sollozos convulsivos y secos, como mastica-
dos, en un aullido de desolación, que la voz cazadora de
Prince sostenía, mientras los otros tomaban el sollozo de
nuevo. El cachorro sólo podía ladrar. La noche avanzaba,
y los cuatro perros de edad, agrupados a la luz de la luna,
el hocico extendido e hinchado de lamentos —bien ali-
mentados y acariciados por el dueño que iban a perder—,
continuaban llorando a lo alto su doméstica miseria.
A la mañana siguiente míster Jones fue él mismo a
buscar las mulas y las unció a la carpidora, trabajando
hasta las nueve. No estaba satisfecho, sin embargo. Fue-
ra de que la tierra no había sido nunca bien rastreada, las
cuchillas no tenían filo, y con el paso rápido de las mulas,
la carpidora saltaba. Volvió con ésta y afiló sus rejas; pero
un tornillo, en que ya al comprar la máquina había notado
una falla, se rompió al armarla. Mandó un peón al obraje
próximo, recomendándole cuidara del caballo, un buen
animal, pero asoleado. Alzó la cabeza al sol fundente de
mediodía, e insistió en que no galopara ni un momento.
Almorzó enseguida y subió. Los perros, que en la mañana
no habían dejado un segundo a su patrón, se quedaron
en los corredores.
La siesta pesaba, agobiada de luz y silencio. Todo el
contorno estaba brumoso por las quemazones. Alrededor
del rancho la tierra blanquizca del patio deslumbraba por
el sol a plomo, parecía deformarse en trémulo hervor, que
72
adormecía los ojos parpadeantes de los fox terriers.
—No ha aparecido más —dijo Milk.
Old, al oír aparecido, levantó vivamente las orejas.
Incitado por la evocación, el cachorro se puso en pie
y ladró, buscando a qué. Al rato calló, entregándose con
sus compañeros a su defensiva cacería de moscas.
—No vino más —agregó Isondú.
—Había una lagartija bajo el raigón —recordó por pri-
mera vez Prince.
Una gallina, el pico abierto y las alas apartadas del
cuerpo, cruzó el patio incandescente con su pesado trote
de calor. Prince la siguió perezosamente con la vista, y
saltó de golpe.
—¡Viene otra vez! —gritó.
Por el norte del patio avanzaba solo el caballo en que
había ido el peón. Los perros se arquearon sobre las pa-
tas, ladrando con furia a la Muerte que se acercaba. El
animal caminaba con la cabeza baja, aparentemente in-
deciso sobre el rumbo que debía seguir. Al pasar frente al
rancho dio unos cuantos pasos en dirección al pozo, y se
desvaneció progresivamente en la cruda luz.
Míster Jones bajó; no tenía sueño. Disponíase a prose-
guir el montaje de la carpidora, cuando vio llegar inespe-
radamente al peón a caballo. A pesar de su orden, tenía
que haber galopado para volver a esa hora. Apenas libre
y concluida su misión, el pobre caballo, en cuyos ijares
era imposible contar los latidos, tembló agachando la ca-
beza, y cayó de costado. Míster Jones mandó a la chacra,
todavía de sombrero y rebenque, al peón para no echarlo
73
si continuaba oyendo sus jesuíticas disculpas.
Pero los perros estaban contentos. La Muerte, que
buscaba a su patrón, se había conformado con el caba-
llo. Sentíanse alegres, libres de preocupación, y en conse-
cuencia disponíanse a ir a la chacra tras el peón, cuando
oyeron a míster Jones que le gritaba, pidiéndole el torni-
llo. No había tornillo: el almacén estaba cerrado, el encar-
gado dormía, etc. Míster Jones, sin replicar, descolgó su
casco y salió él mismo en busca del utensilio.
Resistía el sol como un peón, y el paseo era maravillo-
so contra su mal humor.
Los perros salieron con él, pero se detuvieron a la
sombra del primer algarrobo; hacía demasiado calor. Des-
de allí, firmes en las patas, el ceño contraído y atento,
veían alejarse a su patrón. Al fin el temor a la soledad
pudo más, y con agobiado trote siguieron tras él.
Míster Jones obtuvo su tornillo y volvió. Para acortar
distancia, desde luego, evitando la polvorienta curva del
camino, marchó en línea recta a su chacra. Llegó al riacho
y se internó en el pajonal, el diluviano pajonal del Saladi-
to, que ha crecido, secado y retoñado desde que hay paja
en el mundo, sin conocer fuego. Las matas, arqueadas
en bóveda a la altura del pecho, se entrelazan en bloques
macizos. La tarea de cruzarlo, seria ya con día fresco, era
muy dura a esa hora. Míster Jones lo atravesó, sin embar-
go, braceando entre la paja restallante y polvorienta por
el barro que dejaban las crecientes, ahogado de fatiga y
acres vahos de nitratos.
Salió por fin y se detuvo en la linde; pero era impo-
74
sible permanecer quieto bajo ese sol y ese cansancio.
Marchó de nuevo. Al calor quemante que crecía sin cesar
desde tres días atrás, agregábase ahora el sofocamiento
del tiempo descompuesto. El cielo estaba blanco y no se
sentía un soplo de viento. El aire faltaba, con angustia
cardiaca que no permitía concluir la respiración.
Míster Jones adquirió el convencimiento de que había
traspasado su límite de resistencia.
Desde hacía rato le golpeaba en los oídos el latido de
las carótidas. Sentíase en el aire, como si de dentro de la
cabeza le empujaran el cráneo hacia arriba. Se mareaba
mirando el pasto. Apresuró la marcha para acabar con
eso de una vez… Y de pronto volvió en sí y se halló en
distinto paraje: había caminado media cuadra sin darse
cuenta de nada. Miró atrás, y la cabeza se le fue en un
nuevo vértigo.
Entretanto, los perros seguían tras él, trotando con
toda la lengua de fuera. A veces, asfixiados, deteníanse
en la sombra de un espartillo; se sentaban, precipitando
su jadeo, para volver enseguida al tormento del sol. Al fin,
como la casa estaba ya próxima, apuraron el trote.
Fue en ese momento cuando Old, que iba adelante,
vio tras el alambrado de la chacra a míster Jones, vesti-
do de blanco, que caminaba hacia ellos. El cachorro, con
súbito recuerdo, volvió la cabeza a su patrón, y confrontó.
—¡La Muerte, la Muerte! —aulló.
Los otros lo habían visto también, y ladraban erizados.
Vieron que míster Jones atravesaba el alambrado y por
un instante creyeron que se iba a equivocar; pero al llegar
75
a cien metros se detuvo, miró el grupo con sus ojos celes-
tes, y marchó adelante.
—¡Que no camine ligero el patrón! —exclamó Prince.
—¡Va a tropezar con él! —aullaron todos.
En efecto, el otro, tras breve hesitación, había avanza-
do, pero no directamente sobre ellos como antes, sino en
línea oblicua y en apariencia errónea, pero que debía lle-
varlo justo al encuentro de míster Jones. Los perros com-
prendieron que esta vez todo concluía, porque su patrón
continuaba caminando a igual paso, como un autómata,
sin darse cuenta de nada.
El otro llegaba ya. Los perros hundieron el rabo y co-
rrieron de costado, aullando. Pasó un segundo, y el en-
cuentro se produjo. Míster Jones giró sobre sí mismo y se
desplomó.
Los peones, que lo vieron caer, lo llevaron aprisa al
rancho, pero fue inútil toda el agua; murió sin volver en sí.
Míster Moore, su hermano materno, fue allá desde Bue-
nos Aires, estuvo una hora en la chacra y en cuatro días
liquidó todo, volviéndose enseguida al sur. Los indios se
repartieron los perros, que vivieron en adelante flacos y
sarnosos, e iban todas las noches con hambriento sigilo
a robar espigas de maíz en las chacras ajenas.

76
El alambre de púa

Durante quince días el alazán había buscado en vano la


senda por donde su compañero se escapaba del potrero.
El formidable cerco, de capuera —desmonte que ha rebro-
tado inextricable—, no permitía paso ni aun a la cabeza
del caballo. Evidentemente no era por donde el malacara
pasaba.
El alazán recorría otra vez la chacra, trotando inquie-
to con la cabeza alerta. De la profundidad del monte, el
malacara respondía a los relinchos vibrantes de su com-
pañero con los suyos cortos y rápidos, en que había una
fraternal promesa de abundante comida. Lo más irritante
para el alazán era que el malacara reaparecía dos o tres 77
veces en el día para beber. Prometíase aquél entonces
no abandonar un instante a su compañero, y durante al-
gunas horas, en efecto, la pareja pastaba en admirable
conserva. Pero de pronto el malacara, con su soga a ras-
tra, se internaba en el chircal, y cuando el alazán, al dar-
se cuenta de su soledad, se lanzaba en su persecución,
hallaba el monte inextricable. Esto sí, de adentro, muy
cerca aún, el maligno malacara respondía a sus deses-
perados relinchos, con un relinchillo a boca llena.
Hasta que esa mañana el viejo alazán halló la brecha
muy sencillamente: cruzando por frente al chircal, que
desde el monte avanzaba cincuenta metros en el cam-
po, vio un vago sendero que lo condujo en perfecta línea
oblicua al monte. Allí estaba el malacara, deshojando ár-
boles.
La cosa era muy simple: el malacara, cruzando un día
el chircal, había hallado la brecha abierta en el monte por
un incienso desarraigado. Repitió su avance a través del
chircal, hasta llegar a conocer perfectamente la entrada
del túnel. Entonces usó del viejo camino que con el ala-
zán habían formado a lo largo de la línea del monte. Y
aquí estaba la causa del trastorno del alazán: la entrada
de la senda formaba una línea sumamente oblicua con el
camino de los caballos, de modo que el alazán, acostum-
brado a recorrer éste de sur a norte y jamás de norte a
sur, no hubiera hallado jamás la brecha.
En un instante el viejo caballo estuvo unido a su com-
pañero, y juntos entonces, sin más preocupación que la
78
de despuntar torpemente las palmeras jóvenes, los dos
caballos decidieron alejarse del malhadado potrero que
sabían ya de memoria.
El monte, sumamente raleado, permitía un fácil avan-
ce, aun a caballos. Del bosque no quedaba en verdad
sino una franja de doscientos metros de ancho. Tras él,
una capuera de dos años se empenachaba de tabaco sal-
vaje. El viejo alazán, que en su juventud había correteado
capueras hasta vivir perdido seis meses en ellas, dirigió
la marcha, y en media hora los tabacos inmediatos que-
daron desnudos de hojas hasta donde alcanza un pes-
cuezo de caballo.
Caminando, comiendo, curioseando, el alazán y el
malacara cruzaron la capuera hasta que un alambrado
los detuvo.
—Un alambrado —dijo el alazán.
—Sí, alambrado —asintió el malacara. Y ambos, pasan-
do la cabeza sobre el hilo superior, contemplaron atenta-
mente. Desde allí se veía un alto pastizal de viejo rozado,
blanco por la helada; un bananal y una plantación nueva.
Todo ello poco tentador, sin duda; pero los caballos en-
tendían ver eso, y uno tras otro siguieron el alambrado a
la derecha.
Dos minutos después pasaban; un árbol, seco en pie
por el fuego, había caído sobre los hilos. Atravesaron la
blancura del pasto helado en que sus pasos no sonaban,
y bordeando el rojizo bananal, quemado por la escarcha,
vieron de cerca qué eran aquellas plantas nuevas.
—Es yerba —constató el malacara, con sus trémulos
labios a medio centímetro de las duras hojas.
79
La decepción pudo haber sido grande; mas los caba-
llos, si bien golosos, aspiraban sobre todo a pasear. De
modo que cortando oblicuamente el yerbal prosiguieron
su camino, hasta que un nuevo alambrado contuvo a la
pareja. Costeáronlo con tranquilidad grave y paciente, lle-
gando así a una tranquera, abierta para su dicha, y los
paseantes se vieron de repente en pleno camino real.
Ahora bien, para los caballos, aquello que acababan
de hacer tenía todo el aspecto de una proeza. Del potrero
aburridor a la libertad presente, había infinita distancia.
Mas por infinita que fuera, los caballos pretendían pro-
longarla aún, y así, después de observar con perezosa
atención los alrededores, quitáronse mutuamente la
caspa del pescuezo, y en mansa felicidad prosiguieron
su aventura.
El día, en verdad, la favorecía. La bruma matinal de
Misiones acababa de disiparse del todo, y bajo el cielo
súbitamente azul, el paisaje brillaba de esplendorosa
claridad. Desde la loma cuya cumbre ocupaban en ese
momento los dos caballos, el camino de tierra colorada
cortaba el pasto delante de ellos con precisión admirable,
descendía al valle blanco de espartillo helado, para tornar
a subir hasta el monte lejano. El viento, muy frío, cristali-
zaba aún más la claridad de la mañana de oro, y los caba-
llos, que sentían de frente el sol, casi horizontal todavía,
entrecerraban los ojos al dichoso deslumbramiento.
Seguían así, solos y gloriosos de libertad en el camino
encendido de luz, hasta que al doblar una punta de mon-
te vieron a orillas del camino cierta extensión de un verde
inusitado. ¿Pasto? Sin duda. Mas en pleno invierno…
80
Y con las narices dilatadas de gula, los caballos acer-
caron al alambrado. ¡Sí, pasto fino, pasto admirable! ¡Y
entrarían ellos, los caballos libres!
Hay que advertir que el alazán y el malacara poseían
desde esa madrugada alta idea de sí mismos. Ni tranque-
ra, ni alambrado, ni monte, ni desmonte, nada era para
ellos obstáculo. Habían visto cosas extraordinarias, sal-
vado dificultades no creíbles, y se sentían gordos, orgullo-
sos y facultados para tomar la decisión más estrafalaria
que ocurrírseles pudiera.
En este estado de énfasis, vieron a cien metros de
ellos varias vacas detenidas a orillas del camino, y enca-
minándose allá llegaron a la tranquera, cerrada con cinco
robustos palos.
Las vacas estaban inmóviles, mirando fijamente el
verde paraíso inalcanzable.
—¿Por qué no entran? —preguntó el alazán a las vacas.
—Porque no se puede —le respondieron.
—Nosotros pasamos por todas partes —afirmó el ala-
zán, altivo—. Desde hace un mes pasamos por todas
partes.
Con el fulgor de su aventura, los caballos habían per-
dido sinceramente el sentido del tiempo. Las vacas no se
dignaron siquiera mirar a los intrusos.
—Los caballos no pueden —dijo una vaquillona move-
diza—. Dicen eso y no pasan por ninguna parte. Nosotras
sí pasamos por todas partes.
—Tienen soga —añadió una vieja madre sin volver la
cabeza.
81
—¡Yo no, yo no tengo soga! —respondió vivamente el
alazán—. Yo vivía en las capueras y pasaba.
—¡Sí, detrás de nosotras! Nosotras pasamos y uste-
des no pueden.
La vaquillona movediza intervino de nuevo:
—El patrón dijo el otro día: a los caballos con un solo
hilo se los contiene. ¿Y entonces…? ¿Ustedes no pasan?
—No, no pasamos —repuso sencillamente el malaca-
ra, convencido por la evidencia.
—¡Nosotras sí!
Al honrado malacara, sin embargo, se le ocurrió de
pronto que las vacas, atrevidas y astutas, impertinentes
invasoras de chacras y el Código Rural, tampoco pasaban
la tranquera.
—Esta tranquera es mala —objetó la vieja madre.
—¡Él sí! Corre los palos con los cuernos.
—¿Quién? —preguntó el alazán.
Todas las vacas volvieron a él la cabeza con sorpresa.
—¡El toro, Barigüí! Él puede más que los alambrados
malos.
—¿Alambrados…? ¿Pasa?
—¡Todo! Alambre de púa también. Nosotras pasamos
después.
Los dos caballos, vueltos ya a su pacífica condición
de animales a que un solo hilo contiene, se sintieron in-
genuamente deslumbrados por aquel héroe capaz de
afrontar el alambre de púa, la cosa más terrible que pue-
de hallar el deseo de pasar adelante.
De pronto las vacas se removieron mansamente: a
82
lento paso llegaba el toro. Y ante aquella chata y obsti-
nada frente dirigida en tranquila recta a la tranquera, los
caballos comprendieron humildemente su inferioridad.
Las vacas se apartaron, y Barigüí, pasando el testuz bajo
una tranca, intentó hacerla correr a un lado. Los caballos
levantaron las orejas, admirados, pero la tranca no corrió.
Una tras otra, el toro probó sin resultado su esfuerzo inteli-
gente: el chacarero, dueño feliz de la plantación de avena,
había asegurado la tarde anterior los palos con cuñas.
El toro no intentó más. Volviéndose con pereza, olfa-
teó a lo lejos entrecerrando los ojos, y costeó luego el
alambrado, con ahogados mugidos sibilantes.
Desde la tranquera, los caballos y las vacas miraban.
En determinado lugar el toro pasó los cuernos bajo el
alambre de púa tendiéndolo violentamente hacia arriba
con el testuz, y la enorme bestia pasó arqueando el lomo.
En cuatro pasos más estuvo entre la avena, y las vacas
se encaminaron entonces allá, intentando a su vez pasar.
Pero a las vacas falta evidentemente la decisión mascu-
lina de permitir en la piel sangrientos rasguños, y apenas
introducían el cuello, lo retiraban presto con mareante
cabeceo.
Los caballos miraban siempre.
—No pasan —observó el malacara.
—El toro pasó —dijo el alazán—. Come mucho.
Y la pareja se dirigía a su vez a costear el alambrado
por la fuerza de la costumbre, cuando un mugido, claro
y berreante ahora, llegó hasta ellos: dentro del avenal el
toro, con cabriolas de falso ataque, bramaba ante el cha-
83
carero que con un palo trataba de alcanzarlo.
—¡Añá…! Te voy a dar saltitos… —gritaba el hombre.
Barigüí, siempre danzando y berreando ante el hom-
bre, esquivaba los golpes. Maniobraron así cincuenta me-
tros, hasta que el chacarero pudo forzar a la bestia contra
el alambrado. Pero ésta, con la decisión pesada y bruta
de su fuerza, hundió la cabeza entre los hilos y pasó, bajo
un agudo violineo de alambre y grampas lanzadas a vein-
te metros.
Los caballos vieron cómo el hombre volvía precipita-
damente a su rancho, y tornaba a salir con el rostro páli-
do. Vieron también que saltaba el alambrado y se enca-
minaba en dirección de ellos, por lo cual los compañeros,
ante aquel paso que avanzaba decidido, retrocedieron
por el camino en dirección a su chacra.
Como los caballos marchaban dócilmente a pocos pa-
sos delante del hombre, pudieron llegar juntos a la chacra
del dueño del toro, siéndoles dado así oír conversación.
Es evidente, por lo que de ella se desprende, que el
hombre había sufrido lo indecible con el toro del polaco.
Plantaciones, por inaccesibles que hubieran estado den-
tro del monte; alambrados, por grande que fuera su ten-
sión e infinito el número de hilos, todo lo arrolló el toro
con sus hábitos de pillaje. Se deduce también que los
vecinos estaban hartos de la bestia y de su dueño, por
los incesantes destrozos de aquélla. Pero como los po-
bladores de la región difícilmente denuncian al Juzgado
de Paz perjuicios de animales, por duros que les sean,
84
el toro proseguía comiendo en todas partes menos en la
chacra de su dueño, el cual, por otro lado, parecía diver-
tirse mucho con esto.
De este modo, los caballos vieron y oyeron al irritado
chacarero y al polaco cazurro.
—¡Es la última vez, don Zaninski, que vengo a verlo
por su toro! Acaba de pisotearme toda la avena. ¡Ya no se
puede más!
El polaco, alto y de ojillos azules, hablaba con agudo y
meloso falsete.
—¡Ah, toro malo! ¡Mí no puede! ¡Mí ata, escapa! ¡Vaca
tiene culpa! ¡Toro sigue vaca!
—¡Yo no tengo vacas, usted bien sabe!
—¡No, no! ¡Vaca Ramírez! ¡Mí queda loco, toro!
—¡Y lo peor es que afloja todos los hilos, usted lo sabe
también!
—¡Sí, sí, alambre! ¡Ah, mí no sabe…!
—¡Bueno! Vea, don Zaninski; yo no quiero cuestiones
con vecinos, pero tenga por última vez cuidado con su
toro para que no entre por el alambrado del fondo: en el
camino voy a poner alambre nuevo.
—¡Toro pasa por camino! ¡No fondo!
—Es que ahora no va a pasar por el camino.
—¡Pasa, toro! ¡No púa, no nada! ¡Pasa todo!
—No va a pasar.
—¿Qué pone?
—Alambre de púa… Pero no va a pasar.
—¡No hace nada púa!
—Bueno; haga lo posible porque no entre, porque si
85
pasa se va a lastimar.
El chacarero se fue. Es como lo anterior evidente que
el maligno polaco, riéndose una vez más de las gracias
del animal, compadeció, si cabe en lo posible, a su vecino
que iba a construir un alambrado infranqueable por su
toro. Seguramente se frotó las manos:
—¡Mí no podrán decir nada esta vez si toro come toda
avena!
Los caballos reemprendieron de nuevo el camino que
los alejaba de su chacra, y un rato después llegaban al
lugar en que Barigüí había cumplido su hazaña. La bestia
allí siempre, inmóvil en medio del camino, mirando con
solemne vaciedad de ideas desde hacía un cuarto de
hora, un punto fijo a la distancia. Detrás de él, las vacas
dormitaban al sol ya caliente, rumiando.
Pero cuando los pobres caballos pasaron por el cami-
no, ellas abrieron los ojos, despreciativas:
—Son los caballos. Querían pasar el alambrado. Y tie-
nen soga.
—¡Barigüí sí pasó!
—A los caballos un solo hilo los contiene.
—Son flacos.
Esto pareció herir en lo vivo al alazán, que volvió la
cabeza:
—Nosotros no estamos flacos. Ustedes, sí están. No
va a pasar más aquí —añadió señalando los alambres caí-
dos, obra de Barigüí.
—¡Barigüí pasa siempre! Después pasamos nosotras.
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¡Ustedes no pasan!
—No va a pasar más. Lo dijo el hombre.
—Él comió la avena del hombre. Nosotras pasamos
después.
El caballo, por mayor intimidad de trato, es sensible-
mente más afecto al hombre que la vaca. De aquí que el
malacara y el alazán tuvieran fe en el alambrado que iba
a construir el hombre.
La pareja prosiguió su camino, y momentos después,
ante el campo libre que se abría ante ellos, los dos caba-
llos bajaron la cabeza a comer, olvidándose de las vacas.
Tarde ya, cuando el sol acababa de entrar, los dos ca-
ballos se acordaron del maíz y emprendieron el regreso.
Vieron en el camino al chacarero que cambiaba todos los
postes de su alambrado, y a un hombre rubio que, deteni-
do a su lado a caballo, lo miraba trabajar.
—Le digo que va a pasar —decía el pasajero.
—No pasará dos veces —replicaba el chacarero.
—¡Usted verá! ¡Esto es un juego para el maldito toro
del polaco! ¡Va a pasar!
—No pasará dos veces —repetía obstinadamente el
otro.
Los caballos siguieron, oyendo aún palabras cortadas:
—¡… reír!
—… veremos.
Dos minutos más tarde el hombre rubio pasaba a su
lado a trote inglés. El malacara y el alazán, algo sorpren-
didos de aquel paso que no conocían, miraron perderse
en el valle al hombre presuroso.
87
—¡Curioso! —observó el malacara después de largo
rato—. El caballo va al trote, y el hombre al galope…
Prosiguieron. Ocupaban en ese momento la cima de
la loma, como esa mañana. Sobre el frío cielo crepuscu-
lar, sus siluetas se destacaban en negro, en mansa y ca-
bizbaja pareja, el malacara delante, el alazán detrás. La
atmósfera, ofuscada durante el día por la excesiva luz del
sol, adquiría a esa semisombra una transparencia casi
fúnebre. El viento había cesado por completo, y con la
calma del atardecer, en que el termómetro comenzaba a
caer velozmente, el valle helado expandía su penetrante
humedad, que se condensaba en rastreante neblina en
el fondo sombrío de las vertientes. Revivía, en la tierra
ya enfriada, el invernal olor de pasto quemado; y cuando
el camino costeaba el monte, el ambiente, que se sentía
de golpe más frío y húmedo, se tornaba excesivamente
pesado de perfume de azahar.
Los caballos entraron por el portón de su chacra, pues
el muchacho, que hacía sonar el cajoncito de maíz, había
oído su ansioso trémolo. El viejo alazán obtuvo el honor
de que se le atribuyera la iniciativa de la aventura, viéndo-
se gratificado con una soga, a efectos de lo que pudiera
pasar.
Pero a la mañana siguiente, bastante tarde ya a causa
de la densa neblina, los caballos repitieron su escapato-
ria, atravesando otra vez el tabacal salvaje hollando con
mudos pasos el pastizal helado, salvando la tranquera
abierta aún.
La mañana encendida de sol, muy alto ya, reverbera-
88
ba de luz, y el calor excesivo prometía para muy pronto
cambio de tiempo. Después de trasponer la loma, los ca-
ballos vieron de pronto a las vacas detenidas en el cami-
no, y el recuerdo de la tarde anterior excitó sus orejas y su
paso: querían ver cómo era el nuevo alambrado.
Pero su decepción, al llegar, fue grande. En los nuevos
postes —oscuros y torcidos— había dos simples alambres
de púa, gruesos tal vez, pero únicamente dos.
No obstante su mezquina audacia, la vida constante
en chacras de monte había dado a los caballos cierta ex-
periencia en cercados. Observaron atentamente aquello,
especialmente los postes.
—Son de madera de ley —observó el malacara.
—Sí, cernes quemados —comprobó el alazán.
Y tras otra larga mirada de examen, el malacara añadió:
—El hilo pasa por el medio, no hay grampas…
—Están muy cerca uno de otro…
Cerca, los postes, sí, indudablemente: tres metros.
Pero en cambio, aquellos dos modestos alambres en re-
emplazo de los cinco hilos del cercado anterior, desilusio-
naron a los caballos. ¿Cómo era posible que el hombre
creyera que aquel alambrado para terneros iba a conte-
ner al terrible toro?
—El hombre dijo que no iba a pasar —se atrevió sin
embargo el malacara, que en razón de ser el favorito de
su amo, comía más maíz, por lo cual sentíase más cre-
yente.
Pero las vacas los habían oído.
—Son los caballos. Los dos tienen soga. Ellos no pa-
89
san. Barigüí pasó ya.
—¿Pasó? ¿Por aquí? —preguntó descorazonado el ma-
lacara.
—Por el fondo. Por aquí pasa también. Comió la avena.
Entretanto, la vaquillona locuaz había pretendido pa-
sar los cuernos entre los hilos; y una vibración aguda, se-
guida de un seco golpe en los cuernos, dejó en suspenso
a los caballos.
—Los alambres están muy estirados —dijo el alazán
después de largo examen.
—Sí. Más estirados no se puede…
Y ambos, sin apartar los ojos de los hilos, pensaban
confusamente en cómo se podría pasar entre los dos hilos.
Las vacas, mientras tanto, se animaban unas a otras.
—Él pasó ayer. Pasa el alambre de púa. Nosotras des-
pués.
—Ayer no pasaron. Las vacas dicen sí, y no pasan
—comprobó el alazán.
—¡Aquí hay púa, y Barigüí pasa! ¡Allí viene!
Costeando por adentro el monte del fondo, a doscien-
tos metros aún, el toro avanzaba hacia el avenal. Las va-
cas se colocaron todas de frente al cercado, siguiendo
atentas con los ojos a la bestia invasora. Los caballos,
inmóviles, alzaron las orejas.
—¡Come toda la avena! ¡Después pasa!
—Los hilos están muy estirados… —observó aún el ma-
lacara, tratando siempre de precisar lo que sucedería si…
—¡Comió la avena! ¡El hombre viene! ¡Viene el hombre!
—lanzó la vaquilla locuaz.
90
En efecto, el hombre acababa de salir del rancho y
avanzaba hacia el toro. Traía el palo en la mano, pero no
parecía iracundo; estaba sí muy serio y con el ceño con-
traído.
El animal esperó que el hombre llegara frente a él, y
entonces dio principio a los mugidos con bravatas de cor-
nadas. El hombre avanzó más, el toro comenzó a retroce-
der, berreando siempre y arrasando la avena con sus bes-
tiales cabriolas. Hasta que, a diez metros ya del camino,
volvió grupas con un postrer mugido de desafío burlón, y
se lanzó sobre el alambrado.
—¡Viene Barigüí! ¡Él pasa todo! ¡Pasa alambre de púa!
—alcanzaron a clamar las vacas.
Con el impulso de su pesado trote, el enorme toro bajó
la cabeza y hundió los cuernos entre los hilos. Se oyó un
agudo gemido de alambre, un estridente chirrido se pro-
pagó de poste a poste hasta el fondo, y el toro pasó.
Pero de su lomo y de su vientre, profundamente abier-
tos, desde el pecho a la grupa, llovían ríos de sangre. La
bestia, presa de estupor, quedó un instante atónita y tem-
blando. Se alejó enseguida al paso, inundando el pasto
de sangre, hasta que a los veinte metros se echó, con un
ronco suspiro.
A mediodía el polaco fue a buscar a su toro, y lloró en
falsete ante el chacarero impasible. El animal se había le-
vantado, y podía caminar. Pero su dueño, comprendiendo
que le costaría mucho curarlo —si esto aún era posible—,
lo carneó esa tarde. Y el día siguiente tocole en suerte al
91
malacara llevar a su casa en la maleta, dos kilos de carne
de toro muerto.
92
Los mensú

