Santayana-Raimundo Lira
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Santayana*
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ojos abiertos, capaz de distinguir entre lo que las cosas son y lo que
quisiéramos que fuesen.
De su vida, de sus años de aprendizaje, de su condición de cate-
drático y su vocación de estudiante viajero, nos ha hablado el mis-
mo Santayana en su Breve historia de mis opiniones. También su obra
restante abunda en rasgos explícitamente autobiográficos y, ante to-
do, en “contribuciones a la crítica de sí mismo”. Pues bien: aunque
de libro en libro varíe el tono y el propósito de las observaciones —
entre la confidencia y el alegato, entre el comentario humorístico a
sus propias doctrinas y la justificación imparcial y documentada—,
una de esas diversas actitudes de Santayana ante sí mismo parece di-
bujarse con muy insistente perfil: la consideración de su filosofía no
como un azaroso sucederse de respuestas a influjos exteriores, sino,
al revés, casi como filosofía nacida y crecida a pesar de ellos. El autor
de Escepticismo y fe animal nos dice que su pensamiento no es capí-
tulo de ninguna teoría al uso, aunque haya brotado en el hervor de
las discusiones actuales. Y el Forastero, embajador suyo en el Limbo,
se duele de no haber encontrado en el mundo verdaderos maestros.
Cierto, Santayana es filósofo hostil a las escuelas y a las modas
y, en su propio sentir, espléndidamente aislado de los vaivenes del
tiempo. Si a los presocráticos, a Platón y Aristóteles, a Espinosa y
Leibniz los recuerda en su obra con firme devoción, también son
claras y resueltas sus discrepancias. Pero a quienes menos se inclina
es sin duda a los contemporáneos. Con visible rigor juzga sus filoso-
fías, más bienhechoras —nos dice— por sus críticas mutuas que por
sus positivos descubrimientos: “Cada una, al afirmar su verdad, olvi-
da otra verdad más importante”. Las ve incapaces de integrarse unas
con otras y de instruirse las unas con el ejemplo de las otras. No es
que Santayana proponga el eclecticismo como combinación salva-
dora: “Un mapa correcto y verídico debe trazarse con una sola esca-
la, con un solo método de proyección y con un solo estilo caligráfi-
co”. El mal no está en los procedimientos, sino en quienes lo aplican;
no en los caminos posibles, sino en el común punto de arranque: en
una creciente traición a esa confianza en la realidad, a esa postura
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basa con mucho el ámbito de las artes consagradas. ¿En qué grave
Handbuch moderno cabría dedicar unas páginas al estudio del ele-
mento estético en la idea de democracia? Pero sí cabe en El senti-
do de la belleza, el primer libro de Santayana (1896). Las bellas ar-
tes son modos tradicionales y especializados de una actividad que
se dispersa por mil otros caminos ocultos y que invade difusamente
toda la vida humana. No hay descripción que no sea interpretación;
no hay historia que no sea irremediablemente imaginativa y anacró-
nica; no hay ciencia que no esté entretejida de arte. Todo conoci-
miento sistemático es a su modo poesía, en la medida en que trans-
forma el desorden de la experiencia estilizándolo en mundos claros
y simétricos. Y, quiérase o no, forjarse una personal imagen míti-
ca del universo es tan inevitable como vivir. La grandeza del artista
consiste en fijar esas visiones, en arrebatarlas al olvido y permitir así
que el espíritu pueda crecer incesantemente, sin tener que comen-
zar cada vez desde la nada.
La preocupación de Santayana por lo estético se muestra en su
obra a cada paso. Y no sólo como tema de indagación abstracta. Hay
un marcado sesgo artístico en lo más hondo de su actitud frente a
las cosas y a las ideas: en ese afán suyo de ver cada forma por sí mis-
ma —“el aire libre es también una arquitectura”— y detenerse an-
te complejas situaciones individuales para desentrañar su significa-
do sin que nada se pierda de su riqueza y singularidad. Condiciones
artísticas que hacen de Santayana un ensayista notable. Baste recor-
dar sus Soliloquios en Inglaterra (1922), las sueltas y agudas evoca-
ciones incluidas en sus volúmenes autobiográficos, y los magníficos
estudios, reunidos en Interpretaciones de poesía y religión (1900) y
en Tres poetas filosóficos (1910), sobre Lucrecio, Dante, Shakespeare,
Goethe, Browning, Whitman. La maestría de su estilo, ágil y cau-
daloso al mismo tiempo, lo ha colocado entre los mejores prosistas
ingleses de su siglo. Rara victoria para quien, como él, manejaba un
idioma que no era el de su infancia.
Tampoco faltan en su obra los ejercicios estrictamente litera-
rios: versos originales, traducciones de poetas italianos y france-
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Honro a Platón y lo sigo por aquello que logró ver: un cielo de ideas,
rico en constelaciones. Pero me inspira desdén la trampa de palabras o
el impulso supersticioso por el cual añadió algo que no pudo ver: que
esas ideas sean sustancias y fuerzas que rigen el mundo.
No hace muchos años, la llamada Ciencia, con mayúscula, era una im-
ponente familia real que debía, según todas las apariencias, gobernar
por tiempo indefinido. Teníamos el espacio y el tiempo newtonianos,
la conservación de la energía, la evolución darwiniana. Ahora rige, en
cambio, una democracia de teorías elegidas por breves períodos de go-
bierno: teorías que hablan incomprensibles jergas profesionales, y que
difícilmente se pueden presentar ante los ojos del público. A la cabeza
del movimiento se han puesto las técnicas especializadas del investiga-
dor, indiferentes a las necesidades retóricas de la vulgarización.
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Notas
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