Cayetano Maidana y Esteban Podeley, peones de obraje,


volvían a Posadas en el Sílex con quince compañeros. Po-
deley, labrador de madera, tornaba a los nueve meses, la
contrata concluida, y con pasaje gratis por lo tanto. Cayé
—mensualero— llegaba en iguales condiciones, mas al
año y medio, tiempo que había necesitado para cancelar
su cuenta.
Flacos, despeinados, en calzoncillos, la camisa abier-
ta en largos tajos, descalzos como la mayoría, sucios
como todos ellos, los dos mensú devoraban con los ojos
la capital del bosque, Jerusalem y Gólgota de sus vidas.
¡Nueve meses allá arriba! ¡Año y medio! Pero volvían por 93
fin, y el hachazo aún doliente de la vida del obraje era
apenas un roce de astilla ante el rotundo goce que olfa-
teaban allí.
De cien peones, sólo dos llegan a Posadas con ha-
ber. Para esa gloria de una semana a que los arrastra
el río aguas abajo, cuentan con el anticipo de una nueva
contrata. Como intermediario y coadyuvante, espera en
la playa un grupo de muchachas alegres de carácter y de
profesión, ante las cuales los mensú sedientos lanzan su
¡ahijú! de urgente locura.
Cayé y Podeley bajaron tambaleantes de orgía pregus-
tada, y rodeados de tres o cuatro amigas se hallaron en
un momento ante la cantidad suficiente de caña para col-
mar el hambre de eso de un mensú.
Un instante después estaban borrachos, y con nue-
va contrata firmada. ¿En qué trabajo? ¿En dónde? No
lo sabían, ni les importaba tampoco. Sabían, sí, que te-
nían cuarenta pesos en el bolsillo, y facultad para llegar
a mucho más en gastos. Babeantes de descanso y dicha
alcohólica, dóciles y torpes, siguieron ambos a las mucha-
chas a vestirse. Las avisadas doncellas condujéronlos a
una tienda con la que tenían relaciones especiales de un
tanto por ciento, o tal vez al almacén de la misma casa
contratista. Pero en una u otro las muchachas renovaron
el lujo detonante de sus trapos, anidáronse la cabeza de
peinetones, ahorcáronse de cintas, robado todo ello con
perfecta sangre fría al hidalgo alcohol de su compañero,
pues lo único que un mensú realmente posee es un des-
prendimiento brutal de su dinero.
94
Por su parte, Cayé adquirió muchos más extractos y
lociones y aceites de los necesarios para sahumar hasta
la náusea su ropa nueva, mientras Podeley, más juicioso,
optaba por un traje de paño. Posiblemente pagaron muy
cara una cuenta entre oída y abonada con un montón de
papeles tirados al mostrador. Pero de todos modos una
hora después lanzaban a un coche descubierto sus fla-
mantes personas, calzados de botas, poncho al hombro
—y revólver 44 en el cinto, desde luego—, repleta la ropa
de cigarrillos que deshacían torpemente entre los dien-
tes, y dejando caer de cada bolsillo la punta de un pañue-
lo de color. Acompañábanlos dos muchachas, orgullosas
de esa opulencia, cuya magnitud se acusaba en la expre-
sión un tanto hastiada de los mensú, arrastrando consigo
mañana y tarde por las calles caldeadas, una infección
de tabaco y extractos de obraje.
La noche llegaba por fin, y con ella la bailanta, donde
las mismas damiselas avisadas inducían a beber a los
mensú, cuya realeza en dinero les hacía lanzar diez pe-
sos por una botella de cerveza, para recibir en cambio
un peso y cuarenta centavos, que guardaban sin ojear
siquiera.
Así, tras constantes derroches de nuevos adelantos
—necesidad irresistible de compensar con siete días de
gran señor las miserias del obraje—, los mensú volvieron
a remontar el río en el Sílex. Cayé llevó compañera, y los
tres, borrachos como los demás peones, se instalaron en
el puente, donde ya diez mulas se hacinaban en íntimo
contacto con baúles, atados, perros, mujeres y hombres.
95
Al día siguiente, ya despejadas las cabezas, Podeley
y Cayé examinaron sus libretas: era la primera vez que
lo hacían desde su contrata. Cayé había recibido ciento
veinte pesos en efecto, y treinta y cinco en gasto; y Po-
deley, ciento treinta y setenta y cinco, respectivamente.
Ambos se miraron con expresión que pudiera haber
sido de espanto, si un mensú no estuviera perfectamente
curado de ese malestar. No recordaban haber gastado ni
la quinta parte siquiera.
—¡Añá…! —murmuró Cayé—. No voy a cumplir nunca…
Y desde ese momento tuvo sencillamente —como jus-
to castigo de su despilfarro— la idea de escaparse de allá.
La legitimidad de su vida en Posadas era, sin embar-
go, tan evidente para él, que sintió celos del mayor ade-
lanto acordado a Podeley.
—Vos tenés suerte… —dijo—. Grande, tu anticipo…
—Vos traés compañera —objetó Podeley—. Eso te
cuesta para tu bolsillo…
Cayé miró a su mujer, y aunque la belleza y otras
cualidades de orden más moral pesan muy poco en la
elección de un mensú, quedó satisfecho. La muchacha
deslumbraba, efectivamente, con su traje de raso, falda
verde y blusa amarilla; luciendo en el cuello sucio un triple
collar de perlas; zapatos Luis XV; las mejillas brutalmente
pintadas, y un desdeñoso cigarro de hoja bajo los párpa-
dos entornados.
Cayé consideró a la muchacha y su revólver 44; eran
realmente lo único que valía de cuanto llevaba con él. Y
aun corría riesgo de naufragar el 44 tras el anticipo, por
minúscula que fuera su tentación de tallar.
96
A dos metros de él, sobre un baúl de punta, en efec-
to, los mensú jugaban concienzudamente al monte cuan-
to tenían. Cayé observó un rato riéndose, como se ríen
siempre los peones cuando están juntos, sea cual fuera
el motivo, y se aproximó al baúl, colocando a una carta
cinco cigarros.
Modesto principio, que podía llegar a proporcionarle
el dinero suficiente para pagar el adelanto en el obraje
y volverse en el mismo vapor a Posadas, a derrochar un
nuevo anticipo.
Perdió, perdió los demás cigarros, perdió cinco pesos,
el poncho, el collar de su mujer, sus propias botas, y su
44. Al día siguiente recuperó las botas, pero nada más,
mientras la muchacha compensaba la desnudez de su
pescuezo con incesantes cigarros despreciativos.
Podeley ganó, tras infinito cambio de dueño, el collar
en cuestión, y una caja de jabones de olor que halló modo
de jugar contra un machete y media docena de medias,
que ganó, quedando así satisfecho.
Habían llegado por fin. Los peones treparon la inter-
minable cinta roja que escalaba la barranca, desde cuya
cima el Sílex aparecía diminuto y hundido en el lúgubre
río. Y con ahijús y terribles invectivas en guaraní (bien que
alegres todos) despidieron al vapor que debía ahogar, en
una baldeada de tres horas, la nauseabunda atmósfera
de desaseo, pachulí y mulas enfermas, que durante cua-
tro días remontó con él.
Para Podeley, labrador de madera, cuyo diario podía
subir a siete pesos, la vida de obraje no era muy dura.
Hecho a ella, domaba su aspiración de estricta justicia
97
en el cubicaje de la madera, compensando las rapiñas
rutinarias con ciertos privilegios de buen peón. Su nue-
va etapa comenzó al día siguiente, una vez demarcada
su zona de bosque. Construyó con hojas de palmera su
cobertizo —techo y pared sur, nada más—; dio nombre
de cama a ocho varas horizontales, y de un horcón colgó
la provista semanal. Recomenzó, automáticamente, sus
días de obraje: silenciosos mates al levantarse, de noche
aún, que se sucedían sin desprender la mano de la pava;
la exploración en descubierta madera; el desayuno a las
ocho —harina, charque y grasa—; el hacha luego, a busto
descubierto, cuyo sudor arrastraba tábanos, barigüís y
mosquitos; después el almuerzo —esta vez porotos y maíz
flotando en la inevitable grasa—, para concluir de noche,
tras nueva lucha con las piezas de ocho por treinta, con
el yopará del mediodía. Fuera de algún incidente con sus
colegas labradores, que invadían su jurisdicción; del has-
tío de los días de lluvia que lo relegan en cuclillas frente
a la pava, la tarea proseguía hasta el sábado de tarde.
Lavaba entonces su ropa, y el domingo iba al almacén a
proveerse.
Era éste el real momento de solaz de los mensú, ol-
vidándolo todo entre los anatemas de la lengua natal,
sobrellevando con fatalismo indígena la suba siempre
creciente de la provista, que alcanzaba entonces a cinco
pesos por machete y ochenta centavos por kilo de galle-
ta. El mismo fatalismo que aceptaba esto con un ¡añá! y
una riente mirada a los demás compañeros, le dictaba,
en elemental desagravio, el deber de huir del obraje en
98
cuanto pudiera. Y si esta ambición no estaba en todos
los pechos, todos los peones comprendían esa mordedu-
ra de contra-justicia que iba, en caso de llegar, a clavar
los dientes en la entraña misma del patrón. Éste, por su
parte, llevaba la lucha a su extremo final, vigilando día y
noche a su gente, y en especial los mensualeros.
Ocupábanse entonces los mensú en la planchada,
tumbando piezas entre inacabable gritería, que subía
de punto cuando las mulas, impotentes para contener la
alzaprima que bajaba de la altísima barranca a toda ve-
locidad, rodaban unas sobre otras dando tumbos, vigas,
animales, carretas, todo bien mezclado. Raramente se
lastimaban las mulas; pero la algazara era la misma.
Cayé, entre risa y risa, meditaba siempre su fuga. Har-
to ya de revirados y yoparás, que el pregusto de la huida
tornaba más indigestos, deteníase aún por falta de revól-
ver y, ciertamente, ante el winchester del capataz. ¡Pero
si tuviera un 44!…
La fortuna llegole esta vez en forma bastante desviada.
La compañera de Cayé, que desprovista ya de su lu-
joso atavío se ganaba la vida lavando la ropa a los peo-
nes, cambió un día de domicilio. Cayé la esperó dos no-
ches; y a la tercera fue al rancho de su reemplazante,
donde propinó una soberbia paliza a la muchacha. Los
dos mensú quedaron solos charlando, de resultas de lo
cual convinieron en vivir juntos, a cuyo efecto el seductor
se instaló con la pareja. Esto era económico y bastante
juicioso. Pero como el mensú parecía gustar realmente
de la dama —cosa rara en el gremio—, Cayé ofreciósela
en venta por un revólver con balas, que él mismo sacaría
99
del almacén. No obstante esta sencillez, el trato estuvo a
punto de romperse, porque a última hora Cayé pidió que
se agregara un metro de tabaco en cuerda, lo que pare-
ció excesivo al mensú. Concluyose por fin el mercado, y
mientras el fresco matrimonio se instalaba en su rancho,
Cayé cargaba concienzudamente su 44 para dirigirse a
concluir la tarde lluviosa tomando mate con aquéllos.

El otoño finalizaba, y el cielo, fijo en sequía con chubascos


de cinco minutos, se descomponía por fin en mal tiem-
po constante, cuya humedad hinchaba el hombro de los
mensú. Podeley, libre de esto hasta entonces, sintiose un
día con tal desgano al llegar a su viga, que se detuvo, mi-
rando a todas partes sin saber qué hacer. No tenía ánimo
para nada.
Volvió a su cobertizo, y en el camino sintió un ligero
cosquilleo en la espalda.
Sabía muy bien qué eran aquel desgano y aquel hor-
migueo a flor de piel. Sentose filosóficamente a tomar
mate y media hora después un hondo y largo escalofrío
recorríale la espalda.
No había nada que hacer. El mensú se echó sobre las
varas tiritando de frío, doblado en gatillo bajo el poncho,
mientras los dientes, incontenibles, castañeteaban a
más no poder.
Al día siguiente el acceso, no esperado hasta el cre-
púsculo, tornó a mediodía, y Podeley fue a la comisaría
a pedir quinina. Tan claramente se denunciaba el chucho
en el aspecto del mensú, que el dependiente bajó los
paquetes sin mirar casi al enfermo, quien volcó tranqui-
100
lamente sobre su lengua la terrible amargura aquella. Al
volver al monte tropezó con el mayordomo.
—¡Vos también! —le dijo el mayordomo, mirándolo—.
Y van cuatro. Los otros no importa… poca cosa. Vos sos
cumplidor… ¿Cómo está tu cuenta?
—Falta poco; pero no voy a poder trabajar…
—¡Bah! Curate bien y no es nada… Hasta mañana.
—Hasta mañana —se alejó Podeley apresurando el
paso, porque en los talones acababa de sentir un leve
cosquilleo.
El tercer ataque comenzó una hora después, quedan-
do Podeley desplomado en una profunda falta de fuerzas,
y la mirada fija y opaca, como si no pudiera alcanzar más
allá de uno o dos metros.
El descanso absoluto a que se entregó por tres días
—bálsamo específico para el mensú, por lo inesperado—,
no hizo sino convertirle en un bulto castañeteante y arre-
bujado sobre un raigón. Podeley, cuya fiebre anterior ha-
bía tenido honrado y periódico ritmo, no presagió nada
bueno para él de esa galopada de accesos, casi sin in-
termitencia. Hay fiebre y fiebre. Si la quinina no había cor-
tado a ras el segundo ataque, era inútil que se quedara
allá arriba, a morir hecho un ovillo en cualquier recodo de
picada. Y bajó de nuevo al almacén.
—¡Otra vez, vos! —lo recibió el mayordomo. Eso no
anda bien… ¿No tomaste quinina?
—Tomé… no me hallo con esta fiebre… No puedo con
mi hacha. Si querés darme para mi pasaje, te voy a cum-
plir en cuanto me sane…
101
El mayordomo contempló aquella ruina, y no estimó
en gran cosa la vida que quedaba en su peón.
—¿Cómo está tu cuenta? —preguntó otra vez.
—Debo veinte pesos todavía… El sábado entregué…
Me hallo enfermo grande…
—Sabés bien que mientras tu cuenta no esté paga-
da, debés quedarte. Abajo… podés morirte. Curate aquí, y
arreglás tu cuenta enseguida.
¿Curarse de una fiebre perniciosa, allí donde se la ad-
quirió? No, por cierto; pero el mensú que se va puede no
volver, y el mayordomo prefería hombre muerto a deudor
lejano.
Podeley jamás había dejado de cumplir nada, única al-
tanería que se permite ante su patrón un mensú de talla.
—¡No me importa que hayas dejado o no de cumplir!
—replicó el mayordomo—. ¡Pagá tu cuenta primero, y des-
pués hablaremos!
Esta injusticia para con él creó lógica y velozmente
el deseo del desquite. Fue a instalarse con Cayé, cuyo
espíritu conocía bien, y ambos decidieron escaparse el
próximo domingo.
—¡Ahí tenés! —gritóle el mayordomo esa misma tarde
al cruzarse con Podeley—. Anoche se han escapado tres…
¿Eso es lo que te gusta, no? ¡Ésos también eran cumpli-
dores! ¡Como vos! ¡Pero antes vas a reventar aquí, que
salir de la planchada! ¡Y mucho cuidado, vos y todos los
que están oyendo! ¡Ya saben!
La decisión de huir y sus peligros —para los que el
mensú necesita todas sus fuerzas— es capaz de conte-
102
ner algo más que una fiebre perniciosa. El domingo, por
lo demás, había llegado; y con falsas maniobras de lavaje
de ropa, simulados guitarreos en el rancho de tal o cual,
la vigilancia pudo ser burlada, y Podeley y Cayé se encon-
traron de pronto a mil metros de la comisaría.
Mientras no se sintieran perseguidos, no abandona-
rían la picada; Podeley caminaba mal. Y aun así…
La resonancia peculiar del bosque trájoles, lejana,
una voz ronca:
—¡A la cabeza! ¡A los dos!
Y un momento después surgían de un recodo de la
picada el capataz y tres peones corriendo... La cacería
comenzaba.
Cayé amartilló su revólver sin dejar de huir.
—¡Entregate, añá! —gritoles el capataz.
—Entremos en el monte —dijo Podeley—. Yo no tengo
fuerza para mi machete…
—¡Volvé o te tiro! —llegó otra voz.
—Cuando estén más cerca… —comenzó Cayé.
Una bala de winchester pasó silbando por la picada.
—¡Entrá! —gritó Cayé a su compañero. Y parapetándo-
se tras un árbol, descargó hacia los perseguidores cinco
tiros de su revólver.
Una gritería aguda respondioles, mientras otra bala
de winchester hacía saltar la corteza del árbol.
—¡Entregate o te voy a dejar la cabeza…!
—¡Andá nomás! —instó Cayé a Podeley—. Yo voy a…
Y tras nueva descarga entró a su vez en el monte.
Los perseguidores, detenidos un momento por las ex-
103
plosiones, lanzáronse rabiosos adelante, fusilando, golpe
tras golpe de winchester, el derrotero probable de los fu-
gitivos.
A cien metros de la picada, y paralelos a ella, Cayé y
Podeley se alejaban, doblados hasta el suelo para evitar
las lianas. Los perseguidores presumían esta maniobra;
pero como dentro del monte el que ataca tiene cien pro-
babilidades contra una de ser detenido por una bala en
mitad de la frente, el capataz se contentaba con salvas
de winchester y aullidos desafiantes. Por lo demás, los
tiros errados hoy habían hecho lindo blanco la noche del
jueves…
El peligro había pasado. Los fugitivos se sentaron, ren-
didos. Podeley se envolvió en el poncho, y recostado en
la espalda de su compañero, sufrió en dos terribles horas
de chucho, el contragolpe de aquel esfuerzo.
Luego prosiguieron la fuga, siempre a la vista de la
picada, y cuando la noche llegó, por fin, acamparon. Cayé
había llevado chipas, y Podeley encendió fuego, no obs-
tante los mil inconvenientes en un país donde, fuera de
los pavones, hay otros seres que tienen debilidad por la
luz, sin contar los hombres.
El sol estaba muy alto ya cuando a la mañana siguien-
te encontraron el riacho, primera y última esperanza de
los escapados. Cayé cortó doce tacuaras sin más prolija
elección, y Podeley, cuyas últimas fuerzas fueron dedica-
das a cortar los isipós, tuvo apenas tiempo de hacerlo
antes de arrollarse a tiritar.
Cayé, pues, construyó solo la jangada —diez tacuaras
104
atadas longitudinalmente con lianas, llevando en cada
extremo una atravesada.
A los diez segundos de concluida se embarcaron. Y la
jangadilla, arrastrada a la deriva, entró en el Paraná.
Las noches son en esa época excesivamente frescas;
y los dos mensú, con los pies en el agua, pasaron la no-
che helados, uno junto al otro. La corriente del Paraná,
que llegaba cargado de inmensas lluvias, retorcía la jan-
gada en el borbollón de sus remolinos, y aflojaba lenta-
mente los nudos de isipó.
En todo el día siguiente comieron dos chipas, último
resto de provisión, que Podeley probó apenas. Las tacua-
ras taladradas por los tambús se hundían. Y al caer la
tarde, la jangada había descendido a una cuarta del nivel
del agua.
Sobre el río salvaje, encajonado en los lúgubres mu-
rallones de bosque, desierto del más remoto ¡ay!, los dos
hombres, sumergidos hasta la rodilla, derivaban girando
sobre sí mismos, detenidos un momento inmóviles ante
un remolino, siguiendo de nuevo, sosteniéndose apenas
sobre las tacuaras casi sueltas que se escapaban de sus
pies, en una noche de tinta que no alcanzaban a romper
sus ojos desesperados.
El agua llegábales ya al pecho cuando tocaron tierra.
¿Dónde? No lo sabían… Un pajonal. Pero en la misma ori-
lla quedaron inmóviles, tendidos de vientre.
Ya deslumbraba el sol cuando despertaron. El pajo-
nal se extendía veinte metros tierra adentro, sirviendo
de litoral a río y bosque. A media cuadra al sur, el riacho
Paranaí, que decidieron vadear cuando hubieran recupe-
105
rado las fuerzas. Pero éstas no volvían tan rápidamente
como era de desear, dado que los cogollos y gusanos de
tacuara son tardos fortificantes. Y durante veinte horas
la lluvia cerrada transformó al Paraná en aceite blanco, y
al Paranaí en furiosa avenida. Todo imposible. Podeley se
incorporó de pronto chorreando agua, y apoyándose en el
revólver para levantarse, apuntó a Cayé. Volaba de fiebre.
—¡Pasá, añá!…
Cayé vio que poco podía esperar de aquel delirio, y se
inclinó disimuladamente para alcanzar a su compañero
de un palo. Pero el otro insistió:
—¡Andá al agua! ¡Vos me trajiste! ¡Bandeá el río!
Los dedos lívidos temblaban sobre el gatillo.
Cayé obedeció; dejose llevar por la corriente y desa-
pareció tras el pajonal, al que pudo abordar con terrible
esfuerzo.
Desde allí, y de atrás, acechó a su compañero; pero
Podeley yacía de nuevo de costado, con las rodillas reco-
gidas hasta el pecho, bajo la lluvia incesante. Al aproxi-
marse Cayé alzó la cabeza, y sin abrir casi los ojos, cega-
dos por el agua, murmuró:
—Cayé, caray… Frío muy grande…
Llovió aún toda la noche sobre el moribundo, la llu-
via blanca y sorda de los diluvios otoñales, hasta que a
la madrugada Podeley quedó inmóvil para siempre en su
tumba de agua.
Y en el mismo pajonal, sitiado siete días por el bosque,
el río y la lluvia, el superviviente agotó las raíces y gusa-
106
nos posibles, perdió poco a poco sus fuerzas, hasta que-
dar sentado, muriéndose de frío y hambre, con los ojos
fijos en el Paraná.
El Sílex, que pasó por allí al atardecer, recogió al men-
sú ya casi moribundo. Mas su felicidad transformose en
terror al darse cuenta, al día siguiente, de que el vapor
remontaba el río.
—¡Por favor te pido! —lloriqueó ante el capitán—. ¡No
me bajés en Puerto X! ¡Me van a matar!… ¡Te lo pido de
veras!…
El Sílex volvió a Posadas, llevando con él al mensú,
empapado aún en pesadillas nocturnas.
Pero a los diez minutos de bajar a tierra estaba ya bo-
rracho con nueva contrata, y se encaminaba tambalean-
do a comprar extractos.
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108
La gallina degollada

Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los


cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían
la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la
cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de
ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros,
y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos.
Como el sol se ocultaba tras el cerco al declinar, los
idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su
atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban;
se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la
misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bes- 109
tial, como si fuera comida.
Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas
enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes
sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mor-
diéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero
casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de
idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco,
con las piernas colgantes y quietas, empapando de gluti-
nosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su
aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de
un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día
el encanto de sus padres. A los tres meses de casados,
Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido
y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más
vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que
esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del
vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que
es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de
renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó,
a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su
felicidad. La criatura creció, bella y radiante, hasta que
tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo
una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente
no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con
esa atención profesional que está visiblemente buscan-
do la causa del mal en las enfermedades de los padres.
110
Después de algunos días los miembros paralizados re-
cobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun
el instinto, se habían ido del todo; había quedado profun-
damente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre
sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella
espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir; creo que es un caso perdi-
do. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su
idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!… ¡sí!… —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted
cree que es herencia, que…?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que
creí cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un
pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay
un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini
redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba
los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sos-
tener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por
aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en
la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpi-
dez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a
los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se
repetían, y al día siguiente amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación.
¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor,
sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su
111
apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de
vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia
como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas de
dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para
siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos,
y punto por punto repitiose el proceso de los dos mayores.
Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba
a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos.
Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad,
no ya sus almas, sino el instinto mismo abolido. No sabían
deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron
al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no dar-
se cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían
hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al
comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos.
Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba,
radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta fa-
cultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterrado-
ra descendencia. Pero pasados tres años desearon de
nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo
tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente an-
helo que se exasperaba, en razón de su infructuosidad,
se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado
sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus
hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro
bestias que habían nacido de ellos, echó afuera esa im-
112
periosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimo-
nio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombres: tus hijos. Y
como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se
cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa
de entrar y se lavaba las manos— que podrías tener más
limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquie-
tarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa
forzada:
—De nuestros hijos, me parece…
—Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella
los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, ¿no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida—, ¡pero yo tam-
poco, supongo!… ¡No faltaba más!… —murmuró.
—¿Que no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo
bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de
insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir…
—¡Berta!
—¡Como quieras!
113
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero
en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían
con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia
a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada
acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en su hija
toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los más
extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre
de sus hijos, al nacer Bertita olvidose casi del todo de los
otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz
que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que
en menor grado, pasábale lo mismo.
No por eso la paz había llegado a sus almas. La me-
nor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el
de terror de perderla, los rencores de su descendencia
podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para
que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto
el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto em-
ponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a
que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es,
cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona.
Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que
éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo,
sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el
otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro
hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les
114
daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No
los lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el día senta-
dos frente al cerco, abandonados de toda remota caricia.
De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa
noche, resultado de las golosinas que era a los padres
absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún
escalofrío y fiebre.
Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir
la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue,
como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio?
¿Cuántas veces?…
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a
propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa:
—¡No, no te creo tanto!
—Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?…
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro
que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que
has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin,
víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! ¡Pero yo he tenido padres sanos!
¿Oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hu-
biera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Ésos son
hijos tuyos, los cuatro tuyos!
115
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡Eso es lo que te dije, lo que te quie-
ro decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la
mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu
pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que
un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas.
A la una de la mañana la ligera indigestión había desapa-
recido, y como pasa fatalmente con todos los matrimo-
nios jóvenes que se han amado intensamente una vez
siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto
hirientes fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se le-
vantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche
pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo
abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero
sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como
apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que mata-
ra una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su
banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en
la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta
había aprendido de su madre este buen modo de con-
servar frescura a la carne), creyó sentir algo como res-
piración tras ella. Volviose, y vio a los cuatro idiotas, con
los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la
operación. Rojo… rojo…
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
116
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun
en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad recon-
quistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, natu-
ralmente, cuanto más intensos eran los raptos de amor a
su marido e hija, más irritado era su humor con los mons-
truos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro bestias, sacudidas, brutalmente empuja-
das, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue
a Buenos Aires, y el matrimonio a pasear por las quintas.
Al bajar el sol volvieron, pero Berta quiso saludar un mo-
mento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapose ense-
guida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo
el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco,
comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los
ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cer-
co. Su hermana, cansada de cinco horas paternales,
quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco,
miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía
duda. Al fin decidiose por una silla desfondada, pero fal-
taba aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su
instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con
lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo
su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio,
y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la
117
cresta del cerro, entre sus manos tirantes.
Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie
para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una
misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apar-
taban los ojos de su hermana, mientras una creciente
sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de
sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pe-
queña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a mon-
tar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente,
sintiose cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos
clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltame! ¡Dejame! —gritó sacudiendo la pierna.
Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosa-
mente.
Trató aún de sujetarse del borde, pero sintiose arran-
cada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma… —No pudo gritar más. Uno de ellos
le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran
plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna has-
ta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a
la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por
segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de
su hija.
—Me parece que te llama —le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con
todo, un momento después se despidieron, y mientras
118
Berta iba a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio:
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre
aterrado, que la espalda se le heló de horrible presenti-
miento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fon-
do. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar
de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y
lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al
oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respon-
dió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini,
lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo
pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo
largo de él con un ronco suspiro.

119
120
El almohadón de plumas

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y


tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas ni-
ñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces
con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche
juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta es-
tatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su
parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses —se habían casado en abril—, vi-
vieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado
menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expan-
siva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su
marido la contenía siempre. 121
La casa en que vivían influía no poco en sus estre-
mecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos,
columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal
impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial
del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes,
afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar
de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la
casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado
su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño.
No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus
antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil,
sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de
influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Ali-
cia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jar-
dín apoyada en el brazo de su marido. Miraba indiferente
a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le
pasó muy lento la mano por la cabeza, y Alicia rompió en-
seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró
largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto
a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron
retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su
cuello, sin moverse ni pronunciar una palabra.
Fue ése el último día que Alicia estuvo levantada. Al
día siguiente amaneció desvanecida.
El médico de Jordán la examinó con suma atención,
ordenándole calma y descanso absolutos.
122
—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle con la
voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me
explico. Y sin vómitos, nada… Si mañana se despierta
como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Consta-
tose una anemia de marcha agudísima, completamente
inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba vi-
siblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba
con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse
horas sin que se oyera el menor ruido. Alicia dormitaba.
Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz en-
cendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con
incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos.
A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vai-
vén a lo largo de la cama, deteniéndose un instante en
cada extremo a mirar a su mujer.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confu-
sas y flotantes al principio, y que descendieron luego a
ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente
abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado
del respaldo de la cama. Una noche quedó de repente
mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus
narices y labios se perlaron de sudor.
—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin de-
jar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia
lanzó un alarido de horror.
—¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a
123
mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confron-
tación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano
de su marido, acariciándola por media hora temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antro-
poide apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía
fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante
de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a
día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo.
En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras
ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca
inerte. La observaron largo rato en silencio, y siguieron
al comedor.
—Pst… —se encogió de hombros, desalentado, su mé-
dico—. Es un caso inexplicable… Poco hay que hacer…
—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó
bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en subdelirio de anemia,
agravado de tarde, pero que remitía siempre en las pri-
meras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad,
pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Pa-
recía que únicamente de noche se le fuera la vida en nue-
vas oleadas de sangre. Tenía siempre al despertar la sen-
sación de estar desplomada en la cama con un millón de
kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la
abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso
que le tocaran la cama, ni aun que le arreglaran el almo-
hadón. Sus terrores crepusculares avanzaban ahora en
forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama, y
trepaban dificultosamente por la colcha.
124
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró
sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente
encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de
la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de
la cama, y el sordo retumbo de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, cuando entró des-
pués a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada
el almohadón.
—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almoha-
dón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquél.
Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que
había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después
de un rato de inmóvil observación.
—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer y
se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber
por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
—¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.
—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de
temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Sa-
lieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó
funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores vola-
ron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca
abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós.
Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente
las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola
viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le
125
pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama,
había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor
dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La
picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del
almohadón sin duda había impedido al principio su desa-
rrollo; pero desde que la joven no pudo moverse, la suc-
ción fue vertiginosa.
En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio
habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones propor-
ciones enormes. La sangre humana parece serles parti-
cularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almo-
hadones de pluma.
126
Yaguaí

Ahora bien, no podía ser sino allí. Yaguaí olfateó la pie-


dra —un sólido bloque de mineral de hierro— y dio una
cautelosa vuelta en torno. Bajo el sol a mediodía de Mi-
siones, el aire vibraba sobre el negro peñasco, fenómeno
este que no seducía al fox terrier. Allí abajo, sin embargo,
estaba la lagartija. El perro giró nuevamente alrededor,
resopló en un intersticio, y, para honor de la raza, rascó
un instante el bloque ardiente. Hecho lo cual regresó con
paso perezoso, que no impedía un sistemático olfateo a
ambos lados.
Entró en el comedor, echándose entre el aparador y la
pared, fresco refugio que él consideraba como suyo, a pe- 127
sar de tener en su contra la opinión de toda la casa. Pero
el sombrío rincón, admirable cuando a la depresión de la
atmósfera acompaña falta de aire, tornábase imposible
en un día de viento norte. Era éste un flamante conoci-
miento del fox terrier, en quien luchaba aún la herencia
del país templado —Buenos Aires, patria de sus abuelos
y suya—, donde sucede precisamente lo contrario. Salió,
por lo tanto, afuera, y se sentó bajo un naranjo, en pleno
viento de fuego, pero que facilitaba inmensamente la res-
piración. Y como los perros transpiran muy poco, Yaguaí
apreciaba cuanto es debido al viento evaporizador, sobre
la lengua danzante puesta a su paso.
El termómetro alcanzaba en ese momento a cuaren-
ta grados. Pero los fox terriers de buena cuna son sin-
gularmente falaces en cuanto a promesas de quietud se
refiera. Bajo aquel mediodía de fuego, sobre la meseta
volcánica que la roja arena tornaba aún más caliente, ha-
bía lagartijas.
Con la boca ahora cerrada, Yaguaí traspuso el tejido
de alambre y se halló en pleno campo de caza. Desde
septiembre no había logrado otra ocupación a las siestas
bravas. Esta vez rastreó cuatro lagartijas de las pocas
que quedaban ya, cazó tres, perdió una, y se fue enton-
ces a bañar.
A cien metros de la casa, en la base de la meseta y
a orillas del bananal, existía un pozo en piedra viva de
factura y forma originales, pues siendo comenzado a di-
namita por un profesional, habíalo concluido un aficiona-
do con pala de punta. Verdad es que no medía sino dos
128
metros de hondura, tendiéndose en larga escarpa por un
lado, a modo de tajamar. Su fuente, bien que superficial,
resistía a secas de dos meses, lo que es bien meritorio
en Misiones.
Allí se bañaba el fox terrier, primero la lengua, des-
pués el vientre sentado en el agua, para concluir con una
travesía a nado. Volvía a la casa, siempre que algún ras-
tro no se atravesara en su camino. Al caer el sol, tornaba
al pozo. De aquí que Yaguaí sufriera vagamente de pul-
gas, y con bastante facilidad, el calor tropical para el que
su raza no había sido creada.
El instinto combativo del fox terrier se manifestó nor-
malmente contra las hojas secas; subió luego a las mari-
posas y su sombra, y se fijó por fin en las lagartijas. Aún
en noviembre, cuando tenía ya en jaque a todas las ratas
de la casa, su gran encanto eran los saurios. Los peones
que por a o b llegaban a la siesta, admiraron siempre la
obstinación del perro, resoplando en cuevitas bajo un sol
de fuego; si bien la admiración de aquéllos no pasaba del
cuadro de caza.
—Eso —dijo uno un día, señalando al perro con una
vuelta de cabeza— no sirve más que para bichitos…
El dueño de Yaguaí lo oyó:
—Tal vez —repuso—; pero ninguno de los famosos pe-
rros de ustedes sería capaz de hacer lo que hace ése.
Los hombres se sonrieron sin contestar.
Cooper, sin embargo, conocía bien a los perros de
monte y su maravillosa aptitud para la caza a la carrera,
que su fox terrier ignoraba. ¿Enseñarle? Acaso; pero no
129
tenía cómo hacerlo.
Precisamente esa misma tarde un peón se quejó a Coo-
per de los venados que estaban concluyendo con los poro-
tos. Pedía escopeta, porque aunque él tenía un buen perro,
no podía sino a veces alcanzar a los venados de un palo…
Cooper prestó la escopeta, y aun propuso ir esa noche
al rozado.
—No hay luna —objetó el peón.
—No importa. Suelte el perro y veremos si el mío lo
sigue.
Esa noche fueron al plantío. El peón soltó a su perro,
y el animal se lanzó enseguida en las tinieblas del monte,
en busca de un rastro.
Al ver partir a su compañero, Yaguaí intentó en vano
forzar la barrera de caraguatá.
Logrolo al fin, y siguió la pista del otro. Pero a los dos
minutos regresaba, muy contento de aquella escapatoria
nocturna. Eso sí, no quedó agujerito sin olfatear en diez
metros a la redonda.
Pero cazar tras el rastro, en el monte, a un galope que
puede durar muy bien desde la madrugada hasta las tres
de la tarde, eso no. El perro del peón halló una pista, muy
lejos, que perdió enseguida. Una hora después volvía a su
amo, y todos juntos regresaron a la casa. La prueba, si no
concluyente, desanimó a Cooper. Se olvidó luego de ellos,
mientras el fox terrier continuaba cazando ratas, algún
lagarto o zorro en su cueva, y lagartijas.
Entre tanto, los días se sucedían unos a otros, ence-
130
guecientes, pesados, en una obstinación de viento nor-
te que doblaba las verduras en lacios colgajos, bajo el
blanco cielo de los mediodías tórridos. El termómetro se
mantenía entre treinta y cinco y cuarenta, sin la más re-
mota esperanza de lluvia. Durante cuatro días el tiempo
se cargó, con asfixiante calma y aumentó de calor. Y cuan-
do se perdió al fin la esperanza de que el sur devolviera
en torrentes de agua todo el viento de fuego recibido un
mes entero del norte, la gente se resignó a una desastro-
sa sequía.
El fox terrier vivió desde entonces sentado bajo su
naranjo, porque cuando el calor traspasa cierto límite
razonable, los perros no respiran bien echados. Con la
lengua afuera y los ojos entornados, asistió a la muerte
progresiva de cuanto era brotación primaveral. La huer-
ta se perdió rápidamente. El maizal pasó del verde claro
a una blancura amarillenta, y a fines de noviembre sólo
quedaban de él columnitas truncas sobre la negrura de-
solada del rozado. La mandioca, heroica entre todas, re-
sistía bien.
El pozo del fox terrier —agotada su fuente— perdió día
a día su agua verdosa, y ahora tan caliente que Yaguaí no
iba a él sino de mañana, si bien hallaba rastros de ape-
reás, agutíes y hurones, que la sequía del monte forzaba
hasta el pozo.
En vuelta de su baño, el perro se sentaba de nuevo,
viendo aumentar poco a poco el viento, mientras el ter-
mómetro, refrescado a quince al amanecer, llegaba a
cuarenta y uno a las dos de la tarde. La sequedad del aire
131
llevaba a beber al fox terrier cada media hora, debiendo
entonces luchar con las avispas y abejas que invadían los
baldes, muertas de sed.
Las gallinas, con las alas en tierra, jadeaban tendidas
a la triple sombra de los bananos, la glorieta y la enreda-
dera de flor roja, sin atreverse a dar un paso sobre la are-
na abrasada, y bajo un sol que mataba instantáneamente
a las hormigas rubias.
Alrededor, cuanto abarcaban los ojos del fox terrier:
los bloques de hierro, el pedregullo volcánico, el monte
mismo, danzaba, mareado de calor. Al oeste, en el fondo
del valle boscoso, hundido en la depresión de la doble
sierra, el Paraná yacía, muerto a esa hora en su agua
de cinc, esperando la caída de la tarde para revivir. La
atmósfera, entonces, ligeramente ahumada hasta esa
hora, se velaba al horizonte en denso vapor, tras el cual
el sol, cayendo sobre el río, sosteníase asfixiado en per-
fecto círculo de sangre. Y mientras el viento cesaba por
completo y, en el aire aún abrasado, Yaguaí arrastraba
por la meseta su diminuta mancha blanca, las palmeras
negras, recortándose inmóviles sobre el río cuajado en
rubí, infundían en el paisaje una sensación de lujoso y
sombrío oasis.
Los días se sucedían iguales. El pozo del fox terrier
se secó, y las asperezas de la vida, que hasta entonces
evitaran a Yaguaí, comenzaron para él esa misma tarde.
Desde tiempo atrás el perrito blanco había sido muy
solicitado por un amigo de Cooper, hombre de selva, cu-
yos muchos ratos perdidos se pasaban en el monte tras
132
los tatetos.
Tenía tres perros magníficos para esta caza, aunque
muy inclinados a rastrear coatíes, lo que envolviendo una
pérdida de tiempo para el cazador, constituye también la
posibilidad de un desastre, pues la dentellada de un coatí
degüella fundamentalmente al perro que no supo cogerlo.
Fragoso, habiendo visto un día trabajar al fox terrier
en un asunto de irara, a la que Yaguaí forzó a estarse
definitivamente quieta, dedujo que un perrito que tenía
ese talento especial para morder justamente entre cruz
y pescuezo no era un perro cualquiera por más corta que
tuviera la cola. Por lo que instó repetidas veces a Cooper
a que le prestara a Yaguaí.
—Yo te lo voy a enseñar bien a usted, patrón —le decía.
—Tiene tiempo —respondía Cooper.
Pero en esos días abrumadores —la visita de Fragoso
habiendo avivado el recuerdo del pedido—, Cooper le en-
tregó su perro a fin de que le enseñara a correr.
Corrió, sin duda, mucho más de lo que hubiera desea-
do el mismo Cooper.
Fragoso vivía en la margen izquierda del Yabebirí, y
había plantado en octubre un mandiocal que no producía
aún, y media hectárea de maíz y porotos, totalmente per-
dida por la seca. Esto último, específico para el cazador,
tenía para Yaguaí muy poca importancia, trastornándole
en cambio la nueva alimentación. Él, que en casa de Coo-
per coleaba ante la mandioca simplemente cocida, para
no ofender a su amo, y olfateaba por tres o cuatro lados el
locro, para no quebrar del todo con la cocinera, conoció la
133
angustia de los ojos brillantes y fijos en el amo que come,
para concluir lamiendo el plato que sus tres compañeros
habían pulido ya, esperando ansiosamente el puñado de
maíz sancochado que les daban cada día.
Los tres perros salían de noche a cazar por su cuenta
—maniobra esta que entraba en el sistema educacional
del cazador—; pero el hambre, que llevaba a aquéllos na-
turalmente al monte a rastrear para comer, inmovilizaba al
fox terrier en el rancho, único lugar del mundo donde podía
hallar comida. Los perros que no devoran la caza, serán
siempre malos cazadores; y justamente la raza a que per-
tenecía Yaguaí caza desde su creación por simple sport.
Fragoso intentó algún aprendizaje con el fox terrier.
Pero siendo Yaguaí mucho más perjudicial que útil al tra-
bajo desenvuelto de sus tres perros, lo relegó desde en-
tonces en el rancho a espera de mejores tiempos para
esa enseñanza.
Entretanto, la mandioca del año anterior comenzaba
a concluirse; las últimas espigas de maíz rodaron por el
suelo, blancas y sin un grano, y el hambre, ya dura para los
tres perros nacidos con ella, royó las entrañas de Yaguaí.
En aquella nueva vida el fox terrier había adquirido con
pasmosa rapidez el aspecto humillado, servil y traicionero
de los perros del país. Aprendió entonces a merodear de
noche por los ranchos vecinos, avanzando con cautela,
las piernas dobladas y elásticas, hundiéndose lentamente
al pie de una mata de espartillo al menor rumor hostil.
Aprendió a no ladrar por más furor o miedo que tuviera,
y a gruñir de un modo particularmente sordo cuando el
134
cuzco de un rancho defendía a éste del pillaje. Aprendió a
visitar los gallineros, a separar dos platos encimados con
el hocico, y a llevarse en la boca una lata con grasa a fin
de vaciarla en la impunidad del pajonal. Conoció el gusto
de las guascas ensebadas, de los zapatos untados de gra-
sa, del hollín pegoteado de una olla y —alguna vez— de la
miel recogida y guardada en un trozo de tacuara. Adquirió
la prudencia necesaria para apartarse del camino cuando
un pasajero avanzaba, siguiéndolo con los ojos, agachado
entre el pasto. Y a fines de enero, de la mirada encendida,
las orejas firmes sobre los ojos, y el rabo alto y provocador
del fox terrier, no quedaba sino un esqueletillo sarnoso,
de orejas echadas atrás y rabo hundido y traicionero, que
trotaba furtivamente por los caminos.
La sequía continuaba, entretanto, el monte quedó
poco a poco desierto, pues los animales se concentra-
ban en los hilos de agua que habían sido grandes arroyos.
Los tres perros forzaban la distancia que los separaba del
abrevadero de las bestias con éxito mediano, pues sien-
do aquél muy frecuentado a su vez por los yaguareteí, la
caza menor tornábase desconfiada. Fragoso, preocupa-
do con la ruina del rozado y con nuevos disgustos con el
propietario de la tierra, no tenía humor para cazar, ni aun
por hambre. Y la situación amenazaba así tornarse muy
crítica, cuando una circunstancia fortuita trajo un poco de
aliento a la lamentable jauría.
Fragoso debió ir a San Ignacio, y los cuatro perros,
que fueron con él, sintieron en sus narices dilatadas una
impresión de frescura vegetal —vaguísima, si se quiere—,
135
pero que acusaba un poco de vida en aquel infierno de
calor y seca. En efecto, San Ignacio había sido menos
azotado, resultas de lo cual algunos maizales, aunque mi-
serables, se sostenían en pie.
No comieron los perros ese día; pero al regresar ja-
deando detrás del caballo, probaron en su memoria aque-
lla sensación de frescura. Y a la noche siguiente salían
juntos en mudo trote hacia San Ignacio. En la orilla del
Yabebirí se detuvieron oliendo el agua y levantando el ho-
cico trémulo a la otra costa. La luna salía entonces, con
su amarillenta luz de menguante. Los perros avanzaron
cautelosamente sobre el río a flor de piedra, saltando
aquí, nadando allá, en un paso que en agua normal no da
fondo a tres metros.
Sin sacudirse casi, reanudaron el trote silencioso y
tenaz hacia el maizal más cercano. Allí el fox terrier vio
cómo sus compañeros quebraban los tallos con los dien-
tes, devorando con secos mordiscos que entraban hasta
el marlo, las espigas en choclo. Hizo él lo mismo, y durante
una hora, en el negro cementerio de árboles quemados,
que la fúnebre luz del menguante volvía más espectral,
los perros se movieron de aquí para allá entre las cañas,
gruñéndose mutuamente.
Volvieron tres veces más, hasta que la última noche
un estampido demasiado cercano los puso en guardia.
Mas coincidiendo esta aventura con la mudanza de Fra-
goso a San Ignacio, los perros no lo sintieron mucho.

Fragoso había logrado por fin trasladarse allá, al fondo de


136
la colonia. El monte, entretejido de tacuapí, denunciaba
tierra excelente; y aquellas inmensas madejas de bambú,
tendidas en el suelo con el machete, debían de preparar
magníficos rozados.
Cuando Fragoso se instaló, el tacuapí comenzaba a
secarse. Rozó y quemó rápidamente un cuarto de hec-
tárea, confiando en algún milagro de lluvia. El tiempo se
descompuso, en efecto; el cielo blanco se tornó plomo, y
en las horas más calientes se transparentaban en el ho-
rizonte lívidas orlas de cúmulos. El termómetro a treinta
y nueve y el viento norte soplando con furia trajeron al fin
doce milímetros de agua, que Fragoso aprovechó para su
maíz, muy contento. Lo vio nacer, lo vio crecer magnífica-
mente hasta cinco centímetros. Pero nada más.
En el tacuapí, bajo él y alimentándose acaso de sus
brotes, viven infinidad de roedores. Cuando aquél se
seca, sus huéspedes se desbandan y el hambre los lleva
forzosamente a las plantaciones. De este modo los tres
perros de Fragoso, que salían una noche, volvieron en-
seguida restregándose el hocico mordido. Fragoso mató
esa misma noche cuatro ratas que asaltaban su lata de
grasa.
Yaguaí no estaba allí. Pero a la noche siguiente él y
sus compañeros se internaban en el monte (aunque el fox
terrier no corría tras el rastro, sabía perfectamente des-
enfundar tatús y hallar nidos de urúes), cuando Yaguaí
se sorprendió del rodeo que efectuaban sus compañeros
para no cruzar el rozado. Yaguaí avanzó por este, no obs-
tante, y un momento después lo mordían en una pata,
137
mientras rápidas sombras corrían a todos lados.
Yaguaí vio lo que era; e instantáneamente, en plena
barbarie de bosque tropical y miseria, surgieron los ojos
brillantes, el rabo alto y duro, y la actitud batalladora del
admirable perro inglés. Hambre, humillación, vicios adqui-
ridos, todo se borró en un segundo ante las ratas que
salían de todas partes. Y cuando volvió por fin a echarse
en el rancho, ensangrentado, muerto de fatiga, tuvo que
saltar tras las ratas hambrientas que invadían literalmen-
te el rancho.
Fragoso quedó encantado de aquella brusca energía
de nervios y músculos que no recordaba más, y subió a
su memoria el recuerdo del viejo combate con la irara: era
la misma mordida sobre la cruz; un golpe seco de mandí-
bula, y a otra rata.
Comprendió también de dónde provenía aquella ne-
fasta invasión, y con larga serie de juramentos en voz
alta, dio su maizal por perdido. ¿Qué podía hacer Yaguaí
solo? Fue al rozado, acariciando al fox terrier, y silbó a sus
perros; pero apenas los rastreadores de tigres sentían los
dientes de las ratas en el hocico, chillaban restregándolo
a dos patas. Fragoso y Yaguaí hicieron solos el gasto de la
jornada, y si el primero sacó de ella la muñeca dolorida, el
segundo echaba al respirar burbujas sanguinolentas por
la nariz.
En doce días, a pesar de cuanto hicieron Fragoso y
el fox terrier para salvarlo, el rozado estaba perdido. Las
ratas, al igual de las martinetas, saben muy bien desente-
rrar el grano adherido aún a la plantita. El tiempo, otra vez
de fuego, no permitía ni la sombra de nueva plantación,
138
y Fragoso se vio forzado a ir a San Ignacio en busca de
trabajo, llevando al mismo tiempo su perro a Cooper, que
él no podía ya entretener poco ni mucho. Lo hacía con
verdadera pena, pues las últimas aventuras, colocando al
fox terrier en su verdadero teatro de caza, habían levan-
tado muy alta la estima del cazador por el perrito blanco.
En el camino, el fox terrier oyó, lejanas, las explosio-
nes de los pajonales del Yabebirí ardiendo con la sequía;
vio a la vera del bosque a las vacas que soportando la
nube de tábanos empujaban los catiguás con el pecho,
avanzando montadas sobre el tronco arqueado hasta al-
canzar las hojas. Vio las rígidas tunas del monte tropical
dobladas como velas; y sobre el brumoso horizonte de las
tardes de treinta y ocho a cuarenta grados, volvió a ver el
sol cayendo asfixiado en un círculo rojo y mate.
Media hora después entraban en San Ignacio y, sien-
do ya tarde para llegar hasta lo de Cooper, Fragoso apla-
zó para la mañana siguiente su visita. Los tres perros,
aunque muertos de hambre, no se aventuraron mucho a
merodear en país desconocido, con excepción de Yaguaí,
al que el recuerdo bruscamente despierto de las viejas
carreras delante del caballo de Cooper, llevaba en línea
recta a casa de su amo.

Las circunstancias anormales por que pasaba el país con


la sequía de cuatro meses —y es preciso saber lo que
esto supone en Misiones— hacían que los perros de los
peones, ya famélicos en tiempo de abundancia, llevaran
sus pillajes nocturnos a un grado intolerable.
En pleno día, Cooper había tenido ocasión de perder
139
tres gallinas, arrebatadas por los perros hacia el monte.
Y si se recuerda que el ingenio de un poblador haragán
llega hasta enseñar a sus cachorros esta maniobra para
aprovecharse ambos de la presa, se comprenderá que
Cooper perdiera la paciencia, descargando irremisible-
mente su escopeta sobre todo ladrón nocturno. Aunque
no usaba sino perdigones, la lección era asimismo dura.
Así una noche, en el momento que se iba a acostar,
percibió su oído alerta el ruido de las uñas enemigas,
tratando de forzar el tejido de alambre. Con un gesto de
fastidio descolgó la escopeta, y saliendo afuera vio una
mancha blanca que avanzaba dentro del patio. Rápida-
mente hizo fuego, y a los aullidos traspasantes del animal
con las patas traseras a la rastra, tuvo un fugitivo sobre-
salto, que no pudo explicar. Llegó hasta el lugar, pero el
perro había desaparecido ya, y entró de nuevo en la casa.
—¿Qué fue, papá? —le preguntó desde la cama su
hija—. ¿Un perro?
—Sí —repuso Cooper colgando la escopeta—. Le tiré
un poco de cerca…
—¿Grande el perro, papá?
—No, chico.
—¡Pobre Yaguaí! —prosiguió Julia—. ¡Cómo estará!
Súbitamente, Cooper recordó la impresión sufrida al
oír aullar al perro: algo de su Yaguaí había allí… Pero pen-
sando también en cuán remota era esa probabilidad, se
durmió tranquilo.
Fue a la mañana siguiente, muy temprano, cuando
Cooper, siguiendo el rastro de sangre, halló a su fox te-
140
rrier muerto al borde del pozo del bananal.
De pésimo humor volvió a casa, y la primera pregunta
de Julia fue por el perro chico:
—¿Murió, papá?
—Sí, allá en el pozo… Es Yaguaí.
Cogió la pala, y seguido de sus dos hijos consternados
fue al pozo. Julia, después de mirar un rato inmóvil, se
acercó despacio a sollozar junto al pantalón de Cooper.
—¡Qué hiciste, papá!
—No sabía, chiquita… Apártate un momento.
En el bananal enterró a su perro; apisonó la tierra en-
cima, y regresó profundamente disgustado, llevando de la
mano a sus dos chicos, que lloraban despacio para que
su padre no los sintiera.
141
142
Los pescadores de vigas

El motivo fue ciertos juego de comedor que míster Hall no


tenía aún, y su fonógrafo le sirvió de anzuelo.
Candiyú lo vio en la oficina provisoria de la «Yerba
Company», donde míster Hall maniobaraba su fonógrafo
a puerta abierta.
Candiyú, como buen indígena, no manifestó sorpresa
alguna, contentándose con detener su caballo un poco
al través ante el chorro de luz, y mirar a otra parte. Pero
como un inglés a la caída de la noche, en mangas de ca-
misa por el calor y con una botella de whisky al lado, es
cien veces más circunspecto que cualquier mestizo, mís-
ter Hall no levantó la vista del disco. Con lo que vencido y 143
conquistado, Candiyú concluyó por arrimar su caballo a la
puerta, en cuyo umbral apoyó el codo.
—Buenas noches, patrón. ¡Linda música!
—Sí, linda —repuso míster Hall.
—¡Linda! —repitió el otro—. ¡Cuánto ruido!
—Sí, mucho ruido —asintió míster Hall, que hallaba no
desprovistas de profundidad las observaciones de su vi-
sitante.
Candiyú admiraba los nuevos discos:
—¿Te costó mucho a usted, patrón?
—Costó… ¿Qué?
—Ese hablero… Los mozos que cantan.
—¡Oh, cuesta mucho…! ¿Usted quiere comprar?
—Si usted querés venderme… —contestó por decir
algo Candiyú, convencido de antemano de la imposibili-
dad de tal compra. Pero míster Hall proseguía mirándolo
con pesada fijeza, mientras la membrana saltaba del dis-
co a fuerza de marchas metálicas.
—Vendo barato a usted… ¡Cincuenta pesos!
Candiyú sacudió la cabeza, sonriendo al aparato y a
su maquinista, alternativamente:
—¡Mucha plata! No tengo.
—¿Usted qué tiene, entonces?
El hombre se sonrió de nuevo, sin responder.
—¿Dónde usted vive? —prosiguió míster Hall, evidente-
mente decidido a desprenderse de su gramófono.
—En el puerto.
—¡Ah! Yo conozco usted… ¿Usted llama Candiyú?
144
—Me llama…
—¿Y usted pesca vigas?
—A veces; alguna viguita sin dueño…
—¡Vendo por vigas…! Tres vigas aserradas. Yo mando
carreta. ¿Conviene?
Candiyú se reía.
—No tengo ahora. Y esa… maquinaria, ¿tiene mucha
delicadeza?
—No; botón acá, y botón allá… Yo enseño. ¿Cuándo
tiene madera?
—Alguna creciente… Ahora ha de venir una. ¿Y qué
palo querés usted?
—Palo rosa. ¿Conviene?
—¡Hum…! No baja ese palo casi nunca… Mediante una
creciente grande, solamente.
—¡Lindo palo! Te gusta palo bueno, a usted.
—Y usted lleva buen gramófono. ¿Conviene?
El mercado prosiguió a son de cantos británicos, el
indígena esquivando la vía recta, y el contador acorralán-
dolo en el pequeño círculo de la precisión. En el fondo, y
descontados el calor y el whisky, el ciudadano inglés no
hacía un mal negocio, cambiando un perro gramófono por
varias docenas de bellas tablas, mientras el pescador de
vigas, a su vez, entregaba algunos días de habitual traba-
jo a cuenta de una maquinita prodigiosamente ruidera.
Por lo cual el mercado se realizó, a tanto tiempo de
plazo.
Candiyú vive todavía en la costa del Paraná, desde
hace treinta años; y si su hígado es aún capaz de eliminar
cualquier cosa después del último ataque de la fiebre en
145
diciembre pasado, debe vivir aún unos meses más. Pasa
ahora los días sentado en su catre de varas, con el som-
brero puesto. Sólo sus manos, lívidas zarpas veteadas de
verde que penden inmensas de las muñecas, como pro-
yectadas monótonamente sin cesar, con temblor de loro
implume.
Pero en aquel tiempo, Candiyú era otra cosa. Tenía
entonces por oficio honorable el cuidado de un bananal
ajeno, y —poco menos lícito— el de pescar vigas. Normal-
mente, y sobre todo en época de creciente, derivan vigas
escapadas de los obrajes, bien que se desprendan de
una jangada en formación, bien que un peón bromista
corte de un machetazo la soga que las retiene. Candiyú
era poseedor de un anteojo telescopado, y pasaba las
mañanas apuntando al agua, hasta que la línea blanque-
cina de una viga, destacándose en la punta de Itacurubí,
lo lanzaba en su chalana al encuentro de la presa. Vista la
viga a tiempo, la empresa no es extraordinaria, porque la
pala de un hombre de coraje, recostado o halando de una
pieza de diez por cuarenta, vale cualquier remolcador.
.................................................................................................
Allá en el obraje de Castelhum, más arriba de Puerto Fe-
licidad, las lluvias habían comenzado después de sesen-
ta y cinco días de seca absoluta que no dejó llanta en
las alzaprimas. El haber realizable del obraje consistía
en ese momento en siete mil vigas —bastante más que
una fortuna—. Pero como las dos toneladas de una viga,
mientras no estén en el puerto, no pesan dos escrúpulos
146 en caja, Castelhum y Cía. distaban muchísimas leguas de
estar contentos.
De Buenos Aires llegaron órdenes de movilización
inmediata; el encargado del obraje pidió mulas y alza-
primas; le respondieron que con el dinero de la primera
jangada a recibir, le remitirían las mulas; y el encargado
contestó que con esas mulas anticipadas, les mandaría
la primera jangada.
No había modo de entenderse. Castelhum subió has-
ta el obraje y vio el stock de madera en el campamento,
sobre la barranca del Ñacanguazú al norte.
—¿Cuánto? —preguntó Castelhum a su encargado.
—Treinticinco mil pesos —repuso éste.
Era lo necesario para trasladar las vigas al Paraná. Y
sin contar la estación impropia.
Bajo la lluvia que unía en un solo hilo de agua su capa
de goma y su caballo, Castelhum consideró largo rato el
arroyo arremolinado. Señalando luego el torrente con un
movimiento del capuchón:
—¿Las aguas llegarán a cubrir el salto? —preguntó.
—Si llueve mucho, sí.
—¿Tiene todos los hombres en el obraje?
—Hasta este momento; esperaba órdenes suyas.
—Bien —dijo Castelhum—. Creo que vamos a salir bien.
Óigame, Fernández: Esta misma tarde refuerce la maro-
ma en la barra, y comience a arrimar todas las vigas, aquí
a la barranca. El arroyo está limpio, según me dijo. Ma-
ñana de mañana bajo a Posadas, y desde entonces, con
el primer temporal que venga, eche los palos al arroyo.
¿Entiende? Una buena lluvia.
147
El mayordomo lo miró abriendo cuanto pudo los ojos.
—La maroma va a ceder antes que lleguen mil vigas.
—Ya sé, no importa. Y nos costará muchísimos pesos.
Volvamos y hablaremos más largo.
Fernández se encogió de hombros, y silbó a los capa-
taces.
En el resto del día, sin lluvia pero empapado en calma
de agua, los peones tendieron de una orilla a otra en la
barra del arroyo la cadena de vigas, y el tumbaje de palos
comenzó en el campamento. Castelhum bajó a Posadas
sobre un agua de inundación que iba corriendo siete mi-
llas, y que al salir del Guayrá se había alzado siete metros
la noche anterior.
Tras gran sequía, grandes lluvias. A mediodía comen-
zó el diluvio, y durante cincuenta y dos horas consecuti-
vas el monte tronó de agua. El arroyo, venido a torrente,
pasó a rugiente avalancha de agua roja. Los peones, cala-
dos hasta los huesos, con su flacura en relieve por la ropa
pegada al cuerpo, despeñaban las vigas por la barranca.
Cada esfuerzo arrancaba un unísono grito de ánimo, y
cuando la monstruosa viga rodaba dando tumbos y se
hundía con un cañonazo en el agua, todos los peones lan-
zaban su ¡a… hijú! de triunfo. Y luego, los esfuerzos mal-
gastados en el barro líquido, la zafadura de las palancas,
las costaladas bajo la lluvia torrencial. Y la fiebre.
Bruscamente, por fin, el diluvio cesó. En el súbito si-
lencio circunstante, se oyó el tronar de la lluvia todavía
sobre el bosque inmediato. Más sordo y más hondo, el
retumbo del Ñacanguazú. Algunas gotas, distanciadas
y livianas, caían aún del cielo exhausto. Pero el tiempo
148
proseguía cargado, sin el más ligero soplo. Se respiraba
agua, y apenas los peones hubieron descansado un par
de horas, la lluvia recomenzó —la lluvia a plomo, maciza
y blanca de las crecidas—. El trabajo urgía —los sueldos
habían subido valientemente—, y mientras el temporal si-
guió, los peones continuaron gritando, cayéndose y tum-
bando bajo el agua helada.
En la barra del Ñacanguazú, la barrera flotante contu-
vo a los primeros palos que llegaron, y resistió arqueada
y gimiendo a muchos más; hasta que al empuje inconte-
nible de las vigas que llegaban como catapultas contra la
maroma, el cable cedió.
.................................................................................................
Candiyú observaba el río con su anteojo, considerando
que la creciente actual, que allí en San Ignacio había su-
bido dos metros más el día anterior —llevándose, por lo
demás, su chalana—, sería más allá de Posadas formida-
ble inundación. Las maderas habían comenzado a des-
cender, cedros o poco menos, y el pescador reservaba
prudentemente sus fuerzas.
Esa noche el agua subió un metro aún, y a la tarde
siguiente Candiyú tuvo la sorpresa de ver en el extremo
de su anteojo una barra, una verdadera tropa de vigas
sueltas que doblaban la punta de Itacurubí. Madera de
lomo blanquecino, y perfectamente seca.
Allí estaba su lugar. Saltó en su guabiroba, y paleó al
encuentro de la caza.
Ahora bien, en una creciente del Alto Paraná se en-
149
cuentran muchas cosas antes de llegar a la viga elegi-
da. Árboles enteros, desde luego, arrancados de cuajo y
con las raíces negras al aire, como pulpos. Vacas y mulas
muertas, en compañía de buen lote de animales salvajes
ahogados, fusilados o con una flecha plantada aún sobre
su raigón. Algún tigre, tal vez; camalotes y espuma a dis-
creción —sin contar, claro está, las víboras.
Candiyú esquivó, derivó, tropezó y volcó muchas ve-
ces más de las necesarias hasta llegar a su presa. Al fin
la tuvo; un machetazo puso al vivo la veta sanguínea del
palo rosa, y recostándose a la viga pudo derivar con ella
oblicuamente algún trecho. Pero las ramas, los árboles,
pasaban sin cesar arrastrándolo. Cambió de táctica; en-
lazó su presa, y comenzó entonces la lucha muda y sin
tregua, echando silenciosamente el alma a cada palada.
Una viga, derivando con una gran creciente, lleva un
impulso suficientemente grande para que tres hombres
titubeen antes de atreverse con ella. Pero Candiyú unía
a su gran aliento treinta años de piraterías en río bajo
o alto, y deseaba, además, ser dueño de un gramófono.
La noche que caía ya le deparó incidentes a su plena
satisfacción. El río, a flor de ojo casi, corría velozmente
con untuosidad de aceite. A ambos lados pasaban sin ce-
sar sombras densas. Un hombre ahogado tropezó con la
guabiroba; Candiyú se inclinó, y vio que tenía la garganta
abierta. Luego visitantes incómodos, víboras al asalto,
las mismas que en las crecidas trepan por las ruedas de
los vapores hasta los camarotes.
150
El hercúleo trabajo proseguía, la pala temblaba bajo
el agua, pero el remero era arrastrado a pesar de todo. Al
fin se rindió; cerró más el ángulo de abordaje, y sumó sus
últimas fuerzas para alcanzar el borde de la canal, que
rozaba los peñascos del Teyucuaré. Durante diez minutos
el pescador de vigas, los tendones del cuello duros y los
pectorales como piedra, hizo lo que jamás volverá a hacer
nadie para salir de la canal en una creciente, con una viga
a remolque. La guabiroba se estrelló por fin contra las
piedras, se tumbó, justamente cuando a Candiyú queda-
ba fuerza suficiente —y nada más— para sujetar la soga y
desplomarse de boca.
Solamente un mes más tarde tuvo míster Hall sus tres
docenas de tablas, y veinte segundos después entregaba
a Candiyú el gramófono, incluso veinte discos.
La firma Castelhum y Cía., no obstante la flotilla de
lanchas a vapor que lanzó contra las vigas —y esto por
bastante más de treinta días— perdió muchas. Y si alguna
vez Castelhum llega a San Ignacio y visita a míster Hall,
admirará sinceramente los muebles del citado contador,
hechos de palo rosa.

151
152
La miel silvestre

Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya,


que a sus doce años, y en consecuencia de profundas
lecturas de Julio Verne, dieron en la rica empresa de
abandonar su casa para ir a vivir al monte. Éste queda
a dos leguas de la ciudad. Allí vivirían primitivamente de
la caza y la pesca. Cierto es que los dos muchachos no
se habían acordado particularmente de llevar escopetas
ni anzuelos; pero de todos modos el bosque estaba allí,
con su libertad como fuente de dicha, y sus peligros como
encanto.
Desgraciadamente, al segundo día fueron hallados
por quienes los buscaban. Estaban bastante atónitos to- 153
davía, no poco débiles, y con gran asombro de sus herma-
nos menores —iniciados también en Julio Verne—, sabían
aún andar en dos pies y recordaban el habla.
La aventura de los dos robinsones, sin embargo, fuera
acaso más formal a haber tenido como teatro otro bos-
que menos dominguero. Las escapatorias llevan aquí en
Misiones a límites imprevistos, y a ello arrastró a Gabriel
Benincasa el orgullo de sus stromboot.
Benincasa, habiendo concluido sus estudios de con-
taduría pública, sintió fulminante deseo de conocer la
vida de la selva. No fue arrastrado por su temperamen-
to, pues antes bien Benincasa era un muchacho pacífi-
co, gordinflón y de cara rosada, en razón de su excelente
salud. En consecuencia, lo suficiente cuerdo para preferir
un té con leche y pastelitos, a quién sabe qué fortuita e
infernal comida del bosque. Pero así como el soltero que
fue siempre juicioso cree de su deber, la víspera de sus
bodas, despedirse de la vida libre con una noche de orgía
en compañía de sus amigos, de igual modo Benincasa
quiso honrar su vida aceitada con dos o tres choques de
vida intensa. Y por este motivo remontaba el Paraná has-
ta un obraje, con sus famosos stromboot.
Apenas salido de Corrientes había calzado sus recias
botas, pues los yacarés de la orilla calentaban ya el pai-
saje. Mas a pesar de ello el contador público cuidaba
mucho de su calzado, evitándole arañazos y sucios con-
tactos.
De este modo llegó al obraje de su padrino, y a la hora
tuvo éste que contener el desenfado de su sobrino.
154
—¿Adónde vas ahora? —le había preguntado sorpren-
dido.
—Al monte; quiero recorrerlo un poco —repuso Benin-
casa, que acababa de colgarse el winchester al hombro.
—¡Pero infeliz! No vas a poder dar un paso. Sigue la
picada, si quieres… O mejor, deja esa arma, y mañana te
haré acompañar por un peón.
Benincasa renunció a su paseo. No obstante, fue has-
ta la vera del bosque y se detuvo.
Intentó vagamente un paso adentro, y quedó quieto.
Metiose las manos en los bolsillos, y miró detenidamente
aquella inextricable maraña, silbando débilmente aires
truncos. Después de observar de nuevo el bosque a uno
y otro lado, retornó bastante desilusionado.
Al día siguiente, sin embargo, recorrió la picada cen-
tral por espacio de una legua, y aunque su fusil volvió pro-
fundamente dormido, Benincasa no deploró el paseo. Las
fieras llegarían poco a poco.
Llegaron éstas a la segunda noche —aunque de un
carácter un poco singular.
Benincasa dormía profundamente, cuando fue des-
pertado por su padrino.
—¡Eh, dormilón! Levántate que te van a comer vivo.
Benincasa se sentó bruscamente en la cama, alucina-
do por la luz de los tres faroles de viento que se movían
de un lado a otro en la pieza. Su padrino y dos peones
regaban el piso.
—¿Qué hay, qué hay? —preguntó, echándose al suelo.
—Nada… Cuidado con los pies… La corrección.
155
Benincasa había sido ya enterado de las curiosas
hormigas a que llamamos corrección. Son pequeñas,
negras, brillantes, y marchan velozmente en ríos más o
menos anchos. Son esencialmente carnívoras. Avanzan
devorando todo lo que encuentran a su paso: arañas, gri-
llos, alacranes, sapos, víboras, y a cuanto ser no puede
resistirles. No hay animal, por grande y fuerte que sea,
que no huya de ellas. Su entrada en una casa supone
la exterminación absoluta de todo ser viviente, pues no
hay rincón ni agujero profundo donde no se precipite el
río devorador. Los perros aúllan, los bueyes mugen, y es
forzoso abandonarles la casa, a trueque de ser roído en
diez horas hasta el esqueleto. Permanecen en el lugar
uno, dos, hasta cinco días, según su riqueza en insectos,
carne o grasa. Una vez devorado todo, se van.
No resisten sin embargo a la creolina o droga similar;
y como en el obraje abunda aquélla, antes de una hora el
chalet quedó libre de la corrección.
Benincasa se observaba muy de cerca en los pies la
placa lívida de una mordedura.
—¡Pican muy fuerte, realmente! —dijo sorprendido, le-
vantando la cabeza hacia su padrino.
Éste, para quien la observación no tenía ya ningún
valor, no respondió, felicitándose en cambio de haber
contenido a tiempo la invasión. Benincasa reanudó el
sueño, aunque sobresaltado toda la noche por pesadi-
llas tropicales.
Al día siguiente se fue al monte, esta vez con un ma-
chete, pues había concluido por comprender que tal uten-
silio le sería en el monte mucho más útil que el fusil. Cier-
156
to es que su pulso no era maravilloso, y su acierto, mucho
menos. Pero de todos modos lograba trozar las ramas,
azotarse la cara y cortarse las botas; todo en uno.
El monte crepuscular y silencioso lo cansó pronto. Dá-
bale la impresión —exacta por lo demás— de un escenario
visto de día. De la bullente vida tropical, no hay a esa hora
más que el teatro helado; ni un animal, ni un pájaro, ni un
ruido casi. Benincasa volvía, cuando un sordo zumbido le
llamó la atención. A diez metros de él, en un tronco hue-
co, diminutas abejas aureolaban la entrada del agujero.
Se acercó con cautela, y vio en el fondo de la abertura
diez o doce bolas oscuras del tamaño de un huevo.
—Esto es miel —se dijo el contador público con íntima
gula—. Deben de ser bolsitas de cera, llenas de miel.
Pero entre él, Benincasa, y las bolsitas, estaban las
abejas. Después de un momento de descanso, pensó
en el fuego: levantaría una buena humareda. La suerte
quiso que mientras el ladrón acercaba cautelosamente la
hojarasca húmeda, cuatro o cinco abejas se posaran en
su mano, sin picarlo. Benincasa cogió una enseguida, y
oprimiéndole el abdomen constató que no tenía aguijón.
Su saliva, ya liviana, se clarificó en melífica abundancia.
¡Maravillosos y buenos animalitos!
En un instante el contador desprendió las bolsitas de
cera, y alejándose un buen trecho para escapar al pega-
joso contacto de las abejas, se sentó en un raigón. De
las doce bolas, siete contenían polen. Pero las restan-
tes estaban llenas de miel, una miel oscura, de sombría
transparencia, que Benincasa paladeó golosamente. Sa-
157
bía distintamente a algo. ¿A qué? El contador no pudo
precisarlo. Acaso a resina de frutales o de eucalipto. Y
por igual motivo, tenía la densa miel un vago dejo áspero.
¡Mas qué perfume, en cambio!
Benincasa, una vez bien seguro de que sólo cinco bol-
sitas le serían útiles, comenzó. Su idea era sencilla: tener
suspendido el panal goteante sobre su boca. Pero como
la miel era espesa, tuvo que agrandar el agujero, después
de haber permanecido medio minuto con la boca inútil-
mente abierta. Entonces la miel asomó, adelgazándose
en pesado hilo hasta la lengua del contador.
Uno tras otro, los cinco panales se vaciaron así dentro
de la boca de Benincasa. Fue inútil que éste prolongara
la suspensión, y mucho más que repasara los globos ex-
haustos; tuvo que resignarse.
Entretanto, la sostenida posición de la cabeza en alto
lo había mareado un poco. Pesado de miel, quieto y los
ojos bien abiertos, Benincasa consideró de nuevo el mon-
te crepuscular.
Los árboles y el suelo tomaban posturas por demás
oblicuas, y su cabeza acompañaba el vaivén del paisaje.
—Qué curioso mareo… —pensó el contador—. Y lo
peor es…
Al levantarse e intentar dar un paso, se había visto
obligado a caer de nuevo sobre el tronco. Sentía su cuer-
po de plomo, sobre todo las piernas, como si estuvieran
inmensamente hinchadas. Y los pies y las manos le hor-
migueaban.
—¡Es muy raro, muy raro, muy raro! —se repitió estúpi-
damente Benincasa, sin escudriñar sin embargo el moti-
158
vo de esa rareza—. Como si tuviera hormigas… La correc-
ción —concluyó.
Y de pronto la respiración se le cortó en seco, de es-
panto.
—¡Debe de ser la miel…! ¡Es venenosa…! ¡Estoy enve-
nenado!
Y a un segundo esfuerzo para incorporarse, se le eri-
zó el cabello de terror: no había podido ni aun moverse.
Ahora la sensación de plomo y el hormigueo subían hasta
la cintura. Durante un rato el horror de morir allí, misera-
blemente solo, lejos de su madre y sus amigos, le cohibió
todo medio de defensa.
—¡Voy a morir ahora…! ¡De aquí a un rato voy a morir…!
¡Ya no puedo mover la mano…!
En su pánico constató sin embargo que no tenía fiebre
ni ardor de garganta, y el corazón y pulmones conserva-
ban su ritmo normal. Su angustia cambió de forma.
—¡Estoy paralítico, es la parálisis! ¡Y no me van a en-
contrar…!
Pero una invencible somnolencia comenzaba a apo-
derarse de él, dejándole íntegras sus facultades, a la par
que el mareo se aceleraba. Creyó así notar que el suelo
oscilante se volvía negro y se agitaba vertiginosamente.
Otra vez subió a su memoria el recuerdo de la corrección,
y en su pensamiento se fijó como una suprema angustia
la posibilidad de que eso negro que invadía el suelo…
Tuvo aún fuerzas para arrancarse a ese último espan-
to, y de pronto lanzó un grito, un verdadero alarido en que
la voz del hombre recobra la tonalidad del niño aterrado:
159
por sus piernas trepaba un precipitado río de hormigas
negras. Alrededor de él la corrección devoradora oscure-
cía el suelo, y el contador sintió por bajo del calzoncillo el
río de hormigas carnívoras que subían.
Su padrino halló por fin, dos días después, y sin la me-
nor partícula de carne, el esqueleto cubierto de ropa de
Benincasa. La corrección que merodeaba aún por allí, y
las bolsitas de cera, lo iluminaron suficientemente.
No es común que la miel silvestre tenga esas propie-
dades narcóticas o paralizantes, pero se la halla. Las flo-
res con igual carácter abundan en el trópico, y ya el sabor
de la miel denuncia en la mayoría de los casos su condi-
ción —tal el dejo a resina de eucalipto que creyó sentir
Benincasa.
160
Nuestro primer cigarro

Ninguna época de mayor alegría que la que nos propor-


cionó a María y a mí, nuestra tía con su muerte.
Lucía volvía de Buenos Aires, donde había pasado tres
meses. Esa noche, cuando nos acostábamos, oímos que
Lucía decía a mamá:
—¡Qué extraño…! Tengo las cejas hinchadas.
Mamá examinó seguramente las cejas de nuestra tía,
pues después de un rato contestó:
—Es cierto… ¿No sientes nada?
—No… Sueño.
Al día siguiente, hacia las dos de la tarde, notamos de
pronto fuerte agitación en casa, puertas que se abrían y 161
no se cerraban, diálogos cortados de exclamaciones, y
semblantes asustados. Lucía tenía viruela, y de cierta es-
pecie hemorrágica que había adquirido en Buenos Aires.
Desde luego, a mi hermana y a mí nos entusiasmó
el drama. Las criaturas tienen casi siempre la desgracia
de que las grandes cosas no pasen en su casa. Esta vez
nuestra tía —¡casualmente nuestra tía!— ¡enferma de vi-
ruela! Yo, chico feliz, contaba ya en mi orgullo la amistad
de un agente de policía, y el contacto con un payaso que
saltando las gradas había tomado asiento a mi lado. Pero
ahora el gran acontecimiento pasaba en nuestra propia
casa; y al comunicarlo al primer chico que se detuvo en
la puerta de calle a mirar, había ya en mis ojos la vanidad
con que una criatura de riguroso luto pasa por primera
vez ante sus vecinillos atónitos y envidiosos.
Esa misma tarde salimos de casa, instalándonos en
la única que pudimos hallar con tanta premura, una vieja
quinta de los alrededores. Una hermana de mamá, que
había tenido viruela en su niñez, quedó al lado de Lucía.
Seguramente en los primeros días mamá pasó crue-
les angustias por sus hijos que habían besado a la viro-
lenta. Pero en cambio nosotros, convertidos en furiosos
robinsones, no teníamos tiempo para acordarnos de
nuestra tía. Hacía mucho tiempo que la quinta dormía
en su sombrío y húmedo sosiego. Naranjos blanquecinos
de diaspis; duraznos rajados en la horqueta; membrillos
con aspecto de mimbres; higueras rastreantes a fuerza
de abandono, aquello daba, en su tupida hojarasca que
162
ahogaba los pasos, fuerte sensación de paraíso terrenal.
Nosotros no éramos precisamente Adán y Eva; pero sí
heroicos robinsones, arrastrados a nuestro destino por
una gran desgracia de familia: la muerte de nuestra tía,
acaecida cuatro días después de comenzar nuestra ex-
ploración.
Pasábamos el día entero huroneando por la quinta,
bien que las higueras, demasiado tupidas al pie, nos in-
quietaran un poco. El pozo también suscitaba nuestras
preocupaciones geográficas. Era éste un viejo pozo incon-
cluso, cuyos trabajos se habían detenido a los catorce me-
tros sobre un fondo de piedra, y que desaparecía ahora
entre los culantrillos y doradillas de sus paredes. Era, sin
embargo, menester explorarlo, y por vía de avanzada lo-
gramos con infinitos esfuerzos llevar hasta su borde una
gran piedra. Como el pozo quedaba oculto tras un macizo
de cañas, nos fue permitida esta maniobra sin que mamá
se enterase. No obstante, María, cuya inspiración poética
primó siempre en nuestras empresas, obtuvo que aplazá-
ramos el fenómeno hasta que una gran lluvia, llenando a
medias el pozo, nos proporcionara satisfacción artística a
la par que científica.
Pero lo que sobre todo atrajo nuestros asaltos diarios
fue el cañaveral. Tardamos dos semanas enteras en ex-
plorar como era debido aquel diluviano enredo de varas
verdes, varas secas, varas verticales, varas oblicuas, va-
ras atravesadas, varas dobladas hacia tierra.
Las hojas secas, detenidas en su caída, entretejían
el macizo, que llenaba el aire de polvo y briznas al menor
163
contacto.
Aclaramos el secreto, sin embargo, y sentados con mi
hermana en la sombría guarida de algún rincón, bien jun-
tos y mudos en la semioscuridad, gozamos horas enteras
el orgullo de no sentir miedo.
Fue allí donde una tarde, avergonzados de nuestra
poca iniciativa, inventamos fumar.
Mamá era viuda; con nosotros vivían habitualmente
dos hermanas suyas, y en aquellos momentos un herma-
no, precisamente el que había venido con Lucía de Bue-
nos Aires.
Este nuestro tío de veinte años, muy elegante y presu-
mido, habíase atribuido sobre nosotros dos cierta potes-
tad que mamá, con el disgusto actual y su falta de carác-
ter, fomentaba.
María y yo, por de pronto, profesábamos cordialísima
antipatía al padrastrillo.
—Te aseguro —decía él a mamá, señalándonos con el
mentón— que desearía vivir siempre contigo para vigilar a
tus hijos. Te van a dar mucho trabajo.
—¡Déjalos! —respondía mamá, cansada.
Nosotros no decíamos nada; pero nos mirábamos por
encima del plato.
A este severo personaje, pues, habíamos robado un
paquete de cigarrillos; y aunque nos tentaba iniciarnos
súbitamente en la viril virtud, esperamos el artefacto.
Este consistía en una pipa que yo había fabricado con
un trozo de caña, por depósito; una varilla de cortina, por
boquilla; y por cemento, masilla de un vidrio recién co-
locado. La pipa era perfecta: grande, liviana y de varios
164
colores.
En nuestra madriguera del cañaveral cargámosla Ma-
ría y yo con religiosa y firme unción. Cinco cigarrillos deja-
ron su tabaco adentro, y sentándonos entonces con las
rodillas altas encendí la pipa y aspiré. María, que devora-
ba mi acto con los ojos, notó que los míos se cubrían de
lágrimas: jamás se ha visto ni verá cosa más abominable.
Deglutí, sin embargo, valerosamente la nauseosa saliva.
—¿Rico? —me preguntó María ansiosa, tendiendo la
mano.
—Rico —le contesté pasándole la horrible máquina.
María chupó, y con más fuerza aún. Yo, que la obser-
vaba atentamente, noté a mi vez sus lágrimas y el movi-
miento simultáneo de labios, lengua y garganta, recha-
zando aquello. Su valor fue mayor que el mío.
—Es rico —dijo con los ojos llorosos y haciendo casi
un puchero. Y se llevó heroicamente otra vez a la boca la
varilla de bronce.
Era inminente salvarla. El orgullo, sólo él, la precipi-
taba de nuevo a aquel infernal humo con gusto a sal de
Chantaud, el mismo orgullo que me había hecho alabarle
la nauseabunda fogata.
—¡Psht! —dije bruscamente, prestando oído—. Me pa-
rece el gargantilla del otro día…
Debe de tener nido aquí…
María se incorporó, dejando la pipa de lado; y con el
oído atento y los ojos escudriñantes, nos alejamos de allí,
ansiosos aparentemente de ver al animalito, pero en ver-
dad asidos como moribundos a aquel honorable pretexto
de mi invención, para retirarnos prudentemente del taba-
165
co sin que nuestro orgullo sufriera.
Un mes más tarde volví a la pipa de caña, pero enton-
ces con muy distinto resultado.
Por alguna que otra travesura nuestra, el padrastrillo
habíanos levantado ya la voz mucho más duramente de lo
que podíamos permitirle mi hermana y yo. Nos quejamos
a mamá.
—¡Bah!, no hagan caso —nos respondió mamá, sin oír-
nos casi—. Él es así.
—¡Es que nos va a pegar un día! —gimoteó María.
—Si ustedes no le dan motivos, no. ¿Qué le han he-
cho? —añadió dirigiéndose a mí.
—Nada, mamá… ¡Pero yo no quiero que me toque! —
objeté a mi vez.
En este momento entró nuestro tío.
—¡Ah! Aquí está el buena pieza de tu Eduardo… ¡Te va
a sacar canas este hijo, ya verás!
—Se quejan de que quieres pegarles.
—¿Yo? —exclamó el padrastrillo midiéndome—. No lo
he pensado aún. Pero en cuanto me faltes al respeto…
—Y harás bien —asintió mamá.
—¡Yo no quiero que me toque! —repetí enfurruñado y
rojo—. ¡Él no es papá!
—Pero a falta de tu pobre padre, es tu tío. En fin, ¡dé-
jenme tranquila! —concluyó apartándonos.
Solos en el patio, María y yo nos miramos con altivo
fuego en los ojos.
—¡Nadie me va a pegar a mí! —asenté.
—¡No… Ni a mí tampoco! —apoyó ella, por la cuenta
166
que le iba.
—¡Es un zonzo!
Y la inspiración vino bruscamente, y como siempre, a
mi hermana, con furibunda risa y marcha triunfal:
—¡Tío Alfonso… es un zonzo! ¡Tío Alfonso… es un zonzo!
Cuando un rato después tropecé con el padrastrillo,
me pareció, por su mirada, que nos había oído. Pero ya
habíamos planteado la historia del Cigarro Pateador, epí-
teto este a la mayor gloria de la mula Maud.
El Cigarro Pateador consistió, en sus líneas elemen-
tales, en un cohete que rodeado de papel de fumar fue
colocado en el atado de cigarrillos que tío Alfonso tenía
siempre en su velador, usando de ellos a la siesta.
Un extremo había sido cortado a fin de que el cigarro
no afectara excesivamente al fumador. Con el violento
chorro de chispas había bastante, y en su total, todo el
éxito estribaba en que nuestro tío, adormilado, no se die-
ra cuenta de la singular rigidez de su cigarrillo.
Las cosas se precipitan a veces de tal modo, que no
hay tiempo ni aliento para contarlas.
Sólo sé que una siesta el padrastrillo salió como una
bomba de su cuarto, encontrando a mamá en el comedor.
—¡Ah, estás acá! ¿Sabes lo que han hecho? ¡Te juro
que esta vez se van a acordar de mí!
—¡Alfonso!
—¿Qué? ¡No faltaba más que tú también…! ¡Si no sa-
bes educar a tus hijos, yo lo voy a hacer!
Al oír la voz furiosa del tío, yo, que me ocupaba inocen-
temente con mi hermana en hacer rayitas en el brocal del
aljibe, evolucioné hasta entrar por la segunda puerta en
167
el comedor, y colocarme detrás de mamá. El padrastrillo
me vio entonces y se lanzó sobre mí.
—¡Yo no hice nada! —grité.
—¡Espérate! —rugió mi tío, corriendo tras de mí alrede-
dor de la mesa.
—¡Alfonso, déjalo!
—¡Después te lo dejaré!
—¡Yo no quiero que me toque!
—¡Vamos, Alfonso! ¡Pareces una criatura!
Esto era lo último que se podía decir al padrastrillo.
Lanzó un juramento y sus piernas en mi persecución con
tal velocidad, que estuvo a punto de alcanzarme. Pero en
ese instante yo salía como de una honda por la puerta
abierta, y disparaba hacia la quinta, con mi tío detrás.
En cinco segundos pasamos como una exhalación por
los durazneros, los naranjos y los perales, y fue en este
momento cuando la idea del pozo, y su piedra, surgió te-
rriblemente nítida.
—¡No quiero que me toque! —grité aún.
—¡Espérate!
En ese instante llegamos al cañaveral.
—¡Me voy a tirar al pozo! —aullé para que mamá me
oyera.
—¡Yo soy el que te va a tirar!
Bruscamente desaparecí a sus ojos tras las cañas;
corriendo siempre, di un empujón a la piedra exploradora
que esperaba una lluvia, y salté de costado, hundiéndo-
me bajo la hojarasca.
Tío desembocó enseguida, a tiempo que dejando de
168
verme, sentía allá en el fondo del pozo el abominable
zumbido de un cuerpo que se aplastaba.
El padrastrillo se detuvo, totalmente lívido; volvió a to-
das partes sus ojos dilatados, y se aproximó al pozo.
Trató de mirar adentro, pero los culantrillos se lo im-
pidieron. Entonces pareció reflexionar, y después de una
lenta mirada al pozo y sus alrededores, comenzó a bus-
carme.
Como desgraciadamente para el caso, hacía poco
tiempo que el tío Alfonso cesara a su vez de esconderse
para evitar los cuerpo a cuerpo con sus padres, conserva-
ba aún muy frescas las estrategias subsecuentes, e hizo
por mi persona cuanto era posible hacer para hallarme.
Descubrió enseguida mi cubil, volviendo pertinaz-
mente a él con admirable olfato; pero aparte de que la
hojarasca diluviana me ocultaba del todo, el ruido de mi
cuerpo estrellándose obsediaba a mi tío, que no buscaba
bien, en consecuencia.
Fue pues resuelto que yo yacía aplastado en el fondo
del pozo, dando entonces principio a lo que llamaríamos
mi venganza póstuma. El caso era bien claro. ¿Con qué
cara mi tío contaría a mamá que yo me había suicidado
para evitar que él me pegara?
Pasaron diez minutos.
—¡Alfonso! —sonó de pronto la voz de mamá en el patio.
—¿Mercedes? —respondió aquél tras una brusca sa-
cudida.
Seguramente mamá presintió algo, porque su voz
sonó de nuevo, alterada.
—¿Y Eduardo? ¿Dónde está? —agregó avanzando.
169
—¡Aquí, conmigo! —contestó riendo—. Ya hemos hecho
las paces.
Como de lejos mamá no podía ver su palidez ni la ri-
dícula mueca que él pretendía ser beatífica sonrisa, todo
fue bien.
—¿No le pegaste, no? —insistió aún mamá.
—No. ¡Si fue una broma!
Mamá entró de nuevo. ¡Broma! Broma comenzaba a
ser la mía para el padrastrillo.
Celia, mi tía mayor, que había concluido de dormir la
siesta, cruzó el patio, y Alfonso la llamó en silencio con la
mano. Momentos después Celia lanzaba un ¡oh! ahoga-
do, llevándose las manos a la cabeza.
—¡Pero, cómo! ¡Qué horror! ¡Pobre, pobre Mercedes!
¡Qué golpe!
Era menester resolver algo antes que Mercedes se en-
terara. ¿Sacarme con vida aún…?
El pozo tenía catorce metros sobre piedra viva. Tal
vez, quién sabe… Pero para ello sería preciso traer sogas,
hombres; y Mercedes…
—¡Pobre, pobre madre! —repetía mi tía.
Justo es decir que para mí, el pequeño héroe, mártir
de su dignidad corporal, no hubo una sola lágrima. Mamá
acaparaba todos los entusiasmos de aquel dolor, sacrifi-
cándole ellos la remota probabilidad de vida que yo pu-
diera aún conservar allá abajo. Lo cual, hiriendo mi doble
vanidad de muerto y de vivo, avivó mi sed de venganza.
Media hora después mamá volvió a preguntar por
mí, respondiéndole Celia con tan pobre diplomacia, que
mamá tuvo enseguida la seguridad de una catástrofe.
170
—¡Eduardo, mi hijo! —clamó arrancándose de las ma-
nos de su hermana que pretendía sujetarla, y precipitán-
dose a la quinta.
—¡Mercedes! ¡Te juro que no! ¡Ha salido!
—¡Mi hijo! ¡Mi hijo! ¡Alfonso!
Alfonso corrió a su encuentro, deteniéndola al ver que
se dirigía al pozo. Mamá no pensaba en nada concreto;
pero al ver el gesto horrorizado de su hermano, recordó
entonces mi exclamación de una hora antes, y lanzó un
espantoso alarido.
—¡Ay! ¡Mi hijo! ¡Se ha matado! ¡Déjame, déjenme! ¡Mi
hijo, Alfonso! ¡Me lo has muerto!
Se llevaron a mamá sin sentido. No me había conmovi-
do en lo más mínimo la desesperación de mamá, puesto
que yo —motivo de aquélla— estaba en verdad vivo y bien
vivo, jugando simplemente en mis ocho años con la emo-
ción, a manera de los grandes que usan de las sorpresas
semitrágicas: ¡el gusto que va a tener cuando me vea!
Entretanto, gozaba yo íntimo deleite con el fracaso del
padrastrillo.
—¡Hum…! ¡Pegarme! —rezongaba yo, aún bajo la hoja-
rasca. Levantándome entonces con cautela, senteme en
cuclillas en mi cubil y recogí la famosa pipa bien guardada
entre el follaje. Aquél era el momento de dedicar toda mi
seriedad a agotar la pipa.
El humo de aquel tabaco humedecido, seco, vuelto a
humedecer y resecar infinitas veces, tenía en aquel mo-
mento un gusto a cumbarí, solución Coirre y sulfato de
soda, mucho más ventajoso que la primera vez. Empren-
171
dí, sin embargo, la tarea que sabía dura, con el caño con-
traído y los dientes crispados sobre la boquilla.
Fumé, quiero creer que la cuarta pipa. Sólo recuerdo
que al final el cañaveral se puso completamente azul y
comenzó a danzar a dos dedos de mis ojos. Dos o tres
martillos de cada lado de la cabeza comenzaron a des-
trozarme las sienes, mientras el estómago, instalado en
plena boca, aspiraba él mismo directamente las últimas
bocanadas de humo.
.................................................................................................
Volví en mí cuando me llevaban en brazos a casa. A pe-
sar de lo horriblemente enfermo que me encontraba, tuve
el tacto de continuar dormido, por lo que pudiera pasar.
Sentí los brazos delirantes de mamá sacudiéndome.
—¡Mi hijo querido! ¡Eduardo, mi hijo! ¡Ah, Alfonso, nun-
ca te perdonaré el dolor que me has causado!
—¡Pero, vamos! —decíale mi tía mayor—. ¡No seas loca,
Mercedes! ¡Ya ves que no tiene nada!
—¡Ah! —repuso mamá llevándose las manos al cora-
zón en un inmenso suspiro—. ¡Sí, ya pasó…! Pero dime,
Alfonso, ¿cómo pudo no haberse hecho nada? ¡Ese pozo,
Dios mío…!
El padrastrillo, quebrantado a su vez, habló vagamen-
te de desmoronamiento, tierra blanda, prefiriendo dejar
para un momento de mayor calma la solución verdadera,
mientras la pobre mamá no se percataba de la horrible
infección de tabaco que exhalaba su suicida.
Abrí al fin los ojos, me sonreí, y volví a dormirme, esta
vez honrada y profundamente.
172
Tarde ya, el tío Alfonso me despertó.
—¿Qué merecerías que te hiciera? —me dijo con sibi-
lante rencor—. ¡Lo que es mañana, le cuento todo a tu
madre, y ya verás lo que son gracias!
Yo veía aún bastante mal, las cosas bailaban un poco,
y el estómago continuaba todavía adherido a la garganta.
Sin embargo, le respondí:
—¡Si le cuentas algo a mamá, lo que es esta vez te juro
que me tiro!
Los ojos de un joven suicida que fumó heroicamente
su pipa, ¿expresan acaso desesperado valor?
Es posible que sí. De todos modos el padrastrillo, des-
pués de mirarme fijamente, se encogió de hombros, le-
vantando hasta mi cuello la sábana un poco caída.
—Me parece que mejor haría en ser amigo de este mi-
crobio —murmuró.
—Creo lo mismo —le respondí.
Y me dormí.

173
174
La meningitis y su sombra

No vuelvo de mi sorpresa. ¿Qué diablos quieren decir la


carta de Funes, y luego la charla del médico? Confieso no
entender una palabra de todo esto.
He aquí las cosas. Hace cuatro horas, a las siete de la
mañana, recibo una tarjeta de Funes, que dice así:
Estimado amigo:
Si no tiene inconveniente, le ruego que pase esta
noche por casa. Si tengo tiempo iré a verlo antes.
Muy suyo
Luis María Funes

Aquí ha comenzado mi sorpresa. No se invita a nadie, 175


que yo sepa, a las siete de la mañana para una presunta
conversación en la noche, sin un motivo serio. ¿Qué me
puede querer Funes? Mi amistad con él es bastante vaga,
y en cuanto a su casa, he estado allí una sola vez. Por
cierto que tiene dos hermanas bastante monas.
Así, pues, he quedado intrigado. Esto en cuanto a Fu-
nes. Y he aquí que una hora después, en el momento en
que salía de casa, llega el doctor Ayestarain, otro sujeto
de quien he sido condiscípulo en el colegio nacional, y
con quien tengo en suma la misma relación a lo lejos que
con Funes.
Y el hombre me habla de a, b y c, para concluir:
—Veamos, Durán: Usted comprende de sobra que no
he venido a verlo a esta hora para hablarle de pavadas,
¿no es cierto?
—Me parece que sí —no pude menos que responderle.
—Es claro. Así, pues, me va a permitir una pregunta,
una sola. Todo lo que tenga de indiscreta, se lo explicaré
enseguida. ¿Me permite?
—Todo lo que quiera —le respondí francamente, aun-
que poniéndome al mismo tiempo en guardia.
Ayestarain me miró entonces sonriendo, como se son-
ríen los hombres entre ellos, y me hizo esta pregunta dis-
paratada:
—¿Qué clase de inclinación siente usted hacia María
Elvira Funes?
¡Ah, ah! ¡Por aquí andaba la cosa, entonces! ¡María
176
Elvira Funes, hermana de Luis María Funes, todos en Ma-
ría! ¡Pero si apenas conocía a esa persona! Nada extraño,
pues, que mirara al médico como quien mira a un loco.
—¿María Elvira Funes? —repetí—. Ningún grado ni nin-
guna inclinación. La conozco apenas. Y ahora…
—No, permítame —me interrumpió—. Le aseguro que
es una cosa bastante seria… ¿Me podría dar palabra de
compañero de que no hay nada entre ustedes dos?
—¡Pero está loco! —le dije al fin—. ¡Nada, absolutamen-
te nada! Apenas la conozco, vuelvo a repetirle, y no creo
que ella se acuerde de haberme visto jamás. He hablado
un minuto con ella, ponga dos, tres, en su propia casa,
y nada más. No tengo, por lo tanto, le repito por décima
vez, inclinación particular hacia ella.
—Es raro, profundamente raro… —murmuró el hombre,
mirándome fijamente.
Comenzaba ya a serme pesado el galeno, por eminen-
te que fuese —y lo era—, pisando un terreno con el que
nada tenían que ver sus aspirinas.
—Creo que tengo ahora el derecho…
Pero me interrumpió de nuevo:
—Sí, tiene derecho de sobra… ¿Quiere esperar hasta
esta noche? Con dos palabras podrá comprender que
el asunto es de todo, menos de broma… La persona
de quien hablamos está gravemente enferma, casi a la
muerte… ¿Entiende algo? —concluyó, mirándome bien a
los ojos.
Yo hice lo mismo con él durante un rato.
—Ni una palabra —le contesté.
177
—Ni yo tampoco —apoyó, encogiéndose de hombros—.
Por eso le he dicho que el asunto es bien serio… Por fin
esta noche sabremos algo. ¿Irá allá? Es indispensable.
—Iré —le dije, encogiéndome a mi vez de hombros.
Y he aquí por qué he pasado todo el día preguntán-
dome como un idiota qué relación puede existir entre la
enfermedad gravísima de una hermana de Funes, que
apenas me conoce, y yo, que la conozco apenas.
.................................................................................................
Vengo de lo de Funes. Es la cosa más extraordinaria que
haya visto en mi vida.
Metempsicosis, espiritismos, telepatías y demás ab-
surdos del mundo interior, no son nada en comparación
de éste, mi propio absurdo, en que me veo envuelto. Es
un pequeño asunto para volverse loco. Véase:
Fui a lo de Funes. Luis María me llevó al escritorio. Ha-
blamos un rato, esforzándonos como dos zonzos —puesto
que comprendiéndolo así evitábamos mirarnos— en char-
lar de bueyes perdidos. Por fin entró Ayestarain, y Luis
María salió, dejándome sobre la mesa el paquete de ciga-
rrillos, pues se me habían concluido los míos. Mi ex con-
discípulo me contó entonces lo que en resumen es esto:
Cuatro o cinco noches antes, al concluir un recibo en
su propia casa, María Elvira se había sentido mal. Cues-
tión de un baño demasiado frío esa tarde, según opinión
de la madre. Lo cierto es que había pasado la noche fati-
gada, y con buen dolor de cabeza. A la mañana siguiente,
mayor quebranto, fiebre; y a la noche, una meningitis, con
178
todo su cortejo. El delirio, sobre todo, franco y prolongado
a más no pedir. Concomitantemente, una ansiedad an-
gustiosa, imposible de calmar. Las proyecciones psico-
lógicas del delirio, por decirlo así, se erigieron y giraron
desde la primera noche alrededor de un solo asunto, uno
solo, pero que absorbe su vida entera.
—Es una obsesión —prosiguió Ayestarain—, una sen-
cilla obsesión a cuarenta y un grados. La enferma tiene
constantemente fijos los ojos en la puerta, pero no llama
a nadie.
Su estado nervioso se resiente de esa muda ansie-
dad que la está matando, y desde ayer hemos pensado
con mis colegas en calmar eso… No puede seguir así. ¿Y
sabe usted —concluyó— a quién nombra cuando el sopor
la aplasta?
—No sé… —le respondí, sintiendo que mi corazón cam-
biaba bruscamente de ritmo.
—A usted —me dijo, pidiéndome fuego.
Quedamos, bien se comprende, un rato mudos.
—¿No entiende todavía? —dijo al fin.
—Ni una palabra… —murmuré aturdido, tan aturdido
como puede estarlo un adolescente que a la salida del
teatro ve a la primera gran actriz que desde la penumbra
del coche mantiene abierta hacia él la portezuela… Pero
yo tenía ya casi treinta años, y pregunté al médico qué
explicación se podía dar de eso.
—¿Explicación? Ninguna. Ni la más mínima. ¿Qué quie-
re usted que se sepa de eso? Ah, bueno… Si quiere una
a toda costa, supóngase que en una tierra hay un millón,
dos millones de semillas distintas, como en cualquier par-
179
te. Viene un terremoto, remueve como un demonio todo
eso, tritura el resto, y brota una semilla, una cualquiera,
de arriba o del fondo, lo mismo da. Una planta magnífi-
ca… ¿Le basta eso? No podría decirle una palabra más.
¿Por qué usted, precisamente, que apenas la conoce, y a
quien la enferma no conoce tampoco más, ha sido en su
cerebro delirante la semilla privilegiada? ¿Qué quiere que
se sepa de esto?
—Sin duda… —repuse a su mirada siempre interrogan-
te, sintiéndome al mismo tiempo bastante enfriado al ver-
me convertido en sujeto gratuito de divagación cerebral,
primero, y en agente terapéutico, después.
En ese momento entró Luis María.
—Mamá lo llama —dijo al médico. Y volviéndose a mí,
con una sonrisa forzada—: ¿Lo enteró Ayestarain de lo que
pasa?… Sería cosa de volverse loco con otra persona…
Esto de otra persona merece una explicación. Los
Funes, y en particular la familia de que comenzaba yo
a formar tan ridícula parte, tienen un fuerte orgullo; por
motivos de abolengo, supongo, y por su fortuna, que me
parece lo más probable. Siendo así, se daban por pasa-
blemente satisfechos de que las fantasías amorosas del
hermoso retoño se hubieran detenido en mí, Carlos Du-
rán, ingeniero, en vez de mariposear sobre un sujeto cual-
quiera de insuficiente posición social. Así, pues, agradecí
en mi fuero interno el distingo de que me hacía honor el
joven patricio.
—Es extraordinario… —recomenzó Luis María, hacien-
180
do correr con disgusto los fósforos sobre la mesa.
Y un momento después, con una nueva sonrisa for-
zada:
—¿No tendría inconveniente en acompañarnos un
rato? ¿Ya sabe, no? Creo que vuelve Ayestarain…
En efecto, éste entraba.
—Empieza otra vez… —Sacudió la cabeza, mirando
únicamente a Luis María.
Luis María se dirigió entonces a mí con la tercera son-
risa forzada de esa noche:
—¿Quiere que vayamos?
—Con mucho gusto —le dije. Y fuimos.
Entró el médico sin hacer ruido, entró Luis María, y por
fin entré yo, todos con cierto intervalo. Lo que primero me
chocó, aunque debía haberlo esperado, fue la penumbra
del dormitorio. La madre y la hermana de pie me miraron
fijamente, respondiendo con una corta inclinación de ca-
beza a la mía, pues creí no deber pasar de allí. Ambas me
parecieron mucho más altas. Miré la cama, y vi, bajo la
bolsa de hielo, dos ojos abiertos vueltos a mí.
Miré al médico, titubeando, pero éste me hizo una im-
perceptible seña con los ojos, y me acerqué a la cama.
Yo tengo alguna idea, como todo hombre, de lo que
son dos ojos que nos aman cuando uno se va acercan-
do despacio a ellos. Pero la luz de aquellos ojos, la felici-
dad en que se iban anegando mientras me acercaba, el
mareado relampagueo de dicha —hasta el estrabismo—
cuando me incliné sobre ellos, jamás en un amor normal
a treinta y siete grados los volveré a hallar.
181
Balbuceó algunas palabras, pero con tanta dificultad
de sus labios resecos, que nada oí. Creo que me sonreí
como un estúpido (¡qué iba a hacer, quiero que me di-
gan!), y ella tendió entonces su brazo hacia mí. Su inten-
ción era tan inequívoca que le tomé la mano.
—Siéntese ahí —murmuró.
Luis María corrió el sillón hacia la cama y me senté.
Véase ahora si ha sido dado a persona alguna una
situación más extraña y disparatada:
Yo, en primer término, puesto que era el héroe, tenien-
do en la mía una mano ardiendo en fiebre y en un amor
totalmente equivocado. En el lado opuesto, de pie, el mé-
dico. A los pies de la cama, sentado, Luis María. Apoya-
das en el respaldo, en el fondo, la mamá y la hermana. Y
todos sin hablar, mirándonos con el ceño fruncido.
¿Qué iba a hacer? ¿Qué iba a decir? Preciso es que
piensen un momento en esto. La enferma, por su par-
te, arrancaba a veces sus ojos de los míos y recorría con
dura inquietud los rostros presentes uno tras otro, sin re-
conocerlos, para dejar caer otra vez su mirada sobre mí,
confiada en profunda felicidad.
¿Qué tiempo estuvimos así? No sé; acaso media hora,
acaso mucho más. Un momento intenté retirar la mano,
pero la enferma la oprimió más entre la suya.
—Todavía no… —murmuró, tratando de hallar más có-
moda postura a su cabeza. Todos acudieron, se estiraron
las sábanas, se renovó el hielo, y otra vez los ojos se fija-
ron en inmóvil dicha. Pero de vez en cuando tornaban a
apartarse inquietos y recorrían las caras desconocidas.
Dos o tres veces miré exclusivamente al médico; pero
182
éste bajó las pestañas, indicándome que esperara. Y tuvo
razón al fin, porque de pronto, bruscamente, como un de-
rrumbe de sueño, la enferma cerró los ojos y se durmió.
Salimos todos, menos la hermana, que ocupó mi lugar
en el sillón. No era fácil decir algo —yo al menos. La ma-
dre, por fin, se dirigió a mí con una triste y seca sonrisa:
—Qué cosa más horrible, ¿no? ¡Da pena!
¡Horrible, horrible! No era la enfermedad, sino la situa-
ción lo que les parecía horrible.
Estaba visto que todas las galanterías iban a ser para
mí en aquella casa. Primero el hermanito, luego la ma-
dre… Ayestarain, que nos había dejado un instante, salió
muy satisfecho del estado de la enferma; descansaba
con una placidez desconocida aún. La madre miró a otro
lado, y yo miré al médico. Podía irme, claro que sí, y me
despedí.
He dormido mal, lleno de sueños que nada tienen que
ver con mi habitual vida. Y la culpa de ello está en la fa-
milia Funes, con Luis María, madre, hermanas y parientes
colaterales. Porque si se concreta bien la situación, ella
da lo siguiente:
Hay una joven de diecinueve años, muy bella sin duda
alguna, que apenas me conoce y a quien yo le soy profun-
da y totalmente indiferente. Esto en cuanto a María Elvira.
Hay, por otro lado, un sujeto joven también —ingeniero,
si se quiere— que no recuerda haber pensado dos veces
seguidas en la joven en cuestión. Todo esto es razonable,
inteligible y normal.
Pero he aquí que la joven hermosa se enferma, de
183
meningitis o cosa por el estilo, y en el delirio de la fiebre,
única y exclusivamente en el delirio, se siente abrasada
de amor. ¿Por un primo, un hermano de sus amigos, un
joven mundano que ella conoce bien? No señor; por mí.
¿Es esto bastante idiota? Tomo, pues, una determi-
nación que haré conocer al primero de esa bendita casa
que llegue hasta mi puerta.

—¡Sí, es claro! Como lo esperaba. Ayestarain estuvo este


mediodía a verme. No pude menos que preguntarle por la
enferma, y su meningitis.
—¿Meningitis? —me dijo—. ¡Sabe Dios lo que es! Al
principio parecía eso, y anoche también… Hoy ya no tene-
mos idea de lo que será.
—Peor en fin —objeté—, siempre una enfermedad ce-
rebral…
—Y medular, claro está… Con unas lesioncillas quién
sabe dónde… ¿usted entiende algo de medicina?
—Muy vagamente…
—Bueno; hay una fiebre remitente, que no sabemos de
dónde sale… Era un caso para marchar a todo escape a la
muerte… Ahora hay remisiones, tac-tac-tac, justas como
un reloj…
—Pero el delirio —insistí—, ¿existe siempre?
—¡Ya lo creo! Hay de todo allí… Y a propósito, esta no-
che lo esperamos.
Ahora me había llegado el turno de hacer medicina a
mi modo. Le dije que mi propia sustancia había cumplido
ya su papel curativo la noche anterior, y que no pensaba
184
ir más.
Ayestarain me miró fijamente:
—¿Por qué? ¿Qué le pasa?
—Nada, sino que no creo sinceramente ser necesario
allá… Dígame: ¿usted tiene idea de lo que es estar en una
posición humillantemente ridícula; sí o no?
—No se trata de eso…
—Sí, se trata de eso, de desempeñar un papel estúpi-
do… ¡Curioso que no comprenda!
—Comprendo de sobra… Pero me parece algo así
como…, no se ofenda, cuestión de amor propio.
—¡Muy lindo! —salté—. ¡Amor propio! Y no se les ocurre
otra cosa! ¡Les parece cuestión de amor propio ir a sentar-
se como un idiota para que me tomen la mano la noche
entera ante toda la parentela con el ceño fruncido. Si a
ustedes les parece una simple cuestión de amor propio,
arréglense entre ustedes. Yo tengo otras cosas que hacer.
Ayestarain comprendió, al parecer, la parte de verdad
que había en lo anterior, porque no insistió y hasta que se
fue no volvimos a hablar del asunto.
Todo esto está bien. Lo que no lo está tanto es que
hace diez minutos acabo de recibir una esquela del médi-
co, así concebida:
Amigo Durán:
Con todo su bagaje de rencores, nos es usted indis-
pensable esta noche. Supóngase una vez más que usted
hace de cloral, veronal, el hipnótico que menos le irrite
los nervios, y véngase.
185
Dije un momento antes que lo malo era la precedente
carta. Y tengo razón, porque desde esta mañana no espe-
raba sino esta carta…
Durante siete noches consecutivas —de once a una
de la mañana, momento en que me remitía la fiebre, y
con ella el delirio— he permanecido al lado de María Elvira
Funes, tan cerca como pueden estarlo dos amantes. Me
ha tendido a veces su mano como la primera noche, y
otras se ha preocupado de deletrear mi nombre, mirán-
dome. Sé a ciencia cierta, pues, que me ama profunda-
mente en ese estado, no ignorando tampoco que en sus
momentos de lucidez no tiene la menor preocupación por
mi existencia, presente o futura. Esto crea así un caso de
psicología singular de que un novelista podría sacar algún
partido. Por lo que a mí se refiere, sé decir que esta doble
vida sentimental me ha tocado fuertemente el corazón. El
caso es éste: María Elvira, si es que acaso no le he dicho,
tiene los ojos más admirables del mundo. Está bien que
la primera noche yo no viera en su mirada sino el reflejo
de mi propia ridiculez de remedio inocuo. La segunda no-
che sentí menos mi insuficiencia real. La tercera vez no
me costó esfuerzo alguno sentirme el ente dichoso que
simulaba ser, y desde entonces vivo y sueño ese amor
con que la fiebre enlaza su cabeza a la mía.
¿Qué hacer? Bien sé que todo esto es transitorio, que
de día ella no sabe quién soy, y que yo mismo acaso no
la ame cuando la vea de pie. Pero los sueños de amor,
aunque sean de dos horas y a cuarenta grados, se pagan
en el día, y mucho me temo que si hay una persona en el
186
mundo a la cual esté expuesto a amar a plena luz, ella no
sea mi vano amor nocturno… Amo, pues, una sombra, y
pienso con angustia en el día que Ayestarain considere a
su enferma fuera de peligro, y no precise más de mí.
Crueldad esta que apreciarán en toda su cálida sim-
patía los hombres que están enamorados —de una som-
bra o no.

Ayestarain acaba de salir. Me ha dicho que la enferma


sigue mejor, y que mucho se equivoca, o me veré uno de
estos días libre de la presencia de María Elvira.
—Sí, compañero —me dice—. Libre de veladas ridículas,
de amores cerebrales y ceños fruncidos… ¿Se acuerda?
Mi cara no debe expresar suprema alegría, porque el
taimado galeno se echa a reír y agrega:
—Le vamos a dar en cambio una compensación… Los
Funes han vivido estos quince días con la cabeza en el
aire, y no extrañe pues si han olvidado muchas cosas,
sobre todo en lo que a usted se refiere… Por lo pronto,
hoy cenamos allá. Sin su bienaventurada persona, dicho
sea de paso, y el amor de marras, no sé en qué hubiera
acabado aquello… ¿Qué dice usted?
—Digo —le he respondido—, que casi estoy tentado de
declinar el honor que me hacen los Funes, admitiéndome
a su mesa…
Ayestarain se echó a reír.
—¡No embrome!… Le repito que no sabía dónde tenían
la cabeza…
—Pero para opio, y morfina, y calmante de mademoi-
selle, sí, ¿eh? ¡Para eso no se olvidaban de mí!
187
Mi hombre se puso serio y me miró detenidamente.
—¿Sabe lo que pienso, compañero?
—Diga.
—Que usted es el individuo más feliz de la tierra.
—¿Yo, feliz?…
—O más suertudo. ¿Entiende ahora?
Y quedó mirándome. ¡Hum! —me dije a mí mismo—:
O yo soy un idiota, que es lo más posible, o este galeno
merece que lo abrace hasta romperle el termómetro en
el bolsillo. El maligno tipo sabe más de lo que parece, y
acaso, acaso… Pero vuelvo a lo de idiota, que es lo más
seguro.
—¿Feliz?… —repetí sin embargo—. ¿Por el amor estra-
falario que usted ha inventado con su meningitis?
Ayestarain tornó a mirarme fijamente, pero esta vez
creí notar un vago, vaguísimo dejo de amargura.
—Y aunque no fuera más que eso, grandísimo zonzo…
—ha murmurado, cogiéndome del brazo para salir.
En el camino —hemos ido al Águila, a tomar el ver-
mut— me ha explicado bien claro tres cosas.
1.º: que mi presencia al lado de la enferma era abso-
lutamente necesaria, dado el estado de profunda exci-
tación-depresión, todo en uno, de su delirio. 2.º: que los
Funes lo habían comprendido así, ni más ni menos, a des-
pecho de lo raro, subrepticio e inconveniente que pudiera
parecer la aventura, constándoles, está claro, lo artificial
de todo aquel amor. 3.º: que los Funes han confiado sen-
cillamente en mi educación, para que me dé cuenta —su-
mamente clara— del sentido terapéutico que ha tenido
188
mi presencia ante la enferma, y la de la enferma ante mí.
—Sobre todo lo último, ¿eh? —he agregado a guisa de
comentario. El objeto de toda esta charla es éste: que no
vaya yo jamás a creer que María Elvira siente la menor
inclinación real hacia mí. ¿Es eso?
—¡Claro! —Se ha encogido de hombros el médico—.
Póngase usted en el lugar de ellos…
Y tiene razón el bendito hombre. Porque a la sola pro-
babilidad de que ella…
Anoche cené en casa de Funes. No era precisamente
una comida alegre, si bien Luis María, por lo menos, es-
tuvo muy cordial conmigo. Querría decir lo mismo de la
madre, pero por más esfuerzos que la dama hacía para
tornarme grata la mesa, evidentemente no ve en mí sino
a un intruso a quien en ciertas horas su hija prefiere un
millón de veces. Está celosa, y no debemos condenarla.
Por lo demás, se alternaban con su hija para ir a ver a la
enferma.
Ésta había tenido un buen día, tan bueno que por primera
vez después de quince días no hubo esa noche subida
seria de fiebre, y aunque me quedé hasta la una por pe-
dido de Ayestarain, tuve que volverme a casa sin haberla
visto un instante. ¿Se comprende esto? ¡No verla en todo
el día! ¡Ah! Si por bendición de Dios, la fiebre de cuaren-
ta, ochenta, ciento veinte grados, cualquier fiebre, cayera
esta noche sobre su cabeza…
¡Y aquí!: Esta sola línea del bendito Ayestarain:
Delirio de nuevo. Venga enseguida.
189
Todo lo antedicho es suficiente para enloquecer bien
que mal a un hombre discreto. Véase esto ahora:
Cuando entré anoche, María Elvira me tendió su bra-
zo como la primera vez. Acostó su cara sobre la mejilla
izquierda, y cómoda así, fijó los ojos en mí. No sé qué me
decían sus ojos; posiblemente me daban toda su vida y
toda su alma en una entrega infinitamente dichosa. Sus
labios me dijeron algo, y tuve que inclinarme para oír:
—Soy feliz. —Se sonrió.
Pasado un momento sus ojos me llamaron de nuevo,
y me incliné otra vez.
—Y después… —murmuró apenas, cerrando los ojos
con lentitud. Creo que tuvo una súbita fuga de ideas. Pero
la luz, la insensata luz que extravía la mirada en los re-
lámpagos de felicidad, inundó de nuevo sus ojos. Y esta
vez oí bien claro, sentí claramente sobre mi rostro esta
pregunta:
—Y cuando sane y no tenga más delirio…, ¿me querrás
todavía?
¡Locura que se ha sentado a horcajadas sobre mi co-
razón! ¡Después! ¡Cuando no tenga más delirio! ¿Pero es-
tábamos todos locos en la casa, o había allí, proyectado
fuera de mí mismo, un eco a mi incesante angustia del
después? ¿Cómo es posible que ella dijera eso? ¿Había
meningitis o no? ¿Había delirio o no? Luego mi María El-
vira…
No sé qué contesté; presumo que cualquier cosa a es-
candalizar a la parentela completa si me hubieran oído.
Pero apenas había murmurado yo; apenas había murmu-
rado ella con una sonrisa… Y se durmió.
190
De vuelta a casa, mi cabeza era un vértigo vivo, con
locos impulsos de saltar al aire y lanzar alaridos de felici-
dad. ¿Quién de entre nosotros, puede jurar que no hubie-
ra sentido lo mismo? Porque las cosas, para ser claras,
deben ser planteadas así: La enferma con delirio, que por
una aberración psicológica cualquiera, ama únicamente
en su delirio, a X. Esto por un lado. Por el otro, el mismo X,
que desgraciadamente para él, no se siente con fuerzas
para concretarse a su papel medicamentoso. Y he aquí
que la enferma, con su meningitis y su inconsciencia —su
incontestable inconsciencia—, murmura a nuestro amigo:
—Y cuando no tenga más delirio… ¿me querrás todavía?
Esto es lo que yo llamo un pequeño caso de locura,
claro y rotundo. Anoche, cuando llegaba a casa, creí un
momento haber hallado la solución, que sería ésta: Ma-
ría Elvira, en su fiebre, soñaba que estaba despierta. ¿A
quién no ha sido dado soñar que está soñando? Ninguna
explicación más sencilla, claro está.
Pero cuando por pantalla de ese amor mentido hay dos
ojos inmensos, que empapándonos de dicha se anegan
ellos mismos en un amor que no se puede mentir; cuando
se ha visto a esos ojos recorrer con dura extrañeza los
rostros familiares, para caer en extática felicidad ante uno
mismo, pese al delirio y cien mil delirios como ése, uno
tiene el derecho de soñar toda la noche con aquel amor
—o seamos más explícitos—: con María Elvira Funes.
¡Sueño, sueño y sueño! Han pasado dos meses, y creo
a veces soñar aún. ¿Fui yo o no, por Dios bendito, aquel
a quien se le tendió la mano, y el brazo desnudo hasta el
191
codo, cuando la fiebre tornaba hostiles aun los rostros
bienamados de la casa? ¿Fui yo o no el que apaciguó con
sus ojos, durante minutos inmensos de eternidad, la mi-
rada mareada de amor de mi María Elvira?
Sí, fui yo. Pero eso está acabado, concluido, finaliza-
do, muerto, inmaterial, como si nunca hubiera sido. Y sin
embargo…

Volví a verla veinte días después. Ya estaba sana, y cené


con ellos. Hubo al principio una evidente alusión a los
desvaríos sentimentales de la enferma, todo con gran
tacto de la casa, en lo que cooperé cuanto me fue posi-
ble, pues en esos veinte días transcurridos no había sido
mi preocupación menor pensar en la discreción de que
debía yo hacer gala en esa primera entrevista.
Todo fue a pedir de boca, no obstante.
—Y usted —me dijo la madre sonriendo—, ¿ha descan-
sado del todo de las fatigas que le hemos dado?
—¡Oh, era muy poca cosa!… Y aún —concluí riendo
también— estaría dispuesto a soportarlas de nuevo…
María Elvira se sonrió a su vez.
—Usted sí; pero yo no; ¡le aseguro!
La madre la miró con tristeza:
—¡Pobre mi hija! Cuando pienso en los disparates que
se te han ocurrido… En fin —se volvió a mí con agrado—.
Usted es ahora, podríamos decir, de la casa, y le aseguro
que Luis María lo estima muchísimo.
El aludido me puso la mano en el hombro y me ofreció
cigarrillos.
—Fume, fume, y no haga caso.
192
—¡Pero Luis María! —le reprochó la madre, semiseria—.
¡Cualquiera creería al oírte que le estamos diciendo men-
tiras a Durán!
—No, mamá; lo que dices está perfectamente bien di-
cho; pero Durán me entiende.
Lo que yo entendía era que Luis María quería cortar
con amabilidades más o menos sosas; pero no se lo agra-
decía en lo más mínimo.
Entretanto, cuantas veces podía, sin llamar la aten-
ción, fijaba los ojos en María Elvira. ¡Al fin! Ya la tenía ante
mí, sana, bien sana. Había amado una sombra, o más
bien dicho, dos ojos y treinta centímetros de brazo, pues
el resto era una larga mancha blanca. Y de aquella pe-
numbra, como de un capullo taciturno, se había levanta-
do aquella espléndida figura fresca, indiferente y alegre,
que no me conocía. Me miraba como se mira a a un ami-
go de la casa, en el que es preciso detener un segundo
los ojos cuando se cuenta algo o se comenta una frase
risueña. Pero nada más. Ni el más leve rastro de lo pa-
sado, ni siquiera afectación de no mirarme, con lo que
había yo contado como último triunfo de mi juego. Era
un sujeto —no digamos sujeto, sino ser— absolutamente
desconocido para ella. Y piénsese ahora en la gracia que
me hacía recordar, mientras la miraba, que una noche
esos mismos ojos ahora frívolos me habían dicho, a ocho
dedos de los míos:
—Y cuando esté sana… ¿me querrás todavía?
¡A qué buscar luces, fuegos fatuos de una felicidad
muerta, sellada a fuego en el cofrecillo hormigueante de
una fiebre cerebral! Olvidarla… Siendo lo que hubiera de-
193
seado, era precisamente lo que no podía hacer.
Más tarde, en el hall, hallé modo de aislarme con Luis
María, mas colocando a éste entre María Elvira y yo; podía
así mirarla impunemente so pretexto de que mi vista iba
naturalmente más allá de mi interlocutor. Y es extraordi-
nario cómo su cuerpo, desde el más alto cabello de su ca-
beza al tacón de sus zapatos, era un vivo deseo, y cómo
al cruzar el hall para ir adentro, cada golpe de su falda
contra el charol iba arrastrando mi alma como un papel.
Volvió, se rió, cruzó rozando a mi lado, sonriéndome
forzosamente, pues estaba a su paso, mientras yo, como
un idiota, continuaba soñando con una súbita detención
a mi lado, y no una, sino dos manos, puestas sobre mis
sienes:
—Y bien: ahora que me has visto de pie, ¿me quieres
todavía?
¡Bah! Muerto, bien muerto me despedí y oprimí un ins-
tante aquella mano fría, amable y rápida.

Hay, sin embargo, una cosa absolutamente cierta, y es


ésta: María Elvira puede no recordar lo que sintió en
sus días de fiebre; admito esto. Pero está perfectamen-
te enterada de lo que pasó, por los cuentos posteriores.
Luego, es imposible que yo esté para ella desprovisto del
menor interés. De encantos —¡Dios me perdone!— todo
lo que ella quiera. Pero de interés, el hombre con quien
se ha soñado veinte noches seguidas, eso no. Por lo tan-
to, su perfecta indiferencia a mi respecto no es racional.
¿Qué ventajas, qué remota probabilidad de dicha puede
194
reportarme comprobar eso? Ninguna, que yo vea. María
Elvira se precave así contra mis posibles pretensiones
por aquello; he aquí todo.
En lo que no tiene razón. Que me guste desesperada-
mente, muy bien. Pero que vaya yo a exigir el cumplimien-
to de un pagaré de amor firmado sobre una carpeta de
meningitis, ¡diablo!, eso no.
Nueve de la mañana. No es hora sobremanera decente
de acostarse, pero así es. Del baile de la casa de Rodrí-
guez Peña, a Palermo. Luego al bar. Todo perfectamente
solo. Y ahora a la cama.
Pero no sin disponerme a concluir el paquete de ciga-
rrillos, antes de que el sueño venga. Y aquí está la causa:
bailé anoche con María Elvira. Y después de bailar, habla-
mos así:
—Estos puntitos en la pupila —me dijo, frente uno de
otro en la mesita del buffet— no se han ido aún. No sé qué
será… Antes de mi enfermedad no los tenía.
Precisamente nuestra vecina de mesa acababa de ha-
cerle notar ese detalle. Con lo que sus ojos no quedaban
sino más luminosos.
Apenas comencé a responderle, me di cuenta de la
caída; pero ya era tarde...
—Sí —le dije, observando sus ojos—. Me acuerdo de
que antes no los tenía…
Y miré a otro lado. Pero María Elvira se echó a reír:
—Es cierto; usted debe saberlo más que nadie.
¡Ah! ¡Qué sensación de inmensa losa derrumbada por
fin de sobre mi pecho! ¡Era posible hablar de eso, por fin!
—Eso creo —repuse—. Más que nadie, no sé… Pero sí;
195
en el momento a que se refiere, ¡más que nadie, con se-
guridad!
Me detuve de nuevo; mi voz comenzaba a bajar dema-
siado de tono.
—¡Ah, sí! —se sonrió María Elvira. Apartó los ojos, seria
ya, alzándolos a las parejas que pasaban a nuestro lado.
Corrió un momento, para ella de perfecto olvido de lo
que hablábamos, supongo, y de sombría angustia para
mí. Pero sin bajar los ojos, como si le interesaran siempre
los rostros que cruzaban en sucesión de film, agregó un
instante después de costado:
—Cuando era mi amor, al parecer.
—Perfectamente bien dicho —le dije—. Su amor, al pa-
recer.
Ella me miró entonces de pleno.
—No…
Y se calló.
—¿No… qué? Concluya.
—¿Para qué? Es una zoncera.
—No importa: concluya.
Ella se echó a reír:
—¿Para qué? En fin… ¿No supondrá que no era al pa-
recer?
—Eso es un insulto gratuito —le respondí—. Yo fui el
primero en comprobar la exactitud de la cosa, cuando yo
era su amor… al parecer.
—¡Y dale…! —murmuró. Pero a mi vez el demonio de la
locura me arrastró tras aquel ¡y dale! burlón, a una pre-
gunta que nunca debiera haber hecho.
196
—Dígame, María Elvira —me incliné—: ¿usted no re-
cuerda nada, no es cierto, nada de aquella ridícula his-
toria?
Me miró muy seria, con altivez si se quiere, pero al
mismo tiempo con atención, como cuando nos dispone-
mos a oír cosas que a pesar de todo no nos disgustan.
—¿Qué historia? —dijo.
—La otra, cuando yo vivía a su lado… —le hice notar
con suficiente claridad.
—Nada… absolutamente nada.
—Veamos; míreme un instante…
—¡No, ni aunque lo mire…! —me lanzó en una carcajada.
—¡No, no es eso…! Usted me ha mirado demasiado
antes para que yo no sepa… Quería decirle esto: ¿No se
acuerda usted de haberme dicho algo… dos o tres pala-
bras nada más… la última noche que tuvo fiebre?
María Elvira contrajo las cejas un largo instante, y las
levantó luego, más altas que lo natural. Me miró atenta-
mente, sacudiendo la cabeza:
—No, no recuerdo…
—¡Ah! —me callé.
Pasó un rato. Vi de reojo que me miraba aún.
—¿Qué? —murmuró.
—¿Qué… qué? —repetí.
—¿Qué le dije?
—Tampoco me acuerdo ya…
—Sí, se acuerda… ¿Qué le dije?
—No sé, le aseguro…
—¡Sí, sabe…! ¿Qué le dije?
197
—¡Veamos! —me aproximé de nuevo a ella—. Si usted
no recuerda absolutamente nada, puesto que todo era
una alucinación de fiebre, ¿qué puede importarle lo que
me haya o no dicho en su delirio?
El golpe era serio. Pero María Elvira no pensó en con-
testarlo, contentándose con mirarme un instante más y
apartar la vista con una corta sacudida de hombros.
—Vamos —me dijo bruscamente—. Quiero bailar este
vals.
—Es justo —me levanté—. El sueño de vals que bailá-
bamos no tiene nada de divertido.
No me respondió. Mientras avanzábamos al salón,
parecía buscar con los ojos a alguno de sus habituales
compañeros de vals.
—¿Qué sueño de vals desagradable para usted? —me
dijo de pronto, sin dejar de recorrer el salón con la vista.
—Un vals de delirio… No tiene nada que ver con esto.
—Me encogí a mi vez de hombros.
Creí que no hablaríamos más esa noche. Pero aun-
que María Elvira no respondió una palabra, tampoco pa-
reció hallar al compañero ideal que buscaba. De modo
que, deteniéndose, me dijo con una sonrisa forzada —la
ineludible forzada sonrisa que campeó sobre toda aque-
lla historia:
—Si quiere, entonces, baile este vals con su amor…
—… al parecer. No agrego una palabra más —repuse,
pasando la mano por su cintura.

Un mes más transcurrido. ¡Pensar que la madre, Angélica


198
y Luis María están para mí llenos ahora de poético miste-
rio! La madre es, desde luego, la persona a quien María
Elvira tutea y besa más íntimamente. Su hermana la ha
visto desvestirse. Luis María, por su parte, se permite pa-
sarle la mano por la barbilla cuando entra y ella está sen-
tada de espaldas. Tres personas bien felices, como se ve,
e incapaces de apreciar la dicha en que se ven envueltos.
En cuanto a mí, me paso la vida llevando cigarros a
la boca como quien quema margaritas: ¿me quiere? ¿no
me quiere?
Después del baile en lo de Peña, he estado con ella
muchas veces, en su casa, desde luego, todos los miér-
coles.
Conserva su mismo círculo de amigos, sostiene a to-
dos con su risa, y flirtea admirablemente cuantas veces
se lo proponen. Esto cuando está con los otros. Pero
cuando está conmigo, entonces no aparta los ojos de
ellos.
¿Es esto razonable? No, no lo es. Y por eso tengo des-
de hace un mes una buena laringitis, a fuerza de ahumar-
me la garganta.
Anoche, sin embargo, he tenido un momento de tre-
gua. Era miércoles. Ayestarain conversaba conmigo, y
una breve mirada de María Elvira, lanzada hacia nosotros
por sobre los hombros del cuádruple flirt que la rodeaba,
puso su espléndida figura en nuestra conversación. Ha-
blamos de ella y, fugazmente, de la vieja historia. Un rato
después María Elvira se detenía ante nosotros.
—¿De qué hablaban?
—De muchas cosas; de usted en primer término —res-
199
pondió el médico.
—Ah, ya me parecía… —y recogiendo hacia ella un
silloncito romano, se sentó cruzada de piernas, el bus-
to tendido hacia adelante, con la cara sostenida en la
mano—. Sigan; ya escucho.
—Contaba a Durán —dijo Ayestarain— que casos
como el que le ha pasado a usted en su enfermedad
son raros, pero hay algunos. Un autor inglés, no recuer-
do cuál, cita uno. Solamente que es más feliz que el suyo.
—¿Más feliz? ¿Y por qué?
—Porque en aquél no hay fiebre, y ambos se aman en
sueños. En cambio, en este caso, usted era únicamente
quien amaba…
¿Dije ya que la actitud de Ayestarain me había pare-
cido siempre un tanto tortuosa respecto de mí? Si no lo
dije, tuve en aquel momento un fulminante deseo de ha-
cérselo sentir, no solamente con la mirada.
Algo no obstante de ese anhelo debió percibir en mis
ojos, porque se levantó riendo:
—Los dejo para que hagan las paces.
—¡Maldito bicho! —murmuré cuando se alejó.
—¿Por qué? ¿Qué le ha hecho?
—Dígame, María Elvira —exclamé—. ¿Le ha hecho el
amor a usted alguna vez?
—¿Quién, Ayestarain?
—Sí, él.
Me miró titubeando al principio. Luego, plenamente
en los ojos, seria:
—Sí —me contestó.
—¡Ah, ya me lo esperaba…! Por lo menos ése tiene
200
suerte… —murmuré, ya amargado del todo.
—¿Por qué? —me preguntó.
Sin responderle, me encogí violentamente de hombros
y miré a otro lado. Ella siguió mi vista. Pasó un momento.
—¿Por qué? —insistió, con esa obstinación pesada y
distraída de las mujeres cuando comienzan a hallarse
perfectamente a gusto con un hombre. Estaba ahora, y
estuvo durante los breves momentos que siguieron, de
pie, con la rodilla sobre el silloncito. Mordía un papel —ja-
más supe de dónde pudo salir— y me miraba, subiendo y
bajando imperceptiblemente las cejas.
—¿Por qué? —repuse al fin—. Porque él tiene por lo me-
nos la suerte de no haber servido de títere ridículo al lado
de una cama, y puede hablar seriamente, sin ver subir
y bajar las cejas como si no se entendiera lo que digo…
¿Comprende ahora?
María Elvira me miró unos instantes pensativa, y lue-
go movió negativamente la cabeza, con su papel en los
labios.
—¿Es cierto o no? —insistí, pero ya con el corazón a
loco escape.
Ella tornó a sacudir la cabeza:
—No, no es cierto…
—¡María Elvira! —llamó Angélica de lejos.
Todos saben que la voz de los hermanos suele ser de
lo más inoportuna. Pero jamás una voz fraternal ha caído
en un diluvio de hielo y pez fría tan fuera de propósito
como aquella vez. María Elvira tiró el papel y bajó la ro-
dilla.
201
—Me voy —me dijo riendo, con la risa que ya le conocía
cuando afrontaba un flirt.
—¡Un solo momento! —le dije.
—¡Ni uno más! —me respondió alejándose ya y negan-
do con la mano.
¿Qué me quedaba por hacer? Nada, a no ser tragar
el papelito húmedo, hundir la boca en el hueco que ha-
bía dejado su rodilla, y estrellar el sillón contra la pared.
Y estrellarme enseguida yo mismo contra un espejo, por
imbécil. La inmensa rabia de mí mismo me hacía sufrir,
sobre todo. ¡Intuiciones viriles! ¡Psicologías de hombre co-
rrido! ¡Y la primera coqueta cuya rodilla queda marcada
allí, se burla de todo eso con una frescura sin par!
No puedo más. La quiero como un loco, y no sé —lo que
es más amargo aún— si ella me quiere realmente o no.
Además, sueño, sueño demasiado, y cosas por el estilo:
Íbamos del brazo por un salón, ella toda de blanco, y yo
como un bulto negro a su lado. No había más que perso-
nas de edad en el salón, y todas sentadas, mirándonos
pasar. Era, sin embargo, un salón de baile. Y decían de
nosotros: La meningitis y su sombra. Me desperté, y volví
a soñar; el tal salón de baile estaba frecuentado por los
muertos diarios de una epidemia. El traje blanco de María
Elvira era un sudario, y yo era la misma sombra de an-
tes, pero tenía ahora por cabeza un termómetro. Éramos
siempre La meningitis y su sombra.
¿Qué puedo hacer con sueños de esta naturaleza? No
puedo más. Me voy a Europa, a Norteamérica, a cualquier
202
parte donde pueda olvidarla.
¿A qué quedarme? ¿A recomenzar la historia de siem-
pre, quemándome solo, como un payaso, o a desencon-
trarnos cada vez que nos sentimos juntos? ¡Ah, no! Con-
cluyamos con esto. No sé el bien que les podrá hacer a
mis planos de máquinas esta ausencia sentimental (¡y sí,
sentimental!, ¡aunque no quiera!); pero quedarme sería
ridículo, y estúpido, y no hay para qué divertir más a las
María Elvira.
.................................................................................................
Podría escribir aquí cosas pasablemente distintas de las
que acabo de anotar, pero prefiero contar simplemente lo
que pasó el último día que vi a María Elvira.
Por bravata, o desafío a mí mismo, o quién sabe por
qué mortuoria esperanza de suicida, fui la tarde anterior
de mi salida a despedirme de los Funes. Ya hacía diez
días que tenía mis pasajes en el bolsillo —por donde se
verá cuánto desconfiaba de mí mismo.
María Elvira estaba indispuesta —asunto de garganta
o jaqueca— pero visible. Pasé un momento a la antesa-
la a saludarla. Al verme se sorprendió un poco, aunque
tuvo tiempo de echar una rápida ojeada al espejo. Tenía
el rostro abatido, los labios pálidos, y los ojos hundidos de
ojeras. Pero era ella siempre, más hermosa aún para mí
porque la perdía.
Le dije sencillamente que me iba, y le deseaba mucha
felicidad.
Al principio no me comprendió.
203
—¿Se va? ¿Y adónde?
—A Norteamérica… Acabo de decírselo.
—¡Ah! —murmuró, marcando bien claramente la con-
tracción de los labios. Pero enseguida me miró inquieta—.
¿Está enfermo?
—¡Pst…! No precisamente… No estoy bien.
—¡Ah! —murmuró de nuevo. Y miró hacia afuera a tra-
vés de los vidrios abriendo bien los ojos, como cuando
uno pierde el pensamiento.
Por lo demás, llovía en la calle y la antesala no estaba
clara.
Se volvió a mí.
—¿Por qué se va? —me preguntó.
—¡Hum! —me sonreí—. Sería muy largo, infinitamente
largo de contar… En fin, me voy.
María Elvira fijó aún los ojos en mí, y su expresión pre-
ocupada y atenta se tornó sombría. Concluyamos, me
dije. Y adelantándome:
—Bueno, María Elvira…
Me tendió lentamente la mano, una mano fría y húme-
da de jaqueca.
—Antes de irse —me dijo— ¿no me quiere decir por qué
se va?
Su voz había bajado un tono. El corazón me latió loca-
mente, pero como en un relámpago la vi ante mí, como
aquella noche, alejándose riendo y negando con la mano:
«no, ya estoy satisfecha…». ¡Ah, no, yo también! ¡Con
aquello tenía bastante!
—¡Me voy —le dije bien claro—, porque estoy hasta
aquí de dolor, ridiculez y vergüenza de mí mismo! ¿Está
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contenta ahora?
Tenía aún su mano en la mía. La retiró, se volvió len-
tamente, quitó la música del atril para colocarla sobre el
piano, todo con pausa y mesura, y me miró de nuevo, con
esforzada y dolorosa sonrisa:
—¿Y si yo… le pidiera que no se fuera?
—¡Pero por Dios bendito! —exclamé—. ¡No se da cuen-
ta de que me está matando con estas cosas! ¡Estoy harto
de sufrir y echarme en cara mi infelicidad! ¿Qué ganamos,
que gana usted con estas cosas? ¡No, basta ya! ¿Sabe
usted —agregué adelantándome— lo que usted me dijo
aquella última noche de su enfermedad? ¿Quiere que se
lo diga? ¿Quiere?
Quedó inmóvil, toda ojos.
—Sí, dígame…
—¡Bueno! Usted me dijo, y maldita sea la noche en que
lo oí, usted me dijo bien claro esto: Y-cuán-do-no-ten-ga-
más-de-li-rio, ¿me-que-rrás-to-da-ví-a? Usted tenía deli-
rio aún, ya lo sé… ¿Pero qué quiere que haga yo ahora?
¿Quedarme aquí, a su lado, desangrándome vivo con su
modo de ser, porque la quiero como un idiota…? Esto es
bien claro también ¿eh? ¡Ah! ¡Le aseguro que no es vida
la que llevo! ¡No, no es vida!
Y apoyé la frente en los vidrios, deshecho, sintiendo
que después de lo que había dicho, mi vida se derrumba-
ba para siempre jamás.
Pero era menester concluir, y me volví: Ella estaba a
mi lado, y en sus ojos —como en un relámpago, de feli-
cidad esta vez— vi en sus ojos resplandecer, marearse,
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sollozar, la luz de húmeda dicha que creía muerta ya.
—¡María Elvira! —exclamé, grité, creo—. ¡Mi amor que-
rido! ¡Mi alma adorada!
Y ella, en silenciosas lágrimas de tormento concluido,
vencida, entregada, dichosa, había hallado por fin sobre
mi pecho postura cómoda a su cabeza.

Y nada más. ¿Habrá cosa más sencilla que todo esto?


Yo he sufrido, es bien posible, llorado, aullado de dolor;
debo creerlo porque así lo he escrito. ¡Pero qué endiabla-
damente lejos está todo eso! Y tanto más lejos porque
—y aquí está lo más gracioso de esta nuestra historia—
ella está aquí, a mi lado, leyendo con la cabeza sobre la
lapicera lo que escribo. Ha protestado, bien se ve, ante
no pocas observaciones mías; pero en honor del arte li-
terario en que nos hemos engolfado con tanta frescura,
se resigna como buena esposa. Por lo demás, ella cree
conmigo que la impresión general de la narración, recons-
truida por etapas, es un reflejo bastante acertado de lo
que pasó, sentimos y sufrimos. Lo cual, para obra de un
ingeniero, no está del todo mal.
En este momento María Elvira me interrumpe para
decirme que la última línea escrita no es verdad: Mi na-
rración no sólo no está del todo mal, sino que está bien,
muy bien. Y como argumento irrefutable me echa los bra-
zos al cuello y me mira, no sé si a mucho más de cinco
centímetros.
—¿Es verdad? —murmura, o arrulla, mejor dicho.
—¿Se puede poner arrulla? —le pregunto.
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—¡Sí, y esto, y esto! —Y me da un beso.
¿Qué más puedo añadir?
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